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La Obsesiã N Del Duque de Harding Lores Atormentados 01 Rose Lowell

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La Obsesiã N Del Duque de Harding Lores Atormentados 01 Rose Lowell

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La obsesión del duque de


Harding
Lores atormentados 1
Rose Lowell
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Rose Lowell
La obsesión del duque de Harding
Primera edición: enero de 2023
 
Diseño de portada: Ana Gallego Almodóvar
Corrección y edición: Mareletrum Soluciones Lingüísticas | [email protected]
 
ASIN: B0BN4H1PV1
Sello: Independently published
Inscrito en Safe Creative: 2211082591647
 
Reservados todos los derechos.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Para Gabriela y Robert, mis dos amores.


 
 
 
 
 

«A veces estamos tan obsesionados con lo que nos falta


que no nos damos cuenta de lo que realmente tenemos».
 
 
 
 
 
 

 
 

Índice
 
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
 
 
 
Prólogo
 

Denson Manor, Surrey.


Inglaterra, verano de 1805.
―¡No puedes llevártelo, es solo un niño!
El duque de Harding había dado la orden de que fuese
preparado el equipaje de su joven heredero, lord Cayden Denson,
de apenas ocho años. Pasaría el verano con él en alguna de sus
propiedades, o tal vez en las de sus amigos. Lo que pensara la
madre del niño le importaba un ardite.
Harding levantó una ceja y dibujó en su rostro una
sonrisa malévola.
―¿No puedo? ―preguntó, con voz acerada.
Florence Denson, duquesa de Harding, se retorció las
manos nerviosamente. «Por supuesto que puede, puede hacer lo
que quiera tanto conmigo como con su hijo», pensó, con
abatimiento. Sin embargo, su instinto de protección la llevó a
insistir una vez más.
―Por favor, Harding, te lo suplico. Solamente tiene ocho
años, necesita a su madre.
―Lo que necesita es un valet apropiado. El niño se vendrá
conmigo, aprenderá a ser un hombre con hombres de verdad, no
bajo las faldas de una mujer.
―¿Llamas a tus degenerados amigos hombres de
verdad…? ―La angustia hizo que la duquesa cometiese una gran
imprudencia. La bofetada la tiró al suelo.
Mientas Florence, temblorosa, se limpiaba con la mano la
sangre que brotaba del labio partido, Harding se inclinó
amenazador sobre ella.
―Si vuelves a cuestionarme, mujer, a mí o a mis amigos,
no volverás a ver a tu querido hijo. ―La miró con desprecio―.
Es hora de que mi heredero sepa quién es en realidad la ramera
de su madre.
Florence jadeó ante el insulto. Con los ojos llenos de
lágrimas, más por la humillación que por el golpe, preguntó,
aunque conocía la respuesta:
―¿Por qué haces esto? No te he hecho ningún
requerimiento sobre cómo llevas tu vida, nunca te he
molestado…
―Tu sola presencia me molesta. Te lo advertí cuando me
separaste de ella, te dije que pagarías tu traición.
Florence, que aún estaba tumbada en el suelo, se
incorporó trabajosa hasta ponerse de pie frente a su marido.
―Sabes perfectamente que yo no te separé de ella ―siseó,
con frialdad. Estaba harta de sus manipulaciones y sus mentiras.
El duque soltó una cruel carcajada.
―Por supuesto que lo sé, al igual que tú… ―Esbozó una
mueca maligna―. Pero tu hijo no. Yo le diré la clase de arpía que
es su madre.
Florence bajó la mirada. Pondría a Cayden en su contra
con mentiras, y lo único que podría hacer ella era intentar que,
con su cariño, cuando Harding le devolviese al niño el próximo
invierno, este fuese capaz de cuestionar las venenosas palabras de
su padre.
En ese momento, el pequeño, precedido del mayordomo,
apareció en la sala donde se encontraban sus padres.
Florence observó a su hijo. Alto para su edad, su cabello
castaño oscuro hacía que sus expresivos ojos verdes destacasen
en su hermoso rostro. El niño era muy guapo, y lo que era más
importante, cariñoso, leal y gentil con todo el mundo, daba igual
su condición social. Cualidades que presentía que, bajo la tutela
de su padre, pronto desaparecerían.
Se acercó a su hijo y, sin importarle si al duque le parecía
bien o no, lo tomó de las manos para acercarlo hacia uno de los
sillones, donde se sentó con él.
El chiquillo escrutó el rostro de su madre.
―¿Estás bien, mamá? ―preguntó, mientras observaba la
herida en el labio de Florence.
Florence cerró los ojos un segundo. La enternecía su
compasión, otra cosa que perdería al lado de su padre.
―Sí, cariño ―contestó, mientras tomaba sus pequeñas
manos. Miró de reojo a su esposo, que no les prestaba atención
alguna, ocupado en dar las últimas órdenes al mayordomo―. Tu
padre ha venido a buscarte. ―Sonrió, trémula―. Has crecido
mucho y quiere llevarte con él una temporada. Ya eres un
hombrecito, y el heredero. Lo pasarás bien, te divertirás ―musitó,
mientras aguantaba las lágrimas.
El pequeño miró de reojo a su padre. Casi siempre
ausente, las pocas veces que había estado en Denson Manor le
había tratado con cariño, sin embargo…
―Pero yo no quiero ir. ¿No puedo quedarme contigo?
―susurró.
Florence acarició el cabello de su hijo.
―Pasaremos juntos las navidades, Cayden. A tu padre
también le apetece pasar tiempo contigo…
Harding se giró hacia ellos y fijó la mirada en su hijo.
―¿Preparado?
Cayden miró suplicante a su madre. Ella sonrió dándole
ánimos y lo abrazó con fuerza. El niño se aferró a ella. Florence
acunó el rostro de su hijo entre las manos y lo besó en la frente.
―Será como una aventura, ya lo verás.
Cayden asintió y se acercó a su padre.
―Estoy listo ―afirmó, mientras enderezaba los hombros
y aguantaba las lágrimas.
Harding se dirigió hacia la puerta de la sala sin dirigir una
sola mirada a su esposa, ni siquiera una palabra de despedida. Al
ver el gesto grosero de su padre, Cayden giró la cabeza y movió
una de sus manos diciendo adiós. Florence le correspondió con
el mismo gesto.
Ese fue el principio del fin de la relación de Cayden con
su madre.
Durante los años siguientes, Harding consiguió con sus
mentiras y manipulaciones que el niño acabase por sentir un
rechazo absoluto hacia su progenitora.
Aunque las estancias con su padre no se podrían definir
como las típicas de padre e hijo, Cayden se esforzaba por agradar
al duque. Harding lo llevaba de un lado a otro como una mascota
y se pasaba los días entre hombres adultos. El ambiente que
frecuentaba su padre estaba formado por lo más granado de la
aristocracia (libertinos, vividores, borrachos, amorales): parias
que no eran admitidos en ningún salón de la alta.
Al principio, el duque se empeñaba en mantener a
Cayden observando sus diversiones, las juergas con sus amigos y
las cortesanas que solían rodearlo, ante el desconcierto y la
angustia del niño que, a su corta edad, no acababa de asimilar lo
que ocurría a su alrededor. Después de un tiempo, Harding se
olvidó de su mascota y Cayden corría a encerrarse en cualquiera
que fuese la habitación que se le hubiese asignado, evitando las
bacanales que su padre o sus amigos organizaban.
Cuando llegó a los trece años el duque lo había
convertido en un jovencito que odiaba a su madre y al que solo
le importaba él mismo y lo que su padre opinase. Para Cayden,
las opiniones de su padre eran palabra sagrada.

Contemplaba, de pie junto a la cuna de la guardería, el


pequeño bulto que lo observaba con sus grandes ojos verdes, tan
parecidos a los suyos. Era bonita, con una graciosa pelusilla
castaña en la cabeza.
Florence, después de observarlo de reojo, posó su mano
en el brazo de su hijo.
―Se parece mucho a ti ―comentó, emocionada.
Cayden, al notar la mano de su madre, se envaró y, con un
gesto, se deshizo de su agarre. Su rostro se cubrió de frialdad y,
sin responder, se giró para dejar la guardería. Su hermana había
nacido hacía dos meses y había subido obligado a conocerla, sin
gana alguna. ¡Qué le podía importar a él esa mocosa! Solo era
una niña… Nadie, según lo que le había enseñado su padre. Las
mujeres solo valían para una cosa, quizá dos. Servir de desahogo
y proporcionar una buena dote en su momento.
Sin girarse, masculló:
―Si me disculpa, madam. Debo preparar mi equipaje.
Florence se sentó, abatida, en el sillón situado al lado de
la cuna de su hija. Ya no era mamá, era madam las pocas veces que
Cayden se refería a ella. Su padre había cumplido su amenaza de
ponerlo en su contra con mentiras. Para Cayden solo era la
mujerzuela que había atrapado a su padre con malas artes
separándolo del amor de su vida.
Cayden se marcharía al día siguiente a Eton, sin embargo,
no era como si hubiera estado a menudo en Denson Manor.
Cada vez había espaciado más las visitas hasta que dejó de ir. Ni
siquiera estaba allí cuando Harding se presentó completamente
borracho exigiendo sus derechos maritales. De aquella noche
vergonzosa y humillante había nacido la preciosidad que tenía a
su lado. La miró con ternura. Había perdido un hijo, sin
embargo, su maldito marido le había dejado una hija. Sabía que si
hubiera podido evitarlo ni siquiera la habría dejado embarazada,
pero su borrachera impidió que pudiera tomar medida alguna.
Por lo menos le quedaba el consuelo de que no se la arrebataría,
para Harding solo era una inútil mujer.
 
Denson Manor, Surrey.
Inglaterra, 1818.
El cuerpo de Arnold James Denson, noveno duque de
Harding, acababa de ser enterrado en la cripta familiar de
Denson Manor, la residencia ancestral del ducado.
Después de despedir a los asistentes a las exequias y de
escuchar los maliciosos susurros murmurados entre los escasos
caballeros de la nobleza que habían acudido a decir su último
adiós al fallecido duque (más por etiqueta debido al rango del
difunto que por verdadero sentimiento), su hijo, el décimo duque
de Harding, Cayden Leonard Denson, se había refugiado en la
biblioteca con su mejor amigo, el conde de Darkwood.
El conde levantó la mirada del vaso del excelente whisky
escocés que tomaban ambos para fijarla en su absorto amigo.
Con veintiún años, la misma edad que él, el nuevo duque
de Harding, además de encontrarse con un título del que no
contaba con hacerse cargo hasta dentro de bastantes años, se
había dado de bruces con la amarga realidad de que el ducado
estaba a punto de caer en la ruina total.
El conde observó a su amigo desapasionadamente. Alto,
superaba el metro ochenta de altura, el deporte realizado en la
universidad y su afición a montar le habían moldeado el cuerpo
de manera que su estatura no resultase desproporcionada con
respecto a su figura. Anchos hombros, cadera estrecha y piernas
largas, todo ello con la musculatura adecuada, hacían de él un
hombre impresionante, a lo que ayudaba su espeso cabello
castaño, sus ojos verdes y un rostro perfectamente cincelado.
Darkwood tenía que reconocer que su amigo era un perfecto
espécimen de hombre, así lo atestiguaban las numerosas damas
(y no tan damas) que habían pasado por su lecho a pesar de su
juventud. «Claro que», pensó Darkwood, con sorna, «eso se lo
tiene que agradecer a la vida disipada que ha llevado con su
fallecido padre».
Habían congeniado desde Eton. Cayden se mostraba
alegre, bromista y extrovertido, exceptuando cuando regresaba
de sus vacaciones con su padre. En esas ocasiones, durante
varios días, Cayden se mostraba taciturno y ausente hasta que la
rutina del colegio y su amigo hacían que recuperase su sociable
personalidad. El conde, por el contrario, tenía un carácter más
propenso a la introversión, por lo que resultaban el contrapunto
perfecto el uno del otro. Sin embargo, Darkwood se temía que la
extrovertida naturaleza de su amigo estaba a punto de
malograrse, y esta vez definitivamente.
―¿Qué harás? ―preguntó, con voz queda.
―Maldita sea si lo sé. ―Cayden se pasó una mano por el
cabello, completamente revuelto a causa de la cantidad de veces
que su palma había recorrido su cabeza―. Debo ocuparme de
todo este desastre y no tengo la menor idea de por dónde
empezar. Y todo a causa de ese maldito…
―Cayden, en realidad no puedes estar seguro de que él
arruinase a tu padre. El difunto duque no se distinguía
precisamente por su contención a la hora de jugar y apostar a
cualquier cosa. Sus apuestas en White’s eran legendarias. No
puedes responsabilizar a nadie de su mala cabeza.
Cayden clavó una fría mirada en su amigo.
―Él lo retaba, lo espoleaba mientras jugaba con su
orgullo para provocarlo a que jugara más y más, sabiendo su
querencia por el juego, hasta que consiguió quedarse con la joya
de la corona del ducado, Arden Hall. ¡Maldita sea! Mi padre
debería haber intentado vincularla y evitar que pasara algo así. Si
no hubiera sido por la avaricia de ese hombre, mi padre jamás
hubiese acudido a ese garito.
El difunto duque había encontrado la muerte a la salida
de una casa de juego de dudosa reputación en el East End. La
zona era lo suficientemente peligrosa como para que todas las
conjeturas apuntaran a que el motivo del crimen fuese el robo.
Darkwood lo miró con compasión. Su amigo nunca era
imparcial cuando se hablaba de su padre. Aunque el difunto
duque era un jugador compulsivo, que no hubiera dudado en
apostar a su propia duquesa, al igual que despreciaba sus votos
manteniendo una amante, o varias para el caso, su hijo lo
adoraba. Tal vez la razón fuese que, mientras que a su duquesa y
a su pequeña hija las ignoraba, con Cayden siempre tuvo una
relación de complicidad, a lo que ayudaba el innegable carisma
del difunto duque, carisma que había heredado su hijo. Cayden
no veía ningún defecto en su padre, siempre lo justificaba
aduciendo que los demás se aprovechaban de él. Hubiera hecho
cualquier cosa con tal de conseguir la aprobación de su
progenitor.
Suspiró y tomó un sorbo de su bebida.
―Sabes que las condiciones económicas del condado no
son muy buenas. Por lo menos yo no tengo ni madre ni hermana
de las que responsabilizarme, sin embargo, solo tengo dos
opciones posibles para salvar lo poco que queda: la primera es
casarme con una dama que posea una inmensa dote, cosa que ni
contemplo. No voy a vender mi título al mejor postor, y mucho
menos tan joven. La segunda es marcharme a América. Allí, con
un poco de inteligencia y trabajo, en unos años podría conseguir
recuperar el patrimonio del condado. Podrías venirte conmigo
―ofreció, cauteloso.
Cayden frunció el ceño.
―¿Irme? ¿Y qué sería de la duquesa e Imogen? No puedo
dejarlas a su suerte, prácticamente en la ruina, ni siquiera yo sería
capaz de semejante canallada, por no hablar de que mi
reputación no sobreviviría si las dejo sin medios para sobrevivir.
Por Dios, Imogen solo tiene ocho años.
―¿Es lo único que te importa, tu reputación, no su
bienestar? ―inquirió Dark, con una fría mirada.
Cayden no contestó.
Darkwood, resignado a la frialdad y al desprecio de su
amigo hacia su madre y hermana, encogió un hombro.
―¿No queda ninguna propiedad no vinculada que
pudieses vender? Eso te daría fondos para dejar a tu familia
provista y llevarte algo de dinero para empezar. Siempre podrías
recuperarla cuando volvieses.
―Eso si consigo hacer fortuna ―masculló Cayden.
―Volveremos ricos, amigo, ten confianza ―replicó
Darkwood.
Tres meses después, tras vender una de las escasas
propiedades no vinculadas que le restaban al ducado y dejar a su
madre y hermana provistas hasta que él pudiera comenzar a
mandarles fondos, ambos amigos partieron hacia América. Su
destino: Boston.

Volvieron diez años después y, tal y como había predicho


Darkwood, se habían hecho ricos. Tras años de esfuerzo,
consiguieron ser dueños de una importante flota de barcos
comerciales, fábricas de cuero y manufacturas de ropa. Habían
vendido las fábricas y conservado la flota de barcos, siendo su
intención construir sus propios astilleros en Inglaterra y trasladar
la flota a las nuevas dársenas de Londres, las llamadas Docklands.
Tenían previsto dividir su flota en dos de las dársenas: Surrey
Comercial Docks y East India Docks.
Sin embargo, el carácter de Cayden había cambiado. Ya
no era aquel joven extrovertido, sino que se había convertido en
una persona fría, distante y que no confiaba en nadie salvo en su
amigo de la infancia.
 

 
 
Capítulo 1
 

Harding House, Londres.


Inglaterra, mayo de 1828.
―¡Maldita sea! ―Lady Imogen Denson caminaba agitada
por la salita privada de su madre, la duquesa de Harding―.
¡¿Por qué tiene que volver en estos momentos?! ―Se detuvo
mientras se encaraba a su madre―. Estoy en mi primera
temporada, ¿acaso no podría haber esperado a que hubiese
encontrado un caballero con el que poder casarme? Lleva fuera
diez años, dos más no harían cuenta.
Florence observaba a su hija mientras sostenía la misiva
que había llegado esa misma mañana procedente de América,
avisando del inminente regreso del hermano de la alterada
muchacha. Entendía su estado de ánimo, para nada conforme
con que el actual duque de Harding regresase de su larga estancia
en Boston. En diez años, diez cartas. Escuetas cartas, a una por
año en las que ni se interesaba por ellas ni revelaba nada
personal. Cartas frías, casi comerciales, destinadas a hacerles
saber que había enviado una nueva provisión de fondos y a qué
debían ser destinados.
―Imogen, en algún momento tenía que regresar. Debe
hacerse cargo del ducado ahora que ha conseguido librarlo de
deudas y recuperar casi todas las propiedades perdidas. ―explicó
la madre con resignación. Ella tampoco se sentía cómoda al
pensar en el regreso de su hijo―. Y, por el amor de Dios, no
maldigas. No es propio de una dama. Si tu hermano te oye…
Imogen bufó, también de manera impropia para una
dama.
―¿Crees que le importaría? ¡Por favor! ―exclamó,
mordaz―. Debe de estar más que acostumbrado a oír cosas
peores de las mujerzuelas que frecuentaban padre y él.
―¿Debo recordarte que no eres una mujerzuela sino una
dama, e insistir en que ese no es un lenguaje apropiado?
Imogen cesó en su nervioso paseo para sentarse al lado
de su madre. Le tomó una de las manos mientras comentaba con
mirada suplicante.
―Por favor, mamá, vámonos de Londres. Vayamos a
Denson Manor. Él no irá allí, tendrá demasiadas cosas que
resolver en la ciudad. Temo que nos haga la vida imposible si nos
quedamos.
Florence suspiró.
―Cariño, la temporada está en pleno apogeo, acabas de
hacer tu presentación. Y por si no fuera suficiente, debemos
estar en Harding House para recibir al duque. Ya hemos sufrido
bastantes escándalos a causa de tu padre como para provocar
otro marchándonos al campo ante la llegada de tu hermano.
La duquesa continuó, apesadumbrada.
―Cayden ha pasado diez años fuera. Nuestra obligación
es ayudarlo a afianzar su posición en la nobleza.
―¿Y la suya, mamá? ¿Cuál era su obligación para con
nosotras?
―¡Ya basta, Imogen! Estoy tan intranquila como tú por su
regreso, pero no olvides que, por desgracia, solo somos mujeres,
y él es el jefe de la familia. No adelantemos acontecimientos y
esperemos a ver de qué manera ha cambiado, si es que ha
cambiado, y actuaremos en consecuencia. ―Florence solo rogaba
por que su hijo no se hubiera convertido en un remedo de su
difunto marido, aunque, a tenor de sus escuetas y frías cartas, lo
dudaba.
Por desgracia, sus dudas se convirtieron en certezas.

La llegada del duque de Harding a principios del mes de


septiembre se convirtió en un despliegue de arrogancia y
frialdad.
Cuando el carruaje se detuvo a las puertas de Harding
House, Cayden bajó de un salto y, sin prestar atención alguna al
personal formado para recibirle, saludó secamente a su madre y
hermana y se dirigió a sus aposentos seguido por su valet.
El mayordomo, que había estado al servicio de la casa ya
en vida del anterior duque, apretó disimuladamente los puños.
Había soportado, él y todo el servicio, la arrogancia y vulgaridad
del anterior señor y los desprecios hacia la duquesa y su hija.
Miró con disimulo hacia sus señoras, sin variar un ápice el
imperturbable semblante. Florence asintió con un gesto para que
dispersase al personal. Estaba sumamente avergonzada del
grosero comportamiento de su hijo, sin embargo, no podía
menoscabar al duque disculpándose con el personal en su
nombre, al fin y al cabo, era el señor de la casa, grosero o no.
Imogen lanzó una mirada acusatoria a su madre que
parecía decir: «Te lo dije, esto va a ser un infierno».
Florence pasó por alto la furibunda mirada de su hija.
―Bien, ya hemos cumplido ―murmuró con sarcasmo―.
Podemos ir a dar nuestro paseo.
El ama de llaves miró desconcertada al mayordomo, que
casi pudo leerle el pensamiento: «¿La cena? ¿Qué se espera que
haga?». Fisher captó la preocupación de la mujer.
―Excelencia, ¿podría atreverme a preguntar cuáles son
sus disposiciones para la cena?
Después de pensarlo un momento, Florence respondió.
―El menú será el que se había pensado y, en cuanto al
número de comensales, dispón tres servicios, puede que Su
Gracia cene con nosotras o puede que tenga compromisos
previos. De cualquier manera, nosotras tenemos un compromiso
después de cenar. ―En voz baja, masculló―: Y desde luego, no
pienso preguntarle por sus intenciones.
Mientras tanto, Cayden esperaba por el baño solicitado a
su valet. Odiaba estar allí. Volver a encontrarse con la mujer que
tanto daño le había hecho a su padre le retorcía las entrañas; sin
embargo, era su maldita obligación. Debía utilizarla para
comenzar a afianzar su posición como duque de Harding. Ella
conocía a toda la alta y él había estado fuera mucho tiempo.
Esa noche Cayden cenó en sus habitaciones. Después de
un viaje tan largo, no se sentía con disposición de vestirse
adecuadamente para compartir lo que, presumía, sería un rato
sumamente incómodo.

Dos semanas más tarde, Cayden cenaba con su madre y


su hermana. Previamente, Florence le había comentado con
indiferencia que acudirían al baile de los vizcondes Leyton, a lo
que respondió que él las acompañaría, sin percatarse de la mueca
de fastidio de su hermana. Ni siquiera se había molestado en
dirigirle una mirada cuando habló.
Mientras comían, observaba con disimulo a Imogen. La
había dejado con ocho años, sin haberla visto más que una sola
vez, casi recién nacida, puesto que su padre consideraba que una
simple muchacha no requería más atención, y se había
convertido en una preciosa mujer de dieciocho, que acababa de
disfrutar de su primera temporada. Un poco más alta que la
media, estilizada, era muy hermosa. De cabello oscuro y ojos
verdes, heredados de su madre, había sido considerada un
diamante de primera agua en su debut.
Pasó la mirada a su madre. Seguía siendo muy hermosa
con cincuenta años y su cabello rubio todavía no mostraba cana
alguna, a pesar de las preocupaciones de los primeros años tras la
muerte de su marido. Él, como su hermana, había heredado sus
expresivos ojos verdes, y se preguntaba cómo era posible que su
padre hubiera ignorado tamaña belleza, al igual que la
generosidad, alegría, prudencia y dignidad que la caracterizaban,
o por lo menos eso era lo que recordaba de ella cuando era
solamente un niño ingenuo. Al recordar las razones de su padre
para despreciarla, frunció el ceño. No debía olvidar, pese al
encanto de su madre, lo que le había hecho a su progenitor. De
todas maneras, lo cierto es que las dos mujeres eran dos
perfectas desconocidas para él.
La voz de su madre lo sacó de su abstracción.
―Podríamos viajar hasta Surrey, Denson Manor ha
recuperado todo su esplendor gracias a ti, y me agradaría que
comprobases por ti mismo todas las mejoras que se han hecho.
Cayden ni siquiera levantó la mirada de su plato.
―De cualquier manera, debo desplazarme hasta allí.
Darkwood gestionará los barcos en la dársena de Londres y yo
me ocuparé de los de Surrey. Además, debo comprobar algo en
Hampshire ―contestó con indiferencia.
Su madre lo miró con preocupación en los ojos, sabiendo
a qué se refería.
―Déjalo, Cayden. Me temo que te has obsesionado con
esa propiedad. La hemos perdido, debes asumirlo. ―La voz de su
madre tenía un ligero matiz de desaprobación que irritó al duque.
―No tengo intención alguna de dejarlo pasar, madre.
Ese… hombre le robó nuestra propiedad más productiva, y no
pienso permitir que sus rentas lo enriquezcan más. Es nuestra y
la recuperaré, tenga lo que tenga que hacer.
Florence suspiró.
―Cayden, esa propiedad pertenecía a mi familia, si a mí
no me importa recuperarla, ¿por qué tiene que importarte a ti?
―Precisamente por eso, porque era tuya. Ese maldito
conde no tiene ningún derecho a poseerla ―replicó, mientras
comenzaba a enfurecerse.
La duquesa viuda se levantó ante la mirada sorprendida
de su hija, lo que provocó que su hijo hiciera lo mismo. Clavó
sus ojos verdes, tan parecidos a los de su hijo, en él.
―Aunque no quieras reconocerlo, el derecho a poseer esa
finca se lo dio tu padre apostándola, sin tener en cuenta ni que
era mía, ni mis sentimientos. No pretendas redimir a tu padre
recuperando Arden Hall. Ni eso ni las otras muchas propiedades
que pudiste recuperar eximirán a tu padre de sus muchos
pecados, ni de su culpa por haberlas perdido. Y si a tu padre no
le importó apostarla a pesar de todo, ¿por qué debería
preocuparte a ti?
―¡No sabes nada! ―exclamó Cayden―. Ese hombre
exigió que la apuesta fuese Arden Hall. Padre me lo dijo. ―«Lo
mismo que me contó otras muchas cosas sobre ti», pensó con
crueldad―. Por cierto, soy Harding, te agradecería que lo
recordases.
Florence miró a su hijo con una mezcla de compasión y
tristeza. «Tu padre no dijo una sola verdad en toda su inútil vida»,
pensó. Sin embargo, se negó a soportar más humillaciones,
mucho menos de su propio hijo.
La duquesa alzó la barbilla con arrogancia.
―Serás Harding en público, por supuesto, pero en
privado nadie, ni siquiera tú, me obligará a llamar a mi propio
hijo por su título.
Sin decir otra palabra, se acercó a su hija y la besó en la
mejilla, para después hacer lo mismo con Cayden, que, impávido,
no movió un músculo. El difunto duque ya le había dejado
demasiados problemas a su hijo, ella no lo agravaría contándole
la verdad sobre su padre. Eso si la creía, que lo dudaba. Cayden
aduciría que la movía el rencor.
―Subiré para acabar de prepararme. Hija, deberías hacer
lo mismo.
Al tiempo que la duquesa viuda dejaba la habitación,
Imogen miró a su hermano.
―No entiendo la razón por la que te muestras tan hostil
con el conde. Mamá no siente resentimiento alguno hacia él y ella
padeció todas las imprudencias de padre.
Cayden la miró fríamente.
―Tú eras una niña, no sabes nada. Esperaré a que estéis
listas en la biblioteca ―comentó, desdeñoso, mientras salía del
comedor.
Imogen observó la salida de su hermano. «Me temo que
quien no sabe absolutamente nada sobre qué clase de hombre
era nuestro padre eres tú», pensó, con tristeza.

En cuanto dejó a su madre y a su hermana en compañía


de otras damas, Cayden se dirigió hacia la sala de caballeros. No
tenía intención alguna de jugar, las imprudencias de su padre le
habían quitado el poco gusto que tenía por el juego, pero
disfrutaría de su bebida con un poco de tranquilidad.
Al cabo de un rato, extrañado por no ver aparecer a su
amigo, Cayden dejó su vaso en una de las mesas y salió al salón.
Intentaba localizar al conde entre la multitud, hasta que lo vio
apoyado en una de las columnas que bordeaban la pista de baile.
Se acercó con paso indolente al tiempo que correspondía a los
saludos de las damas y caballeros con los que se cruzaba.
Al llegar a su altura, tomó un vaso de la bandeja que
portaba uno de los lacayos y se colocó a su lado. Darkwood
simplemente lo miró de reojo y continuó observando atento
hacia los bordes de la pista. Curioso, siguió su mirada para darse
cuenta de que a quien observaba era a Imogen y a una muchacha
con la que conversaba animadamente.
―No es necesario que vigiles a mi hermana. Mi madre ya
está pendiente de ella ―comentó con sorna.
―No es a tu hermana a quien observo ―repuso, al
tiempo que tomaba un sorbo de su bebida.
Cayden volvió a fijar su mirada en las dos jóvenes.
―¿Su amiga? No sabía que andabas buscando esposa
―contestó, al tiempo que levantaba una ceja mirando a su amigo.
Darkwood no contestó, con lo cual, Cayden observó con
más atención a la dama con la que hablaba Imogen.
Era guapa, aunque no de una belleza apabullante. Más o
menos de la misma estatura que Imogen, calculó que su coronilla
le llegaría a él por el hombro. Su cabello era castaño, muy claro
en algunas zonas, sin embargo, desde su posición no distinguía el
color de sus ojos. Su cuerpo estaba bien proporcionado, con
curvas donde debería haberlas.
Volvió a dirigir su mirada a su amigo.
―¿Y bien? ¿Me sacarás de la ignorancia y me dirás de
quién se trata, o quizá me esperabas para acercarnos a mi
hermana y buscar una presentación?
Darkwood sonrió con ironía.
―Sé quién es.
Cayden soltó un bufido.
―Dark, sé que no eres la elocuencia personificada, pero
te agradecería que hicieras un esfuerzo por ser más expresivo.
¿Quién demonios es la muchacha, y por qué estás tan pendiente
de ella? ―Cayden pareció pensarlo mejor―. Olvídalo, lo
averiguaré yo mismo.
Al ver que Cayden tenía la intención de acercarse a su
hermana para buscar una presentación, Darkwood lo detuvo.
―Espera. ―Miró a su alrededor hasta que divisó la salida
a la terraza―. Aquí no, vamos ―repuso mientras indicaba el
exterior del salón.
Sin detenerse a comprobar que el duque lo seguía, el
conde se dirigió hacia la salida de la habitación, con un
desconcertado Cayden tras él.
Darkwood escrutó el rostro de su amigo mientras
apoyaba la cadera en la barandilla de la terraza.
―Si estaba pendiente de ellas no era porque me
interesaran, sino para detenerte si veía que tenías intención de
acercarte.
―¿Por qué demonios no podría acercarme a ellas? Es mi
hermana, y la otra no es tan hermosa como para que sienta la
irresistible tentación de arrastrarla a los jardines. ―Cayden estaba
estupefacto, ¿acaso Dark lo creía capaz de seducir a una
debutante? Jamás lo había hecho, sobre todo porque prefería que
sus amantes supieran lo que podían esperar de él y, desde luego,
no pensaba comenzar ahora, mucho menos con una amiga de su
hermana, Santo Dios.
Darkwood suspiró y, al tiempo que lo miraba fijamente,
espetó:
―Es la hija del conde de Halstead, lady Alexandra
Preston.
Cayden palideció; sin embargo, sus ojos refulgían de ira.
―Maldita sea, no toleraré que esa maldita familia se
relacione con Imogen. ―Comenzaba a girarse para volver al
salón cuando la voz de su amigo lo detuvo.
―Precisamente porque esperaba esta reacción no te lo
dije en el salón.
Cayden lo observó sin decir palabra.
―No puedes alejar a tu hermana de su amiga sin montar
un escándalo. La joven tiene una reputación intachable, las
pondrías a las dos en evidencia, Cayden. Si lady Alexandra no te
preocupa, piensa en Imogen.
Darkwood se había pasado casi toda la fiesta pendiente
de Imogen y la hija del conde de Halstead, en previsión
precisamente de la impulsiva reacción de Cayden.
―¿Y qué me sugieres? No voy a tolerar esa amistad,
aunque tenga que sacar a mi hermana de Londres mañana
mismo para alejarla de esa…
―Cuidado, Cayden. Aunque odies a su padre, ella es una
dama. La alta no perdonaría que la ofendieras, sobre todo
conociendo el rencor que le guardas a su padre y la reputación
del tuyo. No querrás provocar un escándalo y que tus pares
comiencen a desdeñarte al pensar que tienes la misma falta de
escrúpulos que él. Está considerada una de las bellezas de la
temporada, y si eso no fuera suficiente, su dote es… ―Dark se
calló bruscamente, lo que motivó una mirada suspicaz de su
amigo.
―¿Su dote es? ―inquirió, con recelo.
Dark evadió su mirada para pasearla por los jardines.
―Digamos que su dote es abundante ―contestó
renuente.
Cayden entrecerró los ojos.
―Exactamente… ¿como cuánto de abundancia?
―Su dote es Arden Hall ―murmuró, molesto. Sabía que
su amigo no tardaría en enterarse, teniendo en cuenta su
obsesión por la propiedad; sin embargo, esperaba que tardase un
poco más, eso le daría algo de tiempo a la joven para encontrar
un caballero adecuado antes de que Cayden interviniese.
Cayden se echó hacia atrás como si su amigo le hubiese
pegado un puñetazo.
A duras penas pudo balbucear.
―¿Arden Hall? ―Sin embargo, su sorpresa pronto dio
paso a la furia―. ¡Maldito bastardo!, no solo le roba a mi padre la
propiedad, sino que me hace pasar por la humillación de ver
cómo se la cede a otro a través de su hija. Por encima de mi
cadáver.
Dark intentó frenar la ira de su amigo.
―Cayden, déjalo estar, quizá puedas comprársela al
hombre con el que se despose.
Cayden le dirigió una furiosa mirada.
―Eso si no hace lo que debió hacer mi padre y la vincula
a su título. No voy a arriesgarme. ―Su mirada se volvió
calculadora. Si había hecho una fortuna en América no había
sido precisamente dejando pasar las oportunidades que se
presentaban.
Dark lo observó con desconfianza.
―¿Qué te propones? Aunque no sé si quiero saberlo
―masculló.
Sin dejar su expresión astuta, Cayden guardó silencio
mientras una pareja caminaba por su lado hasta rebasarlos.
―Me casaré con ella.
Dark soltó una carcajada.
―No veo cómo lo lograrías. Su padre te pegaría un tiro
antes de permitirte acercarte a ella, ni hablar de pedirle su mano.
―Ni yo me rebajaría a pedírsela. Hay maneras de casarse
con una mujer sin tener que pasar por eso ―replicó, altanero.
Dark abrió los ojos como platos.
―Por Dios, Cayden, dime que no vas a hacer lo que me
temo que vas a hacer. ―murmuró, atónito.
Cayden lo miró con frialdad.
―¿Me ayudarás?
―Eres mi mejor amigo, pero no esperes que te ayude a
arruinar a una dama. Si provocas un escándalo y su padre te
rechaza, acabarás con su reputación. Ni tú serías capaz de hacer
tamaña canallada.
Cayden sonrió malévolo.
―Aceptará, te lo garantizo. Es eso o ver a su hija
arruinada.
Dark, incómodo, intentó disuadirlo.
―Ni siquiera habéis tenido una presentación, y su padre
no consentirá que te sea presentada. Seguramente habrá
advertido a su carabina.
―Sin embargo, no ha puesto obstáculos a que se
relacione con Imogen.
Dark encogió los hombros.
―Me atrevería a decir que su relación comenzó en la
escuela de señoritas a la que fueron enviadas mientras tú estabas
en América y no eras una amenaza. Además, ni Imogen ni tu
madre guardan ese rencor hacia Halstead.
―Y, por supuesto, no esperaban que regresara antes de
casar a… ¿cómo has dicho que se llama?
―Lady Alexandra.
―Pues eso, antes de casar a lady Alexandra. Le daría
tiempo a poner Arden Hall fuera de mi alcance. ―Cayden apretó
los puños con rabia―. Maldito marrullero. Por cierto, ¿no sabrás
también si está siendo cortejada?
Dark movió la cabeza, apesadumbrado. Cuando se
trataba de Halstead no había manera de hacer que Cayden
razonara.
―No, no hay ningún cortejo.
―Bien. Podría lidiar con un pretendiente ofendido, pero
prefiero centrarme en mi propósito, sin distracciones.
Cuando comenzaban a dirigirse hacia el interior del salón
Cayden volvió su mirada hacia su amigo.
―Por cierto, ¿y tú cómo sabes todo eso? Su nombre,
dónde se conocieron mi hermana y ella…
Dark ni siquiera lo miró.
―Porque yo, a diferencia de ti, no vivo obsesionado con
un absurdo odio. Lamentablemente, tú solo tienes dos cosas en
mente, los negocios y Arden Hall.
―Y por fin ha llegado la hora de recuperarlo. ―masculló
Cayden, sin detenerse a pensar en la verdad que contenían las
palabras de Darkwood.
 
 

 
Capítulo 2
Había transcurrido una semana desde el baile en el que
Cayden supo de la existencia de la hija del conde de
Halstead y su dote. Estaba en White’s, donde esperaba la llegada
de Darkwood.
Cayden reflexionaba con un whisky en las manos sobre
cuál sería el mejor plan a seguir, habida cuenta de que no tenía
acceso a lady Alexandra. Necesitaría un buen plan y la ayuda de
su amigo. Él sí podría conseguir una presentación, eso si no
había sido presentado ya a lady Alexandra.
Levantó la mirada cuando Darkwood se acercó y se sentó
en el sillón enfrentado al suyo. Una vez hubo pedido al lacayo
que trajese la bebida de su amigo, Cayden comenzó con el acoso.
Cuando el duque se empecinaba en algo, era difícil, por no decir
imposible, hacerlo razonar, mucho menos cuando se trataba de
Arden Hall.
―¿Has decidido si me vas a ayudar? ―inquirió, con
aparente indiferencia.
Dark frunció el ceño.
―Maldita sea, Cayden, supuse que habías abandonado esa
delirante idea.
Cayden tomó un sorbo de su bebida.
―Si no vas a apoyarme en esto, tendré que buscar otra
manera de acercarme a ella, pero Arden Hall, con o sin tu ayuda,
será mío.
Dark escrutó el rostro de su amigo. Bien, él conseguiría lo
que quería, siempre y cuando le concediese a él lo que le iba a
pedir. Quizá su petición hiciese que se lo pensase bien.
―Si te ayudo, quiero algo de ti ―contestó, sin apartar la
mirada de Cayden.
―¿Vas a pedirme un favor a cambio? Vaya, no lo
esperaba, sinceramente. No eres de los que piden favores, mucho
menos a mí y a cambio de tu ayuda. ―El duque no reprimió su
sorpresa. Extendió una mano en petición de una explicación―.
Tú dirás.
Tras beber un sorbo de su whisky, Dark fijó su mirada en
los ojos de Cayden.
―Quiero la mano de tu hermana en matrimonio.
Cayden casi se atraganta al oírlo.
―¿De Imogen? ―preguntó, estupefacto.
―¿Tienes otra?
El duque frunció el ceño.
―¿La estás cortejando?
―¿Sin tu permiso? No.
Cayden, desconcertado, siguió preguntando a su
reservado amigo.
―¿Habéis hablado? ¿Llegado a algún tipo de acuerdo
entre vosotros?
―No.
El duque comenzaba a perder la paciencia.
―Maldita sea, Dark, no la has visto en diez años, no la
conoces en absoluto, ni siquiera la has tratado, a no ser que para
ti cuente la cena a la que asististe, y forzado, debo decir, en mi
casa. ¿Tal vez un par de bailes? No me parece justo para ella
concederte su mano sin ni siquiera saber su opinión al respecto.
Dark sonrió con sarcasmo.
―¿No te parece justo para ella que yo vaya de frente y
solicite a su tutor su mano, y sin embargo no tienes prejuicio
alguno en arruinar la reputación de su amiga? Un poco hipócrita
hasta para ti, ¿no crees?
―Es mi hermana ―replicó Cayden a la defensiva.
―Para lo que te importa ―masculló Dark con
mordacidad―. Y lady Alexandra es la hija de alguien ―añadió.
―De un estafador ―insistió Cayden.
―Como sea, ella no tiene la culpa de los supuestos
desmanes de su padre, al igual que Imogen no tiene la culpa de
tu maldita obsesión. ―Dark se concentró en rozar con uno de
sus dedos el borde del vaso―. Te conozco: ella no te importa en
absoluto, si no soy yo, la venderías a cualquiera por mejorar un
acuerdo o cerrar un negocio. La diferencia es que seguramente
yo trataré mejor a tu hermana que tú a lady Alexandra.
―¿Por qué?
―Por qué, ¿qué?
―¿Por qué quieres casarte con ella? ―inquirió, confuso.
De todas las cosas que su amigo podría pedirle, precisamente la
mano de su hermana… Dark nunca tuvo intenciones de casarse,
mucho menos de dar herederos al condado. Cayden conocía sus
razones, sin embargo, no era el momento de discutirlas.
―Es asunto mío ―respondió, sucinto―. Es simple,
Cayden: o aceptas o no. No recibirás más explicaciones por mi
parte.
―No me has dado ninguna.
―Precisamente.
Cayden dejó vagar su mirada hacia la ventana que estaba
al lado de donde se encontraban sentados. Dark era un buen
hombre, cuidaría a Imogen; y mejor él, que alguien a quien no
conociese. Su amigo tenía razón, su hermana no le importaba lo
más mínimo. Al fin y al cabo, llevaba diez años fuera de la
sociedad londinense, a saber qué clase de caballero decidiría
cortejar a su hermana, o lo que era peor, a saber de quién podría
creerse enamorada ella. ¡Qué demonios! No había necesidad
alguna de justificarse ante sí mismo. Él quería Arden Hall y
necesitaba la ayuda de Dark, y Dark quería a Imogen, para él eso
era suficiente. Su decisión no iba a basarla en un afecto fraternal
que no sentía. Imogen era solamente una moneda de cambio.
Con Dark o con cualquier otro.
Regresó su mirada hacia su amigo, que continuaba
bebiendo con indiferencia.
―De acuerdo.
Cayden esperaba algo más de… ¿satisfacción? por parte
de Dark; sin embargo, la mirada que le dirigió lo dejó
desconcertado. Sus ojos no expresaban ninguna emoción. En ese
momento se preguntó si realmente conocía al conde de
Darkwood.
Con una voz sin inflexiones, Dark anunció:
―Mañana te visitaré, firmaremos los acuerdos
matrimoniales y hablaré con tu hermana. Una vez hecho esto, y
enviado el anuncio a los periódicos, te ayudaré con lady
Alexandra.
El conde se levantó.
―Si me disculpas, tengo un compromiso.
Cayden observó cómo su amigo se alejaba con paso
indolente. ¿De verdad le había concedido la mano de su
hermana? Desconcertado, dejó su vaso en la mesa y se dispuso a
marcharse. Él también tenía cosas que hacer… como informar a
su madre y a Imogen de la próxima boda de esta.

Florence y su hija observaban a Cayden incrédulas. Desde


que había regresado nunca comía con ellas, aduciendo que estaba
ocupado con sus negocios, y si ya les sorprendió que las
acompañara durante su comida, las desconcertó todavía más la
razón de ello.
―Disculpa. ―Florence quiso creer que no había
entendido bien las palabras de su hijo―. ¿Hemos entendido
bien? ¿Has aceptado el compromiso del conde de Darkwood con
Imogen?
―Eso he dicho, sí.
Su madre intentó hacerlo entrar en razón.
―Cayden, apenas se conocen, el conde ha cenado una
única vez con nosotras y quizá hayan intercambiado un par de
saludos en algún salón, o compartido algún baile pero nada más,
e Imogen apenas ha pasado su primera temporada, ni siquiera ha
tenido la oportunidad de ser cortejada, de conocer a otros
caballeros.
―Llevo diez años fuera, madre. No conozco lo suficiente
a la mayoría de los caballeros que podrían cortejarla; sin
embargo, conozco a Darkwood, será un buen marido para ella.
Imogen observaba a su hermano con los ojos abiertos
como platos. No era tonta, sabía que su futuro estaba en manos
del jefe de la familia, pero esperaba más comprensión por parte
de Cayden. Se dio cuenta de que no conocía en absoluto a su
hermano. Ella solo tenía ocho años cuando se marchó y,
mientras ella había crecido bajo la tolerancia y el cariño de su
madre, virtudes de las que evidentemente Cayden carecía, este
había sido criado por un padre sin escrúpulo alguno.
Después de tomar la mano de su madre, como si quisiera
tranquilizarla, Imogen se dirigió a su hermano.
―Me atrevo a suponer que yo no tengo nada que decir
sobre la decisión que has tomado.
Cayden, al escuchar el tono gélido de su hermana, sintió
un ramalazo de vergüenza que rápidamente desestimó. Ella
estaría bien con Darkwood, debería agradecerle que le hubiese
aceptado, a saber con quién podría acabar casada, y él no tenía
tiempo ni ganas para indagar sobre los posibles pretendientes
que pudieran surgir. Además, gracias a esa boda, él conseguiría lo
que tanto ansiaba.
―Soy tu tutor, Imogen, los acuerdos matrimoniales se
firmarán mañana. Después, Darkwood hablará contigo.
Imogen enarcó una ceja.
―Cuánta galantería por su parte, aunque como ya cuenta
con tu aprobación, no entiendo qué necesidad hay de hablar
conmigo. No es como si tuviese que hincar una rodilla. Y si se
trata de entregarme un anillo ―añadió, mordaz―, puede
entregártelo a ti, al fin y al cabo, has decidido mi futuro, así que
puedes también decidir si el anillo es adecuado o no, en realidad,
a mí no me interesa en absoluto.
A Cayden le molestó su altanería. Él sabía perfectamente
lo que era mejor para ella, y su amigo sería un buen marido.
―No toleraré ningún desprecio al conde de Darkwood.
Cuando seas requerida, bajarás y te entrevistarás con él y harás
gala de los modales que se supone que te han enseñado en esa
escuela de señoritas, carísima, por cierto, y que yo he pagado sin
que en ningún momento escuchase una protesta por tu parte por
semejante gasto.
Imogen lo fulminó con la mirada. Se levantó y su
hermano la imitó.
Mientras realizaba una perfecta reverencia, masculló:
―Se hará como Su Gracia desee. Si me disculpan.
Al tiempo que su hija abandonaba la habitación con
aparente serenidad, Florence, que no había apartado la mirada
del rostro de su hijo, manifestó su desaprobación.
―No has cambiado, Cayden, aunque esperaba que estos
años te ayudasen a ver las cosas con más claridad, me temo que
te han vuelto todavía más obsesivo, si cabe. ―Florence se levantó
aprovechando que su hijo todavía continuaba de pie―. Me atrevo
a pensar que ese compromiso tiene una finalidad que únicamente
te beneficiará a ti. Has sido egoísta y cruel con Imogen, desearía
estar equivocada, pero me temo que acabas de vender tu alma al
diablo. Lo siento, hijo, si hubiera sabido… ―Florence se calló,
no valdría de nada continuar hablando. «Si hubiera podido
impedir todas las mentiras que tu padre te inculcaba, lo hubiera
hecho de la manera que fuese, pero me temo que es demasiado
tarde. Te has convertido en una copia exacta de él».
La duquesa viuda abandonó el comedor completamente
abatida. Había puesto sus esperanzas en que el tiempo pasado en
América consiguiese que Cayden olvidase sus rencores y su
obsesión; sin embargo, parecía que todo su esfuerzo por hacer
fortuna no había sido por su familia, ni por salvar al ducado de la
ruina, sino por honrar al egoísta manipulador de su padre.

Al día siguiente, Imogen abandonó el despacho de su


hermano después de escuchar la propuesta matrimonial del
conde del Darkwood, y en el dedo anular de su mano izquierda,
donde debería lucir el anillo que le había entregado el conde, no
brillaba joya alguna.
Ese mismo día fue enviado el comunicado a los
periódicos anunciando el compromiso matrimonial del conde de
Darkwood y lady Imogen Denson, hermana del duque de
Harding.
 
 

 
Capítulo 3
Cuando lady Alexandra entró en el salón de baile de los
condes de Lydon, buscó con la mirada a su amiga. La
distinguió en un extremo de la habitación, conversando con otras
tres damas. Cuando se acercó a ellas, observó una expresión de
fastidio disimulado en el rostro de su amiga. Extrañada, prestó
atención a la charla de las otras damas.
―Es asombrosamente guapo ―comentaba la honorable
señorita Julia Sanders, hija del vizconde Sanders.
Imogen hizo una mueca desdeñosa mientras susurraba
casi para sí misma.
―La misma belleza de Lucifer.
Alexandra, que la escuchó, no pudo evitar jadear de la
sorpresa. Miró a su amiga al tiempo que enarcaba las cejas, sin
embargo, esta se encogió de hombros.
―¡Y su altura! ―exclamó lady Janet, hija del conde de
Cumsom―. Te hace sentir tan protegida.
Imogen soltó un bufido.
Alex, curiosa por las expresiones halagadoras de sus
amigas hacia un caballero, y las desdeñosas de Imogen, le
preguntó a esta mientras las otras jóvenes seguían alabando al
maravilloso espécimen de hombre, para ella desconocido.
―¿De quién hablan? ―inquirió en un susurro.
―De mi hermano.
Alex, advirtiendo el fastidio de su amiga, se disculpó con
las otras mujeres y, tomando a Imogen del brazo, la dirigió hacia
la mesa de bebidas. Después de coger sendos vasos de limonada,
se alejaron buscando un lugar un poco más privado.
―¿Por qué te molesta que adulen a tu hermano? Cabría
suponer que te sentirías halagada. ―No entendía el malestar de
su amiga. Ella no tenía hermanos, pero si los tuviese, y les
dedicasen tantos cumplidos, estaba segura de que se sentiría
orgullosa.
Imogen contestó molesta.
―No lo conocen en absoluto.
Alex estaba confusa.
―¿No lo conocen y hablan así de él?
―Quiero decir que conocen su apariencia, no su carácter,
y te puedo asegurar que tanto lo uno como lo otro es el que
tendría el mismísimo Lucifer.
Alex soltó una risilla.
―Vamos, Imogen, no puede ser tan horrible.
La mirada que le dirigió su amiga hubiese podido
congelar un océano.
―Ha prometido mi mano a alguien a quien apenas
conozco, y sin consultarme en absoluto, ni a mí ni a mi madre.
―¡¿Vas a casarte?! ―exclamó, estupefacta, Alex―. ¿Con
quién? ¿Algún caballero te estaba cortejando? No he visto
comunicado alguno en los periódicos.
Imogen bebió un sorbo de su limonada.
―La nota saldrá mañana. Ojalá hubiese admitido algún
cortejo, en vez de querer disfrutar de mi primera temporada.
―Miró a su amiga con tristeza―. Va a casarme con su amigo, el
conde de Darkwood, con el que se fue a América.
Desconcertada, Alex solamente atinó a preguntar.
―¿Por qué?
Imogen se encogió de hombros.
―Una promesa, un acuerdo comercial, una apuesta…, no
lo sé. De Su Gracia se puede esperar cualquier cosa.
―¿Te diriges a tu hermano como Su Gracia?
―Oh, sí. ―Sonrió con sarcasmo―. Sería una desfachatez
por mi parte llamarlo de otra manera cuando tuvo la arrogancia
de advertir a mi madre que debería llamarlo por su título. ―Alex
parpadeó, perpleja―. Desde que me comunicó su decisión, para
mí es Su Gracia, no volveré a tener ninguna familiaridad con él
―contestó, altanera.
―Imogen…
―No, Alex, se ha comportado como un verdadero tirano.
―Imogen tomó a su amiga del brazo y la dirigió hacia la salida a
los jardines. Tal vez el aire fresco alejase las ganas de llorar que
comenzaba a sentir―. Es cierto que nunca fuimos cercanos,
además de la diferencia de edad, me lleva trece años, siempre
estaba con mi padre, y mi padre nos ignoraba, a mi madre y a mí.
Pero esperaba que, al volver, después de tantos años, se
comportase como el hermano que debió haber sido. Y sin
embargo se ha convertido en una maldita copia de mi padre
―afirmó, con rabia.
Alex la miró con tristeza.
―¿Ha tenido la cortesía de comunicarte, por lo menos,
cuándo será la boda?
―No y, sinceramente, me es indiferente la fecha. Que la
elijan ellos. Al fin y al cabo, ya han decidido mi futuro, ¿qué más
da una fecha que otra?
Se habían sentado en uno de los bancos que delineaban el
sendero tenuemente iluminado entre los jardines. Ambas damas
callaron durante unos instantes, cada una sumida en sus propios
pensamientos, hasta que una sedosa voz de barítono las
sobresaltó.

Cayden y Dark observaron a las dos muchachas salir a los


jardines.
―Tiene que ser ahora ―comentó, inquieto, Cayden―.
Quizá no tengamos otra oportunidad.
Dark observó con expresión indescifrable a ambas
jóvenes, que caminaban susurrando con sus cabezas juntas.
―Saldré a buscar a tu hermana, cuando entremos dejaré
caer entre las amistades de Halstead que lady Alexandra podría
verse en una situación comprometida en los jardines, no puedo ir
directamente al conde, él sabe que somos amigos y puede
sospechar. Supongo que eso bastará para que le pongan sobre
aviso y salga a evitarlo. Espero que lady Alexandra no decida
entrar con nosotros, en ese caso habrá que esperar a otra
ocasión. ―Darkwood no se sentía particularmente contento con
las intenciones de su amigo, sin embargo, era la única
oportunidad que tenía para conseguir lo que él ansiaba.
―Tienes diez minutos ―informó el duque mientras se
dirigía hacia las puertas de acceso a los jardines―. Por cierto…
Dark se detuvo, expectante.
―¿De qué color son sus ojos?
El conde enarcó las cejas con asombro.
―¿Disculpa?
Cayden resopló, exasperado.
―Sus ojos, ¿de qué color son?
Dark escrutó el rostro de su amigo. «Se dispone a
arruinar a una dama y ¿le preocupa el color de sus ojos?».
―Raros.
En ese momento fue Cayden el que se mostró
desconcertado.
―¿Podrías definir raros?
Dark se frotó los ojos con resignación.
―Una extraña mezcla de azul y verde.
Cayden enarcó una ceja y asintió, al tiempo que Dark
abandonaba el salón.
El duque se dirigió hacia otra de las puertas de acceso al
exterior para no ser visto salir siguiendo a su amigo, molesto
consigo mismo por la absurda pregunta que le había hecho al
conde. En realidad, ¿a él qué podría importarle el color de los
ojos de esa mujer?

―Buenas noches, miladies ―saludó Darkwood mientras


hacía una cortés inclinación.
Ambas damas se levantaron al instante del banco al
tiempo que hacían una reverencia.
Mientras Imogen se tensaba, Alex miró con curiosidad al
caballero. Se imaginó que se trataba del conde de Darkwood por
la repentina tirantez en el rostro de su amiga. Pensó que, por lo
menos, el hombre era muy atractivo.
Cortés, respondió al saludo.
―Buenas noches, milord.
Darkwood giró su mirada hacia su reacia prometida.
―Me preguntaba si tendría la cortesía de presentarnos,
milady.
Imogen lo miró de reojo y respondió en un tono sin
inflexiones.
―Lord Darkwood, permítame presentarle a mi amiga,
lady Alexandra, hija del conde de Halstead. Alexandra, el conde
de Darkwood.
―Un placer, milady ―afirmó el conde mientras se
inclinaba cortés y extendía su mano hacia Alex.
Alex realizó una reverencia y posó su mano en la
masculina.
―El placer es mío, milord. ―Dudó si felicitarlo por el
compromiso, pero el rostro tormentoso de su amiga y la
incomodidad manifiesta de él le indicaron que lo mejor sería
callarse. Al fin y al cabo, todavía no había sido anunciado en los
periódicos.
Dark carraspeó.
―Si me permiten acompañarlas al interior, miladies, me
sentiría muy honrado si mi… prometida me concediese un baile.
―El conde esperaba y rogaba porque lady Alexandra decidiese
quedarse en los jardines.
Imogen clavó desafiante sus ojos verdes en los de
Darkwood.
―Por supuesto, lord Darkwood. ―Se giró hacia Alex―:
¿Vamos?
Alex observó al conde. Aunque su expresión no delataba
sus pensamientos, su intuición le dijo que el hombre preferiría
estar a solas con su prometida, así que decidió darles un poco de
intimidad.
―Creo que disfrutaré un poco más de la buena
temperatura. ―Sonrió a su amiga―. Entraré en unos minutos,
disfruta de tu baile.
Mientras se despedía de la pareja con una reverencia,
captó una fugaz mirada del conde hacia ella. ¿Era tristeza y
compasión lo que vio en sus ojos por un breve instante? Meneó
la cabeza, confusa. Su amiga tenía un carácter fuerte, puede que
lord Darkwood desease en realidad casarse con ella, y…
bueno… Imogen nunca había tolerado bien las imposiciones.
Al cabo de unos instantes, otra profunda voz masculina
volvió a sobresaltarla. ¡Santo Dios! Pues sí que estaba concurrido
el dichoso banco.
―Buenas noches, milady. ¿Puedo preguntar si se
encuentra bien? ¿Necesita que avise a alguien?, ¿su carabina
quizás? ―Cayden estaba desplegando todo su encanto y cortesía
con la joven. Por nada del mundo querría que se sintiese
amenazada por su presencia y emprendiera la huida.
Alex levantó la mirada hacia el caballero. Tuvo que alzar
bastante el rostro para poder ver el masculino. Por Dios, el
hombre era un gigante.
En cualquier otro momento hubiera mascullado unas
disculpas y se hubiese retirado al interior de la residencia, pero
algo en él hizo que no se sintiese intimidada por su presencia.
No veía con claridad su rostro, que permanecía entre las
sombras, pero no sentía inquietud alguna a su lado.
―Gracias, milord. Me encuentro perfectamente, solo
disfrutaba unos instantes de la agradable temperatura. ―Alex
hizo el amago de incorporarse, pero la agradable voz del hombre
la detuvo.
―Muy cierto. Yo también empezaba a encontrar
asfixiante el calor en el salón. ¿Está disfrutando de la fiesta?
―preguntó, solícito.
―¡Oh, sí! Aunque apenas acabo de llegar, parece, por lo
que he visto, que está muy animada.
En ese momento se escuchó un murmullo de voces que
se acercaban a ellos. Alex se levantó dispuesta a marcharse. No
debía ser vista en los jardines a solas con un hombre, su
reputación se haría pedazos.
―Si me disculpa, milord, creo que debo regresar. ―Se
disponía a hacer una reverencia cuando el hombre se acercó a
ella hasta que sus faldas casi rozaban sus pantalones.
Mientras la enlazaba por la cintura con una mano y
apresaba su nuca con la otra, Cayden murmuró:
―Me temo que no puedo disculparla, milady. ―Bajó la
cabeza para atrapar los labios femeninos con su boca.
El jadeo de Alex hizo que Cayden profundizara el beso.
Después de lamer las comisuras de los labios femeninos
introdujo su lengua en la húmeda cavidad. Sabía a limón, supuso
que a causa de la limonada que había tomado con Imogen. Lo
que iba a ser un beso dirigido simplemente a escandalizar a los
observadores que se acercaban se convirtió en algo más. Cayden
se dejó llevar por la frescura e inocencia de la joven y lamió sus
dientes, su paladar y, cuando la inexperta muchacha respondió
con torpeza, no pudo evitar soltar un gemido y estrecharla más
contra él. Para su sorpresa, hubiera continuado besándola hasta
que las rodillas de la joven fallasen y tuviese que sostenerla
contra sí. Sin embargo, las exclamaciones de sorpresa y los jadeos
horrorizados lo detuvieron.
Sonrió para sí cuando, de reojo, después de soltar a la
azorada muchacha miró a su espalda para encontrarse con una
multitud de damas y caballeros que contemplaban horrorizados
la escena.
¡Vaya! Dark no había perdido el tiempo.
Colocó a Alex tras él y se enfrentó con los escandalizados
mirones. Paseó su mirada sobre ellos hasta que localizó a su
presa. El conde de Halstead observaba la escena sin expresión
alguna en su rostro, lo cual inquietó a Cayden.
―¿Alexandra? ―tanteó Halstead.
Una ruborizada Alex asomó por detrás del inmenso
cuerpo de Cayden.
―Papá, no es lo que crees… ―Alex, en su confusión, no
tenía ni idea de lo que había ocurrido. En un momento estaba
intercambiando frases corteses con un agradable caballero y, al
siguiente, estaba siendo besada como si no hubiese un mañana.
―Halstead ―comenzó Cayden―, tenía la intención de
entrevistarme con usted. Su hija acaba de hacerme el honor de
aceptar convertirse en mi esposa.
Se escucharon dos exclamaciones horrorizadas.
―¡¿Qué?! ―exclamó Imogen, también presente junto a
Dark.
―¡Yo no…! ―Un sutil toque en la espalda hizo que Alex
callase. Miró al hombre y este hizo un breve gesto mientras
señalaba a la expectante concurrencia.
Desconcertada, miró a su padre. Este extendió una mano
hacia ella al tiempo que le dirigía una extraña mirada a Cayden.
―Espero su visita mañana a primera hora, Harding.
Cayden inclinó la cabeza.
―Por supuesto.
Cuando el conde y su hija se retiraron, así como los
espectadores, solo quedaron Dark, Imogen y Cayden.
Mientras la expresión de Cayden era de malévola
satisfacción, la de Dark era de abatimiento. Sin embargo, Imogen
estaba furiosa. Empezaba a entender muchas cosas. Se acercó a
su hermano y, sin mediar palabra alguna, le cruzó la cara de un
bofetón, con tal fuerza que hizo que el rostro de Cayden girase.
―Me das asco. Eres igual de miserable que tu padre
―espetó, con repugnancia.
Mientras Dark cerraba los ojos, abatido al escucharla,
Cayden se tensó. Pero no le dio tiempo a replicar. Imogen, tras
decirle eso, se giró y salió a la carrera hacia el interior de la
mansión.
Darkwood miró a su amigo, cuya mejilla empezaba a
colorearse a causa de la bofetada recibida. Meneó la cabeza,
consternado.
―Espero que Arden Hall valga todo el daño que estás
causando. ―Sin decir más, se giró y dejó al duque de Harding
completamente solo en los jardines.

En el carruaje que los llevaba de vuelta a Halstead House,


en medio de un silencio sepulcral, el conde apretaba la mano de
su hija, que llevaba cogida entre las suyas. Sabía que Alexandra
era completamente inocente. En cuanto había sabido del regreso
de Harding a Inglaterra, esperaba que algo así sucediese. Le
habían llegado los comentarios lanzados por Cayden después de
la muerte de su padre, acusándolo de ser el causante de todas las
desgracias que le habían sobrevenido a la familia por el egoísmo
y la irresponsabilidad del difunto duque y era conocedor de la
obsesión del heredero por recuperar Arden Hall.
Arden Hall no tenía tanta importancia para él como,
aparentemente, la tenía para el nuevo duque. Había cosas que
Harding no sabía, casi todas referentes al comportamiento de su
padre, que condujeron a la pérdida de la propiedad. La verdad
sobre lo ocurrido solamente la conocían dos personas, una de
ellas era él, y no era su secreto para desvelárselo a Cayden.
Miró a su hija con ternura. Rogaba para que, una vez
conseguido su propósito de recuperar la propiedad, Harding se
comportase decentemente con Alexandra.
―Tranquilízate, cariño, sé que no ha sido culpa tuya lo
que ha ocurrido.
Alex giró el rostro hacia su padre. Desde que habían
subido al carruaje no había dicho una sola palabra, se limitaba a
mirar, ausente, por la ventana.
Todavía confusa por lo sucedido, intentó explicarse.
―Estábamos hablando sobre cosas banales ―murmuró
mientras intentaba poner en orden su mente. Todo había
sucedido tan rápido…―. Me disponía a volver al interior cuando
se oyeron voces, y él… Papá, te aseguro que nada en su
comportamiento me hizo sospechar que podría actuar de esa
manera. Ni siquiera sé quién es.
Su padre le dirigió una mirada especulativa.
―¿Ni siquiera se presentó?
―Bueno, no… y yo tampoco vi razón alguna para darme
a conocer. Supuse que era un breve intercambio cortés entre dos
invitados al baile que habían coincidido en los jardines.
―Hija, ese hombre es el duque de Harding ―declaró el
conde al tiempo que observaba a Alexandra, pendiente de su
posible reacción.
Alex frunció el ceño.
―¿El duque de Harding? ―inquirió, perpleja―. ¿El
hermano de Imogen? Pero… ¿por qué haría semejante
canallada? Por los comentarios que he escuchado sobre él, no
necesita tender ninguna trampa a una dama para encontrar
esposa. Cualquiera de mis amigas hubiera estado encantada de
recibir una proposición suya. ―Alex estaba cada vez más
desconcertada. ¿Por qué ella? ¿Y por qué de esa manera tan
escandalosa?
En ese momento, el conde evadió la mirada de su hija y la
dirigió hacia la ventana del carruaje.
―Supongo que será él mismo quien te lo aclare en su
momento ―contestó, abatido.

A la mañana siguiente, el duque de Harding fue


conducido al despacho del conde de Halstead.
El conde esperaba de pie, como muestra de cortesía, tras
la mesa de su despacho; sin embargo, no hizo ademán alguno de
extender su mano. El duque tampoco.
―Excelencia.
Había tanta tensión en la habitación que casi se podía
cortar con un cuchillo.
―Lord Halstead. Seré breve. ―Cayden sacó de uno de sus
bolsillos un documento que extendió al conde―. Mis previsiones
para su hija.
Al tiempo que el conde tomaba el documento, le alargó
otro.
―Los documentos de la dote ―aclaró, sucinto.
Halstead leyó con rapidez el documento presentado por
el duque.
―Veo que ha sido muy generoso con sus disposiciones
―dijo en alta voz. Y continuó―: En el caso de que usted fallezca
sin herederos, la cantidad que recibiría mi hija sería suficiente
para vivir con holgura. Si solo hubiese hijas de su matrimonio, las
dotes que recibirían son cuantiosas. ―Halstead lo observó sin
expresión alguna en su rostro―. Así como la asignación
estipulada para sus gastos personales: resulta considerable.
Cayden encogió un hombro.
―Lo cortés no quita lo valiente. He recuperado lo que era
mío y puedo permitirme ser generoso ―replicó, displicente.
Cuando ambos hombres firmaron los respectivos
documentos, Cayden anunció, al tiempo que se guardaba los
documentos en uno de sus bolsillos:
―Desearía ver a lady Alexandra.
El conde guardó sus copias en uno de los cajones del
escritorio. Levantó su mirada hacia el duque.
―Me temo que mi hija no se encuentra en casa en estos
momentos.
Cayden enarcó una ceja.
―Me atrevo a suponer que lady Alexandra sabía de mi
visita. No me parece muy cortés ausentarse sin entrevistarse con
su prometido. No habla muy bien de sus modales.
Halstead sonrió irónico.
―Me permitirá que exprese mi desconcierto por su
opinión. Me temo que usted no es el más indicado para hablar de
cortesía o buenos modales, mucho menos al referirse a mi hija,
Excelencia.
Cayden endureció el gesto. Debía reconocer que se habría
sorprendido si, después de lo ocurrido, lady Alexandra estuviera
encantada y dispuesta a recibirlo. En realidad, le era indiferente.
Los contratos estaban firmados y la conversación con su
prometida, así como la entrega del anillo, era mera formalidad.
Desde luego no tenía intención alguna de hincar la rodilla, no
ante la hija de ese hombre.
Sacó una cajita del bolsillo que depositó encima del
escritorio.
―Su sortija de compromiso. ―Con indiferencia, añadió―:
Confío en que mañana el anuncio de compromiso esté en los
periódicos. Solicitaré hoy mismo una licencia especial y la boda
será fijada para dentro de una semana.
Halstead enarcó las cejas.
―No hay necesidad de una licencia especial, la boda
puede celebrarse después de promulgadas las debidas
amonestaciones.
Cayden contestó con frialdad.
―No tengo interés alguno en perder el tiempo. Debo
atender mis negocios y deseo visitar antes mi propiedad. Una
semana, en Harding House. Buenos días, Halstead.
Dicho esto, y sin esperar respuesta, Cayden se giró y,
mientras se dirigía hacia la puerta, la voz del conde lo detuvo.
―Excelencia.
Cayden paró y volvió el rostro.
―Si insiste en una boda tan… precipitada, a pesar de que
no es necesario, habrá un cortejo. Quiero que durante esta
semana acompañe a su prometida a pasear y a cualquier evento al
que acuda.
―Lo que usted quiera me trae sin cuidado, Halstead
―masculló Cayden con frialdad.
El conde esbozó una sonrisa mordaz.
―Me temo que no va a tener más remedio que tener en
cuenta mis deseos. La reputación de mi hija está en entredicho,
cuanto más por su decisión de no esperar un tiempo decoroso
para que los rumores por lo menos se diluyan. Así que actuará
como un caballero durante esta semana y se cerciorará de que su
comportamiento es el de un hombre enamorado que no desea
esperar.
Cayden levantó una ceja.
―No pienso pasearme por todo Londres…
Halstead lo interrumpió.
―Paseará por Londres y hasta viajará a Bath si es
necesario. El que necesita esta boda es usted, Excelencia, y hará
lo adecuado con mi hija o anularé el compromiso.
Cayden sonrió con mordacidad.
―Vamos, milord, si hace eso la reputación de su hija
quedará definitivamente arruinada.
―Alexandra tiene una dote lo suficientemente generosa
como para que, en su momento, su… error sea pasado por alto, y
cuenta, además, con una propiedad a la que se puede retirar hasta
que otro escándalo sustituya a este. Sin contar con que no tiene
hermanas a las que pueda perjudicar. ―Halstead estaba
disfrutando de bajar de su pedestal al arrogante y frío duque. En
lo que a él concernía no pensaba permitir que ignorase a su hija
una vez el compromiso fuera anunciado.
El conde cruzó sus brazos mientras esperaba atento la
respuesta de Cayden. Enarcó una ceja mientras continuaba.
»Me atrevería a decir, Excelencia, que tendrá que elegir.
Un cortejo corto, pero adecuado, o renunciar a Arden Hall, y
creo que la elección es fácil. Usted es el que más interés tiene en
que esta boda se realice.
Cayden apretó los puños con frustración. Maldito fuera.
―Recogeré a su hija mañana a la hora del acostumbrado
paseo por Hyde Park. Y quiero una lista de los eventos a los que
acudirá durante la semana.
El duque se dirigió hacia la puerta maldiciendo al astuto
conde. En ese momento no tenía duda alguna de que ese
hombre había arruinado a su padre con sus artimañas, pero él no
era su padre. Sería una semana infernal, pero cuando finalizase
tendría a Arden Hall y a lady Alexandra en su poder.
«Ya he estado el tiempo suficiente bajo el mismo techo de
ese miserable», pensó, mientras salía de la residencia del conde. Si
tenía que quedarse un minuto más, se temía que acabaría
vomitando.

Mientras tanto, en Harding House tres damas mantenían


una conversación sobre la misma boda.
La duquesa, Imogen y Alexandra se encontraban sentadas
en la salita de mañana de la duquesa, alrededor de un servicio de
té.
―No consigo entenderlo. ―Era Alexandra la que
hablaba―. No nos conocemos, no nos hemos visto jamás, ¿por
qué yo?
Imogen y su madre intercambiaron una mirada.
―Me temo que esa pregunta tendrá que contestarla mi
hijo ―respondió Florence.
―¿Tú lo sabías? ―Alex miró a Imogen―. ¿Sabías lo que
se proponía?
Imogen, abatida, negó con la cabeza.
―No. Ni siquiera podía imaginarme que fuese capaz de
hacer algo así. Aunque después de lo que hizo conmigo… cabía
esperar cualquier cosa de él.
―Sin embargo ―insistió Alex―, tu mirada cuando viste lo
que ocurría… y después, cuando tus ojos se clavaron en tu
prometido…
―En ese momento fue cuando me di cuenta de que los
dos habían preparado la trampa ―explicó Imogen con frialdad―.
Mientras uno me distraía y me sacaba de los jardines, el otro
provocaba el escándalo. Además ―continuó―, en ese momento
no le di importancia, pero mientras nos dirigíamos a la mesa de
bebidas se detuvo varias veces para susurrar con varios
caballeros. Supongo que les estaría advirtiendo del espectáculo
que se gestaba en los jardines ―añadió con resentimiento.
―En estos momentos debe estar hablando con mi padre
―murmuró, pensativa, Alexandra.
―Ya no. En estos momentos debería de estar hablando
contigo.
Las tres mujeres miraron sobresaltadas hacia la puerta.
Apoyado en ella con indolencia, se encontraba Cayden.
Alexandra se levantó inmediatamente. Mientras realizaba
una reverencia, murmuró:
―Excelencia.
Cayden la observó atentamente. En los jardines, la tenue
luz no le había permitido distinguir sus rasgos muy bien, y en el
salón no se había detenido a observarla por miedo a llamar la
atención. Si en el salón de baile le había parecido que no era una
gran belleza, tuvo que rectificar esa primera opinión.
Alta, en verdad había calculado bien, con un cuerpo
perfectamente proporcionado, esbelto, pero con las curvas
adecuadas sin ser exuberante. Su cabello, que le había parecido
castaño a causa de las luces del salón, al reflejar en ellos la luz del
sol era mucho más claro, rubio por algunas zonas. No había
llegado a distinguir el color de sus ojos en el jardín, sin embargo,
ahora no podía apartar la mirada de esa rara tonalidad de azul, tal
y como le había dicho Dark. Sus ojos eran de una mezcla de azul
claro y verde, un inusual color turquesa que le resultó fascinante.
La joven, después de hacerle la preceptiva reverencia,
enderezó los hombros y se mantuvo expectante con las manos
entrelazadas delante de ella. Cayden esperaba timidez, quizá furia
reprimida, pero le sorprendió la serenidad que mostraba.
Sin mirar a su madre ni a su hermana, con la vista fija en
su prometida, Cayden ordenó:
―Desearía hablar con lady Alexandra. A solas.
Mientras Imogen salía de la habitación sin dirigir una sola
mirada a su hermano, su madre la siguió después de observar a la
pareja con mirada preocupada.
Cayden cerró la puerta de la salita de su madre después de
que las damas abandonasen la habitación. Notó que, mientras
otras jóvenes se sentirían incómodas por su falta de decoro, ella
no pareció inmutarse. Le hizo un gesto indicándole la otomana
donde había estado sentada con Imogen.
Alexandra se sentó con tranquilidad y, en cuanto el duque
tomó asiento frente a ella, no perdió el tiempo. Él era el único
que podía aclararle las razones de su… particular compromiso, y
no pensaba marcharse de Harding House hasta que el duque se
explicase. Al menos se merecía eso.
Mientras entrelazaba las manos en el regazo, observó al
duque. Era todo lo que habían señalado sus amigas… y más,
pero su atractivo lo analizaría en otro momento.
―¿Por qué yo? ―preguntó, sin más preámbulos―. No me
conoce, yo nunca le había visto. ¿Por qué precisamente yo?
Cayden enarcó una ceja. Vaya, la joven iba directa al
grano. ¿Quería franqueza? Él no tenía ningún problema en
ofrecérsela.
―Tienes algo que me pertenece.
El rostro de Alexandra mostró su desconcierto.
―¿Qué puedo tener yo que sea suyo?
―¿Conoces la cuantía de tu dote? ―preguntó Cayden
mientras apoyaba un codo en el brazo del sillón y se frotaba el
mentón.
―¿Mi dote? ―Alexandra estaba perpleja, ¿había forzado
el compromiso pensando que su dote era cuantiosa? Él no
necesitaba dinero, según los rumores había regresado a Inglaterra
con una fortuna que superaba la de muchos títulos de la
nobleza―. Mi dote es simplemente una propiedad en Hampshire.
Cayden hizo un gesto displicente con la mano.
―Precisamente.
Alex lo miró confusa.
―Si deseaba esa propiedad, ¿por qué no hablar con mi
padre y comprarla directamente? No está vinculada, y el dinero
de la venta podría servir como dote. No necesitaba montar toda
esta… charada.
Cayden se levantó y se acercó a la chimenea. Apoyó un
brazo en la repisa y observó a la joven.
―En primer lugar, no tenía intención alguna de comprar
algo que ha sido propiedad de la familia de la duquesa durante
generaciones y, aunque tuviese esa intención, que ya digo, no es
el caso, Halstead nunca me la vendería, sobre todo después de
estafársela a mi padre.
Alex jadeó y se tensó como si la hubiesen pinchado.
―¡Mi padre no ha estafado nada a nadie en toda su vida,
es un hombre honrado!
Cayden soltó una sarcástica carcajada y obvió el
comentario de Alexandra.
―También podría haber esperado a que te casaras y
ofrecer a tu marido la compra de Arden Hall, pero, repito, no
pienso pagar para recuperar algo que se me robó ―continuó,
mordaz.
Alex lo miró con los ojos brillando de furia. Cayden
observó que, a causa del enfado, sus ojos tornaban a la tonalidad
verdosa. Vaya, cambiaban según su estado de ánimo. ¿Qué color
tomarían cuando ella estuviese bajo su cuerpo, disfrutando del
placer que él le proporcionaría? La voz de Alexandra hizo que
despertase de la inesperada ensoñación que había logrado alterar
su, hasta ahora tranquila, entrepierna. Inquieto, volvió a tomar
asiento… para volverse a levantar al instante, cuando Alex se
alzó airada.
―Está usted utilizando la palabra robo con mucha
ligereza, Excelencia. ―Alex estaba haciendo verdaderos
esfuerzos para mantenerse serena frente a ese patán―. De todas
maneras, como comprenderá, confío en la palabra de mi padre y
no tengo razón alguna para confiar en la suya, Excelencia. No le
conozco y su comportamiento no habla precisamente de
sinceridad ni honor por su parte ―afirmó, altanera.
Cayden sintió como si lo hubiese abofeteado. ¿Esa
mocosa le estaba dando lecciones de honor? ¿La hija de un
maldito embaucador?
―Alexandra… ―masculló, mientras intentaba contener
su temperamento.
―No le he dado permiso para utilizar mi nombre de pila,
Excelencia. Le rogaría que se dirigiese a mí con la debida
cortesía. Si es capaz ―siseó para sí.
Cayden escuchó perfectamente el último comentario.
Aunque admiraba que la muchacha le plantase cara (por lo
menos no se había comprometido con una de las damas sosas
que recorrían los salones), no estaba dispuesto a tolerar su
altanería, mucho menos siendo hija de quien era.
―En una semana serás mi esposa, te llamaré como yo
decida, con o sin tu permiso que, por cierto, no necesito
―replicó con arrogancia.
¿Una semana? ¿Ese condenado presuntuoso pretendía
añadir más escándalo a su ya de por sí bochornoso compromiso?
No había razón alguna para una licencia especial, solo avivaría
los rumores de que en realidad había ocurrido algo mucho más
indecoroso que un beso en los jardines.
Alex apretó los puños con rabia. Bien, una semana. Pero
que ese condenado duque no esperase verla hasta la boda.
Después del enlace no tendría más remedio que tolerarlo pero,
hasta entonces, se mantendría todo lo lejos que pudiese de él.
Realizó una profunda reverencia no exenta de burla.
―Si me disculpa, Su Gracia.
Con porte altivo, se dirigió hacia la salida de la habitación.
Su mano se congeló en el pomo de la puerta cuando escuchó la
fría voz de Cayden.
―Por cierto, Alexandra, nuestro matrimonio no será un
mero enlace de conveniencia. Será real a todos los efectos. Ah, y
mañana te recogeré para dar el preceptivo paseo frente a la ton.
―Sonrió con sarcasmo―. Órdenes de tu padre.
Alexandra ni siquiera giró la cabeza para mirarlo. Abrió la
puerta y salió al encuentro del mayordomo que esperaba con su
doncella en el vestíbulo.
Cuando la muchacha abandonó la salita, Cayden quiso
haberse mordido la lengua. ¿Qué diablos le había provocado para
decir que su matrimonio sería real? Su intención siempre había
sido consumarlo y esperar el tiempo correspondiente para volver
a visitar su dormitorio las veces que hiciese falta hasta que ella se
quedase embarazada de su heredero.
Maldita fuese, la serena dignidad que había visto en ella le
había impelido a intentar provocar alguna manifestación de rabia,
incluso un pequeño berrinche hubiese estado bien, sin embargo,
solo consiguió que una muchacha de apenas dieciocho años
lograra hacer añicos su temple.

En cuanto Alexandra llegó a Halstead House se dirigió al


despacho de su padre. Este, al verla entrar, dejó los documentos
que revisaba y se levantó para recibirla.
―Harding ha estado aquí, se han firmado los
compromisos matrimoniales ―explicó mientras la observaba
atentamente.
Alex se dejó caer en uno de los sillones, de una manera
poco femenina.
―Lo sé, estaba en Harding House con Imogen y la
duquesa tomando el té cuando apareció. Ha sido muy claro
respecto a los motivos por los cuales me tendió la trampa.
Su padre se acercó para sentarse frente a ella.
―Alexandra, me temo que sus motivos… Ese muchacho
idolatraba a su padre cuando este ni siquiera merecía el respeto
de sus propios perros de caza, se ha creído como si fuera la
palabra de Dios todo lo que el difunto duque le contó, y ese
hombre nunca admitía sus errores, siempre eran culpa de otros.
―No hace falta que me expliques nada, papá. Sé que
serías incapaz de robarle nada a nadie, mucho menos de cometer
una estafa, tal y como ese mentecato te ha acusado.
―Escucha, hija, llegará un momento en que de una
manera u otra el duque conozca la verdad sobre su padre, hasta
que ese momento llegue, confía en la duquesa, ella sabrá cuidarte.
El conde movió la cabeza, pesaroso. De súbito, recordó
algo, se acercó a su escritorio y tomó una cajita de la mesa. Se la
mostró.
―Ha dejado aquí tu anillo de compromiso. ―Ante la falta
de interés de su hija por tomar la caja, añadió―: ¿Preferirías leer
los documentos que hemos firmado?
Alex se encogió de hombros.
―¿Para qué? Si los has firmado es que a ti te parecen
adecuados, no necesito revisarlos. ―Miró a su padre mientras
fruncía el ceño―. ¿Sabías que comprometió a Imogen con su
amigo el conde de Darkwood sin consultarla? Sinceramente, no
me extraña que su hermana lo compare con el mismísimo
Lucifer ―añadió, mordaz.
De repente recordó algo.
―¿Le has ordenado que me recoja mañana para pasear
por Hyde Park? ―Si ya le parecía extraño que su padre pudiese
ordenarle algo al arrogante duque, más extraño le parecía que
este obedeciera.
―Habrá un cortejo, Alex, no voy a permitir que te ponga
más en entredicho.
Alex estaba perpleja.
―¿Cómo has conseguido que acepte?
―Era eso o renunciar a Arden Hall. ―Halstead se
encogió de hombros―. Ni siquiera tuve que insistir.
Alex resopló, frustrada.
―No tenía intenciones de aguantar a ese cretino durante
una semana entera. Bastante tendré con soportarlo el resto de mi
vida ―murmuró con irritación.
Halstead observó a su hija. Estaba relativamente
tranquilo, Alexandra no se dejaría doblegar por el rencoroso
duque. Su hija tenía un firme carácter y la sensatez necesaria para
hacerle frente. Además, gozaría de la ayuda de la duquesa, puede
que entre las dos…
 

 
Capítulo 4
Paseaban en el landó que Cayden había llevado para
recogerla. Mientras contestaban a los saludos de aquellos
con los que se encontraban, Alex observaba de reojo al duque.
«Mis amigas tenían razón: es guapo, muy guapo. Si tan
solo no mantuviera esa perenne expresión de frialdad en su
rostro… ¿Cómo serían sus rasgos cuando estuviesen suavizados
por el sueño?», Alex meneó la cabeza para desechar los
inoportunos pensamientos. Absorta, le sobresaltó la voz de
Cayden.
―¿Ha resultado satisfactoria tu inspección? ―preguntó,
burlón.
Alex soltó un bufido poco femenino que casi hizo brotar
una sonrisa en el rostro de Cayden.
―Sabe perfectamente que es usted un hombre muy
atractivo ―respondió con desdén.
Cayden giró el rostro para observarla.
―¿Lo sé?
Alex lo miró a su vez.
―¿Busca cumplidos, Excelencia?
Cayden soltó una carcajada que hasta a él mismo le
sorprendió. Alex enarcó las cejas: «¡Vaya, el altanero duque sabía
reír!». Lo examinó con más atención. Sus rasgos se habían
dulcificado con la risa. Se mordió el labio. Quizá si ambos
pusieran de su parte, su matrimonio podría funcionar. En su
inocencia, Alex no era capaz de creer que alguien prefiriera vivir
en un continuo campo de batalla.
El duque carraspeó al notar la atenta mirada de Alex
sobre él. Su sarcástico humor le había desconcertado hasta el
punto de hacerle bajar las defensas, y no tenía intención alguna
de permitirse sentir algo por ella.
Incómodo, cambió de tema y de actitud.
―Tengo entendido que acudirás esta noche al baile de los
barones Colton.
Después de inclinar cortés la cabeza para saludar a los
ocupantes de otro carruaje con el que se cruzaron, Alex
respondió.
―Lo sabe perfectamente, Excelencia. Mi padre le ha
entregado un exhaustivo informe sobre todos los eventos a los
que he aceptado acudir. ―Alex no estaba muy contenta sobre la
decisión de su padre de obligar a su prometido a un cortejo.
Hubiera preferido disfrutar de su última semana de libertad, sin
embargo, entendía los motivos de su padre: minimizar todo lo
posible el escándalo.
Cayden hizo una mueca.
―No te equivoques, tengo tantas ganas de acudir a ese
baile como tú de hacerlo en mi compañía ―repuso con
desinterés.
Alex pasó por alto el grosero comentario.
―¿Nos acompañarán Su Excelencia e Imogen?
―No. Ellas irán acompañadas por Darkwood.
―Por supuesto ―masculló Alex con sorna.
Al escuchar el tono de voz empleado, Cayden volvió su
rostro hacia ella.
―¿Hay algún problema con eso?
―¿Por qué lo ha hecho, Excelencia?
―¿Hacer el qué?
―Conceder la mano de Imogen al conde de Darkwood.
El duque enarcó una ceja.
―No creo que tenga que darte explicaciones de las
decisiones que tomo sobre mi familia.
Alex clavó una penetrante mirada en su prometido.
―Por supuesto que no, faltaría más. De todas maneras,
creo que ya me ha contestado.
―Oh, ¿de verdad?
―No soy tonta, Excelencia. Lord Darkwood se ha
cobrado un favor. ―Sin despegar sus ojos de los de Cayden,
añadió―: ¿No es así, Excelencia?
Cayden no contestó. Tendría que estar muy atento a esa
mujer. Por lo visto, había heredado la astucia de su maldito
padre.

Llegaron al baile y, después de saludar a los anfitriones,


ambos se dirigieron a donde se encontraban Florence e Imogen
acompañadas de Darkwood.
La cara de alivio de Dark al verlos llegar casi hace que
Cayden soltase una carcajada.
Después de los saludos, Cayden susurró al oído de su
amigo:
―Recuerda que tú te has hecho la cama ―repuso,
mordaz, obviando la letal mirada que le dirigió Dark.
Sin mirarlo, el conde masculló:
―Necesito una copa, mejor en la sala de cartas. ―Sin
esperar a comprobar si su amigo le seguía, se encaminó hacia la
citada habitación.
Cayden lo siguió mientras contenía una sonrisa. Imogen
se lo estaba poniendo difícil a su amigo.
Después de sentarse con sus bebidas en dos sillones un
poco apartados de las mesas de juego, Cayden observó por
encima de su copa el rostro inexpresivo del conde.
―Me temo que ya es un poco tarde para arrepentirse.
Dark enarcó una ceja en su dirección.
―¿Qué te hace pensar que me estoy arrepintiendo?
Cayden encogió los hombros.
―Bueno, cuando llegamos tu cara no era precisamente la
viva expresión de la felicidad, y me temo que Imogen puede ser
un poco… difícil.
Dark compuso una mueca desdeñosa.
―Y, por supuesto, tú estás de lo más feliz con tu
prometida, si nos vamos a fiar de las expresiones ―repuso con
mordacidad.
―En realidad, ella me importa un ardite. Conseguí lo que
quería, eso es todo.
Dark se mordió la lengua para no contestarle que por qué
suponía que a él le importaba Imogen. Él no era Cayden, no
insultaría a su prometida de esa manera, ni siquiera delante de su
indiferente hermano.
En cambio, contestó:
―Por supuesto, por eso no le quitas el ojo de encima.
―Desde donde estaban sentados se veía perfectamente el salón
de baile.
Cayden se encogió de hombros.
―Bueno, es muy hermosa, no quisiera que algún caballero
se plantease liberarla de su triste destino con el hijo del infame
duque de Harding.
Dark contestó con irritación.
―¿De verdad es absolutamente necesario que te muestres
tan insultante con tu prometida? Te recuerdo que gracias a ella
obtuviste lo que tanto deseabas. Y ella no es su padre, no te ha
hecho mal ninguno.
Cayden pensó en las palabras de su amigo. En realidad,
Alexandra le agradaba, ese era el problema. «Si no fuese hija de
quien era, tal vez…», desechó esos pensamientos, la realidad era
que la que era: digna hija de su padre y tan astuta como él. Le
desconcertó tener casi que obligarse a pensar en ella en esos
términos, si no tenía cuidado ella acabaría metiéndose debajo de
su piel.
Observó a su prometida bailar con un caballero. Le
sonreía como si el hombre fuese el único en el salón. Un
ramalazo de algo que no quiso identificar le recorrió el cuerpo.
Recordó el beso en el jardín que había precipitado toda esta
situación. En aquel momento, absorto en sus labios, hasta se
había olvidado de quién era ella.
Se levantó al tiempo que Dark alzaba una mirada
sorprendida hacia él.
Era su prometida, ¿verdad? Se le había ordenado que
actuara como un novio enamorado, ¿no? Pues bien, sería
exactamente eso lo que haría.
Se acercó al borde de la pista de baile para esperar que la
música cesara. Cuando el caballero condujo a Alexandra hacia
donde estaban la duquesa e Imogen, los interceptó.
Ante el desconcierto de Alex, saludó al hombre. Lo
reconoció de sus años universitarios. Era el heredero de un
conde, no recordaba el título del padre pero sí el del caballero.
Vizconde, eso era, vizconde Sellers.
―Lord Sellers.
―Excelencia.
Cayden tendió una mano hacia Alex para arrancarla del
hombre que la llevaba tomada del codo. Le era indiferente la
opinión de Sellers. Seguramente creería que era un prometido
enamorado ansioso por bailar con su novia. Sonriendo
interiormente, observó el rostro perplejo de Alex.
―Si me permite, milord, mi prometida parece un poco
acalorada, creo que debería acompañarla a tomar el aire. ―Su
tono de voz le sonó demasiado empalagoso incluso a sí mismo.
―Por supuesto, Excelencia. Precisamente comentábamos
que, a pesar de quedar poca gente en la ciudad, sigue siendo
asfixiante el ambiente de los salones. ―El hombre, cortés, se
despidió de Alexandra. ―Milady, un placer. Excelencia.
Mientras Cayden asentía con la cabeza, Alex hacía una
reverencia al vizconde al tiempo que este tomaba su mano para
depositar un beso en sus nudillos.
¿Qué demonios le ocurría? Cayden frunció el ceño
mientras reprimía las ganas de alejar de un manotazo los labios
de Sellers de la mano de ella.
Colocando su mano en la espalda de Alex, prácticamente
la arrastró hacia la puerta que conducía a los jardines al tiempo
que detenía a un camarero para coger una copa de champán que
ofreció a la joven y tomaba otra para él.
Alex se mantuvo en silencio hasta que llegaron a una
zona de los jardines en la que Cayden se detuvo al tiempo que
observaba el rostro de ella. Bebía de su copa mientras su mirada
se posaba en los jardines. Al notar los ojos de Cayden puestos en
ella, alzó su rostro para mirarlo.
Cayden volvió a maravillarse de la serena expresión de sus
preciosos ojos. Dios Santo, esas turquesas iban a ser su
perdición. Alex frunció el ceño mientras la punta de su lengua
salía para saborear de sus labios los restos del champán, y eso fue
más de lo que Cayden estaba dispuesto a soportar.
Enlazó su cintura y la apretó contra él. Su boca apresó los
apetitosos labios de la muchacha al tiempo que su lengua recorría
las comisuras de su boca, todavía con el sabor a la bebida.
Alex alzó una mano para atrapar la nuca de Cayden. Podía
ser un cretino, pero besaba como los ángeles. O como un
demonio, no estaba segura.
Cayden lanzó la copa que todavía sostenía en la mano
hacia los jardines para abarcar el mentón de la joven y
profundizar el beso.
Se besaron como si de repente ambos hubiesen
encontrado algo que habían perdido. Cuando la lengua de Alex
respondió con timidez a los jugueteos de Cayden, este gimió.
Ella comenzó a imitar los movimientos de la lengua masculina
mientras Cayden se perdía en la dulce y húmeda cavidad de su
prometida. Cuando la mano masculina comenzaba a bajar por su
clavícula hacia los pechos de Alex, unas voces los
interrumpieron.
Se separaron lo justo para que sus miradas se prendieran.
La de Cayden era de perplejidad por lo que había sentido. La de
Alex era de anhelo por lo que le había hecho sentir y desear.
Después de unos instantes, Cayden la tomó del brazo.
―Volvamos ―ordenó mientras recuperaba su habitual
impasibilidad.
Alex asintió.
«¿Qué ha ocurrido? He sentido como si Cayden, con ese
beso, hubiese reclamado algo. Pero ¿qué? Quizá solo sea simple
afán de posesividad», pensó Alex mientras caminaba al lado del
indiferente duque. Aunque ella hubiese sentido que todo su
cuerpo se derretía en los brazos de él, eso no era más que
inocencia ante la seducción de alguien mucho más experto en
esas lides, ¿verdad?
Mientras tanto, Cayden se hacía una firme promesa. No
volvería a besarla. La intimidad emocional que había sentido
mientras se perdía en su boca, y que jamás había experimentado
con nadie, lo había perturbado demasiado. Ni podía ni quería
llegar a tener ningún sentimiento por Alex, salvo desdén.

Desayunaba, parapetado como era su costumbre tras el


periódico de la mañana, cuando la voz de su madre casi le hizo
soltar un bufido de exasperación.
―Dice mucho a tu favor que hayas decidido cortejar a
lady Alexandra durante esta semana. Acallará algunos rumores.
Imogen enarcó una ceja con sorna al tiempo que tomaba
una tostada. «¿Decidió? ¿Él?». Casi suelta una carcajada, su
arrogante hermano había sido obligado a cortejar a Alex, desde
luego no había sido idea suya. Él nunca sería tan cortés con una
dama, mucho menos si se trataba de su amiga. Prestó atención a
la conversación que, sabía, se iba a convertir en una lucha de
voluntades entre su madre y su hermano.
Cayden bajó el diario con lentitud y, mientras lo doblaba
con indolencia, clavó una fría mirada en la duquesa.
―Me temo que se confunde, madam. Yo no decidí nada, el
cortejo me fue impuesto.
Florence entrecerró los ojos.
―Como sea, ya que hay un cortejo, deberás hacer honor a
ello. ¿Ya le has enviado flores?
Cayden la miró como si le hubiera sugerido que le
mandara una caja llena de víboras.
―¿Flores? ¿Por qué habría de hacerlo?
―¿Porque demostraría tu interés? ¿Porque es lo adecuado
enviar flores y algún que otro regalo a tu prometida?
―Interés no tengo ninguno. Y en cuanto a si sería
adecuado o no, me importa bien poco. Mi compromiso es por lo
que es y ya hago bastante perdiendo el tiempo correteando
detrás de la hija de Halstead durante toda esta semana.
Florence lo intentó de otra manera.
―Si tu problema es el tiempo, yo podría encargarme de…
Cayden la cortó con voz acerada.
―No va a encargarse de nada, madam. La última vez que
se encargó de algo causó bastante daño. ―La duquesa abrió los
ojos sorprendida mientras Imogen miraba a su hermano sin
disimular su odio―. No se meta en mi vida, no tengo intención
alguna de permitir que estropee mis planes tal y como hizo con
mi padre.
Cayden dejó la sala ante la mirada desolada de su madre y
la enfurecida de su hermana.
Imogen observó de reojo a la duquesa, que miraba sin ver
la taza que tenía en las manos.
―No permitas que sus groserías te afecten. ―Extendió
una mano para tomar la taza que todavía aferraba la duquesa y
depositarla en el platillo, al tiempo que se levantaba y se acercaba
a su madre para arrodillarse a su lado.
Florence la miró abatida.
―Creí que después de todo lo que pasé con su padre
nada podría afectarme, pero… escuchar ese rencor en mi propio
hijo…
―Mamá, no es tu hijo quien habla, es su maldito padre.
―Lo sé, hija, lo sé. Por eso duele doblemente, porque
sigue manipulándolo aun después de muerto.
Algo rondó la cabeza de Imogen, porque sonrió.
―Alex es fuerte. Sabrá ponerlo en su lugar.
Florence correspondió a la sonrisa alentadora de su hija.
―Lo es, ¿verdad? ―Ladeó la cabeza, pensativa―. Se
parece mucho a Anne, es inteligente y sensata. Si tu padre no
pudo doblegarla a sus deseos, dudo mucho que Cayden lo
consiga con Alexandra.

Mientras tanto, Cayden esperaba en el landó la salida de


su prometida de Halstead House. Lo correcto sería que bajase y
la esperase en el interior de la casa, pero no veía necesidad
alguna. Bastante estaba haciendo cumpliendo con el maldito
cortejo del demonio.
La puerta de la residencia se abrió y Alexandra salió.
Cayden la observó. En su sereno rostro no había el más mínimo
gesto de desagrado por la descortesía de él.
Bajó del carruaje para ayudarla a subir. Podía esperar a
que lo hiciese un lacayo, pero estaban a la vista de todo el
mundo. Ya arrastraba una reputación un tanto… dañada, a causa
de su padre, como para cometer tamaña grosería en público.
Sin embargo, Alex se detuvo en vez de dirigirse hacia el
landó.
Alzó el rostro para mirarlo.
―Podríamos pasear. Hace un día precioso.
Cayden enarcó una ceja. La observó como si le hubiesen
salido cuernos.
―¿Disculpa? ―Seguramente habría oído mal―. ¿Pasear?
Los ojos de Alex se tornaron ligeramente verdes. Maldita
sea, esos cambiantes ojos lo iban a volver loco.
―Sí, Excelencia. ―Esbozó una mordaz sonrisa―.
Supongo que recordará cómo se hace… se coloca un pie delante
del otro y se avanza.
Cayden entrecerró los ojos.
―No le va el sarcasmo, milady.
Ella se encogió de hombros.
―No tengo intención alguna de caminar. No tendría más
remedio que parar con todo aquel que desease saludar, además
de que no me gusta que se me exhiba como a una mascota.
―Pero, Excelencia, supuse que a quien se estaba
exhibiendo era a mí, al menos la magnífica dote que ha
conseguido.
―Sube al landó, Alexandra ―siseó entre dientes. ¿Qué
sería lo siguiente que exigirían ella o su padre, llevarla al teatro?
La joven se acomodó con indiferencia en el asiento. Con
la misma indiferencia, una vez Cayden hubo subido, propuso:
―Podríamos ir al teatro en la noche. Estrenan una obra
interesante de Shakespeare en el Drury.
Cayden rodó los ojos, exasperado. ¿Acaso leía la mente?
Eso era cosa de su madre, seguramente la duquesa viuda le había
puesto al corriente de todo lo que no estaba dispuesto a hacer, y
la maldita pretendía molestarlo. Pues no lo lograría.
―No me gusta el teatro ―espetó secamente.
Alex resopló.
―No le gusta el teatro, no le gusta leer, no le gusta
bailar… Salvo siendo grosero, ¿hay algo más con lo que disfrute,
Excelencia?
Cayden acercó el rostro al de Alexandra, lo que provocó
que esta diese un respingo.
―Disfrutaré enormemente visitando mi propiedad de
Arden Hall ―masculló.
Alex giró su rostro para observar la calle.
―Haga lo que guste, Excelencia, yo iré al teatro. Con o sin
usted. De preferencia, sin usted, será más divertido.
Maldita condenada.
―Te recogeré a las nueve.
Alex disimuló una sonrisa de satisfacción.
―Podemos usar el palco de mi padre.
¡Ni loco!
―Tengo mi propio palco.
El resto del paseo transcurrió en el más absoluto silencio
hasta que, al devolverla a su residencia y después de ayudarla a
bajar del landó, Alex no pudo evitar soltarle una pulla.
―Muy agradable el paseo, Excelencia, es usted un gran
conversador, la verdad es que me ha… sorprendido gratamente.
―Se giró con arrogancia y se dirigió hacia la puerta que mantenía
abierta el mayordomo ante la mirada estupefacta de Cayden.
«Cinco días, solo faltan cinco días y le borraré esa
arrogancia de un plumazo», pensó, mientras apretaba los puños.
Sin embargo, el suplicio de Cayden no había terminado.

El duque estaba en el vestíbulo. Terminaba de ajustarse


los guantes para salir a recoger a lady Alexandra cuando un
movimiento en las escaleras lo hizo girarse para encontrarse con
su hermana que, vestida de noche, bajaba acompañada de la
duquesa.
Imogen se colocó a su altura y, después de mirarlo de
arriba a abajo, espetó:
―Podemos irnos.
Las cejas de Cayden ascendieron hasta el nacimiento del
cabello.
―¿Irnos? ―inquirió, estupefacto―. ¿Irnos quiénes
exactamente, y a dónde?
―Al teatro, por supuesto ―contestó Imogen con
indiferencia.
Cayden la miró belicoso.
―No recuerdo haberte invitado.
Florence intervino.
―No tenías que invitarla. No podéis presentaros en el
teatro tú y lady Alexandra a solas, por mucho que estéis
prometidos. Imogen os acompañará.
El tono de voz de la duquesa no admitía réplica.
Maldita sea, tendría que soportar no a una, sino a dos
mujeres. Bufó exasperado y, sin esperar a su hermana, salió hacia
el carruaje que esperaba en la puerta.
Imogen y su madre intercambiaron una sonrisa. ¿Quería
hacer las cosas difíciles? Bien, así sería.
La noche fue un infierno para Cayden. A su poca
querencia por el teatro se juntó el que las dos damas hicieron
frente común y no le prestaron la más mínima atención, salvo en
el momento del descanso que le solicitaron que fuese galante y
les trajese unas bebidas mientras ellas se quedaban tan contentas
en el palco, charlando como cotorras.
Cuando, al día siguiente, recibió una nota de Alexandra
disculpándose por no poder acudir a su paseo diario a causa de
una molesta jaqueca, Cayden pensó que los dioses no lo habían
abandonado del todo. Solamente quedarían dos días para que el
suplicio acabase. ¿Sería alérgica a algo? Se planteó preguntárselo
a la duquesa. Quizá si le enviaba algo que no tolerase se libraría
de esos dos miserables días que restaban.
Sin embargo, no hizo falta que recurriese a esos extremos,
sobre todo por las pocas ganas que sentía de recurrir a la
duquesa. Alexandra se disculpó el resto de los días alegando que
estaba muy ocupada con los preparativos de la boda.
Si Cayden estaba harto del cortejo, Alexandra estaba
exhausta. En mala hora a su padre se le había ocurrido la
maravillosa idea. El duque era insoportable, no ponía nada de su
parte para, ya que tenían que verse, al menos procurarse un rato
agradable. Durante sus dos únicos paseos, si se paraban a charlar
con alguien ella llevaba el peso de la conversación mientras él,
después de un saludo cortés, se mantenía distante, sobre todo si
se trataba de damas, porque si el encuentro era con algún
caballero, el arrogante duque se convertía en el duque parlanchín.
Sin hablar de la noche infernal en el teatro. ¡Si hasta se durmió
durante la función, por Dios!

La boda se celebró, tal y como estaba previsto, una


semana después en la intimidad de Halstead House. Además de
Florence e Imogen, el conde de Darkwood fue el único asistente.
Cayden hubiera preferido no volver a poner un pie en la
residencia del conde, sin embargo, ya había tenido bastantes
problemas con su hermana y su madre como para volver a
discutir sobre el lugar del enlace. Tanto una como otra insistieron
en que, por lo menos, le debía esa cortesía.
El duque se había mantenido completamente indiferente
durante el resto de las salidas que hicieron después de aquel baile
y el beso en los jardines. Siguió manteniéndose en la idea de que
Alexandra simplemente era el medio necesario para conseguir lo
que se había propuesto, pero cuando la vio aparecer del brazo de
su padre algo se retorció en su estómago. Estaba muy hermosa y
su serena expresión le impactó, como era habitual. Pensó que, si
fuese su hermana, su gesto demostraría a las claras su
disconformidad o su enfado y, desde luego, se encargaría de
hacérselo saber. Miró de reojo a Dark, que hacía las funciones de
padrino. No conocía las razones por las que le había pedido la
mano de Imogen a cambio de su ayuda, ni tenía intención alguna
de averiguarlas, sin embargo, al comparar la tranquila expresión
de Alexandra con el ceñudo gesto de Imogen, no pudo por
menos que sentir un poco de compasión por su amigo.
Concentrado en sus pensamientos, dio un respingo
cuando notó la presencia de Alexandra a su lado frente al vicario.
Carraspeó incómodo. Fijó su mirada en ella y notó que no se
había arreglado especialmente para la ocasión. No es que hubiera
estado en muchas bodas, pero si algo sabía era que las damas
solían vestirse con esmero en ese día tan especial.
Alexandra no. Ataviada con un sencillo vestido de
mañana, que lo mismo podría haber utilizado para salir a pasear
o de compras, su peinado tampoco reflejaba ninguna atención
especial. Un sencillo recogido sin adorno alguno. Echó un
vistazo a su mano. No lucía el anillo que le había regalado. Si
pretendía insultarlo no lo había conseguido, no podía importarle
menos si portaba el dichoso anillo o no.
Una vez pronunciados los votos y colocada una sencilla
alianza en el dedo anular de Alex, Cayden bajó la cabeza para
besar a la novia, sin embargo, dudó durante un instante al mirar a
los ojos de su ya esposa. No mostraban desafío, ni siquiera
mostraban enfado o rencor, pero algo en su serena mirada y el
maldito recuerdo de aquel beso hizo que, en lugar de besar su
boca, rozara su mejilla con los labios.
Durante el desayuno de bodas, la situación en la mesa
podría muy bien describirse como si estuvieran en un tribunal.
De un lado, el conde, Imogen y la duquesa viuda conversaban
animadamente bajo la fría mirada de Cayden. Entre ellos y él
mismo estaba Alexandra, que se limitaba a degustar té y tostadas
como si la situación no fuese con ella, y enfrente de él, Dark
disfrutaba de su comida, indiferente a todos.
Se inclinó sobre la mesa para susurrarle a su amigo con
irritación:
―Comienzo a estar harto de todo esto. Nos largamos.
Darkwood entrecerró los ojos.
―¿No has tenido suficiente? Ya has conseguido lo que
querías. ―Bajó aún más la voz para que no pudiesen
escucharlo―. Deja de comportarte como un maldito bastardo
egoísta. Me atrevería a asegurar que le impedirás visitar a su
padre, al menos ten la decencia de permitirles el día de hoy.
―Tengo negocios que atender ―replicó, molesto con su
amigo.
―¡Pues lárgate, maldita sea! ―siseó Dark―. Yo me
encargaré de llevarlas de vuelta a Harding House. Desde luego,
nadie echará de menos tu burbujeante alegría ―afirmó con
mordacidad.
Cayden, furioso, lanzó una letal mirada a su amigo y se
levantó bruscamente. Las miradas desconcertadas que se fijaron
en él provocaron que durante un breve instante se sintiese, tal y
como le había acusado su amigo, un completo bastardo. Sin
embargo, relegó ese sentimiento.
Ignorando la mirada hostil de Dark, habló sin dirigirse a
nadie en particular.
―Tengo negocios que requieren mi atención, debo
marcharme. Darkwood os escoltará de vuelta a Harding House.
Alexandra estaba estupefacta. Durante toda la ceremonia
había intentado mantener la compostura y calmar su
temperamento, pero esto ya era inconcebible. ¿Marcharse de su
propio desayuno de bodas? ¿Es que ese hombre tenía como
deporte insultar a los demás? Los caballeros montaban,
boxeaban, practicaban esgrima, sin embargo parecía que la única
afición de este mentecato era humillar a todo aquel que se le
pusiera por delante.
«Un poco más, Alexandra, aguanta un poco más. Si dices
algo, él estará encantado de humillarte ejerciendo su recién
adquirido poder como tu marido. Todos estaremos más
cómodos sin su arisca presencia», se dijo.
Después de hacer una breve inclinación de cabeza,
Cayden salió de Halstead House como alma que lleva el diablo.
¡Al demonio con todo!, no pensaba aguantar ni un minuto más al
maldito conde de Halstead por mucho que se hubiese convertido
en su suegro.
Mientras tanto, en la residencia del conde, la duquesa
viuda ni siquiera intentó justificar a su hijo.
―Mis disculpas, Maxwell. ―Miradas sorprendidas
convergieron en ella al oírla hablar al conde con tanta
familiaridad. Todas menos la de Darkwood, que la observó con
indiferencia.
―No es culpa tuya, querida ―contestó el conde. Miró en
derredor y decidió explicarse.
―Florence y yo nos conocemos desde jóvenes. Desde
muy jóvenes, me atrevería a decir. ―Mientras le dirigía una
amable sonrisa a la duquesa viuda, añadió―: Mi difunta esposa y
ella eran íntimas amigas.
Imogen observó a su madre.
―Nunca lo comentaste.
Florence sonrió con tristeza.
―Fue hace mucho tiempo y no pensé que fuese relevante,
habida cuenta de los sentimientos de tu hermano. Aunque no
estaba en Inglaterra, no podía permitir que a su regreso se
enterase de mi amistad con Anne y Maxwell. No deseaba añadir
más problemas.
Darkwood intervino.
―Me pregunto por qué no le han contado la verdad sobre
su padre a Harding ―comentó mientras jugueteaba con su
cucharilla de té.
Imogen lo observó durante un instante para pasar
inmediatamente la mirada hacia su madre y el conde.
―Me fastidia reconocerlo, ―Dark esbozó una sonrisa
ladina―, pero Darkwood tiene razón.
Imogen sabía qué clase de hombre era su padre, pero no
contaría jamás cómo ni por qué lo había descubierto. No le
reportaría nada a su madre, al fin y al cabo, el hombre ya estaba
muerto y, en cuanto a Cayden, no se creería absolutamente nada
de lo que pudiera decirle. Además, sin la prueba que mostraba la
verdadera cara de su padre, que no había conseguido encontrar,
no tenía nada con lo que hacer frente a su hermano.
Florence miró al conde de Halstead.
―Nunca nos creería. No tenemos ninguna prueba de que
nuestra versión fuese la verdadera, y él solo acepta la palabra de
su padre.
―Pero nosotros sí os creeríamos ―Alexandra intervino
por primera vez.
Maxwell y Florence intercambiaron una mirada. Maxwell
se encogió de hombros y enarcó las cejas. Era Florence la que
debía decidir si revelar o no la verdad sobre el difunto duque.
Después de sopesarlo unos instantes, Florence decidió
que su familia tenía que saber lo que su marido les había
ocultado y cómo había manipulado a Cayden.
―Anne y yo éramos íntimas amigas desde pequeñas
―comenzó, mientras entrelazaba sus manos en el regazo―. Sus
padres y los míos tenían muy buena relación, por lo que, durante
el verano o las navidades, solíamos coincidir en el campo, bien en
su residencia, bien en la nuestra. Hicimos nuestro debut juntas y
Anne pronto tuvo una nube de caballeros a su alrededor. ―Miró
sonriente a Maxwell, que la escuchaba con la mirada perdida―.
Era muy hermosa. Llamó la atención de Harding, sin embargo,
Anne ya se había enamorado de Maxwell. Todos nos
conocíamos, pertenecíamos al mismo círculo social y había
amistad entre nosotros.
»Cuando Harding fue a pedir la mano de Anne, su padre
lo rechazó porque ella ya le había puesto en antecedentes de su
deseo de casarse por amor con el conde de Halstead. Ni qué
decir tiene que ese rechazo fue un duro golpe para el orgullo de
Harding, acostumbrado a conseguir todo lo que quería gracias a
su rango. Su manera de hacer daño a Anne fue pedir mi mano.
Mis padres aceptaron, era un duque nada menos, pero a mi
amiga lo que le dolió fue verme atada a un hombre que no me
amaba, al que ni siquiera le interesaba lo más mínimo salvo para,
gracias a mi amistad con Anne, permanecer en el círculo íntimo
de los Halstead esperando una oportunidad. Oportunidad que
jamás llegó: Anne era fiel a sus votos y amaba profundamente a
Maxwell.
»Por supuesto, la versión de Harding era otra muy
diferente: yo me había interpuesto en su supuesta relación con
Anne, tendiéndole una trampa y obligándole a comprometerse
conmigo para ayudar a Halstead a conseguir a Anne. ―Su mirada
se endureció cuando prosiguió―. También me culpó cuando
Maxwell, harto del acoso de Harding y de su falta de respeto
hacia su esposa y hacia mí, decidió cortar toda relación con el
ducado. Os podéis imaginar la reacción de Harding. Maxwell no
fue nunca un jugador como el duque, alguna que otra partida en
su club y poco más, sin embargo, Harding se las arreglaba para
retarlo en público a jugar con mucho más riesgo. La bebida y la
impaciencia de Harding por vencer a Maxwell provocó que este
no tuviese grandes problemas en ganar cuanta partida de cartas
jugaban. Maxwell intentó parar la debacle, pero el duque no lo
permitió, cada vez era más agresivo en sus retos delante de los
demás caballeros.
Florence suspiró.
―Llegó un momento en que su rencor y su imprudencia
lo llevaron a jugarse la propiedad más rica del ducado que, por
cierto, no estaba vinculada: Arden Hall, que había pertenecido a
mi familia durante generaciones. Harding supuso que, si ponía
sobre la mesa casi toda la riqueza del ducado, eso obligaría a
Maxwell a colocar toda la suya y conseguiría arruinarlo. Pero
ocurrió todo lo contrario: demasiado borracho, demasiado
imprudente y demasiado ávido por arruinar a los condes de
Halstead, perdió Arden Hall y, con ello, la propiedad más valiosa
de todas. Las propiedades que quedaban, vinculadas o no, no
proporcionaban suficientes rentas como para mantener al
ducado en pie, sobre todo a causa de su mala gestión y su
abandono en sus obligaciones.
Su mirada se tiñó de tristeza cuando miró a Alexandra.
―Cuando murió, después del luto obligado, dejé pasar un
tiempo e intenté retomar la amistad con tu madre que el duque
había malogrado. Anne sabía que yo había sido utilizada y no
guardaba ningún rencor hacia mí. Mantuvimos correspondencia
hasta que ella enfermó. Nuestras hijas eran de la misma edad y
teníamos la esperanza de que Imogen y tú os convirtierais en las
mejores amigas, tal y como habíamos sido nosotras. Entre el
duelo por el duque y, más tarde, la enfermedad de tu madre, no
pudimos conseguir que os conocierais. Tu madre murió de
influenza cuando tenías doce años y Maxwell y yo decidimos
mandaros a la misma escuela de señoritas con la esperanza de
que congeniaseis, como así fue.
»En cuanto a Cayden, lo acaparó de tal manera que solo
lo tuve conmigo hasta que entró en Eton, y únicamente durante
el tiempo que él me permitía. Desde pequeño se lo llevaba con
sus amigos cuando iban de caza, a Londres, a sus otras
propiedades… Cayden nunca pasó un verano entero con
nosotras. Consiguió manipularlo de tal modo que lo convenció
de que el causante de todos sus males fue el conde de Halstead.
Por nada del mundo reconocería su propia culpa ante su hijo,
para el caso, ante nadie. A nosotras nos ignoraba. A mí porque
me culpaba de haber perdido a Anne a causa de nuestro
matrimonio y a ti porque él ya tenía su heredero, tú eras una
simple mujer. Cuando murió, a las puertas de aquel infame local
nocturno, no fue porque hubiese ido a recuperar Arden Hall, ni
porque intentase saldar sus deudas, sino porque debía conseguir
dinero o su amante lo abandonaría. Ya había asentado el rencor
en Cayden y le fue sencillo convencerlo de que acudía a esos
infames sitios para recuperar lo que el conde, según él, le había
quitado.
Florence alargó una temblorosa mano hacia la tetera, sin
embargo, Alexandra la detuvo con un gesto para servirle ella
misma. No confiaba en que el té no acabase derramado por toda
la mesa, al ver la agitación de la duquesa viuda.
Después de tomar un sorbo de su té, lo que pareció
calmarla un poco, Florence miró a su nueva hija.
―No permitiré que Cayden te trate como su padre me
trató a mí. Haré lo que sea necesario para evitarlo. ―Giró su
mirada hacia Maxwell―. Anne se salvó de una vida desdichada
gracias a ti, no toleraré que su hija sufra con ese remedo de
Harding en que se ha convertido Cayden, te lo prometo.
Maxwell tomó una de las manos de Florence y, mientras
la apretaba cariñoso, asintió.
―Lo sé, querida, sé que la cuidarás como si fuera tu
propia hija.
Imogen resopló al oír al conde.
―Me temo que será una causa perdida. Ni siquiera se
pudo hacer nada por mí cuando Su Excelencia decidió mi futuro.
Es su marido y ella es su propiedad, no hay nada que pueda
hacerse contra eso.
La dura mirada que le dirigió Dark hizo que, por primera
vez, Imogen se ruborizara de vergüenza delante de él.
La suave pero acerada voz de Darkwood se escuchó
mientras se dirigía a su resentida prometida.
―No es necesario ser cruel, mucho menos con tu madre.
Y me gustaría dejar algo bien claro, por última vez: yo no soy
Cayden, espero que no lo olvides.
El rostro de Imogen parecía que iba a estallar en llamas.
Se tenía merecida la recriminación de Darkwood. No tenía
derecho a pagar su frustración con Alex ni con su madre.
Pasó la mirada de su madre a su amiga.
―Lo siento, no tenía derecho a decir eso. ―Miró de reojo
a Dark, cuya expresión no demostraba ninguna emoción―. Sé
que tus circunstancias no son las mías.
Florence observó al amigo de su hijo para después
dirigirse a Imogen.
―Harías bien en recordarlo. No permitas que un absurdo
rencor dirigido a la persona equivocada defina tu vida, como ha
hecho tu hermano. Abre los ojos y el corazón, quizá te
sorprendas.
Darkwood clavó su mirada en Florence al escuchar sus
palabras. Esta se limitó a sostenerle la mirada sin que en ella
hubiese asomo de resentimiento. ¿Sería posible que la duquesa
viuda aprobase su matrimonio con Imogen?

Regresaron a Harding House escoltadas por Dark que,


una vez las hubo dejado en la residencia, se disculpó aduciendo
que tenía otros compromisos.
Florence e Imogen le mostraron la suite ducal, en
realidad, las habitaciones pertenecientes a la duquesa, tarea que le
correspondía a su ausente esposo. En la alcoba ya la esperaba su
doncella personal y las tres damas se retiraron a descansar para,
más tarde, prepararse para la cena.
Alexandra permitió que Mary, la doncella que había
estado a su servicio desde que dejó la guardería y que la había
seguido desde Halstead House, le quitara el sencillo vestido que
se había puesto para la boda. Al considerar su enlace como una
imposición, no había sentido la necesidad de engalanarse como si
fuese una feliz novia.
Una vez que Mary se hubo retirado, Alexandra,
únicamente cubierta con su camisola, se tumbó en la cama.
No tenía intención de compadecerse de sí misma, no
estaba en su condición. Jugaría con las cartas que se le habían
dado. Ahora era la duquesa de Harding, a su pesar, pero lo era.
Pues bien, cumpliría con su obligación. No obstante, si ese…
mentecato pensaba que podría humillarla sin que hubiese
consecuencias, estaba muy pero que muy equivocado. Había
recuperado esa maldita propiedad, así que no había motivo para
más desplantes.
No esperaba que se comportase como un marido
afectuoso o atento, por supuesto que no, a pesar de lo que él le
había hecho soñar con aquel beso: había sido un instante fugaz
para después volver a su habitual frialdad e indiferencia. Pero sí
esperaba un mínimo de respeto y cortesía. Una oportunidad le
daría, una sola, y si fallaba, entonces Su Excelencia se daría cuenta
de que ella no tenía ni una gota de cobardía o sumisión en su
cuerpo.
Con ese propósito en mente, se quedó dormida hasta que
Mary entró en la habitación para comenzar a prepararla para la
cena.
Permitió que su doncella la arreglase con esmero. Una
cosa era que no le interesase lo más mínimo la opinión del duque
sobre su atuendo durante la boda, y otra, faltar al respeto a la
duquesa viuda presentándose en la cena sin vestirse
adecuadamente.
Cuando bajó a la sala donde ya estaban Imogen y
Florence degustando un jerez, se dio cuenta de la ausencia del
duque. El que no se hallase allí le provocó emociones
encontradas: por un lado, alivio ―no tendrían que soportar su
gesto adusto―; pero, por otro lado, sintió vergüenza ajena al
pensar en el desprecio hacia su madre y hermana.
Algo debió reflejarse en su rostro porque Florence,
después de levantarse para servirle un jerez y sentarse juntas,
comentó sin muestra alguna de resquemor:
―Espero que aparezca para cenar, pero si no lo hace no
lo sientas por nosotras, estamos acostumbradas a estos
desplantes; primero de su padre y, ahora, por Cayden. ―Florence
esbozó una sonrisa tristemente irónica―. Sigue a rajatabla las
enseñanzas de su progenitor. Sin embargo, me duele por ti. No te
mereces tamañas descortesías.
Alex intentó tranquilizar a su suegra.
―No se preocupe por mí, Excelencia. Después de un día
tan… esclarecedor, creo que me sentiré más tranquila en su
ausencia.
―Probablemente, aunque ese no será el caso. Mis
disculpas si te provoco nerviosismo, pero por lo menos el día de
mi boda debería cenar con mi nueva esposa.
La suave pero fría voz de Cayden hizo que las damas se
sobresaltaran. Alex levantó su rostro hacia la imponente
presencia de su marido, enmarcada en la puerta de la sala. Se
negó a sentirse intimidada.
―Su presencia o ausencia en la cena no es asunto mío,
Excelencia. Soy perfectamente capaz de dominar mis… nervios en
uno u otro caso ―replicó con mordacidad.
Florence disimuló una sonrisa. Parecía que su hijo había
encontrado quien le plantase cara. Imogen, sin embargo, no fue
tan discreta: la risilla que soltó hizo que Cayden le lanzara una
mirada asesina que su hermana recibió encogiéndose de
hombros.
Cayden entrecerró los ojos y, sin importarle la presencia
de su madre y su hermana en la habitación, replicó con voz aún
más suave.
―Queda mucha noche por delante, querida, veremos si
eres capaz de dominar tus nervios dentro de unas horas.
Mientras Florence movía la cabeza, resignada ante la
grosería de su hijo, Alex enarcó una ceja al tiempo que lo miraba
con altanería. No era tonta y sabía a qué se refería Harding. Si
pensaba que, aludiendo a la noche de bodas en presencia de su
familia, conseguiría amedrentarla…
Al ver que su grosero comentario no era recibido con un
desmayo o un furioso rubor, Cayden comenzó a preguntarse con
qué clase de mujer se había casado. ¿Muy segura de sí misma, o
muy imprudente? Ya lo averiguaría. Aunque hubiese mostrado
una completa indiferencia ante su mención a la noche de bodas,
vería si en la alcoba se mantenía tan desinteresada.
―Si habéis acabado vuestras bebidas, podemos pasar al
comedor. ―Cayden se encaminó hacia la citada habitación sin ni
siquiera molestarse en comprobar si las damas le seguían.
Alex, rodeada de su suegra y su cuñada, no pudo
contenerse. Enlazó su brazo al de su suegra y, en un susurro que
pretendía ser oído solo por esta e Imogen, espetó:
―Sé que usted no tuvo demasiado que ver en su
educación, gracias a Dios, vistos los resultados. Pero no dejo de
preguntarme si su padre lo educó en medio de lobos.
Ni Florence ni Imogen pudieron contener esta vez la risa.
Cayden había escuchado el comentario y se giró con una letal
mirada.
―No vuelvas a mencionar a mi padre. Y, mucho menos, a
atreverte a criticarlo.
Alex compuso una expresión de inocencia.
―Mis disculpas, Excelencia, pero no era mi intención
criticar a nadie, solo constatar un hecho: la naturaleza de su
educación, vistos los deplorables modales que exhibe con tanta
desenvoltura.
Cayden apretó los puños con furia. ¿Es que esa mujer
tenía réplica para todo? Irritado, contestó con frialdad.
―Ordenaré que envíen una bandeja a mi despacho.
Tengo trabajo que acabar antes de… retirarme. ―Si pasaba un
minuto más con esa arpía, acabaría estrangulándola.
Alex continuó caminando hacia el comedor, indiferente al
comentario del duque. Si no deseaba cenar con ellas, mucho
mejor. Comenzaba a cansarse de que cada intercambio de
palabras se convirtiese en un combate verbal entre los dos.
Las tres damas se sentaron a la mesa dispuestas a
disfrutar de la cena sin la presencia del enfurruñado duque. La
conversación fluía cómodamente entre ellas.
En un momento dado, Florence se dirigió a Alexandra.
―Sobre esta noche… ―Le resultaba incómodo hablar de
la noche de bodas de su hijo y Alex, pero debía intentar
tranquilizar a la joven aunque, todo sea dicho, no la veía para
nada intranquila.
―Excelencia, lo que sea será. ―Alex esperaba cualquier
cosa del duque, desde que se comportase con indiferencia hacia
su inocencia, hasta que quedase en él un rescoldo de
caballerosidad y fuese delicado―. No tengo ninguna expectativa,
por lo cual, no me sorprenderá la manera en que se comporte. Si
es que se digna acudir a mi alcoba.
―Alex, me gustaría que obviaras el tratamiento conmigo.
Ya hay demasiados Excelencia en esta casa, y te has convertido en
mi hija por matrimonio. Preferiría que me llamaras Florence y
reservaras el tratamiento para tu marido, he notado que sabes
darle la entonación adecuada cuando te diriges a él. Resulta muy
refrescante escuchar tus diferentes tonos al utilizar el tratamiento.
Imogen soltó una carcajada.
―Sobre todo cuando ves las expresiones de su rostro al
oírlos, le llevan los demonios ―comentó, sin dejar de reírse.
Alex sonrió también.
―Será un placer, Florence. Ya resultaba un poco agotador
tanto tratamiento formal estando en familia.
Florence alargó su mano para apretar la de Alex con
cariño. Si esa muchacha no conseguía alejar de Cayden la frialdad
que recubría su corazón, ya podían dar a su hijo por perdido.
 
 
Capítulo 5
Cuando Alex se retiró a su alcoba, Mary ya estaba
aguardándola para ayudarla. Después de ponerse uno de
los virginales camisones que había traído, la doncella le cepilló el
largo cabello. Alex se dio cuenta de que Mary no intentaba
trenzarlo, como era habitual.
―Mary, trénzame el cabello, por favor.
―Pero es su noche de bodas, Excelencia, su marido
querrá…
Mary había sido primero la doncella de su madre y,
cuando esta murió, se convirtió en alguien imprescindible para
ella. No le ocultaba absolutamente nada y la mujer la adoraba
como había adorado a la fallecida condesa.
―Si mi marido quiere algo, lo tomará, como es costumbre
en él, y me encuentro más cómoda con el cabello trenzado
―añadió, mordaz―. Si acude a mi alcoba y le molesta la trenza,
pierde cuidado que se deshará de ella.
Mary rodó los ojos mientras meneaba la cabeza con
resignación. El duque no le agradaba, sin embargo, estaba
tranquila por su ama. Era inteligente e ingeniosa, sabría
defenderse de la grosera altanería de su marido.
Después de que Mary saliese de la habitación, Alex tomó
un libro y se sentó en uno de los sillones enfrentados al fuego.
No tenía intención alguna de tumbarse en la cama cual virginal
novia esperando la visita de su esposo. Si es que esta se producía,
claro está.
Al cabo de un buen rato, Alex no sabría decir cuánto
tiempo había pasado, enfrascada en la lectura, la puerta de
comunicación se abrió. Alexandra cerró el libro y giró la cabeza
para vislumbrar a su marido, envuelto en una bata y descalzo,
cerrar la puerta y recorrer con la mirada la alcoba hasta que la
descubrió tranquilamente sentada frente a la chimenea.
Cayden, perplejo, enarcó una ceja. ¿No se suponía que
ella debería estar metida en la cama, esperando su visita? Y sin
embargo, ahí estaba, tan tranquila leyendo un libro como si
estuviese todavía en su habitación de soltera. Esa mujer lo
desconcertaba y espoleaba su curiosidad a partes iguales.
―¿No deberías estar en la cama esperándome? ―inquirió,
con menos frialdad de la que le gustaría.
Alex se levantó y dejó el libro sobre el sillón. Cayden tuvo
que contenerse para no soltar un exabrupto. Santo Dios, la
muchacha tenía un cuerpo capaz de hacer caer de rodillas a
cualquier hombre. Sus curvas, apenas cubiertas por la delicada
tela del camisón, se transparentaban al trasluz del fuego de la
chimenea que ardía a su espalda. Cayden tragó en seco. Si había
planeado que tomar a su esposa no le afectase durante el ritual de
la consumación, contemplar ese hermoso cuerpo había hecho
que se replantease todos sus planes de mantenerse indiferente.
Sin embargo, no tenía intenciones de implicarse
emocionalmente con ella. Era la hija del hombre que
indirectamente había provocado la muerte de su padre, acudir a
su alcoba sería exclusivamente con el fin de procrear un
heredero, otra cosa era que disfrutase de la tarea.
Alex se enderezó mientras colocaba sus manos cruzadas
delante de su regazo. Se mordió la lengua para evitar una mordaz
contestación. Sin embargo, se contuvo a tiempo, no era la mejor
manera de comenzar su noche de bodas, así que se limitó a
responder secamente.
―No tenía la seguridad de si vendría a mi alcoba o no,
Excelencia.
―Creí haberlo dejado claro.
Alex no contestó. Si él pensaba que dejar clara una cosa
era mascullar una grosera insinuación, allá él, ella no tenía
intención de entrar en ningún farragoso debate.
Cayden observó a su esposa. Su serenidad le estaba
crispando los nervios. Tenía que distanciarse, o mucho se temía
que saltaría sobre ella como un mozo imberbe y mandaría al
cuerno toda contención. Si al menos ella mostrase… algo, alguna
emoción. Estaba preparado para lágrimas, ruegos, incluso temor,
pero no para esta doncella de hielo que lo miraba con esos
desconcertantes ojos turquesa. Demonios, si ni siquiera parecía
resignada. Quizá si continuaba siendo grosero provocaría alguna
emoción en ella, fuera del tipo que fuera.
―Quítate el camisón y métete en la cama. ―Tan pronto
las palabras salieron por su boca, Cayden se sintió mezquino. Por
Dios, era su esposa, le gustase o no, muy joven y virgen. Sin
embargo, siguiendo la estela de su padre, Cayden volvió a culpar
a los demás de sus propios errores: ella era la que conseguía
ponerlo fuera de sí con su templanza.
Alex soltó los botones de su camisón y, después de
abrirlo hasta la cintura, lo dejó caer al suelo con un movimiento
de sus hombros.
A Cayden el sutil movimiento le pareció la cosa más
sensual que había visto en su vida, y su ingle pareció pensar lo
mismo por la manera en que se alborotó.
Sin mostrar incomodidad alguna, Alex recorrió el
pequeño tramo entre el sillón y el lecho bajo la ardiente mirada
de su esposo. Sin decir una sola palabra, se metió bajo las
sábanas y esperó.
Cayden carraspeó. Condenación, era preciosa. Miró a su
alrededor, la luz de la habitación provenía de una lámpara de
aceite encendida en una de las mesas al lado de la cama y del
fuego de la chimenea. Se acercó a la mesa y apagó la lámpara. No
es que se avergonzase de que su esposa lo viese desnudo, por
supuesto que no, se sentía muy cómodo con su cuerpo, pero
mientras menos viese de ella, menos inclinado se sentiría a…
Maldición, no deseaba pensar en ella como en alguien, sino como
en algo, una tarea necesaria para consumar el matrimonio y, si
había suerte, engendrar a su heredero. Su despego hacia ella no
incluía tratarla con crueldad en su primera experiencia, sería
delicado, por supuesto, pero eso no quería decir que tuviera que
implicarse emocionalmente.
Alex, ajena a los turbulentos pensamientos de su esposo,
observó extrañada su gesto de dejar la habitación a oscuras,
apenas iluminada por el fuego del hogar. ¿Acaso era de esos
hombres que prefería realizar el acto en la más absoluta
oscuridad? Eso no coincidía con haberle ordenado que se
desnudase por completo. Generalmente esos hombres se
limitaban después a subir el camisón lo necesario y ejercer su
derecho como maridos. O eso tenía entendido. Aunque
solamente hubiese tenido una temporada, había escuchado
suficientes conversaciones entre damas casadas y viudas como
para hacerse una idea.
Distraída, sintió que Cayden se había metido en el lecho
al notar el peso de su cuerpo en el colchón. Tuvo que sujetarse
en uno de los laterales del colchón para evitar rodar hacia él.
Cuando uno de los dedos de Cayden comenzó a recorrer
su mejilla para bajar por su cuello y su clavícula, hasta llegar a su
pecho, Alex sintió que un escalofrío de anticipación la recorría.
Cayden acarició en círculos, solo con ese dedo, uno de los
pezones de Alex, que respondió al instante; en realidad
respondieron los dos, irguiéndose ante la delicada caricia.
Extendió su mano y, mientras la posaba en uno de sus senos
masajeando con firmeza, su cabeza bajó hasta el otro pecho para
posar su boca en el erecto brote y comenzó con suaves lamidas
hasta que su boca tomó posesión chupando, al principio con
suavidad, para después amamantarse con fuerza.
Alex cerró los ojos, aunque en realidad no se distinguía
casi nada, dejándose llevar por las exquisitas sensaciones que la
boca y la mano de Cayden provocaban en su cuerpo. Una
extraña tensión comenzó a extenderse hacia su vientre y más
abajo, mientras notaba que sus partes femeninas comenzaban a
humedecerse y a hormiguear en espera de algo, al mismo tiempo
que notaba la dureza de la virilidad de su marido contra su
cadera.
Cayden metió uno de sus muslos entre las piernas de Alex
y empujó suavemente para abrirlas y permitir mejor acceso a su
mano al centro de placer femenino.
Sin dejar de chupar su pecho, la mano de Cayden bajó
hasta posarse en el nido de rizos. Mientras uno de sus dedos se
introducía en la húmeda cavidad, ya completamente empapada,
el pulgar comenzó a friccionar el erecto botón.
Alex, envuelta en una nube de placer y deseo, abrió más
las piernas, lo que permitió que su marido introdujese otro dedo
y aumentase la velocidad con que su pulgar atormentaba el
húmedo capullo. Inconscientemente, embargada por el exquisito
placer, sus manos, que hasta ese momento mantenía a los lados
de su cuerpo agarrándose a las sábanas, subieron hasta alcanzar
el cuerpo masculino. Mientras una de ellas acariciaba la cabeza
masculina todavía prendida en su pecho, la otra acariciaba el
musculoso brazo y ancho hombro de su marido.
Al notar las suaves manos femeninas acariciando su
cuerpo, Cayden gimió, al tiempo que arreciaba los movimientos
de su dedo hasta que la tensión en el cuerpo de ella le indicó que
estaba próxima a su liberación. Sin dejar de acariciarla, se
posicionó entre sus piernas y su boca liberó el pecho para subir
hasta el cuello femenino y comenzar a mordisquearlo,
suavizando después con excitantes lametones.
En ese momento, el grito de Alex y los espasmos que
recorrían su cuerpo anunciaron que había llegado al éxtasis. Sin
dejar de besar su cuello, Cayden esperó hasta que las
convulsiones comenzaron a remitir y, entonces, introdujo su
miembro dentro de la resbaladiza cavidad.
Gimió contra el cuello de Alex y, después de detenerse un
momento al notar la tensión en el cuerpo femenino tras haber
roto su barrera, comenzó a moverse lentamente. Alex gimoteó y
sus caderas siguieron el movimiento de las masculinas. Pronto, el
cuerpo de la muchacha volvió a sentir la deliciosa tensión.
Cayden, al notarlo, incrementó sus embestidas, Alex subió sus
piernas para enlazarlas sobre el trasero de su marido y, al cabo de
unos instantes, el grito de Alex se mezcló con el gruñido de
Cayden al lograr ambos la deseada liberación.
Cayden mantuvo su rostro contra el cuello de su esposa
mientras recobraba el aliento, al tiempo que Alex continuaba
acariciando su espalda. Dios Santo, era exquisita. Había tenido
multitud de amantes, cada una con su grado de pasión, pero el
vínculo que había conseguido con ella nunca lo había sentido
con ninguna otra. Que su inocente y virginal esposa hubiese
resultado tan entusiasta y receptiva le había maravillado,
provocando que su propia liberación fuese indescriptible. Alzó el
rostro para mirar a su esposa. Alex tenía los ojos cerrados, las
mejillas sonrosadas y los labios entreabiertos. Tuvo el impulso de
cubrirlos con los suyos, pero se reprimió. Ya había sentido
demasiado placer con su cuerpo como para, además, besarla. Si
lo hacía se temía que no saldría de su cama en días, y no tenía
intención de presentar ninguna vulnerabilidad hacia su esposa.
Repentinamente molesto, no se detuvo a dilucidar si con
ella o con él mismo, se alejó del cuerpo femenino y salió de la
cama. Dudó un segundo, pero al final su caballerosidad se
impuso y se dirigió hacia la jofaina con agua situada en la zona de
aseo. Cogió un paño y, después de lavarse, se acercó a la cama
para adecentar a su esposa. Sin mirar en ningún momento su
rostro, completó la tarea y tiró el trapo a la chimenea. Cubrió con
las sábanas a su mujer y, después de tomar su bata, se encaminó
desnudo como estaba hacia la puerta de comunicación. Se
detuvo un instante mientras tomaba el pomo, y sin girar la
cabeza murmuró.
―Buenas noches.
Una vez que su marido abandonó la habitación, Alex se
sentó en la cama, estupefacta. ¿Qué demonios había ocurrido?
Había sido tierno y considerado, pero parecía como si hubiese
estado luchando contra algo, como si desease algo con
desesperación y se lo negase a sí mismo. De repente, cayó en la
cuenta de que no la había besado ni una sola vez y el motivo por
el que no la besase no podía ser que no le gustase besar, puesto
que la noche que la arruinó, aunque fuese su primer beso, ella
había notado que disfrutaba, y durante su segundo beso la
sensación fue la misma. Además, besaba muy bien, con
experiencia. Quizá le había desagradado besarla y no quiso
repetirlo. Al fin y al cabo, ella no tenía experiencia; pero si era ese
el motivo, ¿no sería su derecho enseñarla?
Tampoco se había quedado a su lado tras la consumación.
Entendía que cada uno tuviese su alcoba y sabía que la
costumbre entre la alta nobleza era que el marido visitase a la
esposa y después se retirase a su propia cama, sobre todo si no
había amor de por medio, como era el caso. Ellos no se amaban,
no tenía sentido que su marido tuviese deseos de dormir a su
lado.
No se había sentido nerviosa, tan solo expectante. El
inestable carácter del duque no le había permitido hacerse una
idea de cómo sería su comportamiento durante la noche de
bodas, por lo tanto, al no esperar nada de él, su atento proceder
la sorprendió gratamente. Quizá hubiese alguna esperanza para
su matrimonio. No habría amor, pero tal vez sí que habría afecto.

Cuando llegó al comedor de desayuno, Imogen, Florence


y Cayden ya estaban allí, el último parapetado tras uno de los
periódicos que tenía a su lado. Al verla llegar, se levantó cortés.
Alex pensó que, por lo menos, conservaba algunos
modales. Con sarcasmo, pensó que quizá su cortesía era debida a
que, después de que anoche le concediese el honor de hacerla su
esposa, se sentía obligado a otorgarle alguna que otra gentileza.
Dispuesta a intentar empezar su vida matrimonial con
buen pie, Alex se acercó a la alta figura que permanecía erguida.
Cuando se puso a su lado, apoyó una mano en su hombro, por lo
que Cayden, sorprendido, agachó la cabeza instintivamente al
creer que se disponía a comentarle algo.
En el momento en que sintió los labios de Alex posarse
en su mejilla, Cayden dio un respingo como si hubiese sido
picado por un escorpión. Ella, sin inmutarse por su reacción,
saludó con cortesía al tiempo que se dirigía hacia el lugar de
Florence para besarla con cariño, sonreír a Imogen y sentarse
después en el lugar previsto para ella.
―Buenos días.
Florence contuvo una sonrisa al ver la reacción de su hijo
ante el cariñoso saludo de su esposa.
―Buenos días, hija.
Cayden simplemente soltó un gruñido, después de
sentarse y volver a esconderse detrás de las páginas del periódico.
¿Qué demonios…? Cayden estaba desconcertado. ¿Ella
se había acercado a él por propia voluntad para saludarlo con un
beso? Sintió que el calor subía por su cuello, menos mal que el
periódico no permitía que las damas viesen su turbada expresión.
Las tres damas se enzarzaron en una amena conversación
hasta que Imogen propuso que Alex y ella saliesen a dar un
paseo. Cayden, mientras tanto, intentaba concentrarse en su
lectura, pero su interés estaba en la conversación de las damas,
sobre todo en la voz de su esposa. Masculló una maldición.
Tendría que plantearse desayunar en su despacho, ella alteraba
toda su concentración.
Cuando ambas abandonaron el comedor, Florence fijó la
mirada en el periódico desplegado delante de su hijo.
―He visto que Alexandra no portaba ninguna joya, salvo
el anillo de boda. ―comentó con indiferencia―. ¿Tu regalo no es
adecuado para el día?
Florence se refería a la arraigada costumbre entre la
nobleza de que el esposo entregase un presente a la novia
después de consumar el matrimonio.
Cayden resopló. Decididamente, desayunaría en su
despacho en el futuro. Bajó el periódico con calma y observó a
su madre.
―¿De qué regalo hablas? ―inquirió, confuso.
Florence evitó rodar los ojos con fastidio y se armó de
paciencia para responderle.
―La costumbre es que el marido entregue un presente a
su esposa después de la noche de bodas, en correspondencia por
haberle ella entregado su bien más preciado ―respondió. Tuvo
que morderse la lengua para no añadir: «dudo que tu padre se
molestase en enseñarte ese tipo de cortesía».
Cayden frunció el ceño.
―No tenía conocimiento de esa costumbre.
Florence se levantó al tiempo que apretaba los puños con
irritación. Cayden, sorprendido, se alzó al momento.
―Imagino que no ―replicó la duquesa con frialdad―. Sin
embargo, se habrá cerciorado de instruirte en regalar joyas a
vuestras amantes.
Ambos sabían a quién se refería la duquesa, y Cayden no
estaba dispuesto a que nadie cuestionara a su padre.
―No tienes ni idea de todo lo que me enseñó ―replicó,
furioso.
Florence no se acobardó. Había vivido mucho tiempo
acobardada por su marido y no pensaba darle ese privilegio a su
propio hijo.
―Puede que no. Pero por tu comportamiento, tal parece
que lo que te enseñó lo hayas aprendido en un burdel.
Mientras Cayden abría los ojos estupefacto por la áspera e
impropia contestación de su madre, ¡por Dios, era una dama!,
esta, sin esperar respuesta, abandonó furiosa la habitación.
Cayden murmuró una maldición. Esperaba que Arden Hall
valiese la pena, se temía que haberla conseguido haría su vida
muy pero que muy miserable.
En ese momento, el mayordomo anunció la llegada del
conde de Darkwood.
Dark echó un vistazo al comedor y, al verlo vacío, supuso
que el desayuno había finalizado.
―Debemos hablar. ―Fue todo el saludo que le dirigió a
su amigo.
―Espero que no sea de joyas ni regalos ―masculló
Cayden.
Dark enarcó una ceja, confuso.
―¿Perdón?
La mano de Cayden se movió haciendo un gesto vago.
―No tiene importancia. Vamos a mi despacho.
Una vez sentados en el estudio del duque, este observó a
su amigo.
―¿Y bien? ¿Qué ocurre?
―He conseguido una licencia especial. La boda con tu
hermana será la semana próxima.
Cayden meneó la cabeza.
―No le va a agradar tanta premura.
Dark enarcó una ceja.
―Soy perfectamente consciente de que nada en este
compromiso le agrada ―replicó, sarcástico.
La poca paciencia que le quedaba a Cayden después del
enfrentamiento con su madre comenzaba a agotarse.
―Tú fuiste el que condicionó tu ayuda a que te
concediera a Imogen. ―La frialdad era patente en su tono.
Dark no se amilanó.
―Y tú fuiste el que, obsesionado por conseguir lo que
querías, no se preocupó de pensar en los sentimientos de tu
hermana. Claro que nunca te has preocupado ni de ella ni de tu
madre.
Cayden se tensó. ¿Su amigo también venía con reclamos?
―¿A qué viene esto ahora? Sabes perfectamente que he
trabajado muy duro para devolver el prestigio a mi familia.
Dark se levantó, irritado. Caminó hacia la ventana del
despacho y, de espaldas a Cayden, respondió.
―Estás hablando conmigo, no con ellas. Todo tu interés
mientras hacías fortuna era recuperar esa maldita propiedad, no
el bienestar de tu madre y tu hermana. Por lo menos ten la
cortesía de no ser hipócrita conmigo.
Cayden también se levantó. No entendía la postura de su
amigo. Se habían marchado juntos, habían conseguido una
inmensa fortuna y Dark siempre supo que su objetivo era
recuperar Arden Hall. ¿A qué venía ahora ese despliegue de
moralidad?
―¿Eso es todo? Tienes la licencia y la boda será en una
semana. ¿Hay algo más? ―preguntó con voz gélida.
―Nos iremos a Kent después de intercambiar los votos.
Seguiremos como habíamos acordado, tú te encargarás de la
flota en Surrey y yo de la amarrada en East India.
―Por supuesto ―afirmó Cayden.
Después de dirigirle una extraña mirada, Dark se despidió
de su amigo.
―Nos veremos en las oficinas de la naviera. Si me
disculpas.
Cayden observó la salida de su amigo. ¿Qué demonios
estaba pasando? Parecía como si la vida cómoda que esperaba
tener en Inglaterra, gracias a la fortuna conseguida, no hubiese
sido más que una ilusión. Sus decisiones, además de no agradar a
nadie, se cuestionaban. Su hermana apenas le dirigía la palabra,
su madre había encontrado el valor para enfrentarse a él, su
amigo le acusaba de hipócrita y su esposa… bueno, su esposa era
otra cuestión en la que prefería no pensar.

La boda se celebró entre dos novios con muy diferentes


actitudes. Mientras Imogen parecía haber dejado a un lado su
animadversión hacia el conde, este mostraba una actitud distante
y su rostro no expresaba emoción alguna.
Después de ser declarados unidos en matrimonio,
Florence tomó a su hija del brazo para llevarla a un aparte.
―No te cierres a darle una oportunidad. Él no es como
Cayden y, aunque tu hermano te lo haya impuesto, piensa que
podría ser peor, hubiera sido muy capaz de casarte con cualquier
canalla simplemente por cerrar un buen negocio o por cualquier
otra razón egoísta. ―Florence escrutó el rostro de su hija―.
Cayden sigue ciegamente los pasos de su padre, al igual que para
él, no somos más que unas molestias que no tiene más remedio
que tolerar.
Imogen miró a su nuevo esposo, que conversaba con
Cayden.
―Sé que no es como mi hermano, madre; sin embargo, es
tan… distante. Aunque no con la frialdad que demuestra Cayden,
por supuesto, eso no. ―Imogen tomó las manos de su madre
entre las suyas―. Estoy harta de ser ignorada, madre, temo que
mi matrimonio se convierta en algo parecido al que sufriste tú.
―Darkwood es introvertido, cariño, pero no le juzgues
antes de conocer todas sus circunstancias. Todos tenemos
nuestros propios demonios, incluso tú. ―Imogen frunció el ceño
ante la intensa mirada de su madre. ¿Sabría…? No, no había
ninguna posibilidad de que hubiera averiguado lo que ella había
descubierto―. Por favor, hija, dale una oportunidad a él y a
vuestro matrimonio.
Mientras Imogen asentía, Florence la abrazó. Si no fuese
por Alexandra, ella también se iría de Londres, se retiraría a vivir
tranquila en la casa de la viuda en Surrey, lejos de ese hijo al que
su padre había convertido en un remedo de él mismo, pero debía
velar por la hija de Anne.
El carruaje que trasladaba al nuevo matrimonio fue
despedido en la puerta de la residencia ducal por Florence y
Alexandra. Cayden se había retirado a su despacho.
 
 
Capítulo 6
Habían transcurrido tres semanas desde su boda y Cayden
acudía todas las noches a la alcoba de Alexandra. A pesar
de sus propósitos iniciales de consumar el matrimonio y no
volver a visitarla hasta que ella le comunicase si había habido
consecuencias o no, Cayden se sentía incapaz de resistirse a los
apasionados encuentros con su esposa.
Para su sorpresa, después de estar con Alexandra, Cayden
regresaba a su alcoba con una paz y una serenidad que hacía
tiempo que no sentía. Continuaba sin besarla en ningún
momento, no deseaba implicarse emocionalmente más de lo que
lo estaba haciendo, al tener la necesidad de visitarla tan a
menudo. A todo ello ayudaba que ella nunca hacía un reproche
por el hecho de que durante el día la ignorara por completo. Se
había acostumbrado, además, aunque ni loco lo reconocería, a su
beso de saludo de las mañanas.
Si al menos se quedase embarazada, él podría ponerse
una excusa a sí mismo para no volver a su dormitorio.

Estaban desayunando cuando Florence se fijó en la


palidez y la mueca de desagrado de Alexandra ante el plato de
huevos que le habían servido. Después de observarla con
atención, preguntó preocupada:
―¿Te encuentras bien? Estás muy pálida, hija.
Cayden se tensó detrás de su escudo de papel. Sin bajar el
periódico que estaba leyendo, prestó atención a la conversación
entre su madre y su esposa.
―Estoy bien, Florence, es solo que no me apetece tomar
nada sólido. Parece que tengo el estómago un poco revuelto.
Florence frunció el ceño.
―¿Podría ser que fueras a darnos una feliz noticia?
―inquirió, esperanzada.
Alex se ruborizó.
―Me temo que es muy pronto para saberlo ―contestó
con una sonrisa.
―Sería estupendo ―El semblante de Florence se había
iluminado― tener un pequeño correteando por la casa, a quien
mimar…
Cayden intervino al tiempo que bajaba el periódico.
―En el caso de que sea una niña, podréis mimarla y
corretear por los pasillos todo lo que queráis, pero si es un varón,
mi heredero, estará bajo mi completa responsabilidad. Yo seré
quien lo eduque.
Alexandra miró a su marido, confusa.
―¿Qué quieres decir? Me temo que no entiendo…
―Creo que he sido claro ―respondió Cayden con
indiferencia―. Si es un niño, vosotras no formaréis parte de su
cuidado ni de su educación.
Florence jadeó.
―¿Serías capaz de arrebatarle a Alexandra su hijo? ―No
podía creer lo que estaba oyendo. Ni el difunto duque había sido
tan cruel, por lo menos él había permitido que Cayden
permaneciese con ella durante doce años, excluyendo los veranos
y la época de Navidad, en que el difunto duque se lo llevaba con
él.
Alexandra observaba atentamente a su marido. Sus ojos
turquesa pasaron del azul al verde por la furia.
―¿Por qué? ―preguntó con frialdad.
Cayden dobló con parsimonia el periódico. Por lo que
parecía, se había acabado la lectura.
―No voy a permitir que a mi heredero lo eduque la hija
de un estafador sin principios ni honor. No puedo arriesgarme a
que el niño crezca sin valores morales ―repuso con indiferencia.
Mientras Alexandra apretaba los puños en el regazo, más
pálida aún por el insulto recibido, Florence no se pudo contener
y se anticipó a la mordaz respuesta que, suponía, daría Alex.
―¿Crees acaso que tú tienes alguna superioridad moral?
¿Hablas de honor cuando te propones arrebatarle un hijo a su
madre para convertirlo en un maldito canalla como tu padre hizo
contigo? ¿Tú, que has ignorado durante años a tu propia madre y
a tu hermana? ―siseó, indignada―. Dime, Cayden, ¿qué clase de
valores le inculcarás? Yo te lo diré: a despreciar a las mujeres, a
no tener consideración por nada ni por nadie, a manipular a
cualquiera con tal de conseguir lo que deseas, a cerrar el corazón
a cualquier sentimiento que no sea el rencor. ―Florence apretó
las manos en su regazo, sentía que le hormigueaban por las ganas
de abofetear a su hijo―. Durante ocho años fuiste un niño
honorable, caballeroso, noble, con buenos modales, un niño del
que cualquier madre se sentiría orgullosa, hasta que tu maldito
padre intervino.
»Poco a poco fuiste cambiando ―La voz de Florence
expresaba la desolación que sentía―. Al principio todavía eras
capaz de portarte como un caballero sin dejar entrever las arteras
manipulaciones de tu padre, pero luego dejaste de fingir, porque
eso hacías, ¿verdad, Cayden? Fingir delante de tu madre que
todavía eras el noble muchacho que ella creía, hasta que te
marchaste a Eton y simplemente venías de visita, convertido en
el heredero del duque de Harding, hecho a su imagen y
semejanza: arrogante, grosero e indiferente. Y cuando Imogen
nació, ya ni siquiera te sentiste obligado a visitar a tu madre,
¿para qué? Yo ya tenía algo con lo que entretenerme, ¿no es
cierto?
Alexandra, callada, no perdía detalle de las expresiones
que pasaban por el rostro de su marido. No vio ningún signo de
vergüenza ni remordimiento por sus crueles palabras ni por los
reproches de su madre. Al contrario, su expresión acerada era la
de un hombre decidido a llevar sus decisiones hasta las últimas
consecuencias.
Cayden ni se molestó en contestar, se levantó al tiempo
que le lanzaba una letal mirada a su madre.
―Se hará lo que yo decida. Si me disculpáis.
Cuando Cayden salió de la habitación y escucharon que
se cerraba la puerta de la sala, Florence miró desolada a
Alexandra.
―Estás embarazada, ¿verdad?
―Creo que sí. Hace ya varios días que debería haber
tenido que utilizar los paños, y siempre he sido muy regular.
Tenía intención de visitar a un médico para cerciorarme y
comunicárselo una vez estuviese segura. ―Alexandra se levantó y
se acercó a la ventana. Mientras miraba sin ver el exterior,
prosiguió―: Sin embargo, después de escuchar a Su Excelencia,
me temo que no voy a decirle nada. Ni siquiera voy a desafiarlo
contestando a sus insultos. No voy a arriesgarme a que me quite
a mi hijo. ―Se giró para mirar, con un brillo de desafío en sus
ojos, a Florence―. Haré lo que sea necesario.
Florence asintió.
―Y yo te ayudaré. Escribiré a Imogen, quizá ella pueda
aconsejarnos sobre lo que debemos hacer.

Desde esa mañana, Alexandra no evitó las visitas de


Cayden a su alcoba, pero su comportamiento pasó a ser de
absoluta frialdad. Toleraba las atenciones de su marido para
evitar que sospechara de su embarazo. Temía que, si se negaba a
recibirlo, él recordase aquella maldita conversación y exigiera que
un médico la visitase.
Hizo que Mary le trajese todas las mañanas un bollo de la
cocina, que tomaba en la cama antes de levantarse. Con eso
evitaba las náuseas que le provocaba el olor de las viandas
preparadas para el desayuno. Una vez sentada a la mesa, se
limitaba a tomar unas simples tostadas con su té.
Cayden notó el cambio en Alexandra, sin embargo, no
dijo nada. Suponía que era debido a la conversación de aquella
mañana y escuchar lo que opinaba de su padre. Se obligó a
tomarlo con indiferencia, le resultaría más fácil olvidarse de ella
cuando tuviese a su heredero. Temía que se estaba
acostumbrando demasiado a su esposa, comenzaba a pensar en
ella durante el día, en los momentos más peregrinos, y lo último
que deseaba era llegar a tener sentimientos hacia ella.
Una noche, durante la cena a la que Cayden se había
presentado por sorpresa, el duque sacó un sobre de uno de sus
bolsillos para entregárselo a su madre. Esta lo tomó mientras
fruncía el ceño y, antes de que pudiera abrirlo, Cayden explicó:
―Los marqueses de Cockhram ofrecen una fiesta mañana
en la noche, he aceptado la invitación.
Florence lo miró desconcertada.
―No has aceptado ninguna invitación desde que
contrajiste matrimonio, ¿por qué deseas acudir a este baile?
―Tengo mis razones ―respondió mientras tomaba un
sorbo de vino con indiferencia.
Alexandra lo miró de reojo. ¿Razones? Algún negocio que
deseaba cerrar con alguien que había sido invitado, o quizá
aplacar los rumores que Alex sabía que debían de estar corriendo
entre la alta debido a su ausencia de cualquier evento desde que
se casaron. De lo que sí estaba segura era de que ninguna de esas
razones incluía el deseo de que ellas se divirtieran.

Cayden esperaba a su madre y a su esposa en el vestíbulo.


Cuando su madre le había interrogado al respecto de aceptar la
invitación de lord y lady Cockhram se sintió incómodo. No tenía
ninguna razón especial para asistir al baile, simplemente, por
algún motivo en el que no deseaba profundizar, deseaba que la
sonrisa volviese al rostro de Alexandra. Desde aquella mañana,
su palidez y su frialdad le inquietaban. Sabía que había sido cruel,
como también sabía que ella no se merecía esa crueldad. Al fin y
al cabo, quien había perjudicado a su padre fue el conde de
Halstead, no su hija. Él había recuperado Arden Hall y empezaba
a pensar que no tenía sentido continuar con su indiferencia y
frialdad hacia Alexandra.
No le suponía un problema reconocer que no tenía ni
idea de cómo tratar a una dama. Sabía comportarse como un
caballero en eventos públicos pero, en la intimidad, le
desconcertaban. Su padre había evitado que se relacionase con su
madre y hermana, y se había pasado su adolescencia y juventud
rodeado de las cortesanas que rondaban a su padre y a sus
amigos, y las mujeres americanas que había tratado no tenían la
contención ni los prejuicios de las damas inglesas.
Al principio pensaba que eso era lo natural en caballeros
de su posición, no en vano, los amigos de su padre eran
caballeros titulados; sin embargo, en sus conversaciones con
Dark descubrió que el comportamiento de su padre y amigos
rayaba la vulgaridad. Su amigo le había comentado que, si bien
muchos caballeros de la nobleza mantenían amantes, pocos
hacían de ello un espectáculo, bien por respeto a sus esposas (los
menos), bien por respeto a su posición (los más), y mucho
menos implicaban a sus hijos en sus bacanales. En aquel
momento pensó que las palabras de su amigo eran simple envidia
por no tener esa complicidad que tenía él con su padre, pero
después de lo ocurrido con Imogen, las recriminaciones de su
madre y el cambio en el comportamiento de Alexandra,
empezaba a cuestionarse algunos de los comportamientos de su
progenitor.
De ahí que aceptase la invitación al baile. Desde que
había regresado a Inglaterra había acudido a un par de bailes,
tres, si contaba con aquel obligado por el cortejo, y eso con el
propósito de arruinar a Alexandra y conseguir su dote. Deseaba
comprobar el comportamiento de los caballeros con sus esposas
en público, o con sus familias, para el caso, algo que con su padre
nunca había podido examinar. El difunto duque no acudía a las
fiestas de la alta y, si él había acudido a alguna en su juventud,
había sido acompañado de Dark y su tiempo en el evento
dependía de cuánto tardase alguna dama en reclamar sus
atenciones, lo que solía suceder más pronto que tarde. Sabía que,
pese a su juventud, o gracias a ella, para el caso, resultaba muy
atractivo a las mujeres: nunca había tenido que molestarse en
corretear detrás de ninguna mujer, dama o no. Ellas eran las que,
generalmente, lo perseguían.
Percibió movimiento en la escalera y se giró para observar
a las damas que bajaban.
Santo Dios, Alexandra estaba espectacular. Un ramalazo
de resquemor lo sacudió al recordar el sencillo vestido que había
utilizado para su boda, más apropiado para salir de paseo, y sin
embargo se había engalanado aquella noche para la cena. Ahora,
bajaba radiante las escaleras. ¿Acaso su esposa lo despreciaba
hasta el punto de vestirse adecuadamente solamente para los
demás y nunca para él? Mientras endurecía su mirada, esperó a
que las damas llegasen a su altura. El resentimiento comenzó a
invadirlo. Se había vestido así para los demás, ¿verdad? Pues bien,
entonces él no tenía por qué ser cortés lisonjeándola.
Seguramente ella tampoco lo esperaría.
Sin decir una palabra, tomó los guantes y el sombrero que
el mayordomo le tendía y esperó a que las doncellas de ambas
mujeres les colocasen sus capas para seguirlas hacia la puerta de
la residencia, donde les esperaba el carruaje.
Mientras bajaba las escaleras, Alex observó atentamente
el rostro de su marido. Notó la chispa de admiración que pasó
durante un instante por sus ojos para ser sustituida al momento
por la acostumbrada frialdad. Supo, instintivamente, que no le
era indiferente a Cayden; se preguntó entonces por qué se
comportaba de forma tan fría con ella. Movió
imperceptiblemente la cabeza: su obsesión con su padre, el
conde. Por Dios, llevaba tan lejos ese rencor que incluso,
habiendo obtenido lo que deseaba, no se permitía ni siquiera
disfrutar de ello. Suspiró con resignación, si eso era lo que él
deseaba, allá él. Ella disfrutaría de su primera salida después de
semanas. Era el último evento de la pequeña temporada, y
después… bueno, después ella no podría disfrutar de baile
alguno durante bastante tiempo.
La llegada al baile no hizo más que aumentar el
resentimiento de Cayden. Observó cómo después de presentar
sus respetos a los anfitriones y adentrarse en el salón, damas y
caballeros acudían a saludar a su esposa y a su madre. Pronto, su
esposa fue solicitada para bailar al tiempo que su madre se
dedicaba a conversar con varias damas. Sintiéndose ridículo,
solicitó un whisky en la mesa de bebidas y se dirigió a la sala de
caballeros.
Se situó en un sillón desde donde podía ver parte de la
pista de baile, así como la zona donde se hallaba sentada su
madre.
Llevaba varios minutos, que le parecieron horas,
observando a Alexandra ser solicitada por, al menos a él se lo
pareció, demasiados caballeros para salir a la pista de baile.
¿Acaso no había más damas en la fiesta que su esposa? Sintió que
la irritación crecía dentro de él al tiempo que recordaba otro
baile muy parecido, y cuando calculó que el vals que sonaba
estaba a punto de acabar, dejó su vaso en una de las mesitas y
salió de la sala de caballeros.
Se dirigió hacia donde estaba su madre mientras
Alexandra dejaba la pista escoltada por el caballero con el que
había bailado. Sintió que el estómago se le retorcía cuando vio la
sonrisa que su esposa dedicaba a su acompañante. Jamás le había
sonreído así a él. Maldita sea, él no estaba celoso, no había
sentido celos en su vida, además de que sería a todas luces
incongruente: ni siquiera estaba enamorado de su esposa.
Cuando el caballero se retiró, después de dejarla con la
duquesa viuda, Cayden se acercó a su mujer ante la mirada de
sorpresa de ambas damas. Posó su mano en la cintura de
Alexandra y bajó la cabeza para murmurarle con sarcasmo:
―Tanto baile debe haberte agotado. ―Tomó una copa de
champán de una bandeja que portaba un lacayo y se la ofreció a
Alexandra. Esta miró la copa como si le hubiese ofrecido cicuta,
lo que irritó aún más a Cayden. Al ver que ella no hacía ademán
alguno de tomarla, volvió a depositar la copa en la bandeja del
lacayo. Notaba que estaba a punto de perder los estribos. Para
una vez que era cortés…
―Preferiría limonada, tengo bastante sed y me temo que,
si bebo con avidez el champán, se me subirá a la cabeza.
―Escuchó la serena voz de ella.
Cayden la miró y no vio ningún rechazo en sus ojos.
Condenación, se había precipitado al pensar que rechazaba el
champán porque se lo había ofrecido él.
Asintió y buscó con la mirada algún lacayo que portase
refrescos en su bandeja. Cuando localizó a uno, tomó un vaso y
se lo ofreció a Alex.
Alexandra no había querido tomar champán. Si estaba
embarazada como sospechaba, no debería tomar alcohol, y la
mejor excusa que se le ocurrió para no despreciar la cortesía de
su marido fue que estaba sedienta.
Mientras le sonreía agradecida, Alex tomó el vaso y bebió
un gran sorbo. Tenía que fingir que decía la verdad, aunque se
ahogara en limonada.
―¿Te apetecería tomar un poco el aire?, podemos pasear
por el jardín. ―Cayden frunció el ceño al oírse: «¿Pasear por el
jardín?, ¿tomar el aire? ¿Con ella?». Meditó si el whisky le habría
afectado y lo descartó de inmediato. Dos vasos no podían
alterarlo hasta ese punto.
Sin embargo, lo aturdió aún más la respuesta de
Alexandra.
―Sería muy agradable, gracias.
Cayden la tomó del brazo y se dirigieron en silencio hacia
las puertas que conducían a los jardines.
Alexandra recordó otro momento, hacía semanas, en que
su salida a los jardines había acabado en un beso que provocó
que comenzara a tener esperanza en su matrimonio y en los
sentimientos que había despertado en ella. No eran las mismas
circunstancias, por supuesto, aquella conexión no se había vuelto
a repetir, pero no pudo evitar que un ramalazo de nerviosismo la
recorriera. Cayden y los jardines no eran buena combinación, por
lo menos para ella.
Llegaron hasta una zona en la que no podían ser vistos
desde la residencia. Cayden localizó un banco y la condujo hacia
allí. Al tomar asiento a su lado, el duque se sintió repentinamente
incómodo. Buscó desesperado cualquier tema del que hablar,
cualquiera le valdría.
―¿Estás disfrutando de la velada? ―Rodó los ojos
interiormente, ¿eso era todo lo que se le ocurría?
―Sí, la fiesta está resultando muy animada, teniendo en
cuenta que casi estamos al final de la temporada. Gracias por
habernos traído, Excelencia.
―Cayden.
―¿Disculpe?
―Mi nombre es Cayden. Si yo te llamo por tu nombre,
bien podrías concederme la misma cortesía ―sugirió, en un
suave murmullo que hasta a él mismo le sorprendió.
Alex lo miró azorada. De todo lo que esperaba que dijese,
que le pidiera que lo tutease era lo más impensable que se le
podía ocurrir. Sin saber qué responder, simplemente asintió con
la cabeza. En realidad, no se veía capaz de tal familiaridad, no
después de su comportamiento para con ella.
De repente, notó los dedos de Cayden rozando uno de
sus hombros, que llevaba al descubierto. La otra mano de su
marido le quitó con suavidad el vaso que todavía sostenía para
colocarlo en el banco detrás de él. Los suaves roces se
convirtieron en caricias hasta que su gran mano se posó al
completo en su hombro y la acercó a él. Alex buscó los ojos
masculinos, sorprendida, y lo que vio en su mirada la turbó. ¿Era
deseo? No tenía manera de saberlo, sus encuentros conyugales
siempre habían transcurrido en la oscuridad.
Cayden tomó con su otra mano la unión entre la mejilla y
el cuello de Alex y la reclinó contra él. Bajó la cabeza y su boca
se posó en los suaves labios de ella. Intentó ser suave, al fin y al
cabo, solamente había sido besada dos veces, pero al notar que
Alexandra abría los labios para recibirlo, mandó al demonio toda
contención. Había echado de menos besarla y ahora se
consideraba un imbécil por no haberlo hecho, negarse a sí
mismo el placer de disfrutar de la boca de Alexandra le parecía
un sacrilegio.
Después del primer momento de sorpresa, Alex
respondió al beso. Se limitó a disfrutar de la juguetona lengua de
Cayden sin plantearse nada más. Después de unos instantes, al
notar el anhelo y el deseo en su marido, comenzó a imitar los
movimientos de la lengua masculina, lo que arrancó un gemido
de Cayden.
«Santo Dios, puedo sentir el cielo al besarla», pensó
Cayden. Sabía a limonada y a algo más, un sabor exclusivamente
de ella que lo volvía loco. ¿Cómo había sido capaz de pasar sin
eso todo este tiempo?
La atrajo aún más hacia él mientras la mano que mantenía
sobre parte de su rostro bajaba, acariciando su cuello y su
clavícula hasta llegar a sus pechos. Alex alzó una de sus manos
para enredarla en el cabello que cubría la nuca masculina al
tiempo que los dedos de Cayden comenzaban a introducirse por
debajo de su vestido hasta llegar al ya erecto pezón.
Cayden acarició el pecho femenino para después
pellizcarlo suavemente con dos dedos. El gemido de Alexandra
en su boca casi lo vuelve loco de deseo e hizo que olvidase por
un momento dónde se encontraban. La reclinó sobre el banco y
se colocó parcialmente sobre ella. La mano que acariciaba sus
senos comenzó a bajar hasta encontrar el bajo del vestido de
Alexandra. Cuando comenzaba a subirlo, unas voces que se
acercaban lo detuvieron en seco. Interrumpió el beso, sonriendo
interiormente por el jadeo de protesta de su esposa, y la
enderezó mientras componía su vestido.
―Se acerca alguien ―repuso.
Alexandra, confusa, pensó que eso no le había impedido
arruinarla aquella primera noche, igualmente recordó otro
momento similar en otro jardín cuando también los habían
interrumpido, aunque entonces todavía no estaban casados. Sin
embargo, en este momento, si no hubiese aparecido nadie se
temía que su marido la habría tomado encima del banco.
Se mordió el labio. Había disfrutado del beso de su
marido, tanto que, si no llega a estar sentada en el banco, le
hubiesen flaqueado las rodillas. Pensó que debía estar equivocada
al pensar que él no la besaba durante sus encuentros porque le
disgustaba su inexperiencia. Pero, entonces, ¿por qué se limitaba
a besarla en los jardines?
Alexandra, inocente, estaba desconcertada. ¿Es que
Cayden sentía algún tipo de rechazo a besar mientras hacía el
amor? ¿Se sentía más cómodo besando por los jardines? Santo
Dios, ¿por qué le había tocado a ella un hombre tan complicado?
Mientras Cayden la ayudaba a ponerse en pie y la tomaba
del brazo para regresar al interior, pensaba que ya había hecho
bastante el idiota con su esposa. No volvería a negarse el placer
de besarla, en los labios o donde fuese.
Sin detenerse en ningún momento, Cayden la condujo a
la pista de baile ante el estupor de Alexandra y de Florence, que
los había visto llegar del jardín.
La enlazó para comenzar el vals. Alex levantó su mirada
hacia él, pero su marido no la miraba, sus ojos vagaban ausentes
por el salón. De repente, notó cómo la acercaba más a él,
obviando el decoro. Cayden bajó la cabeza para susurrarle al
oído, provocando que su aliento en la oreja hiciese que un
extraño cosquilleo le recorriese el cuerpo.
―Estamos casados, no tiene por qué ser escandaloso que
un hombre y su esposa bailen un poco más cerca de lo que se
considera correcto.
Alex lo miró mientras pensaba: «Por supuesto que no,
siempre y cuando estén enamorados, lo cual no es nuestro caso,
Excelencia». Sin embargo, no respondió. Se limitó a disfrutar de
la repentina cercanía de su marido intuyendo que no duraría
mucho.
Esa misma noche, cuando se reunió con ella en su alcoba,
Alexandra supo lo que era que Cayden se entregase totalmente.
Fue besada, lamida, chupada por todo su cuerpo hasta que no
quedó lugar alguno que la boca de Cayden no probara. Cuando
él se retiró a sus habitaciones, Alexandra, exhausta, se durmió
turbada por los sentimientos que empezaban a nacer en su
corazón hacia su marido.
Cuando llegó al comedor en la mañana, Alex le besó en la
mejilla como era habitual, sin poder evitar que un furioso rubor,
que no había sentido ni siquiera la mañana después de su noche
de bodas, calentase su rostro. Cayden la miró de reojo y, al notar
la turbación de su esposa, no pudo evitar sonreír interiormente,
lleno de satisfacción masculina. Había comprobado que, por lo
menos en el lecho, su esposa no demostraba ninguna
animadversión hacia él. Había correspondido a sus atenciones
incluso más apasionadamente que él.
 
 

 
Capítulo 7
Alexandra flotaba en nubes de felicidad. Desde la noche
del baile, Cayden parecía otro. Sus encuentros conyugales
eran apasionados y tiernos y la besaba como si no hubiese un
mañana. Aunque durante el día se mantenía distante, Alex notaba
que cuando ella entraba en el comedor de desayuno su marido
bajaba instintivamente la cabeza para recibir su acostumbrado
beso sin la tensión de otras ocasiones.
No tenía sentido engañarse a sí misma. Se estaba
enamorando de él, eso si no lo estaba ya. Entendía que para
Cayden debía ser difícil reconciliar lo que podría sentir por ella
con el rencor que sentía hacia su padre, sin embargo, empezaba a
notar que su actitud hacia ella comenzaba a cambiar, sutilmente,
sí, pero su corazón comenzaba a albergar esperanza.
Cayden, por su parte, comenzaba a cuestionarse si era
oportuno continuar con las visitas a su esposa. La estaba
necesitando demasiado. Todo su día giraba en torno a la llegada
de la noche, cuando se reunía con Alexandra y ella murmuraba
su nombre cuando él le procuraba la liberación. Para su sorpresa,
que ella olvidase el sarcástico Excelencia con el que se refería a él
lo llenaba de orgullo varonil y, por qué no, de ternura. Verla
deshacerse de placer en sus brazos era indescriptible. Sin
embargo, todavía conservaba la sangre fría suficiente como para
no ceder a sus propios deseos y quedarse a dormir con ella, pero
sabía que, de continuar así, llegaría el momento en que la
arrastraría a su propia habitación y al diablo con todo. No, no
podía traicionar así la memoria de su padre. Tenía que ponerle
freno a los sentimientos que su mujer empezaba a despertar en
él.
Y, sin saberlo, fue la propia Alexandra quien puso fin a
los confusos pensamientos de Cayden.
Cuando Cayden se incorporaba dispuesto a dejar su
dormitorio como todas las noches, Alexandra, después de
observar con admiración el perfecto cuerpo de su marido,
decidió plantear la cuestión que hacía días que la inquietaba.
―Me atrevería a decir que en cualquier momento podría
darte una buena noticia. ―No pensaba decirle que ya estaba
embarazada, no hasta cerciorarse de sus planes.
Cayden, que se ajustaba la bata de espaldas a ella, giró el
rostro.
―Eso espero. Se podría decir que hemos puesto todo de
nuestra parte para que así sea ―comentó, con sorna.
Alex se ruborizó ante el comentario de su marido.
Aunque estaba acostumbrada a sus salidas de tono, todavía le
turbaban ciertos comentarios suyos. Intentó no ser demasiado
directa.
―Imagino que, de ser varón, tendrás pensado algún
nombre. ―Alex intentaba aparentar indiferencia; sin embargo,
demasiadas cosas dependían de cómo fuese la reacción de su
marido.
Cayden escrutó el rostro de su esposa. Sabía lo que
intentaba averiguar dando todos esos rodeos.
―Tengo pensado el nombre y muchas otras cosas para él,
en caso de que sea varón.
Hizo una pausa mientras la observaba con atención.
―No me gustan los rodeos, Alexandra. Si lo que
pretendes saber es si he cambiado de opinión sobre que os
mantengáis alejadas de mi hijo, mi respuesta es no.
No le gustó, y no se detuvo a saber la razón, la expresión
de dolor que cruzó por los preciosos ojos de su esposa, ni
tampoco prestó atención a su estómago, repentinamente
agarrotado, al ver su gesto abatido.
Decidido a ignorar la angustia de Alexandra, e ignorando
asimismo su propia sensación de… ¿arrepentimiento?, abandonó
la alcoba de su esposa.
No pensaba arrepentirse de su decisión. Él educaría a su
hijo. No quería a su artera madre y a la hija de un maldito
estafador cerca de él.
Pero ese pensamiento, lejos de calmarlo, lo inquietó aún
más. No quería plantearse la posibilidad de estar siendo injusto,
no cuando había visto a su padre sufrir a causa de la duquesa
viuda y del maldito conde de Halstead.

Cuando llegó al comedor, Alex besó a su marido en la


mejilla como era habitual, pero en el momento en que se sentó y
observó a Cayden, se dio cuenta de que el hombre frío e
indiferente había vuelto.
Cayden plegó su periódico con parsimonia y, después de
tomar un sorbo de su té, comentó con indolencia:
―Salgo inmediatamente para Arden Hall, debo revisar en
qué estado está la propiedad. Quizá tarde un par de semanas en
regresar.
Alexandra se tensó. Maldito lugar, si hubiera sabido que
esa condenada dote le iba a crear tantos problemas le hubiese
pedido a su padre que la quemase hasta los cimientos.
Florence, simplemente, contestó con desdén.
―Por supuesto. Empezaba a extrañarme que tardaras
tanto en ir a comprobar tu propiedad.
Cayden simplemente la miró con frialdad y, después de
observar durante un momento a su esposa, que bebía impasible
su té, salió de la habitación.
Mientras subía al carruaje, pensaba en las noches pasadas.
Tenía que alejarse, no podía permitirse enamorarse de su esposa
y, si continuaba acudiendo a ella, mucho se temía que ella
acabaría robándole el corazón. Arden Hall le serviría para tener
muy presente quiénes eran los Preston y de qué eran capaces.
Florence y Alexandra se miraron una vez escucharon la
partida del carruaje. La duquesa viuda le hizo un gesto para que
saliesen al jardín. Lo que debía contarle no precisaba de oídos
indiscretos.
―He recibido carta de Imogen ―anunció Florence una
vez se hallaban paseando en el exterior. Se mordió el labio,
indecisa. La solución que había propuesto su hija era dura, pero
la decisión era de Alexandra.
―Darkwood nos ofrece una propiedad que compró
mientras estaba en América. Cayden no sabe de ella…
―¿Darkwood? ―exclamó, sorprendida, Alexandra―.
Harding es su amigo, ¿va a ayudarnos a sus espaldas?
―Os advertí de que Darkwood no es como Cayden
―afirmó Florence.
―No, parece que es muy diferente a él ―murmuró
Alexandra, pensativa.
―Solo ruego para que Imogen se dé cuenta antes de que
sea demasiado tarde ―susurró Florence.
»De cualquier manera ―prosiguió―, nos ofrece esa
propiedad el tiempo que sea necesario. Por lo que me dice
Imogen, la compró como inversión, ya que la zona es rica en
carbón y Darkwood ha ido adquiriendo varias minas. Hay un
matrimonio que se encarga de la casa y, si decidimos ir, les
avisará para que hagan los preparativos necesarios para
recibirnos como familia suya.
―¿Irnos? Florence, soy yo la que debe alejarse de
Harding, no te obligaré a dejar Londres por mí ―afirmó
Alexandra.
―¿Crees que me quedaría aquí, sola, sabiendo que tú
también estarás sola y embarazada? ―preguntó Florence―. Mi
marido me quitó a mi hijo, no permitiré que mi hijo me quite a
mi nieto. ―De repente, su rostro se ensombreció―. A no ser,
claro está, que no desees mi compañía.
Al notar la tristeza en su voz, Alexandra se lanzó
presurosa a abrazar a su suegra.
―Por supuesto que deseo que vengas conmigo, ninguna
estará sola, solamente creí que tu vida estaba aquí, y no me sentí
con derecho a pedírtelo ―explicó Alex.
―Aquí no hay vida para mí, cariño. Lo único que tengo es
a Cayden y ni siquiera eso, puesto que él me ignora por
completo… como siempre ha hecho ―acabó Florence, en un
susurro―. Si no fuese por ti, hace ya tiempo que me hubiera
retirado a la casa de la viuda en Denson Manor.
»En cuanto a cómo nos mantendremos ―continuó
Florence―, Cayden nos envió dinero suficiente para cubrir
nuestros gastos, demasiado dinero, diría yo, claro que tenía
mucha conciencia que acallar ―murmuró, mordaz―. De
cualquier modo, tengo suficiente para que podamos vivir
cómodamente y procurarle una buena educación a la criatura que
está por nacer.
―El día de la boda, mi padre hizo que sus abogados
abriesen un fondo para mí, uno muy generoso, debo decir.
Aunque en el contrato matrimonial el duque se mostró muy
dadivoso con la cantidad que me asignó para mis gastos
personales, mi padre comentó que no podía estar seguro de
cómo se comportaría, ya que es un hombre imprevisible, y que
yo debería estar protegida ante cualquier eventualidad ―ofreció
Alexandra―. En estos momentos nos vendrá muy bien la
previsión de mi padre. Si huyo del duque, dudo mucho que
mantenga su asignación ―repuso, sarcástica―. Con las rentas de
ambas no pasaremos estrechez alguna.
―Debemos aprovechar que está ausente. Diremos al
servicio que nos reuniremos con él en Arden Hall.
―Pero, ¿cómo haremos? El cochero sabrá…
―Tomaremos un coche de alquiler con la excusa de que
no necesitamos llevar otro carruaje, ya que volveremos con
Cayden en el que se llevó él. Escribiré a Imogen aceptando la
oferta de Darkwood y, en cuanto recibamos la confirmación del
conde, nos iremos.
Cuatro días después, ambas damas, acompañadas de Mary
y Agnes, la doncella de la duquesa viuda, salieron con destino a
Somerset.

La propiedad de Darkwood estaba situada a medio día de


distancia de Londres, cerca de Radstock, una pequeña población
que basaba su economía en las minas de carbón, abundantes en
la zona.
Cuando se acercaban a la casa descubrieron que
Darkwood se había quedado corto en su descripción de la
propiedad. En realidad, quedarse corto era un eufemismo, ya que la
casa, aunque no muy grande, tenía dos plantas y se veía bien
cuidada, en medio de un precioso valle.
Los guardeses de la residencia se encontraban ya a las
puertas de Green Park: un hombre y una mujer de mediana edad
y apariencia afable, que se presentaron como el señor y la señora
Walsh. Una vez hechas las presentaciones, la señora Walsh les
explicó que ellos dos cuidaban de la casa, ayudados dos veces por
semana por dos mujeres del pueblo que acudían a hacer la
limpieza y los trabajos de lavandería. El señor Walsh se dedicaba
asimismo a cuidar los jardines de Green Park, ya que sus labores
como mayordomo eran en realidad inexistentes. La propiedad no
había tenido ningún propietario que viviese en ella durante años.
De hecho, ellas eran las primeras inquilinas de la casa, ya que el
conde de Darkwood se había limitado a comprarla y ordenar al
administrador de sus propiedades en Inglaterra que la visitase y
comprobase si necesitaba reparación o mejora alguna.
Tanto a Florence como a Alexandra la casa les resultó
encantadora, no era tan grande como las mansiones a las que
estaban acostumbradas en Londres, ni tan pequeña como para
resultar incómoda. Había seis habitaciones, además el ala del
servicio, y una pequeña zona infantil, que revisaron ilusionadas.
Después de ser conducidas a sus habitaciones, ambas se
decidieron por descansar y asearse para prepararse para la cena.
Llegaron al comedor casi al mismo tiempo. Ninguna de
las dos se había vestido tal y como lo habrían hecho en Londres.
Estaban en el campo, la vida aquí era mucho más informal.
Mientras degustaban la exquisita comida preparada por la
señora Walsh, comentaban las posibles consecuencias de su
huida.
Alexandra miró de reojo a su suegra. No sabía si estaría
de acuerdo con lo que había hecho, pero por lo menos quiso
tener la cortesía de darle a Harding una explicación sobre las
razones por las que había huido; que las entendiese, o no, ya no
era su problema.
―He dejado una nota para Harding explicando los
motivos por los que le he abandonado ―musitó con timidez,
pendiente de la reacción de Florence.
Esta la miró comprensiva.
―Entiendo. Has hecho bien. No es que vaya a hacer
mucha diferencia el que conozca las razones o no, su furia al ver
que le has abandonado surgirá con o sin explicaciones; sin
embargo, quizá pueda darse cuenta de que toda acción tiene su
consecuencia. Debe aprender a responsabilizarse de sus
decisiones, cosa que jamás hizo su padre.
―No voy a volver, Florence. ―Alexandra clavó una
decidida mirada en la de su suegra―. Ni siquiera si el bebé resulta
ser una niña, no regresaré para darle la oportunidad de tener un
heredero y que me lo arrebate. Si regreso, hará de Harding
House una prisión. Siento que el ducado se quede sin heredero,
Florence, pero no puedo correr el riesgo de regresar.
«Eso sin contar que me he enamorado de él como una
idiota», pensó.
―Era algo con lo que contaba, hija. Si nace una niña, y
regresas, Cayden hará tu vida miserable y no habrá una segunda
oportunidad para ti. Has tocado su orgullo, lo considerará otra
humillación de la familia Preston, otra mancha a añadir a tu linaje
y al rencor que siente por vosotros.
Florence movió la cabeza, pesarosa.
―A veces pienso que el ducado de Harding está maldito
―murmuró, consternada―. Quizá lo mejor sea que acabe por
desaparecer después de Cayden.
Alex, viendo la tristeza en el rostro de Florence, intentó
animarla.
―En lo que debemos centrarnos ahora es en el personal
adecuado para Green Park. Mientras estuvieron solos, los Walsh
podían llevar perfectamente la casa, pero con nosotras viviendo
aquí, necesitarán ayuda.
El resto de la velada la dedicaron a planear sus actividades
de los próximos días, empezando por entrevistarse con los
señores Walsh y averiguar para qué puestos sería más necesaria la
contratación de personal.

Tres semanas después de su partida, Cayden regresó a


Londres. La estancia en Hampshire lo había desasosegado.
Arden Hall era una finca espectacular y productiva, pero allí se
sintió fuera de lugar. Él jamás había pisado la propiedad, no la
sentía ni suya ni le provocaba mayor interés. Comprobó su buen
funcionamiento gracias a la excelente gestión del administrador
que, para su desconcierto, era el mismo que había servido a las
órdenes de la familia de su madre, y que Halstead había
conservado. En realidad, no necesitaba Arden Hall ni las rentas
que producía, que eran cuantiosas. La fortuna que había
conseguido en América le bastaría para vivir tres vidas sin pasar
estrechez alguna.
Comenzó a cuestionarse el porqué de su obsesión con la
propiedad. Esa era la obcecación de su padre, no la suya, y en
verdad, su padre tampoco había pisado jamás la finca, sino que
se limitaba a recibir las cuantiosas rentas. Se obligó a evitar esos
pensamientos, temía que lo condujesen por caminos que no tenía
interés en transitar como, por ejemplo, comenzar a preguntarse si
estaba siendo justo con Alexandra.
Alexandra. No había dejado de pensar en ella durante su
estancia en Hampshire. Las noches que había pasado con ella
habían resultado ser todo lo que él, en lo más recóndito de su
interior, y sin permitirse admitirlo ni frente a sí mismo, deseaba
de una relación. Pasión, confianza, esa confianza que le demostró
su esposa, entrega. Dios, la estancia en esa maldita finca estaba
empezando a pasarle factura.
En cuanto llegó a Harding House ni siquiera preguntó
por su esposa o su madre. Arden Hall lo había dejado demasiado
vulnerable y no sentía deseos de que, al verla, dejase entrever
algo más de lo que él estaba dispuesto a mostrar.
Cuando llegó la hora de la cena se sintió más preparado
para enfrentarse a la presencia de Alexandra. Al entrar en el
comedor se sorprendió al ver que solo estaba colocado su
servicio de cubierto.
Miró confuso a su mayordomo.
―¿Sus Gracias cenarán fuera? ―Tal vez habían sido
invitadas a algún evento. En realidad, no tenían obligación de
esperarlo, puesto que ni se había molestado en anunciar su
llegada.
Una chispa de confusión pasó por los ojos de su
mayordomo.
―Excelencia, Sus Gracias partieron a Arden Hall unos
días después que usted. Al no verlas regresar, supusimos que
habían decidido prolongar su estancia allí ―explicó,
desconcertado.
―¿Como dice? ―Cayden estaba perplejo. Ellas jamás
habrían ido a Hampshire.
―Excelencia… ―El pobre hombre estaba cada vez más
atemorizado. Su amo no se distinguía precisamente por su
paciencia―. Eso fue lo que se nos comunicó al servicio.
Cayden no escuchó más. Se dirigió hacia la alcoba de su
esposa. Cuando abrió la puerta su corazón se saltó un latido.
Vacía. No había ninguna pertenencia personal de Alexandra,
solamente algunas prendas de ropa en su vestidor.
Revisó la habitación hasta que un papel en el tocador
llamó su atención. Lo tomó con manos trémulas. Estaba dirigido
a él. Mientras inspiraba hondo, tratando de tranquilizarse, lo
abrió.
Excelencia:
He intentado por todos los medios que este matrimonio
funcionase. No ha podido ser. Pese a haber recuperado lo que
considera suyo, usted continúa obcecado en humillar y
despreciar a mi padre y, por consiguiente, a mí. Pero lo que de
ninguna manera toleraré será la humillación de que me
arrebate a mi hijo.
Estoy embarazada, lo estaba ya la primera noche en que
amenazó con quitármelo.
No regresaré. Si nace una niña, porque deseará un varón y
volveré a pasar por la misma humillación. Si es un niño, yo lo
educaré en el respeto, en el honor, en la comprensión y en la
tolerancia. Todas esas enseñanzas que jamás obtendría de
usted. Cuando llegue el momento de comenzar sus estudios en
Eton, el niño tendrá la suficiente madurez (yo me ocuparé)
como para no dejarse manipular por sus absurdas obsesiones.
Su madre ha decidido acompañarme.
Alexandra
 

Cayden arrugó la nota, furioso. ¿Estaba embarazada y lo


abandonaba? Si pensaba que le iba a arrebatar a su hijo estaba
muy pero que muy equivocada. Guardó la maltrecha carta en uno
de sus bolsillos y salió presuroso de la alcoba de su mujer.
Ordenó que le llevaran un caballo a la puerta, iría más
rápido que en carruaje. Después de un furioso galope por
Mayfair sin prestar atención a nada ni a nadie, llegó a las puertas
de Halstead House. Que Dios ayudase al conde si Alexandra se
había refugiado en casa de su padre.
Hizo sonar la aldaba con el suficiente estruendo como
para alertar a toda la calle. En el momento en que el mayordomo
le abrió, Cayden, sin esperar, se introdujo en el vestíbulo ante la
desconcertada mirada del hombre.
―Quiero ver a Halstead. ¡Ahora!
―Excelencia, me temo que… ―El mayordomo intentó
aplacarlo.
―¡¡Halstead!! ―Los alaridos de Cayden provocaron que el
padre de Alexandra apareciese en el vestíbulo, presuroso.
Alzó las cejas, sorprendido de ver allí a su yerno.
―¡¿Harding?! ¿Le ha ocurrido algo a Alexandra?
―preguntó con preocupación.
―Dígamelo usted ―replicó Cayden al tiempo que le
lanzaba una mirada asesina.
Las cejas del conde se elevaron todavía más.
―¿Yo? Disculpe, pero no entiendo…
―Dígale que baje de donde sea que esté, será preferible a
que suba yo a por ella. ―Cayden apretaba los puños, conteniendo
su deseo de propinarle un puñetazo al hombre y subir él mismo
a buscar a su esposa.
―¿Que baje quién? ―Halstead echó un vistazo de reojo y
se dio cuenta de que estaban discutiendo a voz en grito. Bueno,
en realidad el que gritaba como un energúmeno era Harding, en
medio del vestíbulo.
―Será mejor que entremos en mi despacho… ―Al ver
que Cayden intentaba replicar, añadió―: No pretenderá tener
esta… conversación en el vestíbulo.
Cayden echó un vistazo a su alrededor para darse cuenta
de que tanto el mayordomo como algún que otro lacayo estaban
pendientes de ellos. Asintió y siguió al conde a su estudio. Una
vez que el conde hubo cerrado la puerta, Cayden insistió.
―Se lo pediré por última vez: haga que baje. Volverá a
Harding House, que es donde debe estar.
―¿Habla de Alexandra?
Cayden soltó un gruñido.
―¿De quién si no? ¿De su ama de llaves?
―No he visto a mi hija desde que se casó con usted
―replicó, fríamente.
Cayden frunció el ceño. Buscó en el bolsillo y le tendió la
nota.
Halstead, sin apartar la mirada del rostro de Cayden, la
tomó y, después de una breve vacilación, comenzó a leer.
Cuando finalizó, se la devolvió al tiempo que afirmaba con
frialdad:
―Aquí no ha venido. Si lo desea puede subir y registrar
toda la casa, si es que no se fía de mi palabra.
Halstead se giró y se dirigió hacia el mueble con las
bebidas. Se sirvió un brandi y volvió su cabeza para interrogar
sin palabras a Cayden. Este asintió. Maldito si tenía ganas de
socializar con el conde, pero necesitaba beber algo y calmarse un
poco.
El conde le tendió una copa y, mientras se sentaba en uno
de los sillones, le hizo un gesto para que se sentase a su vez.
Después de dudar un instante, Cayden tomó asiento
frente a Halstead. Bebió un sorbo y fijó la mirada en su suegro,
que observaba su copa pensativo.
―¿Sería posible que estuviese en alguna de sus
propiedades? ―preguntó, algo más calmado. Por la reacción de
su suegro, se había dado cuenta de que nada sabía de la huida de
Alexandra.
Halstead movió la cabeza negativamente.
―No. Se me habría informado.
―Quizá ella ordenó al servicio que no le dijesen nada
―insistió.
El conde le lanzó una mirada letal.
―No voy a discutir con usted sobre la lealtad de mi
personal. Si lo desea, le daré una lista de mis propiedades,
siéntase libre de registrarlas una a una.
Cayden bajó la mirada hacia su copa. No, ella no iría a
ninguna propiedad de su padre. Sabía que sería el primer lugar
donde la buscaría.
―¿Dónde puede estar? ―susurró para sí.
El conde, que lo había escuchado, le lanzó una hostil
mirada. Sin embargo, nada dijo. ¿Es que acaso ese idiota que
tenía por yerno pensaba que Alex se iba a quedar de brazos
cruzados ante la amenaza de quitarle a su hijo? Interiormente
aplaudió la decisión de su hija y, ya puestos, la de la duquesa
viuda. La pobre mujer estaría mucho mejor con Alex que con el
indiferente y frío duque de Harding.
Cayden levantó la mirada para encontrarse con la
resentida mirada de Halstead.
―No parece muy preocupado por la desaparición de su
hija. ―Cayden observó que, aparte de la inquina que demostraba
el conde hacia él, no mostraba inquietud alguna por el paradero
de Alexandra.
Halstead se encogió de hombros.
―Mi hija es fuerte y tiene, como he podido leer en su
nota, muy buenas razones para huir de usted. Además, la
duquesa viuda está con ella. Estarán bien. ―El conde se mordió
la lengua para no agregar «mejor que con usted, desde luego».
Cayden se levantó mientras murmuraba una maldición.
Apuró el contenido de su copa y la depositó bruscamente en la
mesa que tenía al lado. Murmuró un saludo entre dientes y
abandonó Halstead House.
El conde ni se inmutó por la grosería de Cayden.
Mientras tomaba otro sorbo de su copa se cuestionó si dotar a su
hija con Arden Hall había sido una decisión acertada.
Después de abandonar la residencia de lord Halstead,
Cayden decidió recurrir a la otra persona que podría saber el
paradero de Alexandra. Imogen y ella eran muy amigas, quizá su
hermana podría saber algo. La cuestión era si lo compartiría con
él. Una vez llegó a Harding House ordenó que le preparasen el
carruaje: partiría hacia Kent, le daba igual lo avanzado de la hora.
Viajaría toda la noche si fuese necesario.

Ya había amanecido cuando llegó a Amery Abbey.


Supuso que Darkwood e Imogen estarían disponiéndose a
romper el ayuno. En el momento en que bajó del carruaje, la
puerta de la residencia se abrió y los condes de Darkwood
aparecieron en el umbral.
Ambos rostros tenían expresiones de desconcierto.
―¡¿Su Gracia?! ―exclamó Imogen―. ¿Qué hace aquí?
―preguntó, molesta.
Por lo que parecía, seguía resentida con él por haber
concertado su boda con Dark.
―Alexandra ha desaparecido.
―¿Desaparecido? ¿Qué quiere decir? ―replicó, confusa,
Imogen.
―¡Que se ha ido, me ha abandonado! ¡Eso quiero decir,
maldita sea!
Imogen alzó las cejas. Sabía perfectamente lo que había
ocurrido, pero ni la amenaza de arder en el infierno haría que lo
admitiese ante su hermano.
Mientras tanto, Dark se mantenía detrás de su esposa,
callado y con los brazos cruzados, escuchando el intercambio
entre los hermanos.
El duque sacó de su bolsillo la nota de Alexandra y se la
tendió a su hermana. Dark se colocó al lado de su mujer
mientras ella leía la nota, para echarle un vistazo. Cuando
Imogen acabó, miró a su marido y, después de un leve gesto de
asentimiento de este, le devolvió la carta a Cayden.
―¿Y bien? ―inquirió el duque.
Imogen cruzó las manos delante de su cintura y, al
tiempo que enarcaba una ceja, contestó con frialdad.
―Y bien, ¿qué?
―Por el amor de Dios ―espetó Cayden―, ¿sabías algo de
esto? Eres su mejor amiga, ¿tienes alguna idea de dónde puede
haber ido?
―No. Y de tenerla, después de leer sus razones para
abandonarle, no le diría absolutamente nada ―contestó,
desafiante, Imogen.
Cayden apretó los puños furioso, al tiempo que Dark se
volvía hacia su esposa. Su amigo estaba a punto de perder los
estribos y no consentiría que lo hiciese con Imogen. Cayden
necesitaba un toque de atención.
―Ve a desayunar. Nos reuniremos contigo en unos
minutos ―ofreció con suavidad.
Imogen miró a su marido y asintió. Mientras ella entraba
en la casa, Dark se acercó a Cayden.
―Acompáñame.
Lo dirigió hacia los establos y, a un gesto, los mozos que
se encontraban trabajando salieron de las cuadras.
Cuando estuvieron solos, Dark se giró hacia su amigo y,
sin decir palabra, le propinó un puñetazo que cogió a Cayden
desprevenido, haciendo que cayese sobre un montón de heno.
Mientras se tocaba la mandíbula, Cayden, desconcertado,
solo atinó a farfullar.
―¿Qué demonios…?
Después de sacudir la mano, Dark se cruzó de brazos.
―Hace mucho tiempo que te merecías, no ya un
puñetazo, sino una paliza. Te has superado a ti mismo. ¿Quitarle
a una madre su hijo? Ni siquiera de ti esperaba esa canallada.
¿Acaso no fue suficiente lo que hizo tu padre contigo y con tu
madre? ―Dark estaba furioso. Aunque estaba al tanto de lo
sucedido, ver a Cayden en su casa, exigiendo información sobre
el paradero de su mujer, a la que, por cierto, había obligado a
huir, había hecho que no se pudiese contener.
Cayden, al oír a su amigo, sintió por primera vez algo que
se parecía al remordimiento. Dark era el único a quien escuchaba,
si decidía escuchar a alguien. Ni siquiera intentó justificarse.
¿Qué podría decir en su defensa, si la huida de Alexandra había
hecho que él mismo se cuestionara su propio comportamiento?
Sin levantarse del montón de heno, Cayden enterró la
cabeza entre las manos. Por un segundo, Dark sintió compasión.
Obsesionado por seguir las enseñanzas del que consideraba un
padre perfecto, su amigo no veía más allá de lo que le había
inculcado. Tendió su mano hacia el duque. Cayden, abatido,
tomó la mano que le extendía su amigo para ayudarle a
levantarse.
―Vayamos a desayunar. Tu hermana debe de estar
impaciente porque nos reunamos con ella ―comentó, con sorna,
Dark.
Cuando entraron en el comedor, Imogen observó el
lamentable estado de Cayden. Una rojez en la mandíbula, que
comenzaba a oscurecerse, y alguna que otra brizna de heno en su
ropa. Miró interrogante a su marido, sin embargo, este se
encogió de hombros con indiferencia al tiempo que tomaba
asiento y comenzaba a desayunar. Imogen lo observó con
disimulo. Quizá tuviese razón su madre, Darkwood no era como
Cayden, ni mucho menos.
―¿Qué puedo hacer?
Al oír la voz casi suplicante de su hermano, Imogen por
poco se atraganta. Levantó su mirada hacia él con los ojos
abiertos como platos. ¿Cayden mostrándose inseguro? Volvió la
mirada hacia su marido. La expresión de este era inescrutable
mientras seguía desayunando. Imogen decidió no contestar, quizá
fuese una pregunta retórica y su hermano no aceptaría de buen
grado ningún consejo suyo, consejo que desde luego no pensaba
darle. No confiaba en él. Simplemente, estaba herido en su
orgullo porque una mujer, su mujer, se hubiese atrevido a
desafiarlo.
Sin embargo, Dark sí contestó.
―Me temo que no puedes hacer nada. Ni siquiera llevas
dos meses casado y ya has conseguido que tu esposa huya de ti,
por no hablar de tu madre. Pregúntate por qué, de todos los que
te rodean, el único que admira a tu padre eres tú. Incluso yo te
advertí varias veces sobre él, sobre lo que estaba haciendo
contigo, e ignoraste mis advertencias. ―Dark clavó los ojos en su
amigo, que lo miraba desolado―. Ruega porque esa criatura sea
un niño, por lo menos dentro de trece años podrás verlo, y
recuerda que tu madre ni siquiera tuvo esa oportunidad contigo
ya que tu padre hizo con ella lo mismo que tú has hecho con tu
esposa. Si es niña… dudo que la veas hasta que sea presentada en
sociedad. ―Darkwood sabía que estaba siendo cruel, pero
Cayden se lo merecía, eso y más. Había destrozado la vida de su
madre y su hermana con su obsesión por defender a su padre;
casi había arruinado la reputación de Alexandra en su afán por
recuperar algo que ni siquiera le importaba, solamente porque su
padre lo había manipulado. Así que, que probara un poco de su
propia medicina.
―Mi padre… ―intentó justificarlo Cayden.
Dark, que comenzaba a hartarse, dejó los cubiertos sobre
la mesa y lo miró con hostilidad.
―Tu padre era un canalla, que no tuvo ningún
remordimiento por alejarte de tu madre. Quizá, y digo quizá,
empieces a entender cómo se sintió ella cuando la alejó de su
hijo.
Cayden se levantó de la mesa, irritado y frustrado por las
palabras de su amigo.
―Ya os he molestado suficiente. Volveré a Londres
―espetó con frialdad.
Miró a su hermana, que lo observaba sin expresión
alguna. Abrió la boca para hablar y la cerró al momento. ¿Qué
podría decirle? ¿Que lamentaba haberla entregado a Dark sin su
aprobación? ¿Que sentía no haberse comportado como un
verdadero hermano? Ni ella le creería, ni él estaba seguro de que
sus disculpas fuesen sinceras. Se pasó una mano por el cabello y
se giró para abandonar la residencia de Darkwood. Regresaría a
Londres, tenía negocios que atender, y reflexionaría sobre si
merecía la pena buscar a su esposa.
Dark notó al instante el momento en que Cayden pasó de
la preocupación, o el orgullo herido por el abandono de
Alexandra, a la indiferencia más absoluta. Bien, no había más
sordo que el que no quería oír. Cayden se había hecho su cama,
que durmiese en ella.
Cuando oyeron al carruaje alejarse, Imogen miró a su
marido.
―¿Crees que reflexionará sobre lo que le dijiste?
Dark se reclinó, desalentado, en la silla que ocupaba.
―Por un instante lo llegué a pensar. ―Se pellizcó el
puente de la nariz con frustración―. Sin embargo, me temo que
en cuanto llegue a Londres volverá a ser el mismo Cayden de
siempre. Lo siento, Imogen, pero dudo que la busque.
Imogen asintió. Su padre había hecho un gran trabajo con
Cayden.
 
 

 
Capítulo 8
Alexandra ya estaba en las últimas semanas de su
embarazo. Habían transcurrido ocho meses desde su
llegada a Somerset y esperaba que en cualquier momento
comenzase el trabajo de parto. Florence y ella habían consultado
a la señora Walsh y encontraron una partera en el pueblo con
mucha experiencia.
Sentada en la terraza de la casa, desde la que disfrutaba de
la vista de los jardines y de Florence trabajando en ellos, Alex se
sentía en paz. La estancia en Green Park era tranquila, Florence y
ella habían preparado la guardería con alegría, muy diferente de
lo que hubiera sido si hubiesen permanecido en Londres.
Al principio se sorprendió de echar de menos a Cayden.
En realidad, extrañaba los últimos días pasados a su lado, que le
habían dado esperanzas. Había sentido a su marido celoso,
vulnerable, entregado. Sin embargo, duró lo que dura un sueño,
hasta que llegó la luz del día y él salió huyendo, dispuesto a
recordarse, con su estancia en Arden Hall, lo que les separaba.
Mientras ella sentía que se estaba enamorando de él, Cayden
continuaba levantando muros alrededor de su corazón. Esas
noches le habían mostrado que podrían llegar a tener algo, lo
había sentido tan cercano…
Poco a poco dejó de pensar en Cayden para centrarse en
el bebé que llevaba en su interior. Florence y ella visitaban el
pueblo, hacían largas caminatas y, sobre todo, gozaban de una
tranquilidad que en Harding House, con la fría e indiferente
presencia de Cayden, no tendrían.
Se había despertado con molestias, que achacó a la
proximidad del parto. El verano había comenzado y la
temperatura, a finales de julio, era sumamente agradable.
Disfrutaba de Somerset, lejos del asfixiante y maloliente Londres.
Era un buen lugar para criar a un hijo. De repente, una punzada
de dolor recorrió su vientre y le hizo soltar un jadeo. Se levantó
con incomodidad mientras Florence, al oírla, se acercaba
presurosa.
La tomó por el brazo mientras preguntaba, preocupada.
―¿Estás bien?
Florence había puesto al corriente a Alex de lo que podía
esperar durante su trabajo de parto, por lo que la joven se dio
cuenta de que el nacimiento había empezado.
―Creo que el niño ya quiere conocer a su madre y a su
abuela ―contestó, con una trémula sonrisa.
Florence ayudó a Alex a subir a su habitación y a
desvestirla. Avisó al señor Walsh de que enviaran recado a la
partera y se dispuso a esperar.
Alex caminaba por la habitación. Se sentía más cómoda
que tumbada en la cama, sobre todo cuando las contracciones
comenzaban a apretar.
Al cabo de una hora llegó la partera, que hizo que la
joven se recostara para poder comprobar lo avanzado del parto.
Después de varias horas de dolores, Alex tuvo por fin en sus
brazos a una preciosa niña.
Florence y ella se miraron entendedoras: estaban a salvo.
La niña no merecería el interés de Cayden y podrían criarla con
tranquilidad y la seguridad de que no les sería arrebatada. Sin
embargo, Alex no pudo evitar una punzada de culpabilidad y de
tristeza. Si hubiera sido un varón, la sucesión del ducado estaría
asegurada y habría podido criar a su hijo hasta su ingreso en
Eton e incluso disfrutar de él después, al haberse criado lejos de
la nefasta influencia de su padre.
Nunca pudo imaginarse que tendría un hijo y no podría
compartir esa felicidad con el padre. Sus propios padres le
habían relatado mil veces lo felices que les había hecho su
nacimiento, lo mucho que su padre mimaba a su madre mientras
estaba embarazada. Claro que sus padres se habían casado
enamorados. Ella y Cayden no. Y aunque había llegado a sentir
algo por él, sabía que su marido nunca se abriría a ella, no
mientras su padre siguiera controlándolo desde la tumba.
Miró a su hija, que reposaba en sus brazos. Tenía el
cabello castaño de su padre y había heredado sus ojos turquesa.
―¿Te gustaría cogerla? ―le preguntó a una emocionada
Florence.
La feliz abuela se sentó al lado de Alex y alargó los brazos
para tomar a la pequeña criatura.
―Es preciosa. ¿Has pensado en su nombre?
Alex sonrió.
―Anne, como mi madre, y Beatrice, por tu segundo
nombre.
Florence repitió, con la voz rota por la emoción.
―Lady Anne Beatrice Denson, bienvenida al mundo,
cariño. ―Miró a su nuera al tiempo que intentaba contener las
lágrimas―. Gracias, Alex, es un honor compartir con tu madre el
nombre de tu hija.
Alex apretó el brazo de su suegra con ternura.
―Te has comportado conmigo como si fueses mi propia
madre. Mi hija debe llevar el nombre de sus dos abuelas.
Florence la miró con fijeza.
―¿Notificarás a Cayden el nacimiento? ―No la culparía si
decidía negarse, al fin y al cabo, a su hijo lo que le importaba era
un heredero, una niña no merecería su atención.
Alex tenía un brillo desafiante en los ojos.
―Una niña no le interesa, lo previsible es que la ignore,
así que no merece que se le informe. Sin embargo, Anne merece
su lugar como hija del duque de Harding. Escribiré una nota y
confío en que Darkwood se la pueda hacer llegar sin
comprometerse.
Unos días después, la inesperada visita de Imogen llenó
de gozo a Florence. Hacía casi un año que no veía a su hija y,
aunque mantenían continua correspondencia, no se habían
separado nunca.
Cuando Imogen le consultó sobre determinadas
cuestiones que afectaban a la familia de su marido, Florence se
dio cuenta de que su hija comenzaba a sentir algo por él.
Agradeció en silencio que le hubiese dado una oportunidad. El
conde de Darkwood era un buen hombre, y aunque al principio
no hubiese estado de acuerdo con la decisión de Cayden de
imponer al conde como esposo para Imogen, sobre todo por la
forma, ahora agradecía la decisión del duque, aunque no la
hubiese tomado por favorecer a su hermana.

En Londres, Cayden, ajeno al nacimiento de su


primogénita, se había dedicado durante todos esos meses a
trasladar su furia a los negocios. Al principio solamente sentía ira
y furia, sin embargo, conforme pasaban los días, el enojo había
dado paso a la tristeza. La echaba de menos. No quería hacerlo y
luchaba contra ese sentimiento de añoranza que le provocaba un
dolor sordo en el corazón. Había llegado a tener sentimientos
por su esposa, que le habían llevado a dudar de algunas de sus
decisiones, pero los arrinconaría, ella lo había abandonado, así
que él seguiría con su vida.
Se pasaba el día en los muelles, y cuando llegaba a casa se
limitaba a comer algo en el despacho y retirarse a sus
habitaciones, exhausto. Tal vez, si agotaba su cuerpo, su mente
no tendría fuerzas para pensar en la soledad en la que se hallaba.
Cuando regresó de América la casa estaba llena de vida
con su hermana y su madre, y después con Alexandra. Aunque
las ignorase, su presencia se notaba. Darkwood estaba con él,
como siempre había sido desde que se habían conocido. Y ahora
estaba completamente solo por primera vez en su vida. Por un
instante lamentó no haber sido capaz de disfrutar de lo que tenía,
nunca se imaginó que podría perderlo.
Sentado delante de la chimenea apagada, el calor en
Londres todavía resultaba asfixiante incluso estando a pocos días
de empezar el mes de octubre, bebía a sorbos una copa de whisky.
Había tenido que hacerse a la idea de que su esposa no regresaría
y él no era hombre capaz de permanecer célibe. Se sabía un
hombre atractivo para las mujeres, de hecho, nunca se había
molestado en perseguirlas ya que eran ellas las que se le
insinuaban, y siempre hubo alguna viuda complaciente con la
que calmar sus instintos.
Cerró los ojos un instante y a su mente vino el recuerdo
de unos ojos turquesa brillantes de pasión, unos labios que solo
tuvo tiempo a disfrutar plenamente durante algunas noches y un
hermoso cuerpo que se complementaba a la perfección con el
suyo. Abrió los ojos, irritado. Maldita fuera, en todo este tiempo,
desde que Alexandra se había ido, había tenido un par de
amantes, pero ninguna era ella, ninguna le llenaba, y le inquietaba
la sensación de vacío que aparecía después de acostarse con ellas,
hasta que decidió que se sentía peor mientras utilizaba un cuerpo
que no era el de Alexandra, que dándose placer a sí mismo.
Durante todo este tiempo en soledad había reflexionado,
al menos los días en que no estaba tan agotado que lo único de
lo que era capaz su mente era de ansiar el sueño. Recordó las
palabras de Dark, ¿acaso la única persona que no consideraba a
su padre un canalla era él? En realidad, él era apenas un crío
cuando su padre comenzó a incluirlo en su círculo. No tenía con
qué comparar, y la reputación de su padre nunca permitió que
fuese invitado a pasar las vacaciones en las residencias de otros
compañeros de Eton. Entonces no le había preocupado, pensaba
que era envidia por la libertad de la que gozaba y con la que sus
compañeros no podían ni soñar, pero en estos momentos…
Dejó el vaso vacío sobre la mesa. Debería descansar un
poco, al día siguiente esperaba el atraque de un carguero y debía
estar en puerto para hacerse cargo.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, el
mayordomo le pasó una nota. El corazón se le saltó un latido al
reconocer la letra de Alexandra. Antes de abrirla miró a Fisher,
esperanzado. Quizá el portador todavía estuviese en la casa.
―¿Quién la ha traído?
Fisher disimuló una mueca de pesar.
―Un pilluelo de la calle, Excelencia, la entregó y se
marchó a la carrera.
Cayden ahogó una maldición. Debió suponerlo. Alex no
cometería el error de permitir que la localizase a causa de una
carta.
―Gracias, Fisher.
Cuando el mayordomo se retiró, Cayden abrió la misiva
con manos temblorosas y la leyó rápidamente. En apenas unas
líneas, su esposa le informaba de que el pasado mes de julio
había sido padre de una niña, a la que le había puesto el nombre
de Anne Beatrice. Cayden sintió que su garganta se cerraba. ¡Una
niña, había sido padre! Al momento ahogó su emoción. ¡¿Que
podía importarle a él?! Por lo visto, su esposa estaba convencida
de que no le atañía demasiado, puesto que le había comunicado
el nacimiento tres meses después. En realidad, él había dejado
claro su interés por un heredero varón, una niña no era más que
un gasto, por supuesto, según la opinión de su padre. Cayden
reflexionó sobre si las enseñanzas de su padre habían sido
verdaderamente acertadas. Al fin y al cabo, quien se hallaba
completamente solo era él, su padre estaba muerto y se había
asegurado de alejarlo de su familia. ¿En verdad estaba obligado a
seguir los pasos del anterior duque? Y si así fuese, ¿cuál estaba
siendo el coste? Alexandra se había ido, con su propia madre, y
en cuanto a su hija, nunca la conocería. Por culpa de su estupidez
jamás conocería a su propia hija, por lo menos hasta que tuviese
la edad suficiente para ser presentada en sociedad.
Volvió a levantar el muro que protegía su corazón y se
dirigió a la biblioteca. Tenía que anotar en la Biblia familiar el
nacimiento de lady Anne Beatrice Denson. Enviaría una nota a
los periódicos, su hija algún día tendría que ocupar su lugar en la
sociedad y debería anunciar su nacimiento. No podía sacarla de
un sombrero cuando hiciese su debut.

La tranquilidad de Green Park se vio alterada cuando, una


mañana, mientras Florence y Alex desayunaban, el señor Walsh
entregó la correspondencia a la duquesa viuda. Solamente
recibían noticias de Imogen, por lo que no les sorprendió que
llegase una misiva suya.
Cuando Florence abrió y leyó la carta, palideció y sus
manos comenzaron a temblar hasta el punto de que la carta se
deslizó entre ellas hasta caer encima de la mesa. Alex,
desconcertada, tomó la misiva al tiempo que preguntaba,
preocupada.
―¿Qué ocurre, le ha pasado algo a Imogen?
Florence solo atinó a negar con la cabeza mientras las
lágrimas empezaban a correr por sus mejillas y enterraba el
rostro entre las manos.
Alexandra, asustada, comenzó a leer.
El personal de Harding House se había puesto en
contacto con la condesa de Darkwood y, a su vez, Imogen las
informaba a ellas.
―¡Dios Santo! ―exclamó. Sintió cómo su corazón se
estrujaba de miedo. ¡No podía ser! Otra vez no, aunque esta vez
fuese Cayden.
Florence se levantó como un resorte. Nerviosa, se limpió
de un manotazo las lágrimas.
―Saldré para Londres en cuanto esté preparado el
carruaje. No puedo dejarlo solo, haya hecho lo que haya hecho,
es mi hijo. ―Miró con expresión de súplica a Alexandra―. Lo
entiendes, ¿verdad?
Alexandra se acercó para abrazarla.
―Lo entiendo, por eso iré yo.
―¡No puedes! ―exclamó Florence, atemorizada. ―Si te
ocurriese algo, la niña…
―Florence, ya he pasado por eso, ¿recuerdas? Mi madre
murió de influenza, y aunque nada se pudo hacer por ella, estuve
al lado de su médico durante toda la enfermedad. Conozco las
precauciones que se deben tomar y lo que hay que hacer en cada
fase de la afección. Tú no sabrías qué hacer y, con esa
enfermedad, cualquier tratamiento equivocado puede ser fatal. El
médico que trató a mi madre nos proporcionó a mi padre y a mí
el conocimiento de varios remedios que ayudan a superar la
dolencia. ―Alex la miró con cariño―. No me pasará nada, sé
cómo cuidarme para evitar el contagio.
Florence asintió.
―No tienes por qué sentirte obligada. Al fin y al cabo,
Cayden… él no ha sido bueno contigo.
―Es el padre de mi hija, Florence, y tu hijo. No podría
miraros a la cara sabiendo que pude hacer algo por él y, en su
lugar, me quedé aquí cruzada de brazos. ―Alex tomó a su suegra
de la cintura, dirigiéndola hacia la puerta de la salita―. Ordena
que preparen el carruaje, yo subiré a ver a Anne y a pedirle a
Mary que me prepare algo de equipaje. Todo saldrá bien, ya lo
verás. «No permitiré que muera, él no».

Alex llegó a Harding House a última hora de la tarde,


encontrándose con el atemorizado personal. Se entrevistó con el
mayordomo y el ama de llaves para que la pusieran en
antecedentes.
―¿Cuándo comenzó a sentirse mal?
―Hace dos días, Excelencia ―contestó Fisher,
atribulado―. Por lo que pudimos saber, el barco que fue a recibir
traía algunos enfermos, y al día siguiente ya comenzó a sentirse
mal. Llamamos al médico y fue el que nos informó del mal que
padece. El mismo médico nos comunicó que la enfermedad se
empieza a extender por Londres.
Alexandra reprimió el terror que sentía por los recuerdos
de su madre enferma y el triste resultado.
―Además del médico, ¿alguien ha entrado en su
habitación?
El semblante de Fisher se ensombreció.
―Me temo, Excelencia, que el personal tiene miedo,
solamente hemos entrado la señora Moore y yo.
Alexandra asintió.
―Desde ahora yo me encargaré. Ustedes manténganse
alejados de las habitaciones de Su Gracia hasta comprobar que
no se han visto afectados por la enfermedad.
Comenzó a darles instrucciones.
―Las comidas las depositarán en una mesita al lado de la
puerta, y yo las recogeré. Una vez se las haya devuelto, todo,
absolutamente todo, incluidas bandejas, se lavarán con agua
hirviendo. Las traerán y las recogerán con la nariz y la boca
cubiertos por un paño y, una vez devueltas a las cocinas, todo el
que las toque hará lo mismo, deberán lavarse las manos después.
Ambos sirvientes asintieron.
―Necesitaré que suban agua hirviendo, así como agua
fría, paños, corteza de sauce y que alguien acuda a una botica en
busca de hojas de eucalipto. Quizá sean difíciles de encontrar,
pero necesito esas hojas. Una vez entre en la alcoba de Su
Gracia, me comunicaré con ustedes con notas que dejaré en la
mesa del pasillo. Les avisaré mediante el llamador de la
habitación. ―Alex repasó mentalmente lo que necesitaría. Hasta
que la enfermedad de Cayden remitiera no podría salir de la suite
ducal y, aún entonces, tendría que esperar unos días para saber si
había sido contagiada.
Observó los rostros preocupados de los dos sirvientes.
―Sé lo que debo hacer, no se preocupen. Ahora, vayan y
hagan lo que les he dicho e informen al personal de cocina de
mis instrucciones.
Tomó su valija, desestimando con un gesto la ayuda del
mayordomo, y se dispuso a subir a las habitaciones ducales. De
repente, pareció reparar en algo.
―Que suban algo de comida para mí, por favor, algo
simple. Y caldo para Su Gracia. Sin vino, solamente agua fresca.
Gracias.
Alex entró en su antigua habitación. Todo permanecía
igual que cuando se marchó. Revisó el vestidor. No tendría que
deshacer la pequeña maleta salvo para sacar sus útiles de aseo. La
ropa que había dejado le valdría. Se deshizo del sombrero y la
chaquetilla de viaje, se colocó un paño tapando la nariz y la boca
y, al tiempo que inspiraba hondo, abrió la puerta de
comunicación con la alcoba de su marido.
Lo que vio le produjo un instantáneo rechazo, sobre todo
el olor a enfermedad que inundaba la habitación. Fue directa a
abrir las ventanas, la habitación debía ser aireada cuanto antes.
Después de abrirlas, y mientras la brisa fresca de la noche
aligeraba el aire viciado de la alcoba, se aproximó a la gran cama
donde estaba tendido Cayden. Se dio cuenta en ese momento de
que nunca había entrado en esa habitación. Era él quien acudía a
la suya en el poco tiempo que tuvieron. Para el caso, tampoco
hubo intención por su parte de tener más intimidad llevándola a
ella a su alcoba.
Se aproximó y tocó la frente de su marido, ardía de fiebre.
También notó que su amplio pecho, al descubierto, estaba
perlado de sudor y que respiraba con dificultad. Miró a su
alrededor y tocó la jarra del agua que reposaba en la mesita, a
saber cuánto tiempo llevaba allí sin renovarse. Decidió esperar a
que le subieran lo que había pedido para refrescar el cuerpo de
Cayden.
Al cabo de unos minutos, un golpe en la puerta la avisó
de que seguramente habrían dejado en la mesa del pasillo lo que
había solicitado. Esperó unos segundos y salió a mirar.
Efectivamente, todo lo que necesitaba para el cuidado del duque
estaba allí, excepto las hojas de eucalipto. Supuso que se
encargarían al día siguiente, no esperaba que ningún lacayo se
aventurara en la noche en busca de alguna botica abierta, si las
hubiese, claro está.
Después de llevar todo a la habitación y de sacar la jarra
con el agua templada y los demás utensilios usados al pasillo, tiró
del cordón colocado a un lado de la cama para avisar de que
subieran a recogerlo.
Tomó uno de los paños y lo empapó en agua fría.
Cuando comenzó a pasarlo por el rostro de su esposo, este
movió los párpados como si intentase abrirlos. Alex se dio
cuenta de que la fiebre lo había agotado, haciendo que cayera en
un estado de semiinconsciencia. Pasó el paño por el cuerpo de su
marido y, mientras lo refrescaba, no pudo evitar una chispa de
compasión. Si no hubiera sido por la carta de Imogen, él estaría
pasando por todo esto solo, con la única atención del
mayordomo y el ama de llaves, y eso hasta que ambos cayesen
enfermos, sin mencionar que sus conocimientos para tratar la
enfermedad eran limitados, por no decir inexistentes.
Cayden se removía, inquieto. Tenía mucho calor y solo
sentía oscuridad a su alrededor. Imágenes sin sentido cruzaban
por su mente: adultos, mujeres y hombres, reían y bebían
mientras él, que era apenas un muchacho, se sentía inseguro y
atemorizado mientras su padre lo observaba con su rostro
abotargado, riendo e incitándolo a comportarse como un hombre.
Unas pequeñas manos rozaban su rostro, refrescándolo. ¿Sería su
madre? Sí, era ella leyéndole antes de dormir, enseñándole a
bailar; podía ver la tristeza en sus ojos cuando comenzaba el
verano. Y sobre todo eso, había unos ojos turquesa que no tenían
rostro. ¿A quién pertenecían? Si pudiera recordar… Esos ojos se
adueñaban de su confusa mente, borrando todo lo demás.
Cuando la serena mirada turquesa se hacía un hueco en sus
enmarañados pensamientos todo su desasosiego desaparecía,
solo en esos momentos la agitación que lo envolvía se calmaba.
Alex, ajena a los sueños delirantes de su marido, enderezó
los hombros y continuó con su tarea. No tenía intención alguna
de dejarse llevar por la piedad. El hombre que estaba tumbado
en la cama, vulnerable, era el mismo que, con la frialdad más
absoluta, la había amenazado con quitarle a su hijo. El mismo
que había ignorado durante años a su madre y a su hermana.
Después de haberlo refrescado, pensó que habría que cambiar la
ropa de la cama, sin embargo, decidió esperar al día siguiente ya
que lo principal ahora era bajarle la fiebre. Tomó la infusión de
saúco y, sentándose al lado de Cayden, le alzó la cabeza para
forzarlo a beber. Consiguió que bebiera unos cuantos sorbos y
entonces cogió la taza de caldo y le hizo tragar unas cuantas
cucharadas.
Mientras esperaba que la infusión de saúco hiciese su
efecto, se sentó a la mesa donde había colocado la bandeja con
su propia comida. Al cabo de unos minutos la respiración de
Cayden se regularizó; se levantó y tocó su frente, la fiebre había
bajado, pero no se hizo ilusiones, sabía que le volvería a subir.
Cuando le pareció que descansaba más tranquilo, buscó
en el escritorio de su esposo papel y pluma para escribir
rápidamente las instrucciones para el día siguiente. Sacó todo a la
mesa del pasillo y después se dirigió a su habitación para quitarse
la ropa y ponerse un camisón y una bata. Después volvió junto a
Cayden y arrastró un sillón de los situados enfrente de la
chimenea para colocarlo junto a la cama. Le esperaba una noche
muy larga.
A la mañana siguiente, después de pasar la noche
prácticamente en vela vigilando el sueño de su marido, se vistió y
se dispuso a esperar la llegada de Fisher.
El mayordomo acudió acompañado de dos fornidos
lacayos y dos doncellas. Mientras los lacayos levantaban al duque,
envuelto en una de las sábanas para preservar el decoro, las
doncellas aireaban la cama y colocaban sábanas limpias.
Ordenó que subiesen cubos de agua para bañarlo. Daba
igual que no estuviesen calientes, el baño debería ser casi frío
para bajarle la temperatura.
Una vez que Cayden reposaba, limpio, en la cama fresca,
Alex volvió a repetir la rutina de la noche anterior: infusión de
saúco y caldo. Su respiración continuaba siendo trabajosa y la
duquesa ordenó que se le subiese agua hirviendo y las hojas de
eucalipto que, según Fisher le comentó, había conseguido uno de
los lacayos.
Ayudada por el mayordomo, consiguieron incorporar al
duque y, mientras Fisher sostenía una bandeja con una jofaina
con el agua hirviendo y el eucalipto, Alex cubrió la cabeza de su
marido y la jofaina con un paño, haciendo que respirara los
vapores medicinales.
Ese día pareció que el duque respiraba mejor, y la fiebre
no le subía tan a menudo. Al llegar la noche, Alex se dispuso a
continuar su vigilancia hasta que, de pronto, los movimientos
bruscos de Cayden la sobresaltaron. Tocó su frente, la fiebre le
había vuelto a subir. Mientras le colocaba un paño con agua
fresca en la frente, Cayden abrió los ojos repentinamente y aferró
la mano con la que Alex le pasaba el paño.
Alex notó que Cayden no enfocaba la mirada. La estaba
mirando sin verla realmente, y sus confusos balbuceos la
convencieron de que no la había reconocido.
La voz del duque sonaba ronca, como si le costase
esfuerzo hablar, su desenfocada mirada se posó en los ojos de
Alex, que lo observaban desolados.
―Esos ojos… No… No me dejes… ―Cayden apretó la
mano de Alex con desesperación―. Por favor, solo quiero… No
quiero irme con él, no dejes que me lleve…
Quería paz, quería ser necesitado y amado, ¿por qué no
era capaz de expresarlo? En algún lugar de su mente, tenía la
certeza de que solo la dueña de aquellos ojos turquesa podía
darle lo que necesitaba. Pero había algo más… ¿el qué?
Alex intentaba calmar la agitación de su marido. Dios
Santo, ¿qué clase de recuerdos tormentosos rondarían su mente
durante su delirio? ¿Sería posible, en su estado de
semiinconsciencia, que Cayden se diese cuenta de lo equivocado
que había estado con respecto a su familia? Alex musitó
suavemente.
―Shhh, tranquilo. No te dejaré, pero ahora debes
descansar.
Cayden pareció tranquilizarse al oír la voz femenina y
soltó el agarre de su mano. Alex acarició su cabello para después
volver a pasar el paño frío por su rostro y darle a beber la
infusión. Sintió un nudo en el estómago al verlo tan vulnerable.
Su marido sufría, y no precisamente por los efectos de la
enfermedad.
Transcurrieron cuatro días hasta que Cayden comenzó a
mejorar. Alex advirtió que lo peor había pasado. Todavía estaba
agotado por la fiebre, tenía dificultad para respirar y una tos
persistente. Permanecía la mayor parte del día adormilado.
Nadie del personal de la casa se había contagiado, y Alex
decidió que era hora de marcharse. En cualquier momento él
despertaría, completamente lúcido, y no podía permitir que la
viese.
Se despidió del personal y pidió que preparasen el
carruaje. Sabía que ni el cochero ni su ayudante habrían
comentado nada con el servicio acerca del lugar del que
procedían. Darkwood los había aleccionado bien. Se dirigió a
casa de su padre. Unas horas más en Londres o incluso un día
más, no le harían mal: hacía casi un año que no le veía.

Cuando el mayordomo abrió la puerta de Halstead


House, tuvo que echar mano de toda su profesionalidad para que
la emoción no se reflejara en su rostro.
―¡Milad… Su Gracia!
Alex sonrió al ver el esfuerzo del mayordomo por
disimular su desconcierto.
―Hola, Adams, ¿cómo estás?
―Muy bien, Excelencia, muy amable por preguntar.
―¿Está mi padre en casa?
En ese momento, Adams se percató de que tenía a la hija
de su señor, actualmente una duquesa, en el umbral de la puerta.
Se hizo a un lado para permitirle el paso.
―Mis disculpas, Excelencia. Su padre se encuentra en su
despacho.
―No me anuncies, Adams, quiero darle una sorpresa.
―Por supuesto, Excelencia. ¿Puedo preguntar si debo
subir su equipaje?
―Sí, Adams, por favor. Pero solo me quedaré un par de
días.
Alex se dirigió al despacho de su padre. Sin llamar, abrió
la puerta. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver a su padre
sentado tras el escritorio, absorto en la lectura de unos
documentos.
Halstead levantó la mirada y casi se le desencaja la
mandíbula al ver a su hija de pie delante de él. Se levantó a toda
prisa para abrazarla.
―¡Alex! Pero, ¿cómo…? La niña… ¿está bien?
Alex se abrazó a su padre.
―Está muy bien, papá.
Halstead la alejó un poco para observarla con atención.
―¿Has vuelto con Harding? ―inquirió, preocupado.
―No.
El conde la condujo a uno de los sillones.
―Siéntate, cariño, pediré que nos preparen un té y me
contarás qué te ha traído a Londres.
Cuando terminaron de servirse el té Alex hizo partícipe a
su padre de las circunstancias de Cayden.
―Ese hombre no merece que hayas corrido un riesgo tan
grande por él.
―Tal vez, pero es el padre de mi hija; no podría mirarme
a un espejo, ni mirarla a ella, si le hubiese pasado algo mientras
yo me mantenía al margen. Además, Florence estaba dispuesta a
venir a cuidarlo y no podía permitirlo. Ella no vivió esa
enfermedad como yo, como nosotros.
―Entiendo. Sinceramente, no creo que Harding sepa
apreciar lo que has hecho por él.
―Eso no importa, no lo hice por él, lo hice por Florence
y por mi hija. ―«Y por mí, porque no podría soportar que algo le
ocurriese», pensó. Alex bebió un sorbo de té y miró a su padre
con pesar―. No puedo quedarme más que esta noche, papá. No
puedo arriesgarme a que averigüe quién lo cuidó y decida
presentarse aquí.
Halstead asintió.
―Es probable que lo hiciese, de hecho, cuando te
marchaste, se presentó exigiendo tu vuelta, pensando que te
habrías refugiado aquí.
Alex hizo un gesto desdeñoso. Lo que hubiese hecho
Cayden cuando lo abandonó le importaba un ardite.
―Papá, siento que no hayas podido conocer a tu nieta
―dijo, apesadumbrada.
―Y yo, hija, y yo. Quizá, más adelante, pueda simular que
me voy al campo y visitarte. Harding todavía está pendiente de
mis movimientos, debe suponer que nos mantenemos en
contacto de alguna manera.
―Sería estupendo. Quizás el próximo verano. ―Alex bajó
la voz, aunque estaba segura de que el servicio se dejaría matar
antes de cotillear algo con el personal del duque―. Podemos
ponernos en contacto a través del conde de Darkwood, gracias a
él y a su generosidad… Florence tenía razón, no se parece en
nada a Harding.
―Es verdad, ese hombre, aunque tiene sus propios
demonios, no tiene nada que ver con el duque. De hecho, creo
que si Harding no se ha metido en mayores problemas en su
juventud ha sido gracias a la influencia de Darkwood.
Alex asintió, sin embargo, no le apetecía hablar de su
marido ni del conde. Volver a ver a Cayden había removido
sentimientos que creía haber enterrado. No lo odiaba, pero
tampoco podía confiar en él y, sin confianza, sus sentimientos
eran irrelevantes, seguiría ocultándolos en un rincón de su
corazón.
Miró sonriente a su padre, tenía intención de disfrutar al
máximo de su compañía.
 
 
Capítulo 9
Cayden, completamente recuperado, dejó sus habitaciones
al día siguiente de la marcha de Alex.
Después de desayunar, se dirigió a Fisher. Sabía que
podría no haberse recuperado de la enfermedad y se sentía
agradecido por que su personal lo hubiese atendido, aun a riesgo
de contagio.
―Fisher, agradezca en mi nombre al resto del servicio sus
desvelos en mi cuidado durante mi enfermedad. Sobre todo, le
estoy muy agradecido a usted y a la señora Moore.
Fisher pareció dudar, sin embargo, no podía aceptar unos
agradecimientos que en realidad no le correspondían del todo.
―Excelencia, transmitiré su gratitud, pero me temo que
todos nos limitamos a seguir instrucciones.
Cayden, que se disponía a levantarse, se tensó.
―¿Instrucciones? ¿Instrucciones de quién? Si se las dio el
médico, bueno, es su trabajo, sin embargo, fueron ustedes
quienes corrieron el riesgo al estar a mi lado.
―Excelencia, si me permite, ni las instrucciones nos las
dio el médico, ni fuimos nosotros quienes estuvimos a su lado
día y noche.
Cayden frunció el ceño.
―Habla claro, Fisher.
―Fue Su Excelencia quien nos dirigió durante su
enfermedad y quien no se movió de su habitación el tiempo que
duró.
Las cejas de Cayden se alzaron. Desconcertado, preguntó:
―¿Mi madre? ¿Mi madre vino a cuidarme?
―No, Excelencia, no me refiero a la duquesa viuda.
Cayden tuvo que sentarse al notar que sus rodillas
flaqueaban. ¡¿Alexandra?! Alexandra había acudido a ayudarle.
Un recuerdo vino a su mente, una noche… unos ojos
turquesa…
Fisher se apiadó de su señor y decidió darle toda la
información aunque no hubiese sido solicitada; además, pensó
que la duquesa merecía que su marido supiera de su buen
corazón.
―Su Excelencia se presentó apenas dos días después de
que regresase enfermo de los muelles. Insistió en que ella sería la
que se encargaría personalmente de su cuidado, permitiendo en
contadas ocasiones que nosotros la ayudásemos. Ella fue la que
permaneció vigilante día y noche.
Cayden fijó la mirada, ausente, en un punto de la
habitación.
―¿Cuándo se marchó? ―preguntó, con voz átona.
―Ayer, Excelencia, cuando se percató de que estaba
recuperado.
Cayden asintió.
―Gracias, Fisher. De todas maneras, transmítale al
servicio mi agradecimiento.
―Por supuesto, Excelencia.
Cuando el mayordomo se retiró, Cayden enterró el rostro
entre las manos. Ella estuvo aquí y él ni siquiera se había
enterado. Pensó en ir a ver a Halstead, pero lo descartó de
inmediato. Ella no se arriesgaría a quedarse en Londres, mucho
menos en casa de su padre.
No tenía la mente tan clara como para presentarse en los
astilleros. Iría al club, quizá una buena bebida y rodearse de gente
con la que no tendría que conversar calmaría un poco su
frustración.
En Green Park, Alex ponía al día a Florence sobre cómo
había encontrado a Cayden y sobre el resultado de sus cuidados.
La duquesa viuda observaba atentamente a Alex, que,
mientras caminaba agitada por la habitación, hablaba, más para sí
misma que dirigiéndose a su suegra en particular.
―Tan solo, tan vulnerable… ¡Por Dios, aquella habitación
apestaba a enfermedad! Solo Dios sabe qué hubiese ocurrido si
Imogen no llega a alertarnos.
La mirada de Florence estaba llena de desolación. Los
días anteriores a la marcha de Cayden a Arden Hall había notado
algo diferente en el rostro de Alex, era como si resplandeciese, y
la mirada de su hijo se suavizaba cada vez que la posaba en ella,
creyendo que nadie se percataba. Quizá si Cayden no hubiese
tenido tanta prisa por escapar de su esposa las cosas habrían sido
completamente diferentes. Alex había comenzado a tener
sentimientos hacia Cayden, y este no se mostraba tan indiferente
a ellos.
―Alex, ¿deseas volver? ―preguntó, con suavidad.
Alexandra detuvo su nervioso paseo y la miró
desconcertada.
―¿A Harding House? No, por supuesto que no.
―No me refiero concretamente a Harding House.
¿Deseas volver con él?
Los ojos de Alex pasaron del azul al verde. Se dejó caer
en uno de los sillones de la habitación mientras movía la cabeza
con desolación.
Florence se sentó a sus pies y tomó las manos de su
nuera.
―Puedes hacer lo que desees, si quieres regresar…
Alex la interrumpió.
―Estaba tan solo, Florence, tan perdido. ¿Y si lo que
siento es solamente compasión? ―inquirió, angustiada. Por un
lado, sentía la necesidad de consolarlo y de estar a su lado, pero
por otro, el recuerdo de su indiferencia…
―Cariño, si fuese compasión habría desaparecido en el
momento en que lo viste recuperado, pero el desasosiego te ha
acompañado en tu regreso. No hay nada de malo en que
regreses, podrías poner tus propias normas. Cayden ya ha visto
de lo que eres capaz, puede que haya recapacitado.
―No puedo, no si él no pone algo de su parte. No sería
capaz de vivir con el miedo a que me quitara a mi hijo si
tuviéramos un varón. ―Alex miró decidida a su suegra―. Es
inteligente, si verdaderamente ha recapacitado sabrá encontrar la
manera de hacérnoslo saber.
Florence asintió. Cayden tendría que luchar por Alex si de
verdad sentía algo por ella. Después de luchar contra sí mismo
para reconocerlo.

El mes de diciembre llegó y pasó, así como el Año


Nuevo. Cayden no había permitido ningún adorno durante las
Navidades, ¿para qué? Completamente solo, imaginó cómo
serían las fiestas para Alexandra. Disfrutaría con su hija y con su
madre, supuso que adornaría la casa dondequiera que estuviese.
Sabía, por Dark, que en la residencia Halstead Alexandra se había
criado con padres amorosos, y estaba seguro de que ese mismo
amor lo transmitiría a su familia. Porque también era su familia,
maldita sea.
Prefirió no recordar sus propias Navidades, siempre
envuelto en las fiestas que daba su padre, que casi siempre se
acababan convirtiendo en verdaderas orgías y que le dejaban con
un sentimiento de frustración, sintiéndose sucio y vacío por
dentro. No había sido una ni dos veces las que había abandonado
las malditas bacanales para refugiarse bajo llave en su dormitorio
y, después de pedir un baño, lavarse y frotarse hasta dejar la piel
en carne viva, intentando deshacerse del asco que sentía por sí
mismo. Pero eso jamás lo compartiría con nadie, ni siquiera Dark
lo sabía. Si lo hiciese, se sentiría desleal a su padre.
A mediados de enero, Cayden disfrutaba de un whisky en
Brooks’s. También era socio de White’s, pero ese día prefería
evitar la presencia de los pesos pesados de la aristocracia que a
esas horas llenarían los salones del famoso club tory.
Distraído, bebía su copa mientras observaba la concurrida
calle St. James’s, hasta que un suave carraspeo le hizo dar un
respingo. Un caballero se había acercado a su mesa y esperaba
paciente para saludarlo.
Mientras se levantaba, cortés, Cayden observó al hombre.
Al principio no lo reconoció. De mediana edad, alto, y todavía
con buen porte, el caballero le resultaba conocido, pero no
acababa de ubicarlo.
El hombre, al ver la confusión de Cayden, extendió su
mano.
―Harding, mis disculpas si le he interrumpido, pero al
verlo no me he podido resistir a acercarme a saludarlo. Hacía
mucho tiempo que no nos veíamos, me atrevo a decir que desde
la muerte de su padre.
En ese momento, Cayden lo reconoció: el marqués de
Castlebeck. Había estado en el funeral de su padre, pero nunca lo
había visto en ninguna de sus… bacanales.
El duque inclinó la cabeza, cortés.
―Castlebeck.
Cayden estrechó la mano del marqués y le hizo un gesto
para que se sentase. Una vez avisado el lacayo y servida la copa
del hombre, Castlebeck inició la conversación.
―No he tenido ocasión de felicitarle por su matrimonio y
su reciente paternidad. Permítame expresarle mi más sincera
enhorabuena.
―Gracias ―aceptó Cayden.
Se preguntó a qué venía este encuentro. No era
precisamente amigo del marqués, ni por edad, ni por moverse en
los mismos círculos, además de que cuando podrían haberse
tratado, él no frecuentaba los ambientes de su padre, y había
pasado diez años fuera de Inglaterra. Bien, en algún momento le
aclararía el porqué de su acercamiento.
―Tengo entendido que durante su estancia en América, y
gracias a sus fructíferos negocios, ha conseguido levantar el
ducado de Harding. Mis felicitaciones también por ello. Si tengo
que ser sincero, no esperaba que fuese capaz de devolver su
prestigio al ducado, después de… en fin, de sus salvajes años
juveniles.
Cayden se erizó. Ese comentario había sido una clara
referencia a los años pasados bajo la tutela de su padre. ¿Acaso
su intención al invadir su espacio era la de insultar a su
progenitor? Alzó una ceja y espetó:
―Disculpe, pero no creo que tengamos la suficiente
relación como para que se permita opinar sobre mi juventud,
salvaje o no, Castlebeck.
La mirada del caballero se endureció.
―Lleva razón, Harding. No la tenemos, pero conocí lo
bastante a su padre como para saber qué clase de persona era.
Frecuentábamos los mismos círculos en nuestra juventud, y mi
esposa y yo mantuvimos una fuerte amistad tanto con el conde
de Halstead y su difunta esposa como con su madre, la duquesa
viuda. Y por si eso no fuese suficiente, mi edad me permite
ciertas… libertades.
»En la nobleza nos conocemos todos, Harding, y siempre
hay rumores. Usted casi acaba de llegar después de mucho
tiempo en el extranjero, precisamente el tiempo que los demás
caballeros utilizan para hacer sus contactos y sus amistades. Toda
la aristocracia está al tanto de la peculiaridad de su matrimonio con
lady Alexandra, así como de sus motivos para elegirla a ella.
Mucho me temo que mis palabras no le agradarán, sin embargo,
me siento en la obligación de ponerle al corriente de los rumores
que corrieron tras la muerte de su padre y, por supuesto, tras su
vuelta a Inglaterra. Tengo hijos, Su Gracia, y ser mudo
observador del comportamiento de su padre con usted… bueno,
en aquel entonces no pude decir nada, pero ahora…
Castlebeck tomó un sorbo de su copa. Por lo menos
Harding no se había levantado y abandonado la sala.
―Su padre era un canalla, Harding. Toda la alta estaba al
tanto de su vida de desenfreno a la que, sin ningún decoro,
arrastraba a su propio hijo. No se confunda, nunca lo hizo por
cariño, usted a esa edad era manipulable, y el único que todavía
lo miraba con admiración. Si su padre lo hubiera amado, jamás le
habría mostrado toda la degeneración que le rodeaba, pero
estaba encantado llevándolo como una mascota obediente, sin
pensar en el daño que le estaba haciendo a su propio hijo. Soy
padre, Excelencia, y sé de lo que hablo. Sin embargo, usted supo
encontrar su propio lugar y sacó al ducado de la debacle en la
que lo había dejado su padre. Empiezan a respetarlo, Harding, no
lo estropee siguiendo la podrida estela de su progenitor.
Cayden no dijo palabra. Su fría mirada se posó en el
caballero que se estaba permitiendo tamañas libertades.
Castlebeck se levantó.
―Mis disculpas si lo he incomodado con mis
comentarios, entiendo que no nos une amistad alguna para
tomarme semejante libertad por mi parte, pero alguien tenía que
ponerlo al tanto de lo que se rumoreó siempre en nuestros
círculos. No se pudo evitar que el difunto duque perjudicase
seriamente a su hijo, pero sí puedo intentar, al menos, prevenirle
ahora, antes de que cometa los mismos errores que su padre,
basándose en un supuesto cariño que nunca existió, al menos
por parte de su progenitor.
»Buenos días, Harding, y transmítale mis saludos a Su
Gracia la duquesa viuda.
Cayden observó la marcha del marqués con los ojos
entrecerrados. El astuto hombre había colocado su puntilla final.
Él se había preocupado de dejar caer en los corrillos que su
esposa se había trasladado con la duquesa viuda a Denson
Manor, con el fin de pasar allí su embarazo y que su hijo naciese
en la propiedad familiar. Sin embargo, las palabras y el tono en
que habló Castlebeck le indicaron que, por lo menos él,
sospechaba la verdadera razón de la ausencia de ambas mujeres.
¿Había sido apercibido sutilmente de las consecuencias que
tendría para su propia vida el haber seguido ciegamente las
enseñanzas de su padre?
Irritado con el marqués, consigo mismo y hasta con su
padre, regresó a Harding House. Entró en su despacho, que
había sido el de casi todos los duques que le precedieron, y lo
observó como si fuese la primera vez que estaba allí. Cayden
nunca había sido violento, pero en ese momento se le vino todo
encima: los comentarios de Dark sobre su padre, su madre, el
maldito Castlebeck y, sobre todo, la ausencia de Alexandra y su
hija. Y, malditos fueran todos, comenzaba a pensar que las
advertencias sobre su padre eran correctas.
Una de las paredes de la habitación estaba cubierta con
estanterías que contenían libros que, supuso, su padre ni habría
tocado. Al tiempo que lanzaba un grito de impotencia, empujó
las estanterías hasta volcarlas, desparramando todo su contenido
por el suelo. Maldito fuese, empezaba a darse cuenta de que el
equivocado había sido él. Su padre lo había hecho muy bien
comenzando a manipularlo desde que era un crío. Había tomado
un brote joven y lo había hecho crecer en la dirección que él
quiso.
Contrataría detectives, haría lo que fuese, pero
encontraría a Alexandra. Se había equivocado tanto con ella, con
su madre, con su hermana, que le faltaría vida para disculparse y
compensarlas por su indiferencia.
Recuperaría el tiempo perdido, o al menos lo intentaría. Y
empezaría por Imogen. Pensó, cínico, que en realidad solo podría
comenzar con ella, ya que el paradero de su hermana era el único
que conocía.
De repente, mientras miraba con indiferencia el
estropicio causado, reparó en algo que le llamó la atención.
Varias baldas de las estanterías se habían roto, pero una de ellas,
un poco más gruesa que las demás, se había abierto por su parte
frontal, dejando al descubierto lo que parecía una especie de
cajón oculto. Se agachó para observarla con detenimiento y
reparó en una sencilla libreta que había en su interior, parecía un
diario personal.
Cuando la tomó, reparó en que la letra era de su padre.
Frunció el ceño y, cuando se disponía a comenzar a leerla, un
golpe en la puerta y la entrada de Fisher lo distrajeron.
Al mayordomo le costó trabajo mantener impertérrito el
semblante al ver el estado del despacho de su señor y al reparar
en su estado: descamisado, con el pelo revuelto y todavía
jadeante por el ataque de furia, no tenía nada que ver con el
indiferente y frío duque de Harding al que estaba acostumbrado.
Cayden levantó la mirada del cuaderno para posarla en su
perplejo mayordomo.
―Ah, Fisher. ―Al observar que el hombre miraba de
reojo el caos reinante, comentó con indiferencia―: Deja todo
como está. Me temo que haré cambios en esta habitación y, hasta
que los decida, no quiero que nadie toque nada en ella. Ni
siquiera para limpiarla. Gracias.
―Por supuesto, Excelencia.
Cayden asintió y se dirigió a su alcoba con la libreta
aferrada. ¿Qué habría escrito su padre que precisaba ser
ocultado?

Cuando acabó de leer el cuaderno los sentimientos de


Cayden eran una mezcla de vergüenza, humillación y decepción.
En las líneas escritas estaba reflejada la verdad del carácter de su
padre, ese que todos los demás habían visto menos él.
No se había reprimido a la hora de poner por escrito
todos sus rencores, su afán de vengarse de personas que no le
habían hecho absolutamente ningún mal, su egoísmo y, en
consecuencia, su maldad.
El conde de Halstead no era en absoluto el bastardo que
su padre le había enseñado a odiar, simplemente se había
enamorado y casado con la mujer de la que estaba encaprichado
el difunto duque, y el muy miserable se había casado con su
madre por venganza y simplemente por estar más cerca de la
condesa, al ser ella y la duquesa íntimas amigas. Y su madre no
era la mujer codiciosa que había atrapado al duque apartándolo
de la mujer que amaba, como él le había hecho creer.
Apretó los puños al pensar en su madre siendo utilizada
para conseguir la atención de otra mujer, en la impotencia que
debió sentir Halstead al tener que recibir al duque sabiendo que
su intención era seducir a su esposa hasta que decidió cortar toda
relación con él. Había sido su padre, y no el conde, quien estaba
empeñado en arruinarle, había sido su padre quien retaba al
conde en público a hacer apuestas cada vez más absurdas en su
obsesión por la venganza, y había sido su padre quien puso sobre
el tapete Arden Hall.
Y él siguió ciegamente a ese hombre, dando por ciertas
todas sus mentiras y haciendo caso omiso de quien le advertía
sobre su verdadera naturaleza. Cuando leyó las páginas en las que
se refería a él, a su adorado heredero, tuvo que releerlas para
convencerse de lo que estaba escrito.
Su padre no es que tuviera ningún amor especial por él,
simplemente lo había utilizado para hacerle daño a su madre
arrastrándolo a unas situaciones que ningún niño debería haber
vivido. Había tenido que leer cómo su padre se quejaba de tener
que cargar con el maldito crío solamente para disfrutar del dolor
que le ocasionaba a su madre. Cómo planeó que fuese Cayden
quien prosiguiese con su absurda obsesión con el conde de
Halstead, llenando su mente de mentiras.
Recordó su infancia con su madre y, con sorpresa, se dio
cuenta de que era feliz con ella hasta que su padre decidió
hacerse cargo de él. Al principio estaba orgulloso. Tenía toda la
atención del duque, sin embargo, recordó lo confuso que se
había sentido cuando empezó a meter todas aquellas
maledicencias sobre su madre en su cabeza. Cuando volvía a
Denson Manor debía seguir las indicaciones de su padre e
ignorar a su madre y a su hermana, pero ver el rostro abatido de
la mujer no le proporcionaba ninguna satisfacción, al contrario
de la complacencia que mostraba su padre. Fue un alivio para él
comenzar sus estudios en Eton y alejarse de los sentimientos
contradictorios que lo embargaban cada vez que tenía que pasar
algún tiempo en Denson Manor. Eton, y más tarde la
universidad, consiguieron que, con la distancia y el pasar sus
vacaciones con el crápula de su padre, pudiese calmar de alguna
manera su desasosiego y cerrar su corazón a los recuerdos de los
felices ratos con su madre. Se convenció de que él era el
heredero del ducado y que su lugar estaba junto a su padre,
además de que este parecía orgulloso de tenerlo a su lado.
Idiota, más que idiota. Puede que al principio solo fuese
un niño, pero cuando dejó Eton ya no era inocente, mucho
menos después de observar ciertas cosas que su padre
encontraba placer malsano en mostrarle y obviando las
advertencias de su mejor amigo.
Dios Santo, no le llegaría una vida para hacerse perdonar
por todos aquellos a quienes había hecho daño influenciado por
su padre.
Cayden se mesó los cabellos. No tenía reparo alguno en
disculparse con Halstead. Sabía reconocer sus errores y este
había sido de enormes proporciones. Al día siguiente visitaría al
conde de Halstead y aceptaría con humildad si este decidía no
escucharlo y mandarlo a paseo.

Halstead suspiró resignado cuando su mayordomo le


anunció la visita del duque de Harding. Si volvía a reclamar
información sobre el paradero de Alexandra, se aseguraría de que
lo pusieran en la calle, duque o no.
Se levantó de su sillón tras el escritorio, dispuesto a
soportar otra sucesión de groserías de la incómoda visita, aunque
esta vez no tendría tanta paciencia.
Cuando Cayden entró en el despacho, el conde frunció el
ceño. Algo en la actitud del duque había cambiado. Suspicaz,
saludó con cortesía.
―Harding, ¿a qué debo el honor de su visita? Si se trata
de Alexandra, me temo que no puedo proporcionarle ninguna
información.
Cayden suspiró. Esto iba a resultar muy difícil, el conde
estaba a la defensiva y no lo culpaba en absoluto.
―Halstead. No es el paradero de Alexandra lo que me
trae aquí. ―Tras una leve vacilación, le tendió la libreta de su
padre. Cuanto antes pasara el mal trago, mejor.
El conde, indeciso, miró la libreta que le tendía y luego
volvió su mirada al duque. Extrañado, tomó la libreta y, al abrirla,
reconoció la letra. El difunto duque había firmado tantos pagarés
en su presencia que no tenía problemas en identificarla. Con el
cuaderno en la mano, le hizo un gesto a Cayden para que se
sentara mientras él mismo tomaba el asiento de enfrente.
Hojeó las páginas y, al cabo de unos instantes, se lo
devolvió a Cayden. Ante su mirada de desconcierto, el conde
aclaró:
―Estoy al tanto de todo lo que hay escrito aquí. Y en
cuanto a la parte en que describe su… relación con usted, eso no
me concierne, es privado entre usted y su padre. Aunque, si debo
ser sincero, me la imaginaba.
Cayden inclinó la cabeza, confuso.
―¿Conocía de la existencia de este diario?
―No. Pero soy parte implicada, ¿recuerda? Sé
perfectamente la verdad de lo que ocurrió y qué clase de…
persona era su padre y de lo que era capaz.
Cayden asintió.
―Lo encontré ayer por casualidad. Estaba oculto en una
especie de cajón secreto.
―Entiendo. Su padre tenía que alimentar su ego
poniendo por escrito todas sus vilezas.
Cayden inspiró hondo.
―Halstead, me sentiría muy honrado si aceptase mis
disculpas. Sé que no tengo derecho a solicitar su perdón, pero
debo hacerlo.
El conde lo observó atentamente. El duque parecía
profundamente abatido y avergonzado. Que le trajese el diario de
su padre ya era una muestra de su buena voluntad. Otro se
hubiese callado y no hubiera pasado por la vergüenza y la
humillación de reconocer sus errores, y mucho menos de pedir
disculpas. Respondió después de vacilar un instante.
―Acepto sus disculpas, Harding. Entiendo que cuando su
padre comenzó con sus… manipulaciones, usted era solo un
niño, fácilmente manejable. Su padre tuvo mucho tiempo para
plantar la semilla del rencor en usted. Por otro lado, debemos dar
gracias al ego de su padre, porque gracias a eso usted sabe por
fin la verdad. Me temo que si no hubiese encontrado esa
libreta…
Cayden clavó su mirada en el conde.
―Hubiese sido cuestión de tiempo ―murmuró―. Estaba
comenzando a cuestionarme muchas actitudes y
comportamientos de mi padre. Quisiera, si me lo permite,
devolverle Arden Hall. No me siento orgulloso de la manera en
que lo conseguí.
―Arden Hall es la dote de mi hija. Por tanto, es suya.
Cayden asintió.
―Entonces la pondré en un fideicomiso para mi… para
la hija de Alexandra. ―Una vez dicho esto, Cayden se levantó, al
tiempo que el conde lo imitaba.
―¿Qué hará ahora?
―Iré a Kent, todavía me queda mucho por enmendar.
Halstead extendió su mano. Tras un instante de
vacilación, Cayden la estrechó.
―Le deseo suerte, Harding.
―Gracias. ―Cayden se giró y anduvo unos pasos, pero al
llegar a la puerta se detuvo. Se volvió y, más que preguntar, buscó
corroborar sus sospechas.
―Esa noche, mi padre no acudió a aquel antro para
conseguir fondos para su familia.
Halstead lo miró con compasión.
―No. Su amante había amenazado con abandonarlo. El
dinero que pudiera conseguir era para ella.
Cayden asintió, salió del despacho y de Halstead House.

Como le había informado a Halstead, una semana


después se dirigió a Kent. Suponía que conseguir el perdón de su
hermana iba a ser mucho más difícil. Por edad, y vivencias, el
conde había resultado ser mucho más comprensivo de lo que
esperaba, pero se temía que no iba a tener esa suerte con
Imogen.
Cuando los condes de Darkwood fueron advertidos de la
visita del duque de Harding y se reunieron con él en la sala a
donde lo habían conducido, los ojos de Imogen brillaron con
una chispa de preocupación. Revisó a su hermano con disimulo.
Había estado muy preocupada por él, a pesar de todo, era su
hermano. Sabía que se había recuperado de la enfermedad, pero
verlo en perfecto estado acabó de tranquilizarla.
Su tono al dirigirse a él no dejó entrever sus verdaderos
sentimientos.
―Me alegra ver que se ha recuperado ―comentó con
sequedad―. ¿Por qué ha vuelto, Su Gracia? ―espetó, sin
ambages.
Dark, que se había mantenido expectante, intervino.
―Imogen…
―No importa ―respondió Cayden, sin apartar su mirada
de su hermana―. He venido porque hay algo que debéis saber.
―Miró a su alrededor―. ¿Podríamos sentarnos?
Imogen asintió y tomó asiento al tiempo que los dos
hombres.
Cayden metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó el
diario y se lo tendió a su hermana.
Imogen miró la libreta como si Cayden le hubiera
mostrado una víbora. Se tensó y pareció replegar su cuerpo en el
sillón.
Cayden la observó perplejo.
―¿Sabías de su existencia?
Dark, a su vez, escrutó atento el rostro de su esposa.
Imogen tardó en responder. Volver a ver esa infame
libreta donde su padre había anotado con pulcra exactitud todas
sus crueldades le revolvió el estómago.
Por fin encontró su voz.
―Sí.
Dark, sentado al lado de su mujer, le tomó una mano. Al
tiempo que Imogen giraba su mirada hacia él, Dark asintió,
animándola a explicarse.
Ella fijó la mirada en un punto por encima del hombro de
su hermano.
―Fue una semana antes de que muriera. Ni siquiera sé
por qué razón nos había llamado a Londres. Él prefería
mantenernos en Surrey y, francamente, nosotras nos sentíamos
aliviadas de estar lejos de él. Yo solía entrar en su despacho para
coger algún libro cuando él no estaba. Tenía totalmente
prohibido… mamá y yo teníamos prohibido acceder a su
estudio. Llegó de improviso y me escondí. No pude ver de dónde
sacaba esa libreta, solo podía observarlo escribiendo en ella. De
pronto, Fisher entró y le dijo algo. Salió con prisa y dejó la libreta
en su escritorio. Cuando escuché la puerta de la casa cerrarse, me
acerqué y la curiosidad me hizo leerla, así que sé exactamente lo
que escribió. Aunque volví a entrar a escondidas en su despacho,
nunca volví a ver la libreta, ni supe dónde la escondía.
Cayden murmuró:
― Solo tenías ocho años, y nunca se lo dijiste a nadie.
Imogen se encogió de hombros.
―¿De qué habría servido? No sabía dónde la escondía.
Mamá… mamá sabía perfectamente qué clase de hombre era, y
tu no me hubieras creído, tan idolatrado lo tenías. ―La
conmoción de Imogen hizo que olvidase el sarcástico
tratamiento formal con el que se dirigía a su hermano.
―He estado en Halstead House. He presentado mis
disculpas al conde. ―Dark fijó su mirada en Cayden mientras lo
escuchaba―. Las ha aceptado, y he venido aquí con la misma
intención.
»Lo siento, Imogen, siento de veras no haber estado para
ti ni para nuestra madre. ―Miró a Dark―. Y lamento
profundamente no haberte hecho caso todas las veces que
intentaste advertirme.
Imogen observó a su hermano.
―¿Y si no hubieses encontrado ese diario?
Cayden se pasó la mano por el cabello.
―Hubiese tardado un poco más, pero, como le dije a
Halstead, empezaba a dudar de la veracidad de lo que el duque
me contaba. ―Miró esperanzado a su hermana―. ¿Puedo esperar
que me perdones algún día?
Dark apretó la mano de Imogen. Esta, después de
corresponder apretando la mano masculina a su vez, se levantó,
haciendo que Cayden y Dark la imitaran.
Se acercó a su hermano mientras este la observaba con
anhelo. «Si me abofetea, lo tengo bien merecido», pensó el
duque.
Con un sollozo, Imogen se lanzó a los brazos de su
hermano. Por lo menos, ese maldito diario había valido para algo.
Mientras los dos hermanos permanecían abrazados, Dark
se acercó al ventanal y observó los jardines, dándoles intimidad.
De repente, una mano se posó en su hombro. Se giró para ver a
Cayden, que lo miraba con fijeza.
―Quisiera disculparme también contigo ―murmuró.
Dark alzó una mano y apretó que Cayden tenía apoyada
en su hombro.
―No tienes de qué disculparte. El culpable de tu ceguera
era tu padre, tú eras muy joven para darte cuenta, y después…
bueno, después el daño ya estaba muy arraigado.
Cayden todavía mantenía enlazada a su hermana por la
cintura. Sin mirar a ninguno de los dos en particular, comentó:
―Voy a poner Arden Hall en fideicomiso para la hija de
Alexandra.
―También es tu hija ―replicó Dark.
Cayden no contestó.
Después de que se hubieran vuelto a sentar y Dark
sirviera sendos brandis para él y Cayden y jerez para Imogen,
Cayden habló.
―Sé que conocéis el paradero de Alexandra y de mi
madre. ―Ante las miradas suspicaces de Imogen y de su marido,
continuó mientras alzaba una mano para evitar sus preguntas―.
Madre no sería capaz de desaparecer sin poder comunicarse
contigo de alguna manera. No voy a preguntaros dónde están, si
ellas no desean que las encuentre, debo respetarlo. En realidad, si
pienso en mi infame comportamiento con ellas, el que me hayan
abandonado es un pobre castigo comparado con la falta
cometida. Sin embargo, querría pediros que les hicieseis llegar
unas cartas, debo disculparme también con ellas.
Dark e Imogen se miraron. En verdad Cayden no era
tonto, sus suposiciones de que madre e hija no dejarían de estar
en contacto eran acertadas. No perdían nada enviando esas
cartas, y que ellas decidiesen.
Al ver todavía recelo en los ojos de su hermana, Cayden
se sintió obligado a aclararse.
―No tengo ninguna intención oculta, Imogen. Soy
perfectamente consciente de que Alexandra me teme y no
confiará en mí, ni siquiera tengo la seguridad de que crea mis
disculpas, pero eso no significa que no se las deba, las acepte o
no.
―¿Has traído esas cartas contigo? ―inquirió Dark.
Cayden sacó dos sobres de un bolsillo y se los tendió.
Cuando Dark los tomó, fijó la mirada en su amigo.
―Imogen y yo nos mantendremos al margen. Lo sabes,
¿verdad?
―Por supuesto, ellas son las únicas que pueden decidir.
―Cayden sabía que ni su madre ni Alexandra confiarían en sus
palabras. Nada les garantizaba que, si regresaban, él cumpliese su
amenaza de quitarle a su heredero, si alguna vez tenía alguno. Y
si tenía que ser sincero consigo mismo, lo entendía. Después de
comportarse como el canalla de su padre durante tanto tiempo,
ni siquiera él confiaba en sí mismo.
―Debo regresar a Londres. ―Cayden hizo una mueca que
pretendía hacer pasar por una sonrisa―. Debo continuar con mi
vida. ―Carraspeó con incomodidad―. ¿Me permitiríais visitaros
alguna que otra vez?
Imogen se acercó a él para abrazarlo.
―Por supuesto. Serás bien recibido, hermano.
La mirada de Dark le confirmó que tenía la misma
opinión que su esposa.
Cayden se despidió de su familia y regresó a Londres, a su
merecida soledad.
 
 

 
Capítulo 10
Mientras desayunaban, Florence y Alexandra recibieron
una carta de Imogen en la que les explicaba el hallazgo del
diario por parte de Cayden y su visita, pero silenciaba el
encuentro de su hermano con el conde de Halstead, él mismo lo
contaría si lo consideraba oportuno. Junto con su propia misiva,
enviaba sendas cartas dirigidas a ambas mujeres. Las dos se
miraron desconcertadas.
Sus reacciones fueron completamente diferentes:
mientras Florence se precipitaba a romper el sello, Alexandra
observaba la carta depositada en la mesa como si fuera una
serpiente a punto de saltar sobre ella.
Florence, atenta a la reacción de Alexandra, frunció el
ceño.
―No es necesario que la leas si no estás preparada.
Alex levantó la mirada hacia su suegra.
―No puedo, Florence. Llevo demasiado tiempo tranquila,
no me veo capaz de lidiar con lo que sea que diga en esa carta.
¿Crees que resulta mezquino por mi parte no querer leerla?
―preguntó. Por nada del mundo le haría daño a Florence.
Florence extendió una mano para rozar con cariño la de
Alex.
―No, hija. Cuando estés preparada para leerla lo sabrás.
Alex tomó la carta de Cayden y se levantó.
―Te dejaré intimidad para que leas la tuya. ―Besó la
mejilla de Florence y se dirigió a su alcoba. Guardaría la misiva
hasta que fuese capaz de abrirla, si eso sucedía alguna vez.
Florence comenzó a leer la carta de su hijo. Conforme
avanzaba en la lectura, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las
palabras de Cayden, que por fin había abierto los ojos, hacían
que su corazón se apretara. Solamente lo había oído expresarse
así, con el corazón en la mano, cuando era muy niño, antes de
que su maldito padre interviniese. Dio gracias a Dios por que su
hijo, tal y como relataba, se hubiese disculpado con Halstead,
incluso ofreciendo devolverle Arden Hall, y su corazón estalló de
gozo cuando leyó que Cayden había decidido poner Arden Hall
en fideicomiso para su hija. Su hijo hablaba con humildad, ni
siquiera, por sus palabras, esperaba respuesta, simplemente
indicaba que le debía no solo esa carta de disculpa, sino toda una
vida para reparar el daño que le había hecho.
Cuando terminó de leerla, Florence se secó las lágrimas
que todavía rodaban por su rostro. Se levantó y se dispuso a ir a
su alcoba. Su hijo merecía una respuesta. Ella era su madre y
sabía que, si su maldito padre lo hubiese dejado en paz, Cayden
sería un hombre muy distinto, quizás el que vislumbraba en sus
palabras. No le comentaría nada a Alex, ella tendría que decidir
por sí misma.

Cayden no se sorprendió cuando solo recibió la respuesta


de su madre. Al fin y al cabo, su madre lo conocía, poco, pero lo
había criado siendo un niño. En cambio, con Alexandra apenas
hubo una relación de verdad. No habían pasado ni dos meses de
su boda cuando lo abandonó, resultaba lógico que tuviese
reticencias.
Azorado, leyó las palabras de absolución de su madre, así
como su indulgencia al juzgar su infame comportamiento.
Florence comprendía sus pasadas circunstancias, al fin y al cabo,
él había sido tan víctima como ella de los manejos del difunto
duque. Deseaba seguir manteniendo correspondencia con él,
aunque no podría comentarle nada de Alexandra ni de Anne, no
hasta que ella lo permitiese. Cayden lo entendió. Le bastaba con
poder retomar la relación con su madre y con su hermana y se
sintió agradecido por, al menos, haber recuperado parte de su
familia.
El mes de junio trajo varias sorpresas a Green Park. El
conde de Halstead pudo al fin viajar hasta Somerset para
conocer a su nieta. Ya no había peligro de que Cayden
continuase intentando averiguar dónde se encontraba Alexandra
y, en el supuesto de que lo descubriese, Halstead estaba seguro
de que respetaría la decisión de Alex.
Estaban en la terraza, disfrutando de unos licores después
de cenar y aprovechando el buen tiempo reinante. Durante la
cena no se habló del hallazgo del duque y Halstead decidió que
era un buen momento para conocer lo que pensaba su hija al
respecto, y lo que sabía sobre el profundo cambio que se había
realizado en su marido.
Miró a Florence aparentando indiferencia. Conocía a su
hija, y si adivinaba que la conversación estaba dirigida en realidad
a ella, se cerraría como una ostra.
―Tengo entendido que mantienes correspondencia con
Harding. Debo decir que me alegra que por fin haya descubierto
la clase de persona que era su padre.
Florence asintió, tomó un sorbo de su jerez y respondió.
―Si su padre no hubiera escrito ese diario, Cayden jamás
habría sabido la verdad. Casi tenemos que agradecerle a ese
hombre su egoísmo y vanidad al escribirlo.
―De todas maneras ―insistió Halstead―, creo que el
muchacho ya empezaba a cuestionarse la veracidad de los
infundios pregonados por su padre. Por lo menos, eso es lo que
dejó entrever cuando me visitó.
Alexandra, que escuchaba distraída la conversación, giró
su mirada bruscamente hacia su padre.
―¿Él te visitó? ―inquirió con perplejidad.
El conde observó a su hija.
―En efecto. Al día siguiente de encontrar esa libreta
acudió a Halstead House a disculparse. Supuse que lo sabías
―contestó, sin darle importancia.
Alexandra movió negativamente la cabeza.
Halstead bajó la mirada hacia su copa para ocultar una
sonrisa. Bebió un sorbo y prosiguió:
―Oh, entonces tampoco sabrás que, después de ofrecer
devolverme Arden Hall y yo negarme, puesto que es tu dote,
decidió ponerla en fideicomiso para tu hija. Una buena decisión,
me atrevería a decir.
Alexandra abrió los ojos como platos. ¿Arden Hall para
Anne? ¿Después de todo lo que había urdido para conseguirla, se
la cedía a su hija?
Florence, observando también a Alex y suponiendo lo
que pasaba por su mente, continuó con el rumbo de la
conversación marcado por el conde.
―En realidad, esa propiedad no le importaba en absoluto.
Fue una obsesión que le metió en la cabeza su padre. Quizá en
otros tiempos era la base de nuestra prosperidad, pero ahora, y
gracias al esfuerzo de Cayden, podemos prescindir de ella.
Halstead observó a su hija, que miraba ausente los
jardines que rodeaban la casa. Intercambió una mirada con
Florence. Esta, entendiendo, comentó:
―Parece que empieza a refrescar, ¿continuamos
conversando en el interior?
―Me parece buena idea ―contestó Halstead―. Nuestros
huesos ya no toleran muy bien el fresco de la noche ―comentó,
sonriente―. ¿Vienes, Alex?
Alex miró confusa a su padre.
―¿Perdón? Oh, no, creo que me quedaré un poco más. Id
vosotros.
Halstead ayudó a Florence a incorporarse y, galante, le
tendió su brazo.
―Estaremos en la biblioteca, por si decides
acompañarnos ―ofreció Florence.
Alexandra asintió ausente. Harding cediendo la maldita
propiedad, disculpándose con su padre… No acababa de creerlo.
Aunque lo había visto muy vulnerable durante su enfermedad,
había sido a causa de las fiebres. Estaba segura que todo esto, su
arrepentimiento, era simplemente otra argucia de su marido. Pensó
en la carta que todavía no había leído. ¿Y si era un intento de
manipularla? Sonrió sarcástica. Mentiría si no reconociese que
sentía curiosidad, mucho más después de escuchar a su padre y a
Florence. Bebió un sorbo de su jerez. En realidad, no perdería
nada leyéndola, y si era una argucia destinada a conseguir su
regreso, sabría reconocerla.

Mientras tanto, en la biblioteca…


―¿Crees que se decidirá a leer la carta? ―inquirió
Halstead, pensativo.
―No lo sé, Maxwell, para Imogen y para mí fue
relativamente fácil comprenderlo, yo sé qué clase de niño era
hasta que su padre puso sus zarpas sobre él, sin embargo,
Alexandra apenas lo conoce, y lo que sabe de él me temo que no
ayuda mucho a que le pueda dar una oportunidad.
Maxwell se reclinó en el sillón en el que estaba sentado.
―Creo que Harding siente algo por Alex ―comentó
como para sí mismo.
Florence lo miró perpleja.
―¿Te lo ha dicho?
―No, por supuesto que no ―contestó Maxwell, al tiempo
que hacía un gesto de rechazo con la mano―. Es simplemente…
no sé, un presentimiento. Tú lo conoces, ―Miró a Florence―,
¿crees que si no sintiera nada por ella no le hubiera sido más
sencillo averiguar dónde está, ejercer sus derechos y, aunque Alex
no le creyese, demostrarle, con el tiempo, que había cambiado?
Sin embargo, desea que sea ella quien decida. Y hay algo…
―Halstead se detuvo mientras recapacitaba sobre lo que iba a
decir―. Habla de Anne como la hija de Alexandra, en ningún
momento se ha referido a ella como suya. ¿Crees posible que al
igual que…
Florence lo interrumpió.
―…que su padre, rechace a la niña por no ser un varón?
No. Su padre era un mal hombre. Cayden no lo es. Ha estado
influido por él, eso es cierto, pero tú mismo has dicho que
empezaba a cuestionarse ciertas cosas. Es muy capaz de pensar
por sí mismo, sobre todo sin la malsana influencia de ese
hombre. ―Florence movió la cabeza, negando―. Solo vio una
vez a Imogen, cuando nació, y aunque mantuvo un semblante
inexpresivo… soy su madre, Maxwell, en sus ojos vi una chispa
de emoción, que se apagó tan pronto como brilló. Su corazón
estaba permanentemente en lucha con lo que sentía y con lo que
le obligaban a sentir. Era horrible para una madre percibir todo
ese tormento en un niño que solamente tenía trece años cuando
nació su hermana.
Maxwell asintió en silencio. Florence tenía razón. Cuando
habló de su hija, había notado ternura en su voz, que
rápidamente aplacó. Harding llevaba muchos años desdeñando
sus verdaderos sentimientos.
Alex se dirigía a su habitación cuando las voces que
provenían de la biblioteca la detuvieron. Se disponía a entrar y
desear las buenas noches cuando el contenido de la conversación
hizo que su curiosidad prevaleciese. Oculta detrás de la
entornada puerta, escuchó a su padre y a Florence. Cuando la
conversación cesó, se olvidó de que su intención era entrar en la
biblioteca y se dirigió pensativa a su alcoba.
¿Tendría razón Florence? Harding no era como su padre,
quizá no ignorase a Anne como había hecho este con Imogen.
¿Sentiría algo por ella como había insinuado su padre? Maldita
sea, tendría que leer la condenada carta. Con esa intención entró
en su alcoba, se cambió ayudada por Mary y, una vez que estuvo
sola, tomó la misiva del cajón donde había permanecido todos
estos meses. Sentada en la cama, se dispuso a leerla.
Inspiró hondo y rompió el lacre.
Harding House, Londres.
20 de enero de 1829.
Alexandra,
Ante todo, mis disculpas por no ser capaz de utilizar el
tratamiento que de verdad preferiría para referirme a ti, pero siento que no
tengo derecho a usar más que tu nombre.
Me atrevo a suponer que conocerás por Imogen el hallazgo del
diario de mi padre. En realidad, tengo que agradecerle que lo escribiese, su
lectura ha permitido aclarar muchas de sus actitudes que ya comenzaba a
poner en duda.
He visitado a tu padre, el conde de Halstead, y he reconocido
mi error para con él. Como caballero que es, tu padre ha admitido mis
disculpas, cosa que agradeceré toda mi vida, después de mi infame
comportamiento. Asimismo, he visitado a Imogen y creo que, después de
sincerarnos, podría llegar el día en que nos tratásemos como verdaderos
hermanos. Al igual que con mi madre, siempre agradeceré su comprensión
y generosidad.
He dudado mucho sobre si solicitar tu perdón, Alexandra.
Entendería que no desearas volver a tener nada que ver conmigo, sin
embargo, me sentiría honrado si me concedieses al menos un voto de
confianza.
No pienses ni por un momento que mis intenciones eran
arrebatarte a tu hija. Nada más lejos de mi intención. Ni siquiera si
hubiese sido un varón hubiera llevado a cabo esa amenaza. Mi mente en
esos momentos era un caos entre lo que sentía y lo que me habían
acostumbrado a sentir, y reaccioné y dije cosas llevado por muchos años de
manipulación. No es una disculpa, no pretendo evadir mi responsabilidad.
Si bien mi padre comenzó con sus artimañas siendo yo niño, pude haberlo
cuestionado al llegar a mi mayoría de edad, incluso superado sus
manipulaciones durante el tiempo que estuve en el extranjero. No lo hice,
negándome a escuchar los acertados consejos de Darkwood, y no sabes
cuánto lo lamento.
No tengo intención alguna de molestarte ni influirte de alguna
manera para que regreses a la que sigue siendo tu casa y me des la
oportunidad de empezar de cero. Eso eres tú quien debe decidirlo. Sin
embargo, te estaría eternamente agradecido si tuvieses a bien
proporcionarme noticias acerca de nuestra hija.
Sé que tardaré mucho en conocerla, si es que llego a hacerlo
alguna vez, pero me gustaría estar al tanto de su vida, de su carácter… en
fin, de todo aquello que no podré disfrutar.
Espero que tu corazón no esté totalmente cerrado al perdón, de
ser así, te aseguro que lo entendería.
Hay algo que debo decirte, aunque sé que mis palabras te
sonarán vacías. A pesar del poco tiempo que estuvimos juntos y sin que yo
mismo sepa explicarme la razón, o quizá sí… te echo de menos,
Alexandra.
Sincera y humildemente tuyo,
Cayden
Alexandra dobló pensativa la carta de su marido. Tenía
sentimientos encontrados. Dudaba entre darle la oportunidad
que rogaba o continuar su tranquila vida en Green Park lejos de
un hombre tan complicado. Había sido educada para ser esposa y
madre, como todas las jóvenes de su condición social, sin
embargo, no se sentía capaz de tolerar a un marido como el que
había soportado Florence. Si bien entendía que Cayden no era su
padre, todavía se sentía reacia a confiar plenamente en él.
No habría riesgo alguno en escribirle y hablarle de Anne,
al fin y al cabo, tenía derecho como padre, y de esa forma vería a
dónde les conducía el mantener correspondencia.
18 de junio de 1829
Excelencia,
Confieso que no tenía intención alguna de leer su carta. Ha sido
la visita de mi padre, y sus palabras acerca de su notorio cambio, lo que me
ha convencido de contestarle.
No puedo negarle que no confiaba en lo que pudiera escribir. Me
ha acostumbrado a esperar manipulaciones por su parte, y supuse que las
palabras escritas fuesen otra forma de tergiversar lo sucedido.
Debo agradecerle que pusiese Arden Hall como fideicomiso para
Anne, sobre todo después de lo que supuso para todos nosotros que usted la
recuperara.
Me alegra que haya descubierto por fin la clase de hombre que era
su padre y que le haya dado a su madre el lugar que siempre mereció en su
corazón, así como a su hermana.
Por supuesto que le enviaré noticias sobre Anne. De hecho, el mes
próximo cumplirá un año de vida.
Es una niña muy despierta, un pequeño torbellino de cabello
castaño como el de su padre. Empieza a balbucear alguna palabra y, entre
sus balbuceos y su expresividad, es fácil entenderla. Florence me ha comentado
que usted era igual que ella a su edad, expresivo y curioso, con lo cual me
temo que ha sacado su carácter, Excelencia.
No puedo asegurarle que mi corazón esté preparado para
perdonar, sin embargo, no soy mujer que guarde rencor, no es el rencor lo que
me contiene, sino el miedo a confiar. Espero que lo entienda.
Corresponderé a su sinceridad con la mía. Yo también le he
echado de menos, Excelencia.
Alexandra

Cuando Cayden recibió la carta de Alexandra, después de


casi seis meses de haberle enviado la suya, agradeció la visita del
conde de Halstead a su hija; si no hubiera sido por él, quizás
Alexandra nunca le hubiese contestado. En las palabras de su
esposa se notaba desconfianza, lo entendía. Una carta no sería
suficiente para paliar el daño que le había hecho. Pero le había
dado permiso para seguir escribiendo, ¿verdad? Quizá, poco a
poco, pudiese darle la seguridad de empezar a confiar en él.
Harding House, Londres
30 de junio de 1829
Alexandra,
Te agradezco que me hayas contestado, aunque creo que, en
realidad, a quien se lo debo agradecer es a tu padre. No dejaré de
arrepentirme de la forma en que lo juzgué.
Me dices que Anne se parece a mí. Espero que haya sacado la
belleza de su madre. Y, por cierto, no me describes el color de sus ojos. ¿Puedo
tener la esperanza de que sean tan hermosos como los tuyos?
Entiendo que no puedas confiar en mí. Esperaré el tiempo que
haga falta hasta que te sientas segura. Quizá, al escribirnos, podamos ser un
poco más sinceros el uno con el otro, sin dobleces ni malos entendidos, sobre
todo por mi parte.
Estoy francamente harto de que la maldita obsesión inculcada por
mi padre no me haya permitido confiar en nadie, sin embargo, sé que puedo
confiar en ti, de hecho, hace mucho que lo sé aunque no quisiese reconocerlo.
Espero que en algún momento pueda conseguir que la confianza sea recíproca.
Tuyo,
Cayden

10 de julio de 1829
Excelencia,
Sí, Anne ha heredado el color de mis ojos. Y en cuanto a su
belleza, le comenté en una ocasión, si lo recuerda, que usted es un hombre
muy atractivo. De todas maneras, lo que llama la atención en ella es su
curiosidad por todo. No podría decirle, de ninguna manera, que Anne es una
niña tranquila.
Respecto a la confianza, creo que debemos darnos tiempo. No nos
conocemos, hemos pasado muy poco tiempo juntos y, desgraciadamente,
enfrentados.
Al igual que usted, confío en que mantener correspondencia nos
permitirá mostrarnos tal y como somos en realidad, siempre es más fácil
expresar lo que sentimos en un papel.
Alexandra
Durante todo ese verano las misivas entre Green Park y
Harding House fueron constantes. Lo que empezó siendo meros
informes sobre anécdotas y progresos en la vida de Anne se fue
convirtiendo en conversaciones más íntimas. Hablaban sobre sus
gustos, sus esperanzas, comenzaron a conocerse mediante las
cartas, ellas les daban una libertad de expresión que seguramente
no tendrían si estuviesen cara a cara.
El conde de Halstead había regresado a Londres después
de pasar el verano con su hija y con su nieta. Había mantenido
una larga conversación con Florence acerca de sus hijos. Ambos
sabían que la actual situación no podría mantenerse durante
mucho tiempo. Alexandra tendría que tomar una decisión. Si
decidía vivir permanentemente en Somerset, debería permitir a
su marido poder ver y tratar a su hija, la niña no podía pasar su
niñez oculta de la nobleza, comenzarían los rumores y sería
perjudicial a la hora de presentarla en sociedad. La nobleza haría
sus cábalas sobre qué defecto podría tener la hija del duque de
Harding para mantenerla oculta. La otra opción era darle una
oportunidad a su marido y a su matrimonio.
Alexandra, confusa, se debatía entre enviar a su hija a
Londres junto a su padre durante un tiempo, para que
comenzaran a acostumbrarse el uno al otro, y acompañar a la
niña. No podía mentirse a sí misma negando que deseaba ver a
Cayden. Por un lado, sus cartas le habían permitido conocerlo y,
por otro lado, el recuerdo de aquellas noches en Harding House
estaba tan vivo en su memoria como si hubiesen sucedido el día
anterior.
Su padre, con la connivencia de Florence, acabó
decidiendo por ella.

Cuando Halstead regresó de Somerset, Cayden comenzó


a visitarlo. Al principio, deseoso por saber de su hija, y después
compartiendo con el conde las vivencias de la niña que le
narraba Alexandra. Halstead notó un cambio significativo en el
duque. Más cálido, quedaba lejos aquella indiferencia y frialdad
que mostraba a todos. Las preguntas que le hacía sobre Anne
denotaban ternura y preocupación genuina. Si bien nunca
nombraba a Alexandra, Halstead intuía que no era por falta de
deseo de hacerlo, sino por prudencia.
Algunas noches solían cenar juntos, bien en una
residencia, bien en otra. Ambos hombres estaban
completamente solos y Halstead estaba seguro de que uno más
que el otro.
Acababan de cenar en la residencia del conde y
disfrutaban de sus copas cuando Halstead, después de escrutar el
rostro de Cayden, le notificó sus planes.
―Tengo pensado visitar a mi hija el mes próximo. Las
Navidades se acercan y no deseo apurar el tiempo y encontrarme
con problemas en los caminos.
Cayden levantó un instante su mirada y la volvió a posar
en su copa.
―¿Podría pedirle un favor, Halstead?
―Si está en mi mano, por supuesto.
Cayden carraspeó con timidez mientras el conde sonreía
interiormente. Nunca habría ni siquiera soñado ver al frío y
arrogante duque mostrar tanta vulnerabilidad.
―Si… si contratase a un pintor que le acompañase,
¿usted vería posible que se pudiera hacer un retrato de mi hija?
Me gustaría poder conocer su rostro y cómo va cambiando
conforme va cumpliendo años.
Halstead entrecerró los ojos. Cayden había adelgazado.
Seguía manteniendo su cuerpo musculoso ya que no había
dejado de trabajar en los astilleros, sin embargo, oscuras ojeras
circundaban sus ojos. En ese momento lo decidió. No tenía
sentido la separación de la familia. Si Alexandra no deseaba
retomar su vida conyugal con su marido, bien, que pusiese sus
condiciones, pero tanto Cayden como Anne merecían conocerse
y tratarse. Se temía que Alex acabara cometiendo el mismo error
que cometió el difunto duque, en este caso, separando a un padre
de su hija.
―Podrías acompañarme ―comentó mientras no quitaba
ojo del rostro del duque. Eso le permitió ver una chispa de
anhelo en sus ojos que rápidamente se desvaneció.
―Me temo que no puedo ―contestó Cayden mientras
volvía a fijar la mirada en la copa que mantenía entre las
manos―. Di mi palabra de que no las molestaría.
Halstead bebió un sorbo de su copa y sopesó
cuidadosamente lo que iba a decir.
―Escúchame, Harding, esta situación ya ha durado
bastante. Al principio, aprobé la decisión de Alexandra, pero
ahora ya no tiene razón de ser. Sé que, si me acompañas y notas
rechazo en mi hija, no insistirás en imponer tu presencia y te
volverás a Londres, sin embargo, puede que no sea así. Me temo
que deberás correr el riesgo si deseas recuperarlas. ―El conde
levantó una ceja―. Porque ese es tu deseo, ¿no?
Cayden lo miró esperanzado.
―Por supuesto. Es absurdo, apenas nos conocemos, pero
la echo de menos ―susurró.
Halstead sonrió, comprensivo.
―Me atrevería a decir que, después de todas las cartas que
habéis intercambiado, os conocéis lo suficiente. Quizá más que
otros matrimonios que viven juntos. En cualquier caso, saldré a
finales de octubre y deseo que me acompañes. Por supuesto, ni
tú ni yo avisaremos a mi hija, que ella decida lo que desea hacer
cuando te vea allí.
Cayden regresó a su residencia con renovadas esperanzas.
Tal vez Alexandra no permitiera que se quedase, pero no le
negaría el poder conocer a su hija, ¿no?
La última semana de octubre, Cayden y Halstead
partieron hacia Somerset, cada uno con sus propias esperanzas e
ilusiones.
 
 
Capítulo 11
Conforme se alejaban de Londres, Cayden se dio cuenta de
que viajaban hacia el suroeste. ¿Bath? En realidad, no le
importaba en absoluto hacia dónde se dirigían, lo que ocupaba
su mente era cómo sería recibido. No temía la acogida de su
madre, puesto que suponía que la invitación de Halstead a
acompañarlo contaba con la aprobación de Florence. El conde
podía tomarse esa licencia si solo se tratase de su hija, pero no
traicionaría la confianza de la duquesa viuda.
El corazón de Cayden comenzó un furioso galope
conforme se acercaban a lo que debía ser la residencia de su
esposa. La puerta principal se abrió conforme el carruaje se
aproximaba y Florence salió a la puerta seguida de un hombre y
una mujer. No había rastro de Alexandra.
Halstead saltó del carruaje en cuanto este se detuvo y se
acercó a Florence, que ya avanzaba a su encuentro. Cayden vaciló
antes de seguirlo, pero sus dudas se disiparon al ver que el rostro
de su madre se iluminaba, lanzándose a abrazar a su hijo de
inmediato.
―Lo siento, madre, lo siento tanto ―susurró Cayden
mientras correspondía a su abrazo.
Florence se separó un poco de su hijo para observarlo.
Sus ojos estaban húmedos.
―El pasado es el pasado, hijo. Lo importante es que estás
libre de su malsana influencia. Es momento de mirar hacia
adelante ―afirmó mientras alzaba una mano para acariciar la
mejilla de su hijo. Sacudió la cabeza para alejar la emoción,
respiró hondo y enlazó el brazo de Cayden―. Entremos, el señor
Walsh llevará vuestro equipaje.
Cayden se detuvo en seco.
―El mío que no lo bajen del carruaje.
Florence lo miró desconcertada mientras Halstead
observaba atento a Cayden.
―Pero… ¿por qué?, ¿no piensas quedarte?
Cayden tomó la mano de su madre.
―No lo sé, madre, no depende de mí.
Florence asintió, y después de que Halstead indicase cuál
era el equipaje a bajar, entraron en la casa.
―Alexandra ha salido a dar un paseo con Anne. Si el
tiempo lo permite, siempre lo hace a estas horas de la tarde. Me
imagino que estarán a punto de regresar.
Florence y Halstead se sentaron en sendos sillones
alrededor de una pequeña mesa en la que una doncella dispuso el
servicio de té. Cayden rechazó tomar nada, estaba demasiado
nervioso como para tomar cualquier cosa, y se aproximó a una
de las ventanas desde donde se divisaban parte de los jardines.
De repente, la puerta de la habitación se abrió y un
pequeño torbellino de rizos castaños se lanzó a la carrera a los
brazos del conde, que se había puesto en pie en cuanto la vio
llegar.
―¡Buelooo!
Halstead levantó a la pequeña en brazos mientras esta
rodeaba su cuello con sus regordetas manitas y lo besaba.
Cayden sintió que el corazón le saltaba un latido. Esa era
su hija. Maravillado, pensó que era preciosa, y parecía que no
tenía un gramo de timidez en su pequeño cuerpo.
En ese momento, Alexandra entró en la sala. Cayden la
observó. Ella todavía no había reparado en su presencia, absorta
en su hija y en su padre. El duque sintió que le costaba tragar.
Estaba más hermosa, si cabía. Siempre le había fascinado la
serenidad que exudaba, sin embargo, su rostro tenía una luz
especial. La maternidad le favorecía mucho.
―Anne, te he dicho cientos de veces que no corras de esa
manera, no es propio de una dama. ―Alex amonestó a su hija.
Halstead la miró mientras enarcaba una ceja. Alex, al ver
el gesto de su padre, no pudo reprimir la risa.
―Ya lo sé, papá, es muy pequeña para andar
reprendiéndola, pero es un torbellino, a veces necesita que la
moderen un poco ―explicó.
De repente, Alex notó un movimiento al lado de la
ventana. Giró su rostro hacia allí y, al ver a Cayden, palideció.
Se tensó y preguntó fríamente.
―¿Qué hace aquí, Excelencia? Creí que tenía su palabra.
Cayden sintió que el corazón se le desplomaba al ver el
gélido recibimiento. Cuando pudo recuperar la voz, respondió.
―Y la tienes. ―Dirigió su mirada hacia el conde, que
observaba a su hija con el ceño fruncido―. Era de esperar,
Halstead. De todas maneras, gracias.
El duque se dirigió hacia la puerta, seguido por Florence,
con el semblante abatido.
―Lo siento, Cayden, no esperábamos…
Cayden le pasó una mano por el hombro a su madre.
―No te preocupes. Yo sí esperaba esta reacción; de
hecho, no estaba convencido de que fuese buena idea acompañar
a Halstead.
Florence avisó al señor Walsh de que preparasen el
carruaje del conde, sin embargo, Cayden la detuvo.
―¿No hay ningún pueblo en las cercanías? Los caballos
deben descansar y yo puedo esperar unas horas en una posada.
―Radstock está cerca, apenas media hora andando. Y sí,
tiene una cómoda posada.
Cayden bajó la cabeza y besó a su madre en la mejilla.
―Esperaré allí, entonces. Te escribiré en cuanto llegue a
Londres, madre, no te preocupes.
En el interior de la casa, Halstead observaba entre
irritado y decepcionado a su hija. Sabía que la relación entre
ellos, mediante las cartas que se enviaban, había mejorado; por lo
tanto, no entendía la fría reacción de Alex.
―Él no falló a su palabra. Fui yo quien lo convenció de
que viniese. Harding me advirtió de que si no era bienvenido
regresaría a Londres en ese mismo instante. Ni siquiera permitió
que se bajase su equipaje del carruaje. ―Intentó contener su
irritación, la pequeña Anne, todavía en sus brazos, lo observaba
con el ceño fruncido, extrañada de la seriedad de su abuelo―. No
entiendo tu reacción, Alexandra, ¿ni siquiera le vas a permitir
conocer a su hija?
Alex se había sentado después del exabrupto dirigido a su
marido. Levantó el rostro para mirar compungida a su padre.
―Yo… no lo esperaba.
―Alexandra, él ha puesto mucho de su parte. Ahora te
toca a ti. Espero, por tu bien, que no cometas la misma crueldad
con tu marido y tu hija que la que cometió el difunto duque con
su familia.
Alex, al escuchar las últimas palabras de su padre, se
levantó y tendió los brazos a su hija y, con ella en brazos, salió a
la carrera de la habitación, en su precipitación no llegó a escuchar
el suspiro de alivio de su padre. En el vestíbulo se encontró con
Florence.
―¿Dónde está? ¿Ha partido ya? ―exclamó.
Florence se giró al tiempo que señalaba a la alta figura
que se alejaba.
―Esperará en la posada hasta que los caballos hayan
descansado.
Alex miró hacia donde señalaba Florence y, sin contestar,
echó a correr.
Cuando empezaba a perder el resuello, cargada con la
niña, gritó:
―¡Cayden!
El duque se detuvo en seco al escucharla y se giró
bruscamente. Alex bajó a la niña de sus brazos y se agachó frente
a ella. Le susurró algo que hizo que la pequeña mirase hacia su
padre y echara a correr hacia él.
Cayden se congeló al verlo. La niña se detuvo delante de
su padre mientras este se arrodillaba para ponerse a su altura.
La pequeña lo miró con sus espectaculares ojos turquesa,
tan iguales a los de su madre.
―¿Papá? ―preguntó, mientras lo examinaba atentamente.
Cayden notó que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.
Carraspeó y contestó sin hacer ningún movimiento. Por nada del
mundo querría asustarla.
―Sí.
La pequeña sonrió y le echó los brazos al cuello, ante la
perplejidad de Cayden.
Cayden estrechó a la niña entre sus brazos mientras
intentaba contener las lágrimas. Aspiró el olor todavía a bebé de
su hija. Se levantó rogando porque las rodillas no le fallasen.
Alexandra, mientras, se había acercado a ellos. Sintió que
su corazón se estrujaba al verlos juntos y observar el turbado
rostro de Cayden.
Cayden la miró por encima de la cabeza de su hija, y
susurró:
―Gracias.
Alex asintió.
―Lo siento. Yo no esperaba verte y me temo que no supe
reaccionar. ―Sus ojos escrutaban el rostro de su marido,
olvidado el tratamiento formal con que le había recibido.
―No importa, ―Cayden clavó su mirada en ella―, puedo
quedarme en la posada si te sientes más cómoda.
Alex se percató de que su mirada era cálida, no aquella
otra fría e indiferente a la que se había acostumbrado. Mantenía a
Anne apretada contra su pecho como si temiera que se la
arrebataran.
―No. ―Alex sonrió, una sonrisa genuina que hizo que a
Cayden se le agarrotara el estómago―. Tu sitio está al lado de tu
hija.
Con la niña en uno de sus brazos, ofreció el otro a Alex.
Esta, sin apartar la mirada de los ojos de su marido, tomó su
brazo y dejó resbalar su mano hasta llegar a enlazar la masculina.
Sintió el leve temblor de la mano de Cayden cuando sus palmas
se tocaron y él entrelazó sus dedos con los suyos. Y así, los tres,
regresaron a la casa.
Dos figuras observaban desde la ventana de la sala el
encuentro de la pareja y su regreso.
Halstead relajó los hombros.
―Por un momento…
Florence posó su mano sobre el brazo del conde.
―Hubo muchas cartas entre ellos, y Alexandra irradiaba
felicidad cuando las recibía. Quizá, si hubieran seguido juntos no
se habrían atrevido a hablarse con el corazón. Esperemos que
continúen por ese camino.
Durante el resto de la tarde Anne no se bajó del regazo
de su padre. Observaba atenta todos sus movimientos y, de vez
en cuando, le pasaba una de sus manitas por la mejilla, como si
quisiera cerciorarse de que era de carne y hueso. A la pequeña le
fascinaba aquel hombre tan grande.
Cuando llegó la hora de que la niña fuese llevada a la
guardería para su baño y cena, la pequeña se mostró reacia a
separarse de Cayden. Mientras Alex tendía sus brazos para
tomarla, Anne se aferraba aún más a su padre.
Cayden enarcó las cejas, confuso, al tiempo que miraba a
Alex.
Esta sonrió.
―Teme que vuelvas a irte.
―Oh. ―Cayden volvió su mirada hacia la niña―.
¿Prefieres que sea yo quien te suba para que puedas tomar tu
baño?
Anne asintió.
Mientras Cayden se levantaba con ella aferrada a él como
un pequeño monito, le comentó suavemente.
―Pero solamente te acompañaré a la guardería. Tu madre
y tu niñera te atenderán ¿entiendes? ―La pequeña volvió a
asentir con seriedad mientras lo miraba con desconfianza.
Cayden, al notarlo, intentó tranquilizarla―. Sin embargo, mañana
podríamos ir a dar un paseo, si quieres.
El asentimiento de la pequeña ya fue más caluroso.
Cayden sonrió y acompañó a Alexandra escaleras arriba. Cuando
llegaron a la zona de guardería, la pequeña tomó el rostro de su
padre entre las manos y le plantó un beso en la mejilla. Cayden
besó su frente y se la entregó a su madre.
Ya en brazos de Alexandra, Anne volvió su mirada hacia
su padre.
―¿Manana?
Cayden sonrió. Le fascinaba la lengua de trapo de la
pequeña.
―Mañana.
Alex lo miró.
―Bajaré en un rato.
El duque asintió y se giró para regresar a la sala donde
esperaban Halstead y Florence. Quizás algún día podría disfrutar
él también de la rutina de preparar a su hija para pasar la noche.
Cuando entró en la habitación, dos pares de ojos
esperanzados se elevaron hacia él. Se sintió en la obligación de
aclarar, aunque ellos conocían mucho mejor que él la rutina de
Alexandra y Anne.
―Alexandra bajará en unos momentos.
Florence asintió.
―Suele bañarla y, después de que su niñera le da la cena,
sube a acostarla. Prefiere hacerlo ella misma.
Mientras observaba a su madre, por la mente de Cayden
pasó un breve recuerdo. Su madre leyéndole mientras él
permanecía en la cama somnoliento. Su voz apagándose al
tiempo que notaba en su frente el frescor de su beso. Tampoco
Florence había delegado en las niñeras esa tarea. Algo se debió
reflejar en su mirada, porque su madre le sonrió con ternura.
Halstead, después de pasar sus ojos de madre a hijo,
decidió aligerar el momento.
―Florence, ¿sería posible tomar una copa antes de la
cena? Harding y yo te lo agradeceríamos infinitamente.
―Oh, por supuesto. Qué descuido el mío no ofreceros
nada de beber. Por favor, Maxwell, sírvete tú mismo, y a Cayden.
Llevaban un rato disfrutando de sus copas cuando
Alexandra apareció. Halstead y Cayden se levantaron como
resortes.
Florence preguntó, extrañada.
―¿Ya se ha dormido?
Alex sonrió.
―Me temo que la tarde ha resultado bastante agitada para
ella. En cuanto puso su cabeza sobre la almohada se quedó
dormida, no sin antes ordenarme ―comentó, con sorna― que
bajase.
Se sentó en uno de los sillones, permitiendo que los
hombres pudieran sentarse a su vez.
―¿Permitió que te fueses y no te quedases un rato con
ella? ―Florence estaba perpleja. Anne disfrutaba mientras su
madre le leía algún cuento.
Halstead se levantó para servir una copa a su hija.
Alexandra aceptó la copa de jerez que le tendió su padre.
―Bueno, la traducción de sus palabras fue, si entendí
bien: «Dormir. Dormir a papá, buenas noches». Y me despidió
como si fuera la mismísima reina.
Cayden se atragantó con el sorbo que estaba tomando,
mientras el rostro de Alexandra enrojecía violentamente. En su
diversión por narrar la ocurrencia de su hija, no se había
percatado de la presencia de su marido. Halstead le propinó unas
palmaditas en la espalda al tiempo que contenía la risa que
pugnaba por salir. Iba a soltar una chanza aprovechando el azoro
de la pareja cuando la letal mirada de Cayden lo hizo enmudecer.
Mientras se encogía de hombros, se dirigió al mueble de las
bebidas dispuesto a rellenar su copa y la desperdiciada por
Cayden.
Esa noche disfrutaron de una cena sencilla. A pesar de lo
que dictaban los buenos modales, ninguno tuvo la necesidad de
cambiar sus ropas por otras más apropiadas. En realidad, estaban
en familia.
Al final de la cena, Cayden, después de sopesarlo durante
toda la velada, se decidió a proponer a Alexandra dar un paseo.
Para su sorpresa, Alexandra aceptó y, después de coger un chal,
ambos salieron hacia los jardines.
Caminaban juntos pero sin tocarse. Cayden no se atrevió
a ofrecerle su brazo y Alexandra no hizo ademán de tomarlo. Al
cabo de unos instantes, Cayden rompió el silencio.
―Debo agradecerte que acudieras a cuidarme durante mi
enfermedad. Te arriesgaste mucho, Alexandra, pudiste haberte
contagiado…
Alex acabó mentalmente el resto de la frase que su
marido había interrumpido: «Y yo no merecía que corrieses ese
riesgo por mí».
―Estaba preparada ―contestó, mientras se encogía de
hombros―. Después de que mi madre la padeciera, sabía lo que
había que hacer. No podía permitir que Florence se arriesgara,
ella estaba dispuesta a acudir a tu lado.
Alex estaba confusa. A pesar de haber intercambiado
correo con Cayden, escucharlo hablar en un tono completamente
diferente a lo acostumbrado en él la desconcertaba. No quedaba
rastro de la frialdad e indiferencia con que solía dirigirse a ella ni,
para el caso, a su madre o a su hermana. La calidez del tono de
su voz hacía que su estómago hormiguease. Cruzó las manos
delante de su regazo. Le picaban por el deseo de enlazar su
brazo, pero algo se lo impedía. No quería mostrar vulnerabilidad
delante de Cayden, todavía se sentía reacia a confiar en él.
―Yo… bueno, no sé cuál será tu opinión, pero me
gustaría regalarle a Anne una mascota, pero me temo que todavía
es muy pequeña para un poni.
Alex soltó una risilla.
―Quizá cuando tenga tres años será el momento.
Florence le dijo que su padre se lo regalaría, pero no pensaba…
―¿Que yo apareciese tan pronto? ―acabó por ella
Cayden.
Alex asintió.
Cayden continuó.
―Puede que un poni no sea lo más adecuado para su
edad, sin embargo… ¿Qué me dices de un perro, un cachorro?
―inquirió, mientras la miraba de reojo.
Ella notó el anhelo en la voz de su marido. No sería ella
quien le quitase la ilusión de poder hacerle un regalo a su hija.
―Sería estupendo. En la propiedad no hay ninguno. Creo
que sería un buen regalo y le hará olvidar el dichoso poni
―aceptó, mientras giraba su rostro para mirarlo.
Los ojos de Cayden refulgían de felicidad. Alex se
maravilló al darse cuenta de que una cosa tan simple como
regalarle un perro a su hija pudiese hacerlo tan feliz. ¡Qué
diferente al Cayden de hacía apenas dos años!
―En el pueblo tiene que haber alguien que haya tenido
una camada o esté a punto, mañana me acercaré e investigaré un
poco. Tiene que ser un cachorro, y nada de perro pequeño, uno
grande, que la pueda proteger.
Alex rio divertida. Si no fuera de noche, suponía que su
marido saldría disparado hacia el pueblo en busca del animal
adecuado.
Al oír su risa, Cayden se detuvo y clavó en su rostro una
mirada que Alex no fue capaz de interpretar.
Cayden observó los preciosos ojos turquesa que lo
miraban interrogantes. Santo Dios, se moría por besarla.
Carraspeó azorado, no podía estropearlo todo por muchas ganas
que tuviese de estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que
ambos se quedasen sin aliento.
―Tal vez debamos regresar ―musitó, sin apartar sus ojos
de ella―. Ha sido un día muy largo.
Alex asintió. En un instante, algo había ocurrido entre
ellos. Su miradas se habían prendido y Cayden alzó una mano
para acariciarle el rostro con los nudillos. Fue solamente un roce,
pero Alex sintió que sus rodillas flaqueaban. Se ruborizó
violentamente sin apartar la mirada de la de su marido. ¿Iba a
besarla? Sin embargo, él, después de rozar con su pulgar los
labios de Alex, bajó la mano al tiempo que le hacía un gesto a su
esposa invitándola a regresar.
Ambos retornaron a la casa envueltos en un perturbador
silencio.
 
 
Capítulo 12
Alex bajó a romper el ayuno después de comprobar que
Anne se encontraba ya desayunando con su niñera. Había
tardado en conciliar el sueño. La presencia de Cayden la
ilusionaba y le causaba desasosiego, temía depositar demasiadas
esperanzas en el nuevo comportamiento de su marido. Después
de la última noche pasada con él en Harding House, su
vulnerabilidad cuando acudió a cuidarlo y las cartas
intercambiadas, había sentido renacer en su corazón sentimientos
hacia él. Ahora, al verlo cálido y entregado con Anne y
respetuoso, hasta tímido, con ella, temía poner nombre a esos
sentimientos y acabar, esta vez, con el corazón destrozado.
Debería poner un poco de distancia hasta cerciorarse de que, en
realidad, el duque había cambiado.
Cayden, por su parte, no había pasado una noche de
descanso. Repasó todas las incidencias del día. Nunca hubiese
imaginado que tanto su madre como Alexandra le hubiesen
hablado de él a su hija. Al fin y al cabo, era muy pequeña, tenían
tiempo más adelante para contestar a las preguntas de Anne
sobre la ausencia de su padre y, sin embargo, ambas se habían
preocupado de hacerlo presente para la niña, aunque estuviese de
viaje.
Tampoco le ayudó haber vuelto a ver a Alexandra
después de tanto tiempo. Mediante las cartas que habían
intercambiado, tanto uno como otro se conocían más
profundamente. Al amparo de la distancia no hubo
conversaciones superficiales entre ellos, sino verdaderos deseos
de comprenderse el uno al otro, verdadero entendimiento entre
ellos. Ahora estaba aterrorizado de que, una vez cara a cara, no
supieran continuar con la naturalidad y la franqueza que habían
plasmado en el correo.
Cuando Alexandra entró en el comedor de desayuno,
Halstead y Cayden se levantaron respetuosos. Alex,
inconscientemente, siguió con su acostumbrada rutina y se
acercó a su padre y a Florence para depositar sendos besos en
sus mejillas, e hizo lo mismo con un sorprendido Cayden.
Mientras tomaba asiento en la silla que este separó cortésmente,
no se fijó en el rubor que ascendía por el cuello de su marido, en
el que sí repararon, para turbación del duque, el conde y
Florence, que intercambiaron miradas esperanzadas.
Mientras se servía una taza de té, Florence preguntó con
fingida indiferencia.
―¿Qué planes tenéis pensados para el día de hoy? ―Miró
alternativamente a Cayden y a Alexandra al decirlo.
Ambos se miraron de reojo y fue Cayden el que contestó.
―Tenía previsto acercarme al pueblo.
Alexandra, después de tomar un sorbo de su té, replicó.
―Sería preferible que hoy no visitara el pueblo,
Excelencia.
El corazón de Cayden se saltó un latido. «¿Excelencia?
¿Cayden en privado y, sin embargo, usa el tratamiento formal
delante de su familia? ¿Acaso se ha arrepentido de permitirme
comprarle el perro a Anne? ¿Lo ha pensado mejor y desea que
me marche de Green Park?». Procurando disimular su decepción,
la miró.
―¿No? Creí que…
Alex, al notar la desilusión en su voz, se apresuró a
aclarar.
―He recordado que mañana es el día del mercado
semanal. Será más fácil para usted encontrar lo que busca.
Cayden temió que su suspiro de alivio se escuchase en
todo el comedor, al tiempo que Maxwell y Florence
intercambiaban miradas preocupadas. Ellos también habían
notado la manera formal que había vuelto a adoptar Alex para
dirigirse a su esposo.
―Sin embargo ―continuó Alex―, podríamos dar un
paseo con Anne y enseñarle los alrededores de Green Park. La
propiedad de Darkwood es preciosa. ―Alex se dio cuenta al
momento de que había hablado de más. Cayden no sabía que
Dark les había cedido la casa a sus espaldas. Se ruborizó y miró a
su marido con inquietud, esperando una explosión de furia.
Halstead y Florence clavaron sus miradas en Cayden, esperando
su reacción.
Al notar todas las miradas clavadas en él, Cayden sonrió
interiormente. No era tonto, sabía que si Dark e Imogen
conocían el paradero de Alex era porque se habrían preocupado
de buscarle un sitio adecuado para esconderse, y el duque
suponía que Dark había comprado propiedades en Inglaterra
mientras estaban en América, al igual que había hecho él. Qué
mejor lugar para esconderla que una propiedad del conde, donde
pudiesen estar protegidas. Ni siquiera estaba molesto con su
amigo. Dark había cuidado de su madre y de Alex, colocándolas
bajo su protección, cosa que no había hecho él, por lo que le
estaría eternamente agradecido.
Cayden pasó su mirada por los tres expectantes rostros.
Hizo una pausa antes de decir nada, mientras esbozaba una
sonrisa torcida y cortaba un trozo de bacon.
―No esperaba que me subestimarais de esta manera.
Suponía que Dark no permitiría que vagabundeaseis por ahí sin
que Imogen se pudiera poner en contacto con vosotras. ¿Y qué
mejor lugar que una de sus propiedades? Una que yo no
conociese. Dark jamás permitiría que vagarais solas en busca de
un lugar en el que asentaros.
Alexandra estaba perpleja.
―¿Sabía que su amigo nos había ayudado y no lo
consideró una traición?
Cayden la miró.
―No lo sabía a ciencia cierta pero, conociendo a Dark, lo
suponía. Y en cuanto a considerarlo una traición… si mi mejor
amigo no hubiese ayudado a mi madre y a mi embarazada
esposa, aunque fuese a mis espaldas, eso sí lo hubiese
considerado, ya no una traición, sino indigno de él. Tengo que
estarle agradecido de que por lo menos él no se desentendiera de
vosotras.
En ese momento, Cayden se dio cuenta por primera vez
de la magnitud del riesgo que habrían corrido ambas mujeres si
Dark no hubiese intervenido. Habrían tenido que buscar un lugar
donde refugiarse, Dios sabría dónde, completamente solas. Una
sensación de vergüenza lo recorrió. Abochornado, se levantó.
―Si me disculpáis, necesito tomar el aire unos instantes.
Los tres ocupantes del comedor observaron a Cayden
abandonar la habitación a paso ligero. Se miraron conocedores.
Acababa de cerciorarse del peligro que pudieron haber corrido
Florence y Alexandra.
Alexandra se levantó.
―Disculpadme. ―No iba a dejarlo solo con su culpa, no
ahora. Era momento de mirar hacia adelante, no de volver a
obsesionarse con los errores del pasado.
Cayden se encontraba en los jardines con el hombro
apoyado en uno de los árboles y la vista fija en un punto
indeterminado.
¿Por qué no había pensado en su seguridad en ningún
momento? Cayden se respondió, furioso consigo mismo. Porque
estaba demasiado ocupado con su orgullo herido, demasiado
ocupado pretendiendo que tanto su madre como su esposa y,
para el caso, su hermana, no le importaban en absoluto.
Murmuró una maldición al tiempo que se envaraba al oír la
serena voz de Alexandra.
―¿Excelencia?
¿Excelencia? Había notado que cuando él intentaba
marcharse, Alexandra había dejado el sarcástico Excelencia para
detenerlo llamándolo por su nombre, sin embargo, había vuelto a
la formalidad. No pudo evitar un ramalazo de decepción.
Alex se colocó a su lado. Después de observarlo y de
seguir su absorta mirada hacia donde quiera que la dirigía,
suspiró.
―¿No cree que ya es tiempo de que deje de fustigarse con
los errores del pasado y comience a decidir por sí mismo su
presente y su futuro? ―Alex no estaba enojada, sino frustrada.
Aunque el antiguo Cayden había sido insufrible,
desalmado y hasta cruel en su decisión de quitarle a su hijo, tenía
seguridad en sí mismo. Pero en estos momentos, estaba
contemplando a un Cayden vulnerable, avergonzado e inseguro,
y ese no era su marido. Por supuesto que agradecía el cambio
operado en él, por lo menos había abierto los ojos a la crueldad
de su padre, pero no deseaba que sus errores lo avergonzasen de
tal manera que lo convirtiesen en un hombre pendiente
solamente de la aprobación de los demás, en este caso de ella y
de Florence. No, a ese Cayden no le encontraba atractivo alguno,
ni deseaba que, pese a haber descubierto la verdad, su padre
siguiese manipulándole desde donde quiera que estuviese,
preferiblemente en el infierno, volviendo a crearle inseguridades.
Él contestó sin mirarla.
―¿Crees que no debo sentirme culpable? ―preguntó, con
voz tensa.
―Lo que yo crea es irrelevante. Según he escuchado de su
madre, nunca ha huido de nada, no entiendo la razón por la cual
cada vez que se nombra algo del pasado, se escabulle. Es pasado,
Excelencia, no va a desaparecer por mucho que lo desee.
Cayden la miró con los ojos relampagueantes de furia.
―Nunca había huido porque nunca me había importado
algo lo suficiente como para escapar de ello ―masculló.
Alex giró su rostro para observarlo. Cayden murmuró una
maldición al reparar en la azorada mirada de su esposa y, después
de farfullar una ininteligible disculpa, comenzó a andar
alejándose de ella.
Maldita sea, qué fácil era decirlo. Pero ¿qué podía hacer
él? Si intentaba un acercamiento se temía que sería rechazado,
ella no confiaba en él, ni lo haría en un futuro; y si no lo hacía,
pecaba de cobarde. Qué más prueba quería que el que hubiera
vuelto a poner distancia entre ellos volviendo al maldito
tratamiento. Después de las primeras cartas, ella comenzó a
utilizar su nombre para dirigirse a él, y parecía que en las misivas
la confianza comenzaba a surgir. No debió haber venido. Era
mucho más sencillo expresar sus sentimientos en el papel,
además, siempre había estado solo. Incluso durante las estancias
con su padre se sentía malditamente solo. Únicamente contaba
con Dark y, bueno, él ahora tenía su propia familia. ¿Qué
demonios esperaba cuando aceptó la invitación de Halstead?
Alexandra siempre viviría con desconfianza, sin mencionar que
besarla, abrazarla, enterrarse en ella, perderse en sus ojos
turquesa, tal y como estaba loco por hacer, no sucedería. Ella no
se atrevería a volver a quedarse embarazada. Y en cuanto a Anne,
bueno, entre los cuadros que se había propuesto encargar y las
cartas de Alex hablándole de su hija, tendría que bastarle, quizá
ella consintiera en que lo visitase en Londres cuando la niña
fuese un poco mayor.
Esperaría al día siguiente, le compraría el dichoso perro a
su hija y después regresaría a Londres. Por lo menos allí sabía
con certeza qué terreno pisaba.
Cayden no se dejó ver durante todo el día. Cuando Alex
preguntó, el mozo de cuadra le informó que el duque había
solicitado uno de los caballos, no había comunicado a dónde se
dirigía.
Alex regresó a la casa apretando los puños de rabia y
frustración. Maldito fuera, había venido a conocer a su hija, ¿no?,
y Anne estaba preguntando por él. No sería raro que la pequeña
temiese que, al igual que su padre había aparecido de la nada,
volviese a desaparecer otra vez.
―¡Ha salido a caballo! ―exclamó, exasperada, cuando
entró en la sala donde estaban su padre, leyendo un periódico, y
Florence con su bordado. Ambos levantaron la mirada
sorprendidos.
―¿Cayden? ―preguntó Florence.
―Por supuesto que sí, ¿quién si no?
Halstead intentó mediar.
―Bueno, no me parece algo inusual. Le apetecerá
conocer las tierras. De todas maneras, Harding no me parece un
hombre que pueda permanecer inactivo durante mucho tiempo.
Alexandra lo miró suspicaz.
―¿Qué insinúas?
―No insinúo nada, he dicho lo que he querido decir, es
un hombre con muchas obligaciones, sus negocios, el ducado…
―Halstead miró a su hija con más atención―. ¿Qué supones que
quería dar a entender?
Alex se sentó al lado de Florence, que escuchaba atenta la
conversación. Suspiró y cruzó las manos en el regazo.
―Tengo la sospecha de que en cualquier momento
regresará a Londres ―murmuró, mientras observaba sus manos
cruzadas.
Florence miró al conde alarmada.
Halstead hizo un gesto con la mano para tranquilizarla
mientras se dirigía a su hija.
―Alex, tu marido ha venido casi obligado. No se siente
seguro aquí, rodeado de gente a la que ha hecho daño de una
manera u otra. Este es vuestro refugio, aquí se siente vulnerable y
no está cómodo con la situación. Alex, tu esposo se siente un
invitado de su esposa, de hecho, es tratado como un invitado y
eso no resulta agradable para ningún hombre. ―Alzó la mano
para detener a su hija, que ya abría la boca para contestar―. Haya
hecho lo que haya hecho.
»Me temo que Harding cree que su estancia aquí no es
más que una especie de purgatorio, hasta que tenga que regresar
a Londres y volver a su vida… solo. Es lógico que no quiera
prolongar esta situación que, en realidad, no conduce a nada…
porque no conducirá a nada excepto a que ha tenido la
oportunidad de conocer a su hija, ¿no es cierto, Alex?
Halstead continuó hablando sin esperar respuesta
mientras Alex, pensativa, tenía la mirada perdida en algún punto
de la habitación.
―A mí mismo me ha costado perdonarle, y lo he hecho
porque sé de qué era capaz el difunto duque y, en realidad,
Harding era solo un niño intentando agradar a su padre.
Florence es su madre, y una madre… en fin. Pero tú, Alex, puede
que lo hayas perdonado, sin embargo, no confías en él, y tu
marido lo sabe. ¿Qué motivos podría aducir para prolongar su
estancia en Green Park? Su vida y sus negocios están en Londres,
al igual que la tuya como duquesa de Harding, pero sabe que
nunca podrá, ya no retomarla, sino empezar de cero. Aunque me
atrevo a decir que durante vuestras conversaciones epistolares
habéis aclarado muchas cosas, sigues recelando. ―Halstead
escrutó atento el rostro de su hija al decir esto―. Incluso en el
supuesto caso de que te ofreciera volver, ¿aceptarías, Alex? Y en
el caso de aceptar, ¿bajo qué condiciones? Incluso un
matrimonio de conveniencia tiene como fin la continuidad del
linaje, y no tienes la suficiente fe en que sea sincero, siempre
temerías proporcionarle un heredero y que te lo arrebatase.
Florence intervino.
―Me temo que tu padre tiene razón. Esta situación es
violenta para todos, aunque estemos poniendo de nuestra parte
para normalizarla. Él ha hecho lo único que estaba en su mano,
arrepentirse de su comportamiento y darse cuenta de que
durante muchos años ha estado equivocado. Sin embargo,
solamente puede demostrarlo con hechos, Alex, y eso requiere
tiempo y confianza, dos cosas que tú no estás dispuesta a darle.
Con esto, en ningún momento quiero decir que no tengas tus
razones, y muy válidas, por cierto, para desconfiar, pero un
matrimonio es cosa de dos, tanto si se estropea como si
funciona.
Alex los miró aturdida.
―¿Creéis que me equivoco en no darle una oportunidad?
―No se trata de eso ―contestó su padre―. Únicamente
tú sabes lo que hay en el fondo de tu corazón. Sigue tus instintos,
Alex, no los basados en el pasado, sino los que se basan en el
comportamiento que estás comprobando que tiene Harding. Si
tus amigos y tus conocidos te hablasen mal de mí, ¿les creerías?,
¿o pensarías que están equivocados, viendo mi comportamiento
contigo? ―Maxwell no la dejó contestar―. Aunque dudases, no
les creerías sin pruebas. Pues esa misma situación es por la que
ha pasado Harding. Piénsalo, Alexandra, y piensa también si estás
siendo justa con él.
Alex asintió.
―Hablaré esta noche con él.
«Espero que no sea demasiado tarde», pensó para sí
misma.
Sí fue demasiado tarde, Cayden ya había tomado una
decisión.

Cayden regresó después de la hora del té, con el tiempo


suficiente para pasar un rato con su hija antes de cenar.
La cena transcurrió en un ambiente tenso, a pesar de que
tanto Halstead como Florence intentaron amenizarla sacando
varios temas de conversación a los que Cayden y Alex
respondían a veces con monosílabos, a veces con una falsa
sensación de interés. En ningún momento Cayden explicó dónde
había pasado el día. Estaban en los postres cuando el duque se
inclinó hacia su esposa.
―¿Podríamos hablar más tarde?
A Alex casi se le cierra la garganta, sin embargo, asintió.
―Por supuesto.
Salieron a la terraza y tomaron asiento en la mesa que
había para disfrutar de los días de sol. Cayden con su copa de
brandi y Alex con su jerez.
―¿Sigue en pie visitar el mercado del pueblo mañana?
―preguntó Cayden después de tomar un sorbo de su bebida―.
¿Podré contar con tu compañía?
Alex lo miró confusa.
―Sí, claro. ―Intentó sonreír a pesar del nudo que sentía
agarrotado en su estómago―. Tiene que encontrar el perro
perfecto para Anne… pero creo que sería preferible que fuera
solo con ella, les permitiría pasar un rato a solas y conocerse
mejor. ―Se sintió mezquina cuando lo dijo y se dio cuenta de
que no era justo para ninguno.
―Como desees, supongo que nos acompañará su niñera.
Si quiero que sea una sorpresa, alguien debería ocuparse de Anne
mientras busco el cachorro. ―El duque intentó que en su voz no
se notara el abatimiento y la frustración que sentía.
Alexandra deseó haberse mordido la lengua. La visita al
pueblo, con la compañía de la niñera de Anne, no resultaría
cómoda para él, sin embargo, ya no podía volverse atrás.
Cayden carraspeó. No tenía idea de cómo se tomaría
Alexandra sus próximas palabras, pero la situación lo estaba
matando y había tomado una decisión. Cada vez estaba más
convencido de que visitarlas no había sido una buena idea. Se
sentía como un huésped accidental: tolerado pero no deseado.
―Regresaré a Londres pasado mañana.
Alex solo tuvo ánimo para preguntar sin mirarlo.
―¿Por qué?
―No debí venir, Alexandra. ―Cayden suspiró, abatido―.
En realidad, no sé qué esperaba. Conocer a Anne, por supuesto,
pero siento que no formo parte de esta familia. No me
malinterpretes, lo entiendo, entiendo tus reticencias, pero alargar
mi estancia no conducirá a nada. Si sigo aquí lo único que
conseguiremos será que la franca relación que hemos conseguido
mientras nos escribíamos desaparezca, y si eso sucede no
volveremos a recuperarla.
Alex lo escuchaba desolada. Ansiaba decirle que se
quedase, o que la invitase a volver con él, sin embargo, el temor a
encontrarse en Londres con el mismo Cayden de hace dos años
la atenazaba.
―Me gustaría pedirte algo. ―Ahora Cayden la miró
atento, mientras Alex lo imitaba―. ¿Podría tener la esperanza de
que algún día enviases a Anne a pasar una temporada conmigo a
Londres? Corta, por supuesto, no la separaría mucho tiempo de
su madre. ―Se apresuró a aclarar―. Quisiera tener la
oportunidad de pasear con ella y enseñarle algunos sitios que
puede que le gusten.
Cayden observó a su esposa esperando ver suspicacia en
sus ojos, o quizá desconfianza. Suponía que se negaría por miedo
a que no le devolviese a su hija.
―Papá regresará después de Año Nuevo. ¿Le parecería
bien que se la enviase con él? ―La voz de Alex no tenía ninguna
inflexión especial.
―Sería estupendo, ¿estás segura? ―No quiso preguntar si
confiaba en él lo suficiente.
Alex se encogió de hombros.
―¿Por qué no? La alta debería ver al duque de Harding
con su hija; si no, me temo que los rumores se la comerán viva
cuando no tenga otro remedio que aparecer en sociedad.
Cayden se mordió la lengua para no señalar que la alta
también debería ver al duque de Harding con su duquesa y la hija
de ambos. Sin embargo, asintió.
―Inventaré alguna excusa para explicar que no hayas
viajado con ella.
Alex se mordió el labio intentando contener las
sorpresivas ganas de llorar que le embargaban. Dejó la copa
sobre la mesa con mano temblorosa y se levantó. Cayden la imitó
al tiempo que notaba su desasosiego. Alexandra consiguió decir
unas palabras.
―Creo que voy a retirarme.
Cuando ella comenzaba a caminar, la mano de Cayden
salió disparada hacia la muñeca femenina. Alex se giró,
sorprendida.
Cayden miró el labio de su esposa, hinchado de habérselo
mordido, y no pudo evitarlo: tiró de ella hacia su cuerpo y,
mientras la mano que aferraba su muñeca enlazaba su cintura, la
otra subió hacia la nuca femenina para atraerla hacia él. Bajó su
cabeza y tomó la boca de Alex con la suya. La respuesta de ella
no se hizo esperar, alzó los brazos para enlazarlos en el cuello de
su marido, entremezclando los dedos con su espeso cabello.
Cayden gimió y profundizó el beso. Su boca la consumía,
devorándola. Alexandra notaba el anhelo en él, el deseo y la
necesidad de su cuerpo, porque era lo mismo que ella sentía. Se
saborearon con avidez, como si no tuviesen suficiente el uno del
otro, Cayden bajó la mano que mantenía en su espalda hasta
abarcar el trasero de Alexandra y estrecharla contra su ya
hinchada virilidad. Alex gimió y se apretó más contra él.
Cayden estaba a punto de perder todo el control y
tumbarla allí mismo en la terraza, sin embargo, algo le hizo
detenerse. Separó sus labios de los de Alex al tiempo que sonreía
con ternura cuando esta protestó. Abarcó su mejilla con la mano.
―Si no nos detenemos, mañana quizá alguno de los dos
se arrepienta de habernos dejado llevar. ―No sería él, desde
luego, pero no soportaría ver el remordimiento en los ojos de
Alex―. Y no deseo que eso suceda.
Alex entendió su comentario. Creía que ella lamentaría lo
sucedido y, si tenía que ser sincera, no estaba del todo segura de
que no fuese así.
Tras una suave caricia con el pulgar en los hinchados
labios de su esposa, Cayden la soltó y Alex no perdió tiempo en
regresar a la casa.
Cuando llegó a su habitación no pudo evitar que las
lágrimas rodasen sin control. ¿Por qué no era capaz de olvidar
sus reticencias y confiar en él de una maldita vez? Había acusado
a Cayden de obsesivo y obcecado con las enseñanzas de su
padre, y ahora ¿ella se comportaba igual? ¿Se obsesionaba con su
nefasto comportamiento pasado, que a todas luces parecía haber
desaparecido? Se acercó al baúl que había a los pies de su cama y
sacó un paquete de cartas atadas con un lazo. Las volvió a
repasar una a una. Había tal calidez en ellas, tanta humildad y
franqueza… Alex volvió a llorar sin control al tiempo que se
preguntaba si no estaría llevando demasiado lejos sus recelos.
Mientras tanto, Cayden caminaba por los jardines. Por
Dios, casi se había dejado llevar hasta un punto de no retorno.
Alexandra lo fascinaba, desde que la conoció le había atraído su
serenidad, su buena disposición y su bondad; cualidades que
había comprobado cuando acudió a cuidarlo. Sin embargo, la
necesidad que sentía de ella no era producto de la fascinación,
era… Movió la cabeza, desanimado. Qué importaba lo que fuera
que él sintiese. No iba a detenerse a analizarlo, sobre todo
porque jamás la tendría, nunca sería suya completamente, sin
reservas, y eso era lo único que importaba.

Alex había tomado una decisión. Acompañaría a su


marido y a su hija al pueblo arguyendo que la niñera no se
encontraba bien. No le sorprendió que Cayden la mirase con
suspicacia ante el cambio de opinión.
El duque tergiversó las cosas asumiendo que, si ella había
decidido acompañarlos, era porque no se fiaba del todo de él.
¿Acaso temía que cogiera a su hija en brazos y la arrastrase a
Londres? ¡Qué importaba! Al día siguiente se iría, soportaría sus
recelos un día más.
La mañana del mercado transcurrió con Anne sobre los
hombros de Cayden gorjeando extasiada por todo lo que veía, y
Cayden deteniéndose en todos los puestos donde los granjeros
mostraban las camadas de perros a la venta y a la vez para que
madre e hija disfrutasen de los puestos de comida instalados.
Alex, divertida, observaba cómo su marido se detenía en todos y
cada uno de los lugares ocupados por los granjeros y revisaba
minuciosamente a los cachorros.
―Por Dios, es solo un perro, hemos visto un buen
número de camadas, alguno habrá que considere aceptable
―exclamó, sonriente, después de alejarse de otro granjero y sus
cachorros.
―Tiene que ser perfecto ―respondió él mientras
continuaba buscando, mirando a su alrededor―. Un perro
perfecto para una niña perfecta.
―¡Ahí, ahí están, esos son perfectos! ―exclamó al cabo de
un instante.
Alex miró a su marido. Su rostro resplandecía ilusionado.
Cayden se giró hacia ella.
―Podrías llevarte a Anne a… no sé, ¿a ver cintas o algo
así?
Alex enarcó las cejas.
―¿Cintas? Excelencia, tiene año y medio, no creo que las
cintas le interesen demasiado.
Cayden hizo una mueca de impaciencia mientras se
mesaba el cabello, desordenado a causa del continuo toqueteo de
las manitas de Anne.
―Quiero que sea una sorpresa, y no puede estar conmigo
si me decido por uno de esos ―continuó, mientras señalaba la
camada elegida.
―La entretendré de alguna manera ―replicó Alex
mientras tendía las manos hacia su hija.
Cayden la bajó de sus hombros y la colocó en los brazos
de Alex, entre las protestas de la niña.
Alex se alejó con Anne mientras Cayden se acercaba al
puesto del granjero. Después de un buen rato examinado a los
animales, y ante la exasperación del hombre, al final eligió uno.
Compró una canasta y unas mantas para cobijar al animalito y
ocultarlo de la vista de Anne, si eso fuera posible.
Cuando se reunió con su mujer y su hija, intercambiaron
la carga. Cayden volvió a colocar a Anne sobre sus hombros y le
pasó la canasta a Alex, con un sigilo que la divirtió.
Al llegar a Green Park, en lugar de entrar en la casa
Cayden las dirigió a los jardines. Se sentaron en la hierba sin
prestar atención a sus ropas, con la cesta en el medio. Cayden
indicó a su hija que levantara la mantita que tapaba al perrito
mientras Alex repartía su mirada entre él y Anne.
La carita de Anne al ver al cachorro era de absoluto
deleite. Cayden la hizo sentar y le colocó al animal en el regazo.
Las risas de Anne cuando el cachorro comenzó a moverse sobre
sus piernecitas y a lamerle la cara calentaron el corazón de su
padre.
Alex no perdía detalle de las expresiones de su marido.
Ese no era el hombre con el que se había casado hacía casi dos
años. Era un padre embelesado con su hija, feliz de hacerla feliz.
En ese momento Cayden le explicaba a Anne que como todavía
era muy pequeña para el poni, podría cuidar al cachorro y tendría
alguien con quien jugar, y por supuesto, había que buscarle un
nombre. La pequeña se levantó y comenzó a correr con el
pequeño animalito trotando tras ella.
Mientras ambos la observaban, Alex inquirió:
―¿Un Collie?
Cayden sonrió.
―Son perros pastores, muy protectores con los niños. Es
el adecuado para Anne.
En ese momento, escucharon a la niña llamar al perro.
Cayden miró confuso a Alex.
―¿Le ha llamado Chuck?
―Creo que en realidad le ha puesto como nombre Jack.
Cayden frunció el ceño.
―¿Por alguien en concreto?
Alex lo miró divertida. ¿Estaría celoso del nombre del
perro?
―Lo dudo, es una palabra fácil para ella, mejor Jack que
Duck ―afirmó, sonriente―. A menos que prefiera que le ponga
su nombre ―planteó, mientras disimulaba una sonrisa.
Cayden la miró horrorizado.
―¡No puede ponerle mi nombre! ―Al darse cuenta de los
esfuerzos de Alex por contener la risa, añadió, ofendido―:
Nunca sabríamos a quién se dirige cuando lo llamase.
―Sería fácil ―dijo Alex―, siempre se dirigirá a usted
como papá.
En cuanto hubo dicho esas palabras, ambos se tensaron,
quizá por la misma razón: Anne tendría pocas ocasiones de
llamarlo «papá». Alex, azorada, fijó su mirada en la pequeña y el
cachorro.
―¿Cuándo se irá?
―En la mañana, temprano. Tengo que consultar con
Halstead la posibilidad de que me permita utilizar su carruaje, lo
enviaré de vuelta una vez que hayan descansado el cochero y los
caballos.
Alex asintió. Un cúmulo de sentimientos contradictorios
la embargaron: vergüenza por continuar desconfiando,
decepción por la partida de Cayden, frustración por ser tan
cobarde de no aceptar sus propios sentimientos…
―Será mejor que entre, mientras Anne disfruta de Jack
supervisaré los preparativos de su cena y su baño.

Cuando Cayden llegó a Harding House, notó más que


nunca la soledad que lo envolvía. Acostumbrado a contar con
Darkwood, ni siquiera podría desahogarse con él. Su amigo tenía
sus propios problemas con Imogen. No era un hombre dado a
expresar sus sentimientos, pero necesitaba sacar toda la
frustración y la confusión que lo embargaban. ¡Alexandra! Le
escribiría una carta. Se habían entendido bien mediante
correspondencia, quizá poniendo sus pensamientos en papel
podría aclarar sus ideas.
Después de cenar, en la intimidad de su despacho, se
decidió a escribir a su mujer. Las palabras fluían sin dificultad y,
cuando acabó, ni siquiera la releyó. No la enviaría. Había puesto
demasiado de él en esas hojas. Las dobló y las guardó en el cajón
de su escritorio. Escribiría otra, había expuesto mucho de sí
mismo en la anterior. Le había servido como un revulsivo, pero
no estaba preparado, ni mucho menos, para que Alexandra la
leyese, aunque en realidad la carta estaba dirigida a ella.
Escribió otra menos… comprometedora, y añadió una
para su madre. Esperaría la respuesta que, mucho se temía, por
parte de Alexandra sería como la suya, superficial, nada que se
pareciese a las anteriores misivas intercambiadas.
 

 
Capítulo 13
¡Anne venía a Londres! Alexandra había cumplido su
palabra y en una semana llegaría acompañada de Halstead,
su niñera y, como no, de Jack. Su mujer le había escrito que la
niña se había empecinado en que Jack también quería ir a
Londres y se había negado en redondo a viajar sin él, esperaba
que su presencia no causase molestias en Harding House.
Cayden se apresuró a tranquilizarla, Jack debía estar
donde estuviese Anne. Estaba exultante, llegarían en una semana
y había mucho que hacer. Ordenó a la señora Moore que la
guardería estuviese preparada para la llegada de su hija, así como
que le fuese asignada una doncella para ayudar a la niñera.
Ninguna juguetería de Bond Street quedó sin ser visitada por el
duque. Cayden no tenía idea de los gustos en juguetes de una
niña de la edad de Anne, así que además de dejarse aconsejar por
los dependientes, agregó algunos de su propia cosecha. Su hija
estaría en Londres un mes y no permitiría que echase nada de
menos.
El día previsto para la llegada de Anne el duque no
cesaba de pasear nervioso por toda la casa, revisó varias veces la
guardería, comprobó que la camita de su hija fuese mullida y
cómoda, inspeccionó todo aquello que podría representar un
peligro para una niña tan pequeña y hasta preparó una cuna para
Jack al lado de la cama de su hija; todo bajo la perpleja mirada del
servicio al ver a su señor, normalmente tan indiferente a todo,
rebosante de nerviosismo.
Cuando, desde la ventana desde la que vigilaba la calle,
comprobó que el carruaje con los blasones del conde de
Halstead se acercaba, Cayden salió disparado hacia la puerta. Sin
esperar a los lacayos, en cuanto el coche se detuvo él mismo
abrió la puerta para que el minúsculo torbellino de rizos castaños
y lazos se lanzara a sus brazos. Halstead, divertido, sujetaba al
pequeño perro, que también quería su parte de carantoñas.
Ya en el interior, Cayden presentó a su hija al mayordomo
y al ama de llaves.
Cayden y Halstead estallaron en carcajadas cuando, al
saludarla, tanto el señor Fisher como la señora Moore le dieron
el tratamiento de cortesía de milady y la pequeña miró a su
alrededor confundida hasta que, con su voz de trapo, les avisó
muy seria de que ella no se llamaba maledy, que su nombre era
Anne.
Después de enseñarle sus habitaciones y dejarla en
compañía de la niñera para que se aseasen un poco, Cayden se
reunió con Halstead en la biblioteca. Compartieron una copa y
charlaron sobre Green Park.
―Para Alexandra ha resultado un poco duro despedirse
de Anne. Es la primera vez que se separa de ella, sin contar
cuando vino a cuidarte, pero entonces era muy pequeña
―comentó Halstead.
―Lo entiendo ―repuso Cayden―, y le estaré eternamente
agradecido por permitirme disfrutar de Anne durante estos días,
aún más sabiendo lo que le ha costado separarse de ella.
―No debería haber tenido que separarse. Pudo haberla
acompañado.
Halstead observó a Cayden al decirlo.
―Supongo que sí, pero comprendo que no lo haya hecho.
Es un gran avance que haya confiado lo suficiente como para
enviarme a la niña, no puedo pedir también que la confianza se
extendiera para decidir venir ella.
―Cayden… ¿me permitirías tutearte, por lo menos en
privado?
―Por supuesto; al fin y al cabo, somos familia.
―Gracias. Sería un placer que me llamaras Maxwell. El
caso es que… bueno, no voy a negar que tanto a mí como a
Florence vuestra situación nos preocupa. La niña no puede estar
yendo y viniendo de Somerset a Londres como si fuera una
moneda cambiando de mano. ¿Has pensado en el futuro?
Cayden suspiró, ¿pensado?, vaya si había pensado, sin
encontrar ninguna solución aceptable para todos.
―He sopesado varias soluciones posibles, pero no sé si
alguna le agradará a Alexandra ―contestó.
―¿Y bien?
―Podrían vivir en Denson Manor. No sería la primera
esposa que reside en el campo mientras su marido vive en la
ciudad y, en realidad, es la residencia principal de la familia, creo
que sería un lugar adecuado para que Anne se criase. Podría
visitarlas con asiduidad, incluso yendo y viniendo en el día, y si
Alexandra no se sintiese incómoda yo podría pernoctar en la
casa.
―¿Se lo has propuesto?
―No. No lo haré hasta después de la visita de Anne. No
quiero presionarla.
Cayden decidió cambiar de tema. No se encontraba
cómodo hablando sobre algo que era, a todas luces, poco
probable. Alexandra jamás se sentiría segura viviendo a su
alcance en Denson Manor.
―¿Regresarás tú con Anne a Green Park cuando finalice
su estancia en Londres?
Maxwell lo miró desconcertado.
―Supuse que regresaría contigo.
Cayden carraspeó. Por nada del mundo volvería a poner
un pie en Green Park. No sentía que fuese su sitio, a causa de la
distancia que había puesto Alexandra entre ellos, y no se
encontraba cómodo allí. Clavó la mirada en su suegro, esperando
que lo entendiese.
―No puedo volver allí.
Maxwell inclinó la cabeza, asintiendo.
―Entiendo. Yo regresaré con la niña ―aceptó―. En fin,
―Halstead dejó su copa en la mesita que había entre ellos―,
debo irme, aunque el viaje no es muy largo, yo ya no soy tan
joven.
Se levantó al tiempo que Cayden lo imitaba.
―Si deseas acompañarnos mañana ―invitó Cayden―,
tengo pensado llevar a Anne a Hyde Park.
―Te lo agradezco, pero he disfrutado de ella todo este
tiempo. Ahora te toca a ti disfrutar de tu hija a solas.
Cayden acompañó a su suegro hasta el carruaje. Mientras
se estrechaban las manos, murmuró:
―Gracias… por todo.
Halstead solo sonrió.
La semana transcurrió entre paseos por Hyde Park,
helados en Gunter’s y acudir al Serpentine a dar de comer a los
patos. Todas esas actividades, además de que Anne se había
adaptado muy bien a Harding House y, por ende, a Londres,
Cayden se las relataba a Alexandra en su carta semanal. Desde su
estancia en Green Park ya no tenía sentido seguir comunicándose
por medio de Imogen.
Alexandra recibía cartas de la niñera con la misma
frecuencia. En su desconfianza, le había pedido a la niñera de
Anne que le enviase correo detallando el comportamiento del
duque con su hija, así como si esta se encontraba a gusto con su
padre. Cuando recibió la primera, se sintió mezquina. Ambas
coincidían en todo. El duque se estaba portando como un padre
amoroso y pendiente de su hija, nada le parecía bastante para
ella. Hasta la había llevado a la modista, relataba la niñera,
además de haber contratado a un pintor para hacerle un retrato a
la niña. Una sensación de vergüenza se instaló en su pecho al
pensar que Cayden sabía que la niñera, aparte de sus obligaciones
con Anne, tenía el encargo de enviarle informes de su
comportamiento, ya que las cartas de la mujer venían con el
correo del ducado.
No podía ponerse en contacto con la niñera para
advertirla de que ya no serían necesarios más informes, resultaría
extraño que se dirigiese a ella en vez de a su marido, aunque,
pensó que el daño ya estaba hecho. Cayden se habría sentido
humillado de ser vigilado por una empleada a causa de la
desconfianza de su esposa.

Cayden salía de su despacho en busca de Fisher cuando


observó que la niñera de su hija entregaba un sobre al
mayordomo y este lo colocaba en la bandeja de la
correspondencia. Divertido, pensando que quizá la mujer había
encontrado un admirador y se carteaba con él, se acercó al
hombre.
Tomó la carta que Fisher había colocado en la bandeja y
su sonrisa se congeló cuando leyó a quién iba dirigida.
―¿Desde cuándo las envía? ―preguntó, con voz acerada.
Fisher no pudo evitar ruborizarse. No le gustaba lo que
hacían la duquesa y la niñera, cartearse a espaldas del señor, pero
no estaba en su lugar cuestionarlo.
―Prácticamente desde que llegaron, Su Gracia, suele
enviar una cada semana.
Cayden asintió y soltó la misiva sobre la bandeja como si
le quemara. No solamente Alexandra se había preocupado de
hacerlo sentir un invitado no deseado en Green Park, sino que
además lo traicionaba ordenando a la niñera de su hija que lo
espiase. Sintió que la rabia lo invadía. De acuerdo, él había sido
un canalla con ella, pero había creído de verdad que, después de
casi un año de correspondencia, había conseguido… Esbozó una
mueca sarcástica, no había conseguido absolutamente nada,
Alexandra no confiaba en él y no lo haría nunca. Debería
comenzar a hacerse a la idea: podría disfrutar de su hija, jamás de
su familia.
El mes transcurrió más rápido de lo que Cayden hubiese
querido y, cuando el carruaje del conde de Halstead se alejaba,
con Anne envuelta en lágrimas, Cayden casi notó físicamente
cómo un trozo de su corazón se fracturaba.
El tiempo pasó entre cartas a Alexandra y su trabajo, en el
que procuraba implicarse hasta agotarse. No quería pensar. Las
cartas ya no eran solo frías, sino superficiales. Relatos de las
andanzas de Anne y Jack y poco más. Y las suyas no eran
mejores, le hablaba sobre su trabajo, le preguntaba por Anne…
nada de la calidez de las primeras, ni de las confidencias, no había
nada personal en ellas. Después de la innoble vigilancia de la
niñera a la que lo había sometido Alexandra, Cayden ya no las
recibía con una nerviosa sonrisa y precipitándose a leerlas, había
veces que tardaba uno o dos días en abrirlas y, desde luego, sin la
ilusión con que había recibido las anteriores.
Las cartas se fueron distanciando hasta que un día
cesaron. Él ni siquiera se molestó en reflexionar sobre cuál de los
dos había cortado la comunicación primero. ¡Qué importancia
podría tener! El verano se acercaba, habría tiempo para escribirle
solicitando que en otoño Anne volviera a visitarlo a Londres.
Cayden volvió a levantar el muro de indiferencia y frialdad
delante de su corazón, dejando solo un resquicio para su hija.

Mientras tanto, en Green Park, Florence estaba


desconcertada. Había notado que la correspondencia entre su
hijo y Alexandra cada día se espaciaba más, y ni siquiera era
recibida con ilusión por Alex, hasta que toda misiva cesó. La
situación se les estaba yendo de las manos, quizá si ella mostrase
un poco de desacuerdo con las actitudes de ambos, en vez de
pecar de demasiado comprensiva, puede que Alex comenzara a
cuestionarse que no estaba en posesión de la verdad absoluta.
Que en ciertas cosas había que arriesgarse y, si uno caía, se
levantaba, se sacudía las faldas y continuaba caminando, esta vez
poniendo más atención al camino.
Intentó averiguar algo, dando un rodeo.
―¿Ha solicitado Cayden que Anne vuelva a visitarlo?
Estamos a las puertas del verano y, desde luego, el calor
asfixiante de Londres no es lo mejor para la niña, pero quizá
haya previsto una visita en otoño.
Alex levantó la mirada del libro que estaba leyendo.
―No. En realidad, no ha comentado nada. Supongo que
hay tiempo todavía.
―Me hubiera gustado ver el cuadro de Anne que Cayden
encargó, según la señora Peel es sorprendente cómo consiguió
que esa pícara se estuviese quieta durante las sesiones que,
aunque cortas, se hacen pesadas para una niña de su edad.
Alex se ruborizó. No se sentía especialmente orgullosa
del espionaje al que había sometido a su marido. Él no le había
hecho ningún reproche, pero su intuición le decía que la
humillación por dicha vigilancia era la razón de la frialdad en sus
cartas una vez que regresó Anne de Londres.
―Sí, según la señora Peel, su padre supo manejar la
inquietud propia de una niña de su edad con mucha paciencia
―contestó.
Florence dejó la labor en la que estaba trabajando con
frustración.
―No entiendo la razón por la que la niñera tendría que
enviarte correo si ya era Cayden quien te informaba sobre la
niña. ―Florence sabía que había sido una orden de Alex
provocada por su desconfianza hacia su marido, sin embargo,
quería ver su reacción.
El rostro de Alex ya tenía el color de las cerezas. A la
vergüenza que sentía se añadía el bochorno de tener que
explicarle a Florence por qué la señora Peel tenía orden de…
espiar el comportamiento de su marido.
Al notar el nerviosismo de Alex, Florence ya no intentó
disimular lo que pensaba.
―No confiabas en Cayden y le ordenaste vigilarlo y que te
informase, ¿no es así, Alex?
Esta intentó disculparse.
―Yo… Lo siento, me equivoqué…
Florence la interrumpió.
―Y con tu equivocación has destrozado todo lo que
habíais conseguido avanzar en vuestra relación. Te he apoyado
en todo, Alex, pero me has decepcionado. No esperaba tamaña
mezquindad de ti. Del antiguo Cayden, ese del que tanto
desconfías, tal vez, pero no de ti. ―La duquesa viuda se levantó
al tiempo que recogía su labor―. Si me disculpas, creo que cenaré
en mis habitaciones, parece que se me está levantando dolor de
cabeza.
―Florence… ―Alex intentó detenerla. Nunca había visto
a su suegra tan… desolada, mucho menos con ella, y le dolía en
el alma haberla decepcionado al igual que sentía decepción de sí
misma.
La duquesa viuda hizo un gesto con la mano.
―Ahora no, Alex, me temo que en este momento no
estoy en disposición de escuchar excusa alguna.
Alex se dejó caer en el sillón en el que había estado
sentada. Ni ella misma se explicaba su absurda decisión. Durante
su estancia en Green Park, aunque corta, Cayden le demostró
que había cambiado, que había superado la nefasta obsesión con
su padre. ¿Acaso ahora era ella la obsesionada por el pasado?
Había llegado a sentir algo por Cayden, primero a través de las
cartas y luego durante su estancia en la finca. No era tonta, y se
estaba dando cuenta de que todas sus reticencias a confiar en él
eran causadas por el miedo. Miedo a afrontar que estaba
enamorada de Cayden.
Con un suspiro, se levantó. Cenaría en la guardería con
Anne. La cháchara incansable de su hija la distraería.

Durante el desayuno, Alex observaba a Florence. Esta,


aparte de un escueto saludo, no había pronunciado palabra.
―Voy a ir a Londres ―espetó repentinamente.
Florence giró su rostro hacia ella, sorprendida.
―¿Disculpa? ―preguntó, confusa.
Alex dejó la taza de té que bebía en el platillo y entrelazó
las manos en el regazo con nerviosismo.
―Sé reconocer mis errores, Florence, y he cometido uno
muy grande. Iré a Harding House e intentaré subsanarlo en lo
posible.
―¿Por qué?
―Te lo he dicho. ―Alex estaba desconcertada por la
actitud de Florence, no parecía para nada satisfecha con su
decisión.
―Déjalo estar, Alex. Puedo entender que no seas capaz
de confiar en tu marido lo suficiente como para salvar tu
matrimonio, pero no provoques que vuelva a cerrarse, incluso
para su hija. Tendrías que ir a Londres con la mente y el corazón
abiertos, y me temo que no es el caso. Quizá lo único que
consigas con tu presencia sea que se distancie aún más. No les
hagas eso a él y a tu hija. ―La voz y la actitud de Florence
rezumaban frialdad―. Tienes miedo a confiar en él, bien, no lo
hagas, no seréis ni el primero ni el último matrimonio que viven
separados, pero él acabará por pensar que esa desconfianza se
extiende hacia su comportamiento con Anne y, en ese caso, lo
conozco, se retirará, no perjudicará a la niña pidiéndote que lo
visite cuando sabe que tienes tus reticencias. Anne todavía es
muy pequeña, pero llegará el día que lo notará, que notará tus
recelos ante las visitas a su padre, y Cayden intentará evitar eso a
toda costa, aunque le cueste no volver a verla hasta que ella entre
en sociedad.
Alex la escuchó abatida. Si quería que Florence la
entendiera, tendría que sincerarse. Se levantó y se acuclilló a su
lado al tiempo que le tomaba las manos.
―Siento algo por él, Florence, debo averiguar si es lo
suficientemente fuerte como para olvidar mi desconfianza. Si hay
alguna manera, aunque él no corresponda mis sentimientos, de
conseguir tener un matrimonio en el que haya por lo menos
afecto, tengo que intentarlo. Esta situación tiene que cesar, nos
está causando dolor a todos.
Florence alzó una mano para acariciarle el cabello con
ternura.
―Entonces ve, hija, y hazle entender que merece ser
amado. No hay vergüenza alguna en cometer errores, lo
deshonroso es no saber reconocerlos y subsanarlos.
A la semana siguiente Alex partió, entre ilusionada y
temerosa, hacia Londres.
 
 

 
Capítulo 14
Alex llegó a Harding House a primera hora de la tarde.
Recibida por los desconcertados mayordomo y ama de
llaves, antes de subir a sus habitaciones y mientras su doncella se
encargaba de colocar el equipaje, prefirió tener una conversación
con los responsables del personal de la casa y saber a qué
atenerse en cuanto a las costumbres del duque. Se dirigió a una
de las salitas seguida de los dos empleados.
Demasiado nerviosa para sentarse, pasó la mirada de
Fisher a la señora Moore.
―Les he retenido un momento porque deseo conocer las
costumbres de Su Gracia. ―Tampoco era cuestión de dar
demasiadas explicaciones al servicio, por mucho que llevasen
años en la casa―. Permaneceré una temporada en Harding
House y deseo adaptarme a ellas.
Fisher y la señora Moore se miraron desconcertados.
Habían servido al anterior duque, para el caso a la duquesa ahora
viuda, y aunque estaban agradecidos a la nueva duquesa por
haber acudido en ayuda de su señor, también habían visto el
cambio operado en él y la soledad en la que se hallaba. En casi
dos años, solo habían visto al duque feliz y relajado durante la
visita de su hija. Y ahora la duquesa pretendía que ellos le
informasen… ¿de qué, exactamente? Fisher, como responsable
del correo, había visto las cartas que la niñera de lady Anne
mandaba a la duquesa, y tenía la suficiente experiencia con el
servicio como para saber de qué trataban esas cartas. ¿Acaso
esperaba que ellos también espiasen a Su Gracia? ¿Para qué?
¿Para alterar la frágil paz que había conseguido el duque,
residiendo en la casa una temporada, para después volver a
marcharse?
Fisher se envaró aún más de lo exigido en un mayordomo
de alcurnia y contestó sin inflexión alguna.
―Me temo que no la entiendo, Su Gracia. ¿Sería tan
amable de aclararnos a qué costumbres se refiere?
Alex suspiró. Notaba el rechazo de la pareja y no le
sorprendía. Conocía el funcionamiento del correo en una casa
noble y sabía que, por lo menos Fisher, estaba al tanto de su
mezquino comportamiento.
―Solamente deseo saber si toma sus cenas en casa, si
acude al club con regularidad, en fin, si pasa tiempo en Harding
House.
―Lo siento, Su Gracia, pero no puedo ayudarla. Depende
del día, del trabajo que tenga. No estoy seguro de poder
informarla adecuadamente.
Alex notó la inflexión mordaz que le había dado a la
palabra. Bien, lo averiguaría por ella misma.
―Es loable su lealtad al duque, Fisher. Eso es todo.
Señora Moore, desearía que me preparasen un baño.
Ambos criados se retiraron después de sendas reverencias
mientras que Alex, al cabo de unos minutos, subió pensativa a
sus antiguas habitaciones.
Mary se hallaba colocando los últimos vestidos cuando
ella entró. La habitación estaba tal y como la había dejado. Se
dirigió a la mesita situada al lado de la cama y abrió el cajón. La
cajita con el anillo que Cayden le había regalado cuando pidió su
mano seguía allí, en el mismo lugar donde ella la había arrojado
con menosprecio.
La puerta se abrió y comenzó a entrar personal cargando
los cubos de agua para su baño. Una de las doncellas portaba un
servicio de té completo que dejó en la mesa cercana a la ventana.
Alex pensó que, por lo menos, la señora Moore no permitiría
que desfalleciese de hambre, a pesar de sus reservas hacia ella.
Después de tomar su baño y vestirse sencilla, pero
adecuadamente, para cenar, aunque no supiese si sería sola o en
la compañía de su marido, Alex tomó uno de los libros que había
traído con ella y se dispuso a esperar la llegada de Cayden. No
podía enviar a Mary a la zona de servicio para avisarla en cuanto
el duque llegase, el personal de Harding House ya no se fiaba de
ella y lo interpretaría como otro intento de vigilar a su señor. Sin
embargo…
―Mary, desde la ventana del cuarto que te asignaron se
distinguen los establos, ¿verdad?
―Sí, Excelencia.
―¿Podrías avisarme en cuanto veas llegar el carruaje del
duque o a su caballo ser conducido a las cuadras?
―Por supuesto, Excelencia.
Después de que Mary se dirigiese a su habitación, no
pasó mucho tiempo hasta que regresó con noticias. El carruaje
del duque había llegado.

Cayden estaba agotado. No mucho más que otros días,


por supuesto. Actualmente, su rutina consistía en trabajar no
solo en su despacho, sino ayudando con la carga de los barcos
hasta llegar a la residencia exhausto, tomar una copa, un baño,
cenar en sus habitaciones y dejarse caer en la cama esperando
que el cansancio le permitiera conciliar el sueño.
Después de dejar su sombrero y sus guantes a Fisher se
dirigió, como siempre, a la biblioteca, donde tomaría una
merecida copa mientras esperaba que le preparasen el baño.
―Excelencia, debo comunicarle…
Cayden se frotó los ojos con cansancio.
―Ahora no, Fisher, lo que sea puede esperar a mañana.
Avísame cuando esté listo mi baño, por favor. ―Cayden dejó con
la palabra en la boca a su mayordomo, no tenía humor para
problemas domésticos: que se encargara él o la señora Moore.
En la biblioteca se sirvió una copa y se sentó frente a la
apagada chimenea.
En el piso de arriba, Alex había entreabierto la puerta de
su habitación y, al oír la voz de su marido, había salido al pasillo.
Si la señora Moore la pillaba, no le quedaría duda alguna de que
estaba espiando al duque. Por el amor de Dios, como si ella
trabajase para el enemigo, quien quiera que fuese, y su marido
estuviera en posesión de documentos confidenciales. Si no fuera
tan deprimente, sería hasta gracioso.
Cuando escuchó la puerta de la biblioteca cerrarse, se
dirigió hacia allí.
Cayden notó que alguien entraba en la habitación. Sin
volverse, masculló:
―Por Dios, Fisher, te dije que lo que sea que suceda
puede esperar, a no ser que vengas a avisarme de que mi baño
está preparado, cosa que dudo.
―No soy Fisher.
El respingo que dio Cayden hizo que la mitad de su copa
se derramase por la carísima alfombra.
―¡Maldita sea! ―exclamó, mientras sacudía su mano para
escurrir la bebida derramada.
Giró su rostro hacia la entrada de la biblioteca.
―¿Alexandra? ―Cayden estaba perplejo. ¿Qué demonios
hacía ella allí?―. ¿Anne está bien? ―Desconcertado, era lo único
que se le ocurría para explicar la presencia de su esposa en
Harding House.
―Sí, está perfectamente.
Cayden se tensó.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó con frialdad. Si no era a
causa de Anne…
―¿Tengo prohibido venir a mi casa? ―Alex intentaba
contenerse. Él se estaba poniendo a la defensiva y eso no haría
bien a nadie.
―¿Tu casa? ―contestó, mordaz, el duque―. Tengo
entendido que tu casa está en Somerset.
―Green Park ha sido un refugio temporal ―musitó Alex.
Cayden enarcó una ceja.
―¿Ha sido? ¿Ya no lo es? No veo que nada haya
cambiado para que no se convierta en un refugio permanente.
Para ti, los motivos por los que te marchaste no han cambiado,
¿no es cierto?
―Cayden… ―intentó Alex.
«¡Vaya! Volvemos al afable Cayden». El duque se sentó,
indiferente a que su esposa siguiese de pie, al tiempo que se
pasaba una mano por los ojos, ya sobrepasado por la situación.
―¿Qué deseas, Alexandra? En realidad, ¿a qué has
venido?
Alex tomó asiento frente a su marido.
―Quiero intentarlo, Cayden, estamos casados, tenemos
una hija. Me gustaría que intentáramos convertir este matrimonio
en una familia. ―No estaba siendo totalmente sincera, pero
hablar de sus verdaderos sentimientos cuando no confiaba
totalmente en él no parecía apropiado, visto el talante de su
esposo.
Cayden soltó una carcajada exenta de humor.
―¿Familia? Desde luego no soy un experto, pero creo
recordar que las familias confían los unos en los otros, y me
temo, querida, que ese no es nuestro caso. ―No iba a volver a
pasar por la indecisión de Alexandra. Sus primeras cartas le
habían hecho ilusionarse, tener esperanzas, pero después de su
visita a Green Park comprobó que ella no confiaba en él, ni
confiaría jamás. Siempre se sentiría recelosa en su presencia.
―Cayden, siento que te sintieras vigilado por la señora
Peel, no pensé…
Él estalló.
―¡¿Sentirme vigilado?! ¡Santo Dios! Esa mujer te enviaba
información sobre todos, absolutamente todos mis movimientos.
No me extrañaría que también te informase de la hora en que
acostumbro a tomar mi baño o de las veces que visitaba el
retrete. ―Le importaba un ardite ser grosero. Ya era el colmo,
¡sentirse vigilado! No era un mero presentimiento, la maldita mujer
lo vigilaba, y por orden de su propia esposa, y que ella le quisiera
restar importancia lo sacaba de quicio.
Alexandra se ruborizó, no tanto por la grosería de
Cayden sino por la verdad de sus palabras.
―Cometí un error, y no sabes cuánto lo siento. No es por
justificarme, pero si te vale de algo, después de la primera carta,
las siguientes ni siquiera las leí: me bastaba con las tuyas.
Cayden enarcó una ceja.
―¿Eso debería hacerme sentir mejor?
―Estoy pidiéndote disculpas, Cayden. No pretendo
hacerte sentir ni mejor ni peor.
Él se levantó y, después de servirse otra copa, se acercó a
la chimenea al tiempo que apoyaba un brazo en su repisa.
―Pudiste haberlo hecho por carta ―repuso, mientras
fijaba su mirada en la copa que tenía en su mano.
―Pude, pero ya te he dicho que quiero intentarlo, quiero
que tengamos un matrimonio, por lo menos, con afecto y
respeto.
Cayden le clavó una fría mirada.
―¿De veras, Alexandra? ¿Estás dispuesta a confiar en mí?
―El tono de su voz era demasiado suave, y ella se tensó.
―Sí. Habíamos empezado a conocernos, quiero que
continuemos con lo que empezamos.
El duque tomó un sorbo de su bebida y la observó
atentamente.
―De acuerdo, el ducado necesita un heredero. ¿Estarías
dispuesta a tener a mi hijo? ¿Hasta qué punto confiarías en mí,
Alexandra?
Alex palideció. Suponía que iba a ponerla a prueba, pero
pedirle un hijo… sabía que era la mayor prueba de confianza que
podría darle, pero ¿sería capaz de confiar en él hasta ese punto?
Sostuvo la mirada de su marido. Había en ella…
¿esperanza? Cayden había cambiado, no era por su
comportamiento por lo que ella recelaba de él, sino que eran sus
propios miedos. Bien, ella quería un matrimonio, quería una
familia y, sobre todo, quería ser libre para decidir lo que sentía
por su marido.
Levantó la barbilla con altanería.
―Tendré a tu heredero.
Un fugaz brillo de sorpresa pasó por los ojos de Cayden.
―¿Sin huidas?
Alexandra asintió.
La voz de Cayden tomó un matiz acerado.
―Esta vez el niño nacerá en Harding House o, en su
defecto, en Denson Manor, Alexandra. Piénsalo bien, no
permitiré más fugas, de hecho, en cuanto confirmemos tu
embarazo, mi madre y Anne regresarán.
En ese momento, sin dar tiempo a Alex a contestar, la
puerta se abrió y Fisher, después de mostrar un breve gesto de
sorpresa que rápidamente disimuló, al encontrar allí a la duquesa
se dirigió a su señor.
―Su Gracia, su baño está preparado.
―Gracias, Fisher, iré en un minuto.
En cuanto el mayordomo hubo salido, Cayden se volvió
hacia su esposa.
―Si me disculpas, lamento no poder acompañarte en la
cena, pero estoy demasiado cansado como para ser una
agradable compañía. Buenas noches.
Alex se levantó.
―Buenas noches, Cayden.
Después de vacilar un momento, el duque abandonó la
biblioteca dejando atrás a una pensativa Alexandra.
Tras permanecer unos minutos sola en la biblioteca,
Alexandra subió a su habitación. Se topó con la mirada
expectante de Mary que, al ver el rostro taciturno de su señora,
meneó la cabeza con disgusto. Entendiendo que no habría cena
con el duque, Mary se dirigió hacia la puerta.
―Avisaré de que le suban una bandeja con la cena,
Excelencia.
Alex la miró ausente, inmersa en sus pensamientos. De
repente, afirmó más que preguntó.
―Lo estoy estropeando todo aún más, ¿verdad, Mary?
―Excelencia…
―Di lo que piensas en realidad, Mary. Me conoces desde
que nací, y antes de mí a mi madre, siempre te lo he contado
todo y has sido sensata en tus consejos. Dime, ¿lo estoy haciendo
mal con el duque? ¿Me he equivocado al venir a Londres?
Mary vaciló unos instantes. Su señora le estaba pidiendo
franqueza, bien, lady Alexandra era inteligente y sensata, le daría
lo que pedía. Decidió volver al tratamiento anterior a su boda, se
dirigiría a la hija del conde de Halstead, la muchacha que había
cuidado desde que nació.
―Milady, no creo que se haya equivocado en venir a
Londres, quizá debió hacerlo mucho antes, cuando comenzó a
ver al verdadero duque en sus cartas y, sin embargo, al igual que
ahora, los recelos la retuvieron. En realidad, no tengo muy claro
a qué ha venido. Sigue sin confiar en su marido y él ya no puede
hacer nada más para que se sienta segura a su lado. Ha pedido
disculpas y ha soportado su desconfianza, porque a pesar de
saber que la señora Peel le informaba de sus pasos, no ha habido
ningún reclamo por ello, y usted sigue intentando comprobar…
¿qué, en realidad? ¿Que usted tiene razón, que no tardará en
volver a emerger el antiguo duque indiferente y frío? ―Mary
meneó la cabeza con disgusto―. O cree en él, o no, milady, y me
temo que ha venido dispuesta a confirmar su idea de que no
puede bajar la guardia con su marido. Deberíamos irnos, o
acabará por destrozar la frágil tregua que han creado por Anne.
Alex se acercó a la ventana y, mientras miraba el exterior,
preguntó, abatida.
―¿Qué puedo hacer, Mary? No me permite llegar a él
―confesó con tristeza.
―¿Y le sorprende? ―La doncella clavó una dura mirada
en su señora. No podía pretender solucionar las cosas si ella no
ponía algo de su parte―. ¿Ha sido sincera sobre sus
motivaciones para venir a Londres? Si ni siquiera ha sido sincera
consigo misma. Él se ha disculpado con todos aquellos a quienes
hizo daño, un hombre que fue criado entre mentiras y
degradación. Todos han aceptado sus disculpas, incluso su padre,
el conde, le ha dado una oportunidad. Todos menos usted, y lo
peor es que se lo ha demostrado: después de darle esperanzas
cuando intercambiaron correspondencia, ha aplastado esas
esperanzas de un plumazo. ¿Qué puede hacer? Mirar dentro de su
corazón y, si su miedo y su rencor es mayor que los sentimientos
que puedan haber nacido hacia su marido, volver a Green Park
de inmediato y no alterar más la poca paz que el duque intenta
conseguir.
Alex la miró frunciendo el ceño.
―Sí, milady. Los criados hablan, y aunque no mucho en
mi presencia, sé que después de la marcha de Anne y de
descubrir que… El duque se volvió a encerrar en sí mismo. Se
marcha temprano a los muelles y regresa cuando está tan
agotado que es el cansancio lo que le permite conciliar el sueño.
Lamento decirle esto, milady, pero el personal de la casa piensa
que su presencia aquí va a desestabilizar aún más a su señor, y
ellos son leales al duque.
―Gracias, Mary. Entérate por favor de a qué hora suele
desayunar el duque. Ah, y haz que suban una bandeja.
Cuando Mary salió, Alex sopesó las palabras de su
doncella. Casi eran las mismas que le había dicho Florence en
Green Park. Tenían razón, ella había venido a Londres con las
defensas alzadas, ¿cómo podía esperar que reaccionase Cayden?
A la mañana siguiente, cuando Alex entró en el comedor,
Cayden no se hallaba escondido detrás de su periódico como era
habitual en el pasado. Seguramente ni recordaba que ella estaba
en la casa, si no, mucho se temía que volviera a utilizar su
particular parapeto.
Y, en efecto, cuando Alex lo saludó, Cayden pegó un
respingo. Le dirigió una mirada confusa, hasta que recordó su
llegada.
Alex se acercó a su marido, que se había levantado, e hizo
lo que había hecho durante muchas mañanas: lo besó en la
mejilla. Notó que Cayden se tensaba, pero su rostro permaneció
inexpresivo.
La duquesa pensaba frenéticamente en algún motivo para
retener a su marido y pasar la mañana en su compañía. ¡Anne!
Ella sería la única razón por la que Cayden cedería.
Mientras se servía su taza de té, Alex miró de reojo a
Cayden. Maldita sea, se estaba preparando ya para marcharse.
―Me preguntaba si esta mañana podrías hacer un
descanso en tu trabajo y acompañarme.
Cayden enarcó una ceja.
―Lo lamento, pero tengo mucho trabajo, no puedo
permitirme ir a vagabundear por las tiendas ―replicó, gélido.
―Oh, qué lástima, pensé que te apetecería acompañarme
a buscar algunas cosas para Anne. ―Alex se encogió de
hombros―. No importa, iré sola.
Cayden la miró con atención. Alex notó que su expresión
ya era de interés.
―¿Para Anne? ¿Qué tenías pensado? ―inquirió, sin darse
cuenta de su mirada ilusionada.
―Bueno, yo no he visitado ninguna juguetería en
Londres, pero tú sí las conoces, podríamos renovar sus juguetes,
y también podríamos visitar a la modista que contrataste para
ella. Los vestidos que trajo eran preciosos, y crece tan rápido…
―Alex tomó un sorbo de su té, rogando por que la precipitada
excusa hiciera efecto.
Cayden se frotó la mandíbula.
―Enviaré una nota al despacho. Supongo que podrán
arreglarse sin mí. ―En realidad, todo el trabajo estaba al día. No
había salido de su despacho desde que su hija se había ido, y en
este momento podría ausentarse meses sin que repercutiese en
absoluto en sus negocios.
Alex lo miró ilusionada. Cayden notó que sus ojos habían
tornado a un azul intenso, le fascinaban los cambiantes ojos de
su mujer y las emociones que se podían interpretar a través de
los cambios en su tonalidad.
La duquesa se bebió precipitadamente el resto de su té y,
mientras cogía una tostada, se levantó.
―¿Te parece bien si nos reunimos en media hora?
Cayden, de pie como cortesía al levantarse ella, la miró
desconcertado.
―Sí… sí, por supuesto, media hora estará bien ―farfulló,
mientras fruncía el ceño. Si ni siquiera había desayunado, ¿a qué
venían tantas prisas?
«A que puede que te arrepientas, y no te daré esa
oportunidad», pensó Alexandra, adivinando los confusos
pensamientos de su marido, mientras salía a la carrera hacia sus
habitaciones.
Cayden meneó la cabeza desconcertado, y se dirigió a su
despacho para redactar la nota que enviaría a sus oficinas en los
muelles.

Recorrieron varias jugueterías, tal y como había hecho


Cayden meses antes, discutiendo sobre los juguetes más
adecuados para la edad de Anne.
En una de ellas, Cayden llamó la atención de Alexandra
sobre una enorme casa de muñecas que lo había dejado
maravillado. Con todos sus accesorios, inclusive una familia
residente, cuando se cerraba el panel la fachada tenía un
desconcertante parecido con Harding House. Claro que, la
mayoría de las casas de Mayfair se parecían en su diseño.
―Cayden, la casa es carísima, es preciosa en verdad, pero
muy cara. ―Alex intentaba disuadirlo.
Él hizo un gesto disuasorio con la mano.
―El precio no importa, lo que me preocupa es la manera
de enviarla a Somerset. ―replicó mientras se frotaba la nuca,
pensativo.
―Oh, pero no se va a enviar a Somerset, se quedará en
Harding House ―afirmó Alexandra.
Cayden la miró perplejo.
―Yo supuse… ―Ante la mirada inquisitiva de Alex, la
tomó por el brazo para alejarla un poco de los demás clientes, no
sin antes indicarle al dependiente que reservase la dichosa casita.
―Supuse que se la llevarías a tu vuelta ―dijo, mientras la
observaba atento.
―La casita se quedará aquí ―replicó Alex.
Cayden suavizó su mirada.
―Entonces, ¿debo suponer que permitirás que vuelva a
visitarme?
―¿A visitarte? Por supuesto que no ―Alex estaba
expectante por ver su reacción cuando le dijese que cuando
Anne volviese sería para quedarse en Londres junto a sus padres.
Cayden masculló una maldición. Sin soltar el brazo de
Alexandra, ordenó al dependiente que las compras, incluida la
casita en cuestión, fuesen llevadas a Harding House, al tiempo
que arrastraba a su mujer hasta el carruaje que les esperaba en la
puerta. Después de indicar al cochero que diera un paseo…
largo, se giró hacia su extrañamente tranquila esposa.
―¿Tendrías la bondad de explicarte? ¿Qué quieres decir
exactamente con que el juguete se quedará aquí pero no
permitirás que Anne me visite? ―espetó, intentando contener su
furia. Esa mujer iba a acabar por volverlo loco.
―Lo que he dicho. Anne no vendrá a Londres de visita,
cuando venga lo hará para quedarse, en su casa, donde le
corresponde estar. ―Alex contuvo la respiración mientras
esperaba la respuesta de Cayden.
Una chispa de anhelo brilló en los ojos de su marido.
―¿Estás… estás segura de lo que dices? Alexandra, no
podría… ―No podría resistir otra desilusión más. Prefería
renunciar a Anne antes de permitir que se criara en medio de
unos padres recelosos el uno del otro. Por no hablar de lo que
para él supondría tener a Alexandra viviendo siempre con temor
e incertidumbre.
―Estoy completamente segura. ―Alex notó la turbación
en su marido y decidió aligerar el momento.
―Por cierto, Anne me ha dicho que la llevaste a tomar
helados. ¿Sería posible que también me invitases a mí? Me
gustaría discutir con ella sobre los mejores sabores, si consigo
entender su lenguaje, claro ―comentó, mirando a Cayden
sonriente.
Cayden la observó durante unos instantes hasta que, en
un impulso, tomó la mano de Alex para acercarla a sus labios. Sin
apartar la mirada de sus ojos, Cayden besó el dorso de la mano
de su esposa. Mientras a Alex se le ponía un nudo en la garganta,
él se dirigió al cochero para indicarle que se dirigiese hacia
Berkeley Square.
―Por supuesto ―respondió, sonriendo―. Te indicaré los
sabores que ella ha probado para que podáis… comparar.
―Cayden no soltó la mano de Alex en ningún momento durante
el trayecto hacia Gunter’s.
Después de la visita a la famosa heladería, Cayden
deseaba prolongar la salida con Alexandra. No había habido
tensión alguna entre ellos mientras conversaban en Gunter’s, y él
empezaba a pensar en que quizá Alexandra comenzaba a dejar a
un lado sus temores. Tampoco podía, ni quería, hacerse
demasiadas ilusiones. Ella había aceptado demasiado rápido sus
condiciones, todavía había tiempo de que se arrepintiese.
Habían subido al carruaje y el cochero esperaba que le
indicaran a dónde dirigirse.
―¿Tienes hambre? Podemos comer algo si lo deseas.
―¿Volvemos a casa? ―Alex se sentía un poco
decepcionada, esperaba pasar más tiempo a solas con él.
―No necesariamente. Podríamos comer en algún sitio
―No creía que el sitio al que tenía pensado llevarla lo hubiese
visitado antes.
―¿Una taberna? ―Alex abrió los ojos como platos. En su
vida había pisado una, para el caso, ni se había acercado a
ninguna. Pero con tal de continuar en compañía de Cayden,
como si se sentaban a comer grosellas en Hyde Park.
Cayden soltó una risilla.
―¿Conoces el Mivart’s?
―¿El hotel? No. Nunca he estado allí. ―Se encogió de
hombros―. No resulta apropiado que una dama soltera visite un
hotel, y mi padre nunca vio la necesidad de mostrármelo.
Cayden se acercó a la trampilla que conectaba el
habitáculo con el cochero y le dio indicaciones. Cuando se volvió
a sentar al lado de Alex, le dirigió una pícara mirada.
―Te gustará ―afirmó, sonriendo.
Alex sintió que su estómago se anudaba, nunca había
visto a Cayden tan relajado, quizá con Anne, por supuesto, pero
el brillo en su mirada dirigido solo a ella… si el Cayden que
estaba a su lado en ese momento se hubiese parecido, aunque
fuese mínimamente, al hombre con el que se había casado, no
habría tardado ni diez minutos en caer perdidamente enamorada.
Cuando entraron en el Mivart’s Alex se quedó extasiada al
ver el esplendor del hotel. En el salón-comedor fueron
conducidos a una mesa un poco apartada de las demás, delante
de un ventanal. Nunca había comido rodeada de extraños,
mucho menos tras elegir su comida entre la gran selección de
platos de la gran hoja que les presentaron.
Cayden, al notar la confusión de Alex mientras repasaba
la amplia selección de comida, se inclinó sobre la mesa para
preguntarle, solícito.
―¿Prefieres que pida por ti?
Alex levantó su mirada, agradecida.
―Por favor. Creo que tienes más experiencia que yo en
esto.
Cayden sonrió.
―En Boston eran muy comunes los restaurantes, mucho
más sofisticados que las tabernas de aquí. Dark y yo solíamos
comer a menudo en ellos.
Alex lo miró con interés.
―Os sentíais más libres en Boston, ¿no es así?
Cyden se encogió de hombros.
―La alta sociedad allí puede ser tan restrictiva o más que
la nuestra, sin embargo, nuestros títulos nos permitían ciertas…
libertades, además de que estábamos demasiado ocupados
intentando hacer fortuna como para participar mucho de las
fiestas y reuniones sociales.
Alex se mordió los labios, gesto que atrajo la inmediata
atención de Cayden.
―¿Te habrías ido si tu padre no hubiera muerto?
―preguntó, mientras rogaba por que la pregunta no le hiciese
sentirse ofendido.
Cayden apartó renuente su mirada de los labios de su
esposa.
―No lo sé. Vivo o muerto, estábamos en la ruina, y Dark
tenía planeado irse. Quizá me hubiese ido de todas maneras con
él. ―Pensó en su padre, si viviese, ¿hubiera permitido que su
mascota escapase de su yugo? Lo dudaba.
De repente, una idea pasó por su cabeza.
―¿Te gustaría pasar unos días en Denson Manor? El
verano está encima y la alta ya se está retirando a sus posesiones
en el campo. Podríamos partir en un par de semanas.
―Sería estupendo, Florence me comentó que no habías
visitado la propiedad desde que regresaste. ―A Alex le agradó la
idea, estaría bien pasar una temporada alejada de Harding House.
Cayden no contestó. Habían pasado demasiadas cosas
cuando regresó a Inglaterra y no sintió la necesidad de visitar la
residencia ancestral de la familia. Y, más tarde, cuando se quedó
solo… ¿para qué visitarla? Su vida y sus negocios estaban en
Londres.
Cuando llegaron a Harding House, Cayden ordenó a
Fisher que en cuanto llegase el pedido de la juguetería fuese
subido a la guardería. Después se giró hacia Alexandra.
―Si me disculpas, tengo asuntos pendientes. Te veré en la
cena. ―Después de tomar su mano y depositarle un beso en los
nudillos, Cayden se alejó en dirección a su despacho mientras
Alex se encaminaba hacia sus habitaciones.
Cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella, al
tiempo que esbozaba una nerviosa sonrisa. Mary, que colocaba
unos vestidos en el armario, se giró al oírla.
―Por su expresión, deduzco que la salida ha sido
satisfactoria ―afirmó mientras cruzaba sus manos delante de su
cintura.
Alex suspiró.
―Muy satisfactoria. Hemos ido a esa heladería tan
renombrada y más tarde me ha invitado a comer ¡en un hotel,
Mary! ¿Te lo puedes creer? ¡A la vista de todo el mundo y
rodeados de extraños!
Mary sonrió.
―Por lo que se ve, Su Gracia ha sido muy creativo.
―Más que eso, Mary, ha sido atento y afectuoso, me
pregunto dónde estaba ese Cayden cuando nos casamos.
Mary enarcó una ceja.
Alex hizo un gesto vago con la mano.
―Lo sé, lo sé. No debo recrearme en el pasado, sino
mirar hacia adelante.
La duquesa se acercó a su doncella.
―Ayúdame a quitarme el vestido, descansaré un poco
antes de la cena. ―La miró con una sonrisa―. Cenaremos juntos.
Mary obedeció a su señora y, mientras desabotonaba su
vestido, no pudo dejar de preguntarse si la duquesa no estaría
apresurando un poco las cosas. En apenas veinticuatro horas
había pasado muy rápido de dudar a ilusionarse con el
comportamiento de su marido.

La cena transcurrió en un ambiente cordial. Conversaron


sobre multitud de temas. Desde sus gustos personales, hasta la
evolución de Anne. Después de que ambos tomasen sendas
bebidas, Cayden se disculpó.
―Es tarde, debes estar cansada después del viaje de ayer y
el paseo de esta mañana, y yo todavía tengo que revisar algunos
documentos. Si me lo permites, te acompañaré a tus
habitaciones. ―Se levantó del sillón donde estaba sentado y le
tendió una mano a Alexandra. Esta la tomó, sin embargo, una
vez en pie, Cayden la soltó para tomarla por el brazo. Subieron
las escaleras en silencio. Alexandra, expectante, cavilaba sobre si
su marido la visitaría esa noche. Cuando llegaron a la alcoba de
Alex, Cayden la soltó mientras abría la puerta.
―Buenas noches, Alexandra, que descanses. ―Volvió a
tomar su mano para besarla y se giró para volver a bajar las
escaleras en dirección a su despacho.
Un ramalazo de decepción recorrió el cuerpo de Alex. Sin
embargo, razonó que quizá la visitase más tarde. Sí, eso era,
seguramente quería darle tiempo para que se preparase.
Ilusionada, apuró a Mary para que la ayudase y, una vez estuvo
dispuesta con la ropa de noche, tomó un libro y se dispuso a
esperar a su marido.
Solo que su marido no la visitó esa noche.
Cayden se había encerrado en su despacho. Con una copa
de brandi en la mano, observaba el retrato de su hija, colocado
en la mesa de su estudio. No era muy grande, le había
especificado al pintor que solo deseaba que pintase el rostro de la
niña, no deseaba un cuadro gigantesco lleno de detalles
paisajísticos que no le interesaban en absoluto.
Sabía que Alexandra esperaría que acudiese a su alcoba,
pero no se sentía preparado ni pensaba que ella lo estuviese, por
mucho que el día hubiera transcurrido agradablemente. Una cosa
era haber conversado sin recelos sobre temas más o menos
personales, y otra muy diferente acostarse con él. Tenía la certeza
de que, en ese momento, aparecerían los miedos de su esposa.
Por mucho que la desease, y la deseaba con desesperación, no la
tomaría sin tener la seguridad de que ella estaría receptiva y
confiada. Había pasado casi dos años prácticamente de celibato,
unos meses más, y eso siendo optimista, no le harían daño. Pensó
con sarcasmo que, durante esos años había estado solo, pero
ahora tenía el tentador cuerpo de Alexandra delante de sus
narices.
 
 
Capítulo 15
Alexandra se despertó con las primeras luces del día y un
molesto dolor en el cuello. Sorprendida, se dio cuenta de
que se había quedado dormida en el sillón. Cayden no había
acudido a ella. Alejó la decepción que sentía, sustituyéndola con
el pensamiento de que quizá él había considerado que era
preferible respetar su descanso. Más tranquila después de esa
reflexión, se vistió, ayudada por Mary, y bajó a desayunar.
Cuando entró en el comedor, se detuvo desconcertada.
Cayden no estaba. Ni siquiera su servicio de desayuno se
encontraba en la mesa. ¿Habría desayunado más temprano?
Fingiendo una indiferencia que no sentía, se dirigió a
Fisher al tiempo que se sentaba en la mesa.
―¿Su Gracia ha desayunado ya?
―No, Excelencia.
Alex clavó su mirada en el mayordomo. ¿Pretendía darle
la información a cuentagotas? Inspiró hondo para imbuirse de
paciencia.
―¿No se ha levantado todavía?
―Sí, Excelencia.
―Fisher, no tengo la menor intención de desperdiciar
media mañana para averiguar el paradero de mi marido. Sabe
perfectamente lo que le estoy preguntando, así que, si es tan
amable de responder con una frase que contenga más de dos
palabras, se lo agradecería ―replicó con mordacidad.
El mayordomo sintió el suficiente bochorno como para
ruborizarse ligeramente.
―Su Gracia ha salido temprano hacia sus oficinas en los
muelles, Excelencia. Comentó que le servirían algo para
desayunar allí.
―Gracias, Fisher. Mucho mejor. ¿Podría ordenar que
preparasen un carruaje en, digamos, media hora?
―Por supuesto, Excelencia.
Cuando el mayordomo se retiró, Alex mordisqueó
pensativa su tostada. Tal vez a su marido no le agradase lo que
iba a hacer, pero no iba a permitir más huidas, ni de él ni, por
supuesto, de ella.
Acompañada de una renuente Mary, Alex llegó a las
oficinas de su marido. Ella no tenía idea de dónde podrían
ubicarse, sin embargo, había confiado en que los cocheros lo
sabrían.
Encima de la puerta de entrada al gran edificio, un cartel
señalaba la propiedad de este: «Hardark, Co.». Un inmenso
vestíbulo, con un mostrador a la izquierda y grandes puertas a la
derecha, fue lo que se encontró al traspasar el umbral. Se acercó
al mostrador seguida por Mary.
Los tres hombres que trabajaban tras él la observaron
extrañados. Ninguna mujer había traspasado las puertas del
edificio, sin embargo, esta parecía ser una dama. Uno de ellos se
levantó y se dirigió hacia Alexandra y Mary.
―¿Puedo ayudarle en algo, milady? ―El hombre no era
un experto en protocolo, sin embargo, la apariencia de la dama y
la situación de la otra mujer, un par de pasos por detrás de la
joven, le indicó a cuál de ellas debía dirigirse.
Alex vaciló durante un segundo. ¿Habría hecho bien en
acudir a sus oficinas? Echó un vistazo a Mary, que enarcó una
ceja y se encogió de hombros. «Ahora ya estamos aquí», pareció
decir con su gesto.
―Espero que sí ―contestó―. Quisiera ver a…
―Demonios, ¿debería preguntar por el duque de Harding? ¡Al
diablo!, estaban en Londres, todo el mundo sabía que Harding
tenía una empresa naviera― …a su gracia, el duque de Harding.
El hombre la miró de arriba a abajo. No parecía una
cortesana. De hecho, su jefe, sus dos jefes para el caso, nunca
habían recibido allí a ninguna mujer.
―Me temo, milady, que Su Gracia está ocupado en estos
momentos. Si desea dejar una nota, él se pondría en contacto
con usted a la mayor brevedad.
Alex se mordió el labio, insegura. ¿Una nota? No, una
nota se la habría enviado por un lacayo, no había ido hasta allí
para volver sin haber podido verlo.
―Estoy segura, señor…
―Thimble, milady.
Alex asintió.
―Estoy segura, señor Thimble, de que mi marido me
recibirá ―Alex hizo inflexión en la palabra marido.
El rubor cubrió el rostro del hombre.
―Disculpe, Su Gracia. ―Hizo un gesto a un crío que
estaba situado al lado del mostrador―. Billy, conduce a Su Gracia
al despacho del jefe.
Mary abrió la boca para corregir el tratamiento dado a su
señor, sin embargo, un gesto de Alex hizo que la cerrase
inmediatamente.
Siguieron al muchacho hasta el primer piso, en donde
solo había dos puertas enfrentadas. Demasiado nerviosa para
fijarse en los rótulos de las puertas, supuso que una pertenecería
a Darkwood y otra a su marido. El chiquillo llamó a una de ellas,
señalada con el nombre de Harding. Después de escuchar un
amortiguando permiso, el niño se asomó al interior.
―Disculpe, Su Gracia, pero su gracia la duquesa de
Harding desea verlo.
Cayden levantó la mirada de los documentos que
revisaba.
―¿Quién? ―preguntó, desconcertado.
Confundido, pensó que su esposa no visitaría sus oficinas,
y no había tenido ninguna relación con alguna cortesana que se
atreviese a hacerse pasar por su esposa, para el caso ni que se
atreviese ni que no, hacía mucho tiempo que no visitaba a
ninguna.
El crío abrió los ojos, asustado. Si esa mujer no era la
esposa de su jefe, se iba a meter en un buen lío. Se giró hacia
Alex con una mirada acusadora. Ella, al ver el apuro del niño, le
puso una mano en el hombro para tranquilizarlo y empujarlo
suavemente para que le hiciera un hueco en la puerta.
―Yo, Cayden. ―Afirmó con suavidad mientras daba un
paso hacia el interior del despacho.
Cayden enarcó las cejas, perplejo. ¿Qué demonios hacía
ella allí? Una rabia sorda comenzó a embargarlo. ¿También iba a
vigilarlo en su trabajo? Por el amor de Dios, ¿qué esperaba
conseguir Alexandra con semejante acoso? Lo cierto es que
empezaba a sentirse un poco atosigado.
Se levantó de la silla con una mueca de fastidio que no
pasó desapercibida para Alex, mucho menos para Mary, situada
detrás de su señora.
―Está bien, Billy, yo atenderé a Su Gracia. Acompaña a la
señora a la sala de visitas y que le sirvan limonada, té… lo que
ella prefiera. ―aceptó, mientras señalaba a Mary.
Cuando los dejaron solos, Cayden salió de detrás de su
escritorio y apoyó con indolencia una cadera en la mesa.
―¿Qué quieres, Alexandra? ―inquirió, con un tono de
voz entre molesto y cansado.
«Condenación, no ha sido una buena idea visitarlo. Parece
molesto, muy molesto, para ser precisos», pensó Alex.
Se mordió el labio, nerviosa, lo que provocó que la
atención de Cayden se disparara hacia la boca femenina y el riego
sanguíneo hacia otra parte de su anatomía.
Maldición, solo necesitaba poner un poco de distancia
entre los dos durante el día, se reunirían en la cena. ¿Acaso era
tanto pedir?
―Yo… ―«Piensa, Alexandra, piensa». ¿Qué motivo
podría aducir para interrumpir su trabajo?― Pensé que
podríamos comer juntos. ―Alex se encogió interiormente. Para
eso hubiese bastado una nota solicitando su compañía.
Cayden enarcó una ceja.
―¿Deseas volver otra vez a Mivart’s? ―¿Tanto le había
gustado que pretendía convertirlo en una costumbre? Se cruzó
de brazos al tiempo que alzaba una mano para pasársela
exasperado por el rostro. Definitivamente, viviría en un estado de
confusión perpetua con esa mujer.
―¡No! ―Alexandra carraspeó―. Había pensado en un
picnic.
Las cejas de Cayden casi le llegaban a la nuca.
―¡¿Un picnic?!
―Bueno, pensaba decírtelo durante el desayuno, pero
como no hemos coincidido…
Cayden entrecerró los ojos.
―Podrías haberme mandado una nota.
―Sí, por supuesto. Pero pensé que así no tendrías que
regresar a Harding House para volver a salir. Supuse que sería
más cómodo para ti.
―Entiendo. ―Cayden se rindió. Iría de picnic―.
Ordenaré que pasen la cesta a mi carruaje, he venido en el landó,
a no ser que prefieras que el servicio nos acompañe.
―La cesta… ¿qué cesta? ―farfulló Alex, confusa.
Cayden frunció el ceño.
―Cuando se va de picnic se suele llevar una cesta con
alimentos. Por lo menos eso tenía entendido, a no ser que,
durante mi ausencia del país, las cosas cambiaran tanto que los
asistentes tengan que procurarse su alimento recolectándolo por
el campo ―contestó, mordaz.
―¡Oh, claro, esa cesta!
Cayden suspiró.
―¿Y bien, qué será? ¿Vagaremos por el campo
recogiendo manzanas y grosellas, o hay una cesta en alguna
parte?
Cayden empezaba a divertirse. No tenía la menor idea de
la razón por la que Alexandra lo había visitado en sus oficinas,
pero desde luego no había sido por invitarlo a un picnic. Bien, a
ver cómo salía de esta.
De repente, el rostro de Alex se iluminó.
―¡Fortnum & Mason! ―exclamó, como si hubiese
descubierto el secreto de la vida eterna.
―¡¿Qué?!
―Podríamos comprar una de esas cestas que tienen de
todo, o que puedes elegir lo que quieres llevar. ―Alex lo miró
esperanzada.
Cayden reprimió una carcajada. La muy condenada había
salido indemne del apuro.
Tomó de la mano a Alexandra para arrastrarla fuera del
despacho al tiempo que murmuraba, intentando disimular su
diversión.
―Bien, pues vamos allá. De picnic a Fortnum & Mason.
Enviaron a Mary de regreso en el carruaje que habían
utilizado ambas mujeres y la pareja subió al landó conducido por
Cayden, rumbo a la dichosa y lujosa tienda. Una vez que
eligieron los alimentos deseados, Cayden recogió la cesta y
subieron al landó.
Alexandra, distraída, no se percató de la dirección que
tomaba su marido hasta que se dio cuenta de que cruzaban
Mayfair en dirección norte.
Giró su rostro, sorprendida, hacia Cayden.
―Nos alejamos de Hyde Park ―repuso, mientras miraba
interrogante a su marido.
Cayden, ocupado con el tráfico, no contestó de
inmediato.
―¡Cayden! ¿A dónde vamos? ―Alex comenzaba a
inquietarse.
―¿No deseabas ir de picnic? ―contestó, sin prestarle
demasiada atención.
―Sí, pero supuse que iríamos a Hyde Park, donde va todo
el mundo.
―No tengo intención alguna de sentarme a comer en
medio de un parque rodeado de paseantes, curiosos y posibles
vecinos comensales.
―Oh. ¿Y a dónde se supone que me llevas?
Cayden la miró mientras esbozaba una taimada sonrisa.
―De picnic ―contestó.
Alexandra bufó exasperada, lo que arrancó una risilla a su
marido.
Al cabo de una hora el paisaje comenzó a cambiar:
extensos campos con profusión de flores y algunos bosques de
hayas conformaban las vistas.
―¿Dónde estamos? Es un paisaje precioso ―afirmó Alex
después de mirar a su alrededor y volver la vista a su marido.
―Hertfordshire, cerca del pueblo de Hatfield.
Disfrutaremos mucho más aquí que en el abarrotado Hyde Park.
Cayden dirigió a los caballos fuera del camino, hacia la
entrada de un bosque de hayas. Allí encontrarían sombra y pasto
fresco para ellos. Después de saltar del landó y asegurar las
riendas en unas ramas, dio la vuelta al carruaje para tomar de la
cintura a Alexandra y ayudarla a bajarse. Después tomó la cesta y
se dirigieron hacia un claro en medio de los árboles, en donde no
podrían verlos desde el camino.
Extendió el mantel que protegía las viandas de la cesta y,
después de hacerle un gesto a Alex para que se sentara, se sentó
a su lado mientras colocaba la canasta en medio de los dos. Alex
comenzó a sacar la gran variedad de alimentos y una botella de
vino que Cayden abrió. Después de servir la bebida en sendas
copas, también proporcionadas por el prestigioso
establecimiento, comenzaron a comer.
Cayden observó divertido cómo Alexandra comía con
gran apetito, en nada parecida a las demás damiselas que
picoteaban de su plato. Nunca había entendido esa absurda regla
de que las damas, al menos en público, debían alimentarse como
pajarillos.
Mientras bebía un sorbo de vino, escudriñó el rostro de
Alex por encima de su copa. Tendría que averiguar qué era lo
que en realidad pretendía. Después de meses en los que no se
habían comunicado, aparecía en Londres dispuesta a… ¿qué? En
realidad, ella no había variado un ápice su opinión sobre él.
Alex notaba el escrutinio al que la estaba sometiendo
Cayden. Ruborizada, lo miró mientras esbozaba una trémula
sonrisa. Sabía que la calma de Cayden se convertiría en una gran
cantidad de preguntas. El duque en seguida abrió fuego.
―¿Y bien? ―preguntó con suavidad―. ¿Tendrás la
amabilidad de darme tus verdaderas razones para acudir a mis
oficinas?
Alex contestó mientras elegía con fingida indiferencia
uno de los variados sándwiches.
―Oh, ya te lo he dicho, me apetecía disfrutar del buen
tiempo al aire libre.
―Harding House posee unos extensos jardines al aire
libre ―argumentó, mordaz―. La verdad, Alexandra.
―Te lo he dicho: quiero intentarlo. Y para eso debemos
compartir tiempo juntos.
Cayden se mordió la lengua para no soltar la mordaz
respuesta que tenía en mente: «Lo único que tenemos que
compartir es el lecho, que es donde termina tu confianza». Por
Dios, si ni siquiera en ese momento estaba relajada. Sentada con
las piernas dobladas a un lado, su espalda estaba rígida como una
tabla. Él se reclinó sobre un codo mientras levantaba una rodilla
y apoyaba en ella la mano que sostenía la copa de vino.
Maldita sea, era su esposa, había regresado después de
dos años de ausencia, la deseaba como un desquiciado y estaba
harto de contenerse. Vería hasta dónde llegaban sus buenas
intenciones.
Colocó la copa en la manta y observó a Alexandra. Su
mano alcanzó el mentón femenino para girarle el rostro hacia él
y, sin decir una palabra, bajó la cabeza para abarcar sus labios con
la boca. Acopló su boca a la de ella, mientras su lengua se abría
paso lánguidamente. Alexandra cerró los ojos disfrutando de la
sensación de deseo que la invadía. Cayden la empujó suavemente
hasta dejarla tendida sobre la hierba. Sin dejar su boca ni un
instante, una mano comenzó a bajar hacia su pecho para amasar
sus henchidos senos. Notó sus pezones erectos y su mano se
introdujo por debajo del corpiño.
Alexandra, perdida en la seductora invasión de su lengua
y en las excitantes caricias de las manos de su marido, levantó los
brazos acariciando el cuerpo masculino hasta enlazarlas en su
nuca. En todo este tiempo no había reparado en cuánto echaba
de menos sus caricias, cuánto había añorado la última noche
pasada con él.
Cayden, encantado por la apasionada respuesta de ella,
sustituyó su mano por los labios y la lengua. Lamió los pezones
con deleite hasta que comenzó a succionar con avidez. Alex
gimoteaba al tiempo que sus manos apretaban la cabeza de
Cayden contra ella, buscando prolongar el placer.
Una de las manos del duque bajó hasta su cadera, al
tiempo que comenzaba a subirle las faldas. La cálida mano de
Cayden se deslizó por su muslo hasta que encontró la femenina
abertura ya húmeda. Posó su palma en ella, arrancando un
sollozo de impaciencia en Alex. Mientras internaba uno de sus
dedos en el húmedo canal, su pulgar comenzaba a danzar sobre
el brote ya hinchado. Alex se retorció contra él, jadeando, al
tiempo que elevaba sus caderas ansiando la liberación que, sabía,
estaba próxima. Cayden frotó un poco más rápido su pulgar
contra el abultado botón mientras el dedo que tenía en su
interior se curvaba tocando un punto que provocó que
Alexandra gritase mientras alcanzaba el maravilloso éxtasis. El
cuerpo de ella se tensó violentamente hasta comenzar temblar
con los espasmos de la liberación. Cayden absorbió su grito con
la boca, besándola con ternura hasta que las convulsiones fueron
cesando. Alex continuaba con las manos enterradas en el cabello
masculino, acariciando lánguidamente su cuello.
Cayden cesó el beso para escrutar atento el rostro de su
esposa. Con los ojos cerrados, sudorosa y ruborizada, era la viva
imagen del deseo satisfecho. Alzó la mano para tomar una de las
femeninas y llevarla hasta su hinchada virilidad. Alex, todavía
envuelta en los rescoldos del placer, acariciaba con abandono la
abultada dureza de su marido. Cayden se desabrochó los
pantalones y, al tiempo que apartaba la mano de Alex, la tomó
con su propia mano para posicionarla a la entrada del mojado
túnel.
El lánguido abandono de Alex fue sustituido por tensión
y rigidez en el momento en que sintió la punta del miembro viril
colocarse en su entrada. Cayden, que no apartó en ningún
momento la vista del rostro de su esposa, observó cómo sus
ojos, hasta ese momento cerrados, se abrían recelosos. Cayden
esbozó una sarcástica sonrisa, separó su miembro del cuerpo de
Alex y se colocó los pantalones.
Alex observó cómo su marido se alejaba de ella, física y
mentalmente. Cayden se puso en pie al tiempo que se abrochaba
los pantalones con expresión insondable. Ella comenzó a
colocarse el vestido mientras intentaba que las lágrimas no
brotaran. Lo había vuelto a hacer: Cayden le había
proporcionado un momento maravilloso de pasión y placer y, sin
embargo, cuando tuvo que estar para él, dejó que sus miedos la
atenazaran. Observó desolada cómo su marido comenzaba a
recoger los restos de la comida y los metía en la cesta. Cuando
finalizó le tendió una mano, sin decir palabra alguna, para
ayudarla a levantarse. Una vez Alex estuvo en pie, Cayden tomó
la cesta y comenzó a andar hacia el landó, sin molestarse en
comprobar si ella le seguía.
No estaba furioso, ni molesto, ni siquiera decepcionado.
Era algo que esperaba que ocurriese. Pese a las buenas
intenciones de Alexandra, su desconfianza hacia él era mayor.
Una frase, una maldita frase dicha solamente por hacer daño,
producto de tantos años de manipulación, había destrozado toda
la serenidad que tanto le maravillaba en su esposa. Pues tendría
que apechugar con las consecuencias. Los dos tenían que asumir
que su matrimonio, como tal, estaba irremediablemente roto.
Se pusieron en camino hacia Londres sin decir una sola
palabra. Mientras Cayden intentaba concentrarse en la
conducción del carruaje, Alex miraba sin ver el paisaje que iban
dejando atrás. ¿Cómo podría reparar semejante desastre? Mucho
se temía que no sería capaz.
Cuando llegaron a Harding House, Cayden la ayudó a
bajar del landó. Ya en el interior de la casa, habló sin ninguna
inflexión en su voz.
―Después de cenar tenemos pendiente una conversación.
―Ni siquiera la miró―. Si me disculpas, ya he perdido bastantes
horas de trabajo.
Al tiempo que Cayden se marchaba, Alex subía a la
carrera las escaleras hasta llegar a sus habitaciones. Ante la
perplejidad de Mary, entró como una tromba en su alcoba y, al
tiempo que permitía que las lágrimas comenzaran a brotar, se
dejó caer en el lecho desconsolada.
Mary no dijo una sola palabra. Suponía lo que habría
ocurrido y su señora tendría que lidiar sola con sus temores, por
lo que, después de mirarla con abatimiento, salió de la habitación.
 

 
Capítulo 16
La cena transcurrió en medio de un ambiente de frialdad.
Alex no tenía idea de lo que podía decir. Unas disculpas
solo envenenarían más el ambiente y Cayden, absorto, rumiaba la
decisión que había tomado.
Después de un buen rato jugueteado con el postre, ya que
ninguno de los dos apenas había probado bocado, Cayden se
levantó.
―Si tienes la bondad de acompañarme a mi… ―rectificó
al momento, no la quería en su despacho. Era su santuario y lo
que allí había no deseaba que fuese ultrajado con los recelos de
su mujer―… a la biblioteca.
Alexandra se levantó y lo siguió hacia la habitación.
Cayden se dirigió al mueble de las bebidas y, después de servirse
un brandi, se giró hacia Alex, que se había sentado en uno de los
sillones delante de la chimenea, en ese momento apagada.
―¿Un jerez?
Alex asintió y Cayden se sentó frente a ella tras acercarle
su copa. Bebió un sorbo de su brandi y, mientras giraba la copa
en sus manos, la miró con frialdad.
―Supongo que hoy te habrás cerciorado de que querer
intentar algo no basta. ―Su corazón iba a toda velocidad, pero
tenía que hacerlo, si no… no quería ni pensar en las
consecuencias―. Esto tiene que acabar. Yo he hecho todo lo que
he podido para enmendar mis errores, y me imagino que tú
también has intentado por todos los medios superar tus recelos,
sin embargo, no es suficiente.
Alex intentó hablar, pero Cayden la frenó con un gesto de
la mano.
―Puedes volver a Somerset, o puedes residir con Anne y
mi madre en Denson Manor. No seremos ni el primer
matrimonio ni el último en vivir separados, uno en la ciudad y
otro en el campo. Podrás relacionarte con otras damas y hacer la
vida social que se espera de una duquesa, y Anne tendrá su sitio
como hija de los duques de Harding. Por mi parte, tienes mi
palabra de que no volveré a tocarte, mucho menos exigir mis
derechos conyugales. En cuanto a la sucesión al ducado, algún
pariente habrá por ahí. De todas maneras, tanto si lo hay como si
no, da exactamente igual lo que pase con el ducado. Os he dejado
bien provistas en caso de mi muerte y mi fortuna es personal, no
está vinculada, por lo que Anne será la heredera de todo mi
patrimonio.
Cayden se levantó y se dirigió hacia el ventanal. Le estaba
costando sangre la decisión que había tomado, pero no
flaquearía, si lo hacía acabarían odiándose, por no hablar de vivir
en un permanente celibato con su esposa en la habitación
contigua.
―Dos días deberían ser suficientes para organizar tu
equipaje. Tienes a tu disposición uno de los carruajes del ducado.
Si deseáis trasladaros a Denson Manor, manda un mensaje y os
enviaré otro para los equipajes.
Alex miró la espalda de su marido, que continuaba
observando la oscuridad del exterior. Conocería Denson Manor,
sí, pero sola. Reconoció con desolación que ella se lo había
buscado. Había venido a Londres dispuesta a… ¿en realidad, a
qué?, no había puesto nada de su parte. Una promesa de darle un
heredero arrancada a regañadientes y que, aún encima, no pudo
mantener. ¿Qué podría argumentar en su favor? Nada,
absolutamente nada: mientras que él había superado su arraigada
obsesión en seguir las enseñanzas de su padre en cuanto se
cercioró de la verdad, ella, sin embargo, había desarrollado unos
absurdos recelos y temores, que no tenían razón alguna de ser.
¿Acaso él no le había demostrado, primero en Green Park,
después con la visita de Anne y ahora dándole una oportunidad,
que era merecedor de su confianza? Absorta, se sobresaltó
cuando volvió a escuchar la voz de Cayden.
―Si me disculpas, tengo que volver a las oficinas.
Esperamos un carguero a lo largo de la noche.
A Alex le sonó a excusa para abandonar la casa, sin
embargo, nada dijo en respuesta. Y en verdad, era una mera
excusa: Cayden no soportaría dormir, y era un eufemismo, en la
habitación contigua a la de su esposa después de lo ocurrido
durante la excursión. Ya lidiaba con bastante frustración.
Cuando Cayden se marchó, Alexandra llamó a Fisher y le
ordenó que el servicio podía retirarse a descansar además de que
su doncella fuera avisada de que se retirara a su vez. Ella leería un
poco y podría arreglarse sola.
No le apetecía subir a su habitación todavía. Tomó uno
de los libros al azar, y no llevaba más de cinco minutos
intentando leer cuando cayó en algo que al principio le había
pasado desapercibido. Al terminar de cenar, Cayden propuso
mantener la conversación en otro lugar. Su… ¿alcoba? No, no
podía ser, ¡se refería a su despacho! ¿Por qué había eludido ir al
despacho? Recordó que ella nunca había estado en esa
habitación. ¿Por qué no deseaba que ella entrase?
Sabía que lo que iba a hacer era invadir su intimidad, y las
cosas no estaban como para más intromisiones o
enfrentamientos. Sin embargo, ¿qué podría importar? Se
marcharía en dos días y seguramente en su despacho no habría
nada que tuviese que mantenerse oculto, simplemente sería su
santuario y no querría intromisiones. Alex nunca había visto
ninguna habitación privada de su marido, solamente su alcoba, y
en aquel momento más se parecía a la sala de un hospital. Por lo
menos vería el lugar que Cayden consideraba tan personal. Tomó
una de las lámparas y salió decidida de la biblioteca.
Se sorprendió de que la puerta no estuviese cerrada con
llave. En realidad, no tendría por qué estarlo. Ella llevaba apenas
unos días en la casa y Cayden no contaba con su visita. Entró y,
tras cerrar la puerta, se dirigió al escritorio para depositar la
lámpara. Cuando se situó al lado de la silla de Cayden para
observar la habitación, su corazón se saltó un latido. En su mesa
de trabajo estaba colocado un precioso retrato en miniatura de
Anne.
¡Dios Santo! El retrato era perfecto. Firmado por Henry
Bone, uno de los más prestigiosos pintores de Inglaterra,
mostraba el rostro y parte del torso de Anne. Pero lo que
impactó a Alexandra fue que, sobre uno de los hombros de su
hija, reposaba una mano masculina, la mano de Cayden, que
proporcionaba una sensación de protección a la infantil figura de
la niña. Alexandra no se percató de que las lágrimas corrían por
sus mejillas mientras contemplaba ese pequeño gesto de amparo
y custodia de un padre con su hija que reflejaba la pintura. Se
dejó caer en la silla de su marido al tiempo que se quitaba las
lágrimas a manotazos. ¡Idiota, y mil veces idiota! Casi a tientas,
abrió inconscientemente uno de los cajones en busca de un
pañuelo con el que limpiarse las lágrimas. Ni siquiera había
metido la mano cuando se dio cuenta de que Cayden no tendría
razón alguna para tener un pañuelo en sus cajones. Bajó la
mirada para cerrarlo y vio un sobre con su nombre que le llamó
la atención. Lo sacó. Era una carta y estaba dirigida a ella.
Estaba fechada a su regreso de Green Park.
Mi amada Alexandra,
Decir que estos días en Somerset han sido los más felices de mi
vida no sería exagerar. Lo único que eché de menos para que mi felicidad
fuera absoluta fue tu confianza, que dudo obtenga algún día.
Sin embargo, no escribo esta carta para reprochar nada, sino
para expresar todo lo que siento, al fin y al cabo, no tengo con quién
hablar de ello. Te echo de menos, Alexandra, te añoraba antes de mi visita
a Somerset y ahora mucho más. Echo de menos tu serenidad, tu mirada
turquesa que cambia de tonalidad con tu estado de ánimo, tu beso en las
mañanas y la paz que sentía al saber que estabas en Harding House,
aunque en ningún momento lo reconociese, ni siquiera a mí mismo.
Después de las noches que pasamos juntos la víspera de mi
huida a Hampshire, porque eso fue, una huida, me asusté. Esas noches
me entregué a ti con todo lo que era, sin reserva alguna, y creo no
equivocarme al percibir que tú hiciste lo mismo. Y tuve miedo: me estaba
enamorando de ti, si no lo estaba ya. Por primera vez en mi vida sentí que
pertenecía a alguien, libremente, sin manipulaciones ni mentiras, y no tengo
reparo alguno en reconocer que me aterroricé.
Sobra decir que mi estancia en Arden Hall fue de todo menos
satisfactoria. Me di cuenta de que yo no quería la propiedad, que no me
aportaba absolutamente nada haberla conseguido, ni siquiera la paz que
esperaba después de haber perseguido esa obsesión, que no era mía en
realidad. Me di cuenta de que esa paz me la aportabas tú, mi amor, y
cuando regresé, ya comenzando a cuestionarme muchas cosas, ya no
estabas. Disfracé mi dolor de orgullo herido por el abandono, pero lo cierto
es que tu ausencia me estaba matando.
Cuando tu padre me ofreció acompañarle a veros, estaba
muerto de miedo. Y cuando te vi, mucho más hermosa, si cabe, mis manos
hormigueaban por tocarte, mis labios ansiaban volver a probar los tuyos,
todo mi cuerpo evocó esas maravillosas noches que pasamos juntos.
¡Maldita sea! Es la primera y, me temo que la última, vez que
lo diré y ni siquiera lo haré con mis labios. Te amo, Alexandra, con todo
mi corazón, y si tu felicidad solo es posible sin mí a tu lado, pues que así
sea.
Sé que esta carta nunca te llegará. No me atreveré a
enviártela, puesto que simplemente es lo que querría decirte si me atreviese,
si tuviese alguna esperanza de que todavía sintieses el más mínimo afecto
por mí, y sé, para mi pesar, que no es el caso.
Te amo, mi adorada Alexandra.
Siempre tuyo, aunque no esté contigo,

«Ni siquiera firmó la carta», pensó Alex mientras


guardaba la misiva con el corazón destrozado. Había acusado a
Cayden de estar obsesionado con algo que ya no tenía sentido,
había insistido en que olvidase el pasado y, sin embargo, ¿qué
hacía ella más que cometer el mismo error que le había echado
en cara? Ni siquiera le había mostrado el retrato de su hija.
¿Acaso temía que ella despreciase los sentimientos que tenía por
Anne? ¡Qué tonta había sido! Cayden tenía tanto amor por dar, y
ella, que ya había visto retazos de ese amor en Green Park, lo
había desestimado a causa de sus infundados recelos.
Ahora ya poco podría hacer, lo había estropeado todo.
Bien, irían a Denson Manor, era su casa, la casa de Anne y de
Florence. Quizá con el tiempo…

Alex tardó en conciliar el sueño esa noche, y cuando por


fin lo consiguió, apenas fueron unas horas. Cuando, a la mañana
siguiente, Mary entró para ayudarla, observó que los ojos de su
señora estaban hinchados y unas ojeras oscuras los circundaban.
Ante la abatida mirada de su doncella, Alex no pudo
contenerse y las lágrimas volvieron a brotar. Mary se sentó a su
lado mientras la joven se abrazaba a ella entre sollozos.
Mary no dijo nada, solamente esperó paciente a que el
arrebato emocional de Alexandra se calmase. Cuando los
sollozos fueron apagándose, Alex se sinceró con ella.
―Desea que me vaya. Me da a elegir entre vivir en
Somerset o en Denson Manor, como la duquesa de Harding, en
beneficio de Anne ―explicó mientras retorcía entre las manos un
pañuelo que le había proporcionado la doncella.
Mary la observó sin que su rostro reflejase más que
compasión.
―Deduzco que la salida no fue del todo satisfactoria.
Alex se sonrojó. Había sido muy satisfactoria,
simplemente ella lo había estropeado todo.
―Mary, él me ama ―murmuró la joven. Al ver que la
doncella no hacía comentario alguno, Alex la observó.
―¿No dices nada?
―¿Qué desea que diga, Excelencia? ―Mary se sentía más
exasperada con cada momento que pasaba. Su señora tendría que
hacerse cargo de sus problemas ella misma. La duquesa siempre
había tenido una mente clara e inteligente, no entendía que no
supiera solucionar por sí misma algo que, según su propio punto
de vista, era bien fácil. Claro que ella no estaba envuelta en un
mar de sentimientos confusos.
―No lo sé ―Alex encogió los hombros―, pero ahora que
lo he descubierto, no puedo irme.
―Excelencia, el amor en una pareja no puede ser
unilateral.
―No es unilateral ―susurró Alex.
―¿Disculpe?
―Que creo que también lo amo, Mary.
Mary bufó exasperada.
―¿Lo cree? ¡Por el amor de Dios! ―La doncella hablaba
desde la confianza de haber servido a la madre de la duquesa y
haber criado a esta, prácticamente―. Si tiene todavía dudas, ¿a
qué se deben tantas lágrimas? Excelencia, para mí ha sido como
una hija, su madre hubiera estado orgullosa de usted si hubiera
visto con qué entereza afrontó su obligado matrimonio. Sin
embargo…
Alex la miró expectante.
―¿Sin embargo?
―En estos momentos se sentiría igual de decepcionada
que me siento yo por su comportamiento. La única que no ha
puesto nada en este matrimonio para salvarlo ha sido usted.
Alex se erizó.
―He venido desde…
Mary se levantó y se cruzó de brazos.
―¿Desde la Patagonia? ―replicó, sarcástica―. Y
exactamente, ¿a qué ha venido? ¿Acaso no se da cuenta de que lo
dice como si fuese un gran sacrificio? ¿Es así? ¿Considera que el
venir a Londres es una gran concesión hacia su marido? ¿De eso
se trata? ¿De que Su Excelencia agradezca el gran favor que le
hace con su presencia? ¿Acaso pretendía hacerlo sentirse inferior
viendo su generosidad? ―Mary estaba muy enfadada y, sobre
todo, desilusionada con el errático comportamiento de su
señora―. Solamente ha sembrado desconcierto en su esposo.
Porque no ha resuelto absolutamente nada, simplemente ha
creado más confusión y me temo que dejará aún más dolor.
La doncella suspiró y se giró hacia el armario.
―Le prepararé su ropa para hoy y me pondré con el
equipaje.
Alex, afectada por las palabras de la doncella, bajó la
mirada hacia sus manos, que todavía aferraban el pañuelo.
Recordó cuando en Green Park vio a Cayden vulnerable,
inseguro y abatido, y había echado de menos la seguridad en sí
mismo y por qué no reconocerlo, la arrogancia de su marido. Era
ella quien le provocaba esa inseguridad con sus absurdos recelos
y dudas. Lo amaba, y le rompía el corazón verlo tan vulnerable
por su culpa. Las lágrimas comenzaron a brotar otra vez al
pensar que, si el difunto duque lo había manipulado, tratándolo
como una mascota, ella no lo estaba haciendo mejor
pretendiendo que Cayden aceptase con docilidad sus ridículas
indecisiones. Él había aceptado su pasado, sus errores, que su
padre nunca le había amado, y aquí estaba ella, haciéndole pensar
que, en realidad, no merecía ser amado, que no era digno de su
confianza. Todo por una maldita frase dicha en el momento más
inoportuno. Santo Dios, todo el mundo decía a veces cosas que
no pensaba, y no precisamente por hacer daño, había múltiples
razones, entre ellas el miedo, y Cayden había estado aterrorizado
al notar que estaba enamorándose de ella.
Cuando bajó a desayunar Cayden todavía se encontraba
en el comedor. Se levantó cortés al verla entrar y ella se acercó
para darle el acostumbrado beso, sin poder evitar ruborizarse al
recordar las palabras que había leído la noche anterior. Si Cayden
notó sus ojos todavía hinchados, que los paños fríos de Mary no
pudieron difuminar, no dijo nada.
Cayden no se volvió a sentar. Con voz átona, se dirigió a
ella después de echarle un vistazo superficial.
―¿Sería posible contar con tu compañía esta noche en la
cena?
La mirada que Alex posó en él estaba llena de anhelo. Sin
embargo, Cayden no la observaba, entretenido en recoger unos
papeles que tenía al lado de su servicio de desayuno.
―Por supuesto.
Cayden asintió, y después de una leve inclinación de
cabeza salió del comedor. Condenación, debería haberse tragado
la lengua antes de proponerle cenar juntos. Sería un infierno,
sabiendo que al día siguiente ella se marcharía. Suspiró con
frustración, si por lo menos hubiese decidido mudarse a Denson
Manor… ¿qué importaba que estuviese en Somerset o en
Denson Manor? Para él, estaría tan lejana en un lugar como en el
otro.
Alex, mientras tanto, sopesaba sus opciones. Tenía
solamente una noche. No podía desperdiciarla.
Al finalizar su desayuno subió a la alcoba. Mary seguía
ocupada preparando el equipaje.
―Deja eso ―ordenó, mientras buscaba una chaquetilla y
unos guantes.
La doncella frunció el ceño mientras esperaba alguna
explicación.
―Nos vamos de compras.

Se vistió con todo esmero para la cena con su marido. Un


vestido en tafetán verde agua que dejaba sus hombros al
descubierto y que combinaba a la perfección con sus ojos, el
cabello peinado en un artístico recogido con varios mechones
sueltos. Sin joya alguna, únicamente su anillo de bodas. Dudó si
ponerse la sortija que le había regalado cuando la pidió en
matrimonio, pero lo descartó. No era el momento adecuado.
La entrada de Alex en la sala donde esperarían a que
anunciasen la cena casi provoca que Cayden cayese de rodillas.
Menos mal que tenía la cadera apoyada en uno de los sofás de la
habitación, si no, mucho se temía que habría hecho un
espectáculo de sí mismo.
Santo Dios, ¿es que quería volverlo loco? Su última noche
allí y se vestía… ¿para él? Recordó aquella última noche cuando
habían salido al baile de los Cockhram, se había sentido celoso al
pensar que se había engalanado para otros caballeros, pero esta
noche solamente estaba él. Esa visión maravillosa de Alexandra
era únicamente para su disfrute. Su riego sanguíneo se dirigió
directamente hacia donde no debía ir. Se enderezó intentando
disimular la impresión causada en su parte masculina, que
empezaba a alborozarse.
Alex observaba el escrutinio lleno de admiración al que la
sometía su marido. Lo observó a su vez, estaba devastador con
su traje de noche. Ruborizada, se acercó a él.
―¿Podría tomar un oporto?
Cayden tardó unos segundos en reaccionar.
―¿Disculpa? Oh, claro, por supuesto.
Después de darle la copa, ambos tomaron asiento uno
enfrente de otro.
―He pensado en tu ofrecimiento ―comentó Alex
después de beber un sorbo de su copa.
Cayden frunció el ceño, confuso. ¿Qué ofrecimiento? En
estos momentos su cerebro no estaba muy centrado, no como
otras partes de su cuerpo que se hallaban de lo más
concentradas.
―Sobre vivir en Denson Manor ―aclaró Alex al notar la
confusión de su marido.
Cayden simplemente esperó.
―Nos mudaremos a Surrey. Es lo mejor para Anne, y es
la casa de Florence. «Y estaremos más cerca de ti», pensó.
―Me parece una buena decisión. En realidad, ya no tiene
sentido que sigáis escondidas en Somerset. Te he dado mi
palabra, Alexandra, y la cumpliré. No me acercaré a Denson
Manor a no ser que sea invitado.
Alex asintió. En ese momento, Fisher anunció que la cena
estaba servida. Se dirigieron al comedor sin que Cayden ofreciese
su brazo ni Alex lo requiriese.
La cena fue todo lo agradable que podía ser en esas
circunstancias. Hablaron de los planes de Alex de mudarse a
Surrey, de Anne, incluso de Darkwood e Imogen, hasta que llegó
la hora de retirarse.
Cayden acompañó a Alex hasta la puerta de sus
habitaciones. Después de abrirla cortés, bajó su mirada hacia ella
para ver que Alex tenía los ojos clavados en su rostro. Maldición,
no podía prolongar más esto, o haría algo de lo que se
arrepentiría mucho.
Alzó la mano y rozó con los nudillos la mejilla de su
esposa. En el momento en que sus dedos tocaron la piel de ella
ya no pudo contenerse, abarcó el mentón femenino con la mano
y bajó la cabeza para besarla. El beso lo dijo todo: anhelo, dolor,
amor, pasión. Alex se aferró a la chaqueta de Cayden mientras
sus labios intentaban expresar lo que sentía por él. Sus lenguas
exploraron, danzaron, hablaron, hasta que él rompió el beso.
Con su pulgar acarició los hinchados labios de Alex.
―Buenas noches… Alexandra, «mi amor».
―Buenas noches.
Cayden esperó a que Alex entrase en su habitación para
dirigirse a la suya. Con la sola iluminación de una lámpara
colocada en una de las mesitas que flanqueaban el lecho, se quitó
la chaqueta y el pañuelo de cuello al tiempo que se servía una
copa. Después de quitarse los zapatos y las medias, descalzo, se
sentó en uno de los sillones frente a la apagada chimenea
mientras escuchaba los murmullos procedentes de la alcoba
contigua. Bebió un sorbo pensando que iba a ser una noche muy
larga.
Alex permitió que Mary la ayudase a cambiarse su vestido
de noche por el pudoroso camisón y le trenzase el cabello.
Después de despedirla, se lanzó hacia el armario y sacó una caja.
La colocó encima de la cama y la abrió. Sonrió con satisfacción y
se dispuso a quitarse el asfixiante camisón para ponerse el otro,
completamente diferente, que había comprado esa mañana a
espaldas de Mary.

Cayden escuchó un tenue ruido procedente de la puerta


de comunicación con la alcoba de su esposa. Ni siquiera se
molestó en mirar, no era como si su esposa fuese a visitarlo.
Seguramente el sonido lo había producido la madera a causa de
las variaciones de temperatura. Sin embargo, cuando un rayo de
luz iluminó la habitación procedente de dicha puerta, se giró
sorprendido.
Se levantó de un salto, derramando la copa sobre su
mano con el sobresalto, al ver a su esposa parada delante del
umbral. Demonios, a este paso acabaría empapado en brandi
cada vez que viese a Alexandra. Su maravilloso cabello suelto
hasta la cintura y… ¿cubierta? O, mejor dicho, descubierta con
una especie de… ¿trozos de seda y encaje?
La mandíbula de Cayden casi se desencaja cuando ella
avanzó. Lo que llevaba puesto, dos tiras de encaje que salían de
sus hombros y cubrían parte de sus pechos, más bien lo
descubrían puesto que dejaban ver sus rosados pezones, caían
unidas en los laterales por otras tiras de seda. Solamente el lateral
de su cuerpo estaba cubierto por la seda, el resto era encaje,
incluso en la parte central, distinguiéndose perfectamente los
castaños rizos femeninos. Al andar, las tiras se abrían dejando ver
sus largas piernas en toda su extensión. Dios Santo, el color
blanco de lo que fuera que llevaba puesto transparentaba toda su
silueta con la luz de fondo.
Alex sonrió al ver el desconcierto de su marido. Cayden,
al notar la sonrisa de su esposa, cerró la boca que había
mantenido abierta. ¿Estaría babeando? No. Su garganta estaba
completamente seca cuando intentó tragar.
Cayden se obligó a detener sus errantes ojos, que
recorrían el cuerpo de su esposa como si tuviesen vida propia.
Fijó la mirada en su rostro y carraspeó hasta que por fin pudo
encontrar su voz.
―¿Qué haces aquí? ―Intentó dar firmeza a su voz, pero
se temía que no había sonado muy estable.
―Eres mi marido, Cayden. Deseo acabar lo que
empezamos en el picnic ―Alex sentía su rostro a punto de
estallar en llamas. Pese a llevar casada un poco más de dos años,
los encuentros con su marido, además de escasos, habían sido
siempre propiciados por él. Rogó porque no la rechazase.
Cayden se giró para servirse otra copa e intentar calmar
su revuelta virilidad.
―No vamos a acabar nada, Alexandra. Creí que había
dejado claro que entre tú y yo no volvería a haber intimidad
alguna ―Suspiró con cansancio―. Vuelve a tu habitación.
Mañana te espera un largo viaje.
Alex se acercó aún más hasta que Cayden notó su
presencia casi rozándole la espalda. Ella notó como él se tensaba.
―¿Vas a hacer que te suplique? ―Alex trataba de
mantenerse serena ante el distanciamiento de Cayden.
Sin volverse, él suavizó su tono.
―No es esa mi intención.
Alex colocó una mano en su hombro al tiempo que
notaba la ondulación de su musculatura tensarse bajo su tacto.
―Lo haré de todos modos. Por favor, Cayden.
Cayden se giró al tiempo que se zafaba de la mano
femenina. Un musculo latía furiosamente en su mandíbula. Clavó
una mirada acerada en su rostro.
―Por favor ¡¿qué, Alexandra?! ¿Qué demonios quieres de
mí? ―Maldita sea, ¿cómo era posible que, mientras él a duras
penas podía controlarse, ella mantuviese ese aspecto sereno que
tanto le maravillaba?
Alex alzó una mano para acariciar la mejilla masculina.
Las miradas de ambos se prendieron durante unos instantes y
ella sintió que la resistencia de Cayden comenzaba a flaquear. Sin
dejar de mirarlo, mientras una mano se aferraba a la camisa
abierta de su marido, deslizó la otra hacia su nuca, presionando
para que bajase la cabeza.
Con un ronco gruñido, Cayden mandó todo al diablo. Era
la última noche de Alexandra con él, bien, pues le daría lo que
había venido a pedir y lo que él deseaba más que respirar, y
disfrutaría de esa única noche. Sus labios hormigueaban por
besarla y todo su cuerpo dolía por tenerla.
Aferró la nuca de Alex con una mano mientras el otro
brazo abarcaba toda su cintura y estampó su boca en los labios
entreabiertos de su mujer. Sus lenguas se entrelazaron y se
fundieron en un beso que expresaba lo difícil que le resultaba
resistirse a ella, cuando todo él deseaba reclamarla, fuesen cuales
fuesen las consecuencias, aunque en el proceso se llevase con ella
otro pedazo de su alma.
Deslizó la mano que apresaba su cintura para abarcar el
sugerente trasero de Alex y estrecharla contra su dureza. Alex
gimió en su boca mientras se apretaba más contra él. De repente,
Cayden cesó su beso para separarla un poco de su cuerpo,
sonriendo interiormente ante el gemido de decepción de ella.
Sus dedos rozaron la suave piel de los hombros
femeninos mientras contemplaba el voluptuoso cuerpo, apenas
cubierto.
―Me temo que esto… ―comentó con la voz ronca,
mientras señalaba con un gesto de su mano la escasa
vestimenta―. Ya ha cumplido su función.
Sus dedos se perdieron bajo las tiras que colgaban de los
hombros de Alex al tiempo que las deslizaba hasta hacerlas
resbalar por sus brazos. Sin apenas sujeción, el sugerente
camisón se deslizó acariciando el cuerpo de ella hasta acabar en
un revoltijo a sus pies. Alex se ruborizó al notar la abrasadora
mirada que recorría su cuerpo. Nunca había estado tan expuesta
delante de Cayden, sin embargo, no sintió pudor alguno: la
apreciativa mirada de su marido la hacía sentirse segura.
Alargó una de sus manos hacia la camisa de su marido.
―¿Puedo? ―No había duda alguna en su voz.
Cayden abrió los brazos mientras asentía.
«Puedes hacer lo que desees conmigo, amor, aunque eso
me mate», pensó él.
Alex tiró de los faldones de la camisa y comenzó a
desabrocharla con dedos temblorosos. Cayden, mientras tanto,
no apartaba los ojos de su rostro. Notando la poca pericia de las
manos femeninas, las apartó con suavidad y tiró de su camisa
para quitársela por la cabeza. Sonrió con satisfacción masculina
cuando la mirada fascinada de Alex recorrió su pecho desnudo y
sus manos comenzaron a recorrerlo. Acarició el suave vello
oscuro que desde el centro de su pecho bajaba hasta perderse en
la cinturilla de sus pantalones. Rozó con la punta de sus dedos
los planos pezones masculinos, arrancando un gemido de
Cayden.
Alex levantó sus ojos hacia los masculinos sin apartar las
manos de su cuerpo.
―Nunca me permitiste tocarte así ―musitó.
Los ojos de Cayden se oscurecieron con un ramalazo de
culpa. «No quería sentirte, ya me hacías experimentar
demasiados sentimientos contradictorios», pensó.
Sin embargo, solamente susurró:
―Hazlo ahora.
Alex continuó con la expedición a través del cuerpo de su
marido hasta llegar a su plano abdomen y sus manos atraparon la
cinturilla del pantalón al tiempo que intentaban desabrochar los
botones. Cayden cubrió las manos de Alex con las suyas para
ayudarla a abrir la botonadura. Cuando su erecto miembro se
liberó, Alex acarició la dura longitud. Uno de sus dedos extendió
la gota que brotó de la punta de su virilidad.
Al tiempo que gemía, Cayden apartó las manos de Alex
para arrancarse los pantalones de un tirón.
―¡Por Dios Santo, vas a acabar conmigo!
La tomó en brazos y la tendió en la inmensa cama al
tiempo que cubría su cuerpo con el de él.
Cubrió sus labios con los suyos y, sin dejar de besarla, su
mano comenzó a recorrer el cuerpo femenino y amasó uno de
los pechos para después bajar por la cintura hasta acariciar las
caderas de su mujer.
Alex acariciaba los hombros de su marido, su espalda…
sentía que le faltaban manos para abarcar todo su cuerpo. El
peso del duque sobre ella era una sensación exquisita. La boca de
Cayden comenzó a recorrer su cuello y su clavícula hasta llegar a
sus senos. Mientras una mano pellizcaba uno de sus ya erectos
botones, arrancando gemidos de placer de Alex, su lengua rozó
el otro. Al principio fue una suave lamida, hasta que su boca
comenzó a succionar el enhiesto pezón. Después de soplar
suavemente sobre él, sus labios se dirigieron al otro mientras la
mano que lo acariciaba bajaba hasta los suaves rizos de la
entrepierna de Alex.
Alex se sentía a punto de estallar, la sensación de la boca
de Cayden en su pecho, y sus dedos en el interior de su húmedo
canal era exquisita. Cuando el pulgar de Cayden comenzó a rotar
en su hinchado brote, Alex notó que su liberación estaba
próxima. Cayden hizo más presión y, con un grito, ella se deshizo
en su mano.
Alzó la cabeza para observar el rostro de Alex mientras
experimentaba su liberación y cubrió su boca con la suya para
beberse sus gemidos. Sin dejar de besarla, se posicionó en la
mojada entrada, y de un empujón de sus caderas se introdujo en
lo más profundo de ella mientras los espasmos que recorrían el
cuerpo de su mujer remitían. Una mano de Alex apretaba la nuca
de Cayden mientras los dedos se entrelazaban en su espeso
cabello, y la otra bajó hasta el duro trasero de su marido
intentando sentirlo mucho más en su interior.
Las manos de Cayden levantaron las caderas de Alex y ese
cambio de ángulo provocó que ella notase que otra vez estaba a
punto de explotar de placer. Al percibir que Alex estaba próxima,
él esperó a que estallara su éxtasis y, cuando las convulsiones
comenzaron, Cayden se salió de su cuerpo para verterse con un
gruñido en el vientre de su mujer, al tiempo que internaba una
mano entre los rizos de Alex para prolongar su placer.
Cuando los últimos espasmos cesaron y el cuerpo de Alex
estaba relajado y satisfecho, se dio cuenta de que él no se había
derramado en su interior. Envuelta en la nube de placer que
Cayden le había proporcionado, ni siquiera se había percatado.
Cayden se separó del cuerpo femenino sin percatarse de
la angustia que se reflejaba en los ojos turquesa. ¿Iba a dejarla?
Los ojos de Alex comenzaron a aguarse hasta que vio que su
marido se dirigía hacia la zona de aseo y, después de limpiarse,
mojaba un paño y se acercaba a ella. Cayden limpió con ternura
el vientre de su mujer y, después de lanzar el paño al suelo, subió
al lecho para tumbarse a su lado. Enlazó a su esposa por la
cintura y la acercó contra él.
Alex colocó la cabeza sobre pecho de su marido. El
miedo que había sentido de que él se alejase de ella, y la tristeza
porque no se hubiera vertido en su interior, provocaron que no
pudiese reprimir una solitaria lágrima.
Cayden, al notar la humedad, alzó el rostro de Alex hacia
él. No pudo evitar que su voz adquiriese un tono acerado. ¿Se
habría arrepentido?
―¿Qué ocurre? ―Se mordió la lengua para no advertirla
de que su encuentro no tendría consecuencias, si era esa la razón
de sus lágrimas. Sin embargo, al ver que no contestaba, no pudo
reprimirse.
―Si temes las consecuencias, te puedo asegurar que no las
habrá. He sido muy cuidadoso ―masculló, molesto.
«Ese es el problema», pensó Alex. Él la amaba y ella a él,
y lo que empezaba como una completa entrega acababa en
desconfianza y recelo, que los dejaba con una sensación de vacío.
Levantó su rostro hacia él.
―No me importan las consecuencias. Confío en ti,
Cayden.
Él soltó el abrazo con que la tenía contra su cuerpo y se
incorporó al tiempo que sacaba sus largas piernas de la cama y se
sentaba dándole la espalda.
Sonrió sarcástico.
―¿Desde cuándo confías en mí, Alexandra? ¿Has tenido
una revelación en las últimas horas? ―Estaba siendo grosero y
mordaz, pero no podía evitarlo. Es verdad que no se había
tensado al sentirlo en su interior, que no se había apartado, pero
eso no significaba nada. En medio del deseo que los envolvía, ni
siquiera se habría dado cuenta. No podría soportar verterse
dentro de ella y observar más tarde su arrepentimiento y su
temor.
Alex contempló los anchos hombros de su marido. Se
incorporó y se colocó tras él. Alzó las manos para rodear su
cintura y se abrazó a él mientras apoyaba su pecho contra la gran
espalda. Notó la tensión de Cayden, sin embargo, este no hizo
ademán alguno de zafarse de su abrazo.
Tuvo miedo de contestar. Si le decía que lo amaba, no la
creería, y no podía revelarle que había leído su carta. Sin dejar de
tocarlo, se incorporó para rodear el cuerpo masculino y sentarse
a horcajadas en su regazo. Al infierno el decoro. Era su marido y
necesitaba convencerlo de su amor.
Cayden, sorprendido por el audaz gesto de su esposa, no
se atrevió a tocarla, pero las pequeñas manos de Alexandra
abarcaron su rostro mientras acercaba los labios a su boca. Alex
comenzó a depositar suaves besos en los labios de su marido
hasta que, al notar que debajo de ella el miembro de Cayden
comenzaba a endurecerse, su boca se volvió más exigente, su
lengua recorrió las comisuras de los labios de Cayden, hasta que
este, con un gemido, la estrechó contra él y se abrió para ella.
Alex recorrió con su lengua el húmedo interior de
Cayden, jugueteó con la masculina mientras sus manos se
enredaban en el cabello de su marido. Cayden alzó una de las
manos para enlazarla por la nuca y cambiar el ángulo del beso
para hacerlo más profundo.
Ella comenzó a frotarse contra el ya duro miembro de su
marido, arrancando gemidos de él. Cuando sintió sus piernas
tensarse, anunciando su próxima liberación, Alex cesó el beso y
escondió el rostro en el cuello de Cayden. Mordió el varonil
hombro cuando comenzaron los espasmos mientras él la alzaba
para introducirse en su interior. Mientras Alex se convulsionaba,
Cayden no se movió, sin embargo, al notar que su éxtasis
comenzaba a remitir, tomó a Alex por las caderas para enseñarla
a moverse.
Dios Santo, era exquisita. Si tan solo pudiese enterrar el
pasado.
Alex aprendió pronto lo que debía hacer. Aferrada a los
hombros de su marido, subía y bajaba sobre su virilidad,
disfrutando de la posición que le permitía sentirse
completamente llena por Cayden.
Cayden aferró los pechos de Alex, llevándose uno a su
boca mientras dos dedos pellizcaban el erecto brote del otro. Los
gemidos de ambos se confundían y cuando él notó que estaba
próximo a derramarse y que ella comenzaba a estremecerse,
intentó levantarla. Alex, sacando una fuerza que ni sabía que
tenía, tomó las grandes manos de su marido y, entrelazando sus
dedos con los de él, las apartó hacia ambos lados mientras
continuaba moviéndose cada vez más rápido ayudada por los
vigorosos empujes de las caderas de Cayden, hasta que ambos
alcanzaron su liberación al mismo tiempo.
Alex soltó las manos de Cayden para abrazarse a él
mientras su marido enterraba su rostro en el cuello femenino.
Notaba el corazón masculino latir a la misma frenética velocidad
que el suyo.
Cuando consiguió calmarse un poco, Cayden preguntó
con voz ronca contra el cuello de Alex.
―¿Por qué? ―Ambos sabían a qué se refería.
Alex separó su rostro para clavar su mirada en los verdes
ojos de su marido.
―Porque te amo. ―Observó la mirada llena de anhelo de
Cayden. «Por favor, créeme», rogó en silencio.
Cayden alzó una mano para acariciar la mejilla de Alex al
tiempo que escrutaba su rostro con atención.
―No es necesario… ―No deseaba falsas esperanzas.
Habían tenido pocos encuentros íntimos y quizá Alex confundía
la lujuria y el deseo que sentían el uno por el otro con amor.
―Yo creo que sí ―contestó, mientras reclinaba su mejilla
en la mano masculina― No permitiré que te quede duda alguna.
Te amo, Cayden y confío en ti. No quiero más recelos ni miedos
absurdos.
Cayden no contestó. Alzó a su esposa para echarla en la
cama y tumbarse a su lado. Alex no insistió. Entendía que él tenía
que asimilar sus palabras después de tanto tiempo de recelos.
Deliciosamente complacida por estar en brazos de su marido, se
quedó dormida.
 
 

 
Capítulo 17
Cuando Alex despertó, la luz de la mañana ya se filtraba
por las cortinas que cubrían los ventanales. Cayden no
estaba en la cama, ni siquiera en la habitación, pero sobre la
almohada había un sobre que hizo que su corazón se saltase un
latido. Con manos temblorosas, lo abrió para comprobar que era
la misma carta que había leído en el despacho de su marido.
Con la carta en la mano, se dirigió a su dormitorio y, sin
esperar la ayuda de Mary, se puso el pudoroso camisón, se echó
una bata por encima y, sin ni siquiera recogerse el cabello, bajó a
la carrera hacia el comedor de desayuno.
«Por favor, por favor, que no se haya ido», pensaba
suplicante.
Cayden bebía su té sin prestar atención al resto de los
alimentos colocados en el plato. Tenía el estómago cerrado por
los nervios. No se había atrevido, cuando ella le confesó sus
sentimientos, a abrir su corazón. Quizá la carta expresase mejor
lo que sentía. Su mente era un caos. ¿Y si no le agradaba? ¿Y si lo
consideraba una cobardía después de que ella tuvo la valentía de
exponerse?
Se levantó cuando un vendaval entró en la habitación.
Con los ojos abiertos como platos contempló a Alexandra, en
bata, con el rostro arrebolado y sus preciosos ojos turquesa
brillantes como faros. Santo Dios, con el cabello suelto y sin
cepillar, tal parecía que había saltado directamente de la cama
después de una noche de pasión. Se veía hermosísima y con el
aspecto resplandeciente de una mujer muy bien complacida.
Mientras notaba que empezaba el movimiento por debajo
de su cintura, Alex se lanzó a sus brazos con tal ímpetu que casi
lo hizo trastabillar. Con la carta todavía en una mano, Alex
enlazó sus manos en el cuello de Cayden mientras se abalanzaba
sobre su boca. Se besaron con desesperada urgencia. Cayden
movió la cabeza de ella para profundizar el beso. Parecía que no
podían tener suficiente el uno del otro. Cayden estrechó el
cuerpo de Alex contra el suyo y deslizó su mano para apretar el
trasero contra su carne endurecida. Alex sintió que la humedad
se acumulaba en sus partes íntimas.
Jadeantes, separaron sus labios. Cayden, turbado, solo
atinó a preguntar:
―¿Me crees?
Alex asintió, sintiendo que sus ojos empezaban a aguarse.
―Ayer no me atreví a decírtelo con palabras. Yo… hace
tiempo que lo escribí ―confesó, mientras el rubor subía por su
cuello.
Al verlo tan turbado, Alex no se pudo contener y las
lágrimas empezaron a brotar sin control. ¿Cómo había sido tan
idiota de dudar de ese maravilloso hombre? Por sus absurdeces
habían perdido un tiempo precioso.
―Por favor, Alexandra, no llores. ―Cayden, sin saber muy
bien qué hacer, tomó a su llorosa mujer en brazos y se dirigió
hacia la alcoba. En mitad del comedor no era el lugar adecuado
para que su preciosa esposa permaneciese en camisón llorando a
lágrima viva. Además de que consolarla iba a requerir intimidad.
Después de abrir la puerta de su alcoba y cerrarla de una
patada, Cayden se sentó en la cama con Alex en su regazo. Ella
mantenía el rostro enterrado en el hueco de su cuello y sus
manos se aferraban a su chaqueta. Cayden tanteó como pudo sus
bolsillos hasta encontrar un pañuelo con el que rozó una mano
de Alex hasta que ella lo tomó.
Azorado, acariciaba suavemente la espalda femenina sin
saber qué hacer. Alex introdujo su mano con el pañuelo entre su
rostro y el cuerpo de Cayden y, sin levantar la cabeza, comenzó a
secarse las lágrimas. Después de sonarse la nariz de manera muy
aparatosa, que hizo que Cayden sonriese para sí, miró a su
marido.
Cayden la observó desconcertado. No estaba preparado
para la explosión emocional de su esposa, en realidad nunca
había tenido que lidiar con las lágrimas de ninguna mujer. En el
pasado, a la primera señal de lloriqueo de alguna dama, o no tan
dama, le faltaba tiempo para encontrar la salida más cercana.
Alex sonrió trémula.
―La escribiste cuando volviste de Green Park ―afirmó.
Cayden asintió mientras acariciaba el rostro de su mujer.
―Estaba confuso, frustrado y solo. Sin embargo, no me
atreví a enviarla. No confiabas en mí y temí que creyeras que
intentaba manipularte.
―Si la hubiese leído, habría venido a ti mucho antes.
―Alex acarició la mano que Cayden tenía posada en su mejilla
mientras bajaba la mirada. Debería decirle que había visto la carta
y que, gracias a ella, había tomado la decisión de acudir a él la
noche pasada―. De hecho…
Cayden le alzó el rostro para escrutar sus ojos.
―¿De hecho…?
Alex suspiró. Se amaban, no lo perdería por su
indiscreción, ¿verdad? Clavó sus ojos en los de su marido.
―Cuando te he dicho que si la hubiese recibido habría
venido a ti, no mentía, Cayden. De hecho, esa carta es lo que ha
hecho que acudiese a ti la noche pasada.
Cayden frunció el ceño mientras se tensaba.
―¿La habías leído? ¿Entraste en mi despacho privado
para hurgar en mis cosas? ―De repente entrecerró los ojos―.
Entonces debo suponer que durante tu registro también viste…
Alex tomó el rostro de Cayden entre las manos,
obligándolo a que la mirara.
―Entré por curiosidad. La noche que dijiste que teníamos
que hablar me pareció que tenías intenciones de tener la
conversación en otro sitio, sin embargo, recurriste a la biblioteca.
Solamente quise estar en un lugar que considerabas privado.
Nunca había estado allí, ni siquiera… ―miró a su alrededor―
conocía tu alcoba hasta que enfermaste, y supuse que tampoco
importaba demasiado, puesto que iba a abandonar Harding
House. Quería llevarme recuerdos de ti en el lugar que
considerabas tan personal. Imaginarte trabajando en esa
habitación.
Cayden la observaba sin mover un solo músculo. Ella no
podía discernir si estaba molesto, furioso o enfadado, ya que su
rostro no expresaba emoción alguna.
Con voz temblorosa, Alex continuó:
―Yo no deseaba irme, Cayden. Antes de leer esa carta ya
había descubierto que te amaba, pero no sabía cómo llegar a ti.
Después de nuestra última noche en Harding House, me di
cuenta de que me estaba enamorando de ti. Dejé de lado esos
sentimientos hasta que, más tarde, resurgieron gracias a tus
cartas. Sin embargo, cuando apareciste en Green Park mis
temores volvieron, a pesar de ver la felicidad que mostrabas con
nuestra hija, y después de la visita de Anne a Londres la frialdad
se volvió a instalar entre nosotros. Cuando ya no lo soporté más,
vine dispuesta a darnos una oportunidad. Confiaba en que mi
amor por ti fuese suficiente para los dos.
»¿Podemos, Cayden? ¿Podemos darnos esa oportunidad?
―preguntó. Su voz tenía un matiz de súplica.
Cayden se quitó la mojada chaqueta y el pañuelo del
cuello, los lanzó a un lado y se dejó caer hacia atrás en la cama al
tiempo que cerraba los ojos.
―Nunca supliques, Alexandra. Mucho menos a mí
―musitó con voz ronca.
Alex juntó sus manos en el regazo al tiempo que las
retorcía con nerviosismo. Se había acabado. Cayden no toleraría
que hubiera invadido su privacidad.
Jadeó cuando una de las manos de Cayden voló para
atraparla por un brazo y tiraba de ella hasta hacerla caer sobre su
pecho. Cayden se giró y la colocó bajo él. Acarició su cabello
mientras lo retiraba de su rostro. Continuó bajando su mano para
introducirla entre la ropa y la suave piel de Alex. Después de
besarla con ternura, siguió dejando un reguero de besos por su
cuello y su clavícula hasta encontrarse con la barrera del dichoso
camisón. Masculló una maldición entre dientes y tiró hasta
rasgarlo. Su boca siguió bajando hasta cubrir uno de sus pechos.
Después de darle un suave lametón, habló sobre su erecto pico.
―No me importa en absoluto que hayas fisgado en mi
despacho. ―Su lengua jugueteaba con su pezón mientras Alex
gemía y acariciaba su cabello.
La mano siguió bajando hasta llegar al montículo de rizos.
Alex se estremeció de anticipación.
―¿De verdad ya me amabas cuando estuve en Somerset?
―preguntó, mientras uno de sus dedos se introducía en el
mojado canal. Cuando lo curvó, acariciando un punto que a Alex
casi la hizo gritar de placer, insistió en su pregunta.
»Contesta, Alexandra. ―El dedo se detuvo.
Alex, perdida en las maravillosas sensaciones que le
proporcionaban las manos de Cayden, ni siquiera sabía lo que le
estaba preguntando.
―Q… ¿qué?
Cayden levantó la cabeza para observar el rostro de su
esposa. Ruborizada, con los ojos cerrados, era una hermosura.
Volvió a acercar su boca al estimulado brote.
―Si me amabas cuando te visité ―repuso contra su
pecho.
―S… sí, por favor, Cayden…
Cayden soltó una risilla contra su pecho que hizo que
Alex se estremeciese de placer.
―Por favor, ¿qué?
Alex se removió bajo su cuerpo.
―¡Santo Dios! ―exclamó, impaciente―. No pares, por
favor…
Cayden continuó moviendo su dedo en el interior de Alex
mientras su pulgar comenzaba a acariciar el mojado capullo en su
centro.
Al tiempo que Alex alcanzaba su liberación con un grito,
Cayden se apresuró a desabotonar sus pantalones, tomó su
miembro y lo introdujo en el interior del cuerpo de su esposa.
Tenía que tomarla ya, o acabaría avergonzado.
Cuando notó que las piernas de Alex se enlazaban sobre
su trasero, le bastaron un par de empujones para soltar su semilla
con un gruñido de satisfacción. Continuaron abrazados hasta
que él se incorporó sobre sus antebrazos.
―Peso mucho, mi amor.
―¿Qué has dicho?
Cayden la miró confuso.
―Que peso…
―No, lo otro.
Cayden dulcificó la mirada.
―Mi amor.
Alex suspiró al tiempo que cerraba los ojos.
―¿Podrías repetirlo, por favor?
―No.
Alex abrió los ojos de golpe.
―Prefiero decirte otra cosa.
Ella lo miró inquisitiva.
―Alex, mi amor, mi vida. Te amo.
La joven soltó el aire que ni sabía que estaba reteniendo.
―Oh, Cayden, yo también te amo.
El duque se giró para aligerar su peso sobre el cuerpo de
Alex mientras la arrastraba consigo. Alex introdujo una mano
entre la camisa y el pecho de su marido para acariciarlo
delicadamente. Mientras que su esposa estaba completamente
desnuda después de arrancarle el recatado camisón, él todavía
llevaba puestos la camisa y los pantalones. Se incorporó
dispuesto a quitarse las ropas, pero Alex, al notar el movimiento,
detuvo sus caricias.
Se sentó a horcajadas sobre él y tiró de los faldones de la
camisa. Cayden se incorporó para poder quitársela por la cabeza
y, después de tirarla un lado, Alex se dedicó a los pantalones.
Cayden soltó una risilla. Al escucharla, Alex lo miró inquisitiva
mientras fruncía el ceño.
―Me temo que primero tendrás que encargarte de las
botas.
Alex echó una mirada hacia atrás y comenzó a arrastrar
su cuerpo por los muslos de Cayden para llegar a ellas.
El gemido de su marido la detuvo.
―¡Por el amor de Dios, vas a matarme! ―Notar la
húmeda entrepierna de su esposa frotarse contra él estaba
haciendo estragos en su miembro, otra vez dispuesto. La tomó
por la cintura y la levantó―. Prefiero hacerlo yo, antes de que
acabes conmigo.
Alex sonrió mientras subía las piernas y se acodaba sobre
sus rodillas disfrutando del espectáculo de su marido
despojándose del resto de su ropa. Con una sonrisa pícara que
calentó el corazón de Cayden, observó el alegre saludo del
miembro viril de su marido.
―Nunca te lo he dicho, pero es que eres muy hermoso.
Bueno, ―ladeó la cabeza, pensativa―, en realidad sí te había
dicho que eres muy atractivo. Dos veces ―precisó.
Cayden enarcó una ceja.
―¿Hermoso? ¿Las mujeres usáis esa palabra para referiros
a la apostura de un hombre? ―Maldición, se estaba ruborizando.
Alex soltó una carcajada que hizo que la inquieta hombría
de Cayden se moviese como agradeciendo el cumplido.
―Las demás no lo sé. A mí me gusta esa palabra para
referirme a ti.
Cayden colocó una rodilla en el lecho para acercarse a
ella.
―Mientras solo la utilices para referirte a mí… ―susurró,
al tiempo que tiraba de las piernas de Alex para tumbarla y
arrastrarla hacia el borde de la cama. Abrió sus piernas mientras
él se arrodillaba en el suelo. Alex lo miró desconcertada. La
altura de Cayden le permitía llegar hasta el rostro de ella.
Comenzó a besar su cara, bajando por su cuello. Se detuvo en
sus preciosos pechos para continuar hasta su ombligo, que rodeó
con su lengua. Alex, cada vez más excitada, se apoyaba en sus
antebrazos y había alzado la cabeza para observar los
movimientos de su marido.
Cuando la boca de Cayden se posó en sus rizos, dio un
respingo. Cayden posó una mano en el vientre de su mujer para
mantenerla quieta y la otra separó las hebras castañas para
besarla en el montículo rojizo. En el momento en que la lengua
de Cayden empezó a lamer y su boca a chupar y a succionar, a
Alex le fallaron los brazos con los que se sostenía y se dejó caer
entre gemidos.
La mano de Alex se dirigió hacia la cabeza de Cayden. Al
tiempo que él succionaba su hinchado botón, las caricias de Alex
comenzaban a presionar con más urgencia. Por Dios, se sentía en
el paraíso.
Cayden colocó las manos bajo el trasero de Alex para
alzarla un poco y levantó la mirada para contemplar el rostro
iluminado por el placer de su esposa. Le encantaba escuchar los
gemidos y grititos que Alex no era capaz de contener.
Succionó con más fuerza, hasta que ella explotó. Siguió
chupando hasta que notó que Alex comenzaba a relajarse,
entonces trepó por su cuerpo para enterrarse en ella. Instantes
más tarde, los dos volvieron a liberarse juntos.
Cayden acariciaba perezosamente la espada de su esposa
acurrucada contra él cuando escuchó una suave risita.
Alzó el rostro para mirarla.
―¿Qué es tan gracioso? ―preguntó con un deje de
diversión.
Alex besó uno de los oscuros pezones de Cayden y
levantó su cara hacia él.
―Pensar que durante estos dos años nos hemos perdido
esta maravilla, por lo menos yo. ―Cayden era un hombre, y
pedirle que durante dos años guardase celibato, sobre todo
después de haber sido ella quien lo había abandonado, le parecía
mezquino.
Cayden clavó sus verdes ojos en los turquesa femeninos.
―No voy a negarte que al principio estuve con otras
mujeres ―musitó, sin cesar de acariciarla―, pero después de
algún que otro encuentro nada satisfactorio, desistí. Ninguna eras
tú, y preferí limitarme a recordar las noches que pasamos juntos.
―Hubieras tenido derecho a estar con otras.
―Quizá, pero no deseaba a ninguna otra ―musitó Cayden
mientras atrapaba los labios de su mujer con los suyos.
Cuando separaron jadeantes sus bocas, Alex preguntó:
―¿Pasaremos el día aquí?
Cayden enarcó una ceja.
―¿Aquí? ―inquirió, aunque sabía a lo que se refería.
Alex se ruborizó.
―Quiero decir… en la cama.
Él sonrió. Cristo, después de la noche pasada y de la
consiguiente mañana, aún conservaba la capacidad de
ruborizarse.
―¿Tienes algún compromiso social? ―preguntó con
sorna.
Alex rodó los ojos.
―Por supuesto que no.
―Pediré que suban un baño y un almuerzo frío
―comentó mientras recogía su ropa del suelo. Al ver el
ruborizado rostro de Alex, añadió―: Lo llevarán a tu alcoba.
Bails no entrará aquí hasta que lleven tu baño y traigan el mío.
No debes preocuparte. ―Cayden cogió del suelo los harapos en
los que se había convertido el camisón de Alex.
»Puede que desees ir a tu habitación y ponerte algo
mientras llega el baño ―comentó, jocoso, al observar que Alex
no se movía, concentrada como estaba en comérselo con los
ojos.
Alex se levantó de la cama como si el colchón la hubiera
mordido. Sin preocuparse de su desnudez, corrió hacia su alcoba.
Cayden observó el delicioso trasero de su esposa.
Condenación, tenía que salir de esa habitación o acabaría por no
poder mover un músculo en varios días, eso sin contar que, para
su bochorno, la parte inferior de su cintura no obedecía orden
alguna de la parte superior. Se vistió y bajó a hablar con Fisher.

Una vez bañado y correctamente vestido, Cayden se


dirigió a la alcoba de su mujer. Mary estaba dando los últimos
toques al peinado de Alex. Cuando la doncella lo vio entrar, se
disculpó, hizo una reverencia y salió de la habitación.
―Estás preciosa. ―Lo cierto era que Alex resplandecía.
Ella volvió a ruborizarse, para diversión de Cayden.
Se levantó del tocador donde estaba sentada y se dirigió a
la mesita situada al lado de su cama.
Al ver el ceño fruncido de Cayden, aclaró:
―Falta un pequeño detalle. ―Sacó una cajita y se la tendió
a su marido, que la tomó confuso.
Alex extendió su mano izquierda.
―Si fueras tan amable.
Al abrir la caja, Cayden vio el anillo de compromiso que
le había regalado y que nunca se había puesto. Sintió que el calor
subía por su cuello al recordar el desdén con que lo había dejado
en el despacho de Halstead.
Cuando los ojos de Cayden se volvieron a posar en su
rostro, Alex vio en ellos culpa, arrepentimiento y vergüenza, pero
no tenía intención alguna de permitir que todos esos
sentimientos estropeasen la felicidad que sentía en esos
momentos.
Meneó los dedos al tiempo que sonreía.
―Por favor. Me temo que, si continúo así mucho tiempo,
tendré calambres.
Cayden soltó una risilla, sacó el anillo y se lo colocó en el
dedo anular junto a la alianza matrimonial.
―Es precioso ―confesó, maravillada. La sortija era un
precioso ópalo azul con tonalidades verdosas rodeado de
pequeños diamantes.
Cayden se frotó el cuello, azorado.
―Tiene los mismos tonos que tus ojos.
Alex entrecerró los ojos. El desdén con el que había pedido
su mano no se correspondía con escoger un anillo tan especial.
―¿Lo escogiste tú mismo?
Cayden se encogió de hombros.
―En realidad, lo encontré de casualidad en una joyería.
―Al ver la mirada suspicaz de Alex, se sintió obligado a aclarar―:
Dark me había comentado que tus ojos eran… raros.
Alex enarcó las cejas, asombrada.
―¿Raros?
―Sí, dijo que eran de una rara tonalidad entre azul y
verde. ―bajó su mirada hacia el anillo colocado en el dedo de su
esposa―. No buscaba nada especial, pero cuando lo vi, bueno,
pensé que sería perfecto para ti.
Alex colocó sus manos en el pecho de él mientras se
ponía de puntillas para besarlo.
―Es perfecto.
Cuando Cayden iba a sujetarla para profundizar el beso, la
puerta se abrió para dar paso al servicio con el almuerzo.
Mascullando una maldición, Cayden soltó a Alex al tiempo que
esperaba que las bandejas con las viandas fuesen colocadas.
Mientras comían, Cayden hizo la pregunta que le
quemaba en los labios.
―Me atrevo a suponer que cuando estuviste en mi
despacho también viste… ―Se interrumpió, azorado.
―¿El retrato de Anne? ―acabó por él Alex.
Cayden asintió.
―Es magnífico, amor. Expresa a la perfección el amor y
la protección de un padre para con su hija.
Cayden carraspeó.
―Si deseas tenerlo contigo…
Alex negó con la cabeza.
―Ese cuadro es tuyo. Sois tu hija y tú, es demasiado
personal, expresa demasiadas cosas como para que lo tenga otra
persona, aunque sea yo.
―¿Estás segura? ―Alex leyó alivio en los ojos de Cayden.
Alex tomó una mano de su marido y la acercó a sus
labios. Después de besar sus largos dedos, musitó:
―Completamente.
Cayden se levantó sin soltar la mano de Alex. Sin decir
una palabra, la condujo hasta su despacho. Allí, abrazados,
contemplaron cómo el pintor había sabido plasmar todo el amor
que Cayden llevaba en su corazón y que nunca se había
permitido mostrar.
 
 
Capítulo 18
Habían decidido, después de escribir a Florence, pasar el
resto del verano en Denson Manor, tal y como se había
previsto en un principio.
Acudieron a cenar a Halstead House. El padre de Alex se
merecía ser partícipe de la felicidad que su hija por fin había
encontrado.
Después de una cena agradable, conversaban en la salita
adyacente mientras los caballeros disfrutaban de su brandi y Alex
tomaba una copa de jerez.
Cayden y Alex se hallaban sentados juntos en un amplio
sillón frente al que ocupaba Maxwell.
Tras tomar un sorbo de su bebida, el conde levantó su
mirada hacia la pareja.
―¿Debo entender que pasaréis lo que queda del verano
en Denson Manor?
Cayden asintió.
―Debería haber ido hace tiempo; sin embargo, me alegro
de no haberlo hecho: ahora podré disfrutar de las mejoras
realizadas mientras le muestro la propiedad a Alexandra. Casi
será una novedad para los dos.
―¿Después qué haréis?
Alex miró a Cayden.
―Habíamos pensado que quizás querrías visitar Green
Park y ayudar a Florence a prepararlo todo para regresar a
Harding House. Podrían regresar contigo a Londres.
Maxwell asintió mientras sopesaba la propuesta.
―Me parece bien. ―Lanzó una mirada de reojo a la
pareja. Lo que iba a decir quizá no les gustase, pero el fin
justificaba los medios, ¿no? Quizá ahora que todo había salido
bien y estaban enamorados no se molestasen demasiado, sobre
todo Cayden.
―Lo cierto es que no puedo menos que alegrarme de que
las cosas hayan salido bien después de tantas dudas. Sabíamos
que cabía la posibilidad de que todo se complicase ―comentó,
mientras daba vueltas en su mano a la copa con fingida
indiferencia.
Cayden y Alex se miraron. «¿Dudas? ¿Sabíamos? ¿De qué
demonios estaba hablando?», pensó Cayden con suspicacia.
Sin embargo, fue Alex quien preguntó.
―¿De qué hablas, papá? ¿Quiénes y qué sabíais? ―Fruncía
el ceño, desconcertada.
Maxwell carraspeó.
―Florence y yo.
Cayden estaba cada vez más desconcertado.
―¿Mi madre? ―Se tensó mientras observaba al conde con
los ojos entrecerrados. Alex puso su mano sobre una de las
suyas, tanto para tranquilizarlo a él como a sí misma.
―Ambos convinimos en que Arden Hall fuese tu dote.
―¡¿Qué?! ―exclamó Cayden.
Maxwell alzó una mano.
―Permitidme explicarme.
―Nunca tuve intención alguna de quedarme con esa
propiedad. Era de Florence y no me parecía correcto. Al
principio barajé la posibilidad de devolvérsela, sin embargo,
Florence me advirtió que, con el rencor que sentías, ―Clavó su
mirada en Cayden, que lo escuchaba sin mover un músculo―, no
admitirías su devolución y te lo tomarías como una humillación,
así que lo dejé estar. Entonces se nos ocurrió ponerla en
fideicomiso como tu dote…
Alex lo interrumpió mientras movía la cabeza, incrédula
ante lo que estaba escuchando.
―Pero… deberíais de saber que Cayden intentaría…
Bueno, hacer lo que hizo para hacerse con Arden Hall. ¿Estás
intentando decir que Arden Hall era el cebo para que Cayden se
casase conmigo?
Maxwell se encogió de hombros mientras hacía una
mueca.
―Nunca fue esa nuestra intención. Supusimos que te
casarías antes de la llegada de Cayden, en realidad, ni siquiera
teníamos muchas esperanzas de que regresase a Inglaterra.
Cayden masculló una maldición al tiempo que se
levantaba para servirse otra copa. Se preguntó si debería beber
directamente de la botella.
―Mi madre y tú estabais al tanto del rencor que sentía
hacia tu familia, y aun así ¿os arriesgasteis con Arden Hall y
Alexandra? Santo Dios, no puedo creerlo. ―Cayden se pasó una
mano por el cabello, completamente estupefacto.
»¡Teníais que saber que si regresaba, intentaría…! ¡¿Tenéis
alguna idea de lo que pudo haber ocurrido?! ¡De hecho, ocurrió!
La aterroricé de tal manera que tuvo que huir. ¡Dos años,
Maxwell! Dos años de recelos, miedos, dudas…
Alex, viendo el dolor de su marido, tendió una mano
hacia él, que Cayden se apresuró a tomar para volver a sentarse a
su lado. Se dejó caer en el sillón mientras su mirada se perdía en
el techo de la habitación.
No deseaba volver a alimentar rencor hacia nadie; sin
embargo, recordar lo que habían pasado: el dolor de Alexandra,
el suyo propio, la soledad, el miedo a no recuperar su
confianza…
La voz de Halstead lo sacó de sus negros pensamientos.
―Cayden, tu madre siempre te quiso. Nunca te echó la
culpa de tu comportamiento, el responsable no fuiste tú, sino tu
padre. Aunque tus cartas seguían siendo frías, ella siempre tuvo
fe en que el niño que eras antes de caer en manos del duque
volvería. Supusimos que si Alex ya estaba casada cuando
regresases, te olvidarías de la malsana obsesión por la maldita
propiedad si había pasado a manos de otro. En cualquier caso,
no tendrías problema alguno en comprársela a otra persona que
no fuese yo.
Halstead continuó mientras observaba atento el rostro de
su yerno.
―Llevabas años fuera del país. Supusimos que Alex
tendría éxito en su primera temporada y, cuando volvieses, si es
que volvías, ella ya estaría casada.
La mirada de Cayden voló hacia el rostro preocupado de
su esposa.
Sin separar sus ojos de los de ella, musitó con voz ronca,
mientras acariciaba la mano femenina que no había soltado.
―Gracias a Dios que regresé a tiempo. Sé que no hice las
cosas bien, pero… ―Sonrió a su esposa―. Sin Arden Hall de por
medio, nunca me hubiese acercado a ti y yo habría continuado
siendo el maldito bastardo que era.
Maxwell posó una mirada compasiva en el rostro
atormentado de Cayden.
―Cayden, la persona que hizo que tu corazón se cerrase
ya no estaba. Nunca fuiste un niño, o un joven, para el caso,
cruel. Simplemente querías agradar a quien no lo merecía. Era
cuestión de tiempo que te dieses cuenta. De hecho, ya te estabas
cuestionando determinadas cosas mucho antes de que apareciese
ese diario y acabase de convencerte de lo equivocado que
estabas.
Alex alzó una mano para posarla en el rostro de su
marido.
―Cariño, puede que la decisión de nuestros padres fuese
un poco… cuestionable, pero…
Cayden enarcó una ceja.
―¿Un poco?
Alex hizo una mueca.
―El caso es que funcionó. ―Ante la mirada incrédula de
Cayden, aclaró―: No como ellos esperaban, claro. Sin embargo,
cuando regresaste antes de lo que ellos suponían, ya no podían
dar marcha atrás. Y cuando nos casamos tenían claro que
requeriría tiempo, tenías que darte cuenta por ti mismo de que el
único que creía ciegamente a tu padre eras tú. Ninguna de las
personas que estaban a tu alrededor compartía tu opinión, ni
siquiera los que no conocías, pero conocieron a tu padre y al mío.
No lo veas como una traición, piensa que gracias a su decisión
estamos juntos, nos amamos y tenemos una hija preciosa,
aunque esos nunca fuesen sus planes. ―Finalizó con una sonrisa
esperanzada.
Cayden resopló.
―Al final hasta tendré que darle las gracias al matón de
mi padre ―masculló, sarcástico.
Maxwell soltó una risilla.
―Eso ya me parece un poco excesivo, por decirlo
suavemente.
Cayden y Alex sonrieron ante el comentario de Halstead.
En verdad, agradecer algo al infame y difunto duque de Harding
sería, como poco, desmesurado.

Cayden disfrutó de su estancia en Denson Manor como si


nunca hubiese estado allí. Cuando dejó Inglaterra la mansión
estaba prácticamente desvalijada y era evidente el descuido en su
conservación. Dejó a un lado sus funestos recuerdos para
disfrutar de las mejoras realizadas por su madre con el dinero
enviado por él desde América. Al mismo tiempo que le mostraba
la residencia a Alexandra, él mismo la redescubría.
Su cercanía a Londres permitiría que, durante los veranos,
su familia disfrutase de la mansión y él pudiese desplazarse
mientras sus buques navegaban y su responsable en los muelles
se encargase del trabajo de oficina.
El ducado era propietario de la mayoría de los locales
comerciales arrendados en el cercano pueblo de Guildford.
Cuando visitaron el pueblo, fueron recibidos con recelo. Aunque
habían pasado años desde la muerte del anterior duque, y la
duquesa viuda había hecho mucho por eliminar el abusivo
comportamiento del difunto, la llegada del nuevo duque, del que
sabían que había sido criado a imagen y semejanza del anterior,
despertó suspicacias.
Mientras visitaban las tiendas locales Alexandra se
percató de la frialdad con que recibían al duque. Aunque hicieron
compras en todos los establecimientos, todavía algunos
comerciantes mostraban abiertamente su desconfianza.
Al salir de una de ellas, Alex observó el rostro taciturno
de su marido.
―Llevará tiempo, amor. Solamente preocúpate de ser tú
mismo, poco a poco comenzarán a verte como alguien que no
tiene nada que ver con tu padre. Te aceptarán.
Cayden bajó la mirada para observar a la preciosa mujer
que llevaba cogida de su brazo.
―¿De verdad lo crees? ―preguntó, no muy convencido.
―No es que lo crea, lo sé. Además… ―Alex sonrió con
picardía―, en cuanto vean cómo se comporta el duque de
Harding con su hija, no les cabrá duda alguna de que no tienes
nada que ver con tu padre.
Alex calló, pensativa. Había algo que tendría que aclarar
con él antes de la llegada de Anne.
―¿Qué ocurre? ―Cayden había notado el repentino
cambio en su esposa.
La mano de Alex se tensó sobre el brazo de su marido.
―¿Permitirás que la señora Peel continúe siendo la niñera
de Anne? Ella…
Su esposo la interrumpió.
―Ella seguía tus órdenes. Equivocadas o no, su
obligación era cumplirlas sin cuestionarlas. Dejando eso a un
lado, la he visto con Anne y es perfecta, no he percibido ningún
comportamiento en ella con la niña que me haga dudar de su
capacidad.
Alex respiró aliviada.
―Gracias.
―¿De verdad creíste que me vengaría despidiéndola? No
soy tan mezquino. ―Esbozó una mueca―. Puede que en otro
tiempo… Pero, aunque me sentí furioso y humillado, no era ella
la culpable, solamente obedecía a su señora.
La duquesa enrojeció. Con aquella maldita orden había
conseguido humillar a su marido, mientras que ella misma sentía
absoluta vergüenza de sí misma cuando lo recordaba.
Él posó una mano sobre la que su esposa mantenía sobre
su brazo.
―Además, siempre podré resarcirme en cuanto os vea a
las dos mirándome como cachorros apaleados ―sonrió,
divertido.
Alex soltó una risilla.
―Eso no sucederá ―afirmó ella, sin mucha seguridad.
Su marido soltó una carcajada.
―¡Oh, sí, cariño mío! Sucederá, vaya si sucederá.
Alex no respondió. En su interior sabía que, al principio,
la señora Peel y ella estarían bastante avergonzadas delante de su
marido, sobre todo la pobre niñera. Sin embargo, sabía que
Cayden, aparte de divertirse con su azoro, había superado aquello
y no mostraría rencor alguno hacia la sirvienta, mucho menos
hacia ella misma.
De repente, Cayden se detuvo sin pensar que estaban en
medio de la calle principal del pueblo.
―He estado pensando…
Alex lo miró inquisitiva.
―¿Qué te parecería si adelantamos la llegada de Anne y
mi madre y que tu padre, en lugar de acompañarlas a Londres, las
acompañase a Denson Manor? Este sitio es tan bueno como
Somerset para escapar del calor asfixiante de Londres, y
podríamos volver juntos cuando empiece el otoño ―comentó,
titubeante.
―Es una magnífica idea, escribiré a mi padre en cuanto
lleguemos ―aceptó Alex sonriente, mientras retomaban el paseo.
Cayden notó que la sonrisa de Alexandra era como la del
gato que se comió la crema. Sonriendo para sí, sugirió, fingiendo
indiferencia.
―Así podrías tenerlos a todos juntos cuando les des la
noticia. ―Cayden miraba al frente mientras se mordía el labio,
expectante.
Alex frunció el ceño y fue ella la que se detuvo en seco.
―¿Noticia…? ¿Qué…? ―Al ver la tierna mirada de
Cayden, exclamó―: ¿Lo sabes? ¡¿Pero cómo?! Ni siquiera yo
estaba segura, esperaba cerciorarme para decírtelo. ―Alex estaba
perpleja.
Cayden se giró hacia ella mientras la tomaba por la
cintura.
―Cariño, conozco tu cuerpo casi mejor que el mío.
¿Crees que pasaría por alto que tus curvas están más
pronunciadas, tus pechos…
Alex miró alrededor, ruborizada.
―¡Cayden, estamos en plena calle!
Cayden la estrechó contra él.
―Me importa un ardite. Vamos a tener otro hijo, puede
que reviente de felicidad y supongo que, por lo menos, te
ayudarán a recoger los felices trozos del duque de Harding
desperdigados por el pueblo.
Mientras Alex soltaba una carcajada, Cayden la alzó para
besarla. Le daba exactamente igual estar a la vista de los
lugareños. Era el maldito duque y su duquesa acababa de hacerle
el hombre más feliz del mundo.
En medio de algunas cejas levantadas, y bastantes más
sonrisas comprensivas, Cayden besó a su esposa como si
estuviesen solos en la tierra. De hecho, en ese momento, para
Alex solo existía Cayden.

La llegada de lady Anne demostró que Alex tenía razón.


A los todavía reticentes lugareños solo les bastó observar el
mimo y el amor que el duque demostraba hacia su hija para que
todos los recelos desaparecieran. También ayudó el que el duque
no pusiese reparo alguno en llevar a su hija al pueblo para que se
relacionase con otros niños, fueran de la clase social que fueran,
así como organizar el cumpleaños de Anne en Denson Manor, al
que estuvieron invitados los niños del pueblo.
Quería que su hija no se criase sola e inculcarle que todo
el mundo, noble o no, merecía respeto. Ya tendría tiempo de
relacionarse con las damitas de la aristocracia. Deseaba que viese
los dos lados de la vida, el afortunado y el menos afortunado.
Durante su estancia en América había comprobado que
las normas para las damas no eran tan rígidas, incluso para las
damas pertenecientes a la llamada alta sociedad americana, y
quería para su hija una mezcla de las dos culturas, tomando lo
bueno de cada una.
 
 
Epílogo
Faltaba apenas un mes para las Navidades. Habían vuelto a
Surrey con Florence y Halstead para pasarlas en familia.
Durante la estancia en Londres, Cayden había sacado a
relucir por primera vez en mucho tiempo su arrogancia con su
madre.
―Creo que debería mudarme a la casa de la viuda
―insistió Florence. Repetía lo mismo como un mantra cada poco
tiempo―. Necesitáis vuestro espacio, sois jóvenes y debería daros
un poco de privacidad.
Cayden enarcó una ceja.
―La casa tiene veinte habitaciones, creo que hay espacio
más que suficiente ―afirmó, con más frialdad de la que debería.
Alex le lanzó una mirada de advertencia.
Cayden carraspeó.
―Lo siento, madre, no era mi intención ser grosero, pero
no puedes irte. Alex está muy avanzada y te necesita, sobre todo
deberías estar aquí cuando nazca el bebé.
Tres pares de ojos se abrieron como platos. Todavía no se
habían acostumbrado al cariño con el que Cayden trataba ya a su
madre. En ese momento disfrazaba ese cariño poniendo a Alex
como excusa.
Florence sonrió. Ese era el pequeño que había criado.
Cayden se esforzaba cada día más por hacer feliz a su madre.
Pensó satisfecha que, sin proponérselo, Maxwell y ella habían
tomado una buena decisión hacía tantos años. Se giró hacia el
conde e intercambiaron una sonrisa de complicidad.
―¿Habéis decido ya los nombres?―Preguntó Halstead,
que hasta el momento se había mantenido callado.
Cayden miró a su esposa.
―En realidad, si es niña me temo que ya no podremos
utilizar los nombres de nuestras madres.
Alex frunció el ceño.
―Supuse que esperarías un heredero.
―Cariño, no me importaría en absoluto estar rodeado de
preciosas niñas.
Florence intervino.
―¿Le otorgarás el título de cortesía si es varón?
Antes de que Cayden pudiese contestar, Alex preguntó.
―¿Título de cortesía? ¿Lo has usado alguna vez?
―No.
Ante la mirada de extrañeza de su esposa, Cayden aclaró:
―Mi padre nunca me lo otorgó y, aunque lo hubiera
hecho, no lo habría utilizado. Prefería ser tratado como lord
Denson. ―Alzó una mano para detener el comentario que ya
salía de la boca de su esposa―. Pensar en utilizar el título de
cortesía me generaba inquietud, y nunca me detuve a pensar la
razón. Quizá inconscientemente no deseaba utilizar un título que
hubiese sido suyo, no lo sé, tampoco era algo que me importase.
―¿Cuál es el título? ―Quiso saber Alex, curiosa.
Cayden resopló.
―Marqués de Ainsly.
―Leonard Alexander Denson, marqués de Ainsly
―repuso Alex, como probando cómo sonaba.
Cayden soltó una carcajada mientras enarcaba una ceja.
―¿Leonard?
―Bueno, es tu segundo nombre, ¿no? ―contestó ella.
―¿Y por qué no Alexander Maxwell Denson? ―inquirió
Cayden, burlón.
Ante la mirada estupefacta del conde, Cayden se encogió
de hombros. Desde luego no le pondría a su hijo el nombre de
su padre.
Florence intervino.
―Tenéis tiempo de decidiros. Antes de que esto se
convierta en un farragoso debate sobre el orden del nombre del
niño que aún no ha nacido, y que ni siquiera sabemos si va a ser
varón, ¿creéis que Darkwood e Imogen aceptarían pasar las
fiestas con nosotros? Tengo muchos deseos de ver a Imogen y
sus cartas no dicen mucho.
Cayden la miró pensativo.
―Tal vez deberíamos esperar antes de ponerlos en
semejante compromiso, aunque Dark no tendría reparo alguno
en disculparse si no desease venir. Tienen mucho que resolver.
―Miró a su esposa con inquietud―. Quizá mucho más que
nosotros.
Alex frunció el ceño mientras Florence observaba
pensativa el bordado que estaba confeccionando.
―¿Sabes algo que quizá debieras compartir con nosotras?
―inquirió su esposa.
Cayden se encogió de hombros.
―No es mi secreto para contarlo.
―Tanto a ti como a Imogen os dije en su momento que
todos tenemos nuestros propios demonios. No se debería juzgar
a nadie sin conocer sus circunstancias. Muchas veces uno está tan
obsesionado con el pasado que no es capaz de vivir en el
presente ―intervino Florence mientras clavaba su mirada en
Alexandra.
Cayden entrecerró los ojos mientras escrutaba a su
madre. ¿Qué sabía del pasado de Dark? Desde que había
regresado, su madre no dejaba de sorprenderlo con su aguda
inteligencia y su innata intuición, y siempre había tratado a su
amigo con mucho cariño.
Florence captó la suspicacia en la mirada de su hijo.
―Nuestro círculo social es, y era, pese a la abundancia de
aristócratas, muy reducido. He sido joven, Cayden, y he tenido mi
propio grupo de amigos, aunque, en realidad nos conocíamos
más o menos todos los jóvenes de la nobleza. En cada familia de
alguna manera siempre hubo… Si no secretos, sí cosas que se
mantenían en la privacidad, pero de las que casi siempre se
rumoreaba con mayor o menor exactitud. Y sí, conocí a los
padres de Darkwood, al igual que Maxwell.
Cayden sopesó las palabras de su madre. Algo sabía de
los demonios que rondaban a su amigo. Sin embargo, no era su
secreto para compartirlo, mucho menos después de la lealtad que
Dark le había demostrado.
Lo sabrían a su debido tiempo. Mucho se temía que no
tardarían en tener noticias de los condes de Darkwood.
 
 

Fin
 

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