100% encontró este documento útil (1 voto)
490 vistas43 páginas

El Club - Una Historia Erotica - Nina Klein

Cargado por

Daniela muñoz
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
100% encontró este documento útil (1 voto)
490 vistas43 páginas

El Club - Una Historia Erotica - Nina Klein

Cargado por

Daniela muñoz
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 43

EL

CLUB
UNA HISTORIA ERÓTICA
NINA KLEIN
© 2018, Nina Klein
Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial sin permiso del autor.


ÍNDICE

Sinopsis
Aviso importante
El Club
Acerca de la autora
SINOPSIS

Caroline está harta de citas cutres en Tinder y de desperdiciar


sábados por la noche en tipos que no merecen la pena.
Cuando le cuenta su último desastre a Chloe, su compañera de
oficina, ésta le da una tarjeta misteriosa, con un palabra grabada
en ella: Poison.
La tarjeta es de un club de sexo, donde todos sus deseos
pueden hacerse realidad…

El sábado siguiente, con un vestido nuevo, unos zapatos de


ensueño y hecha un manojo de nervios, Caroline se planta
enfrente de la puerta del club.
¿Se decidirá a entrar?
¿Será lo que ella esperaba, o será otro sábado por la noche
desperdiciado…?
AVISO IMPORTANTE

Atención: esta es una historia corta con escenas de sexo


explícito, apta solo para un público adulto.
Solo para mayores de 18 años.
Espero que te guste ;)
EL CLUB

E ra una noche calurosa de julio. Sobre el papel, perfecta


para lo que había ido a hacer allí.
Pero solo sobre el papel.
En mi cabeza, todo tenía sentido y era lógico.
Pero mi cuerpo se negaba a moverse, clavado en la acera
aquella noche de julio demasiado calurosa (incluso para ser
julio).

M IRÉ el letrero sobre la puerta, de color negro, opaco y mate; solo


las letras estaban iluminadas desde atrás, con una luz dorada
tenue, sutil. No era un letrero que gritase la localización del local.
Era un letrero que invitaba a la curiosidad, a mirarlo de cerca.
Sugerente. Las letras se entrelazaban unas con otras, y si se
miraba muy de cerca parecían sugerir formas humanas en
diferentes poses de…
En diferentes poses.
Probablemente lo habrían hecho a propósito, o quizás era mi
mente calenturienta.
Poison, decía el cartel, lo mismo que decía la tarjeta que
estaba haciendo un agujero en la cartera negra que llevaba en la
mano.
Aparté la vista del cartel para posarla en el portero en forma
de armario de tres puertas que había debajo, guardando la
puerta, y que me miraba con curiosidad. Era un tipo gigante,
calvo, dentro de un traje negro que se confundía con su propia
piel, y que de no haber parpadeado de vez en cuando habría
jurado que era una estatua.
Un grupo de cuatro mujeres, vestidas de punta en blanco, se
acercaron a la entrada, le enseñaron sus tarjetas al gigante y este
abrió la puerta negra, sencilla, que tenía detrás, para dejarlas
pasar.
Podía haber aprovechado para entrar al mismo tiempo que
ellas. Habría sido menos vergonzoso.
No había cola fuera, ninguna multitud tratada como ganado
detrás de las catenarias de cuerda roja que tenían todos los clubs
de moda un sábado por la noche a esas horas.
Yo estaba un poco apartada de la puerta, a la distancia
suficiente como para que pareciese que estaba esperando a
alguien.
Cosa que no era cierta. No estaba esperando a nadie. Había ido
allí, sola, un sábado por la noche.
Qué hago aquí, qué hago aquí, qué hago aquí, pensé.
Definitivamente tenía que haber aprovechado para entrar con
el grupo de mujeres.
Me estiré el vestido negro hacia abajo, en un absurdo intento
de tapar más allá de la mitad del muslo. Sin éxito.

L A CULPA de que estuviese allí la tenía Chloe, de mi oficina, con


quien coincidía casi todos los días frente a la máquina de café y
que era ocurrente y divertida, una de las pocas personas con las
que merecía la pena relacionarse en aquel sitio gris lleno de
cubículos. Solíamos hablar unos diez minutos todos los días,
poniéndonos al día —lo que daba tiempo— de nuestra vida y
desgracias.
—Te lo juro —le había dicho el lunes de aquella misma
semana—, es la última vez. Esta vez va en serio. Voy a
desinstalarme Tinder. Estoy harta de colgados.
Le había contado brevemente —y en voz baja, tampoco quería
que se enterase media oficina— el último desastre de cita que
había tenido el sábado por la noche. Sin entrar en detalles, me
había levantado durante el primer plato de la cena y había dejado
un billete de veinte dólares encima de la mesa —el restaurante,
elegido por mi cita, era tan cutre que probablemente eso cubriese
la cuenta de los dos— antes de salir prácticamente corriendo del
local.
—Tampoco esperaba encontrar al amor de mi vida —le dije a
Chloe— pero por Dios, que era sábado por la noche. Por lo menos
un poco de diversión, no creo que sea pedir mucho.
Un poco de diversión era, evidentemente, un eufemismo. Lo
que necesitaba era echar un polvo, con un hombre, cualquier
hombre que se hubiese lavado antes de la cita, no era mucho
pedir, y que no diese miedo ni mal rollo.
Hacía tanto tiempo de la última vez que tenía que pararme a
pensarlo un rato antes de acordarme.
—Si lo que estás buscando es un poco de diversión, a lo mejor
puedo ayudarte —dijo Chloe.
No, por favor, no. Justo cuando estaba pensando que Chloe iba
a prepararme una cita a ciegas con algún conocido suyo —o peor,
con alguien de la oficina— me dijo que le sujetase el vaso de café
y se fue como un rayo hacia su escritorio. Volvió en menos de dos
minutos con la cartera en la mano. Miró a uno y otro lado antes
de sacar una tarjeta de visita, negra, y tendérmela.
Le di su vaso de café y cogí la tarjeta. Era negra, mate, y en la
cara principal no ponía nada más que POISON, grabado en letras
mayúsculas doradas.
Iba a darle la vuelta cuando Chloe me dijo:
—Aquí no. Será mejor que la guardes, no sabemos quién
puede estar mirando.
Así lo hice, en el bolsillo de la chaqueta, sin entender tanto
misterio.
—¿Qué es? —le pregunté, intrigada.
—Vale, no me juzgues —me dijo, ruborizándose un poco.
Sonreí.
—Nunca.
Se inclinó un poco hacia mí y susurró.
—Es un club… —se pasó un poco a beber un sorbo de su café
de máquina—. Es un club… sexual —dijo por fin.
Levanté las cejas. La imagen mental que tenía de uno de esos
clubs era un sitio donde la gente se ponía máscaras de cuero y se
ataba a sitios. Y látigos, había látigos por todas partes.
Chloe no parecía de ese tipo de personas, pero tampoco la
conocía tanto. Tampoco sabía si había un “tipo de personas” que
fuesen aficionada a esas cosas, igual eran personas normales y
corrientes, abuelas y contables, con ese interés. Qué sabía yo.
—Sé lo que estás pensando, y sí, pero no es solo eso —me
dijo.
—¿Cómo sabes lo que estoy pensando?
—Porque yo pensé lo mismo cuando me dieron una tarjeta
igual que esa. Y estaba equivocada. Hay todo tipo de personas,
hay una zona de bar, es realmente un buen sitio para ir un sábado
por la noche, aunque es cuando hay más gente, es casi mejor un
día de diario. Abren todos los días, desde las 7 de la tarde.
Le dio un sorbo a su café, y volvió a mirar a derecha e
izquierda, como si estuviese revelándome el secreto de la vida.
—Es muy discreto, y mucho más seguro que quedar con gente
que no conoces, o tener que pasar por cenas horribles y citas no
fructíferas para que luego un tipo sudoroso se te pegue durante
cinco minutos y si te he visto no me acuerdo.
Acababa de describir con extraordinaria precisión los últimos
años de mi vida.
Pensé un poco en ello. No iba a ir ni loca, pero me dio por
preguntar:
—¿Tienes la dirección?
—En la tarjeta viene la página web. Tienes que registrarte
antes, para poder entrar. Al rellenar el formulario online pones
mi código; está en la tarjeta, así saben que soy yo quien te ha
patrocinado. No tienes que hacer nada, solo ir, echar un vistazo,
dar una vuelta; y si no es tu rollo, te vas. No es ninguna cosa rara.
Da un poco de corte si vas sola, sobre todo la primera vez, pero es
totalmente seguro. Y déjame decirte —Chloe subió y bajó las
cejas un par de veces—: merece la pena.

E L “ NO VOY NI LOCA ” se convirtió en un “voy a echar un vistazo a la


web, pero solo un vistazo” a mitad de semana. Di todos los
pasos, leí las reglas (incluso las imprimí, por si acaso), me
inscribí y quedaron en mandarme por correo una tarjeta de
miembro temporal (tenía un día para entrar libremente y probar,
si iba y quería volver tenía que hacerme socia “de verdad”), junto
con una máscara de tela negra.
Las máscaras eran para el anonimato. Lo cual estaba bien
pensado, porque la idea de encontrarme allí a Chloe, o a
cualquiera de la oficina, me daba de todo. Solo eso habría bastado
para detenerme a la hora de acudir por primera vez.
Aunque no iba a ir, me dije a mí misma. Solo estaba siguiendo
los pasos, por si acaso.
Por si acaso.

E RA SÁBADO POR LA NOCHE , Chloe me había dado la tarjeta el lunes,


y allí estaba, en la puerta, mordiéndome el labio inferior.
Volví a tirar hacia abajo del vestido negro.
Por lo menos sabía que no me había pasado con el atuendo,
acababa de ver entrar al grupo de cuatro mujeres y no iban
vestidas muy diferentes a mí: si mi vestido me había parecido
demasiado sugerente cuando me lo había puesto frente al espejo
de casa, al menos no iba a estar fuera de lugar.
Hago ejercicio, un montón. Es para quemar la energía
remanente, ya que de momento no tiene otra salida. No tengo
muchas ocasiones de enseñar los resultados, así que me había
gastado medio sueldo en un vestido negro, de diseñador,
sencillo, pero que moldeaba mi figura y no dejaba mucho a la
imaginación. No tenía escote y era de manga larga, pero la falda
llegaba algo más arriba de medio muslo, con lo cual podía
mostrar mis piernas torneadas (por la zumba), y lo mejor era el
escote trasero: el vestido no tenía espalda en absoluto, la tela
caía floja hasta justo la base de la espalda, y allí se convertía en el
escaso trozo de falda que apenas me cubría el trasero.
Llevaba un chal para que no me detuviesen por la calle por
escándalo público.
Completaba el conjunto con unos zapatos en los que me había
gastado la otra mitad del sueldo: negros, con tacón de 7cm (no
iba a correr un maratón, no pensaba andar más de diez pasos
seguidos con ellos) y con la suela roja.
Para no estar segura de si iba a ir o no, me había gastado una
fortuna en mí misma antes de pisar el club. Y por si acaso
(siempre por si acaso) me había ido a depilar… entera, y a la
peluquería, donde me habían convencido para convertir mi
aburrido pelo castaño en una sensual melena del color de las
cerezas, ligeramente ondulada, que caía en cascada sobre mi
espalda.
Con la ropa interior no había podido esmerarme mucho,
porque era imposible llevar sujetador con aquel vestido, así que
lo único que llevaba debajo del vestido era un tanga de encaje
negro.
Completaba el look con una cartera de mano negra algo
brillante que había encontrado rebuscando en el armario entre
los “bolsos de bodas” que había ido acumulando a lo largo de los
años.

T IENES 30 AÑOS , me dije. Puedes ir y hacer lo que quieras, eres una


mujer adulta, estás ejerciendo tu derecho a esa adultez, estás
soltera, libre, súper buena (intenté no reírme), increíblemente
sexy con el vestido y los zapatos, has pagado una pasta por una
depilación integral, no te eches atrás ahora.
Tomé aire. Me aparté la melena rojo oscuro, y tratando de
aparentar una confianza que no tenía, saqué la tarjeta de mi
bolso y me aproximé a la puerta.
El gigante me cogió la tarjeta, le pasó un escáner digital y me
la devolvió, sonriendo.
—Bienvenida.
—Gracias —respondí, sonriendo a mi vez.

A L TRASPASAR la puerta principal me encontré en un recibidor


ligeramente iluminado con un pequeño mostrador a la derecha y
una mujer detrás de él, con una blusa blanca y el pelo atado en un
moño bajo.
—Bienvenida a Poison. ¿Es su primera vez?
—Sí.
—¿Quiere que le guarde el chal?
Lo pensé un instante, pero no me apetecía entrar allí con la
espalda descubierta, con el escote trasero que tenía aquel
vestido. No sabía qué iba a encontrarme al otro lado. Podía
utilizarlo como barrera contra babosos.
—No, gracias —dije con una sonrisa, y me dirigí hacia la
puerta abierta por donde salía la música, sin saber con lo que me
iba a encontrar al otro lado.

Y LO QUE me encontré fue un club normal, lleno, como cualquier


club un sábado por la noche. Había diferencias con otros clubes,
me fui dando cuenta según iba avanzando entre la gente, entre
los cuerpos que se movían en la pista de baile: la música no era
atronadora y tampoco era la misma que sonaba en otras partes.
Era menos movida, más… íntima, podría decirse. Se podía bailar,
pero había que acercarse algo para hacerlo. Y eso era lo que
estaba haciendo la gente en la pista de baile, bailar bastante
cerca. Nada más, que yo viera.
Una pista, en el centro un bar con una barra circular, enorme,
en la que había algún asiento libre a pesar de ser sábado —y
Chloe tenía razón, estaba a tope—.
No vi ni una máscara, nadie llevaba ninguna máscara puesta.
Tampoco vi nada inapropiado, nada que hiciese pensar que no
estaba en un club normal, un sábado por la noche.
Vale, calma. Estás dentro. Respira.
Primer objetivo: bebida. Intenté abrirme paso hasta la barra
entre el mar de cuerpos que se movían al son de la música,
rítmica, pulsante. Nada diferente a cualquier club en una noche
de fin de semana. Excepto porque tenía la sensación de que todo
el mundo me miraba. La sensación de que en cualquier momento
me iba a encontrar con alguien conocido e iba a tener que
justificar mi presencia allí.
Relájate, pensé. Es absurdo. Nadie te está mirando. La gente
está demasiado ocupaba flirteando. Se están mirando entre ellos.
Por fin llegué a la barra, donde había bastante más aire y
menos gente que en la pista de baile, y donde escogí sentarme en
un taburete flanqueado por dos taburetes vacíos.
Tuve que hacer algún malabarismo para no enseñar todo (la
falda se me levantaba hacia arriba al sentarme) pero lo solucioné
cruzando las piernas. Eso sí, la tela apenas me tapaba las zonas
estratégicas.
Tenía que haberme pensado un poco más el atuendo, o por lo
menos sus mecanismos.
Antes de que me diese tiempo a buscar con la mirada a algún
camarero, una chica apareció ante mí detrás de la barra, con una
coleta, unos vaqueros y una camiseta negra con el nombre del
club escrito en el pecho. Tenía pinta de deportista o monitora de
aerobic, y no parecía estar muy alejada de la edad legal en la que
se puede empezar a beber. Que una chica como aquella estuviese
trabajando allí me tranquilizó; no parecía que hubiera nada
sospechoso o sórdido allí.
Y también agradecí no tener que estar media hora intentando
llamar la atención del camarero de turno.
Le pedí mi bebida, zumo de arándanos con vodka, dijo
“enseguida” y desapareció con una sonrisa.
Aproveché el tiempo mientras llegaba la copa para echar un
vistazo a mi alrededor. La barra estaba ligeramente más alta que
el resto del local y desde allí se podía ver todo el club, la pista de
baile que rodeaba la barra y la zona de sofás que a su vez rodeaba
la pista de baile y que no había visto hasta ahora.
Era una zona con sofás y mesas de cristal bajas en el centro,
para poner las bebidas. Los asientos eran de terciopelo morado, y
negro. Pensé absurdamente que eso iba a ser imposible de
limpiar, pero nadie parecía estar haciendo nada inadecuado ni
escandaloso en aquellos sofás y sillones. Como mucho hablando
demasiado cerca, alguna mano apoyada en algún muslo, pero
punto. Pieles, bebidas, penumbra, y nada más.
—Aquí tienes.
La camarera puso el cóctel delante de mí, le di las gracias y
cogí la copa para tomar un sorbo.
Seguí escrutando el resto del local: dos tramos de escaleras
(uno a la derecha, otro a la izquierda) llevaban a lo que parecía
ser otra planta encima del local principal.
Iba a tomar el segundo sorbo de mi cóctel cuando un tipo se
sentó en el taburete de mi izquierda.
—No me lo digas; eres nueva.
Me giré hacia él y le miré por encima del borde de mi copa.
Pelo rubio miel perfectamente peinado, traje gris claro, sonrisa
estudiada de dientes perfectos…
Mmmm, no.
Estaba harta de ver ese tipo humano en mi oficina, en todos
los trabajos en los que había estado, en todas las partes a las que
iba. Fraternidad en sus años de universidad, una alta opinión de
sí mismo, un puñado de frases terribles para ligar.
Y, por mi experiencia con tipos como aquel, terriblemente
egoísta en la cama. Como si no necesitase hacer un esfuerzo,
como si la sola visión de su cuerpo desnudo trabajado en el
gimnasio tres veces a la semana fuese suficiente para orgasmar.
No, gracias.
No quería parecer que tenía prejuicios, pero los tenía, estaban
justificados y no tenía ganas de perder el tiempo. Había ido allí
precisamente para eso, para no perder el tiempo.
—¿Tan obvio es? —dije, con una sonrisa fría y distante.
El tipo ladeó la cabeza y sonrió con confianza, en un gesto
ensayado mil veces ante el espejo.
Miró a su alrededor y chasqueó los dedos de la mano derecha,
y me di cuenta con horror de que estaba llamando a la camarera.
Por el amor de Dios.
La misma camarera que me había servido antes se acercó, con
cara de pocos amigos.
—Guapa, un martini para mí y otro de esos —dijo, señalando
el cóctel que tenía en la mano— para…
Dejó la frase colgando, esperando a que le dijese mi nombre.
—No, gracias —dije, dirigiéndome a la camarera, quien me
sonrió un poco antes de desaparecer para traer la orden de
Bobby.
No sabía su nombre, pero tenía toda la pinta de un Bobby. O
Tobby. O Tobías, o alguna de esas mierdas.
El tipo se me quedó mirando con las cejas levantadas. La
buena educación me hizo explicarme.
—Aún tengo mi bebida entera —dije, levantando la copa de la
que apenas había tomado dos sorbos.
El tipo sonrió, babosamente, se inclinó sobre mí y me puso
una mano en la rodilla.
—Bueno, cuanto más alcohol mejor, así te desinhibes.
Me estaban dando arcadas. Hice un esfuerzo para no tirarle
encima el cóctel que tenía en la mano. Había grandes
posibilidades de que parte acabase encima de mi vestido, y
además, tenía sed. No quería desperdiciar una bebida
perfectamente preparada en aquel tipejo.
—Déjame sola, por favor —dije por fin, todo lo más fríamente
que pude.
Al tipo se le torció el gesto. Invadió todavía un poco más mi
espacio personal y parecía que iba a añadir algo más,
seguramente desagradable, cuando una voz profunda detrás de
mí dijo:
—Ya la has oído.
Bobby miró por encima de mi hombro, retiró la mano de mi
muslo a la velocidad de la luz, dijo un “perdón” apresurado, y
antes de que la palabra llegase a mis oídos ya se había perdido
entre el gentío.
Miré la zona de la pista por donde el imbécil acababa de
desaparecer casi corriendo, y cuando volví la vista al taburete,
había sido ocupado por otra persona distinta. La persona
poseedora de la voz.
El hombre poseedor de la voz, mejor dicho.

N O ME EXTRAÑABA nada que Bobby —o cualquiera que fuese su


nombre— hubiese salido pitando. Yo habría hecho lo mismo, si
no fuese porque me había quedado pegada al taburete de la
impresión. Mi cuerpo había decidido quedarse quieto, muy
quieto, ante la visión del hombre que estaba frente a mí.
Parpadeé.
Pero el hombre sentado en el taburete no desapareció, así que
no me quedó más remedio que admitir que era real y no un
producto de mi imaginación.
—Hola —dijo.
Incluso la voz era increíble, grave, como terciopelo; como un
trago largo de buen bourbon.
El tipo era una creación divina.
Hice todo lo posible por no suspirar cuando respondí,
—Hola.
Pero reconozco que no conseguí que no me saliese la voz
ronca. Carraspeé.
El tipo sonrió.
El corazón empezó a latirme entonces en la base del cuello.
Estaba perdida.
El hombre era, en una palabra, perfecto. Al menos perfecto
para mí.
No, corrijo: perfecto en todos los sentidos.
Para empezar, era enorme. Alto, como el hombre que
guardaba la puerta; quizás incluso más alto.
Llevaba unos pantalones de tela negros y una camisa gris
oscura, casi negra, con las mangas recogidas un par de vueltas
que dejaba al descubierto los músculos de sus antebrazos.
No era lo único que tenía musculado, a juzgar por la anchura
de los hombros y el pecho. Estaba vestido, pero daba igual, no
hacía falta mucha imaginación: tenía músculos por todas partes.
Estaba sentado en el taburete con las piernas abiertas, la tela
del pantalón de traje negro tensada sobre sus muslos como
troncos de árbol. Conseguí levantar la mirada hacia su cara a
tiempo. Intenté no escrutarle, de verdad, pero estaba teniendo
problemas para que las órdenes que le estaba dando a mi cerebro
fuesen ejecutadas por mis ojos.
El pelo negro, cortado muy corto, la cara afeitada, sin rastro
de barba. La piel color caramelo, si era bronceado o su color de
piel, no lo sabía… El labio inferior grueso, la mandíbula definida,
una las comisuras de los labios levantadas ligeramente hacia
arriba, en una sonrisa increíble, como si supiera exactamente
qué se me estaba pasando por la cabeza en aquel momento. Los
ojos color whisky, con pestañas negras largas, con finas líneas en
el borde exterior, por la sonrisa.
Tragué saliva.
No, un hombre como aquel no podía encontrarse en Tinder,
eso estaba claro. Ni en todo internet.
Nop.
—¿Puedes darme tu nombre?
Puedo darte lo que quieras, estuve a punto de decir, pero
conseguí morderme la lengua a tiempo.
Me sorprendió la pregunta. Quizás allí la gente no utilizase
sus verdaderos nombres, solo pseudónimos, como gatita28 y
cosas así.
—Caroline —dije.
—Caroline —repitió, y sonó como una caricia que se deslizó
desde mi nuca por mi espalda desnuda.
Caroline.
¿Cómo era posible que me excitase mi propio nombre?
No, no era mi nombre. Era mi nombre dicho por él.
Dios.
—Soy el comité de bienvenida —dijo, pero no fue hasta más
tarde cuando me di cuenta de que no me había dicho su nombre.
—Oh —dije, y me mojé ligeramente los labios con mi cóctel.
Intenté ocultar mi decepción. Eso lo explicaba todo, el hecho
de que aquel hombre se hubiese acercado. Pensé que se había
interesado por mí, pero no era más que uno de los empleados del
club, haciendo sentir bien, supongo, a las personas que llegaban
solas.
Sonrió un poco, de lado, mientras me observaba beber el
cóctel.
Apartó la vista de mis labios y me miró a los ojos. Sin saber
por qué empecé a sudar, un poco, justo detrás de las rodillas,
como me pasaba cuando estaba nerviosa.
O excitada.
La camarera de antes nos interrumpió, colocando un martini
en la barra, delante del hombre.
Él desvió la vista hacia la bebida y levantó las cejas.
—¿Qué se supone que es eso? —dijo, con más humor que otra
cosa.
—Perdón —la camarera sonrió—, no te había visto. Era para
el gilipollas que estaba sentado aquí antes.
—Por favor, seriedad.
La camarera cogió el vaso de martini, riendo.
—Ahora vengo con tu whisky.
El hombre volvió a dirigir su atención hacia mí y me volvieron
a sudar las rodillas.
—Deja que me explique —dijo, acercándose un poco, hasta el
punto de que nuestras rodillas se rozaron ligeramente, las mías
desnudas, las suyas debajo del pantalón de traje negro—. Sé que
eres nueva. También sé que estás nerviosa. Y sí, trabajo para el
club… podría decirse. Pero no es lo que piensas. Te he visto por
lo monitores de seguridad, y tenía que venir a hablar contigo, a
conocerte. No he podido evitarlo.
Le miré y tragué saliva.
—¿Por qué?
Sonrió más ampliamente.
—Caroline, si tienes que preguntar eso, eres todavía mejor de
lo que me imaginaba.
¿Mejor de lo que se imaginaba? ¿Por qué estaba hablándome
como si fuese algún tipo de premio o tesoro preciado? A ver, sé
que no estoy mal. A algunos hombres les pone la piel pálida y
cremosa, y el pelo rojo había sido un acierto. Y no olvidemos la
zumba. Pero tenía que haber por lo menos cien mujeres
alrededor más sexys que yo.
Eso sí, de lo que estaba segura era de que no había ningún
hombre más atractivo.
—¿Qué te parece el club? —me preguntó.
Levanté las cejas.
—Acabo de llegar, prácticamente.
—Lo que has visto hasta ahora.
La camarera volvió con su whisky. Él dijo “gracias, Amanda” y
ella me miró sonriendo y me guiñó un ojo, como si fuésemos
amigas de toda la vida y quisiese felicitarme por la buena suerte
que había tenido con el tipo que se me había sentado al lado.
Curioso.
—Es… interesante —respondí—. Normal.
Sonrió.
—¿Qué esperabas?
—No lo sé —volví a darle un sorbo a mi copa, para darme
tiempo a pensar—. ¿Gente semidesnuda? ¿Contorsiones? ¿Actos
sexuales en público?
El hombre se echó a reír a carcajadas.
—Tenemos una regla —dijo, cuando se le hubo pasado un
poco el ataque de risa—: “Nada de desnudos ni actos sexuales en
la planta principal”.
—¿La planta principal?
—Hay una parte del club, más… íntima, podríamos decir. En
la planta de arriba. No todo el mundo la usa.
Así que ahí era donde llevaban las escaleras.
—Voy a decirte un secreto —se inclinó todavía un poco más
hacia mí y recordé que tenía que seguir respirando—: Es un club
normal. No todo el mundo sube arriba. De hecho, solo una
pequeña parte lo hace. La mayoría de la gente viene a pasar un
rato agradable con amigos, a divertirse, o a conocer gente.
Aunque luego sigan la fiesta en otra parte. Hacemos una criba
con toda la gente que aplica para entrar en el club. Verificación
de antecedentes, alguna cosa más. Eso lo convierte en un lugar
seguro, uno de los lugares más seguros de la ciudad si quieres
llevarte a alguien a casa… Si te vas con alguien que hayas
conocido aquí, sabes que por lo menos ha pasado un primer
filtro.
—¿También me investigasteis a mí?
—Por supuesto. No tienes ningún secreto embarazoso —
sonrió y le dio un trago al whisky—. La pena es que todavía no
hemos inventado un filtro anti gilipollas.
Lo decía por el tipo de antes, supuse. No pude evitar sonreír.
—No importa. No estaba molestándome. O no mucho.
Nos quedamos de repente en silencio, y cuando ya no pude
soportar más su mirada intensa, pregunté:
—¿Qué hay arriba?
Bebió un sorbo de su whisky, mientras me miraba por encima
del borde del vaso.
—¿Quieres que te lo cuente? O a lo mejor prefieres echar un
vistazo.
No podía despegar la mirada de los ojos ámbar. Noté cómo la
respiración se me aflojaba, cómo me inclinaba en mi taburete,
imperceptiblemente, hacia el hombre que estaba justo frente a
mí.
¿Qué me estaba pasando? Ni lo sabía, ni lo quería saber. La
música seguía sonando a nuestro alrededor, y era como si fuese
una música diferente a la que sonaba cuando había llegado. Más
lenta, más sexy. De repente tenía ganas de salir a la pista y
bailar, con aquel hombre.
O quizás no tenía que ser la pista, y no tenía que ser bailar. Al
menos no en vertical.
El hombre sonrió un poco, y me di cuenta de que
probablemente me había leído el pensamiento. Tampoco era
muy difícil. Probablemente lo llevase escrito en la cara.
Fue entonces cuando me di cuenta de que ni siquiera sabía
cómo se llamaba.
—No me has dicho tu nombre.

Mark

E STUVE a punto de darle un nombre falso, pero me arrepentí en el


último momento. Primero, era nueva en el club, no parecía saber
quién era yo, y segundo, no quería empezar mintiendo.
No quería empezar aquello mintiendo, fuese lo que fuese
aquello, un rollo de una noche, algo más, lo que fuese. De
momento no lo sabía. Lo que sí tenía claro era que su noche
acabaría conmigo.

L A HABÍA VISTO desde los monitores de vigilancia, en las oficinas,


mientras hacía un chequeo de rutina con una copa en la mano.
Guapísima, con un cuerpo increíble y unas piernas que
cortaban la respiración incluso a través de los monitores de
vigilancia. Era nueva, o por lo menos eso decía el escáner de la
puerta, y había estado echándole un ojo, como solía hacer con los
nuevos miembros.
Se necesitaba mucho valor para presentarse allí sola, un
sábado por la noche. Aunque no se la veía muy convencida.
Parecía a punto de levantarse y largarse en cualquier momento.
Tenía que llegar hasta ella, antes de que saliese corriendo.
El momento llegó cuando vi al tipo acercarse.
No. Ni hablar.
—He acabado por hoy —dije, levantándome bruscamente del
asiento.
Paul me miró desde su silla, un Jack Daniels en la mano,
levantando las cejas, pero no le dio tiempo a decir nada antes de
que saliese por la puerta de las oficinas.
Normalmente no suelo bajar al club, a la zona del bar. No
suelo mezclarme con los clientes. Pero la mujer que había visto a
través del monitor merecía la excepción.
Bajé las escaleras de las oficinas y la localicé con la mirada,
sentada en la barra, increíblemente sexy, con aquel vestido y la
melena roja.
Llegué justo a tiempo para quitarle de encima al patético
perdedor —una mirada le bastó para reconocerme y poner pies
en polvorosa, todo el mundo me conocía allí, nadie quería tener
un encontronazo con uno de los dueños, así que el tipo se
desvaneció musitando un “perdón”.
La mujer, sin embargo, parecía no saber quién era. Mejor así.
Sabía que no había estado nunca en el club, aparte de porque el
sistema en la entrada anunciaba a los nuevos clientes, porque
recordaría su cara. Y su cuerpo.
Resumiendo, de haber estado antes allí antes la recordaría.
¿Cómo podría olvidarla?
Y ahora me estaba preguntando mi nombre, así que sin
ninguna excusa se lo di:
—Mark.
—Mark —repitió ella, y sonrió.
Le miré los labios, sin poderlo evitar.
Estaba en problemas.
Necesitaba llevarla arriba, más que el aire que estaba
respirando. Y, o me equivocaba mucho, o el sentimiento era
mutuo.
Caroline me miraba con la vista desenfocada y la boca
entreabierta, los labios rojos incitantes. Era hora de pasar a la
acción.
Me acerqué un poco más a ella y le susurré al oído.
—¿Quieres venir conmigo?
—Sí —dijo ella enseguida, con un hilo de voz.
Dejó su copa encima de la barra, yo hice lo mismo, la cogí de la
mano y empezamos a vadear gente, hacia las escaleras que
subían hasta la segunda planta.
Caroline

B AJÉ DEL TABURETE , Mark cogió mi mano… el primer contacto fue


electrificante. Miré nuestras manos unidas, la mía
desapareciendo en la suya enorme, y respiré hondo.
Calma.
Esquivamos a la gente que estaba en la pista de baile, hasta
llegar al pie de las escaleras que estaban en la parte izquierda.
Subimos por ellas, sin que Mark me soltase la mano en
ningún momento.
Al llegar arriba, encontramos un descansillo y una puerta que
Mark empujó. Me dejó pasar delante, pero nada más traspasar el
umbral di unos pasos y me quedé parada, sin saber qué hacer.

L O PRIMERO QUE pensé fue que estaba oscuro, por eso no había
seguido avanzando. Por eso y por que no sabía hacia dónde ir. Las
únicas fuentes de luz eran dos hileras luminosas en el suelo del
pasillo, a ambos lados, como las de los cines, supuse que para
que la gente encontrase el camino en la oscuridad y no se
matase, y algunos apliques en la pared, que despedían una luz
tan tenue que me costó unos momentos acostumbrarme,
parpadeando, hasta que mis ojos pudieron ver algo en medio de
la penumbra.
Cuando me acostumbré a la falta de luz, vi que en la zona de la
derecha había varios sofás, butacas y asientos, con pequeñas
mesas en medio, bastante parecidos a los de la planta de abajo.
Había gente en ellos. No tanta como en el bar, pero había
bastante gente. Imposible distinguir nada más que bultos, el
rumor de conversaciones, algún gemido de vez en cuando.
Al menos sin acercarse mucho.
Cosa que no hice. Me había quedado clavada en el sitio.
Hacía calor, también mucho más que en la zona del bar. Me
quité el chal, y escuché a Mark detrás de mí contener la
respiración al ver la parte de atrás de mi vestido, mi espalda
desnuda.
En uno de los oscuros sofás, el que estaba más cerca, había
tres personas sentadas, dos hombres y una mujer. La mujer
estaba besándose apasionadamente con uno de los hombres,
mientras el otro le besaba el cuello desde atrás y metía una mano
debajo de la falda de su vestido. No se veía nada, ni un
centímetro de piel de más, pero la escena era tan erótica que me
flaquearon las piernas.
Mark me puso una mano en la espalda desnuda, a la altura de
la base, y estuve a punto de dar un salto.
Se acercó a mí por detrás y me dijo al oído:
—Vamos a explorar un poco.
Empecé a andar por el pasillo con Mark, que no quitó su mano
de mi espalda.
A la derecha del pasillo estaba la zona amplia con los sofás. A
la izquierda había varias puertas a lo largo de la pared, al lado de
cada una de las puertas una especie de ventana de cristal grande
que daba al pasillo, con persianas de lamas entreabiertas o
completamente cerradas. Avanzamos un poco más hasta una de
las cristaleras que tenía la persiana levantada, y al llegar a su
altura Mark me detuvo con la mano para que me parase frente a
ella.
Lo que vi tras el cristal hizo que dejase de respirar.

A L OTRO LADO de la ventana había una habitación, no muy distinta


a la habitación de cualquier hotel, pero con más clase: las
paredes pintadas de púrpura, una cama en el centro, dos mesitas
a los lados, dos apliques, uno encima de cada mesita, que
iluminaban tenuemente la estancia. Las sábanas de la cama eran
de satén morado, haciendo juego con la pintura de las paredes.
No era la habitación lo más llamativo, ni las sábanas de la
cama, sino lo que estaba sucediendo en ella.
Sobre la cama había un mujer desnuda, a cuatro patas,
mientras un hombre, de rodillas también sobre la cama y
también desnudo, la penetraba por detrás, con tanta fuerza que
en un momento dado los brazos vencieron bajo ella y se limitó a
apoyar la cabeza en los brazos cruzados sobre la cama, mientras
él seguía embistiendo desde atrás.
El hombre la cogió de las caderas y la atrajo hacia él, mientras
empujaba hacia adelante.
La mujer tenía la frente perlada de sudor. Los pechos grandes,
pesados, de pezones oscuros se movían con cada embestida.
Estaban perpendiculares al cabecero de la cama, así que la
vista era perfecta, de perfil, las expresiones de placer en sus
caras, ella con la boca abierta y los ojos cerrados, él mordiéndose
el labio inferior mientras observaba el lugar por donde estaban
unidos.
Los dos tenían una máscara negra puesta, como la que me
había llegado por correo junto con la tarjeta de entrada y que
tenía en mi bolso de mano.
Aguanté la respiración sin darme cuenta. No es que nunca
hubiese visto porno, pero una cosa era ver un acto sexual en una
pantalla y otra verlo en directo, aunque fuese a través de un
cristal. Me sentía bien y al mismo tiempo mal, como una voyeur,
una mirona, como si estuviese invadiendo su intimidad —
aunque me imaginé que ellos habían elegido ser vistos. Por otra
parte, no podía apartar los ojos de la escena. Me empezó a latir el
pulso en la base del cuello.
—¿Te gusta mirar? —preguntó Mark, cerca de mi oído.
Tragué saliva.
—No… no lo sé.
Y era verdad, no lo sabía. O mejor dicho, lo sabía, si la
humedad concentrándose en mi sexo era pista suficiente, pero
nunca me lo habría imaginado.
—¿Ellos pueden vernos?
Casi como si hubiese podido escuchar mi pregunta, la mujer
abrió los ojos y volvió la cabeza un instante, hacia la ventana, y
sonrió, antes de cerrar los ojos de nuevo, invadida por el placer.
Aunque quizás no me había sonreído a mí. Quizás había un
espejo por el otro lado.
—Sí, pueden vernos —respondió Mark.
Oh.
Estaba justo detrás de mí, casi pegado a mí. No me estaba
tocando, pero sentía el calor que emanaba de su cuerpo, de su
piel. Dios.
No podía quitar la vista de la pareja detrás del cristal. Estaba
ardiendo, y quería, necesitaba que Mark me tocase.
—¿Puedes tocarme, por favor? —dije, en un susurro casi
inaudible.
Me apartó el pelo, sentí sus labios en el lado derecho de mi
cuello y se me licuaron las piernas.
—¿Mmm?
Podía sentir su respiración, el roce de sus labios justo detrás
de la oreja.
—Quiero tus manos sobre mí —dije, casi en un susurro.

Mark

O H , sí. Por fin. Estuve a punto de soltar un grito de triunfo


cuando escuché a Caroline susurrar que la tocase, pero logré
contenerme a tiempo. Me pegué a ella por detrás. Quería que
sintiese mi erección, el bulto de mis pantalones en la parte baja
de su espalda. Supe que lo había notado porque la oí tomar aire.
—Este vestido es demencial —lo moldeé con las manos—. Me
está volviendo loco.
Metí las dos manos por la abertura de la espalda, debajo de la
tela del vestido, y rodeé con ellas su cuerpo hasta encontrar sus
pechos desnudos. Los cubrí con mis manos, acariciándolos,
mientras con los pulgares prestaba especial atención a sus
pezones erectos.
Caroline gimió, bajito.
Entonces la escena tras el cristal cambió. Otro hombre, que
había estado fuera del ángulo de visión de la ventana hasta
entonces, entró en escena y se acercó, desnudo, al otro extremo
de la cama, donde la mujer tenía todavía la cabeza entre sus
brazos.
La mujer levantó la cabeza, le sonrió, se medio incorporó y se
metió su sexo en la boca, mientras el otro hombre seguía
penetrándola por detrás.
Noté cómo Caroline tomaba aire y dio un paso hacia atrás, o lo
intentó, porque estaba tan pegado a ella que le fue imposible
moverse.
Saqué la mano derecha de su escote y recorrí el camino hacia
su muslo. La metí debajo de la falda y le acaricié levemente la
parte interior del muslo.
Caroline echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en mi hombro.
—¿Quieres que vayamos a una habitación? —le susurré al
oído.
—Sí, por favor —respondió inmediatamente, embargada por
el éxtasis.

Caroline

N O ME FIJÉ en la decoración de la habitación. Advertí vagamente


que era diferente a la que acababa de ver, en ésta las paredes eran
verde jade, y las sábanas de la cama de raso verde oscuro. Igual
que en la otra, una cama grande, dos mesitas, alguna cosa más.
Nada de terciopelo rojo ni cadenas colgando del techo. Nada de lo
que tenía en la cabeza cuando pensaba en un club de sexo.
Pero como decía, tampoco me fijé mucho. Tenía la mente
ocupada en otro tipo de cosas.
Había temido, hasta entonces, que todo aquello no fuera más
que una mera transacción. Que la anticipación, el deseo, el
hormigueo que sentía en la columna vertebral, bajando por mi
espalda, desapareciese una vez confrontado con el hecho en sí, la
realidad de un cuerpo desnudo, una piel que no era la mía.
Era mi principal problema, el principal obstáculo a la hora de
entrar al club. Lo que más me preocupaba, lo que me echaba para
atrás. Que no fuese más que una transacción fría, un mercado de
carne en el que metías unas monedas y una voz metálica decía su
tabaco, gracias. Su cuerpo desnudo, gracias. Su orgasmo, gracias.
Pero no fue así en absoluto.
También era verdad que nada de eso pasó por mi mente, ni
siquiera recordé mis reticencias y prejuicios, cuando Mark cerró
la puerta y se acercó a mí, quedándose tan solo a un centímetro o
dos, tentándome. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo
y que me atraía hacia él como un imán, aunque no nos estábamos
tocando. Y todo voló de mi cabeza, no éramos más que dos
personas que se habían conocido en un bar, una noche de sábado,
y que queríamos —no; necesitábamos— pasar juntos lo que
quedaba de esa noche.

Mark

C ÁLMATE , no metas la pata, me dije a mí mismo.


Tuve que repetírmelo una y otra vez, mientras miraba a
Caroline, delante de mí, expectante, los labios entreabiertos, el
vestido —sin sujetador— que no dejaba lugar a la imaginación. Y
tenía miedo de asustarla, de que la intensidad de mi deseo fuese
demasiado para ella.
Porque era demasiado para mí.
—¿En qué piensas? —dije estúpidamente, como si fuera un
chaval de quince años y no un hombre de treinta y cinco.
—En que hace calor —Caroline se pasó la lengua por los
labios, y de repente perdí el pulso—. Y en que tenemos
demasiada ropa encima.
Y procedimos a solucionarlo.

Caroline
M ARK EMPEZÓ A DESABROCHARSE la camisa gris oscura, y me quedé
hipnotizada. Como bien había adivinado antes, no solo tenía
músculos en los antebrazos, tenía músculos por todas partes.
Con la camisa abierta se acercó a mí, y se dedicó a
inspeccionar mi vestido.
—¿Tiene una cremallera, o…?
—No, tienes que… —hice el gesto de sacarlo por la cabeza.
—Mmm.
Metió las manos bajo el borde inferior del vestido. Arrastró los
nudillos suavemente por el exterior de mis muslos mientras me
miraba a los ojos. Noté mi respiración acelerarse, y antes de que
me diera cuenta tiró del vestido hacia arriba, y en menos de un
segundo había desaparecido.
No vi dónde cayó el vestido. Estaba demasiado ocupada
poniéndome nerviosa bajo la fija mirada de Mark.
Sabía lo que estaba viendo, pero eso no lo hacía más fácil.
Estaba acostumbrada a menos luz, a estar menos expuesta.
Aunque la luz era tenue (cuando entramos en la habitación, Mark
había pulsado un interruptor que había encendido dos apliques a
ambos lados de la cama), estaba acostumbrada a quitarme la ropa
deprisa, casi en la oscuridad.
Pero ahora no tenía donde esconderme. Estaba totalmente
expuesta delante de Mark.
Paseó la mirada por mi cuerpo y sentí el recorrido de sus ojos
como una estela de fuego.
Sabía lo que estaba viendo: piel blanca, pechos normales, ni
grandes ni pequeños, que me permitían prescindir del sujetador
cuando el vestido lo requería, como en aquella ocasión.
Estaba completamente desnuda, salvo por el tanga de encaje
negro y los zapatos de suela roja.
Mark seguía vestido, excepto por la camisa desabrochada.
Estaba un poco cohibida, consciente de mí misma, pero por el
bulto de su pantalón, la expresión de su cara y los ojos brillantes,
parecía que le gustaba lo que veía.
Se acercó y pasó los dedos por mi melena roja, que caía en
cascada sobre mi espalda. Aproveché para deslizar la camisa por
sus brazos y la dejé caer al suelo, tampoco miré dónde cayó,
supuse que estaba haciéndole compañía a mi vestido.
Tenía algo de pelo en el pecho, no mucho, lo suficiente para
que cuando mis pezones se acercasen la sensación fuese intensa.
Hice un ruido en el fondo de la garganta, y se nos terminó la
paciencia a la vez.
Con una mano en mi espalda y otra enredada en mi pelo, me
atrajo hacia sí y me pegó a su cuerpo, bajó la cabeza y me besó.
Fue un beso salvaje, hambriento, su lengua invadiendo mi
boca, sus labios magullando los míos… una de sus manos seguía
en mi pelo, pero la otra había bajado hasta mi trasero y me había
empujado hacia él, la diferencia de altura haciendo que sintiese
el bulto de su magnífica erección en el estómago.
Gemí en el fondo de la garganta, y a partir de ahí todo se nos
fue de las manos.
Llegamos hasta la cama a trompicones, incapaces de
separarnos, y caímos encima, enredados el uno en el otro.
Logré desabrocharle el cinturón, luego el botón del pantalón,
y metí una mano por dentro. La cerré sobre su sexo, duro y
caliente.
—¿Qué quieres? —preguntó Mark, casi sin aliento. Me alegré
de no ser la única que estaba afectada.
—A ti. Dentro. Ya —tenía el cerebro tan nublado que ya ni
siquiera podía construir frases enteras.
Mark soltó una carcajada, y dijo:
—Paciencia.
Paciencia, ja. Era muy fácil de decir, sobre todo para él. Con la
pinta que tenía Mark, dudaba muchísimo de que llevase el
tiempo que llevaba yo en el dique seco.
Estaba desesperada.
Además, yo solo tenía una minusculísima prenda de ropa
encima, y Mark todavía tenía los pantalones y los zapatos
puestos.
Había que aligerar.
Nos dimos la vuelta, cambiando posiciones, y Mark me
inmovilizó con su peso sobre la cama.
—Un momento —dijo, dándome un beso en el cuello—. No te
muevas.
Se levantó y en el borde de la cama se quitó primero los
zapatos, y luego el pantalón. Arrastró su ropa interior con los
pantalones. Me incorporé sobre los codos, para poder ver mejor,
y no pude evitar quedarme con la boca abierta.
Era como una estatua de bronce. Perfecto y musculoso. Tuve
un momento de pánico cuando le vi sin ropa (era enorme), pero
también ganas de empezar a dar volteretas (era enorme). No me
dio tiempo a escrutar mucho, porque enseguida volvió a
tumbarse en la cama, cubriendo mi cuerpo con el suyo, y ya no
pude pensar en nada más.
Excepto en una cosa:
No. Definitivamente, no podías encontrar un hombre como
aquel en Tinder, ni en todo internet.

—P ON las manos en el cabecero.


—¿Qué?
Mark me cogió las manos y las llevó al cabecero de la cama.
—Sujétate —me dijo, y agarré los barrotes de hierro.
Luego deslizó la minúscula pieza de ropa interior que todavía
llevaba puesta suavemente por mis muslos.
—Separa las piernas —dijo.
Y así lo hice.
Apenas me había tocado y ya estaba super excitada, por la
posición, la postura, la situación y el increíble cuerpo de Mark.
Pensé que iba a dedicar algo más de atención a mis pechos,
pesados y con los pezones erectos, esperando caricias y atención,
pero cerré los ojos y lo siguiente que sentí fue directamente su
lengua en el centro de gravedad, lamiendo, succionando e
invadiendo.
Grité.
Cogió mis muslos con las manos y me levantó un poco de la
cama, enterró la cara en mi sexo y empezó a lamer.
Oh dios, diosdiosdios.
Dios.
El sexo oral era algo que normalmente me ponía tensa, porque
era una lotería, al menos en mi experiencia, y siempre me sentía
obligada no solo a devolver el favor, sino a aparentar que sentía
más de lo que sentía. Siempre había pensado que el sexo oral no
era para mí, que la fama que tenía era inmerecida.
Hasta entonces.
Eran sensaciones que no había tenido nunca. Era un maestro.
Con la parte rugosa de la lengua atacó el clítoris, para luego pasar
a dar ligeros mordisquitos… De repente introdujo dos dedos
dentro de mí, sin dejar de lamer, y luego tres, y fue cuando tuve
un orgasmo, de repente, sin avisar, sin poder pararlo.
Arqueé la espalda hasta casi levantarme de la cama, sin
soltarme de los barrotes, mientras Mark seguía lamiendo y
penetrándome con sus dedos.
Todavía estaba recuperándome, intentando normalizar la
respiración y entender qué había pasado, cuando subió hacia
arriba, levantó mi pierna derecha agarrándola por el muslo y
entró dentro de mí.
Voy a decirlo de nuevo, porque merece ser repetido: entró
dentro de mí.
Fue una invasión.
Era enorme, increíblemente grande. Vale, ya le había visto
antes. Pero de alguna manera pensé que se tomaría su tiempo,
que iría poco a poco para que pudiese acostumbrarme a él, a su
tamaño…
Pero no. Entró en una sola embestida, mientras todavía me
duraban los espasmos del orgasmo, y de repente me encontré tan
llena, más de lo que había estado nunca, que estuve a punto de
tener otro seguido.
Aunque sabía que no era posible. Un orgasmo por sesión, con
suerte, era lo único que había conseguido hasta ahora en mis
treinta años de vida. Más de uno era algo que una solo
encontraba en las leyendas y en los libros románticos.
—¿Estás bien? —preguntó, y solo pude asentir con la cabeza,
porque había perdido el habla.
Abrí los ojos. Los suyos, ámbar, me miraban desde unos
centímetros de distancia. Me miró fijamente para asegurarse de
que estaba bien y entonces sonrió, un poco de lado.
—Bien.
Fue entonces cuando empezó. Mientras con una mano me
sujetaba la pierna, con la otra me acariciaba los pechos,
pellizcándome los pezones. Retrocedió y volvió a entrar,
lentamente, tanto que noté cómo alcanzaba todos los puntos que
tenía que alcanzar dentro de mí, despacio, extremadamente
despacio, más de lo que podía soportar.
Arqueé la espalda y separé las manos del cabecero para poder
pasarlas por sus bíceps, los músculos del pecho y de la espalda.
—Las manos en los barrotes, Caroline.
—Pero quiero tocarte… —protesté, las manos ya en aquel
magnífico culo, urgiéndole a que entrase de nuevo.
Se quedó en la entrada, parado, en tensión.
—Las manos en los barrotes.
—Vale, vale —dije, contrariada, y le escuché reírse, antes de
volver a embestir, y ya me olvidé de todo.
—Joder, me encanta tu coño. Es súper estrecho, apretado… —
se metió uno de mis pezones en la boca y succionó.
Necesitaba tocarle. El no poder hacerlo, el estar a disposición
de Mark mientras me penetraba una y otra vez, llegando cada vez
más al fondo, me puso otra vez al borde del precipicio.
Me cogió las piernas y subió mis rodillas hasta el pecho, para
poder entrar más profundamente.
—Mark —dije entre gemidos.
—Sí —respondió él con un gruñido, mientras las embestidas
se volvían más fuertes, más rápidas.
—¡Mark!
—Sí, sí, eso es… Eso es…
Fue entonces cuando me caí de nuevo, gritando y arqueando la
espalda, agarrándome con fuerza a los barrotes del cabecero de la
cama, fuegos artificiales explotando en todos los poros de mi
piel, y dejé de ver a Mark para solo sentirle.

E L MILAGRO SE HABÍA PRODUCIDO : había tenido dos orgasmos, cuando


uno solo ya era un acontecimiento tal que una podía redondear la
fecha en el calendario.
Pero Mark no había acabado, de hecho, ni siquiera había
empezado, si el despliegue de energía que mostraba era pista de
algo.

E STABA SENTADO EN LA CAMA , con las piernas juntas, las rodillas


flexionadas. Yo estaba sentada a horcajadas sobre él, las piernas
cruzadas tras su espalda.
Me agarró de las caderas para que me quedase quieta, pero me
estaba costando un mundo. Gotas de sudor caían por mi nuca.
—¿Qué sientes?—dijo, y acarició mi clítoris con la yema de los
dedos, suavemente.
Gemí e intenté moverme, sin éxito. Había olvidado cómo
hablar.
Mordió uno de mis pezones, ligeramente, y luego lo soltó.
—¿Me sientes dentro de ti? —volvió a preguntar.
—Sí, te siento —dije casi sin respiración. Y eres enorme,
podía haber añadido, y duro como el acero, y parecía que se
estaba haciendo más grande por momentos, o igual era la
postura, que hacía que llegase más hasta el fondo que nunca.
Pero a pesar de la situación en la que estábamos, que no podía
ser más íntima, todavía no me sentía del todo cómoda diciendo
según qué cosas.
Era algo que tenía que superar. De hecho, tenía que haberlo
superado en cuanto entré por la puerta del club.
O en cuanto caí encima de la cama con un hombre del que no
sabía ni su apellido.
—Mark, quiero… —cerré los ojos, y me pasé la lengua por los
labios—. Quiero moverme. Necesito moverme.
Me apretó las nalgas con las manos.
—Móntame.
No hacía falta que me lo dijera dos veces. Me apoyé en sus
hombros y empecé a subir y bajar, empalándome en su polla en
cada bajada.
—Eso es, muy bien… ¿qué sientes ahora?
Me pasé la lengua por los labios, y empecé a perder las
inhibiciones y decir lo que primero que se me pasaba por la
cabeza, todo lo que sentía en aquel momento.
—Me siento llena… estoy llena de ti, tu polla metida hasta
dentro… te siento dentro de mí…
Me ardía la cara, pero me di cuenta de que en el calor del
momento no parecía tan ridículo… no era ridículo mientras tenía
una polla dura dentro, y grande, la más grande que había
probado nunca… volví a subir y a bajar, mientras le acariciaba el
pecho, los bíceps, le pasaba la mano por el pelo…
Empecé a subir y a bajar cada vez más rápido, el placer tan
intenso que tuve que cerrar los ojos.
—Eso es, así, cariño, rápido… Fóllame —dijo Mark.
Eché la cabeza hacia atrás y Mark me sujetó por la espalda…
era increíble la postura, lo adentro que llegaba al bajar… lo
notaba dentro de mí, cada vez que bajaba rozándome en los sitios
clave, hasta que noté que me iba a correr, otra vez,
increíblemente, volví a echarme hacia adelante y le dije al oído,
sin dejar de subir y bajar:
—Me voy a correr, me corro…
Entonces me ayudó con las manos en mi culo, fue él quien me
subió y bajó cuando ya no pude moverme más.
Empecé a convulsionar alrededor de él, echando la cabeza
hacia atrás, perdiendo totalmente el control.
—Córrete en mi polla… eso es, apriétame bien.
Me agarré a él, a sus hombros y brazos musculosos para no
perder el equilibrio, mientras intentaba recuperar el ritmo de mi
respiración, sin éxito.
Mark

C AROLINE ESTABA BOCA ABAJO , sobre la cama, con las piernas


abiertas.
Yo estaba tumbado sobre ella, apoyándome sobre los codos
para no aplastarla con mi peso, mientras hundía mi polla dura en
su coño húmedo y caliente, una y otra vez.
La estaba follando, duro, intenso, sin darle un momento de
tregua. Iba a correrse otra vez, y esta vez yo iba a acompañarla.
Lo habría hecho en el último orgasmo, pero era una noche
especial, y quería que durase.
Caroline estaba exhausta. Después de tres orgasmos, no me
extrañaba.
Pero también estaba hambrienta, hambrienta como una
mujer que ha pasado hambre toda su vida, hambre de placer y de
orgasmos. Hambre de una buena follada, larga y dura.
Así que se la estaba dando.
—No pares, no pares, por favor —gimió Caroline.
—No voy a parar —respondí entre gruñidos, y apenas
reconocí mi propia voz.
Miré hacia abajo, mi polla desapareciendo dentro de ella,
entrando y saliendo. Una y otra vez, una vez más, llenándola.
Caroline gemía, los ojos cerrados, las manos estrujando las
sábanas.
—Por favor por favor no pares, sigue así, así… —dijo en un
susurro, y en el último lugar cuerdo de mi mente me pregunté
con qué clase de perdedores, de gilipollas se había encontrado en
el camino para que su mayor miedo fuera que la dejaran a
medias.
Así que seguí penetrándola, moviendo mi polla en círculos
mientras se la metía, cada vez más profundo, más adentro,
cambiando el ángulo en cada embestida, observando mi propia
polla desaparecer en el coño más dulce que había tenido el placer
de probar últimamente.
Joder, estaba a punto de correrme. La agarré de las caderas y la
incorporé en la cama, hasta que quedó a cuatro patas. La sujeté
con fuerza y aumenté la potencia de mis embestidas, hasta el
punto de que sus rodillas casi se despegaban de la cama con la
fuerza de mi polla. Se sujetó al cabecero con una mano mientras
con la otra se apoyaba en la cama, y se echaba hacia atrás para
encontrarme a medio camino.
Le pellizqué los pezones con la mano libre, mientras seguía
follándola, una y otra vez, ensanchándola.
Echó la cabeza hacia atrás, todo aquel pelo rojo magnífico
cayendo sobre su espalda, pegándose a su espalda perlada de
sudor.
Caroline había dejado de gemir para empezar a gritar.
—¡Ah, ah! ¡Eso es, así, sí, dame bien, fóllame, más, más
fuerte!
Era imposible darle más fuerte, a no ser que la partiese en
dos, pero lo que sí podía hacer era hacerlo más… interesante, por
decirlo de alguna manera.
Me paré dentro de ella, metido hasta el fondo. Posé la vista en
su extraordinario culo y tuve que cerrar los ojos un par de
segundos y respirar hondo para poder calmarme.
Caroline emitió un gemido de protesta.
—¿Por qué has parado?
Le di un azote en el culo, con la palma de la mano. Me
arrepentí al instante, porque los músculos de su coño se
apretaron alrededor de mí —parece ser que le había gustado— y
tuve que respirar profundamente un par de veces más para no
correrme.
—Dame un segundo.
Alargué la mano para coger el lubricante de uno de los cajones
de la mesita. Abrí el bote y cubrí bien mi pulgar con el líquido
resbaladizo. Podría haberme apañado sin el lubricante, pero no
teníamos ya tiempo, ni ella ni yo; estábamos los dos pendientes
de un hilo, a punto de terminar aquella magnífica sesión de sexo.
Y quería hacerlo como merecía.
Empecé a acariciar su entrada trasera con el pulgar, y ella
gimió.
Bien, muy bien. Empujé el dedo un poco, y cuando Caroline
gimió de nuevo lo empujé un poco más, hasta que el pulgar
estuvo entero dentro de su culo, hasta el nudillo.
—Tócate —dije, con la voz ronca.
Ella cambió la mano con la que se sujetaba al cabecero —la
mano izquierda— y con la derecha hizo lo que le dije, acariciando
primero mis bolas, luego el lugar por el que estábamos unidos.
No pude aguantar más, y empecé de nuevo con las
embestidas, empujando, el ritmo brutal, casi salvaje, mientras
mi pulgar seguía dentro de su culo.
Ella empezó entonces a masturbarse, a frotarse el clítoris, y
supe que estábamos a segundos del final. Me concentré en que
terminase ella primero; por el ritmo que llevaba y el volumen de
sus gemidos, supe que estaba cerca.

Caroline

Oh Dios mío.
Estaba… estaba… No podía pensar. Ni siquiera podía respirar.
Sentí su dedo pulgar entrando por mi culo, sondeando, profundo,
luego más profundo, y me olvidé de respirar.
Era una sensación nueva, sumada a las que ya estaba
sintiendo, y me eché hacia atrás para que pudiese penetrarme
más profundamente, su dedo en mi ano, su polla en mi coño.
Entonces empezó a embestir otra ver, a penetrarme, cada vez
más fuerte, magnífico, profundo, hasta el fondo, con su polla
enorme, rápido, duro, y todo pensamiento voló de mi cabeza. Lo
noté aproximarse, más intenso que las otras veces, oleadas y
oleadas de algo más grande que yo, que aquella habitación, que
todo lo que había sentido y experimentado hasta entonces, en
toda mi vida. No sabía si iba a llorar, a desmayarme o todo a la
vez.
—¡Así, sí, sí! ¡Así! ¡Fóllame, fóllame! ¡No puedo más, me
corro, me estoy corriendo!
No pude sostenerme más y crucé los brazos sobre la
almohada, apoyando la cabeza en ellos, mientras el orgasmo más
intenso que había tenido en mi vida me sacudía desde los dedos
de los pies hasta las puntas del pelo, haciendo que gritase sin
control, sin saber exactamente qué estaba diciendo. En el fondo
de mi mente creí escuchar a Mark jurando a su vez, una retahíla
de juramentos bronca y larga, tras lo cual sus embestidas se
hicieron más erráticas, hasta que se quedó quieto y le sentí
llenarme, caliente y espeso.

M ARK TUVO que ayudarme a ponerme el vestido, porque un rato


después todavía tenía las manos temblorosas y las piernas no me
sostenían del todo.
Estaba cansada, satisfecha y saciada; cinco minutos más y me
habría quedado dormida. Sentía como si tuviese los músculos
rellenos de gelatina
Aparte, no podía dejar de sonreír, como si tuviera una percha
en la boca.
Fue entonces cuando me fijé en la ventana que daba al pasillo,
frente a la cama, afortunadamente con la persiana de lamas
cerrada.
—La ventana está cerrada —dije, simplemente.
—Sí, está así por defecto —respondió Mark.
Luego me miró, levantando una ceja.
—Si quieres la próxima vez podemos levantarla, si es lo que te
va.
Sonreí, no pensando en la ventana —no, no estaba preparada
para que todo el mundo que pasase por delante me viese tener
sexo, la verdad—, sino por lo de “la próxima vez”.
Eso fue lo que dije, sin poder dejar de sonreír.
—¿La próxima vez?
Mark también sonrió, mientras me cogía de la cintura.
—Vas a volver, ¿verdad? —preguntó.
Puse las manos en sus hombros.
—¿Estarás aquí cuando vuelva?
Asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
—Es una cita, entonces —dije.
—Sí que lo es —respondió Mark, en voz baja. Luego inclinó la
cabeza y me besó.

Fin
ACERCA DE LA AUTORA

Nina Klein vive en Reading, Reino Unido, con su marido, perro, gato e hijo (no en orden
de importancia) y escribe sus historias entre ladridos, maullidos y cambios de pañal.
Nina publica historias eróticas, romance y fantasía bajo varios pseudónimos.

[email protected]

También podría gustarte