Roberto Retamoso, Apuntes de Lit. Arg. Poesía Vanguardista
Roberto Retamoso, Apuntes de Lit. Arg. Poesía Vanguardista
PRÓLOGO
Los trabajos que integran este libro son el resultado de una tarea sostenida durante años
sobre –o alrededor de– diversos textos de literatura argentina.
Las razones de su elección han sido contingentes y azarosas en una importante medida,
puesto que no obedecen a los principios o a la lógica de un programa sistemático de
investigación.
Por el contrario, se relacionan más bien con demandas e incluso imperativos puntuales
propios del quehacer universitario, dado que fueron redactados mayoritariamente como
comunicaciones o ponencias para diversas jornadas o congresos, o como artículos para
distintas revistas y publicaciones académicas.
No obstante, y aun en ese contexto de producción específica y circunstancial, hay un hilo
conductor que enlaza la redacción de todos y cada uno de estos trabajos. Ese hilo es el de
nuestros propios intereses en esta materia de fronteras lábiles y en constante reformulación.
Así, podemos decir que este libro no es más que la manifestación de aquello que en la
literatura argentina concita desde hace años nuestro deseo de leer y escribir. Lo cual merece
una precisión: debo decir que ello no es tanto, o no es en primera instancia, la dimensión
genérica de esa literatura, sino la dimensión singular de una serie de textos que, a lo largo
del tiempo, no han dejado de pulsar nuestra sensibilidad, nuestro gusto, nuestra capacidad
de interpretación y nuestros criterios de valoración.
De manera que este libro pretende ofrecer, antes que un tratamiento sistemático o histórico
de la literatura argentina, un conjunto de lecturas donde esa singularidad intenta
aprehenderse. Esto no debe entenderse como el reconocimiento de un universo cerrado,
desgajado de cualquier clase de vínculos con su exterioridad, ya que en su abordaje puntual
nunca deja de leerse lo que en cada texto es manifestación tanto como instauración del
mundo que lo promueve y convoca.
Es probable que esa suma de textos singulares constituya una visión parcelaria o
fragmentada de la literatura argentina, pero ésta es, justamente, la visión característica de la
crítica. Solamente los saberes totalizantes y genéricos como la teoría o la historia literaria
logran trascender semejante perspectiva, frente a lo cual la crítica no permanece indiferente
cuando practica lecturas que intentan comprender al texto en su dimensión de trascendencia
textual.
Digamos, entonces, que –para nosotros– de esa clase de lecturas críticas es de lo que aquí
se trata. Leer a los textos tanto en su unicidad como en su trascendencia, para hacer de esa
dialéctica el modo privilegiado donde mejor se reconocen sus significaciones y su sentido.
Somos concientes de que la ejecución de esa lectura no resulta, en este caso, homogénea ni
uniforme. Algunos de nuestros escritos exhiben cierta minuciosidad que reclama,
inevitablemente, de la extensión para poder decirse. Otros, por el contrario, se enuncian de
manera más presta, como si se tratase meramente de unos trazos rápidos que no aspiran más
que a registrar ciertas notas esenciales de lo leído. De igual modo, algunos de nuestros
trabajos hacen gala de un lenguaje académico, con sus protocolos de citación y referencias
bibliográficas, mientras que otros se exponen con una escritura menos formalizada, acaso
más próxima a las formas indeterminadas de la redacción literaria.
Independientemente de ello, y quizás como consecuencia de su naturaleza específica, cada
uno de los trabajos que integran este volumen supone para nosotros algún grado de
provisoriedad. Sentimos que representan un desarrollo de la lectura que siempre podría
extenderse, y por eso los presentamos como apuntes, es decir, como anotaciones e incluso
como extractos de un universo de sentido cuya amplitud siempre excede el alcance de sus
trazos.
En su suceder, representan asimismo un recorrido por lugares canónicos de la literatura
argentina. Sin embargo, ese recorrido incluye también una estación extraña, no prevista por
el canon dominante en su campo de estudio: la literatura local. Permítasenos, en
consecuencia, proponer a la literatura de Rosario como uno de los tantos territorios a
conquistar en los desarrollos futuros de aquellas disciplinas que toman por objeto a la
literatura argentina.
ESCRIBIR POESÍA EN LA ARGENTINA
De ese modo, la repetición borgeana inscribe y traza dos espacios y dos momentos:
el de la antigüedad greco-romana clásica –lugar y momento originarios de
Occidente– y el de la contemporaneidad arrabalera de Buenos Aires, estricto hic et
nunc de la palabra del poeta. Se trata, así, de una verdadera dualidad que configura
su decir: por ello, sus versos no cejan de significar, en consonancia con el título del
libro, que somos simultáneamente lo mismo y lo otro en la esencial relación que nos
vincula con Europa.
Si la poesía de Borges tematiza la alteridad que nos asocia con la tradición europea,
otras poesías la significan asumiendo el estado actual de dicha tradición, como en el
caso de la poesía de Oliverio Girondo. En sus comienzos (coincidentes temporal y
estéticamente respecto de los de la poesía de Borges) la escritura de Girondo se
sitúa en lo que es, antes que una instancia de continuidad, una ruptura respecto de
esa tradición, al asumir una poética de vanguardia. Poética que, por lo demás, no
deja de constituir otro producto –en todo caso más reciente– de la cultura europea
contemporánea. Pues bien, es justamente a partir de esa poética que la escritura de
Girondo dibuja las representaciones modernas de un escenario tan heterogéneo
como cosmopolita, en el que caben tanto las imágenes de Buenos Aires como las de
diversas ciudades europeas e incluso americanas y africanas.
Así, en su primer libro –Veinte poemas para ser leídos en el tranvía– pudo escribir
a propósito de Buenos Aires:
Se trata de seres fugitivos, que marchan expulsados del país que creyesen les
pertenecía. Pero ese país, que podría verse casi como el bucólico ocurrir de un
paraíso, no es más que el haber de un apellido, la propiedad impiadosa de un amo
que no vacila en quemar sus campos para purgarlos de malezas y alimañas que
dañen a sus pastos.
Por ello, luego que el poema revela las razones de las llamas que abrasan las islas,
sucede una larga secuencia de versos en los que el poeta se despide de esos seres
minúsculos y frágiles a los que venera en una actitud franciscana. Así, les dice adiós
en otra extensa enumeración donde desfilan almarias, silvias, verbenas, petunias e
incluso los sonidos y las luces característicos de las islas. Todos son víctimas de la
voracidad del dueño, del propietario de sus vidas, cuya figura dibuja el poema
cuando dice:
Pero si ésa es la situación del mundo de aquí –situación de injusticia que el poema
mesiánicamente denuncia–, ello no impide que la conciencia poética se proyecte
sobre la totalidad del mundo, para cantar la situación radicalmente diferente de otros
lugares ya redimidos:
Así, el poema inscribe una dualidad, la misma que vincula en términos políticos los
lugares del aquí y del allá como los opuestos que muestran, dialécticamente, las
formas que adopta el devenir de la Historia. Y por ello puede concluir en una
interrogación retórica que establece, por medio de una antítesis, el lugar de la gracia
y de la salvación:
Entre las varias lecciones que brinda este texto, una de las más significativas
consiste en enseñar de qué manera lo político puede manifestarse sin que ante ello
sucumba lo poético. Aunque, en rigor, esto podría predicarse a propósito de casi
toda la poesía de Ortiz, atravesada por esa mirada mesiánica y redentora que la lleva
a conmoverse frente a un mundo donde la crueldad no deja de someter a sus
criaturas. En tal sentido, es evidente que esta escritura no hace más que hablar de lo
que la circunda y convoca, tomando partido frente al devenir histórico de ese mundo
que no cesa de instigarla, y que lejos de desviarse por ello de su decurso poético, lo
hace potenciando hasta límites inauditos sus medios y recursos verbales. Por tal
razón, en su caso también puede señalarse una intensa filiación respecto de lo
europeo, dada por la asunción de poéticas como las del simbolismo y por la lectura
constante –incluso la traducción– de un conjunto de poetas como Mallarmé, Rilke o
Pound. Lectura que, obviamente, le permite antes que la reproducción de un
lenguaje o de un estilo ya dados, la construcción de una lengua poética propia. De
manera que en este caso se advierte nuevamente, y con especial relevancia, los
modos en los que la poesía argentina contemporánea se construye como continuidad
diferenciada respecto de la tradición occidental.
Semejante modalidad, lógicamente, está presente en otros poetas argentinos
actuales. En la poesía de Arturo Carrera, tributaria a su vez de la poesía de Ortiz,
cuando escribe, por ejemplo, en su libro Children's Corner estos versos
pertenecientes al poema «El río»:
Otras
de las tantas lluvias
que sólo con vueltas
y vueltas de unas mismas palabras
tememos: evocamos, simulamos
tocar en su vestigio de sina-sinas,
su rareza, su brevísimo pavor
en que no estamos al nombrar...
Versos en los que no deja de reconocerse un decir afinado y expansivo que parece
abrazar, literalmente, la extensión ilimitada de su objeto, al modo en que lo hace la
poesía de Juan L. Ortiz. Desde ese punto de vista, la poesía de Carrera también
canta a un paisaje que dibuja el afuera de lo urbano, en el que la presencia de la
naturaleza muchas veces parece obliterar los objetos y asuntos dominantes en la
cultura ciudadana. Si ésa es una de las opciones temáticas y estilísticas que puede
adoptar la poesía argentina actual, lógicamente que no es la única posible. Por el
contrario, en otros casos se tratará de volver sobre lo urbano, e incluso sobre el
ámbito de lo histórico para remontarse, nuevamente, hacia el espacio fundante de la
antigüedad clásica, tal como lo hace la poesía de Aldo Oliva. En su libro César en
Dyrrachium hay un extenso poema que le da su nombre al libro, compuesto de
manera singular, dado que comprende dos partes de diversa naturaleza. La primera,
denominada «Diégesis a Lucano», consiste en una versión fragmentaria y
relativamente libre del libro VI de la Pharsalia del poeta latino. La segunda,
denominada «Aliter», consiste en un poema del autor, que se lee como una suerte de
réplica o respuesta al texto de Lucano. Los fragmentos traducidos del libro VI de la
Pharsalia son, desde ese punto de vista, ejemplares, puesto que en ellos Lucano
relata el encuentro de César con Pompeyo en Dyrrachium, y las vicisitudes
generadas por su choque inminente. Esos fragmentos se leen en la versión de Oliva
como una gran metáfora del poder, de sus terribles mecanismos de construcción y
de lo siniestramente devastador de sus efectos.
En la segunda parte de la obra, como contigüidad pero también como continuidad
significante respecto de la «Diégesis», «Aliter» vuelve a decir, de otra manera, lo
que había dicho el texto de Lucano. Así, se tratará de decirlo nuevamente pero
desde un contexto enunciativo que inscriba las diferencias que separan ambos
textos; por consiguiente, su textualidad expone ahora una voz nueva que actualiza la
palabra de Lucano no para reponerla sino más bien para leerla. Voz que al
enfrentarse con su notación arcaica, le dice:
De modo que, en una locución fantástica que atraviesa las fronteras del espacio, del
tiempo y de las lenguas, esta palabra actual logra dialogar con la palabra de
Lucano. Logra dialogar para decirle –diciéndonos– que desde entonces el hierro y el
fuego han sido los instrumentos con los que se ha generado esta civilización del oro.
Y si su mirada no deja de percibir, en su tragicidad doliente, el despliegue milenario
de semejante espectáculo, es porque la mirada del otro ya lo había visto dejando
testimonio de ello en su poesía. Por ello, retóricamente, le pregunta:
PAISAJES URBANOS
Las calles de Buenos Aires
ya son la entraña de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisa y ajetreo,
sino la dulce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocaso...
(Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires)
Por tratarse del resultado de verdaderas operaciones extractivas, que obedecen a criterios de
lectura evidentes, las citas utilizadas como epígrafes generalmente permiten reconocer, en
una pequeña porción de texto, no sólo el sentido y el valor indicial de su enunciado sino
además, y acaso esencialmente, un cúmulo de rasgos de escritura que su lectura revela en el
acto mismo de su institución. Auténticas sinécdoques de la totalidad de un texto, las citas
epigráficas se revelan así como una muestra privilegiada donde una escritura ausente se
revela en el espacio parcelario del fragmento, y por ello la dimensión emblemática que las
caracteriza puede pensarse no sólo a nivel de sus contenidos manifiestos sino también, y
fundamentalmente, a nivel de los procedimientos textuales que los posibilitan. Leídas desde
esa perspectiva, las citas que abren este trabajo podrían concebirse incluso como una
especie de representación, en el sentido escénico del término, de un conjunto de escrituras
que todavía no se han hecho presentes plenamente, pero que a través de ellas anticipan los
modos singulares de su textualidad: catáforas, entonces, que ofician como representantes de
las obras en la inminencia de ese advenimiento que renovadamente suscita la lectura.
Así, la cita de Borges revela una ecuación notoria: las calles de la ciudad son el alma misma
del poeta, más precisamente aún, su entraña. Y si la imagen exhibe el sentido de honda
consustanciación que vincula a la ciudad con el poeta –como si cada término de la relación
solamente pudiera ser en el seno del otro– el adverbio consagra la consumación absoluta
del vínculo, sugiriendo el sentido progresivo de esa fusión que recién ahora, en el momento
justo de su enunciación, efectivamente se realiza. Las calles de Buenos Aires, dice el
poema, ya son la entraña de mi alma. Pero no se trata de todas las calles ni de cualquiera de
ellas, puesto que no refiere a las calles del centro sino a las calles del arrabal: no las calles
enérgicas / molestadas de prisas y ajetreo, dice el epígrafe, sino la dulce calle de arrabal /
enternecida de árboles y ocaso... De modo que estos versos actualizan, como es obvio, esa
topología tan mentada que en Borges privilegia los márgenes, el arrabal, por sobre el lugar
axial del centro. Privilegio sumamente legible en la adjetivación que las caracteriza tanto
como las valora, ya que si las calles negadas son enérgicas / molestadas de prisas y
ajetreos, la dulce calle de arrabal es una calle a la que los árboles y el ocaso enternecen.
La poesía de Borges dibuja, de ese modo, la escena primordial sobre la que se desplegará su
canto de lo urbano. En ella se recorta, nítida, la figura del poeta y su correlato, la ciudad de
la que tomará, esencialmente, la zona lateral del barrio y los arrabales. Y si esa valoración
de lo marginal implica una negación del centro, al mismo tiempo representa un afán de
diferenciación respecto de los ámbitos y espacios que afirman las citas de Girondo y
Tuñón, dado que en ellas sí se trata de los espacios y lugares que desecha Borges.
En el caso de Girondo, visiblemente, se trata de una poesía cosmopolita que homogeiniza la
representación de Buenos Aires respecto de la de las ciudades europeas e incluso africanas.
Por ello, sus textos repiten en todos los casos la inscripción de una mirada o de un modo de
mirar que exalta los objetos en la misma medida en que oblitera la manifestación explícita
de la subjetividad que la sostiene: ello constituye, ciertamente, uno de los gestos
vanguardistas por excelencia, que exacerba además su relación paródica con las formas
tradicionales de los discursos poéticos. Porque estos textos suponen, como ocurre en el caso
de esta cita, un desplazamiento de los objetos de la poesía clásica hacia nuevos contextos
que los resignifican en la medida en que los desacralizan: es así que la luna y las estrellas,
objetos típicos de la lírica romántica y modernista, son conectados con los relojes, faroles y
mingitorios característicos de las grandes ciudades contemporáneas, para hacer de esa
conexividad la forma singular en que la poesía de Girondo adviene. De ello da cuenta
paradigmáticamente la comparación, cuando dice: La luna, como la esfera luminosa del
reloj de un edificio / público, tanto como la animación de esos objetos que, como los
faroles, están enfermos de ictericia y fuman un cigarrillo en las esquinas, o cantan, como
los mingitorios, un canto humilde y humillado cansados de cantar.
Si la cita de Girondo representa una mirada radicalmente distinta respecto de la visión
borgeana de la ciudad, la cita de Tuñón representa asimismo otra perspectiva. Porque ahora
se trata de un texto programático, que anuncia los propósitos que lo animan al tiempo que
instaura, de manera explícita, a sus alocutarios. Escribiré para vosotros, dice la cita, con lo
que manifiesta su intrínseca voluntad poética al tiempo que nombra a los destinatarios de su
texto: mis amigos, mis camaradas. Y si la palabra amigos connota el sentido afectuoso,
fraternal, del nombre utilizado, la palabra camaradas denota el sentido ideológico y político
de un término que en el léxico de Tuñón resulta inequívoco. A ellos se dirige entonces la
cita, incluyéndolos dentro de un sujeto colectivo que se dice en la forma del nosotros, al
afirmar que todos los días entramos a la ciudad como a un túnel luminoso seguros de
encontrar la aventura. La escritura de Tuñón, tan enfática como la de Girondo, agrega a su
sentido propositivo las formas vocativas con que el otro es significado (oh, aventureros sin
un cobre), y con ello subraya la condición social y existencial de sus alocutarios, al mismo
tiempo que delimita las instancias imaginarias de su circulación y recepción en el lugar de
ellos. Por lo tanto, parecería que esta escritura –a diferencia de las de Borges y Girondo–
hace de su saber sobre el otro una cuestión estratégica, puesto que ese saber le confiere,
desde su propio punto de vista, valor y sentido. Escribiré para vosotros, repite finalmente
la cita de manera inmodesta, la sinfonía de la ciudad, articulando de ese modo en una
figura tan intensa como explícita el sentido programático y por lo mismo utópico de una
escritura que, como las de Girondo y Borges, hará de lo urbano el material y el asunto
primordial donde basar su despliegue.
De manera que las tres citas pueden utilizarse para reconocer la recurrencia de una escena
típicamente vanguardista, consistente en la emergencia de una palabra y una figura poéticas
que instituyen como objeto al espacio urbano contemporáneo. Si proposiciones como éstas
son pensadas desde un punto de vista formal, entendiéndolas como una regla de carácter
general de la que se derivarían una serie de casos particulares, podría decirse entonces que
cada cita resuelve de modo singular las diversas posibilidades virtuales que ofrece la
combinatoria que rige dicha escena. Así, en el caso de la cita de Borges la figura del poeta
es un término presente, que despliega un discurso monológico y por momentos solipsista,
donde desiste de los otros como posibilidad de instituir vínculos explícitos de interlocución.
En el caso de Girondo, por su parte, la figura del poeta es un término ausente, que se
manifiesta tan sólo a través de las formas exclamativas y valorativas de sus palabras para
dirigirse asimismo a un alocutario tan genérico como indeterminado. Mientras que en el
caso de Tuñón, la figura del poeta y la figura de los otros se encuentran nítidamente
dibujadas, para hacer de ese vínculo la razón esencial de su propia escritura: escribe para
ellos, escribe por ellos, y es esa comunión con sus destinatarios lo que organiza y confiere
sentido a sus textos.
Por otra parte, al ser leídas como sinécdoque textual, las citas anticipan asimismo la forma
y el sentido del conjunto del texto. Como ocurre en muchos casos, el uso del término
conjunto aquí se vuelve problemático, por cuanto puede referir a distintos universos. Por
ello, digamos que, en este caso, aludiremos con él no sólo a los libros de los cuales las citas
han sido extraídas, sino también a las series de libros que constituyen determinadas zonas o
parcelas de las obras producidas por cada uno de sus autores. Zonas que, en los tres casos,
pueden adscribirse a lo que genéricamente se denomina poesía «de vanguardia», y que
comparten el rasgo de pertenecer, cronológicamente, a una etapa primitiva de dichas obras:
así, en el caso de Borges el conjunto del texto referirá no sólo a Fervor de Buenos Aires
sino también a Luna de enfrente y Cuaderno San Martín; en el caso de Girondo, además de
referir a Veinte poemas para ser leídos en el tranvía referirá asimismo a Calcomanías,
mientras que en el caso de Tuñón, finalmente, designará, amén de La calle del agujero en
la media, a El violín del diablo y Todos bailan.
En consecuencia, y dado que las citas comentadas operan, según nuestro punto de vista,
como representaciones no sólo de los libros que las contienen sino además de tales
conjuntos textuales, intentaremos leer, a partir de ellas, ciertas características de dichos
conjuntos entendidos ahora de manera indivisa. En tal sentido, las calles de Borges se
presentan como una auténtica tematización de los espacios urbanos, ya que tales espacios
son, fundamentalmente, un espacio a recorrer. Como se ha dicho y se ha leído en la cita,
las calles borgeanas son calles de barrio, de arrabal, que tienen la particularidad de dibujar
no sólo una especie de cartografía de la ciudad sino también, y esencialmente, una
topología de lo urbano; marcan los lugares laterales como inscripción y los lugares
centrales como elipsis, haciendo por otra parte de esa inscripción el dibujo de una difusión
donde lo urbano se desdibuja para confundirse con superficie abierta la pampa. Y como si
ello produjese un sutil efecto de contigüidad o, más precisamente aún, de contaminación,
los espacios urbanos devienen en la poesía de Borges en espacios vacuos, despojados de
presencia humana. Despojados de hombres vivientes pero poblados de espectros y
fantasmas porque, si por un lado, los vestigios, los monumentos funerarios labran la pétrea
memoria de los muertos, por otro los poemas, recurrentemente, cantan a los mayores
evocando sus figuras patriarcales para representar las formas de una genealogía que se
confunde con la de la patria misma.
La poesía de Borges parece entonces oponer las instancias de lo pretérito y lo actual como
los modos en que el mundo puede ocuparse: así, si el pasado es el tiempo de los otros, el
momento en el que su presencia, aunque fantasmática, se despliega sobre el espacio urbano
entendido como lar, el presente es el tiempo del poeta de manera exclusiva, que percibe las
formas evanescentes de la ciudad en el momento agonizante de la tarde. En ese instante
privilegiado y por lo mismo idiosincrásico, la mirada del poeta registra esas formas como
sensaciones de lugares, momentos y objetos que configuran un universo cantado de una
manera a la que podría llamarse elegíaca, como lo propone, acaso con cierta ironía, uno de
los títulos de sus poemas («Elegía de los portones»). Más allá de ello, lo cierto es que en la
poesía de Borges hay una gravedad, incluso una solemnidad, que la distinguen de manera
radical respecto de la poesía de Tuñón y Girondo.
Por consiguiente, un parámetro que permitiría re-conocer a estas poesías consideradas
conjuntamente sería precisamente el de su peculiar tono o entonación poética, dado que lo
que en una es mucho más contenido, a la manera de un decir sesgado que desestabilizara
las formas convencionales del lenguaje por medio de sutiles efectos de irrisión, en las otras
es marcadamente enfático, tanto como paródico o transgresor, al modo de un decir directo
que hiciera de la confrontación con los sentidos y las palabras comunes la vía privilegiada
para afirmar una poética de ruptura. Junto con ello, lo que también permitiría diferenciar a
estas poesías consideradas en su conjunto sería la apreciación del objeto poético que cada
una de ellas construye.
Porque si la poesía de Borges compone casi con exclusividad una representación parcial de
Buenos Aires, la de Girondo parece componer, en cambio, una especie de representación
universal de las ciudades contemporáneas, que en su cosmopolitismo, e incluso como
consecuencia de él, parecen no diferenciarse de manera esencial. Se ha señalado el sentido
de itinerario, de despliegue cartográfico, que suponen los nombres que datan sus poemas:
Brest, Mar del Plata, Buenos Aires, Río de Janeiro, Venecia, Biarritz, París, y finalmente
Madrid, Granada, Toledo o Sevilla. Y si en todos los casos, acaso con la excepción de
algunos de los poemas de Calcomanías, todas estas ciudades son vistas desde la perspectiva
de su modernidad, o más precisamente aún, de su modernismo, ello se debe a que la mirada
poética de Girondo se orienta sobre lo que tienen de recurrente, esto es, sus objetos
característicos, su arquitectura expansiva, sus sujetos anónimos y emancipados respecto de
los mandatos de la tradición, o su cultura moderna que combina formas del arte popular con
recursos y medios novedosos ofrecidos por una incesante innovación tecnológica. Esa
mirada es, además, una mirada instantánea: constituida como un evento tan contemporáneo
como los objetos que capta, se sustrae del devenir temporal en las formas fugaces del
presente, y quizás acuciada por esa inmediatez, aprehende a esos objetos con las formas
parciales y desmembradas de las figuraciones metonímicas. La poesía de Girondo es, en
consecuencia, una poesía altamente elíptica, que hace de las formas fragmentarias de sus
enunciados un rasgo estilístico que a su modo reproduce las formas de discursividad
características de su época.
Enfática y en cierto modo optimista, la poesía de Girondo canta así el espectáculo del
mundo. Lo canta y lo celebra, porque el mundo parece estar allí para ofrecer sentido y
plenitud a la vida. Pero el espectáculo es el mundo y no el alma del poeta. Por ello, la
poesía de Girondo resulta tan poco subjetiva, por lo menos desde el punto de vista de hacer
de su propia subjetividad un motivo de representación textual. El sujeto de esta poesía –lo
mismo que el sujeto de la poesía de Borges y Tuñón– es un sujeto esencialmente vidente,
pero que en este caso muta además en sujeto transparente, cuando soslaya toda posibilidad
de representación o de figuración, al despojarse del «espesor» y de la «interioridad» que
caracterizan a las formas de subjetividad de los otros poetas.
Frente a esa suerte de difuminación de la subjetividad que practica la poesía de Girondo, la
poesía de Tuñón –como la de Borges, pero de otro modo– supone entonces un explícito
despliegue de su dimensión subjetiva. Porque ahora el poeta compone su propia
representación –la figura imaginaria que sus versos labran– con los atributos heterogéneos
que le ofrecen desde ciertas formas tardías del romanticismo hasta las formas seculares de
la picaresca, pasando por aquellas otras formas que de manera singular recoge de la
herencia simbolista. En tal sentido, podría decirse que la poesía de Tuñón no es más que el
gran relato de su devenir poeta, y que como tal implica, en el nivel de sus manifestaciones,
no sólo una experiencia de visión como en Borges o Girondo, sino además, y
esencialmente, una experiencia de vida. Para Tuñón, como es notorio, se trata de poetizar a
partir de lo vivido: por ello, desde su primer libro, intentará transponer en el lenguaje de los
versos diversas circunstancias de su propia historia, que irán modelando su inconfundible
imagen poética. Signado –a diferencia de Borges y Girondo– por un origen plebeyo y para
nada ilustre, se autorrepresenta desde El violín de diablo como un joven que se convierte en
poeta a partir de experimentar (o porque experimenta) distintas formas de placer y goce –
aquellas que se obtienen, literalmente, en tabernas, lupanares y fumaderos– junto con
formas intensas de dolor generadas por pérdidas y desgarramientos existenciales.
Despojado de otros bienes –dice el relato autorreferencial que urden sus textos– se presenta
pletórico de experiencias vitales, para expandir a partir de ellas el canto apasionado de un
mundo que se presta a esas formas de apropiación tan crudas como formadoras. Porque allí,
en esa clase experiencias, el poeta aprende a vivir tanto como a cantar: de ello dan cuenta
sus poemas, que dibujan las zonas recorridas en su vagabundeo –que son otros márgenes,
como los de Borges, pero distintos, ya que se trata de la zona de los puertos o de lugares
socialmente marginales– y las figuras de esos personajes característicos que pueblan su
universo poético –marinos, prostitutas, camareras, delincuentes, payasos y todo tipo de
segregados– con quienes el poeta se identifica cuando los constituye en los destinatarios
privilegiados de sus versos.
Como en el caso de los otros autores, en el de Tuñón mirada y palabra confluyen en la
manifestación de un cierto humor, o por decirlo con términos más valorizados, un cierto
«pathos». Pero ese humor, ese estado de ánimo que puede dibujarse con la forma de las
pasiones naturalmente que no es constante, y por ello puede oscilar entre cierto tono
decadente que preside la escritura de El violín de diablo y cierto tono ciertamente eufórico
y jovial que domina muchos textos de La calle del agujero en la media. Aunque entre
ambos libros la diferencia no es meramente de tono sino, una vez más, de vida y
experiencia. Porque si en el libro primigenio se trataba de cantar a Buenos Aires, en el
momento inaugural de la historia del poeta, en el otro libro se tratará de cantar a Europa,
particularmente a Francia, después de haber realizado la experiencia iniciática del viaje.
Así, podría decirse que se trata de la misma mirada, pero que los objetos mirados son otros,
ya que el poeta seguirá hablando de seres y lugares marginales similares a los que
encontraba en Argentina, pero situado ahora en un contexto diferente al que el tiempo
parece trabajar en una doble dimensión: en la dimensión objetiva, cronológicamente
milenaria de la cultura europea, y en la dimensión subjetiva, cronológicamente menor pero
altamente significativa de su propia vida. Ello puede leerse, de modo paradigmático, en un
poema como «Escrito sobre una mesa de Montparnasse», que exhibe la imagen del poeta
como un joven soñador, pobre y romántico. Dirigiéndose a sus interlocutores parisinos, les
pregunta si conocen Neuquén, Tucumán, Mendoza, La Rioja o Santa Fe, de las que refiere
algunos rasgos característicos. Y si con ello intenta representar el sentido de origen, de
raíces, que esos nombres implican frente a un auditorio europeo, por otra parte provoca un
efecto de descentramiento notable, ya que habla del «interior» argentino –ese otro genérico
de Buenos Aires– desde el «exterior» europeo –esa otra forma de la alteridad rioplatense–.
Verdadera metáfora del desprendimiento exiliar, de un salirse de sí que supone asumir una
enunciación absolutamente errática, la imagen que el poema construye simboliza, de ese
modo, las formas de una escritura que registra al mundo como deriva incesante de su lugar
de origen. Si con ello la poesía de Tuñón pretende dar cuenta de su propia ubicuidad, se
diferencia al mismo tiempo de la poesía de Borges –mucho más apegada al territorio
patrio– y de la de Girondo – también nómade, pero en otros circuitos de la superficie del
mundo–. Son, de todos modos, tres actitudes poéticas similares, a las que el paso del tiempo
enfrentaría con la asunción de nuevas perspectivas: como si se dijera que, una vez superada
cierta comunidad juvenil de intereses ya que no de formas y lenguajes, la madurez o el
simple transcurrir de los años las llevaría por caminos tan heterogéneos como irreductibles.
La poesía de Oliverio Girondo cobra estado «público» por primera en vez en 1922, cuando
se edita su libro inicial, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. De manera que no
sería excesivo sostener que ya, desde el mismo título de esa primera obra, o –lo que es lo
mismo– desde el primer enunciado con que esa poesía se presenta en público (y al público),
un sentido fuertemente revulsivo viene a inscribirla en la sociedad y en la cultura de su
época, al proponer una textualidad inusual para los códigos poéticos dominantes por aquel
entonces.
Ese título, como es notorio, consta de dos partes: un sintagma nominal (veinte poemas) que
introduce un matiz de prosaísmo en su forma meramente descriptiva –al eludir cualquier
atisbo de metaforización en la institución de su sentido desde el plano neutral de una
designación objetiva–; y un complemento preposicional, de «fin» (para ser leídos en el
tranvía), que profundiza ese sentido prosaico al tiempo que remite a determinadas
circunstancias o contextos de lectura verdaderamente insólitos para las pautas de recepción
del discurso poético dominantes en aquella época.
De allí que Girondo escriba, entonces, veinte poemas para ser leídos en el tranvía para
interpelar los supuestos sobre los que se sostiene en su contemporaneidad la circulación
social del discurso lírico. Porque a la dimensión privada, íntima, de la recepción burguesa
tradicional, ese título viene a oponer la dimensión pública de un espacio insólito e inédito –
o más precisamente, insólito por inédito–, el espacio de un moderno medio de transporte
como el tranvía. Pero además, el complemento para ser leídos en el tranvía introduce otra
dimensión, ya no espacial sino temporal, en la medida en que denota un lapso acotado –
perentoriamente acotado, podría pensarse– de tiempo, aquél que implica un viaje en
tranvía. En tal sentido, el término de dicho complemento, en el tranvía, connota asimismo
un cierto sentido de velocidad, de vertiginosidad, característicos de la vida urbana moderna,
que no podrían dejar de asociarse con ciertas formas de consumo características de la
cultura urbana moderna; por esa vía, otra oposición conceptual viene a esbozarse, dado que
si para los supuestos y valores que rigen las formas tradicionales de recepción literaria las
obras son objetos perennes, que sobreviven a los avatares del suceder histórico, desde la
perspectiva de Girondo las obras podrían pensarse como objetos perecederos, de rápido
consumo, en consonancia con su naturaleza mercantil y desacralizada, tal como lo ha
señalado Jorge Schwartz.1
Ello, en primera instancia. Porque en una segunda instancia de significación, ese término
del complemento podría ser leído ya no de forma literal sino de forma paródica: como una
parodia de las convenciones de lectura dominantes por aquel entonces. Como si se dijera
que, al proponer Girondo la lectura tranviaria de los poemas –según una denominación
propuesta por Gómez de la Serna, como lo recuerda Schwartz–, pretendiese subvertir las
pautas o los códigos que regían la recepción de las obras poéticas en su época, deponiendo
los valores estéticos y culturales dominantes por medio de una operación discursiva
tendiente a su irrisión absoluta.
De ese modo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía puede leerse como una
condensación de los supuestos donde se sostiene su peculiar concepción de la poesía. Y al
mismo tiempo, como un estandarte de su propia textualidad, en la medida en que
1 Esta modalidad de la obra en la concepción de Girondo ha sido señalada por Jorge Schwartz, quien ha
señalado lo siguiente: «La unión de la rapidez al utilitarismo aparece de inmediato en el título ‹Veinte poemas
para ser leídos en el tranvía› (subrayado mío), en que la preposición ‹para› sugiere finalidad, al tiempo que
orienta al lector para una lectura determinada (función connotativa del lenguaje). La ligazón del medio de
locomoción con la obra de arte funciona como un modo de atribuir a esta última un cuño pragmático,
vinculándola irremesiblemente a lo urbano. De esa forma, tanto el trayecto del tranvía como la lectura del
poema se equiparan y son considerados como objetos de consumo, lección rápidamente aplicada por Ramón
Gómez de la Serna en su lectura tranviaria del poema.» Cfr. Schwartz, Jorge: Vanguardia y Cosmopolitismo
en la Década del Veinte. Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 1993, pág. 143.
literalmente agita los sentidos paródicos y corrosivos con que enfrenta a las tradiciones
poéticas instituidas. Los veinte poemas de Girondo se sitúan, en consecuencia, en las
antípodas de otros veinte poemas como los de Neruda: no quieren hablar de las emociones
ni de las pasiones que abrasan a un sujeto lírico, consumiéndolo; no quieren hablar de una
interioridad ni de un mundo íntimo que se presenta como refractario respecto del mundo
gregario de lo prosaico; no quieren tomar distancia respecto de las circunstancias pedestres
de la vida. Quieren, por el contrario, hablar de ese mundo vulgar del que no ha hablado
hasta entonces la lírica –compuesto por bañistas, comparsas, jugadores, bailarines, y todo
tipo de figuras extraños al discurso lírico–; quieren, asimismo, hablar de las cosas pedestres
que lo pueblan –fotografías, mingitorios, automóviles, perros, y toda suerte de objetos
tradicionalmente evitados por ese discurso–; y quieren, sobre todo, aventar toda forma de
espesor subjetivo. Los veinte poemas de Girondo serán, desde esta perspectiva, la instancia
de evacuación de las formas de la subjetividad lírica tradicional, en la que se las sustituya
por las formas de una subjetividad impersonal y anónima que caracteriza a las poéticas de
vanguardia.
2 El vínculo de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía con el cubismo ha sido señalado por Beatriz De
Nóbile. Al respecto, cfr. Beatriz De Nóbile: El Acto Experimental. Buenos Aires, Losada, 1972, págs. 23 a 30.
como un libro de viajes, como lo sostiene Francine Masiello, en el cual el sujeto poético da
cuenta de su devenir cosmopolita.3
La escritura de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía supone, como ha sido señalado,
un proceso de descomposición de la perspectiva tradicionalmente utilizada en la literatura y
el arte para la representación de sus objetos, y su sustitución por formas «cubistas» de
representación de diversas facetas o planos de los objetos poetizados. Análogamente, la
subjetividad poética representada por los textos supone un proceso de desmembración y
vaciamiento de las formas con que tradicionalmente se representa el sujeto lírico.
Por consiguiente, esos caracteres textuales son legibles en cualquiera de los textos que
integran el libro. Así, en un texto como «Café-concierto», se representan en primer término
la música y la danza que en ese sitio se perciben, según una serie de figuraciones de tipo
metonímico que aluden a distintas partes de los objetos representados: en el caso de la
música, se trata de las notas del pistón, que describen trayectorias de cohete, vacilan en el
aire, se apagan antes de darse contra el suelo. Y en el caso de la danza, se trata de
enumerar las partes de un cuerpo que baila y que canta: Salen unos ojos pantanosos, con
mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen
humear el escenario. De modo que el texto genera una suerte de disgregación de los
objetos poetizados, o mejor aún, de sus formas, y focaliza su representación en la
figuración de una serie de fracciones discontinuas que se vinculan por meras relaciones de
contigüidad.
Esa representación de los objetos poetizados se corresponde, como es obvio, con una
mirada fragmentaria, metonímica. Por ello, la mirada del sujeto poético percibe siempre
fragmentos de tales objetos: La camarera me trae –dice–, en una bandeja lunar, sus senos
semidesnudos... Pero además, en este caso su mirada percibe la mirada del público, cuando
enuncia: La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es
una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas. De
3 Esta lectura es desarrollada puntualmente por Francine Masiello. Cfr. Francine Masiello, Lenguaje e
Ideología. Buenos Aires, Hachette, 1986.
manera que el poeta mira otra mirada, otro mirar: por ello, la remisión al mundo parece
desviarse en un movimiento que desestabiliza el soporte imaginario de «lo real» como
sustrato o fundamento de la representación poética, desplazando esa remisión última hacia
una especie de suspensión significante que genera, como efecto de sentido, un desdibujarse
de los vínculos del texto con ese «real».
En este orden del análisis, debe señalarse que, por otra parte, estas operaciones de
descomposición de la unidad de la representación nunca implican una absoluta irrisión de la
misma, como podría postularse, por ejemplo, a propósito de En la masmédula. En Veinte
poemas..., por el contrario, la representación del mundo sigue operando como una
tendencia o como una fuerza de la escritura de Girondo, que entra en colisión con
tendencias o fuerzas de signo contrario. Por esa razón, muchos de los textos del libro se
leen como auténticas escenas, donde la mirada poética enmarca la representación de
lugares y personajes característicos de la cultura urbana moderna.
La instancia elocutiva
Uno de los efectos que provoca la escritura poética de Girondo consiste, como se ha
señalado, en la destitución de todas las formas habituales de la subjetividad lírica, sobre
todo de aquellas que pretenden conferirle «espesor» y «profundidad» al sujeto que
manifiestan los poemas. En el caso de Girondo, se trata, por el contrario, de una especie de
vaciamiento de ese sujeto, que se despoja literalmente de los sentimientos y emociones que
constituyen la materia prima de los discursos líricos, para limitarse a registrar el
espectáculo del mundo que mira, ante el que reaccionará tanto afectiva como
inteligiblemente. Por tal razón, el sujeto que revelan los textos siempre se muestra como un
sujeto íntimamente ligado a aquello que percibe, como si su modalidad esencial estuviera
determinada por su condición de sujeto itinerante y vidente.
Esa determinación es tan potente que, en la mayoría de los poemas, el sentido referencial de
los textos se encuentra inevitablemente orientado hacia los objetos de los que hablan. No
obstante ello, en algunos casos altamente significativos los textos refieren a la figura de su
propio sujeto. Así, en «Apunte callejero», después de representar una escena callejera en la
que aparece una familia gris, unos senos bizcos, el ruido de los automóviles o las hojas de
los árboles, el poema dice: Pienso en dónde me guardaré los quioscos, los faroles, los
transeúntes, que se me entran por las pupilas. Y si ello significa representar,
figuradamente, la percepción visual del mundo que experimenta el sujeto poético, esa
representación no deja de estar atravesada también por ciertas formas expresionistas e
incluso grotescas que signan la escritura del libro: así, los ojos son orificios por donde
entran los objetos en el sujeto, según un enunciado que podría leerse tanto en un sentido
metafórico cuanto en un sentido literal. Esta segunda posibilidad es habilitada por las frases
siguientes, que dicen: Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar
algún lastre sobre la vereda... en las que el cuerpo del sujeto poético se dibuja como
volumen y depósito, como una especie de reservorio donde los objetos prosaicos del
mundo contemporáneo vienen a alojarse acaso sin medida ni límite.
No es ésa, por cierto, una representación grave, solemne o circunspecta como las que los
poetas líricos tradicionalmente utilizan para construir sus propias imágenes. Por el
contrario, es una representación jocosa que intenta desacralizar la imagen del poeta,
deponiendo sus rasgos habituales para reemplazarlos por rasgos paródicos y grotescos. De
manera que no resulta sorpresivo leer el enunciado siguiente, con el que concluye el texto:
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas
de un tranvía. Porque ahora la imagen del poeta es una imagen abiertamente fantástica, a la
manera de esas imágenes dadaístas que solían desconcertar a quienes se manejaban con los
códigos del realismo o del naturalismo en sus percepciones del mundo. Mi sombra se
separa de mí, allí dice el poeta, en una enunciación que no deja de constituir un pequeño
escándalo semántico dado que nadie podría tomar seriamente esa proposición, para concluir
afirmando y de pronto se arroja entre las ruedas de un tranvía, según otra figuración
fantástica que añade una nueva modalidad a la parodia sobre la que se sostiene su
representación, en la medida en que quien comete ese acto suicida es su sombra y no él.
De manera que, en esos pocos casos donde la orientación de los enunciados se vuelve sobre
el propio sujeto del texto, la imagen que de él se genera poco tiene que ver con las
imágenes que el discurso lírico habitualmente construye para representar sus sujetos. Y así
como esa imagen se distancia de las convenciones que rigen al discurso lírico tradicional,
también se distancia de ellas el lenguaje utilizado en la elocución de su propio discurso. En
este orden, una de las formas en que ese distanciamiento se revela está dada, obviamente,
por la prosificación del lenguaje utilizado en la escritura de gran parte de los textos. Y aquí,
el término prosificación podría entenderse en una doble acepción, ya que alude tanto a
cierta forma genérica o discursiva determinada por el uso del lenguaje en prosa, cuanto a la
naturaleza o al tipo de objetos poetizados (que no se corresponden en absoluto con los
objetos tradicionalmente cantados por el discurso lírico). Los objetos de los que hablan los
textos de Veinte poemas... son objetos triviales, vulgares, generalmente considerados como
no-poéticos, pero que tienen la particularidad de presentarse con rasgos que no le
corresponderían en una representación convencional. Por tal razón, los objetos inanimados
suelen presentarse como animados, e inclusos humanizados, como si se tratase de una
auténtica antropomorfización, tal como lo ha señalado Jorge Schwartz en su lectura del
libro.4
La escritura de Girondo, hemos dicho, parece albergar ciertas fuerzas que pretenden afirmar
su valor y función de representación como a fuerzas de signo contrario. Así, esa
coexistencia de tendencias escriturarias divergentes parece constituir al libro en un espacio
agonístico, en el que lo que se afirma en un determinado nivel de sentido puede leerse
como negado o cuestionado en otro plano de sus significaciones.
Ello es particularmente legible en un conjunto de textos donde la noción misma de
representación aparece cuestionada, en la medida en que se muestran como escenas o
visiones cuya naturaleza desplaza el eje de la referencia hacia estratos puramente
discursivos. Así, «Café-concierto» es un texto en el que se representa una escena teatral, en
un juego por el cual el discurso poético remite a otros discursos artísticos. En «Río de
Janeiro», a su vez, se dirá que La ciudad imita en cartón, una ciudad de pórfido; por medio
de esa imagen significa el sentido de representación (como lámina, como dibujo) que cobra
el objeto de la mirada poética. Y si ese sentido se presenta en este caso virtualmente, o más
5 Oliverio Girondo: «Membretes», Revista Martín Fierro Nº 34. Buenos Aires, Octubre 5 de 1926.
por Martín Fierro en su número cinco / seis acerca de la existencia de una sensibilidad y de
una mentalidad argentina.
Así, la «Carta abierta a ‹La Púa›» utiliza retóricamente las palabras atribuidas a un amigo
para justificar la publicación de ese libro primerizo: Hasta que uno contesta a la
insinuación de algún amigo: ¿Para qué publicar? Ustedes no lo necesitan para estimarme,
por lo demás..., pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nos replica:
Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en
nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se
escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe,
como tú la tienes, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes
hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede
usarse cotidianamente y escribirse de «americana», con la «americana» nuestra de todos
los días...6
La cita expone, de modo transparente, los supuestos sobre los que se asienta el programa
vanguardista de Girondo porque si, por una parte, se intenta cortar amarras respecto de la
tradición, y de la tradición hispánica en particular, por otra se trata de tener fe en nuestra
fonética, es decir, en la manera singular en que la lengua española es modulada en el
ámbito territorial y cultural del Río de la Plata. Se trata, literalmente, de hablar en
argentino, o más precisamente aún, de hablar en la lengua o con la lengua criolla de los
argentinos. Porque el criollismo, como perspectiva, de hecho puede superar la dimensión
estricta de lo local, para proyectarse como fenómeno cultural por el espacio todo de
América. Por ello, el Manifiesto de Martín Fierro redactado por Girondo puede sostener
enunciados como éste: «Martín Fierro» cree en la importancia del aporte intelectual de
América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical. Acentuar y generalizar, a las demás
manifestaciones intelectuales, el movimiento de independencia iniciado, en el idioma, por
Rubén Darío, no significa, empero, que habremos de renunciar, ni mucho menos, finjamos
desconocer que todas las mañanas nos servimos de un dentífrico sueco, de unas toallas de
Francia y de un jabón inglés.
6 Oliverio Girondo: “Carta abierta a ‘La Púa’”, en revista Martín Fierro Nº 2. Buenos Aires, Marzo 20 de
1924.
«Martín Fierro» tiene fe en nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en
nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación.7
Como en tantos casos similares, el perspectivismo cultural y lingüístico de Girondo, lejos
de encerrarse en un nacionalismo rígidamente refractario en relación con el mundo
contemporáneo, asume su posicionamiento local sin desconocer los vínculos que lo ligan,
inexorablemente, con ese mundo. Según el manifiesto de cuño girondino no se trata de
renunciar, ni mucho menos fingir desconocer que todos los días nos servimos, para la
satisfacción de nuestras necesidades cotidianas, de productos de origen foráneo, pero ello
no implica en absoluto perder la fe en nuestra fonética, nuestra visión, nuestro oído e
incluso nuestra capacidad digestiva y de asimilación. Porque para Oliverio Girondo se trata,
puntualmente, de rescatar una cierta idiosincrasia del hombre argentino, que es tan
intransferible como natural y, por lo tanto, innecesaria de pruebas o demostraciones. Por
ello, frente a las preguntas formuladas por Martín Fierro en su encuesta publicada en el
número cinco / seis, de mayo / junio de 1924, que interrogan enumerativamente: 1º ¿Cree
Ud. en la existencia de una sensibilidad, de una mentalidad argentina?, 2º En caso
afirmativo ¿cuáles son sus características?, Girondo responde diciendo Permítasenos, por
consiguiente, humanizar la segunda pregunta hasta dejarle la amplitud necesaria como
para no vernos obligados a contestarla. A continuación de lo cual reformula la pregunta,
escribiendo entonces: Si cree usted en la existencia de una mentalidad y de una
sensibilidad argentinas, ¿se animaría usted a definir alguna de sus características?
La respuesta que da a semejante pregunta no puede menos que transcribirse literalmente:
Las obras, los hechos y la vida de Sarmiento, Hernández, Cambaceres, Wilde, Güemes,
Roca... están allí para contestar; como estarían las nuestras –las obras de los mejores
entre nosotros– sin que necesiten proponérselo, sin que tengan, siquiera, mayor conciencia
de ello.
No caigamos, pues, en la tentación, a la vez, ingenua y pedantesca, de intentar
clasificaciones cuyo dogmatismo tan solo sienta bien a la dogmática estupidez de los
profesores. Los «martinfierristas» aman y respetan la vida y, por consiguiente, saben
perfectamente bien que el único medio de que disponemos para captar –aunque sea
7 Manifiesto de Martín Fierro. Revista Martín Fierro Nº 4, Buenos Aires, Mayo 15 de 1924.
fragmentariamente– ciertos aspectos de la realidad, es la intuición; intuición que sólo se
logrará comunicar valiéndose de obras que la tengan por base.
Las características de una mentalidad no dependen, por otra parte, de que alguien las
concrete y las especifique: así como el hipopótamo no necesita imprescindiblemente para
vivir que se le describa en los tratados de zoología.
En el fondo de esta cuestión, por lo demás, existe un asunto previo personal, al que uno
tiene que responder personalmente:
Yo creo en nuestra idiosincrasia, porque creo en eso que llamo mi existencia y no necesito
de ningún esfuerzo intelectual para constatar sus manifestaciones, que se evidencian, al
menos para mí, hasta en el gesto con que me desabrocho los botines.8
De modo que la existencia de una idiosincrasia propia del hombre argentino es, para
Girondo, una suerte de evidencia natural, a la que se accede de manera simplemente
intuitiva, sin que sea necesario formular ninguna clase de discurso taxonómico para tornarla
visible. Tamaña convicción debería alentar, en consecuencia, al conjunto de la producción
textual de Girondo, de la que Martín Fierro no deja de dar cuenta a lo largo de sus tres años
de vida. Así, el número dos de la revista, como se ha dicho, publica una serie de poemas
pertenecientes al libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía: «Paisaje breton»,
«Croquis en la arena», «Nocturno», «Río de Janeiro”, «Milonga», «Exvoto», «Fiesta en
Dakar» y «Otro Nocturno». Semejante conjunto representa sobradamente las características
generales del libro, compuesto al modo de un libro de viajes en el cual el poeta registra, con
una mirada y un lenguaje vanguardistas, el espectáculo fascinante de la vida urbana
contemporánea. Lo cual implica un desplazarse por el mundo en una escala verdaderamente
universal, ya que el periplo que realiza el poeta atraviesa ciudades argentinas, americanas,
europeas e incluso africanas.
Esos poemas, por otra parte, representan la perspectiva de un discurso que apela tanto al
humorismo como al grotesco, en la medida en que sus representaciones del mundo
contemporáneo literalmente deforman sus figuras convencionales para trazar las formas
irrisorias con que la escritura de Girondo las recrea. Compuestos a la manera de verdaderas
postales, los poemas de Girondo se leen de ese modo como especies de instantáneas en las
8 Oliverio Girondo: Respuesta a la Encuesta de Martín Fierro. Revista Martín Fierro Nº 5/6. Buenos Aires,
15 de Mayo / 15 de Junio de 1924.
que se capta, casi con la inmediatez de una fotografía, los objetos, sujetos y situaciones más
relevantes de la cultura urbana propia de la época.
El número dieciséis de Martín Fierro, de mayo de 1925, por su parte publica dos poemas
de Calcomanías, el segundo libro de Oliverio Girondo que, según aclara una nota a pie de
página, «acaba de editar la casa Calpe y (es) de próxima aparición». La misma nota precisa
que los poemas habían sido anticipados por la Revista de Occidente, de donde los tomaron
los editores de Martín Fierro, «con motivo del retorno de su autor, que se reincorpora a las
filas del grupo ‹Martín Fierro›, periódico que lo cuenta como uno de sus principales
redactores».9 Ambos textos llevan por título «Escorial» y «Juerga», respectivamente, y
aluden a diversos aspectos de la cultura y de la sociedad hispánicas, en consonancia con el
sentido general del libro. Al respecto, vale recordar que Calcomanías es también testimonio
y registro de otra experiencia de viaje por parte de Girondo, pero en este caso circunscripta
al ámbito del mundo hispánico, al que se lo aprehende con una mirada crítica, orientada
particularmente sobre los aspectos arcaizantes y retrógados que esa mirada percibe en la
España contemporánea.
De manera que, en ambos casos, Martín Fierro promueve la difusión de los textos poéticos
de Oliverio Girondo. Considerados en sí mismos, y prescindiendo de su pertenencia a los
libros que los contienen, ese conjunto de poemas se constituye en una manifestación
ciertamente representativa de esa escritura que los incluye, y que pretende ser una suerte de
mirada argentina que se despliega en un orden cosmopolita y universal. Ello no implica, de
todos modos, que dicha mirada se enuncie en una lengua a la que se reconozca como
inequívocamente argentina, lengua que, por otra parte, en la época en que esos poemas son
escritos se muestra más como un proyecto o un programa poético que como una entidad
verbal plenamente constituida. Porque lo cierto es que la lengua poética de Girondo se
construye a partir de formas lexicales y sintácticas más convencionales que, por ejemplo, la
lengua poética de Jorge Luis Borges –nutrida de giros y construcciones tomadas del habla
criolla– o que la lengua literaria de Roberto Arlt, amasada a partir de las formas populares y
plagadas de extranjerismos propios del habla porteña de aquel entonces.
Lo que querríamos señalar con esto es el hecho de que la lengua de Girondo se muestra
menos distintivamente argentina que la de Arlt o la de Borges, lo cual no significa que no
9 Oliverio Girondo: «Nuevos Poemas de ‹Calcomanías›». Revista Martín Fierro Nº 16. Buenos Aires, Mayo
5 de 1925.
lo sea, sino, más bien, que esa identidad en su caso no parece tan relevante. Pero no parece
haber sido ésa la percepción dominante entre sus lectores contemporáneos, quienes
intentaron en diversas ocasiones reconocer en la poesía de Girondo las marcas inequívocas
de la argentinidad. Al publicarse los poemas de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía
en el número dos de la revista, en una sección titulada «Selección de lecturas», una
presentación anónima viene a inscribir el discurso de esa percepción. Después de consignar
ciertos rasgos característicos de la poesía de Girondo, como el color, «firme, nítido», el
graficismo y la plasticidad, que «revelan a un Girondo eminentemente pictórico», la
presentación afirma que Se percibe además en la obra una sonoridad, un timbre de cosa
netamente argentina, que hasta hoy no reflejó la literatura nacional: algo de franqueza
gaucha mezclada con rudeza y desplante indígena, en el estrépito de algunos pasajes, al
arrojar palabras como boleadoras, al pintar, con una guapeza toda argentina, nativa,
ancestral, –y que nada tiene que ver con lo hecho hasta el día–, sus paisajes, sus cuadros,
y sus gentes de todo el mundo.10 Si el símil con lo gaucho y lo indígena resulta fructífero
para describir una cierta actitud, acaso ruda e intempestiva, en la enunciación poética de
Girondo, lo es menos a la hora de establecer correspondencias lingüísticas con los otros
términos de la comparación. Sin embargo, no fue ésa la única ocasión en que Martín Fierro
trazara semejante imagen de Girondo: el número diecisiete, de Mayo de 1925, bajo el título
de «Notas de Martín Fierro» publica la noticia de la comida mensual de los miembros de
Proa y Martín Fierro realizada el 2 de mayo de ese año, que fuera dedicada a Oliverio
Girondo quien había regresado de la gira americana-europea donde llevara la
representación de diversas revistas juveniles de Buenos Aires, La Plata y Montevideo. La
noticia consigna asimismo que «el obsequiado resistió la dedicatoria de la demostración, no
hubo cabecera y aún se transó porque no hubiera discursos». Lo que sí hubo fue recitación
de versos «por multitud de jóvenes escritores», entre ellos los de un poema de Leopoldo
Marechal que la nota trascribe a continuación, y que dice:
Su voz
tiene una ronquera de estilos gauchos,
una detonación de fusil de chispa,
un sabor de ginebra pampa.
Los vocablos se despeinan en sus dientes
Y estallan todos juntos, como una gruesa de cohetes...
En sus cantos
hay una sal gruesa de fogón,
huidas de tropilla chúcara,
ayes de guitarra
cristalizados en chingolos de vidalita!
Ha vestido las ciudades del mundo
con el poncho y el chiripá
y les ha lavado los ojos turbios
con un pañuelo de amaneceres indianos...
11 Jorge Luis Borges: «Oliverio Girondo - Calcomanías». Revista Martín Fierro Nº 18. Buenos Aires, Junio
26 de 1925.
Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego
las estruja, las guarda. No hay aventura en ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo
de las cincuenta páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su
afanosa puntería. Así, Girondo es nuevamente un violento, una especie de cazador –
seguramente que como los indios o los gauchos– que se apropia rudamente de las cosas que
lo rodean. Pero ese atributo para Borges puede ser precisado técnicamente, pues continúa
diciendo: Sus procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero
destacar. Sé que esas trazas son instintivas, pero pretendo inteligirlas.
Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual e inmediata; afán que
da cierta pobreza a su estilo (pobreza heroica y voluntaria, entiéndase bien) pero que le
consigue relieve. La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y
señaladamente en los dibujos animados del biógrafo.
De ese modo, la lectura borgeana se orienta hacia ciertos rasgos distintivos que constituyen
prácticamente el núcleo generativo de la escritura de Girondo, consistente en configurar las
pasiones del ánimo en términos de una «manifestación visual e inmediata». Por otra parte,
dicha lectura asocia, con evidente agudeza, las formas de esa escritura con las de la
caricatura o la de los dibujos animados del biógrafo. Si ello significa, por una parte, percibir
el sentido gráfico, icónico, de los textos de Girondo, al mismo tiempo implica reconocer los
vínculos profundos que los ligan, más que con las culturas aborígenes, con la cultura
popular de la época. La lectura de Borges, revela, así, su capacidad de aprehender la forma
y el sentido más genuinos de la poesía de Oliverio Girondo, y por ello puede afirmar más
adelante: Ante los ojos de Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una vez, las
cosas dialogizan, mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de la cosas es activa
para él y ejerce una causalidad.
Lejos de la retórica criollista de las otras lecturas de Girondo, la lectura borgeana enfatiza la
animación de las cosas, su natural dialogar mintiéndose e influyéndose activamente con que
los poemas de Calcomanías las representan. Ello supone, podría decirse, una lectura menos
prejuiciosa y más libre, menos tributaria de supuestos filosóficos o ideológicos y más
ceñida a su real textura. Y acaso por lo mismo la reseña de Borges puede concluir diciendo
que Es achaque de los críticos el prescribirles una genealogía a los escritores de los que
hablan. Cumpliendo con esa costumbre, voy a trazar el nombre, infalible aquí, de Ramón
Gómez de la Serna, y el de un escritor criollo que tuvo alguna semejanza con el gran
Oliverio, pero que fue a la vez menos artista y más travieso que él. Hablo de Eduardo
Wilde.
A diferencia de las otras intervenciones que en el ámbito de la revista pretenden dar cuenta
de Girondo y su poesía desde una perspectiva exclusivamente criollista, la reseña de Borges
dibuja una genealogía que vincula a esa poesía, con justeza, tanto con la escritura de
Gómez de la Serna como con la de Eduardo Wilde. Y si ello permite, por una parte, trazar
un horizonte textual tan europeo como argentino, por otra parte permite simbolizar, por
medio de la remisión a esos nombres, el modo por el cual la escritura de Girondo dialoga
con la tradición europea desde una posición elocutiva indiscutiblemente argentina.