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Tema 6. La Temporalidad Humana.

Este documento explora la naturaleza temporal de la existencia humana. Discute las nociones de pasado, presente y futuro, y cómo se perciben de manera diferente dependiendo de la edad. También analiza cómo nuestra vida es un flujo continuo en lugar de una serie de momentos aislados, y enfatiza la importancia de vivir plenamente el presente.
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Tema 6. La Temporalidad Humana.

Este documento explora la naturaleza temporal de la existencia humana. Discute las nociones de pasado, presente y futuro, y cómo se perciben de manera diferente dependiendo de la edad. También analiza cómo nuestra vida es un flujo continuo en lugar de una serie de momentos aislados, y enfatiza la importancia de vivir plenamente el presente.
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LA TEMPORALIDAD HUMANA

1.- INTRODUCCIÓN

Cuando pensamos en nuestra vida, lo hacemos siempre situándola


espacio-temporalmente. Recordamos cualquier acontecimiento en
un lugar y un tiempo concretos. Y concebimos nuestra existencia
como algo sostenido, que tiene una duración, que se prolonga.
Además, esta duración es percibida por nosotros de diversa forma.
Para los niños, lo que ocurrirá dentro de tres años aparece como
algo muy remoto, sin embargo, las personas mayores no perciben
esa lejanía. En todo caso, parece que el tiempo está
inseparablemente unido a la existencia de las cosas.

2.- NOCIÓN DE TIEMPO

Aristóteles (S. IV a.C.) definió el tiempo como la


medida del movimiento según un antes y un después. Lo
que el Estagirita quiso poner de manifiesto es que podemos
hablar de tiempo cuando hay cambios. Imaginemos algún tipo
de realidad en la que no existiera ninguna clase de
transformación, de novedad, … Todo en ella permanecería
exactamente igual que siempre, antes, ahora y después … y
dado que no existe ninguna diferencia entre ningún anterior y
ningún posterior … lo anterior y lo posterior dejan de tener
sentido. Por ello, los escolásticos de la Edad Media
imaginaban a Dios como poseedor de dos características
simultáneas: inmutable (no cambia) y eterno (ni nace ni
muere). Dios es así desde siempre, eternamente igual a sí
mismo.

Así pues, podemos definir el tiempo como la magnitud física con la que medimos
la duración o separación de acontecimientos sujetos a cambio. Es la magnitud que
permite ordenar los sucesos en secuencias, estableciendo un pasado, un presente y un
futuro.

3.- LA DIVISIÓN DEL TIEMPO: PASADO, PRESENTE Y FUTURO.

3.1 El presente

San Agustín de Hipona (SS. V-IV a.C.) estudió qué es el tiempo, y lo describió
utilizando un juego de palabras que puede sernos muy útil en estas reflexiones. Decía que
el pasado es “lo que ya no es”; el futuro es “lo que todavía no es”; y el presente es “ese
instante casi inexistente entre el pasado y el futuro”. Lo único que es, es pues esa
fracción de segundo, que se revuelve escurridiza convirtiéndose en pasado cuando
intentamos atraparla: ese instante tan fugaz como lo que se tarda en decir “ya”.

Esto significa, si pensamos sobre el asunto, que un veinteañero tiene, de verdad,


exactamente lo mismo que un cuarentón o un octogenario: su momento presente, entre
lo que ya no es y lo que todavía no es. Y todo lo que no sea el presente pertenece al final
(simplificando la cuestión) o a la memoria (el pasado) o a la imaginación (el futuro). Es
como si el pasado y el futuro tuvieran simplemente una realidad virtual que no me
afecta directamente.
Esto tiene como consecuencia que no parece tener sentido darle al pasado
excesiva importancia. Los matemáticos suelen llamar la atención sobre un típico suceso
que es conocido como la “falacia del jugador”. Se trata del problema de los dados que se
arrojan. Supongamos un individuo que tiene la inmensa suerte de tirar el dado tres veces
consecutivas, saliéndole en todas ellas el número 6, y sin hacer trampas. Cuando se
disponga a tirarlo por cuarta vez, todos tenderemos a pensar que ya sí que es imposible
que le vuelva salir un 6, como si el pasado jugara en su contra. Nos cuentan los
matemáticos que, a pesar de que tendemos a creer lo contrario, lo cierto es que cada
tirada es absolutamente independiente de la anterior: los dados no tienen memoria y
todas las caras del dado siguen teniendo idénticas probabilidades de salir, al margen de lo
que haya sucedido anteriormente. Con nuestra vida pasada sucede lo mismo: todos
tenemos para vivir sólo una cosa: el presente. Pero tendemos a pensar que nuestro
momento actual tiene más memoria de la que realmente posee, tendemos a otorgarle a los
acontecimientos pasados más peso del que realmente tienen.

De modo similar, no parece tener sentido agobiarnos excesivamente por el


futuro, que ya llegará. La cultura popular así lo señala cuando dice: “cada día tiene su
afán”, queriendo con esto señalar que cada momento presente tiene su quehacer y no
tiene sentido preocuparse excesivamente por lo que todavía no ha llegado.

3.2.- El pasado y el futuro

El pasado y el futuro parecen presentar características opuestas. El pasado es lo


conocido que ya no podemos cambiar; y el futuro es aquello sobre lo que sí
podemos influir pero que, por el contrario, nos es desconocido.

No parece, pues, correcto decir que el pasado y el futuro no son nada pues
ambos viven de alguna forma en nuestra alma: el pasado como recuerdo; y el futuro
como expectativa. Por ello San Agustín señala que “tampoco se puede decir con exactitud que
sean tres los tiempos: pasado, presente y futuro. Habría que decir con más propiedad que hay tres
tiempos: un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas
futuras. Estas tres cosas existen de algún modo en el alma, pero no veo que existan fuera de ella. El
presente de las cosas idas es la memoria. El de las cosas presentes es la percepción o la visión. Y el
presente de las cosas futuras la espera”.
Como consecuencia, podemos señalar que somos en el presente deudores de
nuestro pasado. Lo que hayamos hecho, tiene su peso y condiciona nuestra existencia;
las decisiones tomadas son, en parte, las que nos han llevado hasta donde estamos.

De la misma manera, el presente se ve condicionado por el


futuro (nuestras expectativas, temores, etc.) ya que muchas
de las cosas que hacemos ahora tienen como objetivo un
futuro (mejor). Por ello, no podemos dedicarnos sin más
a “quemar” el presente sin importarnos el futuro. En
ese sentido podemos entender que la constatación de la
importancia del presente no puede llevarnos a lanzarnos a la
búsqueda simple del propio placer, sin importarnos, por
ejemplo, las consecuencias o el mal que podamos infligir en
los demás. En realidad, la clásica expresión carpe diem, con la
que Garcilaso de la Vega (SS. XV-XVI) en su Soneto XXIII
nos invita a aprovechar el momento presente, sólo puede ser
entendida en su verdadera dimensión desde la madurez. ¿Qué ocurriría si asumiéramos
alocadamente, sumidos en la inexperiencia y radicalidad juvenil, que hay que “quemar” el
momento sin importar para nada las consecuencias futuras de nuestra actuación,
alimentando ingenuamente la fantasía de una vida sin dolor? Vivir con arrogante
desprecio de todo lo que no sea el inmediato goce, nos haría caer sin duda en muchos
errores y, posiblemente, en la autodestrucción personal. Desde la edad adulta se percibe
con claridad que ese no es el carpe diem que permitiría disfrutar de una vida plena.

4- EL FLUJO DE LA EXISTENCIA

Nuestra racionalidad, que todo quiere siempre


paralizarlo, verlo de forma esquemática, clasificada, estática,
nos ofrece una imagen de la vida en saltos. Pensamos en
nuestro futuro en términos de … “cuando llegue el fin de
semana haré…”, “cuando esté en verano podré realizar …”,
“cuando saque la selectividad tendré …”. Los objetivos en el
trabajo, en la familia, en la amistad …, todo se ve bajo la
forma de zancadas en nuestra vida. Del mismo modo,
recordamos nuestro pasado en base a puntos estratégicos: la
última reunión, el importante informe que realizamos, las
vacaciones de navidad, … lo que media entre esos
acontecimientos queda trivializado, vacío de contenido. Pero
aunque tendemos a considerar las cosas como una colección
de fotogramas … lo cierto es que nuestra vida es un flujo dinámico.

Pensamos en nuestra existencia como si, dejando el grifo de la cocina correr,


comenzáramos a llenar vasos de agua. Y nos fijamos entonces únicamente en cuánto falta
para que el vaso esté lleno y podamos volcarlo sobre el fregadero, para volver a llenarlo
de nuevo …, percibiendo los acontecimientos en función de los objetivos conseguidos …
Pero realmente, lo único que sucede es que el agua no para de correr de modo constante.
No es, pues, extraño que Heráclito (SS. VI-V a.C.) afirmara sus famosas sentencias
de que “nunca nos bañamos dos veces en un mismo río” o “todo fluye” (panta rei, Πάντα ῥεῖ) . Y
que otros muchos pensadores a lo largo de la historia hayan tratado de mostrar la misma
realidad, aunque con matices diversos: Así lo hace el poeta Jorge Manrique en las Coplas a
la muerte de su padre: “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, allá van los
señoríos, derechos a se acabar e consumir …” Nuestra vida es, podríamos decir, como la música:
los sonidos actuales sólo tienen sentido como realidades “de paso”, vinculadas a lo
anterior y lo posterior: ¿no resulta ridículo paralizar un instante de una canción y repetirlo
sin más, aislándolo de todos los demás?

Epicuro (SS. IV-III a.C.) ya nos había invitado a disfrutar de cada momento fugaz
de la vida. Si fuéramos dioses y viviéramos instalados en la segura eternidad, no
podríamos entender ese permanente estar de paso de los acontecimientos. Cada uno de
los instantes de nuestra existencia es, por contra, único e irrepetible, y cada momento
vivido no volverá a suceder jamás, lo que lo convierte en algo genuino y …, digno de ser
vivido.

Imaginemos, dice Nietzsche (S. XIX) que este preciso momento que estamos
viviendo ahora, se repitiera una y otra vez hasta el infinito. Es el famoso mito del eterno
retorno. Imaginémonos, en las condiciones de nuestra actual vida, “conviviendo” con
nosotros mismos y, por qué no decirlo “aguantándonos” … por toda la eternidad … ¿no
es acaso esta una imagen que produce cansancio sólo de pensarla? Consolémonos,
parecen decir los antiguos, pues nuestra existencia, fugaz por naturaleza, no permite este
estado, y cada rato disfrutado, cada sufrimiento padecido, puede que sea similar a otros,
pero nunca será “el mismo”. Es la diferencia que hay entre escuchar una canción ya
grabada en nuestro equipo, transida de la rutinaria decepción de poder escucharla cuantas
veces queramos, frente a la convulsión inesperada de la canción de radio que nos encanta,
y que se escapará en cuanto al locutor de turno se le ocurra cualquier comentario. Así
son, en realidad, cada uno de los acontecimientos de nuestra vida.

5.- EL TIEMPO EXTERIOR Y EL TIEMPO INTERIOR

5.1.- El tiempo exterior

5.1.2 El tiempo es en parte convencional

Los grupos humanos han aprendido a medir


el tiempo en función de diversos
acontecimientos, como necesidad de acotar, de
situarse, de realizar actividades comunes:
cosechas, cacerías, rituales religiosos: las fases de
la luna, las mareas, las lluvias … En ese sentido,
las acotaciones temporales que configuran
nuestro esquema del tiempo son convencionales y
los ejemplos de ellos son numerosísimos.
Los días en los que queda dividida la semana proceden de los cinco planetas
conocidos a simple vista desde la época de egipcios y babilónicos (Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno) más la Luna y el Sol. De modo similar, el día quedó dividido en
dos mitades de 12 horas cada una, simulando
las doce constelaciones. El último domingo del
mes de Marzo nos “comemos” una hora y, a las
dos, decimos que son las tres, consiguiendo de
ese modo “alargar” las tardes, para hacer lo
contrario el último domingo de Octubre. El
inicio del año es, en occidente en 1 de Enero,
pero en la cultura china es el 3 de Febrero (y
hace tiempo que superaron el año 4700 de “su”
era). Decimos que en Sevilla son las 11:00 de la
mañana pero que, en este momento, los
neoyorkinos dicen estar a las 5:00 de la madrugada. Recuérdese, por ejemplo, la sorpresa
de Phileas Fogg, el protagonista de la vuelta al mundo en 80 días, cuando descubre que ha
“ganado” un día y, con él, su apuesta. La división del año en 12 meses con sus
respectivos nombres (Julio, etc.) es el resultado del deseo de fama de emperadores como
Julio César. El año que llamamos bisiesto no es más que el resultado de hacer encajar
todas las piezas … Y es que las formas de de medir el tiempo son convencionales.

5.1.3. El tiempo es en parte objetivo

Sin embargo, esto no puede hacernos olvidar que existe también un tiempo
independiente de toda convención humana.

Los planetas tardan un determinado periodo de tiempo en dar la


vuelta al sol (al margen de nuestros deseos). Las cosas ocurren
según un “antes” y un “después” (primero vemos el rayo y
después escuchamos el trueno que lo acompaña, primero está la
semilla y después aparece el árbol), etc. Nuestro reloj biológico
nos avisa de que los años van sucediéndose. Todo ello hace que
se hayan desarrollado todo tipo de relojes que miden en antes y
el después: relojes de sol, de arena, de agua, hasta los actuales
cronómetros. Particular importancia tuvo el descubrimiento en
la época moderna de la cicloide (S. XVII). No importa desde
qué altura dejemos caer el péndulo, siempre tarda el mismo tiempo en llegar a la parte
baja. ¡Se había conseguido una medida regular del tiempo!

5.2.- El tiempo interior

5.2.1.- Tiempo y duración

Nuestra percepción del tiempo no solo depende de la constante cadencia del tic-tac
del reloj; también influyen, y mucho, los acontecimientos que vivimos en ese periodo. Por
eso, Bergson (SS. XIX-XX) distinguió entre “tiempo” y “duración”. Una cosa es el
tiempo de la ciencia, el que miden los cronómetros, a la que llamó sin más tiempo; y otra
el tiempo del alma, el tiempo interior, al que llamó duración.

Veinte años, al igual que veinte minutos,


son algo que se puede medir objetivamente
con todo tipo de relojes de alta precisión.
Pero una cosa es el tiempo de la ciencia, y
otra el tiempo del alma. Consideremos por
ejemplo los veinte horribles minutos en
que, boquiabiertos y boca abajo, dejamos
que un señor con mascarilla nos vacíe la
muela picada, en medio de focos y
aspiradores de saliva. Pensemos ahora en
los veinte minutos finales del desenlace de
una apasionante película. Ambos ratos no
duran para mí lo mismo, aunque cientos de cronómetros se empeñen en demostrarnos lo
contrario.

¿En qué medida cambia nuestra percepción del tiempo? Los neurólogos nos
explican que, cuando una experiencia se repite con frecuencia, las neuronas que
interpretan la información funcionan con menos actividad. Por el contrario,nuestro
sistema nervioso se activa en mayor medida cuando hay más novedad en lo que se está
viviendo. Percibimos el tiempo en nuestra vida en la medida en que hay cambios
en ella: cuando nos pasan muchas cosas, parece que el día ha tenido más momentos.

Cuando caminamos siguiendo un recorrido nuevo, la atención se intensifica y parece


que los acontecimientos se distienden, se “estiran”. Cuando el camino siempre es el
mismo, la sensación general es de rutina (nuestro sistema nervioso “ahorra” en tensión).
Lo mismo sucede, por ejemplo, con el visionado de una película; la primera vez nos
resulta más impactante. Nuestro cerebro conserva los recuerdos más intensos, cayendo
los demás poco a poco en el olvido. Quizá por eso, la niñez y la adolescencia parecen
larguísimos pues muchas cosas nuevas, vividas con gran intensidad, ocurren en esos
periodos y serán recordadas después en numerosas ocasiones: los primeros amigos, los
primeros planes realizados sin la tutela de nuestros progenitores, las primeras fiestas, las
primeras parejas, ... Es como si el tiempo se llenara de contenido en función de las
experiencias vividas.

Todo esto nos lleva a una conclusión inevitable: el tiempo percibido depende de los
acontecimientos vividos. Obsérvese que utilizamos aquí dos vocablos: “acontecimientos” y
“vividos”. Lo primero hace referencia a lo exterior; lo segundo a lo interior. Las cosas (no
las cosas “en bruto”, sino “las cosas-que-me-pasan-a-mí”) tienen un componente
personalísimo, lo que significa que en cualquier etapa de la vida es posible intensificar y
por tanto prolongar los tramos de tiempo que se viven.
5.2.2.- El tiempo somos nosotros

Cuando pensamos en el tiempo, solemos utilizar una representación “espacial” del


mismo, imaginándolo como una flecha. Esta representación, muy útil desde muchos
puntos de vista, implica sin embargo cierta deformación del concepto de tiempo. Con
ella, podríamos pensar que viajar al pasado es algo tan sencillo como desplazarse a la
izquierda en la flecha. Sin embargo, tales viajes son más difíciles de lo que parecen. ¿Qué
ocurriría si fuera hasta mi pasado para encontrarme conmigo mismo? ¿Podría haber dos
“yos” cuando en realidad “yo” sólo hay uno, que es resultado de mis circunstancias? ¿Y si
me asesinara a mí mismo mientras estoy en la cuna? ¿Cómo podría entonces haber
crecido y viajado en el tiempo para … llegar hasta la cuna y asesinarme …? Las clásicas
paradojas de los viajes en el tiempo nos muestran las limitaciones de una concepción del
mismo en términos de flecha. Todo ello nos mueve a pesar que no estamos en el tiempo
como si de un mero recipiente se tratara, más bien deberíamos decir que llevamos
“puesto” el tiempo.

La temporalidad no parece algo ajeno a nosotros mismos o


meramente circunstancial (como el color del pelo o una ropa
determinada), sino que es una característica irrenunciable de
nuestro yo, forma parte constitutiva de cada uno pues solo
existimos a través del hilo temporal que nos configura: existir es
… temporalizarse. Y es que nos vamos construyendo a la par
que el tiempo al que nos encontramos unidos. Por eso
Heidegger (S. XX) llamó al yo dasein o ser-ahí
(“existenciario”, es decir, existente en el tiempo). El ser humano
no es temporal porque esté en el tiempo sino porque está
entretejido de tiempo. Somos la suma de lo que fuimos; somos la
resta de lo que seremos.

6.- CONCLUSIÓN: EL SER HUMANO COMO PROYECTO

Hemos dicho que Ser sí mismo no es ser un yo en sentido estático sino correr
hacia un futuro. La existencia como temporalidad es un extenderse entre el nacer y el
morir. Lo que se sitúa entre estos dos hechos es el acontecer. La historicidad es
entonces para el dasein (ser-ahí) el corazón mismo de su ser. Esto significa que, el hombre
tiene que luchar por realizar lo mejor posible su propio proyecto. En palabras de
Heidegger, el cuidado de uno mismo no se acaba nunca pues tenemos el sello de lo
inacabado.

Pero esto también significa que el acontecer nos dirige hacia hacia la muerte. En
palabras de Heidegger, el ser humano es un ser-para-la-muerte; y ser uno mismo es
correr hacia la propia disolución. La existencia es como un círculo insoluble: mientras
existe no se completa y cuando se completa se pierde. No se puede vivir la experiencia de
ser completo hasta que no se llega a la muerte y entonces se pierde toda experiencia. La
muerte es el término de la vida, su más “segura posibilidad”, su proyecto más fiable. La
angustia se presenta así como un elemento constitutivo de lo humano. La clave para
entender nuestra inevitable esencia, para aceptar la angustia como forma de ser propia
que nos corresponde. Cuando el ser-ahí ha aceptado la propia negatividad y caducidad,
entonces ha alcanzado una forma de plenitud, que no es huida ni desesperación sino una
heroica y desnuda fidelidad a sí mismo. Ahora bien, ¿qué ocurre tras la muerte?

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