Apuntes de escritura dramática
Elementos teórico/prácticos
1. Introducción. El personaje
2. Personaje y acción dramática
3. El personaje contemporáneo
4. Crisis del diálogo
5. Referencias bibliográficas
1. Introducción. El personaje
El personaje es un elemento estructural que organiza las etapas del relato, construye la
fábula, conduce la materia narrativa alrededor de un esquema dinámico y concentra en sí
mismo un haz de signo en oposición con los de los restantes personajes.
Patrice Pavis, en su Diccionario de teatro, resalta alguna de las contradicciones que
entraña esta categoría. En sus orígenes el personaje solo fue una máscara que
correspondía al papel dramático en el teatro griego, pero a través de su uso latino, la
máscara griega adoptó el significado de ser animado, de tal modo que el personaje acaba
siendo la ilusión de una persona humana.
En el teatro griego, la persona es la máscara, el papel que realiza el actor: no se refiere al
personaje dibujado por el autor. El actor se diferencia claramente de su personaje, es su
ejecutante y no su encarnación (idea recogida en el S. XX por B. Brecht). Sin embargo, a
lo largo de la historia del teatro occidental hay una inversión de esta perspectiva: el
personaje se identifica cada vez más con el actor que lo encarna y se transformará en una
entidad psicológica y moral similar a los otros hombres, destinada a producir un efecto de
identificación con el espectador.
La simbiosis entre personaje y actor alcanza su apogeo entre el S. XVI y XIX, cuando la
dramaturgia burguesa ve en la individualidad el representante de sus aspiraciones y el
reconocimiento a su papel central en la producción de bienes e ideas. El personaje está
vinculado, en su forma más precisa y determinada, a una dramaturgia burguesa que
tiende a convertirlo en el sustituto de su conciencia. Será en el S. XIX con el auge del
naturalismo cuando comienza, de nuevo, una inversión y el personaje tiende a disolverse
en el drama simbolista, donde el universo sólo es habitado por sombras. Años más tarde
se fragmenta en la dramaturgia épica de Brecht.
2. Personaje y acción dramática
Es difícil desvincular al personaje de su acción dramática. El personaje es el sujeto
agente o paciente de los acontecimientos figurados y representados en la obra. Aunque
también puede invertirse esta definición y afirmar que la acción dramática es el resultado
de los actos, conductas y situaciones atribuidos a los personajes. Es decir, todos los
personaje teatrales realizan una acción, e inversamente, toda acción necesita, para ser
puesta en escena, unos protagonistas, tanto si son personajes humanos como si son
simples actantes.
En la dialéctica entre acción y personaje señala Patrice Pavis tres modalidades:
La acción es el elemento principal y determina al resto. Es la tesis de Aristóteles: «Los
personajes no actúan o hablan para imitar su carácter, sino que reciben su carácter
por añadidura, en razón de su acción, de tal modo que los actos y la fábula son el fin de
la tragedia y este fin, por encima de todo, es lo principal». El personaje es un agente y lo
esencial es mostrar las distintas fases de su acción en una intriga bien encadenada.
La acción es la consecuencia secundaria, y casi superflua, de un análisis caracterológico:
en este caso, el dramaturgo no se preocupa por explicar la relación de ambos elementos.
El personaje es presentado como esencia moral y su valor reside en su ser; no tiene
ninguna necesidad de pasar directamente a la acción puesto que él es, en sí mismo, esa
acción. Ese tipo de personaje se puede apreciar en la dramaturgia de Racine. Según el
semiólogo francés R. Barthes: «Hablar es hacer, el logos adopta las funciones de la
praxis y la sustituye: toda la decepción del mundo se recoge y se redime en la
palabra, el hacer se vacía, el lenguaje se llena». El personaje se convierte en un ser
autónomo.
La acción y el actante1 se complementan. El personaje se identifica como el actante de
una esfera de acciones que le pertenece propiamente; la acción es distinta según quién
la realiza.
1 El actante es aquel que realiza o asume el acto, independientemente de toda determinación.
Para profundizar en lo expuesto nos serviremos, a continuación, del artículo de Sanchis
Sinisterra, Personaje y acción dramática (Sanchis, 2013, pp. 225-247).
«Somos —como dice el pensador francés Bataille— seres discontinuos, individuos que
mueren aisladamente en una aventura ininteligible, pero tenemos la nostalgia de la
continuidad perdida». Según el autor de ¡Ay, Carmela!, sobre esa nostalgia se edifica la
noción de persona. Esta noción asegura el máximo control y aprovechamiento del
individuo humano en el seno de las estructuras del Sistema. Cuanto más sólida,
compacta, única, inconfundible e invariable se viva la identidad personal, más apto es el
individuo humano para asumir una función específica y un lugar inequívoco en la
maquinaria social.
El teatro ha contribuido a perpetuar la imagen personal que se forma el hombre de sí
mismo en tanto que indivisible, identificable bajo un nombre y un destino, sujeto activo y
pasivo de su aventura terrestre. El personaje, por tanto, es un molde variable, pero
permanente; un fantasma evolutivo e histórico, pero a su vez duro y duradero, que
alimenta la nostalgia de la «continuidad perdida».
Verosimilitud
Para Sinisterra, las nociones de personaje y de acción dramática no pueden pensarse
desligadas de la problemática de la verosimilitud, que tiene que ver con los medios y los
modos de la mímesis: por una parte, la performance escénica, inherente a la oralidad
prevista por el autor, por otro, la presencia corpórea y activa de los representantes,
trasunto de seres humanos reales en interacción.
Ahora bien, la verosimilitud es un criterio relativo, histórico e incluso biográfico. El
dramaturgo erige en la escena imaginaria del Texto un microcosmos. No la
reproducción más o menos fiel de un segmento del cosmos «real», sino un ámbito
autónomo regido por leyes propias, basado en normas y categorías propias. Tales
leyes, tales normas y categorías pueden ser distintas, incluso contrapuestas a las que se
manifiestan en el funcionamiento de la realidad social inmediata; lo que cuenta es que se
articulen y se mantengan con el mismo rigor —o con la misma falta de rigor— que se
atribuye al cosmos circundante. Una vez articulado, el ámbito dramático se impone al
propio dramaturgo, que no puede transgredir arbitrariamente sus leyes sin correr el riesgo
de caer en la incongruencia. Hay una estrecha relación entre el vigor y la capacidad de
permanencia de los textos y su riguroso sometimiento a los principios que les confieren
autonomía.
La relatividad de la fábula
En el teatro la trama o el argumento es tan solo un principio organizador de la
temporalidad —y no el único— destinado a cumplir una triple función:
Mantener viva y despierta la receptividad del espectador. Producir una cadena de
estímulos susceptibles de concentrar la atención del público sobre aquello que acontece
en el escenario y de abrir sus expectativas sobre lo que acaecerá.
Crear un plano de participación escena-sala. Establecer un proceso común en el que
puedan interaccionar lo imaginario y lo real, de modo que cada espectador se muestre
implicado y concernido por el desarrollo de la actividad que tiene lugar en el escenario.
Incidir directa o indirectamente sobre el cuerpo social; es decir, transponer y manipular
figuradamente las nociones que una colectividad tiene sobre sí misma con objeto de
reafirmar o transformar los esquemas ideológicos que la sustentan.
Pero estas tres funciones pueden ser también asumidas por otros principios o
mecanismos. El transcurrir confiere una naturaleza activa a todo lo que ocurre sobre el
escenario. Además —afirma Sanchis Sinisterra— en la mente de espectador tiene lugar
«otra escena» que puede no depender de la representación articulada de los
acontecimientos: interrogantes que buscan respuestas, goce estético, recuerdos y otros
procesos asociativos, confrontaciones ideológicas, etc. Por tanto, ni siquiera en los
espectáculos organizados en torno a la representación de una historia por medio de la
acción dramática, no todo lo que sucede en un escenario se vincula a la fábula. Además,
durante el S. XX importantes corrientes de teatro han cuestionado en la teoría y en la
práctica la dependencia del arte escénico con respecto a la narrativa, desplegando un
amplio espectro de acciones-espectáculo que no solo eluden la aparente obligación de
«contar historias», sino que conculcan la pretendida naturaleza representativa y figurativa
del hecho dramático.
La realidad del personaje
El personaje participa del mismo relativismo histórico y estético de la acción dramática, de
la doble naturaleza mimética (literaria y escénica) que caracteriza a la totalidad del
fenómeno dramático, y de esa ambigua identidad que le confiere su pertenencia al
orden ficticio y su presencia corpórea en el actor que lo encarna.
Dado que el referente de todo texto dramático es, en primera instancia, no la realidad sino
una representación virtual, un espectáculo pasado o futuro, el personaje no es más que
una serie de enunciados del discurso, precedidos por una misma acotación escénica
nominal (Fedra, Pastor, Hamlet, Soldado 1º…), susceptibles de ser atribuidos a una actriz
o a un actor concretos o abstractos. No imaginamos a un ser llamado Segismundo
viviendo en un más o menos irreal Polonio, sino que imaginamos a un actor conocido o
desconocido interpretando sus palabras y acciones en un escenario, quizá impreciso,
pero no por ello menos artificial.
La serie de enunciados discursivos atribuidos a un emisor personalizado, así como las
acotaciones o referencias discursivas de otros emisores que les confieren propiedades o
comportamientos, adquieren algo similar a la identidad personal de los seres humanos.
Irrumpe así, en el ámbito de esa «realidad ficticia» que llamamos teatro, el personaje,
ente creado por y para el actor, actualización siempre cambiante de un sistema de
interacción verbal diseñado en el texto dramático.
No hay que olvidar que un personaje solo se configura textual y escénicamente a través
de su participación en la acción dramática. Los enunciados verbales asignados a cada
uno de los sujetos o voces del discurso teatral adquieren/producen sentido en tanto que
registran actos del habla. Asimismo, la mera presencia del actor en escena es
generadora de acción y suscita la apertura de un proceso de transformación que se
cerrará con su ausencia.
3. El personaje contemporáneo
Siguiendo el artículo que te señalamos a continuación del dramaturgo Raúl Hernández
Garrido, Incoherencia de la trama y contradicción del personaje, dibujaremos algunas de
las características del personaje teatral contemporáneo.
Hernández, R. (2009). Incoherencia de la trama e indeterminación de los personajes. Ponencia
leída en el Colloque international de théâtre quantique - Toulouse, mayo 2009, organizado por la
Universidad de Toulouse. Recuperado de
http://hernandezgarrido.com/documentos/ensayo/
RAULHERNANDEZGARRIDOIncoherenciatramacontradiccionpersonaje.pdf
Según Hernández Garrido, las funciones principales de un personaje son las de
decidir, hacer y hablar. Las principales características del personaje posclásico son:
La negación del genotipo. La «herencia» no moldea al personaje, que se libera así de
ser fijado por la determinación familiar. En todo caso, los factores hereditarios son un
obstáculo más al que el personaje, a través de sus intenciones y el ejercicio de su
voluntad, debe enfrentarse si quiere conseguir su objetivo.
El cuestionamiento del personaje como ser social: frente al determinismo social prima
la rebelión individual. Si lo social tiende a inmovilizar completamente al personaje, éste
como individuo se superpone al peso de ese determinismo. El conflicto que aparece
entones entre esa determinación social y la voluntad individual del personaje no sólo está
conformado por las normas sociales en que se imbuye el personaje, sino por el mismo
carácter de éste como individuo en lucha contra ese molde social. Antígona no es la
historia de una prohibición social, sino el de la lucha de un individuo contra esa
prohibición.
El personaje se define y se diferencia a través de la lucha contra aquello que debería
englobarle y subsumirle como aspecto de algo más general (un tipo físico, una familia,
una clase o una categoría social). El personaje surge como ente único y diferenciado
a través de su lucha contra algo, contra una ley que precisamente pretendería anular en
él cualquier rasgo y elemento diferenciador.
Afirmación del personaje como ente psicológico en toda su complejidad. El individuo
no sigue un comportamiento conductista. Su forma de ser no se corresponde con un
modelo prefijado, sino que se plantea como una suma de singularidades. Es en cuanto es
inexplicable, capaz de trascender cualquier posibilidad de ser entendido de forma
completa y de ser predecible. No hay teoría que logre generalizarlo y sea capaz de
anticipar sus decisiones y acciones. Esa conducta “anormal”, ese complejo psíquico a
través del cual se define, nos habla de una nota fundamental del personaje que lo hace
único y personal frente a lo genérico y semejante.
El personaje como acción. Incluso en contra de la coerción de la trama, el personaje se
define como acción, como conjunto de motivaciones, deseos, decisiones, voluntades,
intenciones y acciones que crean afectos en la trama y alteran el universo de la ficción.
El personaje no tiene un idiolecto propio del grupo al que pertenece. Su constitución
reside, de forma soberana, en el lenguaje. En personaje es, en última instancia, lenguaje;
como tal puede desarrollar múltiples niveles de significación. No está determinado por
nada ni nadie más que por su autor.
La contradicción y la negación conforman al personaje contemporáneo. La
incoherencia, la paradoja y lo inverosímil formar parte de la trama contemporánea.
4. Crisis del diálogo
Santiago Trancón, en su tesis Texto y representación: aproximación a una teoría crítica
del teatro (2004, pp. 239-246) habla sobre las funciones y la crisis del diálogo teatral
durante el S. XX.
Trancón (2004, p. 239):
«El diálogo teatral es una forma particular de habla. En el teatro no se habla ni dialoga
como en la vida. Una exigencia común entre diálogo teatral y conversación es la
necesidad de atender al contexto y la situación para comprender los mensajes, principio
que vale tanto para los espectadores como para los personajes; se precisa un marco de
referencia común que permita realizar inferencias y contextualizar las intervenciones de
cada interlocutor para poder dar sentido a sus palabras. En el caso del teatro este
contexto común se basa en los supuestos del lenguaje ordinario, pero sobre todo en los
supuestos internos que crea el mundo de ficción construido en escena.
La complejidad del diálogo teatral se muestra en la gran variedad de funciones que puede
cumplir.
» Caracterización de los personajes.
» Construcción del tiempo, el espacio y el argumento o desarrollo de los hechos.
» Establecimiento de jerarquías, dominios, conflictos, manipulaciones, control, etc., en las
relaciones interpersonales o de los personajes.
» Condiciona, determina y provoca actos conductuales, verbales y no verbales.
» Está implicado en la conducta, no es mero entretenimiento o divagación. (Interesa por
su relación con la acción, el conflicto, la conducta de los personajes).
» Identificador, no sólo del enunciador o interlocutor, sino de las condiciones de la
enunciación y la recepción.
El diálogo teatral, a diferencia de la conversación ordinaria, no tiene que estar
necesariamente centrado en un tema inmediato, ni desarrollarse siguiendo la lógica o el
orden sintáctico y semántico habitual.
Conviene distinguir entre significado y sentido. El significado es el contenido asociado de
forma convencional y estable a un significante y con el que se construyen mensajes
proposicionales, textuales y discursivos literales. El sentido es todo el contenido cognitivo
que un signo o mensaje produce en un momento y circunstancias concretas: significado
lingüístico, información referencial y valores pragmáticos (ilocutivos, perlocutivos,
implícitos, figurados…). En el diálogo teatral (lo mismo que en la conversación ordinaria)
interesa más el sentido que el significado. La divergencia entre significado y
sentido es uno de los recursos teatrales que más ha explorado el diálogo teatral
moderno. Consciente de las dificultades de comunicación del hombre actual, de su
aislamiento y la pobreza y anonimia de muchas de sus relaciones interpersonales,
el autor teatral moderno se ha visto obligado a explorar todas las posibilidades del
diálogo, llevándolo hasta sus límites racionales o comprensivos. Por eso el diálogo
teatral se ha llenado de elipsis, discontinuidades, fragmentaciones, rupturas del
orden lógico y sintáctico, interiorizaciones, abstracciones, vacíos de sentido.
Desde esta perspectiva, el teatro radicaliza algo que está presente en la conversación
ordinaria.
La ruptura de las leyes de construcción y desarrollo de la conversación ordinaria, sin
embargo, no puede llevar a una situación de total incomunicación, es decir, a que el
espectador no pueda elaborar un sentido y una interpretación coherente de la obra, con
independencia de la estructura asistemática o ilógica del diálogo. P.Szondi en su Teoría
del drama moderno destaca, en primer lugar, el carácter autónomo del diálogo teatral:
“Un diálogo dramático será “objetivo” mientras se mantenga en los límites fijados por la
forma absoluta del drama y no remita más allá de la obra, ni al mundo de los datos
empíricos, ni al autor empírico”2».
Trancón (2004, p. 242):
«Señala luego los fracasos del teatro moderno al intentar eliminar el diálogo del texto
dramático sustituyéndolo por el monólogo de la novela: “Cuando se desvanece la relación
interpersonal el diálogo se descompone en monólogos y cuando domina el pasado el
diálogo se convierte en sede monológica del recuerdo.
Szondi descubre la relación entre la ausencia de verdadero diálogo teatral (interpersonal,
comunicativo, conflictivo) y la aparición de un “teatro conversacional”, en el que los
personajes, aislados en su subjetividad, ya no intercambian tensiones, pasiones,
conflictos reales, vividos, implicados en acciones dramáticas y presentes, sino que su
interrelación se limita a charlas vacías, sin interés ni sentido.
[…] Desde el momento en que la conversación flota entre las personas en lugar de
comprometerlas, se convierte en charla sin compromiso. El diálogo en el drama es
irrevocable y consecuente en cada una de sus réplicas. (…) No tiene ni origen
subjetivo ni meta objetiva: no se prolonga ni se traduce en hechos. Por esa razón
tampoco posee una temporalidad propia y participa, a la postre, del tiempo “real”.
[…] La “crisis” del diálogo teatral es una manifestación de las tensiones del teatro
moderno y de las dificultades que tiene para integrar en su estructura textual el
“drama” del hombre actual. El camino emprendido (destruir el diálogo teatral
propiamente dicho y sustituirlo por enunciados más o menos arbitrarios o carentes de
acción dramática) ha acentuado la crisis del teatro, por eso se impone una nueva forma
de construir el diálogo que le devuelva su función y sentido dramático específico:
[…] Devolver el sentido directo y teatral del diálogo a la escena, incorporando en él los
elementos propios de la subjetividad y angustia del hombre moderno (“malestar” en la
cultura lo llamó Freud), es uno de los retos más difíciles de la escritura dramática actual.
Un teatro que se fundamente en los sueños, el inconsciente, la irracionalidad, los
impulsos y pulsiones primarias, los mitos y ritos primitivos, los deseos más profundos del
“alma” o el “espíritu” (el misticismo, el trance, la inspiración en las religiones y teatros
orientales), el rechazo de las convenciones sociales, la recuperación del sentimiento de
asombro ante la naturaleza, el dolor, la sexualidad, la muerte, etc., todo lo que las
vanguardias teatrales desde Alfred Jarry y Artaud hasta hoy impulsaron de forma muchas
veces retórica y compulsiva, pero siempre con un instinto renovador y experimental que
ha dejado su huella en todo el teatro contemporáneo, todo ello resulta incompatible con
una idea naturalista o realista del diálogo, pero, al mismo tiempo, muestra las dificultades
de prescindir de él. El simple rechazo del diálogo o su deconstrucción permanente, no
ofrece solución satisfactoria alguna a esos intentos de incorporar “lo irracional” a la
escena. Teatro de la crueldad, teatro del inconsciente, teatro del absurdo, antiteatro,
teatro pánico, teatro de la muerte, teatro sagrado... Detrás de todos estas fórmulas se
esconde la búsqueda de una nueva forma de diálogo teatral en la que quepa todo lo que
las vanguardias teatrales (que comienzan con el Ubú rey de A.Jarry y la Comedia de
sueños de A.Strindberg) y sus impulsores más destacados (Meyerhold y Artaud, sin duda,
pero también Appia, Craig, Piscator, Valle-Inclán, Lorca, Brecht, Barrault, etc.)
incorporaron al teatro desde que Freud “descubrió” el inconsciente y la antropología abrió
los ojos del hombre culto occidental al conocimiento de otras culturas, lo que sirvió para
colocar el “primitivismo” (incorporación de ritos, mitos, ceremonias religiosas, carnavales,
fiestas populares; elogio de la comuna, la tribu, el grupo; exaltación del cuerpo, defensa
del pensamiento “físico”, “salvaje”, “ilógico”; etc.) como motor de la renovación escénica.
Todo esto desembocó en una crisis del diálogo teatral tradicional, fenómeno al que hay
que añadir la crisis específica a la que se vio abocada la propia escritura literaria desde el
simbolismo mismo, y más claramente desde el expresionismo, el dadaísmo y el
surrealismo, por destacar las vanguardias literarias más influyentes en el teatro y la
escritura teatral. Todo este movimiento artístico e intelectual de principios de siglo XX
produjo fundamentalmente una crisis del diálogo teatral, pues todas las otras
renovaciones (del espacio teatral y la interpretación del actor, sobre todo, que es donde
se centraron la mayoría de los intentos renovadores), se podían incorporar sin
demasiados problemas a la escena. Lo que de verdad resultó una dificultad casi
insalvable fue el prescindir del diálogo en su forma más elemental, aquella que permite el
desarrollo de acciones dramáticas ligadas a personajes reales, ficticios y verosímiles a la
vez. Soluciones hubo, pero parciales: desde la eliminación del diálogo hablado y la
renovación estética del mimo y la pantomima (Decroit y Marcel Marçeau serán los
ejemplos más sobresalientes), a la irrupción del diálogo antiteatral (hoy perfectamente
teatral) de Ionesco y Beckett que, lejos de destruir la escena o el personaje, los teatralizó
aún más».
Por ejemplo en La cantante calva, de E. Ionesco (2004):
SR. SMITH (siempre absorto en su diario): Mira, aquí dice que Bobby Watson ha muerto.
SRA. SMITH: ¡Oh, Dios mío! ¡Pobre! ¿Cuándo ha muerto?
SR. SMITH: ¿Por qué pones esa cara de asombro? Lo sabías muy bien. Murió hace dos
años. Recuerda que asistimos a su entierro hace año y medio.
SRA. SMITH: Claro está que lo recuerdo. Lo recordé en seguida, pero no comprendo por
qué te has mostrado tan sorprendido al ver eso en el diario.
SR. SMITH: Eso no estaba en el diario. Hace ya tres años que hablaron de su muerte. ¡Lo
he recordado por asociación de ideas!
SRA. SMITH: ¡Qué lástima! Se conservaba tan bien.
SR. SMITH: Era el cadáver más lindo de Gran Bretaña. No representaba la edad que
tenía. Pobre Bobby, llevaba cuatro años muerto y estaba todavía caliente. Era un
verdadero cadáver viviente. ¡Y qué alegre era!
SRA. SMITH: La pobre Bobby.
SR. SMITH: Querrás decir “el” pobre Bobby. SRA. SMITH: No, me refiero a su mujer. Se
llama Bobby como él, Bobby Watson. Como tenían el mismo nombre no se les podía
distinguir cuando se les veía juntos. Sólo después de la muerte de él se pudo saber con
seguridad quién era el uno y quién la otra. Sin embargo, todavía al presente hay personas
que la confunden con el muerto y le dan el pésame. ¿La conoces?
SR. SMITH: Sólo la he visto una vez, por casualidad, en el entierro de Bobby.
SRA. SMITH: Yo no la he visto nunca. ¿Es bella?
SR. SMITH: Tiene facciones regulares, pero no se puede decir que sea bella. Es
demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son regulares, pero se puede
decir que es muy bella. Es un poco excesivamente pequeña y delgada y
profesora de canto.
(El reloj suena cinco veces. Pausa larga.)
SRA. SMITH: ¿Y cuándo van a casarse los dos?
SR. SMITH: En la primavera próxima lo más tarde.
SRA. SMITH: Sin duda habrá que ir a su casamiento.
SR. SMITH: Habrá que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál.
SRA. SMITH: ¿Por qué no hemos de regalarles una de las siete bandejas de plata que
nos regalaron cuando nos casamos y nunca nos han servido para nada?... Es triste para
ella haberse quedado viuda tan joven.
SR. SMITH: Por suerte no han tenido hijos»