La Insurreccion Invisible de Un Millon de Mentes-Holaebook
La Insurreccion Invisible de Un Millon de Mentes-Holaebook
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Alexander Trocchi
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Título original: Invisible Insurrection of a Million Minds
Alexander Trocchi, 1991
Traducción: Antonio J. Rodríguez
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Introducción
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literario. De sus primeros días en la Universidad de Glasgow, donde había sido
descrito como «un estudiante de genio manifiesto», fue a todas horas un innovador,
escandaloso, más grande que la vida.
Esta colección de escritos incluye algunos ensayos publicados y relatos cortos, así
como ficción anteriormente inédita. Trocchi ha dejado un trabajo de calidad. La
antología ha sido reunida de forma paralela a mi biografía completa (Alexander
Trocchi: The Making of the Monster, Polygon, 1991) para dar a conocer mejor el
trabajo de uno de los talentos de Escocia más meritorios. Aunque siga publicándose
su novela El libro de Caín —descrita por Edwin Morgan y otros como una de las
veinte mejores novelas escocesas—, al igual que Young Adam y Sappho of Lesbos, el
grueso del material de esta recopilación resultará novedoso incluso para aquellos que
ya conozcan la docena de libros o así que Trocchi publicó en vida.
Beckett quizá fuese la mayor influencia en su escritura, si bien mientras Beckett
se desplazaba hacia el interior, casi más allá de la esfera del lenguaje, Trocchi atrapó
al auténtico «intruso» de Beckett o la posición existencialista e iba al exterior hasta
que su lienzo abarcó la totalidad de la situación política de Occidente. Su
compromiso con el cambio social se concentraba en socavar los modelos fijos de
pensamiento, que, creía él, estaban limitados por los términos de la expresión de sus
propias conciencias. Todo el trabajo de Trocchi contiene elementos de rechazo al
status quo; los establishments políticos y morales; lo que Trocchi llamó la «tita (o
abuelita) Grundy» o la «patizamba de Grundy[1]». Esto es muy sutil ya que lo
disimula mediante la narrativa o la trama, donde las certidumbres esperadas son
arrolladas por elementos de nihilismo. Se refería a sí mismo en sus notas como «un
corruptor de los buenos», y un subversivo cultural, cuyo ánimo era socavar todos los
prejuicios, formas aceptadas, tradiciones y estereotipos, si bien R.D. Laing no fue el
único que lo recuerda como un «contrarrevolucionario ultraconservador», y un
«utopista romántico».
La primera sección de la antología abre con episodios de una novela
autobiográfica inédita que tiene lugar en Glasgow en la que describe su infancia y
primeros romances, y en donde su propio personaje se llama «Nicolás». Su hermano
mayor Jack y su primo Víctor aparecen bajo sus nombres reales. El mayor de los tres
hermanos, Alfred, murió en la isla de Man en 1971. Jo Christie, su mejor amigo en
los días de estudiante en Hillhead High School (y Gatehouse of Fleet, de donde
fueron evacuados en los primeros días de la guerra), era en la vida real Cecil
Strachan, y aunque los homólogos reales de Mollie, Isobel y Sylvia se desconocen, su
primera mujer Betty o Elizabeth a menudo recibe su nombre auténtico, aunque
también aparece como «Judith». En los dos relatos y la pieza de prosa que sigue,
«Nicolás» vive en una casa de campo de Garronhead cerca de Balfron en Campsie
Fells y en un apartamento de Glasgow con Betty. Hasta aquí, tenemos un recuerdo
razonablemente preciso de la vida temprana de Trocchi y su primer matrimonio. El
relato «Peter Pierce», escrito más tarde en París, también tiene lugar en un entorno
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escocés y ha sido considerado como su mejor relato. Prefigura el ánimo de Young
Adam, la novela que empezó en 1948 en Garronhead y que los críticos comparan con
Camus y Chejov.
La segunda sección introduce a un nuevo personaje, James Fidler, un auxiliar
administrativo de mediana edad bastante deprimido y sin ningún glamour, con el que
Trocchi pudo referir temas con un menor vínculo directo a su propia vida. De unas
seis novelas inéditas, ésta tal vez sea la más convencional en términos estilísticos, a la
vez que traiciona la influencia de James Joyce y George Orwell. Los relatos «El
encuentro», «El ron y el pelícano»y «Eileen Lanelly» originalmente fueron
fragmentos de la novela. La historia «El hombre sagrado» expone la influencia de
Beckett en Paris, donde vivió de 1950 a 1955. Fue considerado por Beckett como su
protegido y ambos se hicieron amigos. La historia tiene una estructura similar a
Esperando a Godot, y «El hombre sagrado», al igual que Godot, nunca aparece. El
«prefacio al volumen 5 de las memorias de Frank Harris» revela el éxito de su
reescritura satírica —un «trabajo de odio», como más tarde describiría—; una broma
sobre un escritor cuyo estilo literario o falta del mismo deploraba. La carta a Beckett
cuenta un leve enfriamiento de su relación que siguió a las quejas de Beckett sobre un
texto aparecido en Merlin. El extracto que sigue, las primeras páginas de la novela
Young Adam, sitúa el escenario de la obra y muestra la habilidad con que Trocchi
manipulaba la descripción naturalista dentro de una narrativa existencialista. La
acción es precisa y detallada, aunque sea narrada por un observador —casi un voyeur
— imparcial, lejano aunque nunca desapasionado. Muchos reseñistas describieron la
novela como la más accesible de la obra de Trocchi, y es tanto un thriller de
asesinato, un ataque al sistema jurídico y la pena capital británicos, y un retrato de la
soledad y el aislamiento y del hipster —personaje-narrador— protagonista.
La tercera sección comienza con «Un ser de distancias», un relato en donde
«Christopher», otro de los álter egos del autor, mide las distancias, tanto geográficas
como emocionales, entre él mismo y su padre. Partes de la historia vuelven en El
libro de Caín, la «novela» o manifiesto con autobiografía que le llevó seis años
escribir y que absorbió buena parte de su temprana producción de ficción breve.
«Wolfie», una pieza de escritura maravillosamente descriptiva muestra a Trocchi, el
yonqui de Greenwich Village, haciendo un largo viaje en metro al Bronx en busca de
heroína. Fue un viaje que acabó en arresto y prisión, otra vez, en «Las Tumbas» —las
celdas del New York Pólice Department. «Jody» es un extracto de El libro de Caín
que describe el escenario de la droga de Greenwich Village en donde Trocchi
participó. Sus perspicacia con los motivos y comportamientos de los drogadictos
hacen de ésta una de las mejores piezas de escritura para abordar el entorno. Su
ensayo sobre George Orwell, originalmente publicado en Evergreen Review pronto
fue muy valorado por los estudiantes de literatura inglesa en América dada su
brevedad y originalidad. Su correspondencia con Terry Southern, un amigo hipster de
los días de París, es escandalosa y divertida. Southern es un novelista de éxito y un
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guionista de cine, y aunque ambos estaban, a mitad de los cincuenta, deseando
producir en cadena novelas de porno blando para Olympia Press, ambos
compartieron una conspiración para revolucionar la novela literaria y fueron
camaradas de armas contra el establishment durante la escritura de El libro de Caín.
La cuarta parte de la antología muestra a Trocchi instalado en Londres, luego de
haber escapado por poco del FBI y de una sentencia de muerte. Está casado con Lyn,
su segunda mujer, y tiene dos hijos, Nicolás y Marcus. Los dos ensayos,
«Insurrección invisible» y «Sigma: un anteproyecto táctico» son posiblemente sus
obras de no ficción más conocidas y reimpresas. Su calidad visionaria y la
extravagancia de su estilo literario, que fusiona el tono de escritores decadentes como
De Quincey y Coleridge con la vanguardia «post-beat» más moderna, implica que
fueron muy imitados y extremadamente influyentes. «El yonqui: ¿peligro público o
chivo expiatorio?», primeramente publicado en la revista Ink en 1970, expone con
claridad sus opiniones sobre la droga. Pero tuvo que pagar un precio por haber estado
tanto tiempo en la vanguardia de la revolución cultural y vivirla a diario; las «Notas
de un diario de una cura, 1965» y «Cómo llegué a desear dejarlo» y «Tío Hamlet,
bien entrado en la madurez…» revelan la profundidad de su agotamiento.
Literalmente había «cometido una especie de harakiri espiritual», y pensaba que no
tenía nada más que contar. El último fragmento, escrito como carta de Nochebuena a
Sally Child, es melancólico, casi como si fuese consciente, ya en 1978 —más de
cinco años antes de su fallecimiento— de que nunca terminaría su gran libro. Desde
entonces estuvo buscando un «fin plausible». Espero que esta selección anime a los
lectores a seguir buceando en la obra de Trocchi, y que el interés público se
manifieste en la reimpresión de sus novelas. Su escritura, como su extraordinaria
vida, siempre es apasionante. Y merece la pena.
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La insurrección invisible de un millón de mentes
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Alexander Trocchi
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Primera parte
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Páginas de una autobiografía
MARCHITA ahora. La gentileza perdida de otro siglo. Una calle de casas viejas,
respetable con su emplazamiento al oeste de la ciudad. Una calle de empleados de
banca, agentes de seguros, comerciantes. Las mujeres en la calle: cansadas, refinadas,
solemnes, pobres. Maridos, por uno u otro motivo, no lo bastante poco convincentes.
En conversación sus desagradables pecados. Una cuestión de rumores y la frase
inacabada, porque fuera de sus respectivas casas ellos eran hombres pulcros, dandis,
corteses en el diálogo. Y ningún hombre sin cuello. Con el paso de los años las caras
de las mujeres más jóvenes se volvían más vacías, sus lenguas más afiladas, los
labios menos rojos y suaves. La ruina de los rostros de las mujeres en una calle de
hombres sorprendidos e indignados. Para un extraño, la calle daría una sensación de
paz. Abajo una procesión de días tristes, afligidos por la respetabilidad de un pequeño
ingreso…
Las casas eran de piedra gris.
La nuestra era una casa independiente. Se entraba por nuestro propio jardín, una
pequeña parcela de hirsuto césped que nunca fue verde, cercado por un seto de
ligustro apenas denso, o por la entrada de atrás. Mi padre estaba muy orgulloso.
¡Comparado con el apartamento de su hermano! Igualmente detrás había un césped
que compartíamos con la gente de arriba. El césped no crecía del todo. Se redujo a un
parche de escabrosa tierra negra a causa de los pies de los niños. Era una de las
aspiraciones de mi madre, sembrar allí. Cada invierno hablaba de plantar y nos
avisaba de que cuando lo hiciese, no podríamos estropearlo con nuestros pies. Por
alguna u otra razón nunca sacó tiempo para ello. Se contentaba con plantar
capuchinas en el jardín delantero. Florecían desordenadamente durante algunas
semanas de verano. Y ella esperaba ansiosa esas semanas y el aspecto de las lágrimas
de Salomón que crecían en los escalones delanteros junto a una vieja concha de mar.
Siguiendo instrucciones de mi padre, sólo los adultos de la casa podían usar la
entrada delantera. A los niños, incluso los de los «huéspedes de pago» y
comerciantes, se les pedía acceder por la calle. Cuando mi hermano mayor dejó la
escuela y entró a una oficina, insistió en que era su derecho como asalariado pasar
por la puerta delantera y que sus amigos pudieran buscarlo desde ella. Se lo
permitieron. Conforme crecíamos y el dominio de mi padre se volvió menos seguro,
este sistema de privilegios por castas fue una de las primeras cosas en desaparecer.
Llegamos a esta calle en mi primer año de colegio. Mi primo Víctor me guiaba
por los arriates, y él fue el primero que me llevó más abajo de las Mansiones
Caledonias a las lomas del río Kelvin. Su primer amor fue la hija del jefe de
Kelvinbridge Station. Una pequeña niña delgada con el pelo en forma de campanilla.
Me la mostró una tarde de verano mientras ella permanecía a la entrada de la estación
con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas tras la espalda contra la pared. Allí
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permanecía sola con un corto vestido estampado.
Vielleicht sind[2]
deine Fransen glücklichfur dich,
oder uber den jungen
prallen Brusten die gruñe metallene Seide
fuhlt sich unendlich verwohnt und entbehrt nichts.
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No puedo recordar su nombre. Pero debía ser Jasmine o Isis o Miraldoqc. Al
principio ella era una chica. Siempre rodeada de niños mayores en el barrio. No
jugaba con el resto de chicas. Salía cada tarde y se quedaba mirando en una calle.
Pronto los chicos mayores (que debían tener como diez años más que yo) dejaron sus
juegos y se unieron a ella. El resto de las chicas la odiaban. Una sacerdotisa con un
cortejo de sacerdotes menores en su estela. Un día dejó la escuela y se marchó a
trabajar. Durante una semana no la vimos. Y entonces una noche cuando apareció
resultó que la transformación había tenido lugar. Llevaba zapatos de suela alta,
medias de seda muy transparentes, y su cuerpo, con su marcado contorno, era maduro
como una rosa roja.
Ella siempre había sido desdeñosa. Ahora era la diosa inalcanzable de algún
lejano planeta, la dueña de la luna. Su fría belleza se clavaba en el asfalto cual
jabalina. Una repentina presencia de brujería. Frenética. Nacida de las piedras.
Un silencio se cernió sobre nosotros. Miramos. Lentamente, avergonzados.
Volvimos a nuestros juegos. Ningún chico se atrevió a dirigirse a ella.
Pero en su lugar fue ella la que vino. Eligió una víctima y se puso a hablar con él.
Pronto el juego se detuvo y se vio rodeada. Siguiéndola, llegamos a una calle.
Encendió un cigarrillo, y apoyada contra el muro habló con una voz suave a los
chicos mayores que la rodeaban. Me abrí paso entre la multitud hasta que estuve muy
cerca de ella, hasta que estuve envuelto por el excitante y extraño olor de su
maquillaje y sus prendas. Entonces la escuché decir: «¡Saca a esos críos de aquí!». La
primera vez me sentí como un perro paria.
Como al cabo de una semana, un coche deportivo empezó a llamar a su casa.
Cada tarde echábamos un ojo a sus hermosas piernas mientras ella entraba al
automóvil. Según se marchaba el coche, ella no miraba a ningún sitio. La seguíamos
con nuestros ojos hasta perderse de vista.
Octubre llegó. Y Halloween, cuando nos vestíamos de piratas y llevábamos dagas
y sables y linternas de calabaza a modo de sonrientes calaveras. Íbamos de puerta en
puerta pidiendo peniques. Sujetos a la agonía de cantar en habitaciones iluminadas
frente a chicas de nuestra edad. Ruborizándonos bajo nuestro dramático maquillaje; a
veces, olvidándonos de la recompensa por nuestros esfuerzos, tratando de escapar a la
humillación. Un padre que ríe bloquea nuestro camino. Nos somete otra vez a la cruel
diversión de sus hijas que ríen nerviosas. Extrayendo hasta la última vergonzosa gota
de sangre de nosotros. A veces manzanas, nueces, algunos peniques; seis, si la
degradación había sido suficiente. De las manos de una chica guapa de nuestra edad.
Quizá su padre creyese que volveríamos pasados veinte años. Que su hija necesitaba
práctica para tocar «Lady Bountiful». ¿Quién sabe? Quizá nosotros también…
¡Noviembre, noviembre; recordad, recordad; recordad el 5 de noviembre!
¡Pólvora, traición y conspiración! Guy Fawkes quemado sobre un pedazo de tierra
yerma, chillando cual piel roja y arrojando petardos, demonios y cohetes a las llamas.
Luego, con el fuego ya apagado y las brasas ennegreciendo lentamente, eludíamos el
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fresco zigzag del último petardo.
Nochebuena. El olor de la carne picada y los bollos. La cocina toda cubierta de
azúcar y especies y nueces. El olor del jamón hervido, de la carne enharinada, blanca
y desplumada del pavo en el aparador. Deja chimenea de la cocina afanosamente
alimentada hasta la rojez. ¿Cuándo los dulces, mami? En un pis pas, cuando termine
con el horno. No seas impaciente, querido. Él se retorció sobre su talón, apartándose,
la nariz en línea con el aparador. Mirando la gran ave. Puso su dedo en la carne
correosa. Con la uña raspó una de las pequeñas espinillas de la piel. No hagas eso,
Nicolás. Romperás la piel. ¿Por qué no vas con Christie y sus soldados y cuando
vuelvas me ayudas con los dulces? Él frunció el ceño. Quería llevarle algunos dulces.
Puedes llevarlos mañana, querido. Puedes cogerlos en algún momento de la mañana.
Persistió y dijo: ¿Cuánto estarás? Vuelve como pasadas las ocho y media, dijo. Tienes
que estar en la cama a las nueve y media. Mañana por la noche te quedarás hasta
tarde.
Cuando estaba en la cama se dormía oyendo el Ejército de Salvación. Afuera en
la calle tocaban «Oh Santa Noche»; quería dormirse deprisa…
De nuevo el desplazamiento del año hacia su nacimiento, una fantasía roja y
blanca de miedo y vergüenza y diversión. La espiral rosa de gusanos. Verdes mechas
de flores. El anónimo rostro de un mendigo. Manchado con un bulto azul y el dolor
en los ojos, huecos y rasgados como postes de sombra en las cuencas vacías de una
calavera. Arrastrándose por las esquinas. Vacilando al límite del sexo y su
frescamente pálida perfección. Leda. El cisne retorcido en la cacareante masa azul
marengo de un martillo neumático que desportilla la superficie de las rocas.
Desesperado. Histérico. Con polvo y ruido como plumas. La negra dureza de la calle
para un amante. La lujuria de los metales. La curvatura de una uña; entre la fisura de
las viejas cortinas brocadas dejó la noche entrar con su seno de seda verde. Le
preguntó cuándo saldrían. Cuándo le dejaría poner la miel en sus labios y sentir la
suave fragancia de su polen. Ella entró por una cuña de tela y se apartó de él en una
bruma de objetos y sonidos flotantes. Enrollándose cual nido de serpientes multicolor.
Y luego apagándose como el pulcro descenso de la guillotina. Él estaba solo y la
noche era negra y nada más. Ni siquiera una cabeza de alfiler de luz para romper su
peso. Se volvió a dormir cuando oyó los pasos de su madre en el pasillo.
Por la mañana y todas las mañanas le desmoralizaban por la hostilidad de las
cosas. La estrella de mar y las pequeñitas unidades de sensación en forma de media
luna se marcharon. Nada sino el día y las horas de escuela y la filosa mañana como
una tachuela. Al colegio con su cartera de cuero y su resentimiento minúsculo. La
úlcera bucal de sí mismo. Odiaba el olor de las clases.
Era su indecisión lo que le daba miedo. Los gestos rotos. Los mediomovimientos
desgarbados. El deseo de simetría. Simetría de la certeza como música de Wagner.
Como un águila agazapada y colgada del cielo. Como el dardo de los peces. Ir más
allá del primer paso. O el comienza de una sonrisa. La inmensa vacilación congelada
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como el agua subiendo en una cisterna. Ominosamente verde. Creciendo
internamente. La fractura repentina de la continuidad de uno; el inesperado espasmo
del giro inacabado. ¿Has mirado al ojo de un pájaro? Como la bola de un abalorio. La
visión rota por el miedo. Elegante. Trémula. Como el pistilo de una lila. Con la
humedad sobre ella. Una suave y tibia savia de sílfide; sabes que está viva.
No sabía lo que él mismo significaba, pero sí que significaba algo, algo como
hojas y colores y titilantes astillas de cristal, como el sol tropical y la luna cual queso
amarillo maduro; un conocimiento espectral. El ruido de las abejas se lo dijo. Un
zumbido de certidumbre daba vueltas todo el día por el jardín de flores. Pero aquello
era cuando estaba solo, con una soledad primitiva en forma de pino al norte.
Principalmente fue la violencia de los colores. Los pequeños nidos de corrupción.
Las hojas de flores que peleaban por la existencia al pie de los edificios en una
cáscara de tierra seca, negra como el hollín, tan ácida como el hedor de las
fundiciones de metal. Motitas de sorpresa en el ciego armatoste muerto de la calle.
Colores más que voces u olores. Marfil, alabastro, rosa, ultramarino, turquesa,
violeta, dorado, topacio, esmeralda, ciánico. La irisación dramática de las cosas. La
electrización en mitad de las chimeneas, verjas de hierro, vendedores, automóviles,
alcantarillas, hediondez. Un jardín de incesto en la Casa de Dios.
Incluso entonces se sentía diferente. No podría imaginarme creciendo y
rodeándome en este negocio de la vida en el que todos los miembros de mi familia
eran respetables fracasos. Todo, es decir, salvo el tío Anthony que estaba entre Prince
Charming y el viejo Nick, un jefe espiritual que rechazaba considerar la vida como
cualquier otro asunto. Para él la vida era amor y peligro. Para él ninguna vida se salva
cuando las espadas restallan o cuando veía el movimiento plateado de un muslo en la
oscuridad. ¡Por dios, Papiols, es ahí cuando el vino sabe bien! Pero todo esto es
inventado. Nunca vi al Tío Anthony. Quizá nunca existió si no en mi imaginación.
Pero no importa. Con él el aire estaba vivo. Creció como un tumor en las piedras. Su
veneno eran flores y luz del sol y diversión.
A veces me sentaba solo en la bodega al término del jardín de atrás
preguntándome qué haría cuando dejase la escuela. Encendía una vela y veía los
puntos gemelos de la llama amarilla como si se balancease como una lengua de
serpiente. Haciendo viva la pared. La bodega estaba cubierta de silencio, un silencio
sacrificial tal que podría no experimentar en ningún otro sitio, nacido del ladrillo en
descomposición, un silencio que vivía en la oscuridad, en la fabulosa textura naranja
de las paredes. Para mi horror descubrí que no estaba interesado en hacer nada. No
quería ser un granjero o un ingeniero o un abogado o un doctor. A veces lo pretendí.
Pero incluso entonces no tenía ambición a menos que fuese para ser primer ministro o
Dios Todopoderoso o algo de ese calibre. Y porque sabía que cualquier cosa así
simplemente describiría los límites de mi servidumbre. Más tarde, cuando llegué a
entender lo que significaba ser primer ministro, decidí que aquella carrera
probablemente fuese menos apta para mi naturaleza que cualquier otra. Siempre
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nervioso ante las bobas opiniones de los más bajos denominadores comunes
representados por sindicatos, parlamentos e instituciones así. Solo la autocracia de
Dios se recuerda inmaculada por el restrictivo contagio de la masa. Lamentablemente
esta ambición no me proveyó con una respuesta a las amables preguntas de mis
parientes. A la pregunta: ¿Qué quieres ser cuando crezcas?, difícilmente podía haber
contestado, ah, pues voy a ser Dios; no lo habrían entendido…
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extendía por los palos de luz solar más allá de las paredes de la bodega.
No estaba solo en el mundo. Nicolás miró el crucifijo. El Cristo de latón era mate,
verdoso por las esquinas. Pensar en Judith. No poder imaginar su rostro. Me digo a
mí mismo: tenía ojos verdes. Era muy hermosa. Pero son abstracciones. Nada que
hacer con las mujeres de verdad con las que me he casado. Esta mujer no es ni un
recuerdo. Casi puedo ver el puente colgante. Puedo recordarlo.
Con Judith es distinto. Poseo un conjunto de palabras que tal vez le aplicase en el
pasado cuando estaba ahí al otro lado de la habitación o durmiendo a mi lado con la
carne del cuello desprotegida. Repito ahora estas palabras. Pero ya no tienen sentido.
Generalizaciones vacías. Signos significando nada. Las podría aplicar a esta mujer o
a aquello otro o a la fotografía de una actriz en el periódico. Si yo digo: el mar es
verde, igualmente carece de sentido. Nunca puedo traer hacia mí la negra sacudida
del mar auténtico. Recuerdo todo el rato en una especie de delirio adjectival.
El tío Anthony se convirtió para mí en el símbolo de la aventura. Comparado con él,
mis otros tíos no eran más que los respetables trajes sobre los que caminaban.
Prosaicos indeseables con una torpe memoria. A ellos los recuerdo venir a casa y
tomar asiento en un sillón con las piernas cruzadas y calcetines con motivos de
relojes. Sí, tomarían otra taza de té. Media taza porque el tiempo vuela y tengo que
irme: ¿oíste eso de la señora Derwentwater? Un catarro, sabes. ¿Qué es eso? ¿Qué
dijiste? ¿Qué le pasa a su sarro?, puaj. ¡Ah, catarro! Menos comprometido. Sí, tomaré
otra cucharada. La van a operar. Quitar su nariz. Cortarla. Mucho más higiénico.
Bueno tengo que irme, tengo que irme, tengo que irme…
Los años pasaron mientras las hojas y la lluvia cayeron. Y algo más. Más
significativo. Las escalas de protección de mí mismo. Un descarte involuntario de
mis capas de certidumbre y risas. Sentía que gradualmente me desnudaba. Incluso en
la bodega. Expuesto. La lluvia corría por las alcantarillas de mi mente con un pecio
de símbolos muertos…
…Quizá cuando tengas mi edad, el párroco estaba diciendo, te darás cuenta de que
sólo Dios puede estar en ti. Puedes estar con los hombres pero ellos nunca estarán en
ti. Igual con las mujeres. Para los hombres y las mujeres tú siempre serás otro. Eso es
por lo que puedes estar muy solo con la persona a la que más amas. Un deseo
desesperado de ser absorbido. Imposible. Esa es la raíz de la herejía.
Nicolás se giró para verle. Un pelo gris en pequeños rizos ceñidos en las sienes.
Miraba el crucifijo.
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La Belle Dame Sans Merci, dijo Nicolás. Pero ahí está. Ahí está la separación. Y así
el deseo de darle fin. No lo erradicarás por llamarlo herejía. Simplemente transfieres
el deseo a un Dios que has inventado. Puedes elidir con Él, quizá tener la ilusión de
no estar solo, pues Él no existe. Ya está en ti, creado por ti. Así que la elisión no es
difícil. No obstante. No tiene que ver con la existencia. No conozco a tu Dios. Y no
me interesa crear uno para mí. Si no puedo elidir con una mujer con un vientre y ojos
y sangre, una que ría y huela como una mujer, con pies y manos y pelo como una
mujer, entonces no me sentiré aliviado en una fusión imaginada con un símbolo. En
su lugar seré libre y solo y consciente de mi soledad.
No es que no hayas entendido, dijo el padre Doherty. Has elegido el mal. Como
Tristán, has elegido destruirte.
Empecé a caminar. Quizá fue la primera vez que sentí que tenía que caminar. Un
alivio momentáneo. Tener la sensación de estar haciendo algo. No es cuestión de
indiferencia. No al menos al principio. Tienes que moverte. Tienes que actuar. Y
luego caminar…
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hora todas las noches. Me vi abriendo la puerta y entrando. Tan bueno un sitio como
otro. Me senté en una mesa cerca de la puerta. De algún modo parecía más seguro así.
Aunque de qué recuerdo o fantasma le preocupaba no tener ni idea. Algo en la
atmósfera. Una familiaridad que en el tiempo se había vuelto desconocida. Volví
irreconocible al sitio que compartió tu derrota. Los payasos descoloridos en las
paredes te miraban. Subrisio saltat.
El café frío e insípido. La taza rota, goteando sobre un platillo amarillo. Casi pensó
que el tiempo se detenía del todo. La lluvia caía en la puerta con el hombre ahí
enmarcado y vacilante. Alto. El traje azul mojado y ancho en los tobillos. Un rostro
blanco mondaba la corteza de un limón. A toda prisa cerró la puerta. Se detuvo, se
sentó inmediatamente frente a mí. Sonrió como si se disculpase y entonces volvió a
sus propios pensamientos.
Cuatro dedos a cada lado del periódico en la contraportada de la cual letras negras
seguían a un inflexible desfile de días y voces con furia. Pegado con miedo al
trapecio en Arlington[3] yo pivotaba por los jardines traseros en los que mi hermano
Alfie, con la nariz irrigando sangre, esquivaba a cuatro andrajosos pihuelos que lo
maldecían y golpeaban: «¡Acabaré con vosotros!», gritó, dándole con una gruesa
alpargata en el trasero de uno. ¡Alfie! ¡Alfie! Mi madre gritó desde la ventana de la
cocina. ¡Dejadlo, pequeños vándalos! Luego se sentó a la mesa desafiante y pelirrojo
soltando palabrotas contra aquellos intrusos. Mi hermano Jake puso una gran medalla
de duque, con una cinta azul, sobre el primer plato, y se llevó una galleta de crema a
la boca. Pocos momentos después un perro ceñudo entró y se sentó en el lugar de mi
padre, donde, en el tenedor de plata de mi padre, devoró tres chuletas y con una
mirada negra alrededor salió de nuevo para emborracharse[4]. Cuando la sombra
había pasado, el silencio se rompió por el fuerte masticar de Jake y el tintineo de su
medalla contra la taza. Estaba ahí sentado con una mueca veinte años más vieja para
él, su pequeño dedo se enganchó a la cinta de la medalla que se balanceaba adelante y
atrás contra la taza. Me gustaba verle rompiéndose los dientes, dijo educadamente,
levantar su oreja para que oyese el portazo de la puerta de delante.
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oscura tierra de nadie habitada solo por la voz de una civilización que muere, el casco
roto de un navío hundiéndose en un mar amarillo.
El padre Doherty se puso de pie. Dándole la espalda al fuego, sus manos entrelazadas
tras su espalda. ¿Cree, señor Kradnor, que es el único capaz de elegir? Nicolás, en la
ventana, apenas escuchaba. Sacudía su cabeza malamente: El único no. Otros
también, tal vez. Y admitiendo que sea único en cuanto al poder de decisión, dijo el
párroco, ¿no tiene el deber de elegir lo que es correcto? Nicolás giró la cabeza hacia
él. Para eso tendría que saber lo que está bien, dijo él. Y eso es imposible. Incluso si
el bien y el mal existen, sería imposible saber lo que es cada cosa. No puedo vivir
históricamente existiendo como lo hago para un futuro que será ciertamente absurdo.
¿Lloverá mañana? ¿Y el día siguiente? Y si dices que lo correcto es algo que cada
hombre sabe por sí mismo, entonces yo lo niego. La palabra «correcto» no se incluye
en mi vocabulario. No siento nada. Quizás esté enfermo. Pero me siento
comprometido. Siento culpa. No importa lo que haya elegido, debo sentir culpa. Solo
porque existo, porque soy distinto y porque algún día tendré que pisotear un gato
porque no miraba al cruzar la calle para dar seis peniques a un artista callejero.
Entiende, padre; me encuentro ante el futuro como un niño que está mortalmente
preocupado de ser otra vez remitido a una habitación en donde todo es frágil. Pero
seguramente, dijo el padre Doherty, hay cosas de las que no somos responsables.
Nicolás dijo, por lo común uno actúa antes de tener tiempo de hacer ningún cálculo
metafísico. De otro modo nunca nadie se decidiría a hacer nada. El diagnóstico viene
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después.
Nicolás apartó la vista de nuevo a la ventana. De vuelta hacía sí mismo y los años que
se inclinaban sobre las calles…
Sobre el viejo ritmo. Casi un trabajo rutinario ya. Caminar y pasear. Beber y fornicar
entre medias. Y aún incapaz de percibir lo que iba a decirse y el tiempo gorgoteando
un hedor como de aguas residuales. ¡Pega ahí tu nariz, desgraciado, mientras cae al
vientre del cosmos! Una veta extremadamente larga de espagueti de ayer. Una
menstruación espiritual. Exclusivamente de tu propia manufactura, ¡vago! Una
cuestión de encuentros breves, de sinuosos enlaces en cuartos interiores de la ciudad,
de leer y comer y beber y escribir y compresas. El hierro sobre el yunque. Arena
arrojada por la corteza de un camino desnudo. Una cuestión de colores y de voces, de
melodías medio recordadas; ¿cuándo hará el gruñido de la ciudad que mi garganta se
pronuncie?
La lluvia se arrastraba lentamente por los tejados de las casas. Una lenta hemorragia
en las ventanas del café, cayendo por las paredes a las oscuras aceras a la alcantarilla.
Estoy sentado en Renucci’s haciendo un café último contra el tiempo. Un inglés con
leche fangosa. Pero café, a fin de cuentas. Me siento débil. Realmente no hay nada
por lo que sentirse elevado. La lluvia en la noche, los bolsillos vacíos, el lento tumor
de la soledad supurando a mi alrededor. Renucci puso su gran mano en sus ojos. No
dijo nada. Si me entendió o no, no sabría decirlo. Quizá sí. Renucci era bufón de
nadie.
Por la tarde mi madre se preparaba para la iglesia. Tras ella silenciosas calles el día
del Sabat. A las 6:30 p.m. las campanas sonaban de nuevo en la ciudad. Monotonía. Y
hombres oficinistas cubiertos de negro, mujeres con sombreros con forma de olla con
macarrones negros o gatitos en ellos, paraguas con mangos de ébano como signo de
respetabilidad gotearán por las calles al lado de zapatos de cuero rematados en punta.
Fuera de la iglesia el señor Oglevy sacará pesadamente su reloj de bolsillo de oro
macizo de su gruesa tripa, y cortésmente dirá a la señora Oglevy, a la señorita
Oglevy, al maestro Oglevy, al joven señor Smith y a Edith Gowdie (soltera) que es
hora de entrar. Introierimus altare dei.
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elegantemente afeitados se evaporarán en la lenta noche. Sandy Forbes se apartará de
su grupo: introierit ad altare Phyllis. Una gran fulana pelirroja. Piel de mármol gris
claro. Hombres sin Dios.
A medianoche una ciudad se remueve en su sueño. Farfollas caídas. Ojos que miran.
Ramas sueltas. El renacimiento. La ciudad ha desechado la húmeda enfermedad
amarilla del ayer. Las farolas brillan más. Menos castas. Silban en escarnio. En la
estación central los repartidores de periódico están desatando fardos de crujientes
periódicos blancos recién impresos. Los sin techo, los inquietos, los insomnes beben
café en la caravana de St Vincent Street. Y leen las noticias de mañana. Ansiosas
mujeres mayores se tambalean dentro y fuera de las sombras. Los taxis esperan. Las
luces de la mañana rompen en la calle, oscura, de incógnito. Los sin techo, los
inquietos, los insomnes se preparan para otro día.
Podría empezar con el hombre de las orejas de perro. El que con pantalones brillantes
intentó vender un seguro. Nada como estar seguramente asegurado, solía decir. Si un
hombre no puede tener un entierro digno…
Te diré señor Nicolás, dijo el hombre con orejas de perro, que ha de ser una gran
comodidad tener las cosas pulcramente atadas. Ha de ser así. Y ya está manoseando
su maletín con una mirada esperanzada en sus ojos. La clase de mirada que un tipo
tiene que tener cuando ve al juez ponerse la gorra negra. Son sus habichuelas, a fin de
cuentas. Y aunque muestro signos de agotamiento tras estos años no creo que parezca
que vaya a acurrucarme y a estirar la pata justo después de que se haya ido. Este,
puedo verle pensar, estará bien durante al menos diez años. Y quizá lleve razón. A
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menos que sea mordido por un perro loco o algo.
Y solo te costará seis peniques por semana, dice. Prolongar la agonía. Él sabe. Yo
sé. Él sabe que yo sé. Solo estamos teniendo una conversación cordial en una
agradable mañana de primavera. Ahora está siendo guiado hacia el verdugo. Pero él
sigue empeñado en hablar porque uno nunca sabe. Por qué, podría alzar la vista
vivamente y decir: Es verdad, señor Dodgear. Tú eres el hombre que yo he estado
buscando. He puesto todo mi corazón en un funeral realmente bueno. Y tú eres el
hombre que estoy buscando. Y si Dios fuese realmente bueno pagaría un mes de
adelanto. Podría, digo. Si tuviera algún ingreso privado de seis peniques por semana.
Pero eso sí que no. Y él sabe que no lo tengo. Así que él sigue mirando sin esperanza
pero habla al mismo tiempo. Y para estar seguro tiene que hablar. Él habla nueve
horas al día seis días a la semana. Y las mañanas de domingo, por si acaso. Sí, dije,
muy razonable, muy razonable sí. Pero…
Agudo cual comadreja como es él, me ha pillado. Veo que eres un hombre
inteligente, señor Nicolás. Por qué, dice él, por este precio cualquiera puede
asegurarse un funeral decente. Y no tener que cargar a los seres queridos que dejas
detrás. Me mira a punto de hacer que tu corazón sangre. Claro, claro, digo. Muere
feliz. Sin cargo de conciencia. Sin bolsa o huesos alrededor que oler. Y todo por seis
peniques a la semana. Es una maravilla que tu empresa obtenga beneficios así. Es un
hecho, Señor Nicolás, dice mirándome sospechoso como desde detrás de la gota al
final de su nariz. De hecho, yo sigo levantando mis ojos ligeramente en señal de
reverencia, estoy encantado de escuchar que una gran empresa como la tuya piense
tanto en los seres queridos que dejo atrás. Es ciertamente generoso de su parte. ¿No
es esto la evidencia de que la muerte de nuestro Salvador no fue en vano? Nariz
goteante ha empezado a oler una rata. Desde la esquina de sus ojos contempla el
bolsillo de mi camiseta. El de la mancha de sopa. Lentamente el ojo se acerca, un
párpado sin vello como la corteza de un melón y un pequeño ojo curvo inyectado en
sangre. Un signo de interrogación. Por supuesto, dice, es una propuesta de negocio.
Un trato justo por ambas partes. El hombre de las orejas de perro está incómodo. Pero
qué riesgo, digo. ¿Has pensado en el riesgo? Cabecea su bóveda con sabiduría. Por
qué, digo, ¿y si todos sus clientes se mueren mañana? Una plaga bubónica, pongamos
por caso. ¿Ha pensado en el disgusto y sufrimiento que ello causaría a los
accionistas? Y todo porque se propusieron aliviar los disgustos de los demás. ¡Tiene
que ser muy feliz al trabajar para hombres tan generosos! El señor de las orejas de
perro mira como si pensase que tiene su propia opinión sobre los accionistas. Pero no
dice no. Piensa que estoy loco. Pero no lo dice. En su lugar dice furtivamente: ¿Le
interesaría, señor Nicolás? Oh, no, no para mí. No podría dejar que completos
extraños corriesen tal riesgo por mi culpa. Tengo cáncer. Y en cualquier caso, un buen
ataúd de roble con una chapa de latón sería excesivo para mí. Demasiado grandioso.
Me haría sentir muy pequeño. Está a punto de decir algo muy rudo pero se anima un
poco cuando le digo: ¿Pero por qué no viene a tomar algo conmigo, señor Dodgear?
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Estoy seguro de que podría. Bueno, señor Nicolás, dice, es un muy amable. Me
enorgullece ir con usted. Y a usted le enorgullecerá, señor Dodgear… esto es, sería
tan bueno para devolver mi amabilidad y dejarme cinco chelines hasta el término de
la semana. Espero que mi cheque llegue mañana. Hay retraso en correos, ya sabe.
Tuve que haber dicho algo para escandalizarlo. Me está mirando con gran
indignación. Simpatizo con él. Seguramente hay algo malo en que un holgazán como
yo exista en el mismo mundo en que lo hacen esos generosos accionistas. Nada sino
un infierno desagradecido. Antisocial. Un chulo, un parásito, un lisiado. Con una voz
suave dice que acaba de recordar un importante compromiso y desaparece de la
puerta como un bolo volcado. El señor Dodgear, a su manera, era un poco moralista.
Y además, su madre le dijo que nunca prestase dinero…
Podría empezar con el de las orejas de perro, o con los dientes falsos de mi padre para
el caso. Tengo todo el tiempo del mundo, y un juego de dientes falsos tableteando en
algún lugar de Capricornio pueden resultar muy prácticos en un momento aburrido.
Interludio humorístico, lo llaman los críticos, y estarán de acuerdo con que
Shakespeare fue el primero. Ya sabes: «A mi mujer, mi segunda mejor cama…»,
como Antonio cuando se instaló con Cleopatra.
Pero es una cuestión de tono. Y de volumen también. No quiero empezar a matar
el rato con las flautas cuando lo que debo hacer es abrir como Wagner, con un
estrépito de trompetas. Pero es peligroso. Porque en un trabajo de tal magnitud yo soy
el responsable de mover los pies del camarero antes de que me haya salido del pelo
de la alfombra. Así que hazlo poco a poco, vago. Primero muestra unas pocas costras.
Y luego, cuando estén empezando a mostrar interés, lanza los fuegos y llama a una
ambulancia. Este es el consejo que me doy a mí mismo y del cual nunca me
beneficiaré porque yo nunca acepto consejos…
El cielo es amarillo con la peste porcina. El sol más pálido que un disco de cristal. Un
joven cuyo nombre es Nicolás y que lee demasiado se mira los zapatos. Bajo Central
Station Bridge donde la lilas ya no crecen y las flores tienen desnudas las piernas en
forma de pera y lucen carmín.
En un vaso de pálida cerveza tiene la visión de una mesa y una máquina de escribir
sin utilizar durante mucho tiempo. La alquimia de Brewer. El futuro como una cola
superflua se expone cuando te quitas los calzones. Echas a perder su gracia. Más
tarde, cuando ha logrado escapar, la luz límpida aún sobre las frías calles silenciosas,
empieza a pensar en su madre que murió de disentería por una lata de sardinas[5]…
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Una vez al año, tal vez, una pequeña mujer en un vapor de ruedas nos dice que no nos
inclinemos tanto sobre la barandilla…
Frío en el norte, apto para el tétano. El filósofo Keyserling, que sabe un poco de los
ciclos de la vida de las razas trasplantadas, podría recomendar sin duda una especie
de Linimento de Sloan espiritual —utilizado por mi padre en su consabida carne—
para mantener el frío. Intentando a toda costa conseguir un escocés italianizado como
yo. La tóxica frigidez se filtra en la sangre y en el alma contrayendo a esta última al
duro abalorio negro del calvinismo. Hielo. Solidez. Congelando dientes y garganta.
Un endurecimiento de las arterias en las aristas de un rostro que siempre fue severo.
Cuerda para los labios. El granito de Albión. No dejes que te convenzan de ningún
modo. El ladrido de mi padre provee un efecto de percusión útil en la deprimente
sinfonía del norte.
Seis en punto. Pocos sitios abiertos para desayunar a esa hora. Sitios de trabajadores.
Trabajadores tristes y sucios. Cetrinos rostros porosos. Hombres sin mujeres. O cuyas
mujeres no hacen el desayuno. Nervios permanentemente forzados. Dedos de gancho.
Comen gachas y salchichas. Beben té. Marrón como lustre de botas. Frío por la
mañana. Igual que ayer. Sus ojos sin esperanza. Inexpresivos. Ella sacó los peniques
dentro de una gran mano roja. El primer cliente. La atmósfera me recuerda el tiempo
en que trabajaba en Oban. Pobre. Un trabajo en un hotel…
Dejó el barco a las cuatro de la tarde. La bruma amarilla de la Costa Este. A lo largo
de una gastada tira de cemento de escarcha y negros postes telegráficos. Postes
enjaulados, hundidos en la amarilla masa congelada del día. Navidad. El permiso para
bajar a tierra.
Los otros se han marchado más temprano. Con sus pintas y sus mujeres. Él, de un
humor sentimental, con una melancolía detrás de los ojos, se quedó a bordo. Atrás,
pensando en explorar la navidad con un poco de ron y un libro de poesía. Pero las
palabras estaban muertas y eran planas. Apagadas como bombillas gastadas. Las
palabras eran tan poco infecciosas como las lenguas de niebla amarilla que movían un
camposanto en la superestructura del barco.
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Tras la comida de navidad, aquellos de servicio colgaron sus hamacas en el
sollado. Se sentó solo en la mesa cerca del mamparo. Con un poco de ron y un libro
de poesía delante.
Una navidad amarilla. ¡Una feliz navidad muy amarilla!
A eso de las dos fue a cubierta. Se apoyó en la barandilla. Vio la tierra
desparramada en la niebla como una crêpe desigual. Y a lo lejos el mar rompiendo
blanco contra el muro de la orilla. El sonido que se aferraba al barco e incluso al
ancla —incluso cuando el muelle estaba vacío—, la dinamo, el corazón de un cuerpo
dormido. El sonido de una linfa eléctrica sobre el metal del barco. Una gaviota de vez
en cuando. A veces dos o tres. Una colección de desdentadas hechiceras cacareando
una anécdota que, siempre sin importancia, hacía mucho desde que dejó de divertir.
En algún lugar tras el armazón de tierra, una ciudad de pescadores. Medio
industrializada, creciendo hacía el interior del campo llano. Navidad en el campo
llano. Detrás de las deslumbradas ventanas, solo con la fina fragmentación de luz y
sonido golpeando la desolación de la calle. Nunca se había sentido más solo. Ni
siquiera podía recordar haberse sentido más solo…
No había nada que pudiera hacer hasta las cuatro de la tarde. Y desembarcaría y
trataría de perderse en la ciudad. ¡Cómo odiaba el barco! Las restricciones, el metal
en todos lados, la pintura, las guindalezas, las cadenas, las chapas tachonadas en
cubierta, la pesadilla del hierro y el acero que arrastraba su mente hacia los límites
alrededor de él. Y el aire frío a lo largo del barco obligando a su mente a tomar una
intensa conciencia de su soledad. Desembarcaría a las cuatro. Hasta entonces, dos
horas, dos pesadas horas de navidad, hasta cuatrocientos cincuenta metros desde las
voces en la calle. Con un libro de poesía, una intuición del propio dolor de uno.
¡Cristo! ¡Escaparse de aquellas falsas sombras arrastrándose y entrar en el sol!
¡Escapar de las palabras que le seguían como las huellas en su mente! ¡Escapar y
entrar en la risa de una calle abierta! Escapar del pensamiento y los ideales y las
palabras. Hundió el libro en el agua. Vio las páginas aflojarse y doblarse
humedecidas, medio hundidas, donde las hamacas de los hombres durmientes.
—Cristo, dijo, vaya puñetero calor —miró a Nicolás—. ¿No metes la cabeza ahí
abajo?
Nicolás cabeceó.
—Yo tampoco, —dijo otro—. ¿Desembarcas luego?
—Sí. A las cuatro. Ojalá fuesen las cuatro.
—Voy a poner una parrilla —dijo el cocinero, saliendo otra vez—. Venid a la
galera si queréis algo.
La pasada navidad estaba en Porstmouth. Cuatro de nosotros caminábamos a
Southern. Una cantina. Y un baile. Chicas de oficina fundamentalmente, y unas pocas
mujeres soldado. El último baile llegó rápido. Sacamos a las chicas de casa. Les
dimos un beso de buenas noches. No podíamos culparlas. No había ningún sitio al
que pudiésemos llevarlas. Y era una fría noche de diciembre. Hablamos largo tiempo
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antes de irnos a dormir. Sobre todo de mujeres. Porque no teníamos ninguna…
Hacía frío en el bote de servicio. Se alejó lentamente del lado del barco por el
agua llana. Se apoyó en el antepecho y se abotonó el abrigo hasta el cuello.
Entró a la ciudad como a las cinco menos cuarto. Buscó un hotel y en el vestíbulo
se sentó a beber whisky y soda. Tenía una pequeña mesa redonda para él. La única
persona sentada sola. ¿Quién más podía estar solo en navidad? El resto de la gente
del lugar se encontraba reunida en pequeñas fiestas. Todo era jovialidad y risas y
amistad mutua. Una chica en una de las mesas captó su vista por un momento,
sonrió… él sonrió, casi ruborizándose por estar solo… y entonces volvió a la
conversación de su mesa. A los cinco minutos se fue. Preocupado porque le volviese
a ver otra vez. No quería provocar compasión.
Encontró una cantina. Dentro estaba decorada con serpentinas y espumillón.
Había acebo y muérdago, y en largas mesas de refectorio había esparcidas tartas y
panecillos navideños. Algunas de las mujeres mayores de la ciudad estaban de
celebración, sonriendo a todo el mundo, vertiendo té en enormes teteras marrones,
todos muy ocupados y felices por estar haciendo algo por los chicos y las chicas que
estaban de permiso. Algunos bailaban en un pequeño espacio clareado con un
gramófono. Se sentó a mirar. Una de las chicas le recordó a una chica de su colegio,
una chica mayor que él. Margaret Meade. Había bailado con él. Su cabeza a la altura
de su pecho. Recordó cómo la parte más baja de su cuerpo se movía pesadamente
contra él espoleando sus pasos. Recordó la fascinación de su lenta y madura
resistencia silenciosa y se maravilló con el poder de sus extremidades. Las
extremidades atléticas de una chica cuatro años mayor que él. Entonces estaba
aprendiendo a bailar. Apartó su atención de los bailarines y miró al resto de la gente
de la habitación. Sobre todo parejas. Demasiados hombres.
Todo el colegio la miraba cuando entró con limpios movimientos ágiles, un pequeño
perro negro en sus tobillos. Yo la miraba todo el rato. Desde el momento en que puso
un pie en el césped hasta que desapareció detrás de los árboles. E incluso después.
Después de que se hubiese ido. Porque todavía la veo. Podía verla sobre la alegría del
césped que cobraba vida en su presencia y como hierba que seguía viva tras ser
regada en verano. Como yo mismo, el césped vivía para ella como si no existiera
ninguna de las otras chicas desde ese preciso día. Era su criatura como siempre lo he
sido.
Cuando luego pensó en ello se preguntó si las cosas estaban del revés. «¿Sabes a
qué me refiero?», escribió en su diario. Radiaba vida. Emanaba de sus poros… un
centelleo de sonido, animal, vegetal, mineral. Violines en su carne. Quizás ella sea un
instrumento. El adorable instrumento de la tierra. El símbolo adorable. El símbolo de
la fertilidad de la tierra…
Se apartó del césped cuando su imaginación ya no pudo sostener la atmósfera,
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cuando la bancarrota del césped y los árboles y las distancias de la vida de su cuerpo
se impusieron sobre su mente. Se apartó porque no podía aguantar la relación con
ella. Verde y dorado, el grácil ritmo de ella. O algo más bobo le interrumpió.
Siguiendo sus ojos hacia el césped vacío, viendo la nada, pensando en un partido de
tenis de mesa. Y no pudo explicárselo a nadie. No pudo explicar, es decir, sin
presentarse con un montón de paralelismos abortados que a fin de cuentas no le
parecían ser paralelismos sino algo simplemente por debajo. Infinitamente. Ni
siquiera una diferencia de nivel a fin de cuentas. No puedes amar en un sombrero
bombín. Se volvió un poeta.
Y luego cinco años en los que él la evitó. Fue fácil evitarla porque ella no le
buscó. Y, en cualquier caso, volvía a la ciudad solo en sus salidas de la marina. Pero
incluso en la marina le escribió largas cartas que nunca envió. Pero se las mostró a
Ginger Bacon, porque Ginger, en lugar de su achaparrado y enano exterior, tenía
alma. Una grande. Tan grande como un girasol. Y él jugaba al billar y bebía cerveza y
podía cuidar de sí mismo. Era una persona. Y lo que tal vez sea más importante,
Ginger le dio esperanza. Si yo fuese una chica, dijo Ginger, no podría resistirme a esa
carta. Si tiene algo de imaginación, responderá. Si no, entonces es hora de que te
informes. Créeme, Nick, si ella es como lo que tú dices que es, responderá. Sonrió.
¡Besará tus pies! Nicolás sonrió. Estrechó su mano. No aún, dijo él. No la enviaré
aún. No es bueno intentar hacer las cosas deprisa. Fallé la primera vez. Quiero estar
muy seguro antes de intentarlo otra vez. No lo intentaré hasta estar seguro. ¿Y si ella
se casa entre tanto?, dijo Ginger. No quieras ser un puñetero Hamlet toda tu vida. ¡Me
importa un bledo si se casa! ¡Es mía! No me importa un bledo si se casa y tiene
cuatro niños. La separaré de él. Huiremos juntos a la luna. Tan seguro como que
tendré que escribir un gran poema algún día, la tendré. Dedicaré a ello mi vida, cada
minuto. ¿Has leído a Stendhal? Conspiraré como Julien. Solo lo haré para hacer que
me ame. ¿Entiendes, Ginger? No tengo otra cosa por la que vivir. Nada más que me
importe. Ginger se rio. Lo harás, Nick. Sé que lo harás. No tienes que intentar
convencerme. Estaba convencido antes de que dijeses nada.
Había ido al viejo museo a ver una exposición con dos amigos. Epstein, Rodin,
Daumier, Matisse, Picasso, Cézanne, Degas, Manet, Gauguin, Velázquez, Rembrand,
Seurat, primitivos italianos, jarrones de Sung y Han, vieja plata inglesa y porcelana
china. El obsequio de algún que otro patrón a su ciudad natal. Finalmente se
decidieron por el salón de té. Había quince originales de Degas. Estaban eufóricos. Él
estaba aplastando su cigarrillo en el platillo para levantarse y unirse a los amigos que
recientemente se habían levantado cuando la vio sentada sola en otra mesa.
Ella lo había visto a él primero. Le estaba sonriendo. Él vaciló.
Estaba sola. Le estaba sonriendo. Quizás esperaba a alguien. Ella seguía
sonriendo. Él estaba yendo hacia ella. Ella le había hablado. Él escuchó su voz
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diciendo «hola», suave, sorprendida, encantada.
—Hola, Betty, —dijo él.
Estaban mirándose mutuamente. Alguien habló en la mesa anexa. Sus amigos
estaban esperándole. Vacilando a la entrada. Salieron del museo. Entreteniéndose.
Alguien que llevaba un té lo empujó para poder pasar. Ella seguía siendo la misma.
Más adorable que nunca. Aún sonriente.
Y de pronto ambos se estaban riendo. Fue él quien habló primero.
—No te he visto en mucho tiempo, —dijo él.
—Cinco años. —Sus ojos grandes, grises, amigables.
—¿Estás sola?
—Perdone, —le dijo una voz—, pero le importaría sentarse. Está interrumpiendo
nuestra mesa. —El hombre de la mesa siguiente estaba gordo, calvo y rojo.
—Perdón, —dijo él distraídamente.
—Siéntate y toma un té, —dijo Betty.
—Espera un minuto, —dijo él—. Voy con dos amigos. Se lo diré.
Volvió solo.
En los últimos dos años había pensado menos en ella (tuvo un capricho pasajero
con otra chica… Mollie en un salón de té de Canterbury, en la noche que ella se peinó
su pelo mojado frente a un fuego parpadeante). De algún modo, ella había pasado de
la realidad al mito, su imagen era confusa con un persistente e informe trasfondo de
certidumbre, fertilidad, felicidad dentro de él, con la certidumbre animal de que nada
había más allá de él. Su imagen se hundía en las profundidades de él, como las
imágenes vagas y ubicuas de la primavera, de la cosecha, del cumplimiento. Como la
vaga magnificencia del limonero:
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superioridad intelectual. Su voz era suave y controlada como el vuelo de un artista en
el trapecio.
Ella advirtió el cambio. Creyó que él era su igual, que ya no era el chico del cual
había compadecido su devoción. Aunque creía que él aún la amaba, ella notó que él
nunca lo admitiría. Lo sabía.
No, al menos, hasta que ella misma hubiese capitulado. Él era impenetrable.
Como un joven dios brillante que está seguro de su omnipotencia porque es
omnipotente. Nunca renunciaría al control de sí mismo, nunca se comprometería, y la
dejaría con la misma certidumbre calma, con la misma voluta apenas divertida de sus
labios, a menos que ella se rindiese primero. Ella supo esto y se volvió incierta ante sí
misma. Lo sabía. Sabía que él se sentía atraído. Pero la mayoría de los hombres se
sentía así. Y él era el único hombre que ella había conocido del que sabía que la
dejaría sin comprometerse. Con la misma certidumbre suavemente persuasiva con la
que él hablaba ahora. Si ella deseaba que él confesase, entonces ella tendría que
confesar primero que ella misma se preguntaba si ya había decidido hacerlo tan
tácitamente, pero más allá de la duda. Entre un hombre y una mujer no puede haber
dos deidades. Alguien tiene que rendirse. Para otros hombres ella siempre había sido
una diosa. Este joven estaba proclamando con calma su superioridad, invitándola al
culto. Ella que era Diana. Que se movía con la gracia de un planeta en la estratosfera
de las almas de los hombres. Por ahora, en cualquier caso, él la aceptaría solo como
una mujer. Si a ella le gustase, ella podría sacrificarse por él. Si no, él pretendería
estar interesado en la polilla de la ventana, o el platillo donde la ceniza de su cigarro
se acumulaba. Él defendería su soledad. Se sumergiría sólo donde él estaba seguro de
golpear. Y ella todavía sabía por el tono de su voz que él la amaba. Ella podía sentir
la inmensa espera gravitacional bajo el significado formal de sus palabras. Cuando él
dijo «prefiero Mozart a Beethoven», también estaba diciendo «tendrías que tener una
relación conmigo por voluntad propia». Cuando él dijo: «¿Has visto Rosas de Juan
Gris?»… cuando él describía su color y su textura de manera que ella sabía que Gris
tenía que ser un gran artista, él estaba diciendo con mayor urgencia: «Podemos vivir
juntos solo si tú aceptas». Y la suavidad de su voz sugería color, sonido, luz, amor y
otros cien filamentos del ser, una vasta infinitud sin explorar hacia la cual ella estaba
acercándose inexorablemente como la seda de un diente de león al viento.
Él la miró a ella, los ojos, las manos, el pelo, los labios… hablando al mismo
tiempo de poesía, pintura, música, ballet, anarquismo, aristocracia. Se dio cuenta de
que ningún nombre de conocidos comunes fue mencionado, como normalmente
ocurre cuando dos personas se encuentran tras un largo intervalo como intentando
establecer un motivo conversacional. Al contrario, Betty habló solo de él y ella
misma como si todo lo demás fuese irrelevante. Y todo lo demás era irrelevante. El
arte en cualquier forma era irrelevante excepto en el instante en que facilitase un útil
y efectivo medio para la secreta transmisión de significados más personales. Como un
secreto lenguaje personal. Él sabía lo que estaba haciendo, lo que ambos estaban
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haciendo. La ambigüedad de la conversación les permitió establecer un contacto casi
físico sin arriesgar abiertamente su soledad. Le permitió consagrarse a sí mismo,
confesar su amor por ella, levantando el peso que ello implicaba sin de hecho hacerlo
del todo, de manera que aquello de lo que ella pudiera sospechar, incluso saber,
dudase, preguntase, quizá temiese.
Había una chica en la escuela. Una chica que se llamaba Sylvia. Por la noche,
inmediatamente después de que el maestro hiciese sus rondas para comprobar que las
luces estaban apagadas, él concentraba su mente en ella. En la seguridad de su cama.
Donde nadie pudiera ver sus pensamientos. A veces él la desnudaba. A veces ella
venía a él desnuda. Pero el cinematógrafo se rompió con una risa fuerte al otro lado
del dormitorio. Y de día, odiándola por ser la asesina nocturna de los valores que la
luz del día y los romances populares le inspiraban, difícilmente la miraba, y entonces,
a la vista de todos, demostraba lo poco que le importaba. Durante el día sus
pensamientos, aunque sin esperanza, eran para Elizabeth. Todo flores blancas y
naranjas. Pero nunca era a Elizabeth a quien sostenía en sus brazos en el secreto de su
cama.
Aparentemente pasó igual el año después de que dejase el colegio. Aunque él sabía
que existía, rechazaba reconocer aquella parte de él que anhelaba ser el esclavo de un
ama —el esclavo triunfante, por cierto—, el esclavo celoso que odia a una mujer que
solo le interesaba carnalmente. Durante el día reprimía la impulsiva y oscura fuerza
que luchaba para expulsar toda irrelevancia, que buscaba convencerle de que buscase
el auténtico misterio del sexo. Aparentemente se retractó. Se forzaba a sí mismo a
mirar caras. Y cuando miraba a la cara de Sylvia solo veía la testaruda obscenidad de
su deseo.
Quedó con ella de noche para que no los viesen juntos en la ciudad. Ella ya tenía
una reputación. En un espejo en la habitación donde él y su padre vivieron juntos
admiró una máscara de cinismo sofisticado. Moraba satisfecho en su arrojo, sobre el
corte de sus ropas. No vio el desdén que perduraba en el espejo después de que él se
hubiese ido.
Su máscara la estaba esperando en la esquina. Ella lo estuvo esperando pero no
dijo nada.
—¿Adónde iremos?
Ella se encogió de hombros. Mirando la actividad química de su rostro.
—Vayamos a tomar algo, pues —dijo él, esperando su respuesta.
—Hoy no me apetece beber —dijo ella con indiferencia. Presenció la
descomposición momentánea de la máscara.
Perdió el rumbo. Jaque mate. Huyó de la voz que venía hacia él; recreó el pasado.
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Póstrate a sus pies.
Ella notó su conflicto. Ella notó que su voluntad estaba contra ella. Su ser con ella
era un compromiso, una concesión culpable para el forajido que había en él. Y ella lo
despreció por ello. Ella se sintió como si le hubiese dado un tortazo.
—Qué haremos entonces —le dijo él a ella.
—Podemos ir a bailar, —dijo ella. Su voz era deliberada. Un sitio público. Ella
quería humillarlo.
—Si tú quieres —dijo él—. No hay mucho más.
Bailaron juntos. En su baile no había nada de esa moderación autoconsciente que
existía bajo la superficie de su conversación. Ningún conflicto se reflejaba en sus
movimientos. Él bailaba con una gracia primitiva. Y Sylvia era la mejor de las
bailarinas, ágil, lenta, inconsciente. Bailaron casi cada baile.
En el intervalo se sentaron a tomar café. Estaban más cerca de lo que lo estaban al
empezar. Hablaron del pasado como si no contuviese esqueleto. Él halló su propia
voz. Y cuando le hizo un cumplido con ella, ella la reconoció como propia y
moderada. Fue cuando él miró su reloj y vio lo tarde que se había hecho. Recordó su
máscara. Recordó por qué le había pedido quedar con él. Otra vez vio una catálisis
sutil en su rostro.
Ella le dejó que la llevase al parque, pero sus progresos eran precipitados y
patosos. Ella agarró su muñeca con firmeza. Él caminó a casa con ella con desánimo.
Él estaba asombrado porque no hubiese sido capaz de seducirla. Cuando él la besó
antes de que ella entrase a casa, ella dijo que él besaba perfectamente. Ella no añadió
«como un roedor apasionado». Y él no era consciente de la ironía de su voz.
Fue solo después cuando él lo entendió todo.
Él recibió sus papeles de llamamiento con sentimientos encontrados. No le
quedaban ilusiones sobre el tipo de vida para el que se había reservado. Le ofendían
las intromisiones. Pero al tiempo estaba contento de abandonar la ciudad tras el
fracaso. Dejó a Christie atrás. Christie no pasó su revisión médica. Se veían
mutuamente de manera ocasional, siempre que Nicolás estaba de permiso. Y cuando
él fue desmovilizado era por Christie que regresaba…
Nicolás la llevó por el túnel por las más obvias especies de racionalización. Él cogió
su mano y la llevó fuera de la pista de baile donde el resto de turistas bailaban con
blazers y vestidos de tenis. Él puso su brazo alrededor de ella. Caminaron junto a la
carretera por unos campos que estaban verdes, cantando. Él era muy consciente de su
máscara. Consciente de la deliberación de sus palabras. Mientras, Isobel, delgada,
con ijadas de joven animal y su belleza de invernadero, tomó la decisión. Se sentía
muy superior a él, una joven determinada, ansiosa, que hacía suyas las palabras de él.
Se deleitó en su conocimiento de lo que iba a pasar. Sus palabras, cada una de las
cuales ocultaba una pregunta, eludían su propósito con monótona insistencia. Él
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deseaba parecer muy razonable, sugerir irracionalidad con una precisión calma y
lógica. Él hablaba de represión y sublimación porque sentía el deseo de tocar sus
senos. Ella, por otro lado, ya se había decidido. Ella sabía intuitivamente cómo
reaccionaría, cómo se entregaría, cómo lo tomaría a él. Pero ella le dejó seguir,
preguntando si sugeriría el túnel o el viejo molino, mirando con una parte cruel de su
mente cómo él se guiaba por argumentos que manejaba de manera muy torpe. En su
lugar dijo: «Calla, Nicolás. Aquí estoy. Si me quieres, cógeme». Ella dijo en su lugar
«pero qué pruebas hay, de que haya una mente inconsciente». Ella tenía que haber
añadido que no le interesaba nada, en cualquier caso, que quería llegar adonde fuese
que él estuviera llevándola con cautela tan rápido como fuese posible, que ella quería
tumbarse y abrirle sus piernas amplias a él. ELLA SABÍA. Sabía intuitivamente. El
calor primitivo del cuerpo lo demandaba. Ella no estaba interesada en sus
avergonzadas circunlocuciones. Ella tenía que haber dicho «estos engorrosos
términos científicos son irrelevantes. Es un asunto de sangre». De hecho no es ningún
asunto, a fin de cuentas. Simplemente es. Una terrible propulsión cósmica. Solo ella
habría expresado eso con sonidos y no con palabras. Pero ella seguía lejos y dijo
«honestamente, Nicolás, no lo creo». Y ella se rio en su cara. Él se enfadó. Él dijo
«No es una cuestión de creer. Yo hablo de hechos».
—Tus hechos —respondió, riéndose todavía de él—. ¡Me parecen muy bobos!
—No puedo evitarlo, —dijo él—. Eres una mujer, y no has leído estas cosas.
Ella estuvo de acuerdo. Ella no leía mucho. En absoluto, dijo ella. Le aburría.
Ella se preguntó cuándo se olvidaría de su orgullo, cuándo dejaría de hablar como
un escolar y tendría una cita con ella. Había estado viéndole mientras caminaban,
mirando la estudiada seriedad de su rostro, la cínica expresión de Don Juan que
surgía mientras él hablaba con facilidad de mujeres reprimidas, y ella vio en él una
avispa domesticada preocupada de su propio aguijón. Ella le había visto ondeando su
red triunfantemente en la que él mismo, y no ella, se enredaría. Ella tenía el delicioso
sentimiento de la implicación de él, de su compromiso, en su poder de mujer,
exponiéndose abyecto a su suerte.
—Mira, Isobel, —dijo él de pronto—, no discutamos más. Ven, siéntate y fúmate
un cigarro. —Él la llevó hacia el túnel.
Tenía que ser el túnel, a fin de cuentas. Él temía al sol. Ella se dejó atraer hacia la
entrada. Y cuando estaban fuera de vista se quitó su falda de tenis y llevó la cabeza de
él bajo ella.
Durante años Nicolás se preguntó por ella. Fue el único de sus affairs del que nunca
fanfarroneó. Incluso en el tiempo en que dudaba si él era la víctima o el seductor. Y
realmente la duda apenas existió. Él había sido violado. No rudamente por una
amazona, pero sutilmente, llevado a la despersonalización, por la extinción. Durante
un tiempo… cinco, diez minutos tal vez, sólo hubo vivido por ella, para ella, como si
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hubiese sido el feto de su útero, él había existido simplemente como una crisálida en
el aire tibio de su ser.
Y ella se había reído a él. Antes y después ella se había reído de él. No, se dio
cuenta ahora, con la voz de una chica boba que era incapaz de ser seria. Ella había
sido seria. Mortalmente seria. Su risa había sido despectiva. Ella lo despreció por su
asqueroso pequeño intelecto. Ella despreció sus tentativas con rodeos de justificación.
Y ella se vengó tentándolo para justificarse por existir. Ella esputó en su obvia
inteligencia. Ella tensó su rechazo y le destruyó. Y su risa salió del dogmatismo
animal de su naturaleza.
Ahora, años más tarde, había aprendido a ser humilde, y él le estuvo eternamente
agradecido. Una chica, de dieciocho solo, que acababa de dejar la escuela, una chica
dos años más joven que él, cuya inferioridad él había dado por sentada. Pero ella era
mayor en la instintiva sabiduría de su sexo. Bajo su poder él experimentó una
despolarización inconsciente y degradante. Pero ella le había enseñado el significado
de la vida. Y ahora, tres años después, él deseaba poder verla de nuevo, delgada y
orgullosa con su falda de tenis blanca. Pero él solo sabía que su nombre era Isobel y
que era la hija de un maestro de escuela que vivía en algún lugar de Cardiff.
Rostros del pasado como máscaras colgadas en la pared de una tienda de teatro.
El olor del maquillaje teatral, mantequilla de cacahuete y falsos gestos flotantes. La
máscara de Isobel. Remota y pura en su deseo. La máscara de Anthony. Temiendo el
paso del tiempo y las barras de hierro que lo separan de él. La máscara de mi padre.
Caída con el tiempo y secas las encías. Un millar de máscaras. Un millar de
microcosmos, cada cual con una fuerza centrífuga distinta, percepciones distintas, en
vano encajonadas entre los estratos de Sarraceno, formando colores en una corteza
gris.
Al dejar la escuela en 1942 él llevaba su propia máscara consigo, una máscara
que no entalla bien con las grietas de los años embadurnados con masilla. Él caminó
vacilante entre dos mundos con un volumen de Bradlaugh en el bolsillo y luego
defendió a Aldous Huxley contra Christie a quien no le gustaba aquel autor por las
razones equivocadas. Él era pacifista pero se unió al Fleet Air Arm porque recordó
una conversación. Chowdrie y el resto en la chimenea del pasillo en la escuela y
Elizabeth diciendo que se casaría con un piloto. Caminó con una gloria que
particularmente no deseaba a la Wilhelmstrasse de su imaginación.
El año pasó rápido. Una especie de señal del tiempo, una frustración constante. Al
límite de las cosas de la universidad. Poco dispuesto a entrar. Maldiciendo su soledad.
Saliendo rara vez con chicas porque no podía romper con las barreras originales. Se
inclinó hacia las mujeres con el secreto culpable de su sexo escondido en el
compartimento de atrás de su billetera. Le hacía sentir mayor. Pero también fue su
costra, una terrible marca de nacimiento que le hizo hipersensible al rechazo, un
estigma, medio escogido, voluntariamente gastado tras el miedo en sus ojos.
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Un sol hambriento. Un enfadado tigre amarillo chorreando polvo en las aceras de la
ciudad. Odiando su presa. Ardiendo. Desapasionado. Sobre duros zapatos torcidos
hago el camino del canalón tallado. Por un límite de piedra. El aire se contrae.
Resplandor, oro, destello, cristal, corte en el ladrillo gastado donde los huesos negros
caminan. La úlcera de un aire seco.
Ahora no hay luz en la tierra. Ninguna chispa de amable helada para arrasar su
corteza. Ojos muertos con los que ver la luz. Piel mate para sentir su respiración. Su
voz se rompe desde una garganta de arcilla. ¡Sus brotes son andamiajes demacrados
contra la mole del año muerto! Pues yo he conocido el trapo de color verde mate, el
aire contaminado de humo en los salones de billar, he conocido el tedio sofocante de
los tortuosos días en los que mi medio de expresión consistía en entronerar una bola.
Las luces que abren sus conos en oblongas habitaciones diseccionan las horas. La
bolsa está rajada. Ojos de hombres cuyas vidas consisten en salones de belleza,
fenicios de una tarde en una habitación, reflejan, dilatan, revocan, en una carga de
horror y lo miran hundirse…
En la temprana estación las semillas eran grandes. En retrospectiva simiente de
repollo y comida para bestias de granja. Una cosecha cortada a tajos y generosamente
plagada de langostas. Eso fue hace mucho. Desde entonces he estado caminando en
tierras extranjeras. En avenidas de reyes. Apenas tengo intención de regresar. Y deseo
que me lleven donde la orquídea es orgullosamente impura. Una decisión corregida y
más que corregida; aún estoy indeciso. Cobarde batallador en las calles. Demasiado
duro para aguantar. ¡Al tiempo que sin apartarse del límite de piedra decido otra vez
conocer a mi enemigo!
Él me ha llevado por el largo territorio del pasado, por arcos de luz solar con una
dura precisión geométrica. En la oscuridad me escapé de él. Solo ahí. Escurridizo.
Cuando asestaban los vientos y yo vi la grisácea casa cual prisión que había hecho
para mí, me decidí. Ahora es solo una cuestión de tiempo… el añejo olor del río
Kelvin, enroscándose sinuoso, en una ciudad mancillada por el tiempo. En las grises
riberas de Kelvin me conocí a mí mismo por primera vez.
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La campechana
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Cooper se desplegó de la chimenea como un navaja de bolsillo. Con una
orgullosa voz masculina gritó:
—¡Píllalo, Jo! ¡Está despegado!
Empezó a tirar de una sucia pieza de cuerda y causó un deshilachado andrajo de
prenda roja y un cepillo sin cerdas del vórtice.
—¡Carajo! —se sentó miserablemente con una pierna a un lado del gablete. Un
par de compases.
—¡Tu puñetera piedra tan bien elegida se ha atascado, Jo! La he perdido —
sostuvo el triste fragmento de tela, que antes había sido un bolso, como evidencia.
Su esposa se rio de él.
Tiznado de hollín, cual negro muñequito de trapo, miró con ojos de miope a la
fuente del escarnio.
—¿Dónde está Jo? —preguntó él.
—Cavando un hoyo para la basura.
—Bien —dijo él. Con sus amplias y fuertes manos se encendió un cigarrillo y
miró más allá del páramo donde el brezo brotaba en matas púrpuras. Sin árboles y
casi sin cerco, se extendía en una escabrosa cúpula. Allá los sabios aldeanos con
rostros curtidos por el invierno se habían marchado de noche, secretamente, a la
destilería de whisky. Todavía no alcanzan los sesenta. Desde donde estaba sentado
pudo ver la lenta figura de Jo Christie doblarse para hundir la pala en el duro césped.
Cavó a ritmo constante, el eremita, arrojando maldiciones provenzales en la tierra.
—Vamos, Nicolás. El desayuno ya casi está listo —cepillándose el pelo hacia
atrás, ella protegía sus ojos del vigorizante resplandor blanco de la mañana.
—¿Qué pasa con la piedra? Probablemente esté atascada en medio.
—No era lo bastante grande —dijo Judith—. Estaré en la chimenea.
Él estaba dudoso.
—Ven en cualquier caso —ella le lanzó un beso y entró a la casa.
En la cocina de bajas vigas marrones removió una olla de vastas gachas.
Sabáticas, burbujeaban y chisporroteaban contra las aristas de la olla. Extendió papel
de periódico sobre la mesa del color del estiércol y puso retazos de vajilla y
cubertería. Con todos los bienes sofisticados que disponía. Un somier doble de hierro
con muelles chirriantes y crujientes de óxido. La ingeniería del amor. La mesa de
nudosas patas y un galón de pintura barnizada. Dos sillas y cuatro cirios de sebo de
alabastro. Encendidos. Yo también, dijo él después. Y naturalmente el cuervo. El
joven cuervo que no podía volar. Todo pico y gaznate. Ella miró las viejas paredes
remendadas con yeso París, eclipsadas por la humedad, dibujando todas las capas de
historia en una exfoliada mancha de color. Ocre, amarillo canario, gris oscuro,
palmeado con turbias vetas de la auténtica quilla rojo ladrillo, varices, en la
superficie. El hervidor de té.
—¿Están listas las gachas? —Nicolás apareció en la entrada.
—Dentro de un minuto —dijo ella—. Lávate las manos, por lo menos.
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—Iré a por Christie. —Salió.
Christie aún cavaba cuando llegó. Se afanaba en una oblonga tumba.
—Pobre Yorick, ay —dijo Christie, y él se acercó.
—¿Encuentras algo?
—Mis limitaciones —dijo Christie—. He perdido todo mi lustre —retorció su
rostro en un repentino y rápido gesto obsceno. Poniéndose de pie, arrojó su pala
encima del césped y escaló. Él era un hombre de huesos grandes y pies largos—.
Mañana por la mañana —dijo él—, dormiré hasta mediodía.
—Nunca he podido entender —dijo Christie en la mesa del desayuno— por qué la
gente habla de la santidad del trabajo. Nadie habla de la santidad de la lujuria. Y
nadie sale hasta después de la nevada. —Sonrió, con una prolongada insinuación a la
mujer que era su anfitriona.
Hablaron de aquello en el desayuno. Nicolás propuso que Christie debía escribir
un ensayo sobre el tema.
—Lo haré. Lo haré —dijo Christie—. Tengo que llamarlo «Sus placeres
gemelos…» —Evaluó a Judith con ojos de sátiro y le agradaba el lento rubor como
de flor en sus mejillas—. Tengo que subtitularlo «Los senos de Tiresio» o «Cómo
Gertie Corman sintió sus pechos». ¿Qué prefieres, Nicolás? ¿Cuál tiene más
metafísica? —por las gruesas lentes de sus gafas clavó una jesuítica mirada a su
interlocutor.
A Judith no le gustaba Jo Christie. Ella advertía la pesada cicatriz sexual del
celibato. La joven femenina en su recelo.
A Jo Christie no le gustaban las mujeres. El hosco secreto de su sexo le resultaba
repulsivo, y le preocupaba. Su tono era sarcástico e histérico a la vez.
Nicolás, mascando pan tostado, era consciente de las energías contrarias.
Indirectamente, dentro de la fina y blanca luz solar rociada que pinchaba las motas de
polvo en la atmósfera, Judith y Jo entraron en guerra. El territorio disputado era él
mismo. Jo, amigo de infancia. Resintiéndose a la intrusión de la chica. Y Judith, la
chica, la chica delgada y sensual de ojos extraños, sintiendo la indignación en su
vientre y costado. Desde que él había llegado, dos días antes, ella lo odiaba. Ella
odiaba sus largas manos amarillas, sus cabeza ridículamente grande, su pesado humor
literario, y ella odiaba su continuo sondeo del sexo como si fuese un escarabajo
particularmente obsceno cuyos movimientos absurdos bajo la sonda serían
disfrutados desde la distancia, intelectualmente, con risa.
Nicolás no respondió porque Christie no esperaba una respuesta. Pero él sonrió
porque le divertía. Jo Christie siempre lo entretenía.
Judith sirvió un largo chorro de té marrón pálido en cada taza. Estaba enfadada.
Le enfadaba que Nicolás no viese a Jo Christie. Ella veía a través de él. Oh, ¡qué fácil
resultaba para una mujer ver a través de él! Le habría gustado escandalizarlo. ¡Ella
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quería escandalizar al machito obsceno sobrecivilizado que temía a las mujeres!
Repantigado en su silla, Christie se inclinó, su mirada miope vino a descansar
sobre la chica.
—¿No tragas a Jo?
Nicolás miraba tratando de leer su rostro.
—No me resulta divertido, si es eso a lo que te refieres —dijo la chica. Ella era
consciente de estar ruborizándose de nuevo. Pero no pudo explicarlo. Si Nicolás lo
hubiese dicho, ella hubiese pensado que resultaba divertido.
—Ella no cree que sea divertido —dijo Christie, pero él no siguió porque Nicolás
estaba frunciendo el ceño.
Luego del desayuno, Nicolás y Judith bajaron a la granja donde tenían el coche y
condujeron a la aldea a por provisiones. Judith, sentada a su lado mientras conducía,
miró fijamente la raya de la carretera.
Él no la miró a ella pero dijo:
—¿Por qué no te gusta Jo, Judith?
—Simplemente no me gusta, eso es todo —dijo ella.
—Pero fijo que hay una razón.
—¿Por qué tiene que haber una razón?
—No te puede disgustar una persona sin más.
—No sé. Se rio de nosotros. Puedo verlo riéndose todo el tiempo. No se ríe de ti
pero sí se ríe de nosotros.
—Vaya, te lo tomas demasiado en serio, querida —dijo Nicolás.
—Él es serio —dijo Judith—. Yo no le gusto, ¿así que por qué debería gustarme?
Tú no lo ves pero yo sí, él se está riendo de nosotros todo el tiempo.
—¿Quieres que se marche?
—¿Cómo puedes hacer que se marche? No puedes pedirle que se vaya, es tu
amigo.
—No quiero verte así —dijo Nicolás.
Él dijo en una calle, en una bocacalle, en un café, mucho antes de que ella
conociese a Christie, que no quería que ella fuese infeliz. Y no lo era. Eran pobres
pero ella no se arrepentía aún.
El pequeño Austin con forma de caja petardeaba hacia el pueblo.
Cuando volvieron no fue necesario decirle nada. Él se encontró con ellos a la
puerta y por su cara supieron que algo había ocurrido. Él le entregó un telegrama a
Nicolás.
—Mi padre murió esta mañana temprano —dijo él.
Nicolás lo llevó a la estación. Por un momento no hablaron y luego Christie,
retirando el cigarro de entre sus gruesos labios protuberantes, dijo que suponía que
ellos estarían contentos de deshacerse de él.
Nicolás se puso rojo.
—No pienses eso, Jo —dijo él.
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Las gruesas gafas miraban hacia delante.
—¿Qué sentido tiene, Nicolás? Sabes que es verdad tan bien como yo. No iba a
irme solo por mi padre. Mi padre no significa nada para mí.
—No digas tonterías, Jo. Tienes que hacerlo por tu padre. Falleció. Tienes que
acompañarlo —mantenía los ojos en la carretera. Había vacas enfrente. Disminuyó.
Christie se reía con suavidad, con tristeza, sus brazos cruzados a la altura del
pecho y la cabeza inclinada hacia atrás.
Nicolás puso el coche en punto muerto y esperó. Una chica de grandes pechos
con un vestido estampado guiaba a las vacas por el puente con un palo. Tenía las
piernas delgadas y estaban enlodadas. La hija de Steel.
—¡Qué virginal! —dijo Christie—. ¡Qué mujeres más campechanas hay! Imagina
a esa blanca y maloliente con su prole rodeándola! —miró rápidamente a Nicolás, de
soslayo—. No tengo nada que hacer. Mi padre nunca hizo nada por mí. ¿Por qué
debería seguir su ataúd?
Nicolás no respondió. Pensaba en el atractivo de la chica de grandes pechos.
Vagamente ella lo deseaba.
—No, Nicolás —dijo Jo en su dura voz histérica—. No me voy por mi padre.
Dejemos que aquellos que lo aman lo entierren. En cualquier caso, odio los funerales.
El coche siguió hacia adelante otra vez. Nicolás no supo qué decir. Continuaron el
camino de la colina pasada la pequeña iglesia en ruinas hasta la estación. Ninguno de
los dos habló.
En el andén se estrecharon las manos.
—Te veré en algún momento —dijo Jo—. Me voy a España después del entierro.
—¿Entonces te vas? ¿Adónde?
—Al funeral.
—¿Sí? Lo supongo. No tengo nada mejor que hacer en cualquier caso. Escríbeme
desde España —dijo Nicolás.
—Querido —dijo Christie—, nunca escribo cartas. Cuando dejo un sitio lo hago
intencionadamente. Después, no soy tan masoquista para arrepentirme —caminó
remilgadamente hacia él y se asomó por la ventana. Sonrió a Nicolás.
—Buena suerte —dijo Nicolás.
Mientras el hierro del tren crujía, Christie permanecía en la ventana, sonriente.
Nicolás ondeó la mano. El último vagón se perdió de vista tras la garita de
señales.
Compró algunos sellos en el pueblo. Tenía un manuscrito del que librarse y pensó
que tal vez escribiría una carta a Christie. Podría admitirle que se arrepentía.
Condujo lentamente de vuelta con ambas ventanas bajadas, dejando entrar el
viento de los árboles y los campos en el coche. Según pasaba la granja donde las
vacas le habían detenido haciéndole captar el movimiento rosado de la chica de
grandes pechos según ella desaparecía por un granero. Él pensó en Judith, y en aquel
movimiento, escuchando el lejano petardeo de insecto de un tractor operando, él
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estaba alegre, de pronto estuvo muy orgulloso de aquellas mujeres fuesen
campechanas…
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Fragmentos de un diario de un hombre hallado
asfixiado en una barriada de Glasgow
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ella…
Llueve aún. Remolinos y ríos en la calle. La lluvia azota de plano la ventana.
Estoy solo. Pero mis otros rostros están en el extranjero, en la conversación de los
labios de los demás. Un pensamiento. Un reconocimiento equivocado. La muerte no
tendrá dominio.
En la muerte de mi madre. El último lazo vital con la existencia, cortado.
Enterrado en una tumba que fue mi extinción. Hombres y mujeres de negro.
Hermanos. Tías. Tíos. Permaneciendo en la ladera verde como corcheas en una
partitura. Dieciséis. Y mi padre me dijo: «Nunca verás a tu mujer otra vez». Como un
sumidero drenando. Pero ella siguió existiendo. Su muerte fue mi dirección.
El tiempo empieza a existir conmigo. Todo esto contiene o ha contenido salidas
de mi existencia. En el lento pasar de las horas, entre anochecer y anochecer, no hay
más existencia que la mía. El amor es un mal chiste, me dijo Christie una vez…
Destruyes otra existencia cuando la creas. La creas al que amas, destruyendo su
propia existencia. Dos polos de experiencia. Y la nuestra tan en paralelo —no hay
elisión entre su separación—, ¡una conjunción de estrellas! El amor es el deseo de
elidir como sonidos en el lenguaje. Pero el deseo es conciencia y es la conciencia que
ha creado el vacío. La maldición de la alteridad, alguien lo llamó. Los estigmas que
cada existencia soporta incluso más allá de la muerte. Conmovido como la máscara
de la muerte de mi madre; existo después de la muerte. Borrado de la conciencia del
mundo solo cuando la historia deja de significar, gradualmente, mientras el pasado en
su detalle pierde su presencia y resulta ser como una página impresa, vago e ilegible
desde la distancia. Me implico en lo que sea que haga. Lo que sea que elija, cualquier
tablilla que entregue al futuro, un mecanismo impersonal se pone en movimiento;
quizá porque camino una calle o desplumo una flor o enciendo un cigarrillo. Los
acontecimientos corren más que yo. Culpable en cada decisión. No decidir. Incluso
esto es decidir. Estoy de nuevo implicado. Mi existencia se extiende más allá de sí
misma. Afectada. Conmovida. Nacida en el absurdo. Mi ligerísimo movimiento
provoca un caos de reacciones. Como una piedra que se deja caer al agua caigo a la
existencia. Miro las ondas alejarse desde mí. Incapaz de recordarles que las veo
romperse contra la orilla. No pedí nacer. Pero nací en la agonía de mi madre. No pedí
la vida. Pero mamé de ella como una sanguijuela. Soy un escorpión con un aguijón en
la cola…
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Tenia
DESEO de opio, alcohol; algún narcótico o mujer o poder o el cigarro que acabaste
hace dos horas y el paquete vacío frente a ti. El pasado está muerto y es inútil. Hay
una tenia en tu torrente sanguíneo. El azafrán se ha marchitado. No importa lo que
digan los demás. Y esta bastarda de sangre fría ahí dentro que dice escribe escribe
escribe, otra y otra vez cuando lo que preferirías es agarrarte a la botella y abstraerte
cuando todo lo que deseas es un trozo del otro sexo con que tocar la flauta. Pero no
tienes dinero para hacerlo siempre. De hecho tienes unas dos libras y no tienes vida y
tienes este bulto de cáncer psicológico, este indeterminado gancho de lombriz que te
mantiene pendiendo cual pieza de ternera muerta al término de una cadena de
carnicería. Y no va a disminuir su presión; no hay posibilidad hasta que te sientes y
escribas dos mil palabras que leer sin eructar. ¿Conque no escribes? De acuerdo.
Vamos con los dibujos. Un dibujo para públicos adultos, o al menos así es como el
censor los llama, y ves a algún desgraciado que no ha sido visto metiéndose en la
cama con la mujer de algún otro desgraciado si bien poco después es hallado por una
evidencia circunstancial y luego los fuegos artificiales empiezan y el drama gotea
rezumando a través de dos muertes violentas (no hay crimen sin castigo) para un
éxtasis final en donde el desgraciado equivocado se ata de nuevo a otra falda ante la
que nos es dado pensar cual Desdémona suburbana que no tiene ningún interés en
estas cosas y cuyo papá conseguirá al desgraciado equivocado un trabajo en un banco
donde pueda ganar bastante dinero para sostener a su mujer y alimentar a los niños.
Ella es la clase de puta que va a dejarle un gran globo ocular reventado sobre él y del
cual se deshará por un buen tipo limpio si se ensucia la camisa. Pero por supuesto eso
no ocurre en la foto y las luces siguen y tú te quedas sentado y nueve peniques sin
ningún sitio adonde ir y un sentimiento de enfermedad en la boca del estómago.
Y sales y la noche es fría y la granulada lluvia cae cual caja de remaches azules.
Piensas en Bach y en el segundo movimiento para dos violines y en cuántos niños
tuvo y te preguntas cómo pudo hacerlo. Pasas por una puerta y ves que venden fish
and chips. Vas al mostrador y te sirve una de esas dulcísimas ricitos que alguna vez
has visto. Aceitunada piel de Nápoles. Ronda los diecisiete y tiene un oscuro pelo
rizado como la mayoría de las chicas italianas. Sus ojos son diamantes negros con un
punto de serpiente y tiene labios como esas cosas que ves anunciando productos de
belleza. Solo los suyos son auténticos. Se mueven con suavidad como una herida que
sangra despacio. Pero no tienes ninguna idea porque su padre está ahí y tiene un
cuello como de roble nudoso y un antebrazo como un bacalao de diez libras. Y en
cualquier caso solo tienes dos libras y tu tenia el baile de san vito. Sales fuera y tus
pies echan a andar hacia donde dejaste la máquina de escribir. Estás crucificado y
tienes que hacerlo lo mejor posible. Sabes que lo que escribas no va a ser bueno y que
si no es bueno no será publicado porque es inmoral. Y empiezas a desear haber
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comprado esa botella. Y entonces te pones a pensar que has cometido un desastre y
esto simplemente te inclina más del lado romántico de la cerca; tienes que creer
jodidamente mucho para ser un clasicista, que es como decir si existe esa gente, lo
cual es difícil de creer. Y empiezas a pensar que Rimbaud ya estaba muerto cuando
emigró. Ese hombre estaba muerto en muchos sentidos. Pero no tienes armas —
cambiaste la Luger que trajiste por La agonía romántica de Mario Praz así que ahora
no puedes ni reventarte los sesos— y no sabrías dónde conseguir una. Y en cualquier
caso los negros son un pelín más elegantes ahora y probablemente pueden conseguir
armas con gran facilidad sin hacerte rico por hacer de intermediario. Parece que esta
tenia te tiene cogido. Parece que vas a tener que hacer chanchullos y robar algo con
que beber, comer o dormir entre comidas; las comidas de la tenia, quiero decir, ¡esa
hambrienta desgraciada!
Estás andando despacio porque eres tanto un hombre como un puñetero poeta. Te
paras a pensar que todo este tinglado no deleita tus fosas nasales. A la vez no quieres
cambiar nada salvo quizás el color de tus zapatos. Caminas mucho. Tus zapatos están
llenos de polvo y podrías hacerlo con otra media pulgada de suela. Pero no quieres
construir puentes o sociedades por la pacificación de las naciones. Sácales todo el
dinero. El proceso de desintegración al menos facilitará alguna estupidez de un
historiador con trabajo y amueblará al menos a cuatro filósofos con una nueva
filosofía de la historia. Casualmente proveerá a hombres como tú de muy interesantes
y abigarrados pigmentos para un mural o similar. A saber. Guernica. Muy interesante.
Es muy interesante además lo soberbiamente coloreadas que están algunas de las más
repulsivas enfermedades al microscopio. La orquídea es fatal. Piensas para ti que
positivamente no es útil indignarse por ello. Tiempo atrás decidiste aceptar todo.
Incluso la tenia. Para hacerle justicia —aunque Dios sabe si una tenia merece justicia
— se comporta muy bien cuando está satisfecha con su pienso. Entonces duerme. Y
tú eres indemnizado con un afilado cosquilleo de placer en algún lugar entre tu
ombligo y tu garganta y por un deseo sobrealimentado de Betty, tu mujer. Es entonces
cuando obtienes un eléctrico placer intensificado desde su húmedo cuerpo. Ella es
estupenda. Lo aceptas. Pasado, presente y futuro. Todo es parte del presente a fin de
cuentas —lo que escribiste ayer es tan bueno como lo es hoy— y el presente eres tú.
Todo ello te incumbe. No aparece de repente como una desagradable diarrea. Está
aquí, ahora, en este instante. Existe como embrión, como el producto de tu propia
copulación pervertida, y si resulta ser un bastardo, bueno, ¡ya sabes a quien maldecir!
Deberías cuidar mejor de tu mujer.
Te pones a pensar mucho cuando la tenia te sondea el trasero. Quizá sea una
especie de mecanismo de defensa. Algo glandular. Empiezas a pensar en círculos.
Piensas por ejemplo que todo el sistema apesta a merengue pasado, tafetán mohoso y
agua de rosas pasada. Un hedor de descomposición distinto. Los objetos mencionados
han sido originalmente introducidos para rebajar el olor. ¡No tienes de qué
preocuparte! La auténtica peste desapareció tiempo atrás cuando su fuente se
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solidificó, que es como decir cuando la manzana desapareció en el gaznate de Adán.
Al mismo tiempo aquel chulo había alcanzado el nivel donde tragaba más que una
manzana; bueno, aquello fue así según dicen algunas gentes que quieren ser
concluyentes. En ese tiempo estaba tan muerto como el pájaro que cayó a una
superficie de cemento. Después de aquello solo le preocupaba el siguiente mundo y el
precio de un billete de autobús. Y por casualidad fue el primer bobo desgraciado en
pedir a gritos el derecho al trabajo duro. Muerto desde la calavera bajando. No. No
tenías que preocuparte por el olor. El duro, el muerto, el negativo no emite hedor.
Pero luego te pones a pensar que quizás este cadavérico armatoste se haya vuelto más
interesante por el tratamiento de fingido perfume. Y así es como tienes que discutir si
lo aceptas. Puedes no tener trato con esos negritos que hablan mucho de aceptar un
minuto para producir un puñado de anteproyectos después. Y tienes el taimado
pensamiento de que hay muchos bastardos así. Siempre que no seas un miembro de la
escuela oficial de acuarelistas británicos puedes aceptar la hipocresía de un barato
rímel rubio, y lo que es más, ¡amarlo! Recuerdas leer en algún sitio acerca de la
mujer de vida alegre en el Antiguo Egipto y lo que esta gente no supo acerca de
magnetizar el torso femenino en el que podrías poner tu diente. Tras retocarlo con
pinturas amarillas, verdes, grises y azules y cubrir un algo casi tan denso como la tela
de una araña desde la altura de la cadera, el garantizado lugar magnético, iba hacia
arriba cuatrocientas yardas. Y si algunas faldas modernas se oponen de primeras a
estos artificios, entonces probablemente no les serás muy práctico.
Ahora estás alcanzando la casucha donde temporalmente has instalado tu
máquina de escribir y a tu esposa. Vacilas misteriosamente debajo de la escalera
esperando por la mujer de la que Eliot dijo que también estaba vacilando. Pero por
supuesto no se nota. Y probablemente ella es muy materialista. Así que enciendes un
cigarrillo y entregas el timón a la tenia que por esta vez está tan despierta como un
león galopante. Entras y Betty te saluda con una gran sonrisa y una taza de café, y
mirándola ahí de pie como una de esas hechiceras de un libro de hadas decides que si
César Borgia hubiese querido aquel ricito italiano en la tienda de patatas, entonces, a
tu parecer, habría sido bienvenido. Consideras que tu mujer tiene todo lo que
necesita. Tras un rato en el que ella ha mostrado un poco de pierna e indicado que
desea tu conjunción en el baile de los siete velos empieza a darse cuenta de que esta
es una de esas noches en que la tenia te atrapa. Ellas es una niña buena. En silencio se
marcha a la cama por voluntad propia y te deja casi tan feliz como un gurú en una isla
desierta.
Estás sentado frente a una máquina de escribir. Como cualquier máquina, este
maravilloso invento necesita un operador. Miras el teclado y él te mira a ti como si
estuviera enfadado. Grandísimo inútil desgraciado, dice, ¿por qué no te mueres? A
veces te disculpas por no haber empeñado este artefacto. Una de esas eternas
manifestaciones de la presión cósmica. Pero de algún modo siempre fue la última
cosa que tendrías que empeñar y nunca necesitaste empeñarla. Al menos tienes una
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idea genial. Jugarás solamente a un juego. Cuanto más piensas en ello más te gusta la
idea. Has estado solo un largo tiempo. Al menos según puedes recordar. Salvo tal vez
cuando estás haciendo el amor con Betty. Ahora no estás solo. Y empiezas a pensar
que estás bien; al menos deberías saber jugar solo.
Mi reparto. Arriba la hueca cripta de elásticas sombras tan lejos como la oscuridad.
Las dobladas. Las que tienen miedo. El límite de la lluvia metálica, última, una daga
demacrada. Y fríos cuerpos mojados bajo empapadas y olorosas prendas interiores
pegadas a la ilusionada piel de rameras de vientre blando. Hago un corte. Gano. Las
cataratas están aflojadas como la carne de mi cerebro. Escucho oscuramente la gota
gota gota de aceite de clavos en la cavidad de un viejo diente. El dolor apesta. Me
crezco en el ser. Soy el chancro del cosmos. Me odian. Pero tengo todos los ases. Soy
una mano vieja en este juego. Con mi terrible palanca arrancaré su balanza en el
limbo. No es que me importe un carajo en verdad. Siempre que estén en camino; esos
filósofos moralistas, profesores universitarios y líderes jóvenes, toda la legión
enjabonada con fénico.
Los hombres me llaman loco. Es cierto que adoro los malos olores y por lo
común todas las cosas pecaminosas y sucias. Amo a los bandidos y a los poetas y a
las mujeres violadas, a los chinos y los indios y a las enfermas mujeres negras. De
hecho todo lo que haya del ombligo para abajo. Sobre el ombligo no soy ningún
experto. ¿Pero quién quiere serlo exceptuando a los filósofos moralistas, los
profesores universitarios y los líderes de la juventud? Y tú sabes lo que puedes hacer
con ellos. Yo también puedo discutir en su terreno. Estos desgraciados que veneran el
gran cerebro y esconden su pene en el urinario. ¿Pero quién quiere discutir con ellos?
Yo no, por el buen san Miguel, ¡yo no! Pero quizás también esté loco. Si al revés
significa loco. Cuelgo de mi cola desde el alambre. Pongo cinco dedos en mi nariz.
No te preocupes. No caeré. Mira, tengo los ases. Me gusta la carne más que el
álgebra. Me gustan las mujeres sexis más que los lapiceros o la metafísica, y lo que es
más, ¡creo que la deontología apesta! ¡Ponedlo en vuestras pipas, nouménicos
mequetrefes! Mas, como dicen los lógicos, me gusta calcar con mi lengua la delgada
línea del cabello bajo, débilmente sobre la carne que va del ombligo al coño. Me
gusta hacerlo mejor que todos vuestros psicológicos dolores de barriga con esencias
espacio-temporales y finales. Pincho un globo. Me compro un paquete de cigarrillos
y una bebida buena y fuerte y digo al infierno con las vírgenes de finos labios, cuellos
esqueléticos, rodillas entumecidas, de treinta y cinco años, y su parafernalia
masculina. De acuerdo. Quizás ellas hereden los grandes cerebros y caminen sobre
muletas tubulares hasta que las vacas lleguen a casa. Luego Caronte después del
desastre. Enchúfalas. Tuvieron su oportunidad. Déjalos que se revuelquen en su
propia espuma. ¿Yo? Dadme una cama y una mujer que sepa cuándo quitarse la ropa.
¡Estaré bien! ¡Mi truco, caballeros, pienso!
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El hombre con la barbilla azul guía a su reina. Es muy, muy eficiente. Ha
estudiado economía en una de nuestras universidades liberales. Dicen que ha
asegurado un tabulador automático dentro del lóbulo de su oreja izquierda. Lo
escucho teclear ahora. Considera que puede ponerme la zancadilla. ¡El pobre bastardo
desorientado no ha visto mi puño! Juega según las normas. Me ha pillado con los
pantalones bajados. Pero mientras esto sucede yo tengo cuatro ases y una cuerda de
triunfos y la pierna de una niña del coro. Sonrío. Tomo la primera nave espacial hasta
Júpiter y hablo de Rimbaud a la hija del califa cuyas caderas parecen como sacadas
de Matisse. Es una conversadora muy interesante. Pero tiene más interés en la
práctica que en la teoría. Y así es como debe ser. No me parece mal. Como he
remarcado antes no me interesa la pureza de la mente, la carne o el espíritu. Quizá no
hereden nada. No me interesa la blanca irradiación de la eternidad. Luego decido que
es hora de darle una piña a este mentón azul de educación universitaria. Le doy un
capirote a un as. Me agacho y lo agarro de su zapato derecho y tiro hacia arriba hacia
el techo. Cuelga como un cerdo pegado a la araña de luces recitando Karl Marx y
Harold Laski. Le digo lo que puede hacer con estos pájaros por debajo del nivel del
suelo. Le digo lo que puede hacer con la London School of Economics y con este
hongo lento al que llama «proletariado». Saco mi tomahawk y arranco su cabellera.
Es algo muy sangriento. De algún modo la operación no resulta un éxito quirúrgico.
La cima de su cráneo está abierta como la tapa de una caja y me sorprende ver lo que
este miserable usa por cerebro. Consiste en un par de ruedas rotando y no difiere del
carrete de una máquina de escribir y una cinta perforada como una de esas cosas de
pianola. Por la longitud adivino que este desgraciado tiene que haber obtenido una
licenciatura. Cierro la tapa y pego una etiqueta en ella; vuelve vacía.
Un sacerdote gordo sonriente con mofletes como de bulldog acaba de revocar.
Puedo verlo por la vidriosidad de sus ojos de abalorio barato. Decido mirar a este
pájaro con gran cuidado. Me parece mucho más peligroso que el mandíbula azul al
que acabo de arrancar la cabellera. Es uno de esos camaleones que cambian el color
de su pelaje para acomodarse al entorno. Ha leído a san Pablo y le gusta ser un
romano. Pero si este mezquino cree que voy a advertir que ha revocado, será mejor
que ofrezca un porcentaje. De otro modo lo reventaré. Y tras la reflexión decido que
voy a reventarlo. No me gusta su frase de mierda acerca del valor negativo de este
mundo. Creo que este mundo es un lugar muy hermoso. No tengo intención de
cambiarlo. Eso se lo dejo a los filósofos morales, los profesores universitarios y los
jóvenes líderes, y espero que el abuso acabe con sus espaldas sangrantes o algo
igualmente desagradable. Un cristiano es un bastardo que rechaza aceptar el presente
en sí mismo y por sí mismo, que es como hablar de aceptar la vida en todos sus
aspectos. En el conflicto entre el sexo y la muerte blande un garrote del lado del
último, ¡como si el último precisara de algún bobo que blandiera un garrote por él!
Este pájaro de papada en el cuello blanco es extremadamente elocuente en sus
peticiones de (a) mutilación; un hombre truncado, y (b) una disminución general en la
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intensidad en la vida, katábasis; la vida menos su misteriosa llama. Y no encuentro la
utilidad de esta filosofía que es el antiorgasmo. El orgasmo es el fuego en el sótano
negro, es la oscura hazaña en el dormitorio del hotel. Busco en un diccionario.
Orgasmo: n. acción o excitación extrema. Y ahora lo sabemos. El orgasmo define lo
vibrante, lo vivido, lo volcánico, lo vivo, el Anticristo. Dilatación, expansión,
embarazo, brutalización, desnudación; ¡Orgasmos el Dios tormenta! Miro a este tipo
directamente al ojo y le digo que está limpio. Le digo que voy a reventarlo, lo cual
procedo a hacer en nombre del buen Dios Orgasmos con un cartucho de dinamita que
siempre llevo a tal propósito. Cuando el aire se limpia pienso que algún día tengo que
escribir una historia sobre la religión. Pero entonces tengo que pensar qué podría
hacer en tres o cuatro líneas y decido hacerlo pronto. Así que ahí va. Algunos
miserables empiezan a encontrar la vida difícil. La presión cósmica es demasiado
difícil para ellos y como son unas cobardes mofetas no se dan cuenta de que pueden
hacer mucho con ello. Así que empiezan a negar lo que es cien por cien auténtico.
Tiene que considerarse como una clase de prima, algo por tu propio bien como una
mala botella de tónica. Puedes sacar tajada de ello después. No hay método más
eficaz de hartarse de un miserable que negando su realidad. Pero es difícil vislumbrar
lo que puede hacerse con una hija de puta impersonal como es la muerte. Así que un
buen Dios aparece inventado y Él te verá bien. Entonces estos tipos se ponen a pensar
que en este mundo también hay algunos momentos brillantes, p. ej. sexo. Pero aunque
ya hayan descartado este mundo cerrado y estándar como una mera transición, han de
recaudar un impuesto por los placeres de este mundo. Y ahí es donde el pecado de la
carne aparece. Pero mientras estos pájaros solo han experimentado el placer
transicional y dado que aquél se asocia al sexo, les parece muy difícil decir lo que
este placer supersubstancial será en el siguiente mundo. Y así dicen estar tocando el
arpa. Y lo llaman «simbólico». La historia de la herejía es mucho más interesante. Es
la larga lucha del sexo y la vida. Contra el implícito instinto de muerte de la
cristiandad. Dedico esta historia sobre la religión a las escuelas y colegios y propongo
que aparten el resto de sus librerías. ¿Acaso esos hijos de puta no saben que hay
escasez de papel?
Ahora estoy guiando al exterior mi cuerda de triunfos. Estoy sacando los dientes
como un dentista con treinta años de experiencia. Este joven con gafas de gruesas
lentes parece decididamente incómodo. Es un poeta y por esta razón lo evito. Pero al
mismo tiempo es uno de esos negritos que aceptan un minuto y que hablan de la
absoluta escasez de los valores morales en el mundo moderno justo un instante
después. Viene hacia él. No puedo dejarle pervertir las mentes de los jóvenes. Por lo
que me comprometo. Sin decir nada le pincho en el plexo solar y le envió a casa a su
mamá. ¡Ahora tengo trece bazas frente a mí y decido que es un juego muy
interesante!
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Te sientas y estás muy feliz al advertir que la tenia está haciendo una siestecita. Te
fumas un cigarro. Vas al dormitorio y encuentras que Betty aún está despierta. Te
mira un buen rato y pronto decides que el mundo es un sitio muy halagüeño.
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Peter Pierce
MI único contacto con el mundo exterior durante mi período de «retiro» fue por el
trapero. Vivía en una habitación encima de la mía a la espalda de la casa. Se llamaba
Peter Pierce.
Era un hombre pequeño con una visible cojera. Su erizada barbilla marrón era tan
afilada como un cuchillo, siempre torcida para poder ver mejor con su único ojo. Su
otro ojo había sido extirpado por un cirujano, con habilidad, en una sala de
operaciones que él me describió. El lado ciego de su rostro tenía un aspecto vacío,
afligido, casi suplicante, como el perfil de un santo en una temprana pintura
renacentista. Donde el ojo estuvo había un tubo cóncavo de carne, un calcetín vacío,
brillante y púrpura, rosado, que parecía como si hubiese sido hecho por alguien que
presionara su pulgar hacia abajo y hacia dentro desde el puente de la nariz donde la
piel tenía un aspecto lesionado y estirado. Era realmente muy feo.
Le dije que tenía que mantenerme al margen por un tiempo porque alguna gente
me buscaba. Les había engañado y tuve que mentir. Le dije que le pagaría algo si me
compraba comida cada día. Dijo que no había necesidad. Él lo haría, en cualquier
caso, como amigo. Pero como siempre insistía en cenar conmigo yo dije que pagaría
la comida de ambos, y aceptó. Comíamos arriba en su habitación y a veces traía una
botella de cerveza. Su habitación estaba atiborrada con una colección de trastos. Un
lío de trapos diversos, periódicos viejos amarrados en fardos, ollas, jarrones, bustos,
relojes rotos y pilas de libros. Estaba contento por los libros. Cada día cogía unos
cuantos para leer mientras él estaba a sus cosas.
Me dijo que le gustaba leer pero que no podía leer mucho porque con un solo ojo
se cansaba. Era una cosa que lamentaba porque uno de los bustos que tenía era un
busto de Carlyle, y advirtió que había algunos libros suyos en la batería. Me preguntó
si no pensaba que tener enfrente un busto de tamaño real del hombre cuyos libros
estabas leyendo no daba una impresión más clara de cómo era el hombre que escribía
los libros. Dije que nunca había pensado en ello pero que suponía que había algo
cierto en sus palabras, pues los libros que un hombre escribe son parte de su
comportamiento. Cabeceó entusiasmado. Dijo que no le importaría, alguna vez, si no
me aburría, escuchar lo que Carlyle había escrito, porque él se lo preguntaba desde
que tenía el busto. Si le leía iba a estar muy agradecido.
Pero estuvimos de acuerdo en dejarlo por el momento, durante al menos una
semana, porque aquella semana su ronda estaba en otra parte de la ciudad, y al tiempo
que él volvía y hacía la cena para los dos, solo quedaba tiempo de revisar lo que
había recogido y ordenar los trapos y papeles en fardos. Propuse que yo podría hacer
los fardos por el día mientras él estaba fuera recogiendo cosas. Le encantó.
Esa noche, antes de bajar a mi cuarto, él había cocinado unos arenques ahumados
para los dos, y después, mientras nos bebíamos la cerveza que trajo, sugirió que le
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gustaría contar conmigo como compañero de negocios. Podría hacer los arreglos y los
fardos como ya había dicho, y él haría la recolección y la venta. La adecuada
disposición de los bienes era importante, dijo él, pero al menos de momento él se
encargaría de aquello. No necesitaría salir de casa.
Solo había una cuestión. Él podría recurrir a un poco más de capital porque a
veces no podía permitirse comprar lo que le ofrecían.
Dije que me parecía justo poner más capital en el negocio porque, a fin de
cuentas, él estaba haciendo el trabajo duro y ya había un montón de material en la
habitación.
En el futuro podemos usar tu habitación también, dijo él.
Aquello no se me había pasado por la cabeza, si bien estuve de acuerdo, pues
aunque algunos materiales olían bastante fuerte, consideré que no podía oponerme a
la propuesta.
Entonces le pregunté cuánto pensaba que sería justo que aportase al negocio.
Lo consideró unos instantes y entonces me preguntó si pensaba que seis libras
sería demasiado.
Le dije que pensaba que era bastante razonable y así le di el dinero, y él insistió
en darme un recibo en donde se afirmaba que ahora era un compañero pleno en el
negocio. Él siempre quería tener las cosas por escrito, dijo, si de algún modo estaban
vinculadas al negocio. Sabes dónde estás. Y me preguntó si estaba satisfecho con el
recibo. Me miró inquisitivo.
Le dije que lo estaba y comenté que estaría en mi habitación haciendo el embalaje
para almacenar el papel y lo demás en la suya. Creo que estaba contento con la
propuesta, porque mientras hablaba me di cuenta de que miraba los bustos. Como si
temiese que fuese a proponer que él debía deshacerse de ellos. Pero mientras volvía a
mi habitación insistió que debía llevarme uno de los bustos dado que había advertido
que mi habitación estaba bastante desnuda. Al hombre le gusta el ornamento, dijo él.
Le di las gracias y le dije que me pondría con los fardos al día siguiente. Por la
mañana, una de las primeras cosas que gradualmente tomaron forma con la luz
creciente fue el busto del hombre sin nombre, uno cuyas orejas estaba partidas y
cuyos ojos vacíos se proyectaban hacia mí mientras dormía.
En los días que siguieron, pasé parte de mi tiempo haciendo fardos.
No pasó mucho hasta que me di cuenta de que aquello no era un negocio
floreciente, que el material arriba en la habitación de Peter era el resultado de la
acumulación de muchos meses de trabajo, y que día a día añadía muy poco a lo que
ya había ahí. Al principio sospeché que ya no traía todo lo reunido y que estaba
deshaciéndose de la mayor parte sin mi conocimiento, antes de regresar a casa por la
tarde. Como me había dicho que mantenía la contabilidad, pedí ver la de los últimos
seis meses, creyendo que mostraría una negativa repentina y que cuando yo lo
advirtiese él se daría cuenta de que yo no era alguien con quien jugar. Esperé que
fuese renuente a mostrarme sus libros y si rechazaba hacerlo categóricamente, sabría
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de inmediato que mis sospechas eran ciertas.
Pero no fue así. De hecho le agradó que se lo pidiese. Me confío que había estado
preguntándose, en esos últimos días, si había cometido un error al aceptar como
compañero a un hombre que era tan tonto para poner capital sin esperar a ver los
libros del negocio en qué estaba invirtiendo. Que no le había parecido muy formal.
Me retracté por su franqueza y admití que había sido culpable de un descuido con
mi inversión original. Me apresuré a añadir que yo no era normalmente así y que lo
hice solo porque era mi amigo y porque había confiado en él de manera implícita.
Miraba al suelo mientras decía esto, y cuando él no tuvo nada más que agregar
dijo que era muy amable por mi parte confiar de ese modo en alguien a quien conocía
tan poco, que aquella idea —y se sintió avergonzado de sí mismo— no se le había
ocurrido, que solo iba a afirmar que su primera impresión sobre mí había sido
correcta y que yo era un hombre con sentimientos.
Le di las gracias.
Dijo que por el contrario yo tenía derecho a estar enfadado con él. Se sintió muy
avergonzado. Era imperdonable haberme juzgado así, y fue vergonzoso haber pasado
por alto el factor más importante de la situación. Esperaba que lo olvidase, que no
perdiese la amistad por ello.
Le aseguré que no había peligro, que darle la espalda por tal endeble pretexto
sería sufrir un acaloramiento en el juicio mucho mayor del que él había sido culpable.
Me miró unos instantes en los que se quedó sin habla y luego dijo que era
demasiado joven para hablar con tanta sabiduría, que a él le había llevado mucho más
aprender aquella lección, y que incluso ahora, como ya había comprobado, a veces
caía en sus viejos modos.
Luego nos quedamos un rato sin hablar. Ninguno sintió que hubiese más que
añadir. Y entonces, de pronto, recordó que le había pedido ver los libros del negocio.
Esperó que no me pareciese demasiado desordenado y que, si había algún error, no
me diese vergüenza señalárselo. El trabajo cercano le resultaba muy difícil con un
solo ojo que además no funcionaba como antes. Cojeó hacia el armario y de él sacó
tres enormes libros de contabilidad. Estaban medio envueltos en un descolorido cuero
rojo con los números, 1, 2 y 3 inscritos en oro sobre sus lomos. Fue solo entonces
cuando me ocurrió que tenía que ser un hombre muy mayor.
Supongo que no te interesará echar más que un vistazo a los dos primeros, dijo.
No te interesarán mucho. Dos bustos, creo, y algunos pequeños fragmentos y unos
pocos libros que no conseguí vender la última vez que hice liquidación.
Le pregunté qué período cubrían los tres tomos.
No recordaba exactamente, dijo, pero pronto pudimos comprobarlo porque
siempre se cuidó mucho de introducir los datos correctos.
Abrimos el primer tomo. Las páginas estaban amarillas y tenían mucho tiempo y
la tinta se había descolorido a un tono sepia, neutral, anónimo. Arriba, la fecha de la
primera página rezaba «15 de agosto de 1901».
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Día de la Ascensión, dijo él. Debí haberlo recordado. Compré muy poco, como
puedes comprobar por ti mismo.
Debajo de la fecha se hallaba el siguiente inventario.
Un reloj (roto)… 3 peniques.
Trapos (varios)… 1 penique.
Un grabado de un castillo (desconocido) firmado
«E. Prout» y datado de 1872 (interesante)… ¾ peniques.
Total 4 ¾ peniques.
Aquel grabado, dijo él. A punto estuve de decidir especializarme en obras de arte,
grabados y bustos, ya sabes. Verás que no compré nada hasta dos días después de
aquello. Tenía que pensar. Sacó un cigarrillo a medias del bolsillo de su camiseta y lo
encendió. Decidí que no, continuó tras encenderlo, sí. Pasó varias páginas del primer
tomo desde su decisión y entonces dijo que podría mirar los dos primeros cuando
mejor me viniese al día siguiente, que era el tercero el que nos importaba. La primera
entrada databa del 28 de octubre de 1940.
Halloween, dijo él. La guerra.
No me llevó demasiado advertir que en muchos días no parecía haber comprado
nada. Le pregunté por eso. Farfulló algo sobre tener bastante, sobre no esperar a
abarrotarse. Rápidamente pasé a los negocios recientes. Los artículos comprados
básicamente consistían en viejos periódicos y trapos, incluso aquellos que parecía
comprar en pequeñas cantidades ridículas. Me pareció extraño, considerando las
actuales limitaciones del negocio, que hubiese decidido hacerse con un compañero,
especialmente alguien como yo que solo estaba para armar fardos y ordenar lo que él
reunía, y no se me ocurrió pensar ninguna razón terrenal por la cual quisiera más
capital para un negocio que no había empezado sino que estaba consumiendo sus
últimos años, y con el que no parecía tener ninguna intención de expandir.
Me miraba con aprensión, su cabeza se inclinaba como la de un pájaro, los codos
pegados a sus delgadas rodillas mientras se echaba hacia delante en la silla y seguía
mi progreso página a página; de vez en cuando hacía una vaga referencia a cómo se
había deshecho de tal o cual artículo, señalando dónde quedaba registrado con el
índice de su mano derecha. Se disculpó más de una vez por la caligrafía, que era muy
precisa. Resultó ser, a pesar de su modestia, el oficinista perfecto. Lo que me resultó
absurdo fue el extraordinario cuidado con que se prodigaba en las transacciones más
triviales.
Le pregunté de manera tan casual como me fue posible en qué dirección pretendía
expandir el negocio con el capital que yo había invertido. Consideró la cuestión un
instante antes de responder, y luego dijo que por supuesto había varias posibilidades,
pero que lo principal en cualquier negocio, especialmente de tal calibre, era poseer
una reserva adecuada de capital flotante. Nunca sabes, dijo, cuándo lo vas a necesitar.
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Admití que parecía bastante razonable pero señalé que si juzgábamos a partir de
los registros de los últimos años difícilmente podríamos producir tanto dinero de
golpe.
Dijo que así era como debía ser pero que no demostraba nada. Al día siguiente
saldría y vería que no necesitaba seis libras sino siete. Era obstinado en su rechazo a
sacar ninguna conclusión del hecho de que en los últimos años nunca hubiese
comprado bienes por valor de más de tres chelines en un día, y gradualmente se puso
más irritable cuando se dio cuenta de que no estaba satisfecho con sus explicaciones.
Podía sentir su resentimiento mientras ociosamente me inclinaba sobre las páginas
del tercer volumen, y, dado que no deseaba discutir con él, sugerí que ya tendríamos
tiempo en el futuro para hablar del negocio y que por el momento estaba bastante
satisfecho y tenía ganas de ir a la cama. Su irritación terminó nada más decir esto, y
comentó que yo debía tomar una taza de cacao antes de bajar las escaleras.
Hirvió agua en un pequeño quemador cuya llama era azul casi transparente.
Como si no hubiese densidad de calor para aumentar la temperatura del agua
descubierta. La pequeña olla se posaba de manera precaria sobre tres radios de estaño
ennegrecidos por la llama y echaba vapor generosamente, durante un largo tiempo,
por debajo del punto de ebullición. La luz de la habitación era pobre. El tapiz, oscuro
por el día —un pesado cervatillo anastomosado por zarcillos de flores, bayas, hojas,
todo marrón— ahora era más oscuro, oscuro en las esquinas al punto de desaparecer;
y mientras Peter se quedaba mirando la llama y la olla de agua como si supiese
cuánto esperar, aún curioso —doblándose un poco para examinar la llama y luego
vertiéndola en la olla— y nervioso al mismo tiempo, tenía la sensación de no estar
ahí… de ser una influencia perjudicial en un lugar cuyo siglo y cuya orientación no
eran los míos, examinado por los ridículos bustos sin ojos y con tres enormes e
indescifrables tomos en la mesa frente a mí, que era indescifrable no porque no
pudiese sumar o restar o seguir las entradas sino porque, habiéndolo hecho, fui
incapaz de alcanzar su significado: podía verlo, y habiéndolo hecho tuve una
irresistible sensación de que había de algún modo perdido el sentido. Peter aún se
ocupaba de la llama y parecía preocupado. No hablaba. Si no hubiese sido por el
nerviosismo que parecía amarrado a su gesto de espera habría pensado que se había
olvidado que estaba con él en la habitación. Pero así las cosas, era obvio que no. Se
me ocurrió que por una u otra razón no tenía confianza al hablar. Sus labios estaban
sobre las encías de un color pálido rosado en la que una fila de dientes marrones
aparecían empotrados, muy desiguales, y solo en la quijada inferior. Estaba haciendo
cacao. Quería implicarse en ello para librarse de mí. A la vez, quería hacer algo
gratis. Supuse que era su manera de mostrar su desaprobación y al tiempo significar
que todavía se consideraba a sí mismo mi amigo, mi compañero. Me pregunté si se
dio cuenta de lo extraño que todo aquello me resultaba. No era consciente de que
hubiese nada familiar en la habitación. Todo —el propio Peter, los objetos
misceláneos— era trivial, porque él estaba tan implicado, solemne. Era como un
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teatro de marionetas, pero extrañamente los títeres se movían por sí mismos. Yo solo
podía mira desde fuera. Vi crecer su impaciencia. Y entonces, tras un instante de
vacilación, removió en el agua el polvo marrón. Mientras lo hacía, comprendí que no
era la mejor forma de hacer el cacao, aquel cacao tendía a condensarse en terrones si
se espolvoreaba en agua caliente, y quise decírselo y entonces vi que no podría
porque pensé que yo tenía que estar equivocado. Pero en el tiempo que no hablé supe
que no.
Aquí lo tenemos, dijo al fin, retirándolo del fuego. Siguió removiendo mientras lo
llevaba humeante y aún sin hervir a la mesa. Puedes poner los libros en el suelo, dijo.
Luego los retiraré.
Puse los tomos, uno encima de otro, a mis pies, y él situó dos tazas frente a
nosotros y las llenó con un cacao que era fino y aguado como el té, sobre la superficie
de las cabezas de alfiler de polvo no disuelto, las cuales había previsto cuando miraba
sus ineficaces esfuerzos para removerlos, flotaban como insignificantes bolas de
oscura arena mojada. Derramó un pelín en la mesa y lo secó con un arrugado pañuelo
rojo que encontró en el bolsillo de su chaqueta.
Mal camarero, dijo apologéticamente.
Cabeceé.
No está dulce, dijo después. No tengo azúcar.
Dije que no importaba, que así era como me gustaba, y nos sentamos el uno frente
al otro esperando a que se enfriase un poco antes de beber. Dijo que le gustaba el
cacao porque le hacía dormir bien, que a veces en mitad de la noche a causa de su
insomnio —su madre también había padecido insomnio— trabajaba un poco con los
tomos.
Siempre hay algo que hacer, ya sabes, dijo él.
Le gustaba hacer todas estas entradas con un lápiz blando, un 3b, porque se
borraba con facilidad, y solo entonces, cuando había supervisado sus cifras y
estudiado el inventario, lo pasaba a tinta. Para esta última operación le gustaba usar
un portaplumas y un plumín metálico tomado de un viejo pastillero en el que
guardaba muchos plumines de varios grosores, formas y flexibilidades, cada cual, tras
ser usado, era secado cuidadosamente en un limpiaplumas que había hecho él mismo
con absorbentes secciones de trapo, de forma circular, cosidos con un botón de
pantalón a cada lado. Quería mostrarme sus plumines, dijo, y se levantó con su cacao
intacto y fue al armario. Volvió con una caja de zapatos de cartón que puso sobre la
mesa frente a él mientras se sentaba de nuevo. De la caja de zapatos sacó la caja de
pastillas, revestida en papel tisú, y volcó un montoncito de plumines sobre la mesa.
Mientras tintineaban contra la mesa sus ojos se encendieron. Los plumines eran
dorados y plateados y azules y marrones. Eligió uno dorado, que tenía dos tubos en la
parte inferior, y me lo entregó con una sonrisa.
Es uno que está de moda, dijo. Su tono era de disculpa. Se supone que tiene tinta
para quinientas palabras. Siempre se seca.
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Dijo que era bueno hacer una prueba con todos los nuevos plumines antes de
arriesgarse a usarlos en los tomos; estuve de acuerdo.
Siempre se seca, dijo otra vez. No sé por qué lo guardo. He querido deshacerme
de él desde que lo tengo.
Pero me lo quitó de las manos, no obstante, y lo soltó otra vez en la caja de
pastillas. Siguió explicando los méritos de cada plumín, sosteniéndolos para que los
viese, pero sin dejar que los tocara. Esta renuencia a dejarme mirarlos por mí mismo
me molestó un poco. No supe por qué siempre que hacía un gesto de aceptar
cualquier plumín lo sostenía hacia la luz para que examinase el arpón la punta en
forma de espada, el contorno de la hendidura o el agujero, lo devolvía a toda prisa a
la caja de pastillas y lo soltaba dentro. Me exasperaba cada vez más al final y,
cansado, dije bastante grosero que su cacao se enfriaba.
Levantó las orejas un momento, como si no hubiese captado lo que dije, y luego
de repente sonrió y me dio las gracias por recordárselo. No le gustaba demasiado
caliente pero tampoco muy frío, dijo. Y luego, tras dar dos o tres sorbos indecisos y
mostrar su desdentada mandíbula superior, admitió que siempre elegía el plumín que
le tocaba en cada ocasión con sumo cuidado. Era más exacto así, dijo. Aunque no
pude seguir bien lo que quería decir, dije que suponía estaba en lo cierto, y él dijo de
nuevo, ah sí, es más exacto. Tras eso, bebimos un momento sin hablar.
Cerró la caja de pastillas y la devolvió a la caja de zapatos cuyos otros contenidos
había tenido gran cuidado en esconder de mí, y entonces, como si hubiese olvidado lo
que acababa de decirme, me preguntó qué pensaba de los tomos. Espero que
estuviese satisfecho con ellos, dijo, y cuando dije que sí, cabeceó y dijo que todo este
tiempo había sabido que lo estaría, pero que era un alivio tener mi convicción
personal sobre el asunto. Aparte del hecho de que era su compañero y que
naturalmente quería que estuviese satisfecho, estaba contento de haber tenido la
oportunidad de escuchar una segunda opinión. Siempre lo había considerado
importante, aunque, hasta entonces, no tuvo la suficiente confianza con nadie para
mostrar los tomos. Uno tenía que ser cuidadoso.
Dije que sí. Le pregunté qué motivo tenía para confiar en mí. Era difícil de decir,
dijo. Pero desde el principio se había sentido bastante seguro.
Se lo agradecí sin entusiasmo. Estaba cansado. Había terminado mi cacao, que no
había disfrutado. Mientras permanecía de pie para irme, me pregunté qué actitud
mostraría hacia mí si supiese que estaba siendo buscado por la policía. Ya no me
sorprendía su falta de comentarios al hecho de que algunos hombres presuntamente
me buscaban. Él lo aceptaba, lo creía, y ahí se acababa el asunto para él. No le
interesaba.
Nada podía venirme mejor.
Al decir buenas noches estrechó mi mano calurosamente y dijo que saldría como
siempre al día siguiente. Y entonces, mirando a los lados y rascándose la cabeza, dijo
algo sobre tener un espacio pronto.
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Dije que confiaba en su juicio, que él tenía más experiencia, y que aquello parecía
agradarle. Se inclinó sobre el pasamanos solícitamente mientras bajaba las escaleras a
mi habitación.
Estaba aburrido y cansado. Leí un libro por un instante y después freí un huevo.
No tenía hambre. Pero prepararlo y comerlo ya era alguna actividad. Al terminar pasé
cinco minutos limpiando la sartén con periódicos viejos. Tenían más de diez años y
estaban amarillos, y la urgencia de impresión parecía fútil, como afectaciones de una
vieja instantánea.
Había estado más de tres semanas en casa, y ya había decidido que sería seguro
abandonar la ciudad en tren al día siguiente. No había dicho nada de mis intenciones
a Peter. De algún modo, creí, a él no le convencerían. En tres semanas había llegado a
saber que el mundo de la policía y los insignificantes criminales como yo, además del
mundo entero, no existían para él, o solo de un modo extraño y oblicuo. No es que le
preocupase mi seguridad. Él era difícilmente consciente de mi peligro. Simplemente
pensé que mi decisión de dejarlo y nuestro compañerismo estaría más allá de su
comprensión. Al tiempo fui inquisitivo para saber lo que él hizo durante las largas
horas que se suponía que estaría recogiendo trapos y periódicos. Fue aquello lo que
me hizo decidir seguirle.
Fue después de las diez de la mañana siguiente cuando le escuché bajar las
escaleras por mi descansillo y salir. Mi mochila ya estaba hecha, y le había dejado
una breve carta agradeciéndole su amabilidad y disculpándome por mi repentina
salida. Pude verle desde la ventana. Vacilaba en la calle, y entonces, como si algo
acabase de ocurrirle, echó a correr a la izquierda en la calle. Llevaba una bolsa
pequeña de papel marrón y no andaba muy rápido.
Momentos después lo estaba siguiendo a una distancia de unas veinte yardas. Lo
primero que me impactó es que no parecía ir a ningún sitio en especial. Con
frecuencia doblaba ángulos a la derecha, casi como si volviese a seguir su modelo, y
vacilaba por un largo tiempo en cada cruce principal. Desde atrás, sus gruesos
pantalones grises tenían un aspecto arrugado. Le quedaban demasiado largos por las
piernas. Sus pies sonaban como arrastrándose mientras caminaba, con sus marrones
zapatos alabeados cuyas palas estaban rotas y descosidas. Llevaba una chaqueta de
sarga azul marino raída en puños y codos, y un sombrero fedora gris de alas
ridículamente amplias. Me pegunté qué habría en la bolsa de papel. Le seguí la pista
de cerca. De esa manera, pensaba, la gente se fijaría en él y no en mí; el sombrero, la
bolsa de papel, los pasos desgalichados y arrastrados.
Era una agradable mañana y las calles estaban bastante llenas.
A veces, de cuando en cuando, le perdía de vista, y una vez casi le pierdo del todo
cuando de pronto giró en una esquina sin advertirlo yo. Vacilé en los cruces y a punto
estuve de marcharme en la dirección equivocada cuando lo vi venir por la acera hacia
mí. Me aparté fuera de su vista a la entrada a una tienda, y al momento ya estaba
vacilando en la esquina a algunas yardas. Finalmente cruzó la calle y siguió la
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principal vía pública hacia el parque.
Mientras lo seguía al parque, me preguntaba qué posible motivo tendría para ir
hacia ahí. El parque estaba casi vacío. La mayoría de los hombres de mi edad estaban
trabajando, y aquellos que no lo estaban llamaban la atención. Estaba bastante
enfadado conmigo mismo por seguirlo. Dos hombres jóvenes y una chica pasaron por
el camino; estudiantes, pensé, pues llevaban libros. Cuando me vieron se detuvieron
riendo, y por un momento pensé que me habían reconocido. Pero entonces pasaron de
mí y siguieron riendo, la voz de uno de los hombres volvió a mí, elevada, artificial, y
entusiasmada, como si imitase a alguien, y entonces la chica rio de nuevo. Me giré
para verla. Caminaba entre ellos, balanceando un bolso en forma de olla con una
larga correa de cuero, zapatos planos y un vestido de verano, y sorprendentemente
rubia, su pelo crecía graciosamente desde el cuello en una cola de caballo anudada.
Era piropeada y deseada por ambos. Me sorprendió de pronto lo bobo que había sido
al alarmarme. Aparte de algunos policías, no había posibilidad de que nadie me
reconociese.
Peter trepó un terreno que llevaba a la cima de la colina, más como un molino que
como un hombre. Había algo perturbador en él. No fui capaz de subrayarlo hasta
después. Lo que me resultó cercano fueron las extremidades fuera de control, como
algo perdido que debía haber estado ahí, la ausencia que, siendo más reveladora que
lo que queda, impacta profundamente, casi personalmente, haciéndole a uno sentir
que se encuentra cara a cara con el subhombre. Los muertos son así, y los lisiados, y
Peter lo era. Mientras subía hacia la línea del horizonte, un triángulo de luz matinal
blanca pendía entre las piernas negras, y el aro de su espalda y sus brazos se torcían
horizontalmente como una tuberosa raíz sobre ellas, y la cabeza, una cocorota bajo el
amplio borde del sombrero, miraba hacia ninguna dirección como si la dirección
fuese ahora irrelevante, y el parque y el tráfico más allá de la carretera y la gente que
caminaba por ahí también fuese irrelevante, todo salvo el gratuito movimiento en el
cual estaba implicado y que no era el suyo porque aquel hombre estaba ausente.
Cuando llegué a la cresta de la colina miré abajo al estanque de los patos. Estaba
ahí, inclinado adelante en la verja; una de sus manos en la bolsa de papel marrón
extrajo pan con el que alimentó generosamente a cuatro patos que graznaban. Estaba
demasiado enfrascado en lo suyo para que me pudiese advertir. Lo miré unos minutos
sin moverme, y luego, como no deseaba que me reconociese, me giré y me alejé
lentamente. Era casi de noche. El tren salía de Central Station en cincuenta minutos.
Podría cogerlo. Mi última visión de Peter permanece en mi memoria. Se había
quitado el sombrero de ala ancha y estaba secándose la frente con su pañuelo rojo
bajo su fino pelo al viento.
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Segunda parte
Octubre de 1950
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Carta a Jack
Queridos Jack y Marjorie,
Hicimos el trayecto de Newhaven a Dieppe porque era más barato. El mar estaba en
calma, el sol brillaba y el muelle estaba atestado por un alegre grupo de peregrinos
que se dirigían a Roma debido al año santo; cualquier sociedad céltica, cada miembro
con el inmenso ojal de un lazo verde y amarillo. Cantaban en gaélico.
Sobre el vapor probamos el pan francés por vez primera: igual que nuestras barras
vienesas solo que más largas, con más sabor y una corteza más gruesa. La comida
consistió principalmente en pan y varios fiambres muy condimentados.
Dieppe aún muestra sus cicatrices. Edificios de escombros, hechos pedazos, la
masonería hundida. La vía del tren está sin vallar. Los trenes salen de Dieppe a la
altura de la calle junto a furgones, bicicletas cargadas y carretas de fruteros
ambulantes.
Cuando registré el equipaje en la aduana de la Gare St Lazare eran las 8 p.m., casi
doce horas desde que salimos de Londres. Betty y la pequeña Jacqueline,
naturalmente, estaban muy cansadas. Comimos un bocadillo de jamón y bebimos
Cinzano. Luego Jacqueline desapareció. ¡La encontramos minutos después jugando
con un hermoso gato blanco atado a una enfurruñada señora con un tira de charol
rojo! Disculpas en nuestro francés vacilante y reverencias, y nos retiramos a nuestra
mesa. En busca de un hotel…
Teníamos muy poco dinero y éramos renuentes a entregarnos a manos de ningún
conductor de taxis francés. Dejé a Betty y a J.
en el café de la estación y bajamos a la calle. El aire de la noche radiaba neones
multicolores. En cada esquina había un café con mesas sobre la acera. Vendedores de
castañas asadas, cacahuetes, langostinos, cangrejos, mejillones, ostras. Surrealismo
consciente en todos los afiches. Uno no se detiene en París en los cruces. Uno sigue y
sigue conduciendo con el freno y la bocina.
Eran las diez cuando volví a St. Lazare. Había encontrado un pequeño hotel en el
10th Arrondissement, cerca de la Place de la Republique. Una semana más tarde, en el
mismo distrito, teníamos una habitación amueblada donde cocinar, una pequeña
habitación sobre la planta cuarta de un hotel destartalado. Por esta habitación —su
estado es atroz— pagamos más de diez libras por mes. Esta es una de las anomalías
del París moderno. El parisino, como norma, paga una renta ridículamente baja. El
extranjero paga como unas diez veces más. Las comidas en los restaurantes son muy
caras. Es mucho más barato hacerlas uno mismo. Las tiendas están plagadas de
comidas apasionantes, si bien los precios son mucho más elevados que en casa.
En la habitación de al lado vive un violinista. Empecé a desesperarme por mi
francés porque no podía entender una sola palabra de lo que decía. A duras penas
trataba de seguirle. Educadamente se puso a hablar más despacio, acentuando el
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infinitivo del verbo y moviendo las manos en el aire. Fue solo al cabo de una semana
cuando supe que era brasileño y que no sabía hablar francés. Conocía como unas diez
palabras de la lengua, las cuales arrojaba con una viciada soltura latinoamericana que
parecía proclamarlo maestro del idioma.
La «elite intelectual» —si uno cree al gerente del café Deux Magots— está en St.
Germain des Pres. Es ahí donde los clubs nocturnos ofrecen «Les soirees
existentialistes». Es este pelo largo, la conversación, la evidente trampa para los
turistas, lo que me lleva a pensar (quizá cambie de opinión) que el núcleo creativo
está en proceso.
De momento prefiero Montmartre. Si hay una gran trampa para turistas, al menos
es una trampa profesional, aunque el escenario del Boulevarde St. Michel y St.
Germain parece una de aficionados, una unión de superestudiantes donde los
estudiantes no son necesariamente universitarios. Ganan un montón de dinero, en
cualquier caso, en Montmartre. Estoy seguro de que tiene que haber algo bueno en
hacer dinero. Yo nunca parezco hacerlo por mi mismo.
Llevábamos en la habitación amueblada al menos una semana cuando advertimos
que no estábamos solos. Estábamos infestados de una variedad de chinche que se
pone roja con los banquetes de sangre. Había leído sobre ellas, en Miller, en Céline,
en Elliot Paul. Pero aunque reconocía su existencia, antes había pensado en ellos (qua
dramatis personae en autobiografías) como una especie de licencia poética. Una
noche estuve paseando por Montmartre y luego regresé a la habitación. Rápidamente
me quedé dormido. Luego fui consciente de que la luz estaba encendida y Betty,
agarrando con firmeza su ropa de dormir, me decía que despertara; ¡chinches!
Magníficas criaturas gordas saturadas de sangre nuestra, minucias babeando
hambrientas desde las paredes. Pasamos una hora mirando cada raja de las sábanas,
las mantas, el colchón. Encontramos una cerilla gastada bajo el colchón. Sin duda una
trampa para chinches de un anterior inquilino. El brasileño de la puerta siguiente me
dice que lleva tres meses luchando contra el avance de «la peste». Un hombrecillo
extremadamente pulcro, frenético pero inútil. Y por el momento nosotros también
somos inútiles. Pero nos mudaremos lo antes posible.
Vuestro siempre,
Alex
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Un encuentro
RECORDAR toda clase de cosas, rostros, voces, olores, situaciones, las cuales él
conocía pero de las cuales se había olvidado; casi, pensó, como si se hubiese
engañado a sí mismo para olvidarlas, marcas de miedo o de vergüenza eliminadas de
su memoria como un diario, una cama, o una habitación, porque ya no las deseaba,
porque ya eran irrelevantes, porque amenazaban su actual identidad; era consciente
de su propio rechazo hacia ellas, pero sólo era consciente de manera indirecta en la
vaga irritación que dejaba a la vista de sus colegas, quienes apenas habían existido
para él el día anterior, o a la vista de la mancha que se aferraba a la cola de la última
cifra en la columna de cifras que tenía delante.
Le hubiese gustado quitarse la chaqueta y la corbata anudada en un minúsculo
nudo rojo, apretada, en su garganta, pero desechó de nuevo aquella idea porque era
imposible con el viejo Beaking ahí sentado y uno de los compañeros, el señor Alan
Curtís o el joven señor Fenton, que probablemente aparecería en cualquier momento.
Desde las diez de la mañana el calor había sido inaguantable. Su comida, en la
sala de fumadores del restaurante en la calle, era picante, descolorida, insípida. El
estofado de conejo a uno con nueve peniques, todo hueso. Susie, la camarera,
convino con él al sugerir que consideraba el agravio como algo personal. Y nosotras
las chicas (la camarera) haciendo lo mejor para tenerles contentos a los caballeros
habituales. Era el nuevo cocinero, dijo. No podía hervir el agua sin chamuscarla. Él
seguía viendo el tenedor en la salsa fría, pequeños abalorios de grasa solidificada en
los dientes del tenedor. Susie retiró el plato con su mano colorada. Luego echó a
andar por la calle un momento, pero hacía tanto calor y las calles estaban tan
atestadas de gente yendo y viniendo a la hora de la comida que volvió temprano a la
oficina. Le molestaba el sol. Se extendía por los papeles que tenía delante y
destellaba dolorosamente en las lentes de sus gafas. Era un incordio. Sintió una vaga
y similar molestia contra las redondas nalgas gruesas de la señora Eileen Lanelly
apretándose bajo una brillante falda de sarga azul mientras se agachaba a coger un
lápiz en el suelo. Tenía la costumbre de dejar caer las cosas. Y hoy había cometido un
error con uno de los libros.
—Señora Lanelly, lo cierto —había dicho Beaking— es que en los seis años que
ha estado con nosotros he aprendido a esperar más precisión de usted. ¡Vaya error
bobo! ¿Qué dirán los auditores? —la señora Lanelly mantenía desde la niñez un aire
de culpa consciente. Ello espoleaba al señor Beaking y lo alimentaba como a un
pájaro.
—No puedo evitarlo, señor Beaking, ¡hace tanto calor! No puedo concentrarme
con este calor.
—El trabajo debe proseguir, señora Lanelly —dijo el señor Beaking con unos
finos modos agridulces.
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—Quizá si abriese las ventanas…
La ventana ya estaba abierta y un muro de aire viciado de la ciudad entró con la
luz del sol. El amplio mundo de la señora Lanelly disminuía según se enderezaba y se
dirigía hacia el archivador.
Una mosca se posó en la parte de atrás de su mano. Él se interesó por su
movimiento, en el apagado lustre de sus alas diminutas y sus ojos negros como
botones, planos, hacia afuera construidos como dos faros; se preguntó cómo sería al
microscopio y luego fue consciente de que el señor Beaking lo estaba mirando y dejó
que sus ojos se hundiesen sobre los papeles del escritorio. La idea de que la señora
Lanelly tuviera una vida sexual lo intrigó. Era, estaba seguro, una vida sexual
diminuta; una insectal, casi inexistente, más irritante que activa, y sofocada en
prendas de tweed, ciega, imponente, minúscula, hundida, cual hormiga lisiada bajo
un montón de tierra, en la amorfa masa de la carne que ella parecía atar cada mañana
con cierta dificultad en sus prendas.
Hacía un momento, de manera subrepticia, se había metido algo a la boca. Un
trozo de chocolate, supuso él. Había visto el papel de plata y el envoltorio prensado
en su papelera. Le apasionaba el chocolate.
El sol cayó sobre el señor Beaking y sobre la mosca y sobre los tinteros y
bolígrafos y sobre otros dos empleados varones, Riley y Wilson. Una cuña se
inclinaba hacia el archivador donde la señora Lanelly fingía estar buscando algo.
Apartó la mosca y se miró la uña del pulgar. El ruido del tráfico entró de la calle
por la ventana abierta. De pronto una avispa aterrizó sobre el libro, se arrastró apenas
unas pulgadas y entonces echó a volar de nuevo hacia el sol. El señor Beaking tosió y
Risley susurró algo a Wilson. No pudo escuchar lo que estaban diciendo. Los miró
sin interés. A James Fidler sus colegas no le caían bien y rara vez hablaba con ellos.
Cada mañana hacía un gesto con la cabeza al entrar, y luego los soslayaba cuanto era
posible. Los dos empleados eran una pareja tediosa, permanentemente entretenidos
de un modo estúpidamente hermético. Siempre le había sorprendido de un modo
ridículo que cinco personas con tan poco en común pudiesen pasar la mayor parte de
sus vidas despiertas juntos, archivando, indexando, manteniendo en orden los libros.
Supuso que tendrían sus razones. Para Beaking, que tenía más de sesenta años,
representaba su carrera. Para el propio Fidler era parte de la rutina; siempre lo había
considerado, o evitado considerarlo, en tales términos vagos. Riley y Wilson eran
niños crecidos. Iban a partidos de fútbol los sábados por la tarde. La oficina era su
empleo. Estaban libres a partir de las cinco y media. Y la señora Lanelly,
definitivamente, «necesitaba el dinero». Como si los demás no. Pero la señora
Lanelly parecía convencida de que necesitaba el dinero de un modo distinto, el resto
de personal trabajaba y estaba bien que así lo hiciera, pero la señora Lanelly trabajaba
porque necesitaba el dinero, quizás el descuido de Dios. Aquella impresión la obtuvo
después de escuchar conversaciones.
La tarde casi había terminado. A las cinco y media cogería un autobús al barrio
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donde vivía y cenaría con su madre y su hermana. Era un absurdo que aceptaba, otro
más. Cada tarde caminaba hacia un autobús que lo llevaba adonde nunca había
decidido estar.
Su hermana le espantaba, una mujer anaranjada y quebradiza y delicada de
cuarenta y muchos que había crecido siendo una joven mujer desgarbada a la que él
había sorprendido en el acto de admirarse a sí misma en el espejo del gran armario, y
quien, aún desnuda y fatal, se había encontrado con él en su habitación aquella noche
y luchado sobre su cama. Ni su hermana ni él habían referido el incidente. Siempre se
habían caído mal mutuamente. Viéndola ahora, era difícil creer que hubiese ocurrido.
Kate Fidler trabajaba en una confitería; tal vez precisamente por eso le
disgustaba. Ella estaba resignada. Respetaba «a sus superiores», era una mujer sumisa
que servía caramelo y chocolate y toffees y empolvaba su rostro con un polvo rosa
muy brillante que cubría su nariz en feas islitas. Lo llevaba porque era polvo; «todas
las chicas se empolvaban». Nunca utilizaba un espejo.
No hubo conversación a la mesa. Kate le rechazaba. No tenía ambición, dijo ella,
pero siempre para la otra mujer, la madre; ella nunca le hablaba directamente. Y la
conversación de su madre se limitaba a su artritis crónica. No era una comida
agradable. Es por eso por lo que él le desagradó el conejo a la hora de la comida,
estaba ansioso por su comida en la sala de fumadores. El plato de la noche siempre
era el mismo. El reloj de la abuela sonaba. Fidler miraba su plato, contemplando lo
que había en él, duros bocaditos de carne guisada o bacalao hervido, poco apetitoso y
transparente como velas, consciente todo el tiempo del olfateo de Kate y del ruido de
sorbitos que venía desde su madre al tomar la comida. La propia casa estaba
desordenada, anónima, y un viejo olor femenino la invadía. La mosca había
desaparecido. Por el rabillo del ojo él vio cómo la señora Lanelly se alejaba desde el
archivador.
—¿Has terminado, James? —dijo Beaking.
—Un momento, señor Beaking.
—No sé a qué viene la gente a esta oficina —dijo el jefe, refiriéndose a todos, y
miró al reloj—. Un poco de sol y toda la rutina se echa a perder.
La señora Lanelly le estaba sonriendo, era una mirada de complicidad ahora que
se había dado la vuelta. Se sentía incómodo y la soslayó. Como «ayudante del jefe»
—no era su título oficial pero era él veterano cuando Beaking estaba de vacaciones.
¡Ah, Fidler, por supuesto!, decía el señor Alan Curtins en esas ocasiones— lo
consideró impertinente por parte de ella. Se burlaba de sus propios sentimientos, pero
era una cuestión de costumbres. La señora Lanelly era, relativamente, una recién
llegada, mientras que el propio Fidler había estado en la firma durante casi veinte
años; las millas de caligrafía, los sellos de la oficina, los interminables sujetapapeles,
eran parte de su pasado tanto como la pequeña cicatriz encima de su ojo derecho o las
escasas aventuras que había tenido con mujeres. La mueca de Eileen Lanelly
recordaba aquellas aventuras; era amistoso, ella le estaba invitando a hacer algo
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juntos, y él se vio a sí mismo ofendido por la propuesta.
Intentó concentrarse en las cifras que tenía delante, pero se habían vuelto
insignificantes. Su ojo regresó al manchón y ahí se quedó. La mosca caminaba por el
papel hacia su mano. Por un momento captó su atención y entonces empezó a pensar
en sus dos semanas de vacaciones, que daban comienzo el lunes siguiente.
El cielo se estaba nublando.
El señor Beaking se puso el sombrero, y Riley y Wilson fingían ordenar sus
escritorios. Eran una pareja engreída.
—James —dijo el señor Beaking—, ¿me pregunto si le importaría terminar antes
de salir? Si no tiene prisa.
Hizo un gesto con la cabeza. No tenía interés en llegar pronto a casa.
—Y usted, señora Lanelly, si pudiera corregir ese pequeño error en el libro.
—Sí, señor Beaking.
—Use el nuevo borrador, señora Lanelly. No deja esa fea marca que hace el
antiguo.
—Sí, señor Beaking —una voz cantarina. Diez años más joven para ella.
Beaking la ignoró.
—Buenas noches Riley, buenas noches Wilson —dijo él. Captó por un momento
el ojo de Fidler y luego salió tarareando.
Cuando se fue, Wilson hizo un guiño a Riley.
—¡No se olvide de echar la llave, James! —dijo Wilson con un rictus debajo de
su pequeño bigote negro.
Riley sonrió y cerró de golpe la tapa de su mesa.
—Parece que llueve —dijo.
—Truena.
Fidler les ignoró.
—Venga, Riley —dijo Wilson, y juntos salieron. Escuchó las pulcras voces
desagradables mientras se desvanecían en el pasillo. Wilson estaba casado. Hace
cuatro años Fidler había donado cinco chelines para su boda. No podía recordar qué
fue lo que ellos le dieron, un objeto metálico con una inscripción necia.
La señora Lanelly se giró hacia él. Ahora estaban solos.
—Se creen graciosos —dijo ella, pero él no respondió. Parecía estar absorbido en
los papeles frente a él.
Caminó a la ventana y miró.
Cuando él alzó la vista, ella estaba encendiendo un cigarrillo. Él advirtió que una
de sus medias tenía una carrera abajo y detrás de su rodilla; desaparecía bajo la falda.
Sintió un repentino deseo de reír.
—Deje ya ese libro, señora Lanelly —dijo él tras unos momentos—. Quiero
cerrar.
Ella seguía de pie en la ventana, mirando afuera, con la cerilla apagada en su
mano. Riley y Wilson la llamaron Eileen.
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—¡Oh, puñetas, Beaking! —dijo ella—. Lo haré por la mañana antes de que él
venga. Ahora llueve, señor Fidler. ¡Mucho!
La lluvia se esparcía en pequeños gotas picando contra el alféizar de la ventana.
Automáticamente miró el perchero. No se había traído su paraguas y se sentía
vagamente enojado consigo mismo; rara vez salía sin paraguas.
—Oh, Dios —dijo la señora Lanelly—. ¡Vaya día! ¡Primero el sol y ahora esto!
¡No sé por qué la gente se queda en este país mugriento! ¿Alguna vez ha estado en el
sur de Francia, señor Fidler?
—No —puso el capuchón a su estilográfica y lo devolvió al bolsillo junto a su
pañuelo.
—Yo estuve —dijo ella—. Estuve en Niza y Montecarlo. No puedo entender por
qué la gente se queda aquí.
Ella era una mujer recia, tan alta como él, sus prendas siempre daban la impresión
de que se mantenía con alfileres.
—¿Por qué la gente se queda en ningún sitio o hace algo? —dijo él—. ¿Por qué?
—Cuatro libras a la semana —dijo ella—. ¡Es fácil!
Juntó los papeles.
—Podría ganar más en cualquier otro lado —dijo él.
—Oh, no sé, siempre habrá algo. La lluvia en junio. ¡Fíjese!
—Siempre —él estuvo de acuerdo. Miró su reloj.
—¡Mire! —dijo ella otra vez.
—Llueve mucho —dijo él—, pero no durará.
La lluvia fuerte nunca duraba tanto, la lluvia fina duraba días. Eso lo había sabido
desde que era un niño, como los copos de nieve en enero y los azafranes en febrero.
Se preguntaba cuántas veces en su vida había dicho estas mismas palabras: «Es fuerte
pero no durará…», como si estuviera enunciando una proposición medio evidente.
—No, gracias a Dios —dijo la señora Lanelly.
Evidentemente también formaba parte de su pasado y parte de su juventud. Se le
ocurrió que no sabía mucho de la señora Lanelly. Esta es la señora Lanelly, canta en
el coro de nuestra iglesia. La señora Lanelly viste faldas ajustadas y coge un catarro
cada marzo. Ella «necesita el dinero». Cuando llegó por primera vez a la oficina,
Riley había salido con ella una o dos veces —«por pasar un rato agradable»— pero
aquello no condujo a nada, y ahora difícilmente se diría que estuvieran en buenos
términos. Ella tenía frío, dijo Riley.
—Beaking dice que este año no puedo coger mis vacaciones hasta septiembre —
dijo la señora Lanelly—. ¿Se lo imagina? Quedarse sentado en un sitio asqueroso
todo el verano y luego dos semanas, ¡dos semanas! —ella se había quitado uno de sus
pasadores y lo aguantó en la boca mientras se peinaba—. Creo que voy a ir a ver al
viejo Curtís para hablar del tema.
Tenía el pelo del color de un ratón.
—Mejor con Fenton.
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Ella devolvió a su sitio el pasador y se rio.
—Oh, ¡él no! ¿Sabe qué dijo? «Si va a hablar con el señor Beaking, señora
Lanelly, estoy seguro de que él la tendrá en cuenta». ¿Se lo imagina? ¡Fenton! ¡Teme
a la muerte de Beaking!
Fidler sonrió. Era la primera vez en seis años que verdaderamente había hablado
con la señora Lanelly. Le gustaba su explosividad, era fresca, femenina. Y no era
vieja. Se encontró a sí mismo preguntándose cómo sería hacer el amor con ella.
—¿Está lista? —dijo él—. Quiero cerrar ya.
—¿Cerrar? ¿Por qué? ¿Qué hay para robar? Algunos informes mohosos.
—Y el nuevo borrador —dijo él, y se rio.
—Estoy lista cuando usted lo esté, haré el libro de contabilidad por la mañana.
—Bien.
Le agradaba, de algún modo, desafiar así al señor Beaking. Nunca había pensado
en ninguna actitud insolente, más allá de interponerse fuera de su madre y hermana.
No es que tuviese la renuncia de Kate, que era indulgente; aceptaba al señor Beaking
y el orden que él representaba, sin comprometerse porque su deseo de rebelarse no
era más fuerte que su deseo de rendirse; no podía encontrar ningún motivo en él para
hacerlo, tampoco. El triunfo abyecto de Kate, la certidumbre que hablaba a través de
los finos labios viejos de mujer, le ponían enfermo. Era insano. La impertinencia
rebosante de la señora Lanelly se estaba refrescando.
Sacó su polvera, arregló el lazo de su cuello, y los dos bajaron juntos las escaleras
a la puerta de la calle. Aún caía pesada la lluvia, repicando blanca sobre las aceras.
Pensó que llevaba lloviendo justamente diez minutos.
—No durará mucho más —dijo él, levantando la vista a la calle.
Salvo por el tráfico, la calle estaba casi desierta. Alguna gente con paraguas
caminaba aún, inclinándose adelante contra la lluvia. Otros se amontonaban en las
entradas de las tiendas. Él escuchó sus labios decir «psché» con irritación.
La señora Lanelly hizo una sonrisita.
—Es como una ducha —dijo él.
—Un monzón.
—¿Qué ha dicho?
—Un monzón, —dijo él.
—Ah, pensé que había dicho que pararía pronto[6].
—Me gusta la lluvia —dijo él.
Ella no respondió. Quizá no le había escuchado. La lluvia siguió cayendo frente a
ellos como una cortina de centelleantes abalorios. Pequeños pozos de petróleo de
agua crecían desde debajo de las ruedas de los tranvías que pasaban.
Pensó en invitarla a tomar algo.
—Podríamos, sí —dijo la señora Lanelly—. Sería mejor que quedarse aquí. De
pronto hace frío.
—Volverá a hacer bueno después de la lluvia —dijo él—. No vendrá mal.
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—A mí me gusta la lluvia —dijo ella—, pero marchémonos. Hay un bar enfrente,
¿no?
—Sí, el Royal.
—Saldremos a toda mecha —dijo ella—. Aquí, debajo —ella sostuvo su delgado
chubasquero de plástico sobre sus cabezas—. Sujete el otro lado.
Lo hizo, y cuando había vuelto su cuello con la mano que le quedaba libre,
echaron a correr por la calle juntos y atravesaron la puerta de molino.
—¡Oh, Dios mío! —dijo ella, con la respiración ahogada y riendo—. ¡Estoy
empapada! —miró hacia abajo—. ¡Puñetas! Se me ha hecho una carrera en las
medias!
La señora Lanelly, sorbiendo su jerez, se sintió cómoda por primera vez ese día.
El bar estaba lleno, húmedo y cálido por las prendas mojadas de los clientes. Eran
casi las seis. Fidler estaba bebiendo whisky y escuchaba distraídamente la lluvia
amainando. Era consciente de sí mismo en el espejo de la pared, un hombre delgado
con gafas, poco atractivo, con un permanente paso encorvado y todavía con su blando
sombrero descolorido; y el perfil de la mujer junto a él; podía sentir el calor de su
cuerpo cerca de su propia mandíbula, los labios grandes y los ojos grises empotrados
como cómicos botones en su rostro carnoso, le excitaban. Ella olía a prendas
húmedas y a maquillaje y a hembra.
—¿Vive lejos? —preguntó la señora Lanelly.
—No mucho, como a unos veinte minutos en bus, unas pocas paradas tras East
Park.
—Ah.
Ella le estaba mirando de manera casi conspiratoria y él se sintió atraído y
repelido al mismo tiempo; grande y suave y patoso. «Nuestro elefante», Riley dijo
una vez con esa risilla lasciva suya. Riley tenía el rostro de un zorro, rojo y afilado.
Fidler estaba pensativo. El «ah» había sido evasivo. Se preguntaba si lo habría
preguntado simplemente por cortesía.
—¿Y usted?
—Está tronando otra vez —dijo ella.
Era un aplauso fuerte que rompió lentamente dentro del bar atestado. Por un
momento todo el mundo se quedó en silencio, y luego los cristales tintineantes y las
risas volvieron.
—Siniestro, ¿no?
Había dicho una cosa estúpida, creyó él, porque no era del todo siniestro. Aquello
no era lo que él había querido decir. La palabra había saltado a sus labios,
simplemente porque pretendía ser el primero en romper el silencio; era como si
cualquier palabra sirviese.
—Cuando era una niña me solía preocupar —dijo ella—. Pensaba que se trataba
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de una especie de terremoto. Conocí a un hombre al que le cayó un relámpago.
Él supuso que ella mentía, inventándoselo, pero no le molestaba porque la mayor
parte de la conversación le estaba pareciendo falsa, artificial, un juego de adaptación
dentro del mundo del otro en el que lo que se dijese era insignificante, para que el
otro reconociese la existencia de uno.
—¿Lo mató?
—¿Al hombre? Ah, claro, lo mató, al momento.
—Pero entonces yo era solo una niña. No me dejaron verlo.
—¿Le habría gustado? —Fidler se estaba preguntando a qué se parecería un
hombre impactado por un rayo. Electrocutado. Como en América hacían con los
asesinos.
—Realmente no sé si hubiese querido, no —dijo la señora Lanelly—. No
recuerdo. Es divertido pero no lo recuerdo. Todo lo que sé es que mi padre fue a su
funeral.
—¿Vive con sus padres?
—Ah, no. Los dos murieron. Tengo un cuarto amueblado.
—Tiene suerte —dijo él—. Yo vivo con mi madre y mi hermana.
Kate ya estaría en casa y estarían preparando la comida. Les molestaría que
llegase tarde.
—Ah, no sé —dijo ella—. A veces una se siente un poco sola, teniendo solo a la
señora Whelan para hablar. Ella es mi casera. Es irlandesa. Y no salgo mucho porque
no conozco a mucha gente. Salvo a la gente del coro. Son divertidos. Debería verles.
—¿Entonces es verdad que canta en un coro? Creí que Riley se lo inventaba.
Ella había dejado de sonreír.
—Sí —dijo ella—. Canto en un coro. Me gusta cantar. Riley no me gusta. Me
parece un imbécil.
Fidler hizo un gesto con la cabeza.
—¿Qué canta? Quiero decir, ¿qué es?
—Alto —dijo ella. Sobre todo hacemos cánticos e himnos.
—¿En la iglesia?
—Dos veces los domingos. En la práctica una vez a la semana. Esta noche, para
ser sinceros. Martes.
Por alguna u otra razón, Fidler se sentía incómodo. La gente que practicaba una
religión siempre le hacía sentir así. Los consideraba unos locos.
—¿Qué ocurre? —dijo la señora Lanelly.
—Nada, nada —dijo él—. Parece divertido, eso es todo. Su creencia en Dios y
tal.
—¿Quién ha dicho nada de Dios? —dijo la señora Lanelly—. Canto en la iglesia.
Me gusta cantar y me pagan una guinea a la semana por ello.
—¿Entonces no cree en Dios?
Ella se rio.
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—Creo que si existiera habría que acabar con Él. No, no creo. Creo en muy poco.
En mí misma, en la gente a veces…
—Sí —dijo Fidler, a quien le interrumpió la camarera que llegó con nuevas
bebidas. Las pagó y siguió—. Pero es difícil con otra gente. Hay una especie de
cualidad «como si» en sus acciones.
Quiero decir, uno actúa por sí mismo, pero otra gente solo actúa «como si»; nunca
se sabe.
Ella se rio.
—Sé lo que intenta decir —dijo ella—. Es verdad. Pero le pasa a todo el mundo.
—Sólo alguna gente no lo reconoce —dijo Fidler—. Dan por hecho que pueden
conocer a otra gente.
—Sí —dijo la señora Lanelly—. Sabe, yo salí un par de veces con Riley cuando
llegué al principio a la oficina. Decía que no pensaba que hubiese ningún problema
de comunicación en el siglo veinte. Decía que teníamos cine, radio y televisión. No
podía entender por qué no le dejaba acostarse conmigo.
Ella alzó su jerez a la luz, lo miró de cerca y luego bebió.
—¡Me emborracharé para el ensayo del coro! —se rio.
Ella se había llevado otro cigarrillo a la boca. Él se lo encendió.
El ruido de la lluvia se había detenido, algunos ya estaban yendo hacia la puerta.
—¿Por qué no se marcha? —dijo de pronto, expulsando la primera calada de
humo hacia arriba desde la parte gruesa de su labio superior—. Si no le gusta estar
con su familia, seguramente pueda marcharse.
—Tendría que esperar primero, supongo. No sé. En verdad nunca he pensado en
ello.
—No puede esperar a marcharse en malas condiciones —dijo la señora Lanelly
—. Le corresponde a usted, a fin de cuentas.
Él tenía la impresión de que ella estaba distanciándose de él. El neón que brillaba
en el bar le hería los ojos. Uno de los grandes globos de helio estaba parpadeando,
algo fallaba en la conexión.
—No quiero nada con muchas ansias —dijo Fidler—. No es ese el asunto —y,
diciendo esto, sintió que mentía.
—Si es cierto que es usted el que tiene suerte —dijo la señora Lanelly—, Dios
mío, yo quiero tantas cosas.
—Quizá no sea cierto —dijo él de pronto. Se encontró a sí mismo alarmado con
el pensamiento de perder abruptamente la vaga sensación de intimidad física
proveniente del hecho de permanecer sentado cerca de ella en la calurosa habitación
atestada—. Quiero decir, quizá sea justo que no lo sepa, y al mismo tiempo es tan
duro vivir en suspense.
—Ya no llueve —dijo una voz.
Dos hombres pasaron apretados contra la silla de Fidler. Él se movió para facilitar
su salida.
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—Pensaba que sería diferente tras la guerra —dijo de pronto la señora Lanelly—.
Pero no, es igual. Peor si acaso.
—¿A qué se refiere?
—No sé. Debía haber sido diferente; no sé cómo.
Fidler no dijo nada. Era como si cualquier cosa que dijese fuese a ser falsa.
Ella miró su reloj y dijo que la señora Whelan debía estar preguntándose por su
paradero.
—Sí, parece que ya no llueve —él se acabó su whisky y se levantó.
Él le preguntó en qué iglesia cantaba.
—En la Limepark congregacionista —dijo ella—. Y por Dios. Deje de llamarme
señora Lanelly. ¡Me conoce desde hace seis años!
Él sonrió y la cogió del brazo y la guió por la multitud. Estaba a punto de decirle
que le llamase James; no lo hizo. Iba a guardarse la caja de cerillas en su bolsillo,
pero estaba vacía, así que la tiró.
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El ron y el pelícano
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semana de noches, nacido en el Palais de Danse, viviendo a través del justamente
iluminado ocaso del vacacional paseo marítimo, difunto sobre el borroso vuelo de las
escaleras enmoquetadas entre sus habitaciones. La primera vez, minuciosamente
consciente del tiempo, siempre fue, con la falda solamente floja y en parcial colusión
—hasta que el elástico en sus dedos estuvo húmedo, bastante húmedo—, la mejor, la
más escalonada, haciendo circular la gradiente de su voluntad de manera transversal a
la suya, valiente contra la falta, obvia pero a causa de su escepticismo, y la de ella, de
resistencia. Sentir aquello, incluso imaginándolo, la vista, la sensación, el olor —al
principio él lo percibía en soledad y luego de manera más voluptuosa de un modo
cognado— era, enternecedor, alcanzar resuelto el futuro. Y la resolución aún le era
ajena, tales decisiones estando, como había advertido en más de una ocasión —
inclinado hacia atrás en el sillón de un dentista a la sombra de una grúa atroz, de pie
en el vestíbulo de palmeras de un cine con un pase sostenido entre su índice y su
pulgar— de algún modo ya allí, mientras la solución ya estaba allí aunque ambigua
cuando la señora Lanelly se detuvo para recoger de entre las piernas separadas el
lápiz que se había caído. ¡Oh, Mr. Fidler! La voz —burlonamente cantarina, los
dientes cuadrados ordenando palabras bajo los grandes labios de ella y el trabajo de
todo presente momentáneamente hasta que ella repitió su absurda petitoria de un sello
por valor 21 peniques y medio— que ya no significaba, incluso era agradable si uno
no consideraba las palabras sino los labios y la peculiar humedad ahogada con las
cuales las palabras eran pronunciadas. ¡Oh, Mr. Fidler!
Sin duda, en flujo, en reflujo, en procesión y recesión, en inoculación y en
polución, su vida era afortunada: salir, entrar, un autobús, una tienda, abrir y cerrar su
paraguas, su amarillo rostro cerca del rostro amarillo del barómetro, alguna cosa del
meteorólogo, Cirrus, cumulus, stratus, dijo él y añadió, Cirro-cumulus, strato-
cumulus, antes, bajando sus ojos a la altura de la calle, se giró, atrapó la imagen de
una casi-mujer con cintura de avispa y nalgas enrojecidas con el temblor de una
gelatina en la opresión de su falda, y pensó en sí mismo como material de
morfologista. Él pudo, supuso, haber sido pintor. Pero por decisión propia, era otra
cosa.
Debió haber sido una fría mañana en los primeros días de enero y su respiración
germinaba larga y blancamente desde sus fosas nasales. Su pellizcada nariz, y los
dedos de sus pies, casi vegetales de cuarenta años calzados, estaban fríos, un racimo
de dolor en sus extremidades. Dentro de su enguantada mano sostenía su nariz, no
para pensar, aunque él esperaba dar esa impresión, sino para calentarse. Le protegía
una bufanda contra el viento que cubría hasta las puntas de sus orejas y su mirada,
protegida bajo el ala del bombín cual cobijado animal, se movió desolada hacia el
exterior sobre su mano inclinada hacia los ennegrecidos setos congelados. Se le
ocurrió que la situación no era nueva o que si en particular lo era —esa mañana se
había cortado afeitándose y su piel estaba minuciosamente dolorida donde rozaba su
bufanda—, al menos le resultaba familiar. De aquello estaba en lo cierto. Y por un
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momento, superado por un vago sentimiento familiar, su mente dejó de operar. Y
tampoco aquello era nuevo. Sus procesos mentales con frecuencia eran afligidos a su
manera, atrofiados además antes de que propiamente pudiera haber pensado alguna
cosa, esta o aquella línea o (más exactamente) tal punto de especulación, tan solo no
tuvo lugar, o, si lo hizo, ocurrió de la manera más exasperante, colapsando de manera
abrupta al instante, su objeto, a menudo, en cualquier caso, simplemente verbal,
hundiéndose como una pastilla de jabón en un profundo baño. Tras unos escasos y
débiles intentos por recuperarlo, Fidler claudicó con consecuencia. En este momento
y en esta mañana en particular era la parada del autobús a su izquierda y los setos
congelados al otro lado de la calle los que gentilmente estaban ahí, en el subsiguiente
vacío. Y cuando se le ocurrió que los setos, igualmente negros e igualmente
congelados, habían estado ahí con anterioridad, recuperó sin esfuerzo el tren de
pensamiento que había evitado. Pero luego, de una manera familiarmente defensiva,
tosió y se distrajo con el sonido del bus que se acercaba.
Se montó en el bus y trepó al piso de arriba. Fue incapaz de recordar haberse
sentado abajo, nunca, salvo cuando su madre lo acompañaba, y a veces ni siquiera; su
deseo de fumar —sancionado en el piso inferior con una multa de cinco libras— le
concedía una buena razón de abandonarlo temporalmente y escapar de la intensa
experiencia de quince minutos públicos e inmóviles acompañado por ella. Pero por la
mañana, de camino a la oficina, rara vez fumaba un cigarrillo y de ahí que su
frecuente ascenso fuese difícilmente explicable. A menudo, mientras con fuerza
ascendía las escaleras metálicas, su paraguas agarrado con firmeza en una posición
perpendicular a él y los hombros encorvados bajo el áspero abrigo gris para evitar
abollar su sombrero con las protuberancias metálicas, le venía a la mente la ausencia
de propósito en aquel ascenso. Pero antes de que alcanzase la cubierta de arriba ya
era consciente de la familiar contracción cognitiva, de la familiar esclerosis en sus
procesos mentales, y en cuanto sus ojos estaban a la altura de la planta de arriba ya
estaba ocupado de manera exclusiva, más o menos, encontrando, si era posible, un
asiento en la ventana.
Había una doble intención en el hecho de hallar un asiento con ventanilla. En
primer lugar, y con independencia de la anchura de la que dispone un hombre sentado
—sin duda mayor que de pie—
, nunca había espacio para dos en un asiento, y hasta aquí, mientras el hombre de
la ventanilla a menudo estaba constreñido, él nunca estaba torcido, ni era presa de los
vigorosos movimientos de los demás peleando por entrar o salir. En segundo lugar,
sentarse sobre una sola nalga, sin periódico o ventanilla para distraerse del apuro de
uno, era más que lo que la dignididad de Fidler le permitía. Y cada mañana estaba
obligado a montarse en el bus sin periódico. Esto se debió a que desde la guerra, la
agencia de noticias locales había suspendido la práctica de repartir el periódico
matutino. La tienda era una estructura de madera anterior a la guerra cuyo propósito
era temporal, localizada a más de trescientas yardas de la casa de Fidler. Caminar tan
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temprano hasta allí por la mañana, ir de una calle lúgubre de casas unifamiliares a
otra y a otra más allá, era deprimente; tan deprimente que cuatro años atrás dejó de
hacerlo. Y de ahí que no tuviese periódico. Tenía que haber cogido un libro en su
lugar, pero aunque el viaje fuese demasiado largo para hacerlo sin periódico, también
era demasiado breve para sumergirse en un libro. Cada mañana, pues, sin libro ni
periódico, viajaba en autobús de camino al trabajo, e incluso en un asiento con
ventanilla el viaje era insoportable, de no ser por un particular punto de referencia
afortunadamente a medio camino hacia la oficina siguiendo la ruta del autobús. Salvo
en aquellas mañanas sin suerte, cuando no había asiento con ventanilla —el asiento
con ventanilla a mano izquierda—, se posaba precariamente en el deslizante fulcro de
un muslo, pasaba la primera mitad del viaje con una agradable esperanza y la segunda
mitad en cualquier conjetura casi indecente.
Los muslos de la negra tenían al menos un metro y pico de largo, luminosos como
el metal de las armas. Su abdomen de un metro —Fidler lo contemplaba con un
zumbido en las orejas— suavemente rosado y enorme desde los colgantes de seda
roja en sus curvos lomos que, impulsados hacia adelante desde las caderas, se
revelaban voluptuosos. Arriba, doblándose hacia atrás en una suave arista, la parte
superior del torso se derramaba desnuda salvo en el sostén hacia los lustrosos brazos
estirados sobre su cabeza para agarrar o casi agarrar la botella de ron en el pico del
pelícano.
Fidler podía pasar por alto el pájaro, y también la botella, pues siempre había sido
capaz de pasar por alto, por alguna especie de visión selectiva, el motivo ulterior en la
sonrisa dentífrica.
Tristemente, la duración de la imagen dependía por completo del estado de los
semáforos. En el mejor de los casos, el autobús se detendría en un alto con las luces
rojas justo frente a los enormes paneles publicitarios; a lo peor, su imagen
permanecería fragmentada cuando no del todo obstruida. Esto podía suceder de tres
formas distintas, que a Fidler, con su habitual precisión, le gustaba llamar
aceleración, desfile y oclusión. Con las señales en verde y la locomoción acelerada. O
con las señales en rojo pero inalcanzables a causa del tráfico. Por último, con
demasiada frecuencia, el autobús sobre el que Fidler viajaba en el momento crítico se
deslizaba implacable sobre el lado ciego de un segundo piso, y eso era la oclusión. En
tales viajes, y en sus permutaciones y combinaciones varias, a menudo Fidler estaba
necesitado de la visión de aquel magnífico torso que desde el momento en que se
instalaba en el asiento con ventanilla a mano izquierda ocupaba sus pensamientos y
causaba en su plexo solar un picor anticipatorio como un alambre minuciosamente
electrificado. Que aquel sentimiento, una especie de náusea tenue en sus raíces,
pudiera al menos en parte haber sido provocado por el desayuno, consumido a toda
velocidad y malamente digerido después, no se le escapaba, si bien la transformación
del simple peso en su estómago en el pesado potencial magnético, que descansaba no
tanto en su estómago como en su garganta y muslos, no era, como él sabía, causado
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por las gachas o el té hervido. Y mientras el autobús de dos plantas se movía con
pesadez adonde el poste estaba situado, James Fidler limpiaba la ventanilla con la
manga de su abrigo.
Casi desde el momento en el cual obtenía asiento, su favorito, se apretujaba
pesada y afectuosamente contra la ventanilla a causa de un hombre bastante ancho
que leía un ejemplar del Daily Express.
Con aquel ojo para los números y su pequeña capacidad de sorpresa, advertía que
su circulación diaria había aumentado a 3.986.401, sostenía la cifra nebulosa por un
momento en su memoria, y entonces, disfrutando por completo del sentido de
fortificación derivado de la cercana presión del hombre, dejaba a su mente en blanco,
gelatinosa, receptiva.
Entonces se le aparecían los carteles publicitarios. Desde la ventana de enfrente
podía verlos a lo lejos al doblar la carretera. Las señales estaban en rojo. Llegó ese
tramo exasperante en el cual le hubiese gustado, si supiera conducir un vehículo,
pilotar él mismo el bus. Un acercamiento descuidado podía arruinarlo todo. A la
velocidad actual, calculó Fidler, si nadie se subía o bajaba en la última parada que
quedaba entre el bus y los semáforos, las señales estarían asquerosamente verdes
cuando el bus pasase frente al poste, y el bus iría a toda mecha cual rinoceronte ciego
pasando de la negra dinámica hacia el insulso surtido de afiches que anunciaban
Hovis, Bovril, y las hojas de afeitar de la bigotuda Gillette. Fidler estaba tenso. Su
alma, a decir verdad una ciénaga de miedo, era paciente solo en sus capas superiores
por la campana que ordenaría detener el autobús. Advirtió al mirar fuera de la
ventana de enfrente que la ambarina señal de precaución ya estaba ahí, junto al rojo, y
antes de que apartase sus ojos, se puso la luz verde. En aquel momento sonó la
campana, y el bus, que parecía dar bandazos hacia el cruce para atrapar la luz verde,
se tambaleó despacio y vino a detenerse junto al bordillo de la parada de autobús
solicitada. Una señora mayor bajó y apareció detrás de Fidler, mirando su camino y
siguiéndolo por la acera. El autobús avanzaba con lentitud, amainando mientras las
marchas cambiaban, y cruzó a media velocidad hacia las luces cambiantes. No había
ninguna procesión de tráfico frente a ellos, y Fidler experimentó un pequeño titileo de
triunfo mientras el bus, al parecer guiado por su propio silencio y poderosa voluntad,
avanzaba hacia un alto frente a la inmensidad luminosa de la negra de Martinica. Sin
prisa se inclinó ligeramente adelante y a los lados y guio sus ojos a través del cristal
de la ventana por encima de su nariz para sumergirse en la existencia de los pechos
respingones, de más de dieciocho pulgadas de diámetro (circunferencia de dieciocho
veces pi), sus pezones bajos sin parangón y morenos sobresaliendo de la miniatura de
sostén. Respiró profundamente, relajado en su asiento, y dejó que sus ojos se
movieran sobre el cuerpo de ella, atrapando los muslos, el ombligo, los brazos, en sus
sinuosidades separadas. Y entonces las luces cambiaron de nuevo y el bus avanzó, y
habiendo mirado casi de manera excesiva, fue capaz de mantener la mirada atrás. Sus
ojos, ciegos, descendieron con el comienzo de las viviendas.
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Gradualmente, la imagen se destiñó, incluso desde detrás de los párpados se cerró
de una manera codiciosa tras sus gafas, hasta que su conciencia, sin imagen, viró sin
solución hacia el pensamiento. Su primer pensamiento, un simple eidolon de lo que
había sucedido anteriormente con tal suavidad, es que era una lástima; el segundo,
que era familiar; las imágenes, por mucho que se cuidase de preservarlas, pues le
espoleaban o limitaban su pensamiento, eran sin excepción sujeto de las mismas
desintegraciones drásticas según sus pensamientos desfilaban, hacia drenajes
correlativos en claridad y definición, hasta que, sin apelar a su voluntad, la carne —
James tenía una predilección por la carne que daba forma a un desproporcionado
porcentaje de las imágenes fugaces que iban y venían en el tiempo del día en que
tenía conciencia— se volvía similar a una cola de renacuajo a causa de su
transparencia y luego… nada, desaparecía. Lamentó el hecho de que el proceso
estuviese fuera de control. Sus sumideros mentales, además, los había comparado en
más de una ocasión a una cisterna estropeada, sabía cuándo no funcionaba. Y así
siguieron los huecos ocupados y los vacíos, pensamientos descolocados por las
imágenes, las imágenes por los pensamientos, de manera impredecible, agravándose,
en falsas sucesiones.
De haber sido esta experiencia peculiar al invierno del norte, cuando tomar aire
era una agresión a su organismo con el paralítico efecto de un conservante, a cuyas
nieblas, lluvias y aguanieves él atribuía el murmullo de sus guisantes Marrowfats, la
habría etiquetado al frío. Además, si un pensamiento señalaba implicaciones
tediosamente complejas, con frecuencia empleaba tal procedimiento, diciéndose así,
es imposible pensar con claridad bajo tales circunstancias. Pero en general,
especialmente con las imágenes, aquella línea de acercamiento resultaba imposible,
pues ahora era junio; en general, y en especial con las imágenes, cortejadas,
cortejadas, deseadas después, era imposible, porque el sol era caliente y un momento
fugaz antes la señora Lanelly, agachada para coger el lápiz, debía haberse marchado y
no abandonó la impresión indeleble de que debía haber perdurado y no perdurado
mucho después de la cena en la que él peleó para convertir la blanca y amorfa ameba
en un foco que reconocería como femenino. Aquella imagen, al igual que sus
innumerables precursoras, había sido incapaz de recrearla. Con aquello, pensó Fidler,
como con esto, y en invierno y en verano, la segunda mitad del viaje era la antítesis
de la primera. Su mente, antes receptiva, estaba en tensión por las lesiones internas.
La carga magnética que metro a metro y a lo largo de la ruta había erigido en su
interior empezaba a disiparse desde el momento en que el bus se alejaba de las
señales de tráfico, y el mundo, hasta la fecha excluido por la imagen de la negra, se
reactivaba en todos sus detalles, el sombrero grasiento del hombre de enfrente, el
pulgar amputado del hombre junto a él, las 3.986.401 copias del Daily Express y la
memoria de ciento un hechos cosechados en una curiosa lectura de revistas sobre
geografía.
Sí, tenía que haber sido invierno pero no lo era, pues era verano, ¿y qué estación
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podía ser invierno y verano en el mismo hemisferio? Y a pesar de todas las
diferencias, debía haber sido aquella mañana de invierno en los primeros días de
enero cuando su respiración brotaba larga y blancamente desde sus fosas, cuando los
peines sin dedos de sus huesudos pies impulsaban hacia adelante su cuerpo protegido
por una bufanda bajo el ala del sombrero de hongo hacia un nuevo día que era viejo
salvo por el detalle, que no lo era, de que era tarde y la lluvia había cesado y la señora
Lanelly, con una carrera en su media y vistiendo un chubasquero amarillo brillante, le
había estrechado la mano —por primera vez— y se alejaba con el conocimiento de su
conocimiento (de él) de su conocimiento (de ella) de que él la deseaba, caminando, el
chubasquero tensando la epidermis, rápidamente, tomando la decisión más allá del
tráfico inalcanzable.
Antecedentes otra vez. Como la guerra. Pronto habrá terminado, Fidler recordaba
pensar. Pero el negocio, como había dicho Beaking, seguía. Máscaras de gas, el
apagón, la compulsiva vigilancia de los bombardeos. Hagas lo que hagas, no eches
agua, dijo el instructor. Tumbaos sobre vuestro vientre, gatead y cubridlos con arena.
Arena. Eso es, cuatro cubos a cada piso, recordad, el principal peligro de la
población civil son las bombas incendiarias. Fuego. La respuesta es la arena. Fidler
se echó a un lado para evitar un charco. Había apagado sus cigarrillos las noches del
martes y del jueves en cuatro ridículos cubos de arena, y una mañana, según fue
consciente de una soga de verdugo colgando a la altura de sus ojos —la noche
anterior se había emborracho mucho, tras salir a un bar en la calle St Vincent para
tomar algo y mitigar el aburrimiento de su largo reloj— estiró su brazo para retirar
del cubo que servía como cenicero las cuatro colillas manchadas de carmín.
One… two… three… four…
Lay them gently on the floor.
7.15 am. Siguiendo el mandato judicial de Beaking, abrió la ventana de la oficina
para dejar entrar la combadura de frío y el húmedo aire invernal. Inhalación. Estate
atento para que el lugar esté ventilado, James. Estamos en guerra pero al menos
podemos prestar atención a las normas elementales de higiene. Se giró para
desmontar el altar del amor, doblar sus puntas dentro del lienzo y orear la fétida
memoria de sus sábanas. Entonces recordó, en aquel momento, y antes de echar mano
a sus pantalones, pensando que tenía suerte de que el equipamiento nocturno de los
vigilantes de los bombardeos no llegase a las sábanas. A casa de Ross a por dos
panecillos de mantequilla y una taza de té.
La guerra había acabado. Acabó falsamente, con música de feria mientras cruzaba
la calle Argelia para coger el bus a casa. Se sumergió en un invierno perdido, series
perdidas de inviernos mientras vacilaba antes de insolente jaleo de una furgoneta de
correos cuyas ruedas chirriantes salpicaron las piernas de su pantalón. La guerra y la
vaga imagen del sexo sobre una sábana del ejército estaban bastante caducas mientras
daba la vuelta al metro en la estación St Enoch en busca de su transporte. Se unió a la
cola.
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El camino de vuelta, como el camino de ida, pasaba por la valla publicitaria. Pero
subió sin entusiasmo. Esta vez había una explicación obvia. Las muchas posibilidades
fueron agotándose para que no fuesen sino dos. Para seguir su propia nomenclatura,
eran oblicuidad y rapidez, el último término siendo conocidamente redundante ya que
era indistinguible de la aceleración. La visión era oblicua cuando las luces se ponían
en rojo. El cruce estaba entre medias, la plenitud femenina. Alternativamente, y en
cualquier caso sucesivamente, el autobús pasó por los semáforos y al otro lado de la
calle el cartel apareció y disminuyó, cerca una piedra arrojada, fragmentada por el
tráfico en su trayecto.
Cuando pensó en Eileen Lanelly, cerró sus ojos para aislar el pensamiento que, en
la húmeda y ahumada atmósfera humana de la caja superior del autobús, florecía y
huía a la blancura, a las carnes, al corte blanco de carne, nerviosamente enhebrado.
La humedad cerrada del autobús contribuía al período. A tres dedos la visera de su
sombrero permanecía agarrada, mojada sobre sus rodillas, y creyó, ambiguamente,
como la carne, que la madera lo estaría, si estaba húmeda y mojada.
El autobús llegó.
Escaleras abajo y cruzada la calzada, introdujo su llave en la puerta, su abrigo en
el perchero, su sombrero arriba. Husmeó e hizo una mueca ante el olor a pescado.
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Eileen Lanelly
POR alguna razón deseaba escapar de la señora Whelan en cuanto fuese posible. Se
había comido sus arenques salados con presteza, pensando: ¡Oh Dios, quiere hablar!
La señora Whelan le resultaba divertida de una manera ordinaria. Hablaba de sus
parientes fallecidos casi todo el tiempo. Su familia, compuesta por quince hermanos y
una hermana además de ella misma, se marchitó, y creció en celo, entre Glasgow y
County Cork, y acabó devastada por los dulces gemelos de nacimiento y muerte.
Ella no deseaba herir sus sentimientos y así le dijo que le dolía la cabeza.
Ya en su habitación se quitó los zapatos y se deshizo de sus medias. Permaneció
en la ventana un instante tratando de descifrar cosas entre el polvo, y luego corrió las
cortinas y se dirigió al tocador, donde con un trozo de algodón y alguna crema se
quitó el maquillaje. Por un momento estudió las aristas de su rostro, y después, luego
de arrojar el algodón sobre el tocador, se encamino, aún con los pies desnudos, a la
cama, y allí se desplomó. Esa era la palabra que ella misma habría usado. Se estiró,
muy consciente del cansancio placentero de su cuerpo tras el caluroso día. Con el
brazo izquierdo alcanzó los cigarrillos, y encendiéndose uno miró al techo. ¡Qué
placentero era abandonarse así! Le molestaba la opresión a la altura de la cintura.
Torció el cuerpo y se desabotonó la falda. Aliviada, movió su mano bajo el elástico
de su prenda interior y con las yemas de los dedos sintió su hendidura. Se relajó con
el cigarrillo en la otra mano y los perezosos ojos en la blanca extensión del techo. A
su lado sonaban las agujas del reloj despertador. Le resultaba familiar pero de
momento no le disgustaba.
Ella había dicho con convicción, «¡Dios mío, tantas son las cosas quiero!». Y
todavía no había sido capaz de precisar qué era lo que en realidad anhelaba. Bajo
ciento y un deseos concretos de esto y aquello sentía la presencia de algo más
definitivo, un hambre que luego y de manera inevitable quedaba insatisfecha. El
último verano, por ejemplo, deseó a aquel hombre en Bournemouth, ¡Bournemouth!
—y se había entregado a él, ¡y qué forma de hacerlo!— sobre un tramo silencioso de
la playa y con una sensación de irrevocabilidad que le resultaba espantosa; pero no
fue irrevocable; nada lo era. Se llamaba a sí mismo Brown, ¿Browne?, y olía a pipa y
brillantina y Tweed Harris y comparaba el dicho del mar oh ooh oooh en la distancia
con una sinfonía, de vida y muerte, decía él. Impresionante. A ella no le convencía
Browne. Espacio, profundidad, sonido, Beethoven y el mar brillante, titilante y en
silencio en aquel tramo, pero él no pudo con ella debido a su pierna. Ella se lo
advirtió primero y eso le atrajo. Se calló. Una lancha de desembarco haciendo aguas.
Sus pies chapoteando disparejos junto a ella mientras bordeaban el peñón para
alcanzar el paseo marítimo, otra cabeza de playa[7] para él. Es muy silencioso, dijo él.
De algún modo he venido a apreciar más las cosas. Pero él había hablado demasiado.
Y le dio demasiada importancia. En fin, él ya había aterrizado bien a pesar de su
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pierna estropeada. Y ahí yo estaba tirada debajo de él como una estrella de mar que
espera el fin del mundo. ¡Beethoven! ¡La sinfonía del mar! Después de tres martinis y
una pequeña vuelta en su MG. Y luego ella había estrechado sus manos con las de él
sobre el paseo marítimo. ¿Estás segura de que no quieres… seguro que no vendrás? Y
diciendo que no, se distanció de él y caminó un buen rato por el mar. En un momento
se detuvo y se inclinó sobre el muro del mar y le dijo al mar y a la arena y a
cualquiera que estuviese escuchando por debajo en las sombras: ¿Cómo pude?
¿Cómo pude? Pero nadie respondió. ¡Le habría sorprendido si alguien lo hubiese
hecho! ¡Algún pequeño Tom espía entre las sombras! Ella se había dado un baño
cuando volvió a la pensión; de alguna manera sin nada definitivo —¡qué quería decir
con eso!—, tuvo la impresión de estar, en fin, sucia… Como una toalla que se
hubiese caído pero que ya estaba sucia antes de ser usada. No una toalla de verdad;
aquello era lo que ella había buscado. Indolentemente apagó su cigarrillo y se echó en
la cama con los brazos estrechados a cada lado. ¿Debería desvestirse o sólo quedarse
ahí un momento?
Ella no sabía que Fidler fuese un hombre inteligente. Hasta hoy había sido la
persona de la oficina de la que ella tenía menor idea. Calculaba que esa era la razón
por la que nunca le había desagradado en un sentido estricto. El resto era insufrible,
¡cielos! A veces pudo haber gritado. Él parecía estar atado en cuerpo y alma a su
trabajo. ¿Para qué? Para tal vez nueve libras a la semana. Dos veces lo que ella
ganaba. Era puñeteramente injusto. Por supuesto él se había pasado en el puñetero
sitio un desconocido número de años. Tuvo que haber llegado ahí nada más salir de la
escuela. Vivía con su madre y su hermana, dijo él, y parecía que la envidiaba por
vivir sola. Y él todavía no parecía tocado por todo ello, así que aquello se infería por
el modo en que hablaba. Apuesto a que se lo inventó, pensó ella, y luego sonrió
cuando se acordó de haberle contado la historia del hombre del cual ella sabía que le
había partido un rayo. Al instante, dijo ella. Lo leyó en el periódico. La muerte fue
instantánea. Una copa venía bien, pensaba ella. Uno se ponía a hablar. Un hombre
delgado de cuarenta y cinco corría al frente de la columna. Ella imaginaba el pequeño
sonido de la bala en el desfiladero, y el hombre, el comandante Lanelly, perdiendo el
equilibrio. Tres lanceros bengalíes. ¿Le creía Fidler? Ella tendría que acordarse de
ponerse otra media mañana, encontrar la que encajase. La había gastado con la
escalera en tres días.
Estaba cansada; de una manera agradable, pero cansada. Deseaba poder tirar de
una cuerda y encontrar desplegadas sus prendas. Como si fuese a desvelar un
monumento. ¡De eso iba, pensó ella, un monumento! No habría estado mal si hubiese
tenido dinero. A ella le hubiese gustado viajar. Génova, El Cairo, Calcuta. ¡Un lento
barco a China!
¡Maldita sea! Lo dijo en alto, deslizándose por la cama hasta sentarse en el borde.
Se desvistió despacio, pero ocupándose en arreglar sus prendas mientras se las
quitaba. Un pequeño montón descansaba a sus pies en el suelo. Lo desplazó con su
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pie, prendas cálidas, cálidas aún a causa de su cuerpo. Estaba desnuda.
Estoy gorda, pensó. Estás gorda, dijo en voz alta. Esta soy yo, pensó, el yo por
encima de todo, y bajó la mirada contemplándose, hasta el pesado molde de su
abdomen, el grueso y blanco saliente de sus muslos y la redondez de sus rodillas;
pelos en mi cuerpo como la tía Milly previo. Excitar hombres. Era divertido cómo los
hombres querían aparearse con una mujer, incluso si estaban gordas. La tía Milly
estaba gorda. Mira todos los hombres que había tenido, ¡cielos! Soltó una risilla.
Tenían que haber sido cientos.
Alzando sus muslos como los suaves cuellos de los caballos se enrolló sobre la
cama y se encendió otro cigarrillo.
Una pequeña chica cuya carne tenía un color rosa pálido que se hace mayor para ser
una chica mejor, a ratos más buena, y al final echando mano a corsés no desde la
oposición.
Era como si cuando él viniese trajera consigo la cautela del bosque. Los árboles
eran las cortinas abiertas que revelaban su rostro.
En el fregadero de la cocina en mangas de camisa —sus brazos desnudos eran
negros, no como polvo del carbón o el hollín, sino suave y ambiguamente negros
como la piel negra de la berenjena— él removía un polvo azul en un bol de agua y
rellenaba pequeñas botellas con la mezcla. Cuando el bol se quedó vacío llevó la
botellas a la mesa de la cocina, les fue poniendo un corcho una a una, y con esmero
las guardó en su bolsa de cuero negro. Al término de la densa comida con pan y
tocino se lío un cigarrillo, despacio, con precisión, con las palmas que eran casi
blancas pero sobre las cuales sus líneas eran oscuras y abruptamente definidas como
el esqueleto de una hoja en descomposición; parecía no ver o no ser consciente de
ella hasta que, al final, tanto era lo que había fumado que parecía haberse quemado el
labio. Se lo quitó rápidamente, lo apagó en el platillo, se giró a ella y dijo, ¿dónde
está tu tía? Pero ella sabía que él sabía al igual que ella dónde estaba su tía, y que él
se iba a levantar e iría con ella en un momento, así que ella no dijo nada. Tras unos
instantes en los que de nuevo él volvió a pensar en sus cosas, y ella no estaba muy
segura de sus pensamientos, él se levantó, se limpió la boca con el dorso de la mano,
rayando con su silla el suelo de madera, y sin decir una palabra se fue a la habitación
anexa. Más tarde oyó un ruido como el repentino maullido de un gato callejero,
aunque ella no pensó nada al respecto porque a menudo sucedía.
Como una hora más tarde la mujer entró tropezando por la puerta del dormitorio
con su enagua descoloridamente rosada y caminó sobre sus pies desnudos hacia el
lavabo. Se alzó sobre él y orinó. Había un retrete comunitario al pie de la escalera
pero su tía rara vez acudía a él porque rara vez salía de la casa. Eileen estaba cortando
tiras de papel con las tijeras.
La mujer que la miraba acudió al fregadero y abrió el grifo. Saca las cosas y ve a
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dormir, dijo ella. Es hora de que vayas a la cama.
Despierta debajo de los palos negros que hacían una caja de la cocina, los ruidos
ocasionales de los otros habitantes que vienen hacia ella, una polea que sube, una
puerta que se cierra de golpe, un grito, el ruido de unos pies en las escaleras, se
preguntó por qué su tía Ted había sangrado, por qué había sangre en el lavamanos, y
esperó en un sueño progresivo los gritos y la risa.
Otro día dijo:
—Tía Milly, ¿cómo llamaban a mi madre?
La mujer estaba de pie en la cama con sus pechos desnudos y un chal de lana
encima de los hombros. En su mano un vaso medio vacío de Oporto inclinado y
brillante. Por el lento abalorio rojo del cristal diáfano una mota de luz tintada
empujaba su imagen, una moneda o una burbuja, parpadeante en la piel de su
abdomen. Comenzó, cambiando su mirada antes fija sobre el empapelado de enfrente.
¿Qué dijiste, querida?
La tía Milly tenía el pelo tintado de henna, lo que contrastaba fuertemente con el
blanco turbio de sus dos pechos pesados: ella era blanca y a los veinticuatro ya
engordó y no salía de la cama mucho si no era para coger galletas o vino de Oporto o
para orinar. La tía Milly a veces la llamaba Tilly, diciendo, Milly y Tilly, ¿cómo suena
Eileen? Y Eileen se reía y decía que pensaba que sonaba bien, y Milly, con una risa
como una corriente en su flatulencia, se agitaba divertida. ¿Qué será entonces?, ¿uno
dulce o digestivo?, ¿cuántos hoyos hay en una galleta digestiva?
Lo que le había dicho a tía Milly era que le dijese el nombre de su madre, no
porque no lo supiese dado que sí lo sabía —era Beryl—, sino que le contase que
aunque su madre falleció cuando la estaba teniendo, ella no obstante nació con suerte
con un auténtico amnios. Pero tía Milly tenía que estar cansada o pensando en otra
cosa porque tan solo dijo que la madre de Eileen se llamaba Beryl, y luego dijo,
Pásame una galleta, sé una buena chica.
Eileen le entregó la caja de galletas y su tía cogió una, la disgregó, y examinó el
contenido con atención. Praline, dijo ella, chupando la pegajosidad de sus dedos.
¿Era como tú, tía Milly?
¿Quién?
Mi madre.
Ella era una joya, tu madre. Y muy hermosa.
Terminó su vaso de vino y alcanzó la botella.
¿Por qué tienes pelo debajo del brazo, tía Milly?
Tú también lo tendrás, querida, cuando seas mayor.
¿Tía Milly?
¿Sí, querida? Ella se había llenado su vaso, lo olió y se lo bebió, y ahora su
lengua sobresalía de sus labios, lamiéndolos en sus bordes. Su atención vagaba. Sus
dedos, como tijeras, sostenían el pezón de su pecho izquierdo, pensando.
¿Por qué mi madre murió cuando me tuvo?
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Los senderos de Dios, querida. Nadie sabe.
Llovía polvo. El reflejo había perdido intensidad. El tapiz rosa se volvió menos
intenso. Las sombras que emergían desde el suelo separaron a la mujer de la chica.
Eileen sabía más cosas aparte de encender una luz. Los objetos sombríos de los que
su tía estaba rodeada, la jaula del loro vacía por la ventana —tía Milly insistía en que
Ludo (el loro) se envenenó, ella culpó al hombre que leía el contador del gas—. El
tocador y la cama con la que la figura reclinada de su tía parecía surgir, afilada y
dolorosa, para dispersar la tórpida sombra y por el cuerpo de su tía parecía existir y
traer todo de pronto a la dureza en la desnuda luz de la lámpara encendida. Sin luz la
atmósfera viciada era inocua y cálida. Y la voz de su tía desde algún lugar de entre las
almohadas ya estaba diciendo, Hora de irse a la cama, querida, No creo que tu tío
Sam vaya a venir por la noche.
Aunque la habitación estaba a oscuras, al abrir los ojos pudo ver la masa de una silla
y de un pequeño sofá delante de aquello tan inescrutable como el rostro del hombre
que se había casado con su tía y cuyo rostro se le apareció al abrirse las cortinas.
Mañana sería otro día y habría que llegar al trabajo más temprano para hacer aquella
corrección. Y encontrar una media sin carreras. La última vez que le había visto había
sido de noche también solo que afuera había estado nevando, y en la distancia ella
podía escuchar la indecisa música de la banda de metales del Ejército de Salvación
porque era navidad y estaban en la calle tocando villancicos. Cuando la puerta de
afuera se abrió y se cerró ella no pudo imaginar de quién podría tratarse y entonces de
pronto el tío Sam se encontraba en la cocina y la luz estaba encendida y ella llevaba
la pequeña bolsa negra que contenía sus botellas. Dejó la bolsa en la mesa y luego,
sin mirar a Eileen, que le miraba desde la cama de la cocina, él se dirigió hacia la
puerta del dormitorio del que salían voces risueñas.
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El hombre sagrado
EL hotel quedaba situado en un pequeño punto muerto cerca del Bal des Anglais. El
aspecto de la calle llamaba la atención dentro y fuera de ella, hundiéndose después de
la primera planta como una frente grande y afilada hasta que quedaba interrumpida
por la línea del horizonte. Detrás de la cresta del tejado, invisible desde la calle, había
una sola ventana en el ático y sobre ella una irregular fila de ruinosas chimeneas,
amarillas y negras, que estaban torcidas. No había fractura en la estructura de las
viviendas de la calle y el hotel se distinguía desde los edificios del otro lado por su
pronunciación y por la descascarillada pintura amarilla que cubría la pared exterior.
No era una calle luminosa. Rara vez el sol se filtraba a la altura de las segundas
plantas y, salvo más o menos un mes en verano, la planta baja quedaba sumida en las
sombras. En la calle había vida, y un gato colérico aislado; pero ante todo una calle
en la que morir.
La planta baja del hotel había sido una vez un bar frecuentado por africanos del
norte y prostitutas del barrio, y de él quedaba el escaparate. Arriba, las ventanas, que
se torcían en ángulos diferentes desde la perpendicular, miraban al exterior la
ausencia de sol y a través de la mugre como los ojos empañados de algunos de los
hombres ciegos o medio ciegos que en los últimos días habían llegado ahí para
quedarse. El acceso al pasaje que daba a la escalera se enmarcaba por una única
puerta angosta. Un hombre entrando por la calle sin sol en el oscuro corredor que olía
a humedad y orín y donde la roña se pudría estaba en el pasillo de veinte pies de
largo; inmediatamente a su izquierda quedaba la raja de luz amarilla que entraba bajo
la puerta; la vieja puerta negra de lo que antes fue el bar. Por aquella puerta, a
menudo, y especialmente de noche, llegaba una risa femenina. La habitación estaba
ocupada por tres mujeres alemanas que habían venido a Francia con el ejército
ganador y que, al igual que otros galones del ejército vencido, se habían quedado allí
de manera ambigua. Sus nombres eran Liza, Greta y Lili.
La escalera al final del pasillo era de madera. Sus peldaños, gastados y cóncavos
tras siglos de pies escalándolos, habían absorbido grasa, polvo, esputo y agua
derramada hasta que su superficie era como granito suave. El que quedaba empapado
y permanecía. A medio camino entre rellanos al doblar el descansillo, el agua caía
sobre palanganas de hierro inadecuadamente enrejado contra la basura que se hundía
en los desagües y causaba que cada palangana derramase sus contenidos sobre los
peldaños de abajo. Las habitaciones eran pequeñas. Salvo aquellas que daban a la
calle, sus ventanas se abrían a un conducto de ventilación que era su única fuente de
luz. Una de las habitaciones en la segunda planta estaba habitada por un húngaro
delgado. Permanecía toda la noche cerca de su ventana sin cortinas, viejo y en cueros,
y la llama de una vela repicaba en la piel y los capilares de su pequeño abdomen
según iba eligiendo y examinando los trapos que había reunido el día anterior. Su
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habitación estaba llena de prendas viejas, si bien, salvo cuando salía a la calle, no les
daba uso. A veces escupía por una hoja de vidrio roto y su baba bajaba el patio de
luces al fondo más abajo del nivel de la calle, donde las cajas rotas, somieres
abandonados y otros desechos se apilaban. Cuando hacía eso, se inclinaba
ligeramente hacia adelante, con un aire de aplicación, atento al sonido de su fractura.
Frente a él, en la segunda planta, con una ventana que daba directamente a la
suya, vivía una mujer con una sola pierna casi tan vieja como él, nativa de la ciudad.
Sus sordas maldiciones alcanzaban a los otros habitantes a través del conducto de
ventilación. A veces el húngaro se detenía en su tarea de inspección y miraba con su
único ojo bueno —el otro estaba hundido en lo que ahora era un rosado disco de
capilares— por la ventana sin luz desde donde ella maldecía. Cada mañana antes de
las siete ella cojeaba escaleras abajo con su muleta atrapada en la axila izquierda y el
muñón de su pierna amputada envuelta en una estola de lana gris, visible justo bajo el
dobladillo de su falda. Su rostro estaba torcido en una estática y roja mueca de
desdén, y la mano libre en el muro equilibraba su cuerpo mientras bajaba. En la
calzada echaba un vistazo antes de echar a andar, como una bisagra plegada, siempre
en la misma dirección.
Aparte de las mujeres alemanas, y todas ellas tenían más de treinta años, ningún
joven vivía ahí, y como los ancianos fallecían, si es que no se trasladaban a la casa de
beneficencia, al sanatorio, o a la prisión a causa de algún hurto o del alcoholismo
crónico, ningún joven aparecía para ocupar las habitaciones. Siempre era otro señor
mayor u otra señora mayor, más joven o mayor que el inquilino anterior, pero mayor,
y a menudo emancipado. Ya vivía en la madriguera de cinco plantas un jorobado, un
enano demasiado viejo para el circo, un hombre fuerte demasiado débil para romper
ninguna cadena, dos hombres ciegos cuyas blancas sondas rozaban las paredes y las
escaleras al lado o frente de ellos como si fueran antenas de insectos, un hombre
mudo, y la mujer ya mencionada con el pie amputado. El resto iban y venía, a veces a
pie y otras en una camilla. Y no hace mucho un hombre falleció en las escaleras.
Pero por encima de todo, y de un poder que quedaba intacto porque no fue
descubierto, estaba el hombre sagrado.
Por qué este hombre era sagrado, o cuán sagrado era, ninguno de los otros
residentes lo tenía claro. Que todos reconocían su santidad quedaba bastante claro por
el hecho de que todos se referían a él —y sin una pizca de ironía— como el hombre
sagrado.
Él estaba por encima de los demás, no solo porque no sufriese ninguna
discapacidad física —al menos si así era, nadie tenía conciencia— ni porque no
tuviese, ni precisara requerir, medios de subsistencia, ni incluso porque fuese
convenidamente sagrado, sino también en la medida que estaba por encima de ellos
en el espacio, por ello era él quien habitaba el ordenado ático en la cima de la casa,
una habitación que, de no ser por el hecho de que había tapiado la buhardilla con
tablones pintados de negro, era la única habitación del hotel que alcanzaba una vista
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ininterrumpida del sol y de los cielos azules.
El hombre sagrado había apartado el sol y los cielos azules de su habitación.
Llegó años atrás, casi más allá de la perenne memoria, vestido con un oscuro manto
para evitar ser reconocido. Tras aceptar la llave de Mme Kronis, la propietaria, trepó
las escaleras por primera y última vez. Llevaba con él una persiana negra de madera
con las dimensiones exactas de la ventana del ático, y con un martillo y clavos se
hospedó en la oscuridad como un vegetal. Desde aquel día en adelante nunca pondría
un pie en las escaleras, ni, por todo lo que sabían, en el piso o en el suelo, sino que se
había tumbado boca abajo en una sábana gris sobre una cama estrecha como el
capullo de un pulmón.
Se sabía, o al menos se sospechaba, que llevaba en semejante posición horizontal
más de diez años dentro de su caja negra en la cúspide del hotel.
A ninguno de los inquilinos les gustaba el sol, salvo a la mujer alemana que, en el
breve período del año en el que el sol moría al nivel de la calle, se sentaba con poca
elegancia a la vuelta de la esquina (donde una vez hubo un bar) y se rascaba la carne
colgante de sus muslos, blanca como un folio, que, en su reclinada posición con los
tobillos alzados, gritaba, como si poseyera fauces, al sol. Pero evidentemente nadie
odiaba el sol tanto como el hombre sagrado, ni el delgado húngaro ni ninguno de los
inquilinos que salían cada día a mendigar en aquellas partes de la ciudad frecuentadas
por turistas en verano. Un mendigo en verano tenía que sudar, y aquellos que se
entregaban a sus extremidades truncadas cerca de los puentes donde los turistas se
congregaban lo hacían a plena luz del sol, pues el sudor agravaba su demacración, y
el horror de la caridad.
Y así al comienzo de tal extraña hibernación, a pesar de suceder en aquella
crepuscular catacumba donde toda la carne era blanca ante la ausencia de sol,
provocó un enorme intercambio de comentarios, y varias teorías fueron sucediéndose
con el curso de los años para aliviar su extrañeza a la comprensión general.
El primero fue el obvio: el hombre estaba muerto.
Tal razonamiento ocasionaría menos consternación que cualquier otro. Vivir,
crecer y morir: el proceso provocaba poco interés. Aquellos que no estaban muertos
se estaban muriendo, o estaban preparándose para morir en un futuro cercano o en
invierno; la mayoría creía que aguantaría al menos hasta el invierno y la helada.
Cierto era que pocos morían en el hotel. El hombre que murió en las escaleras, un
hombre enorme de Lille con una montaña de peso que cargar durante cinco tramos de
escalera, había sufrido unos espasmos en la escalada. Aquello fue inesperado, el
repentino golpazo a eso de la medianoche mientras su cuerpo caía de espaldas abajo
por la estrecha escalera, si bien él había estado bebiendo en exceso y tenía problemas
de corazón; normalmente subía muy despacio, dando unos cuantos pasos cada vez.
La mayor parte de ellos quería salir para morir, a la casa de beneficencia o al
sanatorio, y si alguien regresaba preguntando por una habitación vacante, Mme
Kronis decía estar esperando una llave en pocos días. Por cada hombre muerto, una
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llave; normalmente se la devolvían los policías que subían las escaleras tras ella para
hacer inventario de los efectos del fallecido. Más tarde, si le preguntaban, decía: su
llave llegó hoy. Tenemos una llave si quiere.
Pero no era natural que un hombre a punto de morir hiciera una cripta de su
habitación. El sol era irrelevante. Si el hombre sagrado estaba muerto también había
muerto en la oscuridad. Un hombre que quería morir con un poco de dignidad. La
oscuridad lo hace más fácil. Apagaba el mundo.
Sí, no era difícil pensar que el hombre sagrado estaba muerto, de no haber sido
por la testaruda reaparición de síntomas de vida. Cien pequeños hechos se
combinaban para hacer insostenible la teoría.
En primer lugar, y quizás esto fuese lo más significativo de todo, no había llave.
Segundo: las mujeres alemanas tenían una prueba directa. En los últimos años, Liza,
Greta y Lili, en estricta rotación y sumisión total a alguna autoridad desconocida,
habían estado a cargo de su comida y retirado sus excrementos. Era cierto, o eso
decían ellas, que nunca habían visto al hombre sagrado. La habitación estaba en
completa oscuridad. A veces habían intentado conversar, pero la masa sobre la cama
—su única relación con aquella masa era el sonido de la pesada respiración— seguía
inerte y sin voz; sin embargo, tenían conciencia de él. Allí había algo, decían; lo
podías sentir en tu piel, y el hedor del lugar era asfixiante. Todo el aire que llegaba
tenía que entrar y salir, y así la fetidez que despertaba ni disgustaba ni volvía
incrédulos a los demás inquilinos. Era llamativo pero carecía de importancia.
Por supuesto, las mujeres alemanas podrían estar mintiendo. Pero que hubiesen
estado mintiendo durante años, subiendo cada día al ático con comida para un
hombre muerto (o un hombre que no existía) y dejarla allí y luego volver con el
orinal, parecía improbable. Era gracioso; a no ser que lo hubiesen asesinado y
estuviesen intentando encubrirlo ellas mismas. Aquella teoría se propuso y provocó
tanta indignación entre los inquilinos que unos pocos se reunieron, y, sin consultar a
Mme Kronis, trajeron a la policía al hotel. A pesar de sus protestas, los policías
insistieron en entrar a la habitación y mirar con sus propios ojos. Se les permitió
hacerlo solo con la condición de que el resto de inquilinos se quedase abajo; ellos
escucharon su discusión sobre intromisiones y ladrones mentirosos mientras ella
subía despacio y con dolor guiando a la policía.
No llevó mucho tiempo. Momentos después, el policía bajó y sin decir ni una
palabra se perdió en la noche. Al poco la propia Mme Kronis bajó, aún farfullando
bajo su respiración, y desapareció en su habitación, cerrando la puerta tras de sí.
La procesión de días continuaba sin interrupción; en ella, como siempre, Liza,
Greta y Lili se ocupaban de la comida y cargaban con desperdicios para el hombre
sagrado y del hombre sagrado. Alguien dijo que Mme Kronis había sobornado al
policía. Aquello era bastante posible. Mme Kronis era rica y los policías eran
humanos. ¿No era así? Sin embargo, en general los inquilinos estaban convencidos.
El hombre sagrado estaba vivo, incluso si su vida no era lo que uno esperaba de un
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hombre; se parecía más a la vida de una babosa o la de un chinche, ¿qué importaba?
Quizá hubiese ido allí a fallecer y no había fallecido aún, o estaba falleciendo pero le
estaba llevando demasiado tiempo. Aquello sería encomiable. Todos eran de la
opinión de que un hombre debería disponer de mucho tiempo para morir.
Y tal vez aquello era lo que era: simplemente su muerte estaba llevando
demasiado tiempo. Se había embalado a sí mismo en su cámara de gas antes de morir,
y luego, viendo que despertaba, concluyó que su muerte sería el día de después, y
luego no se molestó en desarmar el postigo que le apartaba del sol y del cielo azul.
Aquello habría sido acertado. Tras haber sobrevivido tanto a sus expectativas hubiese
sido una pena ser descubierto dando cabezadas con la contraventana bajada. Hasta
podría haber tenido un ataque de haber hecho el gran esfuerzo que requería tirar abajo
un postigo tan firmemente instalado con aquellos largos clavos. Es de suponer que no
era ningún idiota ni deseaba sólo a medias morir antes de que fuese estrictamente
necesario.
Por otro lado —fue el delgado húngaro quien propuso esto— era muy probable
que el hombre sagrado pensase que estaba muerto. Aquello también respondería a su
pasividad. Si pensase que estaba muerto, también pensaría, y con lógica, que no había
necesidad de actuar, ni actuar ni decidir actuar, porque ciertamente debía ser de la
opinión de que la voluntad —la voluntad personal distinta de voluntad de Dios que
todo lo ocupa— dejaba de ser efectiva tras la muerte. Y el hecho de que hubiese
existido en la oscuridad por un período de tantos años naturalmente conduciría a la
creencia de que estaba suspendido en el purgatorio a la espera del juicio final de
Dios. Aquello, pensaba el delgado húngaro, lo explicaba todo, incluyendo los oídos
sordos que pegó a la conversación de voces roncas de las mujeres alemanas, las
cuales, mientras él estaba muerto y más allá de los defectos de la carne, ciertamente
interpretaría como la tentación alucinatoria de aquella parte de su alma a cuyo cargo
él quedaba condenado al limbo. Le preocupaba estar poseído por sus alucinaciones,
pues al asimilarlas demostraría su elemental carnalidad más allá de la duda y de la
tumba incluso, sintiéndose en peligro inminente de caerse fuera del limbo y hacia
algo mucho peor. El hombre sagrado, concluyó el húngaro, era sabio así como
sagrado.
La teoría de la mujer que tenía el pie amputado era menos sutil, y, en aquellas
raras ocasiones en las que se aventuraba más allá de sus monótonas blasfemias para
expresar una opinión, la suya se articulaba con una convicción ardua y quebradiza. El
hombre sagrado no era ni más ni menos que el demonio en sí mismo, justo encima de
todos nosotros, sabía Dios; las mujeres alemanas, las tres, eran brujas, y al igual que
los alemanes y merecían ser quemados.
Las mujeres alemanas tampoco eran populares, nunca lo habían sido desde que
llegaron allí de manera ambigua. En relación al hombre sagrado, eran sospechosas de
ocultar información. Lo cual ya era exasperante en sí mismo y sentaba en gran
medida el terreno del desagrado que causaban, pero aquello no era todo. Sus cuerpos
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y su atildada y poderosa risa estaban fuera de lugar. Aquella era la risa de los vivos
contra los condenados; parecía altamente improbable que fuesen a morir pronto, y
posiblemente sobrevivirían al resto durante medio siglo. Ninguna inquilina podía
esperar olvidar aquel insulto. Un inquilino masculino podría y, estando solo, lo hacía
más a menudo que no, ¿pues no había sido un hombre antes de viejo?
Pasaron los veranos, y luego los otoños, los inviernos y las primaveras. Nadie
mandó a la policía a causa del hombre sagrado. Además, con el paso de los años se
hablaba de él de manera cada vez más espaciada. En los inviernos había más llaves
disponibles. El porcentaje siempre era más elevado en invierno. Entre otras, estaban
las llaves del jorobado, del enano demasiado mayor para el circo, del hombre
poderoso pero demasiado débil para romper cadenas, y las del hombre que, cruzando
un bulevar, fue accidentalmente arrollado por un autobús. Los inquilinos llegaban, los
inquilinos se iban, algunos fallecían, otros sobrevivían. En los veranos, Liza, Greta y
Lili pasaban el rato en su umbral, sus gruesos muslos expuestos y sus anchas caderas
templadas por la templada piedra que había bajo ellas. Se reían con los
norteafricanos, haciendo un guiño o riéndose a carcajadas de algún turista perdido, y
divirtiéndose ellas mismas al rascar y comparar sus rodillas. Había un momento del
día en el que una de ellas hacía las tareas para el hombre sagrado, Liza o Greta o Lili,
subía las escaleras que, en días pasados y con los ojos de un hombre extraño
siguiendo el lento balanceo de sus caderas, habían subido para otros propósitos. Todo
el año, discretamente, recibían visitantes en la habitación que antes había sido el bar
o, alternativamente, iban con ellos al hotel en la esquina, pues algunos hombres, a
veces, preferían intimidad al hacer el amor. El delgado húngaro seguía exhibiendo su
desnudez a aquellos que le plantasen cara por el conducto de ventilación, cogiendo
sus trapos, escupiendo y esperando cual pájaro, y elaborando su propia teoría acerca
del hombre sagrado. Cada día empujaba un cochecito de bebé en forma de tina por el
vecindario y más allá, a la busca de trapos. La ciudadana siguió maldiciendo con la
fría y húmeda fetidez del conducto de ventilación y espantada escapó del hotel hacia
la «silenciosa» calle. El resto de los inquilinos se entregaron a sus viejos hábitos, o, si
eran nuevos inquilinos, traían nuevas o viejas costumbres al hotel. Y entonces, de
manera bastante abrupta, llegó por anticipado la primera de cierto año.
El final llegó deprisa. Un día todo marchaba como siempre. Y al día siguiente
sucedió.
Lili, en mitad de su coro, tuvo la repentina e irreprimible impresión de que el
hombre sagrado estaba muerto. La atmósfera en su pequeña caja negra contenía un
elemento nuevo y amenazante. Husmeaba y le picaba la piel. Al llevar el orinal en
una parte iluminada de la escalera, comprobó que estaba vacío. Volvió a la habitación
y habló silenciosa y urgentemente a lo que ella creía que sería el hombre sagrado. De
pronto había dejado de respirar. Como siempre, no hubo respuesta. Pero esta vez, con
una sensación irreprimible de que algo había cambiado, estiró la mano y tocó. La
retiró deprisa. No comprendía lo que acababa de tocar. Con manos trémulas encendió
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una cerilla. En este punto profirió un grito largo y espeluznante y huyó a toda
velocidad escaleras abajo tan rápido como sus piernas gruesas y cortas podían
soportarla. Llegó a la habitación que albergaba el bar antes de que alguien tuviese
tiempo de interceptarla. Allí se encerró deprisa, y a pesar de los golpes fuertes que le
llegaban desde fuera, logró huir del hotel al anochecer, sin decirle a nadie lo que
había ocurrido.
Liza se fue aquella misma noche con un marinero de Marsella, y Greta, la mayor
aunque más pechugonamente hermosa de las tres, subió a Pigalle donde (en las
noches siguientes) bajo miles de destellos del color de su carne brillaba de manera
blanca y desnuda en un oscuro club nocturno. Ella se fue apenas una hora después de
Liza.
Mme Kronis había tomado el control de los inquilinos. Tenía un poder
asombroso. A ninguno de los otros inquilinos se le permitió ver el ático donde, según
Mme Kronis, el hombre sagrado, pobre alma, yacía muerto.
Al día siguiente fue el funeral. Mme Kronis, el húngaro delgado, un hombre ciego
y la mujer que había perdido un pie acudieron a seguir el féretro. Mme Kronis, ahora
que las mujeres alemanas se habían ido, decidieron reabrir el bar. A la par, ella hizo
saber que había una llave libre.
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Preludio al quinto volumen de las memorias de Frank
Harris
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es confundir en el campo cultural a los «expertos». El «espurio» volumen cinco ha
vuelto a publicarse. De nuevo tengo que estar en desacuerdo con M. Girodias en tanto
que en mi trabajo nunca he contemplado producir una auténtica «suntuosa obra de
arte». Aquello habría llevado mucho más que los diez días que verdaderamente pasé
escribiendo, e incluso si pudiera haberlo llevado a cabo en diez días, ciertamente uno
se tendría que haber deshecho de las propias notas de Harris para tener alguna
posibilidad de éxito. Pues, cándidamente, aquellas páginas por las cuales Girodias
«pagó mucho[8]», fueron de la peor escritura que jamás he tenido opción de leer.
Que el libro vuelva a salir ahora no es decisión mía, aunque yo crea que
probablemente merece la pena. Naturalmente, por miedo a la censura, hemos tenido
que eliminar algunas de las escenas más extravagantes. Lo bastante puede que
permanezca, no obstante, para mostrar al lector informado con los primeros cuatro
volúmenes lo que yo traté cuando satiricé a Harris en el volumen cinco.
Londres, 1966
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Carta a Samuel Beckett
30 de agosto de 1954
No estoy muy seguro de qué tipo de respuesta espera de mí. El frío tono de su última
carta hace difícil que pueda decir nada.
En lo que concierne a su texto en el último número de Merlin, la decisión de
utilizarlo ahora y no en el siguiente número fue repentina, y contaba con la
convicción de Seaver de que el texto había pasado por usted. Permítame que desde ya
le diga que estoy totalmente satisfecho de que Seaver dijese la verdad sobre el asunto.
Él tiene un gran respeto hacia usted como para intentar sortear sus deseos. En cuanto
a las pruebas, las circunstancias bajo las cuales Merlin se imprimió en esta ocasión
hacen casi imposible que se las enviásemos, y nuestra propia revisión del manuscrito
fue tan concienzuda que estábamos seguros de que estaría satisfecho. Lamento
mucho que no. No tengo mucho más que decir.
La cuestión de nuestra deuda para con usted la he explicado con anterioridad.
Toda la complicación surge del hecho de que usted estuviera en Irlanda y no hubiese
dado instrucciones específicas. Como sabe, ha sido Girodias de Olympia Press quien
ha manejado la venta y las cuentas de Watt. Cuando recibí su última carta, él estaba
atravesando una época complicada y era bastante difícil fijar una fecha precisa para el
pago. Ahora, afortunadamente, su situación es mejor y puedo asegurarle que 85.000
francos le serán abonados en su cuenta de París al término de este mes.
Que usted sea capaz de reunir tantas recriminaciones de manera directa y
mediante insinuaciones acerca de una pequeña página hace honor a su habilidad
literaria, pero dice poco de lo que yo creía que era nuestra amistad. Realmente siento
más de lo que pueda decir que se viera obligado a adoptar el tono que empleó en su
misiva.
De haber estado aquí en París, supongo que cambiaría de opinión. Realmente no
creo que tenga mucho de lo que quejarse en lo que a nuestro tratamiento con usted se
refiere. Todo el equipo ha trabajado duro y con lealtad durante un largo tiempo en el
cual se han cuidado sus intereses, y siempre que ha habido una posibilidad de
fricción, hemos subordinado nuestros otros intereses a sus deseos.
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Extracto de «Joven Adam»
ESTOS son tiempos en los que aquello que se diga te observa a través del pasado;
observa como alguien frente a una ventana mientras tú estás en la calle caminando.
Horas pasadas y acciones pasadas asumen un aislamiento misterioso; entre ellas y tú,
que ahora las miras en retrospectiva, no hay continuidad.
Esta mañana, nada más salir de la cama, miré al espejo. Es de hierro cromado
plateado y siempre lo llevo conmigo. No se rompe. Mi barba ha crecido de manera
imperceptible durante la noche y ahora mis mejillas y mentón estaban cubiertos de
una barbita corta. Mis ojos no estaban tan inyectados en sangre como la noche
anterior. Tuve que haber dormido bien. Miré mi imagen durante unos instantes y no
pude percibir nada raro en ella. Era la nariz y la boca de siempre, y la pequeña
cicatriz clavándose en mi párpado izquierdo ya no era tan clara como el día anterior.
Nada fuera de lugar y aún así todo era, pues allí entre el espejo y yo mismo existía la
misma distancia, la misma fisura en continuidad que siempre he creído que existe
entre los actos que cometí ayer y mi presente conciencia de ellos.
Pero no hay problema.
No cuestiono si soy el «yo» que miraba o la imagen que era vista, el hombre que
actuaba o el hombre que reflexionaba sobre la acción. Ahora sé que es la propia
estructura del lenguaje la que es traicionera. El problema se revela en cuanto yo
empiezo a usar la palabra «yo». No hay contradicción en las cosas, solo en las
palabras que inventamos para referir cosas. Es la palabra «yo» la que es arbitraria y la
que en sí misma contiene su propia inadecuación y su propia contradicción.
No hay problema. Una risa de hiena en algún lugar más allá del oscuro límite del
universo. Me aparté entonces del rostro en el espejo. Entre entonces y ahora he
fumado nueve cigarrillos.
* * *
Había venido flotando río abajo, esbelto, como una maraña de semillas. Ella era
hermosa de una manera pálida; no su rostro, aunque aquello no era malo, sino la
forma en que su cuerpo parecía haberse entregado al agua, su absoluto gesto de
abandono, las largas piernas blancas separadas y rezagadas, se arrastraban hacia abajo
ligeras hasta los pies.
Inclinado yo sobre el límite de la barcaza con un bichero no pensé en ella como
una mujer muerta, ni siquiera cuando miré su rostro. Ella era como algún hermoso
hongo de agua blanco, una cosa extraña y brillante que emerge de las profundidades,
y sus extremidades y su carne tenían la perfección y madurez de una seta grande.
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Pero era el pelo antes de nada; varaba separado de la cabeza cual largas hebras de
hierba. Solo eso estaba vivo, y dado que el cuerpo iba lento, pesado, tórpido, se había
convertido en un bosque de antenas, acariciando, alimentando el agua, de manera
intrincada.
No fue hasta que Leslie me insultó por ser tan inepto con el bichero cuando me
aparté a un lado. Alargamos nuestras manos. Cuando sentí la carne helada bajo las
puntas de mis dedos me moví más deprisa. Estaba hundiéndose fuera del alcance de
nosotros y se derramaba suave y obscenamente contra el pantoque. Lo estaba tocando
de manera que me hizo advertir cuán hinchada estaba.
Leslie dijo:
—¡Por el amor de Dios, tranquilízate de una maldita vez!
Me agaché hasta que mi cara casi tocó el agua y con mi mano derecha se agarró
de uno de los tobillos. Entonces ella se dio la vuelta con suavidad, como el grueso
vientre de un pez. Juntos la arrastramos a la superficie, goteando una cortina de agua
del río, sobre la cubierta. Su peso se acomodó con un chapoteo plano sobre los
tablones de madera de la cubierta. Pronto se formaron charcos de agua en las rodillas
y donde el mentón se apoyaba.
La miramos a ella y luego nos miramos entre nosotros pero ninguno de los dos
dijo nada. Era obscena, a la manera en que la muerte normalmente lo es, amenazante
y obscena al mismo tiempo.
«Ciento treinta a once peniques la libra»: un pensamiento irrelevante… no supe
cómo me vino, y por más de una razón, en parte porque sabía que Leslie estaría
horrorizada, no lo dije. Más tarde sabréis lo que quise decir.
La ambulancia no llegó hasta después del desayuno. No creo que se diesen prisa
dado que ya les dije al teléfono que estaba muerta. Arrojamos un par de sacos de
patatas sobre ella para no asustar al chico y entonces crucé e hice una llamada y volví
al desayuno con Leslie y su mujer y el niño.
—¿No hay huevos esta mañana? —dije.
Ella dijo que no, que se había olvidado de comprarlos ayer cuando fue a la tienda.
Pero yo sabía que no era cierto porque había visto cómo los sacaba de la canasta
cuando volví. Aquello me enfadó, que no afrontase el problema de recordar que había
examinado las cáscaras porque pensaba que habría roto uno de ellos, y yo ahí en la
cabaña. Era una especie de insulto.
—¿Sal? —dije, el monosílabo portaba el cínico peso de mi incredulidad.
—Te estoy mirando a la cara —dijo ella.
Estaba húmedo. Tuve que rasparlo del lado del plato con mi cuchillo. Ella ignoró
el sonido de arañar y Leslie, su rostro haciendo movimientos nerviosos como a veces
hacía, siguió leyendo el periódico.
Fue solo cuando había empezado a comer mi bacon cuando me di cuenta de que
habían comido huevo. Pude ver los indicios en los dientes de sus tenedores. Y
después de haber hecho todo el camino por el muelle al teléfono… Leslie se levantó
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ruidosamente, sin su segunda taza de té. Él estaba avergonzado. Ella me dio la
espalda y yo echaba pestes de ella para mis adentros. Un instante después ella
también subió al muelle, llevando consigo al niño, y yo me quede solo terminando el
desayuno.
Todos estábamos en el muelle cuando llegó la ambulancia. Era una de aquellas
ambulancias nuevas y aerodinámicas, y los hombres eran muy elegantes. Dos policías
llegaron a la vez, uno de ellos era sargento, y Leslie desembarcó para hablar con
ellos. Jim, el niño, estaba sentado sobre un cubo respingón cerca de la proa para
disfrutar de una buena vista. Comía una manzana. Yo aún estaba irritado y me senté
sobre una escotilla y esperé. Miré al agua y la silueta, negra como un búfalo, de un
remolcador que se arrastraba río arriba cerca de la orilla distante. Junto a él en la
orilla lejana, una red de grúas y vigas rodeó un barco. «Navegar en un barco como
ese», pensé, «a Montevideo, Macao, cualquier sitio. ¿Qué demonios estoy haciendo
aquí? El pálido norte». Aún era pronto y la luz seguía siendo tenue pero ya un suave
disco de humo se componía a la altura de los techos.
Entonces la gente de la ambulancia estaba en el muelle y subieron a la gabarra y
yo señalé dónde habíamos puesto el cuerpo bajo los sacos. Les dejé a ello. Pensaba de
nuevo en la mujer muerta y en el huevo y la sal y me aburría el hecho de que el día
estuviera empezando y no terminando, cada día como los demás, similares a los
abalorios en una cuerda, solo con el trabajo sobre la gabarra, y Leslie para hablar.
Pues rara vez hablaba con Ella, quien daba la sensación de que yo no le agradaba y de
que ella me aguantaba a causa de él: un mal necesario, el jornalero.
Y entonces advertí a Ella tendiendo algunas prendas en la popa.
Alguna vez la había visto hacerlo pero nunca me había impactado del mismo
modo. Siempre había pensado en ella como la mujer de Leslie —ella le gritaba por
alguna cosa o lo llamaba Señor Altanero con voz sarcástica— y no como una mujer
que pudiese atraer a otro hombre. Aquello nunca se me había ocurrido.
Pero ahí estaba ella, intentando no mirar alrededor, fingiendo que no estaba
interesada en lo que estaba pasando, en los hombres de la ambulancia y todo eso, y
me encontré a mí mismo mirándola de un modo distinto.
Ella era una de esas mujeres recias, de menos de treinta y cinco años, con fuertes
nalgas y grandes muslos, y lucía un ajustado vestido verde de algodón que había
alzado sobre los dorsos de las rodillas según se estiraba a tender las prendas en la
cuerda, y pude ver la carne rosa de sus tobillos creciendo sobre el borde trasero de sus
zapatos. Sin duda era muy recia, pero su cintura era pequeña y sus piernas no estaban
mal y me encontré a mí mismo atraído por la mirada fuerte de ella. Yo la miré, y pude
ver su caminar por un parque de noche, sus talones tableteando, solo un poco
apresuradamente, y sus blancas pantorrillas estaba moviéndose justo frente a mí, cual
larvas luminosas en la oscuridad. Y pude imaginar el sonido de sus muslos mientras
sus superficies se arañaban.
Mientras se levantaba sus nalgas se apretaron, el propio algodón se ajustaba, y
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luego se posó sobre sus tobillos inclinados, y sacudió el agua sobrante de la siguiente
prenda.
Un momento después miró alrededor. Su curiosidad había hecho mucho por ella,
y ella me pilló mirándola. Ella miraba con incertidumbre. Se sonrojó un poco, tal vez
recordando el huevo, y luego, muy rápidamente, volvió a su faena.
El sargento de policía estaba tomando notas en un cuadernito negro,
ocasionalmente lamiendo el extremo de su lápiz, y el otro policía estaba de pie con su
boca abierta mirando a los camilleros, que parecían estar tomándose su tiempo. Ellos
habían dejado a un lado la camilla sobre el muelle y yo estaba mirando
inquisitivamente al sargento de policía, que revisaba y miraba bajo la sábana que
ellos habían puesto sobre ella cuando la pusieron en la camilla. Uno de ellos escupió.
Eché un vistazo de nuevo.
Por el rabillo del ojo vi moverse las piernas de Ella.
Cuatro niños de algún sitio, la clase de niños que mataban el rato en parcelas
vacías, cortejos fúnebres o accidentes en la calle, permanecían plantados como a unos
cinco metros boquiabiertos. Habían estado allí casi desde el principio. Ahora los otros
policías les pidieron que se marchasen.
De mala gana, se marcharon, entreteniéndose. Se sonreían y murmuraban. Luego
chillaron al policía que hacía gestos y corrieron. Pero no fueron muy lejos, solo a la
vuelta de la esquina del cobertizo al otro lado del muelle, y pude verlos asomando sus
cabezas por la esquina, trepando unos encima de otros para mirar. Recuerdo que uno
de ellos tenía un llameante pelo rojo.
Los hombres de la ambulancia habían subido la camilla otra vez pero uno de ellos
tropezó. Una desnuda pierna muy blanca asomaba por debajo de la sábana y colgaba
por el suelo como una chirivía. Miré a Ilia. Ella estaba mirándolo. Estaba horrorizada
pero parecía fascinarle. No podía apartar sus ojos.
¡Guau!, dijo el hombre de detrás.
Bajaron la camilla de nuevo y el hombre de delante se giró y colocó la pierna
fuera de la vista. La cogió como avergonzado.
Y luego izaron la camilla hacia el fondo de la ambulancia y cerraron las puertas
de golpe. En aquel momento Jim terminó su manzana y arrojó el corazón al gato, que
estaba acuclillado al límite del muelle. El gato saltó, corrió un poco, y luego caminó
con la cola en el aire. Jim sacó un silbato de estaño y empezó a jugar con él.
El sargento cerró su cuaderno, pasó el elástico alrededor de él y fue a hablar con
el conductor de la ambulancia. Leslie estaba encendiendo su pipa.
Leslie había sido un hombre grande cuando era más joven, y aún era grande
entonces, pero sus músculos estaban dejando paso a la carne y su rostro era grueso
por el mentón de modo que su cabeza tenía aspecto de un cuadrado de gelatina rosa
que hubiese sido aspirado drásticamente en su cima, y, dado que él no se afeitaba
muy a menudo, el rosa tosco de sus mejillas estaba cubierto por una barba incolora.
Tenía pequeños ojos azules iluminados y hundidos como botones en cera blanda, y
Querido tertuliano,
He estado dando vueltas por las calles toda la noche, acechando gatos y a la espera de
perros desprevenidos, con mi penetrante ojo atento a la pasma. ¿Qué corrupción final,
qué última contaminación se desvanece antes del amanecer?, pensaba yo. Y luego
con Jim Atkins tomando algo antes de volver a mi guarida. Una o dos. ¿Alguna
diferencia? ¡Una pequeña cantidad a cambio del buen trabajo nocturno! Tres tazas,
bebí tres tazas, entonces. El hombre tiene que tener su sustento.
Giré mi pajita y vi tu comunicado. ¡Y qué documento más falso e imaginativo era,
si no me equivoco! ¡Reunir tal como lo hacían hombres de diversa creencia que ni
por el nauseabundo propósito de execrar mi memoria serán hallados ni muertos
juntos en un mismo café, mucho menos a la misma mesa, y a la sombra de una
iglesia! Aquel Hadj Y Midhou Y Austryn Y Sinbad Y Masón Y Debord Y el
peligroso Iris[12] deben existir a la vez en esta pobre tierra nuestra, y en su
abigarramiento infinito y vicioso, es Dios (Ciertamente) quien de blasfemia sabe
bastante, pero que tú, un sacerdote de la Fe, y declarado de la veneración del
Auténtico mundo, desbarate y confunda y cometa sodomía con los hechos,
difamándolos con ese atroz talento creativo tuyo, esa lujuria léxica, esa diarrea
poética, es.
A la señora Linkel le agradaba escuchar que su carne se estaba vendiendo bien.
Está dispuesta a vender su carne a cualquier hora, cruda o estofada, succionar o joder,
siempre que no acabe en la calle 14, Manhattan. Transmítele esto al señor
Girodias[13].
A la señora Linkel también le gustaría conocer tu nada creativa opinión acerca de
cuánto podría exigir por una exquisita pieza de solomillo en algún momento de 1957.
¿Nueva York? No hay tres hombres buenos que no estén colgados en esta
execrable ciudad y uno de ellos está flaco y asesina perros y gatos.
¿John Welsh? No hace mucho vino arrastrándose desde la ciudadela sur en la
calle 23 al Village, a echar un ojo a la mugre, y a por un chute a hurtadillas. Trajo
consigo tres agujas de distintas dimensiones, como si fuese a sacar lo peor de
nosotros. Naturalmente —trabajador él— era sábado noche. A las seis de la
madrugada del Sabbath, rodeado de mí mismo y de dos de mis compinches
femeninos, nosotros tres hasta arriba de mierda y tumbados, se asustó y nos echó a la
calle con un tiempo asqueroso y nos amenazó con la pasma a pesar de todas mis
súplicas, llevada a cabo la infernal acción con una mandíbula cuadrada y la luz de
Aquí yace Bella Blackbum, fallecida a los 44 años (aprox). Nació esclava,
la libertad le fue concedida por Jason Sedgewick para quien ella vivió,
sirviendo fielmente el resto de su gloriosa vida. Aunque no sabía ni leer ni
escribir tenía gran conocimiento de lo que no está escrito en ningún libro
(naturalmente Jason Sedgewick, o quien sea que compuso esta elegía, no
conocía las obras de Miss Linkel) y tal conocimiento lo aportó generosamente
a la tarea de su vida. Conocida y amada por todos.
Y luego en los alrededores, enterrada a varios pies bajo tierra, como rayos
radiando desde el centro de una rueda de bicicleta, la progenia fallecida de Jasón.
Aquí, en el día del Juicio, los Sedgewicks crecerán y afrontarán la historia de su
familia, sus espaldas protegidas por todos lados por el matorral de árboles. Uno de los
zurullos explosivos más pequeños de Dios debería resolver el problema, ¿no?
Mientras abandonábamos aquel lugar sagrado, ennoblecidas nuestras mentes por
pensamientos de eternidad, vinimos, ¡oh dulce Jesús sálvanos!, sobre las huellas de
un ladrón de tumbas. Cuatro huellas solo y ninguna que llevase a esto o aquello…
Una última anécdota de mi visita a Stockbridge, Mass. Ahí está el sanatorio de
Rigg (el retiro de Judy Garland y S. Higginson, de vez en cuando). Se supone que
todos los extraños provienen de casa de Rigg. Mientras el tren salía de la estación y le
decía adiós con la mano a John y a Sue el revisor[16]… Cosa divertida, Dup o Pud, tu
exmujer, para a Burn en la calle, comiéndoselo con los ojos y elevando su autoestima
que no advirtió su chispeante acercamiento.
—Burn, —dice ella, con sollozante urgencia—, el padre de Terence ha fallecido,
¡y Dios sabe que estoy segura de que no sé cómo transmitirle las noticias! Burn,
querido, prosigue ella recordando una orquídea, lo harás por mí, ¿no? El brillante
cerebro de Burn, intimidado, por un segundo es incapaz de hablar y así ella le hunde
tres largas garras verdes en el brazo, dice: ¡Cuento contigo, Burn! Y deja que se
desplome en protesta cual pescado sobre el pavimento. Pero ella se marcha
A tu discreción,
Paul el perfumista
(Querido Terry… Me tropecé con más correspondencia (archivada por aquí bajo
crípticas subclasificaciones en colosales archivos escoceses (pringados de esperma)
de-acero-y-apenas-papel-de-caramelo. Una referencia extrañamente oprobiosa, por el
oscuro Troc, a mi propio comportamiento. Oficialmente, señor, y dado que no
mancillaré su perspicacia, aquel ejemplar envuelto en papel de The Outsider tenía
(pegado a la página desplegable) un extraño tratado tibetano (en traducción) sobre el
procedimiento tántrico para la eficacia en el mercado (no para el impuro corazón) que
ha servido de manera importante en la época de Schiaparelli. Esa fórmula sigue
Jody se encaminó al bar. Moe, Trixie catatónico bajo los barbitúricos, Sasha, la Rusa
Blanca, lozana, al borde de las lágrimas; los evito.
—¡Jody! —una mujer pequeña, cerca de los cincuenta, con pelo castaño se asomó
entre dos hombres en la mesa en la parte de atrás. Era Edna.
Jody le hizo un gesto con la cabeza incierta.
—Me pregunto si tiene pan —me susurró. Sacudí la cabeza.
La mujer gesticuló con los dedos. Podría significar cualquier cosa. Jody sacudió
la cabeza como diciendo que no la había entendido y cuando Edna empezó a
gesticular más vigorosamente Jody se apartó sacudiendo breve y agudamente la
cabeza.
—Fuera de aquí —dijo ella.
Todos se quedaron callados, salvo Mona; ¿por qué no la espabilas, Geo? «No. Ella no
toma», respondería él piadosamente, como si se explicase por sí mismo.
Tom Tear llegó con aspecto lastimado y trató de averiguar si a alguien le quedaba
mierda. Solo Fay tenía, y ella lo explicó de un modo vago como algo que llevaba
Ettie entró.
Ettie era una negra delgada que se pinchaba diez bolsas de cinco dólares cada día.
Una vez quiso que Jody y yo nos fuésemos con ella. Ettie tiró todo, ropas y otros
objetos de valor que había robado, mierda, sus propios morros delgados, e hizo
conjeturas con las mentes y cuerpos de sus amigos.
—La última noche tuve un número con el tipo —nos dijo a Jody y a mí una vez
que abrió su bolsa de hule en la cama y reveló media onza de heroína malamente
adulterada—. El hijoputa puso su mano en mi pierna derecha cerca de mi dulce yo.
Con eso puedo repartir. ¡Le voy a enseñar a ese pavo!
—Ella también —me dijo Jody.
—Podría morderte el culo —le dije a Ettie.
Ettie quería que fuésemos con ella, nosotros dos; Jody podría hacer pasta de
nuevo y yo ser el hombre en el lugar. «Luego pilláis toda la mierda que queráis, no
hay problema».
—¿Sin hacer la calle? —dijo Jody seca.
—No he dicho nada de eso, muñeca. ¿Qué eres? ¿Una idealista? Sabes bien qué
puedes hacer. Puedes manipular a esos suaves gordos rosas vuestros. Griego.
—¿No estás de broma? —dijo Jody.
—Hombre, es una movida lo que tú haces —le dije a Ettie—, todo el día dando
vueltas por la ciudad con la respiración caliente por tu cuello.
—A él le dejo respirar en mi vagina, querida, mientras que no me rompa —dijo
Ettie.
—¿Qué es esto? —dijo Ettie mientras entraba—. Nunca he visto una habitación
peor. Si me viera mi madre. ¡Hola, qué hay, Jody! ¿Estás bien?
—¿Llevas mierda, Ettie?
La primera vez que quedé con Miller fue a finales de 1936, cuando yo
pasaba por París de camino a España. Lo que más me intrigó de él fue advertir
que no sentía ningún interés hacia la guerra española. Simplemente me dijo,
en términos contundentes, que ir a España en aquel entonces era una
estupidez. Podía comprender que alguien fuese ahí por motivos puramente
egoístas, por curiosidad, por ejemplo, pero mezclarse en esos asuntos por un
sentimiento de obligación era una auténtica estupidez. De todos modos mis
ideas sobre combatir al fascismo, defender la democracia, etcétera, eran
chorradas. Nuestra civilización estaba condenada a ser barrida y reemplazada
por algo tan diferente para que apenas la recordemos como humana; una
posibilidad que no le preocupó…
Aun con todo su polémico fulgor, Orwell no fue un pensador profundo. Hay algo
«esporádico» en la mayoría de sus escritos.
S. Pritchett una vez le llamó «la conciencia de su generación», lo cual resulta
adecuado en la medida en que nosotros podamos distinguir claramente entre
«conciencia» y «conocimiento». Él fue un moralista, un predicador, un panfletario,
un hombre honesto que se arrojaba sin reservas a un libro o a un ensayo al tiempo que
se lanzaba a situaciones extremas en la vida… y a la indignación. Naturalmente esto
le llevaba a la contradicción —creo que nadie negará que sus obras están plagadas de
contradicciones— y, más en serio, desde mi punto de vista, a su fracaso para bajar al
vientre de la ballena, para cruzar el umbral hacia sí mismo. Esto lo vuelve de algún
modo el más anticontemporáneo de los escritores contemporáneos. En su interés por
el movimiento de los asuntos sociológicos nunca se ha interesado seriamente por el
hecho de que, a fin de cuentas, todo está filtrado por el prisma del yo, que no basta
controlar lo que viene sobre uno sin el uno, y que es precisamente cuando los
hombres en su fervor organizacional olvidan esto cuando la libertad muere. La noción
de libertad aparece cuando un hombre cree ser la víctima de fuerzas externas —estoy
hablando de libertad política—, y en nuestro tiempo, cuando es el totalitarismo el que
amenaza. Es esencialmente una protesta del relativamente apolítico contra el
superfanático político.
La emergencia de la masa, la presión de los valores de la masa: apenas tiene
sentido decir, como Orwell sabía, que estás contra la emergencia de la masa, como
decir que estás contra la fisión nuclear. La proliferación de vastos proyectos en
ingeniería humana y la amenaza resultante a la integridad del individuo es
consecuencia directa de la emergencia repentina de la masa. Ortega y Gasset habla de
los «invasores verticales», refiriéndose a los cientos de millones de hombres sin
tradición que nacen en la historia por una trampilla; una consecuencia de la
Revolución Industrial. En líneas generales, la educación de estos hombres-sin-raíces
ha sido gobernada por los requerimientos tecnológicos de la industria en expansión.
La cultura que tengan ha sido adquirida a través de los periódicos, literatura pulp o de
mejor calidad, el cine popular, y en última instancia la televisión. El técnico, como
técnico, es esencialmente pasivo, y la actitud estructural que se impone sobre él
durante sus horas de trabajo es arrastrada por él a sus horas de diversión; él es la
víctima de la diversión, no su maestro. Inquieto, pasivo, con unos pocos recursos
internos vitales y la pequeña duda creativa, tiene que ser entretenido, y, como
consumidor de entretenimiento, es sometido a las mismas baterías de técnicas que
han levantado la producción. No cabe duda de que este tipo de conciencia de la
eficiencia es peligrosamente cerrada. Uno diría que la idea que el hombre tiene de sí
Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que
significa destruir a un hombre sano y consciente. Cuando vi al prisionero
apartarse para evitar el charco advertí el misterio, el indescriptible error de
segar una vida en su esplendor. Este hombre no se estaba muriendo, estaba
vivo mientras nosotros estábamos vivos. Todos los órganos de su cuerpo
funcionaban —intestinos digiriendo alimentos, la piel renovándose a sí
misma, las uñas creciendo, los tejidos formándose—, todo operando apenas
sin sentido. Sus uñas seguirían creciendo estando él en la plataforma, cuando
estuviera cayendo al aire con una décima de segundo de vida. Sus ojos vieron
la gravilla amarilla y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba,
preveía, razonaba; razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros
éramos un equipo de hombres que caminaban juntos, viendo, escuchando,
Tendremos que seguir leyendo a Orwell para este tipo de cosas, pero uno no
puede remediar que Orwell no se tomó descanso para explorar semejante mundo.
«Y si todavía hay una cosa infernal realmente detestable en nuestro tiempo, eso es
nuestra artística pérdida de tiempo con las formas, en lugar de ser las víctimas
quemadas en la hoguera, señalando a través de las llamas».
Durante un largo tiempo los mejores artistas y las mentes más brillantes en cualquier
lugar han condenado el abismo que ha venido a existir entre el arte y la vida. La
misma gente normalmente ha estado en revuelta durante su juventud y han sido
presentados inocuos por el «éxito» en algún momento de la madurez. El individuo no
tiene poder. Es inevitable.
Y el artista tiene un profundo sentido de su propia impotencia. Está frustrado,
incluso confundido. Como en los escritos de Kafka, tal temeroso sentido de
alienación invade su trabajo. Ciertamente el ataque más descomprometido en la
cultura convencional fue lanzado por Dadá al término de la Primera Guerra Mundial.
Pero los habituales mecanismos de defensa pronto se pusieron en marcha: las mierdas
del «anti-arte» fueron solemnemente enmarcadas y colgadas junto a «la Escuela de
Atenas»; Dadá se sometió de ese modo a la castración por fichero y pronto
seguramente fue sepultado en la historia como otra escuela de arte más. La cosa es
que aunque Tristan Tzara et alii podrían señalar hábilmente al chancro del cuerpo
político, y podían desplazar el foco de la sátira a las hipocresías que habían de ser
barridas, no produjeron ninguna alternativa creativa para el existente orden social.
¿Qué iban a hacer después de haber pintado un bigote a la Mona Lisa? ¿Realmente
deseamos que Genghis Khan guarde sus caballos en el Louvre? ¿Y luego?
En un ensayo reciente[22] Arnold Wesker, precisamente interesado en este abismo
entre arte y cultura popular y la posibilidad de reintegración, se refiere a la huelga
con que se amenazó en 1919 y a un discurso de Lloyd George cuando la huelga
podría haber derribado al gobierno. El primer ministro dijo:
Hay que decir ahora que este rápido esbozo de nuestra universidad de acción no es el
producto de la vaga especulación. No solo están los numerosos paralelos históricos,
situaciones pasadas, fortuitas o controladas, algunas de las cuales tienen rasgos que
son manifiestamente adaptables a nuestro proyecto. Durante la pasada década en
muchos países ya hemos conducido suficientes experimentos de una naturaleza
preparatoria; estamos listos para la acción.
Solía decirse que el Imperio británico fue ganado en los campos de juego de Eton.
Durante los siglos dieciocho y diecinueve la clase dominante británica estaba
formada exclusivamente por tales instituciones; el porte que confería a un hombre
que fue vitalmente relevante al alzamiento de Inglaterra en esa época.
Lamentablemente, la situación en Eton y las fundaciones similares no siguieron
para inspirar su propia mejora. La inercia extendida. Formas que una vez tuvieron
éxito se endurecieron hasta que carecieron de relevancia contemporánea. En la edad
de relatividad concebimos la universidad espontánea como empaste para la antigua
función formativa de nuestro tiempo.
Los asentamientos judíos en Israel convirtieron un desierto en un jardín y dejaron
estupefactos a todo el mundo. En un jardín floreciente ya completamente sostenido
por la automatización, una fracción de tal falta de propósito al cultivo de los hombres,
¿qué resultados causaría?
Entonces, allí estuvo el colegio experimental de Black Mountain, Carolina del
Norte. Esto es de interés inmediato para nosotros por dos razones. En primer lugar, el
concepto absoluto es casi idéntico al nuestro en su aspecto educativo; en segundo,
CONSIDERAMOS que, durante muchos años, un cambio, que útilmente podría ser
recordado como evolutivo, ha estado gestándose en las mentes de los hombres; han
sido conscientes de las implicaciones de autoconsciencia. Y aquí y ahí y en todo el
mundo los individuos y los grupos provisionales de individuos están más o menos
interesados de manera deliberada en técnicas en desarrollo para inspirar y sostener la
autoconsciencia en todos los hombres.
Aunque imperfecto, fragmentario, y con dificultad para expresarse, esta nueva
fuerza puede aparecer en este momento, ahora está en proceso de ser consciente de sí
misma en el sentido de que sus individuos están empezando a interesarse por los
problemas técnicos del reconocimiento mutuo y, en última instancia, de la acción
conjunta.
La historia es de las sociedades orientadas hacia y a través de cada institución
afirmativa suya del pasado, la cual tiende, cualquiera que sea su cariz, a perpetuarse
en sí misma. Por consiguiente hay una inercia natural en la historia. Las
convenciones, y las instituciones que les otorgan autoridad, cristalizan. El cambio se
resiste, especialmente los cambios en las formas de pensar. El cambio que nos
interesa aquí fue primero explícito en las ciencias modernas; el mismo cambio ha
sido anunciado para cerrar un siglo en el arte moderno. Toda nueva forma de
pensamiento se hizo posible con el siglo xx. Igual que lo importante, el mundo
objetivo fue destruido por la ciencia moderna, y así el arte moderno se ha vuelto
contra el objeto convencional y lo destruyó. El arte moderno expresa el cambio
evolutivo del que estamos hablando; la ciencia moderna nos amuebla con los
métodos y las técnicas en la medida que podemos postular y resolver los problemas
prácticos de adaptarnos a la historia de un modo nuevo, consciente y creativo.
Buscando una palabra para designar una nueva internacional posible de hombres
interesados individualmente y decididos a articular una estrategia efectiva y táctica
para esta revolución cultural (cf. La insurrección invisible, Trocchi), se pensó que era
necesario encontrar un concepto que no provocase ninguna connotación obvia.
Elegimos la palabra «sigma». Comúnmente usada en la práctica matemática para
designar todo, la suma, el total, parecía encajar muy bien con nuestra noción de que
todos los hombres tienen que ser al fin incluidos.
En general, preferimos usar la palabra «sigma» con letra pequeña, como adjetivo
antes que como un nombre, pues ahí ya existe un considerable número de individuos
y grupos cuyos términos, conscientemente o no, son por los pelos idénticos a los
nuestros, grupos que ya pueden ser llamados X e Y y Z y cuyos miembros pueden ser
de algún modo renuentes a incluir sus identidades públicas bajo cualquier otro
nombre. Si estos grupos pudieran ser convencidos de la importancia de vincularse
ellos mismos «adjetivalmente» a sigma, por el momento sería suficiente. Además, en
a) El gasoducto internacional:
Cuando los centros sigma existan cerca de la capital de muchos países, los
artistas asociados y científicos que viajen al extranjero podrán aprovecharse
de todas las facilidades del centro local. Pueden elegir sólo residir ahí o quizá
deseen participar. Si el visitante es una celebridad, probablemente tendría
facilidades para hacer alguna «entrevista» (audio o vídeo) en el centro-sigma
donde «se oriente» y la edición quede en sus manos. Sigma se encargará
entonces de las negociaciones con la radio local y la televisión. El cultivo
imaginativo de su gasoducto internacional sería una auténtica contribución a
la comprensión internacional.
b) Promoción cultural:
Este campo es demasiado vasto para ser tratado por completo aquí.
Incluye todos los proyectos culturales interesantes, conferencias, periódicos
internacionales, proyectos de edición, proyectos de cine y televisión, etc., que
han sido y serán propuestos por asociados en conferencias. Muchas de estas
ideas, realizadas eficientemente, cerrarían un gran negocio económico. Todo
este trabajo contribuiría a la imagen de sigma.
Conclusión:
3 enero de 1964
Querido señor,
* * *
Querido señor,
Era bastante evidente a juzgar por el primer discurso del señor MacDiarmid en la
conferencia de 1962 que había decidido no tolerarme (ni a los de mi «clase») antes de
que ni siquiera yo hubiese llegado a Edimburgo. En sus absurdamente altivas
* * *
Aunque haya y siga habiendo aspectos de la vida y el arte sobre los que no
podemos estar de acuerdo, me parece que tiene que haber algunos pequeños asuntos
vitales sobre los que difícilmente podemos estar en desacuerdo, y yo, por mi parte,
lamento mucho que las circunstancias particulares en las que nos conocimos por
primera vez fuesen tales para que lo primero cobrase importancia y distrajera nuestra
atención de lo segundo. En esta carta queda nuestra revuelta común contra el
petulante filisteísmo de muchos de nuestros compatriotas. Que la buena gente del
establishment de Edimburgo deba tomarse a orgullo asfixiar el lado literario del
festival este año es para ambos, estoy seguro, una jodida asombrosa evidencia de su
barbarismo. También creo que estamos de acuerdo en que a ellos no se les debe
permitir salir indemnes de esto, que es un escándalo y podría sentar un peligroso
precedente. Estoy escribiendo para informarle de que haré todo lo que esté en mi
poder para ayudar a que Haynes tenga éxito con una «conferencia no oficial» y para
expresar mi esperanza personal de que estará con nosotros, en su lugar legítimo a la
cabeza de nuestras tropas de asalto, en Edimburgo este verano. Estoy seguro de que
podemos hacer mucho más de lo que oficialmente se hizo, y a un precio mucho
menor, si podemos permanecer juntos en esto, por la poesía y la sanidad, ahora. La
próxima vez que esté en Escocia espero tener la oportunidad de verle en privado.
Realmente, no estoy nervioso en lo más mínimo para continuar un tiroteo público con
12 de octubre de 1963
Querido Bill,
Quería entrar en contacto con usted antes de que nos marchásemos. En cambio,
llegué a Tánger luchando con el horrible légamo de la determinación de otro. Tánger
proyectó en mi patético horizonte nada más que una postal de Rafael Tuck en un
ventoso malecón, y en aquellas setenta y dos horas tuve menos libertad que cualquier
turista. Así que usted y nosotros y todos éramos bastante irrelevantes desde el
principio y después de aquella desafortunada tarde en la que sólo tuve un
pensamiento en mente, tener aquella fracción de familia mía de vuelta en Londres
donde esperaba saber justo lo que tenía que hacer conmigo. Y, tal como las cosas
salieron (a pesar de Michael[27] conduciéndonos directos a otro coche a 122 km de
Dieppe)… Lyn está instalándose aparte para encontrar alguna cosa hasta entonces
difusa, parece ser, por mi sombra. ¡Y qué aliviado me siento!… de ser capaz de
conducir mi atención a algo más… ¿Debemos estar juntos o no? Sonaba como una
cuestión legítima. Pero no por los dos puñeteros años. Tras setecientos treinta días y
setecientas treinta noches era hora de meterlo en una botella y encomendarlo a la
corriente del golfo a un pasaje rápido por el Mamón del Norte… No fue Lyn de quien
quería librarme. Era de su obsesión.
Le adjunto una copia del ensayo para ponerle al corriente de los métodos que ya
hemos desarrollado. Hemos decidido el nombre sigma porque parecía
semánticamente «limpio», siendo el símbolo convencionalmente usado en
matemáticas para la suma o el total. A diferencia del grueso de las palabras, ésta no
tenía otras connotaciones tradicionales para sugerir que somos rápidos o lentos, de
izquierda o derecha, leporinos o de hendidas pezuñas. La empresa se formó con
prisas con el mínimo de tres directores, Mike Fenton (a quien no es nada bueno que
no conocieses), Charlie Hatcher, y yo mismo, unos días antes de salir de Inglaterra y
a comienzos de julio, y eso fue todo lo que ocurrió hasta mi rápido viaje de vuelta a
Inglaterra al tiempo del Festival.
El problema, Bill, es que no hay alternativa interesante para Calder en Londres. O
no la habrá hasta que sigma realmente se ponga en marcha y nosotros publiquemos el
grueso del material bajo nuestra propia editorial. Bien, eso podría ocurrir muy pronto,
especialmente si puede contar con la mencionada manzana. La primera cosa que me
gustaría tener de usted es su permiso para seguir adelante y hacer los arreglos para
quedar registrado como director de la empresa. Si me da su visto bueno ahora
EL surtido básico de drogas ha sido conocido por el ser humano durante decenas y
decenas de siglos, pero en el último cuarto de siglo se ha encontrado en el punto de
mira como amenaza cultural, del orden de la Muerte Negra de una plaga de langostas.
Nunca antes hubo tal ostensible escalada de pánico.
Y digo ostensible porque sin duda este clima de histeria le ha sido endilgado a la
población por una prensa irresponsable, evangélica y chismosa, inspirada por algunos
de nuestros más ridículos creadores de opinión pública.
Casi a diario nos enfrentamos a sensacionales pseudoproblemas abordados de
manera morbosa y melodramática y que, por supuesto, distraen a uno y a todo el
mundo de las cuestiones realmente vitales que se nos plantean en este tiempo.
¿Cuántos niños han sido conducidos de manera más o menos directa a la destrucción
por una indignante generación anterior y sus indignantes leyes?
No me cabe duda de que al final se comprobará que el típico adicto a la heroína, o
yonqui… el contemporáneo obsesionado con su antojo desesperado y su halagadora
queja… es, en la medida en que él existe (y me temo que existe), el honrado producto
de una necesidad en una sociedad puritana y atormentada por el miedo, su deseo
inconsciente, que él debe existir, y que él (el yonqui) asume sus características
peculiares y desagradables como reacción, como cualquier ser humano tendería a
reaccionar, a las distintas sanciones erradas que le son impuestas.
Como el viejo negro americano, nacido en el sur, el viejo Tío Tom, pronto
aprende su rol, a decir «¡Sí, Jefe!», pronto. Dentro del peligroso y trágicamente
limitado perímetro que se le impone por las imaginaciones enfermas de sus
compañeros, el yonqui no tarda en aprender a arreglárselas con su ridícula máscara, y,
dado que los hombres tienden a transformar aquello que hacen, a veces olvida que
una vez fue otro.
El Gran Timo del Yonqui que hemos heredado casi sin reservas de los Estados
Unidos. Como sigue:
Un hombre consume heroína.
¡Ja! Dice la Sociedad. ¡Eres un tipo desesperado, enfermo y malvado! ¡Tenemos
que apartarte de esa basura (heroína) para que no estés tan desesperado…!
Al yonqui, que tiene que enfrentarse con lo que se admite como droga peligrosa,
se le obliga a enfrentarse a una escasez de droga que no es natural y a la que él ya se
ha vuelto, digamos, adicto. Tal escasez artificial, y las condiciones más degradantes y
difíciles de suministro (a menudo es obligado a mendigar, estafar y robar) magnifican
el peligro real multiplicándolo por diez.
Desesperado sin droga, o con un pequeño suministro permanente proveniente de
hombres movidos por la moral antes que por la medicina, el yonqui usa su droga de
un modo desesperado. Su desesperación en aumento le hace pensar prácticamente
10 de octubre: ¡21!
¿Cómo puedo usar 21 pastillas para reducir mi consumo de 100 aprox. por día?
Tendremos que tomar una taza de Horlicks, y entonces empezar con 150
gramos de LSD; quizá vea las cosas con una perspectiva más clara; no puedo
decir que no tenga miedo, vagamente, acerca del final de mis existencias de
heroína, pero, por otro lado, no puedo decir que esté MUY preocupado. No lo
estoy. Soy bastante mayor y no espero, bastante sabio, hacer ninguna
predicción salvaje…
4.30 pm:
Hay un gramo de heroína suelto; así ha estado en las últimas 4 horas. Creo
que si puedo mantener ese gramo ahí, en la botella, bajo el Buda todo seguirá
estando bien, pues mientras el gramo quede no hay corazón echado a perder
con negra desesperación.
De este modo me he puesto la capa azul de mandarín y espero la
liberación apoyado en mi cama con vistas al mar gris. (Explorando la ciudad
he visto una copia de El libro de Caín a la venta, y he escuchado a dos
personas hablando de su autor «que pronto estará muerto; es un drogadicto, ya
sabes…» cuando una pequeña chica me pidió un autógrafo, escribí «yo que
voy a morir te saludo…»).
6.10 pm.
Último chute consumido, (por ej.,) ya no me hace señas desde ahí, eh. Me
siento maravilloso…
SENTARSE de nuevo después de todos estos años, para retomarlo donde me quedé,
aproximadamente al final de El libro de Caín, en cuyo punto era obvio que había
cometido algún tipo de harakiri espiritual… ah, es verdad que he escrito algunos
poemas desde entonces, y unos pocos ensayos, pero en los sesenta quise cambiar
cosas, no escribirlas. Y sabes, ¡creo que las cambié! Incluso si por el momento
parecía haberlas movido lejos de mí… lo que tenía que ser dicho ha sido dicho… no
hubo más que decir. Así, cuando a los pocos meses mi editor me localizó de nuevo y
con un talonario en mano me preguntó en qué libro estaba trabajando, se me ocurrió
decir que el libro en el que yo… hemmm… hemmm… estaba trabajando ahora era
uno largo. Cuando me preguntó cómo se llamaba, dije de pronto que se llamaba El
libro Largo. Aquello, que lleva o necesita un año, mi amor, fue hace quince años. En
aquel entonces tenía que ser, pensaría uno, un libro realmente largo. Bueno, fue una
larga vida. Creo que eso es lo que puedo decir.
El libro largo. Todas esas notas. Todos esos trabajos. Ideas, pensamientos
inacabados, no tantas resmas del material… en donde, si me llega para una página,
me encuentro… a veces… despiadadamente demacrado. A fin de cuentas, son mis
propias notas, y de vez en cuando puedo recordar las circunstancias en las que
surgen. Ah sí, aquella vez… y de pronto el fuerte impulso que me llevó allí se frustra,
extinto. Demora del ayer. Pero no obstante son ciertas, supongo, aunque a veces la
perspectiva me hace querer vomitar… y no importa, ¡todos esos títulos! ¡Todos esos
comienzos plausibles! Lo que ando buscando, me dije durante años, es un fin
plausible. ¿Como la sobredosis con la que he sido reconocido tantas veces desde que
me escapé de Nueva York? Dios mío, ¡pensaba que estaba muerto! Sí, además, el
suceso convincente, el fin convincente… o incluso el inverosímil, en la medida que
pudiera escribir fin en algún u otro punto, y el ademán encajase de algún modo
profundo.
Pero por supuesto no fue así. Plausible o inverosímil, no había fin a la vista, ni lo
tendría antes de morir, y entonces alguien tendría que escribirlo. Mientras, yo estaba
y estoy como siempre muy ocupado con los desordenados pensamientos de más de
una década. Tío Hamlet, bien entrado en la madurez, y aún indeciso[29].
Nochebuena, 1978
infinitamente consentida la seda metálica y nada le falta». Rilke, Elegía Duinense Nº.
5. <<
la viuda de Frank Harris por 1050 francos —una suma considerable— para vencer
sus remordimientos, ya que el quinto volumen no tenía intención de publicarse. <<
Caín. <<
cuyas novelas eran publicadas por Olympia Press, sello de Maurice Girodias. <<
partiturasen 1942 por el famoso Music Corp. La canción era una respuesta al ataque a
Pearl Harbor que marcó la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial. <<
un movimiento mayor, más universal, y no hay que olvidarse de que nuestro grupo de
creadores ne pourra réaliser son Project quen se supprimant… ne peut effectivement
exister quen tant queparti se depasse lui-meme (añadido a la versión francesa). <<
<<