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Leopoldo Alas Clarin - La Perfecta Casada

Este cuento de Leopoldo Alas "Clarín" narra la historia de don Autónomo, un hombre que tiene una esposa perfecta llamada Serafina. Sin embargo, don Autónomo se siente cada vez más frustrado por la excesiva virtud y perfección de su esposa, la cual le impide disfrutar de cualquier vicio o diversión. Esto lleva a don Autónomo a suicidarse, dejando una nota que dice que se mata por no aguantar más a su mujer. A pesar de que Serafina era la esposa perfecta,

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Leopoldo Alas Clarin - La Perfecta Casada

Este cuento de Leopoldo Alas "Clarín" narra la historia de don Autónomo, un hombre que tiene una esposa perfecta llamada Serafina. Sin embargo, don Autónomo se siente cada vez más frustrado por la excesiva virtud y perfección de su esposa, la cual le impide disfrutar de cualquier vicio o diversión. Esto lleva a don Autónomo a suicidarse, dejando una nota que dice que se mata por no aguantar más a su mujer. A pesar de que Serafina era la esposa perfecta,

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La Perfecta Casada

Leopoldo Alas "Clarín"

textos.info
Libros gratis - biblioteca digital abierta

1
Texto núm. 6479

Título: La Perfecta Casada


Autor: Leopoldo Alas "Clarín"
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 21 de febrero de 2021
Fecha de modificación: 21 de febrero de 2021

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07730 Alayor - Menorca
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2
La Perfecta Casada
Don Autónomo, que celebraba sus días en Septiembre, pues en ese mes
“cae” San Autónomo, y que lo diga la Leyenda de Oro; don Autónomo
Parcerisa acaba de comer opíparamente rodeado de su esposa é hijos,
muy satisfecho, alegres todos, felices. No había familia más dichosa en el
mundo. Vivían en una mediocritas si no áurea, por lo menos de plata
sobredorada, la cual les permitía en los días que repicaban en gordo tirar
la casa por la ventana, en forma de símbolo, por supuesto; es decir, sin
pagar una onza en el gasto extraordinario, que lo demás quedaba muy
guardado en la caja de caudales, en el Banco y en las arcas de la
Equitativa, donde don Autónomo se había asegurado.

Serafina era un serafín; mujer más angelical no la había: era la perfecta


casada de Fray Luis, pero á la moderna, con costumbres algo menos
devotas, pues si no, hoy ya no hubiera sido la perfecta casada. Nada de
gazmoñería, virtud expansiva, alegre; sacrificio constante de su egoísmo al
interés de su marido é hijos, pero sin que se conociera esfuerzo alguno,
con divina gracia. Parecía una mujer como todas y era la mejor de todas.

No hacía valer su fidelidad (y era guapísima y muy codiciada) como un


mérito: esta pretensión le hubiera parecido ya una especie de adulterio.
Así como á nadie se le ocurre en una sociedad de personas distinguidas,
nobles, ricas, finísimas, que uno de aquellos duques, ó generales, ó
ministros, se va á llevar un candelabro de plata, por ejemplo, y nadie
piensa en el robo posible, pero una posibilidad infinitesimal, por decirlo así,
tampoco se le pasó jamás por las mientes á Serafina ser infiel á su
Autónomo por pensamiento, de palabra ú obra.

Y como no había manera de reprenderle por nada, de reñirle, jamás le


había reprendido; nunca habían reñido. Estaba íntegra la vajilla é íntegra
la paz conyugal.

De todo lo cual llegó, á fuerza de años, á sacar en consecuencia


Autónomo que así no se podía seguir, que había que acabar de cualquier

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manera.

En esto pensaba precisamente aquel día de su santo, después de los


postres, cuando ya los niños se iban despidiendo del padre porque los
reclamaba el lecho.

Todos se acostaban sin protestar, y eso que estaban seguros de que su


madre no les hubiera negado permiso para velar un ratito. Ellos lo
deseaban... pero no, ¿para qué? La mamá les tenía demostrado que era
cosa nociva, y además, la hubieran disgustado, aunque ella no lo dejara
ver: nada, nada, á la cama.

—Buenas noches, papá.

—Santas y buenas, hijos míos, santas y buenas.

Y seguía pensando don Autónomo: “Vea usted. Ahora me iría yo de muy


buena gana á jugar un tresillito al casino. Siempre pierdo, es verdad, pero
¿y qué? No es mucho y me divierto. Pero no voy, imposible. Si anuncio
que salgo ésta se reirá lo mismo absolutamente que si le digo ‘Me voy á la
cama’, que es lo que á ella le gusta, porque sabe que me conviene
madrugar, para el estómago y para los negocios... ¿Quién le da un
disgusto callado sin grandes remordimientos? Pero... la verdad es que
hoy... día de mi santo...”

Sin embargo, decidió tener un rasgo de energía que no hacía falta, y


poniéndose en pie exclamó:

—Ea, chica, dame... la palmatoria, que me voy á la cama.

Y se acostó, se acostó como los niños.

Y en cuanto se vió entre las sábanas se sintió como en presidio, como en


el cepo, y echaba pestes contra sí mismo, pues contra su mujer no había
por qué.

—¡Voy á saltar de la cama! ¡Salto! ¿Quién me lo impide?

Y no saltaba por eso mismo, porque era su derecho, porque nadie lo


impedía; y su mujercita le hubiera acercado la ropa muy contenta, y le
hubiera alumbrado hasta la calle, sonriente.

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Se quedó dormido protestando contra la excesiva virtud de su esposa, que
por ser una santa le obligaba á él, para no tener terribles remordimientos,
á ser, por lo menos, el beato Autónomo.

Y pasaban días y días, y siempre así.

En fin, llegó á encontrarse con todos sus vicios extirpados, incapaz de la


menor calaverada, que hubiera sido terrible ingratitud para con aquella
santa familia en que él mismo se veía con su aureola resplandeciente.

—Pero, señor, si yo no iba para santo; si esto es á la fuerza. ¡Esto no es la


perfecta casada, esto es la pluscuamperfecta!

Y poco á poco le creció la manía hasta el punto de aborrecer, á su


manera, á aquella mujer, á quien adoraría de rodillas, y por no disgustar á
la cual estaba él ganando el cielo.

Y de una en otra, vino á parar en comprar una maquinilla manual de


imprimir, y se encerraba en su casa, imprimiendo en tarjetas, volantes,
besalamanos, etc., las mismas palabras, pocas. Y después, de noche, los
llevaba al correo y estaba cinco minutos echando papel por la boca abierta
del león, pasmado de tanta correspondencia.

Había comprado el libro de las cien mil señas y había dirigido á todos los
periódicos del mundo, ó á muchos por lo menos, á las agencias, á los
abogados, obispos, diputados, cónsules, jueces, alcaldes, banqueros, etc.,
etc., la misma noticia, que los importaba igualmente á todos: nada.

El juez de guardia, que la recibió también, fué el único que hizo caso de
ella. Decía así el volante que recibió: “Me mato por no aguantar á mi
mujer.”

Y en efecto, Autónomo se suicidó de veras.

Por más que se hizo, no se pudo ocultar la terrible catástrofe á Serafina; y


lo peor fué que, por la inmensa publicidad que el suicida había dado á la
noticia, tardó muy poco en llegar á conocimiento de la santa esposa la
causa del suicidio. ¡Su marido se mataba por no aguantarla á ella!

El buen sentido hizo que el público en masa, conocidas las cualidades de


la virtuosa señora, declarase que aquel hombre se había vuelto loco de
pura felicidad doméstica. Sólo así se explicaba el absurdo de matarse por
no aguantar á la perfecta casada

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.

Sin embargo, cierto solterón empedernido amigo del difunto, decía:

—Á la muerte de Autónomo no se le ha sacado toda la filosofía que tiene.


No estaba loco. Lo que ha hecho es dejarnos ejemplo con su muerte. La
filosofía de ese suicidio es ésta: “Me mato por no aguantar á mi mujer.”
Pero su mujer es la mejor del mundo. Luego... la mejor de las mujeres es
inaguantable. ¡Lo que serán las otras! ¡Y lo que será el matrimonio!

Este Autónomo es el redentor de los célibes.

6
Leopoldo Alas "Clarín"

Leopoldo García-Alas y Ureña «Clarín» (Zamora, 25 de abril de 1852-


Oviedo, 13 de junio de 1901) fue un escritor español.

En marzo de 1875, Antonio Sánchez Pérez (no se conoce su biografía)


fundó un periódico con el nombre de El Solfeo. El 5 de julio entraron en su
redacción unos cuantos jóvenes, entre ellos Leopoldo Alas. El periódico
pasó totalmente desapercibido y ni siquiera fue nombrado por los cronistas
de la época. Su director quiso que sus colaboradores tomaran como

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seudónimo el nombre de un instrumento musical y así fue como Leopoldo
eligió el clarín que a partir de ahí sería el alias con que firmaría todos sus
artículos. La columna donde escribía tenía el título de «Azotacalles de
Madrid» (Apuntes en la pared). El 2 de octubre de 1875, el escritor firmó
por primera vez como Clarín, inaugurando el espacio con el verso que el
lector puede ver a continuación. De esta forma Leopoldo Alas entró en la
vida literaria de la época y desde su columna empezó a lanzar duras
críticas llenas de ironía contra la clase política de la Restauración.

Durante los ratos libres que le dejara la cátedra de la Universidad, Clarín


escribía artículos para los periódicos El Globo, La Ilustración y Madrid
Cómico. Envía a los periódicos de El Imparcial y Madrid Cómico sus
«Paliques» satíricos y mordaces que le proporcionarán algunos enemigos
adicionales.

En 1881 se publicó el libro Solos de Clarín, que recogió los artículos de


crítica literaria. El prólogo es de Echegaray. Ese mismo año, en el mes de
octubre publicó en La Ilustración Gallega y Asturiana el artículo «La
Universidad de Oviedo», en el que hace un elogio al claustro restaurado y
formado por los profesores Buylla, Aramburu y Díaz Ordóñez, entre otros.

A los 31 años de edad escribe Clarín su obra maestra La Regenta. En


junio de 1885 salió a la calle el segundo volumen de esta composición del
arte literario. En 1886 se edita su primer libro de cuentos con el título de
Pipá. En 1889 termina un ensayo biográfico sobre Galdós, dentro de una
serie titulada «Celebridades españolas contemporáneas». A finales de
junio de 1891, el editor Fernando Fe saca a la luz la segunda novela larga
de Clarín: Su único hijo.

En 1892 Clarín pasa por una crisis de personalidad y religiosa en que,


según sus palabras, trata de encontrar a su yo y a Dios. Poco después
dejó reflejar dicha crisis en su cuento Cambio de Luz, cuyo protagonista
Jorge Arial representa al autor y sus preocupaciones, sus dudas religiosas
y su escepticismo filosófico. Clarín define a este personaje como «místico
vergonzante». En esta época también colabora con la revista Los Madriles.

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