0% encontró este documento útil (0 votos)
819 vistas255 páginas

Un Caballero para Lola - Becca Devereux

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
819 vistas255 páginas

Un Caballero para Lola - Becca Devereux

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 255

UN CABALLERO PARA LOLA

BECCA DEVEREUX
Queda prohibida, bajo las sanciones establecidas
por las leyes, la reproducción total o parcial de la
obra sin la autorización expresa del titular del
copyright.

Ⓒ Por el texto: Becca Devereux, julio de 2021


Dedico esta historia a todos los lectores que
adoran las comedias románticas y me escriben para
decirme que mis historias les alegran un mal día. Mi
intención al escribir estos libros es que os riais a
carcajadas, os enamoréis con los personajes y
cerréis el libro con una enorme sonrisa. Viva el amor,
las protagonistas como Lola que buscan un caballero
que las trate como se merecen y los lectores
maravillosos que devoran mis libros en unas horas y
me escriben para pedirme el siguiente. ¡Sois los
mejores!
Contenido 1. Cuando Dios repartió la buena
suerte (y las neuronas), yo estaba la última de la
fila…
2. Cuando Dios repartió la paciencia yo estaba en otro lugar…
3. ¡Qué antipático es!
4. La Señorita Problemas
5. El Señor Malas Pulgas
6. ¿Mi Lola?
7. Si quieres guerra, la vas a tener
8. Encerrados
9. Encerrados II
10. ¡Y dale con Jorgito!
11. Me has hecho daño
12. Bendita inspiración
13. Eres un aburrido.
14. La investigadora privada Lola Gutiérrez
15. Soy la chica que ningún hombre quiere presentarle a sus padres.
16. Yo también te quiero, mamá
17. Mi turno
18. Ya va siendo hora de que sientes la cabeza
19. Y como todos los domingos…
20. El abuelo que intentó saltar por la ventana
21. ¿Quién eres, Malas Pulgas?
22. No sé qué me pasa, pero estoy dispuesto a averiguarlo
23. ¡Una excursión movidita!
24. Turandot
25. Me tienes loco
26. Un mal presentimiento.
27. Una amarga e inesperada despedida
28. Justo lo que necesito
29. Increíble
30. ¿Qué sí que?
31. Conociendo a mi suegra
32. Nuestro último día en la residencia y… Carlos.
33. El maldito Carlos
34. ¿Qué te pasa?
35. Pongo y Perdita
36. Mis suegros
37. La verdad
38. Me has utilizado
39. ¿Quieres un consejo de madre?
40. Harta de sus mensajitos
41. Desesperado
42. ¡Qué te leas el libro!
Epílogo
El club de las solteras
Sobre mí
1. Cuando Dios repartió la buena suerte (y las
neuronas), yo estaba la última de la fila…
Lola

A ver, para ser sincera, no tengo tan mala suerte. Puede que me haya
dejado llevar por el desconsuelo y en realidad sea una pringada del montón
con una vida mediocre. Te juro que lo quiero creer con todas mis fuerzas.
Lo repito en mi cabeza como un mantra mientras guardo silencio y miro al
juez del juzgado de lo civil con ojos de cordero degollado. Él, por el
contrario, mantiene una expresión impasible. ¿Les habrán enseñado a
mostrarse así de fríos en la Escuela Judicial? Ni idea. Pero es lo que se me
viene a la mente cuando Lina, mi abogada y una de mis mejores amigas,
explica con voz firme y segura de sí misma:
—Señoría, con la venia y para que sirva como atenuante: tengo una
declaración firmada del propietario de la tienda en la que perdona a mi
cliente y le ruega que no se tomen medidas contra ella. Además hay que
tener en cuenta que robó víveres de primera necesidad y que el hurto apenas
superó los cuarenta euros. Mi clienta se muestra muy arrepentida y
avergonzada de lo sucedido y considera los hechos como una oportunidad
para convertirse en una mejor persona y trabajar para ser un ejemplo para la
sociedad.
Guau.
La observo impresionada como si se tratara de la mismísima Ally
McBeal. Lina es una abogada maravillosa. A ver, no es que yo entienda
mucho del tema. De hecho es la primera y la última vez que espero estar de
acusada en un juicio. Ojalá fuera como mi amiga: profesional, carismática y
arrolladora.
Vale, retiro lo dicho. Supongo que no tengo tan mala suerte como
pensaba. En realidad soy muy afortunada de tener una abogada como Lina
que es mi amiga y no me cobra los honorarios. De lo contrario me habría
tenido que conformar con el desagradable tipo del turno de oficio que me
ofrecieron en comisaría. Ya lo dice mi madre —a la que por cierto apenas
hago caso—: Lola, tienes que buscarle la parte positiva a la vida.
—Me gustaría oír a la señorita Ramírez antes de dictar sentencia —dice
el juez.
La expresión de Lina pasa de la serenidad a la angustia. No sé por qué,
la verdad. Soy una mujer la mar de pragmática y jamás diría algo que me
dejara en evidencia. Me levanto de un salto y me llevo la mano al pecho.
No lo puedo evitar. Soy así de dramática y la situación lo requiere.
Lina me da un tirón de la blusa y murmura en voz baja algo que no
llego a entender. Parece estar relacionado con no irme de la lengua y
ceñirme a sus instrucciones. ¿De qué habla? ¿Yo, irme de la lengua? ¡Lo
que hay que oír! Pero si soy la persona más diplomática sobre la faz de la
tierra…
—Señorita Ramírez, ¿es cierto que está usted muy arrepentida?
Lina me mira de reojo y me hace un gesto para que asienta. Lo sé,
habría sido muy sencillo responder un tímido sí y volver a sentarme. Pero
¿conoces a esas personas que meten la pata cuatro de cada cinco veces y a
las que se les da fenomenal complicarse la vida? Exacto, esa soy yo.
—Por supuesto, señor juez. Estoy absolutamente arrepentida de lo
sucedido —respondo colorada por la vergüenza que todavía me persigue.
Podría haberlo dejado ahí. Lina me habría mirado orgullosa y luego nos
habríamos reído de todo este lío al salir del juzgado. Pero… estoy nerviosa.
Y cuando estoy nerviosa se me va la fuerza por la boca y me da por decir
sandeces como la siguiente—: Le juro que soy una persona formal y que
jamás hago daño a los demás a propósito. Mi madre me ha educado para
que sea una buena hija, una buena hermana y una mujer decente. ¡Yo no
quería robar en aquella tienda! Pero, a veces, las circunstancias requieren
esto… ¡Medidas desesperadas! Sí, señoría. Por eso le digo que además de
ser buena persona también soy una superviviente. ¿Qué habría hecho usted
de estar en mi lugar? ¿Le parece justo que alguien se vea en una situación
tan vulnerable que esté obligada a delinquir para sobrevivir en este mundo
tan duro y cruel?
Buah, me he quedado ancha. Ha sido un discurso épico y me va el
corazón a mil por hora. Soy como… Qué sé yo, Gandhi abogando por los
más necesitados, ¿no? No. Parece que no. Lo sé en cuanto Lina se tapa la
cara con las manos y masculla una maldición en voz baja. Lo confirmo en
cuanto el juez se rasca la barbilla con aire pensativo y clava una mirada
censuradora en mí.
—A ver si la he entendido, señorita Ramírez, me está usted diciendo
que no se arrepiente de los hechos porque en realidad considera que tiene
motivos de sobra para delinquir.
Lina está a punto de responder por mí, pero soy más rápida y hablo de
manera atropellada. Otra cosa que se me da fatal: mantener la boca cerrada
cuando la situación lo requiere.
—¡Sí! No, es decir… —ay, madre, la acabo de liar parda. Me muerdo el
labio y me sube un calor sofocante por las piernas—. Yo… Esto… ¿Me
puede repetir la pregunta?
El juez deja escapar un suspiro pesaroso ates de emitir su veredicto.
—Señora Ramírez, no dudo de que tiene usted buen corazón, pero
teniendo en cuenta su falta de madurez para responsabilizarse de sus actos,
considero que necesita cierta dosis de justicia. Iba a dejarlo a estar con una
carta de disculpas a los propietarios del negocio, pero en vista de que ha
sentido la necesidad de tener la última palabra…
—Vaya por Dios, me iba a ir de rositas —se me escapa.
El juez me mira por encima de las gafas. Está perplejo. Debe pensar que
soy la tía más idiota que se ha echado a la cara. No lo culpo. El día que
Dios repartió la suerte y las neuronas se lució conmigo. Lina sacude la
cabeza. Esta irritada porque ha hecho bien su trabajo y yo la he fastidiado.
Como siempre.
—La condeno a treinta días de servicios para la comunidad en una
residencia de la tercera edad. Con ello pretendo que el buen juicio de
nuestros mayores la inspire a ser una persona de provecho.
—¿Me manda a una residencia llena de abuelitos? —pregunto alucinada
a la par que entusiasmada—. Gracias, Señor juez. Me encantan las personas
mayores. ¡En realidad no es un castigo! Perdí a mis abuelos cuando era una
niña y siempre quise…
El juez se quita las gafas y me mira como si fuera un auténtico suplicio.
—Señorita Ramírez, por favor, callase.
Cinco minutos después, Lina me agarra del brazo para que me levante y
me arrastra hacia la salida. Esta despotricando sobre el juez cuando salimos
del juzgado. Está que se sube por las paredes. Lina es de las que detesta
perder incluso jugando al parchís. Si llega a ser más competitiva no nace.
—¡Tenías que abrir esa boquita de oro que tienes!
—Peeeeerdón —musito sin sentirlo del todo—. Tampoco ha ido tan
mal. Pensé que iba a ir a la cárcel.
—Nadie va a la cárcel por robar en un supermercado. Pero te podrías
haber escaqueado sin necesidad de hacer servicios a la comunidad.
—¿Y por robar en una tienda de ropa? —intento bromear—. O sea, que
debería haber robado jamón en vez de chóped para darme el gustazo, je, je.
Lina me mira sin dar crédito y al final hace el amago de sonreír.
—Dios, en el fondo te quiero tanto…
Lina me abraza con afecto como si fuera su hermana pequeña. Me saca
más de diez años y es muy sobreprotectora conmigo. Siempre me salva de
los líos en los que me meto y es mi saco de lágrimas cuando algún hombre
me decepciona. Los que dicen que no tiene corazón no la conocen en
absoluto.
***
Lina y yo somos las primeras en llegar al bar de Raúl, el hermano de
nuestra amiga Cris. Solemos reunirnos aquí todos los domingos, pero hoy
hemos hecho una excepción porque María viene de visita. Nos apodamos El
club de las solteras desde que hará cosa de dos años y algo Lina y Cris se
conocieron por casualidad en una clase de zumba. Después llegamos Lara,
María y yo. Todas me sacan varios años y me tratan como si fuera una
especie de hija a la que tienen que aconsejar porque está muy perdida en la
vida. No van desencaminadas.
—Hola, guapísimas. ¿Qué os falta? ¿Puedo hacer algo por vosotras? —
Raúl se acerca con su característica sonrisa.
Lina pone los ojos en blanco. Por alguna extraña razón que ninguna de
nosotras conoce, Lina no soporta a Raúl. Su enemistad es épica desde que
fundamos El club de las solteras.
—Sí que puedes hacer algo por nosotras: pírate y tráenos dos cervezas.
—Eres un encanto. El día que dejes de obsequiarme con tu amabilidad
me caeré de espaldas —bromea él, y acto seguido se marcha.
—Tía, te pasas tres pueblos con él. Con lo majo que es.
—No lo soporto. Todo el santo día revoloteando a nuestro alrededor e
intentando poner la oreja. Para que luego digan que las cotillas somos las
mujeres.
—Raúl es buena gente.
—Lo que tú digas —responde con tono categórico para dar la
conversación por zanjada—. Seguro que Lara se presenta con David. En
vez de El club de las solteras, podríamos rebautizarlo como: El club de las
amigas que no pueden salir sin sus novios. Es patético que ya no pueda
tomarse una cerveza con sus amigas sin despegarse de su churri.
—¡No seas exagerada! —me da por reírme porque Lina es una mujer de
ideas extremas. A ella le encantaría que todas siguiéramos solteras hasta el
fin de nuestros días. No es que no se alegre por Lara o María, sino que teme
que les puedan romper el corazón porque sospecho que en el pasado tuvo
un fuerte desengaño del que se niega a hablar—. Lara y David llevan casi
un año saliendo juntos y él nunca la acompaña a nuestras quedadas. Lo de
hoy es una excepción porque viene María.
Nuestra amiga María se enamoró de un vikingo en un viaje a Noruega.
Ahora tienen una bebé y es la primera vez que regresa a España desde que
se instaló en Fläm con su atractivo vikingo. Me muero de ganas de conocer
a Hedda, a la que ya he visto por videollamadas. La primera en llegar es
Cris y se me acerca con gesto preocupado. Cris es madre soltera y regenta
con éxito una pastelería. Es la más formal y responsable de nosotras.
—¿Cómo ha ido el juicio?
—Genial. Voy a pasar un mes de voluntaria en una residencia de la
tercera edad.
Cris suspira aliviada.
—Menos mal. Podría haber sido peor.
—¿Lo ves? —le doy un codazo a Lina y ella resopla—. Cris también
opina lo mismo.
Lara y David llegan diez minutos más tarde. Lara es ingeniera industrial
y la jefa de David. Admiro su inteligencia y envidio la relación tan sana que
han construido. Están tremendamente enamorados y me alegro muchísimo
por mi amiga. Ojalá algún día yo encuentre a mi príncipe azul. Sí, no te rías.
Quiero a uno de esos caballeros que aparecen en los libros de comedia
romántica que devoro con adicción. Un buen hombre que me abra la puerta
del coche, me regale flores por nuestro aniversario y me sea fiel durante el
resto de mi vida. Tampoco pido tanto, ¿no? Por lo visto soy una soñadora y
Lina no para de recordármelo cada vez que tengo un nuevo desengaño. En
el fondo es culpa mía. Siempre me han ido los tipos con un puntillo de
macarra. Son mi perdición. Los chicos malos que sabes que te van a partir
el corazón y a los que crees que puedes transformar. Pero, hazme caso, la
gente no cambia y las mujeres no somos maestras que deben educar a sus
futuras parejas. A ver si un día espabilo…
A todas se nos cae la baba cuando María aparece colgada del brazo de
un hombre enorme y con aspecto de haber salido de la serie de Vikingos.
Solo le falta el hacha porque entre la barba y la espalda de leñador tiene
pinta de ser un sicario de la Europa del Este. Él va empujando un cochecito
de bebé con mirada desconfiada. Mi primer impulso es salvar a mi amiga de
las garras de semejante bestia. Se me pasa el susto en cuanto cruzo cuatro
palabras con él en un torpe español que ha hecho el esfuerzo de aprender
para comunicarse con nosotras. Se nota que es un buenazo.
—¿Qué es lo que más te gusta de España? —le pregunta Cris.
—Gusta paella, playa y María.
—Oh, qué mono —estoy cogiendo en brazos a Hedda, una ricura de
bebé con las mejillas sonrosadas. Me levanto para ir al servicio y se la
tiendo a Lina, que es la que está sentada a mi lado. Ella pone cara de
espanto y se echa hacia atrás como si en vez de ofrecerle un bebé la
estuviera apuntando con una pistola.
—¡No me la des a mí!
—Pero, si es una preciosidad. ¿A qué sí? ¿A qué es la bebé más buena y
guapa del mundo? —le hablo con voz infantil.
Lina me mira como si hubiera perdido un tornillo. Al final Lara acude a
su rescate y sostiene a Hedda. David le dice que le sienta bien tener un bebé
en brazos y bromean sobre ser padres. Creo que Lina va a vomitar arcoíris.
Me encierro en el servicio para enviarle un mensaje a mi madre y
preguntarle cómo se encuentra. Las chicas ejercen de madres conmigo, y yo
hago lo mismo con la mía. Nos intercambiamos los roles desde que cumplí
la mayoría de edad. No puedo culparla. La vida la ha tratado fatal y los
mellizos son muy pequeños. Haría lo que fuera por mi familia.

Yo: ¿estás bien?


Mamá: cielo, no te preocupes y pásalo bien con tus amigas.
Yo: pero ¿estás mejor?
Mamá: Sí. Todo controlado. Los mellizos están haciendo los deberes en
su habitación. Te quiero.

No le he contado lo del juicio porque no quería preocuparla. Mamá no


está al tanto de nuestros problemas económicos. Es mejor así. Cuando salgo
del baño, cruzo el pasillo y escucho a las chicas hablar en voz baja. ¿A
quién estarán criticando? Estoy a punto de bromear sobre lo cotillas que son
cuando escucho a Lina mencionar mi nombre.
—Lola me tiene muy preocupada. La han echado de su último trabajo.
Me entran ganas de ir a decirle cuatro cosas al capullo de su exjefe, os lo
juro.
—Lola ya es mayorcita para sacarse las castañas del fuego —la
reprende con suavidad Cris—. Deja de tratarla como a una niña. No le
haces ningún bien.
—¿Y qué quieres que haga? La pobre tiene muy mala suerte. Con ese
cuerpo de modelo y esa cara tan linda debería tener la vida resuelta. Pero al
final va a ser verdad que la suerte de la fea, la guapa la desea.
—Nadie la toma en serio —admite María con pesar—. Tiene un gran
corazón y los tíos se aprovechan de ello. Es muy ingenua. Debería ser más
dura.
—Callaos, chicas. Que nos va a oír —les pide Lara.
Me siento tan patética que regreso al servicio para echarme agua en la
cara. Me pican los ojos y estoy colorada por culpa de inspirar tanta lástima
en mis amigas. Por eso me tratan como a una hija: soy esa amiga tonta y
débil de la que tienen que cuidar.
***
Un par de horas después, Lina me acerca en coche a casa a pesar de que
insisto en que puedo coger el autobús. No para de quejarse de los arrumacos
que se han profesado las dos parejitas del grupo hasta que aparca delante de
mi portal. Entonces se vuelve para mirarme con el ceño fruncido.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
No le voy a decir que he escuchado la conversación porque las conozco
de sobra. Mis amigas me quieren con locura y, a pesar de que agradezco
haberme tropezado con ellas, detesto inspirar compasión en los demás.
—Ya sé que estás muy agobiada por lo de tu último curro. Seguro que te
saldrá algo mejor. Pero, mientras tanto… —Lina abre el bolso y hace el
intento de entregarme un sobre—. Vamos, cógelo. Hemos hecho una colecta
entre todas.
—¿Qué? No, no puedo aceptarlo.
—Lola —dice con seriedad—. Es para que llenes la nevera y pases este
mes. Si no lo haces por ti, hazlo por tu madre y los mellizos. Aceptar la
ayuda de la gente que te quiere no es de ser débil.
Se me llenan los ojos de lágrimas y ella me abraza con fuerza. Me
encantaría hacerme la digna y rehusar su dinero. Si fuera para mí, no lo
aceptaría. Pero pienso en mis hermanos y una punzada de dolor me oprime
el pecho. Si tengo que rebajarme para que ellos llenen el estómago, que así
sea.
2. Cuando Dios repartió la paciencia yo estaba
en otro lugar…
Diego

Me llamo Diego Beltrán y la paciencia no es mi fuerte. Tengo treinta y


siete años, la vida resuelta y un trabajo que me apasiona. Debería ser feliz
porque razones no me faltan para ello. Soy un escritor de éxito con una
serie de novelas de suspense que en su día se vendieron como churros.
Tengo una casa a orillas de la playa y viajo por toda la geografía española
para asistir a firmas de libros donde los lectores esperan largas colas para
conseguir un autógrafo.
¿Tengo una buena vida? Sí.
¿Estoy amargado? También.
Supongo que todo comenzó hace cuatro años cuando la inspiración se
esfumó. Así, de golpe y sin venir a cuento. O puede que comenzara un poco
antes, cuando me divorcié de Katie y comencé a caer en picado. El caso es
que ahora no me reconozco y estoy a punto de entrar en el último sitio de la
tierra donde me gustaría estar.
Una residencia de ancianos.
Recuerdo las palabras de la jueza cuando me quejé de que tenía una
vida demasiado ajetreada y no podía perder el tiempo en una residencia de
ancianos. La jueza me dedicó una mirada desabrida y comprendí que le caía
antipático.
Señor Beltrán, el término residencia de ancianos es despectivo.
Lo que tú digas, pensé para mis adentros. Luego estuve a punto de
replicar, pero Adrián, mi abogado, me lo impidió. Despedí a aquel inútil
porque yo lo que quería era pagar una multa y librarme de hacer trabajos al
servicio de la comunidad. Y aquí estoy, a punto de cruzar la puerta de una
residencia de ancianos sin saber lo que me espera. Seguro que es el típico
lugar con olor a lejía y puré de patatas donde las familias aparcan a los
viejos cuando les estorban. Me entra urticaria de solo imaginar que algún
día puedo acabar en un lugar semejante.
Camino con paso erguido hacia la recepción. ¿Aceptarán un soborno?
Lo he estado pensando. Podría ofrecerles pasta para que hicieran la vista
gorda y le contaran a la jueza que he acudido todos los días a la residencia.
Todavía tengo la oportunidad de escaquearme y no pienso desaprovecharla.
Toco la campanilla del mostrador y carraspeo cuando nadie aparece al cabo
de dos minutos. Ya me estoy irritando. No digas que no te lo advertí. La
paciencia no es mi fuerte.
—¡Jorgito!
Alguien me toca la espalda y me veo obligado a volverme. Es una
octogenaria con el pelo blanco y el rostro cuarteado por el paso del tiempo.
Miro a mi alrededor para buscar al tal Jorgito. Solo estamos nosotros.
—Señora, ¿la puedo ayudar en algo?
—¡Jorgito! —exclama ilusionada, y me deja a cuadros cuando me
abraza—. ¡Mi niño! ¡Sabía que vendrías! Ya le dije a Carmela y a Mateo
que tú jamás me abandonarías.
—¿Qué? —me aparto agobiado y sin saber dónde meterme—. Disculpe,
señora, pero se equivoca de persona.
—¡Qué guapo estás, Jorgito!
Respiro profundamente y aprieto los dientes. ¿Dónde demonios se ha
metido la persona encargada de la recepción?
—Señora, ya le he dicho que no soy…
—¡Jorgito! —me interrumpe una voz femenina y alegre—. Qué alegría
que por fin te hayas dignado a visitar a tu madre.
Contemplo con incredulidad a la joven que acaba de interrumpirme. Es
una veinteañera alta y rubia que acaba de interponerse entre la anciana y yo.
Frunzo el ceño y estoy a punto de sacarla de su error. Supongo que será la
recepcionista o alguna de las auxiliares de geriatría.
—Disculpa, ¿te llamas?
—Lola —me tiende una mano.
—Diego —le doy un apretón rápido y la miro a los ojos. No está mal,
pienso para mis adentros. Quizá demasiado delgada y sonriente para mi
gusto, pero hay que reconocer que es guapa—. Como ves, me temo que esta
amable señora acaba de confundirme con…
Ella me deja a cuadros cuando me tapa la boca y me dedica una mirada
suplicante. La anciana nos mira confundida y algo asustada. Yo no entiendo
nada de lo que está pasando e intento alejarme de la tal Lola.
—Jorgito, ¡qué bromista eres! Ya me había contado Guadalupe que
tienes un gran sentido del humor, ja, ja, ja.
—Ya te he dicho que no soy…
—Eres Jorgito —insiste con repentina voz firme y una mirada
implorante—. Eres Jorgito, el hijo de Guadalupe. Le acabas de dar una
alegría tremenda a tu madre.
—Eh…
La contemplo con estupor y sin saber dónde meterme. No sé quién está
peor: si esta chiflada o la pobre octogenaria que me ha confundido con su
hijo. Estoy a punto de replicar cuando Lola la lunática me coge del brazo y
me arrastra detrás del mostrador. Guadalupe protesta y ella se vuelve con
una sonrisa tranquilizadora.
—Tengo que pedirle a Jorgito que rellene el formulario de visitas.
Tranquila, Lupe, que solo será un momento. En seguida te devuelvo a este
portento que tienes por hijo —me empuja hacia una puerta que hay detrás
del mostrado y, ni corta ni perezosa, la abre y nos encierra dentro de lo que
parece un pequeño almacén atestado de cajas y archivadores—. ¡Vamos,
grandullón!
Lola la lunática cierra la puerta y me aparto de ella. Pego la espalda
contra la pared y la miro incrédulo. ¿De qué va esta tía? La jueza no me
advirtió de que además de una residencia de ancianos, también iba a hacer
de voluntario en un psiquiátrico. Hago el intento de abrir la puerta y ella me
da un manotazo.
—¿Se puede saber que estás…?
—Perdona, Ramón —me corta, y me enerva que se equivoque con mi
nombre—. Lamento el numerito de antes, pero como habrás podido
comprobar…
—Diego.
—¿Eh?
—Que me llamo Diego.
—Ah —se le escapa una carcajada y yo aprieto los dientes. Joder, esto
es el colmo—. Qué despistada soy. Ya me irás conociendo, confundo los
nombres de todo el mundo. Como te iba diciendo, lamento haberte
cambiado la identidad. Pero Guadalupe tiene demencia senil y se estresa
con facilidad. Te acaba de confundir con su hijo. Ella lo llama Jorgito.
—A ver… niña —ella da un respingo cuando escucha cómo la llamo—.
No dudo de tu buena intención. Pero hace treinta y siete años que me
bautizaron como Diego y pienso seguir siéndolo. Será mejor que Guadalupe
se haga a la idea de que su hijo Jorgito, o como puñetas se llame, pasa de
ella y la ha encerrado en este asilo.
Ella se queda boquiabierta y aprovecho su lapsus para abrir la puerta y
salir del almacén. Gracias a Dios, hay alguien en el mostrador de recepción.
Una tal Teresa por la plaquita que lleva en el uniforme. Teresa me mira
asombrada cuando aparezco detrás de ella.
—Ahí dentro tienes a una auxiliar que está como una cabra. Yo no la
dejaría cuidar de ningún viejo —ella da un respingo cuando escucha la
palabra viejo—. No está en su sano juicio. Ahí lo dejo.
—Veo que acabas de conocer a Lola…
—Esa.
—Creo que tú debes de ser Diego. El trabajador social me habló mucho
de ti.
Creo que la expresión hablar mucho de ti no augura nada bueno. En ese
momento, Lola la chiflada sale del almacén con las mejillas sonrosadas y
una mirada llameante. La ignoro porque es la clase de persona que te mete
en problemas. No tengo ganas de perder el tiempo.
—Hola, Lola —le dice Teresa—. Veo que ya has conocido a Diego.
—Sí —responde disgustada.
—Diego también está en tu misma situación.
Lola la lunática abre los ojos de par en par. Genial. Lo que me faltaba,
¡qué se corra la voz! ¿Por qué no lo anuncian por megafonía para que todo
el mundo lo sepa?
—Vaya, Jorgito, ¡menuda sorpresa! ¿Tú también estás aquí por un
problemilla con la justicia? —se burla, y aprieto los dientes cuando me
llama Jorgito—. Al final vamos a tener más cosas en común de lo que
parece…
—Dudo que tú y yo tengamos algo en común —respondo con tono
despectivo, y luego me centro en Teresa—. ¿Podemos hablar un momento a
solas?
—Por supuesto. Será mejor que demos un paseo por la residencia. Lola,
¿te importa cubrirme en la recepción mientras le enseño a Diego las
instalaciones?
—Para nada. ¡Adiós, Jorgito!
La atravieso con la mirada y contengo las ganas de estrangular a
semejante chalada. Tengo que mantener la careta delante de Teresa. A ver
cómo la convenzo para librarme de semejante suplicio. Apenas llevo aquí
unos minutos y ya me estoy agobiando. Bah, seguro que me deja en paz si
le ofrezco algo de pasta. Soy de los que piensa que todo el mundo tiene un
precio.
***
Pues no, resulta que Teresa es una de esas excepciones que he tenido la
desgracia de encontrarme. Una mujer íntegra y con principios que pone el
grito en el cielo cuando intento sobornarla para que haga la vista gorda
conmigo.
—¿Me estás intentando comprar? —pregunta indignada.
—Míralo desde otra perspectiva. Te ofrezco una considerable suma de
dinero a la que estoy seguro de que podrás encontrar una utilidad para estos
simpáticos abuelitos. Juegos de mesa, un televisor de última tecnología,
renovar la sala de informática…
—Aquí no tenemos sala de informática.
—Ya va siendo hora de acercar las nuevas tecnologías a nuestros
mayores, ¿no?
—El trabajador social ya me advirtió de que harías todo lo posible para
librarte de la condena —Teresa me mira como si fuera la peor persona que
se ha echado a la cara. Pobre mujer, ha visto poco mundo. Los hay mucho
peores que yo—. ¿Sabes que es mejor que el dinero?
—¿Más dinero?
—Ser una persona respetable —responde, y yo pongo los ojos en blanco
—. Diego, estoy segura de que podrás aprender mucho de estas personas a
las que tú llamas abuelos o viejos.
—Teresa, con el debido respeto, no creo ser el más indicado para…
—Chitón —dice con firmeza—. Soy la directora de este centro. Puede
que seas un gran escritor de éxito, pero esta no es una de tus novelas y aquí
soy yo la que tiene la última palabra.
Bruja.
—Te aseguro que sacarás algo positivo de esta experiencia.
Dios, necesito un whisky cargado.
3. ¡Qué antipático es!
Lola

Teresa regresa caminando junto a Ramón, ¿o se llamaba Pablo?, al cabo


de diez minutos. Él está tan cabreado que va echando humo por las orejas.
Me pregunto qué delito habrá cometido para estar aquí. Ramón/ Pablo
rondará los treinta y largos, va vestido de marca y tiene unos ojos azules
que lo miran todo por encima del hombro. Es muy atractivo. Pero no es mi
tipo. Con ese pelo peinado hacia atrás, la camisa impoluta, la americana y
los pantalones negros. A mí me van los que son de mi edad, tienen una
sonrisa socarrona y pinta de malotes. Como Carlos, el fotógrafo motero con
el que trabajo de vez en cuando. Ramón/ Pedro, por el contrario, tiene pinta
de ser más aburrido que escuchar una partida de ajedrez por la radio. Y
encima es antipático. Lo sé porque su expresión de estreñido lo delata.
¿Qué le costaba seguirme el juego para hacer feliz a la pobre Lupe?
Hace más de un año que su hijo no la visita y lo ha confundido con Jorgito.
¡Con lo fácil que habría sido darle un abrazo y decirle que la quería!
—Lola, ¿te importa enseñarle las instalaciones a Diego y explicarle
vuestras tareas? En poco tiempo llega una familia y tengo que atenderlos.
Vaya, ¡se llama Diego!
Diego el antipático me acompaña de mala gana por el pasillo. Le
ofrezco un recorrido por la residencia y no estoy segura de que me esté
escuchando. Lo mira todo con desinterés y su desdén es palpable. Hago lo
posible para que no se me note la crispación porque me enseñaron a ser
educada con los demás.
—Este es el salón. Aquí los residentes juegan a las cartas y ven la
televisión. Nuestro trabajo se centra sobre todo aquí y en la sala de ocio.
Pepe, un señor mayor al que estoy intentado ganarme, está jugando al
solitario y tiene el ceño fruncido cuando pasamos por su lado.
—¡Hola, Pepe! Este es Diego. Se va a quedar una temporada con
nosotros.
—¡Qué os zurzan!
Diego me mira de reojo sin decir nada.
—Es un amor —le susurro para quitarle hierro, y añado con tono
bromista—: Lo que pasa es que él todavía no lo sabe.
Pepe es un hombre que detesta con toda su alma vivir en la residencia.
No le queda otra porque desde hace un año se convirtió en un hombre
físicamente dependiente y los achaques de la edad lo han hecho más
vulnerable. Teresa me ha contado que se lo pone muy difícil a los auxiliares
de geriatría y que el resto de los mayores huye de él porque le tienen miedo.
Bah, seguro que con el paso del tiempo acabo ganándomelo. Todos tenemos
un corazoncito debajo del pecho aunque a ciertas personas les cueste más
trabajo exteriorizar sus sentimientos.
Diego me acompaña hacia la sala de ocio.
—Aquí se organizan los diferentes talleres. Papiroflexia, obras de teatro,
pintura al óleo, el club de lectura…
—¿Y qué se supone que pintamos nosotros en todo esto? Para eso ya
están los trabajadores.
—Los auxiliares están desbordados de trabajo. No dan abasto entre
asear a los mayores más dependientes, darles la medicación, ayudarlos con
la rehabilitación… así que Teresa quiere que los entretengamos durante el
tiempo que estemos aquí. En realidad es un trabajo precioso, ¿sabes? Ellos
solo quieren la compañía de alguien que los escuche.
—Sí, ya veo que Pepe estaba muy contento de tenerte pululando a su
alrededor.
—Les puedes preguntar qué tal les ha ido el día o escucharlos hablar
sobre su pasado —ignoro su comentario mezquino—. O podrías animarte a
participar conmigo en alguno de los talleres que tengo pensados.
Diego se queda callado y tengo la impresión de que lo que acabo de
contarle le interesa tan poco como un documental sobre el apareamiento de
las ballenas. Tiempo al tiempo. Seguro que a éste también me lo puedo
ganar. No ha nacido en este mundo nadie tan optimista como yo.
—Vamos al jardín. Es mi lugar favorito de la residencia —le explico
mientras salimos. El césped está bien cuidado y hay bancos dispersos bajo
la sombra de los frondosos árboles. En el centro hay una fuente de estilo
romano con dos estatuas que están a punto de besarse—. Les relaja estar
aquí. Nada como tomar el sol y escuchar el cantar de los pájaros para
llenarse de buena energía.
—Si tú lo dices.
—¿Por qué te han enviado aquí?
El rostro de Diego adopta una expresión más irritada de lo normal. Hay
que reconocer que sería más atractivo sin ese gesto enojado a la par de
altivo. Tiene una frondosa mata de cabello castaño oscuro a la que no le
saca partido porque va muy repeinado. Es muy alto y eso le concede
bastantes puntos porque yo mido un metro setenta y cinco y prefiero que los
hombres me saquen algunos centímetros. Y sus ojazos azules, ligeramente
rasgados, se verían mejor sin esa mirada repleta de recelo. Lo dicho; una
lástima que sea un tipo tan desagradable.
—No es asunto tuyo —me espeta.
—Vamos —le doy un toque con el hombro y él se aparta. Luego se
quita una mota de polvo justo del sitio donde lo he tocado, ¡cómo si yo
pudiera transmitirle algún virus! Me hace tanta gracia que sea tan
escrupuloso que insisto—. Venga, no seas tímido. Al fin y al cabo los dos
estamos en la misma situación. Déjame adivinar… ¡Exceso de velocidad!
—No.
—¿Conducción bajo los efectos del alcohol?
Él aprieta los dientes y sus ojos de un azul glacial se oscurecen
ligeramente.
—No me hace ni pizca de gracia que…
—¡Exhibicionismo!
Me atraviesa con la mirada y yo no puedo dejar de reírme. Ay, tengo la
impresión de que vamos a pasarlo muy bien juntos. Es tan fácil sacarlo de
sus casillas…
—Para.
—¿Tú no tienes curiosidad por saber lo que me trajo hasta aquí?
—Ninguna.
—Alegra esa cara, ¡hombre! Ni que estuvieras en la cárcel.
Diego deja escapar un largo suspiro. Tengo la impresión de que está al
límite de su paciencia. Vaya, parece de esa clase de personas que no
admiten ni una sola broma.
—Lola, te voy a ser brutalmente sincero. No soy un hombre paciente —
ja, ¡lo sabía—. De hecho, creo que soy la persona menos indicada para
tratar con viejos.
—Creo que ellos prefieren que los llamen personas mayores. Es más
respetuoso.
—Pues entonces no soy el más indicado para tratar con personas
mayores. Me irrito con facilidad. No tengo paciencia.
—No hace falta que lo jures… —murmuro por lo bajo, y sé que él me
ha oído.
—Veo que te importan los viej… —se corrige justo a tiempo y le cuesta
un gran esfuerzo—. Las personas mayores de esta residencia. ¿Cuánto
tiempo llevas aquí?
—Un día.
—Un día —repite atónito—. Un día y ya los tratas como si los
conocieras de toda la vida.
—Se hacen querer.
Me mira como si estuviera loca.
—Quieres lo mejor para ellos, pero te aseguro que lo mejor para ellos
no es relacionarse con un hombre como yo. ¿Por qué no le explicas a Teresa
mi situación y la convences de que prescinda de mí?
Lo miro sin pestañear. Él está agobiado y me lo está pidiendo porque
soy su último recurso. No me puedo creer que verse rodeado de personas
mayores le resulte tan incómodo. Quizá lo he juzgado con demasiada
benevolencia y en lugar de un corazón tiene una piedra.
—Qué morro tienes. Ni siquiera me conoces y ya me estás pidiendo un
favor.
—Seré generoso —me quedo atónita cuando se mete la mano en el
bolsillo trasero del pantalón y coge su cartera—. ¿Cuánto quieres?
¿Está haciendo lo que creo que está haciendo?
—¿Perdón?
—Pon tú la cantidad.
Me mira como si fuera un insecto que no está a su nivel. Sé que tiene
dinero porque su ropa de marca cuesta más que un mes de la hipoteca del
piso en el que vivimos.
—¡Oye! Puede que sea pobre, pero tengo principios. Si un juez te ha
condenado a servicios a la comunidad, por algo será. Desde luego te hace
falta para que se te bajen esos humos.
Diego se guarda la cartera. No está arrepentido. Ni de lejos. Está
cabreado porque no se ha salido con la suya.
—Como quieras.
***
Trabajar con Diego es como volver al instituto cuando el profesor nos
ponía un trabajo en grupo y yo era la única pringada que se echaba toda la
responsabilidad encima. Se limita a permanecer en un rincón del salón
mientras está pegado a la pantalla de su teléfono móvil. Y encima tiene tan
poca vergüenza que cuando Teresa supervisa lo que estamos haciendo,
finge estar muy ocupado limpiando la estantería de los libros para que no le
eche la bronca. Suelta el plumero en cuanto Teresa se larga y vuelve a coger
el móvil.
¡Será posible!
Te juro que no quiero meterme donde no me llaman, pero me saca de
mis casillas que tenga tan poco respeto por la condena que le impuso el
juez. Los dos somos iguales aunque sea de los que piensan que la cantidad
de dinero que tienes en la cuenta corriente te define como persona.
Llevo todo el día sin parar. Primero he dirigido un taller musical en el
que ponía una canción y los residentes tenían que adivinar el título. Luego
hemos hecho un concurso de pintura.
—¿Por qué no vienes a echarme un cable? —le pregunto con el tono
más amable que logro encontrar.
—Porque no me da la gana.
Aprieto los puños. Es el hombre más insensible que me he echado a la
cara.
—¿De verdad no tienes ni una pizca de remordimiento por pasar del
tema?
Ni siquiera despega los ojos del móvil para responderme.
—Que lleves un día más que yo aquí no te convierte en mi jefa. Te lo
dije: haré todo lo posible para no involucrarme con un puñado de
vejestorios a los que sus familias dejaron aparcados aquí porque ya no les
interesan. Perdiste el tren. Te podrías haber llenado el bolsillo y los dos
hubiéramos cerrado un trato muy satisfactorio para ambos. Y ahora, si me
disculpas, estoy muy ocupado respondiendo emails del trabajo.
Lo miro con los ojos abiertos de par en par. ¿Cómo se puede ser tan
capullo? Que está muy ocupado con su trabajo súper importante…
¡mentira! Antes lo he pillado jugando al candy crush.
¡Se va a enterar!
—¡Es la hora del bingo!
—Diviértete con tus amigos —me dice con ironía.
Quien ríe el último ríe mejor, pienso para mis adentros. Se me acaba de
ocurrir una venganza que lo va a poner en su sitio. Me remango las mangas
del jersey y hago girar el bombo.
—¡El quince!
—¡Mas alto que no me entero!
—¡No veo bien los números! ¡Estos cárteles son muy pequeños!
—¡Mi rotulador no pinta!
Diego se apoya en la pared, levanta los ojos del móvil y lo pillo
mirándome con una sonrisa burlona que me hace rabiar por dentro. Ignoro
su actitud y hablo más fuerte, le entrego una lupa a Carmela para que pueda
leer mejor los números y le cambio el rotulador a Pascual.
—¡El doce! ¡El cuatro! ¡El treinta y dos!
—¡No vayas tan deprisa!
—¡Más alto que no me entero!
—¿Cuál es el último número que has dicho?
Intento no perder la paciencia cuando a lo lejos diviso a Diego
partiéndose de risa a mi costa. Ya veremos quién se ríe ahora.
—Por favor, prestad mucha atención. El premio para el ganador será un
baile con nuestra nueva incorporación, ¡Diego!
A Diego se le cambia la expresión y el móvil se le cae de las manos.
Los hombres protestan que eso no es justo. Las mujeres aplauden
entusiasmadas y hacen chascarrillos sobre lo apuesto que es. Diego
recupera el móvil y se acerca a mí con cara de querer asesinarme. Yo sigo a
lo mío moviendo el bombo.
—¡El siete! ¡El cuarenta y seis!
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Disculpa, estoy muy ocupada cumpliendo con mi condena. Si tienes
alguna queja, se lo comentas a Teresa. Seguro que le interesa saber que te
estás escaqueando. ¿Qué crees que escribiría el trabajador social en su
informe si Teresa le cuenta que no te has involucrado lo suficiente? —
Diego está a punto de responder, pero yo soy más rápida—. ¡El noventa! ¡El
sesenta y tres! ¡El ocho!
—¡Línea! —canta Gertrudis, y le lanza un beso a Diego—. Ya eres mío,
guapetón.
Diego está descompuesto. Me habla a escasos centímetros de la oreja y
su boca me acaricia el lóbulo. Su aliento cálido me hace cosquillas en el
cuello cuando habla.
—Eres una arpía.
Me vuelvo hacia él y le rozo sin querer la barbilla con la boca.
—Espero que seas un buen bailarín —luego regreso mi atención al
bombo—. ¡El quince! ¡El doce! ¡El siete! ¡El cuarenta y uno! ¡El
veinticinco!
—¡Bingo! —una eufórica Carmela se levanta de la silla. Es la primera
vez que la veo desplegar semejante agilidad. Se acerca triunfal hacia Diego
y lo agarra de la mano—. Vamos a bailar un pasodoble. Lola, ¡pon Manolo
Escobar!
Creo que a Diego le va a dar un infarto cuando Carmela lo arrastra hacia
el centro del salón. El resto de los mayores aplauden entusiasmados. Busco
una canción de Manolo Escobar en Spotify.
—¡Venga, todos juntos! —los animo a cantar.
—No seas tímido, muchacho —Carmela se comporta como si ella fuera
el hombre y obliga a Diego a seguirle el ritmo—. Un pasito delante y otro
detrás…
Diego lo está pasando peor que yo en clase de gimnasia cuando me
obligaban a saltar el potro. Carmela lo mangonea a su antojo y se aprovecha
para palparle los bíceps.
—¡Qué fortachón estás hecho!
—¡La gente canta con ardor, qué viva España! —corean todos a viva
voz.
Cuando termina la canción, Diego se aleja mareado y pálido de una
eufórica Carmela. Me fulmina con la mirada cuando nuestros ojos se
encuentran. Lo miro con total inocencia y me acerco a él para darle una
palmadita en la espalda.
—¿Te lo has pasado bien?
—Eres un bicho.
—He pensado que te vendría bien un empujoncito. Y luego me he
dicho: si Diego no va a colaborar por su propia iniciativa, seguro que se
me ocurren tareas que encomendarle. ¿Qué te parecería una cena romántica
con alguna de nuestras residentes? Creo que a ellas les encantaría la idea.
Las tienes cautivadas.
—Eres… —Diego se atusa la camisa. La tiene arrugada porque Carmela
lo zarandeaba como si fuera el Ken de la Barbie—. Muy bien, tú ganas.
Haré mi parte del trabajo.
—¡Bien! —exclamo eufórica—. Ya verás como lo pasamos en grande.
Tengo muy buenas ideas para ponerlas en práctica.
—Tú y yo no vamos a ser amigos —me corta irritado—. Ni siquiera
estamos obligados a llevarnos bien. No me involucres en tus talleres
absurdos. Yo iré a lo mío. No hay más que verte para saber que atraes a los
problemas.
—¿Qué yo qué?
—Eres La Señorita Problemas.
—Uy, pues entonces tú eres El Señor Malas Pulgas.
4. La Señorita Problemas
Diego

Estoy hiperventilando cuando salgo de la residencia. Creo que Lola,


alias La Señorita Problemas de ahora en adelante, es la mujer más
desquiciante que me he echado a la cara. Con esa sonrisa bobalicona en la
cara todo el santo día. ¿De dónde se habrá escapado? Te juro que no la
entiendo. No me puedo creer que una chica de veintipocos años muestre un
interés tan sincero y desmedido por un puñado de ancianos a los que les
quedan tres telediarios.
Lo del pasodoble con Carmela se me ha quedado grabado en el alma. Y
para colmo he acabado el día con un montón de besos en la mejilla y
peticiones de baile por parte de la mitad de las octogenarias de la
residencia. Voy a tener que bañarme en desinfectante porque soy un
escrupuloso de mucho cuidado. Dios, necesito una maldita copa. O puede
que toda la botella de Whisky escocés que tengo reservada para las grandes
ocasiones.
Esa Lola es una lianta de mucho cuidado. No me equivoqué al ponerle
el mote: La Señorita Problemas. No tengo ni idea de lo que habrá hecho
para acabar condenada a trabajos al servicio de la comunidad, pero tampoco
me apetece saberlo. A las personas como Lola es mejor tenerlas lejos. Con
su humor contagioso y su positividad de los cojones. No, gracias.
Y ahora resulta que yo soy El Señor Malas Pulgas. He de reconocer que
lo ha clavado. Lo de malas pulgas se queda en pañales para el carácter que
me gasto. Soy como un perro viejo y rabioso al que es muy fácil sacar de
sus casillas. Todo me toca la moral. Sí, para qué negarlo. Antes no era así.
Bueno, en realidad era menos así de lo que soy ahora. Pero mi carácter se
fue puliendo con el paso del tiempo.
¿Cuándo me transformé? No recuerdo si fue al perder la inspiración o al
divorciarme de Katie. Tengo la impresión de que la transformación fue tan
lenta que ni siquiera me di cuenta. Para ser honesto nunca fui la alegría de
la huerta, pero al menos era un tipo con el que se podía charlar. Pero me he
convertido en un ermitaño al que le gusta pasar el tiempo solo. Entre libros,
películas en blanco y negro y música clásica. La única compañía que tolero
es la de mi gata Audrey. Un día lluvioso de invierno se coló por la ventana
de la cocina y me miró aterrorizada. Era una temblorosa bola de pelo blanca
de cuatro meses y me dió pena echarla a la calle. Pensé que se largaría
cuando amainara la tormenta, pero dos años después aquí sigue.
Me suena el móvil cuando estoy conduciendo. La pantalla del coche se
ilumina con el nombre de Elías, mi agente literario. Estupendo, el que
faltaba. Seguro que me llama para lo de siempre. Le doy largas porque no
puedo contarle la verdad. ¿Qué le digo? ¿Qué me quedo bloqueado cuando
me enfrento a la página en blanco? ¿Qué desde hace más de cuatro años soy
incapaz de escribir una puta frase?
—¡Menos mal! —exclama cuando descuelgo al quinto tono—. Pensé
que ibas a pasar de mí. Últimamente se ha convertido en una costumbre.
—Me sueles pillar ocupado.
—¿Haciendo qué? Si te pasas todo el santo día encerrado en esa casa a
orillas de la playa. La última vez que hiciste algo de provecho fue asistir a
aquel congreso de novela de suspense y ya sabemos cómo acabó. Para una
vez que te dejas ver en público y…
—Mejor no hablemos del tema —lo corto, porque por culpa de su
fantástica idea estaré treinta días en esa puñetera residencia de vejestorios.
O ancianos. O personas de la tercera edad. Como se diga—. ¿Qué quieres?
—Tú qué crees. Preguntarte si tienes algo para mí. Los de la editorial
están que se suben por las paredes. Dame algo, Diego. Lo que sea. Al
menos los cinco primeros capítulos para que se queden tranquilos.
—Estoy trabajando en una idea.
—¿Llevas cuatro años trabajando en una idea? Venga ya, Diego. No me
tomes por tonto. ¿Qué diablos te pasa?
Me he quedado sin inspiración. Lo llaman el bloqueo del escritor. No
tengo ni idea de a cuento de qué viene. Simplemente pasó un día. Me puse
delante de mi ordenador y no encontré nada bueno que contar. Y cuatro
años después sigo en el mismo plan.
Ante mi silencio, Elías opta por otra estrategia.
—¿Por qué no continúas con la serie del inspector Jaime Lezcano? Fue
todo un bombazo. A los lectores les encantaría volver a saber de él. Los de
la editorial estarían conformes con la idea y te harían una campaña de
marketing de la hostia. Volverías por todo lo alto.
—El inspector Jaime Lezcano ya está jubilado. Te lo dije. Se acabó
escribir de él.
—¡Pues escribe otra cosa! Joder, Diego. Que el plazo que te dieron
expira dentro de tres meses. Te pagaron un anticipo millonario por una
historia que no has entregado. Dime que tienes algo escrito. Lo que sea. Da
igual que sea una mierda porque se venderá. Eres Diego Beltrán. La gente
leerá todo lo que escribas.
Por encima de mi cadáver entregaría una basura de la que no me sienta
orgulloso. Ya sé que soy Diego Beltrán y que puedo vender cualquier cosa.
Pero yo no me prostituyo (literariamente hablando).
—Tres meses, Diego. Tienes tres meses para enviarme un borrador o de
lo contrario no podré quitarte de encima al equipo de abogados de la
editorial. Te van a demandar por incumplimiento de contrato y tendrás que
devolver el anticipo más una multa.
Joder, no tenía ni idea de que solo me quedaban tres meses. Me estoy
empezando a agobiar. Es casi peor que haber bailado un pasodoble de
Manolo Escobar con Carmela. Adiós a mi vida de lujos. Se acabó vivir a
orillas del mar y sin preocupaciones. Si la editorial me demanda, me voy a
quedar en la ruina.
—Te enviaré algo dentro de tres meses.
—No me falles, Diego.
Me invade el pánico cuando Elías corta la llamada.
Tres putos meses.
No tengo ninguna idea.
¿Qué voy a hacer?
***
Me reclino en la butaca de cuero que hay colocada frente al enorme
ventanal con vistas a la playa. Vivo en una casa situada en la ladera de la
montaña con acceso a la preciosa Cala de los Alemanes de Zahara de los
atunes. Es una playa virgen, de arena rosa y aguas cristalinas donde se
respira paz. Mi casa es una de las pocas construcciones desperdigadas por la
montaña, y de hecho está al final de la cala, por lo que está alejada de los
curiosos y me ofrece la soledad que estaba buscando. Lo mío con esta casa
fue amor a primera vista cuando decidí mudarme de Londres. Estaba
hastiado de los días grises y el bullicio de mi ático en Knightsbridge con
vistas a Hyde Park, el pulmón verde de la ciudad. Después de mi divorcio,
lo vendí y decidí refugiarme en esta casa. Mis padres pusieron el grito en el
cielo cuando comprendieron que no había elegido este lugar como mi
residencia de vacaciones, sino como el hogar del escritor de éxito Diego
Beltrán.
Me crie en Londres, hijo de una familia bien avenida. Pero mi familia
paterna era oriunda del sur de España y por eso me bautizaron como a mi
abuelo paterno. Es irónico, porque a pesar de tener un carácter de lo más
inglés, mi corazón siempre ha sido tan español como la tortilla de patatas.
Por eso lo tuve tan claro cuando me divorcié de Katie y dejé de escribir. Mi
lugar estaba aquí, en una casa a orillas del mar mediterráneo en la que
escribir en las noches frías de invierno.
Cuatro años después sigo sin escribir una maldita línea.
Audrey se acurruca en mi regazo y la acaricio justo entre medio de las
orejas. Ella ronronea durante unos segundos y después se larga. Audrey y
yo estamos hechos el uno para el otro. Nos hacemos compañía —pero sin
pasarse—, porque a los dos nos gusta ir a nuestra bola. Supongo que tengo
que hacerme a la idea de que será la única mujer que haya en mi vida.
Todavía recuerdo las últimas palabras que me dedicó Katie antes de
marcharme.
Estás tan volcado en tu trabajo que no dejas espacio para nada más.
No quiero compartir mi vida con un hombre que solo se preocupa por
escribir historias en lugar de vivir la vida.
Tiene gracia. Si Katie me viera ahora se daría cuenta de que escribir es
precisamente lo último que hago. Respiro profundamente antes de abrir el
portátil. Observo con decisión la página de Word en blanco. Sé que puedo
hacerlo. Me convertí en un respetado escritor de suspense antes de cumplir
los treinta. El inspector Jaime Lezcano fue un personaje muy querido
durante los seis libros que le dediqué. Puedo inventar otro personaje
carismático y con el que el publico se encariñe. Le doy un trago a la copa de
whisky. Una hora y media después, la página sigue en blanco y tengo ganas
de arrojar el portátil por la ventana.
Me rasco la barbilla. No sé por qué pienso en ella. No me gustan las
mujeres jóvenes. Las prefiero de mi edad porque valoro la experiencia que
se obtiene con el paso de los años. Pero me pregunto lo que estará haciendo
esa rubia de ojos color miel con la sonrisa más sincera que he visto en mi
vida. Manda narices que ella sea lo más emocionante que me ha pasado en
los últimos tiempos.
5. El Señor Malas Pulgas
Lola

Después de salir de la residencia, llego por los pelos a la sesión de


fotografía para la que me llamó Carlos. Es un fotógrafo con el que trabajo
de manera puntual cuando requiere una modelo de mis características. La
verdad es que nunca le he dado demasiada importancia a mi aspecto. Soy
alta, rubia y tengo unos ojos de un tono avellana que según Carlos son la
mar de fotogénicos. No quiero ser modelo, pero la oportunidad surgió un
día en el que nos conocimos por casualidad en una entrevista de trabajo. Yo
aspiraba para el puesto de limpiadora y él fue a dejar su currículum a
aquella revista de moda. Se me acercó y me preguntó si tenía algo que hacer
aquel día. Rehusé su oferta cuando me explicó que estaba buscando a una
modelo de mi estilo para un catálogo de una empresa de bañadores. Me vi
obligada a aceptar cuando me explicó cuánto ganaría por un día
haciéndome fotos. Me hacía falta el dinero.
Desde entonces colaboramos de manera esporádica cuando él necesita
una modelo rubia, joven y de aspecto atlético. No es, ni de lejos, el trabajo
de mis sueños. Pero dejé de tener aspiraciones hace bastante tiempo y me
conformo con los trabajos que me van saliendo. Al menos ser modelo de
fotografía no está tan mal pagado como el trabajo de pizzera del que me
despidieron por darle las sobras a un perrito callejero y hambriento. Mi
exjefe era un capullo.
—Ya casi terminamos, Lola. Necesito que des vueltas y sonrías como tú
solo sabes hacerlo. Eso es. ¡Estás fantástica! Mueve la falda del vestido.
Carlos es un amor. Tiene mi edad, es adicto a las motos y es un
mujeriego de mucho cuidado. Tengo entendido que se lía con todas las
modelos con las que trabaja, por eso siempre lo he frenado cuando ha
intentado acercarse a mí. ¿Me gusta? No voy a negarlo. Pero los tíos
siempre me quieren para una cosa porque piensan que soy una imbécil.
—Genial, ya hemos acabado. Puedes cambiarte, Lola.
Me dirijo al camerino para quitarme ese vestido con el que no me siento
cómoda. Esta sesión de fotos es para una tienda de ropa online. Me visto
con mi jersey ancho, los vaqueros rasgados y las deportivas. Vuelvo a ser
yo. Carlos ya me está esperando con el casco de la moto.
—¿Te acerco a casa?
—Si no te importa…
—¿Qué si me importa llevar de paquete a una preciosidad tan
encantadora como tú? —me ofrece una sonrisa arrebatadora que me derrite
como el caramelo.
Uf, estoy un pelín pillada por él. ¿Qué puedo decir? Carlos está tatuado,
tiene labia y es muy guapo. El problema es que sé que no me conviene y
por eso intento mantener las distancias. Pero me supone un gran esfuerzo
cuando despliega todo su encanto. Me encantaría creer que Carlos sería la
clase de novio que voy buscando, pero algo me dice que se olvidaría de mí
en cuanto me llevase a la cama. Siempre me pasa lo mismo. Los tíos se
hartan de mí después de echarme un polvo.
Me abrazo a su cintura y disfruto de la sensación de velocidad. Carlos
huele a sexo y a diversión. Pero ya he cumplido con el cupo de polvos sin
compromiso. Sonaré cursi, pero en el fondo sigo buscando a mi príncipe
azul. El hombre con el que construir un proyecto y envejecer juntos.
Me bajo de la moto y le devuelvo el casco cuando aparca delante de mi
portal.
—¿No me invitas a subir?
—¿Quieres quedarte a cenar con mi madre y mis hermanos?
A él se le cambia la expresión.
—Podrías venirte a mi casa. Lo pasaríamos bien.
—No lo dudo —respondo con naturalidad—. Pero tú y yo no buscamos
lo mismo.
—Ay, Lola… cuánto más difícil me lo pones, más me gustas.
—Adiós, Carlos.
—Pégame un toque si cambias de idea. Sabes de sobra que para ti
siempre estoy disponible.
Me encierro en el portal antes de que me entre un calentón de los míos y
sucumba a mis instintos básicos. Quiero dejar de ser esa ingenua de la que
se compadecen mis amigas. Se acabó lo de ser el polvo de una noche de un
tío que no me valora. Yo quiero un caballero y ya me he cansado de besar
sapos.
Se me cae el alma a los pies cuando entro en casa. Mi madre está
encogida de dolor en el sofá. Uf, está sufriendo otra de sus crisis. La casa
está hecha un caos y desde la habitación de mis hermanos se escuchan sus
gritos. Sé que lo último que necesita mi madre es que la molesten, así que
voy hacia la habitación de los mellizos. Están saltando en la cama como los
dos críos de siete años que son.
—¡Hasta el infinito y más allá! —grita Paula.
—¡Yo voy a llegar más alto que tú! —exclama Leo.
—¡Os tengo dicho que no saltéis en la cama! —agarro a Paula, que
suele ser la cabecilla, y Leo se sienta cabizbajo—. Mamá no se encuentra
bien. Ya sabéis que no podéis hacer ruido cuando tiene un mal día. ¿Por qué
no hacéis los deberes?
—Ya los hemos hecho —responden al unísono.
—¿Todos?
—Qué sí.
—Tengo una gran idea. ¿Por qué no le hacéis un regalo a mamá? Le
hará ilusión verlo cuando se encuentre mejor.
Mis hermanos son unos niños buenísimos y se quedan conformes con la
idea. Saco la caja en la que guardo los rotuladores, las cartulinas, las
pegatinas y el resto del material de papelería.
—Tiene que ser algo muy chulo —les guiño el ojo.
—¡Vale! —responden al unísono.
Cierro la puerta de su habitación y regreso al salón. Mi madre está
encogida en posición fetal. Tiene otra de sus crisis de fibromialgia, esa
maldita enfermedad silenciosa y tan poco comprendida por la sociedad.
Cada día lo lleva peor y ya ni siquiera puede trabajar. La enfermedad
empeoró cuando mi padre murió hace unos años de un infarto fulminante.
Todavía no se ha resuelto lo de su incapacidad permanente, así que
subsistimos como podemos gracias a la pensión de viudedad y mis trabajos
basura. Mamá no tiene ni idea de nuestros problemas económicos. Me veo
obligada a ocultárselos porque su enfermedad empeora con las
preocupaciones.
—¿Qué tal estás?
—Regular —admite con los ojos llorosos—. Siento tanto ser un lastre…
—No digas eso —le pido apenada—. Tú no has elegido estar enferma.
No te preocupes, yo me encargo de todo. Les hago la cena a los mellizos y
luego los acuesto. Ahora te traigo las pastillas.
—Cielo, eres tan buena… —mi madre aprieta sin fuerza mi mano—.
¿Qué tal te ha ido en tu nuevo trabajo?
—Eh… bien. Ya sabes, aclimatándome.
No le he contado que me han despedido ni que estoy haciendo trabajos
al servicio de la comunidad en la residencia de ancianos. La pobre se
llevaría un gran disgusto y su enfermedad se agrava con los cambios de
humor.
—Tu padre estaría muy orgulloso de ti. Ojalá algún día encuentres a un
buen hombre que valore ese corazón de oro que tienes. Los demás solo ven
tu aspecto, pero se pierden la parte más importante.
—Bah, hay muchos peces en el mar. Ya pescaré a uno que merezca la
pena.
Ella se ríe con debilidad. Le doy un beso en la frente y luego voy a la
cocina para preparar su medicación. Después hago la cena, baño a los
mellizos y por último los acuesto. Son las doce de la noche cuando caigo
rendida sobre la cama. Lo único que me apetece es abrir el grupo de
WhatsApp que tengo con las chicas. Son las únicas con las que puedo
desahogarme.
Yo: ¿hay alguien despierta a estas horas?
Cris: yo!!! Me acabo de hacer la cera justo ahí abajo (no me preguntéis
por qué). Hace tanto tiempo que no me acuesto con alguien que debería
tener telarañas.
Lara: ¡tía! Ja, ja, ja. Me parto contigo.
Lina: hellooooo!
Lina: si no follas es porque no quieres. Utiliza Tinder.
Cris: paso de trincarme a un tío que conozco por internet. Me da palo.
Lina: un palo es lo que hace falta que te metan para que espabiles. Un
buen palo por el toto. O un satisfayer. ¿No lo has probado? Cuando todas
las mujeres descubran el satisfayer, os aseguro que los tíos se extinguen.
Cris: eres lo peor!!!!
María: acabo de dormir a Hedda. ¡Gracias a Dios! ¿Qué os contáis?
Cris: Lina y sus guarradas de siempre. No te pierdes nada ��
María: Lola, ¿qué tal tu segundo día en la residencia?
Yo: fenomenal. Los abuelos son un amor.
Lina: no te encariñes demasiado con ellos. Están en las últimas y luego
lo pasarás mal cuando alguno la palme.
Cris: Lina, por Dios, qué burra eres. Tú también serás vieja algún día.
Lara: ¡tíaaaaaaaa!
Lina: desde luego, qué poco sentido del humor tenéis.

Si no conociera a Lina, pondría el grito en el cielo por su falta de tacto.


Pero ella es así. Parece muy dura, pero luego es muy generosa con los
suyos. Al menos a mí me ha demostrado que es una gran amiga.

Yo: por cierto, tengo un nuevo compi. Otro al que han enviado a la
residencia a hacer trabajos al servicio de la comunidad.
Cris: ¿cómo es?
María: ¿te llevas bien con él?
Lara: ¿es simpático?
Lina: ¿está bueno?
Lina: ¿un expresidiario cañón? Uf, es uno de mis sueños eróticos más
recurrentes. Lo hacemos en una celda, contra los barrotes y…
Cris: desde luego, contigo Freud se habría hecho una tesis.

Leo sus mensajes sin poder aguantarme la risa. Ay, si ellas supieran…
Diego es difícil de catalogar. Escribo una respuesta dejándome llevar por la
sinceridad que me caracteriza.

Yo: es para echarle de comer aparte. En serio, a su lado Lina es un


amor. Menudo tío más insensible y arrogante. Es de esos que miran a todo
el mundo por encima del hombro. Me ha dejado claro que él es demasiado
bueno para trabajar en una residencia y pone cara de asco cuando alguno
de los abuelos se le acerca a hablar.
Cris: vaya energúmeno.
María: uf, qué horror de tío.
Lara: argh.
Lina: ¡gracias por la parte que me toca!
Lina: que no se vaya de rositas. Si se escaquea de su trabajo, no seas
blanda. Ni se te ocurra asumir sus obligaciones. Que te conozco y de lo
buena que eres, terminas siendo tonta.
Yo: muchas gracias ¬¬
Yo: descuida, a este ya lo he puesto en su sitio. El Señor Malas Pulgas
ya sabe a qué atenerse.
Cris: ¿El Señor Malas Pulgas?
Yo: ¡sí!
Yo: ¿sabéis cómo me ha llamado? ¡La Señorita Problemas! ¿Os lo
podéis creer?
Lina: a ver… un poco sí que los atraes. Pero tranquila, aquí estaremos
tus amigas para echarte un cable cuando lo necesites ��
Lara: El Señor Malas Pulgas y La Señorita Problemas, ¿te imaginas
que acabáis liados? Sería como el argumento de esos libros de comedia
romántica que tanto te gustan.
Yo: uf, ¡quita, quita! No es para nada mi tipo. Con ese pelo tan
repeinado y esa cara de amargado que tiene.
Cris: debe ser lo peor, porque tú sueles ser muy benévola con todo el
mundo. Siempre ves la parte buena de los demás.
Yo: pues si la tiene, yo no se la encuentro.

Me quedo muy a gusto después de poner verde a El Señor Malas


Pulgas. No sé si tendrá un corazón o una piedra. Quizá estoy siendo
demasiado prejuiciosa y debería concederle el beneficio de la duda. Pero,
sinceramente, no me apetece conocerlo en absoluto
6. ¿Mi Lola?
Diego

Llevo bastante mal lo de trabajar en la residencia, ¿a quién quiero


engañar? Y para colmo La Señorita Problemas se encarga de ponerme las
cosas difíciles porque quiere llevarse el mérito de arrancarme alguna
sonrisa. Esta no me conoce. No voy a perder el tiempo haciendo figuritas de
barro solo porque ella haya nacido con vocación de agradar a todo el
mundo. Paso.
Yo tengo una vida con problemas propios y más importantes que
ocuparme del ocio de un puñado de vejestorios. Por ejemplo: tengo que
escribir un libro dentro de tres meses. No tengo ninguna idea. Nada. Mi
cabeza es como una página en blanco con dos signos de interrogación.
Mierda.
—Mira, corazón. Lo he hecho para ti con todo mi cariño.
Carmela me ofrece un cenicero de barro pintado de lunares. Genial.
Quedará de puta madre con la decoración minimalista y lujosa de mi casa.
Lo pienso tirar en cuanto salga por la puerta de la residencia. Pero tampoco
quiero que a la buena mujer le dé un síncope por culpa del disgusto de
saberse rechazada y me veo en la obligación de aceptar el cenicero.
—Qué detalle.
—Como veo que siempre sales a fumar…
—Un mal vicio.
—No te culpo por no querer aguantar a un puñado de viejos. Te
escaqueas a la menor oportunidad.
—Eh… —me siento fatal cuando ella me mira con ojos acusadores y
decido buscar una excusa para no partirle el corazón. La encuentro unos
metros delante fingiendo que no me está vigilando. Ahí está La Señorita
Problemas. Con su ceño fruncido mientras observa mi reacción. Dispuesta a
intervenir si lo cree conveniente porque a ella le encanta meterse en los
asuntos ajenos—. En realidad la culpa la tiene Lola. No la soporto y por eso
me veo obligado a salir de vez en cuando a fumar un cigarro. La nicotina
me pone de buen humor. Soy un hombre muy educado y no me apetece
mantener una discusión en público.
—¿Lola? —Carmela mira en su dirección—. Pero si es una ricura de
niña.
—Tanto como una ricura… —es la oportunidad perfecta para
devolvérsela por haberme rifado en el bingo como si fuera una Thermomix.
Lo del pasodoble de Manolo Escobar no se lo voy a perdonar en la vida—.
Yo que tú, me mantendría alejada de ella. Por lo visto tiene tendencia a
coger del pelo a la primera que le lleva la contraria…
Carmela abre los ojos de par en par.
—¿Mi Lola?
Su Lola. Manda narices. Lleva dos días aquí y todos se comportan como
si fuera su nieta.
—Tu Lola —repito sin pestañear. Y luego me invento una historia
rocambolesca porque para algo soy escritor—. Se peleó con una mujer en
las rebajas porque le quitó el último par de zapatos de su número. Llegaron
a las manos y se tiraron de los pelos. Te lo digo porque te tengo aprecio,
Carmela. Será mejor que te andes con ojo con Lola. Con lo bien que te ha
quedado la permanente, imagínate que ella te estropea el peinado porque se
entera de que me has regalado un cenicero en lugar de haber tenido un
detalle con ella. Con el genio que se gasta…
—¡Corre, corre! Guárdatelo que nos está mirando.
Escondo el cenicero dentro del bolsillo interior de mi americana.
Carmela me da las gracias por advertirla y yo le pido —con fingida cara de
terror—, que me guarde el secreto. Por supuesto, el deporte preferido de
Carmela es cotillear con sus amigas de la residencia y acabo de ofrecerles el
chisme perfecto. No puedo disimular una sonrisa de satisfacción cuando las
supuestas tendencias agresivas de Lola corren por la residencia como la
pólvora. Al final del día tiene a un montón de ancianos mirándola con
suspicacia y cuchicheando en voz baja.
Por fin se ha hecho justicia. Ya puedo largarme a fumar tranquilo.
Seguro que la próxima vez que quiera jugármela se lo piensa antes de
meterse conmigo. Yo no sonreiré tanto como ella, pero a mala leche no me
gana nadie. De mal carácter ando sobrado.
—¡Tú!
Lola me golpea el hombro con un dedo. Le estoy dando la última calada
al cigarro y por su culpa se me cae al suelo. Me vuelvo hacia ella con cara
de pocos amigos. Tiene el rostro encendido y los ojos le brillan con rabia.
—Tú… eres… eres…
Me suena la alarma del móvil en ese instante. ¡Menos mal! Ya soy libre.
Me dirijo hacia la salida sin dejarla acabar la frase y ella me sigue sin dar
crédito.
—¿Te has puesto una alarma en el móvil para saber cuándo acaba tu
turno?
—Sí.
—¡Eres peor de lo que pensaba!
—Disculpa, te interpones en mi camino.
Se acaba de plantar en mitad de la puerta de salida con los brazos
cruzados. No debe pesar más de cincuenta kilos. Sería muy fácil cogerla en
brazos y quitarla de en medio. Pero ni muerto le pongo una mano encima.
Sí, es muy guapa. Con ese pelo rubio que le cae por encima de los hombros,
la boca carnosa y esos ojazos color miel que parecen no haber roto un plato
en su vida. Pero ahí se le acaba la gracia. No es mi tipo. Me gustan de mi
edad y con dos dedos de frente. Y ésta aparte de atraer problemas, tiene
pinta de no ser muy lista.
—No me voy a mover de aquí hasta que me expliques por qué has ido
difundiendo rumores sobre mí.
Vaya, ya se ha enterado. Esperaba que la diversión durara un poco más.
Muy mal, Carmela. No sabes guardar un secreto. La próxima vez probaré
con Pepe, que parece más de fiar.
—No sé a qué te refieres…
—Eres… eres…
—¿Soy? —replico con una ceja enarcada y subo la muñeca izquierda
para contemplar el reloj—. No tengo todo el día. Llevo aquí dos minutos de
más.
—¡Eres malvado! —estalla con las mejillas arreboladas—. ¿Cómo te
atreves a decirle a Carmela que estoy aquí por haberme pegado con una
mujer en las rebajas?
—Supongo que además de malvado también soy vengativo. Piénsatelo
mejor la próxima vez que me obligues a bailar un pasodoble de Manolo
Escobar. Estamos en paz, Señorita Problemas.
—¡Eres lo peor! —chilla sin moverse del sitio—. ¿Sabes lo que me ha
costado convencerlos a todos de que no soy una persona conflictiva?
Incluso Teresa ha tenido que mediar porque me tenían miedo.
—A ver… un poco conflictiva sí que eres.
Ella me atraviesa con la mirada. Le hago un gesto con la mano para que
se aparte, pero no se mueve del sitio.
—Ya veo que estás deseando largarte de aquí.
—Exacto.
—Pues no me voy a mover de la puerta —pone los brazos en jarras—.
Para que se te bajen esos humos de hombre super importante que te gastas.
—Oye… —me rasco la barbilla porque estoy al límite de mi paciencia,
que por cierto, no es gran cosa—. No me hagas hacer algo que no me
apetece.
—Uy, ¡déjame adivinar! ¿Me vas a desarmar con esa cara de amargado
que tienes?
Aprieto los dientes. Yo no estoy amargado. Bueno, puede que sí. Un
poco. Pero no hace falta que esta chiquilla que no me conoce de nada me lo
restriegue por la cara. Ni siquiera me lo pienso cuando me acerco a ella con
paso amenazador. A ella le tiembla la barbilla, pero sigue en sus trece.
—Tú lo has querido…
A Lola se le escapa un chillido de impresión cuando la cojo por la
cintura y la levanto del suelo. Me quedo momentáneamente desconcertado
porque su pelo me hace cosquillas en la cara y huele de maravilla. Es un
olor dulce y cautivador. Huele a rosas y a vainilla. Tiene una cintura de
avispa que abarcan mis manos. No pesa casi nada. Lo sabía. Su mirada se
cruza con la mía y algo se remueve en mi interior. Desconcierto. Intriga.
Calor. La magia se rompe cuando ella comienza a gritar.
—¡Suéltame, malas pulgas!
—Eso intento.
Lola patalea y se revuelve como una lagartija. Me cuesta ponerla en el
suelo, justo a unos centímetros de la puerta. Cuando la suelto, me dedica
una mirada asesina. Me limpio una minúscula mota de polvo de la
americana. Ella respira con dificultad y sus ojos echan chispas. Yo no
quiero mirarla a la cara porque me cuesta entender lo que acaba de suceder.
¿Eso era atracción? ¿He sentido deseo sexual hacia esta rubia con la que
no tengo nada en común? No puede ser. Estoy falto de sexo. Habrá sido eso.
—Cómo te atreves a…
—No me dejabas pasar.
—No te mereces el cenicero que te ha regalado Carmela. Seguro que lo
tiras por la ventanilla de tu lujoso deportivo en cuanto dobles la primera
esquina. Solo hay que echarte un vistazo para darse cuenta de la clase de
persona que eres.
—Me alegra que me vayas conociendo.
—Pues eso.
—Pues nada. Adiós.
—¡Adiós!
Abro el coche y paso por su lado sin dirigirle una mísera mirada. Ella
me persigue hasta que me subo al BMW. Lo último que veo es su dedo
corazón despidiéndome a través del espejo retrovisor. Piso el acelerador y
me saco del bolsillo interior el condenado cenicero. No le voy a dar el gusto
de llevar la razón. De eso nada. Ya le encontraré algún sitio a semejante
cacharro. Antes muerto que permitir que La Señorita Problemas tenga la
última palabra.
7. Si quieres guerra, la vas a tener
Lola

No soy una persona conflictiva, que conste. En mi vida jamás me he


peleado con alguien. En el colegio era amiga de todos los niños de mi clase
y soy incapaz de hacerle daño ni a una mosca. No sé guardar rencor, y
cuando me enfado con alguien se me pasa a los tres minutos. Pero El Señor
Malas Pulgas es… es…
¡Lo peor!
¿Cómo se puede ser tan mezquino?
Si antes me sacaba de quicio que huyera de los residentes, ahora va y
difunde rumores en mi contra. ¡Será posible! Pero este no me conoce, y si
quiere guerra, la va a tener. No le interesa relacionarse con los residentes.
Muy bien, se lo voy a poner muy fácil. Nadie va a querer estar a su lado
después de mi pequeña charla instructiva con Francisco.
—No sé por qué me odia tanto… —me hago la víctima.
Francisco me frota la espalda con afecto.
—Chiquilla, no te pongas así. Todos sabemos que tú eres incapaz de
llegar a las manos con alguien. Solo hay que verte para saber que eres una
buena niña.
—Pues claro que lo soy —entorno los ojos con inocencia—. Quizá no
me soporta por lo de su problemilla con la justicia.
—¿Qué problemilla?
—Uy, ¿no lo sabes? —bajo la voz y consigo captar su atención—. Tiene
múltiples personalidades. No le digas que yo te lo he comentado. ¿Tú has
visto la película de Múltiple?
Francisco asiente y se queda pálido.
—Para que te hagas una idea, el pobre Diego está fatal de la azotea.
Cuando se va a fumar es porque una de sus múltiples personalidades está a
punto de salir a la luz. Dice que la nicotina le ayuda a mantener a raya a La
bestia.
—¿Quién es La bestia?
—Su personalidad dominante, claro está. La bestia estaba comprando en
el súper y lanzó a un hombre por los aires cuando no le dejó pasar en la cola
porque solo llevaba un paquete de chicles. Es mejor no cabrear a La bestia.
Francisco se santigua.
—No me vuelvo a acercar a él.
—Haces bien. La bestia, cuanto más lejos, mejor.
Después de mi conversación con Francisco, el rumor se extiende con
rapidez entre los residentes. Diego, que está absorto en su móvil, se da
cuenta de que todos lo miran y cuchichean en voz baja. Frunce el ceño y
pone mala cara. Sonrío sin poder evitarlo. Donde las dan las toman, je, je,
je.
***
Pero lo bueno dura poco, y dos horas y media después, Diego viene en
mi busca con cara de querer asesinarme. Estoy recogiendo los materiales
del taller de pintura. Uf, ya se ha enterado. ¿Me pregunto quién le habrá ido
con el cuento?
—¿La bestia? ¿En serio? —pregunta con tono iracundo—. ¡Qué
original eres!
—¿A qué sí? Es porque cuando te miro pareces una auténtica bestia.
Solo te faltan los colmillos. De mal genio ya andas sobrado.
—De no ser por Pepe, ni siquiera me habría enterado de que soy el
hazmerreír de la residencia.
Vaya, ha sido Pepe. Es el único al que todavía no me he ganado. Tiempo
al tiempo.
—Pero ¿no es lo que querías? Ahora todos te huyen y ya no necesitas
quitártelos de encima. Cuando te ven llegar por el pasillo, se advierten los
unos a los otros y murmuran: Cuidadoooo, que viene la bestia.
Diego me atraviesa con la mirada y yo me parto de risa.
—Déjame adivinar: estás aquí por meterte donde no te llaman.
—Frío, frío.
—Por pincharle las ruedas del coche a tu último ex.
—Frío.
—Por amenazar a tu profesor de la facultad porque te suspendió en el
examen.
—Frío —respondo, y el juego ha dejado de hacerme gracia—. Ya vale.
Estamos empatados.
—Tú lo más cerca que has estado de la universidad es viendo una
película americana de animadoras, eh.
—Y tú lo más cerca que has estado de saber lo que es la educación es al
leer sus sinónimos en un diccionario.
—Por lo menos yo no me meto donde no me llaman.
—Por lo menos yo no voy mirando a todo el mundo por encima del
hombro.
—Por lo menos yo no estoy todo el día sonriendo como una pánfila.
—Por lo menos yo no tengo cara de estreñido.
—¡Yo no…! Por lo menos yo no…
—¿Qué está pasando aquí? —Teresa aparece de repente y nos mira
alucinada—. Las voces se escuchan desde el pasillo.
—¡Ha empezado él!
—¡Ha empezado ella!
Los dos lo exclamamos al unísono y Teresa suspira. Luego sacude la
cabeza y nos hace un gesto para que la sigamos hacia la sala de estar donde
todos los residentes mantienen una acalorada discusión. Parecemos dos
críos de primaria a los que su profesora va a reprender en público. No me
reconozco. La culpa es de La bestia —ups, quiero decir, Diego—, que saca
lo peor de mí.
—Están discutiendo por vuestra culpa —nos informa irritada—. Por lo
visto habéis estado difundiendo rumores en contra del otro. Unos están de
parte de Lola y otros de parte de Diego. No me puedo creer que no os
importe que les suba la tensión por culpa de vuestra absurda rivalidad.
—¿Algunos están de parte de Diego? —digo sin dar crédito.
—Lola, Diego. Si no os pedís disculpas delante de los residentes,
escribiré un informe desfavorable para el juez. Vosotros veréis. Esta
enemistad que tenéis se acaba hoy.
Diego y yo nos miramos con sendas malas caras. Teresa se cruza de
brazos y nos mira expectante. Argh, no voy a ser yo la que empiece. La
culpa la tiene él, ¿no?
—Lola, tú primera.
—¡Yo por qué! —me quejo como si fuera una niña.
—Lola…
—Uf, vale —me vuelvo hacia los residentes con cara de niña buena—.
Esto… el rumor que he difundido hoy sobre Diego no es verdad. Solo lo
hice movida por la venganza porque él dijo que yo me había peleado con
una mujer en las rebajas. Obviamente es mentira. No tengo nada en contra
de Diego y por mi parte se queda aquí.
Se escuchan algunos abucheos y unos pocos aplausos. Diego resopla y
da dos pasos al frente.
—El rumor que difundí sobre Lola es completamente falso.
Pongo los ojos en blanco cuando termina. Teresa lo empuja hacia el
centro de la sala de estar para que continúe y él accede de mala gana.
—No volveré a propagar rumores sobre Lola. No tengo nada en contra
de ella y espero que a partir de ahora podamos llevarnos como dos personas
civilizadas.
—¡Qué se besen, qué se besen, qué se besen! —exclama Carmela.
Los dos torcemos el gesto. Sí, claro, lo que faltaba. Darle un beso al
Señor Malas Pulgas. Para que me contagie su mala baba o algo por el estilo.
Diego me ofrece la mano y la estrecho con desgana. Algo se remueve en mi
interior cuando nos damos un apretón y nuestros ojos se encuentran. Sus
ojos azules se oscurecen y noto un cosquilleo nervioso en el estómago. Bah,
seguro que son las ganas de vomitar.
8. Encerrados
Diego

Somos el hazmerreír de la residencia. Qué maravilla. Ni siquiera sé por


qué entré en el juego de semejante lunática. Yo no soy así. Soy un hombre
esquivo y parco en palabras, pero ella saca lo peor de mí. Y algo más
intenso y abrumador a lo que soy incapaz de ponerle nombre.
¿Por qué me puse nervioso cuando la cogí en brazos? Fue su olor. A
rosas y a vainilla. Pero supongo que no tiene la menor importancia porque
llevo varios meses sin acostarme con una mujer. Mi cuerpo reaccionó de
una forma primitiva y de la que me avergüenzo. Eso es todo. Solo tengo que
echarle un simple vistazo a La Señorita Problemas para saber que no es mi
tipo. Ni de lejos.
Le estoy pasando una bayeta a la mesa en la que han estado jugando a
los alfareros. Uf, lo ponen todo perdido. A La Señorita Problemas solo se le
ocurren talleres que me tienen todo el santo día con la fregona en la mano.
¿Por qué no les lee un libro o los manda a dormir la siesta?
—¿Por qué no hacéis las paces? —intercede Francisco.
—Ya hemos hecho las paces.
—Ni siquiera os miráis. Hoy no habéis cruzado ni una sola palabra.
—Es complicado hablar con una persona con la cual no tienes nada en
común.
—Pero, seguro que si hacéis el esfuerzo de conoceros, encontráis algún
punto en común.
—Sí, que respiramos.
—No seas así.
—Ahora que lo dices, los dos tenemos cinco dedos en cada mano, nariz,
ojos, boca…
Carmela se suma a la conversación y le da un par de palmaditas
cargadas de complicidad a Francisco en la espalda.
—Déjalo. Es un caso perdido. Es como pedirle al pobre muchacho que
baile con decencia un pasodoble de Manolo Escobar.
—Muchas gracias.
—A mi edad puedo ser todo lo sincera que me dé la gana.
—Faltaría más.
—Por cierto, creo que Teresa te estaba buscando. Está en el almacén.
Quería comentarte algo sobre tu condena.
Se me descompone la expresión y voy directo hacia el almacén. Espero
que esa bruja no le haya ido al juez con el cuento de que no me estoy
esforzando lo suficiente. A ver, que tampoco es mentira. Pero viniendo de
mí, no se le pueden pedir peras al olmo. Yo hago lo que puedo y para colmo
tengo de compañera a una lunática que…
—¿Qué haces tú aquí? —pregunto irritado cuando me encuentro a Lola
en el almacén—. ¿A ti también te ha hecho llamar?
—Sí. Como me eche la bronca por tu culpa, te enteras.
—Si tú no hubieras difundido ese rumor sobre mí, nada de esto habría
pasado.
—¡Empezaste tú!
—Porque te metes donde no te llaman.
—Pirqui ti mitis dindi ni ti llimin.
—¿En serio?
—Veo que tenéis muchas cosas de las que hablar —dice Carmela a
nuestra espalda, y le guiña un ojo a Francisco para que cierre la puerta.
—¿Qué hacéis? —doy un paso al frente, pero Francisco es más rápido y
cierra la puerta—. Francisco, Carmela, no tiene gracia. Abrid.
—Os hemos encerrado dentro para que lleguéis a un entendimiento. No
sirve de nada gritar. Teresa está en el jardín dirigiendo una clase de yoga,
las auxiliares están en una reunión y todos los residentes nos hemos puesto
de acuerdo —nos explica Carmela.
—¡Portaos bien! Por cierto, no hemos cogido preservativos. Es que a
nuestra edad, la fertilidad brilla por su ausencia.
Lola me aparta con el hombro e intenta abrir la puerta. Forcejea con el
pomo durante un rato hasta que se da por vencida.
—¡Francisco, abre! Te juro que se te acabaron las películas del Oeste. A
partir de ahora todas las películas que ponga serán de Richard Gere.
—¡Bieeeeeen! —exclama eufórica Carmela detrás de la puerta—. Me
encanta Oficial y Caballero.
—Vale, lo retiro. Y las de Richard Gere también se han acabado. Os
pondré documentales de Félix Rodríguez de la Fuente.
—¡Somos la resistencia!
—¡Tenemos a toda la residencia de nuestra parte!
Lola apoya la frente en la puerta y suspira. Yo me froto la cara para
despertarme de esta pesadilla. Dios, seguro que si llego a escribir una
escena semejante en mi libro los lectores me tildan de exagerado. A veces
la realidad supera a la ficción.
—¡Diego, prueba a darle un beso! —me sugiere Francisco—. Con un
beso yo conquisté a mi mujer.
—Como me beses, te mato —me advierte Lola.
—No estoy tan desesperado.
Me cruzo de brazos e intento no perder la paciencia. Ya se cansarán. La
clase de Teresa termina dentro de una hora y averiguará dónde estamos.
Puedo sobrevivir durante una hora encerrado en el mismo espacio que Lola.
Solo necesito ignorarla. Es fácil. Cierro los ojos y pienso en una idea para
ese libro del que todavía no he escrito ni una palabra.
Vamos, Diego, piensa. Te quedan menos de tres meses. O de lo
contrario ya sabes lo que te espera…
Uhm… a ver qué se me ocurre. Un hombre paseando por la orilla de un
lago en una fría tarde de invierno. Hay una espesa niebla que impide ver
más allá de unos metros, y de repente…
—Ay.
Abro los ojos y aprieto los dientes. Lola se ha llevado una mano al
pecho y respira con dificultad. Está más pálida de lo normal.
—Ay…
—¿Estás bien? —pregunto de mala gana.
—Me está entrando angustia.
—¿Eres claustrofóbica?
—Yyoquesé —responde acelerada—. Nunca me habían encerrado en un
armario. ¡Socorroooooooooo!
Lola comienza a aporrear la puerta como si le fuera la vida en ello. Al
otro lado no se escucha nada y me imagino que Francisco y Carmela se han
largado. Genial, ahora me toca lidiar a mí con La Señorita Problemas. Ella
está hiperventilando y tiene los ojos vidriosos. Temo que vaya a desmayarse
y le pongo una mano en el hombro.
—Lola, tranquila. Solo es un almacén. La clase de Teresa termina
dentro de una hora y nos sacará de aquí.
—Necesito salir ya. Me asfixio. ¡Aire! ¡Socorrooooooo!
—Cálmate.
—¡No me pidas que me calme!
—Bueno, pues sigue gritando.
—Pero ¡haz algo!
—¿Qué quieres que haga?
—¡Distraerme!
—Yo… esto… —resoplo. Es la situación más surrealista que he vivido
nunca—. ¿Conoces La leyenda árabe de los dos amigos?
—No…
Me mira a los ojos y consigo captar su atención. Algo es algo. Al menos
ya ha dejado de respirar como si le faltara el aire.
—Eran dos amigos que viajaban por el desierto. En un determinado
punto del viaje, los dos amigos empezaron a discutir y uno de ellos abofeteó
al otro. El golpeado escribió en la arena: hoy mi mejor amigo me dio una
bofetada, y prosiguió su camino como si tal cosa…
Lola me mira intrigada. Parece más calmada.
—Luego los dos amigos llegaron a un oasis en el que decidieron
bañarse. El amigo que había sido abofeteado comenzó a ahogarse en el
lago, y el otro nadó sin dudarlo hacia él para salvarlo. Su amigo escribió en
una roca: hoy mi mejor amigo me salvó la vida. El otro, extrañado por su
forma de actuar, le preguntó por qué lo hacía. Y éste respondió: cuando
alguien me hace algo malo, lo escribo sobre la arena para que el viento del
perdón borre las palabras. Pero cuando alguien hace algo bueno por mí, lo
escribo sobre la roca para recordar que debo ser agradecido.
—Esto… ¿tiene alguna moraleja que se pueda extrapolar a nosotros?
¿Me estás lanzando algún mensaje subliminal? —pregunta confundida.
—No. Te estaba distrayendo y parece que ha funcionado.
—Vale. La verdad es que sí que ha funcionado. Me encuentro mejor.
Gracias.
—No hay de qué.
—Se te da bien contar historias.
Estoy a punto de decirle que soy escritor, pero me contengo porque no
me apetece que sepa nada de mí. Alargo el brazo para cogerle la muñeca y
ella se aparta por instinto. ¿Qué se piensa que voy a hacerle? Ni que fuera
La bestia esa de la que habló.
—Solo te quiero tomar el pulso.
—Ah… vale.
Pongo los dedos sobre su muñeca. Su piel es inesperadamente cálida.
Intento ignorar las emociones que produce en mi cuerpo ese contacto. Esto
no tiene ningún sentido. ¿Cuánto tiempo llevo sin acostarme con una
mujer? Bastante. Ese es el problema.
—Lo tienes muy acelerado. Respira con calma. Inspira por la nariz y
expulsa el aire por la boca.
Lola me obedece sin rechistar. Me fijo en sus ojos. Son de una tonalidad
ámbar de lo más fascinante. Ella me pilla observándola y arruga el ceño.
—Creo que ya estoy mejor.
Le suelto la muñeca como si me diera asco y ella enarca una ceja.
—¿Has hecho un curso de primeros auxilios?
—No. Solo es una técnica de relajación que utilizo cuando me estreso.
—Seguro que eres de los que se estresan con facilidad.
—Seguro que eres de las que no pueden mantener la boca cerrada.
—Ya vuelves a ser el mismo malas pulgas de siempre.
—Y tú la misma problemas a la que estoy acostumbrado.
—Pues eso.
—Pues nada —respondo, por llevar la última palabra.
9. Encerrados II
Lola

Respirar el mismo aire que Diego que incomoda. Reconozco que ha


sido muy considerado al contarme una historia para distraerme y luego
tomarme el pulso para cerciorarse de que me encontraba bien. Me ha
entrado un ataque de pánico, qué se le va a hacer. Soy una dramática por
excelencia y creí que me moría cuando nos han dejado encerrados en el
almacén.
Observo de reojo a Diego sin que él se dé cuenta. Es una lástima que
vaya por la vida con esa expresión enojada, porque si se relajara un poco
resultaría muy atractivo. Carmela y las demás dicen que es uno de los
hombres más elegantes y con mejor planta que se han echado a la cara.
Desde mi punto de vista, es demasiado clásico a la hora de vestir. Con esos
trajes de dos piezas y las camisas impolutas. Es como si acabara de salir de
un bautizo.
—¿Qué miras? —me espeta cuando me pilla observándolo.
—Nada. Aquí no hay mucho que mirar.
—Pero me estabas mirando.
—Tú también me miras cuando te crees que no me percato.
—No sé de qué me hablas.
—Uy, sí que lo sabes. Pero eres demasiado engreído para admitirlo.
—No te vayas a creer que me gustas. Lo de antes ha sido una mera
cortesía entre personas civilizadas.
—¿Tú eres civilizado?
Diego me atraviesa con la mirada. Menudos ojazos azules se gasta. Si
no fuera tan borde…
—No quiero discutir. Esos dos nos han encerrado aquí por una razón y
todavía tenemos que pasar un rato encerrados. Será mejor que hagamos las
paces —digo.
—Ya habíamos hecho las paces.
—De corazón.
—De corazón te digo que no me interesa lo más mínimo hablar contigo.
—Enserio, ¿de dónde te has escapado?
—Por lo que parece, de un mundo diferente al tuyo.
—Y tanto. En el mío las personas suelen ser amables y no tienen cara de
estar estreñidas.
—Yo no tengo cara de… —Diego aprieta la mandíbula—. Déjalo. No
merece la pena discutir contigo.
—Lo mismo te digo.
—Pues eso.
—Pues nada.
—¿Siempre debes tener la última palabra?
—¿Siempre tienes que discutirlo todo?
—No.
—Conmigo lo haces.
—¡Porque tú me picas!
—Yo no te…
Diego se aleja de mí lo máximo que le permite el reducido espacio en el
que nos encontramos y se sienta en el suelo, no sin antes sacar un pañuelo
del bolsillo interior de la camisa para limpiar el pavimento. Me deja
alucinada que sea tan escrupuloso. Seguro que piensa que aquí todos le
podemos contagiar algo.
—¿Tú no qué? —pregunto intrigada porque ha dejado la frase a medias.
—Nada.
—¿Nada?
—Te estoy ignorando. Dos no discuten si uno no quiere.
—Ah, ¡qué maravilla! A ignorarnos hasta que regrese Teresa.
Me siento con la espalda pegada a la pared y lo pillo mirándome de
reojo. Pero bueno, ¿no habíamos quedado en que íbamos a ignorarnos?
Pongo los ojos en blanco y él resopla. Nos pasamos un buen rato
espiándonos el uno al otro como el que no quiere la cosa. Él me mira y
finge estar muy concentrado en sus zapatos cuando lo pillo. Yo lo miro y
finjo estar muy concentrada en la pared cuando me pilla. Y así transcurre la
hora más eterna de mi vida…
Teresa abre la puerta de par en par y se nos queda mirando con cara de
póker. Diego es el primero en levantarse y salir del almacén con la cabeza
alta y la expresión indignada.
—Tus residentes son unos secuestradores —le suelta irritado—. ¡Quiero
la hoja de reclamaciones!
10. ¡Y dale con Jorgito!
Diego

Trabajar en la residencia es peor que una tortura china. Después del


numerito de nuestro encierro del que mejor prefiero olvidarme, intento
pasar desapercibido y ocupar mi tiempo para que Teresa no me eche la
bronca o La Señorita Problemas le vaya con el cuento. Estoy convencido de
que es una chivata. Ahí está, con esa sonrisa de oreja a oreja con la que
debió nacer. Me la imagino viniendo al mundo como una bebé sonriente y
dispuesta a caer bien a cualquiera que se cruce en su camino. Pues conmigo
la lleva clara.
Es como una pistola que dispara sonrisas por doquier. Sonríe a Carmela
cuando ésta le dice que se quede con ellos para siempre porque les alegra el
día. Sonríe a Francisco cuando éste le dice que, si tuviera cuarenta años
menos, se habría casado con ella. E incluso sonríe a Pepe —el viejo del
ceño fruncido—, cuando él la manda al infierno y le grita que lo único que
le interesa es jugar al solitario. De verdad que no la entiendo, ¿por qué tiene
que sonreír por todo? ¿De verdad es tan feliz como aparenta o es simple
fachada?
Por mi parte, me limito a ordenar las estanterías o a limpiar el polvo de
las mesas. Me tomo más tiempo del necesario y hago una pausa cada media
hora para fumar un cigarro. Así no se nota tanto que en realidad me estoy
escaqueando. Alguien carraspea a mi espalda cuando estoy fumando el
quinto pitillo del día. Es Pepe, la alegría de la huerta. Es el único que me
cae bien porque no me toca los huevos. El buen hombre se limita a jugar al
solitario y no quiere tema de conversación. Ojalá todos fueran como él y no
tuviera que jugar al escondite para que me dejasen en paz.
—¿Tienes un cigarro?
—¿Tú puedes fumar?
Tiene mal aspecto y no me gustaría que le diera un telele por mi culpa.
Tampoco soy tan miserable. Le cuesta tenerse en pie y se agarra como
puede al bastón.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Tienes o no tienes un cigarro?
—También es verdad —le ofrezco un cigarro y le doy fuego. Ya tiene
bastantes años. Él sabrá lo que hace—. Supongo que cada uno elige como
matarse. Que lo disfrutes.
—Aquí no me dejan fumar —se queja malhumorado—. No me dejan
hacer nada. Ni fumar, ni ver el futbol, ni ir a dar una vuelta. Envejeces y te
tratan como si fueras un idiota. Sobre todo la nueva. Se piensa que me
puede hablar como si fuera un chiquillo que no se entera de nada.
Vaya, vaya… se está refiriendo a Lola. La Señorita Problemas tiene
encandilados a todos los residentes excepto a él, que la manda a la porra
cada vez que ella intenta acercarse.
—¿Por qué te cae tan mal?
—No me fío de ella.
—¿Y eso? —no soy cotilla, pero reconozco que me pica la curiosidad.
Anoche me acosté pensando en ella y no tengo ni idea de por qué.
—Es una ladrona.
Su confesión me pilla desprevenido. No la tenía por una ladrona. La
verdad es que tiene pinta de ser buena gente, pero supongo que no te puedes
fiar de los demás en un mundo donde las apariencias engañan.
—¿Cómo lo sabes?
—La pillé hablando con Teresa. No me enteré de los detalles, pero sí de
lo más importante. Está aquí por ladrona.
—Cuidado, la pasma —le digo cuando una auxiliar de geriatría se
acerca empujando la silla de ruedas de un residente.
Pepe tira el cigarro y disimula estar muy concentrado observando los
chorros de agua de la fuente. Dios, esto es absurdo. Tiene ochenta y tantos
años y no puede hacer lo que le dé la gana. Si fuera un hombre más
sensible, casi me apiadaría de él.
***
Estoy a punto de terminar la jornada cuando alguien me tira de la
camisa. Estupendo, es Guadalupe. Me vuelvo hacia ella intentado hacer
acopio de paciencia. A ver qué quiere ahora.
—¡Jorgito!
Mierda, otra vez no.
—Esto… Guadalupe. Tienes que entender que yo no soy…
—Jorgito —alguien me da una palmada en la espalda. Es La Señorita
Problemas. La que faltaba—. ¿Charlando con tu madre?
Me sostiene la mirada con un hálito de esperanza. ¿Por qué se tiene que
meter donde no la llaman? Estoy a punto de abrir la boca para protestar,
pero algo me lo impide. Son sus ojos. Dos océanos de miel en los que me
pierdo y que me dejan momentáneamente desconcertado. Ella tiene algo.
No sabría decir el qué. La Señorita Problemas tiene los ojos más
cautivadores que he visto en mi vida. Me hechizan. Me abruman. Me dejan
sin aliento.
—¡Un selfie! —exclama, pillándome completamente desprevenido—.
Claro que sí, Lupe. Nos hacemos una foto de recuerdo los tres juntos.
—Pero ¿qué? Yo no…
Lola me pone en medio y se pega a mí. Lupe sonríe a la cámara
rebosante de felicidad. Estoy demasiado agobiado para quejarme. No
entiendo lo que me pasa. Quizá es la falta de sexo, porque de repente noto
el perfume de Lola. Huele a rosas. La piel suave de su mejilla se aprieta
contra la mía y mi corazón se salta un latido. Joder, ¿qué demonios me
pasa? Solo es una chica a la que le saco bastantes años. Y, sin embargo, me
quedo momentáneamente embrujado.
—A la de tres, sonreímos y decimos: ¡Jorgito! ¡Una, dos y tres!
¡Jorgitoooo!
La madre que la parió. Salgo en la foto con el ceño fruncido. Guadalupe
parece una niña que acaba de entrar en el parque de atracciones. Lola le
promete que imprimirá la foto y la enmarcará para que la tenga de recuerdo.
Estoy furioso porque no entiendo lo que me ha sucedido. Han sido sus ojos.
Esa mirada repleta de inocencia y dulzura que me ha dejado trastocado. La
sigo echando humo por las orejas cuando se dirige al jardín y aprovecho
que estamos solos para ponerla en su sitio.
—¿Por qué te tienes que meter donde no te llaman?
Ella pestañea con ingenuidad y noto una punzada en el corazón. A mí
esta no me engaña. Con esa miradita de no haber roto un plato y esos ojos
que hasta hace unos minutos me tenían hechizado.
—¿Lo dices por la foto? Vamos… a Lupe le hacía ilusión. Piensa que la
has hecho muy feliz. Eso es lo que cuenta.
—No voy a seguir fingiendo que soy el tal Jorgito solo porque a ti te dé
la gana. Se acabó. No cuentes conmigo.
—No seas tan tiquismiquis. Tiene demencia senil. A veces te confunde
con su hijo. ¡No es para tanto!
—A mí no me engañas —la señalo con un dedo. Estoy fuera de mí—.
No eres tan buena como pareces.
—Disculpa, pero no sé a qué te refieres.
—Si, hazte la tonta.
—Vas a tener que ser más directo.
—Qué se puede esperar de una ladrona. Yo al menos no he acabado
aquí por robar lo que no es mío.
Ella retrocede impactada y con los ojos abiertos de par en par. Su dolor
es tan transparente que por un segundo me pregunto si no habré metido la
pata. Sus mejillas se tiñen de rojo y su boca se contrae en una mueca
dolorosa.
—Tú no me conoces.
—Ni me apetece.
—El sentimiento es mutuo —responde con la voz temblorosa—. Porque
cada vez que me digo que no puedes ser tan horrible como pareces, haces
algo que confirma mis sospechas.
Lola sale disparada hacia el salón. El corazón me va a mil por hora. No
entiendo nada de lo que acaba de suceder. Ni siquiera sé por qué esta mujer
me enfurece tanto. Lo de antes me ha dejado tan descolocado que
necesitaba devolvérsela para marcar la distancia. Por el rabillo del ojo, me
percato de que hay alguien observándome. Es Teresa y me mira como si yo
fuera el peor hombre del mundo.
—No sé quién te habrá ido con el cuento, pero Lola no es ninguna
ladrona. Si te tomaras la molestia de conocerla, descubrirías a una joven
maravillosa.
—¿No está aquí por robar?
—Sí —responde irritada—. Un cartón de leche, un paquete de
macarrones y poco más. Lo hizo para alimentar a su familia. Una persona
horrible, eh.
Joder.
Maldita sea.
¿De verdad está aquí por robar comida?
Estoy tan hecho polvo después de haber metido la pata que hago lo
único razonable que se me ocurre. Ir detrás de ella y armarme de valor para
pedirle disculpas. Es lo mínimo que se merece.
11. Me has hecho daño
Lola

Menos mal que la jornada ha llegado a su fin, porque no soportaría


mirar a los ojos a Diego ni un minuto más. El Señor Malas Pulgas es más
odioso de lo que pensaba. Me ha llamado ladrona. Sí, puede que lo sea. Soy
una ladrona que tomó una decisión equivocada y de la que no se siente
orgullosa. Lo hice porque teníamos la nevera vacía y le dije a mi madre que
iría a hacer la compra. No me puedo creer que me haya dado donde más me
duele. Ni siquiera se ha tomado la molestia de conocerme, ¿para qué?
Estoy esperando el autobús cuando un coche aparca delante de la
parada. Diego está al volante y me mira con un pudor muy palpable. Me
pongo las gafas de sol porque no quiero que vea mis ojos hinchados. Luego
finjo estar muy concentrada con el móvil.
—¿Te llevo a alguna parte?
—No.
—Te puedo acercar a tu casa. No me importa.
—Te he dicho que no.
Me deja a cuadros cuando se baja del coche y se acerca a la parada del
autobús. Hace el amago de sentarse a mi lado, pero soy más rápida y coloco
la mochila en el asiento libre para impedírselo.
—Lola, no sé ni qué decir para arreglar lo de antes.
—Es fácil. No digas nada, móntate en tu lujoso coche y lárgate.
—Me veo en la obligación de pedirte perdón.
—Uy, te relego de semejante obligación. Ya te puedes marchar
tranquilo. Venga, hasta luego.
—Lo siento —dice avergonzado—. Te pido disculpas por haberte
juzgado a la ligera. No te mentí cuando te dije que soy un tipo con poca
paciencia y que se irrita con facilidad. Lamento haberlo pagado contigo.
Levanto la barbilla y lo miro de mala gana. He de reconocer que parece
sincero. Me encojo de hombros para fingir que sus palabras no me han
herido.
—Vale.
—¿Vale? ¿Así sin más?
—Sí, te perdono. Está olvidado.
—Aunque lleves esas gafas de sol, eres la persona más transparente que
he conocido en mi vida. Sé que estás molesta.
—Pues sí, lo estoy —admito de mala gana—. Me has hecho daño. No
me siento orgullosa de lo que hice y tú has hurgado en la herida.
A él se le escapa un suspiro. De repente no resulta tan frío ni tan altivo
como de costumbre. Solo es un hombre que intenta pedir disculpas.
—¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?
Lo miro sin entender.
—¿Tú? Nada. Ni siquiera te conozco. Déjalo. Ya te he dicho que está
olvidado.
—Déjame llevarte al menos a tu casa.
—No.
—¿Quieres saber por qué acabé en la residencia? —su pregunta me pilla
desprevenida—. Así estaremos en igualdad de condiciones. Podrás
juzgarme como se te antoje. Me lo merezco.
Me pica la curiosidad pero intento que no se me note demasiado.
—¿Qué hiciste?
—Estaba en un congreso de escritores. Un lector me hizo una pregunta
impertinente y que me sacó de mis casillas. Tuve una reacción
desmesurada. Le tiré un libro a la cabeza. El tipo me denunció y aquí me
tienes.
—¿En serio? —pregunto alucinada.
—Sí —responde con gesto serio—. Adelante, estoy preparado para
recibir tu crítica. Despáchate a gusto conmigo.
—¿Eres escritor?
—Sí.
—¿Un escritor famoso? ¿Uno que vive de sus libros?
—Sí.
—¡Guau!
Estoy impresionada. Pensé que con esa cara de aburrido sería contable o
algo por el estilo. Pero es escritor. Y por lo visto uno de los buenos. Retiro
el bolso para que se siente a mi lado. De repente me apetece muchísimo
charlar con él. Diego toma asiento a mi lado y nuestras piernas se rozan. Lo
miro con un interés inusitado.
—¿Qué género escribes?

—Novela negra.
—Nunca había conocido a un escritor. Madre mía, ¡qué profesión tan
interesante! Me encanta leer. Dime alguno de tus títulos y lo compraré.
—Espera —Diego se levanta, va hacia el coche y abre el maletero.
Regresa con un pesado libro en el que se lee la palabra Best Seller. Madre
mía, y tanto que es un escritor famoso. Ahora los trajes de marca y el lujoso
deportivo cobran más sentido—. Te lo regalo.
—¿Me lo dedicas? —pregunto ilusionada.
—Por supuesto.
Diego busca un bolígrafo dentro de su americana y tarda un largo
minuto en escribir una dedicatoria. Le arranco el libro en cuanto termina.
Estoy deseando saber lo que ha puesto.

Para Lola,
Con la esperanza de que este libro le resulte más agradable que la
persona que lo escribió.
Diego Beltrán.
—Muchas gracias. Es un detalle.
—Siéntete libre de ser sincera. Sé aceptar las críticas.
—¿No me tirarás un libro a la cabeza si te digo que no me gusta?
A Diego se le escapa una sonrisa y sus ojos centellean. Guau. Es
tremendamente atractivo cuando sonríe. Con las arrugas que se forman
alrededor de sus ojos y la expresión relajada. Alguien debería decirle que
sonría más a menudo.
—No, tranquila.
—¿Por qué le tiraste el libro? ¿Cuál fue la pregunta que tanto te sacó de
tus casillas?
—Te lo contaré cuando lo termines.
—Trato hecho.
Le tiendo la mano y él la estrecha. Me pregunto si luego se desinfectará
las manos. No me extrañaría.
—Teresa me ha contado por qué estás aquí.
—Ay, Dios —un calor sofocante me sube por las mejillas—. No me
mires con lástima. No lo soporto.
—No te estaba mirando con lástima. Creo que hay que ser muy valiente
para tomar semejante decisión.
—Pues yo creo que hay que estar muy desesperado —cambio de tema
porque es de lo último que me apetece hablar con un extraño—. Solo
aceptaré tus disculpas si a partir de ahora los dos hacemos el esfuerzo de
llevarnos bien. No quiero discutir constantemente con alguien que será mi
compañero durante treinta días.
—Me parece lógico.
Vaya, esto tampoco me lo esperaba. Por lo visto lo he pillado en un
buen momento y no pienso desperdiciarlo.
—¿Me ayudarás con los talleres?
—No creo que…
—Eres la persona indicada para el club de lectura. Vamos a leer Anna
Karenina. Les hará ilusión comentarlo con un escritor de prestigio como tú.
Diego respira profundamente. Es como si le costara un esfuerzo
tremendo abrirse a los demás. No lo entiendo, pero seguro que ya nos
iremos conociendo.
—De acuerdo, tú ganas. Pero solo el taller de lectura.
El autobús llega en ese momento y me pongo de pie. Diego también lo
hace y me coge del brazo antes de que pueda dar un paso. Me sobresalto
por el contacto porque no me lo esperaba. Él me suelta. Parece avergonzado
de su comportamiento.
—¿Me permites acercarte a tu casa?
—No.
Se queda tan chafado después de mi respuesta que no logra disimularlo.
—Vivo bastante lejos.
—No me importa en absoluto.
—Prefiero aprovechar el trayecto en autobús para empezar a leer tu
libro.
—Como quieras.
—Adiós, ¡Jorgito! —me despido de él antes de subirme al autobús y le
dedico una mirada burlona.
El Señor Malas Pulgas frunce el ceño y se me escapa una carcajada
cuando las puertas del autobús se cierran. Parece que el león no es tan fiero
como lo pintan. Busco un asiento libre y empiezo a leer la primera página
de Todo lo que esconde el silencio. Tiene buena pinta.
12. Bendita inspiración
Diego

Estoy eufórico cuando abro el portátil y mis dedos se deslizan con


rapidez por el teclado. No sé qué me pasa, pero de repente me ha entrado
una fiebre que solo se esfuma si escribo lo que tengo en la cabeza. Las
palabras retumban con fuerza. El corazón me late desbocado. Es la misma
sensación que tuve cuando le di vida al protagonista que me catapultó a la
fama. Es casi de madrugada cuando me percato de que llevo más de quince
páginas y ni siquiera he cenado. Es una buena idea. Dios, es una gran idea.
¿Por qué no se me habría ocurrido antes?
Me levanto de la butaca para ir hasta la cocina americana. Audrey
ronronea a mi alrededor y estoy tan contento que la premio con una de esas
latas de salmón gourmet que solo reservo para las ocasiones especiales.
Definitivamente hoy es una ocasión especial. Después de cuatro años, he
vuelto a escribir. Abro el frigorífico y preparo un sándwich de queso
fundido. Estoy pletórico. Estoy completamente entregado a la historia.
Bendita inspiración que ha regresado en el momento menos pensado y…
gracias a ella.
La Señorita Problemas.
La propietaria de los ojos color miel más bonitos que he visto en mi
vida. Sé que es ridículo, pero hago algo completamente impropio de mí y la
busco en Facebook. Parezco un adolescente que intenta ligar por las redes
sociales.
Lola Ramírez.
Hay miles de Lola Ramírez en Facebook. Es un nombre muy común.
Pero ella no tiene nada de común. Me enloquece. Me hace perder el control.
A mí, el tipo más centrado y aburrido sobre la faz de la tierra. Me acabo el
sándwich en cuatro bocados y le envío a Elías los dos primeros capítulos de
la novela que tengo entre manos.
¿Quién eres, Lola?
¿Quién diantres eres?
Estoy tan nervioso que no puedo conciliar el sueño. Doy vueltas sobre
el colchón. Necesito saber más cosas de ella. Necesito conocer todos los
detalles de la vida de la mujer que me ha devuelto la inspiración. Mi musa.
Nunca he tenido una. Quizá ese era el problema.
Este es el plan: me acercaré a ella y me haré su amigo. Aprovecharé al
máximo estos treinta días porque la necesito para escribir mi libro. No sé
quién es La Señorita Problemas. Pero mirarla a los ojos ha sido justo lo que
necesitaba para volver a escribir.
Como no puedo dormir, abro mi correo electrónico para ponerme al día
con los emails atrasados. Tengo miles de mensajes de lectores que me piden
la resurrección del inspector Jaime Lezcano. Sonrío para mis adentros. No
tienen ni idea de que lo que tengo entre manos es mucho mejor. La sonrisa
se esfuma de golpe cuando descubro el mensaje de un remitente que sí
conozco.
Katie Brown.
Mi exmujer.
Es una maldita invitación para su boda dentro de un mes y medio. Katie
y yo mantenemos una relación cordial y distante desde que nos
divorciamos. Su padre y el mío son socios del bufete de abogados y a veces
coincidimos en ciertas reuniones. Es evidente que me invita por
compromiso. Sé lo que dirán mis padres si me niego a ir. Mi padre dirá que
no me estoy comportando como un hombre y mi madre pondrá el grito en el
cielo.
Katie.
Recuerdo nuestro matrimonio. Recuerdo lo mucho que la decepcioné.
No creo que sea buena idea ir a su boda y estropearle su momento feliz.
Dejo el email sin responder y trato de conciliar el sueño. Lo último que
recuerdo antes de caer en las garras de Morfeo es perseguir unos ojos color
miel de lo más cautivadores.
13. Eres un aburrido.
Lola

El libro de Diego me tiene tan absorbida que me dan las tantas de la


noche. Me veo obligada a dejarlo porque si no mañana no hay quien me
despierte. Yo soy una lectora adicta a las novelas románticas y es la primera
vez que leo este género, pero hay que reconocer que Diego tiene un don
para atrapar al lector desde las primeras páginas. Necesito saber quién es el
asesino y me muero de ganas de que suene el despertador para subirme al
autobús y entregarme a la lectura durante los cuarenta y cinco minutos que
tarda en acercarme a la residencia.
Alguien llama a mi puerta cuando estoy a punto de apagar la lampara de
la mesita de noche.
—Cielo, ¿estás despierta?
Me incorporo con el pulso acelerado. Es mi madre. Puede que se sienta
fatal y necesite que la acerque al hospital. No sería la primera vez que le
ocurre. Ya estoy más que acostumbrada a sus crisis nocturnas. Hace tres
semanas tuve que llamar a mi tío para que se quedara con los mellizos
mientras yo pasaba la noche en urgencias con ella.
—Sí, mamá.
Ella abre la puerta y me sorprende que tenga mejor aspecto. Lleva una
humeante taza de chocolate caliente en las manos. Se me hace la boca agua
al oler el chocolate.
—¿Y eso?
—Me apetecía consentir a mi primogénita —me tiende la taza de
chocolate y se sienta en el borde de la cama—. ¿Te acuerdas de cuando eras
pequeña y te preparaba un chocolate si no podías dormir?
—Pues claro que me acuerdo.
Mi madre me mira apenada y sé justo lo que pasa por su cabeza. No es
la primera vez que tenemos esta conversación.
—Siento muchísimo que te vieras obligada a renunciar a tus sueños.
Tuviste que madurar antes de tiempo. Tenías tus planes. Podrías haber sido
una gran periodista.
—Mamá… no empieces.
—La vida ha sido muy injusta contigo. Eres buena y preciosa. No lo
digo porque sea tu madre. Los que te conocen te adoran. Por eso sé que
algún día te llegará la oportunidad de brillar con luz propia. Solo te pido
que no la dejes escapar.
—Vale, mamá. Te lo prometo.
Le doy un sorbo al chocolate y ella me da un beso en la frente. Pobre
mamá, es casi tan soñadora como yo. Pero hace mucho tiempo que aprendí
que los sueños y las historias con final feliz solo existen en los libros de
novela romántica que me encanta leer.
***
—De ahí que aunque el eje central de la historia sea el adulterio,
realmente lo interesante es la lucha de una mujer por buscar su felicidad
desafiando las férreas convenciones sociales de una época que la oprimía.
En mi humilde opinión, la mejor novela de León Tolstói y cumbre del
realismo ruso.
Diego ha estado soberbio comentando Anna Karenina. Nos ha ofrecido
a todos una clase magistral de literatura y lo he escuchado sin pestañear.
—Pues a mí el final no me ha gustado. Demasiado triste para mi gusto.
Ya podría el tal Tostón ese haber escrito algo más alegre —se queja
Carmela—. Para la próxima yo voto por leer algo de Megan Maxwell.
Los participantes del club de lectura se enzarzan en una discusión. Me
acerco a Diego para felicitarlo por la charla.
—Ha sido increíble.
—¿Tú crees? He visto a un par de ellos que se han quedado dormidos.
Me parece que los he aburrido.
—Me ha encantado —le aseguro, porque es la pura verdad—. Te
parecías a mi profesor de literatura de bachillerato.
—Será porque fui profesor.
—¿En serio?
—Un par de años antes de dedicarme a la escritura.
—¿Y te gustaba?
—¿Qué si me gustaba soportar a adolescentes que utilizaban el móvil en
clase y tenían dudosos hábitos de higiene? —responde horrorizado—. No.
Me río sin poder evitarlo. Sigue siendo El Señor Malas Pulgas, pero en
una versión más suavizada.
—La docencia no era lo mío. Menos mal que tuve éxito como escritor.
De lo contrario no sé qué habría sido de mí.
—Me habría encantado comentar tu libro página a página contigo.
Anoche no podía dejar de leer. Eres el culpable de mis ojeras.
—Eso tiene solución. Apunta mi número.
Lo miro con los ojos abiertos de par en par, ¿está hablando en serio?
¿Me va a dar su número de teléfono? No me lo puedo creer. ¿Quién es este
extraño y que ha hecho con El Señor Malas Pulgas?
—¿Estás seguro? Puedo ser muy pesada. Te acribillaré a WhatsApp
hasta altas horas de la madrugada. Te acabarás hartando de mí.
Diego me mira muy serio y sin decir nada. Me pregunto qué habrá
dentro de esa cabeza tan misteriosa.
—No te preocupes. Todavía estás a tiempo de echarte atrás.
—Apunta mi número —responde para mi sorpresa.
Diego me dice su número y luego le doy un toque para que guarde el
mío.
—Pues ya está hecho. Luego no digas que no te lo advertí —le guiño un
ojo.
—Lola, ¿te gustaría…?
—¡Qué buena pareja hacéis! —exclama Carmela y no le deja acabar la
frase—. ¿Estáis saliendo? Si yo tuviera unos años menos, éste no se me
escapa.
Al pobre Diego le entra un ataque de tos y a mí me da un ataque de risa.
¿Nosotros? ¿Saliendo? Ay, qué disparate. Solo hay que vernos juntos.
Hacemos una pareja patética. Él, con sus trajes de marca, su lujoso
deportivo y su carrera literaria. Yo, con mis trabajos basura y mi escasa
formación. Dudo que Diego pudiera estar interesado en mí de esa manera.
Seguro que solo intenta ser amable conmigo porque se siente culpable
después de lo del otro día. Para mí ya está más que olvidado porque sé
aceptar las disculpas cuando noto que son sinceras. Pero pienso
aprovecharme de su buena intención y exprimir al máximo mi reciente
relación con un escritor de éxito. Es la primera y la última vez que tendré la
oportunidad de interactuar con un hombre tan culto y respetado. No puedo
desaprovecharla.
—Uy, ¿tú crees que hacemos buena pareja juntos? —le sigo el juego a
Carmela, y me cuelgo del brazo de Diego. Él se tensa por el contacto y pone
cara de no saber dónde meterse—. Míranos, yo creo que deberían graduarte
las gafas. No te lo tomes a mal, Carmela, pero lo tuyo no es ir de Celestina
por la vida.
—Sigo creyendo que se os ve muy bien juntos.
—¿Qué dices, Diego? —lo miro con los ojos rebosantes de diversión—.
¿Le hacemos caso y nos damos una oportunidad?
Diego empieza a ponerse colorado. Está completamente rígido y hace
todo lo posible para esquivar mi contacto. Lo suelto porque tampoco quiero
hacérselo pasar mal. Es evidente que lo suyo no son las bromas.
—Ni siquiera sabemos si Diego tiene pareja o está casado. Qué mala
eres, Carmela. Ir emparejando a la gente por ahí sin preguntar.
—Estoy soltero.
—¿Ves como tengo buen ojo para estas cosas? —responde Carmela
encantada de la vida, y luego le dedica a Diego una mirada cargada de
intenciones—. Y Lola también está soltera. Sois guapos y jóvenes. ¿Quién
necesita más para dar el primer paso?
—Pues… verá… yo, esto… eh… —Diego trata de encontrar una salida
mientras se va poniendo cada vez más nervioso—. Creo que Lola es…
—Venimos de mundos opuestos —lo interrumpo con suavidad porque
no quiero que se sienta incómodo—. Seguro que Diego tiene otro prototipo
de mujer. Somos muy diferentes.
—Eh… sí. Eso es justo lo que iba a decir —responde con frialdad.
—¿Lo ves, Carmela?
Carmela resopla.
—Qué plastas sois los jóvenes de hoy en día. Os empeñáis en
complicaros la vida cuando tenéis la solución delante de vuestras narices.
Carmela se larga enfurruñada y yo me echo a reír.
—Yo creo que deberíamos casarnos para hacerla feliz.
Diego se queda más tranquilo cuando Carmela nos deja a solas. Son las
dos del medio día y nuestro turno acaba de terminar. Voy a buscar mi bolso
y me lo encuentro fumando un cigarro en el jardín. Hay que reconocer que
Diego es la mar de atractivo. Sí, ya he dicho que no es para nada mi tipo y
no estaba mintiendo. Pero me recuerda al hombre que sale en un anuncio de
perfumes dentro de una barca en mitad de un mar de aguas cristalinas. Con
ese cuerpazo que debe esconderse debajo del traje y los ojos más azules que
he visto en mi vida. Pepe está a su lado y tiene un semblante sospechoso.
Me cruzo de brazos y les dedico una mirada recelosa.
—¿No estarías fumando?
—¡Y a ti qué te importa!
—¡Uy! Pues claro que me importa. El médico te lo ha prohibido. Solo
nos conocemos desde hace tres días, ¿ya me quieres privar de tu compañía?
—¡Ojalá que me dé un patatús y te pierda pronto de vista! ¡Me moriré la
mar de a gusto!
Pepe se aleja cojeando y se apoya con dificultad en el bastón. Hago un
mohín con los labios. Pepe es un hueso duro de roer. Por el rabillo del ojo,
me percato de que Diego tiene una media sonrisa de lo más extraña.
—¿Qué?
—A ese te va a costar ganártelo más que a los demás.
—Uy, de aquí no me voy sin que me coja un poco de cariño —le
aseguro, y luego me beso los nudillos—. Palabra de Lola Ramírez. Deberías
dejar de fumar. El tabaco tiene un olor insoportable para los no fumadores.
Estás soltero, Señor Malas Pulgas. Seguro que a la futura mujer candidata a
ganarse ese corazoncito le gustaría un hombre libre de humos.
Él le da la última calada al cigarro antes de apagarlo y tirarlo a la
papelera.
—¿Te apetece venir conmigo a tomar algo?
La pregunta me pilla completamente desprevenida.
—¿Me estás pidiendo una cita? —pregunto con tono jocoso.
—No, esto… yo solo… —Diego se rasca la coronilla con incomodidad.
Se me escapa una carcajada. Ay, ¡es tan fácil tomarle el pelo!
—Tranquilo —le doy un empujoncito con el hombro—. Ya sé que no te
gusto de ese modo. No te preocupes, el sentimiento es mutuo. Me
encantaría tomar algo contigo, claro que sí.
—Bien.
Diego vuelve a convertirse en ese hombre serio y distante y no sé si he
dicho algo que haya podido molestarlo. Vete a saber. Con El Señor Malas
Pulgas es difícil acertar. Su coche es un lujoso BMW con los asientos
tapizados de cuero y los cristales traseros tintados de negro. Tiene un
enorme ordenador abordo que obedece sus órdenes por el reconocimiento
de voz. Estoy alucinada cuando del asiento se desprende un calorcillo de lo
más agradable. Guau, ¡asientos calefactados! ¡Qué pasada! ¿Cuántos libros
habrá vendido para pagar semejante cochazo?
—¡Uf! —me quejo cuando suena una música clásica y de lo más
aburrida. Entre el repertorio y el asiento calefactado me voy a quedar
dormida antes de llegar a nuestro destino—. ¿Qué has puesto?
—Serenade de Schubert.
Me imagino que el tal Schubert será algún compositor de música
clásica. Qué se le va a hacer. Yo soy una inculta y la única canción que
conozco es la que sale en el anuncio ese de los seguros que echan por la
tele.
—¡Pon Megastar!
—¿Qué es eso?
Pongo los ojos en blanco. Madre mía, ¿este de qué sitio se ha escapado?
Ni siquiera le pido permiso para manipular la radio.
—¡Estate quieta! No me gusta que toquen lo que es mí…
—¡Toma ya! —exclamo cuando empieza a sonar Riton, Nightcrawlers,
Mufasa & Hyperman. Buah, esta canción es la bomba—. ¡Menudo temazo!
—¿Se supone que esto es música? —replica crispado.
—¡No me digas que no te entran ganas de bailar al escucharlo!
Extiendo los brazos y muevo la cabeza como una loca. Él pone mala
cara cuando le rozo sin querer la mejilla y aprieta el volante como si
quisiera estrangularme.
—Lola, estoy conduciendo.
—Vaaaale —le bajo volumen a la radio y canto a pleno pulmón—. It’s
Friday theeeen… Then Saturday, Sunday, what? …. It’s Friday
agaaaaaaaaaaain!!!!
Me mira de reojo y me da que se está arrepintiendo de haberme invitado
a tomar algo. Normal. Provenimos de planetas diferentes. En el suyo todo
es glamuroso y de fondo suena alguna canción de Mozart. En el mío todo es
de Primark y suena a todo volumen alguna canción de Camela o La
Húngara.
—Estás como una cabra.
—No lo sabes tú bien —bajo la ventanilla del coche y saco la cabeza
para observar el paisaje. Diego ha tomado una carretera secundaria que
bordea un acantilado con vistas a la playa. El paisaje y la música
acompañan—. ¡El Señor Malas Pulgas no sabe divertirseeeeeeeeee!
—Ten cuidado.
Meto la cabeza dentro y subo la ventanilla. Entorno los ojos y esbozo
una media sonrisa.
—¿Lo ves? Eres un aburrido.
***
Durante treinta y cinco minutos hemos viajado conmigo cantando todas
las canciones de Megastar. Creo que al pobre Diego le van a explotar los
tímpanos. No tengo la culpa de ser así. Me pongo de buen humor en cuanto
escucho algo de música. De no haber estado dentro del coche, me habría
puesto a bailar como una loca.
No conozco la zona a la que me lleva Diego. Es uno de esos
restaurantes super lujosos con acceso a una cala exclusiva. La decoración es
minimalista y está lleno de gente que va vestida de etiqueta. Me siento fuera
de lugar con mis vaqueros desgastados y la sudadera. Creo que para
comerme una lubina debería vender, como mínimo, un riñón.
—Esto… no quiero ser maleducada, pero mi bolsillo no puede
permitirse semejante sitio.
—Yo te he invitado y yo pago. Es lo justo.
No sé si me siento del todo cómoda por mucho que él haya tomado la
iniciativa. Diego parece leerme la mente, me da la mano y tira de mí hacia
una mesa que hay colocada junto a un ventanal. Me entra un calorcillo
reconfortante cuando entrelaza sus dedos con los míos con una seguridad
arrolladora. Reconozco que me encantan los hombres que se comportan
como un caballero. Me deja sin aliento cuando aparta la silla para que me
siente.
—Gracias —respondo ruborizada, porque no estoy acostumbrada a que
ningún hombre me trate con tanta deferencia.
Observo el sitio con los ojos abiertos de par en par. Es decir, como una
auténtica tiesa a la que por poco le da un infarto cuando lee los precios
desorbitados de la carta. Madredelamorhermoso. Diego habrá vendido
millones de libros, porque de lo contrario no me lo explico.
—Buenas tardes, Señor Beltrán. Es un placer volver a verlo —lo saluda
el camarero.
—Gracias, Alberto.
—¿Qué van a tomar?
—Para mí una copa de Vega Sicilia, por favor. ¿Lola?
Me encantaría ser la clase de persona elocuente que sabe de vinos para
impresionarlo, pero jamás me las daría de algo que no soy.
—Una coca cola con mucho hielo y una rodaja de limón, por favor.
Lo miro intrigada cuando el camarero se marcha. Diego levanta los ojos
de la carta y me devuelve la mirada.
—¿Qué?
—Sueles venir mucho por aquí.
—Sí.
—¿Por qué me has traído?
—Me apetecía disfrutar del almuerzo en compañía de una persona
agradable.
Vaya, vaya… piensa que soy agradable. O sea, que en realidad me ha
invitado para disculparse por lo del otro día. Lo sabía. Agradable es el
eufemismo que se utiliza para las personas a las que no puedes dedicarle
otro halago.
—Diego, no hace falta que seas amable conmigo por lo del otro día. Ya
está olvidado.
—¿Crees que te he invitado a almorzar porque me siento culpable?
—Sí —respondo con sinceridad.
—Te he invitado porque me apetecía estar contigo. No podrías estar más
equivocada, Lola. No soy la clase de hombre que hace las cosas por
compromiso.
—Eh… vale —responde un tanto avergonzada.
—¿Qué vas a tomar?
—Ni idea. Creo que me voy a dejar aconsejar por ti.
Diego pide una ensalada de fresas y aguacate para compartir y dos
bogavantes. La comida tiene una pinta deliciosa. Me peleo con el bicho
para zampármelo. Las tenazas —o lo que sea que me han dado para abrirlo
—, son difíciles de manipular y hago una carnicería digna de la matanza de
Texas. Aprieto las tenazas con fuerza y una de las pinzas del bogavante sale
disparada por los aires y aterriza sobre la copa de champan de un hombre
con corbata. El tipo de sobresalta y me lanza una mirada desabrida.
—Uy, perdón —le digo con la mano levantada.
A Diego se le escapa una carcajada atónita. No me lo puedo creer, ¿se
está riendo? Los ojos le brillan rebosantes de diversión. Uf, es guapísimo
cuando sonríe. En serio, desprovisto de esa altivez que lo caracteriza tiene
un aspecto de lo más atractivo.
—Para una vez que te ríes, lo haces a mi costa.
—No me estaba riendo de ti. Me estaba riendo contigo.
—Si tú lo dices…
Terminamos el almuerzo con un postre de coulant de chocolate con
helado. Estoy tan llena que me reclino sobre la silla y me acaricio el
estómago. Diego termina de pagar la cuenta y me mira preocupado.
—¿Estás bien?
—Necesito dar un paseo para bajar toda la comida o te vomitaré en el
coche. Quedas avisado.
Él pone cara de espanto al imaginar su lujoso deportivo lleno de vomito.
En el fondo es tan pijo…
—Podemos dar un paseo por la playa.
—Guay.
Diego se levanta antes que yo y se aligera para retirar mi silla. Lo miro
incrédula. ¿Esto lo hace con todas las tías que conoce? Seguro que no le
falta la compañía femenina. Echo la cabeza hacia atrás para mirarlo con los
ojos entornados.
—¿Pasa algo?
—No, nada, es solo que… —me muerdo el labio porque no quiero
meter la pata—. Déjalo.
Diego coloca una mano en el centro de mi espalda para acompañarme a
la salida. Un calor inesperado me sube por las piernas. Es muy agradable
que te traten así. Tengo que admitir que no me esperaba semejante
despliegue de caballerosidad por su parte. Bajamos por una escalinata que
da acceso a una cala privada en la que no había estado nunca. Estoy
enamorada de Cádiz y sus playas. Me quito las zapatillas para dar un paseo
por la orilla de la playa. Hace frío y estamos en pleno invierno, pero me
encanta la sensación de andar descalza por la arena mojada. Diego parece
distraído. Vuelve a estar en su mundo. Me pregunto si todos los escritores
serán así de misteriosos.
—Háblame de ti —me pide para mi sorpresa.
—¿Por qué de repente tienes tanto interés en conocerme?
—Creo que podríamos ser amigos.
—¿Tú y yo? —lo pongo en duda—. Dijiste que éramos muy diferentes.
De hecho somos como el agua y el aceite. No sé yo si…
—¿Todos tus amigos son igual que tú?
—Qué va, si las conocieras… —pienso en las chicas y me entra la risa
floja—. No te lo tomes a mal, Diego. Pero acabarás hartándote de mí. Les
suele pasar a todos los tíos que conozco. Ya sé que tú solo quieres mi
amistad, pero dudo que puedas sacar algo de provecho de una persona tan
simple como yo. Tú habrás visto más mundo, eres más culto… no sé qué
podría aportarte.
—Jamás me cansaría de ti —dice con vehemencia.
Se me escapa el aire por la boca y lo miro impresionada. Diego está tan
confundido como yo por lo que acaba de decir.
—Quiero decir que pareces una persona muy alegre —me aclara
agobiado—. Me gusta estar contigo, Lola.
Me humedezco el labio inferior. Él me mira a los ojos sin decir nada.
Aparto la mirada porque de repente me siento muy incómoda. No quiero
confundir las cosas. Diego va buscando una amiga y por alguna razón he
despertado su interés.
—No tienes muchos amigos, ¿verdad? —le digo sin acritud.
—Si como amigo cuenta mi agente literario… —responde con
sinceridad—. Soy un lobo solitario.
—No pareces muy accesible —admito con una sonrisa prudente—. Pero
seguro que dentro de El Señor Malas Pulgas hay un buen hombre. Tenías
razón cuando me catalogaste como La Señorita Problemas. Desde que nací
no hago otra cosa que atraerlos. Me fijo en tíos que no valen una mierda,
me despiden de todos los trabajos basura, mis amigas se compadecen de mí
y me tratan como una cría… esa soy yo.
—Lo dudo. Así es como tú te ves.
—¿Quieres saber quién soy?
—Sí.
—Dejé de estudiar cuando cumplí los dieciocho años. Mi padre murió
de un infarto mientras dormía un par de semanas ante de que yo me
presentara a la selectividad. Mi madre llevaba un tiempo arrastrando una
enfermedad a la que por fin pusieron nombre: fibromialgia. Cuando papá
murió, su estado de salud empeoró y la despidieron de su trabajo. Por
aquella época mis hermanos tenían un año y pico.
—No hiciste el examen de la universidad —intuye.
—No pude. Tomé la decisión más sensata y empecé a trabajar para
aportar dinero a casa —le explico sin un ápice de remordimiento—. No me
malinterpretes, tampoco es que yo fuera una estudiante brillante. Aprobaba
con muchísimo esfuerzo. No soy muy lista, qué se le va a hacer. Pero tenía
mis sueños. De todos modos supongo que no habría conseguido acabar la
carrera, porque superar el bachillerato me costó lo mío.
—Eres muy dura contigo misma —me dice sorprendido—. A los
dieciocho años te echaste una responsabilidad tremenda encima.
—Y no me arrepiento.
—¿Qué habrías estudiado?
—Creo que periodismo o quizá lengua y literatura española. No lo tenía
del todo claro, pero sabía que lo mío estaba relacionado con escribir. Me
encanta leer.
—¿Qué clase de libros?
—Sobre todo novela romántica.
Él tuerce el gesto. Lo sabía. Seguro que es de los que piensa que la
novela romántica es un género de segunda.
—¡No pongas esa cara de escritor prejuicioso! —lo salpico con el pie.
—Lola, para. Está fría de cojones.
—¡Aburrido! —vuelvo a salpicarlo.
—Lola —pone las manos en alto y me dedica una mirada asesina.
No puedo evitarlo, lo salpico de nuevo y él me deja a cuadros cuando
comienza a perseguirme por la playa. Echo a correr mientras me río como
una loca y Diego me promete que va a matarme si me pilla. Me escondo
detrás de una enorme roca y hago una enorme bola de arena mojada. Diego
asoma la cabeza y le tiro la bola sin acertar. Iba directa a la cara y ha
acabado poniéndole perdida la camisa. Me llevo las manos a la cara y
pongo cara de culpabilidad cuando él se queda mirando la mancha con el
ceño fruncido.
—No te enfades.
—No estoy enfadado —responde irritado.
—¿No? —lo pongo en duda con una débil sonrisa—. Cuando pones esa
cara me das un poco de miedo.
—¿Qué cara?
—La de estreñido.
Diego da un respingo.
—Será posible… primero me manchas la camisa y luego te metes
conmigo. Ven aquí.
Me brillan los ojos cuando comienza a perseguirme mientras me parto
de risa. No tenía ni idea de que dentro de Diego existía un hombre con
sentido del humor.
—¡Corre, Señor Malas Pulgas! ¿O te pesa el culo? ¡Será porque tienes
casi cuarenta tacos y no puedes competir con una veinteañera!
—¡Serás bruja!
Pero Diego es más rápido de lo que imaginaba y me atrapa por la
cintura. También es más fuerte y me coge en brazos como si pesara menos
que una pluma. Mis pies se despegan del suelo cuando me arrastra hacia la
orilla.
—¡Socorroooooooo! —me hago la víctima.
—Retira ahora mismo lo de que me pesa el culo. Hago quince
kilómetros diarios para mantenerme en forma.
—¡Vale! ¡Vale! ¡Lo retiro! Estás muy bien para la edad que tienes.
Diego me suelta y frunce el ceño.
—¿Qué edad crees que tengo?
—No sé… ¿cuarenta y tres?
A él se le descompone la expresión y me parto de risa. Pobrecillo, qué
fácil es tomarle el pelo.
—Eres lo peor.
—¿Qué edad tienes?
—Treinta y siete. No me mires como si fuera un abuelo.
—Solo me sacas doce años de ventaja —le guiño un ojo—. Mierda, ¿y
mis zapatos?
Ahora es Diego el que se ríe. Señala hacia el mar. Se los ha llevado una
ola y están flotando en la orilla.
—Seguro que no eres capaz de meterte dentro para devolvérmelos —lo
pico.
—No cuela, listilla.
—Lo sabía —me encojo de hombros con suficiencia—. Porque eres un
aburrido y un pijo que se preocupa muchísimo por su apariencia. Seguro
que ese traje cuesta una fortuna y te da pavor estropearlo.
—¿Eso crees? —se enerva.
—Tienes pinta de no saber divertirte. Seguro que te pasas las horas
encerrado en tu lujosa mansión con una copa de algún whisky caro y
escuchando al Schubert ese o cómo se llame. Más aburrido y no naces.
—Será posible.
Me parto de risa porque creo que acabo de dar en el clavo. Diego me
deja a cuadros cuando se quita los zapatos y se mete en la orilla. Coreo su
nombre como si él fuera un jugador de baloncesto y yo la animadora.
Regresa al cabo de un rato con el bajo de los pantalones empapados y una
expresión tan trágica que me hace mucha gracia.
—Aquí los tienes —me entrega las zapatillas—. Eres una bruja. No sé
por qué te sigo el juego.
—Yo sí —se me queda mirando intrigado y añado con picardía—:
Porque estabas esperando que alguien como yo apareciera en tu vida para
alegrártela.
14. La investigadora privada Lola Gutiérrez
Diego

Estoy llegando a mi casa después de haber dejado a Lola en la suya.


Dios, necesito escribir. Tengo unas ganas tremendas de plasmar en el papel
todo lo que siento. Vuelvo a estar eufórico y completamente entregado a la
historia que se va tejiendo en mi cabeza. La verdad es que hacía demasiado
tiempo que no me lo pasaba tan bien. No recuerdo cuando fue la última vez
que me reí a carcajada limpia.
Elías me llama por teléfono cuando estoy entrando en casa. Por un
instante pienso en no responder porque veo el portátil sobre la butaca y lo
único que deseo es abrir el archivo de Word. Pero en el fondo me muero de
ganas de conocer su opinión y considero que la historia puede esperar unos
minutos. Elías y yo nos conocemos desde hace bastantes años. Fue el único
agente literario que confío en mí cuando nadie daba un duro por mi obra.
Con el paso del tiempo he llegado a considerarlo mi amigo. Quizá el único
de verdad que tengo en mi vida. No somos amigos de vernos a cada
instante, pero siempre mantenemos el contacto y me acuerdo de enviar una
tarjeta de felicitación y un regalo para su hija en el día de su cumpleaños.
—Hola, Elías. ¿Has leído lo que te envíe?
—¡Para qué te crees que llamo! Diego, es increíble. Te has superado con
creces. Me arrepiento de haberte pedido que resucitaras a El Inspector
Lezcano porque pensé que era lo único que te salvaría el pellejo. En serio,
¿cuánto tiempo llevas con esta joya guardada?
—Comencé ayer a escribirla —opto por ser sincero.
—¿En serio? —Elías está perplejo—. El personaje de la investigadora
Lola Gutiérrez está muy bien construido. Tiene una personalidad solida y la
mar de definida. ¿Y me dices que se te ocurrió ayer, así sin más? Tío, eres
un escritor increíble. Cuéntame tu secreto. Explícame de dónde te has
sacado a semejante personaje porque no es el prototipo de policía adicto al
café, solitario y sarcástico. Ella es carismática, dulce y espontánea. A los
lectores les va a encantar porque nunca han leído nada parecido. Va a
sorprender.
—Me he inspirado en alguien —reconozco, y no sé si debería cambiarle
el nombre. Creo que con haberle puesto otro apellido no basta. Las
similitudes son tan palpables que cualquiera que la conozca podría darse
cuenta de que la investigadora privada Lola Gutiérrez está basado ni más ni
menos que en La Señorita Problemas.
—¡Qué me dices! ¿Existe alguien así en el mundo? —Elías está muy
interesado—. Porque de ser así, me encantaría conocerla. Debe de ser la
bomba.
—Es una mujer muy especial.
—Diego, me estás asustando. ¿No te habrás enamorado? Si no te
conociera tanto, creería que es posible.
—Qué dices —frunzo el ceño—. Es mi musa, eso es todo. En cuanto la
conocí supe que era la persona perfecta para inspirar un personaje literario.
Es alocada, charlatana y resulta histriónica sin pretenderlo. Yo jamás saldría
con alguien así. Pero me voy a acercar a ella para pulir el personaje. La
necesito para terminar la novela.
—Vale, vale —responde más tranquilo—. Pero por si acaso, no le
cuentes que la estás utilizando para documentarte. A ninguna mujer le haría
ni pizca de gracia que la utilizaran como inspiración y luego se olvidaran de
ella cuando terminaran el libro.
—No soy idiota. Te dejo, tengo que escribir.
—¡Nos vamos a forrar! —exclama eufórico—. El boom del Inspector
Lezcano se va a quedar en pañales con la maravillosa Lola Gutiérrez.
Cuelgo el teléfono y voy directo a la butaca. Abro el portátil. Respiro
profundamente y estiro los dedos. Pues sí, me he inspirado en Lola para
crear el personaje de una excéntrica investigadora privada que se mete
donde no la llaman y tiene un talento innato para resolver crímenes. Con los
ojos color miel más bonitos que he visto en mi vida y una empatía
arrolladora para meterse en la piel de las víctimas y caer simpática al lector.
No creo que esté haciendo nada malo por acercarme a ella en busca de
la inspiración que me faltaba. No puedo terminar el libro sin Lola. Pasar
tiempo a su lado me llena de buenas ideas para el argumento. Cada vez que
la conozco un poco más, consigo perfilar un personaje carismático y
auténtico. Sé que es mi mejor trabajo. Además, ella no me ve de esa
manera. No le voy a romper el corazón porque no se siente atraída por mí.
Lo sé por la forma en la que me mira. Como si fuera un perrito abandonado
al que hay que hacerle un poco de caso. Ella cree que soy una especie de
proyecto social y voy a dejarla pensar que necesito una amiga porque soy
un pobre escritor que se siente muy solo.
Aunque he de admitir que me tocó la moral que se tomara tan a broma
el intento de Celestina de Carmela. ¿Qué pasa? ¿Acaso no podría llegar a
gustarle? Por lo visto no soy su tipo. No es que sea la clase de mujeriego
por el que se pirran las mujeres. Mi mal carácter siempre ha jugado en mi
contra y no sé ligar. Tuve una relación de varios años con Katie y le pedí
matrimonio porque era lo que esperaban nuestros padres. Después de
nuestro divorcio me acosté de vez en cuando con alguna mujer. Sé que soy
un tipo atractivo porque ellas me lo dicen, pero tampoco soy la clase de
Don Juan que se las quita de encima a manotazos. Puedo contar con los
dedos de una mano las mujeres con las que me he acostado. No me gusta el
sexo sin compromiso. El problema es que tampoco logro encontrar a la
mujer adecuada que me aguante y con la que pueda formar una familia. Qué
se la va a hacer. Algunas personas nacemos destinadas a estar solas. Y solo
tampoco se está tan mal.
—¿Verdad, Audrey?
Mi gata ronronea y se roza con mis piernas. Me viene a la mente una
frase de Lola que se me quedó grabada en el orgullo.
Ya sé que no te gusto de ese modo. No te preocupes, el sentimiento es
mutuo.
Joder, menuda manera de bajarme los humos. Entre que piensa que soy
un vejestorio que no sabe divertirse y que me dijo sin despeinarse que soy
un aburrido, mi dignidad está por los suelos en este momento. Estoy
convencido de que puedo demostrarle que no soy tan estirado como
parezco.
***
Son las diez y media de la noche y llevo veinticuatro páginas escritas.
No está mal. Pero que nada mal. A este paso acabaré el libro para antes del
plazo. Hago una pausa para cenar y me llega un WhatsApp. Es Lola. Dejo
sobre la encimera de la cocina la bolsa de rúcula. El móvil es más
interesante.

Lola: página doscientos cuarenta y dos. Te odio con toda mi alma.


¿Cómo has podido asesinar a Tina? ¿No tienes corazón o que te pasa? Tina
era la mejor compañera que podía tener el Inspector Lezcano. Sé que
estaban destinados a ser una gran pareja de policía a lo Starsky y Hutch.

Sonrío sin poder evitarlo. No será la primera ni la última que me lo echa


en cara.

Yo: su muerte era necesaria.


Lola: pero bueno, ¿qué te pasa? ¿Tienes un mal día y te da por matar a
uno de los mejores personajes de tu libro? ¿Cómo funciona tu cerebro de
escritor?
Yo: a veces los escritores tenemos que tomar decisiones muy difíciles
porque lo exige la trama.
Lola: no lo entiendo. A mí me gustan los finales felices.
Yo: olvidaba que tú eres más de Lisa Kleypas y Diana Gabaldon.
Lola: olvidaba que tú eres uno de esos tipos con prejuicios que mira a
la novela romántica por encima del hombro ��
Lola: cuando tiene tantos lectores adeptos por algo será.
Yo: la gente quiere argumentos simples para no complicarse la vida.
Lola: ¡la novela romántica no es simple!
Lola: ¿hay algo más complejo que hablar sobre los sentimientos?
Lola: por cierto, en tu libro el Inspector Lezcano está perdidamente
enamorado de su vecina pero le da pánico revelarle sus sentimientos. Es
una subtrama romántica en toda regla.
Yo: al final del libro la vecina muere.
Lola: ¡¡¡qué dices!!! ��
Yo: es broma �� �� ��
Lola: eres malo. Te llevarías bien con Lina porque eres un insensible.
Yo: ¿quién es Lina?
Lola: una amiga que tiene casi tan mal carácter como tú.
Lola: Señor Malas Pulgas.
Yo: Señorita Problemas, no me busques las cosquillas…
Lola: ¿tienes cosquillas? Lo dudo, porque no sabes divertirte de
verdad…
Yo: ¿no te lo has pasado bien hoy conmigo?

Está en línea y tarda en responder. Mi corazón bombea con fuerza. Ni


siquiera sé por qué me importa tanto su opinión. Joder, ¿qué demonios me
pasa? ¿Qué más da lo que piense de mí?

Lola: sí, la verdad es que me lo he pasado muy bien contigo.


Lola: pero la próxima vez elijo yo el sitio. Nada de restaurantes pijos
donde no puedes ni tirarte un pedo sin que la gente te mire como si fueras
un criminal.

Se me saltan las lágrimas de la risa cuando leo su mensaje. Lola es


ingeniosa sin proponérselo. En el fondo me da rabia que se vea a sí misma
de una forma tan mediocre. Para mí tiene mucho mérito que abandonase sus
estudios y tirase del carro familiar cuando era tan joven.

Yo: no tengo ningún problema con que elijas tú el sitio.

��
Lola: hecho. Te va a encantar ��
Yo: miedo me das. No me fío de ti.
Lola: traaaaaanquilo. Soy un ángel.
Lola: te dejo, que voy a seguir leyendo. Como te hayas cargado a Budy
te retiro la palabra.
Yo: feliz lectura.

Sonrío sin poder evitarlo. Budy es el perro del Inspector Lezcano. Puede
quedarse tranquila. El perro sobrevive.
15. Soy la chica que ningún hombre quiere
presentarle a sus padres.
Lola

Al final va a resultar que El Señor Malas Pulgas tiene mejor carácter de


lo que parece. La verdad es que me lo he pasado bomba con nuestra
conversación de WhatsApp. Pero como se cargue al perro, juro que le retiro
la palabra. Eso iba en serio.
Diego es un gran escritor y estoy a punto de terminar la novela. Dejaré
las cincuenta páginas que me quedan para el trayecto en autobús de
mañana. Me pregunto por qué estará tan solo. Es atractivo y un hombre de
éxito. Está soltero. Me da un poco de pena porque no parece mala gente. Sí,
es un pelín antipático e intimida bastante. Pero en cuanto se deja conocer te
das cuenta de que bajo esa apariencia tan hosca se esconde un hombre con
sentido del humor.
Me llega un mensaje de Carlos. Ay, Carlos. Qué guapo es y cuanto me
pone. Me encanta ir en moto y agarrarme a su cintura. Ojalá fuera buscando
lo mismo que yo.

Carlos: creo que estoy enfermo.


Yo: ¿y eso?
Carlos: porque no puedo dejar de pensar en ti.

Madre mía, y pensará que va a colármela con esa frase de manual.


Creerá que todas las rubias somos tontas.

Yo: tú lo que tienes es un morro que te lo pisas.


Carlos: vente a mi casa. Mi compañero de piso se ha largado a no sé
dónde. Estaremos los dos solos. Lo pasaremos bien. Cocino de maravilla y
dicen por ahí que soy muy bueno en la cama ��
Yo: no dudo que nos lo pasaríamos bien. Pero yo voy buscando otra
cosa y lo sabes. ¿O me vas a prometer amor eterno?
Carlos: por ti subiría a la luna y te la envolvería en papel de regalo.
Palabra de chico bueno.
Yo: tú de bueno no tienes ni un pelo.
Carlos: pruébame y lo descubres.
Yo: es tardísimo. Buenas noches.
Carlos: ay, Lola… cuánto más te resistes más me gustas.

Y no lo dudo. Estoy convencida de que por eso le gusto tanto. Seguro


que pierde el interés en mí en cuanto me eche un polvo. Es lo de siempre.
Me encapricho de un tío y al final termino cediendo porque será el
definitivo. Follamos, me dice que ya me llamará y se acabó. Sé la clase de
imagen que proyecto en los demás: la de la rubia tonta, sin blanca y sin
futuro que a ningún hombre le gustaría presentarle a sus padres. No soy la
clase de chica con la que los hombres sientan la cabeza. Soy la chica a la
que le echan un polvo y de la que luego fardan con sus amigotes. Se acabó.
Paso de los rollos de una noche. Yo quiero un caballero que me retire la
silla y me prometa amor eterno hasta el fin de nuestros días. Mi final feliz.
Por eso me encantan las novelas románticas. Nadie te explica lo que sucede
después de ese felices para siempre.
16. Yo también te quiero, mamá
Diego

El día en la residencia no puede ser más caótico y estresante. Lola se


empeña en tratar a los residentes como si fueran sus amigos de toda la vida.
Se sienta con cada uno de ellos y les pregunta por su vida. Y lo peor de todo
es que los escucha con sincero interés. Abre los ojos de par en par cuando
Francisco le cuenta sus batallitas de la guerra civil. Se le humedecen los
ojos cuando Carmela le confiesa que está triste porque sus hijos no vienen a
visitarla tanto como le gustaría. E incluso le prepara un cumpleaños
sorpresa a Angustias y le regala un pañuelo de flores estampadas que la
anciana recibe como su fuera el mejor regalo del mundo.
Se preocupa por los demás y lo hace de corazón. No hay nada
impostado en su carácter. Ella es así. Aquí todos la adoran y besan el suelo
por donde pisa. Desde Teresa, hasta los auxiliares de geriatría, la cocinera y,
por supuesto, los residentes. Solo hay una persona que se le resista y estoy
dispuesto a echarle un cable. Sé que para Lola es importante ganarse el
aprecio de Pepe.
—¿Sabías que en realidad Lola no es una ladrona? —le cuento.
Estamos fumando a escondidas en el jardín. Parece que somos un par de
prófugos de la justicia.
—Robó comida para alimentar a su familia. Es buena persona.
—El que roba es un ladrón. El qué es lo de menos.
—Seguiré compartiendo mi tabaco contigo si te portas mejor con Lola.
Pepe se lleva el cigarro a la boca con manos temblorosas y se ofusca al
escucharme.
—¿Qué pasa? ¿Te gusta la rubia?
—No.
—No me mientas. Te la quieres llevar al huerto.
—No soy de esos.
—Yo tampoco —admite sin tapujos—. Estuve casado cuarenta años con
el amor de mi vida. Siempre le fui fiel. Cuando murió hace un año, la vida
dejó de tener sentido para mí.
—¿Por eso tus hijos te encerraron aquí?
—¡Qué hijos ni qué leches! Mi Pilar y yo no pudimos tener hijos porque
Dios no quiso. Me vine a esta maldita residencia porque la casa se me caía
encima por culpa de los recuerdos. Solo quiero que me dejen en paz, pero
esa amiguita tuya está empeñada en alegrarle la vida a todo el mundo. Ojalá
yo la palme pronto y me reúna con Pilar. Es lo único que quiero.
No sé ni qué decir. Reconozco que la confesión me ha pillado
desprevenido. Ni siquiera sé por qué me lo cuenta a mí. ¿Tengo pinta de
saber escuchar? ¿En serio?
—Siento mucho lo de tu mujer. Pero si os quisisteis tanto como dices,
seguro que a ella le gustaría que pasaras tus últimos años de vida siendo un
hombre feliz. Dale una oportunidad a Lola. Hazlo por mí.
—De acuerdo —me mira a través de sus ojos hundidos—. Solo dime
por qué es tan importante para ti que me porte bien con ella.
—Porque ella es la chispa que le faltaba a mi vida.
Los ojos de Pepe se entreabren un poco.
—Me caes bien, muchacho.
Pepe apaga el cigarro y se aleja con paso renqueante.
Muchacho.
Tengo treinta y siete tacos. Hacía muchísimo tiempo que nadie me
llamaba muchacho.

Seguirle el ritmo a Lola es prácticamente imposible. En primer lugar,


porque carezco de su vitalidad y positividad. En segundo lugar, porque no
tengo paciencia. Y en tercer lugar, porque no soy tan extrovertido como
ella. Me cuesta relacionarme con los residentes y me escaqueo cuando
empiezan a agobiarme con sus achuchones y sus preguntas impertinentes.
Alguien me tira de la manga de la camisa cuando estoy a punto de hacer
otra de mis desapariciones fugaces.
—Jorgito.
No, Dios mío, no. Otra vez no. Por favor.
Me vuelvo hacia Lupe con la expresión descompuesta. Ella tiene ese
gesto de ilusión infantil tan vulnerable.
—Jorgito, te he hecho un regalo —me ofrece un jersey de lana roja—.
Lo he tejido con mis propias manos. He tardado dos meses en coserlo.
—Yo… esto.
Si no lo acepto, le partiré el corazón. Este jersey debería ser para el
malnacido de su hijo, que la ha aparcado en el asilo y pasa de ella. Pero el
tal Jorgito no da señales de vida y a la pobre mujer le recuerdo a él. Ojalá
Jorgito se quede calvo o le salga algún doloroso grano en el culo. El karma
debería pagarle lo mal que se ha portado con su madre.
—Muchas gracias… mamá —respondo agobiado.
—¿No te lo pones para ver como te queda? —pregunta ilusionada.
Miro a mi alrededor. Todos los residentes nos están mirando y
cuchichean. Si no me pongo el puñetero jersey, le haré mucho daño y
quedaré delante de todos como el capullo sin sentimientos por el que ya me
tienen. Hago de tripas corazón y me lo meto por la cabeza. Esto es el
colmo, ¡ha acertado con la talla! Lupe me da un pellizco en la mejilla.
—Ay, mi Jorgito, qué guapo es.
Luego me da un abrazo y me quedo completamente rígido. Me cuesta
corresponder al abrazo y me limito a darle una palmada amigable en el
brazo. Respiro aliviado cuando por fin se aleja. No me gusta el contacto
físico. No me preguntes por qué. Siempre he pensado que los besos en la
mejilla y los abrazos están sobrevalorados.
Lupe se aleja rebosante de felicidad y me quito el jersey. Tengo la
impresión de que alguien me observa detrás de mi espalda y me vuelvo
hacia él. Es Lola. Me observa como si fuera un auténtico milagro. Creo que
un extraterrestre la habría sorprendido menos.
—¿Qué?
Ella se muerde el labio. Es jodidamente sexy cuando se muerde el labio.
Debería tenerlo prohibido porque me entran unas ganas muy fuertes de
besarla y toda la sangre se me va la entrepierna. Joder, no me reconozco. No
entiendo por qué esta mujer me provoca semejantes sensaciones.
—Jorgito…
—No empieces —respondo avergonzado.
Ella se cuelga de mi brazo y me entra un calor sofocante por el cuerpo.
Está demasiado cerca. Se me va la cabeza cuando me toca. Le miro
involuntariamente la boca y rezo para que ella no se percate. Trato de
mantener la compostura y me muestro como el cretino frío y arrogante que
aparento ser.
—En el fondo eres un amor por mucho que te hagas el duro.
—Qué va —me hago el digno—. No quería que Lupe montase un
escándalo. Por eso he cedido.
—Si tú lo dices…
—¿A dónde me vas a llevar?
—Es una sorpresa.
Nuestro turno acaba de terminar y caminamos hacia la salida. Nos
despedimos de Teresa cuando cruzamos la recepción. Lola sigue colgada de
mi brazo. Sé que no lo hace con ninguna intención sexual. Ella es cercana
con todo el mundo y es de esas personas cariñosas por naturaleza. Pero
como siga por ese camino, se me va a poner dura y voy a quedar en
evidencia.
—Que corra el aire —le digo irritado.
Ella se aparta un tanto indignada. Joder, soy un maldito bruto. Pero su
piel es tan suave y huele tan bien… que temía que se me notara la sonrisa
bobalicona en la cara. He necesitado hacerme el digno para salvar la
situación. Mejor quedar como un cretino que como un sinvergüenza.
—Tranquilo, Señor Malas Pulgas. Ni que te fuera a violar.
—Me gusta tener mi espacio.
—Vale, vale —pone los ojos en blanco—. No volveré a invadir tu
espacio. Anda que…
Subimos al coche y la miro de reojo. Es jodidamente preciosa. Sexy.
Encantadora. Una buena chica. No es para nada mi tipo. Y, sin embargo…
Arranco el coche y trato de no pensar en lo mucho que me afecta. No sé lo
que me pasa. Es la primera vez que me pongo nervioso delante de una
mujer.
—Todo recto. Coge la segunda salida de la glorieta y luego el primer
desvío.
Sigo sus indicaciones y enciendo el reproductor de cd. Soy más rápido
que ella cuando intenta apropiarse de la radio. Nuestras manos se rozan. El
chispazo eléctrico es tan intenso que le doy un manotazo. Soy un
neandertal. Ella aprieta los labios porque se lo toma como un rechazo en
toda regla.
—Hoy me toca elegir la música.
—Qué rollooooooo —se queja. Apoya la cabeza en la ventanilla, cierra
los ojos y finge estar roncando—. Señores pasajeros, abróchense los
cinturones y relájense. El dj de este viaje es un auténtico muermo.
—Es La traviata de Verdi. No seas prejuiciosa. ¿No dices que te gustan
las historias de amor?
Consigo capturar su interés y sonrío para mis adentros. Es justo lo que
buscaba.
—Sí.
—Es una ópera. Cuenta la historia de una famosa cortesana llamada
Violetta y de su trágica historia de amor con un hombre.
—Nunca he ido a la ópera.
—¿Te gustaría ir?
—No lo sé —cierra los ojos e intenta concentrarse en la música—. Lo
más cerca que he estado de La Ópera es cuando Richard Gere lleva a Julia
Roberts en Pretty Woman. Es una escena tan bonita…
—No he visto la película.
Abre los ojos y me mira con incredulidad.
—Somos muy diferentes —sacude la cabeza y vuelve a cerrar los ojos
—. La verdad es que la música es preciosa. El tal Verdi sabía lo que hacía.
Háblame sobre La traviata.
—Está inspirada en la novela La dama de las camelias de Alejandro
Dumas. Narra la historia de una cortesana llamada Violetta que está dando
una fiesta en su casa. Un joven noble llamado Alfredo va a visitarla y le
cuenta que está perdidamente enamorado de ella porque la admira…
Lola tiene los ojos cerrados y sé que me está escuchando atentamente.
Le cuento toda la historia desde el principio hasta el final. Su boca se
entreabre de placer cuando la música de Verdi llega a su momento álgido.
Me pregunto cómo sería llevarla de la mano a La Ópera. Entrelazar nuestros
dedos, conducirla hacia el palco y retirarle la silla. Ella miraría distraída el
escenario y yo colocaría una mano sobre su muslo. Pero ¿qué cojones…?
—Ha sido maravilloso… —admite embelesada—. Nunca me había
preguntado por el significado. Es mejor cuando conoces la historia.
Estoy a punto de preguntarle si le apetecería ir a la ópera conmigo, pero
le suena el móvil. Ella mira la pantalla y sonríe. No responde. Vuelve a
sonar. En cuestión de medio minuto le llegan varios mensajes.
—Por mí no te cortes. Puedes cogerlo.
Lo que en realidad me apetece es coger su móvil y lanzarlo por la
ventana. ¿Por qué sonríe? ¿Quién será?
—Bah, no es importante. Es Carlos.
¿Quién puñetas es Carlos?
—¿Tienes novio? —la miro de reojo y aprieto el volante con fuerza.
—¡No! —se ríe como si acabara de decir algo muy gracioso—. Carlos y
yo no somos novios. Tengo muy mala suerte con los hombres, ¿sabes? Creo
que ya te lo dije. Solo me quieren para una cosa.
Me enerva que haya tíos tan capullos que utilicen a las mujeres de esa
manera. Nadie debería jugar con un corazón tan puro como el de Lola. Si
quieres echar un polvo, lo dices y punto. Detesto a los tipos que engañan a
las mujeres, les prometen una relación estable y luego no las llaman. Unos
miserables en toda regla.
—¿Y crees que Carlos también es así? —pregunto, e intento fingir
desinterés.
—Uy, y tanto. Le encanta que le ponga las cosas difíciles y no para de
insistir porque en el fondo cree que acabaré cayendo. A ver… no es que no
me lo haya planteado. Pero yo voy buscando una relación seria.
Noto el resquemor de los celos en el estómago y no puedo hacer nada
para controlarlo. O sea, que el tal Carlos le gusta pero ella pasa de él porque
no están buscando lo mismo. Le gusta Carlos y a mí solo me ve como un
tipo aburrido con el que trabar amistad. No debería importarme. No es
asunto mío. Pero…
—Haces bien en pasar de él —respondo con tono categórico—. No te
merece.
—¿Tú crees? —pregunta dubitativa—. A veces tengo la esperanza de
hacerlo cambiar de opinión. Lo mismo si le doy una oportunidad, entiende
que soy la mujer de su vida.
—¡No!
Lola se sobresalta y me mira boquiabierta. Mierda, ¿qué me pasa?
—No te conformes con menos de lo que mereces. Tú vales mucho.
Ella estira el brazo y me da un apretón cariñoso en la mano que tengo
colocada sobre la palanca de cambios. Me contengo de gritarle que no haga
eso porque se me está yendo la sangre al mismo sitio: la entrepierna. No soy
un animal. No soy un tipo tan básico. Pero…
—Gracias, Diego. Era justo lo que necesitaba escuchar.
17. Mi turno
Lola

Diego pone el grito en el cielo cuando entramos en el bar de moteros. Es


un local abarrotado de tipos barbudos con una Harley Davidson incrustada
en la pared. Una música ensordecedora suena en los altavoces. Suelo venir
aquí con las chicas porque tienen una amplia carta de cervezas.
—¿Dónde me has traído? —pregunta horrorizado.
Lo observa todo como si le pudieran pegar el tifus. Lo agarro para que
no se escape y pillo un par de taburetes que hay en la barra. Diego pasa el
dedo por encima de la barra y pone cara de asco. Ay… es tan pijo…
—¡Dichosos los ojos, Lola! —exclama Toni, el camarero—. ¿Hoy no
vienes con tus amigas?
—Hoy vengo con un amigo.
Toni observa a Diego sin ocultar su sorpresa. Sé lo que está pensando:
¿qué hace semejante estirado en un sitio como éste? Pero Toni es
demasiado enrollado para comentarlo en público.
—¿Qué os pongo?
—Dos Paulaner.
—En realidad yo quiero…
—Aquí no hay vinos caros ni nada por el estilo —lo interrumpo—. Te
vas a tener que amoldar a mí.
—Lola, este lugar no es para mí…
Toni nos entrega las dos pintas de paulaner. Diego observa con
reticencia el botellín de cerveza alemana. Luego coge una servilleta y
limpia el morro del botellín. Tengo la sospecha de que es la primera vez que
se bebe una cerveza. Lo calé desde el principio. Él es más de vinos y
whisky de precios estratosféricos. Le doy un trago a la cerveza. En la pista
está sonando Ok de Robin Schulz y James Blunt. Me acabo la cerveza en
dos tragos y lo agarro de la camisa.
—¡Me encanta esta canción!
Diego se aparta de mí como si le diera alergia.
—No sé bailar.
—¿Qué? —me hago la sorda.
—¡Qué no se bailar!
Demasiado tarde. Lo he empujado en mitad de la pista de baile y él
parece aterrorizado. Como si estuviera en un patíbulo a punto de ser
ejecutado. Estiro los brazos y muevo la cabeza. Es como si hubiera tomado
seis Red Bulls. La niña del exorcista es más tranquila que yo.
—¡Venga, solo tienes que moverte al ritmo de la música!
—Ni de coña —aferra la cerveza con la mano y permanece inmóvil.
Empiezo a dar saltos a su alrededor. Parezco un macaco saltando
alrededor de un árbol repleto de plátanos. Diego no sabe dónde meterse. Se
está estresando porque todo el mundo nos mira. Me atraviesa con la mirada.
Me da igual. Tiene que aprender a divertirse. Necesita despojarse de esa
pinta de amargado que tiene. Ahora está sonando You de Regard, Troye y
French Montana.
—¿No tienes sentido del ridículo?
—¡Ninguno! —estoy dando saltos y me contoneo—. ¿Qué más da lo
que piense el resto de la gente si tú te lo pasas bien?
Sé que necesita un empujoncito y no me corto. Coloco mis manos
alrededor de su cuello. Diego me mira confundido. Como si fuera la
primera vez que baila pegado a una mujer. Sus ojos se clavan un instante en
mi boca. Parece hambriento y aterrorizado.
—Muévete, malas pulgas.
—Lola…
Diego suspira y su brazo se desliza por mi costado. Me estremezco de
placer. Es una sensación intensa e inesperada. No me puedo creer que el
Señor Malas Pulgas me despierte semejante atracción. Por un instante, lo
miro a los ojos y tengo la impresión de que la atracción es recíproca.
Bailamos pegados. Hace calor en la pista. O seré yo. No tengo ni idea. Los
ojos azules de Diego se oscurecen. Se acaba la cerveza de un trago sin
despegar los ojos de mí. Estoy tan nerviosa que hago lo primero que se me
ocurre. Me alejo de él y exclamo:
—¡El robocop! —bailo imitando a un robot y Diego se atraganta con la
cerveza—. ¡El aspersor!
Extendió el brazo izquierdo y finjo ser aspersor de agua. Luego cierro
las manos como si fueran dos pinzas y me muevo muy deprisa de lado a
lado.
—¡El cangrejo!
—La madre que te parió… —sacude la cabeza sin dar crédito y se parte
de risa—. Estás loca. Todo el mundo te está mirando.
—¿Quééééé? —vuelvo a hacerme la sorda.
Diego se acerca a mí, me pone una mano en la cintura y su boca me
acaricia el lóbulo de la oreja.
—Que todo el mundo te está mirando.
—Parece que a alguien le importa demasiado la opinión de los demás.
¿De qué tienes tanto miedo? ¿Por qué vives tan encorsetado?
Giro la cara para mirarlo y le rozo sin querer la barbilla con la boca. Los
dos nos estremecemos. Eso sí que lo he notado. Diego traga con dificultad y
clava los ojos en mi boca. No sé por qué lo hago. De repente me entra el
pánico porque sé que está completamente fuera de mi alcance. Le doy un
empujón para que baile. Diego termina animándose con tal de no tener que
aguantarme. Y, contra todo pronóstico, me lo paso muy bien con él…
***
Después de darlo todo en la pista de baile, estoy tan agotada que
necesito un descanso. Salimos del local para tomar el aire y Diego se
disculpa para ir a comprar tabaco. Regresa al cabo de cinco minutos con
dos perritos calientes que supongo que ha debido de comprar en el puesto
ambulante que hay detrás del local.
—He pensado que tendrías hambre después de semejante exhibición de
baile.
—Gracias.
—La técnica del cangrejo me ha dejado alucinado.
—La llevo perfeccionando desde hace un par de años. A mis hermanos
les flipa.
Hay que reconocer que es muy atento. Le doy un bocado al perrito
caliente y lo miro de reojo cuando observa el suyo con recelo y separa el
pan para husmear el contenido.
—A ver… no será bogavante, pero tampoco creo que vayas a morir
envenenado —me burlo de él—. No seas tan pijo.
—No soy pijo.
—Uy, ¡qué no!
Diego le da un bocado a su perrito caliente y entrecierra los ojos. No me
lo puedo creer. Es como si fuera la primera vez que se come uno. ¿Será de
los que llevan toda la vida a base de champan y caviar?
—Todavía no me has hablado de ti.
—No hay gran cosa que contar.
—No te escaquees. Es mi turno. Tú ya lo sabes todo de mí.
Diego parece reticente y acepta de mala gana.
—¿De dónde eres? Por tu acento, ya sé que no eres de Cádiz.
—Soy de Londres.
—¡Qué dices! ¿En serio? Pero si no tienes acento londinense y tu
nombre es muy español…
—Mi padre es de Madrid y se mudó a Londres. Conoció a mi madre y
se estableció allí. Llevo toda la vida viviendo a caballo entre Londres y
Madrid. Los veranos los pasaba en Madrid, cuando era un niño estudié en
un internado de la capital…
—¿Estuviste en un internado? —pregunto horrorizada.
—Sí. Mis padres querían que tuviera la mejor educación y el internado
es uno de los centros con más prestigio de Europa.
—Pero te sentirías muy solo…
—No —responde con naturalidad—. En mi familia no somos muy
cariñosos. No es nuestro estilo.
Me cuesta entenderlo porque no me cabe en la cabeza que unos padres
manden a su hijo a un internado por muy elitista y exclusivo que sea. ¿No
echaba de menos que lo arropasen por las noches o le dieran un abrazo
cuando suspendía un examen? A ver, para ser sincera Diego tiene pinta de
haber sido un estudiante de sobresaliente. Pero de todos modos…
—Estoy divorciado.
Lo miro intrigada. Esto tampoco me lo esperaba. Hubo una mujer
importante en su vida. ¿Cómo sería? Seguro que guapísima y muy refinada.
Es la clase de mujer que me imagino a su lado.
—¿Qué pasó?
—Ella me dejó —me cuenta sin un ápice de rencor—. La decepcioné.
Por aquella época estaba muy volcado en mi trabajo y apenas le prestaba
atención. O al menos fue lo que me dijo. La verdad es que yo no me di
cuenta hasta que fue demasiado tarde.
—¿Y no intentaste recuperarla?
—¿Para qué? Le va mejor sin mí.
—No estabas enamorado —le digo convencida—. De haberlo estado no
la habrías dejado escapar. Algún día llegará a tu vida una mujer por la que
te lo replantees todo.
Diego me mira a los ojos. No sé lo que hay en ellos.
—Podría ser.
En ese momento me suena el móvil. No lo cogería de no ser porque se
trata de mi madre. Ella jamás me llama a no ser que sea una emergencia.
Descuelgo el teléfono y escucho su voz llorosa al otro lado. Mierda. Está
sufriendo otra crisis. Diego me mira preocupado cuando cuelgo.
—Es mi madre. No se encuentra bien.
—Te llevo a casa.
Diego conduce al máximo del límite de velocidad pero con la prudencia
que lo caracteriza. Sabe que estoy inquieta y que necesito llegar cuanto
antes. Me da conversación para tenerme entretenida durante todo el viaje.
Solo respiro aliviada cuando aparca delante del portal.
—Me lo he pasado muy bien.
—Y yo.
—Espero que tu madre se mejore.
Le doy las gracias y salgo pitando del coche. Miedo me da lo que me
encuentre cuando abra la puerta…
***
La fibromialgia es una enfermedad incomprendida y que no tiene
tratamiento. Mi madre convive con el dolor, el insomnio y las crisis de
ansiedad. Cuando sucede le tengo que quitar de encima a los mellizos para
que no la agobien. Lo único que la consuela son los analgésicos y los
antidepresivos.
Un par de horas después, la crisis ha llegado a su fin y mi madre está
durmiendo en su habitación. Estoy hecha polvo y necesito desahogarme con
las chicas. Detesto ver sufrir a mi madre y no poder hacer nada por
consolarla. Abro el grupo de WhatsApp para charlar con ellas y de repente
recibo un mensaje. Es Diego.

Diego: ¿qué tal está tu madre?

Su preocupación me sorprende. Sé que le he cortado el rollo al


interrumpir nuestra quedada. Diego no se parece en nada al resto de
hombres que he conocido. Sí, es más serio, distante y frío. Pero también es
galante y me escucha como si yo dijera cosas realmente interesantes.

Yo: está mejor. Gracias por preguntar.


Diego: no se merecen.
Yo: siento haberte aguado la fiesta. Parece que te lo estabas pasando
muy bien (a pesar de haberte obligado a bailar).
Diego: no digas tonterías. Entiendo tu situación.
Diego: ¿has cenado?

¿Qué si he cenado? Que pregunta más rara. He acabado tan rendida


después de cuidar de mamá, ayudar a los mellizos con los deberes y
prepararles la cena que ni siquiera me he preocupado de llenar el estómago.

Yo: no.
Diego: menos mal. El repartidor debería llegar en menos de cinco
minutos.
Yo: ¿el repartidor?

En ese momento llaman al timbre. Voy a ver quién es y me encuentro


con un repartidor de un restaurante italiano que no conozco.
—Te has equivocado de casa. Yo no he pedido nada.
—Cortesía de Diego Beltrán. Que aproveche.
Me quedo tan cortada que acepto el pedido y cierro la puerta. No lo
entiendo, ¿Diego se ha tomado la molestia de pedirme la cena? Huele de
maravilla y abro el paquete. Es risotto y tiramisú. Cojo el móvil para hablar
con Diego.

Yo: ¿cómo sabías que me gusta la comida italiana?


Diego: tengo mis contactos.
Yo: ¿por qué te has tomado la molestia?
Diego: porque contigo no es ninguna molestia y me apetecía cuidar de
una amiga que lo está pasando mal. Doy fe de que el risotto está de vicio y
el tiramisú me lo han recomendado.
Diego: buen provecho.

Vale, esto es tremendamente raro. Diego me acaba de pedir la cena y no


sé que pensar al respecto. Pero estoy tan hambrienta que doy buena cuenta
del risotto. Uf, está tremendo. Luego me termino el tiramisú y mis papilas
gustativas tocan el cielo. Me encantaría hablar con Diego, pero su
generosidad me ha dejado tan cohibida que no sé que decirle. Me enfrasco
en la lectura de su libro para encontrar una excusa plausible con la que
hablarle. Al cabo de una hora y media, ya tengo el pretexto perfecto.

Yo: ¿Estás despierto?


Yo: acabo de terminar tu libro. Me ha encantado. Eres un escritor
extraordinario y no te lo digo por quedar bien. ¡Necesito saber más sobre
El Inspector Lezcano!
Yo: menos mal que Budy al final no muere, je, je.
Diego: sí, estaba escribiendo.
Diego: me alegra que lo hayas disfrutado. El lunes te llevo la segunda
parte.
Yo: la voy a comprar. Es tu trabajo y no quiero aprovecharme de
nuestra amistad ��
Diego: tengo libros de sobra en mi casa y me apetece regalarte uno. No
me prives de ese placer, Señorita Problemas.
Yo: ¿qué estás escribiendo?
Diego: es una historia diferente.
Yo: venga, adelántame algo. Lo que sea.
Diego: la protagonista es una mujer muy peculiar.
Yo: qué guay. ¡¡¡Me encanta que la prota sea una mujer!!!
Yo: te dejo que sigas escribiendo. Buenas noches, Diego. Y gracias por
la comida. Es genial contar con un amigo como tú. Eres un sol.
Me va el corazón a mil por hora cuando cierro la conversación de
WhatsApp. Qué relación tan extraña tenemos. Le he dicho que somos
amigos porque es lo que somos, ¿no? Dos personas que, contra todo
pronóstico, se llevan bien. Demasiado bien. Al fin y al cabo no hay futuro
para un hombre y una mujer que vienen de mundos tan distintos…
18. Ya va siendo hora de que sientes la cabeza
Diego
Es genial contar con un amigo como tú. Eres un sol.

Maldita sea, creo que una puñalada en el estómago me habría dolido


menos. ¿Por qué me escuece tanto que Lola solo me vea como a un amigo?
Ni yo me entiendo. Sé que Lola y yo no tenemos ningún futuro juntos.
Somos muy diferentes. Su mundo y el mío no tienen nada que ver. Le saco
doce años. Pero…
Me lo he pasado francamente bien con ella. No soy de los que se ríen en
público, pero mantener la compostura cuando Lola estaba bailando sin
importarle el qué dirán fue imposible. Me encanta su espontaneidad. Lola es
auténtica y ha dado en el clavo cuando dijo que vivo encorsetado. Estoy
acostumbrado a asistir a reuniones sociales donde todo el mundo va vestido
de etiqueta y se comporta respetando con rigidez las normas sociales. Desde
luego, en los sitios que frecuento nadie hace el cangrejo o el robocob. Se
me escapa una sonrisa al recordar su exhibición de baile. Nunca había
conocido a nadie como Lola.
Vital. Divertida. Pasional. Bondadosa.
Guapísima. Con los ojos color miel más bonitos que he visto en mi vida.
Ligeramente rasgados y cautivadores. Cuando me mira me llega al alma y
ella ni siquiera se da cuenta. Me afecta de una forma surrealista y a veces
me siento minúsculo cuando tenemos algún contacto físico. Como cuando
bailamos pegados en la pista de aquel local. Por un instante tuve la
impresión de que ella también sintió aquella conexión. Por supuesto, fueron
imaginaciones mías. Lola no me ve de esa manera y yo debería mantener la
distancia porque lo nuestro no va a ningún sitio. Solo me acerco a ella para
acabar el libro. Ese era el plan. Entonces, ¿por qué estoy deseando que sea
el lunes para volver a verla?
Incluso le he pedido comida italiana. ¿Desde cuándo me preocupo tanto
por los demás? Quién me ha visto y quién me ve. La pillé hablando con
Carmela sobre lo mucho que le gustaba la comida italiana. Me quedé
bastante preocupado después de dejarla en su casa y pensé que podía tener
un buen gesto con ella para alegrarle la noche.
Me estoy pasando tres pueblos.
Tengo que frenar esta locura.
Ojalá acabe pronto el libro.
La verdad es que me estoy esforzando todo lo que puedo y trabajo a
contrarreloj. La historia me tiene absorbido. El personaje de la
investigadora Lola Gutiérrez es lo mejor que he escrito hasta la fecha. Hay
capítulos en los que Gutiérrez tiene que tomar una decisión crucial para la
investigación y me pregunto qué es lo que haría Lola en realidad. Incluso
me entran ganas de escribirle para preguntárselo. Pero es sábado y seguro
que Lola tiene una vida social. A diferencia de mí, tendrá amigos con los
que pasarlo bien. Tampoco quiero molestarla o parecer un acosador. Ya me
dejé bastante en evidencia al sentirme celoso del tal Carlos.
¿Cómo será? Seguro que más joven que yo. Fijo.
Me pilla desprevenido que mi padre me llame por teléfono. Solo me
llama cuando tiene algo importante que decirme. Es de los que piensan que
llamar a su hijo para preguntarle ¿qué tal estás? Es perder el tiempo.
Recuerdo la cara de Lola cuando le conté que estuve en un internado. No
fui del todo sincero con ella. Al principio por supuesto que quería estar con
mis padres como cualquier chiquillo de mi edad. Pero mi carácter se fue
fortaleciendo con el paso de los años y al final me conformaba con las
navidades y el verano. No tengo unos padres cariñosos. Para ellos la
posición económica y el trabajo lo son todo. Estaban demasiado ocupados
para cuidar de su hijo. Los defraudé tanto cuando decidí estudiar filología
en vez de elegir derecho y seguir con el legado familiar…
—Hola, papá.
—Te llamo para saber si vas a asistir a la boda de Katie. Ha llegado a
mis oídos que todavía no has confirmado tu asistencia —él siempre directo
al grano. Un hola o te he echado de menos está sobrevalorado.
Seguro que el padre de Katie, su socio del bufete, le ha ido con el
cuento. Son tal para cual. Se preocupan por la imagen que proyectan en los
demás. Por eso se disgustaron tanto cuando Katie y yo nos divorciamos.
Nuestro divorcio frustró sus planes de unir su legado a través de sus dos
primogénitos.
—¿Para qué voy a ir a la boda de Katie? No quiero estropearle su gran
día. Seguro que se ha visto obligada a invitarme porque tú y su padre la
habéis presionado.
—¡Menuda sandez! —exclama con ese tono autoritario que a mis
treinta y siete años todavía me impone—. Katie sabe la imagen que su
enlace debe proyectar en la alta sociedad. El hijo del socio de su padre no
puede faltar a su boda.
—Soy su exmarido.
—Muy a mi pesar. Por eso quiero que te comportes como un hombre y
vayas a su boda con la cabeza alta para demostrarle a nuestros amigos que
ya lo has superado.
¿Qué amigos? Tengo ganas de preguntar. Tú no tienes amigos. Solo
conocidos que te pondrían la zancadilla a la menor oportunidad.
—Me imagino que irás acompañado —mi madre acaba de unirse a la
conversación. Supongo que tendría puesto el manos libres y era su refuerzo
por si la cosa no salía como esperaba mi padre—. Ya va siendo hora de que
sientes la cabeza, Diego. Tienes treinta y siete años. Tu padre y yo
deseamos un nieto.
—Y con suerte a ese sí que lo convencemos para que estudie derecho —
añade mi padre con acritud—. Hemos trabajo mucho para que nuestra
herencia se quede en nada. Beltrán & Smith debe seguir llevando el apellido
de la familia. Diego, ¿sigues ahí?
—Sí.
Me masajeo las sienes. Mis padres llaman poco y siempre que hablamos
terminamos discutiendo. ¿Qué puedo decir? Me fastidia haberlos defraudo
tanto. Ojalá hubiera sido el hijo ejemplar que ellos querían. Pero el derecho
nunca fue lo mío y el matrimonio con Katie fue un error desde el principio.
—Diego, me gustaría tanto que me presentaras a una buena mujer… —
insiste mi madre.
De repente pienso en Lola. No sé por qué. ¿Qué pensarían mis padres de
ella? Casi mejor no saberlo.
—Tengo que colgar. Estoy muy ocupado.
—No sé con qué. Hace cuatro años que no publicas un libro —responde
mi padre con ironía.
Cuelgo el teléfono. Habría sido maravilloso acabar la conversación con
un que te den, papá. Pero en el fondo le tengo mucho respeto y adoro a mi
madre. Total, es la única que tengo. Ella no es tan dura como él. Lo que
pasa es que siempre ha vivido opacada bajo su sombra y le encanta su vida
acomodada. Pero tengo la impresión de que en el fondo solo es una madre a
la que le gustaría que su hijo fuera feliz, independientemente de las
decisiones que tome. O eso es lo que espero.

Después de cenar, me conecto a Facebook para responder a los


mensajes de mis lectores. Me tomo la molestia de revisar los mensajes una
vez al mes. No es que no me importen las críticas, pero no soy uno de esos
escritores cercanos y campechanos que caen bien al público. Vaya, que
cuando me conocen en las firmas de libros se llevan un chasco. Mi página
de Facebook tiene miles de me gusta. Estoy revisando la bandeja de entrada
cuando me percato de que reconozco el nombre de alguien.
Lola Ramírez.
Le ha dado me gusta a mi página de escritor. Lola me ha buscado en
Facebook. Me regocijo en mi propio placer. Sé que es una gilipollez. Le
gusta mi trabajo y es otra lectora más. Pero en el fondo me gustaría pensar
que me ha buscado en Facebook porque no puede dejar de pensar en mí.
Quiero creer que está en el mismo punto que yo.
Pincho en su perfil de Facebook. No puedo evitarlo. Mi corazón se
acelera al ver sus fotos. Es la Lola que conozco. No es de esas personas que
fingen en las redes sociales que su vida es mejor de lo que parece. En su
foto de perfil sale abrazada a la que debe ser su madre. Tiene un par de
fotos con las que supongo que son sus amigas. Y una en la que aparece con
dos mellizos. Ha escrito un texto: Mis Zipi y Zape. ¡Os quiero tanto que no
tengo palabras para describirlo! Haría cualquier cosa por vosotros. Ojalá
no crecierais tan rápido.
Por supuesto que haría cualquier cosa por sus hermanos. Incluso robar
en un supermercado para llenar la nevera. Porque Lola es una buena
persona y en el fondo se merece a alguien mejor que yo.
19. Y como todos los domingos…
Lola

Es domingo y toca quedada con las chicas. Lina, Cris, Lara, María y
Gunnar ya están sentados en la misma mesa de siempre. Cojo a Hedda en
brazos antes de que Cris o Lara se apropien de ella. Dentro de unos días
María y Gunnar regresan a Noruega y quiero disfrutar de la peque. Me
parto de risa cuando Lina nos habla de su último ligue de Tinder porque ha
sido un fiasco en la cama.
—Me tendría que haber quedado viendo la última temporada de La casa
de papel. Habría sido un mejor plan.
Lina y sus ligues de Tinder son épicos. Tiene tanto éxito con los
hombres que está soltera porque le da la gana.
—¿Qué es… Tinder? —pregunta Gunnar.
El pobre vikingo no se entera de nada. Me aguanto la risa como puedo.
—Nada, cariño. Tú y yo somos nuestro propio Tinder —responde
María.
Lina se mete dos dedos en la boca y finge una arcada. A Cris le entra la
risa floja. Lara sacude la cabeza y le dice que es de lo que no hay. Llevamos
demasiados cócteles margaritas encima.
—¿Qué tal con El Señor Malas Pulgas? —me pregunta Cris con
curiosidad.
—Al final resulta que no tiene tan malas pulgas como pensaba. Hemos
quedado un par de veces después de salir de la residencia. Nos llevamos
bien.
—Para, para, ¡empieza por el principio! —exclama Lara.
—¿Quéééé? —pregunta María sin dar crédito.
—¿Cómo que habéis quedado? —pregunta con recelo Lina.
—Sí, pero en plan amigos. No os flipéis.
—¿Seguro que él piensa lo mismo? —pregunta con suavidad María.
Me da por reírme. Y tanto.
—Diego y yo somos súper diferente. Me saca doces años y es escritor
de novela negra. No tenemos nada que ver. Por supuesto que solo somos
amigos.
—¿Es famoso?
—Uy, y tanto —les enseño su página de Facebook para que vean la
cantidad de gente que lo sigue—. Tiene una serie de suspense que es una
pasada.
—Joder, ¡Diego Beltrán! —exclama Lara con incredulidad—. ¡Me
encantan sus libros! ¿Cómo ha acabado en la residencia?
—Por no sé qué de un percance en una firma de libros —respondo,
porque tampoco es plan de difundir por todos lados el carácter que se gasta
—. ¿Quieres que le pida que te firme un libro?
—¿Tú crees que no le importaría? Dile de mi parte que lo admiro
muchísimo. El Inspector Lezcano es lo más.
—Te lo firmará sin problemas.
—Uy, si ya casi parecéis íntimos… —murmura Lina con acritud.
—No seas boba. Pasamos mucho tiempo juntos en la residencia. Es
normal.
—A mí no me parece normal que un tío con cerca de cuarenta años pase
su tiempo libre con una veinteañera como tú.
—Lina… —le pide Cris.
—No, alguien tiene que decírselo —insiste Lina, y parece cabreada—.
Ten cuidado con el tal Diego Beltrán. Los hombres y las mujeres no pueden
ser amigos.
—Pues yo tengo muchos amigos hombres —la refuta Lara.
—Tú y Lola sois muy diferentes.
—Quieres decir que yo soy tonta y es muy fácil engañarme —respondo
irritada.
—Sí —admite sin pelos en la lengua—. Eso es justo lo que quería decir.
Eres una ingenua y los tíos se aprovechan de ello. A todos les encanta
llevarse a la cama a una rubia guapa, joven y con pinta de modelo. Y Diego
Beltrán será igual si no le paras los pies. Luego no vengas llorando cuando
te parta el corazón.
Le devuelvo la bebé a su madre y luego me levanto como un resorte con
las mejillas encendidas y los ojos vidriosos.
—¡Eres lo peor! —exclamo indignada—. Estás sola porque nadie te
aguanta.
Lina le da un sorbo al coctel y finge no haberme escuchado. Me siento
tan humillada que salgo de bar de Raúl para no montar un escándalo. Lina a
veces puede ser muy cruel. No sé qué demonios le pasa. Alguien le tuvo
que hacer mucho daño en su día, porque si no, no me lo explico. Cris me da
un toque en el brazo y me mira con cautela. No soy la clase de persona que
paga su rabia con los que no se lo merecen.
—Ya sabes cómo es. No le eches cuenta. Se pone así porque considera
que eres su hermana pequeña.
—Os oí aquel día —le confieso avergonzada—. Sé que todas pensáis
que soy una estúpida.
—Ay cielo… —Cris me mira apenada—. Lo que todas pensamos es que
tienes un corazón muy puro y noble.
—Diego no es como los otros tíos. No me ve de esa manera. Solo quiere
una amiga porque se siente muy solo. Y me escucha como si yo tuviera algo
importante que decir.
—Pues claro que tienes cosas importantes que decir. Eres más lista de lo
que tú crees —Cris me frota la espalda con cariño—. Tú déjate llevar por el
corazón. Lina no sabe lo que dice.
Si sigo los distados de mi corazón, el cuerpo me pide pasar más tiempo
con Diego. ¿Qué hay de malo en ser amiga de un hombre como Diego
Beltrán? ¿Y qué si me emociono más de lo normal cuando nos tocamos sin
querer?
20. El abuelo que intentó saltar por la ventana

Diego

—Cuando yo tenía tu edad, era un ligón de mucho cuidado. Trabajaba


como mecánico y a las mujeres les gustan los hombres de uniforme —me
cuenta Francisco—. Luego dejé embarazada a Ramona y me dije:
Francisco, se te acabó la soltería. Nos tuvimos que casar de penalti y con
su padre apuntándome con una escopeta mientras caminaba hacia el altar.
¿Lo de la escopeta será para darle más dramatismo a la historia o será
verdad?
—¿Qué no te crees lo de la escopeta? —me lee la mente, y no es difícil
por la cara de escepticismo que pongo—. Mi suegro era un hombre de
armas tomar. Durante los primeros años no me pudo ni ver, pero luego me
fui ganando su confianza. ¡Cuatro hijos tuvimos mi Ramona y yo, que en
paz descanse! Me casé con aquella mujer por obligación y al final terminé
prendado de ella. La mujer más dulce y gentil que he conocido en mi vida.
Ni siquiera sé por qué me lo está contando. He cometido el error de
acercarme a él cuando le ha entrado un ataque de tos y se ha puesto pálido.
Por lo visto la dentadura postiza se le había descolgado. Gajes de envejecer.
Y ahora llevo tres cuartos de hora escuchando los pormenores de la vida de
Francisco. ¡Hasta podría escribirle una biografía! Desde que nació en el
barrio de Lavapiés, se mudó con cuatro años a Cádiz para criarse con sus
tíos maternos y se convirtió en el Don Juan de los mecánicos. Me pregunto
si todos tendrán su gran historia de amor. ¿Cómo será envejecer con el amor
de tu vida?
—Y aquí estoy. Mis hijos viven desperdigados por la geografía
española. Todos querían que me fuera a vivir con ellos. Pero ¿qué puñetas
pinto en Santander? ¿O en Australia con la finolis de mi hija y el papanatas
de mi yerno? Así que me dije: Francisco, pasa tus últimos días de vida
rodeado de gente de tu edad. La Ramona ya no está para cuidarte y no la
echarás tanto de menos si te instalas en una residencia. ¡Y aquí estoy!
Admito que al principio lo escuchaba por compromiso, pero Francisco
ha tenido una vida de lo más interesante e incluso he sacado buenas ideas
para un personaje secundario de mi novela. ¡Quién me lo iba a decir!
—Me vas a tomar por un viejo chocho enamorado al que se le ha ido la
cabeza —baja la voz para que nadie lo oiga—. Pero Lola me cae fenomenal
porque me recuerda mucho a mi Ramona. Tan espontánea y dicharachera.
¿Tú crees que tengo alguna posibilidad con la rubia?
—¿¡Qué!? —estoy a punto de caerme de la silla.
Francisco estalla en una sonora carcajada y yo aprieto los dientes. Vaya,
por lo visto es muy fácil tomarme el pelo.
—Muchacho, ¡qué me estaba quedando contigo! No soy un viejo verde
que se fije en las jovencitas. Además, me da que a ti te gusta. No pongas esa
cara. He visto como la miras. Fue buena idea encerraros en el almacén. La
idea fue mía, por supuesto.
—No sé de qué me hablas —de repente me asfixia el cuello de la
camisa y empiezo a ponerme colorado—. La miro como un amigo. Eso es
todo.
—No puedes engañar a un hombre tan mayor como yo. No tiene nada
de malo admitir tus sentimientos. ¿Por qué no se lo cuentas? Quizá ella te
ve con los mismos ojos.
—Francisco, con el debido respeto, estás chocheando. Lola y yo somos
muy diferentes. Y le saco muchos años. Y no es mi tipo.
—Si necesitas dar tantas explicaciones para algo que no es cierto, será
porque en el fondo te preocupa que este viejo chocho tenga razón.
—Diego.
Me sobresalto al escuchar la voz de Lola a mi espalda. ¿Habrá oído mi
conversación con Francisco? Espero que no. Me vuelvo hacia ella
angustiado. No soportaría mirarla a la cara y que ella se diera cuenta de que
la mitad de las veces me la estoy imaginando desnuda.
—¿Tienes un momento? —pregunta muy seria.
—Claro.
Me levanto y nos alejamos hacia un lugar del salón que está vacío.
Mierda, me va a decir que soy un sinvergüenza. Y yo no sé que excusa
ponerle para justificar mis sentimientos.
—¿Has visto a Pepe?
Pepe. La miro sin entender. O sea, que no vamos a hablar de nosotros.
¡Menos mal!
—No, ¿por qué lo dices?
—Teresa me acaba de decir que no lo encuentran. Todo el personal lo
está buscando. Ay, Dios, ¿y si le ha pasado algo?
Mierda. La última vez que lo vi fue hace cuatro horas. Le di un cigarro
y le prometí que sería el último. No quiero ser el responsable de la muerte
de un anciano. ¿Y si le ha dado un telele por mi culpa?
—La última vez que lo vi fue hace cuatro horas en el jardín.
—Vamos —Lola me da la mano y me arrastra en dirección al jardín.
—¡Qué buena pareja hacéis! —exclama Carmela.
—¿Para cuándo la boda? —bromea Francisco—. ¡Yo quiero ser el
padrino!
Estos viejos son peor que un puñado de adolescentes. Dicen y hacen lo
que les da la gana. Lola aferra mi mano con fuerza. Está preocupada porque
no encontramos a Pepe. Yo estoy preocupado porque toda la sangre se me
va al mismo sitio por ese mínimo contacto. Solo me está dando la mano.
Pero, joder, qué suave la tiene.
—¿Dónde se habrá metido?
—Ni idea, pero conociéndolo es capaz de haberse escapado.
—¿Tú crees? —pregunta asustada—. Pero si casi no se tiene en pie con
el bastón…
—Es muy orgulloso. Entró en la residencia por su propia voluntad
porque echa de menos a su difunta esposa. Lo único que quiere es que lo
dejen en paz.
—¿Cómo lo sabes?
—Él me lo ha contado.
Lola me mira extrañada. Yo también lo estoy porque me sorprende la
relación tan cercana que tengo con Pepe.
—¡La culpa es mía! Lo he estado presionando y ahora se ha largado
porque está harto de mí. Ay, Dios, cómo le pase algo, no me lo perdono…
—Eh…
No puedo resistirlo. Sostengo su barbilla con un dedo para obligarla a
mirarme. Sus ojos castaños están a punto de echarse a llorar. Le acaricio la
mejilla con un dedo. Mi corazón late con fuerza como nunca lo ha hecho.
Lola entreabre los labios y está a punto de decir algo, pero las palabras no
brotan de sus labios. Se limita a inclinar la cabeza hacia mi mano. Es
preciosa. Es extraordinaria. Y tengo que contener el impulso de besarla
porque no es el momento.
—No es culpa tuya —le aseguro con suavidad—. Vamos a encontrarlo.
No ha podido ir muy lejos.
Lola asiente y me sigue. No tengo ni idea de a dónde voy. Todo el
personal de la residencia está buscando a Pepe. Damos una vuelta alrededor
del edificio y gritamos su nombre. ¿Dónde se habrá metido? No me puedo
creer que un octogenario que camina pegado a un bastón tenga en vilo a
todo el mundo. Incluso yo estoy preocupado porque en el fondo le he
cogido cariño. Me gusta charlar con él.
—¡Pepe!
Lola suelta mi mano y sale disparada. No me cuesta averiguar lo que ha
llamado su atención. Pepe está encaramado a la ventana de su habitación.
La madre que lo parió, ¿qué pretende?
—¡Pepe, bájate de ahí! —le pide Lola.
—¡No! ¡No quiero seguir viviendo! Echo de menos a mi mujer y estoy
harto de esta maldita residencia en la que no puedo hacer lo que me da la
gana.
Se forma tal espectáculo que todo el personal de la residencia no tarda
en llegar. Los residentes se llevan las manos a la cabeza. Teresa opta por
llamar a la policía. Hay un par de auxiliares llorando. Lola está hablando a
voces con él y le ruega que baje. Conozco a Pepe. Es demasiado tozudo. De
esos hombres a los que es imposible hacerlos cambiar de opinión cuando se
les mete algo en la cabeza.
—Distráelo mientras yo subo.
—¿Qué vas a hacer?
—Confía en mí.
Lola me mira sin un hálito de duda. Me gusta que confíe en mí. Entro en
la residencia y subo las escaleras de dos en dos. Luego voy directo a la
habitación de Pepe, que no me oye llegar porque está discutiendo con Lola.
Ni corto ni perezoso, me siento a su lado en el poyete de la ventana.
—¿Qué haces, muchacho? —pregunta con voz crispada.
—Qué buenas vistas.
—No es un farol. Me voy a tirar.
—De acuerdo —respondo con una calma que no siento—. Lo entiendo.
No tienes motivos para vivir. Yo también me sentí como tú hace un tiempo.
Perdí la inspiración, me divorcié y estaba más solo que la una. Estaba
hastiado de una vida tan aburrida. Y de repente conocí a una chica capaz de
hacerme recuperar la ilusión. Ella me ha devuelto la inspiración, ¿sabes?
Hacía demasiado tiempo que no escribía con tantas ganas.
—Estás hablando de Lola.
—Sí.
—No es asunto mío. Ya no somos amigos. Me has dejado sin tabaco.
—Si te tiras, Lola se va a sentir muy culpable. Cree que lo haces porque
te ha estado presionando.
—¡Qué chorrada! —exclama irritado—. Me quiero tirar porque estoy
amargado. Esa jovencita no tiene nada que ver conmigo.
—Lo entiendo, Pepe —utilizo la psicología para llevármelo a mi terreno
—. Pero Lola es una persona muy sensible. Se va a quedar hecha polvo si
saltas de la ventana. No puedo permitir que me prives de su sonrisa. Me lo
paso muy bien con ella. Así que si tú saltas, yo también haré lo mismo…
Me pongo de pie y se escuchan gritos de pánico desde abajo. Pepe me
mira atónito.
—Muchacho, ¿qué puñetas haces?
—Ya te lo he dicho. Si tú saltas, yo voy detrás.
—Eres un muchacho joven y sano. No es justo.
Miro hacia abajo y se me nubla la vista. Mierda, que alto está. Un sudor
frío me recorre la nuca. Quién me mandará meterme en estos líos. Pero aquí
estoy, tratando de convencer a un anciano de que no se suicide. No me
reconozco.
—Anda, vámonos —Pepe me aferra por el puño de la camisa—. No
quiero ser el responsable de que te partas todos los huesos del cuerpo.
Sostengo a Pepe y lo ayudo a regresar a la habitación. Va despotricando
de lo lindo mientras bajamos las escaleras. Que si uno ya no puede quitarse
de en medio cuando le dé la gana, que si volverá a intentarlo… pero tengo
la impresión de que en realidad solo quería llamar la atención. Necesitaba
averiguar si le importaba a alguien y acaba de descubrir que sí.
—Seré más amable con Lola —me dice antes de salir al jardín—. Pero
quiero que seas valiente, muchacho. No seas la clase de cobarde que la deja
escapar porque es un imbécil.
No tengo tiempo de asimilar sus palabras. La gente comienza a aplaudir
cuando nos ve llegar. Me pongo colorado cuando corean mi nombre y me
rasco la nuca. Guadalupe exclama que ese chaval tan valiente es su hijo.
Me va a dar un infarto cuando los residentes aplauden y gritan:
—¡Jorgito es el mejor, Jorgito es el mejor, Jorgito es el mejor!
Saludo con cara de circunstancia. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Alguien
me abraza por detrás y sé que es ella cuando reconozco su olor. El olor más
erótico del mundo. A rosas. Y el tacto de una piel suave que se abraza a mi
cuerpo. Lola entierra la cabeza en mi pecho y murmura: ¡qué susto me has
dado! Pero el que está muerto de miedo soy yo. Nunca un abrazo me ha
resultado tan reconfortante. No quiero que me suelte. Nunca.
21. ¿Quién eres, Malas Pulgas?
Lola

Todavía me va el corazón a mil por hora después de lo sucedido en la


residencia. ¡Diego es un héroe! Por poco me desmayo cuando lo vi subirse
al alfeizar de la ventana. Tenía miedo de que perdiera el equilibrio. Él se las
dará de duro e inaccesible, pero en el fondo le importan los demás. Ha
trabado una relación de lo más especial con Pepe. Estoy cogiendo mi bolso
cuando se acerca y carraspea con incomodidad.
—Muchacha.
—Hola, Pepe.
—Esto… siento haberte asustado.
—Ay, Pepe, nos has dado un susto de muerte a todos. ¿Cómo se te
ocurre? No vuelvas a intentarlo. Ya sé que soy muy pesada. Te dejaré
tranquilo si tú no vuelves a hacer una locura semejante. Palabrita de Lola
Ramírez.
—Tú no has tenido nada que ver —masculla indignado—. La idea ha
sido cosa mía. Solo quería que lo supieras. No te atribuyas el mérito.
—Vale…
—Y… esto… —le cuesta un gran esfuerzo pronunciar las siguientes
palabras—. Ya sé que eres una buena chica. No me lo tengas en cuenta. Un
viejo amargado como yo no merece la pena. A partir de ahora seré más
amable contigo.
Antes de que pueda responder, ya se aleja cojeando con el bastón. Lo
miro confundida y veo que Diego me está observando a lo lejos. Ha tenido
algo que ver. Seguro. Me acerco a él y le ofrezco el libro de Cris.
—¿Te importa firmarlo para una amiga? Es muy fan tuya.
—Claro.
—Se llama Cristina.
Diego le escribe una dedicatoria y lo miro con curiosidad. ¿Quién eres,
Malas Pulgas? Desde luego, no eres ese hombre trajeado y distante por el
que te haces pasar…
—Tengo el tuyo en el coche. Si me acompañas te lo doy.
—¡Sí! —exclamo entusiasmada—. Estoy deseando saber lo que sucede
en la segunda parte.
Caigo en la cuenta de algo cuando llegamos al coche y él me entrega el
libro.
—¡Me dijiste que me ibas a contar por qué acabaste aquí cuando me
terminara el libro!
Diego suspira. Parece avergonzado.
—La jueza que me condenó dijo que tengo que controlar mi ira —
frunce el ceño como si no estuviera muy de acuerdo—. Le arrojé un libro a
la cara a uno de mis lectores. Me preguntó que por qué no continuaba con la
serie del Inspector Lezcano. Le dije que Lezcano ya había terminado su
recorrido literario, y entonces el tipo me soltó que debía hacer caso a mis
lectores y que si no me preocupaba por ellos era porque no me importaban
nada. Me puse furioso y le dije que yo no aceptaba órdenes de nadie. Y el
resto ya lo sabes.
—Ay… madre —me llevo las manos a la cara y trato de aguantarme la
risa—. ¡Le tiraste un libro a la cara porque no sabes aceptar una crítica!
—Eso no es… —se enerva y respira profundamente—. Tolero las
críticas malas. En realidad estaba de malhumor. Llevaba casi cuatro años
sin escribir una página porque había perdido la inspiración.
—Pero ahora estás escribiendo.
—Sí.
—¿Y qué te la ha devuelto?
—Volvió sin más —responde, y tengo la impresión de que no está
siendo del todo sincero—. ¿Te apetece ir a tomarle algo?
Me encantaría, pero mi madre me envió un mensaje hace quince
minutos. No está bien. Ella lo suavizó, pero estoy segura de que se trata de
otra de sus crisis.
—Necesito pasar por casa a ver si me madre se encuentra bien.
—Yo te acerco.
—¿No te importa? No sé si podré ir contigo. Será mejor que coja el
autobús.
—Ni hablar.
Diego me abre la puerta del coche y me muerdo el labio. Me ruborizo
sin poder evitarlo y él me mira extrañado.
—¿Qué pasa?
—No estoy acostumbrada a que me abran la puerta del coche…
Él frunce el ceño.
—No sé con qué clase de hombres habrás salido —Diego me pone una
mano en la espalda cuando entro en el coche—. Yo soy de la antigua
escuela. Pensarás que soy un carca.
—Qué va. Me gusta que seas así —lo miro sin contemplaciones—. ¿Le
has pedido a Pepe que sea más amable conmigo?
Diego se rasca la nuca. Parece incómodo.
—No sé de qué me hablas —responde, y sé que está mintiendo—. Te
dejo elegir la música.
Manipulo la radio hasta dar con una canción de Lana del Rey. Diego
conduce ensimismado y me sorprende que no se queje del repertorio.
—¿Quién es?
—Lana del Rey, ¿te gusta?
—No está mal —es demasiado pedante para admitir que puede gustarle
el pop—. Tiene una voz muy bonita.
En ese momento me suena el móvil. Tuerzo el gesto al ver de quién se
trata. Es Carlos. Lleva todo el día bombardeándome a mensajes. Ya
empiezo a estar harta de él. Sacudo la cabeza cuando leo el último.
Carlos: acabo de enviarle a los de la tienda de ropa tu sesión de fotos.
Apenas le he tenido que hacer unos retoques. ¿Cómo es posible que seas
tan guapa?

—Pensará que soy idiota —le cuento a Diego—. No soporto que todos
crean que soy tonta y manipulable.
—¿Y por qué no lo pones en su sitio?
—Se me da fatal sacar el carácter. No me preguntes por qué. El otro día
una de mis amigas me dijo algo que me sentó fatal y fui incapaz de ponerla
en su sitio. Ya la he perdonado. Yo soy así.
—A veces hay que saber plantarse. Los demás no te respetan si tú no lo
haces. ¿Sabes por qué creo que has tenido tan mala suerte con los hombres?
Porque tú no te valoras lo suficiente y proyectas una imagen de chica rubia
y superficial.
—¿Y tú crees que no lo soy? —pregunto ruborizada.
Diego me mira de reojo como si creyera que he perdido el juicio.
—Desde luego que no lo eres.
Me dejo llevar por un impulso y le escribo un mensaje a Carlos. Se
acabó lo de conformarme con las migajas que me ofrecen. Diego tiene
razón. Tengo que aprender a valorarme más.

Yo: deja de enviarme mensajes que ocultan segundas intenciones. Soy


rubia, pero no tonta. No vamos buscando lo mismo. A partir de ahora te
agradecería que solo me escribieses para temas relacionados con el
trabajo.

Buah, me quedo super a gusto después de enviar el mensaje.


***
Mi madre está tendida en el sofá con gesto de dolor. Los mellizos están
jugando al ping pong en la mesa del salón. Hay cuadros tirados por el suelo
y un jarrón se ha hecho añicos. Menos mal que se trata de ese jarrón tan
horroroso que nos regaló una tía abuela con muy poco gusto. Mi madre
necesita tranquilidad cuando tiene una de las crisis porque estas se agravan
con el ruido. Mis hermanos, como niños de siete años, son nerviosos y
necesitan hacer travesuras para desfogarse. Mi madre intenta levantarse del
sofá cuando me ve llegar.
—Cielo, te dije que no hacía falta que vinieras. Yo puedo encargarme de
los niños…
—Espera, no te levantes. Voy a traerte la medicación —voy directa a la
cocina y cojo un vaso de agua y las pastillas. Después recojo los cuadros y
barro los trozos del jarrón que hay desperdigados por el suelo. Por último
capturo la pelota de ping pong cuando llega rodando hasta mi pie. Los
mellizos se quejan. Mi mirada severa los calla de golpe—. Se acabó jugar al
ping pong en el salón.
—Déjalos. Solo son unos niños. Deberían estar en el parque y no aquí
aburridos por mi culpa. Me sentiré mejor en cuanto me tome las pastillas.
¿No habías quedado con tu amigo el escritor? Vete con él, Lola.
—Mamá, qué dices. Diego lo entenderá. Le voy a enviar un mensaje
para posponerlo. Tú no te puedes encargar de los niños.
—¿Y por qué no te los llevas contigo? —pregunta esperanzada—. Solo
necesito un poco de tranquilidad.
Miro a Zipi y Zape, que me dedican sendas miradas angelicales.
Siempre están haciendo de las suyas. Sobre todo Paula, que es la mandona.
Leo se limita a seguirla porque ella le dejó claro hace mucho que es mayor
que él y por eso tiene que obedecerla en todo. Ese minuto de diferencia
marcará al pobre Leo de por vida.
—¡Sí, llévanos contigo! —me pide Paula.
—Nos portaremos bien. ¿A qué sí, hermanita? —Leo mira de reojo a
Paula.
Ella asiente con expresión inocente.
—¡Queremos conocer a tu amigo el escritor famoso!
—¿Tiene mucho dinero?
—¿Le han hecho una película de su libro?
Uf, no sé yo si esto de llevarlos conmigo es buena idea. Decido
preguntarle a Diego porque no quiero que se vea obligado a cargar con mis
hermanos. Quizá es de esas personas a las que no les gustan los niños. Lina
me advirtió que era la última vez que quedaba conmigo si llevaba a mis
hermanos cuando fuimos a una cafetería y ellos iniciaron una guerra de
servilletas. Tampoco fue para tanto.

Yo: tengo que llevarme a mis hermanos a dar una vuelta. Mi madre
necesita un poco de paz. He pensado que podríamos ir los cuatro a
almorzar a algún sitio (siempre que a ti no te importe).
Diego: ok.

¿Ok?
No parece muy entusiasmado con el exceso de compañía. Quizá esté
siendo educado.

Yo: si quieres lo dejamos para otro día. No quiero ponerte en un


compromiso.
Diego: baja ya.
Diego: estoy muerto de hambre. No me importa que te traigas a tus
hermanos. Lo digo en serio.

Si no le importa… En fin, creo que Diego tiene la suficiente


personalidad para negarse. Les echo un discurso a mis hermanos antes de
cruzar la puerta de casa. Les aseguro que en el caso de que la líen, nos
volveremos derechitos a casa y jamás volveré a llevarlos a ningún sitio.
—Nos portaremos bien —dicen al unísono.
—¡Pasadlo bien! —se despide mi madre con una débil sonrisa.
Paula y Leo van cogidos de mi mano cuando cruzamos la carretera, pero
se sueltan en cuanto ven el coche de Diego y salen disparados como dos
flechas. Ni siquiera saludan antes de subirse dentro. Genial, me van a hacer
quedar como una grosera. Cuando me siento en el coche ya están
acorralando a Diego a preguntas impertinentes.
—¡Menudo cochazo! ¿Tienes mucho dinero?
—¿Te vas a casar con mi hermana? —le pregunta con insolencia Paula
—. Si te vas a casar con ella, tienes que consentirnos muchísimo porque
somos sus hermanos pequeños. Nos gustan las chuches, los patinetes
eléctricos y los libros de Gerónimo Stilton.
—¡Yo quiero la play 5!
—¡Paula, Leo! —les echo la bronca—. ¿Qué os he dicho antes?
—Vaaaaaaaale —responden con desgana.
Diego los mira con curiosidad y parece más divertido que otra cosa.
Menos mal.
—Diego, te presento a mis hermanos pequeños. Paula y Leo.
—¡Yo soy un minuto mayor que éste y soy la que mando!
Leo resopla.
—Una mujercita con carácter —bromea Diego, antes de arrancar el
coche—. ¿A dónde vamos?
Antes de que pueda responder, Paula se me adelanta.
—¡A un sitio super caro porque pagas tú!
Me tapo la cara con las manos. Estoy tan abochornada que no me atrevo
a mirar a Diego. ¿Qué estará pensando de nosotros? Lo mismo cree que
somos unos muertos de hambre que se quieren aprovechar de su dinero.
—Ve todo recto. Conozco un bar muy bueno cerca de aquí —le indico,
y añado abochornada—: Y por supuesto que pago yo.
Me han pagado razonablemente bien por la campaña de publicidad para
la tienda de ropa online. Puedo permitirme invitar a Diego a una ración de
frito variado en el bar de Lolo.
—¡Al bar de Lolo no! —se queja mi hermana—. Siempre vamos al
mismo sitio.
Le lanzo una mirada asesina. ¿A quién habrá salido?
—¿Tú no me habías prometido que te ibas a portar bien?
—Solo estoy dando mi opinión. Todavía no he hecho nada malo.
Todavía. Miedo me da lo que se le pueda ocurrir.
Diego sigue mis indicaciones y aparca en la plazoleta. El bar de Lolo
está atestado de los clientes de siempre. Es un bar gaditano de los de toda la
vida. Con su frito variado, sus chicharrones y su cerveza fresquita. Diego se
acerca al bar y sé lo que está pensando por la cara que pone. Este no es el
restaurante elitista al que me invitó a cenar. Pero esta soy yo y no tengo por
qué fingir lo contrario delante de él. No hay nada de malo en ser una
persona humilde.
Nos sentamos en la única mesa libre que hay y mis hermanos
comienzan a pelearse. No les pego un grito porque Diego está delante y no
quiero causarle una mala impresión. De lo contrario ya me habrían oído.
—¿Podéis estaros quietos o nos vamos a casa?
—Ha empezado ella —se queja Leo.
Por supuesto que ha empezado Paula. Es la que lleva la voz cantante.
—¿Tú qué intenciones tienes con mi hermana? —le suelta Paula a
Diego.
Él me mira con una mezcla de pudor y diversión. Me encojo de
hombros y luego le guiño un ojo. Es hora de que alguien ponga en su sitio a
esta pequeña marimandona que tengo por hermana.
—Diego y yo vamos a casarnos, ¿no lo sabíais? —Paula y Leo abren los
ojos de par en par—. ¿A qué sí, Diego?
—Eh… sí —me sigue el juego con cierto esfuerzo—. Estoy locamente
enamorado de vuestra hermana.
—¿Entonces nos vamos a ir a vivir contigo a tu mansión? —pregunta
ilusionada Paula.
—No —respondo categórica—. Hemos pensado enviaros a un internado
de las montañas. Así dejaréis a mamá tranquila y yo podré vivir la mar de a
gusto con Diego. ¿A qué sí, cariño?
—Esto… eh… sí.
Le guiño un ojo a Leo cuando pone cara de susto. Pobrecito, él no tiene
la culpa. Paula esta aterrada y nos mira de manera alternativa. Diego mira
para otro lado y comprendo que se está aguantando la risa.
—¡No, por favor! ¡Me portaré bien a partir de ahora! ¡Diego, no
permitas que me abandone! —Paula se levanta de la silla y corre a darle un
abrazo. Diego se sobresalta y se pone rígido—. ¡Seré tu cuñada favorita!
¡Lo juro por Ladybug!
—¿Qué es Ladybug?
—Unos dibujos que echan por la tele —le explico.
—Esto… de acuerdo. Nos pensaremos lo del internado. Tomaremos una
decisión dentro de un mes.
Paula levanta la cabeza de su regazo y suspira aliviada.
—Vale…
Vuelve a su asiento y Leo le susurra al oído que se porte bien o por su
culpa vivirán en un internado. Diego se inclina hacia mí y su boca me
acaricia el lóbulo de la oreja. Un estremecimiento de placer me sube por las
piernas.
—Qué mala eres.
—Calla, que nos están mirando.
—¿Os vais a besar? —pregunta asqueado Leo.
Paula comienza a aplaudir.
—¡Qué se besen, qué se besen, qué se besen!
Diego y yo nos miramos abochornados. Él mira mis labios durante una
fracción de segundo y vacila. ¿No estará pensando en besarme? Se rasca la
coronilla y se aparta de golpe.
—No me gustan las muestras públicas de cariño.
—Mamá dice que a mi hermana le hace falta un novio que la trate como
se merece. ¿Tú vas a tratar a Lola como se merece? —le pregunta Paula con
tono protector.
—Por supuesto. Jamás le haría daño a vuestra hermana. Es la mujer más
encantadora que he conocido.
Me coloco el pelo detrás de la oreja y no sé dónde meterme. ¿Me está
vacilando o lo está diciendo en serio? Vete a saber. Finjo estar muy
interesada en el menú y pido de comer. Me complace que Diego dé buena
cuenta de la comida y no ponga ninguna traba. O no es tan pijo como
pensaba o está fingiendo lo contrario para complacerme. Me peleo con él
cuando insiste en pagar la cuenta.
—Al menos déjame invitar a unos helados.
—¡Sí, helados! —exclaman al unísono.
—¿De verdad quieres darle azúcar a este par de gremlins?
—Me parece que es demasiado tarde para recular. Tú me indicas. No
conozco la zona.
Diego me pone una mano en la espalda para que vaya delante. Noto un
calorcillo reconfortante donde me toca. Me gusta que se comporte con esos
modales. Es agradable que alguien te trate así. Paula y Leo caminan unos
pasos por delante porque conocen el camino hacia la heladería.
—¿Te ha gustado el sitio? Ya sé que no estás acostumbrado a esta clase
de bares y que…
—El pescado estaba delicioso —me tranquiliza—. El sitio es lo de
menos. Lo que cuenta es la compañía, y la tuya es muy agradable.
Me muerdo el labio y me ruborizo sin poder evitarlo. Llegamos a la
heladería y Diego se deja aconsejar por mí. Paula y Leo piden dos helados
de chocolate y nosotros dos cucuruchos de menta. Caminamos por el paseo
marítimo mientras comemos el helado e intento sonsacarle cosas sobre su
nueva novela. No hay manera.
—Pensé que tenía ciertos privilegios por ser tu amiga.
—No me gusta hablar de una historia cuando no está acabada.
—¿Cómo es la protagonista?
—Especial.
—El Inspector Lezcano también es especial.
—Ella me cae mejor que Lezcano.
—¿Cómo se llama?
—Gutiérrez.
—Pero ¿no tiene un nombre?
—Sí, pero todos la llaman por su apellido. Ya sabrás cómo se llama
cuando leas el libro.
A Paula se le cae la bola del cucurucho cuando hace el pino mientras
sujeta el helado. Luego intenta apropiarse del helado de Leo y lo persigue
por el paseo marítimo gritándole que tiene que obedecerla porque es un
minuto mayor.
—¿Cree que tiene que obedecerla porque es un minuto mayor? —Diego
se ríe.
Desde que lo conozco se ríe con mayor asiduidad. Me gusta que se ría.
Es guapísimo cuando se despoja de esa coraza con la que se ha disfrazado.
—Sí.
—Pobre Leo…
—Y que lo digas —aprovecho que mis hermanos entran en la playa
para detenerme. Diego me imita—. Gracias por dejarme venir con ellos. Es
complicado tener vida social porque mi madre no siempre está en plena
forma para cuidar de los mellizos.
—¿Se encuentra mejor?
—Eso espero. Los médicos le aconsejan que durante una crisis
mantenga la calma y evite los sobresaltos. Paula y Leo no es que den mucha
paz, así que…
—Tienes helado en la mejilla.
Intento limpiarme y no encuentro la mancha. Diego pasa su dedo por mi
mejilla y luego se lo lleva a la boca. Sigo el recorrido con un hambre
inusitada. A él se le oscurecen los ojos cuando me mira y tengo la
impresión de que estamos pensando lo mismo. Son ganas contenidas. Es
una atracción que ninguno de los dos esperaba. Pero, sobre todo, es una
química brutal.
—¿Lo que has dicho antes iba en serio?
—Antes he dicho muchas cosas. Tendrás que ser más explícita.
—Le dijiste a mi hermana que soy la mujer más encantadora que has
conocido.
—Absolutamente verdad.
Me muerdo el labio. Diego arruga la frente.
—No hagas eso.
—¿El qué? —pregunto sin entender.
—Morderte el labio.
—¿Por?
—Porque me entran unas ganas tremendas de besarte.
Mi corazón se acelera. Bum, bum, bum. De repente quiero que me bese
para saber si será tan bueno como imagino.
—¿Nunca te han dicho que los besos no se piden?
—No te lo estoy pidiendo.
—Claro que sí —respondo convencida—, pero eres demasiado
caballeroso para besarme sin preguntarlo. O quizá un poco cobarde.
—No soy ningún cobarde.
Diego me atrapa por la cintura y me pega contra su cuerpo. Un calor
abrasador me sube por las piernas y se instala en mi estómago. Ay, Dios
mío. ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué se supone que estamos haciendo?
Diego y yo, menuda locura. No pegamos. No es mi tipo. Pero… me pierdo
en sus labios y me entran muchísimas ganas de dejarme llevar. Diego clava
su mirada en mi boca y me roza con timidez. Con precaución. Como si se
estuviera preguntando si puede besarme porque cabe la posibilidad de que
yo salga huyendo. Cierro los ojos para demostrarle justo lo que quiero.
—¡Puagh! ¿Vais a besaros?
Leo nos corta el rollo y nos separamos sin saber dónde meternos. El
helado de menta me ha puesto perdida la manga del jersey y es la excusa
perfecta para decirles que tengo que limpiarme. Voy directa al servicio del
bar de enfrente y me echo agua en la cara.
Ay, Lola, ¿qué estás haciendo? ¿Qué te pasa con Diego?
22. No sé qué me pasa, pero estoy dispuesto a
averiguarlo
Diego

Lola y yo hemos estado a punto de besarnos. Joder, me moría de ganas


de besarla. Pero entonces su hermanito nos ha cortado el rollo y me he
quedado con las ganas. Ahora ella está en su casa y yo en la mía.
¿Qué cojones me está pasando? No lo sé, pero estoy dispuesto a
averiguarlo. Esto se escapa de mi control y me estoy empezando a agobiar.
Elías me llama en ese momento y es justo lo que necesito. Porque Elías es
lo más cercano a un amigo y el único al que puedo confesarle mis
sentimientos.
—Diego, ya sé que ayer me mandaste cuatro nuevos capítulos, pero
necesito leer algo más antes de irme a la cama. Va a ser un bombazo.
—No hago otra cosa que escribir.
Aparte de pensar día y noche en una jovencita de ojos color miel que
me trae de cabeza.
—¿Te pasa algo?
—Sí, Elías. Me pasa que Lola, la de verdad, me tiene loco. No me la
puedo quitar de la cabeza.
—Pero ¿tú no decías que no sentías nada por ella y que solo te
acercabas para perfilar el personaje?
—Yo ya no sé nada.
—Mierda, Diego. Creo que te estás enamorando.
—Es imposible —mi voz suena estrangulada por el pánico—. Somos
muy diferentes y le saco doce años. Si la vieras… toda energía y locura. Me
cuesta seguirle el ritmo. No es para mí.
—Será que por eso te atrae tanto. ¿Te has acostado con ella? ¿No será
un simple calentón? ¿Cuánto tiempo llevas sin echar un polvo?
—Ya sabes lo que pienso de los líos de una noche.
—¿Está buena?
—Es preciosa —respondo, ofuscado porque reduzca lo que siento a un
puto físico—. Pero Katie también lo era. Ella es diferente.
—Diego, no sé qué aconsejarte. Dices que sois diferentes y que no es
para ti, pero tampoco quieres acostarte con ella para quitártela de la cabeza.
¿Qué quieres que te diga?
—No lo sé, Elías.
—¿Por qué no le pides una cita?
—Ya nos vemos cada dos por tres.
—Entiendo que como amigos.
—Sí.
—Explícale que te gusta. Tú eres de los antiguos. Conócela mejor antes
de decidir si merece la pena intentarlo.
No lo había pensado. ¿Debo cortejar a Lola? Antes no las tenía todas
conmigo, pero acabo de descubrir que no es tan indiferente a mí como
pensaba. Vislumbré el deseo en sus ojos. Ella quería que yo la besara. Pero
yo soy de los que hacen las cosas bien. Nada de echar un polvo y luego, si
te he visto no me acuerdo. Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo? ¿Por qué
estoy, literalmente, acojonado?
—Vale, Elías. Gracias por haberme escuchado.
—¿Le vas a pedir una cita o no?
—No lo sé.
—Le das demasiadas vueltas al coco. Si te gusta, ve a por ella. Qué más
da si sois diferentes.
—Adiós, Elías.
Cuelgo el teléfono. Estoy más agobiado que antes. ¿Le pido o no le pido
una cita a Lola? Me pongo a escribir porque quiero dejar de darle vueltas al
coco. Ya no sé distinguir entre realidad y ficción. La investigadora Lola
Gutiérrez atrae sin saberlo a un hombre varios años mayor que ella y que
está asustado de confesarle sus sentimientos. Yo soy ese hombre. Sin
saberlo me he incluido a mí mismo en mi propio libro. Esto se me está
yendo de las manos. Quizá Elías tiene razón. Debería pedirle una cita y salir
de dudas. El tiempo dirá si somos compatibles. Me lo estoy planteando
cuando recibo una llamada inesperada. Mi madre. Casi nunca me llama.
¿Qué querrá?
—Hola, mamá.
—Tu padre no sabe que te he llamado —lo dice con tono de disculpa—.
No quiero que te pongas a la defensiva. Solo llamo para saber qué tal estás.
—He vuelto a escribir.
—Eso es fantástico, Diego.
—Mamá… ya sé que no te hace especial ilusión mi carrera literaria.
Tampoco hace falta que finjas lo contrario. Ya soy mayorcito para aceptar
que no soy el hijo abogado con el que vosotros soñabais.
—Ya lo sé, Diego. Hace mucho tiempo que dejé de intentar dirigir tu
vida. Ahora solo quiero que seas feliz, y desde que te divorciaste de Katie
déjame decirte que ya no lo eres. Al menos aquí tenías amigos. Hacías vida
social. Asistías al club de campo y jugabas al golf.
—No tenía amigos. Tenía conocidos. Es diferente.
—En nuestro mundo los amigos y los conocidos son lo mismo. El
dinero te da y te quita muchas cosas.
—He conocido a alguien —le suelto, y no sé por qué lo hago.
—¿En serio? —pregunta esperanzada—. ¿Quién es la afortunada?
—Alguien muy especial.
—Me encantaría que me la presentaras en la boda de Katie.
—Mamá, no empieces…
—¿Qué? —replica con fingida inocencia, y no estoy del todo seguro de
que mi padre no esté detrás de esta llamada—. Si es tan especial, me
gustaría conocerla.
—Ya veremos.
Cuelgo al cabo de unos minutos. Tengo el móvil en la mano y me
debato entre mandarle o no un mensaje a Lola. Me pueden las ganas de
charlar con ella y al final opto por escribirle. Tardo más de diez minutos en
dar con el mensaje adecuado.

Yo: ¿estás dormida?

Una forma patética de iniciar una conversación. Lo sé. Pero no se me


ocurría otra forma de resultar menos acosador.

Lola: no. ¿Quieres algo?

Sí. Besarte. Hacerte el amor.

Yo: me apetecía charlar contigo.


Lola: vale.
Lola: ¿Diego?
Lola: ¿no decías que querías charlar conmigo?
Yo: sí.

Mierda, ¿qué le digo? Estoy quedando como un imbécil.

Yo: solo quería que supieras que me lo he pasado muy bien contigo.
Siempre me lo paso muy bien contigo. Me gusta estar a tu lado.
Lola: no sé qué decir… me estoy poniendo colorada. Yo también me lo
paso muy bien contigo.
Yo: no me estás entendido.
Lola: porque te explicas fatal.
Yo: lo que te estoy queriendo decir es que nunca había conocido a
nadie como tú. Pones mi mundo patas arriba. Has perturbado mi paz.
Lola: lo siento…
Yo: ¿por qué lo sientes?
Lola: porque dices que he perturbado tu paz.
Yo: mi paz era aburrida. Mi vida estaba estancada.
Lola: quieres decir que yo le doy emoción a tu vida.
Yo: sí.
Lola: no quiero ser la distracción de nadie. No quiero ser el juguete de
un escritor de éxito que está aburrido, se lo pasa bien conmigo durante
unos días, y luego regresa a su vida real y se olvida de mí.
Yo: no soy así
Yo: creo que mañana deberíamos hablar de lo que sucedió en el paseo
marítimo. Aclarar las cosas. Ser sinceros el uno con el otro.
Lola: vale.
Yo: ¿te gustaría venir a una boda conmigo?

¿Qué diantres acabo de escribirle? Mierda, le he pedido que venga


conmigo a la boda de Katie. Lola está en línea y no responde como es
lógico. Pensará que se me ha ido la cabeza. Primero me declaro con torpeza
por WhatsApp y luego la invito a una boda.

Lola: mañana hablamos.


Yo: buenas noches.

Tengo miedo de que llegue mañana. Me da la impresión de que lo he


complicado todo con esta conversación de WhatsApp.
23. ¡Una excursión movidita!
Lola

Necesito hablar con alguien de lo que acaba de suceder porque es


surrealista. No entiendo nada. Diego y yo primero estamos a punto de
besarnos, y luego me escribe para decirme cosas la mar de raras. Menos mal
que es escritor, porque se explica como el culo. Si no hubiera leído su libro,
pensaría que es un farsante. Opto por mandarle un WhatsApp a Cris porque
considero que es la más sensata de las cinco. Me encantaría desahogarme
con Lina, pero es evidente que me gritaría que soy una ingenua. Lo veo
venir.

Yo: ¡Ayudaaaaaaa!
Cris: ¿qué te pasa?

Menos mal. Una siempre puede contar con Cris para cualquier
emergencia. Mi amiga es madre soltera y la propietaria de un negocio con
un par de trabajadores a su cargo. Tiene una relación excelente con su hija
—una adolescente muy responsable y madura para su edad—, y sabe
escuchar sin juzgarte. Es justo la persona con la que necesito hablar.

Yo: tía, estoy hecha un lío. Diego acaba de invitarme a una boda.
Cris: no veo el problema. No querrá ir solo. Es de lo más normal. La
última vez que me invitaron a una boda familiar, le pedí a Lina que me
acompañara y casi tuve ganas de fingir que éramos lesbianas para que mi
familia me dejase en paz con las típicas preguntas de siempre: «Cristina, ¿y
el novio?». Puede que a él le haya pasado lo mismo y, como sois amigos, te
lo haya pedido por eso.
Vaya, ni me lo había planteado. Es verdad. Cuando uno se hace mayor,
ir de soltero a una boda puede ser un auténtico calvario. Sobre todo si tienes
que enfrentarte a las preguntas impertinentes y los chascarrillos de los
familiares que se creen con todo el derecho del mundo a opinar en voz alta
de tu vida sentimental.

Yo: no sé, Cris. Puede que tengas razón. Pero hoy ha sido todo super
raro. Estuvimos a punto de besarnos y si no lo hicimos fue porque mi
hermano nos interrumpió. De lo contrario, no sé si él se habría atrevido a
besarme…
Cris: para el carro!!! ¿Cómo que estuvisteis a punto de besaros? Eso lo
cambia todo. ¿Saliste con él y tus hermanos?
Yo: sí. Mi madre tuvo otra de sus crisis y me los tuve que llevar. A
Diego no le importó.
Cris: y estuvo a punto de besarte.
Yo: sí.
Yo: bueno… eso creo. Ya no sé qué pensar. Me tiene descolocada. Y
para colmo luego me invita a la boda y me envía unos mensajes de lo más
extraños. «Que si he perturbado su paz y que si su vida antes era
aburrida»… ¿te lo puedes creer? ¡Y encima me echa la culpa el muy
sinvergüenza!
Cris: espera… espera… que me estoy perdiendo. Tía, por lo que me
cuentas, parece que Diego está colado por ti.
Yo: no puede ser. Lo que pasa es que se explica como el culo. Yo creo
que tiene pocos amigos y que antes de conocerme no sabía divertirse.
Supongo que por eso me invita a la boda.
Cris: pero tú has dicho que ha estado a punto de besarte…
Yo: porque lo piqué. Ya sabes cómo soy. No me puede ver de esa
manera. Somos muy diferentes. Diego es culto, ha estudiado una carrera,
tiene una buena posición económica… ¿qué pinto yo en su vida?
Cris: tía, eres tu peor enemiga. Eres guapísima por dentro y por fuera y
cualquier hombre con dos dedos de frente querría tenerte a su lado. Lo
mismo Diego no es del todo claro porque percibe tu recelo. Vayamos a lo
importante, ¿te gusta?

Me lo pienso antes de responder. ¿Me gusta Diego? A ver, me lo paso


muy bien con él y me encanta esa actitud caballerosa que tiene conmigo. Es
atractivo y tenemos química. Pero hasta hace muy poco no lo veía de esa
manera. Ni siquiera como un ligue de una noche. Menudo cacao mental
tengo.

Yo: no lo sé. Me siento atraída por él… es la pura verdad. Pero su


mundo y el mío no encajan. Me parece una locura intentar algo más con él.
Cris: yo creo que estás asustada porque no entiendes que un hombre
como Diego se pueda fijar en alguien como tú. Cuanto antes aceptes lo
mucho que vales, antes podrás enfrentarte a tus sentimientos. Habla con él.
Explícale tus dudas.
Yo: vale, quizá tengas razón. Eres un sol. ¡Te quiero!
Cris: y yo. Mantenme al corriente de tus progresos con el escritor. Por
cierto, no le cuentes nada de esto a Lina. Ya sabes cómo es y te quitará las
ganas de todo ��

Uf, por supuesto que no le voy a contar nada a Lina. Me voy a la cama
sumida en un mar de dudas. Mañana Diego y yo tenemos que aclarar
muchas cosas sobre nuestra relación…
***
Hoy tenemos una excursión que ha organizado Teresa para los
residentes. Ella dice que relacionarse con el entorno exterior es muy
importante para los abuelos porque necesitan sentir que son parte del
mundo. Nos vamos en autobús al Museo de las Cortes de Cádiz. Estoy
sentada al lado de Diego y no hemos tenido tiempo para hablar porque
todos están pendientes de nosotros. Es un pelín incómodo ser consciente de
que todos nos observan. Sobre todo cuando tenemos una conversación
pendiente y ambos estamos muy turbados por el intento de beso del otro
día.
Los residentes van cantando y aplaudiendo como si estuviéramos en la
excursión de un colegio de primaria:
Una sardina
Dos sardinas
Tres sardinas
Y un gato.
Se apostaron
La manera
De meterse
En un zapato.
Agua-gua- gua-gua- chichi
Achi-chi- chi-chi- guagua
Que lo repita
Mi amigo Diego

Diego resopla cuando los oye corear su nombre. Creo que es la quinta
vez que le toca. Se ha convertido en el héroe de los residentes desde que
ayer le salvó la vida a Pepe. Ahora le toca acarrear con la fama.
—Qué pesadilla —se queja.
—¡Diego, Diego, Diego! —repiten su nombre.
—Venga, no seas aguafiestas —le doy un codazo para que cante.
—¿Cuánto queda para que lleguemos?
Hemos tardado más de lo normal porque el conductor ha tenido que
hacer varias paradas exprés para que los abuelos fueran al servicio. Diego
está que trina y sospecho que es la primera vez que se monta en un autobús.
Seguro que él es más de yates y billetes de avión en primera clase.
—Te has librado. Ya hemos llegado.
Diego es el primero en salir del autobús. Prácticamente salta del autobús
en marcha y cruza la acera para encenderse un cigarro. Está fumando con
una ansiedad muy cómica. Me pregunto si no me estará evitando porque no
ha parado de quejarse durante todo el trayecto, convirtiéndose de nuevo en
El Señor Malas Pulgas al que me tenía acostumbrada. Por eso lo último que
me esperaba dada su irritabilidad de esta mañana es que se anime a ofrecer
un tour a los residentes cuando entramos al museo. Parece una enciclopedia
parlante.
—La mayoría de los objetos que podéis observar datan de los siglos
XVIII y XIX. Sobre todo relacionados con el asedio de las tropas de Napoleón
entre los años 1810 y 1812, año en el que fue promulgada la constitución,
conocida popularmente como La Pepa. Fue la primera constitución
promulgada en España y una de las más liberales de su tiempo.
—¿Por qué se la llamó La Pepa? —pregunta con curiosidad Carmela.
—Porque se aprobó el 19 de marzo de 1812, festividad de San José. Y
para celebrar la primera constitución española, el pueblo exclamaba: ¡Viva
la Pepa! —todos lo escuchan atentamente y Diego parece muy apasionado
—. Eso me recuerda a otra anécdota relacionada con José Bonaparte, el
hermano de Napoleón, que fue proclamado rey de España durante la
ocupación de las tropas napoleónicas. El pueblo no lo quería y lo apodaban
despectivamente Pepe Botella porque decían que era un borracho…
Diego tiene cautivados a todos los residentes y Carmela y Guadalupe se
apropian de su compañía para que les ofrezca un tour privado por las
diferentes salas del museo. Diego me lanza una mirada aterrada antes de
desaparecer por el pasillo.
—Un buen muchacho, ¿no crees?
Me sorprende que Pepe se acerque a mí para charlar. Hoy está de mejor
humor e incluso se ha relacionado con un par de residentes.
—¿Te refieres a Diego?
—A quién si no.
—Te llevas muy bien con él.
—Me gusta hablar con él. No es de esa clase de personas que cotorrean
sin parar aunque no tengan nada importante que decir.
—O sea, que no es como yo —respondo con tono burlón.
—¿Ser diferente es malo?
—Me siento muy pequeñita a su lado —le confieso en un susurro—.
Porque yo, a diferencia de él, no tengo nada importante que decir.
—¿Y entonces por qué te escucha con tanta atención? Cuando le hablas
no despega los ojos de ti.
—Pues… —antes de que pueda buscar una respuesta, Pepe ya se ha
alejado cojeando con el bastón.
El día se nos pasa volando en el museo y para cuando regresamos en
autobús a la residencia, ya ha terminado nuestra jornada. Diego ya me está
esperando en el jardín cuando salgo por la puerta. Arrugo la frente cuando
lo veo fumar. Será el quinto o el sexto cigarro del día.
—Menudo vicio tan horrible.
—¿Tanto te molesta que fume?
—Sí.
Diego observa el cigarro con gesto contrariado.
—Porque es malo para tu salud. Y el olor es muy desagradable para los
que no fumamos. A ver, que tú puedes hacer con tu vida lo que quieras,
claro está. Solo es un consejo de amiga…
Diego apaga el cigarro y lo tira a la papelera. Luego caminamos hacia la
salida y freno cuando él va directo a su coche. Entonces se detiene y me
mira expectante. Hemos cogido la costumbre de que sea mi chofer
particular.
—No tienes por qué llevarme siempre.
—No me importa.
—A mí tampoco me importa coger el autobús.
—Me gusta disfrutar de tu compañía.
—Diego… —me retuerzo las manos con nerviosismo—. Creo que
deberíamos hablar de lo de anoche.
—Tienes razón.
Me mira a los ojos sin pestañear y no dice nada. Solo nos miramos.
Tengo la impresión de que está nervioso a pesar de que mantiene la
compostura. Me muerdo el labio y él clava la mirada en mi boca. Recuerdo
lo que me dijo y dejo de hacerlo. Supongo que voy a ser yo la que dé el
primer paso…
—¿Qué pasó anoche entre nosotros?
—Fuimos a almorzar, dimos un paseo…
—Estuvimos a punto de besarnos.
—¿Sí?
—Diego —le digo, intentando ponerme seria—. Somos adultos.
—Tienes razón —se le escapa un suspiro—. Y estuvimos a punto de
besarnos.
—Me habría gustado que mi hermano no nos interrumpiera.
—Y a mí me habría encantado besarte. De hecho me quedé con las
ganas y desde anoche no puedo pensar en otra cosa que no sean tus labios.
Me entra un calor abrasador por el cuerpo al escuchar su confesión.
Diego me mira a los ojos sin vacilar. Ya no hay vuelta atrás.
—No te entiendo, Diego. Tú y yo somos…
—Muy diferentes —dice por mí—. Sí, lo somos.
—Y anoche me escribiste cosas muy raras. Que si perturbo tu paz y que
antes de conocerme tu vida era aburrida. Necesito que seas sincero conmigo
porque estoy harta de colgarme de tipos que no merecen la pena. ¿Qué soy
para ti? ¿Una distracción? ¿Un juguete nuevo? ¿Una especie de
experimento?
—¿Qué? —Diego frunce el ceño. Parece horrorizado por mis dudas—.
No sé con qué clase de hombres habrás salido antes, pero yo no soy así.
Quiero que los dos nos conozcamos mejor y te aseguro que jamás te
utilizaría como una distracción pasajera. Me apetece tener una cita contigo,
Lola.
—¿Me estás pidiendo una cita? —pregunto alucinada.
—Sí.
—Ya hemos quedado otras veces…
—Como amigos —me contradice con naturalidad—. Yo quiero una cita
de verdad. Quiero abrirte la puerta del coche, invitarte a cenar, decirte lo
guapa que estás y compartir una velada maravillosa con una mujer por la
que me siento muy atraído. No hay segundas intenciones ocultas. Que el
tiempo decida si podemos ser algo más. Entenderé que me rechaces porque
soy doce años mayor que tú y tal vez no me veas de la misma forma. En ese
caso, te agradecería que fueres clara conmigo porque no quiero albergar
ilusiones sobre nosotros. No puedo seguir mirándote a la cara y fingiendo
que podemos ser amigos.
—Vaya… —estoy tan impresionada que me cuesta digerirlo—. Lo de
menos es la diferencia de edad.
—¿Qué te preocupa?
—No encajar en tu mundo. Ya has visto el mío. Soy una persona
sencilla y humilde.
—Lola, me gustas —Diego corta la distancia que nos separa y sostiene
mi barbilla con un dedo—. ¿En qué idioma tengo que decírtelo para que me
creas?
—Solo hablo español —se me escapa una sonrisa—. ¿Por qué me has
pedido que te acompañe a una boda?
—Porque es un compromiso al que debo asistir y no me apetece hacerlo
solo. Pensé que me lo pasaría bien si tú eras mi acompañante.
—¿De quién es la boda?
—De mi exmujer.
Abro los ojos de par en par. ¿De su exmujer? ¿Quiere ir a la boda de su
exmujer? Ay, madre mía. ¿No me estará utilizando para darle celos?
—¿Sigues enamorado de ella? —pregunto a bocajarro.
Diego me suelta y su expresión se descompone.
—¿Qué?
—¿No me estarás utilizando para ponerla celosa?
—Lola, por Dios, yo no soy tan miserable. Te acabo de confesar que me
gustas. Estoy muerto de vergüenza. De hecho lo estoy pasando francamente
mal porque no soy la clase de hombre que sabe enfrentarse a sus
sentimientos. Y tú vas y me preguntas si sigo enamorado de mi exmujer.
Maldita sea…
—Eh… —lo atraigo hacia mí y él se sobresalta—. Bésame para
demostrarme que te gusto.
—No juegues conmigo —me pide con la voz estrangulada.
—Supongo que las mujeres también podemos tomar la iniciativa…
Coloco mis manos alrededor de su cuello y le robo un beso. Diego se
queda petrificado y tarda en reaccionar. Besarlo es más dulce de lo que me
imaginaba. Mi boca se aplasta contra la suya. Suave y cálida. Estoy a punto
de apartarme, decepcionada por su rechazo, cuando Diego reacciona y
corresponde a mi beso con una sinceridad que me desarma. Hay cosas que
no se pueden fingir. La química al besar a otra persona, por ejemplo. Las
ganas con las que Diego me besa y suspira contra mis labios. Diego desliza
sus manos por mi cintura y me atrae hacia sí. Su cuerpo está más duro de lo
que me imaginaba. Es un hombre en forma y muy atractivo. Se me va la
cabeza y quiero más. Mucho más. Pero Diego me besa con una dulzura
inesperada. Como si quisiera demostrarme que es el buen hombre que va a
respetarme y no se atreviera a cruzar la línea. Le muerdo el labio y él suelta
un gruñido. Una de sus manos asciende por mi costado y se coloca sobre mi
mejilla. Su lengua se enreda con la mía y su pulgar me acaricia el pómulo
con delicadeza. Y entonces lo noto. Él pretende ser un tipo bueno, pero la
erección que hay dentro de sus pantalones sugiere lo contrario. Joder, yo
quiero que sea malo conmigo. Que me folle hasta que me tiemblen las
piernas. Que me demuestre que en realidad no es tan aburrido porque en la
cama nos lo vamos a pasar tremendamente bien. Su erección me lo
confirma cuando me aprieto contra su cuerpo. Diego murmura mi nombre y
sé que se le está yendo la cabeza tanto como a mí. Mi estómago tiembla de
emoción.
—Vamos a tu casa —le pido excitada.
Diego me aparta con suavidad. En sus ojos hay un deseo contenido de
lo más explícito. Durante unos segundos vacila y sé que se lo está
planteando.
—No, Lola.
—¿Por qué? —replico disgustada—. Lo estás deseando tanto como yo.
—No te lo voy a negar —admite, un tanto abochornado por el bulto de
sus pantalones—. Creerás que estoy chapado a la antigua, pero no soy de
los que se acuestan con una mujer en la primera cita. Y mucho menos sin
tener una.
—Diego, que no tenemos quince años… —se me escapa una risa
atónita.
Pero él me mira serio y comprendo que lo dice de verdad.
—Me apetece hacer las cosas bien contigo —mete las manos en el
bolsillo trasero de su pantalón y me enseña dos entradas para ir a La Ópera
—. Me encantaría que fueras mi acompañante. Será nuestra primera cita.
—Nunca he ido a La Ópera. No sé qué ponerme…
—A ti te queda todo bien, Lola.
—¿No podemos ir a una pizzería? —sugiero esperanzada—. Algo más
de mi estilo.
—Te va a gustar.
—Vale —concedo un tanto insegura.
Diego se adelanta para abrirme la puerta del coche y luego me coloca
una mano en la espalda. Noto su mano a través de la tela de mi jersey.
—Lola —me dice antes de sentarme.
—¿Sí?
Diego me besa sin que me lo espere. Me besa con más pasión que la vez
anterior. Con una urgencia que me desarma. Me derrito como el chocolate a
fuego lento y me apoyo en sus brazos. Uf, está fuerte. Me encanta. Me
aplasta contra la puerta del asiento trasero y vuelvo a notar su erección.
Dura y apremiante bajo los pantalones. No sé cómo puede controlarse. Yo
le dejaría que me hiciera de todo dentro del coche. Me pregunto cómo será
tener dentro de mí a El Señor Malas Pulgas. Si será cariñoso o autoritario.
Si cabe la posibilidad de que me sorprenda todavía más. Nos separamos con
la respiración acelerada. A él le cuesta mantener la compostura.
—No creas ni por un segundo que no tengo ganas de hacerte el amor. Ni
siquiera sé cómo logro contenerme porque pienso en ti a todas horas —
vuelve a besarme, esta vez un beso corto y que me sabe a poco—. ¿Me he
expresado con claridad?
—Sí.
—No estoy enamorado de mi exmujer.
—Vale.
—No te estoy utilizando para ponerla celosa.
—Bien.
Diego se pasa la mano por el pelo, se aleja de mí para que pueda
montarme en el coche y cierra la puerta. Sí, ahora me ha quedado muy claro
que le gusto. Pero no me preguntes por qué.
24. Turandot
Lola

¿Qué diantres se pone la gente para ir a La Ópera? Abro mi armario y


repaso los diferentes modelitos. Hay pantalones vaqueros, sudaderas,
camisetas de mis grupos de música favoritos, un par de faldas, alguna blusa
mona y poco más. Me estoy empezando a estresar y faltan cuarenta y cinco
minutos para que Diego venga a recogerme. Seguro que él irá impoluto con
su esmoquin. No quiero parecer una pardilla o sentirme fuera de lugar por
culpa de mi atuendo. Decido pedirles consejo a las chicas.

Yo: ¿qué os pondríais para ir a la ópera?


Lara: ¿vas a ir a la ópera?
María: ¡qué pasada!
Cris: ¿con Diego?
Lina: ¿qué se te ha perdido a ti en la ópera?
Yo: solo os he hecho una pregunta. Por favor, dejemos las divagaciones
para otro momento. Me quedan tres cuartos de hora para arreglarme. Va,
ayudadme que estoy hecha un lío y no quiero parecer un adefesio entre
tanta gente elegante.
María: puf, yo es que nunca he ido. Siento no poder ayudarte…
María: en Pretty Woman iban vestidos de etiqueta, ¿no? Jamás olvidaré
ese vestidazo rojo con los guantes blancos. Qué fuerte, Lola. ¡Como Julia
Roberts! No pienses en lo que vas a ponerte y disfruta de tu momento ��
Lina: ¿por qué vas con Diego a la ópera? ¿Por qué no me cuentas
nada?
Cris: ve cómoda y no te disfraces. No creo que vayan a detenerte por no
cumplir con el protocolo…
Lara: yo fui una vez hace un porrón de años. Me explicaron que salvo
si es el estreno, se puede ir arreglada tipo cóctel. Tacones, unos pantalones,
una blusa o un vestido que cubra por debajo de las rodillas. Creo recordar
que yo fui de negro. Con el negro siempre aciertas ��
Yo: ¡gracias, Lara!
Lina: ¿en serio vas a la ópera con un tío que te saca doce años?
Lina: ¿soy la única que piensa que está cometiendo un error?
Lina: helloooooooo???
Lina: no paséis de mí.
Lina: perras ��

Mi madre llama a la puerta en ese momento. El contenido de mi armario


está disperso por el suelo y ella repasa la ropa con una mirada de
circunstancia. No es para menos. En mi armario no hay modelitos para
acudir a la ópera porque es el de cualquier veinteañera de barrio de clase
obrera.
—¿Todavía no sabes lo que ponerte?
—No —hago un mohín—. Lara me aconseja que vaya de negro. Pero
no tengo ningún vestido negro. También podría ir con el conjunto de blusa y
pantalón que me puse para el bautizo de la prima Claudia.
—Un momento.
Mamá sale de mi habitación y me siento en el borde de la cama.
Regresa al cabo de unos minutos con un vestido negro y sencillo con escote
de hombros caídos y mangas hasta los codos. Tiene el largo ideal y una
pequeña abertura que llega hasta el muslo izquierdo.
—¿Y este vestido? Nunca te lo he visto puesto.
—Me lo puse en uno de mis primeros aniversarios que celebré con tu
padre. Tú eras muy pequeña y no te acuerdas. Tiene gracia, lo guardé
pensando que algún día te sería de utilidad. Y fíjate por dónde, vas a ir a la
ópera con ese escritor tan famoso…
—Es precioso… —admito maravillada.
—Te puedo ayudar a peinarte y maquillarte.
Mi madre me recoge el pelo por encima de los hombros para ver cómo
me queda. Me alegra verla tan recuperada. Cuando tiene un buen día, se
desvive para hacerme feliz. Es la mejor madre del mundo.
—Me da un poco de corte ir a la ópera. No paro de pensar que no pinto
nada allí.
—Diego te ha invitado porque aprecia tu compañía. ¿Qué mejor motivo
para asistir? —me contradice muy tranquila. Pero ella es mi madre y me ve
con buenos ojos. Qué va a decir—. Tus hermanos no paran de hablar de tu
amigo. Dicen que os vais a casar.
—Les mentí para asustarlos porque Paula se estaba portando fatal.
—¿Entonces no vais a casaros?
—¡Mamá! Si nos fuéramos a casar tú serías la primera en enterarte.
Solo es una cita. Eso es todo. Para conocernos mejor.
—Por algo se empieza.
—Bah, seguro que se da cuenta de que no tenemos nada en común en
cuanto abra la boca. No sé quien es el tal Verdi ni conozco los pormenores
de la constitución de 1812, ¿tú sabías que la llamaban La Pepa?
—Seguro que Diego ha visto otras cualidades en ti y por eso te invita a
la ópera. Te lo digo yo que soy tu madre. ¿Por qué no lo invitas un día a
cenar? Me encantaría conocerlo.
—No sé, mamá… —respondo intranquila—. Quizá si vamos más en
serio. Por ahora nos estamos conociendo.
Mi madre me conoce de sobra y me mira a los ojos con cierta dureza.
—Nunca te avergüences de ser quién eres, Lola. No haber estudiado una
carrera no te hace peor que nadie. Ser pobre tampoco.
—Vaaaale —respondo con la boca pequeña.
Me pongo el vestido y ella me recoge el pelo en una trenza griega
alrededor de la cabeza. Mamá insiste en que me pinte más, pero yo no me
veo con tanto maquillaje y opto por echarme un poco de rímel en las
pestañas, colorete en las mejillas y pintarme los labios de un tono rojo
cereza que creo que me favorece. Doy una vuelta sobre mí misma para
mirarme en el espejo.
—Estás increíble.
Sonrío sin ocultar mi alegría. La verdad es que no suelo arreglarme
tanto y me hace ilusión asistir por primera vez a la ópera. No sé si me
agradará el espectáculo, pero voy sin prejuicios y con muchas ganas.
Cuando salgo del portal, Diego ya me está esperando en el coche. Se baja
en cuanto me ve. Lo sabía. Lleva un esmoquin y le sienta como un guante.
No sé por qué cada día que paso lo veo más atractivo. Siempre me han
gustado de mi edad, pero Diego es un hombre en toda regla. Alto, elegante
y apuesto. Menos mal que me he arreglado. A Diego le brillan los ojos y
contengo la respiración cuando me repasa de arriba abajo. No es la típica
mirada babosa que me dedican los tíos. Es la mirada de admiración y deseo
de un hombre que me hace sentir pletórica.
—Lola, estás preciosa.
—Gracias.
Diego me acompaña hasta el coche y me abre la puerta. Hay un ramo de
rosas rojas sobre el asiento y estoy a punto de aplastarlo con el trasero. Mi
corazón se salta un latido porque es la primera vez que un hombre me
regala flores. Hay una docena. Creo recordar que leí en una revista que una
docena de rosas significa el deseo de estar con esa persona de por vida. ¿Me
estará enviando algún mensaje subliminal? Lo dudo, porque apenas nos
conocemos. Con toda seguridad no lo habrá hecho a propósito.
—¿Te gusta? —pregunta sin ocultar su nerviosismo—. No sabía cuáles
eran tus favoritas…
—Las rosas rojas —respondo, porque es la pura verdad—. Muchas
gracias. No me lo esperaba.
Diego conduce hasta El Teatro Falla y me explica que vamos a ver
Turandot, una ópera en tres actos con música de Puccini. Trata sobre una
princesa llamada Turandot de inestimable belleza que reta a todo aquel
príncipe extranjero que la pide en matrimonio a acertar tres adivinanzas. Si
no supera la prueba, el príncipe será decapitado. Diego ha conseguido
captar mi atención y ahora me muero de ganas de ver la ópera. Me quedo
sin aliento cuando cruzamos las puertas del Falla y subimos hacia el palco.
Ver desde aquí el escenario es una auténtica pasada. Los decorados son
espectaculares. Llenos de tonos rojos, dorados, dragones y farolillos que se
asemejan a la ciudad perdida de Beijing. Diego me pregunta si quiero tomar
algo cuando termina el primer acto, pero estoy tan impresionada que no
puedo despegar los ojos del escenario a pesar de que está cubierto por las
cortinas.
—¿Te está gustando? —pregunta en voz baja.
—Sí… —es todo lo que puedo decir.
La boca de Diego me acaricia el cuello y creo que él no es consciente
del millón de sensaciones que me produce en la piel. Deja su mano encima
de mi muslo como si tal cosa. No es como aquella vez que mi ligue del
instituto intentó sobrepasarse en el cine metiéndome la mano por dentro de
la falda. Siento su contacto por debajo de la tela de mi vestido. Me doy
cuenta de que me está observando sin disimular cuando lo miro de reojo.
—Te estás perdiendo el espectáculo.
—Lo tengo delante de mis ojos.
Se me escapa una sonrisa.
—Para. Me estás poniendo nerviosa.
Diego se reclina en su asiento y devuelve la mirada al escenario. Estoy
sobrecogida por la voz de la soprano que interpreta a la princesa Turandot.
Es simplemente soberbia. Cuánta belleza hay en una ópera en la que cada
detalle está cuidado al milímetro. Mi parte favorita es cuando ella canta:
Hielo que te inflama y con tu fuego aún más se hiela. Cándida y oscura. Si
libre te quiere, te hace más esclavo. Si por esclavo te acepta, te hace rey.
Me levanto para aplaudir cuando la ópera llega a su fin. El escenario se
llena de rosas y alguien sube para entregarle un ramo a la soprano. Aplaudo
hasta que me duelen las manos. Noto que Diego no me quita la vista de
encima y sonríe de manera enigmática. ¿En qué estará pensando? No tengo
ni idea, pero por lo visto, mirarme le resulta más interesante que la propia
ópera.
Diego me da la mano cuando salimos de la ópera. Me percato de lo bien
que encajan nuestros dedos entrelazados. Sé que es una tontería, pero me
gusta sentirme un poco suya porque agarra mi mano como si estuviera
dispuesto a protegerme de cualquier peligro. No consigo sacarle ni una
palabra de a dónde vamos cuando llegamos hasta el coche. Así que
comienzo a cacarear sobre lo mucho que me ha gustado el espectáculo y la
poderosa voz de la soprano.
—Cantaba sin esfuerzo. Menudos pulmones se gasta. Y la historia es
preciosa. He entendido a Turandot porque en el fondo no estaba dispuesta a
casarse con un príncipe extranjero que no la valorase y era una venganza
por las afrentas cometidas a una de sus doncellas. Tiene un mensaje
feminista. Diego, ¿qué pasa?
Está sonriendo mientras conduce, algo impropio de él porque siempre
va con gesto serio y concentrado en la carretera.
—Se nota que te ha gustado. No paras de hablar sobre la ópera.
—No quería venir, ¿sabes? Menos mal que mi madre me convenció.
—¿Por qué no querías venir?
—Porque pensé que me sentiría fuera de lugar entre tanta gente elegante
y que no me enteraría de nada —Diego sopesa mis palabras en silencio—.
Mi madre está deseando conocerte. Ya le he dicho que no es el momento.
Por cierto, ha empezado tu libro y dice que es muy adictivo.
—Me encantaría conocer a tu madre.
—¡Qué dices!
Se me escapa una risilla y él ni se inmuta. No puede estar hablando en
serio. No va a conocer a mi madre. Ni siquiera nos hemos acostado.
—¿Por qué no puedo conocer a tu madre?
—Puf… —no me puedo estar calladita—. Porque todavía no sabemos si
somos sexualmente compatibles.
A Diego le entra un ataque de tos y yo me parto de risa. Ay… a veces es
tan mono y prudente.
—Vamos, Diego, ¿no me irás a decir que eres virgen?
—Por supuesto que no —se hace el digno. Luego aparca en la zona del
puerto y se vuelve hacia mí con una seguridad arrolladora—. Somos
sexualmente compatibles, Lola.
Dejo de reírme y todo mi cuerpo se incendia. No es solo lo que dice,
sino el cómo lo dice. Con esa voz ronca y profunda. Mirándome a los ojos
sin pestañear. Como si estuviera muy convencido.
—¿Y cómo lo sabes? —me inclino hacia él y le rozo la barbilla con la
boca. Él se estremece.
—Porque ya he soñado contigo muchas veces y siempre superas mis
expectativas.
Guau. Menos mal que estoy sentada, porque de lo contrario se me
habrían caído las bragas al suelo. Diego sale del coche y antes de que pueda
abrir la puerta, ya lo ha hecho por mí. Me guía hacia un pequeño yate
blanco y me da la mano para caminar por la plataforma y subir.
—Ostras…
—No es mío —responde con humildad—. Lo he alquilado para la
ocasión.
—Sabrás navegar…
—No. Me estoy haciendo el valiente y vamos a acabar perdidos en
medio del mar —me toma el pelo y yo pongo los ojos en blanco—. Por
supuesto que sé navegar. Fue una de las pocas cosas que me enseñó mi
padre. No porque le gustara pasar tiempo conmigo, sino porque creía que la
mejor manera de impresionar a otra persona era invitándola a dar un paseo
en alta mar.
Me da pena que hable así de su padre. Se nota que no tiene una relación
estrecha con su familia.
—¿Estás intentado impresionarme?
—No. Solo quiero que te lo pases bien —luego se lo piensa mejor y
añade con una sonrisa socarrona—. En realidad, sí. Un poco. ¿Funciona?
—¡Y tanto!
Los dos nos echamos a reír. Diego me explica los elementos de la
cabina de mando y luego me deja coger el timón. Se pone a mi espalda y
noto los latidos acelerados de su corazón bajo el pecho. Ay, está nervioso y
se lo está currando mucho para agradarme. La verdad es que la invitación a
la ópera, el ramo de flores y el paseo en yate es de sobresaliente para una
primera cita. Pero yo no soy tan materialista y me habría conformado con
disfrutar de su compañía. Aunque ya que estamos…
El viento me acaricia las mejillas y algunos mechones de pelo se
escapan de la trenza. Las manos de Diego están junto a las mías y sujetan
con fuerza el timón. No nos alejamos mucho de la costa, lo justo para dar
un paseo bajo la luz de las estrellas. El mar está en calma y se confunde con
la oscuridad del cielo. Diego echa el ancla y me enseña la cena que ha
encargado. Hay un mantel sobre la cubierta del barco, una botella de vino
en una cubitera repleta de hielo, varios platos cubiertos por cloches y un par
de cojines para estar más cómodos. Me siento todo lo cerca que puedo de él
y no me importa quedar como una descarada. Diego sirve una copa de vino
y me mira dubitativo.
—También he traído coca cola. No sabía lo que te gustaría beber.
Está en todo.
—Coca cola. No soy muy de vinos.
Se me hace la boca agua al ver el menú. Una selección de quesos, tataki
de langosta, panecillos con foie y de postre una tarta de queso con
mermelada de frambuesas que está espectacular. Me chupo los dedos
porque no es para menos. Diego se ríe. Al final me he animado a beber vino
porque la ocasión lo merece. Estoy un pelín achispada.
—Antes has dicho que navegar fue lo único que te enseñó tu padre.
—Sí —admite sin tapujos.
—¿No echas de menos a tu familia? Ellos están en Londres y tú aquí.
—Lola, me eduqué en un internado durante mi infancia y adolescencia.
Estoy acostumbrado a estar solo.
—Me suena raro, lo siento.
—Mis padres son un poco especiales. A ellos les habría gustado que
estudiara derecho y dirigiera el bufete de la familia. Siempre los defraudo.
Primero al convertirme en profesor, luego al labrarme una carrera como
escritor, cuando me divorcié de Katie…
Noto una opresión desconcertante en el estómago cuando escucho el
nombre de su exmujer. No puedo evitar preguntarme cómo es o
compararme con ella. Es irritante sentirse así. Seguro que es una mujer de
clase alta muy guapa y que conoce a todos los compositores de música
clásica.
—No me puedo creer que no se sientan orgullosos de ti. Eres un gran
escritor. Cualquier padre daría lo que fuera por tener un hijo como tú.
Diego apura la copa de vino y tuerce el gesto. Se nota que el tema le
escuece.
—Pues créetelo. Para ellos soy una auténtica decepción. A mi padre por
poco le dio un infarto cuando Katie me pidió el divorcio. Me exigió por
teléfono que le pidiera una segunda oportunidad. ¿Te puedes creer que hasta
me envío por correo postal una gargantilla de diamantes para que la
reconquistara?
—¿Y qué hiciste? —pregunto con la boca abierta.
—Nada. No acepté el paquete y él se puso hecho una furia. Estuvo un
par de meses sin dirigirme la palabra.
—Se ve que Katie le caía muy bien y quería mantenerla como nuera.
—Mi padre y Katie habrán cruzado cuatro palabras en toda su vida.
Quería que me casara con ella porque es la hija de su socio del bufete. Ni
siquiera sé por qué me dejé convencer.
—¿Cómo es Katie? —pregunto con fingida inocencia.
—Un poco superficial. Es abogada y trabaja en el bufete. Es muy
elegante.
Elegante. La palabra me aguijonea el orgullo.
—¿Es guapa?
—Sí.
—¿La querías?
Diego me mira desconcertado.
—¿A qué vienen tantas preguntas sobre mi exmujer?
—Simple curiosidad.
—Es nuestra cita, no quiero hablar de una mujer que forma parte de mi
pasado. Si te soy sincero nuestro matrimonio parecía más un negocio que
otra cosa. Si te pedí venir conmigo a su boda fue porque mis padres me lo
exigieron. No tenía pensado asistir, pero mi madre me llamó por teléfono
y…
—¿Te convenció porque la echas de menos? —pregunto con suavidad.
—Supongo —responde de mala gana.
—Eh… —le doy un toque con el hombro y luego me apoyo en su pecho
—. No es malo ser sensible. Debe ser agotador ir por la vida haciéndote el
duro. Todos tenemos un corazoncito.
Diego me aparta con delicadeza un mechón de pelo que me cae sobre la
frente. Me rodea los hombros con sus brazos porque sabe que estoy
congelada y me atrae hacia su pecho. Uf… estoy en la gloria. Huele de
maravilla. Acabo de compartir una velada increíble con un hombre por el
que empiezo a sentir mariposas en el estómago. No quiero que esta noche
se acabe nunca.
Y, de repente, sucede. Siento la conexión cuando lo miro a los ojos y
tengo la impresión de que por primera vez lo veo tal y como es. Un buen
hombre, vulnerable y noble que está buscando lo mismo que yo. La
tentación es demasiado grande para resistirla. Me inclino para besarlo y
cierro los ojos. Besar a Diego no se parece en nada a los besos que he
compartido con otros hombres. Besar a Diego me despierta un torbellino de
emociones contradictorias: calma y deseo. Seguridad y ganas. Sexo y
dulzura. Diego me sostiene por los brazos y corresponde al beso con las
mismas ganas que yo. Estoy tan excitada que me subo a horcajadas encima
de él y lo empujo sobre la manta. Me sobra toda la ropa y lo quiero dentro
de mí. Pero Diego no le presta atención a otra cosa que no sean mis labios y
me enerva que sea tan correcto. Me besa como si quisiera demostrarme que
es un buen hombre, pero eso ya lo sé. Agarro una de sus manos y la llevo a
mis pechos. Diego me acaricia por encima de la tela del vestido y se me
escapa un gemido. Él murmura algo que no llego a entender porque las
palabras me sobran en este momento. Vuelvo a besarlo. Noto su erección
contra mi sexo. Me froto por encima de la ropa.
—Joder…
—¿Te gusta? —le muerdo el cuello.
—Lola…
Le estoy desabrochando los primeros botones de la camisa y él me
agarra las muñecas. Está luchando consigo mismo. Tiene la frente arrugada
y los dientes apretados. Sé que me desea. Sé que quiere lo mismo que yo.
¿Cuál es el problema?
—Lola, no, para —dice con dificultad.
—¿Por qué? —pregunto confundida.
—Porque no quiero acostarme contigo en nuestra primera cita.
Diego me aparta con suavidad y me enfrío de golpe cuando su erección
deja de estar en contacto con mis muslos. Quiero matarlo por ser tan
educado, lo digo en serio.
—Tus normas son un rollo… malas pulgas.
—No quiero que nuestra primera vez sea en un yate alquilado que no
significa nada para mí. Prefiero hacer el amor contigo en un lugar especial y
tomarme todo el tiempo del mundo para desnudarte. No quiero hacerlo
aquí, con prisas y asustado por si puede pillarnos alguien.
—¿Pretendes hacerme creer que hay un lugar más especial que un yate
en mitad del mar bajo la luz de las estrellas?
—Sí.
Diego me besa los nudillos y se me escapa un suspiro cuando mis ojos
se encuentran con los suyos. Me pregunto qué lugar será ese. Debe de ser
espectacular, porque de lo contrario no me lo explico.
25. Me tienes loco
Diego

Dejar a Lola en su casa es lo más difícil que he hecho en mi vida. Ella


no se hace una idea de lo mucho que la deseo. Y tanto que me moría de
ganas de acostarme con ella en el yate. Jamás he sentido algo parecido por
otra mujer. Ni de lejos. Por eso quiero demostrarle que puede confiar en mí
antes de llevármela a la cama. No quiero que piense que Katie tiene algo
que ver en nuestra relación. He visto el miedo en sus ojos. Pero Katie no
significa nada para mí. Tiene que entenderlo.
Lola es especial.
Turandot es una ópera que me encanta, y ni siquiera he prestado
atención a la representación. Observar a Lola era más interesante. Tenía los
ojos abiertos de par en par y disfrutaba de la ópera con una emoción
sincera. En sus ojos había pasión. Como el niño que va por primera vez a la
playa. Porque Lola no es como esas personas con las que acostumbro a ir a
la ópera. Gente que asiste por compromiso y para dejarse ver en sociedad
porque les importa demasiado el qué dirán.
Lola es auténtica.
Aparco el coche delante de su portal. Está preciosa. ¿Cómo es posible
que un sencillo vestido negro le quede tan bien? Cuando iba a la ópera con
Katie, ella se engalanaba de joyas. Pero Lola está espectacular con ese
pintalabios rojo cereza que luce despintado por culpa de nuestros besos. Me
la imagino desnuda y con los labios pintados de rojo. Sé que no necesitaré
más para correrme.
—Me lo he pasado genial. Iría contigo a la ópera todas las noches de mi
vida.
—Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca.
Ella se queda sorprendida por la confesión.
—¿Y eso a qué viene?
—No lo sé… pero necesitaba decírtelo. Tus ojos me fascinan.
—Son marrones.
—Son color miel. Bajo el sol parecen dorados.
No puedo reprimir las ganas de besarla. Sé que es un error en cuanto mi
boca roza la suya. Todo el deseo contenido explota y tengo que utilizar todo
mi autocontrol para no arrancar el coche y buscar un lugar más discreto. Me
follaría a Lola sobre el asiento del conductor y creo que tardaría tres
segundos en correrme. Pero no es lo que quiero. No soy ningún animal. Ella
no se merece que la trate de esa manera. Suspiro contra sus labios. Ella se
estremece de placer.
—Me tienes loco —le confieso con mi boca pegada a la suya—. Será
mejor que te vayas, o de lo contrario no me hago responsable de lo que
pueda pasar en este coche.
Lola se muerde el labio y toda la sangre de mi cuerpo va directa a mi
entrepierna. Abre la puerta del coche y se dirige al portal. No arranco el
coche hasta que la veo entrar dentro. No puedo evitarlo. Son las tantas de la
noche y he oído verdaderas barbaridades perpetradas por psicópatas, así que
no me quedo tranquilo hasta que le envío un mensaje.

Yo: ¿has llegado?


Lola: Diego… me acabas de dejar en la puerta. Pues claro que he
llegado sana y salva a casa.
Yo: cuando escribes novelas de misterio, la imaginación se dispara.
Desgraciadamente hay sucesos reales que superan la ficción. Necesitaba
cerciorarme.
Lola: no me lo puedo creer. En serio. ¡A mi madre le vas a encantar!
��
Yo: pues ya sabes, preséntamela.
Lola: ni hablar. Todavía no sé si somos sexualmente compatibles. Ya
sabes lo que dicen: “mucho prometer antes de meter, y después de haber
metido, nada de lo prometido…”
Se me escapa una carcajada al leer semejante frase. Algo así solo podría
haber salido de la boca de Lola. Me apunto la frase para incluirla en algún
capítulo del libro.

Yo: no tienes vergüenza, Lola…


Lola: una ve cada cosa por ahí…
Yo: te vas a tragar tus palabras, listilla.
Lola: ojalá ��

Y tanto que se las va a tragar. Le tengo tantas ganas que no sé ni por


dónde voy a empezar cuando la tenga en mi cama. Me van a faltar manos
para tocarla.

Lola: ten cuidado con el coche.


Yo: descuida.
Lola: buenas noches, malas pulgas.
Yo: ¿lo sigo siendo?
Lola: un poquito (pero en el fondo me encanta)
Yo: buenas noches.
***
Son las tantas de la madrugada, pero necesito escribir porque la cabeza
me está bombardeando a ideas. Por eso lo último que espero es recibir una
llamada de Elías.
—Te llamo porque sé que eres un ave nocturna. Seguro que te pillo
escribiendo.
—Sí.
—Solo te llamaba para saber qué tal ha ido tu cita con Lola.
—Ha sido increíble, Elías —de repente me convierto en un adolescente
que se lo cuenta con todo lujo de detalles. No me reconozco porque soy de
guardármelo todo, pero algo tan increíble debo compartirlo con el único
amigo que tengo. Le explico la fascinación de Lola por la ópera, nuestra
cena en el yate y los mensajes de texto. Elías estalla en una sonora
carcajada cuando reproduzco la frase de Lola.
—¿La vas a meter en el libro?
—Por supuesto.
—¿Qué harás cuando se publique el libro? Porque ella se va a dar
cuenta, tío.
—No lo sé —respondo agobiado. Últimamente no paro de darle vueltas
al tema. No quiero que Lola se enfade por haber creado un personaje
basado en ella. Joder, es que básicamente es como si le hubiera robado la
personalidad para plasmarla en el papel—. ¿Tú crees que se enfadará?
—Y yo qué sé. No la conozco tanto como tú. Si te soy sincero, me
encantaría ser el protagonista de uno de tus libros si me describieses como
un tío guay, enrollado y ligón.
—Tú no eres ligón, Elías. Llevas casado diez años con la misma mujer.
—No te desvíes del tema. Lo que quiero decir es que la pones por las
nubes.
—Pero no se lo he contado.
—Ya… en eso te doy la razón. Quizá deberías haberle pedido permiso.
Mira, Diego. A lo hecho, pecho. Lo que no me entra en la cabeza es que
hayas desperdiciado la oportunidad de acostarte con ella porque quieres
hacer las cosas bien. Estás chapado a la antigua.
—Por ella merece la pena.
Estoy absolutamente convencido cuando las palabras salen de mi boca.
26. Un mal presentimiento.
Lola

Diego está más integrado en la residencia cada día que pasa. Hasta
Teresa se muestra sorprendida y lo felicita por su cambio de actitud. Él,
obviamente, le resta importancia y le dice que no sabe de que le habla. Le
gusta hacerse el duro. Es de esas personas que necesitan su espacio y les
cuesta darse a conocer. Diego no es extrovertido. Diego no es cariñoso.
Diego no es hablador. Pero conmigo se muestra tal cual es, me derrite el
corazón con sus gestos y podemos pasar horas charlando de cualquier cosa.
Ayer, sin venir a cuento, me envío una caja de chocolatinas twix porque
le aseguré que son mi vicio y que podía ponerme morada sin sentir un ápice
de culpabilidad. Diego me sorprendió al cabo de un par de horas
enviándome una caja enorme llena de chocolatinas twix. Él dijo que era
para ponerme a prueba, pero en realidad lo hizo porque le encanta
consentirme. Y qué quieres que te diga, me gusta tanto cuando tiene esos
detalles conmigo…
El pobre ya se ha acostumbrado a que lo llamen Jorgito e incluso
soporta con estoicidad bailar con Carmela y las demás. Ya ha aprendido a
bailar pasodoble e incluso hemos creado un taller de baile en el que
Carmela es la líder de su club de fans. Responde de mala gana a Lupe
llamándola mamá porque sabe que la hace feliz. E incluso el otro día me
quedé ojiplática cuando salí al jardín y en vez de verlo fumando como un
cosaco, estaba mascando chicle con cara de ansiedad.
—¿Has dejado de fumar?
—Lo estoy intentando. No prometo nada. Los chicles de nicotina con
sabor a menta no están del todo mal…
—¿Has dejado de fumar por mí?
—Alguien me dijo que detestaba el olor del tabaco y no quería que mis
besos le supieran a humo, así que…
Me quedé muerta cuando comprendí que hacía aquel esfuerzo por mí.
No me arrojé a sus brazos y le hice el amor allí mismo porque tampoco
quería que a alguno de los residentes les diera un infarto. Porque Diego y yo
mantenemos las distancias —todo lo que podemos—, delante de ellos.
Todos están empeñados en emparejarnos y no queremos dejarnos ver juntos
sin antes ponerle nombre a lo que somos. Tengo la impresión de que si
sospecharan algo, nos montarían una boda.
¿Qué somos? No tengo ni idea. Pero me subo por las paredes porque los
días pasan y nuestras citas se acumulan. El otro día fuimos al acuario. Me
encanta pasar tiempo con Diego y conocerlo mejor, pero esto de que se
haga el difícil me está tocando la moral. Yo estoy acostumbrada a que los
tíos me quieran quitar la ropa antes de que abra la boca. Su actitud me
descoloca porque sé que le gusto y no entiendo por qué se empeña en ser
tan correcto.
Quiero hacer las cosas bien contigo, me repite constantemente.
Y yo tengo ganas de responderle: pues demuéstrame lo que vales en la
cama, malas pulgas.
Nos quedan tres cuartos de hora para salir de la residencia y cruzo los
dedos para que hoy sea el día. Porque no he estado tan excitada ni
necesitada en toda mi vida. Lo juro. Estoy recogiendo los materiales del
taller de pintura y los apilo en el almacén. Me pongo de puntillas para
colocar una caja muy pesada en el estante de arriba y se tambalea. Está a
punto de caerse encima de mi cabeza cuando Diego consigue sujetarla.
—Por los pelos.
El almacén es pequeño y nos apretamos porque no cabemos. Diego
empuja la caja y su entrepierna se apoya contra mi trasero. Los dos lo
notamos.
—Un segundo, no te muevas. Ya casi está.
Un bulto sospechoso comienza a crecer bajo sus pantalones. Trago con
dificultad. ¿Aquí dentro hace un calor horroroso o soy yo? Diego respira
con esfuerzo detrás de mí. Su aliento me hace cosquillas en la nuca.
—Lola…
—Estás empalmado.
—Ya lo sé —su voz suena más estrangulada de lo normal—. Ya lo sé,
joder…
Me vuelvo hacia él. Sus pupilas están dilatadas. Ni siquiera me lo
pienso cuando extiendo el brazo y le toco la erección por encima de los
pantalones. A Diego se le escapa un gemido y me mira aterrorizado. Luego
con un hambre salvaje.
—Lola, por Dios, no hagas eso.
—¿Por qué, no te gusta?
—Me estás matando…
—Le puedes poner remedio.
Diego me empuja contra la estantería y me besa como no lo había hecho
nunca. Es como si fuera nuestro último día en la tierra y sintiésemos la
obligación de vivirlo al máximo. Me muerde el labio mientras sus manos se
meten por dentro de mi jersey y me acarician la piel del vientre.
—¿Esto es lo que quieres?
—Sí…
—¿En este sitio? ¿Te da igual que alguien pueda vernos?
—No puedo pensar.
—Yo tampoco…
Diego apoya su frente contra la mía y cierra los ojos. Su erección está
apretada contra mi estómago.
—Vámonos a mi casa cuando acabe el turno.
—Vale.
—A la mierda lo de ir despacio. No puedo más.
—Vale.
Diego sale del almacén y va directo al cuarto de baño. Sé que tiene que
echarse agua fría o de lo contrario esa erección que tiene en los pantalones
va a dejar con la boca abierta a más de una residente con el corazón frágil.
Mientras tanto, yo cuento los minutos que faltan para que nos larguemos.
Vamos a ir a su casa.
Por fin vamos a acostarnos.
Dios. Dios. Dios.
Le escribo un WhatsApp a Cris porque necesito contarle a alguien mi
pequeño gran avance. De todas mis amigas, Cris es la única con la que he
sido completamente sincera respecto a mis sentimientos por Diego. A Lina
no le he dicho nada porque me puso la cabeza como un bombo después de
mi primera cita con Diego.
Te va a hacer daño.
Es un hombre maduro jugando con una chiquilla.
Bla, bla, bla.
Pero yo no soy ninguna chiquilla y algo me dice que Diego no es uno
más. Si es el definitivo, el tiempo lo dirá. Pero no quiero ser mi peor
enemiga y perderme la oportunidad que me regala la vida.

Yo: está pasando. Diego y yo vamos a acostarnos. Por favor, deséame


suerte. Si es un fiasco en la cama, me voy a llevar una decepción tremenda.
Cris: suerteeeee.
Cris: ojalá que tu escritor sea un empotrador nato y te dé lo que tú
quieres, grrrr
Se me escapa una sonrisa al leer la respuesta de Cris. Creo que algunos
se escandalizarían si espiaran nuestras conversaciones subidas de tono por
WhatsApp. Estoy saliendo del almacén cuando me doy de bruces con
Diego.
—¿Ya son las dos?
Él está muy serio y su expresión me corta el rollo de inmediato.
—Lola, ha pasado algo…
—¿Qué pasa? ¿Has cambiado de idea?
—No es eso, Lola —él me mira apenado—. Será mejor que te sientes.
—No quiero sentarme.
Me aparto cuando intenta tocarme y tengo un mal presentimiento.
—Es Francisco.
—No…
Mis ojos se llenan de lágrimas y sé lo que ha sucedido sin necesidad de
que diga nada más. No me caigo al suelo porque Diego me sostiene por los
hombros. Unos segundos después estoy llorando amargamente sobre su
pecho.
27. Una amarga e inesperada despedida
Diego

Lola está hecha polvo y no sé qué hacer para consolarla. La muerte de


Francisco nos ha pillado a todos desprevenidos. Estaba rebosante de salud y
esta mañana no bajó a desayunar porque se encontraba un poco pachucho.
Ha fallecido mientras dormía. El médico dice que no ha sufrido. Pero a Lola
no le sirve de nada y llora desconsolada porque no ha podido despedirse de
él. Sé que puede parecer exagerado porque lo conoce desde hace unas
semanas, pero Lola es la persona más honesta y sentimental que conozco.
—¿Quieres que te acerque a tu casa? —le pregunto sin saber qué otra
cosa puedo hacer por ella.
—No… —contiene un hipido y se seca las lágrimas—. No quiero que
mi madre y mis hermanos me vean así. No sé cómo podría explicárselo. No
le conté a mi madre lo de la residencia. Ella piensa que estoy trabajando.
Intento buscar una solución y lo único que se me ocurre es ofrecerle mi
techo.
—¿Te apetece venir a mi casa?
Lola me mira a través de los ojos vidriosos.
—Es que no tengo ganas de…
—Lola —sostengo su rostro con ternura porque sé lo que se imagina
que le estoy pidiendo. Ha tenido que tropezar con un montón de capullos si
cree que me aprovecharía de ella en un momento tan vulnerable—. Te estoy
invitando a mi casa. Eso es todo. No tenemos que hacer nada. Puedes estar
todo el día llorando si es lo que necesitas.
Ella asiente y se queda más tranquila. Conduzco en silencio y no sé qué
decir. Ni siquiera me atrevo a poner la radio porque no sé si le apetece
escuchar música. No soy la clase de persona a la que se le da bien consolar
a los demás. No me educaron para mostrar mis sentimientos. Me educaron
para comportarme en una sociedad donde las apariencias importan
demasiado. Me enseñaros los modales a la mesa, el tipo de cubierto que se
utiliza para la carne y el pescado o la utilidad de conocer las normas de
etiqueta. Mis padres son de los que envían una fría nota de condolencia si
algún conocido fallece. Durante cuarenta y cinco minutos lo único que se
escucha en el coche son los sollozos de Lola y me maldigo por no ser capaz
de ofrecerle ni una palabra de aliento. No sé si seré El Señor Malas Pulgas,
pero desde luego soy el hombre con menos tacto del planeta. Cuando
llegamos a mi casa, Lola lo mira todo con cierto desinterés. No es de las
que se impresionan por lo material. Lo supe cuando tuvimos la cita en el
yate y ella estuvo más interesada en disfrutar de mi compañía que de subir
fotos a las redes sociales presumiendo de dónde estaba. Sé que esa clase de
mujeres existen porque, por desgracia, me he tropezado con unas cuantas.
—Ponte cómoda, por favor. Estás en tu casa.
Lola se sienta a mi lado en el sofá y abraza un cojín.
—Mi padre me dijo una vez que mostrar los sentimientos es de débiles,
así que no tengo ni idea de lo que hacer o decir para que te sientas mejor.
Lo siento muchísimo. Me parece que no soy la mejor compañía para pasar
un duelo.
—¿Qué? —ella me mira confundida y con los ojos hinchados—. No
tienes que decir nada. Solo… estar conmigo.
Eso puedo hacerlo. La atraigo hacia mi cuerpo y ella apoya la cabeza en
mi regazo. Murmura que siente mancharme la camisa y yo le digo que no se
preocupe. Le cuento que Francisco me dijo una vez que lo único que le
daba miedo de morir era sufrir, y que al menos se ha ido de este mundo sin
enterarse. Ella rompe a llorar con fuerza. Joder, ¿por qué no puedo
mantener la boca cerrada? Pensé que si se lo contaba se sentiría mejor…
De repente, Lola se sobresalta cuando nota a Audrey frotándose con sus
piernas.
—Tienes un gato —musita sorprendida.
—Una gata. Se llama Audrey.
—Hola, bonita.
Me quedo a cuadros cuando Audrey salta encima de sus piernas y se
acurruca para echarse una siesta. Me siento traicionado. Eso jamás lo ha
hecho conmigo. Ella tiene su rincón y yo el mío. Nos va bien así.
—¿Como Audrey Hepburn?
—Sí.
—Me encanta Desayuno con diamantes.
—Se lo puse por Vacaciones en Roma, una de mis películas favoritas.
Parece que le gustas. Es una gata muy independiente. Qué raro.
—Los animales perciben las emociones de los demás y creo que está
intentando consolarme…
—Por lo visto se le da mejor que a mí —digo aliviado, al ver que ha
dejado de llorar.
Lola apoya la cabeza en mi hombro y cierra los ojos.
—No seas tonto. ¿Sabes lo que hace mi madre cuando tengo un mal
día? Me prepara una taza de chocolate. Si me dices donde tienes las cosas,
preparo chocolate para los dos. Nos sentará bien algo dulce.
—Tú no te muevas. Eres mi invitada —le doy un beso en la frente y
añado—: Además, creo que Audrey se sentiría ofendida si la despiertas.
Después de preparar el chocolate, regreso al salón con la determinación
de tener más tacto y no mencionar a Francisco. Audrey ha caído rendida a
los encantos de Lola y ronronea de placer porque ella le está acariciando el
cogote mientras mira distraída por la ventana. Le ofrezco una taza de
chocolate.
—Cuidado, quema.
—Tienes una casa preciosa. Antes ni siquiera me he fijado.
—La compré por las vistas.
—Normal… —ella sopla al chocolate y observa la playa a través del
ventanal—. ¿Por qué elegiste este sitio de todos los lugares de España?
—Me transmitía paz.
—¿Sabes lo que he pensado al echar un vistazo a tu casa? No quiero
que te ofendas.
—Tranquila, sé aceptar las críticas. No te voy a tirar un libro a la
cabeza.
A ella se le escapa una sonrisa y me siento mejor al ver que su tristeza
se va disipando.
—He pensado… es una casa increíble y decorada con un gusto
exquisito, pero le falta alma. Es como si aquí viviera una persona sin
corazón, pero tú tienes un corazón enorme por más que trates de ocultarlo.
No tienes fotos familiares, recuerdos… cada vez que te escucho hablar de
tus padres se me parte el alma. No sé si seré lo que estás buscando, Diego,
pero si resulta que estamos hechos el uno para el otro, te prometo que te
cogeré la mano y nunca volverás a sentirte solo.
—Lola… —la miro asombrado y con el pulso latiéndome desbocado—.
Eres maravillosa.
28. Justo lo que necesito
Lola

He sido muy sincera con Diego cuando le he dicho que aquí parece vivir
un hombre sin corazón. Su casa es impresionante. Una construcción de una
sola planta y más de trescientos metros sobre la ladera de la montaña y con
unas vistas privilegiadas a La cala de los alemanes. El interior es
minimalista y diáfano. El salón y la cocina americana se funden en un solo
espacio. Hay una butaca de cuero envejecido dispuesta frente al ventanal y
me imagino que ahí es donde escribe Diego porque el portátil está encima.
Cualquiera se sentiría afortunado de vivir en un sitio así o de que lo
invitaran a disfrutar de las vistas. Pero le falta alma. No es una casa
acogedora porque está desprovista de detalles personales o recuerdos
familiares. Es como si dentro pudiera vivir cualquier persona. Pero yo
conozco a Diego y es un hombre con un corazón de oro. No me hace falta
preguntarme la clase de educación que ha recibido porque sus parcas
palabras ya me ofrecen una idea de cómo serán sus padres.
Estamos tumbados en el sofá mientras vemos Desayuno con diamantes.
Diego posee una amplia colección de DVD con películas clásicas y cine de
culto. La ha elegido porque sabe que me gusta. Tengo la cabeza apoyada en
sus piernas y él me acaricia el pelo. Me imagino pasar el resto de mi vida
con él. Con un hombre que me cuida y tiene pequeños gestos que marcan la
diferencia.
—¿Tú quieres tener hijos?
Diego deja de acariciarme el pelo y tarda un buen rato en responder.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Creo que es de esas preguntas fundamentales cuando se está
iniciando una relación. Es decir… ya sé que tú y yo todavía… que no… —
me pongo nerviosa porque no sé nombrar lo que tenemos.
—Nos estamos conociendo —responde muy tranquilo—. Es lo normal
cuando quieres tener algo más serio con alguien.
Él quiere tener algo más serio conmigo. Me estremezco de placer al
escucharlo. Diego es un hombre que sabe lo que quiere y no da vueltas
como un chiquillo. No se parece en nada a Carlos ni al resto de tipos con los
que he salido. Quizá era justo lo que necesitaba: un hombre de verdad. Uno
de la cabeza a los pies.
—Sí quiero tener hijos.
—Yo también.
—Me gustaría tener al menos dos. No quiero que se sienta solo.
—Porque tú eres hijo único.
—Sí, hubo momentos de mi vida en los que me habría gustado tener un
hermano en el que apoyarme.
—Y que no se lleven muchos años de diferencia. Adoro jugar con mis
hermanos y cuidar de ellos, pero me habría encantado compartir mi infancia
con un hermano. Habría sido más divertido.
—Suena bien…
—¿En serio? —vuelvo el rostro hacia él y lo miro con una mezcla de
incredulidad y dicha. No me puedo creer que estemos hablando de un tema
tan serio cuando ni siquiera nos hemos acostado.
—Es curioso —respondo ensimismado—. Katie me dejó justo por este
tema, entre otros problemas… Decía que estaba tan centrado en mi trabajo
que ni siquiera me había planteado la posibilidad de ser padre. Tenía razón.
No se me había pasado por la cabeza hasta que me pidió el divorcio.
—Pero sigues muy centrado en tu trabajo…
—Sí —admite con naturalidad—. Pero antes no me lo había planteado.
Supongo que me voy haciendo mayor y sé que no voy a tener toda la vida
para ser padre. O puede que no quisiera serlo con Katie porque sabía que no
estábamos hechos el uno para el otro.
Me siento más aliviada cuando lo escucho hablar de su ex. No me entra
en la cabeza que se casara con ella para contentar a sus padres, pero después
de haberlo escuchado hablar de ellos, tiene toda la lógica. A Diego le
escuece haberlos defraudado. Me encantaría tenerlos delante y gritarles que
Diego es un escritor extraordinario y que cualquiera con dos dedos de frente
se sentiría orgulloso de tener un hijo como él.
La película llega a su fin con esa última escena lluviosa en la que los
protagonistas sellan su amor con un beso y abrazados al gato. Es tan
bonita… Me levanto dejándome llevar por la curiosidad y voy directa a la
butaca. Cojo el portátil y estoy a punto de abrirlo cuando Diego me agarra
la muñeca.
—¿Qué haces?
—Tenía curiosidad…
—No puedes leer lo que estoy escribiendo.
Está molesto y yo sorprendida. Diego me suelta la muñeca cuando se
percata de que se ha excedido. Me ofrece una mirada de disculpa y yo le
devuelvo el portátil sin rechistar. No sabía que fuera tan posesivo con su
trabajo. Qué barbaridad.
—No me gusta que lean lo que escribo cuando no está terminado.
—Vale, vale.
—Perdona —me dice avergonzado, y noto que está muy nervioso—.
Pero no vuelvas a tocar el portátil, por favor.
—Te lo prometo —le aseguro, porque tampoco tengo que meterme
donde no me llaman—. ¿Te apetece dar un paseo por la playa?
—Hace frío y te vas a congelar.
—Me encanta pasear por la playa en invierno. No hay gente y puedes
disfrutar de la belleza sin tener que tropezar con un montón de toallas y
niños jugando a la pelota.
—Voy a coger un abrigo por si te entra frío.
Llevo un jersey muy fino. Está en todo. Diego me coloca un abrigo suyo
por encima de los hombros. Me arrebujo dentro cuando salimos de la casa.
Huele a él. No sé qué colonia usa pero es el olor más sexy y varonil que me
he echado a la cara. Diego me da la mano cuando descendemos por una
escalinata de piedra. La casa tiene un acceso exclusivo hacia la playa.
Descendemos durante un par de kilómetros hasta que llegamos a la cala. El
mar está embravecido y las olas chocan furiosas con las rocas. Damos un
paseo por la arena y me percato de que seguimos cogidos de la mano. Diego
no es de los que te sueltan, y menos cuando estás pasando por un mal
momento.
—Parece que Poseidón está hoy enfadado. ¿Conoces el mito de
Poseidón? —me pregunta Diego.
—No, lo único que sé es que es el dios del mar en la mitología griega.
—Poseidón era el hijo de Cronos, descendiente de Urano (dios del
cielo) y de Gea (diosa de la tierra). Cronos estaba casado con Rea y asumió
el reino de los dioses. Como sabía que iba a ser destronado por uno de sus
hijos, los engullía a todos para evitar ser derrocado. Pero Poseidón logró
escapar de un destino tan trágico gracias a su madre Rea, que fingió haber
dado a luz a un potro y Cronos lo engulló. Luego ocultó a Poseidón en un
rebaño de ovejas y el joven dios logró escapar de su destino. Así fue como
se alió con sus hermanos Zeus y Hades para destronar a su malvado padre.
Juntos formaron El Olimpo, el reino de los dioses, y se dividieron la tierra.
Lo echaron a suertes y Zeus se quedó con el cielo, Hades con el inframundo
y Poseidón con el reino de los mares. Se dice que el señor del mar era un
dios iracundo y violento, así que tanto el resto de los dioses como los
mortales lo temían y lo reverenciaban a partes iguales. Cuando golpeaba su
tridente contra el suelo, provocaba terremotos y fuertes mareas. Incluso
llegó a inundar Atenas cuando perdió una apuesta con la diosa Atenea por
el patrocinio de la ciudad. Pero en el fondo, a Poseidón lo consumía una
enorme tristeza porque se sentía muy solo. Su ira estaba provocando fuertes
tormentas que llegaron a unir el mar con el cielo. Un día, Poseidón se
encontró por casualidad con Amphitrite, una sirena de gran belleza. Se
enamoró perdidamente de ella al verla bailar sobre las aguas, pero la sirena
conocía el carácter complicado de Poseidón y huyó aterrorizada. Poseidón
no se rindió y decidió enviar al rey de los delfines en su búsqueda. Éste le
prometió a la sirena que si se casaba con Poseidón, los mares estarían en
calma y los marineros no sufrirían daño alguno. Amphitrite se conmovió
por el gesto de Poseidón y aceptó casarse con él. Juntos tuvieron varios
hijos y fueron muy felices… pero a veces, Poseidón y Amphitrite discuten
como cualquier pareja, y entonces el mar se agita y se desata la tormenta…
—Es una historia increíble —me paro a contemplar el mar embravecido
y me pregunto si será verdad que Poseidón y la sirena están teniendo una
discusión de enamorados—. A ver si lo he entendido… crees que el amor
puede transformar a las personas.
—No —me contradice muy seguro—. Creo que el amor hace aflorar lo
mejor que hay dentro de una persona.
Me paro y lo miro a los ojos con el corazón latiéndome desbocado.
—¿Saco lo mejor de ti, malas pulgas?
—Eso parece.
Me muerdo el labio y él clava una mirada hambrienta en mi boca.
—Lola, no hagas eso…
—Cállate y bésame.
Entrelazo mis manos alrededor de su nuca y lo atraigo hacia mí. Una
tempestad se desata en mi estómago cuando nuestras bocas se encuentran.
Sé que cuando hablaba de Poseidón y su sirena estaba haciéndolo sobre
nosotros. Del hombre con mal carácter y la chica que baila como una loca.
Diego me devuelve el beso con unas ganas que me enloquecen. Murmura
mi nombre contra mis labios y se le escapa un gruñido de satisfacción
cuando echo la cabeza hacia atrás para que me bese el cuello. Deja un
reguero de besos húmedos y cálidos sobre mi piel. Sus manos me sostienen
por los brazos con firmeza. Le saco la camisa de dentro de los pantalones y
le acaricio el abdomen. Dios, está más duro de lo que me imaginaba. No me
mintió cuando dijo que se mantiene en forma. Diego me muerde el cuello
mientras sus manos se cuelan por dentro de mi jersey. Me acaricia por
encima del sujetador y mis pezones se endurecen por ese mínimo contacto.
De repente frena y me ofrece una mirada azorada.
—No quiero aprovecharme de ti en un momento tan vulnerable —
musita avergonzado.
—Diego… —no me puedo creer que sea capaz de frenar sus impulsos
sexuales porque mis sentimientos le importan tanto—. Eres justo lo que
necesito. Deja de ser tan correcto. Déjate llevar.
—Joder, menos mal…
Diego me agarra del trasero y me coge a pulso. Una risilla eufórica
brota de mis labios porque no me imaginaba que pudiera ser tan fogoso.
Abrazo su cintura con mis piernas y los dos gemimos cuando su erección se
presiona contra mi sexo. Estamos tan enloquecidos que nos caemos en la
arena. No nos importa. Me siento a horcajadas encima de él y le cojo las
muñecas para que meta las manos dentro de mi jersey. Diego busca a tientas
el cierre de mi sujetador y lo desabrocha. Un segundo después sus manos
van directas a mis pechos. Sus pulgares me pellizcan los pezones con la
presión perfecta.
—Ah…
—¿Te gusta? —pregunta con voz ronca, y me muerde el cuello.
—Tú que crees…
Diego me lame la garganta. Esto es demasiado bueno para ser real. Tan
intenso que nos hemos vuelto locos y no nos importa que alguien nos pille
en semejante actitud tan descarada. Le desabrocho la bragueta. Tiene una
erección descomunal y que se sacude bajo los calzoncillos. Estoy
tremendamente excitada y me cuesta pensar con claridad. Meto la mano
dentro de sus calzoncillos y le agarro la erección. A Diego se le escapa el
aire por la boca cuando comienzo a masturbarlo. Sus gemidos se mezclan
con los míos. Somos dos animales hambrientos del otro. Diego busca mi
boca con una desesperación que me encanta porque jamás me habían
besado así. Pensaba que sería un aburrido en la cama y me está dejando…
alucinada.
—Lola… me voy a correr.
—Eso es lo que pretendo.
Diego me agarra la muñeca para que pare y se me escapa un murmullo
de protesta cuando deja de acariciarme los pechos.
—Vámonos a mi casa. Ya.
Apenas me da tiempo a replicar porque me aparta, se pone de pie y me
da la mano para que lo siga. Subimos la escalinata entre beso y beso y ni
siquiera sé cómo conseguimos llegar hasta su casa. Es una proeza. Diego
me conduce hacia su habitación y me da un largo beso antes de empujarme
sobre la cama. La cabeza me da vueltas cuando comienza a besarme el
cuello. Es como si una intensa fiebre se hubiera apoderado de todo mi
cuerpo. Diego se toma todo el tiempo del mundo para desvestirme y mis
protestas no sirven de nada. Sus ojos se oscurecen cuando me quita el
sujetador y contempla mis pequeños pechos como si fueran perfectos. Su
mano izquierda va directa a mi pecho, y su boca succiona mi pezón
derecho.
—Ah…
Succiona y muerde mi pezón. Es una mezcla de placer y dolor que me
alucina. No estoy dispuesta a quedarme al margen y le desabrocho la
camisa. Su pecho está poblado de un vello castaño oscuro. Lo acaricio por
todas partes y noto que él se estremece. No tengo ni idea de cuánto tiempo
lleva sin acostarse con una mujer, pero se está entregando en cuerpo y alma
para que este momento sea memorable. Nos desvestimos el uno al otro.
Diego me quita los pantalones y murmura con voz ronca que soy lo más
hermoso que ha visto en su vida. Yo creo que él es un auténtico espectáculo.
Diego me quita las bragas sin dejar de mirarme a los ojos. Es la cosa
más erótica que me he echado a la cara. Separa mis piernas y va dejando un
puñado de besos entre mis muslos. Se toma su tiempo mientras mi pulso se
acelera. Me muerdo el labio cuando suspira contra mi sexo. Estoy mojada y
me muero de ganas de que haga… lo que sea que vaya a ser. Pero Diego no
tiene prisas y se toma su tiempo. Los besos se van acercando más hasta que
pierdo la paciencia y entierro las manos en su pelo. Él se ríe roncamente
porque sabe lo que necesito. No es de esos tíos que se preocupen
exclusivamente de su propio placer. Lo descubro cuando pasa la lengua por
mi sexo y me estremezco de la cabeza a los pies.
—Oh… —es todo lo que puedo decir.
—Dime qué quieres que te haga —me pide, tan excitado como yo.
—Lo que tú quieras… de todo…
Diego me toma la palabra. Me besa, me lame, me masturba con la
mano. Me deja alucinada cuando me penetra con dos dedos y luego se los
lleva a la boca para lamerlos. MadredeDios… no me puedo creer que sea
tan ardiente. Diego se acomoda entre mis piernas, y justo cuando está a
punto de penetrarme, coloco la mano en su pecho y lo empujo para que se
tumbe bocarriba. Él me mira fascinado cuando me siento a horcajadas
encima de su erección. Los dos aguantamos la respiración cuando me
penetra. La sensación es tan intensa que sé que los dos nos correremos si
me muevo justo ahora. Le pongo las manos en el pecho y él lleva las suyas
a mis caderas. Nos miramos a los ojos. Espero unos segundos antes de
comenzar a cabalgarlo y él me mira como si fuera lo más extraordinario que
le ha pasado en la vida.
—Lola… —cierra los ojos y entreabre los labios—. Lola… ah…
Lola… no pares…
Me gusta que murmure mi nombre mientras gime. Acelero el ritmo
porque ya no puedo más y me consta que él tampoco. Sus manos se
trasladan a mi trasero y me da una cachetada. Y otra. Uf… es justo lo que
necesito para llegar al orgasmo. Él se corre soltando un gruñido de
satisfacción y me caigo derrotada sobre su pecho. Estoy agotada. Apoyo la
mejilla en su pecho y los latidos fuertes de su corazón me relajan. Diego no
es como los demás. No me aparta. Me abraza con cariño y deja sus manos
sobre mi espalda.
—Solo necesito… un respiro —murmura con dificultad—. No creas
que soy un viejo que no puede seguirte el ritmo.
Sonrío sin poder evitarlo. Qué bobo es. Ha sido el mejor polvo de mi
vida.
—Tranquilo… yo también estoy muerta.
Los dos nos reímos porque es como si viniéramos de correr una
maratón. No me lo puedo creer. Diego y yo nos hemos acostado y ha sido
increíble.
—Pensé que serías un muermo en la cama.
—¿En serio? —notó que se pone rígido—. ¿Esa es la imagen que te
transmitía?
—Como tardabas tanto en decirte, supuse que serías el típico que se
correría a los cuatro segundos.
—Me alegra haber superado tus expectativas —responde indignado.
—Tampoco eran muy altas.
—¡Será posible!
Diego se pone encima de mí y comienza a hacerme cosquillas. Me
revuelvo como una lagartija porque las cosquillas son mi perdición.
—¿Y cual es tu veredicto, listilla?
—¡De sobresaliente, malas pulgas! ¡Lo juro!
Diego deja de hacerme cosquillas y me mira a los ojos con una
vulnerabilidad tan sincera que me entran ganas de volver a besarlo.
—No me digas lo que quiero oír.
—Eres un amante increíble, malas pulgas… —lo atraigo hacia mí para
besarlo—. Estás en forma. No te pesa el culo a pesar de tener casi cuarenta
tacos.
—Eres perversa, Señorita Problemas.
Diego me muerde el labio y vuelvo a estar excitada. Me encanta que me
llame así. Somos la Señorita Problemas y el Señor Malas Pulgas. Y,
sorprendentemente, encajamos.
29. Increíble
Diego

Hacer el amor con Lola ha superado todas mis fantasías. Está dormida
en mi cama, con el cabello rubio extendido sobre la almohada y los labios
entreabiertos. Me pregunto cómo es posible que sea tan preciosa. Me
pregunto cómo es posible que me haga sentir tantas emociones
incontrolables. Nunca me han gustado las mujeres más jóvenes que yo.
Jamás me he sentido tan vivo como ahora. La tapo con la manta y le doy un
beso en la frente. Ella murmura algo en sueños y la dejo descansar. Voy
directo a la butaca y abro el portátil. Mis dedos se deslizan con rapidez por
el teclado. El tiempo se me pasa volando mientras escribo. Llevo más de
ciento cincuenta páginas. La investigadora Gutiérrez es casi tan fascinante
como la propia Lola.
Al cabo de un par de horas, Lola se despierta y viene hacia el salón.
Lleva puesta una de mis camisas que le cubre hasta la mitad de los muslos.
Me invade una intensa sensación de pertenencia. Se podría poner mis
camisas durante el resto de mi vida y no me importaría. Cierro el portátil
cuando se acerca.
—Tranquilo, malas pulgas. No voy a espiar tu trabajo —estira los
brazos y bosteza. Luego se acerca hacia mí y se sienta en el brazo de la
butaca hasta dejarse caer sobre mi pecho—. Me he quedado muerta.
—No me lo puedo creer. ¿Un viejo senil como yo te ha dejado agotada?
—Pero ¡si sabes hacer bromas!
La estrecho entre mis brazos y me percato de lo bien que queda junto a
mi cuerpo. Lola huele de maravilla. No deseo ir muy deprisa porque no
quiero asustarla. Además, tengo pendiente confesarle lo del libro y no sé
cómo se lo va a tomar. La situación se me ha ido de las manos porque soy
un imbécil.
—¿Te quieres quedar a dormir?
Ella me mira ilusionada.
—¿No te importa?
—Te lo estoy preguntando porque quiero dormir solo.
Ella pone los ojos en blanco cuando le tomo el pelo.
—Me encantaría quedarme a dormir. Le voy a enviar un mensaje a mi
madre para que no se preocupe.
—¿Le vas a decir que te quedas conmigo?
—Claro —me mira como si estuviera loco—. Mi madre y yo no
tenemos secretos.
—¿Y no le importará que te quedes aquí?
—Diego, tengo veinticinco años. Ya no le pido permiso a mi madre para
quedarme a pasar la noche en casa de un hombre. ¿En qué siglo vives? —
antes de que pueda responder, añade con ironía—: Como mínimo a finales
del siglo XX. Tiene toda la pinta. Por eso esperaste tanto para acostarte
conmigo.
—Pero ha merecido la pena.
Me saca la lengua y va a buscar su bolso para enviarle un mensaje a su
madre. Sacude la cabeza mientras sonríe cuando lee la respuesta de su
madre.
—¿Qué te ha dicho?
—Que si la tienes muy grande.
—¿Qué?
Se me descompone la expresión y ella se parte de risa. Resoplo. Qué
fácil le resulta quedarse conmigo. No la culpo. No crecí en una familia
donde se hicieran demasiadas bromas y en casa el sentido del humor
brillaba por su ausencia.
—¿Te apetece cenar algo?
Su estómago ruge a modo de respuesta.
—Ya veo que sí.
Ella me sigue hacia la cocina a pesar de que insisto en que es mi
invitada. Me ayuda a preparar una ensalada y un plato de pasta con nata y
champiñones. Comemos sobre la encimera de la cocina y recordamos a
Francisco. A Lola se le humedecen los ojos al hablar de él.
—Pensarás que soy una exagerada.
—En absoluto —le digo con total sinceridad—. Allí todos te adoran. Te
has ganado su cariño siendo tú misma. Tienes más que merecido llorar por
Francisco si es lo que necesitas.
—A ti también te adoran.
—No es cierto. Se burlan de mí porque les resulta muy divertido.
—¡Qué va! Carmela me confesó que te van a echar mucho de menos.
También me dijo que ojalá fueses a visitarlos algún día.
—¿Ir a visitarlos? —respondo incrédulo—. Ni siquiera quería trabajar
en la residencia. Cuando la jueza me condenó hice todo lo posible por
librarme.
—No me lo recuerdes…
—Yo no soy tan extrovertido como tú. Me cuesta abrirme a los demás.
No nací con tu don de gentes y tampoco es que en mi familia sean muy
dados a las muestras de amor.
—Te he visto con Pepe, ¿o me vas a negar que le has cogido cariño?
—Es diferente. Pepe y yo nos llevamos bien. Eso es todo.
—Ay… malas pulgas. ¿Por qué te cuesta tanto admitir que les has
cogido cariño a los abuelos?
—Porque no es verdad —recojo los platos para dejarlos sobre el
fregadero. Esta conversación me incomoda porque no soy la clase de
hombre que habla abiertamente de sus sentimientos—. De hecho, estoy
deseando que se cumplan los treinta días para dejar de trabajar en la
residencia. Por fin seré libre.
Lola frunce el ceño. Creo que la he decepcionado, pero es mejor que
sepa la clase de hombre que soy. No quiero que luego me recrimine mi
actitud.
—¿Sabes? No te creo. Me parece que te da vergüenza demostrarles a los
demás que te importan. No lo entiendo. Conmigo sí lo haces. ¿O me vas a
negar que no te importo?
—Por supuesto que me importas —respondo sin tapujos—. Contigo es
diferente, Lola. No me preguntes por qué.
Me acerco a ella y se hace la dura cuando intento darle un beso. Al final
consigo besarla y me complace percatarme de que se derrite por mis
caricias. No me equivoqué cuando le dije que congeniaríamos en la cama.
Es imposible que dos personas que se atraen tanto no tenga química sexual.
Y nosotros desde luego que la tenemos.
—Ojalá le mostrases a todo el mundo ese corazón tan grande que tienes.
Lola no tiene ni idea de lo que dice y temo que el día de mañana recule
en lo que a nuestra relación respecta cuando se dé cuenta de la clase de
hombre que soy. Me asusta que nuestros mundos colisionen y huya
despavorida porque no puedo ser lo que ella necesita.
30. ¿Qué sí que?

Lola

Diego y yo pasamos juntos todo el tiempo libre que podemos. Todavía


no se lo he presentado a mi madre porque quiero ir despacio. Necesito
asegurarme de que lo nuestro va hacia alguna parte antes de hacerme
ilusiones. Mierda, ¿a quién quiero engañar? ¡Ya me he hecho ilusiones! Y
como diría cierta rubia famosa de Twitter: me están quedando preciosas…
Por supuesto, ya se lo he contado a las chicas y todas tienen una opinión
al respecto. Está María y sus: tíaaaaa, me alegro mucho por ti. Ojalá me lo
presentes pronto por videollamada. Podéis venir cuando querías a Fläm.
Gunnar, Hedda y yo os recibiremos encantados.
Luego Cris y la prudencia que la caracteriza: me encanta que te hayas
animado a darle una oportunidad a Diego. Pero eres muy enamoradiza.
Por favor, no te precipites y disfruta del momento. Lo que deba ser, será.
Y mi querida Lara: me alegro de corazón. Te mereces un buen tipo que
te valore como la gran mujer que eres. Estoy deseando conocer a Diego.
Seguro que es tan buena persona como escritor.
Y por último Lina y la conversación que tuvimos en la que nos faltó
tirarnos de los pelos. Lo digo en serio. Fue horrible.
—Pero, vamos a ver, ¿tan desesperada estás que tienes que fijarte en un
hombre que te saca doce años?
—No estoy desesperada. Lo que estoy es loca por él. Y hago lo que me
da la gana. No eres mi madre, Lina.
—Si lo fuera te daría dos tortas. Diego se va a cansar de ti. Para él eres
un capricho pasajero. Seguro que no eres la primera jovencita rubia y
mona por la que finge colarse hasta las trancas. No sabes estar sola. Ese es
tu problema. ¿Te crees que un tipo como ese no puede tener a la mujer que
le dé la gana?
—A ver si lo he entendido… ¡me estás diciendo que no valgo un
pimiento!
—Te estoy diciendo que no te fíes de un hombre con más experiencia
que tú.
—¿Y qué hago, Lina? ¿Dejo pasar la oportunidad de conocer a un
hombre maravilloso al que le intereso y me trata fenomenal porque en su
día a ti te rompieron el corazón y todavía sigues resentida con los tíos?
Todas nos miraron boquiabiertas. Yo estaba demasiado encendida para
dejarlo estar. Lina me miró con el rostro teñido de ira.
—No sabes de lo que hablas —a ella le tembló la voz—. No tienes ni
puta idea. Te vas a estrellar con Diego.
—Si me estrello, ya estarás tú ahí para decirme: “te lo dije”, porque no
hay nada que te guste más en el mundo que llevar la razón y poner a los
demás en su sitio.
—Cuando fui tu abogada e hice una colecta en tu nombre no era tan
mala amiga, eh. Ahí bien que recibías mis consejos.
—¡Eres lo peor!
—Y tú eres tonta.

Uf, todavía me escuece lo que nos dijimos. Las chicas le restaron


importancia y me dijeron que Lina es muy sobreprotectora conmigo y que
no se lo tuviera en cuenta. Pero esta vez no podía dejarlo pasar. Sí, Lina es
muy sobreprotectora y una gran amiga. Del mismo modo que se le va la
fuerza por la boca y puede llegar a ser muy cruel con sus palabras. En su día
también lo fue con Lara cuando ella empezó a salir con David. No sé qué
diantres le pasa y no voy a permitir que me arrastre con sus inseguridades.
Ya tengo una larga lista de complejos y lo último que necesito es que
mermen todavía más mi autoestima.
Porque yo lo único que sé es que me encanta estar con Diego. Sí, a
veces me saca de mis casillas que sea tan hermético. No es dado a hablar de
sus sentimientos y es bastante distante con los demás. Pero también me trata
fenomenal y muestra un interés tan sincero en mí que me consta que lo
nuestro va en serio. Ninguno de los dos le ha preguntado al otro lo que
somos, pero tampoco hace falta porque nos comportamos como una pareja.
Ya ni siquiera nos cortamos en la residencia. Carmela y los demás están
encantados de la vida y nos felicitan. El pobre Diego se muere de la
vergüenza cuando le dan una palmada en la espalda y le piden que no me
deje escapar.
Me dejó rayada que se vea a sí mismo como un hombre incapaz de
demostrarle su cariño a los demás. ¿Qué tiene de malo decir te quiero? Para
mí es lo más normal del mundo, pero a Diego le cuesta horrores despojarse
delante de los demás de ese traje tan estirado con el que se viste. Pero él no
es así y me da rabia que no se dé a conocer. Tengo que conocer a sus padres
para comprender por qué es de esta manera. Y me da que la única forma
que tengo de acceder a ellos es aceptar la invitación que me hizo en su día,
aunque me apetezca menos que una patada en el estómago.
—¿Sigues queriendo ir a la boda de Katie?
Diego parece confundido por mi pregunta. Acabamos de hacerlo como
dos salvajes dentro de la enorme ducha de hidromasaje que tiene en su casa.
Ahora entiendo los libros que narraban este tipo de polvazos. Con una
ducha así, lo lógico es explayarse.
—No me apetece en absoluto. En todo caso, si voy es para complacer a
mis padres y a estas alturas no tengo muy claro que merezca la pena.
—Podrías ir para demostrarles que has rehecho tu vida y no necesitas su
beneplácito.
Se lo piensa durante unos segundos.
—Suena bien. ¿No te importa acompañarme?
—No.
—Será una velada aburrida y con un protocolo muy estricto. Te aviso de
antemano.
—¿Crees que voy a dar el cante? ¿Por eso no quieres que vaya? —me
pongo a la defensiva.
—Eh… —Diego me atrae hacia él—. No es eso. Solo quiero que sepas
lo que te vas a encontrar. Son bodas por compromiso donde la gente se
comporta como los esnobs que son. También será aburrido para mí. Solo
quería que lo supieras.
—Vale —me quedo más tranquila.
Me visto para que me lleve a mi casa y recibo un WhatsApp de Carlos.
No me apetece responder, pero lo hago cuando me percato de que se trata
de trabajo. Hasta ahora Carlos cumplió con lo que le pedí y había dejado de
molestarme. Se trata de una campaña para una empresa de productos de
maquillaje y está bien pagada. Es justo lo que necesito para llegar a fin de
mes.
—Al final la semana que viene no voy a poder ir contigo al teatro —le
digo cuando nos montamos en el coche.
—¿Y eso?
—Tengo un trabajo.
—¿Una entrevista?
—Qué va —respondo irritada. Por más que echo currículums por todas
partes, no me llaman de ningún sitio. De ahí que mis trabajos esporádicos
como modelo sean necesarios para ir tirando—. Una sesión de fotos con
Carlos para una empresa de cosmética. Lo de siempre.
Diego se tensa al escuchar el nombre de Carlos.
—¿Vas a trabajar con el tipo que intentaba acostarse contigo?
—No me queda otra. Es trabajo. Soy profesional y sabré separarlo.
—No dudo que tú lo hagas, pero estoy seguro de que él utilizará esta
oportunidad para acercarse a ti.
—¿Y qué si es así? —replico disgustada por su tono celoso. No me lo
esperaba de él. Diego es un hombre muy seguro de sí mismo y creí que
estaba por encima de semejantes tonterías—. Yo le voy a parar los pies. ¿O
no confías en mí?
—Por supuesto que confío en ti —responde irritado—. Pero detesto que
tengas que trabajar en algo que no te llena.
—Bienvenido a la vida de la clase trabajadora —digo con sarcasmo.
—Yo podría dejarte dinero. No tienes por qué hacer la sesión de fotos, y
menos con un hombre que te puede hacer sentir incómoda.
—Diego —le digo con tono tajante—. No soy una niña ni estoy
buscando un padre. Llevo sacándome las castañas del fuego desde hace
muchos años.
—¿De qué me sirve tener tanto dinero si no puedo gastarlo como me dé
la gana?
Lo miro atónita. Esto es el colmo. Yo no soy algo en lo que gastar el
dinero que le sobra.
—Diego, me estoy sintiendo muy insultada.
—¿Qué? —me mira de reojo y con el ceño fruncido—. No lo entiendo,
¿qué he dicho? Yo solo pretendo ayudarte.
—Soy una mujer independiente, ¿qué parte no entiendes? Respeta mi
decisión y déjalo estar. Creo que en el fondo me has ofrecido tu dinero
porque no confías en mí. Es humillante que me veas como una chiquilla
débil y que necesita tu protección.
—Estás sacando las cosas de quicio.
—Lo que tú digas.
Enciendo el volumen de la radio para zanjar la conversación porque
estoy muy enfadada. Diego murmura que es muy maduro por mi parte y lo
atravieso con la mirada. Él sí que ha sido maduro, anda que… Compartimos
un trayecto tenso y en silencio hasta mi casa. Me bajo del coche en cuanto
aparca delante de mi portal y de nada sirve que me llame. Paso de él. Estoy
demasiado enfadada para hablar en este momento.
***
Un par de horas más tarde, estoy más tranquila y me animo a responder
a su WhatsApp. Diego me ha estado bombardeando a llamadas que no he
respondido. Ahora estoy lo suficiente calmada para tener una conversación
con él.

Diego: ¿de verdad te he humillado al ofrecerte dinero?


Yo: sí.
Yo: sé que lo has hecho con tu mejor intención, pero necesito que
entiendas que no soy una chiquilla que va suplicando tu ayuda.
Diego: no era mi intención ofenderte, Lola. Es lo último que pretendo
en la vida.
Yo: lo sé. Pero tus celos por Carlos son injustificados. ¿O me vas a
negar que no estabas celoso cuando has intentado a toda costa que no
fuera a trabajar?
Diego: un poco.
Diego: vale, mucho. Estaba celoso de ese idiota. ¿Qué pasa? ¿No me
puedo sentir celoso cuando la mujer que me gusta va a trabajar con un tipo
que quiere acostarse con ella?
Yo: sí puedes. Siempre y cuando confíes en mí.
Diego: no tengo derecho a pedirte fidelidad porque no somos pareja.
Yo: tienes razón.
Diego: ¿quieres salir conmigo?

El móvil se me cae de las manos y aterriza sobre el colchón. Estoy tan


nerviosa que tardo un buen rato en marcar el número de teléfono de Diego
para hablar con él.
—¿Te parece normal pedírmelo por WhatsApp?
—Joder, ¿y ahora qué he hecho mal?
—¡Llevo días esperando que te decidieras!
—Pero… ¿entonces he hecho bien, no? —pregunta dudoso.
—¡Me lo tendrías que haber dicho a la cara!
—Quería decírtelo en el coche, pero tú te has largado dejándome con la
palaba en la boca.
—Que sí.
—¿Qué sí qué?
—Que sí quiero salir contigo, idiota.
—Lola Ramírez, me tienes en un sinvivir. No eres ni medio normal. Ni
siquiera sé por qué me gustas tanto. He debido perder el poco buen juicio
que me quedaba —despotrica como el Señor Malas Pulgas que sigue siendo
—. Pero acabas de hacerme el hombre más feliz del mundo. Cuando me has
llamado por teléfono por poco me ha dado un infarto.
—Ya puedes respirar tranquilo…
—Mañana quiero tener una cita contigo —se apresura antes de que
pueda replicar—. Una cita con mi novia.
—Ya hemos tenido un montón de citas… —me entra la risa floja.
—No como pareja.
—Soy tu novia.
—Así es.
—Suena bien.
Después de hablar con Diego, estoy tan pletórica que necesito compartir
mi momento de felicidad con alguien. No sé por qué la elijo precisamente a
ella. Supongo que lo hago porque la quiero con locura y estoy muy triste
por las cosas tan horribles que nos dijimos.

Yo: Diego me ha pedido que sea su novia. Este no es un mensaje para


restregártelo. Que conste. Pero estoy muy dolida porque fuiste muy perra
conmigo, y sé que eres demasiado orgullosa para dar el primer paso. No
debería haber mencionado tu pasado porque no tengo ni idea de lo que te
pasó.
Lina: siento haber sido una borde de tres pares de narices contigo. Me
aterra la posibilidad de que puedan hacerte daño, y te juro que Diego
Beltrán se las verá conmigo si te decepciona. Pero esta vez no quiero tener
la última palabra. Te lo prometo. Ojalá que hayas elegido al hombre
adecuado y que seáis muy felices. Siento haberte echado en cara que en su
día te ayudé. Las amigas están para eso. ¿Me perdonas?
Yo: sabes que sí. ¿Y tú a mí?
Lina: no hay nada que perdonar.

Me tumbo bocarriba en el colchón y cierro los ojos con una sonrisa


apacible en la cara. No podría haber disfrutado de este momento sin haber
hecho las paces con Lina.
31. Conociendo a mi suegra
Diego

Estoy muy nervioso porque hoy, después de dos semanas saliendo


formalmente con Lola, por fin voy a conocer a su madre. Yo no quería
insistir para no resultar un pesado o la clase de novio que pretende controlar
a su chica. Joder, por poco me dio algo cuando Lola se ofendió porque le
ofrecí mi ayuda. Por supuesto que estaba —y estoy— celoso, ¿para qué
negarlo? Pero la iniciativa me salió del corazón y jamás imaginé que ella se
pondría hecha una furia. Supongo que Lola nunca dejará de sorprenderme y
por eso me gusta tanto.
Respiro profundamente antes de llamar a la puerta de su casa. Quiero
causar buena impresión y le he pedido consejo a Elías. Él se burló de mí y
tuve que aguantar sus gilipolleces durante un buen rato. Al final me animó a
ser yo mismo y me dejó caer que no fuera el típico estirado de siempre. No
sé por qué me soltó semejante tontería si sabe que tengo un carácter
complicado.
—¡Lola, ya ha llegado tu novio! —exclama Paula al abrir la puerta. Me
observa de arriba abajo con la típica insolencia que solo le perdonarías a un
crío—. Mi hermana me ha dicho que no me vais a mandar a un internado.
¿No te han dicho que jugar con los sentimientos de una pobre niña no está
bien?
—Eh… —es todo lo que puedo decir.
—¿Nos has traído regalos?
—Sí.
Ella sonríe de oreja a oreja y me deja pasar. Su hermano está detrás de
ella y me observa con los ojos abiertos de par en par.
—¡Mamá, el novio de Lola nos ha traído regalos!
Lola lleva un delantal atado a la cintura y sale de lo que intuyo que debe
de ser la cocina. Sacude la cabeza cuando ve que vengo cargado.
—No deberías haberte molestado…
Paula y Leo rasgan el envoltorio y sueltan una exclamación al ver dos
ejemplares de Geronimo Stilton.
—Estoy incentivando la lectura a edades tempranas —le susurró al oído
a Lola, y luego añado en voz alta—. Están firmados por la autora.
—¿En serio? —Paula abre la primera página y exclama—: ¡Guau, pone
Para Paula!
—Y en el mío ha escrito mi nombre…
—Elisabetta me ha hecho el favor. Nos conocimos en la feria del libro
de Barcelona y le firmé un libro para su marido. Me ha dicho que espera
que los disfrutéis mucho.
—¡Gracias, Diego!
—¡Eres el mejor!
Los niños se abrazan a mi cintura y me pongo rígido. Al final termino
acariciándoles el pelo como si fueran un par de cachorritos. Me va a costar
habituarme a las muestras de cariño.
—¡Es más guapo de lo que me habías contado! —exclama una voz
femenina a mi espalda.
Me vuelvo hacia la madre de Lola con expresión cautelosa y ella me
estrecha entre sus brazos. Luego me llena el rostro de besos y yo no sé ni
dónde meterme. Lola se percata de mi malestar y me atrapa del brazo.
—Mamá, ya. Lo estás agobiando.
—¡Uy, ni que te lo fuera a quitar!
—Me he tomado la libertad de traer el postre de una pastelería que me
encanta. También he traído una botella de vino. Espero que no le importe.
—Pero bueno, ¡qué me va a importar! —su madre me quita los dos
paquetes de las manos—. No deberías haberte molestado, pero Lola ya me
ha contado que eres muy educado. Por favor, siéntete como en tu casa. Voy
a descorchar la botella. Niños, no molestéis a nuestro invitado.
Pero Paula y Leo están demasiado emocionados con mi visita para
dejarme en paz. No sé cómo termino tirado sobre la alfombra de su
habitación mientras ellos me muestran emocionados su colección de
juguetes. A Paula le encantan los juegos de construcción y Leo es un
apasionado de las maquetas de barcos. Me apunto mentalmente sus
intereses para acetar con los futuros regalos. Espero que a Lola no le
importe porque tengo todo el derecho del mundo a consentir a mis
pequeños cuñados.
Novia. Suegra. Cuñados. Quién lo hubiera dicho. En poco tiempo, mi
vida ha dado un giro de ciento ochenta grados.
—¡A comer! —exclama Lola.
—¡Dejad al novio de vuestra hermana en paz!
Paula me da la mano para acompañarme hasta la mesa.
—Cuando sea mayor, quiero que me presentes a algún amigo tuyo que
sea un escritor tan famoso como tú. ¿No tendrás un hermano más pequeño?
—Esto…
Leo resopla.
—Mujeres…
—¡Paula, Leo! —los sermonea su madre, y luego me ofrece una sonrisa
de circunstancia—. No sé de dónde se sacan esas cosas.
—La tele, los videojuegos, internet… —enumera Lola con retintín—.
Estos niños ya nacen sabiendo el doble que nosotros a su edad.
Paula le saca la lengua y Lola pone los ojos en blanco. La madre de
Lola ha preparado una merluza en salsa verde con patatas panaderas que
está de lujo. Contra todo pronóstico, me lo paso muy bien y consigo
relajarme en la mesa. Son una familia muy campechana y entiendo por qué
Lola se compadeció de mí al ver mi casa. Esto sí es un verdadero hogar. Mi
casa, por el contrario, es el refugio de un ermitaño que se cierra en banda a
conocer a los demás. Me pregunto lo que se sentirá al formar tu propia
familia. Nunca me lo había planteado, pero de repente me invaden unas
ganas tremendas de llenar mi casa de risas infantiles. Ya sé que Lola es muy
joven y que todavía no le apetece ser madre, pero por ella estaría dispuesto
a esperar. Por ella merece la pena.
***
A petición de los niños, termino llevándolos a la cama y le aseguro a
Lola que no me importa acostarlos. La oigo cuchichear con su madre en el
salón y me pregunto de qué estarán hablando. De mí, obviamente. Espero
que digan cosas buenas.
Paula se queda dormida en cuanto cierra los ojos. Me hace gracia
porque es una niña muy espabilada para su edad. Leo me mira expectante y
sé lo que quiere. Lola me ha contado que Leo es un gran lector y que está
muy emocionado de que su hermana mayor salga con un escritor tan
conocido.
—Veo que te gustan los barcos…
—¡Muchísimo!
—Un día tú y yo podemos salir a navegar.
—¿Tienes un barco? —pregunta impresionado.
—Qué más quisiera. Sé navegar y alquilo uno cuando me apetece ver el
mar. Me encantaría tener un segundo de a bordo, ¿te apuntas?
—¡Por supuesto! Mis libros favoritos son los de piratas.
—¿En serio? —me siento en el borde de su cama—. Qué casualidad. Yo
conozco una historia sobre un pirata llamado Simbad. Si quieres te la
cuento.
—¡Sí, por favor!
—Érase una vez un marinero llamado Simbad. Durante uno de sus
primeros viajes, Simbad y su tripulación se establecen en una hermosa isla.
Pero en realidad la isla es una enorme ballena sobre la que los árboles han
echado raíces porque lleva mucho tiempo durmiendo. La ballena se
despierta cuando los marineros están haciendo una fogata y se sumerge en
las profundidades del mar. El pobre Simbad naufraga y los marineros se
marchan sin él. Pero Simbad consigue aferrarse a un barril que flotaba en el
mar y llega hasta una isla donde se hace amigo de un rey que lo acoge bajo
su protección. Más tarde, Simbad logra reunirse con los marineros que lo
dieron por perdido y se embarca rumbo a otra gran aventura…
Leo se queda profundamente dormido, por lo que me levanto para
apagar la luz. Lola me está esperando detrás de la puerta con una sonrisa
burlona en los labios.
—No sabía que te gustaran tanto los niños.
—Me gustan las buenas historias.
—En el fondo eres un blando, malas pulgas.
—Si tú lo dices…
Me despido de mi suegra, quien me asegura que allí siempre tendré su
casa y me hace sentir incómodo por su exceso de amabilidad. Sé que está
hablando en serio y me cuesta asimilar su cercanía. Lola me acompaña
escaleras abajo y me agarra del brazo antes de que salgamos del portal.
—A mi madre le has encantado.
—Menos mal —le digo aliviado.
—¿Sabes? —Lola me empuja contra la pared y su boca me acaricia la
barbilla. Mierda, me va a volver a suceder. Toda la sangre se me está yendo
al mismo sitio y no hay nada que pueda hacer para evitarlo—. Me he puesto
tontorrona cuando te he visto en plan papá cañón con mis hermanos…
—Lola —mi voz suena estrangulada—. ¿Qué haces?
—¿Tú que crees? —murmura con voz melosa.
La mano de Lola va directa a mi erección. Aprieto la mandíbula y pego
la espalda contra la pared. Estoy perdido como siga por ese camino y ella lo
sabe. Maldita sea, ¿qué pretende? ¿No se da cuenta de que ella es la mayor
debilidad a la que me he enfrentado en mi vida?
—Lola… por Dios… nos puede ver alguien —le digo agobiado—. ¿Y
si entra algún vecino?
Lola me mira a los ojos y sonríe de medio lado. Mi novia es el fiel
reflejo de la lujuria. Me desabrocha la bragueta y se muerde el labio. Se me
escapa un suspiro y no soy capaz de frenarla. Esta mujer me vuelve loco en
todos los sentidos.
—¿Tú siempre haces lo correcto, malas pulgas? ¿Nunca cometes
locuras?
—La verdad es… que no —admito con un hilo de voz.
Lola se agacha y a mí se me acelera el corazón. ¿Qué va a hacer? ¿Ha
perdido el juicio? La nuez de mi garganta sube y baja con dificultad. Sé que
debería detenerla. Cogerla de los hombros y ponerla de pie. Decirle que yo
no soy así y que me aterra que alguien pueda pillarnos en semejante actitud
tan comprometida. Pero lo único que brota de mi boca es un gruñido
cuando ella me baja los calzoncillos y se mete mi erección en la boca.
—Ah…
Su lengua me lame y es la visión más erótica que he tenido nunca. Lola,
de rodillas sobre el suelo del portal. Haciéndome la mejor mamada de mi
vida mientras a mí se me va la fuerza por la boca. Le recojo el pelo con las
dos manos y comienzo a penetrarla.
—Joder…
Nunca he tenido sexo con una mujer en un lugar público. Nunca me he
sentido tan liberado como con Lola. No me reconozco. No sé quién es el
tipo al que una joven rubia y juguetona se la está chupando en un portal.
Pero, maldita sea, es increíble. Me veo obligado a poner a Lola de pie
cuando estoy a punto de correrme. Ella protesta y la callo con un beso.
Separo sus piernas y mis manos van directas a sus muslos. Menos mal que
se ha puesto falda. Está…
—Estás empapada.
Lola gime cuando comienzo a masturbarla. En menos de un minuto,
está preparada para dejarme entrar. Se apoya sobre la barandilla de la
escalera y la penetro de una estocada. Los dos gemimos a la vez. Tengo que
hacer un gran esfuerzo para no gritar de placer. Ella me susurra palabras
que me vuelven loco. Que me hacen perder la poca cordura que me queda y
correrme como un animal.
Joder, no sé quién es este hombre.
Pero soy yo. Un hombre capaz de dejarse llevar. Alguien que está loco
por una mujer y que haría lo que fuera por ella.
32. Nuestro último día en la residencia y…
Carlos.

Lola

Nuestro último día en la residencia es más lacrimógeno de lo que


pensaba. Me cuesta despedirme de los residentes y les prometo que vendré
a visitarlos siempre que pueda. Es la verdad. Supongo que saben que no lo
digo para quedar bien. Apenas pude disfrutar de mis abuelos y trabajar en la
residencia ha sido un auténtico regalo. Primero porque he tenido la
oportunidad de conocer a personas maravillosas. Y segundo porque Diego
apareció en mi vida y el resto ya lo sabes.
Ay… Diego.
Es atractivo.
Inteligente.
Me adora. Y encima folla de vicio. Lo de anoche en el portal me dejó
sin palabras. Pensé que pondría el grito en el cielo cuando le desabroché la
bragueta. Supuse que me rechazaría sin contemplaciones porque él es
demasiado correcto para dejarse llevar. Pero… vaya que si se dejó llevar.
—Lola, Diego, ¿podéis ir un momento al jardín para recoger los
materiales de la clase de yoga? —nos pide Teresa.
—No va a dejar de mandarnos ni en nuestro último día —se queja él por
lo bajini.
—No seas cascarrabias.
—Es la pura verdad.
En el fondo sigue siendo el mismo Señor Malas Pulgas de antes. Pero
hay que reconocer que su actitud hacia los demás se ha suavizado. Y para
qué engañarme. Me enamoré de él siendo tal cual era y a estas alturas
tampoco quiero que cambie.
Un momento, ¿he dicho que me enamoré de él? ¿Estoy enamorada de
Diego? No me da tiempo a pensar en la respuesta porque salimos al jardín y
los residentes exclaman: —¡Sorpresa!
Me llevo las manos a la cara. Ay, me los como. ¡Nos han organizado
una fiesta de despedida! Con un enorme cartel que dice: Os echaremos de
menos, Lola y Jorgito. Hay globos, un pastel de chocolate sin azúcar y una
pancarta con dos figuras dibujadas que supongo que somos Diego y yo. A
mí me han pintado como una muñeca rubia con una corona de princesa, y a
Diego le han puesto los ojos rojos y cara de cabreo. Me parto de risa. Él
suspira.
—No sé qué es peor. Si el dibujo o lo de que me sigan llamando
Jorgito…
Hay pasodobles de Manolo Escobar y muchos abrazos. Diego sobrevive
como puede a las muestras de cariño. De mala gana, acepta bailar
pasodobles con todas las mujeres de la residencia. De vez en cuando me
lanza una mirada angustiada para pedirme que lo rescate y yo me encojo de
hombros. La verdad es que pasamos un gran día y tengo los ojos vidriosos
cuando llega el momento de la despedida. Pepe es el último en despedirse
de mí.
—Adiós, Pepe.
—Esto… adiós —se da la vuelta para marcharse, pero al final carraspea
y me mira con palpable incomodidad—. ¿Me vas a dar un abrazo o tengo
que pedírtelo? Puñetas, al resto sí que los has abrazado.
—Ay, Pepe, ¡pensé que no me lo ibas a pedir nunca!
Abrazo a Pepe con tanta fuerza que el pobre hombre se queja. Aflojo el
agarre y él me ofrece una media sonrisa. Es la primera vez que lo veo
sonreír. Le brillan los ojos de alegría cuando Diego se acerca y me pasa un
brazo por encima de los hombros.
—Cuida del muchacho. Le haces mucho bien.
—Tranquilo, Pepe. Conmigo está en buenas manos.
Nos alejamos de la residencia y me vuelvo por última vez para
saludarlos a todos con la mano. Lupe le lanza un beso a Diego.
—¡Vuelve pronto a visitarme, Jorgito!
—Esto… —él se rasca la coronilla y suspira—. De acuerdo, mamá. Haz
caso a las enfermeras y tómate las pastillas.
Lo miro de reojo cuando salimos por la puerta.
—¿Qué?
—Le has cogido cariño a Lupe.
—Qué va.
—Le has pedido que se tome las pastillas.
—Por su bien.
—Porque le has cogido cariño y eres demasiado orgulloso para
admitirlo.
El rugido de una moto me sobresalta. Hay un motorista aparcado frente
a la residencia. Me quedo a cuadros cuando me percato de quién es. ¿Qué
está haciendo aquí Carlos? Qué raro. Nuestra sesión de fotos es dentro de
cuarenta minutos. Él se quita el casco, se baja de la moto y me ofrece una
sonrisa arrebatadora. No sé ni dónde meterme cuando se acerca caminando
con esa chulería que lo caracteriza y me da dos besos.
—He pensado que podía pasar a recogerte.
—Me podías haber avisado…
Carlos se queda mirando a Diego, que le sostiene la mirada con palpable
irritación. Me rasco el codo con incomodidad. Sé lo que Diego está
pensando y necesito que entienda que soy una mujer independiente y fiel.
Tengo derecho a tener amigos (Carlos no lo es ni lo será nunca). Pero soy
extrovertida por naturaleza y no quiero cambiar mi personalidad para
agradar a mi pareja. Ya me conoció siendo tal cual era.
—Carlos, te presento a Diego, mi novio.
Los ojos de Carlos se abren con palpable sorpresa. Diego le devuelve
una mirada orgullosa y repleta de desagrado. Le estrecha la mano y ambos
se baten con la mirada.
—Un tipo afortunado.
—Desde luego.
—Lola, ¿quieres que te acerque al estudio? —me pregunta Carlos.
—Si me dejas un segundo… —atrapo a Diego del brazo y nos alejamos
unos metros para que no pueda oírnos—. Sé lo que estás pensando.
—¿Te refieres a que me encantaría borrarle la sonrisita a ese cretino?
—Lo sabía —pongo los ojos en blanco y me indigno—. Diego, estás
celoso. ¿No ves que te está provocando? Ni siquiera había quedado con él.
—Razón de más para que lo dejes plantado.
—No.
Diego me mira como si le estuviera gastando una broma pesada.
—Lola, ¿qué haces?
—Quiero que entiendas que Carlos forma parte de mi vida profesional y
que no me interesa en otro sentido. A veces tendré que relacionarme con él.
No soporto tus celos, Diego. Me voy a montar en esa moto y vas a respirar
profundamente si quieres estar conmigo.
—No fastidies, Lola, yo te puedo acercar…
—Diego —lo miro a los ojos y luego le doy un beso ante la atenta
mirada de Carlos—. Confía en mí. Eres perfecto. No la cagues por un
puñado de celos absurdos.
Me alejo de Diego y acepto el casco de la moto que me tiende Carlos.
Sé que Diego me está observando y espero que entienda por qué lo hago.
Necesito demostrarle que soy una mujer joven e independiente que no
tolera sus sospechas. Seguro que lo entiende. Diego es un hombre muy
inteligente y debería estar por encima de esto.
33. El maldito Carlos
Diego

Estoy que me subo por las paredes cuando Lola se aleja abrazada a la
cintura de ese idiota. Si quería bajarme los humos, lo ha conseguido. Si
quería darme una lección, y tanto que me la ha dado. No lo entiendo. Me
acaba de dejar como un pelele. Sé que solo pretende demostrarme que yo
no puedo controlarla, ¡ni tampoco quiero! Pero ¿de verdad tenía que
largarse en la moto del tipo que me hace sentir más inseguro respecto a
nuestra relación? ¿O se supone que me tengo que olvidar de que hasta hace
pocos días él le gustaba?
Mierda.
Joder.
No puedo evitarlo. Le envío un mensaje para decirle que me apetecería
ir a cenar con ella esta noche y que me avise para ir a recogerla cuando
termine de trabajar. No es del todo mentira, pero en realidad quiero que
sepa que estoy disponible por si ese capullo se pasa de la raya.
Estoy tan irritado que reviso mis emails para matar el tiempo. Ni
siquiera me apetece escribir porque volcaría mis frustraciones en la historia.
Hay un email de Katie. Menuda sorpresa. Lo leo con una mezcla de
incredulidad y desinterés.

Katie: gracias por confirmar tu asistencia.

Uf, ni siquiera estoy seguro de estar haciendo lo correcto. No quiero


exponer a Lola a las fauces de mis padres. Mi padre puede ser muy
despreciable cuando cree que alguien no está a su altura. Y mi madre tiene
tan poca personalidad que se limitará a mirar hacia otro lado si él hace
algún comentario dañino. No me perdonaría que Lola lo pasara mal por
culpa de mi familia. Pero si reculo, Lola creerá que lo hago porque me
avergüenzo de ella. Nada más lejos de la realidad. Lo que sucede es que me
avergüenzo de lo clasistas que son mis padres. Eso es todo.
Mato el tiempo libre contestándole a Katie porque no quiero pensar en
la reunión con mis padres o en lo que estará haciendo Lola con el idiota del
motorista.

Yo: de nada. Espero que seas muy feliz.

La respuesta de Katie no se hace de rogar. No sé de qué me sorprendo.


Mi exmujer es una adicta a las redes sociales. Me sacaba de mis casillas que
tuviera que compartir los pormenores de nuestra vida en Facebook. Desde
una cena en algún restaurante michelín hasta nuestras veladas en la ópera.
Vivía por y para la imagen que proyectaba en los demás. Menos mal que
nos divorciamos.

Katie: me ha sorprendido mucho que te animaras a venir.


Yo: ¿por qué?
Katie: creí que te resultaría incómodo asistir a la boda de tu ex. Pero
mi padre me dijo que era lo mejor para el bufete. A todos nos ha
complacido que por fin hayas pasado página.

Maldita sea, ¿así es cómo me ven? ¿Creen que soy el típico amargado
que se ha estado lamiendo sus heridas en soledad durante los últimos cuatro
años? Vaya, vaya… ahora sí que me apetece asistir a esa boda para
restregarles que soy muy feliz. De hecho, más feliz de lo que he sido nunca
gracias a una mujer maravillosa y auténtica que me ha enseñado a disfrutar
de la vida sin preocuparme de las apariencias.
***
Respiro tranquilo cuando recibo un WhatsApp de Lola en el que me
dice que está a punto de terminar y que le encantaría cenar conmigo. Me
envía su ubicación y conduzco guiándome por el navegador. Pero algo se
resquebraja en mi interior cuando aparco el coche y los veo juntos. No me
han visto.
Lola y él se abrazan. Él le dice algo al oído y ella se ríe. Echa la cabeza
hacia atrás y le brillan los ojos. Él le da un beso en la mejilla y ella le
golpea el brazo sin dejar de reírse. Parece feliz. Es como si le siguiera
gustando. Los celos se me llevan por dentro y no puedo hacer nada por
evitarlo. Porque no deja de ser un tipo de su edad y quizá ella se aburra de
estar con alguien como yo. Me entra el pánico. No sé por qué lo hago. Le
envío un mensaje de texto en el que le digo que no voy a poder cenar con
ella porque estoy muy ocupado con el libro. Desde el coche observo su
reacción. Ella lee el mensaje y frunce el ceño. Luego le dice algo a Carlos y
los dos regresan al portal.
Pero ¿qué demonios…?
¿A dónde vas, Lola? ¿Vas a acostarte con él?
Arranco el coche y piso el acelerador. El sabor de la decepción me
quema en los labios. Quiero creer que hay alguna explicación para lo que
acabo de ver. Pero estoy tan cabreado y aturdido que no soy capaz de pensar
con claridad…
34. ¿Qué te pasa?
Lola

Diego lleva un par de días más raro de lo normal. No nos hemos visto
porque dice estar muy ocupado con su libro. Tampoco quiero ser la clase de
novia que lo presiona porque sé lo importante que es su trabajo para él. Me
ha comentado que el plazo de entrega finaliza dentro de un mes y algo y
supongo que debo entenderlo. O eso es lo que dice Cris.
—Yo no conozco a ningún escritor, pero suelen ser personas de lo más
solitarias. O así es como los pintan en las películas.
—Él de por sí ya es muy hermético, pero tengo la impresión de que me
oculta algo…
—A ver, ¿tú no decías que confiabas en Diego y todo ese rollo? —
interviene Lina—. Estáis saliendo juntos y vas a acompañarlo a la boda de
su ex. Más declaración de intenciones que esa…
—¿Y si se ha hartado de mí como me advertiste? —pregunto asustada
—. Lo mismo ya se le ha pasado el calentón y no sabe cómo dejarme.
—No tiene mucho sentido. ¿Para qué te iba a pedir ir en serio? ¿Qué
ganaba complicándose la vida? —replica Lina—. Seguro que Cris tiene
razón y está muy agobiado por el plazo de entrega de su libro.
—De todos modos podrías preguntárselo directamente si crees que le
pasa algo. Qué mejor forma de salir de dudas. David y yo siempre lo
hablamos todo. En su día dudé de él y al final resultó que la chica que lo
llamaba a todas horas era su hija. Los malentendidos, cuanto antes se
aclaren, mejor.
—David y tú sois de plastas… —murmura Lina.
—¡Ya te llegará el hombre adecuado y te tragarás tus palabras!
Lina se acaba el cóctel de un trago.
—Pienso estar soltera de por vida.
Raúl, que llega en ese momento a recoger los vasos, murmura con
ironía:
—Con ese carácter que te gastas, desde luego que sí.
—Perdona ¿tú eres?
—El tío más bueno que te has echado a la cara.
—Debo estar ciega. Solo veo a un idiota con ínfulas de hacerse el
gracioso.
—Eres un encanto, ¿nunca te lo han dicho?
—Constantemente.
—Ya decía yo.
Todas nos partimos de risa al ver su intercambio de pullas. Me pregunto
si cabe la posibilidad de que entre estos dos haya algo más. Siempre se ha
dicho que del odio al amor solo hay un paso.
Después de mi quedada con las chicas, regreso a casa con la intención
de hablar con Diego. Necesito aclarar estas dudas que me están matando.
Lo llamo por teléfono y no me lo coge. Respiro profundamente y le envío
un WhatsApp.

Yo: hola, ¿va todo bien?

Diego responde al cabo de diez minutos.

Diego: me has pillado en la ducha. Sí, todo bien. ¿Y tú?


Yo: acabo de llegar de estar con mis amigas.
Diego: espero que te lo hayas pasado bien.
Yo: sí.
Yo: ¿va todo bien?
Diego: ¿por qué lo preguntas?
Yo: te noto raro desde hace un par de días… diferente… distante…
Diego: es el trabajo. Me tiene absorbido.
Diego: ¿tú estás bien?

Frunzo el ceño. ¿Qué si yo estoy bien? Decido llamarlo porque necesito


oír su voz.
—¿A qué viene esa pregunta? —es lo primero que digo en cuanto
descuelga.
—Por saberlo…
—¿Por saber qué?
—Si todo sigue bien entre nosotros.
—Diego, eres tú el que me ha estado evitando los últimos dos días. A
mí no me pasa nada, ¿y a ti?
Lo noto respirar aliviado al otro lado de la línea.
—Perdona, no me pasa nada. Soy un imbécil. No te he estado prestado
toda la atención que debería porque estoy… agobiado con el trabajo.
—Vale —respondo, no del todo convencida—. Pero tú y yo estamos
bien, ¿verdad?
—Me gustas mucho, Lola. No soportaría que tú no me vieras de la
misma forma.
Pongo los ojos en blanco. Qué enrevesado es. Quizá sea su carácter de
escritor hermético. Vete a saber.
—Ay… Diego, me muero de ganas de verte. No sé si eso te aclara mis
sentimientos.
—Mañana nos vamos a Londres. Tendremos tiempo de sobra para estar
juntos.
—Estoy nerviosa por conocer a tus padres.
—Saldrá bien.
—¿Qué tal va tu libro?
—Lo acabaré antes del plazo.
Uf, qué reservado es a la hora de hablar de su trabajo. Ni siquiera se ha
animado a contarme un par de detalles sobre el argumento. ¡Ni que se lo
fuera a plagiar!
—Carlos me acaba de pasar las fotos que se han publicado en la tienda
online para la que hice un reportaje. Está mal que yo lo diga, pero salgo
monísima. ¿Quieres que te las pase? Mi madre guarda todos mis trabajos
como si fuera Claudia Schiffer. Le hace ilusión.
—Claro —responde sin demasiado interés—. ¿Carlos y tú habláis
mucho?
—Ya sabes, por trabajo.
¿Estará celoso? Creí que el tema de Carlos ya lo teníamos más que
superado.
—¿Qué me pongo para ver a tus padres?
—Lo que tú veas.
—Diego, ¡no estás siendo de gran ayuda!
—Estás preciosa con cualquier cosa, Lola. Pero no te hagas demasiadas
esperanzas con mis padres. Yo soy su hijo y tampoco les caigo muy bien.
Uf, menudo aliciente para conocer a mis suegros. Tengo más miedo que
cuando Harry Potter se enfrentó por primera vez a Voldemort.
35. Pongo y Perdita
Diego

Me siento como una mierda por no haber sido del todo sincero con
Lola. Pero ¿qué le digo? ¿Qué estoy celoso de Carlos? ¿Qué desde que los
vi a los dos juntos no puedo sacarme la imagen de la cabeza? Ni siquiera he
sido capaz de preguntarle por qué subió con él cuando le dije que no podía
recogerla. ¿Qué hicieron allí dentro?
No veo a Lola siéndome infiel, la verdad. Pero mi inseguridad se ha
acrecentado con el paso de los días y no estoy del todo convencido de lo
nuestro. No me malinterpretes. Tengo muy claros mis sentimientos. Pero tal
vez Lola se haya precipitado y yo no sea lo que ella vaya buscando. Le pega
más alguien como Carlos. Un tipo joven, con sentido del humor y que
pueda seguirle el ritmo.
Lola está aterrada cuando aterrizamos en Londres. No puedo culparla.
Vamos a conocer a mis padres. Yo también estaba nervioso cuando conocí a
su madre, con la salvedad de que mi suegra es una mujer cercana y
encantadora y mis padres son… pues eso. Mis padres.
—He pensado que podríamos hacer un tour rápido por Londres antes de
ir a casa de mis padres —le digo, en un intento por conseguir que se relaje
—. Quiero enseñarte mis lugares preferidos de mi ciudad natal.
—¡Sí, por favor! —exclama ilusionada—. Nunca había salido de
España. Pensarás que soy una paleta.
—Para nada.
Me ha producido mucha ternura cuando la pobre aferró mi mano porque
estaba muerta de miedo antes del despegue. Le di conversación para que se
calmara y abrió los ojos de par en par cuando el avión sobrevoló las nubes.
Quiero vivir cada nueva experiencia a su lado. Porque lo ve todo con una
emoción infantil que me llena de energía.
La llevo hacia Camden Town, un barrio alternativo de Londres repleto
de mercadillos. Camden Town es un lugar variopinto donde se dan cita
roqueros, punk e incluso hippies melenudos. Hay una estatua de Amy
Winehouse a tamaño real y repleta de ofrendas de sus fans. Lola posa
delante mientras tararea Back to black y me cuenta que es una de sus
canciones favoritas. Recorremos todos los mercadillos. Los hay de toda
clase: ropa de segunda mano, bisutería, antigüedades…
—Este sitio no te pega nada.
—Lo sé. Solo hemos venido porque sabía que te encantaría.
—Oh, Diego, ¡gracias!
Ella me da un achuchón y me siento inesperadamente mejor. Como si
todas mis dudas no tuvieran sentido porque alguien tan auténtica como Lola
sería incapaz de fingir sus sentimientos. Después de almorzar en un puesto
de comida hindú donde devoramos dos hamburguesas repletas de curry —y
que ella se parta de risa porque disecciono la comida antes de probarla—,
damos un paseo hacia Regent’s Park, uno de mis lugares favoritos de
Londres.
—No es tan espectacular como Hyde Park, pero a mí me gusta porque
está muy cuidado ya que pertenece a la familia real.
Lola se pone a perseguir a una ardilla y fotografía todo lo que ve. Los
árboles, el riachuelo, la fuente… Me limito a observarla porque hace que
todo lo que ven mis ojos cobre un interés mayor.
—Cuéntame más cosas sobre este sitio.
—Enrique VIII tomó posesión del lugar, lo bautizó en su día como
Marylebone Park y lo convirtió en coto de caza.
—Pobres ardillas…
—Él era más de cazar jabalíes y ciervos. Aunque lo que lo hizo famoso,
más allá de divorciarse de la iglesia católica, fue casarse ocho veces. A dos
de sus esposas las mandó decapitar.
Lola se lleva las manos al cuello.
—Qué hombre tan horrible.
—Ese sí que tenía mal genio.
Los dos nos reímos y luego damos un paseo por los jardines de la reina
Mary. A petición de Lola, le explico que es el jardín con una mayor
cantidad de rosas en toda la metrópoli y que cuenta con más de
cuatrocientas variedades diferentes. Lola se para de repente y abre los ojos
de par en par.
—¿Sabes una cosa? Me acabo de dar cuenta de algo.
—¿De qué?
—Aquí fue donde se conocieron Pongo y Perdita.
—¿Quiénes?
—¡Los perros de 101 Dálmatas! Pongo arrastra a su dueño hacia este
parque y aquí es donde conoce a Perdita. Pongo se enamora de Perdita, y su
dueño Roger se enamora de Anita. Y luego llega la malvada Cruella de vil y
todo ese rollo… ¡sucedió justo aquí!
—No he visto la película.
—¿En serio? —Lola me mira como si fuera un extraterrestre—. Pero
¿tú no has tenido infancia o qué?
Me encojo de hombros y ella me va narrando la película con pelos y
señales hasta que nos montamos en un taxi que nos lleva al Big ben. Lola
no puede irse de Londres sin conocer el mayor emblema de la ciudad. A
pesar de que está en obras y no se puede visitar, le explico algunas
curiosidades que ella recibe encantada mientras observamos la torre desde
lejos.
—En realidad se llama Big Ben porque era el nombre de la primera
campana que había en su interior y que tuvo que ser sustituida por culpa de
una gran grieta. Big para referirse a la campana, que pesa dieciséis
toneladas, y algunos dicen que Ben en honor al Benjamin Hall, el
arquitecto. Desde el año 2009 se conoce oficialmente como La torre Isabel
en homenaje a la reina, aunque realmente nadie lo llama así. Si la luz de
arriba está encendida, significa que hay sesión parlamentaria. Se instaló en
1885 a petición de la reina Victoria para que ella pudiera ver cuando
trabajaban los parlamentarios desde el palacio de Buckingham. ¡Para que
luego digan que yo soy controlador! Mide noventa y seis metros de altura.
En estos momentos se está rehabilitando la aguja, la cruz y el orbe y la obra
ha costado más de cuatro mil millones de libras para el erario londinense.
—Casi nada…
Paseamos por los alrededores y Lola se mete dentro de una cabina para
que le haga una foto. Luego pone cara de terror porque se ha quedado
atascada dentro y por poco me da un infarto. Al final sale de la cabina
muerta de risa y yo frunzo el ceño.
—Ay, malas pulgas… —se cuelga de mi brazo y los ojos le brillan de
diversión—. Qué fácil es tomarte el pelo.
—No ha tenido gracia. Pensé que iba a tener que llamar a los bobbies
para rescatarte.
—¿Qué son los bobbies?
—Es como aquí conocemos a los policías —ante su mirada curiosa,
añado—: Cuando se creó el cuerpo de policía el ministro de interior era Sir
Robert Peel. Los ciudadanos lo conocían popularmente como Bob, de ahí
que al cuerpo de policía lo bautizaran como Bobbies, una denominación que
se ha mantenido hasta hoy.
—Eres una enciclopedia parlante, malas pulgas.
Antes de que pueda protestar, Lola me calla con un beso que me sabe a
gloria.
36. Mis suegros
Lola

Estoy angustiada cuando un mayordomo abre la puerta de la


impresionante mansión de estilo victoriano en la que viven los padres de
Diego. Unos padres normales abrirían la puerta y correrían a abrazar a su
hijo al que han echado mucho de menos. Pero comprendo que no son unos
padres corrientes cuando el mayordomo nos conduce por un pasillo
enmoquetado y repleto de antigüedades. Me da miedo rozar cualquier cosa
sin querer porque todo debe costar una fortuna. El mayordomo y Diego
cruzan algunas palabras en inglés y me percato de que Diego pone mala
cara. Cuando llegamos a una enorme habitación en cuyo centro hay una
cama con dintel, el mayordomo se despide haciendo una reverencia y me
quedo a cuadros.
—¿Y tus padres?
—Mi madre está tomando el brunch con sus amigas del club social, y
mi padre ha salido a dar un paseo. Ni siquiera sé de qué me sorprendo.
Dicen que no esperan para la cena, que se servirá a las siete y media en el
comedor.
Qué barbaridad. Menuda frialdad teniendo en cuenta que son familia…
—No pasa nada —le doy un apretón en el brazo para restarle
importancia—. Ya tendrás tiempo de estar con ellos.
—Podrían haberse tomado la molestia de recibirnos. No sé de qué me
sorprendo. Ni siquiera iban a recogerme al aeropuerto cuando venía del
internado. Ya soy mayorcito. Antes era un crío y estas cosas me dolían, pero
ahora…
Apoyo la cabeza en su pecho sin saber qué más hacer. Me mintió
cuando habló de su infancia en el internado. Por supuesto que se sintió muy
solo. Pero con el paso del tiempo, Diego se ha ido creando una coraza para
hacerse el duro.
—Estoy bien.
—Vale —respondo, y me aparto para concederle su espacio—. ¿Esta es
nuestra habitación?
—La tuya —Diego pone mala cara—. Mis padres nos han dado dos
habitaciones separadas porque no estamos casados. Otra tontería más de las
suyas. Ya le he dicho a Stuart que me instalaré aquí contigo.
—Diego, es su casa. Ya sé que es absurdo, pero quizá deberíamos acatar
sus normas por eso de ser educados.
Diego suspira.
—Quiero dormir contigo.
—Y yo —le doy un beso que consigue relajarlo—. Pero podremos
soportarlo por una noche. Quiero caerles bien.
—No merece la pena, Lola. Ya has visto como son y ni siquiera los has
conocido.
—Tú déjamelos a mí —le guiño un ojo—. ¿Conoces a alguien que
pueda resistirse a mi encanto?
***
Vale, son unos auténticos estirados. Es lo primero que pienso cuando
bajamos a cenar y el padre de Diego le dedica una mirada desaprobadora. A
mí me ignora. Su madre está detrás de él en un discreto segundo plano. Su
padre le echa algo en cara y Diego le responde con tono irritado. No
comprendo nada de lo que dicen porque están hablando en inglés.
—Te agradecería que mantuviésemos esta conversación en español para
que Lola pudiera seguirla.
Entonces, su padre sí que me mira. Es un hombre enjuto y de pelo
canoso con gesto desabrido. Su madre parece más accesible y me recuerda a
Diego por sus ojos azules. Le tiendo una mano para romper el hielo.
—Encantada de conocerla.
—Igualmente, Lola.
—Señor Beltrán.
El padre de Diego me concede un apretón que dura dos segundos.
—Le estaba diciendo a mi hijo que es descortés llegar tarde a la cena.
En Reino Unido apreciamos la puntualidad.
—También ha sido descortés no estar en casa para recibir a vuestro hijo.
—Para eso ya tenías a Stuart. No sé de qué te quejas. Hemos sido tan
hospitalarios que le hemos ofrecido a Lola la mejor habitación de la casa —
dice, y no sé ni dónde meterme—. Diego, ¿no saludas a Katie?
Me quedo helada cuando la nombro, y a Diego le sucede lo mismo.
Katie es una mujer menuda y elegante que hasta este momento estaba en
una esquina de la sala. Lleva un bonito corte de pelo por encima de la oreja.
Es atractiva y sofisticada. Diego se queda tan sorprendido como yo y es
evidente que no se esperaba encontrarse a su exmujer en la cena familiar.
—Hola, Diego —ella se acerca y le da un beso en la mejilla. Luego se
vuelve hacia mí con una sonrisa de circunstancia—. Hola, Lola.
—Hola —es todo lo que puedo decir.
No entiendo nada, ¿qué hace Katie aquí? Se supone que su boda es
pasado mañana y que hoy cenaríamos con los padres de Diego. La madre de
Diego percibe nuestro malestar e intenta mediar.
—Hemos invitado a Katie porque llevabais mucho tiempo sin veros y
pensamos que sería bonito propiciar un reencuentro.
—¿En serio? —Diego la mira atónito—. ¿Propiciar un reencuentro el
día que pensaba presentaros a mi novia?
—Tu pareja —lo corrige su padre con desdén—. Novia es un término
de lo más vulgar.
—Papá, no empieces. Lola, será mejor que nos vayamos. Venir ha sido
un error. Lo sabía.
—Será mejor que me vaya… —musita Katie.
—Diego —le toco el brazo y añado en voz baja—. Vamos a cenar, por
favor. No me importa que ella esté aquí.
Sí que me importa, pero se lo digo porque quiero tener la fiesta en paz.
Es la primera vez que veo a mis suegros y haré todo lo posible para que nos
llevemos bien. Diego se sienta a mi lado, sus padres en cada extremo de la
mesa y Katie en frente de mí. La pobre parece tan incómoda como yo.
¿Dónde estará su prometido?
—¿Cómo os conocisteis? —pregunta su madre para romper el hielo.
Diego y yo nos miramos sin saber qué decir. No creo que sea buena idea
contarles que coincidimos en una residencia por culpa de un problemilla
con la justicia. Estoy a punto de inventarme una historia cuando Diego dice:
—Me condenaron a trabajos al servicio de la comunidad porque le tiré
un libro a la cabeza a uno de mis lectores. Treinta días trabajando en una
residencia de la tercera edad.
—¡Diego! —exclama horrorizada su madre.
Katie se atraganta con la copa de vino.
—¿Qué has dicho? —pregunta furioso su padre.
—Os estaba explicando como nos conocimos mi encantadora novia y
yo —Diego repite la palabra novia con orgullo y yo me quedo a cuadros.
No sé si aplaudirle o reírme como una histérica porque le trae sin cuidado
disgustar a sus padres—. Como os iba diciendo…
—¿Tú también eres una delincuente? —me espeta su padre.
Estoy a punto de defenderme, pero Diego me lo impide.
—Cuidado con levantarle la voz a Lola. Es mi novia y vas a respetarla
—le advierte con tono categórico—. Ella no es ninguna delincuente. Es la
mujer más encantadora y de buen corazón que he conocido en mi vida. En
la residencia todos la adoraban.
—Podrías haberme pedido que te enviara a un abogado del bufete.
Habría hecho mejor trabajo que el papanatas al que contrataste. Trabajos al
servicio de la comunidad… lo que hay que oír —dice su padre con
desprecio.
—No me avergüenzo en absoluto. A veces hay que dejar a un lado las
apariencias y ser uno mismo. Soy un hombre mejor después de respetar mi
condena. De lo único que me arrepiento es de haber intentado escaquearme.
En eso me parecí a ti y no sabes lo avergonzado que estoy.
—Tú no tienes nada de mí. Si te parecieras a mí, serias abogado y
estarías casado con Katie —le ladra su padre.
—Katie se va a casar con alguien que seguro que la hará más feliz de lo
que yo la hice en su día —Diego la mira con naturalidad—. Por cierto,
gracias por pedirme el divorcio.
—Pues verás… en realidad yo…
—¿Tú le has metido todos esos pajaritos en la cabeza? —me pregunta
su padre.
No sé ni dónde meterme. Estoy a punto de responder, pero la madre de
Diego se me adelanta.
—Javier, por favor.
—No, quiero conocer a la pareja de nuestro hijo. O su novia. Lo que
sea.
—Yo no le he metido ningún pajarito en la cabeza a su hijo. Es un
hombre con ideas propias —le digo, y no sé cómo logro encontrar mi voz.
—¿Qué le has visto? —le suelta su padre, sin importarle que yo esté
delante—. ¿Te has encaprichado de ella porque es guapa y joven?
—Se acabó —Diego tira la servilleta encima de la mesa.
—¿En qué universidad has estudiado, Lola? —insiste su padre.
—Lola, no contestes —me pide Diego, y acto seguido se levanta de la
silla—. Nos vamos. No voy a tolerar más faltas de respeto.
—De acuerdo —respondo sin alterarme, y luego le cojo la mano—.
Pero antes de irme, me gustaría explicarles a tus padres quién soy. No,
Señor Beltrán. No he estudiado en ninguna universidad. A los dieciocho
años empecé a trabajar y no sé hacer otra cosa. Conocí a su hijo porque
también estaba haciendo trabajos al servicio de la comunidad en la
residencia. Me condenaron por robar comida para dar de comer a mi
familia. No soy una persona culta ni vengo de una gran familia. El único
idioma que hablo es el español y la primera vez que fui a la ópera fue
porque su hijo me invitó. Hasta entonces pensaba que Verdi era verde en
italiano. No tengo ni idea de lo que habrá visto su hijo en mí, pero desde
que está conmigo sonríe más y sé de sobra que es mucho más feliz.
Todos en la mesa me miran boquiabiertos. Ya está hecho. Acabo de
quedar como una paleta y no puedo hacer nada para remediarlo. Pero esta
soy yo. No voy a fingir ser otra persona para agradarlos.
Diego me da la mano y me mira orgulloso. No hay ni un ápice de
vergüenza en su cara. Luego me da un beso delante de todos para
demostrarles lo que significo para él y me estremezco de placer.
—Vámonos, Lola —me pasa un brazo por encima de los hombros y me
atrae hacia él. Luego me susurra al oído—: Eres increíble. Jodidamente
increíble.
37. La verdad
Diego

Jamás me he sentido mejor en toda mi vida. Por eso necesito largarme


de esta casa y confesarle a Lola toda la verdad. No quiero perderla. No
después de que haya alzado la voz delante de mis padres sin importarle lo
que ellos pudieran pensar al respecto. Lola es maravillosa. Es la mujer más
valiente que me he echado a la cara. Quiero sentarme con ella y hablar con
tranquilidad del libro y mis sentimientos. Lola se merece la verdad y no sé
cómo va a reaccionar. Primero le contaré que la utilicé para escribir el libro.
Luego le explicaré que estoy enamorado de ella. Joder, hasta las trancas.
Jamás había sentido algo así.
Lola está haciendo la maleta en su habitación y yo estoy metiendo la
ropa sin preocuparme por las futuras arrugas. Alguien llama a la puerta y
supongo que es ella.
—Pasa, Lola. Tardo un minuto.
—No soy Lola.
Katie asoma la cabeza por la puerta. La miro extrañado.
—Eh… Katie. Si vienes a echarme la charla…
—No es eso —ella entra en la habitación. Parece incómoda—. Lo de
antes ha sido surrealista. No eres el hombre con el que estuve casada.
—Tienes razón —me encojo de hombros—. He cambiado. O en
realidad siempre he sido así y estoy empezando a conocerme.
—No hay ninguna boda.
—¿Qué?
—Mi padre y el tuyo se pusieron de acuerdo para hacerte venir. Me
dijeron que si creías que iba a casarme con otro, regresarías con el rabo
entre las piernas para pedirme una segunda oportunidad. Yo les dije que no
lo veía del todo claro, pero ya sabes cómo son. Me liaron para venir a esta
cena. Tu padre dijo que estaba convencido de que lo de tu novia era una
mentira para hacerte el digno. Pero os he visto y… —Katie suspira y me
acaricia la mejilla con ternura—. Nunca fuiste así conmigo. ¿Por qué no
eras así conmigo?
—No lo sé, Katie —le cojo la mano y la aparto con delicadeza—. No lo
sé.
—Yo sí lo sé. Estás loco por ella.
—Sí —admito sin un hálito de dudas—. Ni siquiera sé cómo sucedió.
Todo empezó porque hace cuatro años perdí la inspiración.
Escucho un ruido detrás de la puerta y me vuelvo para mirar. No hay
nadie. Solo ha sido un golpe de aire.
—¿Perdiste la inspiración?
—Hace cuatro años. No era capaz de escribir ni una frase. Estaba
muerto en vida. Pero entonces conocí a Lola y mi mundo se tambaleó. Ella
fue la inspiración perfecta para el personaje de mi próximo libro. Cuanto
más tiempo pasaba con ella, más era capaz de escribir. Elías, mi agente,
dice que el libro va a ser un bombazo porque nunca ha leído nada
semejante. La protagonista está basada en Lola. No habría terminado el
libro de no ser por ella. Al principio me acerqué a ella por interés para
coger ideas para el libro y…
—¿Qué?
El alma se me cae a los pies cuando la puerta se abre de par en par. Allí,
con los ojos empañados de lágrimas, está Lola. Y me mira como si fuera el
peor hombre del mundo.
38. Me has utilizado

Lola

—¿Qué? —es lo único que puedo decir.


He ido a buscar a Diego para decirle que acabo de hacer la maleta. Lo
último que esperaba encontrar era a él contándole a Katie que me ha
utilizado para escribir su puñetero libro. ¿De eso iba todo esto? Primero se
aprovecha de mí y luego corre a los brazos de su exmujer para
reconquistarla.
—Lola, no sé qué es lo que habrás oído, pero…
—Me has utilizado para escribir tu libro. Dices que va a ser un
bombazo. Ojalá lo sea y te haya servido de gran ayuda. ¡Eres peor que tu
padre! De tal palo, tal astilla.
Echo a correr por el pasillo mientras arrastro la maleta. Me cuesta ver a
través de las lágrimas y me tropiezo con un jarrón que se hace añicos contra
el suelo. A la porra Diego y los carísimas antigüedades de su familia. Diego
me sigue mientras me suplica que lo escuche. Pero ya he escuchado todo lo
necesario y ni quiero ni puedo mirarlo a la cara. Me siento engañada y
dolida. No me puedo creer que me haya enamorado de un ser tan
despreciable. Es peor que si me hubiera utilizado para acostarse conmigo.
Porque Diego ha cogido mi corazón, le ha hecho ilusiones y luego lo ha
tirado al suelo y le ha escupido encima.
—¡Lola!
Me atrapa del brazo cuando estoy a punto de salir por la puerta.
—¡Suéltame, Diego!
—Te lo puedo explicar…
Me vuelvo hacia él hecha una completa furia.
—¿Qué me vas a explicar? ¿Que un día se te acabó la inspiración y te
encontraste con la presa perfecta? Ya sé que soy tonta, patética y un
personaje perfecto para una novela de humor. Seguro que te lo has pasado
en grande a mi costa. Me habrás pintado como una imbécil de la que los
lectores se reirán. Un personaje histriónico y barriobajero. ¿En tu libro
también robo en los supermercados y soy una inculta?
—No, ¿qué dices? Lola… yo no te veo así.
—Si no me ves así, ¿por qué no me lo contaste? —le echo en cara, y él
guarda silencio—. ¡Ni siquiera me dejaste leer tu libro! ¡Ahora lo entiendo
todo!
—Porque sabía que te enfadarías y estaba buscando el momento de
hablar contigo.
—¿El momento? —repito indignada—. Durante más de un mes hemos
tenido millones de momentos. Si no has encontrado el momento es porque
no lo estabas buscando. Eres un cobarde y un miserable. Ni siquiera me
pediste permiso. Todo este tiempo me has estado utilizando.
Diego sostiene mi rostro con las manos para obligarme a mirarlo a los
ojos y me revuelvo con rabia hasta que me tiene que soltar. No voy a
permitir que vuelva a tocarme. Jamás volverá a hacerme el amor o a darme
un beso. Aunque me duela en el alma.
—Lola, ni por asomo te he pintado en el libro como alguien estúpido.
Eres increíble. Lo comprenderás cuando lo leas. Te he descrito tal y como
yo te veo.
—Mentiroso.
Lo empujo y comienzo a bajar las escaleras del porche. Intento buscar
un taxi y no encuentro ninguno. Diego me coge de la mano y le doy un
empujón para que me suelte. Forcejeamos durante un buen rato hasta que él
se da por vencido.
—Lola, por favor, tienes que escucharme. Eres lo mejor que me ha
pasado en la vida.
—¡Y tanto que lo soy! —exclamo, y las lágrimas vuelven a brotar de
mis ojos—. ¡Gracias a mí vas a vender muchos libros! ¿Qué ha dicho tu
editor? ¿Qué va a ser todo un éxito?
—Puede que al principio sí que me acercara a ti para escribir el libro,
pero después…
—Katie sigue enamorada de ti. Lo he visto en sus ojos. Enhorabuena,
Diego. Ya tienes el libro y a tu ex. Que los disfrutes.
Salgo disparada hacia un taxi que cruza la calle. Diego va detrás de mí y
le lanzo tal mirada llameante que se detiene ipso facto.
—No te quiero volver a ver en la vida.
—Lola, te estás equivocando conmigo. Sé que la he cagado, pero
podemos hablar como dos personas civilizadas. No cojas ese coche y
permíteme que me explique.
—Tienes razón —abro la puerta del coche y Diego me mira
esperanzado. Pero en mis ojos solo hay un profundo vacío—. Me equivoqué
contigo una vez, pero no soy la clase de persona que tropieza dos veces con
el mismo tío. Hasta nunca, Diego.
Cierro la puerta del coche y le grito al taxista que acelere cuando Diego
intenta abrir la puerta. No sé si el pobre hombre me entiende, pero se asusta
cuando Diego comienza a aporrear la puerta y el taxi se aleja derrapando.
Cierro los ojos y le pido con voz llorosa que quiero ir al aeropuerto.
Tampoco sé si me comprende. Lo único que sé es que Diego acaba de
romperme el corazón en mil pedazos. Le escribo un mensaje a Lina.

Yo: tenías razón. Diego es el peor mentiroso que me he echado a la


cara.
39. ¿Quieres un consejo de madre?
Diego

Mierda.
Joder.
No me puedo creer que tenga tan mala suerte. Lola ha escuchado a
medias la conversación que tuve con Katie y habrá sacado sus propias
conclusiones. Maldita sea, piensa que la he pintado en el libro como un
personaje patético y del que burlarme. Nada más lejos de la realidad. Si ella
supiera cómo la veo…
Estoy haciendo la maleta a toda prisa porque necesito aclarar las cosas
con Lola. Tengo que confesarle lo que siento y explicarle que no pretendía
utilizarla. Bueno, al principio sí. Pero nuestra relación se convirtió en algo
real y que me pilló desprevenido. Tiene razón: soy un cobarde. Debería
haberle contado la verdad desde un principio. Alguien llama a la puerta de
la habitación.
—¡No estoy para nadie!
—Soy yo —mi madre entra en la habitación y me observa con los labios
apretados—. Diego…
—Te puedes ahorrar lo que sea que vayas a decirme. Me largo.
Cierro la maleta y la cojo a pulso. Mi madre se planta delante de la
puerta y yo le dedico una mirada crispada. Pero es mi madre. Con ella no
cuela.
—Te largas a buscar a Lola.
—Sí. Ni se te ocurra detenerme.
—¿Por qué iba a hacerlo? —pregunta con suavidad—. Estás enamorado
de ella. Lo he visto en tus ojos.
—Sí.
—¿Quieres un consejo de madre? —al ver mi expresión vacilante,
añade con un gesto cómplice y hasta entonces desconocido para mí—: Sé
que no soy la clase de madre cariñosa y abnegada que todo hijo necesita.
Pero todos hemos oído la bronca que has tenido con tu novia. Parece una
buena chica y está dolida. Yo le concedería su espacio antes de abordar una
reconciliación. Las discusiones en caliente sacan lo peor de uno mismo y
ella no quiere escucharte. Podrías empeorar la situación.
—Mamá, si es una artimaña para que deje escapar a Lola…
—Me gusta esa chica —dice, y tengo la impresión de que está siendo
sincera—. Es una persona muy transparente y se nota que te quiere. A estas
alturas solo quiero que seas feliz, Diego.
—¿Por eso me engañasteis para que acudiera a la supuesta boda de
Katie?
Ella suspira avergonzada.
—Ya sabes cómo es tu padre. Le dije que no funcionaría y él insistió.
No culpes a Katie. Ella también está demasiado influenciada por su padre
como para pensar por sí misma. No me imaginé que lo tuyo con tu
misteriosa novia fuera tan en serio. Como no me hablaste de ella…
—Porque sabía que pondrías el grito en el cielo.
—Diego, sé que no somos unos padres al uso. Tu padre está lejos de ser
perfecto. Cuando nos casamos ni siquiera fue por amor. No quiero lo mismo
para mi hijo. Si de verdad estás enamorado de Lola, haz todo lo posible por
reconquistarla. Eres escritor. Te sobra el talento y la imaginación para idear
una estrategia —me quedo sin palabras porque es la primera vez que mi
madre alaba mi trabajo—. Y cuando hagáis las paces, regresa a Londres y
preséntanosla como es debido. Os recibiremos en la puerta de casa y os
permitiremos dormir en la misma habitación. No te preocupes por tu padre,
yo me ocupo de él.
—¿Y si no logro que me perdone?
—Te dio igual contradecir a tu padre y convertirte en profesor de
literatura. Luchaste por tu sueño y publicaste tu primer libro antes de
cumplir los treinta. ¿Qué te hace pensar que no puedes lograr que el amor
de tu vida te perdone?
Me quedo de piedra cuando mi madre se acerca con gesto dubitativo y
abre los brazos para recibirme. Suelto la maleta. ¿Debería acercarme? Esto
es nuevo para ambos. Con cierto pudor, corto la distancia que nos separa y
nos fundimos en un abrazo desconcertante y sincero.
***
Un poco más tarde, estoy fumando en el balcón de la habitación cuando
mi padre se coloca a mi lado. A la mierda lo de dejar el tabaco. Él me mira
sin decir nada. Expulso una bocanada de humo. Tengo la impresión de que
mi madre ha hablado con él y por fin, después de tantos años, ha logrado
imponerse. De lo contrario no me explico esa expresión conciliadora que
trae.
—Estás enamorado.
—Eso parece.
—Me alegro por ti.
—Ya sé que no soy el hombre que esperabas. Me gustaría decir que lo
siento, pero no es así. Me encanta mi trabajo y me he enamorado de una
mujer increíble. Jamás volveré con Katie. Métetelo en la cabeza.
—En algo te pareces a mí.
Lo miro extrañado. No es verdad.
—Tienes agallas y eres de ideas fijas. Cuando me contradices, en el
fondo me siento ligeramente orgulloso.
—¿Qué tú te sientes orgulloso de mí? Permíteme que lo dude.
—Piensa lo que quieras —responde de mala gana—. Ya lo he dicho. No
soy como tu madre. No esperes un abrazo de mí.
—Desde luego que no.
Su incomodidad es palpable. Le está costando mantener esta
conversación conmigo. Supongo que después de esta vendrán otras. Nuestra
relación no se arregla en un día. Mi padre se saca algo del bolsillo interior
de la chaqueta. Es un estuche de terciopelo negro.
—Cógelo.
—No quiero un puro.
—No es un puro.
Abro el estuche y me encuentro con una gargantilla de diamantes que
resplandece bajo la oscuridad de la noche.
—Pídele disculpas a tu novia con esto. Lo acabo de comprar en Tiffany.
Me ha costado una fortuna. A las mujeres les encantan las joyas.
Mi padre me mira indignado cuando suelto una carcajada. Cómo se nota
que no conoce a Lola.
—Tú no la conoces. El perdón de Lola no puedo comprarlo con una
joya.
—No es una joya cualquiera. Es una gargantilla de diamantes en oro
blanco, amarillo y rosa de dieciocho kilates.
—Me la tirará a la cara y luego me gritará que ella no es materialista.
Gracias, pero esto tengo que hacerlo yo solo. Mamá tiene razón. Soy
escritor. Ya se me ocurrirá algo…
40. Harta de sus mensajitos
Lola

Estoy cansada de las llamadas y los WhatsApp de Diego. No he


respondido sus llamadas y lo he bloqueado de WhatsApp. Sus últimos
mensajes me dejaron con la duda y por poco le cogí el teléfono. Pero no
quiero ser débil. No quiero ser la chica patética de la que todas sus amigas
se compadecen porque han vuelto a romperle el corazón. En realidad, esta
es peor que las otras veces. Porque me he enamorado de Diego hasta las
trancas y él ha cogido mi corazón, lo ha tirado contra el suelo y lo ha pisado
con la suela de su mocasín como si fuera un cigarro que acaba de fumarse y
ya no le sirve.
Soy un personaje de su libro. Seguro que una tonta con la que los
lectores van a disfrutar de lo lindo. Dice que su libro va a ser un bombazo,
¿y sabes qué? Ojalá no se equivoque. Espero que le haya merecido la pena
utilizarme de esa manera, porque yo no se lo voy a perdonar.
Nuestro último intercambio de mensajes acabó con un bloqueo por mi
parte. Todavía sigo escocida por la conversación.

Diego: Lola, por favor. Estoy desesperado. Llevo una semana


intentando hablar contigo. Hasta me he plantado delante de tu portal y tu
madre me ha pedido que me fuera porque tú no quieres ni verme. Por
cierto, dile de mi parte que los buñuelos de chocolate que me bajó estaban
riquísimos. Ya no sé qué hacer para que me escuches. Solo necesito hablar
contigo cara a cara.
Yo: ¡¡¡qué me dejes en paz!!! ¿Cómo te lo tengo que decir? Por eso
estabas tan raro durante los últimos días. Sabías que se acercaba el plazo
de la publicación de tu libro y te viste con el agua al cuello…
Diego: en realidad estaba raro porque te vi con Carlos. Otra mentira
que añadir a mi lista: estaba en el coche cuando te dije que no podía ir a
cenar. Te vi riéndote con él y me formé una película absurda en la cabeza.
Luego os vi subir hacia su casa y me entraron unos celos horrorosos. Por
eso te estuve evitando. Me costó hacerme a la idea de que entre vosotros no
había sucedido nada.
Yo: ¡y tanto que no sucedió nada! Me estaba riendo porque él me contó
un chiste malísimo sobre un chimpancé. Ya sabes que soy de risa fácil. Si
subí a su casa fue para recoger la cartera porque se me había olvidado.
¿En serio, Diego? Yo no soy como tú. Yo no juego con los sentimientos de
los demás. Yo voy de cara.
Yo: ¡Falso!
Yo: ojalá te atragantes con los buñuelos.
Diego: ya me los he comido todos…
Yo: ¡pues espero que tengas diarrea explosiva!
Acto seguido lo bloqueé. Y encima mi madre le prepara buñuelos
porque se compadece de él, ¡lo que faltaba! ¿Te lo puedes creer? Resulta
que todos se han puesto de su parte. Mis amigas me dicen que debería
escucharlo y mi madre me ruega que le conceda una segunda oportunidad.
¿Para que vuelva a romperme el corazón? ¡Paso! Todo es por culpa de las
flores. Las puñeteras flores. Diego me envía ramos de flores todos los días.
¡Mi casa parece una floristería! Ramos de flores con tarjetas que rompo
antes de leer. Mi madre se niega a tirarlas porque dice que son preciosas. Y
las chicas… pensé que estarían de mi lado, pero se niegan a formular un
veredicto hasta que yo escuche la versión de Diego. Estoy que me subo por
las paredes.
—Lola, ¿puedo pasar? —mi madre llama a la puerta.
Escondo la cabeza en la almohada y me hago la dormida.
—Sé que estás despierta.
—Qué.
—Ha llegado un paquete para ti.
—Tíralo. Dáselo a la vecina. Por lo visto le han encantado las
margaritas. Haz lo que quieras. No quiero verlo.
—Nuestro salón estaba tan lleno de flores que ya no me quedaban
jarrones donde ponerlas en agua —se disculpa avergonzada por regalar las
flores a las vecinas. Por mí como si las quema. Me trae sin cuidado—. Esta
vez no son flores.
—Me da igual. Lo que sea. Tíralo.
—Es un libro.
Levanto la cabeza de la almohada. Mi madre sostiene un puñado de
folios encuadernados. El título es: El primer caso de la investigadora Lola
Gutiérrez, por Diego Beltrán.
—¡Espera, que ahora quiere que sea su lectora cero! —exclamo
alucinada—. Lola Gutiérrez. Qué original. No le ha cambiado ni el nombre.
Pensará que con el apellido basta.
—A mí me encantaría que alguien escribiese un personaje sobre mí.
Debe de encontrarte muy interesante.
—Ridícula —la corrijo—. Por eso me llevaba a la ópera y a restaurantes
caros. Para reírse de mí y ponerme en situaciones en las que no me había
visto nunca. Quería experimentar conmigo como si fuera su rata de
laboratorio.
—¿Y no cabe la posibilidad de que disfrutara de tu compañía?
—No.
—Cuando me lo presentaste, tuve la impresión de que bebía los vientos
por ti.
—Tú eres mi madre. Qué vas a decir.
—Lola, léete el libro… —me pide, y acto seguido me enseña el post it
escrito con la pulcra caligrafía de Diego.
Por favor, léelo. No lo publicaré si mis palabras te resultan ofensivas o
una burla hacia tu persona. Si lo lees, te darás cuenta de que no te he
descrito como tú temes. Le he pedido a mi editor que retrase la publicación.
Si no me das el visto bueno, el libro no verá la luz.
Diego.
—No me lo voy a leer.
—¡Qué cabezota eres!
Mi madre deja el libro sobre la mesita de noche y me lanza una mirada
suplicante. En cuanto me deja a solas, le envío un mensaje a Lina para
desquitarme. Es la única que me queda. Las demás me han fallado.

Yo: Diego ha tenido la poca vergüenza de enviarme el manuscrito de su


libro. Y mira la nota que me ha escrito.

Le adjunto una fotografía con la nota de Diego.

Lina: ¿me lo puedo leer? Te prometo que seré imparcial. Si hay una
persona con el corazón de piedra, esa soy yo.
Yo: vale.

Ja, te vas a cagar, Diego. Lina te pegará con el libro en la cabeza


después de leerlo.
41. Desesperado
Diego

—¿Te has vuelto loco? —Elías está gritando al otro lado del teléfono.
—Elías, no insistas —respondo cansado.
—¡Vas a tirar tu carrera por la borda por culpa de una mujer!
—Me parece lo más justo. No habría escrito el libro de no ser por ella.
Si Lola no me da su beneplácito, el libro no ve la luz. Se lo debo.
—Diego… ¿y si no se lo lee? Por lo que me cuentas, está furiosa
contigo y no responde a tus llamadas y a tus mensajes. Lo tienes crudo. Los
de la editorial están que trinan y amenazan con emprender acciones legales.
Estás con el agua al cuello.
—Me da igual.
Lo tengo tan claro que no hay quien me saque de mis trece. No voy a
publicar el libro sin la aprobación de Lola. Estoy desesperado. Le he dado
vueltas a la cabeza y es la única idea que se me ha ocurrido.
—Estás enamorado de ella, ¿no? —se teme Elías.
—Sí.
—A buenas horas te das cuenta.
—Qué se le va a hacer. Soy lento.
—Y tanto. Si se lee el libro, te va a perdonar. Todos se enamorarán de la
investigadora Lola Gutiérrez después de leerlo. La describes como una
mujer fascinante.
—Porque lo es.
—Intentaré aplacar a los de la editorial mientras tanto. No te prometo
nada.
—Gracias, Elías. Eres un buen amigo.
—¿Me acabas de llamar amigo? Por poco me caigo de espaldas. ¿Quién
eres y que has hecho con Diego Beltrán?
Tengo ganas de reírme, pero no me salen. Porque en el fondo estoy
muerto de miedo. Ni siquiera me importa que el libro vea la luz. Lo único
que deseo es que Lola me perdone. Que vuelva a mirarme a los ojos y me
alegre la vida con una de sus sonrisas. Porque sé que está enamorada de mí.
Por eso está tan dolida. Ojalá mi miedo no me hubiera impedido verlo.
Ojalá no sea demasiado tarde para recuperarla.
42. ¡Qué te leas el libro!
Lola

Estoy tumbada bocarriba en la cama mientras en el altavoz del teléfono


suena la última canción de Pablo Alborán. De repente, la puerta de mi
habitación se abre de par en par y Lina entra como un huracán. Tiene el
rostro encendido y los ojos vidriosos. No la reconozco.
—Tú… léete… el… puto… libro…
Arroja el manuscrito sobre el colchón y me quedo a cuadros. Pero ¿qué
mosca le ha picado? ¿Quién es esta mujer llorosa y que ha hecho con la
mujer implacable que tengo por amiga?
—Pero…
—¡Qué te leas el libro! —me zarandea, y luego me mira haciendo un
puchero—. Ese hombre te quiere con toda su alma. Lola, lo entenderás
cuando leas el libro. La investigadora Lola Gutiérrez eres tú. Tiene buen
corazón, es risueña, se mete en líos y desprende una frescura contagiosa.
¡Eres tú! Y esa historia de amor…
—¿Hay una historia de amor? —pregunto con los ojos abiertos de par
en par.
No lo entiendo. Diego escribe novelas de suspense. A estas alturas ya
me he ventilado toda la serie del inspector Lezcano y el amor brillaba por
su ausencia.
—Desde luego que la hay, y te vas a sentir muy identificada. Mira…
pensé que ese idiota te había puesto por los suelos y me prometí que le iba a
arrear con el libro en la cabeza. Pero si alguien escribiera algo semejante
sobre mí, me arrojaría a sus brazos sin dudarlo. Es la mayor declaración de
amor que le puedes hacer a una persona. Léetelo. Por favor.
—Vale, vale —me rindo, porque Lina es la última persona de la que me
esperaba semejante cambio de actitud—. Me voy a leer el libro. Seguro que
no será para tanto…
***
Dos días después…

—¡Es aquí! —le grito al taxista.


El hombre suelta un silbido.
—Menudo casoplón.
—¿A qué sí? Es de mi novio —le pago la carrera y añado con inquietud
—: Bueno, en realidad hemos roto. Espero que me disculpe por haberme
enfadado con él. Llevamos un par de semanas sin hablarnos.
—Cómo sois las mujeres, ¡la mía me manda al sofá cada vez que se
enfada!
—Uy, algo habrás hecho.
—Suerte, chiquilla.
—¡Gracias!
Salgo del taxi y camino con decisión hacia la casa de Diego. El corazón
me golpea con fuerza en el pecho. Bum. Bum. Bum. Estoy nerviosa. Me
muero de ganas de verlo. No me lo puedo creer. Llevo días sin verlo y ahora
necesito tenerlo delante de mí con una urgencia que me carcome por dentro.
He terminado el libro hace veinte minutos y lo primero que hice fue bajar
las escaleras a trompicones. Lo segundo fue parar el primer taxi que vi por
la calle.
Es un libro precioso. No me puedo creer que Diego me describa de una
forma tan maravillosa. Es como si fuera lo mejor que le ha pasado en la
vida. Y esa historia de amor… la historia a fuego lento que se cuece entre
La investigadora Lola Gutiérrez (yo) y el solitario inspector de policía
(Diego) que en un principio no parece soportarla pero que se ha enamorado
secretamente de ella y no se atreve a confesarle sus sentimientos porque
cree que ella está enamorada de otro… ay… ¡somos nosotros! Cuando leí la
última frase por poco me morí del gusto. Lo juro.
Respiro profundamente antes de pulsar el timbre de su casa. Me
impaciento cuando nadie abre. Vuelvo a llamar. Tres minutos después,
mantengo el pulgar pulsado sobre el timbre hasta que escucho unos pasos
que se acercan. Diego abre la puerta y comienza a protestar. Está hecho un
asco. En pijama y sin afeitar. Por poco me caigo de espaldas porque no es el
hombre elegante y preocupado de su aspecto al que me tiene acostumbrada.
—¡Me vas a quemar el timbre! ¡No quiero nada! Ni un aspirador, ni un
estudio energético para las placas solares que ya tengo, ni…
—¿Ni verme?
Diego levanta muy despacio la cabeza. Desde mis pies hasta mi cabeza.
Me estremezco cuando nuestros ojos se encuentran. En sus ojos brilla el
desconcierto durante unos segundos. Luego, la cautela. Por último, un leve
destello de esperanza.
—Lola…
—Investigadora Lola Gutiérrez a su servicio, ¿qué se le ofrece? —trato
de bromear.
—Te has leído el libro.
—Sí.
Diego me mira aterrado. Me muerdo el labio y él clava una mirada
hambrienta en mi boca. Uf, cuánto lo he echado de menos. Todo mi cuerpo
está ardiendo y ni siquiera me ha tocado.
—¿Qué te ha parecido? —pregunta al fin.
—Creo… bueno, no creo, pienso…
—¡Lola, habla ya!
—Paciencia, malas pulgas.
—Llevo dos semanas teniendo paciencia y estoy que me subo por las
paredes. ¿Sabes lo que es pedirle paciencia a un hombre que nació sin ella?
No me reconozco. No como. No duermo. Ni siquiera me apetece vestirme.
Incluso Audrey me tiene miedo.
—A ver… es que estás hecho un adefesio.
—¡Muchas gracias!
—Ay, Diego… —coloco mis brazos alrededor de su nuca y lo atraigo
hacia mí—. ¿Cómo has podido escribir un libro tan bonito?
—Te ha gustado… —el alivio en su voz y en su rostro es palpable—.
Dios, te ha gustado…
—Muchísimo —rozo su boca y los dos nos estremecemos de placer—.
Es la historia más preciosa que he leído en mi vida. ¿Sabes por qué?
Él sacude la cabeza.
—Porque es nuestra historia.
—Pensé que la estaba escribiendo sobre ti, pero luego me di cuenta de
que la estaba escribiendo para ti. Debería haber sido sincero contigo desde
el principio. Lo siento, Lola. Estaba aterrado por mis propios sentimientos.
Lo último que esperaba era enamorarme de ti. Llegaste a mi vida sin previo
aviso y la pusiste patas arriba. Eres la chispa que me faltaba. Le has dado
color a una vida que era gris antes de que tú llegaras. No me importa si no
publico el libro. Lo único que quiero es tu perdón.
—Repítelo.
Diego frunce el ceño.
—Que no me importa si el libro no se publica porque…
—No, eso no. La parte en la que confiesas que estás perdidamente
enamorado de mí.
Diego me mira y afloja una sonrisa. Pone los ojos en blanco, echa la
cabeza hacia atrás y se ríe. Una carcajada amplia y auténtica. La primera de
muchas risas que viviremos juntos a partir de ahora.
—Eres imposible, Señorita Problemas —me atrapa por la cintura y pega
su cuerpo al mío más de lo que ya estamos—. Te quiero, Lola. Con toda mi
alma. El libro se me quedó corto para decirte lo que siento.
—Pues son más de cuatrocientas páginas…
—Te voy a estrangular —me advierte, pero se le escapa una sonrisa—.
Confiésalo, estás loca por mí. Me muero de ganas de oírtelo decir.
—Estoy absolutamente loca por ti, malas pulgas. Te…
Diego no me deja acabar y me besa. El te quiero es demasiado evidente
para pronunciarlo. Los dos lo sabemos cuando nos besamos. Lo que siento
va más allá de esas mariposas en el estómago de las que todo el mundo
habla. Estoy profundamente enamorada de este hombre. De este escritor de
ojos azules que es un caballero en toda regla. Diego me coge en brazos
como si no pesara nada y cierra la puerta. Hay una gargantilla de diamantes
tirada sobre la encimera de la cocina.
—¿Y eso? —pregunto alucinada.
—Un regalo de mi padre para ti —dice sin parar de besarme.
—Madredelamorhermoso…
Me olvido de la gargantilla en cuanto Diego vuelve a besarme y
acabamos tirados sobre el sofá. Nos quitamos la ropa y le lanzo una mirada
traviesa.
—¿Hay segunda parte de tu libro?
—Eso depende de ti…
Lo atraigo hacia mí y él me besa el cuello.
—Se me ocurren un par de ideas que puedes incluir…
Epílogo
Diego

Lola se mudó conmigo al cabo de un par de meses. A ninguno de los


dos nos apetecía estar separados. Ella no quería irse de su casa porque la
aterraba dejar sola a su madre, pero su madre insistió y le aseguró que debía
vivir su vida. Sobra decir que Lola tiene siempre encendido el móvil en
caso de emergencia médica. A veces mis pequeños cuñados se vienen a
dormir a casa y Lola los reprende cuando saltan en la cama. Yo soy el poli
bueno. Me adoran.
No he sido más feliz en toda mi vida. Incluso he comprado dos billetes
con destino a Londres para ir a visitar a mis padres. Nuestra relación ha
mejorado de manera considerable desde que Lola entró en mi vida.
Simplemente por eso, ella ya se ha ganado su beneplácito. Todavía nos
queda un largo camino por recorrer, pero por algo se empieza. Sé que con
Lola a mi lado será más fácil porque ella saca lo mejor de mí. Y respecto a
la gargantilla, ella se negó a aceptarla pese a los intentos frustrados de mi
padre. De nada sirvió que se pusiera hecho una furia. Lola le pidió que
donase la cuantía de la gargantilla a alguna asociación de enfermos de
fibromialgia y aquello pareció aplacarlo.
La vida nunca me ha parecido tan dulce. Encajamos de una forma
desconcertante y ella se ha amoldado perfectamente a mi rutina. No hay
nada más increíble que despertarme a su lado y que ella sea lo primero que
ven mis ojos.
Lola es independiente y testaruda. Ha empezado a trabajar por las
mañanas en la cafetería de su amiga Cristina porque el negocio le va
fenomenal y necesitaba contratar a alguien. ¿Y quién mejor que mi chica
para atender a los clientes con esa sonrisa tan contagiosa? La única que me
impone es Lina, una abogada que siempre me observa con recelo. Un día
me llevó aparte y me dijo que era un gran escritor, pero que como le hiciera
daño a su amiga me partía las piernas. Estaba hablando totalmente en serio.
No tiene de qué preocuparse porque nunca he estado tan seguro de algo.
Lola es la mujer de mi vida. No hay discusión al respecto.
Por supuesto, me arrastra hacia la residencia siempre que puede.
Aunque quien dice arrastrar… dice que yo la acompaño encantado porque
en el fondo echo de menos bailar un pasodoble de Manolo Escobar con
Carmela, fingir que soy Jorgito, el hijo de Lupe, o llevarle chicles de
nicotina a Pepe para que deje de fumar. Si yo lo he dejado, él también
puede.
Lola me aprieta la mano con fuerza cuando llegamos a la entrada de la
universidad de periodismo. La he convencido para que vuelva a estudiar
porque sé de sobra que tenía la espinita clavada. La ayudé a estudiar para
selectividad y bordó el examen. Se ha matriculado en periodismo y hoy es
su primer día.
—Estoy muerta de miedo.
—Puedes hacerlo.
—Me voy a ser amiga de la primera persona que me dirija la palabra.
Pobre del que se cruce en mi camino. Que Dios lo pille confesado.
Esa persona no sabe la suerte que tiene…
Le suelto la mano, le doy un beso y luego una palmada en el trasero.
—¡Oye, malas pulgas! —me saca la lengua y luego me guiña un ojo—.
Nos vemos para la hora de la cena. Te quieroooo. Cuida de Audrey. Me va a
echar de menos.
Pongo los ojos en blanco.
—Ya cuidaba de ella antes de que tú aparecieras.
—Pero me prefiere a mí.
Tiene razón. Hasta tiene el descaro de meterse con nosotros en la cama.
Supongo que es nuestra niña consentida. Ya vendrán los hijos. Quiero hijos.
Quiero un chiquillo correteando por casa. O una niña con los ojos de su
madre. Con los ojos más bonitos que he visto en mi vida…
El club de las solteras
El club de las solteras es una serie de historias autoconclusivas e
independientes que tienen en común a cinco mujeres: Lara, Lina, Cris, Lola
y María. La primera historia publicada es la de Lara “Cuanto más lejos
mejor, mi amor”. Si no la has leído y has llegado a esta primera, ¡no te
preocupes! Puedes leerlas por separado. La segunda historia es la de María
“¡No te enamores del vikingo! Y nos traslada al maravilloso pueblo de
Flam en Noruega.
La próxima historia será la de Cristina. He decidido dejar a Lina para la
última porque, obviamente, se lo merece. Ese corazón tan duro solo es
digno de un buen rival.
Mi intención era crear personajes reales. Mujeres fuertes,
independientes y que se apoyan entre sí. Todas tenemos una amiga que
toma malas decisiones y a la que prestamos nuestro consejo, ¿a que sí? O a
veces, simplemente, esa amiga eres tú. ¡Ya está bien de creer que las
mujeres somos nuestro peor enemigo! En este libro quería subrayar el valor
de la amistad y la importancia de quererse a una misma. Espero de corazón
que hayas disfrutado de la historia de Lola y que tengas muchas ganas de
saber más sobre el resto de sus amigas.
Sobre mí
No soy muy amiga de las redes sociales (no tengo Twitter,
Instagram, página de fb… en definitiva, ¡qué soy un bicho raro!), pero
si te ha gustado este libro o quieres enviarme un mensaje, puedes
escribirme al siguiente email:
[email protected] ¡te responderé lo antes
posible! Además, te avisaré de las próximas publicaciones.
Espero que esta historia te haya hecho pasar un rato muy
agradable.
¡No olvides dejar tu opinión en Amazon! Gracias por leerme.
PD: AQUÍ TIENES UN LISTADO CON TODAS MIS HISTORIAS
ORDENADAS POR FECHA DE PUBLICACIÓN.
1. Querido plan b.
2. ¿Por qué no?
3. Sms: Soltera Muy Selectiva
4. La pareja imperfecta
5. Sms: Sigo muy soltera
6. ¡Este highlander no es para mí!

El club de las solteras


1. Cuánto más lejos mejor, mi amor.
2. ¡No te enamores del vikingo!
3. Un caballero para Lola.

También podría gustarte