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Gruner La Tragedia de La Cultura, Una Cuestión de Época

El documento analiza cómo Georg Simmel captó intuitivamente, a través de su teoría del dinero y la modernidad, las ideas fundamentales de Marx sobre la alienación y el fetichismo de la mercancía. Simmel sugiere que la lógica del fetichismo va más allá de lo económico y constituye una forma de percibir el mundo que genera una brecha entre la cultura subjetiva y objetiva. Esta brecha, denominada por Simmel como la "tragedia de la cultura", influyó en pensadores posteriores como Weber, Lukács y Benjamin. La traged

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Gruner La Tragedia de La Cultura, Una Cuestión de Época

El documento analiza cómo Georg Simmel captó intuitivamente, a través de su teoría del dinero y la modernidad, las ideas fundamentales de Marx sobre la alienación y el fetichismo de la mercancía. Simmel sugiere que la lógica del fetichismo va más allá de lo económico y constituye una forma de percibir el mundo que genera una brecha entre la cultura subjetiva y objetiva. Esta brecha, denominada por Simmel como la "tragedia de la cultura", influyó en pensadores posteriores como Weber, Lukács y Benjamin. La traged

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CLACSO

Chapter Title: LA TRAGEDIA DE LA CULTURA: UNA “CUESTIÓN DE ÉPOCA”


Chapter Author(s): Eduardo Grüner

Book Title: Georg Simmel, un siglo después


Book Subtitle: Actualidad y perspectiva
Book Author(s): Esteban Vernik, Thomas Sören Hoffmann, Cornelia Bohn, Hernán
Borisonik, Francisco García Chicote, Werner Jung, Einer Mosquera, Ralph Buchenhorst,
Olga Sabido, Eduardo Weisz, Gina Zabludovsky, Francisco Gil Villegas, Ezequiel Ipar,
Lucía Wegelin, Gisela Catanzaro, Miguel Vedda, Daniel Mundo, José Miguel Marinas
Herreras, Eduardo Grüner, Agustín Prestifilippo, Micaela Cuesta, Haydeé Lorena
Cervantes Reyes, Fernando Alfón, C ...
Book Editor(s): Esteban Vernik and Hernán Borisonik
Published by: CLACSO

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Eduardo Grüner*

Capítulo 19

La tragedia de la cultura
Una “cuestión de época”

En el primer capítulo de El Capital, y en particular en su famo-


so análisis crítico del fetichismo de la mercancía, Marx hace un par de
descubrimientos fundamentales, cuyas premisas y condiciones venían
desarrollándose desde hace al menos un par de décadas antes: en pri-
mer lugar, que su teoría de la alienación –expuesta en sus Manuscritos
de 1844– tiene lo que esquemáticamente se llama una base económi-
ca; segundo, que esa “base económica” no se reduce a la economía
en ningún sentido estrechamente técnico del término, sino que es la
“base” de una crítica de la economía como tal, ella sí crasamente “re-
duccionista”; y tercero, que esa “base” y esa crítica pueden –y deben–
pivotear sobre el examen de ese detalle, esa pequeñez aparentemente
banal y cotidiana que constituye, si se nos permite decirlo así, el alma
y la forma más visible y a la vez más profunda del modo de producción
capitalista: el objeto-mercancía.
No será una novedad para ninguno de ustedes que yo diga que es
un notorio mérito de Simmel el haber captado, intuitiva pero genial-
mente, ya en su Filosofía del dinero, la posibilidad de una extensión
–y de una expansión– de estos hallazgos de Marx a una entera teoría
crítica de la modernidad. Por supuesto, para él no se trata solamente

* Universidad de Buenos Aires.

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Georg Simmel, un siglo después

de Marx, y sería un despropósito tratar de convertir a Simmel en un


“marxista”, en ningún sentido estricto del calificativo. Pero sin duda
esa su teoría de la modernidad no sería lo que es sin el puente y la
puerta que significó Marx.
Muchas veces se le ha criticado a Simmel el que, ocupándose tan
luego del dinero, haya querido explícitamente sustraer su análisis del
ámbito de la economía. Mucho menos, en cambio, se ha señalado que
haciendo esa epojé cuasi fenomenológica Simmel –intencionalmente
o no– sugiere que la lógica del fetichismo (aun cuando quiera soste-
nerse la cláusula de reserva del “determinante en última instancia”)
es mucho más que un tecnicismo económico –aunque sea el “tecni-
cismo” que permite el funcionamiento del sistema en su conjunto–:
es una lógica naturalizada para percibir el mundo, es una manera de
pensar el mundo y de estar en él, y es uno de los resortes fundantes de
la brecha entre la cultura “subjetiva” y la “objetiva”.
El dinero, y todo lo que él implica en sus aspectos materiales,
simbólicos e imaginarios –no digamos ya ideológicos–, es un elemen-
to constituyente de esa brecha, y es la alegoría de esa impotencia es-
tructural de la modernidad para realizarse a sí misma que Simmel
nombró célebremente como tragedia de la cultura. Y tampoco es una
novedad recordar los efectos decisivos que esos anudamientos sim-
melianos tuvieron sobre personajes como Weber, Lukács, Benjamin,
Bloch, y a través de ellos sobre la primera generación de la Escuela
de Frankfurt, y aún –aunque sería imposible demostrarlo aquí– sobre
ciertos aspectos del llamado “existencialismo”: para todos ellos será
esencial el espíritu trágico de un conflicto irresoluble entre polos de la
cultura como los de la vida y la forma en Simmel, llámense racionali-
dad instrumental versus material, “alma” y “formas”, “Ser” y “Nada”
o lo que fuere, en la estela de la ya canónica tríada –la santísima trini-
dad, dirá algún irónico– de los grandes “trágicos” críticos de la moder-
nidad que son Marx, Nietzsche y Freud.
Ahora bien: ¿cómo se opera ese pasaje de la “pequeñez” (de la
nimiedad, de la “banalidad del mal”) del objeto-mercancía y la forma-
dinero a la “grandiosidad” de la Tragedia? La respuesta no es senci-
lla, pero sin duda no puede dejar de partir de una constatación: para
Simmel –como para todos esos otros pensadores críticos que hemos
enumerado– lo trágico moderno no es, ni puede ser, de un orden asi-
milable a la tragedia clásica, la ateniense o siquiera la isabelina. El
“momento trágico” de la modernidad tardía –en el contexto de la gi-
gantesca crisis cultural europea del pasaje entre fines del siglo XIX
y las primeras décadas del XX– no es uno de esos momentos fun-
dacionales en los que se ponen en juego cosas como la redefinición
de la naturaleza de la polis (como ocurre con la tragedia ática en la

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crisis de la introducción de la democracia), o la transformación de la


lógica feudal en violenta gestación del Estado y la sociedad moderno-
burguesas (como, digamos, en el Hamlet de Shakespeare). La tragedia
cultural simmeliana no tiene que ver con ninguna fundación, por más
traumática o sangrienta que fuera, sino en todo caso con el desfonde
y la consiguiente fragmentación o “arruinamiento” (para decirlo en
benjaminiano) de la cultura.
Si se ha podido decir que la tragedia “simmeliana” tiene algo que
ver con lo que luego el propio Benjamin denominará el Trauerspiel,
o que es de inspiración mucho antes judeo-cristiano-romántica que
clásica, lo cierto es que a veces se parece a lo que mucho después
Lacan llamará la tragedia boba: un drama sin grandes héroes cayendo
estrepitosamente de las alturas después de enfrentarse con el coro, sin
cósmicos conflictos entre los hombres y los dioses, sin los desbordes
de la hybris o los encuentros fatídicos entre el Destino y la Tyché. To-
davía en la tragedia marxiana, nietzscheana o freudiana teníamos la
confrontación grandiosa, apocalíptica, universal, entre la Burguesía
y el Proletariado, Apolo y Dionisos, Eros y Tánatos, y así siguiendo.
En Simmel queda, es cierto, el dislocamiento o el desencuentro,
la fractura imposible de suturar, entre entidades “universales” como
la Vida y la Forma, o el Sujeto y el Objeto. Pero quedan reducidos a
su expresión conflictiva en el microcosmos de lo que hemos llamado
una aparente “pequeñez”. En la pérdida de control de los sujetos sobre
las tensiones de una cotidianidad “objetivada”, de una modernidad
solo inteligible –y esto sí se puede mirar con mucha atención a los
detalles– en los pequeños, casi imperceptibles fragmentos de drama-
ticidad urbana (como en esos “microdramas” del sociólogo inequívo-
camente simmeliano que es Erving Goffman), así como en los objetos
en apariencia más humildes y anodinos de la vida cotidiana, e incluso
en partes ínfimas de esos objetos, como en el famoso análisis del asa
de un tazón.
En los análisis del “joven” Lukács, la nostalgia de la Totalidad y el
fracaso en reconquistarla todavía puede dar lugar a esos monumentos
del realismo crítico que son Tolstoi o Balzac. Pero en Simmel la reifica-
ción de la cultura, incluida la gran cultura de esa clase burguesa en as-
censo de la que habla Lukács, no se traduce siquiera en una nostalgia
condenada al fracaso pero activa, sino en el desencanto pleno de una
creatividad humana destinada al absurdo, frente a su impotencia para
recuperar la conciencia de una praxis que ha producido, sí, el mundo
“objetivo”, pero donde la “objetividad”, transformada en acumulación
de ruinas congeladas y opresivamente estáticas, autonomizada como
fin en sí mismo allí donde debía ser simple medio, es como si hubiera
adquirido una presencia propia, una densidad “mineral” de la que se

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ha retirado la posibilidad de asignarle un sentido significativo, al mis-


mo tiempo que la vida cotidiana se dispersa en un flujo inaprehensible
de acciones mecánicas y efímeros estímulos nerviosos.
Si en una presunta literatura de inspiración simmeliana todavía
pudiera encontrarse un héroe trágico, él podría ser por ejemplo el
Meursault de El Extranjero de Camus, que, interrogado por la razón
por la cual ha asesinado al árabe en la playa, solo se le ocurre respon-
der: “Porque había mucho sol”. Y con toda seguridad podría ser el
señor K de El Proceso de Kafka, capaz de soportar una condena pre-
sumiblemente injusta sin siquiera interrogarse por su propia culpa,
porque esas grandiosas realizaciones de la historia humana (la Ley, la
Justicia, el Estado, el propio Dios, y podríamos añadir el Capital y la
Mercancía) son inercias no tanto enigmáticas como vacías de signifi-
cación, herrumbradas maquinarias anónimas que segregan al sujeto
a la condición de mero pretexto desechable.
Llegado a este punto, me permito una modesta hipótesis: este
reduccionismo del enfoque, esta “miniaturización” cotidiana de la
tragedia, es la contribución específica y original de Simmel a una teo-
ría de lo trágico-moderno. Hay bibliotecas enteras, desde Hegel has-
ta nuestro contemporáneo George Steiner, escritas para mostrar por
qué es imposible la tragedia en la modernidad. Para los propios Marx,
Nietzsche y Freud, la tragedia es el gran horizonte de regulación meta-
fórico contra el cual contrastar esa imposibilidad, llámese su retorno
como farsa, su desvanecimiento como fundamento ético, sus aporías
irresueltas en la neurosis edípica, etcétera. Pero, parecería pregun-
tar Simmel, ¿no estaremos demasiado apegados a la idea clásica de
tragedia? ¿Y si –como lo plantea en la Filosofía del dinero y en tantos
otros lugares– hay una nítida discontinuidad entre la modernidad y la
pre-modernidad, no puede pensarse una discontinuidad similar entre
el concepto pre-moderno y un potencial concepto moderno de lo trá-
gico? Y en caso afirmativo, ¿en qué consistiría?
Un primer elemento, ya lo sabemos, es el predominio, o la hege-
monía, de la economía monetaria. En términos filosóficos, se trata
del dominio de la abstracción por sobre la concreción particular de los
objetos y los sujetos. O, como lo traducirá más adelante Adorno, la
plena colonización del Objeto por parte del Concepto. La ratio calcu-
ladora, elevada –mediante una típica operación fetichista de pars-pro-
toto– a la Razón en cuanto tal, deviene la lógica “natural” de los más
ínfimos desarrollos de la Vida, cuya cosificación alienante no es enton-
ces un “efecto perverso” de la economía monetaria capitalista, sino la
condición normal de la “objetivación” moderna, donde los sujetos se
“cosifican” mientras los objetos parecen adquirir una vida propia e
independiente de la praxis que los ha producido.

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Y donde hay, por lo tanto, una ajenidad, un hiato insalvable, entre


Sujeto y Objeto, entre Vida y Forma, que es el modo de funcionamiento
permanente, establecido, del sistema. La tragedia moderna, podríamos
decir, es precisamente esa “normalización” de la Vida enajenada de sí
misma en las formas rigidizadas y abstractas. Es ese corto circuito por
el cual el objeto nunca vuelve al sujeto que lo ha producido, sino que
lo mira socarronamente desde afuera, controlando “amablemente”
(porque el fetichismo es eso: el amor acrítico al objeto devenido Amo
benevolente) los ritmos de su vida.
Allí donde los abogados de un fin de la tragedia en la modernidad
afirman que, en todo caso, lo trágico-moderno consiste en que no pue-
de haber tragedia –un juego de palabras que no hace mucho por poner
realmente la palabra en juego–, Simmel responde, como si dijéramos,
que la cosa es aún peor: la tragedia ya no es la peripecia extraordinaria
del héroe excepcional que revela los peligros que acechan a todos, y
de los cuales pudiéramos purgarnos mediante una aristotélica catar-
sis, sino que está inscripta difusamente en la cotidianidad trivial del
“hombre común”, de esos empleaduchos intercambiables o pequeños
burócratas que son Meursault y el señor K.
La tragedia moderna ya no es, pues, como la clásica, representa-
ble: no es una vida “teatral”, sino el propio teatro de la Vida –como
si dijéramos: una farsesca trivialización calderoniana–. Como dice el
mismo Simmel, en la modernidad el sujeto vive infinitas tragedias en
el profundo contraste formal entre la vida que corre inquieta, pero
temporalmente finita, y sus contenidos que, una vez creados, quedan
fijos, aunque temporalmente válidos. El secreto, aquí, está en esas
nociones inconmensurables y sin embargo simultáneas de finitud, de
fijeza, de temporalidad: el flujo imparable y heterogéneo de la Vida
“congelado” en los objetos, en las instituciones, en las formas que ad-
quieren una “vida” propia, autónoma… y falsa.
Pero, permítaseme retroceder un par de pasos. Si hablamos de la
abstracción del equivalente general monetario, de la inversión entre Su-
jeto y Objeto, de la fetichización, inevitablemente nos reencontramos
con el capítulo I de El Capital. Es verdad que para Simmel el “fetichis-
mo de la mercancía” es solo un caso particular, si bien sustantivo, del
destino general de la cultura en tanto “objetivación autonomizada”.
Pero me gustaría insistir en que esto no implica una contraposi-
ción con Marx, sino una ampliación, o una generalización, que está
potencialmente actuante en el análisis marxiano. Finalmente, tam-
bién ya en Marx encontramos la idea del capitalismo como tragedia
de la trivialidad: allí está, entre otras cosas, su célebre ironía a pro-
pósito de que en su investigación tuvo que internarse detrás de las
brumas densas y misteriosas de la compleja economía burguesa para

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darse cuenta de que en definitiva todo se trataba de… la banalidad de


la mercancía. De que, como se dice vulgarmente, es en los detalles que
actúa el Demonio.
En efecto, lo demoníaco moderno se entreteje en los detalles más
“familiares” –como son los objetos-mercancía o la forma-dinero–: es
decir, en lo siniestro. La categoría freudiana de lo Unheiliche sirve, asi-
mismo, para pensar lo trágico simmeliano: es ese universo cotidiano
y habitual que de repente se vuelve extraño y amenazante, sin por eso
dejar de pertenecer a esa trivial cotidianidad.
Una vez más, no se trata de la excepcionalidad de lo trágico grie-
go, con sus dioses tronando maldiciones desde lo alto, sino de la “nor-
malidad” del estado de emergencia permanente que piensa Benjamin,
ante el cual permanecemos en general indiferentes (o mejor, in-dife-
renciados) porque, precisamente, es más de lo mismo: es la repetición
revestida de novedad a la que aludía Kierkegaard como sello de la
auténtica “repetición”. Lo trágico-moderno no cae del cielo, sino que
es el paisaje que rodea, el aire que se respira. Por ello mismo es tan di-
fícil advertirlo, no digamos ya luchar contra él, “superarlo”. No parece
haber Aufhebung posible para unas contradicciones que sostienen a
la propia Vida: estamos en ellas como estamos por ejemplo en nues-
tra tecnología, que de herramienta “natural”, de mero instrumento “a
la mano”, se vuelve potencia autónoma (2001: Odisea del Espacio, de
Kubrick, es un gran film simmeliano). en efecto, hay en Simmel, antes
que en Benjamin o Heidegger o Frankfurt, una cuestión de la técnica
que condensa la ambivalencia insoluble de la modernidad.
Y no hace falta siquiera llegar a los extremos de nuestra actual
sofisticación tecnológica. Como ya mencionamos, es en la sencillez de
la cotidianidad que anida la lógica de la dualidad trágica. Basta pen-
sar en otro famoso ejemplo de la capacidad de Simmel para extraer
ese mundo de las evidencias más triviales: digamos –ya lo aludimos
al pasar– de una puerta o un puente. El puente, está claro, sirve para
unir dos orillas; pero precisamente por eso su curva maciza señala la
separación entre ellas. La puerta, al revés, sirve para separar dos es-
pacios; pero como tiene umbral, al mismo tiempo los une (como dice
Borges, basta que una puerta se abra para que ya estemos del otro
lado, aún sin movernos, puesto que el espacio exterior invade el nues-
tro). Curiosamente, la metáfora de la dualidad unión / separación –la
puerta y el puente– podría ser útil asimismo para pensar al héroe de la
tragedia clásica por excelencia: Edipo. En Edipo, en efecto, se actúan
los extremos trágicos de la dualidad: él separa demasiado (asesina a
su propio padre) como reverso condicionante de su unir demasiado
(mantiene relaciones incestuosas con su propia madre), así como sabe
demasiado (conoce la respuesta al enigma de la Esfinge) como contra-

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Eduardo Grüner

cara de su ignorar demasiado (su propia identidad catastrófica). Pero,


justamente: Edipo es la excepción, es el que actúa por fuera de toda
legalidad “normalizada”. Su contrapartida, el muy moderno señor K
al que hicimos referencia, vive por el contrario inmerso en la pesadilla
de la “familiaridad” siniestra de la Ley.
La de Kafka es una hazaña ideológica inaudita, más radical de lo
que ninguna crítica “revolucionaria” pudiera concebir. Si El Proceso es
(entre infinitas otras cosas) el Nachleben anticipado de los totalitaris-
mos modernos, lo es en la medida en que su Terror es la normalidad.
No hay allí –al menos no se hace alusión explícita a esas cosas– dic-
taduras ni “estados de excepción”: hay, simplemente, la Ley funcio-
nando comme il faut: como maquinaria anónima e impersonal, cuyos
engranajes deben mantenerse aceitados sin preguntas por la ética o la
justicia de los hechos. Asociación más que obvia: ¿es la arendtiana Ba-
nalidad del Mal? No: es algo más epidérmico y al mismo tiempo más
profundo, más –no encuentro palabra mejor– “metafísico”.
Así, pues, la tragedia puede servir como modelo para hacer el
diagnóstico crítico de la modernidad; pero a condición de que sepa-
mos que es la tragedia de la modernidad, que ha sido secretada por
la propia modernidad. Inútil sería intentar aplicarle a la moderni-
dad, abstractamente, los conceptos clásicos de lo trágico. Solo en la
modernidad encontramos plenamente desarrollada, inscripta inde-
leblemente en la trama misma de la vida cotidiana, esa lógica de “lo
antagónico consigo mismo que acaba destruyéndose”, o esas “fuerzas
negativas orientadas contra un ser que surgen de los estratos más
profundos de este mismo ser”, o que “con su destrucción se consuma
un destino que está ubicado en él mismo”, a que alude Simmel. Todo
esto –lo antagónico autodestructivo, el ser que alberga su propia ne-
gatividad– no es la estofa del héroe extraordinario, sino la de la muy
normal sociedad del dinero y la mercancía, del puente, la puerta o
el asa. Tanto más insidioso es el trabajo de autodestrucción cuanto
que aquella “normalidad” nos impide percibirlo: anacrónicamente,
creemos que hay que buscar el Mal en esas profundidades brumosas
de que habla Marx, cuando en realidad nos rodea con su infinita, pro-
liferante y variada nimiedad.
¿Se trata en Simmel de ese fuerte pesimismo cultural que con fre-
cuencia se le atribuye, digamos, a Freud o a Adorno? Es difícil decirlo
con certeza: su estilo no es casi nunca grandilocuente ni apocalíp-
tico, un poco como si el propio estilo quisiera plegarse impercepti-
blemente a esa cotidianidad trágica que disimula sus antagonismos
autodestructivos. En cierto modo, para repetirnos a nosotros mismos,
es como el de Kafka, del cual Borges, nuevamente, dice que su secreto
no consiste en que sus relatos parezcan pesadillas, sino en que son

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Georg Simmel, un siglo después

pesadillas, narradas –como suele ocurrir en los sueños– con la astuta


simplicidad que las hace verosímilmente “familiares”. Es el estilo del
puente y la puerta: lo cruzamos o la abrimos, las usamos despreocu-
padamente, sin advertir que nos está llevando siempre al lado contra-
rio que nuestros pies.
Tal vez por ello la mayor parte de la sociología “oficial” posterior
a Simmel ha puesto el acento en lo que llamábamos sus análisis de
la “pequeñez” cotidiana, o ha hecho de él un agudo “metodólogo”, o
un formalizador de las relaciones sociales: es que esa sociología “ofi-
cial” es obcecadamente anti-trágica, incapaz por lo tanto de hacer-
se cargo de que solo una sociología discretamente negativa como la
de Simmel es capaz de recuperar las ruinas de la modernidad para
“hacerlas relampaguear en este instante de peligro”, para permanecer
benjaminianos. En este sentido, personalmente, preferiría no hablar
de la “vigencia” de Simmel: esa palabra me suena a conservación un
poco museística. Quizá sería mejor hablar, con un dejo nietzscheano,
de su inactualidad.

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