NARRACIÓN Y CONOCIMIENTO
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Capítulo XI
La explicación histórica: el papel de las
narrativas
Hasta ahora, el único basamento de la pretensión de que los relatos, o
las narrativas, son formas de explicación, es la consideración pragmática
de que, en ciertos contextos, lo que la gente usualmente desea y espera,
cuando siente la necesidad de recibir una explicación, es simplemente
un relato verdadero. Planteado así, es una cuestión fáctica y presumible-
mente ajena a toda controversia. Además, más allá de toda controversia
se encuentra el hecho de que la necesidad se satisface típicamente sólo
cuando se suministra un relato del tipo requerido, y el hecho adicional
de que a quienes les sea solicitado explicar algo naturalmente contarán
un relato. Pero queda por determinar qué condiciones debe satisfacer
ese relato.
Comenzaré recurriendo una vez más a la descripción de eso para lo
cual se busca y se da una explicación. Una cosa que, si bien fue aclarada
en exposiciones sobre explicaciones en la historia y en otros campos,
creo que no ha sido suficientemente valorada, es que el explanandum
no simplemente describe un acontecimiento –cosa que ocurre–, sino
también un cambio. En efecto, la existencia de un cambio está con fre-
cuencia incrustada en el lenguaje que empleamos para describir cosas: la
descripción hace una referencia implícita a un estado pasado del sujeto del
cambio. Ya me he referido al uso del lenguaje temporal en mi exposición
del capítulo V. Aquí, una vez más, encontramos que en los explananda ya
está incorporada una referencia implícita a un lapso de tiempo. Describir
simplemente que un auto está abollado, por ejemplo, es implícitamente
referirse a un estado anterior de este mismo automóvil en el cual éste no
estaba abollado; y exigir una explicación de la abolladura es, por ende,
exigir una explicación del cambio. De los relatos requerimos que tengan
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un comienzo, un medio y un final. Una explicación, entonces, consiste
en llenar ese medio que se encuentra entre los extremos temporales
del cambio. La principal dificultad en considerar S’, en el capítulo VII,
como un relato, es que, a primera vista, parecía no haber relación entre
los sucesos ordenados temporalmente que allí se mencionaban. Ningún
suceso posterior mencionado parecía, de ninguna forma obvia, referir-
se a ningún suceso anterior también mencionado en S’ y por lo tanto,
ningún suceso intermedio mencionado en S’ está en calidad de medio
entre los sucesos que lo flanquean temporalmente. S’ entonces, consiste
en una secuencia de comienzos o finales, pero no comienzos ni finales
de los mismos relatos. O tal vez los sucesos que allí se mencionan son
medios en relatos cuyos comienzos y finales no fueron incluidos en S’.
Un relato es una narración –diría yo, una explicación– de cómo tuvo
lugar el cambio desde comienzo a fin, y tanto el comienzo como el fin
son parte del explanandum.
Consideremos ahora dos ejemplos estudiados por filósofos recientes
de la historia: el ejemplo examinado por el Sr. Gardiner1 (y también por
el profesor Dray) de Luis XVI y su impopularidad al momento de morir,
y el ejemplo de profesor Nagel de un cambio de actitud por parte del
duque de Buckingham.2 Decir que Luis XVI murió siendo impopular es
presumiblemente suponer que Luis no siempre fue impopular porque,
entonces, su impopularidad no podría explicarse con referencia a las polí-
ticas aplicadas por él, que se sentían como perjudiciales para los intereses
nacionales franceses. La referencia a estos intereses, entonces, sirve para
explicar el cambio de actitud hacia ese rey. Aproximadamente constituye
el medio en el relato de cómo cambiaron las actitudes del pueblo hacia
Luis. El comienzo y el fin del relato son los puntos extremos del cambio
y pertenecen de manera equivalente al explanandum.
Nuevamente, y de manera obvia, cuando Nagel habla de explicar la
oposición de parte del duque de Buckingham al propuesto matrimonio
entre el príncipe Carlos y la infanta, la presunción es que el duque no
siempre se opuso (porque, entonces, no habría relato que contar), sino
que hubo un cambio definido en los sentimientos del duque hacia el ma-
1
Patrick Gardiner, The Nature of Historical Explanation (Oxford: Oxford University
Press, 1952).
2
Ernest Nagel, The Structure of Science, págs. 564 y siguientes. [Ernest Nagel, La
estructura de la Ciencia, Buenos Aires, Paidós, 1974, 2a].
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trimonio. Pero es un error decir simplemente que de lo que queremos una
explicación es de la oposición del duque al matrimonio, y luego dar “El
duque se opuso al matrimonio en el momento t-1” como explanandum.
Lo que queremos que se nos explique es el pasaje de un estado a otro; para
eso, un explanandum más apropiado sería una oración narrativa que se
refiera a dos sucesos diferentes; por ejemplo (para utilizar la formulación
de Nagel mismo), “Buckingham cambió de parecer sobre la deseabilidad
del matrimonio y se convirtió en un oponente del plan”. Es importante
señalar el vocabulario temporal de este posible explanandum. El duque
cambió de parecer, el duque se convirtió en oponente, lo cual implica
que antes, o bien era neutral o bien estaba a favor. A partir de esto se
sigue que es un error considerar el suceso referido anteriormente como
parte del explanans porque esto es colocarlo en un lugar equivocado en
el mapa lógico de la estructura de la explicación histórica. Podríamos
perfectamente describir el suceso anterior con una oración narrativa que
se refiriera al suceso posterior; es decir, no simplemente con “El duque
estaba a favor del matrimonio en el momento t-0”, sino con algo así:
“El duque, que con posterioridad se opuso al matrimonio, fue, hasta
principios de 1623, un favorecedor de la alianza”. Es indiferente decir
que queremos explicar el suceso posterior o el suceso anterior en virtud
de la descripción narrativa porque es la conexión entre los sucesos lo que
tiene que ser explicado.
Esta vinculación no es una conexión causal: más bien, los sucesos en
cuestión están conectados como puntos extremos de un cambio tempo-
ralmente extendido –como el comienzo y el fin de un todo temporal– y
es el cambio así indicado aquello para lo cual se busca una causa. Me
parece, entonces, que Nagel interpreta mal la conexión porque aclara
que es “difícil imaginar una generalización razonable que nos permita,
dado c0 [Buckingham desea el matrimonio entre Carlos y la infanta],
sacar en conclusión que pueda probablemente suceder c12 [Buckingham
cambia de parecer].3 Y dice que “parece no haber conexión entre c0 y c12
(la acción respecto de la cual se propone una explicación) fuera de que
la última es el ‘opuesto’ de la primera”. Pero hay una conexión, y Nagel,
en realidad, ya ha enunciado cuál es. Es sólo que buscaba un tipo dife-
rente de conexión; la de la parte respecto del todo. El suceso anterior es
parte de lo que debe justificarse, y la referencia a esto ya está contenida
3
Ibídem, pág. 565.
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en la descripción “El duque cambió de parecer”. Si es así, entonces sería
un caso claro de falacia circular suponer que el primer suceso pertenece
al aparato explicativo utilizado para explicar o justificar el cambio. Es
parte simplemente del cambio y, por lo tanto, parte de lo que ha de ser
explicado.
Ahora bien: hablar de un cambio es implícitamente suponer alguna
identidad continua en el sujeto del cambio. Tradicionalmente, en efecto,
se sintió como una necesidad metafísica que alguna sustancia inmutable
debía perdurar pese al cambio; de lo contrario, era totalmente errado
hablar de “cambio”. No me detendré aquí para ocuparme de las sustan-
cias, pero debemos, de todas formas, hablar del sujeto del cambio, sea
cual sea el rango metafísico que este sujeto haya de tener. Por lo tanto,
para apegarnos a nuestros ejemplos –y dejando pendiente todo análisis
adicional de lo implicado–, el ejemplo de Gardiner-Dray tiene que ver con
el cambio en la actitud de parte del pueblo francés hacia su rey: “ellos”
cambiaron su actitud. El ejemplo de Nagel tiene que ver con un cambio
de parecer de parte del duque de Buckingham: él cambió de parecer. Es
esta referencia implícita a un sujeto continuo lo que da una medida de
unidad a cualquier narrativa histórica. Esto nos da otra razón más para
decir que S no es una narrativa: jamás versó sobre la misma cosa. Por lo
tanto, como no había sujeto, estrictamente hablando no hubo cambio.
La forma de un explanandum en historia puede representarse como
sigue:
E: x es F en t-1 y x es G en t-3.
F y G son variables metalingüísticas que han de ser reemplazadas,
respectivamente, con predicados contrarios; y x es una variable indivi-
dual que ha de ser reemplazada con una expresión singular referente que
designará el sujeto del cambio. Así, obtenemos:
E: El duque de Buckingham está a favor del matrimonio en t-1, y el duque
de Buckingham se opone al matrimonio en t-3.
El paso de F a G es el cambio en x que requiere una explicación; pero
para explicar el paso se requiere una referencia a algo que le suceda a x
en el momento t-2, un suceso (de cualquier grado de complejidad) que
provoque el cambio en x. Por lo tanto, ofrezco el siguiente modelo como
representativo de la estructura de una explicación narrativa:
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(1) x es F en t-1.
(2) H le sucede a x en t-2.
(3) x es G en t-3.
(1) y (3) juntas constituyen el explanandum, mientras que (2) es el
explanans. Suministrar (2) es explicar (1)-(3). Sin preocuparnos por el
momento acerca de la cuestión de las leyes generales, deseo señalar que
ahora debería quedar perfectamente claro en qué sentido una explicación
histórica toma la forma de una narrativa. Así es en el sentido de que el
conjunto formado por (1), (2) y (3) simplemente ya tiene la estructura
de un relato: tiene un comienzo (1), un medio (2) y un final (3).
Podría objetarse en este punto que mi modelo –si así puede designár-
selo– se satisface, en realidad, con absolutamente cualquier relato causal.
Fácilmente podemos hacerlo encajar en el paradigma de Hume; por
ejemplo, la bola de billar A está quieta en el momento t-1, es golpeada
por la bola de billar B en el momento t-2, y se desplaza en el momento
t-3. Pero si esto es así, la objeción continúa; mi análisis no diferencia sa-
tisfactoriamente entre explicaciones históricas y explicaciones causales en
general. No considero que ésta sea una crítica muy dañina, sin embargo,
porque yo debería estar perfectamente satisfecho si he demostrado que no
hay una diferencia intrínseca entre explicaciones históricas y causales, y si
además he demostrado que las explicaciones causales, en efecto, tienen,
todas, la forma de un relato. Por supuesto, podría ser verdad que hay
explicaciones en la ciencia que no tienen forma narrativa; por ejemplo, si
pensamos en un sistema físico cuyos estados, todos, están, en el sentido
apropiado, determinados por un estado inicial arbitrariamente elegido
del sistema, donde la explicación del sistema, que está en un estado
dado, consiste en deducir los valores de este estado, de acuerdo con
ciertos algoritmos, a partir de los valores de las variables del sistema en
el estado inicial. Pero debería notarse, como señaló Russell, que la noción
de causa no tiene lugar en dicha representación.4 Sólo estoy interesado
en las explicaciones causales.
En segundo lugar, podría objetarse que cualquier explicación de ese
tipo puede siempre, en principio, reconstruirse de forma tal de brindar
un argumento deductivo. Esto podría ser correcto, pero constituiría,
4
Bertrand Russell, “On the Notion of Cause, with Applications to the Free-will
Problem”, en Hy. Feigl y M. Brodbeck (eds.), Readings in Philosophy of Science.
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como mucho, una diferencia formal; una forma diferente de expresar
una explicación. Esto dejaría intacta mi propia afirmación de que una
narrativa es una forma de explicación. Mientras tanto, vale la pena señalar
que Hempel, quien ha sido catalogado como el heraldo más férreo del
modelo del argumento deductivo, presenta su propio y célebre ejemplo
del radiador que explotó en lo que es inconfundiblemente una forma na-
rrativa.5 Entonces, me parece que hay tanta justificación para la afirmación
de que podemos reconstruir una “explicación científica” como narrativa,
como justificación hay para la afirmación inversa, y que un relato en
forma narrativa no perderá nada de la fuerza explicativa del original,
suponiendo que, para empezar, haya tenido alguna fuerza explicativa.
Entre paréntesis, hay un cierto parecido entre el modelo narrativo y
el supuesto patrón dialéctico que, según sostuvo Hegel, puede verse en
toda la historia. Hasta cierto punto, ésta es meramente una coincidencia
numérica: tesis, antítesis y síntesis pueden superponerse y equivaler a la
estructura de comienzo, medio y final. En efecto, al aplicar las descrip-
ciones narrativas, casi podríamos dar sentido a la afirmación hegeliana
de que la tesis “contiene” la antítesis y la síntesis. Es difícil, sin embargo,
saber hasta dónde podemos estirar esta analogía, y no intentaré exten-
derme sobre este tema ahora. Por lo tanto, me volcaré a la cuestión del
lugar de las leyes generales en las explicaciones narrativas.
Me parece indiscutible que cualquier decisión que uno tome sobre
qué ha de constituir el medio crucial de cualquier narrativa –el suceso H
(ése que le ocurre a x y que provoca que x cambie)– debe seleccionarse
a la luz de algún concepto general, expresable, tal vez, como ley general.
H debe ser el tipo de suceso que pueda producir un cambio del tipo F-G
en el sujeto x. Uno debería, en este punto, aclarar que las narrativas, más
que ser simplemente esbozos de explicación que marcan el lugar donde
han de insertarse las leyes, podrían, en lugar de eso, ser consideradas
como el resultado de tomar un esbozo de explicación que ya haga uso
de leyes generales, ésas que marcan el lugar donde se ha de insertar la
descripción de un suceso. Es decir, cuando estamos seguros de la ley,
pero no tan seguros de qué sucedió con precisión, la narrativa –que
entonces consiste en un relato en el cual se presenta el conocimiento
5
C. G. Hempel, “The Function of General Laws in History”, loc. cit., pág. 346. [“La
función de las leyes generales en la historia”, en Carl Hempel, La explicación científica:
Estudios sobre la filosofía de la ciencia, Buenos Aires, Paidós, 1979].
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general de qué tipo de cosa debe haber sucedido– se reemplaza con el
conocimiento específico de qué cosa específica, del tipo requerido, en
realidad ocurrió. Esto está mucho más cerca de la idea de un esbozo de lo
que está cualquier pasaje real de narración histórica de primera categoría,
que parece, a primera vista, no ser en absoluto un esbozo, sino algo que
está completo y terminado.
Supongamos, para ilustrar la cuestión con un caso simple, que
sabemos que ha tenido lugar un cambio en un cierto x –digamos, un
automóvil– entre los momentos t-1 y t-3. El cambio consiste en la forma
del paragolpes: está abollado donde no estaba abollado antes. Ahora,
deseamos dar cuenta de este cambio. A priori, por lo general supondría-
mos alguna máxima determinista como ésta: los automóviles no cambian
así como así, espontáneamente de la forma mencionada; sólo lo hacen
cuando algo les sucede. Esto no es una ley. Es, mejor, una directiva meto-
dológica que nos asegura que hay una historia a ser contada y nos alienta
a buscar un episodio causal. Pero tenemos más que esta directiva para
seguir: normalmente seremos capaces de especificar de manera general
qué tipo de episodio causal debe haber sucedido. Y esto es apelar a un
concepto general que nos permite postular un medio explicativo para el
relato, cuyo comienzo y final conocemos. No podemos hacer más que
postular un episodio causal en virtud de alguna descripción general como
“algo y golpeó x con una cierta fuerza en el momento t-2”. Sólo sobre la
base de principios generales, entonces, se puede decir que conocemos
la verdad de la siguiente narrativa:
I. El auto no está abollado en el momento t-1.
II. El auto recibe un golpe por parte de y en el momento t-2.
III. El auto está abollado en el momento t-3.
Esto, sin embargo, es realmente sólo un esbozo explicativo para una
narrativa; y disponemos de una narrativa sólo cuando sabemos qué golpeó
al auto y cuándo. Entonces, II marca el lugar donde, a la luz de una ley
general conocida, ha de insertarse la descripción de un suceso particular
para convertir el esbozo explicativo en una explicación (narrativa) hecha
y derecha. Esta explicación requerida puede encontrarse sólo realizando
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una investigación histórica,6 guiada, sin dudas, por un esbozo narrativo y
la ley general de acuerdo con la cual éste fue construido. Porque no hay
forma, aparte de dicha investigación, de determinar cuál fue el ejemplo
específico contemplado por la ley general conocida y la descripción ge-
neral conocida. A partir sólo de ellas, por ejemplo, no podemos deducir:
II’. Un camión golpeó el auto a las 3:30.
porque el esbozo narrativo podría ser verdad, mientras que la narrativa
consistente en reemplazar II con II’ podría ser falsa. Con todo, II’ es el tipo
de suceso que podría completar el relato y explicar el cambio (contar qué
sucedió y, al mismo tiempo, explicar qué sucedió). Sin embargo, sobre
la base de los mismos principios generales que nos permiten saber que
el esbozo narrativo es verdadero y que la narrativa podría ser verdadera
si II’ reemplazara a II, también podemos saber que la siguiente proposi-
ción no completa la narración ni suministra una explicación del cambio:
II”. El conductor del auto tosió a las 3:20.
aunque el suceso así designado haya ocurrido y haya ocurrido den-
tro del intervalo definido por t-1 y t-3. No digo que II” no necesite, en
última instancia, ser mencionada en la narración: la tos del conductor
pudo haber sido violenta, pudo haber distraído su atención del estado
de la ruta y haberlo expuesto a colisiones, pero éstas son complejidades
que no necesito resolver aquí; porque el único argumento que deseo
demostrar es que la construcción de una narrativa requiere el empleo de
leyes generales, tal como se requiere la aceptación de que una narrativa
sea explicativa. Pero éstas deben, como hemos visto, ser suplementadas
por reglas que nos permitan identificar las cosas que suceden como
ejemplos de la descripción general, que es lo máximo que la ley general
nos permite brindar. Así, no sólo II’ satisface la descripción general en
mi esbozo narrativo, sino que también lo hace
II’’’. El dueño del auto lo golpeó con una maza a las 3:30.
6
Donde, en mi propio lenguaje, pasamos de pruebas conceptuales a documentales.
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La ley general, no más que la descripción general II, no puede de-
cirnos cuál de ellas es la que sucedió; para esto necesitamos lo que he
llamado “evidencia documental”. Y éste es un trabajo para la indagación
histórica. Por otro lado, II”, si bien compatible con cualquiera de los dos
relatos, podría ser vista más fácilmente como perteneciente a una narrativa
completada por II’ que a una completada con II’’’.
El problema se agrava un tanto más cuando es una cuestión de ex-
plicar el paso, de parte del duque de Buckingham, de una actitud a otra
respecto del matrimonio de Carlos. En efecto, podemos decir que algo
debe haber provocado que cambiara de parecer, pero esto es apenas un
poco más que insistir en la directiva metodológica de buscar una causa.
Además, nuestro conocimiento general de automóviles nos permite decir,
sin más preocupación, que si hay una abolladura, el auto debe haber sido
golpeado por algo con una cierta fuerza. No es tan simple decir qué tipo
de cosa podría provocar que los hombres en general cambiaran de parecer
sobre los matrimonios. Aquí tendríamos que saber qué tipo de hombre
era el duque de Buckingham. Supongamos incluso que sabemos que era
un hombre orgulloso; sin embargo, podríamos, como mucho, ofrecer,
como descripción general del “medio de la historia”, que algo provocó
que esta disposición se plasmara en un cambio de actitud. Con todo,
esto, de todas formas, dejaría abierta una variedad de otras posibilidades
relativas a la clase. El duque, por ejemplo, pudo haber sido un astuto
político y haber considerado que la alianza con los Habsburgo de España
era perjudicial para los intereses nacionales de Inglaterra. Pudo haber
albergado ambiciones personales y querer aliar al príncipe con alguien
de cuya unión él obtuviera una ganancia. Entonces, tenemos un doble
problema entre manos. Primero, excluir otras posibilidades relativas a la
clase –algo que se hace casi con naturalidad el caso del auto abollado– y,
luego, excluir otras posibilidades relativas a la membrecía. Si no sabemos
qué ley está involucrada, la indagación histórica está, hasta ese punto,
sin orientación. Sin embargo, una vez que tenemos la explicación, no es
difícil encontrar la descripción general requerida y la ley. La explicación
está en el siguiente y breve relato:
El hijo [del rey Jaime] y su favorito Buckingham, indignados por la
recepción que tuvieron en España, donde habían ido para apresurar las
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negociaciones, volvieron a Inglaterra y se declararon contrarios a seguir
participando en la inmoral alianza.7
Éste es un relato menos detallado, sin dudas, que el que brinda
Trevelyan en England under the Stuarts.8 Pero C. V. Wedgwood trabaja
en un lienzo más amplio. El cambio de actitud del duque –un relato en
sí mismo– es parte del medio de un relato más amplio: el cambio de
planes matrimoniales de Carlos. Esto, a la vez, es parte del medio de un
relato todavía más extenso, el cambio en la política de parte de Jaime
hacia el Elector Palatino. Esto, a la vez, es parte del medio de un relato
más amplio, el cambio de la posición de Inglaterra hacia la guerra entre
protestantes y católicos en Alemania, y esto es parte de otra historia,
el cambio de rango de los Habsburgo, el cambio de rango de la Iglesia
Católica ... y así sucesivamente.
Cada uno de esos cambios está contenido como parte del relato del
siguiente cambio mencionado; el relato final los contiene a todos. Pero
entonces, para explicar el relato final debemos ir hacia atrás, paso a paso,
hasta el cambio de actitud del duque de Buckingham. Los cambios están
anidados en otros cambios, y los relatos requieren medios cada vez más
complejos para explicar el cambio más externo. Podríamos representar
gráficamente esta situación de la siguiente manera:
( )
(( ))
((( )))
(((( ))))
...((((( )))))...
Obviamente, esto es demasiado prolijo, porque tenemos casos como
el siguiente:
(( ) ( ) ( ))
7
C. V. Wedgwood, The Thirty Years War (Penguin Books, 1957), pág. 167.
8
G. M. Trevelyan, England Under the Stuarts (Nueva York: 1906). Citado en Nagel,
op. cit., págs. 564-565.
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que plantea preguntas especiales de causación múltiple y sobredeter-
minación, al igual que casos como éste
(( )( ( )) () )
donde tenemos superposiciones. Pero suprimiendo esas complicacio-
nes –que, en definitiva, son problemas del concepto de causalidad–, creo
que no plantean ningún otro problema especial respecto de la relación
entre narrativas y leyes generales. Filosóficamente, aquí es hasta donde
precisamos ir en esta cuestión. Con todo, me gustaría agregar a este relato
unas palabras sobre el concepto de causalidad.
En primer lugar, no me parece que necesitemos, para el análisis de
la causalidad en la historia, ningún análisis diferente del análisis clásico
brindado por Hume. Lo que está involucrado en cualquiera de los ca-
sos que he considerado no es para nada más que, creo, una conjunción
constante de sucesos parecidos con sucesos parecidos. Por supuesto, es
cierto que nosotros no necesitamos haber construido personalmente esas
asociaciones realizando, individualmente, las generalizaciones inductivas
que nos permiten formular las explicaciones causales. Aquí hay herencia
social, y el grueso de las generalizaciones que empleamos ha sido cons-
truido a lo largo de generaciones y se ha solidificado en conceptos que
la mayoría de nosotros emplea la mayor parte del tiempo al organizar
experiencias y al explicar cómo suceden las cosas. Tan inmediata, en
general, es nuestra respuesta descriptiva cuando la confrontamos con un
ejemplo que se encuadra en un concepto, que es fácil ver cómo algunos
filósofos deben haber quedado convencidos de que se ejerce un tipo
especial de capacidad, una comprensión intuitiva de la Verstehen, como
si supiéramos inmediata y directamente, o pudiéramos saber inmediata
y directamente, qué provocó qué suceso en este cambio o esto en este
sujeto o en este otro. Y, por supuesto, lo hacemos, en cierta forma; so-
bre todo cuando está involucrada la conducta humana, porque estamos
mucho más familiarizados, la mayoría de nosotros, con cómo los seres
humanos nos conducimos que lo que estamos con cómo se conduce
cualquier otro grupo de cosas. Pero si se llevara nuestro conocimiento a
este nivel con cualquier tipo de conducta de parte de cualquier tipo de
cosa –animales, máquinas o electrones–, deberíamos responder, también
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aquí, con la misma inmediatez y certeza.9 Los filósofos podrían sostener
que no se necesita ni se utiliza ninguna ley para explicar tal conducta;
la explicación sencillamente “se ve”. Pero aunque sea psicológicamente
verdad, deja intactas las características lógicas de la explicación, y si algo
sucediera que fuera de un tipo totalmente sin precedentes, totalmente
distinto de cualquier otro cambio que alguna vez haya tenido lugar según
nuestro leal saber y entender, incluso en el caso de la conducta humana,
deberíamos, lo admito, ser totalmente incapaces incluso de insinuar una
explicación, de “ver” cuáles fueron las causas de este cambio, hasta que
hayamos logrado abarcar el suceso con una descripción general y unirlo a
ejemplos parecidos. Si se duda de esto, yo sólo puedo, con el espíritu de
Hume, preguntarle la duda de quién ha de producir un ejemplo, incluso
uno imaginario, tan remotamente diferente de cualquier cosa que haya-
mos visto antes como para desafiar por completo esta operación natural
del entendimiento humano. Ni en todos los archivos de la historia, sin
dudas, ha de encontrarse un acaecimiento tan tremendamente exótico.
Con todo, para reconocer la contundencia del análisis de Hume, debo
presentar algunas salvedades requeridas, me parece, por mi exposición
de la explicación histórica. Éstas, si bien exceden la consideración de
Hume, de ninguna manera han de ser consideradas como incompatibles
con su análisis. En realidad, extienden y amplifican este relato y ayudan a
aclarar por qué con tanta frecuencia la gente ha sentido que en la historia
el análisis de Hume se encuentra con su némesis, compuesto, en efecto,
de sucesos singulares y de secuencias causales sin precedentes.
Primero, aceptar la idea de que los sucesos semejantes tienen cau-
sas semejantes, y de que hablar de causas es hablar de conjunciones
constantes, requiere la estipulación de que la semejanza existe sólo en
un cierto nivel de generalidad. Nuestra tarea, en casos donde se busca
una explicación, es encontrar la descripción general correcta del suceso
en cuestión, verla en la perspectiva causal adecuada. Cuando hayamos
logrado esto, citar la ley oportuna será fácil y casi automático; porque
sabremos, si bien todavía de manera general, cuál debe haber sido el
tipo de causa que fue responsable del cambio. Pero hay una distancia
considerable entre establecer esta conexión e identificar el suceso espe-
cífico que se encuadra en la descripción general. En la historia, esto es
particularmente así porque hay una variedad infinita de ejemplos que
9
Véase A. Danto, “On Historical Questioning”, loc. cit.
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se encuadran bajo aproximadamente la misma descripción general. En
efecto, parte de la fascinación de la historia reside en este espectáculo
de una innumerable variedad de acciones y pasiones cualitativamente
diferentes, exhibidas por los seres humanos a lo largo de las épocas,
que son, pese a la diferencia, de todas formas ejemplos de la misma
descripción general y están contempladas por los mismos principios
generales que empleamos en la vida cotidiana; principios que, si se los
enuncia, llegan, al final, a ser poco más que perogrulladas. Es por esta
razón, insisto, que aprendemos muy poco de la historia en la forma de
principios generales nuevos que no hayamos ya adquirido como parte
de nuestro legado cultural. Es esto, a la vez, lo que sostiene la frecuente
pretensión de que la historia no es una ciencia. Y si una de las cosas que
esperamos de una ciencia es el descubrimiento de nuevos principios
generales, entonces esta acusación es casi ciertamente verdadera. Por
supuesto, esto no evita, si se quiere, que coleccionemos estas perogru-
lladas –que, quizás, tengan más ejemplos verificatorios que cualquier ley
científica– en un corpus, y etiquetemos tal mamotreto como “ciencia”.
Pero esto requeriría que habláramos de sentido común como ciencia,
y tal cosa sólo nublaría algunas distinciones pertinentes. Por otro lado,
estos principios generales, magníficamente respaldados, protegidos por
incluso la imaginación más extravagante, jamás nos habrían permitido
predecir la inmensa variedad con la cual estos principios han sido ilus-
trados y ejemplificados en el pasado.
Segundo, es fácil ver por qué se sentiría una cierta laxitud en las expli-
caciones causales de la historia; por qué no sentimos, en la historia, el tipo
de inevitabilidad entre causa y efecto que creemos que deberíamos sentir.
Hume analizó brillantemente los orígenes psicológicos del concepto de
necesidad causal; sostuvo que no se la encuentra en los sucesos, que no
es objetiva, sino que se la interpreta en las conjunciones de sucesos, de los
que se dice, respectivamente, que son causas y efectos; y también sostuvo
que es un hábito de la mente. Pero una explicación psicológica exactamen-
te similar puede ocuparse del sentimiento de no necesidad entre sucesos
de los cuales se dice que son causa y efecto en la historia. Consiste en el
hecho de que la necesidad sólo existe a un nivel de generalidad en el que
no solemos pensar cuando apreciamos los sucesos históricos. Las bolas de
billar de Hume eran notable y obviamente como cualquier bola de billar,
y se requiere un esfuerzo especial para ver diferencias entre cualquier par
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que elijamos de bolas de billar. Si un hombre pudiera elegir, de una pila
de bolas de billar, sólo la bola de billar con la que él haya jugado un año
atrás en Pawtucket, ese hombre mostraría un poder de discernimiento
que no existe en la mayoría de sus congéneres, que persisten en tratar
dichos entes con cierto anonimato. A los efectos prácticos, tienen razón
al tratarlos así, si bien a priori sabemos que existen diferencias. Lo que es
verdadero respecto de las bolas de billar es a fortiori verdadero para las
colisiones entre ellas. Pero los ejemplos contemplados por las descrip-
ciones generales –por ejemplo, “una revolución”– son obviamente y con
frecuencia inmensamente diferentes. No pensamos automáticamente en
cualquier revolución cuando pensamos en la Revolución Francesa. Las
abolladuras en los automóviles son, insisto, causalmente homogéneas.
Tenemos una idea bastante acotada de lo que debe haber sido el tipo
de cosa que le sucedió a un auto para que lograra tener una abolladura;
pero el tipo de cosa que podría hacer que un hombre como el duque de
Buckingham cambie de parecer sobre el matrimonio de un príncipe no
son tan fáciles de enumerar por adelantado. Una vez que sabemos qué lo
impulsó a cambiar de parecer, podemos encuadrar ese algo en un prin-
cipio general con bastante facilidad. Pero, al mismo tiempo, ese mismo
principio general admite tantos conjuntos de ejemplos y tan variados
que no vemos razón por la cual esto y no aquello haya provocado que el
duque cambiara de parecer; y por lo tanto, sentimos menos la necesidad,
la certeza, que sentimos en el caso de las bolas de billar o los vehículos
abollados. Con todo, en un cierto nivel de generalidad, no hay diferencia
entre estos casos. Podemos decir que si el duque hubiera sido menos
arrogante, o los españoles hubieran estado mejor dispuestos a tolerar su
conducta, él no habría cambiado de parecer. Puede ser así; pero si una
bola de billar B hubiera tenido una masa menor, o si la bola de billar A
hubiera sido más resistente al impacto por haber estado pegada a la mesa,
A no se habría movido. El desencanto del duque con España, junto con
el popular sentir inglés contra los españoles Habsburgo, todo eso junto
provocó que Jaime cambiara su política. Pero podríamos, al momento
del impacto, inclinar la mesa de billar y decir que ambos hicieron que A
se moviera. Los problemas contrafácticos son invariables.
Que el explanandum, en una explicación histórica típica, sea una
descripción de un cambio, o implique una descripción de cambio, se
sigue, creo, del hecho de que lo que se busca con tales explicaciones e
322
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Narración y conocimiento
idealmente se suministra con ellas es una causa (o conjunto de causas).
Porque supongamos que citamos algo y como la causa de x que es G
en el momento t-n. Es claramente no lo suficientemente simple poder
demostrar que y sucedió, que x es G con posterioridad (en el momento
t-n), y que las cosas semejantes a y pueden provocar o habitualmente
provocan, en efecto, que las cosas semejantes a x sean G, de suerte tal
que hay una conexión semejante a una ley entre cosas parecidas a y que
suceden y cosas semejantes a x que son G. Porque todo esto puede, en
realidad, ser verdadero, y aún así y pudo no haber provocado que x fuera
G. Supongamos, por ejemplo, que x es un mamífero hembra y que x
está preñada en el momento t-n, y que y se refiere a un episodio de coito
entre x y algún mamífero macho específico m en algún momento apro-
piado previo a t-n. No puede haber dudas de que dicho suceso es única
y exactamente el tipo de suceso que provoca que las x se pongan G. Sin
embargo, de ninguna manera se sigue que el hecho de que x haya tenido
un coito con m provocara que x quedara preñada, porque tal cosa pudo
haber tenido lugar en una ocasión diferente con un mamífero macho
diferente; entonces, en principio podemos especificar un conjunto de
leyes y condiciones que satisfarían por completo el modelo de Hempel,
y que todavía no explican el que las x se hayan puesto en estado G. Ha-
bría un dato al que Hempel no le dio lugar; es decir, información que
tiene que ver con la condición de las x antes de y. Así, supongamos que
y tiene lugar en el momento t-2, y que x sea G en el momento t-3, y que
y puede provocar que x sea G. Aún así, si x era o estaba G en el momento
t-1 –es decir, antes así como después de y– entonces claramente y no es
la causa de que x sea G. Eso que deja algo en el mismo estado en que
ese algo estaba antes no puede ser la causa de ese estado en x. Una causa
debe marcar la diferencia. Por ende, del hecho de que buscamos una
causa cuando intentamos explicar que algo está en un cierto estado, se
sigue que el explanandum, aunque esté implícito, es la descripción de
un cambio. Si el radiador explotó antes de la ola de frío, la ola de frío no
puede explicar el hecho de que el radiador haya explotado.
Me dedico a esta cuestión totalmente obvia porque no es siempre obvio
que, en realidad, nos estamos refiriendo a un cambio cuando exigimos
una explicación de algún suceso, y porque puede parecer indebidamente
artificial brindar explananda en términos de comienzos y finales. Con-
sideremos, por ejemplo, mi propia ilustración de que los monegascos
323
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colgaron banderas estadounidenses durante la fête nationale. Podría sos-
tenerse con plausibilidad que lo único que buscamos en tal caso es sólo
una explicación de este suceso, y que, por así decirlo, no percibimos que
el suceso sea el punto final de un cambio. Sin dudas, podríamos darnos
cuenta de que se produjo un cambio de alguna especie. Así, el viernes no
había banderas en Mónaco, un hecho que no destacaríamos ese día, tal
como no destacaríamos que no había águilas en Montecarlo el viernes.
Pero el sábado, la ciudad está llena de banderas. La explicación de este
cambio es que se trata de la fête nationale, pero no es el cambio lo que
nos interesa, y en verdad se está sosteniendo que no estamos interesados
en ningún sentido en un cambio, sino sólo en que haya banderas esta-
dounidenses en las calles. ¿Es realmente necesario ver esto como parte
de un cambio y qué, realmente, podríamos ofrecer como el comienzo de
éste? Yo respondo que la explicación del suceso implica una especificación
de cuál fue el comienzo porque nos dice qué tipo de cambio se produ-
jo; porque hemos citado el matrimonio del príncipe con una mujer de
origen estadounidense como explicación de este suceso, y ahora hemos
percibido el suceso en virtud de la descripción general “homenajear a
un soberano de origen extranjero”. Ahora bien: seguramente, si ésta es la
explicación del suceso, entonces colgar banderas estadounidenses no fue
algo hecho en las fêtes nationales por parte de los monegascos antes del
matrimonio del príncipe; y si sí llevaban a cabo dicha práctica, entonces
seguramente el matrimonio del príncipe no puede explicar tal práctica.
La explicación podría ahora ser esta otra: “El príncipe se casó con una
mujer estadounidense, y por lo tanto el pueblo ahora comenzó a colgar
banderas estadounidenses en las fiestas nacionales”. Pero el comienzo de
la práctica no es lo que yo llamo el comienzo de un cambio. El comienzo
del cambio es lo que eran las prácticas antes de que ocurriera el suceso
causal que es supuestamente la explicación de las prácticas.10
El asunto general que quiero demostrar es que siempre podemos refu-
tar una explicación histórica (y, en verdad, cualquier explicación causal)
de algo x que se encuentre en un cierto estado G como consecuencia
de un episodio causal propuesto y, si podemos demostrar que x era G
anteriormente al acaecimiento de y. Esto es particular y obviamente así
10
Por eso no se puede decir que Luis XIV haya muerto siendo impopular porque
comió langosta envenenada, porque eso sólo explica por qué murió. En verdad, ni
siquiera entraría en ninguna explicación de por qué murió siendo impopular.
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Narración y conocimiento
cuando proponemos explicaciones del origen de algo. Así, es una explica-
ción plausible del origen de la práctica de decorar coníferas en Navidad
señalar que, a fines de la Edad Media, en Alsacia, se presentaban obras
teatrales el día anterior a la Navidad (el día de Adán y Eva); en ellas
se narraba la historia del Paraíso; que, a efectos escénicos, se colgaban
manzanas en los árboles; en este caso, las coníferas, que eran los únicos
árboles que tenían follaje en esa estación; y que dada la natural propen-
sión humana hacia el hermoseamiento, los adornos se hicieron cada vez
más intrincados y complicados. Podemos refutar esto como explicación
del origen del árbol navideño –y las refutaciones de este tipo son, en
abrumadora medida, eso de que se trata la historia– descubriendo que
las coníferas se decoraban en Navidad antes de esta época.
En vista de estas consideraciones, podemos dotar de sentido a lo que
a veces se ofrece como explicación de que x sea G; es decir, que x siempre
haya sido G. Esto, por supuesto, simplemente ha de ser entendido como
una forma de decir que no se requiere ninguna explicación especial para
el hecho de que x sea ahora G; un extraño podría exigir una explicación
de por qué Jones está irascible esta mañana, y se le puede decir que Jo-
nes está irascible todas las mañanas. O podemos preguntar por qué los
monegascos colgaron banderas en su fiesta nacional, y podemos decir
que siempre lo hicieron. Pero, por supuesto, en cualquier caso la explica-
ción, si podemos llamarla así, puede llevar a una nueva exigencia de los
orígenes de la irascibilidad de Jones o de la práctica monegasca; y esto, a
la vez, es una solicitud de una causa y, por lo tanto, implica un cambio.
El comienzo, especificado en un explanandum, es entonces ese estado
de x antes de que x cambiara y adoptara su estado actual. Este hecho
permite el uso de una clase especial de oraciones narrativas que nega-
tivamente describen x como era x antes del cambio; suposiciones éstas,
reitero, de las cuales sería extraño y sin sentido suponer que pudieron
haberse dado en ese momento. Así, un historiador que escribiera sobre
la historia de Alsacia podría decir de un cierto período que los alsacianos
no habían aún desarrollado su pintoresca costumbre de colgar manza-
nas en las coníferas el día precedente a la Navidad. Pero, puesta en el
tiempo verbal presente, no podemos esperar que esta oración aparezca,
digamos, en el diario de un viajero contemporáneo que visite Alsacia. Tal
cosa provocaría el ridículo efecto que tendría un mensaje diplomático de
Sajonia a París en 1617, en el que se dijera que la Guerra de los Treinta
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Años aún no ha comenzado, aunque no se siente como indecoroso si
algún historiador hubiera escrito, de la Europa de ese período, que ésa
era la víspera de la Guerra de los Treinta Años. Mientras tanto, puedo
imaginar que un niño repentinamente adquiere el concepto del pasado
cuando se le dice que hubo un tiempo, una vez, en el que la gente no
tenía árboles de Navidad. Los mitos etiológicos con frecuencia comienzan
con alguna frase de este estilo.
Entonces, grosso modo, lo que seleccionamos como el comienzo de una
narrativa está determinado por el final, que es una afirmación surgida
de la legitimidad de las descripciones narrativas del comienzo con refe-
rencia al final. Una tarea primordial de la narración es fijar la etapa de la
acción que lleva al final, cuya descripción es la explicación del cambio,
del cual el comienzo y el final son los puntos extremos. Me he referido
a totalidades temporales en mi exposición sobre oraciones narrativas, y
sugerí que es característico de la historia que ésta organice el pasado en
totalidades temporales. Me doy cuenta de que palabras como “totalidad”
son tremendamente difíciles de analizar, y que con “totalidad” a veces se
dice que queremos decir más que sólo un conjunto de partes. Queremos
decir un conjunto unificado, y la principal dificultad, quizás, tiene que ver
con el concepto de unidad. “Unidad”, por supuesto, es con frecuencia
un término de valoración crítica: respectivamente elogiamos o destroza-
mos una obra de arte según si tiene unidad o no, si sus partes guardan
relación de unión entre sí. Sin duda, tenemos criterios diferentes de
unidad, según el género de la obra de arte –un poema, una pintura, una
composición musical– que estemos valorando críticamente; pero aquí me
interesa sólo el concepto de unidad tal como se lo aplica en la narración,
y me parece que podemos dar un primer paso hacia la especificación
de un criterio de unidad narrativa tomando seriamente la sugerencia de
que una narrativa y un argumento deductivo podrían constituir formas
alternativas de la explicación. Si es así, entonces ciertas falacias formales
en la deducción, ciertas deficiencias en un argumento que evitan que
éste prospere, podrían encontrar sus análogos en las narrativas. Es decir,
podríamos encontrar una cantidad de condiciones que, si no son satisfe-
chas por un argumento, tornan inválida la narrativa. Estas condiciones
serían entonces condiciones necesarias para tener un argumento válido.
Por analogía, podríamos constituirlas como condiciones necesarias para
tener una narrativa “válida”. No digo que de esta forma podamos obtener
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Narración y conocimiento
todas las condiciones necesarias para la unidad narrativa, pero podemos
lograr algunas. Además, explorando la analogía entre deducción y na-
rración podemos comenzar a vislumbrar dónde cede la analogía, y esto
nos permitirá, espero, determinar qué rol especial e irremplazable juegan
las narrativas en la explicación histórica.
Tomaré el caso más simple que satisfará los criterios de Hempel para
tener una explicación, un argumento modus ponens:
(1) (x)Fx ⊃ Gx,
(2) Fa,
(3) Ga.
donde (3) es el explanandum (una oración que describe un acon-
tecimiento singular [en el sentido numérico, único]) y donde (1) y (2)
conjuntamente constituyen el explanans, respectivamente como ley
general y como condición inicial. Daré por sentado que el explanans
satisface todos los criterios hempelianos y que, además, se sigue (3), sólo
por lógica, de (1) y (2). Ya he registrado mi descontento con este modelo;
mi principal desacuerdo es que Fa-Ga es un cambio, que este cambio es
eso para lo cual queremos una explicación, que estos cambios no siem-
pre están contemplados por leyes generales, si bien la conexión entre
estos cambios y alguna causa asignada para que se produzca el cambio
típicamente está contemplada por una ley general, entre las principales
objeciones. De todas formas, sólo con este modelo simplificado podemos
demostrar varias cuestiones lógico-estéticas.
(A) Supongamos que fuéramos a reemplazar (2) con Fb. Esto sería
la violación de una regla de la deducción natural, y las premisas ya no
implicarían Ga. Pero, con el mismo criterio, supongamos que fuéramos
a reemplazar (3) con Gb. Esta conclusión ya no estaría implicada en (1)
y (2). Lógicamente, queremos que la misma variable sea reemplazada
por las mismas constantes durante todo el ejercicio. Podría decirse que
el análogo narrativo es una unidad de tema. En el argumento anterior,
no puede aparecer en la conclusión ninguna constante que no haya ya
aparecido en las premisas. Narrativamente, “la continuidad o persistencia
de elementos enfatizada por una explicación característicamente histó-
rica puede ser de un tipo que sirva para tornar inteligible o justificable
327
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Arthur C. Danto
el explanandum cuando éste sea alguna acción humana o secuencia de
acciones humanas”.11 Se presenta un problema inmensamente difícil aquí,
en la ontología histórica; es decir, se trata del problema de cuáles son
los elementos que persisten a lo largo de un cambio. Es bastante simple
cuando nos interesa el cambio de actitud del duque de Buckingham; pero
el asunto es considerablemente más complejo y metafísicamente desafian-
te cuando estamos interesados en cambios como el fin del feudalismo,
o el surgimiento del nacionalismo, o, para el caso, el embellecimiento
progresivo del árbol navideño. Se decida como se decida esta cuestión,
desde un punto de vista formal, toda narrativa requiere un tema continuo.
(B) En teoría lógica es un lugar común que, en la conclusión de un
argumento deductivo, no puede aparecer ningún predicado que no esté
anteriormente contenido en las premisas. Supongamos que nuestra
conclusión satisface la condición (A), pero contiene un dato extra. Por
ejemplo, supongamos que es una aserción conjuntiva de dos proposicio-
nes sobre a, Ga y Ha. Claramente, (1) y (2) por sí mismas no suministran
prueba suficiente para la aserción de esta conjunción, y la explicación, por
ende, sería incompleta. Pero puede demostrarse un argumento análogo
sobre narrativas, bien sean históricas o ficticias. Supongamos que al final
de la obra teatral sabemos que Macbeth está muerto y que Macduff lo
detesta, pero la obra misma sólo explica el primer hecho. Dado que el
autor (en nuestra suposición) aclaró bien el hecho de que Macduff odia
a Macbeth, pero no nos ha mostrado por qué lo odia, sentiríamos una
brecha natural en el relato y un error artístico en la pieza teatral; pero la
brecha se zanja y el defecto se subsana cuando se introducen episodios
que expliquen la hostil actitud de Macduff hacia Macbeth: el hecho de
que Macbeth provocó la muerte de la esposa y los hijos de Macduff. En
efecto, puede haber montones de cosas verdaderas de Macbeth al final del
relato respecto de las cuales no se ha suministrado ninguna explicación
dentro de la pieza teatral. De entre todas ellas, sólo unas pocas han sido
seleccionadas para recibir una explicación narrativa; pero, por supuesto,
esto es así respecto de cualquier explicación, histórica o de otro tipo. La
cuestión es, una vez más, que no explicamos los sucesos como tales, sino
que, más bien, explicamos sucesos en virtud de una cierta descripción;
y en historia elegir una descripción es tan importante como lo es en la
11
W. B. Gallie, “Explanations in History and the Genetic Sciences”, reimpreso en
Gardiner (ed.), Theories of History, págs. 386 y siguientes.
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Narración y conocimiento
ciencia. Pero una vez elegida, el suceso debe ser explicado detalladamente
en relación con tal descripción.
[C] Supongamos que simplemente agregamos una premisa (3a): Ea. La
deducción prosperaría como antes, pero (3a) no haría aporte alguno a la
labor lógica. Sería superfluo y deductivamente inerte. Viola una regla de
la elegancia deductiva, que requiere que una deducción válida contenga
todas y sólo esas oraciones requeridas para la conclusión. Estéticamente,
y con referencia a un análogo narrativo, esto representaría una violación
del gusto artístico. Es un defecto en una narrativa que ésta contenga
episodios que no contribuyen a la acción. La escena con el ebrio Porter
de Macbeth es un ejemplo de un episodio narrativamente inerte, y en
verdad ha sido criticado exactamente por ese motivo. Por supuesto, esto
no significa que su inclusión no pueda estar justificada de alguna otra
manera. Por ejemplo, puede brindar algún alivio al clima de intenso terror
creado por la escena inmediatamente anterior, la del homicidio. También
los historiadores pueden introducir información narrativamente inerte;
pero estoy aquí interesado sólo en el aspecto explicativo de las narrativas.
Sobre la base de estas analogías, entonces, podemos, creo, enunciar
algunas de las condiciones necesarias para lograr la unidad narrativa.
Así, si N es una narrativa, entonces N carece de unidad a menos que (A)
N trate sobre el mismo tema, (B) N explique suficientemente el cambio
operado en ese tema, que está contemplado por el explanandum, y (C)
N contenga sólo la información requerida por (B) y no más. No digo
que éstos sean los únicos criterios para lograr la unidad; puede haber
otros criterios para lograr una pieza satisfactoria de escritura histórica
que incluso puedan entrar en conflicto con los primeros; por ejemplo,
con (C). Pero no quiero complicar inútilmente la cuestión que estoy
exponiendo yendo más allá que esto, porque queda por explicarse el
rol de las narrativas.
El hecho de que existan estas analogías entre argumentos deductivos
y narrativas ayuda a sustentar mi afirmación de que una narrativa es una
forma de explicación si un argumento deductivo lo es. Pero ahora me
gustaría demostrar dónde es que la analogía parece ceder, y por qué,
por consiguiente, las narrativas no son siempre reducibles a argumentos
deductivos.
Hasta ahora he dicho que un relato, como mínimo, tiene una forma
como ésta:
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Arthur C. Danto
(i) Fa,
(ii) y,
(iii) Ga.
Aquí, Fa y Ga juntas, y en ese orden, representan un cambio en a. Este
cambio puede no estar cubierto por una ley general, pero una vez que se
hace referencia a y –un episodio causal–, entonces se apela a alguna ley
general, se formula alguna suposición general para que las cosas como
y provoquen que las cosas como a cambien de F a G. Llamaré ahora na-
rrativa atómica a tal narrativa, la cual contiene un comienzo (i), un final
(iii) y un medio (ii). Gráficamente,lo representaré de la siguiente manera:
F G
/./
donde las barras representan los puntos extremos del cambio, y el
punto representa la causa del cambio.
Pero ahora puede suceder que haya cambios tales que ninguna cau-
sa única pueda servir para explicarlos. En este caso, podemos suponer
que a –el sujeto del cambio– ha atravesado una secuencia de cambios, y
que, por consiguiente, debe asignarse una secuencia de causas a fin de
explicar el cambio principal, más o menos de la forma en que un hom-
bre, digamos, sólo puede llegar desde Westchester a Nairobi tomando
(digamos) un subterráneo, un avión, un tren y un barco, en ese orden,
ya que no hay un único medio de transporte que sirva para llevarlo a lo
largo de todo el trayecto. En casos de este tipo, donde no hay una única
causa que explique el cambio, sino sólo una secuencia de causas –cada
una de las cuales explica un cambio sucesivo–, hablaré de una narrativa
molecular, que representaré de la siguiente forma:
F G H I
/./././
donde los tres cambios sucesivos son F-G, G-H y H-I.
En una narrativa molecular, cada unidad / . / está cubierta por una
ley general que es al menos del tipo que he caracterizado arriba, pero
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no necesita haber ninguna ley general que cubra todo el cambio. Puede
haber una cuestión respecto de por qué requerimos la noción de una
narrativa molecular, y no podemos considerar tal narrativa molecular
como simplemente una serie de principio a fin de narrativas atómicas.
La respuesta a esto es simple: es porque estamos interesados en el cam-
bio más grande (en la representación anterior) F-I, del cual los cambios
intermedios son partes. Pero esto sirve, a la vez, para responder lo que
podría parecer una objeción a nuestro relato, y en verdad una objeción a
toda la empresa de la historia. La objeción es ésta: ¿por qué, a fin de dar
cuenta de I, necesitamos algo más que la última unidad de la cadena de
narrativas atómicas? ¿No es que la causa representada por el punto en
H I
/./
es la causa de I? En cuyo caso, ¿por qué regresar a
F
/?
La respuesta es ésta: la causa en cuestión sirve, en efecto, para expli-
car I, pero el hecho es que no estamos específicamente interesados en I
como tal, sino en el cambio F-I; y para este cambio, la causa citada no es
suficiente. Aquí tenemos un ejemplo más del tipo de error que surge de
pensar que el explanandum en una explicación histórica es simplemente
la descripción de un suceso. Cuando, por el contrario, vemos que el ex-
planandum histórico característico describe un cambio y, con frecuencia,
en efecto, un cambio enorme que abarca, quizás, siglos, podemos ver de
inmediato por qué no podemos reducir una explicación narrativa a su
episodio final (o narrativa atómica).
Pero ahora, ¿qué pasa con nuestra analogía entre narrativas y argu-
mentos deductivos? Para empezar, podría sostenerse que, de la misma
forma en que debemos referirnos a varios cambios y, por ende, a varias
causas, a fin de dar cuenta de un gran cambio “molecular”, en un argu-
mento deductivo podemos necesitar varias premisas distintas a fin de
obtener una conclusión, ninguna de las cuales por sí misma implica la
conclusión. Así, pensando en la condición (B) anterior, no podemos, por
331
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ejemplo, deducir Ha a partir sólo de las dos premisas Fa y (x) (Fx ⊃ Gx).
Pero agregando una premisa más podemos completar el argumento váli-
damente. Según el modelo de Hempel, la premisa agregada debe o bien
ser una ley general o un enunciado de otra condición inicial requerida,
o ambas. Ahora, supongamos que agregamos la ley general (x) (Gx ⊃ Hx).
Esto surtiría el efecto deseado, pero el hecho es que podemos, en tal caso,
eliminar las dos leyes generales a favor de otra, porque dado que podemos
obtener válidamente p ⊃ r de p ⊃ q y q ⊃ r, las dos leyes se reducen a
una, (x) (Fx ⊃ Hx). Pero tal eliminación no puede obviamente realizarse
en cada narrativa válida. Así, supongamos que tenemos
F G H
/././
que presupone dos leyes generales y se refiere a dos causas distintas,
digamos k.1 y k.2. Las leyes son como sigue:
k.1 F-G,
k.2 G-H.
Tal vez no podamos reducir estas leyes a una única y más amplia, y,
además, tal vez no podamos encontrar una única causa que explique el
cambio F-H, entonces, aquí fracasaría la analogía.
Por otro lado, hay una posibilidad más. Supongamos que eliminamos
nuestra ley general y la reemplazamos con ésta: (x) (Fx . Gx.·⊃ Hx.), y
agregamos la otra condición inicial Ga. Aquí, ni Fa ni Ga solas implican
la conclusión, y la ley requiere su conjunción si ha de satisfacerse su
antecedente. Ciertamente, esto sería análogo al caso de una narrativa que
requiere más de una causa para dar cuenta de un cambio de gran escala.
En verdad, podríamos incluso tener leyes en las cuales las condiciones
iniciales requeridas deban ser satisfechas en secuencia; por ejemplo, (x)
(Fxt-1..Gxt-2..⊃. Hx), donde los subíndices indican el orden en el cual han
de satisfacerse las condiciones iniciales. Podemos llamar a dichas leyes
“leyes históricas”. Entonces, con la ayuda de las leyes históricas, junto
con una especificación de condiciones iniciales temporalmente distintas,
podríamos en verdad deducir nuestra conclusión. Tales leyes, en ver-
dad, nos permitirían realizar predicciones, o, mejor aún, predicciones
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Narración y conocimiento
con reservas; porque dado que las dos formas (p.q) ⊃ r y p ⊃ (q⊃r) son
demostrablemente equivalentes, se sigue que si tenemos una ley histórica
de la forma
(C0t-0 . C1t-1 .... Cnt-n) ⊃ E
y, si C0 sucede en el momento t-0, podemos predecir que E tendrá
lugar si C1 ... Cn tienen lugar en el orden temporal requerido. Aproxi-
madamente de la misma forma en que podríamos decir (predecir) que
un cohete viajará una cierta distancia a condición que se produzcan tres
explosiones en serie, y entonces, suponiendo que en efecto ocurra la
primera, podríamos también predecir que el cohete viajará la distancia
requerida si se producen las dos explosiones restantes.
Puede haber leyes históricas. Incluso puede haber leyes históricas en
la historia, para el caso; pero si se las descubriera, no agregarían ningún
nuevo respaldo al determinismo que el que agregaría la existencia de
leyes no históricas. Tampoco, de ninguna manera, dichas leyes nos darían
derecho a extraer en conclusión que existe la inevitabilidad histórica, de
la misma forma que la existencia de leyes generales de tipo no histórico
no nos da derecho a extraer como conclusión que existe la inevitabili-
dad en la naturaleza. Entonces, el descubrimiento de las leyes históricas
de ninguna manera sustenta las pretensiones proféticas de los filósofos
sustantivos de la historia.
Mientras tanto, creo, puedo justificadamente afirmar que si podemos
transformar una narrativa molecular en un argumento deductivo, se trata
de una tarea que depende de la cuestión de si existen las leyes históri-
cas, y además quedaría pendiente –incluso si se descubrieran algunas
leyes históricas– la cuestión de si, por cada narrativa molecular, podría
encontrarse una ley histórica general.
De cualquier forma, el hecho sigue siendo que, al menos en la historia,
se conocen pocas leyes históricas –si es que se conoce alguna–, pero esto
de ninguna manera disminuye ni menoscaba la fuerza explicativa de las
narrativas. Si algo menoscaba es esa postura filosófica que se compromete
con el punto de vista de que cada explicación requiere, como condición
necesaria, que sea capaz de formulación deductiva. He concedido que
ésta bien puede ser una condición suficiente, pero no es una condición
necesaria si se aceptaran las narrativas moleculares como explicativas. Re-
333
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itero: esto no implica que las narrativas puedan construirse sin el empleo
de leyes generales, sino sólo que no es necesario encontrar ninguna ley
general que cubra todo el cambio cubierto y explicado por una narrativa.
Debería ya quedar claro el rol de las narrativas en la historia. Se las
emplea para explicar los cambios y, sobre todo, los cambios de gran escala
que tienen lugar, a veces, a lo largo de períodos de tiempo que son vastos
en relación con la vida humana. Es el trabajo que le cabe a la historia
revelarnos esos cambios, organizar el pasado en totalidades temporales
y explicar esos cambios además de contarnos qué pasó, si bien con la
ayuda del tipo de perspectiva temporal lingüísticamente reflejada en las
oraciones narrativas. El esqueleto de una narrativa tiene esta forma:
/ . / . / . / . . . . ./
pero al esqueleto se le puede agregar la carne de las descripciones
adicionales, los relatos, los juicios morales y condimentos por el estilo.
Pero éstos, sugiero, son –al menos, filosóficamente– de interés secundario.
Una palabra para terminar: incluso suponiendo que tuviéramos leyes
históricas realmente extraordinarias, que involucraran vastamente nu-
merosas variables y que cubrieran tramos inmensos de tiempo, seguiría
no habiendo motivo para suponer que la vinculación entre esas leyes
y las totalidades temporales que las ejemplifican sería menos laxa que
la vinculación existente entre las leyes que he estado exponiendo y sus
ejemplos. Entonces, dichas predicciones que podemos hacer a través
de esas leyes no serían meramente condicionales, sino que también
serían generales. Nos dirían, como mucho, qué sucederá sólo en virtud
de ciertas descripciones altamente generales siempre y cuando se veri-
fiquen secuencialmente ciertas condiciones iniciales, insisto, en virtud
de descripciones altamente generales. Entonces, una vez más, se verían
subvertidas las aspiraciones proféticas de los filósofos sustantivos de la
historia, y una vez más se nos plantearía el problema de escribir la historia
de los acontecimientos antes de que los acontecimientos hayan sucedi-
do, una tarea que la existencia de las leyes históricas no nos permitiría
concretar. Nuestro conocimiento del futuro permanecería abstracto en
contraste con nuestro conocimiento del pasado. Y la tarea de la historia
misma seguiría siendo contar el relato de lo qué sucedió con precisión,
incluso si el relato se encuadrara en una ley histórica general en calidad
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Narración y conocimiento
de ejemplo, e incluso si la ley fuera conocida. Solamente la historia sería
capaz de exhibir la asombrosa variedad de totalidades temporales que,
de todas formas, se encuadran en una única ley histórica. Nuestra fasci-
nación con los detalles del pasado, en todo caso, aumentarían. A uno no
le parece que los sonetos sean menos interesantes ni hermosos cuando
se le dice que todos los sonetos tienen una forma invariable. Más bien,
aumenta nuestra admiración por la creatividad poética cuando nos ente-
ramos de que se han producido tantas obras tan distintas y personales de
conformidad con un conjunto de reglas absolutamente rígido e invariable.
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