0% encontró este documento útil (0 votos)
186 vistas6 páginas

Selección de Cuentos para Trabajar Cuento Realista

Este documento presenta un cuento realista titulado "El doctor Sandwich" de Juan Solá. Narra la historia de un niño pobre que vende sándwiches para ganarse la vida y sueña con convertirse en abogado. Un día se disfraza con un traje para poder seguir vendiendo en los tribunales, donde se hace conocido como "el doctor Sandwich". A pesar de las dificultades, mantiene su espíritu alegre y trabajador.

Cargado por

Michel Vazquez
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
186 vistas6 páginas

Selección de Cuentos para Trabajar Cuento Realista

Este documento presenta un cuento realista titulado "El doctor Sandwich" de Juan Solá. Narra la historia de un niño pobre que vende sándwiches para ganarse la vida y sueña con convertirse en abogado. Un día se disfraza con un traje para poder seguir vendiendo en los tribunales, donde se hace conocido como "el doctor Sandwich". A pesar de las dificultades, mantiene su espíritu alegre y trabajador.

Cargado por

Michel Vazquez
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 6

Selección de cuentos para trabajar cuento realista

3ero 2da. Escuela 752. Lengua y literatura. Profesor: Michel Vazquez

El doctor Sandwich. Juan Solá

Algún día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser reconocido!, vos haceme caso, me dijo
Ramón. Ramón me quiere mucho, yo me doy cuenta. Debe ser porque los abuelos no son abuelos, sino dos veces
padres.

Hoy me acordé de Ramón y de ese anhelo pueblerino que tenía de verme enorme. La copia de M'hijo el dotor me
miraba desde la repisa y qué orgullo hubiese sentido Ramón si me hubiese visto contando fojas. Pero no, qué fojas
ni fojas. Me dolía un poco que sobre la mesa no hubiese sellos, ni expedientes, ni rastros de tinta. Me dolía un
poco estar contando fetas de queso.

Mamá siempre decía que la pobreza te hace ingenioso y aunque no necesitara demasiado ingenio para montar un
pebete de jamón y queso, venderlos era otra historia.

La gente en la calle es desconfiada: andá a saber de dónde sacó el jamón, andá a saber a cuánto compró ese
queso, andá a saber si se lavó las manos antes de envolverlos.

A veces quisiera que sepan lo temprano que me levanto para que Julio me dé a mí el mejor pan, o que contaran
conmigo los minutos eternos de fila para conseguir el muzzarella de buena marca un poquito más barato, mientras
espío los carritos de los demás, llenos de postrecitos de chocolate y vinos que jamás podré invitarle a Ramón, que
postrado en su ranchito de chapas todavía me piensa de traje y corbata y jamás soportaría esta realidad que
aprieta más que la cofia que uso para que los pelos no se me vayan con los sánguches.

Los Tribunales de la calle Rojas se parecen un poco a un complejo de viviendas abandonadas, con los aires
acondicionados destartalados escupiéndole aire caliente al mediodía. Subí los escalones con el sol pisándome los
hombros con tanta crueldad, que me sentí una hormiga negra bajo la lupa cínica del chango que se escapa al patio
porque no quiere dormir la siesta. Si vendo mucho, me doy el gustito y me compro una Coca, pensé.

A la hora del almuerzo, los empleados largan mate, fojas y teclados y se escapan hasta algún barcito a comer
frituras. Golpeé muchas puertas que no se abrieron y sonreí sin ganas a través de las ventanillas desde donde me
miraban con un poquito de pena y otro poquito de asco. Pero no me importaba. La pobreza te hace ingenioso,
pero también te hace corajudo.

Muy rico todo, decían algunos. Volvé mañana, me pidieron otros. Había vendido casi todo y aquello me alivió más
que los dos minutos de aire acondicionado que me regaló la señora que me hizo pasar a su oficina para darme la
plata.

No me imagino cuán boba habrá sido la sonrisa que se me había dibujado en el rostro. Iba saliendo con el peso de
los billetes en el bolsillo y esas ganas que no se me iban de tomarme una gaseosa y supongo que habrá sido por
eso que cuando el cana me pegó el grito, me asusté tanto, como si recién me hubiese despertado y la pieza
estuviera en llamas.

¿Qué está haciendo, señor?, me dijo. ¿Usted no sabe que acá está prohibida la venta ambulante?, me reclamó.
Retírese, retírese.

No alcancé ni a pedir disculpas. Me hubiese gustado que al menos me pidiera por favor. Retírese, por favor, podría
haber dicho, pero nadie le pide por favor al pibe de los sánguches.

Ese día dormí tranquilo porque pagué la pieza y me tomé la coca y hasta me alcanzó para un helado. Estaba
contento, tan contento que al otro día no me costó nada levantarme temprano para buscar el pan calentito en lo
de Julio. Tan contento, que los carritos de supermercado ajenos, llenos de chocolate y vino, no me importaban ni
un poco.
Canté mientras cortaba el pan y canté un poco más mientras contaba las fetas y a lo mejor los vecinos de la
pensión pensaron que me había vuelto loco, pero qué importaba.

Esta vez me avivé y fui para Tribunales más temprano. Vendí muchos sánguches, más que el día anterior. Algunos
de los empleados me estaban esperando. La señora del aire acondicionado me hizo pasar de nuevo, me ofreció un
vaso de agua frío y me dijo que qué rico pan, que dónde lo había comprado. Andá a saber dónde compra el pan, le
habrán dicho, y tuvo que preguntar. Yo le conté de Julio, pero no me animé a decirle que me hacía ir a las seis, ni
que la panadería me quedaba a diecinueve cuadras. No quería que sintiera pena por mí.

Me habían quedado ocho sánguches, seis de jamón y queso y dos de queso y verduras. Iba saliendo con los ojos en
la canasta y la misma sonrisa boba cuando me choqué de frente con ese muro de tela azul marino que era el cana
del día anterior.

Escuchame una cosa, negro de mierda, me dijo ¿No te dije que no aparezcas más por acá? ¿Querés quedar
demorado? ¿Sos sordo o sos mogólico?

Soy pobre, quise decirle, pero no pude, porque cuando abrí la boca, el oficial agarró la canasta con una mano y mi
brazo con la otra y me acompañó hasta la salida. Acompañar es una forma de decir, no sé cómo se dice cuando te
llevan hasta la puerta de un lugar para echarte, mientras te repiten una y otra vez que la próxima vas preso, que la
próxima te matan, que total nadie va a extrañar a un negrito retobado.

Cuando llegamos hasta las escaleras, el empujón casi me hizo rodar hasta la calle. Giré para pedirle mi canasta y lo
vi agarrar uno a uno los sánguches que me habían quedado y estrellarlos contra el pavimento hirviendo. Los pisó
con las botas, como si fueran colillas de cigarrillos. Me dio mucha lástima porque la comida no se tira y porque en
mi casa no había otra cosa para cenar a la noche, pero peor es terminar preso, así que junté mi canasta y no dije
nada.

La pobreza te hace ingenioso, y el ingenio es un gran aliado cuando a uno le extinguen un poco el coraje.

Tenía que hacer algo para volver a Tribunales, que para mí era como una mina de oro llena de señoras con blusas
de modal y hambre de sanguchitos.

El que me prestó la corbata fue Julio. Me dijo que se la cuide, que era de la comunión del hijo. Planché como pude
la única camisa que tenía y lustré desesperado el par de zapatos que heredé de Ramón. Cambié la cofia por el pelo
peinado al costado, con una raya bien prolijita, y pinté de negro las letras blancas del maletín de lona que
conmemoraba aquel XXIII Congreso Internacional de Ortodoncia y Periodoncia al que había asistido como
camarero a la hora del café.

Llegué al edificio poco después de las doce.

Buenos días, doctor, me dijo el mismo cana de siempre. Cómo se nota que ni te miran a la cara cuando te fajan,
pensé. Con no tener ropa de negro alcanza para pasar desapercibido.

Buenos días, ¿lo puedo ayudar?, me preguntó la señora del aire acondicionado. Sí que puede, le dije yo, y ahí
nomás abrí el maletín lleno de sanguches. Ella quería preguntarme si yo era yo, pero no pudo, porque con la
carcajada que le explotó entre los dientes chuecos alcanzó para que todos sus compañeros se acercaran a ver qué
pasaba.

¡Este es el pibe de los sánguches!, exclamó una, dejando el catálogo de cosméticos sobre el escritorio. ¿Qué haces
así vestido?, preguntó otro, cebándose un mate que de lejos se notaba que estaba bien lavado. ¡Les presento al
doctor Sandwich!, dijo la señora del aire acondicionado, y todos nos reímos un montón.

Me hicieron pasar y les expliqué que la venta ambulante estaba prohibida en el edificio. Ellos me dijeron que no
hiciera caso, que los canas hacen eso porque a ellos no les dan permiso de parar para comer. Yo qué culpa tengo,
pensé, acordándome del queso fundido entre el borceguí negro y el cemento hirviendo de las dos de la tarde
santiagueña.
Algún día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser reconocido!, vos haceme caso, me había
dicho Ramón. Y Ramón tenía razón, porque los abuelos son padres dos veces.

Sigo yendo a Tribunales de traje y corbata todos los días, aunque ahora no me haga tanta falta. Ahí viene el doctor
Sandwich, dicen cuando me ven asomarme a la ventanilla. Todos me conocen y me dicen hola cuando me ven
pasar, aunque no compren. ¿Cómo le va doctor? ¿Le queda algún expediente de jamón y queso?, preguntan, y
ellos se ríen y yo sonrío con ese mismo gesto bobo de siempre.

Me gusta ir a Tribunales para acordarme de ellos, sí, pero también para acordarme de mí. El hornero no se olvida
del nido que construyó metiendo las alas en el barro.

Las zapatillas de Sarita. Juan Solá

La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de pasada cuando se fue a
tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el
patio, con el vestido de flores hecho una campana, inflado de tanto viento norte.

La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano, a las ocho, para ir a lo
del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo antes de que mis amigos y mis primos
llegaran.

Con Sarita mirábamos a mamá poner la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una tabla larga que mi papá
pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mamá y mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de
platitos de plástico rojo y chizitos y gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían
de los lapachos porque se habían quedado dormidas.

Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de cinco a ocho por si en la
puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi
mejor amiga porque cuando se dio cuenta de que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se
habían reido...

¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no sé. La tía Nora habla más
fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro,
Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas nuevas!

Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los charquitos, que eran como
espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda.

¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella salió a recibirla, secándose
las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco
de gaseosa con hielo.

Cuando vienen los primos, mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos miran para todos lados y
preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es
una sábana del Hombre Araña, pero nunca se fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un
poco las flores, como globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan qué significan las canciones de
los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la bienvenida. Al rato, se ponen
chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos, ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido
y enseguida empiezan a preguntar cuánto falta para volver.

Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos.

Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para tomar una gaseosa de
pomelo y comer lo que había en los platitos.

Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en la boca y los escupía y
como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su vaso de pomelo y lo vació en el pasto.
Este cumpleaños es una mierda, dijo.

A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita y se me fueron las
ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y chizitos y al final hicimos muchos porque
los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en
grupo, eso se llama "parlamento".

¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió. No le hagas caso, me dijo
Sarita. Te está buscando roña.

En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me vio, movió la cola y paró
las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me vino encima, con tanta mala suerte que en el
camino le pisó las zapatillas a Lucrecia.

Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y después corrió hasta donde
estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer,
prima!, le dije, asustado. Tenía miedo de que mi papá la castigara a la Negrita.

Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había un monstruo que quería
comerme.

Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba a dar una cachetada. Yo
sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara en voz alta lo que ella pensaba en silencio.

Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos a la Negrita. Pobre
Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le
hizo caso porque no quería que nadie supiera que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las
zapatillas que le había pedido.

Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días.

Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca y papá y la tía y todos
los demás (menos los primos) cantaron con ella.

Me hicieron pararme en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar las velas y papá nos
sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque eran más o menos las seis y media y a esa
hora los árboles del fondo de casa se veían mitad verdes y mitad anaranjados.)

La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera molestado, y ella dijo
que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que Augusto no quería usar, pero que estaba
nuevita.

Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda.

Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y sacó de abajo de la mesa
una bolsita de plástico negro.

¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con cordones blancos y unas
tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas, me dijo mi mamá, que estaba re contenta.
Cuando me las puse, me di cuenta de que me quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que no me
importó. Me paré y era como estar parado arriba de la cama de mis papás.

La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que gracias por todo, que
muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos tuvieron que obligar a darnos un beso con mis
primos, que después se fueron saltando atrás de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la
zanja!

No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos, escondidos debajo de la
tabla.
Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a la mamá que se había
olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió caminando y había pisado barro y me dijo que su
mamá le creyó y yo le conté que mi mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el
domingo había visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para hacer
historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y yo le conté que hay una
mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos y ella me contó que los pingüinos se quedan
con un solo compañero por el resto de su vida y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.

Vaca huye camino al matadero. Juan Solá

El titular del diario parecía una broma:

«Vaca huye camino al matadero, quiebra cerca metálica, rompe brazo humano y nada hasta isla deshabitada
donde todavía sobrevive.»

Pensé que había leído mal y volví a leer:

«Vaca huye camino al matadero, quiebra cerca metálica, rompe brazo humano y nada hasta isla deshabitada
donde todavía sobrevive.»

Vaca huye, murmuré, mientras me cepillaba a los dientes y miraba mis propios ojos, que me devolvían la mirada
desde el espejo sucio del bañito.

Camino al matadero, pensé, agarrando las llaves.

Estaba nublado y hacía calor, creo que era viernes. Lloviznaba finito y había que ponerse el piloto y sudar y andar
así, sin distinguir si me transpiraba la frente o me llovían las axilas.

Puse la SUBE en el lector, crucé el molinete y con la impunidad de los auriculares, exclamé:

¡Rompe cerca metálica!

Una señora me miró con impaciencia.

El subte llegó hasta las pelotas. Cuando las puertas se abrieron, le di paso a una embarazada que salió repartiendo
codazos, murmurando palabrotas.

Miré la hora en el celular. Este era el último tren que me dejaba a tiempo en el centro, así que tuve que meterme
al vagón a matar o morir.

Los que venían atrás de mí también llegaban tarde y me empujaron con mala leche, para estrujarme contra el
vidrio opuesto, a ver si hacía lugar. Ellos también decían groserías.

El bicho de metal se puso en movimiento con un tirón que apenas nos hizo tambalear, pero alcanzó para que una
mujer a mis espaldas perdiera el equilibrio sobre los tacos y se me viniera encima, en un efecto dominó de carne
obrera que acabó conmigo sobre el cuerpo de pajarito de la pasajera apoyada en la puerta.

¡Mi brazo, animal!, protestó.

Llegamos a Estación Bolivar con minutos de retraso. En Independencia habíamos perdido un buen rato: las puertas
no cerraban, de la cantidad de gente que viajaba.

Nadé en un mar de oficinistas bajo Avenida de Mayo y cuando alcancé la superficie, una ola de vendedores
ambulantes y cadetes me atrapó y me arrastró hasta la mitad de la calle, donde giré para esquivar una corriente de
chicos call center, con sus camisas arrugadas bajo la campera de roquero.

Di un par de brazadas, alcancé Rivadavia y a contracorriente llegué al edificio. Me zambullí en un ascensor


inundado de perfume y un poco mareada, llegué a la isla, prendí la computadora y me preparé un café
instantáneo.

Mientras tipeaba la contraseña, abrí el primer cajón, saqué el polvo compacto y lo abrí.
Del otro lado del espejito redondo, la vaca me miraba enojada.

Nadaste hasta el matadero, imbécil, me dijo.

Los colores. Juan Solá

-Escuchame una cosita, mamita, ¿vos qué tenés en la cabeza, me querés decir?

La señora Raquel tenía cara de sapo. De sapo malo, como esos enormes que hay allá en Colonia Benítez, que en
verano se paran abajo de los postes de luz para comerse los bichos.

Yo ya no quería ir más a la salita, pero qué iba a hacer.

-¡Pariste hace cuatro meses, nena! ¿Tu mamá sabe que estás embarazada de nuevo?

Parece que la señora Raquel no entiende que, aunque a mí me duela tanto tener que ir a verla, necesito que me
ayude. Parece que ella se olvida que hay veces que uno odia lo que necesita, como ese beso que te da tu mamá
antes de soltarte la mano para que entres a la escuela, cuando sos demasiado chiquita para que tu guardapolvo
esté tan gastado y la señorita te pone última en la fila para que la directora no vea tus zapatillas de lona, llenas de
agujeros. Yo odiaba ese último beso, porque anunciaba su ausencia, pero lo necesitaba para sobrevivir.

-¡Vos tenés que aprender a decir que no, mamita! Quince años, tenés. ¿Sabés quién es el padre de este, por lo
menos?

Yo miré fijo las baldosas de la salita, que eran un poco blancas y un poco grises, como la tiza contra el pizarrón
negro.

Dibujo lo que quiero ser cuando sea grande, había escrito la señorita, que se llamaba Alba y tenía olor a quita-
esmalte.

Cuando abrí la cartuchera, me encontré con un lápiz negro, un lápiz amarillo y un lápiz verde y pensé que con esos
tres colores no alcanzaba para mostrarle a la seño lo que yo quería ser cuando fuera grande. Le pregunté a Gabi si
me prestaba sus lápices y me dijo que la mamá no le daba permiso, así que tuve que dibujarme con los colores que
tenía. Es muy difícil dibujar lo que querés ser si no tenés colores y nadie quiere prestarte.

-¿Cómo no le pediste que se ponga un preservativo? ¿No te acordás que te hablé de los preservativos? ¿Te acordás
que te mostré como se ponían?

La señora Raquel me miraba fijo, con las cejas juntas y la boca hecha una línea recta. Yo murmuré que sí, que me
acordaba.

-¿Y entonces? ¿Por qué no te cuidaste?

No me animé a decirle. Quería, pero no me animé a explicarle que al Miguel no le podía pedir nada. No supe cómo
decirle que cuando el Miguel viene, yo tengo que quedarme callada y poner la cara abajo de una almohada,
porque él no quiere que lo mire. Quería explicarle que yo hubiese querido que las cosas fueran distintas, pero que
mi casa era una cartuchera vacía y que a esta altura ya no me quedaba ni un solo color para poder dibujarme.
Porque en mi casa manda el Miguel y el Miguel no sabe nada de colores porque es todo negro.

-¿A vos te parece lindo que tus nenes no tengan padre?

Tienen padre, pensé, pero no dije nada. Qué iba a decir, si en mi casa manda el Miguel y el Miguel me dijo que si
digo algo, la va a dejar a mi mamá en la calle. Qué iba a decir, si la señora Raquel no me quería prestar los colores
para explicarle.

También podría gustarte