Florencia Garramuño-Rabia-Katatay N 5 2007 (P. 46-48)
Florencia Garramuño-Rabia-Katatay N 5 2007 (P. 46-48)
Colaboran en este número César Aira. Adriana Astutti. Nora Avaro. Mónica Bernabé. Sergio Bizzio. Florencia Bonfiglio.
Mariana Catalin. Luciano Cescut. Sandra Contreras. Sergio Chejfec. Luis Chitarroni. Miguel
Dalmaroni. Leonora Djament. Nora Dominguez. Juan Antonio Ennis. Martín Espada. Laura Estrin.
Enrique Foffani. Sergio Frugoni. Irina Garbatzky. Florencia Garramuño. Alberto Giordano.
Maximiliano Linares. Gonzalo Oyola. Hernán Pas. César Salgado. Rocio Silva Santisteban. Ariel
Schettini. Damián Tabarovsky. Liliana Tozzi. Laura Utrera. Maria Célia Vázquez.
Ilustración de Tapa Asunción de Nuestra Señora de los Deseos. 1996 - acrílico s/tela - 193 x 105 cm.
Pertenece a la Colección del Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (macro)
Mención de Honor en la VI Bienal de Arte Sacro de Buenos Aires - 1996.
www.katatay.com.ar
INDICE
Rotaciones
ANTOLOGÍA DE ESCRITORES
El carrito, La muñeca viajera, de César Aira | 53
La realidad, de Sergio Bizzio | 55
La venganza de lo idílico, de Sergio Chejfec | 57
Escote de confesión, de Luciano Cescut | 60
Querellas
La mala lectura. Algunas notas para no olvidar a Benjamin, por Juan Antonio Ennis | 81
Latinoaméricaen la ciudad historiográfica de José Luis Romero. ¿Un Facundo para el siglo XX? Proyecciones
y derivas de la crítica cultural, por Hernán Pas | 86
Argumentos
Asteriscos
Laura Pollastri (ed.) El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo, por Enrique
Foffani | 106
Bernabé, Mónica. Vida de artista. Bohemia y dandismo en Mariátegui, Valdelomar y Eguren (Lima 1911-1922),
por Rocio Silva Santisteban | 108
Mónica Marinone. Rómulo Gallegos. Imaginario de nación, por Maximiliano Linares | 110
Paula Bruno. Paul Groussac. Un estratega intelectual, por Florencia Bonfiglio | 111
Bombini, Sergio. Los arrabales de la literatura. La historia de la enseñanza literaria en la escuela secundaria
argentina (1860-1960), por Sergio Frugoni | 114
Quiroga, Horacio. Obras V. Diario y Correspondencia, por Laura Utrera | 117
Paula Alonso (comp.). Construcciones impresas. Panfletos, diarios y revistas en la formación de los estados
nacionales en América Latina, 1820-1920, por Hernán Pas | 119
Sergio Pastormerlo. Borges crítico, por María Celia Vázquez | 121
José Luis de Diego. Una poética del error. Las novelas de Juan Martini, por Liliana Tozzi | 125
Alberto Giordano. Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, por Irina Garbatzky | 127
Ignacio Sánchez-Prado (ed.) América Latina en la «literatura mundial», por Gonzalo Oyola | 128
4 KATATAY Rotaciones
5
ILUSTRACIÓN DE LA PORTADA
Graciela Carnevale
Rosario, setiembre 2007
6 KATATAY Rotaciones
Basta con cruzarse semanalmente con los suplementos y revistas culturales para ver
que la nueva narrativa argentina es un interés y hasta un tópico del momento. Se trata, por
supuesto, de un interés y un tópico que recurren periódicamente, toda vez que la nuestra es
la tradición de lo nuevo. Aún así, las lecturas del presente que en los últimos meses han
puesto en el centro de la discusión no sólo el paso de un sistema literario a otro sino también,
y sobre todo, la puesta en cuestión, y hasta la transformación, del estatuto mismo de la
literatura hoy, de su concepto y de los valores a él asociados (me refiero, centralmente, a las
intervenciones de Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer, también a las de Reinaldo Laddaga y
Tamara Kamenszain), estarían dando la pauta de que esta discusión (que desde luego ni es
reciente ni mucho menos exclusiva de la literatura argentina) parece haberse acelerado en
nuestro contexto inmediato con el cambio de siglo. Tal vez porque es recién en los últimos
años que se ha vuelto más evidente –o más espectacular– el problema más interesante de
esa transformación como es el de la tensión, medular cuando se trata del presente inmediato,
entre las insistencias del pasado y las líneas de fuga hacia el futuro.1
Los ensayos que escribieron los críticos y los editores convocados para este dossier no
sólo intervienen en este debate con una versión del estado de la narrativa argentina contem-
poránea sino que constituyen ellos mismos –lo que por supuesto es lo mismo– una versión
de los estados actuales de la lectura (y para definir un estado actual de la literatura hay que
pensar, desde luego, lo que se escribe, lo que se está escribiendo, pero también lo que se lee,
lo que se está leyendo). En este sentido, el orden que elegí darles pretende ser, a su vez, una
lectura, una percepción, de estos estados. Un par de comentarios, entonces, sobre esta
disposición.
La literatura, la calidad. Si el diagnóstico de Josefina Ludmer sobre las literaturas
postautónomas y su pérdida de especificidad y valor literarios funciona –en principio y dicho
aquí de un modo algo apresurado– como una tácita respuesta a la apuesta fuerte de Beatriz
Sarlo por seguir discutiendo, hoy, en el contexto posmoderno de la disolución de las las
jerarquías, los presupuestos estéticos de los textos, su cualidad artística diferencial, los
artículos de Miguel Dalmaroni y de Nora Avaro junto con la entrevista de Ariel Schettini a
Daniel Link, Washington Cucurto, Fabián Casas y Lucía Puenzo, apuntan al nudo de la cues-
tión. Y lo hacen poniendo en evidencia aquello que una banal –e injusta para con sus mati-
ces– oposición entre las intervenciones de Ludmer y Sarlo nos impediría ver: los modos cada
vez nuevos y hasta divergentes en que la pregunta por el valor insiste en una atmósfera
cultural y artística, sin duda muy modificada, como la presente. Por ejemplo, ¿de qué modo
–¿cómo?, ¿cuánto?– insisten los nombres literarios y “altos” de Saer, Aira, Beckett, Balzac,
Vallejo, entre los escritores “nuevos” que quieren liberarse de lo paralizante de una noción
como la de Literatura, o que afirman su escritura contra un valor como el de la calidad? O
bien, y para precisar la intervención de una sensibilidad crítica como la de Dalmaroni (que
define, por ejemplo, la singularidad de la literatura de Esteban López Brusa por el valor que
resta en el fastidio o en la decepción que pueden provocar los “mecanismos afectivos” de un
novelista literariamente irresponsable): ¿cómo seguir formulando, cómo seguir pensando, la
pregunta por la literatura en su especificidad sin limitarla a la innovación –provocadora, van-
guardista: cualitativa, diría Sarlo– de las formas? Y también: ¿por qué sigue produciendo
tanto efecto de sentido –por qué nos sigue interesando– una lectura como la de Nora Avaro
que se detiene con minucia analítica y perspectiva valorativa (y ese detenimiento formal y
cualitativo es, claro está, una intervención en el contexto de la disolución de los valores y las
categorías literarias) en ese punto en que el “escribir bien” pudo transformarse, hoy, en la
* Sandra Contreras (1963) enseña literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario y es investigadora de CONICET.
Publicó Las vueltas de César Aira (Beatriz Viterbo Editora, 2002).
1
Beatriz Sarlo: “¿Pornografía o fashion?”, Punto de Vista, Nº 83, diciembre 2005, y “Sujetos y tecnologías. La novela después de
la historia”, Punto de Vista, Nº 86, diciembre 2006. Josefina Ludmer: “Literaturas postautónomas” (diciembre 2006) y “Literaturas
postautónomas 2” (mayo 2007) en www.loescrito.net. Reinaldo Laddaga: Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa
latinoamericana de las últimas dos décadas. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2007. Tamara Kamenszain: La boca del testimonio. Lo
que dice la poesía. Buenos Aires: Norma, 2007.
ALGO MÁS SOBRE LA NARRATIVA ARGENTINA DEL PRESENTE 7
“gran” novela de Alan Pauls, en la efectuación –por cierto algo anacrónica- de un espesor
novelístico que va más allá del destello retórico? La tensión entre el rechazo a la calidad y el
valor de las formas es uno de los nudos del debate en las escrituras y lecturas del presente.
Lo inquietante de ese libro no escrito que está en el centro de El desperdicio (2007), la última
novela de Matilde Sánchez, podría ser un signo, indirecto y ficcional, de esa tensión: el libro
como desperdicio –ese resto que se tira o que hay que descartar: lo que (ya) no se escribe–
, y a la vez, en la voz que quiere escribir hoy, el libro desperdiciado –eso que se extraña y se
lamenta como proyecto malogrado y que por eso mismo todavía es la cifra de un Deseo.
El autor, el estilo. Alrededor de este nudo “formal”, las lecturas de Nora Domínguez y de
Alberto Giordano vuelven a otra de las insistencias más problemáticas, y más interesantes,
en la era del debilitamiento de la ansiedad autoral: el mito del escritor, la marca del estilo. Sigo
pensando que aun promoviendo una poética contra la superstición de calidad, y al otro lado
de la “devaluación” que pudo o pueda todavía afectarla, la literatura para César Aira es una
actividad esencialmente cualitativa que obtiene su valor del caudal de invención y de su
marca, absoluta, de singularidad; que si hay algo de potente en su operación es la eficacia
con que conmociona el sistema de valores que rige en la tradición de la literatura nacional al
mismo tiempo que inventa, con intransigencia radical, un procedimiento automático que vale
en la exacta medida en que es indisociable del nombre propio y del estilo singularísimo del
artista. La lectura que hace Nora Domínguez de las edades de Aira, de los diversos modos
en que el tiempo como experiencia y la experiencia narrativa del tiempo construyen un mito
de escritor es, creo yo, la evidencia de esos gestos críticos que saben que para apuntar al
nudo del presente, hoy, es preciso darle vueltas a la ambivalencia de las paradojas –por
caso, los modos singularísimos y los inéditos efectos de sentido que adopta y arroja la
invención de un mito personal en la era de la muerte del autor. El ensayo de Alberto Giordano
sobre Dos relatos porteños de Raúl Escari me pareció un ideal (y provisorio, por cierto) cierre
a esta parábola, no sólo porque nos recuerda –por si lo habíamos olvidado– la obviedad de
que para pensar un estado actual de la literatura no hace falta limitarse a las edades biológi-
cas de las generaciones, sino porque su puesta en foco en el giro autobiográfico que –dice–
ha tomado la literatura argentina en los últimos años (y esto no solo en los diarios, autobio-
grafías, y escrituras íntimas sino hasta en los blogs de los escritores cuya atmósfera es la de
la no-autoridad, la de la escritura colectiva), es también la prueba de que la relación con el
presente –la ontología del presente como quería Foucault– es tanto más “moderna”, tanto
más “crítica”, cuanto mejor dispuesta esté –cuanto menos reactiva sea– a la percepción de
los modos en que insisten ciertas afecciones y ciertos deseos del pasado, esto es, a la
percepción de los modos en que esas afecciones y deseos sobreviven en y por su transfigu-
ración. Hay un magnífico ensayo de Georges Didi-Huberman sobre la paradójica fecundidad
del anacronismo; se llama Ante el tiempo. 2
Los legados, la voz. El trauma de Cucurto en el final de la entrevista, ante lo que observa
Beatriz Sarlo (que todos sus personajes hablen igual) interesa en más de un sentido. Primero,
porque es el registro de un señalamiento de la crítica (el narrador sumergido en las voces de
sus personajes, el aplanamiento de las voces aun en el estilo más barroco) que, paradójica-
mente, y extrañamente para mí, incluye en el diagnóstico de la narrativa argentina del
presente a aquel cuyo “rosario de hallazgos lingüísticos paraguayos o dominicanos” –para
decirlo con Silvio Mattoni a propósito de Cosas de negros–, “no es más que la apariencia
necesaria para que una escritura, un estilo imponente fabriquen su propia totalidad.”3 Segun-
do, porque, entre auténtico e irónico, entre lo real y lo ficcional que hay en la invención de una
voz, la respuesta de Cucurto registra la lección del maestro (en este caso, Puig) al mismo
tiempo que muestra la imposibilidad –o la inutilidad, o el desinterés, nunca el rechazo– de
aprenderla.
El trauma es interesante por sintomático de un estado de la lectura en el que se viene
debatiendo no tanto el peso de los legados para los nuevos narradores –ya no Borges ni
Cortázar, pero sí Puig, Aira, Saer– cuanto la legitimidad de la herencia, mejor dicho: la legiti-
midad de su uso. Si la narración es desaforada y se acelera en acumulación de delirios e
2
Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2006 [Editions du Minuit,
2000] Si algo nos enseña este ensayo sobre la supervivencia del aura en el mundo contemporáneo –sobre la legitimidad y las
condiciones de posibilidad de su pregunta– es que hablar de cosas “muertas” o de problemas “perimidos” –en particular cuando se
trata del aura– y que hablar incluso de “renacimientos” –incluso cuando se trata del aura– es hablar de un orden de hechos
consecutivos que ignora la indestructibilidad, la transformabilidad, y el anacronismo de los acontecimientos de la memoria.
3
Silvio Mattoni: “La fabricación de un idioma” en Suplemento Cultural de La voz del interior, setiembre 2003.
8 KATATAY Rotaciones
4
“El personaje y su sombra. Re-realismos y desrealismos en el escritor argentino actual”, en Boletín/12 del Centro de Estudios de
Teoría y Crítica Literaria, diciembre 2005.
ALGO MÁS SOBRE LA NARRATIVA ARGENTINA DEL PRESENTE 9
Sandra Contreras
5
Damián Tabarovsky: Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004), Kafka de vacaciones (Beatriz Viterbo, 1998 ), Las Hernias
(Editorial Sudamericana, 2004)
6
. Lo que citamos sobre Rabia corresponde a la reseña que escribió Rogelio de Marchi para Radar Libros en setiembre de 2005. Lo
que citamos sobre “Donaldson Park” corresponde al Prólogo de Mónica Bernabé para el volumen Idea Crónica (compilado por María
Sonia Cristoff para Beatriz Viterbo Editora, en 2006), en el que esa crónica de Sergio Chejfec se publicó por primera vez.
7
. Lo que citamos sobre Más extraño que la verdad (2005) corresponde a la reseña que escribió Susana Rossano para la Revista
Cultural Ñ, de Clarín, en marzo de 2006.
10 KATATAY Rotaciones
*Nora Domínguez (1951) enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires donde además investiga sobre representacio-
nes de género en las literaturas argentina y latinoamericana y la escritura de mujeres. Junto con Carmen Perilli compiló el volumen
Fábulas del género. Literatura y sexualidad en América Latina (1998), y junto con Ana Amado el volumen Lazos de familia.
Herencias, cuerpos, ficciones (2004). Acaba de publicar en Beatriz Viterbo Editora su libro De donde vienen los niños. Maternidad
y escritura en la cultura argentina.
1
Aira publica su primer libro Moreira en 1975 y hasta hoy suman más de cincuenta títulos entre novelas, relatos, ensayos.
2
Alguna de sus críticas más agudas ha visto en esa sucesión de fechas la ficción de un diario de escritor. Ver Contreras, Sandra.
“César Aira: vueltas sobre el realismo”, en César Aira, une révolution. Tigre / Hors série, Université Stendhal-Grénoble 3, 2005.
3
Aira, César. Las tres fechas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2001
4
“La innovación”, en Boletín/4 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, 1995.
5
Me refiero a los siguientes ensayos: Alejandra Pizarnik, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1998; “El sultán”, Paradoxa, Año VI,
Nº 6, 1991; Nouvelles Impressions du Petit Maroc, Saint-Nazaire, M.E.E.T.,1991; Copi. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1991;
“Arlt”, en Paradoxa Nº 7, 1993; “Ars narrativa”, Criterion , Nº 8, enero 1994; “Prólogo” a Lamborghini, Osvaldo. Novelas y cuentos.
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988; “La prosopopeya” en www.beatrizviterbo.com.ar/zunino y zungri
LA EDAD DE LOS RELATOS. TIEMPO Y ESCRITURA EN CÉSAR AIRA 11
aquello que está antes de que una voz ocupe un espacio. La literatura de Lamborghini, que
Aira lee “antes de su publicación” y para la cual la prepara como materia póstuma, es interpre-
tada según el prisma temporal en términos de una perfección sin vueltas que salía “bien de
entrada”: “No había parto. En todo caso lo había habido”. Las lecturas de “los otros” se confor-
man como teorías personales y es posible encontrar variantes, traducciones –lo que de
variable y repetición, cita y transformación tiene toda traducción–, en la propia narrativa de
Aira. Quiero decir, es posible, seguir programas de lectura sobre sus textos a partir de las
líneas que él despliega sobre sus autores preferidos. Por ejemplo, ir ensayando un ejercicio
de imaginación o práctica crítica alrededor de la concentración del tiempo como disparador
de situaciones catastróficas que él advierte en Copi a los modos en que Aira trabaja los
puntos de cataclismo narrativo por ejemplo en El sueño (1998) o en La mendiga (1998). O
cómo esa mímesis del estilo materno que descubre en Puig se traduce en sus novelas en
una proliferación de figuras de madres con sus correspondientes cortejos de niños mons-
truos (La costurera y el viento, 1994; Cómo me hice monja, 1993; El bautismo, 1991, entre
otros). Hay, entonces, una posibilidad de rastreo de las fábulas que conforman el mito de
escritor que Sandra Contreras ha caracterizado muy bien como “la novela del artista”6. Él, por
su parte, no renuncia a crearlas. Sostiene que no vale la pena hacerlo porque “la renuncia a
crear mitos es la condición necesaria para crear el mito personal del escritor. Es como si los
únicos cuentos de que dispusiéramos para contarles a nuestros hijos fueran la ‘vida y obra’
de los escritores que amamos” (Copi, 91). A estos enlaces ineludibles vuelve en Las tres
fechas, los que se suman en tanto preocupación literaria a los otros que previamente había
ido dispersando como las versiones ficcionales del escritor César Aira (La costurera y el
viento, Cómo me hice monja, Embalse, de 1992 o Las curas milagrosas del Dr. Aira, de
1998)). El mito de escritor sirve a la novela y al ensayo. Es una idea que no abandona y a la
que regresa obsesivamente, es una “combinación propia”, un punto donde convergen las
líneas familiares, las lecturas, el sistema de invenciones, las maneras que el escritor adopta
para mostrarse u ocultarse en los textos, “una fórmula” que se inventa “para organizar el
complejo de percepciones y afectos y mediante esta organización volverlo experiencia con la
cual escribir”. El escritor autoconstruye su propio mito, como una especie de depósito gene-
rador de ideas, experiencias y estilos que le sirve para su actividad. A la vez el mito se
desparrama como una imagen, una manera de estar en el mundo de los escritores, casi una
marca, un nombre propio, una firma, un estilo. “Y los escritores –dirá– son mitos. No el mero
escritor como sujeto biográfico, sino el complejo que forma su vida y su obra, su fórmula, su
estilo”7. El estilo es un modo de apropiación, un uso de la lengua materna hasta que consiga
agotarla y llevarla al contacto con una lengua lejana para lograr su punto de exotismo.8
Entre 1999 y diciembre del 2000, después de haber cumplido en febrero del noventa y
nueve cincuenta años, Aira escribe Cumpleaños (2001), Un sueño realizado (2001), El mago
(2002), Varamo (2002) –que es la historia de un escritor de esa edad que nunca escribió una
sola línea y redacta un poema extenso que se convertirá en “una obra maestra”–, y Las tres
fechas que, escrito después de todas estas novelas, se publica antes de las dos últimas9.
Años de registros del tiempo de la vida “real” y de la vida “literaria”, de cortes simbólicos, de
saltos, de nuevas teorizaciones y preguntas por el estilo. No estamos en condiciones de
afirmar que se trata de un punto de inflexión, un abandono de temáticas o cuestiones litera-
rias a resolver y una puesta en marcha de otras. Por otra parte el abandono no forma parte del
estilo aireano; en su lugar más bien se trata de la insistencia como método para constituir el
punto de emergencia de algo nuevo. En Cumpleaños retoma la ficción autobiográfica que
había practicado en Cómo me hice monja y en Varamo postula a la novela como un discurso
genético sobre un supuesto texto de vanguardia del modernismo y practica su ejercicio de
“innovación”, generando un nuevo espacio para otra de sus teorías lingüísticas. Después de
todo, él mismo ha dicho que el escritor es “una proliferación de teorías, de teorías falsas”
(Nouvelless Impressions Du Petit Maroc, 41). No estamos en condiciones de afirmar un
cambio, decíamos, porque al mismo tiempo Aira siguió publicando novelas situadas en espa-
cios barriales, con actividades y personajes típicos de la crisis económica como La villa
(2001) y Las noches de Flores (2004) y las “novelitas” que, bien podrían entrar en el conjunto
6
Contreras, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2002.
7
Estas últimas citas pertenecen al ensayo “Particularidades absolutas”, Nueve perros, Año I, Nº 1.
8
Aira formula teorías singulares sobre lengua materna y lengua extranjera en Copi (especialmente el capítulo III), Nouvelles
Impressions du Petit Maroc y “La prosopopeya”.
9
Cumpleaños. Barcelona, Mondadori, 2001; Un sueño realizado . Buenos Aires, Alfaguara, 2001; El Mago. Barcelona, Mondadori,
2002; y Varamo. Barcelona, Anagrama, 2002.
12 KATATAY Rotaciones
de relatos “frívolos”, “imperfectos”, “banales”, insignificantes (atributos con que los ha trata-
do cierta crítica), como Yo era una chica moderna (2004) o Yo era una niña de siete años
(2005).
En estas últimas producciones y en “El carrito” –texto que acompaña esta presentación–,
valiéndose de un uso más extendido de la primera persona, Aira continúa con esa perspecti-
va de recién llegado, de alguien que parece ver el mundo y medir sus posibles aventuras por
primera vez. Desde la sorpresa y la ingenuidad de una mirada cuasi infantil como la que
portaba el personaje de Asís en “El vestido rosa” (1984) que, casi vaciada de referencias
intentaba delimitar las diferencias sexuales, se descubren los objetos, las historias que con-
tienen el accionar de su funcionamiento o las reflexiones filosóficas que disparan. En esta
última serie, que juega con las posibles identificaciones del yo a través del “Yo era…” y en la
que todavía falta un texto para completar la anunciada trilogía, parece perfilarse un acento en
el devenir “afectivo” de los objetos, una posible identificación entre el yo y el “otro” (padre,
sirvientes, una niña que llora o un carrito) que contiene también la posibilidad de la analogía
literaria. El mundo del carrito se parece al mundo del narrador (“Es paradójico, pero yo que me
siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de
supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible
que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era
más secreto, más radical, más desinteresado.”). El llanto de una niña por la pérdida de su
muñeca se acerca a la idea de pérdida como figuración simbólica con la que arranca todo
texto. Dice el yo de un texto tan conmovedor como “La muñeca viajera”, que además relata
una historia de Kafka con otra niña y su muñeca, para verificar en ella la dicha de una
escritura, es decir, una felicidad del siglo, donde “hacer el esfuerzo de entrar en las relatividades
de su mundo se equivale con el trabajo de entrar al mundo de un artista, donde todo es
signo”. Aira ve la posibilidad de invención en objetos, personajes y situaciones del mundo
real y en ese núcleo disparador de ficcionalidad observa el punto de semejanza con la activi-
dad que desarrolla el artista. El artista como niño o, mejor, el niño-artista se lleva todos los
honores. En el libro sobre Copi habla de un don de estos niños de hacer arte antes de la obra
de arte, de una permanencia activa antes de que la obra se realice, de un continuo entre la
vida y el arte, pero también de un salto de un extremo al otro. Ser un niño artista implicará
realizar una voluntad, “lo nietzcheano, que implica un dominio del tiempo pues vuelve simul-
táneos el antes y el después en el mediodía de la creación artística.” (Copi, 73). Los niños
están antes pero a su vez contienen el futuro, y por eso resultan figuras privilegiadas para
hacer funcionar el continuo que propone la escritura de Aira. Dominan el tiempo porque de-
sean su transcurrir y las experiencias que encierran las salidas y las llegadas. Así parecen
serios displicentes de las marcas que imponen las fechas.
En los ensayos escritos en los primeros años de los 90, el repertorio de términos con que
Aira se ocupaba de lo literario incluía la idea del escritor como un imitador del universo de la
madre, de la prosopopeya como procedimiento de delegación y puesta en escena de voces,
del sobreviviente como la figura que toma a su cargo la narración, de la posibilidad de alcan-
zar el dominio de la lengua materna a través de un arribo a la cima de la imperfección, de los
usos ficcionales de un personaje tópico, de las formas miniaturizadas que conforman tiempo
y espacio hasta estallar en la catástrofe y el salto.10 En los ensayos del fin de la década y
comienzos del siglo, los que rodean el espacio-tiempo simbólico de la fecha del “cumplea-
ños”, el tiempo continúa vigente en cuanto preocupación teórica pero los términos de su
tratamiento han variado. Tal vez para no repetirse o, por el contrario, para perseguir la repeti-
ción y dejarse llevar por su tendencia al infinito que la hace siempre otra (“Particularidades
absolutas”). En esta etapa circulan las reflexiones sobre las correspondencias, ajustes y
correcciones entre experiencia y literatura, entre literatura e Historia, entre la imaginación del
futuro y el anacronismo del presente, entre las “partículas de realidad” y las “presencias
absolutas” y los vínculos entre los rasgos circunstanciales y su adaptación al indirecto libre.
La terminología proviene estrictamente de sus textos.
En Cumpleaños, el narrador vuelve a Pringles y evalúa desde allí el carácter fatalmente
absurdo y arbitrario de que la fecha de nacimiento es potencialmente significativa y exacta.
La fecha no refleja una vida vivida ni tampoco un saber acumulado: el narrador se asombra
porque no entiende de dónde proviene la sombra de la Luna. Sin embargo, vuelve sobre lo
vivido (los amigos muertos, la Revolución traicionada, el sistema de lecturas, el mundo de
Pringles). Únicamente a través de una dosis de ligereza e ironía un escritor de su tipo puede
10
Ver Copi, “El sultán”, “La prosopopeya” y los otros ensayos citados.
LA EDAD DE LOS RELATOS. TIEMPO Y ESCRITURA EN CÉSAR AIRA 13
narrar el miedo a quedarse sin historias o la melancolía por no poder contarlo todo. Como el
personaje de Varamo pero al revés, Aira cuenta la historia del matemático de veintiún años
que la noche antes de morir escribe la gran teoría fundadora de la matemática moderna. “No
se escriben novelas el día antes de morir” afirmará el narrador después de relatar la anécdota,
los rasgos circunstanciales que condicionaron la creación de la obra y la llegada de la muer-
te. El joven matemático puede escribir este tipo de obra en un día porque no precisa de una
acumulación de tiempo como sucede con la novela. Cumpleaños va hacia un final que corro-
bore ese impulso juvenil y para certificar que: “Para escribir hay que ser joven; para escribir
bien hay que ser un joven superdotado. A los cincuenta años ya se ha perdido gran parte de
la energía y la precisión” (105). Los “rasgos circunstanciales” dejan leer el producto (la teoría,
la novela) desde otros ángulos. En Nouvelles Impressions du Petit Maroc, un ensayo que
escribe en primera persona, Aira relata su experiencia de escritor extranjero en Francia, se
sumerge en reflexiones sobre el cuaderno de notas, un género por el que siente aversión
porque pretende actuar contra el olvido y la repetición cuando éstos son elementos centrales
del texto literario. El viaje a otro país, ¿otra dimensión?, parece despertar ideas acerca de
cómo se usa la lengua materna y cuál es el desvío, esa salida hacia otro lado, que la funda
mientras la vuelve imperfecta. De modo similar el narrador de Cumpleaños, aparentemente
afectado por ese pasaje a otra instancia temporal observa a una joven empleada del bar
como una futura escritora que toma notas. El proyecto superador que impide el temor a la
caída es el deseo de cambio, la instauración del salto que postula la escritura de una “Enci-
clopedia”. No es realización sino deseo, tiempo futuro, conjetura, cúmulo de ideas posibles.
La “Enciclopedia” sería un “campo de batalla” contra el ejemplo, una totalidad agujereada,
pero también un broche de oro, el sueño que no llega porque falta la juventud.
En Varamo, el narrador apunta: “Los rasgos circunstanciales incumben a la ocupación del
tiempo; el indirecto libre, al sujeto de esa ocupación. Sin los primeros, no hay tiempo; sin el
segundo, el tiempo queda vacío. Los rasgos circunstanciales son objeto de la invención; el
indirecto libre, de la improvisación.” (68) Decíamos entonces que entre unos y otros argumen-
tos literarios (los de los 90 y los del 2000), dispersos en ensayos y novelas, no hay líneas
fuertes de transformación, ni distancias críticas manifiestas, solo que al alterarse los espa-
cios de ocupación y renovarse los métodos cartográficos de lectura y análisis, los objetos de
atención viran el régimen de sus sentidos. Así, en esta novela que cuenta la historia de un
personaje más o menos oscuro que deviene escritor de vanguardia en una sola noche y por
obra de un encargo de unos editores de best-sellers, la reflexión del narrador se constituye en
un vértice por donde pasan las disquisiciones entre la invención y el registro documental de
la realidad, la confusión que produce el recurso del indirecto libre entre la primera y la tercera
personas, la relación entre literatura experimental y crítica literaria, el carácter abierto de toda
obra de vanguardia. El narrador discurre sobre su modo de actuar con el texto del poeta
Varamo y es eficaz en sus definiciones: “es de vanguardia todo arte que permite la recons-
trucción de las circunstancias reales de las que nació. Mientras que la obra de arte conven-
cional tematiza la causa y el efecto, y con ello se cierra alucinatoriamente sobre sí misma, la
obra vanguardista queda abierta a sus condiciones de existencia” (64). Por eso el texto crítico
que la ficción dice escribir, sostenido en la lectura del poema y su reconstrucción, apunta que
ésta sale del poema mismo. El poema, entonces, es la unidad autosuficiente y única que
permite el rastreo de toda “partícula de realidad que le dio origen”.11 Si el poema es la apari-
ción de algo nuevo en el mundo, la voz que sostiene el narrador en Varamo le inventa un
origen, crea el tiempo del origen a través de la reconstrucción postulada, inventada. Y para
hablar de esos usos de la voz y teorizar sobre los discursos acude a la ficción de un coro de
voces que cree escuchar el personaje, unas voces transmitidas por parlantes que ocultan
actividades clandestinas de contrabando y que el oficinista a punto de devenir poeta confun-
de con voces internas. Si hay algo que inventa Aira en cada texto es una especie de máquina
de escenas autorreferenciales, donde cada historia se cuenta a sí misma en diferentes nive-
les: el de la sucesión de escenas y explicaciones, el de la ficción, el de la reflexión que
practican narradores y personajes, el de la teorización literaria. Una cadena de vacíos, de
agujeros, de puestas en abismo por donde su prosa circula con enorme goce y pericia.
El tono irónico de las reconvenciones críticas sobre la literatura vuelve sobre otro de los
temas más caros a la teoría literaria: la relación entre forma y contenido para disponer sobre
ella otra asociación. Esta se revela como una especie de contacto dispar y descabellado
11
Para un tratamiento del realismo en Aira ver también de Sandra Contreras “En torno del realismo”. Confines, Nº 17, diciembre 2005.
14 KATATAY Rotaciones
entre elementos divergentes, una especie de salida crítica surrealista que nos permite abrir
una línea de lectura con otros textos e ideas aireanas. Dice el narrador de Varamo que el
contenido de la ansiedad del poeta en las horas previas a la escritura fue el dinero y el
método utilizado para transmitir ese estado de ánimo fue el indirecto libre y así afirmará con
absoluto desparpajo “... y hay una identidad profunda, que nadie podría negar, entre dinero e
indirecto libre”. (67) El indirecto libre como estilo mueve y explica cada paso del discurso así
como el dinero mueve al mundo. El texto dice ubicarnos en el universo de las abstracciones,
de las síntesis de sentido, de las analogías, de modo que quizás resulte productivo recordar
que en otra zona de sus textos era la figura de la madre la que proponía y resumía un estilo
literario. Un estilo vinculado no solo con poner en movimiento al mundo sino con poner sobre
él cuerpos y voces. Esta constelación que se arma entre madres, dinero y estilos en esta
novela trata de “ilustrar”, en relación con el segundo, el dilema entablado entre el libro como
manufactura y el texto único de la literatura hispanoamericana mientras que, en el caso de
las madres, se manifiesta en la posible singularización del hijo único y el séquito de mons-
truos que produce su pertenencia a la especie. Lo que se problematiza en uno o en otro
andarivel son los movimientos de una literatura que está pensando las múltiples ecuaciones
entre identidad y diferencia, entre lo particular y lo general, sobre todo sus puntos de fuga,
sus combinatorias, sus salidas al infinito.
En el universo narrativo de Aira, las madres, muchas y diversas, son la quintaesencia del
enigma y resultan motor de lo novelesco. En ellas se concentran las respuestas a otros
enigmas: el de la vida y la muerte, el terror y la felicidad, la materia y la forma, la sinrazón y
la cordura o la locura y la estupidez, la realidad y la ficción. En una porción importante de las
novelas la pregunta por el origen de los niños deviene una pregunta por la diferencia sexual y
por la naturaleza de las madres. Los primeros, tan sólo “un episodio de sexualidad” (La luz
argentina, 1983), podrán convertirse en monstruos y así formar parte de otra lógica.12 La
narrativa de Aira vuelve a contar una y otra vez historias vinculadas con las ideas de origen,
generación, matriz, sucesión que sin duda vinculan relatos y madres. En “El sultán” Aira
llama a Puig, el “poeta de la maternidad” ya que anudaba historia y estilo en la figura de la
madre: “Una voz tiene estilo en función de su historia familiar. Antes de la voz está el gesto
con que la voz se propone, y eso es lo que da la madre. El hijo la imita sin saberlo”. Esta voz
que llega desde la muerte, desde la noche, proviene de un “mecanismo prenatal”, un instante
previo al mundo, a la representación, del que se obtiene un gesto. Si del gesto no se espera
sonido alguno, de la voz, sí. Para Aira esa voz ya viene dentro de una lengua e implica un
trabajo específico con ella. La voz es propiedad del “sobreviviente”, el hijo, el único que tiene
la capacidad de narrar, de construir esa voz y así de imitar a la madre.13
En tanto la voz en tránsito que va de una historia a otra es sólo la voz de un sobrevi-
viente14 , éste no puede más que permanecer entre la vida y la muerte (como el personaje de
Cómo me hice monja), entre la irrupción y el desvanecimiento. El par madre e hijo, constituido
como dispositivo ficcional, se dispersa por una gran parte de las novelas donde estas rela-
ciones se concentran e irradian hasta el punto de construir tipos de relatos según tipos de
12
Aira formula su lógica del monstruo en “Arlt”. Aquí define al monstruo como un organismo, una conciencia, una individualidad
absoluta que florece en el espacio-tiempo, un lenguaje. El monstruo es un dispositivo eficaz que puede trabajar con cualquier
material. Madres y monstruos en tanto engranajes ficcionales pueden entrar en cualquier combinatoria para seguir generando
ficción. En algunos textos se acoplan y funcionan juntos, por ejemplo, La costurera y el viento, La luz argentina y El sueño. En
una entrevista realizada para la televisión de España en el 2004 Aira explica: “El monstruo es único, no tiene con quién casarse
ni con quién procrear descendencia. El monstruo es siempre como un símbolo de la extinción, porque el monstruo, es mi idea,
constituye una especie, pero una especie constituida por un solo individuo, entonces no tiene posibilidad de ir más allá. Por eso
se les suele dar el don de la inmortalidad, se los suele hacer sobrevivir de algún modo distinto del que encontramos nosotros que
es el de reproducirnos, y por eso los monstruos tienen, en fin, esa melancolía, del ser que se sabe condenado a una extinción
definitiva, pero que no es del todo definitiva, digamos, la posteridad del monstruo es su leyenda. En eso el monstruo es un ente
casi ar tístico, porque lo único que puede dejar es la historia que fue”. Ver la entrevista completa en http:/www./
personal.telefonica.terra.es/web/bichomosquito En 1993 el monstruo como dispositivo del relato que le imprimía velocidad iba
siempre adelante; en el 2004, sin perder su naturaleza aventurera y vertiginosa ¿busca otra forma del más allá? En este momento
parece detentar una posteridad que retome su pasado, lo que “ya fue”.
13
Aira, César. “El sultán”, art. cit.
14
La figura no aparece solo en referencia a la estética de Puig, también cuando escribe sobre Alejandra Pizarnik o Copi, Aira
descubre la presencia de un sobreviviente, listo para armar su lugar de enunciación. Se trata de un punto de vista central en la
constitución de su producción ficcional y crítica, de tal manera que Sandra Contreras, en el excelente libro que escribe sobre Aira,
utiliza la figura del sobreviviente como una figura central de su teorización. Dice Contreras que Aira constituye a la novela en una
forma de supervivencia artística porque la pregunta fundamental sobre la que se arman sus ficciones es cómo seguir haciendo arte
cuando el arte ya ha sido hecho, cómo seguir escribiendo después del final o cómo volver al procedimiento vanguardista. Por eso las
figuraciones del final y del comienzo (con las que Contreras ordena su lectura) son centrales en el conjunto de la producción. La
supervivencia, dice Contreras, es además materia del relato. Ver Las vueltas de César Aira, ed. cit.
LA EDAD DE LOS RELATOS. TIEMPO Y ESCRITURA EN CÉSAR AIRA 15
15
He planteado y desarrollado este aspecto de la obra de César Aira en mi libro De donde vienen los niños. Maternidad y escritura
en la cultura argentina. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2007.
16
En Varamo todavía persiste una historia materna. La madre del futuro poeta es loca, china y viuda. Su momento de emergencia
en la novela es de una construcción desopilante, como tantas otras madres de este universo. Pero sus efectos como personaje
se diluyen a favor de otras situaciones
17
En Un sueño realizado, el narrador en primera también es un cincuentón, alejado de preocupaciones literarias que sin embargo
explica que sólo tiene un argumento con el que se podría haber convertido en escritor. La marca de la edad parece imponer una
mirada, la posibilidad de decir “yo tuve una historia” y que esa historia constituya y se constituya en el pasado. Por otra parte, el
narrador vive preocupado por tener una experiencia, concepto que reenvía otra vez a lo que en Las tres fechas se formula como
problema teórico. Sandra Contreras en “César Aira: vueltas sobre el realismo” también vincula estos textos y apunta que la falta
de experiencia es el leit motiv de los libros que ficcionaliza la figura del escritor.
18
“Desde que la amenaza de muerte hizo su aparición tan brutal en mi vida, hace unos meses, el tiempo ha tomado un peso distinto;
el tiempo de escribir ha empezado a mostrar su revés, que es el tiempo de vivir,” decía el narrador de “Taxol” en Aira, César.Taxol,
precedido de Duchamp en México y La Broma. Buenos Aires, Simurg, 1997, pág. 103
16 KATATAY Rotaciones
LA DESPROPORCIÓN
SOBRE LAS NOVELAS DE LÓPEZ BRUSA Y BECERRA*
Miguel Dalmaroni **
* El último apartado de estas notas retoma y corrige parte de las reseñas sobre dos novelas de Juan José Becerra publicadas en
www.bazaramericano.com
** Miguel Dalmaroni (1958) enseña Literatura Argentina y Teoría Literaria en la Universidad de La Plata, y es investigador del
CONICET. Ha escrito ensayos sobre debates críticos y acerca de Juan Gelman, Alejandra Pizarnik y Juan José Saer, entre otros.
En 2004 publicó su libro La palabra justa. Literatura, crítica y memoria en la Argentina (1960-2002) y en 2006 su libro Una república
de las letras. Lugones, Rojas, Payró: escritores argentinos y Estado.
1
Diferentes registros o discusiones de esa persistencia pueden verse, entre otras, en intervenciones más o menos recientes de
Damián Tabarovsky, Martín Kohan, Marcelo Cohen o Beatriz Sarlo (Tabarovsky, D. Literatura de izquierda . Rosario: Beatriz Viterbo,
2004; Kohan, M. “Más acá del bien y del mal. La novela hoy”, Punto de vista, XVII, 83, diciembre de 2005, 7-12; Cohen, M. “Prosa
de Estado y estados de la prosa”, Otra parte. Revista de letras y artes, 8, otoño 2006, 1-8; Sarlo, B. “¿Pornografía o fashion?”,
Punto de vista, XVII, 83, diciembre de 2005, 13-17.
2
En el campo de la crítica argentina, Tama Kamenszain ha recordado hace poco ese nudo decisivo del acontecimiento literario como
presencia del resto, en su libro La boca del testimonio. Lo que dice la poesía . Buenos Aires: Norma, 2007.
3
Raymond Williams y Michael Orrom, Preface to Film, Londres: Film Drama Limited, 1954, 21-22.
4
Hall, Stuart, “Los estudios culturales y sus legados teóricos”, Voces y culturas. Revista de comunicación, 16, II° semestre 2000,
Barcelona, 22.
LA DESPROPORCIÓN 17
abrirse paso contra lo que –en cambio– se nos impone y pretende hablarnos, es decir contra
lo que parece hecho para, precisamente, reducirnos.5 Según eso, el acontecimiento “literatu-
ra” sería lo único materialmente histórico que podríamos esperar de la literatura porque es allí
donde queda suspendido, abandonado o diferido –contra los límites de nuestra propia historicidad
(los de nuestra subjetividad)– esto que la Historia ha hecho de nosotros.
La opulencia de la forma, su quantum, digamos, no debería, por lo tanto, distraernos. En
grados (precisamente) diversos, es difícil saber qué haríamos al respecto con casos en otros
aspectos tan diferentes como La metamorfosis de Kafka o Esperando a Godot de Beckett.
Libros que, entregados a la compulsión del acontecimiento en que nos sumergen cuando
leemos, parecen haberse escrito bajo la consigna técnica de una reducción drástica, diría-
mos incluso de un empobrecimiento espartano de la invención formal: mínimo de artificio,
máximo de perturbación. Lo que en esas obras nos impide recuperar un sentido, lo que de
ellas nos pone en un estado para el que, de modo definitivo, faltan palabras, no es una torsión
de la forma contra las convenciones de lo comunicable. Se trata más bien de eso a lo cual,
sencillamente, asistimos en el relato de Kafka y en la pieza de Beckett: algo así como una
incongruencia irresoluble, una herida insanable que no se anota a sí misma como tal y que –
en estos casos, de la forma más simple y transparente- sostiene lo insostenible, naturaliza lo
impensable y le da curso de principio a fin. Por eso mismo convendría conjeturar que la
literatura puede ocurrir tanto en la opulencia como en el ascetismo de las formas, o más bien
que ascetismo y opulencia organizan posibilidades del territorio que pisa la literatura pero que
nunca son por sí la señal de que haya ocurrido: la literatura siempre hace algo, por supuesto,
en el lenguaje, pero no consiste nomás en algo que se haga en el lenguaje.
Voy a permitirme agregar un ejemplo argentino reciente: una vez que uno ha advertido en
qué reside la novedad de la novela La Anunciación (2007) de María Negroni, la insuficiencia
de la figura “forma” se ve de inmediato.6 Interrumpiendo el hilo de una primera persona femenina
que no puede asimilar la pérdida de su compañero desaparecido, el libro narra partes de la
experiencia de los jóvenes militantes del peronismo revolucionario de los años setenta. Lo
hace en los tonos más directos y francos: brutales. Por ejemplo, el triunfalismo autoritario y
militarista de Montoneros resulta expuesto a la vez con erudición etnolingüística, diríamos, y
con el efecto crítico más extremo que proveen las flexiones absurdistas, grotescas y negras
de una red intertextual más o menos identificable en la biblioteca de Negroni o nomás en la
de esta novela. Hasta allí, sin embargo, nada explica el efecto que el relato tienta producir,
esto es el de mantenernos ajenos al más mínimo atisbo de repugnancia ante su completa
falta de restricción moral, un dilema que afectó a buena parte de la ficción literaria argentina
que intentó narrar la experiencia extrema de la violencia política y la dictadura.7 Porque la
efectuación se produce en la novela de Negroni por la voz irresponsable que da el tono
predominante: la voz de la crueldad no deliberada de la infancia. Las subjetividades que
podrían resultarnos verosímiles y aceptables como portadoras de la gravedad de lo que se
narra y se dice en la novela están casi suprimidas, y han sido reemplazadas por la
desubjetividad de un grupo de niños que, en un registro entre fantástico y costumbrista,
actúan las consecuencias ingobernables de la inocencia: la impunidad. Lo menos que puede
decirse de esa invención es que se trata de un procedimiento, porque por supuesto es mucho
más que eso: no una invención formal, sino más bien un descubrimiento corporal al que la
escritura se entrega como a una compulsión que nos empuja fuera de los órdenes de mundo
(políticos, morales, militantes) con que se toca todo el tiempo y que pone en fuga hacia la
incertidumbre.
5
Simplifico con la fórmula “cierta energía” lo que por ejemplo Raymond Williams llama a veces “necesidades y deseos humanos
comunes no satisfechos” en la instancia en que no pueden ser advertidos ni articulados por lenguaje o signo disponible alguno, es
decir en la instancia en que no hay para tales necesidades y deseos un “sujeto” (en el sentido de las “teorías del sujeto”, no porque
no sucedan como experiencias de mujeres u hombres históricos); a posteriori, por supuesto, siempre es posible razonar y
comprender la dimensión histórica específica de las configuraciones que se cursan en esas energías o con ellas. Si se quiere,
también, “energía” en el sentido del excedente que Marx pone en el centro de la antropología que insinúan algunos rincones de su
6
Negroni, María. La Anunciación. Buenos Aires: Seix Barral, 2007.
7
Me referí a esta cuestión en el último capítulo de La palabra justa. Literatura, crítica y memoria en la Argentina (1960-2002),
Santiago de Chile: RIL-Melusina, 2004 (hay versión en francés de Annick Louis en www.vox-poetica.org/t/dalmaroni.html).
18 KATATAY Rotaciones
Como interrogación por lo nuevo pero bajo la especie de lo ignorado que sobreviene a la
negación metódica, la protagonista de La yugoslava le escribe al narrador a propósito de su
afición por el rock: “Fui mechando con opiniones formuladas a partir de mi mecanismo afec-
tivo, ya sabés que es imbatible: qué niega o qué rechaza cada artista mientras crea”.
Entre una y otra de las dos novelas de Esteban López Brusa la escritura se ha dejado
llevar por afecciones que barren y banalizan las morales más o menos implícitas de la litera-
tura argentina que se toma en serio. Leemos La temporada (1999) o La yugoslava (2004) y
una vacilación bien incómoda no nos abandona: como una especie de falso engaño, de
engaño recursivo, en el que hubiésemos caído no sólo los lectores sino además el propio
narrar, sabemos que la novela y sus voces ignoran que les pasa algo, algo que no alcanzare-
mos a explicarnos; sobre todo porque la sentencia “escribe mal” ya está impedida por el juego
de la prosa, que trabaja poco y mal cuando esperamos lo contrario, pero mucho y bien
cuando no hace falta. La desproporción no parece meramente estilística, digamos, aunque
también lo sea: una sintaxis que se entorpece en combinatorias antinaturales o en formas
falsamente intrigantes –una prosa, digamos, sin ilegibilidad pero técnicamente casi vanguar-
dista– para narrar las experiencias más anodinas, ligeras, comunes, vinculadas con las for-
mas menos novelables de la felicidad, dándoles vueltas sin propósito. Casi vanguardista pero
nunca del todo, porque la perturbación del habla del narrador no es aquí, como suele esperar
el lector de la vanguardia, la forma que remita a un sujeto perturbado ni a una perturbación de
las cosas narradas. No hay nada tan tullido ni lisiado que narrar con esas “figuras ortopédicas
de la frase” que no sea la voz misma: lo que de modo irremediable inquieta, así, es un vacío
de inquietud. López Brusa trabaja en el filo de la torpeza idiomática y escritural con el candor
de un megalómano contento de su propia insignificancia: el coloquialismo de un argentino
nacido hacia mediados de los sesenta se mezcla con la cultura juvenil y dialectal de fines de
los ochenta y con la voz de un fanático del fútbol, pero ese menjunje pasa una y otra vez por
excesos de poetización –por grumos de alteración sintáctica, descriptiva o especulativa
fuera de escala– que ningún verosímil ajeno a ese yo raro podría justificar del todo. En ese
vaivén nos mantiene la novela, y por eso queda lejos del rótulo “experimental”. Al mismo
tiempo, en lugar de ponerse en intriga, lo narrado se destrama: los sucesos, que provienen de
un cotidianismo de rutina más o menos colorista, se acumulan de modos aleatorios (como en
la vida de cualquiera o de un cualquiera) con el pretexto de una espera que no es trágica, ni
cómica, ni absurda, ni melodramática (aunque en términos temáticos se trate de una espera
sentimental). No hay encadenamiento sino paso de una cosa a otra, con idas y venidas, de
acuerdo a un impulso infantil, el de ciertas asociaciones analógicas. “Sabíamos que en la
plaza de Sarajevo vendían vacas vivas”, la primera frase de la novela, la lleva a la aftosa o a
la vaca loca y a la búsqueda arborescente del árbitro yugoslavo que dirigió la final
intercontinental entre Estudiantes de La Plata y el Manchester en 1968, y a las leyendas
sobre la estadía del Mariscal Tito en Ensenada, y al secuestro de una serpiente pitón perdida
en el mismo parque de la ciudad donde se emplazan dos estadios rivales, y al fanatismo
pincharrata de Manuel Puig y su madre, y de vuelta a “la solitaria vaca cubana” del rock
“tercermundista” explicado en una clase de verano en una universidad londinense. Dos luga-
res del relato condensan, entre otros, esa especie de verismo errático: el dibujo con círculos
y flechas de una lámina que la protagonista compone para dar su clase inglesa, con la figura
de una vaca “gaucha y/o partisana” en el medio (una especie de montaje o collage jovial en
que intervienen también, en la mesa del profesor delante de la lámina, medio kilo de cuadril
vacuno al rojo sangre y una pequeña maceta con su brote kabalístico); y la versión de
“Caperucita roja”, reescrita en la novela nomás porque el seudónimo de la heroína es “Cape”
o “Caperuza”, porque al enemigo clásico del albirrojo Estudiantes se le dice “el Lobo”, porque
hace decenas de páginas nos enteramos de la paidofilia literaria que el narrador evoca entre
“Alicia en el país” de Charly García y las fotografías de “deliciosas niñas en pelotas” del
“reverendo” y “muy aliciero” Lewis Carroll. En las novelas de López Brusa y sobre todo en la
segunda, un yo ordinario –la primera persona de un tipo corriente, agigantada por exceso de
presencia y por su dispersión variopinta- desgrana la nadería de sus lugares comunes en una
lengua narrativa que parece preparada para lo contrario aunque, a la vez, desconoce los
lazos del género con la temporalidad: también este libro, igual que el anterior, más que narrar
un tiempo pinta una temporada.
Es posible imaginar un lector que ante esas constricciones –digamos, ante esa idiosincra–
sia estética en el sentido de ver un mundo y darle lugar- se vea empujado al ejercicio recu-
rrente de la vergüenza ajena. O, en el mejor de los casos, al fastidio y la decepción. Diríamos,
LA DESPROPORCIÓN 19
Puede haber motivos obvios para ir de López Brusa a las novelas de Juan José Becerra:
la parcialidad provinciana (que explica en parte algún escrito de Becerra sobre La yugoslava,
y estas mismas notas, desde ya), o la coincidencia argumental de las novelas que uno y otro
publicaron en 2004 (en Miles de años también un varón extraña a una mujer que se ha ido a
Londres). Pero el motivo más interesante es el que más inquieta: Becerra también escribe
muy bien pero, además, se pasa de la raya de lo demasiado bien escrito. En Miles de años
algo parece salirse de cauce, porque la voz toma distancia no sólo de los materiales y las
formas que trabaja y distorsiona sino además de su propia consistencia distanciada (y enton-
ces no estamos ya ante un aumento de la intensidad de lo mismo, sino a las puertas de su
exterior). Para apelar al símil psicoanalítico, la voz termina vapuleándose a sí misma, diga-
mos, bajo las máscaras de la forma, porque hay una posibilidad aún vacía de la experiencia
demasiado negada, denegada. La novela susurra a oídos de su excesivo bien escribir, así,
una injuria y un lamento: “¡inútil!”. Ruega por algo que su escritura no dona ni nombra. Alinea-
da en la contigüidad del fraseo, una cuestión de fondo.
No es que los recursos no interesen –la escritura de Becerra no se priva de casi nada–,
más bien organizan el predio interminable de una falta, la propician. Becerra conoce el idioma
y escribe en él con la competencia infrecuente de un clásico, con el oído coloquial de un
cómico de la lengua y con la destreza musical de un poeta. En sus novelas –y con mayor
intensidad en Miles de años (2004)– el trabajo del ritmo de la prosa construye un efecto
narcótico de alcance físico, como el que solemos atribuir al texto poético. Resulta apropiado
a la forma de la voz narrativa, así, que Castellanos sea el nombre del protagonista: en las
frases que mejor suenan, es decir en las que dan el tema, en el sentido musical del término,
a cada párrafo, el lector que quiera sustraer el cuerpo al arrastre hedonista del ejecutante
podrá reconocer el predominio sostenido de algunas medidas prestigiosas y probadas del
verso español. A la vez, Becerra corta de modo sistemático esa escritura donde lo perfecto
se confunde con su falsificación –es decir, donde el trabajo parece arriesgar la calidad de sus
logros mediante un sobresalto ya neurótico de tan insistente en que se agita, casi por pura
ausencia, una demanda (¿y qué es eso que queda interpelado? Diríamos, apenas: la solidez
muda del único espesor de lo real que podría importarnos).
Nomás como recurso, los modos del corte lucen, divierten, administran la eficacia del
efecto. Un ejemplo: la respiración taimada del humor por la inadecuación de la procacidad
coloquial o la parodia de costumbres, como en las primeras páginas de Miles de años, que
narran el caso policial de un amante despechado que lanzó el perro de su amada a la jaula de
los leones del zoo. O, casi apenas comenzada Atlántida (2001), la última escena de un
funeral, en el crematorio. O el enfoque de los narradores, que hablan con el refinamiento
meticuloso de quien ignora las ideas sobre las cosas (y hacen que el protagonista, desde esa
ignorancia, las busque como desde cero) y en cambio conocen exclusivamente las posibili-
dades más sofisticadas de composición de la frase, la palabra o la forma precisa de la
sintaxis; la inadecuación retórica, que desbarranca el efecto narcótico del buen decir, cuando
Becerra le hace sentir, pensar, o imaginar a su protagonista, en una lengua obsesiva, de
microscopio, para pincharle entonces el globo del estilo con la irrupción de una verba gruesa,
íntima y malhablada, que desluce y disuelve una distancia para reemplazarla por otra. En ese
sentido, las dos últimas novelas retoman una fórmula que Becerra ya había probado en Santo
(1994), pero, por una parte, la vuelven más legible (aunque hasta ahora no tanto como podría,
Becerra hace notar una voluntad de relatos cada vez menos literarios), y por otra la aprove-
chan mejor porque intensifican el corte y la decepción de una expectativa de lectura creída.
La forma en que Becerra pone en juego los dialectos ordinarios conoce, digamos, ciertas
posibilidades de la impudicia verbal argentina, un registro de injurias callejeras, machista o
remotamente prostibulario pero sin efecto de color local, transformado más bien en variante
de un procedimiento clásico: que la catástrofe íntima siga sin mediaciones al cinismo cómico
20 KATATAY Rotaciones
y lo vuelva insoportable. También (o, a veces, luego) la narración sabe rebajarse al vestigio
ruinoso de melodrama y al miedo que, pertrechada con esas armas, la tradición argentina
culta impulsa más bien a escamotear, incluso a prohibirse (por ejemplo, Atlántida se deja
caer ahí mediante un tema muy infrecuente en la literatura argentina: la relación de fin de
semana entre un padre más o menos joven y divorciado y su hijo de seis o siete años de
edad; como una intervención remota en el campo que había abierto el cuento “Enroscado”,
una de las obras maestras de Antonio Di Benedetto).
Las novelas de Becerra son siempre novelas de amor. Al comienzo, el protagonista es
abandonado o traicionado por su última mujer o novia. Santo, Santo Rosales o Castellanos
(los sucesivos protagonistas de las tres novelas), que son lerdos, retardan resignarse al
carácter definitivo de ese abandono, que parece empujarlos, por más que se resistan, a un
redescubrimiento decepcionante de las dimensiones del mundo, y de la naturaleza más o
menos insustancial de sí mismos –credulidad inconsistente con la que se ensaña sin piedad
el narrador, procurando que nos riamos con la desgracia ajena, porque los personajes se
ilusionan, contra el tiempo y la pérdida, de una manera más o menos patética que la sobrie-
dad maquinada de la escritura no hace más que subrayar. En este sentido, Miles de años
parece perseguir y cerrar el agotamiento de las posibilidades del ciclo. Como las dos anterio-
res, esta novela narra la escueta historia de un varón argentino abandonado. Castellanos
sufre la ausencia de Julia, su mujer, que se ha ido a Londres por un tiempo. Un narrador de
ingenio agudo y cinismo ocurrente va describiendo las experiencias sucedáneas y los simu-
lacros de presencia a que se entrega Castellanos, con la mecánica del coleccionista pero sin
su convicción, para suprimir la pérdida: algunas noticias entre insólitas y grotescas, folletos
turísticos, un anillo, un plano enorme de Londres, una visita a la cena de degustación de la
“Fiesta Nacional de los Salames” o a una muestra de reliquias de una estrella de Hollywood
de los años cincuenta; un curso Pitman de detective privado que precederá a su propio viaje
a Londres para espiar a Julia y tentar un fracasado encuentro casual por sus calles –como
una parodia remota del deambular místico de Oliveira en el París de Rayuela–; el rito sexual
en Mar del Plata con unas mellizas capaces de destrezas amatorias más o menos extrava-
gantes; el registro en un cuaderno escolar de “lo que duran las cosas en el mundo” (la tortuga
de Galápagos, la secuoya de California, un arbusto varias veces milenario del desierto de
Mojave); la fotografía de una cena con Julia con cuya contemplación Castellanos sabe que
se engaña porque el paso del tiempo y la pérdida son indefectibles. Así, con los usos del
“tiempo libre” de Castellanos, el relato va rodeando, desde la curiosidad hasta la obsesión, el
tema del título de la novela: la obstinación inútil de la memoria por vencer el paso del tiempo
y perpetuar la forma de una dicha, perdida de modo irremediable porque, como sabe el polí-
tico arrogante con quien se asocia Castellanos, “las cosas solo tienen forma si terminan [...],
de modo que no hay formas del presente”. Pero Miles de años es más que el relato preciso y
experto de las ilusiones que la melancolía, por su intimidad fatal con la muerte, sabe lamen-
tar por falsas mientras sigue entregándose a ellas del modo más intenso. Miles de años es
también una novela acerca de la política. Mejor, una novela en que sólo los extremos más
degradados de la política –reducida al poder del dinero para anticipar la muerte ajena o mentir
la duración- conservan la capacidad de capturar el resto de deseo persistente y denso pero
ya no más que sentimental del héroe por “ganar tiempo”, por “matar el tiempo” y volver “allí
donde las cosas todavía eran nuevas”. En la novela, dos sucesos históricos en apariencia
ajenos al conflicto de la trama sin embargo la puntúan y la ubican en el tiempo de los acon-
tecimientos públicos: buena parte de lo narrado trascurre entre el “Horror [del 11 de setiembre
de 2001] en Nueva York” y “la revuelta organizada por anónimos en fuga, financiados en
secreto a través de gastos reservados de la SIDE”, en diciembre de ese mismo año en
Buenos Aires, cuando las “turbas desbocadas” de las que Castellanos no cree que “estén
haciendo historia” se desataron para derrocar al “presidente idiota”. Y si el paso de esos
eventos por el relato parece tanto o más banal que la muerte del perro lanzado vivo a la jaula
de los leones, sobre el cierre de la novela Castellanos decide que únicamente podrá retener
una máscara de experiencia o de realidad por esa misma vía: la falsificación de un tiempo
recobrado para siempre, financiada por el dinero ilegal de la política. Por supuesto, el capita-
lista de ese negocio de turismo arqueológico que planificará Castellanos para perpetuar en
secreto su pasado más querido –aquella noche de la foto con Julia– está en el ápice de la
tipología argentina del corrupto: un senador que, antes de calzarse un chaleco de Perón que
ahora, se jacta, es suyo por “el milagro del dinero”, sabe sentenciar, con la soberbia brutal de
un dios de la acción, que nada sucede si no es rápidamente, y que el dinero es “lo único que
transforma el tiempo”. El fraude, así, es la lógica de hierro que el tiempo –el de la condición
natural del humano tanto como el de la Historia- imponen a Castellanos como la única
estratagema segura de subsistencia tolerable. Miles de años parece, así, un título ineludible
LA DESPROPORCIÓN 21
si hubiera que examinar la nueva narrativa argentina para saber hasta qué punto ya ha sido
capaz de interrogar el fondo de la experiencia histórica reciente sin aproximarse en lo más
mínimo a la celebración activista del ideólogo-en-las-calles (esa nueva tipología de intelec-
tual que nos dejaron los días de las cacerolas) ni al actualismo identificatorio incapaz de
rehuir las tentaciones del sufragio televisivo. De manera rotunda, la imaginación de Becerra
prefiere los peligros ideológicos tanto como los efectos críticos de un arte del relato ajeno a
esas virtudes gregarias y a sus impulsos edificantes. Y confirma así, de paso, que la literatu-
ra puede seguir siendo una de las contadísimas prácticas de negación severa de lo social y
a la vez de sospecha mordaz sobre su propia ilusión de trascendencia.8
Para ponerlo en la lengua irresponsable de La yugoslava, la escritura de Becerra no sólo
se corteja y se engolosina –se pierde en sí misma-; al mismo tiempo, en los mismos trabajos
con la lengua, teme y tienta su hueco: se niega y se rechaza mientras crea.
Quienes suponen que los escritores deberán serlo de muchos libros, podrán esperar que
ese instrumento cautivante que Becerra ha templado hasta esta novela, se aplique y se
arriesgue en el futuro sobre territorios ya ajenos a esos varones solos y atormentados por
amores únicos y por un narrador que los vapulea con simpática impiedad. El final de Miles de
años –un viraje demasiado sentimental para el tipo de expectativa que el mismo Becerra
pudo haber impulsado en su lector– ya expone una manifestación de agotamiento que podrá
remontarse en la exploración de esas afecciones de la experiencia por las que implora la
escritura de Becerra; por ahora sólo podemos sospecharlas como una renuncia a la distancia
y al distanciamiento. Algo inverso –para seguir simplificando– se podría esperar de López
Brusa: que desluzca y diluya a ese yo que se escribe en las exaltaciones vaciadas del relato,
que nos desvíe de sí en una lengua que juegue menos o que juegue a otro. Expectativas que
pueden deberse a una moral profesionalista, o intelectual (lo que “haría falta” en la literatura
argentina), pero que aquí preferiría justificar más bien por la compulsión de un lector que, como
cuadra al temblor de quien ya no quiere representar su papel público, pide más.
* * *
ESTEBAN LÓPOEZ BRUSA nació en La Plata en 1964. Enseña literatura en el colegio
secundario. Entre 1988 y 1996 fundó y codirigió la revista La muela del juicio. Condujo
programas sobre literatura en Radio Universidad de La Plata. En 1996 fue finalista del Premio
Novela Planeta con La temporada (Buenos Aires, Beatriz Viterbo, 1999). Coordina talleres de
escritura. Tiene inédito un libro de poemas (Dorotea la rosa del 90). Además de La yugoslava
(Buenos Aires, El cuenco de plata, 2004), se halla en preparación la edición de Huevo o
cigota, su tercera novela.
JUAN JOSÉ BECERRA nació en Junín en 1965 y vive entre La Plata y City Bell. Ha publica-
do artículos y reseñas sobre cine y literatura en las revistas Otra parte, Los Inrockuptibles,
Mística, en Página/12, El cronista cultural y en Ñ de Clarín. Fue profesor en la carrera de cine
de la Universidad de La PlataAdemás de varios cuentos en diversas antologías, publicó las
novelas Santo (Rosario, Beatriz Viterbo Ed., 1994), Atlántida (Buenos Aires, Grupo Editorial
Norma, 2001) y Miles de años (Buenos Aires, Emecé, 2004).
8
Algunas otras experiencias narrativas podrían emparentarse con la que señalo en Miles de años a propósito de la agitación callejera
y mediática de diciembre de 2001. Principalmente, el modo en que esos sucesos son des-significados, también al pasar, en la novela
El grito de Florencia Abbate (Buenos Aires: Emecé, 2004). La interrogación en que nos dejan suspendidos estas intervenciones
narrativas sobre la “Historia” (entre otras cosas porque son intervenciones al sesgo) sería esta: ¿lo que impide a estos parientes
remotos de Fabricio del Dongo estar en Waterloo es no tanto su ignorancia como su falta de fe o la del narrador? ¿O, en cambio, lo
que postula la narración es que Waterloo no ha tenido lugar o, lo que es lo mismo, que no significa nada? En las antípodas de esos
textos estaría la novela turística de Tomás Eloy Martínez, El cantor de tango (Buenos Aires: Planeta, 2004), que también transcurre
entre setiembre y diciembre de 2001. Más próximo, en cambio, a Becerra y Abbate, parece el Juan Martini de Colonia (Buenos Aires:
Norma, 2004), o el unipersonal Apocalipsis mañana del dramaturgo Ricardo Monti (estrenado en setiembre de 2003 en el Festival
Internacional de Teatro de Buenos Aires). De ese corpus tentativo, lo que podría interesar a una crítica literaria de la cultura es que
coincidan –a diferencia de lo que sucede con la novela de Martínez– en contradecir por la fuga y por el vaciamiento de significado,
no por la confrontación, las subjetividades políticas y sociales previstas, política y periodísticamente correctas.
22 KATATAY Rotaciones
LA FRASE
Nora Avaro*
En oportunidad de valorar La vida descalzo de Alan Pauls, cuento hábil y virtuoso sobre
vacaciones anuales en la playa y sobre cuánto más oceánico resulta Marcel Proust que el
propio océano, Daniel Link confesó su envidia, tal vez generacional, por la frase de Pauls, a
la que definió como la “unidad de investigación y escritura” de su prosa. Si Pauls fuera un
poeta, agregó, el equivalente de la frase sería el verso.
Es notable cómo el acierto crítico de Link sintetiza en una buena fórmula muchos de los
clisés que rodean, a la distancia correcta que impone su donaire, la literatura de Pauls, y todo
para revertirlos a su favor. Si se lo acusa de fraseología, preciosismo, abusos adjetivos,
ambigüedad simbolista, devoción sintáctica, raptos culteranos, manía estilista, y hasta de
torres de marfil, como si Pauls fuera en principios del siglo XXI, un dandy de principios del
XX, y como si atrasara un siglo pero, a la vez, resultara capaz de sostener con inusitada
elegancia un anacronismo tal, Link resuelve afianzar en mérito lo que segrega rechazo: Pauls
es un escritor de frases, un gran escritor de frases, tan grande que, si Pauls fuera un poeta,
sus frases serían versos.
Pero supongo ahora que esta afirmación concreta, que además resulta una muy aprecia-
ble herramienta para volver a un asunto literario de lo más intrigante: qué significa “escribir
bien”, no es algo que un novelista, un novelista, digo, no sólo un escritor, pueda escuchar y
agradecer sin más. Es decir, sin sufrir primero cierta pesadumbre, que quizá llegue un poco
ralentada en el elogio, y que se transforma de inmediato en reservado temor; temor a que la
novela, esa obra que él, el novelista, levantó compacta y suficiente como un cuerpo y sus
órganos, relativos uno a otros y viceversa, imposible de ser diseccionada en unidades míni-
mas de ninguna especie sin que pierda en ese trámite la totalidad de sus funciones, se
vuelva un estupendo y mero tembladeral de frases perfectas.
Cierto que ya abandoné a Daniel Link, quien seguro no pensó en esta dirección ni supuso
que su fórmula y su puesta en valor tuviera este fútil derrape que es a mi pura cuenta. Es
cierto, también, que Link no está hablando de una novela de Pauls, al menos no estrictamen-
te de sus novelas, sino de un texto híbrido entre el ensayo, la autobiografía y la didáctica;
pero tomo a mi favor que la caracterización que hace de la frase de Pauls, el hecho propicia-
dor de reparar en su frase, de encontrar allí el baluarte de una unidad mínima, puede exten-
derse a toda su obra, incluida la crítica literaria y aun los textos más periodísticos. Porque
Pauls escribe frases y lo hace de modo avasallante, al modo en que puede decirse que Juan
José Saer, uno de sus maestros confeso, escribe frases magistrales y avasallantes. (Presu-
mo entre paréntesis que la deriva saeriana ha decantado en la literatura de Pauls, y no sólo
en la constancia fraseológica sino también en la temporalidad-Proust, con mayor evidencia
que la de Manuel Puig, otro de sus favoritos. Puig es un no escritor de frases por excelencia,
razón por la cual se ha vuelto hoy autoridad blindada entre los jóvenes narradores; al tiempo,
el faro de Saer se apaga, y todo el mundo, menos algunos buenos poetas, parece tener
ganas de que sea de forma irremisible.)
La frase de Saer, de una sintaxis difícil y a menudo engorrosa, plagada de comas y
ritmos apenas diversos que suenan en música única, marcha siempre aliviada y tranquila,
como si esa manera inigualable en que se enlazan una con otra no fuera producto de ningún
trabajo y de ningún correctivo, de ningún ejercicio puntilloso de composición; como si nunca
hubiera sido perfeccionada, sino que, muy por el contrario, hubiera nacido instantánea e
intocable en el máximo de su progreso. Sin esa frase, sin la densidad de su modulación, no
hay mundo Saer, es decir: no sólo no hay estilo sino, tampoco, atmósfera novelística. La
frase de Saer soporta, en su prosodia, un universo completo, y la posibilidad misma y certe-
ra de que ese universo compita palmo a palmo con el real. No se trata en esta obra de un
módulo virtuoso que se mantiene en funciones gracias a su soltura sintáctica, sino de una
máquina de producir mundo: nada de preciosismo, pura necesidad.
*Nora Avaro (1961) es profesora de Literatura Argentina en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó en colaboración con
Analía Capdevila Denuncialistas. Literatura y polémica en la década del 50.
LA FRASE 23
malévolas, pero tan desprovistas de sentido como cualquier obra del azar, como la bala
perdida que hiere al soldado en el momento mismo que se aleja victorioso del campo de
batalla.” El curso, el “torrente” de la frase progresa término a término: coincidencia / obra del
azar / bala perdida, para saturar el contraste entre la cruzada amorosa y su reverso de
abandono; pero además, allí mismo, traza otra línea alegórica, una victimaria y una víctima:
el soldado absurdo que muere en plena victoria es como el propio Rímini, atrapado nueva-
mente, cuando se supone libre y fuera de combate, por Sofía, por la bala de Sofía, que no es
ya entonces una bala perdida, obra del azar o de la coincidencia, sino una bala certera, obra
del destino, que cumple su trayecto en pleno acatamiento al orden superior del amor. La
propia frase, en una figuración comparativa que maximiza el rendimiento novelero, vuelca
sus argumentos y subraya, además, un rasgo de carácter de Rímini, su declive pusilánime,
su perpetuo retraso, su estupidez.
Hay una seriedad docta en la novela de Pauls que, pensando a su favor, quizá se deba
más al despotismo intrínseco de su tema principal que a sus muchas veleidades ilustradas
(si se vuelve a celar ¿cómo no hacerlo por el lado de Proust?). Se trata de una creencia rara,
firme y un poco inoportuna en que el amor aún da mucho que pensar, pero a condición de que
se lo haga de forma monopólica. Esta creencia, sin la cual directamente no hay El pasado,
pone bajo recelo sus omisión de “lo político” o de “lo público”, así: con “lo”, como si esa
omisión, o mejor, esa prescindencia, fuera deliberada, anterior al avance novelesco, y no se
desprendiera de su dogma vertebral: no hay afuera del amor; y, además, de modo tan pasmo-
so y evidente que sólo la hegemonía del dogma rescata la integridad de la novela de cual-
quiera de sus derrapes finales (incluida la biografía del pintor Riltse, las clases de tenis o la
cargosa, abusiva sociedad de las Mujeres que Aman Demasiado). Porque todo lo que El
pasado contiene, temas y variaciones, cuando ingresa, y para tener acceso, lo hace bajo la
órbita imperiosa del amor, y esto no sólo constituye el gran triunfo novelesco del lado-Sofía
por sobre el lado-Rímini, sino también la prueba de consistencia que un universo absoluto
está obligado a sortear en cada una de sus frases y en sus territorios más débiles.
Es posible que muchas de las convicciones acerca de la literatura que eran fácilmente
reconocibles en el siglo XX hayan caído en una especie de indiferencia o de aporía, en los
comienzos este siglo, y que la literatura argentina se haya trasformado de un modo que
habría sido impensable hace apenas veinte años.
Cuatro representantes de esa transformación –Daniel Link, Lucía Puenzo, Washington
Cucurto y Fabián Casas– se reunieron con Ariel Schettini para pensar en torno a un cambio.
Y, en todo caso, para pensar sobre sus libros, a partir de sus libros, sobre los modos en que
son leídos. A pesar de que aún están en ciernes, sus obras fueron objeto de más de un
debate en los medios, en Internet (el nuevo lugar elegido para los debates literarios), en
ensayos, o en televisión. Puede acordarse o no en que sus libros definan la nueva literatura
argentina; lo que sí es cierto es que sus relatos, sus poemas, y hasta sus “operaciones”, son
pensados como parte de las primeras estéticas del siglo XXI, y que ellos son inseparables
de la crisis argentina del 2001 y de sus efectos sobre la cultura.
Para empezar a definirlos, uno de los rasgos principales es que no se trata de “escritores”
de modo exclusivo, sino más bien de agentes culturales que desarrollan su actividad de
varias formas, con diversas técnicas y en relación con instituciones culturales muy diferen-
tes y, a veces, contradictorias con su propia práctica literaria. Link es docente universitario y
periodista, Cucurto es quizás el más notable y sui generis agente cultural de Buenos Aires de
este siglo, Casas tiene una ya larga trayectoria como periodista (deportivo, entre otras espe-
cialidades) y Puenzo, cineasta, estrenó una de las películas más vistas del año 2007 en
Argentina. Sin embargo, consultados sobre este aspecto, ninguno de ellos experimenta una
contradicción entre sus prácticas. Muy por el contrario:
*Ariel Schettini (1966) trabaja como crítico en diversos medios periodísticos en Argentina y actualmente
enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires. Publicó dos libros de poemas: Estados Unidos (La
Marca, 1994) y La Guerra Civil (Norma, 2000).
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 25
Lucía Puenzo: A mí me pasa eso: Muchas veces cuando me preguntan por mis referentes
en relación al cine, esos referentes fueron los literarios. Aún pensando en el cine. El manejo
de los detalles que tiene Nabokov, o… la narración de Carver o Salinger. A mí a la hora de
escribir cine, estos escritores me influyen más que directores de cine y también a la inversa.
Hay un ida y vuelta constante que percibo sobre todo a la hora de escribir cine, más que
cuando escribo literatura.
Fabián Casas: O el cómic también, no? Ahora me fanaticé viendo una serie que detestaba:
Lost. Y yo pensaba que es la narración más interesante para mí. Algo que no lo compararía
con Faulkner o tal vez, no sé… Faulkner es un tipo que a mí me gusta mucho, pero nada me
resulta tan interesante como lo que está pasando con esta serie.
Daniel Link: A mí me gusta la idea de que la Literatura es precisamente aquello de lo cual uno
pretende escapar porque es normalizadora. En una obra de teatro, una novela, un poema, la
página de un diario íntimo, qué sé yo, en un blog, cualquier cosa, en última instancia, se trata de
la experiencia de ponerse uno mismo en riesgo para un lado que no tiene que ver con el arte o la
literatura o lo que fuere. Es como más azaroso… Saldrá o no saldrá, uno nunca sabe.
Fabián Casas: Por otra parte, el periodismo presupone un saber tranquilizador. Donde vos
todo el tiempo estás trabajando o haciendo una operación, preguntándole a la gente lo que
necesita y produciéndole eso que dicen necesitar. Nunca existe un riesgo real. En cambio,
cuando trabajás de verdad un poema... Un poema conjuga muchas cosas, un poema visual,
que conjuga texto, imagen, sonido. Ese poema está puesto en un estado constante de riesgo,
como “La noche del cazador”, es riesgo, está en un terreno onírico. O como algunas películas
de Tarcovsky.
Fabián Casas: Es una película de Charles Laughton [1955], que es increíble. Lo que te quiero
decir es: “¿Qué es eso?” Es un poema o… es un poema para mí. Donde confluyen muchas
cosas, un mestizaje de técnicas, y también es algo completamente vital. Como cuando te
levantás. Eso es un acto físico. En ese sentido, cuando vas a una editorial, que te hablan,
bueno, tenemos que hacer esto… Y… no sé. Es un tedio esa cosa normalizadora…
Daniel Link: Me pasó con un libro de relatos, que lo leen y me lo devuelven y me dicen: “Sí,
sí, está muy bien, hay algunos que habría que alargar y otros que acortar”.
Daniel Link: Está bien. Te puede haber gustado o me podés decir “este es una porquería, lo
saco”. Lo entendería. Pero normalizar el formato para que queden más o menos de la misma
cantidad de páginas…
Washington Cucurto: Qué raro… Mi experiencia como escritor y editor, es toda autobiográfica,
plenamente relacionada con mi vida. El otro día estaba pensando en mi casa a la noche que
prácticamente todos los personajes de las cosas que yo escribo (porque tampoco se puede
decir que son “novelas” o “relatos”, porque ninguna cumple con esa función), tienen como
cosas fragmentarias; no se puede decir que sean un relato.
26 KATATAY Rotaciones
Daniel Link: Bueno, en tu último libro1 hay capítulos que son directamente poemas...
Washington Cucurto: Sí, son cosas fragmentarias, no se puede decir que sean un relato.
Daniel Link: Aira tenía una cosa muy linda, no me acuerdo, creo que en Cumpleaños, que decía
que uno tiene que escribir para poder seguir escribiendo. La idea es legitimar eso que, si no, sería
vergonzoso: si uno escribe y nunca publica. Entonces, publicar es lo que te permite decir,
legítimamente que no soy vicioso, un reventado que escribe y quema lo que escribe.
Fabián Casas: Si no es así, lo destruís, como Emily Dickinson, por ejemplo, que tenía su
obra en un cajón.
Daniel Link: Escribe porque lo hace feliz eso, o porque no puede hacer otra cosa, o porque
es lo único que sabe hacer. Para poder hacerlo tiene que legitimarlo convirtiéndose en un
autor, en un escritor de novela, o lo que fuera. Pero bueno, eso es la coartada.
Washington Cucurto: Sí, tampoco me parece que la literatura sea una cuestión de talento, ¿no?
Fabián Casas: “Talento” no digo como para jugar al fútbol que “jugás bien”. Pero sí en el
sentido en que estás abierto para algo que te atraviesa y estás ahí. Yo siempre veo que en
general cuando me encuentro con un “escritor”, el “gran escritor argentino”, el “gran escritor
de tal lugar”, tengo una relación paradójica con eso. Porque esas cosas siento que te parali-
zan. Representar a alguien, considerarte a vos algo de una generación, te mata. Y también en
la mayoría de los escritores encuentro una falta...se toman muy en serio, ¿no? Cuando en
realidad, las cosas son como dice él también, por ahí lo que vos hacés es una cagada para
algunos, y para otro es genial, y para otro no importa.
Ficha 1
Washington Cucurto
1
El curandero del amor. Buenos Aires, Emecé: 2006. Todas las notas y corchetes en el texto son aclaraciones del entrevistador.
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 27
Fabián Casas: El otro día estaba viendo a Cortázar a la noche y me puse a llorar. Estaba a
la noche viendo la tele. Me acuerdo de estar en el subte, que Luis Chitarroni me había
regalado Rayuela, y lo miraba... yo tenía diez años. Venía de su casa en el subte y pensaba,
“esto es increíble, no entiendo nada, este loco es un genio”... Después viene la negación de
Cortázar. Vino la cosa aireana. Y creo que Aira hizo mucho mal en la literatura, y está bien: un
escritor también tiene que hacer mal. Como todos los grandes escritores, hacen mal y hacen
bien. Como tu viejo, ¿viste?, te caga y te da cosas alucinantes. Y ahí viene la separación de
Cortázar, a través de lo aireano, la cosa más cool, la banalización de un montón de cosas,
que también está bueno. Y después veo a Cortázar en la tele, en un reportaje que le hace un
gallego y de golpe me encuentro que estaba llorando. Y, loco, quiero un padre, quiero a
Cortázar…
Ariel Schettini: Bueno, en todos esos reportajes de la tele hay algo que ustedes evidente-
mente no tienen, que es que se sostienen en “La Literatura”.
Daniel Link: Bueno, pero era otra época. Me parece que hay mucha mistificación en todo
eso, y esa es la diferencia. Justamente porque ellos existían. Estaban García Márquez,
Cortázar, Vargas Llosa, Rulfo, y ese era el lugar que tenían. Pero para nosotros, significaría
hacerle el juego a lo que uno detesta.
Washington Cucurto: Yo me quedé mucho con la idea de que “La Literatura” paraliza, del
autor paralizante, está buena la idea. Yo ahora estoy releyendo a Vargas Llosa, Pantaleón y
las visitadoras. Y es asombroso. Lo leo, y lo leo, y te asombra. Y te inspira también, porque es
virtuoso. Pero a su vez, ¡pumba!, te anula. Ese tipo de escritor máquina, Cortázar, o el mismo
Borges, no son inspiradores. No se puede escribir con ellos.
28 KATATAY Rotaciones
Washington Cucurto: Son máquinas, como decía Reinaldo Arenas, como una enciclopedia.
Lucía Puenzo: Hace dos años estuve en un seminario que daba García Márquez, de cine en
Cuba. Estaba muy enfermo y muy deprimido, porque creía que se moría en una semana.
Después se recuperó. Y lo que nos decía en el seminario –y no hablaba de otra cosa– era “yo
hoy me tengo que morir, porque si hoy fuera García Márquez en mi juventud, sería la carica-
tura de García Márquez, porque en este mundo no hay lugar para un García Márquez, un
Vargas Llosa”, y decía: “hoy sólo hay lugar para Cabrera Infante”… Estaba en una depresión
terrible, pero en algún punto tenía razón.
Ariel Schettini: ¿Y por qué ustedes creen que pueden no hacer ese camino? ¿Por qué
ustedes creen que pueden no ser vistos como límites para los demás?
Fabián Casas: Es que la escritura es algo colectivo. Yo siento que vos formás con tu escritu-
ra lo que vos sos. Estás escribiendo con los muertos, con los vivos, y con todos tus contem-
poráneos, a los que leés, les robás, les devolvés, volvés, es como un magma. Eso me relaja.
Esas son todas operaciones también, y lo nuestro es más como “Operación JaJa”.
Daniel Link: Por ahí la preocupación común que uno podría notar en nosotros –y me consi-
dero totalmente abusivo, porque estoy hablando por boca de los demás– es precisamente
sacar a la literatura del lugar de capilla, de culto, de algo especial. Para mí, uno tiene que
pensar necesariamente en esa cosa de colectivización, que la gente va a leer, que la gente
tiene que poder leer, y no hacer una cosa tan abstrusa como para que eso no pueda socializarse,
de una manera muy brutal. Digo, devolver un poco a la literatura ese dinamismo que tuvo.
Fabián Casas: Totalmente. Hace poco tuve que ir a las Jornadas Saer, que es un escritor que
admiro mucho. Y traté de desarrollar la influencia de Saer en los narradores y escritores que
a mí me gustaban. Pero la única que vez que estuve con Saer, él sólo me hablaba de escri-
tores muertos o de escritores que escribían como él, que eran claramente clones de él.
Cuando yo le decía, “A mí me gusta Zelarayán”, él respondía “no, no sé quién es”. “Me gusta
César Aira”, y él: “No, ese es un idiota”. Y cuando le decís a Aira “me gusta Saer”, responde:
“no, Saer es como un profesor...”. Y la conclusión de eso está en mi biblioteca. Ahí conviven
todos. La literatura es algo superador de todas esas pelotudeces. Pero lo grande es que
existan todas, no una o la otra, como una cosa imperialista. Escritores como Aira, Lamborghini
y Saer, se piensan de una manera imperialista, en términos de que invaden. Aira es un gran
escritor, pero llega un momento en que también quiero de lo otro; quiero de todo, soy muy goloso.
Daniel Link: Bueno, en un país sin límites, no hace falta destruir a nadie.
Ficha 2
Lucía Puenzo
Además de ser directora de cine –su ópera prima, XXY, fue premiada en Cannes en el
2007 y ha sido una de las más exitosas películas del año– Lucía acaba de editar en Interzona
su tercer libro, La maldición de Jacinta Pichimahuida. Sus novelas anteriores son El niño pez
(Beatriz Viterbo Editora, 2004) y 9 minutos (Beatriz Viterbo Editora, 2005).
Si en El niño pez ya aparece una de sus obsesiones (el cruce entre las técnicas narrativas
del cine, la televisión y la novela), es en 9 minutos donde eso es llevado a la práctica: una novela
enteramente contada desde la perspectiva del cine, como si se tratara, no de un guión, sino de
la posibilidad de ver una película que se está leyendo. Al mismo tiempo, en ambas aparece un
tema constante de la obra de Puenzo: la primera adolescencia, el universo de chicos que viven
entre saber y no saber, entre conocer el mundo y no poder acceder a ese mundo.
La maldición de Jacinta Pichimahuida es un proyecto ambicioso: una crítica a la cultura
(educativa y mass-mediática simultáneamente) mirada con los ojos de los protagonistas de
uno de los programas infantiles más famosos de la televisión argentina de las décadas del 60
y del 70. En el relato se unen los poderes omniscientes de la televisión con el uso del poder
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 29
Fabián Casas: Yo nací en el lugar donde se desarrollan algunos relatos, que es en el barrio de
Boedo, pero yo no vivo ahí. Un día me llamó un crítico de arte, y me dijo: “Mirá –estaba con una
chica que se llama Rosario Bléfari, que es una cantante–, estamos en un lugar y queremos
saber si donde nosotros vivimos es Boedo”. Y yo no tengo inmobiliaria, no soy cartógrafo.
Ariel Schettini: De acuerdo. Sin embargo, las novelas de ustedes son cartográficas.
Daniel Link: En mi caso, no fue premeditado. Fue un efecto del amor al lugar en que uno vive.
Pero pensándolo retrospectivamente, puede tener que ver con reivindicar, contra la narración
urbana a secas, que no tiene carnadura. Reivindicar el barrio en contra de esa ciudad…
Daniel Link: Claro, La ciudad ausente sería un buen ejemplo de eso. Es “Lo Urbano” en
abstracto. Da lo mismo lo que sea, y todo es más o menos igual. Muchos norteamericanos
hacen eso. Insisto, no es pensado: “ah, voy a hacer esto contra esto”. Pero si pienso por qué
cierto grupo de personas coinciden… Por ahí tiene que ver con reivindicar algo más minucio-
so de qué significa vivir entre estas calles, compartir la manzana con el kioskero de la
esquina, los bardos de enfrente y las monjitas de acá a la vuelta.
Fabián Casas: Yo cuando leía Montserrat, pensaba que la idea era la de situar el lugar, pero
que no tiene otro sentido para mí sino como algo que está fechado y localizado. Lo que da es
un lugar, que es imaginario. Es una operación en donde encontrás no al “Montserrat real” sino
al Montserrat de él. Y lo que hace también que sea interesante es que no funciona como un
regionalismo, como una guía. Es lo que tiene la poesía, que no sé qué es, que aún una ciudad
narrada con fecha y nombres, esté instalada en estado de pregunta. Lo contrario es el perio-
dismo, que te contesta todo el tiempo, y te dice qué pensar, y te tranquiliza. Esto en cambio
sería como un club: es una estupidez seguir a un club, y yo lloro con un club. Lloro, qué sé yo,
no tiene explicación, soy una persona emotiva. Pero no tiene una lógica. Si lo pensás, es
demencial.
Washigton Cucurto: Yo hice un plan. En un momento dije: “Ahora me voy a divertir”. Ideé un
sistema: que el barrio sea Constitución; que haya bailantas; que las novelas tengan tantas
páginas; que todas tengan el título de una cumbia de Gilda. Puse límites, ambienté todo. Y es
un juego en el que yo movía todas las cosas, los personajes, el barrio. De hecho, sin conocer
bien el barrio. Fue un experimento, un juego. Y me divertí mucho.
2
Piglia, Ricardo. La ciudad ausente. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992.
30 KATATAY Rotaciones
Ficha 3
El barrio y sus confines
Tres novelas de tono muy diverso y una serie de aguafuertes publicadas en internet
presentan el tema de los efectos de la crisis económica, social e institucional de la Argentina
de fines del siglo XX y comienzos del XXI y, al mismo tiempo, los conflictos de la represen-
tación y de la producción durante ese período. Las tres novelas aparecieron de manera casi
simultánea con la crisis del 2001/2002 en Argentina y delatan algunos de los efectos que
ésta tuvo sobre la cultura argentina, sus modos de pensarse y el cambio de las costumbres
que la crisis trajo aparejada, pero también muestran ciertos cambios en la literatura y en sus
formas de construir universos, sus modos de circulación, y su improbable futuro. Las novelas
son Cosa de Negros de Cucurto, Las noches de Flores de César Aira (2004) y Rabia de
Sergio Bizzio (2005). La colección de aguafuertes es Villa Celina de Juan Diego Incardona,
que todavía sigue apareciendo regularmente en la página web de cultura El interpretador
(http://www.elinterpretador.net) desde junio de 2005. Con esos textos se puede construir un
universo que tiene sus territorios, sus modos de acción, su propia forma de desarrollarse.
El espacio de Cucurto es el barrio de Constitución. Cosa de Negros comienza con este
acápite: “Señoras y señores, bienvenidos al fabuloso mundo de la cumbia. Están por ingresar
con boleto preferencial (y en una Ferrari) al magnífico barrio de Constitución, cuna de la mejor
cumbia del mundo, donde todo es posible.” En Rabia, la última novela de Sergio Bizzio (Interzona,
2005), hay dos barrios en juego: el de los protagonistas y el otro (el extranjero, el de la clase
media) donde quedan encerrados. Pero también hay otro encierro en el interior de ese espacio
clausurado. La casa de familia donde trabaja Rosa y vive José María, la pareja de mucama y
albañil que protagonizan la novela. Es decir, el barrio aparece como un espacio donde se
desarrolla la totalidad de la vida. Las palabras de Cucurto para definir el barrio, “donde todo es
posible”, deben ser leídas literalmente: todo lo que es posible es posible dentro de los límites
del barrio. De donde el barrio es algo más que barrio: es un territorio.
El territorio define un espacio pero también una serie de prácticas, leyes, formas de
organización, economía, tipo de habitantes, etc. Es al mismo tiempo el espacio de definición
de la soberanía y, consecuentemente, de la extranjeridad. Como se trata de narraciones dentro
de estos espacios, la acción de salir y entrar es una parte fundamental de la aventura: Rabia
cuenta la historia de un hombre que está encerrado en una casa; Las noches de Flores, la
aventura de un matrimonio de jubilados que sale a hacer un trabajo nocturno de delivery de
pizzas en el barrio; Noches vacías es la historia de un hombre en fuga; en “El hombre gato” y “El
ahorcado” de la saga Villa Celina se narran dos episodios que tienen como protagonistas a seres
que están entre la realidad y la ficción: su parte de realidad es que están en el barrio, su parte de
ficción (su lado mitológico) es que ambos llegan de otro lado, vienen del extranjero. Se trata,
entonces de barrios que, aunque en algunos casos son adyacentes desde la perspectiva
geográfica, se conforman como un universo completo en la literatura.
Pero también esto modifica el lugar del escritor. En tres casos (Cucurto, Incardona, Aira)
los autores se constituyen en los “aedas”, en los poetas o en los registradores de esos
barrios como si se tratara de versiones locales de poetas nacionales: narran y explican la
peculiaridad que narran como dando por sentado el exotismo con el que tratan. Incardona y
Cucurto, directamente, explican (como si se tratara de un relato turístico) los elementos de
los que componen sus narraciones. Dónde queda Villa Celina, qué es una ticki, cómo está
trazada la red de delivery de comidas en el barrio de Flores… Sin dudas, el lector imaginado
por los autores está del otro lado de la frontera de estos barrios dispuesto a la mirada exótica
que ofrece la novela; y los autores mismos son los guías porque conocen “ambos lados”.
De algún modo, estos modelos de sociedades cerradas pueden ser leídos desde una
perspectiva sociológica, en correlato con el auge en los medios (como publicidad de venta,
nueva marca de distinción y nota policial) de los “barrios privados”, con la mitología de sus
vidas perversas, de sus costumbres relajadas y de su constitución sostenida en el miedo, el
egoísmo y la conducta asocial de los propietarios de tales inmuebles.
Lucía Puenzo: Tiene que ver con lo que decía Daniel al principio. A mí me gusta que si los
personajes caminan por una calle, la calle tenga nombre. En general, me gustan los nombres
de las calles. Me parece que en un relato el nombre de la calle significa. Y en general,
imaginar las cartografías, los circuitos... en las novelas en general se mueven mucho los
personajes, están haciendo itinerarios que yo suelo hacer. Suelo conocer muy bien los luga-
res de los que estoy hablando, y en el momento en que estoy escribiendo, hasta pasar
muchas horas mirando ese lugar. De modo que para mí no es lo mismo nombrar que no
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 31
Ariel Schettini: ¿Y hasta dónde hay de etnografía en ese trabajo? ¿Cuánto de un trabajo de
investigación pensado como investigación etnográfico-antropológica?
Daniel Link: No es investigación antropológica, sino más bien tipografía del barrio. Me acuer-
do una vez que había escrito sobre la veterinaria de Tita Merello [nombre de la gata de Daniel
Link], y un día Sebastián la lleva al veterinario, que estaba tan contento con lo que había
escrito sobre él. Había entrado al Google, encontró y leyó lo que estaba escribiendo yo.
Después no pude volver más, porque me daba vergüenza.
Lucía Puenzo: A mí me pasó algo muy gracioso. En El niño pez hay un capítulo en una
comisaría que está inspirado en un comisario real, un tipo al que le gusta actuar, y entonces
tiene un arreglo con todo el mundo: si vos vas a esa comisaría, te deja usarla pero él tiene
que tener un papel. Entonces vos le tenés que escribir un papel al comisario M, y usás la
comisaría, porque si no hay papel para él, no se puede. Entonces cuando llamás, el cabo
atiende y te pregunta “y para el comisario qué hay”, y si vos decís, “nada”, entonces te
contestan “disculpen”. Y si decís “hay una línea”, está todo bien. Y en El niño pez aparece
todo esto. A los seis meses yo llamo, porque quería usar la comisaría para una película, y me
cita el comisario. Y me dice: “Mirá, a mí me gustó la novela, y lo que ponés de mí”. La tenía
subrayada, me mostró. “Esta línea me molestó mucho, esta línea no hace honor a lo que yo
hago cuando ustedes vienen acá”. Terminó teniendo un parlamento. Y ahí está, el comisario
M, que tiene cometa estética.
Ariel Schettini: ¿Y las categorías clásicas de la novela, les preocupan? Pienso en la diferen-
cia entre lo real y lo fantástico, el realismo como forma, las referencias históricas. ¿Eso los
preocupa, no?
Daniel Link: Me preocupa en un sentido de estimulación. Digo: “vamos a jugar con esto”. No
porque vaya a hacer una novela realista. Pero a ver, qué se yo, voy a hacer una novela con un
clima fantástico paranoico para ver cómo me resulta. Para ver cómo sale, para experimentar,
ver cómo funciona. Y sobre todo porque pienso, bueno “la imposibilidad de la novela”. Si
existe esa imposibilidad, uno puede escaparse efectivamente por vía de las novelas clasifi-
cadas. Ahora hago una novela trash, una novela gay, una novela de folletín, una novela de
terror, entonces uno zafa de esa gran imposibilidad de la novela después de Cortázar, Beckett,
o lo que quieran. Y me parece bien jugar con eso. Para probarse a uno mismo. No porque
importen en términos absolutos, sino para ver qué me pasa a mí escribiendo una novela
picaresca, o una novela metafísica, aunque no creo que me salga nunca, pero bueno, podría
intentar escribir a la Mallea, qué sé yo.
Fabián Casas: Sí, a mí me funciona como algo estimulante. Soy una persona con tendencia
a la curiosidad. De hecho estudié filosofía, y leo, leo todo el tiempo. Me resulta como por
momentos estimulante saber que existe esto, lo use o no. Me parece que está bueno para los
escritores leer a los que también despliegan una estética contraria, diferente. Siempre le digo
a Santiago que mucho mejor que leer al Turco Asís es que lea a Flaubert o a Balzac, que lea
Beckett.
grupo Boedo. Como diciendo “él querría ser como Borges, y no le da el cuero”.Y obviamente,
si esta es la reacción, yo quiero ser Boedo, escribir como la mierda como escribían los de
Boedo. Me llamó la atención ese episodio. La idea de que uno no puede recuperar tradiciones
populares, cuando en realidad experimentar con eso es lo único estimulante. Escribir bien,
una sintaxis a la Borges. Aunque uno se lo pueda poner como objetivo, sabés que no vas a
llegar nunca a eso...
Ficha 4
Fabián Casas
Tuca (1990), El salmón (1996), Oda (2004), todos editados en Libros de Tierra Firme, y El
spleen de Boedo (Ediciones Vox, 2004) son sus compilaciones de poemas. Entre su poesía
y su prosa hay un diálogo constante como si la voz de su poesía estuviera fundada en los
espacios donde se construye la prosa. Su obra narrativa (Ocio, Libros de Tierra Firme, 2000;
y Los Lemmings y otros, Santiago Arcos editor, 2005) se construye en la figuración barrial y en
la figuración juvenil, y al mismo tiempo en la reflexión sobre los límites de la literatura o sobre
lo que es narrable: confronta esos dos espacios exasperados y los hace chocar como si
fuera un poeta que “traduce” una lengua a otra y que se queda con el resto sobrante e
inabarcable del tránsito.
En las páginas de Casas hay siempre una desconfianza o una inseguridad por el acto
mismo de narrar que llenan de extrañeza el relato y se dirigen todo el tiempo al lenguaje del
que está hecho. En Ocio un personaje en primera persona narra la inconsistencia (o, lo que es
lo mismo, la metafísica profunda) de su vida, hasta que tiene una revelación cuasi religiosa
en la voz de Jesucristo que le habla desde una biografía de Zefirelli que pasan en la televi-
sión. El personaje, sin dudar del material, dice (¿a quién?¿a un lector?): “Escuchen esto”,
luego de lo cual viene la palabra de Jesús.
“El bosque pulenta”, en Los Lemmings, comienza diciendo: “Se trata de dos chicos…”,
como si diera por sentado que el cuento es, desde ya, imposible. Los relatos de Casas, que
ironizan sobre el color local y casi al borde de lo fantástico, tienen inevitablemente el tono de
un “retrato generacional”. Todos sus personajes se miran y se reconocen como parte de una
generación, y al hacerlo ponen una distancia nostálgica sobre el presente y el pasado apenas
terminado. “Los Lemmings”, el relato que le da nombre a la compilación, es una memoria de
la infancia durante la época del proceso, observada igual que si se tratara de la observación
científica de una especie animal. Es que no hay una palabra de la obra de Casas que no sea
una “Operación cultural” en la que se trata básicamente de definir el lugar del autor dentro de
una “comunidad” de valores estéticos, éticos y políticos. Como si se tratara del gurú de una
tribu “en estado de formación”, obligado a darle a su “pueblo” todas las armas nuevas para
ubicarse en la historia.
Aun contra la idea de la literatura como capilla, aun contra la idea de calidad, es intere-
sante que, en tanto escritores, Link, Cucurto, Casas y Puenzo, estén bien atentos a la crítica
y las opiniones que se vierten sobre sus obras. Circulan en un “ambiente” donde se mezcla la
idea de crítica literaria con la de alianzas amistosas, con las presentaciones de libros de
amigos y las reuniones con artistas de otras disciplinas, con los blogs y páginas “linkeadas”.
Un poco en el estilo del Salón Literario del siglo XIX, donde arte, literatura, moda y política se
confunden bajo la consigna de la reunión mundana, de modo tal que opinión, crítica y evalua-
ción se yuxtaponen no sólo cuando escuchan a los otros sino cuando ellos mismos ejercen
la crítica.
Washington Cucurto: Yo leo todo lo que escriben sobre mí.Y me importa. Pero ahora me doy
cuenta de que me insultan bastante.
Daniel Link: Yo leo todo lo que se escribe sobre mí. No es que se escriba mucho, pero para
saber. No lo hago para modificar mi forma de escribir, pero sí me interesa tener una idea de
quién lee qué cosa. Me interesa saber lo que piensa Beatriz Sarlo como lo que piensa una
chica cualquiera de la provincia de Chaco, porque uno no sabe cómo reacciona la gente que
lee. A Sarlo no le gusta lo que hago, ni lo que hace Cucurto... Ha escrito largamente sobre ello.
Yo le tengo un amor enorme a Beatriz de todos modos.
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 33
Lucía Puenzo: Hay veces que el anonimato del universo blog genera mucha violencia..
Porque hay algo en la impunidad de ser cualquier nombre, en que no te ven la cara. Me pasa
mucho que entro en esa fascinación de leer, leer, leer. Pero el peligro ahí es que el día tiene
una cantidad de horas, y hay veces que me encuentro que estuve siete horas leyendo, y que
podría seguir. Y se te fue el día leyendo opiniones... y eso me da miedo. A mí, que soy nueva
en esto, me cuesta despegarme. Cuando uno lee cosas así, muy hirientes, hay que discernir,
tomar lo que sirve en medio de la mala leche: qué me va a servir a mí para la próxima.
Daniel Link: Yo igual siempre parto del presupuesto de que merezco todo el odio del mundo.
Y después lo desmonto. Porque empezás a decir, esto puede ser por tal cosa. No sé, la última
cosa, la de Elsa Drucaroff que circuló en internet3 , a propósito del affaire Di Nucci, que tiró un
texto en contra, que no entendí por qué me odia tanto.
Washington Cucurto: Sí, pero no sé si te odia. De mí también escribió unas cosas horribles,
que fue lo peor que han escrito. Se mete con mi familia, con mi hijo. Me acusa de mal padre,
por meterlo a Baltazar en las cosas que escribo.
Fabián Casas: Es genial. ¿Dónde está escrito eso? Es que ella hace una lectura moralizante.
Dice que no le gusta El traductor4 porque dice que es una novela donde a las mujeres las
maltratan. Ella hace una lectura siempre muy moral, y eso te cercena un montón.
Fabián Casas: Lo peor de todo el affaire Di Nucci es Nielsen5, que mandó un mail a su grupo
de correo bajo la consigna: “Di Nucci, no te queremos en la literatura”. Y automáticamente
estoy con Di Nucci. Es como tomarse en serio un montón de cosas, de manera casi fascista.
¿Qué es “esa” literatura de la que habla? En cuanto a mí, siento gratitud. A propósito, me
pasó algo muy “desgraciado”. Yo hice una lectura de la obra de Arturo Carrera, una persona a
la que le tengo mucho cariño. Hice una lectura en serio de su obra, leí todos sus libros, y
estaba contento. Y Arturo a partir de ese día no me habla más. Después, con el tiempo,
aprendí algo. Me daba cuenta que determinadas personas trabajan como en el palco “del
Diego”. Y eso es lo peor que le puede pasar a un escritor, o a quien sea. ¿Qué es tener un
“palco de Diego”? Una crítica fiel para el escritor.
Fabián Casas: Donde todos le dicen “está bien, está bien” y el gordo va a morir cayéndose de
ahí. Un caso concreto. Me preguntaron un montón sobre la crítica de Alan Pauls que escribió
una nota larga sobre Los Lemmings6. Yo siento gratitud, no concuerdo con un montón de
cosas, y hay un montón de cosas que dice que no las entiendo, que superan mi instrucción.
Daniel Link: A veces la gente interpreta a la crítica como una impugnación global. Yo puedo
decir del último libro de Cucurto que hay partes que no me gustan. Pero no digo “no merecés
vivir, no sé cómo te publican, andate a la mierda”. Hay como una idea de que uno no puede
hacer críticas puntuales. Hay como una polarización de adhesión o rechazo, y es tonto por-
que uno puede gustar parcialmente de algo: esto es re interesante, y esto no sé, no tanto. Uno
dice “esta novela no está del todo bien”, ya la gente se pone erizada pensando que uno está
pidiendo la cabeza.
3
“Qué supone defender un plagio. Reflexiones sobre el caso Di Nucci-Laforet” en www.nacionapache.com.ar. Elsa Drucaroff es
autora, entre otros libros, de El infierno prometido. Buenos Aires, Sudamericana, 2006.
4
Salvador Benesdra: El traductor. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1998.
5
Se trata del escritor Gustavo Nielsen, autor de, entre otros volúmenes, Playa quemada (1994), Marvin (2002), Auschwitz (2004).
6
“Revancha” en Otra parte. Nº 10, verano 2006-2007.
7
Claudio Iglesias y Damián Selci: “A los reales seguidores de la crítica” en www.hacemellegar.com.ar.
34 KATATAY Rotaciones
Daniel Link: Cuando hacía la encuesta anual en Radar Libros, un año salió como el libro
sobrevalorado el de Guillermo Martínez 8 . Y empezaron a decir que yo lo odiaba. Y no sé, la
gente votó. La verdad es que ni leí el libro. Aparte, Acerca de Roderer9 no me había parecido
mal. Pero eso existe, y me parece que es así como funciona.
Daniel Link: Es como si hubiera algo en juego, y la verdad es que no hay demasiado en
juego.
Ficha 5
Daniel Link
Reconocido crítico literario y profesor universitario desde la década del noventa, el siglo
XXI encontró a Link en una perspectiva bastante apartada de su derrotero inicial. Ha publica-
do, en pocos años, novelas, poemas, dos obras de teatro, una de las cuales, El amor en los
tiempos del dengue, se llevó a escena en la temporada de invierno de 2007 en el Centro
Cultural Ricardo Rojas.
En sus textos siempre se debate el problema del valor. Qué es el valor estético, literario,
económico, de novedad o de autoridad de un texto. Ese problema es también una nueva
forma de pensar la tarea crítica. Todas sus obras literarias poética y ficcionales contienen la
reflexión que las somete como gesto autodestructivo y narcisista al mismo tiempo. “Novelas
trash”, “poemas malos” o “bodrioviles”. La crítica es una parte constructiva de su obra.
Esa reflexión sobre los valores, al mismo tiempo, se escribe insistentemente acompaña-
da de un pensamiento sobre las nuevas técnicas narrativas y las nuevas tecnologías
comunicativas. La Ansiedad (El cuenco de plata, 2004), novela que se muestra aparente-
mente como la vida de una persona desesperada y sentimental, es, en realidad, una reflexión
sobre el estado de constante insatisfacción generado por las tecnologías modernas y su
efecto de vorágine en aceleración del presente (de las relaciones, de los descubrimientos, de
las enfermedades, de las comunicaciones) hacia una “utopía” de felicidad inalcanzable. En el
mismo tono, su novela Montserrat (Mansalva, 2006) es una mezcla de blog y novela de
aventuras en las que se confunden, como en las experimentaciones de internet, los límites
de los cuerpos (lo público y lo privado) con los espacios límites (lo barrial versus la aldea
global) o las jerarquizaciones de los saberes (la opinión, la encuesta, la enciclopedia, la
historia, etc).
En la obra de Link los personajes se deshacen, las historias se interrumpen, los finales
se pierden: todo está hecho para nombrar un estado de pérdida y colapso de una cultura que
no cesa, al mismo tiempo de luchar por reconstruirse como una novela contada, “resumida”,
sostenida solamente en su esqueleto descarnado.
Contrariamente a un estilo absolutamente “literario” en el que se pensaba la literatura
argentina después de Borges (esa literatura en la que hablan y gobiernan los libros y las
bibliotecas), podría decirse que la obsesión de estos escritores por elaborar representacio-
nes del discurso oral es flagrante. En todos sus textos aparece de distinto modo la “voz” de
otro al que se le da la palabra y con el que se construye un intercambio o retroalimentación de
la literatura a lo oral. Del universo de Borges, pasaron casi de modo unánime al de Puig, y
hacer “mimesis” de las voces escuchadas define gran parte de la narración de sus novelas.
Daniel Link: Eso es mentira. Que conste que yo digo que es mentira.
Daniel Link: A mí me encanta escribir diálogos, y trato que los diálogos tomen fluir natural.
8
Martínez, Guillermo. Crímenes Imperceptibles . Buenos Aires. Editorial Planeta. 2003
9
Martínez, Guillermo. Acerca de Roderer. Buenos Aires. Editorial Planeta. 1992
NUEVAS IMÁGENES DE LA NOVELA ARGENTINA 35
Creo que tengo cierta capacidad para hacerlo, así como soy pésimo haciendo descripciones.
Hay una cosa turbia en el medio. Aún cuando más verosímil parezca el diálogo que uno
escribió, te costó sacarlo. Y eso enturbia la inmediatez de la cosa. Por lo pronto me gusta
poner las comas donde van, tratar de evitar los coloquialismos mal puestos. No decís “la
primer vez que te vi”, decís “la primera vez que te vi”. Me parece que en ese punto no hay
“oral o escrito”, hay catorce escalones de gradación entre una cosa y la otra. Desde La mayor
de Saer hasta Puig.
Fabián Casas: Estoy pensando en alguien que me gusta mucho que se llama Gustavo
Ferreyra10. Cuando escribe, usa palabras como “barruntó”, palabras arcaizantes que yo no
pondría, pero que dentro de su sistema funcionan perfectamente. Construye un sistema y, si
tiene honestidad, yo lo percibo y le creo, aunque el personaje hable de una manera completa-
mente extravagante.
Lucía Puenzo: Algo que se decía acá me interesa: la mezcla. En las novelas lo que más me
divierte es sentarme a pensar cómo habla cada personaje, y también creo que la absoluta
oralidad es ilegible. Y si uno hace esa operación, que es también entretenida, es completa-
mente ilegible. Donde más laburo hay es en una supuesta oralidad que tiene horas de trabajo
detrás. Pero no imaginaría ni puedo leer literatura sin diálogos. Hago el ejercicio de leer sin
diálogo, porque leo un poco de todo, pero termino leyendo con diálogos, porque la paso mejor.
Y al escribir me pasa lo mismo.
Washington Cucurto: Yo ahora cuando escribo pienso en lo que dijo Beatriz Sarlo, porque
me quedé traumado. Dice que todos mis personajes hablan igual.11 Entonces cada vez que
hago un diálogo trato de que se diferencien.
Fabián Casas: Yo eso no lo leí, pero me acuerdo que formé parte de una revista, en la que
Marcelo Cohen escribió una cosa desde el lugar de aduanero de los Estados Unidos, y dividió
la infraliteratura, la hiperliteratura y la prosa de Estado.12 Y me pareció tan inservible esa
operación: él como escritor era como el gran demiurgo, porque no estaba en ninguno.
Fabián Casas: Prosa de estado sería Tinelli, o Andahazi. Después la hiperliteratura que era
Alan Pauls. Y después la infra literatura que éramos Cucurto, yo.
Washington Cucurto: No sé, ahora pienso que sí. Todos los personajes hablan igual... me
hizo reflexionar, sobre mi vida... Seguramente tendrá razón, pero para caracterizar a los
personajes y darle su voz a cada uno, tendría que ser Manuel Puig, y a esta altura de mi
vida…
Daniel Link: Y vos la amenazaste después de eso, y le dijiste: “Ya vamos a ir a bailar
cumbia”.
10
Autor, entre otras, de las novelas: El desamparo (1999), Vértice (2004), El director (2005).
11
Se refiere al artículo “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” en Punto de Vista Nº 86, diciembre 2006.
12
Se refiere al artículo “Prosa de Estado y estados de la prosa” en Otra parte, Nº 8, otoño 2006.
13
Autor del libro de poemas La raza. Buenos Aires, Siesta, 1998.
36 KATATAY Rotaciones
En uno de sus extraordinarios ensayos sobre el modernismo, dice Ángel Rama que aquel
fue un tiempo de desenfrenado egotismo como no volvió a verse. El principio decadentista de
la exaltación de sí mismo potenció hasta la exacerbación el culto romántico al yo y los
artistas, concientes como nunca antes de su singularidad, se dedicaron, con disciplina o
liviandad, según el caso, a la transmutación de sus vidas en obras de arte. Un testimonio,
entre otros que se podrían ofrecer, de la fuerza con que se impuso entre los escritores de la
época la creencia en que la propia personalidad, por lo que tenía de excepcional y de superior
respecto de la vulgaridad circundante, podía servir como tema para la edificación de un
monumento literario, lo da la presencia, por primera vez dentro de las literaturas de habla
hispánica, de un conjunto de diarios de escritores (los de Rufino Blanco Fombona, Federico
Gamboa, José Juan Tablada, José María Vargas Vila y Ángel de Estrada) en los que la
autofiguración morosa, a través del registro de gestos, sensaciones o gustos inusuales,
prevalece sobre cualquiera de las funciones morales y prácticas en las que se sostenía
hasta entonces el ejercicio del género.
Reflexionando sobre el marcado giro autobiográfico que tomó la literatura argentina en los
últimos años, un movimiento perceptible no sólo en la publicación de escrituras íntimas
(diarios, cartas, confesiones) y en la proliferación de blogs de escritores, sino también en
relatos, en poemas y hasta en ensayos críticos que desconocen las fronteras entre literatura
y “vida real”, nada cuesta imaginar que cuando los historiadores de la cultura tengan que
caracterizar nuestro presente podrán decir que fue un tiempo en el que se volvió a ver un
egotismo tan desenfrenado, y a veces tan productivo, como el que signó al modernismo del
otro entresiglos. Podrán decir también que nuestros egotistas ya no tuvieron que posar de
exquisitos y sofisticados para resguardarse de la vulgaridad, porque después de décadas de
cultura pop habían aprendido que con banalidades extremas e irredimible mal gusto también
se pueden crear auténticas obras de arte (que la exhibición de algunas vulgaridades íntimas
puede servir muy bien a la empresa de convertir en obra la propia vida). Y seguramente
notarán que, como ocurrió con los del modernismo, entre los dandys de la época de la cultura
de masas hubo quienes se limitaron a “poner vanidad en el talento” y otros que sí lograron
“poner talento en la vanidad” (la alternativa la planteó Manuel Ugarte para amonestar a Vargas
Vila). Quede para el juicio de la posteridad la tarea de identificar los autores que pertenece-
rían al primer grupo, nuestros “Divinos”. Los del segundo se distribuyen en una secuencia
temporal que se abre, a mediados de los noventa, con Un año sin amor. Diario del Sida, de
Pablo Pérez y llega, por el momento, hasta Dos relatos porteños de Raúl Escari.1
El de Escari es un libro de memorias fragmentario y discontinuo, compuesto por algo
más de cincuenta textos breves (de entre dos y tres páginas la mayoría), que el autor presen-
ta como una especie de “mosaico autobiográfico”. Antes de leerlo, y antes de leer la entrevis-
ta que le hizo María Moreno para presentarlo en sociedad (una entrevista notable porque
logra lo que se proponen todas las del género y rara vez consiguen: despertar en el lector la
curiosidad por la obra a través del registro de la voz, y no sólo de las opiniones, del autor)2 ,
Raúl Escari era, para la mayoría de los lectores argentinos que conocían su existencia,
además del realizador de un mítico hapenning en los tiempos de la mítica vanguardia porteña
del los años sesenta, uno de los personajes de París no se acaba nunca de Enrique Vila-
Matas, “el gran Raúl Escari”, una especie de consejero oracular que acompañó la iniciación
del escritor catalán durante los años de bohemia juvenil que compartieron en la “Ciudad del
Arte, de la Belleza y de la Gloria” (la efusión es de Rubén Darío y vale, sobre todo, por la
resonancia irónica que cobra gracias al anacronismo). Después de leer Dos relatos porteños
sabemos que ese Raúl Escari hiperliterario, de una inteligencia y un ingenio superiores, que
*Alberto Giordano (1959) es investigador del CONICET y profesor universitario. Publicó los libros Modos del ensayo. De Borges a
Piglia (2005), Manuel Puig. La conversación infinita (2001), Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política (1999), Roland
Barthes. Literatura y poder (1995), y Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2006)
1
Pablo Pérez: Un año sin amor. Diario del SIDA, Buenos Aires, Editorial Perfil, 1998; Raúl Escari: Dos relatos porteños, Buenos
Aires, Editorial Mansalva, 2006.
2
María Moreno: “La internacional argentina”, en Radar (Suplemento de Página/12), Buenos Aire, 5 de noviembre de 2006.
DOS RELATOS PORTEÑOS: LA VIDA NUEVA DE RAÚL ESCARI 37
casi no abre la boca más que para apropiarse de un aforismo de Kafka o para citar a Oscar
Wilde, afortunadamente poco tiene que ver con el Raúl Escari autobiográfico, el “verdadero”
según uno de los principios que habría guiado la composición del “mosaico”, el real de acuer-
do con la intensidad con que lo presenta una escritura que a fuerza de no pretender ser
literaria produce el más literario de los efectos, “el efecto de ‘otra’ literatura”.3 (Como algunos
otros de los que participan en lo que llamamos “giro autobiográfico”, el libro de Escari se sitúa
en los márgenes ambiguos de la institución literaria y desde esa posición inestable, menos
por voluntad de confrontación que por sabia indiferencia, ligeramente la impugna. En un
ensayo reciente que circula por varios weblogs, Josefina Ludmer llama “literaturas
postautónomas” a éstas que se instalan en un régimen de significación ambivalente y ocu-
pan, respecto de la institución literaria, una “posición diaspórica”: al mismo tiempo, ya están
fuera y todavía dentro. Estas escrituras del presente no se dejarían leer (no se deberían leer)
estéticamente porque sus modos de existencia vuelven anacrónicas las distinciones entre
buena y mala literatura, entre lo que es y no literario y entre realidad y ficción. Como advierto
que en mi lectura de Dos relatos porteños intervienen criterios y conceptos críticos que
Ludmer juzgaría, con razón, estéticos, pienso que en algún momento tendré que pensar
cuáles son las razones de mi perseverancia en el anacronismo.)
Cuenta Escari en el Prefacio que los primeros cinco o seis textos los escribió indepen-
dientemente sin una finalidad precisa y que recién cuando entrevió la posibilidad de combi-
narlos elaboró un programa de trabajo que no abandonó hasta terminar. La presencia de una
voluntad constructora reflexiva es perceptible tanto en el encadenamiento de cada texto con
el que lo sucede como en la articulación entre unidades mayores (las secuencias temáticas
del tipo: los recuerdos de infancia, los hábitos del presente, las anécdotas de los amigos).
Pero aunque la coherencia y el ritmo de las asociaciones quedaron garantizados, el encanto
de lo involuntario, de lo que carece en principio de intenciones y se despliega a partir de un
impulso fortuito e inmanente, igual persiste a lo largo del libro y le da a cada fragmento la
apariencia feliz de lo inacabado (la apariencia que toma la vida cuando es lo que nos sucede).
La de Escari es una prosa conversada y su arte, el de un causer que sabe mantener tenso el
hilo de la conversación porque aprendió, seguramente en la infancia, que no basta con que la
anécdota resulte curiosa o la reflexión ocurrente para que el otro se divierta: lo esencial es
haberse inventado un tono (que es tanto como decir, haberse inventado uno mismo como
diferente e interesante) capaz de entrar a escena en cada charla para convertirla en una
performance. La presencia continua del tono de Escari, un tono en el que coexisten la expan-
sión y la reserva, la inocencia y la sabiduría, el tono de una loca que quería vivir en las
palabras y así fue como se convirtió en princesa, transforma cada entrada del álbum perso-
nal en un experimento. “Hoy les voy a contar a qué jugaba cuando era chico”; “Hoy, cómo
transcurren mis mañanas”; “Hoy, cómo fue que un día me peleé con Copi”. Y si el lector
responde siempre con la misma atención, no importa qué tan significativo sea el tema de la
charla, es porque sabe que la anécdota resultará divertida y el recuerdo encantador, pero
sobre todo porque espera volver a entrar en el movimiento de esa voz.
El programa de trabajo que adoptó Escari cuando descubrió que lo que estaba haciendo
tenía futuro de libro, supone, por una parte, un compromiso moral (en el sentido barthesiano
de una “moral de la forma”) y, por otra, la observancia de dos reglas éticas. La escritura tiene
que ser “plana”, neutra, como la de Pablo Pérez dice, para evitar la recaída en imposturas
literarias. A este despojamiento de cualquier convención que pudiese funcionar como signo
literario se asocia la voluntad declarada de operar como los artistas pop: aplanando las
diferencias culturales, para que entre el relato de una conversación con Marguerite Duras y
una reflexión sobre la costumbre terapéutica de tomar diariamente tres litros de Coca-Cola no
se establezcan jerarquías. Aunque hay momentos en que el compromiso pop deriva en pose
camp, como cuando intercala el nombre de Ben Molar en una serie de traductores talentosos
que incluye también los de Borges y Pezzoni, y aprovecha la ocasión para “rendir de paso un
sincero homenaje” a Gina María Hidalgo; aunque a veces tiene que reestablecer la diferencia
entre lo culto y lo masivo para jugar a suprimirla, advertido como está de la dimensión
política de esos juegos4 , Escari consigue que todos los temas de su conversación valgan
3
César Aira: “El deseo de viajar”, en Fin de siglo 8, 1988.
4
Si bien Escari se anticipa a una lectura como ésta cuando declara “no quiero provocar. No peco en absoluto de populismo, sino,
gracias al cielo, de un sentido o un gusto, una atracción dichosa por la cultura popular”, igual se puede reconocer en algunos de
sus gestos la estrategia doble de provocación y seducción que identifica lo camp, y en la declaración que acabamos de citar –si
se nos disculpa la violencia interpretativa-, un acto denegatorio.
38 KATATAY Rotaciones
más o menos lo mismo y que ese valor no dependa de criterios trascendentes sino de la
fuerza con la que se imponen como vitales.
La primera regla ética, porque se deriva de lo anterior, también procede de los ejercicios
literarios de Pablo Pérez, maestro paradójico: la escritura de la propia vida debe regirse por un
criterio de verdad. “Todo lo que escribí es cierto”, dice Escari, y no se trata de que no haya
mentido (problema moral), sino de que en ningún momento quiso hacer literatura a costa de
sí mismo y pasar por un “gran escritor”. En tiempos en que todos repiten, como el otro Escari,
que “una autobiografía es una ficción entre muchas posibles”5 , resulta prometedor que al-
guien vuelva a hablar de la verdad sin apurarse a repetir el lugar común de que tiene estruc-
tura de ficción. Abusamos tanto de la palabra “ficción” que terminamos reduciendo su sentido
al de artificio o artefacto retórico, y así fue como nos olvidamos de la verdad, que es lo que
realmente nos importa cuando se trata de seguir el paso de la vida (que es siempre la de
alguien intransferible, aunque no le pertenezca) por las palabras. ¿Qué podría ser un ejercicio
de la verdad que no se redujese a la voluntad de querer decir cosas verdaderas? Ahí está
Dos relatos porteños para dar una respuesta en acto: una experiencia de los límites de lo
comunicable. Escari actúa como si pudiese contarlo todo, porque responde al criterio de verdad
que lo lleva a no jerarquizar los temas: cuenta cómo acabó por primera vez pensando en un tío,
qué drogas prefiere y cuales detesta, lo que le contó Miguel Abuelo cuando lo tuvo de huésped
en su departamentito parisino y hasta la fellatio desafortunada que una vez le practicó a Pablo
Pérez. Lo único que no cuenta, porque no puede, como si temiese que la escritura fuese a revivir
o incluso a intensificar las fuerzas destructoras, es el amor “terrible” que lo ligó para siempre a
Copi y el dolor por la muerte del hermano mayor. Los dos acontecimientos quedan aludidos en
su excepcionalidad, pero como algo que todavía se resiste a ser abordado directamente. Alrede-
dor de ellos se suspende la asociación dichosa de reflexiones y anécdotas y la impotencia
queda señalada por el laconismo de algunas frases: “siempre vivimos cerca Copi y yo”; “Sacarlo
de quicio era un juego, bastante insoportable, que le jugué mucho a mi hermano. Y lo lamento.”
Estas epifanías silenciosas, acaso los momentos más conmovedores del libro, nos confrontan
con lo que el autobiógrafo descubre por atenerse al deseo de no convertir su vida en una historia
literaria, ni siquiera fragmentariamente: la no-verdad de los afectos íntimos, eso que no se puede
contar porque algo lo impide, es lo que cuenta.6
La otra regla que observó Escari para componer Dos relatos porteños es la de escribir
diariamente, estableciendo como referencia temporal de lo que se cuenta cada día los suce-
sos o los estados de ánimo de ese mismo día. Lo importante es no volver sobre un texto ya
escrito para corregirlo si en uno posterior se plantea una contradicción o un equívoco. Así es
como se evita el error de tantos relatos autobiográficos en el que la reconstrucción lineal y
coherente produce un deplorable efecto necrológico: de tan idéntico al que llegará a ser,
pongamos por caso, un escritor consagrado, ese niño que juega en el patio de la casa familiar
parece sin vida. La apuesta de Escari tiene que ver, precisamente, con mostrar la distancia
actual consigo mismo para que el mosaico que va componiendo no adquiera, por la imposi-
ción de un centro, rigidez e inmovilidad. Por eso la regla no es meramente práctica, tiene un
alcance ético y se enuncia así: “respetar el transcurrir natural de una vida, con sus contradic-
ciones y vaivenes.” Más o menos lo que se puede leer en el Diario de los hermanos Goncourt,
cuando Edmond argumenta la superioridad de este género sobre las memorias: sólo una
escritura capaz de registrar cómo cambian y se modifican las personas puede “representar la
ondulante humanidad en su verdad momentánea.”7
Aunque algunos textos adopten la forma de entradas (“Esta mañana, martes primero de
marzo, llamé a María Moreno…”; “Hoy, 15 de abril de 2006, murió Pablo Suárez.”), no se
puede decir que Dos relatos porteños sea un diario, pero sí que comparte con los diarios la
orientación hacia el presente más que hacia el pasado, porque se fue escribiendo como un
ejercicio de intensificación de la vida, indiferente a cualquier proyecto de reconstrucción.
Cuando Escari recuerda sus dramatizaciones infantiles, o el juego de los inventos que un día
le valió el elogio de un amigo de su hermano, además de fijar en las páginas del álbum de la
memoria algunos episodios significativos, pone a prueba sus posibilidades de revivir hoy
5
Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca, Barcelona, Editorial Anagrama, 2003; pág 104.
6
Entre paréntesis, al final del texto titulado “Mi hermano Ricardo”, Escari anota: “Este texto era una nota al pie de página del
apartado anterior… La dimensión que tomó, excesiva para una nota al pie, me hizo independizarla, pero comprobé que todavía, a
tantos años de su muerte, sólo me atrevo a hablar de mi hermano en una notícula aclaratoria al pie de página.”
7
Julio y Edmundo Goncourt: Diario íntimo 1851-1895. Memorias de la vida literaria, Madrid, Ediciones Jasón, s/f. La cita pertenece
al Prefacio firmado por Edmond.
DOS RELATOS PORTEÑOS: LA VIDA NUEVA DE RAÚL ESCARI 39
esas experiencias, de vivirlas como nunca antes, bajo la presión de los afectos que lo habi-
tan y lo mueven mientras las escribe. La loca que no pudo realizar su vocación teatral se
reconoce en el histrionismo y las rabietas infantiles del niño Scaricabarozzi porque le gusta
pensar, sin ánimo de provocación, que ya estaba presente en esos arrebatos (“No se llega a
ser loca, dice: loca se nace”). Pero al mismo tiempo, más acá de cualquier afirmación narci-
sista, se descompone y se reinventa en la escritura de los recuerdos porque el tono con el
que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original: lo que todavía conmueve
del niño que juega a seducir y a fastidiar a los mayores, tan diestro en su métier, es que no
sabe por qué lo hace, como el que escribe no sabe ni podría saber de dónde llegan esas
palabras planas capaces de revivir lo que nunca ocurrió. ¿Llegarán de nuevo mañana, cuan-
do se disponga otra vez a escribir?
La vida de Escari, según lo que se puede reconstruir, es generosa en desplazamientos,
ocupaciones y encuentros. Están sus logros juveniles en el Instituto Di Tella antes de viajar a
Francia; los treinta años de residencia en París, en los que trabajó como periodista en Radio
Francia Internacional y en algunos medios gráficos, años en los que, además de muchas
otras cosas, viajó a destinos exóticos y vivió su homosexualidad como no lo hubiese podido
hacer en Argentina; finalmente, está el regreso a Buenos Aires y este presente de escritor
con miras a convertirse “de culto”. Y siempre, en todos los lugares y edades, amigos céle-
bres (que no lo fueron gracias, pero tampoco a pesar de esa condición): los de la juventud en
Buenos Aires, Ricardo Piglia y Pirí Lugones; los de París, Copi, Vila-Matas, Marguerite Du-
ras, Barthes, Sarduy y Antonio Segui. A esta lista larga y sorprendente se agregan, después
del regreso, los nombres de Maria Moreno y otros dos mentores literarios, Pablo Pérez y
Daniel Link. No cuesta imaginar qué memorias voluminosas se podrían haber escrito, con un
poco de disciplina y destrezas técnicas, desplegando y trenzando los hilos de esta vida.
Escari prefirió pulverizarla, para que la intensidad y el encanto prevalezcan sobre el valor
testimonial. Dos relatos porteños es una “biografía pulverizada” (la expresión pertenece a
Sarduy) en las que las secuencias de la historia personal apenas si están esbozadas, presu-
puestas como horizonte de inteligibilidad, para que los recuerdos y los apuntes del día, bajo
la apariencia de discretas “viñetas”, cobren fuerza de epifanías. Como Proust (leerlo era a
veces un ejercicio preparatorio), Escari supo confiar en el olvido, no sólo no se le resistió,
sino que se encomendó a su labor aniquiladora. Así, los años de la infancia se disgregan en
unos pocos gestos y escenas y en un único espacio, la casa familiar de la calle Rivadavia (el
deseo de viajar lejos podría ser un correlato de este encierro voluntario). La madre queda en
un segundo plano, desplazada por la complicidad de dos tías solteronas (¿siempre hay tías
animando la infancia de las locas?) que fueron las mejores espectadoras de las extravagan-
cias del niño-dandy. La ausencia del padre, muerto a sus siete años, es un vacío sin resonan-
cias. Del corazón secreto de esta edad mágica y terrible proceden el placer infantil de hacer
reír a los demás y una melancolía discreta, que ni se nombra ni se dramatiza, pero que le da
al conjunto de los textos una leve coloratura sentimental. La perfomance cómica, que fue
primero un modo de expresar el amor al hermano (“Hacerlo reír era para mí uno de los mayo-
res placeres del mundo. Lo siguió siendo hasta su muerte.”), se convirtió después en un don,
un presente que alegra la vida de (y junto a) los amigos (gracias a su transmutación en
literatura, los lectores incógnitos de Dos relatos porteños también recibimos este regalo). La
melancolía es tal vez una huella del desprecio y los rechazos que habría sufrido la loca
desde muy temprano, de sus luchas solitarias contra el resentimiento cuando todavía no
contaba con el escudo protector de la amistad. Según una teoría de Escari (la clase de teoría
que los heterosexuales suspicaces tendemos a considerar una idealización, pero habría que
ver), la “amistad gay” es un vínculo sereno, una apertura al bienestar y la alegría, que instaura
un espacio liberado de las injurias y las agresiones que sufren los homosexuales a lo largo de
su vida.8 Dos relatos porteños se propone como la prueba autobiográfica de la consistencia
de esta teoría.
Uno de los recursos más poderoso con los que contaba Escari para componer unas
memorias abultadas y llamativas es el acopio de amistades célebres, un material tan excep-
cional como peligroso, porque si se lo manipula con poca sutileza termina por aplastar el
rostro del autobiógrafo –eso que nunca se nos da del todo– bajo el peso de una máscara
deprimente, la del que pretende usufructuar de la fama ajena. El trabajo de pulverización y
aplanamiento que realiza la escritura sobre ese material tan delicado es de una eficacia
singular, si tenemos en cuenta la resistencia que puede ofrecer: a través de unas pocas
8
Ver Raúl Escari: “La amistad gay: de Christopher Isherwood a Pablo Pérez”, en Canecalón 1, 2004 (reproducido en: http://
www.canecalon.com/canecalon01/amistad.htm).
40 KATATAY Rotaciones
anécdotas íntimas o un gesto que otros tal vez no hubiesen percibido, las personalidades del
mundo intelectual o artístico aparecen en primer lugar como personajes del mundo de Raúl
Escari porque el tono de su prosa conversada modula la aparición. Así, Sarduy es el de la
vez que se le abrieron las puertas de un prostíbulo en Tánger porque mencionó el nombre de
dos viejos amigos de la casa, Foucault y Barthes. “-¿Cómo están los profesores?”, preguntó
el portero, vencida la desconfianza. La ocurrencia de Manolo es el verdadero protagonista de
esta anécdota que Lady S.S. contaba, seguramente, para alegrar a los colegas. Copi es el
despliegue infantil de un “espíritu investigador” que podía entontecerlo, como cuando se que-
dó esperando ver el crecimiento de unas flores, o llevarlo a conclusiones irrebatibles (“No veo
cuál es el interés de volverse adulto.”). Y Barthes, siempre tan pudoroso, el de la sorpresa y
la alegría cuando una noche escuchó que lo citaban en una película que, de no mediar la
insistencia de los amigos, no hubiese ido a ver. Desbordado por la dicha repentina, golpeó
con la mano la rodilla derecha de Sarduy y la izquierda de Escari, pues estaba sentado entre
los dos. El recuerdo de este gesto fugaz y amable de un cuerpo en estado de felicidad
potencia su encanto cuando se lo aproxima al de otro golpe de mano sobre una rodilla amiga,
el que una vez le dio Victoria Ocampo a Mallea para descargar la crispación y la intolerancia
que le provocaban las “estupideces” de su hermana menor (ver “Los coros”).
En una reseña en la que destaca los valores literarios de su escritura, dice Elvio Gandolfo
que llamarla “plana” es un abuso de confianza que el autor de Dos relatos porteños se permite
para consigo mismo.9 Nadie puede leer en su discurso el momento en el que las palabras de
desautorizan, ese acontecimiento que separa lo que se escribe del dominio que ejerce el
autor. La diferencia entre lo que Escari supone que hizo con su vida mientras componía el
“mosaico” autobiográfico y lo que transmite el movimiento que recorre las “viñetas” y las hace
aparecer como apuntes de una experiencia en curso, se plantea nítida en el comienzo del
último texto, “Reflexiones escritas al día siguiente de terminar este libro”:
Después de terminar este libro, lo releí como una serie d’ états d’ame. En este sentido,
gira en torno de un sentimiento único, padecido en circunstancias y épocas diferentes de mi
vida: una fuerte pulsión de rabia, de indignación o de furias enceguecedoras, por grandes o
chicos que fueran los problemas que siempre volvía enormes.
No quisiera cometer un abuso de confianza con las libertades que definen mi condición
de lector, ni poner en duda, claro, la verdad autobiográfica de estas pasiones tristes, pero lo
cierto es que casi no escucho odio ni resentimiento en las causeries de Escari, tal vez sólo
alguna resonancia débil, apenas audible entre otras modulaciones más alegres, de esa “pulsión
de rabia” que la conciencia atesora. No sé si en la vida, pero en esa extraña forma de vida que
es la escritura literaria parece que el autobiógrafo se desprendió de sus padecimientos. Inclu-
so cuando los recuerdos fijan escenas de frustración o injusticia, como las dos de “Maltratan
a los niños”, el tono de la rememoración conserva una ligereza que sin negar la fuerza del
alegato lo vuelve divertido.
Si acordamos en darle a este término el alcance ético, incluso político, con el que lo usa
Barthes (¿quién, que es, no es barthesiano?), podríamos hablar de benevolencia para refe-
rirnos a la actitud afectiva que recorre la escritura de Dos relatos porteños, esa forma de
ironizar menos por puntadas ingeniosas que por una dispersión sutil de gestos y ademanes
risibles. Cuando el autor los dirige hacia sí mismo, para proponer una imagen y al mismo
tiempo dar la impresión de que no se toma tan en serio (“Debo confesar que, a pesar de las
apariencias, soy alguien que tiene berretín de figurar.”), esos guiños irónicos resultan doble-
mente efectivos. Pero hay otro término que procede de la misma enciclopedia y que parece
todavía más apropiado para agrupar en un haz de afectos lo que pasa por esta escritura:
inocencia. Esta inocencia no es un estado del alma, la inocencia de los simples, sino una
fuerza y una pasión. (Aunque no le interese posar de complejo, aunque a veces juegue a
infantilizarse, Escari no tiene nada de simple. Y lo que hace tan atractiva su inocencia es,
precisamente, que corresponde a alguien que “vivió mucho”.) Es una disposición activa a
afirmar lo que sucede sin dejarse intimidar por el mundo de los valores. La inocencia, dice
Nietzsche, es “el juego de la existencia”, y el buen jugador, el que sabe que no se trata “de
aligerar la vida sino de tomarla ligeramente”. Por eso cuando Escari juega a la literatura
autobiográfica y compone su autorretrato de loca en estado de rememoración y escritura,
aunque se encarga de señalar la necesidad histórica de esas luchas, prefiere una exposición
entretenida de la vida gay, abierta al registro de lo que puede llegar a tener de alegre y tierno,
antes que una intervención directa, orgullosa, contra el rechazo y la discriminación. El espec-
9
Elvio Gandolfo: “La deriva”, en Noticias N° 1560, Buenos Aires, 18 de noviembre de 2006.
DOS RELATOS PORTEÑOS: LA VIDA NUEVA DE RAÚL ESCARI 41
táculo que monta es demasiado generoso como para que podamos atribuírselo a la rabia o a
la indignación.
Vila-Matas recuerda que fue Gide quien escribió que “un artista no debía contar su vida
tal y como la había vivido, sino vivirla tal y como la iba a contar”. Una máxima ingeniosa, muy
en el espíritu de los juegos literarios de París no se acaba nunca, que nos ayuda a pensar la
continuidad de vida y escritura en Dos relatos porteños por contraste, o mejor, a través de un
desvío. Escari se convierte en artista al contar su vida tal y como verdaderamente la vivió
porque ese acto diario inaugura cada vez una forma nueva de existencia. Sin arte (invención
de un tono) no hay renovación de la vida y sin vida nueva (aparición de otros afectos) no hay
arte. En este sentido puede hablarse, a propósito de su escritura autobiográfica, de una
orientación hacia el presente. ¿Qué podría hacer hoy con mi vida, con lo que viví, ese tesoro
de experiencias, y con la forma en que vivo? ¿En qué podría convertirlos, por qué medios?
Cada “viñeta” en cada día es la forma artística que toma la respuesta a esta pregunta doble
y, al mismo tiempo, la única condición posible para su enunciación.
En el comienzo está siempre la pregunta por el mínimo común denominador: ¿qué tiene
que tener un libro para que sea editado? La diversidad encogida a una única cuestión. Pero
diversas son las respuestas; el tema, el ritornelo, en cambio siempre es uno: una interroga-
ción radical sobre los modos de escribir y las formas de leer. Peripecias del no, de Luis
Chitarroni, cumple al pie de la letra con esa condición. Y si la cumple, es sencillamente
(como si fuera sencillo) porque primero crea las condiciones y luego las cumple: las condicio-
nes no existían antes de Peripecias, no había un formulario vacío, un frame, un meta-acuer-
do entre las partes (el autor, el editor, la historia de la literatura y la comunidad literaria), todo
lo contrario: novela sobre la epistémè, expresa el estado latente de la lengua en un momento
dado. Y en ese caso (Heidegger detrás de Lacan, Lacan detrás de Literal, Literal sobre la
mesa de café del lapus argentino) lo que expresa es la pregunta que se pregunta acerca de
ella misma. ¿Es posible preguntarse qué significa hoy escribir? ¿Qué significa leer? O más
prosaicamente: eso que usualmente llamamos escribir, ¿es escribir? Y eso que por comodi-
dad llamamos leer, ¿es leer?
Desde que se publicó el libro (el colofón señala mayo 2007) recibo, como editor, toda clase
de felicitaciones, advertencias, comentarios y palmadas en el hombro. Según dicen, haber
publicado Peripecias es un acto arriesgado, osado. Según dicen también, es un libro difícil de
leer. ¡Pero es un libro facilísimo de leer! Lo único que hay que saber es… ¡Leer! Arriesgado de
publicar y difícil de leer (por no decir imposible) son la mayoría de los demás libros, el noventa
por ciento de lo que habitualmente se nombra como literatura argentina contemporánea. Inmen-
sos catálogos entregados a la prosa cristalizada, a la sintaxis apropiada, a los temas recurren-
tes, a las tramas ajustadas, a la erudición maltratada y al sentido facilitado.
Pero el valor de Peripecias no reside en el contraste, no se mide por el atributo negativo:
es la pura negatividad. El absoluto negativo. Ese lugar suspende la posibilidad de compara-
ción, la genealogía, el enigma.
Novela anglosajona, como corresponde termina con una cita a la francesa (después del
ensayo de Ian Buruma, Voltaire’s Coconuts or Anglomanía in Europe, habría que escribir el
libro opuesto: el de la fascinación inglesa por el mundo francés) termina, digo, con una cita a
lo Blanchot (“La literatura marca pero no deja huella”), reciclada por Chitarroni en “El arte no
deja huella. No deja una sola idea viva. ¡Qué bárbaro es! Termina con ellas sin tener que
matarlas”. Lacan otra vez: Peripecias como reescritura de La carta robada. El secreto está a
la vista de todos. Transparente como la prosa de Chitarroni.
42 KATATAY Rotaciones
Reeditar un libro tiene algo de mágico: es volver a poner un texto en circulación, volver a
llamar la atención sobre un libro tal vez olvidado, tal vez inhallable. Es incentivar, provocar,
tentar las relecturas y nuevos significados, a partir de una recontextualización del libro. (El
mercado, en este caso, como contexto de enunciación.) Reeditar, entonces, es desafiar las
leyes de un mercado que se rige en términos de pura novedad. El valor de la reedición sería,
entonces, valor en tanto que “viejo” puesto a circular nuevamente. O, mejor, el valor de lo discor-
dante, un sonido producido en otras coordenadas, vuelto a escuchar (o escuchado por primera
vez) separado de la inminencia, de la ansiedad, de la urgencia de su publicación original.
En este sentido, reeditar Las islas nueve años después de su primera publicación es
comprobar que se trata de una novela total, que se piensa a sí misma como total. La trama
de Las islas es un núcleo compuesto por una gran cantidad de historias que se van desarro-
llando, con diferentes registros, estilos e, incluso, géneros (diario de guerra, thriller,
buildungsroman en cierto sentido, por nombrar algunos). Pero además, es la matriz que ideó
Gamerro –consciente o inconscientemente– que condensaría (eso lo sabemos hoy, no hace
9 años) todas sus futuras novelas. Así, si bien sus novelas se pueden leer autónomamente,
de una a otra se completan o modifican las historias, se contextualiza (y resignifican) situa-
ciones: gracias a Las islas, por ejemplo, sabemos que el secuestro de Tamerlán por parte de
Montoneros en La aventura de los bustos de Eva (2004) no es sólo político sino, además, un
ajuste de cuentas con él.
Es en este sentido que vale particularmente la pena la posibilidad de trabajar con un
catálogo de autor: publicar cada una de las novelas que componen este mundo de Felipe
Félix, Tamerlán, Malihuel, para potenciar esos pasajes de una novela a otra. Por supuesto
que esto implica trabajar con categorías perimidas para la teoría literaria como las nociones
de autor y obra, pero es interesante pensar qué sentido de obra y autor arma, recorta, cada
editorial al tomar las decisiones que toma, no tomando estas categorías como naturalizadas,
sino justamente como construidas.
Uno de los puntos más interesantes de Las islas, a mi entender, es la interrogación de la
novela sobre el estatuto de la realidad: Felipe Félix, el protagonista de Las islas, es un
habilidoso hacker, ex combatiente de Malvinas, que construye un video game de la guerra
donde, para complacer al capitán Verraco, siempre ganan los argentinos. Sin embargo, Felipe
pone un virus para que se altere el juego y “ocurra” la verdad: los argentinos pierden. Así, la
verdad tiene forma de virus en esta novela. La verdad tal vez no exista, pero funciona como
un virus, como un procedimiento que mina, corroe, aquello que se cree, aquello sobre lo que
se construyen irremediablemente representaciones. (¿Las reediciones de libros funcionarán
como un virus?) La novela pone al descubierto permanentemente las percepciones, las
construcciones sobre la realidad con las que los personajes de Las islas conviven: juegos de
espejos, panópticos, guerras internacionales virtuales, mundos contra fácticos.
Las islas, en definitiva, reflexiona entre tantas otras cosas sobre el poder y el control,
sobre el secreto y la información (“la información es el nuevo opio de los pueblos”) como
herramientas del poder. Y lo hace desde una novela poderosísima, que apuesta a la literatu-
ra, que confía en la literatura, en la representación, en la trama y en el lenguaje como pocas
novelas todavía lo hacen.
Por más que doy vueltas, hoy, me resulta casi imposible decir cómo decidimos publicar
los libros de literatura argentina que van saliendo en Beatriz Viterbo. Si miro el catálogo que
reúne la colección Ficciones desde 1991, confirmo una vez más que la reunión se debe en
parte al gusto, en parte al capricho, en parte a las posibilidades y en parte al azar. Sin
embargo, en principio hay algunas certezas; enumero las respuestas inmediatas que vienen
sobre cómo creo que elegimos los libros:
– Las “novelitas” de César Aira, la respuesta es sencilla: simplemente las esperamos desde
mayo, más o menos, cada año, como quien espera una broma o una promesa, a sabiendas
LA LECTURA DE LOS EDITORES 43
– Los “rescates” (las Obras Completas de Norah Lange, el teatro de Manuel Puig, el homena-
je a Girondo, Oliverio, o El Gualeguay de Juan L. Ortiz) no porque pertenezcan a la tradición,
por importantes ni por injustamente olvidados sino porque siguen siendo escritores nuevos,
actuales, venideros, y porque se dio la ocasión de hacerlos (los “no tuvimos la ocasión”, o
los “nos hubiera gustado”, traerían adentro del catálogo la Obra Completa de Pizarnik y los
textos dispersos de Silvina Ocampo que reúne Montequin, o la obra de Osvaldo Lamborghini
que reunió Aira. (Luis Chitarroni debe ser un editor feliz, ahora que lo pienso);
– Los caprichos: Palacio de los aplausos, de Osvaldo Lamborghini y Arturo Carrera, 40 watts,
de Oscar Taborda, Kafka de vacaciones, de Damián Tabarovsky o Diario de la rabia, de
Héctor Libertilla. Esos libros finitos a veces no llegan a las 60 páginas, redondos, perdidos
entre los géneros, incomprensibles y siempre fáciles de leer: basta llevarse una frase a la
boca como quien come una granada, semilla tras semilla, y apretarla con la lengua contra el
paladar hasta que estalle fresca y saludable, y seguir por la siguiente hasta el final. En la
contratapa del Diario de la rabia, Libertella escribió: “Es curiosa la historia de este libro. Una
primitiva versión, con el título Nínive, iba a ser publicada por una prestigiosa editorial de
Londres. El proyecto no se concretó porque, según le dijeron al autor, los traductores se
habían vuelto locos con el encargo. Cuando recibió ese mensaje, Libertella pensó: ‘¿Así que
siempre escribí para no ser traducido? ¿Qué patología será ésta?’ Entonces tomó el cuento,
lo amplió a nouvelle y le dio un carácter más transparente. Un año después, inesperadamen-
te, recibiría el primer original que sí había sido traducido por Jeremy Munday, quien concretó
la aventura de verter al inglés aquel borrador intraducible. ‘¿Qué hago ahora? Ahora tengo las
dos variantes, la suya difícil y la mía fácil, y no puedo adivinar cuál es cuál.’ Beatriz Viterbo
ha decidido editar la versión castellana, la ‘fácil’.”
– Los que forman un todo por una imbricación de relatos o de “documentos”, diría Daniel
Attala –nunca sumatoria de cuentos– al borde de la autobiografía, del testimonio y de la
ficción. Ejemplos: Varia imaginación, de Sylvia Molloy, que hace circular historias como reli-
quias, restos, ruinas del pasado, momentos últimos de los que ya nadie más podrá dar
testimonio, y que son, en el mundo de Molloy, el punto de retorno –o de partida– de la ficción.
O Microbios, de Diego Vecchio, una presentación de nueve casos clínicos, “un vademécum
de enfermedades producidas por la literatura, un museo anatómico con cuerpos de letras,
planetas de humor y temblor. Al tomar la palabra, los órganos murmuran, como lavanderas, al
borde de un río, apaleando sábanas sucias”, dijo el autor. O la forma en que lenguas, traduc-
ciones dudosas, subtitulados, borradores, relatos, todo en Historia del Abasto de Mariano
Siskind pone a prueba el poder de la ficción para imaginar personajes fuera de lugar y los
modos imposibles de su pertenencia precaria a ese otro lugar desde donde murmuran. O el
realismo crudo, seco y a veces sucio, centrado en el justo uso de la lengua oral con que,
vertiginoso, Rocanrol, de Osvaldo Aguirre, cuenta historias extremas, en las que los perso-
najes, fantasmas o sobrevivientes, deambulan de uno a otro relato y un mismo aire de
marginalidad lumpen retorna sobre todos ellos.
– O el modo en que algunas jóvenes novelas enroscan el relato realista y lo llevan, con
velocidades diversas, por el azar de un viaje o de un delirio disparatado donde sobrevuelan el
mito, la risa y los rituales iniciáticos. Pienso en La temporada, de Esteban López Brusa,
Ischia, Praga & Bruselas, de Gisela Heffes, El niño pez, de Lucía Puenzo, o Footing soste-
nido, de Santiago Stura.
Las maneras son muchas, como se ve, y podría seguir enumerando, basta mirar el
catálogo. Pero elijo El día feliz de Charlie Feiling, para terminar. Allá por los noventa, todavía
puede decirse que, jóvenes, alegres e inteligentes, Guebel, Feiling y Bizzio son promesas de
la literatura nacional. Un día, los tres viajan juntos desde Buenos Aires a un pueblito del
interior de la provincia. Encuentran lo que esperaban, un día nítido y caluroso, como cualquier
otro de verano a la orilla de un río en la llanura. Comen asado, hablan pavadas, se burlan un
poco de todo y sobre todo de ellos mismos. Un día como cualquier otro día festivo salvo por
el hecho único, extraordinario, que lo señala para siempre en las vidas de los tres. Al final de
44 KATATAY Rotaciones
ese día, embriagado de sol y de whisky, Feiling les dice a sus amigos que muy pronto va a
morir y es por eso que sabe que ése, intrascendente y luminoso, es “el día más feliz de su
vida”. Diez años más tarde Daniel Guebel y Sergio Bizzio retoman a cuatro manos ese día, para
escribir este relato y, llamados por el recuerdo del amigo, nada sentimentales pero sí un poco
tontos y un poco cínicos, dejan que la gracia se sobreponga a la pena y que el amigo muerto sea
la ocasión de un regalo: la prosa liviana de esta novela, que tiene el brillo de una tarde a la orilla
del río, la frescura de una sombra protectora y la cortesía inigualable de la amistad.
Elijo este libro, melancólico y liviano, luminoso, escrito a cuatro manos como un don a la
memoria de un tercero; también un libro fácil, pequeño, para que el fin diga presente, aquí,
como un regalo.
Algunos libros y un trabajo, a fines del 2002, me pusieron en papel de editor. Menuda
suerte. Suerte para la desgracia. Pero como la literatura lo dice antes y mejor, en Santiago
Arcos la serie narrativa comenzó con Aventuras de un novelista atonal de Alberto Laiseca y
Los sospechados de Milita Molina. Editor de fracaso triunfante o al revés y pequeño mundo
vociferante de riberas sin fin que nos hablaron y, para siempre, hablan, hablan… por noso-
tros. Literatura desesperante, de autor, capas y capas de sentido, formas y formas de saber.
Luego, como con la literatura nunca hay nada que hacer, salvo leerla o escribirla, la trama
de posibles publicaciones siguió el camino de autores-que-saben: Leónidas Lamborghini,
Oscar Steimberg, Héctor Libertella. Lucidez y humor: puntos justos de un bordado que hace
bien. Serie narrativa que se jugaba no muy lejos también como ensayística y documentaria.
Porque siempre se trata de autores: David Viñas, Nicolás Rosa. Y de libros de autores:
Denuncialistas, Literal.
Siempre una apuesta a nombres y a libros de autor: descreo de etapas rotuladas, de
géneros maniatados, de modernidades que olvidan la literatura. Porque no sé qué se lee.
Pero leyendo veo que se olvidan autores y se construyen a pico y pala sordas tradiciones
cortas. Cosas feas. Y frente a eso, sólo hay autores, individuales, sueltos, aparecen en
algunas editoriales y festejo que lo hagan. Pienso en las últimas obras de teatro de Puig que
publicó Beatriz Viterbo o en el Correas de Leviatán e Interzona. Escritores que viven para
siempre anacrónicos: la chinche triste que me agarré cuando todos corrimos a publicar a
Héctor Libertella a fin del año pasado, de nada valió saber que siempre es así y que es mejor
así que nada… Él mismo se había acompasado y se editaba, todos estábamos de más. Él
sabía, había enroscado su obra a su propia historia literaria y trisalegre, creo, nos miraba
hacer. Divertido teorizaba sobre cánones desde siempre, sobre tiernas rencillas críticas que
devolvían un mundillo caído y repetido desde Marcos Sastre, era una vanguardia que no
terminaba de nacer. Libertella entendió como nadie la teoría contemporánea porque la vivió
con el cuerpo, el cuerpo del remero –dijo algunas veces-; Libertella no se desmadejó gratuito,
no la gritó en espuma de superficie sino que fue y vino por el más peligroso andarivel: vivió en
la risa de saberla horrible y fracasada pero, para él, aún literaria. De ahí su temporalidad
inaudita, su ficción que transpuesta prolijamente en la trama nacional podía hacerse latinoame-
ricana. De ahí la bailarina santidad que le pensé a esa obra futura pero real de su autobiografía.
Héctor Libertella fue la gracia de un autor amable, delicado, atento, que miraba desde el
fondo de la tradición de la misma manera en que se sentaba al final de las presentaciones y
las fascinaba fumando. Así, La arquitectura del fantasma fue un libro instantáneo y largamen-
te escrito: esas verdades juntas se ven ahí, en esa literatura que dice sobre sí pero avanza
trágicamente porque sabe del juego sin consolación, literatura desesperante, ni real ni ficcional,
casi religiosa. Literatura que vive cada vez que uno vuelve al libro, cuando uno no puede creer
que así esté escrito desde siempre.
Entonces, si se lee lo-que-se-puede, se escribe lo-que-se-sabe, en cambio, se publica lo-
que-pasa… No hay afuera del tiempo, como el-tiempo-que-hace llegan originales y nuestra
ceguera y la economía opinan. Nosotros quedamos un poco atrás. Sólo un poco.
Mientras los autores escriben uno se va quedando con ganas de publicar eso “que nacía
encantador como Miriam” (flor robada a un jardín de Paradiso, es decir a Viento del noroeste
de Hugo Savino)… Uno se va quedando con ganas de editar libros entrevistos que no sabe-
mos bien si existen (y estoy pensando, por lo menos, en dos formas particulares).
Nos quedamos atrás y con ganas, adelante van esas obras que sólo se entenderán en
100 años como se las pensó Kafka o como hoy encontramos gozosos a Mansilla, el que
LA LECTURA DE LOS EDITORES 45
perdió género para ganar literatura. Esas obras de argentinos, cercanos, inaudibles, pero que
como gritos pelados leemos de vez en cuando porque –suerte de la desgracia– sus grandes
escritores aún nos las confían personalmente.
Foto 2
46 KATATAY Rotaciones
Cuestiones de representación I
* Florencia Garramuño dirige el Programa en Cultura brasileña de la Universidad de San Andrés, y es investigadora del CONICET.
Publicó Genealogías Culturales. Argentina, Brasil y Uruguay en la novela contemporánea, 1980-1990 (Beatriz Viterbo, 1997) y
Modernidades Primitivas: Tango, Samba y Nación (Fondo de Cultura Económica, 2007). Es editora asistente de la revista Margens/
Márgenes.
1
Andreas Huyssen, “Mapping the Postmodern”, en After the Great Divide, pp. 212-214, Bloomington and Indianapolis, Indiana
University Press, 1986.
2
Para un análisis de esta polarización, pueden contrastarse dos textos opuestos en sus valoraciones y argumentos: el ya
mencionado The Western Canon, de Harold Bloom, New York, Harcourt Brace and Company, 1994, y la compilación de artículos
realizada por Russel Ferguson y Trin T. Minha en Out There. Marginalization and Contemporary Culture, New York, London and
Massachusetts, The New Museum of Contemporary Art, The MIT Press, 1990.
LA IRONÍA DE LA DIFERENCIA SOCIAL. SOBRE RABIA, DE SERGIO BIZZIO 47
privado de una mansión de Rodríguez Peña y Avenida Alvear– la novela rechaza asumirse
como elaboración etnográfica sobre la clase baja o sobre las diferencias entre las clases
sociales en la Argentina contemporánea.
Y no porque se trate de un rechazo al costumbrismo: de hecho, algún resto de éste queda
en la sobresaturación de elementos estereotípicos como la cumbia villera, el alcoholismo de
los ricos o el asadito de los obreros. Pero ese costumbrismo se ve interrumpido por una
suerte de actitud refractaria ante la posibilidad de asumir una cognoscibilidad certera tanto
de las costumbres como de los sujetos que pueblan su universo.
En principio, porque el protagonista, aunque comienza pareciéndose a un “tipo” social,
rápidamente se convierte en un espectro: escondido en el piso alto de la mansión en la que
trabaja de mucama su novia, María –así se llama el personaje masculino-, deambula por los
pasillos y escaleras convirtiéndose en un “espía invisible”. Mientras que su invisibilidad lo
hace incognoscible para los otros habitantes de la casa –nadie, a pesar del inminente peligro
del descubrimiento, logra verlo durante más de tres años, salvo, hacia el final, un bebé que no
puede contar lo que ve–, esa misma invisibilidad le permite convertirse en un espía de las
costumbres de la clase alta:
Más que un fantasma, en realidad, parecía una imagen de cine mudo proyectada
hacia fuera de la pantalla, una imagen familiarizada con las distancias, provista de un
radar extra que en los momentos de distracción, cuando estaba a punto de llevarse
por delante un florero o de tropezar con el borde de una alfombra, lo alertaba y hasta
parecía desmaterializarlo o disolverlo. (p. 57)
Esa sobredeterminación de los estereotipos habla más de los prejuicios de la clase que
los endilga que de aquellos a quienes se les endilgan, operando una suerte de vaciamiento
del estereotipo y de la mirada sobre las clases a partir de la fuerte carga irónica que delata la
sobredeterminación.
48 KATATAY Rotaciones
Pero a partir de esa transformación narrativa que implica el desplazamiento del personaje
y de la perspectiva narrativa hacia el interior del espacio privado de la mansión, las represen-
taciones de clase se hacen todavía más problemáticas. Al pasar al espacio íntimo de la casa
el fantasma puede, gracias a su invisibilidad, habitar un espacio liminal desde el cual las
diferencias se desdibujan. Como dice al entrar en la casa:
Nada de lo que encontró en la casa a lo largo de los tres o cuatro primeros días le
llamó la atención. O lo ocultaban muy bien o María ya sabía sobre los Blinder todo lo
que podía saberse sobre ellos. Era descorazonador: una vida, dos largas vidas hasta
el momento, que no habían producido más de lo que en apenas un puñado de años
era capaz de conocer un fantasma (y valiéndose sólo del oído).
Al mismo tiempo que su propia invisibilidad hace que los otros no lo vean, su condición
de espía invisible le permite observar a los otros desde una interioridad que desdibuja los
estereotipos. Es como si, despojados del espacio público en el que se describen las diferen-
cias sociales, las diferencias de clase se convirtieran ahora en apenas maquillaje de lo
humano. No es, claro, que las diferencias desaparezcan. Pero sí son miradas, ellas, desde
una perspectiva que se sustrae de todo juicio valorativo. Y esto puede ser problemático,
porque mientras la violencia entre las clases no deja de manifestarse –Rosa, la mucama, es
violada por el hijo del patrón; María asesina al violador–, su exhibición se sumerge en una
suerte de escritura monocorde que borra la manifestación de estas experiencias límites
como eventos excepcionales. Tal vez se quiera marcar con esta estrategia la cotidianidad de
la violencia en las relaciones entre las clases, pero el gesto puede aparecer demasiado
cercano, por momentos, a una aceptación narrativa de esa violencia y a un borramiento de
toda perspectiva crítica.3
Es verdad, también, que la propia narrativa inscribe cierta incomodidad frente a esa
narración: justo antes de la escena de la violación y de las infidelidades amorosas de ambas
clases, aparece la siguiente cita:
Como muchas otras intervenciones artísticas que aparecieron en las dos últimas déca-
das en el arte y la literatura argentinos, la preocupación por la diversidad social y cultural está
presente en Rabia. Pero más allá de esa presentación, la novela de Bizzio tiñe la exhibición
de estas diferencias con una ironía y una sobresaturación de elementos costumbristas que al
tensionar el verosímil desbordan el realismo de toda representación efectiva del otro. La
novela no es tanto sobre esa nueva política de la diferencia de la que hablaba Cornel West,4
no es tanto sobre la identidad de las clases bajas o de las clases altas, sino sobre las
percepciones estereotípicas que sobre ellas podría haber construido un sentido común ar-
gentino en determinado momento –muy específicamente marcado– de la historia. Como mu-
chas otras intervenciones culturales de los 90 que se hicieron eco de la mayor visibilidad de
esos otros en una sociedad argentina que hasta entonces se había pensado como mucho
más homogénea, la novela habla de la nueva visibilidad de esas diferencias. Si la ironía hace
derrapar la novela hacia el abandono de toda perspectiva crítica sobre aquello que se narra, no
deja de funcionar, sin embargo, como un llamativo semáforo hacia aquello que en su invisibilidad
e incognoscibilidad se convierte en uno de los problemas sociales más complejos de nuestra
contemporaneidad urbana y social. Y allí, creo, radica su importancia y valentía.
3
Pienso, como contraste, en la representación de la violencia de clase y racial presentes en otras novelas contemporáneas como,
por ejemplo, Disgrace de John M. Coetzee: allí la violación contiene, sin exageraciones estetizadoras o melodramáticas ni juicios
morales extemporáneos, toda una carga ética en la representación de la violencia y de la diferencia social que se convierte en
episodio de la trama misma de la novela. Cf. Coetzee, Disgrace, New York, Penguin Books, 1999.
4
Cornel West, “The New Cultural Politics of Difference”. En Rusel Ferguson, op. cit.
¿VOLVER A NARRAR EL PASADO? REFERENCIAS Y VARIACIONES EN LOS PLANETAS DE SERGIO CHEJFEC 49
Cuestiones de representación II
*Mariana Catalin (1981) es Profesora en Letras. Como becaria doctoral de CONICET trabaja en el proyecto «Nuevas experimentaciones
en la novela argentina contemporánea: las respuestas narrativas de Bizzio, Chejfec, Guebel y Pauls». Integra la cátedra Literatura
Argentina I en la Universidad Nacional de Rosario.
1
“Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, Punto de Vista, Nº 86, diciembre 2006.
2
“Políticas del decir y formas de la ficción. Novelas de la dictadura militar”, Punto de Vista, Nº 74, diciembre 2002.
3
La palabra justa. Literatura, arte y memoria en la Argentina. 1960-2000, Santiago de Chile, RIL editores, 2004, p.159.
4
Las novelas que componen principalmente este corpus, en su segundo período, son: Villa (1995) y Ni muerto has perdido tu
nombre (2002) de Luis Gusmán y Dos veces junio (2002) de Martín Kohan.
50 KATATAY Rotaciones
mantenerlos como interrogantes según un principio que la misma novela parece plantearse,
y que actuará de manera particular en cada uno de los niveles: “sacrificar la causa para darle
vida al efecto”.
Luego del encuentro con un amigo en común el narrador afirma: “… el motivo de nuestro
silencio radicaba en que la desaparición de M era un hecho excesivo (…) El asombro puede
dejarnos sin voz, también el miedo, pero el exceso nos quita el habla: no queremos gritar,
sino borrarnos, desaparecer, morir” (pp. 125-126). La narración se enfrenta a lo inenarrable: el
exceso de la desaparición. El borramiento del espacio, la duración intolerable del tiempo, el
enrarecimiento del entorno común parecen poder resumir el desasosiego del narrador que se
hace verdaderamente efecto en la inquietud, por momentos desesperación, de un divagar
que no encuentra cauce. Es a través de ese errar de la palabra por donde se introducen y
problematizan los tópicos que fueron discutidos en la postdictadura. Tomemos, por ejemplo,
la arbitrariedad de los secuestros realizados por las fuerzas militares. Al comienzo de la
novela el narrador aclara y resalta que M no era un “activista político”. Pero en la interrogación
de las causas del secuestro, Los planetas atribuye la desaparición de M al “azar” que lo llevó
a sumergirse en “las fuerzas del mal”. La novela se arriesga entonces a la interrogación en
dos sentidos. Por un lado, se escamotean las causas de la desaparición de M: hablar de azar
y no de “arbitrariedad” implica omitir el funcionamiento criminal de las fuerzas armadas. Por
otro, hablar de las “fuerzas del mal” implica una condena al mismo tiempo que se obtura toda
posibilidad de crítica histórica. Este efecto se neutralizaría si se buscara parodiar o demos-
trar lo esteriotipado de estos terminos, pero la novela no explicita ninguna interpretación
“ideológica” estable.
Una lectura como la de Idelber Avelar5 permite relacionar, de un modo más complejo, el
recordar del protagonista con la posición que ante el testimonio o el recuerdo se han visto
obligadas a adoptar ciertas ficciones postdictatoriales latinoamericanas. En primer lugar, es
evidente que narrar el recordar del protagonista implica narrar la irresolución del duelo por
aquello que se ha perdido. Para Avelar, la melancolía, desligada de su carácter patológico,
puede llegar a ser productiva en la medida en que permite que el pasado vuelva para inquietar
el presente. El divagar melancólico del protagonista, que no puede llevar a cabo el duelo
porque no puede hacer de su pasado una historia coherente, pondría entonces en escena la
diatriba a la que se enfrenta cierta narrativa postdictatorial entre el “abismo melancólico” y la
lucha por erigir símbolos cívicos. Y surgiría no sólo como efecto de la imposibilidad del duelo
sino como rechazo y defensa ante su posibilidad efectiva. Pero, si bien la novela pone en
escena estas diatribas en las reflexiones del narrador, al mismo tiempo las enrarece, dejando
un margen de exceso que no encuentra una lectura precisa dentro de esta lógica. El intento
de adoptar el nombre de M para restituir el equilibrio, ya que el narrador se ha ubicado al
comienzo como deudor, es un episodio que claramente excede cualquier actitud melancólica.
Esa identificación excesiva queda en el límite de la parodia, y al mismo tiempo que muestra
el aspecto trágico de la situación del sobreviviente, materializando todos sus efectos y privi-
legiando entre ellos el absurdo, hace que los episodios se acerquen a lo risible, a lo cómico,
casi a lo grotesco.
La reflexión final del capítulo Seis, introduce explícitamente la problemática del recuerdo
y del olvido:
Y si este es el futuro para todas las cosas, si este es el futuro del pasado, ir mezclándose
con la formas del olvido (…) me pregunto entonces por el verdadero papel nuestro. No
me quejo de la remisión ni de la disgregación de los cuerpos y la memoria, de nosotros
mismos y de lo que existe nuestro en los otros, operaciones a las que todos estamos
condenados y no tiene sentido enfrentarse; sino más bien pienso que si esto pertenece,
como parece, al orden natural de las cosas se necesitaría objetarlo con un nuevo
argumento, con otras pruebas y con diferente tipo de acción (pp. 226-227)
5
Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo de duelo, Santiago, Ed. Cuarto Propio, 2000.
¿VOLVER A NARRAR EL PASADO? REFERENCIAS Y VARIACIONES EN LOS PLANETAS DE SERGIO CHEJFEC 51
Foto 4
ANTOLOGÍA 53
César Aira
EL CARRITO *
Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin
que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro
rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su
forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba.
Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado
enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos
carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita
discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba,
y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos
los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las
cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo
veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía percep-
tible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor,
de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el
fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los
vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El
super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al
encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable
como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una
corriente de aire.
En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las
góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su
dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un
carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este
fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descu-
brirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en
este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una
de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años
de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña
muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo
me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo. Lo consi-
deraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la
cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las
fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido
por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado
a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche,
rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca
de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese
banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de
arvejas? Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no
las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque
confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me
identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero
yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un
carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imper-
ceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía
mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.
Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser
más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración.
Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la
situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía
a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.
17 de marzo, 2004
LA MUÑECA VIAJERA *
El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de senti-
do, sostenida en la tensión del verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no sea casual:
Kafka fue el más grande descubridor de signos en la vida moderna. Reiner Stach señala con
mucha pertinencia, en su biografía de Kafka, que para el escritor no se trata sólo de saber
observar, sino que es preciso descubrir los signos ocultos en lo que se observa. La elogiada
precisión quirúrgica de la mirada de Kafka se hacía escritura en la transmutación de lo visible
en signo.
La desaparición del libro de las cartas de la muñeca, por mucho que la lamentemos,
deberíamos verla como un signo positivo. Es el elemento que, por su ausencia, da sentido al
resto de la obra, que es una saga de desapariciones cuya presencia en forma de relatos, de
escritura, tiene por función cerrar la herida de la pérdida.
Por poco que lo pensemos, esta función fue la que dio origen a los cuentos que se le
contaban a los niños, para enseñarles a temer el mundo, y al mismo tiempo para que apren-
dieran que el mundo había existido antes que ellos, y seguiría existiendo sin ellos. Fue esta
función terapéutico didáctica la que realizó la obra de Kafka, y por eso con él se cerró el ciclo
histórico de la literatura infantil. Sus cuentos de hadas hicieron anacrónicos todos los demás,
y el siglo XX, por causa de él, no tuvo sus Perrault ni sus Andersen (ni su Dickens). Pero lo
tuvo a Kafka, y es suficiente.
Sergio Bizzio
LA REALIDAD *
Si lo que sigue va a leerse como una novela, entonces conviene decir ya mismo que los
terroristas entraron al canal con un lugar común: a sangre y fuego.
Eran las once de la noche del último domingo de febrero. Hacía calor y los policías de
guardia, un hombre y una mujer, fumaban en el hall de entrada, del lado de afuera. La mujer
tenía la mano izquierda apoyada en una de las pesadas hojas de vidrio de la puerta; la mano
derecha del hombre, enganchada con el pulgar al cinturón, rascaba la ingle sin disimulo. Más
que hablar, buscaban qué decir, pero lo hacían en voz alta, así que ningún silencio los inco-
modaba. La calle estaba desierta; muy raramente salía o llegaba alguien a esa hora: el canal
–líder de la televisión argentina- se mantenía con vida en base a una dieta de programas en
lata. El tono de la conversación de los guardias combinaba con las obligaciones comerciales
de la emisora que custodiaban: era pausado, familiar y de relleno. Finalmente el hombre y la
mujer arrojaron las colillas a la vereda con un tincle simétrico y giraron para entrar. El hombre
empujó la hoja de la puerta, cediéndole el paso. La mujer dijo gracias, y se desplomó con la
espalda agujereada. Ninguno de los dos alcanzó a entender qué era lo que pasaba, pero el
hombre tuvo un segundo más para extrañarse por no haber oído la ráfaga que la había
matado. La oyó después, como con delay: se dio vuelta y recibió un disparo en el estómago,
tres en el pecho y dos en el cuello y cayó de espaldas sobre la espalda de la mujer. Inmedia-
tamente nueve hombres saltaron sobre sus cuerpos. Uno de ellos agarró los cadáveres por
las piernas, los arrastró hacia adentro y cerró la puerta mientras los ocho restantes, abriéndo-
se en abanico, avanzaban corriendo por los pasillos del canal.
Durante esa carrera murieron dos personas más: un empleado de limpieza (que vio venir
hacia él a alguien armado con una ametralladora y hizo un movimiento confuso con un balde)
y uno de los guardias de seguridad de la puerta opuesta a la que habían usado los terroristas
para entrar, al otro lado de la manzana. Cada uno de ellos tuvo a su asesino. Al empleado de
limpieza lo mató el más joven. Al guardia de seguridad el que mejor conocía el canal, un
argentino de origen sirio que en los últimos meses había participado de todos los programas
con público en vivo, para lo cual había hecho colas larguísimas e indignantes, más que nada
por lo que tenía que oír. La primera vez que entró se limitó a permanecer sentado en la
tribuna, aplaudió herejías inconmensurables y al final se retiró con los demás. La segunda
vez se deslizó fuera del estudio, en dirección a los baños. Enseguida notó lo fácil que era
andar por ahí sin que nadie le preguntara nada. Entró al bar, salió, caminó por los pasillos,
subió una escalera, bajó por otra, recorrió los alrededores de los estudios de grabación y, ya
con un primer boceto mental del lugar, reapareció en la tribuna del programa. Sus excursiones
por el canal se hicieron cada vez más largas y atentas. En cierta ocasión encontró, abando-
nada sobre un mueble junto a un libreto enrollado como un tubo, una réplica ligera de una de
las armas de Star Wars –el aniquilador de androide de batalla– con telémetro, lanzadardos y
gatillo de disparo continuo. La agarró y se paseó un buen rato allá y aquí llevándola en una
mano sin despertar ni la más mínima inquietud, quizá porque imitaba a la perfección el paso
arrastrado y harto de los utileros del canal. Nunca había visto tanta televisión. Fue una vez
con barba, otra afeitado, otra con el pelo largo, otra con el pelo corto teñido de rubio, cuidando
no llamar la atención del guardia al que acababa de matar. Al final de cada día iba a su casa,
agarraba un lápiz y un papel y, con pulso fotográfico, dibujaba las instalaciones del canal. Fue
él quien determinó que el mejor lugar para mantener a los rehenes era el bar: un pozo de
cemento pintado de verde, con una única puerta, sin ventanas, al que se accedía por un
angosto pasillo de cinco o seis metros de largo, no más. Ahí adentro los teléfonos celulares
no tenían señal. Lo había comprobado en dos ocasiones, con tres celulares distintos. El bar
ofrecía la ventaja extra de que al tener una única salida los rehenes podían ser vigilados sin
necesidad de “anular” a ninguno de los militantes, metiéndolo con ellos; quien fuera designa-
do para esa tarea podía apostarse al final del pasillo, que daba a un hall de distribución, y
hacer dos cosas a la vez: custodiar a los rehenes y dominar el paso por el hall. Él mismo se
ofreció para esa tarea. Alguien le dijo que no, o que eso era algo que verían después. En
principio necesitaban que se mantuviera codo a codo con el líder, no tanto por su prepara-
ción, que era más bien escasa, como por su idioma: era uno de los únicos dos integrantes del
comando que hablaba español. Se llamaba Sufjan Zenith. Tenía 29 años.
El otro se llamaba Saymaz Ommar y tenía unos 38. Las edades de los demás integran-
tes del comando oscilaban entre los 30 y los 40, excepto el líder, que daba la impresión de
ser bastante mayor. Ommar, como los otros, conocía el Corán al dedillo, y se iba recitando
ciertos versículos en su avance por el subsuelo, pero pateaba las puertas de las oficinas de
producción con la furia de un fanático al que imprevistamente se le esfuman pasajes sustan-
ciales. La voz del líder le llegaba con claridad desde la planta alta, o así le parecía a Ommar.
Estaba en lo cierto: el líder se desplazaba a toda velocidad por los pasillos y sus órdenes y
amenazas (incomprensibles pero indudables) eran prácticamente lo único que se oía.
Los trabajadores nocturnos del canal que todavía no habían visto a los terroristas se
paralizaron al captar el contrapunto de los gritos del líder con las patadas de Ommar. Endere-
zaron las espaldas, giraron lentamente las cabezas y nadie tuvo la sensación de que “algo
raro pasaba” sino más bien su confirmación. Los silencios, las pausas entre ruidos mínimos
(una silla que cae, un llanto ahogado), imperceptibles en condiciones de trabajo normales, dio
un rápido e inconfundible sentido al panorama: eso era, sin duda, el terror, su puesta en
escena sonora. Nadie levantaba la silla, nadie intentaba calmar al que lloraba. Algunos, unos
pocos, creyeron que se trataba de un incendio y se lanzaron escaleras abajo o escaleras
arriba, según donde estuvieran, en busca de la salida, donde fueron inmediatamente captura-
dos. En los primeros diez minutos desde el comienzo del asalto los terroristas habían tomado
quince rehenes. Media hora después el número ascendía a veintidós. A las doce de la noche
ya eran cuarenta.
Los terroristas abandonaron el subsuelo y un sector del primer piso para fortalecer sus
posiciones en el resto del canal. La policía ya había rodeado el edificio y mientras el líder y
Zenith, que oficiaría de traductor, se preparaban para establecer un primer contacto con el
exterior, Ommar, en la planta baja, hizo un descubrimiento que excedía la consideración de
“imprevistos” del grupo. Había un reality en el aire.
—¡Ommar! –oyó que lo llamaban.
En ese preciso momento Ommar estaba a punto de abrir la puerta de entrada a la casa
de Gran Hermano. El y otros dos terroristas “barrían” la planta baja asegurándose de que no
hubiera nadie más escondido por allí (minutos antes habían encontrado a un productor que
temblaba escandalosamente detrás de una máquina expendedora de café y a una maquilladora
desvanecida en un camarín) cuando oyó que lo llamaban. Se detuvo, prestó atención, giró y
les hizo una seña a los otros indicándoles que lo siguieran. Volvieron sobre sus pasos, atra-
vesaron el decorado donde los participantes que eran expulsados de la casa y un grupo de
panelistas debatían cada noche los pormenores del juego y llegaron a un control de graba-
ción. Allí estaba Sailab, el que había llamado a Ommar.
Sailab apuntaba con su ametralladora a dos hombres sentados en sillas giratorias frente
a una consola. Los hombres estaban pálidos y mantenían los brazos en alto, un poco
exageradamente. Junto a ellos había una chica vestida de negro, que permanecía inmóvil, de
pie, con una hoja de papel en una mano y una lapicera en la otra; apretaba los labios, pero
daba la impresión de tener la boca muy abierta.
Ommar le echó un vistazo a los monitores. En uno de ellos vio a un chico y una chica en
una cama, semidesnudos, besándose en blanco y negro; en otro había tres chicos más –dos
ESCRITORES 57
mujeres y un varón– sentados a una mesa: comían algo que agarraban de una fuente con los
dedos y parecían desganados o agotados, todo a color. Los otros monitores mostraban un
jardín con pileta de natación, una ducha, un pasillo, un gimnasio, un sector del living… Ommar
cruzó unas palabras en dialecto pashtur con Sailab, que se encogió de hombros. Después, en
español, les preguntó a los hombres de las sillas giratorias qué era eso, señalando los monitores.
Los hombres estaban tan asustados que se atropellaron con balbuceos y tartamudeos sin
conseguir ni la mitad de una frase clara. La pregunta de Ommar, de todos modos, era retórica:
sabía qué era un reality –había vivido en Los Angeles y en Madrid– y aunque nunca había
visto uno entendió enseguida que eso era exactamente lo que estaba presenciando. Pero el
caso de Sailab era distinto. Sailab había nacido en Afganistán, en la ciudad de Peshawar, en
una casa de adobe. Desde muy pequeño había ido a una madrassah, escuela donde los
mullahs enseñan a memorizar el Corán, pero no a leer ni a escribir. Así que Sailab no sabía ni
leer ni escribir. Durante la ocupación rusa había completado su formación en los campos de
refugiados de Pakistán. Había reingresado a Afganistán para unirse a los talibanes y con
ellos había tomado el poder. Cuando los echaron manejó un taxi en Kabul. La vida, hecha
para él de religión y de polvo, lo encontraba ahora en un canal de televisión de la República
Argentina, donde tenía por fin la oportunidad de apoyarle una ametralladora a un judío en la
nariz. Odiaba a los judíos, pero nunca hasta el momento había visto uno. Ahora miraba a los
ojos a Marcos Roswaig, el más regordete de los hombres en las sillas giratorias, lo miraba fijo
mientras Ommar traducía al pashtur lo que explicaba Roswaig sobre el reality (algo le decía
que era mejor no añadir la palabra “show”). El caso es que Sailab no entendía nada de nada
sobre el asunto y eso parecía inquietarlo todavía más. Roswaig lo miraba como a un ser
irreal. El choque de culturas y de mundos (o de dioses y planetas) entre un grupo y otro fue
total. Fue un choque entre el Rating y el Corán. Para los talibanes lo que dice el Corán es
bueno, y lo que no dice el Corán es malo. Para los productores el asunto funciona de la misma
manera: lo que tiene rating es bueno, lo que no tiene rating es malo.
Sergio Chejfec
LA VENGANZA DE LO IDÍLICO *
Llegué a Caracas una noche de mayo de 1990. Al subir desde el aeropuerto me impresio-
naron las luces de los barrios, que como una red ondulante se prolongaban hacia la oscuridad
y la lejanía. Después supe lo que efectivamente eran, pero en ese momento me parecieron
señales inocentes, urbanismo de la montaña. Las luces titilaban por efecto de la distancia, y
a medida que uno atravesaba alturas o la autopista cambiaba de dirección, los movimientos
ponían al descubierto otras laderas iluminadas y nuevas superficies, algunas conservadas
en la oscuridad y otras pobladas.
A los pocos días emprendí mi primera caminata por el centro de la ciudad. Quienes lo
conocen pueden suponer o recordar que entonces era muy diferente. En parte es así, era
muy diferente; pero en algunos aspectos se mantuvo. Creo que la diferencia más notoria es la
más obvia y generalizada. En ese tiempo había todavía vestigios del pasado de entonces;
esos vestigios ahora pertenecen a otra época más reciente, hubo un corrimiento temporal.
No me refiero a las edificaciones, lo que menos ha cambiado por esos lugares, sino al uso del
espacio. El uso intensivo de hoy establece con el pasado una distancia mayor que la sugeri-
da por los años transcurridos.
Pero no quería hablar de esto, sino decir que en aquel primer paseo, caminando sin meta,
como casi nunca suelo caminar (porque para mí la mejor forma de caminar es cuando me
dirijo a un lugar tan distante que convierta la caminata en una travesía lo bastante larga como
para olvidarme de a ratos que estoy yendo a algún lado en particular). De manera que ese día
era una excepción, yo no tenía meta. Me impresionaba que todo fuera gris; las calles, las
fachadas y edificaciones, las señales con distintos matices de la misma coloración, como si
todo perteneciera a una misma familia. Incluso las cosas de otro color habían virado extraña-
mente, adquiriendo una cobertura de grisura que las uniformaba con el resto, como un precio
que hubiesen debido pagar para mantenerse en su sitio. Hasta las hojas de los árboles,
* Leído en la mesa “Nuevas poéticas narrativas” de la 7ma. Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, Universidad de Los Andes,
Mérida, Venezuela, 18-22 septiembre de 2007
58 KATATAY Rotaciones
convencionalmente verdes, reflejaban acá una luz opaca, entre plomiza y plateada, quizá
exhaustas por el baño de calor al que los aparatos de aire acondicionado de los edificios las
sometían, o contagiadas de la cantidad de aluminio, hormigón y vidrio que tenían alrededor.
Caminaba sin meta, entonces, y en una de esas cuadras indiferenciadas que hay desde
El Capitolio hacia el norte, me topé con una vieja librería escolar, casi sin útiles para vender
y con las estanterías muy despobladas. El dueño había decidido repartir la poca mercancía
que quedaba en la totalidad del espacio, y por lo tanto parecía tratarse de una exhibición de
museo, u ornamental, porque cada objeto adquiría una particularidad insólita para su condi-
ción, dedicada más al uso que a la contemplación. Estaba desconcertado ante esta inespe-
rada combinación y quería fijarme en cada objeto como si guardara alguna clave, porque no
concebía que ese orden obedeciera a un acto inocente. Entonces contemplé largamente la
escuadra de madera oscura, la inmensa regla adornada con su festón milimétrico, el cuader-
no de tapa blanda en posición vertical, combado por el paso del tiempo, el cuaderno tapa dura
innecesariamente acostado, el compás de otro tiempo, grande y pesado como un arma de
ataque, etc. Eran objetos mudos, de un silencio tan antiguo que hasta en el tiempo de mi
escolaridad habían sido viejos. El dueño se mantenía al fondo, reconcentrado mirando la
calle, detrás de sus anteojos de gran aumento y su guayabera marrón, un tanto alertado por
una visita que quizá interrumpía su aislamiento de días, pensé.
Estuve a punto de retirarme, entre confuso y desilusionado (por un momento imaginé que
allí podía esconderse algún Aleph), cuando tendí una última mirada tipo paneo y pude ver,
bajo el cristal del mueble que hacía las veces de mostrador, unos cuadernillos de tarjetas
postales caraqueñas, de portada blanca y guardas azules. Saqué al hombre de su ensoña-
ción y le pedí que me las mostrara. Eran cuatro o cinco sets, todos iguales; tenían un precio
de liquidación. Si no recuerdo mal, comprar tres equivalía a pagar por dos, pero llevar uno
solo significaba pagar por uno y medio. Uno no podía saber en qué lugar de la escala se fijaba
el valor justo, si en el precio de los cinco, de tres o de uno. Vi la leyenda de la portada: “10
tarjetas postales en colores”, “Vistas de Caracas”, y me sentí conmovido por un arrebato de
nostalgia. Justamente yo, que apenas tenía 48 horas en el país. Pero en esa portada había
una apelación al pasado en la que yo me reconocía incluido, en gran medida porque, como
toda tarjeta postal, no estaba dirigida especialmente a los caraqueños sino a los visitantes,
con el añadido, en este caso, de prometer una versión de otros años. ¿Y qué más puede pedir
un extranjero que asistir al pasado de su nueva ciudad?
Abrí un cuadernillo y encontré paisajes urbanos de los años 50 (FOTO 2). Me recordaron
aquellas películas con escenas de exteriores panorámicas: la ciudad como espacio donde
todo fluye ordenadamente, y donde la jerarquía monumental de los espacios organiza la
perspectiva. Imaginé posibles postales similares de mi ciudad, pensé en postales equivalen-
tes de una ciudad ignorada, o inexistente. No conocía ninguno de los lugares representados
en las vistas, para no hablar de sus nombres, algunos de los cuales disparaban en mí vagas
reminiscencias caribeñas, obvio, también botánicas e históricas, ninguna de las cuales sin
embargo podía verificar y asignar a un referente u origen preciso. No exagero si digo que
desde entonces me apropié de esa visión de Caracas, la hice mía como si se tratara de un
secreto fundante.
Por lo tanto decidí comprar todos los cuadernillos disponibles, porque en un gesto egoís-
ta quise ocultar de la visión ajena, del desorientado que viniera caminando atrás mío, esos
paisajes que había decidido me pertenecieran exclusivamente. Era un gesto de apropiación,
y en el colmo de mi vanidad me veía mandando estas postales a los amigos, ofreciendo
imágenes que no se correspondían con el presente, como si la distancia física que había
decidido instaurar, digamos, entre ellos y yo también me hubiese permitido no solo observar
otros tiempos sino directamente acceder a otra temporalidad. Porque yo quería blandirlas
como pedazos de experiencia concreta, era yo quien diciendo “te mando esto” quería decir
“estoy acá”. Nadie era tan ingenuo para leer “Esto es así”, pero todos iban a pensar, como yo,
“Pasé por esto”. De manera que estas imágenes aunaban exotismo y experiencia comparti-
da, y sobre todo eran para mí objetos de contemplación y a la vez documentos, lo más
parecido a las reliquias.
A medida que me felicitaba por la buena suerte de haber dado con las postales y las
miraba una y otra vez, un nuevo elemento llamó mi atención. Veía que en cada superficie se
habían formado pequeños vacíos, en los lugares más azarosos y de tamaño variable; y veía
también que existía una continuidad entre ellos, o sea, el agujero de una postal coincidía con
el de la anterior o la siguiente. Quiero decir que advertí, mientras el vendedor esperaba mi
decisión mirando de nuevo anhelante hacia la calle, como si estar en su negocio lo convirtie-
ra en un ser desdichado, advertí que los cuadernillos habían sido víctimas de termitas. O
ESCRITORES 59
polillas. Tras unos momentos de sorpresa y desconcierto, lejos de desanimarme este defecto
me entusiasmó. Era un símbolo efectivo del trabajo del tiempo; una nueva prueba, digamos,
de originalidad; el deterioro preciso que tornaba a estas piezas únicas, y que por lo mismo
lejos de menoscabarlas las enaltecía. Entonces pagué por ellas las monedas que valían y al
poco rato estaba de nuevo en la calle. Los carritos de chicha atraían mayor clientela, y yo
estaba contento con las postales en mi morral.
De todos modos la historia no terminó aquí. Más bien en este punto comenzó, o se
desplazó, porque cuando estuve de regreso en mi casa y pude ver las imágenes con
detenimiento, estas vistas me conmovieron como representaciones de una ciudad armonio-
sa y levemente exótica. Yo tenía a la mano, recién llegado, una buena porción del pasado
imaginario. Este pasado representado era indisociable del color, el protagonista excluyente
de las imágenes. ¿Qué sería de Caracas sin sus colores? Esto debía haberse preguntado el
editor, para aprovechar de inmediato los avances técnicos de entonces que le dejaron incluir
tantos verdes, rojos y rosados como imponía su sentido del cromatismo caraqueño. Por ello
la coloración es tan cargada, uno diría empastada (FOTO 4), e imaginativa o hasta insólita,
como la cantidad de automóviles rosados, con registros muy difíciles de encontrar fuera de
las escalas más expresionistas del Pantone.
Conservé las postales como una suerte de tesoro. Son el tributo ornamental a una geo-
grafía que no precisa exageraciones, y sin embargo las induce. Ocasionalmente las enviaba
por correo a los amigos, y en general me agradecían porque todos se sentían transportados
a vagas épocas idílicas, pertenecientes a un tiempo definitivamente extinguido (todos calla-
ron sobre las perforaciones, como si admitieran que es mejor no hablar de lo ominoso). Las
postales relataban el idilio entre ciudad y geografía, una de las claves del sentimiento de
nostalgia. La búsqueda de esa conjunción se expresaba en la intensidad, no solo la variedad,
de los colores, a punto de desbordar cada perímetro pero sin interferir en la composición. En
cuanto a la otra intervención, los túneles, también encontré en ellos un sentido: podían ser la
metáfora perfecta sobre los males de la ciudad en crecimiento, etc.
Pero estas cavidades me interesaban sobre todo en su manifestación concreta. Las
tomé como elementos de realidad-ficción. Por ejemplo: un farol de la plaza Rafael Urdaneta
de El Silencio se asomaba a una azotea sobre la avenida Sucre (FOTO 6); una vereda de la
avenida España equivalía a un auto circulando sobre Nueva Granada, frente a la Esso; un
techo rojo sobre la Francisco de Miranda se comunicaba con la pista hípica de La Rinconada;
el asfalto deshabitado en Las Acacias con un parque de la Andrés Bello o con la base de la
estatua al Indio Tiuna, etc. Las excavaciones proponían itinerarios posibles, conjugaban no
solo puntos distantes y arbitrarios, siempre emblemáticos, sino en especial distintos tiem-
pos: con el paso de los años, los agujeros terminaban siendo lo único verdadero de estas
postales: lo demás podía haberse derrumbado o, lo que venía a ser lo mismo, no existir ya
como dato consistente de la realidad. Habían cambiado las coordenadas y las escalas de
Caracas, el paisajismo había adquirido otro sentido, los motivos urbanos eran diferentes, la
idea del uso del espacio y su capacidad reguladora se habían modificado, etc. Por lo tanto
quedaban estos recorridos propuestos por los túneles como motores silenciosos de la imagi-
nación. O sea, me inquietaba advertir que la plaga, como se le dice, tuviera algo para decir
sobre este tema y, más aún, que yo estuviera dispuesto a considerar sus signos.
Los devoradores proponían una escritura abierta y veloz, tocando los elementos y dedi-
cándose al siguiente, siempre el siguiente, ubicado inmediatamente después del anterior.
Envidié esta mecánica y me dije que uno de los mayores préstamos que podía tomar de ello
era el procedimiento. Diseñar el recorrido, escribir la historia de estos elementos con una
combinación tan feliz como la de las termitas, exitosas al lograr una fuerte inscripción mate-
rial (nada más inscripto que la perforación, como si el empeño de escritura física hubiera
atravesado la cartulina) y una elusiva acción connotativa.
Pero como siempre ocurre, los problemas no terminaban ahí. Me detenía, me detengo,
cada tanto a observar las postales y me desconcierta la superficie (siempre tenemos de los
textos solamente su superficie), ese carácter de sueño de felicidad o carácter inofensivo que
transmiten, como si Caracas fuera una ciudad transparente, con todo a la vista, pura pulcri-
tud y sin nada que ocultar. En una sola imagen se ve un barrio, empequeñecido a lo lejos,
apenas nítido como un racimo de casas, cubriendo la ladera del fondo; es la postal de Nueva
Granada por supuesto (FOTO 9). Pero no es este falseamiento lo que me desconcierta; en
realidad estamos acostumbrados a recibirlos todo el tiempo. Hay otro fraude más ominoso,
aunque tardé años en advertirlo. Las postales buscan mostrar la pacífica realidad verdadera,
pero se equivocan al proponer, en su empeño, un aire claro (FOTO 10). Pienso, en mi visión
justiciera de la realidad, que las termitas quisieron desmentir esa representación idílica de la
60 KATATAY Rotaciones
Luciano Cescut
ESCOTE DE CONFESIÓN *
Por enésima vez, la Quime (in extenso, Climiram María Rosa Trebyan de García García)
se preguntó cómo transcurriría la velada.
Yo, la Quime, dudo y me pregunto: ¿cómo diablos transcurrirá la ve-la-da?
Quién sabe qué habría sido de sus vidas, la de la Quime y sus hermanas, si ese día, el
día de la velada, el tiempo –el astronómico o sidéreo o, lo que es lo mismo, el de los metafóricos
abriles, es decir, la duración de las cosas sujetas a mudanza, ese tiempo no y tampoco la
parte de esa duración y menos las estaciones del año y menos aún la edad y aún, menos
aún, la oportunidad, ocasión o coyuntura de hacer algo; antes bien, el estado atmosférico–
qué habría sido de sus vidas, he dicho, si ese día, el día de la velada, el tiempo atmosférico
no se hubiera adelantado al festejo y no hubiera perpetrado desafueros irremediables. Quién
sabe.
“Ve-la-da”, paladeaba a cada paso, ella, la Quime. Y a cada paso se detenía para rego-
dearse con la palabra sabrosa, que siempre terminaba por inspirar en sus sesos los apetitos
más agudos, esos que revolvían el estómago de Marco, su marido, unas veces complaciente
y otras renuente.
Ella, la Quime al natural –como los frutos en conserva–, todo lo había premeditado con
afán. Decir que casi deja la salud en el empeño es axiomático: los preparativos para festejar
su cumpleaños fueron una empresa climatérica; la idea se anunció en el crítico momento de
su edad crítica.
Me deshago en suspiros: no, ya no tengo quince abriles, ni en sueños...
¡Ay, los había cuadruplicado!
Al fin y al cabo, ella, la Quime, era una anfitriona advenediza. Emocional, como cuando el
requesón escupe el suero, Marco le escupió a la cara: “Sos una intrusa con demasiados
tufos”.
Y ante los ojos de la suerte –que le había subsanado su mala pata con una muleta
áurea–, la Quime se convirtió en una extraña. Entonces, quizá y sin quizá, ella, la suerte,
resolvió: “Le bajaré los humos”.
En el teatro del mundo la Quime actuaba de fanfarrona y ese rasgo rimbombante aturdía
a la minoría rectora, que torcía las narices cuando bajaba el telón. Entre bastidores, Marco
aplaudía con reserva a reserva de que ocurriera algo imprevisto.
Reflexiono: no me preocupa el qué dirán. ¿Acaso alguna vez me preocupó? Nunca ja-
más. Esta es la pura verdad. ¿Mi preferencia? Hela aquí: antes una tararira advenediza que
una sangre pesada de alto copete.
Hacía tres meses que representaba ese papel y, a decir verdad, actuaba con la mayor
naturalidad del mundo. Eficaz y fulminante, su encumbramiento ponía erecta la etérea pelusa
de las platudas legítimas: no aceptaban rivales de imitación. Por nada del mundo.
Me deslenguo: ¡que se pudran!
“¡Tené cuidado con lo que decís!”. Yo, Marco, imploro prudencia al juicio sinuoso de mi
mujer.
Que soy una rica torpe, que estoy aturdida por la fortuna, que ponga el seso a remojo
para apagar los humos, que tenga cuidado, mucho cuidado, que vaya con cien ojos y pies de
plomo, que mida las palabras (por encima de todo), que he tenido suerte (la embolsaste a
granel), que no desencante a la suerte porque, desencantada, me desencantará (de un plu-
mazo): este es el sermón que Marco me endilga, día a día, junto con el desayuno.
Que soy un cagón, que antes de que la suerte la premiara yo no lo era, que ponga mi
pecho a remojo para apagar el temor (tenés una mieditis de las que hacen época), que esté
tranquilo (no te voy a dejar plantado), que no la jorobe con mi sermón matutino, que no la
ponga nerviosa, que me muerda la lengua, que no la saque de sus casillas (¡dejame en paz!):
esta es la clase de recitado que me da la Quime, día a día, mientras desayuna.
Al fin y al cabo, ella, la Quime, era una anfitriona advenediza. Sensu stricto.
Recapacito: eso mismo es lo que dicen que soy. Ni más ni menos. Ya veremos... Dejo al
tiempo el aclarar semejante opinión.
Hacía apenas tres meses que la Lotería Nacional, de común acuerdo con el azar y con
Marco, le había adjudicado el premio mayor.
Durante esos tres meses sólo había dado dos comilonas. Una para Marco y para ella (la
que le había pedido su corazón megalómano el día que se casaron y por culpa del monedero
muerto de hambre no pudo ofrecerle).
Miro atrás: Marco se jugó el todo por el todo. Esa mañana se levantó a las cinco y media,
espejeó sus ojos legañosos, preparó el mate (tomó tres), pasó por alto el sermón matinal; a
las seis menos diez subió al colectivo TATA (con destino a la ciudad de Rafaela); a las siete
menos cinco bajó del colectivo TATA y a las siete y cuarto apareció en la granja avícola El
Desplume; desde las siete y media hasta las diez y media deambuló por la ciudad en compa-
ñía del pavo salado (le costó lo que cuesta sostener un palacio, por ese estilo); a las once
subió al colectivo TATA (con destino a Humberto Primo); a las doce menos cinco bajó del
colectivo TATA y a las doce y un minuto apareció en la cocina, donde yo estaba perfeccionan-
do la curvatura de mis uñas.
–Mirá lo que conseguí.
Examiné el pavo: trece decímetros desde la punta del pico hasta el extremo de la cola,
dos metros de envergadura y veinte kilogramos de peso; plumaje de color pardo verdoso con
reflejos cobrizos y manchas blanquecinas en los extremos de las alas y de la cola; cabeza y
cuello cubiertos de carúnculas rojas, así como la membrana eréctil que llevaba encima del
pico; tarsos negruzcos muy fuertes, dedos largos, y en el pecho un mechón de cerdas de
cuatro centímetros de longitud. El mocoso no era, como si dijéramos, moco de pavo. Era lo
que se dice... ¡un pavo real!
A la noche lo asó despacito, en medio de tintillos de pura cepa. Al pie del mandarino, yo
lo acompañaba recostada en unos almohadones, favorecida por una copa de genuina sidra
Real.
Recostada en unos almohadones de pelo de camello (sintético), ella, la Quime, a la
lumbre del asador era una Cleopatra sudamericana poseída por ambiciones egipcias. Muy
cerca, un Antonio mestizo montaba la guardia, desnudo de sueños, con este único designio:
que el carbón al rojo vivo no se propasara con el pavo.
De repente, las brasas soltaron la figura de una Vípera aspis bicéfala.
Ella, la Quime, se quedó como quien ve visiones.
Vi y creí: la Picard y la Solís me sonreían con asco. Las muy dañinas querían conmocio-
nar mi ánimo. Yo, valerosa y caripareja, las saludé con lengua de escorpión.
En cuanto al regio, le salió de rechupete: ¡ah..., lamo el regusto! Lo devoramos en menos
que canta un gallo.
Lo devoraron bajo la tutela legítima de la Cruz del Sur, conferida por la ley del cielo
austral.
La otra comilona es la que se dio a sí misma (la noche que Marco, por primera vez en
cuarenta años, se fue de juerga con los asmáticos compañeros del extinto Ferrocarril Central
Argentino).
Fui al almacén de don Justo –mejor dicho de su hija Ramonita, porque don Justo está
con Dios– y le dije:
–Ramonita, sonó la hora de que te deshagas, de todo y del todo, de esas rarezas que ni
siquiera el olfato refinado de la Solís o de la Picard supieron percibir.
A Ramonita la excitación le alborotó los pelos y la exultación le coloreó la cara, que la
muerte de su padre había puesto cenicienta. Luego, resucitada, se abalanzó sobre la Quime
y la colmó de besuqueos jugosos. Acto seguido, se elevó –mediante la escalera de mano– a
tres metros y desalojó los estantes de categoría, esos que atesoraban las latas más precia-
das: las de salmón, las de ciervo ahumado, las de jamón de York y también del diablo, las de
aceitunas de la reina, las de pimiento de las Indias... y, por encima de todo, ¡las de paté
Domaine de Castelnau!
Saboreo el recuerdo: ¡me di un banquetazo! No quedó lata sin abrir...
(En realidad, las había abierto mediante un eficaz accesorio de la industriosa batidora
Kenwood: justamente el abrelatas.)
ESCRITORES 63
Foto 6
64 KATATAY Rotaciones
Cuando Martín Espada cumplió veinte años, un amigo de la familia le entregó un ejem-
plar de la antología Latin American Revolutionary Poetry. Junto al obsequio, el amigo aventu-
ró algunas palabras proféticas: “tú también serás poeta”, le dijo (“You will also become a
poet”). El libro había sido editado por Roberto Márquez, un profesor niuyorriqueño de origen
obrero. Era la traducción de una serie de poemas políticos de autores latinoamericanos cuyo
radicalismo había sido nuevamente vigorizado frente al apoyo de EEUU a la figura de Pinochet
en el golpe militar contra el gobierno socialista de Allende en Chile.
Espada había jugueteado previamente con la idea de convertirse en escritor cuando
asistió por un año a la Universidad de Maryland. Abandonó la carrera después de que un
profesor lo reprendió por su admiración a Allen Ginsberg y otro increpó su obra por “demasia-
do hostil”. Aun así, los poemas del libro de Márquez tenían una profundidad que impactaron
hondamente en el ánimo de Espada. Las piezas revelaban una rica herencia literaria, de la
cual por una vez no se sintió excluido. “Estaba impresionado”, recuerda. “Ya no estaba en un
vacío poético. De repente, encontré una tradición con la cual identificarme, un lugar donde
podía asentarme... Piensas que tú sólo estás parado en la calle como un signo de protesta,
y entonces escuchas un ruido y miras alrededor y ves una manifestación de cuatro cuadras
de largo”.2 La imagen de la protesta social como una repentina y esperanzadora aparición
refleja algunos de los valores primordiales en la poesía de Espada: la construcción de una
solidaridad comunitaria como vía para confrontar la explotación y alineación social, mante-
niendo un firme compromiso político contra las grandes injusticias, y la posibilidad de perci-
bir designios (signos proféticos) en cualquier circunstancia cotidiana.
Criado en la atiborrada sección Este de Nueva York, Brooklyn, como hijo de un organiza-
dor comunitario puertorriqueño, Martín Espada comenzó a participar en manifestaciones
políticas desde una edad temprana; aquellas experiencias aparecieron en los primeros deibujos
de su infancia. Al descubrir los profundos contenidos sociales en los textos de Pablo Neruda,
Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Pedro Pietri, y otros autores destacados que aparecían
en el libro de Márquez, Espada pudo ver cómo el tema de la manifestación social (picket line)
que él había dibujado de niño cobraba de pronto otra dimensión al insertarse en un coro
internacional de poetas activistas de una tradición española aún vigente. Nutrido por este
legado, Espada retomó los estudios en Madison, Wisconsin. Consiguió el dinero necesario
para costear sus estudios y el alquiler trabajando en un bar, en un parque de entretenimien-
tos, en una estación gasolinera, en un importante laboratorio y en un hotel transitorio. Se
graduó en Historia, especializándose en Latinoamérica, y viajó a Nicaragua para testimoniar
de cerca la Revolución Sandinista. Luego obtuvo su título de abogado en la Universidad del
Noreste en Boston y hasta 1993 se dedicó a representar legalmente a los inmigrantes espa-
ñoles en Chelsea, Massachussets. Durante todos esos años escribió poesía. “Comencé a
escribir de nuevo y ya no volví atrás”.
Antes de dejar Madison para instalarse en Boston, Espada publicó The Immigrant Iceboy’s
Bolero (1982). El libro es un compendio de poemas asertivos sobre la ciudad junto a sorpren-
dentes fotos de la vida extinguida del barrio (tomadas por su padre) y rinde homenaje a la
antología Nuyorican Poetry, que había establecido la agenda socioestética niuyorriqueña.
* César A. Salgado es Profesor Asociado en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Texas, en Austin. Es
autor de From Modernism to Neobaroque: Joyce and Lezama Lima ((Bucknell University Press, 2001) y editor asociado junto a María
Herrera-Sobek y Alan West-Durán de Latino and Latina Writers (Scribner/Gale Editors, 2004). Ha publicado artículos sobre temas
Latinoamericanos y literatura comparada en Revista Iberoamericana, Cuadernos americanos, Inti, Apuntes posmodernos, Revista
Encuentro, Actual, Critica, Journal of American Folkore, y La Torre., entre otras publicaciones especializadas. Actualmente es
profesor en la Universidad de Texas, donde dicta seminarios sobre teoría literaria, las estéticas del barroco colonial y del
neobarroco del siglo XX; James Joyce en estudios postcoloniales y latinoamericanos; y sobre archivos del Caribe y el grupo
Orígenes de Cuba. La presente reseña proviene de previos artículos sobre Espada publicados por el autor.
1
Traducción: Hernán Pas
2
En los países del “primer mundo”, como Estados Unidos, el término picket tiene una connotación diferente al término hispánico
“piquete” difundido en Latinoamérica. En general, designa un grupo de personas que se manifiestan públicamente. De ahí que en
la anécdota de Espada la protesta multitudinaria que se le aparece (picket line) en contraste a la esfera individual (picket sign)
reponga su costado Latino y cobre entonces otro significado [N. del T.].
SOBRE MARTÍN ESPADA 65
3
Los versos originales citados por Salgado son: ““fishermen wading into the North American gloom”; “a fierce gasping life / from the
polluted current”.
4
El término Eviction remite por oposición al orden legal. Generalmente designa la condición de la persona que ha sido obligada por
ley a dejar su hogar (o su país). Puede refirir la condición de desalojo, también de desahucio. Optamos por el término “ilegal” porque
reproduce la problemática inmigrante que atraviesa la estética niuyorriqueña [N. del T.]
66 KATATAY Rotaciones
torio americano tan escrupulosa e inteligentemente como Williams Carlos Williams y se man-
tiene como otro independentista dentro del fuerte linaje de pensamiento político de la isla, de
poetas anti-coloniales como Clemente Soto Vélez y Juan Antonio Corretjer, y de maestros
caribeños como Luis Palés Matos.
Que la obra de Espada se posicione en el cruce de muchos intereses y contenidos no
literarios –ley, etnicidad, colonialismo, historia, memoria pública, estudios de migración urba-
na, lenguaje político- es prueba de que su poesía puede volverse más efectiva políticamente
con un trabajo artístico superior, artesanal; cuanto más elaborada cognitiva y estéticamente
su poesía, mayor su impacto y su potencial relevancia social. Los nuevos poemas en su
último libro, Alabanza, son un ejemplo. Cada pieza es una ingeniería cuidadosamente
encapsulada de epifanía política en la cual la riqueza sugestiva, a menudo elaborada, y
enigmática como el título ayuda al lector a navegar en la dimensión simbólica de una concre-
ta historia social.
En 1993, el deseo de Espada de ser parte del programa de inglés de la Universidad
finalmente dio su fruto. Su perfección literaria lo ayudó a asegurarse una posición facultativa
en la Universidad de Massachusetts, Amherst, donde ahora dicta talleres de escritura creativa
y seminarios sobre la obra y la vida de Pablo Neruda y sobre poesía latinoamericana. Su
cargo de profesor full-time le permitió expandirse a nuevos campos literarios como el ensayo
y la antología. Para Curbstone Press editó una colección de obras, Poetry Like Bread (1994),
para dar a publicidad a poetas políticos. Para la editorial de la Universidad de Massachussets
editó El Coro (1997), una compilación de la reciente poesía latino y latina, que recibió el
Premio Gustavo Myers al libro más importante. Su colección de ensayos, Zapata’s Disciple
(1990), publicado por South End Press, ganó el Premio de la prensa Independiente al libro
más destacado.
En los últimos quince años, Espada ha mantenido una abultada cartilla de lecturas a lo
largo y ancho del mundo que le ha prodigado una inigualable visibilidad entre los poetas
latinoamericanos. Incluso ha incrementado el ritmo de sus producciones poéticas y expandi-
do la variedad de sus temas e intereses. Desde que se unió a la Facultad de la Universidad de
Massachussets, publicó tres nuevas colecciones de poesía con W. W. Norton: City of Coughing
and Dead Radiators (1993), Imagine the Angels of Bread (1996), y A Mayan Astronomer in
Hell’s Kitchen (2000). Imagine ganó el Premio al mejor libro americano y fue finalista en el
Premio del Círculo de la Crítica Literaria Nacional. En el 2003, Norton publicó una amplia
antología de la obra de Espada, Alabanza: New and Selected Poems 1982-2002 , y fue galar-
donado con el Premio Paterson al Logro Sostenido y el de la Asociación Americana del Libro
más destacado del Año. El libro termina con un post-scriptum de diecisiete poemas nuevos,
escritos en el 2002 a la luz de significativos eventos nacionales y personales: el primer viaje
a Irlanda, problemas de salud en su familia, y el aniversario del ataque del 11 de septiembre
a las Torres Gemelas.
Los poemas exploran nuevas direcciones que amplían aún más el horizonte geopolítico
dentro del alcance poético de Espada. La Corte de Chelsea, los proyectos de Brooklyn, el
cementerio de Puerto Rico y los bosques de Inglaterra no hacen más las veces de principal
escenario de un poema sino que son un escenario dentro de marcos más amplios de referen-
cia que efectivamente atraviesan los límites hemisféricos del Nuevo Mundo de Neruda. Ala-
banza funde un nuevo asedio etnológicamente múltiple – una calle del Viejo San Juan duran-
te un africanizado festival de San Sebastián; la pastoral aunque desgarrada historia del pai-
saje irlandés de la isla Achill; la ciudad mexicana, su centro, y su frontera; el mundo árabe
para modular (to fashion) poemas que celebran las semejanzas de experiencias migrantes,
revolucionarias y anti-coloniales en naciones americanas y otras que no lo son. La cordillera
de Puerto Rico es evocada en el registro de una montaña irlandesa; la “lista negra” en el
México post-zapatista revierte en la represión chilena post-Allende en 1973; la introspección
libresca del poeta norteamericano Carl Sandburg como un joven recluta del ejército de Illinois
en la guerra americano-española de 1898 es yuxtapuesta al histriónico humor de su tío abue-
lo Luis Espada como un colorido lector de una fábrica de cigarrillos y amante de la literatura 5 ;
los refugiados afganos del bombardeo y los hogares latinos de Manhatan son enfocados en
conjunto como una “constelación de humo”. Los poemas no actúan como escenario de sen-
cillas anécdotas sino como campos novelísticos de historias transnacionales e
interrelacionadas con extensos versos y densas estrofas y con una notable presencia de la
actuación personal del poeta ya como personaje, narrador, cantor, o profeta.
5
“Cigar Factory Reader”: eran los lectores en las fábricas de cigarrillos. Se trataba de la instrucción dada a los obreros a través
de la lectura de periódicos y libros durante las largas jornadas laborales.
SOBRE MARTÍN ESPADA 67
Continuando la visión que en Neruda, Soto Vélez y Corretjer se inclina a la celebración del
pobre trabajador, Espada nos muestra que el ejercicio poético como alabanza a los ignorados y
explotados del mundo nos ayuda a realizar la interconexión multi-direccional en el tiempo y en el
espacio de toda experiencia humana. A través de una alabanza como esta, reconocemos cómo
los excluidos son aquellos quienes traman la íntima fábrica de la historia.
Bully Buscabulla
Niggerlips was the high school name Negro Bembón es lo que me llamaban
for me. en la secundaria.
So called by Douglas Así me decía Douglas,
the car mechanic, with green tattoos el mecánico de carros, con sus tatuajes
on each forearm, /verdes
and the choir of round pink faces en cada antebrazo,
that grinned deliciously y el coro de caras rosadas redondas
from the back row of classrooms, que se sonreían con gusto
droned over by teachers desde las filas traseras de las aulas,
checking attendance too slowly. mientras maestros zumbaban sobre ellas
revisando la asistencia con demasiada
Douglas would brag /lentitud.
about cruising his car
near sidewalks of black children Douglas se jactaba
to point an unloaded gun, de guiar su auto
to scare niggers cerca de aceras llenas de niños negros
like crows off a tree, para encañonarlos con un arma descargada,
he’d say. para asustar negros malditos
como si fueran cuervos espantados
My great-grandfather Luis de un árbol,
was un negrito too, decía.
a shoemaker in the coffee hills
of Puerto Rico, 1900. Mi bisabuelo Luis
The family called him a secret era un negrito también,
and kept no photograph. un zapatero entre los cafetales
My father remembers de Puerto Rico, 1900.
the childhood white powder La familia lo consideraba un secreto
that failed to bleach y no conservaba ninguna foto suya.
his stubborn copper skin, Mi padre recuerda
and the family says el polvo blanco de la niñez
he is still a fly in milk. que no le sirvió para blanquear
su indomable piel cobriza,
So Niggerlips has the mouth y la familia dice
of his great-grandfather, que es aún una mosca en la leche.
the song he must have sung
as he pounded the leather and nails, Entonces el Negro Bembón tiene la boca
the heat that courses through copper, de su bisabuelo,
the stubbornness of a fly in milk, la canción que él habrá cantado
and all you have, Douglas, al martillar el cuero y los clavos,
is that unloaded gun. el calor que fluye por el cobre,
la terquedad de una mosca en la leche,
y lo único que tienes tú, Douglas,
es esa arma descargada.
Jorge the Church Janitor Finally Quits Por fin renuncia Jorge el conserje de la
iglesia
Cambridge, Massachusetts, 1989 Cambridge, Massachusetts, 1989
This is the year that squatters evict landlords, Este es el año en que los ocupas echan a los
gazing like admirals from the rail /terratenientes
of the roofdeck absortos como almirantes mirando desde la
or levitating hands in praise /baranda del balcón
of steam in the shower; o elevando sus brazos en alabanza
this is the year al vapor de la ducha;
that shawled refugees deport judges éste es el año
who stare at the floor en que los refugiados guarecidos deportan a
and their swollen feet /los jueces
as files are stamped con los ojos fijos en el piso
with their destination; y en sus pies hinchados
this is the year that police revolvers, mientras se emiten los expedientes
stove-hot, blister the fingers de su nuevo destino;
of raging cops, éste es el año en que las pistolas humeantes
and nightsticks splinter de la policía
in their palms; cubren de ampollas los dedos
70 KATATAY Rotaciones
Valley Stream, Long Island 1973 Valley Stream, Long Island 1973
1
Spic: Término ofensivo para referirse a los hispanos en los Estados Unidos de América.
SOBRE MARTÍN ESPADA 73
This was the dictator’s land Estas eran las tierras del dictador
before the revolution. antes de la revolución.
Now the dictator is exiled to necropolis, Ahora el dictador se ha exiliado en la necrópolis,
his army brooding in camps on the border, su ejército acampando en la frontera
and the congregation of the landless con su presencia inquietante,
stipples the earth with a thousand shacks, y las congregaciones de los sin tierra
every weatherbeaten carpenter la puntean con mil ranchos,
planting a fistful of nails. cada carpintero curtido
plantando un puñado de clavos.
Here I dig latrines. I dig because last week
I saw a funeral in the streets of Managua, Aquí yo cavo letrinas. Cavo porque la semana
the coffin swaddled in a red and black flag, /pasada
hoisted by a procession so silent vi un funeral en las calles de Managua,
that even their feet seemed el féretro, envuelto en una bandera roja y negra,
to leave no sound on the gravel. acarreado por la procesión tan silenciosa
He was eighteen, with the border patrol, que ni sus pies parecían dejar huella sobre
when a sharpshooter from the dictator’s army /la grava.
took aim at the back of his head. Tenía dieciocho años, con la patrulla fronteriza
cuando un tirador de primera del ejército del
I dig because yesterday /dictador
I saw four walls of photographs: le apuntó al medio de la nuca.
the faces of volunteers
in high school uniforms Yo cavo porque ayer
who taught campesinos to read, vi cuatro paredes cubiertas de fotografías:
bringing an alphabet los rostros de los voluntarios
sandwiched in notebooks con uniformes de escuela secundaria
to places where the mist never rises enseñándole a leer a los campesinos,
from the trees. All dead, trayendo un alfabeto
by malaria or the greedy river apretadito en sus cuadernos
or the dictator’s army a lugares donde la niebla nunca se eleva
swarming the illiterate villages por encima de los árboles. Todos han muerto
like a sky full of corn-plundering birds. por la malaria o la ambición del río
o el ejército del dictador
I dig because today, in this barrio arrasando las villas analfabetas
without plumbing, I saw a woman como una bandada de aves de rapiña.
wearing a yellow dress
climb into a barrel of water Yo cavo porque hoy, en este barrio
to wash herself and the dress sin cañerías, vi a una mujer
at the same time, con su vestido amarillo
her cupped hands spilling. metiéndose en un barril de agua
sin quitárselo
I dig because today I stopped digging para lavarse y lavarlo
to drink an orange soda. In a country con sus manos ahuecadas que chorreaban.
with no glass, the boy kept the treasured
bottle Yo cavo porque hoy paré de cavar
and poured the liquid into a plastic bag para beberme una naranjada. En un país
full of ice, then poked a hole with a straw. sin vidrio, el muchacho sostenía la preciada
botella,
I dig because today my shovel vertía el líquido en una bolsa de plástico
struck a clay bowl centuries old, llena de hielo y la pinchaba con una pajita.
the art of ancient fingers
moist with this same earth, Yo cavo porque hoy mi pala
perfect but for one crack in the lip. se topó con una vasija de arcilla de otras cen-
turias,
I dig because I have hauled garbage el arte de manos antiguas
and pumped gas and cut paper humedecida con la misma tierra
74 KATATAY Rotaciones
and sold encyclopedias door to door. intacta salvo por una grieta en su labio.
I dig, digging until the passport
in my back pocket saturates with dirt, Yo cavo porque he arrastrado basura
because here I work for nothing y surtido gasolina y cortado papel
and for everything. y vendido enciclopedias de puerta en puerta.
Yo cavo y cavaré hasta que el pasaporte
en mi bolsillo trasero se cubra de polvo,
porque aquí yo trabajo por nada
y por todo.
All the people who are now red trees Todos los que ahora son árboles rojos
The fugitive poets of Fenway Park Los poetas fugitivos de Fenway Park
The stroke was a pendulum of long muscle El golpe fue un péndulo de músculo y madera,
and wood, el rostro de Ted se torció, el jonrón
Ted’s face tilted up, the home run zumbando hasta el campo derecho del estadio.
zooming into the right field grandstand. Luego el público se unió para abuchear
Then the crowd stood together, cheering al blasfemador de las noticias, al hereje
for this blasphemer of newsprint, the heretic que se rehusó a saludar con su gorra al pisar
who would not tip his cap as he toed home la última base
plate o a sonreírles como héroe de guerra a los
or grin like a war hero at the sportswriters /reporteros
surrounding his locker for a quote. que se abalanzaban sobre su taquilla por unas
/palabras.
The fugitive poet could not keep silent,
standing on his seat to declaim the ode El poeta fugitivo no pudo quedarse callado.
erupted in crowd-bewildering Spanish from Parado sobre su asiento,
his mouth: su boca hizo erupción en español
“Praise Ted Williams, raising his sword dejando al público atónito con su oda:
cut from the ash tree, the ball
a white planet glowing in the atmosphere “¡Alaben a Ted Williams blandiendo su espada
of the right field grandstand! cortada del árbol ceniciento, la bola,
un planeta blanco brillando en la atmósfera
Praise the Wall rising del campo derecho del estadio!
like a great green wave
from the green sea of the outfield! ¡Alaben la Pared creciendo
como una gran ola verde
Praise the hot dog, pink meat, del verde mar del jardín!
pork snouts, sawdust, mouse feces,
human hair, plugging our intestines, ¡Alaben al pancho, carne rosada,
yet baptized joyfully with mustard! hocicos de puerco, aserrín, heces de ratón,
cabello humano, tapando nuestro intestino,
Praise the wobbling drunk, seasick beer pero bautizada felizmente con mostaza!
in hand, staring at the number on his ticket,
demanding my seat!” ¡Alaben al borracho tambaleante,
cerveza mareada en mano,
Everyone gawked at the man standing mirando fijamente el número de su boleto,
on his seat, bellowing poetry in Spanish. reclamando mi asiento!
Anonymous no longer,
Neruda saw the Chilean secret police Todos miraron boquiabiertos al hombre
as they scrambled through the bleachers, parado sobre su asiento, rugiendo poesía en
pointing and shouting, so the poet español.
jumped a guardrail to disappear Su anonimato perdido,
through a Fenway tunnel, Neruda vio a la policía secreta de Chile
the black cap flying from his head abriéndose paso entre las gradas,
and spinning into centerfield. señalando y gritando.
El poeta saltó la reja y desapareció
This is true. I was there at Fenway por un túnel de Fenway,
on August 7, 1948, even if I was born su gorra negra volando desde su cabeza
exactly nine years later hasta el centro del campo.
when my father
almost named me Theodore. Esto es verdad. Yo estaba allí en Fenway
el 7 de agosto de 1948, por más que haya /
78 KATATAY Rotaciones
nacido
exactamente nueve años después
cuando mi padre
casi me pone Theodore por nombre.
for the 43 members of Hotel Employees Para los 43 afiliados de la Sección 100 del
and Restaurant Employees /Sindicato de Trabajadores de Hoteles y
Local 100, working at the Windows on /Restaurantes, que trabajaban en el
the World restaurant, /restaurante Windows on the World, y que
who lost their lives in the attack on the /perdieron sus vidas en el ataque contra de las
World Trade Center Torres Gemelas
Alabanza. Praise the cook with a shaven Alabanza. Alabado sea el cocinero de cabeza
head rapada
and a tattoo on his shoulder that said Oye, y el tatuaje en su hombro que decía Oye,
a blue-eyed Puerto Rican with people from un puertorriqueño de ojos azules con gente de
Fajardo, Fajardo,
the harbor of pirates centuries ago. hace siglos un puerto de piratas.
Praise the lighthouse in Fajardo, candle Alabado sea el faro de Fajardo, una vela
glimmering white to worship the dark saint blanca brillando para rendirle culto al santo
of the sea. /oscuro del mar.
Alabanza. Praise the cook’s yellow Pirates Alabanza. Alabado sea la gorra amarilla de los
cap Piratas de Pittsburgh
worn in the name of Roberto Clemente, his que el cocinero se ponía en nombre de
plane /Roberto Clemente,
that flamed into the ocean loaded with cans su avion encendido en el mar cargado con
for Nicaragua, /latas para Nicaragua,
for all the mouths chewing the ash of para todas las bocas masticando las cenizas
earthquakes. de los sismos.
Alabanza. Praise the kitchen radio, dial Alabanza. Alabado sea el radio de la cocina,
clicked su perilla girada
even before the dial on the oven, so that antes de la perilla del horno, para que la
music and Spanish /música y el español
rose before bread. Praise the bread. Alaban- se elevaran antes del pan. Alabado sea el pan.
za. Alabanza.
Praise Manhattan from a hundred and seven Alabado sea Manhattan desde el piso 107,
flights up, como si fuera Atlantis vislumbrada por los
like Atlantis glimpsed through the windows /cristales de un acuario antiguo.
of an ancient aquarium. Alabados sean los grandes ventanales donde
Praise the great windows where immigrants los inmigrantes desde la cocina
from the kitchen podían entrecerrar los ojos y casi ver su
could squint and almost see their world, hear /mundo,
the chant of nations: escuchar el canto de las naciones:
Ecuador, México, Republica Dominicana, Ecuador, México, Republica Dominicana,
Haiti, Yemen, Ghana, Bangladesh. Haiti, Yemen, Ghana, Bangladesh.
Alabanza. Praise the kitchen in the morning, Alabanza. Alabado sea la cocina matutina,
where the gas burned blue on every stove donde el gas brillaba azul en cada estufa
and exhaust fans fired their diminutive y los ventiladores disparaban sus hélices
propellers, /diminutas,
hands cracked eggs with quick thumbs las manos cascaban huevos con pulgares
or sliced open cartons to build an altar of /rápidos
cans. o rebanaban cajas de carton para levantar un
Alabanza. Praise the busboy’s music, the altar de latas.
chime-chime Alabanza. Alabado sea la música del
of his dishes and silverware in the tub. /ayudante de camarero, el repique
Alabanza. Praise the dish-dog, the de loza y cubiertos en el bote.
SOBRE MARTÍN ESPADA 79
The general’s limo parked at the corner of La limusina del general se estacionó en la
San Diego street /esquina de San Diego
and his bodyguards escorted him to the y los guardaespaldas lo escoltaron a la librería
bookstore llamada La Oportunidad para que pudiera ojear
called La Oportunidad, so he could browse raras obras de historia.
for rare works of history.
No quedaron huellas sangrantes en las
There were no bloody fingerprints left on the / páginas.
pages. Ningún libro se convirtió en cenizas cuando lo
No books turned to ash at his touch. tocó.
He did not track the soil of mass graves on La tierra de la fosa común no andaba pegada
his shoes, en sus zapatos
nor did his eyes glow red with a demon’s heat. ni sus ojos brillaron rojos con el calor de un
demonio.
Worse: His hands were scrubbed, and his
eyes were blue, Peor: sus manos estaban impecables, sus ojos
and the dementia that raged in his head like eran azules
a demon, y la demencia que rabiaba en su cabeza como
making the general’s trial impossible, had un demonio,
disappeared. haciendo que el juicio del general fuera
Desaparecido: like thousands dead but not / imposible,
dead, había desaparecido.
as the crowd reminded the general,
gathered outside the bookstore to jeer Desaparecido: igual que los miles de muertos
when he scurried away with his bodyguards, pero no muertos,
so much smaller in person. como la multitud le recordó al general
reunida afuera de la librería para abuchear
cuando él se escabulló con sus
/guardaespaldas,
mucho más pequeño en persona.
Foto 9
81
Querellas
* Profesor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (2001), Dr. Phil. por la Martin-Luther-Universität Halle-Wittenberg (2006).
Actualmente se desempeña como Profesor Adjunto a cargo del área de Literatura Española de la Universidad Nacional de la
Patagonia Austral.
1
Carta de Walter Benjamin a Sigfried Kracauer, 23.02.1927 (en: Benjamin, 1980: 213). “Como sucede conmigo, sin embargo, eso se
repartirá justamente en notas especialmente breves y dispersas y en el mejor de los casos, el lector quedará librado a su suerte”
[La traducción es mía].
2
Las citas entre comillas provienen del prefacio de Bally y Sechehaye a la primera edición del Cours. “La parte esencial de su
asunto se veía singularmente reducida”. “[Ferdinand de Saussure] iba destruyendo los borradores provisionales donde trazaba día
a día el esquema de su exposición”.
3
El ensayo de Beatriz Sarlo “La torpeza del destino” da buena cuenta del carácter fundamentalmente inconcluso, abierto, de la obra
de Benjamin así como de la referida pérdida sustancial: “Con él, hacia el exilio, Benjamin sólo llevaba un portafolio que se ha perdido
para siempre pero, lo sabemos, a uno de los guías del cruce montañoso entre España y Francia le había confiado que allí estaba
su obra más importante” (Sarlo, 2000: 14-15).
82 KATATAY Querellas
Por eso mismo es muy difícil, hoy, hablar de Benjamin. Ser “especialista” en Benjamin
significa, en muchos casos, haber leído a Benjamin “en el original”, tener un panorama com-
pleto sobre la inabarcable bibliografía que sigue produciéndose en torno a su (vida y) obra.Y,
por último, incurrir en un uso “pertinente” de Benjamin en la propia lectura. Quizás el problema
sea, precisamente, la abundancia de especialistas, o al menos de “benjaminianos”. Quizás.
Al menos, eso es lo que parece molestarlos. A ellos mismos. A tal punto, que se censura —
desde el exceso, desde la hartura del trabajo, la cita, la evocación y la reflexión— la lectura
de Benjamin (¿Qué otra cosa podría ser objeto o destinatario de una censura sino la posibi-
lidad de la lectura?).
Así, estas líneas pretenden recuperar dos censuras encontradas, en cruce polémico, de
la obra de Benjamin. Y tras este enunciado se esconde una premisa: que la misma lectura
sesgada, fragmentaria, traducida, ajustada a la gramática de otra lectura en otro contexto,
también, posiblemente, haya sido obra de Benjamin. O al menos existe la posibilidad de una
política poética benjaminiana de la lectura heterodoxa operando muchas veces en la lectura
de Benjamin. Lo cual no hace que sean todas buenas. Empezando por la presente.
2. En un artículo publicado en Punto de vista (Número 53, noviembre de 1995), Beatriz Sarlo
realizó un llamado a la suspensión de la lectura (de los “usos”, más precisamente) de, entre
otras cosas, la obra de Walter Benjamin. Entre otras cosas (que incluyen a Bajtín, y a Foucault,
y quizás debieran haber incluido a Saussure) “que se erosionaron a través de, literalmente,
centenares de ponencias”. Así, parodiando el exceso en el uso de categorías como la bajtiniana
de “parodia” (perdón por el exceso), Sarlo sostiene: “A Foucault y a Bajtín habría que
desagraviarlos”. Y recomienda, con un leve dejo de autocrítica, qué hacer con esas nociones:
“Deberíamos depositarlas en alguna parte y firmar el compromiso de no usarlas por un tiem-
po para darles la oportunidad de que se recobren”. Este compromiso, quizás, ayude a salvar
la “originalidad benjaminiana” de la “erosión teórica” que la habría llevado “hasta los límites de
la completa banalización”. El desgaste producido por los “usos” de Benjamin habría llegado a
tergiversar, o por lo menos a desmerecer su propio trabajo:
La reprensión que sigue hace uso de una autoridad reforzada por su posterior refrenda (que
es en primer lugar reafirmación de la reprensión, de la censura) a través de la publicación de
este ensayo en el cierre de un pequeño volumen “de especialista” (aunque también “de divul-
gación”) titulado Siete ensayos sobre Walter Benjamin, editado por Fondo de Cultura Econó-
mica en el año 2000 y reimpreso en 2006. La censura, y la autoridad que la hace posible, se
renuevan cinco, luego once años después de propuesto el compromiso de olvido. Algo natu-
ral, dado que los ensayos que lo afirman y lo avalan “tienen un aire de cosa reciente”, su
autora “no escribiría nada muy diferente de lo que ellos dicen si lo tuviera que hacer de nuevo”
(Sarlo, 2000: 10-11). Estos enunciados intentan proporcionar “actualidad” al volumen que los
alberga, y en esa actualidad, en esa reafirmación y refrenda mediante el prólogo, se abre la
posibilidad de una censura potenciada.
Porque, como se observó al comienzo, no cualquiera puede leer a Benjamin, y menos a
Bajtín –y nadie, absolutamente nadie, puede leer a Saussure, salvo quizás en los anagramas
o el libro sobre las vocales en el indoeuropeo, si eso es lo que entendemos por “Saussure”.
Rafael Gutiérrez Girardot se encargará de recordarlo. Pero antes de que lo haga él, quisiera
proseguir con esta (sesgada, selectiva, condicionada) lectura de Sarlo, que lee a Benjamin,
como puede, que en su caso, no es poco decir.
El problema que me preocupa, y para cuyo estudio (que es largo, y mucho) éstas no
quieren ser más que notas preparatorias, es el de la totalidad en Walter Benjamin. Y, para
comenzar, sobre todo, en la lectura que Sarlo hace de ese problema en Benjamin:
4
“El ángel del cuadro de Klee, del que habla Benjamin en la tesis número 9, experimenta una gran piedad por las ruinas que la
historia acumula a sus pies, por todo aquello que podía existir y no ha existido o ya no existe, por todo lo que no ha originado
verdaderas Wirkungen, auténticos efectos históricos. Y todo ello, a lo que parece, no porque estos despojos contengan un gran
valor con vistas a nuevas construcciones, sino más que nada por tratarse de huellas de algo que ha vivido. Sólo desde el punto
de vista de los vivientes puede afirmarse, con Adorno, que la falsedad es el todo” [destacado mío, JE] (Vattimo, 1983: 24).
5
“La historia no sería el plano privilegiado en el que se manifiesta el ser separado del particularismo de los puntos de vista cuya
reflexión llevaría todavía la tara. Si ella pretende integrar el Yo y el Otro en un espíritu impersonal, esta pretendida integración es
crueldad e injusticia, es decir, ignora el Otro. La historia, relación entre hombres, ignora una posición del Yo con respecto al Otro,
en la que el Otro permanece trascendente con relación al Yo. Si no soy exterior a la historia por mí mismo, encuentro en el Otro un
punto, con respecto a la historia, absoluto; no al fusionarme con el Otro, sino al hablar con él. La historia es fermentada por las
rupturas de la historia en las que se emite un juicio sobre ella. Cuando el hombre aborda verdaderamente al Otro, es arrancado a
la historia.” (Lévinas, 1971: 76)
6
Lévinas desarrolla una crítica de la ideología del progreso análoga a la que se encuentra en Benjamin (por ejemplo, explícitamente,
en el ensayo sobre Eduard Fuchs): “La crisis del humanismo en nuestra época tiene, sin duda, su origen en la experiencia de la
ineficacia humana que acusan la abundancia de nuestros medios de actuar y la extensión de nuestras ambiciones. En el mundo
donde las cosas están en su lugar, donde los ojos, la mano y el pie saben encontrarlas, donde la ciencia prolonga la topografía de
la percepción y de la praxis, aunque transfigure su espacio; en los lugares donde se alojan las ciudades y los campos que los
humanos habitan al mismo tiempo que se ordenan, según diversos conjuntos, entre los entes, en toda esta realidad “al derecho”,
el contrasentido de vastas empresas frustradas -en las que política y técnica concluyen en la negación de los proyectos que las
conducen- enseña la inconsistencia del hombre, juguete de sus obras. Los muertos sin sepultura en las guerras y en los campos
de exterminio acreditan la idea de una muerte sin mañana y vuelven tragicómica la preocupación por sí del animal rationale , de
poseer un lugar privilegiado en el cosmos y de integrar la totalidad del ser en una conciencia de sí” (Lévinas, 1972: 84-85).
7
Por otra parte, el costado mesiánico y reacio a la acedía, que estaría en el origen de la empatía con los vencedores (Tesis VII),
de Benjamin, por lo menos debería poner en duda la noción de nostalgia operante en el enunciado nostalgia de la totalidad .
84 KATATAY Querellas
Como pensador de la ruptura, el mismo Benjamin da una señal de alerta que podría
aplicarse a nuestros intentos de asimilarlo de manera llana. Escribió: “Mientras la
idea del continuum arrasa con todo, el discontinuum es fundamento de una auténtica
tradición”. Me parece que en esto reside el carácter verdaderamente subversivo y la
actualidad de Walter Benjamin: un pensamiento que no se deja asir, resistiendo la
mirada paralizante de la Medusa; una escritura que, citable al infinito, siempre puede
contradecirse desde dentro. (Sarlo, 2000: 76)
Curiosamente, antes de olvidarlo, Sarlo señala el camino de una lectura de y con Benjamin
que guarde aún la esperanza de subversión y actualidad, superando y socavando toda posi-
ble totalización.
Porque el problema es, precisamente, la totalidad, lo totalizante, las pretensiones de
totalitarismo y totalización, y, por supuesto, un problema tratado, discutido, una obsesión por
lo menos para muchos pensadores asociados, de un modo u otro, con Benjamin (Adorno,
Arendt, Heidegger, Derrida): la lengua filosófica. La lengua filosófica en la que se plantea —
como señala Sarlo en la cita más arriba— el problema de la totalidad. La lengua filosófica de
Benjamin que Sarlo, a su vez, no ha leído. El alemán, esa lengua filosófica.
3. La lectura de Beatriz Sarlo, que impugna los “usos bárbaros” parciales y sesgados de la
“vulgata Benjamin” (2000: 88) es precisamente impugnada, en primer lugar, debido a su lectu-
ra de una mala traducción (de una Vulgata hispanica) de Benjamin, de una versión de su texto
parcial, sesgada, despojada de la riqueza del Benjamin original, de la lengua filosófica de
Benjamin, del prestigio del alemán como lengua filosófica, y sin tener en cuenta la tradición
filosófica en lengua alemana, la perspectiva privilegiada que ofrece el posicionamiento en la
academia alemana y su lengua:
Este artículo póstumo del crítico colombiano cuestiona, no la censura de Sarlo, sino la auto-
ridad que la hace posible. Si ésta podía afirmar que pese a no haber una “ortodoxia benjaminiana
que custodiar” tampoco “se puede hacer cualquier cosa” (Sarlo, 2000: 89), Gutiérrez Girardot
apuntará a su trabajo como un ejemplo de ese “hacer cualquier cosa”, en una tradición de los
“usos bárbaros” de Benjamin que se remonta a las mismas traducciones al español por parte
de Jesús Aguirre, las cuales, “llenas de omisiones” y de “conceptos falsos, “marcaron el
comienzo del ‘fenómeno Benjamin’ en la Argentina” (Gutiérrez Girardot, 2005: 109). Es decir:
Sarlo lee mal a Benjamin, en primer lugar, porque lee malas traducciones. Lee mal a un
Benjamin mal leído. Así, al parecer, Gutiérrez Girardot encuentra en el libro de Sarlo un
ejemplo del “animal medio monstruoso” que, en el último enunciado del mismo, se menciona
LA MALA LECTURA. ALGUNAS NOTAS PARA NO OLVIDAR A BENJAMIN 85
como producto de las “malas lecturas” de Benjamin, De Certeau, Williams, Derrida y Foucault
(Sarlo, 2000: 91).8 Y eso con “máscaras de seguro conocimiento”.
¿Y qué es el seguro conocimiento? ¿Cuáles son sus formas, cómo se modula el seguro
conocimiento, si no quiere ser una máscara? ¿No es la seguridad del conocimiento, en el
caso de una textualidad como la de Benjamin, en su fragmentarismo, en su rehuir y desafiar
toda totalización, necesariamente una máscara, una impostura?
Desde luego, el seguro conocimiento, en este campo al menos (la filosofía, la filología, la
historia) se modula en la lengua filosófica, la de Benjamin. Se modula en el conocimiento
seguro, de buena fuente, de la tradición filosófica y filológica de la lengua alemana. De esa
tradición que configura “el horizonte cultural con el que se ocupó críticamente” Benjamin, y
que Sarlo estaría ignorando a la vez que “la dinámica de la cultura de su tiempo” (Gutiérrez
Girardot, 2005: 107).
El seguro conocimiento probablemente sea aquel que ofrece la lectura en el original, en
esa lengua filosófica (la de Hegel, George, Hölderlin, Heidegger, Goethe) que permite hablar
desde la seguridad del especialista. Lo que ofrece el alemán, y la formación en el alemán
como lengua filosófica, y el prestigio de un sistema académico acostumbrado a un rigor que,
evidentemente, de este lado, no se acostumbra. Que Benjamin tampoco acostumbraba. Y por
eso nunca cuajó en ese mundo académico, donde la seguridad del conocimiento, como im-
postura, como producto de un polimórfico deseo de cientificidad, que probablemente esté en
el comienzo de la filosofía y la historiografía contemporáneas de y debatidas por Benjamin.
Como también parece estar en el origen de la filología moderna, de esa tradición académica
largamente consagrada en su país y en su época y en su lengua, que parece estar en el
origen de lo que Sarlo (2000: 74) llama “lectura filológica”: una lectura que “es expositiva y
avanza por desplazamientos cortos desde el texto de Benjamin hacia la tradición filosófica”.
Lo cual, desde luego, está lejos de describir el trabajo de Gutiérrez Girardot. Sí, quizás, lo que
se podría (¿mal?) entender como resultado de sus indicaciones y rectificaciones para la
buena lectura de Benjamin. Desplazamientos cortos, y seguros.
No como los realizados por Benjamin. No como la explosión, el cepillado a contrapelo, el
salto de tigre que Benjamin propone como estrategia de lectura. De una lectura, sin dudas,
mala. Por lo menos para la linealidad de los textos y la seguridad de los contextos y saberes.
Lectura salteada, desde el final de la historia, arrancándole, reacomodando y agregando
páginas donde la Historia las ha olvidado, o suprimido. No como la estrategia de la cita que
tan bien describe Sarlo y que —a mi parecer, con mucho acierto— llama a imitar con suma
pericia y prudencia. Sarlo, que lee mal a Benjamin, que nos enseñó a leer mal. La misma
autora que antes de y frente al mandato de “Olvidar a Benjamin”, recuerda que “la actitud más
firme de Benjamin consistió en desconfiar de las propias certezas, recelo más necesario
incluso que la crítica de las certezas ajenas” (Sarlo, 2000: 76). Actitud sana, productiva, que
los especialistas en Benjamin bien podrían imitar, para seguir leyendo a Benjamin y también
—mejor quizás que “usándolo”— con él.
Bibliografía
8
Monstruosidad que Adorno achacaba a la lectura de Benjamin, como bien señala Sarlo en un ameno e interesante artículo, “El crítico
literario”, duramente criticado en su inexactitud por Gutiérrez Girardot: “Para Adorno, Benjamin nunca cumplió del todo con ese
programa [el de la construcción de una mediación dialéctica entre los hechos materiales y los discursos] y siempre tuvo la tendencia
a unir, de modo violento, casi monstruoso, los datos materiales y los simbólicos. Adorno pensaba que Benjamin era poco dialéctico,
que construía sus iluminaciones críticas uniendo extremos cuya articulación no exploraba suficientemente” (Sarlo, 2000: 46).
86 KATATAY Querellas
La reedición de Latinoamérica. Las ciudades y las ideas , de José Luis Romero,1 estuvo
acompañada por una serie de lecturas públicas dedicadas a consagrar las virtudes de este
clásico de la historiografía latinoamericana; publicadas luego en Punto de vista,2 las lecturas
de Noé Jitrik, Carlos Altamirano y Adrián Gorelik divergen, como era de esperarse, en cuanto
a las razones consideradas respecto de la propuesta romeriana, pero unifican en su evalua-
ción crítico-pedagógica el carácter de actualidad del libro, retomando quizá los ecos del
discurso académico de los últimos años.3 Resumo aquí los aspectos más destacados de
esas exposiciones.
Para Jitrik, tres razones resultan fundamentales al decir por qué Latinoamérica... “es un
gran libro”. La primera radica en el hecho de ser un texto que articula un estudio global sobre
Latinoamérica —cuando en Argentina no eran comunes esos abordajes, salvo aquellos em-
bebidos de un “misticismo americanista”—, cobrando en el presente la fuerza de la resisten-
cia. La segunda, y la más importante en la exposición de Jitrik, es que hay “en esas páginas
una virtud de escritor que anima y sostiene al historiador”; entendiendo “escritura” como el
“saber de la operación que se ejecuta con las palabras y en ellas, sobre todo en ellas”. Por
último, resalta el enfoque histórico en el que emerge una “teoría de la historia”al centrarse en
un núcleo, la estructura “ciudad”, que permitiría dar cuenta de un proceso de alcances globales.
Altamirano, por su parte, inscribe el libro de Romero en los estudios de historia cultural y
destaca las influencias epistemológicas del saber histórico en la perspectiva romeriana. En
la estela de Dilthey, por ejemplo, se trata de captar una “realidad espiritual”, es decir, captar
en la multiplicidad de expresiones de una cultura la unidad que la engendraba. Así se entien-
de el esfuerzo de Romero por comprender las formas del proceso histórico: mentalidades,
estilos de vida o ideologías son formas históricas que intentarían recuperar la complejidad de
esa “trama profunda” de la que habla Romero en la introducción de su libro. Adrián Gorelik, por
último, sitúa el libro de Romero en el contexto de la historia cultural urbana, mostrando cómo
funciona una idea de ciudad como “cultura objetivada”, que permite la traducción del esque-
ma sarmientino a la aporía simmeliana, e inscribe a Romero dentro de los valores de la
“ciudad letrada”, afecto a “un programa reformista que aspira a incluir a las masas en los
beneficios” de esa cultura.
Este es un resumen, por supuesto, conciso, pero sirve como introito para la serie de
reflexiones que nos ocupará en lo que sigue. Volveremos a estas lecturas más adelante. Por
el momento, quisiera recordar las palabras finales del Prólogo que su hijo, Luis Alberto, escri-
bió para aquella reedición: “Las más diversas cuestiones teóricas acerca de sujetos, prácti-
cas, representaciones, dialécticas —que estaba sistematizando en La vida histórica [de allí
las influencias señaladas por Altamirano]—, aparecen aquí en obra. Pero se llega a ellas en
una segunda lectura, analítica. La primera lectura, y también la última, muestra sin duda la
vida histórica viviente: el cuadro bullente de la gente, tal como también se lo encuentra en
muchas novelas de este libro”, dice allí. Y concluye: “A veces, me parece que escribía como
Balzac, como Pérez Galdós o como Jorge Amado” (xvi). La sugerente comparación final
anticipa varios de los núcleos problemáticos que comprometen la escritura —como la piensa
* Hernán Pas es Licenciado y profesor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos críticos sobre las
obras de Sarmiento, Echeverría, Bello y Lastarria, entre otros, y sobre “literatura, política y mercado en la modernidad literaria del
’80”. Actualmente se dedica a investigar la prensa y el periodismo decimonónicos de la primera mitad de siglo.
1
Romero, José Luis. Latinoamérica. Las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001. En todos los casos cito de esta
edición. Las referencias de página entre paréntesis.
2
Noé Jitrik, Carlos Altamirano, Adrián Gorelik, “José Luis Romero, un clásico. Sobre Latinoamérica. Las ciudades y las ideas”, en:
Punto de vista, Número 71, diciembre de 2001, pp. 41-48.
3
Me refiero a algunos trabajos de historiadores publicados en revistas especializadas o institucionales, como son los de Astarita
e Inchausti, “José Luis Romero y la historia medieval”; Burucúa, “José Luis Romero y sus perspectivas de la época moderna”, o
Halperin Donghi, “José Luis Romero: de la historia de Europa a la historia de América”, aparecidos en Anales de Historia Antigua
y Medieval, N° 28, 1995. También algunos trabajos aparecidos en Prismas, como la reseña de Acha a esta misma reedición, en su
número cinco, o el artículo de Altamirano sobre la idea de “sociedad aluvial”en el mismo volumen, entre otros. A lo que podría sumar
la reedición de La experiencia argentina por Taurus en 2004, cuyo estudio Preliminar, a cargo de este último, reedita algunas de
las ideas desarrolladas allí.
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 87
Jitrik— de Latinoamérica..., al mismo tiempo que evita, mediante una oportuna sustitución,
subrayar la dimensión verdaderamente empática de la misma: el Facundo de Sarmiento.
Pues nada más balzaciano —como agudamente nos enseñó Viñas— que el ímpetu totaliza-
dor y voraz desplegado en la prosa del sanjuanino: grandes frescos, ávidamente pintados,
desmesuradamente entusiastas. Las “cuestiones teóricas” de las que habla Luis Alberto
Romero implican, en primera instancia, el orden del discurso que hace que esos “cuadros
bullentes” se parezcan demasiado a las “muchas novelas” que se citan y entretejen el relato.
Balzaciano, sarmientino. Porque la escritura de la historia también tiene que ver con un viaje:
el proceso de objetivación, en el cual se pone en juego lo que Dominick LaCapra ha llamado
“perturbación empática”, que la “reserva irónica”, como refreno de esa “pasión cívica” de la
que habla Altamirano en su lectura, parecería no alcanzar a domeñar. Así, la cultura del otro,
o las otras culturas, imponen una noción teórica central, la de límite o frontera, por la cual los
conflictos culturales pueden pensarse en continua disputa y no como compartimentos estan-
cos, resolutivos, formulaicos. Y si la noción de viaje siempre estuvo ligada al pasaje hacia la
otra cultura, como recuerda Renato Ortiz, la escritura de la historia es también ese pasaje:
poner en crisis ese pasaje es recuperar la dimensión del conflicto cultural, que conceptos
como “hibridez” o “mestizaje” —tan ligeramente tematizados en Latinoamérica— no hacen
más que desterrar al olvido común de la memoria consensuada. Como se ve, hemos tomado
nota: la nuestra es una lectura segunda, analítica. En las páginas que siguen trataremos de
desplegar las implicancias teóricas de la misma.
4
Buenos Aires, Ediciones El Cielo por Asalto, 2005.
88 KATATAY Querellas
5
Dice allí Rojas: “Los libros, los viajes, las ideas adoptadas, pusiéronle después un barniz pedante, y escribió contra los gauchos,
pero yo no le creo, porque estoy en el secreto: nadie se parecía más a Facundo que Sarmiento, gauchos los dos, de origen
igualmente hidalgo y eximios peleadores ambos, aunque el plano de uno fuera el instinto y el del otro el ideal”. El profeta de la
pampa, Bs. As., Losada, 2° ed. 1948, p. 171.
6
En sus “Notas sobre Facundo”, Piglia sostiene que “la lógica de las equivalencias disuelve las diferencias y resuelve,
mágicamente, las contradicciones”. El fundamento ideológico del Facundo, dice Piglia, disuelve las disimetrías. Por otra parte, las
notas de Piglia trabajan con lo textual, con los procedimientos lingüísticos del texto y no con su ideología explícita. En relación a
esto último, véase también su lectura de El Matadero en “Sarmiento, escritor”, (1998, Filología, XXXI, 1-2, pp. 19-27). También la
nota correctiva de Julio Ramos, en su Desencuentros de la modernidad en América Latina (México, FCE, 1989), a la idea de un uso
“bárbaro” o marginal del saber letrado. Estos agudos análisis permiten calibrar mejor los distintos niveles significativos de un texto
como el Facundo que la noción tan generalizada como poco feliz de “hibridación”, concepto más o menos sofisticado que sirve más
bien para opacar o confundir esos mismos niveles que para allanar su lectura. Acha pasa inmune por las “notas” de Piglia como si
la “plusvalía” de la que habla pudiera hallarse en el libro de Romero lo mismo que en el Facundo de Sarmiento.
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 89
“La independencia, bajo este aspecto, se presenta como una empresa romántica.
Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la revolución de la indepen-
dencia. Los conductores, los caudillos, los ideólogos de esta revolución no fueron
anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimien-
to. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico”
José Carlos Mariátegui
7
Véase Ludmer,, J. El género gauchesco, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 27 y ss.
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 91
Quienes imprimieron su sello a esta nueva sociedad fueron los emigrantes aislados,
acompañados a veces de mujeres e hijos, que procuraron mantener una indepen-
dencia cerril en los ranchos, jacales o bohíos donde se instalaban sin vecindad a la
vista. Reacios al trabajo metódico, hallaron en el pastoreo una forma de vida que
combinaba el trabajo con el juego: fueron jinetes consumados y expertos conducto-
res de hatos, hasta el punto de que las palabras con que se los designaba se trans-
formaron muchas veces en sinónimos de pastores: sertanista, bandeirante, huaso,
gaucho, gauderio, llanero, vaquero, charro, morochuco. Era una actividad libre y
oscilante entre lo lícito y lo ilícito (...) El hombre luchaba por su vida y tenía preeminen-
cia cuanto importaba para conservarla y defenderla: las bolas, el lazo y el cuchillo
imponían al fin la voluntad del más valiente o el más diestro (...) Y cuando la ocasión
lo aconsejaba se unían en banda —blancos, mestizos, negros— y como bandoleros
emprendían sus acciones, muchas veces en los caminos o aldeas en operaciones de
cierta envergadura. (p. 126)
Cuando Romero habla de sujetos “reacios al trabajo metódico” inscribe su juicio sobre los
“gauchos” en una larga tradición literaria que se extiende desde la literatura de viajes al Facundo
y llega incluso hasta las elaboradas imágenes criollistas con las cuales Rojas y Lugones propu-
sieron la romántica idea de su “natural” aparición y su necesaria extinción. Por otra parte, la
ligereza descriptiva que postula la combinación “trabajo-juego” no puede asumirse sino como
una crasa mirada idealista que sólo la ficción costumbrista e ilustrada justificaría, pero que aquí
no es más que una pincelada tendenciosa que repone, invirtiéndola, la rotulante maquinaria de la
norma. Pero además, la referencia desinteresada en este pasaje a las “bandas” de esa sociedad
marginal clausura una lectura crítica de los efectos sociales de la marginalidad que el propio
Romero había avistado en sus estudios de la época medieval. Y si, páginas más adelante, el
tema “bandolerismo” ocupa una reflexión suscinta, en la que la fórmula “vagos y malentretenidos”
supone, a primera vista, una inflexión en ese sentido, el esquematismo de la descripción tiene el
tono de una “leyenda”.9 En esta historia de las ciudades y las ideas empieza a hacerse evidente
que las estructuras ideológicas no logran recuperar el hecho social en su complejidad. Si es
verdad, como sugiere Halperin Donghi, que sería imprudente considerar como únicas fuentes de
Romero las que su índice da a conocer, no menos cierto es que la prevaleciente fuente literaria,
tanto en Latinoamérica como en sus estudios medievalistas, indica que Romero parecería otor-
garle “cierto” carácter de documento a esos textos de cuyo significado podría muy bien extraer-
se una “visión del mundo”.10
8
En El Observador Americano, N° 10, 1816, pp. 80-85.
9
Dice Romero: “Lo importante era salir de la hacienda, de la dependencia, y gozar de la libertad salvaje de la tierra sin amo y de
la fuerza fácil que remedaba la de los señores” (p. 185). Los ecos sarmientinos de esta frase me libran de cualquier comentario. Por
otra parte, la insistente adjetivación de lo marginal como irrupción espontánea de la política revolucionaria, algo que podríamos
caracterizar como la retórica del de-prontismo, induce a olvidar que el bandolerismo era una práctica resultante de los sistemas de
control y explotación del Antiguo Régimen, y que desde el siglo XVII se ligaba a la re-producción de las malocas coloniales por parte
de las tribus aborígenes (Rodríguez Molas, R. Historia social del gaucho, Bs. As., CEAL, 1994, 2 volúmenes).
10
Cuando Romero, en Crisis y orden en el mundo feudoburgués, se ocupa de la vida rural en la época medieval, resalta el carácter
de la crisis que trastocó las conciencias de los campesinos. Estos, a medida que comenzaron a notar las causas de la opresión
sistémica especularon con un mejoramiento de sus condiciones a raíz de las posibilidades abiertas por “el ambiente promiscuo de
la ciudad”. La crisis generó un “desajuste” entre aquellas aspiraciones y las posibilidades reales con que contaban los advenedizos,
produciendo una gama de marginales entre los que Romero destaca “mendigos, rebeldes y bandidos”. Sobre estos últimos, dice:
“No siempre las bandas se componían de simples campesinos. Señores e hijos de señores caídos en la miseria podían formar parte
de ellas, o acaso ejercer su jefatura” (p. 249). Para dar cuenta de ello, entre otras fuentes literarias, Romero recurre a los cuentos
de Chaucer ( The Canterbury tales) y concluye que “el juicio entrañaba una visión de la nueva sociedad” (p. 250, Opus cit. México,
Siglo XXI, 1980). En su pasaje a latinoamérica, El Zarco de Altamirano cumple la misma función: Altamirano “creó el símbolo —
dice— y reveló, por cierto, muchos entretelones del bandidaje, entre los que no pueden olvidarse los que se relacionan con la
protección o complicidad de que gozaban los bandidos en los grupos más influyentes” (p. 185). Qué decir del uso subsiguiente de
los Recuerdos del pasado de Pérez Rosales para referirse al gaucho argentino y al charro mexicano mediante la figura del “lacho
guapetón”. (Véase, sobre el uso de las fuentes, Halperin Donghi: “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en:
Ensayos de historiografía, Bs. As., El Cielo por Asalto, 1996, pp. 101-102).
92 KATATAY Querellas
Pero además, el uso que hace Romero de esas fuentes literarias linda en demasiadas
ocasiones con la violencia interpretativa. Un ejemplo. En torno a la condición de los “pobres”,
los marginales, cuya presencia según Romero hacía calibrar en la burguesía urbana los
ideales de igualdad que provenían de la Ilustración, recurre a un pasaje del Periquillo Sarniento,
de Fernández de Lizardi, que dice lo siguiente:
Si usted me dijere que aunque quieran trabajar, muchos no hallan en qué, le respon-
deré que pueden darse algunos casos de estos por falta de agricultura, comercio,
marina, industria, etc.; pero no son tantos como se suponen. Y si no, reparemos en la
multitud de vagos que andan encontrándose en las calles tirados en ellas mismas,
ebrios, arrimados en las esquinas, metidos en los trucos (...) así hombres como muje-
res; preguntemos y hallaremos que muchos de ellos tienen oficio, y otros y otras
robustez y salud para servir. Dejémoslos aquí e indaguemos por la ciudad si hay
artesanos que necesiten de oficiales y casas donde falten criados y criadas, y hallan-
do que hay muchos de unos y otros menesterosos, concluiremos que la abundancia
de vagos y viciosos (...) no tanto se debe a la falta de trabajo que ellos suponen
cuanto a la holgazanería con que están congeniados. (p. 167)
A estas reflexiones Romero las llama “transparentes”, y debemos suponer que esa trans-
parencia se basa en el poder de representación que cargan las palabras de Lizardi. Según
Romero, “el amor al trabajo y la educación eran para los reformistas (burgueses criollos) los
caminos por los cuales podía redimirse el que, por su origen, no tenía fortuna” (167) y con-
trastando la cita de Lizardi, nos dice inmediatamente que para la mentalidad hidalga era
preferible ser “vagabundo, jugador, / alcahuete y petardero”, citando a su vez, lo que apuntaba
sobre la realidad social de Lima, en un poema, Simón de Ayanque “Porque aun el más noble
oficio / envilece al caballero”. Una forma de explicar la adecuación de estas citas al esquema
de Romero es la siguiente: producto del proceso revolucionario, como vimos, las estructuras
sociales, tanto urbanas pero sobre todo rurales, conmocionaron sus cimientos y una socie-
dad abigarrada, espontánea, desorganizada, que representaba una “vaga ideología”, en los
términos de Romero el “criollismo” nativo, emergió, “de pronto”, por fuera de la sociedad
organizada (burguesa e hidalga). Ahora bien, de qué modo explicitar la mentalidad de una
sociedad cuyos estilos de vida remiten a normas acuñadas en una “secular experiencia
cotidiana”; esas experiencias, parece decirnos Romero, estaban imbuidas, entre otras, por la
ideología hidalga que halló en el campo su traducción monárquica del feudo.11 De este modo,
puede entenderse que la ideología rural se configure de manera negativa, como antiurbana, y
que la dicotomía campo-ciudad termine representando una suerte de dialéctica entre progre-
so y estancamiento o entre ideología liberal e ideología conservadora. En esas estructuras,
poco tienen que hacer los sujetos colonizados. La pasividad es un efecto oblicuo de su
carencia. Y por más que el complejo juego de las estructuras intente sofocar un determinismo
clasista, en verdad las mentalidades o ideologías que Romero describe y que define los
perfiles urbanos en su diacronía —urbe hidalga, burguesa, patricia o criolla— no son más que
variaciones infructuosas de un proceso teleológico que resume una única y definida ideolo-
gía: la de la burguesía urbana. Y en ella, la idea de “clase social” jerarquiza por oposición el
conglomerado social objetivado.12
A este uso de fuentes literarias, se puede objetar lo que Rama objetaba ante la literatura
realista-futurista de la ciudad modernizada: “Su fundamento no se encontrará en los datos
evocativos, sino en la organización del discurso, en los diagramas que hacen la transmisión
ideológica (tan intensa en libros que aparentemente sólo quieren testimoniar la objetiva reali-
dad del pasado) en el tenaz esfuerzo de significación de que es capaz la literatura. Pues ésta
—conviene no olvidarlo— no está sometida a la prueba de la verdad, sus proposiciones no
pueden ser enfrentadas con los hechos externos”.13 También se puede entender por qué otra
es la lectura que hace el propio Rama del Periquillo Sarniento, de Lizardi.
La descripción de los gauchos, huasos y gauderios que hace Romero en el pasaje citado
más arriba podría perfectamente incluirse en una página del Facundo y nos inclina a pensar
11
En su ensayo posterior sobre las dos ideologías, Romero confirma esa tesitura. Véase: “Campo y ciudad: las tensiones
entre dos ideologías”, Culturas, París, vol. 3, n° 5, reproducido en Situaciones e ideologías en América Latina, México,
UNAM, 1986.
12
Por ejemplo, según Romero “entre 1797 y 1810, [fueron] los años durante los cuales la burguesía criolla cobró conciencia
de sí misma y se identificó como una clase social con una ideología” (p. 164).
13
Rama, A. La ciudad Letrada, Arca, Montevideo, 1995, p. 79
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 93
que, como el sanjuanino, atribuye a la realidad social de los campos, en cuya extensión, no
hay que olvidarlo, se asientan las culturas aborígenes, una especie de espíritu antimoderno
que, si no es domeñado por las clases urbanas y progresistas, termina por manifestar la
connivencia con las estructuras ideológicas conservadoras, esto es, hidalgas y barrocas.
El ensayo de Sarmiento vendría así a confirmar, paradójicamente, los presupuestos
historiográficos desarrollados en sus estudios sobre la sociedad medieval. El “mecanismo
rector” del mundo urbano,14 guía supérstite de ese largo proceso de formación burguesa de la
sociedad, no por casualidad pudo encontrarlo Romero en la biografía citadina del sanjuanino.
En la transposición de la ideología rural europea al ámbito latinoamericano, el modelo
sarmientino le sirve a Romero para explotar la ecuménica oposición entre el mundo rural y el
mundo citadino. Pero en esa apropiación modélica, la idea de “tercera entidad” —sociedad
inorgánica o masas—, que en Sarmiento representan las huestes artiguistas, a pesar de
volver más compleja la dinámica relacional entre campo y ciudad, resulta totalizadora en su
inflexión criollista y no logra acertar una visión más elaborada de los conflictos sociales entre
los cuales se inscribe el orden del discurso, es decir, de las ideologías. Porque habría que
recordar que esa idea no sólo había sido expuesta en 1839 con la publicación de las Palabras
simbólicas en El Iniciador, órgano publicitario de la llamada “generación del ‘37”, sino que ya
era materia de discusión en los primeros años del período revolucionario y se la puede encon-
trar, por ejemplo, en los mismos números de El Observador Americano que hemos citado,
donde se conminaba a escuchar “la voz de la razón”, “porque —se decía allí— sin este orden
constitucional severamente observado, en vez de ser el pueblo soberano quien se deje ver en
las plazas, o asambleas públicas, aparecerá el poder de la multitud más fuerte, más animo-
sa, o más ignorante”.15 Casi treinta años después, esas mismas palabras ya son un cuadro
costumbrista. Cuánto hay en la prosa ilustrada del Facundo de plasticidad literaria es algo
que a Romero parece no incomodarlo.
Por lo demás, la opción interpretativa que Romero ensaya en el texto publicado con
posterioridad a Latinoamérica. Las ciudades y las ideas, torna más acuciante la objeción
ramiana sobre el hecho literario. Para Romero, nadie entrevió mejor esas ideologías (las del
campo y ciudad) que Domingo Faustino Sarmiento. “Déjese de lado el juicio de valor que
estableció al expresar la fórmula de ‘civilización y barbarie’, y repárese en la finura del análi-
sis que lo llevó a explicarlos conflictos de su país a través de la contraposición de dos
ideologías” (“Campo y ciudad”, Opus Cit., p. 254). Pero lo que Romero no parece contemplar
es que precisamente la fórmula dicotómica de la retórica sarmientina, que se multiplica,
como bien señaló Ricardo Piglia, mediante un proceso de analogías simbólicas es lo que
hace del Facundo un texto performativo inclasificable, que opera, en la realidad objetiva y en
la simbólica, mediante catacresis: lo que nombra el Facundo es el propio modo de nombrar
una realidad de la que el lenguaje, sin la recurrencia a la retórica, parecería no poder dar
cuenta. Si dejamos de lado esa fórmula, lo que en términos de Romero incluye el juicio de
valor presente en ella, ¿qué sentido tienen esas descripciones en donde, como quería Rama,
tienen más importancia la organización discursiva que lo que las palabras evocan?. Sin ese
orden, el Facundo, como sabía el propio Sarmiento, se congela al modo que lo hace Conflicto
y armonía de las razas en América. Y esto es comprobable: en un extenso pasaje del Facun-
do que hace referencia al hombre de campaña, citado por Romero, se lee:
Añádase que, desde la infancia, están habituados a matar reses, y que este acto de
crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su
corazón, contra los gemidos de las víctimas. (“Campo y ciudad”, Opus Cit., p.256)
Para alguien que olvide que esas palabras no “pueden enfrentarse con los hechos exter-
nos”, un pasaje de Crónica de una muerte anunciada de García Márquez ofrecerá un modo
sugerente de contraste. Dice el narrador de la novela del colombiano:
14
Véase el “Prólogo” a La revolución burguesa en el mundo feudal , Vol. 1, México, Siglo XXI, 1979.
15
El Observador Americano, 1816, N° 3, pp. 18-19. He actualizado la ortografía.
94 KATATAY Querellas
Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y
les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. ‘‘Es cierto —me replicó
uno— pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.16
Como Alsina a Sarmiento, con más firmeza se le podría haber reprochado a Romero el
uso obstinado y abusivo de la pincelada sistémica. El esquema de Romero adscribe una idea
de historia ligada al progreso. Esto es decir que las categorías con las que trabaja dicen más
acerca de sus loci de enunciación que lo que supuestamente permiten teorizar. Los principios
de la modernidad —una modernidad que, para decirlo sintéticamente y con palabras del
propio Romero, “no es sino mentalidad burguesa”-17 atraviesan la ciudad historiográfica
romeriana de tal modo que, entre todas, se hace una, aquella que “debería ser”, más que lo
que realmente son. Desde esta perspectiva, no extraña que el modelo “campo-ciudad” se
emparente con las ideas de Sarmiento y deje de lado los aspectos decididamente problemá-
ticos de sus modos de interrelación.18
Kalimetría
¿Por qué un historiador, intelectual y ensayista erudito como José Luis Romero piensa
todavía en 1976 en términos de “masas inorgánicas”, “anomia”, “sociedad aluvial”, etc. la
cultura popular —no letrada, no elitista, o no ideológicamente definida, la(s) cultura(s) del otro
o los otros o como quiérase llamarlo— cuando el cuadro conceptual de esas concepciones
ya había sido despuntado, pongamos por caso, cincuenta años atrás por otro intelectual y
ensayista como José Carlos Mariátegui?
No nos proponemos responder este interrogante, pero quizá en ese “estilo intelectual” la
“reserva irónica” no alcance a evitar que la “pasión cívica” se convierta, si no en excusa del
patetismo, en un escollo insalvable para la reflexión epistémica sobre el hecho social.
“La democracia vive en las masas; las calles, las plazas públicas, nuestros inmensos y
hermosos campos, son los templos del pueblo: en ellos se derrama sus ideas, sus afectos,
su vida toda entera (...) Observad esa muchedumbre que de todas partes se precipita (...), la
patria, la libertad, hallaréis en todo: examinadla algo más: hallaréis la discordia, la envidia, la
enemistad, el egoísmo”.19 Estas palabras de Miguel Cané, de 1838, podrían muy bien hacer
sistema con las ideas romerianas sobre las masas: el paternalismo iluminista y reformista
que ve en la muchedumbre una materia espontánea, moldeable e inorgánica, y que tiene una
larga tradición intelectual en Latinoamérica. De hecho, podría sostenerse que el cientificismo
social que dispuso una forma mentis tan arraigada en las elites intelectuales y dirigentes
latinoamericanas durante las primeras décadas del siglo XX tenía surcado su terreno en
aquellas ilustradas antiparras, como diría Martí, que racionalizaban el espacio social desde
una perspectiva restrictiva, o a-críticamente metropolitana.
En este sentido, Carlos Altamirano (veáse nota 3) ha destacado la influencia que ejercie-
ron en Romero las “sugestiones intelectuales” de Ortega y Gasset, no sólo a través de sus
ensayos de reflexión filosófica general, en donde aquella tradición podía ser retomada me-
diante una recurrencia de las tesis de George Simmel, sino por medio de aquellos dedicados
a analizar el carácter de los argentinos. Habría que agregar que la estela simmeliana de la
parca filosofía decadentista de Gasset —adherida visiblemente a la visión spengleriana— ya
despuntaba varios años antes de su transposición a La rebelión de las masas y aún de sus
ensayos dedicados a la sociedad argentina. En efecto, en su España invertebrada, de 1921,
Ortega y Gasset se detenía a analizar lo que llamaba una “extremada atrofia” espiritual y
reconocía en el “imperio de las masas” —como titula uno de sus capítulos— la “invertebración
histórica” y el “caos social”. Gasset ya modulaba allí una matriz ideológica que anticipaba la
lectura y la evaluación de los populismos por parte de las elites intelectuales del liberalismo
16
García Márquez, G. Crónica de una muerte anunciada, Buenos Aires, Sudamericana, 1993, pp. 85-86.
17
Véase el prólogo a La revolución burguesa en el mundo feudal , Vol. 1, México, Siglo XXI, p. 16.
18
Dice Williams: “Las ideas sobre el campo y la ciudad (...) continúan actuando como intérpretes parciales. Pero no siempre
advertimos que sus orientaciones principales son formas de respuesta a un sistema social en su conjunto. De manera más
evidente a partir de la Revolución industrial, pero según mi opinión, también desde el comienzo del modo de producción
capitalista agrario, nuestras vigorosas imágenes del campo y la ciudad han sido modos de responder a todo un desarrollo social.
Es por ello, finalmente, que no debemos limitarnos a percibir su contraste, sino que tenemos que dar un paso más y ver sus
interrelaciones y, a través de ellas, la configuración real de la crisis subyacente”. (véase, El campo y la ciudad, Buenos Aires,
Paidós, 2001, pp. 365-366).
19
El Iniciador, Montevideo, N° 5, 15 de junio de 1838, p. 4, col. 2.
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 95
conservador: aquella que veía en las “masas” un conglomerado de “simplicidad mental”, inca-
paz de desarrollar modelos de sociedad por su propia cuenta cuando las elites corruptas
desbarataban el orden ético que las sustentaban: “Contra esa aristocracia ineficaz y corrom-
pida —dice Gasset— se rebela la masa justamente. Pero, confundiendo las cosas, generali-
za las objeciones que aquella determinada aristocracia inspira, y, en vez de sustituirla con
otra más virtuosa, tiende a eliminar todo intento aristocrático”.20 Así, para Gasset las “masas”
debían seguir el liderazgo de sus aristocracias. Cuando esa comunión fallaba se entraba en
una crisis a la cual, haciendo uso de la sociología religiosa weberiana, llamaba “época Kali”:
es decir, siguiendo la tradición de los puranas indios, aquella en que la decadencia de la
aristocracia (élites) generaba la decadencia general de la sociedad (y, agregaríamos noso-
tros, la emergencia de los populismos).
Ahora bien, habría que hacer notar cómo, en la evaluación de esas “masas”, el relato
romeriano extrema el uso indiscriminado de las fuentes logrando un pastiche historiográfico
en el que ideología y significado parecen entreverarse en un único sentido. Para dar un solo
ejemplo: cuando Romero se refiere al bogotazo, recurre a la descripción que hace de él
Lizarazo en su libro Gaitán: en este, se describe la llegada del bajo “pueblo” a la ciudad, gente
desesperada por el asesinato de su caudillo (topos estigmatizador de la escena “populista”).
El pasaje final citado por Romero, dice:
Como es de suponer, sobre este pasaje no hará falta que Romero mencione su “transparen-
cia”, como hizo con Lizardi. Lo que sigue a esa cita es una larga descripción de la sociedad
múltiple y virtual que ha perdido su capacidad de “ejercer el control sobre los individuos”.
Ninguna referencia matiza la descripción precedente. Pero no se trata sólo de que Romero
ejerce una concatenación de citas que habilitan, como cuadros realistas, una “visión de la
sociedad” y de ese modo una aceptación sin más de esos relatos; aceptación ambigua o a-
problemática pero no verificable strictu sensu en la objetivación narrativa. Algunas páginas
antes, el propio Romero había dicho:
Más allá de ciertas imágenes recurrentes en ambos pasajes —y en muchos otros que sería
arduo citar en extenso—, lo que se constata es una suerte de contaminación conceptual,
imbricada en un uso especular de las fuentes y el desarrollo estructural de una díada teleológica
como matriz narrativa: el desborde de los instintos se asemeja peligrosamente a lo “intuitivo”,
“espontáneo” de esa “otra sociedad” del período independentista y convoca, para que esa
formación súbita sea asimilada por las estructuras, a ese “mecanismo rector” que no es otra
cosa que una metonimia de la carencia; aquella, precisamente, que comulga con una instruc-
ción “para guiar los instintos” del texto de Lizarazo. “Necesidades” e “instintos” son las formas
intercambiables de lo espontáneo: aquello que la ciudad, promiscuo emporio hegeliano, está
destinada a reducir. Lo “multiforme”, “heterogéneo” y “monstruoso” del texto de Lizarazo es el
reverso de una prolepsis interpretativa donde “normas”, “homogeneidad” y “razones” subsumen
al nivel descriptivo la verdadera dimensión de las homologaciones superficiales: una lógica
estructural binaria, cuya matriz narrativa presupone las jerarquías naturalizadas en esa mis-
ma estructura, y donde el hecho social se ausculta en relación a su desenvolvimiento.
20
Una idea recurrente de Gasset en ese ensayo puede resumirse con el siguiente pasaje: “negándose la masa a lo que es su
biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de estos, y sólo triunfarán en el ambiente
colectivo las opiniones de masa, siempre inconexas, desacertadas y pueriles”. Véase: España invertebrada. Bosquejos de algunos
pensamientos históricos, en: Obras Completas, Tomo III, Alianza Editorial, Revista de Occidente, Madrid, 1983, p. 96.
96 KATATAY Querellas
Qué Latinoamérica
21
Gramuglio, M. Teresa. “La crítica de la literatura. Un desplazamiento”, en Punto de vista, año XXI, Nº 60, abril de 1998.
22
Una teleología narrativa que asume la idea de un proceso universal de mundialización en el cual la estructuración dicotómica
oculta la jerarquía de los polos, uno de los cuales es pensado como factor meramente reactivo respecto de la dinámica expansiva
de la modernidad. Aquello que Julio Ramos denominó como “lógica de la parodia” y que tiende a “representar y clasificar cualquier
productividad distinta del modelo europeo en términos de la falta o incluso de la inversión de la estructura imitada (o ‘mal’ imitada).”
Opus Cit.
LATINOAMÉRICA EN LA CIUDAD HISTORIOGRÁFICA DE JOSÉ LUIS ROMERO 97
eidético. No sólo porque la noción de “sociedad aluvial” reserva una ligera empatía con toda la
retórica negativa con que el socialismo caracterizó a la irrupción del peronismo en la Argen-
tina; no sólo porque la (problemática) definición de “populismo” comulga con matrices
prejuiciosas del cientificismo social; sino, fundamentalmente, porque el aparato conceptual
utilizado por Romero se contamina de juicios flanqueados por esa primaria dualidad teleológica
que resulta, así, y a pesar de sus complejas o sutiles inflexiones, mucho más estructural que
procesual.23
Las esporádicas menciones a las culturas indígenas —casi siempre acotadas al orden
de lo político en una historia que privilegia la Weltanschauung, más allá de las afluencias no
siempre claras de la dialéctica entre “estilos” y “mentalidades” —, apenas logra matizar su
desvanecimiento en las armónicas máscaras de la ideología del mestizaje. Pocas fueron las
ciudades indígenas importantes —Tenochtitlán y Cuzco—; poca su inscripción en el proceso.
Las ciudades fundadoras, europeas, conquistaron y asimilaron la realidad extraña del entorno
al proceso material de su inmanencia. La sospecha de un exordio facúndico cobra verdadera
dimensión en este nivel del relato. Basta repasar las páginas del Facundo para notar la ausen-
cia de la cultura aborigen en ese ensayo; sintomáticamente, la “barbarie” no es allí lo indíge-
na. Y no lo es porque Sarmiento, al igual que Bello, auguró un único destino a las culturas
aborígenes: la infrahistoria o el museo. En consonancia, en el relato de Romero Latinoaméri-
ca es una Ciudad donde la radicalidad del conflicto social soporta pacientemente, como los
indios, su condición en las prometeicas redes del dinamismo urbano. O para decirlo de otro
modo: las pinceladas romerianas tienden en muchos momentos a subsumir una realidad
traumática en las asordinadas y cuasi novelescas mallas textuales de la potencial hibrida-
ción cultural: la ciudad futura. Una dialéctica entre el Geist y las estructuras reales que en
muchos momentos nos hace olvidar que los pardos cotizaban más si sabían leer y escribir y
que esa cotización era mercantilmente publicitada junto a la efusiva representación de los
cuerpos patrióticos, militarizados, de los no ciudadanos. Una dialéctica que en la búsqueda
de una ideología se permite pasar por alto las verdaderas condiciones de la dominación
burguesa, o que condena a la atrofia social a los sujetos no “preclaramente” constituidos. Una
dialéctica que en su relación con la retórica, paradójicamente, debe más a las derivas
culturalistas que desencadenaron los Studies, que a una historiografía o ensayística preocu-
pada por conceptuar las tensiones sociales inscriptas en una determinada cultura. En esto,
Latinoamérica se aleja y se acerca al Facundo. Se acerca por su matriz narrativa y por su
pincelada sistémica; se aleja en su extemporánea filiación ensayística al modelo que, en lo
que tiene de clásico, no logra emular. ¿Podría ser clásico un Facundo para el siglo XX? ¿Es
posible que “el tema latinoamericano”, como propone Acha, como celebra Jitrik, justifique
una narrativa que opaca la densidad cultural para proponer en su lugar una “morfología
agonística” de la urbe? El erudito ensayista que era Romero nos legó una “interpretación del
conjunto” social no sólo optimista, sino también entusiastamente conciliatoria; “descripción
fiel” llamó a los cuadros del Facundo. Podría haber dicho, con Ernest Renan: “Con todo, la
esencia de una [ciudad o] nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en
común, y también que todos hayan olvidado muchas cosas”. 24 En esa memoria flagelada, el
mestizo feliz capta en la retórica de Monteagudo la ideología de una “auténtica” democracia
republicana y representativa. En el exergo de esa identificación, Atahualpa traduce a Rousseau.
23
Respecto de las “masas” como fenómeno social de la irrupción del peronismo en Argentina, Romero sostenía que “todas ellas
[eran] coincidentes en la ausencia de conciencia política y social”, y que “la multiplicidad de sus aspiraciones se presentaba como
un ideal difuso”. Romero, J. L. (1945) “El drama de la democracia argentina”, en: Las ideologías de la cultura nacional y otros
ensayos, Buenos Aires, CEAL, 1982, p. 24.
24
“Yet the essence of a nation is that all individuals have many things in common, and also that they have forgotten many things”.
Renan, Ernest. “¿What is a nation?”, en: Bhabha, H. K. Nation and narration , London and New York, Routledge, 1993, p. 11.
98 KATATAY Argumentos
Argumentos
La cuestión territorial es el gran tema de los inicios del siglo XXI. Un dato de la política
internacional reciente lo confirma: el refuerzo de las fronteras de los países centrales. Desta-
co dos ejemplos paradigmáticos por el grado de ignominia que promueven sobre amplias
capas de la población: por un lado, la construcción de un muro en la frontera con México
ordenada por el gobierno estadounidense y, por el otro, la creación del “Ministerio de la Inmi-
gración y la Identidad Nacional” en el gabinete del nuevo presidente francés. Metáforas como
las de “fronteras porosas”, “derivas nómades” y “entre-lugar” articuladas desde las coordena-
das teóricas de la posmodernidad se chocan frente a la contundencia del hormigón y las
alambradas, ante los severos controles aduaneros y los crueles y humillantes trámites de
visado e ingreso que administra el neoliberalismo. Más allá o más acá de las metáforas, en
tiempos de peligro las fronteras nacionales se vuelven inexpugnables y las teorías se revelan
endebles.
Mientras tanto, en América Latina se atisba una mayor apertura de los canales
transnacionales para la producción de saber como así también el rediseño de las categorías
críticas a través de la idea de escrituras diaspóricas que afecta al concepto de “campo
literario” tal como lo entendía Bourdieu. Hace tiempo también que han caído las rígidas
cuadrículas clasificadoras con las que operaban la historia y la crítica literaria asentadas en
la construcción de los imaginarios nacionales junto con una creciente revisión de la tradición
de las humanidades, fundadora del latinoamericanismo a principios de siglo XX. Para arribar
a este estado de la cuestión mucho han incidido los aportes analíticos desarrollados por la
academia norteamericana, desde los más generales estudios de área hasta los más especí-
ficos Latino Studies, Border Studies, Atlanctic Studies. 1 Sin embargo, el ingreso al territorio
académico latinoamericano de las categorías gestadas en el norte del continente provocan,
en algunos colegas del sur una suerte de desconfianza ideológica al afiliar estas prácticas
interpretativas sobre América Latina a los intereses imperialistas y a la reconfiguración global
de la cultura como proceso amenazante para las identidades nacionales.
Precisamente, la disolución de las fronteras, ya sean territoriales o disciplinarias, nacio-
nales o discursivas, ha sido una premisa fuerte de las derivas teóricas que ocuparon y
ocupan a buena parte de los llamados “estudios culturales” y sus múltiples variables: los
estudios de género, postcoloniales, post-occidentales, subalternos para mencionar sólo los
que han tenido mayor difusión entre nosotros. Hace ya varias décadas las perspectivas
posmodernas vienen cuestionando la orientación de fuerte cuño humanístico de los estudios
literarios en la cual la noción de calidad estética funciona como fundamento de valor.
Este trabajo argumenta a partir de las escrituras del presente que impugnan los bordes
de la literatura para probar sus límites, para desafiarlos y así extenderlos. De este modo,
activan la problemática noción de autonomía y su compleja formulación en un campo marca-
do por las paradojas de una modernidad desigual y que, desde los comienzos, debió lidiar
con la precariedad de sus bases institucionales y también con los desafíos permanentes
que la política le tendió a la literatura.2 Estoy pensando en fronteras críticas a partir del cruce
de algunos trabajos, en particular, “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encruci-
jada valorativa” de Beatriz Sarlo3 , “El proceso de Alberto Mendoza: paradojas de la subjetivación”
* Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Profesora de Literatura Iberoamericana en la Facultad de Humanidades
y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado artículos y trabajos de investigación en libros y revistas académicas
nacionales e internacionales. Es autora de Vida de artista. Bohemia y dandismo en José Carlos Mariátegui, Abraham Valdelomar y
José María Eguren (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006)
1
Cf. Mabel Moraña: “Migraciones de latinoamericanismo” en Revista Iberoamericana, Nº 193, Octubre-Diciembre 2000, pp. 821 –
823.
2
Cf. Julio Ramos. Desencuentros de la modernidad en América Latina. México, Fondo de Cultura Económica, 1989
3
En Revista de Crítica Cultural, nº 15, 1997, pp. 32 – 38.
TOPOLOGÍAS: LAS FRONTERAS CRÍTICAS DE LA LITERARIA LATINOAMERICANA 99
4
En Asedios a la Heterogeneidad Cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar. José Antonio Mazzotti y U. Juan Zevallos
Aguilar (Coords.), Philadelphia, Asociación Internacional de Peruanistas, 1996.
5
En Ciberletras. Revista de crítica literaria y de cultura, Nº 17, 2007, http://www.lehman.edu/faculty/guinazu/ciberletras/
6
Ángel Rama. La ciudad letrada. Hanover, Ediciones del Norte, 1984.
100 KATATAY Argumentos
Desde sus inicios, lo mejor del pensamiento latinoamericano conectó disciplinas diferen-
tes y borró las fronteras entre literatura y crítica literaria así como la ciudad letrada albergó
en su seno una serie de letras intempestivas, reacias a la disciplina y a las ideologías de la
pureza lingüística y la uniformidad cultural. Adentrarse en esta topología supone articular otro
canon letrado, es decir, la serie de escrituras que promueven sentidos diferentes al de las
categorías de la identidad fraguada por el nacionalismo estatal disciplinante y homogeneizador.
Estas disidencias están representada por los ladrones de las letras y los saqueadores de lo
ajeno. En el espacio de las indisciplinas figuran las escrituras extraterritoriales. La de Rubén
Darío, que desde unos márgenes que parecían insalvables acometió la hazaña de liberar al
verso español a partir del esquema acentual francés. La de Jorge Luis Borges quien, como
7
“La ciudad letrada: la lucidez crítica y las vicisitudes de un término”, prólogo a La ciudad letrada, Santiago, Tajamar Ediciones,
2004, p. 22.
8
Representaciones del intelectual , Barcelona, Paidós, 1994.
TOPOLOGÍAS: LAS FRONTERAS CRÍTICAS DE LA LITERARIA LATINOAMERICANA 101
dice George Steiner, puede ser leído como el argentino más original entre los escritores
angloamericanos.9 Con desenfado, “sin supersticiones”, Borges dispuso a su antojo de los
motivos de la cultura universal para modularlos en tonos rioplatenses. Se trata de un afán
incontenible de apropiarse de lo que es de otros para tornarlo un bien propio. El mismo gesto
irreverente de saqueo a la propiedad ajena formó parte de la práctica letrada de José Lezama
Lima cuando en sus textos articuló el montaje de un banquete literario de raigambre univer-
sal para el deleite americano. Para el cubano, la apropiación cultural toma la forma del festín
barroco que no es necesariamente una forma de “ser” latinoamericana, sino una serie de
procedimientos que se centran en la concurrencia de diferentes lenguajes y códigos. El pro-
cedimiento por excelencia es el de la incorporación cuya metáfora central se enuncia en La
expresión americana como “el horno transmutativo de la asimilación” que encierra toda una
teoría de la escritura y de la lectura para la periferia.10
La poética de Lezama Lima remite al contrapunteo cubano de Fernando Ortiz y a su
teoría de la “transculturación” que da cuenta de la fluctuación cultural provocada por las
sucesivas asimilaciones en el ámbito del caribe. Transmutación y transculturación son proce-
sos concurrentes y describen el deseo de ablandar fronteras por la vía de la transmigración.
En el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar leemos:
Curioso fenómeno social éste de Cuba, el de haber sido desde el siglo XVI igualmen-
te invasores, con la fuerza o a la fuerza, todas sus gentes y culturas, todas exógenas
y todas desgarradas, con el trauma del desarraigo original y de su ruda
transplantación, a una cultura nueva en creación”(...) “Hombres, economías, culturas
y anhelos todo aquí se sintió foráneo, provisional, cambiadizo, “aves de paso” sobre
el país, a su costa, a su contra y a su malgrado.11
9
George Steiner. Extraterritorial. Barcelona, Barral Editores, 1973.
10
“La curiosidad barroca” en La expresión americana, Montevideo, Arca, 1969.
11
Fernando Ortiz. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1983.
12
Roberto González Echevarría. La voz de los maestros. Escritura y autoridad en la literatura Latinoamérica moderna, Madrid,Verbum,
2001.
13
Cf. Gilles Deleuze. Lógica del sentido. Barcelona, Paidós, 1989.
102 KATATAY Argumentos
forma parte de la extensa tradición literaria latinoamericana que atraviesa las fronteras entre
discurso estético y reflexión político-cultural.14
El carácter transmutativo de la antropofagia activado por la metáfora de la devoración
nos recuerda al “horno de la asimilación” de Lezama Lima. “Sólo me interesa lo que no es mío”
proclama el Manifiesto y de ese modo articula una maquinaria cultural capaz de procesar los
aportes de las culturas más disímiles desactivando las fronteras que separaban lo alto y lo
bajo, lo culto y lo popular, lo propio y lo ajeno, lo nacional y lo cosmopolita. Una maquinaria
que asesta un duro golpe a las nociones duras de identidad cristalizadas en definiciones que
apuestan al idealismo de las esencias. “Tan sólo brasileños de nuestra época […] Todo dige-
rido […] Sin ontología” anuncia el Manifiesto de Poesía Pau-Brasil en 1924.15
La transculturación antropófaga despliega el humor como estrategia. Oswald es el descubri-
dor de la risa como antídoto contra la seriedad insoportable de los doctores. Su perspicacia
reside en articular un discurso que no anula la oposición entre civilización y barbarie, ni
tampoco celebra la barbarie americana en contraposición a la civilización europea a la mane-
ra del nacionalismo patriotero. Lejos de ser lo negado, el otro europeo es atrapado, transfigu-
rado, barbarizado. El radicalismo de Oswald comienza cuando la dimensión trágica de la
conquista se procesa como un chiste porque comprende que la risa es una de las formas de
la liberación. La antropofagia nunca es xenófoba: no invierte las jerarquías ni niega al otro,
simplemente realiza la “devoración crítica”16 estimulando la actividad rumiante en el pensa-
miento latinoamericano para ganar la autonomía necesaria en la lucha contra el prejuicio de
su inferioridad cultural.
Por último, en la antropofagia leemos la prefiguración de muchas de las discusiones que
actualmente atraviesan a las escrituras del presente. En la estructuración textual como ready
made, en el quebrantamiento de las reglas del buen decir y, finalmente, al anunciar el adve-
nimiento del mundo “super-tecnificado” y, en consecuencia, el “hombre natural tecnificado”17 ,
Oswald se instala de manera inusitada en nuestro tiempo. Parafraseando una de las imáge-
nes más socorridas de Mario de Andrade, hoy en día el tupí ha dejado de tañer el laúd.
Prefiere digitar laptops y escuchar música en su iPod. La pérdida del laúd nos instala de lleno
en lo que Beatriz Sarlo ha denominado “la encrucijada valorativa”, es decir, la cuestión de los
valores estéticos y las cualidades específicas del texto literario.
Enseñar en el norte
Julio Ramos, un crítico interesado en el estudio de las fronteras y los sujetos en diáspo-
ra, hace un tiempo narró la historia del guerrillero salvadoreño Alberto Mendoza, condenado
a muerte en el Condado de Marín (California) en 1994. Mendoza fue militante político y
religioso en El Salvador durante los años setenta. Tras el golpe de 1979, fue encarcelado y
torturado hasta que logró el asilo político en Canadá. Allí permaneció durante cinco años
como miembro activo y solidario de la comunidad de refugiados políticos hasta que en 1992
viaja a California, donde vivían unos familiares, y junto con otro inmigrante salvadoreño
comienzan a asaltar iglesias a lo largo de la costa californiana. En uno de los asaltos su
compañero mató de varios tiros al joven párroco de The Lord’s Church de Marín, al norte de
San Francisco.
Ramos cuenta el proceso legal de la defensa de Alberto Mendoza y su intervención en la
defensa para analizar tres poemas del acusado ante el jurado en la corte que finalmente
redujo la sentencia a cadena perpetua. Me interesa recuperar el hecho porque en el proceso
se instala la cuestión del límite, o mejor, los límites, entre la subjetividad el crítico y la
subjetividad del poeta-presidiario, en especial, por el hecho, como dice Ramos, que era la
“comunidad latina” la que estaba siendo interpelada por el tribunal californiano. Es posible
observar, también, cómo el límite acciona los mecanismos de la escritura del ensayo, que se
traslada sutilmente del discurso crítico hacia la autobiografía. El “caso de Alberto Mendoza”
14
María Cândida Ferreira de Almeida ha estudiado la relación entre antropofagia, cultura y poder en “Só a antropofagia nos une”
en Daniel Mato (coord.) Estudios y otras prácticas intelectuales Latinoamericanas en cultura y poder, Caracas, CLACSO y CEAP,
Universidad Central de Venezuela, pp. 121-132.
15
Hago explícito mi agradecimiento a las profesoras e investigadoras argentinas Graciela Cariello y Alejandra Mailhe cuyos trabajos
desde hace tiempo contribuyen a la tarea de desmontar las fronteras argentino-brasileras.
16
Haroldo de Campos: “Uma Poética da radicalidade” en Oswald de Andrade. Pau-Brasil, São Pablo, Globo, 2002, p 27.
17
Cf. “La crisis de la filosofía mesiánica” Tesis para concurso de la Cátedra de Filosofía de la Facultad de Filosofía, Ciencias y
Letras de la Universidad de San Pablo, 1950 en Escritos antropófagos, Buenos Aires, Corregidor, 2001, pp. 95 -165.
TOPOLOGÍAS: LAS FRONTERAS CRÍTICAS DE LA LITERARIA LATINOAMERICANA 103
remite, entre otras muchas cosas, a la contradicción entre la salvación del condenado a
muerte gracias a su poesía y, al mismo tiempo, al progresivo abandono que el
latinoamericanismo norteamericano ha venido haciendo del perfil humanístico del estudio de
las letras donde la poesía oficiaba como espacio privilegiado para la construcción de subje-
tividad.
Ramos nació en San Juan de Puerto Rico y, desde hace años, ejerce su actividad en la
Universidad de California. Es autor de Desencuentros de la modernidad en América latina
(1989), un libro de consulta insoslayable para los especialistas del área y que ha tenido, y
tiene, una gran circulación y recepción entre quienes enseñamos literatura en las universida-
des latinoamericanas. Cada vez con mayor énfasis, Julio Ramos se auto-figura en sus escri-
tos y reflexiona sobre sus propias estrategias de representación intelectual derivadas del
lugar desde donde enuncia. Hace referencia a sus condicionamientos institucionales y a su
condición de migrante para determinar una posición crítica ligada al ambiente específico de
la universidad de California en la que las discusiones sobre la posmodernidad se dan con
inflexiones distintas de las que modulan la discusión en nuestra región.18 Su posicionamiento
está atado a circunstancias concretas, vinculadas al carácter heterogéneo de la comunidad
en la que vive y enseña conformada por estudiantes pertenecientes a familias inmigrantes de
muy diverso origen y, desde esa posición, interviene revisando los contenidos tradicionales
que accionaban desde valoraciones estéticas. En sus trabajos el objeto de estudio irrumpe
como acontecimiento a partir de la transacción entre varias disciplinas en donde la literatura
misma finaliza siendo puesta en cuestión por el saber del crítico.
Julio Ramos se pregunta por el futuro de los estudios literarios y, a su vez, nos pregunta
por el modo en que experimentamos la condición y los efectos de la posmodernidad en
América Latina, en especial, a los que desarrollamos nuestra actividad docente en la univer-
sidad. Pregunta desde el Norte por los modos del ejercicio crítico en las actuales circunstan-
cias históricas latinoamericanas, por los efectos en el campo del saber disciplinario de las
políticas neoliberales y la retracción de los Estados en el cumplimiento de los contratos
sociales, por nuestras condiciones de trabajo intelectual y de investigación cuando se reduce
cada vez más la asignación presupuestaria para educación.
Enseñar en el sur
El caso de Alberto Mendoza nos sitúa frente al problema de las fronteras. Beatriz Sarlo
demanda por las fronteras, por la diferencia entre crítica literaria y estudios culturales; “hay
algo –dice- que la crítica literaria no puede distribuir blandamente entre otras disciplinas. Se
trata […] de los valores estéticos”. Habría aquí una postulación post-relativista o una puesta
en cuestión del relativismo extremo que no distingue entre texto social y texto literario para
reclamar por el derecho de las mayorías populares y las minorías de todo tipo al legado del
arte y la especificidad del juicio estético.
Bien diferente es la postulación de Josefina Ludmer. Las escrituras del presente –dice-
atraviesan la frontera de la literatura […] se sitúan en la era del fin de la autonomía del arte
y por lo tanto no se dejan leer estéticamente. […] es imposible darles un ‘valor literario´: ya no
habría para esas escrituras buena o mala literatura”. Se trata entonces de suspender el juicio
de valor estético porque estas escrituras operan desde la ambivalencia. Dice Ludmer:
La cuestión territorial es, entonces, el gran tema de la crítica literaria de los inicios del
siglo XXI. Se trata de la “autonomía”, de la separación de las esferas, de las fronteras ya no
de géneros y de categorías de discursos, sino de algo mucho más complejo y de larga
duración que es la noción de literatura. Se trata de la vida o la muerte de la literatura, que ha
18
En Por si nos da el tiempo (Rosario, Beatriz Viterbo, 2002) la operación es más radical aún porque el crítico Julio Ramos se vuelve
un personaje que oscila, según las circunstancias, entre ser profesor norteamericano o intelectual puertorriqueño.
104 KATATAY Argumentos
19
Las alusiones perdidas. Barcelona, Anagrama, 2007, p 57.
105
Foto 10
106 KATATAY Asteriscos
Asteriscos
* Laura Pollastri (edición). El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contem-
poráneo. Palencia, Menoscuarto Ediciones, 2007, 260 p.
Acaba de ser publicada, por menoscuarto ediciones, una antología del microrrelato ar-
gentino contemporáneo a cargo de una de las especialistas más importante del género, la
Dra. Laura Pollastri, quien eligió para la edición el sugestivo título de El límite de la palabra.
Sugestivo y certero a la vez, porque lo atractivo de la nominación se aviene con justeza a
cierta precisión por el detalle abrevado por una forma narrativa minúscula en cuanto a su
tamaño pero mayúscula en cuanto a su significación simbólica. Su precisión nominativa
reside menos en la eficacia que en el hecho de que los microrrelatos en tanto que formas
breves apuestan, desde su propias condiciones de enunciación discursiva, a un trabajo mi-
nucioso y detallista con la palabra. Tan minucioso es su rigor en el espacio de la escritura
—casi un trabajo de relojería, sutil y por momentos ambicioso— que no hay microrrelatos sin
una rigurosa composición. Sabemos hasta qué punto el importante rol que cumple la compositio
en la esfera de la retórica y sería un error, por cierto, suponer su ausencia en esta escritura
por tratarse de formas breves. Precisamente, a nuestro juicio, el título intenta dar cuenta de
la compleja estructura de formas narrativas aparentemente simples, pues los microrrelatos
pueden ser definidos bajo diversos atributos, menos el de lo simple. Como el deslumbrante
relato de Gustave Flaubert Un coeur simple en el que una historia contada de forma estricta-
mente lineal desmiente la aparente simplicidad de la vida de su protagonista llamada
significativamente Felicité, así también los microrrelatos presentan una batalla crucial con la
materia prima de su composición y no es, a decir verdad, una batalla nada simple: la palabra
se mueve y se comporta a partir de una compleja acción entre acto de habla y narración,
entre quien cuenta (o relata) y la instancia que hace posible, enunciativamente, esa narración
pero siempre haciendo vértice en la categoría de lector, figura imprescindible en toda teoría
del relato.
La palabra está comprometida desde el principio en la forma de narrar, es una obviedad
ciertamente recordarlo; no lo sería, en cambio, discernir su intrínseca paradoja: que la palabra
es tratada menos en el modo con que lo hace la narrativa que en aquel que, aun con sus
múltiples diversidades, concreta la lírica. Al respecto en el prólogo, Laura Pollastri escribe:
“Otro elemento que el microrrelato comparte con el chiste, y que también es propio de la
poesía, es un empleo especial de los recursos de la lengua” (p. 16, el subrayado es nuestro).
De este modo, el límite de la palabra no es un mero sintagma sino más bien el corazón de los
microrrelatos, aquello que conforma sus entrañas ocultas, las que otorgan una consistencia
estructural de formas narrativas que no por su brevedad se atienen a temas triviales y super-
fluos. Más bien ocurre todo lo contrario: estas formas narrativas se atreven con los grandes
temas de la literatura, no se acurrucan humildes al tamaño del envase. Digamos que la lógica
del microrrelato no es la de la petulancia; nada más aceptan —nada más pero nada menos—
el desafío de los grandes temas como lo hace la lírica que opera por condensación y laconis-
mo. Retóricas minuciosas, tanto las del poema como las del microrrelato, que despliegan una
serie de recursos discursivos cuyo signo es, tarde o temprano, volverse sobre sí mismo,
como si ya no fuera posible abismarse como poema o como relato en el relato mismo y
encontrar allí su propio límite que es el límite de la palabra. El título expone en su extremada-
mente sucinta enunciación todos estas problemáticas narratológicas pero cabe aclarar, sin
embargo, que no se reduce a una exclusiva cuestión de género, aun cuando éste sea por
muchos motivos un factor fundamental. En este sentido, el límite de la palabra roza de
manera tangible el meollo moderno de la insuficiencia del lenguaje, esto es, el lenguaje como
la experiencia que no tarda en encontrarse con su propio límite; así, Laura Pollastri no deja de
inscribir la escritura del microrrelato en la tradición de nuestra modernidad ante la amenaza
que pesa sobre los escritores y que los coloca de alguna manera, como planteara Georg
Steiner, en la paradojal situación de quedarse sin hogar, de quedarse sin la lengua propia. Los
microrrelatos son tan viejos como el mundo, pero es su práctica específica lo que aparece
como objeto en el estudio-prólogo del volumen.
RESEÑAS 107
Como responsable de la edición de esta antología, Laura Pollastri no sólo escribe una
introducción de la antología sino que realiza una antología de autores argentinos cuyos tex-
tos son emblemáticos de las problemáticas que los atraviesan y funcionan de un modo
concatenante en dos direcciones: el lector podrá tener una idea aproximada de la estética de
cada microrrelatista (una aproximación a un autor no es poca cosa) y, al mismo tiempo,
efectuar un tipo de vinculación con los autores adláteres del volumen. Este cuidado de la
antóloga es una virtud computable quizás a su capacidad creativa e inteligente de colección
a la hora de ensamblar textos heterogéneos en cuanto a lo temático y homogéneos en cuanto
a lo formal y de reunir ese conjunto en tanto que “serie”. Si bien la serie narrativa como
categoría de análisis no es tanto un programa como un efecto de lectura, hay que admitir la
idoneidad de la antóloga para concitar un conjunto de microrrelatos como éste y materializar
de ese modo una serie. El sustrato de la serie no es otro que la plasticidad de estas formas
narrativas para trazar sobre el espacio de la antología el problema del límite de la palabra, el
nudo principal que vuelve consistente al conjunto. Más allá del tema cuyo tratamiento nunca
da como resultado el hacer coincidir las estéticas particulares (a lo sumo fomenta la compa-
ración, siempre se impone aunque microscópica el rasgo diferencial entre ellas), la serie se
apoya sobre el campo formal de sus discursividades específicas y es desde su interior que
los microrrelatos terminan socavando la naturaleza limítrofe de la palabra. Dicho de otro
modo: la palabra está tan expuesta en el microrrelato como lo está en el poema, esto es,
confinada a la expresión como el único camino para llegar al silencio, la otredad de la palabra
al tiempo que su propia mismidad. Metafísica material, escritura del microrrelato opera por
microscopía semántica, porque da a ver aquello que, por tan oculto o tan visible, necesita del
procedimiento de extrañamiento, próximo a la técnica brechtiana del Verfremdungseffekt, que
nos permita abrir los ojos para ver cara a cara pero únicamente cuando comenzamos a
practicar la mirada desfamiliarizante: pareciera que sólo la distancia hace posible ciertas
lecturas, que sólo el modo de sentir extraño aquello que fue, hasta este momento en que
tomo la palabra, lo más familiar y certero que poseíamos en la existencia. Este procedimien-
to está in nuce en varias de las composiciones que Laura Pollastri ha seleccionado. Los
textos de Juan Filloy son, quizás por fuerza del estilo (esa fuerza ciega de la lengua, al decir
de Roland Barthes en El grado cero de la escritura), absolutamente reconocibles, como si
dijéramos no pueden ocultar su marca de fábrica ineludible, de todo lo cual deducimos que en
tanto que forma narrativa el microrrelato participa de la obra del autor-Filloy, una participación
que trasfunde y al mismo tiempo infunde: trasfunde al microtexto la poética de la obra (que no
pertenece a un libro en particular ni tampoco a la suma de todos) y el microrrelato infunde su
propio modo de aparecer textual, su lacónica resolución del conflicto narrativo, como si el
aporte a la obra consistiera en una retroalimentación elaborada ahora en otros moldes forma-
les no menos rigurosos. Me interesa indagar las relaciones textuales y contextuales que se
entablan entre formas narrativas disímiles dentro de la obra de un autor. “Rúbrica” es un
microrrelato que podría resumir, de algún modo, la poética-Filloy centrada en el juego de y por
la palabra: de hecho, pensemos que en este texto la palabra-título “rúbrica” cambia de acen-
tuación, es decir, se desplaza de lugar y por ende también de sentido, juego de un desplaza-
miento que en el final del microrrelato le depara al lector una sorpresa, un sentido sutil que
rebobina el principio tanto como se aleja de él a través de remate aforístico.
El prólogo de Pollastri es una teoría del microrrelato construida a partir de una lectura
crítica inteligente que no excluye la enorme sensibilidad que puede observarse no sólo en la
elección antológica en sí sino también en el modo en que dispone una sintaxis que es, al
mismo tiempo, un trayecto, no un mero muestrario. En esta teoría hace hincapié en tres
vectores se sentido fundamentales que tienen siempre como destinatario de la reflexión a la
figura del lector. El primero: ante la doxa crítica del género y la constitución de sus rasgos
básicos (la estudiosa apunta seis rasgos: la brevedad, el juego intertextual, el humor, los
recursos poéticos, la fragmentariedad y la reescritura), el planteo consiste en que sin el lector
para construir el relato (reconstruirlo) ninguno de estos atributos cobraría sentido alguno,
corroborando de este modo la modernidad del género chico narrativo, esto es, el cuento y el
microrrelato, desde la lección paradigmática de Poe. En este contexto es sumamente intere-
sante la distinción que realiza entre dos categorías como autor y antólogo en relación con el
efecto de lectura. El segundo: su posición de que, a contracorriente de lo que arguye cierta
doxa crítica ya establecida, los microrrelatos no son textos híbridos, ofrece importantes
consecuencias al análisis. Una de ellas es el hecho de que, cancelada la hibridez, los textos
pueden funcionar de manera alternativa y no conjunta: o funcionan como minicuentos o fun-
cionan como poemas. La concentración con la que opera esta clase de textos (que Pollastri
llama en un tramo del prólogo: compactación) no sería una esencia sino un rasgo que define,
108 KATATAY Asteriscos
Enrique Foffani
En principio quisiera señalar que se trata de un libro que a muchos peruanos nos hubiera
encantado escribir: no sólo por la seriedad de la propuesta, por la fluidez narrativa —asunto
sumamente loable en los linderos de la farragosa crítica literaria contemporánea— sino por-
que re-plantea la localización de ciertos gestos literarios pre-vanguardistas, como los de
Abraham Valdelomar o de Eguren, que no sólo implican una pose maldita, dandy o bohemia
dentro de las características sociales de los autores estudiados, sino una concepción dife-
rente del rol de la literatura y del escritor en la consolidación de una idea de nación. Considero
que Mónica Bernabé y su libro proponen una entrada diferente, aireada, bastante peculiar,
más allá de las miradas tradicionales, a los iconos de la literatura peruana como son Valdelomar,
Mariátegui y Eguren.
Otro de los puntos que impacta del texto es el desafío importante para los estudiosos de
la literatura en el Perú que la autora plantea: una voz decidida, provocadora y crítica sobre el
papel que propuso Antonio Cornejo Polar de los autores mencionados. Se trata de un diálogo
crítico, en voz alta, contra algunas de las perspectivas de Cornejo Polar y, polemizar con
RESEÑAS 109
Cornejo, creo, es ya un gesto “irreverente” que los peruanos necesitamos, porque es una
manera de no acartonar y solidificar ideas, sino de convertirlas en semillas fructíferas para
que surjan otras, de un diálogo polémico.
Mónica Bernabé recupera la figura del “raro” como un protagonista de otra forma de enten-
der el mundo desde la modernidad: se trata de aquel escritor o poeta que deviene en una
persona excéntrica al sistema burgués de la época y a las exigencias morales y cristianas.
Se trata de autores que esgrimen la letra no como aparato disciplinario, sino por el contrario,
como elemento transgresivo (y aquí, como se podrá percibir, Bernabé polemiza con Ángel
Rama). Y a pesar de que, como Valdelomar, muchos de estos escritores pudieron estar cerca
del poder, sus propia localización ambigua los aislaba, los volvía seres extraños y temidos,
insólitos y ciertamente tolerados en algunos espacios públicos y, en otros, francamente
rechazados.
Otro de los aciertos del libro es, también, la recuperación del “espíritu de la época”: las
descripciones al detalle del Palais Concert y de los espacios habitados por estos dandys
criollos, los bailes de la alta burguesía a la que asistían los bohemios con su único traje
decente, la importancia de la indumentaria en una sociedad clasista compartimentalizada, el
tema del dinero y su despilfarro o su carencia, la pobreza de solemnidad a la que se atrevían
estos poetas vestidos como aristócratas sin una moneda en el bolsillo. Según cuenta en una
de sus cartas Alfonso de Silva, el pianista amigo de Vallejo, que lloraba desde París por un
pasaje de regreso al Perú en unas impactantes cartas a Carlos Raygada, los dandys latinoa-
mericanos robaban los plátanos que les servían de vestido a las danzarinas exóticas, para
guardarlos como desayuno, almuerzo y comida del día siguiente.
Creo que el libro estimula la imaginación del lector para poder entender esa época, para
aprehenderla, captarla, capturarla, y luego poder entender el rol que el decadentismo y el
dandismo jugó en la definición del campo literario, como dice Bernabé siguiendo a Bourdieu.
No fueron simplemente poses, no, se trató de posicionamientos con una gran carga política
a pesar, incluso, de las expresas manifestaciones de los autores.
Uno de los iconos del pensamiento latinoamericano es, sin duda, José Carlos Mariátegui
y es precisamente uno de los autores analizados desde su lado oscuro, desde esa persona-
lidad “Mr.Hyde” que él mismo censuró, que él quiso dejar atrás cuando regresó de Europa, y
sobre todo, cuando entregó sus obras a Anita Chiappe, la esposa y albacea. Se trata de Juan
Croniqueur. Ese “edad de piedra” de Mariátegui, que él mismo calificaba como una etapa
superada precisamente por su adhesión al socialismo. Sin embargo, Mónica Bernabé sostie-
ne, junto con autores como Flores Galindo, entre otros, que es imposible la existencia de
Mariátegui sin Croniqueur: que ambos han sido formados a la luz de la modernidad, y que de
hecho el decadentismo de Croniqueur es el momento previo del gesto revolucionario de
Mariátegui, porque revolución y decadentismo son protagonistas de la misma batalla agónica.
Bernabé analiza las crónicas religiosas firmadas por Mariátegui como Croniqueur, sobre todo,
la importancia que en los rituales jugaban las multitudes de mujeres, y la relación entre
mística y erotismo que trasunta en estos textos; así como el género epistolar que se vuelve
público, a pesar de la respuesta que le dedica a una “lectora anónima” y que luego se conver-
tiría en la Ruth de sus cartas privadas. Según Bernabé esta correspondencia no solo mues-
tras las insólitas relaciones entre lo público y lo privado en la época, sino también permite
preguntarse sobre qué es una obra y qué es un autor. La firma como Juan Croniqueur no
comportaba, solamente, una pose de decadentismo que se reflejaba en las crónicas y dia-
rios, sino también un posicionamiento diferente en el campo literario para elaborar una subje-
tividad vital que le permite, de varias maneras, crearse una máscara precisa que, sin tener
apellido conocido, herencia o fortuna, le dé la libertad para soltarse en la escritura.
Lo mismo sucede, sin duda, con el Conde de Lemos. Hace mucho tiempo que se está
reivindicando en el Perú la figura de Abraham Valdelomar más allá de su genialidad como
periodista, dibujante, político activo, y nativista, y este trabajo está en los textos publicados
por Ricardo Silva y la biografía de Manuel Miguel de Priego. Pero creo que el texto de Bernabé
precisamente redondea esta exaltación y revalorización, pues posiciona en una dimensión
contracultural el dandismo de Valdelomar en medio del tedio y el autoritarismo de la Repúbli-
ca Aristocrática.
Pero, ¿qué tiene Eguren de dandy? Es difícil calificarlo en esos términos, pero muy fácil
percibir su espíritu decadentista. Y, como dice Bernabé, asimismo es fácil identificarlo con la
imagen del raro: el introvertido burócrata que, casi a escondidas, toma fotos casi prohibitivas
110 KATATAY Asteriscos
de niñas en una pequeña cámara que él mismo ha construido, un émulo sin saberlo de Lewis
Carroll. Eguren es el otro de Chocano: sus poemas, sus imágenes, son desdeñadas por los
críticos —hay que mencionar, como siempre, a Clemente Palma quien nunca la achuntaba—
que ningunean sus libros de poesía por considerarlos como poemas escandinavos escritos
en castellano y sin sentido. La expulsión de Eguren del canon de la República Aristocrática
frente a la imagen de Chocano, el cantor de la patria, el épico, es desplegada por la crítica
oficial y no oficial, excepto por los jóvenes vanguardistas que veían más allá de su neblinoso
horizonte.
Precisamente fueron los “colónidas” quienes publican en la carátula del segundo número de
la revista un cuadro de Eguren hecho por Valdelomar: lo que nos plantea este gesto, ya no para
los críticos sino para los propios moradores del campo literario, es que la productividad también
va de la mano con la generosidad y el entendimiento de propuestas literarias diferentes.
No estoy tan de acuerdo cuando Bernabé sostiene que la crítica califica a Eguren como
quien cierra un ciclo literario: creo que desde el mismo Mariátegui se ha percibido a Eguren,
por lo menos dentro de la crítica peruana, como el precursor de un espíritu inquieto, de un
espíritu diferente, entrecerrado en sus propios procesos, pero a su vez buscando una instan-
cia otra para situarse fuera de una realidad burocrática, provinciana y miserable. Si Valdelomar
es nuestro Oscar Wilde, sobre todo ahora que se hacen pesquisas en torno a sus preferen-
cias sexuales, creo que Eguren sería nuestro Edgar Allan Poe, no sólo por el sorprendente
parecido físico, sino por ese afán de escapar a través de paisajes neblinosos de la oscuridad
de la vida privada.
Finalmente creo que el libro de Bernabé, asimismo, nos desafía para que escribamos
también biografías de nuestros autores, para que indaguemos entre aquéllos que no cumplie-
ron más que un papel menor en los círculos literarios de la época, para buscar entre fotogra-
fías, archivos, cartas y piedras, y así perfilar la imagen de la vida de los escritores y poetas
peruanos fundadores de las vanguardias y del espíritu de la modernidad. Estamos en una
época de la resurrección del autor: necesitamos de alguna manera entender por qué, cómo
así, de qué manera, los hombres se convierten en artistas.
Considero que se trata de un libro importante para entender las relaciones literarias,
sociales y políticas de los comienzos de la modernidad y no se trata sólo de que coincida con
muchas de sus apreciaciones, sino que —al margen de envidiar su prosa fluida—estando en
desacuerdo con algunas de sus hipótesis, admiro que la autora siembre en el lector el aguijón
de analizar a contrapelo el canon, los espacios no-canónicos e incluso anti-académicos, así
como nos proponga una mirada de acercamiento a la vida de los autores como productiva
también para la literatura.
* Mónica Marinone. Rómulo Gallegos. Imaginario de nación. Mérida, Venezuela: Ed. El otro el
mismo. Prólogo de Susana Zanetti, 2006, 205 p.
nes culturales” (32) que modelan esta inasible entelequia. Simultáneamente contextualiza el
pensamiento de Gallegos en relación a otros intelectuales venezolanos en quienes cobra
vigor el “fuerte carácter misional” de la escritura como “Simón Bolívar, Simón Rodríguez y
Andrés Bello [quienes] producen, desde una visualización de conjunto, el mejor núcleo de
discurso independentista latinoamericano del siglo XIX” (40). La agradable textura de estos
ensayos induce en un placentero desplazamiento de lectura hacia el corpus principal.
Una vez aquí la preposición sobre encausará un análisis exhaustivo y productivo de las
cuatro novelas/ topos aludidos: Reinaldo Solar, centro urbano; Doña Bárbara, el llano; Pobre
negro, la costa; y Canaima, la selva. La trashumancia de Gallegos – su profesión de educador
lo trasladó constantemente – arroja en un período de diecisiete años al menos una novela
representativa de cada subestructura del territorio y del imaginario venezolano. A la manera
de Manuel Gálvez, inspector de escuelas, quien escribió prácticamente una historia sobre
cada una de las provincias argentinas donde fue destinado. Compuestos por múltiples parágrafos
estos cuatro capítulos interactúan y se conectan desplegando agudas hipótesis que tras-
cienden la individualidad de cada texto en pos de la tríada nación- ideología- estética.
Se destaca un acabado estilo de la autora sostenido “en deslizamientos desde lo textual
a lo contextual” (18) y descuellan los fragmentos “Facundo y Doña Bárbara resuenan en el
llano” y “Mujeres, mujeres, mujeres...”. En el primero Marinone revisita la ya clásica filiación
con el texto sarmientino visualizando un nuevo tópico en común, “la escenificación” (93), y
reactualiza la dicotomía civilización/ barbarie cuando “obliga a repensar la idea de borde o
límite como lo esencialmente impreciso, fluctuante” (88). En el segundo lee, en base a las
figuras femeninas de Gallegos, “un sistema de posibles que controla y también abre de modo
particular sus ficciones” (121). Ambos escritos reclaman necesidad de continuidad por lo
atinado de su concepción.
En el último apartado, Marinone plantea de modo oximorónico “un final introductorio”:
abre el juego apostando a Canaima como “descentramiento o desencaje” en el devenir
galleguiano. De esta manera la praxis escrituraria “quiebra al modelo edificante hegemónico
[...] (el del progreso acumulativo, el de la literatura realista- regionalista) que entonces entra
en crisis para ser superado” (165) logrando, al fin, universalizarse estéticamente. Como en
una irrefutable comprobación matemática las ideas de la autora tornan plausible la inversión
de los términos para verificar la certeza del resultado, leemos ya en las páginas Preliminares:
“[...] Canaima, la novela que obliga revisar todo el proyecto narrativo de Gallegos pues supo-
ne la transgresión. Desde el estudio de la forma organizativa y el lenguaje reconozco en este
texto el momento de afirmación de una estética alejada de simplismos” (20).
Además, el libro cuenta con un prólogo de Susana Zanetti quien con su lucidez acostum-
brada focaliza temas insoslayables del análisis de Marinone tales como “los avatares del
ideologema del mestizo” y la mediación simbólica del narrador galleguiano (11) o “la virilidad
como motor de la nación” (13). Las veintidós páginas finales recogen prolijamente la bibliogra-
fía utilizada: de/ sobre Gallegos, general y específica, donde resalta un paréntesis “(y sobre
Venezuela)”, comprendemos así el conocimiento pormenorizado de la autora sobre el contex-
to histórico- político venezolano imprescindible para esta lograda interpretación de Rómulo
Gallegos y su “artefacto nación”.
Rómulo Gallegos. Imaginario de nación sintetiza, superando falsas distinciones, un
completo estudio que se nutre de la historiografía, la sociología, los estudios culturales y, a
su vez, abreva en la mejor tradición crítica latinoamericanista ( M. Picón Salas, A. Rama, A.
Uslar Pietri ). Como si esto fuera poco, alcanza también una cualidad no por necesaria menos
importante en la escritura crítica: legibilidad.
Maximiliano Linares
Género que por su atención sobre lo individual y particular de una vida, sobrevivió a los
embates del siglo pasado contra las totalizaciones de la Historia, la biografía permite no sólo
el acercamiento a una trayectoria individual, sino el abordaje de las relaciones de ésta con su
medio social, con la intrincada red de sujetos y experiencias que dan forma a una época. Paul
Groussac. Un estratega intelectual, de Paula Bruno, responde a la posibilidad abierta por la
figura del francés de revisar el espacio cultural del período modernizador de la Argentina
112 KATATAY Asteriscos
iniciado en 1880, el cual coincide con el de mayor exposición del biografiado. La biografía de
Groussac podría colocarse junto a aquellas otras biografías de figuras relevantes de la histo-
ria argentina como las publicadas en la colección “Los nombres del poder” por el mismo
Fondo de Cultura Económica. Sin embargo, esta colocación contigua sería sólo productiva a
una mirada contrastiva para una mayor comprensión de las variadas trayectorias de los perso-
najes y para una observación atenta a los bifurcados senderos del jardín civilizado en el que
Buenos Aires intentaba convertirse en el pasaje del siglo XIX al XX. El nombre de Groussac, por
cierto, no pertenecía a los del poder: el francés llegó a Buenos Aires en 1866, sin diplomas ni
profesión, ni conocimiento del español y con una carta de recomendación inservible.
Colocada la lupa en los intersticios del período modernizador de la Argentina a través de
la biografía de Groussac, la autora revisa, particularmente, la lectura historiográfica que
ponía en una misma bolsa –la de “generación del ochenta” – a todos los hombres de letras
que transitaron la Argentina finisecular. Según Bruno, el estado de la cuestión del gran relato
“generación del ´80” muestra un desdibujamiento de los itinerarios de trayectorias individua-
les en el marco de análisis generales y de denominaciones como “intelectual-político”, “litera-
to oficial” (Jitrik) o “gentleman-escritor” (Viñas), acompañadas por lo general del rótulo “posi-
tivismo” en un escenario que se transformaría hacia el Centenario en 1910 con la especializa-
ción de las disciplinas y la mayor profesionalización del saber. Pero, como sostiene la autora
en la Introducción: “El hecho de asumir que hasta 1910 el ámbito de la cultura no contaba con
ritmos propios, dado que se subordinaba a los tiempos de la política, produjo cierto descuido
a la hora de analizar algunas características de la dinámica cultural de esta etapa que,
aunque indiscutiblemente se hallaba ligada a la política, no estaba en absoluto mimetizada
con ella” (p. 16).
La investigación de Bruno, originalmente una tesis de maestría para el Posgrado en
Historia de la Universidad de San Andrés, cumple al pie de la letra con las convenciones
académicas y se aboca a su objeto sustentada por una no despreciable cantidad de fuentes
y material bibliográfico. Aunque por momentos la escritura resulta reiterativa (quizá el defecto
deba atribuirse a la costumbre académica –perniciosa al lector voraz– de interrumpir el fluir
de las ideas recapitulando al inicio y al final de los capítulos los puntos seguidos o a seguir),
el enfoque es suficientemente amplio y brinda una lectura de la figura pública y la obra de
Groussac que hacía falta. Groussac, gracias a este libro, será conocido más allá de su “arte
de injuriar”, más allá también del “Poema de los dones” y de sus simetrías con Borges; el
recorrido por su vida intelectual es “total” (aunque centrado en los aspectos públicos para no
faltar a la objetividad) y sigue tanto las célebres como la no tan conocidas intervenciones del
francés en el campo intelectual argentino, desde su llegada a la gran aldea hasta su muerte
en 1929 en la Biblioteca Nacional, de la cual fue Director por nada menos que 44 años.
La tesis central, invocada ya desde el título, funciona como verdadero hilo conductor y es
analizada desde las variadas aproximaciones al personaje presentadas en los capítulos del
libro: Groussac, lejos de ocupar una posición de subordinación desde la cual se hiciera nece-
sario poner en práctica sutiles tretas del débil, fue un verdadero estratega al aprovechar su
condición de francés culto en el momento de la Argentina más europeizante y se posicionó
como un articulador del espacio cultural. El perfil de estratega intelectual, construido y fo-
mentado –enfatiza Bruno– por el mismo Groussac, había sido ya observado por Beatriz
Colombi en su libro Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina (1880-
1915) donde destacaba la incidencia del francés en la constitución de disciplinas modernas
–la crítica literaria, la historiografía– y en la cultura de la época, en la que la norma cultural
francesa funcionó como garantía de su empresa civilizadora en el Río de la Plata. Colombi se
concentraba en sólo algunos textos groussaquianos. El libro de Paula Bruno permite comple-
tar el itinerario intelectual del francés. Mientras el primer capítulo, “Noticias de Paul Groussac”,
funciona como verdadera introducción biográfica al personaje y presenta un panorama gene-
ral de su trayectoria, los siguientes tres capítulos se concentran en aspectos más específi-
cos de ésta: su rol en el contexto del campo intelectual argentino; sus intervenciones en el
debate sobre la lengua nacional y sus ideas sobre la literatura; su labor historiográfica y su
concepción de la historia como disciplina.
Un ensayo sobre Espronceda publicado en 1871 en la Revista Argentina de Estrada y
Goyena fue el bautismo intelectual de Groussac; “era la aplicación entre nosotros de los
procedimientos de la crítica moderna” decía en ese entonces Nicolás Avellaneda (p. 27),
quien fue el primero en la larga lista de poderosos con los que el francés se codeó. De allí en
más se sucedieron los ofrecimientos y Groussac capitalizó todo contacto: fue profesor e
inspector de escuelas, periodista y director de periódicos, crítico literario, musical y de es-
pectáculos, escritor de ficción, crónicas de viaje y ensayos históricos, defensor del laicismo
RESEÑAS 113
la labor historiográfica (fue el introductor del método histórico), nuevamente aquí fue un esteta.
Criticó sistemáticamente la deshumanización promovida por el paradigma cientificista y po-
sitivista en auge para defender el estilo artístico en la historiografía, siguiendo el modelo
idealista de Los héroes de Carlyle y del romanticismo francés. Bruno discute con acierto la
recepción de la obra histórica de Groussac; ésta, evidentemente, se distancia de la historiografía
liberal y nacionalista al modo mitrista. Sin embargo para la autora el estilo biográfico elegido
por Groussac “respondió a una suerte de excusa argumentativa para abordar una época” al
mismo tiempo que los “aventureros y letrados” que biografió se parecieron demasiado a sus
personajes de ficción y a sí mismo y pudieron haberle servido para pensar su propio itinerario
vital (p. 211). La colocación de Groussac por fuera del gran relato Generación del ´80 es
resuelta por Bruno en clave biográfica, pero sería explicable en el contexto del Modernismo,
a cuyos exponentes incluso auspició desde La Biblioteca aunque sin identificarse con ellos.
Paul Groussac, cruel y arrogante, no fue un maestro predispuesto a formar discípulos en
la práctica y al final de su trayectoria consideraba que sus prédicas habían sido poco efecti-
vas, a pesar de que tanto Borges, como Alfonso Reyes y el mismo Darío reconocieron su
magisterio. La ceguera de Groussac parece haber sido más que física. En las “Consideracio-
nes finales” dice Bruno que lo más llamativo es “el hecho de que Groussac no haya sido parte
de un grupo de ejecutores de un proyecto cultural, principalmente porque en ningún momento
reconoció a sus interlocutores como pares” (p. 221). Entrado el siglo XX, y en el contexto de
la profesionalización de las disciplinas, el francés quedó “desactualizado”: “Había bregado
por el mismo especialismo intelectual que terminó por asfixiar a personajes que respondían a
sus mismas características. Como él, otros actores que podían rotularse como “hombres de
cultura” perdían preeminencia en la nueva realidad, no eran especialistas en ninguno de los
terrenos por los que deambulaban.” (p. 226). Bruno ve la “fragmentaria recepción” de la obra de
Groussac como un enigma que intenta explicar por su extranjería, por su rechazo de una
escritura funcional a fines identitarios o nacionalistas, o por su actitud personal, soberbia,
petulante y narcicista. Borges dijo que Groussac no podía no quedar. Bruno lo refuta: si se
piensa en el canon nacional y oficial (escolar) y en la difusión de su obra, Groussac no quedó;
“quizás deban buscarse reivindicaciones más enérgicas del personaje en los márgenes de
los cursos principales de la cultura argentina”, dice la autora (p. 228). El acercamiento a
Groussac facilitado por esta biografía abrirá seguramente nuevas interpretaciones de su
marginalidad con respecto al canon nacional. Será recomendable entonces atender al magis-
terio del francés según escritores como Borges, Darío o Reyes; y recordar que Groussac fue
maestro del estilo en una sociedad racionalizada y en vías de masificación.
Florencia Bonfiglio
sólo se lo puede ver en su historicidad, como una creación social. Desde la Historia del
curriculum, Ivor Goodson ha indicado la importancia de analizar la constitución histórica de
las asignaturas escolares en tanto “La escuela siempre ha sido un ‘terreno de enfrentamiento’
donde las fuerzas sociales e influencias de diversos grupos sociales han luchado para con-
seguir que se diera prioridad a sus propósitos”. Lejos de ser un recorte neutral y racional del
conocimiento considerado más valioso, el curriculum actualiza los conflictos sociales en el
terreno educativo y puede verse como “portador y distribuidor de prioridades sociales”1 . Una
perspectiva que nos aleja de la idea del curriculum como un bloque unívoco y homogéneo y
que nos indica que en su misma configuración y cambio intervienen lógicas contradictorias y
para nada unilaterales.
Justamente, esta es la sinuosa trama que nos presenta Bombini al tiempo que hace
evidente las múltiples dimensiones que se ponen en juego a la hora de reconstruir una disci-
plina. Así, uno de los aportes centrales de este trabajo es ampliar la mirada sobre la confor-
mación de la disciplina hacia dos direcciones. En primer lugar, la tesis no sólo da cuenta de
un recorrido por los documentos que históricamente han intentado circunscribir la asignatura:
planes de estudio, programas, documentos oficiales, así como otros materiales en los que es
posible reconstruir la conformación de un conocimiento escolar literario, como pueden ser los
manuales, sino que va más allá e incorpora como una variable clave para esta historización
a la compleja lógica de la práctica. A la mirada restringida y simplificadora que podría dete-
nerse en la linealidad de los cambios de planes de estudio, Bombini le opone la reconstruc-
ción de una “trama polifónica”, como él la denomina, en la que no sólo escuchamos la voz
oficial de los documentos sino que va dando lugar a la aparición de otros actores y otras
prácticas que tensionan con la prescripción curricular.
La tesis hace un primer recorrido por las transformaciones de los programas de estudio
desde la fundación de los primeros Colegios Nacionales inscribiendo esos cambios en polé-
micas más amplias, en el contexto de debates ideológicos que articulan con debates en el
mismo campo literario. Sin embargo, este recorrido es una primer recorte que cobra espesor
con la heterogeneidad de voces y de prácticas que mantienen puntos de contacto y sobre
todo de controversia con la prescripción oficial. En este punto es que la tesis muestra su
novedad en relación a los paradigmas que pone en juego a la hora de construir su objeto.
Además del exhaustivo relevamiento de las fuentes oficiales, Bombini acude a una heterogénea
gama de fuentes no tradicionales para la investigación en el área, documentos orales y
escritos que dan cuenta de lo que sucedía en las aulas más allá de las prescripciones:
entrevistas a profesores de literatura, legajos, propuestas de clase o memorias de profesor,
como en el caso de los profesores José Fernández Coria y Emilio Alonso Criado, quienes en
sus autobiografías dan cuenta de los sutiles y esquivos pormenores de la práctica, de sus
dilemas, estrategias y desplazamientos respecto de la letra oficial.
Esta trama de voces múltiples es la que permite entonces relevar la zona difusa y contra-
dictoria de la práctica, reconstruir aquello que en la cotidianeidad escolar ha ido conformando
un lugar posible y una tradición de la literatura en la escuela, unas prácticas y unos saberes
escolares en torno a la literatura específicos y que van más allá de las prescripciones. Ese
“más allá” justamente es uno de los puntos de anclaje centrales de la tesis, todo un conjunto
de prácticas “alternativas” a las líneas hegemónicas, a los trazos gruesos de la prescripción
oficial y que Bombini trae a la superficie a la manera de un genealogista de los “saberes
sujetos” de Foucault 2 , saberes descalificados por “no científicos” o ingenuos. La etnografía
como metodología de investigación permite que esos saberes “desprestigiados” del profesor
sean retomados por Bombini desde las entrevistas a trece profesores para avanzar hacia la
recontrucción del “habitus” del profesor de letras, hacia los “modos de hacer” del docente en
la práctica. Esta atención a la cotidianeidad del aula es la que da la pauta para un entendimiento
de tradiciones arraigadas en la enseñanza de la literatura y sus complejas relaciones con el
conocimiento académico, las “transposiciones” del curriculum oficial y los libros de texto.
Asimismo, este movimiento hacia una historia de las prácticas de enseñanza de la litera-
tura permite reconocer un campo autónomo de problemas en torno a una práctica de contor-
nos sumamente específicos. Frente a un reduccionismo que viera a la literatura en la escuela
como una mera “adecuación” al contexto escolar de saberes legitimados por la academia,
esta tesis pone de relieve el espesor de la “doble lógica” que constituye la producción de
conocimiento escolar literario. La constitución de un saber sobre la literatura aparece atrave-
sada por un lado por la propia dimensión de práctica sociocultural de la literatura, con sus
convenciones y regulaciones sociales, y por otro por la lógica específica de las prácticas
escolares. La tesis aporta entonces un valioso recorrido por estos “campos cruzados”, el
literario y el pedagógico, con sus propios procesos de transformación y consolidación y las
maneras complejas en que se articulan en torno a debates culturales más amplios, postulan-
do una rica ampliación del campo de los estudios literarios hacia una zona no siempre consi-
derada con la suficiente atención por los especialistas en letras.
En este mismo sentido de continuidad entre campos es que la tesis le da fundamental
relieve a una figura de envergadura Latinoamérica: el dominicano Pedro Henríquez Ureña,
crítico y profesor de enorme influencia en los debates pedagógicos de América Latina.
Henríquez Ureña forma parte de ese grupo de “literatos en función pedagógica”, como los
llama Bombini, entre los que se incluyen otras figuras del Instituto de Filología y Literaturas
Hispánicas de la Universidad de Buenos Aires, como Amado Alonso. Estos “literatos pedago-
gos” constituyen un puente esencial entre los campos cruzados de la literatura y la educación
y revelan un momento interesante de articulación entre dos ámbitos desencontrados a lo
largo de la historia.
La tesis retoma en diversas ocasiones la variada trayectoria de Henríquez Ureña para
reconocer en ella los debates históricos claves en torno a la enseñanza de la literatura. Así,
reconocemos cómo las preocupaciones pedagógicas del dominicano se remontan a principio
de siglo, en su intervención en una polémica fundamental, de alcance Latinoamericano, sobre
el conocimiento escolar literario y sobre los saberes teóricos de referencia para la disciplina.
Desde los primeros programas redactados por Calixto Oyuela en 1884 para los Colegios
Nacionales en Argentina, se reconoce una tensión entre la retórica y la historiografía como
ejes articuladores del conocimiento a enseñar. En este sentido, el programa de Oyuela, re-
dactor además del primer manual de Teoría literaria pensado para la enseñanza, estaba orga-
nizado de manera visible a partir de la tradición retórica, evidente en la “Literatura preceptiva”
que abría el curriculum. Por otra parte, proponía un canon de lecturas centrado en la literatura
española, preludio necesario, desde el hispanismo de Oyuela, para el estudio de las literatu-
ras de los “estados iberoamericanos”, consideradas como un incipiente capítulo de la exten-
sa tradición española. Pese a que con Oyuela se inicia la progresiva nacionalización del curriculum
de literatura a partir de la inclusión de la historiografía como uno de los ejes articuladores, es
notable la orientación retórica y fuertemente prescriptiva del programa, que intenta fundar una
tradición al tiempo que quiere precaver a los alumnos de los “vicios” y “peligros” de la producción
literaria contemporánea a partir del aprendizaje de la preceptiva literaria.
En este marco, Pedro Henríquez Ureña tendrá una participación fundamental en el des-
plazamiento de la retórica y el “triunfo” definitivo de la historia literaria como integrante de la
Comisión de reforma curricular convocada por el Ministerio de Instrucción pública Argentino
en 1936. La comisión será la encargada de dar a los programas su perfil definitivo y marcará
durante décadas la enseñanza de la literatura en la Argentina. Sin embargo, las posiciones
del profesor Henríquez Ureña respecto de la retórica se remontan a principios de siglo. Bombini
recupera los debates en los que el polemista, en ese momento en México, va a desechar
desde una posición antipositivista la posibilidad de que exista una “base científica” para la
enseñanza de la literatura en forma de “reglas de aplicación como lo hacía la ya muerta
Preceptiva, la Retórica y Poética de la pedagogía escolástica”. En lugar de dictar reglas
sobre el arte, el dominicano afirma que es necesario privilegiar la lectura y la escritura como
modos de conocimiento de la literatura. Es el acceso directo a los libros el que debe colocar-
se como eje para la enseñanza y no el aprendizaje de “nomenclatura arcaica, de la cual con
el tiempo no subsiste sino un vago recuerdo que provoca risa”. Por otro lado, el carácter
histórico de la literatura será otra de sus preocupaciones que lo llevará, con espíritu renova-
dor, a dar un lugar privilegiado en los programas a la producción contemporánea, por ejemplo
al Borges vanguardista de la década del 20. Asimismo, en la reorganización del curriculum de
1936, la intervención de Henríquez Ureña dará un viraje latinoamericano a los programas con
la inclusión de textos y autores hasta ese momento no considerados.
Esta postura del crítico y profesor es visible no sólo en su participación en los debates
americanos de la época sino, como lo analiza en detalle Bombini, en su propia práctica
docente en la escuela secundaria, en la formación de profesores en nivel terciario y en la
redacción de programas y libros para la escuela. La importancia central de la lectura directa
de las obras y de los ejercicios de composición antes que el énfasis en una enseñanza de
corte “teoricista” o enciclopedista es uno de los aspectos de gran innovación y productividad
didáctica que colocan a Henríquez Ureña en un lugar heterodoxo en relación a las líneas
oficiales que hegemonizarán el campo educativo, vinculadas a un enciclopedismo memorístico
RESEÑAS 117
de corte historicista. Por otro lado, su misma posición “transversal” como especialista en litera-
tura y como profesor secundario y terciario establece una continuidad entre los campos que,
como señala Bombini, tendrá efectos modernizadores interesantes en la historia de la disciplina.
Esta tesis, en definitiva, invita a sus lectores a recorrer una historia que desmiente la
ficción universalizadora de los programas y planes de estudio y a los enfoques que fácilmen-
te reducen las prácticas educativas a esa única dimensión. Lejos de esto, Bombini nos
muestra esos “arrabales” poblados de experiencias, prácticas y discursos alternativos hasta
ahora desconocidos y olvidados. Lo hace desde un recorrido por voces más reconocidas
como las de Amado Alonso o Henríquez Ureña, sobre las que no se había ahondado en sus
aspectos político pedagógicos, y por aquellas otras decididamente olvidadas por las
totalizaciones teóricas e historiográficas, como las de profesores, inspectores o docentes
preocupados en registrar y reflexionar sobre su práctica, que ahora salen a la luz para des-
mentir la aparente uniformidad del curriculum.
Como un genealogista, Bombini rescata esa memoria de los enfrentamientos y las lu-
chas entre saberes y abre un rico camino para los estudios literarios en una zona abandona-
da por los prejuicios académicos y las simplificaciones conceptuales.
Sergio Frugoni
Una de las imágenes más difundidas de Horacio Quiroga —aunque no por eso menos
cierta— es la de un hombre introvertido, callado y excéntrico que, en su gesto de renuncia a
la urbanidad que impartía la ciudad de Buenos Aires, se dirige a Misiones con el afán de
explotar algodón, destilar alcohol de naranjas y construir sus propios objetos. Gesto vivido
como destierro del que surge la escritura como una suerte de catarsis, como vehículo poéti-
co y estructurante de su génesis artística. Otra de las imágenes que más aporta a la figura
de escritor es la de un hombre que reflexionaba continuamente sobre su oficio (el de ser
escritor y patrón/mensú en sus tierras misioneras), que pensaba en el continuo perfecciona-
miento de su técnica narrativa.
Con estas imágenes como corolario, celebramos la aparición del quinto y último tomo de
las Obras completas de Horacio Quiroga editado por Jorge Lafforgue y Pablo Rocca: Diario y
Correspondencia. Un tomo que nos permite acceder a las confesiones más íntimas de un
Quiroga que, por un lado, fracasa como dandy en su viaje modernista en Diario de viaje a
París —que había sido publicado en 1949 y 1950 por Emir Rodríguez Monegal y que la
Editorial Losada volvió a publicar en el 2000. En la reciente edición, nos encontramos con el
aporte valiosísimo e ineludible de las notas de Rodríguez Monegal, de las correcciones que
de esa edición hizo Roberto Ibáñez y de los cambios que hicieron Lafforgue y Rocca, “inter-
vención que ha optado ante todo por ser respetuosa del original”— (además de las dos notas
que desde París envía a la revista La Reforma de Salto) y, por otro, muestra una intimidad
que viene y va, que se sostiene en sí misma y se repliega, que se dice y se justifica en
términos de profesionalidad, que se somete a juicio y enjuicia lapidariamente, que se escon-
de en los ojos bellos de una mujer y se preocupa por las dolencias de pequeños hijos: más de
350 cartas enviadas entre los años 1902 y 1937 —que habían sido editadas de un modo
parcial por diversas personas y que, si bien, es la primera vez que toda esa correspondencia
queda reunida en un mismo volumen, el tomo no se precia de estar completo, puesto que
existen, por ejemplo, cartas que Quiroga le escribió a su segunda esposa que actualmente
permanecen “en rigurosa custodia”; o conjuntos más amplios de correspondencias que los
que figuran en el tomo, como es el caso de las dirigidas a Monteiro Lobato—.
El volumen de cartas está organizado del siguiente modo: I Los amigos salteños (cartas
enviadas a Alberto J. Brignole, a José María Fernández Saldaña, a los hermanos Delgado y
a Enrique Amorim); II Dos profesionales (Cartas a Luis Pardo —secretario de redacción de la
revista Caras y Caretas— y a César Tiempo); III Destinatario en Misiones (Cartas a Isidoro
Escalada, su peón en San Ignacio); IV “Hermanos” menores (Cartas a Julio E. Payró y a
Ezequiel Martínez Estrada); V Miscelánea epistolar (se trata de cartas ocasionales, entre
ellas: la carta a Leopoldo Lugones, a Monteiro Lobato —única correspondencia de Quiroga
con un escritor brasileño—, a Samuel Glusberg) y un anexo a la Correspondencia material,
por cierto, harto interesante (Carta a Nora Lange, a las hermanas Cora y Emilia Bartolé, una
carta de su hija Eglé, entre otras).
118 KATATAY Asteriscos
I El diario3 .
El Diario de viaje de Quiroga quedó registrado en dos libretas y la publicación respeta el
orden inicial que Quiroga le diera a sus vivencias. La primera de las libretas, se inicia el 20 de
marzo de 1900 y finaliza el día 24 de abril. Relato en primera persona de un personaje ficcional
—Quiroga parece construirlo—, personaje que combina impresiones, el relato de dos sue-
ños, recuerdos amorosos, presentimientos, efusiones, juicios y ejercicios literarios. Es decir,
es el relato de un viajero literario (como lo llama Graciela Montaldo). La segunda libreta se
inicia el 25 de abril de 1900 y finaliza el 10 de junio. Final abrupto porque Quiroga se queda sin
dinero y no puede comprar ni siquiera un cuaderno de 10 centavos para continuar con su
registro cotidiano. En la escritura de la segunda libreta, surge una subjetividad construida
como despojo, emerge un sujeto marginal que intenta sobrevivir en la asfixiante ciudad mo-
derna y que transmite las penurias, el hambre y la desesperación, alejándose cada vez más,
de aquel primer personaje al que, presumiblemente, le esperaba un destino de gloria en París.
Un sujeto que disfrutaba mucho más de las carreras ciclísticas, a las que concurría
provocativamente con la camiseta del CCS (Club Ciclista Salteño), que de las visitas al
Louvre o a la Exposición Universal. Un sujeto que sin menoscabos enfrentaba a Enrique
Gómez Carrillo —en París, capital del eurocentrismo— con preguntas sobre el Guaraní.
El Diario, de esta forma, vira hacia otros rumbos y se convierte en la respiración artificial
de un mendigo, de un sujeto que no tenía más que el lugar de un lúmpen en la metrópoli
cultural de París. El Diario representa, en la segunda de las libretas, el lado más materialista
y oscuro de la ciudad de las luces. Lado que, si bien, está registrado en los escritos de los
otros viajeros latinoamericanos (hay referencias en las notas y crónicas de viaje de Rubén
Darío, Manuel Ugarte, entre otros, de lo caro y de lo frívolo que es París, de los francos con
que hay que contar para acceder a las cosas) en el Diario de Quiroga lo económico formará
parte del descontento, del aburrimiento, de la desesperación, del desencanto, de la angustia,
de la soledad y de la escritura.
II Las cartas.
Como es fácil advertir las cartas abarcan 35 años de la vida intensa de Quiroga. De modo
que lo que tienen de íntimas y de secretas tienen —a nuestros ojos de lectores espías— de
valor literario.
Las cartas muestran los proyectos económicos (literarios y agrícolas), la suerte de estos
proyectos y una reflexión continua sobre el trabajo con las letras, sobre el trabajo con la
tierra. En clave con esta idea, en la carta que Quiroga le envía a José María Delgado en 1917
(en respuesta a una inicial en la que Delgado celebraba la publicación de Cuentos de amor de
locura y de muerte) Quiroga advierte que en relatos como “El alambre de púa” “la sensación
de vida no está mal lograda allí”. Y reflexiona teóricamente —retóricamente en términos
quiroguianos— sobre los cuentos de efecto y las historias de monte.
También están las más íntimas, las que intercambió con sus amigos de Salto, las dirigi-
das a su amigo José María Fernández Saldaña que develan su exitosa incorporación en las
revistas ilustradas, sus preferencias literarias y recomendaciones a la hora de la lectura: “la
predilección de rusos me viene de su sinceridad, cuán rara en los occidentales”, los juicios
lapidarios sobre la obra de sus propios amigos y hasta sus contactos íntimos con las histé-
ricas de turno: “siempre me tocan histéricas”. Además, la correspondencia amorosa que
intercambió con las hermanas Cora y Emilia Bartolé.
Las cartas a César Tiempo, a Julio E. Payró y a Ezequiel Martínez Estrada muestran sus
avatares en la cuentística, los problemas del amor, del afecto, del sexo, la revolución social,
los apremios económicos, la soledad y la muerte.
Tanto el Diario como la correspondencia advierten una intimidad al tiempo que forman
parte de un documento insustituible a la hora de analizar la obra de Quiroga. En este sentido
su correspondencia incide en su producción literaria —como sostiene Lafforgue—, las cartas
son literatura pues no contribuyen sólo al sesgo eminentemente biográfico (lectura condena-
toria en la que parte de la crítica había colocado a la correspondencia) sino que hacen al
3 Lafforgue sostiene que muchos estudiosos de la obra de Quiroga (que incluso han citado consecuentemente el Diario) “no han
sabido calibrar su importancia clave para el futuro del escritor”. Coincidimos con esta advertencia y pensamos que acaso es posible
una lectura articulada entre el Diario y el libro de Manuel Ugarte Escritores iberoamericanos de 1900 , en el que Ugarte analiza la
figura de algunos intelectuales latinoamericanos en París. Asimismo, queremos sumar a las dos lúcidas lecturas que sugiere y cita
Lafforgue (a saber, Beatriz Colombi y David Viñas) las que realizan Jorge Monteleone (en “Horacio Quiroga: el fracaso del dandy”
publicada en la Revista Paradoxa, Año 5, nº 4/5, Rosario, 1990, ps. 53-60) y Graciela Montaldo (en 7. “París, abril de 1900:
Quiroga…” en su libro Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina (1999), Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004,
ps. 110-115).
RESEÑAS 119
repertorio de actividades que consolidan la figura de escritor en Quiroga. En este sentido, las
cartas develan y revelan la intimidad de un escritor profesional: “Amigo Pardo: Va articulo 1
página. Además va este pedido: ¿Le es posible pagarme adelantado un folletín de cinco
números que irá a principios de enero?”, de un lector/crítico de novelas (a Monteiro Lobato le
escribe): “… pues se trata, junto con Lynch, de los dos verdaderos hermanos que encuentro
en América del Sur”, de un hombre adepto a cierto tipo de exhibicionismos: “…anteayer fui a
ver a la hermana de aquel gordo socio tuyo de aquel negocio dispuesto a lo imposible (siem-
pre que he ido nos dejan solos). Por mal de mis pecados inminentes la hallé con el novio, un
vil novio que ni siquiera le hace una paja que ella le suplica con sus ojos de italiana del sur…”.
Las cartas y el diario se inmiscuyen en el terreno de lo privado: “en mi cuarto. A propósito
de la dama de anoche, sentí en todo este día cierta picazón que me preocupó un poco” y de
lo confesional “Créame Payró, yo fui a París sólo por la bicicleta”. Las cartas —como los
cuentos— develan una intimidad siempre al borde de la experimentación literaria: “También
como Kipling creo que el hombre de acción ocupa en mi ser un lugar tan importante como el
escritor. En Kipling la acción fue política y turística. En mí, de pioneer agrícola. Esto explica
que, cumplida a mi modo de sentir mi actividad artística resucite muy briosa mi vocación
agreste”.
La lectura del vasto y heterogéneo material que integra el volumen V de las Obras com-
pletas nos hace repensar un fragmento de la nota con que Emir Rodríguez Monegal cierra su
libro de 1968 El desterrado: “la figura de Quiroga había sufrido un eclipse del que saldría poco
a poco, cuando una nueva generación de críticos y lectores descubriera nuevamente su
obra”. Y acaso un deseo: que en estos nuevos “descubrimientos” se alumbre la idea constan-
te de interrogar toda la obra de Horacio Quiroga —pienso en una lectura articulada de los
cuentos, las novelas cortas, los artículos narrativos, las 68 notas sobre cine, la correspon-
dencia y el Diario— bajo el cuidado de un valor crítico: el de la no clausura.
Laura Utrera
ricanas, mostrando que la dificultad del argumento de Anderson reside en el hecho funda-
mental de que, para casos como los países latinoamericanos en formación, la circulación y
la influencia de periódicos y gacetas era sumamente restringida debido, entre otras cosas, al
alto grado de analfabetización de las sociedades criollas. El argumento según el cual esas
mismas condiciones imposibilitaron la formación de una nación “hispanoamericana” resulta
insuficiente y, por lo mismo, como sostiene Myers, debería “relativizar(se) su alcance para el
caso latinoamericano” (59).
Por otro lado, los trabajos de Marcelo Leiras e Iván Jaksic, relativos a la cultura chilena
de la primera mitad del XIX, se complementan con el estudio de Stuven sobre la Revista
Católica. El primero se dedica a demostrar que la prensa “funcionó como extensión de la tribuna
parlamentaria” (80) en momentos en que se discutían, entre 1831 y 1833, los proyectos consti-
tucionales que iban a determinar la consolidación del poder conservador del régimen de Portales.
Jaksic, en “Andrés Bello y la prensa chilena, 1829-1844”, adaptación de dos capítulos de su libro
Andrés Bello: la pasión por el orden (Santiago, Editorial Universitaria, 2001), analiza los mecanis-
mos de la prensa y del periodismo chilenos en torno a la discusión de la historia nacional
reciente y su pasado colonial, y el papel central que tuvo Bello en el afianzamiento de las
nociones historiográficas que acabarían delimitando el espacio académico, regentado por él
mismo. En conjunto, hay que decir que los trabajos dedicados a Chile conforman –a pesar de
algunos temas (como el de la polémica historiográfica entre Bello, por un lado, y Chacón y
Lastarria por el otro) ya explorados por la crítica cultural e historiográfica- un interesante aporte
a los estudios decimonónicos sobre la formación de la cultura nacional chilena.
Por último, quisiera detenerme brevemente en la lectura que Elías Palti realiza del El
Monitor Republicano en momentos en que juaristas y porfiristas se disputaban el espacio
político de la república mexicana ante la campaña electoral de 1871. Un acontecimiento
teatral, la llegada de Enrico Tamberlick, ofició de emergente anecdótico de las tensiones
internas del partido juarista en los diarios de la época y la prensa, como allí se señala,
funcionó como articuladora de las redes políticas en disputa. Muestra inmejorable de los
mecanismos de intervención de la prensa resulta el episodio de esa escena teatral tan bien
reseñada por el editor de Giro lingüístico e historia intelectual (UNQUI, 1998). Lo que me
interesa resaltar del artículo de Palti es su contribución a una lectura renovada sobre la
prensa periódica: el historiador hace hincapié en su “capacidad material para generar hechos
políticos” (177), es decir, operar políticamente, que es lo que define su modelo de interven-
ción estratégica en el espacio público latinoamericano. Pues ese es uno de los aportes
críticos y metodológicos fundamentales conque esta compilación contribuye a la relectura
del periodismo decimonónico: dejar de pensar a la prensa como canal de difusión de ideas o
acontecimientos, para dar lugar a una lectura centrada en la materialidad de su operatividad.
Porque, en palabras de Palti, “apelar a patrones culturales de larga duración lleva, por el
contrario, a perder de vista la serie de transformaciones concretas que entonces se operan,
diluyéndolas en la serie de antinomias eternas (tradición, modernidad) que supuestamente
explicarían todo el curso de la historia local” (181). Leída así, la prensa se convierte en un
factor clave para cualquier análisis que intente dar cuenta de los procesos de formación de
los estados nacionales latinoamericanos. La historiografía ha empezado a forjar el lugar que
esa relectura merece. El presente volumen es muestra de ello aunque, como toda compila-
ción, los aportes decisivos emerjan parcializados.
Hernán Pas
* Sergio Pastormerlo. Borges crítico. Buenos Aries, Fondo de Cultura Económica, 2007, 197 p.
—como si fuera un gran texto, más que una colección de textos inconexos. La interpretación
avanza mediante un inteligente y sostenido desarrollo argumentativo a favor de la demostra-
ción de la hipótesis de que Borges, antes que poeta y narrador, es por sobre todo un crítico
fundamentándose en el hecho de que la crítica es una práctica constante a lo largo de toda
la trayectoria literaria de Borges, y sobre todo en que es el recurso mediante el cual ejerce
sus intervenciones más eficaces en el campo de la literatura. Quizás lo más interesante de la
interpretación dependa menos de sus afirmaciones sin duda originales —aunque por mo-
mentos resulten algo polémicas a pesar del explícito intento del autor de morigerar este
efecto— que de la posición crítica que asume Pastormerlo a partir de la decisión de leer a
contrapelo del verosímil crítico. A lo largo de cincuenta años la crítica periodística y la univer-
sitaria han coincidido en instituir una figura mítica de Borges levantada sobre diversas imáge-
nes, las que —como advierte Pastormerlo— funcionan como “filtros de lectura” que impiden
visualizar a Borges como crítico: “Algunas imágenes de Borges reforzaron esta ceguera. Una
lectura de la crítica borgeana y, sobre todo, de su crítica del gusto, no puede dejar sin cues-
tionar cierta imagen estereotipada que, aplicada a su crítica, posee una indefinida capacidad
para relativizar toda afirmación o argumento” (p.189). La refutación de las imágenes más
difundidas por la tradición crítica de burlón ironista y polemista, conforme a las cuales se
interpretan sus afirmaciones e intervenciones como “signos de genialidad” o “de irracionali-
dad intratable”, es decir, como arbitrarias, caprichosas, paradójicas, llevan a Pastormelo a la
posibilidad de pensar a Borges como crítico en sentido estricto y paralelamente a “tomarse
en serio” las creencias y valoraciones que se ponen en juego a través de dichas afirmaciones
e intervenciones como efectivas manifestaciones de la ideología literaria de Borges. En este
sentido, Pastormerlo descubre —en el sentido de correr un velo, de hacer visible— una zona
olvidada e incluso ignorada por la crítica sobre Borges. Este dato no constituye un mérito
menor del libro si pensamos que Borges y su literatura se destacan entre los objetos más
explorados por la crítica literaria a escala mundial desde mediados del siglo XX.
El contenido del libro se organiza sobre dos ejes temáticos principales: las diversas
imágenes de crítico que se inventó Borges a lo largo de su trayectoria literaria y las creen-
cias y valoraciones literarias que identifican su modo de leer como crítico-escritor. En los
primeros cuatro capítulos, Pastormerlo se ocupa de definir y caracterizar las sucesivas figu-
ras (del sacerdote, del ateo literario y del supersticioso) y de identificar la época y los textos
correspondientes a cada una. El análisis de cada figura abarca, además, el tratamiento de
temas y cuestiones relevantes para el estudio integral de la obra y la figura de Borges, como
son, por ejemplo, la relación de Borges con las vanguardias, la concepción particular que
tiene del romanticismo, los desplazamientos que se producen a lo largo de su trayectoria
literaria, la afición por un género de dudoso prestigio, como es el policial en los años treinta,
valoración que permite leer la singularidad de la posición de Borges en relación a la crítica
literaria de la revista Sur.
En cuanto al análisis pormenorizado de las figuras, Pastormerlo se refiere con el nombre
de sacerdote a la imagen que se define “por un modo de relación específica con las prácti-
cas literarias: una forma de consagración a la literatura, cuya diferencia se inscribe en el
mismo eje de las diferencias entre el escritor amateur y el profesional. Si el amateur hace de
la literatura una práctica discontinua y subalterna, y el profesional la convierte en ocupación
principal, la figura del ‘sacerdote’ corresponde a un tipo de escritor para quien la literatura es
una práctica exclusiva que asume las maneras del ascetismo” (p. 33). Se trata de una figura
límite “acompañada y justificada en Borges por una valoración de la literatura que había sido
llevada igualmente al límite”, como lo testimonian “las palabras primarias” como pasión, pla-
cer, fe, amor, destino, “a las que acudió Borges para describir su trato con la literatura”. La
autofiguración como sacerdote se corresponde con la etapa de la consagración y la conver-
sión en personaje público que se produce en los años ’50. Correlativamente, Pastormerlo
subraya el papel preponderante que juegan las anécdotas autobiográficas accidentales y
dispersas a través de entrevistas mediante las cuales Borges se autorrepresenta “en un
espacio simbólico en el que biografía y biografía literaria parecen coincidir” mediante la ima-
gen de un escritor que murió viejo escribiendo “después de un comienzo que no se dejaba
distinguir de un comienzo literario en tanto la precocidad suprimía todo margen preliterario”( p.
37). Por su parte, la figura del “ateo literario” se desarrolla en los espacios donde despliega la
mayor libertad, como son las intervenciones en los suplementos de Crítica, El Hogar y Sín-
tesis pertenecientes a la primera etapa de la trayectoria literaria de Borges, los años de El
tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos. En este ítem, Pastormerlo identifica
la oposición clasicismo/romanticismo como tópico argumentativo clave sobre el que se fun-
damenta la construcción del ateísmo literario. Concluye que en Borges la figura del ateo
RESEÑAS 123
literario fue una figura positiva, “su crítica lo valoró siempre indirectamente impugnando su
negativo: la figura del supersticioso; la figura del ateo no fue sino la contrafigura del supersti-
cioso y sólo se dejó definir en el marco de esta oposición”. En relación con lo que paradójica-
mente podríamos denominar como las creencias que conforman el imaginario del ateísmo
literario, Pastormerlo lee de manera inteligente las intervenciones de Borges en el campo de
la literatura que tienden a producir una ruptura: ya sea mediante el interés de la crítica borgeana
de principios de la década del 30 por el cine y sobre todo por su valoración del cine de
Hollywood, o por la ruptura que asoma en nombre del ateísmo literario: la crítica de las
creencias y las valoraciones literarias mediante la cual se va conformando una crítica del
gusto. No resultan de menor interés las agudas observaciones que apunta respecto de la
condición de vanguardista de Borges (quien, según Pastormerlo, lo fue en sentido específico
por no cumplir con las expectativas del público y por haberse enfrentado prácticamente a
todos los valores y creencias literarias dominantes de su época como puede constatarse en
el desplazamiento de la poesía hacia un género, al menos de prestigio dudoso en la época
del ’30, como es el policial. Finalmente, la figura del supersticioso es la prolongación inver-
tida de la figura del siglo XIX de raíz romántica, del filisteo (p.90); pertenece al contexto de
una ideología romántica dispuesta a concebir la sensibilidad literaria como una virtud excep-
cional y distintiva. Tanto el supersticioso como el filisteo, advierte Pastormerlo, se definen por
privación de las disposiciones necesarias para una relación legítima con la literatura y el arte.
En este sentido son una misma figura: ambas llevan el estigma de la barbarie cultural; las
figuras opuestas del ateo y del supersticioso nacieron simultáneamente en los textos que se
orientan hacia el giro que da su crítica en los años ’30 en los ensayos “La supersticiosa ética
del lector”, “Alfonso Reyes” y “ Séneca en las orillas”.
Las creencias, valoraciones y prejuicios que mejor distingue la ideología literaria de Borges
son analizados en los tres últimos capítulos a través de los cuales Pastormerlo reconstruye
la trayectoria crítica de Borges y ofrece una visión de conjunto mediante la identificación de
los cambios de las creencias, las teorías estéticas y concepciones de la literatura que le
permiten establecer tres etapas, a las que denomina como la del primer Borges, el Borges
clásico y el último. El primer Borges se corresponde con las creencias de los años 20 y la
supremacía de la poesía; a partir del 30 se desplaza hacia el género policial y la vindicación
de la autonomía literaria y del escritor como artífice, y finalmente, a partir del 50 el último
Borges que se vuelca hacia el ensayo literario, el sueño, los misterios. Los textos que
identifica como puntos de inflexión son: Evaristo Carriego en la década del 30 y Otras
inquisiones como el libro que anuncia el final del Borges clásico y el comienzo del último. A
partir de finales de los 60 Borges asumiría la figura del sacerdote bajo diversas formas
publicitarias. Hay una recuperación de ciertas ideas de Jung, la palabra mistrio desterrada
será recuperada y desgastada. Todo se vuelve sueño y magia.
Entre los presupuestos de la crítica de Borges, Pastormerlo se ocupa de la oposición
clásicos/románticos; plantea la importancia decisiva que tiene en las intervenciones del Borges
“irreverente reverenciado” tendientes a denunciar los casos en que los textos literarios son
objetos de veneración supersticiosa, entre los cuales el Quijote de Cervantes juega un papel
paradigmático; se pregunta por qué en la crítica de Borges de la década del ‘30 el nombre de
Cervantes lleva al de Paul Valéry y encuentra la clave de la respuesta en la trama de la
oposición entre clásicos y románticos: de un lado, las supersticiones de la ideología román-
tica, del otro, los sacrilegios de una ideología clásica; de un lado, los cervantistas españoles;
del otro, Paul Groussac. Finalmente, señala un “aire de familia” entre las ideas estéticas de
Paul Valéry y las del ateo Borges para concluir que “Valéry fue para Borges el modelo de lo
que él entendía por una ideología clásica de la literatura” (p.113). A continuación, a partir de
los ensayos “La postulación de la realidad”, “El arte narrativo y la magia” y “ Sobre la descrip-
ción literaria” establece una estrecha vinculación entre el distanciamiento de las ideas esté-
ticas de Benedetto Croce y de la poesía que se constata en la década del 30 y la creencia
que sintetiza bajo la fórmula borgeana “creo en los razonables misterios, no en los milagros”.
La convicción de que “la resistencia del ateísmo borgeano ante la noción religiosa del miste-
rio suponía una afirmación de los saberes propios del escritor” le permite explicar de qué
modo los ensayos sobre el género policial “llevaron a su perfecta inversión los postulados de
la década del 20 contra las ‘tecniquerías’” (p.117). Es en esta etapa cuando Borges se intere-
sa por las ideas estéticas de Poe en contraposición a las de Croce y deja de pensar la
literatura bajo el modelo de la poesía; porque para este Borges todo podía mirarse como un
problema retórico, la crítica se propone razonar la eficacia formal de los textos a partir de la
concepción de que lo particular de la literatura reside en las operaciones retóricas y en los
efectos que producen en el lector. La literatura carece de toda excepcionalidad, es accidental
124 KATATAY Asteriscos
y común y lo particular literario puede darse en cualquier forma verbal incluso en las inscrip-
ciones de los carros. En el ‘30, “el concepto de literatura se ampliaba pero también se despla-
zaba y en ese desplazamiento quedaba desdibujado” (p.124); la poesía cedía su posición
dominante al ensayo que admite el adjetivo literario como una especificación no superflua: la
literatura estaba sobre todo en sus textos ensayísticos. A mediados de las década del 40, se
afianza la decisión de separar la literatura y la política. Contra la importancia otorgada a las
opiniones del escritor, Borges se proclama custodio de la autonomía literaria. El adjetivo
irresponsable es el que usó para definir la literatura por estos años; la voluntad de separar
literatura y política colaboró para que Borges se acercara a los principios que defendería
contra su crítica anterior en su última etapa.
Finalmente, para Pastormerlo el problema del valor ocupa un lugar central en el análisis de
las creencias literarias de Borges; pondera sus intervenciones en el espacio de las luchas por
las valoraciones literarias y destaca el carácter superlativo que adquiere el desempeño de Borges
“como el árbitro del gusto que más profundamente modificó hábitos de lectura y escritura en la
Argentina” ( p.142); la peculiaridad radica en el uso de las valoraciones distinto a los anteriores y
en el cuestionamiento de toda valoración. “Borges llevó a la práctica esa paradoja que prolonga
la tensión entre la imagen del sacerdote y los textos del ateo: no confió en la legitimidad de
ningun sistema de valoraciones ni se abandonó al relativismo”. Pastormerlo subraya la actitud
interrogativa y problematizadora que asume Borges ante las condiciones y valoraciones de la
crítica. La crítica de Borges se desdobla en: “crítica literaria y una crítica donde las creencias y
valores que sirven como presupuestos de las prácticas literarias dejaban de ser presupuestos.
La crítica del gusto supone un ejercicio de preguntas previas sobre creencias y valores consa-
grada a invertir la adopción previa de creencias y valores propia del supersticioso”. Entre los
principales tópicos de la crítica del gusto se destacan la fruición literaria como única justificación
de toda relación con la literatura vs los criterios de lectura del historiador y del crítico, la belleza
como atributo accidental para la literatura, el problema de los clásicos (al igual que las vanguar-
dias representan una zona extrema de la literatura donde las valoraciones y creencias se vuel-
ven excesivas), la variación de lo invariable (por qué los textos no cambian pero cambian sus
lecturas), la fragilidad del valor, la crítica de las vanguardias (el desarrollo de este tema le sirve
a Pastormerlo para analizar la compleja relación que establece Borges con las vanguardias y de
qué modo el criollismo vino a completar su divorcio respecto de las aventuras vanguardistas).
De la misma manera que la crítica de gusto de Borges se desdobla en la crítica del gusto, la
lectura sobre Borges de Pastormerlo se duplica en una reflexión crítica de la crítica literaria y de
sus condiciones de posibilidad. Este desdoblamiento refuerza el interés del trabajo y lo convierte
en un libro imprescindible, necesario, ya que no sólo significa una valiosa contribución en lo que
se refiere al análisis agudo y sistemático de la ideología literaria de Borges a través de las
figuraciones e intervenciones en el campo de la literatura argentina, sino también una puesta en
estado de interrogación de las condiciones de posibilidad de la crítica literaria a partir de las
tensas relaciones entre la crítica académica y la crítica ensayística de los escritores. Más que
interesantes resultan los dilemas que se le plantean al crítico universitario que Pastormerlo es
en relación con el grado de extrañeza que representa un objeto de lectura como la crítica de
Borges que pertenece al modo del ensayo y, por ende, responde a la moral literaria de los
escritores y no de la institución universitaria. Porque Borges “escribía crítica de otra manera y en
otra época”, el análisis de su crítica requiere de un lector que funcione al modo de un etnólogo.
“Intenté leer la crítica de Borges como un objeto dos veces extraño (por su distancia histórica y
la alteridad de su lenguaje crítico) que exigía las cautelas básicas de un etnólogo ante una
cultura lejana y distinta: no omitir ni subrayar los desacuerdos ni las afinidades, no traducir lo
extraño a lo familiar” (p. 15). Precisamente, para no traducir lo extraño a lo familiar, Pastormerlo
hace un excursus de la tradición universitaria y se interna en la ensayística que orientó a Borges
(Poe, Swinburne, Eliot, Valéry) como un medio de llevar el modo de leer extraño a su propio
horizonte de lectura: la crítica de los escritores. La tradición crítica a la que remite la condición de
Borges crítico es invocada además por la escritura, o mejor, “la moral de la escritura” de Pastormerlo,
sin dudas, uno de los mayores méritos del libro. A través del sugestivo tono ensayístico parece
montarse una escena de diálogo entre el escritor y el crítico prácticamente sin mediaciones, ya
que se eluden las citas de referencias teóricas y críticas; tampoco hay notas al pie ni el agrega-
do final de la bibliografía. Estas omisiones, sin embargo, no impiden reconocer la tradición
crítica y literaria que están detrás o soportando la lectura pero ésta no está exhibida, como si
Pastormerlo hubiera optado por desconocer las reglas del intercambio académico y, en su lugar,
hacer resplandecer los brillos del ensayo, casi a la manera de la crítica borgeana.
* José Luis de Diego. Una poética del error. Las novelas de Juan Martini. La Plata: Ediciones
Al Margen, 2007, 179 p.
¿Es posible considerar que el conjunto de las novelas de Juan Martini constituye una
poética? ¿De qué manera puede el análisis crítico dar cuenta de ella y establecer nexos con
sus condiciones de producción? ¿Desde dónde leer las formulaciones estéticas del campo
literario argentino a partir de la década del ’70 y la inserción de la producción narrativa de
Martini en ese campo? Estas son algunas de las preguntas que intenta responder el libro de
José Luis de Diego.
Para ello, el crítico estudia las doce novelas publicadas por Juan Martini y ofrece un
itinerario que articula dos ejes de abordaje: un análisis de los textos, a partir de diversas
hipótesis de lectura y del trazado de líneas de ruptura y de continuidades (enfoque diacróni-
co, en términos del autor); y un enlace con las condiciones de producción, a través de los
capítulos que el autor denomina “contextuales” (enfoque sincrónico). Esta doble perspectiva
le permite analizar la obra de un narrador escasamente estudiado por la crítica académica y,
además, ofrecer un panorama sobre la literatura argentina de las tres últimas décadas del
siglo XX. Por otra parte, la estructura y la organización de los contenidos diseñan un itinerario
particular, que otorga cierta autonomía a cada capítulo, pero sin perder la visión de conjunto
-y en esto el trabajo cumple con los objetivos propuestos por su autor-. El análisis apunta,
además, a plantear el conjunto de la narrativa de Martini como una poética, entendiendo el
término como una intervención artística que se constituye a modo de fractura o bisagra en el
conjunto –en este caso- de la literatura argentina.
La obra se estructura a través de quince capítulos: diez dedicados a las novelas y cinco
contextuales, en los cuales el crítico recupera muchos de los conceptos adelantados en su
ensayo “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?” Intelectuales y escritores en Argentina
(1970-1986) (2001)4 . El estudio pivotea entre ambas líneas de análisis –diacrónica y sincró-
nica- y desarrolla una serie de hipótesis que aporta nuevos ejes de lectura.
En el primer capítulo, “Los primeros setenta”, se pasa revista a la crítica existente y se
constata un vacío sobre la narrativa de esos años, marcados por la dictadura, el exilio y la
“dispersión de las palabras”. A esta etapa corresponden las tres novelas denominadas
“policiales” de Martini: El agua en los pulmones (1973), Los asesinos las prefieren rubias
(1974) y El cerco (fechada en 1975 y publicada en 1977). Se parte de la premisa de que en la
obra del autor –como en la de otros narradores argentinos- el policial presenta un proceso de
recontextualización, es decir, se utiliza el género para fugar de él. En este sentido, se anali-
zan el uso particular de la parodia y la sátira, la construcción de los diálogos, descripciones
y personajes y las transformaciones de los modos de representación en las tres novelas. El
cerco constituye un punto de inflexión a partir del cual la producción de Martini se aparta del
género para fundar las bases de su narrativa posterior.
El capítulo dedicado a la etapa de la dictadura problematiza dos cuestiones básicas: la
crisis del realismo –y las propuestas estéticas alternativas- y las relaciones entre el orden
político y las modificaciones en las representaciones simbólicas.
Uno de los aspectos más interesantes del estudio crítico resulta el diálogo con la crítica
existente, tanto sobre la obra de Martini cuanto sobre el campo intelectual, utilizado como
punto de apoyo para el trazado de hipótesis nuevas. En este sentido, respecto de La vida
entera (1981), de Diego plantea un desplazamiento en relación con los lugares comunes de la
estética dominante y con las certezas del realismo mágico y un uso particular de la alegoría
que –en cierto modo como ocurre con el género policial- cuando se esboza como punto de
partida, en el punto siguiente se la diluye. El uso de la alegoría constituye justamente una de
las hipótesis donde la interpretación se aparta de la bibliografía crítica sobre la obra de
Martini, hipótesis que se retoma en el análisis de La construcción del héroe (1989) y Colonia
(2004), novelas donde se presenta de maneras diferentes, pero siempre en este juego de
utilización-disolución.
El capítulo siguiente se focaliza en el tema del exilio y su formulación metafórica, en
relación con la lengua y la escritura. A continuación, se establecen nexos con las dos prime-
ras novelas “de Minelli”5 , Composición de lugar (1984) y El fantasma imperfecto (1986). El
4 De Diego, José Luis. “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?” Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986). La Plata:
Al margen, 2001.
5 Juan Martini escribió cuatro novelas –consecutivas en el orden cronológico de su producción- que tienen a Juan Minelli como
protagonista: Composición de lugar (1984), El fantasma imperfecto (1986), La construcción del héroe (1989) y El enigma de la
realidad (1991).
126 KATATAY Asteriscos
tema del nombre propio, de la identidad, del uso “exiliado” del lenguaje, proyectan el efecto de
descentramiento que trasciende a la circunstancia histórica para proyectar, según de Diego,
“la profunda heterogeneidad que existe entre el sujeto contemporáneo y el mundo como una
presencia irreductible”.
El modo en que se construyen las redes de poder, las vinculaciones entre violencia
sexual y violencia política y la configuración de los personajes femeninos presentan otra
línea de interpretación que se desarrolla a través del recorrido por La vida entera, Composi-
ción de lugar y luego se extiende a La máquina de escribir, Puerto Apache y Colonia.
Al analizar el período de recuperación democrática, se presentan diferentes posiciones
de críticos y escritores respecto de las transformaciones políticas y culturales y de la
reconfiguración del campo literario en ese equívoco lugar de enunciación que constituye el
“regreso”. En relación con ello, La construcción del héroe (1989) constituye “la representación
del extrañamiento del regreso”, que se manifiesta en el nivel de la lengua y también en la
utilización -de manera diferente a las novelas anteriores- del policial desviado y de la alegoría
refractada, para dar cuenta de un vacío de sentido. En El enigma de la realidad (1991) se
retoma esta cuestión del sentido, mediante el análisis de la intertextualidad como punto de
apoyo para la reflexión sobre los modos de narrar. El procedimiento de mise en abîme entre
la novela que escribe Minelli, el protagonista, y la novela que leemos, la utilización de las
pinturas de Carpaccio, de la película Casablanca e incluso de la resolución de un crucigrama
configuran una construcción “dislocada” que da cuenta de una reflexión sobre la escritura y la
corrección. Es aquí donde más claramente se plantea la “poética del error”, que puede definirse
a través de una cita de la misma novela: “Escribir es incursionar en la lengua como error,
hacer de ese error una poética, y de esa poética una política.”6
En el último de los capítulos contextuales, “Los noventa”, se presentan las direcciones
estéticas de la narrativa argentina durante la última década del siglo XX y la toma de posi-
ción de Juan Martini respecto de las polémicas que circulan en el campo y de su propio
proyecto creador.
Finalmente, el análisis de las últimas novelas, La máquina de escribir (1996), El autor
intelectual (2000), Puerto Apache (2002) y Colonia (2004), completa el itinerario y marca
nuevos puntos de inflexión. Desde la construcción proliferante de La máquina de escribir, que
utiliza los recursos de la narrativa “posmoderna” para deconstruirlos y en muchos casos
invertirlos, pasando por la reconfiguración de la crisis social de fin de siglo, en una ciudad que
se desmorona, en El autor intelectual (2000) y Puerto Apache (2002), hasta el cuestiona-
miento sobre la memoria y la búsqueda de la verdad que se inscriben en la lectura de Colonia,
la mirada del crítico postula una serie de hipótesis de lectura que se extienden hacia la
problematización de la función política de la literatura. Estos temas, en estrecha vinculación
con las elecciones estéticas y los nexos con el mercado, constituyen núcleos fuertes de los
debates del campo y se inscriben de maneras diversas en la obra de Martini, a través de
procedimientos que de Diego estudia tanto en cada novela cuanto en los desplazamientos a
lo largo de la producción narrativa.
También resultan interesantes las relaciones que enlazan la narrativa de Martini con el
modelo kafkiano, con Faulkner, con Onetti y con otros escritores de la tradición literaria, que
conforman la biblioteca del narrador y cuya presencia puede leerse, de diversas maneras, en
los textos.
El desarrollo del análisis presenta una fundamentación sólida, basada en la utilización de
la bibliografía crítica, entrevistas al autor, ensayos y artículos de opinión de Martini, pero el
aporte más interesante –creemos- está en las líneas de lectura que se propone y los lazos
que se tienden entre las novelas. El trabajo crítico opera a través de una progresión en la
presentación de líneas de lectura en cuyo contraste se pone en juego el procedimiento de
doble entrada propuesto: el entramado textual y los vínculos con el contexto.
La hipótesis de partida -la consideración del conjunto de las novelas de Martini como una
poética del error- se analiza en relación con varios ejes que se imbrican entre sí y que de
Diego rastrea a lo largo del conjunto de las novelas: la construcción de la historia, la relación
realidad-ficción y la puesta en cuestión del estatuto de la verdad.
En conclusión, el libro presenta un aporte respecto de la obra de Juan Martini –de gran
relevancia dentro de la literatura argentina y poco analizada hasta el momento- pero también
la propuesta de un modo de abordaje de los textos narrativos y la problematización de con-
ceptos y nociones claves en el marco de los estudios literarios. Como afirma el autor, el
6 Citado en: de Diego, José Luis. Una poética del error. Las novelas de Juan Martini. La Plata: Ediciones Al Margen, 2007, p. 107.
RESEÑAS 127
Liliana Tozzi
* Alberto Giordano. Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario: Beatriz Viterbo Edi-
tora, 2006, 223 p.
“El crítico no tiene por qué renunciar al más circunstancial de sus afectos, aunque sí
intentar transmutarlo en formas de saber”. La afirmación se encuentra dentro de un parénte-
sis, es una anotación, un señalamiento; uno más de los que hacen que la lectura de Una
posibilidad de vida. Escrituras íntimas sea un ejercicio de concentrar y dispersarse, e invoca
en una imagen breve la tensión que recorre todo el texto: la ida y vuelta entre experiencia y
literatura.
Transmutar el afecto en saber, probablemente, sea la premisa que sigue todo escritor que
“escribe de sí”, —a voluntad, involuntariamente, por necesidad, para encontrar un confidente,
para construir su novela de vida. El campo de las “escrituras del yo” incluye en el libro de
Alberto Giordano al diario íntimo, la autobiografía, las memorias y las cartas; se trata de
modos de escritura cuyo motivo en común se encuentra en la interpelación nunca respondida
del escritor hacia su singularidad, para sí mismo desconocida.
Para reflexionar acerca de una escritura de la intimidad, el autor recupera el concepto que
utiliza José Luis Pardo. La escritura de lo íntimo, —como empresa de traducción imposi-
ble—, no busca revelar lo privado hacia lo público sino que, por fuera de dicha dicotomía,
convoca, nuevamente, un afecto:
Lo novelesco que se inscribe en las escrituras del yo por medio de estos modos de
relacionar el mundo y la escritura, es altamente productivo para leer de forma cruzada a las
novelas. De esta manera, en las cartas de Manuel Puig, el crítico se detiene a observar cómo
las voces familiares que allí aparecen son sometidas a una transformación novelesca, esta-
bleciendo así un lazo ambiguo de distancia y cercanía. El modo de ubicar a los integrantes de
una familia, esa red singular de lejanías y proximidades, figura también en la novela de
Roberto Appratto Íntima, la cual Giordano aborda advirtiendo que en su narración se dispone
una certeza: cómo, a diferencia de la madre, cuando se trata escribir la historia del padre
nunca será sobre el “todo”, sino solamente sobre “algo” (Giordano, 2006: 65).
El problema de la relación entre vida y escritura atraviesa especialmente el género de los
128 KATATAY Asteriscos
diarios de escritores. Tal vez por esto deba leerse con otra atención el apartado que exclusi-
vamente reúne ensayos sobre los diarios de Ángel Rama, Pablo Pérez, John Cheever, Ale-
jandra Pizarnik, Charles Du Bos y Julio Ramón Ribeyro. El diarista, quien parece poner en
extremo el “amor a la vida que pasa a través del lenguaje” (Giordano, 2006: 85), vive, a la vez,
con la cotidianeidad de lo que desaparece, de lo que muere. Explorar la extrañeza de vivir
como tarea sería la apuesta más alta de la escritura como experiencia de lo íntimo, y esto es
algo que los diaristas conocen bien: el desdoblamiento que abre la aparición de lo otro es lo
que fundamenta tanto su escritura como su permanente enjuiciamiento (las permanentes
preguntas que los escritores de diarios se realizan, como para qué se escribe, a quién está
dirigido, qué es lo que economiza, qué es lo que gasta). El modo en que el diario comienza a
tener una función en la vida de los escritores o el modo en el que la vida se vuelve novelada,
enfatiza a cada escritura con una marcación peculiar, y la relación literatura-vida comienza a
tomar la forma de una totalidad difícil de escindir: “Todos los diaristas acaban por mostrar (…)
que escriben cada entrada para que pueda salir a escena el personaje extraordinario en el que
los convirtió el encuentro de su genio literario con la dificultad o la imposibilidad de vivir”
(Giordano, 2006: 127).
En estas zonas de incertidumbre, el intercambio entre ficción y realidad potencia la
construcción de un determinado concepto de escritura. Un ejemplo será el de Héctor Bianciotti,
quien, en sus autobiografías, escribe episodios que él mismo reconoce “inventados”. Giordano
nos hace reconocer, además, que la infancia no es un suceso previo del pasado al que
podemos acceder mecánicamente, sino que se trata de “la experiencia de la distancia entre
los nombres y lo que nombran” (Giordano, 2006: 185).
En efecto, el diálogo entre la narración, la autobiografía y el ensayo conforma una pro-
puesta de escritura que se diseña a lo largo de los capítulos de Una posibilidad de vida. En
este sentido, los artículos sobre la obra de Tununa Mercado funcionan casi como operadores
conceptuales de lectura. En ellos, la idea de “escrituras íntimas” se expande hasta incluir a
toda escritura que se vincule con el amor por el lenguaje, y que siga la analogía de “qué es
escribir/qué es amar” por la cual
De esta manera, las “escrituras íntimas” realizan un acuerdo tanto con la ficción como
con la no ficción, ya que quien escribe siempre “está apartado de lo que realiza, de lo que se
realiza a través suyo” (Giordano, 2006: 53). Se trata, como diría Maurice Blanchot, de una
soledad esencial, no a causa de una autoexclusión sino, como citamos más arriba, a partir
de la experiencia de la “propia e irreductible ajenidad».
Hacia el final del libro, se presenta nuevamente un diálogo entre la “escritura del yo”, la
crítica y el arte de novelar. Se trata de un epílogo en donde el autor trae a debatir las voces
de los colegas, los críticos, los profesores y los novelistas. A partir de una serie de anécdo-
tas personales, Giordano sugiere que la escritura como posibilidad de vida incluye necesaria-
mente a la vida, ya sea por la forma en que lo vivido atraviesa las novelas o por las pasiones
que motorizan una investigación, ya que “la imaginación e impulso autobiográfico o ensayístico
no son, estrictamente, alternativas contrapuestas” (Giordano, 2006: 201). La escritura de la
intimidad, así, en tanto no equivale a escritura de la privacidad sino a lo íntimamente desco-
nocido que aparece en el lenguaje, hace posible la transmisión de lo emocional en su forma
pura, y en este sentido, la tarea del ensayista, la del novelista o la del crítico no se diferen-
cian, sino que se subsumen en un mismo afecto, el que siempre mueve a quien escribe hacia
el deseo de saber.
Irina Garbatzky
dial” 7 componen un campo de debate desde una perspectiva latinoamericana sobre las
reflexiones literarias internacionalistas, tomando como eje los recientes trabajos de Franco
Moretti y Pascale Casanova que “en conjunto definen las ideas centrales de la cuestión: la
descripción de un mundo literario desigual, compuesto de centros y periferias y de un siste-
ma también desigual de relaciones de legitimación y de configuración estética.” (Sánchez
Prado: 8)8
El pasado y el presente de la literatura (“un ‘largo’ presente, comenzado en el siglo XVIII”),
propone Franco Moretti, son dos épocas estructuralmente diferentes y por ello demandan
aproximaciones teóricas autárquicas: “estudiar el pasado como pasado (...) con la ayuda de
la teoría de la evolución, y el presente como presente, con la ayuda del análisis de sistemas-
mundo: aquí es posible un programa de investigación para la Weltliteratur en el siglo XXI.” (56)
Como el capitalismo, la literatura mundial es una y desigual. El estudio de la novela del siglo
XVIII y XIX llevó a Moretti a la conclusión de que el sistema literario mundial se articulaba
asimétricamente a través del mecanismo de la difusión, que interfirió en los desarrollos autó-
nomos de las literaturas regionales atrayéndolas hacia la órbita de las centrales e imponiendo
una notable uniformidad formal al sistema literario «cuando el mercado literario internacional
se vuelve lo suficientemente fuerte para unificar y subyugar aquellas culturas separadas”
(51), porque “la convergencia aparece en la vida literaria exactamente al mismo tiempo que la
difusión” (53). Esta relación entre convergencia (“entrecruzamiento, injerto, recombinación,
hibridación” ) y difusión se demuestra, según Moretti, en una misma lógica formal que se
verifica en los movimientos de modelos novelísiticos: “mezclan una trama del centro con un
estilo de la periferia.” (54) Resultan así textos estéticamente inestables y políticamente
tensos, cuya hibridez no aparece como signo de superación de las diferencias, sino como
“una encarnación específica de dichas diferencias: son un microcosmos del sistema mundo-
literario, y de su interminable espiral de hegemonía y resistencia.” (55) El análisis de los
sistemas-mundo revela la forma como “el resultado de una configuración no literaria muy
específica” en el sentido de que la invención formal prospera en “sociedades donde las con-
tradicciones son profundas, pero las soluciones son imaginables.” (55)
En “La literatura como mundo” Pascale Casanova se pregunta acerca de las posibilida-
des del análisis de la literatura mundial para “restablecer el vínculo perdido entre la literatura,
la historia y el mundo, sin perder nada de la especificidad y la singularidad irreductible de los
textos” (63). En esa línea, impugna las respuestas de la teoría poscolonial por proponer “una
crítica externa de los textos que corre el riesgo de reducir lo literario a lo político” (63). Casa-
nova bosqueja un objeto-herramienta, el espacio literario mundial o “república mundial de las
letras”, “territorio paralelo, relativamente autónomo del universo de la política y dedicado, en
consecuencia, a las cuestiones y debates y la invención de hechos específicamente litera-
rios” (64) donde “vendrían a refractarse (...) los cambios, las luchas, las confrontaciones
políticas, sociales, nacionales, de géneros o de minorías dependiendo de lógicas y bajo
formas propiamente literarias.” (64) El principal índice de la existencia y unificación de este
“planeta literario” es una medida específica de tiempo, el “Meridiano de Greenwich literario” a
partir del cual se sitúan las posiciones permitiendo “evaluar la distancia en relación con el
centro de todos aquellos que pertencen al espacio literario” (68), y donde “se cristaliza (se
debate, se protesta, se elabora) la medida del tiempo literario, es decir, la evaluación de la
modernidad estética.” (68) Mediante el cruce de la noción de “campo” de Pierre Bourdieu con
la idea de “economía-mundo” de Fernand Braudel, Casanova construye “la hipótesis de un
espacio relativamente autónomo extendido al mundo entero según una estructura de domina-
ción relativmente independiente de las formas de dominación política, económica, lingüísti-
7 En el libro se compilan los siguientes artículos: Ignacio Sánchez Prado, „Hijos de Metapa’: un recorrido conceptual de la literatura
mundial (a manera de introducción)“; Franco Moretti, „Dos textos en torno a la teoría del sistema-mundo“; Pascale Casanova, „La
literatura como mundo“; Abril Trigo, „Algunas reflexiones acerca de la literatura mundial“; Efraín Kristal, „‚Considerando en frío...‘.
Una respuesta a Franco Moretti“; Sebastiaan Faber, „Zapatero, a tus zapatos. La tarea del crítico en un mundo globalizado“;
Francoise Perus, „La literatura latinoamericana ante La República Mundial de las Letras “; Jean Franco, „Nunca son pesadas / las
cosas que por agua están pasadas“; Hugo Achugar, „Apuntes sobre la ‚literatura mundial‘, o acerca de la imposible universalidad
de la ‚literatura universal‘“; Hernán Vidal, „Derechos humanos y estudios literarios/culturales latinoamericanos: perfil gnóstico para
una hermenéutica posible (en torno a la propuesta de Pascale Casanova)“; Graciela Montaldo, „La expulsión de la república, la
deserción del mundo“; Juan Poblete, „Globalización, mediación cultural y literatura nacional“; Pedro Ángel Palou, „Coda: la literatura
mundial, un falso debate del mercado“; Mabel Moraña, „Post-scriptum. ‚A río revuelto, ganancia de pescadores‘. América Latina y
el déjà-
8 Tales trabajos son: Pascale Casanova, La república mundial de las letras, Barcelona: Anagrama, 2001 y „Literature as World“, New
Left Review 31 (2005): 71-90 (includido en traducción en el volumen compilado por Sánchez Prado con el título „La literatura como
mundo“); Franco Moretti, „Conjectures on World Literature“, New Left Review 1 (2000): 64-81, „The Slaughterhouse of Literature“,
Modern Language Quarterly 61/1 (2000): 207-227, „More Conjectures“, New Left Review 20 (2003): 73-81 y „Graphs, Maps, Trees.
Abstract Models of Literary History“, New Left Review 28 (2004): 43-63.
130 KATATAY Asteriscos
ca, social” (73) Casanova distingue tres formas principales de dominación en el espacio
literario, política, lingüística y literaria, que “se encabalgan, se interpenetran, se ocultan las
unas en las otras”; pero también la dependencia puede ser específica y “no ejercerse ni
medirse más que en términos literarios, por fuera de toda situación de opresión o aun de
simple dependencia política.” (78) Así, “la literatura misma, como valor común todo un espa-
cio es (...) la imposición heredada de una dominación política o literaria, pero también un
instrumento que, reapropiado, permite a los escritores, y en particular a los más desprovis-
tos, acceder a una libertad, una texistencia y un reconocimiento específicos.” (82)
Abril Trigo repone la gobalización como el telón de fondo necesario para leer en la actua-
lidad cualquier propuesta de literatura mundial. Desde este marco, encuentra criticable lo que
reconoce como el punto común a los modelos diseñados por Moretti y Casanova: “un merca-
do literario en el cual las naciones intercambian sus bienes en forma independiente de los
intereses económicos y políticos.” (90) También Graciela Montaldo remarca la formulación de
una “forma de leer acorde con las disposiciones mercantiles de la cultura bajo la globaliza-
ción económica (...) Ambos críticos se refieren al mercado como instancia central en la
constitución de ‘lo mundial’, en la ‘republicanización’ de las letras, sin embargo, el movimiento
que parece caracterizarlos es dar por sentada la instancia del mercado y operar como si él
fuera una naturaleza que ha seleccionado lo mejor (Casanova) o ‘lo que hay’ (Moretti).” (260)
Los desarrollos de Moretti y Casanova se inscriben en una autoevaluación de la literatura
comparada como disciplina, donde la lectura de las literaturas periféricas se define desde
“agendas que corresponden estrictamente a intereses intelectuales euronorteamericanos”
(Sánchez Prado 9). Las demandas de estas agendas hacen postular a los teóricos mundialistas
la necesidad de abandonar el close reading como metodología de trabajo, argumento rebatido
por Sebastiaan Faber: “la disciplina no se puede permitir abandonar lo único que aún puede
darle alguna legitimidad: su concepción humanística del rigor, cuya metodología por excelen-
cia es el close reading, la lectura cuidadosa de textos primarios en su idioma original —una
práctica que ejemplifica el respeto por la especificidad cultural y lingüística de cada producto
de la imaginación.” (138)
En perspectivas como las de Moretti y Csanova “Latinoamerica sigue siendo el lugar de
producción de ‘casos de estudio’, pero no un locus legítimo de enunciación teórica” (Sánchez
Prado: 9.) En este sentido, Françoise Perus señala que “Pascale Casanova pasa por alto gran
parte de la reflexión crítica e historiográfica llevada a cabo por los latinoamericanistas de
dentro y fuera del subcontinente americano” (147); y por ello no se da cuenta de particularida-
des importantes tales como que las naciones latinoamericanas “vivieron procesos culturales
de modernización que implicaron simultáneamente tanto la pretensión de sincronizarse esté-
tica y culturalmente con las metrópolis, como la difusión de la cultura de la letra en sectores
cada vez más amplios de las poblaciones nativas; porque la modernización siempre es una
calle de doble vía, hacia adentro y hacia afuera, aunque no haya coincidencia entre ambas
direcciones (...).” (Montaldo: 257)
Jean Franco visualiza ecos hegelianos en la propuesta de Casanova: los periféricos de la
república de las letras (esclavos) tienen una conciencia de la desigualdad que el centro (amo)
ignora. Así Casanova —que “se declara compañera de ruta de los rebeldes”— revela su
posición central dado que, al igual que Moretti, postula como novedad la desigualdad en las
letras mundiales “ignorando que desde la colonia, los latinoamericanos tenían plena concien-
cia de ella y adoptaban varios recursos en su lucha contra el poder hegemónico” (187). Este
tipo de problemas aparecen, según Hugo Achugar, porque el actual debate sobre la “literatura
universal” no es un debate universal; la universalidad “es sólo pronunciable dentro de las
fronteras de un lenguaje cultural: el de los estudios de literatura comparada que pertenecen a
un tiempo de fronteras disciplinarias y sociales hoy en día en crisis y en proceso de transfor-
mación.” (209)
Marcando algunos de sus problemas teóricos más evidentes, Hernán Vidal y Juan Poblete
ensayan modos de rearticular las propuestas internacionalistas hacia una orientación latinoa-
mericana. Vidal intenta ver la pertinencia de la propuesta de Casanova para el campo de la
crítica literaria/cultural latinoamericanista desde “una hermenéutica de lo poético fundamen-
tada en el Derecho Internacional de Derechos Humanos para tiempos de paz y conflicto
armado.” (213) Poblete propone la consideración de la literatura nacional como el reconoci-
miento de una forma compleja y específica de mediación local/global en el marco de las
interrelaciones de los medios de comunicación y bajo ciertas condiciones históricas naciona-
les en interacción con un cierto contexto internacional.” (290)
El libro se cierra con la intervención fundamental de Mabel Moraña. Para la intelectual
uruguaya los proyectos de Casanova y Moretti parecen “apuntar a un deseo de rescatar
RESEÑAS 131
desde nuevas retóricas las bases de la historiografía moderna liberal creando una fluidez del
producto simbólico que termina, sin embargo, reafirmando los centros y valores desde los
que se piensa la totalidad analizada.” (327) Ambos modelos coinciden en su iniciativa de un
diseño global impuesto sobre las particularidades locales que deja de lado el hecho de que
son las particularidades de las textualidades, las políticas de la lengua en que las literaturas
se sustentan “y sus negociaciones con las formas locales e históricas de poder cultural las
que en última instancia condicionan la capacidad de negociación de esas poéticas en con-
textos globlales, su inserción en el mercado, su distancia o su proximidad con respecto al
paradigma de la modernidad.” (328) Las formas culturales latinoamericanas, postula Moraña,
“no requieren (...) de un altar consagratorio, ni necesitan medir la distancia que las separa de
los paradigmas europeos; necesitan más bien habitar sus repúblicas con pleno derecho,
definir ellas mismas cuáles son sus mundos y qué formas de ciudadanía les corresponde
defender, y repensar en su tiempo y en sus propios registros el estatuto de las humanidades
que comenzó por asociar, en la teoría y en la praxis, letra y violencia, desde la entrada misma
de América Latina al espacio global del occidentalismo.” (333)
Gonzalo Oyola
132 KATATAY Asteriscos