Fragmentos de La Regenta
Fragmentos de La Regenta
Fragmentos
1
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las
nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido
que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual
turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un
montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas,
dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles,
otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un
tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y
de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la
campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La
torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza
muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico,
pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las
vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y
horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se
quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus
segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí
en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones.
2
Ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de
mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez
esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta
de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas
veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre
avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los
sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo
estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de esposa, sintió
junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un despropósito y una desfachatez que
ya que estaba allí dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su
pantalón negro de castor; recordaba que las delicias materiales, irremediables, la
avergonzaban, y se reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a
aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza, ¡quiapulvis es! eres polvo,
eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello que había leído
en sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores murmurar con malicia... ¡Lo que
aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel presidio de castidad no le quedaba ni el
consuelo de ser tenida por mártir y heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las
miradas de curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio;
recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que
esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y aquello continuaba, aquello
se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni
siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había
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cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le
sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella
acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella
le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de
no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo
aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable que ni siquiera
tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades
que ella había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de
confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo».
«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas
rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de
aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin
esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban
el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se
invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a
extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez,
en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema
elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura.
3
Quien más gozaba con aquella propaganda de infamia, después de Glocester que la
creía obra suya exclusivamente, era don ÁlvaroMesía. Ya aborrecía de muerte al Magistral.
«Era el primer hombre ¡y con faldas! que le ponía el pie delante: ¡el primer rival que le
disputaba una presa, y con trazas de llevársela!». «Tal vez se la había llevado ya. Tal vez la
fina y corrosiva labor del confesonario había podido más que su sistema prudente, que aquel
sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía que estaba la rendición de la más robusta
fortaleza. Yo pongo el cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por la mina?». El
dandyvetustense sudaba de congoja recordando lo mucho que había padecido bajo el poder
de don Víctor Quintanar, que según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había
declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿para
qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la muerte, y de
amable, sensible y condescendiente (que era el primer paso), convertirse en arisca, timorata,
mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda
cabía? Cuando él comenzaba a preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir
de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera prometía eficaz ayuda... se
encuentra con que la señora tiene fiebre». «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince
días. Se le permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero no entrar en la
alcoba. Él había ido a visitarla todos los días, pero como si no, no le dejaban verla. Y ¡oh
rabia! el Magistral, él lo había visto, pasaba sin obstáculo, y estaba solo con ella. «La lucha
era desigual». Durante la primera convalecencia, que duró pocos días, se le permitió a él
también entrar en la alcoba dos o tres veces, pero nunca pudo hablar a solas con Ana. Y lo
más triste había sido después; cuando la segunda arremetida del mal, que fue tan peligrosa,
cedió el paso poco a poco a la salud. Ana le recibió en su gabinete. ¡Pero cómo! Por de
pronto estaba bastante delgada, y pálida como una muerta. «Hermosísima, eso sí,
hermosísima... pero a lo romántico. Con mujeres de aquellas carnes y de aquella sangre no
luchaba él. Estaba entregada a Dios. ¡Claro! ¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sin
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cansarse». Don Álvaro calculaba, furioso de impaciencia, cuánto tiempo tardaría aquella
naturaleza en adquirir la fuerza necesaria para volver a sentir los impulsos sensuales, que
eran la fe viva del señor Mesía y su esperanza. Tardaría mucho. Mientras tanto él no podría
emprender nada de provecho. «Y el Magistral estaba haciendo allí su agosto; embutiendo
aquel cerebro débil de visiones celestes... Ana era otra para él. No le miraba jamás, y las
pocas palabras con que contestaba a las preguntas de cariñoso interés, eran corteses,
afables, pero frías, como cortadas por patrón. A veces se le ocurría a él si se las dictaría el
Magistral». Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, don Álvaro y De Pas. Le
costaba lágrimas cada bocado. El Magistral opinaba que a la fuerza no debía comer.
Entonces Mesía tomó con mucho calor la defensa del alimento obligatorio.
4
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz
apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron
para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un
bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en
un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor
mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en
el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras
de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión
absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar
la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando
estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que
fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su
lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su
temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí,
hambre atrasada.
5
El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata... La capilla se iba
quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo
silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el
Provisor dentro del confesionario.
Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.
Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía...
Pero el confesionario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.
Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía
dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...
Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...
La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las
grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario.
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Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra,
larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego,
fijos, atónitos como los del Jesús del altar...
El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que
horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no
pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas
hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería.
Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante...
y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer
desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el
trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y
llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y
negro; cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y
dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de
capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la
verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la
lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un
suspiro.
Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y
por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de
la Regenta y le besó los labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.