JOSÉ MARÍA LACUNZA
NETZULA
Novela histórica mexicana
José María Lacunza
Nació el 10 de agosto de 1809, en Ciudad de México. Fue un novelista, periodista y
diplomático, además de miembro fundador de la Academia de Letrán.
Su obra literaria está dispersa en diversas publicaciones de periódicos y revistas.
Principalmente en El Año Nuevo (1837–1840), El Mosaico Mexicano en 1837, El
Recreo de las Familias en 1838 y El Semanario de las Señoritas Mexicanas en 1842.
En su carrera política se desempeñó como ministro de Relaciones Exteriores y de
Hacienda durante el periodo presidencial de José Joaquín de Herrera.
Falleció el 15 de enero de 1851, en La Habana, Cuba.
Netzula
Novela histórica mexicana
José María Lacunza
Christopher Zecevich Arriaga
Gerente de Educación y Deportes
Doris Renata Teodori de la Puente
Subgerente de Educación
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de Educación
Margarita Delfina Zegarra Flórez
Jefe del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: John Martínez Gonzales
Selección de textos: Jerson Lenny Cervantes Leon
Corrección de texto: Yesabeth Kelina Muriel Guerrero
Segunda corrección: Vladimir Fiori Zumaeta
Diagramación y diseño de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría
Imagen portada: Se trabajó una ilustración de la Historia general de las cosas de
Nueva España o Códice Florentino (1540-1586), de Bernardido de Sahagún.
Editado por:
Municipalidad Metropolitana de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima. Lima.
www.munlima.gob.pe
1a. edición - agosto 2022
Depósito legal N° 2022-07117
Presentación
La Municipalidad de Lima, a través del programa
Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.
La democratización del libro y lectura son temas
primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.
La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea
una reformulación de nuestros hábitos, pero también
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; debemos
repensar la cultura, siempre de la mano del libro y la
lectura, y que siga estando en esa agenda que tenemos
todos en el futuro más cercano.
En ese sentido, en la línea editorial del programa, se
elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.
El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene
el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de
la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso
y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura
que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el
marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.
A continuación, presentamos la novela histórica
mexicana, Netzula, que narra acontecimientos en los
últimos días de Moctezuma y el encuentro entre dos
mundos.
Municipalidad Metropolitana de Lima
NETZULA
Novela histórica mexicana
I
Eran los últimos días de Moctezuma: el imperio volaba
a su ruina, y la espada de los españoles hacía estremecer
el trono del monarca; donde quiera se escuchaban sus
victorias, y los hijos de América doblaban el cuello a la
cadena de los conquistadores.
Ixtlou, en otro tiempo terror del enemigo en los
combates, se había retirado a la cueva de la montaña,
porque no quería presenciar la esclavitud de la patria.
Allí esperaba la muerte, y el sepulcro debía ser el escudo
que le librase de la furia del vencedor; solo Netzula, su
hija, sabía el retiro del anciano y le proveía en él de los
alimentos; también Octai era sabedora del refugio de su
esposo.
La noche estaba serena; la luna brillaba en toda su
luz, y la hija del guerrero caminaba tímida y silenciosa
a visitar al héroe, parecía un fantasma que vaga por el
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campo de la noche; vestida de blanco y suelto el cabello
se estremecía al oír el ruido de la yerba que movía con
sus pasos, y la sombra de los árboles que se agitaba
pausadamente con la brisa la hacía temblar.
Se adelantó ligera por el campo y llegó a la habitación
del anciano; estaba sentado sobre una piedra del monte,
e inmutable, como su desgracia, vio a la virgen y sonrió.
—Hija mía —le dijo—, ¿me traes nuevas de los
valientes de Anáhuac? ¿Han acabado sus días o aún corre
la sangre del enemigo en la piedra de sus lanzas?
—No acabaron, padre, no acabaron —contestó la
joven—; aún puede su espada abrir el sepulcro a los
opresores, y pronto será la batalla que decidirá la suerte
de la patria; el arco está en la mano de los valientes, y
sobre sus hombros refleja la luz en la punta de sus dardos.
—¡Ay! —exclamó el anciano—; así reflejó alguna
vez sobre mi escudo, cuando mi mano era fuerte en
los combates; cuando Ixtlou se adelantaba el primero y
combatía con los leones del bosque. Entonces me amaba
la juventud, y tu madre era la envidia de mil doncellas;
pero ahora no me resta sino un brazo que apenas sostiene
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mi cuerpo cuando me apoyo en tus hombros, y mis
piernas no ensayan otro camino que el sepulcro.
Calló por un momento y continuó con un ardor mayor
que el que ofrecían sus años y su cabeza, semejante al ala
de la paloma.
—¡Tuviera yo tu fuerza, hijo mío, Utali!, ¡tuviera yo tu
fuerza! No estaría ocioso, escondido bajo de la montaña;
volaría al combate y vertería la sangre del extranjero, la
sangre de los hijos del océano; entonces en el lugar del
campo en que cayese herido se alzaría un recuerdo, y mi
alma se uniría a la de los héroes después de la vida para
que me admirasen los hijos del tiempo por venir.
Netzula estrechaba una de sus manos con ternura, y
alguna vez se sentía alegre al encontrarse sus ojos con los
de su padre; tal vez suspiraba por su hermano que estaba
en el ejército, a quien amaba como a su corazón; pero la
esperanza que se encendía en su alma le ofrecía la gloria
y el triunfo; así es el espíritu de la juventud: le halagan y le
consuelan las esperanzas, y no se abre al mal sino cuando
es inevitable y le amenaza ya sobre su cabeza.
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Antes de amanecer volvió a ver a su madre que la
esperaba con el ansia de la incertidumbre. Octai, que en
los años de paz se lanzaba a las danzas y a los bailes de la
juventud, con la ligereza de un joven ciervo que brinca por
las rocas, que era alegre como la aurora de la primavera, y
hermosa como el iris en el centro de la oscuridad cuando
las nubes son el manto negro del cielo; Octai, que había
encantado el corazón de Ixtlou cuando era general de sus
compatriotas en los combates de la gloria, hoy recostada
y melancólica bajo una cabaña solitaria recordaba los
días pasados, y miraba con una lástima mezclada de
sobresalto a Netzula que resplandecía de juventud y
belleza.
No le quedaba de los pasados placeres sino el de tener
las noticias que su hija le traía cada noche del amado
de su corazón, pues postrada por los dolores caminaba
lentamente a visitar a sus abuelos en el firmamento.
Muchas noches pasaron sin que en ninguna faltase la
hija de Octai en visitar a su padre, y consolar en cuanto
podía el agitado corazón de los dos esposos.
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Unas veces conversaba con su madre de la hermosura
de los campos y de la vuelta de su hermano, y su alma
bebía el deleite en las ilusiones y en las esperanzas.
Pero el anciano gustaba más de oír las hazañas de su
hijo Utali, que era segundo después de Oxfeler, general
del ejército de la América; la virgen contaba a su padre
los triunfos pequeños de aquellos días, y no podía
menos que estremecerse a las escenas de sangre que se
renovaban.
Ya la luna no brillaba, y solo las estrellas resplandecían
en la noche. Netzula, que aunque no temía ya en la
serenidad, se sobresaltaba de cualquier motivo que
le ocurría de nuevo, volvía de la cabaña del anciano, y
su pensamiento estaba lleno de las ideas de su familia.
Creyó escuchar de repente un suspiro y se detuvo; aun
el aliento había suspendido y temblaba todo su cuerpo.
No se atrevía a mirar hacia ninguna parte, y recelaba
aun el desengaño que esperaba fuese funesto. Pasado
largo tiempo extendió su vista, pero vio todo en una
tranquilidad capaz de asegurarla; y como no percibió
ya el motivo que la había intimidado, se avergonzó a
sus solas, y resolvió seguir y guardar en silencio aquel
acontecimiento.
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Estaba resuelta a no asustarse de nuevo por estos
ruidos; pero a pesar de esto, al pasar por aquel lugar
apresuraba el paso y palpitaba aceleradamente su corazón.
No tenemos dominio sobre nuestros sentimientos: nos
arrastran involuntariamente y somos su víctima, el
juguete de las ilusiones del alma.
Casi había olvidado este suceso; pero otra noche, al ir
a la cabaña de su padre, le pareció escuchar un ruido de
alguna persona que caminaba por las inmediaciones. El
temor de su alma no era tan grande como la vez pasada,
pero estaba muy lejos de la tranquilidad. Determinó
esperar, y creyó convencerse más y más de que respiraban
y aun hablaban una u otra palabra cerca de ella.
La primera sorpresa había pasado y Netzula
permanecía inmóvil, así por el miedo que no le permitía
adelantar un solo paso, como por la curiosidad que le
inspiraba saber quién en aquella hora podía vagar por
los árboles del monte. Aplicó su oído y percibió una voz
débil que cantaba:
Brillante firmamento, habitación del sol que te abandona
en este instante, recíbeme, abre tus puertas que ya voy a ti
a unirme con las almas de mis amigos, de mis padres, de mi
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esposa adorada, a esperar a Oxfeler, a mi hijo, el amigo de
mi vejez. ¿Qué soy sobre los campos de Anáhuac? Arbusto
deshojado y seco que el huracán despojó de su vestidura, y
no da sombra al viajero cansado, y estorba a los cazadores.
Brillante firmamento, abre tus puertas y recibe a Ogaule;
allá me uniré con Ixtlou, el amigo de mi juventud.
Ogaule era amigo de Ixtlou, y la virgen le había oído
nombrar muchas veces en las conversaciones de su padre.
Mas ahora, después de una larga ausencia, se le creía
generalmente muerto aun por sus más íntimos amigos.
Netzula con toda la confianza de la juventud, y
disipados completamente sus temores, se adelantó hacia
el anciano que estaba recostado sobre el campo al pie de
una roca; él volvió la cabeza, blanca como la escarcha de
invierno, y exclamó con una voz melancólica:
—¿Quién viene a turbar en medio de la noche la
soledad del infortunio? ¿Quién se aproxima al viejo que
solo piensa en volver al sepulcro? ¿Es el hijo del extranjero
que viene a abrirme la tumba o el genio del consuelo que
viene en la noche a aliviar mi dolor? Hermosa joven —
continuó mirando a Netzula que se había aproximado
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lo bastante para que él pudiera distinguirla—, hermosa
virgen, ¿vienes a auxiliar la desgracia?
—Soy la hija de tu amigo —exclamó ella—; la hija de
Ixtlou, el valiente en los campos de guerra; su espada
no centellea en los combates, pero las memorias de sus
amigos se alzan en su corazón. Los años arrebataron su
fuerza, pero no sus recuerdos de la antigüedad.
—Ven, acércate —exclamó Ogaule—, acércate y que
estreche en mis brazos al único resto de mi amigo; pronto
me uniré a él y le diré allá en el firmamento: “Tu hija ha
descansado su frente sobre mi pecho; ha sentido palpitar
mi corazón al recordar las acciones que ejecutamos
juntos”.
—Tu amigo no habita en el firmamento —replicó
ella—, está como tú, habitando en el retiro de la montaña;
allí se ha sustraído a la dominación del vencedor, allí
espera la muerte o el triunfo de la patria; ¿por qué no te
unes a él y será menos amarga la soledad?
—Sí, hija mía —replicó el anciano—; cuando mi boca
empezaba a recibir la sombra de la juventud, ¡oh!, entonces
estos brazos, que ahora ciñen débilmente tu cuerpo,
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aterraban a los valientes en las batallas y ahogaban a las
fieras del bosque; la espada del enemigo estaba muchas
veces a mis pies, y mis manos se empaparon en la sangre
de los osos; la patria jamás clamó entonces en vano,
jamás Ogaule llegó el segundo a las filas de los guerreros,
pero hoy los años me han arrebatado mi fuerza, y no
puedo hacer otra cosa que exhalar vanos suspiros por la
felicidad de la América. Tú, hijo mío, Oxfeler, tú serás el
apoyo de tus amigos, y los altivos hijos del mar temblarán
a tu nombre; tu gloria volará por tu patria, y recibirás las
bendiciones de los que aman el país de sus padres. Hija
mía, vamos, unámonos a Ixtlou; y pues que somos iguales
en nuestra vejez como lo fuimos en nuestras hazañas de
la juventud, llévame, y tendré el consuelo de abrazarlo
antes de morir.
La virgen dio su brazo al guerrero y sostenía los
trémulos pasos del anciano. Adelantándose solitarios
por el mundo, parecían el emblema de la prudencia
apoyada en la virtud, que camina abandonada y errante
por el universo, y que rara vez aparece a los ojos de los
mortales. Llegaron a la mansión de Ixtlou, que reclinado
sobre la tierra esperaba a su hija. Ogaule habló el primero
diciendo: Ixtlou, mi amigo querido. El anciano levantó
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lentamente su cabeza y exclamó: ¿Es la voz del espíritu de
mis amigos de los otros días, que vienen a visitarme en
mi soledad desde sus casas celestes, o es la ilusión de los
sueños que consuelan al desgraciado?
—Es tu amigo, es tu amigo que viene a partir hoy
tus penas como partimos en días más felices la gloria y
peligros. No vengo de las habitaciones del cielo, vengo
del retiro del monte, donde esperaba la muerte, donde
no creí volver a ver a los compañeros de mis años de
juventud.
—¿Y vuelvo a oír tu voz, amigo mío, tu voz que era una
tormenta para tus enemigos y suave como la música para
los que te amaban? Ogaule, amado Ogaule, tú me das el
único placer que puedo tener antes de dormir bajo de la
tierra; separado de mi amada, sin hablar con otra persona
que mi hija, la melancolía secaba mi corazón; pero ahora
el lenguaje de la patria sonará otra vez en mis oídos,
ahora hablaremos de nuestros hijos, compararemos sus
hazañas a las de sus padres en los días de la antigüedad,
y arderá de nuevo en mi pecho el placer que me causó la
gloria. Ven conmigo y esta choza será nuestra habitación,
hasta que el ángel negro señale quién ha de ir primero a
esperar a su amigo en la morada de nuestros abuelos.
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El corazón de Ogaule se había abierto al placer con
un entusiasmo tan puro como en los días de sus amores.
Ixtlou olvidó por un momento los dolores que oscurecían
su alma para gozar de todo el deleite que le ofrecía la
presencia del amigo de sus días de gloria. Netzula, llena
de belleza, de ternura y de fuego, participaba de las
emociones de los ancianos y se complacía en la imagen
del compañero de su padre. Octai lloró de regocijo al
saber que la soledad no cercaría más la morada de su
amado.
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II
La hija del guerrero continuó en llevar todo lo necesario
a los dos ancianos; sola en el universo, su alma no
experimentaba otras emociones que las del amor hacia
estos objetos de su ternura, y su corazón ardiente deseaba
estas impresiones vivas, aunque estaban muy distantes
de satisfacerle. Una noche encontró a su padre muy
pensativo; parecía que toda el alma y toda la existencia
del anciano estaban envueltas en sus pensamientos.
En vano procuró Netzula distraerlo y arrebatarlo de
sus meditaciones; él la estrechó en sus brazos, le habló
fríamente de su madre y de su hermano, y parecía que la
contemplaba con más cariño que otras veces. Ogaule le
dirigió miradas muy tiernas, pero calló igualmente sobre
el asunto que llenaba el alma de su amigo. Recibieron
noticias de Utali: su valor sobresalía en la guerra; Oxfeler
le miraba como a un amigo íntimo, y era el confidente
de sus determinaciones, y su defensor en los combates.
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Los ancianos vertían lágrimas de amor y de entusiasmo
con la fama de las hazañas de sus hijos; y cada una de las
distinciones de Oxfeler a Utali era un vínculo más para
los dos amigos.
—Hija mía —dijo Ogaule a la joven en una de las
noches de la cabaña del monte—, hija mía, tú eres la más
hermosa de las vírgenes de Anáhuac, y mi Oxfeler tiene
un lugar entre los guerreros que aspiran al premio del
valor y a la corona de la patria. ¿Rehusará la belleza unir
su suerte al defensor de los pueblos?
Netzula dirigió una mirada a su padre, bajó los ojos y
sus mejillas se colorearon como las manzanas del otoño;
guardó silencio. Ixtlou estrechó la mano de su hija y
sonrió; ella callaba, pero el guerrero dijo a su amigo:
—Un solo placer me resta sobre la tierra; cuando
mi hija venga a aumentar los lazos que unen a nuestras
familias, la espada de los extranjeros no será terrible a
mis ojos y la tierra del sepulcro será lecho muy dulce a
mi sueño.
—Sí —exclamó Ogaule—, tú serás la esposa de mi
Oxfeler; él te amará y tú le amarás, y los votos de mi
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alma estarán colmados; habla, hija mía, dame este día de
placer y volverá a levantarse en mi pecho la alegría.
Netzula contestó que nada podría ella negar de lo que
hubiese de complacer a su padre, pero que esperaba saber
los pensamientos de Octai; los ancianos estrecharon en
sus brazos a su hija, y conocieron que su madre partiría
con ellos el placer que las esperanzas de este enlace les
ofrecían.
La hermosa se retiró llena de las ideas de la noche;
nada veía, ni el campo, ni la naturaleza; y su alma estaba
absorta en las ilusiones y en la esperanza; el amor del
primer guerrero, del defensor de Anáhuac, del hijo
de Ogaule, halagaba su corazón y experimentaba un
movimiento de orgullo de contemplarse esposa de
Oxfeler; pero cuando pasaban estas consideraciones, su
alma se hallaba sumergida en un vacío inexplicable. ¡Ay!,
¿es lo mismo la admiración que el amor? ¿Puede llenar
un simple orgullo el lugar del más puro sentimiento del
hombre?
Octai supo con placer quién era el esposo de su hija
y vertió lágrimas al recuerdo de la juventud de Ixtlou;
solo le disgustaba la idea que de tiempo en tiempo se
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presentaba a su alma, a saber, que Netzula no conocía
aún al hombre con quien debía unir su suerte; pero el
corazón de la virgen era tan puro como el primer rayo de
luz de la mañana, y la madre esperaba que aquel amor la
llenaría del todo, que haría la felicidad de su hija.
La joven se había llegado a familiarizar con la imagen
de Oxfeler; este, a quien su padre había dado noticia de
la mano que le preparaba, había contestado a su esposa
con toda la ternura de la juventud y todo el entusiasmo
de un guerrero, y ambos estaban satisfechos y esperaban
el fin de la guerra, o alguna ocasión favorable, para unir
su suerte.
Los días de Netzula pasaban con tranquilidad, y las
noches en el regazo de sus padres; su agitación solamente
eran los ausentes, a quienes amaba en el campo. Su
hermano y Oxfeler eran los que solían arrancar un
suspiro de su corazón; alguna vez fijaba su atención en
su madre, que oprimida por la edad volaba a la tumba.
La juventud se complace en distraerse, aun en medio de
los peligros, y las ideas lúgubres son desechadas de su
pensamiento.
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III
El día de un combate se aproximaba; y aunque no era
este el que debía decidir la suerte de América, Ixtlou y su
familia lo esperaban con ansia. Octai solía estar agitada
por tristes presentimientos; temía que la muerte cubriese
la hermosura de Utali. Netzula se estremecía al pensar
en los peligros de los que amaba. El día llegó; mil veces
la flecha se tiñó de sangre de los hijos del océano; pero
el rayo que lanzaban deshizo las fuertes columnas de
Anáhuac y los guerreros abandonaron el campo. Netzula
se paseaba en el jardín de su casa con la inquietud de la
esperanza y el temor; oyó un leve ruido entre los árboles
y vio una figura imponente que se acercaba a ella; se
detuvo y esperó con resolución.
Era un guerrero; su cabeza estaba cubierta con plumas
blancas y encarnadas; el oro y las piedras cubrían su
cuerpo; una grande hacha en su mano y un escudo de un
tamaño enorme en su izquierda; su talla era gigantesca, y
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un manto encarnado guarnecido de oro contribuía a hacer
su aspecto majestuoso. Estaba fatigado, y sus facciones
conservaban aún el ademán terrible del combate.
Netzula resolvió momentáneamente mil pensamientos;
pero la vestidura, que indicaba ser el guerrero de los
principales jefes del ejército, le volvió la tranquilidad,
aunque su corazón palpitaba fuertemente. Permaneció
inmóvil y silenciosa con los ojos fijos en el jefe.
El guerrero rompió el silencio:
—Bella joven —exclamó—, ¿rehusarás la fruta de tus
jardines al defensor de tu patria?
Netzula le presentó las más frescas y se atrevió a
preguntar por Utali y el ejército; el joven sació la sed que
le devoraba y habló así:
—El extranjero se presentó sobre las montañas;
los fuertes de América estaban sobre el valle firmes,
inmóviles, apoyados sobre sus armas, como la encina
cuyas ramas se asientan en su ancho tronco; el sol estaba
en sus armas; los hijos del océano se adelantan hacia
nosotros, y un torrente de fuego va delante de ellos; el
humo los envuelve, y el sol se oculta en un velo de nubes
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y sangre; el campo es todo un lago rojo, un sepulcro de
héroes.
«La noche nos cubre entretanto, y la oscuridad
envuelve el combate; nosotros nos retiramos al monte,
y volveremos a unirnos en el bosque para luchar con los
hijos del mar. Hoy estamos abrumados por la fatiga, pero
mañana buscaremos la muerte en las armas del enemigo;
el lugar que ocupe nuestro cuerpo tendido por los
campos será cubierto con gloria. Utali, el más valiente de
los jóvenes de Anáhuac, derramará sobre él las lágrimas
de la amistad y levantará mi fama; vive aún, y él será el
consuelo de sus padres y la delicia de las hermosas de
Anáhuac».
La virgen había escuchado en silencio la relación de
la muerte, pero las últimas palabras del héroe habían
alegrado su corazón; sus ojos estaban animados y miraba
al jefe como al amigo de su hermano; quiso preguntarle
por Oxfeler, pero un rubor secreto coloreó sus mejillas
y las palabras se disiparon en sus labios; después de un
momento de pausa, convidó al jefe a descansar en su
casa, pero el guerrero exclamó:
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—La patria me llama, no me detendré, linda virgen;
tu memoria me seguirá a todas partes y tu imagen vivirá
siempre en mi corazón; volveré a verte cuando el fuego
de los combates haya consumido al poderoso extranjero,
cuando las aves del cielo celebren festín sobre el campo
de su derrota.
El guerrero partió. Netzula fija en un lugar, estaba llena
de pensamientos; la derrota de su país, el valor y la vida
de Utali, la duda sobre Oxfeler y el amor de las últimas
palabras del hijo de la guerra habían agitado su corazón;
pensaba en sus padres y en su madre moribunda, a quien
podría conducir al sepulcro la caída de los bravos de
Anáhuac.
La promesa de volver, que había pronunciado el
valiente, ocupaba su alma; pero podría ser la expresión
de la gratitud y no del amor.
La juventud vacila siempre en sus ideas; el joven había
conmovido el corazón de Netzula; pero ¿por qué siempre
el recuerdo de Oxfeler se unía a la imagen del guerrero
de los jardines? Netzula por un movimiento involuntario
resolvió no decir nada de aquel acontecimiento a su
madre; cualquiera impresión profunda podría agravarla,
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y ella sería entonces acaso la causa de su muerte. Así
encontramos en todas ocasiones razones plausibles
para apoyar nuestras ideas. Volvió a su casa y aparentó
tranquilidad, aunque su alma estaba llena de recuerdos y
la memoria de Oxfeler se unía a todos sus pensamientos.
La derrota de América se extendió pronto y estaba
coloreada de negro; solo Utali y Oxfeler habían escapado
de la muerte; el campo era el sepulcro del ejército; el
desaliento era general y el miedo hacía grandes los
estragos; se supo por fin que la mayor parte había llegado
al bosque en que deberían reunirse, y que muy pronto
volvería a encenderse la hoguera de la guerra.
Netzula dio aquella noche la noticia a los ancianos,
y les llevó cartas de Oxfeler; en ellas vieron que aunque
la derrota era considerable, el valor, más fuerte que las
armas, ardía aún en el pecho de los soldados; dentro de
poco combatirían por la última vez, y anhelaban porque
llegase el momento de la batalla; las almas de Ixtlou y
Ogaule crecían en los peligros, envidiaban la penosa
muerte de los que habían perecido en el combate, y
habrían querido participar de la gloria que esperaba a
sus hijos.
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Estrecharon a Netzula alternativamente en sus brazos
y le recordaron la unión de Oxfeler; la virgen prometió
su mano de nuevo al general de su patria y se sonrió
con el entusiasmo de los ancianos; pero esta sonrisa
tenía cierta melancolía amarga, como la que inspiran
los sentimientos secretos y tristes del corazón cuando
prevemos un mal indefinido e incierto. Cuando volvía
a su casa era cerca de amanecer, y la luz débil del oriente
empezaba a iluminar los objetos; pero la virgen estaba
llena de los acontecimientos del día; la idea del guerrero
de los jardines vivía en su alma. Así pasaron muchos
días, y la imagen del general del ejército había sido casi
borrada poco a poco de su corazón; como a nadie había
comunicado su encuentro, no volvió a oír hablar de él,
y Oxfeler, cuyo nombre oía todos los días, ocupaba de
nuevo su alma.
Nuestras impresiones más vivas pasan ligeras y solo
vuelven a nosotros como la imagen de un sueño que nos
conmovió; las cartas del hijo de Ogaule no hablaban ya
de Netzula, pero los ancianos lo atribuían a la guerra que
llamaba toda su atención, y este silencio era acaso lo que
hacía crecer el interés de la joven. En una noche de las
que vino la virgen al asilo de la ancianidad, dijo a Ixtlou:
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—Padre mío, pasado el día de mañana habrán brillado
sesenta primaveras sobre vuestra frente; en otros días
más felices estaba yo al lado de mi hermano, y todos
reunidos formábamos la alegría del corazón; pero hoy
en los combates… acaso… mejor fuera que estuviese a
nuestro lado y que se separase de los peligros…
—Calla, hija mía —interrumpió el anciano—; tus
palabras son de una doncella tímida, hablas como una
mujer débil. Jamás el hijo de Ixtlou huirá de los poderosos
en la guerra; jamás llegará el postrero al combate del
valor: hijo mío, continuó después de un corto silencio,
el alma de tu padre se regocija en tus hazañas, y tu fama
que se levanta es el placer de mi ancianidad; no temo tu
muerte, todos tus abuelos murieron en los campos del
bravo; temo que antes de tu caída no ciña tu frente el
laurel de la gloria.
El anciano cesó de hablar; sus ojos brillaban en su
rostro surcado por las arrugas y contrastaba el fuego
que ellos despedían con el aspecto frío de la ancianidad.
Netzula también estaba silenciosa; pero sus ojos estaban
llenos de lágrimas, porque su pensamiento recordaba a
Utali, al amigo de su juventud y de su niñez.
29
IV
El día se acercaba, y la hija de Ixtlou marchaba por el
monte llena de sus pensamientos, oyó el bramido de una
fiera muy próxima y se paró helada de terror; un sudor
frío corría por sus miembros y el cabello se erizó sobre su
frente; temblaba como un ciervo cuando es sorprendido
por el cazador. Oyó por segunda vez un grito del animal;
pero no era el acento ya del furor, sino el último gemido
de uno que va a expirar, dilatado y profundo como los
dolores de la postrera agonía de la vida. Osó sacar la
cabeza del árbol en que se había ocultado, y vio un lobo
expirando a los pies de un hombre que aún conservaba
en su mano el dardo ensangrentado con que le había
herido.
Netzula estaba aún más sorprendida; el cazador
podía investigar la morada de los ancianos, y esta idea
era cruel para la hija de ellos. La luz resplandece en el
oriente y la joven no puede ocultarse ya; el cazador la
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conoce y se aproxima a ella; el héroe de los jardines es
también conocido por la virgen de la noche; el jefe no
estaba cubierto de oro ni su cabeza de plumas, pero una
piel de oso sobre sus espaldas y un arco con sus dardos
en su mano realzaban la hermosura del cazador; fijó en
tierra la punta del dardo, sus ojos en la hija de Ixtlou,
y exclamó: Querida de mi corazón, tu imagen ha sido
mi compañera desde el día de los jardines en el día y
en la noche; en la caza y en el sueño, en las batallas y
en el descanso has venido a encantar mis meditaciones;
¿rehusará la hermosa del Anáhuac el apoyo del fuerte
para restituirse a la casa de sus padres?
La joven calló; pero sus mejillas estaban más
encarnadas que el oriente. Por fin, dijo al cazador que los
caminos eran seguros y que podría volver sola al asilo de
su habitación; el héroe marchó pensativo, y la joven aún
palpitaba cuando llegó a la casa de Octai.
¡Qué impresiones ocupaban de nuevo el alma de la
hija de Anáhuac! Había vuelto a ver a este guerrero, a este
hombre que la había sorprendido con todo el esplendor
de la gloria y con todo el interés de la desgracia. Ahora
no estaba tan lleno de brillo como el día de los jardines;
pero su rostro no estaba abatido, y era más hermoso por
31
sí solo con el vestido de cazador que con el uniforme
sobresaliente y el plumaje de los guerreros.
«Así será Oxfeler», se dijo en su interior la virgen, y
este recuerdo de Oxfeler la amargaba en aquel momento.
Se acordaba del compromiso que la unía con el jefe, y
esta memoria era como una nube que se levanta, vaga
y empañada, y se interpone entre la luna apacible y el
campo solitario.
Pasaron algunos días, pero no se olvidaba este
pensamiento; y si la hija de Ixtlou hubiese sabido dibujar,
habría podido retratar al joven que había debido a
su generosidad los socorros del jardín. El silencio de
Oxfeler hacía de cuando en cuando sospechar a la virgen
que estaba olvidada en el corazón del héroe, que sólo
anhelaba la sangre y la gloria. ¿Qué soy yo —se decía a sí
misma—, en comparación de la perspectiva de fama que
él tiene ante sus ojos? Anhela los combates y no aprecia
ni mi afecto ni mi amor.
Sin embargo, esta idea no la afligía mucho. Esta falta
del héroe le volvía en parte su libertad, y ella se conocía
dispuesta a desterrarlo de su pensamiento. Su idea
favorita era entonces ceñirse la banda de las sacerdotisas
32
del Sol y vivir separada del universo. En los pensamientos
tristes nos fijamos en la religión y ella es el consuelo de las
calamidades del dolor en la vida. ¡Oh, la joven bellísima
del Anáhuac no tenía escrita la felicidad en su hoja del
libro del destino! En aquellos días se recibió una carta
del hijo de Ogaule, en que hacía mención de Netzula.
Estaba llena de un fuego que aun en sus primeras cartas
jamás había usado. Los ancianos la leyeron a la hermosa,
y en el encarnado de su rostro creyeron leer el placer mal
disimulado de su corazón; pero los pensamientos de la
doncella se habían oscurecido con estas expresiones del
amor.
Vuelta a la casa de su madre, meditaba en estos
acontecimientos, y en su alma luchaba una multitud
de irresoluciones. Oxfeler es su amante, el amante de
la elección de su padre, el que ha tenido ya su palabra
y su consentimiento; pero a pesar de las expresiones
de ternura que le prodiga, a pesar de las esperanzas de
fortuna y de gloria unidas a este enlace, ¡qué vacío deja
en su corazón!, ¡qué imposible es para ella desterrar de
su alma a ese guerrero desconocido que no tiene otro
mérito que la impresión repentina que ha hecho sobre su
alma! Pero ya es casi público el matrimonio tratado entre
33
el jefe glorioso y la hermosa de Anáhuac, y no pudiera,
sin manchar su fama, ofrecer a otro un corazón en que
había ofrecido colocar al héroe de la patria; este respeto
a nuestro honor y a la fama pública es la pasión de las
almas grandes; si a Netzula solo se hubiese ofrecido
por inconveniente la pérdida del puesto glorioso que la
esperaba al lado de Oxfeler, no hubiera vacilado un solo
momento para romper el compromiso que la unía con él,
pero no podía resolverse a sacrificar su honor.
De esta manera resolvió separar de su corazón el
recuerdo del cazador y consagrarse entera al hijo de
Ogaule; se ofrecía al sacrificio, y si lo resistía su voluntad,
encontraba un apoyo en su conciencia y en la razón, pues
ningún título podía tener a su amor un desconocido a
quien solo había visto dos veces, y cuya alma y costumbres
estaban cubiertas con un velo.
Contestó, pues, la carta del héroe con todo el
entusiasmo, que si no inflamaba su corazón, al menos era
correspondiente a sus deseos y a los propósitos que había
formado. Le ofreció de nuevo confirmar sus promesas
con la solemnidad más fastuosa, luego que el laurel de la
guerra cediese su lugar al mirto del amor.
34
—He aquí —dijo una noche al despedirse de
su padre— mi respuesta al electo de vosotros; y
sonrosándose partió al momento.
Ixtlou leyó la carta y abrazó ardientemente a Ogaule
diciéndole:
—Amigo mío, he aquí el alma, he aquí la voz de mi
Octai; cuando luchábamos en los juegos de la fuerza, así
me hablaba la virgen de mi amor.
Los ancianos sintieron una lágrima correr por sus
mejillas y gozaron anticipadamente el placer de la unión
de sus hijos.
35
V
Los hijos de la España se han extendido por los campos
de Anáhuac, como la tormenta que cruza por el inmenso
cielo; el camino que conduce a la mansión del monte de
los ancianos está cada día más peligroso e inseguro; ya
las marchas de la virgen se retardan, y solo se desliza por
los campos cuando la llama la necesidad o puede servirla
de asilo el oscuro seno de una noche lóbrega.
La mano dura de la enfermedad se asienta sobre su
frente y el color de la rosa desaparece de sus mejillas;
los pesares y los tristes presentimientos de su corazón
agravan sus males. Se presenta una noche a propósito
para ir a la cueva; la virgen procura esforzarse, pero Octai
más prudente se ofrece ir a ella, y logra con trabajo que
su hija permanezca en la casa.
Ha partido ya; pero también el sueño está muy
lejos de los ojos de Netzula; Octai no volverá hasta el
36
amanecer, pero su hija ha resuelto esperarla y no gozará
de la tranquilidad antes de su vuelta. La inquietud por las
personas que amamos es uno de los tormentos de la vida.
Netzula se ha colocado en una ventana y espera con
ansia a la madre a quien debe el ser; la noche está oscura,
las nubes presentan un cielo negro y uniforme, como el
velo de un sepulcro; una estrella brilla solitaria por un
momento y va a perderse en la oscuridad; así el rayo de
la dicha para los hombres brilla un instante y desaparece
en la inmensidad de los dolores.
Dentro de poco el agua cae impetuosamente, y el
corazón de la doncella late con violencia; sabe que
el camino de la montaña está cortado por muchos
despeñaderos; oye distintamente el ruido de los torrentes
que se precipitan de la altura y, entre tanto, se aproxima
la hora en que Octai debe volver.
Esta hora ha pasado y nadie se presenta, el
albergue paternal no ha oído otra voz que las violentas
exclamaciones de la hija del héroe. Quiere salir, ¿mas
adónde puede dirigir sus pasos por un suelo cortado en
aquella hora por mil torrentes? Así pasa hasta el amanecer
la noche en una mortal inquietud.
37
Al empezar la luz mira aproximarse entre las sombras
del campo una figura elevada, y su pensamiento se fija
por un momento en la idea halagüeña de que será su
madre; mas las grandes formas del que se aproxima le
hacen conocer que no es esta la delicadeza de Octai. Muy
pronto no puede dudar ya que es la misma Octai que
viene en los brazos de un hombre. Netzula, sobresaltada,
se precipita a la puerta, donde encuentra a su madre en
pie al lado del extranjero; la joven reconoce en este al
guerrero que la había acompañado en la noche.
—Hija mía —exclama Octai—, reconoce a mi
libertador; perdida en los montes, abrumada por la
tempestad, desfallecida por el cansancio, esperaba la
muerte recostada sobre la yerba; pero este hombre se
presentó al socorro de mi desgracia y vuelvo a ver a la
hija de mi amor.
El guerrero permanece en pie en la puerta de la casa;
fijos los ojos en la virgen, la clavaba con sus miradas;
Netzula, a su vez, parecía pedir al héroe la explicación
de aquel suceso, y como preguntarle silenciosamente por
qué motivo había podido hallarse en tan horrenda noche
sobre la montaña.
38
De todas maneras, después de la última resolución en
que se había determinado a acompañar al altar a Oxfeler,
esta aparición repentina del desconocido, a quien a pesar
suyo se inclinaba su corazón, cuya imagen aún vivía en él,
era una especie de fatalidad unida a su destino; el nuevo
mérito que acababa de contraer era una circunstancia
que contribuía a avivar en su alma este sentimiento que
tantas veces había querido desterrar de ella; el héroe era
el libertador suyo, el salvador de su madre, y este hombre
era al mismo tiempo el amado de su corazón.
Octai se retiró un momento a mudar su vestido que
estaba empapado con el agua de la pasada tormenta, y
Netzula, sola con el guerrero, teme una explicación. Para
aparentar serenidad, y evitar si era posible el entusiasmo
de su amante, le pregunta con interés el modo con que
ha podido encontrar a su madre. El guerrero levanta su
cabeza, y con acento apasionado responde:
—A vos era a quien yo buscaba—. La joven se sonrosea
y guarda silencio. Él continúa:
—Desde la noche en que os encontré por el monte,
he venido a él frecuentemente, esta habitación ha sido
mis delicias; esta noche encontré a una mujer tendida y
39
casi moribunda por la tempestad; pero estaba muy lejos
de creer que era yo útil a vuestra madre. Hermosa joven,
¡ah!, una mirada y quedarán compensadas todas mis
penas.
La doncella, cada vez más embarazada, desearía
poner fin a las palabras del hombre; pero ellas causan
placer secreto a su corazón; sus hermosos ojos se fijan en
él por un momento y vuelven a clavarse en la tierra; una
sola mirada, pero en ella ¡cuánta gratitud, cuánto interés,
cuánto amor!
—Sed mía —exclama el extranjero—, sed mía, estoy
cubierto de gloria, mi presencia es el terror del enemigo
y mi corazón es todo vuestro; sed mía, no temáis; nadie
puede oponerse a mi voluntad; la gloria, el poder, la
opulencia, todo estará a vuestros pies y, más que todo,
mi alma que os adora; o si os agrada, a todo renuncio;
vendré a vuestro lado a vivir feliz y a haceros dichosa con
vuestra madre; vuestro amor lo prefiero a todo.
—Imposible, imposible —responde confusa y
precipitadamente Netzula—; consagrad vuestro corazón
a otras hermosas, vos seréis su delicia; ¡ah!, puedo
amaros, pero unirme con vos, jamás, jamás.
40
—Vuestra madre se acerca —replica el héroe—,
concededme a lo menos una gracia; decidme dónde
puedo veros y todos los obstáculos desaparecerán.
Hermosa de Anáhuac, ¿desecharéis a un jefe cubierto de
gloria?
—No puedo veros —contesta la doncella casi
llorando—; he ofrecido a otro mi corazón, no hay
remedio, no hay remedio; mi pecho debe estar ya cerrado
al amor.
Octai les interrumpe en este instante; atribuye la
turbación de su hija a la conmoción que ha experimentado
en su ausencia y, en la exaltación ardiente de su gratitud,
prodiga con ternura mil expresiones de amistad al
extranjero; este la escucha silencioso; sus miradas, que
de tiempo en tiempo caen en Netzula, llevan impresa la
compasión, el amor y la desesperación, todo a un tiempo.
Octai procura hacerle aceptar algunos regalos, en
vano; el guerrero dirige algunas palabras amistosas y
melancólicas a la madre de la hermosa, y ha partido ya.
41
VI
La joven está solitaria y afligida; mas los pensamientos
del guerrero desconocido cubren su alma; su pecho se
levanta de tiempo en tiempo con los suspiros de amor;
pero la memoria de Oxfeler viene a oscurecer su corazón
como una visión fúnebre que se aparece en medio de la
oscuridad de la noche.
Octai habla del libertador y dirige a su hija palabras
que respiraban toda su gratitud; alaba su hermosura,
su gracia, y el valor y la fuerza sin igual con que había
atravesado, con ella en los brazos, todos los torrentes,
todos los precipicios. Netzula sonríe al escucharla; mas
esta sonrisa estaba muy lejos de ser la expresión pura de
la felicidad.
Octai, entretanto, había perdido en aquella noche
todas las fuerzas que le quedaban; la edad había deslucido
el esplendor de su frente y el sueño del sepulcro pesaba ya
42
sobre sus lindos ojos negros, sus lindos ojos que fueron
en los días de su juventud el amor de los héroes.
La hermosa, ya restablecida, protesta a su madre que
no volverá a permitir que se arroje a las montañas, que en
dos o tres días ya estará ella misma capaz de visitar a los
ancianos, y que el gozo de estrechar contra su pecho a su
padre se aumentará con la idea de dejarla en seguridad.
Llega por fin la noche de la partida al monte, y
Netzula siente aproximarse la hora de su marcha como
un momento de infortunio. El desconocido le ha dicho
que la noche de la tempestad a ella era a quien esperaba
en el monte; ¿por qué no la esperará hoy? Su vista era
para ella un placer profundo; pero sin embargo hubiera
deseado no verlo más.
La luna no se presenta sobre el horizonte, pero las
estrellas centellean con todo su brillo; la virgen las mira y
parte entre los latidos de su corazón; desearía que hubiese
pasado ya aquella noche, y sin embargo la consuela la
vista de los ancianos.
Con la rapidez de una fugitiva ha atravesado el monte:
43
—Padre mío —exclama arrojándose a los brazos de
Ixtlou. El anciano la estrecha sobre su corazón y Ogaule
viene a unir sus caricias a las de Ixtlou, y entre ambos
disipan el pesar de la esposa de Oxfeler. La noche pasa
sin sentirlo y las horas de la felicidad se acercan a su fin.
—Anda —exclama Ixtlou—, hija mía, va a amanecer y es
necesario separarnos. Tu madre te llama.
Netzula pasa por el monte con la misma velocidad
que ha venido, y va llena del amor de sus padres; mas
las caricias de Ogaule tienen algo de triste para ella, le
recuerdan a Oxfeler, y esta memoria es penosa para su
alma. Ha salido ya de la montaña, y repentinamente se
encuentra rodeada por cuatro soldados cuya lengua es
ignorada de ella; no puede dudarlo, ha caído en manos de
los españoles; conoce todo el horror de su desgracia y se
resigna al sufrimiento; todo lo ha perdido para siempre,
sus padres, su patria y aun su amante. La memoria de
la aflicción de su querida madre no es el menor de sus
tormentos. Inclina la cabeza, derrama una lágrima y
marcha como la víctima al sacrificio del Sol.
Pocos pasos ha caminado, y sus opresores han huido
abandonándola sobre el campo solitario; la luz del oriente
ilumina ya todos los objetos, y brilla sobre las armas y el
44
plumaje del héroe de los jardines que se presenta a su
lado. Netzula, sorprendida, guarda silencio.
—Hermosa joven —exclama el guerrero—, he pasado
las noches en la montaña esperándoos, y en esta os he visto
atravesarla; no he querido desobedeceros presentándome
a vos, y era mi resolución contentarme con solo vuestra
vista; pero los hijos del océano os sorprendieron, y no he
podido dejar de libertaros; si ellos se hubiesen defendido,
mi muerte era cierta pues estaba solo; mas han creído
por mi traje que el ejército me seguía.
—Valiente guerrero —dice Netzula levantando su
frente—, todo os lo debo; huid, estos hombres vendrán
dentro de un instante y seremos sus prisioneros; huid,
huid.
—Huyamos —contesta el desconocido—, huyamos
—e hincándose frente a la joven continúa—: sígueme,
sígueme, ven a gozar en mis brazos de toda la felicidad;
ven, la gloria, el poder, el amor, todo te llama a ser mi
esposa, sígueme al altar.
45
—¡Nunca! —exclama Netzula llorando—, ¡nunca! La
felicidad no se hizo para mí; estoy cerca de la casa de mi
madre, huid vos, huid.
—Pues que no podéis ser mía —grita furioso el
guerrero, poniéndose en pie—, pues que no podéis ser
mía, id a gozar en los brazos de otro de los placeres; yo
voy a buscar la muerte entre los enemigos —y se dirige
apresuradamente en seguimiento de los españoles.
Netzula, sobresaltada, quiere detenerlo; pero él se ha
separado bastante lejos de ella.
—Jamás seré de otro —exclama la virgen.
Suspirando el héroe vuelve apresuradamente y,
tomándole una mano que estrecha en sus labios, le repite:
—Sígueme, sígueme.
—Nunca seré de otro —dice Netzula con toda la
emoción del amor—, pero no puedo ser tuya —continúa
con firmeza—: guerrero, la patria es tu primer deber, no
la prives por una pasión del auxilio que debe esperar de
ti en los días de su conflicto; vuelve al ejército y consuela
con la gloria tu dolor.
46
—Si la patria me llama —repite el héroe—, combatiré
por ella; pero buscaré la muerte en los combates, pues
no hay felicidad para mí. ¡Adiós, mujer incomparable,
adiós! Cuando la voz de mi muerte haya herido tus oídos,
recuerda toda la violencia de mi amor. ¡Adiós!
El héroe ha marchado con la celeridad de la
desesperación; Netzula, no menos llena de dolores, pero
conociendo el peligro, ha vuelto aceleradamente a la casa
de su madre.
47
VII
Octai, madre tierna, esperaba a su hija con la impaciencia
del afecto y de la incertidumbre; luego que la vio procuró
informarse de la causa de su dilación, y la joven le refirió
todo lo acontecido sin ocultar otra cosa que las protestas
de amor del guerrero y la promesa que le había hecho ella
de no ser jamás de otro.
El alma de Octai se exhaló en expresiones de gratitud
al desconocido, y las exaltadas palabras de la madre se
encontraban en una armonía perfecta con el corazón
amante de la hija. Entretanto, los males de la ancianidad
no pierden nada de su fuerza y cada día aproximan al
sepulcro a la esposa de Ixtlou. Las continuas agitaciones
de su alma conspiran con su debilidad para conducirla
aceleradamente a su fin.
Netzula por su parte se ha resuelto ya; tomará la banda
de las sacerdotisas del Sol y renunciará para siempre
48
al poder, a la gloria y a los hombres; sin embargo, esta
renuncia ha hecho correr sus lágrimas. Para renunciar
a Oxfeler bastaba renunciar a las grandezas del mundo;
pero para renunciar a los hombres era preciso renunciar
a su querido, al desconocido libertador suyo y de su
madre.
Pero no hay remedio; ha prometido su mano a
Oxfeler; puede todavía renunciarle, pero no puede
escoger otro esposo. Satisfecha de su resolución, recobra
su tranquilidad, pero está grave y triste como la música
de un funeral.
Los males de Octai no permiten a su hija que le
comunique una cosa que, causándole una emoción
violenta, puede agravarla; pero la comunicará a su padre,
y remitirá a Oxfeler una carta en que renuncie a su enlace.
Esto le parece lo mejor y el único partido que le resta.
Ixtlou oye silencioso la resolución de su hija; y
aunque penetrado del más profundo dolor, no se atreve a
oponerse a ella; cree este acto obra de la religión, y espera
que el tiempo acaso destruirá en el corazón de Netzula el
entusiasmo de la que ve poseída. Conviene, sin embargo,
en que se avise a Oxfeler; y se reserva el volver a unir este
49
enlace cuando se haya terminado la guerra y la presencia
de Oxfeler pueda hablar en su favor a Netzula.
La joven, como descargada de un grave peso, vuelve
a la casa de su madre; ya no hay aquella lucha de afectos
que destrozaban su seno; pero la imagen del desconocido
parece un tormento que la hace detestar esa banda
sagrada que va a ceñirse y que ha escogido por él.
Octai la recibe con todo el afecto de una madre; pero
su voz está débil y lánguida, como una sombra, como
una voz de las personas que ya no existen. No hay ya
esperanzas; va a abandonar a su hija para siempre y esta
determina avisar a su padre. Ixtlou no teme a los peligros
cuando se trata de ver por la última vez a la querida de
su juventud; ha dejado la cueva del monte y lo acompaña
Ogaule; ambos están al lado del lecho de muerte. Octai fija
sus miradas alternativamente sobre todos sus amigos y,
sin poder hablar, recomienda en palabras interrumpidas
a su hija que cuide a Utali.
Su hija estrecha contra sus labios la mano helada de
la moribunda. Octai fija sobre ella una mirada, y sus
ojos están inmóviles para siempre. Está concluido: la
hermosa, la brillante Octai, la que era la admiración de
50
su juventud y a cuyo lado se agolpaban los amantes, ha
muerto sola con su esposo y su hija y el amigo de ambos.
La hija conserva su serenidad exterior, pero la dicha
no volverá a lucir para ella; procura consolar a su padre,
mas ella misma necesita más que nadie de los consuelos.
¡Cuánta tristeza ha caído sobre ella en tan pocos días!
Ve conducir a su madre al sepulcro; las lágrimas
corren en silencio sobre sus mejillas; pero ningún grito,
ningún acto de dolor estrepitoso se le ha escapado. Estas
almas que reconcentran el dolor en sí mismas sufren más
y, como si los pesares no hallasen salida, se fijan de un
modo firme en su corazón.
Entretanto, ha llegado un correo del ejército, trae la
respuesta de Oxfeler; manifiesta un sentimiento frío por
la resolución de Netzula, y comunica que está para darse
una batalla general que será casi decisiva.
Este aviso ha distraído a Ixtlou de su pesar; las
memorias de sus pasados años renacen en su alma;
recuerda los combates de su juventud y, en unión de
Ogaule, ha determinado ir a presenciar el día de la
51
batalla; marcharán, y solo encargan a sus hijos que les
den el aviso oportuno para presentarse en el campo.
Conversan entre sí y se cuentan las hazañas que
hicieron en los otros tiempos. Netzula los escucha y
el recuerdo de su guerrero desconocido entretiene su
pensamiento, mientras que los ancianos se pasean sobre
los días pasados.
Netzula no ha vuelto a hablar del templo del Sol, y su
padre, que aún conserva la esperanza de unirla al jefe de
Oxfeler, no quiere apresurar la ejecución de un proyecto,
que aunque en secreto, pero ha sido reprobado; así pasan
los días entre los diversos afectos del corazón de la joven
y la lucha de los sentimientos impetuosos.
52
VIII
¿Qué es la vida? El sueño del infortunio. El llanto en la
cuna, los pesares en la juventud, el sepulcro por término
de la carrera. Tal es la suerte del hombre.
Abatida por los dolores, la hija de Ixtlou sentía arder
sobre su frente la fiebre que la conducía a la tumba; pero
no queriendo afligir a su padre, callaba, y miraba la
muerte como el lecho de su descanso, el asilo contra la
tormenta.
Una noche que el sueño había huido de sus ojos, se
encaminó a la roca que guardaba el cuerpo de su madre.
El cielo brillaba en su esplendor; la naturaleza está serena,
pero el alma de la virgen, como cubierta de un velo negro,
no pueden penetrar a ella las ilusiones agradables.
Se sienta sobre la roca y se entrega a su llanto y a
su meditación; las ideas tristes pasan rápidamente por
53
su alma, pero dejan en ella rastros profundos. Se ha
serenado un poco; sus palabras son ya más claras, y el
aire de la noche recibe el acento melodioso de la joven.
—La noche está alrededor de mí, mi madre a mi lado,
el dolor sobre mi corazón; madre mía, tú eras mi encanto
en las horas de la infancia. ¡Ay!, los días brillantes de mi
juventud han pasado, no miro tu sonrisa, ni oigo tu voz
en la casa de mi padre.
Ahora mi frente está abrasada, abrasada como la
hoguera del sacrificio; pero mañana estará a tu lado fría,
helada, como el monte de la nieve; madre mía abre tus
brazos, haz un lugar en el lecho de tu descanso a tu hija,
tu hija a quien tanto amabas en tu vida.
¡Adiós, Ogaule! ¡Adiós, Utali, hermano mío! ¡Ixtlou,
mi padre, héroe de los pasados días, adiós! ¡Y tú,
guerrero desconocido, amado mío, tú, cuya presencia me
ha encantado, cuya imagen está fija en mi corazón, ya no
volveré a verte!
Yo era en otros tiempos la hermosa de Anáhuac, toda
la belleza de la juventud estaba sobre mi frente; ahora
las esperanzas de fortuna, de gloria, de amor, todo está
concluido; amado mío, si en algún día tu voz llamare
54
a tu amada sobre su sepulcro, mi sombra vendrá a
corresponder con una sonrisa tu memoria.
El canto de la noche ha cesado. Netzula ha bajado de
la roca y camina por el campo triste y solitaria. Ixtlou se
le acerca con el paso grave de la edad y le dice:
—Hija mía, sígueme, vamos a los campos de los
guerreros; mañana debe ser la gran batalla; si los nuestros
cayeren, cúbranos su tumba; mis ojos no verán la
ignominia de la patria; si el triunfo corona a los hijos de
los héroes, yo me regocijaré en las fiestas de la juventud,
y será pacífico después mi sueño sobre el lecho de tierra.
¡Ah!, ¿por qué mi brazo no puede sostener ya la espada
de los combates?
El anciano calla; Netzula sigue a su padre, y Ogaule e
Ixtlou se apoyan sobre el hombro de la joven; el camino
es silencioso, pero los pensamientos llenan el alma de los
viajeros. Ixtlou y Ogaule están entregados a la gloria de
sus hijos.
Netzula piensa en la suerte de su amante de los
jardines. El campo está lejos, y el mediodía los abrasa
con todo su fuego antes de llegar; mas parece que los
ancianos han cobrado nuevas fuerzas. Netzula, ardiente
55
por la fiebre que la devora, tiene en sí misma todas
las que necesita, y nadie siente el cansancio. Se han
aproximado; el rumor de las armas y de la batalla hiere
sus oídos; el aire está cargado de voces de muerte; los
ojos de los ancianos parecen haber recobrado el fuego
de sus primeros días; sólo el alma de la joven está triste
con aquel rumor sangriento. Un guerrero se presenta
entonces a los viajeros; la palidez de la muerte lo cubre, y
el terror está en su frente; sus vestiduras están abrasadas
y llenas de sangre.
¿Dónde está la batalla —exclamó Ixtlou—, dónde los
valientes de Anáhuac?
Los hijos del océano prevalecen —contesta el
guerrero—, el fuego de sus armas nos devora; la cabellera
de nuestros bravos rueda por el polvo.
—¿Dónde está Utali? —exclama Netzula en su dolor.
—Utali y Oxfeler —responde el soldado— están en ese
bosque; su espada ha sido el terror de los enemigos; pero
heridos mortalmente, han sido retirados aquí a morir en
paz; su gloria se levantará en los campos de los héroes;
pero el Sol favorece a los extranjeros.
56
Los ancianos se encaminan al bosque; los heridos y
moribundos están allí, y las vestiduras de la hija de Ixtlou
se han salpicado de sangre; el anciano ha conocido a Utali.
—Hijo mío —exclama—, has muerto como los valientes;
pero tu padre no te sobrevivirá; el hijo del extranjero ha
destrozado la patria, pero tu gloria se levantará sobre tu
sepulcro.
Utali ha expirado ya. Netzula en pie al lado de su
hermano le contempla con toda la amargura de su amor;
siente desfallecer sus fuerzas y va a caer al lado de su
hermano.
Ogaule llama la atención de Ixtlou: —He aquí a mi
hijo —le dice, y le señala un guerrero extendido sobre
la yerba. La joven levanta los ojos y cree reconocer el
plumaje del moribundo; fija sobre él sus miradas, y
este Oxfeler, a quien ella misma había despreciado; este
héroe, cuya unión ha rehusado, es el mismo guerrero de
los jardines, es su libertador y el de su madre.
La joven se precipita sobre él y exclama: —¡Amado mío,
amado mío, tuya para siempre! El moribundo entreabre
sus ojos y, estrechando con una mano a su amada, sonríe
tristemente, y le señala con la otra su herida; ha querido
hablar, mas las palabras no han podido llegar a sus labios.
57
El héroe expira en los brazos de Netzula. —Pues que
no he podido acompañarte en mi vida —exclama esta—,
te seguiré a lo menos al sepulcro. Procura incorporarse,
en vano; toda su fuerza la ha abandonado; los españoles
llegan en este instante; su espada completa la destrucción
de la batalla; los deseos de Netzula están cumplidos: su
sangre se ha mezclado a la del jefe de Anáhuac.
27 de diciembre de 1832
58
Índice
Presentación 04
NETZULA
Capítulo I 08
Capítulo II 19
Capítulo III 23
Capítulo IV 30
Capítulo V 36
Capítulo VI 42
Capítulo VII 48
Capítulo VIII 53