0% encontró este documento útil (0 votos)
126 vistas211 páginas

La Insurreccion Invisible de Un Millon de Mentes-Holaebook

El documento resume la vida y carrera del escritor escocés Alexander Trocchi. Tras mudarse a París en 1952, Trocchi frecuentó círculos existencialistas y fue editor de la revista Merlin, donde publicaron autores como Beckett, Genet y Sartre. Más tarde, se hizo amigo de Guy Debord e influyó en el movimiento situacionista con su texto sobre una insurrección invisible. Aunque tuvo problemas legales por drogas, fue considerado un artista innovador. Su obra exploró formas alternativas de narrativa y rech

Cargado por

Medalo Mismo
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
126 vistas211 páginas

La Insurreccion Invisible de Un Millon de Mentes-Holaebook

El documento resume la vida y carrera del escritor escocés Alexander Trocchi. Tras mudarse a París en 1952, Trocchi frecuentó círculos existencialistas y fue editor de la revista Merlin, donde publicaron autores como Beckett, Genet y Sartre. Más tarde, se hizo amigo de Guy Debord e influyó en el movimiento situacionista con su texto sobre una insurrección invisible. Aunque tuvo problemas legales por drogas, fue considerado un artista innovador. Su obra exploró formas alternativas de narrativa y rech

Cargado por

Medalo Mismo
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 211

Trasladado

a París desde 1952, Trocchi frecuentó los ambientes del


existencialismo, participando en la edición de la famosa revista Merlin, en la
que colaboraban autores como Samuel Beckett, Jean Genet, Jean-Paul
Sartre y Henry Miller. Fue allí donde se hizo amigo íntimo de Guy Debord,
que había quedado fascinado por la idea desplegada por Trocchi en su texto
La insurrección invisible de un millón de mentes, acerca de un gran ejército
en estado de incubación, aunque latente y dispuesto al ataque,
perfeccionando el definitivo asalto a la sociedad de clases. Aquello
conectaba con las ideas de subversión total de la vida y del arte
reivindicadas por la Internacional Situacionista. El texto obtuvo el apoyo y
reconocimiento de escritores, artistas e intelectuales tan diversos como
Picasso y Salvador Dalí.
La búsqueda de realidades alternativas mediante el consumo de heroína y
otras sustancias le supuso una detención por posesión y supuesto tráfico de
drogas. Un comunicado oficial de apoyo, suscrito por la totalidad de la
Internacional Situacionista, llegó a afirmar que aquel individuo, que llegó a
ser conocido como el «Burroughs escocés» era, sin duda, «el artista más
creativo e inteligente de la Inglaterra de hoy».

ebookelo.com - Página 2
Alexander Trocchi

La insurrección invisible de un millón


de mentes
ePub r1.0
Titivillus 03.04.18

ebookelo.com - Página 3
Título original: Invisible Insurrection of a Million Minds
Alexander Trocchi, 1991
Traducción: Antonio J. Rodríguez

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
Introducción

ANDREW MURRAY Scott

Ni siquiera después de su muerte en 1984, Alexander Trocchi, el autor de El libro de


Caín, pudo descansar en paz —sus cenizas desaparecieron misteriosamente— y,
tiempo después, muchos de sus escritos ardieron en un incendio cuya causa se
desconoce, al igual que el propio Libro de Caín fue quemado en 1963 por orden del
juez. De modo que los restos de Trocchi no están en ningún sitio o lo están en todos.
Es extrañamente apropiado como final. O como principio…
Durante muchos años el establishment literario le hizo el vacío a Trocchi. Se le
consideró un peligroso anarquista, alguien que de pronto puede empezar a inyectarse
heroína en público, o hacer el amor con la mujer de otra persona en el sofá. O iniciar
una revolución. O algo igualmente inesperado y vergonzoso. Al mismo tiempo fue
ignorado por algunos escoceses a causa de los intercambios de titulares con Hugh
MacDiarmid en el Festival de Edimburgo en 1962. MacDiarmid, del cual difícilmente
podría decirse que pertenecía al establishment, no había leído ni una palabra del
trabajo de Trocchi, pero en un enunciado etílico lo echó por tierra (a él y a William
Burroughs) como «escoria cosmopolita».
Cuando Trocchi recibió una beca para escritores por valor de 500 libras del Arts
Council en 1970, cosa que lo rescató de una considerable deuda, los tabloides
calificaron aquello en sus portadas como «Dinero para yonquis» y «Calderilla para
drogatas». Pero la notoriedad de Trocchi como heroinómano con veinticinco años de
adicción no debería oscurecer la versatilidad y calidad de su talento literario. Siendo
editor de Merlin, la influyente revista parisina cuatrimestral (1952-1955), entre sus
amigos se encontraban Henry Miller, Samuel Beckett, Robert Creeley, Eugene
Ionesco y Pablo Neruda.
Trocchi fue el más destacado escritor británico de la era beat, el primer «profeta
de la permisividad», líder del underground cultural y exponente de primer orden en
muchos de los acontecimientos culturales durante los sesenta y setenta, incluyendo el
proyecto Sigma y el movimiento antiuniversidad de Londres. Sacrificó su propia obra
literaria entre 1963 y 1977 por Sigma; un «movimiento» iconoclasta y difuso, incluso
para los estándares de los sesenta. En los cincuenta había sido una prominente figura
de los círculos literarios expatriados de París, el único miembro británico de la
Internacional Situacionista, y uno de los fundadores de la comunidad Beat en Venice
West en California.
Sin embargo, lo primero y más importante es que fue un brillante novelista, cuyas
novelas exploraron y en última instancia rechazaron las reglas elementales de la
escritura novelesca, y las convenciones asociadas a la construcción de un «producto»

ebookelo.com - Página 5
literario. De sus primeros días en la Universidad de Glasgow, donde había sido
descrito como «un estudiante de genio manifiesto», fue a todas horas un innovador,
escandaloso, más grande que la vida.
Esta colección de escritos incluye algunos ensayos publicados y relatos cortos, así
como ficción anteriormente inédita. Trocchi ha dejado un trabajo de calidad. La
antología ha sido reunida de forma paralela a mi biografía completa (Alexander
Trocchi: The Making of the Monster, Polygon, 1991) para dar a conocer mejor el
trabajo de uno de los talentos de Escocia más meritorios. Aunque siga publicándose
su novela El libro de Caín —descrita por Edwin Morgan y otros como una de las
veinte mejores novelas escocesas—, al igual que Young Adam y Sappho of Lesbos, el
grueso del material de esta recopilación resultará novedoso incluso para aquellos que
ya conozcan la docena de libros o así que Trocchi publicó en vida.
Beckett quizá fuese la mayor influencia en su escritura, si bien mientras Beckett
se desplazaba hacia el interior, casi más allá de la esfera del lenguaje, Trocchi atrapó
al auténtico «intruso» de Beckett o la posición existencialista e iba al exterior hasta
que su lienzo abarcó la totalidad de la situación política de Occidente. Su
compromiso con el cambio social se concentraba en socavar los modelos fijos de
pensamiento, que, creía él, estaban limitados por los términos de la expresión de sus
propias conciencias. Todo el trabajo de Trocchi contiene elementos de rechazo al
status quo; los establishments políticos y morales; lo que Trocchi llamó la «tita (o
abuelita) Grundy» o la «patizamba de Grundy[1]». Esto es muy sutil ya que lo
disimula mediante la narrativa o la trama, donde las certidumbres esperadas son
arrolladas por elementos de nihilismo. Se refería a sí mismo en sus notas como «un
corruptor de los buenos», y un subversivo cultural, cuyo ánimo era socavar todos los
prejuicios, formas aceptadas, tradiciones y estereotipos, si bien R.D. Laing no fue el
único que lo recuerda como un «contrarrevolucionario ultraconservador», y un
«utopista romántico».
La primera sección de la antología abre con episodios de una novela
autobiográfica inédita que tiene lugar en Glasgow en la que describe su infancia y
primeros romances, y en donde su propio personaje se llama «Nicolás». Su hermano
mayor Jack y su primo Víctor aparecen bajo sus nombres reales. El mayor de los tres
hermanos, Alfred, murió en la isla de Man en 1971. Jo Christie, su mejor amigo en
los días de estudiante en Hillhead High School (y Gatehouse of Fleet, de donde
fueron evacuados en los primeros días de la guerra), era en la vida real Cecil
Strachan, y aunque los homólogos reales de Mollie, Isobel y Sylvia se desconocen, su
primera mujer Betty o Elizabeth a menudo recibe su nombre auténtico, aunque
también aparece como «Judith». En los dos relatos y la pieza de prosa que sigue,
«Nicolás» vive en una casa de campo de Garronhead cerca de Balfron en Campsie
Fells y en un apartamento de Glasgow con Betty. Hasta aquí, tenemos un recuerdo
razonablemente preciso de la vida temprana de Trocchi y su primer matrimonio. El
relato «Peter Pierce», escrito más tarde en París, también tiene lugar en un entorno

ebookelo.com - Página 6
escocés y ha sido considerado como su mejor relato. Prefigura el ánimo de Young
Adam, la novela que empezó en 1948 en Garronhead y que los críticos comparan con
Camus y Chejov.
La segunda sección introduce a un nuevo personaje, James Fidler, un auxiliar
administrativo de mediana edad bastante deprimido y sin ningún glamour, con el que
Trocchi pudo referir temas con un menor vínculo directo a su propia vida. De unas
seis novelas inéditas, ésta tal vez sea la más convencional en términos estilísticos, a la
vez que traiciona la influencia de James Joyce y George Orwell. Los relatos «El
encuentro», «El ron y el pelícano»y «Eileen Lanelly» originalmente fueron
fragmentos de la novela. La historia «El hombre sagrado» expone la influencia de
Beckett en Paris, donde vivió de 1950 a 1955. Fue considerado por Beckett como su
protegido y ambos se hicieron amigos. La historia tiene una estructura similar a
Esperando a Godot, y «El hombre sagrado», al igual que Godot, nunca aparece. El
«prefacio al volumen 5 de las memorias de Frank Harris» revela el éxito de su
reescritura satírica —un «trabajo de odio», como más tarde describiría—; una broma
sobre un escritor cuyo estilo literario o falta del mismo deploraba. La carta a Beckett
cuenta un leve enfriamiento de su relación que siguió a las quejas de Beckett sobre un
texto aparecido en Merlin. El extracto que sigue, las primeras páginas de la novela
Young Adam, sitúa el escenario de la obra y muestra la habilidad con que Trocchi
manipulaba la descripción naturalista dentro de una narrativa existencialista. La
acción es precisa y detallada, aunque sea narrada por un observador —casi un voyeur
— imparcial, lejano aunque nunca desapasionado. Muchos reseñistas describieron la
novela como la más accesible de la obra de Trocchi, y es tanto un thriller de
asesinato, un ataque al sistema jurídico y la pena capital británicos, y un retrato de la
soledad y el aislamiento y del hipster —personaje-narrador— protagonista.
La tercera sección comienza con «Un ser de distancias», un relato en donde
«Christopher», otro de los álter egos del autor, mide las distancias, tanto geográficas
como emocionales, entre él mismo y su padre. Partes de la historia vuelven en El
libro de Caín, la «novela» o manifiesto con autobiografía que le llevó seis años
escribir y que absorbió buena parte de su temprana producción de ficción breve.
«Wolfie», una pieza de escritura maravillosamente descriptiva muestra a Trocchi, el
yonqui de Greenwich Village, haciendo un largo viaje en metro al Bronx en busca de
heroína. Fue un viaje que acabó en arresto y prisión, otra vez, en «Las Tumbas» —las
celdas del New York Pólice Department. «Jody» es un extracto de El libro de Caín
que describe el escenario de la droga de Greenwich Village en donde Trocchi
participó. Sus perspicacia con los motivos y comportamientos de los drogadictos
hacen de ésta una de las mejores piezas de escritura para abordar el entorno. Su
ensayo sobre George Orwell, originalmente publicado en Evergreen Review pronto
fue muy valorado por los estudiantes de literatura inglesa en América dada su
brevedad y originalidad. Su correspondencia con Terry Southern, un amigo hipster de
los días de París, es escandalosa y divertida. Southern es un novelista de éxito y un

ebookelo.com - Página 7
guionista de cine, y aunque ambos estaban, a mitad de los cincuenta, deseando
producir en cadena novelas de porno blando para Olympia Press, ambos
compartieron una conspiración para revolucionar la novela literaria y fueron
camaradas de armas contra el establishment durante la escritura de El libro de Caín.
La cuarta parte de la antología muestra a Trocchi instalado en Londres, luego de
haber escapado por poco del FBI y de una sentencia de muerte. Está casado con Lyn,
su segunda mujer, y tiene dos hijos, Nicolás y Marcus. Los dos ensayos,
«Insurrección invisible» y «Sigma: un anteproyecto táctico» son posiblemente sus
obras de no ficción más conocidas y reimpresas. Su calidad visionaria y la
extravagancia de su estilo literario, que fusiona el tono de escritores decadentes como
De Quincey y Coleridge con la vanguardia «post-beat» más moderna, implica que
fueron muy imitados y extremadamente influyentes. «El yonqui: ¿peligro público o
chivo expiatorio?», primeramente publicado en la revista Ink en 1970, expone con
claridad sus opiniones sobre la droga. Pero tuvo que pagar un precio por haber estado
tanto tiempo en la vanguardia de la revolución cultural y vivirla a diario; las «Notas
de un diario de una cura, 1965» y «Cómo llegué a desear dejarlo» y «Tío Hamlet,
bien entrado en la madurez…» revelan la profundidad de su agotamiento.
Literalmente había «cometido una especie de harakiri espiritual», y pensaba que no
tenía nada más que contar. El último fragmento, escrito como carta de Nochebuena a
Sally Child, es melancólico, casi como si fuese consciente, ya en 1978 —más de
cinco años antes de su fallecimiento— de que nunca terminaría su gran libro. Desde
entonces estuvo buscando un «fin plausible». Espero que esta selección anime a los
lectores a seguir buceando en la obra de Trocchi, y que el interés público se
manifieste en la reimpresión de sus novelas. Su escritura, como su extraordinaria
vida, siempre es apasionante. Y merece la pena.

ebookelo.com - Página 8
La insurrección invisible de un millón de mentes

ebookelo.com - Página 9
Alexander Trocchi

ebookelo.com - Página 10
Primera parte

«Alexander Trocchi nació en Glasgow el 30 de julio de 1923. Su familia tenía


parientes importantes en el Vaticano, pero Alfredo, su padre, que había sido un
concertista de piano y líder de una banda, acabó sin poder trabajar a causa de una
artritis. La vida pronto se convirtió en una lucha para mantener una apariencia
respetable…»

ebookelo.com - Página 11
Páginas de una autobiografía

MARCHITA ahora. La gentileza perdida de otro siglo. Una calle de casas viejas,
respetable con su emplazamiento al oeste de la ciudad. Una calle de empleados de
banca, agentes de seguros, comerciantes. Las mujeres en la calle: cansadas, refinadas,
solemnes, pobres. Maridos, por uno u otro motivo, no lo bastante poco convincentes.
En conversación sus desagradables pecados. Una cuestión de rumores y la frase
inacabada, porque fuera de sus respectivas casas ellos eran hombres pulcros, dandis,
corteses en el diálogo. Y ningún hombre sin cuello. Con el paso de los años las caras
de las mujeres más jóvenes se volvían más vacías, sus lenguas más afiladas, los
labios menos rojos y suaves. La ruina de los rostros de las mujeres en una calle de
hombres sorprendidos e indignados. Para un extraño, la calle daría una sensación de
paz. Abajo una procesión de días tristes, afligidos por la respetabilidad de un pequeño
ingreso…
Las casas eran de piedra gris.
La nuestra era una casa independiente. Se entraba por nuestro propio jardín, una
pequeña parcela de hirsuto césped que nunca fue verde, cercado por un seto de
ligustro apenas denso, o por la entrada de atrás. Mi padre estaba muy orgulloso.
¡Comparado con el apartamento de su hermano! Igualmente detrás había un césped
que compartíamos con la gente de arriba. El césped no crecía del todo. Se redujo a un
parche de escabrosa tierra negra a causa de los pies de los niños. Era una de las
aspiraciones de mi madre, sembrar allí. Cada invierno hablaba de plantar y nos
avisaba de que cuando lo hiciese, no podríamos estropearlo con nuestros pies. Por
alguna u otra razón nunca sacó tiempo para ello. Se contentaba con plantar
capuchinas en el jardín delantero. Florecían desordenadamente durante algunas
semanas de verano. Y ella esperaba ansiosa esas semanas y el aspecto de las lágrimas
de Salomón que crecían en los escalones delanteros junto a una vieja concha de mar.
Siguiendo instrucciones de mi padre, sólo los adultos de la casa podían usar la
entrada delantera. A los niños, incluso los de los «huéspedes de pago» y
comerciantes, se les pedía acceder por la calle. Cuando mi hermano mayor dejó la
escuela y entró a una oficina, insistió en que era su derecho como asalariado pasar
por la puerta delantera y que sus amigos pudieran buscarlo desde ella. Se lo
permitieron. Conforme crecíamos y el dominio de mi padre se volvió menos seguro,
este sistema de privilegios por castas fue una de las primeras cosas en desaparecer.
Llegamos a esta calle en mi primer año de colegio. Mi primo Víctor me guiaba
por los arriates, y él fue el primero que me llevó más abajo de las Mansiones
Caledonias a las lomas del río Kelvin. Su primer amor fue la hija del jefe de
Kelvinbridge Station. Una pequeña niña delgada con el pelo en forma de campanilla.
Me la mostró una tarde de verano mientras ella permanecía a la entrada de la estación
con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas tras la espalda contra la pared. Allí

ebookelo.com - Página 12
permanecía sola con un corto vestido estampado.

Vielleicht sind[2]
deine Fransen glücklichfur dich,
oder uber den jungen
prallen Brusten die gruñe metallene Seide
fuhlt sich unendlich verwohnt und entbehrt nichts.

Y entonces ella empezó a botar una pelota contra la pared de ladrillo de la


estación. La vimos por el término del edificio, y cuando parecía que yo iba a darle
una voz, él se puso rojo y me apartó. Un día, dijo, iba a hablar con ella. Nunca lo
hizo.
El año era 1931.
Uníamos fragmentos de porcelana alegremente coloreada. Abalorios y joyería
artificial que separábamos según sus distintos valores. Coleccionábamos mármoles de
cristal. Rojos con delicados tendones púrpuras y blancos. Todo en una bola de cristal.
Guardábamos sellos extranjeros. Pero eran los modelos más coloridos, los más
extraños y vividos, lo que nos entusiasmaba. Los sellos de Egipto, de Persia y de
Zanzíbar.
Llegó el invierno. Y con él la quebradiza música del tiempo. Los reptantes dedos
de escarcha y de niebla. Las casas eran más oscuras. La cinta celeste crecía más
afilada, más amarilla. Flotaba sobre la helada calle cual ominosa sombra de
murciélago. Apenas nos dejaban salir una hora para el té.
En las mañanas, el sol parecía haber perdido todo su poder. Tan insignificante
como una lente óptica. Y la niebla nos pegaba en las narices y respirar parecía difícil.
Entonces no correteábamos tanto. Nuestras gargantas se secaban más rápido, y
carecía del aire limpio con que saciarlas. Hasta las piedras parecían más duras. El
viento cortaba como una guadaña. No fue hasta que llegó la nieve en enero que la
muerte se disipó entre nosotros y el aire y las ramas sin hojas de los árboles parecían
moverse otra vez con vida. Y entonces las campanillas de invierno y el primer
azafrán. Una escasa joya de brizna. Delicada como el párpado de una mujer. Envuelta
en nieve aún. El verde de las hojas como filos de espada que se abren paso a la
existencia. El sol creciendo esplendoroso. Una enorme esfera de ámbar de vida y de
poder y de dicha. ¡Mami! ¡Mami! Vi un azafrán hoy… púrpura y amarillo y quise
traerlo a casa para ti mami pero no quise traerlo porque no lo querrías en la cocina
¿no, mami? La nieve empezaba a fundirse y una nueva tierra se desvelaba. Una tierra
que radiaba plumas de sonido y de color, implicadas en el misterio del crecimiento y
la respiración. El color de los edificios había cambiado de negro a gris otra vez, y el
aire estaba vivo con las risas de las chicas en sus nuevos vestidos y sus sandalias de
cuero.
Había una diosa en nuestra calle.

ebookelo.com - Página 13
No puedo recordar su nombre. Pero debía ser Jasmine o Isis o Miraldoqc. Al
principio ella era una chica. Siempre rodeada de niños mayores en el barrio. No
jugaba con el resto de chicas. Salía cada tarde y se quedaba mirando en una calle.
Pronto los chicos mayores (que debían tener como diez años más que yo) dejaron sus
juegos y se unieron a ella. El resto de las chicas la odiaban. Una sacerdotisa con un
cortejo de sacerdotes menores en su estela. Un día dejó la escuela y se marchó a
trabajar. Durante una semana no la vimos. Y entonces una noche cuando apareció
resultó que la transformación había tenido lugar. Llevaba zapatos de suela alta,
medias de seda muy transparentes, y su cuerpo, con su marcado contorno, era maduro
como una rosa roja.
Ella siempre había sido desdeñosa. Ahora era la diosa inalcanzable de algún
lejano planeta, la dueña de la luna. Su fría belleza se clavaba en el asfalto cual
jabalina. Una repentina presencia de brujería. Frenética. Nacida de las piedras.
Un silencio se cernió sobre nosotros. Miramos. Lentamente, avergonzados.
Volvimos a nuestros juegos. Ningún chico se atrevió a dirigirse a ella.
Pero en su lugar fue ella la que vino. Eligió una víctima y se puso a hablar con él.
Pronto el juego se detuvo y se vio rodeada. Siguiéndola, llegamos a una calle.
Encendió un cigarrillo, y apoyada contra el muro habló con una voz suave a los
chicos mayores que la rodeaban. Me abrí paso entre la multitud hasta que estuve muy
cerca de ella, hasta que estuve envuelto por el excitante y extraño olor de su
maquillaje y sus prendas. Entonces la escuché decir: «¡Saca a esos críos de aquí!». La
primera vez me sentí como un perro paria.
Como al cabo de una semana, un coche deportivo empezó a llamar a su casa.
Cada tarde echábamos un ojo a sus hermosas piernas mientras ella entraba al
automóvil. Según se marchaba el coche, ella no miraba a ningún sitio. La seguíamos
con nuestros ojos hasta perderse de vista.
Octubre llegó. Y Halloween, cuando nos vestíamos de piratas y llevábamos dagas
y sables y linternas de calabaza a modo de sonrientes calaveras. Íbamos de puerta en
puerta pidiendo peniques. Sujetos a la agonía de cantar en habitaciones iluminadas
frente a chicas de nuestra edad. Ruborizándonos bajo nuestro dramático maquillaje; a
veces, olvidándonos de la recompensa por nuestros esfuerzos, tratando de escapar a la
humillación. Un padre que ríe bloquea nuestro camino. Nos somete otra vez a la cruel
diversión de sus hijas que ríen nerviosas. Extrayendo hasta la última vergonzosa gota
de sangre de nosotros. A veces manzanas, nueces, algunos peniques; seis, si la
degradación había sido suficiente. De las manos de una chica guapa de nuestra edad.
Quizá su padre creyese que volveríamos pasados veinte años. Que su hija necesitaba
práctica para tocar «Lady Bountiful». ¿Quién sabe? Quizá nosotros también…
¡Noviembre, noviembre; recordad, recordad; recordad el 5 de noviembre!
¡Pólvora, traición y conspiración! Guy Fawkes quemado sobre un pedazo de tierra
yerma, chillando cual piel roja y arrojando petardos, demonios y cohetes a las llamas.
Luego, con el fuego ya apagado y las brasas ennegreciendo lentamente, eludíamos el

ebookelo.com - Página 14
fresco zigzag del último petardo.
Nochebuena. El olor de la carne picada y los bollos. La cocina toda cubierta de
azúcar y especies y nueces. El olor del jamón hervido, de la carne enharinada, blanca
y desplumada del pavo en el aparador. Deja chimenea de la cocina afanosamente
alimentada hasta la rojez. ¿Cuándo los dulces, mami? En un pis pas, cuando termine
con el horno. No seas impaciente, querido. Él se retorció sobre su talón, apartándose,
la nariz en línea con el aparador. Mirando la gran ave. Puso su dedo en la carne
correosa. Con la uña raspó una de las pequeñas espinillas de la piel. No hagas eso,
Nicolás. Romperás la piel. ¿Por qué no vas con Christie y sus soldados y cuando
vuelvas me ayudas con los dulces? Él frunció el ceño. Quería llevarle algunos dulces.
Puedes llevarlos mañana, querido. Puedes cogerlos en algún momento de la mañana.
Persistió y dijo: ¿Cuánto estarás? Vuelve como pasadas las ocho y media, dijo. Tienes
que estar en la cama a las nueve y media. Mañana por la noche te quedarás hasta
tarde.
Cuando estaba en la cama se dormía oyendo el Ejército de Salvación. Afuera en
la calle tocaban «Oh Santa Noche»; quería dormirse deprisa…
De nuevo el desplazamiento del año hacia su nacimiento, una fantasía roja y
blanca de miedo y vergüenza y diversión. La espiral rosa de gusanos. Verdes mechas
de flores. El anónimo rostro de un mendigo. Manchado con un bulto azul y el dolor
en los ojos, huecos y rasgados como postes de sombra en las cuencas vacías de una
calavera. Arrastrándose por las esquinas. Vacilando al límite del sexo y su
frescamente pálida perfección. Leda. El cisne retorcido en la cacareante masa azul
marengo de un martillo neumático que desportilla la superficie de las rocas.
Desesperado. Histérico. Con polvo y ruido como plumas. La negra dureza de la calle
para un amante. La lujuria de los metales. La curvatura de una uña; entre la fisura de
las viejas cortinas brocadas dejó la noche entrar con su seno de seda verde. Le
preguntó cuándo saldrían. Cuándo le dejaría poner la miel en sus labios y sentir la
suave fragancia de su polen. Ella entró por una cuña de tela y se apartó de él en una
bruma de objetos y sonidos flotantes. Enrollándose cual nido de serpientes multicolor.
Y luego apagándose como el pulcro descenso de la guillotina. Él estaba solo y la
noche era negra y nada más. Ni siquiera una cabeza de alfiler de luz para romper su
peso. Se volvió a dormir cuando oyó los pasos de su madre en el pasillo.
Por la mañana y todas las mañanas le desmoralizaban por la hostilidad de las
cosas. La estrella de mar y las pequeñitas unidades de sensación en forma de media
luna se marcharon. Nada sino el día y las horas de escuela y la filosa mañana como
una tachuela. Al colegio con su cartera de cuero y su resentimiento minúsculo. La
úlcera bucal de sí mismo. Odiaba el olor de las clases.
Era su indecisión lo que le daba miedo. Los gestos rotos. Los mediomovimientos
desgarbados. El deseo de simetría. Simetría de la certeza como música de Wagner.
Como un águila agazapada y colgada del cielo. Como el dardo de los peces. Ir más
allá del primer paso. O el comienza de una sonrisa. La inmensa vacilación congelada

ebookelo.com - Página 15
como el agua subiendo en una cisterna. Ominosamente verde. Creciendo
internamente. La fractura repentina de la continuidad de uno; el inesperado espasmo
del giro inacabado. ¿Has mirado al ojo de un pájaro? Como la bola de un abalorio. La
visión rota por el miedo. Elegante. Trémula. Como el pistilo de una lila. Con la
humedad sobre ella. Una suave y tibia savia de sílfide; sabes que está viva.
No sabía lo que él mismo significaba, pero sí que significaba algo, algo como
hojas y colores y titilantes astillas de cristal, como el sol tropical y la luna cual queso
amarillo maduro; un conocimiento espectral. El ruido de las abejas se lo dijo. Un
zumbido de certidumbre daba vueltas todo el día por el jardín de flores. Pero aquello
era cuando estaba solo, con una soledad primitiva en forma de pino al norte.
Principalmente fue la violencia de los colores. Los pequeños nidos de corrupción.
Las hojas de flores que peleaban por la existencia al pie de los edificios en una
cáscara de tierra seca, negra como el hollín, tan ácida como el hedor de las
fundiciones de metal. Motitas de sorpresa en el ciego armatoste muerto de la calle.
Colores más que voces u olores. Marfil, alabastro, rosa, ultramarino, turquesa,
violeta, dorado, topacio, esmeralda, ciánico. La irisación dramática de las cosas. La
electrización en mitad de las chimeneas, verjas de hierro, vendedores, automóviles,
alcantarillas, hediondez. Un jardín de incesto en la Casa de Dios.
Incluso entonces se sentía diferente. No podría imaginarme creciendo y
rodeándome en este negocio de la vida en el que todos los miembros de mi familia
eran respetables fracasos. Todo, es decir, salvo el tío Anthony que estaba entre Prince
Charming y el viejo Nick, un jefe espiritual que rechazaba considerar la vida como
cualquier otro asunto. Para él la vida era amor y peligro. Para él ninguna vida se salva
cuando las espadas restallan o cuando veía el movimiento plateado de un muslo en la
oscuridad. ¡Por dios, Papiols, es ahí cuando el vino sabe bien! Pero todo esto es
inventado. Nunca vi al Tío Anthony. Quizá nunca existió si no en mi imaginación.
Pero no importa. Con él el aire estaba vivo. Creció como un tumor en las piedras. Su
veneno eran flores y luz del sol y diversión.
A veces me sentaba solo en la bodega al término del jardín de atrás
preguntándome qué haría cuando dejase la escuela. Encendía una vela y veía los
puntos gemelos de la llama amarilla como si se balancease como una lengua de
serpiente. Haciendo viva la pared. La bodega estaba cubierta de silencio, un silencio
sacrificial tal que podría no experimentar en ningún otro sitio, nacido del ladrillo en
descomposición, un silencio que vivía en la oscuridad, en la fabulosa textura naranja
de las paredes. Para mi horror descubrí que no estaba interesado en hacer nada. No
quería ser un granjero o un ingeniero o un abogado o un doctor. A veces lo pretendí.
Pero incluso entonces no tenía ambición a menos que fuese para ser primer ministro o
Dios Todopoderoso o algo de ese calibre. Y porque sabía que cualquier cosa así
simplemente describiría los límites de mi servidumbre. Más tarde, cuando llegué a
entender lo que significaba ser primer ministro, decidí que aquella carrera
probablemente fuese menos apta para mi naturaleza que cualquier otra. Siempre

ebookelo.com - Página 16
nervioso ante las bobas opiniones de los más bajos denominadores comunes
representados por sindicatos, parlamentos e instituciones así. Solo la autocracia de
Dios se recuerda inmaculada por el restrictivo contagio de la masa. Lamentablemente
esta ambición no me proveyó con una respuesta a las amables preguntas de mis
parientes. A la pregunta: ¿Qué quieres ser cuando crezcas?, difícilmente podía haber
contestado, ah, pues voy a ser Dios; no lo habrían entendido…

En la bodega había vuelto otra vez a los primitivos orígenes de la vida, a la


primigenia primavera en donde su ego echó raíces. La llama de la vela latiendo en el
centro de la vieja mesa era en sí misma un centro desde cuyo imán radiaba tentáculos
verdes de luz. Las arterias del cosmos. La llama era tan extraña y misteriosa como
una salamandra. Le fascinaba. Poseía la extraña oblicuidad de un ojo, no un ojo
humano, el ojo de un ídolo javanés. Una despótica diosa cruel cuya carne estaba
escamada en oro y plata, cuyas extremidades se movían con la sutileza de una pitón.
Era una llama pálida. Fosforescente como el fantasma de una rosa. Profética como el
labio de Tiresias. A menudo se miraba a sí mismo sobre un montón de cera viscosa,
azul por un instante antes de que chisporrotease por última vez. Y entonces encendía
otra vela o abría la puerta de la bodega y dejaba entrar una pared de luz.
En verano podía mirar el sol ponerse desde donde estuviera sentado. Como si el
aire que durante el día había estado compuesto de un elemento —un aire azul, fresco
y radiante— empezase a descomponerse como leche cortada. Su carne era más
brillante, menos azul. Contenía largos filamentos como menguantes islas de rojo. La
sangre corría a los estuarios. Luego, cuando el sol había desaparecido, todo lo que
quedaba de este misterioso cambio químico en la atmósfera fueron dos sombras
grises —un fuego extinguido—, el gris de su carne y el gris más oscuro de las
cicatrices donde la sangre había fluido. Cuando pensaba en el cielo, por supuesto,
estaba pensando en aquel fragmento que era visible entre los bloques de la vecindad.
El espacio no era tan reducido como tenía que haber sido porque entre el bloque en
que ellos vivían y el siguiente había dos secciones de patio trasero y un césped. Por
este césped pasaba el camión de la basura cada mañana para recoger los desperdicios
de los dos bloques de viviendas. A veces se sentaba solo en la bodega con la puerta
abierta o cerrada, dependiendo de su humor. En el invierno cerraba la puerta y se
encerraba. Solo en invierno cuando afuera estaba oscuro por las tardes y ninguna luz
se filtraba por las rendijas de las viejas paredes estaba lo suficientemente oscuro
dentro para que la llama de la vela dominase totalmente el interior. En verano los
rayos de luz verde que generaba se interrumpían y desintegraban por postes de blanca
y polvorienta luz solar entrando por las rendijas. Por tanto durante el verano nunca
podía creer en el poder absoluto de la llama. No podía absorber el misterio auténtico
de sus verdes filamentos. La llama en sí misma era un ojo mate. Casi insignificante.
Y aunque estaba solo, no estaba solo en el mundo, porque en verano el mundo se

ebookelo.com - Página 17
extendía por los palos de luz solar más allá de las paredes de la bodega.

No estaba solo en el mundo. Nicolás miró el crucifijo. El Cristo de latón era mate,
verdoso por las esquinas. Pensar en Judith. No poder imaginar su rostro. Me digo a
mí mismo: tenía ojos verdes. Era muy hermosa. Pero son abstracciones. Nada que
hacer con las mujeres de verdad con las que me he casado. Esta mujer no es ni un
recuerdo. Casi puedo ver el puente colgante. Puedo recordarlo.
Con Judith es distinto. Poseo un conjunto de palabras que tal vez le aplicase en el
pasado cuando estaba ahí al otro lado de la habitación o durmiendo a mi lado con la
carne del cuello desprotegida. Repito ahora estas palabras. Pero ya no tienen sentido.
Generalizaciones vacías. Signos significando nada. Las podría aplicar a esta mujer o
a aquello otro o a la fotografía de una actriz en el periódico. Si yo digo: el mar es
verde, igualmente carece de sentido. Nunca puedo traer hacia mí la negra sacudida
del mar auténtico. Recuerdo todo el rato en una especie de delirio adjectival.
El tío Anthony se convirtió para mí en el símbolo de la aventura. Comparado con él,
mis otros tíos no eran más que los respetables trajes sobre los que caminaban.
Prosaicos indeseables con una torpe memoria. A ellos los recuerdo venir a casa y
tomar asiento en un sillón con las piernas cruzadas y calcetines con motivos de
relojes. Sí, tomarían otra taza de té. Media taza porque el tiempo vuela y tengo que
irme: ¿oíste eso de la señora Derwentwater? Un catarro, sabes. ¿Qué es eso? ¿Qué
dijiste? ¿Qué le pasa a su sarro?, puaj. ¡Ah, catarro! Menos comprometido. Sí, tomaré
otra cucharada. La van a operar. Quitar su nariz. Cortarla. Mucho más higiénico.
Bueno tengo que irme, tengo que irme, tengo que irme…

Los años pasaron mientras las hojas y la lluvia cayeron. Y algo más. Más
significativo. Las escalas de protección de mí mismo. Un descarte involuntario de
mis capas de certidumbre y risas. Sentía que gradualmente me desnudaba. Incluso en
la bodega. Expuesto. La lluvia corría por las alcantarillas de mi mente con un pecio
de símbolos muertos…

…Quizá cuando tengas mi edad, el párroco estaba diciendo, te darás cuenta de que
sólo Dios puede estar en ti. Puedes estar con los hombres pero ellos nunca estarán en
ti. Igual con las mujeres. Para los hombres y las mujeres tú siempre serás otro. Eso es
por lo que puedes estar muy solo con la persona a la que más amas. Un deseo
desesperado de ser absorbido. Imposible. Esa es la raíz de la herejía.
Nicolás se giró para verle. Un pelo gris en pequeños rizos ceñidos en las sienes.
Miraba el crucifijo.

ebookelo.com - Página 18
La Belle Dame Sans Merci, dijo Nicolás. Pero ahí está. Ahí está la separación. Y así
el deseo de darle fin. No lo erradicarás por llamarlo herejía. Simplemente transfieres
el deseo a un Dios que has inventado. Puedes elidir con Él, quizá tener la ilusión de
no estar solo, pues Él no existe. Ya está en ti, creado por ti. Así que la elisión no es
difícil. No obstante. No tiene que ver con la existencia. No conozco a tu Dios. Y no
me interesa crear uno para mí. Si no puedo elidir con una mujer con un vientre y ojos
y sangre, una que ría y huela como una mujer, con pies y manos y pelo como una
mujer, entonces no me sentiré aliviado en una fusión imaginada con un símbolo. En
su lugar seré libre y solo y consciente de mi soledad.

No es que no hayas entendido, dijo el padre Doherty. Has elegido el mal. Como
Tristán, has elegido destruirte.

Nicolás caminó a la ventana y miró afuera la lluvia. Al menos yo he elegido, dijo…


Tendré que escribir sobre el metal de la flauta.
Tendré que escribir una sinfonía en sangre.
Tendré que escribir sobre tío Anthony.

Permaneció viendo a las multitudes subirse en los tranvías. El hogar a la hora de la


cena. La ciudad vaciándose poco a poco. La ilusión de un propósito en toda la gente.
Y un sentimiento solitario en la boca de mi estómago. Un extranjero sin rostro aquí.
Como mi amigo Kapinski. Sus hombros húmedos y una extraña oración en sus
labios. Solo un puñetero extranjero, al fin y al cabo: estoy aquí y estoy estando y ahí
no hay nada sino el sonido del agua en mis botas. Haciendo nada pues ya ves que no
tengo un penique —solo con su sufrimiento eslavo— y estoy pensando que quizá
vuelva a Francia otra vez, pero hay algo en mí que sabes que no puedo dejar. Sólo
una sombra en una pared. Uno de los sin rostro. Dejar la ciudad se vuelve tan duro
que a la postre nunca has estado ahí. Ningún corte de lazos. Ningún vínculo que
cortar. Anónimo al no ser percibido. Recordado. No hay salida desde uno mismo.

Empecé a caminar. Quizá fue la primera vez que sentí que tenía que caminar. Un
alivio momentáneo. Tener la sensación de estar haciendo algo. No es cuestión de
indiferencia. No al menos al principio. Tienes que moverte. Tienes que actuar. Y
luego caminar…

Me vi caminando en dirección al mismo café donde Cathro y yo nos sentábamos una

ebookelo.com - Página 19
hora todas las noches. Me vi abriendo la puerta y entrando. Tan bueno un sitio como
otro. Me senté en una mesa cerca de la puerta. De algún modo parecía más seguro así.
Aunque de qué recuerdo o fantasma le preocupaba no tener ni idea. Algo en la
atmósfera. Una familiaridad que en el tiempo se había vuelto desconocida. Volví
irreconocible al sitio que compartió tu derrota. Los payasos descoloridos en las
paredes te miraban. Subrisio saltat.

El café frío e insípido. La taza rota, goteando sobre un platillo amarillo. Casi pensó
que el tiempo se detenía del todo. La lluvia caía en la puerta con el hombre ahí
enmarcado y vacilante. Alto. El traje azul mojado y ancho en los tobillos. Un rostro
blanco mondaba la corteza de un limón. A toda prisa cerró la puerta. Se detuvo, se
sentó inmediatamente frente a mí. Sonrió como si se disculpase y entonces volvió a
sus propios pensamientos.

Lo vi levantar un periódico entre nosotros con la irrevocabilidad de un obturador.

Cuatro dedos a cada lado del periódico en la contraportada de la cual letras negras
seguían a un inflexible desfile de días y voces con furia. Pegado con miedo al
trapecio en Arlington[3] yo pivotaba por los jardines traseros en los que mi hermano
Alfie, con la nariz irrigando sangre, esquivaba a cuatro andrajosos pihuelos que lo
maldecían y golpeaban: «¡Acabaré con vosotros!», gritó, dándole con una gruesa
alpargata en el trasero de uno. ¡Alfie! ¡Alfie! Mi madre gritó desde la ventana de la
cocina. ¡Dejadlo, pequeños vándalos! Luego se sentó a la mesa desafiante y pelirrojo
soltando palabrotas contra aquellos intrusos. Mi hermano Jake puso una gran medalla
de duque, con una cinta azul, sobre el primer plato, y se llevó una galleta de crema a
la boca. Pocos momentos después un perro ceñudo entró y se sentó en el lugar de mi
padre, donde, en el tenedor de plata de mi padre, devoró tres chuletas y con una
mirada negra alrededor salió de nuevo para emborracharse[4]. Cuando la sombra
había pasado, el silencio se rompió por el fuerte masticar de Jake y el tintineo de su
medalla contra la taza. Estaba ahí sentado con una mueca veinte años más vieja para
él, su pequeño dedo se enganchó a la cinta de la medalla que se balanceaba adelante y
atrás contra la taza. Me gustaba verle rompiéndose los dientes, dijo educadamente,
levantar su oreja para que oyese el portazo de la puerta de delante.

En ese momento el hombre de enfrente movió el periódico y el volvió al café donde


los payasos aún eran cómicos. Miró al hombre. No sabía quién era, o por qué estaba
ahí. Pero el periódico que se alzaba entre ellos era el vacío entre dos planetas, una

ebookelo.com - Página 20
oscura tierra de nadie habitada solo por la voz de una civilización que muere, el casco
roto de un navío hundiéndose en un mar amarillo.

A los dieciséis conocí a mi enemigo. Me sentaba ahí en la mesa del café y me


preguntaba qué significaba todo. Odiaba al hombre: oh, no ese hombre en particular,
podía ver bien que no era más que alguien de la reserva de ratas de ojos rojos que se
movían a hurtadillas en el muelle cuando el barco hacía su último viaje, algo al límite
de la tragedia, estrictamente irrelevante, como la mujer de la limpieza que tenía que
haber limpiado los suelos en Elsinore después de que Shagspur se hubiese
ensangrentado al final del juego. Quizás incluso no entró al café. Quizás esté
contando mentiras. También se me dan bien. Esa no es la cuestión. Estaba a punto de
hacer un gran descubrimiento, solo que él estaba un poco más allá. No sólo leí
aquella historia de Lawrence, Una mujer partió a caballo, como un año después de
que empezase a cogerle el truco. Es un proceso lento, este negocio de estar vivo.
Empecé a ver que el mundo moderno son dos mundos. Dos estratos de historia.
Entremezclándose. Distintos. El que habitaban profesores, doctores, políticos,
sindicalistas, empleados de banca, carniceros, pescaderos, periodistas. Y el de la
gente como la mujer que partió. Los adictos al sol. Los hombres de la luna. Los
hombres con casco. Los vikingos. Los amantes. De los muertos y de los vivos.

El padre Doherty se puso de pie. Dándole la espalda al fuego, sus manos entrelazadas
tras su espalda. ¿Cree, señor Kradnor, que es el único capaz de elegir? Nicolás, en la
ventana, apenas escuchaba. Sacudía su cabeza malamente: El único no. Otros
también, tal vez. Y admitiendo que sea único en cuanto al poder de decisión, dijo el
párroco, ¿no tiene el deber de elegir lo que es correcto? Nicolás giró la cabeza hacia
él. Para eso tendría que saber lo que está bien, dijo él. Y eso es imposible. Incluso si
el bien y el mal existen, sería imposible saber lo que es cada cosa. No puedo vivir
históricamente existiendo como lo hago para un futuro que será ciertamente absurdo.
¿Lloverá mañana? ¿Y el día siguiente? Y si dices que lo correcto es algo que cada
hombre sabe por sí mismo, entonces yo lo niego. La palabra «correcto» no se incluye
en mi vocabulario. No siento nada. Quizás esté enfermo. Pero me siento
comprometido. Siento culpa. No importa lo que haya elegido, debo sentir culpa. Solo
porque existo, porque soy distinto y porque algún día tendré que pisotear un gato
porque no miraba al cruzar la calle para dar seis peniques a un artista callejero.
Entiende, padre; me encuentro ante el futuro como un niño que está mortalmente
preocupado de ser otra vez remitido a una habitación en donde todo es frágil. Pero
seguramente, dijo el padre Doherty, hay cosas de las que no somos responsables.
Nicolás dijo, por lo común uno actúa antes de tener tiempo de hacer ningún cálculo
metafísico. De otro modo nunca nadie se decidiría a hacer nada. El diagnóstico viene

ebookelo.com - Página 21
después.

Nicolás apartó la vista de nuevo a la ventana. De vuelta hacía sí mismo y los años que
se inclinaban sobre las calles…

Sobre el viejo ritmo. Casi un trabajo rutinario ya. Caminar y pasear. Beber y fornicar
entre medias. Y aún incapaz de percibir lo que iba a decirse y el tiempo gorgoteando
un hedor como de aguas residuales. ¡Pega ahí tu nariz, desgraciado, mientras cae al
vientre del cosmos! Una veta extremadamente larga de espagueti de ayer. Una
menstruación espiritual. Exclusivamente de tu propia manufactura, ¡vago! Una
cuestión de encuentros breves, de sinuosos enlaces en cuartos interiores de la ciudad,
de leer y comer y beber y escribir y compresas. El hierro sobre el yunque. Arena
arrojada por la corteza de un camino desnudo. Una cuestión de colores y de voces, de
melodías medio recordadas; ¿cuándo hará el gruñido de la ciudad que mi garganta se
pronuncie?

La lluvia se arrastraba lentamente por los tejados de las casas. Una lenta hemorragia
en las ventanas del café, cayendo por las paredes a las oscuras aceras a la alcantarilla.
Estoy sentado en Renucci’s haciendo un café último contra el tiempo. Un inglés con
leche fangosa. Pero café, a fin de cuentas. Me siento débil. Realmente no hay nada
por lo que sentirse elevado. La lluvia en la noche, los bolsillos vacíos, el lento tumor
de la soledad supurando a mi alrededor. Renucci puso su gran mano en sus ojos. No
dijo nada. Si me entendió o no, no sabría decirlo. Quizá sí. Renucci era bufón de
nadie.

Por la tarde mi madre se preparaba para la iglesia. Tras ella silenciosas calles el día
del Sabat. A las 6:30 p.m. las campanas sonaban de nuevo en la ciudad. Monotonía. Y
hombres oficinistas cubiertos de negro, mujeres con sombreros con forma de olla con
macarrones negros o gatitos en ellos, paraguas con mangos de ébano como signo de
respetabilidad gotearán por las calles al lado de zapatos de cuero rematados en punta.
Fuera de la iglesia el señor Oglevy sacará pesadamente su reloj de bolsillo de oro
macizo de su gruesa tripa, y cortésmente dirá a la señora Oglevy, a la señorita
Oglevy, al maestro Oglevy, al joven señor Smith y a Edith Gowdie (soltera) que es
hora de entrar. Introierimus altare dei.

Al otro lado de la ciudad, hombres con gorras blandas, pañuelos de seda y

ebookelo.com - Página 22
elegantemente afeitados se evaporarán en la lenta noche. Sandy Forbes se apartará de
su grupo: introierit ad altare Phyllis. Una gran fulana pelirroja. Piel de mármol gris
claro. Hombres sin Dios.

Minuit sonne. Mon père prend le couteau et coupe le pain.

A medianoche una ciudad se remueve en su sueño. Farfollas caídas. Ojos que miran.
Ramas sueltas. El renacimiento. La ciudad ha desechado la húmeda enfermedad
amarilla del ayer. Las farolas brillan más. Menos castas. Silban en escarnio. En la
estación central los repartidores de periódico están desatando fardos de crujientes
periódicos blancos recién impresos. Los sin techo, los inquietos, los insomnes beben
café en la caravana de St Vincent Street. Y leen las noticias de mañana. Ansiosas
mujeres mayores se tambalean dentro y fuera de las sombras. Los taxis esperan. Las
luces de la mañana rompen en la calle, oscura, de incógnito. Los sin techo, los
inquietos, los insomnes se preparan para otro día.

¿Y cómo debo empezar?

Podría empezar con el hombre de las orejas de perro. El que con pantalones brillantes
intentó vender un seguro. Nada como estar seguramente asegurado, solía decir. Si un
hombre no puede tener un entierro digno…

Nada como el pensamiento de un entierro digno para levantar a un hombre el ánimo


cuando su vientre está vacío. O cuando sus globos oculares sobresalen. Como la vieja
señora Croat del número 24. Tenía todo arreglado, hasta las flores. Lilas y violetas.
Solo esperando a su dolor para explotar. E incluso ya ha dado instrucciones sobre
quién será el portador de su féretro y quién no. No hay opciones.

Te diré señor Nicolás, dijo el hombre con orejas de perro, que ha de ser una gran
comodidad tener las cosas pulcramente atadas. Ha de ser así. Y ya está manoseando
su maletín con una mirada esperanzada en sus ojos. La clase de mirada que un tipo
tiene que tener cuando ve al juez ponerse la gorra negra. Son sus habichuelas, a fin de
cuentas. Y aunque muestro signos de agotamiento tras estos años no creo que parezca
que vaya a acurrucarme y a estirar la pata justo después de que se haya ido. Este,
puedo verle pensar, estará bien durante al menos diez años. Y quizá lleve razón. A

ebookelo.com - Página 23
menos que sea mordido por un perro loco o algo.
Y solo te costará seis peniques por semana, dice. Prolongar la agonía. Él sabe. Yo
sé. Él sabe que yo sé. Solo estamos teniendo una conversación cordial en una
agradable mañana de primavera. Ahora está siendo guiado hacia el verdugo. Pero él
sigue empeñado en hablar porque uno nunca sabe. Por qué, podría alzar la vista
vivamente y decir: Es verdad, señor Dodgear. Tú eres el hombre que yo he estado
buscando. He puesto todo mi corazón en un funeral realmente bueno. Y tú eres el
hombre que estoy buscando. Y si Dios fuese realmente bueno pagaría un mes de
adelanto. Podría, digo. Si tuviera algún ingreso privado de seis peniques por semana.
Pero eso sí que no. Y él sabe que no lo tengo. Así que él sigue mirando sin esperanza
pero habla al mismo tiempo. Y para estar seguro tiene que hablar. Él habla nueve
horas al día seis días a la semana. Y las mañanas de domingo, por si acaso. Sí, dije,
muy razonable, muy razonable sí. Pero…
Agudo cual comadreja como es él, me ha pillado. Veo que eres un hombre
inteligente, señor Nicolás. Por qué, dice él, por este precio cualquiera puede
asegurarse un funeral decente. Y no tener que cargar a los seres queridos que dejas
detrás. Me mira a punto de hacer que tu corazón sangre. Claro, claro, digo. Muere
feliz. Sin cargo de conciencia. Sin bolsa o huesos alrededor que oler. Y todo por seis
peniques a la semana. Es una maravilla que tu empresa obtenga beneficios así. Es un
hecho, Señor Nicolás, dice mirándome sospechoso como desde detrás de la gota al
final de su nariz. De hecho, yo sigo levantando mis ojos ligeramente en señal de
reverencia, estoy encantado de escuchar que una gran empresa como la tuya piense
tanto en los seres queridos que dejo atrás. Es ciertamente generoso de su parte. ¿No
es esto la evidencia de que la muerte de nuestro Salvador no fue en vano? Nariz
goteante ha empezado a oler una rata. Desde la esquina de sus ojos contempla el
bolsillo de mi camiseta. El de la mancha de sopa. Lentamente el ojo se acerca, un
párpado sin vello como la corteza de un melón y un pequeño ojo curvo inyectado en
sangre. Un signo de interrogación. Por supuesto, dice, es una propuesta de negocio.
Un trato justo por ambas partes. El hombre de las orejas de perro está incómodo. Pero
qué riesgo, digo. ¿Has pensado en el riesgo? Cabecea su bóveda con sabiduría. Por
qué, digo, ¿y si todos sus clientes se mueren mañana? Una plaga bubónica, pongamos
por caso. ¿Ha pensado en el disgusto y sufrimiento que ello causaría a los
accionistas? Y todo porque se propusieron aliviar los disgustos de los demás. ¡Tiene
que ser muy feliz al trabajar para hombres tan generosos! El señor de las orejas de
perro mira como si pensase que tiene su propia opinión sobre los accionistas. Pero no
dice no. Piensa que estoy loco. Pero no lo dice. En su lugar dice furtivamente: ¿Le
interesaría, señor Nicolás? Oh, no, no para mí. No podría dejar que completos
extraños corriesen tal riesgo por mi culpa. Tengo cáncer. Y en cualquier caso, un buen
ataúd de roble con una chapa de latón sería excesivo para mí. Demasiado grandioso.
Me haría sentir muy pequeño. Está a punto de decir algo muy rudo pero se anima un
poco cuando le digo: ¿Pero por qué no viene a tomar algo conmigo, señor Dodgear?

ebookelo.com - Página 24
Estoy seguro de que podría. Bueno, señor Nicolás, dice, es un muy amable. Me
enorgullece ir con usted. Y a usted le enorgullecerá, señor Dodgear… esto es, sería
tan bueno para devolver mi amabilidad y dejarme cinco chelines hasta el término de
la semana. Espero que mi cheque llegue mañana. Hay retraso en correos, ya sabe.
Tuve que haber dicho algo para escandalizarlo. Me está mirando con gran
indignación. Simpatizo con él. Seguramente hay algo malo en que un holgazán como
yo exista en el mismo mundo en que lo hacen esos generosos accionistas. Nada sino
un infierno desagradecido. Antisocial. Un chulo, un parásito, un lisiado. Con una voz
suave dice que acaba de recordar un importante compromiso y desaparece de la
puerta como un bolo volcado. El señor Dodgear, a su manera, era un poco moralista.
Y además, su madre le dijo que nunca prestase dinero…

Podría empezar con el de las orejas de perro, o con los dientes falsos de mi padre para
el caso. Tengo todo el tiempo del mundo, y un juego de dientes falsos tableteando en
algún lugar de Capricornio pueden resultar muy prácticos en un momento aburrido.
Interludio humorístico, lo llaman los críticos, y estarán de acuerdo con que
Shakespeare fue el primero. Ya sabes: «A mi mujer, mi segunda mejor cama…»,
como Antonio cuando se instaló con Cleopatra.
Pero es una cuestión de tono. Y de volumen también. No quiero empezar a matar
el rato con las flautas cuando lo que debo hacer es abrir como Wagner, con un
estrépito de trompetas. Pero es peligroso. Porque en un trabajo de tal magnitud yo soy
el responsable de mover los pies del camarero antes de que me haya salido del pelo
de la alfombra. Así que hazlo poco a poco, vago. Primero muestra unas pocas costras.
Y luego, cuando estén empezando a mostrar interés, lanza los fuegos y llama a una
ambulancia. Este es el consejo que me doy a mí mismo y del cual nunca me
beneficiaré porque yo nunca acepto consejos…

El cielo es amarillo con la peste porcina. El sol más pálido que un disco de cristal. Un
joven cuyo nombre es Nicolás y que lee demasiado se mira los zapatos. Bajo Central
Station Bridge donde la lilas ya no crecen y las flores tienen desnudas las piernas en
forma de pera y lucen carmín.

En un vaso de pálida cerveza tiene la visión de una mesa y una máquina de escribir
sin utilizar durante mucho tiempo. La alquimia de Brewer. El futuro como una cola
superflua se expone cuando te quitas los calzones. Echas a perder su gracia. Más
tarde, cuando ha logrado escapar, la luz límpida aún sobre las frías calles silenciosas,
empieza a pensar en su madre que murió de disentería por una lata de sardinas[5]…

ebookelo.com - Página 25
Una vez al año, tal vez, una pequeña mujer en un vapor de ruedas nos dice que no nos
inclinemos tanto sobre la barandilla…

En el ojo de la mañana hay una elisión de consonantes muertas. Brumas que se


apiñan en un río amarillo. Río de muchas dragas. Salidas y entradas. Moscardones
picotean sobre la aceitosa agua amarilla. Son las seis de la tarde trala trala…

Frío en el norte, apto para el tétano. El filósofo Keyserling, que sabe un poco de los
ciclos de la vida de las razas trasplantadas, podría recomendar sin duda una especie
de Linimento de Sloan espiritual —utilizado por mi padre en su consabida carne—
para mantener el frío. Intentando a toda costa conseguir un escocés italianizado como
yo. La tóxica frigidez se filtra en la sangre y en el alma contrayendo a esta última al
duro abalorio negro del calvinismo. Hielo. Solidez. Congelando dientes y garganta.
Un endurecimiento de las arterias en las aristas de un rostro que siempre fue severo.
Cuerda para los labios. El granito de Albión. No dejes que te convenzan de ningún
modo. El ladrido de mi padre provee un efecto de percusión útil en la deprimente
sinfonía del norte.

Seis en punto. Pocos sitios abiertos para desayunar a esa hora. Sitios de trabajadores.
Trabajadores tristes y sucios. Cetrinos rostros porosos. Hombres sin mujeres. O cuyas
mujeres no hacen el desayuno. Nervios permanentemente forzados. Dedos de gancho.
Comen gachas y salchichas. Beben té. Marrón como lustre de botas. Frío por la
mañana. Igual que ayer. Sus ojos sin esperanza. Inexpresivos. Ella sacó los peniques
dentro de una gran mano roja. El primer cliente. La atmósfera me recuerda el tiempo
en que trabajaba en Oban. Pobre. Un trabajo en un hotel…

Dejó el barco a las cuatro de la tarde. La bruma amarilla de la Costa Este. A lo largo
de una gastada tira de cemento de escarcha y negros postes telegráficos. Postes
enjaulados, hundidos en la amarilla masa congelada del día. Navidad. El permiso para
bajar a tierra.
Los otros se han marchado más temprano. Con sus pintas y sus mujeres. Él, de un
humor sentimental, con una melancolía detrás de los ojos, se quedó a bordo. Atrás,
pensando en explorar la navidad con un poco de ron y un libro de poesía. Pero las
palabras estaban muertas y eran planas. Apagadas como bombillas gastadas. Las
palabras eran tan poco infecciosas como las lenguas de niebla amarilla que movían un
camposanto en la superestructura del barco.

ebookelo.com - Página 26
Tras la comida de navidad, aquellos de servicio colgaron sus hamacas en el
sollado. Se sentó solo en la mesa cerca del mamparo. Con un poco de ron y un libro
de poesía delante.
Una navidad amarilla. ¡Una feliz navidad muy amarilla!
A eso de las dos fue a cubierta. Se apoyó en la barandilla. Vio la tierra
desparramada en la niebla como una crêpe desigual. Y a lo lejos el mar rompiendo
blanco contra el muro de la orilla. El sonido que se aferraba al barco e incluso al
ancla —incluso cuando el muelle estaba vacío—, la dinamo, el corazón de un cuerpo
dormido. El sonido de una linfa eléctrica sobre el metal del barco. Una gaviota de vez
en cuando. A veces dos o tres. Una colección de desdentadas hechiceras cacareando
una anécdota que, siempre sin importancia, hacía mucho desde que dejó de divertir.
En algún lugar tras el armazón de tierra, una ciudad de pescadores. Medio
industrializada, creciendo hacía el interior del campo llano. Navidad en el campo
llano. Detrás de las deslumbradas ventanas, solo con la fina fragmentación de luz y
sonido golpeando la desolación de la calle. Nunca se había sentido más solo. Ni
siquiera podía recordar haberse sentido más solo…
No había nada que pudiera hacer hasta las cuatro de la tarde. Y desembarcaría y
trataría de perderse en la ciudad. ¡Cómo odiaba el barco! Las restricciones, el metal
en todos lados, la pintura, las guindalezas, las cadenas, las chapas tachonadas en
cubierta, la pesadilla del hierro y el acero que arrastraba su mente hacia los límites
alrededor de él. Y el aire frío a lo largo del barco obligando a su mente a tomar una
intensa conciencia de su soledad. Desembarcaría a las cuatro. Hasta entonces, dos
horas, dos pesadas horas de navidad, hasta cuatrocientos cincuenta metros desde las
voces en la calle. Con un libro de poesía, una intuición del propio dolor de uno.
¡Cristo! ¡Escaparse de aquellas falsas sombras arrastrándose y entrar en el sol!
¡Escapar de las palabras que le seguían como las huellas en su mente! ¡Escapar y
entrar en la risa de una calle abierta! Escapar del pensamiento y los ideales y las
palabras. Hundió el libro en el agua. Vio las páginas aflojarse y doblarse
humedecidas, medio hundidas, donde las hamacas de los hombres durmientes.
—Cristo, dijo, vaya puñetero calor —miró a Nicolás—. ¿No metes la cabeza ahí
abajo?
Nicolás cabeceó.
—Yo tampoco, —dijo otro—. ¿Desembarcas luego?
—Sí. A las cuatro. Ojalá fuesen las cuatro.
—Voy a poner una parrilla —dijo el cocinero, saliendo otra vez—. Venid a la
galera si queréis algo.
La pasada navidad estaba en Porstmouth. Cuatro de nosotros caminábamos a
Southern. Una cantina. Y un baile. Chicas de oficina fundamentalmente, y unas pocas
mujeres soldado. El último baile llegó rápido. Sacamos a las chicas de casa. Les
dimos un beso de buenas noches. No podíamos culparlas. No había ningún sitio al
que pudiésemos llevarlas. Y era una fría noche de diciembre. Hablamos largo tiempo

ebookelo.com - Página 27
antes de irnos a dormir. Sobre todo de mujeres. Porque no teníamos ninguna…
Hacía frío en el bote de servicio. Se alejó lentamente del lado del barco por el
agua llana. Se apoyó en el antepecho y se abotonó el abrigo hasta el cuello.
Entró a la ciudad como a las cinco menos cuarto. Buscó un hotel y en el vestíbulo
se sentó a beber whisky y soda. Tenía una pequeña mesa redonda para él. La única
persona sentada sola. ¿Quién más podía estar solo en navidad? El resto de la gente
del lugar se encontraba reunida en pequeñas fiestas. Todo era jovialidad y risas y
amistad mutua. Una chica en una de las mesas captó su vista por un momento,
sonrió… él sonrió, casi ruborizándose por estar solo… y entonces volvió a la
conversación de su mesa. A los cinco minutos se fue. Preocupado porque le volviese
a ver otra vez. No quería provocar compasión.
Encontró una cantina. Dentro estaba decorada con serpentinas y espumillón.
Había acebo y muérdago, y en largas mesas de refectorio había esparcidas tartas y
panecillos navideños. Algunas de las mujeres mayores de la ciudad estaban de
celebración, sonriendo a todo el mundo, vertiendo té en enormes teteras marrones,
todos muy ocupados y felices por estar haciendo algo por los chicos y las chicas que
estaban de permiso. Algunos bailaban en un pequeño espacio clareado con un
gramófono. Se sentó a mirar. Una de las chicas le recordó a una chica de su colegio,
una chica mayor que él. Margaret Meade. Había bailado con él. Su cabeza a la altura
de su pecho. Recordó cómo la parte más baja de su cuerpo se movía pesadamente
contra él espoleando sus pasos. Recordó la fascinación de su lenta y madura
resistencia silenciosa y se maravilló con el poder de sus extremidades. Las
extremidades atléticas de una chica cuatro años mayor que él. Entonces estaba
aprendiendo a bailar. Apartó su atención de los bailarines y miró al resto de la gente
de la habitación. Sobre todo parejas. Demasiados hombres.

Todo el colegio la miraba cuando entró con limpios movimientos ágiles, un pequeño
perro negro en sus tobillos. Yo la miraba todo el rato. Desde el momento en que puso
un pie en el césped hasta que desapareció detrás de los árboles. E incluso después.
Después de que se hubiese ido. Porque todavía la veo. Podía verla sobre la alegría del
césped que cobraba vida en su presencia y como hierba que seguía viva tras ser
regada en verano. Como yo mismo, el césped vivía para ella como si no existiera
ninguna de las otras chicas desde ese preciso día. Era su criatura como siempre lo he
sido.
Cuando luego pensó en ello se preguntó si las cosas estaban del revés. «¿Sabes a
qué me refiero?», escribió en su diario. Radiaba vida. Emanaba de sus poros… un
centelleo de sonido, animal, vegetal, mineral. Violines en su carne. Quizás ella sea un
instrumento. El adorable instrumento de la tierra. El símbolo adorable. El símbolo de
la fertilidad de la tierra…
Se apartó del césped cuando su imaginación ya no pudo sostener la atmósfera,

ebookelo.com - Página 28
cuando la bancarrota del césped y los árboles y las distancias de la vida de su cuerpo
se impusieron sobre su mente. Se apartó porque no podía aguantar la relación con
ella. Verde y dorado, el grácil ritmo de ella. O algo más bobo le interrumpió.
Siguiendo sus ojos hacia el césped vacío, viendo la nada, pensando en un partido de
tenis de mesa. Y no pudo explicárselo a nadie. No pudo explicar, es decir, sin
presentarse con un montón de paralelismos abortados que a fin de cuentas no le
parecían ser paralelismos sino algo simplemente por debajo. Infinitamente. Ni
siquiera una diferencia de nivel a fin de cuentas. No puedes amar en un sombrero
bombín. Se volvió un poeta.
Y luego cinco años en los que él la evitó. Fue fácil evitarla porque ella no le
buscó. Y, en cualquier caso, volvía a la ciudad solo en sus salidas de la marina. Pero
incluso en la marina le escribió largas cartas que nunca envió. Pero se las mostró a
Ginger Bacon, porque Ginger, en lugar de su achaparrado y enano exterior, tenía
alma. Una grande. Tan grande como un girasol. Y él jugaba al billar y bebía cerveza y
podía cuidar de sí mismo. Era una persona. Y lo que tal vez sea más importante,
Ginger le dio esperanza. Si yo fuese una chica, dijo Ginger, no podría resistirme a esa
carta. Si tiene algo de imaginación, responderá. Si no, entonces es hora de que te
informes. Créeme, Nick, si ella es como lo que tú dices que es, responderá. Sonrió.
¡Besará tus pies! Nicolás sonrió. Estrechó su mano. No aún, dijo él. No la enviaré
aún. No es bueno intentar hacer las cosas deprisa. Fallé la primera vez. Quiero estar
muy seguro antes de intentarlo otra vez. No lo intentaré hasta estar seguro. ¿Y si ella
se casa entre tanto?, dijo Ginger. No quieras ser un puñetero Hamlet toda tu vida. ¡Me
importa un bledo si se casa! ¡Es mía! No me importa un bledo si se casa y tiene
cuatro niños. La separaré de él. Huiremos juntos a la luna. Tan seguro como que
tendré que escribir un gran poema algún día, la tendré. Dedicaré a ello mi vida, cada
minuto. ¿Has leído a Stendhal? Conspiraré como Julien. Solo lo haré para hacer que
me ame. ¿Entiendes, Ginger? No tengo otra cosa por la que vivir. Nada más que me
importe. Ginger se rio. Lo harás, Nick. Sé que lo harás. No tienes que intentar
convencerme. Estaba convencido antes de que dijeses nada.

Había ido al viejo museo a ver una exposición con dos amigos. Epstein, Rodin,
Daumier, Matisse, Picasso, Cézanne, Degas, Manet, Gauguin, Velázquez, Rembrand,
Seurat, primitivos italianos, jarrones de Sung y Han, vieja plata inglesa y porcelana
china. El obsequio de algún que otro patrón a su ciudad natal. Finalmente se
decidieron por el salón de té. Había quince originales de Degas. Estaban eufóricos. Él
estaba aplastando su cigarrillo en el platillo para levantarse y unirse a los amigos que
recientemente se habían levantado cuando la vio sentada sola en otra mesa.
Ella lo había visto a él primero. Le estaba sonriendo. Él vaciló.
Estaba sola. Le estaba sonriendo. Quizás esperaba a alguien. Ella seguía
sonriendo. Él estaba yendo hacia ella. Ella le había hablado. Él escuchó su voz

ebookelo.com - Página 29
diciendo «hola», suave, sorprendida, encantada.
—Hola, Betty, —dijo él.
Estaban mirándose mutuamente. Alguien habló en la mesa anexa. Sus amigos
estaban esperándole. Vacilando a la entrada. Salieron del museo. Entreteniéndose.
Alguien que llevaba un té lo empujó para poder pasar. Ella seguía siendo la misma.
Más adorable que nunca. Aún sonriente.
Y de pronto ambos se estaban riendo. Fue él quien habló primero.
—No te he visto en mucho tiempo, —dijo él.
—Cinco años. —Sus ojos grandes, grises, amigables.
—¿Estás sola?
—Perdone, —le dijo una voz—, pero le importaría sentarse. Está interrumpiendo
nuestra mesa. —El hombre de la mesa siguiente estaba gordo, calvo y rojo.
—Perdón, —dijo él distraídamente.
—Siéntate y toma un té, —dijo Betty.
—Espera un minuto, —dijo él—. Voy con dos amigos. Se lo diré.
Volvió solo.
En los últimos dos años había pensado menos en ella (tuvo un capricho pasajero
con otra chica… Mollie en un salón de té de Canterbury, en la noche que ella se peinó
su pelo mojado frente a un fuego parpadeante). De algún modo, ella había pasado de
la realidad al mito, su imagen era confusa con un persistente e informe trasfondo de
certidumbre, fertilidad, felicidad dentro de él, con la certidumbre animal de que nada
había más allá de él. Su imagen se hundía en las profundidades de él, como las
imágenes vagas y ubicuas de la primavera, de la cosecha, del cumplimiento. Como la
vaga magnificencia del limonero:

Cincuenta hombres poseen el limonar


y ningún hombre es esclavo.

Encontraría la acción realizada, y cuando estuviera preparado para acercarse a


ella, para ganarla para sí, la cogería y la gastaría cual rosa roja en la cresta de su
armadura. Viejos dioses le hablaron. Quetzalcóatl, Saturno, Poseidón. Bajo el
nihilismo sin fe y cansado de su civilizado yo sintió las burbujas de un poder más
oscuro… el poder del animal atormentado cuando ferozmente se vuelve contra su
perseguidor. De algún modo él la asociaba a su poder; a la vez ella era el poder
mismo y su víctima predestinada.
Pero ahora, sentado junto a ella, cerca, hablando de Scarlatti y de Bach y de
música de clavicordio, el mito estaba explotado, y sentía el magnetismo animal de su
presencia sobre él de nuevo como una enfermedad. Solo que esta vez la enfermedad
no era dolorosa. Ya no estaba desesperanzado dado que él ya había pasado el colegio.
Había cambiado. Sus palabras eran calmas. Las opiniones que expresaba estaban
teñidas de un dogmatismo apenas divertido, alimentado por la certidumbre de su

ebookelo.com - Página 30
superioridad intelectual. Su voz era suave y controlada como el vuelo de un artista en
el trapecio.
Ella advirtió el cambio. Creyó que él era su igual, que ya no era el chico del cual
había compadecido su devoción. Aunque creía que él aún la amaba, ella notó que él
nunca lo admitiría. Lo sabía.
No, al menos, hasta que ella misma hubiese capitulado. Él era impenetrable.
Como un joven dios brillante que está seguro de su omnipotencia porque es
omnipotente. Nunca renunciaría al control de sí mismo, nunca se comprometería, y la
dejaría con la misma certidumbre calma, con la misma voluta apenas divertida de sus
labios, a menos que ella se rindiese primero. Ella supo esto y se volvió incierta ante sí
misma. Lo sabía. Sabía que él se sentía atraído. Pero la mayoría de los hombres se
sentía así. Y él era el único hombre que ella había conocido del que sabía que la
dejaría sin comprometerse. Con la misma certidumbre suavemente persuasiva con la
que él hablaba ahora. Si ella deseaba que él confesase, entonces ella tendría que
confesar primero que ella misma se preguntaba si ya había decidido hacerlo tan
tácitamente, pero más allá de la duda. Entre un hombre y una mujer no puede haber
dos deidades. Alguien tiene que rendirse. Para otros hombres ella siempre había sido
una diosa. Este joven estaba proclamando con calma su superioridad, invitándola al
culto. Ella que era Diana. Que se movía con la gracia de un planeta en la estratosfera
de las almas de los hombres. Por ahora, en cualquier caso, él la aceptaría solo como
una mujer. Si a ella le gustase, ella podría sacrificarse por él. Si no, él pretendería
estar interesado en la polilla de la ventana, o el platillo donde la ceniza de su cigarro
se acumulaba. Él defendería su soledad. Se sumergiría sólo donde él estaba seguro de
golpear. Y ella todavía sabía por el tono de su voz que él la amaba. Ella podía sentir
la inmensa espera gravitacional bajo el significado formal de sus palabras. Cuando él
dijo «prefiero Mozart a Beethoven», también estaba diciendo «tendrías que tener una
relación conmigo por voluntad propia». Cuando él dijo: «¿Has visto Rosas de Juan
Gris?»… cuando él describía su color y su textura de manera que ella sabía que Gris
tenía que ser un gran artista, él estaba diciendo con mayor urgencia: «Podemos vivir
juntos solo si tú aceptas». Y la suavidad de su voz sugería color, sonido, luz, amor y
otros cien filamentos del ser, una vasta infinitud sin explorar hacia la cual ella estaba
acercándose inexorablemente como la seda de un diente de león al viento.
Él la miró a ella, los ojos, las manos, el pelo, los labios… hablando al mismo
tiempo de poesía, pintura, música, ballet, anarquismo, aristocracia. Se dio cuenta de
que ningún nombre de conocidos comunes fue mencionado, como normalmente
ocurre cuando dos personas se encuentran tras un largo intervalo como intentando
establecer un motivo conversacional. Al contrario, Betty habló solo de él y ella
misma como si todo lo demás fuese irrelevante. Y todo lo demás era irrelevante. El
arte en cualquier forma era irrelevante excepto en el instante en que facilitase un útil
y efectivo medio para la secreta transmisión de significados más personales. Como un
secreto lenguaje personal. Él sabía lo que estaba haciendo, lo que ambos estaban

ebookelo.com - Página 31
haciendo. La ambigüedad de la conversación les permitió establecer un contacto casi
físico sin arriesgar abiertamente su soledad. Le permitió consagrarse a sí mismo,
confesar su amor por ella, levantando el peso que ello implicaba sin de hecho hacerlo
del todo, de manera que aquello de lo que ella pudiera sospechar, incluso saber,
dudase, preguntase, quizá temiese.

Había una chica en la escuela. Una chica que se llamaba Sylvia. Por la noche,
inmediatamente después de que el maestro hiciese sus rondas para comprobar que las
luces estaban apagadas, él concentraba su mente en ella. En la seguridad de su cama.
Donde nadie pudiera ver sus pensamientos. A veces él la desnudaba. A veces ella
venía a él desnuda. Pero el cinematógrafo se rompió con una risa fuerte al otro lado
del dormitorio. Y de día, odiándola por ser la asesina nocturna de los valores que la
luz del día y los romances populares le inspiraban, difícilmente la miraba, y entonces,
a la vista de todos, demostraba lo poco que le importaba. Durante el día sus
pensamientos, aunque sin esperanza, eran para Elizabeth. Todo flores blancas y
naranjas. Pero nunca era a Elizabeth a quien sostenía en sus brazos en el secreto de su
cama.

Aparentemente pasó igual el año después de que dejase el colegio. Aunque él sabía
que existía, rechazaba reconocer aquella parte de él que anhelaba ser el esclavo de un
ama —el esclavo triunfante, por cierto—, el esclavo celoso que odia a una mujer que
solo le interesaba carnalmente. Durante el día reprimía la impulsiva y oscura fuerza
que luchaba para expulsar toda irrelevancia, que buscaba convencerle de que buscase
el auténtico misterio del sexo. Aparentemente se retractó. Se forzaba a sí mismo a
mirar caras. Y cuando miraba a la cara de Sylvia solo veía la testaruda obscenidad de
su deseo.
Quedó con ella de noche para que no los viesen juntos en la ciudad. Ella ya tenía
una reputación. En un espejo en la habitación donde él y su padre vivieron juntos
admiró una máscara de cinismo sofisticado. Moraba satisfecho en su arrojo, sobre el
corte de sus ropas. No vio el desdén que perduraba en el espejo después de que él se
hubiese ido.
Su máscara la estaba esperando en la esquina. Ella lo estuvo esperando pero no
dijo nada.
—¿Adónde iremos?
Ella se encogió de hombros. Mirando la actividad química de su rostro.
—Vayamos a tomar algo, pues —dijo él, esperando su respuesta.
—Hoy no me apetece beber —dijo ella con indiferencia. Presenció la
descomposición momentánea de la máscara.
Perdió el rumbo. Jaque mate. Huyó de la voz que venía hacia él; recreó el pasado.

ebookelo.com - Página 32
Póstrate a sus pies.
Ella notó su conflicto. Ella notó que su voluntad estaba contra ella. Su ser con ella
era un compromiso, una concesión culpable para el forajido que había en él. Y ella lo
despreció por ello. Ella se sintió como si le hubiese dado un tortazo.
—Qué haremos entonces —le dijo él a ella.
—Podemos ir a bailar, —dijo ella. Su voz era deliberada. Un sitio público. Ella
quería humillarlo.
—Si tú quieres —dijo él—. No hay mucho más.
Bailaron juntos. En su baile no había nada de esa moderación autoconsciente que
existía bajo la superficie de su conversación. Ningún conflicto se reflejaba en sus
movimientos. Él bailaba con una gracia primitiva. Y Sylvia era la mejor de las
bailarinas, ágil, lenta, inconsciente. Bailaron casi cada baile.
En el intervalo se sentaron a tomar café. Estaban más cerca de lo que lo estaban al
empezar. Hablaron del pasado como si no contuviese esqueleto. Él halló su propia
voz. Y cuando le hizo un cumplido con ella, ella la reconoció como propia y
moderada. Fue cuando él miró su reloj y vio lo tarde que se había hecho. Recordó su
máscara. Recordó por qué le había pedido quedar con él. Otra vez vio una catálisis
sutil en su rostro.
Ella le dejó que la llevase al parque, pero sus progresos eran precipitados y
patosos. Ella agarró su muñeca con firmeza. Él caminó a casa con ella con desánimo.
Él estaba asombrado porque no hubiese sido capaz de seducirla. Cuando él la besó
antes de que ella entrase a casa, ella dijo que él besaba perfectamente. Ella no añadió
«como un roedor apasionado». Y él no era consciente de la ironía de su voz.
Fue solo después cuando él lo entendió todo.
Él recibió sus papeles de llamamiento con sentimientos encontrados. No le
quedaban ilusiones sobre el tipo de vida para el que se había reservado. Le ofendían
las intromisiones. Pero al tiempo estaba contento de abandonar la ciudad tras el
fracaso. Dejó a Christie atrás. Christie no pasó su revisión médica. Se veían
mutuamente de manera ocasional, siempre que Nicolás estaba de permiso. Y cuando
él fue desmovilizado era por Christie que regresaba…

Nicolás la llevó por el túnel por las más obvias especies de racionalización. Él cogió
su mano y la llevó fuera de la pista de baile donde el resto de turistas bailaban con
blazers y vestidos de tenis. Él puso su brazo alrededor de ella. Caminaron junto a la
carretera por unos campos que estaban verdes, cantando. Él era muy consciente de su
máscara. Consciente de la deliberación de sus palabras. Mientras, Isobel, delgada,
con ijadas de joven animal y su belleza de invernadero, tomó la decisión. Se sentía
muy superior a él, una joven determinada, ansiosa, que hacía suyas las palabras de él.
Se deleitó en su conocimiento de lo que iba a pasar. Sus palabras, cada una de las
cuales ocultaba una pregunta, eludían su propósito con monótona insistencia. Él

ebookelo.com - Página 33
deseaba parecer muy razonable, sugerir irracionalidad con una precisión calma y
lógica. Él hablaba de represión y sublimación porque sentía el deseo de tocar sus
senos. Ella, por otro lado, ya se había decidido. Ella sabía intuitivamente cómo
reaccionaría, cómo se entregaría, cómo lo tomaría a él. Pero ella le dejó seguir,
preguntando si sugeriría el túnel o el viejo molino, mirando con una parte cruel de su
mente cómo él se guiaba por argumentos que manejaba de manera muy torpe. En su
lugar dijo: «Calla, Nicolás. Aquí estoy. Si me quieres, cógeme». Ella dijo en su lugar
«pero qué pruebas hay, de que haya una mente inconsciente». Ella tenía que haber
añadido que no le interesaba nada, en cualquier caso, que quería llegar adonde fuese
que él estuviera llevándola con cautela tan rápido como fuese posible, que ella quería
tumbarse y abrirle sus piernas amplias a él. ELLA SABÍA. Sabía intuitivamente. El
calor primitivo del cuerpo lo demandaba. Ella no estaba interesada en sus
avergonzadas circunlocuciones. Ella tenía que haber dicho «estos engorrosos
términos científicos son irrelevantes. Es un asunto de sangre». De hecho no es ningún
asunto, a fin de cuentas. Simplemente es. Una terrible propulsión cósmica. Solo ella
habría expresado eso con sonidos y no con palabras. Pero ella seguía lejos y dijo
«honestamente, Nicolás, no lo creo». Y ella se rio en su cara. Él se enfadó. Él dijo
«No es una cuestión de creer. Yo hablo de hechos».
—Tus hechos —respondió, riéndose todavía de él—. ¡Me parecen muy bobos!
—No puedo evitarlo, —dijo él—. Eres una mujer, y no has leído estas cosas.
Ella estuvo de acuerdo. Ella no leía mucho. En absoluto, dijo ella. Le aburría.
Ella se preguntó cuándo se olvidaría de su orgullo, cuándo dejaría de hablar como
un escolar y tendría una cita con ella. Había estado viéndole mientras caminaban,
mirando la estudiada seriedad de su rostro, la cínica expresión de Don Juan que
surgía mientras él hablaba con facilidad de mujeres reprimidas, y ella vio en él una
avispa domesticada preocupada de su propio aguijón. Ella le había visto ondeando su
red triunfantemente en la que él mismo, y no ella, se enredaría. Ella tenía el delicioso
sentimiento de la implicación de él, de su compromiso, en su poder de mujer,
exponiéndose abyecto a su suerte.
—Mira, Isobel, —dijo él de pronto—, no discutamos más. Ven, siéntate y fúmate
un cigarro. —Él la llevó hacia el túnel.
Tenía que ser el túnel, a fin de cuentas. Él temía al sol. Ella se dejó atraer hacia la
entrada. Y cuando estaban fuera de vista se quitó su falda de tenis y llevó la cabeza de
él bajo ella.

Durante años Nicolás se preguntó por ella. Fue el único de sus affairs del que nunca
fanfarroneó. Incluso en el tiempo en que dudaba si él era la víctima o el seductor. Y
realmente la duda apenas existió. Él había sido violado. No rudamente por una
amazona, pero sutilmente, llevado a la despersonalización, por la extinción. Durante
un tiempo… cinco, diez minutos tal vez, sólo hubo vivido por ella, para ella, como si

ebookelo.com - Página 34
hubiese sido el feto de su útero, él había existido simplemente como una crisálida en
el aire tibio de su ser.
Y ella se había reído a él. Antes y después ella se había reído de él. No, se dio
cuenta ahora, con la voz de una chica boba que era incapaz de ser seria. Ella había
sido seria. Mortalmente seria. Su risa había sido despectiva. Ella lo despreció por su
asqueroso pequeño intelecto. Ella despreció sus tentativas con rodeos de justificación.
Y ella se vengó tentándolo para justificarse por existir. Ella esputó en su obvia
inteligencia. Ella tensó su rechazo y le destruyó. Y su risa salió del dogmatismo
animal de su naturaleza.
Ahora, años más tarde, había aprendido a ser humilde, y él le estuvo eternamente
agradecido. Una chica, de dieciocho solo, que acababa de dejar la escuela, una chica
dos años más joven que él, cuya inferioridad él había dado por sentada. Pero ella era
mayor en la instintiva sabiduría de su sexo. Bajo su poder él experimentó una
despolarización inconsciente y degradante. Pero ella le había enseñado el significado
de la vida. Y ahora, tres años después, él deseaba poder verla de nuevo, delgada y
orgullosa con su falda de tenis blanca. Pero él solo sabía que su nombre era Isobel y
que era la hija de un maestro de escuela que vivía en algún lugar de Cardiff.
Rostros del pasado como máscaras colgadas en la pared de una tienda de teatro.
El olor del maquillaje teatral, mantequilla de cacahuete y falsos gestos flotantes. La
máscara de Isobel. Remota y pura en su deseo. La máscara de Anthony. Temiendo el
paso del tiempo y las barras de hierro que lo separan de él. La máscara de mi padre.
Caída con el tiempo y secas las encías. Un millar de máscaras. Un millar de
microcosmos, cada cual con una fuerza centrífuga distinta, percepciones distintas, en
vano encajonadas entre los estratos de Sarraceno, formando colores en una corteza
gris.
Al dejar la escuela en 1942 él llevaba su propia máscara consigo, una máscara
que no entalla bien con las grietas de los años embadurnados con masilla. Él caminó
vacilante entre dos mundos con un volumen de Bradlaugh en el bolsillo y luego
defendió a Aldous Huxley contra Christie a quien no le gustaba aquel autor por las
razones equivocadas. Él era pacifista pero se unió al Fleet Air Arm porque recordó
una conversación. Chowdrie y el resto en la chimenea del pasillo en la escuela y
Elizabeth diciendo que se casaría con un piloto. Caminó con una gloria que
particularmente no deseaba a la Wilhelmstrasse de su imaginación.
El año pasó rápido. Una especie de señal del tiempo, una frustración constante. Al
límite de las cosas de la universidad. Poco dispuesto a entrar. Maldiciendo su soledad.
Saliendo rara vez con chicas porque no podía romper con las barreras originales. Se
inclinó hacia las mujeres con el secreto culpable de su sexo escondido en el
compartimento de atrás de su billetera. Le hacía sentir mayor. Pero también fue su
costra, una terrible marca de nacimiento que le hizo hipersensible al rechazo, un
estigma, medio escogido, voluntariamente gastado tras el miedo en sus ojos.

ebookelo.com - Página 35
Un sol hambriento. Un enfadado tigre amarillo chorreando polvo en las aceras de la
ciudad. Odiando su presa. Ardiendo. Desapasionado. Sobre duros zapatos torcidos
hago el camino del canalón tallado. Por un límite de piedra. El aire se contrae.
Resplandor, oro, destello, cristal, corte en el ladrillo gastado donde los huesos negros
caminan. La úlcera de un aire seco.
Ahora no hay luz en la tierra. Ninguna chispa de amable helada para arrasar su
corteza. Ojos muertos con los que ver la luz. Piel mate para sentir su respiración. Su
voz se rompe desde una garganta de arcilla. ¡Sus brotes son andamiajes demacrados
contra la mole del año muerto! Pues yo he conocido el trapo de color verde mate, el
aire contaminado de humo en los salones de billar, he conocido el tedio sofocante de
los tortuosos días en los que mi medio de expresión consistía en entronerar una bola.
Las luces que abren sus conos en oblongas habitaciones diseccionan las horas. La
bolsa está rajada. Ojos de hombres cuyas vidas consisten en salones de belleza,
fenicios de una tarde en una habitación, reflejan, dilatan, revocan, en una carga de
horror y lo miran hundirse…
En la temprana estación las semillas eran grandes. En retrospectiva simiente de
repollo y comida para bestias de granja. Una cosecha cortada a tajos y generosamente
plagada de langostas. Eso fue hace mucho. Desde entonces he estado caminando en
tierras extranjeras. En avenidas de reyes. Apenas tengo intención de regresar. Y deseo
que me lleven donde la orquídea es orgullosamente impura. Una decisión corregida y
más que corregida; aún estoy indeciso. Cobarde batallador en las calles. Demasiado
duro para aguantar. ¡Al tiempo que sin apartarse del límite de piedra decido otra vez
conocer a mi enemigo!
Él me ha llevado por el largo territorio del pasado, por arcos de luz solar con una
dura precisión geométrica. En la oscuridad me escapé de él. Solo ahí. Escurridizo.
Cuando asestaban los vientos y yo vi la grisácea casa cual prisión que había hecho
para mí, me decidí. Ahora es solo una cuestión de tiempo… el añejo olor del río
Kelvin, enroscándose sinuoso, en una ciudad mancillada por el tiempo. En las grises
riberas de Kelvin me conocí a mí mismo por primera vez.

ebookelo.com - Página 36
La campechana

—¡SE ha atascado! —Nicolás movió su pie aflojando cuatro pizarras de papel de un


color sucio que de pronto resbalaron hacia abajo—. ¡Dios! —dijo, y sonrió.
—El cielo… del cielo… —Christie sonreía con esos dientes suyos impregnados
en humo, justamente cuando cogía secciones del caño aherrumbrado. Con la boca
abierta, permanecía con las nalgas sobresaliendo de una improvisada tarima. Se
apoyó en su brazo izquierdo—. Maná —dijo con gravedad, volviendo al nivel del
suelo—. Pan sin levadura —lo tocó para descascararlo y sembrarlo con ligereza sobre
el verdoso césped gris—. ¡Hey, muyer! —sacó su gran cabeza redonda por una
ventana pequeña—. ¡Toy echando de comer a los páharos! —sin ninguna aprobación,
salió y caminó al chalé con la cabeza flexionada hacia arriba y las largas manos
blancas en gesto de oración—. Mocho lo agradezco, Padre —entonó con su delgada
nariz y miró al tejado en donde Nicolás, atento, estaba medio encajonado en la
chimenea.
Se giró hacia Judith cuando ella apareció con un cubo de arcilloso hollín. Sus
oscuros ojos metálicos quedaron atraídos por sus oscuras gafas negras con montura
de acero.
—Tu último marido —dijo él— está siendo absorbido por el vientre negro de la
auténtica noche —él señaló el tronco y las piernas a horcajadas dobladas en la
chimenea rota.
Judith, desde donde se encontraba tras él, miró la extensa mitad inferior de su
amante. Rígido cual uña curva. El cuerpo tenso.
—¡Nicolás!
Ella se encontraba con los ojos violetas y el pantalón de peto salpicado de pintura.
—¡Sal de ahí de una vez! ¡Esa es tu última camisa limpia!
—Los salarios del pecado —dijo Christie, agitando su cabeza. Se sentó en la
tribuna improvisada a ver el proceso.
—Y tú, levanta de ahí —dijo Judith—. Hay una pala en el almacén de leña y
necesitamos un hoyo para poner la basura.
—Bah.
Christie puso una mano en su vientre y la otra en sus riñones y se levantó, cosa
sucia, de su asiento.
—¡Radix malorum est femina!
Dejó colgando su lengua rosa del labio inferior y siguió farfullando, cual leproso,
a su tarea.
—¡Y cuida de no pisotear al cuervo! —le espetó ella a él. Ella alzó su cubo.
Mientras él entraba al cobertizo, un sonido vago medio articulado de «matar» volvió
a ella.
—¡Nicolás!

ebookelo.com - Página 37
Cooper se desplegó de la chimenea como un navaja de bolsillo. Con una
orgullosa voz masculina gritó:
—¡Píllalo, Jo! ¡Está despegado!
Empezó a tirar de una sucia pieza de cuerda y causó un deshilachado andrajo de
prenda roja y un cepillo sin cerdas del vórtice.
—¡Carajo! —se sentó miserablemente con una pierna a un lado del gablete. Un
par de compases.
—¡Tu puñetera piedra tan bien elegida se ha atascado, Jo! La he perdido —
sostuvo el triste fragmento de tela, que antes había sido un bolso, como evidencia.
Su esposa se rio de él.
Tiznado de hollín, cual negro muñequito de trapo, miró con ojos de miope a la
fuente del escarnio.
—¿Dónde está Jo? —preguntó él.
—Cavando un hoyo para la basura.
—Bien —dijo él. Con sus amplias y fuertes manos se encendió un cigarrillo y
miró más allá del páramo donde el brezo brotaba en matas púrpuras. Sin árboles y
casi sin cerco, se extendía en una escabrosa cúpula. Allá los sabios aldeanos con
rostros curtidos por el invierno se habían marchado de noche, secretamente, a la
destilería de whisky. Todavía no alcanzan los sesenta. Desde donde estaba sentado
pudo ver la lenta figura de Jo Christie doblarse para hundir la pala en el duro césped.
Cavó a ritmo constante, el eremita, arrojando maldiciones provenzales en la tierra.
—Vamos, Nicolás. El desayuno ya casi está listo —cepillándose el pelo hacia
atrás, ella protegía sus ojos del vigorizante resplandor blanco de la mañana.
—¿Qué pasa con la piedra? Probablemente esté atascada en medio.
—No era lo bastante grande —dijo Judith—. Estaré en la chimenea.
Él estaba dudoso.
—Ven en cualquier caso —ella le lanzó un beso y entró a la casa.
En la cocina de bajas vigas marrones removió una olla de vastas gachas.
Sabáticas, burbujeaban y chisporroteaban contra las aristas de la olla. Extendió papel
de periódico sobre la mesa del color del estiércol y puso retazos de vajilla y
cubertería. Con todos los bienes sofisticados que disponía. Un somier doble de hierro
con muelles chirriantes y crujientes de óxido. La ingeniería del amor. La mesa de
nudosas patas y un galón de pintura barnizada. Dos sillas y cuatro cirios de sebo de
alabastro. Encendidos. Yo también, dijo él después. Y naturalmente el cuervo. El
joven cuervo que no podía volar. Todo pico y gaznate. Ella miró las viejas paredes
remendadas con yeso París, eclipsadas por la humedad, dibujando todas las capas de
historia en una exfoliada mancha de color. Ocre, amarillo canario, gris oscuro,
palmeado con turbias vetas de la auténtica quilla rojo ladrillo, varices, en la
superficie. El hervidor de té.
—¿Están listas las gachas? —Nicolás apareció en la entrada.
—Dentro de un minuto —dijo ella—. Lávate las manos, por lo menos.

ebookelo.com - Página 38
—Iré a por Christie. —Salió.
Christie aún cavaba cuando llegó. Se afanaba en una oblonga tumba.
—Pobre Yorick, ay —dijo Christie, y él se acercó.
—¿Encuentras algo?
—Mis limitaciones —dijo Christie—. He perdido todo mi lustre —retorció su
rostro en un repentino y rápido gesto obsceno. Poniéndose de pie, arrojó su pala
encima del césped y escaló. Él era un hombre de huesos grandes y pies largos—.
Mañana por la mañana —dijo él—, dormiré hasta mediodía.

—Nunca he podido entender —dijo Christie en la mesa del desayuno— por qué la
gente habla de la santidad del trabajo. Nadie habla de la santidad de la lujuria. Y
nadie sale hasta después de la nevada. —Sonrió, con una prolongada insinuación a la
mujer que era su anfitriona.
Hablaron de aquello en el desayuno. Nicolás propuso que Christie debía escribir
un ensayo sobre el tema.
—Lo haré. Lo haré —dijo Christie—. Tengo que llamarlo «Sus placeres
gemelos…» —Evaluó a Judith con ojos de sátiro y le agradaba el lento rubor como
de flor en sus mejillas—. Tengo que subtitularlo «Los senos de Tiresio» o «Cómo
Gertie Corman sintió sus pechos». ¿Qué prefieres, Nicolás? ¿Cuál tiene más
metafísica? —por las gruesas lentes de sus gafas clavó una jesuítica mirada a su
interlocutor.
A Judith no le gustaba Jo Christie. Ella advertía la pesada cicatriz sexual del
celibato. La joven femenina en su recelo.
A Jo Christie no le gustaban las mujeres. El hosco secreto de su sexo le resultaba
repulsivo, y le preocupaba. Su tono era sarcástico e histérico a la vez.
Nicolás, mascando pan tostado, era consciente de las energías contrarias.
Indirectamente, dentro de la fina y blanca luz solar rociada que pinchaba las motas de
polvo en la atmósfera, Judith y Jo entraron en guerra. El territorio disputado era él
mismo. Jo, amigo de infancia. Resintiéndose a la intrusión de la chica. Y Judith, la
chica, la chica delgada y sensual de ojos extraños, sintiendo la indignación en su
vientre y costado. Desde que él había llegado, dos días antes, ella lo odiaba. Ella
odiaba sus largas manos amarillas, sus cabeza ridículamente grande, su pesado humor
literario, y ella odiaba su continuo sondeo del sexo como si fuese un escarabajo
particularmente obsceno cuyos movimientos absurdos bajo la sonda serían
disfrutados desde la distancia, intelectualmente, con risa.
Nicolás no respondió porque Christie no esperaba una respuesta. Pero él sonrió
porque le divertía. Jo Christie siempre lo entretenía.
Judith sirvió un largo chorro de té marrón pálido en cada taza. Estaba enfadada.
Le enfadaba que Nicolás no viese a Jo Christie. Ella veía a través de él. Oh, ¡qué fácil
resultaba para una mujer ver a través de él! Le habría gustado escandalizarlo. ¡Ella

ebookelo.com - Página 39
quería escandalizar al machito obsceno sobrecivilizado que temía a las mujeres!
Repantigado en su silla, Christie se inclinó, su mirada miope vino a descansar
sobre la chica.
—¿No tragas a Jo?
Nicolás miraba tratando de leer su rostro.
—No me resulta divertido, si es eso a lo que te refieres —dijo la chica. Ella era
consciente de estar ruborizándose de nuevo. Pero no pudo explicarlo. Si Nicolás lo
hubiese dicho, ella hubiese pensado que resultaba divertido.
—Ella no cree que sea divertido —dijo Christie, pero él no siguió porque Nicolás
estaba frunciendo el ceño.
Luego del desayuno, Nicolás y Judith bajaron a la granja donde tenían el coche y
condujeron a la aldea a por provisiones. Judith, sentada a su lado mientras conducía,
miró fijamente la raya de la carretera.
Él no la miró a ella pero dijo:
—¿Por qué no te gusta Jo, Judith?
—Simplemente no me gusta, eso es todo —dijo ella.
—Pero fijo que hay una razón.
—¿Por qué tiene que haber una razón?
—No te puede disgustar una persona sin más.
—No sé. Se rio de nosotros. Puedo verlo riéndose todo el tiempo. No se ríe de ti
pero sí se ríe de nosotros.
—Vaya, te lo tomas demasiado en serio, querida —dijo Nicolás.
—Él es serio —dijo Judith—. Yo no le gusto, ¿así que por qué debería gustarme?
Tú no lo ves pero yo sí, él se está riendo de nosotros todo el tiempo.
—¿Quieres que se marche?
—¿Cómo puedes hacer que se marche? No puedes pedirle que se vaya, es tu
amigo.
—No quiero verte así —dijo Nicolás.
Él dijo en una calle, en una bocacalle, en un café, mucho antes de que ella
conociese a Christie, que no quería que ella fuese infeliz. Y no lo era. Eran pobres
pero ella no se arrepentía aún.
El pequeño Austin con forma de caja petardeaba hacia el pueblo.
Cuando volvieron no fue necesario decirle nada. Él se encontró con ellos a la
puerta y por su cara supieron que algo había ocurrido. Él le entregó un telegrama a
Nicolás.
—Mi padre murió esta mañana temprano —dijo él.
Nicolás lo llevó a la estación. Por un momento no hablaron y luego Christie,
retirando el cigarro de entre sus gruesos labios protuberantes, dijo que suponía que
ellos estarían contentos de deshacerse de él.
Nicolás se puso rojo.
—No pienses eso, Jo —dijo él.

ebookelo.com - Página 40
Las gruesas gafas miraban hacia delante.
—¿Qué sentido tiene, Nicolás? Sabes que es verdad tan bien como yo. No iba a
irme solo por mi padre. Mi padre no significa nada para mí.
—No digas tonterías, Jo. Tienes que hacerlo por tu padre. Falleció. Tienes que
acompañarlo —mantenía los ojos en la carretera. Había vacas enfrente. Disminuyó.
Christie se reía con suavidad, con tristeza, sus brazos cruzados a la altura del
pecho y la cabeza inclinada hacia atrás.
Nicolás puso el coche en punto muerto y esperó. Una chica de grandes pechos
con un vestido estampado guiaba a las vacas por el puente con un palo. Tenía las
piernas delgadas y estaban enlodadas. La hija de Steel.
—¡Qué virginal! —dijo Christie—. ¡Qué mujeres más campechanas hay! Imagina
a esa blanca y maloliente con su prole rodeándola! —miró rápidamente a Nicolás, de
soslayo—. No tengo nada que hacer. Mi padre nunca hizo nada por mí. ¿Por qué
debería seguir su ataúd?
Nicolás no respondió. Pensaba en el atractivo de la chica de grandes pechos.
Vagamente ella lo deseaba.
—No, Nicolás —dijo Jo en su dura voz histérica—. No me voy por mi padre.
Dejemos que aquellos que lo aman lo entierren. En cualquier caso, odio los funerales.
El coche siguió hacia adelante otra vez. Nicolás no supo qué decir. Continuaron el
camino de la colina pasada la pequeña iglesia en ruinas hasta la estación. Ninguno de
los dos habló.
En el andén se estrecharon las manos.
—Te veré en algún momento —dijo Jo—. Me voy a España después del entierro.
—¿Entonces te vas? ¿Adónde?
—Al funeral.
—¿Sí? Lo supongo. No tengo nada mejor que hacer en cualquier caso. Escríbeme
desde España —dijo Nicolás.
—Querido —dijo Christie—, nunca escribo cartas. Cuando dejo un sitio lo hago
intencionadamente. Después, no soy tan masoquista para arrepentirme —caminó
remilgadamente hacia él y se asomó por la ventana. Sonrió a Nicolás.
—Buena suerte —dijo Nicolás.
Mientras el hierro del tren crujía, Christie permanecía en la ventana, sonriente.
Nicolás ondeó la mano. El último vagón se perdió de vista tras la garita de
señales.
Compró algunos sellos en el pueblo. Tenía un manuscrito del que librarse y pensó
que tal vez escribiría una carta a Christie. Podría admitirle que se arrepentía.
Condujo lentamente de vuelta con ambas ventanas bajadas, dejando entrar el
viento de los árboles y los campos en el coche. Según pasaba la granja donde las
vacas le habían detenido haciéndole captar el movimiento rosado de la chica de
grandes pechos según ella desaparecía por un granero. Él pensó en Judith, y en aquel
movimiento, escuchando el lejano petardeo de insecto de un tractor operando, él

ebookelo.com - Página 41
estaba alegre, de pronto estuvo muy orgulloso de aquellas mujeres fuesen
campechanas…

ebookelo.com - Página 42
Fragmentos de un diario de un hombre hallado
asfixiado en una barriada de Glasgow

AFUERA llueve. Sucios edificios grises. Un carbonero guía a un viejo caballo


mojado. Otro hombre sobre el carro. Sentado sobre los sacos de carbón con un saco
de carbón encima de su cabeza para guarecerse de la lluvia. El capuchino gris.
Durante una semana mi mente ha rechazado aguantar nada. Un momento y de
nuevo me he sentado a trabajar en el libro o tomar notas para tal o cual cosa y no he
hecho nada. El tiempo pasa. Me hago mayor. Un carbón de media vuelta y salidas
ensombrecidas. Un movimiento que no es nada. Un éxtasis que simplemente es un
vago sentido ante la falta de reposo en el estertor de una estación. Acontecimientos
dados para alcanzarme otra vez. Seguir sin mí. No puedo ver el pasado por el
presente. El presente por el futuro. Oyendo una lengua extranjera de la que entiendo
solo una palabra ocasional. Y aquellas palabras sin sentido, dado que se encuentran
perdidas en una corriente cambiante. Vagamente hago un esfuerzo por interceptar
algún sentido en algún lugar y por seguirlo en su desarrollo —¿por qué dar por
sentado el desarrollo?— desperdiciado. Y el tiempo escapa del alcance.
Un chubasquero dañado, un platillo sucio, papeles, libros, botellas vacías. Un
cepillo en el suelo; recojo material como un empleado para tal fin. Pero nada de eso
significa nada. No hay ningún punto en el cual pueda entrar en las series de
percepciones. No soy yo quien impone las series de etiquetas: chubasquero, platillo,
libros. Un recital automático. A diferencia de un asalariado que trabaja con
inventarios, yo no tengo un interés inmediato. No hay sugerencia de valor posible que
adjuntar. No hay columna de cifras cuidadosamente escritas que añadir. No hay
resultado al que llegar. Papeles, simplemente. Libros, simplemente. Botellas,
simplemente. Y pronto hasta los nombres dejarán de sugerir nada en mi boca. Estoy
perdido en el anonimato. Estoy simplemente disconforme sintiendo la presencia de
todo esto. Algo que sigue. Soy su conciencia. Y de una de las caras. Ligeramente
apartado. Sí. Distintamente apartado. Con un tenue sentimiento de náusea que es todo
lo que me queda.
Y esa mujer. Tengo que ir al cine con ella esta tarde. Ni siquiera sé por qué. Salvo
que de algún modo extraño estoy metido en ello. Metido en sus deseos. En su
conciencia de mí. Tenemos que hablar a lo largo de los continentes. De nada. Para
nada. No puedo encontrar sentido a esta relación. Está ahí. Como el salto rojo del sol
sobre el mar por la noche. La gran fuerza de ella. De su propósito. Parte de mi
inventario personal. Un despertador, dos estuches, una máquina de escribir, la señora
Reid —exactamente así— sin un fragmento de razón. Y yo estoy ya entregado.
Más tarde tengo que volver otra vez. Sin comentario, sin cambio; sin razón cual
informe climático. Absurdamente tengo que existir en su mente. Solo por existir. Y
yo mismo seré desplazado, convencido, juzgado por la persona que existe solo en

ebookelo.com - Página 43
ella…
Llueve aún. Remolinos y ríos en la calle. La lluvia azota de plano la ventana.
Estoy solo. Pero mis otros rostros están en el extranjero, en la conversación de los
labios de los demás. Un pensamiento. Un reconocimiento equivocado. La muerte no
tendrá dominio.
En la muerte de mi madre. El último lazo vital con la existencia, cortado.
Enterrado en una tumba que fue mi extinción. Hombres y mujeres de negro.
Hermanos. Tías. Tíos. Permaneciendo en la ladera verde como corcheas en una
partitura. Dieciséis. Y mi padre me dijo: «Nunca verás a tu mujer otra vez». Como un
sumidero drenando. Pero ella siguió existiendo. Su muerte fue mi dirección.
El tiempo empieza a existir conmigo. Todo esto contiene o ha contenido salidas
de mi existencia. En el lento pasar de las horas, entre anochecer y anochecer, no hay
más existencia que la mía. El amor es un mal chiste, me dijo Christie una vez…
Destruyes otra existencia cuando la creas. La creas al que amas, destruyendo su
propia existencia. Dos polos de experiencia. Y la nuestra tan en paralelo —no hay
elisión entre su separación—, ¡una conjunción de estrellas! El amor es el deseo de
elidir como sonidos en el lenguaje. Pero el deseo es conciencia y es la conciencia que
ha creado el vacío. La maldición de la alteridad, alguien lo llamó. Los estigmas que
cada existencia soporta incluso más allá de la muerte. Conmovido como la máscara
de la muerte de mi madre; existo después de la muerte. Borrado de la conciencia del
mundo solo cuando la historia deja de significar, gradualmente, mientras el pasado en
su detalle pierde su presencia y resulta ser como una página impresa, vago e ilegible
desde la distancia. Me implico en lo que sea que haga. Lo que sea que elija, cualquier
tablilla que entregue al futuro, un mecanismo impersonal se pone en movimiento;
quizá porque camino una calle o desplumo una flor o enciendo un cigarrillo. Los
acontecimientos corren más que yo. Culpable en cada decisión. No decidir. Incluso
esto es decidir. Estoy de nuevo implicado. Mi existencia se extiende más allá de sí
misma. Afectada. Conmovida. Nacida en el absurdo. Mi ligerísimo movimiento
provoca un caos de reacciones. Como una piedra que se deja caer al agua caigo a la
existencia. Miro las ondas alejarse desde mí. Incapaz de recordarles que las veo
romperse contra la orilla. No pedí nacer. Pero nací en la agonía de mi madre. No pedí
la vida. Pero mamé de ella como una sanguijuela. Soy un escorpión con un aguijón en
la cola…

ebookelo.com - Página 44
Tenia

DESEO de opio, alcohol; algún narcótico o mujer o poder o el cigarro que acabaste
hace dos horas y el paquete vacío frente a ti. El pasado está muerto y es inútil. Hay
una tenia en tu torrente sanguíneo. El azafrán se ha marchitado. No importa lo que
digan los demás. Y esta bastarda de sangre fría ahí dentro que dice escribe escribe
escribe, otra y otra vez cuando lo que preferirías es agarrarte a la botella y abstraerte
cuando todo lo que deseas es un trozo del otro sexo con que tocar la flauta. Pero no
tienes dinero para hacerlo siempre. De hecho tienes unas dos libras y no tienes vida y
tienes este bulto de cáncer psicológico, este indeterminado gancho de lombriz que te
mantiene pendiendo cual pieza de ternera muerta al término de una cadena de
carnicería. Y no va a disminuir su presión; no hay posibilidad hasta que te sientes y
escribas dos mil palabras que leer sin eructar. ¿Conque no escribes? De acuerdo.
Vamos con los dibujos. Un dibujo para públicos adultos, o al menos así es como el
censor los llama, y ves a algún desgraciado que no ha sido visto metiéndose en la
cama con la mujer de algún otro desgraciado si bien poco después es hallado por una
evidencia circunstancial y luego los fuegos artificiales empiezan y el drama gotea
rezumando a través de dos muertes violentas (no hay crimen sin castigo) para un
éxtasis final en donde el desgraciado equivocado se ata de nuevo a otra falda ante la
que nos es dado pensar cual Desdémona suburbana que no tiene ningún interés en
estas cosas y cuyo papá conseguirá al desgraciado equivocado un trabajo en un banco
donde pueda ganar bastante dinero para sostener a su mujer y alimentar a los niños.
Ella es la clase de puta que va a dejarle un gran globo ocular reventado sobre él y del
cual se deshará por un buen tipo limpio si se ensucia la camisa. Pero por supuesto eso
no ocurre en la foto y las luces siguen y tú te quedas sentado y nueve peniques sin
ningún sitio adonde ir y un sentimiento de enfermedad en la boca del estómago.
Y sales y la noche es fría y la granulada lluvia cae cual caja de remaches azules.
Piensas en Bach y en el segundo movimiento para dos violines y en cuántos niños
tuvo y te preguntas cómo pudo hacerlo. Pasas por una puerta y ves que venden fish
and chips. Vas al mostrador y te sirve una de esas dulcísimas ricitos que alguna vez
has visto. Aceitunada piel de Nápoles. Ronda los diecisiete y tiene un oscuro pelo
rizado como la mayoría de las chicas italianas. Sus ojos son diamantes negros con un
punto de serpiente y tiene labios como esas cosas que ves anunciando productos de
belleza. Solo los suyos son auténticos. Se mueven con suavidad como una herida que
sangra despacio. Pero no tienes ninguna idea porque su padre está ahí y tiene un
cuello como de roble nudoso y un antebrazo como un bacalao de diez libras. Y en
cualquier caso solo tienes dos libras y tu tenia el baile de san vito. Sales fuera y tus
pies echan a andar hacia donde dejaste la máquina de escribir. Estás crucificado y
tienes que hacerlo lo mejor posible. Sabes que lo que escribas no va a ser bueno y que
si no es bueno no será publicado porque es inmoral. Y empiezas a desear haber

ebookelo.com - Página 45
comprado esa botella. Y entonces te pones a pensar que has cometido un desastre y
esto simplemente te inclina más del lado romántico de la cerca; tienes que creer
jodidamente mucho para ser un clasicista, que es como decir si existe esa gente, lo
cual es difícil de creer. Y empiezas a pensar que Rimbaud ya estaba muerto cuando
emigró. Ese hombre estaba muerto en muchos sentidos. Pero no tienes armas —
cambiaste la Luger que trajiste por La agonía romántica de Mario Praz así que ahora
no puedes ni reventarte los sesos— y no sabrías dónde conseguir una. Y en cualquier
caso los negros son un pelín más elegantes ahora y probablemente pueden conseguir
armas con gran facilidad sin hacerte rico por hacer de intermediario. Parece que esta
tenia te tiene cogido. Parece que vas a tener que hacer chanchullos y robar algo con
que beber, comer o dormir entre comidas; las comidas de la tenia, quiero decir, ¡esa
hambrienta desgraciada!
Estás andando despacio porque eres tanto un hombre como un puñetero poeta. Te
paras a pensar que todo este tinglado no deleita tus fosas nasales. A la vez no quieres
cambiar nada salvo quizás el color de tus zapatos. Caminas mucho. Tus zapatos están
llenos de polvo y podrías hacerlo con otra media pulgada de suela. Pero no quieres
construir puentes o sociedades por la pacificación de las naciones. Sácales todo el
dinero. El proceso de desintegración al menos facilitará alguna estupidez de un
historiador con trabajo y amueblará al menos a cuatro filósofos con una nueva
filosofía de la historia. Casualmente proveerá a hombres como tú de muy interesantes
y abigarrados pigmentos para un mural o similar. A saber. Guernica. Muy interesante.
Es muy interesante además lo soberbiamente coloreadas que están algunas de las más
repulsivas enfermedades al microscopio. La orquídea es fatal. Piensas para ti que
positivamente no es útil indignarse por ello. Tiempo atrás decidiste aceptar todo.
Incluso la tenia. Para hacerle justicia —aunque Dios sabe si una tenia merece justicia
— se comporta muy bien cuando está satisfecha con su pienso. Entonces duerme. Y
tú eres indemnizado con un afilado cosquilleo de placer en algún lugar entre tu
ombligo y tu garganta y por un deseo sobrealimentado de Betty, tu mujer. Es entonces
cuando obtienes un eléctrico placer intensificado desde su húmedo cuerpo. Ella es
estupenda. Lo aceptas. Pasado, presente y futuro. Todo es parte del presente a fin de
cuentas —lo que escribiste ayer es tan bueno como lo es hoy— y el presente eres tú.
Todo ello te incumbe. No aparece de repente como una desagradable diarrea. Está
aquí, ahora, en este instante. Existe como embrión, como el producto de tu propia
copulación pervertida, y si resulta ser un bastardo, bueno, ¡ya sabes a quien maldecir!
Deberías cuidar mejor de tu mujer.
Te pones a pensar mucho cuando la tenia te sondea el trasero. Quizá sea una
especie de mecanismo de defensa. Algo glandular. Empiezas a pensar en círculos.
Piensas por ejemplo que todo el sistema apesta a merengue pasado, tafetán mohoso y
agua de rosas pasada. Un hedor de descomposición distinto. Los objetos mencionados
han sido originalmente introducidos para rebajar el olor. ¡No tienes de qué
preocuparte! La auténtica peste desapareció tiempo atrás cuando su fuente se

ebookelo.com - Página 46
solidificó, que es como decir cuando la manzana desapareció en el gaznate de Adán.
Al mismo tiempo aquel chulo había alcanzado el nivel donde tragaba más que una
manzana; bueno, aquello fue así según dicen algunas gentes que quieren ser
concluyentes. En ese tiempo estaba tan muerto como el pájaro que cayó a una
superficie de cemento. Después de aquello solo le preocupaba el siguiente mundo y el
precio de un billete de autobús. Y por casualidad fue el primer bobo desgraciado en
pedir a gritos el derecho al trabajo duro. Muerto desde la calavera bajando. No. No
tenías que preocuparte por el olor. El duro, el muerto, el negativo no emite hedor.
Pero luego te pones a pensar que quizás este cadavérico armatoste se haya vuelto más
interesante por el tratamiento de fingido perfume. Y así es como tienes que discutir si
lo aceptas. Puedes no tener trato con esos negritos que hablan mucho de aceptar un
minuto para producir un puñado de anteproyectos después. Y tienes el taimado
pensamiento de que hay muchos bastardos así. Siempre que no seas un miembro de la
escuela oficial de acuarelistas británicos puedes aceptar la hipocresía de un barato
rímel rubio, y lo que es más, ¡amarlo! Recuerdas leer en algún sitio acerca de la
mujer de vida alegre en el Antiguo Egipto y lo que esta gente no supo acerca de
magnetizar el torso femenino en el que podrías poner tu diente. Tras retocarlo con
pinturas amarillas, verdes, grises y azules y cubrir un algo casi tan denso como la tela
de una araña desde la altura de la cadera, el garantizado lugar magnético, iba hacia
arriba cuatrocientas yardas. Y si algunas faldas modernas se oponen de primeras a
estos artificios, entonces probablemente no les serás muy práctico.
Ahora estás alcanzando la casucha donde temporalmente has instalado tu
máquina de escribir y a tu esposa. Vacilas misteriosamente debajo de la escalera
esperando por la mujer de la que Eliot dijo que también estaba vacilando. Pero por
supuesto no se nota. Y probablemente ella es muy materialista. Así que enciendes un
cigarrillo y entregas el timón a la tenia que por esta vez está tan despierta como un
león galopante. Entras y Betty te saluda con una gran sonrisa y una taza de café, y
mirándola ahí de pie como una de esas hechiceras de un libro de hadas decides que si
César Borgia hubiese querido aquel ricito italiano en la tienda de patatas, entonces, a
tu parecer, habría sido bienvenido. Consideras que tu mujer tiene todo lo que
necesita. Tras un rato en el que ella ha mostrado un poco de pierna e indicado que
desea tu conjunción en el baile de los siete velos empieza a darse cuenta de que esta
es una de esas noches en que la tenia te atrapa. Ellas es una niña buena. En silencio se
marcha a la cama por voluntad propia y te deja casi tan feliz como un gurú en una isla
desierta.
Estás sentado frente a una máquina de escribir. Como cualquier máquina, este
maravilloso invento necesita un operador. Miras el teclado y él te mira a ti como si
estuviera enfadado. Grandísimo inútil desgraciado, dice, ¿por qué no te mueres? A
veces te disculpas por no haber empeñado este artefacto. Una de esas eternas
manifestaciones de la presión cósmica. Pero de algún modo siempre fue la última
cosa que tendrías que empeñar y nunca necesitaste empeñarla. Al menos tienes una

ebookelo.com - Página 47
idea genial. Jugarás solamente a un juego. Cuanto más piensas en ello más te gusta la
idea. Has estado solo un largo tiempo. Al menos según puedes recordar. Salvo tal vez
cuando estás haciendo el amor con Betty. Ahora no estás solo. Y empiezas a pensar
que estás bien; al menos deberías saber jugar solo.

Mi reparto. Arriba la hueca cripta de elásticas sombras tan lejos como la oscuridad.
Las dobladas. Las que tienen miedo. El límite de la lluvia metálica, última, una daga
demacrada. Y fríos cuerpos mojados bajo empapadas y olorosas prendas interiores
pegadas a la ilusionada piel de rameras de vientre blando. Hago un corte. Gano. Las
cataratas están aflojadas como la carne de mi cerebro. Escucho oscuramente la gota
gota gota de aceite de clavos en la cavidad de un viejo diente. El dolor apesta. Me
crezco en el ser. Soy el chancro del cosmos. Me odian. Pero tengo todos los ases. Soy
una mano vieja en este juego. Con mi terrible palanca arrancaré su balanza en el
limbo. No es que me importe un carajo en verdad. Siempre que estén en camino; esos
filósofos moralistas, profesores universitarios y líderes jóvenes, toda la legión
enjabonada con fénico.
Los hombres me llaman loco. Es cierto que adoro los malos olores y por lo
común todas las cosas pecaminosas y sucias. Amo a los bandidos y a los poetas y a
las mujeres violadas, a los chinos y los indios y a las enfermas mujeres negras. De
hecho todo lo que haya del ombligo para abajo. Sobre el ombligo no soy ningún
experto. ¿Pero quién quiere serlo exceptuando a los filósofos moralistas, los
profesores universitarios y los líderes de la juventud? Y tú sabes lo que puedes hacer
con ellos. Yo también puedo discutir en su terreno. Estos desgraciados que veneran el
gran cerebro y esconden su pene en el urinario. ¿Pero quién quiere discutir con ellos?
Yo no, por el buen san Miguel, ¡yo no! Pero quizás también esté loco. Si al revés
significa loco. Cuelgo de mi cola desde el alambre. Pongo cinco dedos en mi nariz.
No te preocupes. No caeré. Mira, tengo los ases. Me gusta la carne más que el
álgebra. Me gustan las mujeres sexis más que los lapiceros o la metafísica, y lo que es
más, ¡creo que la deontología apesta! ¡Ponedlo en vuestras pipas, nouménicos
mequetrefes! Mas, como dicen los lógicos, me gusta calcar con mi lengua la delgada
línea del cabello bajo, débilmente sobre la carne que va del ombligo al coño. Me
gusta hacerlo mejor que todos vuestros psicológicos dolores de barriga con esencias
espacio-temporales y finales. Pincho un globo. Me compro un paquete de cigarrillos
y una bebida buena y fuerte y digo al infierno con las vírgenes de finos labios, cuellos
esqueléticos, rodillas entumecidas, de treinta y cinco años, y su parafernalia
masculina. De acuerdo. Quizás ellas hereden los grandes cerebros y caminen sobre
muletas tubulares hasta que las vacas lleguen a casa. Luego Caronte después del
desastre. Enchúfalas. Tuvieron su oportunidad. Déjalos que se revuelquen en su
propia espuma. ¿Yo? Dadme una cama y una mujer que sepa cuándo quitarse la ropa.
¡Estaré bien! ¡Mi truco, caballeros, pienso!

ebookelo.com - Página 48
El hombre con la barbilla azul guía a su reina. Es muy, muy eficiente. Ha
estudiado economía en una de nuestras universidades liberales. Dicen que ha
asegurado un tabulador automático dentro del lóbulo de su oreja izquierda. Lo
escucho teclear ahora. Considera que puede ponerme la zancadilla. ¡El pobre bastardo
desorientado no ha visto mi puño! Juega según las normas. Me ha pillado con los
pantalones bajados. Pero mientras esto sucede yo tengo cuatro ases y una cuerda de
triunfos y la pierna de una niña del coro. Sonrío. Tomo la primera nave espacial hasta
Júpiter y hablo de Rimbaud a la hija del califa cuyas caderas parecen como sacadas
de Matisse. Es una conversadora muy interesante. Pero tiene más interés en la
práctica que en la teoría. Y así es como debe ser. No me parece mal. Como he
remarcado antes no me interesa la pureza de la mente, la carne o el espíritu. Quizá no
hereden nada. No me interesa la blanca irradiación de la eternidad. Luego decido que
es hora de darle una piña a este mentón azul de educación universitaria. Le doy un
capirote a un as. Me agacho y lo agarro de su zapato derecho y tiro hacia arriba hacia
el techo. Cuelga como un cerdo pegado a la araña de luces recitando Karl Marx y
Harold Laski. Le digo lo que puede hacer con estos pájaros por debajo del nivel del
suelo. Le digo lo que puede hacer con la London School of Economics y con este
hongo lento al que llama «proletariado». Saco mi tomahawk y arranco su cabellera.
Es algo muy sangriento. De algún modo la operación no resulta un éxito quirúrgico.
La cima de su cráneo está abierta como la tapa de una caja y me sorprende ver lo que
este miserable usa por cerebro. Consiste en un par de ruedas rotando y no difiere del
carrete de una máquina de escribir y una cinta perforada como una de esas cosas de
pianola. Por la longitud adivino que este desgraciado tiene que haber obtenido una
licenciatura. Cierro la tapa y pego una etiqueta en ella; vuelve vacía.
Un sacerdote gordo sonriente con mofletes como de bulldog acaba de revocar.
Puedo verlo por la vidriosidad de sus ojos de abalorio barato. Decido mirar a este
pájaro con gran cuidado. Me parece mucho más peligroso que el mandíbula azul al
que acabo de arrancar la cabellera. Es uno de esos camaleones que cambian el color
de su pelaje para acomodarse al entorno. Ha leído a san Pablo y le gusta ser un
romano. Pero si este mezquino cree que voy a advertir que ha revocado, será mejor
que ofrezca un porcentaje. De otro modo lo reventaré. Y tras la reflexión decido que
voy a reventarlo. No me gusta su frase de mierda acerca del valor negativo de este
mundo. Creo que este mundo es un lugar muy hermoso. No tengo intención de
cambiarlo. Eso se lo dejo a los filósofos morales, los profesores universitarios y los
jóvenes líderes, y espero que el abuso acabe con sus espaldas sangrantes o algo
igualmente desagradable. Un cristiano es un bastardo que rechaza aceptar el presente
en sí mismo y por sí mismo, que es como hablar de aceptar la vida en todos sus
aspectos. En el conflicto entre el sexo y la muerte blande un garrote del lado del
último, ¡como si el último precisara de algún bobo que blandiera un garrote por él!
Este pájaro de papada en el cuello blanco es extremadamente elocuente en sus
peticiones de (a) mutilación; un hombre truncado, y (b) una disminución general en la

ebookelo.com - Página 49
intensidad en la vida, katábasis; la vida menos su misteriosa llama. Y no encuentro la
utilidad de esta filosofía que es el antiorgasmo. El orgasmo es el fuego en el sótano
negro, es la oscura hazaña en el dormitorio del hotel. Busco en un diccionario.
Orgasmo: n. acción o excitación extrema. Y ahora lo sabemos. El orgasmo define lo
vibrante, lo vivido, lo volcánico, lo vivo, el Anticristo. Dilatación, expansión,
embarazo, brutalización, desnudación; ¡Orgasmos el Dios tormenta! Miro a este tipo
directamente al ojo y le digo que está limpio. Le digo que voy a reventarlo, lo cual
procedo a hacer en nombre del buen Dios Orgasmos con un cartucho de dinamita que
siempre llevo a tal propósito. Cuando el aire se limpia pienso que algún día tengo que
escribir una historia sobre la religión. Pero entonces tengo que pensar qué podría
hacer en tres o cuatro líneas y decido hacerlo pronto. Así que ahí va. Algunos
miserables empiezan a encontrar la vida difícil. La presión cósmica es demasiado
difícil para ellos y como son unas cobardes mofetas no se dan cuenta de que pueden
hacer mucho con ello. Así que empiezan a negar lo que es cien por cien auténtico.
Tiene que considerarse como una clase de prima, algo por tu propio bien como una
mala botella de tónica. Puedes sacar tajada de ello después. No hay método más
eficaz de hartarse de un miserable que negando su realidad. Pero es difícil vislumbrar
lo que puede hacerse con una hija de puta impersonal como es la muerte. Así que un
buen Dios aparece inventado y Él te verá bien. Entonces estos tipos se ponen a pensar
que en este mundo también hay algunos momentos brillantes, p. ej. sexo. Pero aunque
ya hayan descartado este mundo cerrado y estándar como una mera transición, han de
recaudar un impuesto por los placeres de este mundo. Y ahí es donde el pecado de la
carne aparece. Pero mientras estos pájaros solo han experimentado el placer
transicional y dado que aquél se asocia al sexo, les parece muy difícil decir lo que
este placer supersubstancial será en el siguiente mundo. Y así dicen estar tocando el
arpa. Y lo llaman «simbólico». La historia de la herejía es mucho más interesante. Es
la larga lucha del sexo y la vida. Contra el implícito instinto de muerte de la
cristiandad. Dedico esta historia sobre la religión a las escuelas y colegios y propongo
que aparten el resto de sus librerías. ¿Acaso esos hijos de puta no saben que hay
escasez de papel?
Ahora estoy guiando al exterior mi cuerda de triunfos. Estoy sacando los dientes
como un dentista con treinta años de experiencia. Este joven con gafas de gruesas
lentes parece decididamente incómodo. Es un poeta y por esta razón lo evito. Pero al
mismo tiempo es uno de esos negritos que aceptan un minuto y que hablan de la
absoluta escasez de los valores morales en el mundo moderno justo un instante
después. Viene hacia él. No puedo dejarle pervertir las mentes de los jóvenes. Por lo
que me comprometo. Sin decir nada le pincho en el plexo solar y le envió a casa a su
mamá. ¡Ahora tengo trece bazas frente a mí y decido que es un juego muy
interesante!

ebookelo.com - Página 50
Te sientas y estás muy feliz al advertir que la tenia está haciendo una siestecita. Te
fumas un cigarro. Vas al dormitorio y encuentras que Betty aún está despierta. Te
mira un buen rato y pronto decides que el mundo es un sitio muy halagüeño.

ebookelo.com - Página 51
Peter Pierce

MI único contacto con el mundo exterior durante mi período de «retiro» fue por el
trapero. Vivía en una habitación encima de la mía a la espalda de la casa. Se llamaba
Peter Pierce.
Era un hombre pequeño con una visible cojera. Su erizada barbilla marrón era tan
afilada como un cuchillo, siempre torcida para poder ver mejor con su único ojo. Su
otro ojo había sido extirpado por un cirujano, con habilidad, en una sala de
operaciones que él me describió. El lado ciego de su rostro tenía un aspecto vacío,
afligido, casi suplicante, como el perfil de un santo en una temprana pintura
renacentista. Donde el ojo estuvo había un tubo cóncavo de carne, un calcetín vacío,
brillante y púrpura, rosado, que parecía como si hubiese sido hecho por alguien que
presionara su pulgar hacia abajo y hacia dentro desde el puente de la nariz donde la
piel tenía un aspecto lesionado y estirado. Era realmente muy feo.
Le dije que tenía que mantenerme al margen por un tiempo porque alguna gente
me buscaba. Les había engañado y tuve que mentir. Le dije que le pagaría algo si me
compraba comida cada día. Dijo que no había necesidad. Él lo haría, en cualquier
caso, como amigo. Pero como siempre insistía en cenar conmigo yo dije que pagaría
la comida de ambos, y aceptó. Comíamos arriba en su habitación y a veces traía una
botella de cerveza. Su habitación estaba atiborrada con una colección de trastos. Un
lío de trapos diversos, periódicos viejos amarrados en fardos, ollas, jarrones, bustos,
relojes rotos y pilas de libros. Estaba contento por los libros. Cada día cogía unos
cuantos para leer mientras él estaba a sus cosas.
Me dijo que le gustaba leer pero que no podía leer mucho porque con un solo ojo
se cansaba. Era una cosa que lamentaba porque uno de los bustos que tenía era un
busto de Carlyle, y advirtió que había algunos libros suyos en la batería. Me preguntó
si no pensaba que tener enfrente un busto de tamaño real del hombre cuyos libros
estabas leyendo no daba una impresión más clara de cómo era el hombre que escribía
los libros. Dije que nunca había pensado en ello pero que suponía que había algo
cierto en sus palabras, pues los libros que un hombre escribe son parte de su
comportamiento. Cabeceó entusiasmado. Dijo que no le importaría, alguna vez, si no
me aburría, escuchar lo que Carlyle había escrito, porque él se lo preguntaba desde
que tenía el busto. Si le leía iba a estar muy agradecido.
Pero estuvimos de acuerdo en dejarlo por el momento, durante al menos una
semana, porque aquella semana su ronda estaba en otra parte de la ciudad, y al tiempo
que él volvía y hacía la cena para los dos, solo quedaba tiempo de revisar lo que
había recogido y ordenar los trapos y papeles en fardos. Propuse que yo podría hacer
los fardos por el día mientras él estaba fuera recogiendo cosas. Le encantó.
Esa noche, antes de bajar a mi cuarto, él había cocinado unos arenques ahumados
para los dos, y después, mientras nos bebíamos la cerveza que trajo, sugirió que le

ebookelo.com - Página 52
gustaría contar conmigo como compañero de negocios. Podría hacer los arreglos y los
fardos como ya había dicho, y él haría la recolección y la venta. La adecuada
disposición de los bienes era importante, dijo él, pero al menos de momento él se
encargaría de aquello. No necesitaría salir de casa.
Solo había una cuestión. Él podría recurrir a un poco más de capital porque a
veces no podía permitirse comprar lo que le ofrecían.
Dije que me parecía justo poner más capital en el negocio porque, a fin de
cuentas, él estaba haciendo el trabajo duro y ya había un montón de material en la
habitación.
En el futuro podemos usar tu habitación también, dijo él.
Aquello no se me había pasado por la cabeza, si bien estuve de acuerdo, pues
aunque algunos materiales olían bastante fuerte, consideré que no podía oponerme a
la propuesta.
Entonces le pregunté cuánto pensaba que sería justo que aportase al negocio.
Lo consideró unos instantes y entonces me preguntó si pensaba que seis libras
sería demasiado.
Le dije que pensaba que era bastante razonable y así le di el dinero, y él insistió
en darme un recibo en donde se afirmaba que ahora era un compañero pleno en el
negocio. Él siempre quería tener las cosas por escrito, dijo, si de algún modo estaban
vinculadas al negocio. Sabes dónde estás. Y me preguntó si estaba satisfecho con el
recibo. Me miró inquisitivo.
Le dije que lo estaba y comenté que estaría en mi habitación haciendo el embalaje
para almacenar el papel y lo demás en la suya. Creo que estaba contento con la
propuesta, porque mientras hablaba me di cuenta de que miraba los bustos. Como si
temiese que fuese a proponer que él debía deshacerse de ellos. Pero mientras volvía a
mi habitación insistió que debía llevarme uno de los bustos dado que había advertido
que mi habitación estaba bastante desnuda. Al hombre le gusta el ornamento, dijo él.
Le di las gracias y le dije que me pondría con los fardos al día siguiente. Por la
mañana, una de las primeras cosas que gradualmente tomaron forma con la luz
creciente fue el busto del hombre sin nombre, uno cuyas orejas estaba partidas y
cuyos ojos vacíos se proyectaban hacia mí mientras dormía.
En los días que siguieron, pasé parte de mi tiempo haciendo fardos.
No pasó mucho hasta que me di cuenta de que aquello no era un negocio
floreciente, que el material arriba en la habitación de Peter era el resultado de la
acumulación de muchos meses de trabajo, y que día a día añadía muy poco a lo que
ya había ahí. Al principio sospeché que ya no traía todo lo reunido y que estaba
deshaciéndose de la mayor parte sin mi conocimiento, antes de regresar a casa por la
tarde. Como me había dicho que mantenía la contabilidad, pedí ver la de los últimos
seis meses, creyendo que mostraría una negativa repentina y que cuando yo lo
advirtiese él se daría cuenta de que yo no era alguien con quien jugar. Esperé que
fuese renuente a mostrarme sus libros y si rechazaba hacerlo categóricamente, sabría

ebookelo.com - Página 53
de inmediato que mis sospechas eran ciertas.
Pero no fue así. De hecho le agradó que se lo pidiese. Me confío que había estado
preguntándose, en esos últimos días, si había cometido un error al aceptar como
compañero a un hombre que era tan tonto para poner capital sin esperar a ver los
libros del negocio en qué estaba invirtiendo. Que no le había parecido muy formal.
Me retracté por su franqueza y admití que había sido culpable de un descuido con
mi inversión original. Me apresuré a añadir que yo no era normalmente así y que lo
hice solo porque era mi amigo y porque había confiado en él de manera implícita.
Miraba al suelo mientras decía esto, y cuando él no tuvo nada más que agregar
dijo que era muy amable por mi parte confiar de ese modo en alguien a quien conocía
tan poco, que aquella idea —y se sintió avergonzado de sí mismo— no se le había
ocurrido, que solo iba a afirmar que su primera impresión sobre mí había sido
correcta y que yo era un hombre con sentimientos.
Le di las gracias.
Dijo que por el contrario yo tenía derecho a estar enfadado con él. Se sintió muy
avergonzado. Era imperdonable haberme juzgado así, y fue vergonzoso haber pasado
por alto el factor más importante de la situación. Esperaba que lo olvidase, que no
perdiese la amistad por ello.
Le aseguré que no había peligro, que darle la espalda por tal endeble pretexto
sería sufrir un acaloramiento en el juicio mucho mayor del que él había sido culpable.
Me miró unos instantes en los que se quedó sin habla y luego dijo que era
demasiado joven para hablar con tanta sabiduría, que a él le había llevado mucho más
aprender aquella lección, y que incluso ahora, como ya había comprobado, a veces
caía en sus viejos modos.
Luego nos quedamos un rato sin hablar. Ninguno sintió que hubiese más que
añadir. Y entonces, de pronto, recordó que le había pedido ver los libros del negocio.
Esperó que no me pareciese demasiado desordenado y que, si había algún error, no
me diese vergüenza señalárselo. El trabajo cercano le resultaba muy difícil con un
solo ojo que además no funcionaba como antes. Cojeó hacia el armario y de él sacó
tres enormes libros de contabilidad. Estaban medio envueltos en un descolorido cuero
rojo con los números, 1, 2 y 3 inscritos en oro sobre sus lomos. Fue solo entonces
cuando me ocurrió que tenía que ser un hombre muy mayor.
Supongo que no te interesará echar más que un vistazo a los dos primeros, dijo.
No te interesarán mucho. Dos bustos, creo, y algunos pequeños fragmentos y unos
pocos libros que no conseguí vender la última vez que hice liquidación.
Le pregunté qué período cubrían los tres tomos.
No recordaba exactamente, dijo, pero pronto pudimos comprobarlo porque
siempre se cuidó mucho de introducir los datos correctos.
Abrimos el primer tomo. Las páginas estaban amarillas y tenían mucho tiempo y
la tinta se había descolorido a un tono sepia, neutral, anónimo. Arriba, la fecha de la
primera página rezaba «15 de agosto de 1901».

ebookelo.com - Página 54
Día de la Ascensión, dijo él. Debí haberlo recordado. Compré muy poco, como
puedes comprobar por ti mismo.
Debajo de la fecha se hallaba el siguiente inventario.
Un reloj (roto)… 3 peniques.
Trapos (varios)… 1 penique.
Un grabado de un castillo (desconocido) firmado
«E. Prout» y datado de 1872 (interesante)… ¾ peniques.
Total 4 ¾ peniques.

Aquel grabado, dijo él. A punto estuve de decidir especializarme en obras de arte,
grabados y bustos, ya sabes. Verás que no compré nada hasta dos días después de
aquello. Tenía que pensar. Sacó un cigarrillo a medias del bolsillo de su camiseta y lo
encendió. Decidí que no, continuó tras encenderlo, sí. Pasó varias páginas del primer
tomo desde su decisión y entonces dijo que podría mirar los dos primeros cuando
mejor me viniese al día siguiente, que era el tercero el que nos importaba. La primera
entrada databa del 28 de octubre de 1940.
Halloween, dijo él. La guerra.
No me llevó demasiado advertir que en muchos días no parecía haber comprado
nada. Le pregunté por eso. Farfulló algo sobre tener bastante, sobre no esperar a
abarrotarse. Rápidamente pasé a los negocios recientes. Los artículos comprados
básicamente consistían en viejos periódicos y trapos, incluso aquellos que parecía
comprar en pequeñas cantidades ridículas. Me pareció extraño, considerando las
actuales limitaciones del negocio, que hubiese decidido hacerse con un compañero,
especialmente alguien como yo que solo estaba para armar fardos y ordenar lo que él
reunía, y no se me ocurrió pensar ninguna razón terrenal por la cual quisiera más
capital para un negocio que no había empezado sino que estaba consumiendo sus
últimos años, y con el que no parecía tener ninguna intención de expandir.
Me miraba con aprensión, su cabeza se inclinaba como la de un pájaro, los codos
pegados a sus delgadas rodillas mientras se echaba hacia delante en la silla y seguía
mi progreso página a página; de vez en cuando hacía una vaga referencia a cómo se
había deshecho de tal o cual artículo, señalando dónde quedaba registrado con el
índice de su mano derecha. Se disculpó más de una vez por la caligrafía, que era muy
precisa. Resultó ser, a pesar de su modestia, el oficinista perfecto. Lo que me resultó
absurdo fue el extraordinario cuidado con que se prodigaba en las transacciones más
triviales.
Le pregunté de manera tan casual como me fue posible en qué dirección pretendía
expandir el negocio con el capital que yo había invertido. Consideró la cuestión un
instante antes de responder, y luego dijo que por supuesto había varias posibilidades,
pero que lo principal en cualquier negocio, especialmente de tal calibre, era poseer
una reserva adecuada de capital flotante. Nunca sabes, dijo, cuándo lo vas a necesitar.

ebookelo.com - Página 55
Admití que parecía bastante razonable pero señalé que si juzgábamos a partir de
los registros de los últimos años difícilmente podríamos producir tanto dinero de
golpe.
Dijo que así era como debía ser pero que no demostraba nada. Al día siguiente
saldría y vería que no necesitaba seis libras sino siete. Era obstinado en su rechazo a
sacar ninguna conclusión del hecho de que en los últimos años nunca hubiese
comprado bienes por valor de más de tres chelines en un día, y gradualmente se puso
más irritable cuando se dio cuenta de que no estaba satisfecho con sus explicaciones.
Podía sentir su resentimiento mientras ociosamente me inclinaba sobre las páginas
del tercer volumen, y, dado que no deseaba discutir con él, sugerí que ya tendríamos
tiempo en el futuro para hablar del negocio y que por el momento estaba bastante
satisfecho y tenía ganas de ir a la cama. Su irritación terminó nada más decir esto, y
comentó que yo debía tomar una taza de cacao antes de bajar las escaleras.
Hirvió agua en un pequeño quemador cuya llama era azul casi transparente.
Como si no hubiese densidad de calor para aumentar la temperatura del agua
descubierta. La pequeña olla se posaba de manera precaria sobre tres radios de estaño
ennegrecidos por la llama y echaba vapor generosamente, durante un largo tiempo,
por debajo del punto de ebullición. La luz de la habitación era pobre. El tapiz, oscuro
por el día —un pesado cervatillo anastomosado por zarcillos de flores, bayas, hojas,
todo marrón— ahora era más oscuro, oscuro en las esquinas al punto de desaparecer;
y mientras Peter se quedaba mirando la llama y la olla de agua como si supiese
cuánto esperar, aún curioso —doblándose un poco para examinar la llama y luego
vertiéndola en la olla— y nervioso al mismo tiempo, tenía la sensación de no estar
ahí… de ser una influencia perjudicial en un lugar cuyo siglo y cuya orientación no
eran los míos, examinado por los ridículos bustos sin ojos y con tres enormes e
indescifrables tomos en la mesa frente a mí, que era indescifrable no porque no
pudiese sumar o restar o seguir las entradas sino porque, habiéndolo hecho, fui
incapaz de alcanzar su significado: podía verlo, y habiéndolo hecho tuve una
irresistible sensación de que había de algún modo perdido el sentido. Peter aún se
ocupaba de la llama y parecía preocupado. No hablaba. Si no hubiese sido por el
nerviosismo que parecía amarrado a su gesto de espera habría pensado que se había
olvidado que estaba con él en la habitación. Pero así las cosas, era obvio que no. Se
me ocurrió que por una u otra razón no tenía confianza al hablar. Sus labios estaban
sobre las encías de un color pálido rosado en la que una fila de dientes marrones
aparecían empotrados, muy desiguales, y solo en la quijada inferior. Estaba haciendo
cacao. Quería implicarse en ello para librarse de mí. A la vez, quería hacer algo
gratis. Supuse que era su manera de mostrar su desaprobación y al tiempo significar
que todavía se consideraba a sí mismo mi amigo, mi compañero. Me pregunté si se
dio cuenta de lo extraño que todo aquello me resultaba. No era consciente de que
hubiese nada familiar en la habitación. Todo —el propio Peter, los objetos
misceláneos— era trivial, porque él estaba tan implicado, solemne. Era como un

ebookelo.com - Página 56
teatro de marionetas, pero extrañamente los títeres se movían por sí mismos. Yo solo
podía mira desde fuera. Vi crecer su impaciencia. Y entonces, tras un instante de
vacilación, removió en el agua el polvo marrón. Mientras lo hacía, comprendí que no
era la mejor forma de hacer el cacao, aquel cacao tendía a condensarse en terrones si
se espolvoreaba en agua caliente, y quise decírselo y entonces vi que no podría
porque pensé que yo tenía que estar equivocado. Pero en el tiempo que no hablé supe
que no.
Aquí lo tenemos, dijo al fin, retirándolo del fuego. Siguió removiendo mientras lo
llevaba humeante y aún sin hervir a la mesa. Puedes poner los libros en el suelo, dijo.
Luego los retiraré.
Puse los tomos, uno encima de otro, a mis pies, y él situó dos tazas frente a
nosotros y las llenó con un cacao que era fino y aguado como el té, sobre la superficie
de las cabezas de alfiler de polvo no disuelto, las cuales había previsto cuando miraba
sus ineficaces esfuerzos para removerlos, flotaban como insignificantes bolas de
oscura arena mojada. Derramó un pelín en la mesa y lo secó con un arrugado pañuelo
rojo que encontró en el bolsillo de su chaqueta.
Mal camarero, dijo apologéticamente.
Cabeceé.
No está dulce, dijo después. No tengo azúcar.
Dije que no importaba, que así era como me gustaba, y nos sentamos el uno frente
al otro esperando a que se enfriase un poco antes de beber. Dijo que le gustaba el
cacao porque le hacía dormir bien, que a veces en mitad de la noche a causa de su
insomnio —su madre también había padecido insomnio— trabajaba un poco con los
tomos.
Siempre hay algo que hacer, ya sabes, dijo él.
Le gustaba hacer todas estas entradas con un lápiz blando, un 3b, porque se
borraba con facilidad, y solo entonces, cuando había supervisado sus cifras y
estudiado el inventario, lo pasaba a tinta. Para esta última operación le gustaba usar
un portaplumas y un plumín metálico tomado de un viejo pastillero en el que
guardaba muchos plumines de varios grosores, formas y flexibilidades, cada cual, tras
ser usado, era secado cuidadosamente en un limpiaplumas que había hecho él mismo
con absorbentes secciones de trapo, de forma circular, cosidos con un botón de
pantalón a cada lado. Quería mostrarme sus plumines, dijo, y se levantó con su cacao
intacto y fue al armario. Volvió con una caja de zapatos de cartón que puso sobre la
mesa frente a él mientras se sentaba de nuevo. De la caja de zapatos sacó la caja de
pastillas, revestida en papel tisú, y volcó un montoncito de plumines sobre la mesa.
Mientras tintineaban contra la mesa sus ojos se encendieron. Los plumines eran
dorados y plateados y azules y marrones. Eligió uno dorado, que tenía dos tubos en la
parte inferior, y me lo entregó con una sonrisa.
Es uno que está de moda, dijo. Su tono era de disculpa. Se supone que tiene tinta
para quinientas palabras. Siempre se seca.

ebookelo.com - Página 57
Dijo que era bueno hacer una prueba con todos los nuevos plumines antes de
arriesgarse a usarlos en los tomos; estuve de acuerdo.
Siempre se seca, dijo otra vez. No sé por qué lo guardo. He querido deshacerme
de él desde que lo tengo.
Pero me lo quitó de las manos, no obstante, y lo soltó otra vez en la caja de
pastillas. Siguió explicando los méritos de cada plumín, sosteniéndolos para que los
viese, pero sin dejar que los tocara. Esta renuencia a dejarme mirarlos por mí mismo
me molestó un poco. No supe por qué siempre que hacía un gesto de aceptar
cualquier plumín lo sostenía hacia la luz para que examinase el arpón la punta en
forma de espada, el contorno de la hendidura o el agujero, lo devolvía a toda prisa a
la caja de pastillas y lo soltaba dentro. Me exasperaba cada vez más al final y,
cansado, dije bastante grosero que su cacao se enfriaba.
Levantó las orejas un momento, como si no hubiese captado lo que dije, y luego
de repente sonrió y me dio las gracias por recordárselo. No le gustaba demasiado
caliente pero tampoco muy frío, dijo. Y luego, tras dar dos o tres sorbos indecisos y
mostrar su desdentada mandíbula superior, admitió que siempre elegía el plumín que
le tocaba en cada ocasión con sumo cuidado. Era más exacto así, dijo. Aunque no
pude seguir bien lo que quería decir, dije que suponía estaba en lo cierto, y él dijo de
nuevo, ah sí, es más exacto. Tras eso, bebimos un momento sin hablar.
Cerró la caja de pastillas y la devolvió a la caja de zapatos cuyos otros contenidos
había tenido gran cuidado en esconder de mí, y entonces, como si hubiese olvidado lo
que acababa de decirme, me preguntó qué pensaba de los tomos. Espero que
estuviese satisfecho con ellos, dijo, y cuando dije que sí, cabeceó y dijo que todo este
tiempo había sabido que lo estaría, pero que era un alivio tener mi convicción
personal sobre el asunto. Aparte del hecho de que era su compañero y que
naturalmente quería que estuviese satisfecho, estaba contento de haber tenido la
oportunidad de escuchar una segunda opinión. Siempre lo había considerado
importante, aunque, hasta entonces, no tuvo la suficiente confianza con nadie para
mostrar los tomos. Uno tenía que ser cuidadoso.
Dije que sí. Le pregunté qué motivo tenía para confiar en mí. Era difícil de decir,
dijo. Pero desde el principio se había sentido bastante seguro.
Se lo agradecí sin entusiasmo. Estaba cansado. Había terminado mi cacao, que no
había disfrutado. Mientras permanecía de pie para irme, me pregunté qué actitud
mostraría hacia mí si supiese que estaba siendo buscado por la policía. Ya no me
sorprendía su falta de comentarios al hecho de que algunos hombres presuntamente
me buscaban. Él lo aceptaba, lo creía, y ahí se acababa el asunto para él. No le
interesaba.
Nada podía venirme mejor.
Al decir buenas noches estrechó mi mano calurosamente y dijo que saldría como
siempre al día siguiente. Y entonces, mirando a los lados y rascándose la cabeza, dijo
algo sobre tener un espacio pronto.

ebookelo.com - Página 58
Dije que confiaba en su juicio, que él tenía más experiencia, y que aquello parecía
agradarle. Se inclinó sobre el pasamanos solícitamente mientras bajaba las escaleras a
mi habitación.
Estaba aburrido y cansado. Leí un libro por un instante y después freí un huevo.
No tenía hambre. Pero prepararlo y comerlo ya era alguna actividad. Al terminar pasé
cinco minutos limpiando la sartén con periódicos viejos. Tenían más de diez años y
estaban amarillos, y la urgencia de impresión parecía fútil, como afectaciones de una
vieja instantánea.
Había estado más de tres semanas en casa, y ya había decidido que sería seguro
abandonar la ciudad en tren al día siguiente. No había dicho nada de mis intenciones
a Peter. De algún modo, creí, a él no le convencerían. En tres semanas había llegado a
saber que el mundo de la policía y los insignificantes criminales como yo, además del
mundo entero, no existían para él, o solo de un modo extraño y oblicuo. No es que le
preocupase mi seguridad. Él era difícilmente consciente de mi peligro. Simplemente
pensé que mi decisión de dejarlo y nuestro compañerismo estaría más allá de su
comprensión. Al tiempo fui inquisitivo para saber lo que él hizo durante las largas
horas que se suponía que estaría recogiendo trapos y periódicos. Fue aquello lo que
me hizo decidir seguirle.
Fue después de las diez de la mañana siguiente cuando le escuché bajar las
escaleras por mi descansillo y salir. Mi mochila ya estaba hecha, y le había dejado
una breve carta agradeciéndole su amabilidad y disculpándome por mi repentina
salida. Pude verle desde la ventana. Vacilaba en la calle, y entonces, como si algo
acabase de ocurrirle, echó a correr a la izquierda en la calle. Llevaba una bolsa
pequeña de papel marrón y no andaba muy rápido.
Momentos después lo estaba siguiendo a una distancia de unas veinte yardas. Lo
primero que me impactó es que no parecía ir a ningún sitio en especial. Con
frecuencia doblaba ángulos a la derecha, casi como si volviese a seguir su modelo, y
vacilaba por un largo tiempo en cada cruce principal. Desde atrás, sus gruesos
pantalones grises tenían un aspecto arrugado. Le quedaban demasiado largos por las
piernas. Sus pies sonaban como arrastrándose mientras caminaba, con sus marrones
zapatos alabeados cuyas palas estaban rotas y descosidas. Llevaba una chaqueta de
sarga azul marino raída en puños y codos, y un sombrero fedora gris de alas
ridículamente amplias. Me pegunté qué habría en la bolsa de papel. Le seguí la pista
de cerca. De esa manera, pensaba, la gente se fijaría en él y no en mí; el sombrero, la
bolsa de papel, los pasos desgalichados y arrastrados.
Era una agradable mañana y las calles estaban bastante llenas.
A veces, de cuando en cuando, le perdía de vista, y una vez casi le pierdo del todo
cuando de pronto giró en una esquina sin advertirlo yo. Vacilé en los cruces y a punto
estuve de marcharme en la dirección equivocada cuando lo vi venir por la acera hacia
mí. Me aparté fuera de su vista a la entrada a una tienda, y al momento ya estaba
vacilando en la esquina a algunas yardas. Finalmente cruzó la calle y siguió la

ebookelo.com - Página 59
principal vía pública hacia el parque.
Mientras lo seguía al parque, me preguntaba qué posible motivo tendría para ir
hacia ahí. El parque estaba casi vacío. La mayoría de los hombres de mi edad estaban
trabajando, y aquellos que no lo estaban llamaban la atención. Estaba bastante
enfadado conmigo mismo por seguirlo. Dos hombres jóvenes y una chica pasaron por
el camino; estudiantes, pensé, pues llevaban libros. Cuando me vieron se detuvieron
riendo, y por un momento pensé que me habían reconocido. Pero entonces pasaron de
mí y siguieron riendo, la voz de uno de los hombres volvió a mí, elevada, artificial, y
entusiasmada, como si imitase a alguien, y entonces la chica rio de nuevo. Me giré
para verla. Caminaba entre ellos, balanceando un bolso en forma de olla con una
larga correa de cuero, zapatos planos y un vestido de verano, y sorprendentemente
rubia, su pelo crecía graciosamente desde el cuello en una cola de caballo anudada.
Era piropeada y deseada por ambos. Me sorprendió de pronto lo bobo que había sido
al alarmarme. Aparte de algunos policías, no había posibilidad de que nadie me
reconociese.
Peter trepó un terreno que llevaba a la cima de la colina, más como un molino que
como un hombre. Había algo perturbador en él. No fui capaz de subrayarlo hasta
después. Lo que me resultó cercano fueron las extremidades fuera de control, como
algo perdido que debía haber estado ahí, la ausencia que, siendo más reveladora que
lo que queda, impacta profundamente, casi personalmente, haciéndole a uno sentir
que se encuentra cara a cara con el subhombre. Los muertos son así, y los lisiados, y
Peter lo era. Mientras subía hacia la línea del horizonte, un triángulo de luz matinal
blanca pendía entre las piernas negras, y el aro de su espalda y sus brazos se torcían
horizontalmente como una tuberosa raíz sobre ellas, y la cabeza, una cocorota bajo el
amplio borde del sombrero, miraba hacia ninguna dirección como si la dirección
fuese ahora irrelevante, y el parque y el tráfico más allá de la carretera y la gente que
caminaba por ahí también fuese irrelevante, todo salvo el gratuito movimiento en el
cual estaba implicado y que no era el suyo porque aquel hombre estaba ausente.
Cuando llegué a la cresta de la colina miré abajo al estanque de los patos. Estaba
ahí, inclinado adelante en la verja; una de sus manos en la bolsa de papel marrón
extrajo pan con el que alimentó generosamente a cuatro patos que graznaban. Estaba
demasiado enfrascado en lo suyo para que me pudiese advertir. Lo miré unos minutos
sin moverme, y luego, como no deseaba que me reconociese, me giré y me alejé
lentamente. Era casi de noche. El tren salía de Central Station en cincuenta minutos.
Podría cogerlo. Mi última visión de Peter permanece en mi memoria. Se había
quitado el sombrero de ala ancha y estaba secándose la frente con su pañuelo rojo
bajo su fino pelo al viento.

ebookelo.com - Página 60
Segunda parte

«A veces, paseando por la ciudad en verano, captaba la visión de mí mismo en la


ventana de una tienda; una criatura de pelo largo y pobremente vestido, sin afeitar,
un miembro anónimo del ejército de extranjeros que se arrastraban por las calles de
París. También podía detectarlo en los rostros de los turistas. Las mujeres, a menos
que me las presentasen, me soslayaban».

Octubre de 1950

ebookelo.com - Página 61
Carta a Jack
Queridos Jack y Marjorie,

Hicimos el trayecto de Newhaven a Dieppe porque era más barato. El mar estaba en
calma, el sol brillaba y el muelle estaba atestado por un alegre grupo de peregrinos
que se dirigían a Roma debido al año santo; cualquier sociedad céltica, cada miembro
con el inmenso ojal de un lazo verde y amarillo. Cantaban en gaélico.
Sobre el vapor probamos el pan francés por vez primera: igual que nuestras barras
vienesas solo que más largas, con más sabor y una corteza más gruesa. La comida
consistió principalmente en pan y varios fiambres muy condimentados.
Dieppe aún muestra sus cicatrices. Edificios de escombros, hechos pedazos, la
masonería hundida. La vía del tren está sin vallar. Los trenes salen de Dieppe a la
altura de la calle junto a furgones, bicicletas cargadas y carretas de fruteros
ambulantes.
Cuando registré el equipaje en la aduana de la Gare St Lazare eran las 8 p.m., casi
doce horas desde que salimos de Londres. Betty y la pequeña Jacqueline,
naturalmente, estaban muy cansadas. Comimos un bocadillo de jamón y bebimos
Cinzano. Luego Jacqueline desapareció. ¡La encontramos minutos después jugando
con un hermoso gato blanco atado a una enfurruñada señora con un tira de charol
rojo! Disculpas en nuestro francés vacilante y reverencias, y nos retiramos a nuestra
mesa. En busca de un hotel…
Teníamos muy poco dinero y éramos renuentes a entregarnos a manos de ningún
conductor de taxis francés. Dejé a Betty y a J.
en el café de la estación y bajamos a la calle. El aire de la noche radiaba neones
multicolores. En cada esquina había un café con mesas sobre la acera. Vendedores de
castañas asadas, cacahuetes, langostinos, cangrejos, mejillones, ostras. Surrealismo
consciente en todos los afiches. Uno no se detiene en París en los cruces. Uno sigue y
sigue conduciendo con el freno y la bocina.
Eran las diez cuando volví a St. Lazare. Había encontrado un pequeño hotel en el
10th Arrondissement, cerca de la Place de la Republique. Una semana más tarde, en el
mismo distrito, teníamos una habitación amueblada donde cocinar, una pequeña
habitación sobre la planta cuarta de un hotel destartalado. Por esta habitación —su
estado es atroz— pagamos más de diez libras por mes. Esta es una de las anomalías
del París moderno. El parisino, como norma, paga una renta ridículamente baja. El
extranjero paga como unas diez veces más. Las comidas en los restaurantes son muy
caras. Es mucho más barato hacerlas uno mismo. Las tiendas están plagadas de
comidas apasionantes, si bien los precios son mucho más elevados que en casa.
En la habitación de al lado vive un violinista. Empecé a desesperarme por mi
francés porque no podía entender una sola palabra de lo que decía. A duras penas
trataba de seguirle. Educadamente se puso a hablar más despacio, acentuando el

ebookelo.com - Página 62
infinitivo del verbo y moviendo las manos en el aire. Fue solo al cabo de una semana
cuando supe que era brasileño y que no sabía hablar francés. Conocía como unas diez
palabras de la lengua, las cuales arrojaba con una viciada soltura latinoamericana que
parecía proclamarlo maestro del idioma.
La «elite intelectual» —si uno cree al gerente del café Deux Magots— está en St.
Germain des Pres. Es ahí donde los clubs nocturnos ofrecen «Les soirees
existentialistes». Es este pelo largo, la conversación, la evidente trampa para los
turistas, lo que me lleva a pensar (quizá cambie de opinión) que el núcleo creativo
está en proceso.
De momento prefiero Montmartre. Si hay una gran trampa para turistas, al menos
es una trampa profesional, aunque el escenario del Boulevarde St. Michel y St.
Germain parece una de aficionados, una unión de superestudiantes donde los
estudiantes no son necesariamente universitarios. Ganan un montón de dinero, en
cualquier caso, en Montmartre. Estoy seguro de que tiene que haber algo bueno en
hacer dinero. Yo nunca parezco hacerlo por mi mismo.
Llevábamos en la habitación amueblada al menos una semana cuando advertimos
que no estábamos solos. Estábamos infestados de una variedad de chinche que se
pone roja con los banquetes de sangre. Había leído sobre ellas, en Miller, en Céline,
en Elliot Paul. Pero aunque reconocía su existencia, antes había pensado en ellos (qua
dramatis personae en autobiografías) como una especie de licencia poética. Una
noche estuve paseando por Montmartre y luego regresé a la habitación. Rápidamente
me quedé dormido. Luego fui consciente de que la luz estaba encendida y Betty,
agarrando con firmeza su ropa de dormir, me decía que despertara; ¡chinches!
Magníficas criaturas gordas saturadas de sangre nuestra, minucias babeando
hambrientas desde las paredes. Pasamos una hora mirando cada raja de las sábanas,
las mantas, el colchón. Encontramos una cerilla gastada bajo el colchón. Sin duda una
trampa para chinches de un anterior inquilino. El brasileño de la puerta siguiente me
dice que lleva tres meses luchando contra el avance de «la peste». Un hombrecillo
extremadamente pulcro, frenético pero inútil. Y por el momento nosotros también
somos inútiles. Pero nos mudaremos lo antes posible.

Vuestro siempre,
Alex

ebookelo.com - Página 63
Un encuentro

RECORDAR toda clase de cosas, rostros, voces, olores, situaciones, las cuales él
conocía pero de las cuales se había olvidado; casi, pensó, como si se hubiese
engañado a sí mismo para olvidarlas, marcas de miedo o de vergüenza eliminadas de
su memoria como un diario, una cama, o una habitación, porque ya no las deseaba,
porque ya eran irrelevantes, porque amenazaban su actual identidad; era consciente
de su propio rechazo hacia ellas, pero sólo era consciente de manera indirecta en la
vaga irritación que dejaba a la vista de sus colegas, quienes apenas habían existido
para él el día anterior, o a la vista de la mancha que se aferraba a la cola de la última
cifra en la columna de cifras que tenía delante.
Le hubiese gustado quitarse la chaqueta y la corbata anudada en un minúsculo
nudo rojo, apretada, en su garganta, pero desechó de nuevo aquella idea porque era
imposible con el viejo Beaking ahí sentado y uno de los compañeros, el señor Alan
Curtís o el joven señor Fenton, que probablemente aparecería en cualquier momento.
Desde las diez de la mañana el calor había sido inaguantable. Su comida, en la
sala de fumadores del restaurante en la calle, era picante, descolorida, insípida. El
estofado de conejo a uno con nueve peniques, todo hueso. Susie, la camarera,
convino con él al sugerir que consideraba el agravio como algo personal. Y nosotras
las chicas (la camarera) haciendo lo mejor para tenerles contentos a los caballeros
habituales. Era el nuevo cocinero, dijo. No podía hervir el agua sin chamuscarla. Él
seguía viendo el tenedor en la salsa fría, pequeños abalorios de grasa solidificada en
los dientes del tenedor. Susie retiró el plato con su mano colorada. Luego echó a
andar por la calle un momento, pero hacía tanto calor y las calles estaban tan
atestadas de gente yendo y viniendo a la hora de la comida que volvió temprano a la
oficina. Le molestaba el sol. Se extendía por los papeles que tenía delante y
destellaba dolorosamente en las lentes de sus gafas. Era un incordio. Sintió una vaga
y similar molestia contra las redondas nalgas gruesas de la señora Eileen Lanelly
apretándose bajo una brillante falda de sarga azul mientras se agachaba a coger un
lápiz en el suelo. Tenía la costumbre de dejar caer las cosas. Y hoy había cometido un
error con uno de los libros.
—Señora Lanelly, lo cierto —había dicho Beaking— es que en los seis años que
ha estado con nosotros he aprendido a esperar más precisión de usted. ¡Vaya error
bobo! ¿Qué dirán los auditores? —la señora Lanelly mantenía desde la niñez un aire
de culpa consciente. Ello espoleaba al señor Beaking y lo alimentaba como a un
pájaro.
—No puedo evitarlo, señor Beaking, ¡hace tanto calor! No puedo concentrarme
con este calor.
—El trabajo debe proseguir, señora Lanelly —dijo el señor Beaking con unos
finos modos agridulces.

ebookelo.com - Página 64
—Quizá si abriese las ventanas…
La ventana ya estaba abierta y un muro de aire viciado de la ciudad entró con la
luz del sol. El amplio mundo de la señora Lanelly disminuía según se enderezaba y se
dirigía hacia el archivador.
Una mosca se posó en la parte de atrás de su mano. Él se interesó por su
movimiento, en el apagado lustre de sus alas diminutas y sus ojos negros como
botones, planos, hacia afuera construidos como dos faros; se preguntó cómo sería al
microscopio y luego fue consciente de que el señor Beaking lo estaba mirando y dejó
que sus ojos se hundiesen sobre los papeles del escritorio. La idea de que la señora
Lanelly tuviera una vida sexual lo intrigó. Era, estaba seguro, una vida sexual
diminuta; una insectal, casi inexistente, más irritante que activa, y sofocada en
prendas de tweed, ciega, imponente, minúscula, hundida, cual hormiga lisiada bajo
un montón de tierra, en la amorfa masa de la carne que ella parecía atar cada mañana
con cierta dificultad en sus prendas.
Hacía un momento, de manera subrepticia, se había metido algo a la boca. Un
trozo de chocolate, supuso él. Había visto el papel de plata y el envoltorio prensado
en su papelera. Le apasionaba el chocolate.
El sol cayó sobre el señor Beaking y sobre la mosca y sobre los tinteros y
bolígrafos y sobre otros dos empleados varones, Riley y Wilson. Una cuña se
inclinaba hacia el archivador donde la señora Lanelly fingía estar buscando algo.
Apartó la mosca y se miró la uña del pulgar. El ruido del tráfico entró de la calle
por la ventana abierta. De pronto una avispa aterrizó sobre el libro, se arrastró apenas
unas pulgadas y entonces echó a volar de nuevo hacia el sol. El señor Beaking tosió y
Risley susurró algo a Wilson. No pudo escuchar lo que estaban diciendo. Los miró
sin interés. A James Fidler sus colegas no le caían bien y rara vez hablaba con ellos.
Cada mañana hacía un gesto con la cabeza al entrar, y luego los soslayaba cuanto era
posible. Los dos empleados eran una pareja tediosa, permanentemente entretenidos
de un modo estúpidamente hermético. Siempre le había sorprendido de un modo
ridículo que cinco personas con tan poco en común pudiesen pasar la mayor parte de
sus vidas despiertas juntos, archivando, indexando, manteniendo en orden los libros.
Supuso que tendrían sus razones. Para Beaking, que tenía más de sesenta años,
representaba su carrera. Para el propio Fidler era parte de la rutina; siempre lo había
considerado, o evitado considerarlo, en tales términos vagos. Riley y Wilson eran
niños crecidos. Iban a partidos de fútbol los sábados por la tarde. La oficina era su
empleo. Estaban libres a partir de las cinco y media. Y la señora Lanelly,
definitivamente, «necesitaba el dinero». Como si los demás no. Pero la señora
Lanelly parecía convencida de que necesitaba el dinero de un modo distinto, el resto
de personal trabajaba y estaba bien que así lo hiciera, pero la señora Lanelly trabajaba
porque necesitaba el dinero, quizás el descuido de Dios. Aquella impresión la obtuvo
después de escuchar conversaciones.
La tarde casi había terminado. A las cinco y media cogería un autobús al barrio

ebookelo.com - Página 65
donde vivía y cenaría con su madre y su hermana. Era un absurdo que aceptaba, otro
más. Cada tarde caminaba hacia un autobús que lo llevaba adonde nunca había
decidido estar.
Su hermana le espantaba, una mujer anaranjada y quebradiza y delicada de
cuarenta y muchos que había crecido siendo una joven mujer desgarbada a la que él
había sorprendido en el acto de admirarse a sí misma en el espejo del gran armario, y
quien, aún desnuda y fatal, se había encontrado con él en su habitación aquella noche
y luchado sobre su cama. Ni su hermana ni él habían referido el incidente. Siempre se
habían caído mal mutuamente. Viéndola ahora, era difícil creer que hubiese ocurrido.
Kate Fidler trabajaba en una confitería; tal vez precisamente por eso le
disgustaba. Ella estaba resignada. Respetaba «a sus superiores», era una mujer sumisa
que servía caramelo y chocolate y toffees y empolvaba su rostro con un polvo rosa
muy brillante que cubría su nariz en feas islitas. Lo llevaba porque era polvo; «todas
las chicas se empolvaban». Nunca utilizaba un espejo.
No hubo conversación a la mesa. Kate le rechazaba. No tenía ambición, dijo ella,
pero siempre para la otra mujer, la madre; ella nunca le hablaba directamente. Y la
conversación de su madre se limitaba a su artritis crónica. No era una comida
agradable. Es por eso por lo que él le desagradó el conejo a la hora de la comida,
estaba ansioso por su comida en la sala de fumadores. El plato de la noche siempre
era el mismo. El reloj de la abuela sonaba. Fidler miraba su plato, contemplando lo
que había en él, duros bocaditos de carne guisada o bacalao hervido, poco apetitoso y
transparente como velas, consciente todo el tiempo del olfateo de Kate y del ruido de
sorbitos que venía desde su madre al tomar la comida. La propia casa estaba
desordenada, anónima, y un viejo olor femenino la invadía. La mosca había
desaparecido. Por el rabillo del ojo él vio cómo la señora Lanelly se alejaba desde el
archivador.
—¿Has terminado, James? —dijo Beaking.
—Un momento, señor Beaking.
—No sé a qué viene la gente a esta oficina —dijo el jefe, refiriéndose a todos, y
miró al reloj—. Un poco de sol y toda la rutina se echa a perder.
La señora Lanelly le estaba sonriendo, era una mirada de complicidad ahora que
se había dado la vuelta. Se sentía incómodo y la soslayó. Como «ayudante del jefe»
—no era su título oficial pero era él veterano cuando Beaking estaba de vacaciones.
¡Ah, Fidler, por supuesto!, decía el señor Alan Curtins en esas ocasiones— lo
consideró impertinente por parte de ella. Se burlaba de sus propios sentimientos, pero
era una cuestión de costumbres. La señora Lanelly era, relativamente, una recién
llegada, mientras que el propio Fidler había estado en la firma durante casi veinte
años; las millas de caligrafía, los sellos de la oficina, los interminables sujetapapeles,
eran parte de su pasado tanto como la pequeña cicatriz encima de su ojo derecho o las
escasas aventuras que había tenido con mujeres. La mueca de Eileen Lanelly
recordaba aquellas aventuras; era amistoso, ella le estaba invitando a hacer algo

ebookelo.com - Página 66
juntos, y él se vio a sí mismo ofendido por la propuesta.
Intentó concentrarse en las cifras que tenía delante, pero se habían vuelto
insignificantes. Su ojo regresó al manchón y ahí se quedó. La mosca caminaba por el
papel hacia su mano. Por un momento captó su atención y entonces empezó a pensar
en sus dos semanas de vacaciones, que daban comienzo el lunes siguiente.
El cielo se estaba nublando.
El señor Beaking se puso el sombrero, y Riley y Wilson fingían ordenar sus
escritorios. Eran una pareja engreída.
—James —dijo el señor Beaking—, ¿me pregunto si le importaría terminar antes
de salir? Si no tiene prisa.
Hizo un gesto con la cabeza. No tenía interés en llegar pronto a casa.
—Y usted, señora Lanelly, si pudiera corregir ese pequeño error en el libro.
—Sí, señor Beaking.
—Use el nuevo borrador, señora Lanelly. No deja esa fea marca que hace el
antiguo.
—Sí, señor Beaking —una voz cantarina. Diez años más joven para ella.
Beaking la ignoró.
—Buenas noches Riley, buenas noches Wilson —dijo él. Captó por un momento
el ojo de Fidler y luego salió tarareando.
Cuando se fue, Wilson hizo un guiño a Riley.
—¡No se olvide de echar la llave, James! —dijo Wilson con un rictus debajo de
su pequeño bigote negro.
Riley sonrió y cerró de golpe la tapa de su mesa.
—Parece que llueve —dijo.
—Truena.
Fidler les ignoró.
—Venga, Riley —dijo Wilson, y juntos salieron. Escuchó las pulcras voces
desagradables mientras se desvanecían en el pasillo. Wilson estaba casado. Hace
cuatro años Fidler había donado cinco chelines para su boda. No podía recordar qué
fue lo que ellos le dieron, un objeto metálico con una inscripción necia.
La señora Lanelly se giró hacia él. Ahora estaban solos.
—Se creen graciosos —dijo ella, pero él no respondió. Parecía estar absorbido en
los papeles frente a él.
Caminó a la ventana y miró.
Cuando él alzó la vista, ella estaba encendiendo un cigarrillo. Él advirtió que una
de sus medias tenía una carrera abajo y detrás de su rodilla; desaparecía bajo la falda.
Sintió un repentino deseo de reír.
—Deje ya ese libro, señora Lanelly —dijo él tras unos momentos—. Quiero
cerrar.
Ella seguía de pie en la ventana, mirando afuera, con la cerilla apagada en su
mano. Riley y Wilson la llamaron Eileen.

ebookelo.com - Página 67
—¡Oh, puñetas, Beaking! —dijo ella—. Lo haré por la mañana antes de que él
venga. Ahora llueve, señor Fidler. ¡Mucho!
La lluvia se esparcía en pequeños gotas picando contra el alféizar de la ventana.
Automáticamente miró el perchero. No se había traído su paraguas y se sentía
vagamente enojado consigo mismo; rara vez salía sin paraguas.
—Oh, Dios —dijo la señora Lanelly—. ¡Vaya día! ¡Primero el sol y ahora esto!
¡No sé por qué la gente se queda en este país mugriento! ¿Alguna vez ha estado en el
sur de Francia, señor Fidler?
—No —puso el capuchón a su estilográfica y lo devolvió al bolsillo junto a su
pañuelo.
—Yo estuve —dijo ella—. Estuve en Niza y Montecarlo. No puedo entender por
qué la gente se queda aquí.
Ella era una mujer recia, tan alta como él, sus prendas siempre daban la impresión
de que se mantenía con alfileres.
—¿Por qué la gente se queda en ningún sitio o hace algo? —dijo él—. ¿Por qué?
—Cuatro libras a la semana —dijo ella—. ¡Es fácil!
Juntó los papeles.
—Podría ganar más en cualquier otro lado —dijo él.
—Oh, no sé, siempre habrá algo. La lluvia en junio. ¡Fíjese!
—Siempre —él estuvo de acuerdo. Miró su reloj.
—¡Mire! —dijo ella otra vez.
—Llueve mucho —dijo él—, pero no durará.
La lluvia fuerte nunca duraba tanto, la lluvia fina duraba días. Eso lo había sabido
desde que era un niño, como los copos de nieve en enero y los azafranes en febrero.
Se preguntaba cuántas veces en su vida había dicho estas mismas palabras: «Es fuerte
pero no durará…», como si estuviera enunciando una proposición medio evidente.
—No, gracias a Dios —dijo la señora Lanelly.
Evidentemente también formaba parte de su pasado y parte de su juventud. Se le
ocurrió que no sabía mucho de la señora Lanelly. Esta es la señora Lanelly, canta en
el coro de nuestra iglesia. La señora Lanelly viste faldas ajustadas y coge un catarro
cada marzo. Ella «necesita el dinero». Cuando llegó por primera vez a la oficina,
Riley había salido con ella una o dos veces —«por pasar un rato agradable»— pero
aquello no condujo a nada, y ahora difícilmente se diría que estuvieran en buenos
términos. Ella tenía frío, dijo Riley.
—Beaking dice que este año no puedo coger mis vacaciones hasta septiembre —
dijo la señora Lanelly—. ¿Se lo imagina? Quedarse sentado en un sitio asqueroso
todo el verano y luego dos semanas, ¡dos semanas! —ella se había quitado uno de sus
pasadores y lo aguantó en la boca mientras se peinaba—. Creo que voy a ir a ver al
viejo Curtís para hablar del tema.
Tenía el pelo del color de un ratón.
—Mejor con Fenton.

ebookelo.com - Página 68
Ella devolvió a su sitio el pasador y se rio.
—Oh, ¡él no! ¿Sabe qué dijo? «Si va a hablar con el señor Beaking, señora
Lanelly, estoy seguro de que él la tendrá en cuenta». ¿Se lo imagina? ¡Fenton! ¡Teme
a la muerte de Beaking!
Fidler sonrió. Era la primera vez en seis años que verdaderamente había hablado
con la señora Lanelly. Le gustaba su explosividad, era fresca, femenina. Y no era
vieja. Se encontró a sí mismo preguntándose cómo sería hacer el amor con ella.
—¿Está lista? —dijo él—. Quiero cerrar ya.
—¿Cerrar? ¿Por qué? ¿Qué hay para robar? Algunos informes mohosos.
—Y el nuevo borrador —dijo él, y se rio.
—Estoy lista cuando usted lo esté, haré el libro de contabilidad por la mañana.
—Bien.
Le agradaba, de algún modo, desafiar así al señor Beaking. Nunca había pensado
en ninguna actitud insolente, más allá de interponerse fuera de su madre y hermana.
No es que tuviese la renuncia de Kate, que era indulgente; aceptaba al señor Beaking
y el orden que él representaba, sin comprometerse porque su deseo de rebelarse no
era más fuerte que su deseo de rendirse; no podía encontrar ningún motivo en él para
hacerlo, tampoco. El triunfo abyecto de Kate, la certidumbre que hablaba a través de
los finos labios viejos de mujer, le ponían enfermo. Era insano. La impertinencia
rebosante de la señora Lanelly se estaba refrescando.
Sacó su polvera, arregló el lazo de su cuello, y los dos bajaron juntos las escaleras
a la puerta de la calle. Aún caía pesada la lluvia, repicando blanca sobre las aceras.
Pensó que llevaba lloviendo justamente diez minutos.
—No durará mucho más —dijo él, levantando la vista a la calle.
Salvo por el tráfico, la calle estaba casi desierta. Alguna gente con paraguas
caminaba aún, inclinándose adelante contra la lluvia. Otros se amontonaban en las
entradas de las tiendas. Él escuchó sus labios decir «psché» con irritación.
La señora Lanelly hizo una sonrisita.
—Es como una ducha —dijo él.
—Un monzón.
—¿Qué ha dicho?
—Un monzón, —dijo él.
—Ah, pensé que había dicho que pararía pronto[6].
—Me gusta la lluvia —dijo él.
Ella no respondió. Quizá no le había escuchado. La lluvia siguió cayendo frente a
ellos como una cortina de centelleantes abalorios. Pequeños pozos de petróleo de
agua crecían desde debajo de las ruedas de los tranvías que pasaban.
Pensó en invitarla a tomar algo.
—Podríamos, sí —dijo la señora Lanelly—. Sería mejor que quedarse aquí. De
pronto hace frío.
—Volverá a hacer bueno después de la lluvia —dijo él—. No vendrá mal.

ebookelo.com - Página 69
—A mí me gusta la lluvia —dijo ella—, pero marchémonos. Hay un bar enfrente,
¿no?
—Sí, el Royal.
—Saldremos a toda mecha —dijo ella—. Aquí, debajo —ella sostuvo su delgado
chubasquero de plástico sobre sus cabezas—. Sujete el otro lado.
Lo hizo, y cuando había vuelto su cuello con la mano que le quedaba libre,
echaron a correr por la calle juntos y atravesaron la puerta de molino.
—¡Oh, Dios mío! —dijo ella, con la respiración ahogada y riendo—. ¡Estoy
empapada! —miró hacia abajo—. ¡Puñetas! Se me ha hecho una carrera en las
medias!

La señora Lanelly, sorbiendo su jerez, se sintió cómoda por primera vez ese día.
El bar estaba lleno, húmedo y cálido por las prendas mojadas de los clientes. Eran
casi las seis. Fidler estaba bebiendo whisky y escuchaba distraídamente la lluvia
amainando. Era consciente de sí mismo en el espejo de la pared, un hombre delgado
con gafas, poco atractivo, con un permanente paso encorvado y todavía con su blando
sombrero descolorido; y el perfil de la mujer junto a él; podía sentir el calor de su
cuerpo cerca de su propia mandíbula, los labios grandes y los ojos grises empotrados
como cómicos botones en su rostro carnoso, le excitaban. Ella olía a prendas
húmedas y a maquillaje y a hembra.
—¿Vive lejos? —preguntó la señora Lanelly.
—No mucho, como a unos veinte minutos en bus, unas pocas paradas tras East
Park.
—Ah.
Ella le estaba mirando de manera casi conspiratoria y él se sintió atraído y
repelido al mismo tiempo; grande y suave y patoso. «Nuestro elefante», Riley dijo
una vez con esa risilla lasciva suya. Riley tenía el rostro de un zorro, rojo y afilado.
Fidler estaba pensativo. El «ah» había sido evasivo. Se preguntaba si lo habría
preguntado simplemente por cortesía.
—¿Y usted?
—Está tronando otra vez —dijo ella.
Era un aplauso fuerte que rompió lentamente dentro del bar atestado. Por un
momento todo el mundo se quedó en silencio, y luego los cristales tintineantes y las
risas volvieron.
—Siniestro, ¿no?
Había dicho una cosa estúpida, creyó él, porque no era del todo siniestro. Aquello
no era lo que él había querido decir. La palabra había saltado a sus labios,
simplemente porque pretendía ser el primero en romper el silencio; era como si
cualquier palabra sirviese.
—Cuando era una niña me solía preocupar —dijo ella—. Pensaba que se trataba

ebookelo.com - Página 70
de una especie de terremoto. Conocí a un hombre al que le cayó un relámpago.
Él supuso que ella mentía, inventándoselo, pero no le molestaba porque la mayor
parte de la conversación le estaba pareciendo falsa, artificial, un juego de adaptación
dentro del mundo del otro en el que lo que se dijese era insignificante, para que el
otro reconociese la existencia de uno.
—¿Lo mató?
—¿Al hombre? Ah, claro, lo mató, al momento.
—Pero entonces yo era solo una niña. No me dejaron verlo.
—¿Le habría gustado? —Fidler se estaba preguntando a qué se parecería un
hombre impactado por un rayo. Electrocutado. Como en América hacían con los
asesinos.
—Realmente no sé si hubiese querido, no —dijo la señora Lanelly—. No
recuerdo. Es divertido pero no lo recuerdo. Todo lo que sé es que mi padre fue a su
funeral.
—¿Vive con sus padres?
—Ah, no. Los dos murieron. Tengo un cuarto amueblado.
—Tiene suerte —dijo él—. Yo vivo con mi madre y mi hermana.
Kate ya estaría en casa y estarían preparando la comida. Les molestaría que
llegase tarde.
—Ah, no sé —dijo ella—. A veces una se siente un poco sola, teniendo solo a la
señora Whelan para hablar. Ella es mi casera. Es irlandesa. Y no salgo mucho porque
no conozco a mucha gente. Salvo a la gente del coro. Son divertidos. Debería verles.
—¿Entonces es verdad que canta en un coro? Creí que Riley se lo inventaba.
Ella había dejado de sonreír.
—Sí —dijo ella—. Canto en un coro. Me gusta cantar. Riley no me gusta. Me
parece un imbécil.
Fidler hizo un gesto con la cabeza.
—¿Qué canta? Quiero decir, ¿qué es?
—Alto —dijo ella. Sobre todo hacemos cánticos e himnos.
—¿En la iglesia?
—Dos veces los domingos. En la práctica una vez a la semana. Esta noche, para
ser sinceros. Martes.
Por alguna u otra razón, Fidler se sentía incómodo. La gente que practicaba una
religión siempre le hacía sentir así. Los consideraba unos locos.
—¿Qué ocurre? —dijo la señora Lanelly.
—Nada, nada —dijo él—. Parece divertido, eso es todo. Su creencia en Dios y
tal.
—¿Quién ha dicho nada de Dios? —dijo la señora Lanelly—. Canto en la iglesia.
Me gusta cantar y me pagan una guinea a la semana por ello.
—¿Entonces no cree en Dios?
Ella se rio.

ebookelo.com - Página 71
—Creo que si existiera habría que acabar con Él. No, no creo. Creo en muy poco.
En mí misma, en la gente a veces…
—Sí —dijo Fidler, a quien le interrumpió la camarera que llegó con nuevas
bebidas. Las pagó y siguió—. Pero es difícil con otra gente. Hay una especie de
cualidad «como si» en sus acciones.
Quiero decir, uno actúa por sí mismo, pero otra gente solo actúa «como si»; nunca
se sabe.
Ella se rio.
—Sé lo que intenta decir —dijo ella—. Es verdad. Pero le pasa a todo el mundo.
—Sólo alguna gente no lo reconoce —dijo Fidler—. Dan por hecho que pueden
conocer a otra gente.
—Sí —dijo la señora Lanelly—. Sabe, yo salí un par de veces con Riley cuando
llegué al principio a la oficina. Decía que no pensaba que hubiese ningún problema
de comunicación en el siglo veinte. Decía que teníamos cine, radio y televisión. No
podía entender por qué no le dejaba acostarse conmigo.
Ella alzó su jerez a la luz, lo miró de cerca y luego bebió.
—¡Me emborracharé para el ensayo del coro! —se rio.
Ella se había llevado otro cigarrillo a la boca. Él se lo encendió.
El ruido de la lluvia se había detenido, algunos ya estaban yendo hacia la puerta.
—¿Por qué no se marcha? —dijo de pronto, expulsando la primera calada de
humo hacia arriba desde la parte gruesa de su labio superior—. Si no le gusta estar
con su familia, seguramente pueda marcharse.
—Tendría que esperar primero, supongo. No sé. En verdad nunca he pensado en
ello.
—No puede esperar a marcharse en malas condiciones —dijo la señora Lanelly
—. Le corresponde a usted, a fin de cuentas.
Él tenía la impresión de que ella estaba distanciándose de él. El neón que brillaba
en el bar le hería los ojos. Uno de los grandes globos de helio estaba parpadeando,
algo fallaba en la conexión.
—No quiero nada con muchas ansias —dijo Fidler—. No es ese el asunto —y,
diciendo esto, sintió que mentía.
—Si es cierto que es usted el que tiene suerte —dijo la señora Lanelly—, Dios
mío, yo quiero tantas cosas.
—Quizá no sea cierto —dijo él de pronto. Se encontró a sí mismo alarmado con
el pensamiento de perder abruptamente la vaga sensación de intimidad física
proveniente del hecho de permanecer sentado cerca de ella en la calurosa habitación
atestada—. Quiero decir, quizá sea justo que no lo sepa, y al mismo tiempo es tan
duro vivir en suspense.
—Ya no llueve —dijo una voz.
Dos hombres pasaron apretados contra la silla de Fidler. Él se movió para facilitar
su salida.

ebookelo.com - Página 72
—Pensaba que sería diferente tras la guerra —dijo de pronto la señora Lanelly—.
Pero no, es igual. Peor si acaso.
—¿A qué se refiere?
—No sé. Debía haber sido diferente; no sé cómo.
Fidler no dijo nada. Era como si cualquier cosa que dijese fuese a ser falsa.
Ella miró su reloj y dijo que la señora Whelan debía estar preguntándose por su
paradero.
—Sí, parece que ya no llueve —él se acabó su whisky y se levantó.
Él le preguntó en qué iglesia cantaba.
—En la Limepark congregacionista —dijo ella—. Y por Dios. Deje de llamarme
señora Lanelly. ¡Me conoce desde hace seis años!
Él sonrió y la cogió del brazo y la guió por la multitud. Estaba a punto de decirle
que le llamase James; no lo hizo. Iba a guardarse la caja de cerillas en su bolsillo,
pero estaba vacía, así que la tiró.

ebookelo.com - Página 73
El ron y el pelícano

JAMES FIDLER tenía una constelación de varices detrás de su rodilla izquierda.


Aquello, como su pie, le producía un cierto dolor mientras caminaba. Es por esto por
lo que normalmente no llegaba muy lejos caminando, y como nació y creció en una
gran ciudad cuyas arterias estaban alimentadas con una interminable corriente de
tranvías a menudo detenidos, semejante flaqueza le causaba cierta preocupación. Al
contemplar el gradual deterioro de sus socios, su consternación carecía de forma,
descolorida a causa de su objeto; en todos los sentidos era la misma consternación
que se aferraba a él como en los periódicos matutinos que leía sobre guerras y
rumores de guerras. Que las cosas en general, su pierna, sus pies, el mundo en el que
había nacido, en última instancia, iban de mal en peor, no lo ponía en duda, a menudo
incluso lo afirmaba, y quizá dos veces en una semana, al cartero, a la mujer en el
diario, al de la úlcera (o la de la marca de nacimiento, no sabría decir), a un hombre
en el bar, a un bar de hombres. Siempre es lo mismo, las cosas van de mal en peor, o
como alternativa, los tiempos están cambiando, o más simple pero más ambiguo. Lo
sé.
Mientras se hacía, al igual que el mundo, mayor, independientemente de lo que
ello implicase, y de noche cuando se metía en sus pijamas, mirando, las piernas
arrastrándose velludas y blanquecinas, hacia abajo, luego se sentaba al borde de la
cama, el plano neumático de su vientre convexo en la curva de su espinado para
restregar un pie con la planta amarilla y luego el otro y examinar precisa e
individualmente los dedos de sus pies, consciente de la alfombra, fina ya, de la
colcha, de la puerta, y del pasillo y de la calle después de aquello, y no era consciente
de ninguna transición; para el sonido del último tranvía estaba ahí con su pie y la voz
de la mañana con el pelo de su vientre erizándose, diciendo Llueve otra vez, ¿eh?,
como si él también precisase de una confirmación del hecho, indudable en tal caso,
pues todos los allís son allí, pero después de cuatro días de lluvia, lo cuales, como
casi todas las cosas eran… excesivos. Y luego el cansancio en sus órganos,
cambiando, con un vago dolor lumbar y el corazón latiendo, allí todos los allí, la luz
exterior, la cama debajo, y aquello, enternecedor, aún, siempre tentador, más frío que
el resto del cuerpo —una razón médica—, recordando la lluvia que de hecho esa
mañana no había caído, tal vez a ella la tocaba debajo de la mesa sin tener en cuenta
al resto de gente en el bar, la clave por la cual el sexo era discreción, y hablando
galahadamente, posado sobre su voz, hasta que ella, estuvo allí, un ungüento para la
fatiga de su cuerpo, alzando sus sumideros. Experimentar que fuese a sentirse más
joven, de vuelta a los días en los que sin vergüenza en una playa o en los lavabos
públicos podía evacuar en un cubículo y con una agradable sensación de despellejarse
a sí mismo de sus pantalones, era además desear otra vez la experiencia, el espacio-
tiempo conchabado, de cohabitación, por una noche o por unas vacacaciones de una

ebookelo.com - Página 74
semana de noches, nacido en el Palais de Danse, viviendo a través del justamente
iluminado ocaso del vacacional paseo marítimo, difunto sobre el borroso vuelo de las
escaleras enmoquetadas entre sus habitaciones. La primera vez, minuciosamente
consciente del tiempo, siempre fue, con la falda solamente floja y en parcial colusión
—hasta que el elástico en sus dedos estuvo húmedo, bastante húmedo—, la mejor, la
más escalonada, haciendo circular la gradiente de su voluntad de manera transversal a
la suya, valiente contra la falta, obvia pero a causa de su escepticismo, y la de ella, de
resistencia. Sentir aquello, incluso imaginándolo, la vista, la sensación, el olor —al
principio él lo percibía en soledad y luego de manera más voluptuosa de un modo
cognado— era, enternecedor, alcanzar resuelto el futuro. Y la resolución aún le era
ajena, tales decisiones estando, como había advertido en más de una ocasión —
inclinado hacia atrás en el sillón de un dentista a la sombra de una grúa atroz, de pie
en el vestíbulo de palmeras de un cine con un pase sostenido entre su índice y su
pulgar— de algún modo ya allí, mientras la solución ya estaba allí aunque ambigua
cuando la señora Lanelly se detuvo para recoger de entre las piernas separadas el
lápiz que se había caído. ¡Oh, Mr. Fidler! La voz —burlonamente cantarina, los
dientes cuadrados ordenando palabras bajo los grandes labios de ella y el trabajo de
todo presente momentáneamente hasta que ella repitió su absurda petitoria de un sello
por valor 21 peniques y medio— que ya no significaba, incluso era agradable si uno
no consideraba las palabras sino los labios y la peculiar humedad ahogada con las
cuales las palabras eran pronunciadas. ¡Oh, Mr. Fidler!
Sin duda, en flujo, en reflujo, en procesión y recesión, en inoculación y en
polución, su vida era afortunada: salir, entrar, un autobús, una tienda, abrir y cerrar su
paraguas, su amarillo rostro cerca del rostro amarillo del barómetro, alguna cosa del
meteorólogo, Cirrus, cumulus, stratus, dijo él y añadió, Cirro-cumulus, strato-
cumulus, antes, bajando sus ojos a la altura de la calle, se giró, atrapó la imagen de
una casi-mujer con cintura de avispa y nalgas enrojecidas con el temblor de una
gelatina en la opresión de su falda, y pensó en sí mismo como material de
morfologista. Él pudo, supuso, haber sido pintor. Pero por decisión propia, era otra
cosa.
Debió haber sido una fría mañana en los primeros días de enero y su respiración
germinaba larga y blancamente desde sus fosas nasales. Su pellizcada nariz, y los
dedos de sus pies, casi vegetales de cuarenta años calzados, estaban fríos, un racimo
de dolor en sus extremidades. Dentro de su enguantada mano sostenía su nariz, no
para pensar, aunque él esperaba dar esa impresión, sino para calentarse. Le protegía
una bufanda contra el viento que cubría hasta las puntas de sus orejas y su mirada,
protegida bajo el ala del bombín cual cobijado animal, se movió desolada hacia el
exterior sobre su mano inclinada hacia los ennegrecidos setos congelados. Se le
ocurrió que la situación no era nueva o que si en particular lo era —esa mañana se
había cortado afeitándose y su piel estaba minuciosamente dolorida donde rozaba su
bufanda—, al menos le resultaba familiar. De aquello estaba en lo cierto. Y por un

ebookelo.com - Página 75
momento, superado por un vago sentimiento familiar, su mente dejó de operar. Y
tampoco aquello era nuevo. Sus procesos mentales con frecuencia eran afligidos a su
manera, atrofiados además antes de que propiamente pudiera haber pensado alguna
cosa, esta o aquella línea o (más exactamente) tal punto de especulación, tan solo no
tuvo lugar, o, si lo hizo, ocurrió de la manera más exasperante, colapsando de manera
abrupta al instante, su objeto, a menudo, en cualquier caso, simplemente verbal,
hundiéndose como una pastilla de jabón en un profundo baño. Tras unos escasos y
débiles intentos por recuperarlo, Fidler claudicó con consecuencia. En este momento
y en esta mañana en particular era la parada del autobús a su izquierda y los setos
congelados al otro lado de la calle los que gentilmente estaban ahí, en el subsiguiente
vacío. Y cuando se le ocurrió que los setos, igualmente negros e igualmente
congelados, habían estado ahí con anterioridad, recuperó sin esfuerzo el tren de
pensamiento que había evitado. Pero luego, de una manera familiarmente defensiva,
tosió y se distrajo con el sonido del bus que se acercaba.
Se montó en el bus y trepó al piso de arriba. Fue incapaz de recordar haberse
sentado abajo, nunca, salvo cuando su madre lo acompañaba, y a veces ni siquiera; su
deseo de fumar —sancionado en el piso inferior con una multa de cinco libras— le
concedía una buena razón de abandonarlo temporalmente y escapar de la intensa
experiencia de quince minutos públicos e inmóviles acompañado por ella. Pero por la
mañana, de camino a la oficina, rara vez fumaba un cigarrillo y de ahí que su
frecuente ascenso fuese difícilmente explicable. A menudo, mientras con fuerza
ascendía las escaleras metálicas, su paraguas agarrado con firmeza en una posición
perpendicular a él y los hombros encorvados bajo el áspero abrigo gris para evitar
abollar su sombrero con las protuberancias metálicas, le venía a la mente la ausencia
de propósito en aquel ascenso. Pero antes de que alcanzase la cubierta de arriba ya
era consciente de la familiar contracción cognitiva, de la familiar esclerosis en sus
procesos mentales, y en cuanto sus ojos estaban a la altura de la planta de arriba ya
estaba ocupado de manera exclusiva, más o menos, encontrando, si era posible, un
asiento en la ventana.
Había una doble intención en el hecho de hallar un asiento con ventanilla. En
primer lugar, y con independencia de la anchura de la que dispone un hombre sentado
—sin duda mayor que de pie—
, nunca había espacio para dos en un asiento, y hasta aquí, mientras el hombre de
la ventanilla a menudo estaba constreñido, él nunca estaba torcido, ni era presa de los
vigorosos movimientos de los demás peleando por entrar o salir. En segundo lugar,
sentarse sobre una sola nalga, sin periódico o ventanilla para distraerse del apuro de
uno, era más que lo que la dignididad de Fidler le permitía. Y cada mañana estaba
obligado a montarse en el bus sin periódico. Esto se debió a que desde la guerra, la
agencia de noticias locales había suspendido la práctica de repartir el periódico
matutino. La tienda era una estructura de madera anterior a la guerra cuyo propósito
era temporal, localizada a más de trescientas yardas de la casa de Fidler. Caminar tan

ebookelo.com - Página 76
temprano hasta allí por la mañana, ir de una calle lúgubre de casas unifamiliares a
otra y a otra más allá, era deprimente; tan deprimente que cuatro años atrás dejó de
hacerlo. Y de ahí que no tuviese periódico. Tenía que haber cogido un libro en su
lugar, pero aunque el viaje fuese demasiado largo para hacerlo sin periódico, también
era demasiado breve para sumergirse en un libro. Cada mañana, pues, sin libro ni
periódico, viajaba en autobús de camino al trabajo, e incluso en un asiento con
ventanilla el viaje era insoportable, de no ser por un particular punto de referencia
afortunadamente a medio camino hacia la oficina siguiendo la ruta del autobús. Salvo
en aquellas mañanas sin suerte, cuando no había asiento con ventanilla —el asiento
con ventanilla a mano izquierda—, se posaba precariamente en el deslizante fulcro de
un muslo, pasaba la primera mitad del viaje con una agradable esperanza y la segunda
mitad en cualquier conjetura casi indecente.
Los muslos de la negra tenían al menos un metro y pico de largo, luminosos como
el metal de las armas. Su abdomen de un metro —Fidler lo contemplaba con un
zumbido en las orejas— suavemente rosado y enorme desde los colgantes de seda
roja en sus curvos lomos que, impulsados hacia adelante desde las caderas, se
revelaban voluptuosos. Arriba, doblándose hacia atrás en una suave arista, la parte
superior del torso se derramaba desnuda salvo en el sostén hacia los lustrosos brazos
estirados sobre su cabeza para agarrar o casi agarrar la botella de ron en el pico del
pelícano.
Fidler podía pasar por alto el pájaro, y también la botella, pues siempre había sido
capaz de pasar por alto, por alguna especie de visión selectiva, el motivo ulterior en la
sonrisa dentífrica.
Tristemente, la duración de la imagen dependía por completo del estado de los
semáforos. En el mejor de los casos, el autobús se detendría en un alto con las luces
rojas justo frente a los enormes paneles publicitarios; a lo peor, su imagen
permanecería fragmentada cuando no del todo obstruida. Esto podía suceder de tres
formas distintas, que a Fidler, con su habitual precisión, le gustaba llamar
aceleración, desfile y oclusión. Con las señales en verde y la locomoción acelerada. O
con las señales en rojo pero inalcanzables a causa del tráfico. Por último, con
demasiada frecuencia, el autobús sobre el que Fidler viajaba en el momento crítico se
deslizaba implacable sobre el lado ciego de un segundo piso, y eso era la oclusión. En
tales viajes, y en sus permutaciones y combinaciones varias, a menudo Fidler estaba
necesitado de la visión de aquel magnífico torso que desde el momento en que se
instalaba en el asiento con ventanilla a mano izquierda ocupaba sus pensamientos y
causaba en su plexo solar un picor anticipatorio como un alambre minuciosamente
electrificado. Que aquel sentimiento, una especie de náusea tenue en sus raíces,
pudiera al menos en parte haber sido provocado por el desayuno, consumido a toda
velocidad y malamente digerido después, no se le escapaba, si bien la transformación
del simple peso en su estómago en el pesado potencial magnético, que descansaba no
tanto en su estómago como en su garganta y muslos, no era, como él sabía, causado

ebookelo.com - Página 77
por las gachas o el té hervido. Y mientras el autobús de dos plantas se movía con
pesadez adonde el poste estaba situado, James Fidler limpiaba la ventanilla con la
manga de su abrigo.
Casi desde el momento en el cual obtenía asiento, su favorito, se apretujaba
pesada y afectuosamente contra la ventanilla a causa de un hombre bastante ancho
que leía un ejemplar del Daily Express.
Con aquel ojo para los números y su pequeña capacidad de sorpresa, advertía que
su circulación diaria había aumentado a 3.986.401, sostenía la cifra nebulosa por un
momento en su memoria, y entonces, disfrutando por completo del sentido de
fortificación derivado de la cercana presión del hombre, dejaba a su mente en blanco,
gelatinosa, receptiva.
Entonces se le aparecían los carteles publicitarios. Desde la ventana de enfrente
podía verlos a lo lejos al doblar la carretera. Las señales estaban en rojo. Llegó ese
tramo exasperante en el cual le hubiese gustado, si supiera conducir un vehículo,
pilotar él mismo el bus. Un acercamiento descuidado podía arruinarlo todo. A la
velocidad actual, calculó Fidler, si nadie se subía o bajaba en la última parada que
quedaba entre el bus y los semáforos, las señales estarían asquerosamente verdes
cuando el bus pasase frente al poste, y el bus iría a toda mecha cual rinoceronte ciego
pasando de la negra dinámica hacia el insulso surtido de afiches que anunciaban
Hovis, Bovril, y las hojas de afeitar de la bigotuda Gillette. Fidler estaba tenso. Su
alma, a decir verdad una ciénaga de miedo, era paciente solo en sus capas superiores
por la campana que ordenaría detener el autobús. Advirtió al mirar fuera de la
ventana de enfrente que la ambarina señal de precaución ya estaba ahí, junto al rojo, y
antes de que apartase sus ojos, se puso la luz verde. En aquel momento sonó la
campana, y el bus, que parecía dar bandazos hacia el cruce para atrapar la luz verde,
se tambaleó despacio y vino a detenerse junto al bordillo de la parada de autobús
solicitada. Una señora mayor bajó y apareció detrás de Fidler, mirando su camino y
siguiéndolo por la acera. El autobús avanzaba con lentitud, amainando mientras las
marchas cambiaban, y cruzó a media velocidad hacia las luces cambiantes. No había
ninguna procesión de tráfico frente a ellos, y Fidler experimentó un pequeño titileo de
triunfo mientras el bus, al parecer guiado por su propio silencio y poderosa voluntad,
avanzaba hacia un alto frente a la inmensidad luminosa de la negra de Martinica. Sin
prisa se inclinó ligeramente adelante y a los lados y guio sus ojos a través del cristal
de la ventana por encima de su nariz para sumergirse en la existencia de los pechos
respingones, de más de dieciocho pulgadas de diámetro (circunferencia de dieciocho
veces pi), sus pezones bajos sin parangón y morenos sobresaliendo de la miniatura de
sostén. Respiró profundamente, relajado en su asiento, y dejó que sus ojos se
movieran sobre el cuerpo de ella, atrapando los muslos, el ombligo, los brazos, en sus
sinuosidades separadas. Y entonces las luces cambiaron de nuevo y el bus avanzó, y
habiendo mirado casi de manera excesiva, fue capaz de mantener la mirada atrás. Sus
ojos, ciegos, descendieron con el comienzo de las viviendas.

ebookelo.com - Página 78
Gradualmente, la imagen se destiñó, incluso desde detrás de los párpados se cerró
de una manera codiciosa tras sus gafas, hasta que su conciencia, sin imagen, viró sin
solución hacia el pensamiento. Su primer pensamiento, un simple eidolon de lo que
había sucedido anteriormente con tal suavidad, es que era una lástima; el segundo,
que era familiar; las imágenes, por mucho que se cuidase de preservarlas, pues le
espoleaban o limitaban su pensamiento, eran sin excepción sujeto de las mismas
desintegraciones drásticas según sus pensamientos desfilaban, hacia drenajes
correlativos en claridad y definición, hasta que, sin apelar a su voluntad, la carne —
James tenía una predilección por la carne que daba forma a un desproporcionado
porcentaje de las imágenes fugaces que iban y venían en el tiempo del día en que
tenía conciencia— se volvía similar a una cola de renacuajo a causa de su
transparencia y luego… nada, desaparecía. Lamentó el hecho de que el proceso
estuviese fuera de control. Sus sumideros mentales, además, los había comparado en
más de una ocasión a una cisterna estropeada, sabía cuándo no funcionaba. Y así
siguieron los huecos ocupados y los vacíos, pensamientos descolocados por las
imágenes, las imágenes por los pensamientos, de manera impredecible, agravándose,
en falsas sucesiones.
De haber sido esta experiencia peculiar al invierno del norte, cuando tomar aire
era una agresión a su organismo con el paralítico efecto de un conservante, a cuyas
nieblas, lluvias y aguanieves él atribuía el murmullo de sus guisantes Marrowfats, la
habría etiquetado al frío. Además, si un pensamiento señalaba implicaciones
tediosamente complejas, con frecuencia empleaba tal procedimiento, diciéndose así,
es imposible pensar con claridad bajo tales circunstancias. Pero en general,
especialmente con las imágenes, aquella línea de acercamiento resultaba imposible,
pues ahora era junio; en general, y en especial con las imágenes, cortejadas,
cortejadas, deseadas después, era imposible, porque el sol era caliente y un momento
fugaz antes la señora Lanelly, agachada para coger el lápiz, debía haberse marchado y
no abandonó la impresión indeleble de que debía haber perdurado y no perdurado
mucho después de la cena en la que él peleó para convertir la blanca y amorfa ameba
en un foco que reconocería como femenino. Aquella imagen, al igual que sus
innumerables precursoras, había sido incapaz de recrearla. Con aquello, pensó Fidler,
como con esto, y en invierno y en verano, la segunda mitad del viaje era la antítesis
de la primera. Su mente, antes receptiva, estaba en tensión por las lesiones internas.
La carga magnética que metro a metro y a lo largo de la ruta había erigido en su
interior empezaba a disiparse desde el momento en que el bus se alejaba de las
señales de tráfico, y el mundo, hasta la fecha excluido por la imagen de la negra, se
reactivaba en todos sus detalles, el sombrero grasiento del hombre de enfrente, el
pulgar amputado del hombre junto a él, las 3.986.401 copias del Daily Express y la
memoria de ciento un hechos cosechados en una curiosa lectura de revistas sobre
geografía.
Sí, tenía que haber sido invierno pero no lo era, pues era verano, ¿y qué estación

ebookelo.com - Página 79
podía ser invierno y verano en el mismo hemisferio? Y a pesar de todas las
diferencias, debía haber sido aquella mañana de invierno en los primeros días de
enero cuando su respiración brotaba larga y blancamente desde sus fosas, cuando los
peines sin dedos de sus huesudos pies impulsaban hacia adelante su cuerpo protegido
por una bufanda bajo el ala del sombrero de hongo hacia un nuevo día que era viejo
salvo por el detalle, que no lo era, de que era tarde y la lluvia había cesado y la señora
Lanelly, con una carrera en su media y vistiendo un chubasquero amarillo brillante, le
había estrechado la mano —por primera vez— y se alejaba con el conocimiento de su
conocimiento (de él) de su conocimiento (de ella) de que él la deseaba, caminando, el
chubasquero tensando la epidermis, rápidamente, tomando la decisión más allá del
tráfico inalcanzable.
Antecedentes otra vez. Como la guerra. Pronto habrá terminado, Fidler recordaba
pensar. Pero el negocio, como había dicho Beaking, seguía. Máscaras de gas, el
apagón, la compulsiva vigilancia de los bombardeos. Hagas lo que hagas, no eches
agua, dijo el instructor. Tumbaos sobre vuestro vientre, gatead y cubridlos con arena.
Arena. Eso es, cuatro cubos a cada piso, recordad, el principal peligro de la
población civil son las bombas incendiarias. Fuego. La respuesta es la arena. Fidler
se echó a un lado para evitar un charco. Había apagado sus cigarrillos las noches del
martes y del jueves en cuatro ridículos cubos de arena, y una mañana, según fue
consciente de una soga de verdugo colgando a la altura de sus ojos —la noche
anterior se había emborracho mucho, tras salir a un bar en la calle St Vincent para
tomar algo y mitigar el aburrimiento de su largo reloj— estiró su brazo para retirar
del cubo que servía como cenicero las cuatro colillas manchadas de carmín.
One… two… three… four…
Lay them gently on the floor.
7.15 am. Siguiendo el mandato judicial de Beaking, abrió la ventana de la oficina
para dejar entrar la combadura de frío y el húmedo aire invernal. Inhalación. Estate
atento para que el lugar esté ventilado, James. Estamos en guerra pero al menos
podemos prestar atención a las normas elementales de higiene. Se giró para
desmontar el altar del amor, doblar sus puntas dentro del lienzo y orear la fétida
memoria de sus sábanas. Entonces recordó, en aquel momento, y antes de echar mano
a sus pantalones, pensando que tenía suerte de que el equipamiento nocturno de los
vigilantes de los bombardeos no llegase a las sábanas. A casa de Ross a por dos
panecillos de mantequilla y una taza de té.
La guerra había acabado. Acabó falsamente, con música de feria mientras cruzaba
la calle Argelia para coger el bus a casa. Se sumergió en un invierno perdido, series
perdidas de inviernos mientras vacilaba antes de insolente jaleo de una furgoneta de
correos cuyas ruedas chirriantes salpicaron las piernas de su pantalón. La guerra y la
vaga imagen del sexo sobre una sábana del ejército estaban bastante caducas mientras
daba la vuelta al metro en la estación St Enoch en busca de su transporte. Se unió a la
cola.

ebookelo.com - Página 80
El camino de vuelta, como el camino de ida, pasaba por la valla publicitaria. Pero
subió sin entusiasmo. Esta vez había una explicación obvia. Las muchas posibilidades
fueron agotándose para que no fuesen sino dos. Para seguir su propia nomenclatura,
eran oblicuidad y rapidez, el último término siendo conocidamente redundante ya que
era indistinguible de la aceleración. La visión era oblicua cuando las luces se ponían
en rojo. El cruce estaba entre medias, la plenitud femenina. Alternativamente, y en
cualquier caso sucesivamente, el autobús pasó por los semáforos y al otro lado de la
calle el cartel apareció y disminuyó, cerca una piedra arrojada, fragmentada por el
tráfico en su trayecto.
Cuando pensó en Eileen Lanelly, cerró sus ojos para aislar el pensamiento que, en
la húmeda y ahumada atmósfera humana de la caja superior del autobús, florecía y
huía a la blancura, a las carnes, al corte blanco de carne, nerviosamente enhebrado.
La humedad cerrada del autobús contribuía al período. A tres dedos la visera de su
sombrero permanecía agarrada, mojada sobre sus rodillas, y creyó, ambiguamente,
como la carne, que la madera lo estaría, si estaba húmeda y mojada.
El autobús llegó.
Escaleras abajo y cruzada la calzada, introdujo su llave en la puerta, su abrigo en
el perchero, su sombrero arriba. Husmeó e hizo una mueca ante el olor a pescado.

ebookelo.com - Página 81
Eileen Lanelly

POR alguna razón deseaba escapar de la señora Whelan en cuanto fuese posible. Se
había comido sus arenques salados con presteza, pensando: ¡Oh Dios, quiere hablar!
La señora Whelan le resultaba divertida de una manera ordinaria. Hablaba de sus
parientes fallecidos casi todo el tiempo. Su familia, compuesta por quince hermanos y
una hermana además de ella misma, se marchitó, y creció en celo, entre Glasgow y
County Cork, y acabó devastada por los dulces gemelos de nacimiento y muerte.
Ella no deseaba herir sus sentimientos y así le dijo que le dolía la cabeza.
Ya en su habitación se quitó los zapatos y se deshizo de sus medias. Permaneció
en la ventana un instante tratando de descifrar cosas entre el polvo, y luego corrió las
cortinas y se dirigió al tocador, donde con un trozo de algodón y alguna crema se
quitó el maquillaje. Por un momento estudió las aristas de su rostro, y después, luego
de arrojar el algodón sobre el tocador, se encamino, aún con los pies desnudos, a la
cama, y allí se desplomó. Esa era la palabra que ella misma habría usado. Se estiró,
muy consciente del cansancio placentero de su cuerpo tras el caluroso día. Con el
brazo izquierdo alcanzó los cigarrillos, y encendiéndose uno miró al techo. ¡Qué
placentero era abandonarse así! Le molestaba la opresión a la altura de la cintura.
Torció el cuerpo y se desabotonó la falda. Aliviada, movió su mano bajo el elástico
de su prenda interior y con las yemas de los dedos sintió su hendidura. Se relajó con
el cigarrillo en la otra mano y los perezosos ojos en la blanca extensión del techo. A
su lado sonaban las agujas del reloj despertador. Le resultaba familiar pero de
momento no le disgustaba.
Ella había dicho con convicción, «¡Dios mío, tantas son las cosas quiero!». Y
todavía no había sido capaz de precisar qué era lo que en realidad anhelaba. Bajo
ciento y un deseos concretos de esto y aquello sentía la presencia de algo más
definitivo, un hambre que luego y de manera inevitable quedaba insatisfecha. El
último verano, por ejemplo, deseó a aquel hombre en Bournemouth, ¡Bournemouth!
—y se había entregado a él, ¡y qué forma de hacerlo!— sobre un tramo silencioso de
la playa y con una sensación de irrevocabilidad que le resultaba espantosa; pero no
fue irrevocable; nada lo era. Se llamaba a sí mismo Brown, ¿Browne?, y olía a pipa y
brillantina y Tweed Harris y comparaba el dicho del mar oh ooh oooh en la distancia
con una sinfonía, de vida y muerte, decía él. Impresionante. A ella no le convencía
Browne. Espacio, profundidad, sonido, Beethoven y el mar brillante, titilante y en
silencio en aquel tramo, pero él no pudo con ella debido a su pierna. Ella se lo
advirtió primero y eso le atrajo. Se calló. Una lancha de desembarco haciendo aguas.
Sus pies chapoteando disparejos junto a ella mientras bordeaban el peñón para
alcanzar el paseo marítimo, otra cabeza de playa[7] para él. Es muy silencioso, dijo él.
De algún modo he venido a apreciar más las cosas. Pero él había hablado demasiado.
Y le dio demasiada importancia. En fin, él ya había aterrizado bien a pesar de su

ebookelo.com - Página 82
pierna estropeada. Y ahí yo estaba tirada debajo de él como una estrella de mar que
espera el fin del mundo. ¡Beethoven! ¡La sinfonía del mar! Después de tres martinis y
una pequeña vuelta en su MG. Y luego ella había estrechado sus manos con las de él
sobre el paseo marítimo. ¿Estás segura de que no quieres… seguro que no vendrás? Y
diciendo que no, se distanció de él y caminó un buen rato por el mar. En un momento
se detuvo y se inclinó sobre el muro del mar y le dijo al mar y a la arena y a
cualquiera que estuviese escuchando por debajo en las sombras: ¿Cómo pude?
¿Cómo pude? Pero nadie respondió. ¡Le habría sorprendido si alguien lo hubiese
hecho! ¡Algún pequeño Tom espía entre las sombras! Ella se había dado un baño
cuando volvió a la pensión; de alguna manera sin nada definitivo —¡qué quería decir
con eso!—, tuvo la impresión de estar, en fin, sucia… Como una toalla que se
hubiese caído pero que ya estaba sucia antes de ser usada. No una toalla de verdad;
aquello era lo que ella había buscado. Indolentemente apagó su cigarrillo y se echó en
la cama con los brazos estrechados a cada lado. ¿Debería desvestirse o sólo quedarse
ahí un momento?
Ella no sabía que Fidler fuese un hombre inteligente. Hasta hoy había sido la
persona de la oficina de la que ella tenía menor idea. Calculaba que esa era la razón
por la que nunca le había desagradado en un sentido estricto. El resto era insufrible,
¡cielos! A veces pudo haber gritado. Él parecía estar atado en cuerpo y alma a su
trabajo. ¿Para qué? Para tal vez nueve libras a la semana. Dos veces lo que ella
ganaba. Era puñeteramente injusto. Por supuesto él se había pasado en el puñetero
sitio un desconocido número de años. Tuvo que haber llegado ahí nada más salir de la
escuela. Vivía con su madre y su hermana, dijo él, y parecía que la envidiaba por
vivir sola. Y él todavía no parecía tocado por todo ello, así que aquello se infería por
el modo en que hablaba. Apuesto a que se lo inventó, pensó ella, y luego sonrió
cuando se acordó de haberle contado la historia del hombre del cual ella sabía que le
había partido un rayo. Al instante, dijo ella. Lo leyó en el periódico. La muerte fue
instantánea. Una copa venía bien, pensaba ella. Uno se ponía a hablar. Un hombre
delgado de cuarenta y cinco corría al frente de la columna. Ella imaginaba el pequeño
sonido de la bala en el desfiladero, y el hombre, el comandante Lanelly, perdiendo el
equilibrio. Tres lanceros bengalíes. ¿Le creía Fidler? Ella tendría que acordarse de
ponerse otra media mañana, encontrar la que encajase. La había gastado con la
escalera en tres días.
Estaba cansada; de una manera agradable, pero cansada. Deseaba poder tirar de
una cuerda y encontrar desplegadas sus prendas. Como si fuese a desvelar un
monumento. ¡De eso iba, pensó ella, un monumento! No habría estado mal si hubiese
tenido dinero. A ella le hubiese gustado viajar. Génova, El Cairo, Calcuta. ¡Un lento
barco a China!
¡Maldita sea! Lo dijo en alto, deslizándose por la cama hasta sentarse en el borde.
Se desvistió despacio, pero ocupándose en arreglar sus prendas mientras se las
quitaba. Un pequeño montón descansaba a sus pies en el suelo. Lo desplazó con su

ebookelo.com - Página 83
pie, prendas cálidas, cálidas aún a causa de su cuerpo. Estaba desnuda.
Estoy gorda, pensó. Estás gorda, dijo en voz alta. Esta soy yo, pensó, el yo por
encima de todo, y bajó la mirada contemplándose, hasta el pesado molde de su
abdomen, el grueso y blanco saliente de sus muslos y la redondez de sus rodillas;
pelos en mi cuerpo como la tía Milly previo. Excitar hombres. Era divertido cómo los
hombres querían aparearse con una mujer, incluso si estaban gordas. La tía Milly
estaba gorda. Mira todos los hombres que había tenido, ¡cielos! Soltó una risilla.
Tenían que haber sido cientos.
Alzando sus muslos como los suaves cuellos de los caballos se enrolló sobre la
cama y se encendió otro cigarrillo.

Una pequeña chica cuya carne tenía un color rosa pálido que se hace mayor para ser
una chica mejor, a ratos más buena, y al final echando mano a corsés no desde la
oposición.
Era como si cuando él viniese trajera consigo la cautela del bosque. Los árboles
eran las cortinas abiertas que revelaban su rostro.
En el fregadero de la cocina en mangas de camisa —sus brazos desnudos eran
negros, no como polvo del carbón o el hollín, sino suave y ambiguamente negros
como la piel negra de la berenjena— él removía un polvo azul en un bol de agua y
rellenaba pequeñas botellas con la mezcla. Cuando el bol se quedó vacío llevó la
botellas a la mesa de la cocina, les fue poniendo un corcho una a una, y con esmero
las guardó en su bolsa de cuero negro. Al término de la densa comida con pan y
tocino se lío un cigarrillo, despacio, con precisión, con las palmas que eran casi
blancas pero sobre las cuales sus líneas eran oscuras y abruptamente definidas como
el esqueleto de una hoja en descomposición; parecía no ver o no ser consciente de
ella hasta que, al final, tanto era lo que había fumado que parecía haberse quemado el
labio. Se lo quitó rápidamente, lo apagó en el platillo, se giró a ella y dijo, ¿dónde
está tu tía? Pero ella sabía que él sabía al igual que ella dónde estaba su tía, y que él
se iba a levantar e iría con ella en un momento, así que ella no dijo nada. Tras unos
instantes en los que de nuevo él volvió a pensar en sus cosas, y ella no estaba muy
segura de sus pensamientos, él se levantó, se limpió la boca con el dorso de la mano,
rayando con su silla el suelo de madera, y sin decir una palabra se fue a la habitación
anexa. Más tarde oyó un ruido como el repentino maullido de un gato callejero,
aunque ella no pensó nada al respecto porque a menudo sucedía.
Como una hora más tarde la mujer entró tropezando por la puerta del dormitorio
con su enagua descoloridamente rosada y caminó sobre sus pies desnudos hacia el
lavabo. Se alzó sobre él y orinó. Había un retrete comunitario al pie de la escalera
pero su tía rara vez acudía a él porque rara vez salía de la casa. Eileen estaba cortando
tiras de papel con las tijeras.
La mujer que la miraba acudió al fregadero y abrió el grifo. Saca las cosas y ve a

ebookelo.com - Página 84
dormir, dijo ella. Es hora de que vayas a la cama.
Despierta debajo de los palos negros que hacían una caja de la cocina, los ruidos
ocasionales de los otros habitantes que vienen hacia ella, una polea que sube, una
puerta que se cierra de golpe, un grito, el ruido de unos pies en las escaleras, se
preguntó por qué su tía Ted había sangrado, por qué había sangre en el lavamanos, y
esperó en un sueño progresivo los gritos y la risa.
Otro día dijo:
—Tía Milly, ¿cómo llamaban a mi madre?
La mujer estaba de pie en la cama con sus pechos desnudos y un chal de lana
encima de los hombros. En su mano un vaso medio vacío de Oporto inclinado y
brillante. Por el lento abalorio rojo del cristal diáfano una mota de luz tintada
empujaba su imagen, una moneda o una burbuja, parpadeante en la piel de su
abdomen. Comenzó, cambiando su mirada antes fija sobre el empapelado de enfrente.
¿Qué dijiste, querida?
La tía Milly tenía el pelo tintado de henna, lo que contrastaba fuertemente con el
blanco turbio de sus dos pechos pesados: ella era blanca y a los veinticuatro ya
engordó y no salía de la cama mucho si no era para coger galletas o vino de Oporto o
para orinar. La tía Milly a veces la llamaba Tilly, diciendo, Milly y Tilly, ¿cómo suena
Eileen? Y Eileen se reía y decía que pensaba que sonaba bien, y Milly, con una risa
como una corriente en su flatulencia, se agitaba divertida. ¿Qué será entonces?, ¿uno
dulce o digestivo?, ¿cuántos hoyos hay en una galleta digestiva?
Lo que le había dicho a tía Milly era que le dijese el nombre de su madre, no
porque no lo supiese dado que sí lo sabía —era Beryl—, sino que le contase que
aunque su madre falleció cuando la estaba teniendo, ella no obstante nació con suerte
con un auténtico amnios. Pero tía Milly tenía que estar cansada o pensando en otra
cosa porque tan solo dijo que la madre de Eileen se llamaba Beryl, y luego dijo,
Pásame una galleta, sé una buena chica.
Eileen le entregó la caja de galletas y su tía cogió una, la disgregó, y examinó el
contenido con atención. Praline, dijo ella, chupando la pegajosidad de sus dedos.
¿Era como tú, tía Milly?
¿Quién?
Mi madre.
Ella era una joya, tu madre. Y muy hermosa.
Terminó su vaso de vino y alcanzó la botella.
¿Por qué tienes pelo debajo del brazo, tía Milly?
Tú también lo tendrás, querida, cuando seas mayor.
¿Tía Milly?
¿Sí, querida? Ella se había llenado su vaso, lo olió y se lo bebió, y ahora su
lengua sobresalía de sus labios, lamiéndolos en sus bordes. Su atención vagaba. Sus
dedos, como tijeras, sostenían el pezón de su pecho izquierdo, pensando.
¿Por qué mi madre murió cuando me tuvo?

ebookelo.com - Página 85
Los senderos de Dios, querida. Nadie sabe.
Llovía polvo. El reflejo había perdido intensidad. El tapiz rosa se volvió menos
intenso. Las sombras que emergían desde el suelo separaron a la mujer de la chica.
Eileen sabía más cosas aparte de encender una luz. Los objetos sombríos de los que
su tía estaba rodeada, la jaula del loro vacía por la ventana —tía Milly insistía en que
Ludo (el loro) se envenenó, ella culpó al hombre que leía el contador del gas—. El
tocador y la cama con la que la figura reclinada de su tía parecía surgir, afilada y
dolorosa, para dispersar la tórpida sombra y por el cuerpo de su tía parecía existir y
traer todo de pronto a la dureza en la desnuda luz de la lámpara encendida. Sin luz la
atmósfera viciada era inocua y cálida. Y la voz de su tía desde algún lugar de entre las
almohadas ya estaba diciendo, Hora de irse a la cama, querida, No creo que tu tío
Sam vaya a venir por la noche.

Aunque la habitación estaba a oscuras, al abrir los ojos pudo ver la masa de una silla
y de un pequeño sofá delante de aquello tan inescrutable como el rostro del hombre
que se había casado con su tía y cuyo rostro se le apareció al abrirse las cortinas.
Mañana sería otro día y habría que llegar al trabajo más temprano para hacer aquella
corrección. Y encontrar una media sin carreras. La última vez que le había visto había
sido de noche también solo que afuera había estado nevando, y en la distancia ella
podía escuchar la indecisa música de la banda de metales del Ejército de Salvación
porque era navidad y estaban en la calle tocando villancicos. Cuando la puerta de
afuera se abrió y se cerró ella no pudo imaginar de quién podría tratarse y entonces de
pronto el tío Sam se encontraba en la cocina y la luz estaba encendida y ella llevaba
la pequeña bolsa negra que contenía sus botellas. Dejó la bolsa en la mesa y luego,
sin mirar a Eileen, que le miraba desde la cama de la cocina, él se dirigió hacia la
puerta del dormitorio del que salían voces risueñas.

ebookelo.com - Página 86
El hombre sagrado

EL hotel quedaba situado en un pequeño punto muerto cerca del Bal des Anglais. El
aspecto de la calle llamaba la atención dentro y fuera de ella, hundiéndose después de
la primera planta como una frente grande y afilada hasta que quedaba interrumpida
por la línea del horizonte. Detrás de la cresta del tejado, invisible desde la calle, había
una sola ventana en el ático y sobre ella una irregular fila de ruinosas chimeneas,
amarillas y negras, que estaban torcidas. No había fractura en la estructura de las
viviendas de la calle y el hotel se distinguía desde los edificios del otro lado por su
pronunciación y por la descascarillada pintura amarilla que cubría la pared exterior.
No era una calle luminosa. Rara vez el sol se filtraba a la altura de las segundas
plantas y, salvo más o menos un mes en verano, la planta baja quedaba sumida en las
sombras. En la calle había vida, y un gato colérico aislado; pero ante todo una calle
en la que morir.
La planta baja del hotel había sido una vez un bar frecuentado por africanos del
norte y prostitutas del barrio, y de él quedaba el escaparate. Arriba, las ventanas, que
se torcían en ángulos diferentes desde la perpendicular, miraban al exterior la
ausencia de sol y a través de la mugre como los ojos empañados de algunos de los
hombres ciegos o medio ciegos que en los últimos días habían llegado ahí para
quedarse. El acceso al pasaje que daba a la escalera se enmarcaba por una única
puerta angosta. Un hombre entrando por la calle sin sol en el oscuro corredor que olía
a humedad y orín y donde la roña se pudría estaba en el pasillo de veinte pies de
largo; inmediatamente a su izquierda quedaba la raja de luz amarilla que entraba bajo
la puerta; la vieja puerta negra de lo que antes fue el bar. Por aquella puerta, a
menudo, y especialmente de noche, llegaba una risa femenina. La habitación estaba
ocupada por tres mujeres alemanas que habían venido a Francia con el ejército
ganador y que, al igual que otros galones del ejército vencido, se habían quedado allí
de manera ambigua. Sus nombres eran Liza, Greta y Lili.
La escalera al final del pasillo era de madera. Sus peldaños, gastados y cóncavos
tras siglos de pies escalándolos, habían absorbido grasa, polvo, esputo y agua
derramada hasta que su superficie era como granito suave. El que quedaba empapado
y permanecía. A medio camino entre rellanos al doblar el descansillo, el agua caía
sobre palanganas de hierro inadecuadamente enrejado contra la basura que se hundía
en los desagües y causaba que cada palangana derramase sus contenidos sobre los
peldaños de abajo. Las habitaciones eran pequeñas. Salvo aquellas que daban a la
calle, sus ventanas se abrían a un conducto de ventilación que era su única fuente de
luz. Una de las habitaciones en la segunda planta estaba habitada por un húngaro
delgado. Permanecía toda la noche cerca de su ventana sin cortinas, viejo y en cueros,
y la llama de una vela repicaba en la piel y los capilares de su pequeño abdomen
según iba eligiendo y examinando los trapos que había reunido el día anterior. Su

ebookelo.com - Página 87
habitación estaba llena de prendas viejas, si bien, salvo cuando salía a la calle, no les
daba uso. A veces escupía por una hoja de vidrio roto y su baba bajaba el patio de
luces al fondo más abajo del nivel de la calle, donde las cajas rotas, somieres
abandonados y otros desechos se apilaban. Cuando hacía eso, se inclinaba
ligeramente hacia adelante, con un aire de aplicación, atento al sonido de su fractura.
Frente a él, en la segunda planta, con una ventana que daba directamente a la
suya, vivía una mujer con una sola pierna casi tan vieja como él, nativa de la ciudad.
Sus sordas maldiciones alcanzaban a los otros habitantes a través del conducto de
ventilación. A veces el húngaro se detenía en su tarea de inspección y miraba con su
único ojo bueno —el otro estaba hundido en lo que ahora era un rosado disco de
capilares— por la ventana sin luz desde donde ella maldecía. Cada mañana antes de
las siete ella cojeaba escaleras abajo con su muleta atrapada en la axila izquierda y el
muñón de su pierna amputada envuelta en una estola de lana gris, visible justo bajo el
dobladillo de su falda. Su rostro estaba torcido en una estática y roja mueca de
desdén, y la mano libre en el muro equilibraba su cuerpo mientras bajaba. En la
calzada echaba un vistazo antes de echar a andar, como una bisagra plegada, siempre
en la misma dirección.
Aparte de las mujeres alemanas, y todas ellas tenían más de treinta años, ningún
joven vivía ahí, y como los ancianos fallecían, si es que no se trasladaban a la casa de
beneficencia, al sanatorio, o a la prisión a causa de algún hurto o del alcoholismo
crónico, ningún joven aparecía para ocupar las habitaciones. Siempre era otro señor
mayor u otra señora mayor, más joven o mayor que el inquilino anterior, pero mayor,
y a menudo emancipado. Ya vivía en la madriguera de cinco plantas un jorobado, un
enano demasiado viejo para el circo, un hombre fuerte demasiado débil para romper
ninguna cadena, dos hombres ciegos cuyas blancas sondas rozaban las paredes y las
escaleras al lado o frente de ellos como si fueran antenas de insectos, un hombre
mudo, y la mujer ya mencionada con el pie amputado. El resto iban y venía, a veces a
pie y otras en una camilla. Y no hace mucho un hombre falleció en las escaleras.
Pero por encima de todo, y de un poder que quedaba intacto porque no fue
descubierto, estaba el hombre sagrado.
Por qué este hombre era sagrado, o cuán sagrado era, ninguno de los otros
residentes lo tenía claro. Que todos reconocían su santidad quedaba bastante claro por
el hecho de que todos se referían a él —y sin una pizca de ironía— como el hombre
sagrado.
Él estaba por encima de los demás, no solo porque no sufriese ninguna
discapacidad física —al menos si así era, nadie tenía conciencia— ni porque no
tuviese, ni precisara requerir, medios de subsistencia, ni incluso porque fuese
convenidamente sagrado, sino también en la medida que estaba por encima de ellos
en el espacio, por ello era él quien habitaba el ordenado ático en la cima de la casa,
una habitación que, de no ser por el hecho de que había tapiado la buhardilla con
tablones pintados de negro, era la única habitación del hotel que alcanzaba una vista

ebookelo.com - Página 88
ininterrumpida del sol y de los cielos azules.
El hombre sagrado había apartado el sol y los cielos azules de su habitación.
Llegó años atrás, casi más allá de la perenne memoria, vestido con un oscuro manto
para evitar ser reconocido. Tras aceptar la llave de Mme Kronis, la propietaria, trepó
las escaleras por primera y última vez. Llevaba con él una persiana negra de madera
con las dimensiones exactas de la ventana del ático, y con un martillo y clavos se
hospedó en la oscuridad como un vegetal. Desde aquel día en adelante nunca pondría
un pie en las escaleras, ni, por todo lo que sabían, en el piso o en el suelo, sino que se
había tumbado boca abajo en una sábana gris sobre una cama estrecha como el
capullo de un pulmón.
Se sabía, o al menos se sospechaba, que llevaba en semejante posición horizontal
más de diez años dentro de su caja negra en la cúspide del hotel.
A ninguno de los inquilinos les gustaba el sol, salvo a la mujer alemana que, en el
breve período del año en el que el sol moría al nivel de la calle, se sentaba con poca
elegancia a la vuelta de la esquina (donde una vez hubo un bar) y se rascaba la carne
colgante de sus muslos, blanca como un folio, que, en su reclinada posición con los
tobillos alzados, gritaba, como si poseyera fauces, al sol. Pero evidentemente nadie
odiaba el sol tanto como el hombre sagrado, ni el delgado húngaro ni ninguno de los
inquilinos que salían cada día a mendigar en aquellas partes de la ciudad frecuentadas
por turistas en verano. Un mendigo en verano tenía que sudar, y aquellos que se
entregaban a sus extremidades truncadas cerca de los puentes donde los turistas se
congregaban lo hacían a plena luz del sol, pues el sudor agravaba su demacración, y
el horror de la caridad.
Y así al comienzo de tal extraña hibernación, a pesar de suceder en aquella
crepuscular catacumba donde toda la carne era blanca ante la ausencia de sol,
provocó un enorme intercambio de comentarios, y varias teorías fueron sucediéndose
con el curso de los años para aliviar su extrañeza a la comprensión general.
El primero fue el obvio: el hombre estaba muerto.
Tal razonamiento ocasionaría menos consternación que cualquier otro. Vivir,
crecer y morir: el proceso provocaba poco interés. Aquellos que no estaban muertos
se estaban muriendo, o estaban preparándose para morir en un futuro cercano o en
invierno; la mayoría creía que aguantaría al menos hasta el invierno y la helada.
Cierto era que pocos morían en el hotel. El hombre que murió en las escaleras, un
hombre enorme de Lille con una montaña de peso que cargar durante cinco tramos de
escalera, había sufrido unos espasmos en la escalada. Aquello fue inesperado, el
repentino golpazo a eso de la medianoche mientras su cuerpo caía de espaldas abajo
por la estrecha escalera, si bien él había estado bebiendo en exceso y tenía problemas
de corazón; normalmente subía muy despacio, dando unos cuantos pasos cada vez.
La mayor parte de ellos quería salir para morir, a la casa de beneficencia o al
sanatorio, y si alguien regresaba preguntando por una habitación vacante, Mme
Kronis decía estar esperando una llave en pocos días. Por cada hombre muerto, una

ebookelo.com - Página 89
llave; normalmente se la devolvían los policías que subían las escaleras tras ella para
hacer inventario de los efectos del fallecido. Más tarde, si le preguntaban, decía: su
llave llegó hoy. Tenemos una llave si quiere.
Pero no era natural que un hombre a punto de morir hiciera una cripta de su
habitación. El sol era irrelevante. Si el hombre sagrado estaba muerto también había
muerto en la oscuridad. Un hombre que quería morir con un poco de dignidad. La
oscuridad lo hace más fácil. Apagaba el mundo.
Sí, no era difícil pensar que el hombre sagrado estaba muerto, de no haber sido
por la testaruda reaparición de síntomas de vida. Cien pequeños hechos se
combinaban para hacer insostenible la teoría.
En primer lugar, y quizás esto fuese lo más significativo de todo, no había llave.
Segundo: las mujeres alemanas tenían una prueba directa. En los últimos años, Liza,
Greta y Lili, en estricta rotación y sumisión total a alguna autoridad desconocida,
habían estado a cargo de su comida y retirado sus excrementos. Era cierto, o eso
decían ellas, que nunca habían visto al hombre sagrado. La habitación estaba en
completa oscuridad. A veces habían intentado conversar, pero la masa sobre la cama
—su única relación con aquella masa era el sonido de la pesada respiración— seguía
inerte y sin voz; sin embargo, tenían conciencia de él. Allí había algo, decían; lo
podías sentir en tu piel, y el hedor del lugar era asfixiante. Todo el aire que llegaba
tenía que entrar y salir, y así la fetidez que despertaba ni disgustaba ni volvía
incrédulos a los demás inquilinos. Era llamativo pero carecía de importancia.
Por supuesto, las mujeres alemanas podrían estar mintiendo. Pero que hubiesen
estado mintiendo durante años, subiendo cada día al ático con comida para un
hombre muerto (o un hombre que no existía) y dejarla allí y luego volver con el
orinal, parecía improbable. Era gracioso; a no ser que lo hubiesen asesinado y
estuviesen intentando encubrirlo ellas mismas. Aquella teoría se propuso y provocó
tanta indignación entre los inquilinos que unos pocos se reunieron, y, sin consultar a
Mme Kronis, trajeron a la policía al hotel. A pesar de sus protestas, los policías
insistieron en entrar a la habitación y mirar con sus propios ojos. Se les permitió
hacerlo solo con la condición de que el resto de inquilinos se quedase abajo; ellos
escucharon su discusión sobre intromisiones y ladrones mentirosos mientras ella
subía despacio y con dolor guiando a la policía.
No llevó mucho tiempo. Momentos después, el policía bajó y sin decir ni una
palabra se perdió en la noche. Al poco la propia Mme Kronis bajó, aún farfullando
bajo su respiración, y desapareció en su habitación, cerrando la puerta tras de sí.
La procesión de días continuaba sin interrupción; en ella, como siempre, Liza,
Greta y Lili se ocupaban de la comida y cargaban con desperdicios para el hombre
sagrado y del hombre sagrado. Alguien dijo que Mme Kronis había sobornado al
policía. Aquello era bastante posible. Mme Kronis era rica y los policías eran
humanos. ¿No era así? Sin embargo, en general los inquilinos estaban convencidos.
El hombre sagrado estaba vivo, incluso si su vida no era lo que uno esperaba de un

ebookelo.com - Página 90
hombre; se parecía más a la vida de una babosa o la de un chinche, ¿qué importaba?
Quizá hubiese ido allí a fallecer y no había fallecido aún, o estaba falleciendo pero le
estaba llevando demasiado tiempo. Aquello sería encomiable. Todos eran de la
opinión de que un hombre debería disponer de mucho tiempo para morir.
Y tal vez aquello era lo que era: simplemente su muerte estaba llevando
demasiado tiempo. Se había embalado a sí mismo en su cámara de gas antes de morir,
y luego, viendo que despertaba, concluyó que su muerte sería el día de después, y
luego no se molestó en desarmar el postigo que le apartaba del sol y del cielo azul.
Aquello habría sido acertado. Tras haber sobrevivido tanto a sus expectativas hubiese
sido una pena ser descubierto dando cabezadas con la contraventana bajada. Hasta
podría haber tenido un ataque de haber hecho el gran esfuerzo que requería tirar abajo
un postigo tan firmemente instalado con aquellos largos clavos. Es de suponer que no
era ningún idiota ni deseaba sólo a medias morir antes de que fuese estrictamente
necesario.
Por otro lado —fue el delgado húngaro quien propuso esto— era muy probable
que el hombre sagrado pensase que estaba muerto. Aquello también respondería a su
pasividad. Si pensase que estaba muerto, también pensaría, y con lógica, que no había
necesidad de actuar, ni actuar ni decidir actuar, porque ciertamente debía ser de la
opinión de que la voluntad —la voluntad personal distinta de voluntad de Dios que
todo lo ocupa— dejaba de ser efectiva tras la muerte. Y el hecho de que hubiese
existido en la oscuridad por un período de tantos años naturalmente conduciría a la
creencia de que estaba suspendido en el purgatorio a la espera del juicio final de
Dios. Aquello, pensaba el delgado húngaro, lo explicaba todo, incluyendo los oídos
sordos que pegó a la conversación de voces roncas de las mujeres alemanas, las
cuales, mientras él estaba muerto y más allá de los defectos de la carne, ciertamente
interpretaría como la tentación alucinatoria de aquella parte de su alma a cuyo cargo
él quedaba condenado al limbo. Le preocupaba estar poseído por sus alucinaciones,
pues al asimilarlas demostraría su elemental carnalidad más allá de la duda y de la
tumba incluso, sintiéndose en peligro inminente de caerse fuera del limbo y hacia
algo mucho peor. El hombre sagrado, concluyó el húngaro, era sabio así como
sagrado.
La teoría de la mujer que tenía el pie amputado era menos sutil, y, en aquellas
raras ocasiones en las que se aventuraba más allá de sus monótonas blasfemias para
expresar una opinión, la suya se articulaba con una convicción ardua y quebradiza. El
hombre sagrado no era ni más ni menos que el demonio en sí mismo, justo encima de
todos nosotros, sabía Dios; las mujeres alemanas, las tres, eran brujas, y al igual que
los alemanes y merecían ser quemados.
Las mujeres alemanas tampoco eran populares, nunca lo habían sido desde que
llegaron allí de manera ambigua. En relación al hombre sagrado, eran sospechosas de
ocultar información. Lo cual ya era exasperante en sí mismo y sentaba en gran
medida el terreno del desagrado que causaban, pero aquello no era todo. Sus cuerpos

ebookelo.com - Página 91
y su atildada y poderosa risa estaban fuera de lugar. Aquella era la risa de los vivos
contra los condenados; parecía altamente improbable que fuesen a morir pronto, y
posiblemente sobrevivirían al resto durante medio siglo. Ninguna inquilina podía
esperar olvidar aquel insulto. Un inquilino masculino podría y, estando solo, lo hacía
más a menudo que no, ¿pues no había sido un hombre antes de viejo?
Pasaron los veranos, y luego los otoños, los inviernos y las primaveras. Nadie
mandó a la policía a causa del hombre sagrado. Además, con el paso de los años se
hablaba de él de manera cada vez más espaciada. En los inviernos había más llaves
disponibles. El porcentaje siempre era más elevado en invierno. Entre otras, estaban
las llaves del jorobado, del enano demasiado mayor para el circo, del hombre
poderoso pero demasiado débil para romper cadenas, y las del hombre que, cruzando
un bulevar, fue accidentalmente arrollado por un autobús. Los inquilinos llegaban, los
inquilinos se iban, algunos fallecían, otros sobrevivían. En los veranos, Liza, Greta y
Lili pasaban el rato en su umbral, sus gruesos muslos expuestos y sus anchas caderas
templadas por la templada piedra que había bajo ellas. Se reían con los
norteafricanos, haciendo un guiño o riéndose a carcajadas de algún turista perdido, y
divirtiéndose ellas mismas al rascar y comparar sus rodillas. Había un momento del
día en el que una de ellas hacía las tareas para el hombre sagrado, Liza o Greta o Lili,
subía las escaleras que, en días pasados y con los ojos de un hombre extraño
siguiendo el lento balanceo de sus caderas, habían subido para otros propósitos. Todo
el año, discretamente, recibían visitantes en la habitación que antes había sido el bar
o, alternativamente, iban con ellos al hotel en la esquina, pues algunos hombres, a
veces, preferían intimidad al hacer el amor. El delgado húngaro seguía exhibiendo su
desnudez a aquellos que le plantasen cara por el conducto de ventilación, cogiendo
sus trapos, escupiendo y esperando cual pájaro, y elaborando su propia teoría acerca
del hombre sagrado. Cada día empujaba un cochecito de bebé en forma de tina por el
vecindario y más allá, a la busca de trapos. La ciudadana siguió maldiciendo con la
fría y húmeda fetidez del conducto de ventilación y espantada escapó del hotel hacia
la «silenciosa» calle. El resto de los inquilinos se entregaron a sus viejos hábitos, o, si
eran nuevos inquilinos, traían nuevas o viejas costumbres al hotel. Y entonces, de
manera bastante abrupta, llegó por anticipado la primera de cierto año.
El final llegó deprisa. Un día todo marchaba como siempre. Y al día siguiente
sucedió.
Lili, en mitad de su coro, tuvo la repentina e irreprimible impresión de que el
hombre sagrado estaba muerto. La atmósfera en su pequeña caja negra contenía un
elemento nuevo y amenazante. Husmeaba y le picaba la piel. Al llevar el orinal en
una parte iluminada de la escalera, comprobó que estaba vacío. Volvió a la habitación
y habló silenciosa y urgentemente a lo que ella creía que sería el hombre sagrado. De
pronto había dejado de respirar. Como siempre, no hubo respuesta. Pero esta vez, con
una sensación irreprimible de que algo había cambiado, estiró la mano y tocó. La
retiró deprisa. No comprendía lo que acababa de tocar. Con manos trémulas encendió

ebookelo.com - Página 92
una cerilla. En este punto profirió un grito largo y espeluznante y huyó a toda
velocidad escaleras abajo tan rápido como sus piernas gruesas y cortas podían
soportarla. Llegó a la habitación que albergaba el bar antes de que alguien tuviese
tiempo de interceptarla. Allí se encerró deprisa, y a pesar de los golpes fuertes que le
llegaban desde fuera, logró huir del hotel al anochecer, sin decirle a nadie lo que
había ocurrido.
Liza se fue aquella misma noche con un marinero de Marsella, y Greta, la mayor
aunque más pechugonamente hermosa de las tres, subió a Pigalle donde (en las
noches siguientes) bajo miles de destellos del color de su carne brillaba de manera
blanca y desnuda en un oscuro club nocturno. Ella se fue apenas una hora después de
Liza.
Mme Kronis había tomado el control de los inquilinos. Tenía un poder
asombroso. A ninguno de los otros inquilinos se le permitió ver el ático donde, según
Mme Kronis, el hombre sagrado, pobre alma, yacía muerto.
Al día siguiente fue el funeral. Mme Kronis, el húngaro delgado, un hombre ciego
y la mujer que había perdido un pie acudieron a seguir el féretro. Mme Kronis, ahora
que las mujeres alemanas se habían ido, decidieron reabrir el bar. A la par, ella hizo
saber que había una llave libre.

ebookelo.com - Página 93
Preludio al quinto volumen de las memorias de Frank
Harris

AQUELLOS que hayan leído los comentarios de M. Girodias acerca de Harris en la


antología de Olympia sabrán que aquel famoso volumen 5 se componía en verdad de
un fajo de notas sin relación entre sí, como unas cien páginas malamente
mecanografiadas y encuadernadas, si no recuerdo mal, con una pequeña mancha de
corrido azul. M. Girodias escribe que yo estoy «locamente entusiasmado con la sola
idea» de enterrar la reescritura. Esta aseveración precisa de alguna aclaración. Al
tiempo que trabajé en los dos volúmenes del famoso (o conocido) trabajo, había
concebido un profundo desagrado hacia el grandilocuente hombrecillo responsable de
ellos. Y cualquier entusiasmo que sintiese al «falsificar» un quinto volumen se
derivababa de la excelente oportunidad que se me permitía para cometer un acto de
sabotaje literario y, si se me permite la expresión, para «burlarme de él», utilizando su
propio estilo deplorable en el ejercicio de la corrupción. Este es el proceso al que
recurro.
Durante años este truco literario fue un secreto a buen recaudo. Y los lectores
podrán imaginar mi sorpresa cuando aquel libro que fue best-seller, Pornography and
the Law, apareció por primera vez. En la sección que trata el personaje de Frank
Harris, ¡casi todas las citas provenían del quinto volumen y de aquella parte de la cual
yo mismo era responsable!
En aquel entonces algunos amigos míos de la biblioteca Kinsey en la Universidad
de Indiana vinieron a visitarme a Nueva York.
Buscaban información general sobre las obras publicadas en Olympia Press…
debió de ser en 1959, cinco años después de la aparición del volumen quinto… y
como eran amigos míos, y dado que estaban involucrados en un trabajo que
consideraba que era serio, decidí que al menos era hora de sacar a relucirlo. Si fui yo
el primero en hacerlo, o si el propio Girodias lo había hecho antes, es algo que no sé.
Dos años antes tuve el placer de encontrar a los autores de Pornography and the Law,
y he de decir que se tomaron nuestra broma muy bien. En cualquier caso nos hicimos
amigos.
No creo que sea la persona más adecuada para juzgar los aciertos y los errores de
este «fraude» literario; pero entonces creía, como creo ahora, que algunos
universitarios están lejos de disfrutar al ser engañados a bocajarro ni entender este
acto de decepción literaria como algo bueno y hecho desde la diversión. Aquellos que
ahora se ofrecen a decir que por supuesto el quinto volumen fue evidentemente
espurio, llegaron, si se me permite decirlo, bastante tarde. Al menos durante cinco
años todo el mundo fue engañado, y soy consciente de que nadie está exponiendo el
«texto obviamente espurio» hasta algún tiempo después de que yo hubiese hablado
con mis amigos de la biblioteca Kinsey. Aquí además hay otro ejemplo de lo fácil que

ebookelo.com - Página 94
es confundir en el campo cultural a los «expertos». El «espurio» volumen cinco ha
vuelto a publicarse. De nuevo tengo que estar en desacuerdo con M. Girodias en tanto
que en mi trabajo nunca he contemplado producir una auténtica «suntuosa obra de
arte». Aquello habría llevado mucho más que los diez días que verdaderamente pasé
escribiendo, e incluso si pudiera haberlo llevado a cabo en diez días, ciertamente uno
se tendría que haber deshecho de las propias notas de Harris para tener alguna
posibilidad de éxito. Pues, cándidamente, aquellas páginas por las cuales Girodias
«pagó mucho[8]», fueron de la peor escritura que jamás he tenido opción de leer.
Que el libro vuelva a salir ahora no es decisión mía, aunque yo crea que
probablemente merece la pena. Naturalmente, por miedo a la censura, hemos tenido
que eliminar algunas de las escenas más extravagantes. Lo bastante puede que
permanezca, no obstante, para mostrar al lector informado con los primeros cuatro
volúmenes lo que yo traté cuando satiricé a Harris en el volumen cinco.

Londres, 1966

ebookelo.com - Página 95
Carta a Samuel Beckett

30 de agosto de 1954

Querido Señor Beckett,

No estoy muy seguro de qué tipo de respuesta espera de mí. El frío tono de su última
carta hace difícil que pueda decir nada.
En lo que concierne a su texto en el último número de Merlin, la decisión de
utilizarlo ahora y no en el siguiente número fue repentina, y contaba con la
convicción de Seaver de que el texto había pasado por usted. Permítame que desde ya
le diga que estoy totalmente satisfecho de que Seaver dijese la verdad sobre el asunto.
Él tiene un gran respeto hacia usted como para intentar sortear sus deseos. En cuanto
a las pruebas, las circunstancias bajo las cuales Merlin se imprimió en esta ocasión
hacen casi imposible que se las enviásemos, y nuestra propia revisión del manuscrito
fue tan concienzuda que estábamos seguros de que estaría satisfecho. Lamento
mucho que no. No tengo mucho más que decir.
La cuestión de nuestra deuda para con usted la he explicado con anterioridad.
Toda la complicación surge del hecho de que usted estuviera en Irlanda y no hubiese
dado instrucciones específicas. Como sabe, ha sido Girodias de Olympia Press quien
ha manejado la venta y las cuentas de Watt. Cuando recibí su última carta, él estaba
atravesando una época complicada y era bastante difícil fijar una fecha precisa para el
pago. Ahora, afortunadamente, su situación es mejor y puedo asegurarle que 85.000
francos le serán abonados en su cuenta de París al término de este mes.
Que usted sea capaz de reunir tantas recriminaciones de manera directa y
mediante insinuaciones acerca de una pequeña página hace honor a su habilidad
literaria, pero dice poco de lo que yo creía que era nuestra amistad. Realmente siento
más de lo que pueda decir que se viera obligado a adoptar el tono que empleó en su
misiva.
De haber estado aquí en París, supongo que cambiaría de opinión. Realmente no
creo que tenga mucho de lo que quejarse en lo que a nuestro tratamiento con usted se
refiere. Todo el equipo ha trabajado duro y con lealtad durante un largo tiempo en el
cual se han cuidado sus intereses, y siempre que ha habido una posibilidad de
fricción, hemos subordinado nuestros otros intereses a sus deseos.

ebookelo.com - Página 96
Extracto de «Joven Adam»

ESTOS son tiempos en los que aquello que se diga te observa a través del pasado;
observa como alguien frente a una ventana mientras tú estás en la calle caminando.
Horas pasadas y acciones pasadas asumen un aislamiento misterioso; entre ellas y tú,
que ahora las miras en retrospectiva, no hay continuidad.
Esta mañana, nada más salir de la cama, miré al espejo. Es de hierro cromado
plateado y siempre lo llevo conmigo. No se rompe. Mi barba ha crecido de manera
imperceptible durante la noche y ahora mis mejillas y mentón estaban cubiertos de
una barbita corta. Mis ojos no estaban tan inyectados en sangre como la noche
anterior. Tuve que haber dormido bien. Miré mi imagen durante unos instantes y no
pude percibir nada raro en ella. Era la nariz y la boca de siempre, y la pequeña
cicatriz clavándose en mi párpado izquierdo ya no era tan clara como el día anterior.
Nada fuera de lugar y aún así todo era, pues allí entre el espejo y yo mismo existía la
misma distancia, la misma fisura en continuidad que siempre he creído que existe
entre los actos que cometí ayer y mi presente conciencia de ellos.
Pero no hay problema.
No cuestiono si soy el «yo» que miraba o la imagen que era vista, el hombre que
actuaba o el hombre que reflexionaba sobre la acción. Ahora sé que es la propia
estructura del lenguaje la que es traicionera. El problema se revela en cuanto yo
empiezo a usar la palabra «yo». No hay contradicción en las cosas, solo en las
palabras que inventamos para referir cosas. Es la palabra «yo» la que es arbitraria y la
que en sí misma contiene su propia inadecuación y su propia contradicción.
No hay problema. Una risa de hiena en algún lugar más allá del oscuro límite del
universo. Me aparté entonces del rostro en el espejo. Entre entonces y ahora he
fumado nueve cigarrillos.

* * *

Había venido flotando río abajo, esbelto, como una maraña de semillas. Ella era
hermosa de una manera pálida; no su rostro, aunque aquello no era malo, sino la
forma en que su cuerpo parecía haberse entregado al agua, su absoluto gesto de
abandono, las largas piernas blancas separadas y rezagadas, se arrastraban hacia abajo
ligeras hasta los pies.
Inclinado yo sobre el límite de la barcaza con un bichero no pensé en ella como
una mujer muerta, ni siquiera cuando miré su rostro. Ella era como algún hermoso
hongo de agua blanco, una cosa extraña y brillante que emerge de las profundidades,
y sus extremidades y su carne tenían la perfección y madurez de una seta grande.

ebookelo.com - Página 97
Pero era el pelo antes de nada; varaba separado de la cabeza cual largas hebras de
hierba. Solo eso estaba vivo, y dado que el cuerpo iba lento, pesado, tórpido, se había
convertido en un bosque de antenas, acariciando, alimentando el agua, de manera
intrincada.
No fue hasta que Leslie me insultó por ser tan inepto con el bichero cuando me
aparté a un lado. Alargamos nuestras manos. Cuando sentí la carne helada bajo las
puntas de mis dedos me moví más deprisa. Estaba hundiéndose fuera del alcance de
nosotros y se derramaba suave y obscenamente contra el pantoque. Lo estaba tocando
de manera que me hizo advertir cuán hinchada estaba.
Leslie dijo:
—¡Por el amor de Dios, tranquilízate de una maldita vez!
Me agaché hasta que mi cara casi tocó el agua y con mi mano derecha se agarró
de uno de los tobillos. Entonces ella se dio la vuelta con suavidad, como el grueso
vientre de un pez. Juntos la arrastramos a la superficie, goteando una cortina de agua
del río, sobre la cubierta. Su peso se acomodó con un chapoteo plano sobre los
tablones de madera de la cubierta. Pronto se formaron charcos de agua en las rodillas
y donde el mentón se apoyaba.
La miramos a ella y luego nos miramos entre nosotros pero ninguno de los dos
dijo nada. Era obscena, a la manera en que la muerte normalmente lo es, amenazante
y obscena al mismo tiempo.
«Ciento treinta a once peniques la libra»: un pensamiento irrelevante… no supe
cómo me vino, y por más de una razón, en parte porque sabía que Leslie estaría
horrorizada, no lo dije. Más tarde sabréis lo que quise decir.
La ambulancia no llegó hasta después del desayuno. No creo que se diesen prisa
dado que ya les dije al teléfono que estaba muerta. Arrojamos un par de sacos de
patatas sobre ella para no asustar al chico y entonces crucé e hice una llamada y volví
al desayuno con Leslie y su mujer y el niño.
—¿No hay huevos esta mañana? —dije.
Ella dijo que no, que se había olvidado de comprarlos ayer cuando fue a la tienda.
Pero yo sabía que no era cierto porque había visto cómo los sacaba de la canasta
cuando volví. Aquello me enfadó, que no afrontase el problema de recordar que había
examinado las cáscaras porque pensaba que habría roto uno de ellos, y yo ahí en la
cabaña. Era una especie de insulto.
—¿Sal? —dije, el monosílabo portaba el cínico peso de mi incredulidad.
—Te estoy mirando a la cara —dijo ella.
Estaba húmedo. Tuve que rasparlo del lado del plato con mi cuchillo. Ella ignoró
el sonido de arañar y Leslie, su rostro haciendo movimientos nerviosos como a veces
hacía, siguió leyendo el periódico.
Fue solo cuando había empezado a comer mi bacon cuando me di cuenta de que
habían comido huevo. Pude ver los indicios en los dientes de sus tenedores. Y
después de haber hecho todo el camino por el muelle al teléfono… Leslie se levantó

ebookelo.com - Página 98
ruidosamente, sin su segunda taza de té. Él estaba avergonzado. Ella me dio la
espalda y yo echaba pestes de ella para mis adentros. Un instante después ella
también subió al muelle, llevando consigo al niño, y yo me quede solo terminando el
desayuno.
Todos estábamos en el muelle cuando llegó la ambulancia. Era una de aquellas
ambulancias nuevas y aerodinámicas, y los hombres eran muy elegantes. Dos policías
llegaron a la vez, uno de ellos era sargento, y Leslie desembarcó para hablar con
ellos. Jim, el niño, estaba sentado sobre un cubo respingón cerca de la proa para
disfrutar de una buena vista. Comía una manzana. Yo aún estaba irritado y me senté
sobre una escotilla y esperé. Miré al agua y la silueta, negra como un búfalo, de un
remolcador que se arrastraba río arriba cerca de la orilla distante. Junto a él en la
orilla lejana, una red de grúas y vigas rodeó un barco. «Navegar en un barco como
ese», pensé, «a Montevideo, Macao, cualquier sitio. ¿Qué demonios estoy haciendo
aquí? El pálido norte». Aún era pronto y la luz seguía siendo tenue pero ya un suave
disco de humo se componía a la altura de los techos.
Entonces la gente de la ambulancia estaba en el muelle y subieron a la gabarra y
yo señalé dónde habíamos puesto el cuerpo bajo los sacos. Les dejé a ello. Pensaba de
nuevo en la mujer muerta y en el huevo y la sal y me aburría el hecho de que el día
estuviera empezando y no terminando, cada día como los demás, similares a los
abalorios en una cuerda, solo con el trabajo sobre la gabarra, y Leslie para hablar.
Pues rara vez hablaba con Ella, quien daba la sensación de que yo no le agradaba y de
que ella me aguantaba a causa de él: un mal necesario, el jornalero.
Y entonces advertí a Ella tendiendo algunas prendas en la popa.
Alguna vez la había visto hacerlo pero nunca me había impactado del mismo
modo. Siempre había pensado en ella como la mujer de Leslie —ella le gritaba por
alguna cosa o lo llamaba Señor Altanero con voz sarcástica— y no como una mujer
que pudiese atraer a otro hombre. Aquello nunca se me había ocurrido.
Pero ahí estaba ella, intentando no mirar alrededor, fingiendo que no estaba
interesada en lo que estaba pasando, en los hombres de la ambulancia y todo eso, y
me encontré a mí mismo mirándola de un modo distinto.
Ella era una de esas mujeres recias, de menos de treinta y cinco años, con fuertes
nalgas y grandes muslos, y lucía un ajustado vestido verde de algodón que había
alzado sobre los dorsos de las rodillas según se estiraba a tender las prendas en la
cuerda, y pude ver la carne rosa de sus tobillos creciendo sobre el borde trasero de sus
zapatos. Sin duda era muy recia, pero su cintura era pequeña y sus piernas no estaban
mal y me encontré a mí mismo atraído por la mirada fuerte de ella. Yo la miré, y pude
ver su caminar por un parque de noche, sus talones tableteando, solo un poco
apresuradamente, y sus blancas pantorrillas estaba moviéndose justo frente a mí, cual
larvas luminosas en la oscuridad. Y pude imaginar el sonido de sus muslos mientras
sus superficies se arañaban.
Mientras se levantaba sus nalgas se apretaron, el propio algodón se ajustaba, y

ebookelo.com - Página 99
luego se posó sobre sus tobillos inclinados, y sacudió el agua sobrante de la siguiente
prenda.
Un momento después miró alrededor. Su curiosidad había hecho mucho por ella,
y ella me pilló mirándola. Ella miraba con incertidumbre. Se sonrojó un poco, tal vez
recordando el huevo, y luego, muy rápidamente, volvió a su faena.
El sargento de policía estaba tomando notas en un cuadernito negro,
ocasionalmente lamiendo el extremo de su lápiz, y el otro policía estaba de pie con su
boca abierta mirando a los camilleros, que parecían estar tomándose su tiempo. Ellos
habían dejado a un lado la camilla sobre el muelle y yo estaba mirando
inquisitivamente al sargento de policía, que revisaba y miraba bajo la sábana que
ellos habían puesto sobre ella cuando la pusieron en la camilla. Uno de ellos escupió.
Eché un vistazo de nuevo.
Por el rabillo del ojo vi moverse las piernas de Ella.
Cuatro niños de algún sitio, la clase de niños que mataban el rato en parcelas
vacías, cortejos fúnebres o accidentes en la calle, permanecían plantados como a unos
cinco metros boquiabiertos. Habían estado allí casi desde el principio. Ahora los otros
policías les pidieron que se marchasen.
De mala gana, se marcharon, entreteniéndose. Se sonreían y murmuraban. Luego
chillaron al policía que hacía gestos y corrieron. Pero no fueron muy lejos, solo a la
vuelta de la esquina del cobertizo al otro lado del muelle, y pude verlos asomando sus
cabezas por la esquina, trepando unos encima de otros para mirar. Recuerdo que uno
de ellos tenía un llameante pelo rojo.
Los hombres de la ambulancia habían subido la camilla otra vez pero uno de ellos
tropezó. Una desnuda pierna muy blanca asomaba por debajo de la sábana y colgaba
por el suelo como una chirivía. Miré a Ilia. Ella estaba mirándolo. Estaba horrorizada
pero parecía fascinarle. No podía apartar sus ojos.
¡Guau!, dijo el hombre de detrás.
Bajaron la camilla de nuevo y el hombre de delante se giró y colocó la pierna
fuera de la vista. La cogió como avergonzado.
Y luego izaron la camilla hacia el fondo de la ambulancia y cerraron las puertas
de golpe. En aquel momento Jim terminó su manzana y arrojó el corazón al gato, que
estaba acuclillado al límite del muelle. El gato saltó, corrió un poco, y luego caminó
con la cola en el aire. Jim sacó un silbato de estaño y empezó a jugar con él.
El sargento cerró su cuaderno, pasó el elástico alrededor de él y fue a hablar con
el conductor de la ambulancia. Leslie estaba encendiendo su pipa.
Leslie había sido un hombre grande cuando era más joven, y aún era grande
entonces, pero sus músculos estaban dejando paso a la carne y su rostro era grueso
por el mentón de modo que su cabeza tenía aspecto de un cuadrado de gelatina rosa
que hubiese sido aspirado drásticamente en su cima, y, dado que él no se afeitaba
muy a menudo, el rosa tosco de sus mejillas estaba cubierto por una barba incolora.
Tenía pequeños ojos azules iluminados y hundidos como botones en cera blanda, y

ebookelo.com - Página 100


podían parecer amables o enfadados. Cuando estaba borracho eran rosas y
amenazantes. Por la manera en que se encontraba, pasando adelante y afuera de la
manzana pelada de Adán al latón de la hebilla de su cinturón, podrías comprobar que
no era joven; cincuentón, supongo.
La ambulancia se alejaba y el sargento fue a hablar de nuevo con Leslie.
Recuerdo que me divertí cuando él debió dirigir todas sus observaciones a Leslie.
Miraba al gato olfatear algo que parecía la columna vertebral de un arenque cerca de
la pared del muelle.
Intentó darle la vuelta con su pata. Luego escuché a Ella gritar a Jim. Parecía que
no lo había visto antes.
¡Pensaba que te había dicho que te quedases debajo! ¡Te voy a llevar con tu
padre!
Y después ella se giró hacia mí y dijo que tenía que haber estado atento de que el
chico no se despistase. ¿Pensaba que era bueno para él mirar un cadáver? Ella dijo
que ella pensaba que puse los sacos sobre el cuerpo para que no sintiese miedo. A
punto estuve de decir que no parecía amenazarme mucho, ahí sentado tocando «thou
art lost and gone forever, oh my darling, Clementine» on his tin whistle[9], si bien
pude ver que no estaba muy enfadada. Pude ver que de algún modo trataba de
recuperar su trasero de la larga mirada que le eché al culo, y aquello me divirtió y yo
no dije nada. Ella se apartó, alzó el barreño que contenía las prendas mojadas y
escuché su impacto por la escalerilla dentro de la cabaña. Luego, de pronto, me reí. El
niño me estaba mirando. Pero seguí riéndome.

ebookelo.com - Página 101


Tercera parte

«Los concurridos y brillantes días de mi primera y larga estancia en París habían


llegado a su fin. De pronto era como si ya no tuviera nada, sin mujer; ni amor, ni
Merlin, ninguna certidumbre compartida; estaba solo y… al margen de París…
desconocido. Joven Adam, escrito en 1952 y el primero de un nuevo género de libro,
había sido rechazado virtualmente por todas las editoriales de Inglaterra y el
manuscrito amarilleaba día tras día en el cajón de un editor en Nueva York…
¿tendría que seguir el ejemplo de mi amigo Beckett, y ponerme a escribir en
francés?».

ebookelo.com - Página 102


Un ser de distancias[10]

AHORA quedaba atrás, la estación, el vapor amarillo. El tren avanzaba despacio


fuera de la estación, desplazándose furtivamente contra las cabinas de cambio de
agujas y los vagones abandonados, y luego, incongruentemente, adonde un muro se
caía, contra las ventanas pálidamente iluminadas de un bloque. Atisbos de canaletas
aherrumbradas, tapices estridentes, pero ahí había vida, o quedaba separada por una
cortina y se veía; vallas publicitarias, Gordons Gin, Aspro, Sandeman’s Fine Oíd…
hasta que sintió que el tren arrancaba de nuevo por los raíles hacia una nueva
dirección.
Casi estaba oscuro, y el hombre mayor cuyo rostro había envejecido en la última
media hora y con el que había caminado por el andén se encontraba en el pasado,
delante de él.
Poco después los radios de la ciudad rotaron y menguaron desde la ventana del
vagón y, gradualmente, una inquietud en su propio cuerpo y el ritmo de las ruedas
sobre los raíles llegaron a él —su mente, sin imágenes, fijada en su padre— y luego
desde algún lugar en su cabeza, como un sabueso que tira de una correa, el fino grito
del motor mientras se movía más rápido por el campo abierto.
Estiró las piernas y advirtió el lodo en las grietas de sus zapatos. La chica que se
sentaba enfrente llevaba un abrigo rojo. Fue lo primero que advirtió, y luego el lustre
mate como de nabo en sus pesadas piernas y los tímidos pies metidos en zapatos de
ante negro gastado. Pies cansados, blancamente arqueados, torpes. Una cerilla
gastada permanecía junto a su pie izquierdo. No levantó la vista —era consciente de
que él pretendía mirar al suelo del vagón— y pronto las piernas fueron simplemente
un brillo en el que él fue consciente de la sensible y delicada cualidad de antena de
los vellos. Lamentó luego haber entrado al tren.
Porque ahora su padre estaría solo. Y pronto encendería la luz de su habitación y
estaría solo. Pero al final —las piernas de ella se cruzaban en las rodillas, su falda
negra donde el abrigo se quebraba estaba tensa sobre la rótula contra la carne—, al
final, siempre sería así, ninguna intrusión de su yo lo alteraría. Para llegar a un
hombre era necesario aceptar sus premisas, y con su padre aquello había sido
imposible. Había sido incapaz de decir «no durará mucho», pues estaba harto de su
propia voz, de disimular, y en cualquier caso, ambos, su padre y él, lo sabían —«La
próxima vez me tocará a mí»— cuando aquella tarde se miraron el uno al otro en la
tumba de su tío.
El féretro tenía accesorios de latón y olía a barniz. Se apoyaba en los caballetes de
madera en mitad de la habitación, la habitación «azul», y había dominado la
habitación como el altar que domina una pequeña iglesia, los pilares azules, y por
encima de todo aquello quedaba el olor de las flores y la muerte y el barniz —como
el olor a manzanas de sidra, pensaría— que ponían a las plañideras a una distancia

ebookelo.com - Página 103


separada del hombre fallecido más allá que la de sus moribundos. El olor invadía toda
la casa, se topó con alguien en la puerta, y mientras las plañideras llegaban con sus
camisas blancas y corbatas negras, estrechando las manos, hablando en tonos
silenciados, cabeceando a los otros conocidos lejanos, descendió sobre ellos,
cristalizando su emoción, e inexorablemente los atrajo hacia la habitación por encima
la muerte.
En la habitación levantó la mirada desde el rostro de cera del hombre fallecido
hacia las altas cortinas azules con sus flores plateadas, tratando de reconocer de
nuevo la familiaridad de hacía diez años, cuando, en la universidad, se había sentado
ahí en una de las sillas azules y le dijo a su tío que ya no estaba interesado en aceptar
un encuentro con la firma. El tío —entonces un hombre que rondaba los sesenta— no
se mostró sorprendido; de tal palo tal astilla, el hijo de Philip. Escuetamente dijo estar
en desacuerdo:
—… pensaba que terminarías de nuestro lado de familia —y al no obtener
respuesta de Christopher, agregó—: pero pareces haberte decidido…
—Sí —dijo Christopher—, prácticamente es definitivo.
—Lo lamento —dijo su tío—, y a pesar de nuestras diferencias creo que tu padre
también estará en desacuerdo.
Entonces habría querido decir que lo que estaba haciendo no era por su padre, ni
siquiera por el otro lado de la familia, pero en aquel instante por su padre que se
mostraba más ácido con el tío y con Jack y Harry… Harry que todo lo atribuía a su
alma de acordeón a piano.
Entonces, en la habitación junto al hombre fallecido, y su mirada que caía desde
las largas cortinas azules, no sentía resentimiento, quizá solo un vago sentido de
disgusto y un fuerte deseo de estar fuera en la calle, alejado del empalagoso hedor
sacramental a flores y muerte en la aburguesada habitación.
Ni él ni su padre habían sido invitados a ser portadores del féretro. Desde la
distancia habían visto cómo el féretro bajaba a la tumba, inclinado, por cuerdas de
seda, y luego, siguiendo el ejemplo de los demás, habían arrojado un manojo de
hierba sucia y arrancada sobre la tapa del ataúd; un sonido plano y hueco proveniente
de dedos hinchados, lluvia sobre lienzo; ¿oía el hombre muerto? Luego, el grupo de
plañideras permaneció detrás y el clérigo guió una oración: un hombre pequeño con
una cabeza calva que se había puesto sus parafernalias para la sepultura, y cuando,
sin música, había roto nerviosamente con su pequeña voz con en el Salmo 121 y las
plañideras siguieron, sus voces ineficazmente se interrumpieron como un banderín
aflojado entre la tierra y el cielo. Christopher miró directamente a su padre y por un
segundo se habían entendido los dos.
Su padre soltó la primera mirada, casi de manera involuntaria, y Christopher miró
delante de las plañideras a la verde cuesta donde el gris y el blanco de la lápida
sobresalían hacia arriba como un diente roto.
Luego de los rezos y los cantos, los dos trabajadores se adelantaron con timidez y

ebookelo.com - Página 104


arrojaron tierra negra sobre la tumba, y el gran bloque de tierra levantada se cubrió de
coronas. El pastor estrechó la mano a la familia, murmuró una excusa y a solas se
marchó con su pequeña funda de cuero por el arriate, sin mirar atrás.
Harry estaba allí, hinchado y engreído como siempre, y Jack, como si lo hubiesen
advertido por primera vez —ahora que su padre estaba enterrado—, estaba ahí
hablando y preguntando: ¿cómo está? ¿Le iban bien las cosas? ¡Vaya suerte la de
vivir en el extranjero hoy día! Más que campechano; evasivo. ¿No era divertido que
todo resultase diferente a lo que cabría esperar? Y supuso que estaban refiriéndose a
sus prendas, informales, empezando a desgastarse —pobre Chris, siguiendo el
camino de su padre—, y su aire de anonimato.
—Ven a visitarnos antes de marcharte —había dicho Jack vagamente, pero ya
estaba indicando a su mujer que estaría con ella en un momento—. No te olvides,
amigo, a Catherine le encantaría que le hablases de tus viajes, siempre está hablando
de ti. Te veo pronto; antes de que te marches, ¿eh, Marco Polo? Bueno, y dale saludos
a tu padre de mi parte, ¿vale?
—Debías haberle dicho que se los guardase —y Christopher miró alrededor y su
padre permanecía sobre su codo, pequeño, gris, discreto, y dijo de nuevo—: Tenías
que haberle dicho que se los guardase, Christopher. ¿Por qué debo aceptar sus saludos
de tu parte?
—Olvídalo, papá. No hay que darle más vueltas.
—La última vez que uno de ellos me habló fue hace quince años, nueve después
de que tu madre falleciese. Fue el día del Armisticio. Lo recuerdo porque compré una
amapola…
—No le des más vueltas.
—Hay una fiesta —dijo su padre—. ¿Te gustaría ir?
—No. En verdad no.
—Entonces bien.
—La próxima —dijo su padre cuando estuvieron solos—, me tocará a mí.
—Pronto estaré de vuelta. Lo prometo.
Se le ocurrió que difícilmente podía ser mentira; quién sabía.
Se entretuvieron después de que las otras plañideras se hubiesen ido, caminando
por los senderos de gravilla entre las tumbas, y la tumba del tío con su cubierta de
coronas brillantes ya casi se perdía de vista.
—Tu madre está aquí enterrada —dijo su padre—. ¿Te gustaría ver la tumba?
—No especialmente —dijo él, tras vacilar un momento.
—Nunca la has visitado.
—No. Nunca. ¿Te hace tomar algo?
—Solo si te apetece —dijo su padre sin mirarle—, pero pensé que ya que
estábamos aquí…
—No, padre. No quiero.
Primavera, pensó él. Estar en Inglaterra. Indeferente, se detuvo a coger una flor

ebookelo.com - Página 105


rota que había caído al sendero. Estaba bastante fresca.
—De una corona —dijo su padre.
—Seguramente.
Caminaron despacio, en silencio, y el cielo estaba bajo y era de un gris
blanquecino, como leche que ha permanecido mucho tiempo en un platillo reuniendo
polvo, y mientras miraba arriba sintió una gota de lluvia en su rostro.
—Parece que va a llover —dijo él.
—Vengo aquí todos los meses —estaba diciendo su padre—. A veces se me pasa
algún mes, pero no muchos. Es lo menos que puedo hacer.
El impulso de Christopher de decir algo se desvaneció. Miró pero su padre evitó
toparse con su ojo y hubo un tenue rubor en sus mejillas. Era como si su padre
hubiese dicho: «Estoy viejo, Chris, compréndelo», como si hubiese dicho eso y no lo
otro, que no era importante y que no era realmente lo que él había deseado decir. Y
Christopher quiso rodearle con el brazo y decir: «Somos iguales, padre» —¿espera
que yo?—, pero no pudo hacer el gesto.
Su padre le miraba con incertidumbre.
—A veces me pregunto por qué no te metiste en el negocio, Chris; el de tu tío,
digo.
—¿En serio?
—Hoy serías independiente. Mira a Jack y Harry.
—Soy independiente.
Una ráfaga de viento; ¡qué desnudo estaba el cementerio!
—Por supuesto. Lo sé —dijo su padre—. Pero ya sabes a qué me refiero.
—¿Al dinero?
Tosiendo:
—Y la posición, ya sabes. Tus primos ya tienen buenas posiciones.
—¿Los envidias?
—¿Quién? ¿Yo?
La risa del padre sonó falsa y forzada. Christopher apartó la mirada hacia una
urna sobre una columna de mármol blanco; la inscripción estaba en latín… in vitam
aeternam, leyó él.
—Ya sabes que no es verdad, hijo.
—¿Entonces por qué sacas el tema? —y añadió silenciosamente—: No me caen
bien y no me gusta hablar de ello.
—Era solo por si te apetecía —dijo su padre—. No quiero que estés triste, Chris,
ya sabes. Es solo que a veces, bueno, creo que era un derecho que te tocaba de
nacimiento. A fin de cuentas tu madre era su hermana.
—Y tú eres mi padre.
Sólo quería que hubiese sido una declaración de hechos, pero su padre se había
arrugado y su boca se había quedado abierta. Entonces tuvo un impulso de explicarse
ante su padre; de otro modo no lo habría tenido, de ninguna manera habría vuelto con

ebookelo.com - Página 106


agrado al pasado, ¿no se daba cuenta? Pero no lo habría entendido. «Somos
parecidos, hijo, tú y yo». Tenía que haber dicho eso. Su hijo, a fin de cuentas. La
segunda generación.
—Claro que me doy cuenta —dijo su padre al final—; yo me he mantenido en tu
actitud. No tenías que haberme dejado, Chris.
Él siempre lo había pensado; mi hijo, mi mundo; amarrado a ellos como los
hombres se amarran a su muerte, con palabras y memorias de palabras. Perducat nos
in vitam aeternam.
A sí mismo se encontró diciendo:
—No tienes que culparte, papá. Realmente no tenías que haber mantenido mi
actitud —e iba a añadir—: No fuiste tú quien decidió por mí; no, a fin de cuentas —
pero la sonrisa de descrédito ya estaba ahí, como una visera sobre sus ojos.
Caminaron.
Y ahora advirtió que el sombrero de su padre parecía excesivamente grande. No
le encajaba bien. Y cogió el brazo de su padre.
—¡El sombrero te está grande, papá!
El viejo se rio.
—¡No puedo permitirme otro, Chris! Sabías, cuando me compré mi primer
sombrero, costaba 12 chelines y seis peniques; el mejor, eso sí. Hoy el mismo
sombrero cuesta 62 chelines y seis peniques. Los más baratos no son buenos, no del
todo. Este es Borsalino.
Un Borsalino. Su padre se había detenido, se quitó el sombrero y con su índice
señaló el descolorido forro de seda (pomada, un pequeño jarrón hecho con material
verde en el armario del lavabo).
—Borsalino. Hecho en Italia. ¿Ves?
—Tiene que ser bueno.
—El mejor —dijo su padre.
Anduvieron hacia la entrada principal al cementerio.
El cortejo ya se había disuelto y el último de los coches se había ido. El portero
de la entrada les hizo un gesto con la cabeza mientras salían a la calle.
—Supongo que esas tiendas hacen buenos negocios, ¿no? —le dijo Christopher a
su padre, refiriéndose a la hilera de tiendas que vendían flores y adornos para las
tumbas—. Como las casetas de libros en las estaciones de tren; un punto de partida.
—Primordiales —dijo su padre—. Una vez compré ahí un jarrón para la tumba de
tu madre, pero cuando volví alguien lo había roto. Eso fue hace más de dos años, sí,
por lo menos.
—Y armazones —dijo Christopher.
—Sí. Puedes comprar armazones con inscripciones.
—Rosas —dijo Christopher, y sonrió, pero su padre miraba adelante y caminaba
deprisa como de costumbre hacían en la calle, y parecía haber olvidado de qué
estaban hablando.

ebookelo.com - Página 107


—¿Te vuelves ya al extranjero?
—Supongo —dijo Christopher—. No tengo nada que hacer aquí, ya sabes, papá.
—Lo sé.
—Quizá pase un día o dos en Londres.
—¿Y luego qué? ¿Francia?
—África del Norte, tal vez.
—Estuve ahí en la primera guerra —dijo su padre—. Alex.
—Sí.
—¡Ya sé! Fue un día antes de que la tía Eleanor muriese.
—¿Qué era?
—El día que encontré el jarrón roto. Puro vandalismo.
—Una pena, sí.
—Me costó 17 chelines y seis peniques… No era barato. Vamos, tomaremos algo
al otro lado de la calzada —y cruzaron la calle hacia la taberna pintada de verde.
Ahí era fácil, con un vaso de whisky delante de ellos, recrear las intimidades
superficiales a las que, diez años atrás, había accedido jugando al billar —«nunca
entroneres la bola de tu oponente»—, aun teniendo poco de lo que hablar, y su falta
de experiencia en el juego les causaba una sonrisa, para reír y estar juntos, hasta que,
de nuevo bajo el sol, se despidieron antes de separarse, Christopher para ir a una clase
en la universidad; su padre, a beber un café en cualquier sala de fumadores, y a leer y
releer el periódico local.
Su padre había hablado y revivido otra vez sus memorias del Cairo, Jaffa —las
naranjas estaban tremendas, como pequeños melones— y Suez; habló de una grave
herida suya, metralla —acariciando su cuero cabelludo suavemente— por la que
había sido enviado al hospital y desde allí a casa hacia «Inglaterra», y aunque su
padre pronunció la palabra con el mayor cuidado, Christopher se preguntaba cómo
podía equivocarse al relacionar aquel regreso a casa con aquellas cosas con las que él
llegó a casa —¿pero volvió a casa?—, pues a Christopher le parecía que aquellos
años y aquellas vagas memorias eran la única cosa positiva en la vida de su padre —a
las que invariablemente regresaba tras un par de copas— y que desde el día en que
había puesto de nuevo el pie en Inglaterra no había conocido nada salvo la
humillación. El exitoso hermanastro, la esposa fallecida, el hijo (Christopher) que fue
educado en un mundo en que uno podía referirse a su padre sólo en un susurro
discreto y nunca ante la presencia de invitados, las deudas de su padre, su orgullo, su
humillación antes de la muerte del hermano de su esposa, y su gradual y, en la
práctica, exclusión final del mundo en el que se había casado: aquellas eran las cosas
a las que su padre volvía y a las que, sentados ahí en el bar, podía referirse
incongruentemente como «Inglaterra».
—¡Eso sí que eran tiempos, Chris! Tú eras demasiado joven, claro. Buen escocés,
¿cuánto era? Siete chelines y seis peniques. Una botella, sí…
Naranjas de Jaffa, arrancarlas de los árboles, conseguir un nativo para que lo haga

ebookelo.com - Página 108


a cambio de monedas, el precio del mobiliario de segunda mano,«… muy mal que no
estés montando la casa, sabes dónde puedes conseguir algo barato», un corredor,
Silverstein, buen negocio en el East End, confía en los judíos, «… veo a un hombre
que fue declarado culpable en el Oíd Bailey, quince mil relojes de oro, ¡eso sí es
contrabando!». Con razón el impuesto sobre la renta, jodidos ladrones; una
conversación que al final siempre volvía al mismo tema, la columna de fallecidos en
el periódico local, como si las noticias impresas le informasen, llevando
silenciosamente la desolación a sus ojos, que el tiempo se agotaba.
—¿Conocías al viejo Macarthy, Chris? ¿El que dejó trescientos mil? La viuda, la
chica de Hargreave, se ha ido a la Riviera; no lo hizo tan mal. No tendrá más de 39.
Su padre no habló mucho durante la cena —«el doctor dice que rebaje las
comidas»—, frotando suavemente con la servilleta su mandíbula y su boca arrugada
como una patata; más tarde, en la estación de tren, no miró alrededor. Aún llevaba el
periódico local con sus columnas de nacimientos y muertes, portando la vida y la
muerte, y caminaba deprisa por el pasillo principal de la estación más allá del puesto
de libros. Su cabeza momentáneamente de perfil, su sombrero demasiado grande, y
luego su espalda alejándose. Su hijo le vio irse y volvió por el andén al tren que le
esperaba. El guarda ya había soplado el silbato, y mientras Christopher se subía al
tren comprobó que algunos soldados fichaban en el siguiente compartimento.
Canción, sin palabras, el cordón umbilical. Pobre viejo…
El tren se tambaleó sobre las agujas y se estabilizó contra la parpadeante cinta de
otro tren que brillaba en dirección contraria. Sus ruidos se fusionaron y se separaron.
Y luego el paisaje quedó oscuro.
Después de todo, de la llegada inesperada, del funeral, de la salida igualmente
inesperadada —porque se creía «obligado» a ir—, era el mismo hombre. El ruido de
las ruedas sobre las vías se abalanzó sobre él y a traición sobre sus pensamientos
cristalizados. No tenía la menor idea de por qué se estaba yendo o adonde.
Viajar al pasado, recordar lugares a los que había ido y de los que se había
alejado, y el paso del tiempo, se sintió muy aislado, y más inseguro de sí mismo,
ahora estaba llegando a la madurez, en la que había estado antes. Se había subido a
bordo porque el impulso momentáneo de perseguir la figura replegada de su padre le
había parecido estúpido. Mañana o el día siguiente estaría de nuevo en la estación.
El humo del cigarrillo de la chica le hizo mirarla a la cara. Ella no tendría más de
20, era hermosa, con un rostro bastante tosco e inexpresivos ojos grises. Ella miraba
al exterior por la ventana, fingiendo no ser consciente de él. No había nadie más en el
vagón. Hace diez años habría intentado seducirla.
Aquello le hizo pensar que ella le recordaba a algo, un gramófono en el
dormitorio de un hotel en Oslo y una mujer de pesadas extremidades, una melodía
que salía de una vocecita; y la señal del neón rojo al otro lado de la calle se veía,
cómplice, en la ventana pequeña.
De una bolsa de papel marrón en su rodilla la chica había cogido una naranja y la

ebookelo.com - Página 109


estaba pelando. Dejó caer los trozos al suelo y con un tobillo los apartó de la vista
bajo el asiento, cuidadosamente. Él advirtió que ella tenía gruesos tobillos y que las
correas de sus zapatos deterioraban la carne que sobresalía de ellos como un hongo al
límite de la leña. Ella abrió un periódico entre ambos antes de comerse la naranja.
Y su tío también se había sonrojado y de algún modo estaba enfadado cuando él
vivía (un color de enterrador en su féretro) y había dicho con su voz seria y poco
sorprendida, «Lo lamento», y buscó la única razón que comprendió para explicar la
actitud del joven que inexplicablemente se enfrentaba a él en la habitación «azul». Y
así para el mundo de su tío él era el hijo de su padre, y todo era simple y
comprensible y de ningún modo implicaba una crítica de aquel mundo.
La chica de enfrente aún intentaba no ser consciente de él, y aún era consciente, y
ahí estaba, tan efectiva como las palabras, una decisión, un acto, que antes él había
rechazado y que continuaría rechazando allá donde se encontrasen, que le había
expulsado el mundo de los primos y del tío hacia su propia desolación.
Por la mañana estaría en Londres. Nada le aislaba más que la estación Victoria,
especialmente por la mañana cuando los trenes locales llegaban y miles de oficinistas
atravesaban el vestíbulo buscando las distintas salidas. Había estado no más de una
semana antes bebiendo té y miró hasta que los rezagados habían abandonado la
estación. A fin de cuentas, él había tomado una decisión de nuevo.
No podía recordar tomar la decisión. Había estado ahí todo el tiempo. No se veía
a sí mismo como parte de ello y luego guiado hacia el rechazo del mundo en el que
había nacido. Su padre diría: «la mayoría de la vieja cuadrilla ahora está muerta»,
porque él necesitaba palabras, ahora se estaba haciendo mayor, y porque era parte de
una generación en la que la sociedad se estaba muriendo cada tanto meses en la
columna de los fallecidos del periódico local. Pero si su padre estaba solo no era
porque sus contemporáneos hubiesen muerto.
Ninguno de nosotros tenía contemporáneos.
De tal palo tal astilla, incluso hasta el tercero y cuarto, sabía el muerto.
Christopher descansó su cabeza contra el cabecero del asiento y encendió un
cigarrillo. Su propia herida, su cuchillo, su propia decisión. Rechazó a la mujer que se
había casado con él y parido a sus hijos, rechazó a los hombres que le habían dado
empleo y aquellos que habrían sido empleados bajo él. Rechazó la guerra y la paz, y
la atadura artificial de todos los oponentes contra los que cada hombre moría o
luchaba. Nunca se retractaría porque todo aquello que veía era falso. Para él «casi
toda la vieja cuadrilla» no estaba muerta porque nunca habían existido. A veces
miraba a los hombres o las mujeres o el tráfico en las calles, pero siempre desde
fuera, y con los mismos sentimientos que había escuchado una historia que no tenía
sentido, y aún seguía ahí, todo, todos, todo bajo su paraguas, todo bajo su propia
mentira de significados.
Un hombre salió del pasillo por la puerta corredera. Christopher apartó la vista de
él y restregó su manga por la ventana. El tren se había detenido en la estación.

ebookelo.com - Página 110


Cuando miró atrás al vagón el hombre le hizo un gesto con la cabeza, sonrió a la
chica, y puso el maletín en la rejilla portaequipajes. Tenía un rostro sonrojado que le
daba la apariencia de haberse lavado en exceso con agua caliente. Se sentó cerca de la
chica.
Christopher se giró hacia la ventana. Pensaba que ahora su padre habría
encendido la estufa eléctrica y estaría leyendo cuidadosamente las columnas de
fallecidos como un especulador el boletín de la bolsa. Luego se haría té y se lo
bebería, mirando las dos barras del fuego eléctrico —«jodido frío que hace»— y
luego se levantaría, lavaría la taza y el platillo, y se prepararía, de mala gana, para
irse a dormir. Si no me hubiese metido en el tren, pensó Christopher, podría haber
estado al menos unos días más con él.
—… de vacaciones —dijo la chica.
—No hace muy buen tiempo —dijo el hombre.
—¡Me vas a contar! —ella miró a Christopher y, como si él la hubiese
descubierto en algo, se ruborizó.
Miró por la ventana, pero estaba demasiado oscuro para ver nada, a veces, solo,
un parche de ceniza del motor, centelleante, aislado.
Luego, los tres ocupantes dormitaron.
El tren atravesó por la noche los raíles entre dos ciudades con una monótona voz
durante minutos y horas. En el compartimento, las ventanas estaban cubiertas de
neblina y el aire era frío, con la frialdad de la bombilla eléctrica desenfundada. En un
asiento la chica dormitaba a duras penas con su cabeza sobre el hombro del hombre
ruborizado. Sobre el otro asiento, el hombre que había abandonado a su padre por
ninguna razón era transportado con su absurdo pensamiento de una ventana
transpirando por la Riviera a las distancias desde las que siempre —hasta que un día,
quizá con palabras, y porque temía a la muerte— quedaría excluido.

ebookelo.com - Página 111


Wolfie

FUE en Nueva York, mil novecientos cincuenta y ocho o cincuenta y nueve, no


recuerdo, y Lyn y yo estábamos viviendo en el loft de la West 23rd Street, entre la 6th
y la 7th. Lo heredamos de Johnnie Welsh y Al Avakian cuando rompieron, un espacio
grande y espléndido que podría haber sido grandioso si hubiésemos tenido dinero
para invertir en él. Incluso tal como estaba, con nuestros cachivaches, imponía
bastante. Lo único: necesitaba un puñetero chorro de calefacción en invierno. Y era
noviembre. Finales noviembre y el comienzo de un invierno muy frío como el que los
neoyorquinos experimentan de vez en cuando.
Cogí el metro al Bronx. A esa hora de la noche, mucho después de la hora punta,
era gris, deprimente, frío y solitario, especialmente en una estación como la de la
23rd Street. Era el único pasajero para subirse. Pero no quedaba otra. Tenía que ir a
pillar heroína de nuestro enlace, Wolfie. Se presentaba un largo viaje en aquel vagón
vacío, solo con otros dos, una mujer mayor de negro descolorido que murmuraba
constantemente para sí; el arco de sus labios asombrosamente rojo, brillante como
una cereza, moviéndose. ¿O mordisqueaba algo? El otro pasajero que se sentaba en el
mismo sitio era prácticamente un enano dentro de un enorme sombrero flexible,
grasiento y gris, con un traje marrón brillante y zapatos extremadamente puntiagudos,
del color de una galleta. Permanecía sentado inmóvil con las manos sobre sus rodillas
y miraba delante de él. Dios, solía odiar aquel viaje, incluso cuando recordaba llevar
un libro conmigo, pero por alguna razón esa tarde no tenía ninguno. En la 42 se
subieron unas cuantas personas más. Pero todos estaban abrigados, mordidos por el
frío, y en aquella estridente pero oscura luz del viejo vagón de metro su aspecto
lastimero contribuía a mi propio espíritu apagado. ¿Quién saldría una noche como
ésta si pudiera evitarlo? Y adonde yo iba a ir no tenía ningún deseo de estar. Nunca
me sentía relajado en aquella pesadilla cromo platino que era la casa de Wolfie.
¡Espera, no estoy ahí, ni siquiera estoy en el tren!
Un invierno muy frío, el último noviembre. Salí de aquel tren al andén de Dios
sabe qué enésima calle en el Bronx. ¡Vaya viaje largo!, ahí sentado, mirando a aquella
gente y deseando llegar de una puñetera vez. Al final me apeé en aquella estación
desierta del Bronx, las calles negras y mojadas aún con restos de nieve en el suelo.
Salí de aquella lóbrega estación vacía a una calle desierta. Mojada, mojada y fría, mis
zapatos pronto se humedecieron, un viento frío aplanaba las piernas de mi pantalón
contra mis espinillas. Vapor frío en mis labios y fosas nasales, Dios, ¡qué fría tenía la
nariz! Nieve fangosa y nieve, la nieve volviéndose agua en todas partes, si bien con
aquel viento probablemente sería hielo por la mañana. ¡Y los dedos de mis pies!
Mientras caminaba daba pisotones para mantener la sangre circulando. Dios mío,
¡vaya barrio el de Wolfie! ¡Interminables calles vacías de enormes y altos edificios
sin una yarda de espacio a la vista! El aire de la noche oscura, negro como la tinta, las

ebookelo.com - Página 112


farolas chillonas, las calles mojadas y refulgiendo donde la nieve ya se había
derretido y mezclado con el barro en los senderos que guiaban la calle entre las
grandes y oblongas sombras de los edificios del complejo. El efecto Mondrian del
modelo de ventanas iluminadas no ayudaba a disipar el sobrecogedor sentido de
desolación que sufría mientras tomaba el camino al edificio donde estaba el
apartamento de Wolfie. Ningún vecino amigable había aquí si recibías una paliza,
eras atracado y esmeradamente masacrado entre tales sombras torvas. No
encontrarían a ningún hombre hasta por la mañana. Por supuesto que todo contribuía
a mi inquieto estado mental; no solo la fría impersonalidad de este complejo
residencial del Bronx norte, sino el viaje en metro ahí y el propio clima del invierno,
mis zapatos goteando, y, quizá lo más significativo, el conocimiento de que siempre
había un elemento de riesgo al visitar a un conocido camello en esta casa. Nunca
consideré especialmente bueno subir al apartamento de Wolfie. Pero esta noche en
particular… tanto si tenía o no algún tipo de premonición… no me sentía nada
relajado. Además, el simple pensamiento de vivir en un sitio como este me dejaba
abatido, abatido, abatido… A esos arquitectos que juntaban mil cajas y las llamaban
hogares nunca los había comprendido; además, siempre he creído que debían ser
imputados. ¡Pon a un arquitecto burgués a diseñar casas para la clase obrera y sin
margen de error diseñará casas para sardinas! A decir verdad, esa noche no tenía gran
conciencia social; sin embargo, ese tipo de arquitectura de multicajas elevadas me
incomodó mucho. El aguanieve había empezado a caer de nuevo y el viento se había
levantado de repente, así que me puse muy contento cuando enfile hacia aquellas
puertas de batiente en los edificios.
Al fin estaba donde tenía que estar… el lugar donde podía pillar mi mierda. De
modo que al menos podría decirse que estaba contento de estar ahí, aliviado. Había
llegado. El vestíbulo vacío. El ascensor estaba ahí arriba. Aprieto el botón. Tuve
suerte. La puerta se abrió inmediatamente. Dios es bueno. Dentro. ¿Qué planta?
Cuarta. No es Jack el Destripador. ¡Qué suerte la mía! Pulso el número cuatro y voy
camino arriba. Con aquel chirrido se pone a escalar. No puedo encontrar el
equivalente onomatopéyico. Pulsé y la puerta se abrió. Salí a un pasillo largo-largo.
Bien iluminado pero desierto. Al otro lado frente a mí, puerta tras puerta tras puerta.
Estoy buscando el número 470, recorro una cierta distancia por el pasillo. ¡Sí! ¡Ahí
es! Gracias a Dios, aún está ahí. Aprieto el timbre. Pasos. Un breve retraso durante el
cual me siento examinado por la pequeña mirilla exactamente en el centro de la
puerta. El sonido de la cadena liberada y la puerta se abre, y ahí estaba mi amigo,
Wolfie. Sí, en un sentido amplio Wolfie era mi amigo. De eso no había duda. Por otro
lado, ante mi existencia y la suya, puertorriqueño, con su especial actitud hacia las
mujeres, por ejemplo, era consciente del auténtico vacío cultural. Él quería a su mujer
como habría querido y cepillado a su caballo de haber tenido uno, si bien cuando se
tenía que discutir algo serio, su pequeña mujer, bastante gorda, me dio la impresión
de que había sido educada para apartarse. Francamente, este aspecto de su relación

ebookelo.com - Página 113


me resultó desconcertante. A veces creía que aquella hermosa mujercita sólo era
ganado para él.
Wolfie. Mi enlace. 1,70 de altura, inclinado para parecer firme, con una gran
cabeza redonda, pelo negro cuidadosamente cortado a la altura de las orejas, tenues
ojos marrones, y labios totalmente rojos con los que a menudo sonreía mostrando
unos excelentes dientes blancos. Tenía uno de esos finos bigotes latinoamericanos
bordeando su labio superior. En España habría sido un abogado o un proxeneta.
Anguloso traje azul, zapatos negros de muy buen gusto, manos bien arregladas.
Nunca iba sin su corbata y llevaba un Rolex caro sobre una muñeca marrón y
bastante peluda. Un hombre de mucho machismo. Nada beatnik en él incluso cuando
visitaba clientes en el Village o en el Lower East Side. Uno de sus rasgos más
simpáticos era su interés por aprender. Quería saberlo todo de arte y literatura, para
mejorarse a sí mismo, decía él, y escuchaba educadamente con una expresión
embelesada y de profunda humildad con su suave rostro oliváceo. «Siempre que te
veo, Joseph», solía decir, «aprendo. ¡Descubro cosas que son importantes!». A
menudo me avergonzaba[11].

ebookelo.com - Página 114


Carta a Terry Southern

Nueva York, diciembre de 1956

Querido tertuliano,

He estado dando vueltas por las calles toda la noche, acechando gatos y a la espera de
perros desprevenidos, con mi penetrante ojo atento a la pasma. ¿Qué corrupción final,
qué última contaminación se desvanece antes del amanecer?, pensaba yo. Y luego
con Jim Atkins tomando algo antes de volver a mi guarida. Una o dos. ¿Alguna
diferencia? ¡Una pequeña cantidad a cambio del buen trabajo nocturno! Tres tazas,
bebí tres tazas, entonces. El hombre tiene que tener su sustento.
Giré mi pajita y vi tu comunicado. ¡Y qué documento más falso e imaginativo era,
si no me equivoco! ¡Reunir tal como lo hacían hombres de diversa creencia que ni
por el nauseabundo propósito de execrar mi memoria serán hallados ni muertos
juntos en un mismo café, mucho menos a la misma mesa, y a la sombra de una
iglesia! Aquel Hadj Y Midhou Y Austryn Y Sinbad Y Masón Y Debord Y el
peligroso Iris[12] deben existir a la vez en esta pobre tierra nuestra, y en su
abigarramiento infinito y vicioso, es Dios (Ciertamente) quien de blasfemia sabe
bastante, pero que tú, un sacerdote de la Fe, y declarado de la veneración del
Auténtico mundo, desbarate y confunda y cometa sodomía con los hechos,
difamándolos con ese atroz talento creativo tuyo, esa lujuria léxica, esa diarrea
poética, es.
A la señora Linkel le agradaba escuchar que su carne se estaba vendiendo bien.
Está dispuesta a vender su carne a cualquier hora, cruda o estofada, succionar o joder,
siempre que no acabe en la calle 14, Manhattan. Transmítele esto al señor
Girodias[13].
A la señora Linkel también le gustaría conocer tu nada creativa opinión acerca de
cuánto podría exigir por una exquisita pieza de solomillo en algún momento de 1957.
¿Nueva York? No hay tres hombres buenos que no estén colgados en esta
execrable ciudad y uno de ellos está flaco y asesina perros y gatos.
¿John Welsh? No hace mucho vino arrastrándose desde la ciudadela sur en la
calle 23 al Village, a echar un ojo a la mugre, y a por un chute a hurtadillas. Trajo
consigo tres agujas de distintas dimensiones, como si fuese a sacar lo peor de
nosotros. Naturalmente —trabajador él— era sábado noche. A las seis de la
madrugada del Sabbath, rodeado de mí mismo y de dos de mis compinches
femeninos, nosotros tres hasta arriba de mierda y tumbados, se asustó y nos echó a la
calle con un tiempo asqueroso y nos amenazó con la pasma a pesar de todas mis
súplicas, llevada a cabo la infernal acción con una mandíbula cuadrada y la luz de

ebookelo.com - Página 115


rectitud en sus ojos. Además, querido amigo, esa noche hubo muchas cosas
sorprendentes, y no del todo a tenor de los testimonios anteriores concernientes a la
pasada vida de John Welsh, a saber, Luciano para ti y para mí y Lucky para él, y el
tráfico de drogas en el Bronx, un montón, digo, o trato de decir, que llevaron a
plantearme las siguientes terribles cuestiones.

1. ¿Era John quien presumía de odiar el hecho de embaucar al


embaucador?
2. En aquellos años históricos, ¿no era él, a fin de cuentas, sólo un
traficante, y no un vendedor a domicilio?
3. ¿Sería necesario excluirlo de a guía social?

Me obligué a responder afirmativamente a las dos primeras preguntas. El peso de


la evidencia, créeme, etcétera. La tercera cuestión tuve que responderla en negativo.
John es, a fin de cuentas, un hombre irlandés y amado por ambos Dioses y tu
corresponsal. Incluso está intentando arruinar mi carrera literaria señalándome a
aquellos a los que quiero zalamear como «causa perdida y yonqui que patear». (En
semejante conexión admito que alguna gente me cree descuidado. A cierta gente, por
ejemplo, no le agrada el hecho de que le diese a George P…[14] una magistral raya a
escasos momentos de que se sentara y me escribiese un cheque de 50 dólares —la
dosis era débil—. De inmediato se marchó hacia el White Horse donde gritó: ¡He
tomado droga! ¡Me ha dado droga! Y desnudó su valiente brazo para que las
damiselas viesen su herida. No ha bajado al pueblo desde entonces, pero si me
encuentro con George… ¡Ja, ja!…)
¿Sabré, Mel? He borrado aquel nombre del hombre de la guía social por las
siguientes razones:

1. ¡Es un vendedor de colonias!


2. Tiene un ejemplar de The Outsider de Colin Wilson en su estantería.
3. Vilmente hipócrita, lo ha revestido con papel de periódico para que pase
desapercibido.
4. Es un ejemplar muy manoseado.
5. Se negó a prestarme su aguja (¡Juro por Dios que yo le he dejado la mía
hasta cinco veces! Donar mierda Para largarse con ella)
6. ¡Guarda su aguja en la chaqueta de un traje mío que cuelga de su
armario!
7. Escuché por encima (¡qué gran tensión!) la siguiente conversación de
negocios.

Escena: apartamento de Mel. Mel al teléfono:

ebookelo.com - Página 116


¿Hola? Ah, oui, állo Monsieur X! … oui … oui… oui… ah oui. ÓUI!
Certainement je suis tout a fait daccord… tas raison … oui … oui… oui…
pour dire la verite… j avais Tintention de le suggerer moi-meme… oui…
oui… tu as fait les arrangements … oui oui mais si je ne suis pas invite … ah
oui, avec toi oui je suis daccord… il nous faut presenter notre cas … oui…
oui… oui, cest clair … quoi! ni toil… mais Monsieur X, si nous sommes pas
invites ah non!… oui… oui… mais… non … mais ecoute, Monsieur X, je t’en
prie!… non … non… pas la… je nai pas peur mais… oui … oui mais … non,
Monsieur X, apres tout, cest ton affaire je suis assez content… je n’ai pas dit
la ah oui mais non Monsieur X, je regrette mais non… non… non … non …!
La justice, oui, mais je ne peux pas non, non!

Sin duda estarás de acuerdo en que no tenía alternativa. Tendré en cuenta su


solicitud para la readmisión cuando nazca su hijo, y solamente, te aseguro, por amor
al niño (en cualquier caso tengo gran curiosidad por ver cómo resiste Mel bajo la
tormenta de mierda que alcanzará su apartamento). Dorothy está bien. Ella le adora.
John[15] y Sue Marquand: ahora viven en Stockbridge, Mass, cerca de lo que John
inteligentemente llama la Tarta Sedgewick. Pasé el último fin de semana con ellos en
lo que llaman el «Gallinero de Pollos», una enorme mansión de enormes
proporciones (¡tres habitaciones y cocina y baño!) en los jardines de la morada
principal de Sedgewick, una hermosa casa de campo dieciochesca. John escribe en
una de las habitaciones de la gran casa, y, pensando psicogeográficamente a la
manera de Guy Debord, sugerí que la diferencia entre nuestros escritos es que la suya
acaece en la mansión y la mía en los lavabos públicos (je, je). Antes de que se me
olvide déjame hablarte de la tarta. Había nevado el día antes y Stockbridge (¡hermoso
pueblo!) estaba cubierto de nieve tan blanca… como el vientre de una judía muerta
(sal del lavabo, ¡cerdo!)… John y yo, en silencio y pateando contra el clima (Al Avak
me dio el más feo par de botas altas y marrones de vestir que jamás haya visto, y yo
las llevo solo en esas ocasiones en las que no me interesa dar ninguna impresión, o
cuando, junto a un par de calcetines amarillos y rojos Argyle, conforman, junto a mi
paraguas de punta, parte de mi incomprensible disfraz mientras camino en la noche
sobre mis misiones de auxilio entre bobos animales) caminamos más allá del pueblo
al cementerio. Nos volvimos en la puerta y considerando las distancias desde las
lápidas que sobresalían como dientes rotos nos movimos con gran cuidado por el
camposanto. Delante de las miserables piedrecitas de las hoi polloi nos tropezamos
con grandes solares separados por barras de hierro. Evidentemente pertenecían a
varias importantes familias del distrito a las que como es lógico no les interesaba
mezclar su polvo con polvo de naturaleza inferior. Tú y yo, tertuliano, habiendo
trabajado para el NY Trap Rock Corporation, estamos al corriente del hecho de que
los polvos difieren, variando en calidad y sin duda en cantidad también, y así
podemos comprender tales subterfugios. Seguramente en uno de estos, pensaba yo,

ebookelo.com - Página 117


los Sedgewicks descansan. ¡Pero no! Caminamos hasta que en el centro del
cementerio nos encontramos con una especie de arboleda. Aquí John la emprendió
valientemente por el campo al matorral, y quién lo iba a decir, en el centro del
matorral había un claro, circular e iluminado por el sol de invierno. Alrededor de
nosotros la nieve goteaba silenciosamente desde los árboles. ¡Imagina nuestro gozo al
descubrir ahí el centro de la lápida del gran progenitor de John, llamémoslo Jason
Sedgewick, su tumba sobre un montículo justo en el centro del claro y señalada por
un obelisco o pene, mientras en su mano izquierda su hermosa mujer descansaba,
llamémosla Maud, su tumba señalada por una noble urna! Luego, a los pies de esta
gran pareja, los huesos de un esclavo aguantaban una tableta la siguiente inscripción:

[cito de memoria, claro, así que no puedo dar fe etc.]

Aquí yace Bella Blackbum, fallecida a los 44 años (aprox). Nació esclava,
la libertad le fue concedida por Jason Sedgewick para quien ella vivió,
sirviendo fielmente el resto de su gloriosa vida. Aunque no sabía ni leer ni
escribir tenía gran conocimiento de lo que no está escrito en ningún libro
(naturalmente Jason Sedgewick, o quien sea que compuso esta elegía, no
conocía las obras de Miss Linkel) y tal conocimiento lo aportó generosamente
a la tarea de su vida. Conocida y amada por todos.

Y luego en los alrededores, enterrada a varios pies bajo tierra, como rayos
radiando desde el centro de una rueda de bicicleta, la progenia fallecida de Jasón.
Aquí, en el día del Juicio, los Sedgewicks crecerán y afrontarán la historia de su
familia, sus espaldas protegidas por todos lados por el matorral de árboles. Uno de los
zurullos explosivos más pequeños de Dios debería resolver el problema, ¿no?
Mientras abandonábamos aquel lugar sagrado, ennoblecidas nuestras mentes por
pensamientos de eternidad, vinimos, ¡oh dulce Jesús sálvanos!, sobre las huellas de
un ladrón de tumbas. Cuatro huellas solo y ninguna que llevase a esto o aquello…
Una última anécdota de mi visita a Stockbridge, Mass. Ahí está el sanatorio de
Rigg (el retiro de Judy Garland y S. Higginson, de vez en cuando). Se supone que
todos los extraños provienen de casa de Rigg. Mientras el tren salía de la estación y le
decía adiós con la mano a John y a Sue el revisor[16]… Cosa divertida, Dup o Pud, tu
exmujer, para a Burn en la calle, comiéndoselo con los ojos y elevando su autoestima
que no advirtió su chispeante acercamiento.
—Burn, —dice ella, con sollozante urgencia—, el padre de Terence ha fallecido,
¡y Dios sabe que estoy segura de que no sé cómo transmitirle las noticias! Burn,
querido, prosigue ella recordando una orquídea, lo harás por mí, ¿no? El brillante
cerebro de Burn, intimidado, por un segundo es incapaz de hablar y así ella le hunde
tres largas garras verdes en el brazo, dice: ¡Cuento contigo, Burn! Y deja que se
desplome en protesta cual pescado sobre el pavimento. Pero ella se marcha

ebookelo.com - Página 118


maliciosamente. Así que Burn, sin nada mejor que hacer, va al Horse y me lo cuenta.
¡Je, je, je! ¿Cómo decirle a Terence que su padre ha muerto? ¡Trabajar para dos
afiladas mentes! Hey, tu viejo ha muerto… ¡Hey, Terrie, tu viejo ha muerto!
Abandonaste tu jodida máquina de escribir (hablando de máquinas de escribir, la mía
me la robaron misteriosamente en la 72 Bank Street, y cuando Davie y yo tuvimos
suficiente coraje para acercarnos a los oficiales, un gordo dijo en tono de broma:
Habrá sido uno de esos yonquis gilipollas. Entonces hice una cosa de escocés, y
lanzamos arenques rojos hasta que estuvimos resguardados en el río). ¿Una postal
enmarcada en negro? Nosotros, Burn y Trok, lamentamos anunciar que tu padre ha
muerto. Música de órgano. Burn enfatizó la delicadeza del asunto. Mi querido Terry,
siento ser quien te diga que tu padre está jodidamente muerto. Mi corazón está
contigo en este difícil momento. Praise the Lord and pass the ammunition[17]. O una
postdata: Por cierto, tu padre (el viejo) ha muerto. Por supuesto no fueron las noticias
lo que paralizaron a Burn. Fue la apagada autoestima en la primavera, tapado su pedo
con corcho, mientras Dup o Pud no escuchaba ningún comentario brillante de él. ¡Je,
je, je! Una cosa sobre nuestro Davie, ¡un tema que rara vez se sostiene a menos que él
tenga la palabra! ¡El genio, el genio, el hermoso genio! Mejor esta genial rana
subjetiva que el torpe ingenio, desgraciados sin tetas, ¿eh? Sí, te doy las gracias por el
señor Burnett. Y luego de coger dinero de Al Avak descubrimos que estabas enterado,
sí, incluso aunque David estuviera pintando un pequeño cadáver acartonado y yo
construyendo un magnífico ataúd donde ponerlo. Sin derramar sangre, a nuestra
manera espectral, dejamos a un lado el trabajo y fuimos a por una línea maestra
(¿pensar que Al se equivoca?, dice Burn…).

Querido Alee… Sucede que… No puedo sino darme cuenta de lo anterior.


Olvida mi, de algún modo didáctica, actitud, pero por interés a la pura
retórica, sentí alguna supresión estilística en tu última frase que podría no ser
inapropiada, y me tomé la libertad. Quiero decir, hijoputa, mira cómo usas el
nombre de la gente. El hombre lo hace.

A tu discreción,
Paul el perfumista

(Querido Terry… Me tropecé con más correspondencia (archivada por aquí bajo
crípticas subclasificaciones en colosales archivos escoceses (pringados de esperma)
de-acero-y-apenas-papel-de-caramelo. Una referencia extrañamente oprobiosa, por el
oscuro Troc, a mi propio comportamiento. Oficialmente, señor, y dado que no
mancillaré su perspicacia, aquel ejemplar envuelto en papel de The Outsider tenía
(pegado a la página desplegable) un extraño tratado tibetano (en traducción) sobre el
procedimiento tántrico para la eficacia en el mercado (no para el impuro corazón) que
ha servido de manera importante en la época de Schiaparelli. Esa fórmula sigue

ebookelo.com - Página 119


siendo un poco oscura, pregúntale si una rueda de plegaría realmente amplifica los
efectos.

Tus cartas son, incluso indirectamente, un solaz.


Ah, ceux de la plume… s.

ebookelo.com - Página 120


Extracto de El Libro de Caín: «Jody»

No hay historia que contar.

Lamentablemente no me interesan los acontecimientos que llevan a esto o aquello. Si


así fuera, mi tarea sería más sencilla. Los detalles cobrarían significado en su relación
con el desenlace y podrían ser estirados o comprimidos, elegidos o rechazados, en
función de cómo contribuyen a ello. En todo esto, no hay ello, y no hay hecho
asombroso o acontecimiento sensacional a los que las masas de detalles en los que yo
mismo me encuentro revoleándome día a día puedan ser relatadas. De ahí que tenga
que seguir acumulando día a día, siguiendo ciegamente este o aquel tren de
pensamiento, cada cual en sí mismo dispuesto de no más implicación que una flor o
una brisa primaveral o una topera o una estrella fugaz o el cacareo de una oca. Sin
planteamiento, sin nudo y sin desenlace. Este es el punto muerto al que un hombre
serio ha de entrar y del cual solo un ingenuo puede retirarse. Quizá no haya ningún
mal en contar unas pocas historias, soltando unas pocas mierdas en el camino, pero
solo pueden ser chismes con que enganchar al desprevenido mientras yo les persuado
en la interminable tundra que es todo lo que merece ser explorado. Dios sabe que es
un timo bastante grande hacer que alguien te escuche mientras tú farfullas sin
pretender explicar cómo Bella se quemó el trasero. Me digo a mí mismo: «Ahora
bien, aquí tienes un hermoso páramo estéril que lucir y con el cual jugar, sin premisas
ni conclusiones, sin manera de entrar y sin salida, y sin ninguna huella que el ojo
pueda ver. ¿Qué más puede querer un hombre que llenar sus obscenos horizontes?
¿Problemas con el desagüe en tu casa? ¿Problemas con el desagüe? Quizás una
alcantarilla tupida tenga la culpa. Bebo una botella de jarabe para la tos (1 × 7
mililitros, contenido de morfina 0,5 microgramos) y tomo un par de dextros y me
siento mejor. Nada como un traguito para animarse cuando te encuentras cerca de
Perth Amboy, Nueva Jersey, sentado sobre la bomba manual en la parte de tu chalana
cuyo estribor se balancea libremente en el muelle, y el agua del color del estiércol
deslizándose suavemente en horizontal, detrás de tu ojo. Sobre él, un buque cisterna.
Más adelante, y a ambos lados, una baja campiña marrón y verde, puentes bajos,
pilotes de cemento, elevadas carreteras con automóviles, como pequeñas mariquitas
correteando por ellas, y cosas achaparradas y pomposas, camiones, tanques de gas,
postes telegráficos, chalanas, gravilla, cemento infinito, bajo, plano, disperso,
representando, querido lector, la funcional violación del hombre al paisaje nada
envidiable, marginal, y los pantanos. Mientras la tarde pasaba, el cielo adelgazaba y
se hacía blanco como la leche y el agua brillaba inexpresiva en el reflejo. ¿Caminar
más allá habría llevado cuánto, un pastillero tras otro por la fábrica de armazones,
milla tras milla, llana y desierta? El bar más cercano, me dijo el último estibador
antes de que terminasen de trabajar, estaba a una milla más allá de aquel paso

ebookelo.com - Página 121


subterráneo; aquella era la primera evidencia de que el hombre no era solo un animal
trabajador, y en verdad no había mucho más que una gasolinera entre allí y el
siguiente bar una milla después, y así. Me recordó el Mar del Norte en una niebla, de
Hull o Sheerness, lugares así en la costa este de Inglaterra.
Dejé mi chalana por la noche a eso de las 10.30 y caminé por la factoría de
ladrillos para alcanzar el camino que lleva a la carretera. Andaba despacio por la
única vía férrea cubierta de hierbas y me encontré entre hornos de ladrillo, como esos
castillos de arena que los niños construyen invirtiendo un cubo de arena. Las calderas
de dos de los hornos estaban a todo lo que daban, proyectando un rojo vivo que
llevaba mi sombra a la oscuridad sobre la gravilla mojada; estoy caminando en el
infierno o por Auschwitz, pensaba. Y luego la deprimente escalada delante del paso
subterráneo. Estaban lloviendo escupitajos.
Alcanzar el Village me llevó una hora y media en bus, ferry y metro. Me topé con
Jody en la calle MacDougal. Caminábamos hacia Sheridan Square. Jody llevaba jeans
y una chaqueta vaquera azul polvorienta que imitaba el cuero. Alguien se la dio. No
le gustaba pero al menos calentaba, y todas sus prendas, me dijo, permanecían
guardadas en dos maletas incautadas por alguna propietaria a quien debía el alquiler.
Según nos acercábamos a los semáforos del cruce su mano se iba
automáticamente al pelo, era un pelo castaño, corto y por debajo de las orejas, y un
corte como aquel hacía que sus rasgos cincelados con precisión pareciesen duros y
esculpidos. Tal impresión se intensificaba por el amplio barrido de sus cejas depiladas
y por la farsa que alguna vez surgía de sus pálidos y hermosos ojos marrones.
Vivía con una chica llamada Pat que la adoraba y le pagaba el alquiler. Así era
Jody. La renta compartida de Jody, si no podía pagar, sería menor al precio de estar
colocada por el día. Pero por una u otra razón, Jody nunca pagaba. Se inventaba
excusas. Lo había perdido. Se lo habían robado. Había sido timada. Pat era una
carroza, una borrachina… ¿por qué pagarle nada? Y si no era Pat era otra persona,
incluso yo mismo a veces, y Jody siempre podía encontrar una palabra para atrapar a
su víctima y justificar los indecorosos planes. Una vez me cogió 20 dólares para pillar
y no me los devolvió hasta la noche siguiente, colocada y fuera de sí con una
descomunal historia de un gran descalabro y la mierda arrojada por el inodoro y una
inspección con elefantes malayos y ella había tenido la suerte de escapar de todo.
(¿Ni siquiera probarlo, Jody? El iris cerrando. Me tuviste veinticuatro horas
esperando la mierda, vienes colgada, ¿y esperas que crea que has tenido la suerte de
volver sin ello? Ah, Joe, no puedo solucionarlo, de veras. Fumemos un poco de
hierba, Joe, solo tú yo… No te engañé, Joe, en serio…, Te dije que fue una caída, de
verdad…)
La conocí por Geo. Yo estaba en casa de Moira. Moira se había marchado para
dos semanas. Los ciegos estaban demacrados. Apenas dejé el apartamento. Era hora
de chutarse y esperar y estar y chutarse y esperar. Jody se encargó del procedimiento.
Tenía un buen contacto. Vino con Geo y se quedó cuando él se marchó, como un

ebookelo.com - Página 122


objeto que hubiese encontrado demasiado pesado para cargar con él. ¿Cómo lo haces,
Jody? Parece que estés viviendo conmigo. La atmósfera se hizo mucho menos tensa
la mañana en que Geo se fue para volver a su chalana. Jody me preguntó si quería un
café. Y ella salió y trajo leche y pasteles. Jody amaba las tartas. Amaba las tartas y los
caballos y todos los refrescos gaseosos. Sabía lo que quería decir. Al principio me
sorprendió, por ejemplo por la manera en que permanecía horas como un pájaro en
mitad de la habitación con su cabeza metida en el pecho y los brazos como alas
colgantes. Al principio me chirriaba, pues significaba la presencia de un elemento sin
resolver en la absoluta estabilidad creada por la heroína. Se balanceaba de pie,
peligrosa como Pisa. Pero nunca se caía y pronto se acostumbró a ello e incluso me
pareció atractivo. Una vez se puso azul y la llevé a la cama y masajeé su cabellera.
Ella volvió en sí casi de golpe. Habría sido el aumento de circulación en su cabeza. O
el hecho de que ya no le gustaba que tocase su pelo, o más aún, cualquier otra parte
suya. Siempre estaba en el espejo, arreglándose el pelo. Tenía que estar perfecto; eso
y el maquillaje. A veces cuando estaba colocada llegaba a pasar una hora en el espejo
del baño.
—¿Nunca te pasa que cada día gastas la leche de tiempo frente al espejo?
Inmediatamente se puso, diréis que comprensiblemente, a la defensiva. Una
sombra cruzó su rostro, el cierre secreto del iris.
Su piel y su color recordaban una loza frágil y delicada. Las cejas claramente
atildadas, la mejilla delicadamente curva, y la hermosura oscura y acentuada de sus
ojos realzaba este efecto como de máscara. Sus labios eran pálidos, suaves, rojos,
duros; la nariz aguileña, torcida y aguda, tensas sus delicadas fosas.
De alguna manera siempre estaba abstraída. He descrito un rostro hermoso, pero
la hermosura no era del todo convencional. De hecho había momentos… cuando
estaba colocada y cansada por el abuso de drogas, por dormir demasiado poco, por
una dura espiral de desesperación interior que le provocaba una cierta vulgaridad
latente que era la suya emergiendo a la superficie… cuando parecía vil y fea. Debajo
de la máscara se revelaba una confusión estúpida. Aparecía en su totalidad,
especialmente en el momento nervioso en que su mano arreglaba el pelo, un
movimiento que era indistinguible del gesto fatuo que una puta barata haría mientras
permanecía de pie, contemplándose a sí misma en un espejo de pared, y preparaba un
rostro con que abandonar el bar.
Como tantas otras putas a tiempo parcial había tenido muchas historias con otras
mujeres. Siempre acababan igual. Las otras mujeres hacían los chanchullos. Cuando
Pat tenía un accidente y acababa en el hospital, Jody no se movía del apartamento.
«Odio a los enfermos», decía. Pat enviaba dinero a Jody desde el hospital. Cuando
Pat salió ella estaba confinada en la cama. «Se pensó que cuidaría de ella, ¡dios santo!
Podría estar leyendo y ella querría algo. ¡Ella siempre quería algo!».
Cruzamos la séptima avenida y fuimos a casa de Jim Moore.
—Viene con las historias del bebé —dijo Jody—. «¡Jody! Me pone enferma.

ebookelo.com - Página 123


¡Siempre está fastidiándome!».
—¿Qué hiciste?
—La ignoré. Luego se volvió loca y dijo que pagaría el alquiler. Le pregunté qué
había que hacer con ello. Pensó que me había comprado: ¡yo! ¿Te lo imaginas? Te
rompiste la pierna, dije. No. Si no te hubieses puesto tan puñeteramente borracha
habría sucedido. Yo no asumiría la responsabilidad de nada, ¡nada! —dijo Jody. Ella
le sacó café y bebió en cuanto llegó. Le puso azúcar y pidió un poco más de caramelo
con su magdalena inglesa—. Gritó todo el día y al siguiente se marchó. Iba a estar
con un amigo hasta que su pierna mejorase.
Me eché a reír.
La manera en que Jody lo contaba era divertida. Pero aquello no era de lo que me
reía aunque tuviese la impresión de que así era y ella se echase a reír disfrutando de
mi respuesta. Y su placer no era menos conmovido porque hubiese sido, en un
sentido lógico, equivocadamente desencadenado. La risa espontánea es infecciosa y
une a la gente y yo había reído primero y me encontré a mí mismo disfrutando su
disfrute. Las palabras, incluso sus significados, eran de algún modo superfluas.
Recuerdo pensar en ello, en cómo la risa unida anulaba la falta de autenticidad.
Incluso ahora se produce con un sentido de generosidad que recuerdo de qué me reía
entonces, que era la memoria de su propia indignación patética cuando alguien en
Harlem la timó; «¡El bastardo! Después de todo lo que he hecho por él! ¡Cuando no
tenía pan yo solía calentarlo!». Sobre eso, y la autocrítica que su duro comentario
sobre Pat implicaba, pues Jody, al igual que la gente por lo común, no importaba de
qué estuviese hablando, hablaba sólo de sí misma. Yo solía preguntarme si ella lo
sabía.
Cuando terminamos nuestro café y cuando nadie que conociésemos había
venido… estábamos buscando pasta para drogarnos… cruzamos la West 4th al Cote
d’Or. Atravesamos las puertas de batiente. El lugar estaba atestado, oscuro como
siempre, la barra a la izquierda y la única fila de mesas a la derecha. Lo primero que
advertía uno era la exhibición de pinturas junto con las paredes justo debajo del
techo. En aquel tiempo las cambiaban a menudo, pero no tardó en ser solo un bar con
una clientela mixta. Entonces no iba mucho por allí porque era uno de esos pocos
sitios en los que me tenían fichado. Había estado esperando a Fay, bebiendo cerveza,
y los camareros repararon en mí como la clase de persona que estaba más interesada
en la droga que en beber. Esto es malo para cualquier bar, y los camareros lo
advierten rápido. La mayoría de los camareros están muy indignados con las drogas.
Con todo, uno de los camareros había estado en París y la mayoría de sus clientes se
llevaba muy bien conmigo. Es cierto que Fay era tan llamativa como un cuero blanco
en el campo de batalla; si alguien parecía un yonqui, era ella. Con su pelo
despeinado, su abrigo de piel y su rostro azul, se desplazaba como un hurón a la
ruidosa multitud y volvía a salir. He visto muchos rostros bebidos congelados, la
mandíbula inferior batiente, siguiendo a Fay con los ojos fuera del bar. Fay y yo

ebookelo.com - Página 124


salimos juntos y no habíamos ido más allá de una manzana cuando de pronto fuimos
agarrados por detrás y empujados bruscamente contra el vestíbulo de entrada a un
pequeño bloque de apartamentos. Un extraño frío me bajó en cuanto sentí las manos;
en mi imaginación yo ya estaba diciendo a la policía: «Siga a lo suyo, señor. No tiene
nada que hacer conmigo». Y entonces les estaba mirando. De estatura media, estaban
vestidos con chaquetas de leñador de cuero con aspecto de competidores en el Tour
de France. Estaban destellando algún tipo de tarjetas de identidad que evidentemente
me convencieron. No se me había ocurrido que pudiera ser otra gente. Parecían
sacados de Kafka. No sé si eran miembros del Federal Bureau de investigación o del
Internal Revenue Service, pero en su anonimato eran muy feos y estaban muy
impacientes. Fay parecía conocerlos bien e inmediatamente adoptó una actitud
perruna hacia ellos. Ella meneó su cola. Lengua y saliva babeaban desde su boca en
amistosa efervescencia. Me encontraba contra el muro en el que uno de los ciclistas
me ordenaba que vaciase mis bolsillos. Mi pasaporte los detendría un momento. Diez
años cruzando fronteras me habían amueblado con documentos impresionantes.
Llevaba anfetas, pero no me preocupaba mi vulnerabilidad. Me preocupaba Fay. De
hecho ella sabía bastante más de estos hombres que yo; los conocía de antes. Pero yo
era un extranjero y podía ser deportado muy fácilmente. Fay podía exponerse más
con menos peligros que yo. Mientras lentamente y con la mente en blanco vaciaba
mis bolsillos, soslayé al hombre que estaba examinándome y seguí interrumpiendo al
interrogador de Fay.
—¡No te metas en esto!
—Mira. Estoy desenganchada. ¡Le digo que estoy limpia! —repetía Fay.
—¿No se da cuenta de que dice la verdad?
—¿Quién eres tú? ¿No te he dicho que no te metas en esto?
No nos encontraron nada y Fay se estaba pinchando en la mano y no en el brazo.
A ella no la miraron y afortunadamente tampoco miraron mis brazos.
—Fue aquel soplón del bar en el Cote d’Or —dijo Fay cuando se marcharon.
No iba a ir mucho por el Cote d’Or. Había pensado un par de veces en ir.
A Jody le daba igual. A veces. Me pareció difícil distinguir entre ella y mis
propias proyecciones y de vez en cuando me encontraba aceptando su máscara de
bravuconería al pie de la letra. Y sabía que ella, como el resto de nosotros, no siempre
era impenetrable. Supongo que había una contradicción en mi propio deseo. Me
encontré atraído por su pose de rabiosa independencia. Al tiempo no anticipé que ella
esperaría de mí que la tomase en serio todo el tiempo.
Quise decir: «Mira, Jody, lo entiendo. Yo también tengo un espejo» pero de algún
modo no pude verbalizarlo. En su lugar dije: «Eres hermosa, Jody. No sé cómo tener
esas apestosas entrañas tuyas, pero lo eres».
Alguien dijo que era una puta.
—Y yo —dije—. No podría hacer nada con una mujer que no supiera que es una
puta. No podía conectar con una mujer que no fuese consciente de haber sido, en

ebookelo.com - Página 125


alguna ocasión, una puta.
El hecho de que Jody se ligase a un cliente cada tanto, cuando era necesario, y
que al mismo tiempo no pensase en abrir una tienda, hizo que me granjease su cariño.
Vendiendo sus carnes era lo mejor y lo peor.
Atraía a hombres de negocios jóvenes y judíos como un imán magnético, pero
pronto advirtieron que era una puta sonámbula, y se volvían inquietos y a veces
indignados al descubrir que consumía heroína. «Hombre», dijo Jody, «¿te crees que
dejaría que me follasen de no ir colocada o algo?». En sí misma, la propia heroína no
lleva a la prostitución. Pero para muchas mujeres hace tolerable la atrocidad diaria de
lo que significan para la mayor parte de los hombres frustrados.
Además, Jody no siempre acudía a sus citas. Para sus indignados clientes, esta
falta de fiabilidad se atribuía al hecho de que era una drogata. Y, por supuesto, si se
hubiese quedado colgada sin pan y sin droga probablemente habría conseguido dinero
para un chute. Lo que para estos señores confirmaba que las mejores cosas de la vida
cuestan dinero.
Los hombres siempre le estaban pidiendo a Jody que se casara con ellos. Querían
protegerla, salvarla de sí misma. Muchos eran ricos y al menos uno era muy rico.
Pero lo que ella quería era un chulo que le enviase su cheque semanal desde el Polo
Norte, uno que pudiese amar a distancia por ser tan generoso, mientras ella se bajaba
al negocio de amar a un tipo (des)preocupado. A todas horas advertía la gran
capacidad de Jody para amar. Como, supongo, sus (otros) tipos hacían.
Para nosotros estar juntos era difícil, al menos hasta que volviese a las chalanas
de nuevo. Me encontré con ella en un período en el que me había marchado, cuando
dormía dondequiera que encontrase una cama. Al tiempo que volví a las chalanas era
demasiado tarde. Ella estaba hecha un manojo de nervios. Ya no me preocupaba de
esforzarme. Quería una mujer a veces que pudiera ser despreocupada, incluso con la
heroína.
Durante aquellos meses hubo varios días que podríamos haberlo hecho juntos.
Podríamos haber dejado de tomar droga. Ella pudo haber hecho la calle por nosotros.
O podíamos haber robado en almacenes. O haber vendido droga.
La mayoría de los hombres adictos al final son chulos, ladrones o camellos.
Hicimos un conato de desengancharnos. Jody no podía ni salir de la cama.
Aquello era la escena que inspiraba a Moira a decir: «¡Jody! ¡Te está usando! Ella es
como un pájaro, uno grueso, un pajarito glotón esperándote a que vuelvas al nido
para alimentarla. ¿Cuánto quieres esta vez?». No pude hacerme entender por Moira
así que volví a la habitación donde Jody permanecía atendiendo su indignación
general, armando su resentimiento, en la cama simple que acaparaba. En cuanto
entré, me acusó de haberme olvidado de las tardas.
—¿Qué tartas?
—¡Las tardas que te pedí que trajeras! ¡Los pasteles! —gritó—. ¡Te dije que
trajeses dos cajas de Twinkies!

ebookelo.com - Página 126


—Dos cajas de Twinkies… —repetí para controlar mi exasperación.
Pasaron cuatro días y luego Jody se ligó a un cliente y nos colocamos. Un par de
veces me harté de perder el tiempo en diners abiertos toda la noche, esperando.
Podíamos haber robado. La mayoría de los yonquis que conocíamos lo hacían
eventualmente. Tenían que mantener su hábito. Pero en el punto en que uno decide
hacerlo como ladrón ya tiene que enfrentarse a la probabilidad de gastar una gran
parte de la vida de uno en una jaula de hierro. Sin duda un hombre puede adaptarse,
incluso al encarcelamiento periódico. Y el mundo ciertamente parecerá doblemente
hermoso cada vez que vuelva a la calle. Pero por mis propios medios no podía haber
elegido aquella vida como podía haber elegido pasar el grueso de mi existencia en
Groenlandia. Hay una posibilidad infinita en cualquier lugar, hasta la muerte, incluso
en la piel de un leproso que blande el poder de su campana, pero el extremo, la
violencia y la repentina naturaleza de las transiciones en la existencia del recluso
empedernido, una vida, como si fuese, de continua terapia de shock, de brutalización,
la diaria resistencia de la disciplina como de máquina impuesta, la muchedumbre y el
linchamiento de los hombres numerados, protegidos por hombres vagamente
parecidos a ellos mismos en cualquier «gran casa» de hombres, los insultos diarios,
las pequeñas indignaciones, el constante sonido metálico del hierro y el resplandor de
la luz artificial, comer, dormir, defecar, la lucha diaria por escapar de los límites de la
percepción de uno mismo —el Barón de Charlus, encadenado desnudo a la cama de
hierro de la habitación 14A en la casa de Jupien—, para mí habría sido improbable
elegir todo aquello.
En cuanto a vender el material, nunca lo consideramos seriamente. Para hacerlo
bien tendrías que hacerlo tu profesión, y como profesión, con las vagas, arbitrarias y
ambiguas alianzas por el camino aburrido, apesta.
Jody y yo permanecíamos juntos unos pocos días más hasta aquel momento que
ambos habíamos anticipado cuando nos dividimos en algún sitio cerca de Sheridan
Square, ella volvió a casa de Pat, y yo… yo no recuerdo.

Jody se encaminó al bar. Moe, Trixie catatónico bajo los barbitúricos, Sasha, la Rusa
Blanca, lozana, al borde de las lágrimas; los evito.
—¡Jody! —una mujer pequeña, cerca de los cincuenta, con pelo castaño se asomó
entre dos hombres en la mesa en la parte de atrás. Era Edna.
Jody le hizo un gesto con la cabeza incierta.
—Me pregunto si tiene pan —me susurró. Sacudí la cabeza.
La mujer gesticuló con los dedos. Podría significar cualquier cosa. Jody sacudió
la cabeza como diciendo que no la había entendido y cuando Edna empezó a
gesticular más vigorosamente Jody se apartó sacudiendo breve y agudamente la
cabeza.
—Fuera de aquí —dijo ella.

ebookelo.com - Página 127


Otra vez afuera vacilamos en la llovizna.
Cruzamos la avenida y nos metimos al drugstore que vende los libros en rústica.
—¡Tenemos que conseguir pasta! —murmuró Jody urgentemente cuando vio que
estaba a punto de examinar los libros.
—Claro —dije—. Pero no sé cómo.
—Tiene que haber alguien…
—¡Ahí está! Espera aquí —le dije.
Alan Dunn, un hombre que había conocido en París y que me debía un favor,
acababa de entrar al drugstore. Fue un momento. Sabía que me dejaría dinero.
—Hola, Alan.
—¡Ey, Joe! ¡Qué bueno verte, hombre! Había oído que estabas aquí y traté de
encontrarte. Vi a Moira el otro día y me dijo que estabas trabajando en el río. ¿Estás
escribiendo mucho?
—Lo justo —dije cautelosamente. Pero conocía a Dunn demasiado bien para
sentirme obligado a mencionarlo de nuevo. Iluminé mi pensamiento y dije—:
Escucha, Alan, necesito un poco de dinero, ahora, esta noche…
—Claro, Joe… ¿cuánto necesitas?
—Serían veinte dólares.
Ya había sacado su cartera. Me pasó dos de diez.
—¿Te hace un café? —dijo mientras yo cogía el dinero.
—Vamos —dije—. Y gracias por la pasta, Alan. Lo aprecio.
—Ok, chico, cuando lo necesites —dijo él.
—Disculpa un momento —dije. Caminé hacia Jody—: quedaré contigo dentro de
un cuarto de hora en casa de Jim Moore. Mira a ver si puedes pillar algo.
—¿Cuánto?
—Depende de lo que sea. Tengo veinte.
Su sonrisa era beatífica.
—Podríamos dar una vuelta por casa de Lou. Le llamo ahora.
—Bien, nos vemos.
Volví hacia Alan, que estaba sentado en la barra.
—¿Quién es la chica? —dijo cuando me senté junto a él.
—Se llama Jody.
—Tiene unos ojos hermosos. Pero parece agotada. ¿Vives con ella?
—No. Una vez pensé que podría ser hermoso enamorarme de ella. Pero no, sería
como querer a Goneril.
Di un sorbo al café.
—¿Cuándo vuelves?
—Dentro de una semana.
Me alegró verlo. Me gustaba hablar de Francia. Pronto estaríamos riéndonos
sobre cómo Historia de O había sido prohibida en París al tiempo que era
galardonada con un premio literario. En París la corrupción de la censura literaria es

ebookelo.com - Página 128


una guerra que la prudencia lleva financiando siglos contra la estupidez.
—¡Qué bueno verte, Alan! ¿Dónde te quedas?
Me dio su dirección.
—¿Sabes algo de ese amigo tuyo árabe?… ¿cómo se llamaba?…
—Midhou —dije. Habíamos llevado a Alan en bus a Aubervilliers donde
conocíamos un sitio español. Estaba apartado en el barrio español de París cerca de
un canal. Era el distrito de aquellos que no eran poetas y llegaban a ese lado de los
Pirineos tras la Guerra Civil española.
Midhou era un gran fumador de hachís, un trovador, un argelino en París que
comía con sus manos. Sentado con las piernas cruzadas en el suelo, el gruñido de sus
labios enfatizado por su bigote mexicano, alzaba las manos en forma de garras y
hablaba de carne. La ceja frondosa, la frente hundida, las orejas pequeñas, de punta,
los ojos negros de un pájaro de presa, las palabras extranjeras de dientes apretados, la
garra haciéndose un puño, haciéndose un cuchillo, haciéndose una mano.
—Sí, oí que se fue a Argelia —dijo Alan.
—Tenía una postal —dije—. Pero supe indirectamente que perdió la mitad de su
rostro al estrellar un camión contra una pared de ladrillo en Argelia. Hubo un retén
policial. No sé si llevaba armas o hachís.
—Pobre hombre —dijo Alan—. ¿Está bien ahora?
—Oí que sí. Oí que estuvo de vuelta en París y se encontraba como siempre.
¿Recuerdas su guitarra?
Estábamos hablando animadamente cuando Jody volvió.
—¿Vienes, Joe?
—Claro. Este es Alan Dunn… Jody Mann.
Jody hizo un gesto con la cabeza y Alan sonrió.
—No te retengo más —dijo Alan, de pie.
—Eso, Joe, vamos —dijo Jody.
—Te llamaré —le dije.
—Y acaba ese libro —dijo él.
Cuando estábamos fuera dijo Jody:
—¿Por qué has tardado tanto?
—Que te jodan —dije.
—¡Lou está esperando! —dijo ella.
—¿Escuchaste lo que me ha dicho?
—No. ¿Quién? ¿Lou?
—No, Lou no. El tipo al que acabamos de robar.
—¿Ah, él? No. ¿Qué ha dicho?
—Me dijo: Escribe ese libro.
—¿Qué libro? —dijo Jody.
—¡Cualquier libro! —dije.
—¡Claro!

ebookelo.com - Página 129


—Como si esa fuese mi puñetera razón de ser.
—¿Tu qué?
—Quiero decir que yo no le dije: «pilla ese jabón», ¿no?
—¡Sí, macho, demasiado! Lou dijo que hay que darse prisa.
—¿Qué pasó? —dije, exasperado.
—Fay está en camino. Estará de vuelta cuando lleguemos ahí.
—¿Quién puso la pasta?
—Lou. Puso diez por nosotros.
Lo que teníamos para droga no era mucho. Lou había servido la mierda en el
espejo y estaba dividiéndolo con una hoja de afeitar cuando llegamos. Estaba Fay y
Harriet, la mujer de Lou, que estaba preparando un biberón para el bebé, Willie, el
parásito de todo el mundo, que cuando tenía sus necesidades personales satisfechas
era un hombre de buena voluntad, de treinta y cinco, dientes marrones y gafas de
lentes gruesas. Su rostro tenía aspecto excitado y colorado sobre su camisa blanca.
Normalmente llevaba una camisa blanca cuando estaba con Mona. Llevaba sombrero
y tenía hecha una permanente y parecía como la tía soltera de alguien, incongruente
en su traje de tweed junto a Fay que se había quitado su abrigo de pelo y estaba
remangándose su informe vestido verde, y Harriet, su pelo en una cola de rata, vestía
camisa y pantalones, y acunaba a su bebé en un brazo. Cuando Geo salió con Mona
adoptó un aire burlón y beato para contarnos al resto de nosotros que él sabía que ella
estaba regordeta, con la permanente reciente y el sombrero en un espacio interior. Le
explicó que ella tenía un culo que él podría controlar. Pero sus disculpas nos
avergonzaron y solo hicieron que Mona exagerase su aire de respetabilidad. Mona
estaba bien. Estaba triste de ver a Geo convertirse en un torpe plagio de sí misma.
—¿Dónde está ese níquel que me debes, Geo? —dijo Lou de pie ante el
escurridero del fregadero. Con Lou mirando a Geo, la hoja de afeitar se detuvo sobre
los pequeños montones de polvo en el espejo.
Vi un destello de irritación en los ojos amarillos de Fay.
—Lou, pon bastante en esa cuchara para un chute mío. Luego puedes coger del él
—le dijo ella a él.
—¡Por qué tú, hijoputa! —le dijo Geo a Lou—. Yo hice el viaje. Tengo derecho a
un tercero. ¿Cuántos chutes te he dejado?
—Que le jodan —dijo Fay, dando un codazo suave a Lou—. La cuchara. Pon un
poco ahí. ¿Te puedes callar un minuto, Geo?
Lou estaba en el fregador, ni siquiera mirando a Geo, sino al suelo, a ninguna
parte, esgrimiendo su sonrisa privada.
—Hola Harriet, hola Joe —dijo Mona. Todos estábamos amontonados al final de
la habitación (un especie de pasillo en la planta baja o bodega grande) que estaba en
la cocina, cerca del horno, junto al fregadero. Luego, aunque ella misma no iba a
chutarse, volvió su perpleja atención a algún anuncio que Lou había pinchado a la
pared. Una chica estaba diciéndole a su madre: «Madre… ¿no podrías subir a papi al

ebookelo.com - Página 130


piso de arriba cuando venga John?».
—Mira, chavala —dijo Geo a Fay—, todavía me debes una bolsa de diez dólares.
¿Y qué pasa con los tres pavos que te dejé la noche anterior?
—Todo lo que él diga es irrelevante —dijo Lou con su sonrisa.
Fay gruñó mientras calentaba la cuchara sobre la llama de gas.
—Toda esta aritmética —dijo Illie, eligiendo el lado.
—Dame un poco más, Lou —dijo Fay—. Esto no se va a notar.
—Claro que sí. ¡Es una aguja sucia! —dijo Jody.
Mona se desplazó silenciosamente al otro extremo de la habitación, se sentó y
abrió una revista. Geo la siguió indiferente con sus ojos y luego me dijo:
—¿Le dirás a estos hijos de puta que me dejen en paz?
—Hombre, antes te dije que no quería que todo el mundo venga aquí a ponerse —
dijo Lou a Geo—. Este apartamento se está volviendo muy peligroso.
—¿Qué hacemos? —dijo Geo, sonriente.
—¿Estás diciendo que soy irrelevante? En cualquier caso, tú te pones a menudo
en mi casa.
—Calla un minuto, Geo —dije—. Por el amor de Dios, Lou, si te estás poniendo
entonces ponte a cocinar.
—Eso —dijo Jody—, Lou se encenderá luego si Fay deja de chutarse.
—La espesa y oscura sangre púrpura de Fay sube y baja en el gotero como una
columna de mercurio ensangrentado dentro de un barómetro. Una palabra que no se
materializó chisporrotea en la esquina de su boca azul en un empujón de indignación
inarticulada al exterior —¿qué? ¿culpa de Fay?—, sus párpados caen, tiemblan,
«No… claro… pilla…, Un… chute».
—Eso, parece mal, Fay, estás sin aliento —dije.
—Va a hacerle una transfusión a Lou —dijo Jody.
—¿Cuál es tu grupo sanguíneo, Fay? —dijo Lou.
—¿Tiene alguien por aquí hora? —dijo Mona desde el final de la habitación. Para
apartarlo de los ganchos, le dije a Geo que le daría para que lo probase. Inspirado por
aquel buen oficio interpretó lo mismo con Mona, diciéndole que eran las dos y diez.
—Le daré a Willie para que lo pruebe —dijo Lou.
—No le des mucho, Joe —dijo Jody.
Harriet cogió el biberón de la olla de agua caliente y echó un chorro de leche
contra su muñeca para probarla. El chico aceptó la tetina con entusiasmo.
—¡Guau! ¡Me encanta lo que hace! —dijo Willie.

Todos se quedaron callados, salvo Mona; ¿por qué no la espabilas, Geo? «No. Ella no
toma», respondería él piadosamente, como si se explicase por sí mismo.
Tom Tear llegó con aspecto lastimado y trató de averiguar si a alguien le quedaba
mierda. Solo Fay tenía, y ella lo explicó de un modo vago como algo que llevaba

ebookelo.com - Página 131


escondido desde ayer y consecuentemente se halló. Siempre creí que la de Fay era
una traición peculiarmente no venenosa pues ella rara vez se molestaba en cubrir sus
hipocresías, compensando esta impertinencia con la añadida impertinencia de alguna
irritación a mano; ¿qué? ¿culpa de Fay?
Recuerdo a Mona horas después. Su paciencia era intachable. O no. Podrías
decirle: «Geo se puso hace una hora. ¿Crees que es una jodida virtud ser tan
paciente?». Pero Mona te sonreía, casi tan (des)ambiguamente como su tocaya en el
Louvre, su sonrisa ligeramente bizca, preocupada, sin condena en su actitud.
Probablemente si se hubiera puesto no hubiese sido por Geo. Era como un hombre
defendiendo a su mujer de palabras soeces. ¿Novesquehaymujeresenlasala?
Geo hablaba con Lou a la manera de un Tertuliano:
—¿Qué pasa si no me preocupa que demuestres que soy una mala madre?,
¡mientes!
Y Mona dijo a la habitación:
—¿Está loca?
Harriet parecía recatada.
—Pensaba que dijiste que no tenías —dijo Tom a Fay. Fay no dijo nada.
Operando silenciosamente en el fregadero como Dr. Jekyll preparando su poción, ella
no tenía esperanza de chutarse por segunda vez sin ser observada. Su mano temblaba
mientras sostenía la cerilla bajo la cuchara.
—¡Eh, venga! —dijo Tom, buscando aliados.
Fay aún no decía nada. Ella extrajo el líquido del gotero.
—Vamos, ¡déjame probarlo, Fay!
—Te dejaré probarlo en la cuchara —gruñó Fay. Tom volvió a la vida de un modo
que a veces hacía.
—¡Sabía que lo habías hecho! —se burló Geo.
—¡Arriba, Geo! —dijo Tom.
—Lleva razón, Geo —dijo Lou, sus párpados revoloteando momentáneamente
mientras permanecía balanceándose cerca del fregadero—. Eres una madre
impertinente.
—Geo, me marcho —dijo Mona—. Puedo pillar un taxi; así que bien, no tienes
por qué venir. Quédate si quieres.
Geo miró apenado.
—Oh, nena, ¿no puedes quedarte media hora más?
—Claro —dijo Mona, triste—. Pero hay casi una hora entre trenes a esta hora de
la noche. Ya sabes cómo va.
—Ok —dijo Geo—, pero iré contigo a la estación en cualquier caso.
—La familia que se desengancha unida, permanece unida —dijo Lou
balanceándose elípticamente.
Llamaron a la puerta.
—Un minuto, por dios, mira a ver quién es —dijo Lou, yendo cerca de la puerta.

ebookelo.com - Página 132


Tom retiró la aguja cuidadosamente de su vena, le echó un chorro de agua en ella,
y la escondió entre los cuchillos y tenedores.
—¿Quién es? —dijo Lou en alto, con el hombro contra la puerta.
—Cree que es Horacio defendiendo el puente —dijo Geo—. Si él es el Hombre,
lo aplastarán. Ya sabes que cuando me arrestaron entraron con armas y yo ahí con una
puta cuchara. ¡Ya podía haber sido un lanzallamas!
—¡Cierra tu bocaza! —le bufó Lou en voz baja.
Una voz desde fuera dijo:
—¡Ettie!
—Vale, Lou, es Ettie —dijo Fay.
—¡Puto Ettie! —dijo Lou—. Este piso se está pareciendo a la Grand Central
Station. ¡No quiero que todo el puto mundo venga aquí!
—¿Está Fay ahí? —dijo la voz cantarina.
—Déjala, hombre —dijo Fay—. Probablemente lleve mierda.

Ettie entró.
Ettie era una negra delgada que se pinchaba diez bolsas de cinco dólares cada día.
Una vez quiso que Jody y yo nos fuésemos con ella. Ettie tiró todo, ropas y otros
objetos de valor que había robado, mierda, sus propios morros delgados, e hizo
conjeturas con las mentes y cuerpos de sus amigos.
—La última noche tuve un número con el tipo —nos dijo a Jody y a mí una vez
que abrió su bolsa de hule en la cama y reveló media onza de heroína malamente
adulterada—. El hijoputa puso su mano en mi pierna derecha cerca de mi dulce yo.
Con eso puedo repartir. ¡Le voy a enseñar a ese pavo!
—Ella también —me dijo Jody.
—Podría morderte el culo —le dije a Ettie.
Ettie quería que fuésemos con ella, nosotros dos; Jody podría hacer pasta de
nuevo y yo ser el hombre en el lugar. «Luego pilláis toda la mierda que queráis, no
hay problema».
—¿Sin hacer la calle? —dijo Jody seca.
—No he dicho nada de eso, muñeca. ¿Qué eres? ¿Una idealista? Sabes bien qué
puedes hacer. Puedes manipular a esos suaves gordos rosas vuestros. Griego.
—¿No estás de broma? —dijo Jody.
—Hombre, es una movida lo que tú haces —le dije a Ettie—, todo el día dando
vueltas por la ciudad con la respiración caliente por tu cuello.
—A él le dejo respirar en mi vagina, querida, mientras que no me rompa —dijo
Ettie.
—¿Qué es esto? —dijo Ettie mientras entraba—. Nunca he visto una habitación
peor. Si me viera mi madre. ¡Hola, qué hay, Jody! ¿Estás bien?
—¿Llevas mierda, Ettie?

ebookelo.com - Página 133


—¿Te crees que me he pegado el viaje desde el centro solo por darme un paseo?
—Ettie se volvió a Lou, que había cerrado la puerta tras de sí—. ¿Te importa si me
pongo aquí?
Lou vaciló. Vi por dónde iba. También podría haber abierto una tienda. Al final
dijo:
—Ok, pero quiero probar.
—Eso tendría que estar acordado —dijo Ettie, y, momentos después, tras unos
movimientos increíblemente rápidos con cuchara y gotero, estaba sondeado con la
aguja en su delgado muslo negro.
Jody se apoyó cerca de ella.
Mientras Ettie retiraba la aguja ella alzó la vista hacia Jody y dijo:
—Sé lo que viene y la respuesta es no. Primero ese níquel que me debes de la
semana pasada. Ahí está lo tuyo, Lou —señaló el pequeño montón de polvo en la
cuchara.
Harriet, tras encogerse de hombros a la entrada de Ettie, se había retirado a la
cama donde ahora se encontraba tumbada, jugando con el bebé. Willie estaba estirado
cerca de ella.
Fay estaba hablando urgentemente con Geo. Mona, ahora sentada recta en una
silla cerca de la puerta, miró desaprobatoria.
—Hombre, sólo tengo un níquel —le decía Geo a Fay.
—Quien quiera algo, que lo diga ahora —dijo Ettie.
Lou, que acababa de pincharse otra vez, siguió balanceándose cerca del lavabo; el
gotero, con la aguja todavía ahí, en su mano derecha.
—¡Ah, por el amor de Dios, Ettie! —dijo Jody—. ¡Voy a por un poco de pan para
mañana, en serio!
—¿Y ella? —le dijo Fay a Geo. Se refería a Mona.
Geo gruñó y miró suplicante a Mona, que parecía estar al borde de un ataque de
nervios.
—Mira, Mona, puedes darme diez esta noche y te traeré esos treinta.
—Pensaba que te ibas a comprar un traje —dijo Mona.
—No te olvides de que me debes un níquel, Geo —dijo Lou, meneando sus ojos
cerrados.
—¿Quién necesita trabajo? —le dijo Fay a Tom.
Estaba mirando a Mona. Ella ya había cogido un billete de diez dólares de su
monedero. Geo lo cogió y le dijo a Fay con voz áspera:
—En cualquier caso, no sé por qué te excitas tanto. Ni siquiera dije que te dejaría
probarlo.
—Yo la traje —imitó Geo.
—Correcto, lo hizo —dijo Ettie y se volvió hacia Jody—. Cariño, simplemente no
puedo entender qué es lo que piensas que tienes entre tus piernas para que valga algo.
Sólo está parado mientras no tienes ni un níquel para ponerte.

ebookelo.com - Página 134


—Sí, no es fácil —dijo Jody—. Mira, Ettie, mañana…
—Me voy, Geo —dijo Mona.
Geo fue interrumpida por Jody.
—Por los clavos de Cristo, callaos un minuto, ¿va? —se volvió a Ettie—.
¿Cuánto por quince? ¿una dieciseisava?
—No sé de ninguna dieciseisava —dijo Ettie—. Pillas tres bolsas de cinco
dólares.
—¡Oh, no sigas, hombre! —dijo Geo—. ¡No puedo subir luego y pillar un
dieciseisavo!
—Bajé al centro —dijo Ettie.
—Correcto, Geo, lo hizo —dijo Fay.
—No voy a comprar ninguna bolsa de cinco dólares —dijo Geo—. Pillaré más
tarde.
Se apartó de Ettie y Mona y dijo:
—Me voy ya, Ge. Si quieres acompañarme a la estación tendrás que venir ahora.
Geo vaciló y luego dijo:
—Vale, nena. Me voy ya. Te veo luego —nos dijo al resto.
—Eh, espera un minuto, Geo —dijo Lou, dando tumbos en estado comatoso—.
Tienes que darme ese níquel a mí. Necesito colocarme.
—¿Realmente crees que te voy a prestar ese níquel, no, Lou?
—Hombre, ¡no convences a nadie! —dijo Lou.
—Vamos —dijo Fay—, le debes un níquel. Lo necesitamos. Dáselo.
—¿Te darás prisa y cerrarás la puerta? —dijo Harriet desde la cama.
Mona ya estaba afuera.
Lou se rio, su rostro de pronto se volvió amistoso.
—Ya sabes, no siempre tienes que discutir, Geo. Nunca vas a ganar.
Mirando a Fay, Geo le dio a Lou un billete de cinco dólares.
—No sé —dijo mientras salía.
—Vaya joputa —dijo Fay cuando se había marchado.
—Que te jodan, Fay —dijo Lou, sonriéndole.
—Lleva razón —dijo Tom—. A veces Geo se pasa.
—Claro —dijo Lou—, pero nunca te niega un chute.
—Me ha rechazado —dijo Jody desdeñosamente.
—Y yo te estoy rechazando, nena —dijo Ettie—. Ahora, ¿alguien quiere hacer
negocios? Tengo que estar en la 125 dentro de una hora.
—Compartiremos bolsa, ¿eh Lou? —dijo Fay, yendo de pronto al fregadero.
—Ok —dijo Lou, y pagó a Ettie—. ¿Quieres probar, cariño? —le dijo a Harriet.
—Claro, déjame probar —dijo ella. Estaba jugando con el fino pelo del bebé—.
Es como la seda —le dijo a Willie.
—¿Vas a pillar, Joe? —me dijo Jody.
—Pillaré una bolsa y la partiremos —le dije yo.

ebookelo.com - Página 135


—La mitad de una bolsa no es nada —dijo Jody, con mal humor.
No respondí. Traté de guardar un níquel para no quedarme varado en la chalana.
Dividí la bolsa en dos y me pinché lo mío. Tres de los nuestros estaban
pinchándose de pronto, cada uno trabajando silenciosa y eficazmente. De algún modo
Tom pilló algo, y Willie. En cuanto saqué la aguja, Jody cogió la mía.
—¿Quieres que te llame el viernes? —le dijo Ettie a Lou—. Estaré en el barrio.
—No, tío —dijo Lou.
—¿Por qué no al otro lado de mi casa? —dijo Tom.
—¿Sobre qué hora?
—Sobre las nueve.
—Os veré a todos —dijo Ettie—, y tú, nena, acepta el consejo de tu madre —le
dijo a Jody mientras salía.
Fay se sentó en una silla baja y empezó a cabecear.
Harriet se movía silenciosamente sobre el fregadero y Lou le dio un chute.
Querían volver juntos a la cama.
—¿Os vais a marchar en cuanto podáis? —nos dijo Lou a los demás.
Jody alzó su mano deprisa a su boca y devolvió la aguja al vaso de agua.
—¿Adónde vas ahora, Joe? —me dijo—. ¿Puedo ir?
—No, chico. Me vuelvo a Perth Amboy.

ebookelo.com - Página 136


Comentario a George Orwell

EN el reino de comportamiento humano, Dios ha funcionado primeramente como un


sabio contra cuyos juicios los hombres han medido (o han pretendido medir) la
validez de los suyos. Si Dios es desalojado, la gran posibilidad de semejante
comparación se aniquila, y la responsabilidad, los pavoneos fosforescentes del yo
consciente, es, por decirlo así, relegado al vacío. ¿Ante quién soy yo responsable?
¿Ante mí? ¿Y para qué?
A diferencia de sus contemporáneos franceses más filosóficos, Orwell, que yo
sepa, nunca se hizo el interesante de manera consciente con estas cuestiones. En un
mundo sin Dios, su desnudo y desguarnecido alegato era en favor de «la decencia, la
libertad y la justicia», un alegato que, en su gentil y despolitizada mente, era
sinónimo de alegato por el socialismo.
«… repasando mi trabajo», escribió en 1947 («Por qué escribo»), «veo que es una
constante allí donde carecía de propósito político que escribía libros sin vida, y fui
traicionado por los pasajes grandilocuentes, las frases sin significado, los adjetivos
decorativos y los disparates». Ningún cálculo del trabajo de Orwell podría ir más allá
de la verdad. Su propósito rara vez fue tan político como humanitario (o moral) y
donde intentó hacerlo, como en el presente trabajo[18] —escrito por encargo para el
Left Book Club y publicado inicialmente en 1937—, el resultado es un desafortunado
popurrí de descripción directa, estadísticas y exhortación política naif; dudo si el libro
habría visto jamás la luz si no hubiese sido escrito por Orwell. Frases raídas como
«… el auténtico Socialista es el que… activamente desea ver la tiranía derrocada…»
y «todo lo que se necesita es martillear dos hechos en la conciencia pública. Uno, que
el interés de toda la gente explotada es el mismo; el otro, que el socialismo es
compatible con la decencia común», y «… solo las naciones socialistas pueden luchar
efectivamente», son difícilmente aceptables en 1958.
Un ensayo más notorio para comprender a Orwell se titula Dentro de la ballena.
Este ensayo, escrito en 1939 antes y después de la declaración de guerra, se publicó
como el ensayo principal de un libro de 1940, y fue significativamente omitido de la
colección de ensayos críticos publicados en 1946. Fue escrito en un momento de
extremismo, cuando debió ocurrírsele a Orwell que todo su interés por los «asuntos
políticos» había sido en vano. Es una afirmación inglesa bastante evasiva —a causa
de la obscenidad «uno está determinado a no impresionarse[19]»— de la escritura de
aquel sagrado Nerón de la literatura americana, Henry Miller. La honestidad
fundamental de Orwell se hace patente. Admira a Miller porque «ha elegido soltar el
lenguaje de Ginebra de la novela ordinaria y arrastrar la real-politik de la mentalidad
interna a la abierta».
«Las buenas novelas», sigue, «las escribe gente que no está bajo ninguna
amenaza. Eso me lleva a Henry Miller». Orwell discute razonablemente «que para un

ebookelo.com - Página 137


escritor creativo la posesión de la “verdad” es menos importante que la sinceridad
emocional». Establece un paralelismo desde la Primera Guerra Mundial, creyendo
«como el Señor Forster que sólo manteniéndose distante y en contacto con las
emociones de preguerra, Eliot continuaba la herencia humana» (refiriéndose a
Prufrock, publicado en 1947). Concluye, «que la actitud pasiva, no cooperativa e
implícita en el trabajo de Henry Miller está justificada. Si es o no una expresión de lo
que la gente tiene que sentir, probablemente proceda de algún lugar cercano para
expresar lo que ellos sienten». «En mi opinión aquí se encuentra el menor escritor de
prosa imaginativa del más ligero valor que ha aparecido entre las razas angloparlantes
en los últimos años».
Orwell describe su encuentro con Miller:

La primera vez que quedé con Miller fue a finales de 1936, cuando yo
pasaba por París de camino a España. Lo que más me intrigó de él fue advertir
que no sentía ningún interés hacia la guerra española. Simplemente me dijo,
en términos contundentes, que ir a España en aquel entonces era una
estupidez. Podía comprender que alguien fuese ahí por motivos puramente
egoístas, por curiosidad, por ejemplo, pero mezclarse en esos asuntos por un
sentimiento de obligación era una auténtica estupidez. De todos modos mis
ideas sobre combatir al fascismo, defender la democracia, etcétera, eran
chorradas. Nuestra civilización estaba condenada a ser barrida y reemplazada
por algo tan diferente para que apenas la recordemos como humana; una
posibilidad que no le preocupó…

La implicación de este ensayo (y la evidente vacilación en sus constantes reservas


que contribuye a esta opinión) es que, al menos en aquel momento (1939), Orwell
está harto de la muerte del optimismo político que dominaba la literatura inglesa en
los años treinta. Él mismo había contribuido a aquel optimismo… «el hombre común
ganará esta lucha antes o después…» y:

No hay bomba que estalle


que acabe con el espíritu de cristal.

En septiembre de 1939, Orwell, siempre heterodoxo («nadie que crea


profundamente en la literatura, o incluso que prefiera el buen inglés al malo, puede
aceptar la disciplina de un partido político»), ha perdido la fe. Además de un
panfletario (El león y el unicornio), no publica nada en casi cinco años, y luego, en
1945, aparece Rebelión en la granja. Y desde entonces su acercamiento a la política
es plenamente negativo. Se mueve del pesimismo extremo de Rebelión en la granja
al pesimismo aún más extremo de 1984 (1949); su interés se cierne sobre la

ebookelo.com - Página 138


integridad espiritual del individuo en un mundo que parece moverse inexorablemente
hacia el totalitarismo.

Aun con todo su polémico fulgor, Orwell no fue un pensador profundo. Hay algo
«esporádico» en la mayoría de sus escritos.
S. Pritchett una vez le llamó «la conciencia de su generación», lo cual resulta
adecuado en la medida en que nosotros podamos distinguir claramente entre
«conciencia» y «conocimiento». Él fue un moralista, un predicador, un panfletario,
un hombre honesto que se arrojaba sin reservas a un libro o a un ensayo al tiempo que
se lanzaba a situaciones extremas en la vida… y a la indignación. Naturalmente esto
le llevaba a la contradicción —creo que nadie negará que sus obras están plagadas de
contradicciones— y, más en serio, desde mi punto de vista, a su fracaso para bajar al
vientre de la ballena, para cruzar el umbral hacia sí mismo. Esto lo vuelve de algún
modo el más anticontemporáneo de los escritores contemporáneos. En su interés por
el movimiento de los asuntos sociológicos nunca se ha interesado seriamente por el
hecho de que, a fin de cuentas, todo está filtrado por el prisma del yo, que no basta
controlar lo que viene sobre uno sin el uno, y que es precisamente cuando los
hombres en su fervor organizacional olvidan esto cuando la libertad muere. La noción
de libertad aparece cuando un hombre cree ser la víctima de fuerzas externas —estoy
hablando de libertad política—, y en nuestro tiempo, cuando es el totalitarismo el que
amenaza. Es esencialmente una protesta del relativamente apolítico contra el
superfanático político.
La emergencia de la masa, la presión de los valores de la masa: apenas tiene
sentido decir, como Orwell sabía, que estás contra la emergencia de la masa, como
decir que estás contra la fisión nuclear. La proliferación de vastos proyectos en
ingeniería humana y la amenaza resultante a la integridad del individuo es
consecuencia directa de la emergencia repentina de la masa. Ortega y Gasset habla de
los «invasores verticales», refiriéndose a los cientos de millones de hombres sin
tradición que nacen en la historia por una trampilla; una consecuencia de la
Revolución Industrial. En líneas generales, la educación de estos hombres-sin-raíces
ha sido gobernada por los requerimientos tecnológicos de la industria en expansión.
La cultura que tengan ha sido adquirida a través de los periódicos, literatura pulp o de
mejor calidad, el cine popular, y en última instancia la televisión. El técnico, como
técnico, es esencialmente pasivo, y la actitud estructural que se impone sobre él
durante sus horas de trabajo es arrastrada por él a sus horas de diversión; él es la
víctima de la diversión, no su maestro. Inquieto, pasivo, con unos pocos recursos
internos vitales y la pequeña duda creativa, tiene que ser entretenido, y, como
consumidor de entretenimiento, es sometido a las mismas baterías de técnicas que
han levantado la producción. No cabe duda de que este tipo de conciencia de la
eficiencia es peligrosamente cerrada. Uno diría que la idea que el hombre tiene de sí

ebookelo.com - Página 139


mismo es algo menor que la que era antes de que Dios se volviese un búho disecado
en el museo de historia natural.
El propio Orwell fue de manera intermitente consciente de todo esto y así se
demostró abrumadoramente en sus últimas obras. Ello se advierte especialmente en
su interés por la precisión del lenguaje —«los totalitaristas utilizan el lenguaje para
oscurecer el pensamiento»; y «Neolengua» (), «designada no para extender sino para
distinguir el rango de pensamiento, y este propósito fue indirectamente ayudado al
limitar la elección de las palabras al mínimo». En el mundo de 1984 la sublevación
ya no es posible porque el escepticismo es imposible: «… la expresión de opiniones
heterodoxas, sobre un nivel muy bajo, era casi imposible». La única esperanza de
Winston Smith era la existencia de los proles. El futuro les pertenecía a ellos.
Este trémulo aliento de esperanza (todo él está en 1984) suena de manera
sospechosa como la anterior afirmación sentimental de Orwell: «… el hombre
corriente ganará su batalla tarde o temprano…». Es este tipo de irreflexión vulgar y
democrática, esta subordinación obstinada de su visión al ídolo de su era, la que lo
previno de proyectar sus energías creativas al nivel más vital de entendimiento que
empieza con una absoluta sublevación contra todas las abstracciones con las que la
sociedad atrapa, etiqueta, y asigna estatus al individuo, y cuyo objeto es el yo, aquí y
ahora, único y condenado al término del absurdo en un extraño cosmos. En la medida
en que Orwell detuvo esta revuelta total, prefiriendo, en lugar de preocuparse por
«vectores socioeconómicos», la «opresión de clase» y todas las demás abstracciones
de la «conciencia social», dispone de poco interés para aquellos de nosotros que
venimos después de él, pero entonces, como sugería al principio, uno tiene la
sensación, a pesar de sus referencias constantes a la política, de que él era
fundamentalmente apolítico, y que si no hubiese vivido cuando lo hizo, cuando
estaba «de moda ser socialmente consciente», el elemento grandioso y poético
presente en todo su trabajo le habría hecho uno de nuestros modelos. Alrededor de
1933, en un breve ensayo titulado «Una ejecución», escribió:

Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que
significa destruir a un hombre sano y consciente. Cuando vi al prisionero
apartarse para evitar el charco advertí el misterio, el indescriptible error de
segar una vida en su esplendor. Este hombre no se estaba muriendo, estaba
vivo mientras nosotros estábamos vivos. Todos los órganos de su cuerpo
funcionaban —intestinos digiriendo alimentos, la piel renovándose a sí
misma, las uñas creciendo, los tejidos formándose—, todo operando apenas
sin sentido. Sus uñas seguirían creciendo estando él en la plataforma, cuando
estuviera cayendo al aire con una décima de segundo de vida. Sus ojos vieron
la gravilla amarilla y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba,
preveía, razonaba; razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros
éramos un equipo de hombres que caminaban juntos, viendo, escuchando,

ebookelo.com - Página 140


sintiendo, comprendiendo el mismo mundo; y en dos minutos, con un
chasquido repentino, uno de nosotros desaparecería; una mente menos, un
mundo menos.

Tendremos que seguir leyendo a Orwell para este tipo de cosas, pero uno no
puede remediar que Orwell no se tomó descanso para explorar semejante mundo.

ebookelo.com - Página 141


Cuarta parte

«Estoy aislado de cada alma compasiva, no me conocen, estoy desempleado, soy


contemplado en todos los aspectos (si acaso) con una astuta sospecha, a veces
incluso con asco. Mi doctor por ejemplo me dejó bastante estupefacto al anunciar
con gran enojo que consideraba mis escritos como «basura obscena e indecente, ¡lo
suficiente para desagradar al hombre más liberal!».
15 de Noviembre de 1961

ebookelo.com - Página 142


La insurrección invisible de un millón de mentes

«Y si todavía hay una cosa infernal realmente detestable en nuestro tiempo, eso es
nuestra artística pérdida de tiempo con las formas, en lugar de ser las víctimas
quemadas en la hoguera, señalando a través de las llamas».

Antonin Artaud (El teatro y su doble)

La revuelta es incomprensiblemente impopular. En cuanto se define provoca las


medidas para su contención. El hombre prudente evitará su definición, que en efecto
es su sentencia de muerte. Además, es un límite.
No nos interesa el coup-d’ètat de Trotsky y Lenin, sino el coup-du-monde, una
transición de más compleja necesidad, más difusa que la otra, y así más gradual,
menos espectacular. Nuestros métodos variarán con los hechos empíricos que
conciernen al aquí y ahora, inmediatamente.
La revuelta política es y tiene que ser inútil, precisamente porque tiene que luchar
a brazo partido en el nivel general del proceso político. Junto a las aguas muertas de
la civilización es un anacronismo. Al tiempo, con el mundo al límite de la extinción,
no podemos permitirnos esperar a la masa. Ni pelear con ello.
El coup-du-monde tiene que ser en un sentido amplio cultural. Con sus miles de
técnicos Trotsky midió los viaductos y los puentes y las centrales telefónicas y las
centrales eléctricas. La policía, víctima de la convención, contribuye a la brillante
empresa protegiendo a los viejos hombres en el Kremlin. Los líderes no tenían la
elasticidad mental para entender que su propia presencia ahí en el asiento tradicional
del gobierno resultaba irrelevante. La historia los rebasó. Trotsky tenía las estaciones
de tren y las centrales eléctricas, y el «gobierno» estaba efectivamente bloqueado sin
historia por sus propios guardias.
Así la revuelta cultural tiene que medir las redes de expresión y las centrales
eléctricas de la mente. La inteligencia tiene que cohibirse, advertir su propio poder, y
a escala global, trascender funciones que ya no son adecuadas, atreverse a ejercitarlo.
La historia no derrocará los gobiernos nacionales: los flanqueará. La revuelta cultural
es el apuntalamiento necesario, la ardiente subestructura del nuevo orden de las
cosas.
Lo que tiene que medirse no son las dimensiones físicas ni el color temporal
relevante. No es un arsenal, no una capital, ni una isla, ni un istmo visible desde una
cima en Darien. Definitivamente, también son todas estas cosas, claro, todo lo que
hay, pero solo de paso, e inevitablemente. Lo que tiene que medirse —y me dirijo a
ese millón (digamos) aquí y ahí que es capaz de percibir de inmediato justo lo que yo
trato, un millón de «técnicos» potenciales— somos nosotros mismos. Lo que tiene
que suceder, ahora, hoy, mañana, en esos ampliamente dispersos pero vitales centros

ebookelo.com - Página 143


de experiencia, es una revelación. En nuestro tiempo, en lo que a menudo se piensa
como la edad de la masa, tendemos a caer en el hábito de memorar la historia y la
evolución como algo que avanza despiadadamente, apenas ajeno a nuestro control. El
individuo tiene un profundo sentido de su propia impotencia mientras advierte la
inmensidad de las fuerzas implícitas. Nosotros, los creativos en todos los lugares,
tenemos que descartar esta postura paralítica y medir el control del proceso humano
asumiendo nuestro propio control. Tenemos que rechazar la ficción convencional de
la «naturaleza humana estática». De hecho no existe tal estatismo en ningún lugar.
Solo devenir[20].
Organización, control, revolución: cada uno de los millones de individuos a los
que hablo tendrá cautela con tales conceptos, los encontrará imposibles con una
conciencia silenciosa para identificarse a sí mismo con cualquier grupo, no importa
su nombre. Así es como debe ser. Pero es a la vez la razón para la impotencia de la
inteligencia en cualquier lugar del rostro de los acontecimientos, para que de nadie en
particular pueda decirse que es responsable, una enorme corriente de puñeteros
desastres, el resultado natural de ese complejo de procesos, la mayor parte de los
cuales inconscientes y descontrolados, que constituyen la historia del hombre. Sin
organización coordinada la acción es imposible; la energía de los individuos y los
pequeños grupos se disipa en ciento y un pequeños actos de protesta sin
vinculación… un manifiesto aquí, una huelga de hambre allá. Tales protestas,
además, están comúnmente basadas en la asunción de que el comportamiento social
es inteligente; el distintivo de su futilidad. Si el cambio tiene que ser deliberado, los
hombres tienen de algún modo que actuar juntos en la situación social. Y sostenemos
que ya existe un núcleo de hombres que, si se aplicasen gradual y provisionalmente a
la tarea, son capaces de imponer una idea nueva y seminal: el mundo les espera para
tenderles la mano.

Ya hemos rechazado la idea de un ataque frontal. La mente no puede resistir el


problema (la fuerza bruta) en la batalla abierta. Más bien se trata de percibir
claramente y sin prejuicio cuáles son las fuerzas operativas en el mundo y de cuya
interacción tiene que ser el mañana; y entonces, con calma, sin indignación, a través
una especie de jiujitsu mental que es nuestro por virtud de la inteligencia, de
modificar, corregir, contaminar, desviarse, corromper, erosionar, flanquear… inspirar
lo que podríamos llamar «la insurrección invisible». Emergerá de la masa de
hombres, si surge al fin, no como algo por lo que se haya votado, hecho huelga,
combatido, sino como las estaciones cambiantes; a sí mismo se encontrarán dentro y
estimulados por la situación de manera consciente al menos para recrearla dentro y
fuera como algo suyo.
Está claro que en principio no hay problema de producción en el mundo moderno.
El problema urgente del futuro es que la distribución que es en este momento

ebookelo.com - Página 144


(des)ordenada en términos del sistema económico prevalezca en este o aquel lugar.
Tal problema a escala global es administrativo y no será solucionado hasta que las
existentes rivalidades políticas y económicas sean derrocadas. Sin embargo, se está
reconociendo ampliamente que los problemas distributivos están manejados más
eficientemente y económicamente mejor en una escala global por una organización
internacional como Naciones Unidas (comida, medicina, etc.) y esta organización ya
ha liberado a los distintos gobiernos nacionales de algunas de sus funciones. No se
precisa de una enorme imaginación para ver en este tipo de transferencia el comienzo
del fin del estado-nación. A todas horas tenemos que hacer todo lo que esté en
nuestro poder para acelerar el proceso.
Mientras, nuestro anónimo millón puede proyectar su atención sobre el problema
del «tiempo libre». Un gran asunto de lo que pomposamente se ha llamado
«delincuencia juvenil» es la respuesta inarticulada de la juventud incapaz de alcanzar
un acuerdo con la diversión. La violencia asociada a ella es consecuencia directa de la
alienación del hombre ocasionada por la Revolución Industrial. El hombre se ha
olvidado de jugar. Y si uno piensa en las tediosas tareas concedidas a cada hombre en
el entorno industrial, en el hecho que la educación se haya vuelto cada vez más
tecnológica, y para el hombre ordinario nada más que un medio de ajustarse a un
«trabajo», a uno difícilmente le puede sorprender que el hombre esté perdido. Casi
está más preocupado de la diversión. Demandan «horas extras» y muestran una
hostilidad latente hacia la automatización. Su atrofiada creatividad se orienta
totalmente al exterior. Tiene que ser entretenido. Las formas que dominan su vida
laboral se posponen a un tiempo libre que se vuelve más y más mecanizado; así se
encuentra equipado con máquinas para enfrentarse a la diversión que las máquinas le
han conferido. Y para compensar todo esto, para aliviar el psicológico desgaste
natural de nuestra era tecnológica, existe, en una palabra, EL ENTRETENIMIENTO.
Cuando nuestro hombre, tras el día laboral, viene temblando, cansado, de la línea
de montaje a lo que han venido a llamarse sin un asomo de ironía sus «horas de
ocio», ¿a qué se enfrenta? En el autobús de camino a casa lee un periódico que es
igual al periódico de ayer, en la medida que es un centrifugado de elementos
idénticos… cuatro asesinatos, trece desastres, dos revoluciones, y «algo que se acerca
a una violación»… que uno por uno es idéntico al periódico del día anterior que…
Tres asesinatos, diecinueve desastres, una contrarrevolución, y algo que se acerca a la
abominación… y a no ser que sea un hombre muy excepcional, uno de cuatro
millones de técnicos potenciales, al placer vicario que deriva de chapotear en toda
esta violencia y desorden, se le oculta el hecho de que no hay nada nuevo en todas
estas «noticias» y que su consideración diaria no lleva a ampliar la conciencia de la
realidad sino a una peligrosa contradicción de la conciencia, a una especie de proceso
mental que tiene más en común con la salivación de los perros de Pavlov que con las
sutilezas de la inteligencia humana.
El hombre contemporáneo espera entretenimiento. Su participación activa es casi

ebookelo.com - Página 145


inexistente. El arte, lo que quiera que sea, es algo sobre lo que la mayoría rara vez
piensa, algo casi deseable hacia lo cual a veces incluso está orgulloso de alardear de
una actitud de ignorancia invencible. Este lamentable estado de la situación es
inconscientemente sancionado por el testarudo filisteísmo de nuestras instituciones
culturales. Los museos tienen aproximadamente las mismas horas de apertura al
público que las iglesias, los mismos hedores moralistas y sus mismos silencios, y una
presunción esnob en directa oposición espiritual a los hombres vitales cuyos trabajos
permanecen ahí en secreto. ¿Qué tienen esos silenciosos pasillos que ver con
Rembrandt y las señales de «no fumar» con Van Gogh? Más allá del museo, el
hombre de la calle en efecto está aislado de la naturalmente tonificante influencia del
arte por el sistema de moda de corretaje que, casualmente, sólo por necesidad
económica, tiene que ver más con la emergencia y el establecimiento de las así
llamadas «expresiones artísticas» que generalmente se realizan. El arte puede no
tener ningún significado existencial para una civilización que dibuja una línea entre la
vida y el arte y colecciona artefactos como huesos ancestrales para reverenciar. El
arte tiene que informar de la vida; concebimos una situación en la que la vida sea
continuamente renovada por el arte, una situación construida imaginativa y
pasionalmente para inspirar a cada individuo a responder de manera creativa, para
aportar a cualquier acto un comportamiento creativo.
Concebimos… pero somos nosotros, ahora, quienes tenemos que crearlo. Pues tal
cosa no existe.
La actual situación no puede estar en más agudo contraste. El arte anestesia la
vida; presenciamos una situación en que la vida está continuamente debilitada por el
arte, una situación sensacionalista y corruptamente tergiversada para inspirar a cada
individuo a responder de un modo pasivo y banal, para aportar a cualquier acto un
consentimiento banal y automático. Para el hombre medio, desanimado, nervioso, sin
poder de concentración, una obra de arte que deba ser contemplada tiene que
competir al nivel del espectáculo. No tiene que contener nada que en principio sea
extraño o sorprendente; fácilmente la audiencia tiene que ser capaz de identificarse
sin reservas con el protagonista, de colocarse con firmeza en el «asiento del
conductor» de la montaña emocional y activar el control remoto. Lo que acaece es la
empatía al nivel más obvio, ciego y aerífico. Hasta donde sé, fue Brecht quien
primero atrajo la atención sobre el peligro de tal método de intervención que anima a
provocar el estado de empatía en una audiencia a expensas de su juicio. Había que
contrarrestar esta tendencia promiscua en la audiencia moderna para identificar lo que
él formuló como su «teoría-distancia» de actuación, un calculado método para
inspirar un tipo de participación más activa y crítica. Lamentablemente, la teoría de
Brecht no ha tenido ningún tipo de impacto sobre el entretenimiento popular. Los
zombis permanecen; el espectáculo crece más espectacular. Adaptando un epigrama
de un amigo mío: Si nous ne voulons pas assister au spectacle de la fin du monde, il
nous faut travailler à la fin du monde du spectacle[21].

ebookelo.com - Página 146


Tal arte que ha sido llamado serio toca la cultura popular de hoy solo del modo en
que lo hace la industria de la moda y la publicidad, y durante muchos años ha sido
infectado por la trivialidad contenida en esas empresas. Para el resto, literatura y arte
existen hombro con hombro con la mecanizada cultura popular y salvo en alguna
película aquí y allá apenas tienen escaso efecto en el asunto. Solo en el jazz, que
conserva la espontaneidad y la vitalidad derivadas de su proximidad con sus
comienzos, podemos ver un arte que brota naturalmente de un ambiente creativo.
Pero formas más adulteradas ya tienden a ser confundidas con lo auténtico. En
Inglaterra, por ejemplo, estamos confrontados por la absurda manía de lo «trad»; un
refrito de lo que sucedía en Nueva Orléans a principios de los veinte, simple, obvio,
repetitivo, que eclipsa casi completamente la tradición vital de la era post-Charlie
Parker.

Durante un largo tiempo los mejores artistas y las mentes más brillantes en cualquier
lugar han condenado el abismo que ha venido a existir entre el arte y la vida. La
misma gente normalmente ha estado en revuelta durante su juventud y han sido
presentados inocuos por el «éxito» en algún momento de la madurez. El individuo no
tiene poder. Es inevitable.
Y el artista tiene un profundo sentido de su propia impotencia. Está frustrado,
incluso confundido. Como en los escritos de Kafka, tal temeroso sentido de
alienación invade su trabajo. Ciertamente el ataque más descomprometido en la
cultura convencional fue lanzado por Dadá al término de la Primera Guerra Mundial.
Pero los habituales mecanismos de defensa pronto se pusieron en marcha: las mierdas
del «anti-arte» fueron solemnemente enmarcadas y colgadas junto a «la Escuela de
Atenas»; Dadá se sometió de ese modo a la castración por fichero y pronto
seguramente fue sepultado en la historia como otra escuela de arte más. La cosa es
que aunque Tristan Tzara et alii podrían señalar hábilmente al chancro del cuerpo
político, y podían desplazar el foco de la sátira a las hipocresías que habían de ser
barridas, no produjeron ninguna alternativa creativa para el existente orden social.
¿Qué iban a hacer después de haber pintado un bigote a la Mona Lisa? ¿Realmente
deseamos que Genghis Khan guarde sus caballos en el Louvre? ¿Y luego?
En un ensayo reciente[22] Arnold Wesker, precisamente interesado en este abismo
entre arte y cultura popular y la posibilidad de reintegración, se refiere a la huelga
con que se amenazó en 1919 y a un discurso de Lloyd George cuando la huelga
podría haber derribado al gobierno. El primer ministro dijo:

… nos derrotaréis. ¿Pero habéis medido las consecuencia si lo hacéis? La


huelga estará a despecho del gobierno del país y por su gran éxito precipitará
una crisis constitucional de primera categoría. Pues, si una fuerza emerge en
el estado que es más fuerte que el propio estado, entonces estará preparado

ebookelo.com - Página 147


para asumir las funciones del estado. Caballeros: ¿lo han considerado, y si lo
han hecho, están preparados?

Los huelguistas, como sabemos, no estaban preparados. El señor Wesker


comenta:

La corteza se ha movido un poco, cierta gente ha hecho fortunas con la


protesta y en algún sitio un anfitrión de Lloyd George está sonriendo
satisfecho ante la situación… Toda protesta está permitida y ante ella se
sonríe porque se sabe que la fuerza —económica y cultural— descansa en los
mismos cuarteles oscuros y seguros, y este conocimiento secreto es la
auténtica desesperación de los artistas e intelectuales. Estamos paralizados por
este conocimiento, protestamos cada tanto pero en verdad la totalidad de la
escena cultural —especialmente a la izquierda— «es de sobrecogimiento e
ineficacia». Estoy seguro de que esto era el conocimiento secreto que en gran
parte representa el declive de las actividades culturales en los treinta;
realmente nadie sabe qué hacer con los filisteos. Son omnipotentes, amigables
y seductores.
El germen fue portado y transmitido por los más insospechados; y este
mismo germen provocará, está empezando a provocar, el declive de nuestro
nuevo recrudecimiento cultural, a menos… a menos que un nuevo sistema sea
concebido y a través del cual nosotros a quienes nos interesa podamos llevar,
una por una, las riendas secretas.

Aunque hacia el final el ensayo de Wesker me parece decepcionante, me confirma


que en Inglaterra, como en cualquier parte, hay gente que está activamente interesada
en el problema. Como hemos visto, la estructura político-económica de la sociedad
occidental es tal que los engranajes de la inteligencia creativa engranan con los del
poder de forma que, no solo queda el primero impedido de iniciar algo, sino que solo
puede entrar al juego a instancias de las fuerzas (los intereses personales) que a
menudo son desde el principio hostiles a ello. El «Centro 52» del señor Wesker es un
intento práctico de alterar esta relación.
Me gustaría decir ya que no mantengo ninguna pelea intrínseca con el señor
Wesker. Mi principal crítica a este proyecto (y admito que mi conocimiento de él
además es muy neblinoso) es que resulta limitado y es nacional[23] en su carácter, y
que tal cosa se refleja en su análisis del fondo histórico. Toma la producción de 1956
Look Back in Anger de Osborne, por ejemplo, por ser el primer hito en nuestro
«nuevo recrudecimiento cultural». Una seria falta de perspectiva histórica, la
insularidad de su opinión… Tales rasgos son, me temo, indicativo de un tipo de
filosofía de mercadillo que parece descansar bajo todo el proyecto. Cual artesanías,

ebookelo.com - Página 148


no se debe esperar a que el arte se pague. El señor Wesker exige una tradición «que
no haya confiado en el éxito financiero para seguir». Y así él se puso a buscar el
patrocinio de los sindicatos y ha empezado a organizar unas series de festivales
culturales bajo sus auspicios. Aunque no tengo nada contra tales festivales, la
urgencia del diagnóstico original del señor Wesker me lleva a esperar
recomendaciones para la acción a un nivel más elemental. Ciertamente, tal programa
no nos llevará lejos para medir lo que él tan felizmente refiere como «las riendas
secretas». No creo que esté siendo cauteloso al afirmar que algo bastante menos
pedestre que un llamamiento al civismo público de este o aquel grupo sea el
imperativo del vasto cambio que tenemos en mente.
Sin embargo, en un punto en el que recuerda un ensayo interesante, el señor
Wesker cita al señor Raymond Williams. Quién es el señor Williams y de qué obra
toma la cita, lamentablemente lo desconozco. Solo me pregunto cómo puede citar lo
siguiente el señor Wesker y luego salir y buscar patrocinios:

La cuestión no es quién patrocina las artes, sino de qué forma es posible


que los artistas tengan control sobre sus propios medios de presión, de tal
modo que tengan relación con una comunidad, en lugar de con un mercado o
un patrón.

Por supuesto sería peligroso pretender comprender al señor Williams sobre la


base de tal enunciado breve. Diré simplemente que para mí y mis asociados en
Europa y América la frase clave en el enunciado de arriba es «los artistas tendrán
control de sus propios medios de expresión». Cuando consiguen tal control, su
«relación con la comunidad» se convertirá en un problema significativo, es decir, un
problema susceptible de formulación y solución a nivel creativo e inteligente. De ahí
que tenemos que interesarnos inmediatamente por la cuestión de cómo medir, y
dentro del tejido social ejercitar ese control. Nuestro primer movimiento tiene que ser
eliminar a los intermediarios.
Al comienzo de estas reflexiones dije que nuestros métodos variarán con los
hechos empíricos concernientes al aquí y ahora. Me refería a la provisional y
esencialmente táctica naturaleza de cada acto nuestro en relación a la situación dada,
y también a la constitución nacional de lo que podríamos llamar el underground
actual. Obviamente, todas nuestras operaciones tienen que adaptarse a la sociedad en
la que tienen lugar. Los métodos usados con acierto en Londres podrían ser suicidas o
simplemente impracticables en Moscú o Pekín. Siempre, las tácticas funcionan aquí y
ahora; nunca en el sentido político más estrecho. De nuevo, estas reflexiones tienen
que ser consideradas en sí mismas como un acto del nuevo underground, un
documento prescriptivo que, en tanto que se refiere a la mayor parte de lo que está
por suceder, espera su bautismo de fuego.
¿Cómo empezar? En un momento dado en una finca vacía (molino, abadía,

ebookelo.com - Página 149


iglesia o castillo) no demasiado lejos de la ciudad de Londres, fomentaremos una
especie de «jam session»: de ello evolucionará el prototipo de nuestra universidad
espontánea.
El edificio original se erigirá dentro de sus propios jardines, preferiblemente
sobre una orilla del río. Tiene que ser suficientemente largo para un grupo piloto
(astronautas del espacio interior) para situarse a sí mismo, orgasmo y genio, y sus
herramientas y máquinas de sueño y sorprendentes aparatos y cachivaches; con
cobertizos para «talleres» grandes que pudieran acomodar industria ligera; todo el
espacio para permitir una arquitectura espontánea y un diseño final de ciudad.
Subrayo esto último porque no podemos situar demasiado énfasis en el hecho de que
l’art integral ne pouvait se réaliser qu’au niveau de l’urbanisme[24], En los años
veinte, Diaghilev, Picasso, Stravinski y Nijinsky actuaron juntos para producir un
ballet; seguramente no pone a prueba nuestra credulidad imaginar un grupo más
grande de contemporáneos nuestros actuando en concierto para crear una ciudad.
Concebimos el todo como un laboratorio vital para la creación (y evaluación) de
situaciones conscientes; no hace falta decir que no es solo el entorno lo que es
moldeable, sujeto a cambio, sino también los hombres.

Hay que decir ahora que este rápido esbozo de nuestra universidad de acción no es el
producto de la vaga especulación. No solo están los numerosos paralelos históricos,
situaciones pasadas, fortuitas o controladas, algunas de las cuales tienen rasgos que
son manifiestamente adaptables a nuestro proyecto. Durante la pasada década en
muchos países ya hemos conducido suficientes experimentos de una naturaleza
preparatoria; estamos listos para la acción.
Solía decirse que el Imperio británico fue ganado en los campos de juego de Eton.
Durante los siglos dieciocho y diecinueve la clase dominante británica estaba
formada exclusivamente por tales instituciones; el porte que confería a un hombre
que fue vitalmente relevante al alzamiento de Inglaterra en esa época.
Lamentablemente, la situación en Eton y las fundaciones similares no siguieron
para inspirar su propia mejora. La inercia extendida. Formas que una vez tuvieron
éxito se endurecieron hasta que carecieron de relevancia contemporánea. En la edad
de relatividad concebimos la universidad espontánea como empaste para la antigua
función formativa de nuestro tiempo.
Los asentamientos judíos en Israel convirtieron un desierto en un jardín y dejaron
estupefactos a todo el mundo. En un jardín floreciente ya completamente sostenido
por la automatización, una fracción de tal falta de propósito al cultivo de los hombres,
¿qué resultados causaría?
Entonces, allí estuvo el colegio experimental de Black Mountain, Carolina del
Norte. Esto es de interés inmediato para nosotros por dos razones. En primer lugar, el
concepto absoluto es casi idéntico al nuestro en su aspecto educativo; en segundo,

ebookelo.com - Página 150


algunos individuos miembros del personal de Black Mountain, ciertos miembros
clave de amplia experiencia, están actualmente asociados con nosotros en la presente
empresa. Su colaboración resulta inestimable.
El colegio Black Mountain fue ampliamente conocido en los Estados Unidos. A
pesar de que no se concedía licenciaturas, graduados y no graduados de toda América
consideraron valioso ocupar sus plazas. Según salió, un sorprendente número de los
mejores artistas y escritores de América parecen haber estado ahí en una u otra
ocasión, para enseñar y aprender, y su acumulativa influencia sobre al arte americano
en los últimos quince años ha sido inmensa. Solo hay que mencionar a Franz Kline en
pintura y a Robert Creeley en poesía para hacerse una idea del significado de Black
Mountain. Son figuras clave en la vanguardia americana, influyentes en cualquier
lugar. Black Mountain podría ser descrito como una «universidad de acción» en el
sentido que el término se aplica a las pinturas de Kline et alii. No hay enseñanza de
motivos ulteriores. Los estudiantes y profesores participaban informalmente en las
artes creativas; cada profesor era en sí mismo un profesional —poesía, música,
pintura, escultura, baile, matemáticas puras, física pura, etc.— de orden muy elevado.
En resumen se trataba de una situación construida para inspirar el juego libre de la
creatividad en el individuo y en el grupo.
Lamentablemente ya no existe. Cerró a comienzos de los cincuenta por razones
económicas. Fue una corporación (actualmente regentada por el personal) que
dependía enteramente de honorarios y donaciones caritativas. En la formación
altamente competitiva de los Estados Unidos de América semejante institución
gratuita y flagrantemente no utilitaria solo se mantuvo en vida por el esfuerzo
sostenido del personal. Al final se reveló demasiado inadaptada a su hábitat para
sobrevivir.

Al considerar maneras y medios de establecer nuestro proyecto piloto nunca hemos


perdido de vista el hecho de que en una sociedad capitalista cualquier organización de
éxito tiene que ser capaz de sostenerse a sí misma en términos capitalistas. La
aventura necesita dinero. De ahí que hayamos concebido la idea de instalar una
agencia general para manejar, en cuanto sea posible, todo el trabajo de los individuos
asociados a la universidad. El arte, los productos de todos los medios expresivos de
civilización, sus aplicaciones en diseño industrial y comercial, todo esto es
fantásticamente rentable (considerar la Musical Corporation of America). Pero, al
igual que en el mundo de la ciencia, no son los propios creadores quienes cosechan el
grueso del beneficio. Una agencia fundada por los propios creadores y manejada por
profesionales altamente remunerados sería una situación irrefutable. Tal agencia,
guiada por la sagacidad crítica de los propios artistas, podría cosechar nuevo talento
cultural de manera rentable mucho antes de que las agencias puramente profesionales
fuesen conscientes de que existan. Nuestra propia experiencia en el reconocimiento

ebookelo.com - Página 151


del talento contemporáneo en los últimos quince años nos ha facilitado una evidencia
que es decisiva. Los primeros años serán los más difíciles. Con el tiempo, admitiendo
que la agencia funcionase de manera eficiente desde el punto de vista de los artistas
individuales representados por ella, sería la primera opción para todo nuevo talento.
Esto ocurriría no solo porque probablemente reconocerá ese talento antes que sus
competidores, sino por el hecho y la fama de la universidad. Es como si alguna
agencia ordinaria fuese a gastar el cien por cien de sus beneficios en anunciarse. En
igualdad de condiciones, ¿por qué no preferiría un escritor joven, por ejemplo,
dejarse guiar por una agencia controlada por sus (más conocidos) iguales, una
agencia que usará cualquier beneficio que obtenga de él para ampliar su influencia y
su público, una agencia, a fin de cuentas, que ya le ofrece la calidad de miembro en la
universidad experimental (que lo gobierna) y todo lo que ello implica? Y antes de
seguir elaborando la economía de nuestro proyecto, quizá sea hora de describir
brevemente lo que tal condición de socio implica.
Concebimos una organización internacional que ramifique las universidades cerca
de las capitales de cada país en el mundo. Será autónoma, apolítica y
económicamente independiente. Los miembros de un ramificación (como profesores
o estudiantes) tendrán autorizaciones en todas las ramificaciones, y viajar y residir en
ramificaciones extranjeras se protegerá energéticamente. Será el objeto de cada
ramificación participar en y «sobrealimentar» la vida cultural de la respectiva capital,
al tiempo que se promueve el intercambio cultural internacional y funciona por sí
misma como escuela experimental no especializada y como taller creativo. Los
profesores residentes serán en sí mismos creadores. El personal de cada universidad
será intencionalmente internacional; y en la medida que sea factible, también los
estudiantes. Cada ramificación de la universidad espontánea será el núcleo de una
ciudad experimental a la que todo tipo de gente estará atraída por períodos más largos
o cortos, y desde la cual, si tenemos éxito, derivará un sentido de la vida renovado e
infeccioso. Concebimos una organización cuya estructura y mecanismos sean
infinitamente elásticos; lo contemplamos como la gradual cristalización de una fuerza
cultural regenerativa, una idea genial perpetua, inteligencia creativa en cualquier
parte reconociendo y afirmando su propia implicación.
Es imposible en el contexto presente describir al detalle preciso el día a día de la
universidad. En primer lugar, no es posible para un individuo escribir un breve
ensayo introductorio. El proyecto piloto no existe en el sentido físico, y desde el
comienzo más inmediato, como los kibutz israelíes, tiene que ser un asunto comunal,
tácticas decididas in situ, supeditado a lo que disponible. Mis asociados y yo en la
pasada década nos hemos asombrado con las posibilidades que se despliegan de la
interacción espontánea de ideas dentro de un grupo en situaciones construidas. Queda
sobre la base de tales experiencias que hayamos imaginado un experimento
internacional. En segundo lugar, y consecuentemente, cualquier preconcepción mía
sería un equipaje excesivo en la generación espontánea de la situación del grupo.

ebookelo.com - Página 152


Sin embargo, es posible hacer un bosquejo provisional de la estructura
económica.
Concebimos una sociedad de responsabilidad limitada (International Cultural
Enterprises Ltd) cuyos beneficios se inviertan en la expansión e investigación. Sus
ingresos vendrán de:

1. Comisiones obtenidas por la Agencia en las ventas del trabajo original


de los asociados.
2. Dinero obtenido de «patentes» o de aplicaciones subsidiarias explotadas
(industriales y comerciales) desarrolladas a partir de los «estudios puros».
Cualquiera que haya pasado un tiempo en un taller de arte sabrá a lo que
me refiero. El campo es ilimitado, de la edición al interiorismo.
3. Ingresos de ventas. La universidad albergará un «museo viviente»,
quizás un buen restaurante. Alquilaremos una sala de exposición en la ciudad
para la venta al por menor y como publicidad.
4. Ingreso de «espectáculos»; cinematográficos, teatrales o situacionistas.
5. Cuotas.
6. Subsidios, obsequios, etc., que de ninguna manera amenacen la
autonomía del proyecto.

Las posibilidades culturales de este movimiento son inmensas y su momento ha


llegado. El mundo está terriblemente al borde del desastre. Científicos, artistas,
profesores, hombres creativos de buena voluntad en todo el mundo en suspense.
Esperando. Teniendo en mente que son los de nuestra clase quienes incluso ahora
operan, aunque no controlen, en las redes de expresión, no deberíamos tener ninguna
dificultad al reconocer la universidad espontánea como el posible detonador de la
insurrección invisible.

ebookelo.com - Página 153


Sigma: un anteproyecto táctico

CONSIDERAMOS que, durante muchos años, un cambio, que útilmente podría ser
recordado como evolutivo, ha estado gestándose en las mentes de los hombres; han
sido conscientes de las implicaciones de autoconsciencia. Y aquí y ahí y en todo el
mundo los individuos y los grupos provisionales de individuos están más o menos
interesados de manera deliberada en técnicas en desarrollo para inspirar y sostener la
autoconsciencia en todos los hombres.
Aunque imperfecto, fragmentario, y con dificultad para expresarse, esta nueva
fuerza puede aparecer en este momento, ahora está en proceso de ser consciente de sí
misma en el sentido de que sus individuos están empezando a interesarse por los
problemas técnicos del reconocimiento mutuo y, en última instancia, de la acción
conjunta.
La historia es de las sociedades orientadas hacia y a través de cada institución
afirmativa suya del pasado, la cual tiende, cualquiera que sea su cariz, a perpetuarse
en sí misma. Por consiguiente hay una inercia natural en la historia. Las
convenciones, y las instituciones que les otorgan autoridad, cristalizan. El cambio se
resiste, especialmente los cambios en las formas de pensar. El cambio que nos
interesa aquí fue primero explícito en las ciencias modernas; el mismo cambio ha
sido anunciado para cerrar un siglo en el arte moderno. Toda nueva forma de
pensamiento se hizo posible con el siglo xx. Igual que lo importante, el mundo
objetivo fue destruido por la ciencia moderna, y así el arte moderno se ha vuelto
contra el objeto convencional y lo destruyó. El arte moderno expresa el cambio
evolutivo del que estamos hablando; la ciencia moderna nos amuebla con los
métodos y las técnicas en la medida que podemos postular y resolver los problemas
prácticos de adaptarnos a la historia de un modo nuevo, consciente y creativo.
Buscando una palabra para designar una nueva internacional posible de hombres
interesados individualmente y decididos a articular una estrategia efectiva y táctica
para esta revolución cultural (cf. La insurrección invisible, Trocchi), se pensó que era
necesario encontrar un concepto que no provocase ninguna connotación obvia.
Elegimos la palabra «sigma». Comúnmente usada en la práctica matemática para
designar todo, la suma, el total, parecía encajar muy bien con nuestra noción de que
todos los hombres tienen que ser al fin incluidos.
En general, preferimos usar la palabra «sigma» con letra pequeña, como adjetivo
antes que como un nombre, pues ahí ya existe un considerable número de individuos
y grupos cuyos términos, conscientemente o no, son por los pelos idénticos a los
nuestros, grupos que ya pueden ser llamados X e Y y Z y cuyos miembros pueden ser
de algún modo renuentes a incluir sus identidades públicas bajo cualquier otro
nombre. Si estos grupos pudieran ser convencidos de la importancia de vincularse
ellos mismos «adjetivalmente» a sigma, por el momento sería suficiente. Además, en

ebookelo.com - Página 154


el futuro previsible, quizá podamos con acierto juzgar prudente el mantener las
múltiples identidades legales; haciéndolo, podemos evitar provocar los más obvios
tipos de resistencia.
Actualmente dispersos como estamos, lo que seguirá sucediendo hasta que varios
puntos focales autoconscientes (centros-sigmas) se establezcan, las comunicaciones
efectivas resultan vitales. Todos los individuos y grupos en el mundo han de ser
contactados y en adelante invitados a participar. La gente tiene que estar localizada y
activada: nos enfrentamos al problema técnico de elaborar formas de engranar el
poder de todos nosotros individuos a un giroscopio efectivo. Esto tiene que ser
solucionado sin exigir a nadie hundir su identidad en algo nocivamente metafísico.
En La insurrección invisible mencionamos la clase de situación que deseamos
provocar. Consideramos que sea una especie de universidad espontánea. Pero el
término «universidad» tiene ciertas connotaciones desafortunadas y además es
demasiado limitado para incluir toda la complejidad de los procesos humanos vitales
e infecciones que tenemos en mente para detonar primero aquí en Inglaterra y
consecuentemente en el mundo. La universidad espontánea original (o centro-sigma)
será solo un manantial. Nos interesan las ciudades y las civilizaciones, no con
«clases» en el sentido convencional; sin embargo, estamos al comienzo de todo ello y
tenemos que empezar con ciertas consideraciones prácticas. Nuestra situación
experimental, nuestra conferencia internacional, tiene que ser localizada para que
nuestros «cosmonautas» puedan congregarse o estar en contacto.
No es simplemente una cuestión de fundar otra editorial, otra galería de arte, otro
grupo de teatro, y de mandarlo a su senda de elevados principios entre las codiciosas
ingenierías de su destrucción. Tal firma (ahora estoy pensando en términos de
Occidente), de tener éxito al sostenerse en el complejo cultural tradicional, haría
«mucho bien», sin duda. Pero no es solo la industria editorial la que en nuestra
opinión está dislocada (y no tiene potencial de supervivencia); pensar casi
exclusivamente en términos editoriales es hacerlo en términos de abstracciones de
ayer. Un mordisco más suave y un arnés más elástico no apartarán al viejo gruñón del
trabajo de matarife. Por supuesto, sigma publicará. Cuando tengamos algo que
publicar. Y lo haremos de manera eficaz, sin olvidar ninguna técnica desarrollada en
la edición de ayer. (O quizá consideremos conveniente publicar esto o aquello con un
editor tradicional). Pero es el arte también lo que nos interesa. Con el ocio de mañana
en mente, son todas las redes de expresión lo que nos interesa medir. Esto es lo que
significamos cuando decimos que «la literatura está muerta»; no que la gente no
escribirá (es más, quizá todo el mundo lo haga), o incluso no escribirá una novela
(aunque creemos que esta categoría casi ha sobrevivido a su utilidad), pero la
escritura de cualquier cosa en términos de una economía capitalista, como acto
económico, con referencia a los límites de la economía, no es interesante en nuestra
opinión. Es el negocio. Es un talento de la jungla. También deseamos pintar y
queremos cantar. Tenemos que pensar en una sociedad en la que el tiempo libre sea

ebookelo.com - Página 155


un hecho y en el que la propia supervivencia de un hombre dependerá de su habilidad
para lidiar con ello. La dicotomía convencional espectador-creador tiene que ser
derribada. El «público» tradicional ha de participar.
Incluso se diría que no sabemos qué deseamos hacer; deseamos, más bien,
consultar de manera continuada otras inteligencias en una base internacional y
experimental. Entre otras cosas, creemos en la relevancia vital de los panfletos y el
panfletarismo, pero no es que vayamos a publicar doce (¡la docena redonda!)
panfletos el 14 de septiembre para «lanzar» nuestra editorial y proceder a enviar
nuestra pequeña bola a girar a las desgastadas ranuras del pinball cultural: eso sería
convocar la destrucción de la intuición que nos lleva a expresarnos. No podemos
limitarnos a nosotros mismos, en cuanto a la cuestión editorial se refiere, a los medios
tradicionales. Un proyecto «editorial» interesante, por ejemplo, sería alquilar un panel
de publicidad en (digamos) cuatro de las estaciones de metro de Londres por un
período de prueba de un año, e imprimir ahí nuestra revista semanal (o mensual) de
tamaño póster. Obviamente, el póster semanal también podría localizarse en otros
lugares. Un periódico de gran formato, tamaño personal, podría ser enviado a los
mecenas y suscriptores que valoren una colección de facsímiles de los carteles. ¿Y
por qué detenerse en Londres? (Metros del Mundo, ¡uníos!). El trabajo editorial para
tal proyecto sería complejo pero no imposible. Podría convocarse a treinta o cuarenta
escritores favorables a sigma por adelantado. Otros proyectos no convencionales, que
luego discutiremos con más detalle, son espacios de publicidad en pequeñas revistas,
toda clase de etiquetas, cajas de cerillas, etc., papel higiénico (para el lector de New
Yorker que lo tiene todo), cartas de cigarrillos, el reverso de los naipes, etc. Por
supuesto, también publicaremos libros; pero la mayor parte de lo que al final
decidiremos hacer surgirá de la unión de ideas creativas y buena voluntad que es
sigma. Para empezar, tenemos que hacer posible una reunión continua, internacional
y experimental; un encuentro permanente de cerebros para articular y promover el
vasto intercambio cultural que la UNESCO desde sus orígenes no puede llevar a
cabo.
Diremos a nuestros patrocinadores: mientras podamos concebir la prosperidad
económica de sigma en Occidente, en principio no se tratará de una organización
lucrativa. Requerimos una situación protegida, un lugar para consultar y crear
corporativamente. Ya se ha hecho un gran trabajo. Pero nuestra fuerza no descansa
tanto en lo que ya se ha hecho intencionalmente en nuestro nombre como en la
disponibilidad de otras inteligencias para nuestra inspiración transcategórica. Hoy
en todo el mundo hay pequeñas conflagraciones de inteligencia, pequeñas bolsas de
«construcción de situaciones». Algunos de los primeros teóricos llamados a sí
mismos «situacionistas». Otros individuos y grupos que parecen tener actitudes
similares a nosotros se están reuniendo en este momento en un exhaustivo índice que
servirá como la base de las comunicaciones. Tenemos que desarrollar los mecanismos
y las técnicas de una especie de organización cultural supercategórica. Algunos de

ebookelo.com - Página 156


sus rasgos que creemos que ha de tener son los siguientes:

1) Sigma como lista internacional


El primer imperativo para aquellos cuyo propósito sea enlazar las mentes en un
proceso supranacional (transcategórico), en algún tipo de índice expansivo eficiente,
un «quien es quién» internacional. Es una cuestión de hacer balance, de hacer
sobrevivir la variedad de talento y buena voluntad a nuestra disposición. ¿Quién está
con nosotros? ¿Quién sabe que está con nosotros? Nuestra invitación general podría
decir algo como lo que sigue:

Deseamos invitarles a formar parte en una conferencia internacional sobre


el futuro de las cosas. El breve enunciado introductorio adjunto (La
insurrección invisible) debería darles una idea acerca de lo que somos.
Hemos elegido la palabra sigma porque como símbolo es libre de pesadas
adiciones semánticas.
De hecho, dispersos como estamos, lo que seguirá ocurriendo hasta que
varios puntos focales autoconscientes se establezcan (en cada cual una
situación experimental se encuentra de manera autoconsciente en proceso de
articularse a sí misma), las comunicaciones efectivas resultan vitales.
De ahora en adelante nuestro centro se encuentra en todas partes, nuestra
circunferencia en ningún lugar. Nadie está bajo control. Nadie excluido. Un
hombre sabrá cuándo participa sin que una insignia le haya sido ofrecida.
Hemos decidido que en la medida que sea económicamente posible
habréis de recibir todas nuestras informaciones futuras.
Las publicaciones de sigma en general se entregan gratis a quienes
participen en sus actividades.
La conferencia empieza ahora y sigue indefinidamente. Nosotros estamos
particularmente ansiosos de contar con vuestra participación pronto, tan
pronto como sea posible. (Asociados a Sigma).
Somos escritores, pintores, escultores, músicos, bailarines, físicos,
bioquímicos, filósofos, neurólogos, ingenieros y todo lo demás, de todas las
razas y nacionalidades. El catálogo de semejante reserva de talento,
inteligencia y poder constituye en sí mismo una espuela para nuestra
imaginación.

2) Sigma como universidad espontánea:

Podemos descartar las universidades existentes. Estas instituciones que fueron


ilustres están casi desesperadamente engranadas y dentadas con los ejes culturales y
económicos del status quo; se han convertido en una función del contexto al que

ebookelo.com - Página 157


entraron siendo inspiradoras. Acerca de las universidades americanas, Paul Goodman
escribe: «Entonces comprobamos la paradoja de que, con tantos centros posibles para
la crítica intelectual y la iniciativa intelectual, hay demasiada conformidad inane y las
universidades son pequeños modelos del Sistema Organizado». Secesión, la
formación de nuevos modelos, esta es la respuesta tradicional, y en nuestra opinión la
única. Así, Oxford se distanció de la Sorbona y Cambridge de Oxford, y «el fermento
intelectual fue más vigoroso, la enseñanza más brillante, el monopolio de la
educación más elevada y completa, casi antes de que las universidades existieran»
(Hastings Rashdall, The Universities of Europe in the Middle Ages). Las burocracias
de las universidades encajan con la burocracia del estado, las reflejan en pequeño; y
la específica dolencia de la burocracia es que tiende a engendrarse y operar como un
organismo parasitario, inventando «necesidades» para justificar su existencia, y en
última instancia asfixiando al anfitrión que supuestamente tenía que alimentar (cf. La
sátira de William Burroughs). Las universidades se han convertido en factorías para
la producción de técnicos graduados, los distintos informes gubernamentales acerca
de ellas (especialmente el Robbins Report), tratando muy por encima la gruesa
corteza del siglo, sólo exigen más y más y más de lo mismo.
Las capillas vacías en las facultades de Cambridge son un símbolo significativo
del declive de la institución matriz. Construidas originalmente para alojar el alma de
la comunidad de estudiantes, en este momento se encuentran abandonadas.
Recientemente, se publicó un artículo en un periódico acerca de un premio que se
ofrecía al estudiante que escribiese el mejor ensayo sobre lo que había de hacerse con
ellas. Fue premiado el estudiante que sugirió que podrían convertirse en laboratorios
para la ciencia, comedores y cuarteles residenciales para los estudiantes, bibliotecas,
etc. En resumen, lo que una vez fue el centro vital y espiritual se volteó hacia
propósitos materiales; el espacio es pequeño, y la imaginación, más pequeña. Que
algo inmaterial, algo intangible, se hubiese perdido, era perdonable. Habría sido más
esperanzador para Cambridge, ciertamente una mayor evidencia de la espiritualidad,
si se hubiese sido decidido convertirlos en burdeles.
Mientras, aquellos que (acertada o equivocadamente) desconfían profundamente
del método estadístico, pidiendo a gritos la abolición de los exámenes al término de la
enseñanza primaria, tienden a pasar por alto la desastrosa influencia que el
currículum dominado-por-los exámenes tiene sobre las actitudes y los hábitos de la
población estudiantil en nuestras universidades. El sistema competitivo protege al
listo estratega, lo simplista y lo verosímil. Ciertamente es doloroso y quizá hasta
peligroso para un estudiante interesarse profundamente en su tema, pues
continuamente tiene que prepararse para demostrar su virtuosismo; los estudiantes de
nuestras universidades están tan ocupados cuidando las apariencias que rara vez
encontramos a ninguno que interesado por la realidad. Todo el sistema es un
peligroso anacronismo. La secesión de las mentes vitales en cualquier parte es la
única respuesta.

ebookelo.com - Página 158


Los más imaginativos profesores universitarios en todo el mundo son muy
conscientes de estas cosas. Pero no pueden hacer nada que les resulte una posibilidad
atractiva. Sigma como universidad espontánea es tal alternativa. Solo puede
desarrollarse a partir de un esfuerzo combinado de individuos y grupos de individuos
trabajando de manera no oficial en un nivel supranacional. Se busca una extensa
finca, no demasiado lejos de Londres (y Edimburgo, y Nueva York, y París, etc.),
para el proyecto piloto.
Aquellos que vieron las fotografías del museo personal de Lyn Chadwick en el
suplemento a color del Sunday Times hace unos meses, quienes sepan algo de la
fundación Louisiana en Dinamarca, de la «ciudad semántica» en Canissy en Francia,
acerca de las actividades culturales del Big Sur, California, acerca del Black
Mountain College en Carolina del Norte, de distintos conglomerados culturales
espontáneos en California y Nueva York a finales de los cincuenta, tendrán alguna
idea de la significación vital del ambiente. Aunque haya una absoluta falta de
convicción en el ambiente del sujeto (sobre todo en los primeros años formativos),
nuestras sociedades siguen adelante sea como sea combatiendo a gente en enjambres
de apartamentos para cumplir con los requisitos inmediatos de la industria. De
momento hay poco que podamos hacer con esto, pero tenemos cuidado de que cierto
rasgos estructurales de nuestros centros sigma engranen y se inspiren en el futuro,
como imaginamos que ha de ser, más que en el pasado y el presente, a partir del cual
los hombres tienen que evolucionar. Nuestro experimental centro-sigma tiene que ser
en todas sus dimensiones un modelo para las funciones del futuro antes que del
pasado. Nuestros arquitectos, llegando al sitio con el primer grupo de asociados,
diseñarán la arquitectura de la universidad espontánea para los participantes y con los
participantes.
El sitio no debería estar muy lejos de Londres, Oxford o Cambridge, pues
tenemos que permanecer situados a una distancia atractiva de la metrópolis, ya que
muchas de nuestras garantías estarán en relación con el fenómeno cultural ya
establecido ahí, para que aquellos que vengan de fuera puedan ir y venir de la capital
sin dificultad. Además, siempre hemos concebido nuestra experimental circunstancia
como una especie de realidad sombría del futuro existente, codo con codo con el
actual «establishment», y su proceso como una «in(ex)filtración gradual». Si también
vamos a situarnos lejos de los centros de poder, deberíamos correr el riesgo de ser
considerados por algunos de esos exiliados, encaminados a Shangri-La sobre la
bicicleta de nuestra frustración. Entonces «el auténtico edificio» se levantará dentro
de sus propios límites, preferiblemente sobre una orilla. Debería ser bastante grande
para que un grupo piloto (astronautas del espacio interior) pueda instalarse, genio y
orgasmo, así como sus herramientas y máquinas de sueño y aparatos sorprendentes y
cachivaches; con cobertizos para talleres tan grandes que puedan acomodar industria
ligera, todo el sitio para permitir la espontánea arquitectura y la última planificación
de la ciudad» (cf. La insurrección invisible). Aquí se sitúa nuestro «laboratorio

ebookelo.com - Página 159


experimental», nuestra «comunidad-como-arte», para empezar a explorar las posibles
funciones de una sociedad en la que el placer es un hecho dominante, y una
comunidad universal, en la que las asunciones convencionales sobre la realidad y las
coacciones que implican ya no son operativas, en las que el arte y la vida ya no están
divididas. La «universidad», que sospechamos que tendrá mucho en común con el
leisurodrome de Johan Little Wood (si me perdona acuñar la palabra), será manejado
por una «facultad» de profesores en prácticas sin una administración separada.
La endémica atrofia cultural en las universidades convencionales tiene que ser
contrarrestada por completo con un nuevo impulso. No hay reorganizaciones
pedagógicas, no hay proliferación adicional de personal o equipo o edificios, ni
siquiera la mera sustracción de la administración o la planificación servirá. Lo
esencial es un nuevo sentido consciente de la comunidad-como-arte-de-vida; la
situación experimental (el laboratorio), con su «personal», ha de ser considerado en sí
mismo un artefacto, un hacer continuo, un proceso creativo, una comunidad
representando en sí misma a sus miembros individuales. Dentro de nuestro hipotético
contexto muchos problemas históricos tradicionales serán reconocidos ya como
artificiales y contingentes; simultáneamente tendremos que advertir nuestra habilidad
para flanquearlos con un nuevo acercamiento; y ciertos problemas más vitales que
hoy reciben escasa o ninguna atención, junto con otros que en un contexto
convencional ni siquiera pueden articularse, se reconocerán tanto más apropiados que
ningún posible futuro de ser humano en su planeta…
Tenemos que elegir a nuestros asociados originales ampliamente de entre los
talentos creativos más brillantes en las ciencias y las artes. Serán hombres y mujeres
que entiendan que uno de los logros más importantes del siglo veinte es el
reconocimiento general de la esencialmente relativa naturaleza de todos los lenguajes,
que adviertan que la mayoría de nuestras técnicas educativas han sido heredadas de
un pasado en donde casi todos los hombres eran ignorantes de las limitaciones
inherentes a cada lenguaje. Hombres y mujeres conscientes del hecho de que los seis
primeros años de educación de un niño siguen dedicándose a proporcionarle el
mobiliario emocional impuesto a su padre antes que a él, y que desde principio está
entrenado para responder en términos de un sistema neurolingüístico en última
instancia inadecuado de cara a los auténticos problemas con los que tendrá que bregar
en el mundo moderno.
Nuestra universidad tiene que ser una comunidad de opinión cuya función vital
sea descubrir y articular las funciones del mañana, una asociación de hombres libres
creando un ambiente fértil para el nuevo conocimiento y la comprensión (hombres
que no lleguen a la conclusión de que Kropotkin llevaba una bomba porque era
anarquista), que crearán un clima moral independiente en el que lo mejor de lo que se
piensa e imagina pueda florecer. La comunidad que es la universidad tiene que ser,
por extensión, un modelo viviente para la sociedad.

ebookelo.com - Página 160


3) Sigma como ingeniería cultural cooperativa:

a) El gasoducto internacional:

Cuando los centros sigma existan cerca de la capital de muchos países, los
artistas asociados y científicos que viajen al extranjero podrán aprovecharse
de todas las facilidades del centro local. Pueden elegir sólo residir ahí o quizá
deseen participar. Si el visitante es una celebridad, probablemente tendría
facilidades para hacer alguna «entrevista» (audio o vídeo) en el centro-sigma
donde «se oriente» y la edición quede en sus manos. Sigma se encargará
entonces de las negociaciones con la radio local y la televisión. El cultivo
imaginativo de su gasoducto internacional sería una auténtica contribución a
la comprensión internacional.

b) Promoción cultural:

Este campo es demasiado vasto para ser tratado por completo aquí.
Incluye todos los proyectos culturales interesantes, conferencias, periódicos
internacionales, proyectos de edición, proyectos de cine y televisión, etc., que
han sido y serán propuestos por asociados en conferencias. Muchas de estas
ideas, realizadas eficientemente, cerrarían un gran negocio económico. Todo
este trabajo contribuiría a la imagen de sigma.

c) Agentes generales de cultura:

Algunos de los asociados, especialmente los más jóvenes que no se


comprometieron previamente en algún lugar, se alegrarán de ser coordinados
por sigma. Obviamente, tendremos que tener una posición para reconocer el
talento nuevo mucho antes de las agencias más convencionales, y, como
nuestro propósito primario no será hacer dinero, seremos capaces de cultivar
un talento joven, protegiendo la integridad de la persona joven.

d) Consultores generales de cultura:

La enorme charca de talento a nuestra disposición nos sitúa en una


incomparable posición vis-á-vis para proporcionar consejo experto sobre
cuestiones culturales. Podemos aconsejar en todos los aspectos culturales,
desde producir a representar y construir una colección de pinturas. A propos
de lo último, uno de nuestros servicios propuestos pasa por ofrecer una

ebookelo.com - Página 161


política de seguros para el comprador contra la depreciación de cualquier obra
de arte recomendada por sigma. Quizá con frecuencia sea aconsejable para
sigma, de manera económica o de algún otro modo, apoyar una compañía de
prestigio para emprender este o aquel proyecto cultural: que es como decir,
sigma no necesariamente esperará pasivamente a ser consultada. Un proyecto
reciente en el que sigma exitosamente tomó la iniciativa fue la antología sobre
las drogas y el proceso creativo considerado por tres de nuestros
colaboradores. Con todo el sensacionalismo con el que tal asunto se aborda en
la prensa, y teniendo en cuenta la espantosa posibilidad de legislación más
represiva inspirada en la ignorancia y el miedo, creemos en la necesidad
urgente de un enunciado definitivo y responsable para las líneas concebidas
por nosotros. Sigma ha ordenado con éxito la aparición de este libro bajo una
colección altamente considerada por el «establishment». Esto es solo un
ejemplo de cómo sigma puede fraguar en el campo cultural sin de hecho
implicarse, de cómo los mecanismos existentes pueden ser adaptados a
nuestros propios propósitos (como es lógico, en este contexto no pueden
publicitarse otras ideas ya maduras para la explotación comercial).

Londres 1964, el proyecto «taquilla»

En el futuro inmediato debe haber en Londres una tienda con sótano y


parte superior. El señor Trocchi trata de tener sus cuarteles privados en la
parte superior de momento. La tienda y la parte inferior se convertirán en una
especie de oficinas-taller-galería-viviente, donde las conferencias y las
entrevistas puedan realizarse y donde algunos de nuestros técnicos, objetos
hallados y publicaciones puedan exhibirse. Será nuestra ventana a la
metrópolis, un lugar de encuentro donde nuestro índice expansivo se aloje,
una especie de taquilla general para el proyecto sigma. Luego, cuando el
centro piloto se establezca fuera de la ciudad, la taquilla será doblemente
importante.

Conclusión:

Quizás el ejemplo más asombroso de la actitud errada hacia el arte en los


lugares oficiales venga dado por la reciente refriega para impedir que la
conocida caricatura de Leonardo abandone Reino Unido. La actitud oficial
tiene que ver más con el coleccionista de sellos que con la estética. El famoso
dibujo podría haber sido vendido al extranjero por un millón de libras. Por
una pequeña fracción de esa suma, se podría haber hecho una réplica perfecta
y podría haberse distribuido a cada galería de arte en el país. Es un pequeño
milagro que el hombre de la calle mantenga semejante confusión hacia el arte.

ebookelo.com - Página 162


La confusión del valor con dinero lo ha infectado todo. Las categorías
convencionales dedicadas a la distinción de las artes, e inclinándose como lo
hacen a perpetuar las instituciones rentables que han crecido en ellas, por el
momento solo pueden estorbar en la creatividad y en nuestra comprensión de
ella.
La mutación elemental en la actitud descrita en las páginas anteriores tiene
que ocurrir. ESTÁ OCURRIENDO. Nuestro problema es hacer que los
hombres sean conscientes del hecho, e inspirarlos a participar en ello. El
hombre tiene que medir el control de su propio futuro: solo haciéndolo puede
esperar heredar la tierra.

ebookelo.com - Página 163


Cartas a Hugh Macdiarmid

3 enero de 1964

Querido señor,

El Señor MacDiarmid es bastante correcto cuando se niega a llevar la voz


cantante. Sidney Goodsir Smith, dándose un paseo no oficial por el escenario de
McEwan Hall después de que los pubs hubiesen cerrado por la tarde (quizá le habían
dicho que había whisky en la mesa de conferenciantes), llevaba la voz cantante.
Lamentablemente, la canción no tenía nada satírico aparte de un eructo, y fue tan
irrelevante como casi todo lo que se dijo en la tribuna esa tarde… era simplemente el
caso del ciego borracho que guía al ciego.
Pero una incorrección más, sería, en el por lo demás excelente artículo del señor
Levin, y una que la carta del señor MacDiarmid deliberadamente omite, era el
recuento del Señor Levin, Mr MacDiarmid entre los rebeldes. Pues, cualesquiera que
sean ahora las opiniones del señor MacDiarmid (y de todo corazón yo espero que
hayan cambiado), en agosto de 1962 denunciaba indignado a escritores como
Burroughs y yo mismo como «indeseables» que nunca debían haber sido invitados a
la conferencia, y en un artículo en el Scottish Daily Express en el que los escritores se
alejaban de Edimburgo afirmó que el lugar adecuado para nosotros era el psiquiátrico
o la prisión. Muchos de nosotros, y nadie más que yo, nos quedamos asombrados
ante la vehemencia con la que un hombre que nosotros siempre habíamos supuesto
que fue un rebelde nos denunció como peligrosos pervertidos. Pero estos son los
hechos. En la conferencia de 1962 el portador del rifle de larga moral de John Knox
era nada menos que el señor MacDiarmid.
Si ahora, a la luz de lo sucedido en 1962, el señor MacDiarmid se está
presentando como defensor de la libertad de la conferencia, nosotros tenemos
derecho a preguntar: ¿libertad para quién? ¿Son los escritos de Trocchi, Burroughs y
demás —por usar la reveladora frase del señor MacDiarmid— los que todavía
necesitan prescripción?

New Statesman, 1964

* * *

Querido señor,

Era bastante evidente a juzgar por el primer discurso del señor MacDiarmid en la
conferencia de 1962 que había decidido no tolerarme (ni a los de mi «clase») antes de
que ni siquiera yo hubiese llegado a Edimburgo. En sus absurdamente altivas

ebookelo.com - Página 164


maneras con las que desestimó como basura inmoral toda la ficción de postguerra
interesada en el problema de la «identidad», e internacional en perspectiva. Entonces,
al igual que ahora, sus insultantes términos eran los de un virulento moralista
nacionalista. La confesión implica un sentido de culpa. Cuando el señor MacDiarmid
me arrojó su «morfinómano-y-niégalo-si-puedes-mecanografiar-critica-literaria»,
difícilmente se podía esperar de mí que negase el consumo de drogas. Pero mis
distintos enunciados sobre los métodos válidos para extender el rango de la
conciencia humana podrían construirse como una «confesión» solo por renacuajos
intelectuales ya esperanzadoramente inmersos en las aguas más amargas del universo
moral de MacDiarmid. Aunque algunas señoras de Edimburgo quizá obtengan una
comodidad al saber que la claymore[25] del señor MacDiarmid las defenderá de
violaciones en futuras conferencias, a quienes vinimos detrás de Freud y
Wittgenstein, alarmados por enunciados que toman la forma de: «Estoy
absolutamente a favor de la libertad… PERO…», no nos engañarán ninguna de las
garantías y desmentidos del señor MacDiarmid, planos, redondos o cuadrados…
New Statesman, 1964

* * *

Querido Señor MacDiarmid[26],

Aunque haya y siga habiendo aspectos de la vida y el arte sobre los que no
podemos estar de acuerdo, me parece que tiene que haber algunos pequeños asuntos
vitales sobre los que difícilmente podemos estar en desacuerdo, y yo, por mi parte,
lamento mucho que las circunstancias particulares en las que nos conocimos por
primera vez fuesen tales para que lo primero cobrase importancia y distrajera nuestra
atención de lo segundo. En esta carta queda nuestra revuelta común contra el
petulante filisteísmo de muchos de nuestros compatriotas. Que la buena gente del
establishment de Edimburgo deba tomarse a orgullo asfixiar el lado literario del
festival este año es para ambos, estoy seguro, una jodida asombrosa evidencia de su
barbarismo. También creo que estamos de acuerdo en que a ellos no se les debe
permitir salir indemnes de esto, que es un escándalo y podría sentar un peligroso
precedente. Estoy escribiendo para informarle de que haré todo lo que esté en mi
poder para ayudar a que Haynes tenga éxito con una «conferencia no oficial» y para
expresar mi esperanza personal de que estará con nosotros, en su lugar legítimo a la
cabeza de nuestras tropas de asalto, en Edimburgo este verano. Estoy seguro de que
podemos hacer mucho más de lo que oficialmente se hizo, y a un precio mucho
menor, si podemos permanecer juntos en esto, por la poesía y la sanidad, ahora. La
próxima vez que esté en Escocia espero tener la oportunidad de verle en privado.
Realmente, no estoy nervioso en lo más mínimo para continuar un tiroteo público con

ebookelo.com - Página 165


un hombre por el cual siempre he profesado el más profundo respeto.

ebookelo.com - Página 166


Carta a William S. Burroughs

12 de octubre de 1963

Querido Bill,

Quería entrar en contacto con usted antes de que nos marchásemos. En cambio,
llegué a Tánger luchando con el horrible légamo de la determinación de otro. Tánger
proyectó en mi patético horizonte nada más que una postal de Rafael Tuck en un
ventoso malecón, y en aquellas setenta y dos horas tuve menos libertad que cualquier
turista. Así que usted y nosotros y todos éramos bastante irrelevantes desde el
principio y después de aquella desafortunada tarde en la que sólo tuve un
pensamiento en mente, tener aquella fracción de familia mía de vuelta en Londres
donde esperaba saber justo lo que tenía que hacer conmigo. Y, tal como las cosas
salieron (a pesar de Michael[27] conduciéndonos directos a otro coche a 122 km de
Dieppe)… Lyn está instalándose aparte para encontrar alguna cosa hasta entonces
difusa, parece ser, por mi sombra. ¡Y qué aliviado me siento!… de ser capaz de
conducir mi atención a algo más… ¿Debemos estar juntos o no? Sonaba como una
cuestión legítima. Pero no por los dos puñeteros años. Tras setecientos treinta días y
setecientas treinta noches era hora de meterlo en una botella y encomendarlo a la
corriente del golfo a un pasaje rápido por el Mamón del Norte… No fue Lyn de quien
quería librarme. Era de su obsesión.
Le adjunto una copia del ensayo para ponerle al corriente de los métodos que ya
hemos desarrollado. Hemos decidido el nombre sigma porque parecía
semánticamente «limpio», siendo el símbolo convencionalmente usado en
matemáticas para la suma o el total. A diferencia del grueso de las palabras, ésta no
tenía otras connotaciones tradicionales para sugerir que somos rápidos o lentos, de
izquierda o derecha, leporinos o de hendidas pezuñas. La empresa se formó con
prisas con el mínimo de tres directores, Mike Fenton (a quien no es nada bueno que
no conocieses), Charlie Hatcher, y yo mismo, unos días antes de salir de Inglaterra y
a comienzos de julio, y eso fue todo lo que ocurrió hasta mi rápido viaje de vuelta a
Inglaterra al tiempo del Festival.
El problema, Bill, es que no hay alternativa interesante para Calder en Londres. O
no la habrá hasta que sigma realmente se ponga en marcha y nosotros publiquemos el
grueso del material bajo nuestra propia editorial. Bien, eso podría ocurrir muy pronto,
especialmente si puede contar con la mencionada manzana. La primera cosa que me
gustaría tener de usted es su permiso para seguir adelante y hacer los arreglos para
quedar registrado como director de la empresa. Si me da su visto bueno ahora

ebookelo.com - Página 167


(supongo que querrá leer los artículos, etcétera, antes de firmar nada) probablemente
pueda poner las cosas en marcha, o, si quiere, haré los arreglos para que esto esté
hecho cuando sea que visite de nuevo Londres, pero creo que quiero su garantía de
colaboración en igualdad de condiciones ahora. Creo que apreciará el significado de
esta coordinación internacional preliminar, y su importancia de cara al hecho de que
el trabajo preparatorio esté listo aquí en Inglaterra. Los albañiles y el mortero de
nuestra enorme factoría solo dependen de la aprobación final de nuestros
cosmonautas nucleares para hacerla funcionar.
La última vez que estuve en Londres me topé con un tipo de las Indias
Occidentales[28] que ofrecía casa en Londres. Ahí estoy ahora. No es una casa grande,
pero está buscando otra cerca y, mientras, puede contar con una habitación en
Londres cuando venga a investigar sus operaciones. Mientras, si alguna vez termino
esta puñetera carta, continuaré moviendo nuestros contactos en cualquier lugar. Si
hay alguien que deba recibir nuestra literatura que me pueda resultar desconocido,
por favor envíeme su nombre y dirección.
Ahora, como sabe, uno de los recursos de ingresos para el proyecto es estar en las
comisiones ganadas por la empresa al actuar como agente para los participantes.
Podemos seguir adelante con eso ahora porque, afortunadamente, tenemos a Mike
Fenton (cuyo negocio precisamente es ese) para tener esta cuestión organizada. Pero
él tiene que tener algo que manejar. En cuanto se sepa que sigma está trabajando con
unos pocos de nosotros exitosamente, los otros vendrán después (y usted y yo
podemos propulsar un poco por detrás). Así que lo que sugiero es que usted y yo
presentemos una cuenta detallada del estado de nuestros asuntos y autoricemos a la
empresa a seguir y ver lo que puede hacer por nosotros en un período de prueba. De
momento tenemos a Simón King entre Dios sabe cuántos otros incompetentes, y creo
que estaremos de acuerdo en que él es una jodida broma. No tenemos nada que
perder, y con las cabezas que nos rodean y que conocen su trabajo y el mío, los
mercados, la gente clave, etc… Por favor hágame saber sus impresiones y su ayuda,
Bill, y estoy seguro de que nos lo pasaremos bien en Londres.

ebookelo.com - Página 168


El yonqui: ¿amenaza o cabeza de turco?

EL surtido básico de drogas ha sido conocido por el ser humano durante decenas y
decenas de siglos, pero en el último cuarto de siglo se ha encontrado en el punto de
mira como amenaza cultural, del orden de la Muerte Negra de una plaga de langostas.
Nunca antes hubo tal ostensible escalada de pánico.
Y digo ostensible porque sin duda este clima de histeria le ha sido endilgado a la
población por una prensa irresponsable, evangélica y chismosa, inspirada por algunos
de nuestros más ridículos creadores de opinión pública.
Casi a diario nos enfrentamos a sensacionales pseudoproblemas abordados de
manera morbosa y melodramática y que, por supuesto, distraen a uno y a todo el
mundo de las cuestiones realmente vitales que se nos plantean en este tiempo.
¿Cuántos niños han sido conducidos de manera más o menos directa a la destrucción
por una indignante generación anterior y sus indignantes leyes?
No me cabe duda de que al final se comprobará que el típico adicto a la heroína, o
yonqui… el contemporáneo obsesionado con su antojo desesperado y su halagadora
queja… es, en la medida en que él existe (y me temo que existe), el honrado producto
de una necesidad en una sociedad puritana y atormentada por el miedo, su deseo
inconsciente, que él debe existir, y que él (el yonqui) asume sus características
peculiares y desagradables como reacción, como cualquier ser humano tendería a
reaccionar, a las distintas sanciones erradas que le son impuestas.
Como el viejo negro americano, nacido en el sur, el viejo Tío Tom, pronto
aprende su rol, a decir «¡Sí, Jefe!», pronto. Dentro del peligroso y trágicamente
limitado perímetro que se le impone por las imaginaciones enfermas de sus
compañeros, el yonqui no tarda en aprender a arreglárselas con su ridícula máscara, y,
dado que los hombres tienden a transformar aquello que hacen, a veces olvida que
una vez fue otro.
El Gran Timo del Yonqui que hemos heredado casi sin reservas de los Estados
Unidos. Como sigue:
Un hombre consume heroína.
¡Ja! Dice la Sociedad. ¡Eres un tipo desesperado, enfermo y malvado! ¡Tenemos
que apartarte de esa basura (heroína) para que no estés tan desesperado…!
Al yonqui, que tiene que enfrentarse con lo que se admite como droga peligrosa,
se le obliga a enfrentarse a una escasez de droga que no es natural y a la que él ya se
ha vuelto, digamos, adicto. Tal escasez artificial, y las condiciones más degradantes y
difíciles de suministro (a menudo es obligado a mendigar, estafar y robar) magnifican
el peligro real multiplicándolo por diez.
Desesperado sin droga, o con un pequeño suministro permanente proveniente de
hombres movidos por la moral antes que por la medicina, el yonqui usa su droga de
un modo desesperado. Su desesperación en aumento le hace pensar prácticamente

ebookelo.com - Página 169


solo en heroína. O tiene la droga temporalmente y comprueba cómo se queda sin ella
y la consume de un modo más y más histérico, o se aterroriza aún más porque carece
de ella.
Obviamente, se tiene que convertir en un profesional. La adicción a la droga
tiende a conformar toda su vida. En una de nuestras clínicas se encuentra en una
batalla constante con su doctor para mantener su actual nivel de suministro. Tarde o
temprano, se encuentra con la obstinada política de la clínica de disminuir su
consumo. Está grogui. Insisten en «curarle».
Esta despiadada pelea le drena las energías vitales que malamente necesita para
tratar con el problema único y real: SU CONTROL PERSONAL E INDIVIDUAL
ACERCA DEL USO DE LA DROGA. Tenemos que insistir reiteradamente en que el
control del policía o del doctor sobre el uso de la droga de otro hombre es, en el
mejor de los casos, una interferencia; a lo peor, una coacción criminal.
Víctima de la limitación, la obligación, la intolerancia, y todas las demás
espantosas presiones, el yonqui finalmente se deteriora moralmente. La sociedad, con
su acercamiento absolutamente negativo, de hecho crea el pseudoproblema en
términos de aquello en lo que el yonqui a menudo está fatalmente enredado.
Quizá la culpa fundamental del sistema británico al tratar la cuestión sea el hecho
de que si uno desea usar la heroína, está obligado a demostrar que es adicto. Al
hacerlo accede a la espantosa rutina de la que ya hemos hablado. Los consumidores
eventuales tienen que convertirse en adictos o enfrentarse a los distintos riesgos de
obtener lo que a menudo está adulterado y es producto de una fuente criminal.
La actual política en este país se deriva más o menos de las recomendaciones
acordadas en el Brain Report (1965), un documento en el cual uno encontrará en
vano ningún debate realmente fundamental. Viejos prejuicios… incluyendo aquel
absurdo y rígidamente sostenido según el cual sólo aquellos que no tengan
experiencias personales con narcóticos están cualificados para hablar de ellos…
simplemente no se cuestionaron. La actitud subyacente vis-á-vis para con la heroína
era, claro, totalmente negativa. Que hubiese algo, solo alguna pequeñita virtud en el
asunto (más allá de la estrechamente médica), no se le ocurrió preguntar a nadie.
Quizá no se espere cuestionar eso, considerando el «clima». Si bien, al menos que
uno pueda derivar algo del haber es difícil ver cómo alguien viene a someterse a sí
mismo a las circunstancias criminales o todas las indignaciones implícitas en el
proceso de hacerse un adicto. No obstante, realmente no es mi propósito discutir
acerca de la heroína esta vez. Advierto el hecho del acercamiento puramente negativo
de Brain y de sus colegas apenas como un síntoma más de la superficialidad de la
investigación.
Había una asquerosa hipocresía (aunque inconsciente) que atravesaba el informe
en tanto que trataba con la cuestión de los adictos a la heroína. Piénsese en esto:
«Dado que los tratamientos obligatorios parecen tener poco éxito, hay poco que
hacer con estas personas más allá de restringir la posibilidad de suministros ilícitos».

ebookelo.com - Página 170


¿Hacer PARA qué gente? ¿Consumidores? Como se ha desvelado, igual da si te
vuelves un buen perro o tu único recurso es ilícito. Y en el informe se habla de
poderes de detención obligatoria y tratamiento. Así que a pesar del hecho de que
«tratamiento obligatorio parece tener poco éxito», la comisión lo exigió. Y lo que es
peor, tal recomendación particular fue implementada cuando las clínicas se pusieron
en marcha. El hecho es que la sociedad, representada por el Brain Committee, el
gobierno, y la prensa, ya no pensaba en «estas personas»; en todo el informe se
abordaban solo como una amenaza para ellos mismos y para otras personas, y las
inimaginables conclusiones, sin excepción, se expresaba en términos de recetas.
Eran vagas las recomendaciones acerca de lo que se iba a «hacer para» quién.
Pero se daba por hecho que aquellos que consumían heroína (consumir, en la mente
de la comisión, solo podía significar emplearla de manera incorrecta) deban
considerarse yonquis y hayan de ser «notificados a las» autoridades… la gramática
no era mejor que la intención de asignar una etiqueta más peligrosa sobre una persona
para la policía y los propósito médicos para que pudieran ser legalmente sometidos a
la KIPPER-CURE. Cuando se produjo el cambio en la ley, aquellos que dependían de
la droga fueron inmediatamente dependientes de las fuentes criminales o de la clínica
a la que eligieron asistir. Ya no era el consumidor un individuo privado que obtenía
suministros con (cierta) seguridad del doctor elegido. Ahora era públicamente un
«adicto» dependiente de una clínica asignada a una hora fijada un día acordado,
entrevistado por un extraño doctor, a menudo joven y sin ninguna experiencia, que
tendía a «hacer las cosas al pie de la letra».
La imposición de la imagen preestablecida del adicto sobre el individuo le
colocaba en una situación en la que, en virtud de las nuevas leyes que regulan la
adicción y las actitudes convencionales de las que estas leyes eran expresión, no
estaba sino condenado a responder de un modo típico. Este proceso es bien conocido
por la psiquiatría moderna. El hecho, por ejemplo, de que las tendencias esquizoides
pueden ser intensificadas por la hospitalización, ha llevado a la idea del «anti-
hospital».
El médico, actuando sobre el principio general de que cuanto más bajo sea el
consumo de heroína de un hombre, mejor; peleaba desde la más inmediata primera
consulta (psicológicamente crucial) para hacer que su paciente aceptase una receta
con la cantidad más pequeña posible de droga. Esta tendencia se acentuó con el
énfasis público en el Brain Report y en todos lados sobre «los peligros de recetar en
exceso». De ahí que desde el principio el nuevo doctor provocase toda clase de
respuestas no cooperativas: el usuario estaba obligado a recurrir a la astucia, a mentir,
a estafar, a mendigar, a lisonjear, tratando desesperadamente de asegurarse el
adecuado abastecimiento. El doctor y el paciente quedaban implicados en lo sucesivo
en una batalla de ingenios, en el muy común y destructivo pseudoproblema del que
ya hemos hablado, el que todas las energías que debieran haber sido empleadas para
el auténtico problema se estaban derrochando.

ebookelo.com - Página 171


No es una cuestión de culpar a los médicos por el degradante predicamento de los
yonquis, aunque como profesión pienso que tenían una responsabilidad de
contrarrestar la ola de histeria pública en referencia a la cuestión de la heroína que
con tales hechos como la cuestión mucho más seria de la adicción a los barbitúricos.
En este contexto no trato de negar los usos relativos y varios de tales drogas como
Apomorfina y Lomotil.
(Hace algunos años el Evening News informaba de la existencia de 2.000.000 de
adictos a los barbitúricos en Inglaterra. Todo estudiante ha de saber que comparado
con un adicto al barbitúrico, el adicto a la heroína huele a rosas).
La única relación clara entre el consumo de heroína y la práctica de la medicina
es el hecho de que solo los profesionales médicos (y hoy solo bajo ciertas
circunstancias controladas) están legalmente capacitados para firmar una receta para
droga. De ello seguramente no se infiere que el doctor sea el hombre más cualificado
para «tratar» al usuario de heroína, adicto o no. ¿Y por qué, además, asumimos que
en absoluto necesite «tratamiento» en el sentido médico? Los doctores saben muy
bien que es virtualmente imposible curar «la adicción a la heroína» por cualquier
medio médico conocido.
El hecho es que simplemente no se trata de ese tipo de problema. Si el tratamiento
es relevante de algún modo lo es en un sentido cultural o espiritual. ¿Y no
necesitamos nosotros ese tipo de tratamiento, todos los borrachos y gamberros que
hay entre nosotros?
Mi propia familiaridad con la cuestión de las adicciones con dos décadas en
Estados Unidos y en este país me ha convencido de que es posible organizar un modo
útil de «retirada» donde los adictos podrían aprender a ponerse de acuerdo con su
adicción y consumir su droga (si lo necesitan) de un modo controlado, no histérico, o
incluso ir más allá de la adicción, usando medios químicos, entre otros. Pero esto no
se llevará a cabo por las absolutas restricciones o la imposición al usuario de un
estado mental en el que nada es significativo salvo la ausencia de heroína. En tal
retiro… quizás una auténtica localización geográfica… el yonqui estaría protegido
desde el principio para implicarse en otras cosas y abordar su «problema» desde una
perspectiva racional, además, para minimizarlo antes que para atildarlo. Al tiempo,
estaría protegido para expresarse a sí mismo en términos artísticos y en una
sexualidad vital y activa. Si estuviera implicado en tal proyecto, ciertamente me
gustaría tener doctores entre mis colegas, pero más que otra cosa desearía disponer de
amantes y de una sexualidad liberada.
Quizás el aspecto más escandaloso de toda la cuestión sea la manera en que los
frecuentes derechos constitucionales de una persona tienden cada vez más a ser
violados en el tratamiento concedido. En Inglaterra, nuestros yonquis son ingleses.
¿Tienen los mismos derechos que otros ingleses? ¿Dónde están los derechos legales
una vez que son entregados a los doctores?
En El libro de Caín (1959), traté de resistir en Nueva York.

ebookelo.com - Página 172


Digo que es impertinente, insolente y presuntuoso para cualquier persona
o grupo de personas imponerme sus prohibiciones morales sin contrastar que
no sea peligroso para mí, y, aunque sean inconscientes de ello, para quienes
lo imponen, que en cada caso en que tal prohibición se vuelve cristalizada
legalmente, se crea un precedente alarmante… Vigilancia. Un polémico
precedente legal.

De hecho, lo que se pregona en el extranjero como «el problema de la heroína» es


una aflicción fundamentalmente americana. Se desplaza al extranjero con la ayuda, el
armamento y el Estilo de Vida Americano.

Cuarenta mil soldados


Cuarenta mil agujas, papá,
Déjame un pelín abrumado
¡Antes de arrasar a los de Judá!
En Inglaterra rezo para que
me creáis, no lo necesitamos.

¿Es demasiado esperar a ello en esta vieja


isla democrática… es demasiado esperar a
una generación de ingleses más jóvenes
y menos prejuiciosos a los que parecería
una de invasión de espacio interior
(de privacidad, papi) perpetrada a todos
los yonquis de manera no justificada?

Aquellos que vivieron


en la época de Auschwitz
ahora parecen retirados en
casa con el humo.

ebookelo.com - Página 173


Notas de un diario de desintoxicación
«9 de octubre de 1965 o primer día.
Cabeza de playa establecida».

JEAN COCTEAU, Diario de una desintoxicación

No, rechazo considerarlo de este modo: hacerlo es aceptar la histeria convencional


que envuelve el tema como respuesta coherente.
Hace unas seis semanas, con la presión de los eventos, la intensidad de mi interés
y mi relación a ese respecto, advertí que estaba usando lo que, bajo condiciones no
experimentadas… sentí que era una cantidad excesiva de heroína y cocaína… empecé
a sentir que mi consumo de tales drogas era irresponsable, peligroso y quizá
potencialmente fatal… sabía que estaba fuera de control… siempre había sentido que
la heroína (entre otras drogas) no era intrínsecamente inmanejable. Quería no parar de
usar los opiáceos «una y otra vez» sino usarlas sabiamente y bien. Aquello sin duda
significa: de vez en cuando… una prohibición absoluta era absolutamente tan
peligrosa y restrictiva como la adicción… así que decidí dejar la ciudad e instalarme
en la costa con drogas para unas 24 horas tras la llegada (a un ritmo de consumo:
heroína 10-20 gramos por día y cocaína 2-7 gramos por día), llevando todas mis notas
para The Long Book, etc. y muchos alucinógenos y varios sustitutos, o no, varias
drogas que usadas en conjunto una con otra servirían para restablecer el balance
químico «normal» de mi metabolismo, en retirada de la heroína, sin provocar un
síndrome de abstinencia. Que es como decir: metadona, apoformina, fentazin,
daptazole, etc., para reducir el poder de mi hábito y conseguir un estado tal que pueda
TOMARLO O DEJARLO (por ej., H solo, C no adictivo).
9 pm.
Esta tarde, bastante más tarde de lo que había anticipado esta cabeza de playa,
estaba establecido en Herne Bay, Kent… contando las pastillas, donde me siento con
vistas al mar; oyendo de casualidad, podría decirse, su oscuridad afuera, y las cortinas
ya están corridas, encuentro que tengo 28 comprimidos de 1/65, que es bastante
menos de 5 gramos o unas muy «finas» 12 horas… y en lugar de cocaína… ya no
tengo nada… una dosis muy pequeña de dizisdrina líquida. Así mañana, con el
amanecer, y en igualdad de condiciones, debo empezar a experimentar con LSD, 150
microgramos. Et on verra… Además… demasiado pronto.
11 pm: ¡24!

10 de octubre: ¡21!
¿Cómo puedo usar 21 pastillas para reducir mi consumo de 100 aprox. por día?

ebookelo.com - Página 174


¥

El símbolo, está, lo veo, en la capa de mandarín de seda azul que me puse


esta noche. Creo que dará un aire de formalidad a tales procedimientos
desesperados.

12 pm: quedan 11 pastillas.

Tendremos que tomar una taza de Horlicks, y entonces empezar con 150
gramos de LSD; quizá vea las cosas con una perspectiva más clara; no puedo
decir que no tenga miedo, vagamente, acerca del final de mis existencias de
heroína, pero, por otro lado, no puedo decir que esté MUY preocupado. No lo
estoy. Soy bastante mayor y no espero, bastante sabio, hacer ninguna
predicción salvaje…

4.30 pm:

Hay un gramo de heroína suelto; así ha estado en las últimas 4 horas. Creo
que si puedo mantener ese gramo ahí, en la botella, bajo el Buda todo seguirá
estando bien, pues mientras el gramo quede no hay corazón echado a perder
con negra desesperación.
De este modo me he puesto la capa azul de mandarín y espero la
liberación apoyado en mi cama con vistas al mar gris. (Explorando la ciudad
he visto una copia de El libro de Caín a la venta, y he escuchado a dos
personas hablando de su autor «que pronto estará muerto; es un drogadicto, ya
sabes…» cuando una pequeña chica me pidió un autógrafo, escribí «yo que
voy a morir te saludo…»).

6.10 pm.

Último chute consumido, (por ej.,) ya no me hace señas desde ahí, eh. Me
siento maravilloso…

ebookelo.com - Página 175


Cómo llegué a querer colocarme

AVECES me doy miedo a mí mismo. Es como si desesperadamente estuviera


intentando subirme a un tren que siempre va una milla por una hora más rápido de lo
que yo puedo correr, con mayor rigidez en las rodillas ahora que tengo treinta y ocho
y no veintiocho. No puedo vivir el presente porque siempre estoy ansioso acerca del
futuro porque a mí mismo me digo que siempre voy a hacer algo… mañana. Hay
ciertas dificultades técnicas, por supuesto. Quiero ser capaz de usar este mundo como
jardín de juegos personal. Todo el tiempo. Mientras aún estoy clavado al estante
económico. Ese es el gran juego en el que nací desfavorecido.
Mi padre se volvió gradualmente más ridículo según se hacía mayor: siempre
estaba demostrando que estaba encantado de besar el trasero de sus superiores. Y
aunque mi madre no era tan nimia como él, no parecía hacer cuestionar sus
categorías. Si ahora estoy loco, y alguna gente habla y actúa como si creyese que lo
estoy, resulta difícilmente sorprendente. El sistema de valores que me fue impuesto
desde el principio después de que ser empujado gritando desde un útero cálido, que
me influyó mientras crecía, era insensato por el insensato flujo y reflujo del
contradictorio comportamiento de mis mayores y el maloliente altar de sinsentido,
debilidad, estupidez e hipocresía al que en última instancia rendían culto.
Mi padre obtenía un placer físico al entregar una caja de limonada a mi profesor
de filosofía; era un logro. Él podría hablar ahora con familiaridad de aquel profesor
de filosofía ante amigos y rivales. Pronto me enseñaron que los hombres se dividían
en amigos y enemigos, en ricos y pobres, que el rico podría hacer más o menos lo que
quisiera en la tierra de las hadas, y los pobres le secaban el culo, pero que como
contraprestación a este servicio, el pobre podría hacer algo más difícil que pasar por
el ojo de una aguja… luego, después de haber muerto.
¿Después de que hayas muerto, mami? Porque éramos pobres. Muy pobres.
Pobres, pero orgullosos, habría dicho mi madre sin ruborizarse. ¿Orgullosos por
pobres? No, porque somos buenos. ¿Buenos?
Mientras, cálidas y dulcemente perfumadas señoras salían de grandes y negros
coches en la calle y entraban a la pantalla de mis sueños de niño. ¿Bueno? ¿Perverso?
Chitón, no es para ti. Era posible, claro, para un chico pobre encontrar un yesquero y
casarse con una princesa, ¿no? Claro que eso es una historia justa, hijo. ¿Como las
ratas de las que hablaba la abuelita? Sí, igual. Pero yo vi una rata, mami.
¿Cómo puedo crecer y casarme con una princesa, mami? Ojalá mi querida madre
hubiese dicho: yo soy una princesa, querido, así que no tendría que ser difícil ni
necesario. Me habría ahorrado mucho tiempo. Pero mi madre nunca podría haber
dicho aquello, a pesar de sus justificables pretensiones de gentileza. Era demasiado
modesta. «La suya era modesta, silenciosa, discreta, cortés»; cristiana en última
instancia. A menudo pensaba de niño que ella era el único cristiano que había

ebookelo.com - Página 176


conocido. Hoy estoy horrorizado al descubrir que no tengo una noción realmente
coherente de aquello a lo que ella se parecía. Mi relación con ella parece haber sido
totalmente intuitiva, emocional e inarticulada. Pero puedo recordar que a pesar de su
habitual desaliño, que al principio a veces me avergonzaba frente a otros amigos más
ricos, ella parecía inspirar el respeto de quien fuera que estuviese junto a ella. Otros
niños huían hacia mi madre a por un consuelo que eran incapaces de obtener de las
suyas. Otros padres, cuando hablaban de mi madre, parecían hablar más suavemente,
casi con asombro. Mientras, mi padre vagaba por los pasillos de la casa como una
bestia loca y herida.
Creo que un hombre tiene que llegar a un punto en el que esté totalmente solo y el
mundo exterior sea sólo una masa de detalles incoherentes y contradictorios, y en el
que tenga que empezar desde el principio y construir una y otra vez su estructura del
mundo. Solo existe aquel vasto mar de evidencia, de evidencia en potencia, mejor
dicho, para el que no posee ningún criterio evidente de relevancia. De vez en cuando
desde lugares elevados el loco nos amenazaba con la destrucción nuclear.

ebookelo.com - Página 177


Tío Hamlet, bien entrado en la madurez

SENTARSE de nuevo después de todos estos años, para retomarlo donde me quedé,
aproximadamente al final de El libro de Caín, en cuyo punto era obvio que había
cometido algún tipo de harakiri espiritual… ah, es verdad que he escrito algunos
poemas desde entonces, y unos pocos ensayos, pero en los sesenta quise cambiar
cosas, no escribirlas. Y sabes, ¡creo que las cambié! Incluso si por el momento
parecía haberlas movido lejos de mí… lo que tenía que ser dicho ha sido dicho… no
hubo más que decir. Así, cuando a los pocos meses mi editor me localizó de nuevo y
con un talonario en mano me preguntó en qué libro estaba trabajando, se me ocurrió
decir que el libro en el que yo… hemmm… hemmm… estaba trabajando ahora era
uno largo. Cuando me preguntó cómo se llamaba, dije de pronto que se llamaba El
libro Largo. Aquello, que lleva o necesita un año, mi amor, fue hace quince años. En
aquel entonces tenía que ser, pensaría uno, un libro realmente largo. Bueno, fue una
larga vida. Creo que eso es lo que puedo decir.
El libro largo. Todas esas notas. Todos esos trabajos. Ideas, pensamientos
inacabados, no tantas resmas del material… en donde, si me llega para una página,
me encuentro… a veces… despiadadamente demacrado. A fin de cuentas, son mis
propias notas, y de vez en cuando puedo recordar las circunstancias en las que
surgen. Ah sí, aquella vez… y de pronto el fuerte impulso que me llevó allí se frustra,
extinto. Demora del ayer. Pero no obstante son ciertas, supongo, aunque a veces la
perspectiva me hace querer vomitar… y no importa, ¡todos esos títulos! ¡Todos esos
comienzos plausibles! Lo que ando buscando, me dije durante años, es un fin
plausible. ¿Como la sobredosis con la que he sido reconocido tantas veces desde que
me escapé de Nueva York? Dios mío, ¡pensaba que estaba muerto! Sí, además, el
suceso convincente, el fin convincente… o incluso el inverosímil, en la medida que
pudiera escribir fin en algún u otro punto, y el ademán encajase de algún modo
profundo.
Pero por supuesto no fue así. Plausible o inverosímil, no había fin a la vista, ni lo
tendría antes de morir, y entonces alguien tendría que escribirlo. Mientras, yo estaba
y estoy como siempre muy ocupado con los desordenados pensamientos de más de
una década. Tío Hamlet, bien entrado en la madurez, y aún indeciso[29].

Nochebuena, 1978

ebookelo.com - Página 178


* * *

ESTE libro se terminó de imprimir el 9 de mayo de 2013


«Dans une société qui
a aboli toute aventure,
la seule aventure qui reste est
celle d’abolir la société».
Mayo 1968
[En una sociedad que ha abolido toda aventura,
la única aventura que resta es abolir la sociedad].

ebookelo.com - Página 179


ALEXANDER TROCCHI (Glasgow, 1925-1984) tuvo una vida mucho más rica que
su obra. De orígenes italianos e hijo de un músico, nació en Glasgow en una familia
donde la bohemia servía para esconder la miseria. Su juventud escocesa, en los duros
años cuarenta y cincuenta del siglo XX, está bien descrita en su novela El joven Adán
y en la que se basó el realizador Adam Mackenzie para hacer la película Joung Adam
(2003).
Después de estudiar literatura en la universidad de Glasgow y tras abandonar mujer y
dos hijos se traslada a París donde entra en contacto con los círculos literarios
alrededor de la Sorbona, el existencialismo, la política de vanguardia y los opiáceos.
Funda una de las revistas literarias más importantes de Posguerra, Merlín, en 1952.
Consiguió reunir las firmas de autores como Sartre, Pablo Neruda, Samuel Beckett,
Henry Miller o Jean Genet.
Trocchi, a mediados de los cincuenta ya cuenta a sus espaldas con varios trabajos
publicados. En general su obra rehuye el artificio literario, los lugares comunes y la
invención como escapismo. El autor escocés publica incluso novelas pornográficas
bajo pseudónimos tan dispares como Frances Lengel o Carmencita de las Lunas, en
un cambalache con el editor de Merlín, Maurice Girodias, para que la interesante,
pero deficitaria revista, se siga editando. En el 57 saca uno de sus dos títulos más
definitorios, Young Adam (El joven Adán), una historia sobre un joven inteligente
pero asqueado y rechazado por la sociedad del momento, que seduce a mujeres,
eligiendo el margen y el exceso como campo de juego.

ebookelo.com - Página 180


A finales de los 50 se traslada a San Francisco, al entorno del City Lights, librería
donde se junta con Kerouac, Ginsberg y Corso. Pero sobre todo con Burroughs,
debido a la especial relación de ambos escritores con las drogas, que utilizaban no
sólo desde un punto de vista recreacional o como ampliadores de perspectivas, sino
también a la cual contemplaban desde su vertiente capitalista, paradigma del deseo
consumista y de la oferta inmediata.
Alexander Trocchi vuela al Lower East Side, en Nueva York, barrio en el que escribe
en 1960 su segunda novela imprescindible, El libro de Caín. Un libro que encierra
todas las temáticas conflictivas posibles, homosexualidad y sobre todo la adicción a
la heroína.
Esta etapa es una de las más complicadas y oscuras para Trocchi, que acaba
perdiendo el rumbo personal. Su segunda mujer se acaba prostituyendo y él comienza
a traficar para mantener su adicción. Es detenido por las autoridades, lo que
desencadena una campaña internacional para su liberación, con la Internacional
Situacionista haciendo campaña desde Europa y Miller, Mailer y demás
norteamericanos pidiendo su liberación. Las presiones dan sus frutos y le es
concedida la libertad condicional. Trocchi, como buen aventurero, emprende la huida
a través de la frontera con Canadá con un pasaporte falso. Es acogido por Leonard
Cohen. El cantautor, quien guardó siempre un buen recuerdo del escritor prófugo,
cuenta que lo primero que hizo Trocchi al llegar a su apartamento fue pedirle un
chute de heroína. Abandona América para siempre.
A principios de los sesenta comienza la andadura en Londres. Primero como miembro
de la sección inglesa de la I.S. la cual publica su ensayo La insurrección silenciosa de
un millón de mentes.
Trocchi edita libros como Writers in Revolt en 1963 que recoge textos de escritores
como Artaud, Baudelaire, o su camarada Burroughs. Se enemista con la plana mayor
de los escritores escoceses por considerarlos unos nacionalistas cortos de miras.
Funda el Proyecto Sigma, básicamente una nueva plataforma para llevar adelante sus
ideas revolucionarias expresadas en La insurrección silenciosa. El Proyecto Sigma
atrae a gente de diferentes campos y generaciones, desde Picasso hasta Timothy
Leary, el psiquiatra del LSD. Consigue llevar a los Beats a Londres, en un festival
literario que reúne a siete mil personas. Trocchi intenta crear a través de Sigma una
realidad alternativa que desbanque a la realidad oficial, a las formas de
comportamiento aceptadas, que haga trizas la conformidad.
Trocchi falleció en el 84, después de haberse sobrepuesto a la muerte de su mujer y
de uno de sus hijos, a causa de su prolongada adicción a la heroína.

ebookelo.com - Página 181


Notas

ebookelo.com - Página 182


[1] En la cultura inglesa, la señora Grundy constituye un personaje imaginario que

representa los valores tradicionales. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 183


[2] «Quizá son tus flecos felices para ti, o sobre los jóvenes y firmes senos se siente

infinitamente consentida la seda metálica y nada le falta». Rilke, Elegía Duinense Nº.
5. <<

ebookelo.com - Página 184


[3] Trocchi era un asistente regular a los baños de Arlington. (N. del A.) <<

ebookelo.com - Página 185


[4]
Esta no es una descripción objetiva de su padre, que bebía alcohol solo
moderadamente. (N. del A.) <<

ebookelo.com - Página 186


[5] Annie Trocchi, la madre del escritor, murió el 4 de enero de 1942 de una aguda

disentería bacilar y en la autopsia se descubrió que la fuente de la infección se


encontraba en una lata de sardinas. (N. del E.) <<

ebookelo.com - Página 187


[6] Juego de palabras intraducible con «monsoon» (monzón) y «stop soon» (parar

pronto). (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 188


[7] Cabeza de playa o cabecera de playa es un término militar usado para describir la

línea creada cuando un grupo de unidades armadas alcanzan la costa y comienzan a


defender el área hasta que se produce el arribo de un número suficiente de refuerzos,
momento en el que se crea una posición lo bastante fuerte como para comenzar un
avance ofensivo. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 189


[8] Maurice Girodias había comprado las notas del manuscrito el 2 de abril de 1954 a

la viuda de Frank Harris por 1050 francos —una suma considerable— para vencer
sus remordimientos, ya que el quinto volumen no tenía intención de publicarse. <<

ebookelo.com - Página 190


[9]
Es una canción popular estadounidense usualmente atribuida a Percy Montro
aunque algunas veces se atribuye a Barker Bradford. Se cree que la canción está
basada en otra canción anterior llamada Dowri by the River Livd a Maiden de H.S.
Thompson. <<

ebookelo.com - Página 191


[10] Una versión modificada de esta historia aparece en parte en la novela El libro de

Caín. <<

ebookelo.com - Página 192


[11] Estando en el apartamento de Wolfie, Trocchi fue arrestado durante una redada

policial y fue procesado en el Bronx. Con suerte pudo de convencer a la policía de


que era un simple visitante inocente y lo liberaron. <<

ebookelo.com - Página 193


[12] Miembros de la «escena» de Trocchi en París. El señor Hadj era el propietario del

Hotel De Ville, Midhou un camello árabe, Austryn Wainhouse un escritor americano


y traductor de Sade, Sinbad Vail el editor de la revista Points, Masón Hoffenberg
escritor americano, y como Iris Owens, Guy Debord fue uno de los fundadores de la
Internacional Situacionista. <<

ebookelo.com - Página 194


[13] La señora Linkel: una referencia al seudónimo de Trocchi de Francés Lengel,

cuyas novelas eran publicadas por Olympia Press, sello de Maurice Girodias. <<

ebookelo.com - Página 195


[14] George Plimpton, editor fundador de Paris Review. <<

ebookelo.com - Página 196


[15] John P. Marquand, escritor americano, amigo de Trocchi de la escena de París. <<

ebookelo.com - Página 197


[16] Página de la carta desaparecida. <<

ebookelo.com - Página 198


[17] Es una canción patriótica americana escrita por Frank Loesser y publicada como

partiturasen 1942 por el famoso Music Corp. La canción era una respuesta al ataque a
Pearl Harbor que marcó la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial. <<

ebookelo.com - Página 199


[18] El camino a Wigan Pier, de George Orwell. <<

ebookelo.com - Página 200


[19] Hay un foco curiosamente revelador en la obscenidad de Miller, como si no

estuviese vinculada a nada sino al modelo de respuesta condicionada a las palabras


tabú. <<

ebookelo.com - Página 201


[20] El prise de pouvoir por una vanguardia es obviamente solo una fase temprana de

un movimiento mayor, más universal, y no hay que olvidarse de que nuestro grupo de
creadores ne pourra réaliser son Project quen se supprimant… ne peut effectivement
exister quen tant queparti se depasse lui-meme (añadido a la versión francesa). <<

ebookelo.com - Página 202


[21] Notes editoriales d’internationale Situationiste, 3 décembre, 1959. Libremente

adaptado del original. <<

ebookelo.com - Página 203


[22] The Secret Reins (Centre 52): Encounter nº. 102, marzo de 1962. Todas las citas

de Arnold Wesker y Lloyd George proceden de la misma fuente. <<

ebookelo.com - Página 204


[23] Creo que las políticas internacionales han sido ensayadas desde que este artículo

fue escrito. Sin embargo, mi crítica sigue siendo irrelevante. <<

ebookelo.com - Página 205


[24]
Documents Situationistes, Guy-Ernest Debord. Ahora, la planificación de la
ciudad está determinada por y tiende a reforzar funciones convencionales, actitudes
convencionales. Duermes aquí, comes aquí, trabajas aquí, mueres aquí. Una
arquitectura revolucionaria no tendrá en cuenta las funciones para ser trascendida (cf.
Essay nº. 2). <<

ebookelo.com - Página 206


[25] Espada escocesa. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 207


[26] Copia de la carta obtenida de los papeles del Trocchi Estate. <<

ebookelo.com - Página 208


[27] Michael Hollingshead. <<

ebookelo.com - Página 209


[28]
Era Michael de Freitas, también conocido como Michael Abdul Malik, y,
notoriamente, como Michael X. <<

ebookelo.com - Página 210


[29] Esto fue escrito como nota de Nochebuena a Sally Child, su amante y compañera.

<<

ebookelo.com - Página 211

También podría gustarte