El Circo Del Doctor Dolittle - Hugh Lofting
El Circo Del Doctor Dolittle - Hugh Lofting
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Hugh Lofting
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Título original: Doctor Dolittle’s Circus
Hugh Lofting, 1924
Traducción: Amalia Martín-Gamero
Diseño de portada: Hugh Lofting
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PRIMERA PARTE
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La tertulia alrededor del fuego
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dijo Yip cuando todos hubieron ocupado sus puestos alrededor de la mesa—. Este
viento de septiembre es muy fresco. ¿Nos contará un cuento esta noche, doctor? Hace
mucho tiempo que no nos sentamos a charlar alrededor del fuego.
—Léanos algo del libro de historias de animales —dijo Gub-Gub—, podía
leernos el cuento del zorro que intentó robar el ganso del rey.
—Bueno; a lo mejor; ya veremos —dijo el doctor—; ya veremos. ¡Qué deliciosas
son estas sardinas de los piratas! Por el sabor creo que son de Burdeos. No hay quien
supere a las verdaderas sardinas francesas.
En ese momento llamaron al doctor para que fuese a ver a un paciente en la
consulta: era una comadreja que se había roto una garra. Apenas había terminado
cuando apareció un gallo de una granja cercana con la garganta irritada. Estaba tan
ronco, dijo, que no podía cantar más que muy bajito, y entonces en su granja no se
despertaba nadie por la mañana. Luego llegaron dos faisanes que traían a un polluelo
muy debilucho, que no había podido picotear como es debido desde que nació.
Pues aunque la gente de Puddleby no se había enterado todavía de que había
vuelto el doctor, la noticia de su llegada ya había corrido entre los animales y las
aves. Y se pasó toda esa tarde muy ocupado vendando, aconsejando y medicando,
mientras una enorme y variada patulea de animales esperaba con paciencia a la puerta
de la consulta.
—¡Vaya por Dios! ¡Ya estamos como antes! —suspiró Dab-Dab—. Aquí no hay
tranquilidad. Los pacientes claman por verle mañana, tarde y noche.
Yip había estado en lo cierto: al caer la tarde empezó a hacer mucho fresco, y
fueron al sótano a buscar leña para encender un buen fuego en la gran chimenea,
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alrededor de la cual se reunieron los animales después de cenar, pidiendo repetidas
veces al doctor que les contase un cuento o que les leyese un capítulo de uno de sus
libros.
—¿Y el circo? —dijo—. Tenemos que ganar dinero para pagar al marinero, así
que hay que pensar en ello. Ni siquiera hemos encontrado todavía un circo al que
unirnos. No sé por dónde empezar. Los hay por todas partes, pero tengo que ver quién
podría informarme.
—Ssss —dijo Tu-Tu—. ¿No han llamado a la puerta principal?
—¡Qué raro! —dijo el doctor levantándose de la silla—. No espero todavía
ninguna visita.
—Quizá sea la viejecita del reuma —dijo el ratón blanco cuando el doctor se
dirigía al vestíbulo—. A lo mejor se encontró con que después de todo el médico de
Oxenthorpe no era tan bueno.
Una vez encendidas las velas del vestíbulo, John Dolittle abrió la puerta principal,
y se encontró en el umbral con el vendedor de carne para gatos.
—¡Pero, caray, si es Matthew Mugg![1] —exclamó—. Entra, Matthew, entra.
¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Tuve el presentimiento, doctor —dijo el vendedor de carne para gatos,
entrando con paso lento—. Esta misma mañana voy y le digo a mi señora:
«Teodosia», le digo, «algo me hace pensar que el doctor ha vuelto. Voy a subir a su
casa esta noche para echar un vistazo».
—Bueno, pues me alegro mucho de verte —dijo John Dolittle—. Vamos a la
cocina, allí se está caliente.
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Aunque dijo que sólo había ido por si casualmente había vuelto el doctor, llevaba
varios regalos: el nudillo de una pata de cordero para Yip; un pedazo de queso para el
ratón blanco; un nabo para Gub-Gub y un tiesto con un geranio en flor para el doctor.
Cuando el visitante se hubo instalado cómodamente en la butaca delante del fuego,
John Dolittle le ofreció el bote del tabaco, que estaba en la repisa de la chimenea, y le
invitó a que cargase la pipa.
—Recibí su carta para el gorrión[2] —dijo Matthew—. Supongo que le
encontraría sin dificultad.
—Sí, y me resultó muy útil. Se fue del barco cuando estábamos cerca de la costa
de Devon. Tenía prisa por volver a Londres.
—¿Se va a quedar aquí en casa por algún tiempo?
—Bueno, sí y no… —respondió el doctor—. Nada me gustaría tanto como
disfrutar de unos meses de tranquilidad y arreglar el jardín. Está hecho una pena.
Pero, desgraciadamente, tengo que ganar algo de dinero primero.
—Vaya —comentó Matthew, chupando la pipa—. Un servidor ha estado tratando
de hacer eso toda la vida. Pero sin mucho éxito. Sin embargo, tengo ahorradas
veinticinco libras, si eso le puede servir de algo.
—Te lo agradezco mucho, Matthew, mucho. Lo que pasa es que… necesito
bastante dinero. Tengo que pagar unas deudas. Pero, escucha: tengo un animal nuevo
muy extraño, un testadoble[3]. Tiene dos cabezas. Me lo regalaron los monos de
África, después de curarles una epidemia, con la idea de que lo exhibiese en un circo.
¿Te gustaría verlo?
—Ya lo creo —dijo el vendedor de carne para gatos—. Debe de ser algo muy
nuevo.
—Está fuera, en el jardín —dijo el doctor—. No le mires demasiado. No está
acostumbrado todavía y se azora mucho. Vamos a coger un cubo de agua para hacer
como que se la llevamos para beber.
Cuando Matthew volvió a la cocina con el doctor era todo sonrisas y estaba
entusiasmado.
—Pero, caramba —dijo—, le apuesto lo que quiera a que puede hacer una fortuna
con él. Nunca se ha visto nada semejante desde la creación del mundo. Y además, yo
siempre he pensado que usted debería meterse en un circo, pues es el único hombre
viviente que sabe el lenguaje de los animales. ¿Cuándo va a empezar?
—Ésa es la cuestión. A lo mejor tú puedes ayudarme. Querría estar seguro de que
el circo en el que me enrolase fuese agradable. Ya me entiendes, querría ir con gente
simpática.
—Conozco justo lo que necesita —dijo Matthew—. Ahora mismo en Grimbledon
está el circo más bonito que usted haya podido imaginarse. Esta semana es la feria de
Grimbledon, y estará allí hasta el sábado. Un servidor y Teodosia fuimos a verlo el
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primer día que actuó. No es un circo grande, pero es bueno, es eso que se llama
selecto. ¿Qué le parece si le llevo allí mañana y habla usted con el director?
—Vaya, eso sería estupendo —dijo el doctor—. Pero entre tanto no le digas nada
a nadie de esto. Tenemos que mantener al testadoble en secreto hasta que le
exhibamos ante el público.
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El doctor se encuentra a un amigo, y… a una parienta
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del coche, al lado de la vieja?
—No me han invitado —dijo el doctor—. ¿No ves que tu amo está tratando de
que te vuelvas otra vez hacia Grimbledon? Mejor será que no se enfade. Sigue tu
camino. No te preocupes por nosotros que estamos bien.
Aunque de muy mala gana, el caballo obedeció finalmente al conductor, se dio la
vuelta y arrancó de nuevo en dirección a la feria. Pero no había avanzado ni medio
kilómetro cuando se dijo a sí mismo:
«Es una vergüenza que ese gran hombre tenga que ir a pie mientras estos patanes
van en coche. Que me parta un rayo si no le recojo».
Entonces hizo como que se espantaba por algo que había en la carretera, de
repente dio otra vez la vuelta al carricoche y regresó de nuevo hacia donde estaba el
doctor a galope tendido. La mujer del campesino se puso a chillar y el marido tiró con
todas sus fuerzas de las riendas. Pero el caballo no hizo el más mínimo caso y al
llegar junto al doctor empezó a encabritarse, a corcovear y a ponerse en dos manos
como si fuese un potro salvaje.
—Súbase al carricoche, doctor —dijo en voz baja—, o si no tiro a estos estúpidos
a la cuneta.
Temiendo que hubiera un accidente, el doctor agarró al caballo por la brida y le
acarició el hocico. Al momento se quedó tan tranquilo como un manso cordero.
—Su caballo está un poco intranquilo señor —dijo el doctor al labrador—. ¿Me
deja que le lleve un rato? Soy médico veterinario.
—Bueno, por supuesto —dijo el labrador—. Me consideraba un entendido en
caballos pero esta mañana no puedo con él.
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Entonces, al subirse el doctor y coger las riendas, el vendedor de carne para gatos
se montó atrás, y soltando una risita de satisfacción, se sentó al lado de la indignada
mujer.
—Qué buen día hace, ¿verdad, señora de Stiles? —dijo Matthew Mugg—. ¿Qué
tal andan las ratas del granero?
Llegaron a Grimbledon hacia media mañana. La ciudad estaba muy animada,
había gente por todas partes y tenía aire de fiesta. En el mercado de ganado los rediles
estaban llenos de hermosas reses, cerdos de primera, rollizas ovejas y caballos de raza
con cintas en las crines.
El doctor y Matthew se abrieron camino con paciencia hacia el recinto del circo
entre el alegre gentío que llenaba las calles. Al doctor empezó a preocuparle la idea
de que le hicieran pagar para entrar, pues no llevaba ni un penique en los bolsillos.
Pero en la entrada del circo había un alto tablado con cortinas detrás. Era como un
pequeño teatro al aire libre. En el tablado vieron a un hombre con un enorme bigote
negro, y cada poco rato aparecían entre las cortinas diferentes personas con trajes
muy llamativos, y el hombre, que era muy alto, las presentaba al embobado público y
explicaba las maravillas que sabían hacer. Fuesen quienes fuesen: payasos, acróbatas
o encantadores de serpientes, siempre decía que eran los mejores del mundo. El
público estaba muy impresionado, y de cuando en cuando se adelantaban una o dos
personas, se abrían camino entre la multitud, pagaban su entrada ante una puerta
pequeña y penetraban en el recinto del circo.
—Ahí lo tiene, doctor —le dijo al oído el vendedor de carne para gatos—. ¿No le
dije que era un espectáculo muy bueno? ¡Mire! La gente entra a cientos.
—¿Es ese hombre alto el director? —preguntó el doctor.
—Sí, ése es. Es Blossom en persona. Alexander Blossom. Ése es el hombre que
hemos venido a ver.
El doctor, seguido de Matthew, empezó a avanzar con dificultad entre la gente.
Finalmente llegó delante y empezó a hacer señas al hombre que estaba en el tablado
para indicarle que quería hablar con él. Pero el señor Blossom estaba tan atareado,
pregonando a gritos las maravillas de su espectáculo, que el doctor —un hombre
bajito en medio de un enorme gentío— no conseguía atraer su atención.
—Súbase al tablado —dijo Matthew—. Súbase y hable con él.
Así que el doctor subió a gatas por una esquina del tablado, y súbitamente, al
encontrarse frente a tanta gente se azoró muchísimo. Sin embargo, como ya estaba
allí, se armó de valor, y dándole un golpecito en el hombro, dijo al hombretón:
—Perdone.
El señor Blossom dejó de pregonar «el mejor espectáculo del mundo» y bajó la
vista hacia el hombrecillo rechoncho que de repente había aparecido a su lado.
—Es que… —empezó el doctor.
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Entonces se hizo un gran silencio y la gente empezó a reírse disimuladamente.
Blossom, como suele ocurrir a los presentadores, tenía mucha labia y no perdía nunca
la oportunidad de hacerse el gracioso a costa de los demás. Y mientras John Dolittle
seguía vacilando sobre cómo empezar, el director se volvió de nuevo hacia el público,
y señalando al doctor con el brazo, gritó:
—Y éste, señoras y caballeros, es Humpty-Dumpty en persona, el que dio tanto
que hacer a la gente del rey. Paguen y entren. Suban y véanle caerse de la pared.
Al oír esto, la multitud empezó a reírse a carcajadas y el pobre doctor se azoró
mucho más.
—Háblele, doctor. ¡Háblele! —le gritó desde abajo el vendedor de carne para
gatos.
En cuanto amainaron las risas el doctor hizo otra tentativa pero, apenas había
abierto la boca, cuando se oyó un grito penetrante entre el público:
—¡John!
El doctor se volvió y dirigió la vista hacia la gente para averiguar quién le había
llamado por su nombre. Y allá al final, donde la muchedumbre era menos compacta,
vio a una mujer que le hacía señas con una sombrilla.
—¿Quién es? —preguntó el vendedor de carne para gatos.
—¡Dios nos proteja! —gruñó el doctor bajándose del tablado avergonzado—.
Matthew, ¿qué hacemos ahora? Es Sarah[4].
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El negocio es el negocio
¡V AYA, vaya, Sarah! —dijo John Dolittle cuando finalmente llegó hasta ella—.
¡Caramba! ¡Cómo has engordado y qué buen aspecto tienes!
—Nada de eso, John —dijo Sarah con severidad—. ¿Quieres decirme qué es eso
de andar por ese tablado haciendo el payaso? ¿No te ha bastado con tirar por la borda
la mejor consulta de esta región por causa de unos ratones, unas ranas y otros bichos?
¿Es que no tienes orgullo? ¿Qué hacías allí arriba?
—Es que estoy pensando en dedicarme al circo —respondió el doctor.
Sarah jadeó y se llevó una mano a la cabeza como si fuese a marearse. Entonces
un hombre delgado, vestido con alzacuello, que estaba detrás de ella, se acercó y la
cogió del brazo.
—¿Qué te pasa, querida? —dijo.
—Lancelote —dijo Sarah débilmente—, te presentó a mi hermano John Dolittle.
John, éste es el reverendo Lancelote Dingle, párroco de Grimbledon y mi marido.
Pero, John, ¿no dirás en serio lo de dedicarte al circo? ¡Qué vergüenza! ¡Debes de
estar bromeando! ¿Y quién es este hombre? —dijo cuando Matthew Mugg se acercó
a ellos.
—Es Matthew Mugg —contestó el doctor—. ¿No le recuerdas?
—¡Oh! El cazador de ratas —dijo Sarah cerrando los ojos horrorizada.
—Ni mucho menos. Es vendedor de carne —dijo el doctor—. El señor Mugg, el
reverendo Lancelote Dingle —el doctor presentó a su andrajoso y mugriento amigo
como si se tratase de un rey—. Es mi paciente más notable —añadió.
—Pero, escucha, John —dijo Sarah—. Si te metes en ese disparatado asunto,
prométeme que lo harás con otro nombre. ¡Imagínate lo que nos perjudicaría si se
supiese que el cuñado del párroco era un vulgar titiritero!
El doctor se quedó pensativo un momento, luego sonrió.
—Está bien, Sarah. Utilizaré otro nombre. Pero no puedo evitar que alguien me
reconozca, ¿no te parece?
Después de haberse despedido de Sarah, el doctor y Matthew volvieron a buscar
al director. Le encontraron contando dinero a la puerta, y esta vez pudieron hablar
con él tranquilamente.
John Dolittle describió al maravilloso animal que tenía en casa y dijo que quería
enrolarse en el circo. Alexander Blossom aceptó ver al animal y pidió al doctor que
se lo llevase allí. Sin embargo, John Dolittle le dijo que sería mejor y más fácil que el
director fuese a Puddleby para verlo.
No hubo inconveniente en esto, y después de explicar a Blossom cómo se iba a la
casita de la carretera de Oxenthorpe, el doctor y Matthew se pusieron en camino para
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volver al pueblo, muy contentos del éxito que habían tenido hasta entonces.
—¿Si se va con el circo de Blossom —preguntó Matthew mientras iban por la
carretera comiéndose los bocadillos de sardinas—, me llevará con usted, doctor? Yo
puedo serle muy útil para cuidar del carro, dar de comer a los animales, limpiar y
otras cosas semejantes.
—Ya lo creo que puedes venir —dijo el doctor—. ¿Pero qué va a pasar con tu
negocio?
—Ah, bueno, eso… —dijo Matthew, mordiendo con ansia otro bocadillo—. En
ese negocio no se gana dinero. ¡Además es tan aburrido eso de dar unos pedazos de
carne a unos perros sobrealimentados! No tiene, no tiene… ¿cómo lo diría…?
(levantó la mano con el bocadillo hacia el cielo), no tiene emoción. Yo soy por
naturaleza aventurero, algo inquieto, lo he sido desde que nací. Un circo…, ¡eso sí
que es vivir! ¡Eso es un trabajo de verdad para un hombre!
—Pero ¿y tu mujer? —preguntó el doctor.
—¿Teodosia? Oh, vendrá con nosotros. Es muy aventurera, como yo. Podría
remendar la ropa y hacer cosas así. ¿Qué piensa de ello?
—¿Que qué pienso? —preguntó el doctor, que iba mirando fijamente a la
carretera mientras andaba—. Estoy pensando en Sarah.
—Es un tipo raro ese con el que se ha casado, el reverendo Dengue, ¿verdad? —
comentó Matthew.
—Dingle —le corrigió el doctor—. También es un aventurero. Qué curiosa es la
vida. ¡Pobre Sarah! ¡Y pobre Dingle! Vaya, vaya…
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director del circo, fue a casa del doctor, en Puddleby.
Después de ver a la luz de un farol al testadoble mientras pastaba en el césped,
volvió a la biblioteca con el doctor y dijo:
—¿Cuánto quiere por ese animal?
—No, no está en venta —contestó el doctor.
—Vamos, hombre. Usted no lo quiere para nada. Se le nota que usted no es un
hombre de circo. Le doy veinte libras por él.
—No —respondió el doctor.
—Treinta libras —dijo Blossom.
El doctor siguió negándose.
—Cuarenta, cincuenta libras —dijo el director. Luego siguió subiendo y
subiendo, ofreciendo precios que al vendedor de carne para gatos, que estaba
escuchando, le hacían abrir cada vez más los ojos de admiración.
—No sirve de nada —dijo finalmente el doctor—. O me lleva a mí con el animal
al circo, o se queda donde está. Prometí vigilar personalmente que se le trate bien.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el director—. ¿Acaso no es suyo? ¿A quién se
lo prometió?
—Se pertenece a sí mismo —dijo el doctor—. Vino aquí para hacerme un favor.
Fue a él, al testadoble, a quien hice la promesa.
—Pero ¿cómo? ¿Está usted loco?
Matthew Mugg iba a explicar a Blossom que el doctor sabía hablar el lenguaje de
los animales, pero John Dolittle le hizo una seña para que no dijese nada.
—Así que, como usted ve —continuó—, o bien me lleva a mí con el animal, o no
nos lleva a ninguno.
Entonces Blossom dijo que no, que no estaba de acuerdo con ese arreglo, y con
gran desilusión y pena por parte de Matthew, cogió el sombrero y se marchó.
Pero es que había esperado que el doctor cambiase de idea y cediese; así que no
hacía ni diez minutos que se había ido, cuando llamó a la puerta y dijo que había
regresado para volverlo a discutir.
Bueno, pues resultó que al fin el director aceptó todo lo que el doctor pedía. Al
testadoble y su grupo se les daría un carro nuevo para ellos solos y, aunque viajarían
como parte del circo, serían completamente libres e independientes. El dinero que se
sacase se dividiría por partes iguales entre el doctor y el director. Siempre que el
testadoble quisiese descansar un día, podría hacerlo, y Blossom le proporcionaría el
tipo de comida que pidiese.
Después de haber discutido todos los detalles el hombre dijo que enviaría el carro
al día siguiente, y se dispuso a marcharse.
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—A propósito —dijo parándose en la puerta principal—, ¿cómo se llama usted?
El doctor estaba a punto de decírselo cuando se acordó de la petición de Sarah.
—Bueno, llámeme John Smith —contestó.
—Muy bien, señor Smith, tenga a su gente preparada para las once de la mañana.
Buenas noches.
—Buenas noches —respondió el doctor.
En cuanto oyeron que se había cerrado la puerta, Dab-Dab, Gub-Gub, Yip, Tu-Tu
y el ratón blanco, que habían estado escuchando escondidos en diferentes rincones de
la casa, salieron todos al vestíbulo y empezaron a hablar a gritos.
—¡Viva, viva el circo! —gritó Gub-Gub.
—¡Caray —dijo Matthew al doctor—, después de todo no es usted tan mal
hombre de negocios! Consiguió que Blossom cediese en todo. No estaba dispuesto a
que se le escapase la oportunidad. ¿Se dio cuenta de lo pronto que volvió cuando
creyó que podía perder el trato? Estoy seguro de que espera hacer mucho dinero con
nosotros.
—¡Qué pena —suspiró Dab-Dab mientras quitaba el polvo del perchero con
cariño— tener que volver a marcharnos de casa tan pronto!
—¡Viva! —chilló Gub-Gub, tratando de sostenerse en las patas traseras mientras
sujetaba en la nariz el sombrero del doctor—. ¡Viva el circo! ¡Viva mañana! ¡Olé!
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Descubren al doctor
A la mañana siguiente Dab-Dab hizo levantarse a todos muy temprano. Dijo que
si querían que todo estuviese preparando para marcharse a las once, tenían que
desayunar y tener recogida la mesa antes de las siete.
La verdad es que el activo pato tenía cerrada la casa y a todos esperando en los
escalones de fuera muchas horas antes de que llegase el carro. Pero el doctor seguía
muy atareado, pues hasta el último momento continuaron llegando de todos los
alrededores animales enfermos para que les curase diferentes males.
Finalmente, Yip que había estado explorando el terreno, volvió corriendo hacia el
grupo, que estaba reunido en el jardín.
—Ya viene el carro —dijo jadeante—; es rojo y amarillo y está danto la vuelta a
la curva.
Entonces todos se pusieron muy nerviosos y empezaron a coger sus paquetes. El
equipaje de Gub-Gub consistía en un manojo de nabos, y cuando estaba bajando
precipitadamente los escalones hacia la carretera, se rompió la cuerda y los blancos
bulbos salieron rodando por todas partes.
Cuando al fin apareció el carro les pareció muy bonito. Era como un carromato de
gitanos con ventanitas, una puerta y una chimenea. Estaba pintado de colores muy
alegres y completamente nuevo.
Sin embargo, el caballo era muy viejo. El doctor dijo que no había visto nunca un
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animal tan agotado y cansado. Se puso en seguida a hablar con él y el rocín le dijo
que llevaba treinta y cinco años trabajando en el circo, y que estaba harto. Se llamaba
Beppo. El doctor decidió que le diría a Blossom que ya era hora de que jubilase a
Beppo y le dejase vivir en paz.
A pesar de lo nuevo que estaba el carro, Dab-Dab le quitó el polvo antes de subir
los paquetes. Llevaba la ropa de cama del doctor envuelta en una sábana, como si
fuese un fardo para la lavandería, y tuvo mucho cuidado de que no se ensuciase.
Después de subirse los animales y cargar el equipaje, el doctor empezó a temer
que fuese demasiado peso para el caballo, y quiso ayudarle empujando por detrás,
pero Beppo le dijo que podía arreglárselas bien. Sin embargo, el doctor no quiso
añadir peso montándose él, y después de cerrar la puerta y echar las cortinillas para
que nadie viese al testadoble durante el camino, partieron hacia Grimbledon
conducidos por el hombre que había traído el carro y seguidos por el vendedor de
carne para gatos que iba a pie.
Cuando estaban cruzando la plaza del mercado de Puddleby el conductor se paró
para comprar algo en una tienda, y mientras el carro estaba parado delante, la gente se
agolpó alrededor para ver qué había dentro y a dónde se dirigía. Matthew Mugg,
inflando el pecho con orgullo, se moría de ganas de contarlo, pero el doctor no le
permitió que hablase.
Llegaron al ferial de Grimbledon hacia las dos de la tarde y entraron en el circo
por una puerta trasera. Dentro encontraron a Blossom que estaba esperándoles para
darles la bienvenida.
Cuando abrió el carro se quedó muy sorprendido al ver la extraña colección de
animales que había traído el doctor: pero fue el cerdo lo que más le sorprendió. Sin
embargo, como estaba tan contento de tener al testadoble, no le importó.
Sin pérdida de tiempo les llevó a lo que llamó su caseta que, según dijo, había
hecho construir para ellos esa misma mañana. El doctor encontró que se parecía al
sitio donde había hablado por primera vez con Blossom. Consistía en un tablado de
un metro de alto, sobre el que se elevaba una barraca hecha con maderas y lonas. Se
subía por unos escalones, tenía unas cortinas algo separadas del borde del estrado que
cerraban la entrada a la barraca con lo que se evitaba que se viese lo que había dentro
a no ser que se hubiese pagado para entrar.
Delante había un cartel que decía:
¡El Testadoble!
Pasen a ver el maravilloso animal de
dos cabezas
originario de las selvas de África.
Entrada seis peniques.
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El carro rojo y amarillo (en el que iba a vivir el grupo del doctor, a excepción del
testadoble, fue situado detrás de la «caseta», y Dab-Dab se puso inmediatamente a
hacer las camas y a arreglar el interior para que resultase acogedor.
Blossom quería exhibir al testadoble inmediatamente, pero el doctor se negó. Dijo
que como era un animal salvaje no tenía más remedio que descansar después del viaje
desde Puddleby. Además quería que el tímido animal se acostumbrase a la bulliciosa
animación de la vida circense antes de presentarse ante un público multitudinario.
Blossom se quedó algo decepcionado, pero tuvo que ceder. Luego, con gran
regocijo por parte de los animales, ofreció al doctor enseñarle el circo y presentarle a
los diferentes artistas. Así que tras llevar al testadoble a su nuevo alojamiento,
después que el doctor se hubo asegurado de que le habían abastecido de heno y agua
y de que le habían proporcionado un lecho donde dormir, el grupo de Puddleby se
puso en marcha para recorrer el circo, guiados por el gran director y jefe de pista
Alexander Blossom.
Del espectáculo principal solamente había dos representaciones al día (a las dos y
a las seis y media de la tarde) en una gran carpa o tienda de campaña erigida en el
centro del recinto. Pero alrededor de ésta había una serie de carpas y barracas más
pequeñas, en la mayoría de las cuales había que pagar de nuevo para entrar. Y entre
éstas es donde iba a estar la del doctor. En ellas había toda clase de maravillas:
puestos de tiro; juegos de adivinanzas; los hombres salvajes de Borneo; mujeres
barbudas; tiovivos; atletas; encantadores de serpientes; una casa de fieras y muchas
cosas más.
Blossom llevó primero al doctor y a sus amigos al zoo. La colección de animales
era pequeña, de tercera clase, y la mayoría de los bichos estaban sucios y parecían
sentirse desgraciados. Al doctor le entristeció tanto que estuvo a punto de echarle una
bronca a Blossom por ello. Pero el vendedor de carne para gatos le cuchicheó al oído:
—No arme jaleo todavía, doctor. Espere un poco. Después de que el jefe se haya
dado cuenta de lo valioso que es usted para exhibir animales, podrá hacer lo que
quiera con él. Si organiza un bollo ahora, a lo mejor nos echa, y entonces no podrá
hacer nada.
Esto le pareció a John Dolittle un buen consejo, y se contentó con susurrar a los
animales a través de las rejas que más adelante esperaba poder hacer algo por ellos.
Cuando entraron, un hombre muy sucio estaba enseñando a un grupo de
campesinos la colección de animales, y parándose ante una jaula en la que estaba
encerrado un pequeño animal muy peludo, gritó:
—Y éste, señoras y caballeros es el famoso hurri-gurri de los bosques de
Patagonia. Se cuelga de los árboles por la cola. Sigan a la jaula de al lado.
Seguido de Gub-Gub, el doctor se fue a ver al «famoso hurri-gurri».
—Pero si eso no es más que una vulgar zarigüeya de América, de la familia de los
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marsupiales —dijo.
—¿Y cómo sabe que es un mama-supial, doctor? —preguntó Gub-Gub—. No
tiene crías, así que a lo mejor es un papa-supial.
—Y éste —tronó el hombre, ante la jaula siguiente— es el mayor elefante cautivo
del mundo.
—Yo diría que el más pequeño que he visto —murmuró el doctor.
Entonces Blossom propuso que fuesen a ver el siguiente espectáculo, que era la
princesa Fátima, encantadora de serpientes; y les llevó hacia la salida del sucio y
maloliente zoológico. Sin embargo, al pasar por delante de la hilera de jaulas, el
doctor iba cabizbajo y con aire tristón, pues al reconocer al gran John Dolittle, los
animales le hacían señas para que se parase a hablar con ellos.
Cuando entraron en la carpa de la encantadora de serpientes no había ningún
espectador, y en el pequeño escenario vieron a la princesa Fátima empolvándose la
larga nariz y soltando tacos con acento barriobajero. Al lado de la silla tenía una caja
muy grande, pero poco profunda, llena de serpientes. Al contemplarlas, Matthew
Mugg sofocó un grito de horror y se dispuso a salir corriendo de la tienda.
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levantándose de la silla.
En ese momento intervino Blossom, que presentó a la ofendida princesa al doctor.
La conversación que mantuvieron a continuación (aunque Fátima estaba todavía
demasiado furiosa para tomar parte en ella) fue interrumpida por la llegada de unas
personas que venían para contemplar la actuación de la encantadora de serpientes.
—Es maravillosa, Smith. Es uno de los mejores números que tengo. Véala.
Detrás de las cortinas del fondo alguien empezó a tocar un tambor y una flauta.
Entonces Fátima se puso de pie, sacó dos serpientes de la caja y se las enroscó en el
cuello y los brazos.
—¿Quielen acelcalse laz damaz y caballeloz un poco máz? —dijo muy
suavemente a los espectadores—. Azí podlán vel mejol.
—¿Por qué habla así? —cuchicheó Gub-Gub al doctor.
—¡Ssss! Supongo que es porque cree que así parece que habla con acento oriental
—contestó John Dolittle.
—A mí lo que me parece es que está hablando con la boca llena —comentó Gub-
Gub—. ¡Qué gorda es y cómo se bambolea!
Al advertir que al doctor no le impresionaba favorablemente, el director del circo
les hizo salir para ver los otros números.
Cuando cruzaban hacia la caseta del hombre forzudo, Gub-Gub vio el guiñol, que
estaba en plena representación, justo en la escena en que Toby, el perro, muerde al
señor Polichinela en la nariz. A Gub-Gub le entusiasmó y apenas podían apartarle de
allí, y durante toda la estancia en el circo ésta fue, desde luego, su mayor diversión.
No se perdió nunca una representación, y aunque siempre era la misma función y
llegó a aprendérsela de memoria palabra por palabra, nunca se cansó de verla.
En el siguiente puesto había mucho público, formado en su mayoría por palurdos
que jadeaban de asombro mientras el hombre forzudo levantaba grandes pesos. En
este espectáculo no había truco y John Dolittle, que se interesó mucho por él,
aplaudió y gritó de emoción con el resto de los espectadores.
El hombre forzudo, que era todo un atleta, tenía cara de buena persona y una
musculatura impresionante. Al doctor le cayó simpático desde el primer momento.
Una de sus demostraciones consistía en tumbarse de espaldas en el suelo del
escenario y levantar una enorme pesa con los pies hasta poner las piernas en posición
vertical. Para esto era preciso, además de tener fuerza, guardar bien el equilibrio, pues
si la pesa se caía podía herir al que lo hacía. Y ese día, cuando finalmente había
levantado del todo las piernas y el público murmuraba de admiración, se oyó de
repente un crujido muy fuerte: una de las tablas del escenario había cedido y la pesa
había salido rodando por el pecho del hombre.
El público se puso a gritar y Blossom subió de un salto al escenario. Hicieron
falta dos hombres muy fuertes para levantar la pesa que se había quedado en el pecho
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del atleta, pero ni siquiera entonces se levantó éste. Yacía inmóvil con los ojos
cerrados y la cara pálida como la muerte.
—¡Busque un médico! —gritó Blossom al vendedor de carne para gatos—.
¡Deprisa! ¡Está herido y ha perdido el sentido! ¡Un médico! ¡Pronto!
Pero John Dolittle ya estaba en el escenario, inclinándose por encima del director
del circo, que estaba arrodillado al lado del hombre herido.
—Quítese y déjeme examinarle —dijo tranquilamente.
—¿Qué puede hacer usted? Está mal herido. Mire, respira con dificultad.
Necesitamos un médico.
—¡Yo soy médico! —dijo John Dolittle—. Matthew, vete corriendo al carro y
tráeme mi bolsa negra.
—¿Que es usted médico? —preguntó Blossom poniéndose de pie—. Yo creí que
era usted el señor Smith.
—Pues claro que es médico —dijo una voz entre el gentío—. Hubo un tiempo en
que era el médico más famoso de la región. Yo le conozco. Se llama Dolittle, John
Dolittle, de Puddleby-on-the-Marsh.
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5
El doctor se desanima
E L doctor descubrió que al hombre forzudo se le habían roto dos costillas con la
pesa. Sin embargo, pronosticó que, como era de naturaleza tan fuerte, se
repondría pronto. Al herido le metieron en la cama de su carro, y hasta que se puso
bien del todo el doctor le visitaba cuatro veces al día y Matthew dormía en su
carromato para atenderle.
El atleta, que utilizaba en el circo el apodo de Hércules, se quedó muy agradecido
y cogió mucho cariño a John Dolittle, a quien resultó muy útil en algunas ocasiones,
como veremos más adelante.
Así que el doctor, al acostarse aquella primera noche de su carrera circense, pensó
que si se había ganado un enemigo en la persona de Fátima, la encantadora de
serpientes, también se había ganado la amistad de Hércules, el atleta.
Evidentemente, después de haber sido reconocido como el antiguo médico de
Puddleby-on-the-Marsh, ya no valía la pena seguir tratando de ocultar quién era. Y
entre la gente del circo muy pronto se le empezó a conocer como «el doctor», o «el
doc». Por recomendación de Hércules todos, desde la mujer barbuda hasta el payaso,
le llamaban continuamente para curar pequeños males.
Al día siguiente se exhibió el testadoble por primera vez y tuvo mucho éxito. Un
animal con dos cabezas no se había visto nunca en un circo, y la gente se agolpaba
para pagar y entrar a verlo. Al principio se moría de timidez y de vergüenza, y
ocultaba continuamente una cabeza bajo la paja para no tener que hacer frente a todos
aquellos ojos que le miraban fijamente. Entonces la gente no se quería creer que tenía
más de una cabeza, así que el doctor le pidió que hiciera el favor de dejar las dos a la
vista.
—Tú no necesitas mirar al público —le dijo—. Pero déjales ver que es verdad
que tienes dos cabezas. Puedes dar la espalda a la gente por los dos lados.
Pero había algunos estúpidos que a pesar de ver las dos cabezas seguían diciendo
que una de ellas debía de ser falsa, y pinchaban con palos al pobre animal —que era
tan tímido— para ver si tenía una parte disecada. Cuando un día estaban haciendo
esto dos paletos, el testadoble se enfadó, y sacando bruscamente las dos cabezas al
mismo tiempo, pinchó a ambos curiosos en las piernas. Y así supieron con certeza
que era de verdad y que todo él estaba vivo.
Pero tan pronto como el vendedor de carne para gatos pudo dejar de atender a
Hércules (pues le pasó la tarea a su mujer), el doctor le puso de guardia en la caseta
para que los visitantes estúpidos no molestasen al animal. El pobre bicho lo pasó muy
mal esos primeros días, pero cuando Yip le contó cuánto dinero estaban recaudando,
decidió aguantar por el bien de John Dolittle. Y al cabo de algún tiempo, aunque la
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opinión que se había formado de la raza humana había empeorado mucho, se llegó a
acostumbrar a las caras estúpidas que le miraban fijamente, y les devolvía la mirada
con las dos caras —con una intrépida superioridad y el desprecio que se merecían.
Durante los ratos en que tenía lugar la exhibición, el doctor se sentaba en una silla
en la parte delantera del estrado para recoger el dinero, y sonreía a la gente mientras
entraba, como si se tratase de viejos amigos que iban a visitarle a su casa. Y la verdad
es que allí volvió a encontrar a muchas personas que le habían conocido antaño,
como a la anciana del reuma, al señor Yenkins y a otros vecinos de Puddleby.
El pobre Dab-Dab estaba más ocupado que nunca pues, además del trabajo
doméstico, tenía que vigilar al doctor, a quien regañó muchas veces porque, cuando el
pato no miraba, dejaba entrar gratis a los niños.
Al final de cada jornada venía Blossom, el director, para repartir el dinero y Tu-
Tu, la matemática, estaba siempre delante cuando se hacían las cuentas, a fin de que
el doctor cobrase lo que le correspondía.
Aunque el testadoble se había hecho muy famoso, el doctor se dio cuenta muy
pronto de que iba a tardar bastante tiempo en ganar lo suficiente para devolver al
marinero el dinero del barco, sin contar con lo que tenía que reunir para poder vivir él
y su familia animal.
Sentía mucho esto, pues en el circo había montones de cosas que no le gustaban y
estaba deseando marcharse. Mientras que su espectáculo era algo perfectamente
honesto, había muchas otras atracciones que eran embustes y el doctor, que siempre
había odiado las falsedades, se sentía incómodo por formar parte de un negocio que
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no era del todo honrado. La mayoría de los juegos de azar estaban arreglados de
manera que los jugadores perdiesen su dinero irremediablemente.
Pero lo que más preocupaba al doctor eran las condiciones en que estaban los
animales. Le parecía que en la mayoría de los casos llevaban una vida triste. Al
finalizar el primer día en el circo, después de que el público se hubo marchado a sus
casas y todo estaba tranquilo, él había vuelto al zoo para hablar con los animales. Y
casi todos tenían de qué quejarse: no les limpiaban bien las jaulas; no tenían bastante
sitio para hacer ejercicio; a algunos no les daban de comer lo que les gustaba.
El doctor prestó oídos a todos y se puso tan indignado que se fue a ver al director,
que estaba en su carro, y le dijo francamente todo lo que creía que debía cambiarse.
Blossom le escuchó con paciencia hasta el final y luego se echó a reír.
—Pero, doctor —le dijo—, si hiciese todo lo que quiere que haga, más me valía
cerrar el negocio, pues me arruinaría. Quiere que jubile a los caballos, que envíe al
hurri-gurri a su país; que estén limpiando las jaulas todo el día; que compre alimentos
especiales; que se saque a los animales de paseo todos los días, como si fuese un
pensionado de señoritas. Pero, hombre, debe de estar usted loco. ¡Eso es una
chorrada! Mire, me parece que usted no entiende ni palabra de este asunto, ni palabra,
eso es lo que pasa. Yo he aceptado todo lo que me ha propuesto y le dejo que
organice su espectáculo a su manera, pero el resto lo voy a seguir llevando yo a la
mía. ¿Comprende? Y no quiero intromisiones. Ya es bastante inconveniente tener al
hombre forzudo dado de baja por enfermedad, y no estoy dispuesto a arruinarme para
darle gusto en sus ideas benéficas. No hay más que hablar.
El doctor salió del carro del director con un gran peso en el corazón y se fue hacia
el suyo. En la escalera se encontró al vendedor de carne para gatos fumando una
última pipa. Allí al lado estaba Beppo, el viejo rocín, paciendo en la escasa hierba del
ferial a la luz de la luna.
—Qué buena noche hace —dijo Matthew—. Pero, doctor, tiene usted aspecto
preocupado. ¿Pasa algo?
—Sí —contestó John Dolittle, sentándose tristemente a su lado en los escalones
—. Pasa de todo. Acabo de hablar con Blossom para que mejore las condiciones del
jardín zoológico y no está dispuesto a hacer nada de lo que le he dicho. Me parece
que me voy a marchar del circo.
—Pero, vamos —dijo Matthew—, ¡si apenas ha empezado! ¡Blossom ni siquiera
se ha enterado todavía de que usted sabe hablar el lenguaje de los animales! No hay
razón para que los circos estén mal. Usted podría tener su propio circo con un estilo
nuevo: limpio, honrado, especial, un circo al que acudiera todo el mundo. Pero antes
tiene que contar con dinero para ello. No se desanime tan pronto.
—No, no insistas, Matthew, aquí no estoy haciendo nada bueno y no puedo
aguantar ver a los animales tan desgraciados. No debería de haberme metido nunca
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en este negocio.
En ese momento el viejo caballo, Beppo, al oír la voz de su amigo, se acercó y
pasó el hocico afectuosamente por la oreja del doctor.
—Hola, Beppo —dijo el doctor—. Mucho me temo que no puedo ayudaros. Y lo
siento, así que me voy a marchar del circo.
—Pero, doctor —dijo el rocín—, usted es nuestra única esperanza. Mire, hoy
mismo he oído al elefante y al caballo parlante, el que actúa en el espectáculo
principal, comentar lo contentos que están de que haya venido usted. Tenga
paciencia. Las cosas no se pueden cambiar en un momento. Si usted se va, nunca
conseguiremos lo que queremos. Pero sabemos que si se queda, no tardará usted
mucho en dirigir todo el asunto como es debido. Mientras esté usted con nosotros no
tenemos de qué preocuparnos. Quédese. Y recuerde mis palabras, llegará el día en
que el nuevo circo, el «Circo Dolittle», será el mejor del mundo.
El doctor se quedó silencioso durante un momento. Y Matthew, que no había
comprendido la conversación con el caballo, esperaba con impaciencia que rompiese
a hablar.
Finalmente se levantó y se volvió para entrar en el carro.
—Bueno —dijo preocupado el vendedor de carne para gatos—, ¿se queda?
—Sí, Matthew —dijo el doctor—. Según parece no tengo más remedio. Buenas
noches.
Al final de esa semana se terminó la feria de Grimbledon y el circo tuvo que
trasladarse a otra ciudad. Era una tarea ardua la de empaquetar todo para hacer un
largo viaje por carretera, y durante todo el domingo hubo una gran actividad en el
ferial. Había hombres que corrían de un lado para otro dando órdenes. La carpa
grande y las carpas pequeñas se desmontaron y se enrollaron. Las barracas se
desarmaron y se apilaron en carros. El amplio espacio que había parecido tan alegre
cambió rápidamente y se convirtió en un revoltijo desordenado y triste. Todo
resultaba muy nuevo para los animales del doctor y, aunque Dab-Dab contribuyó muy
activamente a empaquetar, los demás disfrutaron muchísimo con el jaleo y la
novedad.
Una cosa que les divirtió mucho fue el cambio de aspecto de los actores cuando
se quitaron sus atuendos de circo para viajar. Gub-Gub estaba hecho un lío, porque ya
no podía reconocer a nadie.
El payaso se quitó la pintura blanca de la cara. La princesa Fátima recogió sus
maravillosos trajes y apareció como una respetable asistenta que se va de vacaciones.
Los hombres salvajes de Borneo se pusieron camisa y corbata y empezaron a hablar
con naturalidad. Y la dama barbuda se quitó la barba, la dobló y la guardó en un baúl.
Luego, formando una larga caravana de carromatos, el circo emprendió la marcha
por la carretera. La siguiente ciudad que iban a visitar estaba a ochenta kilómetros de
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distancia, y ese viaje no podía hacerse en un solo día al paso que iban. Las noches las
iban a pasar acampando al lado de la carretera o en un campo adecuado que
encontrasen. Así que, además de la nueva diversión de ver el paisaje de día desde una
casa con ruedas, los animales tenían la emoción de pasar la noche al estilo gitano
donde empezase a oscurecer. Yip se lo pasó en grande persiguiendo a las ratas por las
cunetas de los caminos, y corriendo a veces por los campos atraído por el olor de
algún zorro. La lentitud a la que avanzaba el circo le daba tiempo para toda clase de
pequeñas aventuras, y siempre podía volver a alcanzarlo. La mayor diversión de Gub-
Gub consistía en tratar de adivinar dónde acabarían pasando la noche.
Esta parte de su existencia, es decir, el hacer un alto para pasar la noche, parecía
encantarles a todos. Cuando ponían la cafetera para hervir el agua en el fuego que
encendían al lado de la carretera, todos se alegraban y se volvían más parlanchines.
Los dos amigos de Yip, el perro del payaso y Toby, el perro del guiñol, siempre
acudían tan pronto como la caravana se paraba para pasar la noche, para reunirse con
el grupo del doctor. Ellos eran también partidarios de que John Dolittle se hiciese
cargo del espectáculo o crease su propio circo. Y cuando no estaban de palique,
contando al grupo historias de la vida de un perro de circo para entretenerles, insistían
en decir al doctor que a su modo de ver un verdadero Circo Dolittle sería una
organización perfecta.
John Dolittle siempre había dicho que en los perros se daban tantos caracteres y
tipos diferentes como en las personas, o incluso más. Y para demostrar esto había
escrito un libro que se llamaba Psicología canina. La mayoría de los pensadores lo
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habían despreciado diciendo que solamente a un chiflado se le ocurría escribir sobre
ese asunto. Pero esto no era más que para ocultar que no lo entendían.
Desde luego estos dos, Timoteo, el perro del payaso, y Toby, el perro del guiñol,
tenían ciertamente personalidades muy diferentes. Timoteo, cuyo aspecto era el de un
perro callejero muy vulgar, tenía mucho sentido del humor. Hacía chistes de todo.
Esto quizá se debiese a su profesión: es decir, a ayudar a un payaso para que la gente
se riese. Pero formaba parte también de su filosofía. Al doctor y a Yip les contó más
de una vez que cuando era todavía un cachorro había decidido que no existía nada en
el mundo que valiese la pena tomar en serio. Sin embargo, era un gran artista y
comprendía los chistes más difíciles de entender, aunque fuesen a costa suya.
Fue el sentido del humor de Timoteo lo que le dio al doctor la idea de editar los
primeros periódicos humoristas para animales, cuando más tarde fundó el «Club de la
Rata y el Ratón». Se llamaban La vida en una bodega y Humor de sótano, y estaban
concebidos con la intención de entretener a los que viven en lugares oscuros.
Toby, el otro, era completamente diferente a su amigo Timoteo. Era un perro
pequeño: se trataba de un caniche enano, y se tomaba la vida muy en serio. El rasgo
más característico de su carácter era que estaba decidido a obtener todo lo que creía
que debía conseguir. Sin embargo, no era nada egoísta. El doctor decía siempre que
su perspicaz sentido práctico se daba en la mayoría de los perros pequeños, que
tenían que compensar su tamaño con algo más de cara dura. La primera vez que Toby
fue de visita al carro del doctor, se subió a su cama y se tumbó cómodamente. Dab-
Dab se escandalizó mucho y trató de echarle. Pero no estaba dispuesto a marcharse.
Dijo que al doctor no parecía importarle y que, al fin y al cabo, era el dueño de la
cama. Y desde entonces ocupaba siempre ese sitio en las reuniones nocturnas del
carro cuando iba de visita: evidentemente se había ganado un privilegio especial por
su cara dura. Siempre pedía trato de favor, y lo conseguía.
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Pero había una cosa en la que Toby y Timoteo se parecían, y era en lo orgullosos
que estaban de su amistad con John Dolittle, a quien consideraban el hombre más
grande de la Tierra.
Una noche, durante el primer viaje entre una ciudad y otra, la caravana se paró
como de costumbre a un lado de la carretera. Cerca había una granja antigua muy
bonita y Gub-Gub se fue a ver si encontraba cerdos en la cochiquera, pero salvo él, el
resto de la pandilla del doctor estaba completa. Poco después de poner la cafetera en
el fuego, para hervir el agua, aparecieron Toby y Timoteo. La noche era fresca, así
que en vez de encender un fuego al aire libre, Dab-Dab utilizó la cocina que había en
el carro y todos se pusieron a charlar alrededor.
—¿Sabe una cosa, doctor? —dijo Toby subiéndose a la cama.
—No —contestó el doctor—. ¿Qué es?
—En la próxima ciudad, que es Ashby, y que es una gran ciudad, vamos a recoger
a Sofía.
—¿Y quién es Sofía? —preguntó el doctor, sacando las zapatillas que estaban
detrás de la cocina.
—Nos dejó antes de que llegasen ustedes —dijo Timoteo—. Sofía es una foca
que sostiene unas pelotas en la nariz y hace toda clase de trucos en el agua. Se puso
enferma y Blossom tuvo que dejarla atrás hace cosa de un mes. Sin embargo, ya está
bien y su guardián se va a reunir con nosotros en Ashby para que pueda volver a
actuar. Es una chica un tanto sentimental esta Sofía. Pero es una buena persona y
estoy seguro de que a usted le caerá bien.
El circo llegó a Ashby hacia las nueve de la noche del miércoles, y como se iba a
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abrir al público a primeras horas de la mañana del día siguiente, durante toda esa
noche los obreros estuvieron muy ocupados instalando las tiendas, armando las
casetas y repintando todo a la luz de unas antorchas. Incluso después de haber
montado la caseta del testadoble y de que se retirase a descansar la familia del doctor,
nadie pudo dormir, pues en el recinto seguían atronando los martillazos, y por el aire
resonaron toda clase de gritos hasta que la tenue luz del amanecer empezó a hacer su
aparición, por encima de los tejados de Ashby, dejando ver el poblado de tiendas que
se había erigido en una noche.
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6
Sofía, natural de Alaska
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y…
—¡Vamos, vamos! —dijo el doctor—. No empieces otra vez. Dime qué te pasa.
—Bueno, pues, es que mientras yo…
En ese momento se oyó un ruido fuera, era el rechinar de un cubo de metal.
—Ssss. Es el guardián que viene —susurró el doctor rápidamente—. Sigue con tu
jugueteo, no quiero que sepan que puedo hablar con los animales.
Al entrar el guardián para baldear el suelo, Sofía estaba brincando y
zambulléndose para una sola persona: un hombrecillo bajito y rechoncho con una
chistera raída que llevaba caída hacia atrás. El guardián le echó una ojeada antes de
ponerse a trabajar, y decidió que era una persona muy corriente, que no era nadie
importante.
Tan pronto como el hombre hubo terminado de fregar, volvió a desaparecer y
Sofía continuó:
—Sabe usted, cuando me puse enferma estábamos actuando en Hatley-on-Sea, y
yo y mi guardián, que se llama Higgins, nos quedamos allí dos semanas, mientras que
el circo continuaba su gira sin nosotros. Ahora bien, en Hatley hay una casa de fieras,
aunque pequeña, cerca del paseo marítimo, que tiene estanques artificiales para las
focas y las nutrias. Bueno, pues Higgins se puso a hablar un día con el guardián de
esas focas y le contó que yo estaba enferma. Entonces decidieron que lo que me
pasaba era que necesitaba compañía, así que hasta que me recuperase me metieron en
el estanque con las otras focas. Entre ellas había una de más edad, que procedía de la
misma parte de los estrechos de Behring que yo, y que me dio muy malas noticias de
mi marido. Según parece, desde que me capturaron se ha sentido muy desgraciado y
se ha negado a comer. Antes era el jefe de la manada pero, después de cogerme, ha
estado muy preocupado y ha adelgazado mucho por lo que, finalmente, han elegido
jefe a otra foca para sustituirle. Y lo malo es que creen que se va a morir —Sofía se
echó a llorar bajito de nuevo—. Yo lo comprendo muy bien, pues nos adorábamos y,
aunque era tan corpulento y tan fuerte, y no había foca en la manada que se atreviese
a discutir con él, bueno, pues sin mí se ha sentido perdido; sabe, era como un niño:
dependía de mí para todo. Y ahora no sé lo que le está pasando. ¡Es terrible, terrible!
—Bueno, espera un momento, no llores. ¿Qué crees que debe hacerse?
—Yo debería reunirme con él —dijo Sofía irguiéndose en el agua y desplegando
las aletas—. Yo tendría que estar a su lado. Es el verdadero jefe de la manada y me
necesita. Esperaba poder escaparme en Hatley pero no tuve ni una sola oportunidad.
—¡Caray! —murmuró el doctor—. Los estrechos de Behring están muy lejos.
¿Cómo podrías llegar hasta allí?
—Eso es justamente por lo que deseaba verle —dijo Sofía—. Por tierra,
naturalmente, yo avanzo muy despacio. Si me hubiese podido escapar en Hatley, todo
hubiese ido bien porque, claro —añadió dando una fuerte sacudida con la cola que
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hizo que se saliese la mitad del agua del tanque—, una vez en el mar hubiese llegado
a Alaska en muy poco tiempo.
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7
La mensajera del norte
Y A muy entrada la noche de aquel mismo día, el doctor volvió a visitar a la foca,
llevándose a Tu-Tu con él.
—Mira, Sofía —dijo cuando llegaron al borde del tanque—, esta lechuza es
amiga mía y quiero que le expliques exactamente en qué sitio de Alaska está tu
marido. Luego la enviaremos a la costa para que entregue tu mensaje a las gaviotas
que vayan hacia el noroeste. Sofía, te presento a Tu-Tu, una de las aves más
inteligentes que conozco, y a quien se le dan muy bien las matemáticas.
La lechuza se posó en la barandilla mientras Sofía le explicaba detalladamente
dónde podía encontrar a Slushy, y le recitó un largo y amoroso mensaje para su
marido. Cuando hubo terminado dijo Tu-Tu:
—Me parece que me voy a ir a Bristol, pues es la ciudad costera más próxima y
en el puerto hay siempre muchas gaviotas. Le daré a una este mensaje para que lo
haga llegar a su destino.
—Muy bien, Tu-Tu —dijo el doctor—. Pero queremos que llegue lo más deprisa
posible. Si puedes encontrar algún ave marina que esté dispuesta a llevarlo
directamente, por hacerme a mí un favor especial, eso será lo mejor.
—Muy bien —respondió Tu-Tu, disponiéndose a marchar—. Deje la ventana del
carromato abierta para que pueda entrar. No creo que vuelva mucho antes de las dos
de la madrugada. ¡Hasta la vista!
Luego, el doctor se volvió a su carro y redactó otra vez la última parte de su
nuevo libro, que se llamaba Natación animal, pues Sofía le había dado muchas ideas
útiles sobre la manera de nadar con buen estilo, y esto hacía necesario añadir tres
capítulos más.
Se enfrascó tanto en ello que no se dio cuenta de que pasaba el tiempo, hasta que
hacia las dos o las tres de la madrugada se encontró a Tu-Tu, el ave nocturna, posada
en la mesa delante de él.
—Doctor —dijo hablando muy bajito para no despertar a los animales—, no se
puede imaginar a quién me he encontrado. ¿Se acuerda de la gaviota que le avisó que
se había apagado el faro del cabo Esteban? Bueno, pues tropecé con ella en el puerto
de Bristol. No la había vuelto a ver desde aquellos memorables días de la casa
flotante[5]. Pero la reconocí en el acto. Le conté que estaba buscando a alguien que
pudiese llevarme un mensaje a Alaska, y cuando supo que era usted quien me
enviaba, dijo que lo llevaría ella con mucho gusto. Sin embargo, no cree que pueda
estar de vuelta hasta dentro de cinco días por lo menos.
—¡Estupendo, Tu-Tu, estupendo! —dijo el doctor.
—Yo volveré a Bristol el viernes —dijo la lechuza—, y si no ha regresado
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todavía esperaré a que llegue.
A la mañana siguiente John Dolittle le contó a Sofía que ya se había enviado su
mensaje, y se puso muy contenta. Por el momento no había nada más que hacer que
esperar a que regresase la gaviota.
El jueves (un día antes de que Tu-Tu tuviese previsto volver a Bristol), cuando el
grupo del doctor estaba reunido alrededor de la mesa del carro escuchando una
historia que les estaba contando Toby, el perro del guiñol, se oyó un suave golpe en la
ventana, justo en el momento en que Toby hacía una pausa para cobrar aliento.
—¡Ohhh! —exclamó Gub-Gub—, ¡qué misterioso! —y se metió debajo de la
cama.
John Dolittle se puso de pie, descorrió las cortinas y abrió la ventana. En el
alféizar estaba posada la gaviota que muchos meses antes le había llevado otro
mensaje nocturno, cuando vivía en la oficina de correos de la casa flotante. Ahora
estaba tan agotada y cansada que parecía más muerta que viva. El doctor la cogió del
alféizar con mucha suavidad y la colocó en la mesa. Luego todos se acercaron, y la
contemplaron en silencio mientras esperaban a que hablase el exhausto pájaro.
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casi me muero de frío, y ya sabe que nosotras las gaviotas podemos aguantar
temperaturas bajísimas. Bueno, pues la jefatura, en el caso de las focas, es sumamente
importante cuando hace mal tiempo. No son muy diferentes de las ovejas: son como
todos los animales que viven en manada. Y sin un jefe fuerte y grande que las
conduzca a pescar al mar abierto y lugares protegidos en invierno, están perdidas, eso
es, están desamparadas. Según parece, desde que Slushy se empezó a poner triste por
la ausencia de su esposa han cambiado de jefe muchas veces y ninguno ha servido, y
en la manada hay luchas internas y pequeñas revoluciones todo el tiempo. Mientras
tanto, las morsas y los leones marinos las están echando de todos los mejores sitios
para pescar, y los cazadores esquimales de focas las están matando a diestro y
siniestro. No hay manada de focas que pueda durar mucho frente a los cazadores de
pieles de allí si no tienen un buen jefe que sepa ingeniárselas para apartarlas de los
peligros. Slushy es el mejor que han tenido, pues era fuerte como un toro, pero ahora
se pasa la vida tumbado en un iceberg sin hacer nada más que llorar porque se le han
llevado a su esposa favorita. Tiene cientos de ellas, igualmente bellas, pero no piensa
más que en Sofía. Así es que se está deshaciendo la manada, y eso que según me han
dicho, cuando Slushy era jefe, era la mejor manada de focas de todo el Círculo
Ártico. Pero lo más probable es que con este invierno tan duro desaparezca del todo.
Después de que la gaviota hubo terminado su extenso relato se hizo un silencio de
más de un minuto.
Finalmente John Dolittle dijo:
—Toby, ¿a quién pertenece Sofía, a Blossom o a Higgins?
—A Higgins, doctor —contestó el perrillo—. Está en una situación parecida a la
suya: a cambio de dejar que la foca actúe en el espectáculo principal, a Higgins le dan
una caseta gratis en el recinto y se embolsa el dinero que gana con ella como
espectáculo secundario.
—Bueno, su situación no es ni mucho menos la misma que la mía —dijo el
doctor—. La gran diferencia es que el testadoble está aquí por su propia voluntad,
mientras que Sofía está contra su voluntad. Es un verdadero escándalo que los
cazadores puedan irse al Ártico a capturar los animales que quieran, destrozando las
familias y dando al traste con la organización de las manadas y la vida comunitaria de
esta manera. ¡Es una vergüenza intolerable! Toby, ¿cuánto cuesta una foca?
—Varían de precio, doctor —contestó Toby—. Pero he oído decir a Sofía que
cuando Higgins la compró en Liverpool a los hombres que la cazaron, pagó veinte
libras por ella. Pero antes de desembarcarla ya la habían amaestrado en el barco.
—¿Cuánto dinero tenemos en la caja, Tu-Tu? —preguntó el doctor.
—Todo lo que ganamos con las entradas la semana pasada —dijo la lechuza—, a
falta de un chelín y tres peniques: tres peniques que se gastó usted en cortarse el pelo
y el chelín que se fue en comprar apio para Gub-Gub.
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—Bueno, ¿a cuánto asciende el total?
Tu-Tu, la matemática, inclinó la cabeza hacia un lado y cerró el ojo izquierdo,
como hacía siempre que tenía que realizar una cuenta.
—Dos libras, siete chelines —murmuró—, menos un chelín y tres peniques nos
deja dos libras, cinco chelines y nueve peniques.
—¡Vaya por Dios! —gruñó el doctor—. Con eso no compramos ni una décima
parte de Sofía. A lo mejor hay alguien a quien se lo pueda pedir prestado. Ésa era la
ventaja de ser médico de personas: cuando practicaba la medicina les podía pedir
dinero prestado a mis enfermos.
—Si no me falla la memoria —murmuró Dab-Dab—, generalmente eran sus
pacientes quienes le pedían prestado a usted.
—Blossom no consentiría que la comprase, aun cuando tuviese el dinero
suficiente —dijo Timoteo—. Higgins tiene un contrato; hizo la promesa de viajar con
el circo durante un año.
—Muy bien, entonces —dijo el doctor— no hay más que una solución. Esa foca
no pertenece a esos hombres en todo caso. Es una ciudadana libre del Ártico. Y si
quiere volver allí, que vuelva. Sofía tiene que escaparse.
Antes de que sus animales se acostasen esa noche, el doctor les hizo prometer que
por el momento no dirían nada a la foca sobre las malas noticias que había traído la
gaviota, pues no serviría más que para preocuparla. Y hasta que consiguiese llegar al
mar sana y salva, no había razón para que lo supiese.
Luego, hasta bien entrada la madrugada, se quedó levantado planeando con
Matthew la huida de Sofía. Al principio el vendedor de carne para gatos estaba muy
en contra de su idea.
—Pero, doctor —le dijo—, le detendrán si le cogen ayudando a esa foca a huir de
su dueño. Considerarán que es un robo.
—No me importa lo más mínimo —dijo el doctor despreciativamente—. Que lo
consideren lo que quieran y que me detengan, si es que me pescan. Y si me llevan
ante el juez, al menos tendré la oportunidad de defender los derechos de los animales
salvajes.
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—No le harán caso, doctor —dijo Matthew—. Le dirán que es usted un chiflado
sentimental. Higgins ganará el juicio, por derecho de propiedad y todas esas
monsergas. Yo le comprendo a usted muy bien, pero el juez no le comprenderá. Le
obligará a que pague a Higgins sus veinte libras por la pérdida de la foca. Y si no
puede pagarle, le meterán en la cárcel.
—No me importa —repitió el doctor—. Pero, escucha, Matthew: no quisiera que
tú te mezclases en ello si no te parece que está bien. Voy a tener que valerme de
engaños para tener éxito. Y sentiría mucho meterte a ti en un lío. Si prefieres
mantenerte aparte, dímelo ahora. En cuanto a mí, lo tengo decidido: Sofía volverá a
Alaska, aunque yo tenga que ir a la cárcel. Eso no será nada nuevo para mí. Ya he
estado en la cárcel.
—Yo también —dijo el vendedor de carne para gatos—. ¿Estuvo usted
enchironado alguna vez en la cárcel de Cardiff? ¡Caray! Ésa sí que es mala. De las
que he frecuentado, la peor.
—No —dijo el doctor—. Por ahora no he estado más que en cárceles africanas y
son bastante malas. Pero volvamos al grano. ¿Prefieres no meterte en esto? Va contra
la ley, ya lo sé, aunque a mí me parezca que la ley está mal. Sin embargo, quiero que
sepas que no me ofenderé lo más mínimo si tienes objeciones de conciencia para
ayudarme y ser cómplice mío.
—Objeciones de conciencia, ¡caray! —dijo el vendedor de carne para gatos
abriendo la ventana y lanzando un escupitajo hacia la oscuridad—. Pues claro que le
voy a ayudar, doctor. Ese Higgins de cara de vinagre no tiene derecho sobre esa foca
que es una criatura libre de los mares. Si pagó veinte libras por ella, pues fue una
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chorrada. Lo que usted diga va a misa, doctor. ¿Acaso no somos una especie de
socios en este negocio del circo? Yo no soy un calzonazos. ¿No le dije que soy un
aventurero? ¡Caray! He hecho cosas peores que ayudar a una foca a fugarse. Esa vez
que le dije que me enchironaron en Cardiff, ¿sabe por qué fue?
—No, no tengo la menor idea. Supongo que porque cometiste alguna pequeña
fechoría, no me cabe la menor duda. Veamos…
—No fue una pequeña fechoría —dijo Matthew—. Es que…
—Bueno, eso no importa ahora —dijo John Dolittle deprisa—. Todos cometemos
equivocaciones.
—No fue una equivocación tampoco —murmuró Matthew interrumpiendo al
doctor.
—Si estás completamente seguro de que no te vas a arrepentir de meterte en este
asunto… conmigo, veamos la manera de hacerlo. Yo creo que será necesario, a fin de
evitar que Blossom sospeche, que yo me marche del circo un par de días. Diré que
tengo un negocio de que ocuparme, lo cual es completamente verdad, aun cuando no
me ocupe de él. Pero es que resultaría extraño que yo y Sofía desapareciéramos la
misma noche. Así que yo me iré primero y tú te quedarás a cargo de mi espectáculo.
Luego, un día, o mejor, dos días después, desaparecerá Sofía.
—También por cuestión de negocios —interrumpió Matthew, sofocando una
risita—. Lo que usted quiere decir es que me deja encargado de sacarla del tanque
después de marcharse usted, ¿verdad?
—Sí, si no te importa —contestó el doctor.
—Lo haré con mucho gusto.
—¡Estupendo! —exclamó el doctor—. Yo dejaré arreglado con Sofía dónde ha de
encontrarse conmigo, una vez que se haya marchado del circo. Y luego…
—Y luego es cuando empezará usted a actuar en serio —dijo Matthew Mugg
riéndose.
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SEGUNDA PARTE
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1
Los planes de huida
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Y Timoteo se puso de pie en sus dos patas traseras e hizo una reverencia ante un
público imaginario detrás de la estufa.
—Bueno —dijo el doctor—, pues aunque parezca que lo que estoy haciendo es
clandestino, no tengo la impresión de que sea nada malo. No hay derecho a tener
presa a Sofía. ¿Acaso nos gustaría a ti y a mí —preguntó a Matthew— que nos
hiciesen tirarnos a sacar peces de un tanque de agua sucia para diversión de
gandules?
—¡Es un horror! —dijo Matthew—. A mí no me han gustado nunca ni los peces
ni el agua. ¿Pero ha arreglado ya con Sofía dónde se van a encontrar?
—Sí —dijo John Dolittle—. Tan pronto como salga del recinto del circo, y no te
olvides de que confiamos en que abras la puerta trasera, además de la puerta de Sofía,
o sea que: tan pronto como traspase la valla, cruzará la carretera donde encontrará
una casa abandonada. Al lado hay un pequeño callejón oscuro y yo la estaré
esperando en ese callejón. ¡Dios mío, espero que todo salga bien! ¡Es tan importante
para ella y para todas esas focas de Alaska!
—¿Y qué va a hacer después —preguntó Matthew—, cuando haya llegado al
callejón?
—Bueno, no vale la pena proyectar demasiado los detalles. Mi idea es dirigirnos
al canal de Bristol. Es el camino más corto desde aquí al mar. Una vez allí estará a
salvo. Pero apuesto algo a que son cerca de ciento cincuenta kilómetros, y como
tendremos que mantenernos escondidos casi todo el camino, no espero que el viaje
resulte fácil. Sin embargo, no vale la pena empezar a preocuparse antes de tiempo.
No me cabe duda de que nos las arreglaremos bien una vez que haya salido del circo.
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Muchos de los animales del doctor querían acompañarle en su aventura. Yip fue
el que más insistió para que le llevase. Pero, claro, a pesar de que hubiese deseado
poder contar con la ayuda de sus amigos, John Dolittle pensó que levantaría menos
sospechas si dejaba a toda la pandilla en el circo.
Así que esa noche, después de mantener una última conversación con Sofía, se
marchó solo «a arreglar unos asuntos», llevándose casi todo el dinero que tenía,
aunque dejó un poco a Matthew para que pudiese pagar los pequeños gastos de su
grupo mientras estaba ausente. Los «asuntos», en realidad, no le hicieron desplazarse
más que hasta la ciudad más próxima, y el viaje lo hizo en diligencia. En aquellos
tiempos, a pesar de que había trenes, éstos eran todavía muy escasos. Y casi todos los
viajes a través del país, entre ciudades pequeñas, se hacían en la anticuada diligencia.
Al llegar a la próxima ciudad tomó una habitación en una fonda y permaneció en
ella todo el tiempo. Dos noches después volvió a Ashby cuando ya había oscurecido,
y entrando en la ciudad por el lado opuesto, se dirigió por las calles más solitarias al
callejón donde había de encontrarse con Sofía.
Aunque a ninguno de sus animales se le había asignado un papel determinado en
la conspiración de la huida de Sofía, el caso es que todos estaban decididos a
colaborar por su cuenta, lo cual, como se verá, resultó bastante útil. Y mientras
esperaban que llegase la hora señalada, iba en aumento la emoción (que a Gub-Gub,
muy en especial, le costaba mucho trabajo disimular).
Hacia las diez de la noche, cuando estaban empezando a cerrar el circo, Tu-Tu se
colocó en lo alto de la casa de fieras, desde donde podía ver todo lo que pasaba.
Había acordado con el elefante y los demás animales de la colección que, de ser
necesario, haría una señal para atraer la atención de los hombres del circo, y evitar así
que se fijasen en la foca que huía. Gub-Gub se impuso la tarea de vigilar a Blossom y
se situó debajo de su carro.
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Había luna llena y, aun después de que apagasen las luces del circo, quedaba
mucha claridad. El doctor hubiese retrasado la huida por esta causa hasta más tarde,
pero se daba cuenta de que la situación entre las focas de Alaska hacía necesario que
Sofía se marchase lo antes posible.
Bueno, pues una hora después de que Blossom cerrase las puertas de la valla y se
retirase a su carro, Matthew salió sigilosamente de la caseta del testadoble y cruzó el
recinto a paso lento y tranquilo. Simulando que no hacía nada especial, Yip le siguió
a poca distancia. Todo el mundo parecía haberse ido a la cama, y Matthew no se
tropezó con nadie cuando se dirigía a la puerta que el doctor le había indicado.
Asegurándose de que no le veían, el vendedor de carne para gatos descorrió
rápidamente el cerrojo y abrió la puerta de par en par. Luego se dirigió despacito
hacia la caseta de Sofía, mientras Yip se quedaba vigilando la puerta.
No hacía ni un minuto que se había ido cuando llegó el guarda del circo con un
farol. Entonces cerró la puerta, y ante el horror de Yip, echó la llave. Yip, que seguía
simulando que andaba olisqueando la valla en busca de ratas, esperó a que el hombre
volviese a desaparecer. Luego salió a todo correr hacia la caseta de Sofía en busca de
Matthew.
La verdad es que al vendedor de carne para gatos no le habían resultado las cosas
tan fáciles como había esperado. Al acercarse a la caseta de la foca, había visto a lo
lejos a Higgins sentado en los escalones fumando y contemplando la luna. Matthew
entonces se escondió entre las sombras de una carpa y esperó a que el guardián de la
foca se fuese a la cama.
Sabía que Higgins dormía en un carro al lado del de Blossom, del otro lado del
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recinto. Mientras vigilaba y esperaba, en vez de irse Higgins, apareció otra persona,
el guardián, que se reunió con el hombre que estaba en los escalones, se sentó con él
y se puso a charlar. Al poco rato Yip, que había olido que Matthew estaba detrás de la
carpa, se acercó a él y trató desesperadamente de hacerle comprender que habían
vuelto a cerrar, y esta vez con llave, la puerta que él había abierto.
Yip no consiguió que el vendedor de carne para gatos le comprendiera y Matthew
permaneció toda una hora en la oscuridad esperando que los dos hombres, que
seguían en los escalones de la caseta de Sofía, se marchasen y le dejasen el campo
libre para soltar a la foca. Mientras tanto John Dolittle, que esperaba en el oscuro
callejón, estaba extrañadísimo del retraso y trató de ver la hora en su reloj, a la débil
luz de la luna.
Finalmente Matthew, desesperado de que los dos hombres no se fuesen a acostar,
se salió sigilosamente de entre las sombras de la carpa, soltando tacos en voz baja, y
se encaminó a buscar a Teodosia, su mujer.
Al llegar a su carro la encontró zurciendo calcetines a la luz de una vela.
—¡Psss! Teodosia —susurró por la ventana—. Escucha.
—¡Caray! —dijo la señora de Mugg con voz entrecortada dejando caer la costura
—. ¡Qué susto me has dado, Matthew! ¿Ha salido todo bien? ¿Se ha marchado la
foca?
—No, todo ha salido mal. Higgins y el guardián están en los escalones charlando
y no puedo arrimarme a la puerta mientras estén ahí. Acércate y haz algo para que se
marchen, por favor. Diles que se ha caído una tienda, o lo que sea, cualquier cosa, con
tal de que se vayan. Si no se hace algo, me parece que se van a pasar ahí toda la
noche.
—Muy bien —dijo Teodosia—. Voy a coger mi mantón. Les voy a invitar a que
vengan a tomarse un chocolate.
Entonces la servicial señora de Mugg fue y les convidó a Higgins y al guardián a
que fuesen al carro de su marido a una pequeña fiesta. Y les dijo que Matthew se
reuniría con ellos al poco rato.
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Tan pronto como estuvo libre el campo, el vendedor de carne para gatos subió
rápidamente los escalones de la caseta de la foca y con sus ágiles dedos abrió la
cerradura en un minuto. Dentro estaba tumbada Sofía dispuesta a emprender su largo
viaje. Después de dar un gruñido de agradecimiento, salió arrastrándose a la luz de la
luna, se deslizó escalones abajo y se puso en marcha, andando torpemente, hacia la
puerta.
Una vez más trató Yip en vano de hacer comprender a Matthew que había algo
que no marchaba bien. Pero el vendedor de carne para gatos creyó que las muestras
de angustia del perro lo eran de alegría, y se largó a la reunión de su mujer pensando
que había cumplido con su cometido de la noche.
Mientras tanto Sofía, que había llegado muy trabajosamente a la puerta, la había
encontrado cerrada con llave.
Yip entonces había recorrido toda la valla para ver si encontraba algún agujero lo
suficientemente grande para que pudiese pasar la foca, pero no tuvo éxito. La pobre
Sofía había logrado evadirse del tanque, pero se había encontrado con que seguía
prisionera dentro del recinto del circo.
Sin embargo, una avecilla regordeta que estaba posada en el tejado del jardín
zoológico había observado cuidadosamente todo lo que había sucedido hasta ese
momento. Se trataba de Tu-Tu, la que lo escuchaba todo, la que veía de noche, la
matemática, que estaba más despierta que nunca.
Y Yip, que seguía husmeando por la valla en busca de un sitio por donde Sofía
pudiese salir, oyó el batir de unas alas por encima de su cabeza y una lechuza se posó
a su lado.
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—¡Por amor de Dios, Yip —murmuró Tu-Tu—, no pierdas la cabeza, que si no se
va a descubrir el juego! No vas a conseguir nada con andar corriendo de un lado para
otro. Esconde a Sofía, métela debajo de la faldilla de una carpa o algo parecido.
¡Mírala, ahí tumbada a la luz de la luna como si esto fuese Groenlandia! Si viniese
alguien y la viese, estaríamos perdidos. Escóndela hasta que Matthew se dé cuenta de
lo que ha pasado con la puerta. Date prisa que veo venir a alguien.
Mientras Tu-Tu volvía volando a su sitio en el techo del jardín zoológico, Yip
salió corriendo hacia Sofía, y con unas pocas palabras precipitadas, le explicó la
situación.
—Ven aquí. Métete debajo de esta tienda —dijo—. ¡Mecachis! ¡Hemos llegado
justo a tiempo! Estoy viendo oscilar la luz de un farol. Ahora quédate completamente
quieta hasta que yo venga a avisarte.
Y en el oscuro callejón, del otro lado de la valla del circo, John Dolittle volvió a
mirar el reloj y se dijo:
—¿Qué puede haber pasado? ¿No va a venir nunca?
No muchos minutos después de que Matthew hubiese llegado a la chocolatada de
su carro, se levantó de la mesa el guardián y dijo que tenía que seguir haciendo sus
rondas. El vendedor de carne para gatos, tratando de dar a Sofía el mayor tiempo
posible para huir, intentó persuadirle para que se quedase.
—Oh, déjelo, tómese otra taza de chocolate. Ésta es una ciudad tranquila. Aquí no
roba nadie. Fúmese otra pipa y vamos a charlar un rato.
—No —dijo el guardián—, gracias. Me gustaría quedarme pero no puedo.
Blossom me dio órdenes estrictas de que estuviese alerta toda la noche. Si viniese y
encontrase que no estoy cumpliendo con mi deber se me caería el pelo.
Y a pesar de todo lo que Matthew hizo para que se quedase, el guardián cogió el
farol y se fue.
Higgins, sin embargo, se quedó. Y mientras charlaban amablemente con él de
política y del tiempo, el vendedor de carne para gatos y su mujer esperaban oír, de un
momento a otro, un grito anunciando al circo que Sofía se había escapado.
Pero al encontrar la caseta abierta y vacía el guardián no se puso a gritar si no
que, por el contrario, volvió corriendo al carro de Matthew.
—Higgins —vociferó—, tu foca ha desaparecido.
—¿Que ha desaparecido? —exclamó Higgins.
—¡Desaparecido! —prorrumpió Matthew—. ¡No es posible!
—Te aseguro que no está —dijo el guardián—. La puerta está abierta y no está
allí.
—¡Santo Dios! —gritó Higgins poniéndose de pie de un salto—. ¡Podría jurar
que cerré la puerta como siempre! Pero si las puertas de la valla están todas cerradas
no puede haberse ido muy lejos y la encontraremos en seguida. ¡Vamos!
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Y salió corriendo del carro, seguido de cerca por Matthew y Teodosia que
simulaban estar muy preocupados.
—Voy a echar otro vistazo a las puertas de la valla —dijo el guardián—. Estoy
seguro de que están bien, pero volveré a cerciorarme.
Entonces Higgins, Matthew y Teodosia se precipitaron hacia la caseta de la foca.
—La puerta está abierta, desde luego —dijo Matthew al acercarse—. ¡Qué cosa
tan extraña!
—Entremos —dijo Higgins—. A lo mejor está escondida en el fondo del tanque.
Entonces entraron los tres, y a la luz de unas cerillas se pusieron a mirar la
negruzca agua.
Mientras tanto apareció otra vez el guardián.
—Las puertas están fetén —dijo—, todas cerradas con llave.
Entonces Matthew se dio cuenta, finalmente, de que algo había fallado. Y
mientras Higgins y el guardián examinaban el agua con un farol, él cuchicheó algo a
su mujer, salió sin que le vieran y echó a correr hacia la puerta, esperando que
Teodosia entretuviese a los otros dos en la caseta el tiempo suficiente para lo que se
proponía.
Y la verdad es que la señora Mugg desempeñó su papel muy bien. Al poco rato
Higgins dijo:
—No hay nada bajo el agua. Sofía no está aquí. Vámonos fuera a buscarla.
Entonces, justo cuando los dos hombres se volvían para salir, Teodosia gritó:
—¿Qué es eso?
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—Eso, allí abajo —dijo la señora Mugg señalando hacia el agua que estaba
francamente sucia—. Me pareció ver algo que se movía. Acerquen el farol.
El guardián se inclinó sobre el borde del tanque y Higgins, a su lado, entornaba
los ojos para ver mejor.
—No veo nada —dijo el guardián.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Que me desmayo! —gritó la señora de Mugg—. ¡Socorro, que me
voy a caer dentro!
Y Teodosia, que era una mujer gorda, se tambaleó y, repentinamente, se desplomó
sobre los dos hombres que seguían agachados.
Entonces se oyó un chapoteo: al agua habían ido a parar —no Teodosia—, sino
los dos hombres… con lámpara y todo.
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2
«La noche de los animales» en el circo
E L ratón blanco fue el único de los animales del doctor que presenció la escena
que tuvo lugar en la caseta de Sofía cuando la señora de Mugg empujó —sin
querer, pero queriendo— a los dos hombres al agua. Y durante muchas semanas
después, a la familia Dolittle les seguía divirtiendo mucho que el ratón les contase la
forma en que el señor Higgins, el guardián de la foca, se había caído al agua: cuando
fue por lana y volvió trasquilado.
Para los animales fue aquella una de las noches más ajetreadas y más divertidas
que pasaron en el circo. La caída de los dos hombres al tanque y sus gritos pidiendo
socorro fue el comienzo de una imponente algarabía que duró por lo menos media
hora, y que acabó despertando a todo bicho viviente en Ashby.
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las alas, le apagó la vela. Fátima volvió corriendo, encendió otra vez la vela y trató de
acudir en ayuda de los que gritaban. Pero sucedió lo mismo otra vez. Dab-Dab
mantuvo tan ocupada a Fátima como Gub-Gub a Blossom.
Entonces apareció en la escena la señora de Blossom poniéndose rápidamente una
bata, pero salió a su encuentro Beppo, el viejo caballo, que tenía la costumbre de
pedir azúcar a la gente. Trató de esquivarle y Beppo la dejó pasar cortésmente pero,
al hacerlo, le dio tal pisotón en los callos que se volvió a la cama gritando y no
reapareció más.
Sin embargo, aunque los animales consiguieron mantener ocupada a mucha gente
valiéndose de diferentes trucos, no podían entretener a todo el circo, y como el
guardián y Higgins seguían gritando desaforados en el tanque, pronto atrajeron a la
caseta de Sofía a muchos montadores y encargados de los espectáculos.
Mientras tanto, Matthew Mugg había vuelto a abrir la puerta de la valla, pero
cuando se puso a buscar a Sofía no la encontró por ninguna parte. En realidad Yip y
Tu-Tu eran los únicos que sabían dónde estaba. Claro que, como había tanto bullicio
en torno a la carpa de la foca, Yip no se atrevía a avisar a Sofía para que abandonase
su escondite. Y cada vez llegaban más hombres de los de Blossom que se unían al
grupo. También se encendieron varios faroles que se llevaron al lugar del suceso.
Todo el mundo gritaba: la mitad preguntaba qué ocurría y la otra mitad se lo
explicaba. Después de que Gub-Gub le hubiese tirado al barro por sexta vez, el señor
Blossom golpeaba a todo el que encontraba y gruñía como un toro que se ha vuelto
loco. La barahúnda y la confusión eran enormes.
Finalmente a Higgins y al guardián les sacaron de su bañera y, apestando a
pescado y a petróleo, se unieron a la búsqueda.
El guardián y todos los demás estaban convencidos de que Sofía tenía que estar
cerca, lo cual era verdad: la carpa bajo cuyas faldillas yacía escondida no estaba más
que a diez metros de distancia. Pero lo malo era que la puerta por donde tenía que
salir también estaba bastante cerca.
Mientras Yip se preguntaba cuándo se marcharían todos aquellos hombres para
poder dejarla salir, Higgins gritó que había encontrado unas huellas en la tierra
blanda. Entonces le acercaron una docena de faroles y los hombres empezaron a
seguir la pista que Sofía había dejado al ir hacia su escondite.
Afortunadamente, como eran tantos los pies que iban y venían por la misma parte
del recinto, las huellas de las aletas no eran fáciles de ver. No obstante, aunque
Matthew hacía todo lo posible por llevarles por una pista falsa, los rastreadores
fueron poco a poco avanzando acertadamente, es decir, hacia la tienda donde la pobre
Sofía, la amantísima esposa, estaba escondida con el corazón encogido.
John Dolittle, que seguía esperando impaciente en el oscuro callejón, había oído
el griterío del circo. Sabía que eso significaba que Sofía se había escapado de su
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caseta, pero a medida que pasaban los minutos y no acababa de llegar al lugar del
encuentro, cada vez estaba más intranquilo.
Su preocupación, sin embargo, no era mayor que la de Yip, pues los
perseguidores, se iban acercando más y más al lugar donde había escondido a la foca,
y el pobre perro estaba desesperado.
Pero es que se había olvidado de Tu-Tu, la matemática. Desde su atalaya en el
tejado de la casa de fieras, en el lado opuesto del recinto, la pequeña lechuza seguía
observando el campo de batalla como si fuese un general. No esperaba más que a
estar segura de que toda la gente del circo se había levantado de la cama, para unirse
a la busca y que ya no quedase nadie por venir. Cuando diese su estratégico golpe
maestro no quería sorpresas procedentes de lugares inesperados.
Repentinamente se lanzó hacia un ventanillo que había en uno de los muros del
zoo y ululó suavemente. Al momento se produjo dentro el más infernal estruendo que
jamás se ha oído. El león rugía, la zarigüeya chillaba, el yac bramaba, la hiena
aullaba, el elefante barritaba y pisoteaba el suelo hasta convertirlo en astillas. Era el
punto álgido de la conspiración de los animales.
En el otro lado del recinto los buscadores y los rastreadores se detuvieron y se
pusieron a escuchar.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Blossom.
—Parece que viene del zoo —dijo uno de los hombres—. Es como si el elefante
se hubiese soltado.
—Ya sé yo lo que pasa —dijo otro—. Es Sofía, que se ha metido en el zoo y ha
asustado al elefante.
—Eso es —dijo Blossom—. ¡Y nosotros como idiotas buscando por aquí! ¡Al
zoo! —y agarró un farol y echó a correr.
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—¡Al zoo! —gritaba la multitud. Y para satisfacción de Yip, en un momento,
todos se habían marchado hacia el lado opuesto del recinto.
Todos menos uno. Matthew Mugg, que se había quedado rezagado haciendo
como que se ataba el cordón del zapato, vio a Yip cruzar a toda velocidad hacia una
tienda pequeña y desaparecer bajo el faldón.
—Ahora, Sofía, sal corriendo —dijo Yip—. ¡Nada o vuela! ¡Lo que sea! Pero sal
en seguida.
Saltando con pesadez, Sofía hizo el recorrido lo mejor que pudo mientras Yip le
gritaba que se diese prisa y Matthew mantenía la puerta abierta. Finalmente la foca
llegó patosamente a la carretera y el vendedor de carne para gatos esperó a verla
cruzar y desaparecer en el callejón de al lado de la casa abandonada. Entonces volvió
a cerrar la puerta y borró las huellas que habían quedado. Luego se apoyó en ella y se
enjugó el sudor.
—¡Caray! —suspiró—. ¡Y pensar que le dije al doctor que había hecho cosas más
difíciles que dejar escaparse a una foca! Si lo llego a…
De repente oyó que golpeaban la puerta a su espalda. Con manos temblorosas la
abrió de nuevo y se encontró con un policía que llevaba su farolillo colgado del
cinturón. A Matthew casi se le paralizó el corazón. No le gustaban los policías.
—¡Yo no he hecho nada! —empezó—. Yo…
—¿Qué es ese ruido? —preguntó el guardia—. Han despertado a toda la ciudad.
¿Es que se ha escapado un león o cosa parecida?
Matthew suspiró de alivio.
—No —contestó—. No ha habido más que un poco de lío con el elefante. Se
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enganchó una pata en una cuerda y tiró una tienda. Ya lo hemos arreglado. Nada
como para preocuparse.
—Ah, ¿no es más que eso? —dijo el guardia—. La gente andaba alocada
preguntando si había llegado el fin del mundo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, señor guardia! —dijo Matthew cerrando la puerta por tercera
vez—. Y dé recuerdos de mi parte a todos los policías —añadió entre dientes
mientras se encaminaba hacia el zoo.
Y así, finalmente, John Dolittle que esperaba preocupado e impaciente en el
callejón, oyó con gran satisfacción unos pasos extraños. Aunque más bien debería
decirse que unos aletazos, pues el ruido que hacía Sofía al avanzar por un suelo
empedrado con ladrillos era una extraña mezcla entre el ruido que se hace al golpear
un trapo mojado contra el suelo y el de un saco de patatas al arrastrarlo por la tierra.
—¿Eres tú, Sofía? —susurró.
—Sí —respondió la foca estirándose hacia donde estaba el doctor.
—¡Menos mal! ¿Qué demonios ha pasado para que te hayas retrasado tanto?
—Oh, que ha habido un lío con las puertas. ¿Pero no deberíamos salir de la
ciudad? No me parece que éste sea un sitio muy seguro.
—No creo que sea posible de momento —dijo el doctor—. El ruido que han
armado en el circo ha despertado a todo el mundo. No podemos aventurarnos a andar
por las calles ahora. Acabo de ver a un policía cruzar el final del callejón.
Afortunadamente para nosotros, tú acababas de entrar en él.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Tendremos que quedarnos aquí por el momento. Sería una locura tratar de
escapar ahora.
—Bueno, pero ¿y si viniesen a buscar por aquí? No podríamos…
En ese momento se pararon dos personas, cada una con un farol, al final del
callejón, se quedaron hablando un momento y luego se fueron.
—Es verdad —cuchicheó el doctor—. Éste tampoco es un sitio seguro. Tenemos
que buscar otro mejor.
Ahora bien, a un lado de este callejón había un alto muro de piedra, y del otro
lado un alto muro de ladrillo. El muro de ladrillo era la tapia del jardín de la casa
abandonada.
—Si por lo menos pudiésemos entrar en esa vieja casa que está vacía —murmuró
el doctor— podríamos quedarnos ahí sin peligro todo el tiempo que quisiéramos,
hasta que se tranquilizase la gente de la ciudad. ¿Se te ocurre cómo podrías saltar el
muro?
La foca calculó la altura con los ojos.
—Dos metros y medio —murmuró—, podría hacerlo con una escalera de mano.
Me han enseñado a subir escaleras. Ya sabe que lo hago en el circo. A lo mejor…
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—¡Ssss! —susurró el doctor—. Ahí está la luz del policía otra vez. Ah, menos
mal que ya ha pasado. Oye, a lo mejor tengo la suerte de encontrar una escalera en el
jardín. Así que espera aquí, túmbate, y espera hasta que vuelva.
Entonces John Dolittle, que era un hombre ágil a pesar de su gordura, retrocedió,
tomó carrerilla y saltó hacia la tapia agarrándose a la parte de arriba con los dedos.
Luego se empinó, pasó una pierna por encima del muro y se dejó caer suavemente
sobre un macizo de flores que había del otro lado. Al fondo del jardín vio, a la luz de
la luna, lo que pensó que sería una caseta para guardar herramientas. Se deslizó
entonces hasta la puerta, la abrió y entró.
Una vez dentro avanzó a tientas y tocó con las manos unos tiestos vacíos. Pero no
encontraba ninguna escalera. Encontró un corta-césped, un rodillo para apisonar la
hierba, rastrillos y herramientas de todo tipo, pero no había escaleras. Y no era fácil
que la encontrase estando tan oscuro, así que cerró cuidadosamente la puerta, colgó la
chaqueta en la ventanita, que estaba llena de telarañas, para que no se viese luz desde
fuera, y encendió una cerilla.
Y allí, en efecto, colgada en la pared justo sobre su cabeza, vio una escalera de
mano de las que usan en los jardines, del largo necesario. Al momento apagó la
cerilla, abrió la puerta y echó a andar por el jardín con la escalera al hombro.
Apoyándola en un sitio firme subió por ella y se sentó a horcajadas en la tapia.
Luego levantó la escalera, la pasó al otro lado y la dejó caer en el callejón.
Entonces John Dolittle, que seguía encaramado con una pierna colgando de cada
lado de la tapia, susurró muy bajito hacia el callejón:
—Sube ahora, Sofía. Yo sujetaré bien este extremo. Y cuando llegues a lo alto
ponte en la tapia junto a mí hasta que cambie la escalera del lado del jardín. No te
aturulles ahora, hazlo con tranquilidad.
Era una ventaja que Sofía estuviese tan bien entrenada a guardar el equilibrio. Sin
embargo, en el circo no había actuado nunca con tanta precisión como esa noche: era
una proeza de la que hasta un ser humano se hubiese sentido orgulloso. Claro es que
sabía que su libertad y la felicidad de su marido dependían de su equilibrio. Y aunque
tenía continuamente miedo de que en cualquier momento apareciese alguien por el
callejón y les descubriese, le produjo una gran emoción el poder devolver la pelota a
sus capturadores. En esta última demostración estaba aprovechando lo que le habían
enseñado para escaparse.
Peldaño a peldaño, pero con firmeza, empezó a remontar su pesado cuerpo.
Afortunadamente, como la escalera sobresalía por encima del muro, el doctor la había
podido colocar con mucha inclinación, en vez de muy vertical, aunque con el peso de
la foca se combaba peligrosamente y el doctor, desde lo alto del muro, rezaba para
que aguantase. Además, como era una escalera de las que se usan en jardinería para
podar los árboles, era mucho más estrecha en la parte más alta y fue allí, pues apenas
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había sitio para que la foca se agarrase con las dos aletas delanteras, donde tuvo lugar
la parte más difícil de la hazaña. Luego, desde esa situación tan incómoda, Sofía tenía
que desplazarse, con su torpe cuerpo hacia el muro, que no tenía más de veinticinco
centímetros de ancho, mientras el doctor cambiaba la escalera al otro lado.
Sin embargo, Sofía había aprendido en el circo a mantener el equilibrio en muy
poco espacio, así como a subir por una escalera. Y después de que el doctor la hubo
ayudado, agachándose y agarrándola para levantarla por la parte más floja de su piel,
se fue hacia él con agilidad por la parte alta del muro manteniendo el equilibrio con la
mayor facilidad.
Luego, mientras Sofía permanecía inmóvil como una estatua a la luz de la luna, el
doctor levantó la escalera, la pasó del otro lado —quitándose la chistera de un golpe
mientras lo hacía— y la dejó caer de nuevo en el jardín.
Al bajar, Sofía puso en práctica otro de sus trucos circenses: se tumbó atravesada
en la escalera y se dejó caer rodando. En esto tardó mucho menos que en subir, y fue
una suerte que así fuese, pues apenas había dejado el doctor caer la escalera en la
hierba, cuando oyeron voces en el callejón del que acababan de marcharse. Habían
llegado justo a tiempo al jardín.
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—Esto está muy bien para mí —dijo Sofía revolcándose en la hierba de la pradera
—. Podemos dormir al aire libre.
—No, eso no puede ser —dijo el doctor—. Mira cuántas casas hay alrededor. Si
nos quedamos en el jardín, la gente podría vernos desde las ventanas de arriba cuando
amanezca. Vamos a dormir en la caseta. A mí me encanta el olor de los sitios donde
hay herramientas, y así no tendremos que forzar ninguna puerta.
—Ni subir escaleras —dijo Sofía reptando hacia el cobertizo—. Odio las
escaleras. Me arreglo con las escaleras de mano, pero lo malo son las otras.
Con la tenue luz de la luna encontraron dentro de la caseta varios sacos viejos y
gran cantidad de paja. Con estos materiales se organizaron dos camas muy cómodas.
—¡Mecachis, qué bueno es estar en libertad! —dijo Sofía estirando su corpulento
y sedoso cuerpo—. ¿Tiene sueño, doctor? Yo no podría estar despierta ni un
momento más, aunque me pagaran por ello.
—Bueno, pues duérmete, yo voy a darme una vuelta por el jardín antes de
retirarme.
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3
En el jardín abandonado
E L doctor, a quien tanto le gustaban los jardines de todo tipo, encendió la pipa y
salió tranquilamente de la casilla a la luz de la luna.
El aspecto descuidado de los macizos y praderas de esta finca abandonada le
recordaron su propia casa, tan bonita, de Puddleby. Por todas partes había malas
hierbas, y como John Dolittle no podía soportar las malas hierbas en los macizos,
arrancó una o dos que había al lado de un rosal. Más adelante las encontró más
abundantes todavía y que casi ahogaban un arbusto de lavanda.
—¡Qué pena! —dijo volviendo de puntillas hacia la caseta para coger una azada y
un cesto—. ¡Qué pena dejar tan descuidado un sitio tan hermoso como éste!
Y al poco rato se puso a quitar malas hierbas a la luz de la luna con todas sus
energías, exactamente como si el jardín fuese suyo y no le amenazase ningún peligro
en mil kilómetros a la redonda.
—Después de todo —se dijo a sí mismo mientras llenaba el cesto de dientes de
león—, como estamos alojados en este sitio, y sin pagar alquiler, esto es lo menos que
puedo hacer por el propietario.
Después de quitar las malas hierbas hubiese cogido el corta-césped para cortar la
hierba, pero temía que el ruido despertase a los vecinos.
Y cuando una semana después el dueño de la finca se la alquiló a su tía, la buena
señora dejó totalmente sorprendido a su sobrino, pues le escribió felicitándole por lo
bien cuidado que tenía el jardín.
Al volver a la cama, después de una dura noche de trabajo, el doctor se dio cuenta
de repente de que tenía hambre. Recordó entonces que había visto un manzano detrás
de un macizo y se dio la vuelta. Pero no encontró ninguna manzana. Las habían
cogido todas o se las habían llevado los golfillos. Comprendiendo que no podría
andar por el jardín después de despuntar el alba, empezó a buscar hortalizas, pero
tampoco tuvo suerte en esto. Así que finalmente, con la perspectiva de pasarse el día
siguiente sin comer, se acostó.
Por la mañana, lo primero que dijo Sofía al despertarse fue:
—¡Caray! Me he pasado toda la noche soñando con el querido mar. ¿Hay algo
para comer por aquí, doctor?
—Mucho me temo que no. Tendremos que aguantarnos sin desayunar, y también
sin comer, pues no me atrevo a salir de aquí a la luz del día. Sin embargo, tan pronto
como oscurezca, quizá pueda ir a comprarte unos arenques o algo parecido en una
tienda. Pero espero que para esta noche, ya tarde, hayan desistido de buscarte y
podamos salir hacia el campo para encaminarnos hacia el mar.
Como Sofía era muy animosa aguantó lo mejor que pudo. Sin embargo, a medida
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que avanzaba el día, los dos empezaron a sentirse tremendamente hambrientos. Pero
hacia la una del mediodía Sofía dijo de repente:
—¡Sssss! ¿Ha oído eso?
—No —dijo el doctor, que estaba buscando cebollas en un rincón de la caseta—.
¿Qué era?
—Hay un perro ladrando en el callejón, del otro lado de la tapia del jardín. Salga
de debajo de ese banco y lo oirá. Dios mío, espero que no me estén buscando ahora
con perros, pues si lo hacen estoy perdida.
El doctor salió a gatas de debajo de una mesa, se acercó a la puerta y se puso a
escuchar. Un ladrido bajo y cauteloso, que procedía del otro lado de la tapia, le llegó
a los oídos.
—¡Santo Dios! —murmuró—. Es la voz de Yip. ¿Qué querrá?
A poca distancia de la caseta, cerca de la tapia, había un peral muy tupido y
frondoso. Asegurándose primero de que no le veía nadie desde alguna ventana de las
casas que daban al jardín, el doctor cruzó rápidamente y se puso detrás del árbol.
—¿Qué pasa Yip? ¿Ocurre algo? —preguntó el doctor.
—Déjeme entrar —contestó Yip muy bajito—. No puedo saltar la tapia.
—¿Cómo lo voy a hacer? —dijo el doctor—. No hay puerta y tengo miedo de que
me vean los vecinos si salgo al descubierto.
—Coja un cesto y átele una cuerda —susurró Yip—. Luego échele por encima de
la tapia, detrás del árbol, y yo me meto en él. Cuando yo ladre tire de la cuerda y
súbame. ¡Dése prisa! No quiero que me vean por esta calleja.
Entonces el doctor volvió a gatas a la caseta, donde encontró una cuerda que ató
al cesto del jardín.
Se fue otra vez detrás del árbol y tiró el cesto por encima de la tapia, pero
agarrando la cuerda con la mano.
En seguida oyó un ladrido en el callejón y empezó a tirar de la cuerda. Al llegar la
cesta a lo alto de la tapia apareció la cabeza de Yip.
—Mantenga la cuerda estirada, pero átela al árbol —susurró—. Luego ponga la
chaqueta ahí debajo que quiero que coja unas cosas.
El doctor hizo lo que le decía, y Yip le tiró lo que había en el cesto: cuatro
bocadillos de jamón, una botella de leche, dos arenques, una navaja de afeitar, un
pedazo de jabón y un periódico. Luego dejó caer el cesto vacío al jardín.
—Ahora cójame a mí —dijo Yip—. Sujete bien la chaqueta. ¿Preparado? ¡Uno,
dos, tres!
—¡Caramba! —exclamó el doctor cuando le vio saltar por el aire y caer
perfectamente en la chaqueta—. Podrías actuar en el circo.
—A lo mejor me dedico a ello algún día —dijo Yip sin darle importancia—.
¿Dónde ha estado viviendo? ¿En la bodega?
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—No, allí en la caseta de las herramientas —cuchicheó el doctor—. Crucemos
con cuidado rápidamente.
Un minuto después se encontraban a salvo en la caseta de las herramientas: Sofía
englutiendo un arenque y el doctor mordiendo con hambre un bocadillo.
—Eres una maravilla, Yip —dijo con la boca llena—. Pero ¿cómo supiste que
estábamos aquí y tan necesitados de comida? Los dos estábamos hambrientos.
—Bueno —dijo Yip tirando otro arenque a la foca—, después de salir Sofía por la
puerta, en el circo seguía reinando una gran excitación, y Blossom y sus hombres
siguieron la busca por ahí toda la noche. Luego, al ver a la gente asomada a las
ventanas, comprendimos que la ciudad también estaba muy alterada por el jaleo. Tu-
Tu estaba preocupadísima. No hacía más que decir: «Espero que el doctor no haya
tratado de salir al campo, pues si lo ha hecho, seguro que le habrán cogido. Lo que
tiene que hacer de momento es esconderse».
»Así que nos quedamos levantados toda la noche esperando de un momento a
otro que les volviesen a traer al circo a usted y a Sofía. Bueno, pero llegó la mañana y
todavía no les habían capturado, y que yo sepa, nadie sospecha que usted haya tenido
nada que ver con ello. Pero la gente del circo seguía buscando cuando se hizo de día,
y Tu-Tu seguía muy agitada y preocupada. Así que yo le dije: “Te voy a comunicar
muy pronto si el doctor está todavía en Ashby o no”.
»Y me marché a hacer una exploración. Era una mañana húmeda, muy buena para
oler. Primero di una vuelta alrededor de la ciudad, pues sabía que si se había
marchado, de no haberlo hecho volando, podría percibir su olor. Pero no encontré el
olor Dolittle en ninguna parte, así que volví donde estaba Tu-Tu y le dije: “El doctor
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no se ha marchado de Ashby todavía, a no ser que lo haya hecho en globo”. “Muy
bien, me dijo. Entonces es que está a salvo, escondido en algún sitio. El doctor es
inteligente para algunas cosas. Ahora localízale por el olor y vuelve y dime dónde
está. Mientras tanto yo haré que le preparen algo de comer, pues tanto él como la foca
tendrán hambre. Es probable que ninguno de los dos haya comido nada desde ayer al
mediodía y seguramente tendrán que permanecer donde estén hasta muy entrada la
noche”.
»En vista de esto me puse a olfatear dentro de la ciudad y encontré su rastro de
llegada donde para el coche, ese rastro me llevó primero, como esperaba, por calles
secundarias, dando un rodeo, hasta el oscuro callejón. Pero me quedé sorprendido
porque no seguía, se paraba de golpe. El de Sofía tampoco seguía. Sin embargo,
como estaba seguro de que no podían haberse metido en un agujero, o haber salido
volando, durante un par de minutos me quedé completamente desorientado. Luego,
de repente, percibí un soplo de humo de tabaco de pipa que venía del otro lado de la
tapia, pues conozco la clase de tabaco que usted fuma, y entonces me convencí de
que estaba en el jardín. Pero he de decir que tanto a usted como a la foca se les da
muy bien lo de saltar.
El doctor se echó a reír mientras empezaba a comerse el segundo bocadillo. Y
también Sofía sonrió ampliamente mientras se limpiaba las patillas con el revés de la
aleta.
—No saltamos la tapia, Yip —dijo John Dolittle—. Utilizamos la escalera que
está ahí. ¿Pero cómo pudiste traer la comida hasta aquí sin que te vieran?
—No fue fácil —respondió Yip— ni mucho menos. Tu-Tu y Dab-Dab prepararon
los bocatas, y los arenques los cogimos del cubo de pescado de Higgins. La leche nos
la llevó al carro el lechero de siempre. Luego Tu-Tu dijo que seguramente le gustaría
a usted ver un periódico, para entretenerse, si es que tenía que permanecer aquí todo
el santo día. Y yo elegí El diario de la mañana, que es el que le habíamos visto leer
muchas veces. Después, el ratón blanco dijo que no nos olvidásemos de la navaja de
afeitar y del jabón, pues usted odiaba andar sin afeitarse. Y los cogimos también.
Pero todo esto pesaba mucho como para que yo lo trajese de un solo viaje. Así que
hice dos, escondiendo el primer lote detrás de un barril de cenizas que hay en el
callejón hasta que trajese el segundo. Durante el primer viaje me paró una viejecita,
pues traía las cosas envueltas en el periódico para que no se notasen tanto. Y la
viejecita me dijo: «¡Ah, vaya, qué perrito tan encantador, que le lleva el periódico a
su amo! ¡Ven aquí, perrito listo!».
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»Bueno, pues al espantajo de vieja pude darle esquinazo, pero en el segundo viaje
encontré a otros idiotas, que esta vez eran perros idiotas. Olieron los arenques que
traía para Sofía y se pusieron a seguirme en tropel. Yo me puse a correr por toda la
ciudad para tratar de quitármelos de encima y estuve a punto de perder la carga más
de una vez. Finalmente dejé el paquete y luché con todos ellos. No, no fue nada fácil.
—¡Caray! —dijo el doctor cuando terminaba de comerse el último bocadillo y se
disponía a abrir la botella—. Es estupendo tener tan buenos amigos. Me alegro
mucho que se os ocurriese lo de la navaja de afeitar. Se me estaba poniendo muy
áspera la barbilla. Oh, pero no tengo agua.
—Tendrá que utilizar la leche —dijo Yip—. ¡Pare! No se la beba toda. También
pensamos en eso.
—Ah, bueno —dijo el doctor dejando la botella que todavía estaba medio llena
—. Es una idea genial. Nunca me he afeitado con leche. Debe de ser bueno para el
cutis. ¿Tú no la bebes, verdad, Sofía? ¿No? Pues ya está todo arreglado.
Entonces se quitó el cuello de la camisa y se puso a afeitarse.
Cuando terminó Yip dijo:
—Bueno, pues ahora tengo que marcharme. Les prometí a los del carro que
volvería en cuanto pudiese para decirles cómo le iba a usted. Si no consigue
marcharse esta noche volveré mañana a la misma hora con más comida. La gente de
la ciudad se ha calmado mucho, pero Higgins y Blossom no han desistido ni mucho
menos de seguir la busca. Así que debe tener cuidado. Lo mejor sería que se quedase
aquí dos días más, o incluso tres, si es necesario, antes de salir demasiado pronto y
que le pesquen.
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—Muy bien, Yip —dijo el doctor—. Tendremos cuidado. Muchísimas gracias por
venir. Recuerdos a todos de mi parte.
—Y de la mía también —dijo Sofía.
—Y diles a Tu-Tu y a los demás que estamos muy agradecidos por su ayuda —
añadió el doctor abriendo la puerta del chamizo.
Luego volvieron a cruzar rápidamente hasta el peral, y después de subirse a las
ramas, el doctor metió a Yip en el cesto y lo dejó caer al callejón del otro lado de la
tapia.
Pasaron varias horas sin que sucediese nada importante. Y aunque de vez en
cuando oían voces de personas que les andaban buscando por el callejón y las calles
próximas, los dos fugitivos pasaron una tarde agradable: el doctor leyendo el
periódico y Sofía repantigándose meditabunda en la cama.
Cuando empezó a oscurecer, John Dolittle tuvo que dejar de leer porque no veía,
así que él y Sofía se pusieron a charlar en voz baja sobre sus planes.
—¿Cree que nos podremos marchar esta noche, doctor? —preguntó Sofía—. ¿No
le parece que para entonces ya habrán desistido de buscarme?
—Espero que sí —dijo el doctor—. En cuanto sea de noche saldré al jardín para
ver si oigo algo. Ya sé lo impaciente que estás por emprender el viaje, pero procura
tener calma.
Una media hora después el doctor cogió la escalera, y subiéndose hasta cerca de
la parte alta de la tapia, se quedó escuchando atentamente durante un buen rato.
Cuando volvió a la caseta donde estaba Sofía, sacudió la cabeza.
—Hay aún mucha gente por las calles —dijo—. Pero lo que no he podido
averiguar es si se trata de los hombres del circo buscándote o simplemente de gente
corriente que está de paseo. Me parece que es mejor esperar todavía un rato.
—¡Qué lata! —exclamó Sofía—. ¿Acaso no vamos a poder llegar más allá de este
jardín? ¡Pobre Slushy! ¡Estoy tan preocupada!
Y se puso a llorar suavemente en la oscuridad.
Una hora después el doctor volvió a salir. Esta vez, justo cuando iba a subir la
escalera, oyó a Yip que le susurraba del otro lado de la tapia:
—Doctor, ¿está usted ahí?
—Sí, ¿qué pasa?
—Escuche. Higgins y el jefe se han marchado en un carro. Blossom vino y le
pidió a Matthew que se encargase de algunos asuntos del circo porque él no volvería
durante algún tiempo. Tu-Tu cree que es una gran oportunidad para que usted huya
rápidamente y salga de la ciudad. Póngase en camino dentro de una hora, cuando el
circo esté en plena actividad y todos los hombres estén ocupados. ¿Lo ha oído?
—Sí, sí, te he oído. Gracias, Yip. Muy bien. Nos marcharemos dentro de una hora
—dijo el doctor mirando el reloj—. ¿En qué dirección se fue Blossom?
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—Hacia el este, hacia Grimbledon. Timoteo les siguió parte del camino y nos lo
dijo al volver. Usted váyase hacia el este. Tuerza a la izquierda al final de este
callejón y luego dé la vuelta otra vez a la izquierda en la esquina siguiente. Es una
callejuela oscura que les llevará a la carretera de Dunwich. Una vez que lleguen allí
estarán a salvo. No hay muchas casas en ella y en un momento estarán en campo
abierto. Le dejo aquí en el callejón unos bocadillos para que los coja al marcharse.
¿Me oye?
—Sí, entendido —susurró el doctor; luego, salió corriendo hacia la caseta con las
buenas noticias.
Cuando la pobre Sofía oyó que se iban a marchar esa noche se puso de pie sobre
la cola y aplaudió de alegría con las aletas.
—Ahora, escucha —dijo el doctor—, si nos encontramos con alguien en la calle,
y es casi seguro que ocurra, tú te tumbas al lado de la pared y haces como si fueses un
saco que yo llevo y que he dejado en el suelo para descansar. ¿Comprendido?
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Pero desgraciadamente las esperanzas de Sofía se fueron al traste, pues justo
cuando el doctor estaba subiendo por la escalera, se empezaron a oír a lo lejos unos
ladridos profundos y amenazadores.
John Dolittle se paró en lo alto de la escalera frunciendo el entrecejo. Los ladridos
de muchos perros que aullaban todos al mismo tiempo, se iban acercando.
—¿Qué es eso? —dijo Sofía muy bajito con voz temblorosa desde abajo—. Eso
no es Yip, ni ninguno de nuestros perros.
—No —dijo el doctor bajando lentamente—. No hay quien confunda ese ruido.
Sofía, algo ha pasado. Ése es el aullido de los sabuesos, son sabuesos que van
siguiendo un rastro y vienen… ¡en esta dirección!
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4
El jefe de los sabuesos
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sabuesos, que pensó que era el jefe, se puso a su lado, y con los ojos y el hocico
pegados al suelo, le cuchicheó en el lenguaje de los perros:
—So zoquetes, marchaos de aquí. Éste es asunto del doctor, de John Dolittle.
El sabueso se paró y miró a Yip con desprecio.
—Pero quién te crees que eres, chucho callejero —le dijo—. Nos han mandado a
que localicemos una foca. Deja de tomarnos el pelo. John Dolittle está de viaje.
—Nada de eso —murmuró Yip—. Está del otro lado de la tapia, a menos de dos
metros de distancia de nosotros. Está intentando llevar a esa foca hasta el mar para
que pueda huir de esos hombres de los faroles, si vosotros, imbéciles, no os cruzáis
en su camino.
—No te creo —contestó el jefe—. Lo último que he sabido del doctor es que está
en África. Tenemos que cumplir con nuestro deber.
—¡Idiota! ¡Majadero! —gruñó Yip perdiendo la paciencia enfurecido—. Te estoy
contando la verdad. ¡A que te tiro de las orejas! ¡Me parece que llevas dos años
dormido! El doctor ha vuelto a Inglaterra hace más de un mes. Y ahora está de gira
con el circo.
Pero el jefe de los sabuesos, como muchos seres altamente especializados, era (en
todo menos en su profesión) muy testarudo y un poco estúpido, y sencillamente no
quería creer que el doctor no estuviese todavía en el extranjero. En su magnífico
expediente como rastreador, no había fallado nunca en encontrar su presa una vez que
había cogido una pista, y como tenía mucha fama y estaba muy orgulloso de ello, no
estaba dispuesto a dejarse engañar por el primer chucho mequetrefe que le viniese
con un cuento, ¡como que él iba a hacerle caso!
El pobre Yip estaba desesperado. Veía que los sabuesos se ponían a rastrear ahora
la tapia por la que había subido Sofía, y sabía que estos enormes animales no se
marcharían de esta zona mientras la foca estuviese cerca, con su fuerte olor a
pescado. Ya no era más que una cuestión de tiempo, pues Blossom y Higgins
adivinarían que estaba escondida del otro lado de la tapia y registrarían la vieja casa y
el jardín.
Mientras seguía discutiendo tuvo una idea. Se apartó del grupo de los sabuesos y
se alejó, con precaución, haciéndose el indiferente, hasta el fondo del callejón. El aire
estaba ya plagado de ladridos y de aullidos de perros de todo tipo. Yip echó la cabeza
hacia atrás e hizo como que se unía al coro de los demás. Pero el mensaje que lanzó
iba dirigido al doctor por encima de la tapia:
—Estos idiotas no me creen. Por lo que más quiera, dígales que está aquí. ¡Guau!
¡Guau! ¡Guaaaau!
Y entonces la voz de otro perro, que provenía del jardín, vino a sumarse al ruido
general de la noche. Y esto es lo que dijo al ladrar:
—Soy yo, John Dolittle. ¿Por qué no hacéis el favor de marcharos? ¡Guau!
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¡Guau! ¡Guaaau!
Al oír esa voz, que para Blossom y para Higgins no se distinguía de los demás
ladridos que llenaban el aire, los seis sabuesos levantaron sus respectivos hocicos del
suelo y doce largas orejas se aguzaron y se quedaron inmóviles escuchando.
—¡Caray! ¡Es él! Es el gran hombre en persona —dijo el jefe.
—¿No te lo he dicho? —cuchicheó Yip arrastrándose hacia él—. Ahora lleva a
estos hombres rápidamente hacia el sur, fuera de la ciudad, y no dejes de correr hasta
por la mañana.
Entonces el domador de los perros vio a su maravilloso número uno dar la vuelta
de repente y salir del callejón. Con gran satisfacción por su parte, observó que los
otros seguían su ejemplo.
—Todo va bien, señor Blossom —dijo agitando el farol—. Han vuelto a encontrar
el rastro. ¡Vamos, sígales, sígales! Van muy deprisa, no se aparte de ellos. ¡Corra!
Tropezando unos con otros para no quedarse rezagados, los tres hombres salieron
corriendo detrás de la jauría, y para contribuir al alboroto en la dirección que habían
tomado, Yip se unió al grupo ladrando con todas sus fuerzas.
—Han doblado al final de la calle hacia el sur —gritó el dueño—. Ahora sí que
vamos a coger a su foca, no se preocupe. ¡Ah, son muy buenos perros! Una vez que
cogen el rastro no se equivocan. Vamos, señor Blossom, que no se nos alejen
demasiado.
Y en un abrir y cerrar de ojos el oscuro callejón, que un momento antes estaba
atestado, quedó vacío a la luz de la luna.
La pobre Sofía, que lloraba histérica tumbada en la hierba, mientras el doctor
trataba de consolarla, vio repentinamente la silueta de una lechuza que se posaba en
lo alto de la tapia.
—¡Doctor! ¡Doctor!
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—Sí, Tu-Tu. ¿Qué hay?
—¡Ha llegado su oportunidad! Toda la ciudad se ha unido a la búsqueda. Coja la
escalera. ¡Deprisa!
Y dos minutos después, mientras los sabuesos, ladrando a todo ladrar, se dirigían
hacia el sur por valles y colinas seguidos por Blossom y por Higgins, en lo que era
una verdadera carrera de obstáculos, el doctor sacaba a Sofía tranquilamente de
Ashby por la carretera de Dunwich rumbo a occidente, camino del mar.
Mucho tiempo después, cuando la misteriosa desaparición de Sofía del circo
había pasado a la historia, John Dolittle comentaba con frecuencia con sus animales
que si hubiese sabido al principio lo difícil que era el llevar una foca en secreto a
través de ciento cincuenta kilómetros de tierra firme, dudaba mucho que hubiese
tenido el valor de intentarlo.
La segunda parte de sus aventuras con Sofía, en la que ninguno de sus propios
animales tomó parte, se convirtió ciertamente en uno de los relatos preferidos en la
tertulia al lado del fuego durante muchos años, pero, sobre todo, uno de sus capítulos.
Y siempre que a los animales les apetecía oír un cuento divertido, atosigaban al
doctor para que les volviese a contar el episodio de la fuga con la foca que Gub-Gub
llamaba «la diligencia de Grantchester».
Pero vamos a continuar con nuestra historia.
Cuando Sofía y John Dolittle llegaron a la parte de la carretera de Dunwich en
que terminaban las casas de Ashby y empezaba el campo, los dos suspiraron con
alivio. Lo que más habían temido, mientras todavía iban por las calles, era
encontrarse con un policía. El doctor suponía que Higgins habría acudido a la
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estación de policía y que habría ofrecido una recompensa para recuperar el animal
perdido. Y si lo había hecho, era lógico que todos los agentes de policía estuviesen
ojo avizor en busca de la foca desparecida.
Mientras avanzaban lentamente entre setos, el doctor se dio cuenta, por la pesada
respiración y su paso lento que el pobre animal se había fatigado mucho, incluso en
este breve recorrido por tierra. Sin embargo, no se atrevía a pararse en la carretera.
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tengo que seguir caminado por estas carreteras, se me va a desgastar la suela de la
tripa. Un río es lo que tenemos que encontrar.
—Sí, creo que tienes razón, Sofía. Pero ¿dónde lo encontramos? Ésa es la
cuestión. Si estuviésemos en algún sitio cerca de Puddleby te lo diría
inmediatamente, pero no conozco en absoluto la geografía de esta zona. Debería
haberme acordado de traer un mapa. No quiero andar preguntando a la gente, de
momento por lo menos. Porque oficialmente estoy a muchos kilómetros de aquí,
ocupándome de unos asuntos.
—Bueno, pues entonces pregúntele a algún animal —dijo Sofía.
—¡Pues claro! ¡No sé cómo no se me ha ocurrido antes! Pero ¿qué tipo de animal
nos podría informar de lo que queremos?
—Oh, cualquier animal acuático.
—Ah, ya sé. Se lo preguntaremos a una nutria.
Las nutrias son tus parientes más cercanas en Inglaterra. Viajan y cazan en agua
dulce de manera muy parecida a vosotras en el mar. Bueno, pues tú quédate aquí
ahora descansando y yo iré en busca de alguna.
Era cerca de la una de la mañana cuando el doctor volvió al bosquecillo. El ruido
que hizo al penetrar en él despertó a Sofía que estaba durmiendo profundamente.
Le acompañaba un animal poco corriente que no paraba de dar unos brincos en
espiral muy extraños y salerosos para saltar por encima de los altos helechos que
tapizaban el suelo a fin de poder ver bien a Sofía que, aunque parecía que le daba un
poco de miedo, también parecía interesarle mucho.
—¡Qué grande es, doctor! —cuchicheó—. ¿Dijo usted que estaba emparentada
con nosotras?
—En cierto sentido, sí. Claro que, para ser exacto te diré que ella es, en realidad,
un pinnípedo mientras que vosotras sois mustélidos.
—Ah, bueno, me alegro, porque ¡es tan patosa! Y mire no tiene patas de atrás, no
tiene más que unas protuberancias. ¿Está seguro de que no muerde?
Finalmente la nutria se convenció de que Sofía era inofensiva y, acercándose más,
se puso a hablar amistosamente con el otro animal pescador de tierras lejanas.
—Bueno —dijo el doctor—, como ya te he dicho, estamos impacientes por llegar
al mar por el camino más rápido y menos concurrido. Y Sofía opina que lo mejor es
buscar algún río.
—¡Uy! —exclamó la nutria—. Tiene razón, naturalmente. ¡Pero a qué mal sitio
han venido para encontrar un río! La razón por la que yo vivo aquí es que no hay
perros de caza. Vivo y pesco en unas charcas, que no son nada buenas, pero al menos,
no me persiguen las jaurías. No hay ríos que valgan la pena en esta zona, y desde
luego ninguno por el que ella pudiese ir nadando hasta el mar.
—Vaya… Entonces, ¿dónde nos recomiendas que vayamos? —preguntó el
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doctor.
—Realmente no sé —contestó la nutria—. Es que yo viajo muy poco. Nací en
esta región y mi madre siempre me decía que éste era el único lugar seguro para las
nutrias que quedaba en Inglaterra. Así que he estado aquí toda la vida.
—Bueno, pero ¿podrías conseguirnos algo de pescado? —preguntó Sofía—.
Estoy muerta de hambre.
—Por supuesto —dijo la nutria—. ¿Te gustan las carpas?
—Ahora me comería lo que fuese —dijo Sofía.
—Muy bien. Entonces espera un momento hasta que baje a mi charca —dijo la
nutria dándose la vuelta y saliendo del soto de un salto.
No tardó ni diez minutos en volver con una enorme carpa negra en la boca, que
Sofía se comió en dos bocados.
—¿Por qué no pregunta a los patos salvajes, doctor? —sugirió la nutria—. No
paran de viajar y siguen las vías fluviales de arriba a abajo hacia el mar para buscar
alimentos. Y van siempre por los ríos más tranquilos, donde no encuentren gente. A
lo mejor podrían informarle.
—Ah, sí, me parece que tienes razón —dijo John Dolittle—. Pero ¿dónde podría
encontrar alguno?
—Oh, eso es fácil. Vuelan siempre de noche.
Súbase a algún monte y escuche. Y cuando les oiga pasar por encima les llama.
Así que dejando a Sofía y a su prima de agua dulce charlando tranquilamente en
el bosquecillo, el doctor escaló la ladera de una colina hasta llegar a una alta
explanada desde donde podía abarcar todo el firmamento iluminado por la luna. Al
cabo de uno o dos minutos oyó en lontananza un leve graznar: eran los patos salvajes
volando. Y al poco rato vislumbró en lo alto un grupo de puntos negros en forma de
uve que iban rumbo al mar.
Llevándose las dos manos a la boca en forma de bocina hizo una estrepitosa
llamada. El grupo se paró, deshizo la formación y empezó a volar en círculos
mientras descendía con cautela.
Poco después, Sofía y la nutria, que seguían en el soto, interrumpieron su charla y
se pusieron a escuchar atentamente, pues habían oído el ruido de unos pasos que se
acercaban.
Entonces apareció en el escondite John Dolittle trayendo cómodamente un bello
pato verde y azul debajo de cada brazo.
Después de explicarles la situación y de pedirles consejo, los patos dijeron:
—El río más cercano y lo bastante grande como para una foca, es el Kippet, pero
desgraciadamente desde aquí no hay ningún arroyo que vaya hacia él. Para llegar al
valle de ese río tendrán que atravesar sesenta kilómetros de tierra.
—¡Huy! Eso me parece grave —comentó el doctor.
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—Muy grave —suspiró Sofía con cansancio—. ¡Pobre Slushy! ¡Estoy tardando
tanto en llegar hasta él! ¿Qué tipo de terreno es el que tenemos que atravesar?
—Varía mucho —dijeron los patos—. Hay una parte montañosa; otra es llana;
otra de tierras de labranza; otra es de monte bajo. Es un camino muy variado.
—¡Vaya por Dios! —gimió Sofía.
—Sería más fácil —dijeron los patos— que fuesen por carretera hasta el río.
—Pero ¿no comprendéis que tengo miedo de que me vean y me paren? —dijo el
doctor—. Por eso nos apartamos de la carretera de Dunwich. Hay demasiada gente
por aquí que ha oído hablar de nuestra fuga.
—Pero no están obligados a volver a la carretera de Dunwich —dijeron los patos
—. Mire, si siguen esa cerca de setos hacia occidente llegaran a otra carretera, que es
la calzada romana que va de Igglesby a Grantchester. Por ella circulan coches que van
del norte hacia el sur. Sin embargo, no es probable que encuentren en ella gente de
Ashby. Bueno, pues si siguen por esa carretera hacia el norte, a unos sesenta
kilómetros encontrarán el río Kippet. La carretera lo cruza en el puente de Talbot,
justo antes de entrar en la ciudad de Grantchester.
—Parece sencillo para un buen andarín —dijo el doctor—. Pero para Sofía es otra
cuestión. Sin embargo, supongo que no podemos hacer otra cosa. O sea que hay que
seguir la carretera de Grantchester hacia el norte, hasta el puente de Talbot, y allí
bajar al río, el Kippet, ¿no es eso?
—Eso es —dijeron los patos—. No hay pérdida una vez que llegue a la carretera.
Al llegar al río mejor será que pregunten a otras aves acuáticas, porque aunque el
Kippet va a desembocar al mar, hay sitios donde hay que tener cuidado.
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—Muy bien —dijo el doctor—, habéis sido muy amables. Muchas gracias.
Entonces los patos salieron volando para continuar su viaje, y John Dolittle miró
el reloj.
—Ahora son las dos de la mañana —dijo—. Nos quedan tres horas hasta que
empiece a amanecer. ¿Qué prefieres Sofía, quedarte aquí descansando hasta mañana
por la noche o seguir lo que podamos mientras sea de noche?
—Oh, vamos a seguir adelante como sea —contestó Sofía.
—Está bien —dijo el doctor—, vamos.
Mientras se encaminaban hacia la carretera arrimados a la cerca, la pequeña nutria
se marchó y volvió luego con una buena ración de pescado fresco para Sofía, a fin de
que cogiese fuerzas para su duro viaje. Un kilómetro más abajo, al final de un prado
alargado, les mostró un agujero que se abría en otra cerca, les dijo que la carretera
estaba del otro lado y se despidió de ellos.
Pasaron por el agujero y fueron a parar a un hermoso camino, ancho y bien
pavimentado, que se perdía a uno y otro lado en la oscuridad.
Sofía suspiró con resignación. Torcieron luego hacia la derecha y se dirigieron
hacia el norte.
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5
Los pasajeros de Penchurch
¡A Y! ¡Ay de mí! —exclamó Sofía cuando llevaban andando alrededor de una hora
—. Este camino es tan duro y áspero como el otro. ¿Cuánto hemos avanzado?
—Como otro kilómetro y medio —contestó el doctor.
Sofía empezó a llorar, y sus grandes lagrimones iban a parar al blanco polvo del
camino.
—¡Siempre me contesta como otro kilómetro y medio! La verdad es que le estoy
dando mucha lata, doctor.
—Oh, qué va —respondió John Dolittle—. No te desanimes. Lo conseguiremos.
Resultará muy fácil una vez que lleguemos al río.
—Sí, pero todavía nos faltan cincuenta y ocho kilómetros y medio. Y estoy tan
agotada.
El doctor la miró y vio que ciertamente estaba exhausta. No quedaba más remedio
que volver a hacer un alto.
—Ven hacia aquí —le dijo—, sal de la carretera, así. Ahora túmbate en esa zanja
para que no te vean y descansa un poco.
La pobre Sofía hizo lo que le decía el doctor, que se sentó en un mojón y se puso
a pensar muy seriamente. Aunque hacía todo lo posible por animar a Sofía, le estaba
empezando a parecer que a este paso no iban a conseguir llegar hasta el río.
Mientras meditaba tristemente sobre las dificultades de la situación en que se
encontraban, Sofía dijo repentinamente:
—¿Qué es ese ruido?
El doctor levantó la vista y se puso a escuchar.
—Son las ruedas de un carro. Ahí estás a salvo, pero no te muevas hasta que pase.
En la zanja no te pueden ver.
El ruido se fue acercando, y al poco rato apareció una luz en un recodo del
camino; el doctor vio en seguida que se trataba de un coche cerrado. Al llegar a
donde él estaba el cochero detuvo los caballos y le gritó:
—¿Está esperando la diligencia?
—Buee… eno —dijo tartamudeando—. ¿Es éste el coche de línea?
—Es uno de ellos —dijo el hombre.
—¿Dónde va? —preguntó el doctor.
—Éste es el coche vecinal —dijo el cochero—. Va de Penchurch a Anglethorpe.
¿Quiere subir?
Mientras vacilaba sobre qué contestar se le ocurrió una idea fantástica.
—¿Lleva muchos pasajeros? —preguntó.
—No, solamente dos, un matrimonio. Y van dormidos. Dentro hay sitio de sobra.
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El interior del coche estaba iluminado por una lámpara cuya luz pasaba
débilmente a través de las cortinillas; el vehículo se había parado un poco más allá
del mojón del doctor. Desde donde estaba, el conductor no podía ver ni el escondrijo
de Sofía ni la puerta de atrás del coche.
—¿Los pasajeros son de esta región? —preguntó el doctor, bajando el tono de
voz.
—No, como ya le he dicho somos de Penchurch. ¿Qué más quiere saber? Si desea
subirse dese prisa. No puedo pasarme la noche de charleta.
—Muy bien —dijo el doctor—. Espere un segundo que voy a coger mi equipaje.
—¿Quiere que le ayude?
—¡No, no, no! No se moleste, puedo arreglarme solo.
Entonces el doctor se deslizó hacia la parte trasera del coche y abrió la puerta. Un
hombre y una mujer con las cabezas hundidas entre los hombros dormitaban en el
otro extremo. Dejando la puerta abierta, el doctor salió corriendo hacia la zanja,
rodeó a Sofía con los brazos y la levantó con todas sus fuerzas.
—Por lo menos haremos parte del recorrido de esta manera —cuchicheó mientras
la llevaba al coche—. Estate lo más quieta posible, que te voy a colocar debajo del
asiento.
Para subir al coche, cuyo suelo estaba muy por encima del nivel del camino,
había dos escalones de hierro que colgaban por debajo de la puerta. Cuando el doctor
miró por segunda vez a los pasajeros éstos parecían seguir dormidos. Pero al tratar de
subir los peldaños con tan enorme carga, tropezó armando un gran estrépito. La
mujer, que iba en el rincón, se despertó y levantó la cabeza. El doctor, que seguía con
las aletas de Sofía alrededor del cuello, se quedó mirando fijamente, estupefacto.
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—¡John!
Era Sarah.
La señora de Dingle dio un grito y se desvaneció en los brazos de su marido. Los
caballos arrancaron repentinamente. El doctor perdió el equilibrio del todo. Y el
coche se adentró traqueteando en la oscuridad de la noche dejándole sentado en la
carretera con Sofía en su regazo.
—¡Eh! ¡Oiga! —suspiró levantándose con cansancio—. ¡Sarah tenía que ser!
¡Podía haber sido cualquier otra persona del mundo, pero tenía que ser Sarah! ¡Vaya
suerte!
—¿Pero qué pretendía hacer? —preguntó Sofía—. No habría podido meterme de
ninguna manera debajo del asiento. Allí no había sitio ni para esconder a un perro.
—Bueno…, sí…, es que actué sin pensarlo. Podía haberte ahorrado unos
kilómetros de camino, si no hubiese tropezado y despertado a Sarah. ¡Qué rabia!
Pero, sabes, Sofía, me parece que la idea del coche va a ser, de todas maneras, lo
mejor. Claro que tenemos que organizarlo de manera algo diferente: tenemos que
planificarlo con cuidado. En cierto sentido es una ventaja que fuese Sarah. Si hubiese
sido otra persona quien me hubiese visto acarreando una foca podía haberlo contado,
y había dado una pista a la gente. Sin embargo, como a Sarah y a su marido les
avergüenza que esté metido en un circo, no dirán nada, de eso podemos estar seguros.
»Pero, mira: allá por oriente el cielo empieza a clarear. No vale la pena que
tratemos de avanzar más por hoy, así que te esconderé en aquel bosque y yo me iré
solo al pueblo siguiente a hacer unas averiguaciones.
Entonces avanzaron un trecho por la carretera hasta un agradable bosque que
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bordeaba el camino.
Al entrar en el soto encontraron un sitio muy bueno para que Sofía se escondiese.
Después de instalarla cómodamente, el doctor emprendió la marcha por la carretera,
justo cuando los gallos de las granjas próximas empezaban a saludar con sus cantos al
sol matutino.
Al cabo de unos tres kilómetros llegó a un pueblo donde había un bonito mesón
cubierto de hiedra que se llamaba «Los tres cazadores». Entró y pidió un desayuno.
No había comido nada desde que se habían marchado del jardín abandonado. Un
camarero muy viejo le sirvió huevos con bacon en el bar.
Cuando terminó de desayunar, el doctor encendió la pipa y se puso a hablar con el
camarero. Y averiguó muchas cosas sobre los coches de línea que iban y venían por
la carretera de Grantchester: qué aspecto tenía cada uno de ellos, a qué hora pasaban,
cuáles solían ir muy llenos y muchas cosas más.
Luego salió de la fonda y se fue calle abajo hasta donde estaban las pocas tiendas
que había en el pueblo. Entró en una de ropa y preguntó el precio de una capa de
señora que había en el escaparate.
—Treinta peniques —dijo la encargada de la tienda—. ¿Es alta su esposa?
—¿Mi esposa? —preguntó el doctor totalmente desconcertado—. Oh, sí, claro,
naturalmente. Bueno…, en todo caso la quiero larga. Y me llevaré también un
sombrero.
—¿Es rubia o morena? —preguntó la mujer.
—Vaya… pues es una especie de término medio —respondió el doctor.
—Tengo aquí una capota muy mona con amapolas rojas. ¿Le gustaría ésta?
—No, ésa es demasiado llamativa —dijo el doctor.
—Bueno, es que dicen que las de flores son las que más se llevan en Londres
ahora. ¿Y qué le parece ésta?
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Y la mujer trajo una gran capota negra lisa.
—Ésta es muy elegante. Es del estilo de las que yo uso.
—Sí. Me llevaré ésa —dijo el doctor—. Y ahora quiero un velo muy tupido, por
favor.
—¿Es que están de luto en su familia?
—Vaya…, no es eso exactamente. Pero lo quiero muy grueso, para viajar.
La mujer añadió un velo a las compras del doctor y éste salió de la tienda con un
gran paquete bajo el brazo. Luego fue a una tienda de comestibles y compró para
Sofía unos arenques secos —la única clase de pescado que encontró en el pueblo—, y
hacia mediodía se volvió a poner en camino por la carretera.
—Sofía —dijo el doctor al llegar al escondite de la foca en el bosque—. Tengo
muchas noticias para ti, y comida, y ropa.
—¡Ropa! —exclamó la foca—. ¿Qué voy a hacer yo con la ropa?
—Ponértela. Tienes que hacer de señora, por lo menos durante un rato.
—¡Santo cielo! —gruñó Sofía mientras se limpiaba la boca con el revés de la
aleta—. ¿Para qué?
—Para que puedas viajar en la diligencia.
—Pero si no puedo andar erguida como las señoras —gritó Sofía.
—Ya lo sé, pero sí puedes ir sentada, como si fueses una señora que está enferma
y un poco coja. Cuando haya que andar te llevaré yo.
—Pero ¿y la cara? No tiene la misma forma.
—No importa, la cubriremos con un velo —dijo el doctor—. Y el sombrero
disimulará el resto de la cabeza. Ahora cómete este pescado que te he traído y luego
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ensayaremos el disfraz. Me han dicho que la diligencia de Grantchester pasa por aquí
hacia las ocho, es la de la noche, y cogeremos esa porque en ella va menos gente.
Hasta el puente de Talbot tarda unas cuatro horas. Durante todo ese tiempo tendrás
que ir sentada en la cola y quedarte muy quieta. ¿Crees que lo podrás hacer?
—Lo intentaré.
—A lo mejor tienes la oportunidad de tumbarte un rato si vamos solos en el coche
parte del camino. Todo va a depender mucho de si va muy lleno. Hay tres paradas de
aquí al puente de Talbot. Pero como es un coche nocturno espero que no coja muchos
viajeros, si tenemos suerte. Ahora voy a probarte esta ropa para ver cómo resultas.
Entonces el doctor vistió a Sofía, la foca amaestrada, como si fuese una señora.
La hizo sentarse en un tronco, le puso el gorro en la cabeza, el velo por la cara y la
capa cubriéndole el resto del cuerpo.
Después de hacerla sentarse en postura humana en el tronco, era sorprendente lo
natural que resultaba. Como la capota era muy honda le disimulaba la larga nariz, y
con el velo por delante, la cabeza parecía enteramente la de una mujer.
—Tienes que tener cuidado de que no se te salgan los bigotes —dijo—. Eso es
muy importante. La capa es bastante larga, ya ves, llega hasta el suelo, y mientras
estés sentada, y la lleves cerrada por delante, a media luz, quedará muy bien. Puedes
mantenerla cerrada con las aletas, así. Ahora parece como si tuvieras las manos juntas
en el regazo, ¡estupendo! Eso es lo que debe ser. Si puedes permanecer así, nadie te
tomará más que por una viajera. ¡Oh, ten cuidado! No muevas la cabeza que se te cae
el gorro. Espera a que te ate las cintas debajo de la barbilla.
—¿Cómo tengo que respirar? —preguntó Sofía inflando el velo como si fuese un
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globo.
—No hagas eso. No estás nadando, ni tienes que salir a coger aire. Te acabarás
acostumbrando al cabo de un rato.
—En esta postura no puedo tenerme muy firme, doctor. Estoy sentada en la parte
de abajo de la columna vertebral y es una posición muy difícil para mantener el
equilibrio, mucho más difícil que subir por una escalera. ¿Y si me resbalase y fuese a
caer al suelo del coche?
—El asiento será más ancho y más cómodo que este leño. Además trataré de
colocarte en una esquina y yo me sentaré pegado a ti, así te quedarás como encajada.
Si notas que te resbalas me lo dices muy bajito, y yo te levantaré para colocarte en
mejor postura. Estás estupenda, te lo aseguro.
Bueno, pues después de practicarlo y ensayarlo un poco más, al doctor le pareció
que Sofía podía pasar divinamente por una pasajera. Y al llegar la noche se
encontraba al borde del camino con una mujer que llevaba un tupido velo, sentada a
su lado, esperando el coche de Grantchester.
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El coche de Grantchester
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—A Alaska —dijo el doctor sin pensar en lo que decía—. Bueno…, o sea,
finalmente. En este viaje no vamos más que hasta Grantchester.
Maldiciendo a los que se meten en lo que no les importa, el doctor se enfrascó de
nuevo en su periódico, como si su vida dependiera de leer hasta la última palabra.
Pero la compasiva pasajera no se desanimaba fácilmente. Un momento después se
volvió a inclinar hacia delante y tocó al doctor en la rodilla.
—¿Es reuma? —preguntó muy bajito, señalando a Sofía con la cabeza—. Ya he
visto que tenía que llevarla usted. ¡Pobrecilla!
—No es eso exactamente —dijo el doctor tartamudeando—. Es que tiene las
piernas muy cortas. No puede andar. Es de nacimiento.
—¡Dios mío! —suspiró la señora—. ¡Qué triste, qué triste!
—Que me resbalo —susurró Sofía desde detrás del velo—. Dentro de un
momento voy a ir a parar al suelo.
Mientras el doctor guardaba el periódico y se disponía a aupar a Sofía, la señora
volvió a hablar:
—¡Qué abrigo de piel de foca tan bonito lleva!
Y es que por la capa sobresalía una rodilla de Sofía.
—Sí. Tiene que ir muy abrigada —dijo el doctor mientras tapaba bien a su
inválida—. Es muy importante que se abrigue.
—Es su hija, ¿verdad? —preguntó la señora.
Pero esta vez fue Sofía la que respondió. Un fuerte rugido sacudió repentinamente
el coche. Las cosquillas del velo al fin la habían hecho estornudar. El doctor se había
puesto de pie, pero antes de que pudiese agarrarla, se había deslizado al suelo entre
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sus piernas.
—Tiene dolores, pobrecilla —dijo la anciana—. Espere a que saque mi frasco de
sales. Se ha desmayado. Con frecuencia me ocurre a mí también cuando viajo. Y
además este coche huele fatal, algo así como a pescado.
Afortunadamente para el doctor la señora se puso a rebuscar en el bolso, así que
mientras volvía a subir a la foca a su asiento, pudo colocarse entre Sofía y los dos
hombres, que ahora también empezaban a interesarse por ella.
—Aquí está —dijo la señora sacando un frasco de plata—. Levántela el velo y
póngaselo debajo de la nariz.
—No, gracias —dijo el doctor con rapidez—. Lo que necesita es reposar. Está
muy cansada. La colocaré cómodamente en el rincón, así, eso es. Ahora vamos a no
hablar y probablemente se dormirá en seguida.
Finalmente el doctor consiguió que les dejase en paz y se estuviese callada. Y
durante hora y media el coche siguió su camino sin que sucediese nada más. Pero era
evidente que los hombres del fondo sentían interés y curiosidad por su inválida. No
hacían más que mirar hacia ella y cuchicheaban de una manera que inquietaba al
doctor.
Al poco rato el coche se paró en un pueblo para cambiar de caballos. El cochero
se asomó a la puerta y dijo a los viajeros que si querían cenar en el mesón, en cuyo
patio se habían parado, tenían media hora para ello.
—Oye, Sofía —cuchicheó el doctor—. Estos dos hombres me tienen muy
preocupado. Me parece que sospechan que no eres lo que simulas. Quédate aquí
ahora mientras voy a averiguar si siguen el viaje con nosotros.
Entonces entró en el mesón. En el pasillo se encontró con una camarera y le
preguntó por dónde se iba al comedor. La chica le indicó una puerta abierta con un
biombo delante, un poco más adelante en el mismo pasillo.
—Servirán la cena dentro de un momento —dijo—. Entre y siéntese.
—Muchas gracias —dijo el doctor—. A propósito, ¿sabe usted por casualidad
quiénes son esos dos señores que se acaban de bajar del coche?
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—Sí, señor —contestó la camarera—. Uno de ellos es el jefe de policía del
condado y el otro el señor Tuttle, el alcalde de Penchurch.
—Gracias —dijo el doctor y siguió adelante.
Al llegar a la puerta con el biombo vaciló un momento antes de entrar en el
comedor y entonces oyó las voces de los dos hombres, que estaban sentados a una
mesa al otro lado del biombo.
—Le aseguro —decía uno en voz baja— que no cabe la menor duda. Me apuesto
lo que sea a que son salteadores de caminos. Es un truco muy antiguo lo de
disfrazarse de mujer. ¿No vio que llevaba un velo muy tupido? A lo mejor es el
canalla de Robert Finch en persona, el que asaltó hace un mes la diligencia de
Twinborough.
—No me chocaría nada —decía el otro—. Y el bellaco bajo y gordo será Joe
Gresham, su compinche. Pero le voy a decir lo que deberíamos hacer: después de
cenar nos volvemos a sentar en nuestros sitios, como si no sospechásemos nada. Su
plan, sin duda, es esperar a que el coche esté lleno y llegue a algún lugar solitario del
camino. Luego detendrán a los viajeros exigiéndoles la bolsa o la vida, y se largarán
antes de que se haya podido dar la voz de alarma. ¿Lleva las pistolas de viaje?
—Sí.
—Muy bien, deme una. Entonces, cuando yo le dé un codazo, usted le levanta el
velo al hombre y le apunta a la cabeza con la pistola. Yo me ocuparé del bajo. Luego
damos la vuelta al coche, volvemos, y les enchironamos en la cárcel del pueblo.
¿Comprendido?
Mientras el doctor estaba todavía escuchando, apareció de nuevo la camarera por
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el pasillo con una bandeja llena de platos y le dio un golpecito en la espalda.
—Entre y siéntese, señor. Voy a servir la cena.
—No, gracias —dijo el doctor—. Realmente no tengo hambre. Me parece que
voy a volver a salir.
Afortunadamente, cuando llegó al patio lo encontró desierto. Habían
desenganchado de la vara a los caballos y los habían llevado al establo.
Y los nuevos todavía no los habían enganchado al coche. El doctor cruzó el patio
rápidamente y abrió la puerta.
—Sofía —susurró—, sal de ahí. Creen que somos salteadores de caminos,
disfrazados. Marchémonos rápidamente mientras no hay moros en la costa.
Levantando en brazos a la pesada foca, el doctor salió a trompicones del patio.
Como era muy tarde no había nadie en la carretera. Todo estaba tranquilo y
silencioso: no se oía más que el ruido de los platos de la cocina y el salpicar del agua
de los establos.
—Ahora —dijo, dejándola en el suelo—, no tenemos que andar mucho, pues
como ves, ésta es la última casa del pueblo. Una vez que lleguemos a esos campos y
crucemos la cerca estaremos a salvo. Yo iré por delante para buscar un sitio por
donde poder pasar. Y tú me sigues lo más deprisa posible. Dame la capa y el gorro.
Muy bien. Ahora podrás andar mejor. Unos minutos después estaban a salvo detrás de
un seto, descansando sobre la alta hierba de un prado.
—¡Recórcholis! ¡Qué gusto me da haberme quitado esa maldita capa y ese velo!
No me apetecería nada ser una señora —suspiró Sofía estirándose.
—Nos hemos escapado por los pelos —dijo el doctor—. Fue una buena cosa que
entrase y oyese lo que decían esos señores. Si hubiésemos seguido con ellos en el
coche, con toda seguridad nos hubiesen cogido.
—¿No tiene miedo de que vengan a buscarnos? —preguntó Sofía.
—Quizá. Pero no nos buscarán aquí. Nos han tomado por bandidos, y para
cuando hayan descubierto nuestra fuga, pensarán que estamos a muchos kilómetros.
Esperaremos aquí a que pase el coche, y luego ya no tenemos por qué preocuparnos.
—Bueno —comentó Sofía—, pero aun cuando estemos libres de peligro, no me
parece que nuestra situación haya mejorado mucho.
—Claro que sí, pues hemos avanzado mucho en nuestro camino —dijo el doctor
—. Ten paciencia. Lo conseguiremos.
—¿A qué distancia estamos?
—Ese pueblo era Shottlake —dijo el doctor—. No nos faltan más que veintiocho
kilómetros para llegar al puente de Talbot.
—Muy bien, pero ¿cómo vamos a ir? Yo no puedo andar todo eso, doctor. Soy
incapaz de andar veintiocho kilómetros.
—Ssss. No hables tan alto —susurró el doctor—. Pueden andar fisgoneando por
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aquí cerca a ver si nos encuentran. Ya se nos ocurrirá una solución; no te preocupes.
Y una vez que lleguemos al río, habremos salvado lo peor. Pero tenemos que esperar
a que pase el coche para movernos.
—¡Pobre Slushy! —murmuró Sofía, mirando la luna—. ¿Cómo estará? Doctor,
¿va a tratar de coger otro coche?
—No, me parece que es mejor que no. Es posible que dejen un aviso en la fonda,
y en ese caso, los cocheros estarán a la mira por si aparece una señora con tu aspecto.
—Bueno, espero que no nos encuentren aquí, pues no me parece que éste sea un
buen escondite —dijo Sofía—. ¡Santo Dios! ¡Escuche, se oyen pasos!
Estaban en la esquina de una pradera, y además de la cerca que los ocultaba de la
carretera había otra, a la derecha, que separaba ese campo del siguiente. Y detrás era
donde se oía ir y venir pesadamente.
—¡Estate quieta, Sofía! —dijo el doctor muy bajito—. No te muevas ni un
centímetro.
Al poco rato empezaron a menearse las hojas más altas del seto y llegó a sus
oídos el crujir de unas ramas.
—Doctor —dijo Sofía atemorizada—, nos han descubierto. Hay alguien tratando
de atravesar el seto.
Durante un minuto o dos el doctor vaciló en cuanto a si permanecer quieto o salir
corriendo. Al principio pensó que si había alguien buscándoles, ese alguien no sabría,
de todas maneras, dónde estaban exactamente, y si se quedaban quietos, a lo mejor se
iba para tratar de cruzar la cerca por un sitio más fácil.
Pero el crujir de ramas era cada vez más intenso y se oía a solamente un par de
metros de distancia. Quienquiera que fuese parecía decidido a cruzar el seto por ese
lugar. Así que, después de cuchichear unas palabras a Sofía, el doctor se levantó de
un salto y salió corriendo campo a través con la pobre foca avanzando a su lado
pesadamente.
Siguieron y siguieron, y oyeron detrás de ellos un estrépito producido por el seto
al ceder; después, el ruido de unos pasos que golpeaban el suelo pesadamente al
perseguirles.
Por el ruido, quienquiera que fuese el perseguidor iba ganándoles terreno.
Entonces, temiendo que al tomarles por bandidos les disparasen sin avisar, el doctor
se volvió.
Y lo que vio avanzado trabajosamente detrás de ellos, fue un caballo de tiro muy
viejo.
—Sofía, no pasa nada —jadeó el doctor parándose—. No es un hombre. Hemos
corrido en balde. ¡Dios mío, pero si estoy agotado!
Al ver que se paraban, el caballo aminoró la marcha y se dirigió hacia ellos al
paso, bajo el resplandor de la luna. Parecía estar muy decrépito y débil y, al
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alcanzarles, Sofía se quedó muy sorprendida de ver que llevaba gafas.
—Pero ¡caramba! —exclamó el doctor—. ¡Si es mi amigo de Puddleby! ¿Por qué
no me llamaste en vez de perseguirnos por el campo? Estábamos esperando que nos
disparasen por la espalda de un momento a otro.
—¿Es la voz de John Dolittle lo que estoy oyendo? —dijo el viejo caballo,
mirando al doctor a la cara desde muy cerca.
—Sí, ¿no me ves?
—Sí, pero muy borroso —contestó el caballo—. Mi vista ha empeorado mucho
los últimos meses. Vi muy bien durante bastante tiempo después de que me puso las
gafas. Luego me vendieron a otro agricultor, y me marché de Puddleby para venir
aquí. Un día me caí de narices mientras araba, y después de levantarme las gafas ya
no funcionaban igual. Y desde entonces he estado casi ciego.
—Déjame que te quite las gafas y las vea —dijo el doctor—. A lo mejor hace
falta cambiártelas.
Entonces John Dolittle le quitó las gafas al viejo caballo y las miró de cara a la
luna en diversas direcciones.
—Pero ¡por Dios! —gritó—. Tienes las lentes vueltas del revés. ¡No me extraña
que no pudieras ver! El cristal que te puso en el lado derecho es bastante fuerte. Es
muy importante que estén bien ajustadas. En seguida te las voy a arreglar.
—Se las llevé al herrero que me arregla las herraduras —dijo el viejo caballo,
mientras el doctor apretaba y sujetaba los cristales a la montura—. Pero no hizo más
que martillear la montura, con lo que quedaron mucho peor. Y como me habían
trasladado a Shottlake, no podía ir a su casa a que me las arreglase, y naturalmente, el
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veterinario local no entiende de gafas para caballos.
—Ya están —dijo el doctor, volviendo a poner a su amigo las gafas en el hocico
—. Las he apretado para que no se vuelvan. Creo que ahora encontrarás que han
quedado bien.
—Uy, ya lo creo —dijo el caballo, sonriendo ampliamente al mirar por ellas—.
Ahora le veo tan claro como el día. ¡Qué normal le percibo con su larga nariz, el
sombrero de copa y todo eso! El verle me sienta bien. ¡Pero si hasta puedo ver las
briznas de hierba a la luz de la luna! No tiene ni idea de lo incómodo que resulta ser
corto de vista. Se pasa uno casi todo el tiempo, cuando se pace, escupiendo el ajo
salvaje que uno se ha metido en la boca por equivocación… ¡pero qué bien, qué bien!
Usted es el único médico de animales que haya existido jamás.
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TERCERA PARTE
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1
El doble del bandolero
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dientes. No podré llevarles hasta el final, pues no me daría tiempo para volver y dejar
el carro antes de que amanezca, pero tengo un amigo a unos doce kilómetros por la
carretera de Grantchester, en una finca que se llama «La colina roja», al que sacan a
pastar por la noche, como a mí. Él les llevará el resto del camino. Para él no será
difícil volver a su sitio antes de que haya gente por allí.
—Querido amigo —dijo el doctor—, tienes una gran inteligencia. Démonos prisa
para ponernos en camino.
Entonces subieron la colina hasta llegar al granero y dentro encontraron el viejo
carro. El doctor lo sacó empujándolo. Luego, después de coger unas cuerdas que
estaban colgadas en la pared, improvisó una especie de arnés con la ayuda de un viejo
collar que encontró tirado en un pesebre. El caballo se puso entonces entre las varas y
John Dolittle le enganchó, teniendo cuidado de hacer todos los nudos exactamente
como le decía.
A continuación subió a Sofía al carro y partieron campo a través hacia la cancela.
Cuando salió, el doctor dijo:
—¿Y si me viese alguien llevando el carro con chistera? ¿No resultaría algo
sospechoso? Ay, mira, ahí, en el campo de al lado hay un espantapájaros. Voy a
cogerle el sombrero.
—Traiga todo el espantapájaros —gritó el caballo al doctor cuando se dirigía
hacia allí—. Necesitaré algo así como un cochero de pega cuando vuelva. La gente
me pararía si creyese que andaba perdido por el campo sin cochero.
—Muy bien —dijo el doctor, y salió corriendo.
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A los pocos minutos apareció muy marchoso con el espantapájaros al hombro.
Luego dejó la cancela sin echar el cerrojo, para que a la vuelta el viejo caballo
pudiera abrirla con sólo empujarla, tiró el espantapájaros al carro y se subió.
A continuación quitó al espantapájaros el raído sombrero y se lo puso en lugar de
su chistera. Después, se sentó en el asiento del cochero, levantó las riendas de cuerda,
gritó ¡arre! a su viejo amigo que iba entre las varas, y arrancaron.
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hombre espoleando su caballo—. Se subieron al coche de línea algo antes de
Shottlake. Pero escaparon antes de que pudiéramos cogerles. Bueno, no importa ya
les echaremos el guante. Buenas noches.
Y salió galopando carretera abajo.
—¡Pobre señor Finch! —dijo el doctor al arrancar el caballo—. La verdad es que
no estamos contribuyendo a mejorar su fama.
—Es una buena cosa que yo les haya podido sacar de Shottlake —dijo el viejo
caballo—. Me figuro que ese tipo movilizará a toda la comarca para buscarle a usted.
—Su busca en Shottlake no nos va a perjudicar —dijo el doctor—. Al contrario,
es una ventaja que se entretengan allí. Pero espero que tú no te veas metido en un lío
cuando vuelvas a la finca.
—No, no creo, pues aunque me vean, nunca podrán imaginarse cómo me
engancharon. No se preocupe por mí. Ya me las arreglaré.
Un poco más adelante se paró el caballo.
—Ahí a la derecha está «La colina roja» —dijo—. Espere a que llame a Pipo.
Luego se acercó al seto que bordeaba la carretera y relinchó suavemente. Al
momento se empezó a oír el ruido que hacen los cascos de un caballo cuando galopa,
y su amigo, un jamelgo mucho más joven, sacó la cabeza entre las zarzas.
—Tengo aquí a John Dolittle —cuchicheó el viejo rocín—. Tiene prisa por llegar
al puente de Talbot. ¿Puedes llevarle?
—Pues claro —respondió el otro.
—Tendrás que llevar un carro tuyo porque yo tengo que volver con el mío a la
cuadra antes de que se despierte mi labrador. ¿Tienes algún carricoche o algo así por
ahí?
—Sí, en el patio hay un carricoche que será más rápido que un carro. Venga de
este lado de la cerca, doctor, y le enseñaré dónde está.
Luego, dándose mucha prisa para que no les cogiese el amanecer, hicieron el
cambio. A doña Sofía la trasladaron de un carro de labranza a un elegante coche.
Después de despedirse cariñosamente del doctor, el viejo caballo emprendió la vuelta
en su carro, llevando de cochero a un espantapájaros que iba subido en el asiento de
delante. Al mismo tiempo a John Dolittle y a Sofía les llevaban a paso rápido en
dirección contraria, hacia el río Kippet.
Algún tiempo después, cuando el doctor volvió a visitar a su viejo amigo —de la
forma que se verá más adelante— se enteró de cómo había sido el viaje de vuelta que
el caballo había hecho solo. Cuando estaba a mitad de camino volvió a encontrarse
con el caballero de las pistolas, que seguía galopando de arriba a abajo por la
carretera de Grantchester en busca de Robert Finch, el bandolero. Al reconocer el
carro y al carretero que había encontrado antes, se paró para hacer otras preguntas. El
carretero, naturalmente, no le contestó. El hombre repitió sus preguntas. Pero el
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carretero seguía inmóvil sin decir ni una palabra. Finalmente el jinete empezó a
sospechar algo, y entonces se inclinó en la silla del caballo y le levantó el sombrero al
carretero para verle la cara.
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como creía que le había robado y enganchado el bandolero, no le echó la culpa de la
aventura. Y durante mucho tiempo después, los curiosos del pueblo seguían yendo a
visitarle al prado, y le señalaban diciendo que era el caballo al que había conducido el
espantapájaros que era el doble de Finch.
Mientras tanto, el doctor y Sofía avanzaban rápidamente en su coche por la
carretera hacia el puente de Talbot. Y aunque el jinete (que era el ayudante del jefe de
policía del condado) salió al galope tras ellos, como le habían sacado mucha ventaja,
no pudo alcanzarlos.
El llegar al río, el doctor sacó a Sofía del coche y la tiró por el puente al agua,
aconsejando al caballo de «La colina roja» que volviese a la finca por un camino
diferente, no fuese a encontrar al hombre. Luego, John Dolittle saltó a la orilla por el
pretil del puente, y mientras corría al borde del río al lado de Sofía, ésta, gorgoteando
de placer, se zambullía y se lanzaba río abajo, cogiendo de paso todos los peces que
le apetecían.
C OMO habían esperado, ya había pasado para el doctor Dolittle y Sofía lo peor
de su dificultoso viaje. Por lo pronto ya no tenían la constante preocupación de
que les vieran. Si se encontraban con alguien en las orillas del río, Sofía se sumergía
bajo el agua hasta que el peligro había pasado, mientras el doctor hacía que pescaba
utilizando una vara de sauce como caña y un pedazo de cuerda como sedal.
Sin embargo, todavía les quedaba mucho camino por recorrer, pues en realidad, el
viaje hacia el norte hasta el puente de Talbot, no les había acercado a la costa.
El paisaje de la región por la que pasaba el río Kippet era muy variado, pero
siempre bonito y agradable. Discurría por una vega llana, de orillas pantanosas,
donde crecían juncos; a veces los arroyos atravesaban pequeños bosques, y las orillas
estaban bordeadas de alisos; otras veces pasaba junto a una granja con orillas
vadeables donde bebía el ganado. En esos lugares los viajeros, o bien esperaban a que
cayese la noche para no ser vistos, o si la profundidad del río lo permitía Sofía nadaba
bajo el agua mientras el doctor daba un rodeo por diferentes caminos y se encontraba
con ella más adelante.
Mientras que el camino era fácil para la foca en su mayor parte, para el doctor no
era siempre sencillo ni mucho menos. Los cientos de setos que tenía que cruzar, las
cercas que tenía que saltar, los riachuelos que tenía que vadear, hacían esta parte del
recorrido difícil y lenta, y Sofía debía aminorar el paso continuamente y remolonear
mientras esperaba a que llegase.
—Mire, doctor —dijo hacia la mitad del segundo día, mientras John Dolittle
descansaba en una orilla—, no me parece que realmente haga falta que usted me
acompañe por más tiempo. Este camino es tan fácil para mí que puedo hacer el resto
del viaje sola, ¿no le parece?
—No, no estoy de acuerdo —dijo el doctor, que estaba tumbado contemplando
las ramas de los sauces que colgaban por encima de su cabeza—. No sabemos todavía
con qué dificultades puedes encontrarte hasta que el río llegue al mar. Lo mejor sería
que antes de seguir adelante consultásemos a otras aves marinas, como nos
aconsejaron los patos.
Justo en ese momento un par de hermosos avetoros descendieron al río no muy
lejos de allí para buscar comida. El doctor les llamó y acudieron a su lado
inmediatamente.
—¿Podríais hacer el favor de decirme cuánto le falta al río para llegar al mar? —
dijo John Dolittle.
—Contando todas las vueltas y revueltas unos ochenta kilómetros —dijeron los
avetoros.
El recorrido que tendría que hacer a pie resultó ser bastante largo. Pero el doctor
encontró un camino que cruzaba por una serie de charcas, prados anegados y un
riachuelo que iba a desembocar en el Kippet a unos tres kilómetros del otro lado de la
ciudad.
Cuando volvió a donde estaba Sofía casi había pasado la noche, y tuvieron que
apresurarse para llegar de nuevo al río antes de despuntar el alba.
Una vez que Sofía estuvo otra vez en el río, John Dolittle decidió dormir un rato
antes de continuar. Sofía también se sentía bastante cansada, a pesar de lo impaciente
que estaba por avanzar a la mayor velocidad posible. Así que después de pedir a una
polla de agua que tenía el nido en la ribera del río que montase guardia y les
despertase si se acercaba algún peligro, se durmieron los dos: Sofía en el agua, pero
con la cabeza fuera apoyada en el tocón de un árbol, y el doctor recostado en un
sauce en la orilla.
D ÁNDOSE la vuelta lentamente John Dolittle se encontró con que quien le tenía
agarrado por el cuello era un hombretón que llevaba una especie de uniforme
parecido al de los marineros.
—¿Quién es usted? —le preguntó el doctor.
—Un vigilante de la costa —dijo el hombre.
—¿Qué quiere? Suélteme la chaqueta.
—Está usted detenido.
—¿Por qué?
—Por asesinato.
Cuando el doctor todavía no había logrado recuperarse de la sorpresa, vio que
venía más gente procedente de la casa solitaria que ya había observado. Al acercarse
advirtió que eran dos hombres y una mujer.
—¿Le has cogido, Tom?
—Sí. Le he cogido in fraganti.
—¿Qué era?
—Una mujer —dijo el vigilante de la costa—. Le agarré justo al tirarla por el
acantilado. Jim, vete corriendo al puesto y saca los barcos. A lo mejor todavía llegas a
tiempo de salvarla, aunque lo dudo. Pero yo a él me lo llevo a la cárcel, tú vuelve
aquí o mándame un recado si encuentras algo.
En un sitio de la pared donde daba el sol de la mañana advirtió unas letras y unos
signos grabados en la piedra por los presos anteriores. Cruzó la celda y los examinó,
y entre ellos vio letras «M. M.» muy mal escritas.
—Sí, Matthew ha estado aquí también. Y parece orgulloso de ello. Vaya, vaya,
qué curioso es el mundo.
Cogió entonces el pan que le habían dejado, lo partió por la mitad, y se comió un
par de bocados. Estaba muy hambriento.
—¡Qué buen pan! —murmuró—. Completamente fresco. Tengo que preguntar al
carcelero dónde lo compra. La cama no está mal tampoco —añadió palpando el
colchón—. Me parece que me voy a echar una siesta. No he dormido como es debido
desde hace no sé cuánto tiempo.
Luego se quitó la chaqueta, la enrolló y se la puso a modo de almohada.
Y cuando hacia las diez de la mañana entró el jefe de policía con un caballero alto
de pelo blanco, se encontraron con que el preso estaba tumbado en el camastro
No tardó mucho en dejar atrás las últimas casas del pueblo y encontrarse en el
campo. Hacia mediodía llegó a un cruce de carreteras donde había un indicador que
decía: «A Appledyke, quince kilómetros», y que señalaba un camino comarcal.
«Ése parece un bonito camino —se dijo el doctor—. Y va en la dirección que me
conviene. Además, me gusta cómo suena el nombre de Appledyke».
Así que, aunque no estaba todavía muy lejos de la ciudad de la que había salido,
—Si consigues que haga esto veinte o treinta veces todas las mañanas y todas las
noches, encontrarás que pronto mejora su velocidad —dijo el doctor.
—Muchísimas gracias —dijo la zorra—. Me cuesta mucho trabajo conseguir que
mis hijos hagan nada con regularidad. Ahora, Diente de León, ya has oído lo que ha
dicho el doctor: todas las mañanas y todas las noches te pones de puntillas lo más que
puedas treinta veces. No quiero cachorros con los pies planos en mi familia. Siempre
hemos sido… ¡Santo Dios! ¡Escuche!
La zorra madre se había callado. Tenía su bella cola estirada pero temblaba; había
alargado el morro. En los ojos, completamente abiertos, la expresión era de terror. Y
en el breve silencio que siguió pudo oírse, a lo lejos, procedente de la parte más alta,
el aterrador sonido que hace que a todos los zorros se les paralice el corazón.
—El cuerno —susurró temblándole los dientes—. ¡Han salido! Es, es… el cuerno
de los cazadores.
Al ver cómo temblaba aquella criatura John Dolittle se acordó del día en que se
convirtió para toda su vida en un acérrimo enemigo de la caza del zorro: fue en cierta
ocasión en que encontró a un viejo zorro tumbado, medio muerto de cansancio, bajo
una maraña de zarzas.
Cuando volvió a sonar el cuerno la pobre zorra empezó a dar vueltas alrededor de
sus cachorros como una loca.
A L volver al lado del arroyo, bajo el cobijo de los árboles, el doctor se sacó los
zorros del bolsillo y los dejó en el suelo.
—Bueno —dijo la zorra—, había oído decir con frecuencia que usted era un gran
hombre, John Dolittle, pero nunca me había dado cuenta hasta ahora de la
maravillosa persona que es. No sé cómo agradecérselo, estoy anonadada. ¡Diente de
León, sal del agua!
—No tienes por qué darme las gracias —dijo el doctor—. Para decirte la verdad
me dio mucha alegría poder engañar al viejo Peabody, aunque me haya prestado
dinero. Llevo muchos años tratando de que deje de cazar el zorro. Cree que los perros
me ventearon a mí hasta aquí abajo por equivocación.
—Ah, pero a estos perros no se les engaña fácilmente —dijo la zorra—.
Galloway, esa enorme bestia, que fue el que habló, es aterrador. Tiene el olfato tan
fino como una aguja. Pocas oportunidades tiene el zorro cuyo rastro consiga
encontrar.
—Pero a ti te han perseguido otras veces y te has escapado, ¿no es cierto? —
preguntó el doctor—. No siempre consiguen la presa.
—Eso es verdad —dijo la zorra—. Pero únicamente nos escapamos por suerte,
cuando las condiciones del tiempo o alguna otra circunstancia está a nuestro favor. El
viento, naturalmente, es una cosa terriblemente importante. Si los perros encuentran
nuestro rastro del lado del viento y empiezan la caza contra el viento, que es como
nosotros lo llamamos, no tenemos apenas oportunidad de salvarnos, a no ser que el
terreno nos ofrezca mucha protección y tengamos suficientes fuerzas para dar la
vuelta y ponernos detrás de ellos, donde su rastro nos venga a nosotros en vez de al
contrario. Pero generalmente el terreno es demasiado abierto como para que podamos
hacer esto sin ser vistos.
—¡Vaya! —dijo el doctor—. Lo comprendo.
—Además, a veces el viento cambia cuando la cacería está en pleno apogeo —
continuó la zorra—. Pero eso es poco frecuente. Sin embargo, recuerdo una vez en
que me salvó la vida. Era en octubre, el tiempo estaba húmedo, como les gusta a los
cazadores. Soplaba una leve brisa. Yo iba cruzando unos prados por ahí cerca cuando
les oí. Tan pronto como me di cuenta de la dirección en que venían comprendí que
estaba del lado malo del viento y en un terreno llano y totalmente al descubierto.
Mucho iba a tener que correr si quería escapar. Conocía realmente bien aquella zona
y me dije a mí misma, cuando salía a toda velocidad: «El Sacedal de arriba» es tu
única oportunidad.
—La razón era que «El Sacedal de arriba» es una tupida mancha de arbustos
Y ahora, con el dinero en el bolsillo para poder pagarse el viaje, John Dolittle se
dispuso a encontrar un coche que le llevase a Ashby.
En el pueblo de Appledyke, el camino comarcal desembocaba en una carretera
más importante que iba de norte a sur. El herrero le informó que las diligencias
hacían el servicio por esa carretera y que pasaría alguna al cabo de media hora. Así
que, después de comprarse unos caramelos en la única tienda que había en Ashby, el
doctor se dispuso a esperar comiéndose los dulces para pasar el rato.
Hacia las cuatro de la tarde apareció un coche de línea que le llevó hasta la ciudad
próxima. Desde allí cogió otro coche nocturno que iba hacia el este, y a primeras
horas de la mañana siguiente ya estaba de vuelta a unos diez kilómetros de Ashby.
Entonces pensó que sería mejor hacer a pie el resto del viaje por razones de
seguridad, así que después de afeitarse y desayunar en un mesón, echó a andar para
cubrir la pequeña distancia que le quedaba.
No llevaba andando más de media hora cuando se encontró con unos gitanos que
habían acampado al lado de la carretera. Una vieja que estaba con ellos le llamó y se
ofreció a decirle la buena ventura. Al doctor no le interesaba que se la dijese, pero se
paró para charlar con ellos. Durante la conversación mencionó el circo de Blossom y
los gitanos le dijeron que ya no estaba en Ashby, sino que había salido para la
siguiente ciudad.
Cuando les preguntó qué carretera debía coger para llegar allí, los gitanos le
dijeron que un hombre con un carro, que iba a reunirse con el circo de Blossom, les
había pasado media hora antes, y que si se daba prisa podría alcanzarle fácilmente
puesto que llevaba un caballo que no andaba muy deprisa.
El camino desde ese lugar hasta la ciudad en que iba a actuar el circo era bastante
complicado, y el doctor pensó que le resultaría mucho más fácil si iba con alguien
que lo conociese. Por lo tanto, después de dar las gracias a los gitanos, apretó el paso
para tratar de alcanzar al hombre, que, como él, se dirigía al circo de Blossom.
Tras preguntar a varios caminantes que encontró por la carretera, el doctor cogió
el mismo camino que había seguido el hombre. Y le alcanzó hacia mediodía, cuando
estaba comiendo parado al lado de la carretera.
Su carro era muy curioso. Tenía los cuatro lados cubiertos de anuncios que
decían: «Utilice el ungüento del señor Brown», «Nadie como Brown para sacarle las
muelas», «El jarabe del doctor Brown cura todas las enfermedades del hígado», «Las
píldoras del doctor Brown hacen esto», «El linimento del doctor Brown hace lo otro»,
etc.
Después de leer todos los anuncios con mucho interés médico, John Dolittle se
Sin embargo, su verdadera influencia sobre la gente del circo no empezó hasta el
El caso es que Nino no era más que una fuerte jaca de color pardo a la que se
había amaestrado para que respondiese a unas señas. Blossom se la había comprado a
un francés, y con ella había comprado el secreto de su supuesta forma de hablar. En
este número la verdad es que no hablaba: sencillamente daba unos golpes con la pata,
o movía la cabeza cierto número de veces en respuesta a las preguntas que Blossom
le hacía en la pista.
—¿Cuánto son tres y cuatro, Nino? —le preguntaba Blossom.
Entonces Nino daba siete patadas en el suelo.
Y si la contestación era sí, movía la cabeza de arriba a abajo, y si era no, entonces
la movía hacia los lados. Pero, naturalmente, no tenía ni la menor idea de lo que se le
preguntaba: sabía tan sólo lo que tenía que responder por las señales que Blossom le
hacía en secreto. Cuando quería que Nino dijese sí, el director del circo se rascaba la
oreja izquierda; cuando quería que le contestase no, entonces cruzaba los brazos, y así
sucesivamente. El secreto de todas estas señales lo guardaba Blossom muy
celosamente. Pero, como es natural, el doctor lo sabía todo, porque Nino le había
contado cómo se desarrollaba la actuación.
Ahora bien, al anunciar el circo, Blossom siempre ponía a Nino como «el caballo
parlante mundialmente famoso», como la atracción principal, pues era un número que
gustaba mucho. A los niños les encantaba hacer preguntas a la pequeña yegua y ver
cómo les contestaba con las patas o con la cabeza.
El primer día en que el circo estuvo en Bridgeton, se hallaban charlando el doctor
Fue una representación extraña, la única en su género que jamás se haya visto en
un circo. El doctor, cuando entró en la pista, no tenía una idea muy clara de lo que iba
a hacer, y Beppo tampoco. Pero el viejo caballo sabía que la representación le iba a
valer el bienestar y el dejar de trabajar para el resto de sus días. De vez en cuanto,
durante su actuación se olvidaba de su noble estirpe y volvía a adoptar su aspecto
cansado y fatigado de siempre. Pero en conjunto, tal como dijo Saltarín después,
resultó ser un caballo de circo mucho mejor de lo que se había esperado, y con el
público tuvo más éxito que ninguno de los números que Blossom había presentado
hasta entonces.
Después de hacer algunos trucos, el coronel Pufftupski se volvió hacia el público
y dijo (en un inglés extraordinariamente bueno) que estaba dispuesto a hacer que el
caballo realizase lo que le pidiesen. Inmediatamente un niño que estaba en la primera
fila gritó:
—Dígale que venga hacia aquí y que me quite el sombrero.
M IENTRAS tanto, John Dolittle iba consiguiendo que Blossom cumpliese las
otras condiciones del trato. Poco después de abrir el circo en Bridgeton, el
elefante mandó a Yip que fuese a buscar al doctor porque tenía un fuerte ataque de
reuma, debido a que vivía en un establo extraordinariamente húmedo y sucio.
El pobre animal tenía muchos dolores. Después de examinarlo, el doctor le recetó
masajes. Avisaron a Blossom y le pidieron que comprase un barril de un bálsamo
especial muy caro. Unas semanas antes el director del circo se hubiese negado de
plano a hacer semejante dispendio para el bienestar de sus animales. Pero ahora que
John Dolittle le estaba haciendo ganar más dinero del que jamás había obtenido con
su negocio, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por complacerle. Así que se fue a
buscar el bálsamo inmediatamente y entonces el doctor pidió seis hombres fuertes
para ayudarle.
E N el momento en que John Dolittle llamó a la puerta, el labrador que era dueño
de la tierra que el doctor deseaba comprar estaba sentado delante de la mesa de
su sala hablando con el amo de Toggle. Le hacían mucha falta doscientas libras para
comprar patatas de siembra, pero el amo de Toggle no se las podía prestar, aunque se
disculpó mucho por ello, porque él también andaba mal de dinero en ese momento. Y
de eso estaban hablando cuando se vieron interrumpidos por la llamada del doctor.
El labrador era muy hospitalario e invitó a John Dolittle a que entrase y se sentase
a la mesa con su otro visitante, y la mujer del anfitrión trajo unos vasos de aromática
sidra. Luego, el doctor describió la finca que Toggle le había enseñado y preguntó si
estaba en venta. Y como era una tierra que el labrador rara vez utilizaba, dijo
inmediatamente que sí, que lo estaba. Entonces el doctor le preguntó que cuánto
pedía por ella y el labrador dijo que mil doscientas libras.
FINCA DE REPOSO
Esta tierra es propiedad de la «Asociación de Caballos de Tiro Jubilados». A las
personas y a los perros molestos que entren sin permiso se les recibirá a patadas.
(Firmado, en nombre de la Junta Directiva)
BEPPO, Presidente.
TOGGLE, Vicepresidente.
Nota: el ingreso es gratis.
J OHN Dolittle llegó al circo ya tarde aquella misma noche, en vez de al día
siguiente por la mañana como había esperado, porque le recogió en la carretera
un coche ligero. Y lo primero que le dijo Matthew Mugg cuando entró en el carro
fue:
—Blossom me ha dicho que quiere verle tan pronto como llegue. Ese enano de
Manchester está todavía con él.
Acto seguido el doctor salió de su carromato y se dirigió al del director del circo.
Yip le preguntó si podía ir con él y el doctor le dijo que sí.
El circo estaba ya todo recogido y preparado para emprender la marcha a
primeras horas de la mañana siguiente. Al acercarse al carro de Blossom, John
Dolittle vio que había luz en la ventana, aunque ya era tarde: era después de
medianoche.
Dentro encontró al director sentado ante una pequeña mesa con el señor
elegantemente vestido que había visto a primeras horas de aquel día.
—Buenas noches, doctor —dijo el director—. Este caballero es don Frederick
Belamy, propietario y empresario del «Anfiteatro» de Manchester y desea hablar con
usted.
El doctor le estrechó la mano y el señor Belamy se reclinó otra vez en la silla
metiéndose los dedos gordos de las manos en las bocamangas del blanco chaleco y
dijo:
—Doctor Dolittle, he retrasado mi vuelta a Manchester, a pesar de que tenía
asuntos importantes y urgentes que atender, a fin de hablar con usted sobre un
contrato que he ofrecido al señor Blossom esta tarde. Yo presencié su número con el
caballo parlante y me interesó sobremanera. El señor Blossom me ha comunicado que
ha tratado de convencerle a usted para que tome parte en su espectáculo cuando se
presente en mi teatro, pero que usted se ha negado, y que se ha llevado el caballo al
campo.
El doctor asintió con la cabeza y el señor Belamy continuó:
—Yo supuse entonces que el trato había fracasado, porque, si he de ser sincero,
sin su número este circo no me interesaría. Pero el señor Blossom me convenció de
que me quedase y hablase con usted personalmente. Me ha asegurado que lo
importante de la actuación no era ese caballo en especial, sino el poder, tan poco
común, que usted tiene con los animales, y por lo que usted podría hacer un número
igual de bueno con cualquier caballo. Me ha dicho, aunque debo confesar que apenas
puedo creerlo, que usted sabe realmente comunicarse con los animales en sus
diferentes lenguas. ¿Es eso cierto?
El grupo Dolittle se pasó casi toda la semana que el circo estuvo en Plimpton
preparando y ensayando La pantomima de Puddleby para presentarla en Manchester.
En cuanto al testadoble, el servicial Matthew Mugg se hizo enteramente cargo de su
caseta, dejando así al doctor en libertad para ocuparse de la obra de teatro.
La función se repitió día tras día para que todos se aprendiesen perfectamente su
papel y no hubiese el menor peligro de que se equivocasen. El doctor quería que toda
la representación corriese a cargo de los animales, sin aparecer él ni ninguna otra
persona en el escenario desde el principio hasta el final. Durante los ensayos
sucedieron toda clase de incidentes y cosas extrañas que aportaron al doctor ideas que
en muchos casos añadió a la obra de teatro lo mismo que había hecho con lo del
pepino. Además, varios actores tuvieron sus propias ocurrencias cómicas mientras se
representaba la obra, y cuando valían la pena John Dolittle las añadía a la pantomima.
Por estos motivos, hacia el final de los ensayos, la función era mucho más larga y
bastante diferente de lo que habían representado ante el señor Belamy. Pero era
E L día en que el circo se trasladó a Manchester fue una gran fecha para el grupo
Dolittle. A excepción de Yip, ninguno de los animales había estado nunca en
una ciudad realmente grande. Durante el viaje, Gub-Gub se pasó todo el tiempo en la
ventana del carro contemplando la carretera y avisando a voz en grito a los demás
cuando veía algo nuevo o sorprendente.
La sala de espectáculos del señor Belamy estaba situada en las afueras de la
ciudad, en un gran parque de atracciones con toda clase de espectáculos
independientes y un enorme edificio en el centro que era el teatro. Detrás de éste
había un amplio espacio al aire libre donde se celebraban encuentros de boxeo y de
lucha libre, concursos de charangas y otros entretenimientos. Se llamaba el Anfiteatro
porque era de forma oval, con una gradería muy alta alrededor, como los grandes
teatros romanos.
Al parque de atracciones del señor Belamy acudían a millares los ciudadanos de
Manchester cuando querían divertirse, especialmente los domingos después de comer
y por las tardes. Por la noche todo el recinto estaba iluminado con filas de pequeñas
luces y resultaba muy alegre y bonito.
El parque era tan grande que el Gran Circo de Blossom cabía perfectamente en un
rincón y casi no se le veía. El director del circo se quedó muy impresionado.
—¡Caray! —le dijo al doctor—. Así es como debe organizarse el negocio del
espectáculo a gran escala. Belamy debe de estar forrado de dinero. ¡Si resulta que
sólo en el teatro se puede meter tres veces más público que en nuestra tienda grande!
A la compañía del circo de Blossom, que se sentía muy pequeña y poco
importante en una organización tan grande, la llevaron al sitio donde iban a instalarse
durante su estancia allí. Poco después de conducir los caballos a la cuadra apareció el
importante señor Belamy en persona. Y lo primero que preguntó fue por el grupo de
la Pantomima de Puddleby.
—Para el resto de la compañía le dejo este rincón del recinto —le dijo a Blossom
— y usted puede organizarse el negocio por su propia cuenta. Cuando viene más
gente es después de las cinco de la tarde y todo el sábado, sobre todo después de
comer, entonces generalmente organizamos un concurso de lucha en la pista. Pero de
la compañía del doctor Dolittle me voy a ocupar yo separadamente. Como es natural
les pagaré a través suyo, tal como le dije, y se lo reparten como ustedes lo acuerden.
Pero desde ahora, él y sus animales están bajo mi dirección, comprende, y que nadie
les moleste. Esto es lo que acordamos, ¿verdad?
Entonces, mientras Blossom y sus hombres organizaban e instalaban los
diferentes espectáculos, al grupo Dolittle y su carro los llevaron a otra parte del
—¡Qué de gente! —murmuró, mientras los ojos casi se le saltaban de las órbitas
—. ¡Y fíjense en los coches! Yo no sabía que había tantos en el mundo y que iban uno
tras otro por las calles como si fuese un desfile. ¡Y qué verdulerías tan buenas! ¿Ha
visto usted alguna vez unos tomates tan grandes? ¡Oh, me chifla este sitio! Es mucho
A los dos lados del escenario había unos marcos pequeños, y al empezar cada
número salían unos lacayos de librea que ponían en ellos unos letreros grandes
anunciando el número siguiente para que el público supiese lo que venía después. El
doctor sugirió que para la Pantomima de Puddleby el cambio de los letreros lo
hiciesen los animales en vez de los lacayos. Al señor Belamy le pareció una idea
estupenda. Y cuando el doctor estaba pensando qué animales podrían hacerlo, Tu-Tu
pidió que le diesen a ella el trabajo.
—Pero necesitamos dos —dijo el doctor—. Ya ves cómo lo hacen los criados,
como si fuesen soldados. Salen muy marchosos, exactamente como si estuviesen
haciendo la instrucción, con los carteles en la mano, y luego cada uno se va a un lado
del escenario, quitan el cartel anterior y meten el nuevo.
—Está bien, doctor —dijo Tu-Tu—. Puedo conseguir que venga rápidamente otra
lechuza y haremos mejor pareja que esos lacayos. Espere a que me dé una vuelta por
A L oír las palabras de Yip el doctor frunció el ceño perplejo. Entonces se puso el
sombrero con calma y salió con el perro bajo la lluvia. Al llegar al carro de
Blossom encontró que todo estaba exactamente como Yip se lo había descrito. No
había nadie dentro. Se habían llevado todos los artículos de valor. Por el suelo
aparecían dispersos unos cuantos papeles rotos. En la habitación interior, que era el
tocador privado de la señora Blossom, el doctor vio que la situación era igual. Todo
daba la impresión de que las personas que habían vivido en aquel sitio se hubiesen
marchado precipitadamente para una larga temporada.
Mientras John Dolittle seguía mirando desconcertado alguien le dio un golpecito
por detrás. Era Matthew Mugg.
—Da la impresión de que ha pasado algo malo, ¿verdad? —dijo—. A Blossom no
le hacía falta llevarse el baúl y todo lo demás para ir a sacar el dinero del banco. Si
usted me lo preguntase, yo le diría que tengo una especie de presentimiento de que ya
no vamos a volver a ver a nuestro amable y buen director.
—Bueno, Matthew —dijo el doctor—, no podemos juzgar a la ligera. Dijo que
volvería. Puede haberse retrasado. En cuanto al baúl y las demás cosas, al fin y al
cabo, son suyas. Tiene derecho a hacer con ellas lo que quiera. Estaría mal hacer
juicios temerarios antes de tener más pruebas que éstas.
—¡Vaya! —dijo entre dientes el vendedor de carne para gatos—. Claro, usted
siempre ha detestado pensar lo peor de la gente. Sin embargo, yo creo que puede
despedirse del dinero que ganó en Manchester.
—No tenemos ninguna prueba, Matthew —dijo el doctor—. Y escucha, si lo que
sospechas es verdad, va a ser un problema muy serio para toda la gente del circo. Así
que, por el momento, te ruego que no expliques tus sospechas a nadie. No hay por
qué poner nerviosa a la gente del circo hasta que lo sepamos con seguridad. Sin
embargo, ¿harías el favor de ensillar un caballo disimuladamente y marcharte a
Manchester? Vete a ver al señor Belamy y pregúntale si sabe qué ha sido de Blossom.
Y vuelve, para traerme noticias, en cuanto puedas.
—Muy bien —dijo Matthew cuando se iba—. Pero no creo que el señor Belamy
esté más enterado que usted de adonde se ha largado nuestro director. Seguramente
que estará ya camino de Francia.
Después de escuchar esta conversación, Yip se escabulló y se reunió con los otros
animales en el carro del doctor.
—Compañeros —dijo sacudiéndose la lluvia—. Alexander Blossom se ha
escabullido.
—¡Santo Dios! —gritó Tu-Tu—. ¿Con el dinero?
El doctor, que cada vez se sentía más y más angustiado, mientras esperaba que
Blossom apareciese de un momento a otro, empezó a encontrar bastante difícil
sostener la conversación sobre cualquier tema que no fuese la misteriosa desaparición
del director.
Finalmente el jefe de los que montaban las tiendas se unió al grupo.
—Me parece sospechoso —comentó después de oír lo que sabían—. Yo tengo
que mantener a una mujer y a tres niños. ¿Cómo van a vivir si no me pagan el jornal?
Mi señora ya no tiene alimentos en el carro ni para una comida más.
—Sí —dijo uno de los hermanos Pinto—, y nosotros tenemos un recién nacido en
la familia. Si es que Blossom se ha largado con el dinero hay que denunciarle a la
policía.
—Pero no tenemos ninguna prueba de que se haya fugado —dijo el doctor—.
Puede llegar de un momento a otro.
—Y puede no llegar, doctor —interrumpió Hércules—. Si es un ladrón, para
cuando usted tenga pruebas puede haber llegado a la China, donde no pueda cogerle
nadie. Y son cerca de las seis. Los Pinto tienen razón. ¿Qué hacemos aquí jugando a
las adivinanzas y a las conjeturas? Por lo menos deberíamos enviar a alguien a
Manchester para que averigüe lo que pueda.
—Yo ya he enviado a alguien —dijo el doctor—. Matthew Mugg, mi ayudante,
L O curioso fue que tan pronto como el atleta habló de un nuevo director todos
los ojos del pequeño grupo que estaba reunido en el carro se volvieron hacia
John Dolittle.
—Doctor —dijo Hércules—, me da la impresión de que usted va a acabar siendo
el nuevo jefe. Y si alguien me lo consultase, yo diría que usted lo va a ser muy bueno.
¿Qué os parece, chicos?
—¡Sí, sí! —gritaron todos—. El doc es el hombre.
—En ese caso —dijo Hércules—, en nombre del personal del «mejor espectáculo
del mundo» yo le entrego, doctor, el circo del desaparecido Alexander Blossom.
Desde ahora en adelante, para nosotros, su palabra es ley.
—¡Pero, Santo Dios! —dijo el doctor tartamudeando—. Si yo no sé nada de la
organización de un circo, y además yo…
—Pues claro que sabe usted —interrumpió Hércules—. ¿No fue acaso su número
con Beppo lo que hizo la gran semana de Bridgeton? ¿Y no fue acaso por su causa
por lo que el circo fue a Manchester? ¡Pero si usted es capaz de hablar con los
animales! Yo personalmente tengo la impresión de que bajo su dirección ganaremos
más dinero del que jamás hemos ganado, o perdido, con Blossom. Usted, ¡adelante! y
a organizarlo todo.
—Sí —dijo Saltarín—. Eso es, doctor. Dios sabe lo que nos puede ocurrir a todos
A DEMÁS de Tu-Tu, la contable, otro miembro del grupo que estuvo más
ocupado de lo normal durante los primeros días del circo Dolittle, fue Dab-
Dab, el encargado de las tareas domésticas.
Una noche le dijo a Tu-Tu:
—A mí todo esto me parece muy bien y yo no quiero ser un aguafiestas, pero me
gustaría que además del doctor hubiese alguien que se ocupase de la cuestión
financiera. Él es estupendo para organizar nuevos espectáculos con animales. Y como
director de escena no lo hay mejor. Pero sé lo que va a pasar: todos los demás socios,
Hércules, Saltarín, los Pinto y todos los demás van a acabar haciéndose ricos, pero el
doctor va a seguir siendo pobre. Pues anoche mismo estaba hablando de enviar a la
zarigüeya a Virginia. Según parece, quiere subirse a los árboles a la luz de la luna, y
por lo visto aquí no tenemos árboles a propósito ni luna… Yo le dije que la luna en
Inglaterra es tan buena como la de Virginia. Pero dice que no lo es, que no es bastante
verde. Y Dios sabe lo que va a costar su pasaje a América. Sin embargo, estoy seguro
de que tan pronto como el doctor tenga suficiente dinero, la enviará. También ha
hablado del león y del leopardo, dice que los grandes animales cazadores no deberían
estar nunca cautivos. Yo quisiera que hubiese algún otro hombre, alguien con un buen
sentido para los negocios que vigilase un poco los planes del doctor.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Yip—. Pero yo tengo puestas mis
esperanzas en Matthew Mugg. No es realmente tan tonto como parece.
—Es un tipo muy simpático —añadió Timoteo—. Casi siempre que se tropieza
conmigo o con Toby saca del bolsillo un hueso o algo semejante y nos lo da.
—Oh, sí —dijo Yip—. Es que ésa era su profesión: era un vendedor de carne para
gatos, sabes, y daba de comer a los animales. Tienen muy buen corazón. Y yo creo,
Dab-Dab, que vas a encontrar que tiene muy buen sentido para los negocios. Fue él
quien arregló lo de las tres siguientes ciudades a las que vamos a ir. El doctor no
sabía cómo contratar el circo por adelantado, ni dónde ir, ni cómo organizar la gira
del circo por el país. Entonces consultó a Matthew, y éste se fue inmediatamente a la
ciudad siguiente, y averiguó la fecha en que generalmente se celebra la semana de la
feria, y arregló la cuestión del abastecimiento de alimentos, y el alquilar un terreno
para el espectáculo y todo lo demás. Y está entusiasmado con el negocio del circo.
Con frecuencia le he visto presumir con los gitanos y con la gente que anda por las
carreteras de que es el socio de John Dolittle, el famoso empresario. También sabe
hacer publicidad, y eso es muy importante en este asunto. Fue Matthew quien
convenció al doctor para que mandase imprimir esos grandes carteles. Me han dicho
que ya los han pegado en todas las calles de Tilmouth, nuestra próxima ciudad. Sí, yo
Dolittle.<<
doctor Dolittle.<<
porque la molestaba tener por en medio tantos animales. Esto se cuenta en La historia
del doctor Dolittle.<<