Unidad 3.jauss - Estética de La Recepción
Unidad 3.jauss - Estética de La Recepción
Estética de la recepción
y comunicación literaria
La estética de la recepción, uno de cuyos teóricos más importantes es el alemán Hans Robert
Jauss, no ha tenido aún en castellano una difusión equivalente a la que caracterizó hace
décadas a la estilística o, en la actualidad, a la crítica estructuralista y post-estructuralista
francesa. Como el destino de ciertos textos parece sujeto a las inapelables decisiones editoriales
o al éxito de las modas literarias, Punto de Vista se propone abrir un lugar de difusión
alternativa a ambas contingencias. Hoy traducimos el texto de Jauss, ponencia presentada
al noveno congreso de la Asociación Internacional de Literatura comparada, realizado en
Innsbruck en 1979 y publicado en 1980.
I.
La estética de la recepción, conocida también como “Escuela de Constanza” se ha ido
transformando, a partir de 1966, en una teoría de la comunicación literaria. El objeto
de sus investigaciones es la historia literaria definida como un proceso que implica
siempre tres factores: el autor, la obra y el público. Es decir, un proceso dialéctico, en el
cual el movimiento entre producción y recepción pasa por la intermediación de la
comunicación literaria. De este modo, la noción de recepción es entendida en el doble
sentido de acogida (o apropiación) e intercambio. Por lo demás, la noción de estética no
se refiere ya a una ciencia de lo Bello, ni a las viejas preguntas sobre la esencia del arte,
sino a un problema descuidado durante mucho tiempo: ¿cómo aprender algo sobre el
arte a través de la experiencia artística misma, a través de la consideración histórica de la
práctica estética que, con las actividades de producción, recepción y comunicación, está
en la base de todas las manifestaciones del arte? La palabra alemana Rezeptionsasthetik
desdichadamente sugiere un malentendido fatal; en francés y en inglés, la palabra
recepción pertenece sólo al léxico de la hotelería... Sin embargo, este neologismo se ha
abierto ya camino en la teoría estética internacional y es preciso ajustar su empleo: en
tanto noción estética, recepción comporta un doble sentido, activo y pasivo a la vez. Se
define como un acto de doble faz que incluye el efecto producido por la obra de arte y
el modo en que su público la recibe (su “respuesta", si se quiere). El público (el
“destinatario”) puede reaccionar de maneras muy diferentes: lo obra puede ser
simplemente consumida o, además, ser criticada, puede admirársela o rechazársela, se
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puede gozar con su forma, interpretar su contenido, suscribir una interpretación
conocida o intentar una nueva. Incluso, el destinatario puede responder a una obra
produciendo una obra nueva. De este modo se cumple el circuito comunicativo de la
historia literaria: el productor es también un "receptor", desde el momento en que
comienza a escribir. A través de todas estas actividades diferentes, el sentido de una obra
se constituye siempre de nuevo, como resultado de la coincidencia de dos factores: el
horizonte de expectativa (o código primario) implicado en la obra, y el horizonte de
experiencia (o código secundario) suplido por el receptor. El postulado metodológico
que la estética de la recepción quiere introducir en la interpretación científica, distingue
los dos horizontes del efecto implicado y de la recepción actualizada de una obra de arte.
Es indispensable practicar esta distinción si se quiere comprender el engranaje de
estructuras que condicionan el efecto de una obra y las normas estéticas aplicadas por
sus intérpretes en el curso de la historia literaria. Encontrar nuevamente la comunicación
literaria, oculta por lo que suele llamarse los “hechos literarios”, es el objetivo de las
nuevas investigaciones que exigen una teoría literaria capaz de tener en cuenta la
interacción entre producción y recepción. A través de esta interacción se realiza el
intercambio continuo entre autores, obras y públicos, entre la experiencia artística
presente y la pasada. Contraria a una tradición de investigaciones históricas del tipo "la
suerte de...”, la estética de la recepción restituye el rol activo del lector en le
concretización sucesiva del sentido de las obras a través de la historia. Por otra parte, la
estética de la recepción na debe ser confundida con una sociología histórica del público,
interesada sólo en los cambios de gusto, de intereses o de ideologías. Oponiéndose a
ambos métodos, que reducen la historia a casualidades unilaterales, la estética de la
recepción sostiene una concepción dialéctica: desde su perspectiva, la historia de las
interpretaciones de una obra de arte es un intercambio de experiencias o, si se quiere,
un diálogo, un juego de preguntas y respuestas.
II.
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histórica. Esta reflexión funda una hermenéutica que abre un diálogo entre el presente
y el pasado, y que integra la nueva interpretación en la serie histórica de las
concretizaciones del sentido. A este fin, hoy es necesario desarrollar una nueva
hermenéutica literaria que, según los modelos de la teología y de la jurisprudencia, tenga
en cuenta las tres actividades que constituyen el acto de comprender la comprensión
propiamente dicha, la interpretación y la aplicación. La teología y la jurisprudencia,
próximas en el espacio de las ciencias textuales, han progresado tanto en la reflexión
hermenéutica que acompaña su práctica científica, que el aporte de la hermenéutica
literaria tradicional al actual debate sobre la hermenéutica general se reduce —como lo
decía ya Peter Szondi en 1970— al papel modesto del pariente pobre. Sus problemas
son evidentes cuando se le pide una teoría de la comprensión que convenga al carácter
estético de los textos literarios, En la tradición universitaria, solía resolverse esta cuestión
remitiéndola ya a lo retórica, cuyo espacio era el de los efectos del discurso literario, ya
a la crítica, que legislaba sobre los valores estéticos, Es indudable que esta cuestión fue
planteada bajo otra forma desde el comienzo de nuestro siglo: piénsese en el problema
de la "literalidad” suscitado por los formalistas rusos, o en una crítica de la belleza,
propuesta a la estilística por Leo Spitzer. Pero ni los primeros ni este último se
propusieron justificar sus métodos de interpretación a través de una reflexión
hermenéutica. La ausencia de una teoría de la comprensión, la toma de posición
contraria o toda hermenéutica, caracterizaron luego la nueva poética lingüística o
semiótica, así como las teorías de la escritura, del juego textual y de la intertextualidad.
Con el título sintomático de Contra la interpretación (1966), Susan Sontag hizo fortuna,
porque denunciaba la contradicción entre la literatura moderna y la interpretación
tradicional que, reduciendo el sentido plural da la obra abierta a una significación única,
pretendidamente objetiva, pero oculta detrás del texto, no logra aferrar la estructura
estética que caracteriza a la mayoría de las obras contemporáneas. Luego fue arraigándose
un prejuicio según el cual la hermenéutica sería una doctrina obsoleta, esotérica y regida
por el interés ideológico de reforzamiento de la autoridad ejercida por la tradición sobre
el presente. Susan Sontag olvidaba, sin embargo, que su vivaz ataque contra las
simplificaciones de la interpretación positivista, ya habrá ido más lejos en el debate
hermenéutico alemán. La estética de la recepción retomó los argumentos de la filosofía
hermenéutica de Hans-Georg Gadamer al cuestionar, desde 1966, el objetivismo de la
exégesis impuesto en la enseñanza de la literatura. Denunciaba tas ilusiones del
historicismo que, preconizando el "regreso a las fuentes” y la “fidelidad al texto”, es causa
de que el intérprete ignore los límites de su horizonte histórico, desconozca lo que la
recepción del texto debe a la historia, sólo señale errores y matas lecturas en el trabajo
de sus predecesores, y llegue incluso a imaginarse en una relación pura e inmediata con
el texto, como poseedor único de su verdadero sentido. La estética de la recepción, por
el contrario, al definir el sentido de una obra por la secuencia histórica de sus
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concretizaciones, no tiene como objetivo fundamental la verificación de las
interpretaciones anteriores (o su refutación) sino, más bien, reconocimiento de la
compatibilidad de interpretaciones diferentes. El principio hermenéutico, que exige
reconocer la parcialidad inherente a toda interpretación, no es la única herencia que la
hermenéutica literaria debe a su hermana filosófica. La hermenéutica de Gadamer la
incita a desarrollar el acto de comprender a través de tres momentos; la comprensión
(Verstehen), la interpretación (Auslegen) y la aplicación (Anweden). Respecto de esta
tarea, y comparada con las otras hermenéuticas, la hermenéutica literaria adolece de un
retraso considerable, La teología y la jurisprudencia nunca han perdido de vista que
“siempre se produce, en el medio mismo de la comprensión, algo parecido a una
aplicación a la situación presente del intérprete del texto”. Solamente la filología redujo,
a partir del historicismo, su método a la interpretación; no intentó esclarecer la
comprensión estética y despreció el problema de la aplicación, como si se tratará de una
ingenuidad didáctica. Sin embargo, el acto de comprender culmina, para el teólogo, con
la predicación; para el jurisconsulto, con la sentencia. Un texto, legal o revelado,
demanda algo más que la simple comprensión histórica; la significación de una ley se
concretiza en su aplicación a cada nuevo caso; un texto religioso debe ser comprendido,
en tanto mansaje de salvación, de manera nueva en cada situación concreta, ¿Por qué
razón la interpretación literaria debería detenerse en la reconstrucción de un pasado “tal
como realmente fue”, o en la descripción de un texto, por el modesto placer de la
“descripción por si misma”? Si la hermenéutica literaria quiere avanzar hasta el instante
concreto de la interpretación —lo que equivale a decir: del juicio estético e histórico—
, debe reconocer la aplicación como parte integrante de toda comprensión y volver a
encontrar, en la experiencia estética, la unidad de los tres momentos del acto
hermenéutico.
III.
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disciplinas hacia fórmulas y concepciones análogas, destinadas a convergir en la
elaboración de una teoría englobante de la comunicación humana.
El estructuralismo, desarrollado primero par la lingüística y luego por la antropología
como “discurso del método”” universal, suscitó una critica que definió, en lo esencial,
las siguientes premisas: un Universo lingüístico cerrado, sin referente y, por lo tanto, sin
relación con el mundo; sistemas de signos sin sujeto, y, en consecuencia, sin nexos con
la situación de producción y recepción del sentido; una noción de estructura con valor
ontológico, reificada y, por lo tanto, sustraída a toda función social; reducción de las
funciones pragmáticas de comunicación al juego combinatorio de la lógica formal. El
cuestionamiento de estas premisas se anunció en varias disciplinas al mismo tiempo: la
teoría literaria comenzó a devolver sus derechos al lector, al espectador o al “receptor”;
la lingüística pasó de la frase al texto y desarrolló una pragmática de los “actos de
lenguaje” y de las situaciones comunicativas; la semiótica se aproximó a una concepción
de los códigos e, incluso, de los textos culturales; la antropología social renovó la cuestión
del sujeto, de las funciones e instituciones sociales. Asistimos a un renacimiento de la
sociología fenomenológica, que retomó, desde su perspectiva, el problema de la
constitución del sentido; la lógica formal, en fin, se va superada por una lógica
propedéutica que introdujo el diálogo en la argumentación, No olvidemos que, por esos
años, la cibernética o teoría de la información se imponía con tal fuerza que parecía pro:
ponerse como una “ciencia de salvación”, la mejor preparada para reducir los problemas
complejos de la comunicación humana a su solución más simple. Esperanza engañosa,
como debe reconocerlo, a pesar suyo, la estética informacional, pará la cual el factor
“comunicación” sigue siendo un valor estético negativo. ⁷
Con las teorías pos estructurales desarrolladas por la crítica literaria francesa posterior a
1968, la estética de la recepción comparte le noción de obra abierta (“opera aperta”
según Umberto Eco), el rechazo del logocentrismo, la reintroducción del sujeto y la
revalorización del texto literario a través de su función de transformación social. Pero las
teorías literarias de procedencia alemana se distinguen de las francesas sobre la escritura,
en el hecho de que éstas últimas hacen derivar la génesis del sentido de esa productividad
reflexiva que es el texto mismo; mientras que las primeras explican la constitución
continua del sentido por el intercambio (o la interacción) entre las dos actividades de la
producción y la recepción literarias.
Así es preciso preguntarse si el primer paso metódico, que conducía a la vanguardia
francesa de la obra al texto, no debiera ser seguido por un segundo paso que nos lleve
del sujeto que escribe al que les y juzga, en la medida en que se trata de comprender a la
literatura como un proceso a la voz comunicativo y creador de normas sociales, La
comunicación literaria debe ser concebida como un campo intersubjetivo; es preciso
entender la relación dialógica entre el texto, sus “receptores” y los “receptores” entre sí.
Es preciso no reducir la experiencia estética intersubjetiva a un “placer del texto”
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monológico que el lector, según Barthes, encontraría en el “solitario paraíso de las
palabras”. ⁸
IV.
Los estudios literarios de los humanistas pertenecen u una ciencia comparatista avant la
lettre, si se considera que sus obras maestras, desde el Renacimiento italiano hasta el
idealismo alemán, fueron concebidas según el modelo del “paralelo entro los antiguos y
los modernos”, legado por Plutarco. ⁹ Estos paralelos surgían de una necesidad que
superaba incluso la profesión de fe filológica, Se trataba de encontrar y justificar las
normas de na perfección Que todavía unía lo Bello y lo Bueno, la estética y la moral, El
historicismo de la era romántica debitó está consideración humanística de la
comunicación literaria, poniendo fin —en tanto ciencia de lo singular y lo individual en
la historia— al género historiográfico de los “paralelos”, ¿Cómo pueden reconciliarse
hoy las necesidades de la comunicación literaria con el conocimiento histórica?
Descubro en este punto una particular oportunidad para la renovación de los estudios
de literatura comparada, Esta disciplina, fundada con la intención de remediar el
aislamiento de las literaturas nacionales, fue durante mucho tiempo tributarias de la
metodología positivista, de la historia de las ideas o del formalismo; na estuvo en
condiciones, por lo tanto, de reconocer el interés legítimo de un nuevo planteo del
problema de la comunicación literaria. En la medida en que esta disciplina se define
(con Jean-Marie Carré, 1951) como “el estudio de las relaciones espirituales
internacionales, de relaciones de hechos”, ¹⁰ la experiencia vivida de la comunicación
literaria permanece oculta por la red de los “hechos literarias” y se olvida que siempre
existen, detrás de las relaciones objetivadas o “espirituales”, sujetos actuantes que —por
la recepción y por la interpretación, por la selección y la reproducción de la literatura
anterior— realizan el intercambio literario, Los autores de “paralelos” juzgados como
“precientíficos” podrían enseñar a los comparatistas de hoy que toda comparación en
historia literaria necesita de un “tertium comparationis”, es decir de una norma teórica.
Y estas normas no fluyen espontáneamente de los objetos comparados. Surgen de la
precomprensión, de un interés a menudo oculto o inconsciente que el intérprete debe
descubrir, mediante la reflexión hermenéutica, y que debe introducir, conscientemente,
en el acto de comparación, si quiere evitar que su análisis sea dirigido por un prejuicio.
Para los humanistas como para los filósofos del siglo de las luces, la interpretación
comparada de las culturas antigua y moderna no constituía un fin en sí mismo, sino un
modo de formular y describir un ideal «de sociedad presente o futura. En su Paralelo de
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los antiguos y modernos (1688-1697), obra injustamente subestimada en la tradición de
las letras francesas, Charles Perrault quiso probar el progreso del siglo de Luis XIV sobre
las normas de perfección de la cultura antigua, y debió terminar, pese que su intención
primera, reconociendo da cualidad incomparable de ambos mundos históricos. La
Historia del arte de la antigüedad de Winckelmann, concebida como una antítesis a las
Bellas Artes de los modernos, debía poner de manifiesto, a través de un desarrollo
cumplido por los antiguos, la idea de lo Bello, única digna de imitación; y también debía
poner ante los ojos de sus contemporáneos, mediante nuevas interpretaciones del estilo
alto, una utopía estética sobre la buena vida en comunidad. Rousseau en su crítica de la
civilización moderna, utilizaba las comparaciones entre la ciudad antigua y el Estado
moderno a fin de visualizar los postulados y el cuadro abstracto del Contrato social.
mediante la evocación de la verdadera vida republicana. Schiller y Schlegel intentaron,
en sus escritos de 1797, encontrar una solución nueva a la “Querella de los Antiguos y
Modernos”, partiendo de la distinción histórica de las dos edades del arte antiguo y
moderno, y proyectando la filosofía histórica del arte futuro, de la que surgía el programa
estético del romanticismo.
Comparados con estos antecedentes, los proyectos y fines de la disciplina que se quiere
comparatista parecen hoy algo modestos, incluso al célebre proyecto de uno Historia
comparada de las literaturas en lenguas modernas me parece que corre el riesgo de fundar
un museo imaginario de la literatura universal, al carecer de objetivos que superen la
comparación metodológica, Para evitar este riesgo debería renovarse la cuestión de la
comunicación literaria, lo que supondría reconstruir, más allá de las relaciones reificadas
de la historia literaria tradicional, las relaciones de “recepción” y de intercambio que la
experiencia del arte hizo siempre posibles (muchas veces enfrentando limites religiosos
y políticos) tanta entre las naciones como entre el pasado y el presente.
V.
7
Admitido este principio, se percibe de inmediato la insuficiencia de ciertas categorías
tradicionales de la historia literaria (como: fuente, influencia, modelo, posteridad
(Nachieben), herencia). En consecuencia, es preciso traducirlas a relaciones dialécticas
si se quiere comprender la historia de la comunicación literaria. Admitir el rol activo del
“receptor”” implica reconocer que todo acto de recepción presupone una elección, y una
parcialidad, respecto de la tradición previa. Una tradición literaria se forma
necesariamente en un proceso que supone dos actitudes opuestas: la apropiación y el
rechazo, la conservación del pasado y la renovación.
El paso metodológico desde la narración unilineal a una concepción dialéctica de la
historia literaria tiene la ventaja de develar todo un registro de relaciones comunicativas
que permanecían ocultas por filiaciones reducidas a una causalidad simple. Allí donde
sólo se descubrían dependencias unilaterales respecto de una fuente o modelo, se puede
¿hora distinguir un repertorio de tipos y de formas de recepción extremadamente
diferenciados. Dionyz Durisin, que reconoció y puso de relieve, al mismo tiempo que
los investigadores de Constanza y Berlín oriental, la función dominante del receptor en
todos los niveles de la formación de las tradiciones literarias, propone distinguir las
formas de la recepción según la siguiente escala: la reminiscencia, el "motto”, la
sugerencia, el préstamo, la imitación, la adaptación y la variación. Por lo demás, se debe
a Harold Bloom la teoría hermenéutica que permite reemplazar el mito literario de los
“precursores” por un registro de categorías que denomina “creative misreading”
(malentendido creativo). La relación entre los grandes autores puede explicarse entonces
bajo la forma de “ratios revisionistas” o, digamos más bien, respuestas que los poetas-
hijos dan a las preguntas que los postas-padres dejaron abiertas, por ejemplo: la
corrección o desviación del sentido, su complemento antitético, su aniquilación, la
sublimación, el retorno al sentido original perdido o su superación que entraña
consecuencias imprevisibles.
Pero no sólo las formas de actualización de las obras canónicas y el diálogo entre los
grandes autores encuentran, a la luz de la estética de la recepción, su dinámica histórica.
Los estilos, los géneros, las épocas, los “renacimientos”, considerados como productos
acabados y cerrados por la investigación positivista, reaparecen en el horizonte moviente
de su significación acontecimiental y requieren ser interpretación tomando en
consideración la posición cambiante de los intérpretes. Una época literaria, por ejemplo,
no es un “hecho” cuya significación pueda ser definida y objetivable de una vez para
siempre, sino una manifestación histórica que no puede ser sustraída a un procesa de
significaciones siempre productivo. El sentido de una época literaria se revela en las
concretizaciones sucesivas de su significancia (para usar un término de Roland Barthes)
que resultan tanto del acontecimiento como de su efecto en diferentes momentos,
efectos que pueden ser reconstruidos en la historia de su recepción, a partir de la primera
acogida hasta la interpretación actual. Para comprender, por ejemplo, el romanticismo
8
en el nivel de nuestra actual posición histórica, no basta limitarse a la descripción cerrada
de una época homogénea, tal como aparece en los manuales. Si nos preguntamos cuál
podría ser la significación del romanticismo para nosotros hoy, debemos considerar
tanto los manifiestos literarios desde 1802 a 1827 como las obras, Novalis, Víctor Hugo
y la crítica del romanticismo llevada a cabo por Mallarmé o Valéry. Debemos hacernos
cargo de las condiciones de nuestra comprensión actual, que sigue un canon estético que
ha desacreditado toda poesía de origen romántico o que puede versa arrastrada en la
actualidad por una ola neoromántica, cuya génesis es preciso aclarar. La historia de las
concretizaciones del romanticismo en las tradiciones literarias dominantes debería ser
confrontada con la historia de su recepción en las literaturas eslavas y no europeas. Al
ser la comunicación literaria un proceso donde quien “recibe” elige el patrimonio
ofrecido por el pasado O fas literaturas extranjeras, el problema de determinar lo que ha
sido recibido y lo que ha sido rechazado (¿por qué, por ejemplo, Jean Paul o Hoffmann
fueron leídos e imitados inmediatamente fuera de Alemania, mientras que otros
escritores como Novelis o Eichendort sólo tuvieran un suceso tardío?) se plantea, con
extrema precisión, en tanto revelador de la concretización histórica del sentido de una
época literaria.
Nuestro ejemplo permite extraer dos conclusiones. La estética de la recepción disuelve
la noción de época, definida, siguiendo a Hegel, como expresión del espíritu objetivo. Y
disuelve también la concepción de una unidad simbólica de todas las manifestaciones
que son simultáneas, De aquí en más, el estilo de una época será la norma estética
dominante que hace surgir, en el campo de la expresión artística, la no simultaneidad de
lo que aparece simultáneamente. La aparición de un nuevo estilo que haga época puede
negar la norma estética hasta entonces dominante en el pasado literario; puede arrojarla
al olvido, pero también puede adjudicarle una función subordinada dentro del nuevo
canon estético (como, por ejemplo, la novela llamada realista, que, desde Flaubert, cita
de maneras diferentes al romanticismo). Por lo demás, la estética de la recepción se
opone a la concepción de una tradición literaria que sería, según una profesión de fe
humanista o según una reciente filosofía de la historia marxista, un “thesaurus”
intemporal y siempre presente o una herencia cultural creciente y disponible, Estas dos
concepciones desembocan en una totalidad que la litera: tura comparada, bajo la
denominación de “literatura mundial”, se esfuerza heroicamente en englobar dentro de
una síntesis historiográfica. La tradición literaria, considerada desde el punto de vista de
la teoría de la recepción, puede convertirse en objeto de investigación sólo si reconoce la
parcialidad del punto de vista y la elección permanente, como condiciones de toda
comunicación literaria. La tradición literaria no escapa 8 la ley que preside toda
historiografía, ley que exige del historiador la renuncia que, según Karel Kosik, se ve
largamente compensada por la facultad humana de renovar el pasado mediante una
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“totalización histórica por la cual la práctica humana integra elementos del pasado y los
reanima integrándolos”.
VI.
En la actualidad, una teoría de la comunicación literaria debe comenzar por una crítica
del “museo imaginario” y de la metafísica que éste lleva implícita: es decir, de la estética
platonizante que quiere que todo gran arte nos sea siempre e inmediatamente accesible.
Los debates teóricos de la década del sesenta, dominados por una recepción nueva de
Marx y Freud, quebraron la convicción humanista que adjudicaba a las artes un
ilimitado poder para establecer la comunicación entre los hombres 3 través de los
tiempos. Del debate sobre las ideologías y la manipulación ideológica, debemos aprender
que la tradición literaria estuvo siempre investida de un poder ambivalente para
comunicar y salvar del olvido los triunfos y sufrimientos humanos, pero éste era, al
mismo tiempo, un poder para ocultar los intereses de dominación y sujetar el arte a ellos.
No olvidemos sin embargo que la comunicación literaria, enfrentada a la sospecha
panideológica, nunca pudo ser sometida del todo a las ideologías de los Estados y las
Iglesias. La historia de la literatura y del arte es a la vez la historia de la servidumbre y de
la insubordinación esencial de la experiencia estética: el hombre, por sus actividades
creadoras y receptoras, puede tornar transparentes todas las otras funciones de la acción
humana y elevarlas hasta un nivel de comunicación que nos permite descifrar, incluso
en la distancia temporal, espacial o cultural, su experiencia del mundo.
En sus comienzos, la estética de la recepción se presentaba todavía como una estética del
arte autónomo, referida a las obras de arle que, merced a sus valores de innovación o de
“negatividad””, superaban el horizonte de expectativas de su primer público y que,
merced a la plenitud de sentido, suscitaban una rica historia interpretativa. En la medida
en que la cuestión de las funciones sociales del arte se imponía nuevamente, el campo
de las investigaciones debió abrirse a tradiciones literarias anteriores y posteriores al
período del arte autónomo, colocadas más allá de la noción humanista de la obra; abrirse
a fa comunicación literaria en la amplitud de todas sus funciones, sin excluir el “deleitar
instruyendo”, desacreditado por el “arte por el arte” y despreciado hoy bajo la etiqueta
de "literatura de consumo”. Esta, como la literatura oral, existe sólo bajo la forma de
una “serialidad”, de un movimiento, que escapa a la estética tradicional, orientada hacia
el carácter singular de la obra de arte. Fue necesario, en consecuencia, reencontrar la
comunicación literaria en experiencia vivida del arte, y reemplazar el estudio de la
ontología de la obra por el de la práctica estética. En esta empresa, John Dewey, Jan
Mukarovsky y Michel Dufrenne abrieron caminos. Pero no elaboraron la historia de la
práctica estética en sus tres actividades fundamentales: la producción o poiesis, la
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recepción o aisthesis y la comunicación o catharsis. Mi teoría de la experiencia estética
concuerda con la de Mukarovsky en la medida en que éste define la función estética
como un principio vacío, incluso trascendente, que permite organizar y dinamizar todas
las otras funciones de la acción en el mundo cotidiano. A esta teoría del signo estético,
que hace transparentes las realidades opacas del mundo vivido, agrego que la función
estética, en oposición a la teórica, permanece arraigada en el goce estético que —definido
como goce de sí mismo en el goce del otro— abre la interacción comunicativa. Mientras
que, para Mukarovsky, la función estética se constituye sólo por una negación de las
funciones prácticas y comunicativas, para la escuela de Constanza, la función estética
conserva el horizonte mismo de la realidad que niega y restituye, por esta vía, su función
comunicativa perdida a la función estética. Así, la clásica dicotomía entre ficción y
realidad pierde sus derechos: “en lugar de ser simplemente su contrario, la ficción nos
comunica algo sobre la realidad”. El mundo de la ficción deja de ser un mundo en sí y
se convierte en lo que la ficción fue siempre para la experiencia estética y comunicativa
del arte, antes de que se declarase autónoma: un horizonte que nos revela el sentido del
mundo a través de los ojos de otro.
Si se quiere escribir una nueva historia literaria con el objetivo de reconstruir, a partir
del residuo de las obras, de las filiaciones históricas y de las interpretaciones, el proceso
de comunicación literaria ocultado por éstas, debe recurrirse a la historia y la teoría de
la experiencia estética.
Ello me parece indispensable porque nos ofrece el “puente hermenéutico” que permite
alcanzar épocas lejanas y culturas ajenas a nuestra tradición europea. El historiador
necesita tanto como el antropólogo de esta vía de entrada, ya que la mayoría de las veces
debe encarar sus análisis sobre la base de documentos o testimonios dispersos,
incompletos y mudos, cuando no engañosos, ya que no fueron pensados para el “placer
del texto” de un lector posterior o la comprensión de un observador extraño. Las
manifestaciones del arte o, digamos mejor, los testimonios de un mundo vivido, una vez
que son dominados por la función estética, superan siempre la situación pragmática de
su origen, incluso cuando conserven fines rituales o ideológicos. Cuando la experiencia
estética entra en juego, el hombre gana distancia respecto de la servidumbre al ritual
religioso o político: el objeto de culto que ha sido capturado por la función estética no
puede ya seguir ocultando su secreto. Transformado en objeto estético, recibe Ja doble
estructura de una alteridad que revela su ser otro (su “extraneidad””) y, al mismo tiempo,
se refiere, a través de la forma, a otro, a una conciencia dispuesta a comprenderlo.
Hacer accesibles el arte y la literatura del pasado, que "hoy parecen extrañas, y
apropiárselas a través del conocimiento de su misma alteridad: tal la tarea de la
hermenéutica histórica. Cuando se trate de una cultura extraña a la tradición artística
europea, deberá recurrirse a una aproximación sistemática, facilitada por el repertorio de
los géneros literarios y orales proporcionado por la teoría literaria y el comparatismo; o
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bien recurrir al repertorio de modelos de identificación, preparado por la psicología
literaria; o, tonalmente, al repertorio de los roles e instituciones sociales, elaborados por
la sociología del saber. Creo que la experiencia primordial de esta hora es lograr la síntesis
de las proposiciones metodológicas de la investigación literaria consagrada a los
problemas de la comunicación, que se plantean tanto en la diacronía de los procesos de
la recepción como en la sincronía de los sistemas de comunicación. Quizás, de todo esto
surja una nueva oportunidad de reconciliación de las metodologías hermenéuticas y
estructurales: una podría aprender que no hay ciencia de lo singular, la otra que la ciencia
que carezca de comunicación no se constituye en saber.
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