Articulo FALETTI Cronia
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Resumen
Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto de investigación “Alfabetización visual y semiosis social. Configura-
ción de una retórica de la imagen que resignifica procesos culturales identitarios de Argentina”, dirigido por la Mgter.
Liliana Guiñazú, aprobado y subsidiado por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Río Cuarto
(SeCyT-UNRC). El objetivo de este estudio fue describir la pervivencia de ciertas prácticas funerarias en poblaciones
serranas del norte de la provincia de Córdoba (Argentina). A partir del trabajo etnográfico, en base al corpus teórico
provisto por los estudios de diversos campos socio-antropológicos, y las fuentes orales consultadas, se describe la
práctica del alumbramiento de los muertos en los cementerios serranos de Cerro Colorado y Santa Elena. La vigencia de
esta tradición en el espacio público del cementerio expresa la continuidad y los cambios respecto a rituales funerarios
cristianos y creencias animistas ya observadas en el siglo XIX. Con ello se pretende poner en valor la singularidad de
los modos de tramitación de la muerte en poblaciones rurales, que constituyen el folklore religioso de dicha región.
Abstract
This article is part of the project “Visual teaching and social semi-system. Configuration of a rhetoric of the image that
resignifies cultural identity processes in Argentina” directed by Mgter. Liliana Guiñazú, approved and financed by the
Secretariat of Science and Technology of the National University from Río Cuarto (SeCyT-UNRC). Our objective was to
describe the survival of certain funerary practices in mountain villages in the north of Córdoba (Argentina). For this we
perform a localized ethnographic work with observations and interviews to the people of the region. We describe the
practice of lighting candles for the dead in the mountain cemeteries of Cerro Colorado and Santa Elena. The validity of
this tradition in the cemetery indicates the continuity and changes of funerary rituals observed since the 19th century.
It is concluded that the way of facing death in rural populations is a traditional habit that constitutes religious folklore
and the identity of each region.
1 Universidad Nacional de Río Cuarto, Facultad de Ciencias Humanas y Departamento de Arte y Cultura de Secretaría
de Extensión. Contacto: [email protected]
© 2017 Facultad de Cs. Humanas Universidad Nacional de Río Cuarto. ISSN 2344 942x.
Este artículo pertenece a la Revista Cronía Año 17 - Nº 13. Pp 64 - 79. Esta obra está bajo licencia
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Introducción
Los estudios sobre la muerte y los cementerios configuran un núcleo de interés dentro del campo de las ciencias socia-
les. La arqueología y los estudios urbanísticos han estudiado los cementerios como parte del fenómeno urbano; pero
también lo ha hecho la antropología, la sociología, la psicología y el folklore, dando aportes sustanciales respecto a las
performances rituales en torno a la muerte.
El trabajo pionero de Louis-Vincent Thomas, Anthropologie de la mort (1976), junto a los clásicos aportes de Philippe
Ariés (1977), Ziegler (1976), Hertz (1978), Van Gennep (1981), Tylor (1987), Durkheim (1992) e incluso Lévi-Strauss
(1958), entre otros, ofrecen elementos conceptuales de sumo interés para dar sentido a la muerte y sus formas de
elaboración social.
Contemporáneamente asistimos a un proceso de puesta en valor de los cementerios como espacios de memoria y
vehículos de acceso a la historia y la cultura local y regional. Varios documentos internacionales se han pronunciado
en favor del estudio, valoración y preservación de los cementerios por su relevancia patrimonial. La Carta de More-
lia (2005) brega por el “conocimiento, difusión, valoración, preservación y apropiación social del patrimonio cultural
material e inmaterial, especialmente el relativo a sitios, monumentos, conjuntos y elementos de carácter funerario y
los usos, costumbres y manifestaciones culturales a ellos asociados”. En consecuencia entes públicos y privados de
diversas latitudes iniciaron acciones subrayando los valores monumentales de diversos cementerios locales. Estudios
semióticos y arquitectónicos derivaron en publicaciones de variado tenor, entre los que vale mencionar a modo ilus-
trativo las ediciones belgas sobre Cementerios y Necrópolis de la Región de Bruselas (2004) y El Cementerio de Mons
(2011).
En el Río de la Plata el trabajo descriptivo sobre el Cementerio de la Concepción del Río Cuarto realizado por Codoni
(2015), el análisis semiótico de los monumentos del antiguo Cementerio de Paysandú (Mesa, 2009) o los aportes con-
ceptuales para la interpretación de la simbología en diversos cementerios urbanos (Viera & Sempé, 2009), ejemplifican
la relevancia cognitiva del tema en la región. En tales trabajos se hace hincapié en la diversidad de valores que atesti-
guan los espacios cementeriales, interpelando las narrativas que los sitúan en el terreno de lo tenebroso y esotérico.
Nuestro trabajo, realizado en el marco del proyecto “Alfabetización visual y semiosis social. Configuración de una re-
tórica de la imagen que resignifica procesos culturales identitarios de Argentina”, dirigido por la Mgter. Liliana Guiñazú,
(SeCyT-UNRC), retoma las tradiciones teóricas sobre el tema, provenientes de los estudios antropológicos, folklóricos,
sociológicos e incluso de la psicología, a fin de dar cuenta del imaginario y las prácticas locales en torno a la muerte en
los espacios cementeriales.
En consonancia con el proyecto en que se enmarca, nos proponemos pensar la identidad como una necesidad por
recuperar los procesos de construcción de sentido, como expresión de nuestra cultura, como un eje organizador de
nuestro proceder, modos de vida, relación con los otros y con el entorno.
Desde esa perspectiva entendemos que es prioritario el estudio de expresiones culturales identitarias y de los procesos
de la semiósis social que, valiéndose de discursividades diversas, posibilitan la transmisión intergeneracional de dicho
patrimonio. En esa misma línea, y desde el cruce discursos teóricos y experienciales, nos proponemos describir y
analizar diversas prácticas ritualizadas actuales, registradas en los cementerios serranos de Cerro Colorado y Santa
Elena (Córdoba, Argentina) que configuran las tradiciones funerarias comunitarias.
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Nuestro trabajo deriva de un proyecto de investigación de enfoque cualitativo que, bajo un diseño etnográfico-narrati-
vo, pretende reconstruir significados y sentidos compartidos en torno a expresiones culturales tradicionales que confi-
guran la identidad local de una comunidad. Para ello se realizó un trabajo de campo in situ en el año 2016, realizando
observación participante, entrevistas semiestructuradas y registro de testimonios orales a pobladores locales.
La región explorada se sitúa 160 Km. en el norte de la ciudad de Córdoba, capital de la Provincia argentina homónima,
en un área delimitada por los cerros Colorado (700 m.s.n.m), Inti-Huasi (746 m.s.n.m) y Veladero (700 m.s.n.m).
Dicho conjunto se localiza en las estribaciones australes de las Sierras de Ambargasta, regado por la cuenca hídrica
del río Los Tártagos, que nace en las cercanías de San Pedro Norte y se pierde en las cercanías de Santa Elena; en la
intersección de tres departamentos del norte cordobés: Tulumba, Sobremonte y Río Seco, limitando con la provincia
de Santiago del Estero.
Se trata de una región inicialmente ocupada por comunidades indígenas, Comechingones y Sanavirones, dando testi-
monio de ello las pinturas rupestres halladas en los cerros y el profuso trabajo arqueológico llevado a cabo desde fines
del siglo XIX que ha permitido rescatar diversas piezas y objetos patrimoniales.
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Con la colonización española, la zona adquirió relevancia por el trazado del Camino Real (Buenos Aires-Lima), que en
su trayecto Córdoba-Ojo de Agua (actual provincia de Santiago del Estero), surcaba la región. Debido a ello se erigieron
poblaciones hispano-criollas, muchas de ellas fundadas por el marqués de Sobremonte (1745-1827) como el caso de
San Francisco del Chañar, Villa de María del Río Seco y Villa Tulumba –declarada de interés provincial por ser el único
pueblo en la provincia que conserva plenamente su estilo hispánico-, cuya prosperidad estuvo sujeta a la actividad del
tráfico comercial por dicho camino.
Fig. 2 – Camino real a Lima, tramo Córdoba – Ojo de Agua (Cortesía Margarita Gentile Lafaille)
Posteriormente, en tiempos republicanos, el ferrocarril no llegó a estas regiones, circunstancia que generó una dismi-
nución demográfica –que aún persiste- y del desarrollo económico regional, en favor de otros departamentos y locali-
dades del este –Dean Funes y Cruz del Eje- y del sur –Jesús María-, beneficiados por el tendido rial.
La comuna de Cerro Colorado (541 m.s.n.m), se emplaza al pie del conjunto de cerros y cuenta con una población de
250 habitantes aproximadamente. La denominación de la localidad y del cerro alude a la coloración de las rocas y are-
nas de la región, de tonalidades rojizas, debido a la presencia de óxido de hierro en las formaciones rocosas y arenosas.
Un caserío disperso en un trazado curvilíneo que bordea la ladera de los cerros, y algunas manzanas cuadrangulares,
configuran la pequeña comarca. Se accede a ella por medio de la Ruta Nacional 9, hasta la localidad de Santa Elena, y
11 km por la Ruta Provincial 21.
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La tipología del relieve y del suelo condiciona de manera desfavorable el desarrollo de la actividad agrícola y ganadera.
Los emprendimientos orientados al cultivo y cría de ganado son a escala muy limitada, destinados al consumo familiar
y a la provisión de insumos en el contexto local. La principal actividad económica de la localidad es el turismo, de ca-
rácter cultural, a pequeña escala, con predominio de visitas en época invernal y en contextos festivos.
Las laderas del Cerro Colorado, y del conjunto de cerros lindantes que configuran el área del Cerro Colorado, cuentan
con sitios –aleros, oquedades y cuevas- con representaciones iconográficas realizadas bajo las técnicas de pictografía
y petroglifo. En el Cerro Colorado se han hallado cerca de 200 cuevas y aleros con pictografías y unos 25.000 dibujos,
preferentemente en color blanco, negro y rojo. Las mismas dan cuenta de la existencia de especies de animales ya des-
aparecidas en las sierras cordobesas (llamas, vicuñas, guanacos), otras nativas de interés (cóndores, corzuelas, felinos,
reptiles, insectos) o importadas por los españoles (perros) y escenas en las que intervienen seres humanos (guerreros
con tocados y armas, soldados españoles, cazadores). A partir de las referencias de Damián Menéndez (1898), se
sucedieron una cadena de artículos y trabajos de investigación que pusieron en valor este yacimiento arqueológico
en el siglo XX (Lugones, 1903; Gardner, 1931; Pedersen, 1961; Bolle, 1995). A raíz de ello el Estado, a través de dife-
rentes administraciones instituyó la preservación de la región, declarándola Monumento Histórico Nacional (Decreto
881/1961). Sucesivamente la zona se resguardó bajo el régimen de Bosque Protector Permanente (1974), hasta la de-
finitiva declaración de Reserva Natural Cultural de Cerro Colorado (Decreto del Poder Ejecutivo Nacional 2821/1992).
Sin embargo la mayor parte de los yacimientos y sitios de interés están en manos privadas.
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Por su parte, vale rescatar también la presencia del Museo Agua Escondida, erigido en la que fuera la casa del célebre
compositor e intérprete folklórico Héctor Roberto Chavero Aramburu (1908-1992), conocido como Atahualpa Yupan-
qui. La misma se emplaza frente al Cerro Colorado y en su interior diversos objetos personales testimonian la vida
pública y privada de este reconocido artista y amante de la cultura tradicional argentina. La trascendencia nacional e
internacional de la carrera de Atahualpa Yupanqui le ha valido múltiples reconocimientos, y el afecto del público que
se renueva en permanentes visitas individuales y grupales que allí tienen lugar. A ello se suman las conmemoraciones
anuales, organizadas por artistas y seguidores de Yupanqui –yupanquianos- hacia fines de enero –especialmente el 31.
La actividad turística es cualitativa y cuantitativamente diferente a la que se registra en otros sitios serranos de Cór-
doba. Se caracteriza por un tipo de turismo cultural, orientado al interés por los atractivos naturales y patrimoniales
del lugar, en el marco de una localidad serrana que conserva sus rasgos rurales y su estilo de vida alejado de los ritmos
citadinos. Existen algunos bungalós –cabañas-, hospedajes, alojamientos en viviendas familiares y un predio municipal
–camping-, a fin de receptar la concurrencia de visitantes. El calendario de actividades del pueblo contempla además
los siguientes eventos: el festival de música y danza folklórica “de la algarrobeada” en la última semana de enero, las
fiestas patronales a la Virgen de Guadalupe, en la primer quincena de febrero; y el encuentro folklórico “El Pantano”
en el mes de noviembre.
En Argentina, inicialmente, los enterratorios hispano-criollos se situaron en las proximidades de las capillas, templos
y catedrales que presidían la vida religiosa de las poblaciones. Esta tradición, eminentemente católica, imperó desde
la colonización del territorio hasta el siglo XIX. Los nuevos conceptos de la salud pública que propuso la ilustración en
Europa frente al problema de los cementerios parroquiales, bregaron por la erradicación de los mismos y su traslación
hacia las afueras de las ciudades. En tierras americanas Carlos III dictó en 1787 una Cédula Real imponiendo la erra-
dicación de los mismos en base a las profundas transformaciones impulsadas por la casa de Borbón (Codoni, 2015).
La epidemia de fiebre amarilla y otras enfermedades acentuó la necesidad de resolver el problema urbanístico de los
cementerios, dando inicio a un proceso de secularización de los mismos, erigiéndolos en sitios periféricos y aislados de
las poblaciones locales por cuestiones higiénicas. La paulatina organización administrativa y política a partir de 1816,
sentó las bases para el pasaje administrativo y dominio territorial desde la esfera religiosa al ámbito público. En 1821 el
Código Civil en el inciso 7 del artículo 2340 consideró a los cementerios como obras públicas acentuando el pasaje a la
órbita estatal. Esto posibilitó el desarrollo de espacios cementeriales acordes al generalizado crecimiento demográfico
de la Argentina, especialmente con la recepción de colonias de inmigrantes predominantemente europeos. Así mismo
permitió resolver de una mejor manera el entierro de “disidentes” –no católicos- de filiación protestante o judía, que
arribaron al país en las postrimerías del siglo XIX.
Sin embargo, esto no ocurrió del mismo modo en las pequeñas comunidades carentes de templos o capillas donde
el proceso de poblamiento territorial respondió a lógicas singulares. El caso que nos ocupa, Cerro Colorado, es una
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comunidad serrana, conformada a partir del establecimiento de pequeños grupos familiares que se mantuvieron en
estrecha relación con otras comunidades serranas próximas. Los testimonios orales recogidos coinciden en considerar
que el pueblo “no tiene historia” más que la de sus familias que se han afincado y permanecido desde tiempos inme-
moriales, desconociendo aspectos fundacionales referidos a fechas, acontecimientos y personas que dieron origen a la
comarca. El sitio aparece en cartografías publicadas en 1891, y se sospecha que anteriormente habría figurado bajo la
denominación “Inti Huasi” o “Ynti Huasi” –Casa del Sol en quechua-, nombre de uno de los cerros del conjunto y de la
estancia española que pertenecía al General Don Pedro Luis de Cabrera, hijo del fundador de Córdoba, Don Jerónimo
Luis de Cabrera, según documentos del 1625 (Bornancini, 2013). Su trazado no responde a las normas de las Leyes
de Indias que regulaban las fundaciones hispánicas. De hecho en período fundacional de las ciudades americanas las
iglesias se enclavaban en el centro de las mismas y el “campo santo”, espacio consagrado para dar destino final a los
muertos, se situaba en su adyacencia (Ariés, 1977; Atenace, 2005). En este caso la comunidad de Cerro Colorado no
contó con capilla sino hasta avanzado el siglo XX.
Según la memoria de los pobladores, al menos durante el siglo XX, dieron destino final a sus difuntos en los cemente-
rios de Caminiaga (Departamento Sobremonte – a 16 Km., por Ruta Provincial 21) y San Pedro Norte (Departamento
Tulumba – a 29 Km, por Ruta Provincial 21).
“Acá antes la gente llevaba sus muertos a San Pedro Norte o a Caminiaga porque no había cementerio por eso
este cementerio es nuevo y no se ven tumbas viejas” (Rosana, 38 años – Cerro Colorado, 31 de Enero de 2016).
Se trata de poblados de la época colonial, que actualmente no superan los 300 habitantes, y se sitúan en proximidades
de Cerro Colorado. Algunos ancianos memoriosos recuerdan los cortejos fúnebres que llevaban a los difuntos por los
caminos de tierra desde Cerro Colorado a Caminiaga para darles sepultura.
“Y me contaban que al muerto de Cerro Colorado, lo sacaban hecho una maleta arriba del caballo, le ataban los
pies de la cincha del lado izquierdo y la mano supongamos, del lado derecho. O sea, igual que una maleta. Y
cuando llegaba la parte de arriba, se lo sacaba del caballo y se lo ponía en el cajón, en el cajoncito que la gente
antes sabia desarmar mesas para armarlo” (Asociación Civil y Cultural Relatos del Viento I 2015: 183).
Avanzado el siglo XX se erigieron los cementerios de Cerro Colorado y, posteriormente, el de Santa Elena (Departa-
mento Río Seco - a 12 Km., por Ruta Provincial 21). En todos los casos las referencias históricas, algo imprecisas, son
producto de la memoria y de los testimonios de los lugareños, debido a la inexistencia de registros escritos en el lugar.
En ambos casos se trata de espacios que poseen características singulares que los apartan de los clásicos patrones
higienistas observados en los cementerios urbanos argentinos del siglo XIX y XX (Viera & Sempé, 2009). Ambos cemen-
terios cuentan con un acceso principal para peatones sin revestir características monumentales. Por sus trazados, re-
ducidos en comparación con los cementerios urbanos, no cuentan con accesos vehiculares que permitan el ingreso de
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cortejos fúnebres motorizados, costumbre inexistente en las localidades serranas mencionadas. El trazado de sende-
ros es lineal, todos ellos de uso peatonal, sin distinción de calles principales y secundarias. Los enterratorios se sitúan
en un gran bloque homogéneo con la misma orientación (Cementerio de Cerro Colorado), o bien en dos bloques en-
frentados entre sí con un sendero divisorio (Cementerio de Santa Elena). No existen zonificaciones verdes destinadas a
erigir monumentos o imágenes, hallándose solo la cruz en el centro del cementerio que indica su filiación cristiana. La
estructura perimetral está conformada por muros bajos y tejido de alambre, careciendo de galerías y nichos funerarios.
En ese sentido no se observa un amplio repertorio de formas de monumentos y tumbas que denotarían grados de os-
tentación, sino, por el contrario, la replicación de modelos de formas y modos de aprovechamiento del espacio en los
enterratorios. Estilísticamente sus construcciones responden a formas, líneas y volúmenes similares, propios de una
arquitectura racionalista contemporánea, sin observarse diferencias significativas de estilo o suntuosidad que puedan
indicar ideologías o diferencias socio-económicas de sus propietarios.
El Cementerio de la Comuna de Cerro Colorado se sitúa a las afueras de la localidad, por el “viejo camino” a Rayo
Cortado atravesando el Arroyo de la Quebrada. Un camino rural en cuya tranquera se indica “no dejar abierta por los
animales sueltos” conduce directamente a la necrópolis.
De forma cuadrangular, cercado por paredones bajos de piedra –pirca-, mampostería y tejido metálico, su entrada es
coronada por un arco de medio punto y un sencillo pórtico de rejas negras. Posee un trazado organizado por cinco
filas paralelas de sepulturas que se orientan hacia el ingreso del cementerio, faldeando el terreno ascendente del
camposanto.
Las sepulturas, mayormente bajas, se agrupan en parcelas familiares, conyugales o, en el menor de los casos, indivi-
duales. Erigidas en ladrillo, cemento y piedra, con terminaciones en revoque fino, cuentan con una cámara interior
donde se depositan los ataúdes con los restos mortuorios. En algunos casos la construcción se eleva adquiriendo la
forma de una bóveda o cuarto, en cuyo interior se erige un altar con imágenes de Cristo y se resguardan los ataúdes.
Cuentan generalmente con fotografías, placas metálicas o en bronce con el nombre de los difuntos y fecha de naci-
miento y defunción.
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De características similares es el cementerio de Santa Elena, situado sobre la Ruta Provincial 21, a las afueras de esa
localidad, camino a Cerro Colorado. El mismo, de trazado cuadrangular, con un acceso central, alberga no más de un
centenar de difuntos en sepulturas bajas agrupadas mayormente en parcelas familiares. Sus características formales y
estilo condicen con las de los enterratorios de Cerro Colorado. A diferencia de éste último, la disposición de las parcelas
es en dos bloques de líneas paralelas, enfrentados entre sí, que determinan una calle central rematada en una cruz de
madera con la inscripción del año fundacional (1993?).
Durante el siglo XIX se documentó un importante corpus de tradiciones rurales de la Argentina. Las observaciones y
descripciones, a cargo de viajeros, diplomáticos y etnógrafos locales y extranjeros, derivaron en artículos, crónicas y
libros publicados en el país y en el exterior. Alcides D´Orbigny (Francia, 1802-1857), Arsenio Isabelle (Francia, 1795-
1879), John Miers (Inglaterra, 1789-1879) y Alfredo Ebelot (Francia, 1839-1920) dejaron un valioso legado a través de
las notas de campo referidas a sus travesías por el interior de la Argentina.
El velorio de niños, denominado Velorio del Angelito constituyó una práctica frecuente en las provincias centrales y
andinas de este país.
“Se sentía en las casas un ruido de cantos y de guitarra (…) En el fondo, al centro de un nimbo de candiles, apa-
recía el cadáver del niño ataviado con sus mejores ropas, sentado en una sillita, sobre unos cajones de ginebra
arreglados encima de la mesa a manera de pedestal, fijos los ojos, caídos los brazos, colgando las piernas, ho-
rroroso y estremecedor. Era la segunda noche que estaba en exhibición (…) Al lado del cadáver estaba sentado
un gaucho, blanco el pelo y color de quebracho la cara, con la guitarra atravesada sobre las piernas. Al verme
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entrar, había interrumpido su música, como los demás su baile (…) Desde aquel entonces, he visto muchos
velorios” (Ebelot, 1961 [1889]: 14-15)
Durante el siglo XX dicha práctica mantuvo vigencia en diversos puntos de la provincia de Córdoba –e incluso en otras
provincias-, pese a su deliberada prohibición y a la censura por parte del Estado y de la Iglesia.
“Estos velorios de angelito todavía se acostumbran a realizar no solo en la campaña, sino también en ciudades
donde uno creería que están olvidados y superados. Tal es el caso de la ciudad de Córdoba, que pese a su
medio millón de habitantes, en ciertos barrios extramuros y donde abunda el elemento criollo, se realizan con
frecuencia estos velorios idolátricos” (Terrera, 1969: 42)
Testimonios recogidos en localidades cordobesas de la región, como San Francisco del Chañar, Tuclame, Pozo Nuevo,
Tulumba, Quilino, Chuña, Deán Funes y Caminiaga, atestiguan la pervivencia esporádica de esta práctica en el siglo XX
(Relatos del Viento 2013, 2015).
Mientras que en los velorios de niños la música, el baile y los juegos formaban parte del rito debido que “a los niños no
había que llorarlos”, los velorios de adultos revestían carácter de mayor solemnidad. Inclusive, según la tradición oral,
existían las rezadoras y las lloronas que acentuaban el carácter dramático del ritual.
“Yo en mi casa pongo: el trapo con agua abajo, el vaso con agua, el rosario sobre el cuerpo, el candelero con las
velas” (Relato tomado en Caminiaga en el año 2006. Relatos del Viento, 2015: 178).
El alumbramiento de los difuntos, costumbre de encender velas en memoria de los muertos, y la colocación de reci-
pientes con agua acompañando las velas también se ha replicado en espacios públicos y privados del norte cordobés.
A las “almas en pena” –fallecidos en situaciones trágicas- se les encienden velas y colocan tarritos –envases descarta-
bles de lata- con agua en pequeñas grutas en el monte serrano; en el fondo de las casas se alzan grutas para alumbrar a
los familiares difuntos especialmente los lunes –día de las ánimas-; y en los cementerios se construyen pequeñas gru-
tas en las tumbas, se adornan con flores, botellas de agua y se encienden velas el 2 de noviembre –día de los muertos-.
La acción de poner botellas o recipientes con agua está asociada a la creencia que las ánimas toman esa agua o bien
para salir del purgatorio. Testimonios orales recogidos en las localidades de Pozo Nuevo y Los Eucaliptos dan cuenta de
la vigencia contemporánea de esta tradición.
El alumbramiento de difuntos, entendido como el hábito de encender velas señalando espacios donde ocurrió el de-
ceso de la persona o bien en espacios cementeriales, fue documentado por Terrera (1969) en el norte cordobés como
parte de otros rituales tradicionales del ámbito rural. El autor las menciona dentro de las prácticas conmemorativas
en las que se erigen cruces en memoria de personas fallecidas fuera de su casa, en pleno campo, en situaciones acci-
dentales o inesperadas. Tradicionalmente se señalaba el sitio de muerte empleando botellas enterradas por el cuello
con el “traste” roto a manera de candil que se iluminaba para el día de las ánimas -2 de noviembre-, y en la fecha de
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cumpleaños o aniversario de muerte de la persona. También se lo hacía frente a figuras de difuntos talladas en madera
y ataviadas con hábitos sacerdotales y/o con alas, en pequeños altares hogareños.
Vale decir que este tipo de prácticas conmemorativas en torno a fallecidos en situaciones accidentales, ha sido docu-
mentada por nosotros en otras regiones del territorio cordobés y se replica con frecuencia y plena vitalidad en toda la
Argentina.
En el Departamento cordobés de Tulumba la misma práctica adquirió otras formas en la primera mitad del siglo XX.
“Consisten estos ‘alumbrados’ en un poste que puede medir un metro y medio de altura, con una caja de ma-
dera, semejante a esas usadas para tener vírgenes o santos, con una puertita de vidrio o hierro, pero siempre
dejando ver lo que hay dentro de la caja. En su interior ponen un candil o vela, casi siempre un candil que arde
continuamente, en especial de noche…” (Terrera, 1969: 61).
Contemporáneamente, registramos la pervivencia del alumbramiento de los muertos en los cementerios rurales de
la región. Nuestro trabajo etnográfico en Cerro Colorado y Santa Elena así lo atestigua. Las tumbas de ambos cemen-
terios se caracterizan por poseer, mayormente en el contrafrente o en uno de sus lados, una pequeña construcción
–nichito- realizado con ladrillos en cuyo interior se encienden velas. La existencia de estos nichos, como usualmente
dicen “en forma de casita”, es una constante en la mayoría de las tumbas no así en las pocas bóvedas familiares que
permiten alumbrar a los difuntos en el altar erigido en el interior del recinto.
“Los nichitos son porque siempre cuando va al cementerio le lleva alguna velita para alumbrar a sus muertos
para recordarlos y que descansen en paz” (Mariela, 40 años – Cerro Colorado, 20 de Enero del 2016)
Fig. 6 - Cementerio de Cerro Colorado: Nicho con restos de flores y botella de agua
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En el exterior hemos hallado restos de flores de papel y de plástico, y en algunos casos botellas con agua. Mientras que
la ofrenda de flores es una expresión del recuerdo de los difuntos que se mantiene viva en los espacios públicos o en
los altares hogareños, y suele intensificarse en el día de las ánimas como expresión de culto; la ofrenda de agua parece
ser un resabio de ciertas prácticas animistas serranas ya caídas en desuso en la región como lo era las “comidas de las
ánimas” (Terrera, 1969) que originalmente se realizaban en la casa de los familiares del difunto y que, al extinguirse, se
han trasladado fragmentariamente al espacio cementerial.
Nos detenemos en la singularidad y generalidad de este fenómeno en tales cementerios, que se contrasta con lo in-
usual de esta práctica en los cementerios urbanos, conforme a nuestros relevamientos realizados en la provincia de
Córdoba y otras ciudades Argentinas –Buenos Aires, La Plata, Mendoza y San Luis.
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Reflexiones Finales
Así como la muerte marca la finitud de la existencia física de los seres vivos, el imaginario social a través de una serie
de prácticas rituales proyecta la existencia bajo la creencia de un “mas allá de la vida terrenal”. Los estudios en ciencias
sociales se orientan a la búsqueda de las tradiciones populares, sistemas de creencias institucionalizados y condicio-
nantes culturales que configuran esa mixtura de representaciones en torno a la muerte y a sus modos de elaboración
psico-social.
La provincia de Córdoba guarda una profunda tradición católica a partir de la tarea evangelizadora iniciada con la
creación de la diócesis de Córdoba por bula del Papa Pío V el 14 de Mayo de 1570. Posteriormente la misión jesuítica
desplegó su accionar en diversos puntos de la provincia, y del territorio nacional, favoreciendo la ocupación hispánica
y criolla. Sin embargo, en el norte cordobés, la acción ha sido menos sistemática. Inclusive recién en 1980 por iniciativa
de Juan Pablo II se creó la Prelatura Episcopal con sede en Deán Funes y que abarca los departamentos norteños de
Tulumba, Sobremonte, Río Seco e Ischilín. Esto ha forjado durante los últimos siglos la transmisión informal de ciertas
prácticas, dando lugar a la convergencia de fervientes creencias y tradiciones familiares en conjunción con el catolicis-
mo. Expresiones como la devoción por santos populares en los caminos –“Gauchito Gil”, “Difunta Correa”-, tradiciones
funerarias como el velorio de los angelitos y los señalamientos de sitios para el alumbrado de ánimas, ilustran como
la experiencia religiosa (Fromm, 1984) es vehiculizada por este campo simbólico de múltiples convergencias que es la
religión popular (Martin, 2003).
Los cementerios, como espacios privilegiados para dar destino final a los muertos, asumen cierto protagonismo para la
construcción de símbolos conmemorativos –cruces, fotografías, altares, pequeñas cámaras conteniendo objetos per-
sonales- que se integran a los monumentos funerarios donde se resguardan los restos de los difuntos. En torno a ellos
se despliegan diversas prácticas –elevar rezos, plegarias y realizar novenas, cumplir promesas, recordar al difunto- que
sacralizan el lugar. La apropiación simbólica del espacio se logra mediante estos ritos consagratorios que determinan
un uso diferencial del mismo.
Los estudios cementeriales contemporáneos abogan la premisa por la cual se entiende dicho espacio como una repro-
ducción a escala menor de la trama de relaciones de poder y configuración social de las poblaciones a las que perte-
necen.
“El cementerio, visto como una institución, es una parte fundamental de la ciudad. Como expresión de una
ciudad, alberga los modos de representación de sí mismos de los habitantes, en su individualidad y en su ser
colectivo. Ambas, ciudad de los vivos y ciudad de los muertos, son consustanciales con la existencia misma de
la sociedad urbana, porque en su condición de ámbitos albergantes permiten generar los elementos esenciales
de la historia ciudadana y de su memoria” (García & García & Viera, 2009: 40)
En el caso de los cementerios urbanos, el diseño incluye áreas centrales y periféricas, corredores principales, áreas
peatonales y parquizados a modo de descansos, sectores de mayor y menor monumentalidad sujetos a diferentes
dinámicas respecto al ritmo con el que se produce el recambio de las tumbas, así como diversidad de estilos y tipos de
enterratorios.
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Por su parte, los cementerios serranos del norte de Córdoba, responden a modos del uso del espacio, tipologías y mo-
numentalidad de los enterratorios que concuerdan perfectamente con las características socio-culturales y el hábitos
de los pobladores rurales. La distribución de las tumbas se aglutina en torno a grandes bloques sin distinciones mo-
numentales o divisiones sectoriales, inclusive bajo orientaciones predeterminadas que otorgan un sentido de mayor
igualdad “entre sus habitantes”. La permanencia de los enterratorios se proyecta mas allá de la muerte de los fami-
liares responsables del cuidado de los mismos. La baja densidad poblacional permite que el uso del espacio y de los
monumentos funerarios no requiera de mayores limitaciones respecto al tiempo en el que sus ocupantes permanecen
en ellos. El estilo arquitectónico responde a patrones funcionales con detalles ornamentales eclécticos sin aspiraciones
monumentales que las liguen a los clásicos estilos predominantes en los contextos urbanos –neoclásico, neogótico,
egipcíaco, art nouveau, art decó-. Retomando las expresiones de Viera y Sempé (2009), si los cementerios urbanos
por su trazado son una representación simbólica de las ciudades, también lo son los cementerios rurales para con las
pequeñas poblaciones a las que pertenecen.
En el caso observado se destaca la pervivencia del alumbramiento de los difuntos, acompañada en algunos casos de
la ofrenda de agua. Bajo intenciones conmemorativas y redentoras –se redime el alma del difunto favoreciendo su
ascenso al cielo, o bien para que descanse en paz-, se asiste al cementerio, se construyen pequeños aleros en torno a
los monumentos y tumbas, se encienden velas acompañadas de recipientes con agua y flores que ornamentan la insta-
lación. El día de los difuntos y las fechas de nacimiento y defunción se tornan los momentos de mayor asistencia, ade-
más de otras fechas o días especiales que dependen de la biografía del difunto y de las intenciones conmemorativas
de sus deudos. El lugar, el monumento y los objetos constitutivos revisten un carácter especial, diferenciado, y evocan
experiencias e imágenes que provocan emociones (Carozzi, 2003). Esta práctica que pervive, de manera generalizada,
en ciertos cementerios rurales del norte cordobés, como el de Cerro Colorado y Santa Elena, no habiendo observado
dicha práctica en otras regiones de la provincia, ni en los cementerios urbanos argentinos.
El erigir monumentos fúnebres, el ornamentar sus fachadas, la concreción de ritos, la realización de visitas periódicas
y demás prácticas conmemorativas cumplen una función terapéutica en tanto vehiculizan las ansiedades, temores y
angustias movilizadas por las representaciones sobre la muerte y el vacío que provoca la pérdida de los seres queridos.
Se elabora así el duelo mediante una repetición que progresivamente se diluye, convirtiéndose en una práctica espo-
rádica. En ese sentido, siguiendo a Geertz (1996), estos símbolos son prácticas adaptativas enraizadas en contextos
psicobiológicos y sociales, que posibilitan hacer frente a situaciones movilizadoras de la vida cotidiana, y así sostener
la dura existencia en las quebradas y valles del norte cordobés.
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