La multitud empezó a salir.
En la mayoría de los; labios se oían
frases condenatorias para la acusada. Algunos de los asistentes al
juicio, sin embargo, tenían sus dudas no sólo acerca de la
culpabilidad de Edwina Byngton, sino de la presunta imparcialidad
del juicio.
Pero la sentencia debía cumplirse. Al día siguiente, una enorme
multitud acompañó a la condenada hasta el lugar donde debía morir
quemada.
Algunos la insultaban y hasta le arrojaban pellas de barro. Junto a
Edwina caminaba un pastor, exhortándola a arrepentirse de sus
pecados de brujería.
—Nunca he sido una bruja protestaba la mujer, una y otra vez,
enérgicamente.
Cuando se vio atada al poste del suplicio, por medio de gruesas
cadenas que rodeaban su cuerpo, se echó a llorar.
—Mi hija gimió. ¿Qué será de mi pobre hija?
Nancy Byngton, de trece años, contemplaba la horrible escena
desde lejos. Unas vecinas compasivas habían intentado retenerla en
su casa, pero ella había conseguido escaparse. Llena de horror, vio
cómo ataban a su madre y amontonaban leña a sus pies.
El poste del suplicio era un gran árbol, de tronco recto y alto de más
de veinticinco metros, situado en la cumbre de una pequeña colina
que dominaba la pequeña población. Junto con la leña, había
mezcladas grandes cantidades de paja y ramillas secas.
Los ejecutores se acercaron al montón de leña empuñando sendas
antorchas encendidas. Entonces, Edwina viendo llegada su última
hora, lanzó un gran grito:
—¡Pueblo de Kittsburgh, yo te maldigo por tu cobardía colectiva y
por el crimen que cometéis conmigo! ¡Un día, este pueblo maldito
arderá hasta los cimientos y en sus llamas perecerán todos los que
me han condenado y sus descendientes…!
Clark Carrados
¡Quémate, bruja!
Bolsilibros: Selección Terror - 104
ePub r1.0
xico_weno 02.09.15
Título original: ¡Quémate, bruja!
Clark Carrados, 1975
Editor digital: xico_weno
ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO
—Edwina Byngton —dijo el juez con voz campanuda—, este tribunal ha
examinado tu caso con absoluta imparcialidad y te ha encontrado culpable
del delito de que se te acusó. Por tanto, te sentenciamos a morir en la
hoguera, como autora de un delito múltiple de brujería. ¡Que Dios, en su
infinita misericordia, tenga piedad de ti y alcance a librarte de la nefasta
influencia del Maligno a quien vendiste tu alma a cambio de obtener
poderes mágicos!
La acusada, joven y atractiva aún, miró con ojos extraviados a los
jueces y al jurado que la contemplaban severamente desde sus respectivos
estrados.
—¡Pero eso no puede ser! —gritó—. ¿Qué va a ser de mi pobre hijita?
Yo no he hecho nada malo…
—¿Has terminado ya, Edwina Byngton? —preguntó el juez fríamente.
La sala estaba atestada de público que había seguido el juicio con
morbosa curiosidad. De repente, Edwina comprendió que no podía esperar
piedad.
Conocía muy bien las razones. Por si fuera poco, su esposo, el capitán
Byngton, se hallaba ausente. Apenas hacía cuatro semanas que había
zarpado con su ballenero. Tardaría varios meses en regresar, quizá un año.
El capitán Byngton no podría defender a su esposa.
—Sé por qué me condenáis —dijo, con extraña serenidad—. Me acusáis
de brujería, de haber fabricado untos mágicos, de haber vendido mi alma al
diablo y de haber hecho mal de ojo a algunas personas de la localidad. Pero,
en realidad, lo que sucede es…
Edwina citó algunos detalles referentes a varias dé las personas más
conocidas de la aldea, algunas de las cuales componían el jurado. Más de
uno había cometido auténticos crímenes, sin que por ello se le hubiera
juzgado y mucho menos acusado.
Sonaron fuertes murmullos en la sala que el juez acalló con enérgicos
golpes de mazo. Irritado se dirigió a la acusada:
—Si no callas, haré que te amordacen, mujer —exclamó.
—Tengo derecho a hablar, la ley me lo concede… —protestó Edwina
acaloradamente—. Yo deseo hacer saber…
El juez hizo una seña con la mano. Dos fornidos alguaciles se
precipitaron sobre la mujer y le taparon la boca, a la vez que la sujetaban
fuertemente.
—¡El juicio ha terminado! —Gritó el juez Padderhorn—. ¡Despejen la
sala!
La multitud empezó a salir. En la mayoría de los; labios se oían frases
condenatorias para la acusada. Algunos de los asistentes al juicio, sin
embargo, tenían sus dudas no sólo acerca de la culpabilidad de Edwina
Byngton, sino de la presunta imparcialidad del juicio.
Pero la sentencia debía cumplirse. Al día siguiente, una enorme
multitud acompañó a la condenada hasta el lugar donde debía morir
quemada.
Algunos la insultaban y hasta le arrojaban pellas de barro. Junto a
Edwina caminaba un pastor, exhortándola a arrepentirse de sus pecados de
brujería.
—Nunca he sido una bruja —protestaba la mujer, una y otra vez,
enérgicamente.
Cuando se vio atada al poste del suplicio, por medio de gruesas cadenas
que rodeaban su cuerpo, se echó a llorar.
—Mi hija —gimió—. ¿Qué será de mi pobre hija?
Nancy Byngton, de trece años, contemplaba la horrible escena desde
lejos. Unas vecinas compasivas habían intentado retenerla en su casa, pero
ella había conseguido escaparse. Llena de horror, vio cómo ataban a su
madre y amontonaban leña a sus pies.
El poste del suplicio era un gran árbol, de tronco recto y alto de más de
veinticinco metros, situado en la cumbre de una pequeña colina que
dominaba la pequeña población. Junto con la leña, había mezcladas grandes
cantidades de paja y ramillas secas.
Los ejecutores se acercaron al montón de leña empuñando sendas
antorchas encendidas. Entonces, Edwina viendo llegada su última hora,
lanzó un gran grito:
—¡Pueblo de Kittsburgh, yo te maldigo por tu cobardía colectiva y por
el crimen que cometéis conmigo! ¡Un día, este pueblo maldito arderá hasta
los cimientos y en sus llamas perecerán todos los que me han condenado y
sus descendientes…!
Empezaron a verse las primeras volutas de humo. Casi en el acto se
vieron algunas lenguas de fuego.
De repente, se oyó un alarido desgarrador. Muchos de los espectadores
se taparon los oídos para no escuchar los horribles gritos que profería la
víctima.
Los gritos cesaron a los pocos minutos. Ya no se veía más que una negra
figura, que se consumía lentamente entre las llamas.
A corta distancia, el juez Padderhorn contemplaba la escena,
acariciándose la frondosa barba, a la vez que sonreía mefistofélicamente.
Todos sus planes se habían cumplido al pie de la letra, tal como los había
ideado desde un principio.
El capitán Byngton era un hombre rico y su mujer muy joven y guapa.
Éstos eran los auténticos motivos de la condena de Edwina.
Los verdugos arrojaron más leña a la hoguera. De pronto, la copa del
árbol se incendió con una gran llamarada.
La multitud retrocedió. Caían carbones ardientes de lo alto. Sonaron
algunos chillidos de horror.
Poco después, la ennegrecida cabeza de Edwina se separó del tronco y
cayó a las brasas. El resto del cuerpo acabó por convertirse en cenizas.
Cuando el fuego se apagó, los verdugos removieron bien las cenizas y
las enterraron en un hoyo próximo. Extrañamente, el tronco del árbol,
aunque ennegrecido, había resistido bien el fuego y no llegó a consumirse,
aunque quedó sin ramas, erguido, recto como un dedo acusador.
En cuanto a la hija de la bruja, Nancy, desapareció de Kittsburgh y
nadie más volvió a saber de ella. Ni siquiera su padre, cuando, once meses
más tarde, regresó de su campaña ballenera al mando del bergantín Golden
Arrow.
***
La noche era oscura, tempestuosa, a pesar de la luna llena, que se veía
oculta con frecuencia por las nubes. A lo lejos, en el puerto y en la costa,
chillaban las gaviotas.
El hombre cavaba afanosamente. Estaba al pie del árbol sin ramas, el
que había servido de poste para la ejecución de Edwina Byngton. De
repente oyó unos pasos y se volvió.
—Ah, es usted, capitán Byngton —dijo con fingida jovialidad—. Un
amigo botánico me dijo que este árbol, con la tierra bien cuidada, quizá
pudiera rebrotar…
La negra silueta que había a un par de pasos de distancia no se movió.
Fergus Padderhorn vio algo brillante en su mano derecha.
—Juez, usted hizo asesinar a mi mujer —dijo el capitán Byngton.
—Capitán, su mujer era una bruja…
—Fue hija de un médico, al lado del cual aprendió muchas cosas para
componer medicinas y curar a los enfermos. Usted la acusó de fabricar
untos mágicos, cuando sólo quería ayudar a los que estaban faltos de salud.
Algunos, es lógico, no sanaban, y entonces usted decía que les había echado
mal de ojo. Se aprovechó de su puesto, de sus influencias y de mi forzada
ausencia, para montar una parodia que le permitiera conseguir su venganza,
que le permitiera satisfacer su despecho… Edwina me amaba y me lo había
contado todo. Usted la perseguía como un chivo lúbrico y ella rechazó
siempre sus lascivas proposiciones.
»Pero todavía hay más. Usted sabe de sobra que soy hombre de buena
posición, que soy el propietario, íntegramente, del Golden Arrow, sin que
otra persona tenga participación en el mismo. Todos los beneficios que
obtengo cazando ballenas, una vez cubiertos los gastos, son para mí, sin
necesidad de repartirlos con otros socios. Usted ambicionaba mi fortuna
también.
»Y aún queda una acusación más: mi hija Nancy, espantada por lo
sucedido, huyó de este maldito pueblo, acaso temiendo ser acusada también
de brujería, a pesar de ser solamente una niña. He hecho pesquisas y no la
he encontrado, juez, ¿se le ha ocurrido alguna vez que tendría que purgar
sus culpas?
Padderhorn, aterrado, retrocedió un par de pasos, hasta que su espalda
chocó contra el tronco del árbol.
—No, capitán… Oiga, yo me limité a aplicar la justicia…
Byngton lanzó una sarcástica risotada.
—¡La justicia! Usted se burla de ella sólo con pronunciar esa palabra.
No ha hecho otra cosa que aprovechar la preeminencia de su puesto para
satisfacer sus peores instintos, sus ansias de poder y su insaciable codicia.
Pero una persona honrada se le resistió…, ¡y usted la condenó a morir en la
hoguera, en pleno siglo XIX!
—Es la ley. Moderna o antigua, debe cumplirse.
—Ahora se va a cumplir mi ley, juez, felón.
De repente, Byngton alargó una mano. El hierro del arpón ballenero se
apoyó en el pecho de Padderhorn.
Los ojos del juez bajaron para contemplar aquel largo trozo de acero
semejante a una lanceta médica, pero de tamaño veinte veces mayor. La
punta y los bordes estaban afiladísimos, como se necesitaba para penetrar
profundamente en la gruesa piel de los cetáceos.
—No, no… —gimió Padderhorn, con voz que apenas podía brotar de su
garganta, debido al pánico que sentía.
Byngton, inflexible empujó. Unos centímetros de acero penetraron en la
carne del juez.
Padderhorn gritó.
—Grita, grita, maldito… —le apostrofó el marino— También mi esposa
gritaba pidiendo clemencia y tú te reías de ella mientras su cuerpo se
consumía en las llamas. ¡Grita, juez traidor!
El arpón penetró aún más en la carne. Los chillidos de Padderhorn eran
espantosos.
De súbito Byngton empujó con todas sus fuerzas. El hierro traspasó el
cuerpo de Padderhorn y se clavó en la madera.
Byngton empujó todavía un poco más a fin de hacer que el arpón se
hincara en el árbol de modo que no pudiera ser desclavado por los
espasmódicos movimientos de su víctima. El hierro no había tocado el
corazón, aunque sí otros órganos vitales.
Padderhorn, sin embargo, tardaría aún en morir. Con manos crispadas,
intentaba arrancarse del cuerpo aquella lanza, pero sus fuerzas eran cada
vez menores.
El marino permaneció allí, presenciando la agonía de su víctima, hasta
que vio que la cabeza del juez se doblaba sobre su pecho. Entonces, dio
media vuelta y desapareció.
Un año más tarde, el bergantín Golden Arrow, que tantas veces había
hecho honor a su nombre (Flecha de Oro), fue sorprendido por una
violentísima tempestad en el cabo de Hornos y, desarbolado y sin gobierno,
se hundió con toda su tripulación.
CAPÍTULO II
Olía a pescado y las gaviotas chillaban al revolotear sobre el puerto.
Siguiendo la carretera que bordeaba las colinas, Derek Tate descendió hacia
la pequeña población costera que se avistaba allá abajo, en el centro de la
bahía.
Antaño, Kittsburgh había tenido cierta importancia como centro
ballenero. Desaparecidos los barcos de vela y empleándose otros métodos
en la pesca de los cetáceos, Kittsburgh había iniciado un declive que la
había llevado a casi una total despoblación. Ahora sólo vivían unos pocos
cientos de personas, la mayor parte de las cuales obtenían sus ingresos de la
pesca.
Tate se había informado bien antes de viajar a Kittsburgh. Le habían
confiado una misión no muy agradable en principio, pero luego, a medida
que iba profundizando en ella, le gustaba más y más, hasta llegar a la
convicción de que el triunfo representaría para él una notoria satisfacción
profesional.
A trescientos metros de la población divisó una pequeña colina, de
tonos rojizos, en cuya cima se alzaba un singular monolito. Tardó unos
momentos en darse cuenta de que era el tronco de un árbol, totalmente
desprovisto de hojas y ramas.
Momentos después entraba en Kittsburgh. Rodó a marcha moderada,
hasta que vio la muestra deseada: Hotel del Puerto. Paró el coche, cerró el
contacto y aplicó el freno de mano.
En el asiento posterior tenía un pequeño maletín. Con él en la mano, se
dirigió hacia el hotel. Penetró en el interior. La recepción estaba desierta,
pero pudo ver un timbre de percusión, que golpeó un par de veces.
—Un momento, ya va —sonó una voz femenina en alguna parte.
Tate aguardó paciente, con la ayuda de un cigarrillo. De pronto, se agitó
la cortina de canutillos que había al otro lado de la puerta.
Una mujer apareció ante sus ojos. Era joven, unos veintiocho años,
rubia, con ojos brillantes, figura opulenta y sonrisa maliciosa.
—¿Señor?
—Mi nombre es Derek Tate —dijo el recién llegado—. ¿Puede darme
una habitación, señora?
—Claro que sí. Tome, firme aquí.
Tate cogió la pluma que ella le entregaba y escribió su nombre. La joven
le dio una llave a continuación.
—Habitación número dos —indicó—. Es la mejor… —añadió.
—Mil gracias, señora…
—Lena Green, señora Green —puntualizó ella—. Pero puede llamarme
Lena, simplemente.
—Mil gracias, Lena. He visto que Kittsburgh es una población muy
agradable.
Ella se encogió de hombros.
—Mortalmente aburrida y sin el menor atractivo, salvo la leyenda de la
última bruja —contestó—. Supongo que usted la conoce y por eso ha
venido, señor Tate.
—Algo he oído, en efecto, aunque mi viaje a Kittsburgh tiene otro
interés. Soy investigador de seguros, Lena.
—Ah —murmuró la joven—. Pero aquí no ha ocurrido ningún siniestro
desde hace muchos años…
—Son unos datos complementarios los que he de obtener —dijo Tate.
—Comprendo. Bien, le deseo una grata estancia en Kittsburgh y que
consiga lo que desea.
—Mil gracias, Lena. Y ahora, con su permiso, iré a asearme un poco.
De repente, se oyó una voz en la entrada:
—¿Qué, viene también a buscar el tesoro de la bruja?
Sorprendido, Tate se volvió. Apoyado en una de las jambas, se veía a un
hombre vestido pobremente, con ropas más sucias que viejas y barba de
varios días. Tenía un párpado caído y su sonrisa era más bien una mueca,
debido acaso a una deformidad física. El aspecto del sujeto era
desagradable, incluso repugnante.
—No sé de qué me está hablando, señor…
Lena no dejó que Tate continuara.
—Estás molestando a uno de mis huéspedes, Dick Sholl. Anda, lárgate
por ahí a emborracharte y déjanos en paz de una vez.
Sholl lanzó una risita.
—El tesoro de la bruja, ji, ji… Otro tonto más… Cavará, cavará y nunca
lo encontrará… Lena, ¿qué habitación le has dado a ese guapo forastero?
¿La tuya, acaso?
Se oyó un grito de femenina indignación. Lena agarró un pesado
cenicero y se dispuso a arrojárselo al sujeto, pero una mano sujetó su
muñeca.
—No —dijo Tate.
Con la otra mano, sacó una moneda y la lanzó al aire.
—Ande, váyase a tomar una copa —invitó, sonriente.
Entonces, Sholl hizo algo extraño. Adelantó la cabeza, y con los dientes,
agarró la moneda en el aire, antes de que cayera al suelo. Mordió un par de
veces, la cogió con los dedos y se quitó el grasiento sombrero que llevaba
puesto.
—Un millón de gracias, milord —dijo burlonamente.
Y se alejó, dejando tras sí la estela de una risa de tonos propios de un
demente.
Tate se volvió a la joven. El pecho de Lena subía y bajaba con violentos
espasmos, indicios de la irritación que la poseía.
—No haga caso a ese imbécil —dijo la joven—. Éste es un pueblo
pequeño y… ¿No ha oído hablar nunca del tonto del pueblo que, además,
suele ser un borrachín?
Tate sonrió comprensivamente.
—Ocurre a veces, en efecto —convino—. Pero usted no debe
molestarse por ello.
—Lo que pasa es que no quiero que moleste a mis huéspedes. Y ese
tonto de Sholl, cada vez que llega un forastero a Kittsburgh, viene a
molestarle con sus tonterías sobre el tesoro de la bruja. Leyendas sin
fundamento, ¿comprende?
—Por supuesto. Con su permiso, Lena…
Tate se alejó hacia la escalera que conducía al primer piso. El hotel era
pequeño, pero estaba bien cuidado y poseía el encanto de las casas antiguas
en perfecto estado de conservación. En su dormitorio, la única concesión al
modernismo era un cuarto de baño en el que no faltaba el menor detalle,
incluso un gran secador por aire caliente.
***
Terminó de asearse y consultó las notas de su agenda. Tenía que
interrogar a varias personas, de las que se suponía conservaban viejos
documentos. Además, estaba el archivo de la parroquia y el de las oficinas
de la capitanía del puerto. Cuando hubiese terminado sus pesquisas, podría
dar por concluida la misión que le había sido encomendada.
—Aunque más correcto sería decir que yo he presionado para que me la
encomendaran —musitó.
De pronto, llamaron a la puerta.
—¡Pase! —dijo.
La puerta se abrió. Un hombre de mediana edad, rechoncho, con un
grueso cinturón del que pendía la funda de una pistola y una estrella en el
pecho, apareció ante sus ojos.
—Soy el comisario Lang, jefe de policía de Kittsburgh —se presentó el
individuo.
—Encantado, comisario. ¿En qué puedo servirle?
Los menudos ojillos de Lang escrutaron al forastero, un hombre alto, de
fuerte complexión, pelo claro y ojos azules. Contaría unos treinta años,
calculó Lang.
—He oído decir que es usted investigador de una compañía de seguros
—habló al cabo.
—Sí, en efecto —admitió Tate.
—Hace muchísimos años que en Kittsburgh no se ha producido ningún
siniestro ni ha ardido una casa. ¿Por qué ha tenido que venir aquí?
—Estoy informado de ello, comisario, pero yo no he venido a investigar
un siniestro ocurrido en esta población. En realidad, se trata de
investigaciones complementarias sobre otro… accidente, eso es todo.
—Si usted me indica el nombre de esas personas, su labor puede verse
notablemente facilitada, señor Tate.
—Perdón, comisario, pero se trata de una investigación confidencial. Y,
por supuesto, nada contrario a la ley. Mi compañía actúa siempre dentro de
la más estricta legalidad.
Los párpados de Lang se entornaron.
—Sólo desearía que no fuese usted otro de los malditos entrometidos
que vienen periódicamente a buscar el tesoro de la bruja —rezongó.
—Un representante de la ley debe ser más comedido con los ciudadanos
y no emplear expresiones como «maldito» y «entrometido» —dijo Tate
severamente—. Incluso aunque haya indicios de culpabilidad en los
ciudadanos, los cuales han de ser considerados inocentes hasta tanto no se
demuestre lo contrario.
—Conozco la ley…
—En tal caso, le felicito y le ruego que me deje en paz.
Hubo un instante de silencio. Los ojos de Lang chispeaban de furia.
—Olvídese del tesoro de la bruja —insistió, un momento antes de cerrar
de un portazo.
Tate torció el gesto. La actitud del comisario no le gustaba en absoluto.
—Acabo de llegar y ya me he creado el primer enemigo —masculló,
disgustado consigo mismo.
Pero era todo lo que podía haber hecho, ante una actitud tan poco
razonable como la del representante de la ley. Sin embargo, pensó que debía
moderarse y ser más paciente y diplomático en su trato con los habitantes
de Kittsburgh.
Una vez más, consultó su agenda. Según los datos que había
concentrado en ella, la primera persona a la que debía visitar era Della
Madigan y vivía en el número 76 de la Avenida del Puerto.
—En las afueras de la población —calculó.
***
La casa era pequeña, de una sola planta y estaba algo separada de las
demás. Un pequeño pero bien cuidado jardín la rodeaba, y el edificio
aparecía casi como el día en que fue construido, seguramente cien años
antes, pensó Tate.
El edificio se hallaba casi al pie de la colina de color rojizo, sobre cuya
cima se veía el pelado tronco del árbol. Habría escasamente cuatrocientos
metros, en línea recta. El vegetal monolito resaltaba poderosamente en el
paisaje.
Tate llamó a la puerta. A los pocos momentos apareció ante sus ojos una
encantadora muchacha, de unos veintidós años, pelo castaño y ojos
verdosos. Vestía con sencillez, lo que no impedía apreciar la singular
esbeltez de su figura.
—¿Señorita Madigan?
—Sí, yo misma…
—Me llamo Derek Tate y soy investigador de una compañía de seguros.
Si no le importa, señorita, desearía hacerle algunas preguntas…
—Acerca del tesoro de la bruja, ¿no es así?
—Por favor, señorita Madigan.
Della rió nerviosamente.
—Resulta lógico hacer preguntas sobre el tesoro que una bruja dejó
enterrado a quien está calificada como bruja —exclamó—. Señor Tate, le
ruego se marche inmediatamente. O de lo contrario, lanzaré algún hechizo
contra usted o le haré el mal de ojo.
El forastero se quedó atónito al recibir semejante andanada. Antes de
que pudiera reaccionar se había cerrado la puerta en sus propias narices.
—Sí que se gasta genio la chica —murmuró.
Pero, tenaz, volvió a llamar.
La voz de Della sonó a través de la mirilla.
—Señor Tate, si no se va inmediatamente, abriré para que salga mi
perro —gritó.
Unos sonoros aullidos se dejaron oír en el acto. La voz procedía de un
can de enormes dimensiones, juzgó Tate.
Y como Della parecía dispuesta a cumplir su amenaza, se alejó
prudentemente. Lo que menos deseaba en aquellos momentos era afrontar
la poderosa dentadura de un mastín enfurecido.
CAPÍTULO III
Regresó al hotel, sintiéndose un tanto despechado. Era ya un poco tarde. Al
día siguiente, tendría que visitar al párroco y pedirle permiso para investigar
los archivos de su iglesia. Allí encontraría, si no todos, buena parte de los
datos que buscaba.
Pasó por delante de una taberna. El Albatros de Plata era su nombre.
Sholl estaba sentado delante de la puerta y agitó una mano.
—Gracias por el obsequio, forastero —dijo, con sonrisa babeante—.
Ojalá encuentre el tesoro de la bruja.
Tate no dijo nada. Fue al hotel, abrió la puerta y entró. Lena estaba tras
el mostrador.
—¿Cómo ha ido el primer paseo? —preguntó, sonriente.
—Mal —admitió él sin rodeos—. He ido a visitar a Della Madigan y me
ha amenazado con echarme el perro.
—Esa chica —dijo Lena pensativamente—. Vive una existencia un
poco rara…, con sus cacharros, sus experimentos… Muchos dicen que
prepara filtros mágicos y los vende a los visitantes que desean prolongar su
existencia o curar sus enfermedades… Una vez, hace un par de años, visitó
a la señora Ellistone, que estaba enferma. Era una enfermedad corriente,
nada grave, pero, desde entonces, empezó a decaer, sin que ningún remedio
pudiera salvarla. Falleció a los ocho meses.
—Vamos, Lena, no irá a decirme que Della le echó mal de ojo —
exclamó Tate, jovialmente.
—La señora Ellistone había tenido hasta entonces una salud de hierro.
—¿Qué dijo el médico del pueblo?
—Estuvo ausente casi un año. Della le sustituyó durante todo ese
tiempo. No se puede decir que con éxito. Murieron varios pacientes, a los
que el doctor Hassell hubiera podido salvar.
—Entonces, Della es graduada en medicina.
—Yo lo dudo. Y, como yo, todos los vecinos de Kittsburgh. Nadie ha
visto nunca su diploma, señor Tate…
—Quizá es sólo estudiante…
—Esa chica no me gusta. La vida que hace no es natural en una joven
de su edad. Rechaza constantemente a los pretendientes, no va a los bailes,
tampoco asiste a la parroquia… Hay algo raro en ella, se lo seguro.
Tate sonrió.
—En resumidas cuentas, usted también cree que es una bruja —dijo.
Lena se estremeció.
—Por si acaso, yo he procurado mostrarme simpática y cordial con ella
en todo momento —contestó. Y de pronto, se dio una palmada en la frente
—: ¡Qué descuidada soy! Han traído un paquete para usted y lo había
olvidado… Ah, aquí está.
Lena se inclinó y volvió a levantarse, con una gran caja en las manos,
que depositó sobre el mostrador. Extrañado, Tate vio escrito su nombre en
la cara superior de la caja, que tenía forma aproximadamente cúbica.
—¿Quién la ha traído? —preguntó.
Lena se encogió de hombros.
—Eso es lo más extraño —contestó—. Yo estaba adentro, preparando
unas facturas en el escritorio. Cuando salí, vi la caja sobre el mostrador.
Estorbaba a la vista, así que la dejé en el suelo…
Tate frunció el ceño. La caja era bastante ligera y sonaba a hueco. Tras
unos segundos de vacilación, rasgó el papel. Debajo apareció la tapa de
cartón, que apartó a un lado.
Una exclamación de asombro brotó de sus labios. Lena también gritó.
Había algo muy extraño en el interior de la caja. Era una figurita
humana, atada a un poste, con un montón de leña a sus pies. En realidad, los
supuestos leños eran fósforos de madera y palillos de dientes.
De súbito, una llamarada se encendió en la base de la caja. En unos
segundos, la madera y la figurita ardieron con vivas lenguas de fuego. El
humo, apestoso, invadió la atmósfera durante unos instantes.
—¡Lena, un extintor! —pidió Tate, cuando, al fin, se sintió con fuerzas
para reaccionar.
Ella corrió a la pared para descolgar uno de los extintores. Pero no fue
necesario. El fuego decrecía rápidamente.
En el fondo de la caja, que Tate adivinó protegida por una plancha de
amianto, sólo quedaban ya unas hediondas cenizas. Pero lo que acababa de
presenciar era una vivida representación del drama sucedido más de un
siglo antes.
Se preguntó quién era el autor de la macabra obra. De repente, sonó el
teléfono.
Lena agarró el aparato. Escuchó un momento y luego se lo tendió al
huésped.
—Para usted —indicó.
Tate arqueó las cejas. Tomó el teléfono y pronunció su nombre.
—Quizá presencie algún día una escena semejante, pero absolutamente
real —dijo una voz desconocida—. A menos que se vaya en el acto del
pueblo, claro.
Sonó un «clic». Los labios de Tate se contrajeron.
—Alguien quiere burlarse de mí —dijo—. Pero si ese alguien tiene
ganas de broma… tendré que gastarle yo una de las mías. Siento lo
ocurrido, Lena —añadió.
Ella meneó la cabeza.
—Hay gente muy mala en el pueblo —murmuró.
***
Las espesas cejas del reverendo Phineas McCord se alzaron de sorpresa
al conocer la petición del visitante.
—¿Para qué quiere examinar mis archivos? —preguntó.
—Es una cuestión de… genealogía, reverendo —sonrió Tate.
—Bien, en principio, no tengo inconveniente, aunque, con franqueza,
me gustaría conocer más detalles.
—Lo siento, reverendo; el secreto profesional me impide hablar más. Al
menos, sin permiso de mis superiores. Pero si usted no concede el suyo para
que yo indague en los archivos… Por cierto, mis superiores me indicaron la
conveniencia de hacer un donativo para los fines benéficos de la parroquia.
¿Qué le parecerían cincuenta dólares, reverendo?
El rostro del pastor se humanizó un tanto.
—Aunque no lo parezca, hay muchos pobres en Kittsburgh —dijo—. Y
yo procuro socorrerlos en la medida de mis posibilidades, pero mis
feligreses no se muestran demasiado generosos en las colectas dominicales.
Apenas si obtengo lo necesario para mi sustento y las necesidades mínimas
del edificio parroquial.
Tate sacó del bolsillo una billetera, contó cinco billetes y se los entregó
al pastor.
—No me cabe la menor duda de que usted sabrá aliviar muchas
necesidades —dijo.
—Sin dudarlo, hijo mío. Y que Dios le bendiga a usted y a sus
caritativos superiores… Venga, por favor.
Tate siguió a McCord a través de la iglesia, sencilla, sin el menor
adorno, salvo una cruz en el altar, y pasó por una puerta a un cuartito
pequeño donde había un par de armarios con numerosos legajos.
—Ésos son los archivos parroquiales —indicó el pastor.
—Mil gracias, reverendo. Ah, por favor, ¿podría hacerle una pregunta?
Los ojos de McCord miraron al joven por encima de unos anticuados
espejuelos, con montura al aire, de puente y patillas de acero.
—Sí, por supuesto —accedió—. ¿De qué se trata?
—Verá, es algo confidencial, naturalmente… Yo quería informes suyos
sobre cierta joven de la localidad llamada Della Madigan…
Una llamarada de ira inflamó el rostro del pastor.
—Esta réproba, hija predilecta del Maligno —exclamó coléricamente
—. He ido a visitarla más de una vez, tratando de volverla al camino recto,
al camino de la bondad y del amor, y siempre me ha dado con la puerta en
las narices, cuando no me ha amenazado con arrojarme su perro invisible…
—¿Su perro invisible? —repitió Tate, pasmado no sólo por la ira del
reverendo, sino por las últimas palabras que éste acababa de pronunciar.
—Sí. Ladra siempre que ella lo ordena, pero nadie lo ha visto jamás.
Estoy seguro de que se trata de un demonio de segundo orden, que Satanás
ha puesto a su disposición, para ayudarla en sus fines inconfesables. Joven,
no tenga tratos con esa bruja o también usted arderá en las llamas eternas.
McCord terminó de hablar y dio media vuelta, dejando al forastero
sumido en la perplejidad y el desconcierto más absolutos.
«Un perro invisible —pensó—. ¿Acaso lo tiene encerrado en casa todo
el día y lo saca a pasear al jardín durante las noches? Pero, aun así, alguien
lo habría visto…».
Sacudió la cabeza. Debía enfrascarse en su trabajo y la parroquia de
Kittsburgh, aun en su pequeñez, tenía un archivo relativamente nutrido.
De pronto, oyó una voz tonante en el exterior.
—Reverendo, ¿está ahí ese entrometido forastero?
—Sí, en los archivos. Me ha preguntado por Della Madigan…
—Cuando termine, recomiéndele la conveniencia de abandonar la
población cuanto antes. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor Padderhorn.
—Dígaselo así o tendré que decírselo yo de otro modo.
Tate se sintió poseído por una cólera invencible. Abandonó el armario
junto al que se hallaba y corrió hacia la puerta de la estancia. Pero cuando
asomó al exterior, la iglesia estaba ya vacía.
—No importa —murmuró—. Como no pienso irme de Kittsburgh, ese
tal Padderhorn se dejará ver, tarde o temprano.
Y se dijo que debía de ser un personaje muy importante en la ciudad,
cuando hasta el reverendo McCord le tenía miedo.
***
Aquella tarde, Tate visitó al doctor Hassell.
—Quiero hacerle algunas preguntas sobre Della Madigan —manifestó
después de las usuales palabras de cortesía.
Hassell era ya hombre de edad, un tanto hastiado de la vida. Pero sus
pupilas destellaron de un modo singular al oír el nombre de la joven.
—Ah, esa ficticia doctora en medicina —dijo despectivamente—. Yo
confié en su palabra, cuando tuve que ausentarme de la ciudad durante casi
un año, y le confié mis enfermos. No dio una a derechas, créame.
—¿Es que no sabía curarlos? —preguntó Tate.
Hassell hizo una mueca.
—Dudo mucho de que haya pisado siquiera una facultad de Medicina.
Pero vino aquí, proclamándose doctora, y yo, repito, confié en ella.
—Visitó a la señora Ellistone. ¿Cuál fue su diagnóstico, doctor?
—¿El suyo, es decir, el de ella o el mío?
—Ambos, doctor —dijo Tate, armándose de paciencia.
—Della diagnosticó cáncer. No era cierto; sólo una tuberculosis que,
tratada a tiempo, habría podido curarse. Conocía a la paciente desde hace
años y sé que el tratamiento que Della le aplicó no sólo resultó ineficaz,
sino perjudicial, puesto que, al no sanar a la señora Ellistone, puede
afirmarse que la mató. Y todavía hay más casos…
—Se dice que Della realiza experimentos en su casa. ¿Qué sabe usted al
respecto?
—¡Bah, tonterías! Cuatro sustancias químicas, una llama de alcohol, un
microscopio, algunas probetas… Nada que revolucione la medicina,
créame.
—Algunos dicen que son cosas de brujería.
—Y puede que tengan razón.
Tate se quedó mirando a aquel hombre. ¿Era posible que un sujeto como
el doctor Hassell creyera en la brujería, en pleno siglo XX? ¿No se trataba de
un sentimiento de despecho, motivado por celos profesionales?
—Algunos médicos eminentes, en el pasado, fueron calificados de
brujos por sus contemporáneos, doctor… —dijo.
Hassell se encogió de hombros.
—El pasado no tiene nada que ver con esto. Nos hallamos en el
presente, señor Tate. ¿Tiene algo más que preguntarme?
La voz del galeno era seca, más bien hostil. Tate meneó la cabeza.
—Eso es todo, muchas gracias —se despidió.
Cuando salía de la casa, se cruzó con una mujer que llegaba angustiada
y llorosa. Tate oyó su voz desde la puerta:
—Doctor, venga, pronto, mi esposo se está muriendo. Ayer estaba sano
como una manzana recién cogida del árbol y ahora se muere, se muere…
¡Ha sido la bruja, se lo aseguro, doctor! ¡Ella lo está matando!
CAPÍTULO IV
Tate contempló el fúnebre cortejo desde una de las ventanas del hotel. Junto
a la viuda, enlutada de pies a cabeza, iban algunos de sus familiares, serios,
ceñudos. En primera fila marchaba un hombre de unos treinta y ocho años,
alto, fornido, de rostro casi apoplético y mirada dura.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Tate.
—Charles Padderhorn, el más rico de Kittsburgh. Prácticamente, el
dueño de la ciudad y de la mayor parte de los barcos pesqueros —contestó
Lena, situada junto al joven.
—¿También el hotel es suyo?
Lena tardó algunos momentos en responder.
—Tiene una parte —contestó evasivamente.
—El muerto se llamaba Angus Clancy. ¿Lo conocía usted?
—Sí. Era empleado de Padderhorn. Prácticamente, el que dirigía su
oficina.
—¿Qué ha dicho el doctor Hassell?
—Lo ignora. No ha podido establecer las causas de la muerte de Clancy.
Naturalmente, ha salido del paso con un certificado de defunción, por paro
cardíaco.
—Siempre que se muere una persona, se le para el corazón —dijo Tate
sarcásticamente—. En confianza, Lena, ¿cuál es su opinión?
La comitiva se alejaba ya hacia el cementerio. Lena se volvió hacia su
huésped.
—Clancy estaba magníficamente bien anteayer —contestó—. Fue a
visitar a Della. Hoy lo van a enterrar.
Giró sobre sus talones y se alejó con vivo taconeo.
Tate quedó solo junto a la ventana. ¿Por qué eran así los habitantes de
Kittsburgh?
Tan recelosos, tan desconfiados, supersticiosos en grado máximo,
creyendo en la brujería, incluso en una época en que los hombres habían
llegado ya a la Luna…
Aún no había examinado los archivos del puerto. El encargado estaba
ausente de la población. Tendría que aguardar su vuelta.
Abandonó el hotel. Lentamente, sus pasos le condujeron hasta las
inmediaciones de la casa de Della Madigan.
Observó el edificio. ¿Era cierto que allí vivía un perro invisible, un
demonio con figura de can, que obedecía las órdenes de la muchacha?
Rodeó el jardín y siguió andando. Minutos más tarde, estaba en la
cumbre de la colina.
Era extraño y curioso, pensó. El árbol al que Edwina había, sido atada
ciento treinta y siete años atrás, todavía se mantenía en pie. ¿Cómo no se
había derrumbado, podrida su madera, después de tanto tiempo?
Porque era indudable que al haber ardido su copa lo había secado. Y en
más de cien años, la madera debería haberse desintegrado.
Sin embargo, se mantenía en pie, erguido como dedo acusador contra
los que habían condenado y ejecutado a una inocente.
¿Era cierto que la supuesta bruja había enterrado un tesoro al pie del
árbol?
Permaneció en la cumbre durante un buen rato. Una ráfaga de aire
marino, con olor a sal y yodo, llegó a su pituitaria. Unas gaviotas chillaron a
lo lejos.
Al fin, emprendió el descenso. Bajó por el mismo camino y llegó a las
inmediaciones del jardín de Della. Entonces oyó una voz hombruna.
Era la misma que había indicado al reverendo le transmitiese su orden
de abandonar la ciudad. Padderhorn, por lo que podía saber, estaba en la
puerta de la casa de Della.
Sin titubear, salvó la pequeña valla del jardín y avanzó paso a paso,
hasta alcanzar la esquina del edificio. Asomó la cabeza ligeramente. Della
hablaba con el individuo, a través de la puerta entreabierta, seguramente
sujeta por una cadena.
—Usted y yo no tenemos nada que decirnos —oyó a Della—. Márchese
inmediatamente, miserable.
Padderhorn se echó a reír.
—Me gustaría entrar ahí, te lo aseguro —dijo—. ¿Acaso no sabes que te
encuentras en un verdadero aprieto? Clancy ha muerto…
—¡Usted lo ha asesinado!
—No digas tonterías, estúpida. Clancy ha muerto de un ataque al
corazón, pero todo el mundo cree que tú le echaste mal de ojo, después de
que vino a verte. ¿Qué sucedería si yo no contuviese las iras de la
población? ¿Es que no eres capaz de imaginártelo?
—Señor Padderhorn, si no se marcha ahora mismo…
—¡Abre, estúpida!
—¡Váyase o le lanzaré a mi perro!
Dentro de la casa sonaron unos fuertes ladridos Padderhorn se retiró un
par de pasos.
—Ella le ha dicho que se vaya —habló Tate, tranquilamente.
Padderhorn oyó la voz y se volvió como picado por un áspid.
—¿Qué hace usted aquí? —gritó—. ¿Quién le ha dado permiso para
escuchar mi conversación con esta tonta?
—Es usted muy poco educado, Charlie —sonrió Tate—. Creo que la
señorita Madigan se merece mejor trato.
Padderhorn cerró los puños y avanzó hacia el forastero.
—¿No le dijeron ayer que debía marcharse de Kittsburgh? —gritó.
—Sí, pero me imaginé que el reverendo McCord estaba un poco
trastornado y no le hice caso.
—Está bien, veremos si a mí me hace caso o no.
Padderhorn disparó su puño derecho, pero sólo encontró el vacío. De
repente, sintió una rapidísima serie de martillazos en el pecho y el
estómago.
Los pulmones se vaciaron de aire. Boqueó agónicamente, pero, de
súbito, sin saber cómo, se encontró sentado en el suelo, casi sin
conocimiento.
—Es demasiado pesado —rezongó Tate, mientras se chupaba
pensativamente los nudillos de la mano derecha, que habían llevado el peso
de la pelea.
Padderhorn se levantó al cabo de un rato. Miró a Tate con ojos
inyectados en sangre y luego se alejó con paso inseguro.
Entonces se oyó una suave voz femenina:
—Entre, señor Tate.
El joven se volvió sonriendo.
—Milagro —dijo.
***
Della desinfectó los nudillos desollados y aplicó en ellos unas cuantas
tiritas de cinta adhesiva. Luego se fue hacia la cocina.
—Voy a hacer café —anunció.
Tate miró a su alrededor, desconcertado. ¿Dónde estaba el temible can?
¿Era cierto que se trataba de un animal invisible?
Della volvió minutos más tarde.
—«Rex» está encerrado —dijo.
—Se refiere al perro, ¿no es así?
—Ése es el nombre que le doy yo. ¿Un terrón? —Consultó ella,
mientras inclinaba la cafetera.
—Sí, gracias. Oiga, yo soy su amigo. ¿Por qué no deja que salga
«Rex»? Le aseguro que no me atacaría…
—Prefiero que siga encerrado. —Della se sentó frente al joven, con las
rodillas muy juntas—. Todavía no le he dado las gracias por su intervención
frente a Charles Padderhorn.
—El ricachón del pueblo, ¿eh?
—Un hombre francamente detestable, digno descendiente del juez que
condenó a la hoguera a Edwina Byngton. Supongo que conoce usted la
historia de la bruja quemada en Kittsburgh, cuando ya hacía siglo y medio
que no se hacían tales cosas en el país.
—Conozco la historia, en efecto. De modo que Charlie desciende de
aquel juez.
—Por desgracia para la población —dijo Della—. Las cosas podrían
cambiar para mí, si me mostrase amable con él, pero no quiero. Usted ya
me entiende, señor Tate.
—Por supuesto —contestó el visitante—. Así que no hay quien frene a
Charlie.
Della hizo un gesto negativo.
—Todos le temen. Y es lógico, porque es el dueño o, cuando menos,
copartícipe de la mayoría de los negocios —informó—. Cuando no tiene
participación en un negocio, es que éste no es mayor que una barca de dos
remos.
—Creo que voy comprendiendo. Al menos, un poco —sonrió Tate—.
Dígame una Cosa, ¿de qué murió la señora Ellistone?
—Tenía un cáncer en la mama izquierda. No quiso operarse y el tumor
se extendió, invadió el pulmón de aquel lado y alcanzó finalmente al
corazón. El doctor Hassell sostenía que era tuberculosis. Es un ignorante,
un sujeto impregnado del espíritu ruin y mezquino de esta población. Quizá,
en su juventud, pudo ser emprendedor, pero ahora se ha hecho rutinario,
incompetente, lleno de ignorancia y hasta de supersticiones. Me ha hecho
mucho daño, créame —declaró la muchacha.
—Dice que usted no es médico, vamos, que no se licenció siquiera…
—Cuando llegué aquí, estaba esperando el diploma. Me llegó más tarde.
¿Quiere verlo?
—Confío en su palabra, señorita Madigan. Dígame otra cosa, ¿cuáles
son sus relaciones con el reverendo McCord?
—Pésimas —contestó ella sin rodeos—. Simplemente, no quiero asistir
a su iglesia y menos a sus sermones. Lo de menos sería que fuesen malos,
siempre que resultasen sinceros… Tampoco es el estilo oratorio. Es… algo
difícil de definir… No se puede estar amenazando continuamente a la gente
con el fuego eterno y la condenación. Hay algo más que decir, ¿verdad?
—Eso creo yo… —convino Tate.
—McCord es un clérigo presbiteriano furibundamente fanático. Los
tiempos son de ecumenismo, pero hay un límite para soportar las cosas que
dice. Yo soy católica y a algunos presbiterianos, Roma los saca de quicio.
Tate sonrió.
—Eso explica buena parte de su actitud —dijo—. ¿A qué se dedica
usted aquí? Naturalmente, no creo que elabore filtros mágicos ni ungüentos
diabólicos.
—Realizo investigaciones y, por el momento, lo siento, pero no puedo
decir más. Salvo una cosa: no puedo interrumpir las investigaciones, en el
estado en que se hallan, para montar mi laboratorio en otra parte. Se echaría
a perder la labor de dos años.
—Una actitud muy lógica. Así pues, usted, una vez licenciada en
medicina, se dedicó a la investigación.
—Me gusta —respondió ella.
—Tan joven —sonrió él.
—Voy a cumplir ya veinticuatro años. Empecé muy pronto, señor Tate.
Y ahora, dígame usted, ¿por qué hace todas estas preguntas?
—Creo haber mencionado que soy investigador de una compañía de
seguros. Necesito respuestas a algunos enigmas que se nos han planteado.
—¿He aclarado yo alguno de los enigmas?
—En parte. ¿Por qué no ladra «Rex»?
Della se sorprendió de la pregunta.
—Está tranquilo —dijo.
—Resulta curioso —observó Tate—. Aunque estuviese en la habitación
contigua, habría ladrado alguna vez, sobre todo, al entrar yo en la casa.
—Le mandé que callase —contestó Della sin pestañear.
—La gente habla de un perro invisible.
—¡Por favor, dejemos ese tema! ¿Tiene algo más que preguntarme?
Tate se puso en pie.
—Estaré algunos días más en Kittsburgh —manifestó—. Volveré a
hablar con usted.
Della no contestó nada, ni en sentido positivo o negativo. Tate entendió
que aceptaba sus propósitos al respecto.
Caminó hacia la puerta. De repente, un vidrio estalló con sonoro
estrépito.
—¡Bruja, maldita bruja! —gritó alguien en el exterior.
CAPÍTULO V
Tate se precipitó hacia la puerta. Otra piedra rompió un segundo cristal, con
no menos ruido que el anterior.
—¡Fuera de Kittsburgh!
—Vete de la ciudad o te quemaremos viva.
—Has matado a Clancy, bruja.
—Le hiciste mal de ojo…
Los gritos sonaban iracundos en el exterior. Tate asomó cautelosamente
la cabeza y vio a media docena de individuos parados junto a la valla del
jardín.
Uno de ellos se agachó de pronto y agarró una piedra.
—¡Cuidado! —advirtió.
Un tercer cristal voló hecho pedazos. Tate advirtió que la casa tenía
postigos de madera y se apresuró a cerrarlos.
Miró a la muchacha. Della estaba muy pálida.
—Han bebido —dijo—. Los he visto, son los vagos y haraganes del
pueblo, persuadidos y excitados contra mí a cambio de un par de botellas de
mal aguardiente.
—Pagadas por Padderhorn —adivinó Tate.
Della asintió. Otro cristal volvió a romperse. El golpe de la piedra sonó
fuertemente contra uno de los postigos.
—Charlie la quiere muy mal a usted. Pero ¿es cierto que Clancy vino a
visitarla? —preguntó él.
—Sí. Padderhorn tiene una especie de corresponsalía de banca. Yo
guardo allí mi dinero. Clancy vino a consultarme algo relativo a mi cuenta,
nada más. Dijo que le había enviado su jefe…
Tate asintió pensativamente.
—¿Ése fue el único motivo de la visita? —preguntó.
—Rotundamente, sí.
Los gritos continuaron en el exterior. De pronto, Tate se volvió hacia la
joven.
—¿Por qué no les echa a «Rex»? —sugirió.
—No… No quiero causar desgracias —respondió ella, titubeante.
Era extraño. Con todo aquel jaleo, el mastín debía de ladrar
ensordecedoramente.
Y, sin embargo, estaba callado.
Súbitamente, resuelto a todo, abrió la puerta.
—No, no vaya…
Pero Tate no hizo el menor caso. Con la sonrisa en los labios se acercó a
los alborotadores.
—Miren, el amigo de la bruja —se burló uno.
Tate observó que Sholl no figuraba en el grupo. Eran seis o siete, uno de
los cuales no había bebido en absoluto. Se fijó en él especialmente.
—¿Estás ayudándole a preparar alguna de sus pócimas? —preguntó
otro.
—Nada de eso, muchachos —contestó el joven—. Lo que me parece es
que estáis perdiendo el tiempo, cuando en la taberna venden un whisky tan
estupendo, mucho mejor, presumo, que el aguardiente que habéis bebido
hasta ahora. ¿No os gustaría tomar unas copas a mi salud?
Sacó unos billetes y empezó a repartirlos. Los lugareños abrieron unos
ojos como platos. Dos de ellos echaron a correr inmediatamente, lanzando
sonoros gritos de alegría. Los otros se apelotonaron ávidamente en torno al
joven.
—¡No toméis esos billetes! —Gritó el sospechoso—. ¡Es dinero del
diablo!
Tate rió de buena gana y alargó hacia él un billete de veinte dólares.
—Mire a ver si el diablo hace unos billetes tan buenos como éste, amigo
—dijo.
El hombre dudó, pero, al fin, vencido por la codicia, agarró el billete.
Lo miró y remiró y acabó por echar a correr detrás de los otros.
Tate se volvió hacia la joven, que permanecía bajo el dintel de la puerta.
—Asunto solucionado —dijo alegremente.
Della avanzó hacia él.
—Ha gastado una enorme suma…
—Menos de cien dólares… No tiene importancia; la compañía pagará.
Se trata de una investigación de interés. Por cierto, ¿conoce usted al tipo
más alborotador de todos? Tengo la sensación de que era el único que no
había bebido…
—Se llama Lafe Waddock. Un mal sujeto, rencoroso y vengativo.
—Naturalmente, debe trabajar para Padderhorn.
—Durante el día vigila la casa donde tiene su corresponsalía de banca.
Se cree un hombre importante y no es más que un pobre desgraciado que
baila al son que le tocan.
—Lo malo es que a veces la música que oye Lafe es dañina. Señorita
Madigan, me alegro de que todo haya acabado con unos cuantos cristales
rotos, aunque me imagino de sobra el mal rato que ha pasado, y lo lamento
sinceramente.
—Estoy acostumbrada. —Della sonrió y su hermoso rostro tomó una
expresión enteramente distinta—. Muchas gracias, señor Tate…
El joven estrechó la mano que le tendían. Luego giró sobre sus talones y
emprendió el camino hacia la ciudad.
Pasó por delante de la taberna. Se oían muchos gritos, pero no eran
imprecaciones de cólera, precisamente.
Tate sonrió para sus adentros. Padderhorn azuzaba a los lugareños
contra Della. Había un modo de contrarrestar sus ataques, cuyo objeto no
estimaba por completo debido a los celos.
***
De pronto, se oyeron gritos en la noche.
Sonó una campana de alarma. Alguien tiró de la sirena de un barco
anclado en el pequeño puerto.
Tate se levantó de la cama. Corrió hacia la ventana, pero no pudo ver
otra cosa que algunas personas que pasaban a gran velocidad por la calle.
La campana de alarma seguía sonando. Un automóvil bomba desfiló
rugiendo por delante del hotel.
Había un incendio. Tate decidió ver por sí mismo de qué se trataba y
empezó a vestirse.
Minutos después, salía al pasillo. Lena asomó en aquel instante,
envuelta en una bata.
—Es la iglesia —dijo.
—¿La iglesia? —repitió él, extrañado.
—Sí, se ve desde la ventana de mi habitación… El fuego ha empezado
en el ala norte…
Tate contuvo una maldición. Los archivos estaban precisamente en
aquel lado y no había tenido tiempo de investigar en todos sus legajos.
—Está bien, Lena, muchas gracias.
Bajó las escaleras y corrió hacia la iglesia. Los bomberos voluntarios
todos se afanaban en sofocar el fuego.
Tate apreció en seguida que el cuerpo principal de la iglesia se salvaría.
Sin embargo los archivos quedarían irremisiblemente destruidos por la
acción de las llamas.
Una voz sonó de pronto por encima del clamor de la escena:
—¡Ha sido ella, la réproba, la hija de Satanás! Nunca ha querido venir a
este lugar de salvación y, no contenta con huir de la bienhechora acción de
mis sermones, ha pegado fuego a la iglesia. Ella, la bruja… Yo la he visto
esta noche paseando por las inmediaciones de este lugar…
Tate frunció el ceño. La multitud podía encolerizarse fácilmente por las
insensatas palabras de un clérigo fanático.
Lang, el comisario, estaba a un lado. Un poco más allá, Tate divisó a
Padderhorn.
El rostro del sujeto estaba iluminado por las últimas llamas. Había en su
expresión una sonrisa de diabólica satisfacción. A Tate no le cupo la menor
duda de quién había sido el autor del incendio.
O, por lo menos, su inspirador, pensó.
El reverendo McCord seguía profiriendo atroces diatribas contra Della.
Muchos coreaban estruendosamente sus palabras.
Tate se acercó a Lang.
—Comisario, tenga cuidado —dijo—. Evite un tumulto. El reverendo
está medio loco.
Lang se volvió a mirarle.
—Tiene derecho a expresar su opinión, me parece —contestó.
—Pero no a acusar a nadie sin pruebas. ¿Ha visto personalmente a Della
Madigan prendiendo fuego a la iglesia?
El comisario quedó cortado. Un bombero se acerco entonces.
—Hemos dominado el fuego, pero los archivos han quedado destruidos
—informó.
—Está bien, Clarence —respondió Lang.
—Jefe —llamó Tate.
El bombero se volvió.
—¿Cree usted que ese incendio ha sido intencionado?
—Estoy absolutamente seguro de ello. Hemos encontrado una lata de
gasolina al pie de la pared —respondió el jefe de bomberos.
—Convendría que la pusiera en lugar seguro y la enviase después a la
capital del condado. Quizá se encuentren en ellas algunas impresiones
dactilares muy interesantes.
Clarence Hobson se llevó la mano al casco.
—Es una buena idea, señor —aprobó.
—A usted debiera habérsele ocurrido, comisario —dijo Tate cuando el
jefe de bomberos se hubo alejado.
Lang le dirigió una mirada atravesada. Tate dio media vuelta y
emprendió el regreso al hotel.
De pronto se tropezó con Padderhorn. Waddock caminaba junto a él.
—Hola, defensor de brujas —saludó Padderhorn insultantemente.
—Se dice que los hombres transmiten a sus descendientes sus
características físicas y psíquicas, si no todas, al menos en parte. Quizá
usted ha heredado las mismas cualidades de su antecesor, el juez que
condenó a Edwina Byngton. También ahora quiere condenar a una mujer
inocente, ¿no es así?
Padderhorn lanzó una interjección de rabia. Luego se volvió hacia
Waddock y le miró significativamente.
Waddock titubeó. Tate se echó a reír.
—No me hará nada —dijo—. Todavía se acuerda de lo que sucedió ayer
por la tarde, cuando capitaneaba a los borrachos que atacaron a la casa de
Della Madigan.
—Lafe, ¿qué sucedió? —gritó Padderhorn descompuestamente.
—Ande, dígaselo, Lafe —exclamó Tate—. Cuénteselo todo, guardián
leal.
Dio media vuelta y siguió su camino. Los gritos e improperios que se
cruzaban entre Padderhorn y Waddock le sonaron a música celestial.
Lena aguardaba en el vestíbulo del hotel.
—¿Qué ha pasado por fin? —preguntó.
—Hay alguien interesado en que yo no examine los archivos de la
parroquia —contestó Tate—. Había muchos legajos y apenas había
comenzado mi labor. No podré seguir investigando por ese lado.
—Lo siento —dijo Lena.
—No se preocupe. Hay otros sitios en donde investigar —contestó Tate
con acento banal—. Por cierto, ¿qué opina de la muerte de Clancy?
Lena apretó los labios.
—Lo que dice todo el mundo —respondió.
—¿También usted cree en una maldición? ¿No le parece más lógico
pensar en algo mucho más sencillo, por ejemplo, un asesinato?
—¿Y quién iba a querer asesinar a un hombre apreciado de todos, como
era Clancy?
—Precisamente, el único que no le apreciaba. ¡Buenas noches, Lena!
Ella no contestó. Al llegar a lo alto de la escalera, Tate se volvió.
La mujer continuaba inmóvil, en la misma postura, sumida en sus
reflexiones, no demasiado consoladoras, al parecer.
De pronto, Tate vio que se abría la puerta del hotel.
Saltó a un lado y se escondió. Asomando apenas un ojo, vio a
Padderhorn que cruzaba el umbral y cerraba silenciosamente a sus espaldas.
Padderhorn se asombró un instante de ver a Lena parada en medio del
vestíbulo. Pero en seguida, reaccionando, fue hacia ella y la abrazó con la
furia de un lobo hambriento.
A Tate le pareció que Lena se sometía pasivamente a las ardientes
caricias del individuo. Sin hacer ruido, alcanzó la puerta de su dormitorio y
empezó a quitarse la ropa.
CAPÍTULO VI
El encargado del archivo de la capitanía del puerto no había regresado
todavía. Un empleado informó a Tate que los documentos antiguos estaban
en un armario cerrado, cuya llave se hallaba en poder del encargado y que
no sabía cuándo regresaría.
Tate agradeció la información y salió a la calle. El día era húmedo,
plomizo. Las gaviotas chillaban mientras se perseguían volando a ras de los
mástiles de los barcos pesqueros anclados en el puerto. Caminó un centenar
de pasos y, de pronto, vio a Sholl en la puerta de la taberna.
Una idea se le ocurrió de repente. Cambió el sentido de su marcha y se
dirigió hacia la cantina. Sacó una moneda y la hizo saltar en la palma de su
mano.
La lengua de Sholl salió para lamer unos labios repentinamente resecos.
Tate sonrió.
—¿Tienes sed? —preguntó.
—Un poco, sí, señor.
—Pronto, podrás beber. Pero, cuéntame, ¿qué sabes del tesoro de la
bruja?
—Lo que dicen todos. Está enterrado en la colina donde la quemaron.
—¿Lo crees tú también, Dick?
—Algunos han cavado y no han encontrado nada. Yo fui una vez y tuve
que dejarlo.
—¿Por qué?
—Vino… vino…
—¿Quién, Dick?
Los ojos del borrachín contemplaron ávidamente la moneda. Impasible,
Tate sacó otra.
—Vamos, dilo de una vez.
—Fue él… el propietario de los terrenos… Me amenazó con matarme si
volvía allí…
—Bien, pero ¿quién es ese hombre, Dick?
Sholl abrió la boca para hablar, pero, de repente, una expresión de
absoluto pánico apareció en su poco agraciada cara.
Tate se dio cuenta de que veía algo raro. Giró la cabeza. Padderhorn
estaba parado a unos metros de distancia. Había furia en sus facciones.
Sholl le temía, pensó Tate inmediatamente. Como, con toda seguridad,
le temían muchos de los habitantes de Kittsburgh.
—Está bien, Dick, ahí tienes —dijo.
Y le entregó las dos monedas.
Bajó de nuevo a la calle. Padderhorn le miró colérico.
—¿Cuándo va a seguir los sanos consejos que se le han dado repetidas
veces, señor Tate? —preguntó con voz hiriente.
—Estoy muy bien aquí, gracias. Kittsburgh es una población que me
gusta. A pesar de la fama de que alberga una bruja. Aunque yo diría mejor
que es un brujo —contestó el joven desenvueltamente.
Y siguió andando, seguro de que, de haber podido, Padderhorn le habría
matado con la mirada.
***
«Rex» ladró agudamente dentro de la casa. Se oyó la voz de Della:
—Calla, «Rex», el señor Tate es amigo.
La puerta se abrió. Tate sonrió.
—Celebro que me considere como amigo, aunque me gustaría decir lo
mismo de su perro. ¿Dónde está para acariciarle el lomo?
—Es preciso que se acostumbre a usted y a su olor —respondió la
muchacha, mirándole fijamente—. ¿Quiere una taza de café? ¿O teme que
le eche un bebedizo?
—Si es un filtro de amor, lo tomaré con mucho gusto.
Della se ruborizó.
—No hay nada de particular en mi café —respondió.
Al quedarse solo en la salita, Tate se fijó en la puerta que había frente a
la entrada. Oyó a Della trastear en la cocina y decidió aprovechar la
ocasión.
Sin hacer el menor ruido, cruzó la estancia y abrió la puerta. Al otro
lado vio un dormitorio de estilo antiguo, limpio y bien cuidado. Pero no
había en él ningún animal.
Profundamente pensativo, volvió a cerrar. Algo se había grabado en su
mente, considerándolo fuera de lugar en el dormitorio, pero, dada la rapidez
del examen, no acabó de ver lo que era.
Sentóse en el diván y encendió un cigarrillo. Della vino a los pocos
minutos con la bandeja en las manos.
—¿Y bien? ¿Hay alguna novedad? —preguntó.
—¿Salió usted anoche de casa? —Quiso saber Tate.
—Debo admitir que sí. Pero lo hice muy tarde, cuando todo el mundo
dormía. No quería cruzarme con ninguna persona.
—Es decir, tenía ganas de darse un paseo.
—Exactamente. Estoy enclaustrada la mayor parte del tiempo.
Necesitaba respirar aire puro, estirar las piernas…
—Y pasear a «Rex».
Della le miró fijamente.
—Dejemos esto a un lado —evadió la respuesta—. Pero debe saber que
ya había vuelto a casa cuando estalló el incendio.
—Aunque estuviese fuera en aquellos momentos, yo no creo que sea
usted la incendiaria, Della.
—Muchas gracias, señor Tate…
—Por favor, me llamo Derek. Estoy seguro de que el incendio fue
provocado por alguien que tiene mucho interés en que yo no prosiga en mis
investigaciones.
—¿Quién, Derek?
—Padderhorn es el propietario de la colina donde quemaron la bruja,
¿no es así?
—En efecto. Su propiedad llega casi hasta el jardín de mi casa…, pero
¿quién se lo ha dicho a usted?
Tate sonrió.
—Iba a decírmelo el tonto y el borrachín del pueblo, ambos en una sola
pieza, pero entonces apareció Padderhorn. Me bastó ver la cara de Dick
Sholl para adivinar la respuesta que no se atrevió a darme.
—Padderhorn tiene amedrentados a la mayoría de los habitantes de
Kittsburgh —dijo Della—. Lo malo es que ni uno solo se atreve a rebelarse
contra su poder. Se quedarían sin su negocio, su tienda, su barca de pesca…
—Comprendo. Pero Padderhorn busca algo más, Della.
—¿Qué más puede desear, Derek?
—El tesoro de la bruja.
Della hizo un gesto despectivo.
—Yo no creo en leyendas. Ese tesoro no existe, aunque todos digan que
está enterrado en la colina donde la quemaron.
—Si Padderhorn es tan rico como se dice, ¿por qué busca ese tesoro? —
preguntó él.
—Suponiendo que existe realmente, debe tener un gran valor. Y los
tipos como Padderhorn son terriblemente ambiciosos; nunca están
contentos con lo que tienen.
—Puede ser una razón —admitió Tate—. ¿Qué opina de la muerte de
Clancy?
—No he examinado su cadáver —respondió Della.
—No quiere comprometerse, ¿eh?
Los ojos de la muchacha se entornaron.
—El doctor Hassell es otro de los que temen a Padderhorn —dijo.
—Usted supone que ha emitido un diagnóstico…
—Si ha habido un asesinato, lo habrá ocultado.
—Ya. Della, hablar con usted es un verdadero placer. Volveré otro rato,
aunque, dígame una cosa, por favor. ¿De quién es la casa?
—Mía, por supuesto.
—Me lo suponía —sonrió Tate.
—¿Por qué? —Se asombró ella.
—Si yo fuese el propietario y creyese en las brujas, ya habría rescindido
el contrato de alquiler.
Tate se había puesto ya en pie. Con la mano en el pomo de la puerta, se
volvió hacia la joven, que permanecía seria y erguida en el centro de la
estancia.
—No sé si entenderá sus palabras, pero salude a «Rex» en mi nombre
—se despidió.
Y en el momento en que cruzaba el umbral sonaron unos gritos lejanos.
—¿Qué pasará? —exclamó Della, alarmada.
Tate se alarmó también. Un hombre pasó corriendo frente a la casa:
—¡Waddock ha muerto! —gritó.
Della lanzó una exclamación. Tate extendió una mano.
—No salga de casa —prohibió, tajante.
***
La gente corría hacia un lugar situado en dirección a las colinas que
había en la parte opuesta al puerto. Tate entrevió a Lang, al reverendo
McCord, al doctor Hassell y también a Charles Padderhorn.
Ladraban algunos canes. La multitud, no demasiado densa, por otra
parte, se aglomeró en torno a unas malezas.
Tate se abrió paso a fuerza de codazos. El médico estaba arrodillado ya
junto al cuerpo inerte que aparecía entre los arbustos.
De pronto, se incorporó.
—No puedo diagnosticar la causa de su muerte —dijo—. Puede tratarse
de un ataque cardíaco, pero…
Dejó la duda flotando en el aire. De pronto, sonó una voz:
—¡Comisario, aquí, junto al cadáver, hay huellas de pisadas de mujer!
Los tacones están claramente marcados en el suelo.
Tate se sintió repentinamente aprensivo. Lang se inclinó para examinar
las huellas.
—Esta madrugada llovió, después del incendio —dijo—. El suelo está
embarrado y la asesina no se percató de que sus pisadas quedaban marcadas
en el fango.
—Comisario, ¿ha dicho asesina? —preguntó alguien, a voz en cuello.
—Sí. Las huellas son inconfundibles: pertenecen a unos zapatos de
mujer.
—¡Entonces, no cabe la menor duda: ha sido la bruja! —gritó uno.
La multitud empezó a encresparse. Tate se dio cuenta de que Lang
vacilaba.
McCord empezó a soltar uno de sus inflamados sermones. Sonaron
gritos y protestas de cólera.
Tate pasó a la primera fila.
—Están acusando a una mujer inocente —dijo.
Padderhorn le miró con ira.
—El defensor de las brujas —se burló.
—¿Qué interés particular tiene usted en que se condene a Della
Madigan?
—La justicia…
—No me haga reír. No reclame justicia, cuando lo que quiere es
venganza, por no poder satisfacer sus bajos instintos —contestó Tate
acaloradamente—. Doctor —se dirigió al galeno—, ¿por qué no practica la
autopsia al cadáver?
—No hace falta. Murió…
—¿De un ataque al corazón?
Hassell se engalló.
—Quizá vio algo tan horrible que el corazón se le paró de miedo —dijo.
—Sí, una bruja montada en su escoba —rió Tate—. Entonces, ¿por qué
iban a quedar sus huellas marcadas en el suelo? ¿No estarían también las de
su perro?
El galeno, confundido, desvió la mirada. Tate se volvió hacia
Padderhorn, cuyo rostro aparecía encarnado por la ira.
—Cuando estemos a solas, le daré yo otro consejo —murmuró.
Padderhorn apretó los puños. La gente, a pesar de todo, no se había
calmado. Sonaban gritos y denuestos contra Della.
Tate empezó a pensar en la posibilidad de actuar con algo más que con
palabras. Súbitamente, Lang pareció recordar su cargo y ordenó a todos que
se dispersaran.
Hasta McCord acató la orden del comisario. Pero Tate no se sentía
contento; aquella relativa calma era sólo una especie de tapadera que
contenía mal los vapores de una olla en constante ebullición.
Y alguien mantenía encendido el fuego bajo la olla, sin permitir que se
apagase.
Tate se encaró con el comisario.
—Señor Lang, ¿ha enviado la lata de gasolina a la capital del condado?
—preguntó.
Los ojos del comisario miraron hacia otra parte.
—Es… es inexplicable… Me la han robado de la oficina… —
tartamudeó.
Tate se sintió tentado de golpear el estúpido rostro de un hombre tan
venal. Pero no podía hacer otra cosa que aceptar su palabra.
Giró sobre sus talones. Padderhorn se marchaba ya y lo alcanzó en dos
saltos, agarrándolo sin más por un brazo.
—Aguarde, Charlie —dijo.
El otro se volvió furiosamente.
—Suélteme —exclamó.
—Claro que sí —accedió Tate—. Pero antes le dije que le daría un
consejo. Usted me los está dando a mí continuamente. Ahora es mi turno.
Deje a Della Madigan en paz. No la moleste ni haga que otros la molesten o
le costará caro.
Un brillo asesino apareció en los ojos de Padderhorn.
—Tate, opino que cometió un terrible error al venir a Kittsburgh —dijo.
Y se marchó a grandes zancadas.
Todavía quedaban algunos hombres junto al cadáver, en cuyo rostro
había una expresión de asombro más que de horror. Tate se inclinó y
examinó con toda atención las huellas femeninas impresas en el barro.
El comisario no se atrevió a impedirle su tarea.
CAPÍTULO VII
«Rex» ladró alborotadamente. Della hizo callar al animal. Luego acercó la
cara a los cristales de la ventana.
—Además de perro, tengo también una pistola —dijo.
Tate sonrió.
—Della, vístase. Tiene que venir conmigo —indicó.
—¿A estas horas? —Se asombró ella—. Son más de las tres de la
madrugada…
—La hora más adecuada —aseguró Tate—. No tarde, por favor.
—Está bien, me vestiré en cinco minutos. «Rex», quieto. Silencio, ¿me
oyes?
Sonó un gruñido afectuoso dentro de la casa. Tate sonrió en las
tinieblas. Aguardó pacientemente y, pocos minutos más tarde, vio a Della.
La muchacha vestía pantalones negros, chaquetón oscuro y pullover de
cuello alto. Tate, por su parte, llevaba una indumentaria similar.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella, en medio del absoluto silencio que
reinaba en Kittsburgh en aquellos momentos.
—Al Funeral Home. Necesito los servicios de un experto.
Della se estremeció.
—Tal vez haya alguien velando el cadáver de Waddock —alegó.
—¿Tenía familia?
—No, que yo sepa.
—En tal caso, sólo estará el guardián de la funeraria. Si es preciso, yo le
convenceré para que guarde silencio.
—No será por métodos violentos, supongo.
Tate rió con suavidad.
—La compañía me ha provisto de fondos abundantes para esta campaña
—dijo.
Avanzaron cautelosamente, siguiendo los lugares más oscuros. Los
barcos amarrados chapoteaban suavemente en el muelle. Había un
penetrante olor a humedad y a pescado.
De pronto, Della se detuvo ante una casa solitaria, situada hacia las
colinas.
—Ahí —indicó.
Tate se acercó cautelosamente hacia el edificio, que aparecía
completamente a oscuras. Tanteó la puerta posterior e hizo girar el pomo sin
el menor ruido.
Como había supuesto, el guardián nocturno de la funeraria debía de
estar durmiendo en la parte interior. La linterna que Tate había llevado a
prevención iluminó una habitación forrada de tela negra, en cuyo centro se
veían un túmulo y un ataúd.
Había dos cirios, pero estaban apagados. Tate pensó que el dueño de la
funeraria los cobraría como consumidos, aunque nadie protestaría por ello.
Lafe Waddock yacía en el ataúd, con las manos cruzadas sobre el pecho
y los ojos cerrados. Buena parte de la rara expresión que había en su cara al
serle hallado entre los matorrales, había desaparecido, debido al maquillaje
y los arreglos faciales realizados en el Funeral Home.
—Ahí lo tiene, Della —dijo Tate—. Es suyo.
Los ojos de la muchacha escrutaron un instante el rostro de su
acompañante.
—Derek, ¿qué es lo que se propone? —inquirió.
—Waddock no parecía precisamente el tipo propenso a sufrir ataques
cardíacos, aunque es preciso admitir que eso le puede ocurrir a todo el
mundo. Sin embargo, en el caso de Waddock, resulta altamente sospechoso,
por no hablar de Angus Clancy. Pero éste ya se halla bajo una lápida
funeraria. Por tanto, debemos aprovechar el que todavía no ha sido
enterrado.
Della comprendió los argumentos del joven y asintió.
—¿Por dónde le parece que empiece? —Consultó.
—El pecho —respondió él—. Y si no es en el pecho, será en la espalda;
es decir, en un sitio poco visible. Aunque me inclino más por la primera
hipótesis. Usted me dará luego la razón, Della.
La joven; volvió a asentir. Separó los brazos del pecho del difunto y le
desabrochó la chaqueta.
Tate alumbraba la escena con su linterna, aunque, de vez en cuando,
arrojaba rápidas miradas hacia la puerta que comunicaba con la parte
interior del edificio, donde se hallaba el vigilante nocturno de la funeraria.
De todos modos, tenía un arma que reputaba de irresistible, caso de que el
asunto se complicase: un buen rollo de billetes de Banco.
Della desabotonó también la camisa. Debajo había una camiseta de lana
y Tate le entregó una navaja muy afilada.
—Corte —indicó—. Luego, al abrochar la camisa y la chaqueta, ya no
se notará.
Ella lo hizo así. El tórax de Waddock, amplio y muy velludo, quedó al
descubierto.
Realmente, no era un espectáculo muy agradable, pero había que
hacerlo, se dijo Tate. De ponto, Della agitó la mano.
—Acerque la lámpara —pidió.
Tate obedeció. Ella le indicó un puntito negro que había en el centro del
pecho, apenas unos centímetros por encima del estómago.
—Me gustaría tener una lupa —dijo—, aunque es suficiente con lo que
veo para…
—Perdone, lo había olvidado —murmuró Tate, a la vez que sacaba algo
de su bolsillo.
Della sonrió satisfecha al coger la lupa. Examinó el puntito sospechoso
con gran atención durante unos segundos y luego se irguió.
—Es el orificio que deja la aguja de una jeringuilla —dijo—. Era
bastante larga y alcanzó el corazón.
Tate sintió un escalofrío.
—Lo que significa que la misma aguja pudo…
—Por sí sola ya causó daño a la víscera, pero lo más probable es que
contuviese algo tóxico. Una droga de efectos fulminantes o poco menos.
—¿Cuál, en su opinión?
Della hizo un encogimiento de hombros.
—Fenol, estricnina disuelta…, incluso una burbuja de aire de diez
centímetros cúbicos podría causar la muerte casi instantáneamente. No
tengo gran experiencia en necropsias, pero casi puedo ver, en la cara, bajo
el maquillaje y a ambos lados de los labios unas tenues marcas violáceas
que indica que alguien le tapó la boca para que no gritase, sujetándolo hasta
que murió.
Tate indicó la puerta.
—Será mejor que nos marchemos —dijo.
—Sí, es verdad, ya no podemos hacer nada.
El cadáver había quedado en el mismo estado en que se hallaba antes de
su llegada. Salieron al exterior y Della realizó una profunda inspiración.
—Ahora me encuentro mejor —mustió—. Esta atmósfera, tan opresiva,
resulta a veces espantosamente depresiva.
Tate agarró su brazo, como para infundirle ánimos.
—No siga —dijo—. Todo pasará, aunque es bien cierto que ni siquiera
hemos llegado a la cresta de la ola. Estamos ascendiendo y cuando
lleguemos arriba, se producirá la crisis.
—Es decir, el estallido.
—Justamente.
Caminaron en silencio durante unos momentos. De pronto, Della se
volvió hacia su acompañante.
—Derek, ¿por qué ha muerto Waddock?
—Seguramente, por las mismas o parecidas razones que Clancy.
—Pero el doctor Hassell… Es un medico, su deber es denunciar los
crímenes a las autoridades.
—Antes que médico, es persona y tiene un miedo espantoso, lo mismo
que el reverendo McCord, a pesar de sus gritos.
—El miedo es hacia Padderhorn.
—Parece lógico, ¿no?
—Sí, pero ¿por qué causas?
Tate suspiró profundamente.
—Entre otros asuntos, eso es lo que yo trato de averiguar —contestar.
***
Tate regresó al hotel pasadas las cuatro de la madrugada. Cuando subía
al primer piso, vio una forma blanca en el umbral de una de las puertas.
Era Lena, envuelta en un aparatoso peinador. La joven sonrió.
—No sabía que fuera dado a las aventuras nocturnas —dijo.
Tate maldijo la inoportunidad de la dueña del hotel, pero consiguió
mantener una expresión corriente.
—Estaba desvelado y salí a dar un paseo, para ver si conciliaba el sueño
—contestó.
—Miente usted muy mal, pero no importa. ¿Quiere pasar a tomar una
copa?
—¿A estas horas?
Lena le miró de un modo enigmático.
—Yo también estoy desvelada —dijo—. Vamos, entre. ¿O me tiene
miedo?
—¿Es usted una bruja y me va a hechizar?
Ella rió suavemente a la vez que se acercaba a una consola, en la que
había servicio de licores. Llenó dos copas y le ofreció una.
—¿Cree usted en las brujas, Derek? —preguntó.
—Soy un hombre de este siglo, Lena.
—Eso no contesta claramente a mi pregunta. Tampoco yo he nacido en
el siglo pasado y, sin embargo…
Ella calló de repente, estremeciéndose al mismo tiempo. Tate la miraba
con toda atención.
—Yo diría que en Kittsburgh, en lugar de bruja, hay un brujo que tiene
aterrorizada a la población —murmuró él.
—¿Quién es el brujo, Derek?
—¿Por qué lo pregunta, si lo sabe tan bien como yo? ¿Le gusta ese
hombre? ¿O simplemente se ve obligada a soportarlo?
—Cállese, por favor —dijo ella con voz crispada.
Tate pensó que debía emplear otra táctica. El ataque frontal podría dar
lugar a un endurecimiento de la defensa. Y lo que le convenía era
debilitarla.
Abrazó a la joven. Lena se estremeció, pero no protestó.
Tate aumentó la presión de sus brazos. Los ojos de Lena, muy abiertos,
le miraron con un fulgor especial. Tate se inclinó lentamente hacia adelante,
hasta que sus labios entraron en contacto con los de la joven.
Pasaron algunos minutos. Tate se separó de Lena y fue hacia la consola.
Ella aparecía muy sofocada, con el pecho violentamente agitado.
—Perdóname, pero tengo que arreglarme un poco el pelo —dijo.
—Claro —sonrió él.
Lena desapareció, por una puertecita del fondo que Tate calculó daba al
cuarto de baño. De pronto, se fijó en el largo armario ropero que casi cubría
una de las paredes del dormitorio.
De puntillas, se acercó al armario y movió una de sus puertas
deslizantes. Una hilera de zapatos apareció ante sus ojos.
Empezó a examinarlos uno por uno, con ayuda de la pequeña lupa que
Della le había devuelto. Tenía en la memoria la figura de las huellas
encontradas en torno al cadáver de Waddock y quería encontrar unos
zapatos que correspondiesen con las marcas.
De pronto, creyó tener en las manos uno de los zapatos sospechosos.
Estaba muy limpio, incluso exageradamente, pero en el tacón vio algo de
tierra adherida al cuero.
Sacó su pañuelo y lo extendió en el suelo. Con ayuda de una navajita,
raspó la tierra, arrancando algunos diminutos grumos, que cayeron sobre el
lienzo. Envolvió éste con todo cuidado y lo guardó en el bolsillo.
Cerró el armario. Lo hizo a tiempo; apenas unos segundos más tarde,
reapareció Lena, con expresión sonriente.
—¿He tardado mucho? —dijo.
Tate la besó en una mejilla.
—No me he marchado por no pecar de incorrecto —manifestó—, pero
ya me está entrando sueño.
—¡Oh! —Ella se mostró claramente decepcionada—. Pensé que te
quedarías todavía un rato…
—Hay más días —sonrió él.
Y se dirigió hacia la puerta, abrigando la íntima convicción de que Lena
había sido cómplice de la muerte de Waddock.
Pero, dudó, ¿cómplice voluntaria o forzosa?
CAPÍTULO VIII
El encargado del archivo de la capitanía del puerto había regresado ya.
Sin embargo, Tate se llevó una decepción.
—Lo siento, señor —dijo Kean W. Worth, cuando el forastero hubo
expresado sus pretensiones—. Sin permiso del capitán del puerto, no puedo
permitirle que investigue en los archivos.
—Oh, eso no lo sabía yo, aunque lo encuentro muy puesto en razón. Y
dígame, ¿quién es el capitán del puerto y dónde puedo encontrarlo?
—Charles Padderhorn, señor. A estas horas, seguramente, estará en su
oficina.
Tate respingó. Pero ¿es que aquel hombre, además del dinero, acaparaba
todos los cargos?
—Tenía entendido que el capitán de puerto debe de ser un marino de
reconocida competencia, aunque esté retirado —alegó.
—El señor Padderhorn posee el título de capitán de yate, señor.
—Vaya, ese hombre entiende de todo.
Tate abandonó la oficina. ¿Qué diablos pasaba en aquella población?
Hasta las gaviotas revoloteaban en silencio.
La gente iba y venía calladamente. Había temor en sus caras, observó el
joven. ¿A quién temían?
Momentos después, estaba ante el edificio en donde Padderhorn tenía
sus oficinas. Había dos hombres en la puerta y su aspecto era todo menos
tranquilizador.
Tate se dirigió hacia la entrada. Uno de los sujetos le cerró el paso.
—No se puede —dijo secamente.
—Quiero hablar con Padderhorn —manifestó el joven, impertérrito.
—El «señor» Padderhorn, entiéndalo bien, amigo —rectificó el sujeto
—. Vuelva otro rato; quizá acceda a recibirlo.
Tate miró al hombre durante unos segundos. De pronto, sin decir nada,
giró sobre sus talones y se alejó con paso rápido.
Minutos después, regresaba al mismo sitio. Los guardianes le
contemplaron con acritud.
—Hagan el favor de entregar esto al señor Padderhorn —dijo, a la vez
que entregaba un paquetito de forma alargada—. Se lo envía el señor Tate
—añadió.
Y ya se iba a marchar, cuando, de pronto, recordó algo.
—Ustedes sustituyen al pobre Waddock, ¿verdad?
Los dos esbirros asintieron. Tate puso cara de pena.
—No sé qué manía le habrá dado al señor Padderhorn, pero tengo la
impresión de que siempre emplea a personas propensas a ataques cardíacos.
Ustedes dos también tienen cara de padecer del corazón.
Los dos guardianes se sobresaltaron terriblemente. Antes de que
pudieran decir nada, Tate se alejaba ya a grandes zancadas.
***
El perro ladró furiosamente. Luego gruñó. Tate sonrió para sí y esperó a
que Della abriese la puerta.
—Hola, bruja —saludó.
—No me diga eso —pidió.
—Era sólo una frase afectuosa. Dispense si la he molestado.
—Entre —invitó Della—. ¿Qué noticias me trae?
—Lo sabrá en seguida. ¿Se ha dado cuenta de que la población está
aterrorizada?
—No salgo de casa, por lo que no veo a la gente. Pero lo encuentro muy
natural. ¿Eso es todo, Derek?
—Hay más, claro. Se me está ocurriendo una idea… Padderhorn
amedranta a la gente. Yo voy a hacer lo mismo, Della.
—¿Se ha vuelto loco? —Exclamó la muchacha—. ¿Qué piensa hacer,
ponerse una sábana y correr la medianoche, como si fuera un fantasma?
Tate se echó a reír.
—Oh, no, en absoluto, nada de eso. Sólo amedrantaré a los que son
cómplices de Padderhorn, bien voluntariamente, bien forzados a ello por
distintas causas que ignoramos en estos momentos. Pero no es de mis
planes de lo que he venido a hablarle.
Con todo cuidado, sacó dos pañuelos de sendos bolsillos. Entregó uno a
la muchacha y dijo:
—Aquí hay muestras de tierra halladas en unos zapatos de mujer. Usted
tiene un microscopio, ¿no es así?
Della contestó con un gesto afirmativo. Tate prosiguió:
—La tierra que hay en el segundo pañuelo ha sido recogida en el mismo
sitio donde fue encontrado el cuerpo de Waddock. Compare ambas
muestras, por favor.
—Creo que empiezo a comprenderle —dijo ella—. ¿De quién es el
zapato de mujer?
—No sea curiosa… —rió Tate—. Yo no tengo miedo a sus pócimas, me
refiero a los líquidos de su laboratorio, por supuesto. Naturalmente,
tampoco tengo miedo a que me envenene con uno de sus guisos.
Una dulce sonrisa apareció en los labios de la muchacha.
—Tendrá el informe pericial y la cena a las siete y media en punto —
aseguró.
Tate se dirigió a la puerta.
—Dele a «Rex» unas palmaditas en el lomo de mi parte —se despidió.
***
El reverendo McCord hablaba con un hombre ambos situados frente al
lugar afectado por las llamas. Tate aguardó hasta que el hombre se despidió
y el pastor quedó solo.
—Ah, señor Tate —dijo McCord amablemente—. ¿Puedo serle útil en
algo?
—Con sus oraciones, reverendo —contestó el joven—. He podido
darme cuenta de que estaba hablando con un experto de los trabajos de
reconstrucción.
—Así es. Costará bastante…
Tate metió la mano en el bolsillo y sacó cien dólares.
—Acepte esta modesta contribución a los gastos que ocasionará la obra
—dijo. Y después de recibir la gratitud verbal del clérigo añadió—: No
comprendo cómo está usted con vida, reverendo.
—Soy un hombre fuerte, señor Tate —contestó McCord, que no sabía
adónde quería ir a parar el joven.
—No lo dudo en absoluto, reverendo, porque de otro modo, el incendio
le habría afectado gravemente. Resulta sorprendente, prodigioso, diría yo,
que un hombre que padece del corazón, pueda resistir el golpe que supuso
ese crimen que fue el incendio de parte de su iglesia.
McCord se quedó atónito.
—¿Que yo… padezco del corazón? —tartamudeó.
—Se le ve en la cara. Cuídese, reverendo —se despidió Tate
amablemente.
Echó a andar hacia la ciudad. Veinte pasos más adelante, volvió la
cabeza. Sonrió satisfecho, McCord, terriblemente afectado por la noticia,
estaba apoyado con una de sus manos en la pared de la iglesia.
***
El doctor Hassell miró hostilmente a su visitante.
—¿Se siente enfermo? ¿Le duele algo? —preguntó.
—La cabeza, doctor —contestó el forastero—. Tengo una jaqueca
espantosa. He comprado aspirinas en la farmacia, pero no me han servido
de nada. Usted podría darme algo más fuerte, supongo.
—Sí, desde luego. Aguarde un momento.
Hassell rebuscó en uno de sus cajones. Al cabo de unos segundos,
entregó una cajita al visitante.
—Tómese dos cada cuatro horas —indicó.
—Gracias, doctor. ¿Qué le debo?
—Un dólar. —Hassell emitió una risita forzada—. En esta región, los
médicos son baratos.
Tate entregó una moneda al galeno. Al ponerse en pie, dijo:
—Cuide su corazón, doctor.
Hassell respingó.
—¿Qué está diciendo hombre? —barbotó.
—Lo que he dicho —contestó Tate afablemente—. Debe cuidar su
corazón.
—Mi corazón está perfectamente. Y, además, ¿qué diablos entiende
usted…?
—Doctor, recuerde que soy investigador de una compañía de seguros.
Antes fui un simple agente que vendía pólizas de seguros de vida. Los
médicos de la compañía me enseñaron a ver, por las caras de los presuntos
clientes, con cuál de ellos no convenía perder el tiempo, porque, al parecer,
una afección cardíaca, no se firmaría la póliza. Buenas tardes, doctor.
Hassell tenía la boca abierta de par en par. Al salir Tate se volvió y
sonrió de nuevo.
—Ya ve, Clancy y Waddock estaban sanos y, sin embargo, murieron de
sendos ataques al corazón. Paro cardíaco, diagnosticó usted, ¿no es cierto?
Hassell no contestó. Pálido como un muerto, tenía la mano izquierda
apoyada en el lado izquierdo del pecho.
Tate se apostó a prudente distancia de la casa. Un minuto más tarde, vio
salir al médico, con el maletín en la mano. Hassell corría a la mayor
velocidad que podía imprimir a sus cortas piernas. La gente le miraba
extrañada, creyendo que iba a socorrer a algún paciente en estado grave.
Hassell desapareció en la casa donde Padderhorn tenía su oficina. Tate
contuvo una sonrisa. Luego, con paso mesurado, continuó su camino.
***
—Tenía usted razón —dijo Della—. Las muestras de tierra son
idénticas, lo que prueba que el asesino de Waddock es una mujer.
Tate tomó un sorbo del aperitivo que ella le había servido antes de la
cena.
—Eso prueba que alguien, hombre o mujer, imprimió aquellas marcas
con la ayuda de un zapato femenino —corrigió—. Personalmente, me
inclino a creer que fue un hombre el que tenía los zapatos de mujer en la
mano y los apoyó con fuerza en el suelo.
—¿Y sus huellas, Derek?
—¿Las del hombre? Había muchas cuando llegó el comisario: antes que
él había estado el que descubrió el cadáver, otros curiosos… Pero algunas
de las que dejó la mujer, supuestamente, estaban intactas. Deliberadamente
intactas.
—Para acusarme a mí —se indignó ella.
—Sí. Sólo que yo deshice la acusación.
—¿Cómo?
Tate sonrió de mala gana.
—Una bruja auténtica hubiese ido allí volando en su escoba —contestó.
—Oh… Me siento furiosa, créame. Esos palurdos supersticiosos…
—Lo peor no es que sean supersticiosos, sino que están azuzados por
alguien que quiere crear un clima de terror contra usted. Eso sí que es malo,
se lo aseguro.
Las manos de Della cayeron lánguidamente a los costados.
—Temo que voy a verme obligada a abandonar los experimentos —dijo
desanimadamente—. La labor de casi dos años, perdida.
Tate le dirigió una sonrisa amistosa.
—No pierda la moral —aconsejó—. Yo estaré aquí para cuidar de que
no le suceda nada.
—Creo que es hora ya de servir la cena, aunque yo no tengo mucho
apetito —confesó.
—Debe comer, incluso sin que tengas ganas —aconsejó él.
—Haré un esfuerzo… Por cierto, ¿a quién pertenecen los zapatos de
mujer?
—A Lena Green.
Della se quedó atónita un instante. Luego exclamó:
—¡Es sorprendente! ¿Cómo consiguió la muestra de tierra, Derek?
—Ése es mi secreto —contestó evasivamente.
Y mientras ella se retiraba a la cocina, se preguntó si debía obligar a
Lena a que dijera la verdad o esperar a que la joven, rotos los nervios, la
confesara.
CAPÍTULO IX
Cuando entraba en el hotel, después de la velada en la casa de Della, vio a
Padderhorn hablando con Lena.
Padderhorn le divisó inmediatamente y se dirigió hacia él con gesto
hosco.
—Tate, ¿qué diablos significa la jeringuilla de inyecciones que me
envió esta mañana? —preguntó destempladamente.
—Pues… significa exactamente lo que quiere significar, Charlie.
—¡Me llamo Padderhorn! ¡Y debe emplear delante la palabra «señor»!
—Entonces, haga lo mismo cuando se dirija a mí… —replicó el
forastero impasiblemente—. De todas formas, le envié la jeringuilla por si
tiene que aplicarse alguna inyección para su dolencia cardíaca, en un
momento en que no tenga al médico a mano.
—Yo no estoy enfermo del corazón —chilló Padderhorn.
Tate meneó su cabeza.
—Esa cara… No me gusta en absoluto —dijo, con fingido acento de
pesimismo—. Buenas noches, señora Green —se despidió de Lena con toda
cortesía.
Subió a su habitación. Esperó vestido.
Diez minutos después, Lena llamó a la puerta.
Tate abrió. Mientras él sonreía, Lena aparecía muy asustada.
—¿Qué le has hecho a Charles? —preguntó—. Está terriblemente
indignado contra ti…
—¿Indignado o asustado, Lena?
—Me ha contado algo de lo que has hecho hoy… McCord y Hassell
están también muy asustados.
—¿Y no piensas en Della Madigan?
Hubo un momento de silencio.
—Quieres ayudarla —dijo Lena al cabo.
—¿La odias?
El opulento pecho de Lena se dilató tempestuosamente.
—No quiero que me arrebate lo que es mío —contestó.
—Pobre infeliz —rió Tate—: Tú sí que eres de Charles y no Charles de
ti. ¿Es que no sabes darte cuenta de ello? Y si no, ¿por qué te pidió un par
de zapatos?
Lena se tambaleó.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, pasmada.
—Padderhorn es un asesino. Déjalo, tu alianza con él no puede
conducirte a nada bueno.
—El hotel le pertenece casi por completo.
—¿También el alma de su dueña, además de su cuerpo…?
Hubo un momento de silencio. Después, Lena dijo:
—Como sea, debes saber que no me moví de casa la noche en que
murió Waddock. ¡Te lo juro, Derek!
—Pero fue Charles el que te pidió…
—¡No! —contradijo ella—. Es lo más sorprendente; fue el propio
Waddock el que vino a pedirme los zapatos.
—Pobre idiota —murmuró Tate, apesadumbradamente—. No sabía que
había firmado su sentencia de muerte.
—Pero ¿por qué le mató? —preguntó Lena con acento lleno de
angustia.
—Waddock capitaneaba el grupo de borrachos que apedreaban la casa
de Della. Yo los dispersé con unos cuantos billetes. Waddock intentó
retenerlos, pero cuando le di veinte dólares, salió disparado a gastárselos en
la taberna. Sencillamente Padderhorn no podía permitir un acto de
indisciplina.
—¿Y Clancy… murió de la misma manera? ¿Por qué?
Tate frunció el ceño.
—Era empleado de Padderhorn pero ni por un momento se me ocurren
las causas por las que fue asesinado —contestó.
***
El aullido resonó brusco, potente, estallando en el absoluto silencio de
la noche. Tate, sobresaltado, se sentó en la cama.
Había un perro que ladraba furiosamente en la calle. Los ladridos se
oían un poco lejos, pero se acercaron con rapidez, alejándose en pocos
momentos, hasta morir a lo lejos.
Tate corrió hacia la ventana. El perro ya no se oía.
Había muchas luces encendidas. Tate oyó gritos…
—¡Ha sido el perro de la bruja!
—Ha recorrido la población, pero nadie le ha visto…
Tate empezó a pensar en lo peor. Vistióse rápidamente y salió disparado
del hotel.
A lo lejos sonaban excitados comentarios. Tate llegó a casa de Della y
llamó a la puerta. La muchacha abrió de inmediato.
—Derek, ¿qué es lo que sucede? ¿Por qué todos esos gritos? —
preguntó, muy alarmada.
—¿Ha salido usted de casa? —inquirió él a su vez.
—No. ¿Acaso no se da cuenta de mi ropa? —contestó ella, señalando la
bata con que se cubría.
—Me lo figuraba. Della, mantenga cerradas puertas y ventanas durante
veinticuatro horas. Quizá menos… —Tate consultó su reloj—. Son las dos
de la madrugada. Procuraré estar de vuelta para el amanecer.
—Pero ¿adónde va?
—Ya lo sabrá. Ande, haga lo que le digo.
Tate dejó la casa y caminó con grandes precauciones. Los corrillos
empezaban ya a disolverse, pero, oculto en lugares adecuados, pudo captar
comentarios que indicaban el terror que se había apoderado de los
habitantes de Kittsburgh.
El joven se maldijo por no haber dado antes con la idea. No obstante,
había tiempo todavía de arreglar las cosas.
Cuando todo el mundo se hubo encerrado nuevamente en su casa buscó
su coche, dio el contacto y arrancó. Al hallarse fuera de la población, pisó el
acelerador a fondo.
***
Pasaban de las diez de la noche cuando Tate detuvo el automóvil en la
parte trasera de la casa de Della. Abrió la puerta posterior y agarró una
correa.
—Vamos, «Rex» —dijo.
Un enorme perrazo saltó al suelo. El animal se agitó un instante y luego
meneó la cola afectuosamente.
Hombre y can se acercaron a la puerta posterior. Tate la golpeó con los
nudillos.
—Della, soy yo.
La muchacha abrió de inmediato. Su sorpresa fue enorme al ver a Tate
con un perro casi tan grande como él.
—Le presento a «Rex» —dijo el joven alegremente.
El perro se acercó a la muchacha, la olfateó largamente y luego empezó
a menear la cola.
—Le ha caído bien —sonrió Tate.
Della se sentía atónita.
—¿De dónde lo ha sacado usted? —preguntó.
—Es mío. Es muy manso con los amigos, pero feroz con los enemigos.
Y da la casualidad de que también se llama «Rex».
Los ojos de la joven trataron de penetrar en el rostro de Tate.
—Usted lo sabía —dijo.
—Al principio, llegué a creer en su perro. Luego, cuando me di cuenta
de que no ladraba ni siquiera cuando debía estar encerrado en otra
habitación imaginé la superchería. Y lo encontré lógico, claro.
—Tenía que defenderme de algún modo de esas gentes supersticiosas.
Sólo un perro podía detenerles, aunque tampoco me gustaba la idea de tener
uno en casa. Ahora, sin embargo, habré de resignarme a ello.
Acarició la cabeza del can. «Rex» gruñó suavemente y luego se tendió
en la alfombra.
—Traeré café —dijo Della. Cuando salía se volvió hacia el joven y
sonrió—. Bien, ahora los ladridos serán auténticos y no saldrán de un
altavoz conectado a una grabadora.
—Fue una buena idea todo hay que reconocerlo… —convino Tate
mientras se acomodaba en el diván.
Minutos más tarde Della servía el café.
—¿Qué le hizo traer el perro? —preguntó.
—Alguien adivinó su truco y lo empleó anoche, es decir esta
madrugada pasada. Usó una grabadora con ladridos de perro registrados y
recorrió la población sin ser visto. De este modo todo el mundo cree que el
perro invisible corría anoche por las calles de Kittsburgh. Si algún loco
viene a atacarla usted podrá defenderse.
—Yo tendría que haber abandonado ya esta ciudad maldita —dijo Della
apesadumbrada—. Y si las cosas empeoran me veré obligada a suspender
mis investigaciones. Por cierto —se estremeció de pronto—, aún no le he
dado la noticia. El doctor Hassell ha aparecido muerto esta mañana.
Tate respingó.
—¿Cómo ha sido? —preguntó.
—Paro cardíaco —respondió la muchacha.
***
—La gente murmura cada vez más… Muchos dicen que el perro
invisible se detuvo a ladrar ante la casa del doctor Hassell —declaró Lena.
—¿Lo crees tú también?
Ella volvió la vista a un lado.
—No sé qué decir, Derek —contestó—. Nunca habían pasado en
Kittsburgh unas cosas tan horribles…
—¿Acaso supones que el doctor Hassell murió a causa del mal de ojo
que le hizo Della?
—Por favor —rogó Lena con voz crispada—. Yo…, yo tengo un miedo
horrible…
—Tú no padeces del corazón, al menos que se tome la afección en el
aspecto sentimental. Pero yo diría que temes a una rival.
—¿Della Madigan?
—Sí. Padderhorn es digno descendiente de su antepasado.
Prácticamente, está repitiendo todas sus acciones, con un objetivo
claramente definido.
—Charles sólo quiere el tesoro de la bruja, como lo quieren muchos —
exclamó Lena apasionadamente.
Tate lanzó una risita.
—Lo que sucede es que Padderhorn no cree en supersticiones y, aparte
del tesoro, busca también satisfacer sus instintos. Della es muy hermosa,
simplemente, pero, hasta ahora ha fracasado en su acoso. Despechado,
conspira contra ella.
Lena inspiró profundamente, para hacer destacar las turgentes curvas
del busto.
—¿Es más guapa que yo? —preguntó, desafiadora.
—Se trata de otra clase de hermosura, Lena. Probablemente, si Della
hubiera cedido, Charles se habría cansado a las pocas semanas. Pero es el
no conseguir sus turbios propósitos lo que le ha hecho actuar tan
enconadamente contra ella. Naturalmente, dejando a un lado el tesoro de la
bruja, que no se encuentra en casa de Della.
—Esa casa fue edificada sobre los cimientos de la que ocuparon el
capitán Byngton y su esposa —exclamó Lena.
—No lo sabía, pero, entonces, ¿por qué buscar en la colina, como lo han
hecho muchos? Hasta el tonto del pueblo fue una vez a cavar, pero Charles
lo arrojó de allí de mala manera.
—¿Y esas muertes? ¿Qué me dices, Derek?
—El doctor Hassell ha muerto porque tenía miedo, no «de miedo», que
es muy diferente. Hassell temía a Charles y certificó como éste quiso las
defunciones de Clancy y Waddock, asesinados mediante una inyección de
algún tóxico en el corazón, aplicada indirectamente. Charles llegó a temer
que Hassell le delatara y empleó el procedimiento más seguro para cerrarle
la boca.
—Oh, no, no puede ser… Charles no es…
Tate se acercó a la puerta del dormitorio de Lena, donde había tenido
lugar la conversación.
—Por desgracia, lo es —afirmó—. Y si en Kittsburgh hubiese un
comisario que conociese su deber, las cosas resultarían muy distintas. Pero
claro —añadió amargamente—, Barry Lang es otro títere en manos de tu
querido asesino.
Lena no dijo nada. Tate abrió, salió y cerró silenciosamente.
CAPÍTULO X
Los turbios ojos de Dick Sholl miraron codiciosamente el billete de veinte
dólares que ondeaba en la mano de Tate.
—¿Qué… qué quiere de mí, señor? —preguntó Sholl, tan agitado como
un flan en las manos de una cocinera novata.
—Un favor muy sencillo. Sólo tienes que dar un mensaje a una persona.
Pero debes hacerlo de modo que no se entere nadie.
—Nadie lo sabrá, se lo juro.
Sholl tendió la mano hacia el billete, pero Tate retiró la suya con
rapidez.
—¿Lo harás, Dick?
—Se lo juro…
Tate permitió que el billete cambiara de manos.
—Supongo que conoces a Worth, el encargado del archivo de la
capitanía del puerto —dijo.
—Conozco a todo el mundo en Kittsburgh —respondió Sholl
orgullosamente.
—Está bien. Tienes que hablarle cuando no os vea nadie. Dile que le
aguardo a la noche en casa de la señorita Madigan.
—¡La bruja! —Se estremeció el borrachín.
—La señorita Madigan no es ninguna bruja —rezongó Tate. Pero
inmediatamente se dijo que entrar en discusiones con aquel tipo no
conducía a ninguna parte—. ¿Se lo dirás?
—Sí, señor, cuente conmigo.
—Dile también que le interesa mucho lo que tengo que comunicarle.
Eso es todo, Dick.
El sujeto se alejó. Tate se estremeció interiormente. Confiaba en que no
se emborrachase antes de darle su mensaje a Worth.
«Por lo menos, que sólo se tome un par de copas», rogó.
Worth recibió el mensaje.
A las diez de la noche, llamaba a la puerta de la casa de Della. Tate en
persona abrió, sujetando a «Rex» por la correa.
Los ojos del funcionario se desorbitaron.
—¿También usted es de los que creen que la señorita Madigan tiene un
perro invisible? —dijo Tate sonriendo—. Entre, entre; «Rex» no le hará el
menor daño, a menos que yo le ordene lanzarse contra usted.
Worth se deslizó en la casa, sin que ni por un solo instante le
abandonase su expresión de temor.
—Sholl me dio su mensaje —declaró—. ¿Qué es lo que desea, señor
Tate?
—En primer lugar, dígame, ¿le ha visto alguien?
—No. He procurado moverme por sitios discretos…
—Eso es estupendo, Kean —sonrió el joven—. Dígame, ¿le gustaría
ganarse cien dólares?
El empleado parpadeó.
—Creo que comprendo, señor —dijo.
—Lo celebro. ¿Podremos examinar esta noche los archivos de la
capitanía del puerto?
—Trataremos de que no nos descubran —contestó Worth—. Diciéndolo
sinceramente, la prohibición de Padderhorn me sentó muy mal. No hay allí
ningún documento importante, no es ninguna oficina del Gobierno…
—Vaya —dijo Della cáusticamente—, al fin empiezo a ver a una
persona que piensa de un modo distinto al de ese miserable.
—Señorita, yo sólo cuento con ese empleo. Y el señor Padderhorn
podría despedirme si se enterase de que estoy aquí.
—A nuestro común amigo Charles vendrá alguien un día a ponerle una
mano en el hombro y acusarle de asesinato —aseguró Tate—. Bien, si no le
importa, aguardaremos un poco, a fin de esperar a que la gente se meta en la
cama. Mientras, la señorita Madigan nos servirá un poco de café, ¿no es así,
Della?
—Por supuesto —accedió la muchacha, sonriendo.
Della se alejó. Tate y Worth quedaron a solas. La mano del joven se
paseaba constantemente por el lomo del perro.
—Dígame, Kean, ¿conoce usted a los dos hombres que estaban ante la
puerta de la oficina del Padderhorn, como dos fieles mastines?
—Sí, señor. Son de la misma calaña que el difunto Waddock y harán
todo lo que él les mande. Lou Mowley y Dan Gates son tipos poco
apreciados en la población. Más de una vez han apaleado a un pescador, que
se mostraba remiso en pagar su deuda, ya puede imaginar con quién.
—Charlie tiene todas las virtudes, no cabe duda —comentó Tate
irónicamente.
De súbito, «Rex» se irguió y empezó a gruñir, a la vez que su pelo se
erizaba, Tate se alarmó.
—Hay alguien en el jardín —dijo—. ¡Della, venga inmediatamente!
La muchacha acudió a la carrera. Sordos gruñidos brotaban sin cesar de
las fauces del can.
Tate dio instrucciones a Della. La joven asintió, aunque no muy
convencida del todo.
—Quizá no me obedezca…
—«Rex» está entrenado para obedecer a los amigos —afirmó él
rotundamente—. Kean, usted y yo debemos apartarnos de la puerta.
—Sí, señor.
Por fortuna, los postigos interiores estaban cerrados, lo que impedía que
nadie viese desde fuera lo que sucedía en el interior de la casa. Tate y el
empleado se apartaron a un lado.
Della abrió la puerta. A pocos pasos de distancia, una figura humana se
irguió en el acto. La luz que salía de la casa le dio de lleno.
—¡Ataca, «Rex»! —gritó Della.
El can se lanzó hacia adelante, con sonoros aullidos. El intruso, lleno de
pánico, dio media vuelta y echó a correr, pero el perro lo alcanzó en cuatro
saltos, derribándolo de bruces al suelo.
—¡Socorro, quíteme a esta fiera de encima! —gritó.
Della salió al jardín.
—¡Aquí, «Rex»! —llamó.
El animal obedeció dócilmente y se acercó a la muchacha. Della lo
mantuvo sujeto por el collar, mientras contemplaba al sujeto, que se había
levantado y se limpiaba la ropa de tierra.
—Vergüenza le debería dar lo que hace, Dan Gates —exclamó Della,
vivamente indignada—. ¿Es que no sabe que se encuentra en una propiedad
privada? Podía haber dejado que el perro le destrozase la garganta a
mordiscos, y nadie tendría nada que acusarme. Ande, vaya y dígale a su
amo que sí hay aquí un perro y que no tiene nada de invisible.
Gates empezó a recobrarse. De pronto, con una mirada de odio infinito
escupió a la cara de la joven.
—¡Bruja! —la apostrofó.
Ella retrocedió un paso. «Rex» aulló furioso. Gates volvió a sentir
miedo y escapó a la carrera.
Della regresó llorando a la casa.
—Me voy —dijo—. Me voy de este maldito pueblo, al que nunca debí
venir… Mañana mismo haré las maletas…
Tate se esforzó por calmar, a la muchacha.
—Tenga paciencia —dijo—. Es cuestión solamente de un día o dos
más. Aguante un poco, se lo ruego. Muy pronto quedará resuelto todo, se lo
aseguro.
—El tesoro de la bruja no me importa en absoluto —exclamó la
muchacha—. Yo vine aquí para trabajar en mis investigaciones…
Tate puso ambas manos en los hombros de la atribulada muchacha.
—Por favor, cálmese —rogó. Y volviéndose hacia Worth, preguntó—:
¿También usted cree en una bruja?
Worth se encogió de hombros.
—Yo no creo sino en las personas de carne y hueso —respondió—. Pero
aquí hay demasiada gente crédula, demasiados supersticiosos… Y los que
no lo son y no tienen miedo de las brujas, tienen un miedo espantoso a
Padderhorn. Con franqueza, yo estoy entre los últimos, señor Tate.
El joven sonrió.
—Esa sinceridad le honra —elogió—. Della, cuando se haya secado las
lágrimas, ¿querrá traer el café? Luego nos preparará un termo; Kean y yo
vamos a pasarnos, probablemente, la noche en vela.
Della trató de mostrarse amable.
—Usted daría ánimos a un poste de madera —dijo.
—Cosa que no es usted, precisamente —contestó Tate de buen humor.
Cerca de la madrugada, cuando ya empezaba a cansarse de examinar los
papelotes del archivo de la capitanía del puerto, Tate lanzó una maldición.
—¿Ocurre algo? —preguntó Worth.
—Ocurre que falta justamente el legajo que a mí me hubiera convenido
encontrar —dijo el joven.
—Pero eso no es posible, yo siempre tengo la llave…
—Alguien tiene un duplicado. ¿Se imagina su nombre, Kean?
Worth asintió lúgubremente.
—Sí, señor, me lo imagino —respondió.
En aquel momento se oyó un fuerte ladrido en el exterior. Tate se
precipitó sobre el interruptor y apagó la luz.
Luego descorrió las cortinas. Los aullidos eran cada vez más fuertes,
pero no se divisaba a ningún can en las inmediaciones.
A los pocos momentos cesó el estrépito.
Volvió el silencio. De pronto, una voz tremebunda clamó en la noche:
—¡El perro de la bruja! ¡Ha vuelto a correr por las calles de Kittsburgh!
Tate apretó los labios. Worth se le acercó.
—Ése era Mowley, señor —informó.
—Mowley, ¿eh? —Murmuró el joven—. Está bien, si él quiere infundir
el miedo a la gente, mañana mismo va a saber lo que es el miedo, se lo
aseguro, Kean.
***
Era curioso, pensó Tate, no habían vuelto a enviarle otra reproducción
de la escena de una bruja en la hoguera. Acaso estaba destinada a Della,
como una especie de amenaza, pero el caso era que la había recibido él. De
otro modo, no se comprendía que se hubiese fabricado un artilugio
semejante en tan pocas horas.
El detalle, sin embargo, carecía de importancia. Lo único cierto que
había alguien que, lenta, insensiblemente, estaba creando un clima de terror
entre las sencillas gentes de Kittsburgh, buscando el estallido que sólo
beneficios podría proporcionarle. Y si él no lo paraba a tiempo, el estallido
sobrevendría con consecuencias imprevisibles, pero, de todos modos,
catastróficas.
La mañana apareció tranquila, aunque el cielo estaba encapotado. Tate
observó el barómetro del vestíbulo; tendía a la baja. Quizá se acercaba una
racha de mal tiempo.
Lena no estaba a la vista y siguió su camino. Momentos después, se
hallaba ante la oficina de Padderhorn.
—Avise a su jefe, Lou —dijo—. Usted ya me conoce, así que es inútil
que le dé mi nombre.
En aquellos momentos, sólo estaba Mowley en la puerta. El individuo le
miró atravesadamente, pero acabó por entrar en el edificio.
Salió un minuto más tarde.
—El señor Padderhorn le recibirá —dijo.
—Está bien, muchas gracias. —Inesperadamente, Tate puso un
paquetito en sus manos—. Tome, para la garganta.
—¿La… garganta? —repitió el otro estúpidamente.
—Sí, son pastillas para suavizar la voz, sobre todo, después de haber
gritado mucho.
Mowley abrió la boca. Tate volvió a mirarle y meneó la cabeza con
gesto pesimista.
—Lou, me parece que está muy mal —dijo—. Tiene usted toda la cara
de un enfermo del corazón. Lo mismo que el pobre Lafe Waddock. Lo
recuerda, supongo.
—Yo estoy sano…
—Eso dicen todos en su caso y luego, ¡paf!, de repente, sin saber cómo,
se les para el corazón y el dueño de la funeraria tiene un cliente más.
Hágase revisar por un buen médico, Lou; es un consejo sincero.
El esbirro se había puesto pálido. Antes de que dijera una sola palabra,
Tate franqueó el umbral y entró en el edificio.
CAPÍTULO XI
—Me gustaría saber si todas las cosas que hace usted son propias de un
investigador de seguros —dijo Padderhorn agriamente.
—Los investigadores de seguros hacemos muchas cosas raras, pero, al
final, siempre sale la verdad a relucir —contestó Tate con la mejor de sus
sonrisas—. Bien, ¿se decide por fin a permitirme investigar en los archivos
de la capitanía del puerto?
—Pídaselo a Kean sin ningún reparo. Es un empleado amable y cortés
—dijo Padderhorn.
—Así lo haré, muchas gracias. Aunque me imagino que es perder el
tiempo.
—¿Por qué? ¿Acaso no cree encontrar lo que ha venido a buscar?
—Sospecho que el legajo correspondiente al bergantín Golden Arrow y
a su capitán ha debido desaparecer. Y lo lamento, porque me interesaba
estudiar todos los pormenores del caso.
—¿Qué le hace suponer esa desaparición, señor Tate?
—Soy muy dado a presentimientos y casi siempre se realizan. Usted
conoce la historia de la bruja quemada aquí hace Ciento treinta y siete años,
me imagino.
—Mi antepasado dejó un diario, en el que anotó los detalles más
sobresalientes del proceso. Lo he leído más de una vez, créame.
—No lo dudo. En tal caso, sabrá que los Byngton tenían una hija de
trece años, Nancy, la cual presenció la horrible muerte de su madre.
Enloquecida de espanto, abandonó la población, sin que volviera a saberse
de ella.
—Sí, es cierto. —Padderhorn sonrió—. Pero eso pasó hace casi siglo y
medio.
—Se sabe que Nancy, andando el tiempo, llevó una vida normal y se
casó y tuvo descendencia, la cual ha llegado hasta nuestros días. Esa
descendencia, lógicamente, puede considerarse como heredera de los bienes
del capitán.
—No creo que eso me afecte mucho, señor Tate. ¿Por qué me está
dando detalles de algo que conozco a la perfección?
—Es que, ¿sabe?, me temo que usted conoce al actual heredero del
capitán Byngton.
Un súbito silencio se desplomó sobre la estancia. Los ojos de
Padderhorn despedían chispas parecidas al reflejo de un rayo de sol en una
plancha de acero.
—Señor Tate, creo que hemos terminado ya —dijo al cabo—. Tengo
trabajo y ya he perdido demasiado tiempo.
Tate se puso en pie.
—Señor Padderhorn, ¿usted también cree que Della Madigan es una
bruja?
—Aún en estos tiempos modernos hay brujas, existen personas capaces
de causar daño a las demás, con el solo influjo de su poderosa mente…
—Cuando piense en una de esas personas, mírese al espejo —cortó Tate
burlonamente.
Salió del despacho. En la puerta se encontró con Mowley. El esbirro
estaba muy nervioso.
—Tiene usted un aspecto malísimo, amigo mío —dijo Tate.
Y continuó su camino, pero, de pronto, al ver que Mowley desaparecía
en el despacho de Padderhorn, volvió sobre sus pasos.
Pegó la oreja a la puerta. La voz de Mowley sonaba llena de angustia.
—Jefe, ese hombre es un diablo… Ha dicho que padezco del corazón y
yo sé que estoy sano… Es capaz de matarme…
—¿Y por qué no lo matas tú a él, estúpido?
Hubo un instante de silencio. Tate estaba seguro de que Mowley se
había echado hacia atrás al oír aquellas palabras.
—¿Yo? Jefe, no soy un asesino…
—Tú verás, Lou. Si ese hombre, otro brujo como Della Madigan, te ha
dicho que estás enfermo del corazón, es que quiere matarte. Della mató a
Waddock, mató al doctor Hassell… les paró el corazón… Tate es muy
amigo de la chica. ¿Comprendes ahora?
Tate apretó los labios. El truco que había ideado podía volverse contra
él. Padderhorn carecía de escrúpulos.
—No sé… —la voz de Mowley sonaba dubitativa—. Ve… veré lo que
hago…
—Eso, tú verás lo que haces. Y ahora, maldito idiota, déjame en paz, y
empieza a pensar en tu corazón.
Cuando Mowley salió del despacho, casi llorando. Alcanzó la puerta de
la calle y se encontró allí a Tate, encendiendo un cigarrillo.
—Apuesto doble contra sencillo a que su jefe le ha mandado asesinarme
—dijo con acento intrascendente.
Mowley le miró aterrado.
—Usted ve a través de las paredes —exclamó.
—Veo y oigo —admitió el joven plácidamente—. Pero no tema, no seré
yo quien pare su corazón. Ni, por supuesto la señorita Madigan. ¿Por qué
no se va a consultar a un buen médico en la capital del condado?
Diez billetes de veinte dólares aparecieron de inmediato en la mano del
joven. Mowley vaciló.
—Váyase de Kittsburgh unos días, amigo —continuó Tate—. Es muy
probable que el médico le diga que el clima marítimo no le sienta en
absoluto. El corazón trabaja demasiado al nivel del mar, ¿sabe?
Mowley dudó un instante. De repente, disparó la mano como una garra
y se apoderó de los billetes.
Un segundo más tarde, corriendo como un loco, desaparecería por la
esquina más próxima, justo cuando llegaba Dan Gates.
—Eh, ¿adónde diablos va Lou tan aprisa? —exclamó Gates, lleno de
asombro.
—A ver a un médico —contestó Tate.
—Pero si en Kittsburgh no hay…
—Por eso mismo, muchacho, por eso mismo.
Tate despidió el cigarrillo de un papirotazo. Luego, silbando
alegremente, echó a andar a lo largo de la calle.
Se preguntó si el perro invisible ladraría aquella noche. En todo caso,
estaría dispuesto para salirle al paso.
***
La que le salió al paso, apenas entró en el hotel, fue Lena, sonriendo
seductora.
—Estás muy ocupado, Derek —dijo.
—Sí, tengo algo de trabajo —admitió él.
—Tus investigaciones, ¿no?
—En efecto.
—Pero ¿van a durar mucho todavía?
Tate se encogió de hombros.
—Aún no lo sé. Buscaba un legajo en el archivo de la capitanía del
puerto y no está. Sospecho que lo han robado.
—¿Es posible? ¿Quién podría tener interés en un montón de papeles
viejos de hace ciento treinta y siete años?
—Eso es lo que me gustaría saber a mí, aunque, si he de serte franco,
imagino de sobra su nombre.
Ella bajó la voz.
—¿Charles?
—Yo no he pronunciado ningún nombre, Lena.
—Puedes confiar en mí, Derek.
—Las paredes oyen, preciosa —dijo Tate melodramáticamente.
Lena se echó a reír.
—Tienes razón —convino—. ¿Querrás venir esta noche a tomar una
copa conmigo?
—¿Con permiso de… quién?
Lena irguió el busto.
—No tengo que pedir permiso a nadie, Derek. ¿O es que no lo sabes?
—exclamó.
—Bueno, como vi a Charlie el otro día que te besaba y abrazaba…
—A veces, tengo que soportarle, no me queda otro remedio. Pero no
viene todos los días.
—Sí, me lo imagino. Bien, trataré de hacer un alto en mi trabajo…
Lena le dirigió una mirada incendiaria.
—Será un alto muy interesante —aseguró.
—No lo dudo —contestó el joven.
De repente, entró Padderhorn en el hotel.
—¡Lena! ¿Has visto a Lou? —gritó.
Ella se sorprendió de la pregunta.
—¿Lou Mowley? ¿Por qué iba a estar aquí? —exclamó.
—Dan me ha dicho que le vio salir disparado… Tate, ¿qué le dijo usted?
—gruñó Padderhorn.
El joven se llevó las manos al pecho.
—¿Yo? No tenía motivos para decirle nada, excepto que quería hablar
con usted, eso es todo. Si ha salido huyendo, sus razones tendrá.
Volvió la cabeza hacia Lena y le dirigió una sonrisa.
—Hasta luego —se despidió.
Y volvió a salir a la calle, porque se le acababa de ocurrir una idea.
Lena y Padderhorn quedaron en el vestíbulo. Tate se percató de que una
violenta discusión se iniciaba entré ellos. Y no era el hombre quien llevaba
la mejor parte.
«Vaya, por fin empieza a sacar el genio», comentó para sí.
***
Lena dormía apaciblemente. Uno de sus brazos, de mórbidos contornos,
asomaba fuera del embozo de las sábanas. De puntillas, Tate abandonó la
habitación e inició el descenso hacia el vestíbulo.
Salió a la calle. Había oído por dos veces el aullido del perro invisible.
Estaba seguro de que, si aquella noche ladraba, el supuesto can seguiría el
mismo camino.
Minutos más tarde, se apostaba en una esquina. Esperó pacientemente y
su tenacidad se vio recompensada dos horas más tarde.
Un sujeto apareció en las inmediaciones, cargado con un bulto, que
depositó en el suelo. Tate le dejó actuar, hasta que lo vio desaparecer a
cincuenta pasos de distancia.
Entonces, corrió hacia el objeto y maniobró en él rápidamente. Apenas
había terminado, el objeto se puso en movimiento.
Tate volvió a esconderse. Diez segundos más tarde, se oyó un débil
maullido.
Era el maullido de un gatito abandonado, débil, suplicante, buscando a
su madre. Tate trató de dominarse, para no prorrumpir en una estruendosa
carcajada, al imaginarse la sorpresa del sujeto que tiraba del carrito donde
iba la grabadora, por medio de un cordel.
Alguien abrió la ventana y, enojado, tiró un zapato viejo al gato que
interrumpía su sueño. Tate buscó el hotel, para conciliar feliz el suyo.
***
—Aprendió su truco de usted —dijo Tate al día siguiente, mientras
almorzaba en compañía de Della—. Compró una grabadora y la montó en
un carrito de confección casera, con las ruedas bien engrasadas. Uno de sus
esbirros ponía en funcionamiento la cinta, cuya grabación no comenzaba
hasta que se hallaba a cincuenta o sesenta pasos de distancia. Entonces,
tiraba del cordel y el carrito se ponía en movimiento.
—Y un perro invisible ladraba en la noche y asustaba a las gentes de
Kittsburgh.
—Exactamente.
—Pero ¿es que nadie veía el carrito?
—En primer lugar, todo el que era lo suficientemente valeroso para
asomarse a una ventana, sólo buscaba con la vista a un perro. Luego, el
carrito, bajo, plano, se deslizaba siempre por sitios lisos, prácticamente
invisibles en la oscuridad, por un trayecto elegido de antemano, muy cerca
de las casas. No se olvide que todo el mundo estaba sugestionado y que
esperaba ver un enorme mastín, no un carrito que transportaba una
grabadora de cinta.
Della hizo un gesto de asentimiento.
—Así se comprende —dijo—. Pero ¿cómo se oyó el gato en lugar del
perro?
Tate sonrió maliciosamente.
—Kean W. Worth es mejor hombre de lo que parece. Yo le pedí a usted
su grabadora y él me ayudó con el gato que tienen en su casa —explicó—.
La señora Worth es también otra de las pocas personas decentes que hay en
la población.
—Consuela saber que hay alguien que no me cree una bruja —suspiró
la muchacha—. ¿Más café?
—Gracias, ya es bastante. ¿Cómo se porta «Rex»? —preguntó.
Tate hizo un gesto con la mano.
—Es un perro maravilloso. Sólo siento tener que separarme de él; no me
acostumbraré fácilmente a su ausencia.
—Yo creí que diría algo parecido, pero de mí, no del perro —comentó
Tate maliciosamente.
Della se ruborizó.
—También le echaré de menos cuando nos separemos —dijo.
—Nos veremos con frecuencia —prometió él—. Della, ¿cómo vino a
parar usted aquí?
—La casa pertenecía a mi abuela, aunque mis padres no hicieron nunca
demasiado caso de la propiedad. Cuando yo decidí iniciar las
investigaciones, pensé en ella y encargué a un abogado de resolver todos los
problemas legales. Sencillo, ¿no?
—En efecto. Della, usted sabe que esta casa fue edificada sobre los
cimientos de la que ocuparon el capitán Byngton y su desgraciada esposa.
—Sí —contestó la muchacha, muy seria.
Hubo un momento de silencio. De súbito, «Rex» empezó a gruñir.
Tate se volvió hacia la puerta. Alguien tiró de la cadena que agitaba la
campanilla de llamada.
CAPÍTULO XII
Sujetando al perro con la cadena por el collar, Tate se levantó y abrió la
puerta. Dick Sholl respingó al verse frente al enorme animal.
—Sujételo bien, señor Tate —dijo, aprensivo.
—No temas, Dick —sonrió el joven—. ¿Qué ocurre?
—Tengo malas noticias para ustedes. El reverendo McCord ha
aparecido muerto en su iglesia.
Tate respingó. Della lanzó un gemido.
—¿Cómo ha sido eso? —preguntó el primero.
—Nadie lo sabe; han descubierto el cadáver hace unos minutos… Señor
Tate, usted siempre se ha portado bien conmigo; no se ha burlado de mí, me
ha dado dinero… Quiero ayudarles; váyanse antes de que sea demasiado
tarde.
—¿Es que nos van q acusar a nosotros de ese crimen? —gritó Della.
—Mucho me temo que sí, señorita. Por lo menos, a usted.
Tate reaccionó rápidamente. Metió la mano en el bolsillo y dio un par de
billetes a Sholl.
—Gracias, Dick. Váyase, no le conviene que le vean aquí.
El individuo echó a correr. Tate se volvió hacia la muchacha.
—Quédese, Della. «Rex» la defenderá si alguien intenta atacarla. Yo
voy a ver lo que ha sucedido.
Ella asintió. Tate abandonó la casa y, por la parte trasera de los edificios,
corrió hacia la iglesia.
Había ya una gran multitud agolpada frente al edificio. Continuos gritos
de cólera brotaban de las gargantas de personas furiosas por la muerte del
párroco.
Tate se abrió paso a codazos. Los comentarios que oía le pusieron los
pelos de punta. Caían algunas gotas de agua, pero no paró mientes en ello.
Entró en la iglesia. McCord yacía doblado sobre el pequeño púlpito
desde el que solía predicar a sus feligreses. Los brazos colgaban laciamente
en el vacío.
—¡Ella lo ha matado, la bruja! —gritó uno.
—Está poseída por Satanás.
—Es la amante del Maligno…
—El reverendo McCord quería atraer a esa oveja descarriada y ella se
burlaba de él continuamente…
Barry Lang figuraba en primera fila. Tate se acercó al individuo.
—Comisario.
Lang se volvió.
—Ah, es usted —dijo—. Mal asunto.
—¿Por qué, comisario?
—Es bien sencillo. Della Madigan ha asesinado al reverendo.
Tate se quedó con la boca abierta.
—Imposible —dijo, cuando se hubo rehecho de la sorpresa—, pero si
yo mismo…
—Hay testigos y la han visto hablando con él no hace mucho. Uno de
ellos asegura que el reverendo la increpaba por su impía actitud y que ella
se burlaba de él desvergonzadamente, con palabras que el decoro impide
reproducir. Al fin, Della se hartó de la represión y lo mató.
—¡Por Dios, comisario! —exclamó Tate descompuestamente—. ¿Cómo
puede creer usted semejante fábula?
Los gritos eran continuos, cada vez más furiosos. De pronto, Lang
extendió una mano y apartó a Tate a un lado.
—Voy a cumplir con mi deber —anunció.
Tate se esforzó en seguirle. Salió de la iglesia y, en el mismo momento,
alguien le golpeó con fuerza en la cabeza.
Un vivo dolor traspasó su cráneo. Casi ciego, extendió los brazos,
tambaleándose, como si buscara un asidero. Otro golpe lo derribó al suelo,
aunque no perdió del todo el conocimiento.
—El amigo de la bruja —gritó alguien.
—Él también es un brujo —dijo otro.
Varios pies le golpearon con fuerza. De repente, la multitud se dispersó.
Tate, vagamente, se dio cuenta de que seguían al comisario.
Empezó a temer por la suerte de la muchacha: Tenía el cuerpo dolorido
y magullado, pero el daño físico le importaba poco. Apoyándose en ambas
manos, se incorporó un poco.
Jadeaba y casi no tenía aire para respirar. A lo lejos se oía un tumulto
espantoso.
Era una ciudad enloquecida por el terror que alguien había sembrado
hábilmente en unas mentes crédulas, en unos seres cortos de luces y de
espíritu apocado y temeroso. Y ahora, se dijo amargamente, el sembrador
de terror, iba a recoger la cosecha.
De repente, oyó varias detonaciones muy seguidas. Un largo aullido fue
la respuesta a los disparos.
Sonó otro estampido. Un clamoreo general de alegría llegó a oídos del
joven.
Haciendo un esfuerzo, Tate consiguió finalmente ponerse en pie. A
trompicones, corrió hacia la casa de Della.
De pronto, se tropezó con una gran muchedumbre. Della, sujeta por un
brazo, que agarraba el comisario con una mano, caminaba dificultosamente,
en medio de los improperios y denuestos del gentío.
Una piedra voló de pronto por los aires y alcanzó a la muchacha en la
sien. Della vaciló. La sangre empezó a correr por su rostro.
Lang se volvió.
—¡Quietos, imbéciles! ¡Si esta mujer ha cometido un crimen, será
juzgada, pero no toleraré que nadie se tome la justicia por su mano!
—¡A muerte, a muerte! —gritaron varios.
—Es preciso quemar a la bruja…
—La hoguera para la amante del diablo…
Tate comprendió que se hallaba ante una gente excitada por la muerte de
McCord, personas fanatizadas todas ellas e incapaces de discernir por sí
mismas. Alguien había inculcado en sus mentes la idea de que Della había
hecho un pacto con el diablo y, a menos que algo lo evitase, Della moriría
en un suplicio medieval, abolido mucho tiempo antes en países civilizados.
«Pero Kittsburgh no es una población civilizada», se dijo, lleno de
desesperación.
Sorprendentemente, Lang consiguió llevar a Della a la cárcel, aunque
no evitó algunas pedradas y pellas de barro. Con gran alivio, Tate, que no
había podido llegar hasta la muchacha, vio que ahora al menos, estaba en
relativa seguridad.
Pero ello no significaba que tuviese la vida garantizada. La excitación
continuaba en Kittsburgh y los síntomas para el joven, eran cada vez peores.
Lentamente, se acercó a casa de Della. «Rex», con el cuerpo traspasado
por algunas balas, yacía en medio del jardín. Una bala, al romperle el
cráneo, había sido el tiro de gracia que había acabado con la vida de un
animal noble y fiel.
—Mejor que la mayoría de las personas que viven aquí —murmuró,
apesadumbrado.
En la parte posterior de la casa, había un cobertizo con herramientas.
Tate pensó que el jardín era el mejor lugar para enterrar a su perro.
Era casi de noche cuando, cansado y sudoroso, entró en la casa para
asearse un poco. Había algunos muebles volcados; otros estaban astillados y
hasta se veían un par de lámparas rotas.
El laboratorio era una completa ruina. Después del arresto de Della,
algunos salvajes habían entrado allí a destruir lo que creían era la fábrica de
filtros y elixires mágicos. Aquellas gentes, se dijo Tate, vivían ancladas en
el pasado, tan fanáticas e incultas en ciertos aspectos, como las que habían
quemado a Edwina Byngton.
Se reprochó no haber impedido a Della que abandonase la población.
Quizá, si la hubiera dejado seguir sus impulsos, ahora estaría a salvo.
Pero, por lo menos, todavía estaba viva, lo que significaba una leve
esperanza.
Resuelto, giró sobre sus talones y se encaminó a la oficina del
comisario.
***
Lang le recibió hostilmente.
—No se puede visitar a la prisionera —dijo.
—¿Por qué no? Soy abogado, tengo mis documentos en regla…
—¡Abogado! —Se burló Lang—. ¿No decía que era investigador de
seguros?
—Antes hice la carrera de Derecho. Y he ejercido como tal en Boston,
Baltimore y otras ciudades importantes.
—Lo siento. Por ahora, no puedo permitirle la visita.
Tate apoyó ambas manos en la mesa.
—Comisario, ¿quién tira de los hilos que le hacen bailar? —preguntó
hirientemente—. ¿Es que no se da cuenta de que todo esto es una
confabulación para deshacerse de la señorita Madigan?
—Esta vez hay testigos…
—¿La vieron empuñar un arma?
—La vieron hablando con el párroco, pocos momentos antes de su
muerte. Después, nadie se acercó a la iglesia, hasta que fue la señora
Roberts. Ella descubrió el cadáver y propaló la noticia.
—¿Quién vio a Della hablando con McCord?
—Una persona que me merece absoluto crédito —contestó Lang—. No
puedo decirle más. Si es abogado como dice, ya conocerá ese nombre
cuando llegue la hora de defender a la acusada.
Tate se quedó cortado un instante. De pronto, reaccionó:
—Ese testigo, ¿reconoció a la acusada?
—Rotundamente, sí.
—¿Dijo, por casualidad, qué ropa vestía Della cuando hablaba con el
reverendo McCord?
—Ropas oscuras, chaquetón azul marino y pantalones negros.
—¿Y el pelo?
—Rubio claro.
—¿Dijo el testigo a qué distancia estaba de la acusada y de su víctima?
—Sí, claro, a unos cuarenta pasos… Lo que hay desde la entrada hasta
el púlpito. Debe saber que el reverendo McCord subía siempre al púlpito a
ensayar sus sermones…
—Eso no es relevante ahora, comisario. Pero le diré una cosa: el
ambiente en Kittsburgh es enteramente hostil hacia Della Madigan. Por
tanto, pediré que se celebre el juicio en otra localidad.
Lang se encogió de hombros.
—Suponiendo que haya juicio —gruñó.
—¿Qué diablos quiere decir usted? —gritó Tate.
—Lo que he dicho, exactamente. Y ahora, váyase de una vez, maldito
entrometido…
Pero Tate no se amilanó por el tono hostil de su interlocutor. Con ojos
brillantes, dijo:
—Lang, un día le pedirán responsabilidades por su negligencia en el
cumplimiento del deber. Clancy murió asesinado, lo mismo que Hassell y
Waddock, a quienes, si se les paró el corazón, fue por una inyección
aplicada directamente a esa víscera. Se exhumarán esos cadáveres y se
practicará la autopsia. Entonces, la verdad saldrá a relucir y usted será
acusado de complicidad en esos crímenes.
Lang se puso pálido. Tate ya no quiso seguir hablando.
—Cuide a la prisionera —dijo desde la puerta—. Cuide de que no le
suceda nada o le juro que vendré aquí a despedazarle con mis propias
manos.
Abrió la puerta, pero, antes de salir, quiso lanzar su última andanada:
—Comisario, Clancy y Waddock eran fieles empleados de Padderhorn.
Murieron precisamente por eso mismo, por ser fieles, como el doctor
Hassell. ¿Quiere que le pase a usted lo mismo? ¿Quiere que le claven un día
una aguja en el corazón?
La cara de Lang estaba gris. Tate cerró la puerta.
Respiró afanosamente el aire de la calle. Olía a tormenta.
A lo lejos brilló un relámpago, cuyos resplandores iluminaron
tétricamente las siluetas de las casas.
CAPÍTULO XIII
Los nudillos tocaron la puerta. Al otro lado se oyó una voz femenina.
—¿Quién es?
—Yo, Derek. Abre, Lena, por favor.
—Un momento, querido…
La puerta se abrió al fin. Lena, envuelta en un aparatoso peinador, se
hizo visible en el umbral.
—Derek, qué tragedia —exclamó.
Tate entró en el dormitorio. Sus ojos se fijaron un instante en las
cortinas que cubrían casi por completo una de las paredes.
—Sí, una tragedia —convino con voz neutra—. ¿Puedo tomar una
copa?
—Por supuesto. ¡Qué tonta! —Rió Lena—. Preocupada por lo que
ocurre, no me había acordado de… ¿Has visto a Della?
—No. El comisario me lo ha prohibido.
El licor borboteó al caer en la copa. Tate se la llevó a los labios y tomó
un largo sorbo.
Luego se volvió hacia la joven.
—¿Te ibas ya a la cama? —preguntó.
—Pensaba leer un rato, acostada. No tengo nada que hacer… Pero
puedo quedarme a hacerte compañía, Derek.
—Eres muy amable, Lena —sonrió él. Dejó l copa y sacó cigarrillos—.
¿Fumas?
—No, gracias. ¿Tienes algo que decirme?
—Pues… se trata de Della Madigan. Me gustaría tener contigo un
cambio de impresiones acerca de esa muchacha.
—Ah, Della. Pobre, creo que es víctima de una acusación injusta.
—Sí, sobre todo, teniendo en cuenta que es muy probable que haya sido
otra la mujer que mató al reverendo McCord.
Lena arqueó las cejas.
—¿Quién, Derek?
—Un testigo declaró que vio al reverendo en conversación con una
mujer joven, rubia, vestida con ropas oscuras: chaquetón azul marino y
pantalones negros. ¿Es Della la única que usa tales prendas en Kittsburgh?
—No sé qué decirte, yo no la vi… Pero es preciso creer en la palabra de
ese testigo, ¿no te parece?
—Sí, salvo que la señora Myddle, que es la que vio a Della hablar con
McCord, es bastante miope y aunque tiene poco de atractiva, es lo
suficientemente coqueta como para no querer usar gafas. A cuarenta pasos
de distancia, una persona con vista normal distinguiría fácilmente los
rostros de dos muchachas, aunque fuesen ataviadas de la misma forma.
Sobre todo, si una de ellas tiene el pelo más oscuro que la otra.
—Della Madigan, por ejemplo.
—Exactamente. La señora Myddle, cuyo nombre he conseguido
averiguar por fin, ha declarado que la joven que hablaba con el reverendo
era rubia. Della tiene el pelo color castaño claro lo que, en puridad, no
puede considerarse como rubia. El tuyo, Lena, es mucho más claro, casi
amarillo. Sospecho que en algún lugar de tu armario hay un chaquetón azul
y unos pantalones negros.
Ella dio un paso hacia atrás.
—¡Derek! ¿No irás a sospechar que yo…?
Tate movió la cabeza lentamente arriba y abajo.
—Lo supongo y lo creo —contestó—. La muerte del reverendo McCord
es la gota que haría rebosar el vaso del odio y el terror hacia Della por parte
de la población. McCord había apostrofado a Della públicamente más de
una vez porque no acudía a sus oficios religiosos. A Della no le gustaban
los sermones de ese pobre pastor fanático, por una parte, y por otra, es
católica. Para un dogmático como McCord, Roma es la abominación,
¿comprendes?
—Sí, pero ¿qué tiene eso que ver…?
—Es muy sencillo: ahora, los ignorantes y los supersticiosos, que ya
creen que Della tiene un pacto con el diablo, creen también que ella ha
asesinado al reverendo, haciéndole mal de ojo y parándole el corazón. El
corazón de McCord se ha parado, pero no por un hechizo, sino porque
alguien le ha metido una aguja de inyecciones, a través de la cual ha pasado
un poderoso veneno a su sangre. Esa clase de muertes suelen ser
fulminantes, Lena.
Ella irguió el pecho opulento.
—Yo no he tenido nada que ver con la muerte del pastor —aseguró.
—Della no ha sido, absolutamente; porque a la hora en que murió el
reverendo, estaba en su casa. Y yo a su lado, Lena, ¿qué pretensiones son
las tuyas? ¿Acaso el tesoro de la bruja?
—Estás loco, Derek…
—Es lo que tú querrías. Te diré una cosa: el tesoro de la bruja, caso de
existir, pertenecería al heredero del capitán Byngton, cuya esposa fue
quemada allá arriba, en la colina…
Un vivísimo relámpago traspasó las cortinas durante una fracción de
segundo. Luego llegó el trueno, retumbante, estremecedor. Los cristales
vibraran musicalmente.
Lena se estremeció.
—Necesito una copa —dijo.
—Yo te la serviré —sonrió Tate. Y mientras inclinaba la botella,
continuó—: Estábamos hablando del tesoro de la bruja y del heredero del
capitán Byngton, a quien yo no he mencionado apenas durante toda mi
estancia en Kittsburgh, ya que no me interesé por él. En cambio, tú si lo
mencionaste, aunque de manera indirecta.
—¿Cuándo? —preguntó ella.
—Cuando dijiste que faltaba un legajo de ciento treinta y siete años
antes en los archivos de la capitanía del puerto. Si yo también dije que
faltaba un legajo, ciertamente, jamás mencioné, al menos en tu presencia,
que era el legajo correspondiente al bergantín ballenero Golden Arrow,
propiedad del capitán Byngton. En esos documentos debía de haber alguno
que mencionase a sus herederos, puesto que cabía la posibilidad de que él
muriese en alta mar. ¿Está aquí, en tu casa, el legajo robado?
Lena retrocedió un paso.
—Vete —dijo en voz alta—. No he robado nada, soy inocente de la
muerte del reverendo…
Tate sonrió.
—Estás metida hasta el cuello en el asunto —afirmó—. En un principio,
cuando descubrieron las huellas de tus zapatos junto al cadáver de
Waddock, pensé que, ciertamente, Padderhorn te había obligado a
dejárselos.
—¡Y así fue, te lo juro! —chilló la joven, lívida, desmelenada.
—No jures en falso, es peor. He comprendido la verdad, cuando
mencionaste la antigüedad del legajo robado y cuando una testigo declaró
haber visto a Della con el reverendo, poco antes de la muerte de éste. Eres
tan culpable como Charles, si no más.
—Mentira, mentira… —jadeó Lena.
—Tú y Charles ambicionáis el tesoro de la bruja. Creéis saber dónde
está la olla repleta de monedas de oro que dejó el capitán Byngton. Muchos
se figuraban que estaba enterrada en la colina donde Edwina fue quemada
viva. No era así, para vosotros, claro; suponéis que esa olla está bajo la casa
donde vive Della y que está edificada sobre los cimientos de la del capitán
Byngton. Pero ella es la dueña, por legítima herencia… lo que significa es
descendiente del capitán.
—¡De una bruja! —gritó la joven.
Tate meneó la cabeza pesarosamente.
—Has colaborado con Charles, a pesar de que decías te forzaba a
ayudarle. ¿Quién sabe si no has sido la inspiradora de sus acciones? Era
preciso crear un clima de terror contra Della, a fin de obligarla a abandonar
la casa. Todo empezó con el asesinato de Clancy, empleado de Padderhorn,
a quien éste envió a casa de Della con un encargo intrascendente. Pero era
preciso hacer ver que ella le había lanzado un hechizo. La realidad es que
Clancy estorbaba. Tenía que morir.
—¿Por qué?
—Los negocios de Padderhorn no marchan tan bien como él hace creer.
Sí, él tiene muchos intereses en Kittsburgh, pero ha especulado mucho, y
desacertadamente siempre, en la Bolsa. Por tanto, está entrampado hasta las
cejas y Clancy tenía que saberlo. Murió para que no lo divulgase,
aparentemente asesinado por el mal de ojo de una bruja.
—¿Y Waddock?
—Veinte dólares le desviaron de su deber —sonrió Tate—. Charles no
podía perdonarlo. O fuiste tú, ¿quién sabe? Alguien lo probará.
—Lo dudo mucho, Derek.
—Los cadáveres se exhumarán y se conocerán las verdaderas causas de
la muerte. A Kittsburgh vendrán policías honestos y mucho más
competentes que ese estúpido comisario, títere de Charles y tuyo. Las
muertes por medio de una jeringuilla de inyecciones, cuya aguja se clava
directamente en el corazón, no tienen nada de mágico. ¿Por qué murió
Hassell? ¿Acaso teníais miedo de que hablase algún día, de que su
conciencia profesional le hiciese revelar la verdad? Hassell sí sabía la forma
en que se habían producido esas dos muertes. Pudo declarar falsamente, por
miedo, pero quizá, ese mismo miedo le habría obligado algún día a hablar.
Solución: la bruja debía causar otra muerte.
Los ojos de Lena chispeaban de odio.
—¿Quién lo probará, Derek? —preguntó.
—Alguien, no te quepa la menor duda. Pero tú estás muy equivocada en
dos cosas: en el emplazamiento del tesoro de la bruja y en tu propia suerte.
—¿Qué estás diciendo? —gritó ella.
Tate avanzó un paso hacia la joven. Lena retrocedió instintivamente.
—¡No me toques! —chilló.
—No pienso hacerte el menor daño —sonrió el joven—. Pero eres
inspiradora de los crímenes de Charles o su cómplice, aunque creo que
tienes algo de ambas cosas, e incluso eres la asesina de McCord… Bien, a
pesar de todo eso, no puedes estar segura de que Charles, habiéndote
extraído el jugo, decida que no le eres necesaria y piense que es mejor que
él se quede como único dueño del tesoro de la bruja.
—¡No, no, Charles no me hará nunca tal cosa…!
—Declara la verdad, puedes salir mejor librada, Lena. ¿O es que ya no
te acuerdas cuánto acosaba Charles a Della? ¿Qué haría, pues, con dinero
fresco, con una verdadera fortuna? ¿No pensaría inmediatamente en otras
mujeres?
Una expresión de rabia apareció en los ojos de Lena. Estaba situada
junto a las cortinas y pareció sentirse hondamente impresionada por las
palabras del joven.
De súbito, el rostro de Lena cambió de aspecto. Una súbita expresión de
agonía deformó sus bellas facciones, a la vez que palidecía espantosamente.
La cortina se agitó. Desconcertado, Tate permaneció irresoluto durante
unos segundos.
De pronto, Lena se vino hacia adelante. Tate llegó tarde para sostenerla.
Ella cayó de bruces al suelo. Tate se inclinó y vio un puntito rojizo en el
centro de su espalda, un poco a la izquierda de la espina dorsal.
En un instante, comprendió lo ocurrido. Saltó hacia la cortina y la
apartó de un manotazo.
La ventana estaba abierta de par en paz. Entraba aire que olía a
humedad y a tormenta. Los barcos se agitaban con cierta fuerza en el
muelle.
Tate se asomó. Un hombre corría frenéticamente. Antes de que el joven
pudiera lanzar un solo grito, el individuo dobló una esquina y desapareció
de su vista.
Bajó la mirada. En el suelo, brillando siniestramente, había una
jeringuilla de inyecciones, provista de una larga aguja, en cuyo metal había
perdido el brillo en algunos sitios. El color del acero había sido sustituido
por el rojo en varios puntos.
No quiso tocar la jeringuilla con la mano y sacó un pañuelo. Estaba
seguro de que había huellas dactilares en la lisa superficie del vidrio y que,
además, todavía quedaban rastros del veneno que había ido a parar
directamente al corazón de Lena, causándole la muerte de modo
instantáneo.
De repente, brilló un relámpago y estalló un formidable trueno. El
edificio entero vibró del tejado a los cimientos.
Tate permaneció indeciso unos momentos. Inesperadamente, oyó un
distante griterío.
Se asomó a la ventana. Una voz llegó a sus oídos con toda claridad:
—¡Vamos a quemar a la bruja!
CAPÍTULO XIV
Un sordo clamoreo se extendió por la población. En varios puntos se vieron
luces que se movían. Eran hombres que corrían con faroles y lámparas de
todas clases en las manos.
Iban hacia la cárcel.
A Tate se le pusieron los pelos de punta. Todo aquello estaba ya
programado de antemano. Padderhorn lo había preparado con tiempo,
excitando los ánimos de los supersticiosos, no sólo con sus prédicas contra
Della, sino también con las muertes supuestamente mágicas de personas
que le estorbaban.
O, como en el caso del reverendo McCord, cuya muerte era seguro
causaría una explosión de furia colectiva.
Abandonó la ventana. Por un instante miró a la mujer caída en el suelo.
Lena había muerto sin conocer toda la verdad.
Corrió hacia la escalera, alcanzó la puerta y salió a la calle. Worth llegó
en aquel momento.
—La gente está como loca —dijo—. ¿Qué podemos hacer, señor Tate?
—¿No hay forma de avisar a la policía del Estado? De lo contrario, esto
acabará con un horrible crimen…
—Hay un cable telefónico, con capacidad para varias líneas, pero la
telefonista ha dicho que debe estar cortado, porque no logra comunicación
con el exterior…
—Padderhorn ha planeado hasta el último detalle… —dijo Tate—.
Kean, no se arriesgue usted; yo haré lo que pueda por salvar a esa pobre
chica.
En aquel momento, un hombre pasó junto a ellos, con un farol de
petróleo en las manos, gritando enloquecidamente:
—¡El fuego para la bruja! ¡El fuego para la bruja!
Ciego de cólera, Tate saltó sobre él, lo agarró por el hombro y lo tiró de
un empellón al suelo. El farol cayó y rodó un poco, aunque no se rompió.
—¡Malditos locos!
Y se lanzó hacia la cárcel, de cuyas inmediaciones brotaba un griterío
espantoso.
Worth se quedó rezagado. Tate no se lo reprochó, era preciso mucho
valor para enfrentarse con aquella turba de dementes.
De repente, el griterío arreció. Varios individuos salían de la cárcel,
llevando en volandas a Della, la cual parecía desmayada, sin duda a
consecuencia de algún golpe.
—¡A la colina, a la colina! —Era el grito general.
Aterrado, Tate vio que había ya muchos con grandes ramas en las
manos. Varios individuos corrían con maderos al hombro. Dos de ellos
aparecieron con un par de cadenas de hierro.
En vano fue que Tate intentase abrirse paso entre la masa de gente
enfurecida. Dio varios golpes, pero recibió más. Uno de ellos lo arrojó al
suelo, completamente sin fuerzas.
El clamor se alejó. Merced a su poderosa fuerza de voluntad, Tate
consiguió ponerse en pie.
Había muchas luces que oscilaban por la ladera de la colina. En el cielo
se veían frecuentes relámpagos, pero el fragor de los truenos no era
suficiente para apagar el griterío de los exaltados.
Tambaleándose, con un lado de la cara ensangrentado, Tate corrió hacia
la colina. Maldijo en su fuero interno al débil Lang. Quizá era débil a la
fuerza, obligado por Padderhorn, pero ello no importaba en aquellos
momentos. Como fuera, tenía que salvar a Della.
La muchacha, semidesvanecida, fue situada en pie junto al árbol, que ya
había servido una vez de poste de ejecución. Alguien le arrancó parte de las
ropas. Cuando sus senos quedaron al descubierto, sonaron frases burlonas,
llenas de obscenidad.
Una cadena rodeó su cintura. La otra sirvió para atarle las manos hacia
atrás, pegadas al tronco del árbol muerto. El pelo caía sobre su cara,
inclinada la cabeza hacia adelante.
—¡Leña, leña para la hoguera!
Había también algunas mujeres que traían ramas y trozos de madera
vieja. En pocos momentos, se amontonó una gran cantidad de leña a los
pies de la muchacha.
Dos hombres empezaron a preparar las antorchas con las cuales
prenderían fuego al montón de leña, Tate llegaba en aquellos momentos.
La escena le pareció monstruosa, digna de un aquelarre satánico. Una
docena de manos sostenían en alto faroles y lámparas, alumbrando el lugar,
hasta que las llamas de la hoguera dieran luz suficiente.
De repente, Tate vio a Padderhorn, Gates estaba a su lado.
La luz de uno de los faroles caía sobre el rostro de Padderhorn, cuyos
labios estaban distendidos por una perversa sonrisa. Era evidente que
disfrutaba de aquel momento como nadie.
El revólver de Lang pasó a su mano. El comisario giró en redondo. Tate
alzó la mano y disparó un par de tiros al aire.
Los estampidos tuvieron la virtud de calmar un tanto el griterío.
—¡Es preciso dejar libre a esa mujer! —Gritó Tate—. Ella es
inocente…
—¡Es una asesina! —aulló el esbirro de Padderhorn.
Tate le apuntó con el revólver.
—¿Quieres morir, miserable?
Gates retrocedió un paso, amedrentado. Cerrando los puños, Padderhorn
avanzó hacia él.
—Váyase, váyase, no interfiera la acción de la justicia del pueblo.
—El pueblo —repitió Tate despectivamente—. Las gentes exaltadas,
enloquecidas, llevadas al paroxismo de la superstición y del odio por un
repugnante individuo como usted…, un miserable asesino que acaba de
cometer un crimen. Lena acaba de morir. ¿También ha sido Della Madigan
la autora de su muerte?
Padderhorn maldijo en voz baja. Algunos de los presentes se sintieron
atraídos por las palabras del joven.
—¿Es cierto que ha muerto Lena? —preguntó uno.
—Sí, y la ha asesinado este miserable, del mismo modo que asesinó a
varias personas más…, todo ello para hacer ver que Della causaba
maleficios a sus supuestos enemigos, pará hacer creer que podía paralizarles
el corazón… Padderhorn, guardo en el bolsillo la jeringuilla con sus huellas
dactilares. Todavía hay rastros del veneno y serán analizados… y no podrá
conseguir el tesoro de la bruja…
Un brillo de locura apareció en los ojos del interpelado. Tate, inflexible,
continuó:
—Usted, como otros, pensó siempre que el tesoro de la bruja consistía
en una olla llena de monedas de oro, que el capitán Byngton había
enterrado en alguna parte. No es así; el verdadero tesoro consiste en cinco
mil dólares, que el capitán Byngton depositó hace ciento treinta y siete años
en el Boston City Bank. ¿Se imagina cómo se ha multiplicado esa cifra al
cabo de casi siglo y medio, con la acumulación de intereses? ¿Quiere que le
diga la cantidad exacta?
Atónito, Padderhorn abrió la boca. Pero no logró emitir ningún sonido.
—Sí —continuó el joven—. Della es la heredera del capitán Byngton, y
usted logró averiguarlo y por ello cometió tantos crímenes, con la ayuda de
Lena Green, a la que acaba de asesinar. Ambos creían que el oro debía
hallarse bajo los cimientos de la casa de Della, pero no era así. No se trataba
de oro, sino de un papel, en el que puede escribirse una cifra elevadísima. Y
ese dinero, no será para usted, puede tenerlo por seguro.
La gente escuchaba en silencio. Sin embargo, Tate no estaba seguro de
que no se produjese una nueva explosión de odio, que ya no podría
contener.
—Usted, Charles Padderhorn… ¿Acaso quiso tomar sobre sí mismo el
papel que su repugnante antepasado desempeñó en la muerte de Edwina
Byngton? Los mismos motivos: una mujer bella, dinero… Pero la época no
es la misma y ahora habrá pruebas de su muerte, de una de ellas por lo
menos: la de Lena Green.
De súbito, Gates lanzó un aullido:
—¡El fuego para la bruja!
Saltó hacia adelante y arrebató la antorcha ya encendida a uno de sus
portadores. Tate, sin vacilar, disparó.
Gates rodó, gritando de dolor.
—¡Suelten a esa mujer! —ordenó.
Pero otras voces clamaron la hoguera para Della. Tate se dio cuenta de
que no conseguiría calmar a la multitud. Quizá Padderhorn fuese
condenado, pero Della debía morir abrasada.
Súbitamente, se oyó un agudo grito:
—¡Fuego, fuego en la ciudad!
Todos los rostros se volvieron hacia abajo. Había grandes llamas en uno
de los edificios situados en el punto más céntrico.
La multitud se dispersó instantáneamente. Rugiendo de ira, Padderhorn
se arrojó sobre Tate. El joven, sorprendido, vaciló y perdió el revólver, pero,
reaccionando, golpeó a su adversario con todas sus fuerzas.
Padderhorn salió rebotado y cayó sobre el montón de leña, al pie del
árbol seco, perdido por completo el conocimiento. Tate le arrojó una mirada
de desprecio y se acercó a Della.
—Estás salvada —dijo.
Momentos después, ponía su chaqueta sobre los hombros. Ella,
temblando de frío, se cubrió el torso desnudo.
—Vamos, Della.
Echaron a andar. Miraban hacia la ciudad. El fuego era cada vez más
intenso. Soplaba un fuerte viento que extendía las llamas por todas partes.
Tate pensó que se cumplía la maldición de Edwina. De pronto, Della
vaciló y estuvo a punto de caer. Tate la sostuvo con firmeza, aunque el gesto
le hizo volverse un instante.
En lo alto de la colina, junto al árbol seco, Padderhorn se esforzaba por
levantarse. Gates, con el hombro atravesado por una bala, se arrastraba por
el suelo hacia él, como pidiéndole ayuda.
Súbitamente, una espantosa claridad envolvió a los dos hombres.
Durante una fracción de segundo, Tate vio dos figuras incandescentes,
envueltas literalmente en un gran fuego blanco. Casi en el acto, se oyó el
horrísono fragor del rayo.
El árbol empezó a arder como una tea. A sus pies yacían dos cuerpos
completamente carbonizados.
Tate pensó que era la justicia del más allá, una justicia dictada por
Alguien superior a todos los hombres. En aquel momento, Charles
Padderhorn había pagado no sólo sus crímenes, sino también el que había
cometido su antepasado.
Lanzó una mirada hacia Kittsburgh. Casi toda la ciudad estaba en
llamas. La casa de Della, sin embargo, algo apartada de las restantes, se
salvaría del fuego.
***
Della tenía un par de moretones en la cara, pero recobraba su aspecto
normal rápidamente. Cuando oyó la campanilla, corrió a abrir.
Tate apareció en el umbral.
—Todo se soluciona rápidamente —dijo sonriendo—. La policía del
Estado interroga a Lang en estos momentos. Ya tienen la prueba de los
asesinatos de Padderhorn.
Ella asintió.
—Pero ¿cómo se inició el fuego?
—El que lo hizo, me lo ha dicho, pero ruega guardemos el secreto. Él
no creyó nunca que las cosas se pusieran tan mal. Fue Worth el que
incendió la casa de Charles. Esperaba que las llamas distrajeran a la
multitud, pero resultó que el fuego se propagó a la mayoría de los edificios.
Algunos inocentes han sufrido, pero otros han pagado caro el crimen que se
disponían a cometer, han pagado su abyecta sumisión a un asesino… En fin,
no hablemos más de ello; hay cosas más agradables de qué hablar.
—¿Por ejemplo?
—Tu herencia. Es muy importante. Ahora que ya he demostrado que
eres la heredera de Byngton, el Banco pondrá el dinero a tu disposición sin
más dilación.
—¡Derek, pero si siempre lo he sabido! —exclamó ella.
—Y nunca lo dijiste —se sorprendió Tate.
—¿En este ambiente? Puesto que desciendo de Nancy Byngton, la
chiquilla que escapó aterrada el día que quemaron a su madre, es lógico que
el apellido se perdiese. Y tal como estaban las cosas, no me convenía
mencionarlo. Prefería dejar que pensaran que mi abuela había comprado la
casa y yo era su dueña actual por donación.
—Sí, comprendo…
—Me convenía un poco de aislamiento para mis investigaciones.
Quiero hacer el doctorado y, aunque son unas investigaciones muy
complicadas en su estructura química, no necesitan de grandes
instalaciones. Por eso me vine a Kittsburgh. —Ella suspiró—. Ahora tendré
que empezar de nuevo, aunque conservo los apuntes.
De pronto, miró al joven.
—Derek, dime, ¿eres de veras investigador de una compañía de
seguros?
—En realidad, ocupo un puesto más importante y no sólo por ser el hijo
del patrón, quiero decir, el presidente del Boston City Bank. Soy uno de sus
vicepresidentes…, es decir, lo seré cuando haya solucionado este caso, me
refiero al caso de los cinco mil dólares que el capitán Byngton depositó en
nuestro Banco hace ciento treinta y siete años. Era una especie de prueba
para ver si me hacía digno de ese puesto.
—Lo has conseguido, no cabe duda —sonrió Della.
—Personalmente, creo que he conseguido algo más —dijo él.
—¿Qué es, Derek?
Tate alargó los brazos y encerró en ellos el esbelto talle de la muchacha.
—Creo que he conseguido una esposa. Es decir, si quieres casarte
conmigo.
Los ojos de Della brillaron. Luego se cerraron, pero era porque los
labios del hombre se apoyaban sobre los suyos.
Al cabo de unos momentos, pareció recordar algo.
—Derek, dime, ¿cómo es que en nuestra familia nadie habló jamás de la
herencia del capitán?
—El juez Padderhorn confiscó la casa, para buscar el supuesto tesoro
enterrado por el capitán Byngton. En las memorias del juez, se habla de la
olla de monedas de oro, cosa que no existió jamás sino en su mente. Pero no
podía saber, porque Byngton no lo dijo más que a su esposa y ésta murió
quemada, que el verdadero tesoro consistía en los cinco mil dólares
depositados en el Boston City Bank. El capitán desapareció en el naufragio
de su buque y Nancy, la fugitiva, no lo dijo jamás a sus descendientes;
primero, porque, dada su edad, no lo sabía, y luego quiso ocultar su
apellido, cosa que consiguió con el matrimonio.
—Sí, es una explicación lógica. Y dime, ¿es mucho dinero el que me
corresponde como heredera?
Tate sonrió maliciosamente. Sacó un papel del bolsillo y leyó:
—Exactamente, setecientos veintiocho mil setecientos veintitrés dólares
con cincuenta centavos. Cinco mil dólares, al seis por ciento, en ciento
treinta y siete años, se han transformado en una suma, que te corresponde
íntegramente.
Della se puso ambas manos en la cara, asombrada por la enormidad de
la cifra. Permaneció así un instante, pero, de pronto, se puso triste.
—Pobre «Rex»… Murió por defenderme… —musitó.
—Habrá otro «Rex», tan bueno y fiel como aquél… —prometió Tate,
mientras acariciaba los cabellos de la muchacha.
FIN
LUIS GARCÍA LECHA. Nació en Haro (La Rioja) en 1919. Con 17 años el
destino le hizo alistarse como infante en el bando nacional de la Guerra
Civil. «Van a ser cuatro días», le dijeron, «y conocerás mundo». Pero los
cuatro días se convirtieron en tres años de guerra y para rematar la faena, ya
con el grado de teniente de la Legión, lo mandaron al Pirineo. En Lérida
conoció a la que fue su mujer Teresa Roig. Había que buscarse la vida y se
decidió a ingresar en el cuerpo de funcionarios de prisiones en la cárcel
Modelo de Barcelona. El destino quiso que en la prisión, cumpliera condena
uno de los grandes de la literatura «de a duro», Francisco González
Ledesma, «Silver Kane», con el que comenzó a colaborar, en principio por
pura curiosidad. Pero la curiosidad se fue convirtiendo en pasión y el
funcionario en escritor. La posibilidad de ganarse la vida como escritor le
deciden a abandonar su trabajo de funcionario y consagrarse al oficio al que
dedicó todos los días de su vida en jornadas de doce horas. Clark Carrados
tenía que sacar adelante a su mujer y a sus cuatro hijos y se puso a la
heroica tarea. A las seis de la mañana en la máquina de escribir hasta la
hora de comer. Siesta y nueva sesión hasta la cena. Sólo así podía llegar a
escribir las tres o cuatro novelas a la semana que le exigían las editoriales
—Bruguera, Toray— que imponían a su cuadra de escritores unas
condiciones leoninas, de trabajo a destajo, sin sueldo, que convertían a los
«escribidores» en auténticos estajanovistas de la literatura popular. También
ha sido autor de artículos de humor para los tebeos Can-Can y D. D. T., de
la editorial Bruguera y de numerosos guiones para historietas de Hazañas
bélicas y de aventuras. García Lecha, un hombre introvertido aunque alegre,
se enclaustró en su casa de donde apenas salía, construyó folio a folio una
obra literaria en la que figuran más de 2000 novelas de todos los géneros,
oeste, ciencia ficción, policiales, terror, etc. Utilizó los seudónimos de Clark
Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von
Kasella y Elmer Evans. Falleció en Barcelona el 14 de mayo de 2005.