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Si Te Quedas en Morella - Teresa Cameselle

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Navidad

de 1999.
Sara y Javier se reencuentran diez años después de que su romance juvenil
terminara en desastre. Ella ya no es la dulce adolescente que le entregó su
corazón sin condiciones. Él ya no es el joven encantador que cayó rendido a
los pies de la chica más bonita de Morella. Verse de nuevo les hará recordar
aquel verano en que se enamoraron, días de paseos, helados de fresa y música
pop. Pero también todo lo que vino después: los errores que cometieron, la
oposición de sus padres…, hasta llegar a la larga y dolorosa separación que
los ha convertido en extraños.
Sara intenta mantener a Javier alejado de su nueva vida, pero él tiene muy
claro el motivo por el que ha regresado al lugar que considera su verdadero
hogar, y esta vez quiere quedarse en Morella para siempre.
¿Será aquel amor suficiente para superar todas las adversidades?

Página 2
Teresa Cameselle

Si te quedas en Morella…
ePub r1.0
Titivillus 13.11.2020

Página 3
Título original: Si te quedas en Morella…
Teresa Cameselle, 2020
Diseño de cubierta: Mario Arturo

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Si te quedas en Morella…

Navidad de 1999
Prólogo

Verano de 1988
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5

Navidad de 1999
Capítulo 6

Otoño-Primavera 1988-1989
Capítulo 7
Capítulo 8

Verano de 1989
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11

Navidad de 1999
Capítulo 12

Verano de 1989
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18

Navidad de 1999

Página 5
Capítulo 19

Verano de 1989
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25

Navidad de 1999
Capítulo 26

Septiembre de 1989
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29

Navidad de 1999
Capítulo 30

Septiembre de 1989
Capítulo 31

Navidad de 1999
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43

Sobre la autora

Notas

Página 6
Página 7
Navidad de 1999

Página 8
Prólogo

El letrero del pasillo indicaba que el doctor García no pasaba consulta aquel
día y derivaba a sus pacientes al consultorio número dos. Sara ayudó a su
madre a sentarse en la hilera de sillas de plástico y se acercó a la puerta de la
enfermería.
—Isabel Esteve —anunció—. Tenemos cita con el doctor García a las
diez.
—Esperen.
La enfermera ni siquiera levantó la vista de los historiales que estaba
ordenando para contestarle. Sara se dio la vuelta y fue a sentarse junto a su
madre, forzando una sonrisa para disimular la angustia que le provocaba su
respiración sibilante. Había insistido en ir caminando porque solo eran un par
de calles de casa al centro de salud, pero había llegado agotada. Cuando bajó
la vista para que no notara su preocupación, se fijó en que tenía los tobillos
hinchados.
—La enfermera es nueva, parece que hay muchos cambios hoy —le dijo,
solo por distraerla.
—¿Te ha dicho quién es el médico que nos va a atender?
—No. Solo que esperemos. No sé si es siempre tan amable o es que está
muy apurada con tantos pacientes —dijo con aquel sarcasmo que sabía que
divertía a su madre.
En realidad no había nadie más esperando, aunque la puerta cerrada de la
consulta indicaba que probablemente había un paciente dentro. Sara miró su
reloj y calculó que podría volver al trabajo antes del descanso del mediodía.
Respondiendo a sus conjeturas, la puerta se abrió y salieron dos personas, que
cerraron a sus espaldas.

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—Podía haber venido sola —dijo su madre, a la que no se le escapaba su
impaciencia—. Seguro que tienes mucho trabajo.
—De eso nada —respondió Sara, colocándole la solapa del abrigo. La tela
aún estaba fría por el aire del exterior—. Creo que vamos a tener unas
navidades nevadas. —Su madre se estremeció y Sara le agarró las manos, le
quitó los guantes que aún llevaba y le frotó los dedos helados—. Me gusta
Morella cubierta de nieve, parece un escenario de película.
—¿Crees que tardará mucho? —preguntó su madre, sin dejarse distraer
por sus divagaciones.
—No, no creo. Y, por suerte, no tenemos a nadie más delante.
Oyeron el arrastrar de los zuecos de la enfermera, cómo abría la puerta y
se disculpaba en voz alta ante el doctor por el expediente que había tardado
tanto en encontrar. Sara cruzó los dedos para que fuera el de su madre y no las
hicieran esperar más. No le gustaba estar allí, le molestaba todo de las
consultas médicas: el olor amargo a medicina, las paredes blancas, las
enfermeras distantes. Antes se ocupaba de todo su padre, siempre pendiente
de la salud de su madre. Tan pendiente, que había ignorado la suya propia
hasta que fue demasiado tarde.
—Pasen por aquí —dijo la enfermera, apareciendo por la otra puerta, la
que daba acceso directo a la consulta del médico.
Llevaban meses con revisiones y pruebas, pero aquel día era el definitivo,
por fin su médico de cabecera había recibido los resultados remitidos por el
cardiólogo de Castellón, pero en vez de al amable y usual doctor García,
tendrían que oír el diagnóstico de un desconocido. Sara masculló una plegaria
y ayudó a su madre a levantarse. Isabel se lo agradeció con una sonrisa que
acentuaba sus profundas ojeras.
—No te preocupes tanto —le dijo, dándole una palmadita en la mano que
la sujetaba por el codo.
—No me preocupo, mamá, sé que el doctor García es un gran profesional
y te va a curar —dijo Sara, esperando que la ausencia de su médico habitual
fuera solo cosa de un día.
—El doctor García no estará durante una temporada —aclaró la
enfermera, haciéndose a un lado para dejarlas pasar. Sara llegó a ver el rostro
del nuevo médico antes de que anunciara su nombre—. Ahora las atenderá el
doctor Miralles.
Se quedaron las dos paralizadas en la entrada, como si una puerta invisible
les impidiera el paso. El doctor tenía la cabeza inclinada sobre el expediente
que la enfermera le había llevado, pero levantó la mirada al notar las suyas y

Página 10
el silencio que se había hecho de repente. Se quedaron así durante unos
segundos que se hicieron eternos, mirándose los tres, él bastante menos
sorprendido que ellas, quizá porque ya había leído el nombre en los informes
médicos; o, simplemente, porque sabía que aquel encuentro se habría
producido tarde o temprano, ya fuera en el centro de salud o en las calles de
Morella.
Sara miró a su madre, que se había vuelto para dirigir hacia ella sus ojos
interrogantes. No podía articular palabra. Ninguno de los tres podía, y fue la
enfermera la que decidió por ellos.
—Pasen, pasen —las apuró—. Siéntense aquí.
Caminaron obligadas, remisas, aceptando el mandato implacable de la
enfermera, que se volvió sorprendida cuando el médico salió de detrás de su
mesa y se acercó a tomar la mano de la enferma.
—Isabel… Cuánto tiempo…
—¿Javier? —preguntó ella, incapaz aún de creer que lo tenía delante—.
¿Eres tú de verdad?
—El mismo —dijo él, con una sonrisa que formó unas suaves arrugas
alrededor de sus ojos azules.
Cuando se volvió hacia Sara, ella estuvo a punto de darse la vuelta y salir
corriendo de la consulta. No parar de correr hasta estar a salvo en su casa. No
estaba preparada para verlo de nuevo. No lo estaría aunque pasasen cien años.
—Estudiabas Medicina… —dijo su madre, mirando la consulta como si
buscara a algún otro médico que pudiera atenderla.
—Sí —dijo él; su atención puesta en Sara, que miraba con absoluta
concentración su estetoscopio—. Sara…
Ella extendió su mano, firme y formal, como si aquella fuera una reunión
de negocios.
—Qué sorpresa —dijo, y al momento se volvió hacia su madre—. Vamos,
mamá, siéntate aquí.
—Estudiabas Medicina… —repitió Isabel, para sí.
El doctor rodeó su mesa para sentarse al otro lado de las dos mujeres. Sara
se colocó con gesto inconsciente la corta melena, que apenas le rozaba los
hombros; de repente había tenido la sensación de que volvía a tener el pelo
largo, tan largo como para que alguien se entretuviera enredando entre sus
dedos la punta de su trenza.
—Sí, acabé la carrera ya hace algunos años y ahora estaré cubriendo la
baja del doctor García por un tiempo.

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—¿Qué le ha pasado al doctor García? —preguntó Isabel, recuperándose
de la sorpresa para interesarse por su médico de cabecera.
—Patinó en el hielo al salir de casa y se rompió la tibia. Por suerte fue una
rotura limpia que curará sin problemas, pero de momento le toca llevar
escayola y descansar. En ocasiones los médicos también somos pacientes.
El doctor Miralles sonrió sin recibir respuesta. Sara se limitó a volver a
mirar su reloj. Si alguien le hubiera preguntado la hora inmediatamente
después, no habría sabido qué responder. Sus pensamientos estaban tan
congelados como la acera de la casa del doctor García.
Javier Miralles. Su nombre resonaba como un eco lejano dentro de su
cabeza.
De todos los médicos de España, ¿por qué él? Debería estar en algún
hospital de Madrid, o del extranjero, viendo mundo como siempre había
soñado, convirtiéndose en el mejor de su especialidad. ¿Y cuándo había
decidido ser médico de familia? Siempre había dicho que pensaba elegir
obstetricia.
Sintió una punzada en un costado al darse cuenta de que habría una razón
poderosa para que hubiese cambiado de especialidad. Se llevó la mano a la
cintura y se frotó el punto en el que siempre sentía aquel dolor reflejo,
consciente de que era psicosomático.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Javier con aquella voz amable que
solían tener los médicos. Supuso que se preocuparía igual por cualquier otra
persona que se sentase en su consulta y mostrase un dolor repentino.
—Sí… Es… Agujetas, son agujetas, resulta que ayer estuve en el
gimnasio…
Su madre apretó las asas del bolso que tenía sobre el regazo y carraspeó
un poco. Sara había dejado el gimnasio antes del verano diciendo que le
aburría, ahora todo el deporte que practicaba consistía en clases de baile los
viernes por la noche. Le sentaba mejor y le hacía olvidar el estrés de la
semana laboral.
—¿Están todos bien? —preguntó el doctor, volviéndose de nuevo hacia su
madre—. Su marido, Yolanda…
—Mi padre murió hace dos años —dijo Sara, poniendo una mano sobre
las de su madre—. Mi hermana está bien, trabaja en la radio, en un programa
musical.
—La experta en música, claro —contestó Javier. Sara estuvo a punto de
rogarle que no hiciera aquello, que no la obligara a recordar que tenían un
pasado común—. Lamento mucho vuestra pérdida, no sabía nada.

Página 12
Lo decía en serio y Sara no dudó en creerlo, en otro tiempo se había
llevado bien con su padre. Nunca supo qué le dijo aquel día en que les pidió
que los dejaran a solas, pero logró ganarse su confianza y su aprecio, aunque
luego los perdiera para siempre. En cierto modo, era una suerte que su padre
no estuviera allí, todo sería mucho más violento.
—Tu tía Carmen estuvo en el entierro —dijo.
—Hace dos años yo no estaba en España, tal vez por eso no me lo contó.
Pero ahora estaba allí, delante de ellas, con su bata blanca y su pelo rubio
perfectamente peinado; los ojos azules como dos faros que un día prometieron
guiar el camino de Sara entre la tormenta. Había pasado mucho tiempo desde
entonces. Toda una vida imposible de resumir en cuatro frases de cortesía.
Sara volvió a mirar su reloj, deseando que la consulta terminara de una
vez. No podía seguir allí, hablando con Javier como si simplemente fuera un
viejo conocido al que te encuentras por sorpresa. Había demasiado dolor en su
pasado, un dolor que a veces temía que no se extinguiría nunca.
—Las pruebas… —dijo, señalando con un gesto de la cabeza la carpeta
azul con el nombre de su madre que Javier tenía delante.
—Me acaban de entregar el expediente y aún lo estaba revisando —
contestó él, abriendo la voluminosa carpeta para leer los últimos informes
recibidos.
Isabel siempre había tenido mala salud, complicada con una depresión que
arrastraba desde el nacimiento de su segunda hija, por lo que en su momento
no le dieron mayor importancia a aquellas fiebres que sufrió tras una grave
faringitis. Ahora el doctor les explicaba que ese tipo de fiebre reumática podía
afectar al corazón, secuela que se manifestaba pasados diez e incluso veinte
años de la enfermedad original.
Sara hizo las preguntas que le parecieron pertinentes y escuchó las
explicaciones que Javier le daba, mirándola a los ojos como si solo estuvieran
los dos en la habitación, a la vez que mantenía el tono profesional. Parecía
que a él no le afectaba en absoluto tenerla delante.
—¿Es muy grave, doctor? —preguntó Isabel, con la voz ahogada por su
respiración fatigosa.
Javier inclinó la cabeza y repasó de nuevo los informes. Sara supo que
estaba buscando una respuesta adecuada que no fuera simplemente confirmar
lo que ambas intuían.
—Podemos tratar los síntomas y hacer que se encuentre mucho mejor —
dijo, sin contestar directamente a la pregunta, antes de resumir el tratamiento

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y los cuidados que tendría que llevar la enferma en adelante, terminando con
una pequeña broma—: Espero que no haya empezado a fumar en estos años.
—No, no… —Isabel sonrió, más aliviada al escuchar que su enfermedad
tenía tratamiento—. Prometo hacer todo lo que mandes, si con eso consigo
algunos años más para pasarlos con mis hijas.
—Mamá…
Sara ya casi no podía lidiar con tantas emociones. Había ido a la consulta
muy preocupada, temiendo que la única solución fuera un trasplante de
corazón, o peor, que no hubiera tratamiento para la enfermedad. Ahora sentía
cierto alivio, aunque comprendía que igualmente su madre estaba grave y
necesitaba de sus cuidados más que nunca. Bajo la mesa, cruzaba y
descruzaba las piernas, alisando con gesto mecánico la falda recta que le
llegaba apenas a las rodillas.
No supo por qué, quizá simplemente por la disociación de su mente
empeñada en alejarse de aquel lugar y aquella situación, recordó el pantalón
de peto que tanto le gustaba cuando era una adolescente. Había ahorrado
durante meses para juntar las cinco mil pesetas que costaba. Cuando pudo
comprarlo, lo usó hasta gastarlo. Quizá Javier se había imaginado que aún
vestiría así y por eso de vez en cuando la miraba de arriba abajo, como si le
costara reconocerla. Se alegró de haber elegido aquel traje de chaqueta gris.
No era el más bonito de su vestuario, pero le daba exactamente la imagen que
quería reflejar en su trabajo: seria y profesional. Un escudo defensivo que
siempre le funcionaba y, precisamente en aquel momento, necesitaba emplear
a fondo.
Cuando la consulta concluyó, Javier las acompañó a la puerta y se inclinó
ante Isabel para dejar que la paciente le besara las mejillas.
—Fue muy triste todo lo que pasó, hijo —dijo su madre. Sara volvió a
sentir que su mente se congelaba, incapaz de dar la orden a sus piernas para
que siguieran andando, para que la llevaran lejos de aquel lugar y aquella
conversación—. Pero erais muy jóvenes, tenéis que olvidar y perdonar. Yo ya
lo he hecho.
—Gracias, Isabel.
Su madre salió precedida de la enfermera, que las apremiaba con unos
gestos tan irritantes que Sara estuvo a punto de descargar en ella todas las
confusas emociones que la mantenían atenazada.
—Adiós —dijo, mirando el pomo de la puerta.
—Sara… —Javier la agarró por el codo y la detuvo, girando el cuerpo
para que solo ella lo oyera—. Creo que deberíamos hablar, tú y yo,

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tranquilamente. Dime el día y la hora, y allí estaré.
El suelo tembló bajo los pies de Sara, que le echó la culpa a los altos
tacones de sus botas nuevas.
—No… No sé de qué podemos hablar —le contestó, odiando su titubeo,
lo indefensa que se sentía en su presencia.
—Ya no somos dos adolescentes ilusos empeñados en comerse el mundo
—dijo él, y se atrevió a reírse un poco ante algún recuerdo que ella no quería
ni imaginar—. Podemos hablar como adultos.
Sara volvió a fijarse en las suaves líneas de expresión que le enmarcaban
los ojos. La prueba del tiempo que había pasado desde su terrible despedida.
—No creo que sea buena idea —dijo, obligándose a mostrarse serena,
firme—. No insistas.
Dio dos pasos hacia la puerta y él tuvo que apartarse para dejarla pasar.
—Entonces, nos veremos en la boda.
La boda. Claro. Él nunca se perdería la boda de su primo. Sara lo sabía
desde el mismo día en que los novios le anunciaron la fecha. El 31 de
diciembre de 1999 sería el día de su reencuentro. Diez años después de aquel
verano de su mayor felicidad y su mayor desgracia.
Lo que no esperaba era verlo antes. Y mucho menos convertido en el
médico de su madre.
—Adiós, Javi —dijo. Al ver el gesto sorprendido de la enfermera deseó
morderse la lengua.
Ni doctor Miralles, ni Javier, simplemente Javi. Así lo había llamado
siempre y no creía que pudiera aprender a llamarlo de otro modo.
Un rato después, Sara dejaba a su madre en casa, bajo los cuidados de
Marisa, a la que explicó la nueva dieta y le dejó las instrucciones para que las
fuera teniendo en cuenta. La cuidadora de su madre era una mujer de plena
confianza, buena amiga además, que se ocupaba de las tareas de la casa y la
comodidad de la enferma. Sabía que se encargaría de que siguiera la dieta y
demás indicaciones al pie de la letra.
Condujo despacio en dirección al trabajo. De repente ya no tenía prisa, se
le había olvidado por completo la urgente tarea de aquella mañana. Solo podía
pensar en Javi, en lo extraño que resultaba verlo en aquella consulta, con la
bata blanca y el estetoscopio. Entrecerró los ojos y vio la ligera sombra de
barba que aún asomaba a pesar de un buen afeitado, enmarcando una
mandíbula fuerte, la boca de labios más rectos de lo que recordaba y la nariz
que antes parecía algo grande pero ahora encajaba a la perfección en aquel
rostro más maduro. Era el mismo, lo hubiera reconocido entre un millón de

Página 15
hombres de rasgos similares, y a la vez era otro, muy distinto del adolescente
del que se había enamorado. Lo que no había cambiado eran aquellos ojos
azules que le hacían soñar con mares infinitos.
No quería pensar en la última vez que se habían visto; aún dolía, mucho
más de lo que reconocería nunca.
A pesar del dolor de los recuerdos, Sara pensó en aquella tarde de verano
de 1988 en la que sus sueños se hicieron realidad. Aún podía oír la voz de un
Javi adolescente que llamaba a su primo antes de aparecer en un recodo de la
calle. Apretó con fuerza el volante y casi sintió que era el manillar de una
bicicleta.

Página 16
Verano de 1988

Página 17
Capítulo 1

Sara oyó pasos a su espalda y se movió un poco a la izquierda justo a tiempo


de evitar que la arrollase el chico que pasaba a su lado a toda velocidad. Lo
vio alejarse a la carrera, pensando que lo conocía de algo. Era un muchacho
moreno, con largas piernas asomando bajo las bermudas azules.
Después oyó la voz que lo llamaba: «Carlos, Carlos…». Y supo quién era.
Supo quienes eran los dos.
—¿Me dejas tu bicicleta? —le dijo el otro, el perseguidor de Carlos,
respirando tan hondo y tan cerca que le alborotó la larga melena a la altura de
la coronilla.
Sara apretó muy fuerte el manillar que sujetaba y se dio la vuelta muy
despacio, con la vista clavada en sus zapatos, murmurando algo
incomprensible. No podía mirarle a la cara. Sería como mirar al sol.
—Ahora te la traigo. Prometido —contestó él, rozándole las manos
cuando ella le entregó la bicicleta.
El chico se alejó pedaleando, sin sentarse en el sillín para imprimir más
velocidad a la pesada Orbea, llamando de nuevo a Carlos, que ya había
desaparecido entre las callejuelas.
Sara tenía los pies pegados al suelo y seguía mirándolos, como si allí
estuvieran las respuestas a todas las preguntas que siempre rondaban su
mente. Levanta la mirada, dijo una vocecita dentro de su cabeza. Es él. Ha
vuelto. Ya es verano.
Javier.
El del pelo rubio y los ojos más azules que Sara había visto nunca.
—¿Y mi bici?
Su amiga Loli salía de casa con una tirita en la rodilla que se había
raspado un rato antes, cuando no supo frenar la bicicleta nueva a tiempo.

Página 18
—Se la llevó un chico.
—¿Un chico? ¿Qué chico? ¿Te la han robado?
Loli ya se daba la vuelta para llamar a su madre y pedir ayuda, pero Sara
consiguió reaccionar y agarrarla por el codo.
—Me la pidió prestada.
—¿Y quién era? ¿Lo conocías? Ay, Sara, mi madre me mata si le pasa
algo a la bici.
—Era Javi.
—¿Javi? ¿El hermano de María? —Sara negó—. ¿El del quiosco? —Sara
volvió a negar, un tanto molesta. Solo había un Javi. Su Javi—. Pues no
conozco a ningún otro…
—El madrileño —dijo, notando un repentino ardor en las mejillas.
Al fondo de la calle resonaron voces y gritos. Allí estaban los dos de
vuelta. Javi pedaleando delante y su primo Carlos en el sillín trasero,
estirando sus largas piernas para no arrastrarlas por el suelo.
Llegaron hasta donde ellas los esperaban, Loli con los brazos cruzados y
un gesto de enfado que se fue suavizando al ver a aquellos dos chicos tan
guapos haciendo el bobo. Sara podía saber lo que pensaba su amiga casi sin
mirarla, y solo pudo rezar porque eligiese al moreno.
—Ya decía mi horóscopo que esta semana conocería al hombre de mi
vida. —Dijo su amiga, arreglándose la media melena ondulada—. Cierra la
boca, tía, que aún te va a entrar una mosca.
Al llegar a su altura, Javi frenó con fuerza y giró la Orbea, haciéndola
derrapar. Carlos tuvo que apoyar un pie en el suelo para no caerse.
—Me mola tu bici —le dijo a Sara, que volvió la atención a sus pies,
temiendo que si él la seguía mirando a los ojos se derretiría como un cubito de
hielo al sol.
—¡Pero si es rosa! —se burló Carlos—. Solo le falta un cestito para llevar
flores.
—La bici es mía —dijo Loli, acercándose para agarrar el manillar—. Y
más os vale que no tenga ni un arañazo.
Los primos se rieron y bromearon con ella. Loli hinchó el pecho y se
volvió a colocar la melena, como un pavo real extendiendo la cola. Estaba
acostumbrada a que alabaran su belleza, incluso su pequeño grupo de amigas
sentía una admiración por ella que a Sara le parecía un poco excesiva. Era
mona, sí, alta y demasiado delgada, con los ojos oscuros y expresivos y una
piel blanca que se ponía morena al primer rayo de sol. También era divertida

Página 19
y muy habladora; Sara sabía que a eso se le llamaba ser «extrovertida».
Exactamente lo que ella no era.
Aprovechando que su amiga los tenía entretenidos preguntándoles cuál
era su signo del zodiaco, Sara se atrevió a mirar a Javi. Tenía el pelo más
oscuro que el verano anterior, pero ella sabía que el sol de julio volvería a
aclarárselo. Su sonrisa, sin embargo, era la misma que había enamorado a una
niña de trece años; que la seguía enamorando tres veranos después.
Era su oportunidad. Estaba allí, a dos pasos de ella, charlando tan
tranquilamente con su amiga. Ojalá supiera cómo aprovecharla. En realidad,
Sara se sentía desdoblada. Sabía que estaba allí, con los pies enraizados en la
acera, y al mismo tiempo estaba muy lejos, incapaz de ordenarles a sus
piernas que se movieran, a su boca que se abriera, a su mente que formara las
palabras para decir algo divertido, ingenioso, algo que enamorara al chico que
vivía en sus sueños desde hacía tres años.
—Yo te conozco —dijo él de repente, acercándose para mirarla mejor—.
Eres la princesa.
Si su cuerpo le hubiera obedecido, Sara habría salido corriendo en aquel
momento, cualquier cosa menos notar cómo sus mejillas volvían a enrojecer y
el calor le bajaba hasta el cuello.
Él se acordaba de aquel encuentro. Ya podía morir feliz.
Tres años atrás, Sara vagaba sola y aburrida por Morella. Loli se había ido
con otras amigas mayores a la playa a Benicarló, pero ella no había podido
acompañarlas. No tenía dinero ni para pagar el billete de autobús, así que se
inventó que tenía que ayudar en la frutería familiar. En el paseo de la
Alameda arrancó una flor que se colocó sobre la oreja. Javi la encontró
sentada sobre un muro de piedra, trenzando su larga melena, con la falda de
su infantil vestido blanco, que le quedaba corto y muy apretado, extendida
para que no se arrugase.
—Qué suerte, Carlos, hemos encontrado a la princesa —dijo al verla,
señalando el castillo que le hacía de hermoso marco a sus espaldas.
Su primo soltó una risotada y se sentó en el suelo, al lado de Sara,
resoplando por el intenso calor.
—No le hagas caso a mi primo —le dijo, sacándose un Bollycao del
bolsillo y abriendo el plástico que lo envolvía—. Le pasa como al Quijote, lee
demasiados libros, y ahora se ha empeñado en que el castillo tiene que estar
embrujado. —Sara aspiró el aroma dulzón del chocolate y notó que sus tripas
protestaban—. ¿Quieres? —le ofreció Carlos, ella se apresuró a negar con la
cabeza—. Oye, Javi, tu princesa es muda.

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—No soy muda —se atrevió a contestar, abrumada por aquellos dos
chicos mayores, mucho más altos, y demasiado guapos.
—¿Cómo te llamas, princesa?
—Sara.
—Sara —repitió él, paladeando su nombre como si fuera el relleno del
bollo de su primo—. La princesa Sara, la niña más bonita de Morella.
—Venga, vamos a comprar unos helados —dijo Carlos, que se había
zampado el Bollycao en segundos.
Javi seguía mirando a Sara, que tenía cruzadas las manos sobre el regazo
y encontraba muy interesantes los pliegues de sus nudillos.
—¿Vienes, Sara?
—Yo… No puedo. Tengo que esperar a mis amigas —se inventó, solo
porque se sentía demasiado tonta y poca cosa al lado de aquel chico que
parecía recién salido de un programa musical de la tele, con su polo Lacoste y
su flequillo demasiado largo.
Carlos agarró a su primo por un brazo y tiró de él, quejándose de que
estaba muerto de calor y que tenían que haberse ido a la piscina o al río, como
todo el mundo, y no quedarse allí muertos de aburrimiento.
Cuando Sara se atrevió a levantar la mirada, ya se alejaban por el camino,
pero Javi aún se volvió y levantó una mano para despedirse.
Y ahora, tres años después, él aún se acordaba de ella. Eso la hacía tan
feliz que se sentía mareada. No creía que contara los días para volver a
Morella, como ella los contaba antes de cada verano, esperando verlo aunque
solo fuese en la distancia. Así había sido su vida desde aquella tarde en el
castillo, ver pasar los meses, ansiando la llegada de julio y de los veraneantes.
La llegada de Javi, el madrileño, siempre rodeado de una pandilla de primos y
amigos, y de chicas mayores, más guapas, más decididas y más divertidas que
Sara. Nunca, en aquellos tres años, habían vuelto a cruzar una palabra.
Hasta aquel momento en que él, ignorando a Loli, que coqueteaba
descaradamente con los dos primos, se le acercó y recordó que era la princesa
que una vez encontró al pie del castillo.
—Dime, princesa, ¿cómo era tu nombre?
—Sara.
—Sara… —Javi se quedó un momento pensativo y luego comenzó a
tararear—: Sara, dulce Sara…
—Vamos, cantante, que nos están esperando —dijo Carlos, acercándose
para romper la magia del momento.
—¿Adónde vais? —preguntó Loli.

Página 21
—Es un secreto —contestó Carlos, guiñándole un ojo antes de darle un
puñetazo en el hombro a su primo para que dejara de mirar a Sara—. No te
enrolles, Charles Boyer, que los bombones se derriten al sol.
Si Sara hubiera sido tan descarada como su amiga, tal vez en aquel
momento se hubiera atrevido a quejarse de que Carlos siempre se empeñaba
en llevarse a Javi cuando estaba hablando con ella, como si le molestara que
su primo le prestase demasiada atención a otra persona. Como no lo era, se
limitó a verlos marcharse, imaginando que los bombones que los esperaban
no eran precisamente de chocolate, y aún así disfrutando para sus adentros de
cada palabra que le había dirigido, y del increíble descubrimiento de que se
acordaba de ella tres años después de su encuentro en la Alameda.
—¡La niña más bonita de Morella! —le gritó antes de doblar la curva de
la calle y desaparecer.
—Estás roja como un tomate —dijo Loli, riéndose en su cara.
—Tengo que irme, me toca hacer la cena.
—Ahora no te escapes, que te toca montar en la bici.
Su amiga se empeñaba en enseñarle a andar en bicicleta. Sara nunca había
tenido una y por eso nunca había aprendido. Ahora, con dieciséis años,
diecisiete en septiembre, le daba una vergüenza terrible andar dando bandazos
por las calles del pueblo. Una de las cosas que más temía era hacer el ridículo
en público. Se preguntó si encontraría algún libro sobre ciclismo que le
ahorrase las clases de Loli.
—De verdad que me tengo que ir, ya me enseñarás otro día.
—Ay, hija, cómo eres. —Loli apoyó la Orbea en la fachada de su casa y
se encogió de hombros.
—Hasta mañana —dijo Sara, emprendiendo la huida.
—Oye, esos dos están muy buenos, ¿verdad? —Sara se mordió el labio
inferior, pero ni siquiera eso consiguió evitar que enrojeciera de nuevo—. A ti
te gusta Javi, ¿verdad? Podéis hacer buena pareja, porque él es tauro y tu
virgo, que son signos de tierra muy compatibles. Yo me quedo con Carlos,
que es acuario, la pareja perfecta para una géminis como yo.
—Yo no he dicho que me guste —protestó Sara, sin hacer mucho caso a
toda aquella historia de signos compatibles.
—Se te nota a la legua.
—No se lo vayas a decir a nadie —rogó, antes de darse cuenta de que con
aquellas palabras confirmaba la sospecha de su amiga.
—Claro que no, tonta.
—Me voy.

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—Vete, anda, que mañana no te libras de la clase de bici.
Dijo adiós con la mano y se alejó por la calle estrecha, camino de su casa.
El sol comenzaba a bajar en el horizonte y con él la temperatura, que
nunca era demasiado alta en Morella, ni siquiera en pleno julio. Sara tenía que
estar pronto en casa para ayudar con la cena. Su madre era una persona débil
que enlazaba una enfermedad con otra; las consultas, los medicamentos y las
horas que su padre perdía en el trabajo para acompañarla al médico,
consumían los escasos ingresos de la frutería. Por eso Sara nunca había tenido
una bicicleta, y por eso usaba la ropa hasta que se gastaba o ya no le entraba.
Así había sido su vida siempre, y normalmente no se quejaba, lo tenía
asumido. Hasta que llegaban los veraneantes, como aquellos chicos
madrileños, con sus polos del cocodrilo y el bolsillo de los Levi’s lleno para
comprarse bollos y helados. Los sentía tan lejanos e inalcanzables como a las
estrellas de Hollywood, y eso dolía.
Al enfilar su calle vio a su hermana sentada en la puerta de casa comiendo
pipas. Se sentó a su lado y le pidió unas pocas.
—¿Ya sabes andar en bici?
—Qué va.
—Oye, si tú no aprendes, dile a Loli que yo sí que quiero que me enseñe.
—¿Para qué? Tú y yo no vamos a tener una bici nunca.
—Hija, cómo eres.
Las mismas palabras que su amiga. Cómo eres. Sara no estaba muy segura
de cómo era. Callada, retraída, siempre un poco triste, porque no podía evitar
pensar en su madre y en si algún día la vería curada. E introvertida, otra
palabra que había aprendido en aquel libro de la biblioteca, significaba que
miraba más hacia dentro de sí misma que hacia el exterior. Así pensaba ella
que era, pero tenía la impresión de que los demás la veían de otra manera.
—Yolandita, ¿me ayudas con la cena?
—Hoy te toca a ti. Y no me llames Yolandita, que ya tengo catorce años.
—Ya lo sé. Y cada día más guapa. —Se sacudió la sal de las pipas de las
manos y pasó una por la larga coleta de su hermana, jugando con la punta—.
¿Me ayudas?
—Tienes mucho morro, ¿sabes?
Sara le dio un tironcito del pelo y se puso en pie, empujando la puerta de
madera de la vivienda baja en la que vivían.
—Oye, ¿tú conoces una canción con mi nombre? Algo como: Sara, dulce
Sara.
—Claro, la de El Último de la Fila.

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—¿Es nueva?
—Ay, Sara, deberías escuchar más la radio y pasar menos tiempo en la
biblioteca.
Entraron juntas en casa, temblando un poco al encontrarse en el pasillo
oscuro de piso de gres. Incluso en pleno verano aquella casa era un
refrigerador. No era de extrañar que su madre siempre estuviese enferma.
—¿Me la cantas?
—¡Espera!
Yolanda salió corriendo hacia su habitación y volvió al poco con su
pequeño radiocasete, el que le había regalado la abuela de Castellón por su
cumpleaños, todo un lujo con su radio, su altavoz mono y el reproductor de
casetes que también podía grabar.
—¿Ahora me vas a poner la radio? —preguntó Sara, entrando en la cocina
con su hermana detrás.
—Mejor.
Su hermana se sacó del bolsillo una cinta virgen en la que había puesto
una pegatina que decía «The best». Le encantaba usar palabras en inglés
desde que había empezado a estudiarlo en el colegio.
Metió la cinta en el reproductor y apretó el botón de avanzado rápido, lo
detuvo y pulsó el de reproducir, sonó una canción que Sara pudo reconocer,
Eloise de Tino Casal. Repitió la operación, avanzando la cinta un poco más, y
entonces comenzó a sonar una guitarra.

No es que el tiempo lo cure todo, pero puede ayudar.


Yo no supe cómo tratarte, no doy para más.
Sara, dulce, cuéntame el secreto azul…

—¿Qué hacéis? Bajad eso ahora mismo.


Su padre había aparecido en la puerta, con los ojos enrojecidos y los
hombros cargados de cansancio. Yolanda apretó el botón de stop y lo miró
con cara de susto. Rara vez les gritaba así y las dos hermanas se temieron que
fuera a darles la terrible noticia que siempre estaba rondando sus
pensamientos.
—¿Ha…? ¿Ha pasado algo? ¿Mamá…?
—Mamá está descansando, el médico dice que necesita tranquilidad y
mucho reposo. Y a vosotras se os ocurre montar una discoteca.
Sara vio que a su hermana le temblaba el labio inferior y le agarró la
mano, apretándosela para darle fuerzas.

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—Es una canción muy bonita —dijo Yoli, con los ojos llenos de lágrimas
—. Seguro que a mamá le gustaría.
—Ahora no está para canciones. Venga, poneos con la cena, que tiene que
comer algo para tomarse las medicinas.
Yolanda abrió el pequeño frigorífico y miró en su interior, bastante vacío,
como si buscara algo. Cuando su padre se dio la vuelta y se marchó, volvió a
cerrar la puerta y miró a Sara, que ya estaba encendiendo el fuego para
calentar la sopa, el único plato que su madre comía a diario.
—Cómo se pone… No estábamos haciendo nada malo.
—Está preocupado.
—Nosotras también estamos preocupadas.
Yoli se sentó a la mesa de la cocina, con los brazos cruzados, tan enfadada
como triste. Sara le pasó una mano por los hombros y le dio un suave abrazo.
—Se va a poner bien, ya lo verás.
—No lo sé, Sara, no sé nada. Mamá siempre ha estado enferma, desde que
nací, y encima voy y le contagio mi dolor de garganta.
—Yo también tuve ese dolor de garganta, ¿te acuerdas? A lo mejor se lo
pasé yo, pero da igual, eso no importa, no es culpa de nadie y no es cierto que
siempre haya estado enferma. —Sara volvió a sus tareas, removiendo la sopa
con un cucharón de madera—. Me acuerdo de cuando eras un bebé y nos
llevaba a las dos de paseo.
—¡Qué te vas a acordar! Solo me llevas dos años.
—Casi tres, y sí que me acuerdo. Una vez en las fiestas nos compró un
algodón de azúcar de fresa y nos peleábamos por ver quién comía más rápido.
—Yo no me acuerdo de nada. Solo de mamá siempre en cama y papá
siempre preocupado.
—Ya pasará —dijo Sara, alcanzando de la alacena los platos soperos—.
Verás que pasará, y volveremos a estar todos bien.
Tenía que ser fuerte por su hermana. Su padre hacía tiempo que ya no era
el mismo, había perdido su buen carácter y su paciencia, que Sara tanto
añoraba. Y su madre… Su madre se dejaba derrotar poco a poco por la
enfermedad, sumando a la mala salud física una pena que los médicos
llamaban depresión.
No era justo. Ellas solo eran dos niñas, dos chicas casi, que deberían estar
disfrutando de sus vacaciones escolares, del sol y de la playa. Y en vez de eso
tenían que vivir en constante preocupación, no solo por la salud de su madre,
sino también por la economía familiar, cada vez más mermada, siempre con
la preocupación de perder la clientela por los horarios erráticos de la frutería.

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«No es que el tiempo lo cure todo, pero puede ayudar…», tarareaba Yoli,
muy bajito.
—Es muy bonita, ¿verdad? —dijo Sara. Pensar en Javi le ayudaba a
olvidarse de todas las penas.
—Mucho mejor que esa Yolanda, eternamente Yolanda, que tanto le gusta
a mamá y que me parece un tostón.
Sara se rio y terminó de preparar la bandeja para llevarle la cena a la
enferma. Otro día más haciendo de ama de casa y de madre de su hermana.
Esa era su vida y hacía un esfuerzo diario para no quejarse ni rendirse.
Y ahora que había visto a Javi, y que le había cantado su canción, se
sentía con fuerzas para seguir y hacer frente a todo lo que le tocara. Nada le
quitaría aquel momento, su sonrisa luminosa, el brillo de sus ojos azules, y su
voz gritando cuando se alejaba: «La niña más bonita de Morella».

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Capítulo 2

A las nueve en punto Javier tenía que estar en casa de su abuela para la cena.
Sus padres habían llegado a media tarde y se acababa la libertad condicional
de julio, lo que más le gustaba de los dos meses de vacaciones que pasaba en
Morella.
—No vuelvas tarde —le había dicho la tía Carmen aquella tarde, cuando
salía a buscar a Carlos a su casa.
Sus tíos de Vinaroz también habían llegado aquel día y Carlos había
hecho la maleta para mudarse a la casa familiar de veraneo que tenían al otro
lado de Morella. También se acababa compartir habitación con su primo en
casa de la abuela, las escapadas nocturnas y las charlas hasta la madrugada en
las que desmenuzaban el presente e imaginaban el futuro. Sus familias habían
decidido que Javi estudiara Medicina como su padre, y Carlos, Derecho,
como el suyo, pero ambos estaban dispuestos a ser unos profesionales muy
distintos al prestigioso cirujano y al severo juez que eran sus mayores.
—Javier sabe que cenamos a las nueve —dijo su padre, sin levantar la
vista del periódico.
Era 1 de agosto, su primer día de vacaciones y se lo había pasado
conduciendo desde Madrid. Javi suponía que por eso no parecía nada feliz
con su propia libertad condicional. Aunque, si lo pensaba dos veces, no
recordaba ningún momento en que su padre pareciera realmente feliz.
—¿Puedo cenar en casa de los tíos?
Su madre levantó la vista de la taza de manzanilla que bebía para aliviar el
mareo del viaje.
—Pero, hijo, si acabamos de llegar.
—Ya has oído a tu madre —dijo su padre, limitándose a pasar la página
del periódico.

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Solo Carmen, la tía soltera que vivía con la abuela y a la que nadie tenía
nunca en cuenta para nada, lo miró con una sonrisa y se encogió de hombros.
Salió de la casa sin despedirse, aún sabiendo que eso le valdría algún
reproche a la vuelta. Su familia era increíble. Javi había cumplido dieciocho
años en mayo, en septiembre comenzaba la Universidad, había sacado las
mejores notas de su clase y una de las mejores selectividades de España, pero
lo trataban como si fuera un niño de primera comunión.
Prefería estar en casa de sus tíos. Aunque su padre y el de Carlos, que eran
hermanos, se parecían en muchas cosas, al menos la madre de su primo era
diferente. La tía Maite era muy cariñosa, a veces demasiado, siempre dando
besos y abrazos, y les dejaba entrar y salir sin ponerles nunca hora.
—Llegas tarde —le dijo Carlos, sentado en el escalón de la entrada de su
casa—. Ya pensaba que Adolf te había castigado.
—A ti sí que te va a castigar como te oiga llamándole así.
El padre de Javi se llamaba Adolfo y lucía un bigotito que hacía la broma
demasiado obvia. Cuando se ponía especialmente severo, se lo imaginaba con
el uniforme de las SS y tenía que hacer esfuerzos para no reírse.
—Pues tiene su gracia ser el sobrino de Hitler —insistió Carlos,
poniéndose en pie y sacudiéndose la culera del pantalón—. Bueno, no, la
verdad es que no la tiene.
Carlos le lanzó un puñetazo al hombro y echó a correr. Javi salió detrás.
Como aquel día, cuando habían encontrado a Sara con la bicicleta. La
princesa Sara.
No sabía dónde se metía todo el verano. No la encontraba en la piscina, ni
paseando por las calles, y era tontería buscarla en los bares, porque seguro
que era menor.
—Oye, ¿dónde se mete la gente estos días? Esto está más desierto de lo
normal.
—Pues andarán con lo del Sexenni, haciendo los adornos de papel, las
carrozas y todo eso.
Javi se había olvidado de que aquel año era el Sexenni, las fiestas mayores
de Morella que se celebraban cada seis años, en homenaje a la Virgen de
Vallivana. Pocas veces las pasaban allí en familia, porque a su madre la
agotaba todo aquel alboroto y la aglomeración de gente que abarrotaba las
calles. Todo el pueblo se implicaba en la decoración, con adornos de papel
rizado de colores, de las calles por donde después pasarían los romeros.
Durante los siguientes nueve días se sucederían infinidad de desfiles y las

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antiquísimas danzas de los gremios. La ciudad se llenaría de turistas y de
todos aquellos morellanos que vivían en otra ciudad.
—Pues qué aburrimiento —dijo Javi. De tanto oír a su madre
menospreciar las fiestas, estaba convencido de que no tenían ningún interés
—. Oye, ¿y no podríamos colarnos en alguna de las carrozas o algo de eso?
—¿Qué quieres? ¿Bailar con los teixidors,[1] alrededor de un palo?
Carlos había enfilado hacia la Alameda en busca de la sombra fresca de
los árboles. Hacía un día realmente caluroso que le recordó a Javi el clima
asfixiante de su Madrid natal.
—¿Cómo es ese desfile de la reina y sus damas…? —preguntó,
desenterrando de su memoria el recuerdo de una chica vestida de blanco con
una corona y una larga capa. No estaba seguro de si realmente se acordaba del
último Sexenni que había vivido en Morella, puesto que no era el anterior,
tenía que ser el de 1976 y él solo tendría seis años, así que supuso que esa
imagen debía de haberla visto en algún álbum de fotos familiar.
—La reina Esther y las heroínas bíblicas —dijo Carlos, sentándose sobre
un muro a la sombra de los pinos—. Ya sé por dónde vas… Para ese cuadro
eligen a las más guapas de Morella.
—¿Y no podemos formar parte del cuadro?
—La reina y las heroínas bíblicas, Javi, todas chicas… Bueno, creo que
también sale el rey David o algo así, pero, vamos, que no nos van a dar ese
papel a ninguno de nosotros, pringao.
Javi se encogió de hombros, desanimado y aburrido. Ya era muy tarde
para ir al río, se les había pasado el día por esperar la llegada de sus padres, y
ahora no tenían nada con qué llenar la larga tarde de verano en una ciudad que
parecía desierta.
—Vamos al bar ese que tiene el Comecocos.
Se echó a andar sin esperar a que su primo aceptara, sabía que le
encantaba ese juego y el reto de lograr más puntos que él.
—Voy a batir mi récord. Me siento inspirado.
—Que te ha dado mucho sol en la cabeza, Carlos.
—Ya verás… Oye, por aquí no se va al bar.
—Da igual por una calle que por otra, venga.
Lo que no le dijo a su primo es que quería ir precisamente por allí, por la
calle donde se había encontrado a la princesa, sujetando la bici de su amiga.
Javi cruzó los dedos cuando doblaron la esquina y tuvieron el portal a la vista.
Al principio pensó que se lo estaba imaginando, pero no, era real, allí estaban
las dos, sentadas en la puerta comiendo unos Flash[2] de fresa.

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—Mira, qué causalidad —dijo con mucha sorna Carlos, cuando ya
estaban lo bastante cerca para que las chicas lo oyeran.
Su primo lo había estado molestando desde aquel día, cuando le cantó a
Sara la canción de El Último de la Fila. Sabía que la niña le había gustado,
pero después coincidieron en el Bis, la discoteca de la plaza de Colón, con
otras chicas que conocían de veranos anteriores, y Javi se dejó liar por
Rebeca, con la que ya había tenido algo el año anterior. Entre eso y que no
había conseguido ver a Sara todos aquellos días, su primo se olvidó de la
broma hasta aquel momento, cuando comprendió por qué había querido pasar
por aquella calle.
—Hola —dijo, mirando a Sara, que tenía las mejillas tan rojas como el
helado que estaba saboreando.
Ella contestó con una voz tan baja que no supo exactamente lo que había
dicho.
—Hola —contestó Loli, la chica de la bici, mirando a Carlos con una
sonrisa que era toda una declaración.
—¿Me das un trozo? —preguntó Carlos, sentándose en el bordillo a su
lado. Loli le acercó el Flash y él le dio un buen mordisco entre risas y
protestas de la chica.
Sara mantenía el suyo entre las manos, como si de repente se le hubieran
quitado las ganas. Javi se fue a sentar a su lado.
—¿Cómo era ese poema? —Se preguntó en voz alta, llevándose una mano
al pecho para declamar con sentimiento—. La princesa está triste, ¿qué tendrá
la princesa? Será que no le gustan los helados de fresa…
Ella se echó a reír y le ofreció el helado. Javi no lo mordió. Se limitó a
chuparlo, dejando que el sabor a fresa le inundara la boca. Al soltarlo, se
lamió los labios y, como un reflejo, Sara se mordió el labio inferior.
—¿Dónde te metes, princesa, que nunca te encuentro?
—Yo… Estoy por aquí… Nunca voy muy lejos.
Su voz era suave, como si tratara de compensar el tono chillón de la de su
amiga, que bromeaba con Carlos discutiendo si era mejor bañarse en el río o
en las playas de la costa de Castellón, de las que su primo presumía haberlas
probado todas.
—Pensaba que te habrías ido de vacaciones a algún lugar lejano, al
Caribe, o a la luna —bromeó Javi, sin comprender al principio la sombra que
nubló los ojos de Sara. Ella había vuelto a bajar la mirada al suelo y él la
imitó, descubriendo lo gastadas que estaban sus zapatillas de loneta barata, a
punto de romperse por las puntas.

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—Ojalá me pudiera ir a la luna —dijo ella, cruzando los brazos como si le
hubiera entrado frío.
—Pues debe de ser un lugar muy aburrido, ¿sabes? No hay cines, ni
discotecas, ni creo que vendan helados de fresa.
Javi intentaba enmendar su error anterior, pero se dio cuenta de que seguía
metiendo la pata, todo lo que se le ocurría para divertirse eran cosas que
costaban dinero. Puesto que a él nunca le había faltado, no imaginaba cómo
era vivir sin poder permitirse algunos pequeños lujos o, simplemente, unas
zapatillas nuevas.
—Me gustan los lugares tranquilos y silenciosos. Podría colgar una
hamaca y leer un libro entero sin que nadie me interrumpiera —dijo ella, con
un gesto soñador que llenó sus ojos oscuros de estrellas.
—¿Dónde colgarías la hamaca? No hay árboles en la luna —preguntó él,
siguiéndola en su fantasía.
—Pues una tumbona.
—Y una sombrilla por si el sol calienta demasiado.
—Y un frigorífico de playa lleno de helados de fresa.
Al ver la sonrisa que le iluminó el rostro, Javi comprendió por fin por qué
aquel verano le parecía más aburrido que ninguno, y por qué los besos de
Rebeca y sus manos audaces ya no conseguían excitarle como el verano
pasado.
—La niña más bonita de Morella… —repitió, meneando la cabeza con
gesto incrédulo al pensar cuánto tiempo había perdido con otras cuando en
realidad no había dejado de pensar en ella desde hacía días—. Supongo que tú
serás la reina Esther del Sexenni.
Sara negó con la cabeza, otra vez avergonzada.
—Ni siquiera quería formar parte del cuadro —dijo Loli, uniéndose a la
conversación—. Pero al final la convencimos.
—¿Y quién vas a ser?
—Judit —dijo Sara.
—La mejor de todas —aseguró Loli, con todo el entusiasmo que a su
amiga le faltaba—. Lleva una espada en una mano y, en la otra, la cabeza
cortada de Holofernes.
Se echaron a reír cuando adoptó una pose erguida, una mano levantada
fingiendo que empuñaba su espada y la otra cerrada, para sujetar por los pelos
la cabeza del general bíblico.
Un rato después estaban los cuatro jugando al Comecocos. Javi insistió en
que ellos pagaban porque era su juego favorito, dándole un codazo

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disimulado a Carlos para que no preguntara nada. Loli lo aceptó sin darle
importancia, pero se dio cuenta de que a Sara le costaba más. Puede que fuera
pobre y tímida, pero también tenía su orgullo y se prometió hacer todo lo
posible para no ponerla en evidencia. Se le ocurrió retarla jugándose las
veinticinco pesetas de la partida. El plan era dejarla ganar para que se sintiera
mejor, lo que no esperaba Javi es que ella fuera tan buena que, olvidado su
propósito, fue incapaz de ganarle ni una partida.
A partir de aquel día quedaban a diario, iban a la piscina o paseaban por
Morella, comiendo pipas y helados de los más baratos, porque Javi siempre
insistía en que prefería los de hielo y no los caros cucuruchos artesanos;
Carlos le seguía el cuento porque Loli era una chica muy divertida, que nunca
se negaba cuando le proponía acompañarla a su casa al anochecer dando
algún rodeo por callejones oscuros.
Javi no era tan atrevido con Sara, había comprendido que ella era de las
que necesitaban tiempo y confianza. Se pasaban el rato hablando, cuando no
estaban jugando al Comecocos o a los marcianitos en el bar de Ramón. Así se
enteró de que la madre de Sara estaba enferma. Había sufrido una infección
de garganta con fiebre alta y aún se estaba recuperando, más lentamente de lo
que debería. Por eso Sara no salía nunca después de cenar, ya que su padre
trabajaba muchas horas y ella tenía que cuidar de su madre y su hermana
pequeña. Javi la admiraba por ser tan sensata y tan madura, pero también
temía morir de deseos reprimidos por no estar nunca a solas con ella, siempre
con la escolta de su primo y su amiga.
—¿Nos vamos a algún sitio los dos solos? —le preguntó una tarde,
mientras Carlos y Loli estaban distraídos, compartiendo una partida en la
máquina de petacos.
—¿Solos? ¿Por qué?
A veces Sara le recordaba a un caracol, escondiéndose dentro de su
concha al menor de sus intentos de acercarse.
—Ya estoy un poco harto de esos dos —dijo, señalando con el pulgar a la
pareja que se reía a carcajadas, hombro con hombro, intentado que la bola no
se les colara.
—¿Y qué vamos a hacer?
Javi suspiró. A veces pensaba que Sara tenía doce años, y no los dieciséis
o diecisiete que suponía. Quizá debería preguntarle, para estar seguro de no
estar metiendo la pata con una niña demasiado joven para lo que tenía en
mente, pero sabía que a las chicas nunca les gustaba confesar su edad.

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—Podemos pasear… —dijo, extendiendo una mano para agarrar la de
ella. Por una vez, Sara no se puso colorada, pero bajó la cabeza hasta que solo
le veía el flequillo tapándole los ojos.
—Es que si se entera mi madre de que me ven sola con un chico… Y se
va a enterar, aquí todos nos conocemos.
—Sara… —Javi tiró de ella hasta esconderse en el hueco del acceso a los
baños del local. Olía a lejía, el perfume menos romántico que se podía
imaginar, pero era el único rincón desde el que no les vería el dueño con sus
ojos saltones, siempre avizor—. ¿Cuántos novios has tenido?
—¿Yo…? —Le temblaba la mano, que se iba calentando dentro de la de
Javier. Le giró la muñeca y le pasó el pulgar por la piel sensible de la palma
—. Yo nunca he tenido un novio.
—Me tomas el pelo.
Sara sacudió la cabeza, su cabello fino se alborotó y volvió a caerle
suavemente sobre la cara, tapándole casi los ojos. Javi no podía soportar que
siguiera esquivándole la mirada de ese modo, como si le tuviera miedo. Le
separó el flequillo con la mano libre, sin soltarle la otra ni un instante, y le
acarició la mejilla despacio, pensando que era un cachorro asustado al que
tenía que ganarse poco a poco.
—Pero te habrá gustado algún chico, ¿no?
—Cuando tenía cinco años tenía un compañero en parvulitos, Quique, que
siempre llevaba una bolsa de regaliz de fresa que no compartía con nadie,
solo conmigo. Me daba uno por jugar con él en el recreo.
—Qué listo.
Javi volvió a pasarle la mano por el pelo, había descubierto que le
encantaba su suavidad, y la arrinconó un poco más contra la puerta del baño
de caballeros.
—Todos decían que éramos novios, porque siempre jugábamos juntos.
—Tenías novio a los cinco años y nunca has tenido un novio después.
Sara asintió, riéndose de sí misma antes de atreverse a levantar la vista y
mirarle a los ojos. Javi pensó que moriría si no la besaba en aquel mismo
instante. Se imaginaba su boca con sabor a regaliz, a Flash de fresa, a pipas
saladas…
—A ver, chicos, nada de venir a hacer manitas a mi local que os estoy
viendo.
El dueño del bar, Ramón, un tipo inmenso con un bigote que le colgaba a
los lados de la boca hasta la barbilla y un vozarrón que se podía oír desde la

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entrada hasta la cocina del largo local, se asomó al pasillo de los baños y los
miró con cara de pocos amigos.
—Solo estábamos hablando —dijo Javi, tirando de la mano de Sara para
esconderla detrás de su espalda.
—Hablando, ya. Yo también tuve tu edad un día, madrileño, y también
me gustaban guapas y calladas. —Les hizo un gesto con la mano,
obligándolos a salir del baño y volver adonde estaban sus amigos, muertos de
risa—. Anda, Sarita, que como se enteren tus padres de que pasas tanto rato
con estos pájaros no les va a hacer ninguna gracia.
—¿Por qué? —se atrevió a preguntar Javi, poniéndose las manos en la
cadera e hinchando el pecho para tratar de crecer unos centímetros ante aquel
gigante.
—Porque ya sabemos cómo os las gastáis los niños de la capital. Venís en
verano y os creéis que todo el campo es orégano, pero aquí la gente es de otra
manera.
—¿Más anticuada? —preguntó con descaro, y al momento notó el codo
de su primo clavándosele en la espalda.
—Y no te me pongas chulo, que aún te echo del bar y te quedas sin jugar
a las maquinitas.
Carlos estaba a punto de abrirle un boquete encima de un riñón con el
codo, así que Javi se mordió la lengua y se tragó la respuesta que le hubiera
gustado darle al dueño del bar, que ya se metía detrás de la barra a seguir
atendiendo a los parroquianos.
No tenía que soportar que lo tratara como a un niñato, ya era mayor de
edad y tenía dinero como para invitar a una ronda a todos los presentes que no
se perdían palabra de la discusión. Con las mejillas rojas de furia se volvió
para mirar a su primo; por el rabillo del ojo vio también a Sara, muerta de
vergüenza, tirando de la mano de Loli y saliendo del bar a la carrera.
—Pues vale —dijo, encogiéndose de hombros, tan furioso que le dio una
palmada a la máquina de petacos lo suficientemente fuerte como para que
cantara falta—. Vamos —le dijo a su primo, antes de que Ramón volviera a
salir de detrás de la barra.
Las chicas iban ya subiendo la calle y tuvieron que correr un poco para
alcanzarlas. Sara dijo que tenía que volver a casa y no abrió más la boca en el
corto trayecto hasta su calle. Se despidió de los tres con un gesto vago de la
mano, dejando a Javi plantado ante su portal, con las manos en los bolsillos.
Le dio una patada a una piedra que rebotó en el bordillo de la acera y le dio en
el tobillo.

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—Anda que te has lucido —le dijo Carlos, sentado con Loli en la ventana
de la casa de enfrente.
—¿Y qué iba a hacer? ¿Dejar que Ramón nos hablara así?
—Sara se muere del susto con estas cosas —dijo Loli—. Y de la
vergüenza. Es muy cortada.
—Ya lo sé —dijo Javi, sentándose en el bordillo a sus pies.
A sus espaldas, Carlos y Loli se cuchicheaban al oído. Pudo escuchar
cómo su primo le decía que no lo hiciera, pero la amiga de Sara era todo lo
contrario de una chica tímida.
—Sara te gusta un montón, ¿verdad?
Javi se encogió de hombros. Aún no se lo había dicho a la propia Sara, no
iba a decírselo primero a su amiga.
—A ella le gustas desde que te vio la primera vez.
El enfado se le pasó de repente. Aquellas eran precisamente las palabras
mágicas que necesitaba oír.
—¿Cuando le pedí la bici? —preguntó, para asegurarse.
—No, cuando le dijiste que era una princesa. Ella estaba sentada en la
Alameda, con una flor en el pelo.
Javi se volvió para mirar a Loli, necesitaba verle la cara para asegurarse
de que no le estaba mintiendo.
—Pero eso fue hace tres o cuatro veranos…
—Sí, Sara me lo contó, me acuerdo muy bien. Me dijo que un chico
madrileño de ojos azules le había dicho que era la niña más bonita de Morella.
Estaba tan colorada cuando me lo contaba que parecía un cangrejo cocido. —
Carlos se rio ante la comparación y Loli se contagió de su risa—. La verdad
es que me había olvidado de esa historia hasta que le pregunté por mi bici y
ella me dijo que se la había llevado Javi, el madrileño. Parecía a punto de
desmayarse de la emoción.
A Javi aún le costaba comprender lo que le estaba contando. Había tenido
tanto miedo, tanta precaución, buscando el momento de decirle a Sara cuánto
le gustaba, asustado por si ella no sentía lo mismo, y ahora descubría que ella
no lo había olvidado desde aquel breve encuentro años atrás. Notó un
golpeteo en el pecho y tardó un rato en comprender que era su corazón,
latiendo tan rápido que parecía que iba a escaparse entre las costillas.
—¿Por eso…? —Javi pensó lo que iba a preguntar dos veces, no quería
parecer demasiado presuntuoso, pero tenía que saberlo—. ¿Por eso nunca ha
tenido novio?

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Loli levantó la cabeza y la bajó, despacio, tres veces seguidas. Carlos
aplaudió como si acabara de hacer un número de magia y Javi se tumbó sobre
la acera, con los brazos abiertos y la mirada perdida en el cielo azul.
La niña más bonita de Morella llevaba tres años suspirando por él, y él
perdiendo el tiempo con otras como un imbécil. Se prometió recuperarlo y
disfrutar de aquel verano como de ningún otro. Faltaban pocos días para la
fiesta del Sexenni y ya soñaba con ver a Sara desfilando, vestida de heroína
bíblica. Le había dicho que ese día la dejaban quedarse hasta tarde porque su
padre no trabajaba al día siguiente. Esa era su oportunidad, y ahora tenía claro
lo que quería pedirle. Quería que fuera su novia y por fin poder besar esa boca
que le volvía loco y que estaba seguro de que sabía a helado de fresa. Su
sabor favorito de aquel largo verano.

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Capítulo 3

A punto de comenzar la semana del Sexenni, el grupo que formaba el cuadro


de las heroínas bíblicas se había reunido para comentar los detalles del
desfile. Todas estaban nerviosas y entusiasmadas; todas menos Sara, inmersa
en sus pensamientos, repasando hora a hora los últimos días de aquel verano
sorprendente.
«Está loquito por ti», le decía Loli cada día. Su amiga la conocía
demasiado y sabía que no se lo creería aunque se lo dijera a cada minuto.
Quizá debería hacerlo, Loli tenía más experiencia, ya había salido con tres
chicos del pueblo y siempre había algún moscón rondándola. Sara se
lamentaba de su absoluta inexperiencia, que le provocaba tanta inseguridad.
Durante el curso vivía como una monja; entre las clases, las tareas de casa y
cuidar de su madre cuando su padre estaba en la frutería, no le quedaba
tiempo para nada. Tampoco podía permitirse muchos de los caros planes de
ocio de la gente de su edad, nada de bares ni mucho menos de discoteca. Su
única diversión era pasear con Loli hasta gastar las suelas de los zapatos. Al
acabar las clases tenía más tiempo libre, tiempo que los últimos veranos había
dedicado a soñar con Javi y averiguar cuáles eran sus sitios favoritos de
Morella para poder verlo, aunque fuera a distancia.
Por eso ahora no podía creerse la atención que le prestaba. Por supuesto
que no estaba loco por ella. Estaba segura de que pronto se cansaría de tanto
paseo por Morella y volvería a irse con su primo en busca de diversiones más
fuertes.
La tarde anterior Javi y Carlos se habían enzarzado en una discusión sobre
fútbol. Uno era del Madrid, por supuesto, y el otro del Barça, quizá por
cercanía geográfica. Javi presumía de que su equipo había ganado la liga, y
Carlos de que el suyo se había llevado la Copa del Rey. Sara y Loli los

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estuvieron escuchando en silencio. Era muy divertido ver a los primos
pelearse; hasta aquel día les habían parecido los mejores amigos del mundo.
—Algún defecto tenían que tener —dijo Loli entre risas, sabiendo que a
Sara le aburría el fútbol hasta el hastío.
Sara no pudo contestar. Estaba pensando que si Javi se ponía tan guapo
siempre que discutía de algo que le entusiasmaba, estaría dispuesta hasta a
aficionarse al fútbol solo por verlo así más a menudo. En el bar de Ramón
siempre tenían el Marca, quizá debería empezar a leerlo para estar al día de la
liga y esas cosas.
—¿Nos vamos? —dijo Loli, sacándola de su abstracción y llevándola de
vuelta al grupo del Sexenni—. Hija, estás muy distraída hoy.
—Yo… Sí… No sé.
—Pensando en Javi, claro.
—No.
—Qué va…
—Bueno, sí, vale. —Sara agarró a su amiga del codo y tiró de ella para
alejarla un poco del grupo que empezaba a deshacerse—. Pero no lo digas tan
alto.
Otra cosa que Sara nunca había experimentado era el formar parte de una
pandilla. No tenía más amigas que Loli y no sabía cómo comportarse ni cómo
hablar ante un público mayor, su exagerado sentido del ridículo la mantenía
muda e invisible en situaciones como aquella. Loli había insistido hasta la
extenuación para convencerla de aceptar el papel de Judit en el desfile;
cuando se dio cuenta de que no lo conseguiría, buscó aliadas: se lo contó a su
madre y a su hermana, y al ver cuánta ilusión les hacía a las dos, no pudo
negarse.
Quedaba la cuestión del vestido. Las familias no reparaban en gastos a la
hora de vestir a las heroínas bíblicas, solo las telas necesarias eran ya un gasto
excesivo para la familia de Sara y su madre ni siquiera estaba en condiciones
de ponerse a coser. Cuando ya pensaba que tendría que renunciar
definitivamente al desfile, llegó su abuela de Castellón al rescate. Después
supo que su madre le había pedido ayuda para hacerle el vestido, ella, que no
pedía nada nunca para sí, lo había hecho por su hija mayor.
La elegida aquel año para representar a la reina Esther, el papel más
importante del cuadro, era Rebeca, la chica que, además de ser la hija del
alcalde, todos pensaban que era la más guapa de Morella.
Todos menos Javi, dijo una vocecita presumida en la cabeza de Sara. Era
una sensación extraña para ella, que nunca se había parado mucho a pensar en

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su aspecto ni en cómo la verían los demás, tener un admirador incondicional.
Y más que ese admirador fuera el chico que le robaba el sueño desde hacía
años.
Pero por muy feliz que la hicieran las palabras de Javi, cuando él no
estaba presente no podía evitar sentirse muy inferior ante una chica tan
impresionante como Rebeca. Para empezar era alta, le sacaba por lo menos
una cuarta, y tenía una larguísima melena rubia, natural según ella, con ayuda
de mucho champú de camomila y algo de agua oxigenada, según las malas
lenguas. Era obvio que sería elegida para ser la reina Esther, el personaje que
soñaban representar todas las niñas de Morella. La reina vestía un elegante
vestido blanco bordado en oro, con una larga cola que sostenían varios pajes
para que no tocase el suelo. También lucía una alta corona y un cetro. Rebeca
había estado bromeando durante la reunión, caminando con una elegancia
muy ensayada, como si ya estuvieran en el desfile, asegurando que había
practicado en casa a fuerza de ponerse dos y tres libros en la cabeza y desfilar
por el pasillo desde hacía meses.
—La odio —dijo Loli, jugando con la cabeza de Holofernes y la espada
de Judit, el personaje de Sara, a la que le daba repelús aquella cabeza tan
auténtica, con el pelo negro demasiado suave.
—¿Por qué?
—Es una presumida. —Bajó la voz cuando Rebeca y dos amigas se
acercaron, riéndose con alguna broma privada—. Y muy ligera de cascos —
susurró Loli.
—Calla, que te va a oír.
—Que me oiga. Lo sabe todo el mundo. Cada semana se liga a un chico
nuevo.
—¿Y por qué no? —dijo Sara, molesta por el comentario—. ¿Ellos
también son ligeros de cascos?
—A los chicos no se les tiene en cuenta.
—Pues a nosotras tampoco se debería.
Loli se encogió de hombros y echó una última mirada a Rebeca y sus
amigas, que seguían hablando entre ellas sin enterarse de su presencia.
—Y lo dice la que nunca ha besado a un chico.
Sara no hizo caso de la última pulla, porque precisamente estaba viendo
llegar a lo lejos al único chico que quería que la besara. Las rodillas aún le
temblaban al recordar cómo la había arrinconado en el pasillo de los baños la
otra tarde en el bar de Ramón. Si el dueño no llega a interrumpirlos, estaba
segura de que eso era precisamente lo que pretendía.

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—¡Rebeca! ¡Rebeca! Mira quién viene a verte.
Una de las amigas de Rebeca, la que siempre andaba pegada a ella como
si fuera su sombra, señalaba con poco disimulo hacia Javi y Carlos, que
estaban ya a pocos pasos del grupo.
—Ya sabía yo que volvería —dijo Rebeca, arreglándose la melena rubia
con un gesto tan sensual que Sara creyó que lo había copiado de alguna
película.
—¿Qué pasa? —le chistó a la amiga, que se reía tapándose la boca.
—Ese chico que viene por la calle, el rubio… Él y Rebeca, bueno, ya
sabes.
Sara sintió que la temperatura a su alrededor bajaba varios grados. Logró
mantener el gesto impasible y su voz ni siquiera sonó diferente cuando siguió
hablando.
—Pues nunca los he visto juntos.
—Es que Rebeca lo está haciendo rabiar, pero seguro que se ha enterado
de que es la reina Esther y por eso viene a buscarla.
Por encima del hombro de la chica, Sara encontró la mirada de Javi. Esa
mirada que solo le dedicaba a ella, la que la hacía escuchar una música que
sonaba en especial para ellos, logrando que el tiempo se parase a su alrededor.
—No viene a buscarla a ella —dijo.
La amiga de Rebeca se volvió para ver llegar a los dos primos. Sara pasó
por delante de ella, se acercó a Javi y apoyó una mano en su hombro. Tuvo
que ponerse de puntillas para darle un beso en la mejilla. No supo quién se
quedó más sorprendido, si él mismo o el grupo de chicas que los miraban con
los ojos a punto de salírseles de las órbitas.
—Ayer te eché de menos —le dijo al oído, rozándole la oreja con los
labios.
—A mis padres los invitaron a comer en Benicássim y me tocó
acompañarlos —contestó Javi, atreviéndose a agarrarla por la cintura y
pegarla más a su cuerpo—. Yo también te eché de menos.
Rebeca y su corte se acercaron, sus rostros mostraban unas sonrisitas entre
falsas y desafiantes.
—Hola, Javi, hace tiempo que no vienes con nosotras a la disco —dijo,
separándose la larga melena de la cara y posando como un rato antes lo había
hecho para el fotógrafo de un periódico: con el pecho hacia delante, las manos
en la cintura, y las largas piernas muy morenas apenas cubiertas por el
cortísimo short deportivo que llevaba.

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—Prefiero quedarme en Morella —contestó Javi, mirándola brevemente a
los ojos, antes de volver a concentrar su atención en Sara, que seguía pegada a
su costado.
—Rebeca es la reina Esther este año —dijo una de sus amigas, como si no
fuera una noticia ya conocida por todo el mundo.
—Qué bien —dijo Javi con poco entusiasmo, su mano descendiendo unos
centímetros por la cintura de Sara hacia la suave curva al final de su espalda.
—Pues nada —dijo Rebeca, rindiéndose a su pesar—. Ya nos íbamos.
—Hasta luego.
Javi les dedicó una sonrisa amable y al momento estaba de nuevo mirando
a Sara, pasándole la nariz por la mejilla antes de susurrarle algo al oído que la
hizo reír:
—Mi reina Judit. ¿Dónde tienes la espada?
Sara escondió la cara en el hueco de su cuello y por el rabillo del ojo vio a
Rebeca marcharse muy apurada, seguida de sus amigas que trotaban detrás
intentando calmarla.
—¿De verdad te gustaba esa chica? —le preguntó, porque necesitaba oírlo
de sus propios labios.
—¿Qué chica? —Javi le puso una mano bajo la barbilla y le hizo levantar
el rostro para mirarse en sus ojos—. Para mí no hay ninguna chica en Morella
más que tú, dulce Sara.
—¿Vamos a por unos helados? —propuso Carlos, tirando de la mano de
Loli, que se quejaba de que estaba muy cansada.
—De acuerdo, pero tú invitas —contestó Javi.
—¿Por qué?
—Porque ha sido idea tuya.
—Yo quiero un Drácula —dijo Loli, olvidándose del cansancio—. Me
encanta la fresa de dentro.
—No es fresa —dijo Carlos—, es sangre de verdad, solo que le ponen
sabor a fresa para que esté más rica.
—Qué asco.
—Pero si lo que quieres es un conde Drácula, aquí estoy yo.
Carlos abrió la boca, mostrando los colmillos y Loli dio un gritito y echó a
correr. Sara y Javi los seguían, más despacio, con las manos entrelazadas y
los hombros pegados, como si ya no supieran caminar si no era así, tan juntos,
como siameses.
—Mañana voy a pedirte que seas mi novia.

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Sara notó el corazón latiéndole en la garganta. Tuvo que hacer un esfuerzo
para tragar saliva y encontrar su voz.
—¿Por qué mañana?
—Porque así no olvidaremos nunca que fue el mismo día del desfile del
Sexenni.
Sara se sentía tan feliz que pensó que no le importaría morir en aquel
momento. Luego decidió que no era verdad. Quería vivir muchos años, una
vida entera, junto a Javi.
Y entonces él le soltó la mano y se puso rígido a su lado. Sara no tuvo
tiempo de preguntarle qué ocurría y ya tenía delante a una pareja que los
miraba con rostro severo, interrogativo.
—Creo que no conozco a tu amiga, hijo, ¿no nos la presentas?
Sara sintió que se le doblaban las rodillas. El padre de Javi era un señor
altísimo, con el pelo rubio de su hijo que ya comenzaba a cubrirse de canas y
una frente llena de arrugas sobre un ceño fruncido un tanto amenazador.
—Es Sara —dijo Javi, con la voz un poco estrangulada—. Es de Morella.
—Hola, Sara, yo soy la madre de Javier.
—Hola, yo… Encantada…
Sara no encontraba las palabras y nunca antes había echado tanto en falta
tener ciertas habilidades sociales, o al menos el desparpajo de su amiga Loli,
que los miraba desde el otro lado de la calle con los ojos muy abiertos
mientras Carlos le debía de estar susurrando al oído quién era aquella pareja
tan elegante.
—Yo también soy de Morella —dijo el padre de Javi, con una voz más
amable que su expresión—. ¿Cómo se llama tu padre? Seguro que lo
conozco.
—Manuel Navarro.
—Manuel Navarro… Sí, claro que me suena, era uno o dos años más
joven que yo, un fenómeno del fútbol, se decía que lo ficharía algún gran
equipo.
—Tenía una buena oferta, pero se lesionó —dijo Sara, recordando la
historia mil veces contada en familia—. Una lesión muy grave, no pudo
volver a jugar.
—Una lástima. ¿Y a qué se dedica, entonces? ¿Algo relacionado con el
fútbol?
—Tenemos una frutería.
—¿Una frutería? —preguntó la madre de Javi, sin disimular cierto
menosprecio por un sector que daba mucho trabajo en toda la comarca—.

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¿Eso da para mantener a toda la familia?
—Sí que da.
Sara se negó a dar más explicaciones. Sabía que el padre de Javi era
médico en un gran hospital de Madrid y su madre pertenecía a una familia
importante de la capital, se decía que incluso con algún título nobiliario.
Nunca antes en su vida había sido tan consciente de la humildad de su familia.
Toda la ropa que ella llevaba puesta no valía lo que el pañuelo de seda que la
madre de Javi llevaba al cuello. Quizá no lo valía ni toda la que tenía en su
armario.
—Bueno, ¿y adónde vais ahora?
—A por unos helados —dijo Carlos a su tío, acercándose con su mejor
sonrisa de niño bueno, presentándoles a Loli, a la que no dedicaron ni un
minuto de atención.
—Pues venga, portaos bien y no lleguéis tarde a la cena.
Se fueron sin más; ya sabían lo que les interesaba y habían decidido que
aquella chica no estaba a la altura de su hijo. Sara podía leerles la mente con
facilidad, había conocido a gente así antes, gente que la miraba como si fuera
invisible, o peor, que lo hacían con lástima.
—No les hagas caso, son unos estirados —le dijo Javi, que le puso una
mano a cada lado de la boca, tirando de las comisuras para obligarla a sonreír
—. Venga, una sonrisa y te invito a un Cornete de chocolate.
—No me gustan los Cornetes.
—Pues a un Drácula.
—¡Dráculas para todos! —gritó Carlos. Él y Loli salieron corriendo hacia
el quiosco de los helados, mientras Sara y Javi los miraban entre risas.
Después, entre el sabor dulzón del helado de cola y el relleno de pegajosa
fresa, el disgusto de Sara se fue diluyendo y solo quedó la emoción de saber
que al día siguiente Javi le iba a pedir que fuera su novia. A ratos se perdía en
sus ensoñaciones y recordaba el momento en que se había atrevido a besarle
la mejilla, se recreaba en el tacto de su piel y en la mano que al momento la
sujetó por la cintura, como si temiera que fuera a escaparse. Tampoco podía
evitar disfrutar al rememorar las caras pasmadas de Rebeca y sus amigas.
Esas chicas la conocían de toda la vida, pero apenas se trataban. En el mejor
de los casos se limitaban a ignorar su existencia. En el peor, bueno, tenían
formas muy imaginativas y tremendamente crueles de hacerle ver lo inferior a
ellas que era. Todas las veces que se había sentido menospreciada, que había
sido humillada por Rebeca y sus secuaces, quedaban anuladas por su triunfo

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de aquel día, que Sara saboreaba con más deleite que el helado que ya le
goteaba entre los dedos.
—Estás muy pensativa —le dijo Javi, que le tomó la mano para chupar
una gota que le escurría por el meñique. Sara se quedó sin aliento cuando notó
la punta de su lengua recorriendo su dedo—. ¿Es por lo de mañana? —
preguntó él, tan fresco, como si no notara el terremoto que acababa de temblar
bajo sus pies.
—Sí… Sí, claro…
—Vas a ser la mejor Judit que haya desfilado nunca en Morella.
Le pasó una mano por los hombros y la acercó a la distancia de un beso.
Sara volvió un poco la cara justo a tiempo para que su boca solo le rozara la
comisura de los labios.
—Tengo que irme —dijo, levantándose de un salto del banco en el que
estaban sentados.
Desde muy cerca les llegaban las risitas de Loli, que estaba con Carlos,
escondidos detrás de un árbol. A veces Sara pensaba que debía ser más como
su amiga, tomárselo todo a broma y no ser tan esquiva con los chicos, pero
había esperado demasiado tiempo al chico perfecto y quería asegurarse de que
él iba en serio. Aunque lo hubiese negado, sabía que había tenido algo con
Rebeca, y la forma en que la había ignorado aquella tarde de algún modo le
preocupaba. Temía que algún día pudiera hacerle lo mismo a ella. Sara sentía
que se moría de pena solo de pensarlo.
Javi la acompañó hasta su puerta respetando el silencio que ella mantenía.
Al contrario que otros chicos, que siempre andaban diciendo que a las chicas
no había quien las entendiera, él parecía más sensible a sus estados de ánimo
y le daba espacio cuando ella se lo pedía.
Arriesgándose a que la viera alguna vecina y le fuera con el cuento a su
madre, Sara le dio un abrazo rápido a Javi antes de salir corriendo y meterse
en su casa. Detrás de ella quedaron flotando las palabras que le había
susurrado emocionada al oído.
«La respuesta es sí».
Aquella noche se la pasó ensayando besos de tornillo con su almohada,
retorciéndose entre las sábanas húmedas de sudor y soñando dulces escenas
en las que Javi le declaraba su amor. Una pesadilla la despertó cuando ya
aparecían las primeras luces del alba. Intentó olvidarla y volver a dormirse,
pero cada vez que cerraba los ojos volvía a ver a los padres de Javi riéndose
de ella, burlándose de sus ilusiones de ser la novia de un chico rico de buena
familia que nunca perdería el tiempo con una pueblerina muerta de hambre.

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El día amaneció gris y triste, casi tanto como Sara, que no consiguió
quitarse de encima aquella sensación de desastre inevitable hasta que por fin
todo estuvo a punto para el desfile de la reina Esther y las heroínas bíblicas.

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Capítulo 4

Javi y Carlos se habían apostado en el mejor rincón de la calle un buen rato


antes de que comenzara el cuadro de las heroínas bíblicas, con un paquete de
pipas con sal que se iba vaciando poco a poco según se alargaba la espera.
—¿Te dijeron algo tus padres ayer? —preguntó Carlos como si tal cosa,
aunque hacía rato que estaba buscando la forma de interrogarle y Javi lo
sabía.
—Ya te lo imaginas.
Los dos sabían lo que significaba llevar el apellido Miralles y lo que
esperaban de ellos sus padres; para empezar, que siguieran sus exitosas
carreras. Como los habían criado en la obediencia y el respeto a sus mayores,
más que en el amor y el libre albedrío, comenzarían aquel mismo curso las
carreras respectivas de Medicina y Derecho.
Javi protestaba por el camino marcado al que lo obligaban, pero en
realidad le gustaba la medicina y no se le ocurría otra carrera que le atrajese
más. Lo que no quería era ser cirujano como su padre, aún sabiendo que
supondría una batalla familiar cuando llegara la hora de elegir especialidad.
Para eso, por suerte, aún faltaban años. Ahora tenía otra batalla que librar, y
parecía que iba a ser épica por la forma en que lo habían recibido la noche
anterior al llegar a casa, tras haberlo visto con Sara.
—Javi, hijo, me vas a matar del disgusto —le había dicho su madre, nada
más entrar por la puerta.
Había vuelto a casa a las nueve en punto, la hora de la cena, esperando así
ahorrarse la charla y los reproches. No tuvo esa suerte.
—Pero, mamá…
—No me vengas con peros. Esa chica no es para ti, sabes de sobra que en
este pueblo no hay ninguna chica a tu altura.

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Javi se mordió la lengua para no decir lo que pensaba sobre los prejuicios
de clase de su madre. En la cocina podía oír a su abuela y a la tía Carmen
preparando la cena para servirla, escuchando lo que su madre, la señora de la
capital, le estaba diciendo sin reparo alguno.
—Entonces tengo que hacer como mi padre —dijo, sin poder contenerse
—. Buscar una chica con nivel y de Madrid que esté a tu altura.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Eso es lo que te enseña esa chica?
—No me enseña nada, no es mi maestra.
Su madre torció la boca, perfectamente pintada de color ciruela, en un
gesto tan feo que le deformó toda la cara. Nunca la había visto así y le costaba
reconocerla.
—Algo te enseñará para tenerte pegado a sus faldas.
Javi apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas
de las manos. Por suerte apareció su padre antes de que perdiera la cabeza del
todo.
—¿Qué son estos gritos?
Su madre se llevó una mano a la frente y se dejó caer en una butaca con el
gesto preciso de una actriz de teatro.
—Tu hijo… Ya sabía yo que no podía estar tanto tiempo solo en este
pueblo.
—No estaba solo, estaba con su abuela y su tía.
—Como si ellas supieran cómo meterlo en vereda.
—Asunción, por favor.
Su padre hizo un gesto hacia la cocina, donde no se oía ni un murmullo;
su madre se encogió de hombros. No le importaba nada que la oyeran. Nunca
había tenido buena relación con su suegra y su cuñada, con nadie de Morella,
en realidad. Para ella, tener que salir de Madrid a pasar parte del verano en
aquella casa era una tortura a la que se sometía porque en el fondo se
consideraba una santa y esperaba que todos la vieran así.
—A ver, Javier, ¿qué le has hecho a tu madre ahora?
Javi enderezó la espalda y miró a los ojos a su padre. Quería que se fijara
en que ya era tan alto como él. Tenía dieciocho años, por Dios, no podían
seguir tratándolo como si aún fuera a la guardería.
—¿Qué le he hecho yo? Es ella la que ha insultado a mi novia.
La última palabra hizo eco en el salón, entre los cuadros oscurecidos por
el tiempo y el gran espejo sobre la mesa de comedor, rebotó en las lámparas y
se ahogó en las gruesas alfombras. Su madre emitió un gemido largo y

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ahogado. Su padre ni pestañeó. Solo respiró hondo y se asomó a la cocina
para pedirle a su hermana que mantuviera la comida caliente.
—Ven, hijo, vamos a hablar tú y yo un momento.
Su padre le puso una mano en el hombro, con un apretón más suave del
que se esperaba, y se lo llevó a la salita pequeña, cerrando la puerta a su
espalda.
—A ver, cuéntame lo de esa chica… La verdad es que es muy bonita,
tienes buen ojo.
Javi no podía creer lo que estaba oyendo. Receló del buen tono de su
padre, de la sonrisa que tan pocas veces mostraba. Tenía que ser muy
precavido.
—No solo es guapa, es muy lista, este curso terminó tercero de
Bachillerato con las mejores notas de su clase, y por Ciencias —dijo de un
tirón, sin aliento, atento al mínimo cambio en la expresión de su padre.
—Eso está muy bien, muy bien.
Su padre se sentó en una butaca, cruzando una pierna sobre la otra con
gesto relajado.
—Es cierto que su familia es muy humilde. Su madre tiene poca salud y
aún se está recuperando de unas fiebres reumáticas, por eso su padre a veces
tiene que cerrar la frutería para atenderla y sus ingresos no son regulares. —
Su padre lo escuchaba con atención, asintiendo a sus palabras y mostrando
que sentía lo que le contaba—. Pero ella…, bueno, es brillante. ¿Sabes lo que
le interesa? Los ordenadores, dice que son el futuro y que muy pronto todos
tendremos uno tanto para uso profesional como para entretenimiento… Es lo
que dice Bill Gates, el creador de Windows…
Javi dejó de hablar al ver que perdía la atención de su padre, que se estaba
alisando la raya del pantalón con mucho más interés que el que ponía en sus
palabras.
—Javier, hijo, cuando volvamos a casa comienza para ti una aventura
apasionante: la universidad, nada menos —le dijo con cierto entusiasmo
forzado—. Toda tu vida va a cambiar. La vida universitaria no consiste solo
en estudiar, es como el instituto pero mucho mejor. En la facultad harás
amistades que te durarán toda la vida y, puesto que tus compañeros estudian
lo mismo que tú, en el futuro también serán importantes contactos
profesionales en los que podrás apoyarte. —Viendo que la conversación
tomaba los mismos derroteros de siempre, Javi se dejó caer desanimado en
una silla. Su padre se levantó y volvió a ponerle la mano en el hombro, esa
mano grande que le abarcaba toda la articulación—. Y habrá muchas chicas,

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Javi, muchísimas chicas. ¿Sabes a qué van la mayoría a la universidad? —
Javi se encogió de hombros—. A buscar novio. A elegir entre los mejores de
cada promoción a su futuro marido.
—¿Así te cazó mamá a ti? —preguntó.
—Pues sí. —Adolfo se rio, aunque a Javi le parecía que nada relacionado
con su madre le podía poner de buen humor—. Ella fingía estudiar
Enfermería, pero no pasó de segundo curso y nunca tuvo intención de ejercer.
Javi esperaba gritos, reproches, órdenes concretas. Esperó en vano. Su
padre aquel día parecía un amigo dándole consejos. Un amigo muy mayor y
algo rancio, pero más cercano y cariñoso que nunca en su vida.
—¿Te gusta mucho esa chi…? Sara. Te gusta mucho Sara, ¿verdad?
—Sí —dijo, cuadrando los hombros y levantando la barbilla como si
estuviera en la mili respondiendo órdenes de su sargento.
—Bueno, no pasa nada. Escucha a tu padre: diviértete, disfruta de las
vacaciones. Es verano y los amores de verano duran lo que dura el buen
tiempo. Ya llegará septiembre y cuando vuelvas a casa estarás muy ocupado
para pensar en novias.
—Voy muy en serio con ella.
La paciencia de su padre comenzaba a agotarse, lo notaba por la forma en
que apretaba la boca ante aquella última afirmación. Aún así, consiguió
sonreírle de nuevo.
—Claro que sí. Los Miralles somos hombres serios y de palabra. —
Levantó la mano que aún tenía sobre su hombro y que cada vez pesaba más,
como si descargase sobre ella todo el peso de su cuerpo, y le dio dos
palmadas en la mejilla—. Pórtate como un caballero y no la metas en un lío,
¿de acuerdo? Así, cuando te despidas, podrás dejarla sin dramas.
A Javi aún le ardía la sangre cada vez que recordaba aquellas últimas
palabras. Su padre había sido muy listo apelando a sus buenos sentimientos.
En vez de prohibirle seguir viendo a Sara, le hacía prometer que no la pondría
en una situación comprometida. ¿Y si era verdad todo lo que le había dicho?
¿Y si al comenzar las clases conocía a otras chicas y se olvidaba de ella?
¿Qué iba a hacer, entonces? ¿Dejarla por carta?
Se había pasado la noche insomne, dándole vueltas a todas aquellas
preguntas, pero a la luz del día solo podía pensar en estar de nuevo con Sara y
besarla por fin como llevaba tanto tiempo deseando.
—Parece que ya vienen —gritó Carlos, devolviéndolo al momento
presente.

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Después Javi no recordaría apenas nada de todo lo que había visto: la calle
decorada con papel de seda rizado; la reina Esther con su vestido blanco y su
corona, y sus pajes llevándole la larga cola; el resto de heroínas bíblicas y, en
medio, el solitario David con la cabeza de Goliat… Todo eso era un borrón
del que solo destacaba Sara, su Sara, con aquel bonito vestido blanco, la
melena recogida en una complicada trenza que le rodeaba la cabeza y la
espada de Judit en la mano, tan incongruente con ella y su espíritu pacifista.
Las calles del pueblo, engalanadas como nunca para celebrar la gran fiesta
de cada sexenio, estaban abarrotadas de visitantes que no se querían perder el
cuadro más importante de la semana de celebraciones. Al anochecer seguía la
fiesta en el pabellón. Carlos le había contado que cada uno de los gremios
organizadores tenían su mesa propia, y la música, o algún espectáculo de
magia, animaba el ambiente hasta altas horas. Sus familias habían sido
invitadas por el alcalde de Morella, pero su madre había organizado una cena
e invitado a sus cuñados, solo por no acudir a un evento que no le interesaba
en absoluto. Al menos Javi y Carlos se habían librado de acompañarlos.
Con el pueblo vacío y silencioso, los cuatro amigos se encontraron
sentados en un banco, comentando la jornada, las chicas aún emocionadas por
el papel protagonista de Sara.
—¿Hasta qué hora puedes quedarte? —le preguntó Javi a Sara.
Ella le agarró la muñeca y miró la hora en su reloj Casio. Pasaban de las
once y media.
—Hasta las doce —contestó.
Javi se puso en pie y la agarró de la mano. Cuando Carlos hizo ademán de
levantarse también, lo paró con un gesto.
—Ya nos vemos mañana, primo. Hasta mañana, Loli.
—Hasta mañana —dijo la amiga de Sara. Cuando se alejaron por la calle
cubierta de confeti, oyeron su risa cómplice.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Sara, tratando de contener el temblor
que la recorría por dentro.
—Vamos hacia el castillo… Hace tiempo me encontré a una princesa,
¿sabes? Parecía que acababa de salir de la torre encantada. —Sara se rio
bajito—. Era la niña más bonita que había visto en Morella, o quizá la más
bonita que había visto nunca, y como soy un torpe no se me ocurrió pensar
que un día crecería y se convertiría en la chica más bonita del mundo entero.
Caminaron por calles desiertas, ajenas a la fiesta que aún seguía en el
pabellón, y llegaron hasta la iglesia de Santa María, donde se pararon bajo los

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árboles. La luz de la luna se reflejaba en la puerta de los Apóstoles, que
relucía como nácar.
—Yo también vi a un príncipe una vez —dijo Sara, con una voz tan baja
que Javi se inclinó para poder oírla mejor—. Tenía los ojos más azules que un
cielo de verano y el pelo rubio, un poco largo, como esos cantantes que tanto
le gustan a mi hermana. Pensé que debía de ser alguien así, alguien famoso,
porque era demasiado guapo para ser un chico normal.
Javi se sentó sobre el largo banco que servía de mirador y tiró de Sara,
colocándola entre sus piernas. Algunos mechones comenzaban a soltarse de
su trenza y se los recogió detrás de la oreja, acariciándole el lóbulo con gesto
pensativo.
—Demasiado guapo, ¿eh? —bromeó al notar que ella se ponía tensa.
—No soy la primera que te lo dice.
—Pero eres la única que importa.
Le agarró la cara con las manos, temiendo que se escapara, que le
rechazara, por eso se acercó muy despacio, rozándole la mejilla primero con
la nariz, luego con los labios. Sara suspiró, sin moverse ni un centímetro. Javi
bajó los brazos, la agarró por la cintura y la sentó despacio sobre su regazo.
Cuando ella volvió a suspirar, hizo lo que llevaba deseando demasiado
tiempo. Sara cerró la boca al sentir la suya y se quedó quieta, temblorosa,
dubitativa. Él la besó despacio, solo con los labios, saboreándola como si
estuviera hecha de caramelo, esperando a que se relajara un poco para
acariciar su boca también con la lengua, que se encontró con sus dientes
fuertemente cerrados.
—Vamos —le susurró, sin dejar de besarla—, te prometo que te va a
gustar.
Ella separó los dientes, solo un poco, y un poco más cuando él jugó con su
lengua y le recorrió el interior de la boca con una caricia que la hizo gemir.
Javi se sintió poderoso, como un pionero conquistando un terreno
inexplorado. Deslizó la mano por su cintura abajo para atrapar la curva
gloriosa de su nalga, empujándola más contra su cuerpo, tan excitado que
empezaba a perder contacto con la realidad. La mano que sujetaba la cara de
Sara bajó por su clavícula y acarició la piel que el escote de su camiseta
dejaba a la vista, que le pareció demasiado poca, así que bajó la mano a su
cintura y fue subiendo por debajo de la tela, acariciando sus costillas. Su piel,
tan suave como cálida, era un sueño, el paraíso, todo lo que había imaginado
y mucho más. Sara respondía a cada caricia y cada beso con un suspiro, con
un jadeo, y él se sentía a punto de estallar en llamas, sus venas ya no llevaban

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sangre sino lava fundida. Sus dedos encontraron el borde del sujetador y
siguieron, atrevidos, para atrapar un seno pequeño que le cabía en la palma de
la mano.
Sara le sujetó la muñeca y lo empujó, soltándose de su abrazo.
—¿Qué pasa? —preguntó, sintiendo un auténtico dolor físico al perder el
contacto con ella.
—Yo… No… No puedo…
Él se inclinó para besarla de nuevo, pero ella le puso las manos sobre los
hombros, manteniéndolo a distancia. Una corriente fría se coló entre los dos,
enfriando los ánimos más que los cuerpos.
Javi se mordió la lengua para no soltar las barbaridades que se le estaban
pasando por la cabeza. Paciencia, se ordenó mentalmente, para ella todo esto
es nuevo y tienes que tener paciencia.
—Sara… —La tomó de las manos, que mantenía sobre sus hombros, pero
no tiró de ella para acercarla—. Perdóname, no quería asustarte… —Entonces
se dio cuenta de que ella temblaba y se sintió fatal—. No tienes que tener
miedo de mí… No haré nada que tú no quieras.
—Lo siento —susurró ella. Parecía a punto de echarse a llorar. Se levantó
para marcharse, pero solo llegó hasta el árbol más cercano, donde apoyó un
hombro y la frente.
Javi la siguió, sin tocarla ni presionarla de ningún modo.
—No es culpa tuya, es que soy un bruto… —dijo, disgustado consigo
mismo por su impaciencia, sin tener muy claro qué hacer para calmarla—.
Ahora ya no querrás ser mi novia.
Sara dio un respingo y lo miró con unos ojos enormes en los que se
reflejaba el rayo de luna que se colaba entre las ramas de los árboles.
—No me lo has pedido.
Javi se rio. Dio un paso hacia atrás y clavó una rodilla en el suelo.
—Princesa Sara —declamó, como si fuera un actor en un drama medieval
—, estoy aquí, a vuestros pies, para pediros una merced…
Ella soltó una risita y se metió al momento en el papel, adoptando una
pose muy digna.
—Hablad, caballero.
—Mi princesa… —Javi se puso en pie y tiró de ella para abrazarla—. Mi
dulce Sara, dime que serás mi novia y hazme el chico más feliz del mundo.
Sara le rodeó el cuello con las manos y lo miró a los ojos, sin rastro de
temor ni preocupación en sus preciosos rasgos.
—Ya te dije que la respuesta sería sí.

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—Tenía que oírlo otra vez.
Javi le pasó una mano por la cara, acariciando sus mejillas y pellizcándole
la barbilla. A lo lejos ladraba un perro y algún ave nocturna pasó volando
demasiado cerca. Sara frunció el ceño al recordar algo. Agarró la muñeca de
Javi y apretó el botón que iluminaba el reloj digital.
—¡Ya pasan de las doce!
Quiso retenerla, obligarla a romper de una vez las rígidas reglas de su
casa, pero al momento pensó que tal vez se ganaría un castigo y ya no
quedaban demasiados días de verano para pasarlos juntos, así que la
acompañó hasta su calle, tan apurados que no tenían aliento ni para hablar por
el camino.
—Nos vemos mañana —le dijo ella, abriendo el portal despacio para no
hacer ruido.
Javi extendió una mano y ella se la llevó a la mejilla y luego se la besó
antes de soltarla.
Cuando desapareció y la puerta se cerró a su espalda, Javi odió aquella
casa y a todos los que vivían en ella. Los odió tanto como los envidiaba,
porque podían pasar con Sara todo el tiempo que quisieran, desayunar, comer,
cenar con ella, dormir bajo el mismo techo y verla despertar cada mañana.
Se quedó un buen rato rondando la calle, esperando que tal vez ella aún se
asomaría a la ventana para lanzarle un beso, como haría una princesa de
cuento. Esperó en vano. Al final se fue, consolándose con percibir en sus
manos y en su ropa el perfume de Sara, un aroma fresco a flores que él no
sabía nombrar, pero que podría hacer que la reconociera con los ojos cerrados
entre cien chicas.
Lo que no le había dicho a Sara es que él tampoco había tenido nunca una
novia. Había habido otras, como Rebeca, con las que se divertía un rato, o
unos días, pero nunca ninguna otra con la que quisiera tener una relación
seria. En realidad, la palabra novio le daba la risa hasta que conoció a Sara.
Ahora se sentía más que feliz de ser su novio y de poder decir que ella era su
novia. Ya había olvidado esa tontería de su padre de que los amores de verano
duraban lo que dura el buen tiempo. Y nada le importaban los prejuicios de su
madre. Sara era su novia y lo sería para siempre, aunque le diera vértigo
pensarlo.
Estaba demasiado inquieto para irse simplemente a dormir, así que cruzó
la puerta de Sant Miquel para salir de la zona amurallada y caminó hasta la
casa de sus tíos. Vio la ventana de Carlos abierta y chistó, esperando que su
primo aún estuviera despierto.

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—¿Qué pasa, tío? —dijo su primo, asomándose a la ventana del primer
piso, sin camiseta.
—Nada, solo quería saber si estabas en casa.
—Tienes en la cara, Javi, espera… Ya sé… —Javi se pasó una mano por
la frente, sin entender la broma de Carlos—. Sí, esa es la sonrisa de alguien
que ha triunfado esta noche.
—Es la sonrisa de alguien que tiene novia formal.
—¡Y lo dice como si fuera una buena noticia!
Carlos se apoyó sobre el alféizar, carcajeándose de su primo sin ninguna
consideración. Javi lo aguantó tan tranquilo. Nada podía enfadarlo aquella
noche.
—Venga, vuélvete a la cama, no te vayas a enfriar.
—Hasta mañana, y que sueñes con los angelitos, o con tu novia, pringao.
Javi se rio a carcajadas, para nada molesto con sus palabras.
—Tú sigue haciéndote el duro y verás como algún listo te levanta a Loli
en tus narices.
—Y yo preocupao.
—Hasta mañana.
Javi seguía sin tener sueño, así que desanduvo sus pasos y volvió al banco
en la plaza de la iglesia de Santa María. En el bolsillo trasero de los jeans
tenía la pequeña navaja plegable que usaba cuando iba de acampada, la había
llevado encima todo el día, esperando el momento de darle uso si la suerte le
sonreía. Y le había sonreído; y no solo eso, también lo había abrazado y lo
había besado en la boca. Tenía que marcar aquel día, aunque sabía que lo
recordaría siempre. Escogió el árbol en el que Sara se había apoyado cuando
huyó de él. Se tuvo que apoyar en el tronco un momento al recordar la
dulzura de su boca, su piel suave bajo la camiseta reaccionando trémula a su
contacto. Se sentía un poco ridículo haciendo aquello, pero a la vez estaba
convencido de que era lo que tocaba hacer, así que se puso manos a la obra.
Un rato después pasó los dedos por el pequeño grabado. La J de su nombre
enlazaba la S de Sara con un bonito corazón, y debajo había puesto la fecha.
Le dio dos palmadas al árbol, disculpándose por el daño infligido. Con la
tarea cumplida, se le abrió la boca en un bostezo que le recordó lo tarde que
era.
Siguió su camino hasta la casa de su abuela y se coló por la puerta de la
cocina, que la tía Carmen siempre dejaba abierta para él. También le dejaba
sobre la mesa un vaso de leche con Cola Cao y un paquete de galletas, por si
volvía con hambre.

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Mientras comía, pensaba en la boca de Sara, mil veces más dulce que
aquella leche con cacao que siempre le había gustado. Se frotaba las yemas de
los dedos, buscando el tacto cálido de su piel, la redondez de su pecho, la
curva de su cintura. Se dijo a sí mismo que tenía que ir despacio, que para ella
todo aquello era nuevo y podía asustarla.
Aquella noche tuvo un bonito sueño en el que paseaba con Sara, agarrados
de la mano por una playa interminable. Después aparecía su padre y le volvía
a decir aquellas palabras: «pórtate como un caballero y no la metas en un lío».
Al amanecer, cuando por fin descansaba tranquilo, llegó su madre para
despertarlo. Las noticias que traía eran peores que cualquier mal sueño.

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Capítulo 5

Sara dio vueltas toda la noche en su cama, una vez más, sin que el sueño
calmara la montaña rusa de sus pensamientos.
Rememoró paso a paso mil veces cada acontecimiento del día, desde el
amanecer gris que parecía cargado de malos presagios hasta la noche gloriosa
en que todos sus sueños se habían cumplido.
Mientras se preparaba para el desfile, Loli, la pitonisa, insistía en que todo
estaba escrito en las estrellas y que Javi estaba predestinado a ella, como ella
estaba predestinada a Javi desde la primera vez que se vieron al pie del
castillo.
—Y Carlos y tú… ¿también estáis predestinados? —preguntó Sara, para
distraer la atención de su amiga, que la abrumaba con sus premoniciones.
—Carlos aún no sabe lo que quiere, es un crío que necesita madurar y yo
no sé si tendré la paciencia de esperarlo.
—Pero te gusta un montón, no mientas.
—Es simpático, y guapísimo. —Loli se llevó una mano al corazón y
fingió un suspiro—. Pero como dicen de los buenos vinos, estará mejor dentro
de unos años.
Sara se alisó su vestido, mirándose en el espejo. Nunca había llevado algo
tan bonito, ni siquiera en su primera comunión, para la que tuvo que ponerse
un vestido usado de una prima, con el blanco desvaído y los bajos
desgastados por el uso. Con la trenza alrededor de la cabeza y las mejillas
sonrosadas de emoción, se veía lo suficientemente guapa como para enamorar
a un chico que había despreciado por ella a la mismísima reina Esther.
—¿Y qué vas a hacer entre tanto? —le preguntó a Loli, que la ayudaba a
abrocharse los botones del vestido.

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—Pues divertirme, es lo que toca, ¿no? —Loli se paró ante el espejo y
miró su reflejo un rato tan largo que Sara pensó que se había quedado
dormida allí de pie—. He visto el futuro. Cuando el siglo esté acabando
encontraré al hombre perfecto, con el que me casaré en el año 2000.
—Pero si faltan doce años. Serás una vieja en 2000 —se burló Sara,
recogiendo su espada y blandiéndola como había visto en las películas de la
tele.
—Tendré la edad perfecta para casarme, veintiocho años, y a los treinta ya
podremos pensar en tener familia. ¿Tú qué quieres? ¿Casarte antes de los
veinte?
Sara se encogió de hombros. Lo único que quería es que Javi estuviera
siempre con ella. El mes de agosto se estaba acabando y en septiembre
volvería a Madrid. No sabía qué iba a hacer con su vida cuando él no
estuviera. Durante tres años había fantaseado con aquel chico. Cada vez que
se lo cruzaba en la calle, que lo veía de lejos, que oía su voz en alguna plaza,
le temblaban las piernas y algo parecido a una descarga eléctrica la recorría
desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Ahora que él también sabía de
su existencia, que la miraba como si nunca se cansara de su rostro, que la
buscaba a diario para pasear juntos, simplemente hablando o compartiendo un
helado… Ahora no podían separarlos. Se moriría.
—Vamos, chicas, ya está todo preparado —dijo alguien a su espalda.
Sara respondió como un robot, caminando hasta reunirse con el grupo de
las heroínas bíblicas, con la cabeza muy lejos de aquel lugar y del papel que
representaba.
—Cuidado, Rebeca. —Oyó que decía Loli—. Si sigues lanzando puñales
con la mirada puedes hacerle daño a alguien.
Sara se volvió a ver qué estaba pasando y se encontró con la mirada de
Rebeca y sus mejores amigas clavada en ellas dos.
—Mira la mosquita muerta —dijo una.
—Me tomáis el pelo —dijo otra, que el día anterior se había tenido que
marchar temprano y no había visto llegar a Javi—. No puede ser que se haya
fijado en esa.
—Algo le habrá dado que yo no le di —dijo Rebeca, con tanto veneno en
la voz que Sara sintió como si la hubiera abofeteado.
—Eso sería difícil, reina —se burló Loli, con los puños apretados a los
costados—. Todos saben que eres más que generosa con los chicos que te
gustan.
—Habló la bruja Lola.

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—La bruja Lola te va a hacer una profecía, imbécil, ten cuidado con lo
que comes, porque si te sigue asomando esa barriga bajo los vestidos alguien
va a pensar que no es solo de hincharte a los flaons[3] que hace tu madre en la
pastelería.
Dos señoras de la organización aparecieron a poner orden al oír que las
voces iban en aumento. Les cayó un buen rapapolvo. Que si esas no eran
formas. Que si nunca antes tal vieran. Que si las jóvenes de hoy en día no
tenían modales. Al final, cuando salió el desfile, tanto la reina como las
heroínas de su séquito llevaban la cara tan colorada que el público pensó que
se debía a la emoción de formar parte de aquel bello cuadro.
Luego el día había pasado en un suspiro; cuando Sara logró centrarse, Javi
la estaba tomando de una mano, llevándosela lejos de la compañía de Loli y
Carlos. Entonces volvió a sentir aquel terremoto que le bajaba de la cabeza a
los pies y le volvía a subir. Temblaba cuando Javi la abrazó para sentarla en
sus piernas y dejó de temblar con el primer beso. Su primer beso. Y el
segundo y el tercero. Y aquellas caricias audaces que la hacían retorcerse y
gemir, de placer sobre todo, pero también un poco de miedo. No sabía hasta
dónde quería llegar Javi. No sabía hasta dónde debía permitirle ella llegar, ni
si se detendría si se lo pedía.
Pero lo hizo. Supo que le costaba por la forma en que fruncía las cejas y
apretaba la boca; aún así respetó su voluntad y la dejó marchar.
Sara tuvo mucho tiempo aquella larga noche de insomnio para
arrepentirse por haberlo detenido tan pronto, por no haber disfrutado un poco
más de sus besos y caricias. No sabía cuánto iba a lamentarlo en los meses
que le quedaban por delante.

—Dormilona. Mira qué hora es —le dijo Yolanda, cuando se asomó a la


cocina. Su hermana ya había terminado de desayunar y estaba lavando su
taza.
—¿Mamá se ha levantado? —preguntó, sirviéndose un vaso de leche fría
que bebió de dos tragos.
—No. Las medicinas nuevas le revuelven la tripa. Hace un rato le llevé
una manzanilla.
Sara cruzó el pasillo que llevaba al dormitorio de sus padres sintiéndose la
peor de las hijas. Mientras su madre permanecía en cama, en su interminable
convalecencia, ella andaba por ahí disfrutando del mejor verano de su vida.

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—Buenos días —dijo, asomándose por la puerta entreabierta.
Su madre le hizo un gesto para que pasara y se sentara en la cama. Estaba
recostada sobre dos almohadas, tejiendo un tapete de ganchillo y escuchando
la radio, los dos entretenimientos que llenaban las largas horas de su vida de
enferma.
—Ayer estabas preciosa. Eras la más bonita de todo el cuadro.
—Rebeca es la más guapa, por eso la eligieron para ser la reina Esther —
dijo, tan sincera como humilde.
—Bah, no hagas caso. Rebeca es guapa, pero tú tienes algo que te hace
muy superior.
Sara solo podía pensar que era el amor lo que hacía que su madre le dijera
siempre las palabras que deseaba oír, aunque fuera incapaz de creérselas.
—¿Y qué es eso que me hace superior?
—Tu forma de ser.
—Mi forma de ser… —Sara enredó los dedos entre los flecos de la colcha
y se rio cuando sintió las cosquillas que le hacían—. ¿Y cómo soy? Tímida,
callada, sin nada interesante que contar.
—Es solo que aún eres muy joven, pero yo puedo ver cómo serás en
pocos años, fuerte, segura de ti misma, decidida.
—¿Y cómo voy a lograr ese cambio?
—Vendrá solo, no te preocupes. Eres inteligente, brillante en tus estudios,
y poco a poco lograrás la confianza en ti misma que ahora te falta. Te espera
un gran futuro.
Le sonaba como las profecías que hacía Loli cuando se ponía en plan
pitonisa. No sabía por qué le había dado a su madre por hablarle así aquella
mañana, tal vez era la emoción por haberla visto desfilar el día anterior, con
aquel precioso vestido y el peinado que la hacían parecer una modelo de las
que salían en la tele. El orgullo la cegaba, aunque era bastante halagador.
La vio dejar caer las manos con gesto cansado y se levantó para colocarle
mejor la almohada y taparla con la colcha.
—Es mejor que descanses un poco. Yoli y yo nos ocupamos de la comida.
Hoy toca arroz con pollo, verás qué rico nos queda.
—Sois las mejores hijas del mundo.
—Pues claro, porque tenemos la mejor madre.
Salió del dormitorio sin hacer ruido. Se asomó al salón donde aún
quedaba por recoger la cama plegable en la que dormía su padre. Desde que
había comenzado con aquellas fiebres, se negaba a utilizar la cama
matrimonial, insistía en que su madre tenía que estar lo más cómoda posible.

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Sara sabía que no todos los padres tenían una relación tan especial como los
suyos, la enfermedad los unía más que a otras parejas, dotando a aquella
familia de una luz de esperanza donde otros solo hubieran visto oscuridad.
En la cocina, Yoli tenía puesta la radio con poco volumen, y tarareaba
aquella canción de Tino Casal que tanto le gustaba, imitando bastante bien su
falsete al llegar al estribillo: «Eloiiiise, Eloiiise…».
Se asomó para decirle que ella se ocupaba de hacer las camas. Yolanda le
levantó el dedo pulgar mientras seguía guardando la loza que antes había
fregado.

A mediodía había quedado con Loli en su casa. Su amiga le salió al paso


antes de llegar a su calle. Iba acompañada por Carlos y los dos parecían muy
preocupados por algo que no sabían ni por dónde empezar a contarle.
—No te disgustes, ¿de acuerdo? —le dijo Loli.
Su cara decía todo lo contrario. Sara solo pudo pensar que algo terrible le
había pasado a Javi, tan malo que no sabían cómo decírselo.
—¿Dónde está? —preguntó, sin atreverse ni a pronunciar su nombre.
Se había ido. Se había ido y la había dejado. Por su culpa. Por portarse
como una niña, temerosa y aburrida. Había agotado su paciencia.
—El abuelo de Javi, el de Madrid, está en el hospital… —siguió Loli—.
Ha tenido un infarto o algo así del corazón.
—El tío Adolfo vino a decírselo a mis padres, por la mañana muy
temprano, yo aún estaba durmiendo…
—Lo tienen que operar, y, claro, es en el hospital del padre de Javi…
—¿Dónde está? —preguntó de nuevo Sara, deseando que acabaran con
aquella tortura a la que la sometían entre los dos.
—De camino a Madrid.
Sara se dejó caer sobre el bordillo de la acera. Sentía brazos y piernas
como rellenos de algodón. Su cabeza desconectada de la realidad daba vueltas
a aquellas cuatro últimas palabras. De-camino-a-Madrid.
Todo se había acabado.
Tres años alimentando un sueño que había durado poco más de tres
semanas.
No iba a volver ya aquel verano. Pasara lo que pasase con su abuelo,
aunque tuviera una recuperación rápida y completa, el mes de agosto se

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acababa y Javi tenía que prepararse para comenzar su primer curso
universitario.
Apoyó las manos a los lados de sus caderas, sobre el áspero bordillo,
buscando el contacto con la realidad para asegurarse de que no era una
pesadilla, otro sueño confuso de los que la asaltaban al amanecer haciéndole
dudar de su buena fortuna. Pequeñas piedras le arañaron las palmas y notó el
rayo de sol que le iluminaba las piernas, demasiado cálido sobre su piel
helada.
—Te ha dejado esto —dijo Carlos, ofreciéndole un sobre blanco.
Una carta. Eso era todo lo que le quedaba.
Tomó el sobre con su nombre escrito. Era la primera vez que veía la letra
de Javi y le recordó a él, alargada y picuda, impaciente.
Durante un buen rato se quedó mirando la carta, como si no supiera
exactamente cuál era su utilidad, ni por dónde abrirla. Por fin se puso en pie,
la apretó contra su pecho y salió corriendo por la calle abajo, con la voz de
Loli que la llamaba, cada vez sonando más lejana.
Dulce Sara:

Carlos te habrá contado lo que le ha pasado a mi abuelo. Oigo a mi padre


hablando por teléfono con el médico que lo atiende y sé que es más grave de lo
que nos ha dicho. Quiere llegar cuanto antes porque el único médico del que se
fía es de sí mismo.
Es injusto que tenga que irme ahora, pero al menos me llevo el recuerdo de
ayer, de mi preciosa Sara desfilando y de nuestro paseo nocturno.
Escríbeme, por favor, y envíame tu número de teléfono, ahora me doy cuenta
de que no lo tengo. Hay tantas cosas que aún no sé de ti, tanto que quisiera
preguntarte y contarte de mí, que creo que agotaré todo el papel de cartas y todos
los sellos de aquí al próximo verano.
No me olvides, Sara, porque yo no voy a olvidarte. No me importa cuánto
cambie mi vida ni las chicas que conozca en la facultad. Tú eres la única que
quiero.

Javi.

PD: Cuando me eches de menos, acércate a la plaza de la Iglesia. He dejado algo


para ti en uno de los árboles.

Sara leyó la carta tres veces seguidas, hasta que las letras empezaron a
desdibujarse y tuvo que secarse los ojos llenos de lágrimas. Trató de
consolarse con la última frase. «Tú eres la única que quiero». Quería
tatuársela en la piel, en algún sitio donde pudiera leerla día y noche. Quería
creer en él, en sus promesas, pero diez meses eran una eternidad y no sabía
cómo iba a sobrevivir a aquella separación. Diez meses largos desde aquel fin

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de agosto hasta el 1 de julio, cuando Javi volviese a Morella. Trescientos días.
Siete mil doscientas horas de vacío sin él. Se ahogaba solo de pensarlo.
Se lavó la cara con agua fría, observando con preocupación las huellas del
disgusto en su rostro. Para no asustar a su hermana, fingió un dolor de cabeza
cuando fue a buscarla para hacer la comida. Mientras freía el pollo, suspiraba
y se secaba alguna lágrima rebelde que se empeñaba en desbordarse de sus
ojos. Sin enterarse de nada, Yoli bailaba a su alrededor. Seguía tarareando su
canción favorita de aquel maldito día. Sara quería pedirle que se callara de
una vez, que dejara en paz a la dichosa Eloise y los malditos falsetes de Tino
Casal. Y entonces escuchó aquella frase del final: «Sin ti mi vida está vacía y
nada más…».
Soltó el tenedor con el que removía el pollo que estaba friendo y se dejó
caer sobre una silla. Con la cara entre las manos, lloró hasta que la cabeza
amenazó con estallarle; los ojos le escocían como si le hubieran echado
pimienta.
—¿Qué te pasa, Sara? ¿Es por mamá? —preguntó Yolanda, poniéndole
las manos sobre los hombros—. Dime algo. No me asustes.
—No… es… por… mamá… —logró decir entre sollozos.
—¿Es por ese chico que te gusta? ¿Te ha hecho algo?
Sara sabía que tenía que parar, que no podía pasarse la vida llorando como
una tonta melodramática, pero esa parte de su mente que aún podía pensar era
incapaz de ordenar nada tan sensato al resto de su cuerpo.
—Se ha ido —dijo por fin, y cada palabra se convirtió en un puñal
clavado en su pecho—. Se ha ido.
Como una burla, el altavoz del radiocasete repitió otra vez aquel estribillo.
Sin ti mi vida está vacía y nada más.
Su hermana la abrazó fuerte, tan fuerte que casi dolía. Mantuvo el abrazo
hasta que Sara se fue calmando y dejó de llorar.
—El tiempo pasa muy deprisa, ¿no lo notas? —dijo Yoli, a ratos
demasiado madura para sus catorce años; era lo que suponía tener una madre
enferma y convertirse en prematuras amas de casa—. Cuando era pequeña
cada día de verano era interminable, pero este año se ha pasado en un suspiro.
Verás que cuando te des cuenta ya es julio otra vez y está de vuelta tu
madrileño.
Sara tuvo que reírse por las palabras de su hermana. Dejó que la abrazara
un rato más mientras a su espalda cruzaba los dedos de las dos manos.

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Navidad de 1999

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Capítulo 6

En la consulta olía al suave perfume de Sara, un aroma que Javier no


recordaba, desconocido para él, como la mujer que acababa de marcharse sin
mirar atrás, llevando a su madre del brazo.
La enfermera le informó de que habían llegado los dos pacientes
siguientes. Javier oía su voz allá a lo lejos, como si le hablara desde el interior
de una botella.
—Un momento —pidió. Esperó a que saliera, haciéndole un gesto para
que cerrara la puerta.
Se recostó en la silla con tanto impulso que el respaldo crujió. Apoyó los
codos en los brazos y juntó las manos, cruzando los dedos con fuerza,
tratando de aplacar el temblor que le recorría todo el cuerpo.
Sara. Por el amor de Dios. Aún no estaba preparado para verla. Quizá no
lo estaría nunca. Por eso se había pasado diez años huyendo de la sola idea de
volver a Morella.
Sacó del bolsillo de la bata la moderna BlackBerry que había comprado
en Múnich aquel verano y eligió un número de la memoria.
—Hombre, doctor Miralles, ¿qué tal el primer día de consulta? —contestó
al otro lado su primo Carlos, su voz alegre salpicada por las interferencias de
la mala cobertura móvil en aquella zona—. No me digas que ya necesitas un
abogado.
—Ha venido Sara.
Carlos soltó una palabrota amortiguada por los sonidos de la estática.
—¿Sara ha ido a verte?
—No. Ha venido con su madre. Es paciente del doctor García.
—¿Y cómo ha sido?

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Javier separó un poco el teléfono de la oreja. Era complicado poner en
palabras todo lo que había sentido teniendo a Sara delante de él, a la escasa
distancia del ancho de su mesa.
—Difícil. Incómodo.
—Raro, ¿no?
—No quiere que quedemos.
—¿Se lo has pedido? —Carlos no esperó su respuesta, entendía a la
perfección sus silencios—. Tal vez es lo mejor. Ha pasado mucho tiempo,
Javier. Ni tú eres el mismo ni ella tampoco. Tal vez ni os reconoceríais.
—Lo he notado.
Le había desconcertado aquella forma de mirarle a la cara, sin titubeos ni
rubores, cuando le propuso una cita. Nada de ocultar el rostro tras su larga
melena. Claro, que ya no llevaba melena. Mentalmente trató de encajar la
imagen de la mujer que acababa de ver, su traje de chaqueta, el pelo
rozándole apenas los hombros y aquel perfume irreconocible, con su recuerdo
de la Sara adolescente que había amado.
Pero lo más turbador había sido oír su voz. En cuanto se repuso de la
impresión del encuentro, mientras hablaban de las pruebas y el diagnóstico de
su madre, Sara se había dirigido a él en un tono sereno y conciso, profesional.
Utilizaba pocas palabras, bien escogidas, y hacía preguntas directas y
concretas. Era la voz de una extraña.
Solo cuando se marchaban, cuando se volvió para despedirse, posando
sobre él sus ojos oscuros, que un día lo miraron con veneración, su voz sonó
exactamente igual que en el pasado. Especialmente al decir su nombre.
—Piensa bien lo que vas a hacer —aconsejó Carlos, salpicando sus
palabras con algún resoplido—. Acuérdate de lo mal que lo pasaste. No me
olvido de que tuve que hacer traslado de matrícula para irme a Madrid a
vigilarte; tenía miedo de que te tiraras desde un puente.
Su primo hablaba con el habitual tono ligero, pero los dos sabían que era
cierto lo que decía. Cuando perdió a Sara, Javier había estado a punto de
perder también la cabeza. Otro motivo por el que nunca había vuelto a
Morella.
—Estoy bien —dijo, incapaz de seguir con aquella conversación—. Ahora
ya la he visto. Ya ha pasado lo peor.
—Solo tenéis que comportaros como personas civilizadas —aconsejó
Carlos—. Después de la boda, no tenéis por qué volver a veros en otros diez
años.

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Lo dijo sin mucha convicción, tanteando su estado de ánimo. Javier tuvo
la impresión de que trataba de empujarlo en alguna dirección y no sabía en
cuál, aunque se temía que estuviera utilizando alguna especie de psicología
inversa. Su primo lo conocía bien y sabía que había mucho más bajo la
superficie de lo que expresaba.
No volver a verla en diez años. ¿Acaso no había recibido suficiente
castigo? Se había mantenido alejado todo aquel tiempo, esperando que sus
heridas sanaran, que pudieran perdonarse mutuamente y reencontrarse como
si fueran viejos amigos.
Solo que no eran viejos amigos. Nunca podría considerar a Sara
simplemente como alguien más de su pasado. Y no quería pensar en otros
diez años sin ella. Quería verla, saber cómo le había ido durante aquel tiempo,
tenerla cerca, sentirla…
—Venga, llegaré a Morella sobre las nueve y te invitaré a unas cervezas
—añadió Carlos.
—Hecho. Te dejo, que aún tengo gente en la consulta.
Colgó el teléfono y se lo quedó en la palma de la mano, pasando el pulgar
pensativo por el teclado con las letras blancas sobre fondo negro. Aquellos
aparatos auguraban una nueva forma de vida, una comunicación constante en
la que las personas siempre estarían disponibles. Pero él era incapaz de
comunicarse con Sara, tan incapaz como la última vez que se vieron.
No se atrevía simplemente decirle que la había echado de menos, que
nunca la había olvidado. En algo no había cambiado: seguía siendo el mismo
cobarde de diez años atrás.

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Otoño-Primavera 1988-1989

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Capítulo 7

Javi pensó muchas veces durante aquel largo otoño en escaparse a Morella.
La recuperación del abuelo fue lenta y complicada. Pasó una larga
temporada en la UCI y después en planta. Para cuando le dieron por el fin el
alta ya habían comenzado las clases en la facultad.
Durante aquellas semanas, Javi pensó muchas veces que tal vez podía
haber hecho algo para que no lo obligaran a regresar a Madrid. De nada le
servía él al abuelo, puesto que ni siquiera había comenzado sus estudios de
Medicina, y a la hora de quedarse cuidando del enfermo en el hospital se
turnaban su madre y la abuela, que no consideraban de hombres tal tarea,
mucho menos de muchachos.
A menudo recordaba aquella mañana en Morella, cuando su padre fue a
despertarlo con la noticia, como cubierta de bruma. Quizá fuera que había
dormido poco, o que simplemente no podía creer que su abuelo Miguel, fuerte
como un roble, hubiera caído fulminado como si lo alcanzara un rayo.
—¿Pero por qué tengo que irme yo? —preguntaba, persiguiendo a su
madre y a su tía por las estancias de la casa, mientras ellas recogían lo más
imprescindible y preparaban bocadillos para el viaje—. ¿Por qué no puedo
quedarme en Morella?
—Por el amor de Dios, hijo, es tu abuelo, y está… —Su madre se llevó
una mano a la boca para contener el temblor de sus labios—. Está muy mal.
Javi quería mucho a su abuelo materno, con el que había compartido
muchas horas de juegos, desde que lo llevaba al parque de pequeño hasta que
ambos se hicieron mayores para los columpios y preferían entretenerse con
una buena partida de ajedrez. Saber que en ese momento estaba en un hospital
luchando por su vida le asustaba más de lo que podía verbalizar, por eso
trataba de ocultarlo mostrado su lado más egoísta.

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—¿Va a venir también Fito desde Estados Unidos? —preguntó, ya más
enfadado que preocupado—. ¿Y María y Asun? ¿Van a abandonar el
campamento?
—Tu hermano está esperando más noticias antes de decidir si se viene —
dijo su padre, tomándose tan tranquilamente un café mientras las mujeres se
ocupan de todo—. A las niñas las llamaremos cuando lleguemos a Madrid.
Así que él era el único nieto disponible para su abuelo. Era injusto. Su
hermano mayor se libraba de todo y disfrutaba de un año estudiando en una
universidad de Estados Unidos; sus hermanas, las niñas de papá, estaban muy
ocupadas de monitoras en un campamento infantil, enseñándoles a los
pequeños canciones y trucos de supervivencia. También les estarían
enseñando muchas cosas a sus compañeros, los dos chicos que les gustaban a
María y Asun, que nunca hubieran aceptado aquel trabajo en verano si no
fuera porque ellos también estarían allí; a jugar a la botella, por ejemplo.
Nunca había aborrecido tanto ser el más pequeño de la familia. No era
bastante con que sus padres se empeñaran en alargar su infancia, sino que
además tenía que pasar el verano con ellos y, cuando por fin lo estaba
disfrutando, volver a Madrid sin que nadie escuchara sus razones, su
necesidad de quedarse.
Solo pudo encerrarse en su habitación y escribir una carta apresurada para
Sara. Una carta en la que no le decía ni la mitad de lo que pensaba. No le
salían las palabras y nunca había sido un poeta, pero esperaba que fuera
suficiente para convencerla de sus sentimientos y lograr que esperara su
regreso.

Pensaba que sería un infierno, que odiaría la facultad y a cada uno de sus
compañeros, que nada ni nadie podría distraerlo del recuerdo de Sara. No fue
así. Un día de octubre se encontró organizando una fiesta de fin de semana
con el grupo que se había ido formando en clase, y en noviembre celebraron
tres cumpleaños seguidos; para cuando se dio cuenta, ya llegaban las
vacaciones de Navidad y estaba preparándose para ir a la sierra, a ver si las
primeras nieves eran buenas para esquiar.
No olvidaba a Sara y contestaba cada una de sus cartas a vuelta de correo,
aunque no hubiera mucho que quisiera contarle. No podía hablarle de sus
nuevas amistades y sus diversiones, le parecía una traición a la pena constante
que ella siempre le expresaba por su separación.

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—¿Otra carta de tu novia? —le preguntó un día Cristina, una compañera
con la que competía por las mejores calificaciones de la clase.
Javi ocultó el sobre con la bonita caligrafía de Sara dentro de uno de sus
libros.
—No, una oferta de la Clínica Mayo —dijo, recostándose en su silla para
mirarla.
Cristina, de pie en el pasillo de la clase, se inclinó hasta ponerle bien a la
vista el escote en pico de su camiseta.
—Ya te gustaría —se burló ella ante la mención del prestigioso hospital
estadounidense—. Como mucho vas a recibir una oferta del ambulatorio de tu
barrio.
—Y tú serás mi ayudante.
—Eso también te gustaría.
Cristina estaba coqueteando y eso era una novedad. Desde el primer día
habían dejado bien establecido que ambos iban a por todas; compañeros y
profesores sabían que eran sus dos alumnos más brillantes. Javi supuso que
solo estaba buscando la forma de desestabilizarle y, si seguía mostrándole el
canalillo con tanto descaro, a lo mejor hasta lo conseguía.
Por suerte para él el profesor Méndez entró en ese momento y ordenó
silencio a la clase. Todos se apuraron a ocupar sus asientos y asistir a una más
de las charlas de aquel loco iluminado.

La noche antes de salir para la sierra decidió llamar a Sara. No lo hacía a


menudo, ella le había contado por carta que sus padres se habían enterado de
su relación, aunque no se lo tomaban muy en serio. Nadie se creía que un
noviazgo tan breve soportara aquella larga separación, lo que enojaba mucho
a Javi. Le habían educado para ser un líder, un triunfador; nunca jugaba sino
era para ganar, ya fuera al parchís o al ajedrez; y una vez que tomaba una
decisión, se mantenía en ella contra viento y marea. Así que se negaba a sí
mismo que él también comenzaba a desconfiar de la duración de aquel amorío
de verano.
Aquella noche decidió llamarla, con un montón de frases románticas
ensayadas a propósito. Hizo un esfuerzo para visualizarla, se la imaginó como
aquel holograma de la princesa Leia de La guerra de las galaxias, flotando
ante él con su vestido del desfile del Sexenni, con la trenza alrededor de la
cabeza y la espada en la mano. La niña más bonita de Morella, la de la boca

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dulce con sabor a Flash de fresa. Borró de su cabeza todas la Rebecas y las
Cristinas de escotes provocativos y sonrisas incitantes. Solo había una chica
para él.
Marcó el número y esperó la lenta conexión. Pasó un rato hasta que se oyó
una voz grabada que anunciaba que el número marcado no existía.
Javi se rio de sí mismo, pensando que estaba muy torpe aquel día, y
volvió a marcar. La misma respuesta.
Marcó dos veces más, poniendo toda su atención en cada número de la
rueda, haciéndola girar y empujándola hasta el tope antes de soltarla. Las dos
veces volvió a sonar la voz grabada.
El número de Sara no existía.
Y él no tenía ninguna otra forma de ponerse en contacto con ella. No sabía
el número de Loli, ni de ninguna otra amiga de Morella. Pensó en llamar a su
primo Carlos y pedirle que se acercara a su casa, a ver qué le pasaba a ese
dichoso teléfono; sabía que le haría el favor, y más ahora que su padre le
dejaba conducir su automóvil, aunque llegar al pueblo desde Vinaroz era una
paliza. Entonces recordó que su primo ya habría salido de viaje navideño a
Marsella, a la casa de sus abuelos maternos. La abuela y la tía Carmen
estaban en su casa, en Madrid, también para celebrar las fiestas. No le
quedaba nadie.
Hola, Javi:

Ya sé que quedamos en hablar por teléfono antes de Navidad, pero no es posible,


y no sabes cuánto lo siento. Las cosas en casa no van bien… Bueno, la verdad es
que todo va fatal. Mi padre ha tenido que cerrar la frutería y estamos recortando
todos los gastos posibles, por eso han dado de baja el teléfono.
Pero, bueno, no todo van a ser malas noticias, no quiero agobiarte con mis
cosas, no te preocupes, también tengo una buena, voy a trabajar en el bar de
Ramón durante las Navidades. Ahora tiene más videojuegos, ¿sabes? Como se le
llenaba de chicos que iban a jugar al Comecocos y al Space Invaders se le ha
ocurrido comprar un par de máquinas más, y también otra de petacos y un
futbolín. Vamos, que ahora en vez de un bar parece una de esas salas de juegos
de las películas estadounidenses, y también está lleno como en las películas, así
que se me ocurrió pedirle que me dejara trabajar de camarera, por lo menos
mientras duran las vacaciones, que es cuando más gente va al bar. Llevo un par
de días y ya puedo sostener la bandeja en alto sin que me tiemblen los vasos,
estoy muy contenta, espero que tú también lo estés por mí.
Lo dejo aquí. Te deseo que pases unas muy Felices Navidades en compañía de
tu familia y amigos, y te mando muchos besos.

No te olvido.
Sara.

La carta le estaba esperando encima de su escritorio cuando volvió de la


sierra. Con el sobre abierto por su madre, por supuesto. Javi la leyó

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conteniendo la respiración y luego se dejó caer sobre la cama, con un brazo
cruzado sobre la cara.
El beso que le había dado Cristina al despedirse en la puerta de su casa le
supo a vinagre en la boca.
No sabía cómo se le habían ido las cosas de las manos en solo dos días.
Era un miserable. Había incumplido todas sus promesas y todo por divertirse
con una chica que no le llegaba a Sara a la altura de los tobillos.
Cristina era inteligente, seguro que algún día sería una gran doctora, pero
también era fría y manipuladora. En el fondo, Javi sabía perfectamente que
liarse con él solo era una forma de distraerlo. Quería llevarse todas las
matrículas de honor de su clase, haría cualquier cosa por acabar con la
competencia, y la competencia era él.
Mientras tanto, Sara tenía que ponerse a trabajar para ayudar a su familia.
Le dolía cada frase de su carta. También que a ella le preocupase aburrirlo
con sus problemas. Se notaba que le había costado mucho contárselo, que
había estado escogiendo cada palabra.
Su madre se asomó a la puerta del dormitorio y lanzó una de sus miradas a
la carta.
—¿Aún con la mochila sin deshacer, hijo? Venga, lleva la ropa sucia a la
cocina para que Josefa pueda poner la lavadora; y date una ducha, que vienes
hecho un salvaje.
Ni una palabra para preguntarle qué tal se lo había pasado.
—¿Puedo pedirte que no abras mis cartas? —dijo, mostrando el sobre
limpiamente rasgado con el abrecartas de plata que su madre tenía en el
escritorio—. Son privadas.
Asunción Beltrán de Miralles miró a su hijo con la boca levemente
curvada, expresión que guardaba para los momentos de profunda decepción.
—No es que me interese mucho lo que pueda contarte una pobre camarera
de pueblo. —Se pasó una mano por la frente como si de repente le doliera la
cabeza—. Me preocupas, Javier, no entiendo este empecinamiento con esa
chica cuando tienes aquí amigas de tu nivel. Has estado con Cristina en la
sierra, ¿no?
Javi se mordió la lengua, tragó la bilis que le amargaba la boca y miró su
reloj.
—Son las ocho y media, voy a ducharme para estar listo para la cena —
dijo sin contestar a su pregunta. De sobra sabía que Cristina también había ido
a la sierra, su madre era una de sus amigas íntimas.
—Y no olvides llevarle la ropa sucia a Josefa.

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Su madre desapareció tan en silencio como había llegado, dejando solo el
rastro de su pegajoso perfume de jazmín. A veces Javier pensaba que levitaba
sobre los pulidos suelos de madera.
Se sentía muy cansado, y no solo por el viaje a la sierra. Se dio una ducha
rápida y luego deshizo la mochila. Cuando entró en la cocina para llevar la
ropa sucia, recibió la primera sonrisa de bienvenida del día.
—Ya sabía yo que te ibas a quemar la nariz —le dijo Josefa, la asistenta,
que lo quería como si fuera uno de sus nietos—. Ven, anda, que te eche un
poco de pomada.
—Son casi las nueve.
—Es cierto, corre al comedor que no queremos enfadar a tu padre. —
Josefa tomó la ropa que él le ofrecía y le pasó una mano por la frente,
peinándole el largo flequillo—. Pero luego vienes a que te cure esa nariz. Y
me cuentas qué tal lo pasaste en la sierra.

Hora y media más tarde, sin acordarse ya de su nariz quemada, se sentó a


responder la carta de Sara. El calendario anunciaba que era 22 de diciembre;
en el telediario de las nueve había visto el resumen del sorteo extraordinario
de la Lotería Nacional. Se detuvo por un momento a imaginar que era uno de
los afortunados ganadores del gordo. Sabía exactamente lo que haría: pasar
aquella Navidad en Morella, con Sara, con su familia, asegurándose de que no
les faltara de nada para celebrarlo como correspondía, como ese estúpido
cóctel de gambas que su madre siempre preparaba en copas chatas de
champán, el besugo al horno y el surtido de turrones y mazapanes que
durarían hasta después de Reyes. Sus padres le daban dinero siempre que lo
necesitaba, pero tenía que justificar para qué, como aquella escapada a la
sierra. No podía pedirles dinero para Sara, y sabía que ella tampoco lo
aceptaría. Hasta le había costado invitarla alguna vez a un refresco, ponía toda
clase de excusas para no confesar que la mayor parte de los días salía de casa
sin un duro en el bolsillo. Aquel orgullo suyo era una de las cosas que más le
gustaban de ella. Cerró los ojos para recordar sus rasgos, su sonrisa, la forma
en que levantaba la barbilla cuando no quería responder a una pregunta
incómoda. Entonces se sintió preparado para responder a su carta.

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Capítulo 8

H ola, Javi:

¡Feliz Año Nuevo!


¿No tienes la impresión cuando comienza el año de que es una nueva
oportunidad para hacer bien las cosas? Es como borrar una pizarra y dejarla
bien limpia para poder volver a escribir. Creo que este 1989 va a ser un buen año
y solo deseo que los meses pasen muy rápido de aquí a julio.
No me hagas mucho caso, empecé esta carta justo después de las uvas y mis
padres me han dejado beber un poco de sidra achampañada…


Dulce Sara:

Feliz 1989 para ti también. Aquí acaban de llegar los Reyes Magos y nos han
traído un regalo para toda la familia, un aparato de vídeo para ver películas en
casa. Las gemelas aún se están peleando porque a una le gustan las películas
románticas y a otra las de miedo. Mi hermano Fito y yo vamos a aprovechar para
bajar al videoclub de la esquina y alquilar alguna de tiros, una de Rambo o algo
así, a ver si le gustan a mi padre, que solo quiere ver viejas películas de
vaqueros.
Me hubiera gustado mucho verte con un par de copas de sidra encima…


Hola, Javi:

Nunca pensé que odiaría las vacaciones de Semana Santa, pero es que el bar de
Ramón está lleno de niñatos con demasiado tiempo libre.
Echo de menos nuestras partidas al Comecocos…


Dulce Sara:

Anoche mis hermanas alquilaron en el videoclub Lady Halcón y la estuvimos


viendo todos juntos. Pensaba que sería una historia aburridísima, pero… la

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verdad es que me hizo pensar mucho en nosotros dos. Ellos separados por una
maldición y nosotros por algo parecido.
Ojalá estuvieras aquí…

Sara llegaría tarde a clase aquella mañana, otra vez, pero esta por una buena
razón. Faltaban tres días para el cumpleaños de Javi, el 7 de mayo, y en las
manos llevaba un pequeño paquete para enviarle por correo. Él no se había
olvidado del suyo el pasado otoño. Sara lo tenía sobre su escritorio para que
fuera lo primero que viese cuando entraba en su cuarto. Y a veces también
dormía con él, aunque tenía miedo de estropearlo. Era un precioso osito de
peluche que se sentaba sobre sus patas traseras y entre las delanteras sostenía
un pequeño cartel que decía: «Solo pienso en ti».
Desde entonces, Sara había estado pensando en qué le regalaría ella
cuando fuese su cumpleaños. Estaba casi decidida a comprarle algo que
pudiera llevar puesto, un reloj o un colgante, pero el poco dinero que podía
permitirse gastar solo le daba para algo más modesto que no pegaría con la
ropa de marca que usaba Javi.
Después de darle muchas vueltas, lo comentó con su hermana. Yolanda le
había dado la idea para el regalo perfecto. En realidad, ella misma se había
ocupado de hacerlo: una cinta de casete grabada de la radio, llena de
canciones de moda con letras maravillosas, como Fantástico amor de Eros
Ramazzotti o Always on My Mind de Pet Shop Boys. También estaba la
versión en español de la canción de Glenn Medeiros Nada cambiará mi amor
por ti, que decía exactamente lo que Sara nunca se atrevería a escribir en una
carta. Siempre le había dado apuro expresar sus sentimientos, ya fuera por
escrito o en voz alta, por eso aquellas letras románticas eran perfectas.
Vio a algunos estudiantes de instituto que aprovechaban la hora del recreo
para salir a comprar cigarrillos sueltos al quiosco. Detrás iban un par de
compañeras de su curso. Sara las esquivó para no tener que responder
preguntas incómodas. Sabía que iba a perder el curso, no le daban las horas
del día para ayudar a su madre en casa, trabajar por la tarde en el bar de
Ramón y además estudiar. Tampoco quería dejar el trabajo. Su padre había
conseguido un empleo en una panadería y su madre estaba algo más
recuperada, pero el dinero seguía sin sobrarles. Sara entregaba en casa el
escaso salario que le pagaba Ramón, que su madre administraba para ayudar a
los gastos familiares, aunque siempre separaba un poco para ella. Era una

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sensación extraña tener siempre algo de dinero en el bolsillo. Hacía que se
sintiera más segura, más confiada.
En la oficina de Correos le tocó hacer cola detrás de tres chicas que
hablaban entre ellas en voz baja, muy emocionadas. Reconoció a Rebeca y
dos de sus incondicionales. La rubia ni se dio cuenta de su presencia, tan
importante debía de ser lo que estaban tramando.
Procurando seguir siendo invisible para aquellas chicas, fingió leer con
mucha atención la dirección escrita en su paquete.
—Estás loca, Rebeca —decía Pilar, la más alta.
—Pero es tan emocionante… Es… Es como una aventura. —Fini
tartamudeaba cuando se ponía nerviosa y eso sugirió a Sara que estaba
pasando algo importante.
—Ni estoy loca ni soy una aventurera —dijo por fin Rebeca,
sacudiéndose la melena con tanta energía que las puntas rozaron las manos de
Sara, que dio un paso atrás al darse cuenta de que estaba demasiado cerca—.
Soy feliz.
—Tu padre te va a matar.
—Ya se encarga mi madre de contárselo.
—No… No sé cómo… puedes estar tan tranquila.
—Es que no entendéis que no ha sido un fallo. En realidad, era el destino.
—Rebeca lanzó un suspiro que hizo volver la cabeza a las dos señoras que
hacían cola delante de ellas—. Desde que conocí a Quique, no he podido
pensar en ningún otro.
—Pero si solo hace seis meses… —dijo Pilar. Fini le dio un codazo para
hacerla callar.
—Es el hombre de mi vida, y no puedo esperar a pasar por el altar para
estar siempre juntos.
Rebeca se puso una mano en la cintura y Sara pensó que la profecía de
Loli se había hecho realidad. Hacía bastante tiempo que no veía a la rubia,
que nunca se pasaba por el bar de Ramón, y le parecía que desde entonces
había ganado unos quilos. Parecía claro de qué estaban hablando, por qué su
padre la iba a matar, según Pilar, y por qué Rebeca soñaba con pasar por el
altar con el tal Quique.
—Un bebé —dijo Fini, poniendo en palabras lo que Sara sospechaba—.
Con veinte años… Yo me moriría.
—Tú te mueres si la peluquera te corta el pelo de más, hija —se burló
Rebeca, cruel.

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—¿Pero no estás ni un poco preocupada? —preguntó Pilar, la más sensata
de las tres—. Tendrás que llevar una casa y ocuparte de un recién nacido. Es
demasiado, incluso para ti, Rebe.
—Para eso están las abuelas, a ver, no me agobies. Seguro que se les cae
la baba con mi bebé, que va a ser tan guapo como sus padres. Se lo rifarán
para cuidarlo.
La cola delante de ellas se despejó y llegaron al mostrador. Por entre sus
hombros, Sara pudo ver la cara del chico que las atendía, que parecía
demasiado joven e informal para ser funcionario de Correos. Su uniforme
hacía un extraño contraste con el tupé engominado que llevaba. Recordó la
primera vez que lo vio, en Navidad. Yolanda la había acompañado a enviar su
carta para Javi y no se cortó un pelo en preguntarle si era fan de John
Travolta, al que decía que se parecía bastante. Entre risas, el chico les contó
que se llamaba Enrique y que acababa de aprobar las oposiciones, que era de
Valencia y Morella era el destino más cercano a su hogar familiar que pudo
conseguir.
—Hola, Quique —dijo Rebeca, casi recostándose sobre el mostrador.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el chico, con la mirada perdida en
su escote.
—Necesito unos sellos.
—Para eso estoy yo, para atenderte en todo lo que necesites.
La compañera de Quique, una señora con aspecto de estar a punto de
jubilarse, carraspeó con gesto severo y las amigas de Rebeca se echaron a reír.
Sara no podía creer lo que estaba viendo, esos dos parecían a punto de
desnudarse y hacerlo sobre el mostrador.
—Nos vemos luego —dijo Rebeca, pagando los sellos y guardándolos en
su monedero.
—Claro, reina.
Rebeca se fue seguida de sus amigas, no sin antes lanzarle un beso a su
novio.
Sara se acercó al mostrador con cierta sensación de irrealidad, como si
acabara de presenciar una obra de teatro improvisada.
—Hola, Sara —dijo Quique, tan tranquilo—. ¿Hoy no has traído a tu
hermanita?
—Está en clase.
—¿Y tú no? —El chico tomó el paquete y lo puso en la báscula para
comprobar el peso—. ¿O te has escapado? Qué suerte tiene tu novio, que no
pasa una semana sin que le escribas.

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Sara se encogió de hombros, pensando que no sabía si le tomaba el pelo o
era tan descarado como para intentar ligar con ella cuando acababa de montar
aquel numerito con Rebeca. ¿Sería cierto que estaba embarazada y se iban a
casar? Ganas le daban de preguntárselo. Por supuesto, no se atrevió.
Simplemente pagó los sellos y se despidió con un discreto buenos días.
Se le iba a hacer la mañana larguísima hasta que Loli saliera de clase y le
contara los chismes que seguro que ya corrían por el instituto. Aunque Rebeca
ya no estudiaba, tenía dos hermanos pequeños en Bachillerato y era
demasiado conocida en el pueblo como para que una noticia así no se
convirtiera en el mejor cotilleo de la semana, o del año.

Dulce Sara:

No hago más que escuchar la cinta que me enviaste. Me encantan todas las
canciones y cada vez que las oigo, como en la canción de Pet Shop Boys, estás
siempre en mi cabeza. Es el mejor regalo que he recibido. Mis padres, tan
aburridos como siempre, me regalaron la ropa que consideran que debe llevar un
futuro médico, camisas, una americana y una corbata. No les cabe en la cabeza
que un médico también puede llevar jeans por debajo de la bata.
Carlos vino a propósito a Madrid para celebrarlo conmigo. Pasamos el
sábado en el parque de atracciones, porque al pesado de mi primo le chifla, pero
al menos nos divertimos antes de la cena aburridísima con mis abuelos y amigos
y socios de mi padre en un restaurante que ellos eligieron. Yo hubiera preferido
una hamburguesería. O mejor, celebrarlo en el bar de Ramón, contigo, jugando a
los Comecocos.
Sara, ¿puedes oír la música desde ahí? Nada cambiará mi amor por ti…


Hola, Javi:

Me alegro de que lo pasaras bien con Carlos en tu cumpleaños. Alguna vez lo
veo, supongo que te lo habrá dicho. Se pasa por el bar cuando viene a Morella a
visitar a vuestra abuela y la tía Carmen. Le he ganado un par de veces al Space
Invaders y eso le pone de los nervios. Piensa que los videojuegos no son para
chicas, qué tonto es…
Lo de Loli y él… Bueno, no funcionó. Los dos son demasiado impacientes
para llevar una relación así, a distancia…
Y yo a veces pienso… Nada, no me hagas caso… Es solo que esta primavera
se está haciendo interminable.
Mejor te cuento el cotilleo del mes. Rebeca se va a casar con un chico que
conoció en diciembre. Se llama Quique y trabaja en Correos. Y ella, bueno…
Está embarazada, así que la boda será muy rápida. Creo que el bebé nacerá
antes de que acabe el verano. Lo más gracioso es que Loli predijo que esto iba a
pasar. Al final va a ser verdad que mi amiga es pitonisa…
Faltan treinta y cuatro días para verte…

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Dulce Sara:

Veinticinco días y descontando.
Alucino con lo de Rebeca, no puedo imaginármela casada y madre, ya no
tendrá tiempo para pintarse las uñas de distintos colores, o a lo mejor se las pinta
al bebé, tremenda locura.
Tal vez deberíamos hacer lo mismo, ¿te imaginas? Si nos damos prisa,
estaríamos casados antes de que acabara el verano. Juntos para siempre…
No me hagas ni caso, que los exámenes de fin de curso me tienen la cabeza
frita y no sé ni lo que me digo… Pero hay una cosa que es verdad, quiero
quedarme contigo en Morella para siempre…

Sara se llevó la carta al pecho y le pareció que el papel ardía al tocarle la piel.
Siete palabras que acariciaban su corazón y calmaban la pena de aquella larga
distancia. «Quiero quedarme contigo en Morella para siempre». Ojalá fuera
verdad.
«Tal vez deberíamos hacer lo mismo, ¿te imaginas?».
No solo ardía el papel entre sus manos. Sabía que solo eran palabras
ligeras, una broma de Javi, que quizá no se había parado a pensar en lo que le
estaba proponiendo. Once meses recordando noche tras noche los besos que
le había dado la noche antes de partir de Morella, sintiendo sus manos
atrevidas colándose bajo su ropa… Sara había imaginado paso a paso lo que
ocurriría aquel verano, y sabía que no se resistiría de nuevo a sus caricias.
Ahora se alegraba de no haber tenido un novio antes. Quería que todas sus
primeras veces fueran con Javi.
—¿Y su carrera? —preguntó Loli cuando se lo contó.
—Podría estudiar aquí.
—¿Medicina? ¿En qué Universidad?
—No sé, pero en alguna más cerca, ¿no? Madrid está demasiado lejos.
Loli se recostó en el sofá, con las piernas recogidas, y le pidió a Yolanda,
que estaba sentada a lo indio delante del televisor, que le bajara un poco la
voz.
—¿Es que no veis qué desastre? —dijo la pequeña, tan triste que le
asomaban lágrimas a los ojos—. Que se acaba La bola de cristal,[4] que no la
van a dar más.
—Bah, no te preocupes, tonta, seguro que es mentira.

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Sara se puso de pie y le dio un beso a su hermana, diciéndole al oído que
no quería verla tan triste. Luego le hizo un gesto a Loli para que la
acompañara a su dormitorio. Lo que tenía que decirle no era para que lo oyera
la niña.
—Hay más en esa carta que no te he dicho… —Hizo señas a su amiga
para que se sentara en la cama a su lado—. Le conté lo de Rebeca, ya sabes,
lo de su boda apresurada y su embarazo…
—¿Y qué se le ha ocurrido a Javi? Con lo lanzado que es para todo, igual
quiere que hagáis lo mismo. —Loli miró a Sara, que se tapó la boca con las
manos—. No. Estáis locos. No puedes estar hablando en serio. ¡Sara!
—No, no, qué va, solo es una tontería, lo dijo como una broma, ya sabes
cómo es…
—Pero tú no te lo has tomado como una broma.
Loli la agarró por los hombros y la sacudió hasta que Sara logró soltarse y
se dejó caer sobre la almohada.
—Es broma, loca, claro que es broma. No vamos a… No nos vamos a
casar… Creo que ni siquiera podría, no cumplo dieciocho hasta septiembre.
¿Hay que ser mayor de edad para casarse?
Se puso un brazo sobre los ojos para no ver la cara de alucinada de su
amiga. Esperó un rato a ver qué se le ocurría y, cuando se atrevió a espiarla
con los ojos entrecerrados, la vio sentada con las piernas cruzadas y las manos
sobre las rodillas, con los ojos cerrados, como si buscara inspiración.
—Lo veo —dijo, exagerando la voz para que le saliera más grave de lo
normal.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Sara muy asustada.
—El plan… Lo veo… Es posible que lo podáis llevar a cabo.
—No hay ningún plan, Loli, deja de hacerte la pitonisa.
—Vuestro destino es estar juntos para siempre, está escrito en las
estrellas. Esta separación ha sido difícil, mucho…
—Lo ha sido, sí, pero, —dijo Sara, sentándose frente a su amiga e
imitando su postura—. Crees… ¿Crees que Javi ha dudado? A veces tarda en
responder a mis cartas.
—No te enfades con él. Vive en Madrid, acaba de empezar en la
universidad y seguro que ha conocido a muchas…
—Ay, Loli, no me digas eso.
—Pero te quiere, Sara. —Loli cerró los ojos y volvió la cabeza hacia el
techo.
—¿Cómo lo sabes?

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Su amiga abrió los ojos y miró la carta doblada sobre la mesilla.
—Él mismo lo dice. Quiere quedarse aquí contigo para siempre. Y eso,
después de diez meses de separación, es toda una declaración de amor.
Sara tomó el pliego de papel y volvió a llevárselo al pecho.
—¿Verdad que sí?
—Claro que sí, Sara. Ya sabes lo que tienes que hacer, de ti depende
conseguir que Javi se quede en Morella.

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Verano de 1989

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Capítulo 9

Javi pisó un poco el freno y redujo a tercera para disfrutar de las vistas.
Desde lejos, Morella parecía el escenario de alguna película de Hollywood, de
esas antiguas de caballeros compitiendo con largas lanzas y damas atándoles
su pañuelo al brazo para proclamarlos su campeón. Podía imaginar a la
princesa asomando a la torre del castillo mientras se trenzaba su larga melena.
Su princesa.
—Me encanta el Mercedes de tu abuelo —dijo Carlos, recostándose en el
amplio asiento del copiloto.
—No ha vuelto a conducir desde el infarto y se empeñó en que me lo
trajera para las vacaciones. No es precisamente el que me gustaría, pero no
está mal.
Carlos abrió un poco más la ventanilla y miró a su alrededor, valorando
las comodidades del elegante Mercedes.
—Un deportivo estaría mejor, pero… oye, el asiento de atrás es como el
del salón de mi casa. —Carlos soltó una risotada cargada de insinuaciones—.
Seguro que Sara también lo encuentra muy cómodo.
—No seas cerdo.
—Vamos, hombre, casi un año esperando para ver a tu novia… —Carlos
abrió las manos para fingir que abarcaba un tiempo infinito—. La verdad,
nunca pensé que aguantarías, Madrid está lleno de chicas. ¿Te acuerdas de
aquellas hermanas del parque de atracciones?
Javi se encogió de hombros y cambió a cuarta aprovechando una recta. De
repente estaba ansioso por llegar.
—¿Y tú qué tal con la rubia? —preguntó a su primo, recordando que le
había hablado de una chica de su clase que le gustaba. Decía que tenía el
aspecto de una sueca de las películas de Pajares y Esteso.

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—¿Cuál de ellas?
Carlos se encogió de hombros y se inclinó hacia la radio para cambiar el
canal. Javi supuso por la cara que ponía que la rubia le había dado más
calabazas que en el Un, dos, tres.[5]
—A lo mejor aún tienes una oportunidad con Loli.
—Estoy abierto a todo tipo de ofertas —dijo Carlos, recuperando su
talante bromista—. Me da igual que sean rubias, morenas o pitonisas
aficionadas. —Apoyó un codo en la ventanilla abierta y asomó un poco la
cabeza, lo justo para que el viento le alborotara el ondulado tupé—. ¿Y
Cristina? —preguntó, hundiendo con alevosía el dedo en la llaga—. El mejor
regalo de tu fiesta de cumpleaños era ese top que llevaba. Parecía un biquini.
Menudos melones tiene la futura doctora.
—No hay nada con Cristina.
—Creo que ella no piensa lo mismo.
—Solo es una amiga —insistió Javi—. Y no vayas a meter la pata
nombrándola delante de Sara.
—Mis labios están sellados, primo. Prometo no decir nada a cambio de…
—¿A cambio de qué? ¿Me estás haciendo chantaje?
—Me tienes que contar lo que pasó con Cristina cuando la acompañaste a
su piso, después de la fiesta.
—No es asunto tuyo.
—Jo, venga, no te pido detalles, solo que me digas si le entraste o no.
—Yo no le entré —dijo Javi.
—Entonces, te entró ella.
—Sí, de acuerdo, pero no pasó nada…
Recordar aquella noche le ponía de los nervios, tanto que tuvo que clavar
el freno para no atropellar a un abuelo que cruzaba la calle.
—No pasó nada… No pasó nada… —se burló su primo, que podía ser
más pesado que un moscardón—. Con lo buena que está Cristina, y quieres
que me crea que no hubo ni si quiera besos.
—Sí que los hubo. —Javi pisó de nuevo el acelerador y enfiló la calle que
llevaba a la casa familiar.
—¡Lo sabía! Quiero detalles.
—Dijiste que no los querías.
—Venga, primo, cuéntame algo más.
Javi resopló, alborotándose el largo flequillo que no llegaba a cubrirle la
mirada culpable. En cualquier momento podía ver a Sara, podía cruzársela por

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delante mientras maniobraba por las calles estrechas, y su primo insistía en
recordarle cómo la había traicionado.
—Solo eso, ¿queda claro? Ella me besó, yo le respondí, y poco más —
explicó de malos modos—. Le dije que pasaría el verano en Morella, y que
aquí había una chica esperándome, y así acabó la cosa.
Volvió a clavar el freno, un poco más fuerte de lo necesario, y apagó el
motor.
—No me parece Cristina de las que se rinden fácilmente.
—Es su problema —contestó Javi, harto del asunto, antes de abrir la
puerta para bajarse del Mercedes.
Al momento salió la tía Carmen a recibirlos, llenándolos de besos. Detrás
asomaba la abuela, un poco más encogida que el año anterior, con su andar
pausado y su rodete gris perfectamente recogido en la coronilla. Javi se
inclinó para rodearla con los brazos, ella le llamó «mi niño» con su voz
temblorosa e hizo que se sintiera como si aún llevara pantalón corto.
Cuando entraron en la casa le llegó aquel aroma que reconocía como el
hogar, casi más que su casa en Madrid; una mezcla de olor a las especias de la
cocina, a las plantas que la tía Carmen ponía por cada rincón, y a algo
indefinido que no se podía embotellar en frascos de colonia.
Subió con su maleta al primer piso, al cuarto que compartiría con Carlos
hasta que sus padres llegaran de Vinaroz y se fueran a su propia casa. Oía a la
tía Carmen trasteando en la cocina, probablemente preparándoles algo de
merienda, mientras que la abuela le preguntaba a Carlos cuándo llegaban sus
padres. Pronto vería a Sara.
Bajó las escaleras y se asomó a la cocina. La tía le ofreció un vaso de agua
fresca y él lo bebió de un trago. Miró con apetito el pan que estaba cortando y
los embutidos que tenía preparados para ellos, de esos ricos que hacían en el
pueblo.
—Estos siempre te han gustado —le dijo Carmen—. Y supongo que venís
con hambre, ¿no?
—Sí… No… Yo… vuelvo ahora, ¿de acuerdo?, dentro de un ratito.
Salió corriendo sin ver la sonrisa cómplice de su tía, que seguía cortando
el pan con toda la calma del mundo.
No sabía dónde la encontraría. En su casa seguían sin teléfono y no había
podido avisarla de que llegaría a Morella un día antes de lo previsto. Corrió
por las calles estrechas, cruzando los dedos para tener suerte y encontrarla
donde siempre, sentada en la puerta de Loli, comiendo pipas con su amiga.
Justo en la calle anterior se detuvo, respirando hondo para calmar los nervios.

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Ensayó mentalmente las palabras que le diría. «Te he echado de menos» le
parecía muy tópico. «Estaba deseando volver», muy simple. Podría abrazarla,
besarla sin que le importara un bledo que los vieran los vecinos; o podía
decirle la verdad, que era un falso y un traidor.
Dobló la esquina con el ánimo encogido para descubrir que no estaba allí.
Nadie comía pipas a la puerta de la casa de Loli.
—El bar de Ramón —dijo en voz alta, dándose una palmada en la frente.
Desanduvo parte del camino para tomar la calle que le llevaba hasta el
local en el que parecía concentrarse toda la gente joven de Morella haciendo
cola para echar una partida. Había cambiado mucho respecto al triste bar con
una máquina de petacos y un par de videojuegos. Ahora había menos mesas y
más máquinas recreativas, también menos viejos tomando vino barato. Los
jóvenes preferían refrescos o helados y llenaban los depósitos de monedas de
las máquinas entre las risotadas del dueño, que nunca habría creído ver su
negocio tan floreciente.
Delante de la barra, esperando a que Ramón le sirviese un pedido para una
mesa, estaba Sara. Llevaba la melena recogida en una larga trenza que le
empezaba en la coronilla y le serpenteaba hasta la nuca, para luego
descolgarse por su espalda. Luego miró su ropa, que no era para nada lo que
llevaría una camarera profesional: un pantalón de peto y una camiseta con
estampado de flores. Tal vez era su imaginación o las ganas de verla, pero le
pareció aún más guapa que el año anterior.
Dejó que sirviera la mesa, observando lo bien que se manejaba con la
bandeja y cómo esquivaba a los chicos que ni la veían pasar, absortos en sus
partidas. Javi empezaba a pensar que estaban todos ciegos, o que eran tontos
de remate, pero entonces uno que esperaba su turno le dijo algo a Sara y sus
amigotes se rieron. Otro intentó hacer que tropezara y la agarró por el brazo,
fingiendo que intentaba ayudarla. Javi ya estaba dispuesto a intervenir en su
defensa cuando ella les dijo algo, en voz baja pero firme, que les borró las
sonrisitas de la cara.
Javi no pudo esperar más. Cruzó el bar para agarrarla por la cintura y
llevársela a un rincón tranquilo.
—¿Qué haces? —protestó ella, intentando deshacerse de su abrazo—.
Suéltame…
Enmudeció en el momento en que sus ojos se encontraron. Javi no pudo
evitar reírse al ver cómo abría y cerraba la boca intentando decir algo. Parecía
un pez. El pez más bonito del acuario.
—Princesa, ¿te estaban molestando esos vasallos?

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Sara respiró hondo y un precioso color rosado le cubrió las mejillas.
—Sé cómo mantenerlos a raya —dijo, levantando la bandeja que sostenía
contra el pecho.
—No desearía tener que batirme en duelo nada más llegar, pero si es
preciso…
—No lo es, en serio. —Soltó una carcajada un poco forzada—. Aquí nos
conocemos todos y ya saben que tienen que comportarse o Ramón los echa a
la calle a patadas. Y no hay otro sitio en Morella donde jugar a los
marcianitos.
Le pareció que se esforzaba por mostrarse tranquila y segura, como si
tuviera todo controlado en aquel antro. Esa no era la Sara apocada que
recordaba. Se preguntó si él también parecería diferente y por eso sentía como
si un muro invisible creciera entre ellos a pesar de que aún la sujetaba por la
cintura, muy cerca, solo separados por la bandeja. Esperaba que lo abrazara
ella también, que soltara la dichosa bandeja y lo besara. No lo hizo. Se
mostraba recelosa, como si acabaran de conocerse y no supiera cómo
comportarse.
Desde la barra les llegó la voz ronca de Ramón preguntando si pasaba
algo.
—Tengo que seguir trabajando —dijo Sara.
—¿Hasta qué hora?
—Hasta las nueve.
—Vendré a esperarte.
—De acuerdo.
No podía soltarla. No se había imaginado así su reencuentro.
—Sara…
Ella le puso una mano en el hombro y se alzó de puntillas para darle un
beso en la mejilla. Antes de que se alejara, Javi la agarró por un brazo y le
puso un pequeño paquete en la palma de la mano. Sara miró el envoltorio
verde y plateado y se lo guardó en el bolsillo del peto con una sonrisa antes de
seguir hacia la barra, donde Ramón la esperaba con el ceño fruncido como a
punto de soltar una grosería. Javi se quedó esperando por si aún tenía que
defenderla, pero no fue necesario, al momento comprendió que el enfado del
dueño del bar era exclusivamente con él, nunca le había caído bien.
Javi se fue yendo hacia la puerta, remiso aún, vigilando cada uno de sus
movimientos y conversaciones.
—Oye, Sara, ¿cuándo echamos una carrera? —dijo un chico con la cara
llena de granos que no paraba de rascarse.

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—Cuando te saques el carné de conducir —contestó ella.
—Venga, Sara, que no soy capaz de pasar de la tercera etapa.
—Porque pierdes demasiado tiempo en el desierto.
La muchacha se acercó a la máquina ante la que estaba parado el chico.
Javi leyó en el letrero luminoso superior el nombre del juego «Out Run», en
los mandos tenía un volante, un cambio y pedales en la parte inferior.
—Las chicas no saben de videojuegos —dijo otro chico, con un acento del
sur de Madrid que Javi pudo reconocer desde lejos.
—No tienes ni idea, hombre —contestó el otro—. Sara es la única de aquí
que se ha pasado el juego entero.
—Lo creeré cuando lo vea.
—¿Le echas una partida a este pringao, Sara? Quiero ver cómo lo
machacas.
Sara lo miró de arriba abajo. Javi supuso que era otro veraneante recién
llegado al pueblo, aparentaba unos trece años y era tan alto como ella, pero
tan delgado que parecía que se iba a partir en dos a la mínima brisa que lo
tocase.
—Ahora estoy trabajando —dijo. Se dio la vuelta para recoger los vasos
usados de una mesa vacía—. Además, no tiene gracia jugar con novatos, es
como robarle un caramelo a un niño.
El chico de los granos se echó a reír a carcajadas y el otro, el recién
llegado, cambió de idea y se fue hacia la máquina de petacos, mascullando
algo por lo bajo.
Javi se fue del bar a regañadientes. Tuvo que convencerse de que era una
tontería quedarse allí dos horas mirándola trabajar, aunque en aquel momento
casi le parecía el mejor plan del mundo.
No había dado ni dos pasos fuera del bar cuando oyó su nombre.
Sara se acercó corriendo, le dio un abrazo rápido y un casto beso con la
boca cerrada, tan delicioso como frustrante. Al final solo dijo: «A las nueve»,
antes de volverse y desaparecer en la penumbra del local.
Javi se quedó plantado en la calle, con la boca entreabierta y un
hormigueo cálido en la mejilla.
Cuando regresó a casa, tomó con Carlos la merienda que la tía Carmen les
había preparado, y luego salieron los dos a matar el tiempo, que se empeñaba
en arrastrarse demasiado lento. No era el comienzo soñado para unas
vacaciones, nada que ver con lo que había imaginado en el largo viaje
solitario desde Madrid hasta Vinaroz, donde recogió a su primo.
—Mira quién viene ahí.

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Rebeca se acercaba, caminando tan coqueta y feliz por la calle como si no
luciera un bombo de siete meses. Se podía decir que le sentaba muy bien la
vida de casada; estaba más bonita que nunca.
—Hola, Javi. Hola, Carlos —saludó, parándose para que pudieran verla
bien. Respiró hondo, abanicándose con una mano. Los botones que le
cerraban la pechera del vestido estaban a punto de reventar—. ¿Ya sabéis que
me he casado?
—Sí… Enhorabuena —dijo Carlos. Le dio un codazo a Javi, que repitió
las mismas palabras.
Rebeca se acercó a Javi y le pasó por el pecho una mano de largas uñas
pintadas de rosa fucsia.
—Con lo bien que lo pasamos el verano pasado… —Suspiró y volvió a
abanicarse con las dos manos.
—¿Y tu marido? —preguntó Javi, incrédulo ante su descarado coqueteo
de siempre.
—Trabajando. Alguien tiene que mantener a la familia. —Rebeca se pasó
una mano por el vientre abultado y soltó una risa que espantó a las palomas
que picoteaban en la acera—. Uy, qué tarde —dijo, agarrando a Javi por la
muñeca para mirarle el reloj—. Hora de hacer la cena.
—Nosotros también tenemos que ir a cenar —dijo Carlos, su salvador,
echando a andar por la calle en dirección contraria a la casa de su abuela.
—Me ha gustado volver a veros, chicos.
Rebeca los despidió agitando una mano y se alejó por la acera, meneando
las caderas como si aún vistiera unos jeans de la talla treinta y seis.
—Es increíble —dijo Carlos—. Y la verdad es que sigue igual de guapa.
O más, que antes no tenía esas tetas.
Caminaron por las callejuelas sin rumbo ni prisa, con las manos en los
bolsillos, haciendo tiempo hasta que Javi pudiera ir a buscar a Sara al bar.
—Gente de nuestra edad casándose, ¿no es una locura? —volvió Carlos
sobre el asunto—. De los que iban conmigo al instituto, estos últimos meses
se han casado dos parejas. Embarazados, claro. ¿Qué le pasa a la gente? ¿No
sabe que existen los condones?
—Uf, es que ir a la farmacia a comprarlos…
—No, lo que pasa es que creen que se van a librar, o que funcionan
tonterías como la marcha atrás.
Javi se encogió de hombros, despreocupado.
—Solo si quieres casarte pronto.
—Habló el médico.

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Javi le dio un puñetazo en el brazo, que se lo devolvió entre risas y
amenazas.
—De todos modos… Ya ves, Rebeca está tan contenta —dijo, recordando
las palabras ligeras que le había escrito a Sara en su última carta sobre seguir
su ejemplo.
—Lo que está es loca —se burló su primo—. ¿Crees que su matrimonio
va a durar mucho? Se cansarán el uno del otro antes de cumplir los treinta.
—Antes la gente se casaba muy joven, y ni siquiera había divorcio. Iban
muy en serio cuando prometían estar juntos hasta que la muerte los separase
—reflexionó sin saber muy bien de dónde salían aquellas ideas.
—Ya, Javi, eso era cuando se casaron nuestros padres, o nuestros abuelos,
pero estamos acabando la década de 1980, todo es muy diferente ahora. En
2000 seremos como las parejas en Estados Unidos, dos o tres matrimonios a
lo largo de la vida será lo normal, eso si no se pone de moda simplemente irse
a vivir juntos sin pasar por el altar.
—Pero eso es porque ellos se casan siendo muy jóvenes la primera vez.
—Pues lo que te estoy diciendo de Rebeca —insistió Carlos—. Que se
divorciará antes de los treinta y luego se volverá a casar, porque es la típica
chica que no sabe estar sola.
Se pararon a la sombra de un balcón. Carlos sacó un paquete de cigarros y
le ofreció a Javi. Fumaron en silencio, Javi pensativo y su primo a la espera
de que confesara sus pensamientos.
—No sé qué voy a hacer —dijo por fin Javi, con la cabeza gacha,
hablando para su propio pecho—. Solo la he visto cinco minutos y de repente
he recordado cuánto me gustaba el verano pasado.
—El verano es largo, primo, ahora podrás resarcirte de tus meses de
castidad forzosa. —Carlos se rio y tiró la colilla, pisándola con la punta del
zapato.
—Claro… Sí, tienes razón.
No la tenía, pero Javi no se atrevía a decir en voz alta que quería quedarse
en Morella. Quedarse con Sara. Para siempre.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Carlos.
—Me voy, que ya es hora —contestó Javi.
—Pero si aún son las nueve menos cuarto y el bar está a la vuelta de la
esquina…
—No quiero llegar tarde.
Sin hacer caso de las pullas de su primo, se alejó con paso apresurado.
Necesitaba volver a ver a Sara, reconocer sus rasgos uno a uno, sus gestos, su

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sonrisa y sus rubores. Por ella había esperado un curso entero.
Si incluso había aprendido a tocar la canción de Sara con la guitarra. A
ver si iba a tener razón su primo cuando le decía que era un pringao y un
ridículo romántico.

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Capítulo 10

Sara estaba terminando de barrer entre las mesas del bar cuando vio que Javi
ya estaba de vuelta. Eran las nueve en punto.
—Ramón, me voy —dijo, asomándose al almacén.
—¿Ya está ahí tu novio?
El dueño del bar siempre había intimidado a Sara, por su estatura y su
vozarrón. Seis meses de trabajo a su lado le habían servido para que los
nervios aflojaran y descubrir que era mejor persona de lo que parecía.
—Es que ya son las nueve —respondió, evitando nombrar a Javi.
Ramón apareció limpiándose el sudor del cogote con un trapo viejo.
Acababa de cambiar el barril de la cerveza y amontonar las cajas de bebidas
que había traído el transportista.
—Ten cuidado con ese, niña. Los veraneantes vienen a lo que vienen.
Sara se encogió de hombros, sin encontrar respuesta a un consejo que no
deseaba oír. Aunque trabajar en el bar la estaba ayudando a mostrarse más
segura de sí misma, seguía sin tener el descaro de su amiga Loli para la
respuesta.
—Tenga cuidado usted con el Luisito, que se sabe el truco de la máquina
de petacos y siempre le saca una partida de regalo —contestó, cambiando de
tema.
—Anda, vete, que ya me ocupo yo del listo ese.
Tomó su bolso bajo el mostrador y se pasó una mano rápida por el pelo,
mirando su reflejo en los espejos que rodeaban la cafetera. Se había escapado
unos minutos antes a los aseos para ponerse los pendientes que Javi le había
regalado, tan largos que le acariciaban el cuello a cada movimiento. En el
bolsillo tenía guardado el estuche. Se los había comprado en El Corte Inglés,
esa tienda de lujo que ella solo conocía por los anuncios de la televisión.

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—Hola —dijo, jugando con la correa del bolso que se había colgado del
hombro.
—Hola. Otra vez. —No sabía si el ruido de las máquinas del bar la estaba
dejando sorda o la voz de Javi era ahora más grave, más masculina. Le
pareció que le hacía eco dentro del pecho—. Te quedan muy bien.
—Son muy bonitos. Gracias.
Se tocó las orejas y acarició con los dedos los pendientes.
—Pensaba que llegabas mañana —añadió, con la cabeza gacha, muy
interesada en sus relucientes zapatillas Adidas.
—Es que a mí también me han hecho un regalo…
Su voz estaba tan llena de emoción que Sara tuvo que levantar la cara para
mirarle a los ojos.
—Un regalo… —repitió como un eco, consciente de que tenía la boca
abierta pero incapaz de cerrarla.
Había sido un error mirarle a la cara. Seguía siendo el chico más guapo
que había visto nunca. No había nadie que pudiera dejarla sin habla solo con
su presencia. Nadie en el mundo como Javier Miralles.
—Mi abuelo, que me ha dejado su Mercedes —dijo él, sin darse cuenta de
la mirada de admiración que le dedicaba—. Como él ahora no puede, desde el
infarto, quiere que lo saque yo.
—¿Tu abuelo te ha regalado su automóvil?
—No es un automóvil —dijo Javi, como si lo hubiera insultado. Antes de
que Sara comprendiera lo que pasaba, la agarró de la mano y tiró de ella,
haciéndola correr hasta la plazoleta donde el Mercedes estaba aparcado—. Es
una carroza para una princesa.
Era un vehículo increíble. Grande y robusto como un tanque, pero a la vez
muy elegante. Sara no quería ni pensar en cuánto costaba semejante bólido, ni
siquiera en el dinero que Javi se habría gastado en gasolina para viajar desde
Madrid. Ella, que se sentía casi rica por poder sentarse en una terraza con Loli
a tomarse una Coca-Cola.
—Es muy bonito —dijo, intentando corresponder al entusiasmo de Javi—.
¿Y has venido solo desde Madrid?
—Sí. Salí de madrugada y me acerqué primero hasta Vinaroz, donde
convencí a Carlos para que se viniera conmigo. No se fiaba de mi forma de
conducir, creía que acabaríamos en algún barranco.
—¿De verdad? —Sara hizo acopio de la fuerza interior y la seguridad que
había ido ganando gracias a su trabajo en el bar para seguir hablando en tono

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ligero, no quería por nada del mundo que él percibiera su agobio—. ¿Es que
conduces muy rápido?
Javi volvió a tirar de ella por la mano que no le había soltado y la llevó
hasta el asiento del copiloto.
—Compruébalo tú misma —dijo, abriéndole la puerta.
—No sé si debería…
Tuvo que hacer un esfuerzo para acallar a la vieja Sara, la vergonzosa que
le cortaba las alas y nunca, ni en sus sueños más febriles, se hubiera subido al
automóvil de un chico.
Sin pensárselo ni un minuto más, se sentó en el amplio y cómodo asiento
y miró a su alrededor, fijándose en cada lujoso detalle del salpicadero negro
con detalles en madera.
—Es muy bonito —repitió, aunque en esta ocasión lo dijo de corazón.
—Tú sí que eres bonita —dijo Javi, inclinándose para darle un beso en la
mejilla antes de cerrar la puerta y rodear el vehículo para subirse por el otro
lado.
Sara tuvo que sujetarse las rodillas, que habían empezado a temblarle
como si un terremoto la sacudiera. Por el rabillo del ojo vio a Javi meter la
llave en el contacto y arrancar.
—Tienes que ponerte el cinturón —le dijo, y se inclinó sobre ella para
agarrar la hebilla.
—¿Por qué? ¿Eres peligroso? —susurró con más valor del que sentía.
Javi se había detenido en la acción, con el cinturón sujeto a la altura de su
hombro y su cuerpo casi cubriéndola.
—Mucho. ¿No lo sabes ya?
—Entonces, debería bajarme.
—No puedes —le dijo, tirando de la hebilla para colocarla en el gancho
—. Ahora eres mi prisionera.
Sara logró respirar cuando él volvió a acomodarse en su asiento y puso la
primera, maniobrando para salir de la estrecha plaza. Sentía el cuerpo cargado
de electricidad, como si estuviera a punto de estallar una tormenta.
—¿Me estás secuestrando?
—Puede…
—Mi familia no puede pagar un rescate por mí.
—Mejor.
Javi condujo despacio por las calles estrechas, subiendo en dirección al
castillo. Sara se imaginó adónde quería llevarla y acertó. Al poco estaban en

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la plaza ante la iglesia de Santa María, el sitio en el que la había besado su
última noche juntos el verano anterior.
Desde que trabajaba en el bar muchos habían tratado de ligar con ella.
Nunca se había sentido tan expuesta, como una mercancía en un bazar. Al
principio, Ramón estaba muy pendiente y la defendía de cualquier broma
pesada o mano larga, pero poco a poco dejó de hacerlo, Sara nunca supo si
porque se había cansado o, sospechaba, porque quería que aprendiera a
defenderse sola. Y lo hizo, no le quedó más remedio.
—Esos que se metieron contigo en el bar… —dijo Javi, como si le leyera
el pensamiento—. Les diste un buen corte. —Sara se encogió en el asiento,
todo su valor olvidado al verse a solas con él en su automóvil—. ¿Y Ramón?
¿No les dice nada?
—Ya sabes cómo es Ramón —contestó.
Los dos recordaban muy bien cuando los había sorprendido el verano
pasado en el pasillo de los baños del bar.
—Sí, lo sé —dijo Javi, cuya mano buscaba la de Sara por encima del
freno de mano—. Es que te he visto… No sé, diferente.
Jugó con sus dedos uno a uno, como si los estuviera contando, y le
acarició la palma pensativo. Sara sabía que tenía las manos ásperas de tanto
fregar vasos y platos en el bar, así que prefirió hablar de otra cosa, esperando
que él la soltara.
—Al principio venía todas las tardes a sentarme bajo ese árbol —dijo sin
más explicaciones.
Aquel día terrible, cuando Carlos llegó con la carta de Javi que le
anunciaba su regreso urgente a Madrid por el infarto de su abuelo, después de
dar mil vueltas por la casa y por las calles de Morella, que se le antojaban
vacías y sin sentido, por fin corrió hasta el mirador y se sentó a la sombra del
mismo árbol que la noche anterior había sido testigo de sus besos. En algún
momento, hundida en sus tristes pensamientos, pasó la mano por la corteza y
encontró el corazón grabado por Javi con sus iniciales. Siguió cada trazo con
las yemas de los dedos, como una ciega leyendo en braille, notando que las
lágrimas que le ardían en los ojos por fin se desbordaban, bañándole la cara y
bajando por su escote hasta secarse sobre su pecho.
Si había sobrevivido a aquel largo invierno había sido gracias a las cartas
de Javi.
Sara se removió un poco en el asiento, ansiosa y expectante, sin saber
muy bien qué podía esperar de aquel reencuentro. Sabía que él había estado
ocupado las últimas semanas con los exámenes finales y por eso no le había

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escrito, ni siquiera le había anunciado su llegada anticipada, por eso se había
quedado paralizada cuando lo vio en el bar.
Había imaginado todos los reencuentros posibles. Desde los más
emocionantes y románticos hasta los más dolorosos. Sara aún no comprendía
qué había visto Javi en ella. Él era demasiado guapo, listo, rico, lo tenía todo.
A su lado se sentía gris y torpe. Sin duda en Madrid, en la facultad y en los
sitios a los que salía con sus amigos a divertirse, había un millón de chicas
mejores que ella. Si pasaba más de una semana sin recibir una carta suya,
comenzaba a hundirse lentamente en aquel pozo de pensamientos negativos,
hasta que por fin el cartero llamaba a su puerta y recuperaba la ilusión por
unos días más.
—Sara… —Javi la sacó de sus recuerdos tirando de su mano a la vez que
se inclinaba hacia ella—. Sara…
Le rodeó los hombros con un brazo y le separó de la cara un mechón de
pelo que se le había soltado de la trenza.
Cerró los ojos, respiró hondo, y buscó la forma de centrarse en aquel
momento y aquel lugar.
Javi había ido a buscarla al bar nada más llegar a Morella, con un regalo
que no había podido esperar para entregarle, y había vuelto a las nueve en
punto, como le dijo. Y ahora la estaba abrazando y le sonreía de aquella
manera que hacía que se sintiera bonita y deseable. No era un sueño, no era
una fantasía más de su larga espera.
Escondió la cara en su hombro y suspiró.

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Capítulo 11

«Debería ir despacio», pensó Javi, pero todas sus buenas intenciones se


desvanecieron cuando Sara giró la cara sobre su hombro y volvió a suspirar,
tan cerca que su aliento le acarició la boca.
—No soy diferente… —dijo, contestando a sus palabras anteriores—. Soy
yo.
Era ella. Su dulce Sara. Javi esperó, alargó el momento, como hacía a
veces con su postre favorito, y entonces Sara le tomó la delantera. Su beso fue
torpe y con la misma inexperiencia del verano pasado, pero también fue
audaz, decidido.
Dejó de pensar para sumergirse de lleno en el remolino de excitación que
ella creaba con sus besos de principiante. Se obligó a esperar para ver hasta
dónde llegaba su audacia y casi saltó del asiento cuando Sara le rozó los
labios con la punta de la lengua. Decidido a tomar el control de la situación, la
agarró por las caderas y la levantó sobre el cambio de marchas, llevándola
hasta su regazo. Con un movimiento rápido tumbó el asiento y la acomodó
sobre sus piernas. Ella le puso las manos sobre el pecho y enderezó la
espalda. La luz de una farola cercana iluminó su rostro, la mirada huidiza y
los labios apretados.
—Dime que no me tienes miedo —casi rogó, impaciente por volver a
besarla.
—Yo… Nunca he estado con un chico así…
Él ya lo sabía, o lo suponía. Oírselo decir solo aumentó su excitación.
—Yo nunca he estado con una chica como tú —le dijo. Le tomó una
mano para besársela, luego la otra, y ella se dejó caer sobre su pecho. Javi
gimió cuando las costuras de sus jeans se rozaron—. No haremos nada que tú
no quieras.

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Era una promesa que le iba a costar la misma vida cumplir, y aún así la
hizo convencido.
—Solo quiero quedarme aquí, así, para siempre —dijo ella.
Javi se mordió el labio inferior y cerró los ojos. Notó que ella se iba
relajando, recostada sobre él como si estuviera en el regazo de su madre,
tranquila y confiada. Las manos, que apoyaba sobre sus caderas, le
hormigueaban y una gota de sudor se le formó en cada sien. La besó en la
coronilla y notó un aroma suave de colonia infantil. Deslizó una mano por su
espalda y le recorrió despacio la columna, imaginando lo cansada que estaría
después de tantas horas de pie en el bar.
—Y yo quiero quedarme para siempre contigo, en Morella —susurró,
sorprendiéndose a sí mismo al descubrir que era verdad, que no lo decía solo
para tratar de vencer sus reparos.
Esperaba que ella dijera algo sensato, que su vida y su familia estaban en
Madrid, que tenía que seguir sus estudios, que eran demasiado jóvenes para
una relación formal. No dijo nada de eso, quizá porque era demasiado obvio,
o simplemente porque Sara nunca había sido una chica que hiciera lo que se
esperaba de ella.
—Ahora estás aquí, es lo único que importa —dijo, y lo besó detrás de la
oreja, enviándole una descarga eléctrica que lo recorrió hasta la punta de los
pies.
No pudieron quedarse mucho más. Sara le contó que su madre estaba
mejor, ya habían desaparecido aquellas fiebres que la tuvieron meses
encamada, pero su ánimo no se recuperaba. Como pensaba que Javi llegaba al
día siguiente, aquella noche se había comprometido a ocuparse de la cena.
—Le he traído algunas cintas de casete a tu hermana —dijo Javi, con el
vehículo detenido cerca de la casa de Sara—. De Pet Shop Boys, Madonna y
otros que le pueden gustar.
—No tenías que hacerlo, ya está loca por ti igualmente —bromeó Sara,
quitándose el cinturón de seguridad.
—Quiero asegurarme de que tengo una cómplice en tu casa, por si una
noche vengo a secuestrarte.
Sara se inclinó hacia él y señaló hacia su casa, que asomaba en el recodo
de la calle.
—Mi ventana es la segunda de la izquierda —dijo—. No tiene rejas.
Javi no pudo evitar reírse. Luego ella lo besó, y así se despidieron, entre
risas y besos.

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Los diez meses de separación, la facultad, los nuevos amigos, Cristina,
todo se desvaneció en su mente como el recuerdo del largo invierno
desaparece bajo el sol de julio. Se quedó en el automóvil viendo a Sara
alejarse. Le gustaba todo de ella, hasta su forma de andar y la figura llena de
curvas que le hacía aquel pantalón de peto.
La vio abrir la puerta y volverse para hacerle un último saludo con la
mano. No arrancó hasta que estuvo dentro de la casa con la puerta cerrada a
su espalda.

—Eres un santo —se burló Carlos de él aquella noche, tumbados en las camas
gemelas de la habitación que compartían en casa de su abuela—. Te van a
llevar a Roma para canonizarte.
—Paso de tus bobadas.
—Con esa pinta de modosita que lleva, te tiene bien trincado de los
huevos… Bueno, no, eso no, qué más quisieras… —Carlos soltó una
carcajada grosera.
—Que me dejes en paz.
Javi se giró en la cama para darle la espalda a su primo.
—A ver, tenías a Cristina loquita por ti, solo le faltó meterse en tu cama
aquel fin de semana en la nieve —insistió Carlos.
—No sé para qué te cuento nada.
—Que te vas a pasar un verano más en secano que en Madrid, Javi, y no
vale la pena. Que el año que viene cumplimos veinte años, primo, y de ahí a
los treinta es todo cuesta abajo. Hay que divertirse ahora que podemos.
—Sí que vale la pena —dijo Javi, cruzando un brazo por encima de la
frente y cerrando los ojos.
Miró a su primo de reojo y lo vio ponerse los cascos y encender el
discman de Sony que siempre llevaba encima. Pensó en la hermana de Sara,
Yolanda, y en si le gustarían las cintas de casete que le había traído de
Madrid. Del verano pasado recordaba que aún usaba un viejo reproductor de
cintas, por eso no le había traído los modernos discos compactos que tenía su
primo, esperaba no haberse equivocado.
Resopló, aún acalorado, y fijó la vista en la pintura de la Virgen que la
abuela tenía sobre la cómoda. Siempre le había molestado aquella mirada fija
que parecía vigilar cada uno de sus movimientos. En la otra cama, Carlos

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tarareaba algo de La Guardia. Javi cerró los ojos para no seguir mirando el
cuadro y al momento volvía a estar en el Mercedes, con Sara.
Aquel iba a ser un verano muy largo.

Los días de trabajo, cada tarde a las nueve en punto, Javi recogía a Sara en el
bar y se iban en el Mercedes a alguno de los miradores de Morella, no
precisamente a disfrutar del paisaje. Por el camino ella le contaba cómo había
sido la jornada en el local de moda entre los adolescentes, casi convertido en
una sala de juegos, y él le decía cómo había matado el tiempo con su primo a
la espera de volver a verla.
Luego llegaban los besos, y las caricias, cada vez más osadas. Javi sabía
que ella disfrutaba tanto como él, pero seguía habiendo una última barrera que
no se atrevía a traspasar.
—Te quiero —le dijo un día, tan desesperado que no se dio cuenta del
impacto de aquella declaración inesperada—. Te quiero —insistió— y voy a
seguir queriéndote decidas lo que decidas, pero no entiendo por qué me
torturas así.
Sara se soltó de su abrazo y buscó sus ojos asustada. Javi se estaba riendo.
—No te torturo.
Él movió las caderas contra su trasero, para que notara la causa de su
sufrimiento.
—Sí que lo haces.
Le encantaba verla tan sonrojada. Sara volvió a esconder la cara en su
pecho y se quedaron allí otro rato, en el asiento tumbado del Mercedes que se
había convertido en su refugio.
—Dicen que si lo haces unos días antes o unos días después de la regla,
no hay peligro —susurró ella, con la boca pegada a su camiseta, muerta de la
vergüenza.
—El método Ogino —contestó el estudiante de Medicina—. No es muy
fiable, mucho mejor usar condón.
—¿Tienes? —preguntó Sara, sin levantar la mirada de su pecho. Javi
sintió un tirón en la ingle que aumentó aún más su tortura.
—No, pero puedo ir a la farmacia y…
—A la farmacia de Morella no puedes ir. Conocen a mis padres.
—¿Entonces, qué hago? ¿Tengo que irme a otro pueblo?
Él se rio de nuevo y notó que conseguía que Sara se relajara un poco.

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—No sé. Da igual. Déjalo.
—¿Que lo deje? —Javi se incorporó y la obligó a mirarlo, tomándole la
cara entre las manos—. ¿Es que para ti no es una tortura? ¿Tú no me quieres?
—Sí —contestó ella, sin sonrojarse ni bajar la mirada esta vez—. Sí que te
quiero, te quiero más que a nada, por eso aún no puedo creerme que estemos
aquí, que me hayas elegido a mí.
—Te he elegido a ti por ser tú, la única e inigualable princesa de Morella
—le dijo, dándole un suave beso con la boca cerrada—. Me he pasado un año
soñando con tus besos, con tenerte así, entre mis brazos, y puedo seguir
esperando por ti todo el tiempo que haga falta. Dulce Sara, yo también te
quiero más que a nada.
Sara soltó aire muy despacio, con la boca redondeada, como si fuera el
humo de un cigarro. Luego, uno a uno, comenzó a abrir los botones de su
blusa. Javi notó un nudo en la garganta y tragó saliva cuando ella se dejó caer
la prenda por los hombros abajo y se quedó solo con un pequeño sujetador
blanco con florecitas de colores.
—¿El método…?
—¿Ogino? —completó él, que vio cómo le tomaba una mano y la llevaba
al canal entre sus pequeños pechos.
—¿Te fías?
Javi no podía ni pensar una respuesta. Su cerebro estaba colapsado y fue
su cuerpo el que tomó la decisión. Le daban igual los métodos y las
precauciones. En aquel momento no había nada más en el mundo que Sara y
él, y el deseo que crepitaba en la ropa que aún les separaba, amenazando con
provocar un incendio.
Un incendio. Así fue.

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Navidad de 1999

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Capítulo 12

Carlos miró los mensajes de su teléfono móvil y respiró tranquilo al ver que
solo era un SMS de Javier para decirle que lo esperaba en el bar de Ramón.
La familia al completo se reuniría en Morella a la semana siguiente y la
casa de la tía Carmen era un caos de preparativos. Además de sus padres y sus
tíos, venían también sus primas gemelas, María y Asun, y su primo mayor,
Fito, acompañado de su esposa estadounidense y sus dos hijos. Y estaba
Javier, claro. Por suerte, él era hijo único, porque la gran casa familiar ya no
daba más de sí.
Se apartó de la puerta y dejó pasar a una clienta, preguntándose por qué
tanta gente acudía a un herbolario la víspera de Nochebuena. Miró hacia el
interior y vio a Loli recibiendo a la recién llegada con un abrazo. Así era su
novia, no tenía clientes, sino multitud de amigos que acudían a ella para que
les sanara el cuerpo y el alma.
También lo había sanado a él. Aún recordaba con emoción el momento en
el que apareció en su despacho en Vinaroz, un par de años atrás, para pedirle
que ayudara a una amiga envuelta en un difícil proceso de divorcio. Le
sorprendió que hubiera pensando en él para solucionar aquel caso, apenas se
habían visto en los años anteriores, desde que él dejó de veranear en Morella.
Carlos se vio en la necesidad de explicarle que en su bufete estaban
especializados en cuestiones empresariales y que no llevaba asuntos
familiares. Loli lo miró desconcertada como si aquello que le decía no tuviera
ningún sentido.
—¿Para qué sirve un abogado si no es para ayudar a la gente? ¿No tenéis
algo así como un juramento hipocrático?
—Me confundes con un médico.
—Ya sé que eso es de los médicos —contestó ella, agitando una mano

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cargada de anillos y pulseras. Con su vestido largo floreado y unos pendientes
de plumas de colores que le enmarcaban aquel rostro de muñeca de porcelana
que Carlos recordaba bien, parecía más que nunca una pitonisa—. Lo que
digo es si los abogados no tenéis algo parecido.
—Tenemos un código deontológico.
—¿Y ese código no te dice que tienes que ayudar a la amiga de una amiga
que está en un apuro?
Le sorprendió que se presentase como su amiga, después de tantos años,
después de un breve y alocado romance y una ruptura complicada. Eso, y que
se hubiera presentado en su despacho sin avisar, en vez de molestarlo le
conmovió tanto que acabó aceptando el caso.
La amiga de Loli no tenía medios para pagarse un abogado y por eso
había acudido al turno de oficio, donde le había tocado el licenciado más
perezoso y pardillo de la última promoción. Carlos tuvo que trabajar duro
para enderezar todo lo que estaba torcido en aquel caso. El marido tenía un
buen abogado y habían ofrecido un convenio de separación que consistía en
que él se quedaba con todo, puesto que él era el que tenía un buen trabajo con
grandes ingresos, y ella no se llevaba nada, alegando que nunca había querido
trabajar a pesar de que tenía estudios y experiencia laboral previa a su
matrimonio. Que ella lo hubiera dejado todo para cuidar de su marido y su
hijo ni se mencionaba en aquel documento que Carlos estuvo tentado de
romper en mil pedazos.
Aquel caso le abrió los ojos a algo que llevaba considerando desde que
inició su andadura profesional. Le gustaba su trabajo y ganaba mucho dinero,
pero a veces sentía que podía hacer algo más, que ya había bastantes
abogados trabajando para grandes empresas, pero pocos que se ocuparan de
los casos de la gente que apenas podía permitirse pagar sus minutas, como la
amiga de Loli. Sin pensárselo mucho más y provocando el disgusto de su
padre, que lo había recomendado para aquel importante bufete, dejó su
puesto, montó su propio despacho y se dio de alta en el turno de oficio. Ahora
sus ingresos eran muy inferiores, pero su implicación y satisfacción con los
casos que defendía le compensaban.
—Me debes un café —le dijo a Loli el día que le entregó a su amiga toda
la documentación tras haber logrado un convenio mucho más justo y
ratificado el divorcio en el Juzgado de Vinaroz.
La clienta salió del despacho con tanta discreción que ninguno de los dos
se dio cuenta hasta que una corriente de aire cerró la puerta demasiado fuerte.
—Esto se merece mínimo una cena —contestó Loli.

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Era un frío día de diciembre e iba vestida de rojo y blanco, con la cabeza
cubierta por un gorro de punto con un pompón que le colgaba sobre la
coronilla.
Carlos rodeó su mesa para acercarse a ella y tirarle suavemente del
pompón.
—Pareces Papá Noel.
—Será Mamá Noel.
Loli se quitó la bufanda, como si de repente hiciera demasiado calor en la
oficina, y Carlos descubrió el profundo escote que la prenda de lana le había
tapado hasta aquel momento.
—Una Mamá Noel muy sexi —dijo, sin pararse a pensar lo que salía por
su boca.
—¿Estás ligando conmigo, letrado? —preguntó ella, inclinándose para
ofrecerle una perturbadora visión de las fascinantes curvas que le asomaban
por el escote.
—No sería nada profesional —dijo él, levantando una mano para pasarle
un dedo por la tela de encaje que asomaba bajo su jersey.
—Entonces… ¿Dónde quieres que te lleve a cenar? —preguntó ella.
—¿A tu casa?
—Aún vivo con mi madre.
—A la mía, entonces.
Loli rio y Carlos miró fascinado el movimiento de sus labios pintados de
rojo intenso.
—Mejor a un restaurante, que no creo que ninguno de los dos seamos
buenos cocineros. —Se agachó sobre la silla para recoger su abrigo y su
bolso, que se puso sobre un brazo—. El viernes. —Le puso una mano en el
hombro y le dio un beso en la cara, tan cerca de los labios que Carlos tuvo
que hacer un esfuerzo para no devolvérselo como realmente quería—. Luego,
si se me hace muy tarde para volver a Morella, podemos ir a tu casa —le
susurró al oído, antes de darse la vuelta y marcharse tan tranquila con aquella
forma de caminar, que parecía que no tocaba el suelo.
Y ahí estaban, dos años después, en plenas Navidades y en capilla. Carlos
golpeó el suelo helado con los pies y se frotó las manos, soplándoselas para
entrar en calor. La clienta salió de la herboristería y Loli se asomó, haciéndole
un gesto para que entrara.
—Te vas a quedar congelado ahí fuera.
—¿Podemos irnos ya a comer?
—Sí, espera que cierro todo y vamos.

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Le encantaba verla moverse por la tienda con aquella elegancia fluida
suya. Se había puesto una falda larga marrón con abalorios de colores en la
cintura, un jersey de punto, que seguramente le había tejido su madre, y un
pañuelo de flores a modo de diadema.
—Creo que nos hemos equivocado —le dijo, dejando de devorarla con la
mirada muy a su pesar, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón—.
Para ellos no va a ser tan fácil como para nosotros. Aún les duele demasiado
todo lo que pasó.
Loli se acercó, envolviéndole en su aroma a flores silvestres y le apoyó las
manos en el pecho para darle un suave beso en los labios.
—Si les duele es porque ninguno de los dos ha podido olvidar al otro. No
es tan mala noticia como crees.
—¿No es una locura forzar su reencuentro?
—Es necesario. Solo estando juntos pueden curarse. El amor es el
remedio para todo.
—Ojalá aciertes.
Carlos abrazó a su novia, que se le colgó del cuello y lo miró sin verlo,
con aquel gesto abstraído que tenía cuando estaba a punto de hacer una
premonición.
—Al final todo estará bien —enunció con su voz de adivina del futuro—,
y si no está bien, es que no es el final.
—¿Eso no lo dijo John Lennon?
Loli parpadeó y salió de su abstracción, volviendo a la tierra para dar otro
beso a su novio.
—Puede ser. Vamos, que tengo que ver a Sara, está necesitando
urgentemente alguien con quien hablar —dijo, como si pudiera asomarse por
una ventana abierta a la mente de su amiga.
—Y yo he quedado con Javier.
—Podemos ayudarlos y lo haremos —dijo Loli, antes de darle un beso en
la mejilla. Carlos la atrapó por la cintura y lo convirtió en un largo y húmedo
beso en la boca que los dejó a los dos sin aliento—. Espero que esto tenga
continuación más tarde, letrado.
—No lo dudes.
Loli soltó una carcajada, lo tomó de la mano y tiró de él para salir de la
herboristería. Carlos se dejó llevar, como siempre. Había descubierto que ella
sabía mejor que nadie cuál era el camino a seguir.

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Verano de 1989

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Capítulo 13

—Te estás quedando conmigo —dijo Loli, sentada en la cama de Yolanda.


Sara se levantó de la cama gemela, abrió la puerta, se asomó para
asegurarse de que ni su hermana ni su madre estaban a la vista, y la volvió a
cerrar.
—Va en serio.
Se quedó con la espalda apoyada en la puerta, mirando a su amiga.
—No, no es verdad. Me tomas el pelo.
—¿Para qué me lo iba a inventar? No es algo de lo que presumiría si no
fuera cierto.
Era verdad y Loli lo sabía. Ella la conocía mejor que nadie y era su única
confidente.
—Ay, Sara, de verdad que me alegro por ti. —Loli se levantó de un salto
y corrió a darle un abrazo—. Pensaba que morirías virgen.
—Qué tonta eres.
Su amiga soltó una carcajada y Sara le tapó la boca.
—Estoy alucinando en colores —dijo Loli, separándole la mano—. Tienes
que contarme todos los detalles.
—Ni lo sueñes.
—Venga, yo te conté lo mío con Carlos el verano pasado.
Sara se alejó de su amiga y se sentó en la silla del escritorio, pensativa. El
verano anterior Loli y el primo de Javi eran inseparables, pero ahora Carlos ni
siquiera le había preguntado por ella las veces que se habían encontrado. ¿Y
si a ellos les pasaba lo mismo?
—¿Qué te pasó con Carlos? —preguntó, jugando a trenzarse la larga
melena, que aquel día llevaba suelta, para no mirar a su amiga a la cara.

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—Nada. —Loli se encogió de hombros—. Ya te dije que no era el hombre
de mi vida y que no me casaré antes del siglo XXI. El que me quiera, que me
espere, y si no… hasta luego, cocodrilo.
Loli soltó una risa traviesa y se dejó caer sobre la cama, cruzando los
brazos detrás de la cabeza.
—Pues yo no creo que quiera nunca a otro chico como quiero a Javi. —
Sara agarró un lápiz y comenzó a dibujar espirales en un papel—. Si lo
nuestro se acabase… Si me dejase… No sé, quizá me haría monja.
—¿Monja? —Loli dio un salto en la cama—. ¿Estás loca? Pensé que ibas
a decir que te morirías.
—¿Te parece mejor que me muera que irme a un convento?
—Eso es la muerte en vida. Una muerte lenta y aburridísima.
Su amiga no tenía remedio, todo se lo tomaba a broma.
—Vengaaa… —Loli se sentó con las piernas cruzadas y apoyó la cara
entre las manos, fingiendo un gesto angelical—. ¿Cómo fue? ¿Cómo se portó
Javi? Del tipo ansioso, que solo va a lo suyo… Del romántico intentando
hacerlo inolvidable… Del nervioso, angustiado por meter la pata…
Sara miró el papel en el que dibujaba sin pensar y vio el nombre de Javi
trazado con grandes letras de caligrafía como las de los cuadernos Rubio que
su madre le compraba de pequeña.
—Fue muy bonito —dijo con la boca pequeña.
—Por favor, dime que habéis usado condón —dijo, poniéndose un poco
más seria.
—No hizo falta, hay un método, creo que Javi dijo que se llama Ogino o
algo así.
—¿Ese de que unos días antes o después de la regla no hay peligro? Yo no
me fiaría.
—Javi estudia Medicina.
—Pues dile que estudie menos y se pase por la farmacia la próxima vez
—aconsejó Loli—. Los asientos de ese Mercedes parecen muy cómodos —
bromeó Loli, cambiando de tema al notar su incomodidad.
—Lo son —confirmó Sara. Durante un buen rato se quedó hipnotizada
mirando el dibujo que había hecho.
Por su mente pasaron imágenes de la noche anterior. Le gustaría tener un
verdadero don para el dibujo y poder hacer un retrato de Javi para no olvidar
nunca cómo había sido la primera vez que lo había visto de verdad. Desnudo
era más él, más auténtico.
—Tierra llamando a Sara… Tierra llamando a Sara…

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Oía la voz de Loli a lo lejos, pero no podía dejar de recordar sus manos
recorriéndola de arriba abajo, su boca besándola en cada curva y cada
recoveco, el mordisco juguetón que le había dado en el lóbulo de la oreja,
haciéndola saltar como si la atravesara una corriente eléctrica.
—Te estás poniendo roja como un tomate —se burló su amiga—. ¿Tienes
un chupetón? ¿Por eso te tocas el cuello?
—No, no tengo ningún chupetón —contestó Sara, retirando la mano para
que lo viera por sí misma—. Y no te voy a contar nada más —añadió.
Loli se había puesto de pie mientras ella estaba abstraída, para mirar el
nombre escrito en el papel.
—Ay, Sara, que ahora sí que estás enamorada de verdad.
—No te enteras, Loli —Sara dio la vuelta al papel y se puso en pie—. Me
enamoré de Javi la primera vez que lo vi. Fue amor a primera vista, como en
las películas. —Se puso las sandalias y se miró al espejo, alisándose la melena
con las manos—. ¿Vamos a dar un paseo?
Loli la miró a través del espejo. La conocía mucho, más que nadie, y supo
que por el momento no había más que decir. Sara también la conocía, y sabía
que volvería al ataque en cualquier momento.
—Vale. Me apetece un helado.
Un rato después paseaban por el centro del pueblo, a la sombra de los
soportales, comiendo un Frigopie cada una, disfrutando de aquel rato juntas
en el día libre del trabajo de Sara en el bar.
Al llegar a la plaza de Colón, se sentaron en un banco. Sara estaba tan
abstraída escuchando una de las historias de su amiga que no notó que alguien
se acercaba hasta que se inclinó sobre ella y le robó un bocado de helado. Dio
un grito y se llevó una mano al corazón antes de reconocer a Javi, que se
sentó a su lado muerto de risa.
—Hola, Loli —dijo Javi, pasándole un brazo a Sara por los hombros.
—Hola, Javi. ¿Qué tal el verano? Dicen que es mucho mejor que el
pasado —contestó la amiga de Sara, elevando las cejas en un gesto descarado.
—Loli… —intentó frenarla Sara.
—Sí, creo que es mucho mejor —dijo Javi, y apretó a Sara contra su
pecho hasta que volvió el rostro y pudo darle un beso en los labios—.
Muchísimo mejor.
—Puaj, qué empalagosos —se quejó Loli, levantándose del banco—.
Mejor me voy. A ver si encuentro a mi Conrad. Sí, ya sé que el nombre es
horrible, pero el chico está como un queso. Bye.
Los saludó con una mano y se alejó calle abajo.

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—¿Habla inglés con su Conrad?
—Todo el inglés que Loli sabe es ese bye que acaba de decir. —Sara soltó
una risa que reverberó en el pecho de Javi—. En el instituto estudiaba francés,
pero tampoco se le da muy bien. Tendrías que oírla cantando Voyage, voyage.
Javi inclinó la cara y le pasó la nariz por detrás de la oreja, aspirando su
perfume y haciéndole cosquillas en la piel sensible.
—Te echaba de menos —le susurró.
—Nos vimos ayer.
—No me olvido. Creo que no me olvidaré nunca de lo de ayer.
Sara inclinó la cara para que la melena le tapara el rubor que le encendía
las mejillas.
—Yo tampoco —dijo, apoyándose en el hueco de su hombro.
Oyó pasos que se acercaban y una tos un tanto forzada. Levantó la mirada
por encima del hombro de Javi y se encontró con la de sus padres. Sara deseó
que se la tragara la tierra en aquel mismo momento.
—¿Javier? —dijo Asunción de Miralles.
Javi se levantó del banco prácticamente de un salto, mirando a sus padres
como si fueran dos extraterrestres recién llegados del espacio exterior.
—¿Cuándo habéis llegado? ¿Qué día es hoy?
—1 de agosto, hijo. ¿Así nos recibes? —La voz del doctor Miralles se
parecía a la de ese actor de las películas del Oeste que le gustaban al padre de
Sara—. Saluda a tu madre.
Javi se inclinó para dar dos besos a su madre, media cabeza más baja que
él, y a continuación estrechó la mano que su padre le extendía.
—¿Os acordáis de Sara? —preguntó, dándole una mano para que se
pusiera en pie. Ella solo quería salir corriendo. No sabía cómo podían tener
tan mala suerte de que volvieran a encontrarlos juntos.
—Lo siento, pero no —dijo su madre, cruzando los brazos llenos de
pulseras.
—La hija de Manuel Navarro, ¿no? —preguntó su padre. Sara se quedó
absorta observando el movimiento de sus gruesas cejas.
—Sí, qué buena memoria —consiguió decir, soltando la mano que Javi
aún le sujetaba—. Me alegro de volver a verles.
La madre apretó los labios y se pasó una mano por la cabeza, colocándose
el peinado impecable después de varias horas de viaje.
—Nos apetecía dar un paseo antes de comer. Vente con nosotros y así nos
cuentas. —Hizo un gesto con la mano y esperó a que su hijo se decidiera a
seguirla—. ¿Ya no te quejas de lo aburrido que es Morella? Tal vez el verano

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que viene deberíamos pensar en aprovechar mejor las vacaciones, hacer algún
viaje al extranjero, tal vez a Nueva York para ver a tu hermano.
Con cada palabra de la madre de Javi, Sara se iba sintiendo más y más
pequeña.
—Yo ya me iba —dijo, y esquivó la mano de Javi que intentaba agarrar la
suya—. Tengo que ayudar a mi madre con la comida. Adiós.
Se dio la vuelta y no salió corriendo porque se negaba a darles el gusto de
verla huir.
Se llevó una mano al pecho para tratar de aliviar la estúpida congoja que
le cortaba el aliento y le quemaba en la garganta. Tenía que haber imaginado
que una gente de tanto nivel nunca la aceptaría como novia de su hijo.
En la puerta de su casa estaba Yolanda jugando con el gato de la vecina,
que ronroneaba cada vez que le pasaba una mano por el lomo.
—Hola, bichito —dijo Sara, sentándose en el escalón con su hermana y
acariciando el peludo lomo del felino.
Vio caer dos gotas y pensó que se había puesto a llover, aunque el sol
brillaba en un cielo sin rastro de nubes.
—¿Por qué lloras, Sara?
—No lloro.
—Pues te cae agua de los ojos —dijo su hermana, que dejó de acariciar al
gato para abrazarla.
—Es que el gato me da alergia.
—No es verdad.
—Pues será el polen.
—Déjate de historias, que tú no tienes alergias.
Sara dejó que su hermana la consolara y le secara las lágrimas rebeldes
que se empeñaban en brotar de sus ojos.
—¿Crees que Javi es demasiado para mí? —preguntó. Tan necesitada
estaba de consuelo que lo buscaba en su hermana pequeña—. Su familia tiene
mucho dinero, su padre es cirujano y su madre es hija de un marqués o algo
así, el abuelo al que le dio el infarto ahora le ha regalado su Mercedes. ¡Un
Mercedes! ¿Qué chico de su edad tiene semejante cosa? Y tienes que ver la
cantidad de pulseras de oro que lleva su madre, y sus gafas de sol son como
de estrella de Hollywood… Y su padre, su padre lleva siempre traje y corbata,
en pleno verano… No es una broma, Yoli, son muy ricos… Los polos de Javi
son de Lacoste, y sus pantalones de marcas carísimas… Toda nuestra ropa no
vale lo que su cazadora de cuero… Y siempre lleva dinero encima, no como
nosotras que a veces no tenemos ni para un paquete de pipas. Su hermano

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mayor estudia en Estados Unidos y sus hermanas se van a esos campamentos
para niños bien donde deben de tener hasta mayordomo para hacerles la
cama…
Yolanda decidió que ya estaba bien de lamentos. Pequeña como era,
media cabeza y cinco kilos menos que su hermana, la agarró por los hombros
y la sacudió hasta que dejó de quejarse.
—Ya está bien, Sara, solo dices tonterías.
—Es todo cierto.
—Y también es cierto que Javi está loco por ti. ¿No se pasó diez meses
enviándote cartitas? ¿No se vino volando desde Madrid en cuanto le dieron
las vacaciones? —argumentó, dándole otra sacudida para hacerla reaccionar.
—Pero…
Yolanda señaló a su hermana con el dedo índice, agitándolo delante de su
nariz.
—No quiero oírte ni una queja de Javi. Has tenido la suerte de encontrar
al chico perfecto; y te lo advierto, si tú no lo quieres, me lo quedo yo.
—¡Oye, tú!
—No hablo en broma, Javi me gusta. —Yoli se levantó y se puso las
manos en las caderas, mirando al cielo como si allí estuviera el retrato de Javi
—. Es más guapo que Rick Astley.
—Ahora que lo dices, se parecen un poco.
—Más guapo que José María de Mecano.
—Bueno, eso tampoco es difícil.
—Que Rafa de La Unión.
—Yolanda, ¿me vas a hacer un repaso de todos tus cantantes favoritos?
—Solo de los rubios.
Sara se levantó y abrió el portal para entrar en su casa. No se le había
pasado del todo el disgusto, pero su hermana tenía la virtud de ponerla de
mejor humor con sus tonterías.
Yolanda volvió a sentarse en el escalón del portal y llamó al gato, que se
acercó maullando.
—Mi hermana está fatal, ¿sabes? —oyó Sara cómo le decía al minino—.
Por suerte me tiene a mí, que soy la lista de la familia, para aconsejarla.
Sara entró en la casa riéndose para sus adentros. Ya casi se había olvidado
de los padres de Javi.

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Capítulo 14

Javi había pasado la tarde jugando con Carlos una interminable partida al
Monopoly, solo para evitar enfrentarse a sus padres.
La tía Carmen se asomó a la puerta de la cocina, limpiándose las manos
con un paño.
—¿Vas a buscar a Sara? —le preguntó con una sonrisa cómplice.
—Sí, ya casi son las nueve.
—Espera —le dijo, entró de nuevo en la cocina y volvió a salir al poco
con un paquete en la mano—. Llévale estas rosquillas, que las acabo de hacer.
Javi tomó el paquete y le dio un beso a su tía, que cada año le quedaba
más bajita.
—¿Le has dicho a tu padre que no vienes a cenar?
Su madre llegó por el pasillo que llevaba al patio trasero en el justo
momento en el que la tía hacía aquella pregunta.
—¿Cómo que no vienes a cenar? —preguntó, mirándolo de arriba abajo,
parándose en el paquete que sostenía entre las manos.
—He quedado.
—Es la hora de la cena; no puedes faltar, ya sabes que tu padre no te lo
permite.
Javi apretó tanto el paquete de rosquillas que notó cómo se aplastaban
entre sus dedos.
—Tengo diecinueve años, no podéis seguir dándome órdenes como si
fuera un niño pequeño.
—Entonces, no te comportes como si lo fueras.
—¿Y adónde pensabas ir? ¿Por qué no está Carlos contigo?
—Voy a ver a Sara.

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La tía Carmen dio dos pasos hacia delante, interponiéndose entre Javi y su
madre, como hacía cuando era pequeño y veía venir un cachete.
—Déjalo ir, mujer, que las vacaciones son para divertirse.
—No te metas, Carmen, que va a ser mejor. De sobra sabe Javier que esa
chica no nos gusta.
—Pero si ni siquiera la conoces —insistió la tía, tan acostumbrada a los
desplantes de su elegante cuñada que le resbalaban como si fueran de aceite
—. Es muy buena niña, trabajadora y responsable, siempre cuidando de su
madre enferma.
—¿Su madre está enferma? ¿No será algo contagioso? —Javi cerró los
ojos para no ver cómo su madre se estremecía con la boca entreabierta en un
gesto desagradable—. El padre desempleado, la madre enferma y esa niña
tonteando por la calle con chicos.
—Con chicos, no, mamá, solo conmigo. Y no tontea, vamos muy en serio.
Javi no tuvo paciencia ni para explicarle que el padre de Sara ya no estaba
en el paro, de todos modos sabía que no la impresionaría favorablemente
descubrir que ahora solo era un empleado de panadería con un sueldo tan
pequeño que seguía necesitando la aportación de su hija para mantener el
hogar familiar.
—Tú quieres matarme de un disgusto.
La discusión había ido subiendo de tono, lo suficiente como para que su
padre se enterara y se acercara a ver qué sucedía.
—¿Qué pasa aquí? ¿No se cena hoy en esta casa? Ya son las nueve.
—Tengo que salir —dijo Javi, con la cabeza bien alta y los pómulos
enrojecidos de rabia—. He quedado.
—Ya saldrás después de cenar —contestó su padre, descartando la idea
sin dedicarle ni un segundo de reflexión.
Javi miró a su madre, que lo esquivó para adentrarse en la cocina,
llamando a la tía Carmen para que la siguiera.
El doctor Miralles se dio la vuelta y caminó hacia el comedor. Ni siquiera
le interesaba saber por qué peleaban su hijo y su esposa, o quizá lo intuía y
prefería no meterse en aquel cenagal.
Javi estaba paralizado, nunca en la vida le había discutido nada a su padre,
su autoridad en la familia era absoluta y nadie la cuestionaba. Se moría de la
vergüenza por ser tan cobarde, pero se dijo que la próxima vez tendría que
escucharle.
Se coló en la habitación de la tía Carmen. Sobre la mesilla de mármol
estaba el teléfono supletorio, con su forma curvada como de plátano. Ni

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siquiera sabía si habían recuperado la línea después del corte de meses atrás
por sus problemas económicos. Cruzó los dedos para tener suerte.
—¿Diga?
Era una voz de mujer mayor, ni Sara ni Yolanda, maldita su suerte.
—Hola. Quería hablar con Sara.
—Sara no está. ¿Quién eres?
Claro que no estaba, aún seguiría en la puerta del bar de Ramón,
esperando a que llegara a buscarla.
—Soy Javier Miralles, un amigo de Sara —dijo, dejándose caer sobre la
cama de su tía.
—¿Miralles? ¿Eres el sobrino de Carmen Miralles?
—Sí.
—Tu tía y yo somos buenas amigas. Yo soy Isabel, Isabel Esteve, la
madre de Sara.
—Eh… Encantado de conocerla —dijo, sintiéndose rematadamente
estúpido.
—¿Quieres dejarle algún recado a Sara? ¿Va todo bien?
—Yo… Esto… Había quedado con ella, pero no voy a poder ir. Hoy
llegaron mis padres y la cena familiar es algo así como sagrada —soltó de
sopetón, sin pararse a pensar si la madre de Sara sería una persona tan rígida
como sus padres, o tan religiosa como para ofenderse por el uso de aquella
palabra.
Se dio cuenta de que no era ninguna de las dos cosas cuando la oyó reírse
con voz apagada al otro lado de la línea.
—Bueno, hijo, es normal que tus padres quieran cenar en familia, no te
enfades por eso. Se lo diré a Sara y seguro que lo entenderá.
Javi sintió que le picaban los ojos como cuando le daba la alergia en
primavera.
—Gracias, es usted muy amable.
—Ya le he dicho a Sara que a su padre y a mí nos gustaría conocerte.
¿Vendrás un día a comer con nosotros? Puedo pedirle permiso a tus padres si
es necesario.
—Yo… No, no será necesario. Iré encantado.
Se despidieron brevemente y colgó sintiéndose un poco mejor. Apenas se
había levantado cuando Carlos abrió la puerta del dormitorio.
—Vamos, que tu padre está que echa humo por las orejas.
—Sí, no se le vaya a enfriar la sopa y se acabe el mundo.

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Casi dos horas después salía corriendo por la puerta trasera, buscando cada
atajo que lo llevara cuanto antes a la casa de Sara.
«Mi ventana es la segunda de la izquierda», le había dicho ella una noche
bromeando, «y no tiene rejas».
Tocó el cristal con los nudillos, muy suave la primera vez y más fuerte la
segunda. El visillo blanco se movió y Sara se asomó con precaución. Su
sonrisa de bienvenida borró de golpe todo el disgusto de la velada.
—¿Qué haces? —preguntó ella nada más abrir la ventana.
—¿Puedes salir?
Sara negó despacio con la cabeza, apenada.
—Mi padre tiene turno de noche y no puedo dejar a mi madre y mi
hermana solas. —Estiró una mano y se la pasó por la cara, tirándole de la
comisura del labio hasta que lo obligó a sonreír—. ¿Es cierto que le has dicho
a mi madre que vendrías un día a comer?
Javi se encogió de hombros, preocupado por si había metido la pata, pero
Sara se estaba riendo tan contenta.
—Tu madre fue muy amable, pero… En serio, ¿no podemos irnos de aquí,
juntos los dos, lejos de tus padres y los míos?
Sara apoyó los codos en el alféizar y suspiró mirando las estrellas que
parpadeaban en el cielo casi negro.
—¿Y adónde iríamos?
—A algún sitio con playa. Al Caribe, o a Hawái.
—O a la luna, para el caso… —dijo ella, recordándole que ya una vez
habían bromeado sobre cómo colgarían una hamaca para leer en la luna.
Javi se apoyó en la pared, al pie de la ventana de Sara, que le quedaba a la
altura de los hombros, para mirar también a las estrellas y, de reojo, a la chica
asomada que le robaba el sueño y hasta el aliento. No había ni habría nunca
en su vida otra chica como Sara, su dulce Sara.
—El otro día Carlos y yo nos encontramos a Rebeca. No dejo de pensar
en ella.
—¿Cómo?
—Me da envidia.
—¿Por qué?
—Porque ya tiene su propia casa, su marido, su hijo en camino. Hacen
vida de adultos y no tienen a sus padres diciéndoles a qué hora se cena en su
casa.

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Sara estiró una mano y se la pasó por el pelo demasiado largo, como le
había recriminado su padre durante la cena.
—Aún queda mucho para eso —dijo Sara, la más sensata de los dos—.
Tienes que acabar tu carrera, hacer la especialidad, comenzar a trabajar…
—No hables como mi padre.
—Tienes un gran futuro por delante, no puedes desperdiciarlo.
Javi se levantó de un salto y le dio una patada a una piedra suelta de la
calle.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Que vuelva a Madrid otra vez en septiembre?
¿Seguirás enviándome cartas y seguiremos viéndonos dos meses cada año?
Estaba muy disgustado aquella noche y no se paraba a pensar que estaba
haciendo pagar a Sara por algo que no era culpa suya en absoluto. La llegada
de sus padres a Morella era un aviso de que ya había pasado la mitad del
verano y de que el resto transcurriría aún a más velocidad. Daba vértigo solo
pensarlo.
—Yo te voy a esperar siempre, Javi —dijo ella en voz muy baja,
retirándose hacia el interior de la habitación.
Javi la agarró por las muñecas y tiró de nuevo de ella hacia el exterior,
abrazándola con dificultad por encima del alto alféizar. No encontraba las
palabras para decirle lo enfadado y lo triste que había estado toda la cena por
no poder ir a buscarla al bar. Si apenas podía soportar la idea de no verla una
noche, ¿cómo iba a sobrevivir a otros diez meses sin ella?
—Te quiero tanto, Sara —le dijo, con la cara enterrada en su larga
melena.
—Javi… —La notó temblar entre sus brazos—. Yo también te quiero.
Tenía que irse, no podía seguir allí abriéndose el pecho para mostrar su
corazón con cada palabra, con cada suspiro.
—¿Qué te parece si vamos a la playa el lunes? —le preguntó—. Tenemos
que aprovechar tu día libre.
—Bajar a la costa nos llevaría por lo menos dos horas. Podemos ir a
bañarnos al río Bergantes, al monasterio de la Balma. Tengo un bañador
nuevo para estrenar.
—¿Un bañador? —preguntó, arqueando las cejas con interés.
—Un biquini, en realidad.
—¿Y tengo que esperar hasta el lunes para verlo?
—Pues sí.
Sara levantó la cara hacia el cielo y las estrellas envidiaron el brillo de sus
ojos.

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—Me haces sufrir a propósito.
Ella le rodeó el cuello con las manos y le agarró un mechón de pelo para
darle un tirón suave.
—Pero me quieres un poquito.
—Un poquito nada más.
Sara lo soltó para juntar sus manos y volver a separarlas unos cinco
centímetros.
—¿Así, más o menos?
—A lo mejor un poco más.
Ella fue abriendo las manos lentamente, mientras Javi asentía con la
cabeza, hasta que llegó al límite de sus brazos.
—Esto no es un poquito —dijo, con la voz apagada por la emoción.
—Dulce Sara. —Javi apoyó su frente en la de ella, y luego volvió la cara
hacia el cielo haciendo que lo imitara—. ¿Ves aquella estrella? ¿La que más
brilla y parpadea? Te quiero hasta esa estrella y más allá. Ida y vuelta.
—Y yo te quiero como el universo, infinito.
Javi la besó y durante un rato solo existieron sus labios y las manos que se
buscaban ansiosas por el hueco de la ventana.
—¿Qué haces ahí? ¿Mirando las estrellas y suspirando por tu novio? —se
oyó la voz de Yolanda al fondo de la habitación.
—Exactamente eso —contestó Sara, estirando una mano para tocar la cara
de Javi, antes de darse la vuelta y cerrar la ventana. A buscar las dichosas
pastillas.
Aún se quedó un rato más allí, sentado en la acera, pensando en su chica
de las estrellas y en las estúpidas paredes que los separaban.

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Capítulo 15

—Así que ese chico rubio tan guapo con el que te pasabas el día arriba y
abajo era el sobrino de Carmen Miralles —dijo su madre, como quitándole
importancia.
—Es… un amigo… Nos va a llevar a Loli y a mí a la Balma. También
viene su primo, y no sé si algún amigo más —improvisó, para que quedara
claro que no habría sitio para su hermana.
—Qué suerte, un chico con un Mercedes, nada menos.
Sara clavó una mirada asesina en su hermana, que negó con la cabeza
repetidamente. Si su madre apenas salía de casa alguien tenía que haberle ido
con el cuento, claro que eso no era tan difícil en un pueblo en el que todos se
conocían, al menos de vista.
—Bueno, voy a por mis cosas…
Caminó despacio hacia la puerta de la cocina, rezando para que su madre
no le preguntara nada más. No se hablaba con los padres de chicos, era un
asunto tabú que solo podía traer complicaciones y un rosario de advertencias
que ya se imagina.
—Puedes decirle a Javi que sigo esperando que venga un día a casa.
—¿Para qué? Solo es un amigo más… —mintió, sin atreverse a mirarla a
la cara.
—Precisamente por eso, conozco a todos tus amigos menos a Javi. A lo
mejor no sabe que no salgo mucho por mi salud, seguro que si se lo cuentas
no le importará aceptar mi invitación.
Sara apretó la mandíbula hasta que pensó que se rompería los dientes.
—Bueno —dijo, sin comprometerse a nada.
—Y a tu padre seguro que también le gustará conocerlo.
—Mamá…

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—Anda, corre a cambiarte, no hagas esperar a tus amigos.

Llegaba tarde. Al ponerse el biquini nuevo descubrió que necesitaba depilarse


partes de su cuerpo que nunca había depilado antes. Aquella moda del biquini
subido a las caderas, que según Loli hacía unas piernas más largas y estilizaba
la figura, tenía también muchos inconvenientes.
En la plaza estaba Javi con el Mercedes y, a cada lado del mismo, Loli y
Carlos, evitando mirarse a la cara.
—¿Pasa algo? —preguntó.
—¿De quién ha sido la genial idea de ir los cuatro al río?
Loli estaba muy enfadada y Sara dudó antes de contestar, por eso Javi se
le adelantó.
—Pensamos que estaría bien pasar una tarde juntos, como el verano
pasado.
—Muy buena idea —dijo el primo de Javi, dándole una patada a una
piedra.
—Como juntar a Madonna con Sean Penn —añadió Loli, comparándose
con el divorcio más escandaloso de Hollywood del invierno anterior.
—Ya quisieras tú ser Madonna —dijo Carlos, y echó a andar.
—Ya quisieras tú tener el talento que tiene Sean Penn en su dedo meñique
—le gritó Loli, levantando la mano derecha para enseñarle el suyo.
Carlos se volvió y abrió los brazos, mientras seguía caminando hacia
atrás.
—¿Qué pasa? ¿Hoy no has mirado tu horóscopo? ¿No adivinaste lo que
iba a pasar? Menuda pitonisa de pacotilla estás hecha.
—Vete a la mierda, Carlos.
—Y tú vete con tu alemán, a ver si te enseña algo sobre salchichas.
—Eres un cerdo.
Desaparecieron cada uno por una calle, en direcciones opuestas; en la
plaza solo quedaron Sara y Javi, unas cuantas palomas alborotadas por los
gritos y dos abuelas sentadas en un banco con los ojos desorbitados ante
semejante bronca.
—No sabía que las cosas estaban tan mal —dijo Javi.
—Yo tampoco. Tengo que hablar con Loli, pedirle perdón y…
Javi la agarró por la muñeca antes de que se echara a andar.

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—Tú y yo nos vamos a la Balma —le dijo, tirando de su mano para
atraerla hacia sí—. Ya arreglaremos esta metedura de pata más tarde, ahora
creo que es mejor dejar que se les pase el cabreo.
—No sé…
—No me voy a perder ese biquini nuevo.
Javi elevó las cejas dos veces y a Sara le recordó aquel gesto tan gracioso
de Groucho Marx, el actor de viejas películas en blanco y negro que a toda su
familia les encantaban cuando ponían en la tele.
—Sería una pena —dijo—, es muy bonito.
—Seguro que sí, pero más porque lo llevas tú.
Salieron de Morella en silencio. Sara pensativa, mirando las manos de
Javi sobre el volante. Le gustaba verlo conducir, lo hacía con seguridad y
confianza, y no podía dejar de pensar en la forma en que aquellas mismas
manos podían darle tanto placer.
—¿Qué tal con tus padres?
La carretera hacia Zorita era, como todas en lo alto del Maestrazgo, una
sucesión de curvas y giros que mareaban hasta al viajero más curtido. Javi se
detuvo en un cruce y reinició la marcha, tomándose demasiado tiempo para
contestar, o eso le pareció a Sara.
—No te preocupes por ellos.
—Javi…
—Mi madre es una esnob, ¿sabes? Cree que los madrileños estamos por
encima del resto de España, simplemente por ser de la capital.
Sara se sorprendió del tono amargo de Javi. El rechazo que mostraba por
sus padres parecía dolerle tanto a él como a ella misma.
—Pues tu padre no es madrileño —dijo con la misma amargura.
—Mi padre le salvó la vida a mi abuela —explicó Javi, cambiando de
marcha con un golpe de muñeca—. Le hizo una operación que ningún otro
cirujano se atrevía a hacer.
Cargaba toda la culpa sobre los hombros de su madre, pero Sara había
notado algo en el doctor Miralles, hubiera jurado que miraba a Javi con
decepción.
—Los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos —dijo, con el
corazón en un puño.
—Y por eso, cuando te conozcan, te querrán a ti también —contestó Javi,
guiñándole un ojo—. ¿Quieres poner la radio?
Sara asintió y giró la rueda para encender el radiocasete. En la emisora de
Los 40 Principales, Los Ronaldos cantaban: «Adiós, papá, adiós, papá,

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consíguenos un poco de dinero más…».
Dinero, esa era toda la cuestión. Sara había aprendido desde muy pequeña
que no era una cuestión superficial. Aunque ella fuese una chica de pueblo, si
su familia tuviera dinero, o si ella tuviera un oficio con los ingresos del padre
de Javi, seguramente la aceptarían en la familia. Pero ella nunca le iba a
salvar la vida a nadie con una operación de riesgo. Y su sueldo de camarera
debía de ser lo que ellos se gastaban cualquier fin de semana en restaurantes
de lujo.
Cuando estuvieron por fin en a la orilla del río y ella se quitó despacio la
ropa para quedarse en biquini, se le olvidaron todas las preocupaciones. Ver a
Javi boquiabierto, incapaz de decir una palabra, fue el mejor de los piropos.
—Vuelve a vestirte, que nos vamos.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que nadie más te mire.
Sara le puso las manos sobre los hombros desnudos y le dio un beso en la
mejilla.
—Tonto. Que miren si quieren. Yo no voy a mirar a nadie más que a ti.
Sintiéndose muy poderosa, lo agarró de la mano y tiró de él para acercarse
a la orilla. Se dieron un largo baño, jugando como niños a hundirse el uno al
otro, aprovechando para besarse incluso debajo del agua, y cuando salieron,
agotados, de vuelta a la toalla, los dos se habían olvidado de todas las
complicaciones de aquel largo día.

De regreso a Morella, Sara se descubrió un hombro y lo sopló suavemente.


—Me he quemado un poco —dijo.
Javi la miró de reojo y se quedó sin aliento al ver su hombro desnudo.
Redujo la velocidad del Mercedes y salió de la carretera para adentrarse en un
camino lleno de árboles frondosos que les ocultaban de los vehículos que
pudieran pasar cerca.
—Déjame a mí —le dijo. Le cubrió la piel quemada de besos húmedos,
que luego iba soplando, provocándole un escalofrío de placer—. ¿Te has
quemado algo más?
Sara se pasó la lengua por los labios antes de contestar.
—Quizá.
—Tendré que reconocerte a fondo, las quemaduras de sol pueden ser muy
peligrosas, ¿sabes?

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Solo pudo asentir con la cabeza y dejar que le quitara la camiseta. Sentía
la piel tirante y, cuando Javi la besó en los labios, su boca le supo a bosque y
agua fresca. Las pocas prendas que llevaban fueron cayendo al suelo una a
una. Por las ventanillas abiertas entraba una brisa suave que olía a la resina de
los pinos y se mezclaba con el aroma a deseo de sus cuerpos.
—Quiero quedarme aquí contigo para siempre —dijo él, mucho rato
después—. Hacerte el amor cada día y cada noche, no tener que escondernos
de nadie.
Sara ocultó la cara en el hueco de su cuello.
—Y yo quiero estar contigo para siempre —dijo, porque era la verdad
aunque fuera imposible.
—Nos casaremos —dijo Javi acunándola entre sus brazos.
Sara casi saltó del asiento de la sorpresa. Era una locura, una de las
bromas de Javi, tenía que ser eso. Pero él no se reía.
—Ni siquiera soy mayor de edad. Nunca nos lo permitirían.
—Los obligaremos.
—¿Cómo?
Javi miraba al techo, como si allí estuviera la respuesta a sus problemas.
Sara suspiró y lo besó en el cuello y la clavícula, frotando su nariz contra su
pecho. Nada deseaba más en el mundo que estar con él para siempre. Todos
pensarían que estaban locos, que eran demasiado jóvenes para saber lo que
querían. Pero ella lo sabía. Lo había sabido desde la primera vez que se miró
en sus ojos azules. La certeza de que nunca habría otro chico para ella más
que Javi era un dolor constante en su corazón. No podía dejar de imaginar
cómo seguir viviendo si algo los separaba.
—Diremos que estás embarazada.
—¿Estás loco? Ni de broma voy a decir algo así.
—A lo mejor lo estás —dijo Javi. Le puso una mano abierta sobre el
vientre. Sara se echó hacia atrás, pero él la tenía bien sujeta por la cintura—.
¿Cuándo tenía que bajarte la regla?
A Sara le daba más apuro hablar de su ciclo que estar desnuda entre los
brazos de su novio. Se mordió el labio inferior, llena de vergüenza, mientras
hacía cálculos mentales.
—¿Hoy es lunes? —preguntó, aunque lo sabía bien puesto que era su día
libre en el trabajo. Repitió el cálculo, contó los días con los dedos, y se dio
cuenta de que tenía un problema.
—¿Cuándo?
—El sábado.

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—¿El próximo sábado?
—No… El sábado pasado. —Sara se estaba asustando, mucho—. Hace
dos días.
Vio como Javi tragaba saliva, la nuez moviéndose arriba y abajo en su
cuello. Una cosa era bromear sobre un posible embarazo y otra aquello.
—Bueno, un retraso es normal, nadie es un reloj…
—Yo soy un reloj.
—Las chicas siempre decís eso.
—¿Le has preguntado a muchas chicas por su regla?
No sabía por qué, pero de repente se estaba enfadando. Se deshizo de su
abrazo con malos modos y volvió al asiento del copiloto, donde se vistió
apurada, peleándose con mangas y botones.
—No te agobies, ¿de acuerdo?
Sara estaba respirando muy rápido y muy hondo por la boca, y la vista se
le estaba nublando.
—Mi madre quiere que vengas un día a comer a casa —dijo, lo único que
se le ocurrió para cambiar de tema y no ahogarse con su propia respiración.
—De acuerdo. —Javi se inclinó hacia ella y le agarró la cara con las
manos. Sara dejó de respirar por completo—. Quiero conocer a tu madre, y a
tu padre, y decirles que estoy loco por su hija.
—Sí que estás loco. Loco de remate.
Sara notó que se aflojaba el dolor que se le había instalado en el pecho.
Javi le acarició la cara y el cuello, y se inclinó más para darle un suave beso
en los labios.
—Todo va a ir bien —le dijo, apoyando su frente en la de ella.
Quería creerlo, pero había demasiadas cosas en contra. Eran demasiado
jóvenes, él estaba empezando su carrera y ella tenía que ayudar
económicamente a su familia. Y no podía olvidar la forma en que la madre de
Javi había hecho como si no estuviera allí. Nunca obtendría su aprobación.
Estaba segura de que no la consideraba suficientemente buena para su hijo.
—Ojalá solo fuéramos tú y yo, sin tener que pedir permiso ni dar
explicaciones. Solos los dos.
—Lo seremos —aseguró Javi—. Nadie nos va a decir cómo vivir nuestra
vida.
El sol ya estaba bajo en el horizonte cuando Javi paró el Mercedes cerca
de la casa de Sara.
—Mañana vengo a buscarte y te acompaño al bar.

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—Es la mejor hora del día —contestó ella, dándole un beso suave y
obligándose a sonreírle mientras se bajaba del vehículo.
Se alejó sin mirar atrás. La goma del biquini, aún húmeda del último baño
que se habían dado, le molestaba en el vientre. Le pareció que era el malestar
que sentía cuando estaba a punto de bajarle la regla.
Una hora después, duchada y con ropa limpia y seca, estaba cenando sin
sentir ninguna molestia. Tampoco la sintió a la mañana siguiente, ni a la otra.
Y así fueron pasando las jornadas sin recibir la visita indeseada de cada mes.

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Capítulo 16

Parado ante el espejo de la puerta del armario, Javi se peinaba


mecánicamente sin ver su reflejo, tan absorto en sus pensamientos que perdía
la cuenta de las pasadas del peine.
—Parece que te estés preparando para el paredón —se burló su primo, que
leía un libro sentado ante el escritorio—. Si no quieres ir a comer a casa de
Sara, díselo. Qué apuro tener que conocer a sus padres.
—Sí que quiero —dijo. Tiró el peine sobre la mesilla—. No es por eso.
—¿Y por qué es, entonces? Oye, estás muy raro últimamente.
—Sara está embarazada —dijo.
Tres palabras que no se había atrevido ni a pensar para sus adentros y que
ahora habían dejado a su primo con la boca abierta.
—Me tomas el pelo.
—No es algo con lo que bromearía.
—Joder… ¿Se ha hecho alguna prueba? ¿Estáis seguros?
Javi asintió. Había ido hasta Vinaroz para comprar el test de embarazo. La
prueba no dejaba lugar a dudas. Sara estaba tan angustiada que solo pudo
abrazarla y prometerle que todo iba a ir bien, aunque la realidad era que nada
iba bien, que no tenía ni idea de cómo iban a salir de aquel lío. Estaba
aterrorizado, pero nunca lo confesaría. Sabía exactamente lo que su padre le
diría: si quieres ser un hombre, compórtate como un hombre.
—¿No eras tú el que decía que estas cosas solo les pasaban a los pardillos
que no tomaban precauciones? —dijo Carlos, aún sin acabar de creerse la
noticia—. Alucino contigo, primo.
—Pues ahora soy un pardillo, ya ves, otro que tal baila.
—Dime que se os rompió el condón o algo así.

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Se encogió de hombros, no podía decir lo que no era cierto, no sabía en
qué momento dejaron de pensar en los peligros del sexo sin protección, y no
lo sabía porque hacer el amor con Sara era la mejor experiencia que había
tenido en su vida, tan deliciosa y apasionante que no dejaba un resquicio de su
mente libre para pensar en absurdas precauciones.
—¿Y qué vais a hacer? —siguió preguntando Carlos, que se levantó y se
acercó para ponerle una mano sobre el hombro—. Sé que hay clínicas
privadas para librarse del problema, pero eso es una pasta…
—No digas tonterías, no haría pasar a Sara por algo así.
Ni ella aceptaría aunque él se lo propusiera. Sara podía parecer algo
indecisa, pero la verdad es que tenía las ideas muy claras y nadie podía
convencerla de tomar un camino que no quisiera.
—No me dirás que estás pensando en casarte…
—Eso es exactamente lo que estoy pensando. —Javi se metió en el
bolsillo de los jeans algunas monedas sueltas y se ajustó el reloj en la muñeca,
más tranquilo ahora que había compartido su problema—. ¿Quieres ser mi
madrina? —le preguntó, burlón.
Podía tomárselo así, como una broma. Tampoco era tan grave. ¿Qué era
una boda al fin y al cabo? Una gran fiesta y poco más. No necesitaba una
iglesia ni un cura para prometerle a Sara que estaría siempre a su lado, en lo
bueno y en lo malo, y que iba a quererla toda su vida, algo sobre lo que no
tenía duda alguna. Desde que había llegado a Morella aquel verano no paraba
de repetirle que solo deseaba quedarse allí con ella. Ahora vería cumplido su
deseo.
—A tu madre le va a dar un ataque.
—Lo sé, pero tendrá que hacerse a la idea. Total, lleva tiempo diciéndole
a Fito que quiere tener nietos pronto.
Esa era la actitud, se dijo, solo tenía que lograr mantener aquella fachada
de falsa seguridad ante sus mayores.
—De su hijo mayor, no del pequeño —reflexionó Carlos en voz alta—.
¿Cuándo vas a hablar con ellos?
—Hoy, en la cena. Tenemos que tomar decisiones y pronto. Sara cumple
dieciocho a mediados de septiembre, podemos aprovechar para celebrar
cumpleaños y boda.
Carlos sacudió la cabeza y se pasó una mano por la frente, soltando un
suave silbido.
—Estás loco de atar.

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—Lo sé. Estoy loco por ella. Quiero que vivamos juntos y cuidarla
durante todo el embarazo.
De repente la habitación comenzó a girar a su alrededor. Una cosa era
bromear sobre lo atractivas que le parecían las mujeres encinta y otra muy
distinta imaginar a Sara con el vientre redondeado y su hijo creciendo en su
interior.
—Estás pálido.
Javi apoyó las caderas en el escritorio y se pasó una mano por el pelo.
Notaba el pulso latiéndole enloquecido en las sienes, las rodillas flojas y la
visión desenfocada. No necesitaba sus estudios de primero de Medicina para
diagnosticar que estaba a punto de sufrir una lipotimia.
—¿Puedes… abrir la ventana? —le pidió a su primo, que corrió a hacerlo
y al momento estaba a su lado, ofreciéndole la lata de refresco que tenía sobre
la mesita de noche.
—Si te vas a desmayar, hazlo sobre la cama, que no creo que pueda
levantarte del suelo.
Javi rechazó la bebida, se sentó al borde de la cama y metió la cabeza
entre las rodillas.
—¿Llamo a tu padre? —preguntó Carlos, muy preocupado.
—Ni se te ocurra.
—¿Qué hago, entonces?
—Nada, ya se me pasa.
Respiró hondo un par de veces y el suelo dejó de estar borroso. Ya estaba,
lo había controlado. Le echó la culpa a que apenas había desayunado. No
quiso escuchar la voz insidiosa que le decía que estaba sufriendo un ataque de
pánico.
Se levantó despacio y salió de la habitación, cruzó el pasillo para entrar en
el baño, y allí se lavó la cara con agua fría, pasándose las manos mojadas
también por la nuca.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Carlos, asomándose a la puerta.
—Que sí, pesado, que es solo que tengo el estómago vacío. Dame un poco
de esa Coca-Cola, anda, a ver si me contagia la chispa de la vida.
Carlos se rio y fue a buscar la lata de refresco, luego lo miró mientras
bebía un largo trago.
—Ahora no vayas a la casa de tu novia a comer a dos carrillos, creerán
que tu familia no te alimenta.
—De acuerdo, mamá, procuraré no avergonzarte.

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Al notar el líquido frío llegando a su estómago se convenció de que la
cafeína comenzaba a surtir su efecto y espabilarle. Le dio una palmada
amistosa a su primo en el hombro antes de echar a andar por el pasillo.
—Eh, Javi… —lo llamó Carlos. Cuando se volvió a mirarlo el primo
parecía estar pensando algo muy profundo que decirle—. Suerte —resumió al
fin.
Era todo lo que necesitaba.

Javi ni siquiera supo las palabras que había utilizado, ni podía asegurar si eran
las correctas o había metido la pata hasta el fondo. De aquella comida solo
recordaba la boca abierta y los ojos desorbitados de Yolanda, la palidez de la
madre de Sara y la sombra que cubrió el rostro de su padre.
Bonita forma de conocer a su familia política.
—Pero… Pero… Sois demasiado jóvenes —dijo Isabel, la madre,
mirando a Sara, que acababa de servir el postre y estaba más roja que los
cuadros del mantel que cubría la mesa del comedor.
Javi miró la tarta en su plato, era de chocolate y merengue, como si
estuvieran celebrando un cumpleaños. Se notaba que se habían esforzado para
ofrecerle una buena comida, y él les venía con aquella noticia.
—Mucha gente se casa a nuestra edad —dijo Sara, sin atreverse a mirar a
los ojos a su padre—. Mira Rebeca, la hija del alcalde…
—Tú no eres la hija del alcalde —estalló su padre, soltando el cubierto
sobre el trozo de tarta sin probar.
—Mamá solo tenía un año más que yo cuando os casasteis —respondió
Sara, sin recular ni lo más mínimo.
—Pero no estaba… —Manuel, el padre, no pudo completar la frase. Miró
a su hija desconcertado, como si aún esperara que le dijera que se lo habían
inventado todo, que era una absurda broma de mal gusto.
—Lo siento mucho, de verdad —dijo Javi, mirando a Isabel hasta que
notó que se ablandaba por la sinceridad de su expresión—. Los dos lo
sentimos —añadió, volviéndose hacia el padre de Sara, que había agarrado el
tenedor de postre y estaba pinchando la tarta sin intención ninguna de comerla
—. No podemos dar marcha atrás en el tiempo para no cometer el mismo
error, así que tenemos que pensar en el futuro. Lo único que queremos es
estar juntos, formar nuestra propia familia y tener nuestro hogar.

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—¿Qué hogar? —preguntó Manuel, sin levantar la vista de su tarta—.
¿Vas a dejar los estudios y buscar un trabajo? ¿Dónde vais a vivir? ¿Aquí o en
Madrid? Seguramente cuentas con que tus padres os mantengan, porque ya te
digo que nosotros no podemos.
—Esta noche hablaré con ellos. También se disgustarán al principio, pero
tendrán que aceptar lo que decidamos.
—Tus padres no van a tener nuestra paciencia —auguró Manuel.
Javi sentía que estaba perdiendo el control de la conversación. Los padres
de Sara, que tan amablemente lo habían acogido al llegar, ahora lo miraban
como a un enemigo. No esperaba que recibieran la noticia del embarazo con
alegría, pero estaba convencido de que podría ganárselos fácilmente y le dolía
aquella hostilidad.
—Debería estar contigo cuando se lo digas —propuso Sara. Javi se negó
al instante. Temía la reacción de su madre más que nada.
—Espera a que se hagan a la idea antes. Quizá mañana, o pasado,
podamos reunirnos todos —dijo, mirando a los padres de Sara.
Manuel dejó de destrozar la tarta y se puso en pie con gesto cansado. Javi
sabía que había trabajado de noche y dormido muy pocas horas para poder
acompañarles en el almuerzo. Quizá no habían escogido el mejor momento
para soltar aquella bomba, aunque, en realidad, no había ningún buen
momento para una noticia así.
Se puso en pie también y miró cara a cara a su futuro suegro, que era unos
centímetros más bajo que él, de hombros anchos y fornido; no tendría ninguna
oportunidad si decidía desahogar su enfado a golpes.
—¿Puedo hablar con usted a solas un momento?
Manuel asintió y salió del comedor. Javi le guiñó un ojo a Sara, que ya
estaba abriendo la boca para protestar, y siguió a su padre hasta la pequeña
sala en la que había un tresillo alrededor de un televisor bastante viejo.
Respiró hondo, sin saber aún muy bien lo que iba a decir, simplemente
empezó a hablar y dejó que le guiara el corazón.
—Quería decirle que, por favor, no se enfade con Sara, no la culpe a ella
ni la castigue por algo que es solo responsabilidad mía. —Miró cómo Manuel
se sentaba en una de las butacas con un gesto entre el cansancio y la derrota
—. Mi padre me dijo que me portara con ella como un caballero, pero no
escuché su consejo… —titubeó, y se miró las puntas de las zapatillas—. Solo
puedo decir que la quiero, la quiero muchísimo. No hay nada que desee más
que estar con Sara, y haré todo lo posible por ofrecerle un buen hogar y por
hacerla feliz.

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—Sois demasiado jóvenes —repitió el padre de Sara, meneando la
cabeza.
Javi se mordió el labio para no soltar una palabrota. Qué manía tenían los
mayores de hablar solo de su edad, como si unos años más o menos fueran a
cambiar lo que sentía por Sara.
—Ojalá hubiera sabido hacer las cosas mejor —dijo, consciente de que
solo siendo muy humilde podía conseguir congraciarse con aquel hombre que
tenía sobrados motivos para estar muy enfadado con él—. Sé que lo correcto
hubiera sido terminar la carrera, conseguir un buen trabajo y después pensar
en matrimonio, pero… No me imagino todos esos años por delante viendo a
Sara solo unas pocas semanas en verano.
Vio que el padre de Sara apretaba los puños, cabizbajo. Repasó sus
palabras mentalmente, esperando que él no las malinterpretara, aunque
demasiado tarde.
—Suena como si lo hubieras hecho a propósito…
—¿Qué…? No, no, por supuesto que no. —Javi sintió que se ruborizaba
como un niño sorprendido en una mentira. Por primera vez se preguntó a sí
mismo si en realidad había deseado aquel resultado, si había obviado todas las
precauciones pensando que era la única manera de estar con Sara para
siempre—. No le haría algo así a Sara.
—Hijo… —Manuel le miró a los ojos y cruzó las manos sobre su cintura
—. Puedes insistir hasta quedarte afónico en que toda la culpa es tuya, pero
yo conozco a mi hija. Nadie la obliga a hacer nada que no quiera.
—Yo, no…
La expresión del padre de Sara se había suavizado y había algo en su
rostro que no llegaba a sonrisa, más bien era resignación ante lo inevitable.
—Me gusta que la defiendas —dijo, pasándose una mano por la cara—.
No soy tan mayor, ¿sabes? Aún me acuerdo de lo que es ser joven y estar tan
enamorado que odias cada vez que tienes que despedirte de tu novia y
marcharte solo a casa.
Javi se sentó en el sofá al notar que las rodillas volvían a fallarle, soltando
el aliento suavemente por la boca.
—Lo peor ha sido todo el curso pasado sin verla —dijo, sin pararse a
pensar que los padres de Sara tal vez no sabían que habían empezado a salir el
verano anterior.
—¿Así que eras tú el que le enviaba tantas cartas? —preguntó Manuel.
Javi asintió y esta vez vio que sí sonreía—. Bueno, si este noviazgo ha
resistido casi un año de separación, debe de ser verdad que la quieres mucho.

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Javi siguió asintiendo mientras el alivio le aflojaba todo el cuerpo.
—Muchísimo. Más que a nada —dijo, aunque las palabras le parecían
vacías e inútiles para describir sus sentimientos.
La puerta de la sala se abrió y Sara se asomó, con gesto preocupado.
—Pasa, anda —dijo su padre, haciéndole un gesto con la mano levantada
—. Y dale un abrazo a este muchacho, que está pasando uno de los peores
ratos de su vida.
Sara corrió a obedecer a su padre y estrechó a Javi con fuerza, aunque no
se atrevió a besarlo.
—Todo va a ir bien —le dijo él al oído, convencido de que ya había
pasado lo peor—. Todo va a ir bien.
No fue hasta que salió de la casa cuando recordó que, en realidad, lo peor
aún estaba por llegar.

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Capítulo 17

Encontró a toda la familia sentada en el porche trasero, su padre leyendo el


periódico, su madre removiendo distraída con la cuchara una taza de
manzanilla. La tía Carmen bordaba flores en una tela de cuadros y la abuela la
observaba con ojos cargados de sueño.
—¿Qué tal todo, hijo? —preguntó su padre de buen humor, mirándolo por
encima del diario desplegado.
Javi se encogió de hombros. No tenía una respuesta para esa pregunta. Se
apoyó en una de las columnas del porche y miró los maceteros llenos de
flores que parecían abatidas bajo aquel intenso sol de primera hora de la tarde.
—De verdad, Javier, no sé por qué tenías que ir a comer a la casa de esa
chica. Sus padres se pensarán que vas en serio…
—Voy muy en serio, mamá.
Asunción sopló su manzanilla y le dio un pequeño sorbo. Javi la había
oído más de una vez quejarse de que siempre le caían pesados los platos
caseros de su cuñada Carmen, ella estaba más acostumbrada a ensaladas
ligeras y algún filete a la plancha, o a las cuidadas creaciones de los mejores
restaurantes de Madrid, por eso su estómago se rebelaba contra aquella
comida de pueblo.
—Llevas dos días llegando tarde a la cena —le reprochó a su hijo,
dividiendo su atención entre la acidez de estómago y su rebelde benjamín, que
aquel verano estaba empeñado en disgustarla.
—Ya os dije que Sara sale a las nueve del bar, y me gusta acompañarla de
vuelta a casa.
—Una chica tan joven trabajando en un bar…
—Se vio en la necesidad de ayudar a su familia —terció la tía Carmen,
que tenía una buena amistad con la madre de Sara—. Isabel estuvo enferma

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mucho tiempo y su marido perdió el trabajo por cuidarla. Ahora ya está un
poco mejor y Manuel tiene un nuevo empleo.
—Una camarera… —suspiró Asunción, sin escuchar apenas a su cuñada
—. Adolfo, ¿no vas a decirle nada a tu hijo?
—Deja al chico, Asunción. Ha trabajado duro todo el curso y tiene
derecho a divertirse.
Javi no sabía cómo conducir la conversación para hacer la confesión que
le quemaba en la garganta. Las palabras despectivas de su madre no
presagiaban una buena reacción. Se preparó para recibir un chaparrón de
reproches con una sensación de vértigo tan intensa que tuvo que sentarse en
los escalones del porche.
—Les debemos una invitación. Vendrán Sara y sus padres, a comer o a
cenar, como prefieras —le dijo a su madre, mirándola al collar de perlas que
siempre lucía, incapaz de enfrentar sus ojos.
—No conocemos de nada a esa gente, ¿por qué tenemos que invitarlos?
—La tía y la abuela sí que las conocen, y es su casa —dijo Javi, mirando a
Carmen, que decidió no intervenir para no provocar a su cuñada.
—De verdad, hijo, no deberías tomarte tantas molestias para un escarceo
de verano, tú vales mucho para perder el tiempo con una chica así.
—Mamá…
Javi estaba tan indignado que no encontraba las palabras. Sabía que
discutir con su madre era lo peor que podía hacer dadas las circunstancias,
pero se lo estaba poniendo muy difícil.
—Dale el gusto al chico, Asunción —dijo su padre, magnánimo—. Si
quiere traer a su novia, que la traiga.
Javi volvió a levantarse, se plantó en medio del porche con las manos en
los bolsillos y miró hacia el periódico de su padre.
—Sara y yo nos tenemos que casar.
El silencio que siguió a aquella declaración solo fue roto por el trino de
algún insensato pájaro que tenía su nido en las vigas del porche. Parecía que
toda Morella había contenido la respiración.
—Javier, tú y yo tuvimos una conversación el verano pasado —dijo su
padre, doblando el periódico y dejándolo sobre la mesa.
—La recuerdo. Me dijiste que me comportara como un caballero, y es lo
que estoy haciendo.
Asunción intentó levantar su taza pero la mano le temblaba tanto que tuvo
que volver a dejarla, derramando parte del líquido en el platillo.

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—¿Tenéis que casaros? —preguntó, mirando su propia mano, los dedos
aún rodeando la taza.
Todos eran conscientes de las palabras que había utilizado. Si hubiera
dicho «queremos casarnos», o «pensamos casarnos», lo tomarían como una
broma. Pero el verbo tener implicaba una obligación ineludible.
—Sí —dijo Javi, mirando de reojo a su tía y su abuela, que tenían el
mismo gesto sorprendido y preocupado—. Ya he hablado con los padres de
Sara. Por eso quiero que los invitéis a cenar.
Asunción se volvió hacia su marido, que tenía cruzadas las manos sobre la
mesa y la cabeza ligeramente inclinada.
—Adolfo, di algo.
No había mucho que decir, todos habían comprendido al momento lo que
pasaba. No serían los primeros ni los últimos que recurrían a una boda
apresurada en tales circunstancias.
A pesar de la petición de su esposa, Adolfo Miralles, por primera vez en
muchos años, no sabía qué decir. Era médico y defendía la vida sobre todo, y
así se lo había inculcado a sus hijos; el mayor, licenciado también en
Medicina, el pequeño en su primer año de estudios. Si su esposa creía que iba
a proponer librarse de aquel problema por la vía más rápida estaba muy
equivocada.
—Vamos adentro, tú y yo —le dijo a su hijo.
Javi asintió e inició la marcha hacia el interior de la casa. La tía Carmen
estiró una mano como para detenerlo, y él se la estrechó, guiñándole un ojo
para tranquilizarla.
Temía a la cólera de su padre. La mayor parte del tiempo era un hombre
tranquilo, ausente, que solo se preocupaba por su trabajo y descargaba en su
madre todo lo referente a la familia y el hogar. Javi recordaba cumpleaños a
los que no había asistido por una operación de urgencia o por acudir a algún
importante congreso médico. Tampoco habían contado nunca con él para
actividades escolares o deportivas; daba igual si Fito tenía una actuación en el
conservatorio, donde había sido un destacado saxofonista, hasta que su padre
decidió que debía dejar aquella «afición» para centrarse en la carrera de
Medicina, o si las gemelas jugaban un partido con su equipo de balonmano; el
doctor Miralles no estaba nunca para esas menudencias. Sin embargo, cuando
había algún problema, su madre recurría al manido «espera a que venga tu
padre» como máxima amenaza ante cualquier pequeña rebelión. Así, Javi
había crecido temiendo aquellas palabras.

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—No me esperaba esto de ti, Javier —le dijo, en cuanto cerró la puerta del
porche a sus espaldas—. Tu madre y yo estamos muy decepcionados.
—Lo sé. —Tomó aire para darse valor y comenzó un alegato que ni sabía
cómo terminar—. Pero es mi vida…
—Tu vida, exactamente —concluyó su padre, cruzando el gran salón
hasta apoyar un codo en la repisa de la chimenea—. Una vida perfectamente
planeada. Primero tus estudios, luego la especialidad, algún máster, prácticas,
quizá viajar por Europa, y al final un buen puesto en un hospital importante.
Esa iba a ser tu vida. ¿Podrás hacer todo eso con una esposa y un hijo a
cuestas?
Javi se sintió insultado. Su padre no creía en su capacidad para tomar
decisiones y llevarlas a cabo. Le había planificado su futuro y él lo había
seguido como un borrego hasta aquel mismo momento, en el que tenía que
dar un paso al frente y plantarse.
—No lo sé, ahora mismo no puedo pensar en los estudios, ni siquiera sé si
quiero seguir adelante con Medicina.
—No digas tonterías.
—Quiero vivir con Sara en Morella y cuidarla los próximos meses.
Buscaré algún trabajo, no necesitamos mucho para vivir…
—No lo has pensado ni un minuto, ¿verdad? —Adolfo Miralles resopló
impaciente. Su rostro, tan parecido al de su hijo, cubierto por una sombra que
le oscurecía las facciones—. ¿De qué vas a trabajar?, ¿camarero en un bar,
como tu novia? Brillante futuro el que te espera aquí, haciendo cafés y
cambiando pañales.
No le sonaba ni la mitad de terrible de lo que su padre creía.
—Sí que lo he pensado, y es lo que quiero hacer.
Adolfo dio la espalda a su hijo, conteniéndose para no darle la bofetada
que estaba pidiendo a gritos. Nunca había pegado a ninguno de sus hijos.
—¿Y dónde vais a vivir?
—Aquí, con la abuela y la tía Carmen.
—Tendrás que hablar con ellas primero.
—Seguro que les parece bien.
—Al menos las tendrás a ellas para ayudarte —concedió Adolfo,
reconociendo que era la mejor opción—. Podrías trasladar la matrícula a la
universidad más cercana…
—No voy a tener tiempo para la universidad.
No entendía nada, pensó Adolfo, era un niño y lo veía todo muy fácil,
pero la vida estaba a punto de pasarle por encima y arrollarlo. Su obligación

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era evitarlo, protegerlo hasta de sí mismo.
—No es así como funcionan las cosas, ¿sabes? Si lo dejas ahora, es
posible que ya nunca vuelvas a estudiar. Y lamentarás trabajar en algo que no
te gusta.
—Al menos pasaré más tiempo en casa y veré crecer a mi hijo.
El reproche era tan evidente que Adolfo ni pudo contestar. Lo había dado
todo por su familia, las horas de guardias y los cientos de operaciones a sus
espaldas, el estudio constante y el trabajo duro para llegar a ser uno de los
mejores cirujanos de España, y así era como se lo agradecía, echándole en
cara que no pasara más tiempo con ellos.
—Te estás equivocando y mi responsabilidad es decírtelo. No puedo ver
cómo tiras tu vida por la borda.
Vio a su hijo encajar aquel desprecio por sus sentimientos con un gesto de
dolor y, a continuación, su actitud defensiva desapareció. Lo vio afirmar los
pies en el suelo y levantar el mentón, en ese momento se dio cuenta de que el
benjamín de la familia ya lo superaba en un par de centímetros y podía
permitirse el lujo de mirarlo desde arriba.
—El que te equivocas eres tú, papá. Sara es el amor de mi vida, y no me
imagino otro futuro que a su lado.
Esa sí que era toda una declaración. Adolfo sintió algo parecido a la
ternura al ver las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes de su hijo. Sentía de
verdad lo que decía.
—Está bien. No voy a discutir más. Habla con tu madre y organizad de
una vez esa cena para que las familias podamos conocernos. A ver qué dicen
los padres de Sara.
Dio la espalda a su hijo y se pasó una mano por la nuca cuando notó
crecer una migraña provocada por la tensión. Oyó la puerta del porche abrirse
y volver a cerrarse y soltó una maldición por lo bajo. De sus cuatro hijos,
Javier siempre había sido el rebelde, suele pasar con los benjamines, pero
para nada se esperaba aquello. Solo le quedaba rezar para que algo en el
camino que se había marcado se torciera y aquella historia no tuviera un final
feliz; mejor un corazón roto que una vida desperdiciada.

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Capítulo 18

Sara sentía los oídos taponados, como si le hubiera entrado agua durante la
ducha. Javi había insistido en ir a buscarlos en el Mercedes, pero su padre dijo
que no hacía falta, la casa de la familia Miralles no estaba tan lejos de la suya
y podían ir perfectamente andando. Sara no estaba tan segura. Notaba que el
suelo de la calle se hundía bajo sus pies a cada paso, como si en vez de piedra
fuera de arenas movedizas.
Ojalá su madre hubiera dejado ir a Yolanda, caminando de la mano de su
hermana podría recuperar la sensación de realidad que le faltaba. No sabía si
estaba al borde del desmayo o si solo estaba viviendo un sueño del que no
lograba despertarse.
Porque todo le parecía un sueño, una pesadilla en realidad, desde que se
había hecho aquel test. Recordó su mirada borrosa, que le impedía enfocar el
visor donde aparecería el veredicto, y las manos temblorosas de Javi cuando
se lo entregó. «Todo va a salir bien», dijo Javi, y ella no era capaz de entender
si eso significaba que era positivo o negativo. Cuando él la abrazó,
susurrándole con voz estrangulada que siempre estaría a su lado, supo que era
positivo. Positivo, extraña palabra, dadas sus circunstancias.
—Cuidado —dijo su padre, que la agarró por el brazo al ver que
tropezaba con un adoquín levantado.
Sara se paró en seco en medio de la calle y notó que la burbuja de los
oídos le estallaba. Miró el adoquín y le temblaron las rodillas. ¿Y si se
hubiera caído? ¿Y si le pasaba algo al bebé por su torpeza? Apenas sabía
cuidar de sí misma y ahora tenía que pensar en cuidar otra vida que dependía
por completo de ella.
—¿Estás bien? —le preguntó su madre, preocupada.

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—Sí —dijo, aunque sentía la sangre congelada en las venas. Su padre aún
la tenía sujeta; Sara giró el brazo y fue ella la que se agarró de su codo—.
Solo me duele un poco la punta del pie, es lo que pasa cuando le das una
patada a un adoquín —intentó bromear, pero necesitaba estar así, agarrada de
su padre, como un náufrago a su tabla.
La tía de Javi, Carmen, les abrió la puerta. Él también estaba allí, con su
pelo rubio perfectamente peinado hacia un lado y sus ojos azules llenos de
amor. Le dio la mano a sus padres, a ella solo un beso suave en una mejilla.
Luego la tomó del brazo y los llevó al porche trasero, donde estaba reunida
toda la familia. La abuela y Carlos fueron los únicos que los recibieron con
una sonrisa sincera. Las hermanas gemelas de Javi la miraban como si fuera
una extraterrestre. Sara estuvo tentada de hacer algo tan infantil como sacarles
la lengua.
El padre de Javi les ofreció bebidas y Sara miró el elegante servicio de
licoreras y copas que estaba dispuesto sobre una bandeja de plata en el
aparador. El abuelo de Javi, fallecido años atrás, había sido el médico de
Morella durante toda su vida, por eso había enviado a su hijo mayor a estudiar
la misma carrera a Madrid; para el menor, Rafael, el padre de Carlos, había
elegido la de Derecho. Los dos hermanos Miralles habían sido estudiantes
destacados y ahora uno era un cirujano y el otro juez decano en Vinaroz, con
la vista puesta ya en el ascenso a magistrado de la Audiencia Provincial. Solo
Carmen, la hija menor, seguía en la casa, anclada en su papel de soltera
cuidadora de su madre viuda.
—Os recuerdo de niñas —le estaba diciendo su madre a las gemelas—.
Siempre vestidas y peinadas iguales, no había quién os distinguiera.
—Niñas, vamos, vuestra comida ya está servida en el office —dijo la
madre, y Sara se quedó pensando a qué se referiría con esa palabra en inglés
—. Carlos, tú también comes con ellas.
La tía Carmen les abrió el paso y los tres la siguieron en silencio, como si
no les importara nada lo que allí se iba a hablar en cuanto desaparecieran.
Solo Carlos se volvió hacia Sara y levantó una mano con el pulgar hacia
arriba.
—Hacía tiempo que no las veía, están muy bonitas y muy mayores —dijo
la madre de Sara a la de Javi, que no levantó la vista de su copa de martini.
—Sí, es una pena que crezcan tan deprisa —dijo la abuela, respondiendo
por su nuera—. Eran unas niñas muy buenas.
—Aún lo son —defendió su madre—. Al menos no me dan disgustos —
añadió, mirando a Javi con intención obvia.

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—Claro que sí, pero ahora es diferente, ya son mayores y están ocupadas
con sus cosas, los amigos, los estudios, todo eso —dijo la abuela, calmando el
ambiente con su voz pausada—. No tienen tiempo para su abuela.
Sara volvió a marearse. Se agarró con fuerza de los brazos de su silla de
mimbre, sintiendo que todo a su alrededor se movía como si estuviera en un
bote a la deriva. No entendía que perdieran el tiempo hablando de las gemelas
cuando había algo mucho más importante que tratar. Estaban todos juntos en
el porche, pero parecía que había un muro entre ambas familias que nadie se
atrevía a saltar.
—Nuestra comida ya está lista también —dijo la tía Carmen, apareciendo
en la puerta y mirando a su cuñada, que no hizo ademán de levantarse.
Sara sabía que no iba a poder probar bocado. No hasta que hablaran lo que
tenían que hablar. Aquella tensión la estaba matando.
—Quizá deberíamos hablar antes —dijo Javi, como si le leyera los
pensamientos—. ¿Podemos retrasar un poco la comida? —preguntó a su tía,
que, ante el silencio del resto, asintió. Luego se levantó de su silla y fue a
sentarse en el brazo de la que ocupaba Sara—. Sara cumple dieciocho el 15 de
septiembre, que es un viernes, la boda podría ser el 16, sábado.
Así, directo, como si todo estuviera hablado y ya acordado. Sara entendía
lo que pretendía hacer, estaba harto de dar explicaciones y pedir disculpas,
solo quería seguir adelante sin más interferencias. Le dejó que llevara la voz
cantante, a ella la acobardaban demasiado sus padres.
—Javier —dijo su padre, con esa voz profunda que a Sara le parecía
salida de una caverna—. Aún tenemos que hablar con calma de todo esto.
Creo que todos estaremos de acuerdo en que sois demasiado jóvenes para
casaros.
Sara vio cómo su madre se encogía y se aferraba al bolso que tenía sobre
el regazo. Su padre, sin embargo, levantó la cara y cuadró los hombros.
—Todos estamos de acuerdo en que son demasiado jóvenes para muchas
cosas; todos menos ellos, al parecer —dijo, con más severidad de la que Sara
esperaba—. Puesto que han decidido comportarse como adultos, también
tendrán que asumir la responsabilidad de sus actos.
El doctor Miralles aceptó aquellas palabras, un tanto atónito ante el
razonamiento y la firmeza con la que había sido expuesto. Sara supuso que
esperaba poder conducir la conversación a su antojo, tomando ellos las
decisiones oportunas. Al ver cómo les plantaba cara y a pesar del reproche
implícito en sus palabras, Sara se sintió muy orgullosa de su padre.

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—Por supuesto —dijo Adolfo Miralles, reculando un poco, solo para
volver al contraataque—. Mi hijo ha sido educado para comportarse como un
caballero y asume toda su responsabilidad, que nosotros, como su familia,
respaldamos. Queremos ayudar y apoyar a Sara —la miró por primera vez, y
ella se echó atrás en la silla, deslumbrada— en todo este… proceso.
—Nada de bodas apresuradas, por el amor de Dios, no estamos en los
años cincuenta —dijo Asunción, mucho menos diplomática que su marido y
bastante más nerviosa—. Javier debe volver con nosotros a Madrid, terminar
sus estudios y comenzar a ejercer, tener sus propios ingresos antes de pensar
en formar una familia.
—Eso era antes —dijo el padre de Sara—, ahora la familia ya está en
camino.
—No pueden esperar que eche su futuro por la borda solo por un
momento de debilidad. Su hija es tan culpable como él de lo ocurrido.
—No se trata de ser culpables —puntualizó Manuel—, sino de ser
responsables.
Sara notaba que el color le iba y le venía de la cara. A ratos las mejillas le
ardían y a ratos notaba un frío que la helaba hasta los huesos. La discusión iba
subiendo de tono y la madre de Javi parecía a punto de perder los papeles. Lo
que había temido se estaba haciendo realidad ante sus ojos y ella volvía a
sumergirse en la sensación de irrealidad, como si una burbuja la envolviera
alejándola de todos, incluso de la mano de Javi que le sujetaba la suya con
demasiada fuerza.
—Lo que pretenden —dijo la madre de Sara, hablando por primera vez
desde que había comenzado la discusión— es que Javier vuelva con ustedes a
Madrid y siga con su vida como si nada hubiera ocurrido.
—No es eso, Isabel —dijo Adolfo Miralles, tratando de calmar los ánimos
—. Por supuesto que se hace responsable. La criatura llevará nuestro apellido
y nosotros nos ocuparemos de su manutención hasta que Javier tenga ingresos
propios.
—¿Y cuándo verá a su hijo? ¿En verano? —preguntó Isabel, con un gesto
tan calmado que aquellos que no la conocían creyeron que estaba aceptando
lo que le decían.
—Sí, claro, supongo —dijo Asunción, que dejó su copa vacía sobre la
mesa, con un sonido de cristal quebrado.
—¿Han pensado un solo momento en nuestra hija? —les preguntó,
haciendo una seña hacia la pareja sentada sobre la misma silla—. Puede que
no estemos en los cincuenta, pero ¿se imaginan lo que sería ser madre soltera,

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con dieciocho años, en un pueblo donde todos nos conocemos? Y no se trata
solo del qué dirán, ni de la manutención de la criatura —dijo, repitiendo a
conciencia las palabras que había utilizado Adolfo—. Se trata de que para mi
hija no habrá universidad, ni más futuro que cambiar pañales y criar un bebé
cuando ella es poco más que una niña aún.
—Isabel, entendemos su preocupación… —dijo Adolfo, al momento
interrumpido por su esposa.
—¿Es que pensaban enviar a su hija a la universidad? Tengo entendiendo
que ni siquiera acabó sus estudios en el instituto.
—Mamá, por favor…
—No te metas, Javier, que contenta me tienes. Cuántas veces te dije que
no te quería ver con esa chica.
—Señora… —El padre de Sara se puso en pie como levantado por un
resorte.
—Asunción, mide tus palabras —dijo Carmen, acercándose a la abuela
que cerraba los ojos como si así pudiera cerrar también los oídos.
—Es la verdad, Carmen, y nadie me va a mandar callar, que esta también
es mi casa. —Asunción se puso en pie, tirando nerviosa del collar de perlas
que llevaba—. Lo supe desde el principio. Javier podía salir con alguna buena
chica de Madrid, alguien a nuestra altura y a la de él. Nunca he entendido este
capricho. Solo es una cara bonita, y de esas hay cientos en cualquier lugar.
La madre de Sara se puso en pie, sujetando el bolso entre las manos, y se
dirigió exclusivamente a Carmen y a la abuela.
—Nos vamos, Carmen, sentimos no poder quedarnos a la comida, pero
creo que no me encuentro del todo bien.
Sara se levantó y se soltó de la mano de Javier, que intentó agarrarla por
un brazo. Ella lo esquivó y se acercó para tomar el de su madre.
—No les hagas caso, mamá, no teníamos que haber venido.
Los cuatro padres se quedaron frente a frente, mirándose como duelistas,
con las espadas desenvainadas, ansiosas de sangre.
—Creo que aún podemos hablar civilizadamente —dijo Adolfo,
intentando demasiado tarde calmar los ánimos.
—Tal vez en otro momento —contestó Manuel—. Mi esposa no está muy
bien de salud y ahora necesita descansar.
—Lo lamento. Si puedo hacer algo…
—Ya han hecho bastante.
—Déjalos que se vayan —dijo Asunción, tan rabiosa que la bilis le salía
por la boca.

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Carmen corrió a adelantárseles y les acompañó con gesto compungido,
murmurándole algunas palabras en voz baja a la madre de Sara.
Mientras cruzaban el pasillo, que parecía en penumbra en contraste con el
brillo del sol en el exterior, Sara se dio cuenta de que se había dejado su
bolso.
—Ahora vengo —les dijo a sus padres, girando sobre los pies.
La voz chillona de Asunción de Miralles la recibió antes de que volviera a
cruzar la puerta del porche. Se quedó quieta, en la oscuridad, escuchando a
pesar de que sabía que aquello iba a dolerle.
—Qué disgusto, hijo, cómo se te ocurre emparentar con gente así, si me
han dicho que no tienen donde caerse muertos.
—Mamá, si me escucharas alguna vez…
—Que esa chica ha ido a cazarte, Javier, que no te enteras, que lo que
pretende es un braguetazo en toda regla.
—No la conoces, ni siquiera le has dado una oportunidad.
—No está a tu nivel, ¿cuántas veces voy a tener que decírtelo? Pensaba
que ibas en serio con Cristina.
—Solo es una amiga.
Sara no sabía qué era más doloroso, si los desprecios de Asunción o tener
qué preguntarse quién era esa Cristina que había nombrado dos veces y de la
que Javi nunca le había hablado.
—No voy a permitir que sigas adelante con esta locura. Una camarera de
bar, hija de un empleado sin categoría, con una madre enferma que a saber si
no le habrá pasado sus debilidades a sus hijas…
—Asunción, estás histérica —dijo el padre de Javi, con la voz monótona
de quien está acostumbrado a escenas parecidas.
—¿Es que no piensas hacer nada? ¿Vas a dejar que tu hijo siga con esta
locura?
—No creo que consigamos hacerle entrar en razón a gritos. Todo esto me
tiene tan disgustado como a ti, pero no estoy seguro de cuál es la solución. Tal
vez podamos ofrecerle suficiente dinero a la chica para mantenerse ella y el
bebé y poder estudiar, los padres han dicho que les gustaría que fuera a la
universidad, ¿no?
—¿A la universidad esa mosquita muerta? Suerte si conserva su trabajo de
camarera.
—Mamá…
Sara no quiso escuchar más. Cruzó el porche con pasos largos, agarró su
bolso y se volvió hacia los padres de Javi, que la miraban boquiabiertos.

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Luego miró a la abuela, que parecía algo llorosa y se sintió mal por ella. Por
último, miró a Javi.
—No voy a casarme contigo —dijo. Cada palabra que pronunció fue
como si le amputaran una extremidad. Luego se giró hacia sus padres—. Mi
hijo no necesita su apellido ni su dinero. —Los miró de arriba abajo,
parándose en la mano nerviosa de Asunción, que tiraba del collar de perlas
como si la estuviera ahogando—. Ni unos abuelos así.
Cuando se dio la vuelta para marcharse, oyó el sonido de las perlas
cayendo en cascada sobre el suelo de piedra del porche.

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Navidad de 1999

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Capítulo 19

El bar estaba más o menos como diez años atrás, o mejor once, cuando solo
era un bar de pueblo con mesas de mármol y serrín en los suelos. Ahora que
todos los chicos tenían en casa una Playstation o una Game Boy, las máquinas
de videojuegos que tanto éxito tuvieron a finales de los ochenta habían ido
desapareciendo y solo quedaba el clásico futbolín arrumbado en una esquina
del local. Aún así, Javier buscó en cada rincón aquel juego de carreras en el
que Sara era imbatible. Aún podía tararear la música que ella siempre elegía
al comienzo de la partida, Passing Breeze se llamaba.
—Yo te conozco —dijo Ramón, más calvo y más gordo de lo que lo
recordaba, aunque no mucho más viejo. El clima de montaña lo mantenía bien
conservado—. Tú eras aquel muchacho de la capital, el novio de Sara.
Javier asintió en silencio, dándole un trago a su cerveza, que le supo
demasiado amarga. No tenía ganas de dar explicaciones ni presentarse como
el nuevo médico del centro de salud, además, Ramón no le había caído
especialmente bien en el pasado.
—¿Un poco de queso? —le ofreció, sacando de debajo del mostrador un
plato con triángulos de queso de oveja curado.
—No, gracias —dijo. Nunca le había gustado aquel queso.
Ramón lo miró un buen rato, luego meneó la cabeza a los lados y se alejó
por la barra, arrastrando los pies.
No tenía que haber ido allí. No sabía qué estúpida nostalgia lo había
llevado a aquel antro donde hasta la cerveza le hacía daño. Dejó sobre el
mostrador el vaso manchado de espuma y miró a su alrededor. Por todas
partes la veía a ella, con aquel pantalón de peto y su larga trenza, moviéndose
ágil entre las mesas, bromeando con los adolescentes que eran incapaces de
pasarse un juego que ella terminaba con los ojos cerrados. La ilusión que su

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mente creaba se difuminó y desapareció cuando su primo se le acercó
apresurado.
—Llego tarde.
—No, qué va.
Carlos le hizo un gesto al dueño y señaló la cerveza para indicar que
quería lo mismo. Luego se acomodó sobre una silla alta y apoyó un codo en el
mostrador de madera.
—Hacía siglos que no entraba aquí —dijo, y esperó en vano a que su
primo le respondiera—. ¿Qué estás haciendo, Javier? ¿Es una especie de
penitencia?
—No sé por qué lo dices.
Sabía que Carlos seguiría preguntando y le obligaría a confesar en voz
alta hasta lo que no se confesaba a sí mismo. Fingió interés por las noticias
que estaban poniendo en la televisión en un vano intento de distraer su
atención.
Carlos esperó a que Ramón le pusiera el vaso delante antes de volver al
ataque.
—¿Es porque por fin has visto a Sara? Cuando aceptaste ese puesto en el
centro de salud sabías que la verías antes o después, y en la boda…
—La enfermera no encontraba el historial, apenas pude echarle un vistazo
y ya estaban entrando por la puerta. —Javier dio un trago a su cerveza, que
seguía igual de amarga. Se preguntó si Ramón le habría servido una bebida
estropeada a propósito—. Me impresionó ver a su madre. No ha pasado tanto
tiempo, pero sus problemas de salud la han convertido en una anciana
prematura.
—La muerte de su marido también fue un golpe muy duro.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Me enteré cuando todo había pasado, y tú estabas en Berlín. La tía
Carmen me llamó para decírmelo y preguntarme si debía llamarte a ti
también. Su teléfono se estropeó justo aquellos días, por eso no lo hizo al
momento, y después le parecía que ya no tenía sentido. —Carlos dio un trago
a su cerveza—. Decidimos dejarlo para cuando volvieras a España y al final
se nos olvidó.
Javier asintió, con la mirada en la pantalla que ni siquiera veía. Años atrás
su padre se había llevado a la abuela a Madrid, para tratarla de algunos
problemas de salud que se complicaron. Ya nunca volvió a Morella. Parecía
que los años comenzaban a contarse por los seres queridos que se iban
quedando en el camino.

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—Me he portado fatal con la tía Carmen —reconoció—. Tanto tiempo sin
venir a verla desde que murió la abuela, y ni un reproche cuando he llegado.
Casi prefería que estuviera enfadada conmigo.
—Ya sabes que es incapaz de enfadarse, y menos con nosotros. Somos
sus sobrinos favoritos.
—Está muy cambiada.
—¿La tía Carmen? —Carlos se dio cuenta al momento de que no hablaba
de su tía—. Sí, supongo. Sara ya no es una niña. Nosotros tampoco somos
aquellos chicos que venían en verano a hacer el tonto.
—¿Te pasó lo mismo cuando volviste a ver a Loli? —preguntó Javier—.
Esa sensación extraña de que es la misma y a la vez otra persona a la que no
conoces de nada.
—Algo así, supongo. Pero lo más raro es que en el fondo sí que es la
misma. Sigue con sus historias místicas y sus premoniciones. Ya ves la que ha
liado porque hace años hizo la promesa de que no se casaría antes del cambio
de siglo. —Carlos puso los ojos en blanco—. Una boda a medianoche, solo a
ella se le ocurriría. Y lo peor es que mi padre no sabe negarle nada, hace lo
que quiere con él.
Javier sintió la tentación de burlarse de su primo, más enamorado que
nunca. La novia hacía y deshacía como le daba la gana y su futura familia
política estaba más que encantada con ella. Ojalá sus padres se parecieran un
poco a sus tíos.
—Me alegro mucho por ti, primo, de verdad.
—Pues cambia esa cara para decírmelo, Javier, que parece que vamos a
un funeral. —Carlos dejó unas monedas sobre el mostrador y salieron del bar,
alejándose del ambiente cargado de recuerdos que flotaban entre ellos
mezclados con el humo del tabaco—. Deberías hablar con Sara,
tranquilamente, a solas.
—Se lo pedí y se negó.
—Estaba sorprendida, supongo. Cuando reflexione un poco se dará cuenta
de que es lo mejor.
—¿Le puedes pedir a Loli que hable con ella?
—La he visto al llegar, iba camino de la casa de la madre de Sara, así que
es lo que estarán haciendo justo en este momento. Analizando segundo a
segundo vuestro encuentro y sacando sus propias conclusiones.
Cruzaban la calle, muy cerca ya de la casa de la tía Carmen que los estaría
esperando para cenar. De momento estaban los tres solos, el resto irían
llegando cuando se acercase la fecha de la boda.

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—Mi hermano llega el día 26 —dijo Javier, cambiando de conversación
—, así que tenemos poco tiempo para organizar la mejor despedida de soltero
que se haya visto en Morella.
—Mientras no me metáis en un avión rumbo a Cuba… —bromeó Carlos
—. Me fío poco de Fito, siempre se le ha ido la mano con las bromas, y ahora
que es medio estadounidense aún será más salvaje.
—Qué va, eso es que hace mucho que no lo ves. El doctor Miralles del
hospital Johns Hopkins de Baltimore se está convirtiendo en su padre.
—No me jodas. Entonces nos va a amargar la fiesta.
—Solo tenemos que emborracharlo sin que se dé cuenta. No es difícil,
porque tiene muy poca resistencia al alcohol.
—Sí, además se pone muy divertido cuando va borracho.
La tía Carmen salió a la puerta preguntándoles por qué no entraban. Del
interior salió el olor delicioso de algo que se cocinaba a fuego lento.
—Yo… Tengo algo que hacer —dijo Javier en un impulso, y se agachó
para darle un beso en la mejilla a su tía—. No me esperéis.
Se dio la vuelta y volvió por donde había llegado.
Parados en la puerta de la casa, Carlos y su tía se miraron con una sonrisa
esperanzada.

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Verano de 1989

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Capítulo 20

Javier no salió de casa hasta el anochecer, con los hombros y el corazón


encogidos. Su madre llevaba toda la tarde metida en cama, con paños fríos en
la cabeza, alegando una de sus siempre oportunas migrañas. Su padre,
encerrado en el despacho, rodeado de publicaciones médicas, sin ganas ni
interés por hablar con su hijo. Las gemelas, tan ajenas a todo el proceso
anterior a aquel drama, lo habían consolado a su manera, asegurándole que tal
vez era lo mejor que podía pasar, que aquella chica no lo quería tanto si
rompía con él al primer contratiempo. Solo Carlos, bendito Carlos, se había
sentado con él durante horas en el porche, llenando a ratos el silencio con
comentarios insustanciales.
Estuvo a punto de dar la vuelta veinte veces. Su orgullo le exigía que no
se humillase, ni por Sara ni por nadie. Sus piernas, como si estuvieran dotadas
de vida propia, insistían en llevarlo hasta ella.
—Sara no quiere verte —le dijo Yolanda, con la puerta apenas
entreabierta, como si temiera que él intentara entrar a la fuerza.
—Yoli, por favor…
Solo le quedaba eso, suplicar clemencia a la hermana pequeña de Sara.
Sabía que tenía debilidad por él, una debilidad de la que disfrutaba su ego y
que alimentaba con pequeños detalles, comprándole un helado cuando se
encontraban, o trayéndole aquellas cintas de casete cuando llegó de Madrid.
—Casi no me han querido contar nada —Yolanda bajó la voz y sacó
medio cuerpo por el hueco abierto de la puerta—, pero mis padres están muy
disgustados.
—Déjame que hable con ellos.
—No puede ser. Mamá ya está en cama y mi padre va camino del trabajo,
tiene turno de noche hoy también.

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—Tengo que ver a Sara, en serio. —Levantó una mano, sin saber qué iba
a hacer con ella, y acabó cerrando el puño contra el marco de la puerta.
—Dice que ya no sois novios, ni nada, que todo se acabó.
—No es verdad. —Estrelló el puño contra el marco con tanta fuerza que
sintió retumbar la pared.
Yolanda dio un paso atrás y solo su carita pálida asomaba en el hueco de
la puerta.
—Yo… Tengo que volver adentro…
—Dile… Dile que esto no se ha acabado, que no me puede dejar así como
así. Tenemos que hablar, arreglar las cosas.
Dio dos pasos atrás para mirar las ventanas, esperando descubrirla
espiándolo entre los visillos. Seguro que estaba allí, en su dormitorio, la
segunda ventana de la izquierda. Miró a su alrededor abriendo y cerrando las
manos, sin ser muy consciente de que estaba buscando una piedra para
romper el cristal.
—Se lo diré. Le diré todo —dijo Yoli, cada vez más asustada—. Pero
ahora tienes que irte, por favor.
—No se ha acabado —repitió él, mirando cada una de las ventanas con
ojos extraviados—. No se ha acabado.
—Lo siento. —Lo decía en serio, aunque fuese de poco consuelo para
Javi—. Dale un par de días, a ver si se le pasa el enfado.
—¿Y si no se le pasa? —Oía su voz y no la reconocía. Sentía algo en la
garganta que no le permitía formar bien las palabras, un nudo que casi no
dejaba pasar aire suficiente a sus pulmones—. ¿Y si va a peor?
Yolanda negó con la cabeza y volvió a asomarse para ponerle una mano
sobre el hombro, dándole dos palmaditas. Como a un cachorro triste, pensó
Javi.
—Mi hermana no es rencorosa, y te quiere mucho. Seguro que se le
pasará.
No tenía nada más que hacer allí. Se despidió de Yolanda y se alejó por la
calle abajo, con las manos en los bolsillos, sintiéndose aún más miserable que
cuando había llegado.
Solo pudo soportarlo un día. A la noche siguiente fue a buscarla al bar,
pero no estaba. Ramón le dijo que había avisado de que su madre estaba
enferma, así que Javi corrió de vuelta a su casa. Solo para repetir más o
menos la misma escena, con Yolanda convertida en el cancerbero de aquel
hogar.

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A la tercera noche, cuando volvió de nuevo a casa de su abuela, con el
ánimo tan decaído que apenas podía levantar la mirada del suelo, Carlos lo
estaba esperando en la puerta, con las llaves del Mercedes en la mano.
—Tú y yo nos vamos a tomar unas cervezas.
—No estoy para cervezas.
—Pues unos chupitos, lo que sea, yo invito.
No supo cómo se enredaron las cosas, solo que ya amanecía cuando
salieron de la discoteca, tan borrachos que no sabían ni sus nombres, con
dificultad para encontrar el camino de vuelta. Carlos se fue a dormir con él a
casa de la abuela; aseguraba que no sabría encontrar el camino a su casa. Aún
en su bruma etílica, Javi sospechó que lo hacía porque le preocupaba dejarlo
solo.
Cuando la tía Carmen fue a despertarlos para el almuerzo, Javi sintió
tantas náuseas que asomó la cabeza por el borde de la cama, intentando no
vomitar sobre la alfombra. En el suelo vio su ropa tirada, apestando a humo
de tabaco y alcohol. El cuello de la camisa tenía una mancha que pensó que
era sangre. Cuando consiguió centrar la vista y observarla con detenimiento
descubrió que era carmín.
Tres días seguidos repitieron la hazaña, durmiendo de día y
emborrachándose de noche. Solían acabar la juerga en Hostal Nou, el barrio
de Morella fuera de las murallas, donde había otra discoteca de moda. Al
cuarto, que caía en domingo, llegaron los padres de Carlos para el almuerzo
familiar, y la madre de Javi entró por primera vez en el dormitorio para
obligarlos a presentarse en la mesa.
—Tenéis esto hecho una pocilga —les dijo, abriendo la ventana para que
entrara aire limpio. El sol de mediodía les hizo gemir y esconder la cara en las
almohadas—. Ya sois muy mayorcitos para comportaros así.
—¿Así cómo? —preguntó Javi, desafiante, mirando a su madre parada al
pie de su cama.
—Como adolescentes sin cabeza.
—¿No estáis todos empeñados en que soy «demasiado joven» para
casarme? Pues déjame disfrutar de mi juventud.
Desde la otra cama, Carlos soltó una risa bronca que acabó en un acceso
de tos.
—A mí no me hables así, Javier. Verás cuando se lo diga a tu padre.
—¿Qué me va a hacer? —Javi se sentó en la cama y esperó a que la
habitación dejara de girar antes de fijar la vista en su madre—. ¿Qué más
podéis hacerme?

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En ese momento sentía que la odiaba, que odiaba a toda su familia, de la
que solo salvaba a su primo. Nunca había pensado que renegaría de sus
orígenes.
—Si sigues comportándote así, nos volvemos todos a Madrid.
—Haced lo que queráis, pero yo me quedo aquí.
Asunción golpeó el suelo con la punta del zapato, rabiosa, descargando así
las ganas de cruzarle la cara a su hijo de una bofetada, como cuando era
pequeño y resolvía sus pequeñas rebeliones con un buen azote.
—No se puede hablar contigo, estás imposible.
Se dio la vuelta para salir del dormitorio, aún cargado del aire viciado que
los dos jóvenes traían en sus ropas y sus cuerpos, y estuvo a punto de resbalar
al pisar unos jeans tirados al pie de la cama de Carlos.
—Cierra la puerta al salir —dijo Javi, envalentonado.
Asunción se volvió y los barrió a los dos con la mirada.
—En media hora tenéis que estar abajo, duchados y vestidos. Que no
tengan que venir vuestros padres a buscaros. A ver si podemos tener un día
tranquilo en esta casa.
Salió como había llegado, con la frente alta y el gesto despectivo, como
cuando se cruzaba un vagabundo en la calle, pensó Javi.
—Voy yo primero a la ducha —dijo Carlos, sentado en el borde de su
cama—. Apesto a cenicero —añadió, oliéndose la camiseta del pijama.
Javi volvió a acostarse, con un brazo cruzado sobre los ojos. No podía ni
pensar en comida, y menos rodeado de su familia, obligado a comportarse
como si solo fuera un domingo más. Su vida se había derrumbado, todos sus
sueños rotos, y ellos pretendían que siguiera adelante como si no pasara nada.
Cuando Carlos volvió del baño, con el pelo mojado que aún olía a
champú, seguía en el mismo sitio, mirando el techo, como si allí estuviera la
solución a todos sus problemas.
—Quizá mis padres puedan echar una mano —le dijo su primo, mientras
se iba vistiendo—. Puedo hablar con ellos.
—¿Crees que se pondrán de mi parte?
—Son menos rígidos que los tuyos, no les importan tanto las apariencias
ni el qué dirán.
—No sé… No sé, Carlos, tal vez ya no hay nada que hacer, aunque
consiguiera hacerles cambiar de opinión, Sara ni siquiera quiere verme. —
Javi escondió la cara en la almohada para que su primo no viera que estaba a
punto de llorar.

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Por eso se emborrachaba cada noche, para olvidar aquel dolor que lo
arrasaba cada vez que pensaba en Sara, en su rostro sereno y su voz pausada
cuando dijo que no iba a casarse con él.
—Está enfadada, pero ya se le pasará.
Ojalá tuviera un poco del optimismo de su primo, que parecía convencido
de que todo se arreglaría tarde o temprano.
Para Javi ya era demasiado tarde. Cada hora que pasaba sin ver a Sara, sin
saber si estaba bien, si las náuseas que había tenido días atrás se le pasaban o
empeoraban, sin poder tocar su cintura y tratar de identificar alguna señal de
los cambios que experimentaba su cuerpo, de su hijo creciendo en su interior,
era una hora de absoluta tortura.
Se levantó de la cama con la cabeza gacha y un peso sobre los hombros
del que no lograba librarse. Parado delante del espejo del armario, Carlos se
peinaba silbando una canción. Eternal Flame de las Bangles. Así se sentía
Javi, ardiendo en una llama eterna.

Sara llevaba tres días vomitando todo lo que ingería, hasta el agua. Hacia
media mañana, cuando desaparecían las arcadas, sentía un molesto dolor en la
boca del estómago unido a un apetito que solo podía calmar comiendo pan
con chocolate. Cuando el ansia de dulce se aplacaba, llegaba la preocupación
y el sentimiento de culpa. Algo malo le iba a pasar a su bebé si no podía
alimentarse bien.
Al cuarto día su madre la obligó a ir al médico, que aseguró que su
malestar entraba dentro de la normalidad en el primer trimestre de embarazo.
El amable doctor García le pidió unos análisis, la derivó a la consulta prenatal
y le dio algunos consejos sobre alimentación.
—A mí me pasaba igual con los embarazos —le dijo su madre, de camino
a casa—. Le pasa a muchas mujeres, es normal. Pero me quedo mucho más
tranquila ahora que te ha visto el médico.
Ella también se sentía algo más tranquila, solo que había una sensación
nueva que aún no conseguía descifrar. Certeza, tal vez esa era la palabra.
Hasta aquel momento solo había tenido un retraso, considerable ya, y un test
de farmacia que confirmaba su estado. La consulta médica la había obligado a
salir de aquella bruma de ensueño en la que vivía desde hacía semanas. Iba a
tener un bebé. La próxima primavera sería madre.

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—Tengo que contárselo a… —Se detuvo en seco, sin poder pronunciar el
nombre que llevaba callando cuatro largos días.
—¿A quién, hija?
—No, nada, a Yoli, claro, que estaba muy preocupada.
—Claro —aceptó su madre, poco convencida—. Ven, vamos a parar en la
frutería, a ver qué te apetece.
A Sara no le apetecía nada. El olor de la fruta amontonada le revolvía el
estómago y tuvo que salir a la puerta a esperar a su madre.
Por la acera de enfrente vio pasar a Rebeca, con su embarazo ya muy
avanzado. Se la veía cansada y acalorada, con los tobillos hinchados y el paso
lento. Una anciana se acercó a saludarla y el rostro de la embarazada cambió
y se llenó de luz mientras le explicaba que salía de cuentas en una semana. Se
la veía tan feliz que Sara estuvo a punto de echarse a llorar de pura envidia.
Aquella tarde, como cada día, Loli fue a visitarla y se sentaron las dos en
su dormitorio, el más fresco de la casa, porque nunca le daba el sol.
—No sé cuándo podré volver a trabajar, estoy tan cansada por las tardes
que me quedaría en la cama el resto del día —le dijo a su amiga, que estaba
hojeando un libro que había escogido entre el pequeño surtido que Sara tenía
sobre el escritorio—. Y Ramón no me va a esperar siempre, en verano el bar
está a tope y tendrá que buscar otro camarero.
—No va a encontrar a nadie que maneje a los chicos de los videojuegos
como tú —dijo Loli, sin levantar la vista de la página que leía—. Cuando fui a
decirle que no podías ir unos días porque tu madre estaba otra vez enferma, se
le veía un poco agobiado. Me dijo que esperaba que se mejorara pronto, pero
estaba claro que lo que quería decir es que espera que tú vuelvas pronto.
Se habían inventado aquella mentira porque era imposible decir la verdad.
Ramón no era un mal jefe, era gruñón y capaz de echar a patadas al primero
que se le pusiera chulo, pero había llegado a respetar a Sara y la trataba como
a una hija. Aún así, no podía ir a contarle que estaba embarazada y con el
corazón roto porque no podía casarse con su novio.
—¿Puedes pasar por allí y decirle que intentaré ir la próxima semana?
—Claro.
Sara suspiró, mirando los apuntes que intentaba estudiar. Quería
presentarse a los exámenes de septiembre para tratar de aprobar las tres
asignaturas que le habían quedado pendientes. Con el curso de COU aprobado
podría encontrar un trabajo mejor que el de camarera. Incluso podía hacer la
selectividad, solo por probar, se dijo, porque siempre había sabido que nunca
podría ir a la universidad. Su familia no podía permitirse adelantar los gastos

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que eso supondría, mientras esperaban por una beca que seguramente
tampoco sería suficiente para cubrirlos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Loli, cerrando el libro al oírla suspirar
por segunda vez.
—Seguir peleándome con el latín, está visto que las lenguas muertas no
son lo mío.
—No hablo de eso —dijo Loli. Sara levantó la vista de los apuntes para
mirar a su amiga—. Tienes que arreglar las cosas con Javi. No puedes hacerle
pagar a él por lo que te hicieron sus padres. Bastante desgracia tiene de que
sean su familia.
Loli había esperado cuatro días para sacar el tema. Su amiga podía tener
la paciencia del santo Job, pero una vez que había decidido que ya tocaba,
Sara sabía que le esperaba una dura batalla para tratar de defender su postura.
—Hay una cosa que he entendido en estos días —dijo, con la cabeza
gacha, hablando para el escote de su camiseta—, y es que ellos tienen razón.
En realidad, siempre lo supe, pero hubo un tiempo que traté de convencerme
de que lo nuestro podía funcionar.
—Oye, no tengo ni idea de qué estás hablando.
—No estoy a su altura —dijo Sara, aunque las palabras dolían como fuego
en su boca según las iba pronunciando—. No tengo familia o amistades
importantes, ni estudios, ni he salido en mi vida de Morella.
—Todo eso lo sabe Javi desde hace mucho tiempo y no le importa.
—Pero a mí sí. —Sara se encogió sobre sí misma, rodeándose la cintura
con los brazos—. Al final tendré que agradecerles que me lo hayan dejado
claro tan pronto. Si hubiéramos seguido adelante con esto… Bueno, yo solo
sería una especie de paria, la oveja negra de la importante familia Miralles.
—Sigo sin entender nada de lo que dices —dijo Loli, agitando los brazos
y haciendo sonar las pulseras que adornaban sus muñecas—. Te veo mover la
boca, pero nada tiene sentido.
Sara levantó una mano y la dejó caer. Decir todo aquello le estaba
costando la vida. Se dio la vuelta para apoyar los codos en el escritorio y huir
de la mirada intensa de Loli.
—Es cierto, nada tiene sentido. Solo fue un sueño.
—No lo fue, Sara, no digas tonterías. —Loli se estaba enfadando y la voz
le salía un poco chillona, algo que siempre hacía reír a Sara, incluso en aquel
momento de puro dolor—. Javi te quiere de verdad, y tú a él.
Delante de Sara, en un estante, estaba el osito de peluche que Javi le había
enviado por su cumpleaños hacía ya casi un año. Se mantenía sentado y entre

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las manos sostenía un cartelito que decía «Solo pienso en ti.». Sara no quería
llorar, había conseguido mantener las lágrimas a raya durante cuatro días,
incluso cuando vomitaba hasta la última papilla y sentía que se rompía por
dentro; apretó fuerte los párpados y logró frenar una vez más la humedad que
le encharcaba los ojos.
—No me lo merezco, Loli, esa es la única verdad. Él… —No podía decir
su nombre, si lo hacía se derrumbaría—. Es el chico perfecto, lo tiene todo, es
guapo, es listo, será un gran médico como su padre y viajará por el mundo
como siempre ha soñado. Yo solo soy una piedra en su camino.
Loli resopló y le tiró un cojín que Sara atrapó sin dificultad. Lo apretó
contra su pecho para tratar de calmar el dolor que la devoraba por dentro.
—De verdad, Sara Navarro, que a veces me desesperas. No soporto que te
rebajes a ti misma de esa manera. Tú también eres guapa, y lista, estupenda y
harías una gran carrera si tus padres pudieran permitírselo. Javi ha tenido
mucha suerte al conocerte, pero es que era vuestro destino, lo sabes, ¿verdad?
Sara negó con la cabeza y apretó tanto el cojín que vio como las costuras
empezaban a ceder.
—Es lo que hay, Sara —insistió Loli—. No es un lo tomo o lo dejo.
Llámalo media naranja, pareja perfecta, o lo que sea. Solo hay un chico para ti
en este mundo, y es Javi.
—Entonces mi destino es estar sola el resto de mi vida —dijo Sara.
Su amiga le tiró otro cojín, que Sara logró esquivar y vio caer al suelo.
—No puedo contigo cuando te pones melodramática. Tienes que dejar de
ver culebrones venezolanos en la tele.
—Yo no veo culebrones venezolanos.
—Me lo ha contado Yoli.
—Mi hermana tiene la lengua muy larga —dijo Sara, volviendo a sus
apuntes.
Loli se rio y alcanzó en la mesilla la revista Súper Pop que le había
prestado Yolanda, fingiendo que estaba muy interesada en su contenido
mientras pensaba en la mejor manera de ayudar a su amiga. Algo tenía que
ocurrírsele para hacer que se cumpliera su profecía. Sara y Javi estaban
destinados a estar juntos y a ella, como a Hannibal del Equipo A, le encantaba
que los planes salieran bien.

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Capítulo 21

Javi salió de casa en cuanto colgó el teléfono. Loli parecía muy convencida
de que Sara estaba dispuesta a escucharlo, así que se encaminó hacia el bar de
Ramón con pasos largos y el corazón encogido.
Hacía una semana que no la veía. Una eternidad. A veces hasta le parecía
que comenzaba a olvidar sus rasgos. Quería enfadarse con ella, reprocharle
que le diese la espalda de aquella manera, sin compasión. La mayor parte del
tiempo se sentía hundido en la miseria y tenía que beber para poder dormirse.
Cuando despertaba, agotado y dolorido por la resaca, en su desesperación
pensaba que ella nunca lo había querido, no como él la quería a ella, era la
única explicación para que lo hubiese abandonado de aquella manera.
De camino al bar tenía que pasar por delante de su casa. La casualidad
quiso que se encontrara con Isabel y Manuel, que llegaban en ese momento y
estaban abriendo el portal.
—Si vienes a ver a Sara, no está —le dijo el padre, seco y distante.
Javi recordó su conversación de solo unos pocos días atrás. Manuel se
había mostrado paciente y hasta amistoso cuando se le pasó el disgusto
inicial. Ahora, sin embargo, lo miraba como si él tuviera toda la culpa del
comportamiento de sus padres.
—Yo… ¿Podría hablar con ustedes un momento?
—Claro, hijo —dijo Isabel, con voz cansada pero más comprensiva que su
esposo—. Pasa, anda, no vamos a hablar aquí en medio de la calle.
—Ya sé que Sara ha vuelto al bar de Ramón. Ahora iba a intentar hablar
con ella, no quiere verme desde el otro día… —les dijo, una vez que
estuvieron sentados en la pequeña sala de la televisión, la misma en la que
había hablado con Manuel pocos días atrás, cuando parecía que todo iba a
salir bien.

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—¿Y te extraña? —respondió Manuel, tan disgustado que su mujer
extendió una mano para agarrar la suya y calmarlo con una caricia.
Javi reconoció de pronto su gesto, el mentón levantado, las cejas
enarcadas formando surcos en su frente amplia. Se lo había visto a Sara
alguna vez, y no auguraba nada bueno.
—Siento mucho lo que ocurrió el otro día, esperaba que todo fuera mejor,
nunca los hubiera invitado de haber sabido lo que iba a pasar… —Javi sentía
que el sofá de escay se iba hundiendo bajo su peso, atrapándolo como lodo
pegajoso.
—En algún momento teníamos que conocernos —dijo la madre de Sara,
más sensible a sus disculpas.
—Hablé con mis padres antes, les expliqué nuestros planes, les dejé claro
que teníamos que casarnos… Pensaba que ya se habrían hecho a la idea.
—Es evidente que no —dijo Manuel, y su mujer le dio un leve tirón de la
mano.
—No tienes que disculparte —dijo Isabel, con una sonrisa cansada—. Tú
no eres responsable de lo que hacen tus mayores. Sabemos que eres un buen
chico y que quieres a Sara de verdad, quizá más adelante…
—No. —Javi dio un salto para ponerse en pie, huyendo de la trampa del
sofá—. No voy a esperar a más adelante. Yo quiero a Sara y quiero estar con
ella, quiero cuidarla y cuidar de nuestro hijo. Nadie me va a separar de ella,
si… Si ella no quiere.
—Claro que no quiere —le dijo Isabel—. Ella también lo está pasando
muy mal, solo que es muy terca y se hará la dura cuando vayas a verla.
—Lo tienes crudo, chico —dijo Manuel, que empezaba a aflojar el ceño
que endurecía sus facciones.
—Me pondré de rodillas para pedirle perdón si hace falta —prometió Javi.
Cualquier cosa con tal de ganarse el favor de sus futuros suegros. Sabía que
con ellos de su lado, ya tenía media batalla ganada.
Cuando se despidió de los padres de Sara la madre le dio dos besos y el
padre una palmada amistosa en la espalda, tal vez un poco más fuerte de lo
necesario, pero que reconfortó a Javi y le dio el valor necesario para afrontar
lo que le esperaba.
Un rato después, al llegar al bar de Ramón, tuvo la impresión de revivir la
misma escena del día que llegó a Morella a finales de junio. Como en un déjà
vu, Sara estaba allí, con su pantalón de peto y aquella larga trenza que le daba
aspecto de india de película del Oeste. Solo que ahora no se movía entre las

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mesas con la misma soltura y energía, parecía que cargase un peso invisible
sobre los hombros.
Cuando se acercó a la barra para dejar unos cascos vacíos, Ramón le hizo
un gesto para señalar a Javi, parado a un lado de la puerta. Sara se volvió
despacio, como en una de esas escenas a cámara lenta; desde la distancia
pudo ver las ojeras oscuras que hacían aún mas triste su mirada. Se volvió de
nuevo hacia la barra, sin un gesto de reconocimiento, pero Ramón le dijo algo
y por fin, con desgana, caminó hasta donde Javi la esperaba.
—¿Podemos hablar? Por favor.
—Estoy trabajando. Llevo días sin venir y no puedo estar perdiendo el
tiempo.
—Pero Ramón te ha dicho que vengas a hablar conmigo —intentó
adivinar Javi. Por la expresión de ella, supo que había acertado.
Se sentaron en la mesa de la esquina. El bar estaba casi vacío a esa hora
temprana de la tarde, solo había un par de chicos jugando a los marcianitos y
unos abuelos echando una partida al dominó.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó ella, dibujando con un dedo las
vetas de la mesa de mármol.
—Siento mucho lo que pasó el otro día en casa de mi abuela. A mis
padres aún les cuesta hacerse a la idea, pero no importa. —Javi estiró rápido
la mano y agarró la de ella antes de que la retirara—. Solo importamos tú y
yo.
—¿Te casarías conmigo sin su permiso? —preguntó ella, mirándolo por
fin a la cara.
—Me casaría contigo ahora mismo.
—¿Lo abandonarás todo? ¿Tu familia? ¿Tus estudios? ¿Tu hogar en
Madrid?
—Nada me importa, Sara, solo tú.
Notaba que no la estaba convenciendo y no sabía qué más decirle. Estaba
allí ante ella, humillado, con el corazón abierto, solo le faltaba arrodillarse
como le había dicho a su madre.
—Ojalá no tuvieras que renunciar a nada —dijo ella, con la voz
temblorosa y los ojos empañados.
—¿Qué quieres decir? No hay otra forma de que estemos juntos, a menos
que… —Javi se detuvo para tomar aliento, mareado por la idea que se
formaba en su cabeza. Podía funcionar, se dijo, claro que podía funcionar—.
A menos que vivamos con mis padres unos años, hasta que termine la carrera.
—¿En tu casa de Madrid?

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—Sí —dijo, de repente entusiasmado. Era una idea brillante, no sabía
cómo no se le había ocurrido antes. Su casa era enorme y la mayor parte del
año sus hermanos ni la pisaban, Fito haciendo su residencia en Estados
Unidos y las gemelas estudiando en Salamanca. Podían vivir con sus padres y
apenas cruzarse con ellos por los pasillos.
—Tus padres me odian —dijo Sara, reventando su burbuja con aquellas
cuatro palabras.
—No es cierto.
—En el mejor de los casos, no me tragan porque soy muy poco para ti. En
el peor, además soy una cazafortunas.
—No, Sara, no digas eso.
—Tu madre dejó bien claro que prefería a… otra con más nivel.
Javi se sentía acorralado y no sabía cómo había llegado a aquella
situación.
—No hagas caso de lo que dijo.
Sara se cruzó de brazos y bajó la cabeza.
—¿Has conocido a muchas chicas en la universidad? —preguntó.
Javi dudó entre mentir descaradamente o tratar de salvar aquella situación
siendo todo lo sincero que Sara se merecía.
—Sí, supongo.
—¿Muchas niñas bien?
—Todo eso no importa.
—Le importa a tu madre, y me imagino que a tu padre también.
—¿Lo que opine yo no cuenta? —Javi se inclinó sobre la mesa, tratando
de capturar su mirada, concentrada en el frío mármol.
—¿Puedes prometerme que no hay nada que yo deba saber?
Ojalá no fuera tan intuitiva. Javi se preguntó en qué momento ella había
llegado a conocerlo tanto como para adivinar cuándo le ocultaba algo. Para él,
Sara era un misterio que iba desvelando un poco cada día. Para ella, él era del
todo transparente.
—Antes de Navidad, fuimos un grupo a la sierra…
—Oh, vaya, claro.
—¿Por qué no me lo habías contado? —preguntó, con una vocecita tan
dolida que Javi notó cómo los pedazos rotos de su corazón se desprendían y
caían al suelo.
—No es importante, hubo una chica… no significó nada.
—Es importante para mí y lo sabes, por eso me lo has ocultado.

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La vio levantarse e inclinarse sobre la mesa, con las ojeras aún más
profundas que cuando había llegado.
—Sara, por favor…
—Vete. No puedo seguir hablando contigo ahora.
—Vendré a esperarte a las nueve.
—No vengas.
Le dio la espalda sin más palabras y se fue caminando hasta el almacén,
donde se metió, cerrando la puerta a su espalda.
La mirada de Javi se cruzó con la del dueño, que secaba con parsimonia
unos vasos y sacudía la cabeza con desaprobación. Los jugadores de dominó
también lo miraron y volvieron a su partida. Los chicos del Space Invaders,
que no tendría más de doce o trece años, parecían dispuestos a darle una
paliza. No sabía en qué momento aquel tribunal improvisado lo había juzgado
y condenado.
Se levantó despacio. Le dolía el cuerpo como si hubiera envejecido de
repente cincuenta años. Salió del bar sin despedirse de nadie.

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Capítulo 22

Había pasado más de una semana desde el almuerzo fallido y Carmen seguía
esperando a que su hermano Adolfo solucionara el asunto, pero incluso su
famosa paciencia comenzaba a agotarse.
Se dio cuenta de que no había pasado la hoja del calendario. Era ya 1 de
septiembre, se notaba en que las mañanas y las tardes eran más frescas, y en
que su cuñada Asunción comenzaba a impacientarse por la larga estancia en
el pueblo al que nunca se había acostumbrado. Las gemelas se habían vuelto a
marchar para preparar el nuevo curso y Fito seguía en Estados Unidos, aquel
año ni siquiera había podido escaparse unos días.
Carmen cerró el puño, arrugando la hoja arrancada del calendario hasta
hacerla una pelota, y salió por la puerta de la cocina hasta el porche trasero,
donde su hermano leía el periódico mientras una taza de café se enfriaba
sobre la mesa.
—Adolfo, creo que va siendo hora de que hagas algo.
—¿Qué pasa ahora, Carmen? —le preguntó, sin levantar la vista de las
noticias.
—¿Es que hace falta que te lo diga?
Se paró delante de él y puso una mano sobre el periódico, obligándole a
dejarlo sobre la mesa.
—No sé qué puedo hacer yo —dijo Adolfo, cruzando las piernas y
alisándose la perfecta raya de su pantalón con una mano—. Esa chica ha
dejado plantado a Javier, y supongo que así se acaba el asunto. Este fin de
semana haremos las maletas y nos volvemos a Madrid.
Asunción había salido al porche a tiempo de oír aquellas últimas palabras.
Se acercó para situarse tras la silla de su marido y mirar de frente a su cuñada,

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un tanto amenazante. Carmen no se iba a dejar acobardar, era la única que
parecía tener sentido común en aquella casa.
—Javi lo está pasando muy mal, ¿es que no lo veis? Todas las noches
salen él y Carlos y vuelven de madrugada.
—Borrachos, sí, lo hemos notado —dijo Asunción, torciendo la boca con
desagrado.
—Y la pobre Sara, ni me imagino cómo debe de estar. Y sus padres…
—No tenemos nada que ver con esa gente. Ni siquiera sabemos si el hijo
que espera…
Carmen dio un respingo que hizo callar a su cuñada. La observó durante
un buen rato, retándola a que se atreviera a completar la frase, y luego se
inclinó para dirigirse a su hermano.
—Es tu nieto, Adolfo, tu primer nieto.
Su hermano juntó las manos y las apoyó en la boca, como si fuera a
ponerse a rezar. Ante su silencio, su mujer decidió hablar por él:
—Esa chica… Adolfo tiene razón, ella dejó plantado a Javi. No vamos a
llevarla al altar a la fuerza.
—Sabes muy bien por qué lo hizo, Asunción. La habéis insultado de todas
las maneras posibles, y eso solo se soluciona con una disculpa.
Asunción resopló, fingiendo una risa que no le alegró el rostro, cada día
más marchito. Carmen recordó que también su cuñada había sido una joven
bonita, pero la amargura que la caracterizaba iba dejando huella en forma de
profundas arrugas que le rodeaban ojos y boca.
—¿Qué tenemos que hacer, según tú? ¿Ir a la casa de esa familia a
arrastrarnos? ¿Pedirles la mano de su hija?
—Se llama Sara, y sí, eso es exactamente lo que tenéis que hacer.
Javi salió al porche durante el largo silencio que siguió a aquellas últimas
palabras de Carmen. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y la boca
torcida en una mueca de profunda tristeza.
—Te traigo el desayuno ahora —dijo Carmen, volviéndose ya para
regresar a la cocina.
—No tengo apetito.
—Algo tendrás que comer.
—Haz caso a tu tía, que te cuida mejor que tu madre —dijo Asunción,
sentándose al lado de su marido.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Javi, notando lo cargado que estaba el
ambiente.

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—Javier… —Adolfo se inclinó hacia su hijo y esperó a que este,
renuente, lo mirase—. ¿Qué piensas hacer con… este problema?
Carmen vio a su sobrino hundir más los hombros: tenía la boca abierta
para respirar sorbiendo el aire como un pez fuera del agua, la mirada gacha,
concentrada en las puntas de los pies.
—No es un problema, o no lo era hasta que lo estropeasteis todo. —Se
dejó caer en una silla que crujió bajo su peso, pasándose una mano por el pelo
revuelto que ni se había molestado en peinarse.
—Hijo, nosotros solo miramos por tu bien. Tu padre y yo…
—No voy a volver a discutir todo esto, mamá —dijo, interrumpiendo a su
madre, que lo miró boquiabierta, poco acostumbrada a que sus hijos se le
sublevasen—. Todo se ha acabado, estaréis contentos. Sara no quiere ni
verme.
A Carmen le pareció que solo ella notaba cómo las palabras le salían
ahogadas. No era rebeldía, sino puro dolor. Rodeó la silla en la que se sentaba
y le puso las manos sobre los hombros trémulos.
—Entonces, ¿vuelves con nosotros a Madrid? —preguntó Adolfo, ansioso
por acabar con aquello—. Podríamos irnos mañana mismo. Pronto empezarán
tus clases y…
Tuvo que detenerse cuando Javi se llevó las manos a la cara y se echó a
llorar. Los tres adultos lo miraron sorprendidos, nunca lo habían visto así y no
se lo esperaban. Paralizados, miraron cómo se estremecía de arriba abajo, con
el cuerpo encogido y tembloroso. Adolfo volvió la vista a su inseparable
periódico, demasiado incómodo con la pena de su hijo, incapaz de tener un
gesto amable para calmarlo.
—Hijo… —Asunción extendió una mano y la volvió a cerrar. No había
visto a ninguno de sus hijos varones llorar desde que eran infantes, en su casa
se aprendía rápido que los hombres no lloran.
Solo Carmen logró reaccionar y se sentó a su lado, envolviéndolo entre
sus brazos.
—No entendéis nada —dijo Javi entre sollozos, separándose un poco del
abrazo de su tía—. Nada…
—Javier, solo queremos lo mejor para ti —suspiró Adolfo.
—¿Y por qué va a ser mejor lo que vosotros decidáis y no lo que yo
quiero? —Se secó las lágrimas de un manotazo y se puso en pie,
tambaleándose un poco—. ¿Es que no tenéis sentimientos? ¿Os da igual que
Sara vaya a tener sola a vuestro nieto? —La voz volvió a quebrársele y huyó
al interior de la casa.

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Carmen se quedó parada en medio del porche con los brazos vacíos,
doloridos por el ansia de consolar a su niño. Miró a Asunción, que trataba de
encender un cigarro con manos temblorosas y la mirada perdida. Después a su
hermano Adolfo, serio y concentrado, con ese gesto tan suyo de cuando
estaba a punto de tomar una decisión importante.
—Adolfo…
—Sí, Carmen, ya sé, no me presiones más.
Cuando se ponía así, era mejor hacerle caso y no seguir insistiendo.
Carmen miró su reloj de pulsera y vio lo tarde que era, aún tenía que acabar
de preparar el desayuno y ayudar a su madre a levantarse. Pasara lo que
pasase, aquel día se iba a solucionar la cuestión. Rezaba para que fuera algo
bueno para Javi y Sara.

Se acercaba el mediodía y Sara llegaba a casa cargada del ultramarinos. Había


comprado fruta y verduras, pan y una tableta de chocolate, lo único que le
calmaba el estómago cuando pasaban las náuseas matutinas. Su madre le
reñiría por cargar tanto peso, pero lo cierto es que, una vez pasaba aquel mal
momento del despertar de cada día, se encontraba bastante bien, incluso con
más energía que en las últimas semanas.
Yolanda le abrió la puerta y le quitó la cesta de las manos, haciéndole
gestos extraños hacia la sala.
—Están ahí —susurró—. Te están esperando.
—¿Quiénes?
—Los padres de Javi.
Sara sintió que las piernas le fallaban. Tragó saliva y esperó a que la casa
dejara de girar a su alrededor.
—¿A qué han venido?
—No lo sé. Apenas han hablado desde que llegaron; lo que sea, lo quieren
decir contigo delante.
Su hermana la agarró de los brazos y le dio un apretón con demasiada
fuerza, logrando alejar la sensación de vértigo.
—No sé si puedo volver a enfrentarme a ellos.
—Claro que puedes. —Yoli volvió a sacudirla y Sara se quejó sin poder
evitar reírse—. A por ellos. No dejes que te acobarden.
Sara cuadró los hombros e inspiró lento por la boca. Podía con aquello, lo
peor ya había pasado el día aquel en casa de la abuela de Javi, no creía que

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hubieran ido hasta su casa para volver a insultarla.
—Espera… ¿Javi también ha venido?
—No —dijo Yolanda, levantando las manos con las palmas hacia arriba.
—De acuerdo. Voy.
Los padres de Javi estaban sentados en el sofá grande, uno a cada lado,
con el tercer cojín vacío en medio, y los de Sara estaban enfrente, cada uno en
una butaca. Les faltaban las pistolas y los sombreros de ala para ser auténticos
pistoleros a punto de enfrentarse en duelo. Comprobó que su madre estaba
bien, más serena de lo que se esperaba, y su padre tranquilo, a pesar de que
habían interrumpido sus pocas horas de sueño; después de trabajar toda la
noche normalmente dormía hasta las cuatro de la tarde, y solo eran las doce.
Desde el marco de la puerta saludó con toda la educación que pudo reunir
y luego fue a sentarse al brazo de la butaca que ocupaba su padre.
—Nos estaba diciendo tu madre que ya han empezado las náuseas
matutinas —dijo Adolfo, con su voz de médico—. Es normal en el primer
trimestre.
—Lo sé. Ya hemos estado en la consulta de nuestro médico —dijo,
haciéndole saber que no lo necesitaba, ni para eso ni para nada.
—Supongo que te habrá dado algunos consejos sobre cuidados y
alimentación —aún insistió el padre de Javi. Sara se limitó a asentir—. Es
posible que en este primer trimestre incluso pierdas peso, pero no te confíes,
luego lo recuperarás con creces…
—¿Ha venido hasta aquí para una consulta prenatal? —preguntó Sara.
Prefería quedar de antipática que seguir fingiendo que aquella solo era una
visita normal.
—Hemos venido para pedirte disculpas —dijo Adolfo, sin bajarse ni un
centímetro de su pedestal—. Para pedirles disculpas a todos —añadió,
mirando a sus padres.
—Es muy amable —dijo la madre de Sara, conciliadora—. El otro día…
Todos estábamos un poco nerviosos.
—Lamentamos no haber sabido reaccionar mejor.
Asunción se movió nerviosa sobre el asiento de escay, sin añadir nada a
las palabras de su marido, que parecían ofenderla, apretando tanto el bolso
que sostenía sobre el regazo que Sara podía verle los tendones de las manos
tensos como cuerdas de guitarra.
—¿Han cambiado de opinión, entonces? —preguntó el padre de Sara,
menos dispuesto que su madre a aceptar tan rápido aquellas disculpas.

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—Nuestro hijo es mayor de edad, y Sara también lo será pronto, se hará lo
que ellos deseen —dijo Adolfo, pensativo, pasándose un dedo por el tupido
bigote—. Pero creemos que podríamos ofrecerles todas las comodidades en
nuestro hogar de Madrid, la casa es grande y la mayor parte del año solo
estamos nosotros y Javier. Así, él podría seguir con sus estudios y Sara
tendría todas las comodidades…
—No —dijo Sara, sin paciencia para esperar a que acabara con su
proposición—. No puedo irme de Morella, mi madre me necesita.
—Hija…
—No te voy a dejar sola.
—Tengo a Yolanda.
—Solo tiene quince años, mamá.
—¿Y podrás tú con todo? —preguntó Asunción, hablando por primera
vez—. Matrimonio, un hijo y una madre enferma. Y solo tienes dos años más
que tu hermana.
—Casi tres. Y sí que puedo —contestó Sara, intentando no pensar en la
palabra matrimonio. Ni siquiera sabía si Javi seguía queriendo casarse con
ella. Tal vez ahora fuera él quien la rechazara después de lo mal que lo había
tratado. Se llevó una mano al pecho para tocar ese punto doloroso que nunca
la abandonaba—. Claro que puedo —insistió.
—¿Y ese trabajo en el bar? Supongo que lo dejarás.
—Lo necesitaré para mantenernos —dijo, bajando la mano desde el pecho
hasta el vientre todavía plano.
—Os vamos a ayudar en todo —habló Adolfo, recuperando el control de
la conversación—. Mi hermana y mi madre os ofrecen su casa, allí no os
faltará nunca de nada, y ya buscaremos la manera de que Javier pueda seguir
con sus estudios más adelante, aunque pierda este curso.
El resto de la conversación dejó de tener interés para Sara, que permitió
que organizaran todo entre los mayores. Solo podía pensar en qué diría Javi,
en por qué no estaba allí, a su lado. Le dolía la distancia que ella misma le
había impuesto, la discusión del otro día en el bar, las palabras duras que le
había dicho. Quería correr a pedirle disculpas, pero temía que su orgullo se lo
impidiera, dejándola sin palabras y mostrando su peor cara. Él había sido muy
paciente hasta ahora, pero tal vez ella había tensado demasiado la cuerda.
Notó que la vista se le empañaba. No había llorado ni una lágrima todos
aquellos días, y de repente no pudo contenerse. Tapándose la boca con una
mano, se levantó y salió corriendo del salón.

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Capítulo 23

«Todo está arreglado», le dijo su padre.


Como si fuera así de fácil. Como si se pudiera arreglar un corazón roto en
mil pedazos. Precisamente él, que era cirujano, debería de saber que era
imposible.
La tía Carmen lo había abrazado emocionada y hasta la abuela, que se iba
apagando día a día como una vela que se va quedando sin cera, mostró su
aprobación.
Su madre aún no daba el brazo a torcer. Solo fingía aceptar, como
siempre, la voluntad de su padre. Javi la conocía bien y sabía que bajo la
calma tensa que mostraba había toda una corriente subterránea de disgustos y
reproches. En otro tiempo le hubiera preocupado, ahora tenía algo más
importante en lo que pensar.
¿Debía ser él quien diera el primer paso? ¿Ir a buscar a Sara al bar, como
si nada hubiera pasado? Ella lo había rechazado de todas las maneras,
negándose a escucharlo y hasta a verlo. No podían seguir adelante como si
nada hubiera pasado.
—¿No vas a esperar a Sara? —le preguntó la tía, cuando lo vio entrar en
la cocina.
Javi inhaló los aromas apetitosos de la cena que preparaba y la miró un
rato en silencio mientras cortaba tomates.
—Son casi las nueve. No puedo faltar a la cena.
—Hoy, sí. No te preocupes. Yo se lo digo a tu padre. —Carmen se acercó
y le pasó una mano por el pelo, alisándole el largo flequillo y peinándoselo
hacia un lado, como le hacía de pequeño—. Estás muy guapo con ese polo
azul…

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Se volvió para seguir preparando la ensalada, fingiendo que la voz no se
le había quebrado antes de acabar la frase. Javi sabía que su tía era la única
que siempre había querido que su historia con Sara tuviera un final feliz.
Se dijo a sí mismo que tenía que intentarlo por ella.
En realidad, Carmen le dio la excusa que necesitaba para hacer lo que
tanto le costaba.
—Bueno… Me voy…
—Espera. —La tía se secó las manos y se volvió para pasarse también el
paño por los ojos—. Tendrás que llevarle algo, ¿no? Algo que le guste a Sara.
Javi se quedó en blanco por lo inesperado de la idea. No sabía por qué
tenía que llevarle algo. Nunca antes se había reconciliado con una chica; si las
cosas se torcían, lo dejaba correr y a por la siguiente aventura. Tampoco
nunca había sentido ese vértigo que lo paralizaba ante la idea de no volver a
verla.
—A Sara le gustan los Colajet —dijo, recordando la forma que tenía de
comerse el helado, a pequeños mordiscos—. Y los Bollycaos, los Phoskitos…
todo lo que lleva chocolate.
—Unos bombones estarían bien, pero la pastelería ya estará cerrada.
Carmen miró alrededor, y Javi con ella, buscando inspiración en la bien
surtida cocina. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca cargada de los
aromas de los grandes maceteros del patio.
—¿Unas flores? —dijo, con repentina inspiración.
—Buena idea.
Armada con sus tijeras de jardinera, la tía se ocupó de cortar las flores que
Javi iba seleccionando. Luego buscó entre sus útiles de costura un lazo de
raso rojo para unir el ramo.
—Sé paciente —le dijo, al entregárselo—. Ya sé que lo has pasado muy
mal estos días, pero piensa que para ella ha sido mucho peor.
Camino del bar de Ramón, Javi fue dándole vueltas a aquel consejo.
Intentó ponerse en la situación de Sara. Era ella la que había roto su
compromiso, pero también era ella la que, de no arreglarse las cosas, tendría
que enfrentarse a un embarazo en solitario, a ser el objeto de los chismorreos
del pueblo y de la compasión de los bien intencionados. Admiraba su valor, y
también lo asustaba un poco.
Aún así, él también tenía su orgullo, orgullo que ella había pisoteado. No
iba a suplicar su perdón, se dijo, ni mucho menos a arrastrarse como la vez
anterior.

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Un rato después, cuando la vio salir del bar, cansada y aún más ojerosa
que la última vez, se deshizo de su enfado sin dedicarle ni un pensamiento
más.
Se quedaron frente a frente, sin poder mirarse a los ojos. Javi dejó las
flores sobre la repisa de una ventana y le agarró las manos. Sara le apretó los
dedos. Los dos temblaban y ella respiraba por la boca, como si le faltara el
aire.
—Lo siento…
—Yo también lo siento…
—No quería…
—No importa…
Ninguno de los dos era capaz de hilar una frase completa. Javi decidió
expresarse como se le daba mejor. La rodeó por los hombros y la abrazó
fuerte, escondiendo la cara en el hueco de su cuello. Sara se dejó hacer, con
los brazos laxos un rato, lo suficiente para que él volviese a temblar, pero esta
vez de miedo. Por fin reaccionó y lo abrazó por la cintura, relajando la tensión
que la mantenía en posición de firmes.
—¿Las flores son para mí? —preguntó, con la boca pegada al cuello de su
polo.
Javi aflojó un poco el abrazo para recoger el ramo y ofrecérselo. Ella se lo
llevó a la cara y aspiró hondo su aroma mientras los pétalos le acariciaban la
boca.
—¿Te gustan?
—Mucho.
La volvió a abrazar, tan fuerte que ella tuvo que alejar las flores para que
no las aplastara. Todo el dolor acumulado en aquella interminable semana se
calmaba solo con tenerla de nuevo entre sus brazos, doloridos por su
ausencia. Su dulce Sara, la niña más bonita de Morella, tan terca y orgullosa,
tan valiente y decidida. Nunca volvería a dejarla marchar.
—Vamos, te acompaño a casa —le dijo, al notar que le fallaban las
fuerzas.
La llevó bien sujeta por la cintura, temiendo que se desmayara de puro
cansancio. Por el camino ella le contó sus malestares matutinos y su falta de
apetito, también la visita al médico y la revisión programada para dentro de
un mes.
—Dicen que te ponen un aparato en la barriga y se escucha el latido del
corazón. —Llevaba el ramo apretado contra su pecho y de vez en cuando
aspiraba hondo su aroma—. Mi madre me contó que cuando nosotras nacimos

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no se hacían tantos controles ni nada, pero ahora quiere que vaya al médico
cada vez que vomito. —Se rio un poco y Javi la apretó más por la cintura,
deseando tenerla siempre así, pegada a su costado.
—Quiero estar contigo —le dijo, con el corazón encogido por todo lo que
ella estaba pasando—. Quiero cuidarte.
—No te gustaría verme por las mañanas cuando me levanto.
—Quiero verte por la mañana, por la tarde y por la noche, dormir contigo
y levantarme contigo. —Estaban ya muy cerca de su casa y Javi redujo el
paso hasta pararse—. Mi padre dice que lo más fácil sería que nos casara mi
tío Rafael en el juzgado de paz. El día que habíamos pensado, después de tu
cumpleaños.
—¿En el juzgado? —preguntó ella. Javi no supo si estaba confusa o
decepcionada.
—¿Prefieres una boda por la iglesia? ¿Con invitados y banquete y todo
eso? Tardaríamos meses en organizarlo.
—No sé… Tengo que hablarlo con mis padres.
Javi comenzaba a impacientarse. Esperaba que Sara aceptara la propuesta
del matrimonio civil sin oponerse. También esperaba que volviera la Sara
dulce y enamorada que se le entregaba sin reservas, no la que caminaba a su
lado tensa y silenciosa. Algo había cambiado en aquella semana de pesadilla,
y le aterrorizaba que fuera para siempre.
—Tú… ¿Aún quieres casarte conmigo? —preguntó; el dolor
convirtiéndose poco a poco en un nuevo enfado.
—Sí, sí, claro, tenemos que hacerlo —dijo ella. Parecía que estaba
hablando con su dentista y aceptando que le quitara una muela sin anestesia.
—Sara, ¿cuántas veces voy a tener que pedirte perdón para arreglar esto?
—le preguntó, impaciente—. ¿No podemos olvidarlo todo y volver a ser los
que éramos hace una semana? Ya sabíamos que nuestros padres se lo iban a
tomar mal, pero eso ya pasó, ahora solo importamos tú y yo.
La agarró de las manos y acarició sus nudillos con los pulgares. Ella tenía
la cabeza gacha y un mechón desprendido de su peinado le caía sobre los
ojos. Parecía tan joven y frágil que podía engañarse a sí mismo y creer que
necesitaba que la cuidara y protegiera. Estaba aprendiendo que no era así, que
Sara tenía ideas propias y el carácter para mantenerse firme en ellas contra
viento y marea. Poco importaba lo que él dijera o hiciese para recuperarla, si
ella decidía en algún momento alejarlo de su vida, sería para siempre.
—No me hagas caso —dijo con una voz extraña que nunca antes le había
oído—. Es solo que estoy muy cansada, y todo esto de las hormonas y esas

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cosas, ya sabes.
Eso era, se dijo Javi, soltando el aliento contenido. Las hormonas, los
cambios que el embarazo causaba en su cuerpo se manifestaban con cambios
de humor. Esa no era su Sara, la niña dulce que lo miraba con adoración. Solo
tenía que tener paciencia y ser más cuidadoso que nunca con ella.
—Claro, lo entiendo, no te preocupes —dijo, besándole las manos—.
Todo va a salir bien, te lo prometo.
Ella asintió, sin levantar la vista, y dejó que la abrazara, suspirando contra
su pecho.
—Deja que mis padres se ocupen de todo. Después de la boda se volverán
a Madrid y estaremos tú y yo solos, sin nadie que nos diga cómo vivir nuestra
vida.
Sara asintió de nuevo y levantó la cara para besarlo en la mejilla. Javi no
dejó escapar la oportunidad y le devolvió el beso en los labios, primero con
suavidad, luego atrapando su boca e invadiéndola hasta que ella respondió
con la misma pasión.
—Te he echado tanto de menos —le dijo, apoyando su frente en la de ella
—. Me moría sin ti.
—No quiero que nos volvamos a pelear nunca —dijo Sara.
Javi se sintió tan feliz que se le llenaron los ojos de lágrimas. Eran las
palabras que más deseaba oír. Contenían una promesa de un futuro juntos,
todo lo que podía desear en esta vida.
—Te lo prometo.
Y en ese momento, con Sara entre sus brazos, parados en medio de la
acera, creyó de verdad que podría mantener esa promesa para siempre.

Isabel estaba remendando calcetines cuando oyó llegar a su hija. Hizo un


nudo al hilo para rematar la labor y sacó de la prenda el huevo de madera que
usaba de guía para la costura. Desde la habitación de las niñas llegaba el
sonido de la radio de Yolanda, su voz tarareando algo en inglés que su madre
no sabía si era la letra de la canción o se la inventaba. Ella solo escuchaba: «si
drais mi creisi, uuuh, uuuh»[6].
—Mamá, ha venido Javi —anunció Sara, asomándose a la puerta del
salón.
Su hija tenía esa carita que ponía de pequeña cuando sabía que había
hecho algo malo. Isabel suspiró y les hizo un gesto para que entraran. No iba

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a culpar al pobre chico por el comportamiento de sus padres. Era el mundo al
revés, generalmente eran los padres los que se tenían que excusar por sus
hijos.
—¿Te quedas a cenar? —le ofreció, levantándose de la butaca con poca
energía.
—No quiero molestar —dijo Javi, con esa buena educación que siempre
mostraba, de alumno de colegio privado.
—No molestas, hijo, estás en tu casa.
A veces a Isabel le entraba la duda de qué habría visto el muchacho en su
hija. Sara era una niña muy guapa, inteligente y con tantas buenas cualidades
que solo podía sentir orgullo de ser su madre. El problema es que Javi era
todo eso y además pertenecía a una familia que se movía en altas esferas, con
una fortuna y unas relaciones que ella casi no podía ni imaginar.
—Avisa a tu padre y a tu hermana, anda —le dijo a su hija. Esperó a estar
a solas con Javi para volver a hablar—. ¿De verdad está todo arreglado? ¿Tus
padres no volverán a cambiar de idea?
—Me da igual si lo hacen —dijo Javi, con un gesto rebelde que hizo
sonreír a Isabel—. Soy mayor de edad y no tengo que pedirles permiso para
nada.
—Pero no querrás enfadarlos. —Pasó por delante de él y le hizo un gesto
para que la siguiera a la cocina—. Las peleas en familia son las peores, padres
e hijos que dejan de hablarse durante años, hermanos que llegan a las manos
por una herencia… Es lo más triste que hay.
Vio como Javi se encogía de hombros, como si nada le importara. Isabel
sacó de la alacena los platos y se los entregó para que los colocara en la mesa,
luego buscó los cubiertos y las servilletas de cuadros, a juego con el mantel.
De haber sabido que tenía un invitado hubiera puesto uno mejor, el que tenía
la puntilla de ganchillo que le había tejido su madre tantos años atrás y solo
usaba en las fiestas.
—Todo va a ir bien —dijo él, descartando sus preocupaciones.
Sara y Yolanda entraron en la cocina discutiendo por algo que la pequeña
había desordenado en el dormitorio que compartían, y detrás entró su padre,
saludando a Javi con un escueto movimiento de cabeza.
Javi esperó a que estuvieran sentados antes de explicarles los últimos
planes de sus padres.
—¿Una boda civil en el juzgado? —preguntó Manuel, tan disgustado
como su mujer, que movía la cabeza de lado a lado.
—Es lo más rápido y lo más fácil.

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—¿Es que tus padres no son católicos? ¿No van a misa los domingos?
—Sí, claro que sí, pero…
—Aquí las bodas siempre se hacen por la iglesia. No sé en Madrid, con
tanto cambio y tanta modernidad convierten un sacramento en una fiesta.
—Llevará mucho más tiempo organizarlo.
—No tenemos prisa.
—Sí que la tenemos —dijo Sara, haciendo callar a los dos hombres, que
discutían sin preguntarle su opinión—. No voy a ir al altar dentro de cinco
meses, con un vestido blanco de novia y una faja para disimular mi estado.
Nos casamos ahora por lo civil, que es lo que vale para tener el libro de
familia y que todo esté en orden cuando llegue el bebé. Y después, a lo mejor
hacemos boda y bautizo.
—Me parece una gran idea —dijo Javi. Los dos sonrieron, olvidándose
del resto.
Isabel intentó recordar cómo era ser tan joven, tan convencido de que
podías con todo, sobre todo teniendo a tu lado a la persona amada. No lo
logró. Ella solo veía un camino lleno de trampas y dificultades. Rezaba
porque fueran tan fuertes como parecían y que su amor lograra superar todo
los obstáculos.
—Tienen razón —dijo, mirando a su marido que aún no estaba
convencido—. Hace veinte años esto era impensable, pero también era
impensable lo que ha cambiado el país desde entonces. Hay que adaptarse a
los tiempos modernos.
—¿Puedo ser la dama de honor, como en las películas estadounidenses?
—preguntó Yolanda, rompiendo la tensión con su ocurrencia.
Isabel comenzó a servir la cena, pensando que pronto su pequeña familia
lo sería aún más, nunca había pensado que su hija se marcharía tan joven de
casa.
—No dejéis que se enfríe la sopa —les dijo, para hacer callar a su
parlanchina hija menor, que se había puesto a fantasear con su vestido.
Cuando los tres jóvenes se inclinaron hacia sus platos, su marido la miró
desde el otro lado de la mesa con una interrogación en sus ojos tranquilos.
Ella sonrió y asintió para hacerle saber que todo estaba bien.
Cortó un trozo de pan por el lado más blando, por donde le gustaba a su
hija mayor, y se lo ofreció para que lo mojara en la sopa. Sara levantó su
dulce rostro y le sonrió. Verla feliz era todo lo que Isabel necesitaba en la
vida.

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Capítulo 24

Una boda discreta, sin más invitados que la familia estricta, ceremonia en el
ayuntamiento y comida en un restaurante; Sara llevaría un sencillo vestido
veraniego de color crema, Javi el traje azul que había estrenado para la boda
de un amigo de la familia la primavera anterior. Parecía muy sencillo y fácil
de organizar, pero Sara sentía como si estuviera escalando el Himalaya.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó a su madre, que estaba parada ante la
tele, mirando al presentador, que gesticulaba ampliamente con las manos y
sacudía la cabeza para hacer caer el largo flequillo sobre los ojos.
—Es el nuevo programa de Jesús Hermida. Mira, esa que saluda es
Amparo Rivelles, una actriz buenísima.
—Y también van a poner Las chicas de oro —dijo Yolanda—. Me
encantan esas abuelitas marchosas.
Sara miró a su hermana, que se había sentado en el sofá con las piernas
cruzadas y su inseparable walkman. No sabía cómo era capaz de hacer dos
cosas a la vez, ver la tele y escuchar música.
—Me voy a trabajar, ya me contaréis qué tal el programa.
Las dos la despidieron sin prestarle mucha atención, hipnotizadas por la
voz engolada y la gesticulación de Jesús Hermida. Todo era muy raro
aquellos días. Estaban a lunes, el viernes era su cumpleaños, el sábado se
casaba y parecía que a nadie le importase mucho. Ni siquiera a ella misma.
Reconocía que la madre de Javi había hecho grandes esfuerzos por
congraciarse con su familia. Insistió en que fueran de compras juntas, y que
su madre también las acompañara. Sara tuvo que sufrir la vergüenza de que
las dos mujeres eligieran el juego de sábanas para la cama en la que dormiría
con Javi a partir del sábado, en la casa de su abuela. Cuando propuso
comprarle también el camisón para la noche de bodas, Sara creyó que moriría

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por combustión espontánea. Sería la mejor manera de acabar con aquella
pesadilla.
—Nunca pensé que casaría a una de mis hijas tan joven —dijo su madre,
con esa voz pausada que indicaba que había que pararse a escucharla—, por
eso aún ni había pensado en preparar el ajuar para Sara. Me hubiera gustado
bordarle yo misma algunas sábanas y toallas.
—Aún puedes hacerlo —dijo Sara, agarrándose del brazo de su madre—.
Me encantaría y las guardaría siempre como un tesoro.
Isabel le dio a su hija una palmadita sobre la mano y las dos se sonrieron
bajo la mirada incómoda de Asunción.
—También voy a empezar a tejer la ropita del bebé.
—Sabe usted hacer de todo —dijo la madre de Javi—. Yo no aprendí ni a
coser un botón.
—Usted siempre ha tenido quién se lo hiciese, no lo necesitaba —contestó
Isabel, y logró que no sonara como un reproche—. Le agradezco todo lo que
hace por mi hija, pero hay cosas que deben hacerlas a solas madre e hija.
Así quedó zanjado el asunto del camisón de la noche de bodas, para alivio
de Sara, que tuvo que disimular un largo suspiro.
Otro día le había tocado ir a la casa de la abuela para ver la habitación que
les habían preparado. Los muebles de madera oscura, con molduras y grandes
llaves doradas en las puertas del armario y las mesillas, le resultaron a Sara
asfixiantes. Por todas partes había tapetes de ganchillo que tejía la tía Carmen,
y un cuadro que representaba a la Virgen de Vallivana, con su enorme corona
y el Niño Jesús en el brazo izquierdo, sobre el tocador cubierto de mármol.
Sara pensó en los muebles modernos que lucían en el escaparate de una
mueblería que había visto en Castellón cuando fueron a visitar a la abuela en
mayo, el Día de la Madre. Se había quedado enamorada de un dormitorio
lacado en blanco con molduras en negro, que tenía grandes espejos en el
armario. En comparación, aquel parecía sacado de un antiguo castillo de
novela gótica. Tuvo que tragarse el malestar que la habitación recargada le
provocaba y sonreírles a la abuela y la tía, que esperaban ilusionadas su
aprobación.
Al menos ellas sí estaban contentas con la boda. Eran las únicas, por
mucho que los padres de Javi se esforzaran por fingir que la aceptaban de
buen grado.
Podía soportarlo todo, a sus suegros, la habitación que parecía un
mausoleo, lo que fuera, con tal de que Javi volviera a ser el mismo de antes.

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Porque no lo era. Por mucho que los dos se esforzasen por recuperar su
relación, Sara temía que nunca la perdonase por cortar con él.
Necesitaban tiempo, tiempo para recuperarse de aquella pelea y curar sus
heridas demasiado recientes. Sara había intentado hablarlo con Javi, sin lograr
que entendiera su postura.
—Entonces, ¿no quieres casarte? —le había dicho él, con ese gesto
ofendido que últimamente siempre tenía—. ¿No quieres estar conmigo?
—Es lo que más deseo en el mundo —contestó ella, estrechando la mano
que Javi dejó muerta entre las suyas—. No quiero que nos separemos nunca
más, ni que volvamos a pelearnos.
—¿Y por qué dices que necesitas tiempo?
—Todo esto va demasiado rápido para mí. La boda, ir a vivir a casa de tu
abuela…
—No quieres vivir conmigo.
—A veces pienso que ellos tienen razón… Que somos muy jóvenes…
Estaban sentados en el Mercedes, fuera de las murallas, no habían vuelto a
la plaza de la Iglesia desde la pelea, no podían mancillar aquel lugar mágico,
el de su primer beso. Todo aquello parecía muy lejano, Sara apenas podía
recordar lo felices que eran entonces.
—Pero vamos a tener un hijo —dijo Javi, trayéndola de vuelta a la única
realidad que importaba.
Un hijo. El mayor temor de Sara era que a esas alturas fuera lo único que
los unía.
—Quiero que todo vuelva a ser como antes —dijo, sintiendo un nudo tan
grande en la garganta que apenas podía respirar.
—Yo también, pero no sé cómo.
Sara le apretó la mano que sostenía entre las suyas y se la llevó a la boca
para besarla.
—Te quiero —dijo, poniendo todo el corazón en sus palabras—. Siempre
te he querido, desde la primera vez que te vi. A pesar de lo que hice, de lo que
dije, nunca he dejado de quererte.
No encontraba las palabras para expresar todo lo que sentía, el dolor, la
pena, el miedo. Cada vez que pensaba que Javi se cansaría de ella, que
simplemente se daría la vuelta y se marcharía de vuelta a Madrid, a su
verdadero hogar, con sus amigos y sus estudios, sentía que se moría un poco.
—Yo también te quiero —dijo él, secándole una lágrima que Sara no
había podido contener—. Todo se arreglará, te lo prometo.

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Eso era todo lo que necesitaba. Saber que seguía queriéndola y su
promesa de futuro. Aún podían hacerlo, estar juntos y ser felices. Su historia
de amor se merecía acabar bien. Sara estaba dispuesta a hacer todo lo posible
por conseguirlo. No imaginaba su vida si Javi no formaba parte de ella.
—Yo también lo prometo —dijo, antes de besarlo.
Por primera vez desde que se habían reconciliado sintió que sus besos
eran sinceros. Se colgó de su cuello ofreciéndole su boca y su cuerpo,
esperando que lo que no lograba expresar con palabras pudiera hacerlo a
través del sexo, un lenguaje con el que se habían entendido a la perfección
desde la primera vez.
—Te he echado tanto de menos… —dijo Javi, besándole el cuello y detrás
de la oreja, provocándole un dulce escalofrío.
Sus ropas fueron cayendo al suelo del vehículo mientras las caricias se
hacían más audaces y los besos más húmedos. Se acomodaron juntos en el
amplio asiento del copiloto y Sara gimió y suspiró cuando sus cuerpos
desnudos se enredaron y se acoplaron para bailar la más sensual de las
danzas. Ojalá estar siempre así, se dijo, escondiendo la cara en el cuello de
Javi, ahogando un grito contra su piel; ojalá todo fuera tan fácil, tan delicioso,
tan liberador. Él empujó más fuerte en su interior y ella le mordió el hombro
perlado de sudor.
—Javi… —gimió, deshaciéndose de placer entre sus brazos—. No me
dejes… No me dejes nunca…
Él volvió a besarla, gruñendo contra sus labios, y ella voló alto, a un lugar
donde no había preocupaciones, donde solo el placer reinaba. Ojalá poder
quedarse allí para siempre.

El viernes cenaron las dos familias en la casa de la abuela de Javi. Era su


forma de enterrar el hacha de guerra antes de la ceremonia del día siguiente.
La tía Carmen se había esmerado en la cocina preparando las croquetas
morellanas que a Javi tanto le gustaban, cordero asado aromatizado con trufa
negra y, para el postre, cuajada con miel y flaons traídos de la pastelería. La
conversación no era muy fluida pero al menos todos disfrutaron de la comida;
todos menos los novios. Sara se excusó diciendo que no tenía mucho apetito,
lo que todos achacaron a una mezcla entre su estado y los nervios
prenupciales. Javi porque aún tenía el estómago revuelto después de la
despedida de soltero que su primo le había organizado la noche anterior.

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—Dijimos que nada de despedidas —había protestado, cuando vio las
obvias intenciones de Carlos y el recibimiento que le hicieron en el bar la
pandilla de amigos que tenían en el pueblo.
—Lo dijiste tú, yo no hice ninguna promesa —contestó Carlos,
poniéndole en la mano una cerveza que rebosaba espuma—. ¡Por el novio! —
gritó, con su vaso en alto. Todo el bar se unió a la celebración.
Después de aquella cerveza llegó otra, y otra, y otra, hasta que Javi dejó
de contarlas. En algún momento de la noche se le acercó una rubia que no le
era del todo desconocida. No estaba tan borracho como para no reconocer el
rosa fucsia de su pintalabios que en una ocasión se había encontrado en el
cuello de su camisa.
—Hacía tiempo que no te veía por aquí —dijo ella, con una confianza que
le resultó molesta. Hablaba bien el castellano pero con un deje extranjero que
Javi ni pudo ni se preocupó por identificar.
—Estaba muy ocupado. Mañana me caso.
—¿En serio? Creía que lo habías dejado con tu novia.
Javi no recordaba haberle contado aquello, no recordaba nada, ni siquiera
cómo pudo manchar su camisa de pintalabios. La vio hacer un puchero
exagerando su disgusto por la noticia.
—Muy en serio.
—Pero hoy es tu despedida de soltero, la noche en la que todo está
permitido.
Ella le echó los brazos al cuello y le acercó demasiado la cara. Javi miró
hipnotizado sus labios fucsia y decidió que odiaba aquel color.
—No todo, guapa —se deshizo de su abrazo y le dio la espalda, llamando
al camarero para que le sirviera otra cerveza.
—Eres demasiado joven para casarte.
—Qué original, nadie me lo había dicho antes.
—¿Es que tu novia está embarazada?
—No te importa. Y no hables de mi novia.
—Pensaba que ya nadie utilizaba un truco tan viejo para cazar a un chico.
A Javi no se le había pasado nunca por la cabeza agredir a una mujer, pero
en aquel momento quiso darle un empujón a la rubia y obligarla a que lo
dejara en paz de una vez.
—Intentar ligar con alguien cuando está borracho también es un truco
muy viejo.
—Qué gracioso, como si yo necesitara algún truco.

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Ella se echó hacia atrás para que pudiera mirarla de arriba abajo. Llevaba
un vestido con un escote casi hasta el ombligo y la falda cubría poco más que
un cinturón. Tenía las piernas largas y algo delgadas, y llevaba los pies
embutidos en unos zapatos de tacón de aguja. Sus amigos la rodearon y
comenzaron a cantar algo que Javi tardó un rato en entender: «No-e-li-a,
No-e-li-a», coreaban. La rubia se puso a bailar al ritmo de sus voces, con los
brazos en alto y las tetas amenazando con salírsele por el escote. Javi se dio la
vuelta y vomitó al pie de la barra.
Cinco minutos después estaban todos en la calle, con las orejas calientes
por los gritos del dueño del bar, que se había hartado de aquella «panda de
niñatos borrachos», en sus propias palabras.
Carlos aún insistió en que tenían que seguir de fiesta, pero Javi se negó y
enfiló el camino de casa de su abuela. El resto de amigos se alejó por la calle
abajo, aún coreando el nombre de la rubia, que se dejaba acompañar
alegremente por aquella corte.
—No seas muermo, hombre, es nuestra última noche.
—Me voy a casar, Carlos, no me voy a morir.
—Ya, te vas a casar y vas a ser padre, no te vas a morir pero se parece
bastante —se burló su primo.
—Siempre dando ánimos. No me quieras tanto, anda…
Le dolía la boca del estómago. No sabía qué le había pasado, nunca antes
había vomitado por el alcohol, y menos por unas cervezas.
—¿Estás nervioso? —preguntó Carlos, acercándose para pasarle un brazo
por los hombros.
—No. Para nada.
No tenía por qué estarlo. Al día siguiente se cumpliría el sueño que había
alimentado un largo año: estar con Sara para siempre. Para siempre. A menos
que ella volviera a dejarlo. Se llevó una mano al hueco bajo el esternón y se lo
frotó, clavándose los dedos hasta casi hacerse más daño.
—Todo va a ir bien —le dijo su primo, apretando el abrazo y pasándole
una mano por el pelo para revolverle el flequillo demasiado largo—. Genial,
más que genial…
—Déjate de historias, anda —lo paró Javi, dándole un empujón para que
lo soltara.
—¿Quieres que vaya a dormir contigo? Por si tengo que hacerte una tila, o
algo.
—¿Una tila, pringao? Anda, lárgate a tu casa que estoy harto del olor de
tus calcetines sudados.

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Los padres de Carlos habían llegado desde Vinaroz para la boda y aquella
noche su primo dormía en su propia casa.
—Pues, muy bien —dijo Carlos, acercándose como si fuera a abrazarlo de
nuevo. Javi inclinó la cabeza, resignado, y su primo le dio un buen coscorrón
con los nudillos encima de la frente—. Hasta luego, cocodrilo —le gritó,
antes de echarse a correr por la derecha en el cruce de las calles que llevaban,
respectivamente, a la casa de la abuela y a la de la familia de Carlos en
Morella.
Javi se frotó la cabeza dolorido, riéndose al ver cómo Carlos escapaba
temiendo su venganza. De repente se dio cuenta de que aquello era el fin de
una etapa; se acababan los largos veranos compartiendo dormitorio en casa de
la abuela, escuchando música y hablando de todo y de nada. Carlos era más
hermano para él que Fito y las gemelas, el mejor amigo que podía tener, por
eso la idea de perderlo resumía el importante cambio que iba a sufrir su vida
al día siguiente. No era de extrañar que se le diera por vomitar.

—Javi, Javi…
La voz de Carmen lo llevó de vuelta a la cena familiar en casa de la
abuela. Su tía le hacía gestos para que lo acompañara a la cocina y solo
entonces recordó la tarta que tenían escondida en la despensa. De algún modo
sabía que sería inútil, que ni aquel detalle iba a arrancarle una sonrisa a Sara,
aún así hizo el esfuerzo por animarse por los dos. Encendió las velas y volvió
al comedor seguido de su tía, cantando un cumpleaños feliz desanimado al
que se unieron los demás con evidente sorpresa.
Carlos y su padre fueron los que cantaron más alto y entonado, y la tía
Maite le dio un abrazo y un beso a Sara, al que siguieron los de su propia
familia. Los padres de Javi se limitaron a felicitarla de palabra y la abuela le
dio unas palmaditas en la cara diciéndole que era muy bonita. A veces Javi
dudaba de si su abuela se estaba enterando de lo que pasaba.
La tía Carmen animó a Sara a pedir un deseo y soplar las velas. Javi la vio
cerrar los ojos y respirar hondo antes de soplar. Cuando todos aplaudieron,
ella lo miró y forzó una sonrisa.
Poco después todos se habían acabado su trozo de tarta y su padre ya se
levantaba, invitando al tío Rafael a salir al porche a fumar.
—¿Te ha gustado? —le preguntó a Sara, inclinándose para hablarle en un
susurro.

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—Sí. Gracias por la sorpresa —contestó ella.
La vio levantarse y discutir un poco con su tía Carmen por ayudarla a
recoger la mesa. Se llevaban bien, había un cariño entre ellas como si fueran
verdadera familia. Javi le sonrió a Sara, pero ella no le devolvió la sonrisa.
Cuando se fue camino de la cocina, con las copas en las manos, él se apresuró
a seguirla, llevando la bandeja con los restos del asado.
—¿Qué he hecho ahora? —le preguntó en un susurro, acorralándola en
una esquina de la cocina.
—Nada —repitió ella.
—Ya sé que no he hablado mucho durante la cena.
—Pareces cansado —dijo Sara.
No hizo falta más, sabía que lo había descubierto, era imposible que
alguien no le fuera con el cuento de la juerga de la noche anterior.
—Carlos se empeñó en salir.
—Carlos, claro.
—No te enfades. —Aprovechó que la tía había vuelto al comedor para
abrazarla y darle un beso en la frente, poniendo su mejor cara de buen chico
—. Solo nos tomamos unas cervezas, y me sentaron tan mal que acabé
vomitando; por eso tengo esta cara de muerto y no me apetece comer nada.
—No me enfado. —Sara le devolvió el beso, en la mejilla, y le rodeó el
cuello con los brazos—. Es que no estoy muy cómoda aquí, con tus padres.
—Ya lo sé, son unos estirados, no les hagas ni caso.
—Son tus padres.
—Sí, los llevo sufriendo toda mi vida. —Javi se rio y la abrazó más fuerte
—. Pero eso se va a acabar. En cuanto encuentre un trabajo, buscaremos una
casa para nosotros solos, no tendremos que depender de nadie, te lo prometo.
No sonó todo lo sincero que hubiera querido. Estaba haciendo promesas
que no sabía si quería cumplir. Algunas veces se arrepentía de haber
rechazado la oferta de sus padres de vivir con ellos en Madrid y continuar su
carrera.
Oyó los pasos de su padre y su tío volviendo desde el porche y
preguntando dónde estaban. Sabía que tenían algún regalo de última hora para
ellos, así que le dio un último beso a Sara y se la llevó agarrada de la mano de
vuelta al comedor.
—Los abuelos de Madrid insisten en haceros un regalo de boda, pero la
condición es que tenéis que ir a recogerlo en persona —anunció su padre,
cuando los vio entrar. Javi miró a su madre, que revolvía su taza de café con
indiferencia—. Nos vamos el domingo por la mañana, ¿de acuerdo?

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Javi miró a Sara, que se encogió de hombros con gesto cansado. Esperaba
que al menos le hiciera ilusión una pequeña escapada a su ciudad, conocer a
sus abuelos, el hogar en el que había crecido; aquella desgana le clavó otra
espinita en un lugar sensible que empezaba a acumular demasiados golpes.
—De acuerdo —contestó por los dos, forzando una sonrisa para disimular
la apatía de Sara—. Los abuelos te van a adorar —le dijo, tirando de la mano
que le sujetaba.
—¿Y no queréis saber cuál es el regalo? —siguió su padre.
—Yo sí quiero saberlo —dijo la tía Carmen, con todo el entusiasmo que
la novia no tenía.
Javi le dio mentalmente las gracias a su querida tía, la única que los
apoyaba de verdad, la única en aquella mesa que parecía preocupada por
saber lo que pasaba por su cabeza y por la de Sara.
—Os regalan un viaje para vuestra luna de miel. ¡En Tenerife! Tenéis
billetes para volar desde Barajas el martes, y una reserva en el mejor hotel de
Tenerife Sur, con pensión completa, por supuesto.
—Es un regalo muy generoso —dijo Isabel.
Sara miró a su madre como si se hubiera olvidado de que estaba allí o de
que sabía hablar. Javi notó que Isabel le devolvía la mirada con un gesto que
la empujaba a decir algo.
—Nunca he subido a un avión —dijo Sara.
—No da tanto miedo como parece —bromeó él, desesperado por tratar de
llegar hasta ella, de entender qué le pasaba y por qué nada parecía capaz de
alegrarla—. Y Tenerife te va a encantar. Podemos subir al Teide, visitar el
Loro Park…
—Tú ya has estado, claro.
—Una vez, hace años.
—Yo nunca he salido de Castellón —explicó Sara, haciendo que su
suegra resoplara por lo bajo.
—Creo que todos estamos muy cansados, será mejor que nos retiremos ya
—dijo Isabel, haciendo un gesto hacia su marido, que se apresuró a levantarse
y ayudarla a separar la pesada silla en la que se sentaba—. Mañana será un
día largo, y después a ustedes aún les queda el viaje a Madrid y todo lo
demás.
Todos estuvieron de acuerdo, la conversación no había sido ni interesante
ni fluida en toda la noche, y ni siquiera el anuncio del fastuoso regalo de los
abuelos del novio había conseguido mejorarla. El cansancio era una buena

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excusa para despedirse y dejar de fingir que podían llegar a ser una familia
bien avenida.
Más tarde, mientras se lavaba los dientes, Javi seguía pensando qué podía
hacer para recuperar a la Sara de la que se había enamorado; su mayor temor
era que se hubiera esfumado para siempre.
Su padre se asomó a la puerta abierta y captó su mirada a través del
espejo. Entró y cerró detrás de él.
—Las mujeres pasan por muchos cambios durante el embarazo —dijo
Adolfo, alcanzando su cepillo de dientes del lavabo—, los físicos son los
obvios, pero están los hormonales y cómo afecta el conjunto de todo a la
mente. Hay mujeres que se sienten más bellas y poderosas, y otras que
ocultan su estado hasta límites absurdos, porque se ven feas o se avergüenzan.
También se suman las obvias preocupaciones por el futuro, por el bienestar de
la criatura, por su capacidad como madres…
—Todo eso ya lo sé, papá —dijo Javi, lavando su cepillo bajo el grifo—.
Y también que todos tenemos nuestra parte de culpa en lo que le está pasando
a Sara. Mamá se ha comportado de manera hostil con ella desde que la
conoció, y yo… Yo no he estado a la altura.
—No te tortures. —Adolfo le puso las manos sobre los hombros en uno
de sus raros gestos cariñosos—. Todo se va a solucionar, ya lo verás.
Disfrutad del viaje y cuando volváis os espera todo una vida por delante
juntos. Esa chica…
—Sara.
—Sara te quiere, de eso no tengo duda alguna. Y tú también la quieres a
ella. Es más de lo que tienen muchas parejas cuando caminan juntos al altar.
Javi se fue a dormir oyendo esas palabras repetidas una y otra vez en la
cabeza. Se querían, de eso no tenía duda alguna, tenía que recordarlo cada vez
que se sintiera tentado de enfadarse, de ser brusco o impaciente con Sara. Ella
estaba pasando por la peor parte de todo aquello y él solo podía compensarla
con su amor y todos los cuidados necesarios. Se prometió que así sería, y por
fin pudo dormir tranquilo.

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Capítulo 25

Sara le pidió a su hermana que le hiciera la trenza de siempre. Su madre le


había prestado unas horquillas de perlas que guardaba de su propia boda, que
Yolanda le colocó a los lados, sobre cada oreja.
—Estás muy guapa —le dijo, admirando el sencillo vestido crema, con un
volante en el escote barco y la falda de vuelo—. Yo también quiero casarme
así, nada de vestidos recargados con enaguas y cancán, qué aburrimiento.
—¿Pero tú piensas casarte algún día?
—Quizá si me lo pide el batería de Queen…
—¿Ese que salía vestido de colegiala en aquel videoclip?
—Se llama Roger Taylor y a mí me parece guapísimo.
—Pero si te debe de llevar veinte años. Para cuando tengas edad de
casarte, ya será abuelo.
Yolanda se estaba riendo y lograba contagiarla, aunque tuviera los ojos
húmedos. Sara no se sentía todo lo feliz que suponía que debería sentirse una
novia en el día de su boda. Todo era demasiado complicado, su camino hasta
allí había estado lleno de baches, y no estaba muy segura de que fuera a
mejorar a partir de aquel día. Al menos tenía a su familia, el cariño
incondicional de su hermana, de sus padres y de su abuela de Castellón, que
había llegado por sorpresa poco rato antes anunciando que no se perdería la
boda de su nieta, aunque fuera una ceremonia «de paripé», según sus propias
palabras.
—Ha llegado la dama de honor —anunció Loli, entrando al dormitorio—.
Y aquí está el ramo.
Agitó el sencillo ramo de pequeños capullos de rosas y espumillón, que
Sara había elegido solo porque su madre había insistido en que no podía
casarse sin flores, antes de dejarlo sobre la cama y dar vueltas para que

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pudieran ver bien su vestido de flores, largo hasta los pies. Llevaba los dedos
cargados de anillos de plata y flores entrelazadas con su melena oscura,
formando un recogido desenfadado.
—Oye, Cecilia, ¿no te has traído la guitarra? —dijo Yolanda.
—Estaba algo desafinada —contestó Loli, sin molestarse por las risas de
las dos hermanas.
—Estás muy guapa —dijo Sara.
No se ofendió en absoluto por la broma de Yolanda, en realidad la
halagaba que le encontraran parecido con la famosa cantante que había
fallecido en un accidente años atrás; aunque ahora se llevaran otros ritmos
más festivos y discotequeros, en casa de Loli sonaban muy a menudo las
canciones de Cecilia, la favorita de su madre.
—Al menos yo no parezco sacada de algún videoclip de Madonna —le
devolvió la pulla a la más joven, que iba completamente vestida de negro y
llevaba una pequeña cruz de madera al cuello.
Sus voces y sus risas atrajeron a los padres y a la abuela de Sara a la
habitación.
—Estáis muy guapas, niñas —dijo Isabel, mirando a Loli y a su hija
menor.
Sara se levantó y agarró el ramo, que se acercó a la cara para aspirar el
aroma de las rosas. El sol entraba por la ventana y la iluminaba como un foco.
Por un momento, todos contuvieron el aliento.
—Te falta algo —dijo la abuela, que se acercó para ponerle una pesada
pulsera de oro en la muñeca—. Era de tu bisabuela. Ahora ya tienes algo viejo
y algo nuevo —señaló el vestido y a continuación las horquillas de perlas y el
lazo azul que envolvía el ramo de flores—, algo prestado y algo azul.
—Y estás preciosa —dijo su madre, tomándole las manos para hacerla
girar bajo los rayos de sol.
Su padre también se acercó y los tres se fundieron en un abrazo, algo poco
habitual en su familia, pero que en aquel momento Sara agradeció desde el
fondo de su corazón.
—Vamos, niñas —dijo la abuela, haciendo un gesto a Loli y Yolanda para
que la siguieran, sin opción a una negativa—. Aún tenemos que guardar el
arroz, que no se nos olvide.
Cuando notó que estaba a solas con sus padres, Sara dejó escapar las
lágrimas que llevaba toda la mañana conteniendo.
—Os voy a echar tanto de menos… —logró decir entre suspiros.

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—No te vas tan lejos, hija, y esta siempre será tu casa —dijo su padre,
secándole la cara con uno de sus pañuelos blancos, que nunca faltaban en su
bolsillo—. Anda, no llores, que te pones muy fea y vas a salir fatal en las
fotos.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho.
—No digas eso, no hace falta. —Su madre la estrechó contra su pecho y
la besó en la frente—. ¿Tú quieres a Javi? —le preguntó, agarrándola por la
barbilla para levantarle la cara. Sara asintió—. Tienes que quererlo mucho y
tener mucha paciencia, porque él te quiere un montón, así que, aunque alguna
vez meta la pata, no se lo tengas en cuenta. Ya sé que os lo hemos dicho
muchas veces, pero la verdad es que sois muy jóvenes y el matrimonio es algo
muy complicado; aunque penséis que os conocéis bien, ahora os vais a dar
cuenta de que no es así. Al principio tendréis que acostumbraros el uno al
otro, con vuestros hábitos y rutinas.
—Lo dices como si fuéramos unos viejecitos maniáticos.
—Todos somos un poco maniáticos, pero no nos damos cuenta hasta que
alguien nos lo hace ver.
—Venga, arriba ese ánimo. —Su padre las envolvió en un gran abrazo y
tiró de ellas un poco, como si intentara levantarlas del suelo—. Hoy es un día
de fiesta, vamos a disfrutarlo, que invitan tus suegros.
Sara sonrió para contentar a su padre, aunque esa era otra espina que
llevaba clavada en el corazón. Sus padres no podían pagarle un banquete de
bodas, ni la lujosa luna de miel prometida por los abuelos de Javi, ni apenas
nada para su nueva vida de casada. De repente se sentía una cenicienta y no le
gustaba nada aquel papel, los cuentos de hadas no eran tan bonitos cuando se
vivían en propia piel.
—Vamos, o llegaremos tarde —dijo su madre, mirando su reloj de
pulsera.
A partir de ahí todo se aceleró, o eso le pareció a Sara después, cuando
tuvo tiempo para rememorar cada paso de aquella agotadora jornada.

Javi no se esperaba que la ceremonia de la boda fuera tan rápida y tan fría. En
una sala sin mayores adornos ni encanto, el tío Rafael se limitó a leer los
artículos del Código Civil que hablaban de los derechos y deberes de los
cónyuges; citó el respeto, la convivencia, el cuidado mutuo, y no dijo nada del
amor, de la felicidad, de los planes de futuro.

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Para compensar, Javi mantuvo entre las suyas la mano que Sara tenía
libre. En la otra, un tanto desmadejado, sostenía un pequeño ramo de rosas, tal
vez el único objeto que les recordaba que allí se estaba celebrando un
matrimonio.
Sara no se había vestido de novia y aún así lo había dejado sin aliento
cuando la vio llegar con la melena trenzada y aquel elegante vestido del color
del helado de vainilla, su favorito. Aprovechó la monótona lectura de su tío
para mirarla de reojo, apreciando la hermosa horquilla de perlas, que formaba
un ángulo sobre su oreja. Se había puesto los pendientes que le había traído de
Madrid al comienzo del verano, el azul de las turquesas hacía juego con el
lazo que sujetaba el ramo. También llevaba una pulsera que nunca había visto
antes, parecía una joya antigua de familia y supuso que algo tendría que ver
su abuela de Castellón, a la que acababa de conocer justo antes de la
ceremonia.
—Estás preciosa —le susurró, cuando su tío detuvo el discurso para pasar
página en el viejo código que manejaba.
—Tú también estás muy guapo —dijo ella. Los ojos le relucieron cuando
se volvió para mirarlo.
Javi se colocó un poco el nudo de la corbata y se pasó una mano por las
solapas de la americana, presumido como un pavo real. Sara sonrió con la
boca apretada y vio con alivio cómo desaparecía de su frente aquella arruga
que se le formaba cuando estaba preocupada. Estaba tan distraído mirándola
que se sobresaltó cuando su padre se acercó para entregarle el estuche de los
anillos. No había escuchado las últimas palabras de su tío, pero el gesto que le
hizo con la cabeza fue suficiente para comprender que había llegado el
momento de ponerle a Sara la fina alianza de oro en el dedo anular, y dejar
que ella hiciera lo mismo.
—¿Ya está? —preguntó, volviéndose hacia su tío, que había cerrado el
libro—. ¿Ya estamos casados?
—Ya estáis casados —dijo Rafael. Javi pudo escuchar cómo su tía Maite
carraspeaba con poco disimulo para obligar a su tío a añadir algo más—.
Puedes besar a la novia, si quieres.
Claro que quería, siempre quería besar a Sara, aunque esta vez resultó
muy raro, con sus familias mirando y el roce extraño del anillo en el dedo.
Ella debía de sentir lo mismo, porque sonrió nerviosa bajo sus labios. Javi
apoyó la frente sobre la de Sara y suspiró, agarrándole las manos para mirar
sus dedos y las alianzas gemelas.
—¿Sientes el mismo vértigo que yo? —le susurró.

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—Creo que voy a desmayarme.
Supuso que era una exageración, pero, por si acaso, la agarró fuerte por la
cintura y la pegó a su costado antes de volverse a mirar a sus familiares.
Descubrió todo un abanico de emociones desplegándose ante ellos, desde el
cariño sincero de Carlos, Loli y Yolanda, hasta la frialdad desapegada de su
madre, que mantenía la distancia con la familia de Sara como si le fueran a
pegar algo contagioso.
—Felicidades —dijo la tía Maite, que se acercó a besarlos.
Al momento todos reaccionaron y la imitaron. Hubo abrazos llenos de
ternura, palmadas en la espalda para darle fortaleza y miradas llorosas.
Estuvieran o no de acuerdo con aquella boda, al final sus familiares y amigos
los querían sinceramente y a todos les podía la emoción.
El resto de la jornada fue lenta y bastante aburrida. Almorzaron en el
restaurante del Hotel Cardenal Ram, situado en un elegante palacio del
siglo XVI en el centro de Morella, un menú que sus padres habían elegido
previamente y del que Javi no recordaría apenas nada después, demasiado
pendiente de la comodidad de Sara y de su familia.
—¿Quieres dar un paseo? —le preguntó a Sara, a la hora de los postres.
Apenas había comido nada y parecía muy cansada.
—¿No les parecerá mal…? —preguntó, haciendo un gesto hacia sus
padres.
—No te preocupes por ellos.
Javi se levantó y se esforzó por encontrar las palabras para agradecer a sus
familias todo lo que hacían por ellos, luego añadió que Sara estaba cansada y
necesitaba aire fresco, y se fueron seguidos rápidamente por Yolanda, Loli y
Carlos, que hicieron gritar «vivan los novios» a sus familias antes de
abandonar el comedor.
—¿Y ahora adónde, doctor Miralles? —preguntó Carlos al salir a la calle.
—No sé vosotros, pero a mí me apetece un helado de vainilla. —Javi
abrazó a Sara y le besó la clavícula que el vestido dejaba a la vista.
—¡Deja algo para la noche de bodas! —se burló su primo.
—Nosotras ya nos vamos —dijo Loli, agarrando del brazo a Yolanda,
dando por finalizada la breve tregua que había establecido con Carlos para la
boda.
Las dos chicas se acercaron a abrazar y besar a Sara y Javi aceptó la mano
de su primo, que tiró de él para palmearle la espalda con más fuerza de la
necesaria.

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—Portaos bien y no hagáis nada que yo no haría —dijo, y se fue por la
calle arriba, en dirección contraria a la que tomaban Loli y Sara.
—Mañana hablamos —dijo Loli al despedirse.
—A ti te veo en casa —dijo Sara a su hermana, que asintió.
Ninguna de las dos pareció darse cuenta del lapsus, solo Javi se las quedó
mirando un momento, pensando en si debía recordarles que ya no vivirían
juntas a partir de aquel día. Decidió no hacerlo, sabía que solo lograría
empañar la tibia sonrisa que asomaba en el rostro de Sara.
Se quedaron en medio de la calle, a solas a aquella hora de la tarde del
sábado en que la gente estaría durmiendo la siesta, las casas cerradas y en
silencio.
—¿Y ahora qué quieres hacer, señora de Miralles?
—Me gustaría un helado, señor Miralles —respondió ella, de buen humor
—. Un polo de limón.
—¿No quieres un Colajet? —preguntó él, extrañado de que no pidiera su
favorito.
—No —dijo Sara.
Por su cara supo que era de esas cosas que ahora le molestaban, como el
olor de las colonias fuertes o de los productos de limpieza. No cumplía ni dos
meses de embarazo y aún no había cambios físicos visibles en su cuerpo, solo
el aumento de sensibilidad de sus sentidos era la prueba fiable de que el
cambio se estaba produciendo en su interior.
—Pues dos polos de limón, entonces.
Años después, Javi aún recordaría aquel paseo y aquellos helados como el
mejor momento de su matrimonio.

Era la primera vez que iban a dormir juntos en una cama, pero no parecía en
absoluto la noche de bodas que Sara había soñado. Abrió su maleta y se quitó
el vestido para ponerse el pijama en cuanto Javi la dejó a solas con la excusa
de lavarse los dientes; al final se había decidido por un conjunto de dos
piezas, camisola de tirantes y culote, de una tela satinada azul celeste que le
había recordado los ojos de su novio. De su marido, se dijo mentalmente. Se
pasó las manos por la piel erizada de los brazos, sin saber si aquella
habitación era muy fría o el verano se había acabado de repente.
Encendió la pequeña lámpara sobre la cómoda y apagó la del techo, antes
de correr a meterse bajo las mantas. Cuando se le pasó aquel escalofrío

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extraño, asomó la cabeza para encontrarse de frente el retrato de la Virgen de
Vallivana, que tenía un brillo extraño a la luz de la lámpara. Sara no sabía si
ponerse a rezar o fingir que estaba dormida al oír los pasos de Javi
acercándose. El dolor de la mandíbula le hizo darse cuenta de lo fuerte que
estaba apretando los dientes.
—Hola —dijo Javi, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—Hola —contestó ella, temblorosa, y entornó los ojos cuando lo vio
entrar y cerrar a su espalda.
—¿Tienes frío? —le preguntó, acercándose hasta sentarse en el borde de
la cama.
Sara asintió, tiró más de la ropa de cama hasta taparse la boca y tembló
otro poco cuando Javi le pasó una mano por el muslo hasta la curva de la
cadera, incluso a través de la colcha y las sábanas podía sentir su calor.
—¿Puedes apagar esa luz? —le pidió.
Javi se volvió y descubrió el efecto que producía la lámpara bajo el cuadro
de la Virgen. Meneando la cabeza entre risas se acercó a la cómoda, descolgó
el cuadro y lo puso en el suelo, de cara a la pared.
—¿Mejor así?
—Parecía que me estaba juzgando —musitó Sara, con la boca pegada a la
sábana.
—No debería —Javi volvió a sentarse a su lado—. Ahora ya eres una
mujer decente.
—Qué bobada.
Javi soltó otra risa. Al menos él estaba de buen humor, se dijo Sara. En la
habitación de al lado se oyeron susurros ahogados por las gruesas paredes.
—Es el dormitorio de mis padres —contestó él a la pregunta que ni había
tenido que formular.
Sara notó que volvía a apretar los dientes y que sus manos sujetaban las
mantas como si fueran la tabla de un náufrago.
—Me muero de la vergüenza de pensar que ellos saben que estamos aquí
y que se imaginan lo que estamos haciendo.
—No estamos haciendo nada… Aún.
Javi se levantó y se quitó la camisa, dejándola sobre una silla. Sara intentó
no mirar, pero era como tener delante una caja de bombones y no probarlos.
Las pocas horas que habían dedicado aquel verano a tomar el sol le habían
dado un tono dorado suave a su piel blanca, que con su pelo rubio le hacía
parecer de algún país nórdico. Con movimientos rápidos y precisos, se quitó

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el resto de la ropa y se metió en la cama. Sara se arrimó más al larguero, pero
él la abrazó y la atrajo hacia el medio de la cama.
—Si nos oyen tus padres…
—Seremos muy silenciosos —le dijo él, acariciándole la curva de la
cintura y bajando hasta la nalga—. ¿Qué llevas puesto? Es muy suave.
Sara levantó un poco la ropa de cama y Javi lanzó un silbido al ver el fino
pijama de satén celeste.
—¿Te gusta?
—Mucho. Pero me gusta más lo que hay debajo.
Sara pensaba que aquello iba a ser un desastre, que no podían hacer el
amor con sus padres al lado y la Virgen vigilándolos. Se le había olvidado lo
dulce, divertido y seductor que podía ser su novio. Su marido, se repitió
mentalmente cuando él ya se deshacía de su bonito pijama de satén. Tuvo que
disimular una risa cuando recordó el tiempo que había perdido escogiendo
aquella prenda, total… para el poco tiempo que le había durado puesta.

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Navidad de 1999

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Capítulo 26

Aquella noche, tras la cena en casa de su madre, Sara tuvo una intensa
sensación de déjà vu cuando se sentó con Loli en las camas gemelas que años
atrás ocupaban ella y su hermana Yolanda. Tanto tiempo después, allí estaban
de nuevo, hablando de vaguedades que tarde o temprano les llevarían a Javi.
Todo en la vida de Sara llevaba siempre al mismo punto.
—Me encanta que tu madre nos invite a cenar —dijo Loli—. Sigue siendo
la mejor cocinera de Morella, con permiso de la mía, claro.
—Hoy se siente mucho mejor. Mi madre es de esas enfermas que mejoran
solo con ver al médico.
—Y vaya médico…
—Hablemos de tu despedida de soltera —dijo Sara, para no entrar en
aquel terreno pantanoso.
—Dime que no me vais a disfrazar de lagarterana, por Dios.
—Creo que mi hermana lo propuso…
—Ay, la niña, ¿cuándo llega? La echo de menos.
—No podré venir hasta la víspera, en Nochebuena. Yo también estoy
deseando verla.
Hubo un largo silencio. El tema del que no hablaban les impedía
concentrarse en ninguna otra cosa, incluso en las planeadas diversiones
navideñas.
—¿Carlos no te dijo nada? —preguntó por fin Sara a su amiga.
Loli pareció comprender que por fin iban a hablar de Javier. Negó con la
cabeza, enfadada.
—No, y lo voy a matar cuando lo vea.
—Déjalo, pobre, anda muy liado con todo lo de la boda.

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—No te creas, Carlos es de los de antes, opina que organizar una boda es
cosa de mujeres.
Sara se acostó en la cama y soltó un suspiro de profundo cansancio.
—Qué día tan largo. Primero la consulta, luego el trabajo… Basta que
falte una hora para que todo se complique.
—¿Te quedas a dormir hoy aquí?
—No me movería por nada, pero aún tengo que terminar un par de cosas
del trabajo y necesito mi ordenador.
Loli imitó a su amiga y se tumbó en la otra cama, mirando el techo donde
la luz de la lámpara dibujaba suaves ondas.
—¿Fue muy raro? —preguntó.
—Sí… Llevo meses haciéndome a la idea de que nos veremos en la boda,
imaginando cómo sería ese momento, si nos encontraríamos antes por la calle
o no lo vería hasta la ceremonia… Y de repente estaba allí, delante de mí, con
su bata blanca y la misma cara de sorpresa y sobresalto que supongo que tenía
yo… —La voz de Sara fue apagándose y Loli se giró en la cama para mirarla.
—Piensas mucho en él, ¿verdad?
—Siempre —contestó sin más. De nada serviría mentirle a Loli, la
conocía mejor que ella a sí misma.
—¿Incluso cuando estabas con Rafa?
—¿Por qué crees que no funcionó?
Sara cerró los ojos. Pobre Rafa, hacía seis meses que lo habían dejado y
ya lo había olvidado por completo, como al resto de los que se cruzaron en su
camino en aquellos años. A todos menos a Javi.
—Ay, Sara, yo no soy psicóloga, pero creo que tu obsesión es porque
vuestra historia nunca se cerró del todo. Tomaron decisiones por vosotros sin
pedir vuestra opinión y nunca tuvisteis la oportunidad de hablar con calma de
todo lo ocurrido.
—Puede que tengas razón —dijo Sara, llevándose una mano al corazón
para calmar aquel latido que le dolía en el pecho—. O puede que,
simplemente, Javi haya sido el gran amor de mi vida y nunca vaya a querer a
nadie como lo quise a él. Puede que conozca a otro Rafa, puede que sea más o
menos feliz con él, pero nunca volveré a vivir algo tan perfecto como cuando
Javi y yo estábamos juntos, antes de que todo se torciera.
Loli estiró una mano hacia la cama gemela y Sara hizo lo mismo con la
suya para que pudieran entrelazar los dedos.
—Lo siento, amiga.

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—No lo sientas, no lo digo con pena, de verdad. A veces recuerdo aquel
maravilloso verano de 1989 y pienso que fui muy afortunada de ser tan feliz,
de que el chico más adorable del mundo me hubiese elegido a mí, de que me
diera mi primer beso, mi primera vez en todo… —Sara soltó la mano de su
amiga y volvió a llevársela al corazón—. Todo lo que ocurrió después,
procuro olvidarlo. Mis heridas están cerradas y apenas duelen ya, por eso
puedo elegir recordar solo lo bueno.
—Hubo un tiempo en que estabas muy enfadada con él, casi parecía que
lo odiabas.
—Solo lo parecía. —Sara necesitaba ser más sincera que nunca aquella
noche. Se obligó a mirar en su interior, en aquellos rincones más ocultos
donde, a pesar de sus palabras, aún guardaba mucho dolor. Era hora de
iluminarlos recordando, aceptando y dejándose llevar por sentimientos que
solo le hacían más daño si intentaba controlarlos—. La única verdad es que
nunca he dejado de quererlo.
—¿Crees que él siente lo mismo? —preguntó Loli en un susurro tan suave
que Sara no supo si la pregunta venía del interior de su propia cabeza.
—Quiere que quedemos para hablar —dijo, sin saber qué responder a la
pregunta de su amiga.
—Quizá te haría bien.
—Quizá.
El teléfono móvil de Sara sonó con la alarma que ella misma se había
puesto para recordar que aún tenía trabajo pendiente aquella noche. Cuando
se despidieron en la puerta, Loli le dio un abrazo inesperado y luego se alejó
con una sonrisa que iluminaba la oscura calle.
—Aún tenemos que hablar de mi despedida de soltera —le recordó.
—Será una sorpresa.
—Miedo me da —respondió Loli, que dejó flotando una carcajada
mientras se alejaba.
Sara caminó en dirección contraria, hacia la esquina donde había dejado
su vehículo. Había otro aparcado al lado, bastante más grande y cuadrado que
su Golf. Sara sintió un vuelco en el estómago al reconocer el viejo Mercedes
y al hombre que se apoyaba en la puerta, con las manos en los bolsillos, como
si estuviera dispuesto a esperar toda la noche por ella.
—Carlos me dijo que cenabas con tu madre. No sabía que ya no vivías
con ella.
—Hay muchas cosas que no sabes —contestó Sara, sin enfado, solo
enunciando una realidad.

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—Por eso estoy aquí —dijo Javier, que se giró para abrir la puerta del
Mercedes y hacerle un gesto para que entrara.
Sara miró su Golf, apretó las llaves que llevaba en la mano, y aceptó la
invitación de Javier.

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Septiembre de 1989

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Capítulo 27

El viaje a Madrid fue una pesadilla de náuseas y constante malestar para


Sara. Javi iba al volante del Mercedes del abuelo, tenso y nervioso,
preocupado por tomar las curvas con la mayor suavidad, evitar baches y no
hacer la más mínima maniobra brusca que aumentara sus molestias.
Sus padres habían salido una hora antes y, aunque en principio pensaban
seguirlos, Sara ya se había levantado con el estómago revuelto y vomitó el
desayuno en cuanto sus suegros salieron por la puerta. Javi le aseguró que no
tenían prisa y la dejó descansar hasta que ella misma decidió que tenían que
irse.
Hacia mediodía, cuando Sara empezó a encontrarse mejor, pararon a
repostar gasolina y aceptó tomarse una manzanilla. Cuando ella dijo que no
soportaba el olor, Javi bromeó diciéndole que se tapara la nariz.
—Eso me dice mi padre cuando tengo que tomar algún jarabe.
Hablaba de sus padres en presente, como si aún siguiera viviendo con
ellos. Javi sabía que no era el momento para hacérselo notar, así que se
mordió la lengua y siguió revolviendo la taza de infusión para que se enfriara.
Una hora después tuvieron que volver a parar. La manzanilla al final había
hecho efecto y Sara declaró que estaba muerta de hambre. Ya habían pasado
Zaragoza y en el bar de carretera en el que pararon no había cocina, así que
tuvieron que conformarse con unos bocadillos de jamón, que Sara devoró
como si fuera el mejor plato que había comido en su vida.
Javi bromeó sobre que no debía comer por dos, lo que provocó que Sara
dejara el último trozo de pan en el plato al momento. Se sintió mal por la

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metedura de pata y se apresuró a pedirle un dónut de chocolate que no dejaba
de mirar con auténtica gula.
—¿Me estás cebando? —preguntó ella, endulzando el gesto en cuanto le
dio el primer mordisco al dónut—. A ver si no acabo vomitando todo sobre la
bonita tapicería de tu Mercedes.
El sol ya estaba bajo en el horizonte cuando cruzaron el nudo de la M-30
y se dirigieron hacia el centro de la capital. Javi dio un largo suspiro de alivio
al calcular el poco tiempo que les quedaba para por fin llegar a casa.
—Ahora sí, oficialmente estamos en Madrid.
—Hay mucho tráfico —fue la respuesta de Sara.
—Y más que va a haber cuando nos vayamos acercando al centro. —Miró
de reojo a Sara, que parecía un poco agobiada por los automóviles que salían
de todas partes—. Dime, ¿qué te gustaría ver en Madrid? —le preguntó,
tratando de distraerla.
—No sé… ¿La Puerta del Sol?
—Ya, y la Cibeles y la Puerta de Alcalá. —Javi se rio al ver que Sara se
molestaba por su ironía—. No te enfades, que es broma. ¿No te gustaría ver
algo menos tópico?
—Nunca he estado en Madrid, así que me gustaría ver todo lo más tópico,
lo que vería cualquier turista —dijo ella, muy seria.
—¿Todo? No nos va a dar tiempo.
—Y quiero comer una pizza italiana. Se me hace la boca agua cuando las
veo en las películas.
—Marchando una pizza para la señorita —bromeó Javi.
Javi puso el intermitente para girar a su derecha. En una plaza había un
grupo de chicos bailando break dance al ritmo de la música que salía de un
enorme radiocasete con dos altavoces incorporados; detrás de ellos, un gran
cartel de cine anunciaba la película Indiana Jones y la última cruzada.
Después de casi tres meses en Morella, le gustaba estar de vuelta en la ciudad,
tanto que ni se dio cuenta de que iba sonriendo como si fuera camino de una
fiesta.
—Te llevaré al McDonald’s de Gran Vía, y también a la Casa del Libro.
Te va a encantar. Es la librería más grande que hayas visto en tu vida.
Después podemos ir a El Corte Inglés y a Galerías Preciados; si quieres
comprar algo para el viaje, allí hay de todo. —Redujo la velocidad cuando los
vehículos que le precedían se pararon en un semáforo en rojo—. Y mañana
vamos a desayunar tortitas con chocolate al Vips.

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Siguió haciendo planes sin darse cuenta de que Sara se iba encogiendo en
el asiento, con las piernas recogidas y la cara pegada a las rodillas. Cuando se
percató de su extraña postura, supuso que era solo cansancio.
El reloj del salpicadero marcaba las ocho de la tarde cuando por fin aparcó
el Mercedes en el garaje del edificio en el que vivían sus padres y sus abuelos,
en los pisos séptimo y octavo, desde los que tenían unas magníficas vistas del
barrio de Salamanca, que Javi esperaba que dejaran a Sara sin aliento.
Subieron desde el garaje en el ascensor. Sara tenía la carita pálida y a cada
rato respiraba hondo, como si le costara hacer llegar el aire a sus pulmones.
Javi la abrazó por la cintura con la mano libre, haciendo que se apoyara en su
costado.
El ascensor marcaba la planta séptima cuando por fin se detuvo. Sara aún
estaba fascinada por las paredes cubiertas de espejos y los relucientes botones
dorados cuando salieron a un pasillo igual de elegante y lujoso. Se preguntó si
no lo habría entendido mal y estarían en un hotel de cinco estrellas y no en el
edificio en el que vivían sus suegros.
Javi llevó su neceser y su bolso hasta una puerta de madera maciza
adornada con molduras; bajo la mirilla tenía una placa dorada en la que se leía
«Familia Miralles-Beltrán». La puerta se abrió casi al instante, sin duda los
estaban esperando. Sara miró asombrada una extensión inabarcable de
maderas nobles, grandes cuadros con marcos en oro viejo, una lámpara de
cristal reluciente y una alfombra en la que parecía que podría hundirse hasta
los tobillos.
La mujer vestida de negro que había abierto la puerta estaba abrazando a
Javi, mezclando palabras de felicitación con suaves reproches. Sara se obligó
a pensar si le había hablado de alguna tía o familiar en algún grado que se
correspondiera con la descripción de aquella señora, cuyo severo moño gris
contrastaba con las gafas de montura metálica que le daban un aspecto un
poco menos anticuado que el peinado y el vestido sin adornos.
—Esta es Josefa —dijo Javi, tirando de la mano de Sara para que se
acercara—. Y esta es Sara.
La presentación no le aclaró nada, pero Sara se acercó y se agachó para
besar a la mujer, que le llegaba apenas por encima del hombro.
—Qué linda es —dijo Josefa, parpadeando para aclarar la humedad de sus
ojos—. Parece agotada y yo aquí molestándola. Pase, pase, siéntese en el
salón con los señores que yo voy a prepararles un aperitivo mientras termino
la cena.

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Sara miró a Javi, confusa, y él volvió a tirar de su mano y la llevó por el
largo pasillo mientras le susurraba que Josefa era la empleada de hogar, que
se ocupaba de todas las tareas de la casa y además había sido una especie de
niñera para los hermanos Miralles, puesto que llevaba trabajando para sus
padres desde el día que se casaron.
—Por fin llegáis —dijo la madre de Javi, sentada en un gran sofá de
capitoné azul, con una copa en la mano, tan elegante y fresca como si ella
misma no hubiera hecho también en automóvil los más de cuatrocientos
kilómetros desde Morella—. Estábamos preocupados.
—Tuvimos que parar varias veces. Por la mañana Sara no se encontraba
muy bien.
Asunción miró a su nuera con mucha menos preocupación de la que había
expresado con sus palabras. Sara se sintió juzgada y sentenciada. Sin duda
creía que era demasiado débil y quejica, o peor, que exageraba su malestar
para dar lástima.
—Ven, siéntate —le dijo Javi, en el momento justo en que las piernas
amenazaban con dejar de sostenerla—. Voy a pedirle algo a Josefa para ti,
dime qué quieres, ¿una Coca-Cola?
Sara asintió, aunque en realidad lo que quería era que no la dejara sola con
sus padres. Cuando Javi salió, cerró los ojos y soltó el aire suavemente por la
boca.
—¿Es solo cansancio? —preguntó su suegro, acercándose para ponerle
una mano en la frente con el gesto desapegado de un profesional de la salud.
Sara asintió, dejando que Adolfo le tomara la muñeca para contarle las
pulsaciones y le levantara la cara para mirarle los ojos a la luz intensa de la
gran lámpara que colgaba sobre sus cabezas.
—Nunca había hecho tantos kilómetros —dijo ella, incómoda por tanta
atención.
—Una cena ligera y ocho horas de sueño y mañana estarás como nueva.
El doctor Miralles le apretó el hombro con una mano y Sara lo imaginó
haciendo eso mismo a sus pacientes antes de operarlos; un gesto ensayado
para transmitir ánimo y seguridad, no debía confundirlo con auténtico cariño.
A la mañana siguiente Sara apenas recordaría la cena, en la que se limitó a
picotear con poco apetito, ni el momento en el que estuvo a punto de quedarse
dormida sobre su postre, ni cómo Javi la sacó del comedor casi en voladas
para llevarla a un enorme dormitorio, tan lujoso y apabullante como el resto
de aquella casa.

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El sol que entraba por el gran ventanal iluminaba los muebles de pesada
caoba, las dos butacas tapizadas en granate que rodeaban una mesita con patas
doradas, y se reflejaba en el gran espejo sobre la cómoda, haciéndole guiñar
los ojos.
Sara notó el malestar que comenzaba a subirle desde el estómago y se
incorporó, doblando la larga almohada a su espalda para estar más cómoda.
Respiró hondo y despacio para calmar las náuseas antes de levantarse y cruzar
el gran dormitorio para meterse en el baño. La deslumbró el exceso de
mármol blanco veteado en gris que cubría todas las superficies y la grifería
dorada de recargado diseño. Todo en aquella casa parecía pensado para la
ostentación más que para la comodidad; intentó animarse pensando que solo
se quedarían un día más, no veía la hora de estar a solas con Javi en Tenerife.
Tal vez allí lograran volver a ser los de antes.
Después de darse una ducha rápida y ponerse un vestido, decidió que tenía
que ir a buscar el desayuno, no podía esperar a que Javi volviera, las tripas le
rugían y se frotó la barriga para acallarlas. A la derecha quedaba el gran salón
y el comedor en el que habían cenado la noche anterior, a la izquierda un
pasillo por el que le llegaba un suave aroma a café, así que tomó aquella
dirección. Encontró a Josefa preparando una bandeja con un servicio que
parecía sacado de una película, solo le faltaba una rosa en el centro.
—Buenos días —dijo para anunciarse. Josefa dio un pequeño salto y se
llevó una mano al pecho—. Perdón, no quería asustarla.
—No…, no se preocupe… Buenos días. Los señores están en el comedor
de diario.
—Solo quería un vaso de leche… y unas tostadas de esas —dijo,
señalando la bandeja—. Si puede ser.
—Ahora mismo se lo preparo y se lo llevo al comedor. Venga, puede
pasar por esta puerta.
Josefa levantó la pesada bandeja y le indicó que cruzara con ella la cocina,
casi del tamaño de la pequeña casa de su familia en Morella, para salir por el
otro lado.
—No me llame de usted, por favor, se me hace raro.
—Es que es usted tan joven…
—Por eso lo digo. Me llamo Sara.
—Lo sé, Sara, es un placer conocerte.
Recordó el abrazo que Javi le había dado la noche anterior al llegar y se
quedó pensando si sería correcto hacer lo mismo, perdió la oportunidad

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cuando Josefa se dio cuenta de sus dudas y siguió caminando para abrirle la
puerta que daba al comedor de diario.
—Lo mismo digo, Josefa —alcanzó a decir, haciéndole un gesto a la
cocinera para que pasara delante con su bandeja.
—Después te llevo un secador para que puedas acabar de peinarte —le
dijo con una sonrisa amable.
Cruzaron otro pequeño pasillo y llegaron al comedor, más sencillo y
acogedor que el que habían utilizado la noche anterior, aunque la sencillez, en
aquella casa, siguiera siendo muy lujosa en comparación con lo que Sara
conocía.
Sentados a una gran mesa redonda estaban sus suegros, Adolfo leyendo el
periódico y Asunción tomando notas en una agenda. Desde el otro lado de la
pared le llegó la voz de Javi y miró hacia allí preguntándose si alguno de sus
hermanos estaría en la casa.
—No han parado de llamarlo por teléfono desde que se levantó —le
informó su suegra, después de darle los buenos días—. Amigos y compañeros
de la facultad, quieren saber si pueden quedar esta noche.
—Creía que esta noche cenábamos con el abuelo —dijo Sara, tomando el
vaso de zumo que Josefa le ofrecía y dándole las gracias.
—Mi padre ha cambiado de idea y nos invita a almorzar en su restaurante
preferido —dijo Asunción, volviendo la vista a su agenda con un gesto tenso
que le ponía arrugas a los lados de la boca. La forma en que había dicho «mi
padre» le hizo pensar que se había molestado porque Sara se había atrevido a
llamarlo «abuelo». Pensó en disculparse por la confianza, pero descartó la
idea al ver cómo su suegra la miraba de arriba abajo—. ¿Tienes algo para
ponerte?
Casi podía admirar la forma en que lograba humillarla con solo cuatro
palabras. El vestido que se había puesto lo había comprado expresamente para
su luna de miel. Era un sencillo vestido veraniego estampado en flores y
abotonado por delante, desde luego que no era un modelo de boutique como
los que usaba Asunción a todas horas del día, pero era una de las mejores
prendas que Sara había tenido en su vida.
Josefa volvió con otra bandeja en la que llevaba leche, tostadas,
mantequilla y un surtido de mermeladas. Sara le dio las gracias de nuevo.
—No sabía cuál era tu favorita —le dijo la cocinera, colocando el servicio
delante de ella.
—Me gustan todas, la verdad.
—A mí también.

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—Josefa, traiga más café, por favor —dijo Adolfo, sin levantar la vista del
periódico.
Sara vio salir a la que se estaba convirtiendo en su persona favorita de la
casa con pesadumbre. Al mismo tiempo se oyó el chasquido del teléfono al
colgarse y al poco apareció Javi por la otra puerta del comedor.
—Buenos días —dijo, acercándose para darle un beso en la mejilla—.
Vestido nuevo, ¿no? Estás muy guapa.
Sara sonrió y siguió untando de mantequilla su tostada, sin mirar en
ningún momento a su suegra. Así quedaba zanjada la cuestión de su vestuario.
Le daba igual si el abuelo los llevaba a comer a un restaurante francés con
camareros vestidos de esmoquin, su vestido era perfectamente adecuado.
Tres horas después, tras visitar la Puerta del Sol, pisar la placa del
kilómetro cero, caminar hasta la plaza Mayor y la Almudena, y hacer el
recorrido inverso, Javi la llevó hasta la puerta de Lhardy.
—¿No podemos escaparnos a McDonald’s? —preguntó, en cuanto se
asomaron al comedor y vieron que todos los comensales eran de la edad y del
estilo de los padres de Javi, algo que Sara estaba empezando a odiar sin poder
evitarlo.
—No te preocupes, mi abuelo no es un estirado, ya verás como te cae
bien. Y la comida aquí es muy buena.
Tuvo que reconocer que las dos cosas eran ciertas. Javier Beltrán, el
abuelo de Javi del que había heredado el nombre, venía de una estirpe de
generaciones de la alta burguesía, no aristocracia como muchos se empeñaban
en pensar en Morella al ver los aires de marquesa que se daba su hija
Asunción, y administraba un patrimonio tan grande que no había necesitado
ejercer otro trabajo en su vida. Le contó que de joven había estudiado Historia
en la universidad y que había escrito varios tomos muy aburridos, según sus
propias palabras, sobre grandes gestas pasadas que ya no le interesaban a
nadie. Entre bocado y bocado de platos exquisitos, en los que Sara apenas
podía reconocer la mitad de los ingredientes, les contó anécdotas de grandes
personajes, desde Gengis Kan hasta la reina Isabel II de Inglaterra, que
hicieron la comida mucho más divertida de lo que hubiera imaginado.
—Espero que os divirtáis mucho en Tenerife —les dijo, cuando se
despidieron a las puertas del restaurante, puesto que tenía otro compromiso
aquella tarde—. Me ha encantado conocerte, Sara, mi nieto es un chico muy
afortunado.
Sara se emocionó tanto por la sinceridad de su tono que se acercó a darle
dos besos, sin preguntarse si era lo correcto por una vez.

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—A mí también me ha encantado conocerlo —dijo, incapaz de encontrar
más palabras que expresaran lo bien que la había hecho sentirse en su
compañía.
Javi anunció a sus padres que ellos también habían quedado y tiró de su
mano para llevarla de vuelta a la Puerta del Sol y subir hacia la Gran Vía.
Cuando se detuvieron a la entrada de un McDonald’s, Sara tuvo que reírse a
carcajadas.
—Ahora no podría comer nada —dijo, tocándose el estómago lleno de los
sabrosos platos de Lhardy.
—No importa, nos están esperando.
Sara no lo sabía y de nuevo se sintió abrumada al tener que enfrentarse a
la numerosa pandilla de amigos de Javi, que ocupaban un par de mesas al
fondo del local. Aunque le dijo todos sus nombres, cinco minutos después no
habría podido repetirlos; solo se quedó con el de la chica rubia, con los ojos
maquillados en azul y negro, que la miraba como si fuera una cucaracha a la
que querría aplastar con sus altos tacones. Se llamaba Cristina.

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Capítulo 28

Al salir de McDonald’s Javi paró a un taxi y le abrió la puerta a Sara, que


parecía demasiado agotada para seguir con su propósito de conocer todos los
lugares más tópicos para turistas de la ciudad. Se sentó a su lado y le indicó al
conductor la dirección de su casa.
—Lo siento, tenía que haberme dado cuenta de que era demasiado para ti
—le dijo, agarrándole una mano.
—No pasa nada —contestó ella, que volvió la cara para mirar por la
ventanilla.
—Mis amigos no te caen bien.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella, sin volverse.
—Casi no has abierto la boca en todo el rato que llevamos ahí con ellos.
—Teníais mucho de lo que poneros al día —dijo Sara, tirando de la mano
que le sujetaba para colocarse un mechón de pelo que estaba impecable.
Había sido un desastre. La pandilla los felicitó por su boda, entre bromas
y mil preguntas cargadas de curiosidad y cierta malicia. Javi lo aceptó con
resignación, pero Sara no conocía a sus amigos y las confianzas que se
tomaban la iban molestado cada vez más según las gracias subían de tono. En
medio del bullicio alguien le preguntó cómo había hecho para cazarlo y a Sara
se le cayó el vaso de refresco al suelo, la tapa de plástico se soltó y el líquido
salpicó los pies de todo el grupo.
En el alboroto siguiente, alguien le dio una colleja al bocazas mientras la
chica que estaba sentada al lado de Sara, Vanesa, una amiga del instituto de
Javi, se agachó para secarse los pies con un montón de servilletas y aprovechó
para limpiarle también sus sandalias.

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—Gracias —dijo Sara.
—Voy a buscarte otra Coca —se ofreció Vanesa—. Y algo de comer, si
quieres. ¿Te apetecen unas patatas?
—No, gracias, el olor a frito me da náuseas —dijo Sara, llevándose una
mano a la zona del ombligo.
Javi vio las miradas de entendimiento de sus amigos y los suaves codazos
que se daban unos a otros, que confluyeron finalmente en Cristina, callada
hasta aquel momento.
—Yo ya me tengo que ir —anunció la rubia, levantándose—. Felicidades
otra vez, espero que os vaya muy bien. —Hizo una pausa para dedicar una
mirada que no pretendía ser discreta a la mano que Sara aún tenía sobre la
cintura—. Especialmente a ti, Sara.
Javi no podría decir lo que pensaba ninguna de las dos. Hubo un largo
duelo de miradas del que salió vencedora Sara cuando Cristina por fin se dio
la vuelta y se fue, incapaz de añadir nada más. Vanesa volvió con el refresco
prometido y el resto del grupo se esforzó por hablar de temas más
inofensivos, como las vacaciones de verano y la vuelta a las clases.
En el taxi, Javi volvió a tomar la mano de Sara y tiró de ella, hasta que se
apoyó en su pecho. No sabía exactamente qué estaba haciendo mal, pero nada
funcionaba como debería. Era evidente que Sara no se sentía cómoda con
nada ni con nadie. La relación con sus padres seguía siendo tensa, con su
abuelo había ido mucho mejor, porque había decidido tratarla como a una
nieta más, pero todo se había estropeado con sus amigos y sus bromas
pesadas. Aquel viaje estaba siendo un error mayúsculo y cuanto antes salieran
de Madrid mucho mejor.
—Lo siento —repitió, sin saber qué más decirle para mejorar su malestar
—. Siento que mis amigos sean unos torpes y mis padres unos estirados. No
fue idea mía venir a Madrid, pero ahora al menos queda claro que es mucho
mejor que vivamos en Morella.
—Yo también lo siento —dijo Sara—. No sé lo que me pasa, pero todo se
me hace una montaña.
Javi la rodeó completamente con los brazos. Le dolía el malestar
constante de su dulce Sara, tan frágil y temblorosa, tan diferente de la otra
Sara del comienzo del verano, que parecía ahora tan lejano. Se prometió a sí
mismo devolverle la confianza perdida.
—Son demasiados cambios juntos, la boda, este viaje, tu estado… —
Apoyó las manos sobre su vientre aún plano, con cierta emoción al pensar que
pronto lo vería crecer y podría notar el movimiento del bebé en su interior.

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Eso era lo único que importaba, ellos dos y la familia que estaban creando—.
Si quieres, no vamos a Tenerife. Nos volvemos a Morella mañana mismo.
—No… No, no podemos hacerle eso a tu abuelo, es su regalo… —Sara se
volvió para poder darle un beso en la mejilla—. Pero gracias por decirlo.
—Haría cualquier cosa por ti, Sara, de verdad.
El taxista detuvo el vehículo y anunció el precio de la carrera. Mientras
Javi sacaba la cartera del bolsillo, Sara abrió la puerta y se apresuró a salir. La
oyó vomitar sobre la acera mientras le entregaba un billete de quinientas
pesetas al taxista. Se bajó sin esperar el cambio.
—¿Estás bien? —le preguntó, ofreciéndole su pañuelo.
Sara se tapó la boca con la tela y asintió despacito.
—Creo que llevo ese olor a kétchup y patatas fritas pegado por todo el
cuerpo.
—Vamos. —La agarró por la cintura y la condujo hacia el portal—. Una
ducha y estarás como nueva.
Solo tenían que sobrevivir a otra cena con sus padres, se dijo, o tal vez
podía librar a Sara de aquella tortura con la excusa de que no se encontraba
bien, sin necesidad de inventar ninguna mentira. Su avión salía a las nueve de
la mañana del aeropuerto de Barajas, y a partir de ahí serían libres por fin.

Sara estaba muerta de miedo y nada que le dijeran las amables azafatas, los
vecinos de asiento o el pobre Javi, que se desvivía por entretenerla, lograba
distraer su atención de la absurda idea de que aquella máquina inmensa, con
trescientas personas a bordo, no podía alzar el vuelo como un ave y llevarlos
surcando el cielo hasta las islas Canarias.
—¿Y si vomito? —preguntó al oído de su marido, para que no la oyeran
los demás viajeros.
—Mira en el bolsillo del respaldo del asiento, hay bolsas de papel
precisamente para eso. No serías la primera que vomita en un avión, no te
preocupes.
Era fácil decirlo. No te preocupes, no te asustes, el avión es el medio de
transporte más seguro que existe. Lo único seguro era que cuando un avión se
caía no solía haber supervivientes. Sara cerró los ojos e inspiró
profundamente. El miedo se había instalado en la parte baja de su estómago
como una digestión demasiado lenta y pesada. Trató de distraerse con los
consejos de seguridad, pero la coreografía de la azafata que tenía más

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cercana, mostrando el cinturón, la mascarilla de oxígeno y el chaleco
salvavidas, la estaba poniendo al borde de la histeria.
Clavó las manos en los reposabrazos y cerró los ojos cuando el avión
aceleró en la pista. El contenido del estómago le subió a la boca cuando notó
que el suelo desaparecía bajo sus pies, pero consiguió retenerlo. Como sentía
que no podía moverse ni echar mano de la bolsa de papel, apretó la boca y
respiró hondo por la nariz hasta que fueron desapareciendo las náuseas.
—Ya estamos —le dijo Javi, mucho rato después.
—¿Dónde estamos? —preguntó, desconcertada.
—¿Ves que se han apagado las luces del cinturón de emergencia? —le
señaló el montón de botones y lucecitas que había sobre su cabeza—. Eso es
que el avión ya está a la altura de crucero y a partir de ahora hasta te vas a
olvidar de que volamos.
—Eso si no hay turbulencias —dijo su vecino de asiento, con la voz
apesadumbrada de un pesimista crónico.
—Seguro que no, el cielo está completamente despejado —contestó Javi.
Sara logró sonreír un poco cuando se volvió hacia ella con los ojos en blanco
—. No le hagas ni caso. Confía en mí.
—Confío en ti —le dijo. Apoyó la cabeza sobre su hombro, frotándose el
nudo de nervios sobre el ombligo con una mano.
El vuelo fue realmente rápido y tranquilo, lo suficiente para que Sara se
relajara un poco. En el asiento del centro, Javi resoplaba suavemente,
provocando la envidia de Sara por su capacidad para quedarse dormido con
tanta facilidad. El hombre que iba sentado en la ventanilla leía con mucho
interés un libro grueso del que Sara había alcanzado a leer el título antes de
que lo abriera: Programación informática.
—No es la lectura más ligera para el avión —bromeó, cerrando el tomo
después de doblar la esquina de la última página leída.
—¿Se puede aprender informática leyendo un libro? —le preguntó Sara,
animada por la confianza que le daba su gesto amable.
—Lo bueno sería tener un ordenador delante; pero, ya ves, no es que
puedas ir por ahí con uno de esos armatostes encima, ¿te imaginas?
—En realidad, cada vez son más pequeños, no como los primeros que
ocupaban habitaciones enteras —dijo ella—. Y también los hay portátiles, son
como una máquina de escribir Olivetti, pero con pantalla.
—Parece que sabes mucho de ordenadores.
—No tanto, en realidad nunca he tocado uno. —Sara se encogió de
hombros y miró pasar a la elegante azafata, que se deslizaba por el pasillo

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como si fuera una pista de patinaje—. Trabajo en un bar de máquinas
recreativas, me gusta aprender cómo funcionan cuando viene el técnico a
reparar alguna.
—¿Qué clase de máquinas? ¿De marcianitos y esos juegos? —Sara asintió
—. Me gusta el Comecocos, aunque esos malditos fantasmas siempre me
pillan.
—Mi preferido es el Out Run, ese en el que vas en un descapotable
conduciendo por grandes autopistas…
La conversación era lo bastante interesante como para que Sara hasta se
olvidara de que estaba volando. El hombre de la ventanilla, al que le calculaba
unos treinta y pocos años, gesticulaba mucho al hablar, pasándose la mano
derecha por la tupida barba negra cada poco rato. Le contó que era profesor
de matemáticas en un instituto madrileño y que desde hacía un tiempo la
informática se había convertido en su nueva pasión. Solo cuando el avión
redujo la velocidad para iniciar el descenso Sara volvió a recordar dónde
estaba.
Cuando la luz de los cinturones de seguridad volvió a encenderse, Sara
llamó en voz baja a Javi para despertarlo.
—¿Ya estamos llegando?
—Eso parece.
El descenso se hizo más acusado y Sara notó un vértigo que le puso el
estómago en la boca. A partir de ahí, el aterrizaje se convirtió en un infierno.
Los oídos se le cerraron y comenzaron a dolerle como si le estuvieran
clavando alfileres. Apretó las manos contra las orejas, con los párpados
cerrados bajo las cejas fruncidas. Javi le tocó la cara para que abriera los ojos
y le puso un chicle de menta entre los labios.
—Mastica fuerte —le dijo—. Moviendo mucho la mandíbula.
Sara hizo lo que le decía, aunque el olor de la menta le provocaba
náuseas; notó como los oídos se destaponaban y poco a poco se fue aliviando
aquel dolor agudo, justo en el momento en el que el avión tomaba tierra a la
orilla de una playa. Sara miró por la ventanilla con la sensación de estar
soñando al ver la arena y las olas tan cerca.
—Y ahora, a divertirnos —dijo Javi, apretándole las manos.
Lo vio tan esperanzado que se prometió a sí misma hacer todo lo posible
por no decepcionarlo.
Casi dos horas después llegaron a su destino en el autobús de la agencia
de viajes, que había ido dejando turistas en cada hotel del camino, o eso le
pareció a Sara, más mareada que nunca. Dejó que Javi se encargara de las

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maletas y del registro en recepción y se limitó a seguirlo por un interminable
pasillo hasta su habitación. Se sentó en la cama mientras él revisaba el cuarto
de baño, la terraza, el armario y cada cajón de cada mueble. Sara se sentía
como un globo que se iba desinflando; se dejó caer sobre la almohada, cerró
los ojos y se encogió en posición fetal. No sentía náuseas pero el punto
molesto se había desplazado desde su ombligo hacia abajo, como agujetas
después de un esfuerzo excesivo.
—Es la hora del almuerzo, vamos a comer algo y después a la piscina,
¿sí? —propuso él, como si aquel sol inclemente que los había acompañado
todo el viaje desde el aeropuerto lo cargara de energía.
—Ve tú, yo necesito descansar.
—Tienes que comer algo —le dijo, sentándose en el borde de la cama.
—Ahora no puedo. Tengo el estómago revuelto del autobús.
—Entonces, me quedo contigo.
—No, ve a comer, y date un baño por mí. Seguro que más tarde me
encuentro mejor y bajo a buscarte a la piscina.
No tuvo que insistir más, era obvio que Javi estaba deseando descubrir
todo lo que «el mejor hotel de Tenerife», según su madre, tenía para ofrecerle.
En apenas cinco minutos deshizo su maleta, se puso un bañador, una camiseta
y unas chanclas, y se fue tan contento como cualquier turista recién
desembarcado en un destino de ensueño.
Sara cerró los ojos y rezó para que llegara el sueño que le aliviara todas
las molestias de aquel día interminable; el dolor de oídos que aún seguía ahí,
el estómago revuelto, las agujetas en la cintura. Solo logró caer en un
duermevela en el que veía a Javi caminando por las calles de Madrid como si
le pertenecieran, presumiendo de sus monumentos y sus tiendas al tiempo que
narraba sin cesar anécdotas de su infancia. Regresó a aquel odioso
McDonald’s que seguía apestando a kétchup, con los amigos de Javi jaleando
cada una de sus palabras, tratándolo como su líder. Los chicos reían sus
bromas y buscaban su aprobación constante; las chicas lo devoraban con los
ojos, empeñándose en compartir su comida. Dio dos vueltas en la cama y se
encontró en el comedor del apartamento de sus suegros, con toda la familia
reunida, incluso los hermanos de Javi, a los que apenas conocía. Todos
miraban complacidos a la joven que se sentaba a su lado, celebrando su
incorporación a la familia. Sara sabía que no era ella, no podía ser ella, se
sentía a sí misma como un ser inmaterial que observaba la escena sin
participar. Flotó sobre la gran mesa hasta poder verle el rostro a la chica que
centraba toda la atención. Era Cristina.

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Despertó sudando y con los pies fríos. Se tocó la frente para asegurarse de
que no tenía fiebre. Debía de ser el calor húmedo de la isla, se dijo, no estaba
acostumbrada a aquel clima y menos después del ambiente recargado de
Madrid. Se levantó para ir al baño y bebió un vaso de agua del lavabo que le
supo a alcantarilla. Volvió a la cama con el estómago otra vez revuelto,
recordando demasiado tarde que les habían avisado de que el agua del grifo
no se debía beber.
Cuando volvió a despertar el sol ya estaba muy bajo y por las ventanas
abiertas entraba una brisa suave que aliviaba el ambiente. Sobre la mesilla
había un plato con un sándwich frío, una manzana y una Coca-Cola. El sonido
de la televisión le hizo saber que Javi estaba en la sala contigua.
Bebió unos sorbos de refresco, despacio, esperando a que su estómago los
aceptara sin rebelarse. La bebida fría le dio fuerzas para levantarse. Entró en
el baño para lavarse la cara. En el espejo se vio demasiado pálida y con el
pelo enmarañado, que solo pudo sujetar con una goma en una coleta baja.
Cuando le pareció que estaba más presentable, fue en busca de Javi.
—Por fin despiertas. ¿Estás mejor?
Sara asintió solo porque él esperaba que lo hiciera. Recordó que su suegro
había asegurado que no había ningún riesgo en volar para una mujer
embarazada de pocas semanas. Quizá los médicos deberían preguntar por la
experiencia real de sus pacientes antes de asegurar algo así.
—Mira —le dijo Javi cuando se sentó a su lado, mostrándole un folleto
del hotel—, hay cuatro restaurantes. Uno es un bufé con menú muy variado
en el que te sirves tú mismo; para los otros hay que reservar mesa y hoy ya
llegamos tarde. Podemos ir a verlos y reservar para mañana en el que más nos
guste.
—Yo… No tengo apetito. Quizá más tarde me coma el sándwich que me
has traído.
—Pero tienes que ver el hotel —insistió él, como si también aquel edificio
le perteneciera, como Madrid, haciendo que Sara se sintiera una
desagradecida por no valorarlo—. Hay una piscina de agua dulce y otra de
agua salada que llega canalizada directamente de la costa; hay salones para
descansar a la sombra, jardines, y el paseo marítimo que lleva al pueblo más
cercano pasa justo por delante…
Siguió hablando a pesar de que Sara no lo escuchaba, solo estaba
hipnotizada mirando el movimiento de su boca. Apretó los dientes para
contener la náusea que amenazaba con vaciar el escaso contenido de su

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estómago, provocando que los oídos taponados se abrieran con un ligero
estallido.
—Ve tú —le dijo, cuando Javi terminó de cantar las alabanzas del hotel
—. Diviértete, yo hoy no soy buena compañía, el viaje me ha dejado muy
cansada.
—Pero, Sara…
—No pasa nada, yo me quedo aquí viendo un poco la tele y descansando.
A Javi no le gustaba nada aquello, era evidente en cada una de sus
expresiones, pero las ganas de seguir recorriendo el hotel y ver qué más podía
ofrecerle fueron superiores a su preocupación por el estado de Sara.
—Voy a cenar y vuelvo pronto —dijo, inclinándose para darle un beso
que Sara recibió en la mejilla.
Solo cuando ya salía se dio cuenta de que se había cambiado, llevaba un
pantalón de pinzas color crema y una camisa blanca, con el pelo dorado aún
húmedo peinado hacia atrás. Un chico joven, guapo y con ese aspecto
reconocible de la gente adinerada. Un perfecto imán para las turistas. Sara se
arrepintió demasiado tarde de haberlo dejado marchar.

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Capítulo 29

Llevaban cuatro días en la isla y Javi apenas había convencido a Sara para
que saliera de la habitación del hotel. A la hora del desayuno sentía tales
náuseas que el gran comedor con su bufé, surtido de todos los alimentos
imaginables, le resultaba repulsivo. A media mañana se sentía un poco mejor
y entonces bajaban un rato a las piscinas. Javi procuraba conseguirle una
tumbona y una sombrilla para que se sentara cómodamente a leer, mientras él
disfrutaba del agua o se apuntaba a alguna de las actividades que el hotel
organizaba para tener entretenida a la clientela. Después de comer, Sara subía
a dormir una siesta alegando que el calor la agobiaba y solo a base de mucho
insistir lograba que volviera a salir, aunque fuera a dar un paseo hasta el
pueblo cercano.
Ya no sabía qué más hacer para entretenerla. El tiempo era fantástico, el
hotel ofrecía todas las comodidades y entretenimientos posibles, e incluso
habían conocido a una pandilla de chicos y chicas madrileños que disfrutaban
de una escapada antes de comenzar el curso. Si aquel mismo viaje lo hubiera
hecho con su primo Carlos, sería el mejor de sus vidas hasta el momento; sin
padres, con todo pagado en el hotel y una isla llena de chicas con ganas de
divertirse. Todas menos Sara.
—He reservado en el restaurante italiano del hotel —le dijo aquella
noche, esperando despertar su interés al hablarle de las famosas pizzas del
local, que la pandilla de estudiantes tanto habían alabado aquella tarde en la
piscina.
—No tengo apetito —dijo Sara, con la nariz metida en el libro con el que
pasaba más tiempo que con su marido.

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—Seguro que cuando veas esas pizzas enormes con su queso derretido
cayendo por los bordes, cambias de idea.
—Me da asco el queso derretido.
—¿Desde cuándo?
—Desde que lo has nombrado.
Javi respiró hondo, se pasó una mano por el pelo, metió las manos en los
bolsillos y las volvió a sacar. Ya estaba vestido y listo para cenar, mientras
Sara seguía tumbada en el sofá con una camiseta larga que solo le tapaba
hasta la mitad del muslo. Sus piernas desnudas le despertaron un apetito
mucho más intenso que la carta del restaurante. No habían vuelto a hacer el
amor desde su noche de bodas, la distancia que Sara creaba entre ellos hacía
impensable un momento de intimidad.
—¿Piensas quedarte otra noche aquí sola, con Ken Follet? —dijo, antes
de, sin pensárselo dos veces, quitarle el libro de las manos y arrojarlo sobre el
sofá que tenía enfrente.
—¿Qué haces? —Sara lo miró asombrada por aquel arrebato.
—Llamar tu atención. —Se sentó a su lado y trató de abrazarla, pero ella
retrocedió hasta la otra punta del sofá y se abrazó a sus propias rodillas—.
Sara, ¿qué nos está pasando? Esto no es solo por las náuseas o el cansancio.
Te estás alejando de mí y no sé qué hacer para recuperarte.
—Ya se me pasará —dijo ella, apoyando la cara en las rodillas para
mirarse los pies como si allí estuviera la respuesta a sus problemas.
—Es nuestra luna de miel y la estamos desperdiciando. —Javi le acarició
el empeine y ella retorció los dedos bajo su mano, rechazando hasta aquel
mínimo contacto inocente—. ¿Qué puedo hacer?
—No lo sé.
—Dime en qué me estoy equivocando; sé que he metido la pata, pero no
sé cuándo ni cómo solucionarlo. No eres la misma desde que salimos para
Madrid.
Sara respiró hondo, sus hombros muy delgados subieron y bajaron para
encogerse aún más en su posición fetal.
—Tú tampoco eres el mismo. En Morella era distinto, pero al verte en tu
hogar, en tu ciudad… No te reconocía.
Javi no lograba entender qué le estaba diciendo. Él siempre era el mismo,
en el pueblo o en la capital, un lugar no cambiaba su forma de ser, lo que
decía Sara no tenía ningún sentido.
—Tal vez eres tú, que me ves de otra manera. Cuando llegamos a Madrid
te hacía ilusión conocer la ciudad, pero luego no te interesó nada de lo que

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fuimos a ver; no has logrado mejorar tu relación con mis padres y mis amigos
te cayeron fatal.
Quiso retirar aquellas palabras en cuanto salieron de su boca, pero ya era
tarde. Sara soltó un quejido como si la hubiera abofeteado. Culparla a ella de
que las cosas con sus padres no funcionaran era de lo más injusto, y sus
amigos tampoco se habían esforzado por caerle bien.
—Es mejor que me dejes sola.
—Sara…
—Vete. Ve a cenar y ya hablaremos luego.
—No, no quiero posponer esto más, quiero que me digas de una vez qué
estoy haciendo mal, cuál es el problema y si tiene solución.
—Ojalá lo supiera.
Ni siquiera podía mirarlo a la cara. Javi solo deseaba abrazarla, besarla y
perderse en su cuerpo para tratar de reencontrar el amor que parecía
escurrírseles entre los dedos. No se atrevió ni a volver a tocarle el pie.
—Yo te quiero, Sara, te quiero muchísimo.
—Lo sé —dijo ella, como si le hubiera dado la peor de las noticias—.
Pero también quieres a tu familia, y a Madrid, a tus amigos y a tus estudios.
Por mi culpa lo has perdido todo.
—¿Qué estás diciendo?
—La verdad. Alguien tiene que decirla.
—No es por tu culpa… En todo caso, es culpa de los dos…
Por fin Sara se volvió y lo miró a la cara. Una tristeza infinita oscurecía
sus ojos en los que no brillaba ni rastro de lágrimas.
—Es cierto, es culpa de los dos. Todos tenían razón, somos demasiado
jóvenes e inconscientes. Ojalá pudiéramos echar el tiempo atrás.
—No digas eso.
—Sería lo mejor. Ahora tú estarías en tu casa, preparándote para seguir
con tus estudios y tu vida, y no aquí, a punto de empezar a odiarme.
—Sara… —La agarró de las manos a pesar de que ella trató de rechazarlo
y levantarse del sofá—. No te odio, nunca voy a odiarte, ¿cómo se te ocurre?
—No lo sé… Ya no sé nada. —Tiró con fuerza y tuvo que soltarla para no
hacerle daño—. No me hagas caso. Supongo que todo esto tiene que ver con
el bebé y las hormonas. Solo necesito descansar.
La miró mientras cruzaba la sala, deslizándose como una sombra,
demasiado delgada, casi transparente. Cuando ya abría la puerta del
dormitorio la llamó, casi con un sollozo. Ella se paró en el vano y se volvió
despacio, mirando al suelo.

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—Ve a cenar. Busca a esos amigos que has hecho en la piscina y
diviértete. Yo estaré bien.
Entró en la habitación y cerró la puerta con suavidad. Javi casi prefería
que hubiera dado un portazo.
Todo era un desastre sin indicios de solución. Tan cansado como
decepcionado, Javi se levantó del sofá y caminó hasta la puerta del
dormitorio; levantó la mano, pero no llegó a apoyarla en el picaporte. No era
culpa suya; no del todo. Hacía todo lo que podía por animarla, a cada hora le
ofrecía un plan para divertirse juntos, se preocupaba por su bienestar y su
alimentación. ¿Qué más quería? Si no fuera por su estado, la acusaría de ser
egoísta e intransigente. Esa no era la Sara que él conocía.
Un pensamiento aterrador hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.
Quizá todo era falso. Quizá su relación había sido tan intensa por todos los
impedimentos que los separaban; y ahora, que por fin estaban juntos, su amor
se resentía al no tener que seguir luchando por él.
Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos. Estaba enfadado, se
dijo caminando en círculos por el salón de la suite; estaba muy enfadado, por
eso tenía ideas absurdas que se le pasarían en cuanto cenara un poco y saliera
a dar un buen paseo. Eso era lo que iba a hacer. Aún tenían varios días para
disfrutar juntos de aquellas vacaciones; no se rendía, en absoluto.

Sara despertó de madrugada sobresaltada por los alborotadores de la


habitación contigua. Palpó el lado izquierdo de la cama, vacío y aún sin
deshacer. Se dijo que quizá Javi estaba durmiendo en el sofá del salón para no
molestarla, y se giró en la cama intentado recuperar el sueño. Al ponerse boca
abajo, notó una presión en el vientre y la urgencia por ir al baño. Se levantó,
cruzando el dormitorio a tientas. Se sentó en la taza con los ojos cerrados y
solo los abrió para encontrar el papel higiénico que se había caído del soporte.
Entonces vio la mancha en su ropa interior y pensó que le había bajado la
regla, por eso se sentía tan mal.
La realidad le golpeó como una bofetada al recordar su estado.
—Javi… —quiso gritar, pero apenas tenía voz—. Javi… Javi…
Con las piernas temblorosas logró llegar hasta el salón, pero allí no había
nadie. Miró a su alrededor como si esperara que apareciera en cualquier
momento, tal vez entrando desde el balcón abierto o apareciendo detrás de las
gruesas cortinas. Volvió al dormitorio, encendió todas las luces, no sabía lo

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que hacía ni podía pensar con coherencia, quizá por eso abrió los armarios y
también miró en el baño del que acababa de salir. No estaba por ninguna
parte.
Estaba sola. Y algo muy malo estaba ocurriendo con su bebé.
Se puso el primer vestido que encontró y bajó a recepción mordiéndose el
labio por dentro para contener las lágrimas. En el largo mostrador de mármol
había dos empleados, un hombre y una mujer, que la miraron con cierta
condescendencia, acostumbrados a los clientes borrachos que llegaban de
madrugada con peticiones absurdas.
—Necesito un médico —dijo.
—¿Se encuentra mal? ¿Ha tenido algún accidente?
—Voy a perder a mi bebé, por favor, por favor, necesito un médico.
Los recepcionistas comprendieron por fin la urgencia y se ocuparon de
llamar a un taxi, acompañarla hasta la puerta e indicarle al taxista que la
llevara al hospital.
No pasó mucho rato antes de que estuviera en una sala de urgencias dando
sus datos en una ventanilla, mientras notaba que el dolor aumentaba y su ropa
interior se iba empapando no sabía de qué fluidos. Un cólico le cruzó el
vientre como una puñalada y se dobló sobre sí misma jadeando. Por fin una
enfermera pareció darse cuenta de la urgencia de su situación y llamó a un
celador que trajo una silla de ruedas. La llevaron hasta una habitación, donde
tuvieron que ayudarla a desnudarse y ponerse un camisón que se ataba a la
espalda. Los cólicos continuaron, haciéndose más rápidos y más intensos,
llevándola al borde del desmayo. A su alrededor se movían varias batas
blancas, alguien le tocó la frente y le apretó la mano derecha mientras le
aseguraba que todo iba a pasar pronto.
En algún momento casi perdió el conocimiento. Flotaba en un limbo
donde el dolor se iba alejando; oía voces allá a lo lejos, como cuando tenía los
oídos taponados tras el aterrizaje del avión. «Aborto espontáneo», decían.
«Ha expulsado todo el tejido, no es necesario un legrado». «Embrión de unas
ocho semanas». «Es joven, se recuperará pronto».
Pero Sara sabía que nunca se recuperaría de aquello. Apenas se había
hecho a la idea de que iba a ser madre y ahora notaba un vacío en su interior,
como si le hubieran arrancado un órgano vital. Acurrucada en posición fetal,
sintiendo la aguja con la vía que se le clavaba en el brazo, el olor a medicina y
la cama extraña, demasiado pequeña, de la que parecía que se iba a caer en
cualquier momento, lloró hasta que no quedaron lágrimas en su interior.

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Javi despertó sobre la arena de una playa con los primeros rayos del sol. La
boca le sabía a sal y la cabeza le dolía con la peor de las resacas. Intentó
moverse, pero sentía un peso sobre el brazo. Parpadeó y logró abrir unos
milímetros los ojos para descubrir una cabeza rubia que lo utilizaba como
almohada. No podía creer que lo hubiera hecho otra vez. Igual que en
Morella, cuando Sara le dijo que no se casaría con él. Su única solución cada
vez que se peleaban era emborracharse y buscar a alguna desconocida
dispuesta a divertirse con él. Al menos parecía que los dos conservaban toda
su ropa, aunque la de ella era bastante escasa.
Logró recuperar el brazo y se levantó despacio. A su alrededor giraba el
paisaje, cielo azul, arena oscura, mar en calma, como si fuera una noria. Se
acercó a la orilla a ver si el aire del mar lo espabilaba, pero acabó vomitando
de rodillas sobre la arena.
Una hora después estaba de regreso en el hotel. Solo podía pensar en una
buena ducha y en ver a Sara; tenía que hablar con ella, con calma, solucionar
las cosas, no podían pasarse su luna de miel disgustados el uno con el otro. Se
dio cuenta de que había perdido la llave de la habitación, y no sabía si Sara
estaría durmiendo, así que fue a recepción a pedir otra.
—¿Es usted Javier Miralles? —le preguntó el recepcionista, consultando
una nota que tenía en el casillero donde estaba su llave.
—Sí, ¿necesita mi documentación? La tengo en la habitación.
—Su esposa está en el hospital.
Seis palabras muy sencillas, pero muy difíciles de entender. Javi miró al
recepcionista convencido de que se equivocaba, de que aquel aviso que había
encontrado en el casillero no era para él.
—Se equivoca.
—Su esposa es Sara Navarro, ¿no? —Javi asintió—. Anoche se encontró
mal y pidió ayuda a mis compañeros de turno, que llamaron un taxi para
llevarla al hospital. Han llamado para decir que se quedaría ingresada.
—¿Qué hospital? —preguntó Javi, notando la voz estrangulada—. ¿Puede
llamar un taxi para mí, por favor?
El taxista lo miró con cara de pocos amigos. Javi se había visto en un
espejo del vestíbulo del hotel, por eso no podía culparlo de su recelo. Llevaba
la ropa arrugada aún con arena de la playa y el pelo revuelto sobre un rostro
demacrado que mostraba los excesos de la noche anterior mezclados con la
preocupación por el estado de Sara.

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—¿No irás a vomitar? —le preguntó.
Javi tragó saliva para alejar las arcadas que el miedo le estaba provocando
y negó con la cabeza.
—Al hospital, por favor, lo más rápido posible.
—¿Estás enfermo?
—Yo no… Es mi mujer, ella está allí y yo no sé…
—¿Tu mujer? —El taxista arrancó y maniobró para salir de la zona de
aparcamiento del hotel—. ¿Pero tú has hecho la primera comunión,
muchacho?
Javi volvió la cara hacia la ventanilla, tapándose los ojos con una mano
para evitar el sol, que aumentaba su jaqueca, apretando los párpados cerrados,
que apenas lograban contener las lágrimas. Estaba tan asustado que solo podía
pensar en lo lejos que estaba su familia y cuánto la necesitaba.
Al llegar ante la puerta de urgencias le tiró al taxista un billete sin esperar
la vuelta y corrió por los pasillos blancos, que apestaban a desinfectante,
preguntando a cada persona con una bata blanca que se encontraba. Al final
llegó a la habitación que le indicaron y se quedó en la puerta, con los pies
clavados al suelo de baldosas, negándose a dar un paso más.
—¿Tú eres Javi? —le preguntó una enfermera, acercándose para ponerle
una mano en el hombro—. Te hemos llamado al hotel, pero no estabas.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo está?
La enfermera llamó a una doctora que se acercaba por el pasillo con el
estetoscopio colgando del cuello. Javi escuchó sus explicaciones aún
convencido de que todo aquello no estaba pasando, de que seguía tirado en la
playa, viviendo una pesadilla fruto de los excesos de la noche. La doctora le
repitió varias veces que Sara iba a estar bien, que se recuperaría pronto y que
solo tenía que quedarse veinticuatro horas en observación.
—¿Por qué? Dígamelo, ¿por qué le ha pasado esto? —le preguntó,
pasándose una mano por el pelo para tirarse de los mechones desordenados—.
¿Puede ser por el viaje en avión? O por… ¿Por un disgusto? Anoche
discutimos y yo…
—Muchos embarazos se interrumpen en el primer trimestre, no es algo
anormal ni provocado por causas externas, no te preocupes por eso. Sara se va
a recuperar perfectamente —le repitió por enésima vez—, y más adelante
podréis volver a intentarlo.
La doctora le puso una mano en el hombro, ofreciéndole una sonrisa de
condolencia antes de alejarse de nuevo por el pasillo.
—Puedes pasar a verla —dijo la enfermera, abriendo la puerta.

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Javi obligó a sus pies a moverse para entrar en el pequeño cuarto de
paredes blancas. La persiana estaba bajada para que el sol no molestara a la
enferma, que dormía de espaldas a la puerta. La sábana solo la cubría hasta la
cintura. Su espalda, asomando entre los lazos mal atados del camisón, le
pareció más delgada y frágil que nunca.
Arrastró los pies hasta tocar la cama y se inclinó para ponerle una mano
en el hombro, llamándola suavemente. Ella no respondió ni se volvió.
—¿Está bien? —preguntó a la enfermera, con una voz aguda que no
reconoció como suya.
—Está agotada, necesita descansar. Y tú también, por lo que parece. —Le
señaló la butaca que había a los pies de la cama—. Duerme un poco, yo estaré
por aquí por si Sara despierta.
Cuando la enfermera salió, cerrando la puerta, Javi se quedó mirando la
espalda de Sara, sin valor suficiente para rodear la cama y mirarle a la cara.
No sabía qué haría cuando se despertara. No se le ocurría ni una sola palabra
de consuelo, de ánimo. Le rompía el corazón pensar en lo que había tenido
que pasar, sola, sin nadie que le agarrara una mano, que le diera fuerzas y le
asegurara que todo iba a estar bien. Él aún no era capaz de aceptar su pérdida,
asimilar que ya nunca vería nacer a su hijo, que la familia que habían soñado
juntos se había desmoronado en una sola noche. Mantenía esas ideas alejadas
de su mente porque eran demasiado dolorosas, pero no podía dejar de pensar
en cómo se sentiría ella, que había sufrido físicamente aquella pérdida
rodeada de extraños que se limitaban a comprobar sus constantes vitales y
seguir sus fríos procedimientos. Se preguntó si algún día en la Facultad de
Medicina, si volvía a sus estudios, le enseñarían cómo tratar a una paciente en
aquella situación. Recordó que había bromeado sobre especializarse en
obstetricia y supo, en aquel mismo momento, que ya nunca elegiría aquella
especialidad.
—Sara —volvió a llamarla, con una voz que apenas se oyó en la fría
habitación—. Sara… Lo siento, lo siento tanto… Por favor. —Notaba las
lágrimas calientes corriéndole por la cara, limpiándosela de arena y salitre—.
Por favor, Sara, perdóname. —Las piernas se le iban doblando y se sujetó de
la cama hasta caer de rodillas—. Perdóname, Sara, todo es culpa mía…
Perdóname…
No supo cuánto tiempo estuvo así, con la cara hundida en el colchón,
empapándolo con sus lágrimas, rezando una oración que nadie le había
enseñado para pedir un perdón que sabía que no se merecía. Al final, agotado
y dolorido, logró levantarse y fue al baño para lavarse la cara. Salió al pasillo

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y preguntó al primer celador que se cruzó dónde había una cabina telefónica.
Tenía que llamar a casa.

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Navidad de 1999

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Capítulo 30

A cualquier sitio menos los que solían frecuentar, pensó Javier, manejando
el gran Mercedes por las calles estrechas de Morella. Ni al paseo de la
Alameda, ni a la plaza de Colón, ni, por el amor de Dios, al banco frente a la
iglesia de Santa María. Sería cruel obligar a Sara a enfrentarse a tantos
recuerdos el mismo día. Ni siquiera sabía si él lo resistiría. Tampoco sabía por
qué había ido a buscarla a casa de su madre. Desde que se habían visto
aquella mañana en el hospital no podía dejar de pensar en ella. No era algo
nuevo, en realidad llevaba más de diez años con Sara instalada en algún lugar
de su mente, por no decir en su corazón, y solía entregarse a ensoñaciones
masoquistas en las que se imaginaba cómo hubiera sido su vida juntos si no lo
hubiera estropeado todo.
La miró de reojo, sentada muy recta en el asiento del copiloto, tenía la
mirada perdida más allá del parabrisas. Ahora que estaban por fin solos no
sabía por dónde empezar ni por qué había insistido en que deberían tener una
conversación. ¿Qué podía decirle, además de pedir perdón hasta quedarse
afónico? Había cometido demasiados errores, no le llegaría una vida para
compensarlos.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella ante su silencio.
—No sé, ni lo había pensado, la verdad.
—Gira a la derecha, hay una cafetería nueva que está bien.
Sí, era lo mejor, hablar con una mesa entre ellos y un par de cafés para
templar los ánimos y calentar las manos heladas. Estaba descubriendo lo frío
que podía ser el invierno en Morella. Al bajar del vehículo, el aire del norte
traía el aroma de leña ardiendo en las chimeneas.
—¿Estás en casa de tu tía Carmen? —preguntó de nuevo Sara, iniciando
la conversación que él no sabía por dónde comenzar.

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—Sí. Lo de cubrir la baja del doctor García surgió de repente y no tuve
tiempo de buscarme otro alojamiento.
—La casa es grande y así también le haces compañía —dijo ella,
agradeciendo a la camarera que les servía los cafés—. A veces voy a visitarla,
no tanto como debiera, porque no me sobra el tiempo precisamente.
—Ella te quiere mucho.
—Y yo a ella, siempre se portó muy bien conmigo.
Fue tan generosa como para no nombrar al resto de la familia. Parecía que
ya no llevaba la cuenta de los agravios pasados. Javier se preguntó si los había
perdonado o simplemente procuraba olvidarlos.
—Carlos me explicó por qué no me contó lo de tu padre. La tía estuvo
varios días sin teléfono por una avería, y cuando lo llamó para contárselo ya
había pasado el funeral…
—No tienes que justificarte.
—Pero quiero hacerlo. —Javier extendió su mano sobre la mesa sin llegar
a atrapar la de Sara, que la retiró rauda hacia su regazo—. Espero que no
pienses que soy tan mezquino como para no ponerme en contacto ni siquiera
para daros el pésame.
—Nunca he pensado que seas mezquino.
—Solo insensible, insensato, inmaduro… Puedes pararme cuando te
parezca.
La broma no surtió efecto. Sara lo miraba con ojos de desconocida. Fría y
serena, lejana, como si aquello no fuera con ella.
—¿Por qué aceptaste ese puesto? —preguntó, incómoda con su silencio
—. Seguro que tienes ofertas mucho mejores que cubrir una baja en un centro
de salud.
Lo halagaba con sus palabras, o tal vez era solo que creía en aquel Javi
que ella conocía, el que se iba a convertir en un gran especialista como su
padre. No sabía nada del otro, del que había vuelto de Tenerife hundido en la
apatía, incapaz de pensar en sus estudios, renunciando a su natural tendencia
al liderazgo para convertirse en un ser pasivo que se dejaba arrastrar por las
corrientes que lo rodeaban, ya fueran los deseos de sus padres o los planes de
diversión vacía de sus amigos.
—Necesitaba un poco de tranquilidad —explicó, sin faltar a la verdad—.
He viajado mucho, para hacer cursos y prácticas, y se echa de menos el hogar.
Sara rodeó la taza caliente con las manos, que debía de tener frías, porque
no llevaba guantes cuando salió de casa de su madre. Javi deseó que le

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permitiera calentárselas entre las suyas con tanta ansiedad que los dedos le
hormiguearon.
—Tu hogar nunca estuvo en Morella.
—Siempre lo he añorado como si lo fuera. Es el lugar del que tengo más
recuerdos felices.
—No has pisado sus calles en diez años.
Ahí estaba el reproche. Javier casi suspiró de alivio. Podía lidiar con su
enfado, al menos así le demostraba que aún sentía algo por él, prefería mil
veces su odio a su indiferencia.
—Nunca intentaste ponerte en contacto conmigo —contestó, alimentando
aquel sentimiento—. Si querías que volviera, solo tenías que pedírmelo.
Sara levantó la taza pero la mano le tembló y volvió a dejarla sobre el
platillo. Apretó la boca y levantó la barbilla. Siempre había sido así de
orgullosa, Javier lo entendió mucho después, al recordar que cuando la
conoció no tenía apenas nada más que su amor propio, que no permitía que
nadie pisotease.
—Si querías volver, ya sabías dónde encontrarme. Yo siempre he estado
aquí.
Sabía encontrar el argumento que más daño podía hacerle. Pensar en
todos aquellos años de separación era doloroso, sobre todo si se enfrentaba a
la cruda realidad: que tal vez, solo tal vez, si hubiera vuelto mucho antes,
podían haber tenido una segunda oportunidad.
—¿Estás con alguien? —le preguntó; las manos sobre la mesa, ansiando
que ella pusiera también las suyas y poder agarrárselas. Necesitaba tocarla
para sentirla de verdad, para acabar de creer aquella fantasía de estar sentado
en un café, compartiendo mesa con Sara Navarro.
—Ahora no —dijo, simplemente.
—¿Alguien…? —Se detuvo para respirar hondo y expulsar el aire por la
boca—. ¿Alguien importante en el pasado?
Vio un gesto belicoso, las ganas de decirle que no era asunto suyo, que no
tenía derecho a venirle con preguntas. Alargó el silencio con un parpadeo
pensativo, levantó una mano y se la pasó por la melena corta, como si ella
también echara en falta aquella trenza que solía hacerse para trabajar en el bar
de Ramón.
—No —contestó de una forma que no le daba permiso a pedir
explicaciones—. ¿Y tú?
—Nada serio. Lo he intentado, pero al final… —Javier meneó la cabeza,
pesaroso.

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—Siempre somos tres —concluyó Sara, mirándole a los ojos con una
serenidad que no recordaba—. Y el recuerdo es demasiado poderoso.
Ella sabía poner en palabras lo que él no se atrevía ni a reflexionar con
calma. Esa era exactamente la cuestión. Cuando iniciaba una relación atraído
por una mujer que parecía tener todo lo que le gustaba, poco a poco
comenzaba a compararla, a quitarle defectos, hasta comprender que,
definitivamente, tampoco era Sara.
—¿Podrás perdonarme algún día? —dijo, aunque en realidad quería
preguntar: ¿podrás volver a quererme de nuevo? Esa era la verdadera y única
cuestión, la que lo había llevado de vuelta a su pueblo tanto tiempo después.
—Ya es demasiado tarde para eso —contestó ella.
La vio alargar la mano hacia la taza y esta vez sí pudo alcanzarla,
apretándola dentro de la suya. Sara no intentó soltarse, se limitó a mirar las
manos entrelazadas como si fueran algo ajeno.
—Podíamos ser amigos… —dijo, sabiendo que era una estupidez y una
mentira. En absoluto quería ser su amigo. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Ser su
padrino el día de su boda?
—Es tarde y aún tengo trabajo atrasado —dijo ella, sin responder a su
propuesta—. ¿Puedes llevarme de vuelta?
Tuvo que soltarle la mano y, tras dejar unas monedas sobre la mesa, la
siguió hasta donde había aparcado. La impotencia que sentía le quemaba en la
boca del estómago.
—¿Por qué sigues conduciéndolo? —le preguntó, parándose ante el viejo
Mercedes de su abuelo.
—Me gusta.
No le dijo nada del Audi que tenía aparcado en el garaje de la casa de sus
padres en Madrid. El día que hizo las maletas para regresar a Morella, supo
que solo podía hacerlo en el Mercedes.
Le abrió la puerta y Sara se sentó de nuevo con la espalda recta y las
rodillas juntas, tensa como si estuviera a la espera de malas noticias. Javier
rodeó el vehículo para abrir la puerta del piloto, se acomodó en el asiento y
puso en marcha el motor. Al extender el brazo para soltar el freno de mano,
rozó el de Sara, codo con codo. Le pareció que ella respiraba demasiado
rápido. Dejó la mano sobre el freno, sin accionarlo, y cerró los ojos.
De repente volvían a estar ellos dos, abrazados y desnudos, con el asiento
tumbado para convertirlo en su cama improvisada, besándose hasta quedar sin
aliento. El recuerdo era tan potente que Javier podía sentir la suavidad de la
piel de Sara en las yemas de los dedos, y el sabor a helado de fresa en su

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boca. El automóvil olía a verano, a crema para el sol y brisa fresca del río, y
Sara le susurraba al oído que por favor no parara, mientras se deshacía entre
gemidos.
—¿Nos vamos?
La voz de la nueva Sara le sacó de su ensoñación. Abrió los ojos para
mirarla y sorprendió un leve rubor en sus pómulos. Ella también se acordaba.
Por supuesto que se acordaba.
La llevó de vuelta a casa de su madre, donde estaba aparcado el Golf rojo,
un vehículo potente que le hizo recordar lo buena que era Sara en los
videojuegos de carreras. Se dio cuenta entonces de que no le había preguntado
apenas nada sobre su vida. Quería saber a qué se dedicaba para poder
permitirse vivienda propia y un vehículo que no se pagaría con el sueldo de
una camarera; además estaba la ropa que llevaba, de buena confección,
elegante y discreta como correspondería a alguien en un puesto ejecutivo. Y
su melena corta, tan diferente de la añorada trenza.
—Ya hemos hablado —dijo ella, cortando en seco sus pensamientos y
abriendo la puerta para bajarse del Mercedes—. Ahora es mejor que no nos
veamos más.
Le puso una mano sobre el hombro y se inclinó para besarlo en la mejilla.
Javier se volvió sorprendido y sus rostros quedaron enfrentados, tan cerca que
sus rasgos se desdibujaban. Se asustó del deseo tan intenso que sentía de
abrazarla, de retenerla incluso contra su voluntad. Siempre había sido así con
ella, lograba sacar lo mejor y lo peor de su personalidad, pensamientos y
anhelos de los que él ni siquiera era consciente.
—Sara… —Convirtió su nombre en una súplica.
—¿De verdad crees que podemos ser amigos? —le dijo. Se bajó tan
rápido que cuando él consiguió reaccionar, ella ya se estaba subiendo al Golf.
Javier salió del Mercedes y le hizo un gesto para detenerla, pero ella ni lo
miraba. Arrancó el motor y se fue con una maniobra rápida y eficaz. Sabía
que sería una buena conductora; como todo lo que hacía, lo hacía muy bien,
incluso esquivar la conversación que tenían pendiente. Escuchó el sonido del
motor alejándose antes de darse cuenta de que lo poco que habían hablado;
después de diez años separados y del pasado común, ella lo había despachado
con cuatro palabras y un café.
Se apoyó sobre el capó, las manos en los bolsillos del pantalón chino, la
cabeza inclinada hacia el pecho. ¿En qué momento de locura había pensado
que era buena idea volver a Morella? Los recuerdos lo acosaban en cada
rincón, en cada plaza y cada jardín. Se había convertido en un penitente

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cuando ya pensaba que podía olvidar y pasar página, que no iba a vivir toda
su vida atado a un amor juvenil con un final tan doloroso que hacía imposible
pensar en segundas oportunidades.
El problema, el grave problema, era que, a pesar de todo, él nunca había
dejado de querer a Sara. No podía, del mismo modo que no podía dejar de
respirar. Solo sabía vivir con ella en su corazón.

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Septiembre de 1989

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Capítulo 31

Sara se giró en la cama cuando oyó la voz de Javi hablando con el celador en
el pasillo. Sentía todo el cuerpo dolorido por el tiempo que llevaba en la
misma postura y la tensión que mantenía sus músculos como cuerdas de
violín. Aún tenía retortijones que le recorrían el vientre como una descarga
eléctrica, recordándole que no estaba soñando, que su embarazo se había
detenido antes de que fuera del todo real. Ya nunca oiría el corazón del bebé
en la consulta programada, ni trataría de distinguir su silueta confusa en una
de esas ecografías en las que solo los médicos sabían lo que estaban viendo.
Pensaba que no le quedaban más lágrimas, pero las notó brotar de nuevo
cuando recordó que su madre hasta había comprado unos ovillos de lana muy
suave para empezar a tejer gorritos y patucos.
No podía mirar a la cara a Javi. Había perdido a su hijo y sabía que a la
larga también lo perdería a él. Siempre había sabido que no lo merecía, que
era demasiado para ella. Solo era una ilusión que terminaba mal, como todas.
Una enfermera entró para comprobar la botella del gotero que la mantenía
hidratada. Sara se limpió la cara con las manos y apretó la boca para que no
notase su respiración agitada. La mujer, con edad suficiente para ser su
madre, le ofreció una sonrisa comprensiva.
—Dentro de un ratito te van a traer el desayuno. Te sentirás mejor cuando
comas algo.
—No creo que pueda —dijo Sara, sintiendo náuseas solo de pensar en la
comida.
—Si no comes, la doctora no te dará el alta. No me digas que prefieres
estar aquí que en tu hotel, con ese marido tan guapo que tienes.

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Sin duda, la enfermera tenía buenas intenciones, pero no acertaba con las
palabras que Sara necesitaba oír en aquellos momentos. Cerró los ojos con un
suspiro, esperando que entendiera que prefería estar sola. Al poco oyó el
ruido monótono de sus zuecos alejándose. Las lágrimas volvieron sin previo
aviso, a borbotones, cuando más lloraba más necesitaba hacerlo. Entró en un
bucle de sollozos y gemidos, ahogada por su propio llanto.
—Sara…
Javi había vuelto. El colchón se hundió bajo su peso cuando se sentó para
envolverla en el abrazo que más había necesitado en su vida. No podía hablar,
no sabía ni qué decirle. Se sentía vacía, hueca por dentro, mentalmente
agotada. Dejó que la acunara y fingió de nuevo que se dormía para no tener
que mirarle a la cara.
Cuando llegaron los auxiliares con el desayuno armaron tanto revuelo que
no le quedó más remedio que abrir los ojos. La enfermera de antes había
vuelto para ponerle el termómetro.
—Ahora que coma algo —le dijo a Javi—. Despacio, a ver cómo le
sienta.
—No quiero —dijo Sara, con el estómago revuelto por el olor del café.
La enfermera se encogió de hombros y se fue, no sin antes hacerle un
gesto a Javi que parecía decir que le pasaba a él el problema.
—Vamos, tienes que comer un poco —dijo él, levantando la tapa de
plástico para descubrir la taza de café con leche, galletas, y una manzana—.
¿Quieres que te pele la manzana? Te sentará bien.
Sara aceptó, solo para que él estuviera un rato entretenido, esperando
alargar eternamente el momento en el que tendrían que hablar y enfrentarse a
lo que estaba pasando. Tomó el primer trozo de fruta que le ofreció y lo
mordisqueó con desgana, el sabor fresco, un poco ácido, al menos consiguió
aliviarle las náuseas.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó por fin, tras comer media
manzana, sintiendo que recuperaba en parte las fuerzas.
—Por ahí —dijo él, sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Me desperté y no estabas… —Rechazó con un inesperado manotazo el
último trozo de fruta y escondió la cara entre las manos—. Me sentía tan mal,
no sabía qué estaba pasando y no había nadie.
—Lo siento. —Javi se acercó para sentarse en el borde de la cama y le
agarró las manos—. Lo siento tanto, Sara… No tenías que haber pasado por
todo esto tu sola. Por favor, perdóname. Es todo culpa mía.

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—No estabas —repitió ella, inmune a sus disculpas—. No estabas, y te
necesitaba tanto…
—Lo sé, lo siento. Por favor, por favor, dime que me perdonas. Si hubiera
sabido lo que iba a pasar… Nunca te hubiera dejado sola.
Sara retiró las manos para soltarse, se encogió sobre la cama y se tapó con
la ropa hasta las orejas.
—Déjame. Quiero dormir.
—Estaré aquí, no me voy a ir a ningún sitio. —Javi se inclinó para besarla
en la mejilla y alisarle el pelo alborotado—. Estaré aquí todo el tiempo, te lo
prometo.
Quiso decirle que se fuera, que no lo quería allí, que lo odiaba por haberla
abandonado en el peor trance de su vida, pero no lo hizo porque no era cierto,
y porque no tenía a nadie más para consolarla. Sentía que algo en su interior
se había muerto con su bebé, temía que fueran sus sentimientos por Javi.
No supo cuándo se durmió para volver a despertarse al regreso de los
auxiliares, esta vez con la comida. La enfermera volvió a insistir en que debía
comer si quería recuperar las fuerzas y recibir el alta. Sara miró con disgusto
el pollo hervido tan descolorido que parecía una fotografía en blanco y negro.
—Empieza por la sopa —le dijo Javi, con una paciencia que le resultaba
desconocida.
Le hizo caso y consiguió tomarse la mitad del tazón, con más agua que
fideos. Lo acompañó con un trozo de pan y rechazó el resto del contenido de
la bandeja.
—No quiero nada más —se negó, cuando Javi insistió en que probara el
pollo.
—¿Y la gelatina?
—Nunca he comido gelatina —dijo ella, mirando el platillo que contenía
lo que parecía una gominola gigante—. ¿A qué sabe?
—Parece de fresa. Es como comer flan, te gustará.
Aceptó por no discutir más, comió unas cuantas cucharadas casi
disfrutando del sabor suave del postre, aunque se cansó a la mitad. Le pidió a
Javi que se llevara la bandeja y volvió a sumergirse entre las sábanas,
buscando de nuevo el sueño, el único momento en el que el dolor se calmaba
un poco.
La escena se volvió a repetir más o menos a la hora de la cena. Javi le dijo
que había hablado con la doctora y que al día siguiente le daría el alta. Sara lo
aceptó sin más. Había llegado a un punto en el que parecía que ya no sentía
nada más allá de las molestias físicas, tantas emociones la habían agotado.

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Creyó que estaba soñando de nuevo cuando vio entrar a su suegro en la
habitación. Javi se levantó y corrió a abrazar a su padre, que lo estrechó
contra su pecho.
—Tranquilo —le decía, mientras Javi temblaba entre sus brazos—.
Tranquilo. Ya estoy aquí, no te preocupes más por nada.
Adolfo Miralles se acercó a la cama y tomó la mano de Sara,
estrechándola entre las suyas grandes y cálidas.
—¿Cómo estás, Sara?
Ella cerró los ojos y aún así las lágrimas brotaron entre sus párpados.
Adolfo la abrazó, como antes había hecho con su hijo, y le aseguró que todo
iba a salir bien.
Mucho rato después, mientras Sara volvía a fingir que dormía, padre e
hijo hablaban en voz baja mirando por la ventana el cielo estrellado sobre la
isla. Adolfo repetía las palabras de la doctora sobre el alto porcentaje de
embarazos que se interrumpían en las primeras semanas, algo muy conocido
entre los profesionales de la medicina, aunque no fuera precisamente un tema
de tertulia entre las mujeres que lo habían sufrido.
—La doctora Delgado me ha dicho que Sara está perfectamente, no hay
ninguna duda de que se va a recuperar sin problemas, no tienes que
preocuparte por ella, tenéis que haceros a la idea de que en cierto modo ha
sido lo mejor. Cuando un embarazo se interrumpe espontáneamente es muy
posible que se deba a problemas genéticos en el feto que lo harían inviable.
La naturaleza es sabia.
—No le digas eso a Sara, no creo que le consuele —dijo Javi, con las
manos metidas en los bolsillos y la vista perdida en el cielo nocturno.
Sara se tapó la boca con la sábana para ahogar un gemido. No, no la
consolaba.
—Es muy joven, tiene toda una vida por delante para crecer, madurar, y
tener hijos a una edad más apropiada. Y tú también, hijo, estás a tiempo de
incorporarte a la facultad, ya no tienes por qué perder el curso.
—No hablemos de eso ahora.
—Tenemos que hablar, y tomar decisiones. Vamos a la cafetería a cenar
algo, que seguro que llevas todo el día sin comer.
Javi aceptó, pero antes de salir de la habitación se inclinó sobre Sara, que
se mantuvo con los ojos cerrados y completamente inmóvil. Le dio un beso en
la frente y le susurró que volvería en pocos minutos. Cuando los oyó salir,
Sara se giró para ponerse boca arriba y se quedó mirando el techo, tan
desconsolada que ya no podía ni llorar.

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Después de una noche de tortura en el incómodo sillón que el hospital ofrecía
para que los acompañantes durmieran con los enfermos, Javi recibió casi con
alegría la confirmación de que Sara recibiría el alta aquella misma mañana.
Ejerció lo mejor que supo el papel de enfermero, acompañándola mientras se
duchaba para asegurarse de que no se mareaba, y ayudándola a vestirse con la
ropa limpia que le había traído del hotel. Estaba arrodillado en el suelo,
atándole las sandalias, cuando ella le dijo aquellas palabras.
—Tu padre tiene razón, debes volver a tu casa en Madrid y seguir con tus
estudios.
—¿Desde cuándo los padres tienen razón en nada de lo que dicen? —
bromeó él, sin atreverse a levantar la vista de la rebelde hebilla que se le
escapaba entre los dedos.
—Siempre has querido estudiar Medicina, lo sé, me he dado cuenta de
que no es solo tradición familiar, te gusta de verdad, y seguro que vas a ser un
gran médico. —Sara tragó saliva como si necesitara desatascar las palabras de
la garganta—. Incluso aquí, en esta… situación… Veo que miras todo y
escuchas a los médicos y al personal con mucho interés.
—Solo me preocupo por ti —dijo, tratando de esquivar la cuestión.
—Y yo me preocupo por ti —contestó ella, con gesto cansado pero
decidido—. No serás feliz si renuncias a tus estudios. Tal vez ese es el
problema.
—No hay ningún problema.
—Todo ha cambiado. Lo sabes. Solo había un motivo por el que
seguíamos adelante —cerró los ojos, pasándose una mano por la frente,
desmayada.
—Nada ha cambiado. Yo te sigo queriendo. —Javi notaba las lágrimas
que lo estrangulaban y hacían que su voz sonara ahogada—. Te voy a querer
siempre, Sara.
—Y yo te quiero a ti, por eso quiero que sigas estudiando.
Javi terminó de abrocharle la sandalia y se puso de pie, dándole una mano
para que bajara de la cama en la que estaba sentada.
—¿Te quedarás en Madrid conmigo? —preguntó, aún sabiendo la
respuesta con antelación.
—Yo tengo que volver a Morella, con mi familia, mi madre me necesita.
—Tu madre está mucho mejor.

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—De salud tal vez, pero no está bien de ánimo, ya lo sabes. Tengo que
estar allí, no puedo dejarle su cuidado a mi padre, que tiene un trabajo muy
duro, ni a mi hermana, que es demasiado joven y tiene que ocuparse de sus
estudios.
Sara se acercó al armario y sacó la bolsa plástica en la que las enfermeras
habían metido la ropa que llevaba cuando llegó al hospital. No se atrevió a
abrirla. Decidió que la tiraría en el primer contenedor que encontrara en la
calle.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Que vivamos separados? ¿Volveremos a
vernos solo en verano? —preguntó Javi, cerrándole el paso hacia la puerta.
—No es lo que quiero, pero…
No pudo seguir. Javi la abrazó al ver cómo temblaba, negándose a aceptar
sus absurdos planes para un futuro que no podía ni imaginar. Tal vez aún
podían solucionarlo, recuperar la confianza, el amor que los había llevado a
tomar malas decisiones solo para poder estar juntos. Deseó con todas sus
fuerzas que volviera a ser aquella Sara, la que se había pasado tres años
enamorada platónicamente de él, la que lo miraba con tanto amor que no
podía menos que corresponderlo.
—Tengo un taxi esperando —dijo su padre, parado en la puerta.
Mientras caminaban por los largos pasillos blancos, Adolfo le fue
contando que había llamado a los padres de Sara y les había contado todo lo
ocurrido; por supuesto, estaban muy preocupados por ella, y esperaban con
ansia su regreso.
—He cambiado vuestros billetes —les anunció cuando ya estaban
sentados en el taxi—, vamos al aeropuerto directos.
—Pero… —Sara miró a Javi, que no estaba tan sorprendido como ella; su
padre le había hablado de adelantar el regreso la noche anterior—. ¿Y
nuestras maletas? —fue lo único que se le ocurrió preguntar.
—El personal del hotel se ha encargado de recoger todas vuestras cosas y
nos las llevarán al aeropuerto —dijo Adolfo, acostumbrado a tener personas
que hicieran por él hasta cualquier tarea básica—. No tenéis que preocuparos
de nada.
Javi sabía que había algo más, precisamente porque su padre insistía en
que no se preocuparan, pero esperó hasta estar en la terminal de salidas para
explicarles cómo iban a viajar.
—Solo había dos billetes en el vuelo a Madrid, así que he comprado para
ti, Sara, un billete para Valencia que sale media hora antes que el nuestro. En
el aeropuerto de Manises estará tu padre esperándote.

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—Pues tendrás que cambiar mi billete, porque yo también me voy a
Valencia.
—Javier…
—Sara no se va a ir sola.
—Está perfectamente, el vuelo es corto y el billete de primera clase.
Hablaré con el personal de cabina para que estén pendientes de lo que
necesite.
No podía creer que su padre le estuviera haciendo aquello. Había tomado
las decisiones por ellos, sin consultarles, dando por hecho que podía obligarle
a volver a casa. Solo. Sin Sara.
—Está bien así —dijo Sara, agarrando la maleta que un empleado del
hotel les había entregado al llegar al aeropuerto—. Gracias por avisar a mi
padre, don Adolfo.
—No, no está bien, nada está bien —Javi intentó quitarle la maleta, pero
desistió cuando ella lo miró a los ojos, con aquel gesto cansado que apagaba
la radiante belleza que lo había enamorado—. No quiero que te vayas, no voy
a dejar que nos separen.
Ya que no podía agarrar la maleta, la tomó a ella por el brazo y la llevó
hacia una esquina donde una columna les daba algo de intimidad.
—Se acabó, Javi —dijo ella, manteniendo la maleta como una barrera
entre los dos—. Tenemos que aceptar que nos equivocamos, que todos tenían
razón cuando decían que somos demasiado jóvenes.
—Pero yo te quiero —insistía él, sin encontrar otro argumento para
convencerla de que debían darse otra oportunidad.
—Ya sé que me quieres —le dijo Sara, poniéndole una mano sobre la
cara. La tenía helada, como si todo el calor de la isla fuera incapaz de templar
el frío de su interior—. Y también quieres a tu familia, a tus amigos, tu hogar
en Madrid y tu carrera. No puedes dejarlo todo por mí, no es justo y hace que
me sienta como una egoísta.
—No puedo separarme de ti —aún insistió, sin aliento—. Quiero irme
contigo, quedarme contigo en Morella para siempre.
—Ahora no puede ser. Tienes que cumplir con tus sueños, terminar tu
carrera, viajar, aprender a ser el gran profesional que llevas en tu interior. Tal
vez algún día, más adelante.
—No digas eso —Javi notaba que le temblaba el labio inferior, pero se
obligó a seguir hablando—. No digas eso, por favor.
—Algún día —insistió ella, más fuerte que él y más decidida—, quizá…
—Volveré a Morella. Volveré para quedarme. Lo haré por ti.

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—No, eso no. —Sara dejó caer la maleta al suelo y se colgó de su cuello.
Le dio un larguísimo abrazo hasta que la respiración de ambos se fue
calmando. Entonces se separó y lo obligó a mirarla a los ojos—. Si te quedas
en Morella…, que sea por ti, porque de verdad lo deseas, no solo porque te
sientas obligado o tengas lástima de mí.
—No digas eso, Sara.
Una voz monótona anunció por megafonía que el vuelo a Valencia estaba
a punto de cerrar la puerta de embarque. Javi vio por el rabillo del ojo que su
padre los miraba impaciente.
—Ahora tenemos que despedirnos —dijo ella, recogiendo su maleta—.
Adiós, Javi.
Tenía que decir algo más, encontrar el argumento que la obligara a
quedarse a su lado.
Escuchó sus pasos como si el aeropuerto entero guardara silencio para que
sus oídos captaran aquel único sonido, el de las suelas de sus sandalias sobre
las baldosas alejándose poco a poco, sus pasos dubitativos al principio, más
seguros según avanzaba, hasta alcanzar un ritmo casi de carrera.
La odiaba. En aquel momento sintió que la odiaba con todo su corazón, el
mismo que la había amado tanto como para renunciar por ella a toda su vida.
La odiaba por no quererlo del mismo modo, por no luchar por su amor.
La odiaba porque era lo único que podía hacer para no correr de nuevo
detrás de ella y arrojarse a sus pies para suplicarle que no se rindiera aún, que
le diera otra oportunidad para hacerse perdonar. Porque toda la culpa era
suya, de su familia, de sus circunstancias, de una vida que desde fuera podía
parecer perfecta pero que lo alejaba de la única persona que podía amar.
—Vamos, Javier —dijo su padre—, aún podemos tomar un café antes de
que salga nuestro vuelo.
—No quiero nada —dijo, con un respingo, como si la sola idea de hacer
algo cotidiano como tomar café fuera un insulto para su dolor.
—Trata de calmarte y no te vayas a echar a llorar. Los hombres no lloran.
—Pues, entonces, yo no soy un hombre —contestó, con tanta rabia que
algunos pasajeros que pasaban por su lado se volvieron a mirarlos.
—Respira hondo y tranquilízate —aconsejo Adolfo, con la serenidad de
un profesional que ha dado muchas malas noticias en su vida—. Piensa en el
futuro. Pronto volverás a tu rutina, a tus clases y a quedar con tus amigos. Eso
es lo que querías en el fondo, ¿no?
Sara le había dicho lo mismo.

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Cuando su padre le puso una mano sobre el hombro, ni siquiera tuvo
fuerzas para rechazarlo.
—Vamos, hijo, vamos.
La palmada en el hombro se convirtió en un abrazo que no sirvió para
frenar las lágrimas, todo lo contrario.
Podía enfadarse con su padre, gritarle, acusarlo de tener buena parte de la
culpa de que Sara lo hubiera abandonado. No lo hizo porque en el fondo
reconocía que toda la culpa había sido suya. Sabía lo que le dirían la familia,
los amigos, todo los que le querían bien: que era muy joven, que tenía toda
una vida por delante, que olvidaría… Una vida por delante… sin Sara.

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Navidad de 1999

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Capítulo 32

Yolanda aparcó su viejo Peugeot 205, comprado de segunda mano, casi en la


puerta de casa y se bajó con un suspiro. El aire frío de la montaña cortaba el
aliento. Se frotó las manos para entrar en calor, pensando en fumar un pitillo
antes de entrar. No llegó a sacar la cajetilla del bolso, sabía que su madre le
olería el aliento y se disgustaría. Volvió a respirar hondo; le encantaban los
aromas de Morella en invierno, a chimeneas encendidas y viento del norte que
anunciaba nieve cercana. En Tarrasa el clima era más suave, apenas
necesitaba guantes ni gorros de lana, pero ella era una hija de Els Ports,
acostumbrada a aquel clima que adoraba.
—Feliz Navidad —gritó al entrar por la puerta, arrastrando la pesada
maleta que había cargado con regalos y todo lo que necesitaría para diez días
de vacaciones, boda incluida.
—Por fin llegas —dijo su madre, asomándose desde la cocina.
—Lo más rápido que he podido, salí en cuanto terminamos el programa
en la radio —dijo, acercándose para darle un abrazo. La notó tan delgada y
frágil entre sus brazos que le pareció que se iba a quebrar como un puñado de
ramas secas—. ¿Y Sara?
—Aquí estoy —dijo su hermana, entrando desde el salón—. ¿Cómo está
la estrella de Radio Club 25?
—Cansada de la carretera y los conductores estresados.
Tras darle dos besos, Sara se quedó mirándola tan emocionada que
Yolanda se preguntó si tendría mal aspecto tras varias horas de trabajo y otras
tantas de viaje por carretera. Su hermana no era de las que soltaban una
lagrimita solo porque volvía a casa por Navidad, como en el anuncio aquel
del turrón.
—Qué frío hace ahí fuera —dijo, para romper el silencio.

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—¿Te extraña? No te acostumbres demasiado a vivir en Tarrasa, te
queremos de vuelta aquí —respondió Sara, con la voz más grave de lo
normal.
—Cuando haya un canal de radio que emita desde Morella para el mundo.
—Lo puedes hacer tú.
—Claro. ¿Tienes unos cuantos millones de pesetas en el banco? O mejor
de los futuros euros, que valdrán más. —Yolanda se encogió de hombros—.
¿Qué es eso que huele tan bien?
Entraron las tres en la cocina, mientras Yolanda se dedicaba a revisar lo
que estaban preparando para la cena, notaba la atenta mirada de su madre y su
hermana, que comentaban su ropa nueva y hasta su corte de pelo. Las dos
estaban raras, más cariñosas de lo habitual, lo que hacía que Yolanda se
preguntara si estaba pasando algo que no le contaban.
—¿No tenías cita con el doctor García esta semana? —preguntó,
recordando de repente. Se dio una palmada en la frente al darse cuenta de que
se había olvidado de aquella consulta—. ¿Qué te ha dicho?
—El doctor García tuvo un accidente y nos atendió su sustituto —dijo su
madre, mirando a Sara, que, sin más, salió de la cocina.
Cuando su madre le hubo explicado quién era el sustituto de su médico y
su diagnóstico, Yolanda fue en busca de su hermana. Sara estaba revisando el
mantel bueno, el de las fiestas, todo tenía que estar perfecto para la cena del
día siguiente. Al lado de la televisión estaba el árbol de Navidad con sus
adornos de cristal heredados de los abuelos.
—No es tan grave como temíamos —le dijo, acercándose para ayudarla a
doblar las servilletas—. Si sigue todas las recomendaciones y la dieta…
—Ya sabes que mamá no es de seguir recomendaciones, hay que estar
encima de ella. Menos mal que tengo a Marisa para vigilarla.
Yolanda puso una servilleta sobre la mesa y observó cómo su hermana se
acercaba a arreglar el desastre de doblado que había hecho. Sara, la
perfeccionista.
—¿Debería volver a casa? Tú no puedes con todo, ni tienes por qué
hacerlo, es responsabilidad de las dos.
—¿Y dejar un trabajo que adoras? De eso nada, monada. —Sara se acercó
para colocarle también mejor el cuello alto de su jersey, le separó el pelo de la
cara, poniéndoselo detrás de las orejas, y jugó con sus grandes aretes dorados
—. Marisa y yo cuidamos de mamá, y tú te conviertes en la locutora de radio
musical más famosa de España, ese era el trato, ¿recuerdas?
—Sí, ya, cuando me fichen en Los 40 Principales.

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—Ya están tardando.
Sara la soltó para buscar en el cajón del mueble bar la cubertería, también
heredada de los abuelos.
—¿No me lo vas a contar? —preguntó Yolanda a su espalda.
—Ya te lo ha contado todo mamá, ¿no?
—Mamá no sabe cómo te sentiste al ver a Javi después de diez años.
Nadie sabe nunca cómo te sientes, Sara, eres un libro cerrado, como uno de
esos diarios que llevan candado.
Con manos temblorosas, Sara dejó sobre la mesa los cubiertos que estaba
escogiendo. Se pasó una mano por la frente, alisándose el pelo con un gesto
que revelaba la tensión a la que estaba sometida. No era tan impenetrable, se
dijo Yolanda, pero de algún modo tenía que obligarla a poner en palabras lo
que llevaba por dentro.
—Me quedé paralizada —dijo, escogiendo las palabras como si le
asustara no encontrar el término exacto—. Como si alguien me hubiera
desconectado los sentidos; sorda, muda, incapaz de reaccionar.
«Bruta, ciega, sordomuda», cantó Shakira en la cabeza de Yolanda.
Siempre tenía una canción para cada momento y esta era más que adecuada.
«Pienso en ti día y noche, y no sé cómo olvidarte».
—¿Y después?
Sara estaba sacando del aparador la vajilla, revisando plato a plato para
comprobar que ninguno estaba desportillado.
—Vino a buscarme al día siguiente, por la noche. Me estaba esperando
cuando salí de casa. Tomamos café.
Hablaba como si estuviera redactado un telegrama, lo que exasperaba a
Yolanda, devorada por la impaciencia de saber cada detalle de lo ocurrido.
—¿Y qué hicisteis?
—Hablar. ¿Qué íbamos a hacer?
—Hablar, hablar, Sara, tú todo lo resuelves hablando. O no, a veces solo
la lías más.
—¿Qué quieres decir?
Yolanda alcanzó los cubiertos y empezó a contarlos. Cuatro comensales,
cuatro cucharas, cuatro tenedores, cuatro cuchillos. Contar le ayudó a
serenarse.
—Que le das muchas vueltas a las cosas. Lo analizas todo como un
científico en el laboratorio, pero hay momentos que no pueden analizarse,
solo sentirse. Las personas no son como uno de tus programas informáticos.

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—Golpeó un plato con los cubiertos sin querer y se quedó mirándolo
asustada, pensando que su madre la mataría si lo llegaba a romper.
—Ojalá —dijo Sara, acercándose para comprobar también que el plato
estaba intacto—. Entiendo mejor un código binario que mis propios
sentimientos.
Se dio la vuelta para alcanzar el centro de mesa que su madre había hecho
en la clase de manualidades a la que asistía, con piñas y hojas doradas con
purpurina. Lo colocó sobre el mantel y se quedó mirándolo como si allí
estuviera la respuesta a sus preguntas.
—Ay, Sara, de verdad que me desesperas. Toda la culpa es de Loli y sus
premoniciones. Menuda pitonisa de pacotilla está hecha.
No tenía que haber dicho aquello, se dio cuenta enseguida, pero ya era
tarde para morderse la lengua, Sara la miraba intrigada.
—¿De qué hablas ahora?
—Ya sabes cómo le gustan a Loli esas historias románticas de
reencuentros y segundas oportunidades. Dijo que de una boda siempre sale
otra boda. —Yolanda vio cómo su hermana se encogía, como si la hubiera
golpeado—. No me hagas caso. Solo es Loli y sus ideas de bombero.
—Estáis fatal las dos —dijo Sara, ahora un poco enfadada—. Ha pasado
demasiado tiempo, nuestras vidas han seguido caminos separados. Ni siquiera
somos ya las mismas personas. Lo he visto con esa bata blanca y me ha
parecido un desconocido.
Yolanda se daba cuenta de que a su hermana le costaba hasta pronunciar
el nombre de Javi. Su pasado en común aún le dolía, mucho más de lo que
nunca confesaría por más que la interrogara.
—¿Y qué sentiste al reconocerlo? O cuando estabais tomando café. ¿Qué
querías hacer? —la atosigó—. Imagínate por un momento olvidar vuestro
pasado. Ser solo tú y él. Javi y Sara —se recreó en los nombres para obligarla
a reaccionar—. Sara y Javi. Como hace años.
Sara dio dos pasos atrás, apoyó las caderas en el aparador y se rodeó la
cintura con las manos.
Abrazarlo, entendió Yolanda como si su hermana lo hubiera dicho en voz
alta. Eso es lo que hubiera hecho si de verdad se dejase llevar por sus
sentimientos. Abrazarlo hasta calmar su dolor. Javi era una constante en su
vida, el fantasma que la perseguía para recordarle lo que era estar de verdad
enamorada.
—Cuatro platos —dijo, cambiando de tema para darle un respiro a su
hermana—. ¿Carmen viene a cenar?

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—Como siempre —dijo Sara.
—¿Y Javi está con ella en su casa?
Su madre entró en la sala, las miró a las dos y el servicio de mesa que
estaban revisando.
—Sí que está con ella. Hay que poner cinco platos.
—¿Lo has invitado sin decirme nada? —preguntó Sara.
—No me he dado cuenta hasta que lo ha dicho Yolanda, pero claro que
tenemos que invitarlo.
—Mamá…
Isabel caminó con su paso cansado hasta el árbol de Navidad, cargado de
adornos, y se agachó para conectar las luces.
—¿Llamo a Carmen para decírselo? —preguntó Yolanda, acercándose a
la mesita del teléfono.
Sara resopló, levantando las manos como si fuera un delincuente
entregándose a la policía.
—No puedo con las dos —dijo, y se dio la vuelta para salir hacia el
vestíbulo—. No la llames, ya voy yo hasta su casa.
—¿Ahora? Pero si ya está muy oscuro y hace un frío que pela…
—Necesito airearme.
Yolanda miró la espalda de su hermana alejándose y cruzó los dedos.
Ojalá al final su pitonisa de andar por casa acertara. Su hermana se merecía
ser feliz.
—¿Y él? ¿Qué hizo él al verla? —preguntó a su madre.
—Se quedó tan paralizado como ella. Yo no lo reconocí al entrar en la
consulta, está distinto, los años no pasan en balde… —Isabel se sentó y
suspiró—. Pero cuando la vio, supe quién era por sus ojos. ¿Te acuerdas de
cómo la miraba?
Yolanda se sentó al lado de su madre y asintió. Claro que se acordaba.
Como si no hubiera para él nada más en el mundo.
—Me estoy acordando ahora de una canción…
—Ya estabas tardando —bromeó su madre. Sonrió mientras Yolanda
tarareaba el último éxito de Eros Ramazzotti: «Nada, nada sin ti…».

Sara salió a la calle mientras se ponía el abrigo, sin detenerse a pensar dos
veces lo que iba a hacer; porque, entonces, no lo haría. Eran poco más de las
seis de la tarde, pero ya estaba oscuro como si fuera de madrugada y el frío

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cubría las calles de escarcha. Se subió el cuello del abrigo y metió las manos
en los bolsillos, arrepintiéndose al momento de no haberse puesto bufanda ni
guantes. Podía ir en automóvil hasta la casa de Carmen, pero le apetecía más
la caminata de diez minutos; quizá le sirviera no solo para entrar en calor,
sino también para ordenar sus caóticas ideas.
Cuando llamó a la puerta de la antigua casa familiar de los Miralles
temblaba de arriba abajo, y no solo por el frío.
Javier abrió la puerta. No se lo esperaba y no pudo mirarlo a la cara. Era
como mirar el sol en una mañana de verano. Bajó la vista y se concentró en
sus zapatos, poco a poco subió por su pantalón chino y el suéter de lana que
dibujaba copos de nieve sobre fondo azul, adivinando en el tejido artesanal la
mano de su tía.
—¿Vas a entrar o prefieres quedarte ahí tiritando? —le preguntó, con
cierto buen humor inesperado.
—¿Está tu tía?
—Ha subido a buscar algo a su habitación.
Sara sentía los tacones de las botas clavados al suelo. Sacó las manos de
los bolsillos para destensar los hombros y vio que empezaban a ponérsele
moradas. Se las llevó a la boca para soplarles aire caliente y, cuando volvió a
bajarlas, Javier las atrapó, tirando de ella hacia el interior de la casa.
Se quedaron allí parados, en el vestíbulo, con las manos entrelazadas. Sara
había cerrado los ojos. No podía mirar a su alrededor. No había vuelto a esa
casa desde su separación. De repente se abalanzaban sobre ella demasiados
recuerdos, buenos y malos mezclados, bombardeándola como si fueran el
tráiler demasiado largo de una película.
—Sara…
Javier le soltó las manos para agarrarla por los hombros y Sara dio un
salto hacia atrás.
—¿Qué haces?
—Estás helada, necesitas entrar en calor.
Él volvió a acercarse, no para abrazarla, como temía, solo para frotarle las
manos y la espalda. Sara se dejó hacer, sintiéndose como un gato al que
acarician el lomo, relajándose poco a poco hasta apoyarse en su pecho. Eso
era lo que quería hacer, pensó, recordando la pregunta de su hermana.
Quedarse así, entre sus brazos, de vuelta al lugar que nunca había dejado de
añorar.
—¿Mejor? —le preguntó Javier, y su aliento cálido le rozó la oreja.

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Sara asintió y él apoyó la cara sobre su mejilla. Tuvo que contener un
suspiro al sentir su piel cálida, un poco áspera en la sombra de la barba.
Oyó los pasos que bajaban las escaleras y se iban acercando. Sabía que
debía moverse, deshacer el inesperado abrazo, hablar con Carmen… A eso
había venido, a hablar con Carmen, la cena, Nochebuena… Pero estaba en
medio del mejor sueño que había tenido en años y no quería despertar.
—¿Sara? —Oyó la voz de la tía de Javier allá a lo lejos.
—Ha venido caminando y está helada —explicó él.
—¿Por qué no os acercáis a la chimenea?
—Ahora vamos.
Los pasos de Carmen volvieron a alejarse y Sara se obligó a abrir los ojos
y separarse unos centímetros de Javier.
—Qué pensará tu tía… —murmuró avergonzada.
—No te preocupes, no te va a juzgar solo porque… Porque hayas salido
sin guantes una noche de diciembre.
Ahí estaba de nuevo ese sorpresivo buen humor. Sara se preguntó si su
incapacidad para reaccionar cuando estaban juntos era lo que tanto le divertía.
—Y sin bufanda —dijo. Sus labios se curvaron hacia arriba como si
tuvieran voluntad propia.
El rostro de Javier se iluminó al ver su sonrisa. Sara miró su boca con una
necesidad repentina tan intensa que empezó a tiritar de nuevo.
—Ven, vamos al salón.
La agarró por la cintura y la llevó hasta la gran estancia con sus muebles
antiguos y pesados y sus tapetes de ganchillo. Se acercaron a la chimenea
encendida hasta notar que el calor del fuego los envolvía. Desde la cocina les
llegaba el sonido de Carmen trasteando con platos y tazas y, al rato, el olor de
café recién hecho. Ninguno de los dos se movió ni dijo nada, parados ante el
hogar, con el brazo de Javier aún rodeándole la cintura, como si ese fuera su
lugar natural para descansar.
—Traigo café y bizcocho de almendra —anunció la tía.
—Espera que te ayudo —se ofreció Javier. Soltó a Sara para tomar la gran
bandeja que llevaba.
Sara se apoyó una mano en la cintura, donde un segundo antes estaba la
de Javier, atrapando el calor que le había dejado.
—¿Te ha contado Sara lo de su empresa de informática? —estaba
diciendo Carmen a su sobrino, mientras servía café en las tazas de porcelana
—. Empezó ella sola y ahora tiene varios empleados. Da clases a los niños de

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Morella y también llevan el servicio técnico de muchos negocios. Nadie sabe
más que ella de ordenadores, mira qué profesión más curiosa para una mujer.
Carmen le ofreció sitio en el sofá a Sara y ella no tuvo más remedio que
sentarse. Quería mucho a la tía de Javier, pero en ese momento parecía una
madre demasiado orgullosa de su hija, a quien avergüenza contando sus
méritos en público.
—No me ha contado nada, aún no hemos tenido tiempo de hablar con
calma —dijo Javier. Se atrevió a sonreír como respuesta al gesto hostil de
Sara—. Pero no me extraña, recuerdo lo bien que se le daban los videojuegos
y que no había máquina que se le resistiera.
Sara sopló su taza para enfriar el café y beberlo de dos sorbos rápidos.
Tenía que salir de esa casa cuanto antes. No quería hablar «con calma», la paz
interior que había conquistado con esfuerzo y trabajo en diez años se
desmoronaba ante la mera presencia de Javier.
—Ahora debes de tener mucho trabajo con eso del efecto 2000 del que
siempre están hablando en las noticias —comentó Carmen, cortando más
bizcocho que Sara rechazó con amabilidad—. ¿Es verdad que van a dejar de
funcionar todos los aparatos?
—No va a ser tan grave —se esforzó por contestar, recuperando la voz
perdida—. Los mejores informáticos del mundo llevan meses trabajando para
solucionar el problema.
—Si Sara lo dice, no tienes que preocuparte, tía, puedes seguir grabando
tus películas en el vídeo —dijo Javier, señalando el viejo VHS que había bajo
el televisor.
—Es que las que ponen por la noche acaban muy tarde, y yo me quedo
dormida con tantos anuncios.
—Y así las ves al día siguiente, a la hora que quieres, y sin anuncios —
dijo Javier, tomando el plato que su tía le ofrecía y guiñándole un ojo a Sara.
No podía soportar aquello ni un minuto más. Por un lado sentía que su
cuerpo traidor comenzaba a relajarse y sentirse cómodo, por otro se le
formaba una congoja en lo alto del pecho que la dejaba sin aliento.
—Tengo que volver para ayudar a mi madre con la cena… Ya ha llegado
Yolanda… —dijo, titubeante, dejando la taza sin mirar siquiera el apetitoso
bizcocho—. Nos vemos mañana, a la hora de siempre —le dijo a Carmen,
luego se volvió hacia Javier—. Os esperamos a los dos.
Se levantó casi de un salto y huyó hacia el vestíbulo. Javier la siguió con
su paso largo y se la quedó mirando mientras ella se cerraba el abrigo.

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—No vas a poder huir siempre —le dijo, sin enfado ni amenaza, solo
enunciando una certeza.
—No huyo. Vamos a pasar la Nochebuena juntos.
—Rodeados de familia.
—Es lo mejor. No debemos estar a solas.
Era una confesión que tal vez él no comprendería. Contra todo pronóstico,
él seguía teniendo el poder de derribar todas sus defensas con una sola
mirada.
—Espera —le dijo, alcanzando unos guantes que había sobre el mueble
del vestíbulo.
Sara dejó que se los pusiera. Le quedaban grandes, así que adivinó que
eran suyos, no de su tía. Cerró los dedos para que el tacto suave y cálido del
cuero acariciara su piel. Javier le subió el cuello del abrigo y se lo cerró sobre
la garganta.
—Tengo… Tengo que irme.
—Nos vemos mañana.
—Sí…
Se volvió hacia el pasillo, confundida, y luego se dio la vuelta una vez
más para abrir la puerta de la calle. Ese era el efecto que le causaba. En ese
momento no recordaba ni su nombre. Ni por qué alguna vez llegó a creer que
podía olvidar al amor de su vida.
Se alejó sin más palabras, sin volver la vista atrás.

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Capítulo 33

La mañana del sábado, Sara y su hermana acompañaron a la novia a la


peluquería. Tras decidir los últimos detalles sobre el peinado y el maquillaje
para la boda, salieron las tres, tiritando por el contraste entre el local
recalentado por los secadores y el frío del exterior.
Yolanda propuso tomar un café y caminaron por las calles estrechas hasta
Blasco de Alagón. Loli les iba contando que Carlos y sus padres cenaban esa
Nochebuena en su casa.
—Mi madre lleva una semana preparando la vajilla, la cubertería, el
mantel… Nada menos que el señor juez y su esposa, y el yerno abogado,
cenando en su casa. Se lo ha contado a todo el vecindario. —Se llevó una
mano al centro del pecho y respiró hondo—. He necesitado horas de
meditación para compensar tanto estrés.
—Y solo falta una semana para la boda —añadió Yolanda.
—Eso, tú mete el dedo en la llaga. Os juro que si existiera en España algo
parecido a Las Vegas, que vas y te casas en el día sin nada de papeleo ni
familiares de por medio, no me lo pensaba dos veces.
—Podrías ir vestida de Marilyn Monroe —se burló Sara.
—Y Carlos de Elvis Presley.
En cuanto Yolanda nombró al novio, este apareció por la puerta como si
lo hubieran invocado. Venía acompañado de Javier.
—¿Hay sitio para dos más? —preguntó. Entre todos se organizaron para
acomodarse alrededor de la pequeña mesa, de forma que Javier se encontró
sentado al lado de Sara, sus rodillas tocándose en el escaso espacio.
Loli miraba a Sara, que parecía muy concentrada en observar el fondo de
su taza mientras los dos primos saludaban a su hermana.

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—No te había reconocido —le decía Javier a Yolanda—. Me han dicho
que ahora eres una estrella de la radio. ¿Sigues escuchando música en tu
walkman?
—Hace años que me cambié al discman —contestó ella, mirando de reojo
a su hermana—. Estoy esperando a que inventen algún aparato más pequeño y
con mejor sonido para llevar la música encima.
—¡Tenemos que brindar por este reencuentro! —dijo Carlos.
Loli se sintió tentada de patear a su novio por debajo de la mesa.
—¿Con cava? —preguntó Yolanda, con un entusiasmo un tanto
exagerado.
—Con algo más morellano y navideño. ¡Con ponche!
—Ay, no, qué asco —dijo Loli, fingiendo una arcada. Javier la miró
intrigado—. Demasiado ponche en mi pasado —añadió ella, con un
escalofrío.
Al final pidieron una ronda de cervezas y todos levantaron los vasos para
brindar, sin saber muy bien por qué, hasta que Loli tuvo una repentina
inspiración.
—Es Navidad, y también se acaba el año, y el siglo —dijo, poniendo su
voz de pitonisa—. Un buen momento para hacer examen de conciencia,
reconocer los errores, perdonarse y perdonar, y prometer ser mejores para el
año que comienza. Feliz Navidad, salud y suerte para el año 2000.
—¡Feliz Navidad, salud y suerte para el año 2000! —repitieron los cuatro
a coro.
—Hasta el fondo —añadió Carlos. Todos bebieron.
Aprovechando el alboroto, Loli guiñó un ojo a Yolanda antes de volverse
a hablarle a su novio.
—Tú y yo tenemos recados urgentes que hacer.
—Sí —dijo Yolanda, poniéndose en pie—. Y yo también, casi me olvido.
No tardaron ni cinco minutos en pagar las bebidas y marcharse los tres,
insistiendo en que Sara y Javier se quedaran y tomaran otra sin prisa.
—Eso no ha sido muy sutil —dijo Carlos, cuando se alejaron unos metros
de la cafetería.
—Se han dado cuenta —aseguró Yolanda.
—No importa, el caso es que ahora están ahí, solos, y no les queda otro
remedio que hablar.
—Mi hermana me va a matar. —Yolanda se encogió de hombros mientras
se ponía unas manoplas de color rosa—. Tengo que decir que Javi está más
guapo que nunca, estos años le han sentado bien.

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—Y Sara también está guapísima, aunque se haya cortado la melena.
—Sí, venga, los dos son muy guapos —dijo Carlos, desconfiando de los
planes de las dos intrigantes—. ¿Creéis que eso es suficiente para que vuelvan
a enamorarse?
—Creo que es un buen comienzo —dijo Loli.
—Yo también lo creo.
Carlos levantó las manos con las palmas hacia arriba y resopló con una
sonrisa.
—Si las dos lo creéis, no voy a ser yo el único escéptico. Por si acaso,
cruzo los dedos.
Los tres levantaron la mano derecha con los dedos cruzados, como
mosqueteros haciendo un juramento, y luego se alejaron por las calles de
Morella, cada uno a sus «urgentes» ocupaciones.

En el interior del café Javi observaba el resto de espuma en el fondo de su


vaso de cerveza, esperando el momento en el que Sara se levantaría y se
marcharía, negándose de nuevo a estar con él un minuto más de lo
estrictamente necesario. Dolía ese rechazo, y más después del inesperado
abrazo que le había permitido la noche anterior, cuando llegó a casa de su tía
aterida de frío.
Sara le había dicho que Morella nunca había sido su hogar, no entendía
que su único hogar estaba entre sus brazos.
—Tienen buenas intenciones —dijo Sara, mirando hacia la puerta por la
que acababan de salir sus amigos y su hermana con el evidente propósito de
obligarlos a pasar el rato juntos.
—¿Te molesta? —preguntó Javi, conteniendo el aliento hasta que ella
negó con la cabeza.
—Lo hacen porque nos quieren. No saben… Nadie sabe… Bueno, mi
psicóloga lo sabe todo, al menos mi parte.
—¿Psicóloga?
Javier se inclinó sobre la mesa y estiró una mano, pero Sara una vez más
retiró la suya, que jugaba con el servilletero, y la escondió en su regazo.
—Sí. Hubo un momento, en Castellón, que me di cuenta de que no podía
seguir adelante sola.
—¿Qué hacías en Castellón? —preguntó, sintiéndose cada vez un poco
más miserable por todo el tiempo que había pasado alejado de ella, sin

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preguntar siquiera cómo estaba.
—Me fui a vivir con mi abuela y a estudiar Informática. Mi madre estaba
mucho mejor y se dio cuenta de que necesitaba alejarme de Morella. Aquí
todos nos conocemos y me agobiaban las miradas de lástima y los
comentarios a mi espalda. —Levantó una mano para separarse el pelo de la
cara y sujetarlo detrás de las orejas. Los mechones cortos se volvieron a soltar
enseguida, acariciándole las mejillas, provocándole a Javier un hormigueo en
las yemas de los dedos—. Por un tiempo todo fue bien, me gustaba lo que
estudiaba y la abuela me consentía como nunca, pero un día se me vino todo
encima: la presión de los exámenes, la añoranza de mi hogar, todo lo que nos
había ocurrido… —Se detuvo a tomar aliento, inspirando por la boca bajo la
mirada atenta de Javier, que solo podía respirar cuando ella lo hacía—. Me
derrumbé, pasé una semana llorando, encerrada en mi habitación, sin querer
hablar con nadie. Mi abuela habló con una conocida que tenía una hija
psicóloga, María… Creo que le debo la vida.
Javier arrastró su silla para acercarse más a ella y le agarró las manos
sobre el regazo. Sara no se resistió, solo se quedó mirando sus dedos
entrelazados, tan serena como si no acabara de contarle que se quería morir
por todo el daño que él le había hecho.
—Comprendo que nunca puedas perdonarme, ni yo mismo puedo hacerlo.
—Tú no tienes toda la culpa de lo que pasó —dijo ella, y le apretó un
poco la mano entre las suyas.
—Me comporté como lo que era, un niñato irresponsable que no sabía lo
que quería y un cobarde dejando que mi padre decidiera por nosotros.
—Yo también estaba allí, ¿recuerdas? Tenía que haber luchado,
protestado… Tenía que haberte dicho que tú eras lo más importante para mí y
que podía soportarlo todo, la pérdida, el dolor, mientras estuvieras a mi lado.
Ahora que por fin comenzaba a saber cómo se había sentido Sara, lo que
había sufrido por su culpa, Javier se daba cuenta de lo equivocado que estaba
al pensar que había superado su triste historia, que podía mirar atrás con
serenidad, aprendiendo de sus errores, perdonando incluso al joven confuso
que los había cometido.
—Nunca contestaste a mis cartas.
—Ni siquiera las abrí —dijo ella. Se soltó de sus manos, volviendo a
levantar el muro por el que Javier creía que comenzaba a asomarse.
—¿Por qué?
Sara respiró hondo, como si necesitara un aporte extraordinario de aire
para formar palabras.

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—No me escribiste hasta después de firmar los papeles de la separación.
—Por eso te escribí, para saber por qué lo habías hecho.
—Porque tú los firmaste primero.
—No es cierto —Javier negó con la cabeza y vio en sus ojos la sorpresa
—. Me negué a hacerlo hasta que me enseñaron tu firma.
—Tu abogado dijo que ya estaba todo hecho, que solo faltaba que firmara
yo…
Javier cerró los ojos para respirar hondo. Los habían engañado, a ambos.
—A veces odio a mi padre —dijo. Volvió a sentirse como aquel
adolescente que trataba de librarse del yugo paterno—. Lo siento, Sara, lo
siento mucho, es todo culpa mía, culpa de mi familia. Ni siquiera debería
haber venido a Morella. Pensaba que podíamos ser amigos, pero entiendo que
me odies.
Ella dio un respingo, enderezándose en su silla como si la hubieran
pinchado.
—¿Odiarte? ¿Odiarte yo a ti? —Movió la cabeza a los lados, incrédula—.
Si me conocieras mejor sabrías que soy incapaz de odiar a nadie, ni siquiera
sé lo que es el rencor. Y a ti, precisamente a ti, ¿cómo podría odiarte?
No entendía sus palabras. La escuchaba hablar pero aquello no tenía
sentido, estaba tan seguro de que lo culpaba por todo lo ocurrido, de que lo
odiaba hasta el fondo de su alma, que por eso no había conseguido reunir el
valor para volver a verla en diez años.
—Entonces, ¿qué sientes cuando me ves? ¿Enfado? ¿Indiferencia?
—Tristeza —dijo Sara, con una sombra apagando el brillo de su mirada
—. Una tristeza enorme por todo lo que pudimos ser juntos.
Cuando ella se levantó para marcharse, Javier buscó un billete en su
bolsillo y lo dejó sobre la mesa. No esperó el cambio, salió tras ella y la
alcanzó en la acera de enfrente.
—Déjame acompañarte hasta tu casa —le pidió, poniéndose delante para
impedir que se alejara—. Hablemos un poco más.
—No sirve de nada, ya lo ves —dijo ella, no tan serena como se esforzaba
por aparentar—. Solo para reabrir viejas heridas.
—Sí que sirve. Las heridas se infectan si se cierran sin curarse.
La estaba convenciendo, lo notaba en su postura un poco menos rígida, en
su gesto cansado pero receptivo. Javier la sujetó por el antebrazo para dejar
paso en la estrechez de la acera porticada a una mujer y un niño que le llegaba
casi por el hombro a su madre.
—Hola, Sara —dijo el niño, con voz alegre.

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—Hola, Iván. Hola, Rebeca. Feliz Navidad.
Javier reconoció entonces a la mujer rubia, tan guapa como siempre. Ella
lo estaba mirando con descaro, con aquella vieja confianza en sus encantos
que le obligaba a recordar sus escarceos anteriores a su relación con Sara.
—Cuánto tiempo, Javi. Ya me han dicho que tienes alborotado el centro
de salud con tu llegada. No estamos acostumbradas a un médico tan… joven.
Rebeca se acercó para darle dos besos. No le quedó otro remedio que
aceptarlos.
—¿Sabes que me va a traer Papá Noel? —le estaba contando el niño a
Sara—. Una Game Boy Color. Y un juego de Pokemon.
—Qué suerte —dijo Sara, acariciándole el ondulado pelo rizado, que
parecía un nido de pájaro—. Ya me dejarás probarla.
—Puedes pedirle una a Papá Noel, seguro que también te la trae, porque
eres la profe más buena.
Sara rio y Rebeca puso los ojos en blanco, inclinándose para hablarle a
Javi casi al oído.
—Está loco por ella y encima le enseña informática, que es lo que más le
gusta del mundo junto con los videojuegos.
Javier se movió para dejar paso a otros transeúntes, logrando también
mantener la distancia de Rebeca, que lo agobiaba un poco con las confianzas
que se tomaba. El pequeño seguía hablando con Sara de videojuegos y
escuchaba sus respuestas como si fuera un oráculo.
—¿Es tu hijo? —preguntó, recordando en ese momento que Rebeca
estaba embarazada la última vez que se habían visto.
—Sí, claro. ¿No ves que ha heredado la belleza materna? —Rebeca soltó
una carcajada coqueta antes de agarrar al niño de la mano—. Vamos, Iván,
que nos están esperando los abuelos.
—¿Este es tu novio? —preguntó el niño, mirando a Javier con
desconfianza.
—Es… un amigo —respondió Sara.
—No lo conozco.
Javier levantó una mano a la altura del niño, que la miró un rato antes de
chocar la suya.
—Me llamo Javier y soy el médico nuevo del centro de salud.
—Mi pediatra es Rosa —dijo Iván, un poco alterado.
—Claro, y va a seguir siéndolo —aclaró Javier, para tranquilizar al
pequeño—. Yo soy el médico de los mayores.

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—Ah, de acuerdo —contestó el niño, dejando claro que no le importaba
nada lo que les pasara a los mayores mientras él siguiera teniendo a su
pediatra de siempre.
—Pues ya nos vamos —dijo Rebeca—. Me ha encantado verte, Javi. Feliz
Navidad, Sara. —Agarró a su hijo de la mano y les guiñó un ojo—. Me gusta
veros juntos.
—Feliz Navidad —contestaron los dos, y esperaron a que ella se alejara
para volver a mirarse a la cara, incómodos por aquellas últimas palabras.
—Es un niño muy bueno, un poco terremoto, pero le encanta la
informática y aprende rapidísimo —dijo Sara.
—Me ha sorprendido… —dijo Javier, que no pudo seguir.
De repente una sombra oscura surgió entre ambos, creciendo como un
globo aerostático, separándolos de nuevo y devolviéndolos al punto de
partida, como si todo lo hablado aquella mañana no hubiera servido para
acercarlos ni un milímetro.
Cada uno sabía lo que pensaba el otro. De haber nacido, su hijo tendría
pocos meses menos que Iván. Ambos se lo imaginaban perfectamente,
correteando por las calles de Morella, templando el aire helado de diciembre
con sus risas y su ilusión por los regalos bajo el árbol.
—Tengo prisa —dijo Sara, cortando el doloroso silencio—. Aún tengo
varios recados que hacer para mi madre.
—Nos vemos esta noche —dijo él, desistiendo de su intención de seguirla.
Sara asintió y se alejó, levantando una mano para despedirse, como si se
le hubieran agotado las palabras.
Javier también se sentía así, agotado, vacío. Lo peor ya había pasado, se
dijo, obligándose a ser optimista. Ahora que habían hablado del pasado quizá
podían empezar a cerrar de verdad esa herida, por fin limpia y desinfectada.
Tal vez, incluso, podían curarla juntos.
Juntos, esa era la palabra que más deseaba poder pronunciar.

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Capítulo 34

No había sido tan difícil, se dijo Sara a los postres, incluso llegó a sentirse
cómoda en algún momento entre el primer y el segundo plato. Todo el
larguísimo día de Nochebuena lo había pasado nerviosa, esperando lo peor,
inquieta y tensa hasta que llegaron Carmen y Javier, con una botella de vino
él y una cesta con turrones y mazapanes su tía.
Su madre y su hermana se encargaron de llevar la conversación, haciendo
mil preguntas a Javier sobre sus estudios y sus viajes. Así se enteró de que no
había sido precisamente el mejor estudiante de su promoción, lo que confesó
con una humildad desconocida para ella. Con tono ligero, sin aclarar lo que
todas las mujeres intuían, les contó que se había sentido desmotivado la
mayor parte de su carrera, tentado de abandonarla más de una vez, con el
resultado de que sus notas fueron mediocres y también lo fue su examen del
MIR.
—Mi padre deseaba que fuera cirujano como él, aunque yo había pensado
al comienzo de la carrera enfocarme hacia ginecología y obstetricia —dijo,
ofreciéndose para abrir la botella de vino con la que Sara llevaba un rato
peleándose. Sus manos se tocaron cuando le entregó el abridor y ambos
notaron el temblor en los dedos del otro—. Mis notas no servían ni para una
cosa ni para otra, y entonces me acordé de mi abuelo, del trato tan especial
que tenía con sus pacientes, un trato cercano, familiar que no tienen los
cirujanos ni casi ningún médico de un hospital grande.
—Don Adolfo, que en paz descanse, era muy buen médico —dijo la
madre de Sara, mirando a Carmen, que sonrió con tristeza al recordar a su
padre—. Todos en Morella lo querían y confiaban en él para todo.
—Ese es el médico que me gustaría ser —dijo Javier.

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Su modestia tenía a Sara perpleja; aquel no era el Javi seguro de sí mismo,
dispuesto a triunfar en su carrera, que ella recordaba.
—Y lo serás, hijo —dijo Isabel.
Había cosas que él no decía pero ella era capaz de leer entre líneas. Por
comentarios sueltos supo de la decepción de su padre, que esperaba tener otro
gran especialista en la familia como su hijo mayor, que estaba haciendo una
carrera deslumbrante en Estados Unidos. Javier lo dejó caer sin darle mayor
importancia, parecía que por fin se había librado del yugo paterno y Sara
estuvo tentada de felicitarlo con un abrazo. Se agarró ambas manos con fuerza
para no hacerlo.
Yolanda se levantó cuando vio que su madre empezaba a retirar los platos
del postre para pedirle que volviera a sentarse con sus invitados. Sara la
ayudó a recoger la mesa, abstraída, pensando en la forma tan familiar en que
su madre trataba a Javier, sin mostrar ningún resquemor por el pasado. Miró
el árbol de Navidad con sus lucecitas de colores parpadeantes y el pequeño
nacimiento desplegado bajo el pie. Si había una noche en el año para perdonar
y olvidar era precisamente la Nochebuena, pensó, antes de seguir a su
hermana hasta la cocina, donde descargaron la vajilla usada.
—Pon tú el café —le dijo—, yo preparo la bandeja con las tazas.
—Sara… —Yolanda se acercó y le agarró una mano—. ¿Cómo lo llevas?
—Bien… —dijo, y al momento comprendió que era verdad, que estaba
bien, cada vez más cómoda con la presencia de Javier en su casa—. ¿Te
parece que está muy distinto?
—Está más guapo que nunca —contestó Yolanda, poniendo los ojos en
blanco para hacer reír a su hermana—. Pero a veces, no sé, cuando gira la
cara para escuchar, o cuando sonríe sin abrir la boca… Es exactamente el
mismo de antes.
—Antes era más presumido, más seguro de sí mismo.
—Un poco chulo, quieres decir.
—Sí, el típico chulo madrileño. —Sara se tapó la boca en cuanto las
palabras salieron de sus labios, conteniendo una carcajada.
—Tanto como para correrlo a pedradas —añadió Yolanda. Las dos rieron
en silencio, con los ojos llenos de lágrimas.
—Me gusta mucho este Javi de ahora —dijo Sara, secándose los ojos, sin
apercibirse de la alegría de su hermana, que cruzó los dedos a la espalda.
—A mí también —contestó Yolanda, que buscó la cafetera mientras Sara
iba sacando el juego de café.

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De vuelta al comedor, Sara ocupó su asiento a la derecha de Javier y
sonrió cuando comenzó a contarles su primer viaje a Alemania y sus
dificultades con el idioma.
Oyeron a la banda municipal pasar por delante de la puerta, animando las
calles heladas con música navideña. Los más jóvenes la seguían en procesión,
cantando villancicos y bebiendo para alejar el frío. De ahí venía el rechazo de
Loli al ponche, recordó Sara con una sonrisa.
Intentaron convencer a su madre para no ir a la misa del gallo, con la
excusa del frío, pero llegó la hora y todos se abrigaron para acompañar a las
dos mujeres mayores, que insistían en que no podían faltar.
Después de la misa los bares se llenaban de nuevo para tomar chocolate a
la taza. Los que solo habían hecho una merienda o cena ligera para unirse al
jolgorio en las calles se tomaban el resopón, y de nuevo corrían los licores
fuertes por las mesas.
En un bar cerca de la plaza de Colón encontraron a Loli y Carlos
acompañados de sus padres. Disfrutaron todos juntos del chocolate mientras
recordaban anécdotas de Navidades pasadas en beneficio de Javier, que se
lamentaba de no haber pasado nunca antes aquellas fechas en Morella.
—Lo echamos de menos —dijo Sara, tras recordar cuánto le gustaba a su
padre el turrón.
Se pasó una mano por los ojos húmedos y, al bajarla, le pareció normal
que Javier se la acariciara para ofrecerle consuelo.
Ninguno de los dos se dio cuenta de las miradas cómplices de las tres
mujeres, Carmen, Isabel y Yolanda, que se apresuraron a beber de sus tazas
para ocultar sus sonrisas esperanzadas. Los padres de Carlos miraron a su
hijo, que les guiñó un ojo, y se abstuvieron de hacer ningún comentario.
De vuelta a casa de su madre, mientras se ponía el pijama y esperaba a
que Yolanda le dejara libre el cuarto de baño, Sara se acariciaba una mano
con la otra, pensativa, hasta que encontró su mirada perdida en el espejo.
—¿Qué estás haciendo? —le dijo a su reflejo—. Ya recorriste una vez
este camino, y te perdiste. Te ha costado años volver a encontrarte.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra,
le dijo la mujer del espejo. Pero ella no era un hombre, era una mujer, una
mujer mayor y más sabia que la Sara que cometió todos aquellos errores.
—Te toca —le dijo Yolanda, entrando en el dormitorio.
—¿Qué? —preguntó, totalmente abstraída, sin saber de qué le hablaba su
hermana.
—El baño. Ya puedes ir.

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—Sí. Me toca, muy bien. Ahora me toca a mí.
En el cuarto de baño se paró de nuevo ante el espejo, con el cepillo de
dientes en la mano, como si necesitara instrucciones para su uso. Me toca, le
dijo a la mujer del reflejo. Yo tomo mis propias decisiones. Nunca más voy a
permitir que decidan por mí.

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Capítulo 35

El Día de Navidad Javier y su tía Carmen estaban invitados en la casa de los


padres de Carlos, fuera de las murallas del pueblo. Hacía tanto frío que el
jardín delantero estaba totalmente cubierto de escarcha. Javier se acordó de la
pierna rota del doctor García y sujetó del brazo a su tía, no fueran a tener
algún disgusto.
—¿Médico de pueblo? ¿De verdad esto es lo que quieres? —le preguntó
directamente su tío Rafael a los pocos minutos de llegar—. Tu padre debe de
estar contento.
—Es exactamente lo que quiero. Me ha costado decidirme, pero cada día
me encuentro más satisfecho con mi elección —contestó, antes de añadir
sereno, sin rencor, la respuesta a las últimas palabras de su tío—. Mi padre ya
hace tiempo que no dirige mi vida.
Le había costado muchos años de reflexión y madurez llegar al punto de
perdonar a su padre por hacer lo que él creía que era lo mejor para su hijo.
—Los padres también nos equivocamos —dijo la tía Maite, aceptando la
copa de vino de jerez que le ofrecía su hijo—. Pero todo lo hacemos por
vuestro bien.
Javier quería mucho a su tía Maite, ella y la tía Carmen siempre habían
sido las más afectuosas de la familia, las que más apoyo le habían mostrado,
por eso se mordió la lengua para no contestarle lo que realmente pensaba. En
realidad, las dos afirmaciones se contradecían, los padres creían hacer lo
mejor para sus hijos, pero se equivocaban al entrometerse, esa era la cuestión.
—¿Por qué hablar del pasado cuando tenemos unos deliciosos canapés
esperando que les prestemos toda nuestra atención? —bromeó Carlos,
lanzándose sobre la bandeja de aperitivos.

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—Yo estoy muy contenta de que Javi quiera quedarse en Morella —dijo
Carmen, antes de alcanzar una tostada con paté.
—Claro, así no estás sola en esa casa enorme —contestó su cuñada con
afecto—. A veces hablamos de vender esta casa, total ya casi nunca venimos
para quedarnos, pero me da pena deshacerme de mi hogar familiar.
—Si al final la vendemos —dijo Rafael a su hermana—, tendrás que
dejarnos una habitación en la tuya.
—La casa es de todos —aclaró Carmen—, de Adolfo, tuya y mía, de toda
la familia, ya lo sabes. Estoy deseando que lleguen todos para la boda y verla
llena otra vez.
En cuanto salió el asunto de la boda, las mujeres ya no hablaron de otra
cosa. Javier observó a su primo, que engullía canapé tras canapé, bien
acompañados con un vaso de vermú. En cuanto pudo, hizo un aparte con él y
le habló en voz baja.
—Estás muy raro hoy. ¿Pasa algo?
—Nada… Bueno sí, lo de siempre, que Loli se ha vuelto a enfadar
conmigo.
—¿Cómo que se ha vuelto a enfadar?
—Desde que comenzamos con los preparativos de la boda salimos a pelea
por semana, a veces más de una.
Javier no podía comprender que su primo bromeara con el enfado de su
novia a solo una semana de la ceremonia.
—¿Qué le has hecho?
—¡Y yo qué sé! Ayer, después de tomar el chocolate, la acompañé a su
casa y no sé lo que dije, la verdad es que estaba un poco borracho de tanto
ponche… Da igual, cualquier excusa le vale para montar bronca.
Javier sonrió a su tía Maite, que los había descubierto hablando en voz
baja y los miraba intrigada.
—Hablamos de la despedida de soltero —le dijo—. Es alto secreto.
Maite sonrió y siguió conversando con su marido y su cuñada. Javier
respiró hondo y miró a su primo muy preocupado.
—¿Tenéis problemas? ¿Vais a cancelar la boda?
—No, no, ¿qué dices? No se cancela nada. En cuanto pueda hablar con
ella, lo arreglo.
—Llámala.
—No se pone al teléfono.
—Carlos… —Javier había levantado un poco la voz y los mayores
volvieron a prestarles toda su atención. Cambió de tema para disimular—. Ya

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sé que la discoteca está un poco anticuada, pero acuérdate de lo bien que lo
pasábamos hace años —dijo, suspirando al ver que lograba distraer de nuevo
su atención.
—Ya se le pasará —dijo Carlos, volviendo a sus preocupaciones, poco
convencido de sus propias palabras.
—¿Y si no se le pasa?
Carlos vació su copa y la dejó sobre la mesita de centro.
—Habrá que hablar con Sara, es la única que puede convencerla.
—Pues llama a Sara.
—No me atrevo. No es la misma que recuerdas, ¿sabes? —Carlos se
encogió en el sillón, cruzando una pierna sobre la otra—. Si cree que no me
estoy portando bien con su amiga, es capaz de convencerla para anular la
boda.
Javier ya se había dado cuenta de que Sara no era la misma, tampoco él lo
era. Había dejado atrás la adolescencia, esa etapa de pura inocencia en la que
uno se cree que puede con todo hasta que descubre que lucha contra molinos
de viento. De todos modos, eso no significaba que se hubiera convertido en
un adulto amargado, ni que hubiera enterrado sueños e ilusiones. Tampoco la
esperanza, que le decía que la nueva Sara no podía ser tan distinta en su
interior a la que él conoció, la que nunca dejaría de ayudar a sus amigos
cuanto la necesitaban.
—¿No te portas bien con Loli? —preguntó directamente a su primo.
—Por supuesto que sí —contestó Carlos, escandalizado—. Estoy loco por
ella y no veo la hora de que vivamos juntos por fin. Esto es solo… ya sabes,
el estrés prenupcial.
—Pues díselo así a Sara, y ella te ayudará.
—¿Se lo dirías tú?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque seguro que yo me pongo nervioso y meto la pata. Habla con ella
—Carlos lo agarró por un brazo, clavándole los dedos con fuerza—. Por
favor, habla con Sara y dile que estoy muy mal y solo quiero arreglar las
cosas con Loli.
—Está bien, hablaré con ella.
—Cuanto antes, por favor.
—Prometido. Todo va a estar bien, ¿de acuerdo? —Javier le palmeó la
espalda a su primo con la mano libre hasta que lo vio recuperar la sonrisa. Su
tía Maite los estaba mirando de nuevo, intrigada por su conversación—.

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Entonces, la despedida de soltero el día 28, ¿no? —dijo, guiñándole un ojo a
Carlos.
—El Día de los Santos Inocentes, ¿estás de broma?
Más tarde Javier se dijo que tenía que haber sospechado algo al ver que su
primo cambiaba de tema con tanta tranquilidad, olvidándose de sus problemas
de pareja para concentrarse en la fiesta que estaban organizando.
También se dijo, solo para sus adentros, que si se empeñaban en darle
motivos para estar más tiempo con Sara, nunca iba a rechazarlos, por
descabellados que fueran.

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Capítulo 36

Después de dos días de comilonas y turrones a todas horas, tras una mañana
de domingo de remolonear en la cama escuchando a su hermana, que le
contaba mil anécdotas de su trabajo en la radio, Sara decidió que tocaba
moverse un poco. Aún guardaba alguna ropa en su antiguo dormitorio, así que
se puso unas viejas prendas deportivas y unas zapatillas, dispuesta a ir
caminando hasta su casa en Hostal Nou; podía adelantar algún trabajo y
volver para un almuerzo tardío.
—¿Adónde vas con esa pinta? —se burló Yolanda, al verla ponerse un
gorro de lana que solo dejaba el óvalo de su cara al descubierto.
—A bajar los turrones —contestó, guiñándole un ojo—. Voy a hacer un
poco de footing.
—¿Footing tú? Si te cansas solo con ver deporte por la tele…
—Pues a lo mejor mi propósito de Año Nuevo es moverme más.
—Aún estamos a 26 de diciembre.
—Cuanto antes, mejor.
Sara buscó inútilmente unos guantes en los cajones de la vieja cómoda.
Solo encontró los que le había prestado Javier cuando fue a su casa la víspera
de Nochebuena. Se le había olvidado devolvérselos. Se los puso, le quedaban
grandes y la elegante piel se veía rara con su ropa deportiva, así que los
volvió a guardar. Tanto abrir y cerrar cajones, a los que se le daba poco uso
desde que las dos hermanas no vivían en la casa, levantó una leve nube de
polvo que la hizo estornudar. Al llevarse las manos a la cara para taparse la
boca, aspiró el aroma que los guantes le habían dejado en la piel. Olían a él.
—¿Qué buscas? —preguntó Yolanda, que trasteaba entre sus viejos discos
de vinilo.
—¿Tienes unos guantes?

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Su hermana revolvió en el montón que tenía sobre la maleta a medio
deshacer y le entregó unas manoplas de lana estampadas en rosa que Sara se
apresuró a probar.
—¿Quieres ver mi vestido para la despedida? Me he inspirado en uno de
Rachel, desde que trabaja en Bloomingdale’s se ha vuelto muy elegante. Y
me encanta su nuevo peinado, lo lleva superalisado. —Yolanda se pasó las
manos por su larga melena ondulada—. ¿Crees que me lo dejarán así en la
peluquería?
—Claro —dijo Sara, impaciente por irse—. ¿Ahora ves Friends? ¿No
decías que esa serie de niñatos norteamericanos no iba contigo?
—No está tan mal —dijo Yolanda, encogiéndose de hombros—. También
tienen sus problemas, Mónica se quedó sin trabajo y a Joey no le sale nada
bueno desde que lo echaron de Los días de nuestra vida.
—Anda, enséñame ese vestido.
Diez minutos después salía de casa de su madre, pensando que le gustaba
mucho más el bonito vestido de su hermana que el aburrido que ella misma
había elegido para la fiesta de despedida de soltera de su amiga. Solo le
llevaba tres años a Yolanda, pero parecía que ella vivía en una eterna
juventud mientras que a Sara los niños la llamaban señora cuando tenían que
preguntarle algo.
A lo lejos oyó su nombre, como si hasta el viento se burlara de sus
pensamientos. Siguió andando a paso ligero, esperando a salir de las murallas
para echarse a correr y estirar los músculos agarrotados de tanta inactividad.
¡Señora! Pateó el suelo para entrar en calor, aprovechando para descargar
aquella absurda frustración por un vestido equivocado. La fiesta era el martes,
no tenía tiempo material para hacer una escapada a Castellón, a la bonita
tienda donde había elegido aquel triste traje de terciopelo negro entre el
elegante surtido que tenían para eventos.
El viento repitió su nombre y Sara empezó a pensar que se estaba
volviendo un poco chalada, hasta que una mano la agarró por el brazo.
—Llevo un rato llamándote —dijo Javier, casi sin aliento.
Sara se separó un poco el grueso gorro de lana de las orejas para recuperar
el sentido del oído perdido.
—Perdona, me había olvidado de que con este gorro no me entero de
nada, es como llevar tapones.
Javier la estaba mirando de arriba abajo, parándose en la ropa deportiva
que le quedaba demasiado ajustada y en las coloridas manoplas de Yolanda.

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Ella le devolvió la mirada con cierta impertinencia, fijándose en que él
también parecía vestido para hacer footing.
—Parece que compartimos la misma afición —le dijo.
—No te creas, lo mío es solo para bajar los turrones, no soy muy
deportista.
—El otro día en la consulta dijiste que tenías agujetas del gimnasio.
—Bueno, eso… ¿Te acuerdas de todo lo que te digo? —preguntó, sin
reconocer que había mentido.
—De todo.
Estaban parados entre las dos grandes torres de la puerta de Sant Miquel.
Javier volvió a agarrarla por el brazo y la apartó a un lado para dejar pasar un
vehículo.
—No voy al gimnasio, me aburre —le dijo, mirándolo a los ojos, tan
cerca sus rostros que sus rasgos se desdibujaban—. Pero los viernes hay
clases de bailes de salón en la discoteca, es todo el ejercicio que hago, y me
encanta.
—¿Y tienes pareja? —preguntó él. Era evidente que no preguntaba solo
por el baile.
—Sí —dijo ella, esperando un rato para ver su reacción antes de aclarar la
respuesta—. Mi pareja es Carlos. Quiere darle una sorpresa a Loli en la boda.
—No me imagino a mi primo bailando, siempre ha sido del tipo que se
queda en la barra de la discoteca con un cubata en la mano.
—Te sorprenderías —dijo Sara, encogiéndose un poco cuando una ráfaga
de aire polar los envolvió como un pequeño tornado.
—¿Puedo acompañarte un rato? Precisamente quería hablarte de Carlos y
Loli.
—No me digas que se han vuelto a pelear.
Echaron a andar a buen paso, Sara sintiéndose bastante culpable al ver que
Javier no tenía guantes. Tomó nota mental de devolvérselos cuanto antes.
Escuchó lo que le contaba sobre la última pelea de los novios, sin
disimular su risa incrédula.
—Carlos está muy preocupado —insistió Javier al darse cuenta de que
ella no lo estaba ni lo más mínimo.
—Solo son nervios prenupciales —contestó ella, aligerando el paso para
entrar en calor.
Sobre sus cabezas lucía un sol que no calentaba lo más mínimo, a punto
de ser tragado por un banco de nubes que se aproximaba desde el norte. Sara

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empezaba a arrepentirse de haber dejado el vehículo en el pueblo, si se ponía
a llover no tendría forma de volver a casa de su madre.
—Así que vives en Hostal Nou —cambio de tema Javier, al ver que ella
no le daba la mínima importancia al disgusto de Carlos.
—Sí, hubo un tiempo en que las murallas me daban claustrofobia —dijo,
volviéndose para señalar las que cerraban Morella rodeando su perímetro—.
Mi abuela de Castellón me dejó un dinero en su herencia y decidí que era hora
de abandonar el nido.
—Siento lo de tu abuela. Parece que en este tiempo todo han sido
pérdidas, yo también me he quedado sin abuelos.
—Carmen me lo contó. Lo siento mucho —dijo con toda sinceridad. La
abuela de Javi había sido una querida vecina de toda la vida, y su abuelo de
Madrid, la persona que mejor la había tratado en su breve visita a la capital.
Siguieron andando a buen paso, dibujando nubes en el aire helado con el
aliento, como dos buenos amigos que salen a dar un paseo en una clara
mañana de domingo. Sara se preguntó en qué momento había comenzado a
sentirse de nuevo cómoda en presencia de Javier. No importaba, en realidad
era lo mejor que podía pasar. Podían ser amigos, charlar, pasear, tomarse un
café; el pasado, pasado estaba, no había por qué seguir recreándose en pesares
tan lejanos.
—Es una buena caminata —dijo Javier, alargando el paso para
acomodarse al más rápido de Sara—. ¿Piensas volver al pueblo hoy?
—Sí, le dije a mi madre que volvería para comer, aunque un poco tarde.
Javier señaló las nubes grises que ya ocupaban la mitad del cielo con
gesto preocupado.
—Habrá que esperar a que pase eso que viene ahí.
A lo lejos se veía la lluvia caer, acercándose cada vez más. Aligeraron el
paso hasta una carrera ligera, ya con las primeras viviendas de Hostal Nou a
la vista, pero no fueron lo bastante rápidos. Para cuando llegaron a la de Sara
los dos estaban empapados de la cabeza a los pies. Parados bajo el balcón del
primer piso, Javi tuvo que ayudar a Sara con las llaves, tanto le temblaban las
manos del frío que no acertaba a abrir la puerta. A pesar de ello, no podía
parar de reírse; le quitó importancia porque siempre le pasaba cuando hacía
ejercicio. Subieron las escaleras dejando un rastro de agua a su paso.
—Ven —dijo ella, abriéndole paso en el vestíbulo—. Tenemos que
quitarnos la ropa.
Se agachó para quitarse las botas, dándose cuenta de cómo habían sonado
aquellas palabras. No se sintió incómoda, al contrario, se sentía de tan buen

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humor que tenía que contenerse para no seguir riéndose. Cuando se levantó
sorprendió una sonrisa de complicidad en los labios de Javier. Se obligó a ser
práctica para evitar seguir por aquel camino peligroso.
—La casa está helada —dijo, cuando ya había colgado del perchero las
prendas exteriores más empapadas—. Voy a buscar el calefactor para que
entremos en calor y unas toallas.
Corrió por el pasillo hasta el baño, donde guardaba el pequeño aparato de
aire caliente que utilizaba para caldear la estancia cuando se duchaba.
Alcanzó una toalla para frotarse el pelo empapado y se paró un segundo ante
el espejo. Tienes que dejar de hablar de desnudarse y entrar en calor, le dijo a
su reflejo, sorprendida por lo divertido que le parecía todo. Tenía el corazón
acelerado por la carrera, las mejillas rojas y los ojos brillantes.
—¿Sara?
Javier estaba en la puerta tiritando, solo con una camiseta de manga corta
y los jeans. Sara le dio una toalla grande y miró cómo se secaba, sin acordarse
para nada del calefactor. En ese momento, viendo el juego de los músculos de
sus brazos y los pectorales marcados bajo la camiseta blanca, no lo necesitaba
en absoluto.
—Parece que a ti sí que te gusta el gimnasio —dijo, sin disimular ni un
poco su admiración.
—En la mili[7] descubrí que el ejercicio intenso es lo mejor para no
pensar.
—¿Hiciste el servicio militar? —preguntó ella con un nuevo escalofrío.
—¿Puedo? —Javier entró en el pequeño baño, señalando el calefactor.
Sara asintió y él lo encendió, girando la rueda para ponerlo a la máxima
temperatura—. Sí, hubo un momento en que estaba cansado de los estudios y
decidí tomarme un año sabático.
—No creo que nadie considere la mili como un año sabático —dijo ella,
sentándose en el borde de la bañera, con las manos extendidas hacia el chorro
de aire caliente—. ¿No podías haberte librado? ¿Hacerte objetor de
conciencia o algo?
—Necesitaba una excusa para alejarme un tiempo de Madrid. Y me
enviaron bien lejos, a Ferrol. Allí me convirtieron en un marinero casi
competente.
Se reía de sí mismo, con la cadera apoyada en el lavabo y aquellos
antebrazos tan fascinantes cruzados sobre el pecho. Sara se preguntó si el
resto de su cuerpo había cambiado tanto. Ya no era el adolescente de
miembros largos y delgados que recordaba, el pantalón húmedo se le pegaba a

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los muslos marcando unos músculos casi de culturista. La tentación de
extender una mano en el diminuto espacio del baño para tocarlo y comprobar
si estaba tan duro como parecía era tan intensa que Sara se puso de pie casi de
un salto.
—Bueno, no vamos a quedarnos aquí todo el día; podemos hacer café
para acabar de entrar en calor.
Hablaba a toda velocidad, atropellada, tan nerviosa que él se dio cuenta y
la sonrisa de comprensión volvió a sus labios. No podía pasar por delante de
él sin tocarlo, así que se quedó parada, frotándose los brazos a pesar de que ya
había entrado en calor. Ella también se había quedado solo con una camiseta
y el pantalón deportivo que le marcaba cada curva como si no llevara nada.
Javier la recorrió con una mirada apreciativa y ella estuvo a punto de darle las
gracias. Hacía demasiado tiempo que un hombre no la miraba así.
—¿Has dicho café? —dijo él, inclinándose hasta casi tocarla. Extendió
una mano y se la pasó por el cuello, secando las gotas que le seguían cayendo
del pelo húmedo.
—Sí, café —contestó, notando la garganta seca y un nudo en el estómago
que hacía demasiado tiempo que no sentía.
—Deberías secarte bien el pelo.
Le tomó la toalla de las manos y le frotó despacio la cabeza, insistiendo en
las cortas puntas. Sara se dejó hacer, feliz de ser el objeto de tantas
atenciones. Cerró los ojos con un suspiro y se fue inclinando hasta que sus
cuerpos se tocaron.
—Sara…
—¿Qué?
—¿Ya te he dicho que sigues siendo la niña más bonita de Morella?
—No soy una niña.
—Lo he notado.
Abrió los ojos para ver cómo el escote de su camiseta mostraba más
curvas de lo que debía; curvas que se apoyaban en el pecho de Javier, tan
fuerte y duro como le había parecido. Parpadeó y una gota se desprendió de
sus pestañas convirtiéndose en una lágrima que le recorrió la cara.
—¿Café? —repitió, logrando que la palabra perdiera todo sentido.
—Café —dijo él, antes de inclinarse para atrapar su boca.
Sara comprobó que definitivamente no necesitaba un calefactor teniendo a
Javier para besarla. Tuvo la idea absurda de detenerlo, de mostrarle rechazo,
pero su cuerpo tomaba decisiones propias, entreabriendo los labios para
profundizar el beso, suspirando cuando él se separó un poco, solo para tomar

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aliento y volver a devorar su boca hasta que ella tuvo que colgarse de su
cuello para no caerse hacia atrás.
—Creo que… no es… una buena idea —logró decir entre beso y beso,
solo porque le parecía que era lo que tenía que decir, no porque lo creyera ni
por un momento.
—Sí que lo es… Es muy buena idea… Una idea buenísima. —Javier la
besó en la frente, en los párpados, en la punta de la nariz, y volvió a su boca,
recorriéndole el paladar con la punta de la lengua hasta que ella se apartó,
riéndose por las cosquillas que le hacía—. Sara… Solo pienso en ti, de día y
de noche, apenas puedo dormir… Y cuando por fin me duermo, te sueño…
A Sara ya le daba todo igual, estaba recostada sobre su cuerpo, cargándolo
con su peso sin calcular si el lavabo podría con ellos dos o acabarían en el
suelo entre trozos de loza rota. Nada importaba. Solo los besos de Javier y sus
manos recorriéndole la espalda bajo la camiseta, erizando su piel con cada
pasada. Cuando sus dedos llegaron al borde de su sujetador, decidió que era el
momento para recuperar un poco de cordura; no podía dejarse llevar por el
momento y arrepentirse después, cuando fuera demasiado tarde.
—¿Quieres… quieres que te enseñe la casa? —preguntó, retirándose
apenas dos centímetros, tratando de reordenar sus ideas.
—Podemos hacer café —dijo él. Los dos rieron, frente con frente.
Sara sentía tanto calor que le pareció que tenía fiebre. Se volvió para
apagar el calefactor, consciente de la vista que le ofrecía a Javier al darse la
vuelta para agacharse. Cuando se volvió a mirarlo, él se pasó una mano por la
frente como si estuviera sudando. Se sintió halagada y poderosa, tanto como
para pasar por delante de él, rozándole el cuerpo con clara intención.
—Tengo una sudadera que te puede servir —le dijo.
Javier la siguió hasta su dormitorio donde ella buscó ropa seca para los
dos. Javier miró intrigado la sudadera gris de talla XL que le entregaba.
—La casa es muy fría y me gustan las prendas grandes para abrigarme —
dijo ella, para que no pensara que le ofrecía ropa de algún exnovio.
Él aceptó la explicación y se puso la sudadera, mirando a su alrededor, al
dormitorio moderno de muebles ligeros y la cama tapada con una bonita
manta morellana, de las que abrigan por aplastamiento, como solían bromear
los paisanos.
—¿La casa es tuya? —preguntó, cuando Sara le hizo un gesto para que la
siguiera hasta la cocina.
—Era de mis abuelos paternos. Estuvo abandonada mucho tiempo, mis
padres nunca tuvieron dinero para rehabilitarla y preferían vivir en el centro

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de Morella. —Sara estaba preparando la cafetera italiana mientras Javier
sacaba de la alacena tazas y platillos que iba colocando en una bandeja—.
Decidí invertir la herencia de mi abuela de Castellón en rehabilitarla y montar
mi propio negocio. En el bajo está la academia y las oficinas, si quieres luego
te enseño todo.
—Me encantaría —contestó Javier—. Así que una academia. No te
imaginaba de maestra.
—Me gusta enseñar, más de lo que pensaba cuando decidí abrir el
negocio, pero no hago solo eso. La informática se está convirtiendo en una
herramienta imprescindible en todo tipo de negocios y también en los
hogares, al menos los que tiene hijos adolescentes. Además de las clases para
niños, damos cursos de formación para empresas y trabajadores, y ofrecemos
servicio técnico. Tengo cinco empleados y nos va bien, muy bien en realidad.
Sara apagó el fuego mientras el olor del café recién hecho invadía la
cocina, procurando una sensación de bienestar hogareño.
—Enhorabuena —dijo Javier, mirándola a los ojos de una forma que ella
no pudo esquivar, solo dejarse hipnotizar por aquel azul que siempre le había
fascinado—. Me alegro mucho de que te vaya tan bien, de verdad.
—Mi vida no ha cambiado apenas en lo demás —dijo, buscando la leche
en el pequeño frigorífico—. Sigo preocupándome demasiado por mi madre,
así que tendrás que aguantar a la hija pesada de tu paciente mientras te quedes
en Morella.
Aquellas últimas palabras hicieron eco en las paredes azulejadas de la
cocina. «Si te quedas en Morella», le había dicho ella en su despedida en
aquel frío aeropuerto de Tenerife, «que sea por ti, porque de verdad lo deseas,
no solo porque te sientas obligado o tengas lástima de mí».
—Podré soportarlo —bromeó él, tratando de despejar el ambiente y
volver a la buena sintonía anterior.
Sara puso una jarra con leche sobre la bandeja y Javier la levantó,
siguiéndola a la pequeña sala de estar. Se sentaron juntos en el sofá y durante
un rato se limitaron a servir el café y soplar las tazas humeantes. Fuera la
lluvia arreciaba, convirtiéndose en granizo que golpeaba los cristales de las
ventanas hasta hacerlos crujir.
—Parece que nos vamos a quedar aquí un buen rato —dijo Sara, mirando
el pantalón mojado de Javier. No tenía una prenda para ofrecerle en su lugar,
solo podía proponerle que se lo quitara y se envolviera en una manta, pero
después de aquel tórrido beso en el cuarto de baño le parecía bastante
peligroso seguir desnudándose, aunque fuera por una buena causa.

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—No tengo nada mejor que hacer —dijo él, logrando que sonara
demasiado halagador.
—¿Mañana trabajas? —preguntó Sara con la voz estrangulada.
—Sí, tengo que trabajar toda la semana, y el martes es la despedida de
soltero de Carlos.
—Y el viernes la boda.
—En realidad es el sábado, ¿no?
Sara se rio al darle la razón. Su amiga había llevado hasta el extremo su
idea de que no se casaría antes del nuevo siglo, así que la ceremonia se
celebraría después de las campanadas de Año Nuevo. A Loli le daba igual que
los expertos dijeran que el siglo realmente comenzaba en 2001, para ella y
para todo el mundo, incluidas las computadoras, el salto real se producía con
el cambio de los dos primeros dígitos.
—¿Crees que lo de esa pelea que te dijo Carlos es cierto?
—Creo que hay mucha gente empeñada en que tú y yo pasemos más
tiempo juntos. —Javier dejó su taza y miró a Sara, que se echó un poco atrás
en el escaso espacio del pequeño sofá—. No me parece tan mala idea, la
verdad.
—A mí me parece peligrosa —dijo ella, mirándole la boca con tanto
apetito que sintió la suya completamente seca.
—Podemos ser amigos —insistió él, volviendo al tema de su primera
conversación.
—Los amigos no se besan de la manera que tú me has besado en el baño.
—¿Estás segura de que te he besado yo? —La provocaba a propósito,
obligándola a reconocer que él apenas se había adelantado unas décimas a sus
deseos.
—No estoy segura de nada cuando te tengo cerca.
—Sara… —Javier se inclinó y la atrapó contra el respaldo del sofá—. ¿Ni
siquiera de esto?
Su boca sabía a café, a recuerdos profundamente enterrados, a anhelos
ahogados por el tiempo y la distancia. Sara simplemente dejó de pensar, algo
que pocas veces lograba. Su mente se quedó en blanco, un blanco puro y
cálido donde solo existían sensaciones, los brazos de Javier rodeándola,
elevándola para sentarla en su regazo, sus labios recorriéndole el cuello y
volviendo para devorar el interior de su boca, la piel cálida de su espalda que
ella no sabía cómo había alcanzado por debajo del jersey… Rezó
mentalmente para no despertar del mejor sueño que había tenido en años.

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—De acuerdo —dijo contra sus labios, sin aliento ni un pensamiento
coherente en medio de aquel vértigo que dominaba su mente—. Podemos ser
amigos.
—Es un comienzo —dijo él, mucho más lúcido, a pesar de que le pareció
que temblaba un poco cuando la giró para tumbarla sobre el sofá y colocarse
encima—. ¿Se te ocurre cómo podemos sellar esta nueva amistad?
Apenas había acabado de formular la pregunta y ella le estaba
desabrochando los pantalones. Tal vez era una mala idea, tal vez era la peor
idea del mundo, pero en aquel momento no quería ser la Sara sensata que
había sido los últimos años. Quería volver a ser la adolescente que
simplemente disfrutaba del sexo sin pensar en nada más.
Terminaron de desnudarse entre risas y caricias, enredándose con su
propia ropa y la manta que cubría el sofá. Javier le dijo con pesar que no tenía
condones, riéndose al reconocer que no esperaba que la mañana acabara de
aquella manera. Sara le contó que tomaba la píldora antes de rodearlo con las
piernas y acogerlo en su interior. El placer la desbordó como un fogonazo,
apenas era consciente de que le clavaba las uñas en la espalda, de que
devolvía sus besos con una voracidad casi dolorosa. Solo en aquel momento
pudo reconocerse a sí misma que eso era lo que deseaba desde que lo había
visto en el centro de salud, el anhelo que había tratado de ahogar en el rincón
más oculto de su interior. Estar entre sus brazos era recuperar los años
perdidos, volver a su adolescencia y a la vez a un lugar nuevo, desconocido,
que ansiaba poder explorar. Tembló y gimió entre sus brazos mientras él la
besaba, acunándola con un movimiento constante que le permitió recuperar el
aliento y disfrutar de la sensación de sus cuerpos desnudos en pleno contacto.
Él era tan fuerte como le había parecido en el baño, y no podía dejar de
recorrer su espalda, sus brazos, palpando cada músculo, cada montaña y
hondonada, sujetándolo de las nalgas para introducirlo aún un poco más en su
interior, hasta sentirse tan colmada que temblaba como un flan.
—Eres preciosa —dijo él, apoyándose en los antebrazos para poder
mirarla—. ¿Cómo puedes ser aún más preciosa que nunca…?
Le recorrió el cuello con los labios, bajando hasta el valle entre sus
pechos. Sara tembló de puro placer, moviéndose bajo sus caderas, bailando un
viejo baile que siempre se les había dado muy bien juntos. Lo provocó hasta
que él le dio lo que quería y alcanzaron juntos un placer tan intenso que el
techo sobre sus cabezas se cubrió de estrellas fugaces, que solo se
desvanecieron cuando cerraron los ojos con la respiración acelerada y los
corazones latiendo tan fuerte que podían oírlos en el silencio de la sala.

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Sara tiró de la manta para que los cubriera a ambos y se quedó así, entre
los brazos de Javier, de vuelta ella también a su único hogar.

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Capítulo 37

—Le dije a mi madre que llegaría para el almuerzo.


Javier giró la muñeca y miró su reloj, lo único que llevaba puesto. Eran
las dos de la tarde. Volvió a meter el brazo bajo la manta, sobre la curva de la
cintura de Sara, el sitio en el que encajaba a la perfección.
—Llámala y dile que no puedes volver hasta que escampe.
—Eso es cierto —dijo ella. Se rio un poco, acomodándose mejor entre sus
brazos, sin prisa ninguna por abandonarlos.
—Yo también tengo que llamar a mi tía.
—De acuerdo.
—Pero no quiero levantarme.
—Ni yo.
Al final no les quedó más remedio que hacerlo. Se turnaron para usar el
teléfono de sobremesa de la entrada, porque Javier había salido sin su móvil,
agradeciendo que la calefacción comenzaba a caldear la casa. Al poco estaban
de nuevo en el sofá, envueltos en la manta, dejándose adormecer por el sonido
de la lluvia en los cristales.
—Te aviso de que no tengo nada de comer en casa. Como iba a pasar todo
el fin de semana en la de mi madre, no hice compra —dijo Sara, frotando la
punta de la nariz a lo largo de su clavícula.
Javier inclinó la cara para atrapar con la boca el lóbulo de su oreja, le dio
un mordisco suave antes de seguir hincándole los dientes con suavidad por el
cuello abajo.
—¿Seguro que no tienes nada que comer?
—Nada que alimente.
—No opino lo mismo.

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Alimentarse era lo de menos en aquel momento. Podía pasarse
veinticuatro horas sin comer si a cambio tenía a Sara así, entre sus brazos,
desnuda, cálida y complaciente. Ella era el único alimento necesario, para su
alma y su corazón. En el fondo lo sabía desde el momento en que pidió
aquella plaza en Morella. Nunca lo había dudado.
Un par de horas después había dejado de llover y sus estómagos no
opinaban lo mismo sobre la falta de alimento. Rebuscaron en la cocina y
encontraron lo necesario para hacer unos sándwiches, que devoraron antes de
bajar a hacer la visita a la academia que Sara le había ofrecido.
El local no tenía demasiados metros, pero habían logrado dividirlo en dos
aulas, en las que Sara le explicó que separaban a los alumnos según sus
conocimientos y no sus edades, y una oficina llena de papeles, donde además
gestionaba todo lo que tenía que ver con el servicio técnico. También tenía un
pequeño almacén de componentes electrónicos y repuestos.
Javier la felicitó, sintiéndose sinceramente impresionado por su negocio y
las explicaciones técnicas que ella le daba. Se notaba que disfrutaba del
trabajo, tal vez un poco de más, como ocurre con las personas que no tienen
más alicientes en su vida. Recordó que le había dicho en aquella primera
conversación frustrante del café que no tenía pareja, que las relaciones nunca
funcionaban porque al final siempre eran tres. No era halagador saber que por
su culpa ella seguía sola tantos años después, más bien todo lo contrario, era
doloroso, incluso ahora, que disfrutaba de los beneficios de que ella siguiera
soltera y sin pareja.
—Parece que no va a llover más —dijo ella, asomándose a la puerta
abierta.
La calle comenzaba a secarse y un sol que no calentaba en absoluto
brillaba sobre sus cabezas.
—¿Quieres volver?
—No quiero, pero tengo que hacerlo. —Se encogió de hombros y cerró la
puerta del local, asegurándola con dos vueltas de llave, antes de volver al piso
superior.
La ropa de Javier estaba casi seca; menos sus deportivas, que aún
necesitarían unas horas o el calor de una chimenea. Le costó quitarse aquella
sudadera enorme que olía a Sara, y más le costó dejar el improvisado refugio
del sofá con su manta y pensar en la cama fría y solitaria que lo esperaba en
casa de su tía Carmen.
Sara salió del dormitorio vestida con unos jeans que se ceñían a sus
curvas tan deliciosamente como las mallas deportivas que antes llevaba. La

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miró mientras se ponía las botas de cuero por encima del pantalón. Llevaba
también un jersey de cuello alto de color crema que resaltaba su piel cremosa
y el leve rubor que se le iba formando en las mejillas según se daba cuenta de
su escrutinio. Sin decir una palabra, terminó de abrigarse con una gruesa
parka y un gorro de lana que hacía juego con el jersey. En el espejo de la
entrada se puso un poco de brillo labial que convirtió sus labios en dos fresas
maduras. Javier solo podía pensar en desnudarla de nuevo y lamer lentamente
la fruta de su boca.
No se atrevía a preguntarle qué iba a pasar a partir de entonces, temía
estropear el momento por el mero hecho de ponerlo en palabras. Lo que había
ocurrido había sido tan inesperado como espontáneo, el mejor regalo
navideño que podía esperar, pero sabía que aún les quedaba mucho camino
por recorrer antes de volver a ser los de antes, si es que eso era posible. A lo
mejor, simplemente, solo tenían que ser los de ahora, Sara y Javier, dos
adultos que se encuentran y comienzan una nueva historia juntos.
—Estás muy callado —dijo ella, ya en el camino de Morella. Su aliento
dibujando nubes en el aire helado del atardecer.
—Aún tenemos que hablar con Loli —contestó él, por decir algo, por no
nombrar lo que tanto temía.
—Si te empeñas… Pero ya te digo que esos dos nos la están jugando.
Sara apuró el paso para entrar en calor, marcándolo con el movimiento de
sus brazos. Javier se volvió a fijar en las manoplas de colores que llevaba, tan
poco de su estilo.
—No son tuyas, ¿verdad? —le preguntó, señalándolas con un gesto.
—Son de mi hermana —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Me
has pillado, nunca tengo guantes cuando los necesito. Y, por cierto, los tuyos
aún los tengo en casa de mi madre, luego te los devuelvo.
Javier deseó que no acabara nunca aquella mágica tarde de domingo.
Tenían mucho que hacer juntos, visitar a Loli, recuperar sus guantes,
cualquier menudencia que le permitiera disfrutar de un poco más de tiempo
con Sara sería bienvenida.
Por el camino, ella le habló de sus clases de bailes de salón, explicándole
que su favorito era el tango, aunque no estuviera precisamente de moda en ese
momento, cuando otros ritmos latinos más salseros parecía que comenzaban a
imponerse. Javier le habló de su vida en Alemania, donde nunca había
acabado de encontrarse a gusto, y del curso que había hecho en Estados
Unidos, donde había pasado una larga temporada visitando a su hermano Fito
y su familia.

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Cruzaron las puertas de Morella y se dirigieron a la casa de Javier, que le
pidió que lo esperara unos minutos mientras se cambiaba las deportivas
mojadas.
Se oían voces en la sala y Javier supuso que era Carlos hablando con su
tía Carmen. Le hizo un gesto a Sara para que lo siguiera sabiendo que a su tía
le encantaría verlos juntos. Solo cuando ya cruzaban las puertas dobles de la
estancia reconoció la voz que menos deseaba oír.
No podían simplemente retroceder y esperar que no los hubieran visto. Su
madre ya se levantaba para saludarlo y su padre estaba mirando intrigado a su
acompañante. Javier se dio cuenta de que no la habían reconocido; no sabría
decir si era un insulto más o un halago por la forma en que su madre le sonrió
hasta que la luz se hizo en su mente y la sonrisa se le quedó congelada en la
cara. Casi podía imaginar cada uno de sus pensamientos. Trataba de cuadrar a
la mujer elegante que se había detenido en el marco de la puerta, el rostro un
poco pálido pero el mentón bien alto, con la niña que tanto había deseado
borrar de su memoria. Sin duda fue aquel gesto orgulloso el que aclaró sus
dudas.
—Han llegado por sorpresa —dijo la tía Carmen, en vista de que nadie
decía una palabra.
—Sí, toda una sorpresa —repitió Asunción, mirando a su hijo con un
gesto que Sara no supo distinguir si era solo de sorpresa o de reproche.
Adolfo Miralles hizo gala de su educación a la antigua usanza, se puso en
pie y se acercó a Sara, extendiendo su mano para saludarla. Ella se quitó la
manopla y se la estrechó con firmeza.
—Me alegro de verte tan bien —le dijo, formal.
—Y yo a ustedes —contestó ella, fría, abarcándolos a los dos con la
mirada. Asunción le mantuvo la mirada sin parpadear.
—¿La familia bien? —preguntó Adolfo, ante el silencio de su esposa.
—Sí, gracias —contestó Sara, sin nombrar a su padre fallecido, noticia
que Javier suponía que sus padres tampoco tenían.
—Estaba preparando café —dijo Carmen, con su sonrisa amable, que
trataba de templar el aire gélido que circulaba entre Sara y su cuñada—.
Llegáis justo a tiempo.
—Javier, hijo, ¿no le vas a dar un beso a tu madre? —pidió Asunción,
girando el rostro para ofrecerle la mejilla a su hijo cuando se acercó a darle el
gusto. Su mano de largas uñas color rojo sangre le envolvió el brazo,
sujetándolo con demasiada fuerza.

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—Gracias por la invitación, Carmen, pero tengo que irme —dijo Sara, que
se limitó a despedirse con un suave balanceo de cabeza.
Giró sobre los tacones de sus botas y echó a andar por el pasillo,
obligando a Javier a correr detrás de ella.
—Aún tenemos que ir a ver a Loli…
—Ya voy yo sola, no te preocupes, seguro que ya lo han arreglado.
—No te vayas —le rogó, agarrándola por los hombros.
Sara levantó la cara y lo miró de aquella manera, como en el aeropuerto
de Tenerife, cuando le dijo que lo mejor para él era volver a su vida en
Madrid. Javier nunca había olvidado su rostro en aquel momento.
—No voy a volver a pasar por esto —aseguró, antes de soltarse de sus
manos y salir por la puerta de la calle.
Javier se miró los pies, cuyas deportivas dejaban un rastro de humedad en
las baldosas, y enfiló las escaleras para subir a su dormitorio a cambiárselas.
A lo lejos oyó la voz de su madre llamándolo. No respondió.
Él tampoco iba a pasar de nuevo por todo aquello. Ya con los pies secos y
la cabeza más despejada, bajó y se asomó a la puerta de la sala.
—Salgo otra vez —dijo, mirando a su tía Carmen—. No me esperéis para
cenar.
—Pero, Javier, si acabamos de llegar. Apenas te hemos visto desde que
volviste de Alemania.
—Tenemos toda la semana para vernos —contestó a su madre, sin
paciencia para sus chantajes sentimentales—. Ahora tengo cosas que hacer.
Salió a buen paso, esperando aún alcanzar a Sara en la casa de su amiga.
A la vuelta de la esquina vio a lo lejos a su primo Carlos, que también se
dirigía a la casa de su novia. Lo llamó dos veces antes de apurar el paso al ver
que no lo oía. Lo volvió a llamar cuando lo tuvo de nuevo a la vista, al enfilar
la calle de Loli, y entonces vio a Sara parada en el portal, como aquella vez
que le había pedido prestada la bicicleta. El momento se repetía de una
manera tan exacta que Javier solo pudo pensar que se le estaba concediendo
una segunda oportunidad.
Según se iba acercando vio salir a Loli y darle un beso a Carlos. Sara tenía
razón, se habían inventado la pelea para obligarlos a hablar y pasar más
tiempo juntos. En otro momento les daría las gracias, pero en aquel justo
instante solo quería abrazar a Sara, pegarse a su cuerpo y no permitir que le
volviera a dar la espalda nunca más.
—Yo tampoco quiero que pasemos por esto otra vez —le dijo al oído,
abrazándola tan fuerte que ninguno de los dos podía respirar—, pero podemos

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soportarlo si estamos juntos. No dejes que vuelvan a separarnos.
Aflojó un poco el abrazo, lo justo para poder mirarla a los ojos, sintiendo
que se perdía en aquel mar en calma que era su mirada. No estaba enfadada,
ni parecía dispuesta a rendirse. La nueva Sara, que apenas comenzaba a
conocer, era aún más fuerte que la antigua.
—¿Vamos a buscar tus guantes? —le dijo tan solo, antes de colocarle un
mechón de pelo alborotado que le caía sobre la frente.
—De acuerdo.
Se fueron sin despedirse siquiera de los novios, que los miraban alejarse,
tan atónito el uno como feliz la otra.
—Lo sabía —dijo Loli.
—Eres una bruja —contestó Carlos, sacudiendo la cabeza con una sonrisa
incrédula.
—Una bruja buena.
—La mejor.

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Capítulo 38

Tras cerrar la puerta del consultorio cuando salió el último paciente, Javier
marcó un número recién añadido a la agenda de su Blackberry. Le pareció
que la voz de Sara sonaba soñolienta al otro lado de la línea.
—¿Dormías la siesta? —le preguntó, comprobando en su reloj que eran
las tres de la tarde.
—Me has pillado —dijo ella. Javier notó una sonrisa perezosa en su voz
—. Estaba leyendo sentada en el sofá y casi me quedo dormida.
—Es un sofá muy cómodo —dijo él, recordando las horas que habían
pasado el día anterior recuperándose de la caminata y la mojadura—. ¿Tienes
trabajo por la tarde? —preguntó, para cambiar a un tema más seguro, por si
acaso la enfermera estaba escuchando detrás de la puerta.
—No mucho, pero quiero dejarlo todo listo para no trabajar más el resto
de la semana.
—¿Te puedo invitar después a cenar?
—Es que ya tenía planes… —dijo ella, y durante un larguísimo minuto lo
dejó sufrir con esa respuesta—. Pensaba invitarte a cenar aquí. Yo cocino.
Javier apartó el teléfono móvil para soltar el aire, dándose una palmada en
la frente por caer como un tonto en su broma.
—Entonces, yo llevo el vino.
—Y el postre —añadió Sara.
—¿Alguna petición especial?
—Nada navideño, por favor, estoy ya un poco aburrida de turrones y
mazapanes.
—A sus órdenes, princesa.
—Que tengas buena tarde, doctor.

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La tarde, en realidad, se hizo interminable esperando que llegara el
momento de subir al Mercedes para ir a la casa de Sara en Hostal Nou. Sobre
el asiento del copiloto, una botella de vino y una bandeja de la pastelería que
le había recomendado su tía Carmen. En la radio, Joaquín Sabina cantaba
sobre una mujer que tenía la lengua muy larga y la falda muy corta. A Javier
no le habían llegado quinientas noches para aprender a olvidar a Sara, ni
cinco mil. Hay mujeres que nunca se olvidan y a él le había tocado
enamorarse de una.
Aparcó el vehículo en la entrada de la academia de informática. Al bajar
tuvo que sujetar bien la puerta para que no se la arrancara el fuerte viento de
mistral, que le alborotó el pelo y se le coló por cada resquicio de la ropa
helándole la piel. Antes de llamar al timbre, se cobijó en el portal, dándose un
minuto para reflexionar sobre lo que estaba haciendo. ¿Era realmente ese el
camino que quería tomar? El viento lo zarandeó de nuevo, como lo haría un
buen amigo que te da el empujón que a veces necesitas para tomar una
decisión importante.
Cuando la puerta se abrió y Sara se asomó para recibirle con una sonrisa,
supo que la respuesta era sí, siempre diría sí a cualquier camino que lo llevara
hasta ella.

Sara había preparado sopa de flan, su favorita desde niña, aunque a punto
estuvo de olvidarla y dejar que se echara a perder en la olla, tal era el ansia
que le entró al ver a Javier parado en su puerta, con el pelo despeinado y las
mejillas rojas de frío.
Nunca había deseado tanto a nadie. Ya ni se acordaba de sus tristes ligues
de los años de estudiante en Castellón, ni de su último, patético intento de
tener una relación formal con un hombre que se merecía mucho más de lo que
ella podía ofrecerle.
Ahora que Javier volvía a estar en su vida confirmaba lo que siempre se
había temido: que él lo era todo, hasta unos límites que la asustaban. No
quería volver a ser la niña dependiente que recordaba, que solo conseguía
respirar hondo cuando él la miraba. Tampoco la mujer solitaria, incapaz de
volver a amar de nuevo.
Para distraer sus pensamientos le ofreció una cerveza y se entretuvo
terminando de poner la mesa, negándose a que la ayudara a pesar de su
ofrecimiento.

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—He traído requesón y miel —dijo él, poniendo la bolsa sobre el aparador
de la cocina—. La tía Carmen dijo que te gustaría.
—Tu tía me conoce bien —contestó ella, nerviosa, sin mirarle a los ojos.
Terminó de colocar las cucharas antes de comprender el alcance de sus
palabras—. ¿Le has dicho que venías a cenar conmigo?
—No hizo falta, se dio cuenta en cuanto me vio cambiarme apurado al
volver del centro de salud —dijo Javier, apoyado en el aparador, bebiendo su
cerveza de la botella con un gesto tan cotidiano que conseguía transmitirle
una sensación de paz—. ¿Te molesta?
—No, no por tu tía…
Dejó la frase sin acabar, los dos sabían en qué estaba pensando.
—Mis padres no se van a entrometer, no te preocupes por eso, saben que
hace mucho tiempo que no dirigen mi vida.
—Siguen siendo tus padres —dijo Sara.
—Lo sé, lamento no poder cambiar mi partida de nacimiento.
Sara se atrevió por fin a mirarle a la cara. Él estaba sonriendo, para nada
molesto por los reparos que ella ponía a su familia.
—Yo también lo lamento —dijo, devolviéndole la sonrisa con descaro.
Javier le atrapó una mano y tiró de ella, hasta que la tuvo bien pegada a su
cuerpo, se inclinó para besarla en el cuello, recorriéndole la piel sensible de la
oreja hasta la clavícula, acariciándola con los labios y la nariz.
—¿Qué es eso que huele tan bien?
—Sopa de flan —dijo Sara, sin aliento.
—No… Eso no… —Javier atrapó el lóbulo de su oreja entre los labios y
lo mordió muy suavemente—. Esto… Hueles a vainilla…
—Es… solo… gel de ducha.
—Me gusta…
Sara notó cómo sus manos grandes le recorrían la espalda, bajaban por su
cintura y se apoderaban de sus nalgas, pegándola aún más a su cuerpo. Sí que
le gustaba. Notar su evidente deseo la dejó más temblorosa que el flan que
había cocinado. Buscó la boca que no dejaba de devorarle el cuello y la piel
sensible tras las orejas, besándolo casi con brusquedad. Cuando él enredó
entre sus dedos la falda de su vestido para subírsela hasta la cintura, supo que
definitivamente la cena se iba a echar a perder.
—No quiero irme —le dijo él, dos horas después, cuando ya no les
quedaba un retazo de piel que no hubiera sido debidamente acariciado y
adorado, tras devorar la cena recalentada y dos copas de vino entre risas
interrumpidas por besos urgentes.

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—No quiero que te vayas —contestó Sara, girándose en la cama para
ponerse sobre él, con las caderas atrapadas entre las piernas. Le agarró las
muñecas y se las sujetó sobre la cabeza—. Lástima que no tengas un cabecero
con barrotes para poder atarte.
—Mmm… Me gustaría que lo hicieras.
—O también podríamos meternos en la bañera y probar juntos mi gel de
vainilla —dijo Sara, sorprendida ella misma por aquella mujer atrevida que
decía en voz alta cada fantasía que se le pasaba por la cabeza.
—Me matas —exclamó Javier, atrapándola en su abrazo para tumbarla
sobre el colchón y ponerse sobre ella—. El próximo fin de semana, después
de la boda, sábado y domingo, tú y yo solos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Sara sin aliento, retorciéndose bajo su peso para
acariciarlo con todo su cuerpo.
—Pero mañana tengo que madrugar —añadió Javier, mirando el reloj
digital sobre la mesilla.
—Yo no —contestó ella—. Estaré aquí, remoloneando en mi cama
calentita, sola y un poco aburrida.
—Eso duele —dijo él, dejándole un reguero de besos desde la frente hasta
el ombligo.
Cuando Sara ya creía que había ganado la batalla y que él estaba tan
excitado como ella, se incorporó y abandonó la cama.
—¿Te vas a ir así? —le preguntó, con la voz un poco alterada. Cuando lo
vio sonreír, supo que se estaba vengando por todas las proposiciones que le
había hecho para que no se fuera.
—Quiero que pienses en mí mañana, cuando estés aquí sola en tu cama,
para que no te aburras tanto…
Sara buscó inútilmente algo en la cama para tirarle a la cabeza. Él se reía
mientras se iba vistiendo, ocultando de su mirada aquel cuerpo magnífico que
la tenía fascinada. Dejó de mirarlo por temor a que le cayera la baba del gusto
y se levantó, buscando su sudadera grande para abrigarse.
—Nos vemos esta noche —le dijo, acercándose para darle un abrazo.
—Mi hermano y Carlos estaban hablando de bajar a Vinaroz, para no
mezclar las dos despedidas —contestó Javier, llevándola de la mano hasta la
sala donde estaba su abrigo.
Sara no sabía que su hermano mayor ya había llegado a Morella.
Reconoció para sus adentros que evitaba hablar de su familia. A sus hermanos
apenas los conocía de vista, se le hacía extraño pensar que durante un breve
tiempo tuvo un cuñado y dos cuñadas con los que no tenía ninguna relación.

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—Los hombres por un lado y las mujeres por otro, claro —dijo ella,
burlona—. ¿Y qué pensáis encontrar en Vinaroz que no tengamos en
Morella? ¿Un local de striptease?
—Me han hecho jurar con sangre mi silencio absoluto y el secreto eterno
sobre lo que pase esta noche —contestó Javier, llevándose una mano al
corazón con gesto dramático.
—De acuerdo… Pero si te cansas de jugar a cosas de hombres en algún
momento de la noche, nosotras estaremos en el Bis.
Sara se pasó la punta de la lengua por el labio inferior antes de mordérselo
con gesto juguetón.
—Eres una provocadora, Sara Navarro —le dijo él, inclinándose para
besarla y reparar el labio mordido con su propia lengua. Bajó las manos por la
cintura de ella hasta colarse por debajo de la sudadera y encontrar sus nalgas
desnudas—. Anda, vuélvete a la cama antes de que te entre frío.
—Si me enfermo, ¿vendría el médico a visitarme? ¿Con bata y
estetoscopio?
Le divertía enormemente provocarlo, ver cómo cada insinuación, cada
gesto descarado, daba directo en la diana. Al final lo dejó ir, porque tenía que
trabajar al día siguiente y después les quedaba la larga noche de las
despedidas de solteros, pero todo su buen humor se vino abajo en cuanto
escuchó el motor del Mercedes alejándose.
La luna brillaba en un cielo azul marino sobre los montes yermos de
invierno. Con la frente apoyada en la fría ventana, Sara seguía pensando en el
hombre que acababa de marcharse, aspirando su aroma que se había quedado
entre las sábanas revueltas de su cama. Tenía que tomar una decisión, no
quería depender de él, volver a convertirlo en su vida entera, pero tampoco
quería alejarlo de nuevo, estaba segura de que eso la mataría por dentro.
Pensó en lo que le diría su hermana si le pedía su consejo, o en lo que le
diría Loli, su querida pitonisa. Solo déjate llevar. Las podía oír como si las
tuviera allí mismo, en su dormitorio, que nunca antes le había parecido tan
vacío. Solo déjate llevar, no luches contra tus sentimientos, disfruta de la
segunda oportunidad que la vida te regala.
Se dio la vuelta para mirarse en el espejo de la cómoda y prometerse que
así lo haría. Se merecía ser feliz por fin.

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Capítulo 39

Sara y Carlos estaban discutiendo sobre videojuegos de carreras desde hacía


un buen rato. Carlos insistía en que uno llamado GTA era el mejor. Sara
apostaba por otro llamado Gran Turismo. Loli hacía rato que se había
abstraído y se limitaba a beber de su copa poniendo los ojos en blanco a cada
rato, para diversión de Javier.
—Vamos a bailar tú y yo —le dijo, levantándose y estirando su mano.
—¡Ehhh! De eso nada —protestó Carlos—. Los chicos con los chicos y
las chicas con las chicas. Qué clase de despedida de soltero es esta.
—La única que vas a tener en un pueblo en el que todos nos conocemos y
mañana me van a contar cada paso que hayas dado —respondió Loli,
cruzando los brazos sobre el pecho.
—Te dije que teníamos que haber bajado a Vinaroz —se quejó el novio
hacia su primo.
Javier se encogió de hombros y dejó que Loli lo arrastrara hasta la pista de
la discoteca Bisgargis, donde los dos grupos fiesteros, el del novio y el de la
novia, habían coincidido hacía ya rato.
Sonaba una canción de La Oreja de Van Gogh que a Loli le pareció muy
adecuada: «Cuéntame al oído, muy despacio y muy bajito…». La vida estaba
llena de señales que solo alguien atento como ella podía percibir, y aquella
señal le indicaba que era el momento de obligar a Javier a confesar.
—Cuéntame al oído… —tarareó—, qué está ocurriendo entre Sara y tú —
le dijo sin disimular ni un poco su intención de sonsacarlo.
—¿No te ha contado nada ella? —respondió él.
—Ya sabes que Sara solía ser como una caja fuerte con varias cerraduras
de seguridad —suspiró Loli—. La buena noticia es que ha cambiado un poco,

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ahora es más abierta, capaz de expresar en voz alta sus sentimientos y
preocupaciones, le ayudó mucho la terapia…
—Me contó lo de la psicóloga.
Loli exhaló con alivio, creía que había metido la pata al contar algo
privado de su amiga que tal vez no quería que Javier descubriera. Era una
buena noticia comprobar que él ya lo sabía. Conocía a Sara y aquel asunto no
era algo que surgiera en medio de un café; podía parecer un simple dato, pero
significaba que volvía a confiar en él.
—Parece que habéis estado pasando mucho tiempo juntos. —Javier sonrió
de una forma tan íntima que Loli se tuvo que morder la lengua para no
expresar en voz alta lo que su gesto le sugería—. ¿Todo está bien, entonces?
—Mejor de lo que me esperaba. Cuando nos vimos el primer día dijo que
no quería ser mi amiga.
—¿Y eso es lo que sois? ¿Amigos?
Loli sabía que era demasiado directa, agresiva incluso, pero no le
preocupaba enfadar a Javier, lo único importante era asegurarse de que su
amiga estaba bien.
—Loli, ¿por qué crees que he aceptado cubrir una baja en el centro de
salud de Morella?
Javier inclinó la cara hacia un lado, como un cachorro que espera una
caricia. Loli perdió el paso por un momento cuando las luces de la discoteca
se apagaron y pudo ver, como en una pantalla de cine, a su amiga recogiendo
un ramo de flores entre carcajadas, volviéndose hacia Javier con el ramo en
alto. Él se llevó una mano al corazón y la cubrió con una mirada llena de
promesas.
—Tulipanes —dijo en el momento en que regresó a la pista de baile.
—¿Tulipanes? —preguntó Javier.
—Sí, para mi ramo. Y tengo que practicar mi puntería.
—No tengo ni idea de que estás hablando.
—Nada, una premonición, no te preocupes. Mira, tu hermano está
bailando con Sara.
La pista de baile se había llenado con los invitados a las dos despedidas.
Carlos bailaba con la cuñada de Javier, una norteamericana de película, rubia
y altísima, que no sabía una palabra de español. Sus amigos y compañeros de
trabajo se desvivían por conseguir la atención de las hermanas gemelas de
Javier, y la pandilla de la novia acababa de descorchar una botella de cava en
la barra. Loli aprovechó que acababa la canción para correr hacia ellas y

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alcanzar la primera copa de la torre que habían formado para que el espumoso
cayera como una cascada.
Sus invitadas brindaron por los novios y Loli levantó su copa haciendo un
brindis para su interior. Todo iba a ir bien. Nunca se equivocaba con sus
premoniciones.

El hermano mayor de Javier se parecía demasiado a su padre, por eso Sara se


sintió incómoda cuando la invitó a bailar. Al poco rato se estaba riendo con
sus bromas, Fito tenía la increíble capacidad de hacer humor casi con
cualquier anécdota de su trabajo. Llevaba tanto tiempo en Estados Unidos que
hablaba con acento de allí y a ratos se paraba para encontrar alguna palabra en
castellano en un archivo mental oxidado por falta de uso.
—Mis padres desean que vuelva a España —contestó a su pregunta sobre
su larga estancia en América—, pero a la vez les encanta presumir del éxito
de su primogénito, al que se rifan los mejores hospitales de la Costa Este.
—Es normal que te echen de menos, pero al menos les das motivos para
estar orgullosos.
Lo dijo con total inocencia, pero, al ver el gesto sorprendido de Fito, se
dio cuenta de que había sonado como un reproche hacia la carrera mucho más
mediocre de su hermano pequeño.
—Ya sé que no son personas de trato fácil, están muy chapados a la
antigua y son muy autoritarios, pero nos quieren a todos por igual, no me cabe
duda.
—Creo que no me he expresado bien —rectificó Sara, apurada—. Javier
ha escogido seguir los pasos de su abuelo. Tu padre, más que nadie, debería
valorar su decisión.
—Supongo que lo hace, o lo hará a la larga, cuando se acostumbre a la
idea. La verdad es que hasta el último momento estuvo tratando de convencer
a Javi para que se quedara en Madrid, de repente le llovían ofertas de las
clínicas privadas más prestigiosas.
Sara notó una sensación reconfortante en su interior al descubrir que Javi
había preferido ser médico de cabecera en Morella antes que aceptar que su
padre lo enchufara en algún puesto seguramente mejor pagado.
—¿Y a ti qué te parece? —preguntó, rezando porque Fito le diera la
respuesta que necesitaba oír.

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—Me parece que mi hermano vuelve a ser el de antes… Algo tiene el aire
de Morella que le hace muy feliz —dijo, guiñándole un ojo—. Y no te
preocupes más por mi padre, parece que por fin ha renunciado a tratar de
convertir a mi hermano en su imagen y semejanza.
Fito miró por encima de su hombro para hacerle un guiño a alguien que
estaba detrás, Sara supuso que a Javier, que no les quitaba ojo de encima.
Sara no podía seguir con aquella conversación, era demasiada
información en el momento menos adecuado. Había bebido vino durante la
cena y un par de copas después, suficiente para llevarla a un estado en el que
no podía asimilar todo lo que estaba descubriendo sobre los Miralles.
Cuando se volvió para sentarse vio que una de las invitadas de Loli se
lanzaba directamente a los brazos de Javier, tirando de él para arrastrarlo a la
pista. Todas las solteras, y alguna que no lo era, habían estado rondándolo
desde que se encontraron en la discoteca. Él lograba esquivarlas bailando con
Loli, con sus hermanas o su cuñada, pero ahora por fin una lo había
encontrado a solas.
No se iba a poner celosa, no tenía motivos ni derechos sobre Javier. Lo
que había ocurrido entre ellos los últimos días era algo que nadie más sabía,
no porque hubieran pactado llevarlo en secreto, simplemente porque era algo
privado a lo que ninguno de los dos alcanzaba a poner un nombre. Loli y
Yolanda lo sospechaban, pero de momento había logrado esquivar su
curiosidad.
—Esa le está haciendo un reconocimiento a fondo a Javier. No se ha
enterado de que el médico es él —le dijo su hermana, en cuanto se sentó a su
lado.
Sara ni se atrevió a mirar hacia la pista.
—Sí que se ha enterado, todas lo saben y por eso el interés.
—Y porque Javier está como un queso.
—Yoli…
—Como un queso de esos tiernos que te da ganas de…
Yolanda soltó una carcajada cuando su hermana le tiró un cacahuete del
plato que había sobre la mesa.
—Estoy agotada, creo que me voy a ir a casa.
—De eso nada —dijo su hermana, con los dedos metidos en el canalillo
tratando de recuperar el cacahuete—. Aún queda mucha noche por delante.
—No me voy a quedar mirando cómo otras magrean a mi… —Sara se
mordió la lengua al darse cuenta de que había estado a punto de decir «mi
novio».

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¿Cuándo había vuelto a considerar a Javier su «novio»? ¿Acaso se creía
que volvía a tener diecisiete años?
—No dejes que lo hagan.
—¿Yo? ¿Qué derecho tengo?
—Más que cualquiera de ellas.
Sara por fin se atrevió a mirar hacia la pista. La chica que bailaba con
Javier era una clienta de Loli de la herboristería, una divorciada de unos
treinta y cinco años que no se callaba sus planes para pescar cuanto antes un
nuevo marido. Era una mujer atractiva, siempre con alguna anécdota divertida
que contar, por eso no le extrañó ver que Javier se reía con ganas de sus
ocurrencias. Para no seguir mirando se metió un puñado de cacahuetes en la
boca.
—Voy a por otra copa. ¿Quieres?
—Voy contigo.
Cuando se acercaron a la barra para pedir sus bebidas el pinchadiscos
escogió una balada creada para romper corazones, especialmente el de Sara.
Mientras Annie Lennox cantaba 17 again, ella solo podía mirar al hombre que
había vuelto a entrar en sus sueños para hacer que se sintiera como si
realmente volviera a tener diecisiete años. Solo que él estaba entre los brazos
de otra que le susurraba algo al oído que prefería ni imaginar.
—Ahora sí que me voy —le dijo a su hermana, después de darle un largo
trago a su bebida. Notó el alcohol quemándole todo el recorrido desde los
labios hasta el estómago.
—Venga, Sara…
—Despídeme de Loli.
Miró a su amiga que bailaba con los ojos cerrados, colgada del cuello de
su novio. Por suerte la quería demasiado para sentir envidia, se mintió a sí
misma.
No había llegado a su automóvil cuando oyó pasos apresurados a su
espalda. Una mano la agarró por el codo y Sara se volvió con el pequeño
bolsito de fiesta en alto, dispuesto a usarlo como un arma contra el supuesto
agresor.
—¿Te vas sin despedirte?
Javier había salido detrás de ella tan apresurado que iba en mangas de
camisa, con la cazadora en la mano. Sara sintió un ansia casi absurda de
abrazarlo para que no se enfriara. Ella estaba tiritando a pesar de su grueso
abrigo.
—Estoy cansada —dijo, sorprendiéndose al notar que arrastraba las eses.

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—No vas a conducir, ¿no?
—No he bebido tanto.
—Lo suficiente para que sea una muy mala idea, y más con esos suelos
helados. —Javier se puso la cazadora con un solo gesto, pateando el suelo
cubierto de escarcha para demostrar sus palabras—. ¿Por qué no te quedas en
casa de tu madre? Te acompaño hasta allí.
—No. Vuelve adentro. Diviértete.
Sara descartó conducir en el momento en que se volvió sobre sus tacones
y la calle dio dos giros a su alrededor como si fuera montada en una noria. Sin
mirar atrás, echó a andar en dirección a la casa de su madre. Por algún
motivo, la calle se retorcía a su paso, impidiéndole seguir una línea recta.
Cuando patinó en un charco helado, la misma mano de antes volvió a
agarrarla por el codo.
—No debiste beber esa última copa tan rápido.
—¿Ahora eres la voz de mi conciencia?
—¿Estás enfadada conmigo o es el alcohol que te pone de mal humor?
—¿Por qué tendría que estar enfadada contigo? —Sara se encogió de
hombros, dio dos pasos más y se volvió para mirar a Javier, que ya se había
puesto la dichosa cazadora—. ¿Crees que estoy celosa?
—No lo sé. Dímelo tú.
Sara se mordió el labio para no soltar las maldiciones que tenía en la
punta de la lengua. Él también había bebido mucho, bajo la luz de la farola
tenía el azul de los ojos turbio y la sonrisa floja de quien no es capaz de
pensar con claridad.
—No, no estoy celosa. Me da igual si bailas con todas las mujeres de
Morella. Me da igual si te acuestas con todas las mujeres de Morella… —Con
el dedo índice en alto, dio una vuelta señalando el pueblo a su alrededor.
Cuando completó el giro, tuvo que taparse la boca para contener una arcada.
—¿Me estás dando permiso o me estás animando?
Aquella era una pregunta difícil para la mente demasiado espesa de Sara,
así que se limitó a mirarlo con desdén.
—Haz lo que quieras. No soy tu madre, ni tu novia, ni nadie para decirte
lo que debes hacer.
Quería irse a su casa de una vez. Quería meterse en la cama, taparse con la
manta hasta las orejas y desaparecer para el mundo.
—¿No eres nadie? —Javier se metió las manos en los bolsillos de la
cazadora y la miró con un gesto tan severo que la hizo dar un paso atrás—.
¿Tú no eres nadie para mí, Sara?

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—No. Sí. No sé —respondió confusa ante la pregunta—. Fuimos novios,
sí, ¿cuánto tiempo en realidad? Te lo diré, estuvimos juntos, juntos de verdad,
menos de cuatro meses, y casados una semana. Seguramente batimos algún
récord. —Las piernas se negaban a sostenerla. Se apoyó en un escaparate y se
dejó caer hasta sentarse en el marco de la ventana—. Lo más largo entre
nosotros ha sido nuestro divorcio —terminó, desinflada.
—¿Acaso importa? —Javier apoyó la espalda contra una de las columnas
de piedra de la acera porticada—. Lo que hubo entre nosotros no tiene nada
que ver con el tiempo. No puedes medir el amor en días y horas.
—Amor… —Sara se pasó las manos por la cara, tapándose las orejas
como si no quisiera seguir escuchando—. Yo te quería, ¿sabes? Te quería
tanto que soy incapaz de volver a querer a alguien así. Puede que el amor no
se mida en días, pero sí en cantidad. Todo el amor de mi corazón se agotó en
aquellos cuatro meses. No tengo más, ni para ti ni para nadie.
—Entonces, ¿qué es lo que hemos estado haciendo estos días? ¿Solo
sexo?
—Sí —contestó Sara con la boca pequeña.
—Solo sexo… —Javier dio un paso hacia ella, extendió una mano y le
pasó un dedo por el lóbulo derecho, bajando para acariciarle el cuello. Sara no
pudo controlar la reacción de su cuerpo traidor, la piel que él tocaba se iba
erizando, rogando por sus caricias—. Ahora me dirás que todo eso de que el
primer amor no se olvida es un cuento, ¿no? Que no te importa que yo haya
vuelto a Morella ni que intente recuperar lo que tuvimos.
—Es demasiado tarde para eso —dijo por enésima vez. Le parecía que
aquella idea no la abandonaba ni de día ni de noche.
—¿Por qué es demasiado tarde? —preguntó Javier, obligándola a
cuestionarse aquello que creía una realidad irrefutable—. Tengo treinta años,
Sara, y tú un par menos, ¿a qué le llamas demasiado tarde? Sería tarde si
tuviéramos ochenta años. O no, hay abuelos que se conocen en los viajes
organizados para personas mayores y tan felices.
Intentaba hacerla reír, pero a Sara le estaba sentando muy mal el alcohol
mezclado con palabras desconcertantes, así que negó con la cabeza,
empecinada en su razonamiento.
—¿Estás segura de que es tarde para nosotros? —volvió a preguntar
Javier.
Sara no estaba segura de nada, ni de su propio nombre en aquel momento.
Podía negar en voz alta hasta la extenuación los sentimientos que Javier le
provocaba con su mera presencia. Mientras, en su interior, ríos de lava corrían

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por sus venas y sismos de alta intensidad sacudían cada músculo y cada
nervio solo por tener su mano apoyada en el hombro.
—Sí —murmuró.
Reunió las fuerzas para levantarse, agotada y temblorosa. Por tercera vez,
Javier la agarró por el codo al ver cómo se tambaleaba. Ella le apoyó una
mano en el pecho y se miraron a los ojos en la oscuridad de la acera cubierta.
Él inclinó la cara hasta casi tocarla con la punta de la nariz. Solo se oían sus
respiraciones.
—Mentirosa —le dijo, cuando ella ya abría la boca para recibir un beso.
Sara miró desconcertada cómo él se daba la vuelta y se volvía por donde
había llegado, dejándola allí sola, atónita y frustrada.

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Capítulo 40

A la mañana siguiente, después de una noche repartida entre horas de


insomnio y malos sueños, Sara volvió a Hostal Nou para llenar las horas
vacías en algún trabajo que no le permitiera pensar en Javier y la absurda
discusión de la noche anterior. Le daba vergüenza reconocer que se había
dejado llevar por unos celos absurdos, como si aún fuera una adolescente
insegura de sí misma.
Alguien llamó a la puerta cuando más perdida estaba en sus ensoñaciones.
Respondió con un «adelante, está abierta», sin dejar de mirar la pantalla azul
del dichoso Windows 98. Aún echaba de menos el 95.
—Hola, Sara.
Adolfo Miralles estaba parado en su puerta, tan elegante como siempre,
con su fino abrigo azul marino, que parecía insuficiente para aquella helada
mañana de diciembre. Sara se puso en pie casi de un salto, incapaz de
disimular su sorpresa teñida de desconfianza.
—Buenos días —respondió formal, mirándolo a los ojos mientras rodeaba
el escritorio, como se hace ante las alimañas peligrosas.
—Me han dicho que tú podrías ayudarme.
—¿Tiene algún problema… informático? —Sara miró a su alrededor, a
los equipos que ocupaban la oficina, sin poder creer que realmente hubiera
ido hasta allí para un servicio técnico.
—Estoy esperando por un informe urgente de un paciente, y me han dicho
que podrían enviármelo por fax. Supongo que tienes uno.
—Sí, tengo un fax —contestó ella, acercándose al aparato que tenía sobre
un archivador—. Le anotaré el número para que puedan enviarle el informe.
—Están esperando mi llamada para enviármelo de inmediato. ¿Puedo
utilizar tu teléfono?

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Sara aceptó de nuevo y le indicó el aparato sobre su escritorio. Le extrañó
que el doctor Miralles no utilizara un teléfono móvil; aunque, teniendo en
cuenta su edad, supuso que era de esas personas mayores que se resistían a las
nuevas tecnologías. Le entregó una tarjeta con el número del fax y salió de la
oficina para dejarle que hiciera su llamada en privado.
En el cuartito de al lado tenía la cafetera eléctrica, rodeada de cajas de
suministros informáticos y material de oficina. Se sirvió una taza y lo bebió
despacio, esperando a que su exsuegro saliera de la oficina.
—Ya está —dijo Adolfo, asomándose a la puerta—. ¿Te importa que
espere? Me han dicho que lo envían ya.
—¿Quiere un café?
—Sí, gracias.
Bajo la luz blanca del fluorescente, al padre de Javier se le notaban, y
mucho, los diez años pasados. Tenía gruesas bolsas bajo los ojos y tres rayas
horizontales en la frente que semejaban surcos en una plantación. Rechazó la
leche y el azúcar, pero aceptó una galleta de la caja de lata que Sara tenía al
lado de la cafetera.
—Las hace mi madre —le dijo, para acallar el molesto silencio—, son de
almendra.
—Muy buenas —contestó Adolfo, después de darle un minúsculo
mordisco a la pasta—. ¿Cómo está tu madre? Carmen me contó lo de tu
padre, espero que me aceptes el pésame aunque sea algo tarde.
—Se lo agradezco. —Sara dejó su taza en la pila, bajo la ventana. Afuera
comenzaba a llover de nuevo, un aguanieve que helaba los huesos solo con
mirarlo—. Mi madre tiene un problema cardiaco, además de la depresión que
arrastra desde hace años. Tiene días mejores y días peores.
—Si os puedo ayudar en cualquier asunto médico, hablar con colegas
especialistas, lo que necesites, solo tienes que pedirlo.
Sara miró a su exsuegro sin parpadear. Se preguntó si ese fax que
esperaba era algo realmente urgente o solo una excusa para hablar con ella.
—Es usted muy amable —dijo con evidente recelo. No pudo contenerse
más antes de soltar lo que no paraba de rondarle por la cabeza—. Supongo
que ahora es cuando me dice que le sorprendió verme con Javi y que sería una
locura que nos diéramos otra oportunidad, o algo así.
—No, no, no he venido a decirte eso, pero entiendo tu desconfianza. —
Adolfo se sentó sobre una silla, con los hombros hundidos, como si
acumulara demasiado cansancio en el cuerpo. Desde su posición superior,
Sara trató de verlo de otra manera, como el hombre mayor que era,

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esforzándose por decir algo que se le atragantaba—. El otro día… No
esperábamos verte con Javier, esa es la verdad. Que mi esposa no tiene los
mejores modales cuando algo le molesta también es algo que sabes desde
hace tiempo.
—Hay personas que no cambian.
—Te sorprendería. Es cierto que Asunción es casi inamovible, pero
ambos hemos visto a nuestro hijo alejarse de nosotros hasta tratarnos como
extraños. —Adolfo carraspeó y se pasó una mano por la frente, donde las
arrugas se hacían más profundas según iba hablando—. Éramos conscientes
de cuánto sufría pero no nos permitía consolarlo, nos echaba la culpa de todo
lo ocurrido, incluso de… vuestra pérdida. —En la habitación de al lado
oyeron el sonido del fax imprimiendo. Ninguno de los dos se movió—. Javier
nunca ha vuelto a ser el mismo con nosotros. Es un buen hijo, atento y
considerado, no podemos quejarnos, pero nos mantiene ajenos a su vida, solo
supimos que había llegado a Morella cuando Carmen nos llamó para
comentarlo.
Sara recogió la taza vacía de las manos de Adolfo y se acercó de nuevo a
la pila. Lavó las dos tazas solo para esquivar durante unos segundos la mirada
de su exsuegro y poner en orden sus ideas.
—¿Me está diciendo que vería con buenos ojos que tuviera una relación
con Javi si con eso consiguen recuperar a su hijo? —preguntó, sin dejar de
darle la espalda.
—Tal vez es demasiado tarde para nosotros, la confianza perdida
difícilmente se recupera. —Adolfo se puso en pie, obligando a Sara a
volverse para quedar frente a frente en el escaso espacio del cuartito de
suministros—. Lo que intento decirte es que solo quiero que mi hijo sea feliz.
No volveré a inmiscuirme en su vida. Ni yo, ni su madre.
Eso mismo le había dicho la noche anterior su hijo mayor, pero Sara no
sabía si alegrarse por aquellas palabras, llegaban demasiado tarde, en absoluto
podían paliar el daño causado años atrás. Sara se recordó a sí misma lo que le
había dicho a Javi, ella no sabía odiar a nadie. Alimentar el rencor, que sin
duda se merecían sus padres, solo serviría para hacerse más daño a sí misma,
por eso hacía mucho que lo había expulsado de su vida.
—Creo que ha llegado su fax —dijo, adelantándose para volver a la
oficina.
—Carmen nos habló de ti después de que te marcharas. Nos recriminó
largamente cómo te habíamos tratado y el saludo tan frío que habíamos
intercambiado. Es raro ver a mi hermana enfadada. —Adolfo sonrió con

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pesar, una sonrisa que sorprendió a Sara, porque no la recordaba—. Nos contó
que tienes estudios de Informática y este negocio. —Hizo un gesto que
abarcaba la oficina y las estancias anejas—. Se siente muy orgullosa de tus
logros y no es para menos. Os quiere mucho a las tres, sois más familia para
ella que nosotros, que no hemos venido a visitarla en tantos años.
—Y nosotras la queremos a ella. —Sara le alargó el documento que
estaba en la bandeja del fax. Adolfo lo tomó sin echarle un vistazo, olvidada
la supuesta urgencia del informe—. ¿Puedo ayudarle en algo más?
—Nada más, has sido muy amable.
Sara se adelantó para indicarle el camino de salida, notando que aún no
quería marcharse, que tenía más cosas que decir, a pesar de que ella se
mostraba reacia a escucharlo. Quizá no era consciente de todo lo que removía
en su interior con su sola presencia. Que aquella fuera, además, la
conversación más larga que habían tenido en su vida, la desconcertaba.
—Tome mi número —le dijo, alargándole una tarjeta del mostrador de la
entrada—. Si necesita cualquier otra cosa, no tiene que venir hasta aquí.
—Quería venir —le dijo, cuando ella tenía ya la mano sobre el pomo de la
puerta para abrírsela—. En realidad venía a pedir perdón, y no me voy a ir sin
hacerlo.
—¿Perdón?
—Sí. Cuesta mucho, ¿sabes? Reconocer los propios errores no es fácil
para alguien de mi edad, no estoy acostumbrado a que nadie me cuestione. —
Sonrió otra vez, de aquella manera tan poco expresiva, apenas una leve curva
de la boca severa—. Tú lo hiciste. Te plantaste delante de nosotros y le diste
un vuelco a la vida que teníamos planeada para Javier. No supimos reaccionar
y os hicimos mucho daño a los dos. Lo lamento, lo he lamentado muchísimo
todo este tiempo y sé que es demasiado tarde para disculparme, pero tenía que
hacerlo.
Sara no podía asimilar todo el alcance de sus palabras, solo quería que se
fuera de una vez y la dejara a solas con sus pensamientos, con las sensaciones
que amenazaban con ahogarla. Se llevó una mano a la garganta para deshacer
el nudo que apagaba su voz.
—Tal vez es demasiado tarde para todo —dijo, abriendo la puerta. Una
ráfaga de aire helado y aguanieve empapó la entrada.
—No lo es —dijo Adolfo, cerrándose el abrigo y cubriéndose con su
elegante sombrero—. Cuando vi a mi hijo salir corriendo detrás de ti me
pareció que volvía a tener veinte años y una vez más trataba de librarse de la
cena familiar para ir a buscarte a aquel bar en el que trabajabas. —Ahora fue

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Sara la que no pudo evitar sonreír con aquel recuerdo. Adolfo le puso una
mano enguantada sobre el hombro—. Hasta pronto, Sara.
—Gracias —dijo ella.
Sin pensarlo ni un solo instante, dejándose llevar por la emoción del
momento, se acercó a su exsuegro y le dio un beso en la mejilla, algo que no
había hecho ni el día de su boda. Él la miró sorprendido y entonces sonrió de
verdad, con una alegría que le llegó incluso a los ojos cansados. Aquella
sonrisa le hizo volver a parecerse más que nunca a su hijo.
Cuando por fin la puerta se cerró, Sara se dejó caer sobre la primera silla
que encontró. Ni sus piernas ni su fuerza interior lograrían sostenerla en pie
un minuto más.
Olvidado sobre su escritorio estaba el urgente informe médico que había
llevado hasta allí al doctor Miralles padre.

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Capítulo 41

Aquella tarde, cuando Sara regresaba a Morella, caía aguanieve sobre el


parabrisas de su Golf. El frío era intenso cuando se detuvo ante el centro de
salud, por eso mantuvo la calefacción encendida hasta que vio a Javier salir
por la puerta, cerrándose el abrigo con un escalofrío al pisar la calle.
Sara se ajustó el gorro de lana y abrió la puerta para bajarse,
sorprendiendo a Javier, que la miró con una sonrisa dubitativa.
—¿Damos un paseo?
Él miró al cielo negro, del que ya no caía aguanieve, sino pequeños copos
que moteaban el capó rojo del Golf como lunares.
—Claro. Nunca he visto Morella nevada, ¿es posible que aún sea más
bonita? —preguntó, mirándola como si toda la belleza de uno de los pueblos
más bonitos de España se reflejara en su rostro.
—Es posible.
Sara no llevaba guantes, por supuesto, así que se metió la mano izquierda
en el bolsillo del abrigo. Javier le apretó la otra y se la llevó a su propio
bolsillo. No necesitaba guantes, no necesitaba nada en el mundo, solo al
hombre que caminaba a su lado.
Su hermana le había dicho que no todo se arreglaba hablando. A veces
también eran importantes los gestos. Ir a buscar a Javier era una forma de
pedir perdón por su absurdo comportamiento de la noche anterior. Otro
borrón y cuenta nueva en su vida.
Ella no le preguntó y él no le indicó el camino, ambos sabían adónde se
dirigían. A la luz de las farolas los apóstoles representados en la puerta de la
iglesia parecían quejarse del frío de los copos que se iban posando sobre sus
figuras.

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Sara revivió escenas de aquel primer verano juntos como si en su cabeza
se proyectase el tráiler de una película. Ella y Javi compartiendo un helado,
paseando por la Alameda, yendo al bar de Ramón donde estuvo a punto de
darle su primer beso cuando los interrumpieron…
—Felicidad absoluta. También yo lo recuerdo así, pero me preocupa
quedarme estancada en aquellos tiempos —dijo, mirando la nieve que
cambiaba las formas a su alrededor y convertía la plaza en un lugar onírico—.
Esto…, lo que tenemos ahora, como queramos llamarlo… Me preocupa que
sea solo nostalgia, o un deseo de volver al pasado, de recuperar aquella
inocencia.
Javier habló en voz baja, como si estuvieran intercambiado secretos
delante de oídos curiosos, a pesar de que no se veía un alma a su alrededor.
—Reconozco que pensé mucho en lo nuestro antes de venir a Morella.
Tan solo imaginar que volvería a verte hacía que me sintiera emocionado y
asustado al mismo tiempo. Al llegar, quería correr a buscarte a casa de tu
madre, pero me obligué a esperar, convencido de que podría analizar mejor
mi reacción si nos encontrábamos por sorpresa.
—Sí que fue toda una sorpresa.
—Casi se me sale el corazón del pecho cuando te vi entrar en la consulta.
—Y yo estuve a punto de desmayarme como una actriz de telenovela.
Sara se rio en voz alta, y al hacerlo su aliento formó una nubecilla que
flotó lánguida en el frío aire nocturno. Miró la calle por la que habían llegado,
con el suelo cubierto por una fina capa de nieve en la que aún se notaban sus
pisadas, que iban desapareciendo poco a poco bajo la incesante lluvia de finos
copos.
—¿En qué piensas? —preguntó Javier.
—En que el pasado es como esas huellas en la nieve —dijo, señalando el
suelo—. Cada año, cada vivencia, son los copos que las van cubriendo.
Aunque quisiéramos volver sobre ellas sería imposible, tenemos que trazar un
nuevo camino.
Javier le sujetó la cara con las manos clavando en sus ojos oscuros su
mirada azul.
—¿Juntos? —Fue más un ruego que una pregunta. Sara solo atinó a
mover la cabeza arriba y abajo entre sus manos—. Sara… Mi dulce Sara. Sé
que tú eres mucho más sensata que yo y ahora vas a decir que estoy loco, que
tenemos que tomárnoslo con calma, darnos tiempo para volver a conocernos y
valorar nuestra relación, todas esas cosas tan prácticas que hacen los
adultos…

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—No.
—¿No?
—No. —Sara se abrazó a Javier y le dio un largo beso que alejó el frío
que comenzaba a calar sus abrigos—. No quiero que seamos sensatos, ni
prácticos, ni adultos siquiera. Lo he sido toda mi vida, las circunstancias me
obligaron. La única locura que me he permitido fue enamorarme de ti y creer
que juntos podíamos luchar contra el mundo entero.
—Aún podemos. —Javier la apretó contra su cuerpo con tanta fuerza que
casi podían sentirse la piel bajo todas las capas de ropa que llevaban—. Y esta
vez vamos a ganar.
Sara sintió que se derretía en aquel abrazo, en los besos que Javier iba
depositando sobre su cabeza, su frente, la punta de la nariz, los labios. La
noche, la nieve, la fachada blanca de Santa María y el árbol con el corazón,
todo era un sueño del que no iba a despertar, porque se negaba a hacerlo.
—Juntos —repitió.
—Quiero estar contigo… —dijo Javier, cuya boca le rozaba la oreja—. Te
esperaré todo el tiempo del mundo si no estás preparada, si es demasiado
pronto, si tienes dudas. Solo quiero que no dudes de cuánto te quiero y que
solo deseo estar contigo para siempre.
—Yo también te quiero, no necesito tiempo ni tengo dudas, te quiero
como te he querido toda mi vida —dijo ella, devolviéndole los besos uno a
uno—. Mi casa se ha vuelto un lugar frío y vacío desde que te fuiste. No
quiero volver si no es contigo.
La tormenta arreciaba y una ráfaga de frío intenso hizo que tiritaran a
pesar de todo el calor que sentían en sus corazones. Javier rodeó a Sara con
un brazo y echaron a andar de vuelta, pisando la nueva capa de nieve que
cubría sus huellas anteriores.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste en el aeropuerto de Tenerife? —le
preguntó. Sara se encogió de hombros, no quería recordar aquellos momentos
dolorosos ahora que era tan feliz—. «Si te quedas en Morella…» —insistió él,
obligándola a aceptar que se acordaba perfectamente de sus palabras—.
Tenías razón. No me quedo en Morella por ti, o al menos no solo por ti. Me
quedo por mí, porque aquí he sido más feliz que en ningún otro sitio en mi
vida, a pesar de que he hecho todo lo que me ordenaste hacer: estudiar, viajar,
vivir sin ti.
—No te lo ordené. Era lo que tú querías, tus planes de futuro, me lo
dejaste bien claro.

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—Todos mis planes cambiaron cuando te conocí, Sara. Tú te convertiste
en el único plan.
Eso era todo lo que ella necesitaba escuchar.

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Capítulo 42

El viernes, Sara tenía cita en la peluquería a las cinco de la tarde. No quería


pasarse el día peinada y maquillada para una boda que se celebraba de noche,
lo más probable es que llegase a la ceremonia con los ojos de un mapache y el
pelo lleno de electricidad estática.
—Va a ser la boda más brillante de la historia —bromeó Yolanda, al ver
sus vestidos de lentejuelas colgados de las puertas del armario.
Loli había insistido a todas las invitadas que, puesto que la celebración era
en la noche de Fin de Año, debían ponerse vestidos de fiesta. A Sara no le
había convencido mucho la idea al principio, cuando pensaba que se sentía
más segura con algo más sobrio, pero de algo le había servido la experiencia
de la despedida de soltera y su aburrido vestido de terciopelo negro.
—Me voy ya a la peluquería.
—Pero si aún son las cuatro y media y seguro que te va a tocar esperar,
hoy están a tope entre la boda y las fiestas de Fin de Año.
—Tengo que hacer un recado por el camino —le dijo, sin dar más
explicaciones, metiendo un par de hojas dobladas en su bolso.
—¿Vas a ver a Javi? —preguntó Yolanda, con una sonrisa traviesa.
—¿Por qué preguntas eso?
—El domingo por la tarde fui hasta tu casa, necesitaba usar uno de tus
ordenadores… Os vi salir del bajo y subir juntos a tu casa.
Sara se sentía como una niña sorprendida en falta por sus mayores, solo
que era su hermana pequeña quien la estaba avergonzando de aquella manera.
Esperaba que el calor que sentía en la cara no significara que tenía las mejillas
más rojas que las bolas del árbol de Navidad.
—Solo vino a hablar conmigo… Le estaba enseñando la academia.

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—También me crucé el lunes por la tarde con Javier. Él ni me vio, iba
muy apurado con un paquete de pastelería en la mano, se subió a su Mercedes
y se fue camino de Hostal Nou.
Sara abrió su bolso para comprobar que no se dejaba nada: las llaves, la
cartera y los dos folios impresos que quería entregar a su destinatario antes de
ir a la peluquería.
—Voy a llegar tarde —dijo.
—¿No vas a contarme nada? —insistió su hermana.
—Tengo mucha prisa —alegó, saliendo ya por la puerta.
—Sé que aún lo quieres, Sara, y él te quiere a ti —dijo Yolanda, con tanto
convencimiento que sintió sus palabras haciendo eco directamente en el
corazón—. Solo hay que veros juntos. Es como si de verdad el tiempo no
hubiera pasado para vosotros.
Un rato después, caminando por la cuesta arriba que llevaba a la
peluquería, Sara seguía dándole vueltas a las palabras de su hermana. Se
había mentido a sí misma diciéndose que nunca había esperado tener una
segunda oportunidad. En realidad había soñado con aquello durante años; y
ahora que sus sueños se cumplían, temía hacer algo que lo estropeara, se
sentía como si estuviera pisando un río congelado, esperando el momento en
que el hielo se rompiese bajo sus pies.
Para llegar a su destino tenía que pasar por la casa de los Miralles. Se
detuvo ante la puerta, respiró hondo y usó la pesada aldaba de hierro para
llamar.
Le abrió precisamente la persona a la que quería ver: Adolfo Miralles
padre.
—Hola, Sara.
El padre de Javier le abrió paso hacia el vestíbulo; Sara entró solo para
resguardarse del frío de la calle, no pensaba quedarse más de lo
imprescindible.
—Ayer se dejó en mi oficina el informe que le enviaron por fax —le dijo,
sacando las dos hojas que había metido en su bolso.
—Ah, sí, es que ya lo había leído —contestó Adolfo, tomando el informe
con poco interés para dejarlo sobre un aparador—. Pasa, Carmen está
haciendo café y no me perdonará que te vayas sin saludarla.
—Ya nos vamos a ver esta noche en la boda —dijo Sara, sin poder
negarse a seguirle hasta el salón.
La casa parecía vacía, aunque se oía el sonido de tazas y cucharillas en la
cocina cercana.

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—Javier no está —la informó su exsuegro, haciendo que Sara se sonrojara
al darse cuenta de que había mirado a su alrededor buscándolo—. Ha ido a
ver a Carlos, creo que necesitaba algo de apoyo familiar para prepararse para
el gran paso.
—Yo… En realidad voy camino de la peluquería, tengo cita en diez
minutos.
—No tengas tanta prisa. Ven, siéntate un momento. ¿Has pensado en lo
que hablamos el otro día?
Sara respiró hondo; aceptó sentarse, porque a ratos le parecía que se
mareaba. Desde que los Miralles habían vuelto a entrar en su vida parecía que
había perdido su centro de gravedad.
—Le agradezco la visita, y sus palabras —dijo, escogiendo muy bien las
suyas.
—¿Ya no crees que mis disculpas llegan demasiado tarde?
—No quería decir eso, lo siento, por supuesto que le agradezco sus
disculpas.
—Entonces, quien llega tarde es Javier.
—Es todo muy complicado —dijo Sara, poniéndose en pie como si
tuviera un resorte en el asiento en el momento en el que Asunción de Miralles
apareció por la puerta que daba al patio.
—Sara… Estás aquí.
—Ya me iba.
—¿No te quedas a tomar café?
Sara estuvo a punto de pellizcarse para comprobar si estaba soñando. La
madre de Javier la miraba por primera vez en su vida sin rencor ni
desconfianza. No entendía nada de lo que estaba pasando con sus exsuegros.
—Voy a la peluquería —repitió.
—Para la boda, claro. —Asunción se acercó un poco más, tanto que Sara
pudo percibir el aroma de su inolvidable perfume. En cierta ocasión, en una
perfumería de Castellón, una dependienta se lo había ofrecido y Sara estuvo a
punto de echarse a llorar. Por supuesto, era carísimo—. Me gusta ese corte de
pelo, te favorece.
—Gracias.
Se tocó las cortas puntas que apenas le llegaban a los hombros, impactada
por el primer halago que recibía en su vida de su exsuegra. Ni siquiera el día
de su boda había sido capaz de decirle algo bonito.
—Sara, mira, lo siento si el otro día no fui muy amable contigo.
Acabábamos de llegar, estaba muy cansada y lo que menos me esperaba era

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verte aparecer con Javier.
Parecía que estaban en la semana mundial de las disculpas. Sara ya no
reconocía a los padres de Javier; había algo distinto en ellos, una amabilidad
que podía confundirse con afecto. Recordó lo que le había dicho Adolfo
cuando fue a verla a su casa con la falsa excusa de aquel informe urgente: que
Javier nunca había vuelto a ser el mismo con ellos, que estaba muy
arrepentido por todo lo ocurrido y que nunca volvería a inmiscuirse en la vida
de su hijo. Ni él, ni su esposa.
Realmente parecían haber hecho examen de conciencia. A pesar de todo,
Sara desconfiaba de la profundidad de sus sentimientos.
—Entiendo que se sorprendiera —dijo, para dar por finalizado el asunto
—. Ahora tengo que irme, es un día de mucho trabajo en la peluquería y no
puedo perder la vez.
—Nos vemos en la boda —dijo Asunción, acompañándola por el pasillo
hasta la puerta de la entrada.
—Sí, claro.
—Sara… —Asunción la agarró por el codo obligándola a pararse en el
estrecho pasillo poco iluminado—. Quería contarte algo. No te pido que me
perdones, solo que me escuches.
—En otro momento, quizá —dijo, exagerando su prisa por marcharse para
evitar una confesión que no quería oír.
—El día que Javier llamó desde Tenerife para decir que estabas en el
hospital yo no estaba en casa, había salido con una amiga de compras. —
Asunción la soltó para llevarse la mano al cuello. Había cambiado las perlas
por una gargantilla de oro de gruesos eslabones—. Nos pasamos la tarde en El
Corte Ingles, paseamos por todas las secciones y no sé cómo acabamos en la
infantil. Mi amiga me dijo que debería regalaros algo para el bebé, así que
estuvimos mirando cunas, cochecitos de paseo y ropitas diminutas. Aquella
tarde me di cuenta de que me ilusionaba ser abuela. —Asunción se detuvo
para respirar hondo; soltó el aire despacio, como si fuera el humo de un
cigarro—. Cuando llegué a casa, Adolfo estaba en la puerta con una maleta.
Le pedí que me dejara ir con él… —Se le quebró un poco la voz y necesitó un
minuto para recomponerse—. Me dijo que era mejor que no lo hiciera, que tú
y yo no nos llevábamos bien y no creía que mi presencia te sirviera de
consuelo.
Sara se paró a reflexionar antes de soltar algún reproche demasiado tardío.
Era cierto que en aquellos momentos lo que menos necesitaba era la

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compañía o la compasión de su suegra, pero no era tan cruel como para
reconocerlo en voz alta.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo —dijo, apretando la correa del bolso
que llevaba al hombro con tanta fuerza que se le entumeció la mano.
—Solo quería decírtelo, decirte por fin cuánto lamenté tu pérdida…
Nuestra pérdida.
Por debajo de la puerta entraba una ráfaga de aire frío, Sara le echó la
culpa del estremecimiento que la recorrió de los pies a la cabeza. Se sentía
como una egoísta. Nunca, en todos aquellos años, se había parado a pensar en
que ella también lo había perdido; aunque no lo deseara, aunque fuera un
desastre para el futuro de su hijo, era su nieto. Ella había regresado a su casa,
con sus padres y su hermana, que la querían y la ayudaron a superar su duelo.
Asunción, sin embargo, solo había tenido a un marido distante y un hijo que
la culpaba de todo lo que había salido mal en su relación.
—Gracias por decírmelo —fue lo único que pudo pronunciar.
Asunción se pasó una mano por la cara, recompuso su gesto y forzó una
sonrisa en su rostro perfectamente conservado. Tenía los ojos azules que
había heredado su hijo. Antes a Sara le molestaba que compartieran aquel
rasgo, una niñería que olvidó al ver la emoción que los empañaba.
—Vete, anda, no quiero que llegues tarde por mi culpa.
Al fondo del pasillo estaba Adolfo asomado, había escuchado toda la
conversación en silencio y parecía tan emocionado como ellas.
—Nos vemos esta noche —dijo Sara, levantando una mano para
despedirse de los dos.
Siguió subiendo la empinada cuesta camino de la casa de la peluquera
sintiéndose más ligera que antes de entrar en el hogar de los Miralles. Cuando
ya creía que arrastraría aquella pena toda su vida, descubría que poco a poco
iba liberándose del peso que había cargado durante años. La sorpresa era que
los padres de Javier hubieran resultado de ayuda para finalizar por fin su
duelo. No esperaba que comenzaran una nueva relación de cariño y confianza,
pero al menos podían hablar como personas civilizadas, que era más de lo que
hubiera imaginado cuando pensaba en lo difícil que sería volver a verlos en la
boda de su amiga.
A pocas horas de acabar 1999, Sara sentía que de verdad el Año Nuevo
llegaba cargado de oportunidades, tal vez incluso de sueños cumplidos. No
sabía qué encontraría debajo de todas aquellas capas con las que se había
protegido durante años, quizás un corazón que podía volver a sentir, amar y
confiar en que nada volvería a romperlo en pedazos.

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Cuando en la peluquería le dijeron si quería cortarse la melena, que ya le
tocaba los hombros, decidió que no. Llevaba demasiado tiempo echando de
menos sus largas trenzas.
—Liso y con raya en medio, como siempre —dijo la peluquera.
—No, no. Hoy tengo una gran fiesta, no todos los días se va a una boda en
Fin de Año. —Sara sonrió a otra amiga de la novia que también se estaba
peinando—. Hazme unas ondas y… ¿tienes de esa laca con brillos de
purpurina?
—Por supuesto, este es un local profesional —dijo la peluquera,
guiñándole un ojo en el espejo—. Vas a estar espectacular, ya verás, vas a
tener que quitarte de encima a los moscones. Como se suele decir, de una
boda sale otra boda.
—Dios te oiga —dijo la otra invitada, llevándose una mano al corazón.
Las mujeres que llenaban el local rieron a carcajadas.

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Capítulo 43

Nunca antes se había visto una boda así en Morella. En Año Viejo y con el
orden de los factores invertido, primero la cena y la fiesta, después la
ceremonia matrimonial, tras las uvas. Todos sabían que era por expreso deseo
de la novia; unos decían que por una promesa; otros, que había tenido una
premonición, y los que no habían sido invitados, que solo era un capricho.
Una de las tradiciones que respetaron fue la de la novia llegando tarde. En
el silencio de la noche oyeron un motor que se acercaba y Carlos exhaló
lentamente, formando una nube de vaho a su alrededor. Al poco, el padre de
la novia bajó del viejo Mercedes de Javier, engalanado con flores y lazos para
la ocasión, para abrirle la puerta a su hija.
Carlos tuvo que parpadear para alejar una extraña humedad que le nublaba
la vista cuando la vio aparecer con su vestido blanco, la estola del mismo
color, que su madre había insistido en prestarle, y la larga melena llena de
tirabuzones enmarcando su precioso rostro. Caían finos copos que hacían la
visión aún más onírica, como si la novia se moviera dentro de una bola de
nieve.
—Estás preciosa —acertó a decir, inclinándose para besarla en la mejilla.
—Y tú muy guapo —dijo ella, pasándole una mano por la cara.
—Vamos adentro antes de que nos congelemos todos —pidió Javier,
abriendo la puerta para que entraran delante los padres de Loli.
Cuando los novios entraron en el comedor, con las manos entrelazadas,
los invitados estallaron en un aplauso que hizo temblar las lámparas.

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Sara descartó el surtido de pequeños pastelitos del postre porque sabía que
después de la ceremonia aún tendrían que comer la tarta nupcial y temía por
las costuras de su ceñido vestido. Cuando se estiró para alcanzar su copa
sorprendió la mirada apreciativa de Javier clavada en su escote.
—Creo que va siendo hora de que me encargue de la música —dijo
Yolanda, que había estado quejándose toda la cena de las sintonías de
ascensor que sonaban en la sala.
—¿Vas a poner a las Spice Girls? —bromeó Sara.
—Uy, las Spice ya están pasadas, pero podemos montar un karaoke si te
apetece. —Yolanda se paró al borde de la mesa, le guiñó un ojo a Javier y
empezó a cantar—. «So tell me what you want, what you really, really
want…».
Se alejó caminando hacia atrás, dejando a su hermana con la boca
apretada y una mirada asesina en los ojos. Javier, riéndose por lo bajo, se
levantó para ocupar la silla que había dejado libre Yoli al lado de su hermana.
—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó.
—Muy bien.
—¿Puedo hacer algo para que lo pases mejor? —dijo, inclinándose hacia
ella, que entreabrió la boca a la espera de un beso que él demoró con una
sonrisa traviesa.
La pista de baile comenzó a llenarse de parejas en cuanto sonaron los
primeros acordes de una balada de Luis Miguel, «O tú o ninguna». A Javier le
pareció que era el momento perfecto para pedirle a Sara un baile, pero una
invitada se acercó desde la otra mesa y le puso una mano sobre el hombro,
envolviéndole en su perfume pegajoso.
—¿Te importa que te lo robe, Sara? —dijo, con un desparpajo que no
permitía una respuesta negativa—. Me encanta esta canción.
Javier estuvo seguro de que iba a responder que no le importaba, que no
era su dueña, algo por el estilo; así había comenzado aquella estúpida
discusión de la noche de la despedida, cuando ella dijo que no era nadie en su
vida.
—Llegas tarde, lo siento, pero ya me ha pedido este baile y he aceptado.
Javier miró cómo Sara lo agarraba de la mano y tiraba de él hacia la pista
de baile. Como en un déjà vu, recordó aquella otra vez, cuando las chicas del
desfile de heroínas bíblicas del Sexenni estaban reunidas y Sara lo besó
delante de todas. Después le había confesado que lo había hecho porque
Rebeca estaba segura de que era ella quien le gustaba. A Javier le había
encantado aquel pequeño arrebato, como le encantaba ahora dejarse arrastrar

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a la pista y abrazar a Sara, que escondió la cara en el hueco de su cuello,
incapaz de mirarlo a los ojos.
—«Si no existieras, yo te inventaría, pues sin duda alguna, o tú o
ninguna…» —le tarareó al oído.
Sara sintió una oleada cálida que le subía por el cuerpo hasta hacerla
exhalar un suspiro de placer, relajada como solo se podía sentir al estar entre
los brazos del hombre al que había amado toda su vida. No quería que aquel
momento terminara, solo había algo más delicioso que bailar con Javier, y no
se podía practicar con público.
Abrió los ojos para recordar dónde estaba y se encontró con las miradas
de muchos de los invitados pendientes de su baile.
—Tus padres… —susurró.
—No debemos preocuparnos más por ellos, por fin lo han entendido, y
debo decir que has sido más generosa que yo al perdonarlos. —Javier la besó
en la frente—. Siempre lo eres.
—El rencor no sirve para nada, solo es una piedra en el camino.
—¿Desde cuándo eres tan sabia?
—Será que me estoy haciendo mayor.
—Para mí eres la misma de siempre, solo que sin trenzas.
Le pasó una mano por el pelo, jugando con las ondas que le acariciaban el
cuello. A la intensa luz del salón, su pelo brillaba con destellos de diamante.
—¿No te gusta mi pelo?
—Me encanta. Todo lo tuyo me encanta, Sara. Tu pelo, tus ojos que
transparentan todo lo que piensas, tu boca que parece estar siempre pidiendo
un beso.
—No pares, por favor —dijo ella, coqueta.
—Me gusta cómo pisas firme aunque camines por suelos resbaladizos,
admiro tu nobleza, tu inmenso corazón, y cómo te queda este vestido. —
Javier bajó la mirada hacia su escote y resopló—. Me está volviendo loco.
Sara decidió que desde aquel momento el dichoso vestido de lentejuelas
era su favorito. Valía la pena salirse de su estilo más formal y discreto si
lograba hacer reaccionar a Javier de aquella manera.
La canción se acabó y algunas parejas abandonaron la pista, otras se
intercambiaron, pero ellos se quedaron allí, abrazados, mirándose a los ojos.
—Y ahora un poco de música ochentera —anunció Yolanda a través de la
megafonía—. Seguro que a todos os trae buenos recuerdos.
Entre risas comenzaron a separarse, seguros de que iba a pinchar algo de
música disco para que los invitados comenzaran a quemar la abundante cena

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antes de tomar las uvas. Aún seguían agarrados de las manos cuando comenzó
a sonar Dulce Sara.
—Tenía que suponer que iba a hacer algo así —dijo Sara.
Javier volvió a ponerle la mano en la cintura y la atrajo contra su pecho
hasta que no le quedó más remedio que apoyar de nuevo la cara en el hueco
de su cuello. Los novios no dejaban de mirarlos, también sus padres, sus tíos,
la madre de Sara… Sin querer, se estaban convirtiendo en la atracción de una
fiesta que no era para ellos. No quería robarle el protagonismo a Carlos y
Loli, pero le parecía bien dejar claro delante de todos que así estaban las
cosas. Y estaban muy bien.
—¿Sabes que aprendí a tocarla en la guitarra solo para ti?
—Pero nunca me la tocaste.
—Porque era muy malo y me daba vergüenza.
—Es broma, tú nunca has tenido vergüenza. —Sara se rio, moviendo la
cabeza con incredulidad.
«Hubo un tiempo en que sin quererlo nos llegamos a odiar…», decía la
canción. Javier pensó en las palabras que Sara le había dicho. Ella era incapaz
de odiar a nadie, mucho menos a él.
—No te merezco —le dijo al oído; porque, a pesar de lo que ella había
dicho antes, sí era capaz de sentir vergüenza y no podía mirarla a los ojos para
confesar algo así.
—Es posible —bromeó ella, tan feliz que era incapaz de tomarse sus
palabras en serio—, pero no importa, nadie manda en su corazón y el mío te
pertenece. —Sara le pasó una mano por la nuca, enredando los dedos entre
sus mechones—. La primera vez que te vi pensé que no podía existir un chico
tan guapo, no soportaba ni mirarte a los ojos, era como mirar al sol. Me pasé
dos veranos espiando tu llegada cada mes de julio, buscándote por las calles,
sintiendo que el corazón me salía por la boca cada vez que nos cruzábamos.
—¿Cómo pude estar tan ciego?
—Y después… —Sara hizo una pausa que resumía todos los momentos
hermosos que habían vivido juntos en su gesto soñador—. Nunca llegué a
creérmelo, de verdad. Cada noche volvía a casa preguntándome si el tiempo
que pasaba contigo era en realidad un sueño. Se lo contaba a mi hermana, que
se desesperaba conmigo cuando le decía que era demasiado poco para ti.
—¿Cómo podías pensar eso? —Javier le dio un beso muy suave—. Ni te
imaginas lo afortunado que me sentía por ser el novio de la chica más bonita
de Morella. Cuando yo volvía a casa por la noche repasaba en mi cabeza cada
minuto que habíamos estado juntos, soñaba contigo incluso cuando estaba

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despierto. Carlos se reía de mí cada vez que me sorprendía sonriendo sin
motivo.
—Qué dos tontos éramos.
—Pero muy felices. Nunca he vuelto a sentirme así.
—Yo tampoco —contestó Sara, estrechando más el abrazo justo cuando la
canción se acababa.
—¡Señoras y señores! —gritó Yolanda por los altavoces—. Faltan cinco
minutos para las doce.
En la mesa los esperaban las doce uvas tradicionales. A falta de televisión
para seguir la transmisión de las campanadas de Año Nuevo desde el reloj de
la Puerta del Sol de Madrid, Yolanda conectó la radio a los altavoces y así
dieron la bienvenida al año 2000, entre risas y los inevitables
atragantamientos al tratar de engullir las uvas al ritmo de las campanadas.
Brindaron con cava, hubo besos y abrazos, y al final Sara terminó entre
los brazos de Javier, recibiendo un larguísimo beso que se mereció algunos
abucheos de sus compañeros de mesa.
—Ahora me tengo que ir a ejercer de dama de honor —le dijo a Javier—.
Y tú deberías ir a hacer compañía a tu primo, porque, o se ha atragantado con
las uvas o está a punto de desmayarse al ver que llega la hora.
La novia salió del salón escoltada por sus damas y Javier y su hermano
mayor escoltaron a Carlos, más nervioso de lo esperado, que se dedicó a
pasearse por delante del altar instalado en una esquina del salón, como un
padre esperando a su primer hijo. Al poco sonó la música nupcial y la novia
volvió a entrar del brazo del padrino, con un ramo de tulipanes en la mano.
Cuando Javier vio la forma en que los novios se miraban al situarse ante
el altar, supo cuánto deseaba que el dicho popular se hiciese realidad y que de
aquella boda saliese otra boda.
Las palabras de su tío Rafael al iniciar la ceremonia le trajeron un
recuerdo nítido de su boda con Sara. Tenía que darle la razón a sus mayores y
reconocer que entonces solo eran dos niños, demasiado jóvenes para asumir
las decisiones que habían tomado. Ahora era distinto, por eso también
esperaba que su segunda boda fuera diferente por completo.
—Y como todos sabemos que las bodas civiles son muy aburridas, no
como las canónicas con tanto sentarse y levantarse en la iglesia… —Rafael
Miralles esperó a que se acallaran los murmullos y las risas antes de seguir—,
los amigos de los novios quieren dedicarles unas palabras. Sara, por favor.
Abriendo el bolso para sacar una hoja de papel, Sara se situó detrás del
altar improvisado, acercándose con recelo al micrófono.

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—Loli y yo somos amigas de toda la vida —dijo, un poco dubitativa al
principio al oír su voz ampliada por los altavoces—, en realidad es mi otra
hermana, y ella lo sabe. A Carlos lo conozco desde el día en que él y su primo
nos robaron la bici de Loli. —El novio levantó las manos declarándose
inocente, señalando a Javier que se reía de buena gana—. Tal vez algunos no
lo sepáis, pero era el verano de 1988 y lo de Carlos y Loli fue un flechazo tan
rápido como corto que acabó como el rosario de la aurora. —Hubo más risas
entre los invitados—. Fue entonces cuando Loli me dijo que no se casaría
antes del año 2000, y aquí estamos, a los quince minutos del nuevo año,
celebrando este feliz reencuentro entre dos personas que estaban hechas la
una para la otra desde el principio, aunque hayan tardado once años en darse
cuenta. —Sara miró a los ojos a Javier al decir estas últimas palabras,
doblando el folio con manos temblorosas—. Felicidades, pareja, os quiero
mucho y os deseo todo lo mejor.
Hubo aplausos y silbidos mientras Sara y los novios intercambiaban besos
y abrazos. A continuación, Rafael le cedió el turno a Javier.
—Querida Loli, querido primo, tengo en el bolsillo un bonito discurso
preparado para felicitaros y desearos un maravilloso futuro juntos, pero no lo
voy a leer porque ahora necesito deciros otra cosa. —Javier respiró hondo,
inclinó la cara hacia Sara y volvió a centrarse en los novios—. Os habéis
reencontrado y enamorado después de tantos años, sin dudas y sin rencores,
toda una lección de vida para quienes creen que las segundas oportunidades
no existen. —Vio que Sara inclinaba la cabeza para jugar con la hoja arrugada
que aún tenía entre las manos—. Loli, yo también me he enamorado un poco
de ti al volver a vernos, eres una bruja buena que reparte alegría y esperanza,
con un corazón repleto de generosidad. Carlos, siempre has estado a mi lado
cuando te he necesitado, espero que sepas que yo también estaré siempre para
ti en cualquier circunstancia. Sois mi inspiración y solo puedo desearos que la
felicidad de este día os acompañe siempre.
Javier volvió a su sitio, a la derecha del novio, y miró a Sara, parada al
otro lado de la pareja, tan emocionada que tuvo que secarse una lágrima
cuando se intercambiaron los anillos. Supo entonces con certeza que quería
pedirle matrimonio de nuevo, sin dudas ni esperas innecesarias. Tal vez era
una locura, solo hacía diez días que se habían reencontrado, pero sus
sentimientos seguían siendo los mismos que el día que le pidió que fuera su
novia, aquella noche de verano tras el desfile del Sexenni.
Cuando el padre de Carlos dio por finalizada la ceremonia, los novios se
volvieron hacia los invitados, que lo celebraron con un fuerte aplauso. Luego

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cortaron la tarta, y bailaron solos en la pista una de las canciones favoritas de
Loli, Bailar pegados, de Sergio Dalma. Sentados, con las sillas muy juntas y
las manos entrelazadas, Sara y Javier los miraban con una sonrisa en los
labios.
—¿Bailamos? —dijeron a la vez.
En la pista volvieron a olvidarse de todos, eran solo ellos dos, la cabeza de
Sara apoyada en el hueco del hombro de Javier, los ojos cerrados, disfrutando
de la música y sus cuerpos entrelazados.
Cuando la canción terminó y se separaron, descubrieron que tenían
compañía al recibir una salva de aplausos improvisada. Sara se volvió con una
mano en la boca, riendo avergonzada al ver que prácticamente estaban
rodeados.
Loli cruzó el círculo para acercarse a Sara. Asombrada, miró cómo le
hacía una pequeña reverencia antes de entregarle su ramo de novia.
—Pero, Loli, así no vale —dijo, intentando devolverle el ramo de
tulipanes.
—Sí que vale —contestó la novia, con las manos en alto, caminando hacia
atrás para volver al círculo.
—Claro que vale —añadió Javier, poniendo sus manos sobre las de Sara
para sujetar el ramo de novia.
—¿Esto es cosa tuya? —le preguntó.
—No, ya sabes que la de los presagios es tu amiga, aunque tenga que
forzarlos.
—Es una locura —dijo Sara, siguiendo a Javier hasta la pista de baile
donde volvió a enlazarla por la cintura—. O un sueño, no sé, pero da igual,
solo quiero disfrutarlo.
Javier la separó un poco de su cuerpo y elevó una mano para que ella
pasara por debajo en un giro elegante. Cuando volvió a apretarla contra su
pecho, Sara le rodeó el cuello con los brazos y lo besó, sin importarle que la
vieran sus familias.
—Sara Navarro, he tenido demasiado tiempo para pensar en nuestro
reencuentro, por eso puedo asegurarte que la vida sin ti es demasiado triste —
le dijo, antes de apretarla más y juntar sus rostros, mejilla contra mejilla, para
hablarle al oído—. Por favor, solo tienes que decir que sí y volveremos a
intentarlo.
Sara cerró los ojos para contener la emoción. Cuando le pareció que era
capaz de hablar sin que la emoción la ahogara, rodeó la cara de Javier con las
manos.

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—No creo que debamos intentarlo… —dijo. Lo vio contener el aliento—.
Quiero casarme contigo, Javier Miralles, y esta vez quiero una boda clásica,
quiero prometer que estaré junto a ti, para amarte y respetarte, todos los días
de mi vida.
Javier le devolvió el beso, demorándose en sus labios hasta que sonaron
los últimos acordes de la canción.
—Tienes las manos frías —le dijo.
—Solo tú consigues calentármelas —contestó ella.
Los novios se marcharon en un descuido, los más jóvenes aprovechaban
para probar el cava por primera vez en su vida y los mayores comenzaban a
adormilarse en sus sillas.
En la pista de baile, mientras tanto, Sara y Javi siguieron bailando cada
canción que sonaba, sin dejar de mirarse a los ojos, moviéndose despacio al
ritmo de una música que solo ellos oían.

FIN

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TERESA CAMESELLE (Mugardos, A Coruña, 1968). María Teresa
Cameselle Rodríguez es una escritora española especializada en novela
romántica y narrativa histórica.
Comenzó su carrera con la participación en certámenes de relatos, con los que
alcanzó algún galardón y la publicación en antologías. En 2008 fue finalista
en el Premio de Novela de La Voz de Galicia. También en 2008 ganó el
Premio Talismán de Novela Romántica con su primera novela larga, La hija
del cónsul, que se publicó el mismo año.
Su relación profesional con la literatura también la lleva a impartir talleres,
organiza clubes de lectura, y actualmente ofrece un Curso de Novela
Romántica en la Asociación de Escritores Noveles. Ha sido ponente en
distintos congresos y eventos literarios.
En 2008 publicó su primera novela, La hija del cónsul, que ganó el Premio
Talismán de novela romántica. Incansable, sigue escribiendo y de su pluma
han surgido títulos como No todo fue mentira, El mapa de tus sueños o No
soy la bella durmiente. En 2015 ganó el Premio Vergara con Quimera. En
2019 publicó su primera novela histórica, Como el viento de otoño. En 2020
ha sido premiada con el galardón Letras del Mediterráneo, con Si te quedas en
Morella… Si quieres saber más sobre ella y en qué está trabajando ahora,
visita su página web: www.teresacameselle.com.

Página 322
Notas

Página 323
[1] N. de la Ed.: Tejedores en valenciano. Alude a la danza que recuerda la

tradición textil de la comarca. <<

Página 324
[2] N. de la Ed.: El Flash era un helado de leche, chocolate o zumo de frutas

muy popular entre los niños, a menudo los más pequeños, en la década de
1980 en España. En América Latina se lo conoce como «Congelada» o
«Boli», y según el país puede tener otros nombres (naranjú, bolo, vikingo,
hielito, chupichupi, etc.). Venía en una bolsa de plástico larga y estrecha en la
que se congelaba y era muy económico, estaba entre las cinco y las quince
pesetas. <<

Página 325
[3] N. de la Ed.: Dulce típico elaborado con requesón y almendras. <<

Página 326
[4] N. de la Ed.: La bola de cristal fue un programa infantil emitido por

Televisión Española entre 1984 y 1988. Dirigido por Lolo Rico, recibió el
premio TP de Oro en 1985 y 1987. <<

Página 327
[5] N. de la Ed.: Un, dos tres… responda otra vez fue un programa concurso

emitido por Televisión Española entre 1972 y 2004, dirigido por Chicho
Ibáñez Serrador. El premio principal era un automóvil; el peor premio, una
calabaza, Ruperta. <<

Página 328
[6] N. de la Ed.: Pretendidamente, She drives me crazy; Ella me vuelve loco.

<<

Página 329
[7] N. de la Ed.: En la década de 1980 y hasta 2001, en que fue suspendido por

Real Decreto, los hombres en España, tras alcanzar la mayoría de edad,


estaban obligados a hacer el servicio militar obligatorio, conocido
popularmente como «la mili». Los jóvenes entraban en un sorteo en el que se
les adjudicaba destino, o también podrían resultar excedentes de cupo. Al
llegar a la madurez, eran habituales los recuerdos y las historias de la mili
entre hombres, como sucede en este caso con Javi. <<

Página 330
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