UN DUQUE RENTABLE
Y FUERON FELICES PARA SIEMPRE
LIBRO CUATRO
ELLIE ST. CLAIR
Traducido por
E. V.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Anticipo de “El amor del vizconde”
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Acerca de la autora
Notas
© Copyright 2018 Ellie St. Clair
© de la traducción 2023
Título original: He’s a Duke, But I Love Him
Traducción: E.V.
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
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C A P ÍT U L O 1
¡V aya por Dios!
Lady Olivia no pudo evitar la expresión de queja cuando, en el
último momento vio a su madre, lady Sutcliffe, agarrar el gran sobre con
dedos largos y huesudos.
—Madre —dijo Olivia mientras entraba al opulento salón de estar,
decorado con pintura rosa en las paredes, dorados candelabros Wedgwood
de bronce y arañas de intrincado diseño colgando del techo, todo muy
adecuado a la forma de concebir la vida y el lujo de su madre. Lady
Sutcliffe adoraba redecorar, y había convertido la casa de Londres en una
estridente casa de muñecas real. Olivia se sentía ahogada allí, pero cada vez
que le hacía saber su opinión a la señora de la casa, lo único que recibía era
una mirada desde arriba, con la nariz arrugada y gesto de desprecio, que
solo era el preludio de una charla para hacerle saber todo lo que debía.
—Olivia —saludó su madre. Desde un sillón en la otra esquina del
cuarto, su hermana Helen le dirigió una sonrisa. Olivia no se había fijado en
ella. Como siempre, tenía la nariz enterrada en un libro de buenas
dimensiones.
—Acabo de recibir una carta de lo más extraña —dijo lady Sutcliffe—.
Aunque, de hecho, no la he recibido yo, fue entregada en nuestra puerta.
Jenkins insistió en que en esta casa no vive nadie con ese nombre, pero el
chico que venía a entregarla insistió. ¿Habéis escuchado alguna vez el
nombre de P. J. Scott?
Pese a que no se caracterizaba por la capacidad de guardar secretos,
Olivia procuró mantener una expresión despreocupada y controlar la alarma
que sentía.
—¡Ah, sí! Tonta de mí —dijo con una risa que pretendía ser cantarina
pero que en realidad sonó forzada hasta para ella misma—. Es un nombre
que me he inventado y que suelo usar para… correspondencia.
Su madre alzó las más bien puntiagudas cejas y fijó una inquisitiva
mirada a su hija mayor.
—¿Correspondencia con quién?
—Esa es precisamente la idea de los seudónimos, madre —dijo Olivia
—. Mantener la correspondencia en secreto.
—Olivia, soy tu madre —declaró lady Sutcliffe—. No debes tener
secretos para mí.
Cuando su madre fue a abrir el sobre, Olivia se adelantó con cierta
desesperación, pues quería impedírselo a toda costa. Finalmente decidió
decir lo único que sabía que disuadiría a su madre de abrir el sobre.
—No es más que una estúpida nota amorosa de un pretendiente, que
desea que nadie más que yo la lea —dijo atropelladamente—. Estoy
convencida de que le daría mucha vergüenza saber que mi madre la ha
leído. No es que haya escrito nada inapropiado, supongo. Es solo que…
—¿Un pretendiente? —Una amplia sonrisa cruzó el normalmente tenso
y serio rostro de la dama, y Olivia supo inmediatamente que había dicho la
frase adecuada. Había distraído a su madre con suficiente información
como para mantenerla ocupada—. Estoy muy intrigada, Olivia. ¿Quién es
ese hombre tan misterioso?
—Uum, es…
Su madre, impacientándose, agarró el abrecartas de su pequeño
escritorio de madera adornado con flores que tanto le gustaban.
—¡Lord Kenley! —pronunció de repente Olivia. ¿De dónde demonios
había surgido? Solo había coincidido una vez con ese hombre en una fiesta
campestre. Habían flirteado un poco, nada significativo, y después le había
vuelto a ver una vez más en la boda de su amiga. Para Olivia era demasiado
atractivo, y lo sabía. Tenía claro hasta qué punto atraía a las jóvenes y se
aprovechaba de ello.
Olivia se dio cuenta de que, para su desgracia, seguramente su nombre
había acudido a su cabeza porque muy pocos caballeros le había hecho caso
durante los últimos meses. También era cierto que en los bailes nunca le
faltaban parejas, y muchos hombres eran amigables con ella, pero ninguno
de ellos mostraba más interés que el simple flirteo en los eventos sociales a
los que acudía. En algún momento del pasado había despertado bastante
interés, posiblemente debido a su generosa dote, pero su propensión a decir
lo que pensaba sin medir las consecuencias y el hecho de que había
rechazado muchas proposiciones dio como resultado que los hombres,
simplemente, dejaron de hacerle caso.
—¿Lord Kenley? ¿Eso es una gran noticia! Es conde, ¿verdad? Y su
padre duque, si no recuerdo mal.
—Eso creo —contestó encogiéndose de hombros y fingiendo
indiferencia.
—Olivia. —Su madre clavó en ella una intensa mirada azul brillante,
muy similar a la suya propia pero bastante más helada—. Se trata de un
partido magnífico para ti. No deberías estropear este cortejo en concreto.
—Pero madre, créame cuando le digo que no espero que salga nada de
todo esto —afirmó Olivia intentando disuadir a su madre y lograr que no
pusiera en práctica ningún plan de acción relacionado con la ridícula
mentira que había contado solo por pura desesperación.
—Pues debes hacer lo máximo posible para lograr que salga algo de ahí,
Olivia —dijo su madre respirando fuerte por la nariz—. Ya has participado
muchas veces en la temporada, más de las convenientes para una joven
respetable. Dentro de nada pasarás a ser considerada una solterona, y
entonces nadie te querrá como prometida y eventual esposa. Y ahora date
prisa. Lady Branwood nos espera para el té. Ve a arreglarte, Helen.
Dicho eso soltó el sobre en la mesa y salió como un trueno de la
habitación. Helen, su hermana cuatro años menor que ella, acababa de pasar
su temporada sin esperar a que Olivia se casara para iniciar su propia
búsqueda de marido. Olivia sabía que su madre seguía confiando en que
ella encontrara primero un pretendiente adecuado, pero eso estaba
empezando a ser cada vez menos probable. El resultado era que su madre
estaba desesperada ante el hecho de tener dos hijas todavía solteras y sin
compromiso.
No tenía que haber dicho esa mentira en concreto, pero sabía que, de no
haberlo hecho, su madre habría abierto el sobre y habría leído el mensaje.
Suspiró al agarrar la carta y abrirla en el escritorio de su madre. La cosa
podía haber terminado en un verdadero desastre. Tenía que haber evitado
recibir correspondencia en su casa, aunque siempre había sido capaz de
recoger y mandar ella misma la del periódico en el que escribía. Pero esta
vez, debido a una cita la noche anterior, que terminó muy tarde y que hizo
que no se levantara hasta bien entrada la mañana, y al té de esa tarde, no
tuvo tiempo de hacer lo que siempre hacía. Pensaba que podría haber
interceptado el correo antes de que lo recogiera su madre, pero había
llegado tarde.
Estaba ansiosa por leer el contenido de la carta y casi corrió hacia la
biblioteca, su santuario personal. Era la única habitación de la casa que su
madre apenas frecuentaba, y los tonos masculinos de las paredes, junto con
los muros cubiertos de estanterías de caoba de suelo a techo generaban en
Olivia una potente sensación de tranquilidad y confort. Se sentó en un
escritorio auxiliar de latón que su padre había habilitado para su uso en una
esquina de la habitación y se enfrascó en la lectura de la nota que contenía
el sobre.
Dejó a un lado la tarjeta de visita del señor Ungar y pasó a leer la
solicitud del lector.
P reciado señor S cott ,
H e leído su columna de la publicación Financias Register y debo decirle
que sus reflexiones y comentarios me parecen tan provocadores como
extraordinarios. Busco asesoramiento para una inversión personal. Hace
unos meses todo iba bastante bien, pero tras seguir las recomendaciones de
un amigo, coloqué buena parte de mi capital en una inversión. Ahora
resulta que dicha inversión no está desarrollándose adecuadamente. ¿Qué
debería hacer ahora?
A tentamente ,
Su fiel lector
O livia suspiró al leer la breve nota y se echó hacia atrás en la silla de
cuero. ¿Cómo era posible que alguien arriesgara su dinero solo porque se lo
había recomendado un conocido? Una vez hecho eso, ya no podía ayudar a
ese lector a mejorar su inversión actual, pero quizá algunas palabras de
advertencia sí que pudieran ayudar a otros en el futuro.
Sumergió la punta de la pluma en el tintero y se inclinó sobre el papel
para empezar a escribir su respuesta. La semana anterior había leído las
secciones financieras de los distintos periódicos, pero en este caso la
respuesta surgiría de la simple aplicación del sentido común. Pensó en la
gran cantidad de personas que no cuidaban sus inversiones financieras y
negó con la cabeza de pura frustración.
—¿Lady Olivia?
Dio un respingo al escuchar la voz de su doncella personal, Molly, que
la había llamado desde la puerta. Parecía un poco alterada, y pensó que se
debía a que le estaba metiendo prisa para que se cambiara. El sencillo
vestido mañanero de muselina no era adecuado para la recepción
vespertina, la verdad.
Frunció el ceño al pensar que tendría que dejar la redacción de la
respuesta para más tarde. Recogió la correspondencia, la guardó en un
bolsillo y salió de la biblioteca en dirección a su habitación, pensando en la
cantidad de tiempo que le quitaban todas esas reuniones sociales, tiempo
que no podía dedicar a lo que de verdad le gustaba: la investigación
económica y la redacción de artículos periodísticos sobre el tema.
H ablando casi en susurros , le comentaba a su amiga, lady Rosalind
Kennedy, sus reflexiones acerca de lo que había ocurrido hacía pocas horas
en su casa, mientras tomaban el té en el amplio y elegante salón de lady
Branwood.
Rosalind era una de las pocas personas que conocían la identidad
secreta de Olivia. Era su mejor y más vieja amiga, y afortunadamente solían
coincidir en las mismas recepciones y encuentros sociales.
Todo sería mucho más fácil si pudiera realizar su trabajo utilizando su
propio nombre, sin más. Pero sabía que tal cosa, simplemente, era
imposible. Ningún periódico publicaría los consejos financieros de una
mujer porque, de hacerlo, ningún lector masculino se los tomaría en serio.
Al menos tenía que estar contenta de poder seguir publicando su columna
financiera, aunque fuera con un seudónimo masculino.
Se había alejado del resto de las damas un momento con Rosalind para
poder charlar tranquilamente.
—¿Crees que esto sigue siendo una buena idea? —preguntó Rosalind
un tanto nerviosa mientras ambas contemplaban la calle desde la ventana
del salón, alejadas de los ávidos oídos de sus madres y otras damas
proclives al cotilleo.
Esa tarde Rosalind estaba muy guapa, con el largo cabello marrón claro
recogido en un moño en la base del cuello. Apreciaba mucho el trabajo de
Olivia y la admiraba tanto por su inteligencia como por la ambición que
demostraba; no obstante, ella no sería capaz de hacer algo parecido a lo que
hacía su amiga.
—Quizá deberías dejarlo, al menos por un tiempo —reflexionó
Rosalind—, y centrarte en otras cosas.
—Otras cosas… —refunfuñó Olivia—. Supongo que te refieres a
encontrar marido, ¿no? Rosalind, te he dicho muchas veces que no sé cómo
voy a encontrar un hombre que quiera casarse conmigo por otra cosa que no
sea la dote que aporto, y que además yo lo encuentre soportable, como
poco.
—Una mujer capaz de ofrecer asesoramiento financiero a los hombres
de Londres y más allá, también debería poder resolver el problema de
encontrar un marido adecuado —dijo Rosalind sonriendo con gesto burlón.
—Ya lo he intentado —dijo Olivia frunciendo la mandíbula—. Y no he
encontrado lo que busco, querida. Quizá sea porque tal hombre no existe, ni
más ni menos.
—¡Ah, vaya! —exclamó Rosalind levantando una ceja—. ¿Y qué es
exactamente lo que estás buscando, teniendo en cuenta que llevas cinco
años sin parar de acudir a fiestas, eventos y bailes arrastrada por tu madre?
—Alguien a quien no le importe que su esposa sea columnista
financiera, que me dé la libertad que necesite para hacer lo que quiera, que
no se inmiscuya en mis asuntos y con quien, sin embargo, pueda tener
conversaciones agradables de vez en cuando —dijo Olivia de un tirón—.
Eso es lo que busco.
—Humm —dijo Rosalind con abriendo mucho los ojos—. Entiendo tu
dilema. Encontrar un hombre como ese puede resultar casi imposible. Tus
estándares son demasiado altos, Olivia.
—Lo sé —dijo asintiendo y sonriendo—. Supongo que es culpa de mi
padre. Si pudiera encontrar un hombre como él… alguien cariñoso,
amigable, que quiera a sus hijas con todo su corazón y que permita a su
esposa perseguir sus deseos, sean los que sean.
Los padres de Olivia se casaron debido a un matrimonio acordado,
como muchos otros. Pese al carácter algo abrumador y nervioso de su
madre, su padre fue capaz de acostumbrase a ella y compensarlo con amor,
cercanía y calidez con sus hijas. No le importó haber tenido solo mujeres, y
siempre las había animado a que hicieran lo que de verdad les gustaba.
Olivia deseaba fervientemente seguir los pasos de su padre. Le encantaba
escucharle cuando hablaba de la gestión de su hacienda, de cómo manejar
las finanzas y las inversiones del hogar, así como las mejoras y
reparaciones.
Además, siempre la trataba como si hubiera sido un hijo, con la misma
deferencia, y mientras que otras jóvenes solo estaban pendientes de la moda
y los cotilleos, ella absorbía sus palabras y enseñanzas. ¡Si hubiera tenido la
suerte de ser un hombre…! En ese caso, además de poder retener el título,
los negocios y las posesiones, también podría llevar la vida que quisiera, sin
tener que responder ante nadie, fuera su madre, su marido o la sociedad,
pues eso era lo que la sociedad permitía a los hombres, pero no a las
mujeres.
—¿Cómo empezaste con esto? —preguntó Rosalind, sacándola de su
ensimismamiento.
—¿Con esto? ¿Te refieres a escribir en The Register?
—Sí —confirmó Rosalind—. No me parece muy natural que una joven
proporcione asesoramiento financiero a la alta burguesía londinense y
británica a través de un periódico.
—Pues, no sé decirte si es natural o no. Sí que es poco habitual, de eso
no me cabe la menor duda —reconoció Olivia—. Te explico: mi padre es
suscriptor de The Financial Register, y un día leí una carta de un lector
quejándose amargamente de sus circunstancias financieras. Escribí al
periódico proporcionando una respuesta a su carta. No la firmé, pero la
publicaron, con una nota al final solicitando al anónimo lector que se
pusiera en contacto con el periódico. Y así lo hice, pero por supuesto no con
mi propio nombre, sino utilizando un seudónimo. Así nació P. J. Scott. Las
iniciales responden a los nombres de mis abuelas, y Scott es un pequeño
homenaje a mi madre, por cuyas venas corre sangre escocesa procedente de
su abuelo.
—Me siento muy orgullosa de ti, Olivia —dijo Rosalind dando un
suspiro—. Seguro que añade algo de emoción a tu vida.
—Si, Rosalind —confirmó Olivia sonriendo—. Es maravilloso, y hasta
proporciona cierta sensación de poder. De todos modos, recuerda que es un
secreto que nadie debe saber.
—Por supuesto —aseguró Rosalind—. Puedes confiar en mí. Ahora,
hablando de otra cosa, ¿estás preparada para el baile de lady Sybille? Es la
semana que viene, ya sabes.
—Supongo que lo estoy —respondió encogiéndose de hombros—.
Tanto como para los demás bailes.
—¡Vamos, Olivia! —le reconvino Rosalind—. No puedes tomártelo así.
¡No sabes lo que te puede esperar si levantas la cabeza de tus cifras y miras
a tu alrededor!
Lady Hester Montgomery aprovechó el momento para incorporarse a la
conversación.
—Olivia, querida —saludó con una sonrisa petulante—. ¿Sigues
buscando marido? Después de tantas temporadas, ¿no crees que es el
momento de aceptar que tu tiempo ha pasado?
—¡Cierra la boca, Hester! —espetó Olivia poniendo los ojos en blanco
—. ¿Por qué tienes que comportarte como una condenada bruja de vez en
cuando? Puede que no tengas tantas temporadas de experiencia como yo,
pero tampoco es que seas una margarita recién cortada en el mercado
matrimonial.
Los labios de Hester dibujaron una O perfecta al tiempo que miraba a
Olivia arrugando la nariz.
—Esa boca tuya empieza a ser bastante chabacana, Olivia —dijo—. Si
yo fuera tú, tendría cuidado con lo que sale de ella.
Se alejó rápidamente y Rosalind miró a Olivia con los ojos como platos.
Su amiga daba un sorbo a la taza de té como si nada hubiera ocurrido.
—Tienes que tener cuidado con Hester, Olivia —dijo—. Es bastante
arpía, ya sabes.
—Sí, lo sé. —Olivia entrecerró los ojos—. Tranquila, Ros. Puedo
manejar a las chicas como Hester. Nunca entenderé cómo es posible que
piense que puede decir cosas como esa a quien le venga en gana sin que la
pongan en su sitio. No soporto a ese tipo de mujeres.
Olivia miró a su alrededor. Madres e hijas bebiendo té y comiendo
pastas mientras hablaban de sus cosas, eso sí, teniendo mucho cuidado con
lo que decían y a quién. Olivia siempre decía lo que pensaba, lo cual
generalmente le traía más problemas de los que quisiera. Por eso le gustaba
tanto tener una identidad secreta. Bajo su alias del periódico podía escribir
lo que quisiera, como hacían los hombres, sin preocuparse por ello.
Si en la vida real pasara lo mismo…Capítulo 2
Alastair Finchley, duque de Kenley, sonrió ampliamente al leer las
frases de la columna financiera que tenía delante. Estaba suscrito al
periódico The Financial Register desde hacía mucho tiempo, pero la
sección de consejos a los lectores era relativamente nueva.
—Merryweather, echa un vistazo a esto —le dijo a su amigo, que estaba
sentado frente a él en un cómodo sillón de cuero, compartiendo una de las
pequeñas mesas de uno de los salones del club para caballeros White’s.
Habían quedado a comer, y ahora ambos repasaban la prensa a su
disposición.
—Ah, sí —contestó su amigo el vizconde de Merryweather, tras leer la
columna indicada—. Yo también sigo a ese escocés. Sus consejos son muy
atinados.
—Estoy de acuerdo. —Alastair se echó hacia atrás y cruzó las piernas
relajadamente—. Sus consejos son lógicos y sólidos, sí, pero me estaba
refiriendo a la forma de darlos. Me encanta su sentido del humor. Escucha
esto: «Recuerde, el dinero no da la felicidad; pero sí que puedes conseguir
con él tu forma favorita de arruinarte.»
Alastair rio entre dientes, admirando el sarcasmo de la frase. Le
encantaban las personas que añadían sentido del humor a las cosas, por
serias que fueran, como era el caso de las inversiones.
—¿Has seguido alguno de sus consejos? —preguntó Merryweather.
—Pues sí —confirmó Alastair dando un sorbo a la copa de brandi—. Y,
de hecho, ya he obtenido beneficios siguiendo sus sugerencias de inversión.
—¡Estupendo! —exclamó su amigo—. Quizás yo también haga lo
mismo.
Lo cierto era que, en esos precisos momentos, Alastair no tenía muchos
fondos para invertir. Su padre, el duque de Breckenridge, todavía estaba al
cargo de las finanzas de la hacienda, y Alastair recibía un pequeño
estipendio que, eso sí, podía manejar a su antojo. Sabía que gastaba más de
la cuenta en clubes, juego y ese tipo de cosas, pero también pensaba que era
el momento de disfrutar de la vida, antes de que las responsabilidades
cayeran sobre sus hombros.
Una sonrisa maliciosa cruzó su cara al pensar en la noche pasada, que
había compartido con la baronesa de Hastings. Desde luego, había formas
de divertirse sin gastar dinero…
—¿Tu hermana sigue buscando marido? —La pregunta de
Merryweather sobresaltó a Alastair.
—Sí —respondió. Miró a su amigo por encima del periódico con gesto
de preocupación—. Su primera temporada está yendo bastante bien. Hay
suficientes caballeros que han mostrado interés, pero mi padre considera
que ninguno está a la altura de ella. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada en especial —dijo Merryweather, pero su sonrisa velada
demostraba que no era verdad.
—Mi hermana no es una mujer con la que se pueda jugar, Merryweather
—gruñó Alastair.
—Ya lo sé —respondió su amigo—. Creo que yo sería un buen
candidato, y ya va siendo hora de pensar en casarme. Tu hermana es guapa,
y me da la impresión de que su único problema es tenerte a ti por hermano.
Alastair rio con ganas y se retiró un rizo de la frente, que había caído al
negar con la cabeza tras escuchar la salida de su amigo.
—Puede que sí —concedió—, pero te advierto que, si le haces daño de
algún modo, tendrás que responder ante mí, y no solo ante mi padre. Sabido
esto, te sugeriría que hablaras con él antes de albergar esperanzas acerca de
mi preciosa aunque joven e inocente hermanita.
—Entendido. ¿Y qué tal le va al señor duque últimamente? —preguntó
Merryweather al tiempo que se servía más brandi y echaba un vistazo a su
alrededor, comprobando que el club empezaba a llenarse.
—Muy bien, como siempre —dijo Alastair—. Te juro que va a
enterrarnos a todos. Disfruta como el primer día gestionando la hacienda,
como si fuera el mismísimo rey. No para de asustar a mi madre y a mi
hermana y proclama que yo debería asumir más responsabilidades en lo que
respecta al ducado. Pero eso ya llegará, espero que lo más tarde posible, y
mientras tanto seguiré disfrutando de mi actual libertad.
—Y de todas las mujeres que viene con ella, supongo —afirmó
Merryweather más que preguntó alzando las cejas.
—Por supuesto —confirmó Alastair riendo—. «Todas» las mujeres, sí.
—¿Me dices de verdad que no hay ninguna que te haya llamado la
atención?
Alastair pensó en las viudas cuya compañía, y cama, frecuentaba. Le
gustaban, por supuesto, y lo pasaba bien con ellas, pero sin más. No quería
nada serio con ellas. También pensó en las jovencitas que lo frecuentaban,
pensando sin duda en su futuro título. Todas eran muy jóvenes e inocentes,
y se comportaban tal y como se esperaba de ellas, por lo que no despertaban
la más mínima sorpresa, intriga ni interés en él. Pero, de repente, se acordó
de una dama que sí que le había llamado la atención más de una vez. Lady
Olivia Jackson. Había coincidido con ella en una memorable fiesta hacía
unos meses. Habían flirteado, sí, pero sobre todo a petición de su amigo el
duque de Carrington, que estaba interesado en una vieja amiga de lady
Olivia, Isabella.
Al menos eso era lo que seguía diciéndose a sí mismo. Pasar tiempo con
ella no había sido aburrido ni intrascendente. Era una mujer bella, pero no a
la manera tradicional. Su pelo rubio se asemejaba al tono de la miel a la luz
del sol, tenía la nariz algo torcida, y los azules ojos un poco demasiado
grandes. No obstante, siempre se acordaba de ella riendo, y lo cierto es que
cuando sonreía, lo que era muy habitual, sus proporciones lograban la
perfección estética.
Pero lo mejor de todo es que se trataba de una mujer interesante. Decía
lo que pensaba y cuando lo pensaba, sin más. A su madre le rondaban las
apoplejías cada vez que lady Olivia comentaba sin recato y en voz alta lo
que creía que estaba ocurriendo detrás de ciertas puertas cerradas o entre
determinados asistentes a un evento social.
No obstante, Alastair no tenía ninguna intención de jugar con una mujer
como lady Olivia, y ni se le ocurriría darle a la hija de un conde la más
mínima razón para pensar o sospechar que buscaba una relación seria con
ella. Se despidieron de la fiesta en casa de Isabella como conocidos, nada
más.
—¿Estás pensando en alguna dama en concreto, Kenley? —preguntó su
amigo. Alastair se dio cuenta de que había estado repiqueteando los dedos
sobre la mesa, como hacía siempre que pensaba en algo que en cierto modo
le preocupaba.
—Demasiadas mujeres —contestó. Le brillaron los ojos verdes—. Si
hubiera solo una, tampoco pasaría nada, pero a estas alturas de mi vida no
es mi aspiración perder posibilidades.
—Sabes tan bien como yo que eso no tendría por qué ser así.
—Es cierto —dijo Alastair negando con la cabeza—, no tiene por qué
ser así, pero en tal caso me pasaría la vida sintiéndome culpable, y no
quiero que eso ocurra.
—Me parece bien —dijo Merryweather—. Pero algún día necesitarás
un heredero.
—Sí, algún día —concedió Alastair—, pero no hoy, ni mañana.
E staban en mitad de la comida cuando se produjo cierto alboroto a la
entrada del club que captó la atención de Alastair. Alzó la cabeza y el
corazón empezó a latirle a mayor velocidad cuando reconoció a su criado,
al que el personal del club no le dejaba entrar. Alastair se levantó y salió
casi corriendo hacia la puerta.
—¡Albert! —lo llamó—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Se puede saber
qué ocurre?
—Lord Kenley —dijo el criado, que prácticamente había perdido el
aliento, mientras los miembros del personal del club los miraban con cara
de desaprobación—. Debe venir inmediatamente.
—¿Se puede saber por qué?
—Es su padre —contestó Alfred—. Le pasa algo. No respira bien… le
duele el pecho… ¡Tiene que venir!
Sin siquiera mirar atrás hacía Merryweather, Alastair salió corriendo
detrás del criado, sin preocuparse de las miradas de asombro de los que
estaban presenciando la escena.
Atravesaron a la carrera la calle St. James y se subieron al carruaje que
esperaba. Sus pensamientos se desbocaron. No podía pasarle nada malo a su
padre, no era posible. Tenía que ser un error. Era un hombre saludable.
Cuando estaban en la haciendo daba grandes caminatas por el campo,
apenas bebía, desde luego no más que otros caballeros. Tampoco comía de
más. Era muy disciplinado en todos los aspectos, incluido el cuidado de su
cuerpo. Pensaba que la glotonería era un vicio, un pecado, y se aseguraba
de que el resto de la familia siguiera ese principio, sin dejar de mirarlos a
todos desde su relativamente prominente nariz cuando se servían demasiada
comida en la mesa.
El carruaje no tardó nada en llegar a la mansión de estuco blanco de
Mayfair, de hecho, nunca había recorrido la distancia tan deprisa, y Alistair
saltó del carruaje antes de que se detuviera del todo. Corrió hacia la casa y
al entrar se dio cuenta de que se había dejado el abrigo en White’s.
—¿Dónde está? —preguntó casi gritando al mayordomo, que señaló
hacia el piso de arriba. Alastair subió los escalones de tres en tres y se
precipitó hacia la habitación del duque. Escuchó los sollozos de su madre y
su hermana antes incluso de entrar en la habitación. Las vio alrededor de su
padre, que yacía en con la cabeza apoyada sobre la almohada, la
habitualmente rubicunda cara ahora cenicienta y de un color parecido al de
la propia almohada. Alastair se quedó helado y miró al médico que estaba
de pie junto a su padre.
—Lord Kenley —saludó inclinando la cabeza—, siento verle en estas
circunstancias.
—¿Qué… qué ha pasado? —acertó a preguntar.
—Su padre ha sufrido un ataque —contestó el doctor—. Ha sido
repentino, y todavía está luchando contra él. Pero le cuesta mucho respirar.
Tengo la impresión de que… no le queda mucho.
—¡No puede ser! —rezongó Alastair negando con la cabeza. No quería
creer lo que el médico le estaba diciendo. Había visto a su padre esa misma
mañana y estaba perfectamente bien—. ¡Algo se podrá hacer!
—Podría intentar una sangría… —dijo el médico como si hablara para
sí mismo—. Pero en una situación como esta mi experiencia me dice que lo
único que se consigue es que se acelere el desenlace…
Alastair cayó de rodillas y se quedó mirando a su padre, un hombre
hasta ese momento siempre fuerte, siempre saludable, siempre controlando
cualquier situación… y ahora toda esa fuerza se había desvanecido. Nunca
se habían llevado bien, tenía que reconocerlo. No le gustaba la forma de ser
de su padre. No obstante, en el fondo de su corazón, lo quería. En ese
momento, el moribundo abrió de repente los ojos y se encontró con los de
Alastair. Levantó débilmente la mano y le indicó que se acercara.
—Hijo —balbuceó.
Alastair se acercó al duque y se inclinó hacia él.
—No hable, padre —dijo—. No malgaste energías, guárelas para
enfrentarse a esto.
—Lo siento, hijo.
Alastair lo miró a los ojos. No recordaba que su padre se hubiera
disculpado nunca con nadie, ni por nada. ¿Por qué lo haría ahora con él?
—¿Por qué? —preguntó.
—Por la carga que te dejo.
—Me está dejando mucho más de lo que me merezco —dijo—. Soy yo
quien debe disculparse por no haberle escuchado cuando me decía que…
Su padre agitó la mano para interrumpirlo.
—Ha llegado tu momento —sentenció.
Sus ojos se cerraron y soltó la mano de Alastair. El nuevo duque de
Breckenridge se incorporó con gesto de profundo desaliento.
C A P ÍT U L O 2
SEIS MESES DESPUÉS
O livia estaba sentada en la biblioteca, pasando las yemas de los dedos
por los lomos de los libros de su padre. Su colección, enormemente
amplia y valiosa, incluía muchos que le resultaban de interés, y ya los había
leído casi todos. Había terminado de escribir la columna de ese día, y tenía
la sana intención de echar un vistazo a algunos artículos de la prensa
financiera, aunque no lograba concentrarse con ninguno de ellos. Tenía
ganas de hacer algo distinto a lo habitual y a lo que se esperaba de ella.
Escribía su columna por la necesidad de hacer algo más de lo que
resultaba convencional para las damas jóvenes de la alta sociedad
londinense. Era para ella una válvula de escape en la que podía verter sus
pensamientos e ideas, a las que nadie haría caso en una conversación social,
pero que le proporcionaba un altavoz de bastante alcance. No obstante…
sentía que le faltaba algo, deseaba más.
Suspiró. Estaba deseando poner en práctica los consejos financieros que
volcaba en su columna periodística. Apenas disponía de dinero para
invertir, solo se trataba de una escasa asignación para pequeños caprichos.
No le parecía justo en absoluto, dado que se la había asignado una dote más
que generosa, pero a la espera de un marido que nunca parecía que fuera a
llegar.
¡Si fuera hombre! Si lo fuera, podría ir y venir a dónde quisiera, a
clubes y bares, y también a locales de juego a los que sabía que no
derrocharía el dinero, todo lo contrario, ganaría mucho más. Era muy buena
con los cálculos y los números, y todos los que jugaban a las cartas con ella
se negaban a repetir, pues resultaba casi imposible ganar contra ella.
Retenía las jugadas y las cartas que salían a la mesa sin ningún esfuerzo. En
juegos como el whist sabía perfectamente todo lo que había salido y lo que
quedaba por salir. Sabía cuáles eran las secuencias aún disponibles y
deducía las cartas que tenían los demás jugadores, casi siempre de forma
acertada.
¿Por qué un caballero tenía el derecho de perder hasta el último
penique, pero si a ella se le ocurriera poner el pie en un local de juego su
reputación quedaría arruinada para siempre? Era enormemente injusto.
Cuanto más pensaba en la posibilidad de jugar, más le apetecía hacerlo.
Era como si una fuerza interior la condujera a ello. ¡Qué divertido sería
hacerse pasar por otra persona, aunque solo fuera por una noche, para poder
sentir lo mismo que sentían los hombres cuando jugaban! Sabía que nunca
podría entrar en un club masculino, ni en un garito de juego. Pero sí que
había fiestas privadas a las que acudían las mujeres. Casi nunca damas
jóvenes solteras, pero sí mujeres. Se daba cuenta de lo que pasaría si
alguien de su familia se enteraba, pero quizá podía valer la pena correr el
riesgo…
Dio un respingo cuando se abrió la puerta de la biblioteca. Era el
mayordomo, Jenkins, quien le informó de que se requería su presencia
inmediatamente en el salón.
Su madre quería verla. Bueno, eso iba a hacer que el día se pusiera algo
más interesante. Recorrió pasillos y vestíbulos llenos de retratos familiares,
antiguos condes y sus esposas e hijos. Muchos de ellos habían recorrido
esos mismos corredores. ¿Cuáles fueron sus esperanzas y expectativas?
¿Sus razones para vivir? ¿Se había tratado solo de recorrer esta mansión
cuando les tocaba, tener más hijos y mantener la línea familiar?
Seguramente sí, sobre todo en lo que se refería a las mujeres.
Dejó a un lado sus meditaciones y entró en el salón, absolutamente
abarrotado de muebles en su opinión horrorosos y tremendamente
incómodos, donde su madre la esperaba.
—Madre, ¿qué es lo que se ha puesto en la cabeza? —exclamó Olivia,
deteniéndose atónita nada más atravesar la puerta.
—¡Un sombrero, por supuesto! —respondió su madre con tono de
enfado—. Lady Bramford llevaba uno parecido el otro día, y no podía
esperar a tenerlo yo también. Me dijo que era lo último de lo último.
—Parece un pavo real.
Su madre tensó el gesto, pero mantuvo la compostura, como siempre
hacía.
—No te he llamado para hablar de mi vestimenta —dijo. Un pequeño
movimiento en la comisura del ojo fue el único signo de malestar visible.
Olivia siempre se preguntaba cómo podía ser capaz de mantener el gesto
impasible mientras hablaba.
—Olivia, esta es tu quinta temporada. ¡La quinta! Has superado con
mucho el tiempo lógico para establecer un compromiso. Puede que tu padre
quiera seguir permitiéndote esos sueños juveniles de amor romántico, pero
estoy segura de que te habrás dado cuenta de que no son más que ideas
estúpidas, de niña pequeña… cosa que ya no eres, ni mucho menos. He sido
demasiado permisiva contigo. Esta temporada tienes que encontrar marido,
y así permitir que tu hermana haga lo mismo.
Olivia no dejó de poner los ojos en blanco ante las palabras de su
madre, pero solo hasta que mencionó a su hermana pequeña. En ese
momento sintió una punzada de culpabilidad. Sabía que no estaba siendo
justa con Helen. No parecía adecuado que tuviera que esperar a que Olivia
se comprometiera antes de poder pensar en hacerlo ella. Pero, ¿qué podía
hacer?
—Todo eso está muy bien, madre, pero no puede obligarme a contraer
matrimonio.
—¿De verdad que no puedo?
—No. —mantuvo la cabeza alta y miró a su madre a los ojos sin
pestañear—. Además, nadie quiere hacerlo, por lo que parece.
Su madre entrecerró los ojos.
—Eso lo vamos a cambiar. Voy a hablar con tu padre para incrementar
tu dote. Eso hará que los jóvenes caballeros vuelvan a interesarse, ya lo
verás.
—No hará semejante cosa —replicó Olivia—. Me niego a casarme con
un cazadotes, que me dejaría de lado el resto de mi vida. Haz lo que te
parezca con la dote. No cederé, de ninguna manera.
—Eso ya lo veremos, hija —insistió su madre, lanzándole una mirada
acerada que la pilló con la guardia baja. La rodeó y salió del salón como
una tempestad, dando un muy inhabitual portazo.
La mente de Olivia volvió a los pensamientos aventureros de la
biblioteca. Específicamente, a lo que significaría salir de su mundo actual y
asumir otra identidad. Seguramente la descubrirían, pero… ¿le importaba?
¿Qué era lo peor que le podía pasar? ¿Qué su reputación quedara
arruinada y se convirtiera en una solterona? Sabía que, en algún momento,
cuando su padre falleciera, tanto el titulo como la hacienda pasarían a
manos de un pariente, pero su padre se aseguraría de que no le faltara nada
a partir de ese momento. Si iba a pasar la vida sola, ¿por qué no asegurarse
de que fuera una buena vida?
E sa misma tarde le contó su idea a Rosalind. No le asombró la sorpresa de
su amiga cuyos ojos verdes brillaban de entusiasmo.
—La verdad es que no sé qué decir, Olivia —dijo. Estaban en el salón
de estar de la casa de sus padres—. En realidad, sé lo que debería decir: que
es una locura, y que no deberías ni siquiera pensar en ello.
—¿Pero…?
—Pero me parece una aventura de lo más apetecible, aunque también
bastante escandalosa, la verdad —confesó Rosalind con una sonrisa
taimada y cierto rubor en las mejillas—. En cualquier caso, es algo
peligroso, Olivia. Estoy segura de que te vas a encontrar con hombres que
te conocen.
Olivia asintió levemente.
—Ya lo sé. Y por eso me disfrazaré. ¡Ah!, y también le he mandado una
nota a Billy para que me acompañe.
—¡Olivia, no pongas en ese compromiso al pobre señor Elliot! —rogó
Rosalind con un gesto de pena en sus preciosos rasgos—. Siempre has sido
su debilidad. Sabes que te ve como la hermana que le habría gustado tener,
y que por eso haría lo que fuera por ti, incluso aunque lo considere una
mala idea.
—¡No soy su debilidad, ni haría lo que fuera por mí! —discutió Olivia
—. Lo único que pasa es que siempre hemos tenido las mismas ganas de
vivir aventuras.
Rosalind suspiró.
—Pobre hombre. Le vas a arruinar la vida.
Olivia reflexionó durante un instante antes de volver a responder.
—Tienes toda la razón, Rosalind. —Su amiga sonrió, contenta de que
hubiera recuperado tan pronto la cordura. Pero enseguida se dio cuenta de
que no había sido así—. Lo haré sin él.
—Olivia… —dijo con tono de advertencia.
—Iré una de estas noches, y solo durante dos horas. Solo para
comprobar cómo se me dan las mesas.
—Todavía no tengo claro cómo vas a evitar que te descubran.
—Disfrazándome.
—¿De hombre? —preguntó Rosalind aún más alarmada.
—No, aunque no sería mala idea —dijo Olivia, y Rosalind emitió un
gruñido de desaprobación poco femenino—. En cualquier caso, el garito al
que voy a ir permite el acceso a las mujeres, siempre que no sean casadas y
no pertenezcan a la alta sociedad. Creo que será más fácil hacerme pasar
por una mujer que frecuenta esos ambientes.
—¿Quieres decir una prostituta? —Ahora Rosalind estaba realmente
horrorizada.
—No, Ross, no. No me refiero a «ese tipo» de ambientes ni de
establecimientos. Creo que eso sería demasiado, incluso para mí —la
tranquilizó Olivia sonriendo—. Hay muchas mujeres que juegan, Rosalind,
aunque no las que tú frecuentas. Lo que voy a hacer es cambiar mi aspecto
para que nadie pueda reconocerme.
A Rosalind se le había puesto mala cara.
—Iría contigo, aunque solo fuera para evitar que te metieras en líos,
pero…
—Pero estás prometida con lord Templeton, y jamás se me ocurrirá
pedirte que hagas algo que pudiera poner en peligro tu futuro —completó
Olivia, aunque deseaba con todas sus fuerzas que su amiga rompiera el
compromiso con un caballero que no podía ser más aburrido y prepotente
—. No Rosalind, voy a hacer esto por mi cuenta. Y todo va a ir bien, ya lo
verás.
—¡H ola Billy! —Olivia saludó al hombre que acababa de entrar al salón
de estar con un abrazo cariñoso y un beso en cada mejilla. Le había
mandado una nota para que hiciera el favor de ir a visitarla para hacer
planes de cara a esa noche, y él había acudido enseguida, mucho antes de lo
que ella había previsto. Siempre se alegraba de verlo, pues se llevaban muy
bien desde que eran pequeños. Pese a la amistad entre ambas familias, sus
respectivos padres no habían acordado compromiso alguno entre los dos, ya
que la madre de Olivia aspiraba a algo más que un segundo hijo para ella.
En cualquier caso, nunca habían estado enamorados, aunque sí que eran
amigos íntimos. Además, ambos aspiraban a un matrimonio por amor, no
solo de conveniencia o por pura amistad. No obstante, Olivia había llegado
a pensar que, si ninguno de los dos encontraba pareja al cabo de unos años,
igual no sería tan mala idea un matrimonio entre ellos… mejor llevarse bien
que cualquier otra situación impuesta.
—¿En qué lio estás pensando meterte hoy, Olivia? —dijo Billy mientras
se sentaba en el sofá y cruzaba las piernas relajadamente. No dejaba de
mirarla con sus profundos y vivos ojos azul casi marino, enmarcados por el
abundante cabello rubio oscuro.
Las haciendas campestres de las respectivas familias eran contiguas, y
las mansiones de Londres no estaban muy lejos la una de la otra. Habían
urdido muchas travesuras juntos cuando eran niños, y los dos aún
conservaban el mismo espíritu juguetón.
—Me gustaría ir a jugar —dijo ella sonriendo.
—¿A jugar? ¿En una fiesta privada?
—Quiero jugar a las cartas por algo más que el puro pasatiempo, Billy
—dijo poniéndose de pie con gesto de impaciencia—. Sabes lo bien que se
me da. Me gustaría hacerlo contra apostadores que se juegan dinero de
verdad.
La miró con cierta inquietud. La actitud relajada dio paso a otra más
atenta, apoyando los codos en las rodillas.
—Mira Olivia, no sé hasta qué punto es una buena idea, ¿sabes…? —
empezó, pero su amiga lo interrumpió de inmediato.
—Tranquilo, Billy, no habrá peligro alguno. No voy a ir a un garito de
mala muerte con tahúres profesionales. Al principio sí que pensé en eso,
debo confesártelo, pero tiene que haber alguna otra posibilidad más
adecuada, ¿verdad? Había pensado que quizá en alguna casa aristocrática
donde se convoquen partidas abiertas, a las que podría acudir disfrazada
para que nadie supiera quien soy. Y, antes de que te niegues, debes saber
que si no quieres facilitarme esa información sobre dónde ir, tendré que
buscarla por mi propia cuenta. Estoy completamente decidida.
Billy alzó los brazos al cielo como si pidiera ayuda, y después la miró a
los ojos.
—Muy bien —dijo—. Hay un… digamos «establecimiento
permanente» de ese tipo en casa de lady Atwood. Parece que esta noche va
a estar de bote en bote.
—¿Lady Atwood?
—Sí. Su marido falleció, y a ella siempre le ha gustado jugar, así que
decidió sacar provecho económico de ello convirtiéndose en la banca.
—¡Qué interesante! —A Olivia le brillaban los ojos—. Puede que,
después de todo, tenga un futuro por delante, aunque no encuentre jamás un
marido a mi medida. ¿Sabes la dirección de su casa?
—Te llevaré esta noche —dijo con tono de resignación.
—No, Billy. Iré por mi cuenta. No puedo pedirte que hagas eso por mí.
—Olivia, me niego a que vayas tú sola. O te acompaño o te impido que
vayas. —Lo conocía lo suficiente como para saber que no admitiría un no
por respuesta en este tema en particular.
—De acuerdo —dijo—. Fingiré que me duele la cabeza para que me dé
tiempo a prepararme. Nos encontraremos a las diez en la entrada de
servicio. ¡Nos lo vamos a pasar estupendamente!
William sonrió al verla tan entusiasmada por haber cedido a sus deseos,
aunque estaba claro que él no sentía lo mismo, porque negó con la cabeza,
abrió la puerta del salón y se marchó sin más comentarios.
—¡P or Dios, qué susto!
William casi dio un salto cuando Olivia le golpeó en el hombro desde
detrás.
—¡Calla! —susurró—. ¡Si gritas de esa manera vas a despertar a todo el
mundo!
—¡Menudo susto me has dado tocándome así desde detrás! —dijo
llevándose la mano al pecho como si de esa manera pudiera frenar los
latidos del corazón—. ¿Se puede saber de qué te has disfrazado?
Se había cubierto la inconfundible melena rubia con una peluca negra
azabache, sobre la que llevaba un turbante tipo mameluco de satén. Era algo
que jamás se pondría a no ser en esas circunstancias. Se sentía casi tan
estúpida como su madre con las ridículas plumas de avestruz con las que a
veces se cubría la frente y hasta la cara. Esa tarde había ido de compras, y
estaba muy satisfecha con sus adquisiciones, que había procurado ocultar de
las miradas de la criada y el cochero que habían ido con ella, pues no
confiaba del todo en su discreción, y menos si su madre los presionaba.
En lugar de los vestidos color pastel que habitualmente solía ponerse
para los eventos sociales, esa noche se había puesto uno de seda color rojo
intenso, con un escote mucho más pronunciado que los que solían llevar las
jóvenes solteras casaderas, y que revelaba una amplia porción de pecho.
Con ese tipo de vestidos solía ponerse un cuello de encaje, pero esa noche
no lo hizo.
A William estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas
mientras la miraba de arriba abajo, desde las bailarinas de satén hasta la
pluma que se bamboleaba sobre la cabeza.
—Pareces… quiero decir, estás… —Olivia sonrió al ver que no
encontraba las palabras adecuadas para describir lo que pensaba.
—¿Perfecta? —aportó—. Parece que causa el efecto que buscaba. Esta
noche no utilizaremos el carruaje, porque me delataría. ¿Paramos un coche
de punto?
William asintió, y se dirigieron a la calle para encontrar uno. Llegó
enseguida, le dio al cochero la dirección, que no estaba muy lejos. Olivia
estaba entusiasmada, con el corazón acelerado y a punto de salírsele del
pecho. Hacía tiempo que no se comportaba de una forma tan despreocupada
y aventurera, y estaba disfrutando muchísimo. Le encantaban las aventuras,
que no abundaban en su vida. Tampoco iban a alejarse demasiado de los
barrios de Londres que frecuentaba habitualmente, aunque sí que parecían ir
a una zona algo alejada, y que podía considerarse poco apta para una dama
de su nivel.
Tocó el pequeño bolso de mano en el que llevaba algunas monedas y se
inclinó para mirar por la ventanilla. No tenía demasiado dinero para apostar,
pero por algo se empieza. Había pasado la tarde estudiando el juego del
whist. En el pasado había jugado muchas veces, pero nunca de forma seria y
competitiva, sino como pasatiempo durante una fiesta social
particularmente aburrida. Esa noche iba a jugar con apostadores, por dinero
de verdad, y estaba muy impaciente, deseando empezar.
C A P ÍT U L O 3
E l coche se detuvo frente a una casa no excesivamente lujosa aunque
elegante y muy bien iluminada. Olivia y William no fueron ni mucho
menos los primeros en llegar, y vieron otros coches de punto y bastantes
carruajes que dejaban a sus pasajeros frente a la puerta principal. Se bajaron
y William no se apartó de su lado.
—Te mantendré a la vista en todo momento, Olivia —le aseguró
William—. Si necesitas algo, lo que sea, no estaré lejos.
—Gracias Billy. —Olivia sonrió cálidamente—. No sé qué haría sin ti.
Y no te olvides: esta noche no soy lady Olivia Jackson, sino la señorita
Penélope Harris, viuda de Bartholomew Harris, un comerciante muy
adinerado. Vivíamos en Bath pero me he trasladado a Londres tras su
desgraciada muerte.
La miró levantando las cejas.
—¿Penélope y Bartholomew?
—Sí —confirmó alzando la barbilla—. ¿No te parece bien?
—Suena muy conservador.
—Sí, esa es precisamente la idea. No puede ser una pareja de la
nobleza, porque si así fuera la gente preguntaría. No obstante, debe tratarse
de personas respetables y acostumbradas a la alta sociedad.
Billy negó con la cabeza sonriendo, y Olivia notó que curvaba
ligeramente los labios al mirarla e indicarle que se adelantara para entrar en
la casa. Respiró hondo y avanzó decidida. «¡Allá vamos!», pensó.
Los recibió una dama muy maquillada, que quizá buscara de esa manera
mantener la belleza que sin duda tuvo en su juventud, pero que había
perdido.
—Buenas noches —saludó con una amplia sonrisa que dejó ver una
dentadura que amarilleaba—. Sin duda estoy perdiendo la memoria, señora,
porque no soy capaz de reconocerla.
—Soy la señora Harris —aclaró Olivia sonriendo a su vez—. Usted
debe ser lady Atwood.
—Sí —confirmó asintiendo—. Pasen, por favor. ¿Qué juego va a
escoger?
—Whist —indicó. Era el juego que más se adecuaba a ella, pues en él la
habilidad era tan importante como la suerte. No se trataba solo de asumir
riesgos y confiar en las cartas, sino que la estrategia era fundamental.
Además, recordar las cartas ya jugadas era fundamental.
Apareció un criado para guiarla al salón correspondiente, que sin duda
había sido un despacho antes de convertirse en sala de juegos. Las paredes
eran de color verde oscuro, había una chimenea con pilares a los lados y
estanterías de madera de caoba llenas de libros. Todo ello le daba un aire
confortable y masculino al salón. Había varios retratos de Atwoods
fallecidos que la miraban con seriedad, y Olivia dedujo que, tras la muerte
de su marido, a lady Atwood se le habría concedido el derecho de utilizar la
casa. Olivia pidió una copa de brandi, y un criado se la sirvió de inmediato.
Pensó que una copa de licor de alta graduación podría ayudarla a calmar los
nervios y la excitación. Pero una y no más, porque no podía permitirse
distracciones. Tenía que mantenerse muy concentrada en el juego.
Olivia se sentó en uno de los sillones de cuero, a la espera de que
comenzara la partida. El whist requería cuatro jugadores, y esperaba que su
pareja jugara bien, porque de no ser así todo estaría perdido.
Vio a varios caballeros a los que conocía, y procuró mantener la cabeza
baja y mirar al suelo para evitar el contacto visual con ellos. El disfraz que
llevaba era bastante bueno, y hasta había añadido un pequeño lunar sobre el
labio superior, además de utilizar bastante maquillaje para oscurecer el tono
de piel. No obstante, si alguien se fijaba mucho, seguramente podría
reconocerla.
Aunque, a decir verdad, estaba más interesada en las damas que había
en el salón. Había oído hablar de mujeres que jugaban, pero nunca las había
visto, solo a las que de vez en cuando se sentaban a las mesas en los bailes
y otros eventos sociales para pasar el rato. Las mujeres presentes se
comportaban de una forma más desinhibida, y muchas de ellas flirteaban
abiertamente con los caballeros. Olivia sospechó que se trataba de una
táctica para que sus futuros oponentes se confiaran.
Las mujeres y hombres que se habían reunido en la habitación
empezaron a sentarse a las mesas, y Olivia saludó con una sonrisa a los
otros dos caballeros que se sentaron a su mesa. Uno era barón y otro
comerciante, que se presentaron y expresaron su satisfacción por haber
coincidido con ella. Bien. Confiaba en que pensaran que era una presa fácil.
—A ver quién se decide a sentarse con nosotros —dijo el hombre de
negocios, mientras Olivia echaba un vistazo a las monedas de su bolso,
esperando que al menos diera para cubrir la cuota de participación.
Olivia escuchó la voz del caballero que había decidido sentarse con
ellos.
—Espero tener más suerte esta noche —dijo el recién llegado con
profunda voz de barítono, aunque su tono dejaba entrever cierto
resentimiento. La sedosa voz estuvo a punto de helarle la sangre. Había
oído esa voz. La conocía muy bien. Había flirteado con ella durante una
fiesta que duró una semana, y no podía olvidarse de ella, pese a los
esfuerzos que había hecho para hacerlo. Tragó saliva mientras él se sentaba
a la mesa, pensando frenéticamente al tiempo que intentaba mostrar su
rostro lo menos posible, de modo que solo viera el pelo oscuro y el
turbante.
—La única forma de ganar es jugar, Kenley, así que siéntate —dijo el
barón—. Además, se nos ha unido la adorable señora Harris.
—Ya no soy Kenley —dijo. Al parecer la presencia de la dama lo dejó
indiferente—. Ahora debéis llamarme Breckenridge, duque de
Breckenridge.
Olivia no pudo evitar el instintivo gesto de asombro al escuchar sus
palabras, ni mirarlo a los ojos. Había olvidado que su padre falleció hacía
unos meses. Su amiga Isabella se lo había contado, y pensaba que el nuevo
duque aún estaría de luto. Sus ojos se encontraron, los de ella de color azul
cristalino, los del duque verdes, que brillaron al reconocerlos. No dijo nada,
pero paseó lentamente la mirada por el turbante, el pelo negro, el vestido y
hasta las bailarinas. Eso sí, se detuvieron un instante algo más largo al
llegar al generoso escote del apretado vestido rojo.
Olivia se dio cuenta de que los últimos meses se había estado mintiendo
a sí misma. No podía negar el efecto que producían en ella sus rizos rubios,
los duros rasgos de la cara, algo más afilada que antes, la profundidad de su
mirada y el hoyuelo que se dibujaba en la potente barbilla cuando sonreía
maliciosamente. No obstante, en ese momento su cara no mostraba ni el
más mínimo rastro de una sonrisa. Su gesto habitual, lleno de buen humor y
ansioso de diversión había sido reemplazado por otro de desaliento,
rematado por unas profundas ojeras. Sintió unas enormes ganas de
preguntarle por su situación, por las razones de esa evidente tristeza, tan
distinta a la forma de ser que desplegó durante la fiesta en casa de Isabella.
Pero, evidentemente, no era el momento.
Se aclaró la garganta y a Olivia le pareció captar un mínimo brillo de
diversión en sus ojos antes de hablar.
—¿La señora…? Discúlpeme, no he entendido su apellido.
—Harris —dijo alzando la barbilla, como si lo estuviera desafiando a
que la delatara.
—Señora Harris —dijo, tomándole la mano y llevándosela a los labios,
aunque sin dejar de mirarla a los ojos en ningún momento—. Encantado de
saludarla. Aunque no recuerdo ni su cara ni su nombre, la verdad. ¿Cuál es
su nombre de pila, y el de su marido?
Fue su turno de aclararse la garganta.
—Penélope —respondió—. Y mi marido se llamaba Bartholomew. —Él
hizo un gesto de comedido asombro, pero de inmediato alzó una ceja y
asintió. Ella le dedicó una sonrisa helada e inmediatamente ambos se
sentaron. El crupier estableció las apuestas, y Olivia suspiró de pura
satisfacción al comprobar que tenía dinero de sobra para jugar. Esa había
sido su principal preocupación, o al menos la más inmediata, por si la
apuesta inicial hubiera tenido que ser demasiado alta para ella.
El crupier era un caballero de unos sesenta años con un enorme
mostacho y aspecto sombrío. El juego se planteaba con un tono mucho más
serio de lo que Olivia estaba acostumbrada, pero a ella le apetecía mucho
poner en práctica su habilidad en el juego con adversarios de mucha más
enjundia que las damas de alta sociedad con las que solía jugar para pasar el
rato. No podría volver a jugar con Hester y sus atolondradas amigas.
Disfrutaba ganar siempre, pero no le costaba nada hacerlo. Ansiaba retos
mayores, y con recompensa.
—¿Establecemos las parejas?
El crupier ofreció la baraja francesa a los cuatro jugadores, y cada uno
escogió una carta. Los dos con las cartas más bajas formarían pareja para
enfrentarse a los que sacaran las más altas.
—Cuatro de diamantes —dijo el primer jugador, un tal señor Ambrose.
El barón, lord Stafford, sacó el siete de tréboles.
—Rey de diamantes —cantó el duque.
—Reina de corazones —anunció Olivia con una sonrisa y mirando a su
nuevo compañero mientras este intercambiaba su sitio con lord Stafford
para colocarse enfrente de ella. Le guiñó el ojo, y sintió un cosquilleo por
todo el cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de los pies.
—De acuerdo entonces —dijo el crupier—. Podemos empezar. Vamos a
jugar una serie al whist. Al mejor de tres partidas.
Sirvió trece cartas a cada uno, boca abajo. Olivia levantó las cartas, las
sostuvo con la mano izquierda y las organizó a su gusto. Calculaba sus
posibilidades y, de vez en cuando, miraba también al duque.
El crupier colocó las cartas restantes en el centro de la mesa, boca arriba
para que todos pudieran ver el palo de pinta, que fueron corazones.
—Señora Harris —dijo, y tuvo que repetirlo para que Olivia cayera en
la cuenta de que se estaba dirigiendo a ella. Olivia juró para sí. Tenía que
centrarse en el juego, en vez de prestar tanta atención al duque—, juega
usted.
En su preparación había algo que Olivia no había tenido en cuenta: la
presencia de lord Kenley, o más bien el duque de Breckenridge, se corrigió.
Tenía que acostumbrarse a llamarlo así. Había captado su atención, y
también su interés, durante la semana de fiesta ofrecida por su amiga
Isabella hacía casi un año. En cualquier caso, tenía fama de mujeriego, por
lo que los flirteos se quedaron simplemente en eso, lo cual le sirvió para
divertirse, y nada más. No iba a permitir que la cosa fuera a más. Después
de la fiesta hizo todo lo que estuvo en su mano para apartarlo de su mente.
Era demasiado, encantador, demasiado atractivo, con esos rizos dorados que
le caían sobre la frente de forma cautivadora, unos ojos verdes siempre
brillantes y un aspecto de lo más elegante. Pero ahora parecía haber perdido
esa actitud alegre y despreocupada que mostró durante aquella semana.
Dejó a un lado sus pensamientos y puso sobre la mesa el cuatro de
tréboles. «No te distraigas, Olivia», se dijo a sí misma. Los demás
jugadores sacaron el siete, el ocho y la sota de tréboles, y fue el duque el
que ganó esa jugada, que fue el que sacó la carta más alta. La siguiente
mano la ganó Olivia, que eligió jugar con triunfos. El juego continuó hasta
la duodécima jugada, en la que quedaban pocas cartas, y el resultado era
incierto. Olivia observó las caras de concentración de los caballeros, que sin
duda luchaban por recordar qué cartas se habían jugado previamente. Olivia
tenía muy claro en su cabeza todas las jugadas que se habían hecho hasta
ese momento.
Sabiendo las cartas que aún quedaban en manos de los jugadores, ganó
con facilidad la duodécima jugada, y también la decimotercera.
Una vez calculado el tanteo final, el duque y ella quedaron por delante,
aunque sobre todo gracias a sus jugadas. El duque había puntuado por
debajo, y aunque las señas entre compañeros no estaban permitidas, lo miró
sonriente, y él asintió.
La apuesta subió para la segunda partida, que Olivia y el duque ganaron
con bastante facilidad. Sonrió, recogió sus ganancias y dio las gracias a sus
oponentes, que ya no estaban tan contentos como al principio. La miraban
con cierta prevención, y lord Stafford abandonó la mesa con cierta
brusquedad.
Olivia se levantó deseando encontrar otra mesa para seguir jugando,
pero en ese momento una mano la tomó por el codo y la condujo fuera de la
sala de juego.
—¿Podemos hablar? —dijo una voz muy familiar.
—No —contestó en un susurro—. Hay un sitio libre en esa mesa de allí,
y quiero seguir jugando.
—Ya jugará en su momento —insistió él. La condujo hasta el vestíbulo
y empezó a abrir puertas hasta encontrar una habitación vacía.
—Entre —dijo.
—No —espetó ella cruzando los brazos—. Por muy duque que sea, no
es quien para darme órdenes.
—Entre, «señora Harris» —gruñó, y ella terminó asintiendo con un
bufido. Entró en una sala de estar bien iluminada y alegre, con un buen
fuego y sofás que parecían muy confortables. Miró a su alrededor con gesto
de aquiescencia antes de volver de nuevo la vista hacia él—. Muy bien, «su
excelencia». ¿De qué quiere hablar conmigo?
C A P ÍT U L O 4
A lastair miró la mujer que, a su vez, lo observaba con gesto desafiante, y
negó con la cabeza.
—Lady Olivia, ¿se puede saber qué diantre está usted haciendo?
—Jugar y apostar —replicó ella. Se sentó en el sofá con actitud
relajada, de modo que el escote se acentuó aún más, tanto que Alastair tuvo
que empezar a pasear por la habitación para evitar fijar la vista como un
búho en el pecho de la joven.
Durante la fiesta en la que la conoció, pensó que era una joven alegre y
desenfadada pero inocente. Sin embargo, en estos momentos se comportaba
como una arpía, con la peluca negro azabache en lugar de la melena rubia,
ese vestido que realzaba sus curvas más que generosas… ¡no tenía ni idea
del efecto que le estaba causando! Además, esa sonrisa, con la boca
entreabierta, parecía toda una invitación, casi imposible de no atender. «No
te dejes llevar», pensó para sí, y volvió a centrarse en las razones por las
que quería hablar con ella sin la presencia de otros jugadores.
—Vayamos por partes —empezó—. ¿Qué ha pasado en la mesa?
—¿A qué se refiere? —preguntó con cara de inocencia y abriendo
mucho los ojos.
—¡A las cartas! —exclamó—. Al principio pensé que era la suerte del
principiante, pero no tardé en darme cuenta de que estaba contando las
cartas. Sabía lo que iba a salir, e incluso cuando. ¡Hasta la última jugada!
¿Cómo lo hacía?
—¿A qué se refiere con que cómo lo hacía? —dijo mirándolo con los
ojos semicerrados y ya sin rastro de sonrisa en la cara—. Me acordaba de
las cartas que habían salido, y por tanto de las que estaban por salir. Así se
juega a este juego, ¿no? ¿O me está acusando de algo, lord Kenl…? Su
excelencia, quiero decir.
—¿Tiene algún sistema? ¿Alguien que la ayuda?
Se levantó y se acercó mucho a él, absolutamente indignada. Al tenerla
tan cerca, de nuevo le envolvió el aroma a jazmines que tan bien recordaba
de la fiesta durante la cual la conoció.
—¿Cómo dice?
—Es imposible que haga esto sola.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque es imposible acordarse de cincuenta y dos cartas, y menos
partida tras partida.
—No, no es imposible. Yo me acuerdo.
—Repito, es imposible.
Permanecieron de pie, mirándose con gesto torvo. Aunque estaba
enfadado porque tenía que estar mintiéndole, le era imposible ignorar el
calor que emanaba su cuerpo, y le costaba muchísimo mantenerse separado
de ella y evitar su embrujo.
—Sea cual sea su historia, las personas que han venido aquí a jugar no
se la van a creer —dijo dejando caer los brazos y alejándose de ella—.
Tengo que decirle que ya estaban cuchicheando, e iban a hablar con lady
Atwood sobre usted. Si no tuviera nada que esconder, no pasaría nada, pero
está claro que sí que lo tiene, señora «Penélope Harris». ¡Qué nombre más
horroroso! ¿Cómo se le ha podido ocurrir?
Olivia puso los ojos en blanco.
—¿Y qué más da? Es evidente que no podía presentarme aquí como
lady Olivia Jackson. ¿Se puede imaginar lo que haría mi madre si supiera
dónde estoy?
No pudo evitar una sonrisa al escucharla. Recordaba a su madre de la
fiesta en la que habían coincidido. Era como una especie de dragón, de un
carácter completamente opuesto al alegre y abierto de su hija. Estaba
obsesionada con encontrar un marido para su hija, mientras que, por el
contrario, Olivia parecía huir de tal posibilidad como de la peste.
—Pues sí, me lo puedo imaginar perfectamente: le daría una apoplejía.
—Pues a eso me refiero —concluyó. Rodeó la mesa de centro que ahora
los separaba y volvió a ponerse delante de él, y muy cerca.
—He venido aquí porque, lo crea o no, soy muy buena jugando a las
cartas, y sobre todo al whist. Y también porque… bueno, porque estaba
muy aburrida. Necesitaba divertirme, estoy cansada de bailes, fiestas y
eventos sociales; harta podría decir. Cualquier hombre puede venir aquí y
divertirse, sea en un club de caballeros o en un garito de mala muerte. Y yo
tendría que conformarme con ir a casa de alguna dama para jugar partidas
con otras que apenas saben cómo se sostienen las cartas. ¡Es injusto! Esta
noche me apetecía jugar de verdad, y solo podía hacerlo haciéndome pasar
por quien no soy.
Se le aceleró la respiración tras su apasionada confesión.
Inmediatamente, pareció sorprendida consigo misma por el hecho de haber
compartido el secreto con él, así como sus sentimientos. La joven se
removió incómoda, apoyándose alternativamente en ambos pies, como si
buscara palabras con las que calmarse.
—Pues diviértase, lady Olivia, no se prive… —contestó él al cabo de
unos momentos—, pero tenga cuidado.
—¿Qué quiere decir?
—Cuando le he dicho que los caballeros que han perdido con tanta
rotundidad iban a hablar con lady Atwood, en realidad me refería a que van
a acusarla de hacer trampas, para que la eche de su casa. Y aunque no las
haga, dado que usted no es la señora Harris, seguramente no le interesa que
surjan dudas acerca de su identidad.
Olivia abrió mucho los ojos.
—¡Pero si no he hecho nada malo! ¿Por qué van a castigarme por el
simple hecho de jugar bien a las cartas y ganar?
—La vida es injusta en sí misma, mi querida señorita. Aunque
seguramente ya se ha dado cuenta de ello.
Algo en su tono, quizá una tristeza íntima pero disimulada, debió captar
su atención. Lo miró aún con más intensidad.
—No… Su excelencia, debo pedirle perdón. Lo sentí mucho al tener
conocimiento de la muerte de su padre —dijo, y su brillante mirada azul se
clavó en la de él, que creyó captar una emoción sincera.
—Gracias —dijo, sintiéndose incapaz de sostener la intensa mirada de
la joven.
—¿Qué pasó? —preguntó con suavidad y poniéndole la mano en el
brazo. A Alastair le sorprendió y se estremeció ligeramente, pues no se lo
esperaba, aunque le gustó, por supuesto.
—Fue algo absolutamente repentino e inesperado. —Fijó la mirada en
las alegres llamas del hogar—. Estaba recorriendo la mansión, dando
órdenes aquí y allá como si fuera el almirante de una flota, y un momento
después en su lecho de muerte.
Se aclaró la garganta. En ese momento no deseaba decir nada más.
Habían pasado varios meses desde la muerte de su padre, pero Alastair
aún no se había hecho a la idea, ni se había acostumbrado a su nueva
posición en la vida, que no sabía cómo enfrentar. Su padre y él nunca se
habían llevado bien pero, ahora que había asumido su papel, empezaba a
entender el tipo de hombre que había sido. Se había convertido en duque
siendo muy joven, un adolescente, de modo que la responsabilidad del
puesto había sido un aspecto fundamental de sus años de formación y
aprendizaje.
La presión a la que su padre se había visto sometido antes de su
prematura muerte ahora resultaba vidente para Alastair. El día posterior al
periodo de luto se sentó en el escritorio del duque, ahora su escritorio, para
intentar hacerse una idea de la tarea que tenía por delante y echar un vistazo
a los libros de contabilidad de las haciendas, que ahora eran de su
responsabilidad. Tuvo que llamar al administrador para asegurarse de que
estaba leyendo las cuentas de forma correcta. Se había quedado de piedra al
ver que, por lo que entendía y aparentemente, estaban muy endeudados.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —le había preguntado al empleado, que se
encogió de hombros y contestó lacónicamente diciendo que los gastos
habían empezado a superar con creces a los ingresos desde hacía bastante
tiempo. Alastair estudió las cuentas durante días enteros, y no vio otra cosa
que cifras que corroboraban lo que le había dicho el administrador. Su padre
había estado tomando dinero que, en puridad, tenía que haberse dedicado a
la administración de la hacienda, y nadie era capaz de responder a la
pregunta de para qué lo había utilizado. Alastair estaba obligado a
descubrirlo, y lo más deprisa posible. De hecho, esa noche estaba en esa
improvisada casa de juego para tratar de conseguir una o dos libras por la
vía rápida. Había tenido suerte al convertirse en compañero de lady Olivia,
que le había ayudado a obtener una buena parte de ese dinero que buscaba.
—Respecto a lo que ha dicho… —dijo, retomando la anterior
conversación—, ¿quiere que juguemos juntos el resto de la noche? Le
recomiendo que siga jugando bien y ganando, por supuesto, pero procure no
ganar con tanta rapidez y contundencia. Estaré con usted para darle consejo
e informarle de la situación y circunstancias. Tengo mucha experiencia en
este tipo de ambientes.
—Sí, estoy al tanto —dijo ella levantando una ceja—. De acuerdo
entonces, su excelencia, pero solo porque me cae bien. Se portó de
maravilla con Isabella el año pasado y, por mi parte, me gustan las personas
capaces de decirme la verdad de forma directa y sin tapujos. —Asintió con
la cabeza sin dejar de mirarle—. ¿Volvemos?
—Detrás de usted, «señora Harris».
Intentó no mirarla mientras recorría la habitación de espaldas a él. Lo
intentó con todas sus fuerzas. Pero el movimiento de las faldas alrededor de
su trasero era bastante más de lo que podía soportar.
«Alastair, contrólate», se dijo a sí mismo con severidad. No es una
joven con la que se pudiera jugar sin más, y en esos momentos no se podía
permitir ni siquiera pensar en casarse, y menos con una mujer como ella,
tan explosiva y tan poco convencional. En ese momento no deseaba otra
cosa que tener que decidir entre beber brandi o güisqui, jugar al whist o a
hazard, o decidir a qué garito ir cada noche. Ya tenía suficientes
responsabilidades con su hermana, su madre y el ducado de Breckenridge.
Suspiró cuando lady Olivia le hizo una seña desde la puerta. Era tan
seductora que le resultaba difícil mantener la cabeza fría cuando estaba con
ella. Desde la primera vez que la vio supo que era imposible saber qué
podía esperar de ella, pero lo de esta noche superaba su propia capacidad de
asombro. ¿En qué estaba pensando, vistiéndose como una buscona y
acudiendo a un garito de juego como ese, aunque fuera la casa de una dama,
eso sí, venida a menos? Negó con la cabeza, pero sin poder evitar que su
cara se iluminase con una sonrisa, la primera en mucho tiempo, mientras la
seguía hacia la puerta.
J ugaron varias veces más , siempre ganando con facilidad, aunque no
excesiva, hasta que lady Olivia se excusó indicando que tenía que retirarse
por esa noche. Alastair se levantó para acompañarla a la puerta, dándose
cuenta de que bastantes pares de ojos los seguían con interés.
—Tengo que disculparme —dijo mirándola con una sonrisa
avergonzada y las manos en la espalda—. Estaba completamente
equivocado. Ni mucho menos era la suerte del principiante, todo lo
contrario: juega usted maravillosamente al whist.
—No se trata del whist, ni de otros juegos —dijo encogiéndose
ligeramente de hombros—. Se trata de las cartas en general. Me acuerdo de
ellas, no se me olvidan.
—Aun así —insistió él, negando ligeramente con la cabeza—. Mucha
gente ni se acuerda de sus propias cartas, así que no digamos de las que van
saliendo durante la partida.
—Igual podíamos volver a hacer esto alguna otra noche —dijo Olivia
dibujando una tenue sonrisa con los labios rosados. Quizá debido al cambio
de tonalidad de su pelo debido a la tenue luz de las velas del vestíbulo, lo
cierto es que en ese momento parecía una mujer absolutamente diferente a
la de hacía unos minutos. Le brillaban los ojos azules al mirarlo.
Respondiendo a un impulso incontrolable, Alastair se inclinó hacia delante
y le dio un casto y breve beso en los labios. Se retiró de inmediato, dándose
cuenta de inmediato de las circunstancias en las que estaban y de quien era
ella en realidad.
—¿Puedo acompañarla a su casa? —preguntó, notando que se había
ruborizado desde el cuello hasta las mejillas—. Para garantizar su
seguridad, por supuesto —aclaró de inmediato.
—No —respondió de inmediato, aunque sin elevar el tono—. Quiero
decir, que se lo agradezco, pero no es necesario, su excelencia. Se lo
agradezco mucho, pero he venido con Billy.
—¿Billy?
—Sí, un buen amigo, el señor Elliot, William Elliot. Ha venido conmigo
aquí.
El aludido surgió de entre las sombras y empezó a acompañar a Olivia
hacia la salida. Alastair sintió una punzada al mirar al tal Elliot, un
individuo elegante y bien parecido, que inclinó la cabeza a modo de saludo.
Controló como pudo la ira que lo invadió al saber que Olivia había acudido
con un acompañante y se dio la vuelta en dirección al interior de la casa.
—Buenas noches, su excelencia —se despidió Olivia al tiempo que
caminaba hacia la calle—. ¡Espero que la noche siga siendo propicia para
usted y su cartera!
Alzó la mano a su vez para despedirse y regresó a las mesas de juego
pero, desafortunadamente, la suerte pareció esfumarse junto con ella.
C A P ÍT U L O 5
H abía pasado una semana casi completa desde su incursión en un
mundo nuevo para ella, explorado además con una identidad
diferente. Era extraño, pues aunque en realidad nada había cambiado, al
mismo tiempo todo le parecía distinto. Por una vez había aprovechado la
oportunidad de experimentar algo que le hacía sentirse bien y
absolutamente viva.
Abrió la correspondencia y se alegró de ver un sobre enviado por la
duquesa de Carrington, una de sus mejores amigas, cuyo nombre de soltera
era Isabella Marriott. Se trataba de la invitación a una cena que iban a
celebrar en su residencia londinense para festejar el comienzo de la
temporada de verano. Olivia estaba encantada. No conocía su casa de
Londres, y además hacía ya bastante tiempo que no veía a su amiga, que
pasaba bastante más tiempo en el campo que en la capital. Se preguntó
quién más estaría invitado a la cena, y no pudo evitar pensar en lord
Kenley… no, inmediatamente se corrigió a sí misma, ahora era el duque de
Breckenridge. El duque era muy amigo del marido de Isabella.
Respondió inmediatamente, aceptando encantada la invitación y
confirmando su asistencia. Por desgracia, su madre iría también como
carabina obligada, y no pudo por menos que bufar audiblemente al
pensarlo. ¡Cinco temporadas ya, y su madre seguía acompañándola! Se
preguntaba en qué momento una soltera podía acudir a estos eventos sin
carabina. Nunca se había preocupado de averiguarlo, pero seguramente ya
le quedaba poco para alcanzar ese estatus, así que decidió enterarse de lo
que podría significar para ella. Se encogió de hombros y se levantó para ir a
buscar a su madre y al mayordomo para que enviara su respuesta.
L a mansión londinense de los duques de Carrington, en Queen Street, era
un magnífico ejemplo de encanto y elegancia sutil y discreta, que no se
parecía en nada al estridente despliegue de la casa de sus padres, de la que
su madre era responsable. Olivia se dio cuenta en cuanto el carruaje se
detuvo frente a las magníficas columnas dóricas de la entrada.
—Qué… singular —dijo su madre resoplando altivamente por la nariz,
lo que hizo que Olivia, que caminaba detrás de ella, pusiera los ojos en
blanco. Igual debería casarse, era cierto, aunque solo fuera para librarse de
la presencia constante de su madre en estos eventos.
Isabella acudió a saludarla efusivamente antes de que entraran en el
vestíbulo, y le dio un cariñoso abrazo.
—¡Qué alegría volver a verte! —exclamó—. ¡Cuánto te he echado de
menos!
—Y yo a ti —contestó Isabella, dando un paso atrás para mirar a su
amiga de arriba abajo—. Definitivamente, el matrimonio te sienta bien.
¡Estás radiante, Isabella!
Isabella se lo agradeció con un gesto y la invitó a entrar. Su marido las
esperaba en el mismo vestíbulo para acompañarlas hasta el salón en el que
se iba a celebrar la cena. Algunos invitados esperaban ya allí.
—Lady Olivia —dijo inclinando la cabeza para besarle la mano—. Le
agradezco que aceptara nuestra invitación. Creo que no le di adecuadamente
las gracias por su ayuda en los… acontecimientos que se produjeron en la
fiesta del año pasado.
—¡Soy yo quien debo darle las gracias, su excelencia! —respondió—.
¡Nunca había vivido una experiencia tan interesante!
Su madre bufó al escucharla mientras pasaba por delante de ellos. Para
ella se había tratado de un asunto muy sórdido, por supuesto, aunque en
realidad no sabía todo lo que hubo detrás de ello.
Isabella se unió a ellos, tomando del brazo a su marido y sonriéndole
con ternura. «¡Qué felices parecen!», pensó Olivia. Su historia de amor
había surgido en una trama de intriga y aventura, y le alegró mucho haber
formado parte de ella durante una turbulenta semana vivida en la casa que
los padres de Isabella le habían dejado tras su fallecimiento. El duque era
un hombre bastante serio, pero le caía bien. Y, sobre todo, había hecho a
Isabella la persona más feliz que uno se podía imaginar, por lo que siempre
le estaría agradecida.
Hubo otra persona que formó parte del grupo que participó en los
acontecimientos para ayudar al duque: Alastair Finchley. El mismo que
ahora avanzaba hacia ella con mirada y sonrisa traviesas y juguetonas. Pese
al esfuerzo por mantener la calma, el corazón se le aceleró en su presencia.
—¡Vaya, vaya! ¡Los conspiradores vuelven a reunirse! —exclamó a
modo de saludo—. Lady Olivia, tengo que decirle que la otra noche conocí
a una dama que se parece muchísimo a usted, aunque el color de su pelo es
distinto. Una tal señora… ¡vaya, qué memoria! He olvidado el apellido.
¡Ah, sí! La señora Harris.
—¿La señora Harris? —dijo Isabella poniendo cara de extrañeza,
mientras Olivia se movía inquieta, haciendo que las faldas oscilaran a su
vez—. Creo que nunca he oído hablar de ninguna señora Harris. ¿Y tú,
Olivia?
Olivia trataba por todos los medios de controlar el calor que afluía a sus
mejillas.
—Me han dicho que es una buena jugadora de cartas —dijo—. Es todo
lo que sé.
—Sí, es verdad. Me ayudó a ganar bastante dinero cuando jugamos
como compañeros al whist en casa de lady Atwood. Si os encontráis con
ella en algún sitio, decidle por favor que quiero volver a verla para darle las
gracias como es debido. Tiene el pelo negro como el azabache, y esa noche
se puso un turbante y una pluma de lo más llamativos. También tiene una
marca muy característica, justo aquí —dijo, y señaló el punto exacto en el
que Olivia se lo había pintado aquella noche—. Y su vestido… ¡madre mía,
era memorable!, aunque debo reconocer que sea habitual o adecuado en
lugares a los que acuden damas de la alta sociedad.
Olivia se aclaró la garganta, mientras que Isabella y Bradley los miraban
a ambos alternativamente, bastante desconcertados al darse cuenta de la
tensión que, sin que supieran por qué, había entre ellos.
—Vamos, amigo, deja que te sirva una copa—dijo Bradley llevándose a
Alistair del brazo hacia la zona de las bebidas, en donde les esperaba un
decantador lleno de brandi y un montón de copas.
Isabella se volvió hacia Olivia.
—¿Me equivocaría mucho si pensara que la tal señora Harris es la
misma persona que lady Olivia Jackson? —dijo Isabella en voz muy baja y
no sin antes asegurarse de que nadie la podía escuchar.
—No, no te equivocarías en absoluto —respondió Olivia con una
sonrisa. Le contó a Isabella la escapada de aquella noche mientras la mujer
negaba con la cabeza mirando a su amiga.
—Es increíble que no te descubrieran —dijo—. ¿Y Alastair no se lo
dijo a nadie?
—No, a nadie —respondió Olivia—. Aunque me da la impresión de que
en estos momentos se lo está contando a tu marido, dada la mirada divertida
que me está dirigiendo. Doy gracias a Dios por que no dijera nada en casa
de lady Atwood. Lo cierto es que me ayudó bastante, tengo que
reconocerlo.
—Si se lo hubiera contado a alguien, yo no volvería a dirigirle la
palabra —dijo Isabella con mucha rotundidad—. Eres muy atrevida, Olivia.
¿Te sigue gustando Alastair?
—¿Qué si me sigue gustando? Nunca me ha gustado, Isabella —negó
—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Creo recordar algún comentario tuyo acerca de su trasero…
—¡Ah, bueno! La verdad es que lo tiene bonito, sí —dijo Olivia
echando una mirada furtiva a Alastair, que en esos momentos hablaba con
dos damas jóvenes. Una de ellas era lady Frances Davenport, una buena
amiga de lady Hester Montgomery. No era tan arpía como ella, pero sí que
estaba bajo su control—. Aunque creo que la mayoría de las damas piensan
lo mismo, y si no, se fijan en su zona delantera. ¡En su cara, quiero decir,
por supuesto! —Se rio de sí misma mientras Isabella volvía a negar con la
cabeza.
—Alastair tiene éxito con las mujeres, es cierto, y muchas entre las que
escoger —concedió—. Pero parecía bastante encantado contigo, y da la
impresión de que sigue estándolo. Ha heredado el título de su padre y todas
sus posesiones, Olivia. Pronto va a necesitar una esposa y un heredero.
Olivia negó resueltamente con la cabeza. El duque, ese duque, no era el
tipo de hombre con el que se casaría.
—Yo no soy la esposa que busca. De ninguna manera —concluyó.
A listair reflexionaba . Las jóvenes, que en ese mismo momento le
hacían ojitos y movían las pestañas, era bastante atractivas, sí, aunque
hubiera preferido con mucho la compañía de lady Olivia Jackson. Ella no se
guardaba nada, y era mucho más refrescante y original que cualquiera de las
otras jóvenes solteras presentes en la cena, con sus consabidos suspiros y
risitas nerviosas.
No esperaba volver a verla tan pronto. De hecho, había sido incapaz de
quitársela de la cabeza, por mucho que lo había intentado.
—¿Hay algo interesante en la sala? —murmuró su amigo Carrington—.
Espero de verdad que esas miradas continuas no se dirijan a mi mujer.
—¿Miradas continuas? ¿Quién te crees que soy, un crío pequeño? —
preguntó riendo—. Lo único que estoy haciendo es comparar la imagen de
lady Olivia de esta noche con la de su disfraz de hace unos días. Ahora que
la vuelvo a ver sin peluca ni ese estrambótico turbante emplumado, me doy
cuenta de lo bien que se disfrazó. Pero los ojos la traicionan sin remedio.
—La verdad es que es una mujer difícil —dijo Bradley asintiendo
levemente—. Por eso lleva tanto tiempo sin encontrar marido. Y la verdad
es que sigue rechazando a todos los que piden su mano. Al parecer no
encuentra a nadie de su gusto, y la mayoría han dejado de pretenderla para
evitar el ridículo del rechazo. Pero da la impresión de que tú le gustas, viejo
amigo. ¿Has decidido cortejarla?
—¿Cortejarla? —repitió riendo—. Desde luego que no. No necesito
casarme.
—¿Cómo que no? —se asombró Bradley—. Acabas de heredar, y estás
al cargo de un buen número de haciendas, y bastante grandes. Una esposa te
sería de mucha ayuda.
—Puede, pero disfruto mucho de mi vida tal como es ahora. Las cartas,
la bebida, las apuestas… —dijo—. Si ahora me siento algo culpable cuando
salgo a divertirme, ¿qué pasaría si además tuviera una mujer en casa
esperándome? Creo que no. Y aparte de eso, ¿de verdad crees que lady
Olivia aguantaría quedarse en casa tranquilamente mientras su marido
«quema» la ciudad? Ni de broma…
Bradley se encogió de hombros.
—Igual disfrutabas del matrimonio mucho más de lo que crees.
—Nada de eso —respondió Alastair tercamente—. Te lo prometo,
Carrington, voy a seguir siendo soltero durante bastante tiempo. El
matrimonio no es para mí, amigo.
Bradley le dirigió una mirada de duda, pero finalmente asintió con la
cabeza.
—Lo que tú digas, amigo —aceptó, y buscó a su esposa con la mirada
para localizarla antes de que el mayordomo indicara que la cena podía
comenzar.
A Alistair se le asignó el asiento justo al lado de lady Olivia, lo que le
alegró bastante, pese a lo que había hablado con Carrington. No tenía la
más mínima intención de plantearse una relación con ella, y menos el
matrimonio, pero sí que le apetecía disfrutar de su conversación y cierto
flirteo con ella. Aunque sus intenciones se vieron coartadas por la presencia
de su madre que, sentada justo enfrente de él, le miraba con esa expresión
tan típica de muchas madres que están como locas por encontrar un marido
«adecuado» para sus hijas. No obstante, se volvió hacia la hija.
—Aún no le he dicho que está usted maravillosa esta noche, lady Olivia
—dijo—. Ese vestido le sienta muy bien, aunque no tanto como el rojo con
el que la vi hace poco. Había algo en él que resultaba de lo más… atrayente.
La joven estuvo a punto de atragantarse con el vino, y miró alarmada a
su madre.
—Me temo que se ha equivocado, su excelencia —le corrigió—. Hace
mucho tiempo que no me pongo un vestido rojo, un color que además ahora
no está muy de moda, la verdad.
—¡No, no! Lo recuerdo perfectamente —insistió—. De hecho, le
aseguro que no me lo puedo quitar de la cabeza. —Le dirigió una mirada
depredadora y bajó la voz—. Ni tampoco lo que mostraba.
Esperaba que se ruborizara, o que se sintiera algo ofendida. Sin
embargo, lo que hizo fue reírse. Siguió la broma, hasta que captó la mirada
de su madre desde el otro lado de la mesa, que parecía un gato que hubiera
atrapado el ratón que llevaba días persiguiendo. Se puso seria, dibujó una
educada y sobria sonrisa y se volvió a hablar con lady Frances Davenport,
que estaba sentada a su derecha.
C A P ÍT U L O 6
O livia escuchó el frufrú de la falda azul celeste alrededor de los tobillos
y se miró en el ornamentado espejo oval que había en una esquina de
su dormitorio. Se dijo a sí misma que ese inhabitual cuidado por su aspecto
no se debía a nadie en particular. Desde luego, no al duque de
Breckenridge.
Pensó en el duque, pero apartó inmediatamente su imagen. Era un
hombre encantador, divertido y muy atractivo, y siempre parecía tener las
palabras adecuadas para ejercer atracción sobre ella, por mucho que deseara
evitarlo.
En ningún caso le vendría bien dejarse llevar por esa atracción. Si se
permitiera sentir algo por el duque, fuera de naturaleza sentimental o
simplemente física, la situación se volvería muy, muy peligrosa.
Enamorarse de un hombre como el duque sería un desastre. Sabía que
los cotilleos acerca de él eran ciertos, al menos en parte. Le encantaban las
mujeres, pero nunca establecía relaciones serias y con perspectivas de
compromiso. Si se relacionaba con un hombre así, al final le rompería el
corazón, sin ninguna duda. Por otra parte, Olivia era una mujer demasiado
orgullosa como para lanzarse a una pelea por el duque y su título con las
jóvenes e inocentes debutantes, ni tampoco con otras damas de la alta
sociedad que lo buscaban ávidamente por su encanto y habilidad en la
cama. Aunque cuando Olivia Jackson deseaba algo se lanzaba a por ello sin
miramientos, no le apetecía compartir nada, y menos el afecto de un
hombre.
Se recordó de nuevo a sí misma que no debía pensar en el duque
mientras se vestía, ni tampoco en si acudiría o no al baile ofrecido por lady
Sybille, que tendría lugar en Argylle Rooms. No le importaba en absoluto.
En ese momento, lo único que le interesaba era mantener en secreto la
verdadera identidad de la señora Harris. El duque había ganado bastante
dinero aquella primera noche jugando al whist, por lo que esperaba que,
aunque solo fuera por agradecimiento, mantuviera la boca cerrada.
Miró en el espejo el bonito peinado, que realzaba el tono rubio miel de
su pelo. El moño dejaba la cara despejada, salvo algunos mechones que
caían por la frente hasta las mejillas. A su vez, el azul del vestido se
adecuaba muy bien al color de los ojos, y la cintura, algo elevada, permitía
que los suaves pliegues de satén resbalaran sobre sus curvas.
Sonrió, irguió la figura y bajó a reunirse con su madre.
M ientras hablaba con ella de camino a Argylle Rooms, Olivia tuvo la
tentación de contarle a lady Sutcliffe su aventura en casa de lady Atwood,
aunque solo fuera para que terminara con su charla inaguantable. Pero
temía tanto su reacción que se abstuvo. De saber lo que había hecho Olivia,
lo más probable sería que no la dejara salir sola de su habitación a partir de
ese momento.
Así que se volvió hacia la ventana, dándole la espalda a la mujer que, de
un modo u otro, la había parido. En el momento en que volvió a mirar a su
madre, el criado ya estaba abriendo las portezuelas del carruaje.
—¡Madre, ya está bien! —dijo, aunque intentando controlar el
desprecio que sentía a propósito de sus palabras y reflexiones. Sí, habían
pasado cinco años desde su debut en sociedad. Sí, había rechazado a
muchísimos hombres que habían mostrado interés por ella. Pero, ¿acaso su
felicidad no contaba para nada?
Miró a su padre, pidiéndole silenciosamente que la apoyara, pero él
evitó mirarla, de modo que perdió el contacto con sus ojos. Helen se
limitaba a mirarse los pies en su intento de esquivar el conflicto que tenía
lugar entre sus padres y su hermana mayor.
Olivia se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho. Frunció los
labios y no dijo nada, pero la mirada glacial que lanzó a su madre fue de lo
más expresiva. Las palabras de su madre avivaron el conflicto interno que
estaba viviendo desde hacía tiempo, pero del que no se atrevía a hablar.
¿Qué iba a hacer con su vida? Tenía su columna en el Register. ¿Podría
hacer que su trabajo creciera lo suficiente como para poder mantenerse por
sí misma? Sus padres dejarían de proveer por ella si se enteraran de lo que
hacía, pero tendría un trabajo que le gustaba, y la actividad que desarrollara
sería importante y significativa, tanto para ella como para sus lectores o,
eventualmente, sus futuros clientes. La idea empezó a cuajar en su mente, y
su madre la miró con cierta aprensión al ver la taimada sonrisa que
empezaba a dibujarse en su cara.
A listair F inchley , duque de Breckenbridge, no tenía las más mínimas
ganas de acudir a ese baile, aunque eso fuera muy poco habitual en él. A
Alastair solían gustarle mucho ese tipo de eventos, en los que tenía la
oportunidad de hablar con muchas y variadas personas, tanto hombres como
mujeres, eso cuando no tenía a alguna mujer guapa entre los brazos,
deslizándose con ella por la pista de baile.
No obstante, desde la muerte de su padre las cosas habían cambiado.
Veía como las madres lo miraban con avidez, pensando que tenía la llave
del futuro de sus hijas. También veía a las jóvenes, debutantes y no
debutantes, que lo miraban haciéndole ver que harían cualquier cosa que les
pidiera con tal de convertirse en su prometida. Tampoco podía quitarse de la
cabeza la idea de que otros solteros lo miraban como si fuera una especie de
amenaza, pensando que, ahora que era duque, su matrimonio había pasado a
ser inminente.
Rio para sus adentros. Si esas mujeres supieran lo que en realidad iban a
conseguir si se casaban con él: un ducado al borde de la ruina y un hombre
que no estaba preparado ni para ser duque ni para convertirse en un buen
marido. Sabía que la respuesta para al menos algunos de sus problemas
sería enfrentarse con ellos de cara: podía casarse con alguna de esas damas,
una que aportara una sustanciosa dote que sirviera a corto plazo para sortear
las dificultades financieras más inmimentes y le permitiera asumir la
responsabilidad de formar una familia propia.
No obstante, esa idea le daba escalofríos. No quería asumir la
responsabilidad de una esposa, de tener que preocuparse por sus deseos y
necesidades. Igual podría encontrar una mujer que no necesitara su
constante atención, incluso que no la deseara. Pero, aún en ese caso, ¿cómo
iba a poder disfrutar de la compañía de otros, fundamentalmente de otras
mujeres, sabiendo que en casa le esperaba su esposa, noche tras noche?
Estaba al tanto de que tenía fama de mujeriego y tarambana, que le
gustaban tanto la compañía femenina como los garitos de juego, pero en
realidad no era ni un juerguista ni un irresponsable. La mayor parte de las
veces seguía las reglas sociales al uso. Le encantaba seducir, pero escogía
las mujeres de forma responsable. Jugaba, pero sin endeudarse. Bebía, pero
sin perder el sentido.
Dejó de pensar en tales cosas, y decidió olvidarse de todo eso por esta
noche e intentar disfrutar sin más. Se ajustó el pañuelo del cuello, se atusó
los rizos intentando ordenaros mínimamente y cruzó la puerta para entrar en
el baile que se celebraba en honor de lady Sybille Grant en Argyll Rooms,
dado que su mansión londinense no era lo suficientemente grande como
para albergar semejante evento. En ese momento se acordó de lady Olivia
Jackson, y no pudo evitar que acudiera a sus labios una sonrisa, alegrando
su hasta entonces adusta cara. Era una mujer que desafiaba las
convenciones sociales, lo que le atraía bastante como concepto, aunque no
lo suficiente como para plantearse con ella algo más serio. Ella merecía
algo mejor que un hombre que fuera a dejarla sola en casa noche tras noche
mientras él hacía lo que le viniera en gana. Y es que no estaba dispuesto a
renunciar a aquellos aspectos de su vida que le procuraban placer, ni
tampoco quería ser el hombre que la hiciera infeliz.
No perdió la sonrisa al entrar en el magnífico recinto, iluminado con
impresionantes lámparas de araña y rodeada de columnas corintias, y le
entregó el abrigo a un criado. Lord y lady Grant lo recibieron a la entrada, y
lady Sybille se deshizo en sonrisas en su presencia. Su juventud e
inocencia, así como la exuberante atención de su madre, casi llegaron a
agobiarlo.
Les agradeció brevemente la invitación y se adentró en la marea de
gente que pululaba por el inmenso salón de baile, rodeado del rumor de las
charlas y del sonido de los instrumentos, que los músicos afinaban en ese
momento. Enseguida vio a lord Merryweather entre un grupo de caballeros
que charlaban distendidamente. Se acercó y fue recibido con las consabidas
condolencias y golpecitos de ánimo en la espalda, pues era el primer evento
social al que acudía tras el fallecimiento de su padre.
Se excusó para ir a buscar una copa, que necesitaba con todas sus ganas,
aunque su estado de ánimo empezó a mejorar gracias a la camaradería de
sus conocidos. Cuando volvía hacia el grupo de conocidos, ya con la copa
en la mano, se vio interrumpido por las voluminosas faldas y las caras
sonrientes y coquetas de dos damas de la alta sociedad.
—Señoritas —dijo inclinándose levemente.
—Hablo en nombre de las dos para expresarle nuestras condolencias
por el fallecimiento de su padre, su excelencia —dijo lady Hester
Montgomery mirándole a través de sus espesas y fluctuantes pestañas.
—Muchas gracias, lady Hester —respondió Alastair—. Muy
considerado de su parte.
—Debe resultarle muy difícil sobrellevar estos momentos tan duros —
dijo, y le puso la mano sobre el brazo y echándose prácticamente encima de
él, mientras su amiga lo miraba con una sonrisa calcada a la de Hester—.
No dude en acudir a mí siempre que necesite hablar con alguien.
Asintió, y se sintió obligado a pedirle un baile para más adelante. Casi a
la velocidad del rayo le tendió su carné de baile extendiendo un brazo
extremadamente pálido, casi blanco. Era muy atractiva, con el pelo negro y
unos ojos pardos que le miraban con ansia. Si no hubiera dejado traslucir
tanto interés, casi desesperación, posiblemente se hubiera sentido atraído
por ella.
Le sonrió.
—Tengo unas ganas enormes de bailar con usted, su excelencia.
—Hasta entonces, lady Hester —respondió. Hizo una inclinación y
siguió su camino.
L legaron tarde , como siempre. La madre de Olivia pensaba que llegando
después de la mayoría de los invitados, en cierto modo quedaban por
encima de ellos, como si tuvieran que esperarlos. Olivia pensaba que eso
era ridículo, aunque, también como siempre, su madre no hacía caso de su
opinión, y para su afable y apocado padre resultaba mucho más fácil no
discutir y hacer todo lo que quería su madre.
El salón de baile tenía un aspecto magnífico, con unos hermosos
bajorrelieves en todas las paredes y enormes lámparas de cristal brillando
en los altos techos. Olivia vio en los ojos de lady Grant una ilusión parecida
a la de su madre hacía cinco largos años. ¿Acaso las madres vivían para eso,
para que sus hijas debutaran en sociedad y consiguieran un buen marido?
La idea le deprimía mucho.
Cuando entró en el salón su amiga Rosalind casi voló hacia ella.
—¡Olivia! ¡Llevo siglos esperándote! ¡Cuéntamelo todo sobre tu
aventura en la casa de juegos!
—¡Shh! —siseó Olivia, al tiempo que miraba a su alrededor para
asegurarse de que nadie había escuchado a su amiga. La condujo a una zona
menos concurrida, en una esquina del salón y lejos de oídos aviesos.
Una vez a salvo de posibles indiscreciones, Olivia se volvió hacia su
amiga.
—¡Oh, Rosalind! Fue una maravilla –dijo con ojos brillantes.
—¿De verdad?
—Si, absolutamente —respondió entusiasmada—. Jugué, y lo hice muy
bien. No solo por diversión. No pienses que gané por pura suerte. Y gané
bastante, no creas.
—Tú siempre has sido la inteligente del grupo —dijo Rosalind
suspirando—. No sabes cómo te envidio. Aunque nunca me atrevería a
correr el riesgo que has corrido tú, pese a toda la diversión. ¿Viste a alguien
conocido?
—Desde luego que sí —respondió Olivia en voz baja—. A lord
Kenley… el duque de Breckenbridge, quiero decir.
—¡Qué interesante! —dijo Rosalind mirando a su amiga con una
sonrisa traviesa.
—No hubo nada —indicó Olivia—. Pero me reconoció. Jugamos de
compañeros, y ganó bastante dinero gracias a mí. Creo que por eso me está
guardando el secreto.
—Ya veo… —dijo Rosalind—. ¿Estás segura de que es solo por eso?
Me han contado las buenas migas que hicisteis el año pasado durante la
fiesta en casa de Isabella. Y los dos fuisteis a la cena con los Carrington la
otra noche. ¿Lo viste allí?
Olivia movió la mano para quitarle importancia y cambió de tema.
—Había más caballeros a los que reconocí, por supuesto —dijo—.
Afortunadamente fui capaz de mantenerme alejada de ellos. Además,
muchos de ellos estaban lo bastante bebidos como para fijarse en mí y
reconocerme. Tengo que admitir que, en algunos momentos, jugué
demasiado bien, y parecía que algunos de ellos no estaban demasiado
contentos de que yo ganara siempre, pero al final me las arreglé para
encontrar el equilibrio adecuado para el resto de la noche.
—Muy bien, Olivia, muy bien —dijo Rosalind, que volvió los ojos
hacia la pista de baile—. ¡Ah, mira! Ahí está.
—¿Ahí está quién?
—Pues nada más y nada menos que tu duque… con lady Hester.
C A P ÍT U L O 7
O livia notó como el enfado se le agarraba a las entrañas. ¿Por qué de
todas las damas que habían acudido al baile tenía que bailar
precisamente con Hester Montgomery, la mujer a la que no podía soportar
de ninguna manera? Vio la petulante y engreída sonrisa en la cara de la
dama y no pudo evitar clavarse las uñas en las palmas de las manos.
Se dijo a sí misma que su reacción no se debía a que estuviera
interesada en el duque. No, de ninguna manera. Se notaba a la legua que
estaba prendado de lady Hester, pues sonrió encantado al escuchar un
comentario suyo, las caras de ambos solo a milímetros. Olivia notó cómo
Hester alzaba los ojos para mirar al duque con falsa modestia, y su
frustración fue tal que hasta la sintió físicamente en todos sus miembros.
—Forman una buena pareja —dijo Rosalind al lado de Olivia, y esta
hizo un ruido gutural y extraño con la garganta.
—Eso parece —contestó, inclinándose inconscientemente hacia la pista
de baile aunque en realidad no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Seguía
mirándolos cuando el duque, cuya cabeza estaba bastante por encima de la
de Hester, fijó los ojos en ella. Sonrió abiertamente, tanto que, incluso a esa
distancia, pudo ver el hoyuelo que se le formaba en la barbilla. No apartó
los ojos de ella e, inopinadamente, le hizo un guiño largo, lento y
absolutamente evidente. Olivia jadeó y se sonrojó como una colegiala, pero
fue lo suficientemente terca como para no apartar la mirada.
—Olivia —la llamó Rosalind, aún a su lado, y finalmente se volvió a
mirarla.
—¿Sí?
—¿Ocurre algo?
—No… nada —contestó distraídamente—. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces algo preocupada —explicó Rosalind, que alzó la ceja al
escuchar que terminaba la pieza musical.
—No, que va —negó. Se volvió para dar la espalda a la pista de baile e,
inmediatamente, sintió sobre su brazo la tibieza de unos dedos fuertes, que
traspasaron su calor a todo el brazo pese a los guantes de gala que vestía.
—¿Lady Olivia? —Su voz era fuerte y rica, y no pudo por menos que
maldecir para sus adentros por el efecto que tuvo sobre ella, desde las
puntas de los dedos de las manos hasta los de los pies, y sobre todo en sus
entrañas.
Compuso una mínima y forzada sonrisa y se volvió a mirarlo.
—Su excelencia, me alegro mucho de verle.
—Y yo de verla a usted —dijo entrecerrando los ojos verdes—. ¿Me
concede el próximo baile?
—Es una suerte, su excelencia. Por una vez… sí que lo tengo libre—
contestó. Le tendió el carné de baile, y se quedó pasmada al ver que ponía
su nombre en los huecos correspondientes a las dos piezas siguientes.
Cuando echaron a andar hacia la pista de baile pudo ver el encantador
gesto de satisfacción de Rosalind, que se introducía entre la multitud para
encontrarse con su prometido, así como la sonrisa algo desconfiada de su
madre y la mirada glacial de lady Hester. Olivia fijó la mirada en Hester, y
captó su expresión enfadada y agresiva, que no auguraba nada bueno. No
pudo por menos que levantar las cejas y contestar con una escasa sonrisa,
antes de centrar por fin la atención en el caballero que en esos momentos la
sostenía en sus brazos para iniciar el baile.
—Esta noche está usted adorable, lady Olivia. —Acompañó la frase con
una sonrisa que mostró una blanca y bien alineada dentadura… aunque al
mirarle desde abajo se dio cuenta de que las muelas del fondo estaban algo
torcidas, la verdad. En realidad, esa imperfección añadía carácter a sus
atractivos rasgos.
—Gracias, su excelencia —. Usted también tiene muy buen aspecto.
¿Le acompañan su madre y su hermana?
—No —contestó—. Todavía no ha transcurrido un año desde la muerte
de mi padre, por lo que mi madre aún está de luto. Mi hermana se ha
quedado en casa con ella, ya que solo mi madre podría ser una carabina
adecuada para ella.
—Por supuesto —respondió Olivia, enfadad consigo misma por haber
olvidado el aún reciente fallecimiento de su padre. La verdad es que apenas
podía pensar en otra cosa que en el tacto de sus fuertes dedos y el masculino
aroma a sándalo y brandi que emanaba.
—Su vestimenta de hoy es absolutamente respetable, lady Olivia —
indicó Alastair con una sonrisa pícara.
—¿Esperaba usted otra cosa?
—La verdad es que, tratándose de usted, ya no sé qué esperar.
—¿Y tan malo le parece eso?
—No, ¡qué va! —respondió él sonriendo—. De hecho, todo lo
contrario: disfruto mucho con ello. Igual que con su ingenio e inteligencia.
La verdad es que sigo sus actividades con muchísimo interés.
—Me va a costar olvidar sus palabras, excelencia.
—Me sorprende usted mucho, lady Olivia. Siempre había pensado que
la mayoría de las mujeres preferían palabras de admiración por su belleza y
buen gusto.
—Lo que pasa es que yo no soy como la mayoría de las mujeres, su
excelencia.
—No, lady Olivia, desde luego que no lo es.
C uando terminó el baile , Alastair se alegró mucho del impulso que había
tenido para reservar dos piezas en el carné de baile de Olivia. Se le había
olvidado lo divertido que era flirtear con ella. Cuando se conocieron en la
fiesta en casa de la actual esposa de su amigo, el flirteo había sido
comedido e inocente. Sin embargo, ahora, tras los últimos encuentros, se
notaba que algo bullía bajo la superficie. Era como una pequeña mecha que,
en cualquier momento, podía producir una deflagración, un deseo palpitante
que iba a tener muy difícil mantener bajo control. No era la primera vez que
lo sentía, pero sí con una joven de la alta sociedad.
Quizá fuera el brillo y la expresión de sus cristalinos ojos azules, o la
forma en la que sus labios respondían a las bromas que le hacía. Pensaba
que quizás besándolos podría sacarla de su zona de confort. No estaba
seguro de casi nada, solo de que le iba a resultar muy difícil seguir
teniéndola en sus brazos, tan cerca, dentro de la enorme marea de gente que
abarrotaba la pista y el salón de baile.
—¿Ha tenido la oportunidad de pasear por otras zonas de Argyll
Rooms? —preguntó cuando la orquesta ya se preparaba para iniciar la pieza
siguiente.
—No —respondió ella de inmediato.
—Pues vamos, se las enseñaré.
Vio como la joven entrecerraba los ojos, como si se estuviera
preguntando qué tramaba, pero enseguida la curiosidad venció cualquier
otro sentimiento y le colocó la mano en el antebrazo para acompañarle.
El edifico era fascinante, y Alastair volvió a disfrutar de él, ahora a
través de los frescos ojos de lady Olivia. Pareció gustarle sobre todo la
Habitación Azul, que presidía la imagen de un águila en el techo, sobre la
inmensa lámpara de araña. Subió con ella las escaleras y se asomaron a las
habitaciones privadas que rodeaban el salón de baile.
—Son veinticuatro en total —explicó—. Se utilizan sobre todo cuando
se celebran conciertos.
Frente a cada salón privada había una estatua de estilo romano clásico,
como si hicieran guardia ante ellas. Algunas de ellas estaban adornadas con
bajorrelieves en bronce, y todas las togas eran del color púrpura senatorial.
—¿Le gustaría ver los pisos superiores?
—¿Hay alguna diferencia? —preguntó Olivia dudando mínimamente.
—Sí que la hay. El color dominante del piso superior es el azul
cristalino.
Como sus ojos, pensó él, y después negó con la cabeza ante la absurda
idea que había cruzado su mente.
Subieron las escaleras, y cuando retiró las cortinas que cerraban uno de
los salones, la chica soltó una suave exclamación al contemplar la etérea luz
que brotaba de la preciosa lámpara circular que colgaba del techo, salpicada
de pedrería azul brillante.
Olivia entró mirando hacia arriba y él la siguió tomándola de la mano,
sin poder apartar los ojos de su preciosa y ahora extasiada cara.
I gual no debía quedarse más tiempo sola con él. Lo que estaba
sucediendo era bastante inapropiado, de hecho, tenía que haber una
carabina con ellos. Tenían que haber permanecido en el salón de baile. Y
sin embargo… esto era mucho más divertido y excitante.
—Lady Olivia… —dijo él, y le dio suavemente la vuelta para poder
mirarla a la cara. Ella sonrió, pero solo hasta ver el gesto serio de su cara,
que contrastaba con su estado de ánimo habitual. La tomó de las manos un
instante, y después le acarició la cara y la obligó suavemente a que le mirara
a los ojos. Le acariciaba las mejillas con las yemas de los pulgares, y la piel
le ardía con su roce—. ¿Por qué me tiene tan cautivado?
—¿No me considera una persona repelente?
Él se rio.
—Es usted muy interesante.
—Supongo que eso es un cumplido…
—¿Es usted siempre igual de sincera? —preguntó Alastair.
—Por supuesto —indicó con cierto descaro—. ¿Por qué cree si no que
sigo soltera?
En lugar de contestar, se inclinó hacia ella, tanto que sintió su aliento en
la mejilla. Él dudó por un momento, permitiéndole que se retirara si lo
deseaba, pero Olivia no era de las que daban pasos atrás. Por el contrario, lo
que hizo fue inclinarse hacia delante y encontrar sus labios a medio camino.
Ambos demostraron tener hambre atrasada.
Él la beso ávidamente, y le hizo perder el aliento con su intensidad. La
empujó contra la pared y empezó a explorarle los labios con la lengua. Sin
dudarlo, abrió la boca para él. Las lenguas se juntaron y jugaron, y no pudo
evitar que se le escapara un jadeo. Interrumpió el beso por un momento y
colocó las cortinas de modo que los ocultaran y poder mantener la
privacidad.
Continuaron con los juegos amorosos de las lenguas y las manos, y él le
acarició el pelo. En un momento dado empezó a acariciarle el pecho a
través del vestido de satén y a jugar con el pezón, que creció con sus
caricias.
—Su excelencia… —jadeó.
—Alastair —corrigió él. En ese momento un pecho se liberó por encima
del escote. Lo acarició con suavidad, jugueteó con el pezón usando dos
dedos y volvió a besarla apasionadamente. Cuando ella, instintivamente, se
apretó contra él, su reacción fue de retirarse de forma súbita.
—Olivia, tenemos que parar —dijo entrecortadamente.
—¿Por qué? —dijo ella. El calor fluía desde su cuerpo y parecía
concentrarse en las mejillas, que debían estar completamente enrojecidas.
—Porque eres una dama y yo… bueno, yo no estoy buscando esposa en
este momento. Lo que estábamos empezando a hacer, en el caso de una
dama como tú, solo debe conducir a una boda.
—¿Una dama como yo? —repitió ella levantando una ceja.
—Sí. No se debe jugar con la hija de un conde.
—¡Usted no estaba jugando conmigo, su excelencia! En esta ecuación
hay dos factores exactamente iguales.
—En efecto, así es —reconoció él—. Pero aun así…
No le dejó terminar: se acercó a él y entrelazó los dedos por detrás de su
cabeza para acercar su boca a la de ella. Alastair jadeó y se dejó inundar por
sus besos hasta que escuchó un ruido detrás de él que le hizo dar un
respingo. La cortina que los aislaba de abrió de repente. Ya no estaban
solos.
C A P ÍT U L O 8
—¡Olivia!Olivia se separó del duque, mientras él hacía lo que podía por
volver a cubrir el pecho desnudo.
—Ma… madre.
Por una vez en su vida, Olivia se quedó sin palabras en presencia de su
madre. «Esto tampoco es tan terrible», pensó. Su madre lo mantendría en
secreto, pues siempre había huido de los escándalos…
La cortina se abrió de nuevo, dando paso a lady Hester acompañada por
dos de sus amigas. La habitación cada vez parecía más pequeña.
—Vaya, lady Olivia —espetó—. Menudo escándalo, ¿no?
Parecía que, fuera del salón privado, se había congregado una pequeña
multitud, y Olivia estaba anonadada..
—No…, no es lo…
—Lady Olivia y yo estábamos bailando, y ella estaba agobiada y
necesitaba alejarse de la multitud —intervino el duque intentando buscar
una explicación.
—Así que usted aprovechó eso para llevar a mi hija a una habitación
privada y arruinar su reputación, por lo que veo… —dijo lady Sutcliffe,
traspasando a ambos con la mirada.
—¿Arruinar mi reputación? ¡No diga eso, madre, por favor!
—¿Qué crees que va a significar para ti esto cuando se sepa? —
preguntó lady Sutcliffe fijando la mirada en ella—. Se te ha visto en una
habitación privada con un pecho colgando del escote, el pelo alborotado y
abrazada por un hombre. Sea cual sea la dote que te asignemos, nunca
podrás encontrar un hombre que quiera casarse contigo… salvo el duque,
por supuesto.
Le dirigió una petulante sonrisa.
—¡Madre! —siseó Olivia—. Deténgase. Ya hablaremos de esto más
tarde… y en privado.
—Sí —concedió su madre levantando las cejas—. Así será. Mi marido
le espera mañana en nuestra casa, su excelencia. Y ahora, Olivia, creo que
va siendo hora de que nos vayamos de aquí.
Olivia, por una vez, hizo lo que se le decía. Siguió a su madre en
dirección a la salida sin siquiera mirar al duque. La habitación estaba en
silencio, salvo los accesos de risa nerviosa de lady Hester y sus amigas.
—Cierra la boca, Hester —dijo, incapaz de callarse. Salió de la
habitación manteniendo la cabeza alta.
El carruaje los condujo a casa. Nadie pronunció ni una palabra, con
Olivia mirando pensativamente por la ventana y el resto de los ojos
clavados en ella. Repasó una y otra vez en su mente todo lo sucedido esa
noche. No tenía muy claro qué era lo que le había sucedido. Cuando el
duque la besó, dejó de actuar con lógica y se dejó llevar por los instintos y
las emociones. Cuando lo siguió escaleras arriba en dirección a la
habitación privada, tenía muy claro qué era lo que estaba haciendo, y
también lo que podía pasar. Recordó perfectamente haber pensado lo que
podría ocurrir y las consecuencias que podía traer, y decidir que, fueran las
que fueran, merecía la pena.
Por otra parte, no quería casarse con nadie, así que, ¿qué más daba si su
reputación quedaba arruinada? Podía soportar los cotilleos, las miradas y las
risitas de lady Hester y compañía. Se echó hacia atrás y cerró los ojos,
preparándose para la batalla que se avecinaba.
—N o me voy a casar con él.
Estaba de pie en el salón de estar, frente a sus padres. Su madre sentada
en el sofá rosa, con ambas manos en el regazo, y su padre de pie detrás de
ella, formando un claro frente común. Helen estaba sentada en el extremo
del sofá, cerca de su madre, y su madre los miraba a todos, con las manos
en las caderas y los pies firmemente apoyados en la mullida alfombra.
Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, analizando su
situación. En un momento dado se había levantado para pasear por la
habitación, harta de estar tumbada, y para mirar por la ventana, como si
pudiera encontrar respuestas en las estrellas del cielo londinense.
Finalmente había decidido que no se iba a dejar arrinconar ni atrapar en
un matrimonio con un duque muy guapo, pero también muy libertino. Era
un mujeriego reconocido, y Olivia no estaba dispuesta a ser la esposa
apocada y estúpida que se queda en casa haciendo como si no viera las
andanzas de su marido. Prefería quedarse soltera el resto de su vida.
Ahora tenía que ser capaz de transmitir ese punto de vista a sus padres.
Todavía no estaba en condiciones de mantenerse por sus propios medios y
prescindir de su ayuda económica, por lo que tenía que asegurarse de poder
vivir bajo su techo en el futuro inmediato.
—Olivia, sé razonable —dijo su madre con acritud—. En estos
momentos toda la alta sociedad estará ya al tanto de tu escarceo con el
duque. No podrás aspirar nunca a un matrimonio respetable, probablemente
nunca más.
—Me da igual —replicó Olivia levantando la barbilla—. No tengo
ninguna necesidad de casarme.
Su madre resopló.
—¡No seas obstinada! Por supuesto que quieres y necesitas casarte.
Todas las mujeres quieren casarse…
—No todas, madre, no todas —respondió Olivia mirando a los ojos a su
madre—. Yo no, desde luego.
—¿Por qué no? —preguntó su madre con una leve risa sarcástica—. ¿Y
qué otra cosa harías con tu vida si no te casas?
—Trabajar —respondió encogiéndose de hombros.
—¿Trabajar? ¡Trabajar, dices…! —Esta vez la risa fue sonora y
espontánea—. ¿Y dónde se supone que vas a trabajar?
—Eso no es asunto suyo —respondió Olivia dándose la vuelta para
mirar por la ventana. Intentaba poner en orden sus pensamientos.
Su madre cambió de táctica.
—Es la mejor oportunidad que podrías siquiera soñar. ¡El duque de
Breckenridge! ¡Ni te imaginas la cantidad de mujeres que desearían estar en
tu lugar!
Olivia se puso a pasear por la alfombrada habitación sin dejar de mirar a
su familia, como si fuera una actriz protagonista dominando el escenario.
—Vamos por partes. Para empezar, el duque todavía no ha pedido mi
mano, así que de momento esto está fuera de lugar. Y para continuar, seguro
que sabe que el duque es un mujeriego empedernido. ¿Se habría casado
usted con un hombre que muy probablemente se iba a pasar gran parte de su
vida de casado frecuentando todo tipo de mujeres distintas a usted?
Se quedó mirando a sus padres a la espera de una respuesta. Su madre
no dejó de mirarla y se encogió ligeramente de hombros, mientras que su
padre al menos los bajó con cierta vergüenza.
—¿Padre? —dijo, buscando su apoyo.
—Olivia… —empezó vacilante—, sabes que durante todos estos años
te he apoyado mientras buscabas un compromiso matrimonial basado en el
amor…
Su madre bufó audiblemente, dejando claro que ella no había sido
partidaria de esa actitud.
—Sí, padre —reconoció Olivia—. Y te agradezco mucho que hayas
hecho eso por mí. La mayoría de los padres no son tan comprensivos.
El aludido bajó la cabeza antes de seguir hablando. A Olivia le pareció
que suspiraba.
—Dicho esto, hace bastante tiempo que deberías haberte casado. Por lo
que se refiere al trabajo, estoy muy orgulloso de tu inteligencia, hija, sobre
todo siendo mujer; no obstante, no puedo mantenerte durante el resto de tu
vida. Y mucho menos al nivel que has vivido hasta ahora y al que estás
acostumbrada.
Se le cayó el alma a los pies al escuchar las palabras de su querido
padre. Si alguien había creído siempre en ella y la había apoyado, ese
alguien era él.
—Pero…
No le permitió terminar.
—Además, tenemos que tener en cuenta a Helen.
—¿A Helen?
—Sí. Sabes bien que lo esperable sería que tú te cases primero, y que
Helen todavía tendría la oportunidad de encontrar un marido adecuado,
independientemente de tu situación. Pero ahora, en estas circunstancias,
contigo soltera y con tu reputación arruinada… Helen no va a tener muchas
oportunidades, si es que le quedara alguna, de lograr un matrimonio
adecuado y respetable.
Olivia controló el flujo de palabras que estaba a punto de salir por su
boca, y se volvió hacia su hermana. Nunca habían tenido mucha confianza
ni cercanía, pues eran muy distintas, aparte de la diferencia de edad. No
obstante, le tenía mucho afecto, y siempre se había sentido responsable de
su tranquila y tímida hermanita. ¿De verdad iba a impedir su
matrimonio…?
—Helen —la interpeló—, ¿qué opinas tú de lo que ha dicho padre?
Helen la miró con los ojos brillantes por las lágrimas aún no vertidas.
—Por favor, Olivia, no nos arruines nuestras vidas… —susurró.
Olivia perdió el aliento ante la apasionada súplica, aún más impactante
por su levedad. No «nos», había dicho su hermana. En todo momento había
considerado el problema desde un punto de vista estrictamente individual.
Pero ese planteamiento estaba incompleto…
—De acuerdo —dijo. Las palabras parecían negarse a salir de sus
labios, pero las forzó—. Me casaré con él.
A lastair no paraba de pasear por su estudio ni de darle vueltas en la
cabeza al sinfín de pensamientos que la rondaban. Estaba muy enfadado
consigo mismo por haber permitido que, en el baile, el deseo tomara el
control de sus actos, sustituyendo a la lógica, la racionalidad y el control.
Precisamente por eso, previendo lo que finalmente había ocurrido, se había
mantenido durante muchos meses lejos de lady Olivia Jackson. Ella era la
única joven que le gustaba y le intrigaba de verdad de todas las casaderas de
la alta sociedad. Había pensado que un beso casto, que no fuera más allá, le
bastaría para alejarla de sus pensamientos. Pero el efecto fue precisamente
el contrario. El beso había desatado la pasión y, una vez probado, quiso
más, mucho más.
Y más era lo que iba a conseguir si seguía el camino que marcaba la
condesa, pensó con una sonrisa irónica. Alastair odiaba que le dijeran lo
que debía hacer. Su padre lo había intentado durante toda su vida, por lo
que no podía soportar sentirse manipulado. Y, además, no tenía el más
mínimo deseo de casarse.
Pero, en la situación en la que se encontraba, ¿le quedaba alguna
alternativa? Puede que tuviera fama de mujeriego, pero eso no quería decir
que no le importara arruinarle la vida a una joven. Lady Olivia, después de
lo que había pasado, nunca iba a encontrar un marido adecuado. Su mutuo
desliz lo había presenciado demasiada gente.
Alastair frunció el ceño pensando que la madre de Olivia seguramente
sabía bien lo que se iba a encontrar tras descorrer la cortina de la sala
privada, y por eso había llevado a otras personas con ella. Lady Sutcliffe
estaba deseando encontrar a su hija en esa situación. Esa idea ponía
enfermo a Alastair. ¿De verdad podría soportar ser familiar de esa arpía?
¿Su yerno…?
Un suave golpe en la puerta lo sacó de sus funestos pensamientos. Sabía
que era su madre la que estaba al otro lado, por lo que acudió rápidamente a
atender la llamada. Allí estaba, vestida de luto riguroso por el fallecimiento
de su padre.
—Madre —la saludó con una inclinación de cabeza.
Le dio un beso en la mejilla al entrar y se sentó en uno de los sillones de
orejas, mientras él se sentaba en el otro. Parecía fuera de lugar en una
habitación tan masculina, que había sido el centro de operaciones de su
padre para la gestión del ducado durante tantos años. Seguía siendo una
mujer muy bella, pese al vestido negro y a los mechones grises que ya
aparecían en el pelo. Se las había arreglado para conservar la alegría de
vivir, pese a los continuos intentos de su padre de arrebatársela.
Probablemente había sido en ella dónde había encontrado su propia
alegría.
—¿Qué tal el baile de ayer? —le preguntó, con una ligera sonrisa en la
boca.
—¿Has oído algo? —respondió dando un pequeño suspiro. Se acercó al
mueble bar y se sirvió una copa de brandi, pese a que aún era bastante
temprano—. Las noticias vuelan.
—Desde luego —asintió su madre—, y más si la condesa de Sutcliffe se
asegura de que no pierdan las alas.
Puso los ojos en blanco y dio un sorbo a la copa, dejando que el brandi
le quemara la garganta.
—La dama está tremendamente satisfecha por el desliz de su hija —le
dijo a su madre, que asintió inmediatamente.
—Sí. No me sorprende que lady Sutcliffe se abstenga de protestar por el
hecho de que su hija se… «enrede» con un duque —dijo su madre
echándose hacia atrás en el sillón—. ¿Qué vas a hacer, hijo?
—No lo sé, madre —dijo frotándose las sienes con los índices de ambas
manos—. No tengo el menor deseo de casarme a corto plazo.
—Dime una cosa, Alastair: ¿piensas que la chica tenía la intención de
tenderte una trampa para que te vieras obligado a casarte con ella?
—No —respondió sin dudar—. Ella no se imaginaba que fueran a
sorprendernos, y estaba absolutamente indignada con su madre.
—Ya no soy quién para decirte qué es lo que debes hacer —declaró la
dama, hablando muy despacio—. No obstante, creo que en el fondo de tu
corazón, sabes muy bien cuál es la decisión correcta.
—Sí —reconoció, sintiendo un estremecimiento en la boca del
estómago—. Creo que sé cuál es.
C A P ÍT U L O 9
L a llamada a la puerta se produjo más o menos una hora después de
que Olivia hubiera tomado la decisión.
La familia seguía reunida en la sala de estar, en un ambiente que
rezumaba tensión. Su madre y Helen cosían y su padre ojeaba los
periódicos de la mañana, mientras que Olivia se había sentado a leer junto a
la ventana, aunque en realidad lo que hacía era mirar al exterior, con la
mente en otra parte.
Al llegar el duque, su padre abandonó el salón de estar para ir a hablar
con él en su estudio. Olivia, nerviosa, hasta se mordió las uñas mientras
esperaba. Era ridículo que dos hombres estuvieran decidiendo su futuro
mientras ella los esperaba allí como una estúpida. Pero en ese momento no
tenía nada que hacer al respecto, así que allí se tenía que quedar, esperando
con impaciencia.
Mientras miraba por la ventana y movía nerviosamente la pierna, se
puso a pensar en cuál sería la mejor manera de enfrentarse a ese
matrimonio. Concretamente, en cómo lograr mantener su libertad de acción
al tiempo que aseguraba el futuro de su hermana. Al final llegó a una
decisión, y se sintió bastante satisfecha de todos sus aspectos prácticos. En
ese momento, el duque entró en la habitación.
Sintió como si todo el aire hubiera sido aspirado en el momento en el
que hizo su entrada. Y es que perdió el aliento al verle allí de pie, en el
umbral de la puerta, con la luz que entraba por la ventana haciendo brillar
sus rizos dorados. Sentada en la silla como si hubiera echado raíces, notó
que el calor ascendía hasta sus mejillas. No podía apartar los ojos del
hombre que, ¡la noche anterior!, le había hecho perder el control de pura
pasión. Observó su cuerpo fuerte y proporcionado, el pecho que había
acariciado, el pelo sedoso del color de la arena de playa por el que había
dejado correr los dedos y los labios que le habían mostrado lo que significa
el deseo.
La ligera inclinación de cabeza que le dedicó rompió el hechizo en el
que había caído, y el deseo rampante que volvía a invadirla fue sustituido
por el sentimiento de culpa y la amargura del arrepentimiento por las
acciones de la noche pasada, y la rabia por el hecho de que su madre los
hubiera descubierto y forzado a la situación actual.
El siseo de lady Sutcliffe hizo que por fin se pusiera de pie e hiciera una
reverencia que le pareció tremendamente ridícula. El duque avanzó, seguido
de su padre.
—Su excelencia —ronroneó su madre juntando las manos por delante,
como si fuera a aplaudir—, es un placer volver a verle.
¡Cómo si hubiera venido a rendir una visita puramente social!
—Señora —contestó el duque inclinando la cabeza, aunque no le pasó
desapercibida la mirada glacial que le dedicó.
—Bueno —empezó el conde, intentando romper la rigidez que se había
apoderado de todos—. Todo está resuelto. Su excelencia se casará con
Olivia en cuanto obtenga una licencia especial que evite las
amonestaciones. Si os parece, celebraremos la ceremonia en el salón
principal, pues será una ceremonia corta y privada.
Se le notaba contento, lo mismo que a su madre. Olivia no pudo evitar
soltar un pequeño bufido al ver la reacción de sus padres. Parecía que se
hubiera tratado de un noviazgo normal y una decisión mutuamente
acordada, cosa que no podía estar más alejada de la realidad. El duque, cuya
expresión tensa distaba mucho de su jovialidad habitual, no parecía ni
mucho menos entusiasmado por el acuerdo matrimonial. En cuanto a
ella…, bueno, ella jamás se habría prestado a esto de no ser por el peligro
que se hubiera cernido sobre el futuro de su hermana pequeña.
—¿Puedo hablar unos minutos con el duque? A solas, quiero decir. —
Su voz pareció reverberar en las paredes de la habitación, que durante unos
momentos se quedó en un silencio sepulcral, solo roto por el tictac del reloj
de pared y las pisadas de los sirvientes que recorrían el pasillo. Todos se
volvieron a mirarla.
—Supongo que en estos momentos ya da igual —dijo su madre en tono
algo entrecortado—. Ven conmigo, Helen.
Su hermana la siguió sumisamente y ambas salieron por la puerta,
seguidas de su padre, que se paró un momento para dirigir una mirada seca
al duque. Esta inclinó la cabeza, reconociendo la advertencia que acababa
de recibir.
Cuando la puerta se cerró por fin tras ellos, Olivia volvió a ser muy
consciente de la presencia de ese hombre, alto y de anchos hombros, en
cuyos brazos había caído sin dudarlo la noche anterior.
Pese a lo deprisa que le latía el corazón, no quiso parecer asustada ante
el hombre que tan pronto se iba a convertir en su marido. Lo miró
intensamente a los ojos, procurando no pestañear.
—Quiero que sepa, su excelencia, que nada de esto ha sido nunca mi
intención —dijo con gesto serio y firme—. De hecho, solo he accedido al
matrimonio para salvaguardar el futuro de mi hermana.
—¿De su hermana? —dijo alzando levemente una ceja.
—Sí, de mi hermana —repitió—. No me importa en absoluto mi propia
reputación, pero no quiero que a Helen le afecte… el escándalo. Ya ha
debutado y ansía encontrar un marido a su altura. No quiero que mi familia
se vea afectada hasta el punto de que mi hermana no pueda encontrar la
pareja adecuada.
El duque se aclaró la garganta.
—Tengo que pedirle perdón, lady Olivia —empezó a decir con voz
forzada y poco natural, que nada tenía que ver con el tono de barítono al
que ya se había acostumbrado—. Tenía que haber tenido más juicio con mis
acciones y no haberla llevado a ese condenado salón.
—Bueno, la verdad es que… —vaciló y no pudo evitar una mínima
sonrisa—, no se puede decir que yo me negara.
Se produjo un silencio incómodo.
—¿Era eso todo lo que quería decirme? —preguntó.
—Sí. No. Yo… sé que esto no es lo que usted quiere, que lo hace contra
su voluntad —empezó. Ahora era incapaz de mirarle a los ojos—. Si usted
desea que el matrimonio sea solo nominal, lo entenderé. No obstante… no
obstante me gustaría saberlo desde el primer momento.
—¿Por qué? —La pregunta y su tono hizo que se volviera de inmediato.
—¿Pregunta por qué? —repitió con tono de aburrida sorpresa—. Porque
así sabría… el concepto que tengo que tener de usted.
El duque soltó una especie de bufido burlón.
—¿Y se puede saber qué concepto tiene de mí ahora, lady Olivia?
Una vez más, sintió una oleada de calor en las mejillas y dio unos pasos
para ponerse a salvo cerca de la ventana.
—Mi concepto de usted es que le gusta la compañía femenina. En
general, disfruta con las mujeres, con… muchas mujeres. Considero que ha
hecho saber su desinterés por el matrimonio y su preferencia por
mantenerse soltero durante bastante tiempo. Considero que se ha visto
forzado a prometerse conmigo porque se vio sorprendido y se dejó llevar
por sus deseos carnales, y que ahora se arrepiente de haber abandonado el
salón de baile de Argyll Rooms.
A l escuchar lo que decía Olivia, Alastair no tuvo más remedio que
reconocer que sus palabras eran completamente ciertas. Le habían tenido
que llegar todos los cotilleos que corrían sobre su persona, aunque eso
nunca le había importado lo más mínimo. Eso sí, solo hasta el momento en
que los escuchó de los labios de la joven.
Esta vez sí que le afectaron, tanto que le entraron ganas de refutar lo que
estaba diciendo. Pero no pudo. Y es que la verdad era que disfrutaba con las
mujeres, que no deseaba casarse y que quería permanecer soltero durante
bastante tiempo. No obstante, pese a la verdad que expresaban sus palabras,
no se arrepentía de los momentos pasados en la habitación privada de
Argyll Rooms. Cuando besó a Olivia, sintió algo distinto, algo que nunca
había experimentado antes. No deseaba casarse con ella, no… pero no
podía negar que seguía deseándola.
—Veo que he acertado en mis conclusiones —continuó. Ahora su tono
era seco y neutro, como si hablara de negocios, tampoco muy distinto al de
su madre hacía solo unos minutos—. De acuerdo entonces. Le propongo un
acuerdo entre los dos, que creo que podría beneficiarnos a ambos. Nos
casaremos, pero solo nominalmente, con el objetivo de preservar la
reputación de ambos. No obstante, usted puede comportarse como desee:
acudir a sus clubes y fre… frecuentar las mujeres que le parezca. Por lo que
se refiere a mí, también podré hacer lo que considere oportuno. Ni me
cuestionará, ni me dará órdenes. Me comprometo a no manchar su apellido,
ni a avergonzarle a usted, pero tampoco estaré a sus órdenes sumisamente.
¿Estamos de acuerdo?
Olivia alzó las cejas en actitud serena y expectante sin dejar de mirarle a
los ojos. Él tampoco podía dejar de mirarla, aunque en su caso asombrado y
en silencio. Casarse solo nominalmente, de cara a la galería… no podía
negar que un aspecto de esta boda que le apetecía mucho era precisamente
acostarse con la que pronto iba a ser su esposa. No obstante, la oferta que
ella le había hecho era de lo más tentadora. Podría seguir viviendo y
comportándose como quisiera, y la única contrapartida sería dejarla en
paz… Nunca le había gustado responsabilizarse de nadie, y el que ambos
respetaran la libertad del otro y no cuestionaran sus respectivas acciones era
lo que ambos deseaban.
Por primera vez desde la noche anterior, cuando lady Sutcliffe irrumpió
como un ciclón en el palco privado, sonrió con verdaderas ganas.
—Estamos de acuerdo.
C A P ÍT U L O 1 0
L a boda, tal y como había indicado el conde, fue «una ceremonia corta
y privada». Olivia se puso el vestido más elegante que tenía, uno de
seda azul oscuro que resaltaba el tono de sus ojos. Su doncella Molly le
propuso un peinado elaborado y espectacular, pero ella renunció a ello y le
pidió que se ciñera a un moño sencillo. Molly protestó, pero sin éxito, por
supuesto. Al final, le gustó el efecto del moño sobre el vestido de cintura
alta, mangas abombadas y pliegues trenzados.
Bajó las escaleras en dirección al gran salón. En la puerta la esperaba su
padre, y se asomó para ver el interior. La amplia habitación se había
reconfigurado para acomodar el escaso número de personas que habían
acudido a la ceremonia. Estaban su hermana y su madre, por supuesto, así
como la madre del duque, todavía de luto riguroso, así como una joven que
seguramente era su hermana, vestida de alivio de luto. Había varias
personas a las que no reconoció, puede que parientes o amigos del duque, y
dos o tres primos de ella, incluyendo el que iba a heredar algún día el
condado. Le alivió mucho ver a Rosalind con su prometido, así como a
Isabella y su marido. Les había escrito la misma tarde anterior, esperando
que acudieran para apoyarla con su presencia.
—¿Estás preparada para esto, hija? —preguntó su padre con suavidad y
sonriendo mínimamente.
—Todo lo preparada que puedo estar —replicó con gesto resuelto.
—Olivia… —dijo con tono indeciso—. Sé que esto no es lo que
querías. Pero niña, te lo pido por favor: intenta ser feliz.
Fue incapaz de mirarlo a los ojos, pero logró responder.
—Empecemos.
Su padre la miró y le hizo el guiño habitual, lo que contribuyó a romper
un tanto la tensión que reinaba en el salón. Todos los presentes conocían
muy bien las circunstancias.
El vicario se aclaró la garganta y comenzó la ceremonia. Parecía
aliviado por el hecho de que nadie hubiera puesto objeciones a esa boda,
pues parecía que él mismo tenía sus dudas. Olivia procuró mantenerse
tranquila hasta el momento de pronunciar los votos.
El vicario se volvió hacia el duque.
—¿Tomas por esposa a esta mujer para vivir con ella en santo
matrimonio conforme a ley de Dios? ¿Prometes amarla, confortarla,
honrarla y ayudarla, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la
pobreza, y serle fiel durante todos los días de vuestra vida?
El gesto del duque permaneció impasible hasta llegar a la frase «y le
serás fiel». En ese momento movió involuntariamente un músculo del
párpado y apartó los ojos de ella.
—Lo prometo —casi susurró.
—¿Tomas por esposo a este hombre para vivir con él en santo
matrimonio conforme a ley de Dios? ¿Prometes obedecerle, servirle,
amarle, confortarle, honrarle y ayudarle, en la salud y la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza, y serle fiel durante todos los días de vuestra vida?
Olivia hizo una mueca ante las palabras «obedecerle, servirle», mientras
que el duque esbozaba una ligerísima sonrisa que solo ella pudo captar.
Tragó saliva con dificultad y pronunció la consabida aceptación.
—Lo prometo.
El resto de la ceremonia fue para ella algo borroso, hasta que finalmente
el vicario la dio por terminada. Olivia se volvió hacia los asistentes,
dándose cuenta en ese momento de que se había convertido en duquesa, de
que estaba casada, al menos nominalmente, con el hombre que estaba a su
lado, un hombre al que había deseado febrilmente, pero al que no deseaba
estar ligada de por vida. Su madre siempre le había dicho que sus ansias de
aventura terminarían siendo su perdición. Y, tal como habían ido las cosas,
tuvo razón
—Sonríe —susurró una voz rica y varonil, la misma que seguía
produciéndole estremecimientos en la espina dorsal.
Así lo hizo, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Le había propuesto un
acuerdo y él lo había aceptado, pero no había contado con la profundidad
del deseo que sentía por él. Pero también sabía que no debía rendirse.
Porque de ser así, si reconociera algún sentimiento por él, fuera pura lujuria
o cualquier otro, eso sería su perdición. Y es que, de sentir algo por ese
hombre, el único resultado sería que él le rompería el corazón. No. Tenía
que alejarse, alejarse por completo. En cuanto terminara este maldito
desayuno nupcial.
—¡V amos , vamos! —exclamó el conde levantando las manos y dando
palmadas una vez que se hubo completado la ceremonia—. Tenemos que
celebrar el matrimonio que acaba de empezar. Están todos invitados al
desayuno nupcial. ¡Acompáñenme al comedor!
Los padres de Olivia repartieron apretones de manos y sonrisas por a
todos los invitados, mientras que la madre de Alastair lo miraba con las
cejas levantadas, como preguntándole su era esto lo que procedía, es decir,
seguir adelante como si lo que había ocurrido fuera lo más normal del
mundo. Alastair se limitó a encogerse de hombros, sonreír resignadamente
y asentir.
La ceremonia le había resultado interesante, a tenor de los votos
pronunciados por ambos. Por mucho que Olivia cuestionara su lealtad,
siempre había pensado que cuando se casara, cosa que hasta ese momento
deseaba que ocurriera lo más tarde posible, permanecería fiel a su esposa.
De hecho, se había preparado para decirle eso cuando acudió a hablar con
su padre, pero Olivia lo sorprendió con la inesperada propuesta. Ahora no
tenía claro cómo seguir adelante. Si no quería estar con él, ¿qué podía
hacer? No creía poder vivir como un monje.
El comedor era tan horroroso como el resto de la casa. El escaso papel
pintado que asomaba entre las pinturas y retratos colgados de las paredes
era de motivos florales en rosa pálido y carmesí contrastaba horriblemente
con el tapizado púrpura profundo de las sillas. Alastair no solía fijarse en
los colores de la decoración, pero no pudo evitar arrugar la nariz al entrar al
comedor.
—¡Esta casa es sencillamente horrorosa! —le dijo su hermana al oído
mientras ambos se acercaban a la mesa del comedor.
Alastair le indicó que se callara, aunque sin ocultar una sonrisa. Sonrisa
que desapareció al volverse hacia Olivia, que estada sentada junto a él y
miraba a ambos con las cejas levantadas. Anne la miró horrorizada al darse
cuenta de que había escuchado su comentario.
—Olivia… quiero decir, su excelencia, lo siento mucho. No quería…
Olivia movió la mano quitándole importancia y sorprendió a ambos con
su comentario entre dientes.
—Hay algo que, con toda seguridad, no echaré de menos —dijo en tono
bajo y conspiratorio—: esta horrenda casa.
La preocupación desapareció de inmediato de la cara de Anne, y
Alastair agradeció mucho el que su reciente esposa hubiera tranquilizado a
su hermana.
—¡Ah! otra cosa, Anne —añadió mientras la chica seguía andando—.
No vuelvas a llamarme nunca «su excelencia». Olivia es más que suficiente.
—Pues claro, Olivia —dijo Anne sonriendo de oreja a oreja. Alastair
supo en ese momento que Olivia se había ganado a su hermana para
siempre.
El desayuno transcurrió tan bien como cabía esperar. No habló mucho
con Olivia, pues no estaba muy seguro de qué decirle. Observó que no
paraba de darle vueltas a la sencilla alianza, una pieza de metal a la que no
estaba acostumbrada, y que le recordaba que estarían unidos durante el
resto de sus vidas. Sintió una opresión en el pecho al pensarlo, pero la dejó
a un lado y se concentró en contestar las preguntas del conde a propósito de
las carreras de caballos que iban a celebrarse próximamente.
—Por desgracia, no apuesto a los caballos —respondió. Prefería las
cartas, un juego en el que podía pensar que tenía cierto control, al contrario
que las carreras de caballos, que se basaban en la pura fortuna de acertar
con el caballo adecuado. Su padre había perdido buena parte de su fortuna
con ese tipo de apuestas.
—Me parece bien —dijo el conde agitando el tenedor—. Es usted un
joven inteligente.
Alastair asintió, y cuando se sirvió la tarta, miró el reloj para comprobar
si ya era una hora adecuada para pedir disculpas y marcharse. Había echado
la silla hacia atrás para levantarse y anunciar que se marchaban cuando lady
Sutcliffe se puso de pie y reclamó la atención de los asistentes.
Le pareció que Olivia soltaba un bufido, aunque quizá fueran
imaginaciones suyas, pues el sonido había sido muy leve.
—Gr..gracias a todos por haber venido —dijo hipando mínimamente, y
Alastair frunció el ceño. Daba la impresión de que la dama había bebido
demasiadas copas de vino con el desayuno. Esperaba que el conde
interviniera y les ahorrara a todos el bochorno que se avecinaba, pero por
desgracia no fue así.
—Aunque ha sido una ceremonia preciosa —dijo, y Alastair creyó notar
que hacía un ligero gesto de pesar—, me habría gustado que mi hija mayor
se casara con el duque en St. George, en lugar de en nuestro salón. Pero
bueno, Olivia nunca ha sido una persona que hiciera lo que debía, eso es
evidente. ¡Supongo que tengo que agradecer que… haya hecho lo que ha
hecho con un noble de tan alto rango!
—¡Madre! —estalló Olivia, y el conde aprovechó para obligar a su
esposa a sentarse.
—Lo que mi esposa quiere decir es que agradece a todos ustedes su
presencia hoy aquí —dijo atropelladamente. Tenía las mejillas encendidas
—, para celebrar la boda de nuestra hija con el duque de Breckenridge. Es
un privilegio unir nuestras familias con este matrimonio.
Olivia permaneció sentada a su lado con gesto estoico y sin pronunciar
palabra, como si, en cierto modo, se hubiera esperado la ocurrencia de su
madre. La suya parecía horrorizada, y Anne no sabía a dónde mirar ni qué
hacer. La hermana de Olivia, Helen, no levantaba los ojos del plato, aunque
en realidad eso era lo que había estado haciendo durante todo el desayuno.
¿Cómo dos mujeres tan cercanas podían ser tan extraordinariamente
diferentes?
Daba igual. En ese momento entendió del todo por qué Olivia había
querido seguir adelante con el matrimonio. Su hermana, dado su carácter,
difícilmente podría atraer a ningún hombre siendo como era. Un escándalo
terminaría del todo con sus posibilidades. Desde luego, lo que había hecho
Olivia era muy noble, y se sintió culpable por haberla forzado de esa
manera al matrimonio.
No obstante, en estos momentos no podía hacer nada al respecto.
Reflexionó acerca de la extraña propuesta de Olivia. Podía llevarse
adelante, aunque le apetecía mucho acostarse con su esposa esta noche.
Quizá podría acudir a su habitación y ver cómo respondía. Sus labios
dibujaron una sonrisa. Podía seducirla. Ya lo había hecho antes, y pareció
inclinada a dejarse hacer.
Pero la mente se enfrentó rápidamente al deseo carnal. No. No podía
aprovecharse de la situación en la que se encontraban. Harían el amor
cuando ella también lo deseara. No «si lo deseara», porque sabía que se
sentía atraída por él.
Pero, ¿y si no le quería en realidad? En ese caso, tendría que plantearse
sus opciones.
C A P ÍT U L O 1 1
P ese a la situación nada convencional y a las palabras de su madre,
que estaba bebida, Olivia pensó que la celebración había ido mucho
mejor de lo que en realidad cabía haber esperado. El duque se había
comportado de su habitual forma simpática y desenvuelta, y su madre y
hermana eran absolutamente encantadoras ambas. Su madre, de hecho,
había adoptado su fachada agradable con la familia del duque, y Olivia
había sacado tiempo para departir con sus amigas Rosalind e Isabella.
Sí, todo iba muy bien, salvo por el hecho de que el duque y ella habían
hablado el uno con el otro.
Se sintió extraña al marcharse de su casa de Londres con la familia
Finchley, en realidad su familia ahora, por supuesto. Se despidió de su
madre sin emoción, y a Helen le había susurrado al oído que se mantuviera
firme y erguida ante su madre, y que no la dejara tomar decisiones que solo
le correspondían a ella misma. Las dos hermanas se sonrieron con dulzura y
se abrazaron. Solo se le escapó una lágrima cuando su padre la envolvió en
un efusivo abrazo. El conde siempre la había tratado con una atención, un
respeto y una consideración que en general solo se les dedicaban a los hijos
varones. Echaría de menos sentarse con él en la biblioteca en el despacho,
mientras ambos devoraban sus respectivas lecturas y, de vez en cuando,
conversaban.
Estaba a punto de marcharse cuando su padre la llamó un momento
—Olivia —dijo, acercándose mucho a ella para hablarle al oído y que
su madre ni su hermana se enteraran—. Sigue trabajando así de bien, mi
pequeña P.J. Scott.
Se quedó con la boca abierta y lo miró atónita. ¿Cómo se había
enterado? Pero él se limitó a guiñarle el ojo y empujarla hacia la puerta,
donde su marido la esperaba para ir juntos a su casa, la de ambos, en el
carruaje de los Breckenridge, cuyo escudo de armas lucía en uno de los
laterales.
Anne, la hermana del duque, no paró de hablar durante el camino de
vuelta sobre lo magnífica que había sido la ceremonia y lo romántico de su
rápido e inesperado matrimonio. Estaba deseando contárselo a sus amigas,
y le preguntó al duque que cuánto tiempo iban a permanecer en Londres,
porque quería que le diera tiempo a encontrar marido ese mismo año. La
joven estaba deseando reanudar su presencia social, pues su temporada de
presentación quedó abruptamente interrumpida por la muerte de su padre.
En un momento dado le preguntó a Olivia cuántas temporadas había vivido.
—Cinco —fue la concisa respuesta de Olivia.
Anne se asombró.
—¡Madre mía, son muchísimas!
—Sí —dijo Olivia sonriendo—. Ya me lo habían dicho.
—¡Vaya, lo siento! —dijo Anne poniéndose muy colorada—. No quería
ser grosera. Además, supongo que ha servido para que encontraras a mi
hermano.
—Sí —asintió Olivia con un mínimo movimiento de cabeza—.
Supongo que sí.
La mansión londinense de los Finchley, que llevaba siéndolo durante
muchos años, era enorme. Olivia pasó gran parte de resto del día
explorándola, siempre acompañada por las solemnes miradas de los
antepasados del duque, cuyos retratos decoraban muchas de sus paredes. La
cena fue frugal, dado el gran desayuno de celebración, y el duque apenas
intervino en la animada conversación que mantuvieron Anne y ella. Estaba
claro que se entendían muy bien.
A Olivia le cayó muy bien la joven, que estaba deseando comenzar su
vida social, pues la interrupción de la misma había sido muy abrupta sin
que ella pudiera evitarlo. De hecho, decidió hablar con Alastair para que la
joven se incorporara cuanto antes a los eventos de la temporada, que estaba
en pleno apogeo. Ella misma podría acompañarla como carabina. Era
curioso el hecho de que ahora pudiera ejercer de carabina. Habían pasado
seis meses desde el fallecimiento del antiguo duque de Breckenridge, y
aunque Olivia estaba segura de que el dolor no había desaparecido, era
tiempo suficiente como para reaparecer en sociedad.
Se retiró pronto a descansar. Subió sola las escaleras y recorrió el pasillo
que conducía a su nuevo dormitorio.
Olivia se preguntó cómo encajaría la duquesa viuda su presencia en la
casa, teniendo en cuenta que esa habitación posiblemente había sido la de
ella cuando su marido estaba vivo. En cualquier caso, se estaba portando
muy bien con ella, no solo con amabilidad, sino con simpatía. La
bienvenida no podía haber sido mejor, la verdad.
Su doncella, Molly, que había dejado el empleo en casa de sus padres
para acompañarla a su nuevo hogar, había organizado ya casi todas las
pertenencias de Olivia, y le quedaba poca ropa por colocar. Olivia pensaba
que cuanto antes colocara sus cosas en los armarios, más rápido se sentiría a
gusto en su nueva casa. De hecho, prefería con mucho esta decoración a la
de la casa de sus padres. Las paredes, blancas y sin papel pintado, realzaban
el color carmesí de las cortinas y la ropa de cama, mientras que el
mobiliario de caoba oscura resultaba muy acogedor. Por fortuna, el rosa
brillaba por su ausencia.
—Estaba usted muy guapa hoy, lady Olivia… quiero decir, su
excelencia —dijo Molly mientras le quitaba las horquillas del pelo, dejando
que este cayera en cascada sobre sus hombros antes de peinarlo y alisarlo.
—Molly, eso de «su excelencia» suena demasiado formal. Además, nos
conocemos desde hace muchísimo tiempo. Olivia sigue estando muy bien.
Molly asintió, pero parecía insegura. No obstante, habló de lo bonita
que era esta casa mientras ayudaba a Olivia a quitarse el vestido y ponerse
el camisón y la bata.
—Su marido es muy guapo —dijo poniéndose un poco colorada—.
Discúlpeme, señora. Creo que me he pasado de la raya.
—No te preocupes, Molly —dijo sonriendo levemente—. No eres la
única mujer que lo piensa.
Molly se quedó algo desconcertada. Iba a decir algo pero no lo hizo
porque sonó una llamada con los nudillos que procedía de la puerta que
comunicaba la habitación con la adyacente, que era la de su marido.
—¡Oh! —exclamó quedamente la doncella, llevándose los dedos a la
boca—. Seguro que es él. ¿Necesita algo más?
—No, nada —dijo Olivia volviendo a sentarse junto al espejo mientras
Molly abría la puerta de la habitación y salía, antes de que Olivia le dijese
al duque que podía pasar.
—Esposa —dijo, y alzó las cejas cuando la miró de frente.
—Tengo nombre —dijo mirándolo—. Olivia.
—De acuerdo, Olivia. —El nombre le sonó un poco extraño en sus
labios—. Entonces llámame Alastair.
Asintió.
—Hoy estabas guapísima —dijo con su habitual y encantadora sonrisa,
aunque Olivia notó que no la miraba de frente a los ojos.
—No hay ninguna necesidad de que me cortejes, Alastair —respondió
—. Antes te dije lo que pensaba. La solución que te propuse y aceptaste me
parece bien.
«Y así evitaré que mi voluble corazón se enamore de ti… y se rompa en
mil pedazos», pensó.
De repente, cayó en la cuenta de cuál podía ser la razón por la que había
entrado en su habitación.
—Salvo, por supuesto, que creas conveniente que esta noche…
—No, no —respondió moviendo la mano enérgicamente—. No espero
nada de ti, a no ser que lo desees.
Lo miró de frente: los tonos oliváceos de la piel del cuello, en la zona
que antes cubría el pañuelo, la forma del peño, suave pero fuerte, y la
fortaleza de las piernas bajo los ajustados bombachos, que dejaban escaso
margen a la imaginación, a la que era incapaz de poner coto. Recordó las
caricias que le hizo en la barbilla y el cuello la noche del baile, y se fijó en
el pelo, bien arreglado, más corto a los lados y con rizos en la parte central
de la cabeza. Sintió una llamada interna que la empujaba a decirle que sí,
que quería de él una noche de bodas. Ansiaba volver a sentir sus manos en
el cuerpo, y el sabor de sus labios. Los besos apresurados en Argyll Rooms
no eran suficientes, en absoluto. Quería más, lo quería a él.
Pero no podía ser. Se conocía a sí misma. Todas las emociones que
sentía, en cualquier ámbito, eran fuertes y apasionadas: alegría y pena, amor
y odio. No tenía apenas control sobre sus sentimientos, y si le daba su
cuerpo le estaría dando una buena parte de sí misma. Ella querría bastante
más que la mera conexión física. Y con un hombre como él, eso solo
conduciría a la frustración y el sufrimiento. Se le rompería el corazón.
—Creo que… por ahora, preferiría mantener nuestro acuerdo, en los
términos que establecimos de principio —dijo, sin levantar la vista de la
alfombra oriental que cubría el suelo de la habitación.
—De acuerdo entonces —dijo él asintiendo—. Buenas noches… Olivia.
—Buenas noches, Alastair.
Dicho esto, giró sobre sus talones y regresó a su habitación. Tras cerrar
la puerta, Olivia se sintió algo abandonada y definitivamente sola. No
obstante, era responsabilidad suya, y pensó que era hora de dormir y
descansar. Mañana sería otro día, en el que se sentiría mucho mejor.
No obstante, nunca había sido una persona de irse a la cama temprano.
Había pasado incontables noches en la biblioteca, estudiando o trabajando
en sus artículos, mientras el resto de la casa dormía. Le encantaban esas
horas del día en las que podía hacer lo que quisiera sin el incordio de su
madre mirándola por encima del hombro, ni de los criados, prestos a
satisfacer cualquier nimia necesidad o insinuación. En estos momentos
estaba real y verdaderamente sola, y gozaría de ello, se dijo para animarse.
Agarró la vela que estaba sobre la mesita de noche y apoyó la oreja
sobre la puerta que compartía con la habitación de Alastair. Podía escuchar
sus pasos, que demostraban que estaba allí, así que abrió quedamente la otra
puerta de la habitación, que conducía al pasillo, se echó la rubia cabellera
suelta haca atrás y salió.
Miró a uno y otro lado pero no vio a nadie. Recorrió el pasillo y bajó las
escaleras casi de puntillas para no hacer ruido, tratando de recordar dónde
estaba la biblioteca. No tardó en encontrarla, y se alegró de que estuviera
oscura y vacía. Utilizó su vela para encender las de la habitación y empezó
a curiosear.
No era tan completa como la de su padre, pero al menos tenía un buen
escritorio y varios sillones de cuero y madera de nogal que parecían
realmente cómodos para leer y trabajar. También había un sofá cerca de la
ventana desde donde se veía la calle. Dio una vuelta por la biblioteca y
terminó sentándose en el extremo del sofá. Se repantingó y dobló las
piernas y contempló las calles del barrio londinense de Mayfair. No colocó
ninguna luz cerca de ella para que nadie pudiera verla desde fuera, aunque
ella sí que estudió a fondo el exterior de la casa. Como era tarde, había poca
actividad. Las farolas de gas iluminaban muy bien la zona. También se
podían ver luces en algunas ventanas: había vecinos que, como ella, no
dormían.
Notó un movimiento cercano a la ventana, y se asomó para comprobar
quien era. Alguien salía por la puerta, que estaba justo debajo de la ventana.
Cuando se acercó a la farola, comprobó que se trataba de Alastair, quien en
ese momento le daba instrucciones al cochero mientras entraba en el
carruaje.
Sintió una punzada en el pecho. Era su noche de bodas, y su novio se
iba de casa a Dios sabe dónde. A un club, a una sala de juegos, ¿a
encontrarse una mujer? Le dio un vuelco el corazón, aunque… ¿realmente
importaba algo? Le había dejado muy claro que eso era lo que quería, un
matrimonio de pura fachada. Había ido a su habitación y la había invitado a
una noche de bodas, y ella se había negado. ¿A qué venía este ataque de
celos?
Quería que él la deseara pese a que le había rechazado. Cosa que no
tenía el más mínimo sentido. Para él había sido un golpe de mala suerte
relacionarse con una mujer soltera de la alta sociedad. Había pagado por
ello con una boda, pero no por eso iba a cambiar su modo de vida.
Olivia se levantó renegando de las absurdas emociones que estaba
sintiendo, y que no eran racionales ni tenían el más mínimo sentido. Sus
celos no solo se debían a que quería ser objeto de deseo de Alastair, sino
también a la facilidad con la que se lanzaba a la noche londinense. Podía
pasear por la ciudad e ir a donde quisiese a cualquier hora del día, sin que se
suscitaran comentarios ni hubiera repercusiones. Pero si ella hiciera lo
mismo, el escándalo sería mayúsculo, y el cotilleo imparable. En realidad,
una nueva ración de escándalo y cotilleo, pensó poniendo los ojos en
blanco.
Hizo el camino de vuelta desde la biblioteca hasta sus habitaciones. Al
cerrar la puerta, se reafirmó en la decisión de mantener a Alastair alejado, lo
más alejado posible, e impedir que ni una brizna suya le alcanzara el
corazón.
A l entrar en el salón de juego, varios conocidos le saludaron
inmediatamente, así como los crupieres y las camareras habituales. No era
un cliente habitual del establecimiento, pero sí que acudía a él de vez en
cuando en busca de un poco de suerte y diversión.
Esa noche había entrado en la habitación de su esposa sin saber muy
bien qué era lo que se iba a encontrar. Si le hubiera mostrado su deseo,
habría celebrado la noche de bodas como era debido. Pero la habitualmente
locuaz Olivia Jackson, perdón, Olivia Finchley en este momento, no se
había comportado ni mucho menos como la mujer con la que había flirteado
y bailado, y a la que había besado apasionadamente. Por el contrario, le
había mostrado una versión mucho más fría y cerrada de sí misma, al
menos cuando le habló. Después de que lo hubiera rechazado, paseó por la
habitación durante unos minutos hasta sentir la urgente necesidad de
escapar de allí, por lo que había terminado en ese local.
Lord Merryweather se aproximó a él enseguida, y le felicitó con unas
palmaditas en la espalda.
—¡Breckenridge! Felicidades por la boda de esta mañana, amigo mío.
Pero, ¿qué demonios haces aquí en tu noche de bodas, hombre de Dios?
Alastair sonrió a su amigo con cierta tristeza.
—Creo que el matrimonio va a tardar en echar raíces en mí —explicó
—. Y, mientras eso ocurre, ¿qué hay de malo en divertirse un poco?
Merryweather se encogió de hombros y miró un tanto dubitativo a
Alastair.
Se dirigieron a la mesa de faro, aunque al pasar por la mesa de whist se
acordó de su bella y rubia esposa, y de su habilidad y sabiduría en ese
juego. Al menos, quizá podría enseñarle un poco, aunque difícilmente
podría alcanzar su grado de excelencia en el juego.
Nada más empezar a jugar, una camarera se sentó en el regazo de su
oponente. El término «camarera» era un eufemismo, ya que en ese club las
chicas facilitaban algo más que copas. Otra joven ligera de ropa le sirvió a
Alastair su copa de brandi, y le preguntó con una sonrisa insinuante si
quería algo más.
Le sonrió. Era una mujer ciertamente atractiva, muy morena y con una
ropa que apenas escondía nada. Abrió la boca para aceptar la invitación,
pero las palabras parecieron enredarse en sus labios. El deseo que solía
sentir por ese tipo de mujeres no se presentó. Por el contrario, se sintió…
culpable. En su casa había una esposa, más que eso, una mujer hermosa y
brillante, que sin duda sería objeto de deseo de muchos hombres… y él
estaba pensando en irse a la cama con una prostituta de un club. Al pensar
en hacer el amor con una mujer, la única imagen que se le venía a la cabeza
era la de una mujer rubia sonriente, de caderas amplias y ojos azul
cristalino. Negó con la cabeza en dirección a la camarera, que se retiró algo
decepcionada.
Alastair se sintió algo frustrado. ¡Esa era la razón por la que no quería
casarse! Por supuesto, podía decirse a sí mismo que ese matrimonio era solo
de fachada, pero eso no hacía desaparecer su desasosiego. Era un
sinvergüenza, y seguiría siéndolo si buscaba satisfacer sus deseos carnales
en el primer sitio que tuviera a mano. Además, ella parecía no tener ya ni el
más mínimo interés en él.
Suspiró y echó una carta a la mesa. No sabía qué era lo que iba a pasar,
pero sí que estaba seguro de algo: la vida que había conocido hasta ahora se
había acabado.
C A P ÍT U L O 1 2
O livia hizo su entrada en el comedor a la mañana siguiente haciéndola
coincidir a propósito con el momento en el que Alastair terminaba de
desayunar. Ahora tendría que esperarla por educación. Generalmente su
madre terminaba pronto de desayunar y subía a sus habitaciones, mientras
que Anne era muy madrugadora. El camarero separó de la mesa la silla de
Olivia y ella se sentó saludando como si de una reina se tratara y sonriendo
a su marido.
—Buenos días, querido —dijo al tiempo que agarraba una taza de té.
—Buenos días, Olivia —respondió mirándola como si se temiera algo
—. Te veo muy animada esta mañana. ¿Ha pasado algo?
—Es solo la felicidad de la recién casada —dijo dando un ligero sorbo
al té—. ¿Qué tal tu noche?
—Bien —respondió sin añadir nada. No quería hablar con ella de la
noche anterior. Se había retirado temprano, mucho más temprano de lo
habitual, y en ningún momento había podido librarse de la sensación de
culpa, ni apartar de la mente la imagen de ella. De hecho, volvió a casa tras
dos partidas de cartas. Dos partidas que perdió sin remedio.
—¿Saliste?
—Olivia, pensaba que habíamos acordado…
—Hemos acordado no interferir en nuestras respectivas vidas, claro que
sí —le interrumpió—. Lo cual no significa que no podamos interesarnos en
lo que hace el otro, ¿no te parece?
—No sé si voy a estar… a gusto hablando contigo de esas cosas, la
verdad.
—¿Esas cosas? ¿Qué tipo de cosas son «esas cosas»? ¿Garitos de juego
y burdeles? —insistió sin dar tregua.
—Olivia… —dijo tras girar la cabeza para mirar a los sirvientes. El
camarero, Andrew, intentaba sin mucho éxito ocultar una sonrisa,
seguramente provocada por el descaro de su esposa, mientras que el
mayordomo fruncía el ceño con gesto de desaprobación—. Será mejor que
hablemos de esto cuando estemos solos. —Bajó la voz—. En cualquier
caso, no estuve en ningún burdel.
—Estupendo. —Se encogió de hombros, como si no le importara donde
había estado—. Lo que tú digas.
Alastair se aclaró la garganta y tamborileó los dedos en la mesa. ¿A qué
estaba jugando? No era habitual que se mostrara tan poco beligerante.
—Espero que tú hayas dormido bien.
—Sí, gracias, muy bien —respondió—. Aunque siempre lleva su
tiempo acostumbrarse a una cama nueva. ¡He dado muchas vueltas, la
verdad! No es que me esté quejando, Alastair. Las sábanas son muy suaves,
y el colchón…
—Me alegro mucho —la cortó con cierta brusquedad y apretó los
dientes. La camarera de la noche anterior no había despertado su interés, y
sin embrago la imagen de Olivia dando vueltas en la cama causó estragos
en su imaginación. Ella no tenía ni idea del efecto que le estaban causando
sus palabras… ¿o sí? Alastair la miró con atención. ¿Había sonreído,
aunque muy levemente, o eran imaginaciones suyas? Estaba convencido de
que era una chica inocente, pero había algo en ella que contradecía esa
opinión…
—¿Qué estas leyendo? —preguntó, interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Leyendo? ¡Ah, esto! —dijo, tratando de concentrarse en sus palabras
y volviendo a mirar el periódico que tenía entre las manos—. Es The
Financial Register. Hay un nuevo columnista, un tal P. J. Scott. Un tipo
brillante. Todos mis conocidos hablan de él. Todos los que han seguido sus
consejos han conseguido resultados magníficos. No sabemos quién es, ni de
dónde viene. Igual es un alias, y es que me imagino que si se descubriera su
identidad, recibiría muchas más solicitudes de ayuda de las que pudiera
manejar.
—¡Qué interesante! —dijo Olivia mirando al periódico—. ¿Has seguido
alguno de sus consejos?
—Pues… el año pasado invertí cierta cantidad, pues él había escrito
sugiriendo que era conveniente hacerlo lo más pronto posible en la vida.
Fue antes de que mi padre falleciera, y desde entonces no he vuelto a hacer
nada… —. Acompañó a la respuesta con un ligero suspiro al pensar en el
estado de sus finanzas, y ella lo miró con expectación.
—¿Pasa algo?
—Nada que pueda ser de tu interés —dijo con una sonrisa forzada—.
Ahora tengo que excusarme. He quedado con mi administrador en el
estudio.
Cuando salió por la puerta, se cruzó con Anne, su hermana, que pareció
contenta de ver que Olivia había bajado a desayunar tan pronto. Pensó que,
por lo menos, era bueno que Olivia estuviera aquí y tuviera buena relación
con Anne. Si se llevaran bien y desarrollaran confianza, sería bueno para
amabas, pues se harían compañía y habría menos problemas.
Se encontró con el administrador en el estudio. Para él era una
habitación opresiva, oscura y rebosante de historia familiar, con pinturas y
estatuas que tenían décadas e incluso siglos de antigüedad. Era un
recordatorio del hombre que los había dominado férreamente a todos y que,
sin embargo, había perdido por completo el control de los asuntos
relacionados con su hacienda.
Alastair abrió los libros de contabilidad y suspiró. La fachada creada
por su padre había ocultado muchas cosas. El antiguo duque de
Breckenridge hacía mucho tiempo que estaba endeudado, y sin embargo
nunca se había dignado a decírselo. Ahora estaba descubriendo que su
padre se había aficionado al juego durante los últimos años, y que había
dilapidado buena parte de la fortuna familiar. Alastair no iba a tener la
oportunidad de preguntarle a su padre qué había pasado para llegar a esos
extremos. Quizá se había cansado tanto de controlar su vida, la de su
hermana y la de su madre hasta extremos intolerables que, al final, algo se
había roto en su interior. Lo cierto es que tuvo mucho cuidado de evitar a
Alastair cuando salía por las noches a jugar. Sabía que visitaba garitos, pero
no hasta qué extremos jugaba… y perdía. Conocía su afición a las carreras
de caballos, pero al parecer no tenía ni suerte ni conocimiento a la hora de
apostar.
En esos momentos, Alastair no sabía qué hacer para recuperarse
económicamente. Se había planteado algunas inversiones, pero tenía miedo
que empeorar aún más las cosas.
El mayordomo llamó quedamente a la puerta, y Alastair le dijo que
podía pasar. Dejó una bandeja con un decantador de brandi y una copa y la
depositó sobre el aparador antes de dirigirse a él.
—Su excelencia, el administrador se va a retrasar —informó—. Vendrá
cuando haya resuelto un asunto relacionado con los arrendatarios de
Kilpenny.
Alastair asintió, y se preguntó cuánto tiempo tenía que pasar para poder
disfrutar de cierto alivio en las responsabilidades a las que se enfrentaba.
Kilpenny era su residencia campestre, y llevaba tiempo sin atender la tierra
que poseía en sus alrededores.
Cuando el mayordomo se marchó, una cabeza rubia asomó por la
puerta.
—Alastair, iba hacia la biblioteca y he escuchado sin querer lo que te ha
dicho Jones. Me pregunto si podríamos hablar un momento.
Alastair asintió y la invitó a sentarse en uno de los sillones de cuero que
había frente a la mesa a la que él seguía refiriéndose mentalmente como «el
escritorio de su padre», no el suyo propio. Tenía que pensar en cambiar la
decoración de ese despacho, pero no lo hizo porque un maravilloso aroma a
jazmines llegó a sus fosas nasales. Su esposa se acercaba al escritorio, era
evidente.
Se sentó grácilmente en el sillón, en el que podrían caber hasta tres
jóvenes como ella, y lo miró con sus enormes ojos azules.
—Desde que nos hemos casado no eres el mismo —empezó, lo que fue
recibido por él con un gesto de escepticismo. ¿Qué sabía ella acerca de
cómo solía ser? —Antes eras comunicativo, abierto, feliz… y en los últimos
días has dejado de serlo.
Alastair juntó los dedos de ambas manos y se los llevó a la barbilla.
Tuvo que contener un suspiro.
—Antes no tenía una esposa ante la que responder, por si acaso lo has
olvidado.
—No lo he olvidado —aseguró ella inclinando la cabeza—. He pensado
la posibilidad de que se debiera a mi presencia, pero te digo sinceramente
que creo que hay algo más.
Se echó hacia atrás en el asiento, con las manos apoyadas en los brazos
del sillón y la mirada perdida en el techo de la habitación. No quería mirarla
a ella, al pecho generoso que tanto deseaba volver a acariciar, a las curvas
que apenas disimulaba el sencillo vestido mañanero de muselina, ni a la
cara, abierta y expectante. Ahora sí que suspiró. Debía decírselo. Después
de todo, tenía derecho a saber a qué pensaba dedicar su generosa dote, y
también lo que podría depararle el futuro.
—No sé qué más podría decir sin ir directamente al grano —empezó—.
Cuando falleció mi padre, dejó una deuda muy significativa. Parece que
apostó y perdió prácticamente toda la fortuna familiar y más, concretamente
a las carreras de caballos. En estos momentos, debemos dinero a
prácticamente todas las casas de apuestas de la ciudad debido a las pérdidas
acumuladas por mi padre. Estoy intentando dilucidar qué hacer, cuál sería la
mejor manera de enfrentarme a esto. He vendido un par de nuestras
haciendas más pequeñas y menos rentables, y averiguando por cuanto
dinero podría subastar algunos de los muebles y cuadros de la casa. Pero
creo que no sería suficiente, ni mucho menos.
La joven no reaccionó. De hecho, prácticamente ni reaccionó a sus
palabras, sino que mantuvo la compostura y se quedó mirándolo. Pocas
mujeres reaccionarían así.
—¿Mi dote podría ayudar?
—No quiero tocar tu dote —respondió convencido—. Solo la usaré para
ti, para asegurar tu manutención, tu vestuario y la vida social que
corresponde a tu posición. Es y será dinero tuyo, independientemente de
que me pueda recuperar económicamente o no. No la tocaré.
—Es muy generoso por tu parte, pero no del todo necesario, Alastair —
dijo. Inmediatamente se levantó y empezó a recorrer la habitación—. ¿Has
pensado en invertir? —preguntó, y notó su sorpresa al escucharla.
—Creo que haré caso al tal Scott e invertiré lo poco que pueda.
—Eso sería inteligente, sí —dijo, sin dejar de pasear y mordiéndose
alternativamente el pulgar y el índice de la mano derecha con gesto
pensativo—. Pon la mitad en algo arriesgado con lo que puedas conseguir
buenos intereses en poco tiempo, y la otra mitad en algo estable, pero que
tenga la posibilidad de crecer exponencialmente.
¡Pero qué diantre…! Tenía que haber leído la columna, fue lo que pensó
Alastair. ¿Pero a cuento de qué? No era capaz de entender su interés en el
asunto.
—Te agradezco el consejo —dijo con una sonrisa divertida—. En
cualquier caso, creo que lo tengo controlado.
Dejó de pasear y se quedó mirándole.
—No te interesan los consejos de una mujer, ¿verdad? —Apretó los
labios y se cruzó de brazos, y él se asombró de que unas palabras tan
superficiales le hubieran afectado tanto.
—No tiene que ver con ser mujer u hombre —aclaró—. Prefiero el
consejo de alguien experto en la materia.
—Aprendí de mi padre —dijo.
—Lo entiendo, querida, pero… ¿a que nunca has invertido por ti
misma? —preguntó, escogiendo las palabras para intentar no enfadarla más.
—No, no he invertido —reconoció, pero era evidente que su enfado se
había incrementado—. Pero si me consideras inexperta, lo que puedes hacer
es pedir consejo directamente al tal Scott —añadió, acercándose al
escritorio para echar un vistazo a las cuentas.
—Es una idea magnífica, querida —dijo, y por primera vez en mucho
tiempo sonrió con ganas, aunque también tuvo que ejercer un gran control
debido a su cercanía—. Lo haré de inmediato.
—Y por lo que respecta a las deudas en las casas de apuestas, tengo una
idea. —Le brillaron los ojos al decirlo.
Alastair tenía la sensación de que sus «ideas» podían conducir de forma
inevitable a situaciones problemáticas, y no le apetecía escuchar lo que
fuera a salir de su boca.
—¡Iré contigo a jugar y recuperaré el dinero! —dijo casi con júbilo—.
¡Va a ser muy divertido! Ya has visto lo bien que juego al whist. Si puedo
jugar seguido durante el tiempo suficiente, estoy segura de que ganaría.
Además, creo que, si practico lo suficiente, también podría ganar a otros
juegos. Puede llevar varios meses, pero estaríamos en condiciones de saldar
la deuda en menos de un año, estoy segura.
La dejó terminar, pero negando con la cabeza al escuchar la última
frase.
—Olivia, no puedo llevarte a una casa de juegos, ni siquiera a la casa en
la que nos encontramos aquella noche, ni a partidas privadas. Ahora eres mi
esposa, eres duquesa. Además de que más o menos la mitad de los
establecimientos a los que debo dinero son clubes de caballeros.
Olivia puso cara de chasco, pero frunció el ceño acusadamente, lo que
indicaba que estaba pensando intensamente.
—Bueno, pues hay otra posibilidad —dijo con fingido comedimiento, al
tiempo que deslizaba un dedo por el borde del escritorio—. Podría ir
disfrazada.
Alastair tragó saliva ante la visión y la cercanía del suave y tentador
escote, que parecía escapar de la opresión de la tela. Era como si los pechos
lo miraran a la cara, y en ese momento decidió que no se iba a dejar
distraer. No estaba seguro de si Olivia lo estaba haciendo a propósito o no.
—No me digas que lo que estás proponiendo es ponerte de nueva esa
horrible peluca —dijo, volviendo a negar con la cabeza—. Aunque da lo
mismo, pues estamos hablando de clubes masculinos. No es necesario que
acudas a casa de juegos, de verdad. Agradezco tu preocupación y tus
propuestas, Olivia, pero puedo manejar esto. Creía que tenías derecho a
saber cómo están las cosas y a lo que nos enfrentamos, pero no hace falta
que te impliques tanto. Tu bienestar está asegurado, ya te lo he dicho.
—Ya te darás cuenta de que no soy una mujer de desmayos ni de
suspiros preocupados —afirmó categóricamente—. Todo lo contrario:
prefiero encontrar la mejor solución a cada problema.
—Olivia, déjalo, de verdad. Hazme el favor. —Levantó una ceja con
gesto amistoso, como para pedir su aquiescencia.
—Muy bien —concedió. Pero de inmediato se dibujó en su boca y en
sus ojos esa sonrisa serena que tanto le preocupaba—. Espero que tomes las
decisiones más adecuadas para nuestro futuro, esposo mío.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándole tan
anonadado como embelesado.
C A P ÍT U L O 1 3
O livia estaba segura de que Alastair iba a tomar las mejores decisiones,
sí… pero dentro de sus posibilidades. Y es que la mayor parte de los
miembros de la alta sociedad no se daban cuenta de que dejar la toma de
decisiones en manos de los hombres no era un comportamiento juicioso en
sí mismo. Las mujeres eran capaces de ver como afectaban los resultados de
dichas decisiones no solo a los propios hombres, sino a sus esposas y a sus
familias. O al menos, eso era lo que creía ella. Sabía que estaba en minoría,
pero eso no le hacía cambiar de opinión. Pensaba en todo esto, y en su
matrimonio, mientras recorría el pasillo que conducía a la biblioteca y
escuchaba el rítmico frufrú del roce de la muselina del vestido.
Sabía que tenía que guardarse para sí misma tales pensamientos. Lograr
objetivos no era solo una cuestión de voluntad y fuerza, sino sobre todo de
astucia.
En todo caso, Alastair era ligeramente diferente a otros hombres de la
alta sociedad. Parecía capaz de ver a través de las sonrisas y la fachada que
le ofrecía. No es que hubiera adivinado sus opiniones y planes, pero sí que
sabía que maquinaba algo. Pudo verlo en su expresión dubitativa y
calculadora cuando respondía con ligereza a lo que él decía, o frunciendo
las cejas al mostrar su acuerdo. Debía tener mucho cuidado.
Olivia estaba bastante satisfecha con los contenidos de la biblioteca de
Alastair. No era excesivamente extensa, pero las estanterías contenían una
gran variedad de materias. También estaba suscrito a muchos de los
periódicos que solía leer, por lo que se alegró mucho. Normalmente leía los
ejemplares que le llegaban a su padre, y se estaba preguntando cómo podría
seguir haciéndolo.
Se hizo con algunos periódicos atrasados que no había podido leer
todavía debido al escándalo, la boda y el traslado, y se acomodó en el diván
para leerlos tranquilamente.
Procuró concentrarse, pero le resultó imposible, pues no dejaba de darle
vueltas a los apuros de Alastair. No deseaba otra cosa que ayudarle. Sabía
que podría hacerlo recomendándole inversiones inteligentes, pero no estaba
segura de que fuera a hacer caso de sus consejos. No obstante, si él
escribiera a «P. D. Scott», ella podría contestarle con buenos consejos. No
dejaba de ser una estupidez dar tantas vueltas para recibir ayuda de alguien
que vivía en la misma casa, pero no había otro modo.
Por lo que se refería a la deuda con las casas de juego, bueno… también
tenía un plan para enfrentarse a eso.
Volvió a sonreír al repasar lo que tenía pensado hacer. Si Alastair quería
dejar de hablar con ella de sus problemas, no pasaba nada: ella haría lo
mismo. En eso consistía el acuerdo que él había aceptado.
O livia terminó un nuevo artículo y, acompañada por su doncella personal
y un criado, se dirigió a la sede de Bond Street del periódico The Financial
Register. Al cochero le dio la dirección de una modista que tenía su taller de
trabajo al lado del periódico. Cuando llegó, le dijo a Molly que la esperara
en el carruaje. La chica protestó un poco pero ella no cedió, y pudo ver la
pálida cara de la joven observándola a través de la ventanilla del coche
cuando entraba en el edificio de ladrillo rojo.
Sonrió a la dueña de la tienda, con la que tenía un acuerdo, y atravesó
las dependencias, con estantes llenos de telas de todos los colores y
estampados imaginables. Se introdujo por un pasillo oscuro y salió al
exterior en la zona trasera del edificio. Avanzó unos pasos por el callejón y
llamó a la puerta trasera de las oficinas y redacción del periódico.
—¡Adelante, adelante! —dijo el señor Ungar saludándola
amigablemente con la mano. Estaba acostumbrado a que entrara por la parte
de atrás. Le había explicado que su jefe quería mantener oculta su identidad
a toda costa, por lo que no quería que nadie la viera—. Espero que traiga
otra columna, señorita. ¡Los artículos de su jefe tienen mucho éxito!
—Me alegra mucho escucharlo, señor Ungar. El señor Scott se va a
poner muy contento cuando se lo diga, se lo aseguro. ¿Ha recibido alguna
petición o pregunta de los lectores esta semana? —preguntó. Muy a
menudo, los lectores escribían pidiendo a «Scott» consejo sobre aspectos
concretos. A ella le encantaba contestar preguntas en su columna, y pensaba
que, si lo hacía, otros lectores también se animarían a preguntar.
No podía arriesgarse a que se descubriera su identidad, y a partir del
incidente con su madre, evitaba recibir sobres en su casa, fuera la anterior o
la nueva. Ahora el secretario del periódico le entregaba en mano los sobres
sin hacer ninguna pregunta.
—Claro que he recibido preguntas para el señor Scott, querida —
aseguró el caballero, que era bajito y rechoncho—. Un momento.
Volvió al poco rato con una carpeta de correspondencia, quitó un par de
hojas y le pasó las demás.
—Aquí tiene —dijo—. No hay nada especial. Lo de casi siempre: ¿en
qué invierto?, ¿cómo planifico el futuro?, ¿qué puedo hacer para recuperar
mi fortuna?, y así todo.
Recogió los papeles, le dio las gracias y se apresuró a cruzar el callejón.
Estaba deseando saber si Alastair había escrito, pues ya tenía preparada la
respuesta.
«Q uerido señor S cott », empezaba la carta, y Olivia sintió una punzada de
celos, o de algo parecido, aunque no entendía muy bien cómo era posible
tener envidia de una persona que en realidad no existía. Lo que realmente
deseaba era que su marido confiara en ella, nada más. La carta no llevaba
firma, pero había visto suficientes notas de Alastair como para reconocer su
letra.
«Hace poco he heredado una deuda bastante significativa. Tengo la
intención de hacer inversiones que me ayuden a recuperarme
financieramente, por supuesto sin riesgos de incrementar las pérdidas. Me
gustaría saber su opinión acerca de qué inversiones podrían ser adecuadas
para un hombre en mis circunstancias actuales».
La pregunta era bastante inconcreta. De hecho, era la que haría
cualquier persona con algo de dinero para invertir. Normalmente no la
respondería, pero no era el caso, por supuesto. Olivia había estudiado a
fondo las acciones disponibles y seleccionado las más adecuadas para
invertir basándose en los beneficios pasados y el potencial de crecimiento
futuro. Dado que quería minimizar los riesgos, escogió las que más
beneficios habían dado; además, incluso las que más riesgo tenían de las
escogidas eran bastante seguras, al menos en su opinión. No estaba segura
de la cantidad que debía recomendarle para invertir. Tenía que averiguar
más acerca del estado actual de sus finanzas.
Dobló la carta. La respondería hoy mismo.
Esa noche le estaba costando dormirse, no paraba de dar vueltas y de
pensar. Se hacía preguntas acerca del consejo que iba a dar, así como del
hecho de que iba a hacerlo públicamente. Anteriormente nunca había
escrito sobre compañías concretas, sino en términos genéricos. El dilema la
mantenía despierta, por mucho que intentaba dejar de pensar en ello y caer
en su profundo sueño habitual. Pero no lo logró, por lo que decidió ir de
nuevo a la biblioteca y plasmar sus ideas sobre el papel de manera
inmediata en vez de esperar hasta la mañana siguiente. Seguro que si lo
hacía podría dormirse.
Encendió una vela, la colocó en la palmatoria y salió de la habitación
cerrando la puerta suavemente al salir. Bajo las escaleras de puntillas,
recorrió el pasillo y entró.
La luz de la chimenea iluminaba suavemente la habitación, formando
sombras cambiantes en las paredes y estanterías. No vio a nadie. Agarró
varias hojas de papel y la pluma del escritorio de la esquina y se los llevó al
sitio que había cerca de la ventana. Le gustaba mirar a la calle mientras
pensaba.
Empezó a poner por escrito sus ideas, apoyando el papel sobre un libro.
—¿No puedes dormir? —la repentina pregunta, que la pilló en medio de
una frase, la sobresaltó tanto que dio un respingo y un gritito.
—¡Shh! —susurró Alastair poniéndole un dedo sobre los labios—. ¡Vas
a despertar a mi madre y a Anne!
—¡Por Dios, Alastair, ¿cómo se te ocurre? ¿Por qué me has asustado de
esa manera? Me va a dar algo…
Él rio entre dientes.
—Mis disculpas, querida, no era mi intención asustarte… tanto —dijo
apretándole el hombro, y ese gesto le hizo sentir un escalofrío en la espina
dorsal. Fue a sentarse frente a ella en uno de los sillones de cuero—. ¿En
qué estás trabajando?
—Nada serio —respondió sonriendo—. Una lista de cosas que necesito
traer de casa de mis padres.
Alastair asintió.
—¿La echas de menos?
—No. —La respuesta fue inmediata—. A la casa no, desde luego. Es
horrible, como pudiste comprobar. La cosa tiene su gracia: pensaba que
jamás echaría de menos el agobio constante que suponía mi madre, y sin
embargo ahora siento como si me faltara algo. —Soltó una risita rápida—.
Mi hermana y yo nunca hemos coincidido mucho ni hemos tenido una
relación cercana. Ella es como un ratoncito tranquilo y asustadizo, mientras
que yo… creo que todo lo contrario. Sin embargo, a mi padre sí que lo echo
de menos. Siempre me ha tratado con respeto, mucho más del que es
habitual de un padre para con su hija. Siempre se lo he agradecido mucho.
—Sonrió con cierta tristeza.
—Deberías ir a visitarle.
—Lo haré, sí. Quizá mañana.
Era verdad que había pensado ir a su casa al día siguiente, aunque en
realidad no para visitar a su padre, pensó sintiéndose culpable, sino para
recoger ciertos materiales que iba a necesitar para llevar a cabo su plan. En
cualquier caso, esperaba que el conde estuviera en casa.
—¿Y tú? —preguntó a su vez—. ¿Qué asuntos te mantienen despierto a
estas horas?
—Acabo de volver a casa —dijo. Su gesto se quedó a medio camino
entre una sonrisa culpable y una mueca.
—¡Ah, vaya! —Su propia sonrisa se desdibujó—. Tenía que habérmelo
imaginado, supongo.
—Solo una corta velada en White’s con algunos conocidos —dijo
haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Lo siento,
Olivia. —La voz de Alastair cortó de raíz sus cavilaciones. Su tono fue
tranquilo, casi apagado, muy distinto al habitual alegre y ligero.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó ella alzando una ceja.
—Esto. Todo esto —dijo extendiendo los brazos hacia delante—. Siento
haberme aprovechado de ti en un momento de debilidad, y haberte forzado
al matrimonio. Sé que no deseabas esto.
—Ni tú —afirmó ella con una sonrisa irónica—. Y creo que los dos
sabemos el papel que tuvo mi madre a la hora de orquestarlo todo.
Alastair asintió, pero no dijo nada. Al cabo de unos instantes alzó la
vista y clavó su verde mirada en la de ella con una intensidad que no le
había visto desde el baile del debut de lady Sybille. A Olivia se le cortó el
aliento.
—Alastair…
Extendió la mano y le acarició la mejilla con el dedo índice. Después lo
pasó por los labios y terminó sujetándole la barbilla con los dedos. Se
levantó como si estuviera hipnotizado, inclinó la cabeza hacia ella y le
sujetó la cara entre las manos.
Olivia no podía moverse. Apenas podía respirar, con la cara de él a
milímetros de la suya, inundada por el olor a madera de sándalo de su piel y
a brandi de su aliento.
—Yo también lo siento… —susurró—, por ser incapaz de resistir, una
vez más.
La miró a los ojos, como dándole la oportunidad y el tiempo necesario
para retirarse, pero inmediatamente ella eliminó la distancia entre ellos y lo
besó con firmeza. Él movió la boca, primero con suavidad, pero
incrementando pronto la pasión y la fuerza, a lo que ella respondió
aferrándose a él como si fuera el único salvavidas que pudiera impedir que
se ahogara.
«No, no», repitió para sí varias veces. Ese hombre era un mujeriego, una
especie de encantador de serpientes que podía seducir, y que seducía, a
cualquier mujer, a la que quisiera. Era su esposa, sí, pero se negaba a ser
solo una más de sus muchas conquistas. Pero… pero la sensación de sus
labios cubriéndolos de ella, la forma en que exploraba la boca con su
lengua, la potencia de su cuerpo apretado contra ella, todo eso le ponía muy
difícil apartarse de él. Quería más de todo eso, quería más de él, lo quería
sin remedio.
Le acarició la espalda y le agarró el trasero empujándoselo hacia él, por
lo que pudo sentir su deseo apretándose contra el estómago. Jadeó y le pasó
los dedos por la potente musculatura de los bíceps. La habían besado antes,
y desde luego que le había gustado el beso de Alastair en el baile, pero
nunca nadie lo había hecho como lo hacía él en ese momento. Sentía las
ondas de pasión fluir por dentro de ella, y se sentía intoxicada.
Alastair la empujó hacia atrás para que se sentara en la butaca de la
ventana en la que había estado escribiendo, y se inclinó hacia ella para
acariciarle el pelo, después la cara, los hombros, el pecho y las caderas.
Cuando ella levantó la mano para acariciarle los sedosos rizos rubios,
escuchó un leve crujido y se dio cuenta de que había pisado el papel en el
que había estado escribiendo. Era el papel en el que estaban plasmadas las
ideas para las inversiones de Alastair… su marido, que no confiaba en ella,
pero que se pondría sin dudar en manos de un columnista financiero, un tal
P. J. Scott.
Reorganizó sus pensamientos, se dio perfecta cuenta de lo que estaba
haciendo y lo que estaba pidiendo y alzó la cabeza, pero esta vez no fue
para responder a los avances de su marido. Lo que hizo en ese momento fue
poner las manos sobre el pecho de su marido y empujarlo para que se
alejara. Lo pilló desprevenido, perdió el equilibrio y se cayó hacia atrás con
un quejido.
—¡Oh, Alastair!
Se levantó del sillón para arrodillarse junto a él en el duro suelo de
madera.
—¡Lo siento mucho! No quería… bueno, sí que te he empujado para
que te alejaras de mí, pero no pretendía hacerte caer. ¿Te has hecho daño?
Alastair se quejó ligeramente y se llevó la mano a la parte de atrás de la
cabeza, que había chocado con el suelo.
—Es culpa mía, supongo —dijo haciendo un gesto de pesar—. Me
dejaste muy claro que no querías… que pasara esto. Te he forzado, Olivia,
es cierto, ¡pero maldita sea!, ¿por qué me resultas tan irresistible?
C A P ÍT U L O 1 4
S us labios, más rojos de lo habitual debido a los besos, formaron una O
perfecta casi delante de su cara, sobre la que se había inclinado debido
a la preocupación. Le había dicho la verdad: no era capaz de evitar la
atracción que sentía por ella. Al volver de White’s su intención era irse
directamente a su habitación y dormirse enseguida, a ser posible sin
siquiera soñar. Y es que, si lo hiciera, seguro que sería con una mujer de
pelo dorado, con la nariz ligeramente curvada y una boca siempre con gesto
malicioso que sonreía siempre, incluso hasta cuando hacía cosas tan
sencillas como servirle una taza de té durante el desayuno. Se presentaba en
sus sueños, de noche y de día… y al llegar la vio allí, sentada junto a la
ventana. La luz de la luna que entraba desde la calle delineaba su rostro,
plateaba sus cabellos y resaltaba la silueta de las piernas a través de la ligera
tela blanca del camisón, que asomaba entre la bata entreabierta.
Estaba sentado en uno de los sillones de la biblioteca, en el extremo más
alejado de la ventana, y de repente la vio entrar, buscar papel y un libro para
apoyarse y empezar a escribir. Pensó en irse de la biblioteca y volver a la
cama para alejarse de ella y dejarla seguir con lo que estaba haciendo, pues
parecía muy concentrada e interesada en ello. Pero, por el contrario, se
acercó a ella, se enfrascó en una conversación muy seria, que en ningún
momento debería haber mantenido con una mujer que estaba decidida a
mantener con él una relación que no fuera más allá de la simple cordialidad.
Pero, ¡qué maravilloso era acariciarla, sentir la suavidad de su piel y
notar su reacción al hacerlo! Le sorprendió tanto el empujón que perdió el
equilibrio y cayó al suelo sin remedio. En cualquier caso, el leve golpe en la
cabeza había merecido la pena solo por ver su preciosa cara tan cerca y tan
preocupada por él.
Al ver que no decía nada tras admitir que solo él era culpable de lo que
había pasado, recuperó la compostura, perdida con la caída, se incorporó y
se sentó en el suelo.
—Tranquila, Olivia, estoy bien, de verdad —aseguró—. No te
preocupes. Además, te pido disculpas. Me has dejado muy claro lo que
piensas y sientes acerca de nuestro matrimonio, y no obstante he ido
bastante más allá de lo que quieres o necesitas de mí.
—Eso no es…
—De verdad, no hay nada más que hablar —dijo poniéndose en pie y
extendiendo la mano para ayudarla a levantarse. Se quedó de pie unos
momentos sin saber muy bien qué hacer ni qué más decir hasta que
finalmente se despidió—. Pues… buenas noches, entonces.
Inclinó levemente la cabeza, giró sobre sus talones y la dejó allí de pie
mientras avanzaba andando quedamente sobre la alfombra oriental, salía
por la puerta y subía por las escaleras en dirección a sus aposentos.
D urante los días siguientes Alastair se comportó perfectamente con
Olivia, siempre amable y encantador, pero ocultando en todo momento el
deseo que seguía teniendo de ella. Quería explorar su cuerpo, conocerlo a
fondo, hacerla su esposa en todos los aspectos, sobre todo en el físico. Pero
ella había sido inflexible en relación con sus expectativas respecto al
matrimonio.
Ahora tenía muchas más responsabilidades de las que había buscado, en
efecto, pero, pese a las palabras de ella, se dio cuenta de que no podía
quitarse de encima el sentimiento de culpabilidad que le asediaba cuando
iba de club en club. Pero es que si se quedaba en casa, no haría otra cosa
que beber los vientos por una mujer que no lo quería. Estaba atrapado entre
dos mundos, el del soltero que había sido y el del hombre casado que se
suponía que era ahora.
Esa noche había quedado con Merryweather y otros amigos, entre ellos
lord Pen y lord Taylor, en un club de caballeros. No era tan distinguido
como White’s ni tan sórdido como algunos otros. Más bien adecuado para
jugadores serios. Su padre había sido muy asiduo, y esperaba reducir parte
de la deuda que tenía con él.
Dejó la casa sin despedirse de Olivia, tal como había sido su costumbre
desde que se habían casado. Normalmente se aislaba en su habitación o bien
se enfrascaba en la lectura en la biblioteca. No había vuelto a preguntarle a
dónde iba ni de dónde venía, por lo que dedujo que en realidad no le
importaba lo que hiciera o dejara de hacer.
Cuando llegó al club era más tarde de lo que pensaba. Las mesas
estaban llenas, y la sala en pena ebullición. No vio a sus amigos, por lo que
decidió jugar solo hasta que llegaran. Vio un sitio libre. Whist. No pudo
evitar una sonrisa melancólica. Era un juego más para su esposa que para él.
«Bueno, pues adelante», dijo riendo para sí. A ver si había aprendido
algo de ella la noche en la que volvieron a encontrarse. ¡Qué lejos parecía, y
sin embargo de qué manera había cambiado su futuro!
Se sentó sin fijarse mucho en el resto de los jugadores, sino que se
concentró en la bebida que tenía delante de él. Cada jugador eligió carta
para determinar el orden de jugadas y el compañero, y Alastair empezó a
organizar su mano tras recibir las cartas.
Una vez estudiada la jugada, frunció los labios y dejó una sobre la mesa.
El siguiente jugador hizo lo mismo, y cuando miró al tercero, su aspecto le
sorprendió.
Era un individuo pequeño, de dedos delicados y uñas perfectamente
cuidadas. Alastair alzó los ojos para observar mejor al jugador, que vestía
una levita negra y camisa blanca de lino con pañuelo de cuello con el nudo
muy bien hecho y ajustado. El individuo echó la carta, lo miró… y Alastair
se quedó de piedra. Se quedaron mirándose sin poder separar los ojos el uno
del otro.
—¡Alastair! ¿Qué estás haciendo aquí?
—¡Oliv…!
—Oliver, sí. ¡Me alegro de que te acuerdes de mí! Hacía mucho que no
nos veíamos, ¿verdad? —Era su esposa la que le hablaba. Evidentemente,
se había recobrado rápidamente de la sorpresa, porque le guiñó el ojo, ¡le
guiñó el ojo!, aparte de hablarle en un tono de voz mucho más bajo del
habitual en ella. No salía de su incredulidad. ¿Qué demonios estaba
haciendo en un club de caballeros? — No tenía ni idea de que ibas a venir
aquí esta noche. De haberlo sabido, yo… —Se dio cuenta de que los otros
jugadores se volvían a mirarla—… te habría buscado antes —terminó sin
excesiva convicción.
—La verdad es que sí —respondió él hablando despacio. No sabía
cómo reaccionar al verla allí. Estaba claro que no podía hacer una escena en
medio del club, pero, ¿debía permitir que su esposa permaneciera allí? —
Hubiera sido interesante saber que ibas a venir esta noche. ¿Sueles
frecuentar estos establecimientos?
—Pues…, procuro probar suerte al whist cuando tengo la ocasión —
respondió—, aunque no lo hacía desde hace bastante tiempo, la verdad.
¡Mira que era atrevida! ¿Cuánto tiempo llevaría planeando esta
escapada? Debía haberlo adivinado. No era normal que se hubiera
comportado de una manera tan agradable, y cumplido con su papel de
señora de la casa. Su esposa no era una mujer que se conformara con sus
tareas domésticas sin más, eso ya lo sabía. Pero lo que no supo era qué
estaba tramando. Si se trataba de esto, quizá tampoco estuviera tan mal, la
verdad.
Lo que no le gustaba era que tuviera los pechos tan aplastados, seguro
que gracias a algún tipo de artilugio. La levita era ancha por el frente, lo que
le daba la oportunidad de camuflar la estrecha cintura y las curvas. Entendía
la necesidad del subterfugio, pues el club no admitía damas, con excepción
de las camareras. Esperaba que al menos hubiera tenido el sentido común
de hacerse acompañar por un criado para no venir sola a un establecimiento
como ese. ¿Por qué había decidido venir a este sitio en especial cuando
había otros muchos en los que se jugaba, incluyendo casas particulares de
personas de la alta sociedad?
El hombre que estaba a la izquierda de Olivia le susurró algo al oído, a
lo que ella respondió diciendo: «Gracias, Billy, ya lo sé». Alastair sintió una
punzada de celos en el estómago al notar la familiaridad que había entre
ambos. ¿De quién se trataba, y cómo era que tenía tanta confianza como
para tutearla? De repente se dio cuenta de que lo había visto antes, aquella
noche en casa de lady Atwood. Desde luego, se conocían muy bien, pues la
había acompañado a la casa de juegos, y ahora hasta había compartido con
él un secreto que no se había atrevido a compartir con su propio marido.
De entrada, Alastair se sintió encantado con el atrevimiento de su
esposa, pero ahora empezaba a estar más bien molesto, e incluso irritado
conforme pasaba el tiempo. ¿Era esa la razón por la que no quería tener
nada que ver con él, con excepción de un arreglo matrimonial que era un
puro formalismo? ¿Acaso deseaba, o amaba, a otro hombre? Si ella quería
jugar a ese juego, él también lo haría.
Se acercó una camarera que ofreció una bandeja con bebidas a los
jugadores; por la mirada que le dirigió, también estaba más que dispuesta a
proporcionar otro tipo de servicios en caso de que hubiera interés por su
parte. No lo había, pero Olivia no estaba al tanto de ello. Miró a la mujer
durante algo más de tiempo del normal, y además le ofreció su mejor
sonrisa. Después se volvió a concentrar en el juego. Olivia no dejaba de
mirarle. Muy bien. Entrecerró los ojos y volvió a concentrarse en el juego.
Afortunadamente formaban pareja de juego, ya que Alastair había
perdido por completo la concentración, distraído con los juegos ridículos
que estaba practicando con su esposa. Pero no lo podía evitar. Estaba
perdido y totalmente a su merced.
Fuera como fuese, al final de la partida terminaron ganando. Olivia se
levantó enseguida, estrechó las manos de todos los jugadores y se alejó de
la mesa. Alastair se levantó para alcanzarla, pero había muchísima gente y
no podía avanzar con rapidez suficiente como para llegar hasta ella. De
hecho, cuando la volvió a ver estaba sentada en otra mesa en la que ya se
repartían cartas. Muy frustrado, se dio la vuelta y se topó de bruces con un
individuo al que reconoció sin problemas, pues prácticamente no había
dejado de mirarle durante la partida anterior. Era el «Billy» de Olivia.
—Su excelencia —dijo el hombre haciendo una ligera inclinación—.
Creo que no he tenido el placer de haberme presentado a usted. Soy
William Elliot.
—William Elliot —repitió Alastair enarcando una ceja—. Por favor,
caballero, ¿me puede decir de qué conoce a mi esposa?
—¡Ah, la maravillosa Olivia! —exclamó el muy canalla con los ojos
brillantes—. Somos amigos desde que éramos niños. De hecho, éramos
vecinos, nuestras casas de campo estaban muy cerca. Mi padre es el
vizconde de Southam, y yo casi acabo de llegar a la ciudad. Olivia
necesitaba un compañero para esta aventura, y me ha pedido que la
acompañara.
—¿Ah, sí?
No era una pregunta en realidad. Alastair estaba muy enfadado, y no le
gustaba nada como se estaban desarrollando los últimos acontecimientos.
¿Por qué nunca le había hablado Olivia de ese hombre? ¿Había algo entre
ellos, quizás incluso la promesa de una relación futura que quedó rota con
el escándalo? Eso explicaría muchas cosas, sobre todo el deseo de Olivia de
que el matrimonio entre ellos no fuera más que nominal.
Tenía muchas cosas de qué hablar con su esposa. Y las hablaría. Esta
misma noche.
C A P ÍT U L O 1 5
O livia estaba muy contenta. Su plan había sido un completo éxito. Por
supuesto, cuando había visto a Alastair pensó que todo se iba a ir al
traste incluso antes de que empezara. Sin embargo, se quedó atónita al darse
cuenta de que, al parecer, estaba de acuerdo con el plan y seguía adelante.
No obstante, también era cierto que prefería olvidar el momento de la noche
en el que Alastair se puso a flirtear con la camarera. Parecía como si lo
hiciera a propósito para fastidiarla.
¡Menuda coincidencia que hubieran escogido el mismo club
precisamente esa noche! Ella se había decidido por esa casa de juegos en
particular tras analizar a fondo las distintas posibilidades. Era importante
que no se tratara de un club de juego demasiado exclusivo, para que su
presencia, la de «un desconocido», no llamara la atención. Pero también era
necesario que tuviera cierto grado de respetabilidad, para poder jugar sin
complejos y sin preocupaciones. También había revisado los libros de
cuentas de Alastair para averiguar en qué establecimientos tenía su padre
más deudas acumuladas.
Le había llevado varios días coincidir con William. A su amigo no le
había gustado mucho la idea, pero accedió cuando le dijo que iría en
cualquier caso, con o sin él. Una vez confirmado que la acompañaría, lo
único que faltó fue regresar a su hogar familiar para hacerse con la ropa de
hombre que guardaba desde que hizo algo similar para acudir a una cacería.
Para ello tuvo que salir de casa de Alastair sin ser vista. No le preocupaba
que fuera él quien la viera salir, pues su marido no prestaba atención a sus
idas y venidas, ni tampoco por persona en general, salvo aquellos besos
robados en un momento en el que adivinó que ella estaba dispuesta.
Respiró hondo cuando el carruaje de William rodeó la casa de Alastair
para no pararse en la puerta principal, tal y como le había dicho al cochero
que hiciera. Se marchó del club nada más alcanzar las ganancias que
pretendía. Se despidió rápidamente de Alastair y regresó a casa, pese a que
él la llamó por su nombre para que se detuviera. Tampoco quería
discusiones a la llegada, pues prefería dormirse enseguida para poder
despertar a una hora adecuada. Estaba acostumbrada a despertarse tarde,
como su madre por cierto, pero pensaba que debía hacer lo posible para
desayunar con Anne y dar los buenos días a la duquesa cuando bajara. Eso
si era capaz de dormirse, claro. Y es que todas las noches, por muy cansada
que estuviera, tan pronto como su cabeza tocaba la almohada sus
pensamientos se desbocaban, y permanecía despierta durante horas.
—Como siempre, ha sido toda una aventura, Olivia —decía William
asintiendo con la cabeza desde el asiento de enfrente—. Aunque me da la
impresión de que tu marido te va a preguntar algunas cositas cuando vuelva.
Ya te había dicho que quizá no era buena idea que yo te acompañara, ahora
que eres una mujer casada.
—¡Vamos, Billy…! ¿Acaso hay algo apropiado en todo esto? —
respondió ella riendo—. Para empezar, llevo pantalones, así que para la
sociedad no estás acompañando a Olivia Finchley, duquesa de
Breckenbridge, sino a tu viejo amigo Oliver. Gracias de nuevo, ha sido una
noche fantástica. ¡Buenas noches, querido!
Salió del carruaje y entró en la casa por la puerta de servicio, esperando
poder llegar a su dormitorio sin ser vista.
O livia abrió con cuidado la puerta de sus habitaciones, procurando no
hacer ruido y empujándola solo lo imprescindible, pues los goznes crujían
al girar. Agradeció la forma en la que iba vestida, pues le permitía entrar
abriendo solo un resquicio, todo lo contrario a que llevara las habituales
faldas con relleno.
Entró y se quitó inmediatamente el sombrero y la levita. Estaba
empezando a quitarse los pantalones cuando escuchó un ruido procedente
de la esquina de la habitación. Se volvió y no pudo evitar una exclamación.
—Por esta noche ya me has proporcionado un montón de
entretenimiento, querida; no obstante, si quieres seguir, no dudes en
hacerlo.
—¡Alastair! —Estaba sentado en un pequeño escabel, cerca de la
ventana, y entre las sombras. En el hogar solo quedaban rescoldos y
cenizas, y al entrar no encendió ninguna vela—. ¿Se puede saber qué haces
aquí?
—Esperarte.
—Pensaba que aún estarías fuera.
—Me fui casi al mismo tiempo que tú, pero como he ido a caballo, he
tardado bastante menos que tú y tu «amigo» William.
—Sí, Alastair, yo…
Se puso de pie y caminó hacia ella. Al llegar a su altura le puso las
manos sobre los hombros y torció la cabeza para mirarla. Sus ojos se
encontraron y Olivia no pudo apartarlos.
—Olivia, querida, —dijo él, sorprendiéndola por la suavidad de su tono,
pues en realidad esperaba uno de enfado—, ahora eres mi esposa. Sé que lo
consideras un simple arreglo, pero al menos deberías permitirme que
cuidara de ti, eso como mínimo. Si necesitas protección, debo ser yo quien
te la proporcione. Si necesitas que alguien te acompañe a un club de
caballeros, seré yo quien vaya contigo. No se lo pidas a otro, te lo ruego.
Se quedó mirándolo bastante asombrada.
—¿Tú me llevarías a un club de caballeros? ¿Disfrazada de hombre?
—Si eso es lo que quieres, por supuesto que sí. Me da la impresión de
que no sabes mucho de mí, querida…
—Pues… me da la impresión de que no demasiado, su excelencia.
—Sabes que prefiero Alastair. —Separó las manos de sus hombros—.
Si quieres saber más acerca de mí, de mis correrías, o de mi forma de ser,
pregúntale a mi madre mañana por la mañana. Ella puede darte cumplida
información acerca de mis travesuras de niño, y de los malos momentos que
le he dado después. Mi comportamiento libertino no es más que la
prolongación de mi niñez y adolescencia.
Ahora era ella la que se había quedado con la boca abierta, con gesto
parecido al de él al verla en la mesa de juego del club.
—Ese individuo, William, me ha dicho que sois amigos desde niños —
dijo Alastair cambiando un poco el tono y frunciendo ligeramente el ceño
—. ¿Es cierto? ¿O hay algo más entre vosotros?
—¿Con William? —Olivia abrió mucho los ojos—. ¡No, por el amor de
Dios! Siempre hemos sido buenos amigos, pero nada más. Para mí es como
un hermano, y él siente lo mismo por mí.
—No estoy del todo seguro de eso —murmuró Alastair en un tono de
voz tan bajo que apenas le oyó.
—Pues es la verdad —dijo dando un paso atrás para agarrar el atizador
e intentar avivar las brasas—. ¿Querías que habláramos de alguna otra
cosa?
—¿Qué estabas haciendo allí, Olivia? ¿Era solo un juego, o hay alguna
otra razón más importante?
Olivia reflexionó durante un momento, sopesando la posibilidad de
decirle toda la verdad. ¿Le permitiría seguir adelante? Se quitó la levita,
pues empezaba a tener demasiado calor, y decidió que decir la verdad,
siempre que ello fuera posible, solía ser la opción mejor y menos
complicada. Así que se volvió despacio hacia él y lo miró de frente.
—He ido para ganar y saldar tu deuda.
Solo el ruido de los troncos, que empezaban de nuevo a arder, rompía el
silencio, que se prolongó durante unos segundos.
—¿Cómo has dicho? —dijo al fin con tono ahogado.
—He averiguado en qué establecimientos acumuló tu padre la mayor
cantidad de deuda, y escogí uno de ellos para ganar y saldarla.
—¿No crees que eso debería hacerlo yo?
Dejó el atizador y se acercó a él, alzando las manos a la altura de su
pecho como si así pudiera suavizar sus palabras.
—Juegas bastante bien a las cartas, Alastair, pero no lo suficiente para
ganar tanto. Sin embargo, yo… sí que parece que tengo esa capacidad de
ganar casi siempre. En una sola noche he ganado lo suficiente como para
saldar más de la mitad de la deuda de tu padre con ese club, Alastair. ¿No es
estupendo?
Cerró los ojos y habló en todo muy serio.
—No es que no te agradezca lo que haces por mí, Olivia —dijo—. Pero
soy yo quien debe ocuparse de los asuntos financieros, y no tú.
—Pues en eso te equivocas de medio a medio —replicó ella en tono
fiero y señalándolo con el dedo—. Ahora estamos casados, así que tus
finanzas son también las mías. Alastair, no puedo estar en esta casa un día
tras otro sin hacer nada, mano sobre mano. Déjame que haga esto por ti… si
quieres, lo podemos hacer juntos.
La miró detenidamente, sin cambiar la expresión de la cara.
—Voy a pensarlo… —dijo, pero se interrumpió de repente—. Aunque
creo que seguirás haciéndolo diga lo que diga.
—Bueno, Alastair, —reaccionó ella con una gran sonrisa—, me parece
que estás empezando a entenderme.
Alastair rio, y ella, que tenía las palmas de las manos en su pecho, notó
la vibración, que se trasladó a sus brazos. Inmediatamente retiró las manos
y se dio la vuelta.
—Olivia, has cometido un error de cálculo —dijo.
—¿Cuál?
—No te has parado a pensar el aspecto que tiene tu… parte de atrás
cuando llevas pantalones —dijo él con tono profundo. Inmediatamente la
agarró, le dio la vuelta y la apretó contra él. Sintió su cálido aliento en el
cuello antes de que empezara a besarla en el cuello. Ella, de forma
inconsciente, lo inclinó hacia un lado para darle más espacio.
Olivia no podía entender como unos simples besos en el cuello podían
tener tanto efecto. Las punzadas de placer le llegaban al estómago, y más
abajo. Deseó intensamente mucho más, y cuando empezó a deslizar las
manos por las caderas, las agarró, aunque sin saber dónde ponerlas. Quería,
pero no sabía… aunque él sí que lo sabía.
Empezó a recorrer su cuerpo con los dedos, centímetro a centímetro,
dejando un reguero de fuego conforme avanzaba, hasta que por fin llegó a
los pechos. Los tanteó con cuidado, y ella lamentó que la camisa de lino los
cubriera por completo. Se la desabotonó, le quitó las mangas y después el
cuerpo y liberó su torso. Para ella fue una liberación, y también para sus
manos, que rápidamente buscaron y encontraron los rosados y ávidos
pezones. Se apretó contra él, se arqueó hacia adelante y notó la fuerza de su
creciente deseo.
En ese momento le rodeó la cintura con las manos y le dio la vuelta. De
inmediato le cubrió la boca con labios anhelantes y la besó deliberada y
potentemente, aunque solo durante unos momentos. Iba a exigirle que
continuara besándola cuando notó que ahora le tocaba a un pezón, mientras
se ocupaba del otros con dedos hábiles y juguetones. Gimió de puro placer,
sin poder evitar responder con anhelo a sus expertas caricias.
—Olivia querida —dijo con voz gutural—, ¿quieres que siga? Dímelo
ahora, por favor, porque si no, no sé si voy a poder parar…
—Si —jadeó—, sí que quiero. No pares.
La tomó en brazos y, todavía con los pantalones puestos, la llevó a la
cama. Una vez la hubo dejado, se arrancó la camisa, trepó al colchón y se
colocó a horcajadas sobre ella. Antes de que a él le diera tiempo a hacer
nada, la propia Olivia se incorporó y le desabrochó los pantalones con
dedos temblorosos. Quería…, ¡no, necesitaba!, mucho más de él, y no podía
esperar. La dejó hacer sin dejar de mirarla mientras se mordía el labio de
pura concentración. Le miró por un momento, pero volvió a enfrascarse en
la desacostumbrada tarea, y abrió mucho los ojos cuando terminó.
—Es… es muy larga…
Rio, o más bien gruñó entre dientes y la besó suavemente en la boca.
—No tengas miedo, querida. Ya verás como estás preparada para mí.
Alastair le devolvió el favor desabrochándole los pantalones que se
había puesto, quitándolos y arrojándolos al suelo. ¡Qué maravilla llevar una
prenda tan fácil de quitar, y no esas aparatosas faldas con tantas capas!
Alastair la había desnudado deprisa… pero inmediatamente dejó de pensar
en esas cosas cuando Alastair empezó a pasar los acariciadores dedos por su
vientre, y más abajo, hasta llegar a…
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con tono agudo cuando le pasó la
yema del pulgar por el punto álgido del bajo vientre.
—Te estoy preparando —dijo—, y enseñándote el placer. Puede que
seas mucho mejor que yo con las cartas, amor mío, pero en estos temas creo
que sí que puedo enseñarte algunas cosas.
Deslizó en su interior primero un dedo y después otro, y ella pensó que
se iba a desmayar, tan intenso fue el placer que sintió. Aunque en realidad
ansiaba otra cosa, algo que ahora no podía ver pero que sabía que estaba
allí.
—¿Estás preparada, amor mío? —le preguntó Alastair al oído. Solo
pudo asentir levemente, y enseguida notó la potencia de su masculinidad
empezando a penetrar en ella—. Poco a poco, dijo deteniéndose un
momento. Ella esperaba sentir dolor, pues su madre le había hablado mucho
al respecto, pero en realidad no fue tanto… de hecho, le hizo sufrir más el
que Alastair se detuviera. Intuitivamente empezó a moverse, y él se adaptó
a su ritmo, hasta que empezó a empujar con las caderas, entrando y saliendo
de ella y haciéndole experimentar una auténtica gloria. Hasta que
finalmente llegó la culminación, musitando su nombre y observando cómo
el mundo estallaba a su alrededor.
C A P ÍT U L O 1 6
A la mañana siguiente, Alastair se despertó con su esposa entre los brazos
y sintiéndose completamente feliz. Rio para sí al pensar que jamás
hubiera adivinado que tal día llegaría. Alastair Finchley casado, y
sorprendentemente muy feliz de estarlo. Miró a la mujer que estaba junto a
él en la cama. El cabello dorado formaba una nube alrededor de su cabeza,
brillando a la luz del sol que penetraba raudales por la ventana. Las largas
pestañas descansaban sobre la piel, suave y clara, y su aspecto era de
absoluta paz y relajación. Estando despierta era siempre tan animada, tan
intensa, que aprovechó la oportunidad que se le brindaba para contemplarla
tranquilo y a gusto.
Se había comportado más apasionadamente que cualquier mujer con las
que había estado hasta ese momento. Se lanzó a hacer el amor como lo
hacía con todo a lo que se enfrentaba en la vida, con un ímpetu insuperable.
La verdad es que, la noche anterior, él no tenía la intención de hacerle el
amor; solo quería hablar de lo ocurrido en el club y del hombre que la
acompañaba. Pero tales intenciones se disolvieron como el azúcar ante el
imperioso deseo que sintió de ella, de su cuerpo, de su mente, de su
espíritu…
Se removió como si estuviera sintiendo su mirada fija en ella y abrió
lentamente los párpados para revelar unos ojos azul cristalino aún cargados
de sueño, cuya mirada se volvió más cálida al encontrase con la de él.
—Alastair —dijo con una sonrisa mínima, y a él le entraron ganas de
volver a tomarla en ese mismo momento, aunque tuvo claro que eso no
sería lo más adecuado en ese momento.
—¿Has dormido bien, mi amor? —preguntó, y se limitó a devolverle la
sonrisa.
—He dormido de maravilla, hacía meses que no dormía tan
profundamente —respondió. Parecía genuinamente sorprendida—. Eso de
caer dormida y no despertarme ni una sola vez hacía mucho que no me
ocurría.
—Me atrevo a decir que tiene que ver con los fuertes brazos de tu
protector, que no te han soltado en toda la noche —dijo sonriendo, y tuvo
que esquivar la almohada que le lanzó—. Le pido perdón, señora —dijo con
tono falsamente contrito—. Como muy bien sabemos ambos, usted es
perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
—¡Alastair, no sabes lo maravilloso que es oírte decir eso! —dijo al
tiempo que se incorporaba para sentarse en la cama. Le sorprendió un poco
que se cubriera el pecho con el embozo. Lo miró con cierta turbación—.
Gracias por mantener la farsa en la sala de juego. ¿Por qué lo hiciste, si la
inmensa mayoría de los maridos no se lo hubieran permitido a sus esposas?
Se encogió de hombros antes de contestar.
—Eres una mujer adulta, Olivia. Eres mi esposa, sí, pero me has dicho
claramente la idea que tienes acerca de nuestro matrimonio, y de su
desarrollo. No has dicho nada respecto a mis continuas salidas nocturnas,
así que, ¿qué derecho tengo yo para impedirte hacer lo que te apetezca?
—Por lo que he sabido, podría haber provocado una gran vergüenza
para tu familia —dijo. Alastair intuyó que la sensación de culpa y el
regocijo mantenían una guerra en su interior.
—Pues entonces hay que alegrarse de que nadie se diera cuenta de nada
—concluyó él—. En cualquier caso, tienes mucho que aprender acerca de
mí, amor mío. No creas que no hago cosas raras o inconvenientes de vez en
cuando. ¿Tienes la intención de hacerlo más veces?
Olivia dudó.
—Me gustaría. No obstante, entendería que tú sintieras que no debo,
dada mi posición.
La miró con gesto maligno y juguetón.
—Debo decirte, querida, que en estos momentos estás en la mejor
posición que podría concebirse: ¡debajo de mí!
Se quedó con la boca abierta y se echó a reír, hasta que él la interrumpió
iniciando con mucha suavidad una nueva sesión de amor, que le procuraron
todos los placeres que esa actividad puede procurar.
A lo largo de la siguiente quincena, Alastair cumplió su palabra y
acompañó a Olivia a todos los eventos a los que ella quiso acudir. Fueron
varios bailes y veladas, a los que asistieron como marido y mujer, y en los
que hablaron con muchos otros invitados, y la mayoría de ellos mostraron
interés, en ciertos casos no muy sutil, acerca de su relación y del escándalo
debido al cual se habían unido en matrimonio. Otras noches acudieron a
salas de juego y otros establecimientos en los que las damas eran admitidas.
A veces Olivia acudía vestida de «señora Harris» y simulando que no
estaba relacionada con Alastair, y otras disfrazada de hombre y fingiendo
ser un primo lejano de Alastair llamado Oliver. Desarrollaron un sistema
para jugar whist y ganaron dinero con mucha facilidad. De esa forma, las
deudas de Alastair se fueron reduciendo poco a poco, siempre gracias a la
habilidad de Olivia, y Alastair se lo agradeció mucho. Alastair no tenía muy
claro cómo sentirse al respecto. Por una parte, estaba orgulloso de su
inteligencia y de la capacidad de atracción que ejercía sobre la gente y de
cómo su risa fácil resultaba contagiosa para casi todo el mundo. Pero por
otra se avergonzaba un poco de tener que depender tanto de la ayuda de su
esposa, de no ser capaz de enderezar las cosas por sí mismo.
Y, además, cada vez que llevaba esos pantalones tan ajustados… le
resultaban tan atrayentes como el movimiento de sus pechos cuando llevaba
los vestidos propios de su género. Disfrutaba enormemente enseñándole las
artes amatorias, de las que era una aprendiz entregada y cada vez más hábil.
Una tarde, después de cenar, una vez que su madre se había retirado,
estaban sentados cerca el uno del otro en un sofá del salón de estar mientras
Anne tocaba una canción alegre y bailable al pianoforte.
—Esta noche no tenemos planes. ¿Vas a salir? —preguntó Olivia.
—Sí, pero solo a White’s —contestó despreocupadamente—. Nada
importante. Unas pocas apuestas, un par de copas y vuelvo a casa pronto.
—Alastair… —Se miró las manos entrelazadas y él vio un brillo ya
conocido en sus ojos cuando los levantó para mirarle. Esta vez le acompañó
una mirada a la vez entusiasmada, expectante y atrevida. Él supo que le iba
a pedir algo y que esperaba con todo su ser que la ayudara a conseguirlo.
—¿Sí, querida?
—¿Me llevarías contigo a White’s?
Por poco se le salen los ojos de las órbitas.
—¿A White’s? ¿Al club de caballeros White’s, en el que jamás ha
entrado nunca ni entrará una mujer?
—¡Sí! —contestó con los ojos brillantes—. ¿No sería emocionante?
¿Entrar sin que se diera cuenta nadie?
—¿Y si nos descubren? —preguntó él—. ¿Si alguien te reconoce? ¡Me
echarían de White’s de por vida! ¡No solo a mí, sino también a mis
herederos!
Un ligero gesto de decepción se dibujó en la cara de Olivia, mientras
reconsideraba la petición y las potenciales consecuencias negativas en caso
de ser descubierta.
—De acuerdo, no pasa nada —concedió por fin encogiéndose de
hombros.
Alastair se quedó mirándola. ¡Renunciaba de verdad o estaba
empezando a trazar el plan para entrar por sus propios medios, sin su
ayuda? Sabía que estaba decepcionada, pero pensaba que era para bien. No
podía llevarla a White’s bajo ningún concepto, ni tampoco a ningún otro
club de caballeros de ese nivel.
—De acuerdo, te voy a llevar.
Las palabras salieron de su boca como si actuaran por su propia cuenta,
y hasta él se sorprendió al pronunciarlas y escucharlas. ¿Pero, a qué había
accedido? ¿De verdad deseaba tanto hacerla feliz, incluso al precio de
facilitarle la entrada a un sitio como White’s?
—¡Espléndido! —dijo. Su cara se iluminó de tal forma que a él se le
olvidaron las dudas de inmediato—. ¡Excelente! ¿Cuándo nos vamos?
Y a la había visto varias veces disfrazada de hombre, pero cada vez
parecía más adaptada a ello. Esa noche hizo un esfuerzo extra para
aparentar músculo, esconder la longitud y el color del pelo y oscurecer las
cejas. El brillante azul de sus ojos seguía refulgiendo, y su respingón trasero
resaltaba extraordinariamente con los pantalones.
—Bueno, voy a estar sentada la mayor parte del tiempo —dijo cuando
él se lo indicó con aprensión—, así que nadie se dará cuenta.
No estaba de acuerdo con eso. Él sí que lo notaba, y era incapaz de
quitarle ojo.
En el carruaje, mientras recorrían las calles de Londres camino del club,
Olivia prácticamente temblaba de entusiasmo y excitación. Y Alastair, a
quien casi nunca le afectaba nada, apenas podía hablar y tenia los nervios a
flor de piel. Una cosa era divertirse un poco entrado subrepticiamente en
una sala de juegos perteneciente a una dama de la alta sociedad, y otra
White’s. Se trataba del club más prestigioso de Londres. No les iba a
temblar el pulso a la hora de expulsar a un miembro, aunque fuera duque,
por llevar a una mujer, aunque fuera duquesa, a sus dependencias. ¡Cómo se
le había podido ocurrir aceptar semejante cosa!
Decidió que, si lograban pasar, lo único que haría sería dar una rápida
vuelta con ella por los salones y, de inmediato, acompañarla a la salida.
¡Tan rápido como pudiera!
—Olivia —dijo, y la tomó de las manos para que le prestara atención—.
Esta noche tendrás que cumplir ciertas reglas.
—¿Estás hablando de ponerme límites?
—Sabes muy bien lo que me has pedido, y sus consecuencias si pasa
algo, ¿verdad?
Suavizó el gesto.
—Sí, y te lo agradezco muchísimo, Alastair. ¿Qué vas a pedirme?
Alastair sonrió al analizar las palabras que había escogido.
—Si ves a hombres que conoces, no hables con ellos. Al contrario,
evítalos a toda costa para evitar que te reconozcan. No hagas ningún tipo de
escena, modérate en todo momento. Y nunca, nunca, jamás, le cuentes a
nadie lo que vas a hacer. Ni a Rosalind, ni a Isabella, ni a nadie. ¿De
acuerdo?
Inclinó la cabeza para mirarlo atentamente, dándose cuenta de lo
preocupado que estaba por sus planes.
—Alastair, no estamos obligados a ir, te lo digo muy en serio. —Creo
que no me había dado cuenta de lo importante que es para ti continuar
siendo miembro de este club. Quizá no debemos arriesgarnos a que te
expulsen solo por llevar a cabo una de mis locas ideas.
—Si hemos llegado hasta aquí —dijo él encogiéndose de hombros—,
¿por qué no vamos a seguir adelante?
El resto del viaje en el coche de caballos transcurrió en silencio hasta
llegar a la calle St. James. Olivia repasó la historia que iba a contar, que la
cubría tanto a ella como a Alastair. Al avanzar a pie hacia el blanco edificio
de piedra Portland, Alastair tuvo que evitar conscientemente el habitual
gesto de tomarla del brazo.
—Buenas noches, su excelencia —saludó el portero dirigiéndose a
Alastair—. Bienvenido a White’s. ¿Viene con un invitado?
—Sí —confirmó Alastair—. Mi primo, Oliver Harris. Ha venido de
visita desde Bath, y estará con nosotros esta noche.
—Muy bien, su excelencia —dijo el empleado franqueándoles la
entrada.
Miró a Olivia, que parecía cautivada por el señorial aspecto del club
mientras le mostraba las distintas dependencias en una rápida visita: el
salón de mañanas, la sala de fumadores y, finalmente, el salón de juegos,
presidido por una gran mesa de billar y varias más pequeñas.
—Se parece mucho a las habitaciones de los caballeros de la nobleza —
comentó, y él asintió. Era lo planeado: una visita completa pero rápida, y ya
casi había terminado. En unos momentos estarían fuera y a salvo. Se volvió
para preguntarle si quería ver algo más y, para su desgracia, escuchó que
alguien lo llamaba. Se estremeció.
—¡Breckenbridge! —Se dio la vuelta y vio a lord Penn y a lord
Merryweather que avanzaban decididos hacia él.
—Quédate aquí —le dijo a Olivia—. Merryweather te conoce bien,
podría reconocerte.
—Permaneceré entre las sombras —prometió—, y no diré ni una
palabra.
Alastair miró a su alrededor buscando una vía de escape, pero no vio
otra opción que dejarla sola, algo que en ningún caso debería hacer.
Finalmente se volvió para dirigirse hacia sus amigos y se sentó a su lado, de
modo que Olivia quedara entre las sombras, en una esquina. Agradeció la
escasa iluminación de la sala, con pequeños candeleros en las paredes y
algún que otro candelabro. El ambiente era acogedor.
—Caballeros —saludó al sentarse junto a ellos—. Esta noche me
acompaña mi primo, que ha llegado sin avisar. Señor Oliver Harris, lord
Penn y lord Merryweather.
Intercambiaron saludos y pidieron una ronda de brandi antes de que
Penn empezara a preguntarle.
—Breckenbridge, amigo, ¿qué tal te está sentando el matrimonio? —
disparó.
—Muy bien, gracias —respondió Alastair con cautela.
—No nos has contado los detalles del escándalo que condujo a él.
Tengo bastante curiosidad al respecto.
Alastair se aclaró la garganta.
—Un pequeño malentendido, eso fue todo.
—Un pequeño malentendido, dices —repitió Penn sofocando la risa—.
No seas bromista. Breckendridge, debo recordarte que te sentaste aquí
mismo pocas semanas antes del… «evento» y nos dijiste que no te ibas a
plantear buscar esposa hasta que pasaran bastantes años. No querías sentir
«responsabilidad y culpabilidad», creo que esas fueron las palabras que
utilizaste, ¿recuerdas?
—Pues… no estoy seguro de si fueros esas mis palabras exactas —
musitó, al tiempo que pensaba en cuál podía ser la mejor manera de
cambiar de tema—. Una cosa, Penn, por qué no me cuentas cómo te fue en
Tattersalls la semana pasada. ¿Ganaste o perdiste?
Mientras lord Penn se explayaba acerca de sus logros con las apuestas
en carreras de caballos, Alastair se echó hacia atrás en la butaca. No había
sido un buen comienzo. ¿Podía pasar algo peor aún?
C A P ÍT U L O 1 7
¿Responsabilidad y culpabilidad? ¿Eso era lo que el matrimonio
significaba para él? Olivia entrecerró los ojos mientras miraba a
Alastair y sus amigos. ¡Eran unos estúpidos, todos ellos! Ella no era
responsabilidad de nadie, y menos de Alastair Finchley.
Estaba deseando exponer sus opiniones, pero también tenía claro que si
hablaba correría excesivo riesgo, pues atraería la atención sobre ella y
podría dar lugar a que averiguaran su verdadera identidad. Lo que hizo fue
sentarse en la penumbra y literalmente echar humo mientras miraba a
Alastair, que parecía darse cuenta de su ira y no dejaba de removerse
inquieto en su asiento.
Pese a la ridícula conversación, hizo todo lo que pudo para disfrutar al
máximo de su incursión secreta a White’s. Se preguntaba cuántas mujeres
habrían hecho lo mismo antes que ella, es decir, colarse subrepticiamente en
un exclusivo club masculino al que de ninguna manera podían acceder. ¿Por
qué no crear un club exclusivo para damas? ¿Qué dirían los caballeros si tal
establecimiento existiera?
Olivia tuvo que admitir que le gustó el confort, muy masculino, de la
decoración. Los sillones era de cuero color castaño y las paredes, decoradas
con papel pintado sobrio y elegante, estaban llenas de libros colocados en
amplias estanterías.
—¿Cómo está tu hermana, Breckenbridge? —preguntó Merryweather, y
Olivia se volvió ligeramente para poder observarlo mejor. Era un caballero
bastante atractivo, de pelo oscuro, cálidos ojos pardos y buena presencia
general.
—Anne está bien, Merryweather, gracias por preguntar —respondió
Alastair con tono cálido.
—Siento que no haya retomado la temporada tras el fallecimiento de
vuestro padre, aunque lo entiendo perfectamente, dadas las circunstancias
—dijo Merryweather—. Por favor, asegúrate de que se me invita a los
primeros eventos a los que acuda.
—¡Por supuesto! —aseguró Alastair—. Lo seguiré de cerca, puedes
estar tranquilo.
«Interesante», pensó Olivia. Lord Merryweather estaba interesado en
Anne. Se preguntó si la joven también sentiría algo, o si incluso se habría
fijado en él. Lo cierto era que a Olivia no se lo había mencionado. Tendría
que preguntarle a Alastair más cosas acerca de su amigo. Así, a primera
vista, no le parecía mal, en absoluto.
—¿Y has vuelto a ver a la adorable baronesa de Hastings después de tu
feliz matrimonio? —volvió a la carga Penn. La conversación volvió a
adentrarse en territorios hostiles para su marido.
En cuanto lo miró, se dio cuenta de que se ponía colorado por
momentos. De hecho, su desasosiego no podía ser más evidente, al menos
para ella. De no haberse sentido disgustada por la pregunta, hasta se habría
divertido.
—No —se limitó a decir, acercándose la copa a los labios, y al parecer
decidido a no hacer ningún comentario más a ese respecto.
—¡Vaya! La pobre mujer se estará sintiendo muy sola, ¿no te parece? —
comentó Penn—. ¿De verdad vas a renunciar a su inagotable energía en la
cama con tanta facilidad?
—Por supuesto, Penn —aseveró—. Soy un hombre casado.
—¡Ja! —Más que una risa, Penn emitió un ladrido—. ¿Cuándo ha sido
eso un impedimento capaz de alejar a un hombre de su querida? ¡Vamos,
Breckenbridge! No sé qué diablos te pasa esta noche, pero no eres el mismo
que otras veces. Igual si pedimos otra ronda de bebidas te animes un poco.
Pen ordenó una nueva ronda de brandi para los cuatro. Olivia lo
consumió casi tan deprisa como Alastair, que inmediatamente después se
puso de pie.
—Me temo que debemos dejaros. Tenemos otro compromiso, y solo
hemos venido aquí para tomar una copa. Buenas noches, caballeros.
Olivia no tenía ganas de irse en ese momento, pero no vio la forma de
negarse delante de los amigos de Alastair. Inclinó la cabeza en dirección a
ellos y salió tras él de inmediato, no fuera a ser que la dejara atrás antes de
llegar a la puerta.
No dijo nada hasta que llegó el carruaje, y una vez más tuvo que
indicarle a Alastair que no la ayudara a subir. Se sentaron uno enfrente del
otro, cruzó las piernas disfrutando de la libertad que le proporcionaban los
pantalones y se quitó el sombrero para sacudirse el pelo, que cayó sobre sus
hombros.
Alastair se aclaró la garganta.
—Olivia…
—¿Responsabilidad y culpabilidad? —preguntó alzando mucho las
cejas.
—Bueno, ya ves, eso fue antes…
—¿La baronesa de Hastings?
—Una vez más, eso fue antes…
—¿Inagotable energía en la cama?
El tono jocoso inicial se encrespó con esa frase.
—Olivia —dijo inclinándose hacia delante—, la idea de venir aquí esta
noche ha sido tuya.
—Ya lo sé —suspiró.
—¿Acaso las jóvenes no hablan de hombres entre ellas?
—¡Lo que hablan las jóvenes no tiene nada que ver con lo que he
escuchado esta noche! —respondió abriéndose de brazos—. Aunque…
tampoco estaría mal hablar así de abiertamente sin miedo al escándalo o al
castigo. Me doy cuenta de que he oído esas cosas porque me lo he buscado
yo misma, Alastair, pero debo reconocer que me sigue haciendo daño darme
cuenta de que nuestro matrimonio es una carga para ti que te ha afectado
muy negativamente porque preferirías… otras cosas.
—¿Te refieres a otras mujeres?
No pudo evitar sonrojarse como nunca en su vida.
—Sí.
—Oliva, escúchame bien. —Pese al movimiento del carruaje sobre los
adoquines del pavimento, se las arregló para levantarse y ponerse al lado de
ella, que se lo permitió algo a regañadientes—. Esos hombres hablaban de
mi pasado. Mis ideas acerca del matrimonio eran muy diferentes en ese
momento. No esperaba casarme con una… mujer tan… interesante. No
puedo mentirte y decir que no me siento responsable de tu bienestar, ni que
me siento culpable de salir y dejarte sola en casa algunas noches, pero es
que eso no se puede evitar. Pero hay muchísimos aspectos positivos en el
matrimonio que ni siquiera podía imaginarme que fueran posibles. Por lo
que se refiere a las mujeres que han pasado por mi cama, no importa en
absoluto las anteriores a ti, porque ahora eres mi esposa y la única mujer
con la que quiero estar. Y, por si quieres saberlo, en mi vida he conocido un
entusiasmo mayor que el tuyo.
Bastante apaciguada por sus palabras y su actitud, le apretó los dedos.
No podía negar que seguía enfadada, que una parte de ella no quería
perdonarlo, y que hasta podría incluso endurecer aún más su corazón con
esas palabras. Pero la parte racional de su mente no podía negar que estaba
diciendo la verdad. Ni él ni ella podían cambiar el pasado, y lo sabía cuando
se casó con él; por otra parte, tampoco era capaz de controlar las palabras
de sus amigos.
Finalmente se obligó a sonreír.
—Lo entiendo, Alastair. Puede que esta incursión a White’s haya
satisfecho mi malsana curiosidad por mucho tiempo.
Su marido suspiró aliviado y se repantingó sobre el respaldo del asiento.
—¡Gracias a Dios! Porque no sé si podría resistir esta tensión otra vez.
Ella rio, y todo pareció perdonado.
A lastair pasaba los días estudiando y reflexionando sobre el estado de su
hacienda y sus finanzas, intentando establecer la manera de volver a generar
beneficios. Estaba en el estudio volcado sobre los libros de contabilidad
cuando llegó el mayordomo con la correspondencia para él.
—Su correo, excelencia —dijo, y se volvió a ir inmediatamente.
Alastair ojeó los sobres rápidamente, de los que le interesaron dos. Usó
el abrecartas para extraer el contenido y leyó rápidamente ambas notas, que
le dejaron sentimientos encontrados. Una de ellas parecía condenarle a
mantener sus deudas, pero la otra apuntaba a convertirse en una vía de
recuperación. Empezó a reflexionar sobre el mejor camino a tomar cuando
sitió una presencia cercana. Alzó la vista en el momento en el que su esposa
entraba por la puerta.
—¿Va todo bien? —preguntó—. Pareces sorprendido.
—Sí, desde luego que lo estoy —contestó—. ¿Te importaría sentarte un
momento?
Así lo hizo, aunque con gesto de preocupación.
—Esta carta dice que muchas de las deudas de mi padre o han vencido o
están a punto de hacerlo —explicó—. Tengo menos de un mes para
pagarlas.
Ella extendió la mano para que se la pasara, cosa que hizo a
regañadientes.
—¿Tendrías la posibilidad de pagar a plazos?
—Puede —dijo mirándola fijamente—. Afortunadamente, no todas las
noticias son así de preocupantes. ¿Recuerdas el columnista financiero del
que te hablé?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues en lugar de contestarme en su columna de The Register, me ha
escrito directamente con sus sugerencias. ¡Qué raro!, ¿verdad?
Olivia inclinó ligeramente la cabeza.
—Puede que piense que no puede dar los mismos tipos de consejos de
inversión a todos sus lectores, pues a unos les podrían ir bien ciertas
inversiones y a otros otras, según sus necesidades y circunstancias
concretas. ¿Qué te ha dicho?
Se aclaró la garganta y leyó la nota.
P ara su excelencia el duque de Breckembrige.
Me siento muy honrado por el hecho de que me haya pedido consejo en
relación con sus inversiones. Debo decirle que no le puedo garantizar con
absoluta certeza que los consejos que voy a darle produzcan la rentabilidad
que espero; no obstante, creo firmemente que hay muchas posibilidades de
que sí lo sean.˝
L a nota proseguía con una lista de inversiones que consideraba
potencialmente rentables y sólidas financieramente, y termina diciendo que
diversifique en distintos sectores económicos para minimizar los riesgos.
Alastair no dejaba de mirar la carta con gesto meditabundo.
—Me parece comprensible que te haya contestado directamente. No
sería lógico que diera estos consejos a todos los lectores… En cualquier
caso, me parece muy prometedor —dijo Olivia con una gran sonrisa—. ¿En
cuáles de ellas piensas invertir?
—¿Perdona?
—Pregunto en qué compañías vas a invertir.
—Ah, Olivia, amor mío —dijo meneando la mano y dejando a un lado
la nota—. Te pido disculpas por aburrirte de esta manera. Me imagino que
esta charla sobre inversiones y finanzas te aburrirá mortalmente.
—¿Y por qué me iba a aburrir? —preguntó ella empezando a fruncir el
entrecejo.
—Si yo apenas puedo interesarme en ello, aunque tenga que hacerlo por
obligación, me imagino que en tu caso será todavía peor —dijo moviendo la
mano. Pero se quedó de una pieza cuando ella se levantó y agarró la nota
que había dejado en el escritorio.
—Hum… —murmuró mientras la recorría con la mirada a toda
velocidad—. Creo que la compañía naviera tiene muchas posibilidades de
dar buenos beneficios a corto plazo. Merecería la pena probar con ella, ¿no
te parece? Y los fondos tienen sentido, pero temo que no vayan a producir
toda la rentabilidad que necesitas a corto plazo, que es lo que necesitamos.
Lo lógico sería quizá dividir las inversiones entre las dos, ¿no te parece?
«¡Santo Cielo!», pensó. Sabía que solo intentaba ayudar, pero eso de
escoger nombres de una lista solo por cómo sonaban los nombres de las
empresas estaba claro que no iba a resultar de ninguna ayuda.
—Muchas gracias, querida —dijo dedicándole una sonrisa que
pretendió ser de lo más benevolente—. Pero, por favor, no te preocupes de
estas cosas. Ha sido un error habértelas mencionado. Debes saber que tu
asignación cubre más que de sobra cualquier necesidad que tengas en caso
de que me ocurra algo. Y ahora, querida, ¿qué te parece si vamos al teatro
esta noche? Nos han invitado los Greville. Creo que lo pasarás bien con
ellos.
Olivia se puso de pie con una sonrisa en los labios, cortés pero
totalmente impostada, y le habló con tono glacial.
—Lo que a usted le parezca, su excelencia —dijo, echando a andar
hacia la puerta con el frufrú de las faldas—. Siento que no le parezca
adecuado compartir conmigo sus preocupaciones.
Alastair maldijo para sí. No tenía la menor idea acerca de por qué había
desatado su ira, pero no cabía duda de que lo había hecho, y a raudales.
O livia echaba humo mientras se vestía y arreglaba para acudir a la maldita
representación. ¡Que no se preocuparas de «esas cosas»! ¿De verdad
pensaba que era tan corta de mente como para no tener una opinión válida
acerca de sus inversiones? Lo que eligiera iba a tener un impacto
fundamental sobre el futuro de ambos. Aunque también tenía que reconocer
que, si se paraba a pensar un poco sobre el tema, él tenía razón en que a la
inmensa mayoría de las mujeres la economía y las finanzas les importaban
un bledo.
Tomó la decisión de que, en su matrimonio, las cosas no iban a ser de
esa manera. Funcionarían como iguales, como socios, en todo lo que se
refería a los negocios familiares. Lo que tenía que hacer era encontrar el
modo de animarle a que la escuchara y atendiera sus razonamientos.
Ahora tenía que prepararse para la velada en el teatro. No sabía qué
obra se iba a representar esa noche, pero esperaba que fuera algo capaz de
atraer su atención. Llamó a Molly y le dio instrucciones para el ama de
llaves en relación con la cena de esa noche. No conocía bien a lord y lady
Greville, pero iba a intentar con todas sus fuerzas pasarlo bien esa noche,
pese a la frustración que sentía al ver las ideas que Alastair tenía sobre lo
que a ella podía interesarle o no.
Su doncella personal eligió para esa noche un vestido de seda púrpura, y
Olivia lo aprobó asintiendo con la cabeza. Era muy bonito, y bastante más
vibrante que lo que estaba de moda esa temporada. Siempre le había
gustado ese vestido, que se complementaba muy bien con los ricos tonos
dorados de su cabello. La doncella le mostró una delicada gargantilla de oro
y Olivia volvió a asentir, dándose la vuelta para que se la colocara en el
cuello y terminara reposando entre las clavículas.
Olivia no paraba de pensar. Esperaba que Alastair volviera a escribir a
P.J. Scott. Era la única forma de que la hiciera caso.
C A P ÍT U L O 1 8
T al como se temía, la obra resultó ser insufriblemente aburrida. No
se dio cuenta de que se le cerraban los ojos hasta que Alastair le
dio un golpecito con el codo. ¿Cómo era posible que le costara tanto dormir
por la noche en una cama comodísima con ropa lujosa y suave, y sin
embargo se durmiera en el palco de un teatro, con actores gritando y la
gente hablando a voces a su alrededor? No obstante, para ser sincera
consigo misma, últimamente, con Alastair a su lado en la cama, dormía
muy bien, aunque nunca iba a admitir delante de él el efecto que ejercía
sobre ella.
Puede que fuera la calidez del cuerpo que estaba junto a ella. O quizás
la sensación de saciedad antes de dormir. O, por qué no, aunque le costaba
mucho admitirlo, la sensación de confort y seguridad que nunca antes había
sentido.
Alastair tenía razón a propósito de los Greville. Lo pasó bien con ellos.
Lady Greville era muy agradable e inteligente, y le resultó interesante
conversar con ella.
En el intermedio, mientras hablaban sobre conocidos comunes, pudo
escuchar que Alastair le pedía consejo a lord Greville sobre inversiones. No
pudo por menos que negar con la cabeza. ¿No había querido hablar del
asunto con ella, y sin embargo lo hacía sin problemas con un simple
conocido? Se mordió la lengua, pues no era su conversación, ni el lugar
adecuado. No obstante… lo de callarse no era su estilo, nunca lo había sido.
Se trataba de un rasgo de carácter que había conducido a no encontrar
marido en muchos años, y que irritaba muchísimo a su madre.
—Creo que las navieras son siempre una apuesta segura —decía en ese
momento lord Greville—. Y más con el continuo crecimiento de la
Compañía de las Indias Orientales, así como el gran interés que suscitan los
viajes a las Américas. Si yo quisiera destinar fondos a una inversión, creo
que elegiría esa opción.
—¡Vaya, Alastair, cariño! —dijo Olivia sonriendo con entrenada
dulzura—. ¿No era eso precisamente lo que te sugerí esta mañana?
Lord Greville alzó las cejas y asintió a su comentario, mientras que
Alastair la miró con expresión confundida.
—Sí, así es —reconoció—. ¿Pero no era porque te sonaba bien? Sé que
te gusta la aventura…
No pudo evitar soltar un gruñido, lo que provocó que lady Greville riera
entre dientes. A Olivia le pareció notar un gesto de respeto en la dama,
aunque puede que solo fuera producto de su imaginación.
—¡No me digas que has pensado que te sugería que invirtieras en una
empresa basándome solo en sus actividades, y no en la base de su negocio!
—preguntó con tono de enfado ante la falta de reconocimiento a su
inteligencia—. ¿Tan simple me consideras? ¡Vamos, Alastair, ten un poco
de sentido común!
Su forma de ser, habitualmente relajada, dio paso a cierto malestar.
—Mis disculpas, querida —dijo en un intento de poner paz, sobre todo
ante la presencia de sus amigos—. Hablaremos de esto a fondo a su debido
tiempo. Dígame, lady Greville, ¿qué tal está su padre? Se que se llevaba
bien con el mío, y hace mucho que no coincido con él.
—Muy bien, su excelencia, gracias por preguntar —contestó sonriendo;
con el discurrir de la conversación, Olivia se sintió como una niña
reprendida. Al sentarse sintió casi físicamente la frialdad de su marido, que
duró todo el resto de la representación.
A lastair no entendía qué le había pasado a su esposa. ¿Por qué estaba
tan interesada de repente en asuntos financieros? Aunque, ahora que lo
pensaba, quizá lo que pasaba era que aún no sabía a ciencia cierta qué era lo
que le interesaba. Desde luego, no parecían atraerle los entretenimientos
habituales de otras jóvenes de la alta sociedad, como las acuarelas, o el
bordado, o ese tipo de cosas. Por el contrario, se pasaba las horas en la
biblioteca leyendo sin cesar libros y periódicos, o escribiendo. Estaba claro
que era culta, pero nunca había pensado siquiera en preguntarle qué era lo
que le interesaba. De hecho, creía que el acuerdo era que ella se centrara en
sus cosas y él en las suyas, sin interferencias.
Se despidieron de los Greville y anduvieron hasta el lugar en el que les
esperaba el carruaje, algo alejado de la entrada al teatro. Se volvió para
hablar con Olivia pero sintió una mano que le acariciaba el brazo.
—¡Alastair! ¡Oh, mis disculpas! Debería llamarle su excelencia,
supongo, pues ya no tenemos la relación que solíamos tener, ¿verdad,
cariño? —Al tiempo que las palabras salían de la boca pintada de carmín de
la dama, esta apretaba su amplio busto, que prácticamente desbordaba el
escote, contra el brazo del azorado Alastair, que se estremeció pensando que
este encuentro solo podía acabar de una manera: en un desastre absoluto—.
¡Oh! ¿Y quién es esta criatura tan encantadora? ¿Quizá la razón de tu
ausencia? ¡Tienes que presentármela!
—Olivia —dijo volviéndose hacia su esposa, que miraba a la mujer con
apenas contenido desprecio, los ojos fijos en el brazo con el que colgaba de
su marido—. Te presento a la condesa de Oxbridge, Georgina Porter.
Condesa, le presento a mi esposa, Olivia Finchley, duquesa de
Breckenbridge.
La mujer soltó una risita nerviosa.
—¡Oh, Alastair! —exclamó, volviendo al tuteo—. Me dijeron que te
habías casado, pero no podía concebir que fuera verdad. Vaya, es
simplemente divina. Debo decir que es usted preciosa, su excelencia,
aunque sin duda ya lo sabe. ¿Qué hizo para convencerlo de que se casara?
¡Estaba segura de que permanecería soltero de por vida!
Alastair enrojeció vivamente y se atrevió a echar una mirada ladeada a
su esposa, que se mantenía tranquila con una sonrisa cuyo peligro
empezaba a conocer, pese a que de entrada parecía de lo más inocente.
—Olivia es una mujer muy interesante, condesa —dijo con tono
comedido—. Nada más conocerla, no pude concebir la vida sin ella a mi
lado.
—Gracias, querido —dijo Olivia, dirigiéndole a él la dichosa sonrisa, lo
que hizo que se estremeciera—. Es un placer conocerla, condesa. Dígame,
¿conocía usted bien a mi esposo?
Alastair soltó una tosecilla nerviosa, rezando para sí por que la condesa
no divulgara la naturaleza de sus anteriores relaciones, al menos en ese
momento. Pero, por desgracia para él, Dios no parecía muy dispuesto a
atender sus plegarias.
—Ah… —La condesa empezó a juguetear con uno de sus negros rizos
al tiempo que miraba a Alastair—. Coincidimos en diversos eventos
sociales, creo recordar, y pudimos comprobar que ambos disfrutábamos de
la mutua compañía… de vez en cuando. ¿No es así, su excelencia? Aunque
en los últimos dos meses no he disfrutado de ninguna visita suya, me temo.
Ahora entiendo el porqué. ¡Me alegro, la verdad, pues pensaba que
simplemente se había cansado de mí!
A Alastair le entraron ganas de gritar. No veía la manera de acabar con
esa fatal conversación.
—Ya, claro… debo admitir que tras la boda hemos estado bastante
ocupados, esa es la verdad —dijo atropelladamente—. ¡Ah! Mira querida,
ahí está nuestro carruaje. Buenas noches, condesa.
Nada más sentarse en los mullidos y lujosos asientos del coche de
caballos, Alastair echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Puede que ella
no le diera importancia al encuentro, pensó. O puede que no dijera nada.
Igual no le importaba lo que…
—¿Durante cuánto tiempo ha sido tu amante la condesa?
Puede que estuviera equivocado, muy equivocado.
Abrió los ojos y pestañeó como si no entendiera la pregunta, pese a lo
clara y directa que había sido.
—¿Perdona?
—Te he preguntado —dijo deletreando con claridad, como si él tuviera
una discapacidad mental— que durante cuánto tiempo ha sido tu amante la
condesa.
Mantenía un gesto inexpresivo, que no dejaba escapar ninguna de las
muchas emociones que, sin duda, le estaban afectando. Alastair empezaba a
entender por qué muchos hombres preferían que sus esposas no fueran tan
inteligentes como Olivia, y que pasaran los días atentas a la última moda y
los cotilleos del día, sin preocuparse de los asuntos de sus maridos, e
incluso de con quién se iban a la cama. Suspiró.
—Pues… de vez en cuando, durante unos pocos años —dijo sin poder
acopiar la valentía suficiente como para mirarla a los ojos—. No había una
relación personal, nada consistente. Era viuda, y quería divertirse de vez en
cuando. Y yo siempre estaba dispuesto. Pero Olivia, ya hemos hablado de
esto. Solo es parte de mi pasado, lo sabes muy bien, y no tengo ningún
sentimiento por ella.
Asintió, pero sin revelar en absoluto lo que estaba pensando o sintiendo.
No dijo nada, se limitó a mirar por la ventana. Aunque entendía el disgusto
que le había causado el encuentro con la condesa, ella tenía que entender a
su vez que su matrimonio implicaba que no volvería a tener amantes,
nunca, pero que habría circunstancias en las que se encontrarían con sus
antiguas relaciones y tendrían que conversar. Este no era el momento de
decirle tal cosa, desde luego. A Alastair no le gustaba el conflicto, y
siempre procuraba suavizar las conversaciones cuando se volvían difíciles.
Pero Olivia iba más allá de las palabras de distracción con las que
procuraba enmascarar las emociones y los problemas, en lugar de
enfrentarlos directamente. Y ante ello se comportaba con enorme frialdad.
Eso le ponía en dificultades, y nunca sabía cómo dirigirse a ella. Casi
prefería que le gritase, que le dejara claro lo que pensaba de verdad para así
saber cómo responder. Ahora, allí estaba, sentada a su lado, y notaba que lo
que él decía solo estaba contribuyendo a que se enfureciera más.
—¿Olivia? —preguntó—. Puede que haya veces que mujeres como la
condesa se acerquen a nosotros, o a mí solo, pero te prometo que nunca voy
a reaccionar a sus insinuaciones, si las hay. Debes entender que…
—Lo entiendo todo perfectamente —dijo, sin perder la sonrisa que tanto
deseaba que desapareciera de su rostro, y planteándose besarla para borrarla
y hacerle comprender que era la única con la que deseaba calentar la cama
—. Desde que nos conocimos he sabido quién eras. No puedes cambiar tu
pasado, y lo entiendo perfectamente. Pese a todo, me dejé arrastrar por tu
encanto y tus atenciones, hasta el punto de perder de vista que eres un
hombre que gusta a las mujeres, mucho, demasiado, Alastair. ¿De verdad te
ves capaz de estar durante el resto de tu vida con una sola mujer?
—Yo… ¡por supuesto que me veo capaz! …contestó, pero sin poder
evitar un instante inicial de duda, por el que se maldijo de inmediato—.
Estoy casado contigo, y nunca te voy a traicionar.
—No dudo que lo digas de verdad, pero, ¿es lo que realmente quieres?
—preguntó. La sonrisa se había trocado en tristeza genuina—. ¿Quieres una
vida en la que te sientas atado a mí por algo que no sea solo tu concepto del
honor y del deber? No quiero obligarte a eso. No quiero ser responsabilidad
de nadie, y no voy a alejarte de todo lo que de verdad desees en la vida. No
quiero ser ni un deber ni una obligación para ti. Contéstame honestamente,
Alastair: ¿Soy todo lo que quieres para el resto de tu vida?
—Cuando me casé contigo comprendí que eso significaba renunciar a
todas las demás mujeres —dijo con sinceridad, a lo que ella respondió con
una risa amarga. Se volvió y miró por la ventana.
—Era lo que pensaba, Alastair —dijo en voz baja, y las lágrimas que
corrían por sus mejillas fueron como flechas clavadas en su corazón—. Era
lo que pensaba.
O livia despidió a su doncella hasta la mañana siguiente y se sentó en el
escabel frente al muy ornamentado espejo, mirando atentamente su imagen
reflejada en él. Agarró el cepillo del pelo y empezó a pasárselo lentamente
por el largo, frondoso y rubio cabello, que le caía suavemente sobre los
hombros. Le resultaba una actividad terapéutica, y cerró los ojos para
intentar apartar de sí los pensamientos que la consumían, aunque sin
lograrlo. En cuando vio a la mujer que se aproximó a Alastair a la salida del
teatro, supo de quién se trataba al instante, y dedujo lo que había significado
para su marido. Sabía perfectamente que no tenía ningún derecho a
enfadarse ni a pedir nada más allá de lo que él le había prometido y le había
dado ya. No obstante, no podía evitar los celos que la desgarraban por
dentro. Además, si era sincera consigo misma, se sentía como una estúpida.
¿Cuántas mujeres había en los alrededores que no iban a renunciar a volver
a estar con él? ¿Y cuánta gente se reía de ella pensando en lo que se le venía
encima?
No quería que él estuviera con ella simplemente por sentirse atado a sus
votos. No deseaba que viviera una vida de renuncias ni de lamentaciones
por lo que podría haber sido y hecho. Y, en cuanto a ella misma, tampoco
podía permitirse permanecer en este estado, dejando que las emociones la
vencieran.
Escuchó el ruido al abrirse la puerta que conectaba las habitaciones, así
como el ruido de las botas mientras cruzaba la habitación en dirección a
ella. Siguió con los ojos cerrados cuando le quitó suavemente el cepillo de
la mano y la sustituyó desenredándole el cabello y estirando las rubias
hebras. Le relajaba muchísimo, y se inclinó hacia él, pese a los
pensamientos que la atormentaban.
—Quiero disculparme contigo, Alastair —dijo por fin rompiendo el
agradable silencio—. No he sido justa contigo. Como bien has dicho, tu
pasado no se puede cambiar ni evitar, pero debes comprender que me
resulta doloroso ver como esas mujeres se ríen de mí.
—Sí, el pasado es inevitable e invariable —confirmó él en voz baja—.
Pero me disculpo por la incomodidad del encuentro y te prometo que haré
todo lo que esté en mi mano por evitarte en el futuro ese tipo de situaciones.
Olivia asintió sin decir nada. Desde el momento en el que aceptó entrar
al palco privado con él, supo perfectamente lo que significaría entregarle el
corazón. Era un hombre que tenía la capacidad no solo de romperle el
corazón, sino de hacerlo añicos. Era fácil enamorarse de él, pero no iba a
permitirse a sí misma entregarse abiertamente, porque eso sería darle el
poder de destruirla completamente. Por eso se había resistido inicialmente a
hacer el amor con él, aunque el deseo había terminado ganando la partida a
la terquedad de negarse.
Ahora lo único que podía hacer era mantener a coraza en torno a su
corazón. Le había entregado su cuerpo, pero decidió no hacer lo mismo con
el corazón ni con el alma. Nunca. Porque hacerlo sería su perdición.
C A P ÍT U L O 1 9
P ocos días después, Alastair tarareaba una canción mientras recorría
el camino entre el despacho y su habitación. Esa noche Olivia y él
estaban invitados a un baile de gala en la residencia de los duques de Stowe.
La habían aceptado, como hacían con casi todas las que recibían. Tanto él
como su esposa era sociables, pero el sentimiento de incomodidad que
había dejado en su relación el incidente de la salida del teatro aún no había
desaparecido. Seguían manteniendo una relación muy cordial, y no habían
dejado de dormir juntos, pero él notaba perfectamente que su esposa había
levantado un muro a su alrededor para mantenerlo a cierta distancia.
La verdad era que no sabía muy bien cómo comportarse con su esposa
ni qué esperar de ella. Disfrutaba con su compañía, y le gustaban su ingenio
y la pasión que ponía en todo lo que hacía, fuera planificar una cena o
participar en conversaciones sobre muchas y muy diversas materias. No
obstante, no podía evitar cierta renuencia a darse por entero a ella, con todo
su corazón. Durante toda su vida se había divertido de muchas maneras:
acudiendo a bailes, a salas de juego y a burdeles. Entregarse por entero a su
matrimonio era como decir adiós al hombre que había sido antes.
Por otra parte, las aventuras nocturnas se habían interrumpido tras la
desastrosa visita a White’s. Ella no había vuelto a hacer ninguna sugerencia
desde entonces, ni él tampoco. Hasta ese momento habían compartido
salidas divertidas, que podían considerarse travesuras, conspirando juntos,
pero ahora ninguno de los dos parecía dispuesto a repetirlas.
Él tampoco había salido por su cuenta. Dejó de hacerlo cuando se dio
cuenta de que Olivia deseaba acompañarle, y ahora le parecía que salir sin
ella sería algo así como una traición. Suspiró. Esa era precisamente la razón
por la que siempre había preferido permanecer soltero, para evitar tener
sentimientos encontrados con respecto a sus acciones y comportamientos.
Pero ahora, siendo un hombre casado, se supone que tenía que lidiar con
ello lo mejor que pudiera y supiera.
Podría ser que esa noche, al regresar del baile, un evento que con toda
probabilidad los pondría de buen humor, mantuvieran otra conversación
acerca de su vida juntos y de lo que esperaban el uno del otro. Él no podía
cambiar su pasado, pero si al menos lograra que ella le dijera qué era lo que
esperaba de él para recuperar la buena relación que habían mantenido
durante un tiempo —conversaciones amigables y divertidas, sonrisas
cómplices y sexo de alto voltaje—, las cosas se pondrían muchísimo mejor.
Giró por el pasillo en dirección a la biblioteca y vio a Olivia en el
asiento cercano a la ventana que había hecho suyo para leer, escribir y
reflexionar. No le había escuchado, pues estaba muy enfrascada en su
trabajo, escribiendo a toda prisa y caóticamente, y él sintió una enorme
urgencia por saber qué era lo que estaba poniendo sobre el papel con tanta
concentración.
Se colocó detrás de ella sin hacer ruido para no sobresaltarla y no hacer
que perdiera la concentración en lo que fuera que estuviera haciendo.
—¿Olivia? —dijo en voz baja y tono interrogativo.
—¡Alastair! —exclamó dando un respingo sobre el asiento de la
ventana—. No me había dado cuenta de que estabas aquí… ¡Caray, sabes
bien cómo dar sustos! —Se dio cuenta de que mientras hablaba, había
puesto un libro encima del papel sobre el que escribía. Era evidente que no
deseaba que lo leyera.
—Perdóname, de verdad. Estabas muy concentrada y te he distraído —
dijo extendiendo una mano para estabilizarla—. ¿Qué hacías?
—Nada importante… una carta para mi hermana —dijo haciendo un
gesto con la mano.
—¿Le ocurre algo?
—Por supuesto que no. ¿Por qué lo dices? —lo miró algo extrañada.
—Porque has escondido la carta para que no la viera.
—¡Pero no, qué va! —dijo con una risa forzada—. Solo he pensado que
quizá puedas pensar que algunas de las cosas que le digo no son más que
bobadas…
Alastair alzó una ceja.
—Léeme un párrafo y yo te diré lo que pienso al respecto.
—No, no, son tonterías, sería malgastar tu tiempo —dijo, e
inmediatamente se levantó, agarró el libro y los papeles y echó a andar
hacia la puerta.
Él le puso las manos sobre los hombros para detenerla y agarrar los
libros.
—Puedo arreglármelas sola, Alastair, gracias —dijo colocando contra el
pecho papeles y libro. Alastair notó un chispazo de pánico en su mirada.
—No te preocupes, no voy a fisgar en tu correspondencia —dijo—.
Solo quiero ayudarte a llevar todo esto a tu habitación.
Caminaron juntos en silencio hasta llegar a la puerta del dormitorio.
—Nos vemos dentro de unas horas —se despidió Alastair—. Estoy
deseando tener la oportunidad de contemplar en primicia el vestido que vas
a llevar en el baile de la duquesa de Stowe.
Cuando se dio la vuelta pudo sentir físicamente el fuego de su mirada en
la espalda. Era evidente que le ocultaba algo, y tenía la imperiosa necesidad
de saber lo que era. No estaba seguro de por qué le molestaba tanto no
saberlo; pero sabiendo lo proclive que era su esposa a saltarse las
convenciones sociales sin ningún recato, pensó que tenía serios motivos
para preocuparse.
A lastair y O livia se dirigieron sonrientes al salón de baile y saludaron a
sus anfitriones, los duques de Stowe. Formaban una pareja deslumbrante.
Todo el mundo conocía los humildes orígenes de la duquesa, pero Olivia le
comentó a Alastair que, tras unas pocas charlas con la dama, la había
encontrado mucho más amable y cercana que la mayoría de las mujeres de
la alta sociedad que había conocido hasta ese momento.
Apenas había andado unos pasos por el salón de baile cuando una joven
pequeña y muy delgada, casi desaparecida en un vestido azul con muchos
adornos, se acercaba a ellos a toda prisa.
—¡Oh, Rosalind! —exclamó Olivia, y se volvió hacia Alastair con
expresión culpable—. Perdona mi reacción. Hace mucho que no la veo,
estaba algo preocupada, de hecho.
—¡Olivia! —Su amiga la saludó con una amplísima sonrisa y le agarró
las manos—. No sabes lo que me alegro de verte, querida. ¡Qué casa tan
bonita!, ¿verdad? Creo que es la primera vez que se ofrece un baile aquí
después de aquella memorable mascarada.
Las dos amigas empezaron a hablar atropelladamente, como solían
hacer las mujeres cuando se encontraban con sus amigas más cercanas. Le
pidió a Olivia que le reservara un baile para más adelante.
—¡Pero si estáis casados! —dijo Rosalind, bastante sorprendido por su
petición, y él se rio.
—Me gusta bailar, y a Olivia también —dijo—. ¡No me importa que las
mujeres cotilleen acerca de nuestro escandaloso comportamiento!
Se despidió de ellas y se introdujo entre la multitud para conseguir una
copa y buscar a sus amigos. Vio a lord Merryweather y a lord Penn, pero al
avanzar hacia ellos una joven le interrumpió, el paso… la reconoció
enseguida: lady Hester Montgomery.
—Su excelencia —saludó haciendo la correspondiente inclinación, pero
sin dejar de mirarle en ningún momento a través de las espesas pestañas ni
abandonar una media sonrisa que a él le resultó bastante siniestra, aunque
sin entender por qué. La joven había intentado captar su atención durante
muchos años, pero él siempre la había encontrado demasiado ansiosa,
incluso desesperada, y carente de personalidad. Exactamente lo contrario
que su esposa, reflexionó.
—Lady Montgomery —saludó asintiendo con la cabeza. Intentó seguir
su camino, pero ella no lo dejó pasar—. Van a tocar un vals, su excelencia
—dijo—. ¿Le apetece bailar?
Pestañeó sorprendido. ¿Cómo era posible que esa mujer le pidiera bailar
a él, un hombre casado? Era absolutamente inapropiado que las mujeres
pidieran bailar a los hombres, y aún menos a los casados. Pero, por otro
lado, rehusar también sería un agravio y una grosería por su parte. Se aclaró
la garganta mientras procuraba buscar una excusa, pero no se le vino nada a
la mente. Así que pensó que su copa podía demorarse lo que durara el vals.
Cuando asintió, una amplísima sonrisa iluminó la cara de la joven, que
se colgó de su brazo para dirigirse a la pista de baile.
—R osalind . —El tono de voz de su amiga hizo que la aludida volviera la
cabeza rápidamente para mirarla y averiguar qué era lo que le había
provocado tanto malestar—. Por favor, dime que no es mi marido quien está
bailando un vals con Hester Montgomery.
Rosalind no era tan alta como Olivia, así que tuvo que ponerse de
puntillas para ver la pista de baile. La recorrió de lado a lado buscando a la
pareja.
—No creo que… ¡Oh, sí! Lo siento de verdad, querida, pero tienes
razón.
—¡En el nombre de Dios! ¿Por qué ha tenido que pedirle un baile a esa
mujer, y sobre todo cuando acabamos de llegar?
—Puede que se haya visto obligado…
El gesto de Olivia se ensombreció aún más.
—Cualquier hombre, y más un duque, puede elegir con quien y cuando
bailar.
Rosalind se dio cuenta del creciente enfado de su amiga y cambió de
táctica.
—Te ha pedido bailar más tarde, pese a que es algo bastante inadecuado
entre parejas casadas. Por otra parte, Olivia, la última vez que hablamos me
dijiste que no te importaba lo que hiciera el duque en su tiempo libre,
porque vuestro matrimonio era una solución forzada con la que estabas de
acuerdo. ¿Acaso han cambiado las cosas? ¿Ahora le quieres?
—No, yo… —Vio que su amiga la miraba con cara de escepticismo—.
Muy bien, sí, le quiero, aunque he intentado evitarlo con todas mis fuerzas.
Porque si le entrego mi corazón a este hombre, probablemente me lo
romperá, y no tengo ganas en absoluto de pasar por eso.
—En realidad no sabes si le importa lo que sientas —dijo Rosalind
negando con la cabeza—. Dices que empiezas a quererle, y estoy segura de
que a él le ocurre lo mismo. Quizá con el tiempo ese cariño se convierta en
amor, ¿no te parece?
—Lo dudo mucho —dijo Olivia negando con la cabeza—. Incluso
aunque me quiera, tiene deseos que satisfacer, sea en las mesas de juego
o… en otros lugares. Sé que no debo esperar más de un hombre así. En todo
caso, me da libertad, y eso se lo agradezco.
—¿Le has contado que escribes con el seudónimo de P.J. Scott?
—No —respondió Olivia negando con convencimiento—. Aunque me
doy cuenta de que podría ser comprensivo, dado que he intercambiado
cartas con él bajo el seudónimo, creo que ahora no debo decirle que soy yo,
porque entonces sabría que le he estado mintiendo todo este tiempo.
—Vaya, Olivia —suspiró Rosalind—. A veces eres terca como una
mula. Estoy segura de que te lo perdonaría, y hasta sentiría respeto por tu
inteligencia y conocimiento. Cuando estáis juntos en una sala, por grande
que sea, no aparta los ojos de ti en ningún momento. Además, debes saber
que esta noche estás deslumbrante.
Olivia estaba contenta con su aspecto y vestimenta, un traje de satén
azul cobalto que realzaba su busto adecuadamente, sin resultar demasiado
llamativo. De la estrecha cintura surgía una amplia falda que llegaba hasta
es suelo. La gargantilla de oro era el regalo que le hizo su madre el día de la
boda.
Cuando Olivia negó con la cabeza al escuchar el halago de su amiga,
esta suspiró y la dejó marchar al encuentro de otros conocidos, pero sin
dejar de mirar de reojo a la pista de baile.
O livia esperaba ansiosamente tener la oportunidad de decirle a su
marido lo que pensaba exactamente de él y de la condenada lady Hester
Montgomery. Su baile con él se acercaba, lo que le daría la oportunidad y
en tiempo suficiente como para explayarse. Pero por mucho que lo buscaba
con la mirada, no conseguía encontrarlo.
—¿Busca usted a alguien, su excelencia? —Olivia se dio la vuelta y vio
a lady Frances Davenport, la inseparable amiga de lady Hester.
—No, señorita Davenport, no busco a nadie en especial —dijo
encogiéndose de hombros para no darle ningún tipo de pista.
—¿No estará buscando a su marido, el famoso y notorio Alastair
Finchley?
—¿Se refiere al duque de Breckenbridge? —preguntó Oliva con una
mirada glacial—. Ha salido un momento del salón, Volverá enseguida.
—¿Eso es lo que cree? Vamos, querida amiga. Todas sabemos que el
duque no es lo que podría llamarse… un hombre fiel. —Acompañó la
perorata con una sonrisita de supuesta complicidad.
Olivia le enseñó los dientes, literalmente.
—Puede que mi marido haya tenido uno o dos deslices en el pasado,
pero le puedo asegurar que desde que estamos casados me ha sido fiel en
todo momento.
Frances bufó con sorna.
—Pensaba que usted era bastante más perceptiva, querida —espetó—.
¿Me está diciendo de verdad que sabe a dónde va una noche sí y otra
también? ¿Qué nunca se va de casa en busca de, digamos, «variedad
femenina»? Seguro que sabe que él no es hombre de una sola mujer para
toda la vida. No ese ese tipo de hombre, desde luego, como les pasa a la
mayoría, por cierto y para nuestra desgracia como mujeres y esposas.
—Ya —dijo Olivia, intentando ocultar la sensación de pánico que estaba
empezando a localizársele en el estómago. En cualquier caso, no podía
mostrar ante Frances lo mucho que le habían afectado sus palabras, y lo de
acuerdo que estaba con sus palabras. Muchas noches no tenía la menor idea
de dónde estaba su marido, aunque últimamente había salido con él o se
había quedado en casa, al menos que ella supiera.
En cuanto a dónde se encontraba ahora…
—Quizá debería saber… —dijo Frances dando un suspiro, como si le
resultara difícil compartir con Olivia lo que sabía— que lady Hester y él
han salido del salón en cuanto ha terminado el baile anterior.
—¿Cómo dice? —Olivia giró sobre sí misma, incapaz ya de ocultar sus
emociones frente a la mujer, que la miraba con gesto satisfecho.
—Pues lo que oye. La verdad es que parecía muy entusiasmado con
ella, y se han ido directo a los jardines. Pero de eso hace ya un rato, así que
ya deberían haber vuelto…
Se interrumpió cuando Olivia salió a toda prisa del salón de baile en
dirección a las abundantes habitaciones de la casa. Atravesó el vestíbulo y
abrió las puertas que daban al exterior. El aire era fresco, y se frotó los
brazos para preservarlos del frío.
—¡Alastair! —llamó. No vio nada, pero sí que captó un ruido a su
derecha. Dobló la esquina por el sendero que rodeaba la casa, y se dio
cuenta de que lo que había escuchado era una muy femenina risita nerviosa.
Se detuvo de repente al ver dos figuras delante de ella. La mujer, que estaba
de espaldas, no podía ser otra que Hester, pues reconoció el color verde de
su vestido de esa noche, así como el pelo negro y su estúpida risa. Estaba de
rodillas sobre un banco, con la cabeza sobre el hombre que estaba sentado.
Sus intenciones estaban más que claras, pues el hombre la sujetaba por la
cintura.
Olivia siempre se había enfrentado a las situaciones difíciles sin
pensarlo dos veces. No le tenía miedo a sus emociones, ni a la reacción que
podían provocar. No le importaba nada lo que los demás, «la sociedad»,
pudiera pensar de ellas. Pero nunca antes se había jugado tanto.
Al contemplar la escena que tenía delante, sintió una presión en el
pecho que le hizo más daño que cualquier dolor físico que hubiera sentido
con anterioridad. Porque en ese momento se dio perfecta cuenta de la
profundidad de sus sentimientos respecto a su marido. Pese a sus intentos
por controlarlos, por matizarlos, ahí estaban, instalados en el corazón, y
ahora… ahora, con ese comportamiento, los había destrozado. Se maldijo a
sí misma. Era culpa de ella, nada más que de ella, porque tenía que haberlo
sabido que, pese a sus palabras, nunca podría ser absolutamente suyo, darse
por completo a ella y solo a ella. Ahora, todo lo que había temido desde el
primer momento se estaba convirtiendo en una pavorosa realidad.
Ahogó un sollozo con la mano enguantada e hizo algo que Olivia
Jackson, ahora Olivia Finchley, nunca habría hecho, jamás. Salió corriendo
sin decir nada.
C A P ÍT U L O 2 0
A lastair dio una fuerte calada a su cigarro puro y puso una carta sobre la
mesa. Sonrió para sí. Nunca había sido demasiado aficionado al juego
del whist, pero desde que se había casado lo disfrutaba mucho más.
Aunque, por supuesto, nunca llegaría a ser tan buen jugador como su
esposa. Tras lograr escaparse de la atroz lady Hester Montgomery, por fin
encontró a sus amigos en la biblioteca para poder pasar el tiempo de manera
agradable.
—¿Qué tal la vida de casado? —le preguntó lord Greville con una
amplia sonrisa.
—Pues ya ves, no resulta ni mucho menos tan abominable como había
pensado que sería —respondió encogiéndose de hombros—. Debo decir
que, como poco, mi esposa hace que la vida resulte interesante.
—Y es una mujer de lo más buena y sufrida por aguantarte —dijo lord
Merryweather con su habitual buen talante.
—Mira por dónde, recuerdo que le había prometido un baile dentro de
poco. —Sacó el reloj de bolsillo y lo consultó. El tiempo había pasado más
rápido de lo que imaginaba—. Creo que me he retrasado, de hecho. Volveré
dentro de un rato, caballeros.
Al volver al salón se dio cuenta de que, en realidad, había estado
esperando la oportunidad de tener a su esposa entre los brazos, incluso aun
tratándose de un baile en público. Estaba claro que no era el mismo de
antes, aunque no estaba seguro de si eso era algo bueno o malo.
Se puso de puntillas para echar un vistazo al salón, pero no vio la más
mínima traza de su cabello rubio, que sobresalía entre el resto de damas que
habían acudido. La mirada tropezó por un momento con lady Montgomery
y una de sus amigas, que sonrieron burlonamente, o eso le pareció. ¿Por qué
lo harían? No le dio importancia en cualquier caso, e inmediatamente vio a
lady Rosalind Kennedy.
—Lady Kennedy, ¿ha visto usted a mi esposa hace poco?
Rosalind se volvió hacia él y negó con la cabeza.
—La última vez que la vi lo estaba buscando a usted.
Siguió buscando y se encontró con un desaliñado lord Penn.
—Penn, ¿se puede saber que te ha pasado? —preguntó. Normalmente
era un hombre bastante pulcro.
—Pues… estaba bailando con una dama a la que apenas conozco que,
de repente, me ha arrastrado prácticamente a los jardines —dijo algo
aturullado—. Al momento siguiente me empujó a un banco, se arrodilló
sobre mí y empezó a besarme como una cortesana de alto nivel. Aún no
estoy seguro de si lo he disfrutado o no.
—¡Qué cosa tan llamativa! —exclamó Alastair alzando las cejas—. ¿Y
de quién se trataba?
—Lady Hester Montgomery. ¿La conoces?
—Sí —confirmó apretando los labios—. De hecho, he tenido el placer
de bailar con ella antes. Y también estuvo presente en el momento en el que
se selló mi destino matrimonial. Considérate afortunado por el hecho de que
nadie te haya visto con ella, porque si no tendrías que prometerte. Y ahora,
Penn, estoy intentando localizar a mi esposa. ¿La has visto?
—Pues no, lo siento mucho.
Alastair notó que había alguien detrás de él y se volvió. Era lady
Frances Davenport, una mujer a la que apenas conocía.
—Discúlpeme lady Davenport, pero estoy buscando a mi esposa.
—¡Claro, su excelencia! Precisamente quería hablar con usted de eso.
—Las mejillas de la joven se tiñeron de un rosa intenso, y Alastair se la
quedó mitrando expectante—. Me ha pedio que le transmita un mensaje.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.
—Olivia, su esposa, me ha dicho que tenía que marcharse
inmediatamente, y me ha pedido que le dijera que se iba a casa. Le ha
estado buscando por todas partes sin encontrarle.
Alastair la miró incrédulo.
—¡Pero si estaba en la biblioteca! ¿Y por qué razón se ha marchado tan
precipitadamente?
—Pues… no estoy segura, su excelencia —dijo ella dando un paso atrás
y encogiéndose. Parecía una joven bastante tímida, y Alastair se preguntó
por qué Olivia le habría dejado un mensaje por medio de una mujer que, por
lo que él creía saber, no le gustaba nada.
—Creo que salió a buscarlo, pero no lo encontró y volvió al salón. Me
dio el mensaje y se marchó por la puerta principal. Me temo que no ha
regresado, que yo haya visto. —La joven se quedó mirándolo.
—¿No ha dicho nada más?
—No, su excelencia.
Alastair se estaba cansando de las medias palabras de la mujer, que lo
único que hacían era provocarle más dudas y preguntas.
—Bueno, ya está bien de tonterías —dijo moviendo la mano. Se alejó
de ella y salió por la puerta del salón de baile. No sabía muy bien a qué
estaba jugando lady Davenport, pero ahora lo que tenía que hacer era hablar
con Olivia.
Pidió su carruaje, pero el criado que lo atendía lo miró boquiabierto sin
decir palabra. Alastair lo atravesó con la mirada.
—Su… su excelencia, estoy muy confundido. Su es… esposa se ido en
el carruaje ha… hace unos minutos —dijo el pobre criado—. Dijo algo
acerca de que usted se marcharía ac… acompañado de alguien.
—¡Ah!, ¿sí? —Alastair levantó las cejas asombrado—. ¿Y con quién se
supone que voy a marcharme?
—No… no me ha dado ningún nombre, aunque tengo razones para
creer que se trataría de una mujer, su excelencia.
Alastair procuró no perder la paciencia ni enfadarse con el criado, pero
necesitaba respuestas más rápidas que las que le estaba dando.
—¿Y se puede saber por qué piensa semejante cosa?
—Dijo que se marcharía con… la verdad es que no quiero repetir la
palabra que utilizó, su excelencia.
—¡Vamos, por favor! Mis oídos no son tan sensibles.
—Con… una meretriz, su excelencia. Dijo que usted se marcharía del
baile acompañado de una meretriz.
El lacayo había enrojecido hasta las orejas, y no se atrevía a mirarlo a
los ojos. A Alastair le dio pena y suspiró.
—¿Sería tan amable de conseguirme un coche de punto, buen hombre?
—¡Sí, su excelencia! ¡Inmediatamente!
Alastair sabía que la cosa llevaría su tiempo, por lo que llegaría a casa
bastante después que Olivia. Tenía la esperanza de encontrarla al llegar,
pues tenía muchas cosas que decirle.
¡S e había ido !
No entendía cómo era posible que una mujer que tenía tantas cosas
hubiera sido capaz de empaquetarlas y marcharse tan deprisa. Aunque no se
lo había llevado todo, por supuesto: solo algunos vestidos, el peine y el
cepillo del pelo, algunos de los libros que estaba leyendo, todos sus
papeles… en fin, todo lo que consideraba esencial.
—¡Maldita sea! —gruñó. Al darse la vuelta con brusquedad hizo caer al
suelo un candelabro. Afortunadamente se apagó antes de llegar a la
alfombra, pero la habitación quedó en una penumbra casi absoluta, solo
aliviada por la tenue vela de la mesita de noche.
¿Qué había hecho él para desencadenar esta reacción tan drástica y
rápida? Había hecho por ella todo lo que había podido: proporcionarle un
hogar agradable, permitir que siguiera con las actividades que le interesaban
y acompañarla a todos los eventos sociales que deseaba, con independencia
de su grado de respetabilidad. Pensaba que estaba contenta con todo ello, y
con su comportamiento en la cama pese a las dudas iniciales a la hora de
consumar las relaciones, además de dejar de ver a otras mujeres por ella.
¿Qué habría sucedido en el baile que fuera tan grave como para que
cambiara de opinión de forma tan drástica? ¿O había sido una estratagema
para irse de allí? ¡Y a dónde se había ido? La preocupación acerca de sus
idas y venidas no hacía más que crecer mientras continuaba la búsqueda.
Además, no dejaba de pensar en lo que iba a decirle cuando la encontrara.
Fue hacia el establo para hablar con Roger, un mozo de cuadra que
llevaba muchos años con él y en quien confiaba por completo.
—Roger —lo llamó—, ¿tienes idea de a dónde ha ido mi esposa?
—Sí, su excelencia —dijo el criado acercándose a donde estaba Alastair
—. Hace unos minutos vino por aquí y me pidió que preparara el carruaje.
Es demasiado tarde, y me preocupé por ella, su excelencia. Intenté
convencerla, pero… estaba muy decidida. Le dijo a Harry que la llevara a
una dirección de Queen Street.
Alastair suspiró, tanto de alivio como de resignación. Era el domicilio
de los duques de Carrington, buenos amigos de ambos. Allí estaría
completamente a salvo, pero al mismo tiempo la única razón que podía
tener para irse a esa hora tan intempestiva y con sus pertenencias era que
había decidido dejarle.
Tras dar las gracias al mozo, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la
casa. Si realmente era lo que ella quería, librarse de él, que así fuera. La
preocupación inicial empezó a disiparse. La llevaba uno de sus lacayos de
más confianza, y que llevaba años con él. Y la preocupación fue sustituida
por un profundo enfado. Enfado por el hecho de que se hubiera marchado
sin decir palabra. ¿Acaso no merecía, como mínimo, una explicación? Su
esposa era una mujer inteligente, nadie podía poner eso en duda, y sabría
que él no se iba a conformar con un abandono de estas características, sin
decir palabra. ¿Y qué pasaba con su madre y su hermana? Anne adoraba a
Olivia. ¿Cómo era posible que se hubiera marchado sin tan siquiera
despedirse?
El enfado iba en aumento. Abrió la puerta de la casa y se dirigió a su
estudio. Necesitaba una copa. Se detuvo de repente a ver a Anne salir de la
biblioteca.
—¿Alastair? —dijo en voz baja, y su expresión se suavizó, como le
pasaba siempre que veía a su hermana.
—¿Qué haces despierta a estas horas? —preguntó—. ¿No deberías estar
en la cama?
—Te estaba esperando —dijo en voz baja mientras volvía a abrir la
puerta de la biblioteca—. Pasa dentro.
Alastair no deseaba que su enfado quedara patente delante de su
hermana y dudó, pero al final entró tras ella. Anne se sentó en uno de los
sillones y él se dirigió al aparador para servirse una generosa copa de
brandi.
—Alastair, tengo que decirte que Olivia ha venido a verme esta noche
después de volver del baile de la duquesa de Stowe.
Se volvió a mirarla muy sorprendido.
—¡Ah, vaya! ¿Y se puede saber qué es lo que te ha contado?
—Solo que estaba muy triste por el hecho de que las cosas no
funcionaran entre vosotros. Que me tiene mucho cariño y vendría a
visitarme pronto —añadió con gesto de pena—. ¿Has hecho algo, Alastair?
¡Pensaba que estabais muy enamorados! Parecía muy enfadada, pero hacía
todo lo posible por no demostrarlo.
—No he hecho nada —aclaró él arrugando la frente—. Todo iba como
siempre hasta esta noche. No puedo entender por qué se ha ido sin decir
palabra. Y la verdad es que eres una romántica incorregible, querida,
porque la verdad es que ella no me ama. Y yo…
—Estás equivocado, y no lo digo solo porque yo os quiera a los dos.
Estoy segura de que ha habido un enorme malentendido. Debes ir tras ella.
—Su hermana se levantó para acercarse a él. Su mirada era de súplica.
—No. —Realzó la palabra negando con la cabeza, aunque sin dejar
traslucir hasta qué punto estaba enfadado y herido por cómo Olivia había
traicionado su amor. ¿Su amor? ¿De dónde salía eso? La admiraba,
respetaba su empuje, la capacidad que tenía de decir lo que pensaba y la
forma de vencer las dificultades cuando deseaba algo. Disfrutaba de su
belleza, y estaba convencido de que podrían ser buenos amigos. También
era cierto que nunca había sentido tanta pasión con nadie. Deseaba su
cuerpo con una intensidad que nunca había sentido antes, y apreciaba su
intensidad al hacer el amor.
Y ahora… ahora que se había marchado, notaba un vacío en el corazón,
algo que nunca había experimentado hasta ese momento. La amaba, sí, y le
había roto el corazón. ¡Qué estúpido era! Se pasó la mano por los ojos.
—Deberías irte a la cama, Anne.
—Pero…
—Vete a la cama, por favor. Ya hablaremos por la mañana.
La joven suspiró.
—Pues entonces buenas noches, Alastair. Por favor, piensa en lo que te
he dicho.
—Buenas noches, Anne.
C A P ÍT U L O 2 1
I sabella Hainsworth, duquesa de Carrington, recibió a Olivia en su
casa más allá de la medianoche sin ningún tipo de problema ni
recelo, como si hubiera sido al mediodía. Pese a que se quedó perpleja
cuando la despertó el mayordomo, y se dirigió al salón envuelta en una
bata.
—¡Olivia! —exclamó tras pedir al mayordomo que les preparara un té
—. ¿Qué está pasando?
Olivia se sentó al borde del sofá, tomando conciencia de que no paraba
de frotarse las manos y de que seguía llevando el precioso traje de fiesta de
satén azul con el que había acudido al baile. Isabella le dijo que envidiaba
lo bien que le sentaba ese color. Se levantó y se dirigió a ella para tomarla
de las manos.
—Isabella, discúlpame por presentarme a estas horas tan intempestivas.
Lo que pasa es que no sabía dónde ir, de verdad. No podía volver a mi casa
para enfrentarme a los reproches de mi madre, ni tampoco presentarme en
casa de Rosalind y los Kennedy.
—No te preocupes, Olivia. Me alegro que hayas pensado que podías
venir aquí. Sabes que siempre eres bienvenida —dijo Isabella dándole unos
golpecitos cariñosos en la mano y conduciéndola al sofá. Se sentaron una al
lado de la otra—. Precisamente Bradley ha tenido que ir a atender un asunto
en la hacienda, así que estamos solas. —La mirada y la sonrisa de Isabella
le resultaron muy reconfortantes, así que Olivia le relató inmediatamente lo
que había pasado. Su amiga la escuchó sin decir nada, dejando que se
explayara.
—¿Qué te ha dicho Alastair cuando le has preguntado por lo que pasó?
Olivia bajó los ojos y se miró las manos entrelazadas.
—He sido una cobarde. No he hablado con él. Simplemente, me he
marchado.
—¿Sin decirle a nadie que habías decidido irte?
—He hablado con su hermana. Pero solo le dije que sentía tener que
irme, pero que la visitaría a su debido tiempo. Es una chica encantadora, y
no podía irme sin decirle nada.
Isabella asintió mientras reflexionaba.
—¿Y dices que estaba con Hester Montgomery, completamente a la
vista en los jardines?
—Sí. —Olivia arrugó la nariz—. ¿Por qué tenía que ser precisamente
Hester? No sabes hasta qué punto desprecio a esa mujer…
—¿Estás completamente segura de que era Alastair?
—Por supuesto. Había bailado con ella, y después lo busqué por todas
partes sin encontrarlo. Finalmente, Frances Davenport me dijo que los había
visto juntos ir a los jardines. Y allí estaban, él sentado en un banco, y ella
echada sobre él. Aunque… —Olivia hizo una pausa momentánea al
recordar una vez más la escena—. La verdad es que no le vi la cara en
ningún momento. Pero, ¿quién iba a ser si no…? —Suspiró resignadamente
—. Todo es culpa mía. Cuando me casé con él sabía muy bien quien era, y
lo que quería de la vida. Incluso le dije que siguiera adelante e hiciera lo
que quisiera. Lo que pasa es que… —Notó que los ojos se le llenaban de
lágrimas.
—No creías que te fueras a enamorar de él —dijo Isabella como una
conclusión, no como una pregunta.
—¡No estoy enamorada de él! —protestó vivamente Olivia, aunque
seguía teniendo un nudo en la garganta. «¡No debo llorar!», se dijo a sí
misma. Odiaba llorar. No porque fuera una demostración de debilidad, no,
sino por la manera en que lo hacía. Algunas mujeres lloraban quedamente,
casi con tranquilidad, de forma silenciosa y lágrimas perfectas. Olivia no.
Cuando ella lloraba no podía evitar que los sollozos se le escaparan, ni
tampoco hipar casi con violencia. La nariz se le ponía roja, igual que los
ojos, y la situación se mantenía durante horas. Y todo sin apenas lágrimas.
Era un auténtico desastre.
No obstante, con Isabella abrazándola tenuemente por el hombro, y tras
las emociones del día y de la noche, las lágrimas empezaron a brotar, y dejó
que salieran sin intentar controlarlas. Se refugió en el regazo de su amiga,
que, bendita fuera, se limitó a acariciarle la espalda con suavidad.
—¡Oh, Isabella! —exclamó al comprender por fin la realidad de sus
sentimientos—. ¡Sí que lo amo al muy sinvergüenza!
Cuando el llanto fue cesando, Isabella le facilitó un pañuelo.
—Puede que sea el momento de tomarse un té, ¿no crees?
Olivia se sonó la nariz, sonrió y asintió.
O livia se despertó tarde , y se unió a Isabella en el desayuno. No
obstante, se dio cuenta de que no podía comer nada y se tomó una taza de
té.
Sin embargo, su amiga sí que parecía tener bastante apetito. Olivia vio
que tenía el plato lleno de pastas y dulces, y observó su cara. Tenía las
mejillas sonrosadas y el pelo más lustroso de lo habitual. Olivia se dio
cuenta de que la noche anterior había estado tan ofuscada con sus propios
problemas que no se había fijado todo lo que debía en su amiga. Solo hacía
un mes que se habían visto, pero Isabella, que normalmente estaba muy
delgada, ahora parecía más… amplia de lo habitual.
—Isabella —dijo en voz baja levantando una ceja—, ¿hay algo que
quieras decirme?
—No, querida, todo está bien —dijo, aunque el intenso rubor de las
mejillas la traicionó.
—Por favor, no te guardes nada, independientemente de la situación por
la que estoy pasando —la tranquilizó Olivia—. Si tienes buenas noticias,
me encantaría escucharlas. Te aseguro que me ayudarían mucho.
—De acuerdo —dijo Isabella sonriendo de manera radiante—. Como
parece que has adivinado, voy a tener un bebé dentro de pocos meses.
—¡Qué maravilla! —exclamó Isabella, alegrándose de verdad por la
mujer que conocía desde la niñez. Habían estado separadas unos años
debido a que Isabella se había trasladado a Francia con su padre, pero al
volver retomaron la amistad con toda naturalidad, y sin que esta se
resintiera ni un ápice. Olivia estaba orgullosa de haber participado en la
historia de amor de su amiga. Ahora le apenaba que la suya propia no fura a
tener un desenlace igual de feliz, pero si alguien merecía el amor, esa era
Isabella. —¡Vas a ser una madre perfecta, querida mía!
—Gracias —dijo Isabella sin dejar de sonreír, mientras se comía otra
pasta de té—. Pronto vamos a irnos a la hacienda campestre hasta que nazca
el niño. Pero no te preocupes, no me iré a ningún sitio hasta que tu situación
se aclare, Olivia. Me da la impresión de que las cosas podrían ser diferentes
a como las vemos ahora.
—No te preocupes por mí —dijo Olivia negando con la cabeza—. Lo
único que tengo que hacer es decidir qué es lo que más que conviene ahora.
Creo que me estoy comportando como una estúpida. Muchas mujeres lo
que hacen es volver la cabeza y aparentar que no se enteran de las
infidelidades de sus maridos. ¿Por qué iba yo a actuar de otra manera?
—Porque tú amas a tu esposo —dijo Isabella dándolo por hecho—. Y,
tras veros juntos, me da la impresión de que a él le pasa lo mismo.
Olivia hizo un gesto de negación con la mano.
—Antes o después tendré que hablar con él, o al menos eso creo —dijo
—. Pero anoche no podía, ni más ni menos. Desde el principio, desde ese
funesto paseo con él hasta el palco privado de Argyll Rooms, supe que tenía
que blindar mi corazón, pero de todas formas ha conseguido arrebatármelo.
—Suspiró—. No puedo permanecer con un hombre que no me ama como
yo lo amo a él, Isabella. Me resulta imposible. Pero si rompiera el
matrimonio, sería un tremendo escándalo, que sufriría sobre todo mi
familia.
—Te refieres a Helen, ¿verdad?
—Sí, a Helen, pero también a Anne —añadió—. Creo que tendré que
seguir con Alastair hasta que nuestras hermanas se casen, y después ya veré
lo que hago. Supongo que Alastair me dotará de fondos suficientes como
para vivir holgadamente por mi cuenta. ¡Oh, Isabella, yo no deseaba una
vida como esta, de ninguna manera! Yo quería amor, un amor compartido
entre marido y mujer. Tenía que haber seguido mis instintos desde el
principio, y haber vivido separadamente. De verdad, no le echo en cara
nada. Sé la clase de hombre que es, lo que quiere de la vida, y no
obstante… según pasaba el tiempo pensaba que podría haber algo más.
Miró al fondo de la habitación, a un cuadro que representaba un campo
de lilas y girasoles.
—¿Te importaría que permaneciera unos días más aquí? Hasta que
aclare las ideas y pueda volver a casa de Alastair —le preguntó a su amiga.
—Por supuesto —contestó Isabella—. Creo que cuando hables con él se
aclararán algunas cosas. Pero hasta que estés preparada, eres bienvenida en
esta casa. Hoy que estás triste supongo que preferirás quedarte aquí, pero
igual mañana podemos ir de compras si te apetece. A mí eso siempre me
ayuda a levantar el ánimo.
Olivia sonrió.
—Me parece perfecto. Además, tengo que hacer algunos recados.
—¿En el Financial Register, quizá?
Olivia la miró asombrada.
—Pues sí. ¿Cómo lo sabes?
Isabella rio.
—Te conozco desde hace mucho tiempo, Olivia, así que sé lo que
piensas, y también lo que escribes —contestó—. Pero es que además ayer
dejaste algunos de tus artículos en el vestíbulo. Seguramente se te cayeron
de la maleta, o del bolso de mano. No quería husmear, de verdad, pero
reconocí tu letra. Esta mañana he leído el artículo en el periódico, antes de
que bajaras a desayunar. Es magnífico, Olivia. Deberías estar muy orgullosa
de tu trabajo.
Olivia rio.
—Eres única para desentrañar misterios, amiga mía. Tienes toda la
razón. Tendremos que ir a las oficinas en cuanto haya terminado el trabajo.
Tengo que entregar una columna.
Así que se pasó el día trabajando, sin pensar en un hombre rubio de
rizos rebeldes, pecho cincelado y sonrisa irresistible que hacía que le
doliera el corazón.
E sa tarde A lastair acudió al peor club masculino al que había ido en su
vida. Allí podía encontrar las bebidas más baratas, las partidas más
arriesgadas y las mujeres más ligeras de ropa, para así poder olvidarse de la
mujer que le había dejado con el corazón roto.
—Hola Penn —saludó. Su amigo había accedido a encontrarse allí con
él.
—Breckenbridge. ¿Tu mujer sabe que estás aquí?
—¿Cuándo ha importado que una esposa se entere de lo que su marido
hace por las noches? —masculló Alastair.
—A muchos no les importa, pero parecía que, últimamente, a ti sí.
—Pues ya no. —Alastair avisó con un gesto a la camarera para pedir un
brandi. Su amigo, dándose cuenta de su estado de ánimo, no dijo nada.
La chica contestó con un guiñó y cruzó la sala inmediatamente. Se frotó
contra su brazo. El corpiño que vestí dejaba muy escaso margen a la
imaginación. Le miró con descaro y le hizo la pregunta habitual.
—¿Necesita usted algo más… esta noche, caballero?
Alastair, atenazado por la culpa, era casi incapaz de mirarla. No sentía
deseo, en absoluto, solo disgusto consigo mismo y un inmenso vacío en el
estómago. No quería nada con esa joven. Y es que con quien de verdad
quería estar era con su esposa, que sin embargo lo rechazaba.
—No, nada, gracias —contestó. La chica se volvió para ir a buscar otro
cliente al que atender.
—¿Vamos a jugar a Faro, Penn? —propuso. Ese juego era uno de los
que menos le gustaban a Olivia, que decía que dependía casi
exclusivamente de la suerte, no de la habilidad. Se acercó a la mesa y dejó
las monedas en la sota y en el 7. Pese a que sabía que Olivia nunca pondría
los pies en un garito como ese, ni se acercaría a la mesa del Faro, no pudo
evitar mirar a su alrededor. Se había acostumbrado a tenerla a su lado en las
mesas de juego, o a mirarla cuando estaba frente a él al otro lado del tapete
verde. Siempre le dirigía una sonrisa pícara con sus maravillosos ojos
azules.
Intentó concentrarse en el juego. Pero no podía dejar de pensar en la
pregunta que llevaba haciéndose sin parar. «¿Por qué se había ido?». Había
intentado comportarse bien, ser el hombre que, de una manera sutil, ella le
animaba a ser. No le presionaba, ni le pedía que se comportara de una forma
distinta a su naturaleza, pero sí a aprovechar mejor su vida, a ser mejor
persona de lo que había sido hasta entonces.
Suspiró al recibir la primera carta: una sota. Había perdido. ¿Y la
segunda? La reina de corazones. ¿Cuál si no?
Allí estaba, perdiendo dinero en un garito, igual que su padre. Era un
hombre con el que ella no quería tener nada que ver. ¿Debía ir a verla?
¿Debía tragarse su orgullo y rogar que regresara con él? Si al menos supiera
la causa de su abandono, quizá podría cambiar las cosas, cambiarse a sí
mismo. Tras perder otra mano, se alejó de la mesa absolutamente frustrado.
—Se ha acabado por esta noche, Penn —le dijo a su amigo.
—¡Pero si acabamos de llegar! —exclamó lord Penn mirándolo muy
sorprendido.
—Ya lo sé —concedió asintiendo—, pero parece que esta noche no
tengo la fortuna de mi lado.
Se marchó del garito y entró en el carruaje, que parecía completamente
fuera de lugar en el vecindario de St. Giles. Pensó en su vida anterior a estar
con Olivia, y en lo que quería de ella a partir de ahora. La quería a su lado.
No, en realidad la necesitaba. Puede que estuviera preocupada por el estado
de sus finanzas. Gracias a ella, las deudas de juego de su padre estaban casi
saldadas. Y gracias a los consejos de P. J. Scott, las inversiones en la
compañía naviera estaban empezando a dar rendimientos que, de seguir así,
servirían para pagar a los acreedores que lo acosaban debido a las deudas de
su padre en las apuestas hípicas. Pero Olivia eso no lo sabía, y él aún no
había informado a los acreedores.
Le gustaría volver a los días en los que habían empezado a disfrutar
juntos. Cuando jugaban en pareja y acudían a eventos, lo cierto es que se
divertían. Justo hasta la noche del teatro. Cayó en eso de repente. Ahí fue
cuando todo cambió, aunque al principio de forma sutil. Puede que se
debiera a su pasado. Sabía que no le gustaba que hubiera sido un mujeriego,
pero no podía cambiarlo. Lo único que podía cambiar era el presente y el
futuro. Y lo haría. Incluso aunque no pudiera recuperar a su esposa, sería el
hombre que ella deseaba que fuera. Un hombre que asumiría sus
responsabilidades familiares y que viviría una vida respetable y digna de
admiración. Puede que, con el tiempo, cuando ella viera en lo que se había
convertido, volviera a él.
C A P ÍT U L O 2 2
L a mañana siguiente se presentó soleada y agradable, lo que
contrastaba con el estado de ánimo de Alastair, que se sentó en el
borde de la cama, estiró las piernas y gruñó. Aunque había permanecido
muy poco tiempo en el club, lo cierto era que había bebido suficiente
alcohol barato como para sufrir ahora un fuerte dolor de cabeza. Era todavía
bastante temprano, y Alastair se sintió tentado de correr las cortinas y
volver a meterse en la cama. No obstante, venció la tentación y decidió
poner en práctica lo que había decidido durante el regreso en carruaje de la
noche anterior.
Su madre y su hermana ya estaban desayunando en el comedor, y se
sorprendieron al verlo entrar.
—¡Alastair! —dijo su madre, que sostenía la taza de té cerca de los
labios—. No recuerdo verte tan temprano en el desayuno desde hace
muchísimo tiempo. ¿Anoche no saliste?
—Sí —dijo, con la voz todavía algo pastosa por el sueño—. Pero
regresé enseguida.
—¿Volverá hoy Olivia? —preguntó la dama—. No creo que su amiga
esté tan enferma como para necesitar su ayuda más allá de unos pocos días.
Alastair no había tenido el valor de contarle a su madre la verdad acerca
de la huida de Olivia, y había inventado la historia de que estaba ayudando
a una amiga enferma. Anne le dijo que era un cobarde, y quizá tuviera
razón. En cualquier caso, por su carácter siempre había tendido a evitar los
malos ratos, aunque no estaba seguro de durante cuánto tiempo iba a poder
ocultar que Olivia había decidido abandonarle. Su madre ya había pasado
por demasiados malos momentos, y no quería preocuparla con la situación
actual hasta que lo de Oliva fuera permanente e irrevocable.
—No estoy seguro, madre —respondió por fin—. Aunque por lo que sé,
me da la impresión de que todavía se va a prolongar.
Su madre asintió con la cabeza y volvió a concentrarse en su plato.
—Voy a salir esta mañana a resolver algunos asuntos. ¿Queréis
acompañarme alguna de las dos? —preguntó. Su madre declinó con un
gesto, mientras que Anne pareció interesada.
—¡Me encantaría! —dijo—. ¿Te importaría que parásemos a ver los
últimos modelos que han llegado a Abigail’s? Hace tiempo que no voy por
allí, y ahora que ha acabado el luto me gustaría verlo nuevo.
—¿La tienda de la modista? No veo por qué no —dijo mirándola con
una sonrisa. Tras tomar un trozo de tostada y acabar el café, se dio cuenta
de que no tenía más apetito y le dijo a Anne que le avisaría cuando
estuviera preparado para salir. Pidió que le llevaran más café al estudio y se
sentó a controlar el estado de sus finanzas e inversiones.
Las cuentas habían evolucionado favorablemente, eso era indudable.
Las deudas de su padre en los establecimientos de juego de Londres estaban
casi saldadas, y lo que faltaba era poco significativo. Las inversiones
empezaban a dar beneficios después de poco tiempo. No sabía cómo el
analista del Financial Register podía haber sabido que las cosas iban a
evolucionar así, pero siempre estaría en deuda con él.
Alastair se sentó en el escritorio de caoba y, tras preparar la pluma, sacó
papel de un cajón. No estaba muy seguro de qué podría hacer por el señor P.
J. Scott, aunque, como mínimo, agradecérselo.
Cuando estaba a punto de terminar de escribir la carta, el mayordomo
apareció en la puerta.
—Su excelencia, hay unos caballeros en la puerta que desean hablar con
usted. Dicen que se trata de un asunto financiero urgente.
Alastair suspiró. Solo podía tratarse de acreedores que venían a
reclamar el cobro de sus deudas. ¿Por qué tenían que aparecer en casa hoy
precisamente?
—Hágalos pasar —dijo estremeciéndose. Sabía que llegado el momento
dispondría de dinero. Recordó la sugerencia de Olivia para proponer el
pago a plazos, y también en la insistencia de que utilizara su dote. No
deseaba hacer eso de ninguna manera, él no era el tipo de hombre capaz de
utilizar el dinero de su esposa para pagar las deudas de su padre.
—Los señores Rogers y Johnson —anunció el mayordomo
interrumpiendo sus pensamientos. Alastair, sin levantarse, les indicó los
sillones que había al otro lado del escritorio.
—Su excelencia —empezó uno de los visitantes; Alastair tuvo
dificultades a la hora de concentrarse en sus palabras debido a que su
enorme mostacho subía y bajaba al hablar—. Le hemos escrito en relación
con las deudas que tiene con nosotros. Creemos que es el momento de…
Alastair alzó la mano para interrumpirle.
—Caballero, tiene que entender que esas deudas las contrajo mi padre
—dijo. No le gustaba hablar mal de él delante de extraños, pero tenía que
explicarles cual era la situación real—. En estos momentos estoy
empezando a generar ingresos, pero voy a necesitar tiempo para reunir todo
el dinero necesario para saldar las deudas. ¿Pueden proporcionármelo?
—Ya han pasado seis meses desde que heredó la deuda, pero mucho
más desde que esta se generó —dijo el segundo interlocutor, que no parecía
tan amable como el primero—. Ha tenido tiempo suficiente. La deuda ha
vencido y debe saldarla. Por otra parte, ¿no se ha casado usted hace poco
con la hija de un conde que tiene muchos medios? Seguramente ella ha
aportado una generosa dote al matrimonio, que probablemente cubra sin
problemas lo que nos adeuda.
—No voy a utilizar el dinero de mi esposa para pagar las deudas que
generó mi padre.
—¿El dinero de su esposa, ha dicho? Ahora es suyo. —El hombre lo
miró perplejo
—Sea de quien sea legalmente, pagaré esa deuda con dinero propio —
insistió Alastair. Suspiró y decidió utilizar la baza que le había propuesto
Olivia—. ¿Podría pagarles a plazos?
El interlocutor que llevaba la voz cantante inclinó la cabeza mientras
reflexionaba.
—¿Le importa que hable a solas en el pasillo con mi colega?
Alastair asintió. Volvieron al cabo de poco rato para discutir los
términos del aplazamiento, que incluían una considerable suma inicial a
pagar antes de que finalizase la semana. Una suma de la que Alastair en
realidad no disponía si no utilizaba la dote de Olivia. Aceptó las
condiciones de todas formas. Ya encontraría la manera. No había alternativa
posible.
Alastair llamó al mayordomo para que los acompañar a la salida y
escribió la dirección en la carta que había escrito para el señor Scott, pero se
dio cuenta de que iba a pasar por las oficinas del periódico cuando llevara a
Anne a la tienda de la modista. Se guardó la carta en el bolsillo y decidió
entregarla él mismo.
C uando el carruaje empezó a recorrer el pavimento de las calles de
Londres, Alastair miró a su hermana y pensó que había sido una buena
decisión invitarla a que lo acompañara. De no haberlo hecho, ahora estaría
rumiando su desaliento. Por el contrario, la joven no paraba de charlar
animadamente, de todo en general y de nada en particular. Le hablaba de
lady tal y de lord cual, de las parejas que se estaban formando esa
temporada, de quienes eran los solteros más cotizados… Se sintió culpable
por haberle hecho tan poco caso hasta ese momento, primero debido a la
muerte de su padre y después con los líos de su rápido matrimonio. Su
primera temporada se cortó de raíz debido a la muerte del anterior duque, y
la actual se estaba viendo muy afectada por el luto de su madre, que aún se
mantenía. Tenía que centrarse en encontrar una buena pareja para ella, y en
ayudarla a decidir qué quería hacer con su vida.
—Anne, ¿con qué tipo de hombre te gustaría casarte? —preguntó, y
enseguida se dio cuenta de que se ruborizaba intensamente al escuchar la
pregunta.
—Pues… la verdad es que no estoy segura —contestó, súbitamente
interesada en la muselina de su vestido de paseo—. Supongo que quien tú
creas que es adecuado, siempre que esté interesado en mí, claro.
Miró a su hermana. Era una joven muy bonita, con el pelo rubio oscuro
recogido, ojos de un color a medio camino entre el verde, como el de él, y
el castaño claro de tono miel, que miraban casi siempre con expresión de
asombro, interés y ternura. Siempre la había visto como una niña, pero
ahora se daba cuenta de que estaba más interesada en el matrimonio de lo
que él había estado nunca.
—¿Hay algún hombre en especial en el que te hayas fijado? —preguntó
levantando las cejas y mirándola con fijeza.
—Puede —dijo mordiéndose el labio inferior—, pero no quiero hablar
de eso.
—¿Y por qué no? —preguntó—. Puede que pudiera ayudarte y
presentártelo en cuanto vuelvas a la actividad social. ¿Acaso conozco al
afortunado?
—Sí, lo conoces —afirmó—. Pero por favor, Alastair, déjalo estar.
Supongo que apenas sabe que existo, y no quiero quedar en evidencia.
—De acuerdo —aceptó, encogiéndose de hombros—. Pero si cambias
de opinión, no tienes nada más que decírmelo, y veré qué puedo hacer.
Le dedicó una sonrisa breve y pensativa.
—Gracias, Alastair.
Hicieron un par de paradas, en el despacho de su abogado y en el sastre,
antes de dirigirse a la dirección de la modista que tanto le gustaba a Anne,
en Bond Street.
—Nos vemos en un rato —le dijo Alastair a su hermana—. Lo único
que tengo que hacer es entregar una nota en la oficina del Register, que está
en la puerta de al lado. —Cuando su hermana asentía, el carruaje se detuvo
frente al cartel que señalaba la oficina del Financial Register. Alastair salió
del carruaje y se volvió para ayudar a su hermana.
—¡Alastair! —exclamó Anne nada sacar la cabeza por la puerta—, ¿no
es esa Olivia?
Se volvió de inmediato, pero, a través de la ventana de la oficina, solo le
dio tiempo a ver unas abultadas faldas.
—¡Sí, es Olivia! ¿Entramos para hablar con ella? —pregunto Anne,
pero Alastair negó con la cabeza y tiró de su hermana para evitar ser vistos.
—No. Vamos a quedarnos aquí fuera —dijo—. Aléjate de la ventana,
por favor. ¡Siento una enorme curiosidad por saber qué hace mi esposa en
esta oficina, si como dices tú es que es ella!
Pero, sin saber por qué, sentía que lo era. Su mujer siempre estaba en
lugares y situaciones en las que se encontraba fuera de lugar. Anne y él se
mantuvieron semiescondidos a la sombra del edificio.
—¡Me siento como una espía! —dijo Anne con una risita nerviosa, y
Alastair le tiró de la manga para que dejara de hacer ruido. Cuando vio a
Olivia, que iba acompañada por su amiga Isabella, levantarse y alejarse del
escritorio del hombre con el que estaba hablando, Alastair prácticamente
empujó a su hermana al establecimiento de la modista, e inmediatamente se
escondió detrás de un maniquí del que colgaba un vestido de brillantes
colores dorados.
Miró a Anne, que reía con ganas.
—¿Tan difícil sería pararte a hablar con Olivia? —preguntó—. ¡Mírate,
Alastair! Estás escondido detrás de un maniquí en el estudio de una
modista…
La mirada que le dirigió hizo que Anne se callara, aunque sin dejar de
sonreír.
—Tómate tu tiempo aquí, Anne. Vuelvo enseguida.
Se aseguró de que Olivia no estaba por los alrededores y entró en las
oficinas del periódico The Financial Register. Se dirigió al escritorio en el
que había estado Olivia y el oficial le recibió con una inclinación de cabeza
y un educado saludo.
—Tengo correspondencia para el columnista P. J. Scott —dijo—. Le
ruego que se asegure de que la reciba.
—Por supuesto, caballero —dijo el rechoncho interlocutor —. Lo que
pasa es que es una pena, ya que la secretaria del señor Scott acaba de
marcharse hace solo un momento. Lo que pasa es que no volverá hasta la
semana que viene.
—¿Su secretaria? ¿Se refiere usted a la mujer rubia que acaba de salir,
acompañada de otra dama?
—Exacto —asintió el oficial—. No conozco al columnista. Es una
persona peculiar, aunque muy brillante. No ha dejado ninguna dirección, así
que no tenemos modo de hablar con él directamente. Siempre envía a esa
dama, que viene cada semana a entregar el artículo de la semana siguiente,
las respuestas a la correspondencia y recibir el pago correspondiente. Cosa
que, por otro lado, tampoco me importa, todo lo contrario. La joven es una
belleza, y además muy amable.
Alastair analizó la información recibida al tiempo que compraba el
último ejemplar del periódico, que aún no había leído. Mientras lo hacía, se
fijó en dos sobres que había sobre el escritorio. Uno de ellos llevaba su
nombre escrito. Al mirarlo más de cerca, la letra le pareció familiar, y pensó
en ello mientras salía del edificio ojeando el periódico. Se sentó en un
banco junto a los locales comerciales mientras esperaba a Anne, y buscó en
el periódico la columna de P. J. Scott. Como siempre, ofrecía consejos
inteligentes y bien razonados, sin que le faltara la habitual agudeza y
sentido. En resumen, rebosaba sentido común y agudeza. ¿Qué hacía Olivia
trabajando de secretaria para el columnista si ella…?
Esbozó una amplia sonrisa cuando, de repente, lo comprendió todo. Fue
como si le dieran una bofetada en la cara. ¡Qué estúpido había sido! Ahora
entendía por qué Olivia se había enfadado tanto cuando no hizo caso de sus
consejos financieros. Había pensado que su interés era el de una esposa que,
simplemente, quería estar al tanto de sus asuntos, sin excesivo
conocimiento. Sin embargo, lo que realmente había querido era ofrecer
conocimientos expertos para ayudarle a fondo, y finalmente había decidido
utilizar el seudónimo y la columna del periódico para hacerlo, ya que él no
le había hecho caso. Ahora se daba cuenta de que había intentado disfrazar
la letra en las notas que le había escrito, pero ahora que había relacionado al
columnista con ella, cayó en la cuenta de que ambas escrituras eran muy
semejantes.
Negó con la cabeza. No solo le había salvado gracias a su pericia en el
juego, sino que también había salvado de la ruina su hacienda. ¿Y él qué le
había dado a cambio? Nada, excepto rebatir su lógica y despreciar su
interés.
Su esposa y P. J. Scott eran la misma persona. ¡Era increíble! Negó de
nuevo con la cabeza. ¡Qué mujer! Su admiración por ella, que ya era
grande, creció desmesuradamente. Nunca le había dicho lo que pensaba de
ella, ni mucho menos lo que sentía. Sí que le había demostrado lo mucho
que le atraía a través de la relación física, pero eso a Olivia no le había
bastado. El que se hubiera marchado era solo culpa suya.
Tenía que hacer las cosas bien. Sabía que no merecía una mujer como
ella, pero se iba a pasar el resto de la vida intentando estar a su altura, a la
altura del marido que deseaba y merecía. Sabía que ahora estaba en la casa
londinense de su viejo amigo Bradley Hainsworth, así que iría a verla y a
suplicar que lo perdonara.
—¡Anne! —Entró en la tienda de la modista y llamó a su hermana en
voz alta. La joven se volvió a mirarlo como si se hubiera vuelto loco. Una
mujer estaba tomando medidas para un vestido—. Nos llevaremos lo que
ella quiera. Entréguenlo cuando esté terminado —indicó a la asombrada
modista… ¡Vamos, Anne! ¡Tengo que ir a hablar con mi esposa!
C A P ÍT U L O 2 3
—¿DesdeEnhaceesecuánto tiempo eres «la secretaria» del señor Scott?
momento, Isabella y Olivia salían de las oficinas de
The Financial Register. La visita al periódico despertó la curiosidad de
Isabella acerca de la doble vida de su amiga.
—Pues hace algo menos de un año —contestó Olivia—. No creas que
empecé a hacerlo por las ganas de llevar una doble vida, sino porque no
sabía cómo explicárselo incluso a mis mejores amigas. Porque no es una
actividad habitual para una mujer joven, eso ni que decir tiene, y en caso de
que mucha gente lo supiera… bueno, eso sería el fin del señor P. J. Scott.
Lo que deseo es que se reconozca mi trabajo, independientemente de que se
sepa si es mío o de otro.
Isabella asintió.
—Lo entiendo. ¿Y Alastair no sospecha nada?
Olivia rio con cierto pesar.
—Ni lo más mínimo. Cada vez que he sacado con él el tema de las
finanzas y su gestión y he hecho sugerencias, las ha recibido como ideas
irreflexivas y algo estúpidas de una mujer con mucho tiempo libre que
busca en qué ocuparlo. No, Alastair no tiene la menor idea. Y sin embargo
es un lector ávido de P. J. Scott, de quien recibe sugerencias personales por
correo… Quizá debería decírselo, y puede que respetara mi trabajo, pero lo
que pasa es que la mentira ya duró mucho.
Olivia le había contado a Isabella que intercambiaba cartas con Alastair,
y que de esa forma le había dado consejos para invertir su dinero. No
obstante, lo que no le había explicado era la situación financiera de su
marido. Pese a que eran muy buenas amigas, pensaba que no debía explicar
asuntos que atañían a su marido y al ducado.
—Deduzco que acabas de mandarle la última carta.
—Sí —confirmó Olivia, que mantuvo la cabeza erguida para no mostrar
la sensación de vacío que la invadió al pensar que era un nuevo vínculo
entre ellos que se rompía—. He aprovechado la oportunidad para decirle
algunas cosas que creí que debía saber. Posiblemente no habría hecho
mucho caso viniendo de su esposa, pero sí viniendo de un columnista al que
tiene en gran estima. También he decidido que voy a dejar de escribir para
el periódico. Si voy a volver a casa de Alastair, pese al hecho de que no
haremos vida marital, me va a resultar muy difícil esconder la verdad, así
que acabaré con ello.
Olivia notó la preocupación en la cara de su amiga, que sin duda había
captado su dolor, su enfado y su arrepentimiento. No obstante, Isabella no
dijo nada.
—¿Nos acercamos ya a ver a Rosalind? —preguntó su amiga—. Ya casi
es la hora a la que hemos quedado en Gunter’s.
—¡Claro! Tengo muchas ganas de verla —respondió Olivia.
El establecimiento estaba en Mayfair, y al llegar Isabella le dijo al
cochero que regresara al cabo de un par de horas. Cuando entraron vieron a
Rosalind esperándolas en una de las mesas del abarrotado salón. Ordenaron
helados y sorbetes y fueron con ellos hasta el parque Berkeley, que estaba a
solo unos pasos. Rosalind y Olivia no se habían visto desde el baile de la
duquesa de Stowe, y estaba preocupada por la repentina desaparición de
Isabella aquella noche.
—¿Qué pasó? —preguntó después de los saludos de rigor y nada más
sentarse en un banco.
Olivia le explicó lo que había visto y lo que Frances Davenport le había
contado. Rosalind la miró confundida tras escucharlo.
—¿Dices que lo viste en los jardines con lady Hester Montgomery al
principio del séptimo baile? —preguntó—. Pues casi nada más empezar esa
pieza te estaba buscando por todo el salón. Tu casi acababas de irte.
Olivia se encogió de hombros.
—Supongo que lo viste inmediatamente después de su devaneo —dijo
—. No importa el tiempo que durara. Pero Rosalind, háblanos de ese
vizconde tuyo. ¿Habéis decidido ya la fecha de la boda?
Terminaron los helados y se levantaron para dar un paseo por el parque,
sin dejar de hablar de los preparativos de la boda y de lord Harold Branson,
que no era muy del agrado de Olivia, pero eso no se lo iba a decir en ningún
caso a su amiga, que estaba muy enamorada de él. Estaban tan concentradas
en la conversación que no notaron una alargada sombra que se cernía sobre
ellas.
—Pero, ¿qué tenemos aquí? —la voz era muy familiar—. ¿Tres de las
mujeres más bellas de Londres juntas en el mismo parque?
—¡Billy! —exclamó Olivia, encantada de ver a su amigo—. ¡Cuánto
me alegro de verte! ¿Te unes a nosotras?
—Sí, por favor, señor Elliot —rogó Rosalind, pero él negó con la
cabeza con cierta pesadumbre.
—Nada me apetecería más que disfrutar de su compañía, pero tengo una
cita con un amigo —respondió—. Siento no haber tenido la oportunidad de
hablar contigo la otra noche, en el baile de la duquesa de Stowe. No
obstante, debo decirte que tu marido juega cada vez mejor a las cartas.
Pasamos un buen rato juntos en la biblioteca, y me ganó un buen dinero,
hasta que se acordó de que tenía un baile pendiente contigo. No puedo
imaginarme cómo es posible que se haya vuelto tan hábil jugando a las
cartas, tanto al whist como al piquet. Igual ha contratado una profesora…
—concluyó con un guiño. Después se quitó el sombrero para despedirse de
las damas—. ¡Buenos días, señoras y señorita!
Se dio la vuelta para dirigirse a la salida del parque, donde lo esperaba
su carruaje. Rosalind se lo quedó mirando arrobada y con las mejillas
encendidas. Olivia estuvo a punto de perderse el gesto, pues se había
quedado atónita ante el comentario de su amigo. Pronto se olvidó de la
mirada de Rosalind, y fue Isabella la que captó su atención.
—Olivia, parece que Alastair estuvo esa parte de la noche con Billy en
la biblioteca jugando —dijo Isabella—. Debió ir allí nada más bailar con
Hester, y solo salió para ir a buscarte, que fue cuando lo vio Rosalind.
Olivia sintió un enorme alivio al escuchar y dar sentido a la información
recibida.
—No estuvo en el jardín con Hester, en ningún momento… —murmuró
hablando para sí misma—. No le vi la cara en el jardín. Simplemente di por
hecho que era él. —Pero la alegría fue reemplazada de inmediato por un
fuerte sentimiento de culpabilidad—. ¡Qué estúpida he sido! Con qué
facilidad me dejé manipular por Hester y Francis para pensar tan mal de
Alastair. Solo con unas palabras de Frances y con ver a Hester en los
jardines llegué a una conclusión completamente falsa. ¡Y dejé a Alastair por
eso, nada menos! ¡Por Dios bendito! ¿qué he hecho?
Miró a sus amigas horrorizada, abrumada por lo que había hecho y por
las consecuencias de su propia estupidez.
—Me enorgullezco de mi inteligencia. Me atrevo a aconsejar a los
demás. Me río de las tonterías y convenciones de la alta sociedad. Y, a las
primeras de cambio, caigo en una trampa en la que no caería ni la más
inocente de las mujeres. ¿Por qué no he confiado en él?
Isabella le tomó la mano para tranquilizarla y detener el torrente de
autorreproches.
—No seas tan dura contigo misma. La fuerza de nuestras emociones
puede con el sentido común y la racionalidad. El amor que sientes por él, el
miedo a que volvería a las andadas, puede que incluso las dudas sobre
vuestro futuro, todo ello te condujera a esa conclusión. No puedes cambiar
lo que ocurrió, pero lo que sí que puedes hacer es mejorar el futuro.
Olivia asintió. El tono tranquilo y convencido de su amiga contribuyó a
aminorar sus temores.
—Pero, en todo caso, ¿por qué no ha venido a buscarme? ¿Qué puede
significar el que no lo haya hecho? ¿Acaso no le importa que me haya
marchado?
Isabella inclinó la cabeza hacia un lado y la miró, como siempre sin
juzgarla, aunque su sentido práctico siempre era de mucha utilidad para
Olivia.
—Te marchaste sin darle ninguna explicación. Quizá se sintió herido, o
inseguro acerca de cómo ibas a recibirlo. La única forma de contestar a tus
preguntas es que hables con él.
Olivia asintió. Empezaba a tener claro cómo debía actuar a partir de ese
momento.
—Tengo que hacer bien las cosas. Voy a hacer bien las cosas. —Tuvo
una súbita revelación y se dio la vuelta buscando el carruaje—. Tengo que
volver inmediatamente a tu casa, Isabella. ¿Te molesta mucho, Rosalind?
Siento marcharme tan de repente.
—¡No, en absoluto! —la tranquilizó su amiga—. De hecho, creo que es
lo que debes hacer. Sé franca con él, Olivia. Dile que le amas, y así estarás
segura de lo que debes hacer para avanzar.
Olivia asintió, aunque la atenazó el miedo al pensar en decirle a Alastair
lo que sentía por él y la posibilidad de que el sentimiento no fuera
recíproco. Pero Rosalind e Isabella tenían razón, por supuesto. Tenían que
ser sinceros y directos el uno con el otro si es que quería tener el
matrimonio con el que siempre había soñado.
A lastair regresó a casa con A nne , la acompaño dentro y le dio los
buenos días a su madre.
—Vuelvo enseguida, madre —dijo—. Voy a visitar a Olivia.
—¡Espléndido! —reaccionó su madre—. Por favor, dile que la echamos
de menos.
Alastair asintió con brevedad. Tenía un nudo en la garganta. Olivia
había llevado mucha luz a su casa. Se había convertido muy rápidamente en
una más de la familia, y su ausencia de los últimos días había dejado un
vacío que solo ella podía volver a llenar.
Estaba a punto de calarse el sombrero de nuevo cuando el mayordomo
llegó a toda prisa por el pasillo para depositar el correo de la mañana en la
mesa del despacho de Alastair.
—Su excelencia, un mensajero acaba de entregar una nota para usted
del periódico The Financial Register —informó—. Como me había dicho
que le informara de cualquier correspondencia procedente del Register…
Alastair había estado muy pendiente de los consejos financieros que
había recibido, y ahora estaba muy satisfecho de haber estado tan ansioso
de recibir las cartas, aunque por una razón muy distinta. Entró en el
despacho, se sentó en el sillón y abrió la carta lacrada. Sonrió ampliamente
al leer el contenido de la misiva, sintiéndose cada vez más emocionado
conforme avanzaba en la lectura de las cuidadosamente escritas palabras.
Le amaba. Si la carta era una señal, no cabía duda. Y no solo eso: en ese
momento, según leía las frases y comprendía la lógica y la inteligencia que
había tras ellas, se sintió abrumado por la brillantez de la mujer con la que
se había casado. Se había dado cuenta desde el principio de su alegre forma
de enfrentarse a la vida y de su testarudez, pero había muchas más cosas
que las había podido esperar o siquiera barruntar. Pensó en los primeros
días de matrimonio, cuando estaba tan preocupado por haber quedado
atrapado en una vida compartida con una sola mujer. Ahora se daba cuenta
de que esta mujer era más de lo que jamás podía haber esperado, y mucho
más de lo que se merecía. Su fuerza interior era la más brillante que había
visto nunca en nadie, hombre o mujer; si pasaba el resto de su vida con ella
sería una bendición, pero, ¿podría convencerla de que lo hiciera?
Su vida había cambiado, sí. Tenía que pensar en ella, preocuparse de lo
que pensaba y necesitaba, pero eso no era nada frente a lo que él recibía.
Esperaba poder conseguir su amor.
Se guardó la carta en el bolsillo de la levita y salió de la casa con aire
resuelto. Casi corrió en dirección al carruaje y le dio al cochero la dirección
de los duques de Carrington.
C A P ÍT U L O 2 4
O livia estaba empaquetando, sin apresurarse, las escasas pertenencias
que había llevado consigo a casa de Isabella. Sabía que tenía que
volver a casa de Alastair, a su casa, lo más rápido posible, pero para no
equivocarse, como solía cuando se precipitaba, quería tomarse el tiempo
necesario para elaborar una explicación y unas disculpas adecuadas. La idea
es que Alastair no tuviera más opción que perdonarla. Una vez terminada la
maleta, empezó a pasear por la habitación para poner en orden sus
pensamientos, hasta que finalmente se sentó en el escritorio y garabateó
algunas notas sobre el papel que tenía delante.
Mientras luchaba para escoger las palabras adecuadas, escuchó una
llamada a la puerta y le dio permiso a la criada para que entrara.
—El duque de Breckenridge ha venido a visitarla, milady —dijo Molly
casi en un susurro. Olivia asintió, e inmediatamente empezaron a sudarle las
manos. ¡Había venido! Precisamente cuando ella empezaba a pensar que ya
no quería tener nada que ver con ella.
Bajó despacio las escaleras, aunque el corazón casi se le desbocaba por
las enormes ganas que sentía de volver a ver a Alastair. Tenía que
explicárselo todo antes de que le dijera que no quería volver a verla.
Respiró hondo, se detuvo delante de la puerta del salón de estar y revisó
todo lo que pensaba decirle. Por fin abrió la puerta lentamente y allí estaba
él, levantándose rápidamente de su asiento para acercarse a ella.
¡Qué atractivo era! El corazón casi le estalló por el simple hecho de
verlo. La suavidad de sus cabellos ondulados y luminosos como el oro, la
nariz fuerte y aguileña y los pómulos prominentes. Paseó los ojos por los
hombros, anchos y potentes, los brazos, escondidos por la levita… era la
imagen de la seguridad masculina. Ansiaba abrazarlo con fuerza para volver
a sentir los brazos alrededor de su cuerpo. Pero primero tenía que
explicárselo todo.
Dio un paso hacia él.
—Alastair —dijo, al tiempo que él murmuraba su nombre, «Olivia»,
prácticamente al mismo tiempo. Sonrió levemente e inclinó un poco la
cabeza.
—¿Me permites empezar a mí, por favor? Tengo que decirte cosas que,
en realidad, debería haberte dicho hace mucho tiempo —se adelantó
Alastair.
Olivia dudó un momento, pues deseaba hablar con todas sus fuerzas,
pero lo vio como nunca lo había visto, vulnerable y ansioso, tanto que no
pudo por menos que asentir.
—Me has preguntado muchas veces sobre mi situación financiera, y
nunca he dado importancia a tu interés ni en tenido en cuenta tus opiniones.
Te pido disculpas por ello. He recibido una carta del asesor financiero del
que hemos hablado alguna vez, el señor P. J. Scott que escribe en The
Financial Register. Deja que te lea algunas de sus sugerencias.
—No es necesario, de verdad…
—Insisto —respondió, y se aclaró la garganta.
Su excelencia ,
Quiero empezar diciendo que espero que mis consejos hayan sido de
ayuda para usted. Quizá se pregunte…
—Y de hecho me pregunté muchas cosas —dijo alzando la vista antes de
continuar.
… por qué decidí responder a sus preguntas en privado en lugar de en la
columna del periódico, como es habitual en estos casos, en los que suelo
poner las respuestas a disposición de todos los lectores en mi columna.
Dado que usted no me conoce, más allá de la columna mencionada,
puede que le sorprendiera lo mucho que sabía acerca de usted. Es usted un
hombre de carácter, que va más allá del papel generalmente asignado a los
lores como usted en nuestra sociedad, y que le permite hacer lo que desean.
Usted ha heredado una reputación por su linaje, lo sé, reputación que
probablemente sea adecuada.
No obstante, al contrario que otros “dandis”…
—E spero de todo corazón que no se me considere habitualmente un dandi.
—No, no era eso lo que ella había querido decir.
… cuya máxima preocupación es mantener las apariencias, sé que en su
caso no es así. Usted desea recuperar el buen nombre de su familia y está
trabajando duro para lograrlo, y para ello ha escogido con inteligencia a
quien pedir consejo para lograrlo.
Este va a ser nuestro último contacto por carta. Dadas mis
circunstancias, es muy improbable que pueda continuar escribiendo para
The Financial Register…
—¡Q ué pena!
… por lo queme será imposible seguir respondiendo a sus consultas.
Le deseo lo mejor para el futuro. Haga caso a su intuición.
Seguramente le guiará en la dirección correcta.
S uyo afectísimo .
P. J. Scott
—E s una pena que el señor Scott no siga con sus consejos —dijo Alastair
tras terminar de leer la carta—. Todo el mundo debería tener la oportunidad
de compartir el resultado de su talento e inteligencia.
—Puede que así sea —dijo Olivia asintiendo—. No obstante, a veces las
circunstancias de la vida impiden que las personas sigan haciendo lo que
les… apasiona.
—Pues no debería ser así, ¿no te parece? —dijo alzando la vista para
mirarla a los ojos—. En cualquier caso, he respondido al señor Scott, y me
gustaría leerte la carta que le voy a enviar.
—No es necesario, de verdad —dijo—. Sabes que…
—Creo que debes oírlo. ¿Harías el favor de sentarte?
Olivia dio unos pasos y se sentó en el sofá.
Alastair empezó a hablar sin leer ningún papel. Lo que hizo fue mirarla
con toda la intensidad de sus profundos ojos verdes.
—Querido señor Scott —empezó—. He tenido la fortuna de disfrutar de
su correspondencia durante los últimos meses. Su ayuda ha sido de
incalculable valor para mí, me he dado cuenta de ello. Me ha ofrecido su
consejo sin otra intención que la de ayudarme y, tonto de mí, apenas he
hecho caso de él, sin darme cuenta de lo inteligente, valioso y
extraordinario que es usted. Nos divertimos juntos, es verdad. Pero ahora
me doy cuenta, de que, por debajo de la diversión y las aventuras que
compartimos, en mi corazón siento por usted algo mucho más profundo.
»La solvencia económica de mi hacienda ha dejado de ser lo más
importante para mí. Tampoco las deudas acumuladas, que, por cierto, usted
se ha encargado de saldar casi por completo para aliviarme de ellas. En este
caso no solo gracias a sus magníficos consejos, sino también a su maestría
en la mesa de juego.
Olivia abrió mucho los ojos y la boca, asombrada de lo que estaba
escuchando. ¡Lo sabía! Sabía que P. J. Scott era ella. Y parecía que no le
importaba. Todo lo contrario… ¡parecía que admiraba su trabajo!
—Olivia —dijo, cayendo de rodillas frente a ella. El aroma embriagador
a madera de sándalo que desprendía la inundó cuando le tomó las manos—.
Tu ausencia ha dejado un hueco imposible de llenar en mi casa, en mi cama
y en mi alma. Te consideré como una responsabilidad. Pronto me di cuenta
de que te quería, pero no de la profundidad de mis sentimientos por ti. Te
amo, Olivia Finchley, te amo con todo mi corazón. Soy un estúpido por no
haberme dado cuenta antes, y me disculpo por todo lo que haya hecho para
empujarte lejos de mí. Sé que he hecho el idiota, pero te juro que esos días
ya han pasado. Vuelve conmigo, por favor, sé mi esposa y mi compañera en
todo lo que emprendamos en la vida.
Los ojos de Olivia se llenaron de lágrimas y, por una vez, a Olivia no le
importó en absoluto llorar. Se acercó a él, que seguía de rodillas en el suelo,
envuelto por el vuelo de sus faldas.
—¡Oh, Alastair! —dijo por fin rompiendo el silencio—, ¿lo dices de
verdad?
—Sí, de todo corazón —confirmó—. No puedo imaginarme mejor
compañía vital que una mujer que prefiere sentarse en una mesa de juego
vestida con pantalones que tomar el té vestida a la última moda.
Olivia rio.
—Yo también te quiero, Alastair. Creo que lo sé desde el momento que
mi viste disfrazada en el garito de lady Atwood y no dijiste ni una palabra a
nadie. Pero debes saber que no tienes nada de lo que disculparte. Soy yo la
que me he portado como una estúpida. Me dejé engañar por los comentarios
malignos de una mujer malintencionada, le permití que manipulara mis
emociones y me hiciera creer que eras el mismo de antes. Te prometo que
no volveré a dejar que nadie se interponga entre nosotros, y que cuando
algo me preocupe, serás el primero en saberlo. Si puedes perdonarme una
vez que te lo haya explicado todo, mi máxima felicidad será volver contigo
y ser a esposa que mereces.
—No hay nada que perdonar —dijo al tiempo que juntaba la frente con
la de ella. Le dolía que hubiera dudado de él, cómo no iba a dolerle, pero el
alivio de su regreso superaba cualquier otra emoción negativa—. El pasado
ha quedado atrás. Ven a casa y empecemos a recorrer nuestro futuro juntos.
Asintió frente con frente y buscó sus labios, uniéndose a ella con toda la
pasión acumulada tras tantas emociones. El amor que sentían el uno por el
otro se manifestó como un torrente. No dejó de darle besos, la lengua
insistente no dejaba de buscar la de ella, y Olivia sintió un deseo por él muy
superior a todo el que había sentido antes. Con un enorme esfuerzo, se
separó de él y susurró al oído con voz ronca.
—Alastair, llévame a casa. Cuanto antes.
Él estuvo de acuerdo, y tras una fugaz despedida de una muy sonriente
Isabella, que los esperaba en el vestíbulo, dejaron la maleta en el carruaje,
se subieron a toda prisa y salieron de inmediato hacia casa.
El corto paseo se les hizo interminable, aunque le permitió a Olivia
contarle a Alastair todos los pormenores del malentendido que se produjo
en el baile de la duquesa de Stowe. Alastair escuchó en silencio, y Olivia,
nerviosa, no dejaba de mover el pie, temiendo que todo se perdiera por su
falta de confianza en él.
—Lo siento, Alastair —concluyó, y sonrió levemente—. Cómo mínimo,
debí pensar que no ibas a ser tan tonto como para arruinar la reputación de
otra joven de la alta sociedad.
—No obstante, parece que eso, al fin y al cabo, funcionó bien contigo
—dijo, aliviando su miedo con la maliciosa sonrisa que tanto amaba, esa
que hacía que aparecieran sendos hoyuelos en sus mejillas.
Alastair la agarró y empezó a besarla en las mejillas, el cuello y los
labios, al tiempo que le susurraba palabras de amor que pronto empezaron a
subir de tono, al tiempo que lo alejaba de ella riendo.
El regreso a casa no fue lo suficientemente oportuno, pues Olivia
escuchó el gruñido de queja de Alastair al ver que Anne los esperaba en
cuanto se abrió la puerta.
—¡Has vuelto, Olivia! —exclamó la joven acercándose a toda prisa,
aunque sin correr y bajo la atenta mirada de su madre—. ¡Cuantísimo me
alegro! Temía que Alastair hubiera hecho algo imperdonable.
Al ver la mirada que le lanzó su hermano, inclinó un poco el cuello para
devolvérsela.
—¡Vamos Alastair, no te hagas el ofendido! No se puede decir que seas
un santo, y me alegro mucho de que Olivia te haya perdonado.
—Lo cierto es que no ha sido así —dijo Olivia, lo que acrecentó la
curiosidad de la joven—. En todo caso, yo también me alegro mucho de
volver a estar en casa.
—¡Olivia! —La madre de Alastair bajaba por la escalera sonriendo
abiertamente—. No sabes cuánto me alegro de tu regreso. ¿Qué tal está tu
amiga? ¿Se encuentra mejor?
—Muy bien, gracias —respondió Olivia, algo sorprendida ante la
pregunta de la duquesa viuda. ¿Acaso sabía que Isabella estaba
embarazada? ¿Cómo podía saberlo? Alastair le tiro del brazo para captar su
atención antes de que dijera nada más y se aclaró la garganta.
—Se acerca la hora de la cena. Olivia tiene que deshacer el equipaje.
Enseguida volvemos y habrá tiempo para hablar.
La doncella personal de Olivia, que había vuelto desde casa de Isabella
sentada en el pescante del carruaje, junto al cochero, los precedió por las
escaleras, así como un criado que transportaba las maletas. Las depositó en
la habitación y Molly entró decidida para empezar a deshacerlas y colocar
la ropa en los armarios. Alastair se dirigió a ella con su encantadora sonrisa.
—¿Le importaría volver dentro de una hora para ayudar a la duquesa
con el equipaje? —dijo—. Antes tenemos que hablar a solas.
La criada asintió y salió de la habitación. ¡Por fin estaban solos!
Olivia lanzó una sonrisa pícara a Alastair.
—¿Se puede saber de qué quieres hablar conmigo, y durante una hora,
nada menos?
Se acercó a ella despacio.
—Creo que ya he dicho todo lo que tenía que decir —murmuró con voz
algo ronca—. Aunque tengo planes para demostrarte todo lo que te quiero.
Ella dio un gritito cuando la levantó en volandas, se la echó al hombro y
la depositó sobre la cama. Se plantó delante de ella quitándose la camisa y,
pese a que ya había visto su cuerpo bastantes veces, no dejó de asombrarle
la esculpida musculatura del pecho y el abdomen que tenía delante.
Alastair se inclinó sobre ella, y casi se derritió con los besos y las
caricias de los dedos, que empezaron a tirar hacia abajo de la pechera del
vestido. Era una auténtica maravilla, y cerró los ojos para disfrutar.
C A P ÍT U L O 2 5
S e quitó de un tirón los pantalones: deseaba poseerla “aquí y ahora”.
Aunque finalmente tuvo la calma suficiente como para tomarse el
tiempo necesario para que ambos disfrutaran de forma merecida después de
unos días de tortura y desazón.
La besó apasionadamente mientras exploraba con los dedos la parte de
atrás del vestido para deshacer los lazos que lo mantenían abrochado. Una
vez logrado el objetivo, se separó un poco de ella para deslizar la muselina
en los hombros, quitárselo con delicadeza y dejarlo sobre el suelo de la
habitación como si fuera una nube blanca. Después le quitó los zapatos, las
medias cortas sujetas por ligas, sin desaprovechar la oportunidad de
acariciarle las desnudas pantorrillas. Ya con cierta impaciencia, pasó a
ocuparse de las enaguas, y en este caso prácticamente se las arrancó. Dio
gracias al cielo porque no llevaba bragas bajo las enaguas y se concentró en
el corsé. Tras quitárselo, y después la camisola, se encontró por fin con la
gloria de su cuerpo desnudo.
Una vez que Olivia estuvo libre de tanta enojosa prenda, Alastair soltó
un gruñido mientras la miraba con ojos desorbitados y una sonrisa ansiosa.
—Te asombró saber que un hombre como yo prefiera que su mujer lleve
pantalones —dijo—. Pues yo te digo que los prefiero mil veces: es mucho
más fácil quitártelos, y también una camisa de lino, que todas estas
engorrosas y cursis prendas: ¡eso lleva horas, o al menos a mí me lo parece!
Ella rio también, aunque se dio cuenta de que su gesto pasó a ser serio y
lleno de determinación. Recorrió su cuerpo con los ojos, desde el rubio
cabello recogido sobre la cabeza, pasando por el torso de alabastro, los
pechos generosos, la breve cintura y las curvas de las caderas. No se detuvo
allí: llegó hasta las puntas de los pies antes de elevar de nuevo la mirada
hasta encontrar sus ojos una vez más. Brillaban con una pasión que no
desmerecía en absoluto de la suya, lo que alimentó la llama que crecía
dentro de él.
—Eres exquisita —dijo entre dientes—. Soy un hombre muy, muy
afortunado.
—Me aseguraré de que no lo olvides nunca —dijo sonriendo con
malicia. Entonces, no contenta con esperar a sus reacciones, se levantó,
empezó a acariciarle el estómago y, finalmente, desabrochó los lazos que
anudaban la ropa interior y liberó todo lo que había estado oculto a sus
ávidos ojos.
Habían compartido la cama como marido y mujer muchas veces desde
que se habían casado, pero nada se podía comparar con el deseo que en esos
momentos estaba sintiendo por ella. Era como si quisiera demostrarle
físicamente el amor que sentía, un amor que por fin reconocía sin ninguna
restricción.
Le acarició suavemente el miembro y él reaccionó con un gemido de
placer e inclinándose hacia delante para apoyar las manos en la cama detrás
de ella. Continuó con las caricias, cada vez más intensas. Sabía que, si
seguía así, la cosa iba a terminar demasiado pronto, y esta vez no pensaba
permitir que eso pasara. Se irguió, la tomó de las manos, las entrelazó por
los dedos y las colocó por detrás de su cabeza, en la nuca. La empujó sobre
la cama y, una vez más recorrió su cuerpo con la mirada, deteniéndose en
los pechos, ahora crecidos y rosados, erguidos hacia él. Sujetándole las
muñecas con una sola mano, le acarició con la otra los pezones y se agachó
para buscar su lengua aterciopelada.
Olivia gimió y se apretó contra él, pero de momento siguió haciendo las
cosas con lentitud, sin apresuramiento, pese a la avidez con la que ella lo
besaba. Se separó y empezó a lamerle el pecho mientras le sujetaba la
cabeza con los dedos y la empujaba hacia él, hasta casi sacarla de la cama.
Quería enterrarse en ella, pues sabía que estaría suave y húmeda, lista para
él. Pero se retuvo y bajó los labios hasta el estómago, sin dejar de besar la
piel y rodeándole el ombligo con la lengua.
Llegó hasta el monte de Venus y con el dedo gordo acarició el centro
neurálgico del placer, e inmediatamente sustituyó el dedo por la lengua. Ella
reaccionó con un jadeo, mientras paladeaba su dulzura. Los jadeos se
convirtieron en gemidos, y él introdujo el dedo corazón en el humedecido
túnel, sin dejar de rodear el botón con la lengua trazando círculos cada vez
más rápido. Le apretó el hombro con mucha fuerza, hasta que soltó un grito
ahogado y lo apretó con mucha fuerza contra sí. A Alastair se le nubló la
vista de puro deseo: quería terminar, poseerla por completo. Se colocó sobre
ella y recobró la visión contemplando sus mejillas enrojecidas y los ojos
velados por el ansia. Se elevó hacia él, invitándolo a entrar en ella.
No pudo resistir más. Le agarró las nalgas con ambas manos, hundiendo
los dedos en la carne suave y entró en sus cálidas entrañas. Ella volvió a
gritar, y el empujó cada vez con más potencia. Olivia no se limitaba a
dejarle hacer, todo lo contrario: respondía a cada uno de sus envites, y él
disfrutaba viendo como el placer viajaba por su expresión, los ojos cerrados
por el éxtasis.
—Olivia, ¡oh, Olivia! ¡Cómo te quiero! —susurró, enterrando la cabeza
en su hombro.
Y así explotó dentro de ella, gritando con el mismo abandono, mientras
ella se apretaba contra él.
Cuando ambos se recuperaron, ella apoyó la cabeza en su pecho
sudoroso.
—Yo también te quiero, Alastair —susurró con voz suave y más
profunda de lo habitual.
N unca una hora había pasado tan deprisa. Alastair había hecho el amor
con ella bastantes veces antes, aunque nunca de esta forma. Siempre había
procurado hacerla disfrutar, pero hoy había sido como si todo el placer no
fuera suficiente para ella. Incluso ahora que estaban relajados después del
intenso intercambio sexual, no dejaba de acariciarla por todo el cuerpo, de
masajearla los hombros para rebajar la tensión, de acariciarle el sedoso
pelo. En un momento dado Olivia escuchó una leve llamada en la puerta de
la habitación.
—Señora duquesa, ¿puedo pasar?
—¡Espera un momento, Molly! —respondió Olivia al tiempo que
Alastair la atraía contra él para hacer la cucharita.
—¿Solo un momento? —dijo él, mientras le acariciaba con los dedos el
vientre y subía hasta los pechos.
Olivia cerró los ojos para disfrutar de la sensación, pero se acordó de
que su suegra y su cuñada les esperaban abajo dentro de poco tiempo y
suspiró. Por mucho que le apeteciera repetir, se dio la vuelta y lo miró a los
ojos con gesto de resignación.
—No hay más remedio —dijo sonriendo—. Otra cosa: ¿qué te parecería
que saliéramos juntos esta noche? Para recordar nuestros primeros días
juntos.
—Me parece estupendo —accedió, y le guiñó un ojo—. ¿A casa de lady
Atwood?
—Sería de lo más apropiado —respondió Olivia—. Pero esta vez
preferiría ir como Olivia Finchley, duquesa de Breckenridge. Soy una mujer
casada, e iré acompañada de mi marido. Supongo que causará cierta
conmoción, pero no creo que sea considerada como una acción demasiado
escandalosa.
Alastair asintió.
—Ya sabes lo mucho que disfruto con Olivia Finchley. Aunque, por
supuesto, tengo que decirte por si no lo sabes que la señorita Harris es
también muy agradable, aparte de jugar maravillosamente al whist. En
cierto modo la echo de menos.
—Igual podría presentarse esta noche en tu dormitorio —sugirió ella,
lanzándole una sugerente mirada.
—Que aparezca todas las veces que quiera —contestó—. No obstante,
en mi cama solo habrá una mujer, mi esposa.
—¿Ah, sí? —lo miró haciendo un puchero—. ¿Y por qué es tan
especial?
—Cuando un hombre ha encontrado el amor verdadero, no puede mirar
a ninguna otra mujer afirmó Alastair mirándola de una forma tan intensa
que se le aceleró el corazón—. Una mujer que siempre pone por delante los
intereses de su marido y que, además, le hace la vida mucho más
interesante, tanto que no podría habérselo imaginado siquiera.
Olivia sonrió.
—¿Es eso un cumplido, querido? Por lo que sé y he visto, a muchos
hombres no les apetece tener una esposa “interesante”.
—Bueno, pues en ese caso tienes suerte de haber encontrado un hombre
que no solo tiene interés, sino que disfruta mucho con ello —dijo—. Una
cosa sí que es cierta: en este matrimonio nunca vamos a aburrirnos, y esa
era una de las cosas por las que no me apetecía casarme. Lo que he
aprendido es que no es el matrimonio en sí mismo lo que puede llevar
consigo el aburrimiento. Lo verdaderamente importante es escoger de
forma adecuada la pareja con la que vas a pasar el resto de tu vida. Puede
que, al principio, no fueras mi elección, querida esposa, pero ahora sí, y te
aseguro que para siempre.
Le sonrió.
—Supongo que ambos decidimos de forma inconsciente entrar juntos en
aquel palco —dijo ella.
—Sin duda —asintió él—. Y me temo que tendré que estarle
eternamente agradecido tanto a tu madre como a esa horrible mujer, lady
Montgomery.
—¡Ah, claro, Hester! —dijo Olivia suspirando—. Espero que alguna
vez se dé cuenta de lo mucho que sus acciones enturbian la vida de los
demás.
Empezó a levantarse de la cama, pero él la retuvo.
—Hay otra cosa importante de la que quiero hablar contigo. Ahora que
has vuelto a casa, espero que no dejes de escribir tu columna en The
Financial Register.
—¡Ah! —dijo sorprendida—. Te garantizo que no he pensado mucho en
ello desde que tomé la decisión. No estoy muy segura, Alastair. ¿Una
duquesa columnista de un periódico financiero? No parece muy apropiado,
la verdad.
—¿Desde cuándo te importa si algo es impropio? —preguntó alzando
las cejas y con una sonrisa en la boca.
—¡Desde que soy duquesa! —replicó dándole un leve cachete—.
Bueno, quizá sea más correcto decir que desde que tengo en cuenta las
consecuencias de mis acciones impulsivas. Mis acciones te afectan a ti, a
Anne, a tu madre…
La silenció con un beso rápido.
—Sería infinitamente peor para ti y para todos que no compartieras con
el mundo tu ingenio, tu inteligencia, tu capacidad para ver más allá de lo
obvio y para explicarlo con claridad. —Hizo una pausa y se llevó el dedo
índice a la sien—. Y, ahora que lo pienso, ¿por qué no publicas los artículos
con tu verdadero nombre? Me sentiría muy orgulloso si todo el mundo
supiera de lo que es capaz mi esposa.
Olivia negó con la cabeza.
—Te agradezco mucho lo que dices, Alastair, te lo digo de verdad. Pero
tengo muy claro que si revelara mi identidad, todo lo que he hecho hasta
ahora quedaría destruido. Los hombres no escuchan lo que dicen las
mujeres en asuntos financieros. Incluso a ti te pasó al principio…
—Te pido disculpas por ello.
—Disculpas aceptadas. No obstante, eso no cambia el hecho de que los
hombres no van a aceptar consejos que provengan de una mujer; ni siquiera
considerarán la posibilidad de escucharlos. Eso en el caso de que el Register
se planteara siquiera publicar mi trabajo firmado por mí… No, tengo que
seguir siendo P. J. Scott. En cualquier caso, me gusta escribir, así que, si me
apoyas, seguiré haciéndolo.
—¡Por supuesto, cuenta con ello!
—Y Alastair, hay una cosa más —dijo en voz baja, y él la miró
expectante—. Tienes que utilizar el dinero de mi dote para pagar la deuda
que vence mañana.
Molly había tenido noticia de la visita de los acreedores porque se lo
había otro sirviente, pero Olivia no quería traicionar su confianza.
—¿Cómo lo has sabido que…?
—No importa cómo me he enterado, pero el caso es que lo sé. ¡Tienes
que dejar a un lado tu testarudez y tu orgullo, Alastair! Si el dinero
estuviera a mi nombre, lo usaría para pagar la deuda. ¿No haría tú lo mismo
por mí?
—Sí —dijo él a regañadientes.
—Pues entonces hazlo. Mañana a primera hora.
—De acuerdo —concedió por fin—. Pero devolveré hasta el último
penique al fondo de inversión, para que nuestros hijos dispongan del dinero
cuando lo necesiten.
—De acuerdo —dijo sonriente, mostrando su satisfacción—. Estoy
segura de que con tus inversiones actuales no vas a tener ningún problema.
—Desde luego, si sigo haciendo caso a mí inmejorable asesor —
bromeó, él también sonriente—. Bueno, pues creo que deberíamos dejar
entrar a Molly para que te ayude a arreglarte para la cena, ¿no te parece?
Olivia asintió y miró a Alastair con ternura. Él sonrió a su vez y se
dirigió a su habitación por la puerta de conexión, mientras que Olivia se
puso la camisola y le abrió la puerta principal a su doncella.
Suspiró satisfecha. Nunca había imaginado que pudiera llegar un día
como ese, que encontrara un hombre que la quisiera no solo por su belleza
física, sino que supiera y aceptara su deseo de hacer cosas distintas a las
esperadas de una mujer, que no la juzgara y que, por el contrario, la animara
a seguir compartiendo sus conocimientos.
Y lo iba a hacer, por supuesto. Sabía que la mayoría de las mujeres en
su situación se conformarían con desempeñar el papel de duquesa, pero eso
no era para ella. Haber logrado cumplir sus propios sueños, y también los
de su madre, era algo que nunca había pensado que fuera posible, y sentía
una enorme gratitud.
C A P ÍT U L O 2 6
O livia había visto muchas veces entusiasmada a Anne, pero nunca tanto
como la noche de su regreso a la actividad social tras el periodo de luto
por la muerte de su padre.
Transcurrida una semana desde que Olivia había regresado a casa sentía
que nunca había sido tan feliz ni se había sentido tan realizada en su vida.
Tenía la suerte de compartir muchos gustos con el hombre con el que se
había casado, y ambos se divertían con actividades muy diversas, desde
bailar, jugar a las cartas, ir al teatro o pasar noches tranquilas leyendo en
casa. Ella había sido feliz muchas veces antes, pero ahora todo lo gobernaba
el amor que sentía por su marido, y que sabía que era plenamente
compartido.
Llamó a la puerta de la habitación de Anne y entró cuando ella contestó.
La joven estaba frente al espejo, enmarcado en oro y con muchos adornos, y
se miraba adoptando diversas poses con el vestido blanco de seda, largo y
con un bordado que subía desde la cintura y terminada en el corpiño. Olivia
se aproximó a ella desde atrás. Su vestido era de color lavanda, con adornos
muy simples en las mangas y el corpiño. Su atuendo lo remataba una
preciosa gargantilla de piedras preciosas, regalo reciente de Alastair.
—Anne, estás absolutamente preciosa —dijo poniendo las manos sobre
los hombros de su cuñada, que era ligeramente más baja que ella.
—Tú también —contestó Anne volviéndose hacia Olivia—. Me encanta
ese color.
—Sí, aunque no es el blanco prístino de la inocencia —contestó con una
sonrisa—. Tengo una cosa para ti.
Le ofreció un pequeño paquete atado con cinta blanca. Anne la miró con
una sonrisa de sorpresa y procedió a deshacer el nudo de la cinta. Era una
pequeña peineta adornada con un diamante. Se quedó mirándola con la
boca abierta.
—¡Olivia, es preciosa! —exclamó. Olivia le quitó el adorno de las
manos y se lo colocó entre los rubios mechones, cerca del elegante moño
que había preparado su doncella personal hacía pocos minutos—. Pero…
¿por qué no te la has quedado tú?
—¡Pues porque es un regalo, boba! —contestó riendo—. Hoy es tu día,
y el diamante, desde el primer momento, me recordó a ti, una joven que
brillará con fuerza entre todas las asistentes al baile.
—¿Y tu hermana?
—También le he hecho un regalo, un broche de aguamarinas muy
adecuado para ella, igual que la peineta lo es para ti.
—¿Cómo fueron tus primeros bailes?
Olivia rio quedamente.
—De eso hace ya bastante tiempo, te lo puedo asegurar. Dije lo que no
debía y la verdad es que fue como si me pusiera la zancadilla a mí misma.
Siempre he sido así, mientras que tú, por el contrario, sabes cómo ser
encantadora con todo el mundo, igual que tu hermano, por cierto. Sé tú
misma, sin más, y todo te vendrá dado.
Anne la miró encantada.
—Eso haré —dijo—. Será magnífico tenerte a mi lado.
Olivia tuvo que contener las lágrimas y tragar el nudo que se le había
formado en la garganta.
—Vamos —dijo—. Alastair nos está esperando.
L o primero que hizo Olivia al entrar en el salón de baile fue buscar con la
mirada a sus padres entre la multitud. Vio que Helen estaba de pie junto a
ellos con gesto nervioso e incómodo, y sintió la necesidad de ayudarla.
Nunca habían estado demasiado unidas, y sabía que, al contrario que ella,
que siempre decía casi todo lo que se le venía a la cabeza, su hermana
apenas hablaba. Ambas, a su manera, exasperaban a su madre, que había
dedicado su vida a «casarlas bien».
Por lo que se refería a ella, su madre lo había logrado a medias, pensó
Olivia sonriendo. Ahora estaba casada con un hombre que, en su momento,
era uno de los solteros más codiciados de la alta sociedad, aunque también
era cierto que casi todos pensaban que jamás sentaría cabeza.
—Madre, padre —saludó al llegar a su altura. Alastair besó la mano de
su madre e hizo una inclinación de cabeza dirigida a su padre. Después se
volvió hacia Helen y la envolvió en un emotivo abrazo—. ¡Helen, querida,
tienes que contarme todo lo que ha pasado desde que me fui!
—Pues… nada en absoluto —dijo su hermana—. Todo ha estado muy
tranquilo, y aburrido desde que no estás en casa.
—No me extraña nada —intervino Alastair, y Olivia se volvió a mirarlo
alzando una ceja.
—Olivia —susurró Helen a su oído—. ¿Cómo se supone que voy a
encontrar marido si soy incapaz de articular palabra delante de ninguno de
estos caballeros?
—Sé tú misma, eso es todo —dijo Olivia—. Habla con los hombres
como si hablaras con tus amigas.
—No sabes lo difícil que es eso para alguien como yo —dijo Helen al
tiempo que acariciaba el broche que le había regalado Olivia, ya sujeto a su
vestido. Olivia se daba cuenta de que no había hecho suficiente caso a su
hermana pequeña mientras vivió en casa de sus padres. Era varios años
mayor que Helen, siempre había estado muy ocupada, sin tiempo para
interesarse por ella. Siempre había estado a su sombra.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer, Helen? —le preguntó.
—Leer —respondió de inmediato—. Y también bailar, aunque sola en
mi cuarto.
Olivia sonrió.
—Echa un vistazo a tu alrededor —le dijo—. Puede que los hombres
más apropiados para ti no sean los que están ahora en la pista de baile o sus
alrededores, sino los más alejados, como tú.
—Lady Helen —dijo Alastair aproximándose a ellas—. ¿Hará el favor
de concederme un baile? No me parece justo esconder su belleza a los
asistentes al baile.
Helen se sonrojó cuando Alastair la tomó de la mano y la llevó a la pista
de baile. Mientras bailaban, Olivia estuvo hablando con sus padres. Su
madre estaba ahora mucho más agradable con ella que estaban en una
situación social similar y, por supuesto, sin la desesperada necesidad de
encontrarle marido a toda costa. Su padre le apretó el hombro con ternura y
Olivia le sonrió y lo miró a los ojos, que eran tan parecidos a los de ella. Se
dio cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Decidió visitarlo
mucho más a menudo que hasta entonces.
—Olivia —la llamo su padre hablándole al oído, sin que se enterara su
madre—. Debo decirte, querida mía, que estoy muy orgulloso de ti. No solo
tienes un magnífico matrimonio, por el cual tu madre está feliz, sino que
además has empleado muy bien esa gran inteligencia tuya, lo que me hace
muy feliz. Asegúrate de que ese duque tuyo te trate bien, hija.
—Así será, padre —dijo sonriéndole—. Te aseguro que lo hará, estoy
segura.
Olivia se quedó mirando al grupo de parejas que bailaban en la pista. En
ese momento, tras terminar la pieza, Alastair, en lugar de acompañar a
Helen de vuelta con sus padres, se la estaba presentando a un atractivo
joven que parecía más o menos de la misma edad que su hermana y que,
por lo que parecía, estaba tan nervioso como ella, pues así lo demostraban
sus mejillas sonrojadas al inclinarse para besarle formalmente la mano a
Helen.
Olivia se alegró del regreso de Alastair, y su padre se retiró para hablar
con un conocido. No obstante, antes de decirle nada a su marido, vio que
lady Hester Montgomery se acercaba e hizo un gesto de disgusto.
—Aquí viene la reina de las brujas en carne y hueso —le dijo al oído a
Alastair al tiempo que suspiraba.
—No hay ninguna necesidad de hablar con ella —gruñó Alastair—.
Vámonos.
Alastair se volvió sin siquiera mirar a Hester, pero algo en su mirada
hizo que Olivia no siguiera a su marido. Tras la inicial mirada de dureza,
vio algo más, algo distinto, un fondo de desesperación al mirarlos. En ese
momento, no tuvo más remedio que sentir pena por ella, alguien que tuvo
que caer tan bajo en su intento de arruinar la felicidad de la pareja, solo
porque ella no era capaz de encontrar la suya propia.
—Hester —dijo saludando con una inclinación de cabeza a la joven
cuando llegó a su altura—. Me alegro de verte.
—Ah, querida Olivia —replicó Hester con un intento de sonrisa que no
llegó hasta los ojos—. Y su excelencia. Es un placer volver a verlos.
Alastair no respondió al saludo, limitándose a mirarla desde arriba.
—Me alegro de que ya estés bien de nuevo. Había oído que estabas en
casa de la duquesa de Carrington, Olivia —dijo Hester entornando los ojos.
—Sí. Pasé unos días maravillosos con mi amiga Isabella mientras su
marido resolvía asuntos en su hacienda campestre —explicó Olivia
poniendo la mano en el pecho de Alastair—. Aunque eché muchísimo de
menos a mi marido durante la estancia, y estoy feliz de haber vuelto a casa.
Pásalo bien en el baile, Hester.
Se alejó del brazo de Alastair, sintiendo casi físicamente la mirada de
Hester en la espalda. Encontraron un rincón tranquilo en un extremo del
salón en el que poder hablar sin ser molestados.
—No soporto a esa mujer —dijo Alastair apretando los dientes mientras
la miraba.
—Ni yo. Pero lo cierto es que, de no ser por ella, tú y yo no estaríamos
como estamos ahora —le recordó Olivia.
—Me parece recordar que tu adorable madre también jugó un papel
decisivo en nuestro… corto noviazgo, querida —dijo guiñándole un ojo.
Olivia suspiró.
—Desde luego, ¡cómo olvidarlo! Por lo que he podido recopilar, Hester
nos siguió y, por el camino, le contó a mi madre lo que sospechaba. Pero en
lugar de detenerla, madre decidió ponernos en evidencia y precipitar lo que
se suponía que iba a ser nuestra ruina. Dice que no le importaba destrozar el
nombre de la familia en aras de «mi felicidad». Tengo claro que lo que le
entusiasmaba era ser familia de un duque.
—Tras todo lo que ha pasado, no me importaría repetir constantemente
la historia, todas las veces que hagan falta —dijo Alastair—. Aunque solo
fuera por revivir nuestro primer beso.
—¿Sólo el beso? —dijo con falsa modestia.
—A mí me bastaría con eso —dijo fingiendo gran seriedad—. Aunque
si mi esposa quisiera más, no tendría ningún problema en ponerme a su
servicio para lo que fuera.
—Sin duda querría más —comentó ella riendo—. Pero vamos a dejar de
hablar de estas cosas. Estamos en un baile respetable, su excelencia.
—Bueno, pues no hablaré de estas cosas hasta que lleguemos a casa —
se comprometió—. Pero es una pena, porque ahora que para mi madre y
Anne se ha acabado el periodo de luto, ya no tenemos el carruaje solo para
nosotros dos. Da igual. Anne parece muy contenta consigo misma esta
noche.
—¿Verdad que sí? —confirmó Olivia—. Los dos sois tan cautivadores
que los miembros de la alta sociedad vuelan hacia vosotros como las
moscas hacia la miel. Mira el caballero que no para de dar vueltas a su
alrededor. Los dos sabéis comportaros con elegancia, como vuestra madre,
pero también tenéis simpatía y vivacidad.
Alastair sonrió con cierta tristeza.
—Si hubieras conocido a mi padre… Nuestra madre siempre nos trataba
con alegría, cariño y respeto. La recuerdo feliz durante mi niñez, pero mi
padre era tan… miserable que le robó la alegría. Ahora capto momentos en
los que la recupera, al menos en parte. Pero bueno, olvidemos esto. Debería
darme cuenta de la enorme suerte que tengo por haber disfrutado de una
madre como ella.
—Te prometo que, en su momento, seré una buena madre para nuestros
hijos —dijo ella inopinadamente—. Estaré con ellos, seré feliz y les daré lo
que necesiten en cada momento.
—Vas a ser una madre maravillosa —aseguró él mirándola con enorme
ternura y apretándole la mano que descansaba sobre su brazo—, igual que
eres la esposa perfecta.
—La esposa perfecta… para ti —completó poniéndole el pulgar en el
pecho.
—¿Tienes ganas de bailar esta noche, querida?
—Siempre tengo ganas. Así que vamos a bailar esta pieza, aunque solo
sea para dejar que las faldas de este bonito vestido fluyan mientras estoy
entre los brazos de mi marido.
Alastair se detuvo inclinándose para apuntar su nombre en el carné de
baile de Olivia y trazar una línea en el resto de huecos vacíos.
—¡Vaya! Parece que estamos comprometidos para toda la noche.
Dentro o fuera de la pista, estaré contigo y solo contigo.
Olivia rio.
—No tienes que convencerme de tu lealtad, Alastair —dijo guiñándole
un ojo—. Tengo clarísimas tus intenciones
—No tengo nada que demostrar, lo sé —dijo él encogiéndose de
hombros—: Solo disfruto del placer de tu compañía.
Olivia apoyó la frente sobre la de él por un momento.
—La tendrás, ahora y para siempre.
—Para siempre… —repitió como un eco—. Me encanta como suena.
EPÍLOGO
A lastair se sentó en la mesa del desayuno y ojeó el periódico The
Financial Register al tiempo que ponía una cucharada llena de azúcar
en el café.
—¡Dios mío, querido! ¿Cómo puedes echarte tanto azúcar en el café?
—La voz de su esposa le llegó flotando desde el otro lado de la mesa
mientras se sentaba frente a él.
—Es una suerte para ti —dijo Alastair al tiempo que estiraba el pie para
tocar la pierna de ella—. Me gusta lo dulce.
Ella rio y le hizo una advertencia llevándose el dedo índice a la boca al
ver entrar en el comedor a su suegra.
—¡Compórtate! —murmuró.
—Anoche no utilizaste esas palabras, según creo recordar —musitó él,
y Olivia no tuvo más remedio que reírse, aunque no quería.
—Parece que los dos estáis de buen humor esta mañana —dijo la
duquesa viuda al tiempo que se sentaba junto a Olivia.
—Todos los días son buenos cuando tienes una mujer hermosa a tu lado,
madre —dijo Alastair sonriendo—. Y ahora, ¿os interesa saber a vosotras
dos… quiero decir, a vosotras tres, buenos días, Anne, … os interesa lo que
tenga que decir esta mañana nuestro estimado P. J. Scott en su columna del
periódico?
—¡Pues claro que no, Alastair! —dijo su madre con un gesto despectivo
de la mano—. ¿Por qué nos iba a interesar a nosotras escuchar aburridos
temas de negocios?
—Madre, te asombraría saber lo que a algunas mujeres les interesa
escuchar —dijo alzando las cejas en dirección a Olivia, que puso los ojos en
blanco.
—Ayer escuché decir al coronel Jeffries que «ese tal Scott analiza el
mundo financiero con una perspectiva absolutamente novedosa, algo
distinto a todo lo que hemos visto hasta ahora» —comentó Anne mostrando
interés.
—¡Exactamente! —dijo Alastair—. Pues vamos a ver qué nos cuenta
hoy. Empecemos por una pregunta de un lector:
Q uerido señor S cott , me gustaría saber cuál es su opinión acerca de
colaboración financiera. ¿Es una buena idea buscar socios para hacer
negocios? ¿Qué riesgos implica? Gracias.
—¡Interesante! —comentó Alastair—. Esta es la respuesta de Scott:
A mi trasnochado lector :
—“T rasnochado ” … qué elección de palabra tan interesante —dijo
Alastair, pero Olivia no pudo hacer ningún comentario al respecto, no
delante de su suegra y su cuñada.
L a idea de hacer negocios con socios es un asunto interesante y, de hecho,
es un aspecto financiero sobre el que estoy reflexionando y estudiando a
fondo en los últimos tiempos.
—¡M e pregunto en qué sentido lo dirá!
E n un momento dado debo confesar que habría aconsejado no trabajar
con socios, y le habría dicho que el riesgo que supone es demasiado alto si
se compara con los beneficios que podría traer. No obstante, ciertos hechos
recientes me han llevado a cambiar radicalmente de opinión.
Los socios pueden resultar muy ventajosos. Un hombre muy
inteligente…
—D a la impresión de que lo es, a decir verdad.
… me dijo una vez que la clave es escoger el socio adecuado, ni más ni
menos. Si se elige un socio inadecuado, la situación entre ambos
colaboradores provocará roces y angustia, y producirá serios problemas en
la relación de negocios.
Por el contrario, la elección del socio adecuado trae consigo grandes
beneficios, más incluso de los que se puedan prever. En la relación debe
haber confianza, respeto y el deseo de lograr lo mejor para los intereses
mutuos.
Usted no estará solo en ningún momento, y debe tener en cuenta al otro
a la hora de tomar decisiones, y llegar a acuerdos en las materias más
importantes.
Si cree que no va a ser capaz de actuar de esa manera, le aconsejo que
no emprenda este camino. Si, por el contrario, le parece posible actuar de
la forma descrita, tenga en cuenta que un buen socio para otra persona
podría no serlo para usted.
Analícese a usted mismo. Mantenga sus convicciones, pero sepa que
tendrá que llegar a acuerdos y compromisos con su socio. Aprendan del
otro, crezcan juntos y encontrarán lo que buscan.
—¡Es el consejo financiero más extraño que he escuchado en toda mi
vida! —dijo su madre con asombro.
—Madre, usted no lee columnas de finanzas, y no digamos periódicos
especializados.
—¡Pues claro que no! —exclamó.
—En ese caso, su opinión es irrelevante. Por mi parte, encuentro al
autor brillante, y creo que su análisis da en el clavo.
Alastair iba a esperar hasta que estuvieran solos para darle más noticias
a Olivia. Gracias a los beneficios de sus inversiones, había recuperado la
totalidad del dinero utilizado de su dote para pagar las deudas de su padre.
Se había librado por completo de la preocupación que lo había estado
abrumando desde la muerte de su padre. Una vez satisfechos los acreedores
y las deudas de juego, el alivio que sentía era enorme. La siguiente etapa
era devolver el ducado a su antigua situación de gloria. Cosa que se dio
cuenta de que lograría gracias a la presencia de una socia, de una
compañera que, a su lado, lo ayudaría a tomar las decisiones adecuadas y,
además, lo colmaría de amor.
Estaba deseando estar a solas con Olivia y volcar su corazón, decirle
que su presencia al lado de él convertía los días en algo perfecto.
Pero en esos momentos tendría que bastar con una mirada. Esa sonrisa
juguetona, acompañada de un corto guiño, era toda una declaración de
entusiasmo, complicidad y amor, de todo lo que compartían y se habían
prometido mutuamente para el presente y el radiante futuro que los
esperaba.
FIN
Querido lector,
¡Espero que hayas disfrutado de la historia de Olivia y Alastair! Se trata de
una de mis parejas favoritas. ¿Sientes curiosidad acerca de lo que le espera
a Rosalind? Un poco más adelante encontrarás un anticipo de su historia.
Olivia y Alastair vuelven a aparecer en sus páginas, y si quieres encontrarte
de nuevo con ellos, también en «Érase una vez un duque».
Si todavía no recibes mi newsletter, me gustaría muchísimo que te unieras a
ella. Recibirás gratis Unmasking a duke (“Desenmascarando a un duque”),
además de enlaces a novedades, anticipos, ofertas, novedades e historias
acerca de mi adicción al café. La lucha constante por mantener mis plantas
vivas y lozanas y los problemas que lleva consigo tener un perro con pinta
de lobo.
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para estar diariamente en contacto.
¡Hasta la próxima, y feliz lectura!
El amor del vizconde
«Y fueron felices para siempre», libro quinto.
Tras verse forzados a estar juntos, ¿serán capaces de superar todo lo
que los separa y encontrar el amor?
Tras ser secuestrada por un bandolero, lady Rosalind Templeton, descubre
asombrada que su salvador no es otro que William, su amigo de la infancia,
ahora vizconde de Southam. Tras quedar viuda y desahuciada hace poco,
Rosalind huía de la única opción que se le había presentado: el matrimonio
con el brutal primo de su marido.
William temía la fiesta que su madre había ofrecido en casa, cuya intención
era encontrar una novia para él. Cuando su temerario hermano organiza una
situación absurda e incomprensible, queda horrorizado al descubrir la
identidad de la última víctima de sus andanzas, y llega a la conclusión de
que lo único que puede hacer es ayudarla.
Pero William se sorprende al sentirse atraído por una mujer en la que
apenas se había fijado antes. Dicha atracción, por otra parte compartida,
tiene que enfrentarse a la profunda desconfianza en los hombres que ha
desarrollado Rosalind, el primer amor de William, y a su madre y su
hermano, que conspiran contra él. ¿Será el amor lo suficientemente fuerte
como para vencer todos los obstáculos?
A NT I C I P O D E “ E L A M O R D E L
VIZCONDE”
Todos los ojos se volvieron hacia Rosalind cuando entró en el salón.
Observó que todos los rostros mostraban pena, una pena que ella no quería.
Lo que estaba deseando era huir de allí y de todos, meterse en su dormitorio
y esconderse entre las sábanas el resto del día. Podría hacerlo, gracias a
Dios, pero no inmediatamente. No, Rosalind hizo lo que siempre había
hecho: exactamente lo que se esperaba de ella. Paseó entre los invitados, les
agradeció su presencia y mantuvo las conversaciones educadas que tanto
odiaba.
Había empezado a andar en dirección a Olivia cuando alguien la sujetó
con firmeza por el brazo: era Bart, el primo de Harold. ¡Cómo lo odiaba!
Siempre había sentido su mirada lujuriosa fija en ella, y ahora que Harold
no estaba se molestaba mucho menos en disimularla.
—Si tienes un momento, Rosalind, tengo que hablar contigo… a solas.
—Una siniestra sonrisa que hizo estremecer a Rosalind se dibujó en su cara.
—¿Ahora? —preguntó mirando a su alrededor—. ¿No crees que
deberíamos esperar hasta que termine de atender a tus invitados?
—Nuestros invitados, querida —dijo mirándola con condescendencia
—. Creo que es mejor ahora. Ven.
Rosalind no deseaba seguirlo, pero menos aún hacer una escena, así que
se decidió por la opción que menos conflicto implicaba para acabar lo antes
posible con aquello.
En lugar de dejarla entrar primero, Bart entró primero en el despacho
que había sido de su marido. Era oscuro, con las paredes pintadas en tono
azul marino que parecían echársele encima. Se sentó frente al escritorio, en
una dura silla de cuero y respaldo alto, y retorció las manos nerviosamente
en el regazo. Bart la miraba sonriendo maliciosamente. Le recordaba a un
cazador que ya tenía controlada a su presa y disfrutaba jugando con ella.
—Rosalind —empezó al tiempo que se levantaba de la mesa para
sentarse en el borde del escritorio, a escasos centímetros de ella. Intentó
esquivar su malévola cercanía, mientras todo su ser se enervaba solo por
tener que estar en la misma habitación que él—. Siento la muerte de mi
primo —dijo levantándole la barbilla con un dedo para que lo mirara, lo que
la hizo estremecerse.
—Sí, ya me lo habías dicho —dijo apartando bruscamente la cabeza.
—Lo que pasa es que hay más cosas —prosiguió. La sonrisa dejaba ver
una dentadura irregular y torcida. Al darse cuenta de lo incómoda que se
sentía en su presencia, se acercó aún más a ella—. Por desgracia, mi primo
no previó proveer por tu bienestar en su testamento.
—¿Por mi bienestar? —repitió confundida—. ¿Quieres decir para vivir
tras su fallecimiento?
—Exacto.
—No estoy segura de hasta qué punto es eso un problema. Sé que hay
un dinero procedente de mi dote que se dejó aparte —dijo procurando no
hacer caso de los latidos cada vez más rápidos de su corazón—. No sé
exactamente cuánto es, pero seguro que más que suficiente. Mi padre fue
muy generoso.
—Sí, es cierto, había un dinero, pero por desgracia y como bien sabes,
mi primo tenía algún que otro vicio, y ya no queda nada de él.
Rosalind abrió la boca de puro asombro. Bart se bajó por fin del
escritorio y se sentó en el asiento.
—Eso es imposible —dijo procurando no dejar traslucir el pánico que
sentía—. Nunca faltó dinero para ropa, para pagar al servicio, para la
casa… ¡si hasta hemos celebrado un funeral! Por otro lado, tengo derecho
legal a recibir un tercio de los beneficios que genere la hacienda, y no
puedes… —Se detuvo al ver que levantaba la mano para que dejara de
hablar.
—El dinero que queda va unido al título —dijo, y empezó a colocar
papeles en el escritorio como si la conversación careciera de importancia—.
Mientras estabas casada con mi primo la hacienda no generaba beneficios, y
en estos momentos pierde dinero. Tendrías que recibir beneficios si los
hubiera, pero lo cierto es que no los hay. De hecho, tendré que enfrentarme
al pago de muchas deudas a corto plazo. No queda nada para ti.
—Pero…
—Afortunadamente, tengo una solución.
Entrecerró los ojos. Fuera lo que fuera lo que iba a proponer, seguro que
sería dañino para ella. Dejó de cambiar papeles de sitio y la miró a los ojos.
—Te casarás conmigo, y tendrás todo lo que tenías cuando estabas
casada con mi primo.
Se echó hacia atrás en la silla de cuero y juntó los dedos delante de la
cara, al parecer muy satisfecho de sí mismo.
Rosalind se levantó de su asiento como un resorte, sin importarle en
absoluto mostrar su disgusto.
—Jamás haré semejante cosa —dijo con voz ronca—. ¿Cómo has
podido pensar que iba siquiera a planteármelo?
—Rosalind —dijo inclinándose hacia delante—, sé que no sientes
ningún apego hacia mí, pero estoy seguro de que con el tiempo llegaríamos
a tener una relación… amistosa.
—¿Apego hacia tí? —dijo con un tono de enfado ya incontenible, algo
muy raro en ella salvo en momentos como este—. ¡Te aborrezco! Seduces a
chicas muy jóvenes, casi niñas. Frecuentas más burdeles incluso que
Harold, ¡y hasta me hiciste proposiciones deshonestas cuando estaba casada
con tu primo! Nunca me casaré contigo. ¡Nunca!
—Sé que estás afligida por Harold, y lo entiendo. Afortunadamente para
ti, soy un hombre amable —dijo entre dientes como si no la hubiera
escuchado—. Tendrás tu año de luto, aunque sobre todo para estar seguros
de que no llevas dentro ninguna criaturita, pues ya sabemos lo que tal cosa
podría significar. Vivirás aquí conmigo, o en la casa de Londres, tú eliges.
Pero al cabo de un año nos casaremos y continuaremos con nuestras
vidas… juntos.
Levantó las cejas mirándola, al parecer contento de que no pusiera
objeciones a su plan, mientras que Rosalind pensaba en lo que sería estar
casada con un hombre como ese. Harold ya era malo, pero Bart sería mucho
peor. No, no iba a permitir que eso pasara.
—Gracias por tu oferta —espetó—. Me siento halagada. No obstante,
creo que lo que voy a hacer es volver a casa de mis padres. Ahora, si me
perdonas…
Salió andando muy enfadada y escuchó su risa sardónica.
—Buena suerte —dijo—. Pero te vas a encontrar con que tu padre ya
está de acuerdo conmigo. Creo que la idea le ha parecido muy buena.
Rosalind no se volvió ni hizo ademán de sentirse aludida por sus
palabras, aunque en realidad sus piernas estuvieron a punto de fallarle
debido a la inseguridad y el miedo. De hecho, se asustó mucho, porque
sabía que si Bart había hablado con sus padres, ellos habrían recibido bien
su propuesta y la habrían aceptado. La querían, sí, pero les importaba más
que se casara con un hombre de buena posición social. Su matrimonio con
Harold fue una buena prueba de ello.
Abrió la puerta y se sorprendió al ver a sus padres esperando en el
pasillo, muy cerca de la habitación de la que acababa de salir. Sabían que se
estaba produciendo esa conversación.
—Madre, padre —dijo yendo hacia ellos a toda prisa, de una forma que
sabía que su madre consideraría poco adecuada para una dama—. Por favor,
díganme que no es verdad. ¿Qué saben de todo esto?
Su madre parecía querer disculparse, pero los dos se mostraron muy
decididos. Su padre, antes de hablar, suspiró al mirarla.
—Por desgracia, ha llegado a mis oídos hace poco que tu marido, antes
de fallecer, malgastó el dinero de tu dote, sin dejar ni un penique para ti. Lo
que ha dicho Templeton, este Templeton, es cierto. Todo lo demás está
ligado al título. Lo mejor es que te cases con él, como es su deseo.
—No, de ninguna manera. —Negó con la cabeza reiteradamente—. ¿Es
que no han hablado con él? ¡Es horrible! No puedo casarme con ese
individuo. ¿No me puedo ir a vivir con ustedes, al menos hasta que tome
una decisión acerca de los pasos que voy a dar?
—Hija, para empezar, fue difícil encontrar un candidato adecuado para
ti —indicó su padre. Rosalind observó en su gesto adusto que no deseaba
entrar en discusión—. Tu hermano pronto cumplirá una edad adecuada para
casarse, y habrá que buscar una esposa adecuada para él. Para la familia
será más fácil hacerlo, y él estará menos atado si no tiene que proveer para
una hermana viuda. Por tanto, Rosalind, las cosas serán mucho más fáciles
si tu conciertas tu boda con Templeton en este momento. De hecho, hija, no
voy a admitir una negativa al respecto.
—¡Padre, no puede estar hablando en serio! —dijo completamente
anonadada—. Harold era un muy mal marido, pero al menos me dejó en paz
durante los pocos meses que duró el matrimonio.
—Sí —confirmó su madre—, y precisamente ese fue el problema,
Rosalind. No supiste mantener el interés de tu marido, así que él fue de acá
para allá sin ningún control, y por eso murió. Vas a ser el hazmerreír de la
alta sociedad, y te resultará complicadísimo encontrar un nuevo marido,
cosa que debes hacer si quieres sobrevivir. Esta vez tienes que hacerlo
mejor, Rosalind. Te he educado lo suficiente bien como para saber cómo
despertar y mantener el interés de los hombres.
Rosalind no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Cómo podían ser
sus padres tan crueles? Nunca habían sido muy cariñosos, la verdad, aunque
lo de ese momento era impensable. Su marido había sido enterrado hacía
menos de una hora literalmente, y Bart y sus padres ya habían decidido su
futuro sin miramiento alguno.
Incapaz de mirarlos a la cara, salió disparada por el pasillo en dirección
a la biblioteca, la habitación que había sido su refugio durante los últimos
meses. Cerró la puerta y se dejó caer sin fuerzas sobre el sofá de piel.
Notó que las lágrimas iban a asomar a sus ojos, pero las controló. No
iba a permitirse llorar, de ninguna manera. No lloró cuando le informaron
de la muerte de su marido. No lloró cuando vio cómo lo enterraban. Pero
ahora, presa de un enfado y una frustración incontenibles, no pudo evitar
que la impotencia se desbordara: escondió la cara entre las manos y cedió al
llanto.
No estaba segura de cuánto tiempo estuvo llorando, cediendo a la
autoconmiseración. Cuando las lágrimas empezaron a secarse respiró con
fuerza y buscó un pañuelo para despejar la nariz.
No iba a volver al salón, se dijo. No. Ni tampoco iba a ceder. Por una
vez en su vida, haría su propia voluntad: volvería a su habitación y no
hablaría con nadie ese día.
Se puso de pie y estaba secándose la nariz con la manga del vestido
cuando escuchó el ruido de la puerta. Volvió la cabeza y miró alrededor de
la habitación en penumbra.
—¿Hay alguien ahí? —dijo, sintiendo un escalofrío en la espalda.
Notaba una presencia en la habitación, y dio unos pasos cautelosos hacía las
estanterías llenas de libros.
Dobló una esquina y, en ese momento, vio salir de detrás de una de las
estanterías a William Elliot que, según le habían dicho, hacía poco se había
convertido en vizconde de Southam.
Tragó saliva. ¿Por qué, de entre todos los presentes en esa maldita
reunión, era él quien estaba delante de ella? Siempre había tenido cierta
inclinación por él, desde que eran niños y jugaban juntos. Se había
convertido en un hombre hecho y derecho, y tenía todo lo que a ella le
hubiera gustado encontrar en un marido. Por supuesto que era atractivo,
pero también era amable, educado, generoso y con un adorable sentido del
humor. Sabía cómo conseguir que la gente se sintiera a gusto en su
presencia, de modo que los hombres buscaban su presencia en los actos
sociales y a las mujeres les encantaba flirtear con él. Pero siempre había
sabido que solo tenía ojos para su amiga Olivia.
En cualquier caso, cada vez que se encontraba en su presencia, Rosalind
se ponía nerviosa y tartamudeaba. Era como si la atracción que ejercía sobre
ella se convirtiera en una barrera, obstruyendo las palabras y los gestos. Y
ahora resulta que había estado ahí, siendo testigo de su estúpido
comportamiento.
Se quedó de pie frente a él. Abrió la boca para hablar, pero todo lo que
se le ocurrió fue que debía parece un pez en una pecera, y fue incapaz de
articular palabra.
William se sentía fatal. Se había comportado como un auténtico patán. Se
había acercado a la biblioteca en busca de una copa de brandi, dado que las
bebidas que Templeton ofrecía eran absolutamente infumables. Estaba
buscando el aparador cuando escuchó y vio la llegada de lady Templeton.
Iba a hacerle notar su presencia cuando notó que estallaba en lágrimas, por
lo que decidió esconderse entre las sombras de la biblioteca y esperar a que
terminara. De esa forma no tendría que enterarse de que había estado allí y
la había visto en tales circunstancias.
Era evidente que la joven viuda se había acercado allí para dejarse
llevar por la pena a solas, y él se había inmiscuido, aunque fuera
involuntariamente. Hubo un momento en el que tuvo que moverse, e hizo
ruido suficiente como para que ella lo oyera y notara su presencia. Se puso
delante de ella como un niño pillado en falta metiendo el dedo en el pudin
para probarlo.
—Lord Southam —dijo ella finalmente rompiendo el incómodo
silencio. Se retorció los dedos de las manos, cayendo sin duda en la cuenta
de que había sido testigo de la escena de dolor que acababa de protagonizar
creyéndose a solas. Tenía las mejillas, los ojos y la nariz teñidos de rojo.
William notó que no le gustaba nada que estuviera allí—. ¿Qué está usted
haciendo…?
—Le ruego que me perdone —dijo inmediatamente—. Vine buscando
una copa de brandi… bueno. Cuando usted entró, iba a decir algo, pero
entonces… —. No sabía qué decir para no empeorar la situación.
—Debo decirle que en esta casa no va a encontrar brandi de calidad,
porque ya no queda —dijo con una sonrisa triste que desapareció de
inmediato—. Siento que haya sido testigo de… esto, añadió en voz baja y
mirando al suelo. El riguroso luto negro del vestido parecía empequeñecer
más aún su ya de por sí pequeña figura. A una mujer como ella, de pelo
oscuro y piel muy blanca, le sentarían mucho mejor los tonos pastel, u otros
colores más vibrantes. Esperaba por el bien de ella que volviera a lucirlos
cuanto antes. Le invadió una extraña sensación, que le empujaba a tomarla
en sus brazos, reconfortarla y susurrarle palabras de consuelo. Pero
suprimió el deseo tan pronto como surgió. ¡Acababa de enviudar, por el
amor de Dios!
—No se preocupe —dijo por fin en voz baja—. Entiendo perfectamente
lo mucho que debe de echar de menos a su marido. Siento mucho que hayan
dispuesto de tan poco tiempo para compartir.
—¡Oh! —dijo mostrando cierto sobresalto—. No, la verdad es que no se
trata de eso. Más bien…
Se interrumpió al notar una suave llamada a la puerta.
—Ros, ¿estás ahí?
Seguramente Olivia había ido a buscar a su amiga, pensó William.
Rosalind asintió levemente —se dio cuenta de que, conociéndola como la
conocía desde pequeña, le costaba pensar en ella como «lady
Templeton»—, así que se acercó a la puerta y la abrió. Olivia entró como un
ciclón.
—¿Rosalind, qué está…? ¡Oh, Billy!, ¿se puede saber qué estás
haciendo aquí? —Lo miró inquisitivamente.
—Lo cierto es que ya me marchaba —dijo aliviado por el hecho de que
Olivia se quedara a consolar a su amiga. Él no sería de ninguna ayuda, y de
hecho solo había contribuido a empeorar la situación de la pobre Rosalind
—. Tengo que levantarme al alba, así que prefiero irme pronto a la cama.
Buenas noches, lady Templeton, Olivia.
—Rosalind —fue la respuesta, aunque tan suave que apenas la escuchó.
—¿Perdón?
—No me llame lady Templeton, por favor —dijo, aunque no supo cómo
tomarse la cierta acidez que percibió en su tono—. Llámeme Rosalind, por
favor.
—De acuerdo, lady Rosalind —dijo confuso, pero ¿cómo iba
contradecir a una mujer que acababa de enviudar? —. De nuevo le presento
mis condolencias. Me despido.
Dicho esto, salió de la biblioteca y se alejó rápidamente de la doliente
dama y de la mujer que amaba, deseando alejar a ambas de sus
pensamientos lo más rápido posible.
¡Sigue leyendo «El amor del vizconde»!
O T R A S O B R A S D E E LLI E S T. C L A I R
Y fueron felices para siempre
El duque de sus sueños
Su duque llegará algún día
Érase una vez un duque
Un duque rentable
El amor del vizconde
Los escándalos de las inconformistas
Diseños para un duque
Inventando al vizconde
Descubriendo al barón
El experimento del criado
Las Rebeldes de la Regencia
Dedicada al amor
Sospechosa de amor
En la senda del amor
Vencida por amor
Novias Florecientes
Un duque para Daisy
Un marqués para Marigold
Un conde para Iris
Un vizconde para Violet
Navidad
Su deseo de Navidad
ACERCA DE L A AUTORA
A Ellie siempre le ha gustado leer y escribir, y también la historia
y las historias. Lleva muchos años escribiendo cuentos cortos,
pequeños ensayos y, sobre todo, lo que verdaderamente le
apasiona, novelas románticas.
Ha habido romanticismo en todas las épocas de la historia, y a
Ellie le encanta explorar distintos periodos, culturas y
localizaciones geográficas. Independientemente del lugar y el
momento, el amor siempre triunfa. Tiene debilidad por los
«chicos malos» y por las heroínas con carácter, por lo que nunca
faltan ambos en sus novelas.
No hay nada que guste más a Ellie y a su marido que pasar
tiempo en casa con sus hijos y el perro cruce de husky que forma
parte de la familia. Durante el verano lo más normal es
encontrarla paseando cerca del lago, y todo el año empujando el
cochecito de bebé por todas partes. Pero lo que nunca le falta es
el portátil en el regazo ni un libro entre las manos.
También le encanta escribirse con sus lectoras, así que…
¡ponte en contacto con ella, no te arrepentirás!
www.elliestclair.com
[email protected]
N O TA S