Quo Vadis, Ecclesia? Hermanos Obispos, Tenemos Que Hablar
Quo Vadis, Ecclesia? Hermanos Obispos, Tenemos Que Hablar
E
l próximo 11 de octubre se cumplen cincuenta años
de la apertura del concilio Vaticano II. Diez lustros son
nada para la gran historia del mundo o para la bimile-
naria de la Iglesia. Pero son casi todo para la generación de
católicos a la que pertenezco. No solamente por razones
cuantitativas obvias (el tiempo transcurrido desde enton-
ces nos ha llevado de la primera juventud a la ancianidad),
sino principalmente por razones cualitativas: el concilio ha
marcado decisivamente la vida de una inmensa mayoría de
nosotros. Su tiempo ha sido nuestro tiempo. Lógicamente
este aniversario se convierte primeramente en espejo re-
trovisor. En él puedo ver reflejado un accidentado camino
biográfico y eclesial, recorrido a impulsos de la emoción, la
ilusión y el desafío que aquel acontecimiento del Espíritu
introdujo en el alambique donde hace medio siglo destilaba
mis opciones vitales. Pero además la efemérides actualiza
el mensaje de Juan XIII en una carta que dictó al cardenal
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Cicognani poco antes de morir: «ha llegado el momento de reconocer los sig-
nos de los tiempos, de coger la oportunidad y de mirar lejos». Mirar al futuro
me provoca la pregunta y la petición con las que he encabezado este texto.
No lo puedo evitar. Últimamente me ocurre con frecuencia. Cada vez
que pienso en la Iglesia vuelven a mi memoria visual las imágenes de una
película de romanos de los años cincuenta, que, siendo todavía un niño, me
impresionaron mucho. Pedro huye de Roma por miedo a la persecución de
Nerón. En el camino un intenso resplandor que emerge de un árbol le de-
tiene. El apóstol pregunta: «Quo vadis, Domine?» («¿Adónde vas, Señor?»).
Por medio de su acompañante recibe la respuesta: «A Roma, para hacer que
me crucifiquen de nuevo. Si abandonas a mis ovejas, yo volveré a Roma para
hacerme crucificar otra vez». Pedro dio media vuelta y se encaminó de nuevo
a Roma, donde murió crucificado. Hoy esa escena
¿Tienen alguna razón se fusiona con otra en la que la Iglesia católica apa-
los que claman? A rece huyendo por miedo1. La persecución no está
pesar de nuestra en el origen de su pánico, sino un conjunto de fe-
buena voluntad, nómenos sociales y eclesiales que percibe como
¿estaremos marchando amenazas y no como oportunidad: el pluralismo,
los cambios culturales, los nuevos sujetos históri-
hacia el gueto? cos, su pérdida de relevancia social, la quiebra de
las identificaciones eclesiales colectivas, el ateísmo,
la secularización, etc. Entonces se oye la voz del Señor: «Quo vadis, ecclesia?
¿Adónde vas Iglesia?» Espontáneamente mi respuesta se suma a la de un vie-
jo clamor cada día más silenciado: «en marcha hacia el gueto»2. Y de esa grave
preocupación nace mi petición: «hermanos obispos, tenemos que hablar».
Seguramente algunos de vosotros pensaréis que ese clamor es injus-
1 Como he escrito en otra ocasión «la Iglesia se encuentra ante una empresa cargada de enormes
desafíos teóricos y prácticos. Quizás ninguno sea comparable al de detener el proceso de
“estabilización mediante el miedo” en que ella misma se halla inmersa. En esta búsqueda de
equilibrio a causa del temor, la Iglesia intenta enfrentarse a las necesidades del momento con los
ojos cerrados, quiere superarlas sin explorarlas con detenimiento y, por tanto, pasa necesariamente
por alto las auténticas alternativas. El miedo no es ni el mejor guardián de la tradición histórica del
catolicismo, ni el talante más adecuado para discernir el camino hacia su futuro en medio de la
complejidad de nuestro tiempo. Generalmente el miedo (por ejemplo, a que con la renovación
conciliar haya entrado de todo en la Iglesia) hace prevalecer las iniciativas de conservación
implacable de la tradición frente a aquellas que buscan su recreación. Este modo de proceder, tan
predominante en la Iglesia actual, cristaliza la identidad de la fe en una determinada fase del
proceso de tradición, promoviendo su fosilización tradicionalista, y premia la hiperafiliación
fundamentalista de sus miembros. El miedo es un mal, pero sutil consejero. Nadie puede pensar
que está libre de su hechizo. Mucha veces se oculta bajo la máscara de un progresismo que sólo es
el resultado de una “fuga hacia delante” de la dureza de lo real. El resultado es la descomposición
de la memoria histórica, la destrucción de la estructura de tradición (de transmisión) y la disolución
de la comunidad de fe»: Identidad humana y experiencia cristiana de Dios, en M. Reus s.j./ F. J.
Vitoria Cormenzana, Experiencia y gratuidad. La fe cristiana, PPC, Madrid 2010, pp. 32-33.
2 Cf., J. Perea, J.I. González Faus, A. Torres Queiruga y J. Vitoria (Eds.), Clamor contra el gueto.
Textos sobre la crisis de la Iglesia, Trotta, Madrid 2012.
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tificado y que solo crea confusión en el pueblo fiel. Os puedo asegurar que
sus protagonistas no son ni botarates irresponsables, ni impulsores de una
hermenéutica en la recepción del Vaticano II, que Benedicto XVI ha (des)cali-
ficado –con pocos argumentos probatorios, todo hay que decirlo– de ruptura
y criticado con dureza. Me estoy refiriendo a insignes miembros de Iglesia y
respetables teólogos. Sin la colaboración de alguno de ellos el renacimiento
conciliar de la eclesiología del Pueblo de Dios y del Misterio de Salvación, el
final del constantinismo y el abandono de la Edad Media, en palabras de Yves
Congar3 no hubieran sido posible en unos tiempos férreamente dominados
por la de la «sociedad perfecta».
La prudencia pastoral reclama de vosotros que, al menos, les escuchéis
y os hagáis preguntas como éstas: ������������������������������������������
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Tienen alguna razón los que claman? A pe-
sar de nuestra buena voluntad, ¿estaremos marchando hacia el gueto? Sé que
no os va resultar una tarea sencilla responderlas. Pero la empresa se tornará
imposible, si no dialogáis con los que discrepamos de las posiciones oficiales.
3 Así lo reconoce un riguroso estudio del dominico francés, en el que referido al Vaticano II se puede
leer lo siguiente: «liberándose de la preocupación obsesiva del poder, del prestigio, de una
definición jurídica de las relaciones más o menos concurrenciales entre poderes, el Vaticano II ha
renovado la manera de abordar la relación entre la Iglesia y el mundo. Ambos son considerados
como envueltos en un designio que camina hacia su consumación escatológica y para cuya
realización la Iglesia es el “el sacramento universal de salvación”, es decir, la forma histórica, social,
visible y pública que toma la voluntad divina para hacer que la creación se consume por su finalidad
en Dios [...] La Iglesia continúa la diaconía que el mismo Dios ejerce hacia el mundo en Jesucristo,
tanto para llevarlo a la condición de Pueblo de Dios como para ayudarle a resolver mejor sus
problemas de mundo en tanto que son problemas humanos [...] La Iglesia es más libre para ofrecer
este servicio, porque ella, por primera vez con esta franqueza y esta amplitud, ha abandonado la
Edad Media, ha aceptado la autonomía de lo temporal dentro de su orden, su carácter laico, y
reconocido el pluralismo de las sociedades modernas»: La eclesiología desde S. Agustín hasta
nuestros días, en Historia de los dogmas III, Cuaderno 3c-d., BAC, Madrid 1986, p. 298.
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equivocación por vuestra parte. Una de las consecuencias de esa práctica tan
extendida es el número creciente de católicos (que abandonan y se quedan)
sin Iglesia, que luego tanto lament�������������������������������������������
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. Para corroborarlo os contaré una expe-
riencia repetida en multitud de ocasiones. Cuando uno de esos grupos “des-
embarca” en una parroquia, siempre en compañía y con el apoyo mutuo de
un presbítero, su efecto es como el de los topillos en los trigales de Castilla,
termina con todo lo que con buena voluntad –y sin duda, también de manera
imperfecta– durante años había ido trabajosamente brotando en aquella co-
munidad. No hay diócesis española donde esto no haya ocurrido. Os puedo
asegurar que allí donde voy me encuentro con grupos de católicos y católicas
damnificados por esta práctica rigorista, denostada por Jesús de Nazaret, que
sin ton ni son arranca el trigo y la cizaña. «Constituyen hoy dentro de la Iglesia
oficial un Iglesia en el exilio»7
La unidad eclesial no la conseguiréis con el silenciamiento de los dis-
crepantes y la represión de los problemas, sino con el esclarecimiento comu-
nicativo entre todos de los mismos. Aunque parezca una verdad de Perogru-
llo, conviene recordar que la unidad sólo se salva a
Si hacéis imposible el través de la comunión de los diferentes y no de la
homogenización de la Iglesia. Si hacéis imposible el
diálogo crítico en el diálogo crítico en el interior de la Iglesia, corréis el
interior de la Iglesia, riesgo de convertirla en un sistema inerte y tota-
corréis el riesgo litario. Y vosotros, de ser una jerarquía sin Iglesia;
de convertirla en o sea, la jerarquía de una secta que, en el interior
un sistema inerte y de un gueto, oculta y defiende su poca fe, mientras
totalitario paradójicamente realiza proclamaciones entusiastas
de la misma, retrasmitidas en directo a las cuatro
direcciones de la rosa de los vientos. Os brindo un
texto de J. Moltmann, un teólogo de la Iglesia evangélica protestante, escrito
hace cuarenta años. Espero que, como a mí, os dé que pensar.
«Identidad cristiana únicamente puede comprenderse como acto
de identificación con el Cristo crucificado, porque y en la medida en que la
proclamación lo ha alcanzado a uno, de modo que en él Dios se ha identificado
con los sin Dios, entre los que uno se encuentra. Si este doble acontecimiento
de identificación constituye el suceso en el que surge la identidad cristiana,
resulta claro que la identidad de la fe cristiana no puede constatarse en ella
misma, ni que tal identidad se puede asegurar contra el constante riesgo de
perderla poniendo toda la confianza en fórmulas doctrinales exactas, rituales
repetibles y pautas fijas de conducta moral. A la pérdida de la fe y de su identi-
dad por la caída en la incredulidad y en otra identidad corresponde precisamen-
te la pérdida de la fe y de su identidad en Cristo por la caída en el raquitismo
la Iglesia?, Cuadernos CJ 153, Cristiansme i Justícia, Barcelona, abril 20008, pp. 5-6. Podéis
lógicamente discrepar, pero no la echéis en saco roto.
7 Cf. J. Perea, Crónica de una demolición anunciada en J. Perea, J.I. González Faus, A. Torres
Queiruga y J. Vitoria (Eds.), o.cit., p.23.
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10 F. Prcela, Lo que la Iglesia en Croacia calla: Concilium 345, abril 2012, pp. 133-135.
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Más aún, no queda ni rastro del optimismo histórico con el que entonces
encarábamos su futuro. Sin embargo también el mundo de hoy necesita visi-
bilizar la contemporaneidad de Jesucristo para creer en el Dios Evangelio. El
Vaticano II nos enseñó que el diálogo era el único
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medio adecuado����������
para sus-
tanciar esa visibilidad ante hombres y mujeres adultos. En realidad la Iglesia
no pretendió otra cosa que hacer suyo el mismo procedimiento seguido por
Dios en su revelación. Y así puso punto final a una época: la del antagonismo
con la cultura moderna.
Sin embargo cincuenta años más tarde en la Iglesia actual, cuando se
rompe el silencio y se toma la palabra, en el mejor de los casos los monólogos
se suceden y superponen unos a otros; y en el peor, los soliloquios se entre-
cruzan ignorándose o chocando y repeliéndose entre sí. Tenemos que poner
punto final al lamentable espectáculo del diálogo de sordos implantado en
Iglesia y generar tiempos y espacios para hablar entre todos y escucharnos
unos a otros. Y fijaros las palabras que he subrayado. No se trata de dialogar
exclusivamente con vosotros, sino de dar forma a una Iglesia coloquial «ad
intra et ad extra»; de contribuir a que se abran espacios a una sinodalidad
auténtica en lugar de sentirnos satisfechos con los sucedáneos.
Un diálogo de estas características sólo se hará posible si aceptáis el
sensus fidelium tal y como lo proclama por el Concilio11 y promovéis estructu-
ras para escucharlo12; si planteáis el diálogo entre vuestro magisterio y el de
11 «El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo
sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios
que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1
Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta
mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los Obispos hasta los
últimos fieles laicos” presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (LG 12).
El subrayado es mío.
12 Geeoffrey Robinson, obispo auxiliar en la archidiócesis de Sídney, dimitió el año 2004 como
consecuencia de sus profundos problemas con la respuesta de la Iglesia oficial a las revelaciones de
los abusos sexuales cometidos por clérigos que la Comisión Nacional, constituida ad hoc y de la
que fue copresidente, iba conociendo. En este contexto y comentando LG 12 escribe lo
siguiente:«Debemos afirmar que el concilio en nombre de la continuidad con la Gran Tradición, creó
una vez más una discontinuidad con la historia más reciente volviendo a la más antigua idea del
sensus fidei de la Iglesia en su conjunto. El concilio reintrodujo claramente este concepto en el
pensamiento eclesial y no puede hacérsele desaparecer […] Del mismo modo que, antes de que la
Iglesia proclame una verdad, debe asegurarse de que esa verdad no es contraria a la Biblia ni a
nuestro mundo interior y exterior ni a lo que nos ha sido transmitido, también debe asegurarse de
que la verdad no es contraria a la fe del papa ni a la fe de los obispos ni a la fe o sensus fidei de
toda la Iglesia. Esto solo puede lograse mediante el diálogo. La necesidad de este diálogo es
fundamental. Si el cuerpo entero de la Iglesia ha de tener libertad de crecer, debe tener algo que
decir en las creencias fundacionales de la Iglesia. Al hablar de los obispos, decía yo que “cualquier
declaración sobre l importancia de este nivel medio de gobierno carece de sentido si no se
establecen firmemente estructuras contingentes que la hagan realidad”, e indicaba que las
estructura actuales en lo que concierne a los obispos están demasiado controladas para funcionar
adecuadamente. ¡Cuánto más verdadero no será, pues, que deben establecerse estructuras para
escuchar el sensus fidei de la Iglesia entera, porque no hay virtualmente estructuras en el nivel
universal y las de nivel más local son un tanto inadecuadas…! […] En los pocos años transcurridos
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del segundo milenio, la Iglesia se ha visto asolada por uno de los peores escándalos de su historia:
los abusos sexuales. Y no ha sido nada bueno que la respuesta de la Iglesia en su conjunto haya
dependido en gran medida de las ideas y limitaciones de una sola persona, el papa, por muy
admirable que esa persona pueda haber sido en otros terrenos. Habría sido mucho mejor que las
duras opiniones de todo el Pueblo de Dios hubieran formado parte de la respuesta. Si la Iglesia ha
de avanzar, debe aprender esta dolorosa lección»: Poder y sexualidad en la Iglesia. Reivindicar el
espíritu de Jesús, Sal Terrae, Santander 2008, pp. 137-138.
13 Cf. A. Torres Queiruga, Magisterio y teología: Concilium 345 (abril 2012), pp. 59-74.
14 Cf. J. Martínez Gordo, Datos y razones de la involución eclesial: Revista Éxodo 109 (2011), pp.
5-12. En lo referente al reconocimiento y al respeto de «las prerrogativas y el ejercicio de ministerio
de los enviados del papa» me vais a permitir un comentario suscitado por una experiencia personal.
Recientemente he asistido a una eucaristía, que se celebraba con motivo de un importante
aniversario de una Universidad Católica. La celebración estuvo presidida por el Nuncio del Papa en
España con el obispo titular de la diócesis a su derecha. Cualquiera de los allí presentes hubiera
dicho, si se le hubiera preguntado, que a primera vista el orden litúrgico desmentía la letra de LG
27. Si alguien hubiera hablado de la ambigüedad buscada de la figura de los nuncios (representa
simultáneamente al obispo de Roma y al jefe del Estado del Vaticano) y hubiera explicado que su
condición de obispo contraviene expresamente un canon de Calcedonia, entonces más de uno
hubiera pensado como yo que estábamos asistiendo a una impostura.
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el Espíritu de Dios –el alma de la Iglesia comunión (Cf. LG 7)– suscitó e impulsó
hace cincuenta años. Sin avances evaluables en esta dirección se podrá seguir
hablando de una «hermenéutica conciliar de la continuidad»������������������
, pero en la prác-
tica se está imponiendo una «hermenéutica conciliar de la ruptura» por mucho
que las más altas instancias eclesiásticas se empeñen en afirmar lo contrario.
15 ¡Por cierto!, de la puesta en marcha de la estrategia pastoral de la restauración nos enteramos por las
conversaciones del Papa actual, cuando era cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, con Vittorio Messori. En el libro que las recoge podemos leer: «Si por
“restauración” se entiende un volver atrás, entonces no es posible restauración alguna. La Iglesia
avanza hacia el cumplimiento de la historia, con la mirada fija en el Señor que viene. No: no se
vuelve ni puede volverse atrás. No hay, pues, “restauración” en este sentido. Pero si por
“restauración” entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio (....) después de las exageraciones
de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones demasiado positivas de
un mundo agnóstico y ateo, pues bien, entonces una “restauración” entendida en este sentido ( es
decir, un equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la totalidad
católica) sería del todo deseable, y por lo demás, se encuentra ya en marcha en la Iglesia» (cf.,
Informe sobre la fe, BAC, Madrid, 1985, p. 44). El diagnóstico del posconcilio así como el deseo de
reequilibrar la recepción conciliar siempre me han parecido no solo respetables, sino muy a tener
en cuenta, dada la autoridad del entonces cardenal y ahora Papa. Pero no me he sentido obligado
a compartirlos, pues ni los diagnósticos ni los deseos afectan a la verdad de fe. La información
sobre la puesta en marcha de la restauración es algo que agradecí en su día, pues ayudaba a
entender lo que estaba pasando con la recepción del Concilio. Pero me sigue causando honda
preocupación no saber quién, cómo y dónde ha tomado esa decisión tan importante para la vida y
la misión de la Iglesia. Por. otra parte, el texto de J. Ratzinger manifiesta extrañamente una
debilidad teológica, pues escatologiza de tal manera a la Iglesia terrena que confunde su condición
peregrina con la celestial, y niega que, como consecuencia de la infidelidad o del pecado, la Iglesia
pueda volverse atrás. Parece haberse olvidado de lo que escribía sobre el pecado de la Iglesia,
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• La reforma litúrgica.
cuando ejercía solamente de teólogo (cf., Franqueza y obediencia, en El Nuevo Pueblo de Dios,
Herder, Barcelona 1972, p. 288).
16 Cf. J. Perea, o. cit. pp. 13-15.
17 Cf., M. Kehl, o.cit. p. 416
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bilizar la ley del celibato obligatorio para que la eucaristía sea cumbre de la
vida cristiana? La costumbre de “las celebraciones en ausencia de presbíte-
ro”, que comienza a hacerse habitual en algunas de nuestras comunidades,
no nos avoca a un catolicismo con Palabra y sin Eucaristía? Y si hacemos caso
al viejo axioma «lex orandi, lex credendi», ¿esas comunidades cómo podrán
creer con Benedicto XVI que «la Iglesia nace de la Eucaristía» y que «de ella
recibe su unidad y su misión18»? ¿No terminarán creyendo que la eucaristía es
irrelevante para su vida de fe? ¿No hay en toda esta restricción un reflejo de
la transformación de la autoridad evangélica en poder sagrado?
–En este contexto deberíamos poder hablar del acceso de las mujeres
al presbiterado19. El pasado Jueves Santo en la homilía de la Misa Crismal el
Papa ha repetido que, según «el Papa Juan Pablo II ha declarado de mane-
ra irrevocable», «la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre
esto». Me llena de extrañeza la fórmula. ¿Quiere decir de manera infalible?
Supongo que no. ¿Quiere decir que en cambio sí ha recibido del Señor autori-
dad para ordenar sacerdotes a varones? ¿Dónde consta? Obviamente no será
en la última cena. Hoy nadie con conocimientos elementales sobre los oríge-
nes del cristianismo la considera como el momento histórico de la institución
del ministerio del presbiterado. La posición del magisterio papal no parece
sustentarse en argumentos teológicos sólidos. Justamente por el enorme po-
tencial conflictivo del tema, tantas veces manifestado en debates cargados de
sentimiento, quiero hacer mía la propuesta siguiente: «Por eso mismo tiene
menos sentido silenciarlo oficialmente, descartarlo como inoportuno o ya “so-
lucionado” definitivamente. Es preciso adoptar una postura abierta ante tales
conflictos elementales, abordarlos por vía argumentativa y buscar caminos
que respondan al evangelio, tengan credibilidad para nuestro tiempo y con-
templen a la vez con realismo la situación en la Iglesia»20.
18 Cf., J. Ratzinger. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. De la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección,
Encuentro, Madrid 2011, p. 165.
19 Obviamente esta cuestión es la punta del iceberg del estatuto de la mujer en la Iglesia, un
auténtico escándalo, que la fidelidad al Vaticano II y al Evangelio exige denunciar.
20 M. Khel, o.cit. p.417.
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los inferiores, de suerte que no puede ser condicionado por ellos, al tiempo
que estos tampoco lo son por los a ellos subordinados. Teniendo en cuenta
el dinamismo intrínseco del poder, la acumulación irá siempre en aumento. Y
no es difícil observar cómo, aunque no siempre en la intención, esto es lo que
ocurre en la realidad, con un creciente dominio canónico del papa sobre los
obispos, de los obispos sobre los sacerdotes y de estos sobre los laicos».
Tanto la descripción del ejercicio del poder en la Iglesia como su justi-
ficación me parecen reales e indiscutibles, pero muy alejadas de la voluntad
de Jesús de Nazaret (cf. Mt 20, 25-28) con la que se deben confrontar para
recuperar su raíz evangélica.
En los últimos treinta años hemos hablado más que nunca de evangeli-
zación y de misión. La fidelidad al concilio en las nuevas circunstancias históri-
cas lo hizo imprescindible. Y sin embargo no hemos sido capaces de dar con
un nuevo modelo de presencia pública de la Iglesia, que sea relevante en las
sociedades plurales y democráticas, aunque necesariamente menos contun-
dente que el viejo de cristiandad. No me queda ya espacio para detenerme en
el análisis y discernimiento de los modelos de misión y de las propuestas de
presencia pública, teóricas y prácticas, que hoy coexisten en la Iglesia. Cues-
tiones, todas ellas, sobre las que debiéramos dialogar. Pero sí quisiera seña-
laros que necesitamos recuperar el estilo conciliar de relación con el mundo.
El concilio practicó un estilo pastoral en el que jugaban un papel fun-
damental la confianza en las posibilidades inéditas del corazón humano y el
diálogo humilde en la búsqueda común de soluciones a los grades desafíos
de la humanidad. Por eso sus documentos huyeron del estilo zelota propio
de “los profetas de calamidades”. Durante el posconcilio este estilo ha dado
paso a otro muy diferente. Hoy, con demasiada frecuencia, la imagen pública
la Iglesia institución es la de una maestra que enseña desde la posesión de la
verdad, dando la impresión de ser “la abogada de Dios”.
Tenemos que aprender de nuevo a ser la Iglesia de Jesús, desplazando
el acento de nuestro anuncio de la contundencia a la mesura que busca la
conversión a través del diálogo y la escucha. Hermanos obispos, es tiempo
de ensayar modos humildes de anuncio de Jesucristo, que den razón de la
presencia gratuita de su Espíritu en la historia humana. La persistencia en un
anuncio contundente parece perseguir más la defensa de un monopolio reli-
gioso por parte de la Iglesia católica que testificar su nombre. Un lenguaje so-
bre Dios y su evangelio, vinculado casi exclusivamente a una moral eclesiástica
avellanada, es decir, seca y dura, distorsiona la imagen del Dios de la Gracia,
cuya moral es al unísono radicalmente exigente y graciosamente misericor-
diosa. Necesitamos emprender la tarea de "desmoralizar" y "desdogmatizar"
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nidad. Seguramente hoy se hacen más necesarios que nunca los servicios de
una Iglesia más diestra en el oficio de la mistagogía que en el de administrar la
Verdad, en el lenguaje de la imaginación religiosa que invita a cruzar fronteras
e ir más allá de nuestros deseos que en el viejo oficio de resolver problemas
morales. Una Iglesia capaz en suma de iniciar en el Misterio para que, como
Jacob, los hombres y las mujeres de este tiempo puedan exclamar de nuevo:
«¡Está Dios en este lugar y yo no lo sabía!» (Gen 28, 16). Las inclemencias
temporales reclaman una Iglesia y una comunidades eclesiales versadas en
iniciar a otros en los secretos de la escucha de la Voz y de la «música callada»
justamente allí donde los gritos incontenibles de dolor de las víctimas parecen
hacerla imposible.
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23 J.-M. R. Tillard, La Iglesia Local. Eclesiología de comunión y catolicidad, Sígueme, Salamanca 1999,
p. 13. El énfasis es del original.
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25 Aprovecho la ocasión para pedir encarecidamente a quien corresponda que retire el número 1937
del Catecismo de la Iglesia Católica de sus próximas ediciones. Su lectura da grima a pesar del
contrapeso del número siguiente. La mezcla de las diferencias naturales entre los seres humanos
con las producidas por la libertad y la afirmación de que pertenecen al plan de Dios me parecen
una clara ofensa a Dios además de contradecir las páginas más luminosas del magisterio social de
los papas.
26 Seguramente la organización no gubernamental que mayor número de dispositivos personales,
organizativos e institucionales dedica a salvar víctimas de la pobreza es la Iglesia católica. Tanto
dentro como fuera de las fronteras patrias. Me parecería imperdonable olvidarme de los miembros
de la Iglesia, varones y mujeres, que a diario dan su vida sin límites para salvar en los campos de
exterminio de la pobreza. Son los mejores activos de nuestra Iglesia.
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28 Fe y futuro, Sígueme Salamanca 1973, pp. 76-77. Los énfasis son míos.
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1
Cada vez con mayor frecuencia vemos asumir el papel de guías o líderes
parroquiales a seglares que, por no estar «ordenados», no pueden celebrar la
eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación. Esto no planteaba
problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración eucarística
dependía sólo de la comunidad. Los encargados de presidir la eucaristía, de
acuerdo con la comunidad, no eran «sacerdotes ordenados», sino feligreses
absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir,
hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había
solteros.
Conclusión
Resumiendo lo dicho en los capítulos que preceden, podemos retener lo
siguiente:
En la Iglesia católica hay dos estamentos, clero y laicado, con distintos
privilegios, derechos y deberes. Esta estructura eclesial no corresponde a lo
que Jesús hizo y enseñó. Sus efectos, por tanto, no han sido beneficiosos para
la Iglesia en el transcurso de la historia.
El concilio Vaticano intentó, sí, salvar el foso existente entre clérigos y laicos,
pero no logró suprimirlo. También en los documentos conciliares, los seglares
aparecen como asistentes de la jerarquía, sin ninguna posibilidad de reivindicar
sus derechos con eficacia.
Ni una sola palabra de Jesús permite deducir que deseara ver entre sus
seguidores un nuevo sacerdocio y un nuevo culto con carácter de sacrificio. Él
mismo no era sacerdote, como no lo fue ninguno de los doce apóstoles, ni
Pablo. Tampoco en los restantes escritos neotestamentarios se percibe huella
alguna de un nuevo sacerdocio.
Jesús no quiso que hubiera entre sus discípulos distintas clases o estados.
«Todos sois hermanos», declara (Mt 23,8). Por ello, los primeros cristianos se
daban unos a otros el nombre de «hermanos» y «hermanas», teniéndose por
tales.
En contradicción con esa consigna de Jesús, se constituyó a partir del siglo III
una «jerarquía» o «autoridad sagrada», de resultas de la cual los fieles
quedaron divididos en dos estamentos: clero y laicado, «ordenados» y
3
CREER EN LA IGLESIA
DEL FUTURO
ÍNDICE
4. La obra espiritual............................................................................................. 86
Prefacio*
La situación de la Iglesia en el Postconcilio
Bajo el impulso del Vaticano II, la Iglesia en su conjunto ha tomado conciencia de la considerable
importancia de las iniciativas que tiene que acometer y de las búsquedas que debe emprender para
realizar entre los hombres de su tiempo la misión que le nació de Jesús de Nazaret.
Hoy son tales y tantas las necesidades y problemas nuevos que se presentan en el Mundo,
irresistiblemente regido por la Ciencia y la Técnica, que el universo mental no sólo de las personas
cultivadas, sino de todos, está siendo profundamente transformado. En la actualidad, son
innumerables, en efecto, las posibilidades y aspiraciones nuevas que brotan de exigencias de tipo
afectivo e intelectual. Antaño no se daban, o eran cosa de una minoría que era excepción. Ahora
resultan frecuentes e indispensables en la vida de muchos que, sin ellas, se hundirían en la oscuridad
del fatalismo o del sin-sentido. Estar a la altura de todas estas cuestiones es capital para la Iglesia,
pues es algo que pertenece a la misión que a sí misma se atribuye. Es necesario que lo haga para
existir de verdad y para no ser arrastrada insensiblemente a [7/8] no ser más que una religión del
pasado y ya irreversiblemente caduca.
De hecho, durante los últimos veinte años, algunos cristianos de un empuje particularmente notable
han realizado este tipo de búsquedas, que han llevado a la Iglesia a tomar decisiones de gran alcance
tanto en lo doctrinal como en lo pastoral. Ha sido como si la Iglesia se despertase tras un largo
período de estabilidad y se abriera a un destino diferente que, aunque ciertamente preparado por el
pasado, en mayor grado viene provocado por la historia de los hombres y como por la llamada del
futuro. De esta manera, la Iglesia ha venido a desembocar en caminos insospechados hasta ahora y
cuya sola concurrencia, antaño, habría sido, primero, considerada como una infidelidad, y luego
rechazada de plano. En lugar de hacerse un ovillo y encerrarse en la estricta conservación de su
tradición (conservación por lo demás ilusoria, pues sólo sería una especie de momificación), la
Iglesia, casi a pesar suyo, se ve conducida a medirse con la tarea inmensa que el Mundo Moderno le
plantea, para poder participar activamente en el devenir de los hombres. Se abre, así, sobre un
porvenir completamente desconocido, pero que, por su fe, ella debe presentir que será de talla
parecida a la de Aquel que está en su origen.
Sin embargo, esta búsqueda múltiple no se ha hecho sin titubeos ni errores. ¿Cabe extrañarse de ello
teniendo en cuenta la condición humana? Estas fluctuaciones —cuya importancia tampoco
conviene minimizar— han turbado e inquietado a un gran número de espíritus e incluso a algunos
personajes que ocupan los más altos puestos de la Institución. El cardenal Ratzinger, entre otros,
afirma, con una claridad que hay que agradecerle, que el balance de estos veinte años de
Postconcilio es negativo. Según él —y, sin duda, según otras autoridades importantes—, para salir
de la vía nefasta en que la Iglesia se ha descarriado en el proceso de decadencia desarrollado bajo el
signo falsificado del Concilio, es de la mayor importancia que dé marcha atrás y que al período de
desbarajustes, rayanos en la subversión, suceda la restauración (que, [8/9] por lo demás, ya está
claramente en curso, como él afirma con conocimiento de causa, sin duda): restauración de un
pasado cuya bondad no hay que demostrar, dado que veinte siglos la garantizan...
[* Nota del Editor: En esta edición castellana el Autor ha introducido diversas variaciones sobre el texto francés original.]
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¿Qué ha pasado para que estos espíritus ponderados y bien situados, por sus elevadas funciones en
la Institución, para estar informados de lo que sucede hayan llegado a tales conclusiones? Doloroso
debate de conciencia, revisión desgarradora de estos veinte años en que con fe y esperanza, con
generosidad y sin medida, se desplegaron los esfuerzos de numerosos creyentes, de entre los más
auténticos, para poner en práctica las decisiones conciliares.
Es indudable que el anuncio del Concilio causó sorpresa. Tras la promulgación de la infalibilidad
pontificia, ¿qué necesidad había ya de Concilios? La decisión casi repentina de Juan XXIII fue
inesperada hasta para él mismo. Además, al principio, su idea era la de tratar simplemente de una
puesta al día de la pastoral, aunque ello requiriese algunos retoques doctrinales. Tres meses bastarían
para resolver los asuntos... Pero ya sabemos cómo fueron las cosas. Las cuestiones planteadas,
dadas sus dimensiones y su complejidad, abrieron inevitablemente horizontes de libertad y de
apertura que hasta entonces estaban fuera del alcance de las miradas de la mayoría o eran
prohibidos con firmeza a quienes habían empezado a soñar en ellos. Tales horizontes llegaron a
producir vértigo, porque anunciaban un porvenir nuevo y difícil. Nuevo, a pesar de que las
numerosas referencias a la tradición, atentas hasta la nimiedad, se esforzaron en mostrar y asegurar
a los inquietos que la tradición, inteligentemente interpretada y convenientemente desarrollada,
bastaba perfectamente para resolver cualquier problema «nuevo» que se presentase... Y también
difícil, por más que, en las respuestas que se dieron, se tendió a la moderación de los extremos más
inquietantes, [9/10] a base de alternar sutilmente en los textos las perspectivas opuestas, según
secciones y párrafos bien proporcionados.
En las décadas que precedieron al Concilio, ya algunas fuertes personalidades —de las más
inteligentes y de las más espirituales—, que por su situación estaban en un contacto especial con su
época, eran conscientes del foso cada vez mayor, más profundo y más ancho, que separaba al
Mundo Moderno de la Iglesia. Pese a los comportamientos de ésta, algunos de ellos, inspirados por
su fe, esperaban que la Iglesia vería despuntar el día —que no se atrevían a pensar próximo— de un
sobresalto vital que la salvaría de la muerte que insidiosamente le acechaba. Cada uno se esforzaba
en apresurar esa hora de salvación, correspondiendo a lo esencial de su propia misión. Con todo,
esa esperanza seguía estando lejos en el tiempo; la certeza de su llegada no conseguía triunfar ante la
evidencia contraria que las apariencias imponían sin contemplaciones. Además, sus posiciones
dentro de la Institución, que en los más eran de las últimas, ¿no resultaban inevitablemente
marginales y, por tanto, condenadas a la impotencia?
Por otra parte, nadie —salvo, quizás, alguno de los más reticentes entre los conservadores— había
previsto la importancia de los problemas que se tendrían que afrontar. Muchas autoridades
eclesiásticas, es cierto, vieron con inquietud y juzgaron inoportuna la iniciativa de Juan XXIII. En lo
posible, se esforzaron por minimizar sus imprevisibles riesgos, preparando con precisión, en el
espíritu del Vaticano I, los textos que, según el programa de sesiones, los padres conciliares no
tendrían más que aprobar y firmar... Ya sabemos que no sucedió así gracias a otra iniciativa
repentina, la del cardenal Liénart, tan imprevista por su parte como el acto de indisciplina del que se
hizo culpable en aquella ocasión... Poniendo al mal tiempo buena cara, se comprende que en esas
condiciones, ya desde el principio y en todos los debates del Concilio, una importante minoría se
esforzase en combatir el espíritu nuevo que acababa de establecerse en la Asamblea. A esa minoría
le parecía evidente que ese nuevo espíritu [10/11] conduciría fatalmente a unas orientaciones
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doctrinales y a unas prácticas pastorales llenas de los peligros de una modernidad de la que, hasta
entonces, la Iglesia había logrado defenderse a base de condenarla solemnemente.
Ciertamente, en los tiempos que siguieron al Concilio aparecieron numerosos desórdenes que
muchas veces se proponían cambiar por cambiar (especialmente en lo litúrgico), más que cambiar
por vivificar lo que estaba inmovilizado por el uso. Se intentaba «llamar la atención», en parte por
infantilismo, en parte por diversión, y en parte también por ciertos resentimientos que no dejaban
de estar algo justificados, ya que muchas cosas, reprimidas desde hacía tiempo, resultaban
explosivas. Pero, en conjunto, fue más un juego de niños revoltosos que algo surgido de una
intención perversa. Si se hubiesen reducido a su exacta medida y mirado con cierta sabiduría, se
habría visto que estaban abocados a extinguirse por sí mismos, como fuego de paja.
A la vista de estos desarreglos, se acrecentó, no obstante, la minoría que, desde el principio, era
hostil a las iniciativas del Concilio. Muchos, incluso de entre los que le eran favorables, desearon
que sonara la hora del restablecimiento y de la rectificación enérgicos. Volver a la línea del pasado
se les hizo una necesidad clara y urgente. Desde entonces, esa minoría no ha aumentado hasta el
punto de convertirse en una mayoría real, pero sí domina, gracias a la estabilidad de los grandes
cargos de la Curia, un gran número de los puestos claves de la Institución. Lentamente, pero con
firmeza, va pesando sobre los destinos de la Iglesia hasta el punto de que hoy, de hecho, es la que
domina.
Sin embargo, más que la consideración de los excesos que escandalizaron con razón, ¿no hay que
afirmar que lo que más ha influido en la decantación de esos espíritus es la aprensión [11/12]
informulable —y, por ende, más inquietante— de un futuro cargado de novedades y de
dificultades? Allí donde la fe no es lo bastante fuerte y no está como fortalecida por la comprensión
de cuanto Jesús tuvo que conocer, combatir y revelar en el Israel de su tiempo, esta aprensión
subterránea e inconfesada hace brotar la angustia engendrada por el miedo a un porvenir totalmente
desconocido, cargado de amenazas y de asechanzas y expuesto a los mayores peligros.
Es verdad que, sin que nadie lo haya previsto —excepto los que de buenas a primeras le habían sido
hostiles por temor a sus consecuencias—, este Concilio abre una nueva era en la vida de la Iglesia,
un periodo de desestabilización como ningún otro de los que hasta ahora se han conocido, y del
que no se puede medir por adelantado ni la importancia ni la duración. Esta nueva etapa, ¿será de
vida o lo será de muerte para una religión que, desde hace veinte siglos, ha jugado un papel capital
en la historia de los hombres, al menos en Occidente? ¿Quién, razonablemente, podría adelantarse a
responder a tal cuestión? Es cierto que, desde hace mucho tiempo, numerosos signos de decadencia
harían prejuzgar con fuerza que el cristianismo ha entrado en un ocaso ineluctable, que hoy parece
acelerarse y hacerse cada vez más irreversible... Aunque, en sentido contrario, la fe que lleva en sí el
discípulo de Aquel que por su vida y por su muerte está en el origen de la Iglesia, le asegura que
ésta, de una forma o de otra, saldrá un día de la situación en la que se hunde desde los tiempos
modernos y que tiende a marginalizarla, a «folklorizarla» dentro de una sociedad cada vez más
secular.
Hay que afirmarlo: la Iglesia volverá a encontrar una vitalidad semejante a la de sus orígenes, y más
7
aún. Pero ¿a qué precio desmesurado?, ¿a través de qué crisis de apariencia mortal?, ¿al término de
qué decrepitud, que será para ella [12/13] como el desierto de su éxodo? ¿Qué forma tomará
entonces la Iglesia?, ¿qué Institución renovada se dará? Nadie puede preverlo, y el que, por pasión
de amor, se aventurase a pensarlo sentiría la angustia que debió conocer Jesús en la hora en que su
misión se abría a una nueva dimensión, más allá de una muerte que parecía cerrar el porvenir para
siempre…
Sin duda alguna, esta nueva juventud de los «últimos tiempos» será más madura que aquella
primavera de las comunidades nacientes de hace veinte siglos, sometida como estuvo a entusiasmos
de naturaleza muy diversa y seriamente ambigua. Esos fervores del principio, a menudo exaltados y
desorbitados, ¿no estaban demasiado alimentados por la espera apasionada del Día final, casi
inminente, y por fenómenos extraordinarios —y también complejos— que adquirieron un
desarrollo singular en beneficio de algunos?... Aquellos carismas ¿no les parecían como una
confirmación providencial de la cercanía del Retorno? Hay que afirmarlo con seguridad. La
juventud que conocerá la Iglesia del futuro, iluminada por la meditación incesantemente renovada
de veinte siglos, y de veinte siglos de historia, será más capaz, por su calidad impregnada de
interioridad y de vida espiritual en el seguimiento de Jesús, de trabajar en la misión que desde un
principio la Iglesia reconoció que había recibido al ser fundada y que ha ido ofreciendo a cada época
como mejor ha podido.
La mediocridad de los ambientes cristianos está en el origen de los «cambios en falso» de después del Concilio
De la misma manera que en los primeros tiempos de la Iglesia se tuvo que realizar un prolongado
discernimiento, ahora también se ha de hacer lo mismo. Un resultado capital del mismo consiste en
afirmar que las numerosas causas que subyacen a los conflictos actuales provienen, más o menos
directamente, de la mediocridad de los medios cristianos, los [13/14] cuales no tienen nada que
envidiar, en este campo, a la sociedad reinante. Los contornos imprecisos de la insignificancia
espiritual del mundo de los bautizados son difíciles de medir en medio de las tinieblas del Mundo.
Máxime cuando la subhumanidad ambiente, flotante y mate, ayuda a disimular dicha insignificancia
bajo las apariencias de una real rectitud de vida y a veces de una piedad sincera.
Los católicos en su conjunto, pasivos desde siempre, no estaban preparados para comprender la
utilidad del Concilio ni tampoco estaban dispuestos a corresponderle. Una mirada a la historia de
los siglos pasados, ya mejor conocida, nos enseña, con realismo y sin glosa edulcorante, cuántas
evidencias falsas, cuántas imaginaciones supersticiosas, debidas a la inmadurez general de la época,
inspiraban a los cristianos. En el ámbito de la «doctrina», ¿no hay que reconocer que, por sus
construcciones «sobrenaturales», más bien materiales y burdas, este cristianismo ha escamoteado las
cuestiones esenciales sobre el hombre, sobre Dios y sobre Jesús que tendrían que ser sin cesar, para
el creyente, el aguijón de su búsqueda cotidiana y el fermento de su crecimiento espiritual? Y en el
ámbito de la «moral», ¿no hay que reconocer también que, debido a una sabiduría mezquinamente
sabia, el cristianismo ha cultivado demasiado, en los siglos pasados, un rigorismo que ha llevado a
juzgar mal las grandes pasiones del hombre, mostrando únicamente su utilidad para la especie y sus
peligros para quienes quedan cogidos por ellas, sin, por lo demás, ayudar a los hombres a descubrir
hasta qué profundidad y altura podrían llegar mediante ellas si respondieran a su impulso con fe y
fidelidad?
Frente al muro espeso de los siglos, algunos creyentes, pocos en número todavía, se esfuerzan por
distanciarse de esa insignificancia ambiental y van emergiendo de ella; pero eso sólo se logra a lo
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largo (y hacia el final) de una vida vivida en la fortaleza y en el peligro, en la fidelidad y la tenacidad.
Esa evolución, en constante progreso, la hicieron «transgrediendo» la adhesión ciega inicial a las
doctrinas de su medio ambiental, que les eran predicadas en la parroquia. [14/15] Esa adhesión les
hubiera prohibido hacer semejante itinerario, que no está exento de estancamientos, retrocesos y
excesos, que cada uno ha de asumir por su cuenta y riesgo.
En adelante, su religión, dirigida a la adoración en espíritu y verdad de Dios —por lo menos del
Dios que la totalidad de su ser les permite alcanzar--, se independiza y purifica de la religiosidad
ancestral y como innata que fue el motor principal de la religión de su infancia. Antes suscribían
plenamente, por una obediencia escrupulosa de la que se sienten retrospectivamente satisfechos,
aquella religión, como ahora, gracias a una fidelidad perseverante y llegados a una maduración
personal, se abren a una especie de transformación, cercana a una real mutación que, poco a poco
pero firmemente, se les ha ido imponiendo por las exigencias de la intelectualidad, iluminada por la
fe, a propósito de las creencias. Su religión pasa entonces a ser más discreta, más afinada en sus
manifestaciones, que, dada la condición humana, siempre serán en cierto modo ambiguas.
¡Qué raros y escasos resultan esos hombres de fe cuya religión se eleva a medida que crece su
fidelidad! En medio del gran número de bautizados que sólo son cristianos como por descuido,
ante tantos hombres que han seguido siendo creyentes a lo largo de sus años de una manera tan
poco adulta que, con la edad, resulta pueril, cabe preguntarse: ¿tienen unos y otros la misma
religión? Es verdad que hay muchos hombres inteligentes y despiertos entre los católicos
practicantes, pero da toda la impresión de que hay pocos entre ellos que piensen realmente en lo
que creen y en las razones de lo que se imponen a sí mismos por disciplina. Excepcionales son los
que se emplean en ese trabajo de apropiación y reflexión hasta el punto de hacerlo tema constante
de sus búsquedas y, por tanto, de sus criticas —tal como debería ser para que les resultaran
espiritualmente fecundas—. Por contraste, ¡a cuántos les resultan indiferentes las actividades
religiosas, mientras se apasionan por las que les preocupan e inquietan de veras! Entre estos últimos,
no obstante, oscura y tímidamente, algunos (seres de rectitud y de conciencia, más que [15/16] de
interioridad real y de reflexión valiente) sienten esa diferencia de intereses en el centro mismo de su
vida. Y es por eso, como para evitar una nota falsa en lo más mínimo, por lo que se aferran a sus
certidumbres religiosas con una intransigencia obstinada y con una estrechez de miras
desacostumbrada en personas de suficiente cultura.
La mediocridad de los ambientes cristianos es demasiado general como para atribuirla únicamente a
las deficiencias individuales o al «espíritu del mundo moderno». Hay que preguntarse: ¿cómo es
posible que la Iglesia haya podido fracasar hasta ese punto en su obra espiritual respecto de sus
miembros —incluso con los más dóciles— siendo la organización cultural que más cerca de ellos ha
estado durante años, por ejemplo a través de las reuniones dominicales? Es verdad que hay que
reconocer el alto grado de moralidad que ha logrado mantener en sus fieles gracias al puritanismo
que, desde hace mucho, se ha considerado el signo por excelencia de la vida cristiana cabal,
debidamente reforzado, además, por el cultivo de una culpabilidad casi instintiva. Pero ¿es eso
verdaderamente suficiente?; lograr esa moralidad ¿es el papel principal que ha de cumplir en el
Mundo?
Este fracaso espiritual ¿no será debido a que la doctrina y el culto, que la Autoridad ha cultivado en
el transcurso de los siglos (y mantenido rigurosamente en nuestra época, por más que ambos resulten
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herméticos para la mentalidad actual), están más marcados por preocupaciones legales y jurídicas (heredadas
del legalismo judío y del juridicismo romano) que por la preocupación de favorecer entre los fieles la actividad
personal al nivel de la fe y de la fidelidad?
Hoy, la Institución que el cristianismo se ha dado a lo largo de sus crecimientos y crisis, aunque sea
más sólida que los regímenes políticos, que ya han perdido la aureola de la [16/17] divinidad, es
incapaz de dar a la Iglesia el rostro en el que los hombres pueden reconocer, en su trascendencia, a
Aquel que precisamente ella quiere testimoniar ante ellos. La Autoridad, completamente absorbida
por la acción de gobernar que centraliza y uniformiza, conoce la tentación —y frecuentemente
sucumbe en ella— de confundir la permanencia y la estabilidad con la inmovilidad. Por eso, en
lugar de favorecer su propia actividad creadora, que le sería necesaria para cumplir su misión,
apunta principalmente a conservar preservando, a mantener defendiendo, a no cambiar e incluso
endurecer sus maneras de ser y de comportarse frente al mundo moderno, tantas veces juzgado
perverso, que evoluciona con tanta rapidez y que lo replantea todo, aun a riesgo de perderlo todo...
¿Cómo es tan ciega que no mide el foso que separa lo que manda y enseña y lo que se hace y se
piensa en los ambientes cristianos; que no se da cuenta de que su audiencia y autoridad disminuyen
cada día y no precisamente por la paja en el ojo ajeno que la mira?
La Iglesia, por lo menos en su aspecto visible y social, está perdiendo continuamente fieles que se
van sintiendo extraños en ella y en sus parroquias. Algunos son de los que están más vivos, por el
vigor de su espíritu y por la capacidad de entregarse a fondo a lo que creen. Su partida no dejará de
tener importancia para el futuro... Pero no es sólo esto, sino que ¡cuántos, además, se apartan de la
Iglesia o, cuando menos, se niegan a entrar en su Institución, porque en ella la disciplina ocupa el
lugar del pensamiento, y se exige la renuncia a lo que pertenece al corazón de la vida sin que medie
contacto personal alguno con una autoridad que, por otra parte, no está suficientemente al corriente
de las cuestiones planteadas, de modo que impone dicha renuncia sin atreverse a discutir a fondo
sobre lo que está en juego! ¿Cómo es posible que esa autoridad no sea lo bastante espiritual como
para comprender de qué apuesta se trata? ¿Cómo puede ser que no comprenda que se trata de algo
mucho más que doctrinal, de algo vital para aquel que es sancionado y para muchos otros con él?
[17/18]
El futuro juzgará severamente el modo dictatorial y lleno de suficiencia con que se ha ejercido el
poder papal, tanto a principios de siglo como más recientemente. Si la Iglesia, para ser fiel al espíritu
de Aquel del que ha heredado, no llama a la actividad espiritual y no la favorece —única actividad
que puede dar el sentido que precisan las mutaciones del universo mental y de las condiciones de
vida que actualmente se viven—, descenderá ineluctablemente por las vías de la desaparición que ya
se presienten, sean cuales sean los vericuetos que hábilmente intente para evitarlo. Conocerá la
suerte de la levadura que se ha endurecido y se desecha, la de la sal que ya no sala. Junto con las
otras religiones, se verá abocada a ser, sin remisión, un vestigio de una etapa ya pasada.
De la responsabilidad de la Institución
El «milagro» del Vaticano II no fue ajeno al modo en que aquellos dos mil obispos se encontraron
reunidos, un día, bajo la misma cúpula. En aquel milagro colaboró, frente al dominio deferente pero
firme de los organizadores, la oscura y masiva reacción de una Asamblea, al principio más compacta
que coherente, pero, por un momento, joven por la misma novedad del acontecimiento.
Ordinariamente, los obispos, cuando acuden a la Roma Eterna, son transeúntes rápidos de los
pasillos curiales; son como quien acude de provincias a hacer una solicitud en las oficinas de los
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altos funcionarios. Entre sí, sólo se conocen con ocasión de encuentros fortuitos llenos de cortesía
religiosa y de discreción. Además, se ven obligados a hablar una lengua que no les es familiar desde
hace mucho tiempo. Por eso, al comienzo del Concilio, llegados de todos los rincones de la Tierra,
ignoraban el poder del Cuerpo, que sólo descubrieron en la Asamblea. En ella, la mitra de cada uno
adquirió un peso muy distinto del que tenía en las ordenanzas de un ritual vetusto... Hermanos unos
de otros como nunca antes se habían sentido, se supieron [18/19] mucho más que simples
compañeros solidarios en la tarea de guardar una doctrina y de hacer observar una disciplina. Se
reconocieron unidos en una misión que se les imponía en su universalidad (una universalidad que se
acrecía por la diversidad y que era muy distinta de una generalización siempre uniforme de lo
mismo). Libres con una libertad mucho más real que la relativa autonomía de cada uno en su
diócesis bajo la autoridad romana, se sintieron independientes, como Pablo en otros tiempos se
manifestó a Pedro cuando éste vacilaba...
Los milagros, sin embargo, no duran siempre. Sólo se repiten con la parsimonia y discreción propia
de las fidelidades al impulso creador. En el desarrollo del Concilio —como en el de todos los
anteriores— los profesores y administradores fueron más numerosos que los espirituales y
contemplativos. Además, ¿no hay que ser grande entre los grandes para ser a un tiempo obispo y
profeta? La Asamblea se vio pronto enfrentada a un sin fin de cuestiones nuevas que desde hacia
tiempo se habían mantenido bajo la pesada capa del silencio impuesto. Los pocos meses
programados se transformaron en años. Y, por fin, el agotamiento impuso un alto... que todavía no
ha terminado. Ojalá no quede trasmutado en un toque de retirada, encima triunfal...
Basta tomar un poco de perspectiva para comprender lo «imposible» de la situación. ¿Cómo tratar,
en efecto, todas las cuestiones planteadas con la autoridad que la doctrina confiere a semejante
Asamblea, cuando muchos Padres conciliares no habían oído hablar de ellas antes, si no era para
vetarlas en nombre, precisamente, de la fe? ¿Cómo alcanzar, por ejemplo, a propósito de la libertad
de conciencia o de la autonomía de las realidades terrenas, una formulación que, sin condenar
expresamente lo mantenido siglos atrás (y que había sido justificación de comportamientos tan
monstruosos como los que conocemos), afirme, diciendo lo contrario de lo dicho hasta entonces,
que su propio contenido está en el recto sentido de la tradición?
Aun contando con la ayuda de los «expertos», ¿cómo [19/20] poner a punto en pocas semanas
textos suficientemente precisos, pero al mismo tiempo flexibles, como para reunir a su favor una
amplia mayoría de obispos, muchos de ellos no habituados a semejante trabajo de filigrana? Se
adivina el esfuerzo de pensamiento, y mayor todavía de redacción, que exigía la preparación de las
sesiones plenarias, en las que el voto cerraba el debate y decidía, para los tiempos venideros, con la
autoridad que dimana de la infalibilidad del Espíritu Santo cuando planea bajo la cúpula en las horas
decisivas. Es más: ¿no subyacía, secretamente, en esas redacciones la preocupación inconsciente de
que en el futuro el texto permitiera interpretaciones ágiles que hicieran posible una mayor fidelidad,
teniendo en cuenta lo que en aquellos momentos todavía no podía ni decirse ni sugerirse? ¡Cuántas
puertas entreabiertas a las que se incorporaron, por precaución, sólidos pestillos! ¡Cuántas puertas
cerradas, pero sin dar la vuelta a la llave! ¡Qué frágiles y maleables son, en efecto, los textos
conciliares, en cuya redacción se suceden los matices: cada uno dejando lugar al siguiente y como
invitándolo para, entre todos, intentar dar, aunque sea de lejos, con el punto de equilibrio
inalcanzable de un pensamiento que las pasiones humanas atacan incesantemente y que la realidad
vuelve siempre a poner en cuestión!
A decir verdad, ¿habría sido posible que los Padres del Concilio hubiesen dado respuestas claras a
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las difíciles preguntas de la Modernidad, aun cuando desde tiempo atrás se hubiesen aplicado a ellas
por fidelidad a su misión, pese a la prohibición impuesta por Roma? ¿No se habrían visto llevados a
tener que emplear personalmente toda la potencia de su inteligencia bajo la luz de la fe en el trabajo
de enfrentarse y juzgar un cristianismo cuyas maneras de pensar y de imaginar, de construir y de
sentir, no dejan de tener cierta relación con las costumbres que antes se perpetraban y con los
crímenes que con plena conciencia se cometían?
Para que los Obispos hubiesen estado de veras preparados para mantener unas reuniones que
determinasen realmente el futuro y se hubiesen negado a los compromisos redaccionales [20/21]
que lo embarullaban, ¿no habrían tenido previamente que aceptar reconocer que la Iglesia —nacida
en un tiempo en que, en cierto modo, hizo explosión la alegría de la vida eterna al fin hallada en esta
tierra— había llegado, a lo largo de su historia, a veces demasiado marcada por las costumbres del
poder, a estar ampliamente corrompida? Un Concilio así preparado hubiera tenido que vivir su
primera jornada, con una unidad sin fisura, «bajo saco y ceniza». Grande entre los grandes, se habría
situado entonces a la altura de abrir una nueva era para la Iglesia. Habría podido plantear los
verdaderos problemas de los que dimanan las demás cuestiones que plantea la vida espiritual
cristiana, y sería más consciente de sí misma en adelante. Esos problemas habrían sido planteados
para que el creyente, a su luz y bajo su aguijón, se pudiese medir con su propio misterio y con el de
Jesús, y así, en espíritu y verdad, se hubiese podido acercar al misterio de Dios. Entonces, sobre la
roca por fin descubierta bajo los escombros de las pasadas construcciones, y aunque por poco
tiempo, se hubiera levantado un edificio en el que los hombres hubieran querido crecer...
Pero hay que afirmarlo: para que la inteligencia iluminada por la fe se hubiese desplegado feliz y
poderosa en la libertad creadora, al Concilio le faltó, decididamente, promover una auténtica
renovación de la vida de fe y de fidelidad en el seno de la Iglesia, a través de una profundización en
el misterio del hombre y en el misterio de Dios, gracias a una comprensión más honda de lo que
tuvo que vivir Jesús para ser el que llegó a ser.
— La elección del Papa por sólo los Cardenales, que han sido escogidos en su mayoría por el
predecesor, el cual, de esta forma, está «proponiendo» con fuerza su sucesor, según una estabilidad
demasiado rígida. Se sabe que algún prelado [21/22] de talla truncó su carrera eminente y fecunda
por proponer ensanchar el cuerpo de los electores.
— La colegialidad de los Obispos, que felizmente revalorizó el Concilio, ¿no fue desde sus
comienzos atacada en su fundamento cuando se les vetaron cuestiones de lo más importante porque
interesaban a le vida más personal e íntima de sacerdotes y laicos, hombres y mujeres? Las decisiones
de la colegialidad ¿no tendrían que extenderse a lo que concierne al gobierno y a la enseñanza de las
Iglesias?
— La elección de los Obispos, ¿no resulta criticable que se decida en Roma y no sobre el terreno y
que, a veces, se haga en oposición a los Obispos del lugar? Según referencias confidenciales
indiscretamente publicadas, ¿no es verdad que se concede tanto valor, o más, a la doctrina bien
aprendida y repetida y a los modos de comportamiento conformes al uso que al vigor de carácter y
a la profundidad en la vida espiritual?
12
— La necesaria descentralización de una institución que, desde que los medios técnicos lo permiten,
acentúa su tendencia a la concentración del poder directo... particularmente de las finanzas, cuya
presión, en ese sentido centralizador, se puede adivinar...
— La necesaria autonomía de los Obispos, cuyos poderes tendrían que estar a la altura de sus
responsabilidades de apóstoles y pastores. ¡Qué apostolado lleno de iniciativas atrevidas les espera,
de hecho, en el futuro inmediato y en las diócesis, que en su mayoría se están convirtiendo en
desiertos donde la sed arroja a los hombres por el camino de los espejismos, tanto del pasado como
del futuro!
¿Cómo se ha podido llegar al convencimiento de que la vuelta a los errores y defectos del pasado es
el único modo de remediar las deformaciones y desviaciones del presente, siendo así que los
primeros, precisamente, se cuentan entre las causas más importantes de las segundas? Ciertamente,
el [23/24] temor de que esos desórdenes se perpetúen influye en parte. ¿Qué hombre de gobierno
no sería sensible a ello? Pero, además, está el vértigo de lo que habría que arriesgar para levantar un
porvenir desconocido y lleno de amenazas. ¿Quién que reflexione podría dominar ese vértigo, a no
ser que tenga la fe que mueve montañas?
Por eso, este período, marcado por un esfuerzo de restauración, es necesario al devenir de la Iglesia
y a su fidelidad, de la misma manera que en el hombre verdadero son necesarias las crisis que le
vienen cuando su vida espiritual languidece, se deteriora y tiene que convenirse de nuevo. Tanto
más profunda y cruel es la crisis cuanto más grave y exigente es el futuro de ese hombre. Así ocurre,
13
Y el pueblo. En verdad, aunque todo se decide sin contar con él, nada se hace sin él. En su base y
no en la cabeza se hace el trabajo más importante, aquel del que depende el futuro. Ahí es donde se
pueden entrever los primeros anuncios balbucientes de la Iglesia de mañana que lentamente se abre
paso. Mil búsquedas condenadas al error, otros tantos ensayos destinados a fracasar, todos se
ayudan, por una especie de misteriosa interacción, quizás comunión, que prepara el «monasterio
invisible» de los discípulos de Jesús «dispersados hasta los confines de la tierra». ¡Qué vitalidad
hierve hoy en las Iglesias que ayer dormitaban en torno a las cátedras del magisterio y los coros de
las catedrales! Cuando, por una parte, se sienten los primeros espasmos de las cristiandades
agonizantes, por otra, todos los temores y miedos que oprimen a la Iglesia en un sufrimiento de
mutación pueden encontrar algún remedio a la vista de esa fuerza, todavía latente, pero que avanza
en olas sucesivas... Pero, para reconocer esta fuerza en su savia más que humana, hay que colaborar
en su acción en el Mundo con la totalidad de sí mismo [24/25] en el don que sólo la muerte acaba al
darle su cabal cumplimiento...
La hora es grave para la Iglesia, para todas las Iglesias, aunque sus situaciones sean diferentes y
apunten a maneras de ser y de pensar, de decir y de hacer muy diversas. Para una minoría no
despreciable de cristianos, sacerdotes y laicos, para los que lo que está en juego se cuenta entre lo
más querido (más querido incluso que la misma vida), los signos que de todas partes acuden
actualmente desde el horizonte, presagian, en el orden de las ideas y de los comportamientos,
definiciones y decisiones que pretenderán ser irrevocables y que se esforzarán en serlo. Para
algunos, para los que desde el final del Concilio las esperaban con todas sus fuerzas, serán fuente de
satisfacción. Pero ¡cuántos otros creyentes —entre los que se cuenta el autor— tendrán que
soportar sufrimientos difíciles de asumir de forma que no sean esterilizantes y funestos para su vida
espiritual lo mismo que para su acción en la Iglesia! (sufrimientos tanto mayores cuanto que, gracias
a su experiencia como testigos de la fe ante los hombres, prevén que las vías que se pretende reabrir
abocan sin remedio a situaciones sin salida...).
Ojalá que las medidas autoritarias, que se van a imponer próximamente al pueblo cristiano, no
acentúen el desapego —ya muy grande— de' las capas más vivas del pueblo cristiano; por ejemplo,
de aquellos que, por sus exigencias intelectuales —multiplicadas y acentuadas por los resultados de
la Ciencia, y a veces también por sus pretensiones—, tienen dificultades en sentirse satisfechos con
lo que la Iglesia se limita a enseñar. Como demasiado a menudo en el pasado, ¿no se verán
empujados muchos de ellos a desesperar de ella y a abandonarla silenciosamente, de puntillas, sin
ruido? Su marcha hará todavía más difícil, más improbable, la mutación de que precisa
insoslayablemente la Iglesia para ser fiel a su Misión.
Pero no sólo es tiempo de prueba para una minoría. En los próximos tiempos se revelará de forma
meridiana lo más profundo del ser de todo cristiano. Los cristianos, más allá [25/26] de su hacer y
decir, serán juzgados por el tesoro escondido debajo de su conciencia, que se revelará de modo
manifiesto; aquel tesoro que nutre el fervor de sus comportamientos, mucho más que las razones
que suelen aducirse, manifestará plenamente y sin componendas lo que esencialmente viven los
cristianos a nivel de «su religión» y que tan a menudo resulta tan superficial... ¡Entonces se verá qué
pocos son los cristianos que de forma adulta reflexionan seriamente lo que creen! La gran mayoría
no lo hace nunca, o sólo por personas interpuestas, o sólo en tiempos fraudulentamente
14
Ojalá que nadie se desaliente en esta hora de la verdad que suena sin cesar como cuando tocan a
muerto. Son tiempos en que, privados poco a poco de las facilidades abundantes de una cristiandad
poderosa, se verán desposeídos de certidumbres y seguridades heredadas tranquilamente al nacer.
Por esto, los cristianos tendrán que reconocer que, lo mismo que su Iglesia y en unión con ella, cada
uno necesita personalmente un nuevo nacimiento, comparable en importancia al primero. Cada
uno, según las etapas de su conversión, deberá trabajar en un nuevo advenimiento de la Iglesia,
sabiendo que tal obra ha de ser incesantemente cuestionada y reemprendida. Así conocerá cada
uno, a lo largo de su vida y en el tiempo oportuno, la hora a la que fue llevado Jesús al final de sus
días; allí donde la fe desnuda, la esperanza sin apoyos de esperanzas y el amor impotente y
blasfemado se mantienen en pie en medio del abandono: hora y pórtico que abren al misterio en el
que todo principia y encuentra su fin.
Ojalá el autor, con estas reflexiones y las que siguen en este libro, pueda ayudar a los buenos
obreros del cristianismo del mañana tanto a dominar la angustia que desespera, como a desarmar la
ira que amarga, cuando se tiene a la vista lo que se avecina. ¿No es fundamental, acaso, que los
cristianos, a toda costa, perseveren en su interés por los destinos de la Iglesia, incluso si se les
empuja fuera, y también que persistan, aunque ella les rechace, en ayudarla a llegar a ser la Presencia
que el Mundo, sin saberlo, necesita [26/27] perentoriamente para no ser llevado, paradójicamente, a
su ruina a fuerza de sus propios progresos en el orden del conocimiento y de la técnica?
¡Jesús! , en estos tiempos en que por todas partes lo viejo cruje y en que, sin embargo, no
apreciando iniciativas verdaderamente creadoras, se llega a exaltar un pasado cuyas deficiencias,
cercanas al contrasentido y a la traición, son causa de la crisis del presente; en estos tiempos en que,
por reacción, algunos se aferran a lo que todavía permanece, aunque no sea más que ruina; en que
se intenta revivir lo que otrora era vivificante y ahora no puede ser sino engaño piadoso; en estos
tiempos, da a tus discípulos la paciencia que Tú no tuviste posibilidad de ejercer porque eras
demasiado grande, demasiado «poderoso» para que te lo permitieran. Tu mensaje iba muy por
delante de tu tiempo. La brecha que tu mensaje tenía que abrir a través de todos los siglos y lugares,
¿no exigía de Ti la impaciencia «suicida» que rápidamente hizo que te condenaran a muerte y te
hicieran desaparecer? Da a tus discípulos la luz y el poder de vivir de modo perseverante y discreto
en la fe y en la fidelidad, a fin de que sean, cada uno en su lugar —el más modesto y oculto es el
mejor—, los obreros, ínfimos y efímeros, pero necesarios, de este combate entre lo nuevo y lo viejo
que no cesará mientras que en esta tierra y en tu seguimiento, haya hombres que se levanten como
Tú lo hiciste, y que perseveren en pie y en camino gracias a lo que Tú has llegado a ser para ellos.
[27/28]
15
1
LAS RELIGIONES DE AUTORIDAD
Y LA RELIGION DE LLAMADA
I. Las religiones no son únicamente una manifestación de la vida de los grupos humanos;
aunque sea indirectamente, proceden de Dios. — Su autoridad se ejerce primordialmente en
el orden de lo social. — Límites de la acción espiritualizadora de las religiones de autoridad.
— Las religiones de autoridad son necesariamente conservadoras. — Los tiempos
modernos colocan a las religiones de autoridad en una encrucijada. — Otro obstáculo
fundamental para ellas es que la verdadera unidad entre los hombres no puede ser nunca
resultado de una acción política o social llevada a cabo por una religión de autoridad.
No hay ninguna doctrina que pueda ser comprendida y tenga que ser aceptada de la misma
forma por todos los hombres. — No hay ninguna ley que pueda ni tenga que ser cumplida
por cualquier hombre y en cualquier circunstancia que sea.
II. Las pretensiones de las religiones de autoridad son excesivas, pero no sin fundamento. —
Su acción, aunque al comienzo de la vida espiritual es beneficiosa, se encuentra demasiado
limitada como para no fracasar más tarde. — La reacción contra una religión de autoridad
puede ser síntoma de vitalidad espiritual. — La religión de llamada. — La religión de
llamada acaba las religiones de autoridad. — Relaciones de la religión de llamada con las
religiones de autoridad.
IV. Lo que el cristianismo ya nunca más será y tiene que aceptar no ser. — La misión esencial
del cristianismo no puede serle arrebatada pero, en adelante, le exige una fidelidad más
exacta que la que tuvo en el pasado.
Las religiones no son únicamente una manifestación de la vida de los grupos humanos; aunque sea indirectamente,
proceden de Dios.
Estas religiones están tan marcadas por las costumbres de los pueblos en los que reinan, han
inspirado hasta tal punto las estructuras de la sociedad medio política, medio religiosa, en que se
encarnan, que cuando nos limitamos a conocerlas —a estas religiones--- únicamente desde el
exterior, sin entrar en lo íntimo de la vida religiosa de sus adeptos, no podemos llegar a entrever ni a
apreciar la verdadera calidad de su origen. Por esta razón se ha tendido, por lo general, a no
apreciarlas en su valor y a pensar que no eran más que una manifestación, semejante en todos sus
aspectos a otras, de la vida de los grupos humanos.
Sin embargo, estas religiones no «serían» si no tuviesen, cada una según su propio genio, el rasgo
común de tener en su seno auténticas aproximaciones al absoluto. Inspiradas por la intuición de la
divinidad que a cada una de ellas le es propia y que, de alguna manera, también cada una
monopoliza, pero, al mismo tiempo, preparadas y solicitadas por las condiciones de todo tipo en las
que se desarrollan, de suyo vienen a enseñar una ideología proporcionada a las capacidades
intelectuales medias de sus fieles. Dan reglas de vida adaptadas a las posibilidades materiales,
psicológicas y sociológicas de su tiempo y de su país e imponen sus leyes en nombre de la autoridad
divina que ellas reivindican y que su doctrina fundamenta.
Estas religiones piden una adhesión de tipo colectivo. No parece que al principio sea necesaria una
profundización humana para que su enseñanza sea recibida. Ni tampoco parece exigir, esta
enseñanza, que ulteriormente cada uno tenga que seguir estando a la altura de una recepción nunca
terminada mediante iniciativas y búsquedas personales continuas. Por tanto, estas religiones no
ayudan en nada a una maduración [31/32] que tenga que ir en aumento. Más bien, tienden a
dispensar de ella, dado lo barato que ofrecen sus certezas sobre el destino de los hombres. Estas
religiones, en efecto, se limitan a exigir una obediencia que frecuentemente queda sancionada ya
aquí abajo, pero, sobre todo, en el más allá, por recompensas y castigos divinos. Esta obediencia a
prescripciones, que cierto refinamiento hace, a veces, minuciosas, se mantiene inevitablemente en
un nivel relativamente superficial.
De este modo, estas religiones, exactamente proporcionadas a las necesidades primarias de una vida
17
en común y a las capacidades elementales de una humanidad todavía poco desarrollada, tienen
como objetivo principal la organización de sus miembros en grupo social, en sociedad, lo cual
incluye su moralización en la perspectiva de ese mismo objetivo. Sin duda, sus doctrinas y sus leyes
hunden raíces profundas en el corazón de los hombres pues, a decir verdad, de ahí han salido. Se
corresponden con esa parte de humanidad que es común a todos y que la vida en grupo pone de
manifiesto, sin que sea necesario que cada uno se la apropie. Esto explica su eficacia indudable,
pero también sus límites, dado que no exigen a cada uno una real conversión de corazón, ni les
ayudan a desarrollarse siguiendo cada uno su propia originalidad.
El primer resultado de estas religiones, con el que, sin más, quedan peligrosamente satisfechas, es
fundar una civilización gracias al amaestramiento colectivo de sus miembros. La profundización
humana, sin ser completamente dejada de lado, queda en segundo lugar, bien sea porque se juzga
inaccesible para la mayoría, bien porque se la tiene por algo superfluo, que, además, comporta
graves peligros de individualismo y de subjetivismo.
Estas religiones inculcan en sus miembros, generalmente desde la infancia, hábitos que, por la
repetición frecuente y [32/33] regular de los mismos ritos realizados colectivamente, poco a poco
acaban por ser instintivos. Se inscriben en las costumbres a fuerza de prácticas consagradas por la
tradición, y ello no sólo con motivo de los grandes acontecimientos de la vida, sino también con
ocasión de las acciones más cotidianas. De esta manera forjan un lenguaje, una forma de
comportarse común a todos, una manera espontánea de decir y de pensar..., en definitiva, unas
formas que, por más desarrolladas y profundas que sean, siguen siendo, sin embargo, superficiales.
Estas religiones, en efecto, dejan casi en barbecho aquel fondo de humanidad del que, sin embargo,
cada uno podría extraer su verdadera personalidad. Sólo lo cultivan en la medida en que se lo exigen
sus fines; fines sobre todo de tipo social. Por esto cuando el hombre se arranca de su medio de
origen, estas religiones que no supieron ni quisieron arraigarse en él y nutrirle de verdad, ya no son
nada para él. Y también por eso, estas religiones, que sólo supieron proteger al hombre de lo real
mientras lo real no irrumpía y se imponía con demasiada brutalidad, cuando no es así, es decir,
cuando los acontecimientos arrojan cruelmente a ese hombre desnudo hacia su destino particular, lo
abandonan, lo dejan sin otro recurso que su propia reacción vital, ya debilitada o quizás incluso
falseada por ellas.
Sin duda, las más evolucionadas de estas religiones, gracias a su propia intuición del Absoluto,
esbozan en sus fieles una primera interioridad. Sin embargo, sólo los mejores de entre esos fieles
llegan, poco a poco y sobre todo gracias a sus recursos personales, a desarrollar esa interioridad que
todo tiende a disipar. Así es como pueden alcanzar individualmente un alto grado de humanidad.
Ahora bien, el triunfo de las excepciones no debe disimular el fracaso espiritual generalizado de las
religiones de autoridad. Esas religiones son, en la mayoría de los hombres en los que logran
imponerse, el obstáculo que —en caso de que esos hombres sintiesen y quisiesen seguir la exigencia
de ir más allá de lo enseñado y mandado— se lo impediría... Después de haber sido verdaderamente
[33/34] útiles en su propia línea despertando a sus fieles, acaban por aprisionarlos en unas
convicciones y prácticas que sólo se viven a medias, incluso cuando la adhesión a la doctrina es
ferviente y la observancia de la ley rigurosa. Sencillamente porque estas religiones, por su propio
modo de ser, no son capaces de llevarles hasta el comportamiento verdadero en el camino de su
profundización. Benéficas al principio y durante algún tiempo, no pueden suscitar en ellas la energía
18
necesaria para que superen lo que no es más que un medio y que ellas, en cambio, pretenden que
sea un fin. A la larga, llevan a los hombres, casi irremediablemente, a perderse en el callejón sin
salida de la rutina y del formalismo.
Las religiones de autoridad realizan principalmente su acción en el orden de lo social. Lo hacen con
un poder y una amplitud propias de las técnicas de su tiempo. Además, para asegurar su
prosperidad y su eficacia, tienden a influir y dominar poderosamente en las sociedades en las que se
desarrollan. Al menos, intentan impedir que esas sociedades tomen una orientación que se oponga
o que simplemente sea ajena a lo que ellas enseñan y mandan. Esta es la razón por la que las
religiones de autoridad, que en sus inicios fueron probablemente innovadoras —cuando no
revolucionarias—, una vez que han logrado instalarse, acaban siendo necesariamente conservadoras
en todos los niveles. No obstante, con la llegada de la ciencia, y con las conmociones materiales y
psicológicas que provocan los progresos técnicos, las sociedades terminan por salir del regazo
materno de las religiones de autoridad que, desde un pasado lejanísimo, las educaban y a menudo
las dominaban. Tal es el origen de una crisis grave, que será sin duda mortal para esas religiones.
Todas las religiones de autoridad tienen que permanecer idénticas a sí mismas. Aunque conozcan
algún desarrollo y evolución, no pueden modificar en nada lo que en el pasado afirmaron de forma
segura o mandaron con fuerza. De lo [34/35] contrario, ¿cómo conservar ante sus miembros el
carácter absoluto que se atribuyen y que necesitan para imponerse y subsistir? De hecho, durante
numerosos siglos y hasta tiempos recientes, todas las sociedades humanas evolucionaron de forma
muy lenta. Esta cuasifijeza de las sociedades favoreció a las religiones y éstas, a su vez, colaboraron
en esa fijeza gracias a la poderosa influencia que tenían sobre las gentes. Tuvieron, con todo, alguna
evolución, en estrecha conexión con la de las sociedades, pero fue lo bastante mínima como para
que permaneciese invisible o por lo menos suficientemente disimulada. Los hombres tienen una
memoria corta y no piden más que olvidar. Su necesidad de seguridad es, en cambio, grande y no
aspiran más que a que se les dé. En estas religiones, su antigüedad venerable y su inmovilidad
revestida de inmutabilidad confirmaban su origen divino. Sin embargo, este período de la historia se
está terminando. Por ello, tienen que luchar contra el mismo torbellino que agita con violencia a las
sociedades y las hace evolucionar con rapidez hacia un futuro desconocido.
Si las religiones de autoridad permanecen ajenas a todo cambio con su actitud altanera en medio de
un mundo en continuo movimiento, es de prever que entre ellas y éste se abra una fosa cada vez más
ancha y profunda. Las evidencias espontáneas y las corrientes colectivas que facilitaban antaño el
reinado de las religiones desaparecen. Aparecen en su lugar dificultades graves a las que se añaden las
nuevas preguntas, los entusiasmos que suscitan las corrientes ideológicas del momento, y que son
hostiles o ajenas a ellas. Viviendo a la defensiva frente a las sociedades modernas, en lucha desigual
con ellas, no disponiendo ya ni del poder político, ni de la organización social ni del dominio de la
economía, perdiendo poco a poco su influencia en la educación y en la cultura, expuestas a las
reacciones a veces violentas que suscitan sus [35/36] pasados —que no son inmaculados—, se
sienten impelidas a endurecer una autoridad que, en adelante, estará preocupada sobre todo por
afirmarse. Atrincheradas a la defensiva tras su ortodoxia y su disciplina, confinadas en pequeños
cenáculos de iniciados, humanamente cada vez más exangües y petrificados, están condenadas a una
muerte lenta. Los hombres que permanezcan en ellas —a los que más que creyentes se les puede
19
llamar adeptos—, paralizados por su necesidad de seguridades y su deseo de certezas, cerrarán filas
en una forma de devoción típica que la adhesión ciega a las creencias y la sumisión pasiva a las
observancias promueven y fomentan.
Si, por el contrario, en estos tiempos en los que la aceleración de la historia se acentúa, las religiones
de autoridad quisiesen adaptarse a las nuevas condiciones, entonces tendrían que modificarse de un
modo tan considerable que ya no podrían considerarse y afirmarse como inmutables. Claro que
podrían usar aún de sutilidades para seguir manteniendo su inmutabilidad; pero esas argucias sólo
engañarían a los que las inventasen y no convencerían más que a los que a priori lo deseasen.
También podrían dedicarse a buscar adaptaciones ingeniosas; pero con ellas no aportarían más que
justificaciones artificiales a prácticas ya caídas en desuso y desprovistas por tanto de valor
propiamente humano y religioso. Las religiones de autoridad, en esta evolución que no dominan,
van a perder necesariamente la autoridad absoluta que tenían sobre sus fieles, por más que la
reivindiquen en nombre de Dios con una intransigencia creciente...
Otro obstáculo fundamental para las religiones de autoridad, es que la verdadera unidad entre los hombres no puede
ser nunca el resultado de una acción social y política llevada a cabo por una religión de ese tipo.
También de otra forma, aún más decisiva, se tambalea sordamente la autoridad divina que estas
religiones invocan sin restricción ante sus miembros. [36/37]
Cada una de estas religiones, cuando está suficientemente evolucionada, no puede contentarse con
ser únicamente patrimonio y propiedad de una raza, de una nación o de una civilización. Busca
extender su reinado sobre todos los pueblos. En efecto, para atribuir a su religión una verdadera
trascendencia, los hombres tienen necesidad de concebir, si no la próxima realización de semejante
proyecto de expansión a todo el género humano, sí, al menos, su posibilidad.
A esto se añade que, gracias a los progresos de la etnografía, el hombre descubre que entre sus
«semejantes» se da una diversidad extrema de la que antaño no tenía ni idea; era imposible que
entreviese esa variedad a partir de unos conocimientos que se limitaban a los del país minúsculo en
que vivía, cuya población era relativamente homogénea. En adelante, entre los hombres, la única
unidad fundamental que pueda darse ya no nacerá más que de la convergencia de las realizaciones
personales de cada uno hacia un más allá de sí mismos, que surgirán del misterio propio de cada
cual. Esa unidad ya no pertenecerá a un orden colectivo, que sólo forma a los individuos desde el
exterior.
Incluso si (eventualidad por otra parte muy improbable) una religión de autoridad llegase a excluir a
todas las demás [37/38] y llegase a extenderse por toda la tierra gracias a su poder político o incluso
20
El hombre, más que ser «engendrado» por lo social, es él quien lo engendra. El hombre es más
grande que la sociedad de la que forma parte. Cuando no la supera es que está atrofiado. La unidad
de los hombres en el nivel en el que son propiamente ellos mismos no tiene que ver con la
uniformidad. No les es extrínseca. No se les puede imponer desde fuera. No les preexiste. Esa
unidad «no es» antes de que los hombres «sean». Es una realidad nueva cuyos creadores son los
hombres al crearse a sí mismos bajo la acción de Dios, que, de esta forma, se despliega en el
movimiento mismo de su acto. [38/39]
No hay ninguna doctrina que pueda ser comprendida y que tenga que ser aceptada de la misma forma por todos los
hombres.
A medida que los hombres acceden a una intelectualidad más exigente y a una lucidez más aguda, ya
no hay doctrina que pueda ser comprendida y creída de forma idéntica por todos ellos, si es que la
profesan no de forma verbal o de forma únicamente cerebral o sentimental, sino con precisión y
autenticidad en sus vidas. Cuando, para expresar lo que creen y no sólo repetir lo que saben, se
esfuerzan por no decir más de lo que cada cual afirma con plena conciencia, sin minimizarlo en
nada ni tampoco engrandecerlo, se encuentran con que no pueden dar exactamente la misma
significación a las palabras que emplean. En este tipo de diálogos entre creyentes, es frecuente que
cada uno deje en torno de su pensamiento (por impotencia intelectual, por descuido o por
complicidad —a veces también por educación o por delicadeza—) un margen, relativamente
amplio, abierto a interpretaciones que permitan que el otro llegue a un acuerdo aparentemente total;
acuerdo sin duda demasiado precipitado y demasiado superficial como para no quedar en lo
ambiguo y, por consiguiente, como para no resultar rápidamente ilusorio en parte y, además, de
forma irremediable. Sin casi pretenderlo, cada uno doblega el sentido de las palabras empleadas, lo
ladea y, sin darle un alcance completamente distinto, por decirlo así, lo acomoda a su propia
mentalidad o a la mentalidad de su interlocutor. Pero si, por excepción, uno y otro llevasen más
adelante su esfuerzo de claridad y llegasen a excluir, por la definición de los términos empleados y
por el rigor de su utilización, todo deslizamiento de sentido, toda atenuación, toda implicación, o
toda extrapolación, entonces resultaría que sus posiciones se alejarían tanto más cuanto más se
precisasen y, por tanto, resultaría que aquella unidad aparente se disolvería en diferencias
irreductibles, aun cuando, en el mejor de los casos, una cierta convergencia a nivel vital se pudiera
seguir adivinando a lo lejos... [39/40]
21
Sólo un relativo infantilismo permite esa especie de diálogos de sordos en los que ambos
interlocutores se ponen de acuerdo con gran facilidad. La disciplina en el nivel intelectual, incluso la
más estrictamente observada, no puede nada contra las discordancias en la comunicación de
hombre a hombre. Lo único que hace es disimularlas. Incluso en la comunicación más franca, más
directa, existen esas discordancias, cuya importancia es tanto mayor cuanto mayor es también la
lucidez y el rigor de espíritu de cada uno de los participantes. Percibidas o no, estas disarmonías
están ineluctablemente vinculadas a la condición humana. Son consecuencia y manifestación de la
soledad de base del hombre. Además, cuando la vida religiosa las ignora, voluntariamente o no, y se
confina en la ciega observancia de normas intelectuales o de otro tipo, se condena a deslizarse hacia
un conformismo de apariencias y una inautenticidad íntima que la llevan hacia el letargo espiritual,
es decir, hacia la muerte, a pesar de las apariencias que en semejantes casos se cultivan muy
especialmente...
Lo que cada hombre recibe como herencia, sus itinerarios intelectuales personales, sus experiencias
de la vida, el clima de sus evidencias, el ámbito en el que cada uno por su propia cuenta puede
verdaderamente afirmar y no únicamente consentir o repetir, todo esto impide que entre los
hombres, a partir de una cierta profundidad, se pueda dar una verdadera comunicación de
pensamiento explícito con una precisión sin fisuras. A lo sumo, esta comunicación, casi anormal de
tan sobrehumana, nace en momentos maravillosos, raros y cortos, excepcionales, cuando se anudan
la filiación y la paternidad espirituales.
A medida que los hombres van siendo más cultos y más conscientes, una doctrina impuesta a todos
por una religión de autoridad no puede recibir legítimamente de ellos más que una aceptación
general, relativamente verbal e imprecisa. Una religión de este tipo, para no inducir al hombre
moderno en tentación y para no pedirle más de lo que de veras puede dar [40/41] dentro de la
honestidad de su espíritu, para respetarlo, en suma, no debe reivindicar, en favor de la doctrina que
enseña, una adhesión unánime e inequívoca, sino que tiene que contentarse con un acuerdo discreto
y global, y hasta de una reserva silenciosa, si ésta resulta socialmente indispensable.
Esa doctrina común forma parte de la «carta» que, de una forma genérica, los miembros de toda
sociedad aceptan observar para vivir juntos con una armonía suficiente. Para ser fiel a su cometido y
no ultrapasar su función respecto de sus fieles, una religión de autoridad tendría que soportar, sin
intentar disimularlas, las interpretaciones diversas que cada uno tendría que hacerse de la doctrina
oficial, a partir de lo que uno mismo es y bajo su sola responsabilidad, de manera que su adhesión
personal fuese respetuosa con las exigencias propias de cada cual y también en proporción con sus
posibilidades intelectuales que, por esto mismo, se pondrían verdaderamente en acto.
En estas condiciones, la doctrina será favorable para cada uno, porque le será útil y no le desviará de
su propia profundización en provecho de ningún tipo de formación estándar, que sería una
verdadera malformación. El hombre evitará así el tener que engañarse, cosa que siempre es
espiritualmente grave. Podrá adherirse a esas creencias sin tener que vincularse a ellas totalmente
como a una verdad absoluta. No se verá obligado a plantearse a su respecto reservas que las harían
prácticamente inútiles. Esas reservas, más o menos inconscientes o más o menos cargadas de
culpabilidad, son siempre, en efecto, generadoras, tarde o temprano, de indiferencia y hasta de
incredulidad, en hombres que, sin embargo, son de los que tienen mayor capacidad de interioridad.
Si no es de este modo, aunque la religión de autoridad tenga altas aspiraciones espirituales, no logra
22
sino cultivar en sus adeptos una adhesión que, a pesar suyo, permanece en el exterior de sus vidas
profundas. Esta adhesión pretende, en efecto, ser absoluta, pero, a pesar de lo que esos mismos
adeptos puedan pensar sobre ella, sigue siendo en gran parte ficticia. A decir verdad, no es en ellos
más que [41/42] una simple aceptación que les disimula la profundidad a la que tiene que calar una
convicción para ser capaz de influir realmente en la vida. Sólo brota de la obediencia y, más
exactamente, de una disciplina colectiva. Puede mandar, por tanto, sobre los actos, puede doblegar
a las personas, pero no transformarlas, porque no está suficientemente arraigada en ellas ni surge
realmente de ellas. Se limita a propiciar tomas de posición intelectuales e intercambios de
pensamientos sin sustancia, es decir, propicia algo que no pasa de ser malabarismos hechos con las
ideas y juegos con las palabras. No une el hombre a Dios, sino que le ilusiona de que lo hace. Es
una religión que desvía a sus miembros de Dios haciéndolos creer que lo alcanzan.
No hay ninguna ley que pueda ni tenga que ser cumplida por cualquier hombre y en cualquier circunstancia que sea.
No hay ley que pretenda imponerse a todos sin distinción y que no resulte por ello que va —con
harta frecuencia— en contra precisamente del fin que se proponía respecto de algunos. No hay ley
que no los sacrifique de esta forma al orden general. Las víctimas son, de ordinario, los más
desvalidos y los más pobres, los que tienen más necesidad de ser ayudados. Aunque la ley es útil
para el gran número y colabora en su crecimiento, es inevitable que dañe gravemente a los seres que
las circunstancias han arrastrado, sean ellos responsables o no, a las zonas extremas de la vida en las
que su humanidad se ve amenazada de perdición. Con su brutalidad, su sistemática ignorancia y su
indiferencia ante las situaciones más difíciles, la ley impuesta por una religión de autoridad es
espiritualmente homicida. Arroja a estos hombres a la excepción y a la marginalidad. Cuando no los
carga con la reprobación general, les priva, al menos, de la comprensión colectiva, de esa ayuda
siempre útil, cuando no indispensable, que necesitan de forma especialmente urgente en la situación
difícil en que se encuentran. [42/43]
A menudo, también, la ley, por su intransigencia ciega, destruye en ellos todo interés espiritual. Los
rechazos apasionados que engendra alimentan en ellos una desesperación in- confesada y un
sentimiento de ser víctimas de una grave injusticia. Si, a pesar de todo, esos hombres llegan a aceptar
la obediencia a la ley, entonces es cuando se hunden definitivamente, por su sumisión
incondicionada a exigencias que de hecho les mutilan porque son incompatibles con sus
posibilidades actuales e inapropiadas para el desarrollo futuro de sus potencialidades. Lejos de ver en
el destino que se les impone de ese modo, una consecuencia de la aplicación incorrecta de unas leyes
únicamente válidas para los casos ordinarios, lejos de conformarse con su destino como hombres
libres y conscientes de las fatalidades sociológicas de su medio y de su tiempo, arrastran consigo a
menudo un sentimiento de culpabilidad que les consume, que les impide vivir su propia expansión
espiritual y les encierra en «su pecado» y en su condenación.
Las religiones de autoridad, en la medida en que ayuden a los hombres a profundizar dentro de sí
hasta un cierto punto, pero, ulteriormente, por sus doctrinas demasiado imperativas y por sus leyes
demasiado generales, acaben por ser un impedimento para que tanto sus fieles como la sociedad
avancen en un desarrollo humano más personal, se verán abocadas paulatinamente a desaparecer.
Todo ocurre como si llevasen en su seno un devenir que no pueden alcanzar por sus propios
medios, del que, sin embargo, necesitarían inspirarse y al que tendrían que aspirar para no terminar
corrompiéndose y abortando. Las más espirituales son las más eficaces en promover una primera
23
maduración humana. En su zona de influencia se desarrolla más deprisa no sólo el ateísmo práctico
que favorecen los progresos materiales, sino también el ateísmo [43/44] doctrinal. Este, raramente
querido por sí mismo, consiste de ordinario en una rebelión, mitad pasión mitad espíritu, contra la
religión de autoridad dominante que, no disponiendo de los medios para llevar a sus miembros hacia
su realización, se transforma, por ello, en somnífero —cuando no en veneno— después de haberlos
amamantado en los comienzos. En medio de la indiferencia o de la hostilidad general que suscitan
sus instituciones, ya inservibles por completo y que, a veces, llegan a ser hasta dañinas, estas
religiones retroceden sin cesar. Allí donde son atacadas por la sociedad secular, conocen la derrota.
Allí donde viven en un clima pacífico, que es producto de una indiferencia teñida con frecuencia de
interés folklórico, pierden también, poco a poco y sin ruido, sus adeptos. Con cada nueva
generación, este discreto movimiento de deserción se acentúa. Su importancia se disimula de forma
precaria con el número de perseverancias que, a decir verdad, nacen no tanto de la fe como de la
vinculación, a menudo pasional, a una ideología social o a un orden político de tinte espiritualista,
conservador o progresista, según los temperamentos.
Sin duda, si las sociedades civiles llegan un día a ser las únicas dueñas y señoras de los hombres, se
evidenciarán como extremadamente frágiles, cuando, en el futuro, hayan dilapidado, incapaces de
conservarla y nutrirla, la herencia de hábitos y costumbres, llenos de sabiduría por la experiencia de
los siglos, que les legaron las religiones de autoridad cuando quedaron reducidas a la impotencia o a
la muerte.
Sin embargo la amenaza de esta bancarrota, aunque se hace cada vez más cercana a ojos vista, sigue
siendo todavía relativamente lejana. De todas formas, la atención general y los intereses del
momento están tan ajenos a este fracaso, que no le reconocerán con tiempo suficiente ni intentarán
remediarle, sin tener que pasar antes por el cedazo de las catástrofes. [44/45]
II
Las pretensiones de las religiones de autoridad son excesivas, pero no sin fundamento.
Las religiones de autoridad se basan en la relación que las une con Dios para situarse por encima de
la condición humana. El hombre que de verdad está vivo busca para encontrar; ellas, en cambio, ya
han encontrado y no tienen por qué buscar; el hombre llama para que se le abra; ellas, en cambio,
no tienen por qué llamar puesto que son ellas las que abren; el hombre pide para que se le dé,
mientras que ellas no carecen de nada y son, además, las que dan. Sin ninguna duda, con el uso y a
lo largo de los siglos, se verá que estas pretensiones son excesivas aunque no estén desprovistas de
razón. Y es que estas religiones, efectivamente, han sido fundadas por hombres de Dios. La relación
con Dios que reivindican es, por tanto, real, aunque no tenga consecuencias ni tan sobrehumanas ni
tan independientes de las contingencias como ellas creen. Esta relación les garantiza una indiscutible
utilidad y viabilidad, aunque relativa y limitada; utilidad variable según sus cualidades propias y
según las condiciones de su nacimiento y desarrollo. La vía de aproximación al absoluto que estas
religiones enseñan y por las que guían, aun cuando lo hagan de forma velada, imperfecta y a veces
ridícula o blasfema, justifica su existencia. Ahí reside el origen de sus éxitos y lo que les permite
permanecer, mientras que las sociedades puramente políticas se suceden y desaparecen...
Su acción, aunque al comienzo de la vida espiritual es beneficiosa, se encuentra demasiado limitada como para no
fracasar más tarde.
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En contrapartida, a estas religiones autoritarias, les falta una intuición lo suficientemente profunda
de las posibilidades espirituales del hombre. Ponen en acción, sobre todo, su [45/46] naturaleza
social; y, a menudo, se limitan a utilizar sus instintos gregarios. Actúan sobre el hombre apoyándose
en su pasividad, en su credulidad, en su tendencia a la superstición. Favorecen esas tendencias sin
vacilación ni escrúpulos, como si ello no comportase, ulteriormente, graves consecuencias
espirituales tanto para ellas mismas como para el hombre. Se limitan a cultivar sus virtualidades de
forma indirecta y únicamente en provecho propio. No aprecian en su valor lo que el hombre es en
sí mismo, esa última realidad que, quizás, el mismo hombre no ha concienciado todavía. Ignoran
que no basta con moldear al hombre por fuera, sino que es preciso llamarlo por dentro a la tarea de
su propia creación. Obrando así, las religiones de autoridad se condenan a quedar muy por debajo
de la tarea auténticamente espiritual que su origen divino les facilita. Tras de los primeros éxitos, es
inevitable que les llegue la hora del fracaso y, después, de la decadencia. Esto sucede a partir del
momento en que su acción, debido a sus logros casi únicamente sociológicos, alcanza el umbral
que, para ser franqueado, exige de ellas no sólo que civilicen y moralicen a sus miembros, sino que
los conduzcan a que profundicen dentro de sí de un modo personal, siguiendo cada uno sus propia
trayectoria.
El hombre, aunque lo ignore, es demasiado grande, en potencia, como para limitarse a ser espiritual
únicamente dentro de los límites —tan estrechos— fijados por el adiestramiento al que le someten
estas religiones. Ninguna de las doctrinas ni leyes impuestas de forma general por una religión de
autoridad puede guiar al hombre a su realización. Poco a poco, insensiblemente (y esto es un signo
de su eficacia en los comienzos de la vida religiosa), si el hombre está suficientemente vivo y es
vigoroso, si es lo bastante fiel interiormente como para no limitarse a ser únicamente un ser
disciplinado en sus pensamientos y en sus comportamientos, termina por llegar al reconocimiento
de la relatividad de las doctrinas y de las leyes, y después de haberlas utilizado con buenos
resultados, acaba por superarlas, bajo su responsabilidad, por su cuenta y riesgo. [46/47]
La reacción contra una religión de autoridad puede ser síntoma de vitalidad espiritual.
Hay, pues, en el hombre (a partir de un cierto grado de profundización) una exigencia espiritual,
una aspiración positiva aunque todavía confusa y ambigua, que hace que el hombre no pueda
adherirse sin reserva (reserva a menudo inconfesada cuando se presenta, o sólo consciente a
medias) a estas religiones de autoridad (completamente hechas, definitivas, monolitos que se
presentan ante él con un carácter absoluto). Para continuar en progresión y no terminar abortando
en el orden espiritual, tendría que alcanzar la fe que está más allá de la adhesión sin fisuras a la
doctrina y vivir de la fidelidad que está más allá de la observancia más estricta posible de la ley. Si,
por el contrario, en estas condiciones y por reacción contra una religión de autoridad, el hombre se
hace «antirreligioso», manifiesta con ello un sobresalto humano, sin duda equivocado, pero
significativo y, en este sentido, por reactivo, de un valor de vitalidad indiscutible. Este sobresalto,
sin ser el patrimonio de los tiempos modernos, es uno de sus valores más prometedores para el
futuro...
Sin embargo, esta exigencia fundamentalmente humana de que tratamos, necesita precisarse pues, al
principio, se manifiesta sobre todo por simples rechazos y rebeldías. Y, con harta frecuencia, una
exigencia que se concreta en rebeldía —aunque sea consecuencia válida, si bien turbia, de
aspiraciones propiamente humanas y de posibilidades religiosas indudables—, por el hecho de estar
sometida a presiones pasionales, acaba por dispensar y apartar engañosamente al hombre de la
verdadera vida espiritual. Para que esta exigencia, pues, desarrolle sanamente sus potencialidades,
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necesita ser purificada de las violencias que la perturban. Y esto, es frecuente que sólo se logre a
largo plazo y bajo d peso de experiencias graves. Para que esta exigencia, verdadera sin duda, no se
reduzca a reivindicaciones vanas que acaban por esterilizar al que toma ese camino, el hombre tiene
que vivirla con paciencia y tenacidad, con prudencia y coraje, [47/48] dominándose en sus rebeldías
y controlándose en sus rechazos. Su fe y su fidelidad dependen de ello. Tiene que transformar sus
impugnaciones en espera atenta y en búsqueda. Tanto más lo hará, cuanto mayor sea su progreso en
la vida espiritual. Por lo mismo, esta exigencia, que también crece a medida que el hombre
profundiza espiritualmente, necesita, para ser colmada y dar su fruto, de una «religión» que no sea
solamente de autoridad, aunque lo fuera de una calidad superior, sino que sea de un orden muy
distinto. Esta «religión» es, por su naturaleza, completamente distinta de las religiones de autoridad.
La llamaremos «religión de llamada».
La religión de llamada
Esta «religión», gracias a su acción esencialmente interior, aunque se presente a sus miembros desde
fuera como una sociedad, se esfuerza por despertar al hombre a sí mismo, más allá del
conocimiento que espontáneamente pueda tener de sí. Se esfuerza en sacarlo no sólo de su
entumecimiento espiritual inicial, sino también de aquella cierta puerilidad religiosa que ya no se
adecúa a su nivel de humanidad. Le conduce especialmente hacia el encuentro de sí mismo. Le
ayuda a poner en acto todo lo que es, él mismo, en potencia. Le llama a una actividad de creación
que desborda las limitaciones que, tanto la mentalidad como la disciplina colectivas de su medio, se
esfuerzan por imponerle. Con este fin, ajusta su mensaje a lo que el hombre puede acoger porque ya
está pujando por nacer en él; a lo que es más auténtico y profundo en él; a aquello que,
frecuentemente, en ocasiones anteriores, en otros momentos de su vida pasada, ya ha pasado de
alguna forma por su conciencia, incluso con claridad aunque todavía de manera evanescente. Este
ajuste está muy lejos de ser un sometimiento servil a lo que el hombre desea de forma ocasional y
superficial; esto sería propio de una religión de autoridad que se esfuerza [48/49] por adaptarse
cuando se encuentra acorralada e intenta sobrevivir —incluso intentando, a veces, seducir—. La
religión de llamada no se somete a las evidencias ni a los intereses del momento o de la época,
aunque, en la práctica, tenga que tenerlos en cuenta. Conservando su pureza, apunta esencialmente
a ser fermento del hombre. Actúa ante cada uno con la paciencia y la discreción de la fe, en el
hombre y en Dios, que no cesa de profesar.
Esta «religión», sin negar a las religiones de autoridad el vínculo que tienen con el Absoluto,
impugna los privilegios que se atribuyen y que monopolizan. Les reconoce una misión que, aunque
limitada, es necesaria y que, por tanto, tiene que realizarse en la medida de lo posible y de lo
conveniente. Pero cuando las religiones de autoridad han ejercido plenamente su papel propio con
sus adeptos, se ven superadas por las nuevas necesidades y aspiraciones que entonces, y
precisamente gracias a ellas, surgen en quienes hasta entonces habían sido sus beneficiarios. Pero si
intentan prolongar su acción adaptándose a tareas más adecuadas a las exigencias del presente, se
agotan en iniciativas que tienen que retomar una y otra vez y que son siempre vanas.
1Nota del Traductor: El verbo que emplea Légaut es «accomplir». Lo traducimos por «acabar», porque nos parece que este
verbo incluye el doble sentido de, por una parte, «realizar» y, por otra, «superar» (acabando con lo anterior...), que son los
que se desprenden del contexto.
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Únicamente la religión de llamada garantiza la fecundidad y la perennidad de los resultados que las
religiones de autoridad hicieron posibles. Sin la religión de llamada, las inapreciables adquisiciones
humanas aportadas por las religiones de autoridad se ven ineluctablemente reducidas a prácticas
meramente rituales y a costumbres cada vez más [49/50] superficiales que, luego, se corrompen en
mundanidades y terminan por desaparecer, rechazadas como la sal que se torna insípida. De esta
forma, la religión de llamada es la que verdaderamente acaba las religiones de autoridad.
En sentido contrario, también es cierto que sin una primera profundización en la que, por lo
general, participan necesariamente las religiones de autoridad, la religión de llamada no podría ni
nacer ni crecer en el corazón del hombre. Objeto de aspiraciones indudablemente sinceras, pero
ciegas, que degenerarían rápidamente en unos vagos deseos de evasión y de anarquía abocados a la
esterilidad espiritual, la religión de llamada se convertiría enseguida, para un hombre no
suficientemente preparado, en fuente de espejismos, y le serviría de pretexto para toda clase de
extravíos.
Cuando las religiones de autoridad empiezan a desfallecer ante la tarea que no puede cumplir, no es
evidente ni seguro que vaya a aparecer la religión de llamada. Aunque preparada por ellas, no es, en
absoluto, su consecuencia. Las religiones de autoridad ni la desean ni la suscitan para que venga a
suplirlas cuando ellas están en su crepúsculo y ya no iluminan suficientemente los horizontes del
hombre. Por el contrario, un antagonismo indudable se interpone entre la religión de llamada y la
religión de autoridad que ha sido su precursora. La religión de llamada, situada al margen de las
religiones de autoridad, sin plegarse a sus organizaciones ni inspirarse en sus directrices, parece que
hace una acción paralela, como que actúa de contrabando. Además, cuando llega a ser
suficientemente poderosa en el hombre, de modo que éste responde a su llamada y la proclama
como suya, acaba por ser, de ordinario, sospechosa, combatida y calumniada. No hay resistencia
mayor al advenimiento de la religión de llamada que el absolutismo e intolerancia de las [50/51]
religiones de autoridad, que amenazadas en su existencia, se acorazan todavía más, si cabe, tras su
sabiduría política, siempre disimulada bajo solemnes profesiones de fe.
Las religiones de autoridad necesitan de un fundador2 que trace un plan, establezca sus bases e inicie
vigorosamente, si no la culmina, su construcción. Sólo después de todo esto, puede desaparecer el
fundador; de lo contrario habría trabajado en vano; ahora sí, su obra ya está hecha y vivirá sin él,
segura en su solidez. La religión de llamada, en cambio, nace cada día al paso del sembrador.
Cuando la tierra es buena y está suficientemente preparada para recibir la semilla, basta que el
sembrador pase y eche a voleo, en el momento oportuno, el grano que el campo está esperando
para dar su cosecha a la sazón. El suelo hará germinar la semilla y, según su fertilidad, nutrirá la
espiga hasta que madure para la recolección. Pero después de cada cosecha, y en cada campo, el
sembrador tiene que recomenzar su gesto. Si no, los campos se volverán a llenar de maleza
enseguida...
2 Nota del Traductor: El texto francés emplea «bâtisseur», que literalmente sería «constructor» o quizás «arquitecto», y que
también se podría traducir por «legislador»; pero nosotros preferimos emplear «fundador» porque es más adecuado en
castellano, no tan forzado, y su sentido queda claro gracias a la contraposición con «sembrador».
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El constructor de una religión de autoridad puede desaparecer, pero su religión permanece en una
sagrada inmovilidad a la que a menudo sacraliza un pasado legendario que exalta al fundador al
tiempo que eclipsa su personalidad humana. En cambio, sin el continuo retorno del sembrador, sin
su perpetua actividad a través de la mediación de hombres que, animados por él, le suceden, la
religión de llamada —que de tan amenazada e improbable es pura fragilidad-- [51/52] está abocada
a la desaparición. Nadie puede conservar su exacto recuerdo sin que de nuevo el sembrador vuelva
a pasar...
Las concepciones de la unidad en las religiones de autoridad y en la religión de llamada son diferentes.
Sin apoyarse exclusivamente, corno las religiones de autoridad, en la solidez de estructuras que, por
otra parte, puede sentirse llamada a modificar, la religión de llamada, a medida que se inventa, se va
irguiendo en una estabilidad fundamental, por más improvisada e improbable que pueda parecer si
se la mira desde fuera. Su unidad, invisible y sin embargo completamente real, se asemeja a la que
los [52/53] hombres, bajo la influencia de una misma inspiración, dan a la obra que crean juntos y
en la que cada uno se expresa por completo, por más diferentes que sean entre sí. Nadie habla de
esta unidad porque es evidente; nadie piensa en hacer su teoría para ayudarla a nacer y a
consolidarse; más bien, toda doctrina sobre ella, construida a priori, no haría sino empobrecerla, ya
que, esta unidad no procede únicamente del proyecto que puede elaborar una ideología, por más
eminente que sea.
Los miembros de la religión de llamada no son seres aislados, pero nunca dejan de ser unos
solitarios. A medida que van comprendiendo la naturaleza de la íntima llamada que la religión de
llamada hace sonar en cada uno, a medida que responden a ella con libertad de espíritu y con
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tenacidad perseverante, y cuanto más lejos avanzan en el camino que paso a paso les dicta la
fidelidad, van siendo tanto más conscientes de su soledad esencial.
La comunidad que estos hombres constituyen tiene que organizarse necesariamente, como toda
sociedad religiosa, aunque por su esencia difiera radicalmente de todas ellas, puesto que la autoridad
y la obediencia se ejercen con un espíritu completamente distinto. También se manifiesta en
acciones de conjunto que, sin embargo, no tienen el carácter [53/54] masivo y colectivo de las
manifestaciones que organizan las religiones de autoridad. Sus asambleas se desarrollan en un clima
de recogimiento que ayuda a que cada uno alcance el silencio interior. Apuntan a facilitar —porque
otra cosa no pueden hacer— el cara a cara consigo mismo y con Dios, a través de todo lo que
conduce a la toma de conciencia de la condición humana. Su intención es que cada uno despierte, a
través de todo lo que evoca o pone de manifiesto una verdadera profundidad humana, a lo que él es
en sí mismo.
Con este fin, sus asambleas utilizan la música nacida de la inspiración que actuó en grandes
hombres espirituales, que fueron también grandes artistas, y que supieron interpretar, de forma
accesible a todos, las más altas aspiraciones del hombre. El canto, muy en particular, puede lograr
este despertar espiritual mucho mejor que las consideraciones intelectuales: siempre deficientes y
algo torpes, rara vez en armonía con las necesidades y los recursos de los oyentes, pronto
anticuadas cuando las generaciones evolucionan con rapidez. Estas asambleas se esfuerzan,
también, por cultivar a sus miembros a través de los testimonios de hombres que, al término de una
vida vigorosa —si no larga— se han encontrado lo suficiente a sí mismos y han alcanzado así algo
de autenticidad. Estos testimonios están al alcance de la comprensión de cualquiera con tal de que
se les preste una atención suficiente. Bajo la apariencia de desarrollos particulares y personales, estos
testimonios alcanzan a serlo en una dimensión realmente universal, puesto que su finalidad no es la
de pretender imponer una forma general de pensar, de decir y de obrar. Ocurre con ellos lo
contrario que con una enseñanza autoritaria: adhiriéndose a ella, uno acaba encadenándose a ella;
uno termina por convertirse en un extraño para sí mismo en la medida en que dicha enseñanza no
está en relación con los intereses del momento, ni adaptada a los estados ni a los ritmos actuales de
su vida interior. Las liturgias de las asambleas convocadas por la religión de llamada, por su
búsqueda incesante de palabras verdaderas, no [54/55] encierran al espíritu en un universo ficticio,
de otra edad, herencia de un pasado que no se ha sabido superar —una vez que ya sirvió de
alimento— por falta de una actividad propiamente creadora. Lejos de ordenar, de sugestionar y de
condicionar, tal como hacían las liturgias de antaño, éstas ayudan a que cada uno descubra lo que le
conviene según el estado en el que se encuentra. Ninguna consigna sale de ellas, pero sí que
irradian, en cambio, un impulso unánime, que lleva a realizaciones tan múltiples como diversas.
Lo esencial y lo indispensable.
En todo grupo que se sitúe a un nivel propiamente humano y que tenga algo de importancia
numérica, existe lo que resulta indispensable para que dure y lo que le es esencial para seguir siendo
propiamente él mismo. Lo indispensable condiciona el desarrollo del grupo, el cual, si separamos lo
esencial que le caracteriza, no se distingue de los otros más que por elementos contingentes: su
reclutamiento, su organización, su política. En tales grupos, lo indispensable es necesario sin ser
suficiente; lo esencial es imposible sin el apoyo de lo indispensable.
Lo que lo indispensable impone a un grupo tiene, en gran parte, razón de ser en la mediocridad de
los hombres tanto si el grupo está fuertemente trabado como colectividad a través de una autoridad
29
que, después de haberla fundado, la gobierna y sigue siendo su pieza clave, como si, por el
contrario, se constituye en una comunidad de seres que por su propia iniciativa avanzan por los
caminos de la fidelidad que son, de ordinario, convergentes, pero nunca coincidentes. Esta
mediocridad se hace más patente cuando los hombres viven en una aglomeración de población
numerosa y densa. Además, con ocasión, precisamente, de los determinismos que reinan en toda la
sociedad, es cuando lo indispensable se hace especialmente patente porque se impone con urgencia
en el ejercicio de la autoridad. Lo esencial, en [55/56] cambio, apunta y depende directamente de la
humanidad de cada uno. No se da a conocer con ocasión de las prácticas de gobierno que, a
menudo, bajo el peso de las necesidades, más bien lo ocultan. Permanece fuera del alcance y de los
horizontes del hombre que no se compromete personalmente en su búsqueda. El hombre lo
conoce sólo en la medida en que lo vive. Lo indispensable, además, resulta más fácil de precisar
porque es lo que constriñe al grupo de forma imperiosa y, por tanto, visible, mientras que lo
esencial no lo es tanto, cuando existe, porque caracteriza al grupo en lo concreto.
Lo indispensable se impone: las circunstancias lo dictan, los tiempos lo confirman y, a menudo sin
más demora, la historia pasa cuenta por su omisión. Lo esencial, en cambio, sólo se sugiere; la
historia, en lo cotidiano de su discurrir, pasa a su lado sin percibirlo —cuando no llega a negarlo—.
Queda disimulado y oculto para ella. Sólo una reflexión personal, solitaria, lentamente madurada, en
la que el hombre se confronta consigo mismo y critica con honestidad sus razones de adhesión al
grupo del que forma parte, puede permitirle descubrir lo esencial de ese grupo y de él en el grupo.
Esta búsqueda no puede desarrollarse con exactitud más que dejando a un lado toda pretensión de
eficacia, distanciándose de las decisiones urgentes exigidas por los acontecimientos, y al abrigo tanto
de los temores como de los proyectos que el futuro plantea. Todo eso no es sino preocupación que
lleva a concienciar lo indispensable, pero que, al tiempo, perturba la mirada simple y directa que lo
esencial exige para ser vitalmente distinguido de lo que no lo es.
Esta conversión consiste, para la vida del grupo, en una nueva partida hacia horizontes antaño
invisibles, o que se juzgaron utópicos. Exige necesariamente, por parte de sus miembros, la
condenación —matizada, sin duda, pero explícita— de ciertas formas del pasado del grupo, e
incluso de todo el pasado, pues todo en él es solidario. Si, a lo largo del tiempo, lo esencial que
caracteriza al grupo, se fue ignorando poco a poco, significa que, a decir verdad, de alguna manera
lo fue siempre, e incluso desde el principio. Por esto, esa conversión pide mucho más que un simple
retorno a las fuentes tal y como se utilizaron antaño. Además, para que hoy lo esencial sea
reconocido y seguido, en la medida en que puede serlo actualmente, es preciso que los miembros de
dicho grupo se esfuercen por penetrar en el conocimiento de su plenitud y respeten su pureza
mejor que antiguamente, mejor, incluso, que en los comienzos...
Lo indispensable puede cambiar con el tiempo y con el espacio. Incluso es necesario que cambie,
porque lo indispensable que no evoluciona ni se adapta a las situaciones pierde, precisamente por
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ello, las razones que lo justifican e imponen. Queriendo permanecer intangible, endureciéndose en
la inmovilidad de las estructuras establecidas, no hace más que degenerar hasta llegar a ser funesto.
Lo esencial es tan inmutable como inaprehensible. Para serle habitualmente fiel, hay que ir sin cesar
en su búsqueda y redescubrirlo siempre como nuevo. De este modo, al término de aproximaciones
diferentes, se deja entrever por fin, siempre idéntico a sí mismo, aunque bajo formas a veces muy
variadas y distintas.
Lo esencial lleva a que se adopten iniciativas que, siendo ya útiles en el presente, serán más fecundas
todavía en el futuro. Las decisiones que exige lo indispensable, aun siendo necesarias en el presente,
no tienen por lo general [57/58] consecuencias favorables en el futuro. Por el contrario, a veces
llegan hasta a hipotecarlo. Lo esencial, al contacto con las necesidades, segrega lo indispensable sin
jamás confundirse con él. Lo indispensable se encuentra a mitad de camino entre lo esencial y las
condiciones contingentes del momento. Se cierne en torno a lo esencial sin jamás confundirse con
ello. Oscuramente llamado por lo esencial, se adapta a las condiciones contingentes. Con frecuencia
se somete demasiado a ellas y de ese modo traiciona a lo esencial.
La religión de llamada ayuda a que el hombre se encuentre a sí mismo en su propia intimidad, única
forma en que puede ser religioso plenamente; se esfuerza por impedirle que se autodispense de esa
búsqueda con la excusa de una religiosidad, afectivamente espontánea o doctrinalmente organizada,
que supera en poco el nivel del instinto y del espíritu gregario. Se esfuerza en que el creyente
adquiera conciencia de la acción de Dios en él —esa acción que está en él, que no sería sin él, que es
suya pero que no es sólo suya—, [58/59] de manera que corresponda plenamente a ella y no se
limite a la mera observancia de las prácticas, menos exigentes a pesar de que están sacralizadas, que
las religiones de autoridad consideran como suficientes. Por último, gracias a la religión de llamada,
el hombre se compromete con lo mejor de sí mismo en el camino de la fe en sí, de la fe en Dios y
de la fidelidad a su misión; camino que, a partir de una cierta etapa espiritual, ninguna religión de
autoridad puede dispensar al creyente recorrer por su cuenta y riesgo a medida que lo vaya
descubriendo. No otra cosa es lo esencial para la religión de llamada.
Todo lo que la religión de llamada tiene que utilizar necesariamente a causa de su encarnación social
y de las condiciones de su implantación —doctrinas, leyes, estructuras— todo eso, no es más que lo
indispensable. Lo elabora, lo modifica, lo anula incluso, en la medida en que lo esencial lo exige. El
fin de esta religión, del que nada debe distraerla, es ayudar al hombre a «ser». Cosa que el hombre
sólo puede en la libertad creadora a la que, indirectamente, sin poder hacer más, la religión de
llamada se esfuerza por abrirle el acceso.
31
III
Desde la primera generación, el cristianismo fue una religión de autoridad para los hombres que no
conocieron personalmente a Jesús. Los apóstoles, sobre todo a la luz de los carismas que los
visitaron tras la muerte de su Maestro, se sintieron responsables de lo que habían recibido de Él;
tenían que enseñarlo a todas las naciones Alimentados del espíritu que les había transformado
secretamente mientras vivían con Jesús, fieles a lo mejor de sí mismos, herederos de la espiritualidad
de su raza, influidos también por la [59/60] mentalidad de los pueblos que querían convertir, los
apóstoles, en nombre de la misión de la que se sentían investidos, predicaron una doctrina que no
habían recibido completamente hecha y que fueron elaborando poco a poco. La impusieron
apoyándose en lo que habían recibido de su Maestro y en la autoridad de las Escrituras recibidas
por su pueblo. Del mismo modo, organizaron las Iglesias locales a la manera de las sinagogas,
adoptando las prácticas de esas comunidades, y adaptándolas en la medida de lo posible. Actuaron
como jefes cuya autoridad todopoderosa procede directamente del Señor. No se comportaron de
forma distinta que los fundadores de religiones de todos los tiempos y lugares.
Al principio, la nueva religión tenía sin duda un valor único que procedía: del mensaje de Jesús que
todavía se mantenía fresco y se conservaba con piedad; de la influencia capital que el maestro tuvo
sobre sus discípulos; del fervor de las pequeñas fraternidades aisladas y diseminadas en medio de las
masas judías o paganas; valor excepcional, ciertamente, e incomparable con el de las ideologías
religiosas de la época que, establecidas ya desde largo tiempo atrás, estaban en su mayor parte algo
desgastadas. Sin duda, la nueva ley impuesta a todos se abrazaba entonces con más amor que
ninguna otra; y pudo ocurrir incluso (aunque esto no debió durar, tal como algunos relatos de los
Hechos nos lo muestran) que precisamente esa disciplina colectiva evitara el rigorismo normal en
los comienzos y fuera capaz de la caridad que lo comprende todo, lo excusa todo, lo soporta todo y
sitúa en primer término el interés espiritual de cada uno...
Sin embargo, estas condiciones favorables no eran más que la consecuencia del clima incomparable,
pero efímero, del primer vuelo, del ardor alimentado por la espera de la parusía inmediata que las
cristofanías todavía recientes confirmaban, de la dimensión reducida y de la homogeneidad humana
de las Iglesias locales y, en definitiva, de su situación minoritaria y, a veces, expuesta ya a actos de
hostilidad que contra ellos producía su entorno. Las leyes impuestas por el cristianismo de
autoridad no dejaban de ser, sin embargo, y [60/61] a pesar de todas esas condiciones favorables,
unas leyes de tipo general, por más excelentes que fuesen. Las condiciones óptimas del comienzo
coexistían irremediablemente, con las carencias inmanentes a toda religión de autoridad. Y, además,
se iban desvaneciendo a medida que el cristianismo se extendía y se alejaba de su origen, a medida
que los carismas extraordinarios que se produjeron después de la muerte de Jesús se fueron
haciendo más raros, hasta acabar por desaparecer, a medida que la Parusía se perdió en el horizonte
del futuro, y a medida que, con el tiempo y gracias a su creciente importancia social, la Iglesia fue
teniendo carta de ciudadanía, se convirtió en la religión oficial, y empleó el poder...
La autoridad de Jesús.
Jesús —no cabe duda de ello— había hablado con autoridad, pero su autoridad no se parecía a la de
los doctores de Israel que se imponía en nombre de una tradición que procedía, a los ojos de todos,
32
de Dios mismo. A no ser que sus contradictores lo forzasen hasta el extremo, Jesús, por lo que
parece, no hacía prevalecer su autoridad más que cuando ya de entrada era reconocida; pero
entonces, ¡con qué fuerza la empleaba! ... La proponía únicamente a través de la irradiación de su
persona situada en medio de una masa subyugada. Ciertamente, mucho más que su palabra y
enseñanza, a muchos de sus auditores los atraían las curaciones y las esperanzas mesiánicas que
ponían en él. Por este motivo, Jesús rápidamente acabó siendo extremadamente discreto en sus
comportamientos. Cuanto más avanzaba en su camino tanto más parece que escasearon las
curaciones. Es más, ¿no procuró a menudo, aunque muchas veces en vano, que no se conociesen?
Jesús acumulaba precauciones para no edificar sobre arena, para que los hombres no lo siguiesen
por razones políticas o por motivos interesados. Vigilaba mucho que no confundiesen su autoridad
con la que reconocían a sus jefes religiosos; autoridad que, por otra parte, él no [61/62] impugnaba.
A medida que Jesús iba siendo más él mismo a lo largo de su camino, tanto más necesaria se hacía
una profundización humana de calidad excepcional para poder unirse a él y seguirle. Sus oyentes
tenían que dominar el ruido de las controversias, tenían que zafarse de las pasiones que ellas
desencadenaban y, gracias a su presencia, a través de su decir y de su hacer, reconocer su autoridad
soberana. Poco a poco, a medida que se multiplicaban los anatemas que le condenaban y las
amenazas que ponían su vida en peligro, fue abandonado por la mayoría. Al final quedó
prácticamente solo. Por eso, para descubrir su singular autoridad, someterse a ella en la fe y
permanecerle fiel, era preciso que uno, desde bastante tiempo atrás, conscientemente o no, hubiera
estado en búsqueda de sí mismo y que, finalmente, cerca de Él, estuviera ya en vías de encontrarse.
Para responder a su llamada era necesario mantenerse presente a lo mejor de sí mismo. Y, desde
entonces, siempre ha sido igual...
Jesús era la autoridad en persona; no la ejercía como quien únicamente está revestido de ella y la
invoca para ejercer su función. No cabe duda de que su autoridad se apoyaba al principio en el
prestigio que le procuraban las curaciones que se multiplicaban a su paso; pero si éstas provocaban
asombro y estupor, Jesús pretendía mucho más; apuntaba a ejercer su influencia y, después, su
autoridad hasta en lo más íntimo de los hombres para que, siguiéndole a Él, se abriesen a sí mismos.
Todo lo que Jesús decía de forma personal, incluso cuando se limitaba a repetir lo que el judaísmo
afirmaba, parece que estaba orientado siempre al despertar espiritual de los que le escuchaban.
Cuando mandaba y enseñaba, también entonces lo principal era su llamada de hombre a hombre;
llamada inusual, distinta por completo al ejercicio de una autoridad que ordena y enseña de forma
general lo [62/63] que tiene que ser observado y suscrito por todos; llamada singular cuyo alcance
dejaba perplejos sobre todo a sus discípulos más cercanos, porque no veían claramente a dónde les
llevaba Jesús; presentían confusamente hasta qué punto les hacia salir fuera de los caminos trillados,
pero sin decirles, sin embargo, cuál era el camino que cada uno personalmente tenía que tomar y
seguir en adelante.
Jesús actuaba en nombre propio. No tenía ningún mandato oficial. Se mantenía, por lo que parece,
sistemáticamente al margen de las autoridades religiosas. Vivía en un mundo completamente ajeno
al de éstas. A medida que su acción se desarrollaba, su oposición a las autoridades se hacía cada vez
más clara. Las polémicas se hacían, también, cada vez más violentas. Aprovechando las demoras
que le permitían tanto la longanimidad de una autoridad segura de sí misma como la inercia
inherente a toda institución establecida, Jesús pasaba como el sembrador, con paso rápido. Muy
pronto comprendió que su trayectoria tenía la velocidad de la flecha y que no podía contar con
modificar durante su vida lo que se pensaba y se hacía en torno suyo y, de ese modo, asegurar en lo
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Esta autoridad, de una naturaleza y de un alcance completamente diferentes de los que invocan las
religiones de autoridad y sus representantes, es el bien específico que reciben los discípulos de Jesús.
Es la herencia que han recibido de él, que han de redescubrir constantemente para inspirarse en ella,
hacerla suya y ser dignos de ejercerla, gracias a lo que llegan a ser a través de su fe y fidelidad. De
otra forma, el cristianismo degeneraría en una religión como las otras. A lo largo de los siglos
perdería su alma y, en consecuencia, su razón de ser.
Esta herencia implica que el cristianismo, en lo esencial, aunque al principio fue inevitablemente
una religión de autoridad por las condiciones en las que tuvo que desarrollarse, es la religión de
llamada; precisamente por ello las Iglesias pueden y de hecho deben proponer su mensaje a todos
los hombres, pero no a través de la autoridad que algunos detentan oficialmente debido a su
función en las estructuras de la institución, sino en virtud de la autoridad interior que se desprende
de sus miembros. Esa autoridad interior de sus miembros es el único medio que tienen las iglesias
de ayudar de un modo real, aunque indirecto, a. que cada uno se abra a la religión de llamada, según
el modo que le convenga personalmente. De ningún modo —con la excusa de una [64/65] mayor y
más directa ayuda— deberían usar de poder y de prestigio, ni dirigirse genéricamente a todos. Ello
equivaldría a querer pretender imponer y extender el Mensaje a través de medios sociológicos, y
comportaría inevitablemente desnaturalizarlo y privarle de su fecundidad espiritual. Por eso, todas
las otras formas de autoridad que no se desprenden de la limpia irradiación de sus miembros, y que,
sin embargo, las Iglesias ejercen, provienen de que están constituidas como sociedades y, por tanto,
no son esenciales. Por más necesarias que sean, no son más que indispensables. Es capital que las
Iglesias no olviden ni ignoren esto.
Cada Iglesia, para permanecer fiel, a través de las contingencias de la historia, a Aquel del que recibe
su origen, ha de ser llamada, semilla y fermento, y procurar no ser más que eso. Sólo con ese fin,
cada una se reviste de un conjunto de doctrinas y leyes. Estas, necesarias, cumplen bien su oficio si
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no se apartan de la humildad que conviene a todo lo que se aproxima al misterio del hombre.
Paralelamente, es importante que el cristiano utilice las doctrinas y las leyes con discreción y de
forma pragmática, admitiendo que son indispensables pero sin sacralizarlas por ningún fanatismo;
es decir, sin dejarse arrastrar por consecuencias y comportamientos extremos que, a veces, le tienta
deducir y aplicar, tanto respecto de sí como de otros, pero a los que excluye la sabiduría de la
caridad. Llamada, semilla y fermento: eso fue Jesús para los hombres que, a su paso, se encontraron,
se levantaron y le siguieron. Y eso debe ser, también hoy, su discípulo.
Humanamente, al principio, era imposible que el cristianismo no fuese una religión de autoridad. La
adhesión a la nueva doctrina, aunque diferente e incluso superior por su contenido a la exigida por
las otras religiones, era, sin embargo, de la misma naturaleza. Lo fundamental en esta [65/66]
adhesión eran la afectividad y la intelectualidad; y no lo era lo que está en lo más hondo del hombre
esforzándose por crecer a lo largo de la vida ni la toma de conciencia lúcida y valiente de su propia
condición: de todo lo que en el hombre está sordamente implicado por una secreta espera y
precedido por una oscura apertura. Sólo esta espera y apertura fundamentales permiten descubrir en
uno mismo, en el transcurso de un considerable número de años vividos en la fe y en la fidelidad, lo
que Jesús fue para sus discípulos y que una doctrina no puede más que sugerir, sin poder evitar, por
lo demás, ser una especie de tentación que distrae de eso mismo que sugiere; lo que Jesús puede
suponer todavía hoy para cada uno como encuentro, más incluso que entonces, aunque sea en
condiciones de civilización muy diferentes; por último, sólo esta espera y apertura fundamentales
permiten descubrir todo lo que puede llegar a empujar por dentro al hombre a dar el paso ciego,
último y libre, de la fe en Jesús, y hacer que llegue a arraigar esa fe en su ser, hasta el punto de que
ya no pueda ser separado ni de ella ni de Jesús sin sentirse destruido.
A pesar de las apariencias, esta nueva doctrina que invocaba a su favor las tradiciones más
venerables y más poderosas de Israel, no daba cuenta de lo que de esencial comportaban el mensaje
y la misión de Jesús. Es más, al principio de todo, las jóvenes comunidades cristianas y los autores
que elaboraron poco a poco esa doctrina, ¿eran realmente capaces de reconocer e identificar en su
singularidad ese mensaje y esa misión inseparables del ser de Jesús, que son trascendentes a fuerza
de ser completamente humanos? Sus pensamientos sobre Dios y su acción en el Mundo, sobre el
hombre y su lugar en el Universo —los mismos que Jesús también profesaba bajo la influencia del
universo mental de su tiempo y más acá de su comunión con el Padre—, no se lo permitían.
A pesar de su intención y de su penetración, esta nueva doctrina sólo podía comunicar el mensaje y
la misión de Jesús de una forma aproximativa, desviada y empobrecida. Se [66/67] encontraba
limitada por las maneras de pensar, de razonar y de imaginar de la época. Se encontraba como
desvirtuada por los conocimientos y las ignorancias, las creencias y las supersticiones de su tiempo.
Por ello, obedeciendo a esos condicionamientos, la única forma como podía justificar ese mensaje y
esa misión inseparables era por su origen divino; es decir, el mismo que invocaban también las
doctrinas de las otras religiones, con autoridad y no sin algo de razón. La nueva doctrina, por tanto,
sólo a causa de su origen divino les atribuía, a esos mensaje y misión, un valor absoluto.
Únicamente de un modo indirecto afirmaba que ambos se adecuaban y convenían perfectamente a
las necesidades y posibilidades de la naturaleza humana; necesidades y posibilidades de las que, a
decir verdad, ignoraba la profundidad y la riqueza, aunque creía que las conocía bien.
En efecto, por su forma de colocar a Jesucristo, el Mesías, en el lugar central del «plan de Dios», el
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cristianismo naciente presentaba a Jesús de una forma que se adecuaba suficientemente a la época
como para justificar y fundar el culto que le profesaba. Pero aun insistiendo en hacer de Jesús la
piedra angular de su doctrina, no lograba llamar al cristiano a que fuese más allá de lo enseñado. No
era para él semilla de futuras cosechas, ni de las subsiguientes siembras que se darían a medida que
los hombres fuesen creciendo en la conciencia de su condición, de su lugar en el Mundo, de la
Acción que se despliega en ellos, y del ser que cada uno de ellos llega a ser.
El cristianismo, muy al contrario, se presentaba al creyente en su doctrina como un don hecho por
Dios, que desde el principio él podía recibir de forma perfecta y acabada, de modo que, esa simple
recepción, le colocaba ya en los «últimos tiempos» en los que reina perfectamente el Espíritu. No le
sugería que su doctrina no era más que un punto de partida para ayudarle a descubrir por sí mismo,
en la medida de su propio ser, siempre además en crecimiento, y partiendo de la comprensión de su
propia humanidad en la que, por lo demás, tendría que profundizar constantemente, la [67/68]
«trascendencia» de Jesús. Porque, en efecto, un conocimiento en que sea verdadera la trascendencia
de Jesús, no puede ser más que el fruto, en cada uno, de su propia fidelidad a lo largo de la vida.
Sólo esa fidelidad personal, gracias a la fe y en reacción contra la credulidad y la imaginación ávidas
de visiones de conjunto sistemáticas y de fábulas globales, quita a la trascendencia todo carácter
verbal, abstracto y planteado únicamente a priori. Sólo la fidelidad hace que el hombre acceda de
verdad a la muda, pero colmada, adoración, porque nada como ella le lleva a la capacidad de
adoración mediante la transformación que va operando en él.
Durante numerosos siglos, los cristianos, incluidos los más espirituales, no pudieron comprender
que la religión que Jesús profesó, dando testimonio de lo que vivía progresivamente en lo íntimo de
su ser, era esencialmente llamada y que, más que una doctrina de lo más elevado o una ley de lo más
justa, era precisamente ese carácter de llamada —cuando nacía pura y simplemente de lo que vivió
el Maestro— lo que singularizaba al cristianismo entre todas las otras religiones. ¿Podrían, acaso,
pensar que sólo por esa característica (que la convierte en la religión por excelencia, digna, en
verdad, del misterio del hombre y del misterio de Dios) podrá alcanzar el cristianismo la verdadera
universalidad que, sin saberlo, ellos desconocían invenciblemente, tanto en sus verdaderas
dimensiones como en su naturaleza peculiar? ¿Podían prever que ese carácter iba a ser lo único que
haría que el cristianismo fuese capaz de perpetuarse cuando la sociedad padeciese mutaciones de
magnitud imprevisible, impensable, y acabase por superar la relativa puerilidad de la época, de la que
ellos, los cristianos, no eran conscientes?
Incluso tras veinte siglos de cristianismo, ¿quién osaría afirmar que el pueblo cristiano está ya
bastante evolucionado en su conjunto como para intuir lo indigna del hombre que es, en definitiva,
una religión de autoridad —por más espiritual que sea su doctrina— si no apunta a llegar a su
cumplimiento en la religión de llamada? ¿Son los cristianos hombres suficientemente interiores
como para escuchar y [68/69] responder a la llamada que se dirige a cada uno de ellos? ¿Acaso no
sienten la fuerte tentación de confundir esta llamada con unos consejos que hacen referencia a unos
comportamientos que son únicamente facultativos? El papel que las concepciones del cielo y del
infierno (la del infierno sobre todo) jugaron en el pasado, y hasta casi nuestros días, tanto en la
predicación cristiana, como en la vida religiosa de los fieles, es tan significativo que elimina la menor
sombra de duda sobre la respuesta a estas preguntas.
Cierto que, en teoría, y de acuerdo con afirmaciones explícitas y reiteradas de Jesús, y que figuran en
las Escrituras, la doctrina corriente del cristianismo ha hablado frecuentemente de las
Bienaventuranzas. Pero la Autoridad ha puesto especial cuidado en distinguir de forma categórica
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los consejos evangélicos de los preceptos, no sólo porque no podía imponer los primeros de un
modo general, sino también porque no le parecía esencial para ser cristiano que cada uno los
concretase para sí de forma adecuada. Todavía en la actualidad, los consejos constituyen como una
super-ley facultativa; facultativa, pero de estricta obligación y de adaptación ulterior imposible, al
menos en principio, para quien ha aceptado someterse a ella; los consejos evangélicos se codifican
así bajo la forma de los votos religiosos; y ya no se ha podido impedir hacer de la observancia
exacta de esos votos la realización exclusiva y totalmente satisfactoria del estado perfecto al que
llaman las Bienaventuranzas evangélicas y del que tratan las parábolas del Reino.
Sin embargo, ya desde el comienzo, el espíritu nuevo que el cristianismo, casi sin saberlo, llevaba en
su seno, oculto bajo su enseñanza y disciplina, fue madurando lentamente sus frutos. El espíritu de
Jesús, que ya se traslucía a través de la letra del mensaje que plasmaron los apóstoles, según [69/70]
lo habían comprendido, retenido y enseñado, irradia, de hecho, mucho más allá de lo que tanto ellos
como los que les sucedieron podían prever y esperar. Muy pronto, efectivamente, a todos pareció
que, en lo sucesivo, lo único que había que hacer era «conservar», y que no había necesidad de
purificar ni de desarrollar creativamente nada. Sin embargo, el espíritu de Jesús opera pacientemente
a lo largo de los siglos, en cada generación, gracias a la fidelidad de un pequeño número de
discípulos que, no obstante, no pueden dedicarse a ese trabajo de «vivificación» más que en las
condiciones ambiguas y limitadas que su temperamento y su época imponen, Aunque, a menudo,
no tengan conciencia clara de lo que viven, en todas las épocas hay cristianos que, incluso sin
explicitar el espíritu radicalmente nuevo del cristianismo, viven de él; cristianos que, sin negar a la
Autoridad religiosa el valor absoluto que reivindica para sí, de alguna manera la desbordan gracias a
sus iniciativas; cristianos que, sin hacer pasar por el tamiz de la crítica a la doctrina —a la que, a
veces, se adhieren sin esfuerzo— alcanzan más allá de ella lo incognoscible y se nutren, sobre todo,
de ese acercamiento; cristianos que, obedeciendo meticulosamente a la ley, piensan que eso sólo es
la preparación o el comienzo de su fidelidad. Este trabajo subterráneo, milenario, viene facilitado,
además, por la secreta fermentación de las generaciones en su conjunto —incluso de las no
cristianas— bajo la acción de semejante levadura... Y lo mismo ocurre en el Mundo de la materia y
de la vida desde el principio...
Poco a poco, a lo largo de los siglos, aparecen las consecuencias de esta lenta maduración.
Emergen. Desbordan los cuadros de todo tipo, impuestos por un cristianismo que, de hecho, se ha
quedado en simple religión de autoridad. Estos cuadros rígidos se flexibilizan insensiblemente y se
modifican. Sin que nadie lo diga, su carácter dictatorial, al menos en la práctica, y salvo accidentes
pasajeros, se va atenuando...
No obstante, también en esta evolución favorable hay retrocesos que precisamente se dan como
reacción a esos [70/71] progresos. Es que, desgraciadamente, a esta evolución no le faltan
ambigüedades, dado que también viene provocada, indirecta e indebidamente, por numerosas
causas ajenas por completo al espíritu fundamental del cristianismo. Las Iglesias, que se encuentran
con frecuencia reducidas a una impotencia política que contrasta con la autoridad que detentaban
antaño en el concierto de las naciones, carecen del vigor espiritual necesario para dominar las
perturbaciones de la historia y darles el sentido que conviene a su propio crecimiento Quieras que
no, se ven obligadas a someterse sin remedio a unas transformaciones que les vienen impuestas
desde fuera, ya que no pudieron cambiar en el momento oportuno por dentro mediante una
actividad creadora, la única que las habría hecho espiritualmente fecundas.
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De un modo especial en la actualidad, esta evolución, al menos en su materialidad más visible, está
enormemente influida por el desconcierto de los cristianos al tomar contacto con la profunda y
rápida transformación de la sociedad bajo la acción de los progresos de la ciencia y de la técnica. Las
Iglesias se sienten desafiadas por estos programas que no hacen más que suscitar y plantear
problemas sin ayudar a resolverlos. Distraídas por su preocupación, casi exclusiva, de conservar de
un modo formal la tradición, apenas si están preparadas para pensar seriamente en estos problemas;
más bien tienen la tentación de ignorarlos. Y además, ¡cuántos cristianos, entre los hombres más
cultivados, aunque permanecen en su Iglesia, se mantienen apartados en el silencio de un secreto
desafecto, precisamente a causa o bien de su desconcierto o bien de la cerrazón de las Iglesias;
quietos en una irresponsabilidad que es fruto de la pasividad religiosa en la que les educaron!
Debido a este cúmulo de razones, las iniciativas que las Iglesias se ven forzadas a tomar, siempre
tardías, no dejan de estar contaminadas por el oportunismo propio de las decisiones apresuradas y
de la búsqueda de eficacia a corto plazo; es lo que le ocurre a cualquier ideología cuando entra en el
período del desencanto y de la decadencia. Además, ¿cómo [71/72] no iba a verse gravemente
perturbada esta evolución, dada la falta de cultura humana y la pobreza espiritual del conjunto de
los cristianos? Muchos experimentan una especie de relajamiento interior debido a la rápida
desaparición del clima de cristiandad de antaño; relajamiento a menudo inconsciente, o incluso
inconfesado, que ayuda a que surjan los más variados desarreglos en el espíritu y en el corazón.
A causa de estas ambigüedades y deficiencias, los progresos reales, en que se esfuerzan las Iglesias
para realizar mejor su misión en el Mundo, son bombardeados, a menudo de forma por largo
tiempo victoriosa, y por tanto calamitosa, por tensiones y endurecimientos que, como reacciones
contra lo que hay de ambivalente en esta evolución, son sanos en parte aunque estén todavía
cegados por las pasiones. A decir verdad, hay que reconocer que estos violentos endurecimientos se
deben no tanto al vigor de la fe, cuanto al miedo de verse privados de unos hábitos de pensar y de
sentir en los que, a pesar de que no se caiga en la cuenta de ello, la vida espiritual se encuentra
encerrada y estancada. Suelen tener su origen en convicciones políticas conservadoras, reforzadas
además por una especie de sentimiento de vértigo ante las amenazas de un porvenir desconocido.
No obstante, a través de tantos obstáculos levantados por unas tradiciones respetables por su
origen y atractivas por el recuerdo de su acción antaño benéfica, en medio de múltiples desviaciones
inseparables de los inevitables extravíos individuales o colectivos, después de mil fracasos seguidos
de otros tantos nuevos comienzos, los discípulos de Jesús, poco a poco y cada uno a su manera, van
abriendo al unísono, aunque sin haberse puesto de acuerdo para ello, la senda por la que su Maestro
les precedió en otro tiempo, cuando iba solo por su camino, como un descubridor, bajo la mirada
de unos hombres que, a pesar de su veneración por El, no eran conscientes en absoluto ni de lo que
Jesús estaba viviendo entonces ante ellos, ni de lo que de esa aventura se seguiría para ellos y para
tantos otros en el transcurso de los siglos... [72/73]
La coexistencia de una religión de autoridad con la religión de llamada es algo característico del cristianismo.
Religión de autoridad por necesidad, no sólo por la calidad humana de los pueblos a los que el
cristianismo se dirigía, sino también a causa de la mentalidad de los que fueron sus fundadores;
religión de llamada por esencia, porque el cristianismo está indisolublemente unido a Jesús de
Nazaret, hombre de libertad y de llamada. Esta coexistencia fundamental, pero por definición
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De este modo, el hombre espiritual en marcha hacia su humanidad siente que le hostiga una
insatisfacción sin remedio. Una insatisfacción completamente distinta del lamento o del
remordimiento, aun en el caso de que éstos, nunca ausentes por completo, le proporcionen algo de
mordiente. Para conocer realmente esa insatisfacción es imprescindible reconocer que los bienes
humanos más elevados (amor, paternidad, [73/74] maternidad, actividades creadoras) siempre están
en trance de degenerar, y que, para que «permanezcan», hay que luchar sin cesar por
reconquistarlos, a medida que se desvanecen ineluctablemente. Únicamente así, se desarrolla la
fecundidad que en potencia tienen; sin esa lucha se desecan, como la flor a la que ningún fruto
vendrá a dar cumplimiento. Esta lucha entre lo necesario y lo imposible es propia y esencial a la
acción creadora, la caracteriza... El hombre se entrega a esa lucha cuando es creador; entonces
recibe de Dios y participa del Acto que El es, impensable y único. Reemprendida sin cesar para ser
llevada a buen fin, esa lucha es también propia de la esencia misma de Dios.
Durante milenios, esta contradicción estuvo sin salir a la luz debido a las condiciones gregarias y
primitivas en las que vivían y sobrevivían los hombres. Sin embargo, mucho antes de la llegada del
cristianismo, y también después, fuera de su zona de influencia, a causa de las luchas que sin cesar
iba provocando, ha estado influyendo, de un modo encubierto pero intenso y continuo en la vida
de los hombres fieles a sí y a Dios; especialmente sobre la de los justos perseguidos, como los
profetas de Israel. Las Escrituras sólo la insinúan porque una contradicción como ésta no se podía
integrar dentro de sus horizontes, y era incompatible con su visión estática del hombre y de Dios, y
por tanto, de la religión, es decir, de lo que une —en ambos sentidos— al hombre y a Dios. Las
Escrituras sólo la entrevén en algunas de sus consecuencias, por otra parte indirectas, pero no en su
realidad profunda. Sólo llegaron a sospechar que existía al tener que tratar de los obstáculos que el
hombre se encuentra cuando tiene que observar una ley impuesta por una religión de autoridad;
obstáculos que resultan infranqueables en ese momento y engendran así, fatalmente, la infracción y,
de acuerdo con las concepciones de la época, el «pecado». Esta perspectiva es notoriamente
insuficiente. Traiciona la naturaleza humana en lo que fundamentalmente es: el hombre. para llegar
a ser él mismo, necesita de un Dios que le permita crear y no de un Maestro que le dicte el camino;
[74/75] necesita una Presencia que le ayude a engendrarse y no de una Ley que le modele desde
fuera; necesita de la llamada que le empuja a ser y no de la orden que le impone el hacer. Esta forma
de concebir la situación del hombre ante la ley —que Pablo desarrolló especialmente en sus
polémicas con los judíos de su tiempo— refuerza unas conclusiones de lo más pesimistas y
deprimentes sobre el hombre y, como consecuencia, sugiere, sin lugar a dudas, unas ideas
profundamente erróneas sobre Dios, aunque parezca que exalta su trascendencia y su radical
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libertad. En efecto, cuando pone el acento únicamente en deficiencias harto evidentes, cuando
ignora que el hombre está hecho para la fidelidad y no para la obediencia, y pasa por alto que sólo
puede obtener la fuerza para obedecer, de una forma juiciosa, a través de su fidelidad, esta visión
del hombre no sabe lo que esas luchas —e incluso, derrotas— ante la ley, surgidas de una
contradicción intrínseca, implican —muy al contrario de lo que ella piensa— de positivo y de
eminente en la naturaleza humana.
El Nuevo Testamento sólo permite entrever esa contradicción, ya que no ha sabido poner el acento
sobre la coexistencia de la religión de autoridad y de la religión de llamada. Aunque el espíritu que
anima a muchos de sus textos, procede, sin lugar a dudas, de la religión de llamada, las perspectivas,
el pensamiento y los objetivos de los redactores están muy inspirados por las perspectivas de la
religión de autoridad. Las predicaciones de los apóstoles, de las que nos quedan algunas breves
reseñas, se dirigían a unos pueblos que no conocían más que religiones de autoridad. Y sólo
pretendían reemplazarlas por otra, mejor, sin duda, pero del mismo tipo; del único tipo que los
hombres de entonces podían concebir. [75/76]
La contradicción que implica la coexistencia de una religión de autoridad con la religión de llamada está en el centro
de la vida de Jesús.
Esta contradicción, oculta pero activa en la base y en el centro de todo lo que de universalmente
válido se ha hecho hasta ahora, sigue estando unida e implícitamente presente en todo lo que
todavía está por hacer en la perspectiva de la obra de Dios, hasta que sea consumada. Poco a poco,
en el cristianismo, la fidelidad permitirá descubrirla, cada vez más, en su dimensión ilimitada. A
medida que el hombre adquiera un mayor conocimiento de su condición de creador y no sólo de
criatura, esta contradicción se irá manifestando con una brutalidad creciente que, para ser
dominada, exigirá una fe cada vez más viviente y más consciente de la dimensión trágica de la lucha
que sostiene con lo real.
Para entrever esta contradicción en su naturaleza propia, es preciso que uno mismo se acerque,
aunque sea muy de lejos, pero reviviéndolos en la medida exigida por su misión, [76/77] a los
instantes solemnes de la Cena, del Huerto de Getsemaní, del enfrentamiento de Jesús con sus
jueces, de su subida al Gólgota —esa cima irrisoria de las Bienaventuranzas—, de su desamparo en
la Cruz, del combate, en suma, entre lo imposible y lo necesario que Jesús mantuvo hasta el final de
forma irremediable; combate que acabó en la fe por el sobresalto de todo su ser en el instante
último: «Todo está consumado»; «Todo está cumplido».
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A partir de ahí, ahora se podrá comprender a Jesús mejor que antaño, cuando sólo se le conocía a
través de un sistema teológico en el que se limitaban a concederle el lugar central. ¡Nadie puede
evaluar con exactitud cuánto ha dañado, en el transcurso de los siglos, al conocimiento de la
humanidad y de la misión de Jesús, una afirmación demasiado rápida, demasiado superficial y
demasiado construida de su divinidad!
Jesús no sólo está en el origen del cristianismo. Es mucho más que un fundador que con autoridad
divina establece las estructuras y funda los poderes de la Jerarquía. No habría podido serlo —si
hubiese tenido de veras tiempo e intención de serlo----- más que de forma sumaria, porque habría
tenido que adaptarse a las condiciones psicológicas y sociales del momento, y habría tenido que
limitarse a las necesidades y a las posibilidades de las gentes de su época y de su país, y no habría
podido tener en cuenta las organizaciones que iban a necesitarse en el futuro; futuro que, de
acuerdo con la mentalidad de la época, también él imaginaba de cortísima duración... Jesús es más
que el bienhechor humano- divino que enriquece a los cristianos con sus méritos infinitos. Si lo
fuese, indirectamente los estaría confirmando —lo cual no deja de entrañar una paradoja— en una
práctica religiosa relativamente exterior y limitada, fronteriza con la magia o el juridicismo,
satisfecha de sí misma; justo lo que se esforzó en hacer que sus discípulos superasen...
Jesús está llamando a los hombres incesantemente (a través del recuerdo vivo y activo que sus
discípulos le guardan gracias a su presencia activa en sus vidas y gracias a la [77/78] fermentación
espiritual que sordamente suscita en la sociedad) a que lo descubran y le sigan más completa y
exactamente, a que constituyan la comunidad capaz de mantener y desarrollar su espíritu. Así es
como los hombres pueden alcanzar la talla de lo que es testimoniar con autoridad, como El y con
El, en todo tiempo y en todo lugar, en la fe, cara a lo imposible. Eso es propiamente crear, hacer
obra divina, ser.
Esta contradicción fundamental no puede resolverse por medio de una síntesis armoniosa de los
dos tipos de religión. Implica una coexistencia, siempre inquietante para la religión de autoridad que
se siente amenazada, y siempre dolorosa para la religión de llamada, que, si es fiel a sí misma, no
puede medirse con la primera usando sus mismas armas. Durante estos veinte siglos, ha sido
siempre así.
Reflexionar sobre la historia del cristianismo es la mejor manera de concienciar, mejor que antaño,
las dimensiones de esta contradicción de base que ya se encontraba en el corazón mismo de la vida
de Jesús. La íntima pasión del cristianismo, que las Iglesias tienen que llevar sobre sí para ser fieles,
es el eco, multiplicado sin cesar en el espacio y en el tiempo, de la pasión de Jesús, cuando en El se
confrontaban lo que había querido y lo que había resultado, lo que se imponía de forma absoluta
para que los hombres diesen su fruto y lo que se podía realizar efectivamente. Esta confrontación
entre lo imposible y lo necesario que Jesús mantuvo en la fe, hasta la muerte, sin ser aplastado, sino
al revés, encontrando en ella su talla de «hombre por siempre», es igualmente esencial al
cristianismo.
La situación del cristianismo, sobre el que pesó desde el principio esta contradicción que le
caracteriza y que le es esencial, resulta más dramática si cabe en los tiempos modernos. Para él, ya
no se trata únicamente de una crisis crónica [78/79] pero puramente interna, inmanente y
fundamental a su naturaleza y a su misión; de la cual sale, en el último momento, siempre
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victorioso, gracias a la fe y a la paciencia de algunos de sus miembros más vivos, que, de esta forma,
llegan a conocer una pasión semejante en lo esencial a la de Jesús. Una amenaza nueva, sin
precedentes, venida del exterior y que podría conducir al cristianismo a la ruina definitiva, se añade
en lo sucesivo a esta confrontación siempre trágica para los cristianos verdaderamente adultos en su
fe.
En la medida en que hasta ahora el cristianismo ha venido considerando que la autoridad que ejercía
a través de sus estructuras formaba parte, junto con ellas, de lo esencial de sí mismo; en la medida en
que no ha sabido ser la religión de llamada que las posibilidades y aspiraciones de los hombres le
permitían y pedían ser, ni tampoco ha sabido descubrir en ese papel su misión por excelencia; en esa
medida, es lógico que se encuentre amenazado en su misma existencia, por la evolución de las
sociedades, lo mismo que todas las religiones exclusivamente de autoridad. Es más, lo será más
rápidamente que estas últimas porque, en un principio, ayudó (aunque lo hiciese de una forma
indirecta e impremeditada) mejor que ninguna otra a que los nombres saliesen de una cierta
inconsciencia; pero luego, durante demasiado tiempo, pretendió seguir gobernándolos de un modo
infantil. El cristianismo, en efecto, cediendo a las facilidades de un gobierno autocrático (cuya
autoridad se justificaba sin más, a los ojos de la misma jerarquía y del pueblo cristiano, por la
atribución para si de un origen sagrado: la voluntad divina) no pudo ni supo preparar a sus
miembros para hacer frente a los entusiasmos embriagadores inherentes a su crecimiento hacia la
libertad.
Durante todo este tiempo, el cristianismo tendrá que limitarse a ser casi exclusivamente la religión
de llamada ante unos hombres a los que la sociedad no habrá preparado en absoluto para recibirla.
Los hombres, ante el cristianismo, se girarán en redondo y le darán la espalda por completo,
influidos por una sociedad sistemáticamente hostil o ajena, al menos, a los verdaderos valores
humanos, por más que los proclame, pues lo hace reduciéndolos a recursos fáciles y útiles para la
seducción. En estas condiciones, el cristianismo tendrá que ser religión de llamada de un modo
heroico, en una situación de diáspora que, bien mirada, produce vértigo...
situación semejante a la de [80/81] los últimas días de Jesús, cuando pasaba por entre las masas
hostiles o simplemente indiferentes, pero también cuando ante su mirada algunos corazones,
perdidos en la multitud, se abrían al Amor...
De prisa se acerca la hora en que el cristianismo se verá forzado a una mutación. Por su origen es
capaz de afrontarla e incluso podemos pensar que siempre, secretamente, ha estado esperándola;
pero contra ella también es verdad que se levanta toda su historia. ¿Tendrá vitalidad espiritual para
hacer posible esa mutación? ¿Sabrá apoyarse en su pasado sin sujetarse en él, e inspirarse en las
Escrituras para descubrir en ellas el soplo del Espíritu sin ampararse en ellas para protegerse de las
iniciativas necesarias? ¿Sabrá sondear el futuro con fe e inteligencia sin dejarse embriagar ni desviar
de su tarea esencial por los entusiasmos y los arrebatos de la época, que le parecerán capaces de
rehacer su juventud y de devolverle una audiencia renovada? Al mismo tiempo que sigue siendo
fundamentalmente él mismo, de manera más real incluso que antes, ya que será más explícitamente
consciente de su bien propio, ¿podrá renovarse hasta ser nuevo, como su Maestro fue hombre
nuevo?; ¿será lo suficientemente fiel a su misión como para ser creador, siguiendo a su Maestro?
La prueba será crucial. ¿A dónde llevará al cristianismo? Lo mismo que la muerte de Jesús no fue en
vano sino que, al contrario, se reveló necesaria para preparar futuras cosechas, ¿lo llevará a una
especie de resurrección, a un nuevo nacimiento, más digno esta vez de su origen?
Grave impreparación del cristianismo para afrontar y llevar a buen término esta mutación
El cristianismo aborda unos tiempos decisivos que le cogen por sorpresa, en un estado de grave
impreparación, [81/82] debido a siglos de conservadurismo y de preocupaciones más políticas que
religiosas, todo ello cubierto bajo una situación de creencias confesadas de una forma más intrépida
que espiritual. Todos estos siglos pasados han disimulado —quizás habría que decir, cultivado—
una verdadera pobreza humana, tapándola con una asistencia regular al culto, con una moralidad
bastante generalizada, con enseñanzas ordinariamente tan pretenciosas como simples, y con
devociones fáciles hasta el colmo de la gazmoñería y de la superstición. Estos siglos han dejado sin
aplicación y sin prolongación religiosa (e incluso las han combatido neciamente y no sin fatuidad)
las búsquedas hechas fuera del cristianismo aunque todavía al alcance de su sombra; unas búsquedas
que, además, estaban llamadas a desempeñar un papel importante en la misión propia de las Iglesias.
La falta de preparación del cristianismo es perfectamente comparable a la del pueblo judío en los
tiempos en que esperaba al Mesías. A pesar de apariencias muy diferentes entre sí, ambas
situaciones obedecen a razones y causas semejantes por completo. Sólo si los cristianos saben seguir
como discípulos el camino abierto por Jesús, podrán remediar esta impreparación y autosuficiencia
que, de perpetuarse, supondría para el cristianismo su derrota final e infalible.
Ha sido demasiado el tiempo en que el cristianismo se ha limitado a cifrar su acción —en nombre
de la docilidad— en la animación psicológica de un auditorio mudo y pasivo, crédulo y sin espíritu
crítico_, que se ha quedado en un estadio espiritualmente infantil hasta llegar a ser pueril, a pesar —
muy a menudo— de una buena voluntad real y de una verdadera piedad. Por ello, para ser capaz de
la vuelta a empezar que se le pide, tiene que operarse en él un resurgimiento sin precedentes en su
historia en la que, sin embargo, ya se han producido algunos magníficos. El cristianismo no podrá
salir airoso de esta mutación, que le salvaría de la muerte lenta pero cierta, sin que sus miembros,
considerándose ya de una vez discípulos de Jesús y no, como es habitual, hijos siempre menores de
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edad de la Iglesia, se esfuercen, por sí [82/83] mismos y para sí mismos, en avanzar cada vez más en
el conocimiento del ser íntimo de Aquel del que el cristianismo perpetuó, a través de sus doctrinas,
desde hace veinte siglos, y como pudo, más la memoria inerte, que el recuerdo vivo.
Si ahora que el cristianismo dispone todavía de todo tipo de facilidades en el orden sociológico para
su enseñanza catequética, ya no es frecuente que los niños y jóvenes sobre los que influye, cuando
se hacen adultos, perseveren con vivo interés en estos asuntos, en tiempos venideros, ¿sabrá el
cristianismo convertirse en llamada y suscitar la auténtica perseverancia —que se funda en la
fidelidad, en la escucha atenta y en el seguimiento que cada uno haga a la llamada singular que
recibe?; ¿sabrá mutarse a sí mismo en llamada a aquellos a los que aún pudo educar al principio con
los métodos autoritarios antiguos, ya desaparecidos? Y más adelante, ¿sabrá ser también llamada
para hombres que hayan crecido ya fuera de su influencia, pero que se hayan mantenido dignos de
su humanidad, a los que una sociedad atea de hecho, si no de derecho, les habrá ayudado, no
obstante, de forma indirecta, a profundizar en sí mismos, sin poder llegar a satisfacer, sin embargo,
sus más altas aspiraciones?
El cristiano que tenga estas cuestiones en el centro de su vida porque el cristianismo y, primero,
Jesús de Nazaret ocupan el primer puesto en sus reflexiones, no puede planteárselas sin angustia,
Entrevé los pasos difíciles que habría que atreverse a dar y que esta mutación —completamente
diferente de un simple «aggiornamento»— exigiría de las Iglesias; pasos que serian maneras de ser y
de hacer nuevas y muy opuestas a tantas otras, tan seguras, del pasado. Tiene la lúcida evidencia de
qué improbables, si no imposibles desde el punto de vista humano, son unas iniciativas que
suponen verdaderas invenciones que sólo la fe y la fidelidad pueden suscitar, autorizar, y garantizar
que se vayan a seguir con perseverancia. Sabe que la mayor parte de los cristianos que practican con
regularidad su religión viven completamente ajenos a estas cuestiones, con una inconsciencia
fomentada por el sistemático optimismo oficial pero, sobre todo, por [83/84] la pasividad que una
disciplina rutinaria cultiva desde siempre. El cristiano constata también la inconsciencia general de
los jefes religiosos, debida a una reacción instintiva de defensa contra el pánico que les cogería si,
saliendo de los medios eclesiásticos, viesen directamente, con ojos abiertos y atentos, la verdadera
situación del cristianismo en medio del Mundo, y la forma en que es «vivido» por los cristianos.
El discípulo ha de llevar esta angustia con fe si no quiere ser aplastado por ella. Pesa sobre él con
todo su peso, pero también es ella la que le lanza al camino que su Maestro anduvo primero, y en el
que reveló, más que en ninguna otra situación, su extraordinaria grandeza. De esa proximidad sin
igual, el discípulo recibe la fuerza necesaria para no desesperar, para creer hasta el final en la verdad,
en la necesidad de su misión, en la fecundidad de la Misión, y para poder consagrarse a ella, como
Jesús con El hasta el final.
IV
como dóciles a las pasiones partidistas. Sin embargo, el enemigo más peligroso del cristianismo
sigue siendo la indiferencia, adobada de interés folklórico, que se desarrolla pacíficamente en un
[84/85] clima de seguridad autosuficiente y de prosperidad relativa, de despreocupación y
vulgaridad contagiosas.
El paso del tiempo no cesa de trabajar contra un cristianismo totalmente encerrado en rígidas
estructuras extraídas de las Escrituras y de la Tradición consideradas como una nueva Thora. Si
antiguamente, en Occidente, el cristianismo fue el principal motor de la civilización, este papel le ha
sido arrebatado de cara al futuro. Mal que bien, lo ha heredado la sociedad civil, que niega al
cristianismo el derecho de continuar administrando el patrimonio que levantó a lo largo de los siglos;
y lo hace teniendo medios para imponer su voluntad. En lo sucesivo, pues, el cristianismo autoritario
ya no estará a la cabeza ni de los progresos materiales ni de los culturales, ni tampoco de los
progresos sociales y políticos que las naciones promoverán, mejor preparadas que él para hacerlo; y
que, de hecho, ya promovieron anteriormente y, a menudo, a pesar de su oposición.
En estas cuestiones, el cristianismo puede ayudar a precisar las doctrinas, pero no a aplicar sus
consecuencias en lo concreto de las contingencias: papel útil, pero en definitiva humilde y que debe
ser reconocido como tal papel modesto, propio del teórico condenado a quedar en las generalidades
y a sobrevolar las dificultades concretas de la práctica, que ya no tiene que afrontar desde que se le
privó de los medios y, en consecuencia, de las ocasiones. Aunque esa no sea su función esencial, el
cristianismo permanece muy apegado a ella porque le recuerda la influencia de antaño, a la que
nunca renunciará más que a regañadientes...
La misión esencial del cristianismo no puede serle arrebatada, pero en adelante le exige una fidelidad más exacta que
la que tuvo en el pasado.
Está en otra parte la misión fundamental del cristianismo. Está precisamente allí donde la sociedad
manifiesta su radical impotencia; impotencia que se hará tanto más manifiesta [85/86] cuanto más
eficaces sean las Naciones en su orden propio respecto de sus miembros. La sociedad, por más que
se pertreche de ciencias y de técnicas, por más políticamente perfecta que sea (lo que parece una
esperanza utópica, pues al mismo tiempo que se auto-edifica está socavando las bases humanas
sobre las que se levanta), no podrá nunca hacer otra cosa que proporcionar bienes del tener (su
monopolio sobre ellos es ya casi total). Sin embargo, por razón de su misma estructura, siempre será
incapaz de dar aquello que sus mismos dones hacen desear cuando se es suficientemente vigoroso
para no quedar esterilizado por ellos. En efecto, si no llega a desnaturalizar a los hombres,
forzándoles a adaptarse a géneros de vida y a cadencias que no les permiten ni recogimiento ni
interioridad; si, a base de desarraigos impuestos por la economía y la política, no los arranca de
aquellas estabilidades fundamentales que deben ser inherentes a toda vida humana; si no los aplasta
bajo ventajas que con el uso se transforman en venenos deleitables, entonces, se abre paso en ellos
una nostalgia: la nostalgia que nace del ser, que la sociedad no sabe curar, y de la que, a lo sumo,
puede lograr distraer. A pesar de su poder en medios de todo tipo, la sociedad permanece
fundamentalmente ajena a lo que hay de más humano en sus miembros. Al obligarles, por decirlo
así, a tomar conciencia de ello con ocasión de las crisis que se dan en su historia, o con ocasión de
las crisis personales que las crisis generales plantean a los hombres, dadas las situaciones en las que
se ven arrojados y arrastrados por la sociedad, ésta, de forma indirecta —y también ambigua— abre
camino al cristianismo...
El cristianismo, con su originalidad característica, tiene campo libre ante los hombres
45
Si el cristianismo permanece fiel a lo que es su única razón de ser (cosa que cabe esperar suceda
cada vez más, ahora que ha terminado el tiempo de su acción directa en el orden de lo social y
político —que le distraía—), en cada generación le nacerán un buen número de hombres que lo
acogerán de veras, no porque sean simplemente buenos y dóciles, tal como lo fueron en el pasado
los cristianos tradicionales de toda la vida, sino porque habrán profundizado suficientemente en su
humanidad como para ser capaces tanto de descubrir el vacío que se da allí donde la sociedad
intenta seducir con el espejismo de una planificación barata, como de adivinar una plenitud cierta en
el camino al que las Iglesias les llaman.
Pero para esto todavía hace falta que el cristianismo se alce a la altura de las necesidades reales de
los hombres, y deje de presentarles únicamente remedios de tipo sociológico; hace falta que no se
limite a enseñarles doctoralmente; hace falta que les trate como personas en vías de ser adultos,
siguiendo cada uno sus propio camino; hace falta que les inspire y anime a crearse a sí mismos al ver
cómo el propio cristianismo es creador en sus comportamientos. Hace falta que el cristianismo
pueda responder de forma válida, y no sólo autoconvencida, a lo que los hombres esperan, más o
menos conscientemente, en las diversas etapas de su vida. Esta respuesta, que sólo es verdadera si
se mantiene en ser llamada y fermento, hará posible que cada uno pueda leer y descifrar los
capítulos principales del libro de la existencia humana, de un modo impensable para la sociedad de
la técnica y de la ciencia, que es radicalmente incapaz de ese desciframiento completo. Ese libro de
la vida, leído a través del conocimiento del mensaje esencial que Jesús es en Sí mismo, los
encaminará hacia Dios. [87/88]
46
II. Papel del padre respecto de su hijo en el cristianismo de llamada. — Las exigencias más
profundas del adolescente miran hacia la religión de llamada y mandan sobre los
comportamientos del padre. — Respecto de su hijo, el padre no debe poner límites a la
rectitud de su juicio amparándose en la letra de las leyes de su Iglesia. — El modo de
comportarse del padre frente a su hijo, le juzga.
Destino del cristiano de los tiempos modernos, consciente de la situación del cristianismo.
— La situación del discípulo en la Iglesia es ambigua: no le lleva a entregarse a fondo, como
podría, a las obras que la Iglesia organiza y dirige. --- El deber del cristiano supera la
perfección moral y la observancia religiosa.
III. La unidad del cristianismo de llamada. — Relaciones invisibles entre el cristiano y el jefe que
47
La difícil mutación que hará que el cristianismo pase del estadio de religión de autoridad al de
religión de llamada, y que hará que más visiblemente refleje el rostro de su Maestro, exige una
verdadera renovación de la autoridad y de la obediencia. Igual que en la religión de autoridad, la
autoridad y la obediencia seguirán siendo necesarias, pero el espíritu que las anime será totalmente
distinto. Ya no se las considerará como esenciales. Permanecerán únicamente en cuanto que
indispensables. Esto hará que, incluso cuando los actos ordenados y ejecutados sean los mismos,
tengan un carácter completamente distinto. [89/90]
En una religión de autoridad, el jefe3 tiene que hacer patente su presencia en todo momento y de
todas las maneras posibles. Tiene que hacerse necesario, incluso cuando no es más que útil. Tiene
que intervenir hasta en las decisiones más pequeñas. Hace uso de su autoridad no sólo cuando se
necesita, sino también con la simple finalidad de afirmarla y fortalecerla ante sus subordinados, a los
que con ello prepara para una obediencia que se considera a sí misma tanto más perfecta cuanto
más confiada, es decir, cuanto más ciega. El jefe tampoco ha de temer mostrarse indiscreto, en una
religión de autoridad: ha de estar en todas partes. Siempre es competente. Jamás puede equivocarse
o, por lo menos, nunca debe confesarlo. Estando siempre a la altura de las [90/91] decisiones a
tomar, no necesita pedir consejos a sus subalternos. Todo lo más, como producto de una educación
refinada, o a veces también por táctica —cuando le parezca oportuno— puede pedirles que
aprueben sus decisiones; lo cual no significa, sin embargo, que esté realmente atento a sus
respuestas... siempre elogiosas por lo demás. Además, nunca ejerce su cargo sin hacerse acompañar
de un ceremonial semejante al que se practica en toda sociedad, reforzado por un hieratismo un
poco sacralizado, heredado de siglos y que realza aún más su prestigio.
La obediencia, en una religión de este tipo, comporta unas taras que se corresponden con las de la
autoridad, que, a su vez, las cultiva porque extrae de ellas, según piensa, un ascendiente
suplementario. Esta obediencia se manifiesta a través de fervores desproporcionados y no evita
exteriorizaciones excesivas que están fuera de lugar. Pide consejos y directrices con oportunidad o
Comentando con el Autor que el término de «jefe» resultaba algo forzado e inusual, Légaut nos aclaró que estos
capítulos formaban la última parte de un texto mayor en el que trataba y pensaba en el cristianismo en general, de un
modo que abarcase a todas las Iglesias que se han dado históricamente. Por ello, dado que la terminología de la autoridad
era distinta en ellas, optó por el término común de «jefe», lo mismo que por el de «enseñante» o «dirigente», y el de
«inferior», etc., en las páginas siguientes. A lo cual nos permitimos añadir que la terminología que ahora nos parece
especializada por acuñación, en el tiempo de las cartas pastorales de Pablo, era vocabulario civil común, siendo la
traducción de «epíscopos», «presbítero» y «diácono»: dirigente, responsable y auxiliar, por ejemplo (cfr. 1 Tim 3, 1-2; 5,
17; 1 Tin. 1, 7 en la versión de la «Nueva Biblia Española»).
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sin ella, llegando hasta a forzar a que la autoridad intervenga aun cuando ésta preferiría no
comprometerse y abstenerse. También prejuzga como aventurada y sospechosa de espíritu
orgulloso e independiente toda iniciativa que no sea ejecución de una orden. Cuanto más abunda en
comentarios laudatorios, tanto más evita toda crítica, incluso la respetuosa y matizada. Todo lo que
dice y hace el jefe es, evidentemente, excepcional. Sin ningún escrúpulo, se viste de servilismo y de
piedad enternecida. No duda ante la lisonja y la adulación porque con ellas considera que manifiesta
su buen espíritu. Le gusta humillarse, pues así cree ser humilde y alcanzar su perfección.
Estas descripciones, sin duda, tienden a la caricatura porque reúnen rasgos que sólo algunos
pertenecen a un jefe o a un inferior determinado. Cada detalle es exacto, pero el conjunto es
excesivo. Hay que reconocerlo. Pero, ¿qué simple laico, por poco comprometido que haya estado
en el servicio de su Iglesia, no reconocería en esta filípica algunas de las formas con las que se ha
encontrado en sus relaciones con los miembros del clero o, también, algunas de las formas que él
[91/92] mismo ha adoptado, casi sin darse cuenta, sobre todo ante los altos dignatarios de la
Iglesia?4
En la religión de llamada el jefe también tiene que mandar, pero su estilo es completamente distinto.
Su cargo exige mucho más. Para cumplirlo bien no basta con que esté revestido de una autoridad
oficial ni con que ejerza su función de forma escrupulosa de acuerdo con unas reglas rígidas, por
más sabias que sean. Aunque no se trate más que de un cargo intermedio, no puede limitarse a
servir de mera conexión y transmisión automática entre la Autoridad y sus subordinados. Su papel
no consiste tanto en ser un engranaje del gobierno, cuanto en ayudar a cada uno de sus inferiores en
la vida espiritual. Ahora bien, la vida espiritual no puede mandarse, ni tampoco enseñarse de forma
precisa. El jefe sabe esto y se ve colocado en una situación que es pura paradoja. Por ello, un jefe
espiritual sólo ejerce su autoridad con modestia, y no teme que de este modo su autoridad decrezca:
sabe que sólo así la autoridad puede ser fecunda para el fin que se propone. Puesto que sabe que él
mismo está en búsqueda de lo esencial, no sin una gran discreción invocará, para imponerse, la
voluntad divina. No cabe duda [92/93] de que la autoridad que detenta por su función, ya que es
necesaria, procede directamente de Dios; pero un jefe espiritual ve que esta característica es más el
origen de sus graves responsabilidades que el motivo de confiar en que tiene en su mano los medios
de asumirlas. De cualquier forma, sólo puede ser jefe por su cuenta y riesgo, asumiendo inevitables
errores y extravíos. No reclama para sí ninguna infalibilidad, sino tan sólo una relativa competencia
debida a las condiciones particularmente favorables en las que le ha colocado su cargo. Pero esta
competencia sigue siendo insuficiente para darle un sentido agudo de las necesidades y de las
posibilidades de sus inferiores si él, personalmente, no es un ser espiritual y un hombre de fe.
En la religión de llamada, el jefe rehúsa toda distinción. En efecto, todo aquello que el servilismo
hacia los poderosos utiliza y cultiva, sin que resulte indispensable a causa de la mediocridad de los
subordinados; todo aquello que separa al jefe en un pedestal y engendra una aparatosidad que no es
estrictamente necesaria, debe ser proscrito a fin de que la autoridad no sea obedecida por razón del
prestigio que realza su función. Es preciso, por el contrario, que esta autoridad vaya preparando
poco a poco a los hombres para que le respondan de forma noble e inteligente, como seres libres.
Por ello, no sólo huye de la ostentación, sino que, tanto como puede, baja la voz; y tanto más
cuanto más se va acercando al logro de su objetivo: la autoridad de llamada aspira a no tener más
acción que aquella discreta del director de orquesta al que cada uno sigue, los ojos puestos sobre su
propia partitura, y a la que cada uno responde a su manera, inspirado por la respuesta global que es
la propia orquesta. En el límite, la autoridad de llamada aspira a ser silencio y presencia; entonces,
según esa perfección que, sin embargo, nunca alcanza, el jefe actuaría sobre el hombre de la misma
manera que el recuerdo viviente de Jesús actúa en el corazón de su discípulo. De este modo, la
autoridad no suplantará a lo esencial en el espíritu de los inferiores; ni tampoco les ocultará que lo
esencial sigue siendo de naturaleza completamente [93/94] distinta; pero también sabrá hacerles
comprender que ella sigue siendo necesaria para descubrir y acercarse a lo esencial.
Con vistas a ese objetivo, el jefe se hace tan próximo como puede de sus subordinados. Les pide
que le ayuden a mantenerse en su papel, cuya pesadez no les oculta. Hace que participen en sus
iniciativas, porque su colaboración le resulta necesaria tanto para tomar decisiones que sean justas
como para lograr que lleguen a buen término. Confiándose a ellos en grado conveniente, no les
disimula sus dudas ni sus vacilaciones, y de este modo les enseña a que ellos mismos busquen
también su camino y soporten sus dificultades. Les protege en su búsqueda más que vigilársela. Más
que dirigírsela directamente y paso a paso, la orienta de lejos con discreción y deja que se desarrolle
al compás de sus propios caminos y ritmos. En definitiva, tiene fe en la eficacia del fermento
cristiano en el corazón recto; tiene fe en su magistral adecuación a las posibilidades humanas, en la
extraordinaria ductibilidad de su trabajo en el hombre, en su capacidad de volver a levantar poco a
poco a aquel que se pierde de buena fe. Tampoco ignora que todo crecimiento está hecho de
oscilaciones entre posturas extremas y complementarias, a la vez falsas y verdaderas. Conoce bien
las numerosas crisis que pueden preparar mejor que ninguna otra cosa las etapas futuras, sólo a
condición de que se las supere sin evadirlas. Sabe de las demoras que semejante progresión exige, y
sabe también que conviene respetarlas. En definitiva, tiene fe en el hombre, y con esa fe y con su
manera de estar con ellos, es como mejor ayuda a sus subordinados a que tengan fe en sí mismos y
en Dios. Así es como aquellos que le han sido confiados son juzgados sin que él los juzgue; y así es
como ese juicio alcanza a todo lo que son y no únicamente a sus comportamientos conscientes. El
jefe los ata y los desata por su sola presencia, sin pronunciar sentencia. [94/95]
El superior no debe ignorar que una enseñanza exacta no siempre, ni para todo el mundo, es el
mejor camino hacia la verdad. Tampoco debe ignorar que con toda certeza deja de serlo cuando es
recibida de tal forma que, para comprenderla y acogerla, parece que resulta innecesario cualquier tipo
de proceso espiritual, y que, por el contrario, lo mejor que se puede hacer es dejar de lado toda
50
impugnación y toda crítica de dicha enseñanza. En consecuencia, el superior tendrá que esforzarse
por no enseñar más que aquello que puede ser creído sin una ceguera voluntaria, sin una inflación de
los sentimientos y sin una traición de la inteligencia.
El jefe, en la religión de llamada, ha de tener mucho cuidado de no dar a entender por su actitud que
la obediencia a la ley y la adhesión a la doctrina pueden sustituir a la búsqueda del absoluto, o que
son suficientes para promoverla, tal como siempre se ha tenido tendencia a pensar, porque resulta
más Jaro, más seguro y a la vez menos exigente. Tampoco ha de insistir más de lo conveniente en las
prácticas y en las creencias religiosas —por más importantes que sean— para no dar a entender que
son lo esencial. El sabe que en estos terrenos —aun cuando son, de hecho, muy importantes— hay
abstenciones y negaciones —hay que esperar que sean pasajeras— que tienen valor espiritual
indudable, aunque esté mezclado con otras cosas y sea difícil de precisar. Para él son preferibles estas
abstenciones y negaciones a las disciplinas que sólo son mecánicas y a las afirmaciones que no están
verdaderamente asentadas en el interior, que pueden dar buena conciencia pero que son ajenas a una
vida en verdad religiosa. Estas abstenciones y negaciones, las respeta no sin sufrir, las asume con fe y
paciencia, pero también las conoce por dentro como para poder plantear bajo qué exigentes
condiciones son legítimas, y a qué yerros conducen si uno se deja llevar por su facilidad. De este
modo, tanto como puede, conjura el mal ejemplo, el escándalo, del que los débiles pueden ser
víctimas.
En la religión de llamada nadie puede ser jefe verdadero si no está en búsqueda espiritual.
Únicamente en la medida en que el jefe busque su propio camino sabrá respetar el de los demás.
Sólo podrá alcanzar ese respeto en el recogimiento, en el cara a cara consigo mismo y con Dios, y no
en la seguridad que le procura la [96/97] confianza en la gracia de estado, la legitimidad de sus
poderes y la observancia meticulosa de leyes, reglamentos y órdenes. Aunque no rehúsa las
ocasiones de ejercer su autoridad, tampoco las busca. En sí mismas, no le gustan. No las suscita bajo
el impulso de un celo sistemático, siempre ambiguo. Cuando se imponen, se entrega a ellas con la
atención propia de quien se esfuerza por encontrar —porque lo ignora por adelantado— aquello
que, en ese preciso momento, es conveniente. Su calidad religiosa, su recogimiento actual, son más
importantes para una decisión justa que su saber y su diplomacia. El jefe está siempre vigilante, pero
no interviene más que cuando no puede evitarlo, mientras tanto deja el máximo de margen para las
iniciativas de aquellos que dependen de él, para que aprendan a conocer y a usar de la libertad, y
descubran la fidelidad que, más allá de la obediencia, es atención y docilidad a lo mejor de sí mismos
y a Dios, simultáneamente.
Tales procesos, actitudes y comportamientos plantean que el jefe tenga una autonomía real. Son
imposibles si se encuentra estrechamente ceñido por normas que se pretende que sean respetadas al
pie de la letra en todas partes y en todo momento.
La tendencia común a todas las religiones de autoridad consiste en utilizar al máximo las
posibilidades técnicas de los inventos modernos para centralizar cada vez más los poderes y no
considerar a los jefes y subalternos más que como intermediarios pasivos, encargados de transmitir
las directrices que vienen de la cabeza. Esta coincidencia entre la tendencia autoritaria y las
posibilidades técnicas hace todavía más imposible que las enseñanzas y las órdenes generales se
adapten a las necesidades y a las posibilidades de seres muy diversos (que viven en niveles humanos
muy diferentes y en condiciones muy variadas), de forma que les puedan guiar a [97/98] pensar y
actuar con verdad, realizando con ellos una labor propiamente espiritual. Esa coincidencia ensancha
más el foso que separa a los hombres de las religiones de autoridad, justo cuando comienzan a no
soportarlas ya pasivamente debido a su profundización y originalidad personales. La centralización
de la Autoridad y los estrechos límites de las iniciativas de los superiores intermedios hacen que las
decisiones unilaterales de la cúspide (que hacen creer a esas religiones que son dueñas de su destino)
aceleren de hecho su decadencia. Una extrema descentralización, semejante a la que se practicó
antaño, cuando las religiones abarcaron una extensión territorial considerable, y que fue la que les
permitió implantarse en pueblos muy diversos, es necesaria en la religión de llamada. Es una de sus
características. Sólo ella puede hacer que el jefe tenga la posibilidad de realizar libre y creativa- mente
su papel de animador. Para cualquier otro tipo de religión, esta descentralización sería, sin duda,
ocasión de desórdenes, causa de dispersión y sin duda de desaparición.
La acción del jefe está orientada principalmente hacia las relaciones personales con sus inferiores.
En la religión de llamada, por sus especiales imperativos, el ejercicio de la autoridad exige una
presencia a sí mismo y al otro que el gran número de relaciones hace físicamente penosas. Para un
jefe, aunque rechace dejarse llevar por las grandilocuencias de la retórica sagrada o del lirismo, le es
más fácil dirigirse como orador a una asamblea que hablar a los hombres en particular, sobre todo si
aspira a entregarse a ellos en conversaciones directas y verdaderas. Pero, en compensación, ¡qué luz
para él mismo cuando un ser logra arrancarle las palabras adecuadas para sí y, de esta manera, al fin,
a base de reales esfuerzos, ambos se encuentran realmente el uno frente al otro en su humanidad!
52
¡Imposible recibir luz semejante ante un auditorio numeroso pero anónimo, atento pero extraño!
¿Qué orador no ha conocido alguna vez el vacío que se abre ante él después de una charla de la que
no puede ignorar la inutilidad última ante un público que en resumidas cuentas, no es más que
acogedor y simpático? A pesar de la satisfacción que se le testimonia al final, es demasiado evidente
para él que el único que ha tenido un contacto real y duradero con lo dicho ha sido él mismo.
Dificultades para ser un jefe así en una religión que es principalmente de autoridad.
No es fácil ser llamada cuando se es jefe y todas las estructuras de la religión están ordenadas para
hacer respetar la autoridad y no para que el hombre sea más profundo. Los inferiores tampoco
ayudan a ello. El motivo no sólo es su [99/100] relativa pasividad tras de la que se defienden como
por instinto. Es que, ante un representante de la Autoridad, si no se apartan voluntariamente, si no
toman realmente distancias, no son nunca completamente ellos mismos por más que éste los
aborde con la mayor simplicidad. El comportamiento de los inferiores ante el superior ha entrado a
formar parte de la costumbre de modo que ya no proviene tanto de la obediencia y del respeto
como de la costumbre. Este comportamiento, a fuerza de practicarse durante siglos en un clima de
servilismo que el ceremonial se esfuerza por fomentar, ha terminado por no tener ninguna
profundidad humana. Además, los que están más cerca del jefe por su función se portan
ordinariamente ante él como cortesanos, incluso los mejores de entre ellos, que consienten en ese
ambiente aunque sólo sea por educación. El resto, sin escrúpulos, rodean al superior de una nube
de incienso y segregan a su alrededor un mundo acolchado en el que se habla bajo, en el que todo
está previsto, en el que lo auténtico se reemplaza por lo convencional, y lo real por lo conveniente.
En la religión de llamada, el jefe debe rechazar absolutamente esta rastrera adulación devotamente
cultivada; lo mismo que ha de tener por completamente nula, en cuanto a valor humano, la
disciplina de los figurones que, en cualquier otro contexto son vivacísimos y de reacciones
precisamente muy personales. No obstante, esta disciplina, que no es más que servilismo, y esta
adulación, con sus formas refinadas, no dejan de representar para el jefe una tentación importante.
Se adecúan demasiado bien al instinto de poder que hay en él como en cualquier hombre; instinto
que, en su situación, es fácil de sacralizar; ¿no es lo que hacen con frecuencia sus iguales? Tiene que
vigilar atentamente para defenderse de esa tentación. ¡Cuánto más fácil le sería ser un hombre
anónimo entre los humildes de la tierra! [100/101]
Dificultades para ser un jefe de este tipo en una religión que es simultáneamente de autoridad para unos y de llamada
para otros.
sociedad hay siempre elementos cuya corta edad en madurez humana, exige que se les mande y
enseñe, mientras que hay otros que, para poder seguir creciendo espiritualmente, han de vivir ya de
la religión de llamada.
¿Cómo conciliar autoridades tan diferentes que tienen que ejercerse simultáneamente,
yuxtaponiendo formas de hacer tan contrarias? ¿Cómo preparar la religión de llamada en el clima de
sumisión característico de una religión de autoridad, a la que con gusto el hombre se remite porque
encuentra en ella la seguridad de los caminos trillados y la satisfacción de los objetivos accesibles?
¿Cómo mantener las bases indispensables de una religión de autoridad cuando se intenta promover
el clima de libertad exigido por la religión de llamada, y sin el cual hay peligro de que esta última
nunca llegue a nacer? ¿Cómo no arruinar la eficacia inicial de la [101/102] religión de autoridad, si
ya apunta en el horizonte la libertad prometida por la religión de llamada; esa libertad a la que, de
una forma genérica, aspira el hombre más por deseo de emancipación que por conciencia de las
exigencias de una vida religiosa personal? ¿Cómo evitar que se vacíe de su contenido característico
la religión de llamada, si se encuentra continua y estrechamente refrendada desde su nacimiento y
durante su crecimiento por los dictámenes de una religión de autoridad?
Tanto esta conciliación como esta preparación no se llevarán a cabo sin que se exija mucho de
quienes, superiores o inferiores, sean suficientemente conscientes de su imposibilidad de hecho y,
por ello, se esfuercen por remediarla con paciencia, tenacidad y abnegación. En muchos casos, la
caridad tendrá que flexibilizar a la autoridad —aun a riesgo de convertirla en menos eficaz— y que
justificar a la obediencia, aun a riesgo de dejarle que tenga un cierto tufillo de pasividad. Nadie
podría decir cómo ni cuánto. En consecuencia, la religión de llamada sólo puede coexistir con una
religión de autoridad en virtud de la altura espiritual de sus miembros y de su capacidad de
sobrellevar y soportar la situación.
Por otra parte, el jefe no puede desconocer la mediocridad, tan generalizada, en cuanto a
humanidad y vida espiritual, de los que tiene a su cargo; mediocridad en parte debida al modo como
se vienen ejerciendo desde siempre la autoridad y la obediencia en el cristianismo; debida también a
las tendencias de una sociedad abocada al materialismo y al activismo, y edificada sobre la
54
vulgaridad de las masas. Esta deficiencia, cuya importancia es imposible exagerar y que se oculta
bajo el relativo bienestar de la vida cotidiana, convierte en inoperante, e incluso en peligrosa, a la
religión que sea únicamente de llamada. Para la mayor parte de sus miembros, que nunca han
superado el nivel humano y religioso de las buenas gentes de Iglesia y a los que desde hace siglos
nunca se les ha propuesto que lleguen a ser otra cosa, ¿qué quedaría del cristianismo en el caso de
que se flexibilizase demasiado rápida y radicalmente su aparato de autoridad tan minuciosamente
construido? ¿No se les había prohibido hasta ahora todo tipo de religión en que la conciencia
individual jugase un papel importante, en que la libertad ocupase un lugar fundamental? ¿Se hubiera
podido en el pasado afirmar, de forma más categórica y más solemne de lo que se hizo, que esa
dimensión personal no era conveniente porque no dejaba espacio a la autoridad de Dios? ¿Cómo
negar, por otra parte, que una religión vigorosamente personal no comporta, inevitablemente,
peligros graves, tal como [103/104] con demasiada frecuencia se ha puesto de manifiesto?
Desamparados, los cristianos, ¿no serán, todavía más deprisa, presa de las ideologías que ya (a pesar
de su cristianismo autoritario) les influyen de forma poderosa, porque encuentran en ellas, mejor
que en la enseñanza de su Iglesia, algunos ecos que responden a sus intereses inmediatos y a sus
aspiraciones más vivas? ¿Qué jefe religioso, consciente de las graves coyunturas actuales (tanto más
peligrosas cuanto que no se presentan ordinariamente de forma violenta), no se ha topado con este
dilema cuando reflexiona con atención sobre las causas próximas o remotas de esta situación, y
además prevé sus prolongaciones inevitables o, cuando menos, inquietantes?
Únicamente la vida concreta, llena de tropiezos, de tanteos, tejida de avances y de retrocesos, muda
respecto de los rodeos que tiene que dar para disolver sus contradicciones, podrá resolver el dilema
crucial al que el cristianismo, de ahora en adelante, ya no podrá escapar. Pero, ¿hay una situación
más exigente para un jefe que avanzar sin saber en definitiva adónde va; que gobernar ignorando las
consecuencias de sus órdenes, incluso de las más inmediatas, y quizás temiendo lo peor?
Todo jefe que sea clarividente se encuentra crucificado por su lucidez, cara a un futuro cerrado que
parece que se acerca a grandes pasos, ineluctablemente. Le tienta poner su confianza en un
endurecimiento de la autoridad, y encontrar en ello la seguridad y la tranquilidad de su conciencia.
Pero sabe de sobra que el remedio es peor que la enfermedad, que intentando tapar las fisuras
abriría una brecha mayor. Ante una vuelta atrás imposible de esperar, pues es irrealizable, vacila
también ante cualquier paso adelante, preso de vértigo por la idea de las medidas imposibles de
tomar sin enormes peligros y que, además, sin asegurar el objetivo parece que ponen en peligro lo
que todavía queda en pie. Por otra parte, él solo, ¿qué puede hacer que valga la pena y que no sea
más que componendas de detalle? Las estructuras monolíticas [104/105] actuales de la Iglesia se lo
impiden. Ninguna iniciativa de un superior intermedio —ni siquiera si la toma en estricto secreto y
con discreción— se puede intentar sin que parezca un acto de indisciplina, sin que se interprete
como un desacato a la tradición, sin que levante la sospecha de que cuestiona lo esencial en la
Iglesia, sin que se le acuse de atentar a su unidad y de fomentar algún cisma o herejía. Y hay que
contar, además, con la sorda reticencia de la base que no sólo no tiene vivacidad en la búsqueda,
sino que se manifiesta como la resistencia misma, con su rutina e inacción.
Casos extremos en los que la autoridad debe desaparecer ante la justicia y la caridad.
Pero hay casos en que la urgencia no admite retraso y exige un remedio inmediato. Hay momentos
en que el jefe se ve obligado, al aplicar la ley, a aplastar a los pequeños, humanamente incapaces de
sobrellevar su peso, con lo cual se amenaza, si no se destruye, su vida espiritual. Entonces cae sobre
él la condena del propio Jesús. ¿Cómo hacer para que en esos casos extremos, que se multiplican
55
por las condiciones sociológicas modernas, una religión de autoridad no sea fuente de perdición
precisamente para aquellos a los que ha de formar? Para actuar sobre sus miembros no cuenta más
que con la imposición de normas generales, concebidas por lo general en función de las necesidades
de una sociedad en su vida ordinaria; normas, por tanto, que en absoluto están adaptadas a los casos
particulares y sobre todo a los casos más difíciles, los de los seres más vulnerables.
En estos casos, hay que entrar en la excepción a través de una conducta que en nada se puede
reglamentar, pero que la caridad exige; es algo que únicamente la religión de llamada, en su pureza
sobrehumana, sugiere e incluso impone. Entonces, las iniciativas individuales han de ser tomadas
sobre la marcha, más allá de toda regla abstracta, más allá de toda disciplina social, en silencio, al
margen del gran número, [105/106] bajo la luz de lo esencial entrevisto por uno mismo, por su
cuenta y riesgo, y bajo su exclusiva responsabilidad.
Entonces, el superior es como uno cualquiera. Tiene que decidir al margen de los deberes generales
de su cargo. No debe escudarse tras ellos. Nada le puede dispensar de intervenir en nombre propio.
Hay observancias que son abstenciones y, bajo capa de disciplina, deserciones. Ahí también Jesús
ayudará a sus discípulos a que sean como conviene. ¡Cuántas veces fue Él el que levantó a los que,
condenados, se encontraban aplastados por la ley judía, llegando a devolverles la inocencia al
asegurarles «el perdón de Dios» a pesar del escándalo que provocaba!
Si el jefe no está personalmente en búsqueda, se convierte, incluso cuando actúa con la regularidad
más minuciosa, en simple engranaje de un mecanismo que lleva a la perdición del cristianismo, o al
menos a la de su razón de ser. Si sólo es jefe por la función que corona una carrera —por más
honorable que ésta sea —es imposible que no sea un agente inconsciente e involuntario del fracaso
del cristianismo en lo esencial de su misión. Sólo una vida espiritual, más que activa contemplativa,
podrá suscitar en él el genio que inventa los caminos de su acción apostólica; hará que salga de los
caminos que se siguen normalmente en su entorno, y que no responden más que a una religión de
autoridad considerada como un fin en sí misma. Sólo una espiritualidad renovada a través de la vida,
profundamente diferente de las que se profesan en su ambiente, que están al amparo del prestigio
del pasado y en la rutina de las tradiciones, le podrá dar la fuerza de perseverar con tenacidad en su
iniciativas, a pesar de los fracasos que fatalmente surgirán por más pensadas y necesarias que esas
iniciativas sean. Sólo esta espiritualidad, que tendrá que descubrir por sí mismo, le permitirá
mantenerse firme ante los reproches de los que sólo saben cumplir correctamente una función, se
parapetan tras ella y, a veces, hasta condenan desde ella sólo para mejor defenderse de oscuros
remordimientos... Únicamente la misión y la fe, íntimamente ligadas entre sí por definición, podrán
procurarle [106/107] la paciencia y la esperanza necesarias para llevar una carga tan pesada, no sólo
por la realización de las tareas posibles, sino también por la lucha contra lo imposible; es una carga
tan grande y tan limitada en los medios de que en definitiva puede disponer, que resulta vano y
presuntuoso desear asumirla si no es por una llamada interior a compartir los sufrimientos más
punzantes que Jesús conoció cuando se acercaba el final de su vida.
¡Qué tentación negarse a esta tarea sobrehumana cerrándose a cal y canto en el clima ficticio del
pequeño cenáculo de los más próximos, donde de ordinario él es el centro indiscutible e incensado!
Sociedad cerrada, ignorante, incluso cuando, constituida por «especialistas», está bien documentada
con los mejores métodos de información. Este ambiente, impregnado por completo de la paz y de
la certeza de los despachos, sólo le pide que interprete su papel. ¡Qué tentación, entonces, la de
56
El jefe religioso, si no se deja seducir por su situación social y sabe superar las florituras, está en una
situación [107/108] privilegiada para poder comprender lo más íntimo de Jesús y vivir de ese
conocimiento. Aunque haya sido escogido por su docilidad, sus orígenes y sus buenas formas más
que por el vigor de su carácter y de su vida espiritual —como sucede con frecuencia en la religión de
autoridad—, a veces, las mismas necesidades pastorales lo transformarán. Le descubrirán su misión
allí donde antes no había visto más que una función legalmente fundamentada y doctrinalmente
definida. Le forjarán como al hierro el martillo sobre el yunque. Es probable que al principio,
saboree la dicha y el interés de un cargo al que antaño pudo haber aspirado como objetivo de una de
las carreras socialmente más respetadas y envidiadas. Pero ahora se ve llamado a vivir sobre todo las
últimas horas de Jesús a las que los primeros discípulos sólo supieron asistir como críos,
desesperados y aterrorizados, y que sólo comprendieron verdaderamente a través de su propio
martirio. Mejor que de cualquier otra forma y sólo de esta manera, él será su sucesor.
Pero, a diferencia de Jesús, que bebió su cáliz de un solo trago, él tendrá que beberlo gota a gota,
hasta las heces, a lo largo de la vida, protegido de las pruebas espectaculares por la banalidad de los
asuntos normales y corrientes y de los protocolos de los reglamentos, y abocado por fuerza a
combates de retaguardia en una retirada que sabe desesperada, sin poder escapar al sufrimiento de
una reforma imposible que, sin embargo, hay que hacer, que él solo no puede llevar a término, y de
la que hasta le cuesta reconocer la necesidad y la urgencia, al verse tan solo.
Si el jefe religioso logra ser suficientemente consciente de la grave situación en la que se encuentra
el cristianismo, si sabe mantenerse despierto a pesar del asalto de tentaciones de todo tipo que
tienden a adormecerlo y asimilarlo a la somnolencia que abunda en torno suyo, llegará
ineluctablemente a percibir, no sin vértigo, cómo la insuficiencia de humanidad —cuando no su
ausencia— y la carencia espiritual —cuando no sus imitaciones fraudulentas— limitan por todas
partes su acción, tensa por completo, apuntando sin desperdiciar un [108/109] punto de su energía,
hacia un objetivo más allá de las posibilidades humanas. Tendrá que sobrellevar, no sin que a veces
lo desanimen, las amenazas que gravitan sobre las respuestas a sus llamadas apostólicas: respuestas
nunca adquiridas definitivamente, y que sin cesar vuelven a caer en formas antiguas con
presentaciones nuevas; llamadas siempre insuficientes, pues están completamente limitadas por lo
que se le permite decir y por lo que se le puede comprender. Igual que su Maestro, llegará a
descubrir no al Dios perfecto, acabado sin haber sido hecho, simple Señor omnisciente,
omnipotente y benévolo, sino al Ser que, en sí, es presa del drama de crear y de desplegarse.
Siguiendo a su Maestro, con El y como El ese drama, en el corazón de su vida, le hará «ser».
II
En una religión que esencialmente es de llamada, pero que también es, por necesidad y bajo el peso
57
del pasado, religión de autoridad, los inferiores han de ser plenamente conscientes de la pesada carga
que llevan los que les mandan; han de serlo como si ellos mismos tuviesen que asumirla Para poder
ser, sana y noblemente, el último, hay que ser capaz de ser el primero. Sólo con esta condición, los
cristianos sabrán obedecer de forma conveniente y podrán ayudar a que sus jefes sean lo que tienen
que ser. Por otra parte, no hay inferior que no sea, de una u otra forma, superior intermedio en el
pequeño ámbito de sus relaciones. Además, sólo viviendo con la mayor plenitud posible su propia
misión, el hombre, cualquiera que sea su rango en la Iglesia, irá progresando en la sabiduría que le
capacite para ser un jefe con dimensión social, si reúne las demás cualidades y un día recibe esa
función. [109/110]
En particular, el padre6 ha de encararse con unas dificultades singulares cuando se esfuerza por
ayudar a su hijo adolescente a descubrir una vida espiritual personal, después de haberle dado en la
infancia una primera formación consistente en una doctrina rudimentaria y unos hábitos piadosos en
los que, salvo excepciones, la credulidad y la docilidad predominan con relación a las verdaderas
inclinaciones religiosas. La acción educadora en este terreno es más delicada que en ningún otro,
pues la instrucción, que en la práctica es autoritaria, no basta pata ello en modo alguno. Supuesto
que es incapaz de provocarlas directamente, debe esforzarse con su acción en favorecer que se
desencadenen iniciativas propiamente religiosas que no pueden ni ser ordenadas ni siquiera
indicadas, estimulando su aspecto sugestivo, dado que no nacen ni de la obediencia ni de la
imitación. Sin esas iniciativas, el joven, cuando se encuentre sometido a presiones sociales mucho
más potentes que la influencia familiar, de la que por lo menos temporalmente en su deseo de
afirmación tendrá tendencia a despegarse, estará condenado a ceder a tales presiones, pues no tendrá
dentro de sí con qué resistirlas.
Por otra parte, incluso en el clima de intimidad de una familia lograda al padre siempre le sorprende
la emergencia de las múltiples herencias que reciben y padecen sus hijos, de modo muy diverso, por
supuesto y sin que ellos mismos puedan reconocerlas y menos todavía dominarlas. Aunque tenga
[110/111] un conocimiento y una intuición muy reales, no alcanza a prever sus reacciones ni su
evolución, que a menudo le sorprenden penosamente o, por el contrario, le maravillan. Impotente
para comunicar a su hijo lo mejor, a pesar de que desea descubrírselo; creyendo en el valor universal
de lo que él vive y teniendo fe en su hijo, ¿cómo podría su paternidad ser otra cosa que llamada?
El padre no debe ser para su hijo únicamente el representante de la doctrina y de la ley. No tendrá
que limitarse a enseñar a su hijo la letra de la doctrina, pues ya no es del todo niño, pero tampoco
puede mostrarle la razón de ser y el alcance de la ley, porque el chico no tiene aún, en el grado que
sería preciso, la humanidad y madurez necesarias. Se esfuerza en hacerle comprender que le es
preciso descubrir a lo largo de toda su vida la profunda conveniencia de ambos. La influencia
personal ayudará a ello más que los consejos que no pueden ser comprendidos aunque sean
escuchados. Sólo en la medida en que el hijo alcance la íntima inteligencia de las doctrinas y de las
leyes, de su génesis y su naturaleza, podrá afirmar, por difícil que le resulte, que ellas son para él
verdaderos accesos a Dios, provenientes de Dios en cierta forma; y sólo así sabrá comportarse ante
ellas de forma religiosa, como hombre libre.
¿Cómo ayudarle a lograr esto a esa edad en que, a decir verdad, se ignora todo sobre la vida, aunque
sea necesario creer, no obstante, que se tiene ya una idea sobre ella, pues es preciso asumirla con una
inicial autonomía? ¿Cómo suscitar de otro modo que de forma indirecta y ocasional, y para que lo
continúe por sí mismo, ese esfuerzo de entendimiento que ningún estudio de los que se proponen a
los jóvenes exige ni prepara; que la abundancia y la misma naturaleza de los conocimientos
absorbidos —más que digeridos— tienden a impedir, y que el trepidante ritmo y el furor de vivir de
los tiempos modernos hacen prácticamente imposible?
Esta profundización personal no puede despuntar y desarrollarse más que por medio de una lenta
gestación, disimulada a los ojos de los demás bajo apariencias que no guardan [111/112] ninguna
relación con lo que ocultan; gestación larga que favorecen sin que nadie sepa ni cómo ni cuándo,
ciertos acontecimientos, tal vez los menos sobresalientes en medio de la banalidad cotidiana.
Además, aun rodeando a su hijo del clima familiar más favorable, deberá respetar los plazos que le
den tiempo para madurar suficientemente. Deberá soportar con paciencia y discreción los desvíos e
incluso los retrocesos que necesariamente se producen durante este período intermedio lleno de
ambigüedades, en el que todo es posible, lo mejor y lo peor. El hijo, en efecto, no es todavía lo
bastante consciente para percibir ni para reconocer las llamadas que le solicitan e intentan hacerle
despertar a su humanidad: sin ni siquiera darse cuenta de ello, se encuentra a merced de todas las
influencias de su medio social.
¡Qué necesario es para el padre tener fe en su hijo! De otro modo, ¿cómo podría evitar manifestarle
de forma intempestiva su inquietud, a través de reacciones instintivas que su amor tiende siempre a
convertir en violentas? Sin esa fe, ¿acaso, no lo reprendería severamente, adquiriendo así buena
conciencia, al mismo tiempo que se desentendería —equivocadamente— de sus responsabilidades?
Sin esa fe, ¿cómo lograría no ceder a las irrisorias facilidades de una autoridad en definitiva
impotente, e incluso nociva a la larga?
Las exigencias más profundas del adolescente miran hacia la religión de llamada y mandan sobre los comportamientos
del padre.
Es más, existen prácticas mucho más esenciales, que actualmente el hijo no puede observar más que
59
por disciplina, y contra las cuales protesta porque sus formas, e incluso su espíritu, ya no son
apropiados; con ellas ya no tiene ni la posibilidad de hacer alguna transposición que las convierte en
auténticamente religiosas para él, ni tampoco la paciencia de quienes sobrellevan la Iglesia con
abnegación y a la espera de su necesaria mutación. ¿Es necesario que el padre comprometa su
autoridad en este asunto de otro modo que mediante unos discretos consejos de hermano mayor?
En este caso, lo mismo que en los precedentes, ¿no corre el peligro de ver cómo su hijo juzga a la
religión a partir de unos comportamientos que no pueden parecerle más que artificiales, e hipócritas
a veces?
Si el hijo es dócil y de espíritu conciliador, llegará al final a no practicar la religión más que a través
de un conformismo que, aunque se le llame tradicional, es propiamente arreligioso. En el futuro,
esta manera de actuar, siempre estéril pese a sus apariencias tranquilizadoras, será cada vez menos
frecuente. Si el hijo, en cambio, tiene mayor vigor, rechazará estos comportamientos por razones de
autenticidad, y será así arrastrado a negar, de paso, todo valor a cualquier acto religioso, sea cual sea,
tal como le incita a pensar la formación intelectual que recibe y el clima general en que vive.
[113/114]
Un padre que no se contente simplemente con aceptar y confiar en los decretos de una religión de
autoridad, que comprenda la absoluta necesidad de ser fiel al espíritu propio del cristianismo,
religión de llamada por esencia, y que sitúe su misión respecto de su hijo por encima de la
observancia de cualquier ley, no podrá dudar. Asumirá sus responsabilidades con los riesgos y
peligros que conlleven y aceptará una ruptura con la disciplina tradicional. La madurez de su vida
espiritual y su comprensión de lo que es la caridad auténtica dependen de ese paso que le separa y
aparta de la fila. La libertad cristiana se lo permite, y el espíritu de Jesús se lo impone.
Pero aún hay que ir más lejos. En efecto, un comportamiento como éste, de un padre en el seno de
su familia y cara a sus hijos, no podrá mantenerse siempre en el ámbito de lo privado, sobre todo
cuando el hijo se haga adulto y vaya a fundar su propio hogar. En esa circunstancia, el padre no
debe sacrificar el eventual despertar religioso de su hijo, hecho hombre sin haber llegado de verdad
a una religión personal, y presionarle, de forma más o menos directa, a la observancia
exclusivamente mundana de un compromiso desprovisto para él de toda dimensión religiosa y que
no tiene siquiera las consecuencias jurídicas de un contrato firmado en el juzgado.
Con el fin de legitimar esta presión —a la que muchas veces se ve arrastrado únicamente por
consideraciones de tipo social o de tradición familiar—, el padre ya no puede argumentar que una
ceremonia celebrada en esas condiciones tiene algún tipo de eficacia. Conducirse así sería confirmar
a su hijo, si tuviera necesidad de ello, en la opinión de que la religión es una conveniencia social
más, que hay que respetar en algunas fechas señaladas de la vida. Estas concesiones que se hacen a
unas costumbres, restos de una sociedad que fue en otros tiempos una cristiandad, no pueden ser
en ningún caso punto de partida de una actividad propiamente espiritual. Al contrario, la
obstaculizan. Apartan de ella, porque reducen la religión a algo ficticio, constituido por una
[114/115] práctica puramente profana y, además, intermitente, y con intervalos tan largos como los
que median entre dos eclipses.
Además, por duro que pueda resultarle, el padre debe estar suficientemente alerta sobre sí mismo
para ser capaz de rechazar la satisfacción de ver cómo su hijo se somete a las reglas religiosas sólo
con el fin de no apenarle. Debe dejar bien claro a su hijo que la fe que tiene en él le ayuda a superar
las apariencias y que no quiere a ningún precio ni perder esa fe ni basarla en las apariencias.
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Respecto de su hijo, el padre no debe poner límites a la rectitud de su juicio amparándose en la letra de las leyes de su
Iglesia.
Esto puede ocurrir, en particular, en los casos siguientes: en un matrimonio religioso después de un
divorcio que sigue a un casamiento civil, o también cuando un viudo, y más una viuda, se casa de
nuevo si ello repercute en desarraigo familiar de sus hijos. Y lo mismo pasa en ciertas situaciones
causadas por alguna «entrada en religión».
El padre tendrá que protestar si ve que su hijo se aprovecha de unas reglas de la Iglesia en contra
del espíritu que las dictó, y que lo hace para escapar a los deberes más estrictos que exigen el amor y
la paternidad y para descargarse de la responsabilidad que tiene para con otro, ya porque ha
penetrado profundamente en su existencia, ya porque le ha dado la vida. Si quiere que su paternidad
llegue a su cumplimiento respecto del hijo y seguir siendo en verdad su padre hasta el fin, debe
rechazar cualquier forma de aprobación [115/116] a tales conductas, que no harán otra cosa que
consolidar al hijo en la inconsciencia espiritual y ayudarle a borrar con ligereza un pasado cuyo
olvido resulta para él más grave que la misma materialidad de los hechos que haya cometido. Debe,
al mismo tiempo que permanece a su lado como padre, negar una absolución barata que, bajo
pretexto de preservar todo lo posible el futuro, le liberta de un peso que, sin aplastarle, debería
actuar incesantemente sobre él y gravitar sobre su destino para mayor bien suyo.
Sólo con estas condiciones, podrá ser el padre una luz para su hijo cuando, llegada la hora, salga
éste de las tinieblas en que había vivido hasta entonces. La vida es larga, y le ha sido dada por entero
al hombre para que comprenda que es rigurosamente una unidad, en su desarrollo, en sus caídas y
en sus ascensiones; las primeras preparan las segundas, si existe en el hombre un fondo humano
apropiado. El padre debe tener la misma paciencia y discreción que Dios, pero también debe
manifestar, al menos por un significativo silencio, su reserva indefectible.
Esta delicada tarea, de la que ninguna autoridad puede eximir al padre, no soporta regla alguna. El la
ha de descubrir día a día, sobre la marcha. Es una tarea que no queda limitada al ámbito de su
familia. También se impone cuando alguien se acerca a él con el fin, más o menos consciente pero
real, de pedirle ayuda. Es el caso de la filiación y la paternidad espirituales,7 y también el de otros
encuentros menos [116/117] profundos, a menudo pasajeros, que hacen posible entre dos seres, en
el momento favorable, el intercambio de palabras verdaderas y pensamientos justos sobre su vida
humana y religiosa; palabras independientes de todo contexto sociológico, de toda timidez o
polémica, marcadas con la señal de la autenticidad sin reservas. Estos encuentros, realizados en un
clima de igualdad y de fraternidad en la condición humana, pueden a veces dar al otro la posibilidad
de liberarse, con todo derecho, de una obediencia y de una adhesión que son ficticias en el estadio
en que se encuentran, y poder, así, obligarse más profundamente a la fidelidad. Pero en otros casos,
le llevan a decir que no a las facilidades que la ley autoriza, y a imponerse unos comportamientos
que no pueden ser obligatorios de manera general porque son demasiado duros.
Esta tarea es esencialmente personal. Procede de la misión de cada uno. El modo de llevarla a cabo
nos juzga. No ha de emprenderse por influjo de un liberalismo sistemático ni por razón de un
temperamento débil que dimite y se abandona. Tampoco ha de estar sujeta a un rigorismo incapaz
de tener en cuenta la endeblez del otro o la precariedad de su situación, y que si se muestra severo
con los demás es por escrúpulos personales. Una determinada actitud, legítima e incluso necesaria
con uno en concreto, quizás se ha de excluir frente a otro, al que no favorecerla en modo alguno.
Esta tarea resulta inconcebible en una religión de autoridad, no porque traicione el fin que ésta se
propone, sino porque se inspira en una mentalidad sutil, demasiado opuesta a la suya. Es una tarea
demasiado ajena a los horizontes principalmente sociales de una religión de ese tipo como para no
ser censurada y prohibida. Es patrimonio de la religión de llamada, que es la que favorece, de todas
las formas posibles, que cada uno de sus miembros camine por su propia senda y escuche la llamada
que Dios le dirige personalmente. [117/118]
No hay que ser necesariamente un jefe para interesarse apasionadamente por los destinos del
cristianismo. Sin duda, la pasividad a la que prácticamente está condenado el simple cristiano en su
Iglesia, porque ésta se considera a sí misma sobre todo como una religión de autoridad, no facilita
en absoluto que nazca en él esa preocupación primordial. A pesar de todo lo que pueda decirse
sobre este tema, y precisamente debido a la misma abundancia de declaraciones que tanto más
preconizan lo que tendría que ser en teoría cuanto menos se da en la práctica, esta pasividad instala
al cristiano en una actitud de irresponsabilidad y, como consecuencia, en una relativa indiferencia.
Sin embargo, el recuerdo vivo de Jesús de Nazaret, junto con la comprensión del carácter esencial
de su misión y del incomparable papel de su mensaje (ambos —misión y mensaje— unidos
esencialmente a su vida), alumbran en el discípulo ese interés primordial por la Iglesia, puesto que lo
animan a superar un cristianismo autoritario. Por otra parte, el creyente, dada su situación en medio
de los hombres y de su vida, compartiendo iguales condiciones exteriores, se percata de sobra de la
que acontece en torno suyo, está de sobra en contacto directo con las corrientes y movimientos
ideológicos que corren desatados por el mundo, y conoce de forma especialmente punzante las
amenazas que se ciernen sobre el futuro del cristianismo.
Los esfuerzos que en numerosos ambientes cristianos se hacen para minimizar estos peligros con
un optimismo fingido, y las ilusiones que se hacen de ser capaces de superar las dificultades sin
necesidad de transformar profundamente su vida religiosa, no impiden que el discípulo tenga una
conciencia muy viva de esos peligros extremos. El pasado no puede de ninguna manera ser garante
del futuro; los tiempos actuales experimentan una aceleración que deja fuera de juego cualquier
previsión fundada en la historia anterior. Muchas regiones que antaño conocieron un cristianismo
[118/119] floreciente, hoy están completamente ajenas a él hasta el punto de que en ellas se ignora
62
hasta su nombre.
El cristianismo se ve empujado a una mutación cuya necesidad imperiosa confirma la historia del
mundo occidental desde hace bastantes siglos. En ella se ve el continuo retroceso de una religión
que se acuartela detrás de las doctrinas y que se muestra incapaz de responder a las exigencias, a las
posibilidades y a las necesidades continuamente en aumento de los hombres más despiertos de su
tiempo. Únicamente esta mutación salvará a la Iglesia de la muerte lenta y le permitirá manifestar —
porque llegará a comprenderlo, a aceptarlo y a vivirlo en la fe— aquello que funda su razón de ser.
Dificultades extremas de esta mutación que exige no una simple adaptación, sino una verdadera creación.
Esta mutación es incomparablemente más difícil que todas las reformas del pasado. Exige una
comprensión del espíritu de Jesús mucho más profunda que la que ha imperado hasta hoy en un
cristianismo marcado poderosamente por las [119/120] necesidades y las contingencias históricas y
gravemente limitado por los horizontes intelectuales y afectivos de los siglos. Exige mucho más que
el mero esfuerzo de intentar hacer ahora las cosas mejor que antaño, y mucho más que una especie
de empeño por resucitar, en la medida de lo posible, el tiempo algo mítico de los orígenes o de la
leyenda dorada de la Edad Media. Exige auténticos actos de creación8 que sean dignos de aquellos
otros que se encuentran en el origen de los escritos inspirados en los que el cristianismo se apoya.
En cambio, resulta radicalmente insuficiente reducirse a la aportación de esos textos, limitarse a no
concebir más de lo que puede deducirse de su letra, e incluso, en cierta medida, de las intenciones
de sus autores. De esta forma no se llega más que a una reformulación y reestructuración de la
doctrina y de la disciplina que resultan pobres: ilusorios remedios mientras la situación empeora...
Esta mutación exige, con respecto a la tradición heredada, una libertad que implica una vitalidad
espiritual singular, digna de los orígenes en que esa misma tradición, siendo muy libre en su fidelidad
al pasado, fue propiamente creadora. Ni la cultura, ni la moralidad, ni la piedad, pueden de ningún
modo reemplazar a esa libertad; ni siquiera suscitarla; a lo más que pueden llegar es a preparar su
venida; y, sin embargo, esa libertad es completamente excepcional en un cristianismo que, en
cambio, no ha sido nunca más docto y más digno que en la actualidad. Sólo los hombres que vivan
de su misión y que no se limiten a cumplir de forma concienzuda su función, podrán ayudar a
promover, gracias a su profundización humana y a su vida personal, esta mutación, vital para el
futuro del cristianismo. [120/121]
El creyente no puede menos que constatar la imposibilidad, desde el punto de vista humano, de tal
mutación, que no tiene punto de comparación con cualquier simple reforma, ya de por sí difícil de
llevar a cabo. Para no desesperar ante el amenazante vencimiento del plazo que se acerca
ineluctablemente, el discípulo no puede hacer otra cosa que apoyarse en la fe en Jesús y en la más
espiritual tradición de Israel que, a lo largo de los siglos y a través de no pocas perturbaciones,
preparó oscuramente su venida.
Esta mutación es tan difícil que parece improbable. Sin embargo, su cuasi-imposibilidad, no nace de
la esencia del cristianismo que, por el contrario, reclama y hasta exige esta religión de llamada.
En la situación actual, la imposibilidad parece provenir en primer lugar de la jerarquía. Pero, ¡ay! ,
esta mutación exige mucho más que el simple cambio de los que dirigen; la muerte ya se cuida de
ello sin ruido, con aplicación, aunque también con algo de retraso cuando la historia va demasiado
deprisa y los hombres llegan a demasiado viejos. El obstáculo principal aunque oculto es, en
definitiva, el propio cristiano ya que, si bien es verdad que todo se decide fuera de él, nada serio —
ni bueno ni malo— puede hacerse sin contar con él.
No cabe duda de que el pueblo cristiano en su conjunto, desde hace bastantes siglos, está
gravemente anestesiado por prácticas que antaño tenían un valor incuestionable, pero que ahora no
lo tienen debido a su inadaptación a los tiempos. En su forma y en su fondo no se adaptan al
universo mental y a las maneras de ser del hombre moderno, a sus exigencias más imperiosas y a
sus aspiraciones más legítimas. Con demasiada frecuencia, la materialidad de las observancias
suplanta a la vida espiritual. Su formación religiosa es, además, casi inexistente: la doctrina que se le
predica, incluso [121/122] cuando últimamente se intenta adaptarla de forma inteligente, se
encuentra siempre en falso respecto de sus posibilidades e intereses propiamente humanos. De
hecho, esta doctrina distrae al pueblo cristiano de las preguntas fundamentales que tendría que
plantearse antes, para que dicha doctrina le fuese de verdadera utilidad. Pretendiendo alimentar su
vida interior, no se hace sino estorbarla y obstruirla por acumulación excesiva o porque se habla en
el vado.
Por otra parte, a causa de su atonía e inercia, bajo el efecto de una formación apenas apuntada o,
por el contrario, peligrosamente falseada por la influencia de la escuela; de resultas también de la
modelación uniforme y colectiva que, en los tiempos modernos, propician las modas y las técnicas
de la propaganda, los fieles se encuentran expuestos, sin defensa personal, y sin otra protección que
unos anatemas solemnes, pero cada vez más ineficaces, a la potente influencia de la sociedad que les
embriaga, y les deja incapacitados tanto para refutarla, como para sacar de ella algún provecho
espiritual; cosa que a veces sería posible si fuesen capaces de dominar esa influencia y colocarla en
su justo lugar.
Incluso los jefes más competentes y más sensibles al estado actual del cristianismo están como
paralizados, incapaces de decidirse por las enérgicas iniciativas que se imponen; sólo saben
promover meras reformas y siempre con un retraso considerable que disminuye todavía más su
alcance.
64
El pueblo cristiano debe ser el primero en preparar esta mutación mostrándose capaz de ella.
En verdad, es el pueblo cristiano quien salvará al cristianismo y no sus jefes que, al fin y al cabo, no
pueden sino seguirlo. El destino del mensaje de Jesús depende del trabajo interior que llevan a cabo
los simples fieles. Trabajo que no puede promover ninguna organización, que desafía toda medición
estadística, que la autoridad únicamente puede orientar desde lejos; trabajo que le exige —a esta
autoridad— que confíe plenamente en él y que no sucumba a la [122/123] tentación, siempre
vigente en ella, de intentar ponerle freno cuando sus manifestaciones se salen fuera del marco de las
normas tradicionales. Trabajo que depende más del valor humano y religioso de los que se aplican a
él que de la eminencia de su función. Trabajo que reclama una multitud de obreros a los que inspira
el espíritu de Jesús, descubierto y recibido gracias a la fidelidad y a la perseverancia de su vida.
Destino del cristiano de los tiempos modernos, consciente de la situación del cristianismo.
Simple fiel, sometido a una religión de autoridad, en la espera de la religión de llamada; negándose,
por exigencia de lo mejor de sí mismo, a contentarse con la primera, y viendo la urgencia de la
segunda; sin pertenecer verdaderamente ni a la una ni a la otra; creyendo cada vez más en los
destinos del cristianismo a medida que percibe en profundidad su mensaje y lo descubre
irreemplazable; sabiéndose, sin embargo, incapaz de ayudar a su venida fuera de la pequeña zona de
su influencia personal; tal es el destino del buen operario (ínfimo y efímero, y con frecuencia
solitario) de la mutación que aguarda a la Iglesia para ser digna de su Maestro y del hombre.
Este destino alimenta en la vida del creyente una ambigüedad muy parecida a la del jefe que,
consciente de su misión y bajo el peso de su cargo, se encuentra dividido entre lo que se siente
inclinado a pensar y lo que puede decir, entre las iniciativas que debería tomar y las que puede
efectivamente emprender.
Este destino hace que el discípulo se encuentre en soledad en medio de los numerosos cristianos
que practican regularmente su religión sin llegar a ser de Jesús como podrían serlo teniendo en
cuenta su valor humano. Son cristianos que sin duda tienen fe, pero, si fuesen suficientemente
lúcidos sobre sí mismos y si osasen decírselo, la mayor parte confesaría que se adhieren a la doctrina
de su Iglesia más [123/124] por disciplina que por convicción profunda; muchos reconocerían que
lo que profesan públicamente supera con mucho a aquello de lo que están íntimamente
convencidos o, dicho de otra manera, que lo que profesan les resulta ajeno de ordinario. Este cisma
secreto, no consentido, considerado como un mal pero no tanto como para provocar
remordimiento, les aboca a una relativa inercia que echa a perder su devenir espiritual. Sometidos a
una religión de autoridad, insensiblemente vueltos hacia una religión de llamada, comprenden de
una forma vaga, sin reparar más en ello, que ni la obediencia a la ley ni la adhesión a la doctrina
agotan lo que debe ser la vida de fe. Ignoran —o no se atreven a pensar— que la vida espiritual se
nutre de la búsqueda personal, es decir, de aquello de lo que precisamente les dispensa esa forma de
practicar la religión que les resulta, en resumidas cuentas, barata: con ayuda de la costumbre y de
inconsciencias, las creencias y las disciplinas que les imponen, resultan ligeras y llevaderas...
La situación del discípulo en la Iglesia es ambigua: no le lleva a entregarse a fondo, como podría, a las obras que ella
organiza y dirige.
Una especie de pasividad se manifiesta en el orden de la acción entre los discípulos de Jesús que
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aman a su Iglesia con el mismo amor que tienen a su Maestro: amor sufriente a causa, precisamente,
de la solicitud apasionada que tienen por El y de la impotencia espiritual, cercana a la infidelidad, en
que la ven a ella. Tan sólo participan en las actividades de su Iglesia realizadas con vistas a una
influencia social (soporte necesario de su apostolado religioso, según ella piensa de forma genérica)
por disciplina, para mayor tranquilidad de su conciencia, para dar buen ejemplo, o para no
decepcionar ni disgustar a sus jefes. A decir verdad, no se entregan a ellas como serían capaces de
hacerlo. Saben de sobra que no es eso lo más urgente, saben que todo lo que no sea volver a
empezar desde la base es edificar sobre arena pero, [124/125] por otra parte, tampoco pueden decir
de forma positiva lo que habría que hacer... De sobra sienten que este tipo de iniciativas obedecen
únicamente a una nostalgia de la civilización cristiana occidental de antaño; civilización que ya no
creen políticamente posible, y de cuyo valor desconfían por razones de tipo religioso que el pasado
justifica de manera aplastante.
¿Quién podría decir el número de los cristianos que se abstienen, callan y permanecen distantes,
siendo, sin embargo, capaces de una religión completamente distinta de aquella en la que están
estancados, y de un don de sí mismos verdadero, no medido con el cuentagotas de la virtud ni del
«buen espíritu»? Sin paradoja se puede asegurar que los recursos espirituales potenciales del pueblo
cristiano son mucho mayores de lo que parecen. Son superiores a los que pueden indicar las
encuestas, tan de moda, cuyo optimismo de hasta no hace mucho lo facilitaba el hecho de que las
estadísticas siempre han sido poco exigentes respecto a la vida interior. Los recursos interiores
permanecen escondidos, inempleados, a pesar de los multiplicados esfuerzos con los que se intenta
su movilización. Están a la espera de la llamada que hace brotar la vida porque proviene de lo
esencial. La autoridad de función, incluso cuando se ejerce a la perfección, no sabe más que enseñar
a los hombres; es incapaz de abrirlos directamente hacia sí mismos; sólo alcanza a dirigirlos y a
utilizarlos. Pueden tenerse por dichosos los hombres cuando esa autoridad no los sacrifica en favor
de unos fines, a veces necesarios, pero que sólo indirectamente tienen relación con la misión única
del cristianismo... Y es el caso que, cuando estos fines se proponen como el primer objetivo a
alcanzar —cosa que sucede a menudo—, distraen a los cristianos de la obra de renovación
fundamental a la que tienen que consagrarse para que la Iglesia sea fiel, cosa que es previa y de
absoluta necesidad para ella...
No; si el cristianismo del futuro retorna con eficacia su misión en el mundo, no será gracias a la
resurrección de lo que ya está pasado. Para querer iluminar, hay que tener luz, [125/126] es decir,
estar continuamente en su búsqueda. Aunque estos creyentes tengan escrúpulo, miedo o reparo en
confesarlo, saben muy bien que el cristianismo actual está muy lejos de tener esa actitud
prometedora, pues desde hace muchísimo tiempo es casi únicamente conservador, tanto de lo mejor
como de lo peor. El cristianismo, tal como existe en la actualidad, con demasiada frecuencia ajeno a
la educación de los hombres más vivos, apenas si tiene posibilidad de hacerlos progresar
espiritualmente.
Esta renovación supera con mucho la simple reforma moral, la más exacta observancia de las leyes,
el mejor conocimiento de las doctrinas. Exige que los cristianos se decidan por la autenticidad9,
aunque tengan que perder la tranquilidad [126/127] y la seguridad en las que siempre tienden a ver
la confirmación de su recto caminar, y aunque tengan que pasar por algunas épocas de vértigo y
angustia. Ojalá se esfuercen en ello —en esa renovación a través de la autenticidad— con una vida
llena de búsquedas personales, pacientes, continuas y tenaces dentro de un recogimiento suficiente
como para estar en contacto consigo mismos, con una obediencia propia de seres libres, llevada con
inteligencia, corregida por la fidelidad, dominada por la caridad, sin supersticiones ni ilusiones... A la
luz de su fe y de su experiencia de la vida, tienen que alcanzar directamente, y tanto como puedan,
lo universal que subyace bajo lo que Jesús dijo, hizo, vivió, y llegó a ser. No les basta en absoluto
con adherirse a una doctrina cristológica, que, por más autorizada y profunda que sea, no es más,
inevitablemente, que una ideología marcada ineluctablemente por sus orígenes y que, además,
resulta abstracta y técnica, cuando no puramente verbal y por tanto insatisfactoria para el hombre
moderno.
Únicamente los cristianos que vivan y busquen según estas perspectivas, mezclados entre las gentes,
discípulos del Maestro en la medida de sus posibilidades y sus fidelidades personales, son los que
preparan, a lo largo de una búsqueda realizada bajo su propia responsabilidad y vinculada a sus
vidas, aquello que, un día, podrá ser asumido por el conjunto de los creyentes y, de esta manera,
tomado en consideración hasta ser útilmente promovido por los jefes de la Iglesia. Únicamente las
reformas lentamente maduradas en el seno del pueblo cristiano, gracias a sus miembros más
despiertos y espirituales, pueden ser llevadas a buen término por la Autoridad que, en este sentido,
no podría atribuírselas sin engañarse a sí misma. [127/128]
Esta mutación exige una conciencia valiente de la situación real del cristianismo, una visión nítida y
sin espejismos de sus retrocesos y derrotas, una percepción de los peligros y ruinas que la
amenazan, pero también el reconocimiento de la maravillosa reciprocidad que hay entre el mensaje
de Jesús y las posibilidades y aspiraciones profundas e inalienables de los hombres; exige, además,
estar convencidos de que este mensaje es necesario para el cumplimiento pleno de su humanidad,
condenada sin él a las ilusorias exaltaciones y a las profundas degradaciones que la sociedad entraña
por su lucha contra los determinismos que la rigen: lo cual conduciría a muchos hasta la pérdida del
gusto de vivir llegando hasta el desespero cotidiano. Con toda probabilidad, a esta conciencia no
accederán, con una relativa plenitud, más que un reducido número de creyentes. Se convertirán por
ello en discípulos especialmente próximos a su Maestro ya que, bajo apariencias y condiciones
completamente diferentes, ninguna vida podría ser más íntimamente semejante a la de Jesús que la
suya.
La rebelión declarada debe ser, por lo general, descartada. De ordinario es más fecundo llevar sobre sí la condición de
la Iglesia con paciencia y abnegación.
Ciertamente, la audacia y la grandeza de la lucha que Jesús sostuvo en su tiempo contra una
autoridad religiosa, que también procedía de Dios, no tiene por qué repetirse. ¿Quién osaría pensar,
sin temer caer en la más peligrosa ilusión, que tiene que asumir una rebelión semejante? Aunque es
verdad que después aparecieron algunos que, en el pasado, mantuvieron ese combate por su cuenta
y riesgo y con una fidelidad que, sin apresurarse, el futuro les reconoció, ¿quién osaría aplicarse este
factor en su favor?, ¿quién no empezaría por huir de tan temible destino que nada precedente ni
[128/129] ninguna razón objetiva puede avalar de tan singular y extremo como es? Si un combate
parecido tuviese que volver a empezar un día, sólo podría ser llevado a cabo por alguien que, con
temor y temblor, sería a la vez el elegido y la víctima, condenado de entrada a toda suerte de
67
Pero aunque no hay lucha, necesariamente hay pasión: como la que Jesús conoció a medida que su
misión se precisaba. Esa pasión crece lo que crece el cristiano. Asume lo que hay de mejor en él, sin
olvidar lo peor. Cultiva lo primero y da ocasión a que lo segundo se manifieste. Extrae de lo uno su
grandeza y de lo otro su lado mezquino. Con todo un cortejo de violencias y de dudas íntimas, de
escrúpulos y de remordimientos, reprimidos pero siempre renacientes, esta pasión no desconoce ni
el miedo ni el vértigo. La vida de este creyente ya no va a transcurrir sin que choque con
oposiciones que le vengan de fuera, sin que tope con las sospechas de quienes están acechando
siempre para encontrar el resquicio en la coraza hasta dar con él, y sin que a veces conozca la
marginación tácita e incluso el exilio.
Esta pasión que alcanza las profundidades del ser entregado a su fe y a su misión, no ha de ser
incriminada a la jerarquía, que no hace más que cumplir con su deber, lo mismo que no hay que
acusar a las autoridades judías por la condena de Jesús. La jerarquía, al margen de las razones más o
menos convincentes que argumenta para justificar su actuación, cuando impone esta pasión, de
algún modo está cumpliendo su papel. Al pesar con todo su peso sobre estos hombres, sin saberlo,
les está ayudando de una forma insustituible en el camino de su humanidad y en la profundidad de
su misión.
Irreemplazables beneficios de las persecuciones padecidas por los cristianos de parte de su Iglesia.
Aunque resulte paradójico, no es de ningún modo falso afirmar que cuanto más una Iglesia se
esfuerce en conservar [129/130] viva en el mundo, a través de los siglos, la memoria de Jesús por el
culto y los medios sociológicos —no dispone de otros en tanto que sociedad—, tanto más se ve
obligada a ser severa, o sea injusta, hacia aquellos de sus miembros que, al inventar los caminos que
de hecho necesita, le están preparando secretamente la posibilidad de ser fiel; caminos siempre
demasiado nuevos para ser aceptados de golpe por una autoridad abocada a ser conservadora por la
institución que la funda; caminos siempre demasiado inspirados por la fe como para no provocar en
un primer momento vértigo a los jefes que detentan la responsabilidad.
Estos cristianos recibieron de su Iglesia la fe y el amor y éstos hicieron que brotase imperiosamente
en ellos su misión. Después, al recibir también de ella su cruz, siguen recibiendo su ayuda eficaz,
aunque indirecta, para crecer hasta su propia talla. Si la sirven como conviene, es decir, sin idolatría
y sin servilismo, sin rebelión exterior y sin cisma interior, no hay peligro de que los aplaste; al
contrario, ella será la que les permita alcanzar el desprendimiento y la desnudez de su existencia, de
modo que vivan únicamente en el orden de su misión, la cual, cuando llegue la hora de los últimos
despojamientos, no será más que pasión, prolongación de la de su Maestro. De este modo les llega
de la Iglesia lo que no les llegaría a partir de ninguna de sus iniciativas. Llegan a ser lo que ninguna
ascesis les haría ser.
¿No es acaso semejante la grandeza del judaísmo que suscitó los profetas, primero por lo que les
aportó de forma directa, y después por el áspero y encarnizado combate que les opuso, y que les
permitió alcanzar una talla humana próxima de lo universal? ¿Acaso no es esto lo que vivieron
numerosos grandes hombres espirituales cristianos, reformadores religiosos de su tiempo,
adelantados respecto de su generación, porque eran discípulos muy próximos a Jesús en el amor
que sobrepasa toda ley, en el conocimiento que sobrevuela toda doctrina?
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Cuanto más noble y vigorosa es la materia, tanto más el [130/131] cincel ha de trabajar duro y
prolongado para que la estatua irradie belleza en la perfección de sus formas.
El desierto cristiano.
La mutación del cristianismo exige fidelidades que nunca una enseñanza podrá directamente
preparar ni siquiera hacer entrever y que ninguna obediencia puede exigir, ya que ni se enseña ni se
manda nada que vaya más allá de lo que puede ser comprendido y cumplido por cualquiera. Sólo la
fe inventa esta fidelidad y da la tenacidad de la perseverancia. A pesar de la singularidad de la
comparación, se puede afirmar que los que trabajan en esta mutación están llamados a vivir, dentro
de su Iglesia y de manera adecuada a su tiempo, la aventura espiritual que antaño hizo partir hacia el
desierto a algunos cristianos de entre los más fervientes. Aunque no lo parezca, este nuevo desierto
es de la misma naturaleza. En medio de los hombres, es completamente real por sus dimensiones,
su aridez y su silencio.
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Desierto, porque cada uno de estos hombres, perdido en la multitud, muy solo en definitiva incluso
entre sus más allegados, va, y se adentra por la vida, siguiendo su propio camino todavía no
franqueado por nadie, alejándose cada vez más hacia lo apartado. Como cuando un hombre lleva ya
largo tiempo avanzando por el desierto, así está este hombre en medio de los demás cuando todo
un pasado, a pesar de las [132/133] apariencias más comunes, le separa del resto, de manera que ya
apenas oye las voces de los otros porque las palabras ya no tienen el mismo sentido ni, en
consecuencia, el mismo alcance. Lo mismo que al ermitaño, sólo le queda el recuerdo de Jesús;
recuerdo que poco a poco se va despojando de todo lo que hizo que fuese recibido y conservado al
principio; recuerdo cada día más imperiosamente presente en su desnudez; verdadera presencia del
más allá del tiempo y del espacio. ¿Cómo, sin este recuerdo, que crece junto con quien lo lleva, no
dudar a veces de la misión? ¿Cómo, sin esa presencia que a veces se hace unión, no iba a evaporarse
la misión como si fuera un espejismo?
Al igual que los que parten hacia el desierto, el mundo desconoce a estos hombres que, secretamente
inadaptados, nunca se han encontrado a gusto en él. Llamados en secreto, su vida ha de permanecer
escondida el mayor tiempo posible, de manera que la función, la carrera, el personaje, no les lleguen
a pesar demasiado y no impidan su difícil andadura ni turben tampoco la exactitud de la misma.
Descargados de responsabilidades absorbentes y de relaciones demasiado abundantes y dispersantes;
protegidos de los juicios que turban, intimidan o agrían; todo ello, al menos, durante el tiempo en
que madura, en lo apartado y en el silencio, su misión; conviene que permanezcan desconocidos
hasta que no llegue su hora. Hora que se hará esperar largo tiempo, si es que alguna vez llega a
sonar... Hora que tardará tanto más cuanto más precioso sea el fruto y, por ello, exija mayor
maduración... Al fruto, cuando se lo recoge, se le corta también definitivamente de la savia que lo
alimenta...
Separados unos de otros, estos hombres se conocen. ¡Qué alegría cuando se encuentran! Sólo
pueden hacerlo de tarde en tarde, y siempre de paso. Su camino singular impide que se asocien entre
ellos y que colaboren en favor de lo esencial, de otro modo que no sea la invisible presencia mutua.
Sólo les une verdaderamente la fidelidad a la propia misión. El grano echado a voleo no crece bien si
cae al suelo en montones... [133/134]
Estos cristianos están en el desierto no sólo porque son poco numerosos, sino porque además están
dispersos en un mundo que tiende, con todo su peso, a aplastarlos y diezmarlos. Todos son
profundamente religiosos, pero ¡lástima! , son pocos los que hacen una labor digna de la inteligencia
humana. A causa de la formación recibida durante su juventud, raros son los que están preparados,
incluso siendo potencialmente capaces de ello, para llegar a ser simultáneamente intelectuales y
espirituales. Además se da el caso de que, en general, los seres de una vida interior más alta
sobrevuelan todas las dificultades, las volatilizan gracias a su genialidad, en lugar de esforzarse por
resolverlas o, cuando menos, por delimitarlas de una forma real, que les resultaría fecunda y les
permitiría alcanzar algo de plenitud irradiante de veras. Raros son también los creyentes que, a lo
largo de la vida, a pesar de la edad y los honores —sin contar con los escrúpulos y las «legítimas
ambiciones»— saben resistirse a los compromisos y rechazan las facilidades, las redundancias, las
sutilidades de una apologética que es, sin duda, útil para algunos, pero que distrae de la verdadera
búsqueda reduciéndola a no ser más que ingeniosa invención de presentaciones siempre precarias...
Raros son también aquellos que se aventuran en los terrenos en que la ortodoxia está ojo avizor en
nombre de fórmulas consagradas, terrenos en los que la ortodoxia dirige y manda de forma
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Esta es la razón de que en el cristianismo se dé, sobre todo, una producción literaria abundante
pero de valor mediocre, al lado de trabajos serios que, incluso cuando son fruto de una gran
inversión de intelectualidad y erudición, no se aplican, salvo raras excepciones, más que a cuestiones
de detalle. Se trabaja en ellas con todo un aparato científico, y a menudo no sin cierta ostentación,
pero quizás con el [134/135] fin inconsciente de disimular algunos a prioris o fronteras previas
puestas al pensamiento... En cambio, se eluden los verdaderos problemas que se plantean en el
orden de lo personal, y que tendrían que ser, si no resueltos, al menos estudiados en primer lugar y
planteados con una autenticidad intelectual sin fisuras y, a menudo, con la humildad de las
respuestas inciertas e insatisfactorias. Esta es la única manera de iniciar la mutación que necesita el
cristianismo. De lo contrario, a través de la barata elaboración de soluciones provisionales que
preparan derrotas tanto más costosas, lo único que se logra es retrasarla. Tal ha sido la inutilidad e
incluso la nocividad de los concordismos de los siglos pasados, que no han hecho más que cubrir
retrospectivamente de ridículo a la Iglesia.
Si el desierto tiene sus ascetas, también tiene sus violentos, porque, aquí abajo, no hay vigor sin
brutalidad ni exceso. El desierto religioso también está plagado de terribles peligros. Atrae a algunos
de entre los mejores, pero también a muchos de los otros... Muchos extravagantes hubo en Egipto y
en Libia. Difícil es que haya más en el desierto de los tiempos modernos. Pero también es verdad
que fue de esta búsqueda ferviente, en la que se daban cita numerosas pasiones y perversiones
disfrazadas de virtud, de donde salió una espiritualidad que, sin heredar completamente todo lo que
fue Jesús, resultó tan adaptada a lo que los hombres podían entonces asumir de su legado, que a
muchos cristianos, incluso en nuestros días, les ha seguido ayudando a no ser demasiado infieles.
Estos creyentes, a los que ningún ejercicio de la autoridad viene a estorbar, pero a los que en
cambio espolea el sentido de una responsabilidad a largo plazo, son pura llamada; llamada que se da
a entender a través de su fidelidad, incluso cuando se concreta en el silencio y la inacción de un
retiro forzoso. ¿Acaso hay una acción que sea más exactamente parecida a la de Dios y que se una
más exactamente con su modo de obrar? Esta acción es oración. Hará posible [135/136] la
mutación que impedirá que el recuerdo de Jesús se vea reducido a ser como la memoria petrificada
que se tiene de los grandes hombres de la historia.
III
Muy al contrario, la religión de llamada no impone al principio una unidad visible, sino que
únicamente tiende a realizarla. En principio, si este objetivo se alcanzase alguna vez, significaría que
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esta religión habría sido un éxito en cada uno por mediación de todos. La unidad habría sido el
fruto, lentamente madurado, de las fidelidades individuales y no el resultado inmediato de la
observancia de una disciplina colectiva. Habría emergido el fruto, lentamente madurado, de la
fidelidad humana a través de una diversidad de destinos que de ningún modo quedarían
difuminados, pues serían los que darían a esta unidad su múltiple esplendor. La persona del jefe,
mucho más que su función, sería la prefiguración humana, el signo litúrgico que la anunciase y que
así colaboraría a su realización. Por su presencia junto a los suyos, más que por su modo de
gobernar, el jefe impediría que la diversidad se corrompiese en divergencias, y así salvaguardaría la
unidad haciendo que trascendiese las discordancias. [136/137]
Relaciones invisibles entre el cristiano y el jefe que son conscientes de la situación actual del cristianismo y de las
condiciones de su fidelidad a Jesús.
En la práctica, dado que nunca es separable el cristianismo de llamada de una religión de autoridad,
la acción del jefe nace de la llamada cuando tiene un contacto verdadero con sus subordinados
porque él mismo está en contacto verdadero consigo mismo. En cambio, su acción es autoritaria
cuando, alejado de ellos, los condena en nombre de sus poderes. Además, en la difícil mutación que
se impone al cristianismo, resulta absolutamente necesario que el jefe esté lo más próximo posible de
los suyos de un modo real y no únicamente de forma paternal o amistosa, aunque tenga que dejar
por ello a algunos de sus subalternos el cuidado de la administración y el encargo de asegurar las
representaciones, semipolíticas y semimundanas, a las que obligan las costumbres sociales y las
mentalidades.
Estas relaciones directas y personales son especialmente importantes para el superior y para el
inferior cuando ambos tienen conciencia aguda de la situación del cristianismo y sufren a causa de su
impotencia para remediarla.
La secreta unidad de estos dos creyentes prefigura en su desnudez la unidad que viene, se expresa y
se realiza de la forma más pura y más eficaz cuando juntos, rompiendo el pan, bebiendo el cáliz,
superior e inferior, ambos discípulos del mismo Maestro, hacen memoria de El tal y como el mismo
Señor se lo pidió expresamente. [138/139]
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73
II. Para conocer la vitalidad espiritual de una Iglesia, el test más significativo es la manera como
sus miembros «hacen esto en memoria suya». — Es bueno que el cristiano sea consecuente
de todo lo que, acumulado durante veinte siglos, le separa de su Maestro.
Dificultades extremas para que la misa, tal como se practica en la actualidad, sea la
renovación de la Cena. — Las preparaciones necesarias para que el pueblo cristiano sea
capaz de la renovación de la Cena ni siquiera han comenzado. — Esta [139/140]
preparación sólo se puede hacer en las pequeñas comunidades de cristianos.
No fue al principio de su vida pública cuando Jesús instituyó el memorial que, en el futuro, tenía
que ayudar a que su presencia se perpetuase en medio de sus discípulos. En el transcurso de su vida,
Jesús aseguró a sus discípulos que cuando dos o tres de entre ellos se reuniesen en su nombre, El
estaría en medio de ellos. Esta presencia misteriosa no puede disociarse de aquella otra, singular
también pero más marcada por el tiempo y el espacio, que El se atribuyó en medio de los suyos,
cuando tomó la última comida con ellos: afirmó hacerse alimento para quien lo acogiese en espíritu
y en verdad, el cual, entonces, recibiría de Él, como Él mismo había recibido de Dios, su Padre.
Estas dos presencias están unidas de forma inseparable. La renovación de la Cena exige la
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comunidad que ya constituyen dos o tres cristianos cuando están reunidos «en su nombre». E
inversamente, la reunión de dos o tres discípulos está pidiendo la renovación de la Cena «en
memoria suya». La reunión de varios discípulos sólo halla su cumplimiento en esta acción que
suscita poderosamente el mejor conocimiento que esos discípulos pueden alcanzar de su Maestro,
lo mismo que de su presencia en medio de ellos, activa y resplandeciente en ellos.
Salvadas las proporciones, ¿acaso no sucede lo mismo con el menor objeto, con el más mínimo
acontecimiento que un hombre tiene asociado al recuerdo del ser querido que le ha dejado y del
que, sin embargo, sigue estando y sintiéndose [140/141] muy próximo? ¡Cuánto más vigoroso es
ese recuerdo cuando son varios los que lo reviven juntos con fervor y con una disposición de ánimo
semejante! ¡Qué eficacia puede llegar a tener ese recuerdo cuando se aúna con una fe que está
arraigada en las profundidades del hombre hasta el punto de ser signo revelador de su propio ser!
Lo que sucedió antaño en torno a Jesús, lo que pasó con los apóstoles, cuando juntos con los
primeros convertidos fundaron las jóvenes comunidades cristianas, es algo que sin cesar ha de
volverse a comenzar. De hecho, desde hace veinte siglos, eso es lo que continuamente se ha
reemprendido. Es cierto que el cristianismo necesita de unas estructuras para encarnarse en una
sociedad que se esfuerce en perpetuarlo (en el futuro, sin duda, estas estructuras serán más flexibles
a medida que los miembros de las Iglesias asuman mejor su talla de hombres). Sin embargo, la
Iglesia sólo puede seguir siendo propiamente ella misma gracias al continuo florecimiento de
pequeñas comunidades que reúnan de forma suficientemente frecuente y estable —y, en la medida
de lo posible, durante toda la vida— a creyentes de temperamento espiritual parecido que se ayuden
mutuamente, más por su presencia que por una cooperación disciplinada, a recordar a Jesús en la fe
y a llegar a ser sus discípulos gracias a su fidelidad.
Según parece, el marco más favorable para la formación de esas comunidades relativamente
minúsculas, de nula importancia social, pero cuyo papel es insustituible, es la parroquia rural, de
talla humana. Las vidas laboriosas de sus [141/142] miembros, parecidas, arraigadas en el mismo
lugar de generación en generación, y teniendo de ordinario las misma necesidades y posibilidades,
son un marco inestimable y raramente aprovechando en el pasado, cara a una formación que supere
las meras prácticas de la moral y de la devoción.10 Sólo se lo utilizó para asentar la ley y fortificar las
costumbres. Actualmente, ese marco está en vías de desaparecer a causa de la evolución de la
sociedad moderna que despuebla los campos, y como consecuencia de lo esclerotizado de las
estructuras eclesiásticas que se pretenden inmutables. La institución, al rechazar y no concebir el
ejercicio del sacerdocio de otra forma que no sea la tradicional —que tampoco es, dicho sea de
paso, la de los primeros tiempos de la Iglesia— es incapaz de remediar la nueva situación en que, en
esos lugares despoblados, se encuentran los cristianos, tan pocos y en grupos tan dispersos.
Las parroquias urbanas gigantes, de población extremadamente diversa y móvil, nunca podrán
ayudar, dada su organización centralizada, al nacimiento de estos grupos que han de ser de
dimensión reducida, estables, y formados por [142/143] hombres que tengan entre sí afinidades
humanas y espirituales, que caminen por itinerarios semejantes, y pongan en el centro de su
búsqueda y de su vida la fidelidad a Jesús. Por el contrario, indirectamente, las parroquias urbanas
tienden de forma natural a impedir que estos grupos se formen porque, aunque no son cuerpos
extraños, no pueden dejar de intentar no disolverse dentro de un todo indiferenciado como el que
constituyen estas parroquias. Su desmesura hace que su papel sea semejante al del templo de
Jerusalén. Los determinismos que padecen son iguales y su torpeza, por el peso de lo material y
social, también lo es. Jesús predicaba en estos lugares pero sólo de paso... Era en ellos donde se veía
obligado a manifestar, a veces no sin violencia, la oposición de su mensaje respecto de la religión
establecida. Más tarde, cuando dos o tres se reunirán en su nombre, no será ahí donde lo hagan:
unas veces será en un hostal, otras en la casa de un hermano...
No cabe duda, sin embargo, de que es bueno y hasta maravilloso que los cristianos se reúnan de
forma numerosa, cuando antes han sido capaces, entre unos pocos, de hacer un trabajo espiritual en
torno al recuerdo vivo de Jesús, a lo largo de años y en el tiempo de su vida ordinaria. En ese caso,
tales asambleas son para ellos recompensa y ocasión de caer mejor en la cuenta de la realidad social
y espiritual de la Iglesia. Si no es en esas condiciones, las manifestaciones imponentes que se
promueven en estas parroquias —por su espectacularidad, que puede alcanzar una notoria grandeza
(aunque muchas no sean más que un simple amontonamiento de masas)— siempre resultan algo
ambiguas y distraen de la esencial. Por la magnitud de sus aglomeraciones, por el clima potente pero
constriñente que desarrollan, estas parroquias tienden a transformar al cristianismo en una religión
como las otras, principalmente de orden sociológico, y condenada lo mismo que ellas— a
permanecer en la superficie de las cosas, a emplear la afectividad que actúa en lo masivo, a hacer
buenas migas con lo mediocre del hombre, y, finalmente, a desaparecer. [143/144]
Al igual que la gran parroquia urbana, la parroquia adscrita a distritos rurales muy extensos es impotente para
impedir el retroceso de la vida religiosa.
Los marcos parroquiales —dadas las condiciones de la vida ciudadana moderna, y dado que se
extiende ese mismo modelo por los inmensos distritos rurales— tienen el mérito innegable de
existir. En el estado actual de pobreza y de inercia espirituales, es difícil concebir otros marcos que
no sean utópicos. Sin embargo, esos que hay, aunque contasen con el mejor personal sacerdotal,
resultan radicalmente insuficientes para frenar la degradación de la situación del cristianismo,
aunque sólo fuese desde el punto de vista social y numérico.
En la ciudad, esta degradación se disimula tras las masas que todavía se apretujan los domingos en
las iglesias. La afluencia continua de nuevos habitantes oculta en parte el desapego de la población
para con las ceremonias religiosas. Es difícil darse cuenta de la ínfima proporción de los que
verdaderamente son creyentes. En las grandes aglomeraciones, la asistencia a la misa,
completamente impersonal a pesar de las técnicas litúrgicas utilizadas, no tiene más que una
superficial influencia sobre los cristianos. Estos —y en particular los jóvenes— no encuentran en
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ellas ni calor humano, ni nada de verdadero interés. Cada vez se les ve menos; cada vez están más a
merced de las seducciones ideológicas del momento, que son mucho más vigorosas; no pueden
resistirlas hasta que sus doctrinas y sus partidarios no los vayan decepcionando...
Los movimientos especializados, creados para poner remedio a la impotencia de las parroquias, se
encuentran sin embargo ante los mismos fracasos y, a la larga, los mismos retrocesos. Presionados
por el interés inmediato de una eficacia visible, la cual influye enormemente en sus preocupaciones
espirituales, el objetivo de estos movimientos es más reunir al gran número que trabajar en suscitar
la calidad, es más encuadrar y adoctrinar que formar y abrir a la vida interior, a la que es fácil que
tachen de «aristocrática» e incluso de un poco egoísta. Dejan caer sobre ella la sospecha de
subjetivismo, y, de ordinario, la reducen a la mera regularidad de una práctica sacramental.
Estos movimientos se dirigen a un público que se renueva sin cesar, móvil no sólo por inconstancia
sino también por las divisiones que sistemáticamente se establecen a partir de clasificaciones
sociológicas tales como la edad, la situación familiar, los tipos de trabajo, etc. Esos movimientos
compartimentados establecidos desde fuera siguiendo unas directrices generales y sin nacer ni
gestionarse desde dentro, desde la base, se esfuerzan por dar una formación estándar, sobre todo
moral y social, que responde más a unas necesidades exteriores, por otra parte evidentes, que a las
aspiraciones personales y a las potencialidades religiosas que, en cambio, se suelen dejar totalmente
en barbecho.
Más dinámicos que la mayor parte de las parroquias, no obstante, a largo plazo, no está probado que
estos movimientos especializados sean más eficaces que las organizaciones de antaño, tipo
patronatos o círculos. Se puede dudar incluso sobre el valor de su acción, cuando se constata la
ínfima proporción de sus miembros que perseveran en cuanto se les deja solos, sin el grupo, ante la
vida, o cuando se constata la mediocridad de sus preocupaciones religiosas propiamente [145/146]
tales, en las que se transluce muy a menudo la indiferencia, o, en fin, cuando se ve la pobreza
espiritual generalizada que manifiestan al dedicarse, siguiendo consignas recibidas, a la acción
sindical y política.
Todas las obras oficiales en las que la técnica prevalece sobre el testimonio son incapaces de suscitar una verdadera
renovación cristiana.
Las obras que se desarrollan en las parroquias urbanas, en los distritos rurales, en los movimientos
de acción católica, se hacen en un clima de dispersión igual que el de cualquier otra actividad
moderna. No favorecen ni la profundización ni el recogimiento de las personas que participan
activamente en ellas: más bien se las agota espiritualmente, e incluso a menudo físicamente.
Constantemente en la brecha, cada día, obligados a poner en el tablero de continuo su persona, los
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mejores, a fuerza de repetirse sin nunca poderse renovar, se empobrecen. En el fondo no conocen
más que consignas y se ven sometidos a mecanismos propios de las técnicas de enseñanza o, mejor,
de propaganda, que se convierten en su preocupación exclusiva. Casi físicamente incapaces de
tomar la distancia necesaria para pensar realmente en aquello para lo que viven, en aquello a lo que
se consagran, a menudo acaban por perderle el gusto y por ser incapaces de encontrar los medios de
gustarlo cuando se les deja ocasión, tiempo y espacio para ello. En estas condiciones, ¿cómo
podrían suscitar en torno suyo una actividad espiritual que no se redujese, pobremente, a la mera
observancia de doctrinas y leyes?
Por sus preocupaciones absorbentes, es difícil que estos hombres —a pesar de su generosidad y
también muchas veces de su calidad de alma— tengan suficiente vitalidad espiritual e intelectual ya
no para ayudar, sino tan sólo para no estorbar, por una especie de incomprensión, el nacimiento de
esos pequeños grupos cristianos de envergadura social [146/147] insignificante, fruto de la sola
iniciativa de sus miembros, y cuyos intereses predominantes apuntan a la vida interior.
Todas estas organizaciones, a pesar de la extrema dedicación de aquellos que las consagran su vida,
por más útiles e incluso indispensables que sean, sólo pueden retrasar el declinar del cristianismo.
No lo pueden parar. Pero aún menos pueden estar en el origen de su verdadera renovación. Estas
organizaciones sólo pueden prolongar por un tiempo una influencia de tipo sociológico que está
condenada a retroceder sin cesar bajo la acción de una sociedad prácticamente atea e
incomparablemente más poderosa y numerosa, y que ya no tiene ni siquiera el gusto de perseguir a
los cristianos, de tan dueña y señora como se siente del destino de los hombres. La sociedad está
tan segura de su proyecto —equivocadamente, sin duda— que deja que el cristianismo desaparezca
poco a poco, sin ruido y sin escándalo, y pase así a engrosar las filas de los supervivientes de un
pasado folklórico, del que ocasionalmente aún le gusta hablar para descansar y distraerse un poco
de las cuestiones realmente importantes y serias.
El futuro del cristianismo depende del incesante nacimiento de pequeñas comunidades espirituales.
A decir verdad, el futuro del cristianismo depende del continuo nacimiento, en el seno del pueblo
creyente, de pequeños grupos de discípulos que se reúnan en nombre de Jesús. Nacidos en tierras y
tiempos muy concretos, tienen el sentido del terruño, saben que «pertenecen» a un lugar y tiempo
que es el «suyo», y son por eso mismo los que pueden responder a sus necesidades. Sólo ellos
pueden hacerlo sin que la mentalidad ambiente los desvíe hasta echarlos a perder, y sin ser por ello
infieles al espíritu de Jesús, puesto que mantienen ante todo su enfoque primordial en favor de la
vida espiritual de la que ellos mismos han surgido. Sólo estas pequeñas comunidades pueden ayudar
a que sus [147/148] miembros caigan en la cuenta de todo lo que hay en ellos, y den así sus frutos.
Gracias, pues, a las comunidades, sus miembros adquieren una capacidad de irradiación ante los
hombres que prolonga y perpetúa la de Jesús.
Estas fraternidades son menos excepcionales de lo que podría pensarse. Están tan poco
premeditadas que, a menudo, nacen y empiezan a desarrollarse sin que lo sepan los mismos que las
originan. Precisamente entonces es cuando se hace en ellas el trabajo más profundo y original...
Estas comunidades, sin nombre verdadero incluso cuando tienen la debilidad de ponerse uno, sin
tener casa propia ni locales aunque hayan llegado a disponer de algún tipo de instalación material,
no gustan de la publicidad, que está en clara discordancia con su espíritu. Nadie habla de ellas. Las
78
estadísticas las ignoran. De ordinario, cuando empiezan a conocerse, es que ya están entrando en su
declive; justo entonces es cuando, frecuentemente, son reconocidas en los medios próximos a la
autoridad, y a veces hasta se las erige canónicamente... Son comunidades que pueden ser deseadas,
pero nunca instituidas. Ninguna autoridad es capaz de suscitarlas. Cuando la jerarquía, para
controlarlas mejor, las coordina, no hace sino acelerar su envejecimiento. Cuando estas
fraternidades se organizan para tener estructuras duraderas, en el fondo preparan su decadencia,
que, en estos casos, ya suele estar avanzada. La filiación y la paternidad espirituales son lo único
capaz de ayudar y de proteger el delicado desarrollo de estos grupos aparentemente muy precarios
pero, en verdad, sólidos por la solidez espiritual de sus miembros. Estas verdaderas comunidades
están tan unidas al ser de sus miembros, que conocen y padecen con ellos sus progresos y
retrocesos. A medida que con la edad éstos se transforman y ya no tienen las mismas necesidades,
los mismos medios, las mismas [148/149] aspiraciones, también ellas cambian de carácter. De este
modo, esas comunidades acompañan a sus miembros a lo largo de la vida de una forma que
siempre está adaptada a ellos y es espiritualmente eficaz.
Estas comunidades empalman plenamente con la generación que las ha visto nacer, cualquiera que
sean las nuevas necesidades y aspiraciones que en ella se manifiesten. Su plasticidad es algo
característico suyo que no puede parangonarse, ni con mucho, con cualquier otro grupo puesto en
funcionamiento de forma sistemática por una autoridad —por inteligente que sea—, siguiendo un
plan de conjunto concebido a priori según las mejores técnicas.
La suya es, sin embargo, una posibilidad local y efímera, puesto que, por su propio ser, estas
comunidades no están lo suficientemente disponibles a lo que surge entre los hombres de otros
tiempos y lugares. Sólo pueden adaptarse de forma imperfecta, por más que se esfuercen. Lo cual
siempre implica traicionar un poco su propia genialidad y, a través de esa falta de autenticidad,
traicionar el espíritu que es su fundamento. Además de su limitación local, la mayor parte de estas
comunidades son también efímeras, y tanto más cuanto más rápida es la evolución de las
generaciones sucesivas. Deben aceptarlo lo mismo que han de aceptar todo lo que en ellas hay de
contingente. Tienen que morir su verdadera muerte y no apoyarse en la solidez de algún tipo de
implantación para pretender durar y perpetuarse de modo artificial. Con toda humildad desaparecen
junto con sus miembros y dejan a nuevos grupos el cuidado de continuar su tradición
reencontrándola por ellos mismos. Sólo así continuarán siendo beneficiosas hasta el final y no
molestarán indirectamente, por la supervivencia esclerotizada de lo que fueron antaño, al
nacimiento de las fraternidades futuras.—Es necesario que [149/150] en el otoño las hojas caigan
para que aparezcan los brotes en la primavera siguiente.
La vitalidad del cristianismo se mide tanto por los múltiples grupos de este tipo que surgen,
diversos en extremo, cuanto por la discreción y la rapidez de su desaparición cuando conviene. La
Iglesia sólo puede vivir verdaderamente a la altura de su misión renaciendo sin cesar a partir de
comunidades que la engendran después de que ellas mismas han nacido de ella; comunidades que
después se eclipsan y desaparecen tras de haberla servido. Esta maravillosa inseguridad, constante
desafío para las prudencias y la sabiduría política, se asemeja a aquella otra de la fe, a la que ninguna
creencia puede hacer cierta como un conocimiento. Esta sucesión, esta alternancia de nacimientos y
muertes, es la ineluctable consecuencia de la esencia de la Iglesia; son necesarias para asegurar la
permanencia de un cristianismo fiel a su origen.
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Estas comunidades son raras porque son escasos los hombres capaces de ser su primera piedra.
Estas fraternidades son, sin embargo, raras y poco frecuentes, porque los seres —ya de por sí poco
numerosos— que podrían ser su primera piedra tienen además un camino difícil de seguir en el que
muchos tropiezan y fracasan. Es preciso que sean fuertes y sobre todo tenaces a pesar de sus
debilidades, y que se mantengan firmes frente a una sociedad que unas veces los combate y otras los
tienta y seduce. Es muy frecuente que sean absorbidos o convertidos en sus satélites por las
organizaciones religiosas existentes —con frecuencia más sólidamente estructuradas que
verdaderamente espirituales— que son grandes devoradoras de hombres, sobre todo de los
mejores. En concreto, con demasiada frecuencia, estos seres confunden como llamada al estado
sacerdotal o monástico, la atracción e irradiación espiritual de las personas religiosas que lo son de
forma original y vigorosa. Entonces, la entrada en esos estados les solicita con frecuencia; [150/151]
en esos estados que les impiden ser los pioneros de los nuevos tiempos que, precisamente ellos,
podrían llegar a ser en la Iglesia. De este modo, el pueblo cristiano se ve privado de gran número de
sus miembros más vigorosamente religiosos, que serían de lo más necesarios para que nacieran en
su seno esas comunidades.
Este tipo de comunidades es raro también porque la Autoridad las soporta con dificultad.
Por otra parte, a la Autoridad le cuesta favorecer, e incluso simplemente respetar, actividades que
no dependan directamente de ella. A pesar del silencio en el que estas comunidades se envuelven, le
resulta difícil soportarlas cuando manifiestan una vitalidad superior a la de las obras oficialmente
patrocinadas por ella, y también cuando, a veces, estas comunidades entran en competencia con ella
y le quitan algunos buenos elementos o, al menos, les dan un espíritu diferente... Es difícil para la
Autoridad no inquietarse y no reaccionar ante iniciativas nuevas independientes que le parecen
azarosas y que, sin ninguna duda, corren el riesgo de serlo. Le es difícil ser paciente y tener
confianza ante errores previsibles y característicos, que no son más que el tributo que hay que pagar
a la mentalidad de una generación y a la debilidad humana. Le resulta difícil ver, más allá de estos
riesgos y a pesar de estos errores, el trabajo en profundidad que se está haciendo y que dará
verdaderos frutos más adelante. Le haría falta mucha claridad, mucha inteligencia espiritual y un
gran sentido de la paciente acción divina en el hombre. Sin duda sería necesario también que la
Autoridad estuviese convencida de que la Iglesia sólo en ellas puede encontrar la senda estrecha de
su salvación; camino virgen, no balizado, bordeado de barrancos, nunca seguro, pero sin embargo
secretamente acorde con la fe que ella misma exige y al mismo tiempo cultiva. Únicamente el clima
fomentado por una religión de llamada puede preparar el nacimiento de estas comunidades y
respetar sus desarrollos. [151/152]
Estas comunidades no pretenden reemplazar a las organizaciones existentes, sino ser su fermento.
El jefe religioso, haciendo frente a los problemas de su cargo, encontrará en ellas el eco más
80
cercano a sus preocupaciones y la ayuda más eficaz para sus búsquedas, pues en ellas es donde
sentirá que late mejor el corazón del cristianismo. Latido que no notará en los congresos donde el
entusiasmo de los asistentes margina cualquier tipo de fervor reflexivo, ni tampoco entre los
notables de la cristiandad que por su situación, consecuencia frecuente de su conformismo, son
especialmente conservadores de las formas tradicionales de vida cristiana en las que están instalados
con preeminencia ventajosa.
Las parroquias urbanas, los distritos rurales y los movimientos especializados pueden dar a la misa
el carácter de un sacrificio sagrado. Es este un carácter al que le van bien las amplias convocatorias,
los considerables despliegues del aparato litúrgico y, además, soporta bien la pasividad de una
asistencia que prefiere numerosa. Todo esto dista mucho de aquellas condiciones, incluso
meramente físicas, que facilitarían [152/153] la renovación de la Cena. La actividad del recuerdo
exige una intimidad ferviente y recogida en la que el silencio no dé la impresión de vacío. De
ordinario, esta actividad sólo es posible en una asamblea, poco numerosa, de cristianos que se
conocen de antiguo y cuyas vidas y búsquedas religiosas son semejantes.
II
El test más significativo de la vitalidad de una Iglesia es la manera como sus miembros «hacen esto en memoria suya».
Toda la historia del cristianismo se desarrolla en torno al esfuerzo de los cristianos por recordar a
Jesús de una forma real. No hay test más significativo del estado espiritual de una Iglesia que la
manera como sus miembros «hacen esto en memoria suya».
No es imposible, sin duda, hacer de la misa, tal como se practica actualmente, la renovación de la
Cena. En el clima ferviente de un oficio conventual en que todo está impregnado de religión y de un
respeto acendrado a un pasado venerable, con la concelebración de algunos monjes y la comunión
general de los otros, con una asamblea transportada por un canto cuya elevación espiritual es
herencia de los fervores del pasado, es fácil lograrlo, a pesar de las plegarias orientadas de ordinario
según perspectivas completamente distintas, y a pesar también de los textos, en su mayor parte sin
relación directa con el recuerdo de Jesús.
Pero es mucho más difícil para un cristiano en su pequeña iglesia de pueblo los pocos domingos en
los que la misa aún se celebra ante algunos vecinos que, de hecho, son más religiosos —de un modo
real— en sus campos que en la Iglesia, y que, sin embargo, acuden a ella empujados por una oscura
necesidad, al tiempo que por la rutina de los tiempos antiguos. Pero todavía es más difícil en la gran
iglesia [153/154] urbana, en que la masa anónima se amontona hasta la puerta, en hornadas
sucesivas y apretadas, tan lejos, en todos los sentidos, del altar; multitud más conmovedora por su
silencio horrorosamente vacío, que por sus respuestas y cantos tan ajenos a lo que son como
hombres, y a lo que les preocupa realmente.
Es bueno que el cristiano sea consciente de todo lo que, acumulado durante veinte siglos, le separa de su Maestro.
Ciertamente es bueno para un cristiano sentir de esta forma la opacidad e inercia de los veinte siglos
que le separan de su Maestro, y comprender que, no obstante, no podía ser de otra forma. ¿No es
ese el camino que el discípulo ha de tomar para entrar de una forma más honda en el conocimiento
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de los sentimientos que atravesaron a Jesús al final? ¿Puede acaso renovar verdaderamente, con un
espíritu adecuado, la Cena si Getsemaní, prolongación natural de la reunión en el Cenáculo, y, en
definitiva, origen oculto, no está presente en el momento en el que «se hace esto en memoria suya»?
Las angustias que entonces conocieron los apóstoles y que hicieron que su fe en Jesús se
desprendiese brutalmente de todo lo que, sin ser ella misma, la había ayudado a nacer, ya no son
posibles realmente en la actualidad. Sin embargo, hay otras que las reemplazan, porque el recuerdo
viviente de Jesús será vertiginosamente cuestionado hasta el fin de los tiempos. Su recuerdo está tan
amenazado ahora como hace veinte siglos, pues el pasado ya no es garantía del futuro, al igual que
las evidencias ya no dan seguridad a la fe. Lo mismo que las angustias del principio, estos
sufrimientos que penetran al cristiano a la vista de lo que ha llegado a ser la misa, purifican su fe en
Jesús de todas las facilidades que antes le habían permitido tener una confianza demasiado absoluta
en los destinos de la Iglesia.
El que ignora esos sufrimientos, esas rebeldías y escándalos íntimos, esos disgustos difíciles de
dominar, o los [154/155] combate en nombre de una confianza poco aclarada en la providencia de
una sumisión incondicional a los ritos de la Iglesia, no está a la altura de renovar, con un espíritu
suficientemente afín al caso, la última reunión de Jesús con los apóstoles. El que no lleva sobre sí,
con la lucidez que el amor agudiza y que excluye toda debilidad, ese estado íntimo, que sólo se salva
de la angustia por la fe, no puede concebir hasta qué punto es exigente, improbable y, en
consecuencia, extraordinaria la permanencia del recuerdo de Jesús a través de los siglos; esa
permanencia que es presencia y que precisamente hace posible la renovación de la Cena hecha en
memoria suya.
Dificultades extremas para que la misa, tal como actualmente se practica, sea la renovación de la Cena.
Para que la misa sea explícitamente la renovación de la Cena tal como Jesús y sus discípulos la
vivieron juntos, de modo que sea su recuerdo en acción, hay que ir en contra de una tradición que se
remonta al comienzo del cristianismo, incluso al tiempo de los apóstoles, a juzgar por los pocos
pasajes de la Escritura que informan de las asambleas eucarísticas que celebraban las primeras
comunidades a mitad del siglo primero. Afirmar que se trata de superar una tradición tan constante y
central en el cristianismo, parecerá a priori algo paradójico e intolerable. Afrontar dificultades tan
insuperables parecerá, más que ilusorio, ridículo y fruto de la demencia. No obstante, se avecina la
hora de la verdad en la que se impondrá de forma imperiosa, a pesar de su imposibilidad evidente,
esta mutación litúrgica, que está estrechamente unida a una transformación de la vida espiritual
cristiana y que ha de ser de una amplitud jamás concebida hasta ahora, pero que resulta de extrema
urgencia para evitar lo peor.
Semejante reforma, íntegramente fiel a lo esencial, no se hará sin conmover profundamente lo que
antaño se adecuaba [155/156] bien a las posibilidades de los cristianos, pero ahora ya no, porque los
creyentes tienen, legítimamente, otras necesidades, otros medios y otras exigencias. Todo se opone a
esta reforma. Nada es sin embargo, más necesario. No es cuestión de volver únicamente a las
fuentes, sino de remontarse tanto corno se pueda, hasta lo que fue vivido, si no querido, por Jesús, y
que, en su tiempo, ni podía ser perfectamente comprendido, ni, en consecuencia, comunicado de
forma integral, por medio de las interpretaciones y adaptaciones impuestas por la mentalidad de la
época. Tentativa cuyo solo enunciado parecerá ya impío y que, sin embargo, ¡es la que exige mayor
fidelidad al espíritu de Jesús!
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Las preparaciones necesarias para que el pueblo cristiano sea capaz de la renovación de la Cena ni siquiera han
comenzado.
Si se le propusiese, el pueblo cristiano no estaría de ningún modo dispuesto a realizar esta mutación
espiritual y litúrgica, ni tampoco a aceptarla sin trabas ni obstáculos. Si la noción de sacrificio
ofrecido a Dios no significa nada para él, si todas las adaptaciones que se hacen de esta noción a la
mentalidad de la época están condenadas a ser artificiales y vanas, la comprensión de todo lo que
exige y aporta el recuerdo de Jesús en la renovación de la Cena ya no es accesible para el pueblo
cristiano. Además nunca se le ha invitado explícitamente en esa dirección aunque a menudo se le
haya hablado de Cristo.
Para ayudar al cristiano a que haga del recuerdo de Jesús la base de su religión y el camino que le
lleva a Dios, sería preciso prepararle de un modo mucho más humano y evangélico y mucho menos
doctrinal y teológico.
No habría que contentarse únicamente con que se sometiese a las observancias de una ley que en
definitiva no es más que un medio; medio limitado e incluso a veces equivocado para lo que se
pretende. Esta ley, más sacralizada de lo debido, con demasiada frecuencia no se impone más que
desde el exterior. En cada uno, no está suficientemente fundamentada en exigencias propiamente
humanas nacidas de lo más íntimo de sí. Con demasiada frecuencia, la ausencia de una educación
adecuada ha impedido que esas exigencias naciesen a su debido tiempo, y se desarrollasen tan
rápidamente como hubiera hecho falta. Por otra parte, ¿cómo, si no, sin ser consciente de esas
exigencias, podría abrirse el cristiano a la fidelidad y descubrir en sí mismo la Moral que ninguna
legislación agota?
Sería preciso ayudarle a mirar la condición humana con el máximo de lucidez, sin atenuar por
comentarios tranquilizadores, aunque fuesen piadosos, el carácter dramático de las situaciones que
cada ser encuentra cuando suena su hora; sería preciso mostrarle también qué veneno destila en él
esta clarividencia dura, seca, pura de ilusiones, desprendida de imaginaciones, hasta llegar a
paralizarlo si nada ni nadie acude para estabilizarlo en lo esencial. Habría que guiarlo hasta el
descubrimiento de la interioridad, hasta hacerle tocar la unidad profunda de su vida en medio de las
contingencias, su propia consistencia a través de sus incoherencias, gracias a una conciencia
suficiente de la grandeza de su propia [157/158] existencia a despecho de sus impotencias y
debilidades. Sería preciso ayudarle a erguirse hasta alcanzar a conocer lo que es necesidad intrínseca
de su naturaleza, a fin de poder llegar, él mismo, a comprenderse a sí mismo más allá de lo que se ve
y se toca, de modo que accediese así, a pesar de los obstáculos que se ciernen sobre su espíritu por
todas partes, a la fe en Dios; esa fe que trasciende todo conocimiento y cuya desnudez, si uno la
abraza decididamente, libera de la ignorancia.
83
Entonces el cristiano se liberaría poco a poco de sus habituales maneras de decir y sentir que
irremediablemente, bajo el peso de una herencia secular que le inculca creencias a las que sólo se
vincula a medias, suenan a ficticias. Con demasiada frecuencia, esa adhesión a medias, doblada de
escepticismo, es suficiente para que desgraciadamente el cristiano se sienta dispensado del
movimiento de la fe o, cuando menos, para que le quede desdibujada su radical originalidad.
En esas condiciones, el cristiano estaría presto para poder alcanzar de veras a Jesús como aquél al
que se necesita con una necesidad fundamental para descubrir más completamente la propia
humanidad y, de ese modo, poder vivir como hombre que está abierto y es capaz de acogerlo en el
momento oportuno. En vías de convertirse en discípulo, sería capaz de cultivar y profundizar el
recuerdo de Jesús, capaz de iniciar un conocimiento interior de la existencia de su Maestro, y de
entrever el carácter esencial de su mensaje, así como de recibir de su presencia la fuerza de seguirlo.
De otro modo, a decir verdad, no lo adoraría más que de forma idolátrica, como a una divinidad
cualquiera...
Prolongando las primeras realizaciones cristianas, ese creyente sería capaz de descubrir ya, de otro
modo que a través de la luz tenue de los vitrales, la vida de sus antepasados en la fe, inspirados por
completo por el espíritu fundamental de las Bienaventuranzas, pero también muy limitados por la
mentalidad de su tiempo hasta el punto de compartir sus errores, supersticiones y pasiones.
Comprendería por dentro a esos violentos que forzaron el reino de los cielos no sólo por aquello
que es admirable o extraordinario en sus vidas, sino también gracias a lo que es completamente
común, incluso a través de comportamientos radicalmente erróneos aunque considerados antaño
como virtuosos; los cuales, a veces, a decir verdad, podrían ser objeto de análisis psiquiátrico y en
cambio son considerados, sin más, como «sobrenaturales».
Así es como, finalmente, puede distinguirse la fe de las creencias y la fidelidad de las observancias.
Sólo así es como puede entreverse lo que es la Iglesia, en qué pertenece pesadamente a esta tierra
pero también cómo, a pesar de sus yerros y excesos, gracias a ella madura el fruto más puro que el
hombre puede «gestar», proveniente de Dios.
Esta preparación, indispensable para entrar en la vida espiritual siguiendo a Jesús y bajo su
irradiación, no se puede proponer a todos del mismo modo. Es importante que se adapte al clima
de cada uno, a sus necesidades y a sus medios. Ojalá que el creyente, a lo largo de todo ese itinerario
y en el curso de esa búsqueda, tan suyas e intransferibles, pueda encontrar en algunos discípulos,
aunque sean de un pasado incluso lejano, la paternidad espiritual del precursor que necesita para
abrirse más totalmente a su Maestro. [159/160]
84
Esta preparación sólo puede realizarse, ciertamente, en el seno de pequeños grupos homogéneos y
estables de creyentes que tengan entre sí suficientes afinidades espirituales.11 Para esas comunidades,
esta preparación constituye su obra principal; nutre la savia de cada uno, y es, recíprocamente, fruto
de la de todos ellos. En esas comunidades ceñidas en torno al recuerdo de Jesús es donde se podrá
buscar e inventar la mutación litúrgica que se impone para que la misa actual vuelva a ser
verdaderamente el centro de la vida espiritual de los cristianos como, a su manera, lo fue en los
comienzos. Esta mutación es de una importancia capital: ha de consistir en hacer de la renovación
de la Cena una auténtica concelebración en la que, en la medida de lo posible, todos los miembros
de la asamblea participen personalmente. Esta concelebración es radicalmente distinta de una
simple ceremonia de las que hay en cualquier religión, que no exige más que una asistencia muda —
más que silenciosa— y que lo más que permite es un pobre diálogo, inevitablemente ficticio.
Sería preciso que allí donde unos cristianos, por su educación y por su fe, fuesen capaces de
reunirse en nombre de Jesús, pudiesen hacerlo legítimamente capacitados para ello por su Iglesia, de
modo que pudiesen «hacer esto en memoria suya». Ese tipo de concelebración no sólo es posible; es
además necesaria para la progresión espiritual de las comunidades. Ayudaría a que los cristianos
convirtiesen en actual —ya que lo volverían a hacer juntos, con unos sentimientos [160/161]
idóneos y con un realismo capaz de hacerles franquear los siglos— aquello que ocurrió hace ya
tanto tiempo, cuando Jesús, antes de dejar a los discípulos, compartió el pan y el vino con los suyos.
Pero esta mutación, que no es comparable con ninguna otra reforma, ni de las importantes,
implicaría un replanteamiento radical de la concepción del sacerdocio tal como lentamente fue
instituyéndose durante el primer siglo en el transcurso de la evolución de las Iglesias: al principio
nacidas del Espíritu y carismáticas, poco a poco fueron conviniéndose en organizaciones brotadas
de los poderes vinculados a la función.
Heredera del sacerdocio judaico, la condición actual del sacerdote está fuertemente influida por las
coyunturas sociológicas que el cristianismo ha atravesado en su desarrollo. Al margen de sus
funciones particulares, el sacerdote es un notable, mientras su situación social no se degrade. El
sacerdote es, en principio, a pesar de lo vetusto de sus enseñanzas, un especialista en la doctrina; lo
cual no se ha de denigrar si se considera la mediocridad general de los conocimientos que tienen de
ordinario los cristianos sobre el cristianismo. Se le atribuye además el carisma del apostolado, cosa
que es cierta cuando, superando el plano de la «función ordenada», se eleva al de la «misión», fruto
de su fe y de su fidelidad. Cubriendo las condiciones adecuadas de instrucción y piedad, el sacerdote
tendría que ser simplemente, tal como fue en los orígenes, y aún más hoy, un simple miembro de la
comunidad local entre muchos otros habilitados también por la autoridad religiosa para ese servicio,
porque también habrían sido juzgados capaces en lo intelectual y en lo espiritual; un miembro que
vive en las mismas condiciones que los otros, teniendo sus mismas necesidades, sus mismos cargos,
y compartiendo el mismo destino. Sólo así, es como cualesquiera que sean las circunstancias, los
lugares y los tiempos, allí donde haya cristianos, la Cena podrá renovarse con un espíritu fraterno
completamente animado por el recuerdo de Jesús, tal como El mismo lo pidió expresamente según
las Escrituras. [161/162]
La Iglesia ha de garantizar la posibilidad de la renovación de la Cena allí donde algunos discípulos de Jesús «se
reúnan en su nombre».
El futuro del cristianismo está unido al nacimiento y al desarrollo de grupos cristianos capaces de
revivir, según sus medios, lo que hicieron juntos Jesús y sus discípulos. El servicio que la Iglesia
debe a sus miembros no es otro que éste. Cuando se muestra incapaz de hacerlo porque no adopta
las medidas necesarias, falla gravemente y falta a su misión. Este servicio fundamental no tendría
que depender del reclutamiento sacerdotal tal como se concibió en unas condiciones de cultura,
mentalidad y vida material y social completamente diferentes de las actuales. Ninguna consideración
teórica, ningún obstáculo práctico deberían impedir que la Iglesia asumiese este encargo que es tan
esencial a su misión que, sin él, su estructura social pierde su razón de ser. ¿Tendrá el cristianismo la
fe suficientemente viva como para extraer de sí mismo la posibilidad de inventar formas que se
adecúen mejor que las del pasado a la formación espiritual de los cristianos y, por tanto, a la
renovación de la Cena, haciéndola posible siempre y en todas partes? Esa es la condición de su
fecundidad y también de su perennidad.
Dicha invención está estrechamente unida a la mutación que hará del cristianismo la religión de
llamada. ¿Sabrá proceder a esa mutación por su propia iniciativa, sin necesidad de que le obliguen a
ello los acontecimientos?, o, por el contrario —y sin duda cada vez más en vano—, ¿se esforzará
por mantenerse a toda costa, día a día; por frenar su inexorable retroceso, persiguiendo
continuamente su supervivencia a base de ser tan flexible e inteligente como le sea posible; por
adaptarse sin demasiado retraso a las nuevas circunstancias que le hostigan de cerca; por mirar de
no cambiar de un modo demasiado visible, ya que una verdadera continuidad interior no le
tranquiliza respecto de su fidelidad? [162/163]
Sólo es posible plantear la cuestión, cosa que ya a muchos parecerá profundamente insólita, e incluso
sacrílega. Es imposible responderla. Esta pregunta es de esas que ayudan a comprender mejor el
destino imposible al que está abocada la Iglesia a medida que los hombres, a través de sus mismos
desórdenes, se desarrollan y llegan a ser espiritualmente más exigentes. So pena de desaparecer, la
Iglesia se ve constreñida a esta mutación por la misma humanidad a la que tiene que evangelizar, que
a menudo la combate y de ese modo la obliga, sin pretenderlo, sin saberlo, a ser más fiel a Aquel que
en su tiempo hizo nuevas todas las cosas. Esta pregunta, humanamente angustiosa, suscita, en
quienes osan planteársela con lucidez (en sus vidas impotentes y, sin embargo, fecundas para el
futuro, gracias a la fe, y a la fidelidad que los inspira), la espera nacida de la fe, que todo lleva a
afirmar que es ilusoria; pero que es invencible: es la Esperanza en acto. Esta Espera fiel preparó
antaño, a través de los siglos y entre tinieblas, la misión de Jesús; también ella es auxiliar ciego, pero
necesario, del desarrollo de su misión en el Mundo. [163/164]
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LA OBRA ESPIRITUAL
I. La obra espiritual en la cristiandad de antaño. — Esta obra ya no es posible, bajo las mismas
formas, en los tiempos modernos. — La obra espiritual exige de la Iglesia un retorno al
espíritu de Jesús para corresponder a su llamada mejor que en el pasado. — Este retorno
exige, por parte de la Iglesia, un tiempo de recogimiento y una conversión que todo hace
improbable.
II. La obra espiritual exige que se reconozca la grave situación del cristianismo y las
considerables posibilidades espirituales ni cultivadas ni empleadas de los cristianos. — El
escándalo de las parroquias abandonadas. — Allí donde unos cristianos deseasen reunirse
en nombre de Jesús, tendrían que estar capacitados para renovar la Cena. — Los nuevos
misioneros. — El retiro colectivo y sobre todo individual tendría que ser una costumbre
generalizada entre los cristianos.
III. Dificultades del cristiano de origen y de formación tradicional para estar al mismo nivel que
todos los hombres. -- Tiene que olvidar mucho para saber mejor lo que sabe y vivir más de
ello. — Tiene que aprender a recibir de los hombres antes de pretender darles nada. —
Debe tener la paciencia de las largas demoras que le permitan ser aceptado por ellos. — Ha
de negarse a abandonar el último lugar, aun en el caso de que se le llame a un puesto más
elevado.
La estabilidad es una condición esencial del éxito de la obra espiritual. — Reconocer los
primeros anuncios de la cosecha allí donde el grano apenas empieza a germinar
El apostolado entre los adultos es más importante para la misión de la Iglesia que la
formación religiosa de los [164/165] niños. — La obra espiritual procede de la misión, y no
de la función. — Existe desde el principio del cristianismo y abre la vía de una particular
intimidad con Jesús.
IV. Para no abortar ni conducir a la ruina a la Iglesia, la mutación del cristianismo exige una
renovación espiritual sin precedentes. — Papel capital de los monasterios contemplativos a
pesar de sus graves deficiencias. — Tendrían que ser un puerto donde pudieran hacer escala
los obreros, lejanos o cercanos, de esta mutación.
Esta mutación no se hará sin el testimonio, especie de testamento, de quienes son sus
obreros...
I
87
Esta obra ya no es posible, bajo las mismas formas, en los tiempos modernos.
Esta situación de cristiandad está en trance de desaparición en muchos —si no en todos— de los
países que la conocieron antiguamente. No cabe duda de que ante un futuro desconocido y que se
anuncia bajo auspicios inquietantes, es vano abandonarse a la esperanza de que esos tiempos ya
pasados volverán gracias únicamente a una predicación cristiana técnicamente mejor adaptada y más
abierta a la mentalidad moderna. Son dos las razones que parecen negar esta posibilidad que
permitiría a la Iglesia ahorrarse unas reformas más profundas y espiritualmente más exigentes.
Por una parte, la sociedad ya no influye en sus miembros para que se hagan o continúen siendo
cristianos, tal como sucedía antaño. Espontáneamente, los hombres, más bien, tienden a fomentar
prejuicios contra el cristianismo en razón de un pasado de luchas en el que, no sin rebajarse a
procedimientos que hubiera tenido que dejar a sus adversarios, la Iglesia, en último término, salió
derrotada. Cuando menos, los hombres de hoy son indiferentes porque no esperan nada del
cristianismo. Ello no se debe únicamente a que están exteriorizados en extremo y viven ajenos a sí
mismos por el activismo, ni tampoco a que están impregnados de materialismo y no desean más
que disfrutar de la vida. Antiguamente, cuando el cristianismo todavía era socialmente omnipotente,
las aspiraciones más legítimas de los hombres (tales como el derecho a una desigualdad no
demasiado exagerada en las condiciones de vida, a algún tipo de iniciativa en los asuntos públicos, y
también a la libertad de conciencia) se [166/167] lograron sin su ayuda, y casi siempre a pesar de su
oposición. Ahora, con una doctrina más respetuosa respecto de los derechos del hombre y más
conforme al espíritu del Evangelio, la Iglesia lo único que puede hacer es proclamar lo que tendría
que ser. Pero también es verdad que ahora, puesto que ha perdido la posición de fuerza de antaño y
ya no tiene medios para imponerse, la Iglesia se emplea en su proclamación no sin sobrevolar las
dificultades de su realización. Por ello, en un mundo abocado sin remedio al poder de la política y
de la economía y a los determinismos de acero que las rigen, su proclama, fácilmente irreal, sabe a
poco.
88
Por otra parte, la Iglesia se encuentra debilitada en extremo por las luchas internas que creyó debía
sostener contra sus propios miembros. Eran luchas en que se esforzaba por permanecer inmutable,
marmórea, a pesar de los progresos de las ciencias y de un conocimiento cada vez más hondo del
Mundo y de la Historia; a pesar de la evolución de las costumbres y de las mentalidades; a pesar de
las exigencias crecientes de autenticidad personal y de espíritu crítico en un número considerable de
personas que cada vez iba en aumento. Confundiendo lo que es indispensable —que le fue dictado
por las condiciones internas y externas de antaño— con lo que es esencial para ella, mezcló, a partir
de esa confusión, de una forma inextrincable, ambas cosas. Es que no había reflexionado con
suficiente vigor y coraje sobre sus orígenes y sobre su historia, a las que, por el contrario, se puede
decir que de alguna manera había absolutizado. En consecuencia, impuso de forma indistinta lo
esencial y lo indispensable con la intransigencia de una autoridad que no se reconoce ningún límite
Puso bajo el celemín, prohibiéndoles toda actividad exterior, apartándolos de todos los puestos
importantes y excluyéndolos incluso de su seno, a numerosos cristianos entre los más lúcidos y, a
veces, entre los más auténticamente religiosos. Ello ocurrió en particular, a principios de siglo,
cuando la crisis del modernismo. Cuando toda una generación ha sido inutilizada de este modo para
cumplir en la Iglesia la misión capital de la búsqueda e investigación, [167/168] hay que esperar
numerosos años antes de que una nueva generación de creyentes sea capaz de ejercerla
convenientemente: los nuevos se encuentran con que no son ni llamados ni ayudados, antes al
contrario, frecuentemente son molestados y combatidos por los que inmediatamente les preceden, a
los que se puso ahí para que les «formasen» precisamente porque no eran más que simples ecos
repetidores. Durante largos años le han faltado a la Iglesia —y ello es grave— los buscadores e
investigadores, tanto para ponerla, con alegría, al servicio del Mundo en fidelidad a su misión, como
para impedir que fuese infiel a ella deformándose y endureciéndose por reacción contra el mundo.
En estos tiempos de rápida evolución, de exigencias crecientes y aspiraciones nuevas, la Iglesia
actual, pese a una honestidad y elevación moral ejemplares, ya no tiene la talla espiritual suficiente
para imponerse a los hombres, incluso cuando éstos están suficientemente interiorizados como para
acoger el mensaje de Jesús y penetrar en el conocimiento de lo que éste vivió, llegó a ser y es.
La obra espiritual exige de la Iglesia un retorno al espirita de Jesús para responder a su llamada mejor que en el
pasado.
Todo hay que retornarlo desde la base, y de una forma completamente diferente, porque los
hombres en su conjunto, por el nivel de vida en que están, por la educación que reciben, por la
cultura que adquieren, por las relaciones de todo tipo que les confrontan entre sí, tienen unas
necesidades y unas aspiraciones, unas dificultades y unas posibilidades que antiguamente eran
excepción y a las cuales, en adelante, habrá que responder para que los hombres de hoy puedan
acceder de veras a una auténtica vida espiritual. A decir verdad, la Iglesia, en la hora actual, no está
capacitada para colaborar útilmente en esta búsqueda. No está preparada por su pasado más
reciente, En la crisis actual, presa de vértigo, [168/169] carece de la calma necesaria; está demasiado
preocupada por una apertura y eficacia inmediatas. Es más, para favorecer esta búsqueda o aunque
sólo sea para permitirla de hecho, tendría que ir en contra de sus propias prácticas de gobierno y de
las tradiciones de ejercer el magisterio más profundamente arraigadas en ella hasta el punto de que
todavía las considera como de su misma esencia.
Efectivamente, no se trata tan sólo de que la Iglesia se haga aceptar de nuevo por los hombres a
base de adaptar su apostolado a la mentalidad actual. Si se limitase a hacer eso, sólo les predicaría lo
que ya esperan, sin haberla necesitado para desearlo ni para comenzar, aunque muy
imperfectamente, a realizarlo. Para lograr que la escuchen, no habría hecho otra cosa que
89
A decir verdad, dirigirse al Mundo con amonestaciones solemnes no es la única manera de servir a
los hombres sin someterse a ellos, sin estar de algún modo a remolque suyo. La Iglesia lo logrará
mucho mejor esforzándose por alcanzar lo esencial del cristianismo —lo que Jesús vivió de
fundamental bajo las formas concretas propias de su tiempo— de manera que ese espíritu se
manifieste a través de la fidelidad de sus miembros a su Maestro.
Esta búsqueda no depende directamente de la autoridad, aunque sea ella la que tiene,
necesariamente, que ratificar los resultados. Esta búsqueda —hay que afirmarlo—, tampoco está en
la línea de la tradición cristiana, puesto que la Iglesia, por su espíritu y por sus actos, siempre se
esforzó sobre todo y casi únicamente por conservar el depósito de sus creencias, y se limitó a
desarrollarlas más a la luz de la lógica y de la devoción que bajo la inspiración de la vida espiritual.
No se empleó con esfuerzo destacable en purificarlas y [169/170] trascenderlas gracias a una
comprensión más profunda de la humanidad de su Maestro. Esta búsqueda sólo se alumbrará, poco
a poco, a través de iniciativas individuales completamente independientes, mantenidas de forma
precaria y tanteante a lo largo de la vida, derivando a veces hacia la utopía, incluso hacia el error, y
después volviéndose a levantar y quizás acabando por abortar. Sólo el porvenir las juzgará por sus
frutos.
Por otra parte, tampoco estamos en un tiempo, como antaño, de grandes movimientos espirituales
que estuvieron preparados oscuramente por numerosas tentativas locales que en su momento fueron
efímeras, sino que vivimos en una hora en que se dan multitud de iniciativas personales, polvaredas
de acciones inorganizadas, e inorganizables; aparecen y desaparecen sin cesar, obra de individuos
aislados o reunidos en minúsculos grupos que, si se tercia, en el momento oportuno, podrán
reconocerse entre sí. Pero entonces, en ese día, esos seres fieles a su propia misión, se reconocerán
unidos en una unidad completamente distinta de la de los siglos antiguos. Más allá de cualquier
organización, cuyo fundamento e instrumento es la autoridad, serán únicamente llamada, y tanto
más vigorosamente cuanto más cada uno sea él mismo.
Este retorno exige, por parte de la Iglesia, un tiempo de recogimiento y una conversión que todo hace improbable.
Antes de partir de nuevo, con ímpetu renovado, hacia la obra espiritual, la Iglesia, después de haber
sido durante siglos —si no desde el principio— más judaizante y feudal que evangélica, tiene que
pasar por un tiempo de retiro y de recogimiento para recobrarse y, más que reencontrarse,
encontrarse de veras. La Iglesia, que con demasiada frecuencia ha fomentado en sus miembros la
humildad más que el vigor y el carácter, y les ha inculcado el arrepentimiento más que el ánimo para
tomar iniciativas, no tiene que perdonarse a sí [170/171] misma las faltas del pasado demasiado
rápida y fácilmente, y sí, en cambio, tiene que procurar que su presencia en el mundo esté llena de
modestia y de reserva, dejando que su grandeza real, velada con demasiada frecuencia por sus
propias empresas, se vaya imponiendo a los hombres poco a poco. No cabe duda de que esta
conversión supondrá un verdadero desgarro y exigirá de la Iglesia un esfuerzo considerable, si
tenemos en cuenta su comportamiento habitual hasta hoy. Es más, ¿será capaz de hacerlo sin
necesidad de que la fuercen a ello?
90
Pablo fue derribado y cegado en el camino de Damasco. ¿Será necesario que la Iglesia conozca, de
una forma u otra, esa hora de la verdad en que la desmonten de su sutil orgullo, se resquebraje la
seguridad en la que se creía vivir según la doctrina, y la echen por tierra? ¿Quién ganará en ella?: ¿el
Espíritu de Pentecostés y la fidelidad creadora que la fe implica o la adhesión empecinada y ciega a
unas estructuras que son fruto de la mano del hombre más que de institución divina? Por más que
esa adhesión se deba, ciertamente al apego no sólo lícito sino de fidelidad que la Iglesia profesa a
sus orígenes, también es verdad que no deja de ser, en parte, un puro aferrarse a situaciones ya
establecidas... ¿Tendrá coraje y lucidez suficientes como para juzgar su propia historia con severidad
sin tampoco condenarla siempre, pues a menudo no pudo ser de otro modo? ¿Tendrá la fuerza
necesaria para, sin caer en el desaliento, mirarse tal como es, espiritualmente exangüe —razón
secreta de que reclame para sí en todo momento su origen divino—, y para aceptarse humildemente
en su situación actual, sin disimularla en nada ni distraerse en vanos triunfalismos? ¿Será
suficientemente grande para que no le parezca debilidad el reconocimiento de su ignorancia
respecto de cuál sea su futuro y para no caer tampoco en disimular sus incertidumbres tras de algún
tipo de gloriosas proclamaciones? Nada parece más improbable cuando se considera su pasado y su
presente.
No obstante, esto llegará a suceder. Pero, ¿por cuánto tiempo, todavía, este necesario
restablecimiento, que a decir [171/172] verdad es un nuevo establecimiento, permanecerá oculto
bajo las conmociones de una sociedad eclesiástica que desde hace siglos se está desmoronando?
¿Por cuánto tiempo este esfuerzo de conversión será combatido y calumniado por una institución
que no pretende más que permanecer tal cual es? ¿Será por mucho tiempo contrariado y
blasfemado por la agitación de los activistas —más políticos que religiosos, espejos de su tiempo
más que discípulos de Jesús, arrastrados por la historia más que empeñados en darle su sentido—
que quieren construir el futuro del cristianismo a partir de los gustos del día y del culto a los nuevos
ídolos?
La tarea es tanto más compleja cuanto que se trata no sólo de construir en un terreno prácticamente
arrasado en el que no quedan más que piedras inservibles de la antigua ciudad, sino de esforzarse por
acondicionar convenientemente, al menos por un tiempo, lo que valga la pena conservar de los
edificios del pasado, de forma que sean posibles las indispensables demoras para preparar el futuro.
II
La obra espiritual exige que se reconozca la grave situación del cristianismo y las considerables posibilidades
espirituales ni cultivadas ni empleadas de los cristianos.
La primera condición para hacer obra espiritual útil consiste, por una parte, en reconocer la
envergadura del desastre hacia el que, desde hace siglos, el cristianismo se está encaminando so capa
de costumbres religiosas que, hasta tiempos recientes, se degradaron con relativa lentitud; y, por
otra, en conectar con el sentido de la secreta expectativa de los cristianos de hoy, captar su buena
voluntad y sus posibilidades espirituales reales, cuando la religión, tal como se ha practicado de
ordinario, no las ha esterilizado a base de comportamientos externos y colectivos. Aún son
numerosos en las [172/173] Iglesias los creyentes que viven insatisfechos de veras, aunque no lo
reconozcan o aunque sientan escrúpulos por ello. ¡Aún son numerosos los que llevan con fatiga y
bochorno —a veces inconfesados— la mediocridad religiosa de las asambleas en las que sin cesar se
repiten machaconamente los mismos clichés morales y dogmáticos, los mismos exámenes de
conciencia irrisorios; en las que una y otra vez escuchan los mismos comentarios alambicados y
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El desierto cristiano no es una vana imagen de estilo. Puede darse incluso donde los hombres se
amontonan, cosa que hace que las iglesias en las ciudades todavía se llenen, e incluso se piense en
edificar otras nuevas. El desierto se percibe cruelmente y casi en estado puro en todas partes, pero
sobre todo en los pueblos, medio exangües, en los que sólo algunos parroquianos, sobre todo
ancianos —y aún más, ancianas—, se reúnen en su capilla vacía los pocos domingos en que todavía
pueden asistir a misa; felices porque la Iglesia todavía llegue a enterrar a sus muertos...
Nada es más escandaloso que constatar cómo, a causa de la falta de vocaciones sacerdotales en el
sentido clásico del término, y por respeto a unas estructuras e instituciones que se consideran
intangibles, en las altas esferas se opta a la ligera por privar de la misa dominical a tantas pequeñas
comunidades locales, apenas vivientes, pero vivientes al fin y al cabo aunque de un modo oscuro —
son la mecha que todavía humea—. Claro que la misa dominical no es para muchos de los
cristianos más que una costumbre impuesta antaño por [173/174] una disciplina bastante estricta;
pero también es verdad que actualmente para estas gentes es la única ocasión de sumergirse de
nuevo juntos en un clima de algún modo recogido y religioso. La autoridad eclesiástica, durante
siglos, los obligó bajo sanciones gravísimas, y a veces a pesar de dificultades y situaciones que
habrían justificado la exención, a la observancia dominical. Para espiritualizarlos, confió en esta
especie de mecanización, de cadencia regular y frecuente. ¿Cómo es que ahora los abandona de
hecho, sin transición ninguna, sin haber logrado darles la posibilidad de subsistir religiosamente por
sí mismos dando continuidad a lo anteriormente vivido?
Son parroquias cadavéricas, sin duda, al lado de las de las ciudades en las que los días de fiesta y aun
los domingos ordinarios el personal rebosa; sin embargo, el renacimiento espiritual sería mucho
más fácil de emprender en ellas puesto que su marco de vida predispone mejor a ello que otros en
los que ese renacimiento se hace cada vez más difícil. Imposible dudar de que, aun en las grandes
parroquias, no hay otra vía de salvación que la de dividir el colectivo en numerosas pequeñas
comunidades centradas en torno de la renovación de la Cena, en las que las relaciones humanas
estables sean posibles y rompan con el anonimato en el que el hombre viene a ser una simple
unidad que pasa... De otro modo, en días no lejanos, estas parroquias desmesuradas también serán
cadavéricas.
Hay que reconocer que, hasta ahora, todas las modificaciones, por otra parte superficiales, de la
organización eclesiástica, se debieron, sobre todo, a la preocupación —ciertamente encomiable—
de hacer menos exigente humanamente la vida de los sacerdotes, pero no tanto a la preocupación
por una mayor eficacia religiosa en su acción. Los equipos sacerdotales permiten que sus miembros
luchen más fácilmente contra la soledad personal, por más que vivir en común no significa
necesariamente que se entre, como se debiera, en comunión de espíritu y de corazón... Esta soledad
es para ellos tanto más sensible hoy cuanto que su celibato [174/175] ha de sostenerse en una
sociedad en la que, a través de excesos de importancia ciertamente innegable, se descubre cada vez
más y mejor que antaño, el valor espiritual de la pareja, en la que el hombre y la mujer se encuentran
y se unen en el corazón mismo de lo que es a un tiempo condición común a todos y destino
92
particular de cada uno. Esa vida de equipo, vida de ritmo cotidiano, no bastará para que muchos
sacerdotes sigan perseverando en su camino difícil que se centra en el ministerio de los sacramentos
que la Iglesia les ha confiado y encargado; necesitarán además vivir insertos en verdaderas
comunidades. Sin ellas, los sacerdotes están en peligro constante de perder su razón de ser.
A decir verdad, para muchos sacerdotes, las parroquias son verdaderos desiertos, si se exceptúan
algunas escasas relaciones con los laicos que han aceptado colaborar con ellos en algunos servicios
de Iglesia. Son numerosos los sacerdotes que se dan perfecta cuenta de que el marco impuesto por la
parroquia a su apostolado no casa con los tiempos actuales. La población que frecuenta las
asambleas dominicales es demasiado diversa, pasajera y cambiante, como para que pueda hacerse de
forma colectiva un verdadero trabajo espiritual. Lo que sería bueno e incluso necesario para algunos
podría ser dañino para otros. Además, únicamente un contacto personal y duradero puede promover
el movimiento interior del que depende la vida religiosa y su progreso. ¡Qué raramente se da eso! y,
además, ¿cómo suscitarlo en el tiempo ordinario —e incluso en los grandes momentos de la
existencia que parecen más abiertos a que pueda darse—, cuando la multiplicidad de los encuentros
y la mundanidad de la fraseología religiosa de circunstancias obnubilan lo que hay que vivir con
autenticidad? En la hipótesis más favorable, manteniendo la estructura parroquial tal cual existe
actualmente, sólo se puede lograr que el retroceso cristiano sea más lento. En cambio, mantiene la
ilusión —si uno se presta a ello— de que se salvaguarda una cierta práctica religiosa para las
generaciones que vienen, sin pensar que, dentro de poco, ya no tendrán ningún interés por
observarlas. [175/176]
Loables son los esfuerzos que sin duda se hacen en donde no hay sacerdotes para que un mínimo
de reunión semanal se respete. La animación de una celebración sin renovación de la Cena, pero en
la que se distribuye la comunión con hostias debidamente consagradas, es un esfuerzo de suplencia
ante la situación de crisis actual, que en las altas esferas se quiere pensar que es sólo pasajera. Hay
que alegrarse de estas iniciativas locales. No en todas partes son posibles. De todas formas, son
experiencias frágiles que durarán poco, si se exceptúan algunas raras situaciones favorables. Sin
embargo, se puede confiar en que éstas se multiplicarán a medida que lo hagan las parejas, mucho
menos excepcionales ahora que antaño, que hayan sabido aliar las necesidades de su familia con los
compromisos religiosos en parroquia, gracias a una cultura intelectual y a una vida espiritual de los
dos suficientemente profunda.
Pero esta práctica sólo puede ser un remedio pasajero. Si tuviese que utilizarse por largo tiempo, no
dejaría de tener efectos secundarios graves. Por ejemplo, consolidaría la tendencia, piadosa y nefasta
a un tiempo, que rebaja la celebración de la misa por el sacerdote a ser mera fabricación de un
sacramento. En efecto, ¿quién no ve en esta práctica de repartir la comunión fuera de la
celebración, una degradación más de lo que Jesús, para permanecer presente en la conciencia de los
hombres, quiso que se recordase de Él cuando tomó su última Cena con los suyos? Esa acción que
hizo con el pan y el vino, ¿puede separarse, sin que se corrompa y sea traicionada, de todo aquello
que la preparó, rodeó, y se desarrolló en ese momento solemne, en el que la muerte de Jesús
encuentra su grandeza y manifiesta su sentido, y en el que su presencia en los creyentes que rehacen
su gesto, y de ese modo se reúnen en espíritu con su Maestro, se convierte para ellos en alimento y
les hace fecundos? [176/177]
Allí donde unos cristianos deseasen reunirse en nombre de Jesús, tendrían que estar capacitados para renovar la
Cena.
93
Para salvar del naufragio final los restos de un cristianismo que antiguamente estuvo vivo, aunque
no fuese completamente fiel al espíritu de Jesús, habría que tener la fe y el coraje de concebir y
realizar una reforma completa de la organización eclesiástica actual, lo cual sólo puede ser objeto de
un sueño imaginario, pues resulta más impensable aún de derecho que quimérico en la práctica.
Sería necesario que, sin excepción, en todo lugar, en toda circunstancia, allí donde varios cristianos,
aunque fuesen únicamente dos o tres, estuviesen deseosos de reunirse en nombre de Jesús,
pudiesen rehacer la acción de la Cena tal como su Maestro lo pidió expresamente a sus discípulos
más allegados, a los que permanecieron junto a Él hasta las proximidades de su derrota y de su
muerte.
Para alcanzar este objetivo esencial, parece que todos los cristianos que fuesen espiritual y
prácticamente capaces, habilitados por la Autoridad y bajo su cuidado, tendrían que poder participar
personalmente en esta acción. Oficiantes, sin tener la vocación de gobernar o enseñar o evangelizar,
detentarían en «su parroquia» una función que la Autoridad les delegaría y podría retirarles llegado el
caso. La institución de estos oficiantes parece indispensable en las actuales condiciones para que la
Iglesia sea fiel a su misión y no falte gravemente a sus miembros por privarles del medio de
responder a la llamada de Jesús; y por no dejárselo hacer aunque lo deseen, cosa tan poco frecuente
por desgracia...
Estos oficiantes mantendrían en pie, tanto como fuera posible, los muros que aún quedan del
edificio cristiano. Si no, de ahora en adelante, se desmoronarán con rapidez, corno sucede en las
parroquias en las que el sacerdote, incluso muy bueno, no vive ni convive con los suyos, sino que
sólo está de paso, y cada vez con menos frecuencia. Y lo mismo pasará en las ciudades, a pesar de
las apariencias actuales, porque, por más que los sacerdotes que residen en ellas son todavía
[177/178] numerosos, sin embargo, tampoco hacen otra cosa que transitar por en medio de las filas
apretadas de la muchedumbre de parroquianos y, en el mejor de los casos, no hacen más que
garantizarles una vida sacramental ajena a toda vida comunitaria y, por este motivo, de una eficacia
espiritual ínfima.
Esta nueva organización, lo bastante flexible para adaptarse a todas las situaciones, pondría en
acción las posibilidades religiosas del lugar. Ayudaría a que se revelasen. Las despertaría de un sueño
prenatal que no es más que un lento aborto. Las arrancaría de la pasividad que se esconde —¿desde
hace cuántos siglos?— bajo las apariencias edificantes y lenificantes del conformismo. Daría una
realidad a la comunidad cristiana local que, de otro modo, no puede ser sino ficticia, a pesar de
cuanto pueda afirmarse cuando se teoriza sobre ella. Suscitaría la irradiación espiritual propia de los
que se reúnen en nombre de Jesús.
Para completar esta nueva organización y dar a estos pequeños grupos de cristianos un fervor que
no alcanzarían por sí mismos, sería preciso que algunos creyentes —discípulos del Maestro de un
modo particular, renovados interiormente sin cesar por una vida religiosa intensa porque
verdadera— tuviesen la misión de ser no sólo unos enseñantes patentados, unos dispensadores
legales de sacramentos, sino también unos testigos de la fe. Estos creyentes se desplazarían para
animar a esas comunidades que ya de por sí tendrían una existencia real en la medida en que, a
través de la renovación de la Cena hecha comunitariamente, estarían vinculadas directamente a
Jesús.
94
Llamados a una acción que no se incluye de una forma tan precisa e imperiosa en la condición
ordinaria del cristiano, estos creyentes participarían por autoridad personal en la misión de la Iglesia.
Insertos en una organización de la que la cabeza sería el obispo, no estarían encargados de gobernar
[178/179] ni de ser la expresión litúrgica de la unidad del cristianismo en el plano en el que éste se
encarna en una sociedad. Pasarían por estas comunidades locales, aunque fuesen minúsculas, del
mismo modo que los apóstoles antiguamente pasaban por los países y visitaban las Iglesias
nacientes. No de otro modo, ya antiguamente, las misiones en régimen de cristiandad se esforzaban
por renovar el fervor de las parroquias, y lo hacían con una eficacia indudable, lástima que
amortecida rápidamente porque no tenían continuidad.
Vinculados a un número importante de estos pequeños grupos cristianos, siempre los mismos —la
estabilidad es fundamental— estos misioneros los visitarían de una forma regular sin que ello
signifique necesariamente hacerlo con frecuencia, pero sí que, cada vez que lo hiciesen, fuera de
forma prolongada a fin de poder entrar de veras en el ritmo local de lo cotidiano. Conocerían
personalmente a los miembros de los grupos y caminarían a su lado a lo largo del tiempo, e incluso
de toda la vida. Podrían tener con cada uno de ellos una apertura e intercambio de hombre a
hombre, de creyente a creyente; único encuentro de verdad, que no tiene nada que ver con las
conversaciones piadosas y convencionales que habitualmente se practican en los medios así
llamados religiosos, y que no son más que contactos irrisorios y efímeros al margen de las auténticas
encrucijadas de los hombres. Serían capaces de ayudar, gracias a su vida interior sólidamente
arraigada en lo humano y completamente inspirada por el espíritu de Jesús, a que se diese respuesta
a las llamadas íntimas que cada uno recibe de Dios cuando suena su hora. De este modo, aportarían
lo que los recursos espirituales locales no pueden de ordinario procurar, y ayudarían a esas
comunidades estables y de talla humana, a que creciese su conciencia de la presencia de Jesús en
ellas.
Esta división del sacerdocio subalterno entre oficiante y misionero, ¿no sería más útil y real que la
que existe en la actualidad entre órdenes menores y mayores, y entre el diaconado y el presbiterado?
Se adecúa mejor, sin duda, a la implantación de un cristianismo que se ve obligado, por largo
[179/180] tiempo, a estar diseminado en extremo, y que necesita evitar toda colectividad numerosa
que impida el desarrollo personal de los individuos, o se lo impida, incluso, o pase sobre las propias
iniciativas de sus miembros y sobre su actividad hasta llegar a paralizarlas. Esta división tendría la
inmensa ventaja, al menos allí donde la descristianización no está demasiado avanzada —en muchos
lugares de Francia ya es demasiado tarde— y donde los cristianos no son demasiado incultos —
cosa frecuente—, de permitir la celebración de la Cena, de cultivar el recuerdo de Jesús de forma
activa y personal: sin estas dos cosas no hay porvenir para el cristianismo; y, por último, permitiría
estimular un renacimiento espiritual sin el cual el cristianismo está condenado a desaparecer.
El retiro colectivo y sobre todo individual tendría que ser una costumbre generalizada entre los cristianos.
A esta acción misionera, simultáneamente itinerante y estable, tendría que añadirse, para
perfeccionar sus resultados, una práctica ya en uso pero que tendría que extenderse bastante más: la
del retiro, en primer lugar de pequeños grupos, individual después, dado por alguien y después, en
cuanto fuese posible, silencioso y solitario, en el que se pueda profundizar en la vida espiritual. Más
que entre los jóvenes —entre los que ha habido un indudable progreso en este aspecto— el retiro
tendría que ser una costumbre corriente entre los cristianos adultos, en la edad de la madurez,
cuando las necesidades familiares y otras se hacen menos imperiosas y lo permiten. Tendría que ser
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deseado en el tiempo ordinario y no únicamente con ocasión de las horas graves en las que las
dificultades se acumulan. Con su luz iluminaría el sentido profundo de la vida. Aportaría el vigor
necesario para asumir el propio destino, y fortificaría y purificaría la fe. La práctica del retiro anual
se cuenta entre los signos más significativos de la vitalidad cristiana. [180/181]
No cabe duda de que, en principio, uno puede retirarse en su propia casa y quizás algunos lo logren
de tal forma que su vida espiritual se transforme y se fecunde verdaderamente. De hecho, un cierto
cambio espacial es generalmente necesario para desprenderse de las costumbres cotidianas y alzarse
a un nivel de recogimiento e interioridad que no se tiene habitualmente. Las órdenes
contemplativas, que a través de los siglos fueron a menudo la torre del homenaje en la que se
refugiaba el espíritu cristiano, y de donde volvía a partir el impulso que apuntaba a reformar la
cristiandad, tendrían que desempeñar un papel muy importante en la organización de estos retiros, y
en particular de los que hiciesen las personas a solas y en silencio. Ayudarían a que fuesen fecundos
por el clima de paz y de fervor de sus monasterios. A cambio, las órdenes contemplativas
encontrarían en esta hospitalidad el medio de renovarse y de reemprender de nuevo su camino en la
línea de su propio origen, abriéndose a una vida más evangélica que tradicionalmente monástica,
insertándose en un mundo que, aunque oscuramente, siempre necesita de ellos, y al que ellos tienen
que servir siendo fieles a la vía que les lleva a renunciar a él sin abandonarlo.
Y en definitiva, en los ambientes en que todavía subsiste una cierta práctica religiosa, aunque se
hiciesen reformas de estructuras que llegasen hasta cambiar radicalmente los reglamentos y las
costumbres respetables pero no esenciales a pesar de su antigüedad; aunque se estableciesen nuevas
instituciones más adaptadas a las condiciones modernas, nada decisivo se habría hecho si no va
acompañado de una renovación de la vida espiritual de aquellos que están llamados de un modo
especial a ser los obreros del nuevo nacimiento cristiano.
La búsqueda de esta espiritualidad, aún desconocida, sólo presentida en parte y a veces sólo en sus
grandes líneas, pero siempre de un modo parcial y ambiguo, tiene que ser necesariamente preparada
y ayudada por una profundización en todo lo que comporta la condición del hombre para que sea
verdaderamente humana. Por otra parte, y sin duda durante [181/182] largo tiempo, ayudar a que se
vayan entreviendo todas las exigencias de lo humano, será de ordinario, salvo excepción, la única
obra espiritual que los creyentes podrán llevar a cabo no sólo en los países en vías de rápida
descristianización sino también en aquellos que todavía no han sido «evangelizados». Salvo en casos
particulares, toda otra acción específicamente cristiana, incluso aunque sea bueno que se realice, está
fatalmente condenada a ser imperfecta y precaria. Es irremediable que se vea reducida a la pura
propaganda y que termine en una propuesta de enrolamiento, mientras que los hombres no sean
capaces de acoger el mensaje de Jesús a un nivel conveniente, mientras que no sepan más que hacer
de él una «religión». Para hacer obra propiamente cristiana en el Mundo, ¿acaso no sería necesario
que, primeramente, los seres que se entregasen a ello, hubiesen ellos mismos penetrado en el
mensaje de Jesús al nivel de profundidad y con el realismo que los tiempos actuales permiten y
exigen? Quién osaría pensar que esto es lo que sucede habitualmente?
III
Dificultades del cristiano de origen y de formación tradicional para estar al mismo nivel que todos los hombres.
Es difícil para uno que es cristiano de toda la vida y de formación tradicional situarse al mismo nivel
y sentirse identificado con los hombres de su tiempo. Ello es difícil no sólo porque éstos viven por
96
lo general fuera de sí, atrapados por las necesidades individuales y colectivas de la vida, por las
distracciones y los espejismos multiplicados del mundo moderno, sino también porque la educación
religiosa actual no prepara directamente para ello sino que, al contrario, más bien tiende a aceptarlo
y a entorpecer cualquier comunicación profunda entre él y los demás hombres.
A todo esto se añade que, al principio, además de su experiencia reducida de la vida y de las
posibilidades humanas, el cristiano no tiene de su religión más que un conocimiento doctrinal
simple y abstracto. Su fe permanece implícita, sus creencias proceden de la evidencia que, sin
reparos, le procura su credulidad y que le resulta posible dada su impotencia para concebir lo que
esas creencias implicarían si se llevasen hasta sus 'limas consecuencias en sus desarrollos. Es un
convencido más que un creyente, y por esa razón es tanto menos convincente cuanto más
afirmativo. De hecho, la adhesión a la doctrina le parece que equivale a la fe, en lugar de no ser para
él más que una explicitación útil que, en definitiva, sólo es bienhechora si no se le concede un
[183/184] valor absoluto. El cristiano tiene tendencia a adherirse a la doctrina con rigidez y tanto
más firmemente cuanto más se prohíbe a sí mismo pensarla con espíritu e intención reflexivos.
Tiende a sacar las consecuencias de dicha doctrina de un modo sistemático y de un modo tanto más
intrépido cuanto más ferviente y generoso es, pero también, por eso mismo, menos critico y con
una sinceridad a la que confunde con la autenticidad; ésta es fruto, que va madurando, de una larga
fidelidad...
Con frecuencia su práctica religiosa, sobre todo cuando le viene impuesta por disciplina o por
costumbre, está demasiado desarrollada para lo que él es capaz de experimentar sin forzarse a sí
mismo, y de querer sin tener que aparentarlo, al menos en parte. Las fórmulas piadosas que emplea
no proceden de él. No son expresión ni fruto de su ser, ni siquiera de aquello que auténticamente
quiere ser. Favorecen en él, por su falta de realismo, la inflación de sentimientos y actos de
devoción que sólo son a medias verdaderos a pesar de su «verdad». Lo enclaustran en un universo
en el que evoluciona más o menos quiméricamente, víctima inconsciente de una especie de
esquizofrenia voluntaria que las creencias, a diferencia de la fe en su desnudez, favorecen, y que a él
le protegen contra los rigores de lo real.
opone a la exacta comprensión de lo que los hombres necesitan tal como ellos pueden percibirlo y
saben decirlo, y a la que pueden hacer y han de realizar, en el estado en el que se encuentran, para
progresar espiritualmente. De este modo, a pesar de una toma de conciencia de sí y de una atención
al otro ya reales, el cristiano vive en un mundo ajeno al de su medio, al que, sin embargo, pretende
evangelizar. Carece de la posibilidad de unas relaciones con los otros que superen los contactos
superficiales de buena voluntad y que, a través de encuentros verdaderamente personales, llamen al
hombre a «ser». [184/185]
El cristiano tiene que olvidar mucho para saber mejor lo que sabe y vivir más de ello.
A modo de condición previa, el futuro discípulo de Jesús tiene mucho que olvidar para llegar a
alcanzar una comprensión adecuada de lo que aún no ha comprendido más que de forma cerebral,
ni captado más que de forma afectiva. ¿De qué otro modo, si no, podría dejar de juzgar a los
demás? Su caridad no le protege de ello. A lo más, le vuelve más discreto. ¿De qué modo, si no es
olvidando, tendría una auténtica abertura, sin ninguna reserva en el trasfondo de su pensamiento, y
una verdadera disponibilidad para el otro, si todavía no ha asimilado suficientemente la formación
religiosa que se le ha dado, si todavía no ha respondido a ella en profundidad, si todavía no la ha
confrontado suficientemente con la vida, ni tampoco la ha juzgado ni dominado aún lo bastante
como para entrever lo que su prójimo, en el estado espiritual en que se encuentra, tiene que hacer a
fin de ser de un modo real fiel a sí mismo y a Dios?
El cristiano tiene que aprender a recibir de los hombres antes de pretender darles nada.
El discípulo de Jesús, lo primero que tiene que hacer, antes de pretender llegar a ser apóstol, es
situarse entre los hombres, y principalmente entre los seres simples y recios a los que la vida no ha
mimado, sino que los ha criado con todo el rigor de las condiciones comunes. Esta gente, sin duda,
no tiene ni la educación ni la finura que a él le gustaría encontrar y que facilitarían su encuentro con
ellos, pero en cambio ¡qué pocos refinamientos hay que no se paguen con algún debilitamiento del
carácter! Precisamente de estos hombres, y no de los privilegiados de la sociedad, aprenderá el
creyente lo que la Iglesia no le enseña, pero de lo que tiene necesidad para ser religioso de forma
auténtica y personal. Son largas las horas de clase y aprendizaje en la [185/186] escuela de los
hombres, a las que ningún estudio reemplaza ni directamente prepara, que ningún examen sanciona
y que nunca se terminan del todo. Para cada uno, la eficacia de esta enseñanza no está garantizada
tanto por lo que le fue dado al principio, como porque se va adecuando y va respondiendo a la
insatisfacción que siente respecto de lo que recibió en sus comienzos, y que va en aumento a
medida que avanza en la vida. Nadie puede ser testigo de la fe entre los hombres si no siente de
forma dolorosa todo lo que le falta a la formación cristiana que generalmente se imparte para ser
fiel al espíritu de Jesús.
El cristiano debe tener la paciencia de las largas demoras que le permiten ser aceptado por los hombres.
No se da realmente nada a los otros si no se es capaz de entrever, con una especie de veneración, la
grandeza humana que ellos ya llevan dentro de sí aunque la ignoren. En estas condiciones, sin
excepción, se es consciente de recibir más de lo que se cree haber dado. Este intercambio, verdadera
fecundación mutua, se produce en «horas» que nadie puede prever ni desencadenar; pero para que
pueda darse es preciso que se establezcan situaciones, condiciones de vida y de relaciones que exigen
siempre largas preparaciones y lentas aproximaciones. Estar entre los hombres y aceptar estarlo en
principio y durante largo tiempo como un extranjero, estando en el Mundo sin ser de este Mundo,
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como el IV Evangelio pone en boca de Jesús hablando a discípulos. Aceptando cargar con las
consecuencias de todo tipo, siempre algo pesadas, de esta situación nada confortable y mal definida.
Vivir como ellos, aun cuando interiormente uno sea completamente distinto. Trabajar como ellos,
incluso si uno podría ahorrárselo y dedicarse a otras ocupaciones para las que, de hecho, uno está
más preparado y adaptado. Participar en su destino, aun cuando uno disponga de medios que ellos
no tienen para protegerse. Hacerlo pura y llanamente, sin ostentación, sin [186/187] ningún tipo de
búsqueda virtuosa, sin ningún tipo de recelo, resentimiento ni crítica respecto de los que siguen
caminos más comunes y fáciles, y hacerlo también sin espíritu de sistema, sin ser empujado a ello
por algo de mala conciencia colectiva de clase, o por algún tipo de reacción contra el propio medio
de origen. Sólo de esta manera, al final, después de demoras siempre considerables, uno puede ser
adoptado realmente incluso por los más humildes y los más pobres. Entonces, éstos pueden ser con
simplicidad ellos mismos ante él como para compartir, sin saberlo, su propia riqueza humana, que ni
sospechan, y su propia nobleza, que también ignoran. Entonces, sin forzar las maneras de decir y de
comportarse, de una forma natural, sin tener siquiera conciencia de ello, también ellos reciben y
crecen en su propia humanidad.
¡Qué exigente es la perseverancia en esta vía, sobre todo cuando por fidelidad a la llamada se ha
tenido que abandonar un tipo de vida para el que se estaba más preparado por el propio atavismo,
los estudios y el medio espiritual! Lo que se ha abandonado nutre sin cesar sueños y angustias y
pesa en cualquier actividad bajo forma de complejos y malestares que ningún éxito puede borrar
por completo, y que, en cambio, los fracasos —que son numerosos—, las fatigas —que con la edad
se multiplican— y, a veces, las aprensiones ante el futuro y los reproches que suben del pasado, no
hacen más que amplificar.
¡Qué difícil es todo esto cuando, por el propio origen familiar y por la propia condición, uno no
procede de ambientes en los que se es humilde sin haberlo buscado por virtud y pobre sin haber
hablado nunca de pobreza! Imposible exagerar la importancia de este obstáculo, puesto que
superarlo es tan difícil —si no imposible— como cambiar de clase social sin convertirse en un
desarraigado, tránsfuga para unos y extranjero para otros. Este obstáculo limitará por largo tiempo
la acción espiritual del discípulo más generoso y fiel. A menudo, a la larga, podrá más que él e
insensiblemente lo devolverá, si no a los sentimientos y a las actitudes, [187/188] sí al menos a la
forma de vivir de su medio originario. ¿Cómo podría ser de otro modo, sobre todo cuando las
fuerzas decaen y cuando no encuentra uno en sí mismo la resistencia orgánica y la resignación
propia de quienes se sienten forjados a lo largo de los siglos gracias a las vidas durísimas de sus
antepasados?12 Pero además, esta vuelta a una forma de vida que recuerda la que se tenía antaño,
¿acaso no viene dictada a veces con objeto de que se dé un fruto que de otro modo, sin haber
pasado por otros climas y otros lugares, no hubiera podido concluir su maduración, ni tampoco ser
cogido porque hubiese quedado demasiado lejos de las manos que podrían y de hecho tenían que
cogerlo? ¡Misterio del propio destino que se despliega más allá de las zonas que pueden ser juzgadas
y valoradas! Misterio que no impide poder pensar que la vía que lleva a una vida oculta y enterrada,
que es y será ignorada de todos, aunque lo sea de un modo definitivo, es, secretamente, la más
fecunda para el futuro, el cual, a través de todas las potencialidades escondidas del presente, acaba
por desbordarlo...
El cristiano ha de negarse a abandonar el último lugar, aun en el caso de que se le llame a un puesto más elevado.
Aunque el discípulo de Jesús no llegue a mantenerse más que imperfectamente en la línea de vida
que se le pide porque no lo puede hacer mejor bajo el paso de los determinismos que le influyen, a
veces es importante que, para ser testigo de su Maestro en los ambientes en que el cristianismo se
perdió o jamás existió, ocupe los últimos puestos y [188/189] permanezca en ellos, sin asumir una
función de autoridad con idea de orientar mejor a los hombres. En efecto, pensar que se les sirve
colocándose a la cabeza, puede ser para él, a pesar de las apariencias, una tentación sutil: con
frecuencia se lo piden las mismas gentes del medio al que él se consagra y ¿acaso no sería más fácil
abrirse y comunicarse con ellas por la vía de la función de autoridad?... Sin embargo, por más útil
que fuese la obra que dicho creyente hiciese desde esa posición, raro sería que fuese al mismo
tiempo obra espiritual, aunque sólo fuese indirectamente, puesto que será una acción que, por lo
general, se quedará al nivel en que ya están los hombres que se la solicitan al pedirle que sea su jefe;
y en cambio, no apuntará a levantarlos más alto en su humanidad. La experiencia enseña que este
tipo de obra tenderá más bien a absorber y a limitar para sí al ser generoso, que tiende, si no a
querer esa influencia en sí misma, sí al menos a confundirla con una irradiación propiamente
espiritual. ¡Cuántos, que partieron como apóstoles hacia un ambiente que les era extraño, fueron
convertidos por él y se vieron profundamente cambiados y transformados por el papel importante
que les fue encargado como consecuencia de su propia entrega! Salvo vocación especial, que más
que cualquier otra ha de ser cribada por el tiempo y discernida por la mirada interior, el testigo de
Jesús cuidará mucho de que su luz no sea la de un faro que deslumbra sin aclarar, faro útil, sin duda,
para conducir a las masas (aunque a menudo no hace sino amotinarlas y alborotarlas), sino la luz de
quien ilumina a cada hombre que encuentra. Así es como se comportó en aquellos tiempos su
Maestro...
Una acción espiritual de este tipo exige una estabilidad sin desmayo, cuya medida es una vida.
Perseverancia en el lugar y en el oficio de modo que se rediman, al menos en [189/190] parte, las
faltas debidas a los retrocesos y paréntesis que de forma indispensable, aun el ser más generoso,
continuamente inicia porque, sin negarse de hecho a su misión, tiende a recaer en las vías más
fáciles y ordinarias.
Esta estabilidad es capital, aunque a menudo sea desconocida y quebrada por aquellos a los que la
función de autoridad hace que estén demasiado exclusivamente preocupados por el pleno empleo,
por los puestos que hay que mantener o simplemente por los legítimos ascensos de la carrera...
Todo lo cual les lleva a considerar las situaciones desde arriba, a la luz de las estadísticas. Esta
estabilidad es la condición indispensable del contacto en profundidad con los hombres. Sólo ella da
el acceso a unos comportamientos humanos, simples pero verdaderos, que no proceden únicamente
de la educación o de la diplomacia. Sólo ella procura una apertura fundada en la fraternidad ante un
destino común; apertura que no es ni tímida ni pretenciosa tampoco, que está tejida de nobleza y de
modestia y que no deja de tener a su manera una auténtica autoridad... Sólo la estabilidad —
ayudando a que el discípulo de Jesús venza en sí, poco a poco, los obstáculos que provienen tanto
de un conocimiento de la vida espiritual en que proporcionalmente hay demasiada doctrina, como
de una práctica religiosa en que ocupan demasiado lugar el reglamento y la disciplina— le permite,
llegado el momento, una comunicación con el otro en plena franqueza, sin límite y sin el freno a
100
priori de una intención sometida a un proyecto, el cual, por más bienintencionado que sea, lo
normal es que esté más o menos equivocado.
Esta estabilidad, siempre útil, se impone necesariamente en los ambientes en los que el cristianismo
está completamente ausente o es combatido a causa de los prejuicios que se tienen contra él. La
acción espiritual, en estos casos, sólo podrá dar sus frutos a muy largo plazo, y exige de forma
absolutamente necesaria una presencia que sea paciente, y discreta hasta el punto de hacerse desear.
Antes de querer sembrar, ese sembrador tiene que aguardar por largo tiempo a que «su tierra» lo
soporte, lo acepte [190/191] y lo adopte. A base de estar a lo largo de su vida con y entre los
hombres, llega un momento que ve cómo se franquea, sin que haya sido objeto de premeditación, la
distancia invisible pero completamente real que le separaba de ellos. Tiene la impresión de que, sin
saber cómo, tras de su esfuerzo en perseverar, todo sucede por fin con una extraña pasividad. No
da si no lo que el otro le arranca, no tanto porque él pretenda impedirlo, sino porque sólo el otro
puede inspirarle la palabra, la actitud, la iniciativa convenientes. Aquel que sabe de sobra lo que
tiene que aportar, que tiene demasiada prisa, que busca la eficacia, que examina el estado de cuentas
de su apostolado, que rechaza ser menos útil, o incluso inútil, no está disponible de hecho para una
acción de este tipo ni tampoco es digno de poner la mano en el arado. Un hombre así no sabrá
sembrar en el tiempo oportuno ni en las profundidades de los hombres, profundidades que no
alcanzan ni las técnicas de la propaganda ni la pedagogía que sólo pretende instruir, ni los
desbordamientos del lirismo y del sentimentalismo más caritativos, por más en armonía que
lograsen estar con las ondas del tiempo.
Reconocer los primeros anuncios de la cosecha allá donde el grano apenas empieza a germinar.
Esta acción espiritual exige del que siembra no sólo mucha fe y mucha paciencia, sino también
reconocer el valor que tienen las más pequeñas respuestas humanas a las mociones divinas, aunque
sean completamente ajenas a lo que de ordinario se considera religión. Para ser en su ambiente un
testigo válido de la Iglesia, este obrero fiel, que se formó de forma útil en ella, ha de superar ahora el
modo como habitualmente la Iglesia utiliza la doctrina y la ley. Para ser un precursor suyo ante los
hombres, tiene que convertirse en un pionero de lo humano a fuerza de avanzar, gracias a su
fidelidad a su misión, en el camino de su propia realización. Sólo con esta condición, justo allí
donde la doctrina y la ley no permiten esperar ninguna cosecha sabrá él percibir los [191/192]
primeros anuncios de la siega. ¡Que ello le baste en las condiciones en que se encuentra! Nada es
posible al principio sin que esté ya adulterado con ambigüedades que acaban por ocultar lo que
afortunadamente llegará a ser posteriormente en el orden de lo espiritual. Esto es tanto más cierto
cuanto que, al principio, el hombre está lleno, sin saberlo, de posibilidades profundamente humanas
que su medio le hace ignorar o tener una falsa idea sobre ellas. Ninguna semilla puede desarrollarse
y madurar su fruto a plena luz si primero, con la extrema lentitud que conviene, no germina en la
oscuridad de la tierra.
El apostolado entre los adultos es más importante para la misión de la Iglesia que la formación religiosa de los niños.
El cristianismo del mañana o está más arraigado que el de ayer en las profundidades de los
hombres, o no será. Sólo -si cumple esta condición, podrá subsistir y crecer. De otro modo, será
arrancado y destruido. Antiguamente, a parte de algunos seres que alcanzaban, gracias a sus propios
recursos y a su fidelidad personal, una fe y una vida espiritual auténticas y muy elevadas, en general
se era cristiano con demasiada facilidad porque parecía que bastaba con serlo de forma colectiva, de
101
manera ideológica o sentimental. En las condiciones actuales, instruir a los chicos en «su religión», la
de su familia, ya no basta para hacer de ellos unos cristianos que viven realmente de la fe. Hay que
afirmar, incluso, que la formación religiosa de la juventud será cada vez menos eficaz. No logrará
sus objetivos más que en algunos ya abiertos a la vida espiritual, gracias, quizás, a algunos dones que
hayan recibido de sus antepasados. El clima del hogar, ni siquiera el del más favorable a esta
educación, tampoco es suficiente. Parecerá que esta formación tiene éxito en los muchachos
maleables, pero tampoco en ellos llegará a nada que vaya más allá de una práctica exterior y
sociológica de poco valor, cuyo resultado estará siempre en precario y a [192/193] merced de las
circunstancias de la vida. Con el resto fracasará, aun antes de haber terminado. El cristianismo ha de
emplearse resueltamente en el apostolado entre los adultos. Será su principal medio de progresar y
perpetuarse. El cristianismo recibirá de ese medio, recíprocamente, madurez, al arraigarlo en lo
humano. Esta acción de su apostolado servirá también al cristianismo de criterio de juicio para sus
pretensiones de universalidad.
En adelante, el hombre tendrá que caminar a través de las dificultades, de los peligros y de los
sufrimientos que impone la adquisición de la conciencia de lo que es la condición humana, en la
edad en que uno, abierto a todos los vientos, empieza a tener una primera experiencia de la vida,
para alcanzar —si se le dejan los plazos necesarios y si él tiene posibilidades de aplicar su reflexión a
ello— la fe explícita en Dios y la inteligencia de quién es Jesús. Sólo entonces entrará en la Iglesia no
para descansar en ella, sino para tomarla a su cargo, pues habrá comprendido que a pesar de su
mediocridad tan manifiesta, sigue siendo por ella y con ella, en definitiva y por lo general, como el
hombre puede llegar a ser del mejor modo posible, él mismo.
Esta acción espiritual sólo es posible a un creyente si hace de ella su propia misión.13 Ella le
plenificará hasta el fin, del [193/194] mismo modo que hará fructificar todo lo que hay en él. Sólo
progresivamente la descubrirá y lo hará a partir del comportamiento común que encuentra en su
ambiente. Siendo fiel a lo que de ahí emerge, en contacto con lo real que, de múltiples formas,
deforma, será empujado a criticar las formas clásicas de su comportamiento religioso, que, sin
ninguna duda, antes le eran beneficiosas, pero que, desde ahora, se le han hecho insuficientes hasta
el punto de sentirse llamado a superarlas. Esto no se dará nunca sin resistencias ni escrúpulos por su
parte. ¿Podría, acaso, avanzar por su camino sin ninguna violencia ni impaciencia, especialmente al
principio, y más tarde, incluso, cuando se le critique? Necesita ser templado y paciente en su
caminar, so pena de verse rechazado rápidamente y precisamente por aquellos de quienes tanto
recibió y gracias a los que, indirectamente, ha llegado a ser lo que es. Tanto ante sus hermanos de
religión como ante los hombres entre los que le fue dado testimoniar —aunque respecto de estos
últimos le resulte más fácil hacerlo—, tendrá que convertirse en un ser suave y templado. Tendrá, si
es preciso, que acabar por enmudecer, a medida que se desarrolle espiritualmente. Cuando se lleva
recorrido un largo trecho de la vida, uno no ha de extrañarse de encontrarse solo, ni ello ha de ser
motivo de reproche para quienes no han seguido el mismo camino o lo han recorrido a un paso
distinto. ¡Dichoso él si encuentra un anciano que le haya precedido en ese itinerario y le sostiene con
su paternidad religiosa! ¡Dichoso si, con bastante rapidez, promueve en torno suyo una posteridad
espiritual; si se encuentra en el origen de algunos grupos, por mínimos que sean, incluso no
cristianos, pero que invisiblemente estén en vías de llegar a serlo, porque cuando se está en camino
ya se es! ¡Ojalá todo ello sea sostén de su alegría y confirmación de su misión!
Ambos, encuentro y éxito, ayudarán al creyente en su vía especialísima, que no puede ser
comprendida más que por quienes estén siguiendo también un itinerario parecido, cada uno a su
manera. No faltarán críticas —algunas de ellas no [194/195] sin fundamento— para este hombre,
ante cuya singularidad se defenderán incluso sus más allegados; dejarán de lado la pregunta que
personalmente les plantea, amparándose en el juicio de que esa su vocación es muy particular, si no
llegan, en algún momento, a aumentar sus reservas hasta sospechar si no habrá en él algo que no sea
del todo normal... Con frecuencia, a la larga, se hará en torno suyo el silencio y el vacío. Será
entonces, cuando lleve ese aislamiento con la abnegación propia de su sufrimiento dominado; el
tiempo de su mayor cercanía con los pequeños y los humildes; como también el de su mayor
disponibilidad para aquellos a los que se consagró en lo íntimo de su corazón.
Este tipo de creyentes será todavía durante largo tiempo, poco frecuente y más bien raro; hasta que
el cristianismo no haya reencontrado, de una forma diferente que nos podemos atrever a denominar
más espiritual y menos mezclada de contingencias sociológicas, el dinamismo —por otra parte muy
cargado siempre de ambigüedades— de sus comienzos.
Ciertamente, esta vía no puede de ningún modo recorrerse en grupo y contando sólo con las
fuerzas que éste procura. Por un lado exige que se rechace, tanto como sea posible, no sólo lo que
puede separar o distinguir de los hombres, sino también lo que permite, gracias a las facilidades de
la vida en comunidad, una existencia paralela a la suya, sobre- volándola material y
psicológicamente. Por otro lado, es muy difícil para un equipo, establecido de ordinario desde la
autoridad y no desde la selección electiva, superar la simple camaradería —no inútil, por supuesto—
que puede existir entre colegas, e instaurar entre sus miembros una colaboración que no quede
meramente en el plano de lo intelectual o de las técnicas, cosas ambas radicalmente insuficientes
para llevar a buen término la obra espiritual. Aun en el caso de que el equipo se constituya en virtud
de afinidades verdaderas, resulta excepcional que se mantenga en ese nivel durante largo tiempo
debido a la diversa evolución de sus miembros, que se llega a manifestar incluso bastante pronto.
Además, de [195/196] ordinario, su fecundidad espiritual de partida no tiene un mañana fuera del
de sus miembros, cada uno en su propia vida.
La obra espiritual existe desde el principio del cristianismo, y abre la vía de una particular intimidad con Jesús.
El hombre que se entregue a esta obra espiritual en cualquier ambiente que sea, pero sobre todo en
ambientes en los que el cristianismo no ha llegado, es un solitario. Que sepa, sin embargo, que él no
es el primero, porque su Maestro le ha precedido en esa vía, y en ella le está esperando. Tampoco es
el único, porque desde hace veinte siglos, muchos, diseminados, desconocidos, ignorándose entre
sí, siguieron esa misma vía dentro del silencio y anonimato que permite y exige esta acción. A pesar
de ello, ¿se puede llegar a sobreestimar el vigor espiritual que tiene que tener el hombre que ha de
mantenerse en este camino hasta el final, sin decaer, siguiendo con exacta fidelidad en la obra de su
vida? Ese vigor tiene la misma talla que Jesús revelará de sí mismo a su discípulo.
IV
103
Para no abortar ni conducir a la ruina a la Iglesia, la mutación del cristianismo exige una renovación espiritual sin
precedentes.
En los círculos que están estrechamente vinculados a las tradiciones de veinte siglos de cristianismo,
y que están inspirados por las concepciones teológicas del pasado (y, a menudo, también por
doctrinas políticas conservadoras) más que por un ahondamiento espiritual, nutrido del
conocimiento de los orígenes del cristianismo y de las dimensiones de la humanidad y del universo,
es grande la tentación de minimizar la importancia, ambas extremas, de este renacimiento religioso.
Con gusto se le limitaría a una mera reforma litúrgica y a una readaptación de la pastoral. Sin
embargo, esta renovación precisa ser descubierta y no simplemente instituida. Exige una verdadera
creación y no una mera «puesta a punto» de la enseñanza doctrinal y de la práctica sacramental. Sólo
así se reencontrarán los valores espirituales secretamente incluidos en las prácticas religiosas
antiguas que, por serlo, ya no se adecúan a las exigencias y aspiraciones del hombre. Tampoco basta
ya con limitarse a copiar, con algunas modificaciones en la presentación, las grandes escuelas de
espiritualidad del pasado que antiguamente suscitaron poderosos movimientos colectivos.
Movimientos de ese tipo, si se reprodujesen, resultarían actualmente insuficientes y estarían
condenados a durar poco tiempo, pues no corresponderían ya plenamente ni a las necesidades
profundas ni a las posibilidades verdaderas del hombre actual, al menos en Francia, pero también
sin duda en muchos otros países en los que está en juego, en los tiempos venideros, el destino del
cristianismo. [197/198]
En todas las épocas, las órdenes monásticas jugaron un papel importante en los movimientos de
recuperación del cristianismo, pues no dejan de ser centros vigorosos de vida espiritual. Dicho
papel, todavía tienen que mantenerlo. Ello no quiere decir, sin embargo, que estén especialmente
preparados para obrar como debieron, en vistas a promover, directamente y en su originalidad, esta
renovación cuyo espíritu les es, a decir verdad, muy ajeno. Los marcos en los que se desarrollan, sus
reglas venerables pero rígidas, su sentido de la autoridad y de la obediencia que consideran que
pertenecen al orden de lo esencial, el lugar central que clan a la ascesis y a la penitencia, el valor casi
absoluto que atribuyen al sacrificio, incluso al sufrimiento, no los predisponen de ningún modo a
hacer de la profundización de lo humano la condición y el punto de partida de esta segunda época
de gran aliento espiritual en la Iglesia. La edad en que reclutan a sus miembros —miembros de un
valor incomparable pero a menudo demasiado jóvenes, de una edad en la que todavía se está en
pleno devenir— hace que irremediablemente, de forma general, y sobre todo en los monasterios
puramente contemplativos, no se conozca al hombre más que a través de unas vidas demasiado
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rápidamente cerradas sobre sí mismas, y por la lectura de libros de ascesis, de moral y de teología
que ninguna experiencia pastoral colateral puede al menos concretar, cuando no corregir. Dejando a
un lado los elementos humanamente más ricos, los otros, a pesar de su generosidad, corren un gran
riesgo de confundir la vida espiritual con el rigorismo, cualquiera que sea su forma, o también con la
armonía y el íntimo contento que ofrecen unos ritos muy queridos y perfectamente dominados a
fuerza de ser practicados. Además, desgraciadamente, no hay proporción entre las magníficas
posibilidades que se perciben presentes en los noviciados y lo que las órdenes religiosas al fin y al
cabo aportan tanto en el orden de lo intelectual como en el orden de la [198/199] espiritualidad, en
donde abundan sin duda buenos profesores, pero, más aún, repetidores concienzudos, y escasean
en cambio los creadores e, incluso, simplemente los verdaderos buscadores. Su luz, por lo general,
no se pone en el candelero sino debajo del perol cuando no pueden de un modo u otro emerger de
su comunidad.
No obstante, por el orden y la paz que reinan en el marco sobrio y noble de sus casas, por las
impregnaciones del pasado venerable que atestiguan indelebles las marcas de la fe y de la fidelidad,
los monasterios ofrecen una densidad de silencio y una posibilidad de recogimiento que no se
encuentran en otros lugares. Cuando consiguen ser verdaderas comunidades, gracias a una larga
tradición de fervor, pero también a la presencia de algunas personas de gran calidad espiritual que
han sabido por su valor humano superar los horizontes del entorno, tienen una irradiación, a través
de la liturgia de sus oficios y del clima de su vida conventual, que no se encuentra en los ambientes
eclesiásticos seculares. Sin duda alguna, estas comunidades fervientes son, más allá de los veinte
siglos que las separan, la transposición más fiel que actualmente existe de aquellas otras
comunidades de los primerísimos tiempos del cristianismo en las que era fácil recordar al Maestro
porque varios de sus miembros todavía habían vivido con El.
Los monasterios contemplativos tendrían que ser un puerto donde pudieran hacer escala los obreros, lejanos o cercanos,
de esta mutación.
La espiritualidad que permita la renovación del cristianismo no nacerá en los claustros, puesto que,
para su invención, es de todo punto necesario vivir en el mundo. Tampoco será el fruto de quienes,
aun siendo eminentes, cueste lo que cueste, y permaneciendo en el Mundo, se plieguen a las
disciplinas espirituales de corte tradicional, sea por sus magníficos logros en el pasado, sea porque la
obediencia les [199/200] garantiza la exactitud de su camino. Esta nueva espiritualidad se elaborará,
oscura y lentamente, a través de los cristianos despiertos y vigilantes que viven perdidos y dispersos
en unos entornos en los que ya no es posible ser cristiano si no se está continuamente trabajando
para seguir siéndolo y para serlo cada vez más a través de una profundización en lo humano y del
ejercicio de la fidelidad. Aunque pesadamente sobrecargados por el fardo de su lucidez respecto del
cristianismo actual, que les revela lo que hay de falso en él y lo que le falta, sin embargo, estos
cristianos permanecen unidos a él porque tienen fe en su Maestro y en que su misión, que brota de
la suya y la prolonga, exige desplegarse en la Iglesia.
Pero, para que estos creyentes perseveren en la vía difícil que han escogido casi a pesar de su origen
cristiano (porque si hubiesen seguido la que se les propuso antiguamente, y que quizás incluso la
autoridad les pidió, habrían partido en direcciones completamente distintas de las actuales), es
capital que desarrollen su misión, impregnados de silencio, nutridos de un fervor que únicamente
las comunidades religiosas les ofrecen, y más especialmente aquellas que se dedican de lleno a la
contemplación. ¡Ojalá, sin romper con las condiciones de vida de los hombres a los que se sienten
consagrados, estos creyentes puedan de vez en cuando, gracias a estancias relativamente breves,
105
Esta mutación no se hará sin el testimonio,14 especie de testamento, de quienes son sus obreros...
Conclusión
Es difícil de concebir la intensidad del vértigo que conocieron los primeros discípulos, arrastrados en
la estela de Jesús por su ascendiente pero aún muy fuertemente anclados en las tradiciones de Israel.
El número reducido de los que permanecieron fieles hasta el final pone de manifiesto qué escasos
fueron los que supieron dominar dificultades de todo tipo y resolver contradicciones aparentemente
insolubles. La misma traición de Judas procede del escándalo que causó Jesús con su
comportamiento. ¡Qué camino el suyo! ¡Qué cambio tan radical del clima desde el favorable de la
multitud de oyentes del principio, desde su entusiasmo, hasta la pública sospecha de las últimas
semanas hostiles y la soledad de los últimos momentos! Al final, para Jesús, la ruptura entre su
mensaje y la religión de las autoridades judías tradicionales estaba consumada. Para los discípulos,
nada estaba aún decidido, ni quizás entrevisto. Simplemente estaban destrozados.
Varios pasajes de la Escritura, que pueden interpretarse como un aviso contra las seducciones de
todo tipo, y también como una condena general al formalismo en la vida espiritual, ponen de
manifiesto los esfuerzos de Jesús por desprender a sus discípulos de un pasado periclitado, sin
escandalizarlos inútilmente; esfuerzos siempre velados antes de los desvelamientos cegadores del
final. En especial, cuando los discípulos quieren hacer que su Maestro admire el templo [203/204] y
sus exvotos, muestras indudables, a su parecer, de la grandeza de Israel y de la fidelidad de Yahvé
respecto de su nación, Jesús, por su respuesta categórica, brutal, parece que busca provocar un
choque en todo punto semejante al escándalo que les causó cuando les anunció su muerte próxima.
Este choque, que pretendía conmover su confianza ciega en las instituciones político-religiosas de su
pueblo, equivaldría para los cristianos de hoy, y en particular para los católicos, al que sentirían si la
Roma Papal fuese destruida ¡Qué desazón no sentirían en ese momento! ¡Cuántos no verían en ello
el signo precursor del fin de los tiempos! ¡Cuántos perderían la fe, arrastrados por el cataclismo!
Sin 'tener la certeza de que un tal acontecimiento no pueda suceder en el futuro, no obstante
podemos pensar que esta prueba les será evitada a los cristianos, lo cual no quiere decir tampoco
que su religión no vaya a conocer otras pruebas semejantes y probablemente más duras aún. No
cabe duda de que en estos tiempos de vertiginosas evoluciones, se acerca la hora en que así
sucederá. Ello dará un carácter apasionado, quizás dramático, a esta época; un carácter nunca
conocido en el pasado del cristianismo. Desde sus orígenes, dejando aparte las crisis provocadas por
las divisiones internas y los abusos de todo tipo, graves porque llegaron a desquiciar a la Iglesia
durante buenos períodos de tiempo, pero que no atacaron su razón de ser, sino que al contrario,
por reacción, exaltaron en su seno el interés religioso y el fervor; dejando aparte todo esto, su
historia se ha desarrollado con relativa estabilidad. Si se la mira con cierta perspectiva, la Iglesia
aparece majestuosamente inmóvil en medio de las perturbaciones y cataclismos continuos de las
civilizaciones. En adelante, en cambio, es la base misma del cristianismo la que está amenazada.
Todo lo que en la Iglesia está estrechamente vinculado a lo esencial sin formar parte de ello, al
modo como la piel está adherida sobre la carne, le será arrancado poco a poco, trozo a trozo,
ineluctablemente, tanto por los progresos del conocimiento y la evolución de las mentalidades
como por los [204/205] cambios acelerados de una sociedad cada vez más poderosa y capaz de
condicionar a los hombres. Todas las facilidades intelectuales, afectivas o políticas que el
cristianismo se permitió en el pasado, probablemente con buen criterio, pero que la Iglesia utilizó
107
sin ser consciente de su carácter contingente y ambiguo, le serán arrebatadas y, dadas las reacciones
que su uso ha ido provocando, serán reemplazadas por unas dificultades correspondientes. No le
quedará al cristianismo otra cosa que lo que esencialmente sea gracias al valor espiritual de sus
miembros, discípulos de Jesús de Nazaret. ¡Ojalá la Iglesia sepa reconocerse a sí misma y no se
desfonde cuando se vea desnuda y desollada, pues será precisamente entonces cuando atraiga hacia
sí a todos los seres dignos de su humanidad!
Ningún cristiano vigoroso y clarividente puede dudar de que este plazo decisivo, el más difícil de
todos, no haya arribado ya, a poco sensible que sea a los signos de los tiempos debido al afecto
apasionado que siente por la Iglesia a través del amor que tiene a su Maestro; perspicacia que
impiden la indiferencia, el conformismo, el conservadurismo y el miedo. Se acerca la hora de
cambios tanto más importantes cuanto por más tiempo han sido rechazados. La fe de muchos, ya
muy enfriada, se verá en ellos como derrumbada.
¡Qué ruta larga y difícil no habrá que recorrer para pasar, de la confortable seguridad que se basaba
en estructuras e instituciones fuera del alcance de las zarpas del tiempo, ya inscritas en la eternidad, a
la precariedad de las iniciativas individuales que, mucho más que cualquier organización colectiva,
serán las que se esfuercen por prolongar entre los hombres la misión de Jesús! Precariedad, que será
más aparente que real, sin embargo, puesto que entonces el cristianismo realizará una obra espiritual
que sus antiguas instituciones y estructuras no hubieran podido realizar jamás, en el supuesto de que
hubiesen podido conservarse. Dura etapa, semejante a la que debieron recorrer los discípulos para
seguir a su Maestro hasta la Cruz... [205/206]
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