0% encontró este documento útil (0 votos)
165 vistas227 páginas

El Circo Del Doctor Dolittle - Hugh Lofting

El doctor Dolittle y sus amigos animales regresan sin dinero a su casa en Inglaterra tras sus aventuras en África. El doctor está preocupado por cómo mantendrá a su gran familia. Mientras los animales disfrutan de estar de nuevo en casa, el doctor recibe varios pacientes animales en su consulta. Más tarde, recibe la visita de Matthew Mugg, un vendedor de carne para gatos, quien trae regalos y ofrece su ayuda. El doctor le cuenta su idea de exhibir al testadoble, un animal de dos cabezas que les reg

Cargado por

RydiaValentine
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
165 vistas227 páginas

El Circo Del Doctor Dolittle - Hugh Lofting

El doctor Dolittle y sus amigos animales regresan sin dinero a su casa en Inglaterra tras sus aventuras en África. El doctor está preocupado por cómo mantendrá a su gran familia. Mientras los animales disfrutan de estar de nuevo en casa, el doctor recibe varios pacientes animales en su consulta. Más tarde, recibe la visita de Matthew Mugg, un vendedor de carne para gatos, quien trae regalos y ofrece su ayuda. El doctor le cuenta su idea de exhibir al testadoble, un animal de dos cabezas que les reg

Cargado por

RydiaValentine
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 227

Tras

sus aventuras en África, el doctor Dolittle y sus inseparables amigos


vuelven sin un penique a Inglaterra. Como tiene que mantener a su gran
familia, pronto encuentra una solución: exhibir al testadoble en un circo.
¡El éxito es inmenso!
La «Pantomima de Puddleby», que monta con Dab-Dab, Yip y Gub-Gub, les
hace aún más famosos, sin embargo, el doctor se mete en un buen lío
cuando pretende ayudar a Sofía, la foca, para que vuelva a Alaska.
A pesar de estos contratiempos, el doctor es nombrado director del circo,
pero el dejar al león pasear en libertad nuevamente le creará problemas.

www.lectulandia.com - Página 2
Hugh Lofting

El circo del doctor Dolittle


ePub r1.0
Prpikachu 08.09.13

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Doctor Dolittle’s Circus
Hugh Lofting, 1924
Traducción: Amalia Martín-Gamero
Diseño de portada: Hugh Lofting

Editor digital: Prpikachu


ePub base r1.0

www.lectulandia.com - Página 4
www.lectulandia.com - Página 5
PRIMERA PARTE

www.lectulandia.com - Página 6
1
La tertulia alrededor del fuego

E STE es el relato de lo que le sucedió al doctor Dolittle durante la época en que


formó parte de un circo. Al principio no pensó que iba a llevar esa vida durante
mucho tiempo. En realidad, él sólo quería exhibir el testadoble el tiempo necesario
para ganar el dinero que debía al marinero por el barco que le había prestado y que se
había ido a pique.
Pero Tu-Tu había hecho un comentario muy acertado: para John Dolittle no era
difícil ganar dinero, pues en realidad se contentaba con poco, pero el seguir siendo
rico era una cuestión muy diferente. Dab-Dab decía que desde que le conocía —que
él supiese— en cinco ocasiones había llegado a poseer una fortuna considerable, pero
que cuanto más dinero tenía, más pronto podía esperarse que se volviese a quedar sin
nada.
Claro que la idea de Dab-Dab sobre lo que era poseer una fortuna no era muy
ambiciosa, aunque sí era verdad que durante su vida circense el doctor llegó a tener
repetidas veces suficiente dinero para que se le considerase muy pudiente, pero con la
regularidad de un reloj, al final de la semana o del mes volvía a estar sin un penique.
Bueno, pues nuestro punto de partida va a ser cuando el grupo Dolittle (Yip el
perro, Dab-Dab el pato, Tu-Tu la lechuza, Gub-Gub el cerdo, el testadoble y el ratón
blanco) llega al fin a la casita de Puddleby-on-the-Marsh procedente de África, tras
su largo viaje de regreso. La familia era muy numerosa, y como no tenía un penique
en el bolsillo, al doctor le preocupaba mucho cómo iba a mantenerla, incluso durante
el breve período de tiempo en que iban a permanecer allí haciendo los preparativos
necesarios para enrolarse en un circo. Afortunadamente, como Dab-Dab era tan
previsor, les había hecho coger del barco de los piratas todos los alimentos que
quedaban en la despensa al final del viaje. Administrándolos bien, podían durar un
día o dos por lo menos, dijo.
Los animales estaban tan contentos de encontrarse de nuevo en casa que todos,
excepto Dab-Dab, habían dejado de preocuparse por el futuro. Sin embargo, el bueno
del pato, como era el encargado de las tareas domésticas, se había ido directamente a
la cocina para fregar los cacharros y hacer la comida. Los demás, incluido el doctor,
habían salido al jardín para volver a explorar todos los rincones que tan bien
conocían. Y todavía estaban curioseando los escondrijos de aquel hogar que tanto les
gustaba cuando Dab-Dab les llamó a comer golpeando una sartén con una cuchara.
Todos entraron precipitadamente ante la agradable perspectiva de volver a
disfrutar de una comida en la querida cocina donde antaño habían pasado juntos
tantas horas divertidas.
—Creo que esta noche va a hacer bastante frío como para encender el fuego —

www.lectulandia.com - Página 7
dijo Yip cuando todos hubieron ocupado sus puestos alrededor de la mesa—. Este
viento de septiembre es muy fresco. ¿Nos contará un cuento esta noche, doctor? Hace
mucho tiempo que no nos sentamos a charlar alrededor del fuego.
—Léanos algo del libro de historias de animales —dijo Gub-Gub—, podía
leernos el cuento del zorro que intentó robar el ganso del rey.
—Bueno; a lo mejor; ya veremos —dijo el doctor—; ya veremos. ¡Qué deliciosas
son estas sardinas de los piratas! Por el sabor creo que son de Burdeos. No hay quien
supere a las verdaderas sardinas francesas.
En ese momento llamaron al doctor para que fuese a ver a un paciente en la
consulta: era una comadreja que se había roto una garra. Apenas había terminado
cuando apareció un gallo de una granja cercana con la garganta irritada. Estaba tan
ronco, dijo, que no podía cantar más que muy bajito, y entonces en su granja no se
despertaba nadie por la mañana. Luego llegaron dos faisanes que traían a un polluelo
muy debilucho, que no había podido picotear como es debido desde que nació.
Pues aunque la gente de Puddleby no se había enterado todavía de que había
vuelto el doctor, la noticia de su llegada ya había corrido entre los animales y las
aves. Y se pasó toda esa tarde muy ocupado vendando, aconsejando y medicando,
mientras una enorme y variada patulea de animales esperaba con paciencia a la puerta
de la consulta.

—¡Vaya por Dios! ¡Ya estamos como antes! —suspiró Dab-Dab—. Aquí no hay
tranquilidad. Los pacientes claman por verle mañana, tarde y noche.
Yip había estado en lo cierto: al caer la tarde empezó a hacer mucho fresco, y
fueron al sótano a buscar leña para encender un buen fuego en la gran chimenea,

www.lectulandia.com - Página 8
alrededor de la cual se reunieron los animales después de cenar, pidiendo repetidas
veces al doctor que les contase un cuento o que les leyese un capítulo de uno de sus
libros.
—¿Y el circo? —dijo—. Tenemos que ganar dinero para pagar al marinero, así
que hay que pensar en ello. Ni siquiera hemos encontrado todavía un circo al que
unirnos. No sé por dónde empezar. Los hay por todas partes, pero tengo que ver quién
podría informarme.
—Ssss —dijo Tu-Tu—. ¿No han llamado a la puerta principal?
—¡Qué raro! —dijo el doctor levantándose de la silla—. No espero todavía
ninguna visita.
—Quizá sea la viejecita del reuma —dijo el ratón blanco cuando el doctor se
dirigía al vestíbulo—. A lo mejor se encontró con que después de todo el médico de
Oxenthorpe no era tan bueno.
Una vez encendidas las velas del vestíbulo, John Dolittle abrió la puerta principal,
y se encontró en el umbral con el vendedor de carne para gatos.
—¡Pero, caray, si es Matthew Mugg![1] —exclamó—. Entra, Matthew, entra.
¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Tuve el presentimiento, doctor —dijo el vendedor de carne para gatos,
entrando con paso lento—. Esta misma mañana voy y le digo a mi señora:
«Teodosia», le digo, «algo me hace pensar que el doctor ha vuelto. Voy a subir a su
casa esta noche para echar un vistazo».
—Bueno, pues me alegro mucho de verte —dijo John Dolittle—. Vamos a la
cocina, allí se está caliente.

www.lectulandia.com - Página 9
Aunque dijo que sólo había ido por si casualmente había vuelto el doctor, llevaba
varios regalos: el nudillo de una pata de cordero para Yip; un pedazo de queso para el
ratón blanco; un nabo para Gub-Gub y un tiesto con un geranio en flor para el doctor.
Cuando el visitante se hubo instalado cómodamente en la butaca delante del fuego,
John Dolittle le ofreció el bote del tabaco, que estaba en la repisa de la chimenea, y le
invitó a que cargase la pipa.
—Recibí su carta para el gorrión[2] —dijo Matthew—. Supongo que le
encontraría sin dificultad.
—Sí, y me resultó muy útil. Se fue del barco cuando estábamos cerca de la costa
de Devon. Tenía prisa por volver a Londres.
—¿Se va a quedar aquí en casa por algún tiempo?
—Bueno, sí y no… —respondió el doctor—. Nada me gustaría tanto como
disfrutar de unos meses de tranquilidad y arreglar el jardín. Está hecho una pena.
Pero, desgraciadamente, tengo que ganar algo de dinero primero.
—Vaya —comentó Matthew, chupando la pipa—. Un servidor ha estado tratando
de hacer eso toda la vida. Pero sin mucho éxito. Sin embargo, tengo ahorradas
veinticinco libras, si eso le puede servir de algo.
—Te lo agradezco mucho, Matthew, mucho. Lo que pasa es que… necesito
bastante dinero. Tengo que pagar unas deudas. Pero, escucha: tengo un animal nuevo
muy extraño, un testadoble[3]. Tiene dos cabezas. Me lo regalaron los monos de
África, después de curarles una epidemia, con la idea de que lo exhibiese en un circo.
¿Te gustaría verlo?
—Ya lo creo —dijo el vendedor de carne para gatos—. Debe de ser algo muy
nuevo.
—Está fuera, en el jardín —dijo el doctor—. No le mires demasiado. No está
acostumbrado todavía y se azora mucho. Vamos a coger un cubo de agua para hacer
como que se la llevamos para beber.
Cuando Matthew volvió a la cocina con el doctor era todo sonrisas y estaba
entusiasmado.
—Pero, caramba —dijo—, le apuesto lo que quiera a que puede hacer una fortuna
con él. Nunca se ha visto nada semejante desde la creación del mundo. Y además, yo
siempre he pensado que usted debería meterse en un circo, pues es el único hombre
viviente que sabe el lenguaje de los animales. ¿Cuándo va a empezar?
—Ésa es la cuestión. A lo mejor tú puedes ayudarme. Querría estar seguro de que
el circo en el que me enrolase fuese agradable. Ya me entiendes, querría ir con gente
simpática.
—Conozco justo lo que necesita —dijo Matthew—. Ahora mismo en Grimbledon
está el circo más bonito que usted haya podido imaginarse. Esta semana es la feria de
Grimbledon, y estará allí hasta el sábado. Un servidor y Teodosia fuimos a verlo el

www.lectulandia.com - Página 10
primer día que actuó. No es un circo grande, pero es bueno, es eso que se llama
selecto. ¿Qué le parece si le llevo allí mañana y habla usted con el director?
—Vaya, eso sería estupendo —dijo el doctor—. Pero entre tanto no le digas nada
a nadie de esto. Tenemos que mantener al testadoble en secreto hasta que le
exhibamos ante el público.

www.lectulandia.com - Página 11
2
El doctor se encuentra a un amigo, y… a una parienta

L A verdad es que Matthew Mugg era un hombre extraño. Le encantaba


emprender trabajos nuevos, y probablemente ésa era la razón por la que nunca
tenía dinero. Pero después de probar un trabajo nuevo generalmente acababa
volviendo a vender carne para gatos y a cazar ratas por encargo de los granjeros y los
molineros de los alrededores de Puddleby.
En la feria de Grimbledon, Matthew ya había intentado que le colocasen en el
circo, pero no lo había conseguido. Sin embargo, al saber que el doctor se iba a meter
en el asunto —y con un número tan extraordinario como exhibir al testadoble—
empezó de nuevo a concebir esperanzas.
Y al volver a casa esa noche ya se veía como socio de su querido doctor
dirigiendo el circo más grande del mundo.
A la mañana siguiente se fue a la casita temprano y después de que Dab-Dab les
hubo hecho unos bocadillos de sardina para que se los comiesen por el camino,
emprendieron la marcha.
Era una buena caminata la que había desde Puddleby a Grimbledon. Cuando el
doctor y el vendedor de carne para gatos llevaban ya un rato andando por la carretera,
oyeron que por detrás venía un caballo. Al volverse vieron avanzar hacia ellos un
carricoche de dos ruedas en el que iba un campesino. Al ver a los dos viajeros en la
carretera, el campesino hizo ademán de invitarles a subir, pero a su mujer, que iba con
él, no le gustó el aspecto andrajoso del vendedor de carne para gatos y prohibió a su
marido que se parase para recogerlos.
—¿Qué caritativos, verdad? —comentó el vendedor de carne para gatos cuando
les pasó el coche—. Ellos tan cómodamente sentados y a nosotros nos dejan a pie.
Ése es Isidoro Stiles, el productor de patatas más importante de estas tierras, con su
mujer, ese espantapájaros tan presumido. ¿No ha visto cómo me miraba? ¡Un cazador
de ratas no es bastante elegante como para ir con ella!
—Pero, mira —dijo el doctor—, se han parado y están dando la vuelta al coche.
Lo que en realidad pasaba es que el caballo conocía al doctor tanto de vista como
de oídas, y al pasar se había dado cuenta de que el hombrecillo que iba a pie por la
carretera no era ni más ni menos que el famoso John Dolittle. Encantado de que su
amigo hubiese regresado a esas tierras, el caballo se había dado la vuelta
espontáneamente y venía al trote —a pesar de que el cochero tiraba de él— para
saludar al doctor y preguntarle cómo estaba.
—¿Dónde va usted? —preguntó el caballo al acercarse.
—Vamos a la feria de Grimbledon —respondió el doctor.
—Nosotros también —dijo el caballo—. ¿Por qué no se sube a la parte de atrás

www.lectulandia.com - Página 12
del coche, al lado de la vieja?
—No me han invitado —dijo el doctor—. ¿No ves que tu amo está tratando de
que te vuelvas otra vez hacia Grimbledon? Mejor será que no se enfade. Sigue tu
camino. No te preocupes por nosotros que estamos bien.
Aunque de muy mala gana, el caballo obedeció finalmente al conductor, se dio la
vuelta y arrancó de nuevo en dirección a la feria. Pero no había avanzado ni medio
kilómetro cuando se dijo a sí mismo:
«Es una vergüenza que ese gran hombre tenga que ir a pie mientras estos patanes
van en coche. Que me parta un rayo si no le recojo».
Entonces hizo como que se espantaba por algo que había en la carretera, de
repente dio otra vez la vuelta al carricoche y regresó de nuevo hacia donde estaba el
doctor a galope tendido. La mujer del campesino se puso a chillar y el marido tiró con
todas sus fuerzas de las riendas. Pero el caballo no hizo el más mínimo caso y al
llegar junto al doctor empezó a encabritarse, a corcovear y a ponerse en dos manos
como si fuese un potro salvaje.
—Súbase al carricoche, doctor —dijo en voz baja—, o si no tiro a estos estúpidos
a la cuneta.
Temiendo que hubiera un accidente, el doctor agarró al caballo por la brida y le
acarició el hocico. Al momento se quedó tan tranquilo como un manso cordero.

—Su caballo está un poco intranquilo señor —dijo el doctor al labrador—. ¿Me
deja que le lleve un rato? Soy médico veterinario.
—Bueno, por supuesto —dijo el labrador—. Me consideraba un entendido en
caballos pero esta mañana no puedo con él.

www.lectulandia.com - Página 13
Entonces, al subirse el doctor y coger las riendas, el vendedor de carne para gatos
se montó atrás, y soltando una risita de satisfacción, se sentó al lado de la indignada
mujer.
—Qué buen día hace, ¿verdad, señora de Stiles? —dijo Matthew Mugg—. ¿Qué
tal andan las ratas del granero?
Llegaron a Grimbledon hacia media mañana. La ciudad estaba muy animada,
había gente por todas partes y tenía aire de fiesta. En el mercado de ganado los rediles
estaban llenos de hermosas reses, cerdos de primera, rollizas ovejas y caballos de raza
con cintas en las crines.
El doctor y Matthew se abrieron camino con paciencia hacia el recinto del circo
entre el alegre gentío que llenaba las calles. Al doctor empezó a preocuparle la idea
de que le hicieran pagar para entrar, pues no llevaba ni un penique en los bolsillos.
Pero en la entrada del circo había un alto tablado con cortinas detrás. Era como un
pequeño teatro al aire libre. En el tablado vieron a un hombre con un enorme bigote
negro, y cada poco rato aparecían entre las cortinas diferentes personas con trajes
muy llamativos, y el hombre, que era muy alto, las presentaba al embobado público y
explicaba las maravillas que sabían hacer. Fuesen quienes fuesen: payasos, acróbatas
o encantadores de serpientes, siempre decía que eran los mejores del mundo. El
público estaba muy impresionado, y de cuando en cuando se adelantaban una o dos
personas, se abrían camino entre la multitud, pagaban su entrada ante una puerta
pequeña y penetraban en el recinto del circo.
—Ahí lo tiene, doctor —le dijo al oído el vendedor de carne para gatos—. ¿No le
dije que era un espectáculo muy bueno? ¡Mire! La gente entra a cientos.
—¿Es ese hombre alto el director? —preguntó el doctor.
—Sí, ése es. Es Blossom en persona. Alexander Blossom. Ése es el hombre que
hemos venido a ver.
El doctor, seguido de Matthew, empezó a avanzar con dificultad entre la gente.
Finalmente llegó delante y empezó a hacer señas al hombre que estaba en el tablado
para indicarle que quería hablar con él. Pero el señor Blossom estaba tan atareado,
pregonando a gritos las maravillas de su espectáculo, que el doctor —un hombre
bajito en medio de un enorme gentío— no conseguía atraer su atención.
—Súbase al tablado —dijo Matthew—. Súbase y hable con él.
Así que el doctor subió a gatas por una esquina del tablado, y súbitamente, al
encontrarse frente a tanta gente se azoró muchísimo. Sin embargo, como ya estaba
allí, se armó de valor, y dándole un golpecito en el hombro, dijo al hombretón:
—Perdone.
El señor Blossom dejó de pregonar «el mejor espectáculo del mundo» y bajó la
vista hacia el hombrecillo rechoncho que de repente había aparecido a su lado.
—Es que… —empezó el doctor.

www.lectulandia.com - Página 14
Entonces se hizo un gran silencio y la gente empezó a reírse disimuladamente.
Blossom, como suele ocurrir a los presentadores, tenía mucha labia y no perdía nunca
la oportunidad de hacerse el gracioso a costa de los demás. Y mientras John Dolittle
seguía vacilando sobre cómo empezar, el director se volvió de nuevo hacia el público,
y señalando al doctor con el brazo, gritó:
—Y éste, señoras y caballeros, es Humpty-Dumpty en persona, el que dio tanto
que hacer a la gente del rey. Paguen y entren. Suban y véanle caerse de la pared.
Al oír esto, la multitud empezó a reírse a carcajadas y el pobre doctor se azoró
mucho más.
—Háblele, doctor. ¡Háblele! —le gritó desde abajo el vendedor de carne para
gatos.
En cuanto amainaron las risas el doctor hizo otra tentativa pero, apenas había
abierto la boca, cuando se oyó un grito penetrante entre el público:
—¡John!
El doctor se volvió y dirigió la vista hacia la gente para averiguar quién le había
llamado por su nombre. Y allá al final, donde la muchedumbre era menos compacta,
vio a una mujer que le hacía señas con una sombrilla.
—¿Quién es? —preguntó el vendedor de carne para gatos.
—¡Dios nos proteja! —gruñó el doctor bajándose del tablado avergonzado—.
Matthew, ¿qué hacemos ahora? Es Sarah[4].

www.lectulandia.com - Página 15
3
El negocio es el negocio

¡V AYA, vaya, Sarah! —dijo John Dolittle cuando finalmente llegó hasta ella—.
¡Caramba! ¡Cómo has engordado y qué buen aspecto tienes!
—Nada de eso, John —dijo Sarah con severidad—. ¿Quieres decirme qué es eso
de andar por ese tablado haciendo el payaso? ¿No te ha bastado con tirar por la borda
la mejor consulta de esta región por causa de unos ratones, unas ranas y otros bichos?
¿Es que no tienes orgullo? ¿Qué hacías allí arriba?
—Es que estoy pensando en dedicarme al circo —respondió el doctor.
Sarah jadeó y se llevó una mano a la cabeza como si fuese a marearse. Entonces
un hombre delgado, vestido con alzacuello, que estaba detrás de ella, se acercó y la
cogió del brazo.
—¿Qué te pasa, querida? —dijo.
—Lancelote —dijo Sarah débilmente—, te presentó a mi hermano John Dolittle.
John, éste es el reverendo Lancelote Dingle, párroco de Grimbledon y mi marido.
Pero, John, ¿no dirás en serio lo de dedicarte al circo? ¡Qué vergüenza! ¡Debes de
estar bromeando! ¿Y quién es este hombre? —dijo cuando Matthew Mugg se acercó
a ellos.
—Es Matthew Mugg —contestó el doctor—. ¿No le recuerdas?
—¡Oh! El cazador de ratas —dijo Sarah cerrando los ojos horrorizada.
—Ni mucho menos. Es vendedor de carne —dijo el doctor—. El señor Mugg, el
reverendo Lancelote Dingle —el doctor presentó a su andrajoso y mugriento amigo
como si se tratase de un rey—. Es mi paciente más notable —añadió.
—Pero, escucha, John —dijo Sarah—. Si te metes en ese disparatado asunto,
prométeme que lo harás con otro nombre. ¡Imagínate lo que nos perjudicaría si se
supiese que el cuñado del párroco era un vulgar titiritero!
El doctor se quedó pensativo un momento, luego sonrió.
—Está bien, Sarah. Utilizaré otro nombre. Pero no puedo evitar que alguien me
reconozca, ¿no te parece?
Después de haberse despedido de Sarah, el doctor y Matthew volvieron a buscar
al director. Le encontraron contando dinero a la puerta, y esta vez pudieron hablar
con él tranquilamente.
John Dolittle describió al maravilloso animal que tenía en casa y dijo que quería
enrolarse en el circo. Alexander Blossom aceptó ver al animal y pidió al doctor que
se lo llevase allí. Sin embargo, John Dolittle le dijo que sería mejor y más fácil que el
director fuese a Puddleby para verlo.
No hubo inconveniente en esto, y después de explicar a Blossom cómo se iba a la
casita de la carretera de Oxenthorpe, el doctor y Matthew se pusieron en camino para

www.lectulandia.com - Página 16
volver al pueblo, muy contentos del éxito que habían tenido hasta entonces.
—¿Si se va con el circo de Blossom —preguntó Matthew mientras iban por la
carretera comiéndose los bocadillos de sardinas—, me llevará con usted, doctor? Yo
puedo serle muy útil para cuidar del carro, dar de comer a los animales, limpiar y
otras cosas semejantes.
—Ya lo creo que puedes venir —dijo el doctor—. ¿Pero qué va a pasar con tu
negocio?
—Ah, bueno, eso… —dijo Matthew, mordiendo con ansia otro bocadillo—. En
ese negocio no se gana dinero. ¡Además es tan aburrido eso de dar unos pedazos de
carne a unos perros sobrealimentados! No tiene, no tiene… ¿cómo lo diría…?
(levantó la mano con el bocadillo hacia el cielo), no tiene emoción. Yo soy por
naturaleza aventurero, algo inquieto, lo he sido desde que nací. Un circo…, ¡eso sí
que es vivir! ¡Eso es un trabajo de verdad para un hombre!
—Pero ¿y tu mujer? —preguntó el doctor.
—¿Teodosia? Oh, vendrá con nosotros. Es muy aventurera, como yo. Podría
remendar la ropa y hacer cosas así. ¿Qué piensa de ello?
—¿Que qué pienso? —preguntó el doctor, que iba mirando fijamente a la
carretera mientras andaba—. Estoy pensando en Sarah.
—Es un tipo raro ese con el que se ha casado, el reverendo Dengue, ¿verdad? —
comentó Matthew.
—Dingle —le corrigió el doctor—. También es un aventurero. Qué curiosa es la
vida. ¡Pobre Sarah! ¡Y pobre Dingle! Vaya, vaya…

Ya entrada la noche, una vez cerrada la feria de Grimbledon, el señor Blossom,

www.lectulandia.com - Página 17
director del circo, fue a casa del doctor, en Puddleby.
Después de ver a la luz de un farol al testadoble mientras pastaba en el césped,
volvió a la biblioteca con el doctor y dijo:
—¿Cuánto quiere por ese animal?
—No, no está en venta —contestó el doctor.
—Vamos, hombre. Usted no lo quiere para nada. Se le nota que usted no es un
hombre de circo. Le doy veinte libras por él.
—No —respondió el doctor.
—Treinta libras —dijo Blossom.
El doctor siguió negándose.
—Cuarenta, cincuenta libras —dijo el director. Luego siguió subiendo y
subiendo, ofreciendo precios que al vendedor de carne para gatos, que estaba
escuchando, le hacían abrir cada vez más los ojos de admiración.
—No sirve de nada —dijo finalmente el doctor—. O me lleva a mí con el animal
al circo, o se queda donde está. Prometí vigilar personalmente que se le trate bien.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el director—. ¿Acaso no es suyo? ¿A quién se
lo prometió?
—Se pertenece a sí mismo —dijo el doctor—. Vino aquí para hacerme un favor.
Fue a él, al testadoble, a quien hice la promesa.
—Pero ¿cómo? ¿Está usted loco?
Matthew Mugg iba a explicar a Blossom que el doctor sabía hablar el lenguaje de
los animales, pero John Dolittle le hizo una seña para que no dijese nada.
—Así que, como usted ve —continuó—, o bien me lleva a mí con el animal, o no
nos lleva a ninguno.
Entonces Blossom dijo que no, que no estaba de acuerdo con ese arreglo, y con
gran desilusión y pena por parte de Matthew, cogió el sombrero y se marchó.
Pero es que había esperado que el doctor cambiase de idea y cediese; así que no
hacía ni diez minutos que se había ido, cuando llamó a la puerta y dijo que había
regresado para volverlo a discutir.
Bueno, pues resultó que al fin el director aceptó todo lo que el doctor pedía. Al
testadoble y su grupo se les daría un carro nuevo para ellos solos y, aunque viajarían
como parte del circo, serían completamente libres e independientes. El dinero que se
sacase se dividiría por partes iguales entre el doctor y el director. Siempre que el
testadoble quisiese descansar un día, podría hacerlo, y Blossom le proporcionaría el
tipo de comida que pidiese.
Después de haber discutido todos los detalles el hombre dijo que enviaría el carro
al día siguiente, y se dispuso a marcharse.

www.lectulandia.com - Página 18
—A propósito —dijo parándose en la puerta principal—, ¿cómo se llama usted?
El doctor estaba a punto de decírselo cuando se acordó de la petición de Sarah.
—Bueno, llámeme John Smith —contestó.
—Muy bien, señor Smith, tenga a su gente preparada para las once de la mañana.
Buenas noches.
—Buenas noches —respondió el doctor.
En cuanto oyeron que se había cerrado la puerta, Dab-Dab, Gub-Gub, Yip, Tu-Tu
y el ratón blanco, que habían estado escuchando escondidos en diferentes rincones de
la casa, salieron todos al vestíbulo y empezaron a hablar a gritos.
—¡Viva, viva el circo! —gritó Gub-Gub.
—¡Caray —dijo Matthew al doctor—, después de todo no es usted tan mal
hombre de negocios! Consiguió que Blossom cediese en todo. No estaba dispuesto a
que se le escapase la oportunidad. ¿Se dio cuenta de lo pronto que volvió cuando
creyó que podía perder el trato? Estoy seguro de que espera hacer mucho dinero con
nosotros.
—¡Qué pena —suspiró Dab-Dab mientras quitaba el polvo del perchero con
cariño— tener que volver a marcharnos de casa tan pronto!
—¡Viva! —chilló Gub-Gub, tratando de sostenerse en las patas traseras mientras
sujetaba en la nariz el sombrero del doctor—. ¡Viva el circo! ¡Viva mañana! ¡Olé!

www.lectulandia.com - Página 19
4
Descubren al doctor

A la mañana siguiente Dab-Dab hizo levantarse a todos muy temprano. Dijo que
si querían que todo estuviese preparando para marcharse a las once, tenían que
desayunar y tener recogida la mesa antes de las siete.
La verdad es que el activo pato tenía cerrada la casa y a todos esperando en los
escalones de fuera muchas horas antes de que llegase el carro. Pero el doctor seguía
muy atareado, pues hasta el último momento continuaron llegando de todos los
alrededores animales enfermos para que les curase diferentes males.
Finalmente, Yip que había estado explorando el terreno, volvió corriendo hacia el
grupo, que estaba reunido en el jardín.
—Ya viene el carro —dijo jadeante—; es rojo y amarillo y está danto la vuelta a
la curva.
Entonces todos se pusieron muy nerviosos y empezaron a coger sus paquetes. El
equipaje de Gub-Gub consistía en un manojo de nabos, y cuando estaba bajando
precipitadamente los escalones hacia la carretera, se rompió la cuerda y los blancos
bulbos salieron rodando por todas partes.

Cuando al fin apareció el carro les pareció muy bonito. Era como un carromato de
gitanos con ventanitas, una puerta y una chimenea. Estaba pintado de colores muy
alegres y completamente nuevo.
Sin embargo, el caballo era muy viejo. El doctor dijo que no había visto nunca un

www.lectulandia.com - Página 20
animal tan agotado y cansado. Se puso en seguida a hablar con él y el rocín le dijo
que llevaba treinta y cinco años trabajando en el circo, y que estaba harto. Se llamaba
Beppo. El doctor decidió que le diría a Blossom que ya era hora de que jubilase a
Beppo y le dejase vivir en paz.
A pesar de lo nuevo que estaba el carro, Dab-Dab le quitó el polvo antes de subir
los paquetes. Llevaba la ropa de cama del doctor envuelta en una sábana, como si
fuese un fardo para la lavandería, y tuvo mucho cuidado de que no se ensuciase.
Después de subirse los animales y cargar el equipaje, el doctor empezó a temer
que fuese demasiado peso para el caballo, y quiso ayudarle empujando por detrás,
pero Beppo le dijo que podía arreglárselas bien. Sin embargo, el doctor no quiso
añadir peso montándose él, y después de cerrar la puerta y echar las cortinillas para
que nadie viese al testadoble durante el camino, partieron hacia Grimbledon
conducidos por el hombre que había traído el carro y seguidos por el vendedor de
carne para gatos que iba a pie.
Cuando estaban cruzando la plaza del mercado de Puddleby el conductor se paró
para comprar algo en una tienda, y mientras el carro estaba parado delante, la gente se
agolpó alrededor para ver qué había dentro y a dónde se dirigía. Matthew Mugg,
inflando el pecho con orgullo, se moría de ganas de contarlo, pero el doctor no le
permitió que hablase.
Llegaron al ferial de Grimbledon hacia las dos de la tarde y entraron en el circo
por una puerta trasera. Dentro encontraron a Blossom que estaba esperándoles para
darles la bienvenida.
Cuando abrió el carro se quedó muy sorprendido al ver la extraña colección de
animales que había traído el doctor: pero fue el cerdo lo que más le sorprendió. Sin
embargo, como estaba tan contento de tener al testadoble, no le importó.
Sin pérdida de tiempo les llevó a lo que llamó su caseta que, según dijo, había
hecho construir para ellos esa misma mañana. El doctor encontró que se parecía al
sitio donde había hablado por primera vez con Blossom. Consistía en un tablado de
un metro de alto, sobre el que se elevaba una barraca hecha con maderas y lonas. Se
subía por unos escalones, tenía unas cortinas algo separadas del borde del estrado que
cerraban la entrada a la barraca con lo que se evitaba que se viese lo que había dentro
a no ser que se hubiese pagado para entrar.
Delante había un cartel que decía:

¡El Testadoble!
Pasen a ver el maravilloso animal de
dos cabezas
originario de las selvas de África.
Entrada seis peniques.

www.lectulandia.com - Página 21
El carro rojo y amarillo (en el que iba a vivir el grupo del doctor, a excepción del
testadoble, fue situado detrás de la «caseta», y Dab-Dab se puso inmediatamente a
hacer las camas y a arreglar el interior para que resultase acogedor.
Blossom quería exhibir al testadoble inmediatamente, pero el doctor se negó. Dijo
que como era un animal salvaje no tenía más remedio que descansar después del viaje
desde Puddleby. Además quería que el tímido animal se acostumbrase a la bulliciosa
animación de la vida circense antes de presentarse ante un público multitudinario.
Blossom se quedó algo decepcionado, pero tuvo que ceder. Luego, con gran
regocijo por parte de los animales, ofreció al doctor enseñarle el circo y presentarle a
los diferentes artistas. Así que tras llevar al testadoble a su nuevo alojamiento,
después que el doctor se hubo asegurado de que le habían abastecido de heno y agua
y de que le habían proporcionado un lecho donde dormir, el grupo de Puddleby se
puso en marcha para recorrer el circo, guiados por el gran director y jefe de pista
Alexander Blossom.
Del espectáculo principal solamente había dos representaciones al día (a las dos y
a las seis y media de la tarde) en una gran carpa o tienda de campaña erigida en el
centro del recinto. Pero alrededor de ésta había una serie de carpas y barracas más
pequeñas, en la mayoría de las cuales había que pagar de nuevo para entrar. Y entre
éstas es donde iba a estar la del doctor. En ellas había toda clase de maravillas:
puestos de tiro; juegos de adivinanzas; los hombres salvajes de Borneo; mujeres
barbudas; tiovivos; atletas; encantadores de serpientes; una casa de fieras y muchas
cosas más.
Blossom llevó primero al doctor y a sus amigos al zoo. La colección de animales
era pequeña, de tercera clase, y la mayoría de los bichos estaban sucios y parecían
sentirse desgraciados. Al doctor le entristeció tanto que estuvo a punto de echarle una
bronca a Blossom por ello. Pero el vendedor de carne para gatos le cuchicheó al oído:
—No arme jaleo todavía, doctor. Espere un poco. Después de que el jefe se haya
dado cuenta de lo valioso que es usted para exhibir animales, podrá hacer lo que
quiera con él. Si organiza un bollo ahora, a lo mejor nos echa, y entonces no podrá
hacer nada.
Esto le pareció a John Dolittle un buen consejo, y se contentó con susurrar a los
animales a través de las rejas que más adelante esperaba poder hacer algo por ellos.
Cuando entraron, un hombre muy sucio estaba enseñando a un grupo de
campesinos la colección de animales, y parándose ante una jaula en la que estaba
encerrado un pequeño animal muy peludo, gritó:
—Y éste, señoras y caballeros es el famoso hurri-gurri de los bosques de
Patagonia. Se cuelga de los árboles por la cola. Sigan a la jaula de al lado.
Seguido de Gub-Gub, el doctor se fue a ver al «famoso hurri-gurri».
—Pero si eso no es más que una vulgar zarigüeya de América, de la familia de los

www.lectulandia.com - Página 22
marsupiales —dijo.
—¿Y cómo sabe que es un mama-supial, doctor? —preguntó Gub-Gub—. No
tiene crías, así que a lo mejor es un papa-supial.
—Y éste —tronó el hombre, ante la jaula siguiente— es el mayor elefante cautivo
del mundo.
—Yo diría que el más pequeño que he visto —murmuró el doctor.
Entonces Blossom propuso que fuesen a ver el siguiente espectáculo, que era la
princesa Fátima, encantadora de serpientes; y les llevó hacia la salida del sucio y
maloliente zoológico. Sin embargo, al pasar por delante de la hilera de jaulas, el
doctor iba cabizbajo y con aire tristón, pues al reconocer al gran John Dolittle, los
animales le hacían señas para que se parase a hablar con ellos.
Cuando entraron en la carpa de la encantadora de serpientes no había ningún
espectador, y en el pequeño escenario vieron a la princesa Fátima empolvándose la
larga nariz y soltando tacos con acento barriobajero. Al lado de la silla tenía una caja
muy grande, pero poco profunda, llena de serpientes. Al contemplarlas, Matthew
Mugg sofocó un grito de horror y se dispuso a salir corriendo de la tienda.

—No te asustes, Matthew —dijo el doctor—. Son inofensivas.


—¿Qué es eso de que son inofensivas? —dijo bufando la princesa Fátima, que
echó una mirada feroz al doctor—. Son cobras de la India, las serpientes más
venenosas que existen.
—No son nada de eso —respondió el doctor—. Son serpientes americanas, que
no son venenosas —y acarició a una de ellas debajo de la barbilla.
—¡Deje esas serpientes en paz o le rompo la cabeza! —chilló Fátima,

www.lectulandia.com - Página 23
levantándose de la silla.
En ese momento intervino Blossom, que presentó a la ofendida princesa al doctor.
La conversación que mantuvieron a continuación (aunque Fátima estaba todavía
demasiado furiosa para tomar parte en ella) fue interrumpida por la llegada de unas
personas que venían para contemplar la actuación de la encantadora de serpientes.
—Es maravillosa, Smith. Es uno de los mejores números que tengo. Véala.
Detrás de las cortinas del fondo alguien empezó a tocar un tambor y una flauta.
Entonces Fátima se puso de pie, sacó dos serpientes de la caja y se las enroscó en el
cuello y los brazos.
—¿Quielen acelcalse laz damaz y caballeloz un poco máz? —dijo muy
suavemente a los espectadores—. Azí podlán vel mejol.
—¿Por qué habla así? —cuchicheó Gub-Gub al doctor.
—¡Ssss! Supongo que es porque cree que así parece que habla con acento oriental
—contestó John Dolittle.
—A mí lo que me parece es que está hablando con la boca llena —comentó Gub-
Gub—. ¡Qué gorda es y cómo se bambolea!
Al advertir que al doctor no le impresionaba favorablemente, el director del circo
les hizo salir para ver los otros números.
Cuando cruzaban hacia la caseta del hombre forzudo, Gub-Gub vio el guiñol, que
estaba en plena representación, justo en la escena en que Toby, el perro, muerde al
señor Polichinela en la nariz. A Gub-Gub le entusiasmó y apenas podían apartarle de
allí, y durante toda la estancia en el circo ésta fue, desde luego, su mayor diversión.
No se perdió nunca una representación, y aunque siempre era la misma función y
llegó a aprendérsela de memoria palabra por palabra, nunca se cansó de verla.
En el siguiente puesto había mucho público, formado en su mayoría por palurdos
que jadeaban de asombro mientras el hombre forzudo levantaba grandes pesos. En
este espectáculo no había truco y John Dolittle, que se interesó mucho por él,
aplaudió y gritó de emoción con el resto de los espectadores.
El hombre forzudo, que era todo un atleta, tenía cara de buena persona y una
musculatura impresionante. Al doctor le cayó simpático desde el primer momento.
Una de sus demostraciones consistía en tumbarse de espaldas en el suelo del
escenario y levantar una enorme pesa con los pies hasta poner las piernas en posición
vertical. Para esto era preciso, además de tener fuerza, guardar bien el equilibrio, pues
si la pesa se caía podía herir al que lo hacía. Y ese día, cuando finalmente había
levantado del todo las piernas y el público murmuraba de admiración, se oyó de
repente un crujido muy fuerte: una de las tablas del escenario había cedido y la pesa
había salido rodando por el pecho del hombre.
El público se puso a gritar y Blossom subió de un salto al escenario. Hicieron
falta dos hombres muy fuertes para levantar la pesa que se había quedado en el pecho

www.lectulandia.com - Página 24
del atleta, pero ni siquiera entonces se levantó éste. Yacía inmóvil con los ojos
cerrados y la cara pálida como la muerte.
—¡Busque un médico! —gritó Blossom al vendedor de carne para gatos—.
¡Deprisa! ¡Está herido y ha perdido el sentido! ¡Un médico! ¡Pronto!
Pero John Dolittle ya estaba en el escenario, inclinándose por encima del director
del circo, que estaba arrodillado al lado del hombre herido.
—Quítese y déjeme examinarle —dijo tranquilamente.
—¿Qué puede hacer usted? Está mal herido. Mire, respira con dificultad.
Necesitamos un médico.
—¡Yo soy médico! —dijo John Dolittle—. Matthew, vete corriendo al carro y
tráeme mi bolsa negra.
—¿Que es usted médico? —preguntó Blossom poniéndose de pie—. Yo creí que
era usted el señor Smith.
—Pues claro que es médico —dijo una voz entre el gentío—. Hubo un tiempo en
que era el médico más famoso de la región. Yo le conozco. Se llama Dolittle, John
Dolittle, de Puddleby-on-the-Marsh.

www.lectulandia.com - Página 25
5
El doctor se desanima

E L doctor descubrió que al hombre forzudo se le habían roto dos costillas con la
pesa. Sin embargo, pronosticó que, como era de naturaleza tan fuerte, se
repondría pronto. Al herido le metieron en la cama de su carro, y hasta que se puso
bien del todo el doctor le visitaba cuatro veces al día y Matthew dormía en su
carromato para atenderle.
El atleta, que utilizaba en el circo el apodo de Hércules, se quedó muy agradecido
y cogió mucho cariño a John Dolittle, a quien resultó muy útil en algunas ocasiones,
como veremos más adelante.
Así que el doctor, al acostarse aquella primera noche de su carrera circense, pensó
que si se había ganado un enemigo en la persona de Fátima, la encantadora de
serpientes, también se había ganado la amistad de Hércules, el atleta.
Evidentemente, después de haber sido reconocido como el antiguo médico de
Puddleby-on-the-Marsh, ya no valía la pena seguir tratando de ocultar quién era. Y
entre la gente del circo muy pronto se le empezó a conocer como «el doctor», o «el
doc». Por recomendación de Hércules todos, desde la mujer barbuda hasta el payaso,
le llamaban continuamente para curar pequeños males.
Al día siguiente se exhibió el testadoble por primera vez y tuvo mucho éxito. Un
animal con dos cabezas no se había visto nunca en un circo, y la gente se agolpaba
para pagar y entrar a verlo. Al principio se moría de timidez y de vergüenza, y
ocultaba continuamente una cabeza bajo la paja para no tener que hacer frente a todos
aquellos ojos que le miraban fijamente. Entonces la gente no se quería creer que tenía
más de una cabeza, así que el doctor le pidió que hiciera el favor de dejar las dos a la
vista.
—Tú no necesitas mirar al público —le dijo—. Pero déjales ver que es verdad
que tienes dos cabezas. Puedes dar la espalda a la gente por los dos lados.
Pero había algunos estúpidos que a pesar de ver las dos cabezas seguían diciendo
que una de ellas debía de ser falsa, y pinchaban con palos al pobre animal —que era
tan tímido— para ver si tenía una parte disecada. Cuando un día estaban haciendo
esto dos paletos, el testadoble se enfadó, y sacando bruscamente las dos cabezas al
mismo tiempo, pinchó a ambos curiosos en las piernas. Y así supieron con certeza
que era de verdad y que todo él estaba vivo.
Pero tan pronto como el vendedor de carne para gatos pudo dejar de atender a
Hércules (pues le pasó la tarea a su mujer), el doctor le puso de guardia en la caseta
para que los visitantes estúpidos no molestasen al animal. El pobre bicho lo pasó muy
mal esos primeros días, pero cuando Yip le contó cuánto dinero estaban recaudando,
decidió aguantar por el bien de John Dolittle. Y al cabo de algún tiempo, aunque la

www.lectulandia.com - Página 26
opinión que se había formado de la raza humana había empeorado mucho, se llegó a
acostumbrar a las caras estúpidas que le miraban fijamente, y les devolvía la mirada
con las dos caras —con una intrépida superioridad y el desprecio que se merecían.
Durante los ratos en que tenía lugar la exhibición, el doctor se sentaba en una silla
en la parte delantera del estrado para recoger el dinero, y sonreía a la gente mientras
entraba, como si se tratase de viejos amigos que iban a visitarle a su casa. Y la verdad
es que allí volvió a encontrar a muchas personas que le habían conocido antaño,
como a la anciana del reuma, al señor Yenkins y a otros vecinos de Puddleby.
El pobre Dab-Dab estaba más ocupado que nunca pues, además del trabajo
doméstico, tenía que vigilar al doctor, a quien regañó muchas veces porque, cuando el
pato no miraba, dejaba entrar gratis a los niños.
Al final de cada jornada venía Blossom, el director, para repartir el dinero y Tu-
Tu, la matemática, estaba siempre delante cuando se hacían las cuentas, a fin de que
el doctor cobrase lo que le correspondía.
Aunque el testadoble se había hecho muy famoso, el doctor se dio cuenta muy
pronto de que iba a tardar bastante tiempo en ganar lo suficiente para devolver al
marinero el dinero del barco, sin contar con lo que tenía que reunir para poder vivir él
y su familia animal.

Sentía mucho esto, pues en el circo había montones de cosas que no le gustaban y
estaba deseando marcharse. Mientras que su espectáculo era algo perfectamente
honesto, había muchas otras atracciones que eran embustes y el doctor, que siempre
había odiado las falsedades, se sentía incómodo por formar parte de un negocio que

www.lectulandia.com - Página 27
no era del todo honrado. La mayoría de los juegos de azar estaban arreglados de
manera que los jugadores perdiesen su dinero irremediablemente.
Pero lo que más preocupaba al doctor eran las condiciones en que estaban los
animales. Le parecía que en la mayoría de los casos llevaban una vida triste. Al
finalizar el primer día en el circo, después de que el público se hubo marchado a sus
casas y todo estaba tranquilo, él había vuelto al zoo para hablar con los animales. Y
casi todos tenían de qué quejarse: no les limpiaban bien las jaulas; no tenían bastante
sitio para hacer ejercicio; a algunos no les daban de comer lo que les gustaba.
El doctor prestó oídos a todos y se puso tan indignado que se fue a ver al director,
que estaba en su carro, y le dijo francamente todo lo que creía que debía cambiarse.
Blossom le escuchó con paciencia hasta el final y luego se echó a reír.
—Pero, doctor —le dijo—, si hiciese todo lo que quiere que haga, más me valía
cerrar el negocio, pues me arruinaría. Quiere que jubile a los caballos, que envíe al
hurri-gurri a su país; que estén limpiando las jaulas todo el día; que compre alimentos
especiales; que se saque a los animales de paseo todos los días, como si fuese un
pensionado de señoritas. Pero, hombre, debe de estar usted loco. ¡Eso es una
chorrada! Mire, me parece que usted no entiende ni palabra de este asunto, ni palabra,
eso es lo que pasa. Yo he aceptado todo lo que me ha propuesto y le dejo que
organice su espectáculo a su manera, pero el resto lo voy a seguir llevando yo a la
mía. ¿Comprende? Y no quiero intromisiones. Ya es bastante inconveniente tener al
hombre forzudo dado de baja por enfermedad, y no estoy dispuesto a arruinarme para
darle gusto en sus ideas benéficas. No hay más que hablar.
El doctor salió del carro del director con un gran peso en el corazón y se fue hacia
el suyo. En la escalera se encontró al vendedor de carne para gatos fumando una
última pipa. Allí al lado estaba Beppo, el viejo rocín, paciendo en la escasa hierba del
ferial a la luz de la luna.
—Qué buena noche hace —dijo Matthew—. Pero, doctor, tiene usted aspecto
preocupado. ¿Pasa algo?
—Sí —contestó John Dolittle, sentándose tristemente a su lado en los escalones
—. Pasa de todo. Acabo de hablar con Blossom para que mejore las condiciones del
jardín zoológico y no está dispuesto a hacer nada de lo que le he dicho. Me parece
que me voy a marchar del circo.
—Pero, vamos —dijo Matthew—, ¡si apenas ha empezado! ¡Blossom ni siquiera
se ha enterado todavía de que usted sabe hablar el lenguaje de los animales! No hay
razón para que los circos estén mal. Usted podría tener su propio circo con un estilo
nuevo: limpio, honrado, especial, un circo al que acudiera todo el mundo. Pero antes
tiene que contar con dinero para ello. No se desanime tan pronto.
—No, no insistas, Matthew, aquí no estoy haciendo nada bueno y no puedo
aguantar ver a los animales tan desgraciados. No debería de haberme metido nunca

www.lectulandia.com - Página 28
en este negocio.
En ese momento el viejo caballo, Beppo, al oír la voz de su amigo, se acercó y
pasó el hocico afectuosamente por la oreja del doctor.
—Hola, Beppo —dijo el doctor—. Mucho me temo que no puedo ayudaros. Y lo
siento, así que me voy a marchar del circo.
—Pero, doctor —dijo el rocín—, usted es nuestra única esperanza. Mire, hoy
mismo he oído al elefante y al caballo parlante, el que actúa en el espectáculo
principal, comentar lo contentos que están de que haya venido usted. Tenga
paciencia. Las cosas no se pueden cambiar en un momento. Si usted se va, nunca
conseguiremos lo que queremos. Pero sabemos que si se queda, no tardará usted
mucho en dirigir todo el asunto como es debido. Mientras esté usted con nosotros no
tenemos de qué preocuparnos. Quédese. Y recuerde mis palabras, llegará el día en
que el nuevo circo, el «Circo Dolittle», será el mejor del mundo.
El doctor se quedó silencioso durante un momento. Y Matthew, que no había
comprendido la conversación con el caballo, esperaba con impaciencia que rompiese
a hablar.
Finalmente se levantó y se volvió para entrar en el carro.
—Bueno —dijo preocupado el vendedor de carne para gatos—, ¿se queda?
—Sí, Matthew —dijo el doctor—. Según parece no tengo más remedio. Buenas
noches.
Al final de esa semana se terminó la feria de Grimbledon y el circo tuvo que
trasladarse a otra ciudad. Era una tarea ardua la de empaquetar todo para hacer un
largo viaje por carretera, y durante todo el domingo hubo una gran actividad en el
ferial. Había hombres que corrían de un lado para otro dando órdenes. La carpa
grande y las carpas pequeñas se desmontaron y se enrollaron. Las barracas se
desarmaron y se apilaron en carros. El amplio espacio que había parecido tan alegre
cambió rápidamente y se convirtió en un revoltijo desordenado y triste. Todo
resultaba muy nuevo para los animales del doctor y, aunque Dab-Dab contribuyó muy
activamente a empaquetar, los demás disfrutaron muchísimo con el jaleo y la
novedad.
Una cosa que les divirtió mucho fue el cambio de aspecto de los actores cuando
se quitaron sus atuendos de circo para viajar. Gub-Gub estaba hecho un lío, porque ya
no podía reconocer a nadie.
El payaso se quitó la pintura blanca de la cara. La princesa Fátima recogió sus
maravillosos trajes y apareció como una respetable asistenta que se va de vacaciones.
Los hombres salvajes de Borneo se pusieron camisa y corbata y empezaron a hablar
con naturalidad. Y la dama barbuda se quitó la barba, la dobló y la guardó en un baúl.
Luego, formando una larga caravana de carromatos, el circo emprendió la marcha
por la carretera. La siguiente ciudad que iban a visitar estaba a ochenta kilómetros de

www.lectulandia.com - Página 29
distancia, y ese viaje no podía hacerse en un solo día al paso que iban. Las noches las
iban a pasar acampando al lado de la carretera o en un campo adecuado que
encontrasen. Así que, además de la nueva diversión de ver el paisaje de día desde una
casa con ruedas, los animales tenían la emoción de pasar la noche al estilo gitano
donde empezase a oscurecer. Yip se lo pasó en grande persiguiendo a las ratas por las
cunetas de los caminos, y corriendo a veces por los campos atraído por el olor de
algún zorro. La lentitud a la que avanzaba el circo le daba tiempo para toda clase de
pequeñas aventuras, y siempre podía volver a alcanzarlo. La mayor diversión de Gub-
Gub consistía en tratar de adivinar dónde acabarían pasando la noche.

Esta parte de su existencia, es decir, el hacer un alto para pasar la noche, parecía
encantarles a todos. Cuando ponían la cafetera para hervir el agua en el fuego que
encendían al lado de la carretera, todos se alegraban y se volvían más parlanchines.
Los dos amigos de Yip, el perro del payaso y Toby, el perro del guiñol, siempre
acudían tan pronto como la caravana se paraba para pasar la noche, para reunirse con
el grupo del doctor. Ellos eran también partidarios de que John Dolittle se hiciese
cargo del espectáculo o crease su propio circo. Y cuando no estaban de palique,
contando al grupo historias de la vida de un perro de circo para entretenerles, insistían
en decir al doctor que a su modo de ver un verdadero Circo Dolittle sería una
organización perfecta.
John Dolittle siempre había dicho que en los perros se daban tantos caracteres y
tipos diferentes como en las personas, o incluso más. Y para demostrar esto había
escrito un libro que se llamaba Psicología canina. La mayoría de los pensadores lo

www.lectulandia.com - Página 30
habían despreciado diciendo que solamente a un chiflado se le ocurría escribir sobre
ese asunto. Pero esto no era más que para ocultar que no lo entendían.
Desde luego estos dos, Timoteo, el perro del payaso, y Toby, el perro del guiñol,
tenían ciertamente personalidades muy diferentes. Timoteo, cuyo aspecto era el de un
perro callejero muy vulgar, tenía mucho sentido del humor. Hacía chistes de todo.
Esto quizá se debiese a su profesión: es decir, a ayudar a un payaso para que la gente
se riese. Pero formaba parte también de su filosofía. Al doctor y a Yip les contó más
de una vez que cuando era todavía un cachorro había decidido que no existía nada en
el mundo que valiese la pena tomar en serio. Sin embargo, era un gran artista y
comprendía los chistes más difíciles de entender, aunque fuesen a costa suya.
Fue el sentido del humor de Timoteo lo que le dio al doctor la idea de editar los
primeros periódicos humoristas para animales, cuando más tarde fundó el «Club de la
Rata y el Ratón». Se llamaban La vida en una bodega y Humor de sótano, y estaban
concebidos con la intención de entretener a los que viven en lugares oscuros.
Toby, el otro, era completamente diferente a su amigo Timoteo. Era un perro
pequeño: se trataba de un caniche enano, y se tomaba la vida muy en serio. El rasgo
más característico de su carácter era que estaba decidido a obtener todo lo que creía
que debía conseguir. Sin embargo, no era nada egoísta. El doctor decía siempre que
su perspicaz sentido práctico se daba en la mayoría de los perros pequeños, que
tenían que compensar su tamaño con algo más de cara dura. La primera vez que Toby
fue de visita al carro del doctor, se subió a su cama y se tumbó cómodamente. Dab-
Dab se escandalizó mucho y trató de echarle. Pero no estaba dispuesto a marcharse.
Dijo que al doctor no parecía importarle y que, al fin y al cabo, era el dueño de la
cama. Y desde entonces ocupaba siempre ese sitio en las reuniones nocturnas del
carro cuando iba de visita: evidentemente se había ganado un privilegio especial por
su cara dura. Siempre pedía trato de favor, y lo conseguía.

www.lectulandia.com - Página 31
Pero había una cosa en la que Toby y Timoteo se parecían, y era en lo orgullosos
que estaban de su amistad con John Dolittle, a quien consideraban el hombre más
grande de la Tierra.
Una noche, durante el primer viaje entre una ciudad y otra, la caravana se paró
como de costumbre a un lado de la carretera. Cerca había una granja antigua muy
bonita y Gub-Gub se fue a ver si encontraba cerdos en la cochiquera, pero salvo él, el
resto de la pandilla del doctor estaba completa. Poco después de poner la cafetera en
el fuego, para hervir el agua, aparecieron Toby y Timoteo. La noche era fresca, así
que en vez de encender un fuego al aire libre, Dab-Dab utilizó la cocina que había en
el carro y todos se pusieron a charlar alrededor.
—¿Sabe una cosa, doctor? —dijo Toby subiéndose a la cama.
—No —contestó el doctor—. ¿Qué es?
—En la próxima ciudad, que es Ashby, y que es una gran ciudad, vamos a recoger
a Sofía.
—¿Y quién es Sofía? —preguntó el doctor, sacando las zapatillas que estaban
detrás de la cocina.
—Nos dejó antes de que llegasen ustedes —dijo Timoteo—. Sofía es una foca
que sostiene unas pelotas en la nariz y hace toda clase de trucos en el agua. Se puso
enferma y Blossom tuvo que dejarla atrás hace cosa de un mes. Sin embargo, ya está
bien y su guardián se va a reunir con nosotros en Ashby para que pueda volver a
actuar. Es una chica un tanto sentimental esta Sofía. Pero es una buena persona y
estoy seguro de que a usted le caerá bien.
El circo llegó a Ashby hacia las nueve de la noche del miércoles, y como se iba a

www.lectulandia.com - Página 32
abrir al público a primeras horas de la mañana del día siguiente, durante toda esa
noche los obreros estuvieron muy ocupados instalando las tiendas, armando las
casetas y repintando todo a la luz de unas antorchas. Incluso después de haber
montado la caseta del testadoble y de que se retirase a descansar la familia del doctor,
nadie pudo dormir, pues en el recinto seguían atronando los martillazos, y por el aire
resonaron toda clase de gritos hasta que la tenue luz del amanecer empezó a hacer su
aparición, por encima de los tejados de Ashby, dejando ver el poblado de tiendas que
se había erigido en una noche.

Mientras se levantaba de la cama perezosamente por no haber dormido nada, John


Dolittle decidió que no era nada fácil acostumbrarse a la vida de un circo. Pero
después de desayunar dejó a Matthew a cargo de su caseta y se fue a conocer a la
foca.

www.lectulandia.com - Página 33
6
Sofía, natural de Alaska

E L guardián de Sofía, como los demás encargados de los espectáculos, ya tenía


su sitio del circo preparado para abrirlo al público. A la foca se la presentaba
dos veces al día en la carpa grande, después de los Hermanos Pinto (que eran
trapecistas) y del Caballo parlante. Pero durante el resto de la jornada constituía un
espectáculo secundario, como el testadoble. Su actuación consistía en tirarse al agua
en un tanque cerrado para coger peces como diversión de todo el que pagase tres
peniques para verla.
Esa mañana —era todavía muy temprano— estaba el guardián de Sofía
desayunando fuera, en los escalones, cuando el doctor entró en la caseta. En ella
había un tanque de cuatro metros cuadrados metido en el suelo y rodeado por una
tarima con una barandilla, donde se situaba el público para presenciar la actuación.
Sofía, una hermosa foca de Alaska de metro y medio de longitud, de piel lustrosa y
ojos inteligentes, se agitaba malhumorada en el agua del tanque. Cuando el doctor se
dirigió a ella en su propio lenguaje, y se dio cuenta de quién era su visitante,
prorrumpió en sollozos.
—¿Qué te ocurre? —preguntó John Dolittle.
La foca, que seguía llorando, no contestó.
—Tranquilízate —dijo el doctor—. No te pongas histérica. Dime, ¿sigues
enferma? Me habían dicho que ya estabas bien.
—Oh, sí, eso ya pasó —dijo Sofía entre lágrimas—. No fue más que un cólico.
Sabe, es que insisten en alimentarnos con pescado que no está fresco.
—Entonces, ¿qué te pasa? —preguntó el doctor—. ¿Por qué lloras?
—Lloraba de alegría —dijo Sofía—. Cuando usted entró, estaba justamente
pensando que la única persona que podría ayudarme en mis desventuras era John
Dolittle. Como es natural sabía de usted a través de la oficina de correos y de la
Revista mensual para el Ártico. En realidad yo le había escrito. Fui yo quien le envió
aquellos artículos sobre el buceo, lo que llamaba el Estilo de Alaska, que es el
movimiento doble dado por alto, ¿recuerda? Se publicó en el número de agosto de su
revista. Sentimos mucho cuando dejó de editar la revista. Era muy popular entre las
focas.
—¿Qué son esas desventuras de que hablabas? —preguntó el doctor.
—Ah, sí —dijo Sofía rompiendo a llorar de nuevo—. Esto demuestra lo contenta
que estoy: me había olvidado de ellas por el momento. Es que, sabe, cuando entró,
pensé que era un espectador cualquiera, pero en cuanto pronunció la primera palabra
en el lenguaje de las focas, y además de las focas de Alaska, supe quién era usted:
John Dolittle, ¡justo la persona de este mundo que más deseaba ver! Fue demasiado,

www.lectulandia.com - Página 34
y…
—¡Vamos, vamos! —dijo el doctor—. No empieces otra vez. Dime qué te pasa.
—Bueno, pues, es que mientras yo…
En ese momento se oyó un ruido fuera, era el rechinar de un cubo de metal.
—Ssss. Es el guardián que viene —susurró el doctor rápidamente—. Sigue con tu
jugueteo, no quiero que sepan que puedo hablar con los animales.
Al entrar el guardián para baldear el suelo, Sofía estaba brincando y
zambulléndose para una sola persona: un hombrecillo bajito y rechoncho con una
chistera raída que llevaba caída hacia atrás. El guardián le echó una ojeada antes de
ponerse a trabajar, y decidió que era una persona muy corriente, que no era nadie
importante.
Tan pronto como el hombre hubo terminado de fregar, volvió a desaparecer y
Sofía continuó:
—Sabe usted, cuando me puse enferma estábamos actuando en Hatley-on-Sea, y
yo y mi guardián, que se llama Higgins, nos quedamos allí dos semanas, mientras que
el circo continuaba su gira sin nosotros. Ahora bien, en Hatley hay una casa de fieras,
aunque pequeña, cerca del paseo marítimo, que tiene estanques artificiales para las
focas y las nutrias. Bueno, pues Higgins se puso a hablar un día con el guardián de
esas focas y le contó que yo estaba enferma. Entonces decidieron que lo que me
pasaba era que necesitaba compañía, así que hasta que me recuperase me metieron en
el estanque con las otras focas. Entre ellas había una de más edad, que procedía de la
misma parte de los estrechos de Behring que yo, y que me dio muy malas noticias de
mi marido. Según parece, desde que me capturaron se ha sentido muy desgraciado y
se ha negado a comer. Antes era el jefe de la manada pero, después de cogerme, ha
estado muy preocupado y ha adelgazado mucho por lo que, finalmente, han elegido
jefe a otra foca para sustituirle. Y lo malo es que creen que se va a morir —Sofía se
echó a llorar bajito de nuevo—. Yo lo comprendo muy bien, pues nos adorábamos y,
aunque era tan corpulento y tan fuerte, y no había foca en la manada que se atreviese
a discutir con él, bueno, pues sin mí se ha sentido perdido; sabe, era como un niño:
dependía de mí para todo. Y ahora no sé lo que le está pasando. ¡Es terrible, terrible!
—Bueno, espera un momento, no llores. ¿Qué crees que debe hacerse?
—Yo debería reunirme con él —dijo Sofía irguiéndose en el agua y desplegando
las aletas—. Yo tendría que estar a su lado. Es el verdadero jefe de la manada y me
necesita. Esperaba poder escaparme en Hatley pero no tuve ni una sola oportunidad.
—¡Caray! —murmuró el doctor—. Los estrechos de Behring están muy lejos.
¿Cómo podrías llegar hasta allí?
—Eso es justamente por lo que deseaba verle —dijo Sofía—. Por tierra,
naturalmente, yo avanzo muy despacio. Si me hubiese podido escapar en Hatley, todo
hubiese ido bien porque, claro —añadió dando una fuerte sacudida con la cola que

www.lectulandia.com - Página 35
hizo que se saliese la mitad del agua del tanque—, una vez en el mar hubiese llegado
a Alaska en muy poco tiempo.

—Ah, sí —asintió el doctor mientras se sacudía el agua de las botas—, ya veo


que eres una buena nadadora. ¿A qué distancia estamos aquí de la costa?
—A unos ciento cincuenta y cinco kilómetros. ¡Dios mío! ¡Pobre Slushy! ¡Mi
pobre, pobre Slushy!
—¿Pobre, quién? —preguntó el doctor.
—Slushy —contestó la foca—. Ése es el nombre de mi marido. Contaba conmigo
para todo, el pobre de Slushy. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Ahora escucha —dijo el doctor—. No es nada fácil lo de llevarte a escondidas
hasta el mar, aunque no digo que sea imposible. Pero hay que planearlo bien. A lo
mejor puedo liberarte de alguna otra manera, es decir, abiertamente. Mientras tanto
enviaré un recado a tu marido por un ave mensajera para decirle que no se preocupe,
que estás bien. Y la misma mensajera puede traernos noticias de cómo está él. Ahora
anímate. Ahí vienen unas personas para verte actuar.
Una maestra de escuela con un grupo de niños entró acompañada de Higgins, el
guardián. Al entrar se cruzaron con un hombrecillo rechoncho que salía riéndose para
sus adentros. Los niños empezaron muy pronto a reírse encantados ante las payasadas
del gran animal que había en el tanque. Y Higgins pensó que Sofía debía de sentirse
ya completamente bien, pues nunca la había visto tan animada y de tan buen humor.

www.lectulandia.com - Página 36
www.lectulandia.com - Página 37
7
La mensajera del norte

Y A muy entrada la noche de aquel mismo día, el doctor volvió a visitar a la foca,
llevándose a Tu-Tu con él.
—Mira, Sofía —dijo cuando llegaron al borde del tanque—, esta lechuza es
amiga mía y quiero que le expliques exactamente en qué sitio de Alaska está tu
marido. Luego la enviaremos a la costa para que entregue tu mensaje a las gaviotas
que vayan hacia el noroeste. Sofía, te presento a Tu-Tu, una de las aves más
inteligentes que conozco, y a quien se le dan muy bien las matemáticas.
La lechuza se posó en la barandilla mientras Sofía le explicaba detalladamente
dónde podía encontrar a Slushy, y le recitó un largo y amoroso mensaje para su
marido. Cuando hubo terminado dijo Tu-Tu:
—Me parece que me voy a ir a Bristol, pues es la ciudad costera más próxima y
en el puerto hay siempre muchas gaviotas. Le daré a una este mensaje para que lo
haga llegar a su destino.
—Muy bien, Tu-Tu —dijo el doctor—. Pero queremos que llegue lo más deprisa
posible. Si puedes encontrar algún ave marina que esté dispuesta a llevarlo
directamente, por hacerme a mí un favor especial, eso será lo mejor.
—Muy bien —respondió Tu-Tu, disponiéndose a marchar—. Deje la ventana del
carromato abierta para que pueda entrar. No creo que vuelva mucho antes de las dos
de la madrugada. ¡Hasta la vista!
Luego, el doctor se volvió a su carro y redactó otra vez la última parte de su
nuevo libro, que se llamaba Natación animal, pues Sofía le había dado muchas ideas
útiles sobre la manera de nadar con buen estilo, y esto hacía necesario añadir tres
capítulos más.
Se enfrascó tanto en ello que no se dio cuenta de que pasaba el tiempo, hasta que
hacia las dos o las tres de la madrugada se encontró a Tu-Tu, el ave nocturna, posada
en la mesa delante de él.
—Doctor —dijo hablando muy bajito para no despertar a los animales—, no se
puede imaginar a quién me he encontrado. ¿Se acuerda de la gaviota que le avisó que
se había apagado el faro del cabo Esteban? Bueno, pues tropecé con ella en el puerto
de Bristol. No la había vuelto a ver desde aquellos memorables días de la casa
flotante[5]. Pero la reconocí en el acto. Le conté que estaba buscando a alguien que
pudiese llevarme un mensaje a Alaska, y cuando supo que era usted quien me
enviaba, dijo que lo llevaría ella con mucho gusto. Sin embargo, no cree que pueda
estar de vuelta hasta dentro de cinco días por lo menos.
—¡Estupendo, Tu-Tu, estupendo! —dijo el doctor.
—Yo volveré a Bristol el viernes —dijo la lechuza—, y si no ha regresado

www.lectulandia.com - Página 38
todavía esperaré a que llegue.
A la mañana siguiente John Dolittle le contó a Sofía que ya se había enviado su
mensaje, y se puso muy contenta. Por el momento no había nada más que hacer que
esperar a que regresase la gaviota.
El jueves (un día antes de que Tu-Tu tuviese previsto volver a Bristol), cuando el
grupo del doctor estaba reunido alrededor de la mesa del carro escuchando una
historia que les estaba contando Toby, el perro del guiñol, se oyó un suave golpe en la
ventana, justo en el momento en que Toby hacía una pausa para cobrar aliento.
—¡Ohhh! —exclamó Gub-Gub—, ¡qué misterioso! —y se metió debajo de la
cama.
John Dolittle se puso de pie, descorrió las cortinas y abrió la ventana. En el
alféizar estaba posada la gaviota que muchos meses antes le había llevado otro
mensaje nocturno, cuando vivía en la oficina de correos de la casa flotante. Ahora
estaba tan agotada y cansada que parecía más muerta que viva. El doctor la cogió del
alféizar con mucha suavidad y la colocó en la mesa. Luego todos se acercaron, y la
contemplaron en silencio mientras esperaban a que hablase el exhausto pájaro.

—John Dolittle —dijo la gaviota finalmente—, no esperé a Tu-Tu en Bristol


porque pensé que debía informarle inmediatamente. La manada de focas a la que
pertenecen Sofía y su marido está en muy mala situación. Y todo ha sido porque se
llevaron a Sofía, y su marido, Slushy, ha perdido la jefatura. El invierno ha llegado
allí muy pronto este año, y ¡vaya invierno! Hay ventiscas, tempestades de nieve
enormes y los mares están helados ya, muchos meses antes de lo normal. Yo misma

www.lectulandia.com - Página 39
casi me muero de frío, y ya sabe que nosotras las gaviotas podemos aguantar
temperaturas bajísimas. Bueno, pues la jefatura, en el caso de las focas, es sumamente
importante cuando hace mal tiempo. No son muy diferentes de las ovejas: son como
todos los animales que viven en manada. Y sin un jefe fuerte y grande que las
conduzca a pescar al mar abierto y lugares protegidos en invierno, están perdidas, eso
es, están desamparadas. Según parece, desde que Slushy se empezó a poner triste por
la ausencia de su esposa han cambiado de jefe muchas veces y ninguno ha servido, y
en la manada hay luchas internas y pequeñas revoluciones todo el tiempo. Mientras
tanto, las morsas y los leones marinos las están echando de todos los mejores sitios
para pescar, y los cazadores esquimales de focas las están matando a diestro y
siniestro. No hay manada de focas que pueda durar mucho frente a los cazadores de
pieles de allí si no tienen un buen jefe que sepa ingeniárselas para apartarlas de los
peligros. Slushy es el mejor que han tenido, pues era fuerte como un toro, pero ahora
se pasa la vida tumbado en un iceberg sin hacer nada más que llorar porque se le han
llevado a su esposa favorita. Tiene cientos de ellas, igualmente bellas, pero no piensa
más que en Sofía. Así es que se está deshaciendo la manada, y eso que según me han
dicho, cuando Slushy era jefe, era la mejor manada de focas de todo el Círculo
Ártico. Pero lo más probable es que con este invierno tan duro desaparezca del todo.
Después de que la gaviota hubo terminado su extenso relato se hizo un silencio de
más de un minuto.
Finalmente John Dolittle dijo:
—Toby, ¿a quién pertenece Sofía, a Blossom o a Higgins?
—A Higgins, doctor —contestó el perrillo—. Está en una situación parecida a la
suya: a cambio de dejar que la foca actúe en el espectáculo principal, a Higgins le dan
una caseta gratis en el recinto y se embolsa el dinero que gana con ella como
espectáculo secundario.
—Bueno, su situación no es ni mucho menos la misma que la mía —dijo el
doctor—. La gran diferencia es que el testadoble está aquí por su propia voluntad,
mientras que Sofía está contra su voluntad. Es un verdadero escándalo que los
cazadores puedan irse al Ártico a capturar los animales que quieran, destrozando las
familias y dando al traste con la organización de las manadas y la vida comunitaria de
esta manera. ¡Es una vergüenza intolerable! Toby, ¿cuánto cuesta una foca?
—Varían de precio, doctor —contestó Toby—. Pero he oído decir a Sofía que
cuando Higgins la compró en Liverpool a los hombres que la cazaron, pagó veinte
libras por ella. Pero antes de desembarcarla ya la habían amaestrado en el barco.
—¿Cuánto dinero tenemos en la caja, Tu-Tu? —preguntó el doctor.
—Todo lo que ganamos con las entradas la semana pasada —dijo la lechuza—, a
falta de un chelín y tres peniques: tres peniques que se gastó usted en cortarse el pelo
y el chelín que se fue en comprar apio para Gub-Gub.

www.lectulandia.com - Página 40
—Bueno, ¿a cuánto asciende el total?
Tu-Tu, la matemática, inclinó la cabeza hacia un lado y cerró el ojo izquierdo,
como hacía siempre que tenía que realizar una cuenta.
—Dos libras, siete chelines —murmuró—, menos un chelín y tres peniques nos
deja dos libras, cinco chelines y nueve peniques.
—¡Vaya por Dios! —gruñó el doctor—. Con eso no compramos ni una décima
parte de Sofía. A lo mejor hay alguien a quien se lo pueda pedir prestado. Ésa era la
ventaja de ser médico de personas: cuando practicaba la medicina les podía pedir
dinero prestado a mis enfermos.
—Si no me falla la memoria —murmuró Dab-Dab—, generalmente eran sus
pacientes quienes le pedían prestado a usted.
—Blossom no consentiría que la comprase, aun cuando tuviese el dinero
suficiente —dijo Timoteo—. Higgins tiene un contrato; hizo la promesa de viajar con
el circo durante un año.
—Muy bien, entonces —dijo el doctor— no hay más que una solución. Esa foca
no pertenece a esos hombres en todo caso. Es una ciudadana libre del Ártico. Y si
quiere volver allí, que vuelva. Sofía tiene que escaparse.
Antes de que sus animales se acostasen esa noche, el doctor les hizo prometer que
por el momento no dirían nada a la foca sobre las malas noticias que había traído la
gaviota, pues no serviría más que para preocuparla. Y hasta que consiguiese llegar al
mar sana y salva, no había razón para que lo supiese.
Luego, hasta bien entrada la madrugada, se quedó levantado planeando con
Matthew la huida de Sofía. Al principio el vendedor de carne para gatos estaba muy
en contra de su idea.
—Pero, doctor —le dijo—, le detendrán si le cogen ayudando a esa foca a huir de
su dueño. Considerarán que es un robo.
—No me importa lo más mínimo —dijo el doctor despreciativamente—. Que lo
consideren lo que quieran y que me detengan, si es que me pescan. Y si me llevan
ante el juez, al menos tendré la oportunidad de defender los derechos de los animales
salvajes.

www.lectulandia.com - Página 41
—No le harán caso, doctor —dijo Matthew—. Le dirán que es usted un chiflado
sentimental. Higgins ganará el juicio, por derecho de propiedad y todas esas
monsergas. Yo le comprendo a usted muy bien, pero el juez no le comprenderá. Le
obligará a que pague a Higgins sus veinte libras por la pérdida de la foca. Y si no
puede pagarle, le meterán en la cárcel.
—No me importa —repitió el doctor—. Pero, escucha, Matthew: no quisiera que
tú te mezclases en ello si no te parece que está bien. Voy a tener que valerme de
engaños para tener éxito. Y sentiría mucho meterte a ti en un lío. Si prefieres
mantenerte aparte, dímelo ahora. En cuanto a mí, lo tengo decidido: Sofía volverá a
Alaska, aunque yo tenga que ir a la cárcel. Eso no será nada nuevo para mí. Ya he
estado en la cárcel.
—Yo también —dijo el vendedor de carne para gatos—. ¿Estuvo usted
enchironado alguna vez en la cárcel de Cardiff? ¡Caray! Ésa sí que es mala. De las
que he frecuentado, la peor.
—No —dijo el doctor—. Por ahora no he estado más que en cárceles africanas y
son bastante malas. Pero volvamos al grano. ¿Prefieres no meterte en esto? Va contra
la ley, ya lo sé, aunque a mí me parezca que la ley está mal. Sin embargo, quiero que
sepas que no me ofenderé lo más mínimo si tienes objeciones de conciencia para
ayudarme y ser cómplice mío.
—Objeciones de conciencia, ¡caray! —dijo el vendedor de carne para gatos
abriendo la ventana y lanzando un escupitajo hacia la oscuridad—. Pues claro que le
voy a ayudar, doctor. Ese Higgins de cara de vinagre no tiene derecho sobre esa foca
que es una criatura libre de los mares. Si pagó veinte libras por ella, pues fue una

www.lectulandia.com - Página 42
chorrada. Lo que usted diga va a misa, doctor. ¿Acaso no somos una especie de
socios en este negocio del circo? Yo no soy un calzonazos. ¿No le dije que soy un
aventurero? ¡Caray! He hecho cosas peores que ayudar a una foca a fugarse. Esa vez
que le dije que me enchironaron en Cardiff, ¿sabe por qué fue?
—No, no tengo la menor idea. Supongo que porque cometiste alguna pequeña
fechoría, no me cabe la menor duda. Veamos…
—No fue una pequeña fechoría —dijo Matthew—. Es que…
—Bueno, eso no importa ahora —dijo John Dolittle deprisa—. Todos cometemos
equivocaciones.
—No fue una equivocación tampoco —murmuró Matthew interrumpiendo al
doctor.
—Si estás completamente seguro de que no te vas a arrepentir de meterte en este
asunto… conmigo, veamos la manera de hacerlo. Yo creo que será necesario, a fin de
evitar que Blossom sospeche, que yo me marche del circo un par de días. Diré que
tengo un negocio de que ocuparme, lo cual es completamente verdad, aun cuando no
me ocupe de él. Pero es que resultaría extraño que yo y Sofía desapareciéramos la
misma noche. Así que yo me iré primero y tú te quedarás a cargo de mi espectáculo.
Luego, un día, o mejor, dos días después, desaparecerá Sofía.
—También por cuestión de negocios —interrumpió Matthew, sofocando una
risita—. Lo que usted quiere decir es que me deja encargado de sacarla del tanque
después de marcharse usted, ¿verdad?
—Sí, si no te importa —contestó el doctor.
—Lo haré con mucho gusto.
—¡Estupendo! —exclamó el doctor—. Yo dejaré arreglado con Sofía dónde ha de
encontrarse conmigo, una vez que se haya marchado del circo. Y luego…
—Y luego es cuando empezará usted a actuar en serio —dijo Matthew Mugg
riéndose.

www.lectulandia.com - Página 43
SEGUNDA PARTE

www.lectulandia.com - Página 44
1
Los planes de huida

A UNQUE los planes para la huida de Sofía se mantenían, naturalmente, en el


más estricto secreto para que no se enterara de ellos el personal de Blossom,
los animales del circo pronto lo supieron por Yip, Toby y Timoteo. Y ya muchos días
antes de la fuga, ésta era el principal tema de conversación en el jardín zoológico, en
los establos y en el carro del doctor.
Cuando John Dolittle volvió de decirle a Blossom que se iba a marchar del circo
unos días para arreglar unos asuntos, se encontró a sus animales sentados alrededor
de la mesa del carro hablando en voz baja.
—Bueno, doctor —dijo Matthew, que estaba sentado en los escalones—, ¿habló
con el jefe?
—Sí —contestó el doctor—. Se lo dije y no hay inconveniente. Me voy esta
noche. Me he sentido muy culpable y falso. Ojalá pudiese hacerlo todo abiertamente.
—¡Pocas posibilidades iba a tener si lo hiciese! —dijo Matthew—. ¡Yo no me
siento nada culpable!
—Mire, doctor —dijo Yip—, todos los animales del circo están muy interesados
en sus planes y han preguntado si pueden hacer algo para ayudarle. ¿Cuándo se va
Sofía?
—Pasado mañana —respondió John Dolittle—. Matthew abrirá la puerta de su
caseta después de la hora del cierre. Pero, oye, Matthew: tendrás que tener mucho
cuidado de que no te vea nadie hurgando la cerradura. Si nos cogiesen, nos
encontraríamos en una situación muy apurada. El saltar una cerradura convierte la
infracción en un delito de mayor cuantía o algo parecido. Tendrás cuidado, ¿verdad?
—Puede confiar en mí, doctor —respondió el vendedor de carne para gatos
hinchando el pecho con orgullo—. Un servidor tiene su propio sistema para las
cerraduras. No me valgo de la fuerza, tengo un sistema de persuasión.
—Y apártate en cuanto la hayas liberado para que no te relacionen con todo ello
—advirtió el doctor—. ¡Dios mío, parece todo una conspiración de baja estofa!
—A mí me parece todo muy divertido —añadió Matthew.
—A mí también —dijo Yip.
—Será el mejor truco que se ha llevado a cabo en este espectáculo desde hace
mucho tiempo —señaló Timoteo—. Señoras y caballeros, John Dolittle, el
mundialmente famoso ilusionista, va a hacer desaparecer una foca viva del escenario
ante vuestros propios ojos. Abracadabra, cuando yo diga, aquí no está ya. Cabalé ya
se fue.

www.lectulandia.com - Página 45
Y Timoteo se puso de pie en sus dos patas traseras e hizo una reverencia ante un
público imaginario detrás de la estufa.
—Bueno —dijo el doctor—, pues aunque parezca que lo que estoy haciendo es
clandestino, no tengo la impresión de que sea nada malo. No hay derecho a tener
presa a Sofía. ¿Acaso nos gustaría a ti y a mí —preguntó a Matthew— que nos
hiciesen tirarnos a sacar peces de un tanque de agua sucia para diversión de
gandules?
—¡Es un horror! —dijo Matthew—. A mí no me han gustado nunca ni los peces
ni el agua. ¿Pero ha arreglado ya con Sofía dónde se van a encontrar?
—Sí —dijo John Dolittle—. Tan pronto como salga del recinto del circo, y no te
olvides de que confiamos en que abras la puerta trasera, además de la puerta de Sofía,
o sea que: tan pronto como traspase la valla, cruzará la carretera donde encontrará
una casa abandonada. Al lado hay un pequeño callejón oscuro y yo la estaré
esperando en ese callejón. ¡Dios mío, espero que todo salga bien! ¡Es tan importante
para ella y para todas esas focas de Alaska!
—¿Y qué va a hacer después —preguntó Matthew—, cuando haya llegado al
callejón?
—Bueno, no vale la pena proyectar demasiado los detalles. Mi idea es dirigirnos
al canal de Bristol. Es el camino más corto desde aquí al mar. Una vez allí estará a
salvo. Pero apuesto algo a que son cerca de ciento cincuenta kilómetros, y como
tendremos que mantenernos escondidos casi todo el camino, no espero que el viaje
resulte fácil. Sin embargo, no vale la pena empezar a preocuparse antes de tiempo.
No me cabe duda de que nos las arreglaremos bien una vez que haya salido del circo.

www.lectulandia.com - Página 46
Muchos de los animales del doctor querían acompañarle en su aventura. Yip fue
el que más insistió para que le llevase. Pero, claro, a pesar de que hubiese deseado
poder contar con la ayuda de sus amigos, John Dolittle pensó que levantaría menos
sospechas si dejaba a toda la pandilla en el circo.
Así que esa noche, después de mantener una última conversación con Sofía, se
marchó solo «a arreglar unos asuntos», llevándose casi todo el dinero que tenía,
aunque dejó un poco a Matthew para que pudiese pagar los pequeños gastos de su
grupo mientras estaba ausente. Los «asuntos», en realidad, no le hicieron desplazarse
más que hasta la ciudad más próxima, y el viaje lo hizo en diligencia. En aquellos
tiempos, a pesar de que había trenes, éstos eran todavía muy escasos. Y casi todos los
viajes a través del país, entre ciudades pequeñas, se hacían en la anticuada diligencia.
Al llegar a la próxima ciudad tomó una habitación en una fonda y permaneció en
ella todo el tiempo. Dos noches después volvió a Ashby cuando ya había oscurecido,
y entrando en la ciudad por el lado opuesto, se dirigió por las calles más solitarias al
callejón donde había de encontrarse con Sofía.
Aunque a ninguno de sus animales se le había asignado un papel determinado en
la conspiración de la huida de Sofía, el caso es que todos estaban decididos a
colaborar por su cuenta, lo cual, como se verá, resultó bastante útil. Y mientras
esperaban que llegase la hora señalada, iba en aumento la emoción (que a Gub-Gub,
muy en especial, le costaba mucho trabajo disimular).
Hacia las diez de la noche, cuando estaban empezando a cerrar el circo, Tu-Tu se
colocó en lo alto de la casa de fieras, desde donde podía ver todo lo que pasaba.
Había acordado con el elefante y los demás animales de la colección que, de ser
necesario, haría una señal para atraer la atención de los hombres del circo, y evitar así
que se fijasen en la foca que huía. Gub-Gub se impuso la tarea de vigilar a Blossom y
se situó debajo de su carro.

www.lectulandia.com - Página 47
Había luna llena y, aun después de que apagasen las luces del circo, quedaba
mucha claridad. El doctor hubiese retrasado la huida por esta causa hasta más tarde,
pero se daba cuenta de que la situación entre las focas de Alaska hacía necesario que
Sofía se marchase lo antes posible.
Bueno, pues una hora después de que Blossom cerrase las puertas de la valla y se
retirase a su carro, Matthew salió sigilosamente de la caseta del testadoble y cruzó el
recinto a paso lento y tranquilo. Simulando que no hacía nada especial, Yip le siguió
a poca distancia. Todo el mundo parecía haberse ido a la cama, y Matthew no se
tropezó con nadie cuando se dirigía a la puerta que el doctor le había indicado.
Asegurándose de que no le veían, el vendedor de carne para gatos descorrió
rápidamente el cerrojo y abrió la puerta de par en par. Luego se dirigió despacito
hacia la caseta de Sofía, mientras Yip se quedaba vigilando la puerta.
No hacía ni un minuto que se había ido cuando llegó el guarda del circo con un
farol. Entonces cerró la puerta, y ante el horror de Yip, echó la llave. Yip, que seguía
simulando que andaba olisqueando la valla en busca de ratas, esperó a que el hombre
volviese a desaparecer. Luego salió a todo correr hacia la caseta de Sofía en busca de
Matthew.
La verdad es que al vendedor de carne para gatos no le habían resultado las cosas
tan fáciles como había esperado. Al acercarse a la caseta de la foca, había visto a lo
lejos a Higgins sentado en los escalones fumando y contemplando la luna. Matthew
entonces se escondió entre las sombras de una carpa y esperó a que el guardián de la
foca se fuese a la cama.
Sabía que Higgins dormía en un carro al lado del de Blossom, del otro lado del

www.lectulandia.com - Página 48
recinto. Mientras vigilaba y esperaba, en vez de irse Higgins, apareció otra persona,
el guardián, que se reunió con el hombre que estaba en los escalones, se sentó con él
y se puso a charlar. Al poco rato Yip, que había olido que Matthew estaba detrás de la
carpa, se acercó a él y trató desesperadamente de hacerle comprender que habían
vuelto a cerrar, y esta vez con llave, la puerta que él había abierto.
Yip no consiguió que el vendedor de carne para gatos le comprendiera y Matthew
permaneció toda una hora en la oscuridad esperando que los dos hombres, que
seguían en los escalones de la caseta de Sofía, se marchasen y le dejasen el campo
libre para soltar a la foca. Mientras tanto John Dolittle, que esperaba en el oscuro
callejón, estaba extrañadísimo del retraso y trató de ver la hora en su reloj, a la débil
luz de la luna.
Finalmente Matthew, desesperado de que los dos hombres no se fuesen a acostar,
se salió sigilosamente de entre las sombras de la carpa, soltando tacos en voz baja, y
se encaminó a buscar a Teodosia, su mujer.
Al llegar a su carro la encontró zurciendo calcetines a la luz de una vela.
—¡Psss! Teodosia —susurró por la ventana—. Escucha.
—¡Caray! —dijo la señora de Mugg con voz entrecortada dejando caer la costura
—. ¡Qué susto me has dado, Matthew! ¿Ha salido todo bien? ¿Se ha marchado la
foca?
—No, todo ha salido mal. Higgins y el guardián están en los escalones charlando
y no puedo arrimarme a la puerta mientras estén ahí. Acércate y haz algo para que se
marchen, por favor. Diles que se ha caído una tienda, o lo que sea, cualquier cosa, con
tal de que se vayan. Si no se hace algo, me parece que se van a pasar ahí toda la
noche.
—Muy bien —dijo Teodosia—. Voy a coger mi mantón. Les voy a invitar a que
vengan a tomarse un chocolate.
Entonces la servicial señora de Mugg fue y les convidó a Higgins y al guardián a
que fuesen al carro de su marido a una pequeña fiesta. Y les dijo que Matthew se
reuniría con ellos al poco rato.

www.lectulandia.com - Página 49
Tan pronto como estuvo libre el campo, el vendedor de carne para gatos subió
rápidamente los escalones de la caseta de la foca y con sus ágiles dedos abrió la
cerradura en un minuto. Dentro estaba tumbada Sofía dispuesta a emprender su largo
viaje. Después de dar un gruñido de agradecimiento, salió arrastrándose a la luz de la
luna, se deslizó escalones abajo y se puso en marcha, andando torpemente, hacia la
puerta.
Una vez más trató Yip en vano de hacer comprender a Matthew que había algo
que no marchaba bien. Pero el vendedor de carne para gatos creyó que las muestras
de angustia del perro lo eran de alegría, y se largó a la reunión de su mujer pensando
que había cumplido con su cometido de la noche.
Mientras tanto Sofía, que había llegado muy trabajosamente a la puerta, la había
encontrado cerrada con llave.
Yip entonces había recorrido toda la valla para ver si encontraba algún agujero lo
suficientemente grande para que pudiese pasar la foca, pero no tuvo éxito. La pobre
Sofía había logrado evadirse del tanque, pero se había encontrado con que seguía
prisionera dentro del recinto del circo.
Sin embargo, una avecilla regordeta que estaba posada en el tejado del jardín
zoológico había observado cuidadosamente todo lo que había sucedido hasta ese
momento. Se trataba de Tu-Tu, la que lo escuchaba todo, la que veía de noche, la
matemática, que estaba más despierta que nunca.
Y Yip, que seguía husmeando por la valla en busca de un sitio por donde Sofía
pudiese salir, oyó el batir de unas alas por encima de su cabeza y una lechuza se posó
a su lado.

www.lectulandia.com - Página 50
—¡Por amor de Dios, Yip —murmuró Tu-Tu—, no pierdas la cabeza, que si no se
va a descubrir el juego! No vas a conseguir nada con andar corriendo de un lado para
otro. Esconde a Sofía, métela debajo de la faldilla de una carpa o algo parecido.
¡Mírala, ahí tumbada a la luz de la luna como si esto fuese Groenlandia! Si viniese
alguien y la viese, estaríamos perdidos. Escóndela hasta que Matthew se dé cuenta de
lo que ha pasado con la puerta. Date prisa que veo venir a alguien.
Mientras Tu-Tu volvía volando a su sitio en el techo del jardín zoológico, Yip
salió corriendo hacia Sofía, y con unas pocas palabras precipitadas, le explicó la
situación.
—Ven aquí. Métete debajo de esta tienda —dijo—. ¡Mecachis! ¡Hemos llegado
justo a tiempo! Estoy viendo oscilar la luz de un farol. Ahora quédate completamente
quieta hasta que yo venga a avisarte.
Y en el oscuro callejón, del otro lado de la valla del circo, John Dolittle volvió a
mirar el reloj y se dijo:
—¿Qué puede haber pasado? ¿No va a venir nunca?
No muchos minutos después de que Matthew hubiese llegado a la chocolatada de
su carro, se levantó de la mesa el guardián y dijo que tenía que seguir haciendo sus
rondas. El vendedor de carne para gatos, tratando de dar a Sofía el mayor tiempo
posible para huir, intentó persuadirle para que se quedase.
—Oh, déjelo, tómese otra taza de chocolate. Ésta es una ciudad tranquila. Aquí no
roba nadie. Fúmese otra pipa y vamos a charlar un rato.
—No —dijo el guardián—, gracias. Me gustaría quedarme pero no puedo.
Blossom me dio órdenes estrictas de que estuviese alerta toda la noche. Si viniese y
encontrase que no estoy cumpliendo con mi deber se me caería el pelo.
Y a pesar de todo lo que Matthew hizo para que se quedase, el guardián cogió el
farol y se fue.
Higgins, sin embargo, se quedó. Y mientras charlaban amablemente con él de
política y del tiempo, el vendedor de carne para gatos y su mujer esperaban oír, de un
momento a otro, un grito anunciando al circo que Sofía se había escapado.
Pero al encontrar la caseta abierta y vacía el guardián no se puso a gritar si no
que, por el contrario, volvió corriendo al carro de Matthew.
—Higgins —vociferó—, tu foca ha desaparecido.
—¿Que ha desaparecido? —exclamó Higgins.
—¡Desaparecido! —prorrumpió Matthew—. ¡No es posible!
—Te aseguro que no está —dijo el guardián—. La puerta está abierta y no está
allí.
—¡Santo Dios! —gritó Higgins poniéndose de pie de un salto—. ¡Podría jurar
que cerré la puerta como siempre! Pero si las puertas de la valla están todas cerradas
no puede haberse ido muy lejos y la encontraremos en seguida. ¡Vamos!

www.lectulandia.com - Página 51
Y salió corriendo del carro, seguido de cerca por Matthew y Teodosia que
simulaban estar muy preocupados.
—Voy a echar otro vistazo a las puertas de la valla —dijo el guardián—. Estoy
seguro de que están bien, pero volveré a cerciorarme.
Entonces Higgins, Matthew y Teodosia se precipitaron hacia la caseta de la foca.
—La puerta está abierta, desde luego —dijo Matthew al acercarse—. ¡Qué cosa
tan extraña!
—Entremos —dijo Higgins—. A lo mejor está escondida en el fondo del tanque.
Entonces entraron los tres, y a la luz de unas cerillas se pusieron a mirar la
negruzca agua.
Mientras tanto apareció otra vez el guardián.
—Las puertas están fetén —dijo—, todas cerradas con llave.
Entonces Matthew se dio cuenta, finalmente, de que algo había fallado. Y
mientras Higgins y el guardián examinaban el agua con un farol, él cuchicheó algo a
su mujer, salió sin que le vieran y echó a correr hacia la puerta, esperando que
Teodosia entretuviese a los otros dos en la caseta el tiempo suficiente para lo que se
proponía.
Y la verdad es que la señora Mugg desempeñó su papel muy bien. Al poco rato
Higgins dijo:
—No hay nada bajo el agua. Sofía no está aquí. Vámonos fuera a buscarla.
Entonces, justo cuando los dos hombres se volvían para salir, Teodosia gritó:
—¿Qué es eso?

—¿Qué es eso? —dijo Higgins volviéndose.

www.lectulandia.com - Página 52
—Eso, allí abajo —dijo la señora Mugg señalando hacia el agua que estaba
francamente sucia—. Me pareció ver algo que se movía. Acerquen el farol.
El guardián se inclinó sobre el borde del tanque y Higgins, a su lado, entornaba
los ojos para ver mejor.
—No veo nada —dijo el guardián.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Que me desmayo! —gritó la señora de Mugg—. ¡Socorro, que me
voy a caer dentro!
Y Teodosia, que era una mujer gorda, se tambaleó y, repentinamente, se desplomó
sobre los dos hombres que seguían agachados.
Entonces se oyó un chapoteo: al agua habían ido a parar —no Teodosia—, sino
los dos hombres… con lámpara y todo.

www.lectulandia.com - Página 53
2
«La noche de los animales» en el circo

E L ratón blanco fue el único de los animales del doctor que presenció la escena
que tuvo lugar en la caseta de Sofía cuando la señora de Mugg empujó —sin
querer, pero queriendo— a los dos hombres al agua. Y durante muchas semanas
después, a la familia Dolittle les seguía divirtiendo mucho que el ratón les contase la
forma en que el señor Higgins, el guardián de la foca, se había caído al agua: cuando
fue por lana y volvió trasquilado.
Para los animales fue aquella una de las noches más ajetreadas y más divertidas
que pasaron en el circo. La caída de los dos hombres al tanque y sus gritos pidiendo
socorro fue el comienzo de una imponente algarabía que duró por lo menos media
hora, y que acabó despertando a todo bicho viviente en Ashby.

En primer lugar, al oír que pedían socorro, Blossom salió precipitadamente de su


carro, y al pie de las escaleras apareció un cerdo, de no se sabe dónde, que se le metió
entre las piernas y le hizo caer de bruces. Durante todo el suceso, Gub-Gub no dejó
nunca que Blossom se alejase mucho sin volver a aparecer por detrás de algo y
hacerle caer.
Después, Fátima, la encantadora de serpientes, salió corriendo de su camerino con
una vela en una mano y un martillo en la otra, y no había dado ni dos pasos, cuando
un misterioso pato le pasó volando por encima de la cabeza y, con un movimiento de

www.lectulandia.com - Página 54
las alas, le apagó la vela. Fátima volvió corriendo, encendió otra vez la vela y trató de
acudir en ayuda de los que gritaban. Pero sucedió lo mismo otra vez. Dab-Dab
mantuvo tan ocupada a Fátima como Gub-Gub a Blossom.
Entonces apareció en la escena la señora de Blossom poniéndose rápidamente una
bata, pero salió a su encuentro Beppo, el viejo caballo, que tenía la costumbre de
pedir azúcar a la gente. Trató de esquivarle y Beppo la dejó pasar cortésmente pero,
al hacerlo, le dio tal pisotón en los callos que se volvió a la cama gritando y no
reapareció más.
Sin embargo, aunque los animales consiguieron mantener ocupada a mucha gente
valiéndose de diferentes trucos, no podían entretener a todo el circo, y como el
guardián y Higgins seguían gritando desaforados en el tanque, pronto atrajeron a la
caseta de Sofía a muchos montadores y encargados de los espectáculos.
Mientras tanto, Matthew Mugg había vuelto a abrir la puerta de la valla, pero
cuando se puso a buscar a Sofía no la encontró por ninguna parte. En realidad Yip y
Tu-Tu eran los únicos que sabían dónde estaba. Claro que, como había tanto bullicio
en torno a la carpa de la foca, Yip no se atrevía a avisar a Sofía para que abandonase
su escondite. Y cada vez llegaban más hombres de los de Blossom que se unían al
grupo. También se encendieron varios faroles que se llevaron al lugar del suceso.
Todo el mundo gritaba: la mitad preguntaba qué ocurría y la otra mitad se lo
explicaba. Después de que Gub-Gub le hubiese tirado al barro por sexta vez, el señor
Blossom golpeaba a todo el que encontraba y gruñía como un toro que se ha vuelto
loco. La barahúnda y la confusión eran enormes.
Finalmente a Higgins y al guardián les sacaron de su bañera y, apestando a
pescado y a petróleo, se unieron a la búsqueda.
El guardián y todos los demás estaban convencidos de que Sofía tenía que estar
cerca, lo cual era verdad: la carpa bajo cuyas faldillas yacía escondida no estaba más
que a diez metros de distancia. Pero lo malo era que la puerta por donde tenía que
salir también estaba bastante cerca.
Mientras Yip se preguntaba cuándo se marcharían todos aquellos hombres para
poder dejarla salir, Higgins gritó que había encontrado unas huellas en la tierra
blanda. Entonces le acercaron una docena de faroles y los hombres empezaron a
seguir la pista que Sofía había dejado al ir hacia su escondite.
Afortunadamente, como eran tantos los pies que iban y venían por la misma parte
del recinto, las huellas de las aletas no eran fáciles de ver. No obstante, aunque
Matthew hacía todo lo posible por llevarles por una pista falsa, los rastreadores
fueron poco a poco avanzando acertadamente, es decir, hacia la tienda donde la pobre
Sofía, la amantísima esposa, estaba escondida con el corazón encogido.
John Dolittle, que seguía esperando impaciente en el oscuro callejón, había oído
el griterío del circo. Sabía que eso significaba que Sofía se había escapado de su

www.lectulandia.com - Página 55
caseta, pero a medida que pasaban los minutos y no acababa de llegar al lugar del
encuentro, cada vez estaba más intranquilo.
Su preocupación, sin embargo, no era mayor que la de Yip, pues los
perseguidores, se iban acercando más y más al lugar donde había escondido a la foca,
y el pobre perro estaba desesperado.
Pero es que se había olvidado de Tu-Tu, la matemática. Desde su atalaya en el
tejado de la casa de fieras, en el lado opuesto del recinto, la pequeña lechuza seguía
observando el campo de batalla como si fuese un general. No esperaba más que a
estar segura de que toda la gente del circo se había levantado de la cama, para unirse
a la busca y que ya no quedase nadie por venir. Cuando diese su estratégico golpe
maestro no quería sorpresas procedentes de lugares inesperados.
Repentinamente se lanzó hacia un ventanillo que había en uno de los muros del
zoo y ululó suavemente. Al momento se produjo dentro el más infernal estruendo que
jamás se ha oído. El león rugía, la zarigüeya chillaba, el yac bramaba, la hiena
aullaba, el elefante barritaba y pisoteaba el suelo hasta convertirlo en astillas. Era el
punto álgido de la conspiración de los animales.
En el otro lado del recinto los buscadores y los rastreadores se detuvieron y se
pusieron a escuchar.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Blossom.
—Parece que viene del zoo —dijo uno de los hombres—. Es como si el elefante
se hubiese soltado.
—Ya sé yo lo que pasa —dijo otro—. Es Sofía, que se ha metido en el zoo y ha
asustado al elefante.
—Eso es —dijo Blossom—. ¡Y nosotros como idiotas buscando por aquí! ¡Al
zoo! —y agarró un farol y echó a correr.

www.lectulandia.com - Página 56
—¡Al zoo! —gritaba la multitud. Y para satisfacción de Yip, en un momento,
todos se habían marchado hacia el lado opuesto del recinto.
Todos menos uno. Matthew Mugg, que se había quedado rezagado haciendo
como que se ataba el cordón del zapato, vio a Yip cruzar a toda velocidad hacia una
tienda pequeña y desaparecer bajo el faldón.
—Ahora, Sofía, sal corriendo —dijo Yip—. ¡Nada o vuela! ¡Lo que sea! Pero sal
en seguida.
Saltando con pesadez, Sofía hizo el recorrido lo mejor que pudo mientras Yip le
gritaba que se diese prisa y Matthew mantenía la puerta abierta. Finalmente la foca
llegó patosamente a la carretera y el vendedor de carne para gatos esperó a verla
cruzar y desaparecer en el callejón de al lado de la casa abandonada. Entonces volvió
a cerrar la puerta y borró las huellas que habían quedado. Luego se apoyó en ella y se
enjugó el sudor.
—¡Caray! —suspiró—. ¡Y pensar que le dije al doctor que había hecho cosas más
difíciles que dejar escaparse a una foca! Si lo llego a…
De repente oyó que golpeaban la puerta a su espalda. Con manos temblorosas la
abrió de nuevo y se encontró con un policía que llevaba su farolillo colgado del
cinturón. A Matthew casi se le paralizó el corazón. No le gustaban los policías.
—¡Yo no he hecho nada! —empezó—. Yo…
—¿Qué es ese ruido? —preguntó el guardia—. Han despertado a toda la ciudad.
¿Es que se ha escapado un león o cosa parecida?
Matthew suspiró de alivio.
—No —contestó—. No ha habido más que un poco de lío con el elefante. Se

www.lectulandia.com - Página 57
enganchó una pata en una cuerda y tiró una tienda. Ya lo hemos arreglado. Nada
como para preocuparse.
—Ah, ¿no es más que eso? —dijo el guardia—. La gente andaba alocada
preguntando si había llegado el fin del mundo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, señor guardia! —dijo Matthew cerrando la puerta por tercera
vez—. Y dé recuerdos de mi parte a todos los policías —añadió entre dientes
mientras se encaminaba hacia el zoo.
Y así, finalmente, John Dolittle que esperaba preocupado e impaciente en el
callejón, oyó con gran satisfacción unos pasos extraños. Aunque más bien debería
decirse que unos aletazos, pues el ruido que hacía Sofía al avanzar por un suelo
empedrado con ladrillos era una extraña mezcla entre el ruido que se hace al golpear
un trapo mojado contra el suelo y el de un saco de patatas al arrastrarlo por la tierra.
—¿Eres tú, Sofía? —susurró.
—Sí —respondió la foca estirándose hacia donde estaba el doctor.
—¡Menos mal! ¿Qué demonios ha pasado para que te hayas retrasado tanto?
—Oh, que ha habido un lío con las puertas. ¿Pero no deberíamos salir de la
ciudad? No me parece que éste sea un sitio muy seguro.
—No creo que sea posible de momento —dijo el doctor—. El ruido que han
armado en el circo ha despertado a todo el mundo. No podemos aventurarnos a andar
por las calles ahora. Acabo de ver a un policía cruzar el final del callejón.
Afortunadamente para nosotros, tú acababas de entrar en él.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Tendremos que quedarnos aquí por el momento. Sería una locura tratar de
escapar ahora.
—Bueno, pero ¿y si viniesen a buscar por aquí? No podríamos…
En ese momento se pararon dos personas, cada una con un farol, al final del
callejón, se quedaron hablando un momento y luego se fueron.
—Es verdad —cuchicheó el doctor—. Éste tampoco es un sitio seguro. Tenemos
que buscar otro mejor.
Ahora bien, a un lado de este callejón había un alto muro de piedra, y del otro
lado un alto muro de ladrillo. El muro de ladrillo era la tapia del jardín de la casa
abandonada.
—Si por lo menos pudiésemos entrar en esa vieja casa que está vacía —murmuró
el doctor— podríamos quedarnos ahí sin peligro todo el tiempo que quisiéramos,
hasta que se tranquilizase la gente de la ciudad. ¿Se te ocurre cómo podrías saltar el
muro?
La foca calculó la altura con los ojos.
—Dos metros y medio —murmuró—, podría hacerlo con una escalera de mano.
Me han enseñado a subir escaleras. Ya sabe que lo hago en el circo. A lo mejor…

www.lectulandia.com - Página 58
—¡Ssss! —susurró el doctor—. Ahí está la luz del policía otra vez. Ah, menos
mal que ya ha pasado. Oye, a lo mejor tengo la suerte de encontrar una escalera en el
jardín. Así que espera aquí, túmbate, y espera hasta que vuelva.
Entonces John Dolittle, que era un hombre ágil a pesar de su gordura, retrocedió,
tomó carrerilla y saltó hacia la tapia agarrándose a la parte de arriba con los dedos.
Luego se empinó, pasó una pierna por encima del muro y se dejó caer suavemente
sobre un macizo de flores que había del otro lado. Al fondo del jardín vio, a la luz de
la luna, lo que pensó que sería una caseta para guardar herramientas. Se deslizó
entonces hasta la puerta, la abrió y entró.
Una vez dentro avanzó a tientas y tocó con las manos unos tiestos vacíos. Pero no
encontraba ninguna escalera. Encontró un corta-césped, un rodillo para apisonar la
hierba, rastrillos y herramientas de todo tipo, pero no había escaleras. Y no era fácil
que la encontrase estando tan oscuro, así que cerró cuidadosamente la puerta, colgó la
chaqueta en la ventanita, que estaba llena de telarañas, para que no se viese luz desde
fuera, y encendió una cerilla.
Y allí, en efecto, colgada en la pared justo sobre su cabeza, vio una escalera de
mano de las que usan en los jardines, del largo necesario. Al momento apagó la
cerilla, abrió la puerta y echó a andar por el jardín con la escalera al hombro.
Apoyándola en un sitio firme subió por ella y se sentó a horcajadas en la tapia.
Luego levantó la escalera, la pasó al otro lado y la dejó caer en el callejón.
Entonces John Dolittle, que seguía encaramado con una pierna colgando de cada
lado de la tapia, susurró muy bajito hacia el callejón:
—Sube ahora, Sofía. Yo sujetaré bien este extremo. Y cuando llegues a lo alto
ponte en la tapia junto a mí hasta que cambie la escalera del lado del jardín. No te
aturulles ahora, hazlo con tranquilidad.
Era una ventaja que Sofía estuviese tan bien entrenada a guardar el equilibrio. Sin
embargo, en el circo no había actuado nunca con tanta precisión como esa noche: era
una proeza de la que hasta un ser humano se hubiese sentido orgulloso. Claro es que
sabía que su libertad y la felicidad de su marido dependían de su equilibrio. Y aunque
tenía continuamente miedo de que en cualquier momento apareciese alguien por el
callejón y les descubriese, le produjo una gran emoción el poder devolver la pelota a
sus capturadores. En esta última demostración estaba aprovechando lo que le habían
enseñado para escaparse.
Peldaño a peldaño, pero con firmeza, empezó a remontar su pesado cuerpo.
Afortunadamente, como la escalera sobresalía por encima del muro, el doctor la había
podido colocar con mucha inclinación, en vez de muy vertical, aunque con el peso de
la foca se combaba peligrosamente y el doctor, desde lo alto del muro, rezaba para
que aguantase. Además, como era una escalera de las que se usan en jardinería para
podar los árboles, era mucho más estrecha en la parte más alta y fue allí, pues apenas

www.lectulandia.com - Página 59
había sitio para que la foca se agarrase con las dos aletas delanteras, donde tuvo lugar
la parte más difícil de la hazaña. Luego, desde esa situación tan incómoda, Sofía tenía
que desplazarse, con su torpe cuerpo hacia el muro, que no tenía más de veinticinco
centímetros de ancho, mientras el doctor cambiaba la escalera al otro lado.
Sin embargo, Sofía había aprendido en el circo a mantener el equilibrio en muy
poco espacio, así como a subir por una escalera. Y después de que el doctor la hubo
ayudado, agachándose y agarrándola para levantarla por la parte más floja de su piel,
se fue hacia él con agilidad por la parte alta del muro manteniendo el equilibrio con la
mayor facilidad.
Luego, mientras Sofía permanecía inmóvil como una estatua a la luz de la luna, el
doctor levantó la escalera, la pasó del otro lado —quitándose la chistera de un golpe
mientras lo hacía— y la dejó caer de nuevo en el jardín.
Al bajar, Sofía puso en práctica otro de sus trucos circenses: se tumbó atravesada
en la escalera y se dejó caer rodando. En esto tardó mucho menos que en subir, y fue
una suerte que así fuese, pues apenas había dejado el doctor caer la escalera en la
hierba, cuando oyeron voces en el callejón del que acababan de marcharse. Habían
llegado justo a tiempo al jardín.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el doctor cuando el sonido de los pasos había


dejado de oírse—. ¡Nos hemos librado por los pelos, Sofía! De momento estamos a
salvo. A nadie se le ocurriría buscarte aquí. ¡Oye, ten cuidado, que te has tumbado en
los claveles! Ven aquí a la grava del camino. Ahí… muy bien. ¿Y ahora dormimos en
la casa o en la caseta de las herramientas?

www.lectulandia.com - Página 60
—Esto está muy bien para mí —dijo Sofía revolcándose en la hierba de la pradera
—. Podemos dormir al aire libre.
—No, eso no puede ser —dijo el doctor—. Mira cuántas casas hay alrededor. Si
nos quedamos en el jardín, la gente podría vernos desde las ventanas de arriba cuando
amanezca. Vamos a dormir en la caseta. A mí me encanta el olor de los sitios donde
hay herramientas, y así no tendremos que forzar ninguna puerta.
—Ni subir escaleras —dijo Sofía reptando hacia el cobertizo—. Odio las
escaleras. Me arreglo con las escaleras de mano, pero lo malo son las otras.
Con la tenue luz de la luna encontraron dentro de la caseta varios sacos viejos y
gran cantidad de paja. Con estos materiales se organizaron dos camas muy cómodas.
—¡Mecachis, qué bueno es estar en libertad! —dijo Sofía estirando su corpulento
y sedoso cuerpo—. ¿Tiene sueño, doctor? Yo no podría estar despierta ni un
momento más, aunque me pagaran por ello.
—Bueno, pues duérmete, yo voy a darme una vuelta por el jardín antes de
retirarme.

www.lectulandia.com - Página 61
3
En el jardín abandonado

E L doctor, a quien tanto le gustaban los jardines de todo tipo, encendió la pipa y
salió tranquilamente de la casilla a la luz de la luna.
El aspecto descuidado de los macizos y praderas de esta finca abandonada le
recordaron su propia casa, tan bonita, de Puddleby. Por todas partes había malas
hierbas, y como John Dolittle no podía soportar las malas hierbas en los macizos,
arrancó una o dos que había al lado de un rosal. Más adelante las encontró más
abundantes todavía y que casi ahogaban un arbusto de lavanda.
—¡Qué pena! —dijo volviendo de puntillas hacia la caseta para coger una azada y
un cesto—. ¡Qué pena dejar tan descuidado un sitio tan hermoso como éste!
Y al poco rato se puso a quitar malas hierbas a la luz de la luna con todas sus
energías, exactamente como si el jardín fuese suyo y no le amenazase ningún peligro
en mil kilómetros a la redonda.
—Después de todo —se dijo a sí mismo mientras llenaba el cesto de dientes de
león—, como estamos alojados en este sitio, y sin pagar alquiler, esto es lo menos que
puedo hacer por el propietario.
Después de quitar las malas hierbas hubiese cogido el corta-césped para cortar la
hierba, pero temía que el ruido despertase a los vecinos.
Y cuando una semana después el dueño de la finca se la alquiló a su tía, la buena
señora dejó totalmente sorprendido a su sobrino, pues le escribió felicitándole por lo
bien cuidado que tenía el jardín.
Al volver a la cama, después de una dura noche de trabajo, el doctor se dio cuenta
de repente de que tenía hambre. Recordó entonces que había visto un manzano detrás
de un macizo y se dio la vuelta. Pero no encontró ninguna manzana. Las habían
cogido todas o se las habían llevado los golfillos. Comprendiendo que no podría
andar por el jardín después de despuntar el alba, empezó a buscar hortalizas, pero
tampoco tuvo suerte en esto. Así que finalmente, con la perspectiva de pasarse el día
siguiente sin comer, se acostó.
Por la mañana, lo primero que dijo Sofía al despertarse fue:
—¡Caray! Me he pasado toda la noche soñando con el querido mar. ¿Hay algo
para comer por aquí, doctor?
—Mucho me temo que no. Tendremos que aguantarnos sin desayunar, y también
sin comer, pues no me atrevo a salir de aquí a la luz del día. Sin embargo, tan pronto
como oscurezca, quizá pueda ir a comprarte unos arenques o algo parecido en una
tienda. Pero espero que para esta noche, ya tarde, hayan desistido de buscarte y
podamos salir hacia el campo para encaminarnos hacia el mar.
Como Sofía era muy animosa aguantó lo mejor que pudo. Sin embargo, a medida

www.lectulandia.com - Página 62
que avanzaba el día, los dos empezaron a sentirse tremendamente hambrientos. Pero
hacia la una del mediodía Sofía dijo de repente:
—¡Sssss! ¿Ha oído eso?
—No —dijo el doctor, que estaba buscando cebollas en un rincón de la caseta—.
¿Qué era?
—Hay un perro ladrando en el callejón, del otro lado de la tapia del jardín. Salga
de debajo de ese banco y lo oirá. Dios mío, espero que no me estén buscando ahora
con perros, pues si lo hacen estoy perdida.
El doctor salió a gatas de debajo de una mesa, se acercó a la puerta y se puso a
escuchar. Un ladrido bajo y cauteloso, que procedía del otro lado de la tapia, le llegó
a los oídos.
—¡Santo Dios! —murmuró—. Es la voz de Yip. ¿Qué querrá?
A poca distancia de la caseta, cerca de la tapia, había un peral muy tupido y
frondoso. Asegurándose primero de que no le veía nadie desde alguna ventana de las
casas que daban al jardín, el doctor cruzó rápidamente y se puso detrás del árbol.
—¿Qué pasa Yip? ¿Ocurre algo? —preguntó el doctor.
—Déjeme entrar —contestó Yip muy bajito—. No puedo saltar la tapia.
—¿Cómo lo voy a hacer? —dijo el doctor—. No hay puerta y tengo miedo de que
me vean los vecinos si salgo al descubierto.
—Coja un cesto y átele una cuerda —susurró Yip—. Luego échele por encima de
la tapia, detrás del árbol, y yo me meto en él. Cuando yo ladre tire de la cuerda y
súbame. ¡Dése prisa! No quiero que me vean por esta calleja.
Entonces el doctor volvió a gatas a la caseta, donde encontró una cuerda que ató
al cesto del jardín.
Se fue otra vez detrás del árbol y tiró el cesto por encima de la tapia, pero
agarrando la cuerda con la mano.
En seguida oyó un ladrido en el callejón y empezó a tirar de la cuerda. Al llegar la
cesta a lo alto de la tapia apareció la cabeza de Yip.
—Mantenga la cuerda estirada, pero átela al árbol —susurró—. Luego ponga la
chaqueta ahí debajo que quiero que coja unas cosas.
El doctor hizo lo que le decía, y Yip le tiró lo que había en el cesto: cuatro
bocadillos de jamón, una botella de leche, dos arenques, una navaja de afeitar, un
pedazo de jabón y un periódico. Luego dejó caer el cesto vacío al jardín.
—Ahora cójame a mí —dijo Yip—. Sujete bien la chaqueta. ¿Preparado? ¡Uno,
dos, tres!
—¡Caramba! —exclamó el doctor cuando le vio saltar por el aire y caer
perfectamente en la chaqueta—. Podrías actuar en el circo.
—A lo mejor me dedico a ello algún día —dijo Yip sin darle importancia—.
¿Dónde ha estado viviendo? ¿En la bodega?

www.lectulandia.com - Página 63
—No, allí en la caseta de las herramientas —cuchicheó el doctor—. Crucemos
con cuidado rápidamente.
Un minuto después se encontraban a salvo en la caseta de las herramientas: Sofía
englutiendo un arenque y el doctor mordiendo con hambre un bocadillo.

—Eres una maravilla, Yip —dijo con la boca llena—. Pero ¿cómo supiste que
estábamos aquí y tan necesitados de comida? Los dos estábamos hambrientos.
—Bueno —dijo Yip tirando otro arenque a la foca—, después de salir Sofía por la
puerta, en el circo seguía reinando una gran excitación, y Blossom y sus hombres
siguieron la busca por ahí toda la noche. Luego, al ver a la gente asomada a las
ventanas, comprendimos que la ciudad también estaba muy alterada por el jaleo. Tu-
Tu estaba preocupadísima. No hacía más que decir: «Espero que el doctor no haya
tratado de salir al campo, pues si lo ha hecho, seguro que le habrán cogido. Lo que
tiene que hacer de momento es esconderse».
»Así que nos quedamos levantados toda la noche esperando de un momento a
otro que les volviesen a traer al circo a usted y a Sofía. Bueno, pero llegó la mañana y
todavía no les habían capturado, y que yo sepa, nadie sospecha que usted haya tenido
nada que ver con ello. Pero la gente del circo seguía buscando cuando se hizo de día,
y Tu-Tu seguía muy agitada y preocupada. Así que yo le dije: “Te voy a comunicar
muy pronto si el doctor está todavía en Ashby o no”.
»Y me marché a hacer una exploración. Era una mañana húmeda, muy buena para
oler. Primero di una vuelta alrededor de la ciudad, pues sabía que si se había
marchado, de no haberlo hecho volando, podría percibir su olor. Pero no encontré el
olor Dolittle en ninguna parte, así que volví donde estaba Tu-Tu y le dije: “El doctor

www.lectulandia.com - Página 64
no se ha marchado de Ashby todavía, a no ser que lo haya hecho en globo”. “Muy
bien, me dijo. Entonces es que está a salvo, escondido en algún sitio. El doctor es
inteligente para algunas cosas. Ahora localízale por el olor y vuelve y dime dónde
está. Mientras tanto yo haré que le preparen algo de comer, pues tanto él como la foca
tendrán hambre. Es probable que ninguno de los dos haya comido nada desde ayer al
mediodía y seguramente tendrán que permanecer donde estén hasta muy entrada la
noche”.
»En vista de esto me puse a olfatear dentro de la ciudad y encontré su rastro de
llegada donde para el coche, ese rastro me llevó primero, como esperaba, por calles
secundarias, dando un rodeo, hasta el oscuro callejón. Pero me quedé sorprendido
porque no seguía, se paraba de golpe. El de Sofía tampoco seguía. Sin embargo,
como estaba seguro de que no podían haberse metido en un agujero, o haber salido
volando, durante un par de minutos me quedé completamente desorientado. Luego,
de repente, percibí un soplo de humo de tabaco de pipa que venía del otro lado de la
tapia, pues conozco la clase de tabaco que usted fuma, y entonces me convencí de
que estaba en el jardín. Pero he de decir que tanto a usted como a la foca se les da
muy bien lo de saltar.
El doctor se echó a reír mientras empezaba a comerse el segundo bocadillo. Y
también Sofía sonrió ampliamente mientras se limpiaba las patillas con el revés de la
aleta.
—No saltamos la tapia, Yip —dijo John Dolittle—. Utilizamos la escalera que
está ahí. ¿Pero cómo pudiste traer la comida hasta aquí sin que te vieran?
—No fue fácil —respondió Yip— ni mucho menos. Tu-Tu y Dab-Dab prepararon
los bocatas, y los arenques los cogimos del cubo de pescado de Higgins. La leche nos
la llevó al carro el lechero de siempre. Luego Tu-Tu dijo que seguramente le gustaría
a usted ver un periódico, para entretenerse, si es que tenía que permanecer aquí todo
el santo día. Y yo elegí El diario de la mañana, que es el que le habíamos visto leer
muchas veces. Después, el ratón blanco dijo que no nos olvidásemos de la navaja de
afeitar y del jabón, pues usted odiaba andar sin afeitarse. Y los cogimos también.
Pero todo esto pesaba mucho como para que yo lo trajese de un solo viaje. Así que
hice dos, escondiendo el primer lote detrás de un barril de cenizas que hay en el
callejón hasta que trajese el segundo. Durante el primer viaje me paró una viejecita,
pues traía las cosas envueltas en el periódico para que no se notasen tanto. Y la
viejecita me dijo: «¡Ah, vaya, qué perrito tan encantador, que le lleva el periódico a
su amo! ¡Ven aquí, perrito listo!».

www.lectulandia.com - Página 65
»Bueno, pues al espantajo de vieja pude darle esquinazo, pero en el segundo viaje
encontré a otros idiotas, que esta vez eran perros idiotas. Olieron los arenques que
traía para Sofía y se pusieron a seguirme en tropel. Yo me puse a correr por toda la
ciudad para tratar de quitármelos de encima y estuve a punto de perder la carga más
de una vez. Finalmente dejé el paquete y luché con todos ellos. No, no fue nada fácil.
—¡Caray! —dijo el doctor cuando terminaba de comerse el último bocadillo y se
disponía a abrir la botella—. Es estupendo tener tan buenos amigos. Me alegro
mucho que se os ocurriese lo de la navaja de afeitar. Se me estaba poniendo muy
áspera la barbilla. Oh, pero no tengo agua.
—Tendrá que utilizar la leche —dijo Yip—. ¡Pare! No se la beba toda. También
pensamos en eso.
—Ah, bueno —dijo el doctor dejando la botella que todavía estaba medio llena
—. Es una idea genial. Nunca me he afeitado con leche. Debe de ser bueno para el
cutis. ¿Tú no la bebes, verdad, Sofía? ¿No? Pues ya está todo arreglado.
Entonces se quitó el cuello de la camisa y se puso a afeitarse.
Cuando terminó Yip dijo:
—Bueno, pues ahora tengo que marcharme. Les prometí a los del carro que
volvería en cuanto pudiese para decirles cómo le iba a usted. Si no consigue
marcharse esta noche volveré mañana a la misma hora con más comida. La gente de
la ciudad se ha calmado mucho, pero Higgins y Blossom no han desistido ni mucho
menos de seguir la busca. Así que debe tener cuidado. Lo mejor sería que se quedase
aquí dos días más, o incluso tres, si es necesario, antes de salir demasiado pronto y
que le pesquen.

www.lectulandia.com - Página 66
—Muy bien, Yip —dijo el doctor—. Tendremos cuidado. Muchísimas gracias por
venir. Recuerdos a todos de mi parte.
—Y de la mía también —dijo Sofía.
—Y diles a Tu-Tu y a los demás que estamos muy agradecidos por su ayuda —
añadió el doctor abriendo la puerta del chamizo.
Luego volvieron a cruzar rápidamente hasta el peral, y después de subirse a las
ramas, el doctor metió a Yip en el cesto y lo dejó caer al callejón del otro lado de la
tapia.
Pasaron varias horas sin que sucediese nada importante. Y aunque de vez en
cuando oían voces de personas que les andaban buscando por el callejón y las calles
próximas, los dos fugitivos pasaron una tarde agradable: el doctor leyendo el
periódico y Sofía repantigándose meditabunda en la cama.
Cuando empezó a oscurecer, John Dolittle tuvo que dejar de leer porque no veía,
así que él y Sofía se pusieron a charlar en voz baja sobre sus planes.
—¿Cree que nos podremos marchar esta noche, doctor? —preguntó Sofía—. ¿No
le parece que para entonces ya habrán desistido de buscarme?
—Espero que sí —dijo el doctor—. En cuanto sea de noche saldré al jardín para
ver si oigo algo. Ya sé lo impaciente que estás por emprender el viaje, pero procura
tener calma.
Una media hora después el doctor cogió la escalera, y subiéndose hasta cerca de
la parte alta de la tapia, se quedó escuchando atentamente durante un buen rato.
Cuando volvió a la caseta donde estaba Sofía, sacudió la cabeza.
—Hay aún mucha gente por las calles —dijo—. Pero lo que no he podido
averiguar es si se trata de los hombres del circo buscándote o simplemente de gente
corriente que está de paseo. Me parece que es mejor esperar todavía un rato.
—¡Qué lata! —exclamó Sofía—. ¿Acaso no vamos a poder llegar más allá de este
jardín? ¡Pobre Slushy! ¡Estoy tan preocupada!
Y se puso a llorar suavemente en la oscuridad.
Una hora después el doctor volvió a salir. Esta vez, justo cuando iba a subir la
escalera, oyó a Yip que le susurraba del otro lado de la tapia:
—Doctor, ¿está usted ahí?
—Sí, ¿qué pasa?
—Escuche. Higgins y el jefe se han marchado en un carro. Blossom vino y le
pidió a Matthew que se encargase de algunos asuntos del circo porque él no volvería
durante algún tiempo. Tu-Tu cree que es una gran oportunidad para que usted huya
rápidamente y salga de la ciudad. Póngase en camino dentro de una hora, cuando el
circo esté en plena actividad y todos los hombres estén ocupados. ¿Lo ha oído?
—Sí, sí, te he oído. Gracias, Yip. Muy bien. Nos marcharemos dentro de una hora
—dijo el doctor mirando el reloj—. ¿En qué dirección se fue Blossom?

www.lectulandia.com - Página 67
—Hacia el este, hacia Grimbledon. Timoteo les siguió parte del camino y nos lo
dijo al volver. Usted váyase hacia el este. Tuerza a la izquierda al final de este
callejón y luego dé la vuelta otra vez a la izquierda en la esquina siguiente. Es una
callejuela oscura que les llevará a la carretera de Dunwich. Una vez que lleguen allí
estarán a salvo. No hay muchas casas en ella y en un momento estarán en campo
abierto. Le dejo aquí en el callejón unos bocadillos para que los coja al marcharse.
¿Me oye?
—Sí, entendido —susurró el doctor; luego, salió corriendo hacia la caseta con las
buenas noticias.
Cuando la pobre Sofía oyó que se iban a marchar esa noche se puso de pie sobre
la cola y aplaudió de alegría con las aletas.
—Ahora, escucha —dijo el doctor—, si nos encontramos con alguien en la calle,
y es casi seguro que ocurra, tú te tumbas al lado de la pared y haces como si fueses un
saco que yo llevo y que he dejado en el suelo para descansar. ¿Comprendido?

—Muy bien —dijo Sofía—. Estoy tremendamente nerviosa. Mire cómo me


tiemblan las aletas.
El doctor no hacía más que mirar el reloj, y mucho antes de que hubiese pasado
una hora él y Sofía ya estaban esperando al pie de la escalera, preparados e
impacientes.
Finalmente, después de haber mirado el reloj otra vez más, el doctor dijo en voz
muy baja:
—Está bien, creo que podemos salir ahora. Yo iré delante para sujetar la escalera
como hice la otra vez.

www.lectulandia.com - Página 68
Pero desgraciadamente las esperanzas de Sofía se fueron al traste, pues justo
cuando el doctor estaba subiendo por la escalera, se empezaron a oír a lo lejos unos
ladridos profundos y amenazadores.
John Dolittle se paró en lo alto de la escalera frunciendo el entrecejo. Los ladridos
de muchos perros que aullaban todos al mismo tiempo, se iban acercando.
—¿Qué es eso? —dijo Sofía muy bajito con voz temblorosa desde abajo—. Eso
no es Yip, ni ninguno de nuestros perros.
—No —dijo el doctor bajando lentamente—. No hay quien confunda ese ruido.
Sofía, algo ha pasado. Ése es el aullido de los sabuesos, son sabuesos que van
siguiendo un rastro y vienen… ¡en esta dirección!

www.lectulandia.com - Página 69
4
El jefe de los sabuesos

D ESPUÉS de su última conversación con el doctor a través de la tapia del jardín,


Yip volvió al carro a reunirse con sus amigos, bastante seguro de que ahora
todo marcharía bien.
Él y Tu-Tu estaban charlando debajo de la mesa y Dab-Dab quitando el polvo a
los muebles cuando Toby entró precipitadamente sofocado y jadeante.
—Yip —gritó—, ¡ha ocurrido lo peor! ¡Tienen sabuesos! A eso es a lo que se
marcharon Blossom y Higgins. Hay un hombre en el pueblo de al lado que los cría.
Los van a traer aquí en un carro: son seis. Yo los descubrí cuando entraban en la
ciudad por el puente de peaje. Fui corriendo detrás y traté de hablar con los perros,
pero con el traqueteo de las ruedas del carromato no me oyeron. Si lanzan esa jauría
tras el rastro de Sofía, es como si ya la hubiesen pescado.
—¡Malditos sean! —murmuró Yip—. ¿Dónde están ahora?
—No lo sé. Cuando les dejé estaban cruzando al trote la plaza del mercado
camino de aquí. Salí corriendo por delante para comunicártelo lo antes posible.
—Muy bien —dijo Yip levantándose de un salto—. Ven conmigo.
Y se internó en la noche a toda velocidad.
—Tratarán de coger el rastro en la caseta de la foca —comentó Yip mientras los
dos perros cruzaban corriendo el recinto—. A lo mejor podemos encontrarles allí.
Pero en la caseta no había ningún sabueso.
Yip acercó el hocico al suelo y husmeó una sola vez.
—¡Qué cochina suerte! —susurró—. Ya han estado aquí y han salido siguiendo el
rastro. Escucha, están allí. ¿No les oyes aullar? ¡Vamos! ¡Corramos hacia el callejón,
a lo mejor llegamos a tiempo todavía!
Y salió a la velocidad de una flecha hacia la puerta, mientras el pobre Toby, que
se había quedado muy rezagado, corría con todas sus fuerzas para alcanzarle, con sus
grandes orejas ondeando al viento.
Precipitándose al callejón, Yip lo encontró sencillamente atestado de hombres,
perros y faroles. Blossom, Higgins y el dueño de los sabuesos estaban allí. Mientras
los hombres hablaban y hacían oscilar los faroles, los sabuesos, que eran seis
animales enormes con las quijadas caídas, orejas muy largas y ojos inyectados en
sangre, rastreaban el suelo y corrían de abajo a arriba por la callejuela tratando de
averiguar a dónde llevaba la pista. De vez en cuando levantaban el hocico, abrían sus
grandes fauces y lanzaban un aullido profundo hacia la luna.
Mientras tanto, los otros perros de la comarca contestaban a sus ladridos desde
todos los patios. Yip entró corriendo en el concurrido callejón simulando que él
también se había unido a la búsqueda. Después de localizar al más grande de los

www.lectulandia.com - Página 70
sabuesos, que pensó que era el jefe, se puso a su lado, y con los ojos y el hocico
pegados al suelo, le cuchicheó en el lenguaje de los perros:
—So zoquetes, marchaos de aquí. Éste es asunto del doctor, de John Dolittle.
El sabueso se paró y miró a Yip con desprecio.
—Pero quién te crees que eres, chucho callejero —le dijo—. Nos han mandado a
que localicemos una foca. Deja de tomarnos el pelo. John Dolittle está de viaje.
—Nada de eso —murmuró Yip—. Está del otro lado de la tapia, a menos de dos
metros de distancia de nosotros. Está intentando llevar a esa foca hasta el mar para
que pueda huir de esos hombres de los faroles, si vosotros, imbéciles, no os cruzáis
en su camino.
—No te creo —contestó el jefe—. Lo último que he sabido del doctor es que está
en África. Tenemos que cumplir con nuestro deber.
—¡Idiota! ¡Majadero! —gruñó Yip perdiendo la paciencia enfurecido—. Te estoy
contando la verdad. ¡A que te tiro de las orejas! ¡Me parece que llevas dos años
dormido! El doctor ha vuelto a Inglaterra hace más de un mes. Y ahora está de gira
con el circo.
Pero el jefe de los sabuesos, como muchos seres altamente especializados, era (en
todo menos en su profesión) muy testarudo y un poco estúpido, y sencillamente no
quería creer que el doctor no estuviese todavía en el extranjero. En su magnífico
expediente como rastreador, no había fallado nunca en encontrar su presa una vez que
había cogido una pista, y como tenía mucha fama y estaba muy orgulloso de ello, no
estaba dispuesto a dejarse engañar por el primer chucho mequetrefe que le viniese
con un cuento, ¡como que él iba a hacerle caso!
El pobre Yip estaba desesperado. Veía que los sabuesos se ponían a rastrear ahora
la tapia por la que había subido Sofía, y sabía que estos enormes animales no se
marcharían de esta zona mientras la foca estuviese cerca, con su fuerte olor a
pescado. Ya no era más que una cuestión de tiempo, pues Blossom y Higgins
adivinarían que estaba escondida del otro lado de la tapia y registrarían la vieja casa y
el jardín.
Mientras seguía discutiendo tuvo una idea. Se apartó del grupo de los sabuesos y
se alejó, con precaución, haciéndose el indiferente, hasta el fondo del callejón. El aire
estaba ya plagado de ladridos y de aullidos de perros de todo tipo. Yip echó la cabeza
hacia atrás e hizo como que se unía al coro de los demás. Pero el mensaje que lanzó
iba dirigido al doctor por encima de la tapia:
—Estos idiotas no me creen. Por lo que más quiera, dígales que está aquí. ¡Guau!
¡Guau! ¡Guaaaau!
Y entonces la voz de otro perro, que provenía del jardín, vino a sumarse al ruido
general de la noche. Y esto es lo que dijo al ladrar:
—Soy yo, John Dolittle. ¿Por qué no hacéis el favor de marcharos? ¡Guau!

www.lectulandia.com - Página 71
¡Guau! ¡Guaaau!
Al oír esa voz, que para Blossom y para Higgins no se distinguía de los demás
ladridos que llenaban el aire, los seis sabuesos levantaron sus respectivos hocicos del
suelo y doce largas orejas se aguzaron y se quedaron inmóviles escuchando.
—¡Caray! ¡Es él! Es el gran hombre en persona —dijo el jefe.
—¿No te lo he dicho? —cuchicheó Yip arrastrándose hacia él—. Ahora lleva a
estos hombres rápidamente hacia el sur, fuera de la ciudad, y no dejes de correr hasta
por la mañana.
Entonces el domador de los perros vio a su maravilloso número uno dar la vuelta
de repente y salir del callejón. Con gran satisfacción por su parte, observó que los
otros seguían su ejemplo.
—Todo va bien, señor Blossom —dijo agitando el farol—. Han vuelto a encontrar
el rastro. ¡Vamos, sígales, sígales! Van muy deprisa, no se aparte de ellos. ¡Corra!
Tropezando unos con otros para no quedarse rezagados, los tres hombres salieron
corriendo detrás de la jauría, y para contribuir al alboroto en la dirección que habían
tomado, Yip se unió al grupo ladrando con todas sus fuerzas.
—Han doblado al final de la calle hacia el sur —gritó el dueño—. Ahora sí que
vamos a coger a su foca, no se preocupe. ¡Ah, son muy buenos perros! Una vez que
cogen el rastro no se equivocan. Vamos, señor Blossom, que no se nos alejen
demasiado.
Y en un abrir y cerrar de ojos el oscuro callejón, que un momento antes estaba
atestado, quedó vacío a la luz de la luna.
La pobre Sofía, que lloraba histérica tumbada en la hierba, mientras el doctor
trataba de consolarla, vio repentinamente la silueta de una lechuza que se posaba en
lo alto de la tapia.
—¡Doctor! ¡Doctor!

www.lectulandia.com - Página 72
—Sí, Tu-Tu. ¿Qué hay?
—¡Ha llegado su oportunidad! Toda la ciudad se ha unido a la búsqueda. Coja la
escalera. ¡Deprisa!
Y dos minutos después, mientras los sabuesos, ladrando a todo ladrar, se dirigían
hacia el sur por valles y colinas seguidos por Blossom y por Higgins, en lo que era
una verdadera carrera de obstáculos, el doctor sacaba a Sofía tranquilamente de
Ashby por la carretera de Dunwich rumbo a occidente, camino del mar.
Mucho tiempo después, cuando la misteriosa desaparición de Sofía del circo
había pasado a la historia, John Dolittle comentaba con frecuencia con sus animales
que si hubiese sabido al principio lo difícil que era el llevar una foca en secreto a
través de ciento cincuenta kilómetros de tierra firme, dudaba mucho que hubiese
tenido el valor de intentarlo.
La segunda parte de sus aventuras con Sofía, en la que ninguno de sus propios
animales tomó parte, se convirtió ciertamente en uno de los relatos preferidos en la
tertulia al lado del fuego durante muchos años, pero, sobre todo, uno de sus capítulos.
Y siempre que a los animales les apetecía oír un cuento divertido, atosigaban al
doctor para que les volviese a contar el episodio de la fuga con la foca que Gub-Gub
llamaba «la diligencia de Grantchester».
Pero vamos a continuar con nuestra historia.
Cuando Sofía y John Dolittle llegaron a la parte de la carretera de Dunwich en
que terminaban las casas de Ashby y empezaba el campo, los dos suspiraron con
alivio. Lo que más habían temido, mientras todavía iban por las calles, era
encontrarse con un policía. El doctor suponía que Higgins habría acudido a la

www.lectulandia.com - Página 73
estación de policía y que habría ofrecido una recompensa para recuperar el animal
perdido. Y si lo había hecho, era lógico que todos los agentes de policía estuviesen
ojo avizor en busca de la foca desparecida.
Mientras avanzaban lentamente entre setos, el doctor se dio cuenta, por la pesada
respiración y su paso lento que el pobre animal se había fatigado mucho, incluso en
este breve recorrido por tierra. Sin embargo, no se atrevía a pararse en la carretera.

Descubrió entonces a su izquierda un bosquecillo junto a unas solitarias tierras de


labranza, y decidió que ése sería un buen sitio donde descansar. Así que se apartó de
la carretera, buscó un agujero por el que pudiese pasar Sofía y la llevó por una zanja
que iba hacia el bosquecillo.
Al llegar al pequeño grupo de árboles y matorrales, encontraron que era un
excelente refugio para cobijarse y se adentraron en él arrastrándose por el suelo. Era
un lugar al que no era probable que viniese nunca nadie, a no ser algún cazador
perdido o algún niño para coger moras.
—Bueno —dijo el doctor cuando Sofía se dejó caer pesadamente, jadeando, bajo
la protección de unos tupidos espinos—. Hasta aquí, todo va bien.
—¡Córcholis! —exclamó Sofía—. ¡Yo estoy muerta! Las focas no están hechas
para esto, doctor. ¿Cuánto cree que hemos andado?
—Yo diría que dos kilómetros y medio.
—¡Santo Dios! ¿Nada más? ¡Y son casi ciento cincuenta hasta la costa! ¿Sabe lo
que me parece que deberíamos hacer? Pues buscar un río. Los ríos siempre van a
parar a la mar. Yo por el agua avanzo tan deprisa como un caballo al galope. Pero si

www.lectulandia.com - Página 74
tengo que seguir caminado por estas carreteras, se me va a desgastar la suela de la
tripa. Un río es lo que tenemos que encontrar.
—Sí, creo que tienes razón, Sofía. Pero ¿dónde lo encontramos? Ésa es la
cuestión. Si estuviésemos en algún sitio cerca de Puddleby te lo diría
inmediatamente, pero no conozco en absoluto la geografía de esta zona. Debería
haberme acordado de traer un mapa. No quiero andar preguntando a la gente, de
momento por lo menos. Porque oficialmente estoy a muchos kilómetros de aquí,
ocupándome de unos asuntos.
—Bueno, pues entonces pregúntele a algún animal —dijo Sofía.
—¡Pues claro! ¡No sé cómo no se me ha ocurrido antes! Pero ¿qué tipo de animal
nos podría informar de lo que queremos?
—Oh, cualquier animal acuático.
—Ah, ya sé. Se lo preguntaremos a una nutria.
Las nutrias son tus parientes más cercanas en Inglaterra. Viajan y cazan en agua
dulce de manera muy parecida a vosotras en el mar. Bueno, pues tú quédate aquí
ahora descansando y yo iré en busca de alguna.
Era cerca de la una de la mañana cuando el doctor volvió al bosquecillo. El ruido
que hizo al penetrar en él despertó a Sofía que estaba durmiendo profundamente.
Le acompañaba un animal poco corriente que no paraba de dar unos brincos en
espiral muy extraños y salerosos para saltar por encima de los altos helechos que
tapizaban el suelo a fin de poder ver bien a Sofía que, aunque parecía que le daba un
poco de miedo, también parecía interesarle mucho.
—¡Qué grande es, doctor! —cuchicheó—. ¿Dijo usted que estaba emparentada
con nosotras?
—En cierto sentido, sí. Claro que, para ser exacto te diré que ella es, en realidad,
un pinnípedo mientras que vosotras sois mustélidos.
—Ah, bueno, me alegro, porque ¡es tan patosa! Y mire no tiene patas de atrás, no
tiene más que unas protuberancias. ¿Está seguro de que no muerde?
Finalmente la nutria se convenció de que Sofía era inofensiva y, acercándose más,
se puso a hablar amistosamente con el otro animal pescador de tierras lejanas.
—Bueno —dijo el doctor—, como ya te he dicho, estamos impacientes por llegar
al mar por el camino más rápido y menos concurrido. Y Sofía opina que lo mejor es
buscar algún río.
—¡Uy! —exclamó la nutria—. Tiene razón, naturalmente. ¡Pero a qué mal sitio
han venido para encontrar un río! La razón por la que yo vivo aquí es que no hay
perros de caza. Vivo y pesco en unas charcas, que no son nada buenas, pero al menos,
no me persiguen las jaurías. No hay ríos que valgan la pena en esta zona, y desde
luego ninguno por el que ella pudiese ir nadando hasta el mar.
—Vaya… Entonces, ¿dónde nos recomiendas que vayamos? —preguntó el

www.lectulandia.com - Página 75
doctor.
—Realmente no sé —contestó la nutria—. Es que yo viajo muy poco. Nací en
esta región y mi madre siempre me decía que éste era el único lugar seguro para las
nutrias que quedaba en Inglaterra. Así que he estado aquí toda la vida.
—Bueno, pero ¿podrías conseguirnos algo de pescado? —preguntó Sofía—.
Estoy muerta de hambre.
—Por supuesto —dijo la nutria—. ¿Te gustan las carpas?
—Ahora me comería lo que fuese —dijo Sofía.
—Muy bien. Entonces espera un momento hasta que baje a mi charca —dijo la
nutria dándose la vuelta y saliendo del soto de un salto.
No tardó ni diez minutos en volver con una enorme carpa negra en la boca, que
Sofía se comió en dos bocados.
—¿Por qué no pregunta a los patos salvajes, doctor? —sugirió la nutria—. No
paran de viajar y siguen las vías fluviales de arriba a abajo hacia el mar para buscar
alimentos. Y van siempre por los ríos más tranquilos, donde no encuentren gente. A
lo mejor podrían informarle.
—Ah, sí, me parece que tienes razón —dijo John Dolittle—. Pero ¿dónde podría
encontrar alguno?
—Oh, eso es fácil. Vuelan siempre de noche.
Súbase a algún monte y escuche. Y cuando les oiga pasar por encima les llama.
Así que dejando a Sofía y a su prima de agua dulce charlando tranquilamente en
el bosquecillo, el doctor escaló la ladera de una colina hasta llegar a una alta
explanada desde donde podía abarcar todo el firmamento iluminado por la luna. Al
cabo de uno o dos minutos oyó en lontananza un leve graznar: eran los patos salvajes
volando. Y al poco rato vislumbró en lo alto un grupo de puntos negros en forma de
uve que iban rumbo al mar.
Llevándose las dos manos a la boca en forma de bocina hizo una estrepitosa
llamada. El grupo se paró, deshizo la formación y empezó a volar en círculos
mientras descendía con cautela.
Poco después, Sofía y la nutria, que seguían en el soto, interrumpieron su charla y
se pusieron a escuchar atentamente, pues habían oído el ruido de unos pasos que se
acercaban.
Entonces apareció en el escondite John Dolittle trayendo cómodamente un bello
pato verde y azul debajo de cada brazo.
Después de explicarles la situación y de pedirles consejo, los patos dijeron:
—El río más cercano y lo bastante grande como para una foca, es el Kippet, pero
desgraciadamente desde aquí no hay ningún arroyo que vaya hacia él. Para llegar al
valle de ese río tendrán que atravesar sesenta kilómetros de tierra.
—¡Huy! Eso me parece grave —comentó el doctor.

www.lectulandia.com - Página 76
—Muy grave —suspiró Sofía con cansancio—. ¡Pobre Slushy! ¡Estoy tardando
tanto en llegar hasta él! ¿Qué tipo de terreno es el que tenemos que atravesar?
—Varía mucho —dijeron los patos—. Hay una parte montañosa; otra es llana;
otra de tierras de labranza; otra es de monte bajo. Es un camino muy variado.
—¡Vaya por Dios! —gimió Sofía.
—Sería más fácil —dijeron los patos— que fuesen por carretera hasta el río.
—Pero ¿no comprendéis que tengo miedo de que me vean y me paren? —dijo el
doctor—. Por eso nos apartamos de la carretera de Dunwich. Hay demasiada gente
por aquí que ha oído hablar de nuestra fuga.
—Pero no están obligados a volver a la carretera de Dunwich —dijeron los patos
—. Mire, si siguen esa cerca de setos hacia occidente llegaran a otra carretera, que es
la calzada romana que va de Igglesby a Grantchester. Por ella circulan coches que van
del norte hacia el sur. Sin embargo, no es probable que encuentren en ella gente de
Ashby. Bueno, pues si siguen por esa carretera hacia el norte, a unos sesenta
kilómetros encontrarán el río Kippet. La carretera lo cruza en el puente de Talbot,
justo antes de entrar en la ciudad de Grantchester.
—Parece sencillo para un buen andarín —dijo el doctor—. Pero para Sofía es otra
cuestión. Sin embargo, supongo que no podemos hacer otra cosa. O sea que hay que
seguir la carretera de Grantchester hacia el norte, hasta el puente de Talbot, y allí
bajar al río, el Kippet, ¿no es eso?
—Eso es —dijeron los patos—. No hay pérdida una vez que llegue a la carretera.
Al llegar al río mejor será que pregunten a otras aves acuáticas, porque aunque el
Kippet va a desembocar al mar, hay sitios donde hay que tener cuidado.

www.lectulandia.com - Página 77
—Muy bien —dijo el doctor—, habéis sido muy amables. Muchas gracias.
Entonces los patos salieron volando para continuar su viaje, y John Dolittle miró
el reloj.
—Ahora son las dos de la mañana —dijo—. Nos quedan tres horas hasta que
empiece a amanecer. ¿Qué prefieres Sofía, quedarte aquí descansando hasta mañana
por la noche o seguir lo que podamos mientras sea de noche?
—Oh, vamos a seguir adelante como sea —contestó Sofía.
—Está bien —dijo el doctor—, vamos.
Mientras se encaminaban hacia la carretera arrimados a la cerca, la pequeña nutria
se marchó y volvió luego con una buena ración de pescado fresco para Sofía, a fin de
que cogiese fuerzas para su duro viaje. Un kilómetro más abajo, al final de un prado
alargado, les mostró un agujero que se abría en otra cerca, les dijo que la carretera
estaba del otro lado y se despidió de ellos.
Pasaron por el agujero y fueron a parar a un hermoso camino, ancho y bien
pavimentado, que se perdía a uno y otro lado en la oscuridad.
Sofía suspiró con resignación. Torcieron luego hacia la derecha y se dirigieron
hacia el norte.

www.lectulandia.com - Página 78
5
Los pasajeros de Penchurch

¡A Y! ¡Ay de mí! —exclamó Sofía cuando llevaban andando alrededor de una hora
—. Este camino es tan duro y áspero como el otro. ¿Cuánto hemos avanzado?
—Como otro kilómetro y medio —contestó el doctor.
Sofía empezó a llorar, y sus grandes lagrimones iban a parar al blanco polvo del
camino.
—¡Siempre me contesta como otro kilómetro y medio! La verdad es que le estoy
dando mucha lata, doctor.
—Oh, qué va —respondió John Dolittle—. No te desanimes. Lo conseguiremos.
Resultará muy fácil una vez que lleguemos al río.
—Sí, pero todavía nos faltan cincuenta y ocho kilómetros y medio. Y estoy tan
agotada.
El doctor la miró y vio que ciertamente estaba exhausta. No quedaba más remedio
que volver a hacer un alto.
—Ven hacia aquí —le dijo—, sal de la carretera, así. Ahora túmbate en esa zanja
para que no te vean y descansa un poco.
La pobre Sofía hizo lo que le decía el doctor, que se sentó en un mojón y se puso
a pensar muy seriamente. Aunque hacía todo lo posible por animar a Sofía, le estaba
empezando a parecer que a este paso no iban a conseguir llegar hasta el río.
Mientras meditaba tristemente sobre las dificultades de la situación en que se
encontraban, Sofía dijo repentinamente:
—¿Qué es ese ruido?
El doctor levantó la vista y se puso a escuchar.
—Son las ruedas de un carro. Ahí estás a salvo, pero no te muevas hasta que pase.
En la zanja no te pueden ver.
El ruido se fue acercando, y al poco rato apareció una luz en un recodo del
camino; el doctor vio en seguida que se trataba de un coche cerrado. Al llegar a
donde él estaba el cochero detuvo los caballos y le gritó:
—¿Está esperando la diligencia?
—Buee… eno —dijo tartamudeando—. ¿Es éste el coche de línea?
—Es uno de ellos —dijo el hombre.
—¿Dónde va? —preguntó el doctor.
—Éste es el coche vecinal —dijo el cochero—. Va de Penchurch a Anglethorpe.
¿Quiere subir?
Mientras vacilaba sobre qué contestar se le ocurrió una idea fantástica.
—¿Lleva muchos pasajeros? —preguntó.
—No, solamente dos, un matrimonio. Y van dormidos. Dentro hay sitio de sobra.

www.lectulandia.com - Página 79
El interior del coche estaba iluminado por una lámpara cuya luz pasaba
débilmente a través de las cortinillas; el vehículo se había parado un poco más allá
del mojón del doctor. Desde donde estaba, el conductor no podía ver ni el escondrijo
de Sofía ni la puerta de atrás del coche.
—¿Los pasajeros son de esta región? —preguntó el doctor, bajando el tono de
voz.
—No, como ya le he dicho somos de Penchurch. ¿Qué más quiere saber? Si desea
subirse dese prisa. No puedo pasarme la noche de charleta.
—Muy bien —dijo el doctor—. Espere un segundo que voy a coger mi equipaje.
—¿Quiere que le ayude?
—¡No, no, no! No se moleste, puedo arreglarme solo.
Entonces el doctor se deslizó hacia la parte trasera del coche y abrió la puerta. Un
hombre y una mujer con las cabezas hundidas entre los hombros dormitaban en el
otro extremo. Dejando la puerta abierta, el doctor salió corriendo hacia la zanja,
rodeó a Sofía con los brazos y la levantó con todas sus fuerzas.
—Por lo menos haremos parte del recorrido de esta manera —cuchicheó mientras
la llevaba al coche—. Estate lo más quieta posible, que te voy a colocar debajo del
asiento.
Para subir al coche, cuyo suelo estaba muy por encima del nivel del camino,
había dos escalones de hierro que colgaban por debajo de la puerta. Cuando el doctor
miró por segunda vez a los pasajeros éstos parecían seguir dormidos. Pero al tratar de
subir los peldaños con tan enorme carga, tropezó armando un gran estrépito. La
mujer, que iba en el rincón, se despertó y levantó la cabeza. El doctor, que seguía con
las aletas de Sofía alrededor del cuello, se quedó mirando fijamente, estupefacto.

www.lectulandia.com - Página 80
—¡John!
Era Sarah.
La señora de Dingle dio un grito y se desvaneció en los brazos de su marido. Los
caballos arrancaron repentinamente. El doctor perdió el equilibrio del todo. Y el
coche se adentró traqueteando en la oscuridad de la noche dejándole sentado en la
carretera con Sofía en su regazo.
—¡Eh! ¡Oiga! —suspiró levantándose con cansancio—. ¡Sarah tenía que ser!
¡Podía haber sido cualquier otra persona del mundo, pero tenía que ser Sarah! ¡Vaya
suerte!
—¿Pero qué pretendía hacer? —preguntó Sofía—. No habría podido meterme de
ninguna manera debajo del asiento. Allí no había sitio ni para esconder a un perro.
—Bueno…, sí…, es que actué sin pensarlo. Podía haberte ahorrado unos
kilómetros de camino, si no hubiese tropezado y despertado a Sarah. ¡Qué rabia!
Pero, sabes, Sofía, me parece que la idea del coche va a ser, de todas maneras, lo
mejor. Claro que tenemos que organizarlo de manera algo diferente: tenemos que
planificarlo con cuidado. En cierto sentido es una ventaja que fuese Sarah. Si hubiese
sido otra persona quien me hubiese visto acarreando una foca podía haberlo contado,
y había dado una pista a la gente. Sin embargo, como a Sarah y a su marido les
avergüenza que esté metido en un circo, no dirán nada, de eso podemos estar seguros.
»Pero, mira: allá por oriente el cielo empieza a clarear. No vale la pena que
tratemos de avanzar más por hoy, así que te esconderé en aquel bosque y yo me iré
solo al pueblo siguiente a hacer unas averiguaciones.
Entonces avanzaron un trecho por la carretera hasta un agradable bosque que

www.lectulandia.com - Página 81
bordeaba el camino.
Al entrar en el soto encontraron un sitio muy bueno para que Sofía se escondiese.
Después de instalarla cómodamente, el doctor emprendió la marcha por la carretera,
justo cuando los gallos de las granjas próximas empezaban a saludar con sus cantos al
sol matutino.
Al cabo de unos tres kilómetros llegó a un pueblo donde había un bonito mesón
cubierto de hiedra que se llamaba «Los tres cazadores». Entró y pidió un desayuno.
No había comido nada desde que se habían marchado del jardín abandonado. Un
camarero muy viejo le sirvió huevos con bacon en el bar.
Cuando terminó de desayunar, el doctor encendió la pipa y se puso a hablar con el
camarero. Y averiguó muchas cosas sobre los coches de línea que iban y venían por
la carretera de Grantchester: qué aspecto tenía cada uno de ellos, a qué hora pasaban,
cuáles solían ir muy llenos y muchas cosas más.
Luego salió de la fonda y se fue calle abajo hasta donde estaban las pocas tiendas
que había en el pueblo. Entró en una de ropa y preguntó el precio de una capa de
señora que había en el escaparate.
—Treinta peniques —dijo la encargada de la tienda—. ¿Es alta su esposa?
—¿Mi esposa? —preguntó el doctor totalmente desconcertado—. Oh, sí, claro,
naturalmente. Bueno…, en todo caso la quiero larga. Y me llevaré también un
sombrero.
—¿Es rubia o morena? —preguntó la mujer.
—Vaya… pues es una especie de término medio —respondió el doctor.
—Tengo aquí una capota muy mona con amapolas rojas. ¿Le gustaría ésta?
—No, ésa es demasiado llamativa —dijo el doctor.
—Bueno, es que dicen que las de flores son las que más se llevan en Londres
ahora. ¿Y qué le parece ésta?

www.lectulandia.com - Página 82
Y la mujer trajo una gran capota negra lisa.
—Ésta es muy elegante. Es del estilo de las que yo uso.
—Sí. Me llevaré ésa —dijo el doctor—. Y ahora quiero un velo muy tupido, por
favor.
—¿Es que están de luto en su familia?
—Vaya…, no es eso exactamente. Pero lo quiero muy grueso, para viajar.
La mujer añadió un velo a las compras del doctor y éste salió de la tienda con un
gran paquete bajo el brazo. Luego fue a una tienda de comestibles y compró para
Sofía unos arenques secos —la única clase de pescado que encontró en el pueblo—, y
hacia mediodía se volvió a poner en camino por la carretera.
—Sofía —dijo el doctor al llegar al escondite de la foca en el bosque—. Tengo
muchas noticias para ti, y comida, y ropa.
—¡Ropa! —exclamó la foca—. ¿Qué voy a hacer yo con la ropa?
—Ponértela. Tienes que hacer de señora, por lo menos durante un rato.
—¡Santo cielo! —gruñó Sofía mientras se limpiaba la boca con el revés de la
aleta—. ¿Para qué?
—Para que puedas viajar en la diligencia.
—Pero si no puedo andar erguida como las señoras —gritó Sofía.
—Ya lo sé, pero sí puedes ir sentada, como si fueses una señora que está enferma
y un poco coja. Cuando haya que andar te llevaré yo.
—Pero ¿y la cara? No tiene la misma forma.
—No importa, la cubriremos con un velo —dijo el doctor—. Y el sombrero
disimulará el resto de la cabeza. Ahora cómete este pescado que te he traído y luego

www.lectulandia.com - Página 83
ensayaremos el disfraz. Me han dicho que la diligencia de Grantchester pasa por aquí
hacia las ocho, es la de la noche, y cogeremos esa porque en ella va menos gente.
Hasta el puente de Talbot tarda unas cuatro horas. Durante todo ese tiempo tendrás
que ir sentada en la cola y quedarte muy quieta. ¿Crees que lo podrás hacer?
—Lo intentaré.
—A lo mejor tienes la oportunidad de tumbarte un rato si vamos solos en el coche
parte del camino. Todo va a depender mucho de si va muy lleno. Hay tres paradas de
aquí al puente de Talbot. Pero como es un coche nocturno espero que no coja muchos
viajeros, si tenemos suerte. Ahora voy a probarte esta ropa para ver cómo resultas.

Entonces el doctor vistió a Sofía, la foca amaestrada, como si fuese una señora.
La hizo sentarse en un tronco, le puso el gorro en la cabeza, el velo por la cara y la
capa cubriéndole el resto del cuerpo.
Después de hacerla sentarse en postura humana en el tronco, era sorprendente lo
natural que resultaba. Como la capota era muy honda le disimulaba la larga nariz, y
con el velo por delante, la cabeza parecía enteramente la de una mujer.
—Tienes que tener cuidado de que no se te salgan los bigotes —dijo—. Eso es
muy importante. La capa es bastante larga, ya ves, llega hasta el suelo, y mientras
estés sentada, y la lleves cerrada por delante, a media luz, quedará muy bien. Puedes
mantenerla cerrada con las aletas, así. Ahora parece como si tuvieras las manos juntas
en el regazo, ¡estupendo! Eso es lo que debe ser. Si puedes permanecer así, nadie te
tomará más que por una viajera. ¡Oh, ten cuidado! No muevas la cabeza que se te cae
el gorro. Espera a que te ate las cintas debajo de la barbilla.
—¿Cómo tengo que respirar? —preguntó Sofía inflando el velo como si fuese un

www.lectulandia.com - Página 84
globo.
—No hagas eso. No estás nadando, ni tienes que salir a coger aire. Te acabarás
acostumbrando al cabo de un rato.
—En esta postura no puedo tenerme muy firme, doctor. Estoy sentada en la parte
de abajo de la columna vertebral y es una posición muy difícil para mantener el
equilibrio, mucho más difícil que subir por una escalera. ¿Y si me resbalase y fuese a
caer al suelo del coche?
—El asiento será más ancho y más cómodo que este leño. Además trataré de
colocarte en una esquina y yo me sentaré pegado a ti, así te quedarás como encajada.
Si notas que te resbalas me lo dices muy bajito, y yo te levantaré para colocarte en
mejor postura. Estás estupenda, te lo aseguro.
Bueno, pues después de practicarlo y ensayarlo un poco más, al doctor le pareció
que Sofía podía pasar divinamente por una pasajera. Y al llegar la noche se
encontraba al borde del camino con una mujer que llevaba un tupido velo, sentada a
su lado, esperando el coche de Grantchester.

www.lectulandia.com - Página 85
6
El coche de Grantchester

C UANDO llevaban un cuarto de hora esperando, Sofía dijo:


—Oigo unas ruedas, doctor. Mire, allá abajo en la carretera hay unas luces.
—Sí, pero no es el coche que queremos. Ése es el coche de línea de Twinborough,
lleva una luz verde y otra blanca. El nuestro lleva dos luces blancas delante.
Retrocede un poco hacia la sombra del seto. Ten cuidado de no pisarte la capa para
que no se te manche de barro.
Después de haber pasado el coche de línea de Twinborough, apareció otro en
seguida.
—¡Ah! —exclamó el doctor—. Ése es el de Grantchester, el nuestro. Ahora
siéntate derecha aquí, al lado del camino, y estate completamente quieta hasta que yo
haga una señal al conductor para que pare. Luego te subiré en brazos y ojalá
encuentre un asiento vacío en un rincón. ¿Llevas el gorro bien atado?
—Sí, pero el velo me hace unas cosquillas horribles en el morro. Espero no
estornudar.
—Yo también —dijo el doctor recordando el bramido, tan parecido al de las
vacas, que hacen las focas cuando estornudan.
Entonces John Dolittle salió al medio del camino y ordenó detenerse al coche.
Dentro encontró a tres pasajeros: dos hombres en el fondo y una señora mayor cerca
de la puerta. Con gran satisfacción vio que el asiento de la esquina, enfrente de la
señora, iba vacío.
Dejando la puerta abierta, fue corriendo hacia donde estaba Sofía y la llevó al
coche. Los dos hombres del fondo estaban hablando muy seriamente de política y no
hicieron el menor caso de la señora coja que subieron y colocaron cómodamente en la
esquina. Pero cuando cerró la puerta, el doctor se dio cuenta de que la anciana se
interesaba mucho por su inválida.
El coche arrancó, y después de comprobar que a Sofía no se le veían las patas por
debajo de la larga capa, sacó un periódico del bolsillo. Aunque la luz de la lámpara de
aceite del techo era demasiado tenue para leer, abrió el periódico, se lo puso delante
de la cara y simuló interesarse mucho por lo que leía.
Al poco rato la señora se inclinó hacia delante y dio una palmadita a Sofía en la
rodilla.
—Perdón, querida —empezó con voz muy amable.
—Mire… es… que… —dijo el doctor levantando la vista rápidamente—. No
habla…, es que…, la verdad, no habla nada de inglés.
—¿Va muy lejos? —preguntó la anciana.

www.lectulandia.com - Página 86
—A Alaska —dijo el doctor sin pensar en lo que decía—. Bueno…, o sea,
finalmente. En este viaje no vamos más que hasta Grantchester.
Maldiciendo a los que se meten en lo que no les importa, el doctor se enfrascó de
nuevo en su periódico, como si su vida dependiera de leer hasta la última palabra.
Pero la compasiva pasajera no se desanimaba fácilmente. Un momento después se
volvió a inclinar hacia delante y tocó al doctor en la rodilla.
—¿Es reuma? —preguntó muy bajito, señalando a Sofía con la cabeza—. Ya he
visto que tenía que llevarla usted. ¡Pobrecilla!
—No es eso exactamente —dijo el doctor tartamudeando—. Es que tiene las
piernas muy cortas. No puede andar. Es de nacimiento.
—¡Dios mío! —suspiró la señora—. ¡Qué triste, qué triste!
—Que me resbalo —susurró Sofía desde detrás del velo—. Dentro de un
momento voy a ir a parar al suelo.
Mientras el doctor guardaba el periódico y se disponía a aupar a Sofía, la señora
volvió a hablar:
—¡Qué abrigo de piel de foca tan bonito lleva!
Y es que por la capa sobresalía una rodilla de Sofía.
—Sí. Tiene que ir muy abrigada —dijo el doctor mientras tapaba bien a su
inválida—. Es muy importante que se abrigue.
—Es su hija, ¿verdad? —preguntó la señora.
Pero esta vez fue Sofía la que respondió. Un fuerte rugido sacudió repentinamente
el coche. Las cosquillas del velo al fin la habían hecho estornudar. El doctor se había
puesto de pie, pero antes de que pudiese agarrarla, se había deslizado al suelo entre

www.lectulandia.com - Página 87
sus piernas.
—Tiene dolores, pobrecilla —dijo la anciana—. Espere a que saque mi frasco de
sales. Se ha desmayado. Con frecuencia me ocurre a mí también cuando viajo. Y
además este coche huele fatal, algo así como a pescado.
Afortunadamente para el doctor la señora se puso a rebuscar en el bolso, así que
mientras volvía a subir a la foca a su asiento, pudo colocarse entre Sofía y los dos
hombres, que ahora también empezaban a interesarse por ella.
—Aquí está —dijo la señora sacando un frasco de plata—. Levántela el velo y
póngaselo debajo de la nariz.
—No, gracias —dijo el doctor con rapidez—. Lo que necesita es reposar. Está
muy cansada. La colocaré cómodamente en el rincón, así, eso es. Ahora vamos a no
hablar y probablemente se dormirá en seguida.
Finalmente el doctor consiguió que les dejase en paz y se estuviese callada. Y
durante hora y media el coche siguió su camino sin que sucediese nada más. Pero era
evidente que los hombres del fondo sentían interés y curiosidad por su inválida. No
hacían más que mirar hacia ella y cuchicheaban de una manera que inquietaba al
doctor.
Al poco rato el coche se paró en un pueblo para cambiar de caballos. El cochero
se asomó a la puerta y dijo a los viajeros que si querían cenar en el mesón, en cuyo
patio se habían parado, tenían media hora para ello.
—Oye, Sofía —cuchicheó el doctor—. Estos dos hombres me tienen muy
preocupado. Me parece que sospechan que no eres lo que simulas. Quédate aquí
ahora mientras voy a averiguar si siguen el viaje con nosotros.
Entonces entró en el mesón. En el pasillo se encontró con una camarera y le
preguntó por dónde se iba al comedor. La chica le indicó una puerta abierta con un
biombo delante, un poco más adelante en el mismo pasillo.
—Servirán la cena dentro de un momento —dijo—. Entre y siéntese.
—Muchas gracias —dijo el doctor—. A propósito, ¿sabe usted por casualidad
quiénes son esos dos señores que se acaban de bajar del coche?

www.lectulandia.com - Página 88
—Sí, señor —contestó la camarera—. Uno de ellos es el jefe de policía del
condado y el otro el señor Tuttle, el alcalde de Penchurch.
—Gracias —dijo el doctor y siguió adelante.
Al llegar a la puerta con el biombo vaciló un momento antes de entrar en el
comedor y entonces oyó las voces de los dos hombres, que estaban sentados a una
mesa al otro lado del biombo.
—Le aseguro —decía uno en voz baja— que no cabe la menor duda. Me apuesto
lo que sea a que son salteadores de caminos. Es un truco muy antiguo lo de
disfrazarse de mujer. ¿No vio que llevaba un velo muy tupido? A lo mejor es el
canalla de Robert Finch en persona, el que asaltó hace un mes la diligencia de
Twinborough.
—No me chocaría nada —decía el otro—. Y el bellaco bajo y gordo será Joe
Gresham, su compinche. Pero le voy a decir lo que deberíamos hacer: después de
cenar nos volvemos a sentar en nuestros sitios, como si no sospechásemos nada. Su
plan, sin duda, es esperar a que el coche esté lleno y llegue a algún lugar solitario del
camino. Luego detendrán a los viajeros exigiéndoles la bolsa o la vida, y se largarán
antes de que se haya podido dar la voz de alarma. ¿Lleva las pistolas de viaje?
—Sí.
—Muy bien, deme una. Entonces, cuando yo le dé un codazo, usted le levanta el
velo al hombre y le apunta a la cabeza con la pistola. Yo me ocuparé del bajo. Luego
damos la vuelta al coche, volvemos, y les enchironamos en la cárcel del pueblo.
¿Comprendido?
Mientras el doctor estaba todavía escuchando, apareció de nuevo la camarera por

www.lectulandia.com - Página 89
el pasillo con una bandeja llena de platos y le dio un golpecito en la espalda.
—Entre y siéntese, señor. Voy a servir la cena.
—No, gracias —dijo el doctor—. Realmente no tengo hambre. Me parece que
voy a volver a salir.
Afortunadamente, cuando llegó al patio lo encontró desierto. Habían
desenganchado de la vara a los caballos y los habían llevado al establo.
Y los nuevos todavía no los habían enganchado al coche. El doctor cruzó el patio
rápidamente y abrió la puerta.
—Sofía —susurró—, sal de ahí. Creen que somos salteadores de caminos,
disfrazados. Marchémonos rápidamente mientras no hay moros en la costa.
Levantando en brazos a la pesada foca, el doctor salió a trompicones del patio.
Como era muy tarde no había nadie en la carretera. Todo estaba tranquilo y
silencioso: no se oía más que el ruido de los platos de la cocina y el salpicar del agua
de los establos.
—Ahora —dijo, dejándola en el suelo—, no tenemos que andar mucho, pues
como ves, ésta es la última casa del pueblo. Una vez que lleguemos a esos campos y
crucemos la cerca estaremos a salvo. Yo iré por delante para buscar un sitio por
donde poder pasar. Y tú me sigues lo más deprisa posible. Dame la capa y el gorro.
Muy bien. Ahora podrás andar mejor. Unos minutos después estaban a salvo detrás de
un seto, descansando sobre la alta hierba de un prado.
—¡Recórcholis! ¡Qué gusto me da haberme quitado esa maldita capa y ese velo!
No me apetecería nada ser una señora —suspiró Sofía estirándose.
—Nos hemos escapado por los pelos —dijo el doctor—. Fue una buena cosa que
entrase y oyese lo que decían esos señores. Si hubiésemos seguido con ellos en el
coche, con toda seguridad nos hubiesen cogido.
—¿No tiene miedo de que vengan a buscarnos? —preguntó Sofía.
—Quizá. Pero no nos buscarán aquí. Nos han tomado por bandidos, y para
cuando hayan descubierto nuestra fuga, pensarán que estamos a muchos kilómetros.
Esperaremos aquí a que pase el coche, y luego ya no tenemos por qué preocuparnos.
—Bueno —comentó Sofía—, pero aun cuando estemos libres de peligro, no me
parece que nuestra situación haya mejorado mucho.
—Claro que sí, pues hemos avanzado mucho en nuestro camino —dijo el doctor
—. Ten paciencia. Lo conseguiremos.
—¿A qué distancia estamos?
—Ese pueblo era Shottlake —dijo el doctor—. No nos faltan más que veintiocho
kilómetros para llegar al puente de Talbot.
—Muy bien, pero ¿cómo vamos a ir? Yo no puedo andar todo eso, doctor. Soy
incapaz de andar veintiocho kilómetros.
—Ssss. No hables tan alto —susurró el doctor—. Pueden andar fisgoneando por

www.lectulandia.com - Página 90
aquí cerca a ver si nos encuentran. Ya se nos ocurrirá una solución; no te preocupes.
Y una vez que lleguemos al río, habremos salvado lo peor. Pero tenemos que esperar
a que pase el coche para movernos.
—¡Pobre Slushy! —murmuró Sofía, mirando la luna—. ¿Cómo estará? Doctor,
¿va a tratar de coger otro coche?
—No, me parece que es mejor que no. Es posible que dejen un aviso en la fonda,
y en ese caso, los cocheros estarán a la mira por si aparece una señora con tu aspecto.
—Bueno, espero que no nos encuentren aquí, pues no me parece que éste sea un
buen escondite —dijo Sofía—. ¡Santo Dios! ¡Escuche, se oyen pasos!
Estaban en la esquina de una pradera, y además de la cerca que los ocultaba de la
carretera había otra, a la derecha, que separaba ese campo del siguiente. Y detrás era
donde se oía ir y venir pesadamente.
—¡Estate quieta, Sofía! —dijo el doctor muy bajito—. No te muevas ni un
centímetro.
Al poco rato empezaron a menearse las hojas más altas del seto y llegó a sus
oídos el crujir de unas ramas.
—Doctor —dijo Sofía atemorizada—, nos han descubierto. Hay alguien tratando
de atravesar el seto.
Durante un minuto o dos el doctor vaciló en cuanto a si permanecer quieto o salir
corriendo. Al principio pensó que si había alguien buscándoles, ese alguien no sabría,
de todas maneras, dónde estaban exactamente, y si se quedaban quietos, a lo mejor se
iba para tratar de cruzar la cerca por un sitio más fácil.
Pero el crujir de ramas era cada vez más intenso y se oía a solamente un par de
metros de distancia. Quienquiera que fuese parecía decidido a cruzar el seto por ese
lugar. Así que, después de cuchichear unas palabras a Sofía, el doctor se levantó de
un salto y salió corriendo campo a través con la pobre foca avanzando a su lado
pesadamente.
Siguieron y siguieron, y oyeron detrás de ellos un estrépito producido por el seto
al ceder; después, el ruido de unos pasos que golpeaban el suelo pesadamente al
perseguirles.
Por el ruido, quienquiera que fuese el perseguidor iba ganándoles terreno.
Entonces, temiendo que al tomarles por bandidos les disparasen sin avisar, el doctor
se volvió.
Y lo que vio avanzado trabajosamente detrás de ellos, fue un caballo de tiro muy
viejo.
—Sofía, no pasa nada —jadeó el doctor parándose—. No es un hombre. Hemos
corrido en balde. ¡Dios mío, pero si estoy agotado!
Al ver que se paraban, el caballo aminoró la marcha y se dirigió hacia ellos al
paso, bajo el resplandor de la luna. Parecía estar muy decrépito y débil y, al

www.lectulandia.com - Página 91
alcanzarles, Sofía se quedó muy sorprendida de ver que llevaba gafas.
—Pero ¡caramba! —exclamó el doctor—. ¡Si es mi amigo de Puddleby! ¿Por qué
no me llamaste en vez de perseguirnos por el campo? Estábamos esperando que nos
disparasen por la espalda de un momento a otro.
—¿Es la voz de John Dolittle lo que estoy oyendo? —dijo el viejo caballo,
mirando al doctor a la cara desde muy cerca.
—Sí, ¿no me ves?
—Sí, pero muy borroso —contestó el caballo—. Mi vista ha empeorado mucho
los últimos meses. Vi muy bien durante bastante tiempo después de que me puso las
gafas. Luego me vendieron a otro agricultor, y me marché de Puddleby para venir
aquí. Un día me caí de narices mientras araba, y después de levantarme las gafas ya
no funcionaban igual. Y desde entonces he estado casi ciego.
—Déjame que te quite las gafas y las vea —dijo el doctor—. A lo mejor hace
falta cambiártelas.
Entonces John Dolittle le quitó las gafas al viejo caballo y las miró de cara a la
luna en diversas direcciones.
—Pero ¡por Dios! —gritó—. Tienes las lentes vueltas del revés. ¡No me extraña
que no pudieras ver! El cristal que te puso en el lado derecho es bastante fuerte. Es
muy importante que estén bien ajustadas. En seguida te las voy a arreglar.

—Se las llevé al herrero que me arregla las herraduras —dijo el viejo caballo,
mientras el doctor apretaba y sujetaba los cristales a la montura—. Pero no hizo más
que martillear la montura, con lo que quedaron mucho peor. Y como me habían
trasladado a Shottlake, no podía ir a su casa a que me las arreglase, y naturalmente, el

www.lectulandia.com - Página 92
veterinario local no entiende de gafas para caballos.
—Ya están —dijo el doctor, volviendo a poner a su amigo las gafas en el hocico
—. Las he apretado para que no se vuelvan. Creo que ahora encontrarás que han
quedado bien.
—Uy, ya lo creo —dijo el caballo, sonriendo ampliamente al mirar por ellas—.
Ahora le veo tan claro como el día. ¡Qué normal le percibo con su larga nariz, el
sombrero de copa y todo eso! El verle me sienta bien. ¡Pero si hasta puedo ver las
briznas de hierba a la luz de la luna! No tiene ni idea de lo incómodo que resulta ser
corto de vista. Se pasa uno casi todo el tiempo, cuando se pace, escupiendo el ajo
salvaje que uno se ha metido en la boca por equivocación… ¡pero qué bien, qué bien!
Usted es el único médico de animales que haya existido jamás.

www.lectulandia.com - Página 93
TERCERA PARTE

www.lectulandia.com - Página 94
1
El doble del bandolero

¿E S buena persona el labrador para el que estás trabajando ahora? —preguntó el


doctor, sentándose en la hierba.
—Oh, sí —dijo el caballo—. Tiene buenas intenciones. Pero yo no he trabajado
mucho este año. Tiene un equipo más joven para tirar del arado. Yo estoy como
jubilado; no hago más que trabajos sueltos. Y es que, mire, me estoy haciendo viejo,
ya tengo treinta y nueve años.
—¿De verdad? —exclamó el doctor—. No los representas, ni mucho menos.
¡Treinta y nueve! ¡Vaya, vaya! Pero, claro, ahora me acuerdo: cumpliste treinta y seis
años la misma semana en que te puse las gafas. ¿Te acuerdas de la fiesta que dimos
para ti en la huerta, cuando Gub-Gub se pegó un atracón de albaricoques maduros?
—Claro que me acuerdo. ¡Ah, qué tiempos aquéllos, en el querido Puddleby!
¿Pero qué animal es este que trae, un tejón? —preguntó el caballo, mientras Sofía se
movía impaciente en la hierba.
—No, es un foca. Déjame que te presente: ésta es Sofía, de Alaska. Nos hemos
escapado del circo. Tiene que volver a su país para unos asuntos urgentes y yo la
estoy ayudando a llegar al mar.
—¡Ssss! —dijo Sofía—. Mire, doctor, ahí pasa el coche.
—¡Menos mal! —murmuró el doctor cuando las luces desaparecían carretera
adelante.
—Sabes —dijo, volviéndose hacia el caballo de nuevo—, es que nos ha costado
mucho trabajo el llegar incluso hasta aquí. Sofía tiene que permanecer oculta y no
puede andar mucho. Vamos al río Kippet, a la altura del puente de Talbot. Vinimos en
el coche de línea hasta Shottlake pero tuvimos que abandonarlo, y estábamos
preguntándonos cómo podríamos continuar el viaje cuando nos diste un susto
espantoso detrás de ese seto.
—¿Quiere ir al puente de Talbot? —preguntó el caballo—. Bueno pues eso es
fácil. Escuche: ¿Ve aquel granero que se recorta en el cielo? Pues en él hay un viejo
carro. No tiene arnés pero hay muchas cuerdas. Corramos allí, usted me engancha
entre las varas, pone a la foca en el carro y nos largamos.
—Pero te meterás en un lío si te llevas el carro de tu amo por las buenas —señaló
el doctor.
—Mi amo no se enterará —dijo el viejo caballo sonriendo tras sus gafas—.
Cuando salgamos, deje la puerta sin echar el cerrojo y yo vuelto a traer el carro y lo
coloco donde lo encontramos.
—Pero ¿cómo te vas a desenganchar solo?
—Eso es fácil. Si ata las cuerdas como yo le diga puedo desatarlas con los

www.lectulandia.com - Página 95
dientes. No podré llevarles hasta el final, pues no me daría tiempo para volver y dejar
el carro antes de que amanezca, pero tengo un amigo a unos doce kilómetros por la
carretera de Grantchester, en una finca que se llama «La colina roja», al que sacan a
pastar por la noche, como a mí. Él les llevará el resto del camino. Para él no será
difícil volver a su sitio antes de que haya gente por allí.

—Querido amigo —dijo el doctor—, tienes una gran inteligencia. Démonos prisa
para ponernos en camino.
Entonces subieron la colina hasta llegar al granero y dentro encontraron el viejo
carro. El doctor lo sacó empujándolo. Luego, después de coger unas cuerdas que
estaban colgadas en la pared, improvisó una especie de arnés con la ayuda de un viejo
collar que encontró tirado en un pesebre. El caballo se puso entonces entre las varas y
John Dolittle le enganchó, teniendo cuidado de hacer todos los nudos exactamente
como le decía.
A continuación subió a Sofía al carro y partieron campo a través hacia la cancela.
Cuando salió, el doctor dijo:
—¿Y si me viese alguien llevando el carro con chistera? ¿No resultaría algo
sospechoso? Ay, mira, ahí, en el campo de al lado hay un espantapájaros. Voy a
cogerle el sombrero.
—Traiga todo el espantapájaros —gritó el caballo al doctor cuando se dirigía
hacia allí—. Necesitaré algo así como un cochero de pega cuando vuelva. La gente
me pararía si creyese que andaba perdido por el campo sin cochero.
—Muy bien —dijo el doctor, y salió corriendo.

www.lectulandia.com - Página 96
A los pocos minutos apareció muy marchoso con el espantapájaros al hombro.
Luego dejó la cancela sin echar el cerrojo, para que a la vuelta el viejo caballo
pudiera abrirla con sólo empujarla, tiró el espantapájaros al carro y se subió.
A continuación quitó al espantapájaros el raído sombrero y se lo puso en lugar de
su chistera. Después, se sentó en el asiento del cochero, levantó las riendas de cuerda,
gritó ¡arre! a su viejo amigo que iba entre las varas, y arrancaron.

—Sofía, debes tener la capa y el sombrero preparados para ponértelos —dijo—.


Puede haber alguien que nos pida que le llevemos y, si nos vemos obligados a ello,
tendrás que convertirte de nuevo en una señora.
—Preferiría ser cualquier cosa antes que una señora —suspiró Sofía, recordando
las cosquillas que le hacía el velo—. Pero lo haré si usted lo dice.
Y así, conduciendo su propio carro y llevando como pasajeros a una foca y un
espantapájaros, John Dolittle completó con éxito la siguiente etapa de su extraño
viaje. Se cruzaron con muy poca gente y nadie le pidió que le llevase. Sin embargo,
pasaron un momento de emoción cuando un caballero que galopaba en un hermoso
caballo y llevaba una pistola en la funda de la silla, les alcanzó y les preguntó si
habían visto por el camino a un hombre con una mujer tapada con un velo.
El doctor, sentándose encima de Sofía, se asomó por un lado del carro, con el
sombrero del espantapájaros metido casi hasta los ojos, y le contestó imitando la
forma de hablar de un palurdo:
—He visto a una pareja meterse por una campiña un buen trecho pa’trás. Pero un
servidor piensa que ya deben andar a buena distancia de aquí.
—Deben ser Finch y Gresham, los bandoleros, con toda seguridad —dijo el

www.lectulandia.com - Página 97
hombre espoleando su caballo—. Se subieron al coche de línea algo antes de
Shottlake. Pero escaparon antes de que pudiéramos cogerles. Bueno, no importa ya
les echaremos el guante. Buenas noches.
Y salió galopando carretera abajo.
—¡Pobre señor Finch! —dijo el doctor al arrancar el caballo—. La verdad es que
no estamos contribuyendo a mejorar su fama.
—Es una buena cosa que yo les haya podido sacar de Shottlake —dijo el viejo
caballo—. Me figuro que ese tipo movilizará a toda la comarca para buscarle a usted.
—Su busca en Shottlake no nos va a perjudicar —dijo el doctor—. Al contrario,
es una ventaja que se entretengan allí. Pero espero que tú no te veas metido en un lío
cuando vuelvas a la finca.
—No, no creo, pues aunque me vean, nunca podrán imaginarse cómo me
engancharon. No se preocupe por mí. Ya me las arreglaré.
Un poco más adelante se paró el caballo.
—Ahí a la derecha está «La colina roja» —dijo—. Espere a que llame a Pipo.
Luego se acercó al seto que bordeaba la carretera y relinchó suavemente. Al
momento se empezó a oír el ruido que hacen los cascos de un caballo cuando galopa,
y su amigo, un jamelgo mucho más joven, sacó la cabeza entre las zarzas.
—Tengo aquí a John Dolittle —cuchicheó el viejo rocín—. Tiene prisa por llegar
al puente de Talbot. ¿Puedes llevarle?
—Pues claro —respondió el otro.
—Tendrás que llevar un carro tuyo porque yo tengo que volver con el mío a la
cuadra antes de que se despierte mi labrador. ¿Tienes algún carricoche o algo así por
ahí?
—Sí, en el patio hay un carricoche que será más rápido que un carro. Venga de
este lado de la cerca, doctor, y le enseñaré dónde está.
Luego, dándose mucha prisa para que no les cogiese el amanecer, hicieron el
cambio. A doña Sofía la trasladaron de un carro de labranza a un elegante coche.
Después de despedirse cariñosamente del doctor, el viejo caballo emprendió la vuelta
en su carro, llevando de cochero a un espantapájaros que iba subido en el asiento de
delante. Al mismo tiempo a John Dolittle y a Sofía les llevaban a paso rápido en
dirección contraria, hacia el río Kippet.
Algún tiempo después, cuando el doctor volvió a visitar a su viejo amigo —de la
forma que se verá más adelante— se enteró de cómo había sido el viaje de vuelta que
el caballo había hecho solo. Cuando estaba a mitad de camino volvió a encontrarse
con el caballero de las pistolas, que seguía galopando de arriba a abajo por la
carretera de Grantchester en busca de Robert Finch, el bandolero. Al reconocer el
carro y al carretero que había encontrado antes, se paró para hacer otras preguntas. El
carretero, naturalmente, no le contestó. El hombre repitió sus preguntas. Pero el

www.lectulandia.com - Página 98
carretero seguía inmóvil sin decir ni una palabra. Finalmente el jinete empezó a
sospechar algo, y entonces se inclinó en la silla del caballo y le levantó el sombrero al
carretero para verle la cara.

¡La cara estaba hecha con paja y trapos!


Al darse cuenta de que le habían tomado el pelo, el jinete se quedó convencido de
que el hombre que conducía el carro la primera vez que lo encontró era un bandolero
de verdad, y que el poner a un espantapájaros de cochero no podía ser más que otra
de las inteligentes estratagemas de Finch para despistar a la policía. Con esto Finch
había añadido una historia extraordinaria a su lista de fechorías: ¡En una misma
noche se había hecho pasar por una mujer y por un espantapájaros!
Luego, para mayor confusión, ese mismo día, a las dos de la madrugada, el
verdadero Robert Finch había detenido y asaltado el coche de Ipswick, a más de
ciento cincuenta kilómetros de distancia. Cómo se las arregló para cruzar Inglaterra
en tan poco tiempo, es todavía uno de los grandes misterios de la historia de los
salteadores de caminos. John Dolittle tenía razón cuando dijo que estaban
«contribuyendo a mejorar» la fama de Finch.
Al llegar a su finca el viejo rocín encontró a todo el mundo muy excitado. La
gente recorría alocada los campos con faroles. Habían echado en falta el
espantapájaros, así como el coche y el caballo. Los labradores se habían puesto a
seguir las huellas de las ruedas por el campo, y en cuanto el caballo llegó a la cancela,
se vio rodeado por una multitud de personas que llevaban lámparas y escopetas y que
hacían conjeturas, daban consejos y hablaban todos al mismo tiempo. Pero su amo,

www.lectulandia.com - Página 99
como creía que le había robado y enganchado el bandolero, no le echó la culpa de la
aventura. Y durante mucho tiempo después, los curiosos del pueblo seguían yendo a
visitarle al prado, y le señalaban diciendo que era el caballo al que había conducido el
espantapájaros que era el doble de Finch.
Mientras tanto, el doctor y Sofía avanzaban rápidamente en su coche por la
carretera hacia el puente de Talbot. Y aunque el jinete (que era el ayudante del jefe de
policía del condado) salió al galope tras ellos, como le habían sacado mucha ventaja,
no pudo alcanzarlos.
El llegar al río, el doctor sacó a Sofía del coche y la tiró por el puente al agua,
aconsejando al caballo de «La colina roja» que volviese a la finca por un camino
diferente, no fuese a encontrar al hombre. Luego, John Dolittle saltó a la orilla por el
pretil del puente, y mientras corría al borde del río al lado de Sofía, ésta, gorgoteando
de placer, se zambullía y se lanzaba río abajo, cogiendo de paso todos los peces que
le apetecían.

www.lectulandia.com - Página 100


2
Por el río hacia el mar

C OMO habían esperado, ya había pasado para el doctor Dolittle y Sofía lo peor
de su dificultoso viaje. Por lo pronto ya no tenían la constante preocupación de
que les vieran. Si se encontraban con alguien en las orillas del río, Sofía se sumergía
bajo el agua hasta que el peligro había pasado, mientras el doctor hacía que pescaba
utilizando una vara de sauce como caña y un pedazo de cuerda como sedal.
Sin embargo, todavía les quedaba mucho camino por recorrer, pues en realidad, el
viaje hacia el norte hasta el puente de Talbot, no les había acercado a la costa.
El paisaje de la región por la que pasaba el río Kippet era muy variado, pero
siempre bonito y agradable. Discurría por una vega llana, de orillas pantanosas,
donde crecían juncos; a veces los arroyos atravesaban pequeños bosques, y las orillas
estaban bordeadas de alisos; otras veces pasaba junto a una granja con orillas
vadeables donde bebía el ganado. En esos lugares los viajeros, o bien esperaban a que
cayese la noche para no ser vistos, o si la profundidad del río lo permitía Sofía nadaba
bajo el agua mientras el doctor daba un rodeo por diferentes caminos y se encontraba
con ella más adelante.
Mientras que el camino era fácil para la foca en su mayor parte, para el doctor no
era siempre sencillo ni mucho menos. Los cientos de setos que tenía que cruzar, las
cercas que tenía que saltar, los riachuelos que tenía que vadear, hacían esta parte del
recorrido difícil y lenta, y Sofía debía aminorar el paso continuamente y remolonear
mientras esperaba a que llegase.
—Mire, doctor —dijo hacia la mitad del segundo día, mientras John Dolittle
descansaba en una orilla—, no me parece que realmente haga falta que usted me
acompañe por más tiempo. Este camino es tan fácil para mí que puedo hacer el resto
del viaje sola, ¿no le parece?
—No, no estoy de acuerdo —dijo el doctor, que estaba tumbado contemplando
las ramas de los sauces que colgaban por encima de su cabeza—. No sabemos todavía
con qué dificultades puedes encontrarte hasta que el río llegue al mar. Lo mejor sería
que antes de seguir adelante consultásemos a otras aves marinas, como nos
aconsejaron los patos.
Justo en ese momento un par de hermosos avetoros descendieron al río no muy
lejos de allí para buscar comida. El doctor les llamó y acudieron a su lado
inmediatamente.
—¿Podríais hacer el favor de decirme cuánto le falta al río para llegar al mar? —
dijo John Dolittle.
—Contando todas las vueltas y revueltas unos ochenta kilómetros —dijeron los
avetoros.

www.lectulandia.com - Página 101


—¡Ay, vaya por Dios! —dijo el doctor—. Entonces no estamos ni siquiera a
mitad de camino. ¿Por qué tipo de terreno pasa? Esta foca desea llegar nadando hasta
la costa y tenemos que evitar que la gente la vea por el camino.
—Bueno —dijeron las aves—, durante los quince kilómetros siguientes la
navegación es fácil. Pero después hay varios lugares muy peligrosos para una foca. El
primero es el molino de Hobbs. Es un molino de agua, ¿comprende?, y el cauce
queda cortado por una alta presa, una cascada y una enorme rueda. No tendrá más
remedio que salir del agua en el molino de Hobbs y volver a ella un poco más abajo.
—Muy bien —dijo el doctor—, supongo que eso es lo que haremos. ¿Cuál es el
obstáculo siguiente?
—El siguiente es una ciudad. La ciudad no es grande, pero tiene varios edificios
con maquinaria en la orilla del río. Y el río pasa por varias tuberías para mover esas
máquinas, y si la foca se metiese por esas tuberías se quedaría atascada en la
maquinaria.
—Entiendo —dijo el doctor—. Entonces tendremos que dar la vuelta a la ciudad
por tierra después que oscurezca.
—Den la vuelta por la derecha en dirección norte —dijeron las aves—. En el otro
lado están las casas de los obreros de las fábricas que se extienden durante mucho
trecho.
—Después de esto todo irá bien hasta que lleguen muy cerca del mar. Pero allí
encontrarán otra ciudad, un puerto. Su foca no podrá atravesar esa ciudad nadando
porque el río forma muchas cascadas y rápidos justo donde más juntos están los
puentes y las casas. Así que tan pronto como vean el puerto mejor será que dejen el
río de nuevo y que se dirijan por el norte hacia la costa por algún sitio solitario. No
tendrán que andar mucho, pero tendrán mucho que subir, pues la costa por allí es toda
de acantilados muy altos. Si consiguen pasar el puerto sin que les pesquen habrán
terminado todas sus dificultades.
—Bueno, muchas gracias —dijo el doctor—. Esta información nos será de lo más
útil. Ahora me parece que nos debemos poner en camino.
Después de desear buena suerte al doctor, los avetoros se pusieron de nuevo a
comer, y el doctor continuó por la orilla mientras Sofía iba nadando por el río.
Llegaron al molino de Hobbs justo cuando caía la tarde y en cuanto el doctor exploró
los alrededores de los edificios para asegurarse de que todo estaba tranquilo y no
había nadie por allí, Sofía salió del agua, atravesó a trompicones un par de prados y
volvió a meterse en el río más allá del molino. Allí esperaron a que saliese la luna, y
tan pronto como hubo luz suficiente para que el doctor pudiese ver el camino,
emprendieron otra vez la marcha.
Cuando llegaron a la vista de la ciudad industrial de la que les habían hablado los
avetoros, John Dolittle se separó de Sofía ordenándola que se sumergiese debajo del

www.lectulandia.com - Página 102


agua si pasaba alguien, y él entró en la ciudad para explorarla y comprar algo de
comida.
Aunque la mayoría de las tiendas estaban cerradas a esa hora, consiguió comprar
unos bocadillos y fruta en un hotel. Al hacer estas compras observó que se le estaba
terminando el dinero que llevaba. La verdad era que no le quedaba casi más que lo
justo para pagar lo que había adquirido. Sin embargo, como nunca se había
preocupado por el dinero, esto no le inquietó. Y después de gastarse sus dos últimos
peniques en que le limpiasen las botas, pues las tenía tremendamente sucias de barro
de andar por terrenos pantanosos, se puso a buscar una ruta por la que Sofía pudiese
dar la vuelta a la ciudad por tierra.

El recorrido que tendría que hacer a pie resultó ser bastante largo. Pero el doctor
encontró un camino que cruzaba por una serie de charcas, prados anegados y un
riachuelo que iba a desembocar en el Kippet a unos tres kilómetros del otro lado de la
ciudad.
Cuando volvió a donde estaba Sofía casi había pasado la noche, y tuvieron que
apresurarse para llegar de nuevo al río antes de despuntar el alba.
Una vez que Sofía estuvo otra vez en el río, John Dolittle decidió dormir un rato
antes de continuar. Sofía también se sentía bastante cansada, a pesar de lo impaciente
que estaba por avanzar a la mayor velocidad posible. Así que después de pedir a una
polla de agua que tenía el nido en la ribera del río que montase guardia y les
despertase si se acercaba algún peligro, se durmieron los dos: Sofía en el agua, pero
con la cabeza fuera apoyada en el tocón de un árbol, y el doctor recostado en un
sauce en la orilla.

www.lectulandia.com - Página 103


El sol ya estaba muy alto en el cielo cuando se despertó porque la polla le estaba
picoteando la manga.
—Hay un granjero atravesando el prado con un rebaño —cuchicheó el pajarillo
—. Vendrá justamente por aquí. Quizá no se fije en usted, pero Sofía no dejará de
chocarle. Dígale que meta la cabeza debajo del agua. Está roncando como una sirena
de un barco en la niebla y no consigo despertarla.
Después de haber dicho a Sofía que desapareciese bajo el agua, y una vez que
hubo pasado el peligro de ser descubiertos, el doctor y la foca emprendieron el
camino una vez más y se pasaron todo el día y toda la noche siguiente avanzando
hacia el mar.
El paisaje fue cambiando poco a poco, haciéndose muy diferente del que habían
contemplado hasta entonces. El terreno, con colinas cubiertas de césped donde
pastaban las ovejas, era más ondulado y montañoso. Y finalmente, al caer la tarde del
día siguiente, vieron a lo lejos el resplandor de las luces de la ciudad portuaria,
mientras la campiña ascendía a uno y otro lado hacia unos acantilados que daban
sobre el canal de Bristol.
Desde el cauce del río, un poco más adelante, se empezaron a ver a ambos lados
una serie de carreteras que conducían a la ciudad, y por ellas pasaban de vez en
cuando algunos coches y carruajes que iban camino del puerto.
Como no les parecía prudente continuar por el agua, se apartaron del río por
última vez y emprendieron la marcha campo a través.
El doctor hizo que Sofía se pusiese el sombrero, y él llevaba preparada la capa
para echársela por encima en cualquier momento, pues durante el trayecto tenían que
cruzar muchas carreteras y pasar junto a muchas granjas.
Todavía les quedaba por recorrer como un kilómetro y medio hasta llegar a lo alto
de la empinada cuesta desde donde se veía el mar al fondo de los acantilados.
Eligiendo un camino por el que evitarían pasar delante de la mayoría de los caseríos,
que se veían aquí y allá en las colinas, continuaron avanzando a buen paso. En esta
zona más alta tropezaron con muchas cercas de piedra. Y aunque eran bajas y el
doctor podía saltarlas, para Sofía resultaban en general demasiado altas, y el doctor
tenía que cogerla en brazos para pasarla al otro lado.
Ella no se quejaba, pero el andar cuesta arriba le afectaba terriblemente. Y cuando
finalmente llegaron a una explanada en lo alto y el viento del canal les empezó a dar
en la cara, Sofía estaba totalmente exhausta y se sentía incapaz de andar ni un paso
más.

www.lectulandia.com - Página 104


La distancia que quedaba hasta el borde de los acantilados no era más que de unos
ciento cincuenta metros. Entonces oyeron cánticos que procedían de una casa que
había allí cerca, y el doctor empezó a temer que pudiesen descubrirlos, aunque ya
tenían a la vista el final de su largo viaje. Así que, como Sofía se encontraba en un
estado realmente lamentable, decidió que no le quedaba más remedio que llevarla en
brazos el resto del trayecto.
Cuando la estaba tapando con la capa vio que se abría la puerta de la casa y salían
dos hombres, por lo que cogió apresuradamente a la foca y fue tambaleándose con
ella en brazos hasta el borde del acantilado.
—¡Oh! —exclamó Sofía cuando habían avanzado unos pocos metros—. ¡Mire, el
mar! ¡Qué fresco y hermoso resplandece a la luz de la luna! ¡El mar, el mar al fin!
—Sí, éste es el final de tus dificultades, Sofía —dijo el doctor jadeante, mientras
avanzaba a trompicones—. Da recuerdos a la manada cuando llegues a Alaska.
Al llegar al borde, John Dolittle miró hacia abajo, hacia donde el agua salada se
arremolinaba formando torbellinos.
—Adiós, Sofía —dijo con el poco aliento que le quedaba—. ¡Adiós y buena
suerte!
Luego, haciendo un último gran esfuerzo, tiró a Sofía por el acantilado al canal de
Bristol.
Dando vueltas y volteretas en el aire la foca se precipitó hacia abajo. El ímpetu
del aire le arrancó la capa y el sombrero que salieron por los aires detrás de ella. Y
cuando llegó al agua, el doctor vio cómo se abría sobre ella la blanca espuma
mientras que un suave chapoteo llegaba a sus oídos.

www.lectulandia.com - Página 105


—Bueno —dijo secándose la frente con un pañuelo—, menos mal, al fin lo
conseguimos. Ahora podré decirle a Matthew que Sofía llegó al mar y que a mí no
me metieron en la cárcel.
Entonces un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Una pesada mano le había
agarrado por el hombro desde detrás.

www.lectulandia.com - Página 106


3
Sir William Peabody, juez de paz

D ÁNDOSE la vuelta lentamente John Dolittle se encontró con que quien le tenía
agarrado por el cuello era un hombretón que llevaba una especie de uniforme
parecido al de los marineros.
—¿Quién es usted? —le preguntó el doctor.
—Un vigilante de la costa —dijo el hombre.
—¿Qué quiere? Suélteme la chaqueta.
—Está usted detenido.
—¿Por qué?
—Por asesinato.
Cuando el doctor todavía no había logrado recuperarse de la sorpresa, vio que
venía más gente procedente de la casa solitaria que ya había observado. Al acercarse
advirtió que eran dos hombres y una mujer.
—¿Le has cogido, Tom?
—Sí. Le he cogido in fraganti.

—¿Qué era?
—Una mujer —dijo el vigilante de la costa—. Le agarré justo al tirarla por el
acantilado. Jim, vete corriendo al puesto y saca los barcos. A lo mejor todavía llegas a
tiempo de salvarla, aunque lo dudo. Pero yo a él me lo llevo a la cárcel, tú vuelve
aquí o mándame un recado si encuentras algo.

www.lectulandia.com - Página 107


—Será su esposa —dijo la mujer mirando al doctor con espanto y horror—. ¡Ha
asesinado a su mujer! ¡So Barba Azul! A lo mejor es un turco, Tom, de Constantin…
sopla… o como se llame eso. Ésos siempre tiran a sus esposas al Bósforo cuando se
han cansado de ellas.
—No, qué va, no es un turco —dijo el vigilante de la costa—, habla inglés.
—Entonces debía de avergonzarse mucho más —dijo la mujer—; mucho más que
si le hubiesen educado en esas costumbres. ¡Pobre mujer! —miró por el acantilado
abajo con un escalofrío—. A ver si la encuentran. Me parece como si viese flotando
algo allá abajo en el agua. ¡Pobre criatura! Bueno, así por lo menos ha terminado de
sufrir. Quizá esté mejor ahora que casada con ese bruto.
—No era mi mujer —dijo el doctor malhumorado.
—¿Quién era entonces? —preguntó el vigilante—. Era una mujer, porque yo le he
visto llevarla en brazos.
Después de pensarlo un momento el doctor decidió no decir nada. Ahora que le
habían arrestado tendría que admitir finalmente que era a Sofía a quién había tirado al
mar. Pero hasta que el tribunal no le obligase a contar toda la historia, le parecía más
prudente quedarse callado.
—¿Quién era? —repitió el hombre.
El doctor seguía sin decir nada.
—Era su esposa, desde luego —dijo la mujer—. Tiene cara de mala persona.
Apuesto algo a que tiene cinco o seis esposas almacenadas en algún sitio esperando
su hora, las pobrecillas.
—Bueno, no tiene obligación de contestar —dijo el vigilante—. Mi deber es
advertirle —añadió con mucha grandilocuencia, volviéndose al doctor—, que todo lo
que diga puede utilizarse como una prueba contra usted. Ahora vamos a la comisaría.
Afortunadamente para el doctor, aunque para entonces ya estaba bien entrada la
mañana, después de atravesar las colinas, llegaron a la ciudad donde encontraron las
calles desiertas. La mujer no había ido con ellos, y el doctor y su vigilante llegaron a
la comisaría sin tropezarse con una sola persona.
Justo cuando estaban a punto de entrar en el puesto de policía, que estaba al lado,
Jim, el otro vigilante, llegó corriendo y se reunió con su compañero llevando la capa
mojada de Sofía en el brazo y el sombrero en la mano.
—No pudimos encontrar el cuerpo, Tom —dijo—, pero estas ropas estaban
flotando al pie del acantilado. He dejado a Jerry Bulton en la barca para que siga
buscando. Te he bajado estas cosas porque pensé que quizá las necesitases.
—Sí, serán necesarias como pruebas —dijo el otro cogiendo las cosas—. Y tú
vuelve y continúa la busca. Yo me reuniré con vosotros tan pronto como haya
encerrado al preso.
Entonces llevaron al pobre doctor al puesto de policía, y después de apuntar el

www.lectulandia.com - Página 108


nombre y varios datos personales en un gran libro, le metieron en una pequeña celda
de piedra donde había pan y agua. Y allí le dejaron con sus pensamientos.
Después de oír cómo cerraban la puerta y echaban los cerrojos, John Dolittle
advirtió que detrás de él había una pequeña ventana con barrotes por la que se colaba
la luz grisácea del amanecer.
—¡Vaya por Dios! —suspiró echando un vistazo a los desnudos muros de piedra
—. ¡Otra vez la cárcel! Me había hecho ilusiones demasiado pronto. ¿Habrá estado
Matthew alguna vez en esta cárcel?

En un sitio de la pared donde daba el sol de la mañana advirtió unas letras y unos
signos grabados en la piedra por los presos anteriores. Cruzó la celda y los examinó,
y entre ellos vio letras «M. M.» muy mal escritas.
—Sí, Matthew ha estado aquí también. Y parece orgulloso de ello. Vaya, vaya,
qué curioso es el mundo.
Cogió entonces el pan que le habían dejado, lo partió por la mitad, y se comió un
par de bocados. Estaba muy hambriento.
—¡Qué buen pan! —murmuró—. Completamente fresco. Tengo que preguntar al
carcelero dónde lo compra. La cama no está mal tampoco —añadió palpando el
colchón—. Me parece que me voy a echar una siesta. No he dormido como es debido
desde hace no sé cuánto tiempo.
Luego se quitó la chaqueta, la enrolló y se la puso a modo de almohada.
Y cuando hacia las diez de la mañana entró el jefe de policía con un caballero alto
de pelo blanco, se encontraron con que el preso estaba tumbado en el camastro

www.lectulandia.com - Página 109


roncando ruidosamente.
—¡Vaya! —murmuró el anciano en voz baja—. No tiene aspecto de ser muy
peligroso, ¿no le parece?
—¡Ah! —exclamó el otro sacudiendo la cabeza—. Esto demuestra a lo que puede
llegar un delincuente, sir William. ¡Pensar que es capaz de dormir de esta manera
después de tirar al mar a su pobre mujer!
—Bueno, déjenos solos durante un rato —dijo el hombre de más edad—. Vuelva
dentro de una media hora. Y a propósito, por el momento no necesita contar a nadie
que he estado aquí.
—Muy bien, sir William —dijo el jefe de policía y salió cerrando la puerta con
llave.
Entonces, el anciano caballero de pelo blanco se acercó al camastro y se quedó
mirando un momento la pacífica cara del doctor.
Al poco rato le sacudió por el hombro suavemente.
—Dolittle —dijo—. ¡Vamos, John, despiértate!
El doctor abrió los ojos lentamente y se incorporó apoyándose en un codo.
—¿Dónde estoy? —dijo adormilado—. Ah, sí, claro, en la cárcel.
Luego se quedó mirando al hombre que estaba de pie a su lado. Y finalmente, una
amplia sonrisa le invadió la cara.
—¡Santo Cielo! Si es sir William Peabody —dijo—. ¡Vaya, vaya, William! ¿Qué
te trae por aquí?
—Resultaría todavía más razonable que yo te preguntase qué haces tú aquí —dijo
el visitante.
—Pero ¡por Dios! —murmuró el doctor—. Si debe de hacer por lo menos quince
años que no te he visto. Espera: la última vez fue cuando los dos nos enfadamos
mucho discutiendo a favor y en contra de la caza del zorro ¿recuerdas? ¿La has
dejado ya?
—No —dijo sir William Peabody—. Sigo cazando dos veces por semana, y no
puedo dedicarme a ello más a causa de mi trabajo en los tribunales y de otras cosas.
Me hicieron juez de paz hace cinco años.
—Bueno, pues debería prohibirse del todo —dijo el doctor muy seriamente—.
Puedes decir lo que quieras, pero al zorro no se le dan las mismas oportunidades. ¡Un
zorro contra docenas de perros! Además, ¿por qué ha de cazarse? El zorro tiene sus
derechos, lo mismo que tú y que yo. Es absurdo: un montón de personas mayores que
van a caballo campo a través, con manadas de perros ladrando, persiguiendo a un
pobre animalillo salvaje.
El anciano se sentó en la cama al lado del doctor, echó la cabeza hacia atrás y
empezó a reírse.
—Eres el mismo Dolittle de siempre —dijo sofocando la risa—. ¡Nunca se ha

www.lectulandia.com - Página 110


visto nada parecido! ¡En la cárcel, y acusado de asesinato, lo primero que haces
cuando vengo a verte es entablar una discusión sobre la caza del zorro! Desde que te
conozco, John, incluso cuando en el colegio eras un chiquillo rechoncho que se
pasaba el tiempo estudiando insectos bajo una lente, has sido siempre igual. Pero,
escucha: no he venido aquí para discutir los derechos del zorro. Como te he dicho soy
juez de paz. Dentro de una hora vas a tener que aparecer ante mí para que te
interrogue. Lo que quiero saber es tu versión de esta acusación que hay contra ti. Se
te acusa de haber asesinado a tu mujer. Da la casualidad que he visto tu nombre en el
libro de la policía. Por lo que yo recuerdo de ti, comprendo muy bien que hayas
podido matar a una mujer que estuviese lo suficientemente loca como para casarse
contigo. Pero lo que no me creo es que estuvieses casado. ¿Qué es lo que ha
sucedido? Me han dicho que te vieron tirando a una mujer al mar.
—No era una mujer —dijo el doctor.
—¿Qué era entonces?
El doctor se miró las botas y empezó a mover los dedos nerviosamente, como un
niño de colegio al que han cogido haciendo alguna travesura.
—Era una foca —dijo finalmente—, la foca de un circo disfrazada de mujer. No
la trataban bien sus guardianes y quería escaparse para volver a Alaska a reunirse con
su gente. Así que la ayudé. Y las pasé moradas para traerla por tierra desde Ashby.
Tuve que disfrazarla de mujer para que pudiese viajar sin levantar sospechas, pues la
gente del circo andaba detrás de mí. Entonces, justo cuando había conseguido traerla
hasta la costa y la estaba tirando al mar para que volviese nadando a sus aguas
natales, uno de los vigilantes de la costa me vio y me detuvo. ¿De qué te ríes?
Sir William Peabody, que había tratado de no sonreír mientras el doctor le
contaba su historia, se retorcía ahora de risa.
—Tan pronto como me dijeron que era tu mujer sabía que había gato encerrado
en todo ello —balbuceó cuando se hubo recuperado—. Y no me había equivocado.
Hueles malísimamente.
—Las focas huelen a pescado —dijo el doctor con fastidio—. Y yo me vi
obligado a llevarla en brazos parte del camino.
—No llegarás a madurar nunca, John —dijo sir William, sacudiendo la cabeza y
enjugándose las lágrimas de risa—. Ahora, dime: ¿Cuál fue el último lugar de este
viaje en que os vieron a ti y a tu dama fugándoos? Porque aunque podemos, por
supuesto, absolverte de la acusación de haber asesinado a tu mujer, quizá no resulte
tan fácil librarte de la acusación de haber robado una foca. ¿Te siguieron hasta aquí?
—¡Oh, no! La gente del circo no nos molestó después de salir de Ashby. Luego,
en Shottlake, nos tomaron por bandoleros y causamos cierta sensación viajando en
una diligencia. Pero después de eso nadie sospechó nada hasta… hasta…
—Hasta que tiraste a tu amada por el acantilado —añadió sir William—. ¿Te vio

www.lectulandia.com - Página 111


alguien cuando te traían aquí?
—No —dijo el doctor—. Nadie de aquí sabe nada de todo esto a excepción de los
tres vigilantes de la costa y de una mujer, supongo que la mujer de uno de ellos. Las
calles estaban completamente desiertas cuando me trajeron a la cárcel.
—Ah, bueno —dijo sir William—. Me parece que puede arreglarse. Tendrás que
permanecer aquí hasta que consiga que retiren la acusación. Luego márchate de esta
parte del país lo más deprisa posible.
—Pero ¿y los vigilantes? —preguntó el doctor—. ¿Están todavía buscando el
cuerpo?
—No, ya han desistido de ello —dijo sir William—. Trajeron la capa y el
sombrero de tu víctima. Eso es lo único que encontraron. Diremos que lo que estabas
tirando al mar eran unos trajes viejos, lo cual es en parte verdad. Cuando yo les
explique las cosas no hablarán, e incluso si lo hacen, no es probable que las
habladurías lleguen hasta el circo. Pero escucha, Dolittle: haz el favor de no traer más
bichos por aquí para tirarlos acantilado abajo. Resultaría difícil explicarlo si llegases
a convertirlo en una costumbre. Además, acabarías arruinando al circo. Ahora
quédate aquí hasta que yo arregle las cosas oficialmente; y tan pronto como te dejen
salir lárgate de esta región. ¿Comprendido?
—Muy bien —dijo el doctor—. Gracias. Pero escucha, William, en cuanto a lo de
la caza del zorro, supón que estás en el lugar del zorro…
—No —dijo sir William levantándose—, me niego a empezar otra vez la
discusión, John. Oigo que vuelve el jefe de policía. Tenemos demasiados zorros en
este país, hay que conseguir que disminuya el número.
—Es bastante agradable esta cárcel, William —dijo el doctor cuando el jefe de
policía abrió la puerta—. Gracias por venir a verme.
Después de marcharse sir William y el jefe de policía, el doctor empezó a andar
de un lado a otro por la celda para hacer ejercicio, y entonces empezó a preguntarse
cómo irían las cosas en su casa durante su ausencia. Una media hora después, cuando
todavía estaba pensando en la idea de los animales de reformar el circo, apareció en
la puerta un sargento de policía extraordinariamente cortés y amable.
—El jefe de policía le presenta sus saludos, doctor —dijo—, y le pide excusas por
el error que se ha cometido. Pero no fue culpa de nuestro departamento. Fueron los
vigilantes de la costa los que llevaron a cabo la detención. Una estupidez por su parte.
Ya se ha retirado la acusación, señor, y está libre para marcharse cuando lo desee.
—Gracias —dijo el doctor—. Me voy a ir ahora mismo. Es una cárcel muy
agradable ésta que tienen ustedes aquí, quizá la mejor en la que he estado jamás.
Dígale al jefe de policía que no necesita excusarse. He dormido muy bien y esta celda
está muy bien ventilada. Sería un sitio estupendo para escribir sin que le molesten a
uno, y con buena ventilación. Pero, desgraciadamente, tengo asuntos de los que

www.lectulandia.com - Página 112


ocuparme y me veo obligado a marcharme ahora mismo. Buenos días.
—Buenos días, señor —dijo el sargento—. Encontrará la salida al final del
pasillo.
En la puerta principal del puesto de policía se detuvo el doctor.
—¡Caray! —murmuró—. No tengo un céntimo con que pagar el coche para
volver a Ashby. A lo mejor podría prestarme diez peniques sir William.
Y volvió. Pero en el puesto de policía le dijeron que el juez de paz se había ido de
caza para todo el día y que no volvería hasta el siguiente por la mañana. Cuando se
dirigía de nuevo hacia la puerta del puesto de policía se volvió a parar.
—Podría llevarme el resto del pan —murmuró—. Me pertenece, después de todo,
y lo voy a necesitar si pretendo llegar hasta Ashby sin un penique en los bolsillos.
Y se precipitó otra vez hacia la celda donde encontró a un policía ordenándola.

—Discúlpeme —dijo el doctor—. No quiero interrumpirle mientras barre. No he


venido más que a buscar algo que me dejé. Ah, ahí está, es mi pan. Gracias. Es un
pan excelente el que tienen ustedes aquí.
Y después de preguntar en la oficina del jefe de policía por el nombre del
panadero que les suministraba, John Dolittle echó a andar en libertad con medio pan
debajo del brazo.

www.lectulandia.com - Página 113


4
La zorra Arbustilla

S IN un penique, pero sintiéndose feliz, el doctor atravesó la ciudad portuaria


hasta llegar a la plaza del mercado, que estaba en el centro. En este lugar se
cruzaban tres carreteras: una que procedía del norte, otra del sur y otra del este.
Después de admirar el Ayuntamiento, que era un bello edificio antiguo, el doctor
emprendió la marcha por la carretera que iba hacia el este, pero no había andado ni un
par de pasos cuando se paró a pensar. Se le ocurrió entonces que sería más prudente
volver a Ashby por un camino que no fuese el mismo por el que había venido.
Así que cambió de dirección y echó a andar por la carretera que iba hacia el sur,
con la intención de dirigirse a Ashby por una ruta en la que no corriese el riesgo de
encontrar gente que le hubiese visto en el coche o en el mesón de Shottlake.
Era una mañana agradable. Hacía sol y los gorriones gorjeaban; y, mientras
avanzaba por la carretera con el pan debajo del brazo, iba pensando que con tan buen
tiempo era un placer vivir.

No tardó mucho en dejar atrás las últimas casas del pueblo y encontrarse en el
campo. Hacia mediodía llegó a un cruce de carreteras donde había un indicador que
decía: «A Appledyke, quince kilómetros», y que señalaba un camino comarcal.
«Ése parece un bonito camino —se dijo el doctor—. Y va en la dirección que me
conviene. Además, me gusta cómo suena el nombre de Appledyke».
Así que, aunque no estaba todavía muy lejos de la ciudad de la que había salido,

www.lectulandia.com - Página 114


partió rumbo al este por el camino comarcal de Appledyke.
Pronto decidió que era hora de comer, y buscó un arroyo para poder beber agua
limpia con que regar la comida de pan a secas. Hacia la derecha vio que el terreno
descendía hacia una hondonada llena de árboles y de matorrales.
—Me apuesto algo a que allí hay un arroyo —murmuró el doctor—. Ésta es una
de las regiones más bonitas que he visto.
Entonces atravesó una cerca y cruzó unos prados camino de la hondonada.
Encontró el arroyo; sus orillas, bajo la sombra de los árboles, constituían un sitio
ideal para una comida campestre. Después de beber un trago, y dando un suspiro de
agradecimiento, el doctor se sentó en la hierba al pie de un magnífico roble, sacó el
pan y se puso a comer.
Al poco rato vio un estornino que saltaba cerca de él y le tiró unas migas.
Mientras el pájaro se las comía, el doctor advirtió que una de sus alas era algo extraña
y al examinarla descubrió que tenía todas las plumas pegadas con brea. El alquitrán
se había endurecido y el ala no se abría como es debido. John Dolittle se lo arregló en
seguida y el pájaro salió volando. Después de comer, el doctor decidió que antes de
seguir le gustaría descansar un rato en aquel lugar tan agradable. Así que se tumbó
contra el tronco del árbol y pronto se quedó dormido, arrullado por el sonido del agua
del arroyo.
Cuando se despertó vio cuatro zorros, una zorra con tres cachorros, sentados
pacientemente a su lado esperando a que terminase de dormir la siesta.
—Buenas tardes —dijo la zorra—. Me llamo Arbustilla. Naturalmente que he
oído hablar mucho de usted. Pero no tenía ni idea de que se encontrase en esta región.
A veces he pensado irme hasta Puddleby para verle. Y estoy encantada de haberme
enterado de su visita. Un estornino me dijo que estaba usted aquí.
—Bueno —dijo el doctor incorporándose—, me alegro mucho de verte. ¿Quieres
algo de mí?
—Uno de estos hijos míos —dijo la zorra señalando a sus tres redondos
cachorrillos, que observaban al famoso doctor con gran admiración—, uno de estos
hijos míos tiene mal las patas delanteras. Me gustaría mucho que usted se las viese.
—Naturalmente —dijo el doctor—. Ven aquí, pequeño.
—Nunca ha podido correr como es debido —dijo la madre, mientras John Dolittle
cogía al cachorro en brazos y le examinaba—. Y su lentitud al andar casi nos ha
costado la vida a todos cuando nos han perseguido los perros. Los otros corren
maravillosamente. ¿Puede decirme lo que le pasa?
—Pues claro —dijo el doctor, que había colocado al cachorro patas arriba sobre
sus rodillas—. Es un caso de pies planos. Eso es todo. Tiene muy débiles los
músculos de las patas. Y sin unos buenos músculos no puede agarrarse al suelo.
Tendrá que hacer ejercicios mañana y noche. Hágale que se ponga sobre los dedos de

www.lectulandia.com - Página 115


los pies de esta manera: Uno, dos, uno, dos, uno, dos.
El doctor se puso de pie e hizo una demostración del ejercicio que fortalece los
empeines de los pies a las personas, y que en el caso de un zorro desarrolla los
músculos de las plantas de las patas.

—Si consigues que haga esto veinte o treinta veces todas las mañanas y todas las
noches, encontrarás que pronto mejora su velocidad —dijo el doctor.
—Muchísimas gracias —dijo la zorra—. Me cuesta mucho trabajo conseguir que
mis hijos hagan nada con regularidad. Ahora, Diente de León, ya has oído lo que ha
dicho el doctor: todas las mañanas y todas las noches te pones de puntillas lo más que
puedas treinta veces. No quiero cachorros con los pies planos en mi familia. Siempre
hemos sido… ¡Santo Dios! ¡Escuche!
La zorra madre se había callado. Tenía su bella cola estirada pero temblaba; había
alargado el morro. En los ojos, completamente abiertos, la expresión era de terror. Y
en el breve silencio que siguió pudo oírse, a lo lejos, procedente de la parte más alta,
el aterrador sonido que hace que a todos los zorros se les paralice el corazón.
—El cuerno —susurró temblándole los dientes—. ¡Han salido! Es, es… el cuerno
de los cazadores.
Al ver cómo temblaba aquella criatura John Dolittle se acordó del día en que se
convirtió para toda su vida en un acérrimo enemigo de la caza del zorro: fue en cierta
ocasión en que encontró a un viejo zorro tumbado, medio muerto de cansancio, bajo
una maraña de zarzas.
Cuando volvió a sonar el cuerno la pobre zorra empezó a dar vueltas alrededor de
sus cachorros como una loca.

www.lectulandia.com - Página 116


—Oh, ¿qué hago? —gimió—. ¡Los niños! Si no fuese por ellos, yo quizá pudiese
dar esquinazo a los perros. Oh, ¿por qué les habré sacado de día para verle? Debió de
ser porque tuve miedo de que usted se hubiese ido si esperaba hasta que anocheciera.
Ahora he ido dejando nuestro rastro desde «Prados Anchos», de eso estoy segura. Y
me he puesto además completamente a favor del viento. ¡Qué estúpida he sido! ¿Qué
hago? ¿Qué hago?
Al sonar el cuerno por tercera vez, más fuerte y más cerca, junto con los aullidos
que dan las jaurías cuando siguen de cerca a la presa, los cachorros se precipitaron
hacia su madre y se apretujaron contra ella presos de terror.
Una expresión muy dura invadió la cara del doctor.
—¿Qué jauría es ésta? —preguntó—. ¿Sabes cómo se llama?
—Probablemente es la Ditchan, sus perreras están justo del otro lado de esa finca.
También puede ser la Wiltboro, de más allá, que a veces caza por aquí. Pero
probablemente es la Ditchan, la mejor jauría de esta región. Me persiguieron la
semana pasada. Pero mi hermana se cruzó con mi rastro y fueron detrás de ella y la
acabaron cobrando. ¡Ahí está el cuerno otra vez! ¡Oh, qué estúpida he sido de sacar a
estos niños a la luz del día!
—No te preocupes, Arbustilla —dijo el doctor—. Aunque vayan la Ditchan y la
Wiltboro juntas no te van a coger hoy, ni a tus cachorros tampoco. Déjame que me
meta tus cachorros en los bolsillos. Vamos, saltar aquí, muchachos, así. Ahora tú,
Arbustilla, métete en la parte de delante de mi chaqueta. Eso es. Córrete más hacia
atrás y puedes meter las patas y la cola en el bolsillo de detrás. Y cuando yo me la
haya abotonado, así, ¿ves?, te habré tapado completamente. ¿Puedes respirar bien ahí
atrás?
—Sí, sí puedo respirar —dijo la zorra—. Pero no nos va a servir de mucho el que
no nos vean. Los perros nos huelen, ésa es la manera en que nos encuentran, con los
hocicos.
—Sí, ya lo sé —dijo el doctor—. Pero los hombres no pueden olerte. Yo manejaré
a los perros sin dificultad. Pero son los cazadores los que no deben verte. Permaneced
los cuatro completamente quietos; no os mováis ni tratéis de salir corriendo, pase lo
que pase.
Entonces, John Dolittle, con la chaqueta llena de zorros por todas partes, se situó
en un pequeño claro de la hondonada y esperó a que llegase la cacería persiguiendo a
la presa.
El ruido de los perros, de los hombres, de los cuernos, de los caballos iba en
aumento. Y a través de las ramas entrecruzadas el doctor vio aparecer en seguida a
los primeros perros en la parte alta de las colinas. Durante un momento los que iban
delante se pararon y se pusieron a ventear. Luego bajaron hacia el fondo de la
hondonada en línea recta, a toda velocidad. El resto de la jauría les seguía bajando

www.lectulandia.com - Página 117


desde lo lato de las colinas y detrás, a muy poca distancia, aparecieron los cazadores
sobre hermosos caballos muy rápidos, vestidos con chaquetas rojas.
A la cabeza de los cazadores galopaba un hombre viejo, delgado, de pelo blanco:
era sir William Peabody, el jefe de la cacería. Cuando estaba a mitad de la ladera se
volvió en la silla y llamó a un hombre que iba en una yegua gris justo detrás de él.
—Jones, se dirigen hacia el bosquecillo. No dejes a los primeros que se metan en
él hasta que lo hayamos rodeado. Ten cuidado con Galloway. Va por delante. No vaya
a hacer que el zorro salga por el otro lado. ¡Ten cuidado con Galloway!
Entonces el hombre que iba en la yegua gris aceleró la marcha chasqueando un
largo látigo mientras gritaba:
—¡Galloway! ¡Aquí, Galloway!
Cuando el doctor miró a través del follaje vio que el perro que iba delante ya
estaba muy cerca. Pero como estaba maravillosamente adiestrado para obedecer las
órdenes del cazador, Galloway aflojó repentinamente la marcha a unos metros de los
árboles y esperó, aullando y ladrando, a que llegasen los otros.
En las colinas aparecieron más jinetes en tropel —hombres gordos montados en
fuertes jacas, caballeros en rocines, señoras en elegantes puras sangres: era toda la
gente bien de la comarca.
—¡Santo Dios! —murmuró el doctor—. ¿Puede haber nada más infantil? ¡Todo
este jaleo por una pobre zorra!
Mientras los perros, guiados por unos hombres que llevaban largos látigos, se
desplegaban aullando para rodear el bosquecillo, los cazadores se gritaban unos a
otros, por lo que el ruido era tremendo.
—Le cogeremos —chilló un grueso campesino que montaba una jaca—. Los
perros ya lo han rodeado del todo y el rastro no sigue. Es completamente seguro. ¡Ya
verás cuando Jones les deje entrar en el bosquecillo! ¡Le cogeremos!
—Oh, no, no lo cogeréis —murmuró el doctor, volviéndole la expresión dura a la
cara—. Hoy no, mi querido amigo, no, hoy no.
Los perros, impacientes y anhelantes, olfateaban y corrían de aquí para allá,
esperando que les diesen permiso para entrar en el bosquecillo y terminar la
persecución.
Repentinamente les dieron una orden y al instante se lanzaron hacia los
matorrales desde todas las direcciones.
John Dolittle estaba de pie en su claro, con las manos sobre los bolsillos, tratando
de mirar a todas partes al mismo tiempo, cuando irrumpieron los perros, pues él no
sabía de qué lado había entrado la zorra dejando su rastro. Así que, de pronto, antes
de que pudiese darse cuenta, cuatro enormes perros le atacaron por la espalda y le
tiraron al suelo, y al momento se vio cubierto por un montón desordenado de perros
que aullaban y luchaban entre sí.

www.lectulandia.com - Página 118


A fuerza de dar patadas y puñetazos en todas direcciones, el doctor consiguió
ponerse de pie.
—¡Largaos! —dijo en el lenguaje de los perros—. Seguid la caza en otra
dirección. Este zorro es mío.
Al oír que les hablaban en su propia lengua, los perros ya no dudaron de quién era
el hombrecillo a quien habían tirado.
—Lo siento muchísimo, doctor —dijo Galloway, un hermoso perro de amplio
pecho con una mancha de color marrón sobre un ojo—. No teníamos ni idea de que
era usted. Sabe, es que saltamos sobre usted por detrás. ¿Por qué no nos gritó cuando
estábamos fuera?
—¿Cómo iba a poder hacerlo? —dijo el doctor malhumorado, apartando a un
perro que estaba olfateándole el bolsillo—. ¿Cómo iba a poder hacerlo con el jaleo
que estabais armando? ¡So brutos! Cuidado, que ahí vienen los cazadores. Que no os
vean olfateándome. Galloway, saca de aquí a la jauría rápidamente.
—Muy bien, doctor. Pero me huele a que usted tiene más de un zorro en los
bolsillos —dijo Galloway.
—Tengo toda una familia —dijo el doctor—. Y además estoy dispuesto a
conservarla entera.
—Doctor, ¿no podría usted dejarnos por lo menos uno? —preguntó el perro—.
No son más que unos bichejos furtivos. Se comen los conejos y las gallinas, ya lo
sabe usted.
—No —dijo el doctor—, no puedo. Como es lógico tienen que buscarse qué
comer. A vosotros os dan la comida. Marchaos y deprisa.
En ese momento apareció sir William Peabody.
—¡Santo Dios! ¡Pero si es Dolittle! —exclamó—. ¿No te has marchado de esta
zona todavía? ¿Viste al zorro? Los perros se lanzaron derechos a esta hondonada.
—William, si lo hubiese visto no te lo diría —dijo el doctor—. Ya sabes lo que
pienso de la caza del zorro.
—¡Qué cosa más extraña! —murmuró sir William al observar que los perros
andaban entre los matorrales indecisos—. No pueden haber perdido la pista. Vinieron
hacia aquí con absoluta seguridad. ¡Qué curioso! ¡Ah! Ya sé lo que es: ¡Lo que han
venteado es tu repugnante olor a pescado de la foca! ¡Caray!
En ese momento los cazadores gritaron que los perros habían encontrado otro
rastro y que se dirigían hacia el sur. Sir William, que se había bajado del caballo,
salió corriendo hacia él.
—¡Maldito seas, Dolittle! —gritó—. Has despistado a los perros. Debía haberte
dejado en la cárcel.
Los pocos perros que quedaban dentro del bosquecillo fueron desapareciendo
como sombras. Uno de los cachorros empezó a moverse en el bolsillo del doctor

www.lectulandia.com - Página 119


cuando sir William ya se había montado en el caballo.
—¡Caray! Lo olvidé de nuevo —murmuró el doctor—. Tengo que conseguir esos
veinte peniques. Oye, William…
Entonces John Dolittle, con los bolsillos repletos de zorros, salió corriendo del
bosquecillo tras el jefe de la cacería.

—¡Oye, William! —gritó—. ¿Me puedes prestar veinte peniques? No tengo


dinero para irme a Ashby.
Sir William se dio la vuelta y se detuvo.
—Estoy dispuesto a dejarte diez libras, o veinte, John —dijo el juez—, con tal de
que te marches de esta región y dejes de dar pistas falsas a mis perros. Aquí las
tienes.
—Gracias, William —dijo el doctor, cogiendo el dinero y metiéndoselo en el
bolsillo sobre uno de los zorros—. Te lo devolveré por correo.
Entonces se quedó allí, al borde del bosquecillo, viendo cómo iban
desapareciendo los cazadores al galope, sin dejar de gritar, en la línea del horizonte
hacia el sur.
—¡Qué deporte tan infantil! —murmuró—. No puedo comprender lo que ven en
él. Realmente no puedo. Hombres hechos y derechos que cabalgan por el campo
gritando y tocando unos cuernos de hojalata, y todo para perseguir a un animalillo
salvaje. ¡Es perfectamente infantil!

www.lectulandia.com - Página 120


www.lectulandia.com - Página 121
5
«El paquete de seguridad Dolittle»

A L volver al lado del arroyo, bajo el cobijo de los árboles, el doctor se sacó los
zorros del bolsillo y los dejó en el suelo.
—Bueno —dijo la zorra—, había oído decir con frecuencia que usted era un gran
hombre, John Dolittle, pero nunca me había dado cuenta hasta ahora de la
maravillosa persona que es. No sé cómo agradecérselo, estoy anonadada. ¡Diente de
León, sal del agua!
—No tienes por qué darme las gracias —dijo el doctor—. Para decirte la verdad
me dio mucha alegría poder engañar al viejo Peabody, aunque me haya prestado
dinero. Llevo muchos años tratando de que deje de cazar el zorro. Cree que los perros
me ventearon a mí hasta aquí abajo por equivocación.
—Ah, pero a estos perros no se les engaña fácilmente —dijo la zorra—.
Galloway, esa enorme bestia, que fue el que habló, es aterrador. Tiene el olfato tan
fino como una aguja. Pocas oportunidades tiene el zorro cuyo rastro consiga
encontrar.
—Pero a ti te han perseguido otras veces y te has escapado, ¿no es cierto? —
preguntó el doctor—. No siempre consiguen la presa.
—Eso es verdad —dijo la zorra—. Pero únicamente nos escapamos por suerte,
cuando las condiciones del tiempo o alguna otra circunstancia está a nuestro favor. El
viento, naturalmente, es una cosa terriblemente importante. Si los perros encuentran
nuestro rastro del lado del viento y empiezan la caza contra el viento, que es como
nosotros lo llamamos, no tenemos apenas oportunidad de salvarnos, a no ser que el
terreno nos ofrezca mucha protección y tengamos suficientes fuerzas para dar la
vuelta y ponernos detrás de ellos, donde su rastro nos venga a nosotros en vez de al
contrario. Pero generalmente el terreno es demasiado abierto como para que podamos
hacer esto sin ser vistos.
—¡Vaya! —dijo el doctor—. Lo comprendo.
—Además, a veces el viento cambia cuando la cacería está en pleno apogeo —
continuó la zorra—. Pero eso es poco frecuente. Sin embargo, recuerdo una vez en
que me salvó la vida. Era en octubre, el tiempo estaba húmedo, como les gusta a los
cazadores. Soplaba una leve brisa. Yo iba cruzando unos prados por ahí cerca cuando
les oí. Tan pronto como me di cuenta de la dirección en que venían comprendí que
estaba del lado malo del viento y en un terreno llano y totalmente al descubierto.
Mucho iba a tener que correr si quería escapar. Conocía realmente bien aquella zona
y me dije a mí misma, cuando salía a toda velocidad: «El Sacedal de arriba» es tu
única oportunidad.
—La razón era que «El Sacedal de arriba» es una tupida mancha de arbustos

www.lectulandia.com - Página 122


abandonados, a unos veinte kilómetros hacia el oeste, y por lo tanto, el sitio más
próximo donde poder refugiarme. Pero antes de llegar allí tenía que pasar una larga
franja de campos muy rasos. Sin embargo, si conseguía llegar a aquel lugar sabía que
estaría a salvo, porque estaba lleno de zarzas enmarañadas y muy tupidas donde ni los
hombres ni los caballos podían entrar, y era una mancha demasiado extensa para que
la rodeasen los perros.
»Bueno, pues partí a toda velocidad esperando sacarles mucha ventaja a la salida.
Los perros me vieron inmediatamente y todos los jinetes dieron el grito clásico de los
cazadores. Luego, toda la cacería salió detrás de mí a caballo como un ejército
infernal. La continuación fue una larga, dura y continuada corrida en pelo de veinte
kilómetros. La única protección que había en este lado de “El Sacedal de arriba” eran
unas cuantas cercas de piedra. Y ningún zorro habría sido tan loco como para tratar
de esconderse detrás. No hice más que saltarlas al correr y cada vez que mi cola
aparecía por encima de las cercas toda la cacería gritaba.
»A unos cuatro kilómetros de este lado del “Sacedal” tuve como una especie de
fallo en el corazón. Los ojos se me pusieron muy raros y no podía ver nada. Entonces
tropecé en una piedra, pero me levanté y continué a trancas y barrancas. Tenía “El
Sacedal” a la vista, pero iba perdiendo velocidad. Había empezado la carrera
demasiado deprisa.
La zorra Arbustilla hizo una breve pausa en su relato. Tenía las orejas caídas
hacia atrás, la boca ligeramente abierta y los ojos miraban fijamente al vacío. Parecía
como si estuviese volviendo a ver aquel día horrible, aquella larga persecución final
de la cual, con un refugio a la vista, comprendió que le estaban fallando las fuerzas
mientras los perros de la muerte se le iban acercando por detrás.
Al poco rato continuó en voz baja:
—Parecía que me había llegado el fin. Los perros ganaban terreno y les quedaban
muchas fuerzas todavía. Entonces, de repente, cambió el viento.
»¡Caramba! —pensé para mis adentros—. Si por lo menos tuviese una zanja o un
seto cerca, aún podría despistarles. Pero naturalmente, al descubierto, a plena vista
como estaba, el olor no importaba tanto, así es que continué a trompicones. Entonces
vi de repente un cerro a mi izquierda que tenía en lo alto unas cuantas manchas de
helechos, pequeñas pero bastante numerosas y salpicadas aquí y allá. Cambié de
dirección, y en vez de ir en línea recta hacia “El Sacedal” me encaminé hacia las
colinas. Todavía llevaba algo de ventaja a los perros, así que me lancé como una
flecha hacia los arbustos, y por primera vez en dieciocho kilómetros dejé de estar a la
vista de mis enemigos. Luego fui corriendo de mancha en mancha dejando mi rastro
por todas partes. A continuación me precipité al otro lado de las colinas, encontré un
foso que iba hacia “El Sacedal”, me lancé a él y di la vuelta en la misma dirección en
que había venido.

www.lectulandia.com - Página 123


»Para entonces mi velocidad era mínima, pero como había esperado, tan pronto
como habían dejado de verme, con el cambio de viento, los perros se habían hecho un
lío. Mientras me arrastraba por la zanja hacia “El Sacedal” miré con mucho cuidado y
les vi correr de mancha en mancha entre los helechos que había en lo alto del cerro.
Si el viento hubiese seguido soplando hacia ellos algunos hubiesen dado con la pista
que les habría llevado a la zanja, donde el rastro era más evidente, y me hubiesen
salido al encuentro antes de llegar al escondite al que me dirigía.
»Pero ese pequeño alto, mientras merodeaban entre los helechos tratando de
volver a encontrar la pista, me dejó tiempo suficiente para llegar al refugio que venía
buscando desde tan lejos. Y después de arrastrarme, exhausta y muerta de cansancio,
hasta la maraña de “El Sacedal”, me tiré al suelo para descansar y di las gracias a mi
buena suerte de que el viento hubiese cambiado justo a tiempo para salvarme la vida.
—¡Vaya, vaya! —dijo el doctor cuando la zorra terminó su historia—. Eso es muy
interesante. Por lo que dices creo que si alguien fuese capaz de manipular el sentido
del olfato de los perros siempre podrías escaparte de ellos, ¿no es así?
—Ah, claro —dijo la zorra—. En todas las zonas de caza el zorro siempre podría
encontrar donde esconderse para que no le encontrasen los perros si no fuese por su
olfato tan terriblemente agudo. Casi siempre les oímos o les vemos desde muy lejos,
mucho antes de que ellos nos vean a nosotros. Así que si se pudiese dar a los perros
una pista falsa, el zorro podría escaparse siempre.
—Ya comprendo —dijo el doctor—. Bueno, pues se me ha ocurrido una idea. Si
el zorro oliese a otra cosa en vez de a zorro, a uno de esos olores fuertes que a los
perros no les gustan, ninguna jauría seguiría ese rastro, ¿no te parece?
—No, supongo que no, con tal de que no supiesen que era de un zorro. E incluso
si lo supiesen, a lo mejor no le seguían si era un olor que les desagradaba mucho.
—Eso es justo lo que quiero decir. Y a eso podríamos llamarlo un
«engañarrastros», y si se consiguiese uno lo suficientemente fuerte, podría cubrir
enteramente vuestro olor natural. Ahora mira esto —dijo el doctor, sacando del
bolsillo una cartera negra muy abultada llena de frascos muy igualitos y bien
ordenados—. Esto es un estuche de bolsillo para medicinas. Algunas de estas
medicinas tienen un olor muy fuerte. Te dejaré oler una o dos… Prueba ésta.
El doctor quitó el tapón de uno de los diminutos frascos y se lo acercó al hocico a
la zorra, que dio un respingo hacia atrás después de olerlo una vez.
—¡Santo Dios! —chilló—. ¡Qué olor tan fuerte! ¿Cómo se llama eso?
—Eso es aceite alcanforado —dijo el doctor—. Ahora prueba otro. Esto es
eucalipto. Huele.
La zorra acercó el hocico al segundo frasco y esta vez dio un salto atrás de por lo
menos un metro, al tiempo que gritaba:
—¡Caray! Se le mete a uno en los ojos, éste es todavía peor y más fuerte. Tápelo

www.lectulandia.com - Página 124


rápidamente, doctor —exclamó frotándose la nariz con las patas delanteras—. Me
hace llorar.
—Muy bien —dijo el doctor—. Pero escucha: estas dos medicinas, aunque son
muy fuertes, son completamente inofensivas si no se beben. Prueba de ello es que la
gente las utiliza para los catarros de cabeza y otras cosas. Bueno, ¿crees que los
perros se apartarían de un olor como éste?

—Ya lo creo —contestó Arbustilla—. Saldrían corriendo a un kilómetro de


distancia. Si un perro oliese eso una vez, ya no sería capaz de distinguir otro olor
durante el resto del día. Los perros tienen que cuidar mucho su olfato, especialmente
los perros de caza.
—¡Estupendo! —dijo el doctor—. Ahora mira, cuando este frasco está bien
cerrado y se envuelve en un pañuelo no da ningún olor. Ves, puedes incluso metértelo
en la boca para llevarlo. Pruébalo para estar seguros de que no pasa nada.
La zorra, muy recelosamente, cogió con la boca el pañuelo en el que estaba
envuelto el frasco.
—¿Ves? —dijo el doctor volviéndolo a coger él—. Es completamente inofensivo
y no huele a nada mientras está así. Pero si dejases el pañuelo en el suelo y le tirases
una piedra encima, la botella que va dentro se rompería, la medicina se saldría y
empaparía el pañuelo, y el olor se haría muy fuerte. ¿Me entiendes hasta aquí?
—Sí, sí —dijo la zorra—, lo entiendo muy bien. Diente de León, deja de jugar
con mi cola que no puedo escuchar lo que me dice el doctor. Vete a aquel árbol y haz
allí tus ejercicios.
—Entonces —continuó John Dolittle—, si te tumbases en el pañuelo mojado y te

www.lectulandia.com - Página 125


lo enrollases, olerías muy fuerte a la medicina. Después de esto creo que podrías estar
segura de que no te perseguiría ningún perro de caza. Por una parte no sabrían lo que
era cuando diesen con tu rastro, y por otra, como tú misma dices con razón, el olor es
tan fuerte que saldrían corriendo para alejarse de él.
—Seguro que lo harían —dijo la zorra.
—Muy bien. Pues ahora te voy a dar uno de estos frascos, ¿cuál quieres?
¿Preferirías oler a alcanfor o a eucalipto?
—Los dos son muy malos —dijo Arbustilla—. ¿Podría darme los dos?
—Por supuesto —dijo el doctor.
—Gracias. ¿Tiene usted además dos pañuelos?
—Sí. Aquí están, uno rojo y otro azul.
—Esto es estupendo —dijo la zorra—. Porque entonces puedo hacer que mis
cachorros huelan a alcanfor y yo a euca, euca, euca…

—Eucalipto —dijo el doctor.


—Es un nombre muy bonito —dijo la zorra—. Llamaré así a mi otro hijo. No se
me ocurría ningún nombre bonito para él, así tendré Diente de León, Ajo y Eucalipto.
—Los tres hijos de Arbustilla —añadió el doctor contemplando a los rechonchos
zorrillos que estaban jugando entre las raíces de un roble—. Qué bonito, parecen
nombres romanos, clásicos. Pero, escucha: debes tener cuidado de cómo envuelves
los frascos en los pañuelos. Si no lo haces como es debido se pueden romper y te
puedes cortar con el cristal de dentro. Asegúrate de que el paquete queda fuerte y
mullido. Tengo un pedazo de cuerda en el bolsillo. Quizá sea mejor que yo envuelva
los frascos y los ate.

www.lectulandia.com - Página 126


Entonces John Dolittle envolvió y ató bien los frascos y entregó su nuevo invento,
«los paquetes de seguridad», a la zorra Arbustilla.
—Ahora, acuérdate de llevarlos siempre contigo, y tan pronto como oigas a los
perros, rómpelos con una piedra y haz que la medicina se te empape bien en la
espalda. Entonces creo que estarás a salvo de todos los perros, incluso de Galloway.
Después que la zorra y su familia le hubieron dado las gracias repetidas veces por
este útil servicio, John Dolittle les dejó con su nuevo destructor de olores y
emprendió el camino hacia Ashby.
¡Pero cómo se iba a imaginar, mientras salía de la hondonada, y Arbustilla se
dirigía a su guarida, las importantes consecuencias que su nueva idea iba a producir!
Esa misma tarde, cuando regresaban a su casa, la zorra y sus cachorros fueron
venteados por los perros, que volvían a esa parte de la comarca después de una tarde
en que no habían encontrado ningún zorro.
Tan pronto como se dio cuenta de que los perros la habían olido, Arbustilla puso
los paquetes en el suelo y los golpeó con unas piedras. El aire se llenó
inmediatamente de intensos olores medicinales.
A pesar de que el olor le hacía llorar, la zorra se embadurnó en uno de ellos
mientras obligaba a los cachorros a empaparse en el otro.
Entonces, hediendo como una farmacia y atragantándose y jadeando al tratar de
apartarse de su propio olor, los cuatro zorros cruzaron corriendo el amplio
descampado hacia su casa. Los perros, que venían a sotavento, al verlos al
descubierto, cruzaron en línea recta desde un campo que había al otro lado del seto,
esperando poderlos alcanzar antes de que llegasen a los arbustos que había al pie del
sembrado.
Para los perros esto era fácil porque como Arbustilla tenía que ocuparse de Diente
de León con sus pies planos, no podía correr todo lo que era capaz.
Los perros iban acercándose. El famoso Galloway, como siempre, a la cabeza.
Los cazadores, viendo la oportunidad de coger una presa, después de un día de caza
muy aburrido, se animaron y espolearon a los caballos.
Pero aunque tenían el viento en contra, los perros que iban delante se pararon
repentinamente a unos cinco pasos de su presa.
—¿Pero qué le ocurre a Galloway, Jones? —gritó sir William al hombre que iba
en la yegua gris—. ¡Mire, se ha sentado viendo cómo se escapan los zorros!
Entonces, de repente, el caprichoso viento del atardecer cambió hacia el este. Al
llegar una ráfaga de aire a los cazadores, toda la jauría, como si de un solo perro se
tratase, se dio la vuelta y se desperdigó aterrorizada fuera del sembrado. Incluso los
caballos aguzaron las orejas y empezaron a bufar por las narices.
—¡Santo Dios, qué peste! —gritó sir William—. Huele a algún producto químico
o cosa parecida. ¿Qué es, Jones?

www.lectulandia.com - Página 127


Pero el hombre que montaba la yegua gris había salido al galope, a campo
traviesa, a fin de reunir a la jauría, mientras echaba pestes y chasqueaba el largo
látigo.
Con tranquilidad y sin molestias, Arbustilla llegó a su guarida esa noche y acostó
a sus cachorros. Mientras lo hacía repetía sin cesar para sus adentros:
«Es un gran hombre, es un gran hombre».
Pero al día siguiente, cuando salió a buscar comida para sus hijos, se tropezó con
otro zorro. El vecino, en cuanto la olió, no le dio ni siquiera los buenos días, sino que
se apartó de ella corriendo como si tuviese la peste.
Entonces encontró que su nuevo olor tenía muchos inconvenientes, además de
ventajas. Ninguno de sus parientes se quería acercar a ella y a sus cachorros a causa
de su olor a alcanfor y a eucalipto, y tampoco les dejaban entrar en ninguna guarida.
Pero, al cabo de algún tiempo, corrió la voz en la sociedad de los zorros de que la
zorra Arbustilla podía ir a donde quisiese sin que jamás tratasen de cazarla. Entonces,
John Dolittle empezó a recibir peticiones de más eucalipto a través de misteriosos
mensajeros del reino animal. Y envió a esa comarca cientos de frasquitos envueltos
en pañuelos. Pronto todos los zorros de la región fueron recibiendo lo que llamaban el
«paquete de seguridad Dolittle», que llevaban siempre cuando salían en época de
caza.
Bueno, pues el resultado final fue que la jauría Ditchan dejó de existir.
—No es posible —dijo sir William—, no podemos cazar el zorro en esta región a
no ser que consigamos criar y amaestrar a una jauría de perros a base de eucalipto. Y
me apuesto hasta mi último céntimo a que esto es una faena de Dolittle. Siempre me

www.lectulandia.com - Página 128


dijo que le gustaría suprimir la caza del todo. Y ¡córcholis!, en lo que a esta zona se
refiere lo ha conseguido.

www.lectulandia.com - Página 129


CUARTA PARTE

www.lectulandia.com - Página 130


1
De vuelta al circo

Y ahora, con el dinero en el bolsillo para poder pagarse el viaje, John Dolittle se
dispuso a encontrar un coche que le llevase a Ashby.
En el pueblo de Appledyke, el camino comarcal desembocaba en una carretera
más importante que iba de norte a sur. El herrero le informó que las diligencias
hacían el servicio por esa carretera y que pasaría alguna al cabo de media hora. Así
que, después de comprarse unos caramelos en la única tienda que había en Ashby, el
doctor se dispuso a esperar comiéndose los dulces para pasar el rato.
Hacia las cuatro de la tarde apareció un coche de línea que le llevó hasta la ciudad
próxima. Desde allí cogió otro coche nocturno que iba hacia el este, y a primeras
horas de la mañana siguiente ya estaba de vuelta a unos diez kilómetros de Ashby.
Entonces pensó que sería mejor hacer a pie el resto del viaje por razones de
seguridad, así que después de afeitarse y desayunar en un mesón, echó a andar para
cubrir la pequeña distancia que le quedaba.
No llevaba andando más de media hora cuando se encontró con unos gitanos que
habían acampado al lado de la carretera. Una vieja que estaba con ellos le llamó y se
ofreció a decirle la buena ventura. Al doctor no le interesaba que se la dijese, pero se
paró para charlar con ellos. Durante la conversación mencionó el circo de Blossom y
los gitanos le dijeron que ya no estaba en Ashby, sino que había salido para la
siguiente ciudad.
Cuando les preguntó qué carretera debía coger para llegar allí, los gitanos le
dijeron que un hombre con un carro, que iba a reunirse con el circo de Blossom, les
había pasado media hora antes, y que si se daba prisa podría alcanzarle fácilmente
puesto que llevaba un caballo que no andaba muy deprisa.
El camino desde ese lugar hasta la ciudad en que iba a actuar el circo era bastante
complicado, y el doctor pensó que le resultaría mucho más fácil si iba con alguien
que lo conociese. Por lo tanto, después de dar las gracias a los gitanos, apretó el paso
para tratar de alcanzar al hombre, que, como él, se dirigía al circo de Blossom.
Tras preguntar a varios caminantes que encontró por la carretera, el doctor cogió
el mismo camino que había seguido el hombre. Y le alcanzó hacia mediodía, cuando
estaba comiendo parado al lado de la carretera.
Su carro era muy curioso. Tenía los cuatro lados cubiertos de anuncios que
decían: «Utilice el ungüento del señor Brown», «Nadie como Brown para sacarle las
muelas», «El jarabe del doctor Brown cura todas las enfermedades del hígado», «Las
píldoras del doctor Brown hacen esto», «El linimento del doctor Brown hace lo otro»,
etc.
Después de leer todos los anuncios con mucho interés médico, John Dolittle se

www.lectulandia.com - Página 131


acercó al hombre, un tipo muy gordo, que estaba comiendo pan y queso al borde del
camino.

—Perdón —dijo amablemente—. ¿Tengo el gusto de hablar con el doctor Brown


en persona?
—Ése soy yo —dijo el hombre con la boca llena—. ¿En qué puedo servirle?
¿Quiere que le saque una muela?
—No —dijo el doctor—. Pero tengo entendido que va usted a reunirse con el
circo de Blossom, ¿no es así?
—Sí, me voy a reunir con él en Stowbury. ¿Por qué?
—Bueno, pues es que yo voy al mismo sitio —dijo el doctor—. Y pensé que
quizá pudiese ir con usted, si no tiene inconveniente.
El doctor Brown dijo que no tenía inconveniente, y después de terminar de comer,
invitó a John Dolittle a que se subiese a su carromato mientras se preparaba para
seguir. El interior del carro debía de utilizarse principalmente para hacer las
medicinas que se anunciaban por fuera.
Y los ingredientes más importantes en su preparación eran, según pudo ver el
doctor, manteca de cerdo y aceite. Brown parecía un tipo muy vulgar, no tenía ni
mucho menos el aspecto de un médico de verdad. Y al poco rato el doctor empezó a
preguntarle dónde había obtenido su título de médico, en qué hospital había
aprendido odontología, etc. A Brown no le gustó esto: las preguntas del doctor
parecieron molestarle bastante.
Finalmente, John Dolittle llegó a la conclusión de que este hombre no debía de

www.lectulandia.com - Página 132


ser más que un curandero que vendía medicinas falsas. Y decidió que era mejor ir
solo. Así que sin esperar a Brown emprendió el camino a pie.
El doctor supo que se estaba acercando al circo porque oyó a lo lejos el ladrido de
Yip, al que acompañaban otros dos ladridos y, al poco rato, al dar la vuelta a una
curva de la carretera, vio a Yip, a Toby y a Timoteo, aullando los tres al pie de un
árbol al que habían hecho huir a un gato negro. Y algo más allá vislumbró la trasera
del último carro de la comitiva que avanzaba haciendo eses.

En cuanto apareció a la vista, los perros se olvidaron del gato y se le acercaron


corriendo.
—¡Doctor! ¡Doctor! —gritó Yip—. ¿Cómo fue todo? ¿Se marchó Sofía?
Entonces los tres empezaron a saltar a su alrededor y tuvo que responder a cien
preguntas al mismo tiempo. Desde el principio hasta el fin les contó las historias de
su viaje hasta el mar, tan lleno de aventuras, y cuando un poco más tarde alcanzó al
circo y llegó a su propio carro, tuvo que volverlo a contar todo de nuevo al resto de su
entusiasmada familia animal.
Dab-Dab empezó a faenar y a preparar una comida inmediatamente: una especie
de merienda cena, haciendo trabajar a todos los de la casa y sacar a airear la ropa de
cama a fin de que el doctor tuviese bien secas las sábanas para dormir.
Entonces Matthew Mugg tuvo noticias de la llegada de su gran amigo y se reunió
con el grupo, por lo que la historia hubo de ser contada por tercera vez.
—Fue realmente un trabajo maravilloso, doctor —dijo—. No pudo haber ido
mejor. Blossom jamás sospechó ni lo más mínimo que usted estuviese en todo ello.
—¿Qué ocurrió con Higgins? —preguntó el doctor.

www.lectulandia.com - Página 133


—Oh, ahora está haciendo un trabajo verdaderamente honrado. Ha cogido un
empleo en un establo de Ashby. Una buena cosa, y no es ninguna pérdida para el
circo.
—¿Ha puesto Blossom algún espectáculo nuevo en lugar de Sofía? —preguntó el
doctor.
—No —dijo Matthew—. Al principio estábamos un poco escasos. Pero Hércules,
el hombre forzudo, ha vuelto a trabajar, y el espectáculo resulta igual de bien.
—Y hemos hecho mucho dinero con nuestro espectáculo, doctor —gritó Tu-Tu
—. ¿Cuánto cree que ingresó el testadoble la semana pasada?
—No tengo ni idea.
—Ciento veinticinco libras.
—¡Santo Dios! —gritó el doctor—. Eso es una barbaridad: doscientas libras a la
semana. Es más de lo que yo jamás gané en los mejores días de mi consulta. A ese
paso, pronto podremos retirarnos.
—¿Qué quiere decir con eso de retirarse, doctor? —preguntó Toby, apoyando la
cabeza en la rodilla del doctor.
—Bueno, nuestra idea no era quedarnos en este trabajo para siempre, ya lo sabes
—dijo el doctor—. Tengo otros trabajos en qué ocuparme en Puddleby y… muchas
otras cosas que atender.
—Ah, ya entiendo —dijo Toby tristemente—. Yo pensé que usted se iba a quedar
bastante tiempo.
—¿Pero qué hay de lo del circo Dolittle? —preguntó Timoteo—. ¿No va a poner
en práctica esa idea, el espectáculo reformado del que hablamos?
—Es una gran idea, doctor —interrumpió Yip—. Todos los animales están locos
porque se lleve a cabo ese plan. No hacen más que pensar en todos los detalles de sus
respectivos números.
—¿Y nuestro teatro, doctor, «El teatro de los animales»? —dijo Gub-Gub—. Yo
he escrito una obra después de irse usted. Se llama El tomate malo. Yo hago el papel
cómico de la señora gorda, y me lo he aprendido de memoria.
—¿Y la casa de Puddleby? ¡Eso es lo que yo quisiera saber! —dijo Dab-Dab muy
enfadado quitando las migas de la mesa—. Lo único que pensáis vosotros los
animales es en divertiros. Jamás pensáis en el doctor ni en lo que quiere.
Vosotros jamás pensáis que la casa se va a estropear y que el jardín se está
convirtiendo en una selva. El doctor tiene su propio trabajo y su propia casa y su
propia vida de la que ocuparse.
A continuación, se hizo un breve silencio después de la explosión de cólera del
pato, y Toby y Timoteo se retiraron debajo de la mesa bastante avergonzados.
—Bueno —dijo el doctor finalmente—, algo hay de verdad en lo que dice Dab-
Dab. Realmente creo que en cuanto el testadoble haya hecho suficiente dinero como

www.lectulandia.com - Página 134


para pagar al marinero su barco, y un poquito más para otras cosas, deberíamos
empezar a pensar en dejar este trabajo.
—¡Oh, qué pena! —suspiró Toby—. ¡El circo Dolittle hubiese sido un
espectáculo tan maravilloso!
—Oye —dijo Gub-Gub—, yo hubiese estado sencillamente estupendo de señora
gorda. Yo siempre he pensado que debería haber sido un actor cómico.
—¡Uf! —exclamó Dab-Dab—. La semana pasada dijiste que debías haber sido
verdulero.
—Bueno —dijo Gub-Gub—, podía haber sido las dos cosas: un verdulero
cómico. ¿Por qué no?
Esa misma noche el circo de Blossom llegó a la ciudad de Stowbury, y como de
costumbre, al día siguiente, antes del amanecer, las tiendas ya estaban instaladas y
todo preparado para el espectáculo.
Tan pronto como se corrió la noticia de la llegada del doctor, Blossom fue a verle,
y según todos los indicios, el viaje de negocios de John Dolittle no había levantado la
menor sospecha en la mente del director del circo.
Otra persona que visitó la caseta del doctor esa mañana fue Hércules, el hombre
forzudo. Hércules no se había olvidado de lo amablemente que le había atendido
cuando sufrió el accidente, y se alegró mucho de que su amigo hubiese vuelto. Sin
embargo, su agradable charla fue interrumpida cuando se dio cuenta de que había
llegado la hora de su primera actuación. El doctor le acompañó a su caseta.
Cuando volvía por el recinto del circo, al pasar delante de la tienda de Fátima, la
encantadora de serpientes, el doctor advirtió un fuerte olor a cloroformo. Temiendo
que se hubiese producido algún accidente, Dolittle entró y se encontró con que
Fátima no estaba en ese momento. Dentro de la tienda el olor era todavía más fuerte,
y parecía provenir de la caja de las serpientes. El doctor miró la caja y vio que las seis
serpientes estaban casi inconscientes a causa del anestésico. Sin embargo, una de
ellas estaba todavía lo suficientemente consciente como para contar al doctor, en
respuesta a sus preguntas, que Fátima siempre les suministraba cloroformo los días
que había calor, en que estaban demasiado vivarachas, a fin de poderlas manejar más
fácilmente durante la representación. La serpiente dijo que lo odiaban, porque les
daba dolor de cabeza.
En aquella agradable y soleada mañana, el doctor se había olvidado por un
momento de la desdichada situación de muchos de los animales, situación que con
mucha frecuencia le había hecho sentir asco del circo. Esta estúpida crueldad le causó
verdadera indignación y salió precipitadamente en busca de Blossom. Le encontró en
la tienda grande con Fátima, y el doctor exigió firmemente que se prohibiese la
costumbre de dar cloroformo a las serpientes. Blossom no hizo más que sonreír y
simuló estar muy ocupado con otros asuntos, mientras Fátima soltaba toda clase de

www.lectulandia.com - Página 135


vulgares insultos contra el doctor.

Decepcionado y triste, John Dolittle salió de la tienda con la intención de volverse


a su carro. Ya habían abierto las puertas y el gentío entraba en tropel. El doctor se
estaba preguntando cómo les iría a las serpientes negras de América en el clima
inglés si él las ayudaba a escapar, cuando advirtió que había una gran multitud de
gente en torno a un tablado al otro lado del recinto.
En ese momento apareció Matthew para reunirse con él y juntos se dirigieron
hacia el tablado, en el que vio a su conocido, el doctor Brown, pronunciando una
conferencia sobre los prodigios que hacían sus píldoras y ungüentos, que con una sola
dosis curaban todos los males conocidos por la humanidad.
—¿Qué clase de arreglo tiene este tipo con Blossom? —preguntó el doctor a
Matthew.
—Oh, le paga una tajada —dijo el vendedor de carne para gatos—. Blossom
recibe un tanto de todo lo que ingresa. Va a seguir con nosotros a las tres ciudades
siguientes, según me han dicho. Parece que está haciendo buen negocio, ¿no cree?
Desde luego el doctor Brown estaba muy ocupado. Después de escuchar su
ruidosa conferencia médica, todos los paletos de la región estaban comprando sus
mercancías a montones.
—Matthew, haz el favor de comprarme un frasco de ese ungüento —dijo el
doctor—. Toma, aquí tengo dinero, y cómprame además una caja de píldoras.
—Muy bien —dijo Matthew haciendo una mueca—. Pero no me parece que le
vayan a servir de mucho.

www.lectulandia.com - Página 136


El vendedor de carne para gatos volvió con las compras, y el doctor se las llevó a
su carro. Allí las abrió, las olió, las examinó y las analizó con varios productos
químicos que sacó de su bolsita negra.
—¡Porquerías y música celestial! —gritó cuando hubo terminado—. Esto es un
robo a mano armada. ¿Por qué me habré metido yo en este repugnante negocio?
Matthew, consígueme una escalera de mano.
El vendedor de carne para gatos salió, desapareció detrás de unas tiendas, y al
poco rato volvió con la escalera.
—Gracias —dijo el doctor poniéndosela al hombro y dirigiéndose a paso firme
hacia el tablado. Tenía una expresión agresiva en los ojos.
—¿Qué va hacer, doctor? —preguntó Matthew corriendo detrás de él.
—Voy a dar una conferencia médica yo mismo —dijo el doctor—. No quiero que
esas gentes se gasten el dinero en las porquerías de un charlatán y voy a tratar de
evitarlo.
Yip, que estaba sentado a la puerta del carro, aguzó repentinamente el oído y se
levantó de un salto.
—Toby —gritó volviéndose hacia atrás—, el doctor va hacia el tablado del
hombre de los medicamentos patentados, lleva una escalera de mano. Parece estar
furioso por algo, y mucho me temo que va a haber jaleo. Avisa a Timoteo y vamos a
ver qué pasa.
Al llegar al tablado de Brown, donde se arremolinaba la gente, John Dolittle
colocó la escalera justo enfrente del orador, y Matthew Mugg despejó el espacio de
alrededor para que el público no fuera a empujarla mientras el doctor se subía.
En el momento de llegar, Brown tenía en la mano izquierda un frasco de
ungüento.
—Este preparao que tengo en la mano, señoras y caballeros —voceó—, es el
mejor remedio del mundo para la ciática, el lumbago, la neuralgia, la gota. Está
recomendao por tos los médicos más eminentes. Lo utiliza la familia real de Bélgica
y el sah de Persia. Con una aplicación de este maravilloso remedio…
Al llegar a ese punto, otra voz, mucho más potente, interrumpió la perorata.
Todos los presentes se volvieron y allí, detrás de ellos, encaramado en lo alto de una
escalera, vieron a un hombrecillo rechoncho con una raída chistera en la cabeza.
—Señoras y caballeros —dijo el doctor—, lo que este hombre les está contando
no es verdad. Su ungüento no contiene más que manteca mezclada con un poco de
perfume. Sus píldoras tampoco sirven de nada. Yo les recomiendo que no compren ni
lo uno ni lo otro.
Durante un momento se hizo un silencio total. Pero mientras el doctor Brown
estaba pensando qué contestar, se alzó la voz de una mujer, de Fátima, la encantadora
de serpientes, entre la multitud.

www.lectulandia.com - Página 137


—No le escuchen —gritó señalando a John Dolittle con un dedo muy gordo—.
No es más que un exhibicionista. No sabe ni una palabra de medicina. Empújenle
para que se caiga de la escalera.
—Un momento —dijo el doctor dirigiéndose al público de nuevo—. Es verdad
que actualmente estoy en el mundo del espectáculo. Pero soy licenciado en medicina
por la Universidad de Durham. Y estoy dispuesto a demostrar lo que he dicho. Los
preparados que este hombre está tratando de venderles no valen absolutamente para
nada. Y también tengo serias dudas sobre su preparación como dentista, por lo que les
aconsejo que no dejen que les toque los dientes.
La gente empezó a sentirse inquieta. Varias personas habían comprado ya las
mercancías de Brown y ahora se las veía abriéndose paso hacia el tablado para pedir
que les devolviesen el dinero. Brown se negaba a ello y se esforzaba por soltar otra
disertación a su auditorio en respuesta a las afirmaciones del doctor.
—Escuchad —gritó entonces John Dolittle desde su escalera—, yo desafío a este
hombre a que nos enseñe su título de médico, o cualquier otro tipo de certificado que
demuestre su condición de médico o de dentista de verdad. Es un curandero.
—Usted sí que es un impostor —gritó Brown—. Le denunciaré ante la ley por
calumniarme.
—¡Echadle abajo! —gritó Fátima—. ¡Tiradle!
Pero la gente no parecía dispuesta a seguir sus órdenes. Por otra parte, el doctor
fue reconocido al poco rato por uno de sus antiguos pacientes que estaba entre el
público, lo mismo que lo había sido durante el accidente del hombre forzudo unas
semanas antes. Una ancianita blandió una sombrilla por encima de la muchedumbre.
—Ése es John Dolittle que curó a mi hijo Joe de tos ferina en Puddleby hace diez
años —gritó—. Estaba a punto de morir. Es un médico de verdad, y no lo hay mejor
en toda esta región. El otro es un curandero. Seréis unos locos si hacéis oídos sordos
a lo que John Dolittle os dice.
Entonces se oyeron otras voces aquí y allá entre la multitud. La agitación general
iba en aumento. Más gente luchaba por llegar al tablado de Brown para devolverle las
mercancías que le habían comprado. Se produjo un creciente clamor.
—¡Tiradle! ¡Echadle abajo! —gritaba Fátima tratando de hacerse oír.
El doctor Brown apartó de un empujón a dos hombres que habían conseguido
subir al tablado en busca de su dinero, se acercó hasta el borde y abrió la boca para
pronunciar otra conferencia médica.
Pero un gran nabo tirado con mucha puntería pasó por encima de las cabezas de
los espectadores y le fue a dar de plano en la cara. El ataque había empezado, pero no
iba dirigido contra John Dolittle. Muy pronto empezaron a volar por los aires
zanahorias, patatas, piedras y toda clase de proyectiles.
—¡Cogedle! —gritaba la multitud—. Es un estafador.

www.lectulandia.com - Página 138


Y a continuación todo el público se lanzó contra el tablado gritando y levantando
los puños en actitud amenazadora.

www.lectulandia.com - Página 139


2
La bronca de los medicamentos

E L mismo John Dolittle se alarmó un poco al ver la violenta actitud que


empezaba a adoptar la gente. Cuando se subió a la escalera e interrumpió la
conferencia del falso médico, no había pretendido más que advertir a la gente que no
comprase las medicinas falsas. Pero cuando vio que la multitud se subía al tablado
rompiendo y destrozando lo que encontraba a su paso, empezó a temer por la
seguridad de Brown.
Cuando la bronca estaba en su punto álgido llegó la policía. Pero incluso a los
guardias les resultó tremendamente difícil calmar a la muchedumbre, y tuvieron que
utilizar sus porras para hacerse oír. Hubo muchos coscorrones y narices que
sangraban. Finalmente, los policías se dieron cuenta de que únicamente podrían
restablecer el orden si desalojaban enteramente el recinto del circo.
Y así se hizo, a pesar de que la gente decía que no habían hecho más que llegar y
que querían que se les devolviese el dinero de la entrada antes de marcharse.
Entonces la policía ordenó que el circo permaneciese cerrado hasta nueva orden.
No tardó mucho en llegar la nueva orden. Era muy grande la indignación que se
había producido en toda la respetable ciudad de Stowbury a causa de este asunto, y a
mediodía el alcalde envió un recado a Blossom diciendo que él y sus ediles le
agradecerían mucho que recogiese el circo y se lo llevase de la ciudad
inmediatamente.
Brown había huido a campo traviesa mucho antes de todo esto. Pero éste no era el
final del asunto para John Dolittle. Blossom, que ya estaba enfadado, se puso tan
indignado cuando recibió la orden del alcalde, que todo el mundo creyó que le iba a
dar un ataque. Fátima le había estado malmetiendo contra el doctor toda la mañana, y
al enterarse de las últimas noticias, que suponían una considerable pérdida de dinero,
se puso rojo de ira.
Muchos de los jefes de espectáculo estaban con él cuando la policía le llevó la
orden, y a ellos también les había estado indisponiendo Fátima contra el doctor.
—¡Maldición! —gritó Blossom poniéndose de pie y cogiendo un bastón muy
grueso que había detrás de la puerta de su carro—. ¡Ya le voy a enseñar yo a que me
cierre el circo! ¡Vamos! ¡Venid conmigo algunos de vosotros!
El director del circo salió hacia el carro del doctor seguido de Fátima, que
levantaba los puños amenazadoramente, y cuatro o cinco jefes más.
Tanto Yip como Matthew, que también habían estado merodeando cerca del carro
de Blossom, se marcharon asimismo. Yip corriendo por delante para avisar al doctor,
y el vendedor de carne para gatos en una dirección totalmente opuesta.
Cuando iban hacia el carro del doctor, varios empleados del circo y otras personas

www.lectulandia.com - Página 140


se reunieron con Blossom y su grupo de vengadores. Así que cuando llegaron a la
puerta ya eran por lo menos más de una docena de personas. Pero cuál no sería su
sorpresa al ver que el doctor salía a su encuentro.
—Buenas tardes —dijo John Dolittle cortésmente—. ¿Qué puedo hacer por
ustedes?
Blossom intentó hablar, pero le podía la indignación, y de la garganta no le salían
más que balbuceantes gorgoritos de furia.
—Usted ya ha hecho bastante por nosotros —gritó uno de los hombres.
—Ahora somos nosotros los que vamos a hacer algo por usted —chilló Fátima.
—Usted ha conseguido que echen el espectáculo de la ciudad —gruñó un tercero
—, uno de los mejores sitios del camino. Y con ello nos ha hecho perder la paga de
una semana.
—Usted ha hecho todo lo posible por cargarse mi espectáculo desde que está con
nosotros —vociferó Blossom, que finalmente, había recuperado la voz—. Pero
¡caray!, esta vez se ha pasado.
Sin decir una palabra más, el grupo de hombres enfurecidos guiados por el
director del circo, se precipitó contra el doctor que quedó sepultado bajo un montón
de gente que daba patadas y puñetazos a diestra y siniestra.
El pobre Yip trató por todos los medios de apartarlos, pero poco podía hacer
contra doce enemigos como aquéllos. Ni siquiera veía al doctor. Estaba empezando a
preguntarse dónde estaría Matthew cuando vio al vendedor de carne para gatos correr
hacia el lugar de la lucha desde el otro lado del recinto. A su lado venía un hombre
enorme con pantalones cortos de color rosa.
Al llegar al tumulto, el hombretón empezó a tirar de los empresarios por los pies
y por el pelo, lanzándolos luego hacia los lados como si fuesen briznas de paja.
Finalmente Hércules, el hombre forzudo, pues era él, había reducido la lucha a
dos personas: Blossom y el doctor, que seguían rodando por el suelo tratando de
acogotarse uno a otro. Con una mano del tamaño de un jamón, Hércules agarró al
director del circo por el cuello y le sacudió como si fuese una rata.
—Si no se comporta usted, Alexander —le dijo tranquilamente—, le doy una
bofetada y le aplasto los sesos.
Se hizo un breve silencio mientras los otros individuos se reponían sobre la
hierba.
—Vamos a ver —dijo Hércules, que seguía con Blossom agarrado por el cuello
—, ¿qué es lo que ocurre aquí? ¿Por qué os habéis lanzado todos contra el doctor?
Deberíais estar avergonzados, nada menos que doce, y él el más bajito de todos.
—Fue a decir a la gente que el ungüento de Brown no servía para nada —dijo
Fátima—, y les ha sublevado y han ido todos a pedir que les devuelva el dinero. Le
ha llamado estafador ante los espectadores: él que es el mayor impostor que anda por

www.lectulandia.com - Página 141


el mundo.

—¡Pues sí que puedes hablar tú de impostores! —dijo Hércules—. ¿Acaso, no te


he visto yo, la semana pasada, pintar rayas a tus pobres serpientes para que
pareciesen realmente mortíferas? Este hombre es un buen médico. Si no lo fuese, no
podría haberme arreglado las costillas.
—Ha conseguido que echen el espectáculo de la ciudad —gruñó uno de los
hombres—. Hemos hecho en balde los cuarenta kilómetros desde Ashby y tendremos
que hacer otros cincuenta para volver a ganar un céntimo. ¡Eso es lo que tu
maravilloso doctor ha hecho por ti!
—No va a seguir con nosotros —gritó Blossom—. Ya le he aguantado todo lo que
podía aguantar.
Logró soltarse del hombre fuerte, y adelantándose hacia el doctor le apuntó a la
cara con un dedo.
—Está usted despedido —gritó—. ¿Lo comprende? Hoy mismo se va usted de mi
espectáculo. Ahora mismo.
—Muy bien —dijo el doctor tranquilamente, y dándose la vuelta se dirigió hacia
la puerta de su carro.
—Un momento —le gritó Hércules—. ¿Quiere usted marcharse, doctor?
John Dolittle se detuvo y se volvió.
—Bueno, Hércules —dijo indeciso—, resulta difícil contestar esa pregunta.
—Lo que él quiera no tiene nada que ver —dijo Fátima—. El jefe le ha echado. Y
no hay más que hablar. Tiene que marcharse.
Mientras el doctor fijaba la mirada en los insolentes ojos de aquella mujer que le

www.lectulandia.com - Página 142


odiaba, se acordó de las serpientes que estaban bajo su cuidado. Después pensó en
otros animales del circo, cuyas condiciones había esperado mejorar, en Beppo, el
viejo caballo de tiro, que debían haber jubilado hace años, y mientras seguía
dudando, Timoteo le puso el húmedo hocico en la mano y Toby le tiró de la cola de la
levita.
—No, Hércules —dijo finalmente—. Después de pensarlo bien, realmente no
quiero marcharme. Pero si me despiden no puedo hacer nada, ¿no te parece?
—No —dijo el hombre forzudo—. Pero hay cosas que otros sí pueden hacer, mire
—hizo girar a Blossom agarrándole por el hombro y le amenazó con el puño
poniéndoselo debajo de las narices—, este hombre es honrado. Brown era un
estafador, y si se va el doctor yo me voy también, y si yo me voy, mis sobrinos, los
trapecistas se vendrán conmigo, y me parece que Saltarín, el payaso, se unirá a
nosotros. ¿Qué le parece?
El señor Alexander Blossom, propietario del «mayor espectáculo del mundo»,
vaciló y se mordió el bigote, consternado y perplejo. Después de irse Sofía, la foca, si
le abandonaban el hombre fuerte, los trapecistas, su mejor payaso y el testadoble, el
circo quedaría muy tristemente reducido. Mientras reflexionaba, la cara de Fátima era
todo un poema. Si las miradas matasen, Hércules y el doctor habrían muerto ese día
por lo menos dos veces.
—Bueno —dijo el director del circo finalmente con una voz totalmente diferente
—, vamos a hablar sobre todo esto amistosamente. No hay por qué enfadarse y es
absurdo destrozar el espectáculo sencillamente porque hayamos fracasado en una
ciudad.
—Si me quedo, insisto en que no se vuelvan a vender medicinas falsas mientras
yo esté aquí —dijo el doctor.
—¡Uf! —exclamó Fátima bufando—. ¿Veis lo que va a hacer? Ya empieza otra
vez, ahora le va a decir cómo tiene que dirigir el circo.
—Y además —dijo el doctor—, exigiré que esta mujer deje de manejar las
serpientes o cualquier otro animal. Si quiere que me quede, ella tendrá que
marcharse. Yo le compraré las serpientes.
Bueno, pues a pesar de la furibunda indignación de Fátima, las cosas se
arreglaron al fin pacíficamente. Pero esa noche, cuando Tu-Tu estaba sentada en los
escalones del carro escuchando a otra lechuza que le ululaba desde el cementerio de
la ciudad, Dab-Dab salió y se reunió con ella con lágrimas en los ojos.

www.lectulandia.com - Página 143


—No sé lo que vamos a hacer con el doctor —dijo con hastío—. Realmente no lo
sé. Ha cogido hasta el último penique que había en caja del dinero, las ciento
veinticinco libras que habíamos ahorrado para volver a Puddleby, y ¿sabes en qué las
ha gastado? ¡Ha comprado con ellas seis gruesas serpientes! (Dab-Dab rompió a
llorar de nuevo). Y… y… las ha metido en mi bote de harina, y quiere que estén ahí
hasta… hasta… ¡que les encuentre una cama adecuada!

www.lectulandia.com - Página 144


3
Nino

D ESPUÉS de marcharse Fátima, la encantadora de serpientes, a John Dolittle le


empezó a gustar mucho más la vida del circo. Era sobre todo la idea de que no
estaba haciendo nada para ayudar a los animales, lo que le había hecho hablar en
contra de él con tanta frecuencia. Pero como había logrado enviar a Sofía con su
marido, había liberado a las serpientes de una vida de esclavitud y cloroformo y había
prohibido la venta de medicinas falsas, empezaba a pensar que su presencia estaba
sirviendo de algo.
Y además, Blossom, desde la bronca de la conferencia médica, le trataba con
mucho más respeto. El director del circo siempre había pensado que tener al
testadoble era una buena cosa, y si no hubiese sido por la furia que había sentido
cuando el alcalde le había echado de la ciudad y por las machaconas quejas de Fátima
contra el doctor, nunca hubiese ni soñado en tratar de deshacerse de él.
La popularidad de John Dolittle con la gente del circo fue finalmente mejorando
mucho gracias al incidente de Stowbury. A pesar de que Fátima había conseguido que
muchos de los encargados de espectáculos se pusiesen en contra del doctor, ella
misma caía antipática a la mayoría de ellos. Y cuando se supo que el doctor era el
responsable de su marcha, pronto le perdonaron las pérdidas ocasionadas cuando
echaron al circo de la ciudad.

Sin embargo, su verdadera influencia sobre la gente del circo no empezó hasta el

www.lectulandia.com - Página 145


día en que cayó enfermo el caballo parlante.
El circo se había trasladado a una ciudad llamada Bridgeton, un gran centro
industrial, donde Blossom esperaba hacer buen negocio. Los animales, los payasos,
los jinetes que montaban a pelo, y todos los demás artistas habían desfilado por las
calles en su cabalgata habitual, se habían puesto grandes carteles por todas partes, y
cuando se abrió el recinto al público ya había un enorme gentío ante las puertas. Todo
hacía prever que iba a ser una de las mejores semanas que el circo había conocido
jamás.
A las dos el espectáculo de la tienda grande (para el que había que pagar dos
peniques más) estaba a punto de empezar. A la entrada se había colocado un gran
anuncio con el programa:

«Mademoiselle Luciérnaga, la caballista; los Hermanos Pinto, osados


trapecistas; Hércules, el hombre más forzudo del mundo; Saltarín, el
divertidísimo payaso, y su sorprendente y cómico perro Timoteo; Yoyo, el
elefante que baila y (en letras muy grandes) NINO, el caballo parlante
mundialmente famoso».

El caso es que Nino no era más que una fuerte jaca de color pardo a la que se
había amaestrado para que respondiese a unas señas. Blossom se la había comprado a
un francés, y con ella había comprado el secreto de su supuesta forma de hablar. En
este número la verdad es que no hablaba: sencillamente daba unos golpes con la pata,
o movía la cabeza cierto número de veces en respuesta a las preguntas que Blossom
le hacía en la pista.
—¿Cuánto son tres y cuatro, Nino? —le preguntaba Blossom.
Entonces Nino daba siete patadas en el suelo.
Y si la contestación era sí, movía la cabeza de arriba a abajo, y si era no, entonces
la movía hacia los lados. Pero, naturalmente, no tenía ni la menor idea de lo que se le
preguntaba: sabía tan sólo lo que tenía que responder por las señales que Blossom le
hacía en secreto. Cuando quería que Nino dijese sí, el director del circo se rascaba la
oreja izquierda; cuando quería que le contestase no, entonces cruzaba los brazos, y así
sucesivamente. El secreto de todas estas señales lo guardaba Blossom muy
celosamente. Pero, como es natural, el doctor lo sabía todo, porque Nino le había
contado cómo se desarrollaba la actuación.
Ahora bien, al anunciar el circo, Blossom siempre ponía a Nino como «el caballo
parlante mundialmente famoso», como la atracción principal, pues era un número que
gustaba mucho. A los niños les encantaba hacer preguntas a la pequeña yegua y ver
cómo les contestaba con las patas o con la cabeza.
El primer día en que el circo estuvo en Bridgeton, se hallaban charlando el doctor

www.lectulandia.com - Página 146


y el director en el camerino de los payasos un poco antes de empezar el espectáculo,
cuando de repente irrumpió ante ellos el jefe de la cuadra tremendamente agitado.
—Señor Blossom —gritó—. ¡Nino está enfermo! Está tumbado en su casilla con
los ojos cerrados. El espectáculo va a comenzar dentro de quince minutos y no sé qué
hacer con él, no puedo ni siquiera conseguir que se ponga en pie.
Blossom soltó un taco, salió precipitadamente, y se dirigió hacia la cuadra
mientras el doctor le seguía corriendo.
Cuando llegaron a la casilla de Nino, Blossom y el doctor se encontraron con que
el caballo estaba en muy mala situación: tenía la respiración muy agitada y jadeante,
y cuando a duras penas consiguieron que se levantase, estaba demasiado débil y
tembloroso como para andar incluso unos pocos pasos.
—¡Maldita suerte! —refunfuñó el director—. Si no puede actuar nos va a reventar
la representación de toda la semana. Le hemos colocado como el número principal, y
el público va a exigir una explicación si no lo ven.
—Tendrá usted que hacer un discurso explicando su ausencia —dijo el doctor—.
Ese caballo tiene mucha fiebre. No creo que pueda salir de aquí hoy.
—¡Mecachis! ¡No tiene más remedio que hacerlo! —gritó Blossom—. El público
seguramente nos pedirá que le devolvamos el dinero si no aparece. No podemos tener
más broncas como…
En ese momento se acercó un chico.
—Las dos menos cinco, señor Blossom. Pierce quiere saber si está usted
preparado.
—¡Diantre! —dijo el director—. Yo no puedo salir a la pista en el primer turno.
Tengo que arreglar lo de Nino antes de aparecer.
—Pero no tenemos a ninguna otra persona, señor —dijo el chico—. Robinson no
ha vuelto todavía.
—¡Caray, qué día! —gruñó el director—. Bueno, pues el espectáculo no puede
empezar sin el director de pista, de eso no hay la menor duda, y yo no puedo
apartarme de Nino todavía, no sé lo que…
—Discúlpeme, jefe —dijo una voz detrás de él.
Y al volverse Blossom se encontró con los ojos bisojos de Matthew Mugg.
—¿No podría yo sustituirle, jefe? —dijo el vendedor de carne para gatos—. Yo
me sé de memoria todo lo que usted dice, y podría presentar los números lo mismo
que usted, y nadie notaría la diferencia.
—Bueno —dijo Blossom mirándole de arriba abajo—. Usted va a ser el jefe de
pista más sucio que he visto jamás. Pero los pobres no escogen, así que no hay otra
solución. Venga conmigo, deprisa, y le daré esta ropa.
Entonces, mientras el doctor se ocupaba de Nino, Blossom y Matthew salieron
corriendo hacia los camerinos y allí, con la ayuda de Teodosia (que hizo rápidamente

www.lectulandia.com - Página 147


un gran pliegue en los pantalones de montar de Blossom), un poco de colorete y un
bigote postizo que cogieron de la caja de pinturas del payaso, el señor Mugg quedó
transformado, de vendedor de carne para gatos, en jefe de pista. La ambición de su
vida se había visto colmada al fin. Y al entrar en la pista con paso jactancioso y ver el
mar de caras que le rodeaba, se le hinchó el pecho de ilusión, mientras Teodosia, que
le observaba por una rendija que había en la lona de la tienda, rebosante de orgullo
conyugal, pedía a Dios que el pliegue de los pantalones aguantase hasta que el
espectáculo hubiese terminado.
Entretanto, después de examinar a Nino, el doctor quedó convencido de que no
había la menor esperanza de que se repusiese para actuar ese día. Luego cogió unas
píldoras muy grandes de su bolsa negra y le dio dos. Al poco rato se reunió con él
Blossom, que llevaba puestos un jersey y unos pantalones de franela.

—Este caballo no puede actuar hoy, señor Blossom —dijo el doctor—. Y


probablemente no lo podrá hacer hasta dentro de una semana por lo menos.
—¡Vaya! —dijo el jefe de pista, levantando las manos con desesperación—.
¡Estamos arruinados, eso es, arruinados! La bronca de Stowbury apareció en los
periódicos, y ahora, si aquí tenemos otro fracaso, la hemos pringao. Y si Nino no
actúa, la gente va a pedir que se le devuelva el dinero, de eso puede estar usted
completamente seguro. Es el número bomba. Podríamos arreglarlo poniendo otro
número en su lugar, pero es que no tengo absolutamente nada que poner. Y en todo
caso, de todas maneras ya era un programa muy corto. ¡Estamos arruinados! ¡Caray,
nunca había tenido una racha de tan perra suerte!

www.lectulandia.com - Página 148


El pobre Blossom parecía estar realmente desesperado. Pero mientras el doctor le
miraba pensativo, un caballo que había en la casilla de al lado de la de Nino relinchó
suavemente. Era Beppo, el veterano caballo de tiro. Al doctor se le iluminó la cara
con una sonrisa.
—Mire, señor Blossom —dijo tranquilamente—, me parece que puedo sacarle de
este apuro, pero si lo hago tiene usted que prometerme algunas cosas. Yo sé de
animales mucho más de lo que usted supone. He dedicado buena parte de mi vida a
estudiarlos. Usted ha anunciado que Nino le comprendía y que podía contestar
cualquier pregunta que usted le hiciese. Pero usted sabe, y yo también lo sé, que eso
no es así, aunque el público se lo cree. Su truco está basado en un sistema de señas,
¿verdad? Bueno, pues yo ahora le voy a contar un secreto mío, del que no presumo
porque nadie me creería; yo sé hablar a los caballos en su propio lenguaje, y
entenderlos cuando me contestan.
Blossom miraba fijamente al suelo malhumorado mientras el doctor hablaba, pero
al oír las últimas palabras levantó la vista hacia John Dolittle frunciendo el ceño.
—¿Está usted loco o no he oído bien? —dijo—. ¡Hablar a los animales en su
propio lenguaje! Mire: yo llevo en este asunto treinta y siete años y he andado con
animales desde que era un chaval. Y sé que no existe ni un solo hombre que pueda
hablar con un caballo en su propio lenguaje. ¡Es usted un caradura por contarme
semejante disparate, a mí, a Alexander Blossom!

www.lectulandia.com - Página 149


4
Otro caballo parlante

N O le estoy contando ningún disparate —dijo el doctor tranquilamente—. Le


estoy contando la verdad. Pero comprendo que usted no me va a creer hasta
que se lo demuestre.
—Pues claro que no.
—Bueno, creo que hay cinco caballos en este establo, ¿no es así? —preguntó el
doctor—. Y ninguno puede verme aquí donde estoy, ¿verdad? Ahora, si le parece,
puede usted preguntar lo que quiera, y les transmitiré a ellos su pregunta, y luego le
diré lo que contestan.
—¡Oh, está usted loco! —dijo Blossom—. No puedo perder el tiempo en jugar
con usted.
—Muy bien —dijo el doctor—. Mi intención era ayudarle, como ya le he dicho.
Pero, naturalmente, si usted no quiere mi ayuda, entonces queda zanjada la cuestión.
Se encogió de hombros y se dio la vuelta para irse, pero entonces empezaron a
oírse los aplausos del público que había en la tienda grande y cambió de idea.
—Pregúntele a Beppo el número de la casilla en que está —dijo Blossom.
Beppo era el segundo empezando por el final. Sobre su puerta había un 2 muy
grande escrito con pintura blanca.
—¿Quiere usted que me dé la respuesta en el lenguaje de los caballos? —
preguntó el doctor—, ¿o prefiere que conteste con unos golpes?
—Dígale que dé el número de su casilla con la pata, profesor —dijo Blossom
burlonamente—. No conozco la gramática equina, y de la otra manera no sabría si
usted me estaba engañando o no.
—Muy bien —dijo el doctor.
Y desde donde estaba, que era un sitio en el que Beppo no le podía ver, hizo unas
aspiraciones nasales, como los ruidos que se hacen cuando se tiene un catarro de
cabeza. Al momento se oyeron dos patadas desde la casilla número 2.
Blossom alzó las cejas con sorpresa. Pero inmediatamente se encogió de hombros
incrédulo.
—¡Bah! Puede muy fácilmente haber sido una casualidad. A lo mejor ha
tropezado con el tabique de separación. Pregúntele, pregúntele… vamos… cuántos
botones tiene mi chaleco, el que lleva puesto ahora su ayudante, el bizco, en la pista.
—Muy bien —dijo el doctor, y volvió a hacer unos ruidos nasales que terminaban
en una especie de suave lamento.
Pero esta vez, sin querer, no mencionó el nombre de Beppo en su mensaje. Sin
embargo, como los cinco caballos que había en la caballeriza conocían muy bien el
chaleco de Blossom, y cada uno creyó que la pregunta iba dirigida a él, de repente, en

www.lectulandia.com - Página 150


todas las casillas se oyeron seis golpes secos. Incluso el pobre Nino, que estaba
tumbado en la paja con los ojos cerrados, estiró la pata trasera y golpeó débilmente la
puerta seis veces. A Blossom parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.
—Ahora, por si piensa que esto ha sido una casualidad también, voy a pedir a
Beppo que tire de la manta que se ve ahí colgada del tabique, y que la lance al aire —
dijo el doctor sonriendo.
En respuesta a unas pocas palabras más, dichas en el lenguaje de los caballos, la
punta de la manta que colgaba por encima del tabique desapareció de repente, aunque
el doctor no se había movido. Blossom salió corriendo por la cuadra hacia la casilla 2,
y allí se encontró con que el viejo rocín estaba tirando al aire la manta y volviéndola a
coger, como si fuese una chica de colegio jugando con un pañuelo.
—¿Me cree ahora? —preguntó el doctor.
—¡Creerle! —exclamó Blossom—. Lo que creo es que es usted el mismísimo
demonio en persona. En todo caso usted es desde luego el hombre que necesito.
Venga al camerino para que se cambie de ropa.
—Un momento —dijo el doctor—. ¿Qué es lo que pretende hacer?
—Disfrazarle, naturalmente —dijo Blossom—. Usted va a presentarnos un
número, ¿no es así? Ya he visto que sería capaz de coger cualquier rocín y convertirlo
en… ¿No dijo usted que quería ayudarme?
—Sí —contestó John Dolittle sin prisa—, pero le dije que lo haría si me prometía
algunas cosas. Estoy dispuesto a convertir a Beppo en un caballo parlante bajo ciertas
condiciones. El número de Nino no es hasta el final del espectáculo, así que tenemos
media hora para hablar sobre esto.
—No hace falta —gritó Blossom lleno de entusiasmo—. Le prometo todas las
chorradas que quiera. Si usted sabe hablar el lenguaje de los animales, podemos ganar
dinero a espuertas en una temporada. ¡Bendito sea Dios! No creí que fuese capaz de
ello. Debía haberse dedicado a las tablas hace muchos años, y a estas alturas ya sería
usted un hombre rico en vez de un médico de pueblo arruinado. Venga, vamos a
buscarle un traje bien elegante. No puede usted seguir con esos pantalones tan raídos.
La gente iba a pensar que no ha montado usted nunca a caballo.
Blossom y el doctor salieron de la cuadra y se dirigieron a los camerinos donde el
director del circo empezó a sacar de unos baúles muy baqueteados disfraz tras disfraz
y a amontonarlos en el suelo. Mientras repasaba toda una serie de trajes, a cual más
llamativo, el doctor iba exponiendo sus condiciones para presentar el espectáculo.
—Ahora, escuche, señor Blossom —dijo—, desde que estoy en su empresa he
observado algunas cosas que no están de acuerdo con mi idea de lo que debe ser un
negocio honrado y de cómo debe tratarse a los animales. Algunas de estas cosas ya se
las he señalado, y en la mayoría de los casos usted se ha negado a escucharme.
—Pero, doctor —dijo el señor Blossom, sacando del baúl un pantalón persa de

www.lectulandia.com - Página 151


color rojo—, ¿cómo puede decir semejante cosa? ¿Acaso no me deshice de Brown y
de Fátima porque usted les ponía reparos?

—Usted se deshizo de ellos porque no tuvo más remedio —dijo el doctor—. No


para complacerme a mí. Con frecuencia me he sentido muy a disgusto por formar
parte de un espectáculo que no considero del todo honrado. Nos llevaría mucho
tiempo entrar en todos los detalles. De momento la condición que le voy a poner es
ésta: Beppo, el rocín que voy a utilizar para el número del caballo parlante, es
demasiado viejo para trabajar. Lleva treinta y cinco años de servicio. En recompensa
por la ayuda que le va a prestar a usted, quiero que le jubile para el resto de sus días,
y que le proporcione un tipo de vida que le guste.
—De acuerdo, ahora ¿qué le parece esto?
Blossom le puso por delante al doctor un chaleco de caballero antiguo.
—No, es demasiado pequeño. Usted no es muy alto, pero da mucha talla a lo
ancho.
—La otra cosa que quiero que haga —siguió el doctor, mientras Blossom se
volvía hacia el baúl para sacar otro traje— es que arregle su parque zoológico como
es debido. Las jaulas no las limpian con suficiente frecuencia; algunos animales no
tienen bastante sitio para desenvolverse, y muchos de ellos no reciben el tipo de
comida que les gusta.
—Muy bien, doc, haremos todo lo que sea razonable. Le dejaré que prepare una
serie de normas para el encargado del parque zoológico, y usted puede vigilarle para
que las cumpla. ¿Le gustaría ir vestido de cow-boy del oeste?

www.lectulandia.com - Página 152


—No, no me gustaría —dijo el doctor—. Esas gentes son muy desconsiderados
con el ganado. Y no estoy de acuerdo con esa cosa absurda de agitar un sombrero en
los ojos de un caballo para que corcovee. Luego, además, esperaré que poco a poco
vaya haciendo pequeñas reformas para comodidad de los animales. Y esperaré
también que tenga en cuenta mis sugerencias y que coopere conmigo para mejorar
sus condiciones. ¿Qué dice a esto?
—¡Trato hecho, doc! —dijo Blossom—. Aunque no hemos empezado todavía. Si
usted se queda en mi compañía todo un año, con lo de saber hablar a los animales…
¡Caray!… Voy a conseguir que todos los demás circos parezcan unos títeres de dos al
cuarto. Vaya, vaya… aquí está justo lo que necesito, un uniforme de caballería. De
los húsares del 24. Justo su medida. Con condecoraciones y todo; además, le va muy
bien al color de su piel.
Esta vez Blossom sacó una guerrera de color rojo chillón y se la puso encima al
doctor sonriendo de satisfacción.
—¡Ha visto nada más elegante! —dijo riéndose—. ¡Córcholis! ¡Le aseguro que
vamos a dar el golpe en esta ciudad! ¿Podría usted meterse esto?
—Oh, creo que sí —dijo el doctor cogiendo un par de botas de militar que le daba
el director del circo, y sentándose para quitarse las que llevaba puestas. En ese
momento se abrió la puerta y entró un mozo de cuadra.
—Joe, llegas justo a tiempo —dijo Blossom—. Vete corriendo a la cuadra y frota
bien a Beppo con una almohaza, va a actuar en un número.
—¡Beppo! —gritó el mozo, incrédulo.
—¡Eso es lo que he dicho, so testarudo! —gritó Blossom—. Y ponle el dogal
verde con las rosetas blancas, y trénzale la cola con una cinta roja. ¡Vete corriendo!
Cuando desapareció el mozo, entraron el payaso y Timoteo para descansar un rato
entre los diferentes números. El doctor, que ya se había puesto unos pantalones de
militar y botas altas, se estaba abotonando el cuello de la guerrera roja.
—¿Qué tal lo está haciendo mi suplente el bizco? —preguntó Blossom.
—Jefe, es una maravilla —dijo Saltarín dejándose caer en una silla—. Es un
presentador nato. En su vida se ha oído una voz semejante. Tiene un pico de oro,
desde luego. Siempre tiene un chiste a punto si alguien mete la pata; y se chotea del
público: se lo advierto, jefe, no se duerma sobre sus laureles si le deja mucho tiempo
con las damas. ¿Quién es ese militar? ¡Caray, pero si es el doctor! ¿Qué es lo que va a
hacer?
En ese momento entró corriendo otro chico.
—Señor Blossom, quedan cinco minutos para que empiece el último número —
gritó.
—Muy bien —dijo Blossom—. Podemos conseguirlo. Aquí tiene usted su cinto,
doctor. ¿Cómo está el público, Fran?

www.lectulandia.com - Página 153


—¡Estupendo! —dijo el chico—. ¡Más contento que unas pascuas! Han traído a
toda la escuela primaria en el último momento y el Hogar del Soldado y el del
Marino vienen todos esta noche. La gente está de pie de dos en fondo en los pasillos.
Es el lleno más grande que hemos tenido en lo que va de año.

www.lectulandia.com - Página 154


5
Éxito sin precedentes del número principal

E N el «Gran Circo» de Blossom reinaba entre bastidores una gran expectación.


Cuando el payaso, Saltarín, abrió la puerta del camerino para volver a la pista, a
John Dolittle y al director les llegaron los entusiastas aplausos de un público muy
numeroso.
—Escucha Saltarín —dijo Blossom—, dile a Mugg cuando vuelvas que hay un
suplente para representar el número de Nino, y que aquí el doctor va a hacer de
domador. Que Mugg haga la presentación de todas maneras, pero dile que lo hinche
mucho. Va a ser el mejor numerito que hemos presentado jamás, incluso mejor que el
de Nino en sus buenos momentos.
—Muy bien, jefe —dijo el payaso sonriendo a través de la pintura—, pero ya
podía haber elegido un caballo más bonito.

En el último momento encontraron que al doctor se le había soltado una de las


charreteras y no faltaban más que dos minutos para su número. Alguien salió
corriendo y trajo a Teodosia, que lo arregló a toda prisa con una aguja y un hilo.
Entonces, ya preparado con su brillante y vistoso uniforme, el doctor salió deprisa del
camerino para reunirse con su compañero, Beppo, que Fran, el mozo, llevaba
agarrado por las bridas a la entrada de la tienda grande.
El pobre Beppo no estaba tan elegante, ni mucho menos, como el doctor. Muchos
años de descuido y abandono no podían remediarse con pasarle una vez la almohaza.

www.lectulandia.com - Página 155


Tenía el pelo largo y ralo, las crines despeinadas y descuidadas. A pesar del elegante
adorno verde y blanco de la cabeza y la cinta roja que llevaba trenzada en la cola,
parecía lo que era: un viejo servidor que había llevado a cabo su trabajo fielmente
durante muchos años sin que se lo hubiesen agradecido ni poco ni mucho.
—Oye, Beppo —le cuchicheó el doctor al oído mientras Fran le entregaba las
bridas—, parece que vas a un entierro. ¡Anímate! Echa la cabeza hacia atrás y
levántala. Así es. Ahora infla las narices. ¡Ah, eso está mejor!
—Sabe usted, doctor —dijo Beppo—, aunque le parezca mentira, yo soy de muy
buena familia. El árbol genealógico de mi madre llegaba hasta el caballo de batalla de
Julio César, el que siempre montaba cuando pasaba revista a la guardia pretoriana. Mi
madre estaba muy orgullosa de ello y ganó varios primeros premios, ya lo creo. Pero
cuando los fuertes caballos de batalla pasaron de moda, todos los grandes caballos
militares empezaron a utilizarse para tiro. Y por eso hemos bajado tanto en el mundo.
¿No deberíamos ensayar este número un poco, antes de empezar? No tengo ni idea de
lo que esperan que haga.
—No, ahora ya no tenemos tiempo —dijo John Dolittle—. Nos van a llamar de
un momento a otro. Pero nos las arreglaremos. No hagas más que lo que yo te diga y
añade todo lo que a ti se te ocurra. Ten cuidado, estás bajando la cabeza otra vez.
Recuerda a tu antepasado romano. Levanta la barbilla, así. Arquea el cuello. Haz que
te brillen los ojos. Que parezca que llevas montado a un emperador que es dueño de
la tierra. ¡Muy bien! Así es. Ahora estás magnífico.
Dentro del gran teatro de lona el señor Matthew Mugg, jefe de pista por un día,
seguía cubriéndose de gloria alardeando del «mejor espectáculo del mundo» con
estimable maestría y presentando a los artistas con gran elocuencia y una gramática
excepcional. Se estaba divirtiendo como no lo había hecho nunca y sacándole el
mayor partido posible a su actuación.
Entre el número de los hermanos Pinto y el del hombre forzudo, vio a Saltarín
volver a la pista para reanudar sus payasadas, que tanto deleitaban a los niños.
Mientras el payaso daba una voltereta, justo ante las narices del jefe de pista,
Matthew oyó que le cuchicheaba:
—El jefe va a poner a otro caballo parlante y el doctor va a hacer de entrenador.
Quiere que usted lo presente lo mismo que a Nino.
—Muy bien —le respondió Matthew muy bajito—. Ya entiendo.
Y cuando terminó Jojo, el elefante bailarín, haciendo una reverencia en medio de
una verdadera tormenta de aplausos, el jefe de pista se dirigió hacia la puerta de
entrada y él mismo condujo al artista que constituía la atracción principal.
Hubo un momento en que el viejo Beppo, que iba acompañado por un
hombrecillo rechoncho vestido con un uniforme de caballería, pareció asustarse un
poco al encontrarse ante un mar de caras que le miraban fijamente.

www.lectulandia.com - Página 156


Después de hacer una seña a aquellos actores de tan extraño aspecto para que se
quedasen un momento al borde de la pista, Matthew se adelantó hacia el centro y con
un imperioso ademán mandó callar a la estrepitosa banda que estaba terminando de
tocar el último baile de Jojo. Y al cesar la música dirigió la vista hacia el auditorio y
llenó de aire sus pulmones para pronunciar su último y más impresionante discurso.
—Señoras y caballeros —gritó el jefe de pista Mugg—. Hemos llegado ahora al
último y más impresionante número de nuestro largo y superelegante programa.
Todos ustedes habrán oído hablar, estoy seguro, de Nino; Nino, el mundialmente
famoso caballo parlante, y de su gallardo amo, el bizarro oficial de la caballería
cosaca, capitán Nicolás Pufftupski. Y ahí están, señoras y caballeros, ahí los tienen
ustedes en carne y hueso. Hay reyes y reinas que han recorrido muchos kilómetros
para presenciar este espectáculo. No hace ni dos meses, cuando estábamos actuando
en Montecarlo, tuvimos que hacer que se fuera el primer ministro de Inglaterra
porque no teníamos sitio para él en nuestro local.
—Nino, señoras y caballeros, es muy anciano. Procede de las lejanas estepas de
Siberia. Su actual dueño, el comandante Pufftupski, se lo compró a las tribus
nómadas tártaras. Desde entonces ha tomado parte en quince guerras, lo cual explica
su aspecto cansado. Éste es el mismo caballo en el que cabalgó el coronel Pufftupski
cuando él solo echó a Napoleón de Moscú y libró a Rusia de caer bajo la bota de
acero de Bonaparte. Y de las tres medallas que ustedes ven colgadas en el pecho del
general, la del centro es la que le concedió el zar como recompensa por este heroico
acto.
—Oh, deja de decir tonterías, Matthew —susurró el doctor, acercándosele
terriblemente azorado—. No hace falta…
Pero el elocuente jefe de pista siguió con voz estentórea:
—Y no puedo hablar más, señoras y caballeros, de la carrera militar de este
extraordinario caballo y de su valiente propietario. El general Pufftupski es un
hombre modesto y me ha prohibido que les hable de esas otras medallas concedidas
por el rey de Suecia y la emperadora de China. Ahora voy a hablarles de la
extraordinaria inteligencia de este animal que tienen ante ustedes. Cuando volvía el
conde Pufftupski de expulsar a Napoleón de Rusia le cogieron prisionero junto con su
caballo, el famoso Nino. Durante su encarcelamiento intimaron mucho, hasta el punto
que, al cabo de los dos años que estuvieron cautivos de los franceses, Nino y su
propietario llegaron a poder hablarse, como si tal cosa, de corrido, como lo podemos
hacer usted y yo. Y si no se creen lo que digo, lo van a comprobar ustedes mismos.
No tienen más que preguntar a Nino lo que se les ocurra a través de su propietario y
recibirán la respuesta, si es que la hay. El mariscal de campo habla todas las lenguas
excepto el japonés. Si hay alguna dama o algún caballero japonés entre los
espectadores que quiera preguntar algo, primero tendrán que traducirlo a otra lengua.

www.lectulandia.com - Página 157


El mariscal Pufftupski empezará su demostración con este maravilloso caballo
realizando varias pruebas para demostrarles lo que son capaces de hacer. Señoras y
caballeros, tengo el placer de presentarles al archiduque Nicolás Pufftupski,
comandante en jefe del ejército ruso, y su caballo de batalla, el mundialmente famoso
NINO.
Mientras la banda tocaba unos acordes de entrada, el doctor y Beppo se
adelantaron hacia el centro de la pista y saludaron inclinándose hacia delante. La
gente rompió a aplaudir estrepitosamente.

Fue una representación extraña, la única en su género que jamás se haya visto en
un circo. El doctor, cuando entró en la pista, no tenía una idea muy clara de lo que iba
a hacer, y Beppo tampoco. Pero el viejo caballo sabía que la representación le iba a
valer el bienestar y el dejar de trabajar para el resto de sus días. De vez en cuanto,
durante su actuación se olvidaba de su noble estirpe y volvía a adoptar su aspecto
cansado y fatigado de siempre. Pero en conjunto, tal como dijo Saltarín después,
resultó ser un caballo de circo mucho mejor de lo que se había esperado, y con el
público tuvo más éxito que ninguno de los números que Blossom había presentado
hasta entonces.
Después de hacer algunos trucos, el coronel Pufftupski se volvió hacia el público
y dijo (en un inglés extraordinariamente bueno) que estaba dispuesto a hacer que el
caballo realizase lo que le pidiesen. Inmediatamente un niño que estaba en la primera
fila gritó:
—Dígale que venga hacia aquí y que me quite el sombrero.

www.lectulandia.com - Página 158


El doctor hizo una o dos señas y Beppo se fue derecho hacia el niño, le quitó la
gorra de la cabeza y se la puso en la mano. Entonces, el público empezó a gritar
infinitas preguntas y a todas ellas respondía Beppo, unas veces dando unas patadas en
el suelo, otras moviendo la cabeza y otras diciendo algo que el doctor traducía. Al
público le divirtió tanto que a Blossom, que lo estaba presenciando desde fuera por
un resquicio, le pareció que no iban a acabar nunca. Y cuando finalmente el gallardo
Pufftupski se llevó al caballo de la pista, el público le ovacionó y le aclamó y le
reclamó para que saliese una y otra vez a recibir sus aplausos.
La noticia del extraordinario éxito de la primera representación del circo en
Bridgeton, debido principalmente a la maravillosa actuación del caballo parlante,
pronto corrió por toda la ciudad. Y mucho antes del comienzo de la sesión de la
noche, la gente ya hacía cola de cuatro en fondo ante la tienda grande, esperando
pacientemente para asegurarse un asiento. Mientras tanto, el resto del recinto y todos
los otros espectáculos secundarios estaban atestados y tan de bote en bote que apenas
podía uno moverse entre el gentío.

www.lectulandia.com - Página 159


6
Beppo el grande

E N la hucha de Dolittle quedo muy pronto repuesto el dinero que el doctor se


había gastado, con gran indignación por parte de Dab-Dab. El haber añadido
seis serpientes a la familia no incrementaba mucho los gastos de mantenimiento, pero
el fiel pato le seguía rogando y suplicando a John Dolittle que echase lo que llamaba
«esos bichos repugnantes y escurridizos». Durante los días que pasaron en Bridgeton,
el gentío que se agolpaba en el recinto dejaba tantos peniques en la caseta del «animal
de dos cabezas procedente de la selva de África», que Tu-Tu auguró que los ingresos
de la semana de Ashby serían muy pronto superados.
—Calculo, doctor —dijo torciendo la cabeza hacia un lado y cerrando el ojo
izquierdo— que en seis días haremos fácilmente ciento sesenta libras y eso sin contar
que el día de mercado y el sábado las ganancias serán mayores.
—Y esto es debido en su mayor parte a la actuación del doctor con Beppo —dijo
Yip—. Si no fuese por ese número, y por lo que ha dado que hablar, no habría ni la
mitad de gente.
Al ver el éxito que tenía la actuación de John Dolittle, Blossom se dirigió a él
después de la primera representación y le rogó que siguiese actuando durante toda la
semana mientras el circo permanecía en Bridgeton.
—Bueno, pero mire —dijo John Dolittle—, yo he prometido a Beppo que si le
sacaba a usted de este apuro se le jubilaría. Yo no sé cuándo podrá Nino volver a
trabajar, pero yo no le he dicho nada a Beppo de que tenga que seguir actuando toda
la semana. Yo creía que usted iba a sustituirnos por otro número en cuanto lo
encontrase.
—¡Por Dios, doctor! —exclamó Blossom—. No podría encontrar nada para
sustituir su número aunque me pasase un año buscándolo. No ha habido nunca nada
semejante desde que se inventó el circo. La noticia ha corrido por toda la ciudad y
también fuera de ella. Dicen que la gente viene para ver su espectáculo nada menos
que desde Whittlethorpe. Escuche, ¿no puede pedirle a Beppo que nos haga este
favor? No es un trabajo muy duro para él. Dígale que le daremos todo lo que quiera:
espárragos al desayuno y una cama de plumas para dormir, si está dispuesto a
hacerlo. Contando los espectáculos secundarios, estamos ingresando cerca de
quinientas libras al día. ¡En mi vida he visto un negocio semejante! Si esto sigue así,
no vamos a tener que seguir por mucho tiempo en el tajo, y nos podremos dar la gran
vidorra.
Había algo de desprecio en la expresión del doctor cuando miró a Blossom, e hizo
una pausa antes de contestar.
—Ah, sí, claro —dijo tristemente—, ahora está usted dispuesto a tratar bien a su

www.lectulandia.com - Página 160


antiguo servidor, ¿no es así?, ahora, porque le está produciendo dinero. Lleva años,
muchos años trabajando para usted y a cambio ni siquiera le han cepillado el pelo; y
nunca le han dado más que el heno y la avena justos para que siguiera tirando. Pero
ahora le daría la luna. ¡Lo que es el dinero! ¡Bah, una maldición!
—Bueno —dijo Blossom—. Pero es que ahora estoy tratando de compensarle. No
es un trabajo muy duro lo de contestar unas preguntas y hacer algunos trucos. Doctor,
vaya y hable con él. ¡Que Dios le bendiga! ¿No le suena raro que sea yo quien le pida
a usted que vaya a hablarle, cuando hace veinticuatro horas ni siquiera sabía que
existiese eso de hablar con los caballos?
—Excepto con un látigo —dijo John Dolittle—. ¡Ojalá pudiese ponerle yo a usted
en su lugar y hacerle trabajar durante treinta y cinco años para Beppo a cambio de un
poco de heno y agua y muchos golpes y mucho abandono! Muy bien, yo le
transmitiré su petición y veré lo que dice. Pero recuerde, su decisión será definitiva.
Si se niega a dar una sola representación más, yo haré que usted cumpla su promesa:
un lugar agradable para vivir y un buen prado donde pueda pastar el resto de sus días.
Y casi me alegraría que dijese que no.
El doctor se dio la vuelta, salió del carro del director y se dirigió hacia la cuadra.
—¡Mi pobre y viejo Beppo! —murmuró—. ¡Y eso que su antepasado llevaba a
Julio César en las revistas militares, oyó a las legiones vitorear al conquistador del
mundo que llevaba sentado encima! ¡Mi pobre y viejo Beppo!
Cuando entró en la cuadra se encontró al caballo de tiro contemplando por la
ventana de su casilla los hermosos campos que se extendían más allá del recinto del
circo.
—¿Es usted, John Dolittle? —dijo cuando el doctor abrió la puerta—. ¿Ha venido
para llevarme?
—Beppo —dijo John Dolittle poniendo la mano sobre el huesudo lomo del rocín
—, según parece te has convertido en un hombre famoso, vamos, quiero decir en un
caballo famoso.
—¿Cómo es eso, doctor? No lo entiendo.
—Te has hecho famoso, Beppo. El mundo es muy raro. Y a veces pienso que los
seres humanos somos los animales más raros que hay en él. El señor Blossom acaba
de descubrir, después de llevar treinta y cinco años a su servicio, lo valioso e
inteligente que eres.
—¿En qué sentido soy valioso?
—Porque hablas, Beppo.
—Pero si siempre he hablado.
—Sí, ya lo sé. Pero el señor Blossom y el mundo no lo sabían hasta que yo se lo
he demostrado en la pista del circo. Beppo, has causado una gran sensación justo la
víspera de tu jubilación. Y ahora no quieren que te jubiles. Quieren que continúes

www.lectulandia.com - Página 161


siendo maravilloso; sencillamente, que sigas hablando de la manera que lo has hecho
siempre.
—Parece de locos, ¿verdad doctor?
—Totalmente. Pero de repente te has convertido en algo tan valioso para
Blossom, que está dispuesto a darte espárragos para desayunar, a ponerte un criado
para que te cepille el pelo y otro para que te rice las crines si te quedas y actúas para
él el resto de la semana.
—¡Vaya! Ése es el precio de la fama, ¿verdad? Preferiría que me echasen a un
gran campo.
—Bueno, Beppo, al fin puedes hacer lo que te convenga, después de treinta y
cinco años de hacer lo que les convenía a otras personas. Le he dicho a Blossom que
le voy a hacer que cumpla el trato. Si no quieres hacerlo, dilo. Y si lo deseas, te
jubilarás hoy por encima de todo.
—¿Qué me aconsejaría usted que hiciese, doctor?
—La cuestión es ésta —dijo John Dolittle—: si concedes a Blossom lo que quiere
ahora, quizá podamos conseguir lo que tú quieres, es decir, más exactamente lo que
tú quieras después. Pues mira, él no tiene un campo propio donde dejarte, tendría que
conseguir que un agricultor te apaciente y te cuide. Y además, estará mejor dispuesto
hacia mí y hacia otros planes que yo tengo para los demás animales.
—Muy bien, doctor —dijo Beppo—. Esto lo decide. Actuaré.
No había hombre más feliz en el mundo que Alexander Blossom cuando John
Dolittle fue y le dijo que Beppo había consentido actuar toda la semana.
Inmediatamente mandó que imprimiesen unas hojas de anuncio y las envió a las
ciudades próximas para que las repartiesen en las calles. Esas hojas comunicaban al
público que el «mundialmente famoso caballo parlante» no podría verse en Bridgeton
más que los cuatro días siguientes, y que los que no quisiesen perderse la oportunidad
de su vida, debían apresurarse y acudir al «Gran Circo» de Blossom.

www.lectulandia.com - Página 162


El doctor se azoraba tremendamente durante las cabalgatas que se organizaban
para que Beppo desfilase por las calles, cuando le señalaban diciendo que era el
archiduque Pufftupski, el famoso propietario y entrenador del caballo. Pues el
director del circo insistió en que conservase ese absurdo título que Matthew le había
conferido.
El martes, miércoles y jueves de esa semana se superaron todas las marcas en las
taquillas de Blossom. Por primera vez en su vida el director tuvo que rechazar a
mucha gente en las puertas del circo, pues la aglomeración en el recinto alcanzó tal
punto, que le dio miedo permitir que entrase más gente. Y la policía de Bridgeton
tuvo que prestarle a casi todos sus hombres a fin de mantener el orden y evitar
accidentes entre la apretujada muchedumbre. Nada tiene tanto éxito como el éxito y,
en cuanto corrió la noticia por la ciudad de que la gente ya no cabía, el número de los
que pedían ser admitidos se duplicó. Durante mucho tiempo la gente de la compañía
siguió hablando de «La semana de Bridgeton» como de la época más extraordinaria
en toda la historia del circo.

www.lectulandia.com - Página 163


7
El prado perfecto

M IENTRAS tanto, John Dolittle iba consiguiendo que Blossom cumpliese las
otras condiciones del trato. Poco después de abrir el circo en Bridgeton, el
elefante mandó a Yip que fuese a buscar al doctor porque tenía un fuerte ataque de
reuma, debido a que vivía en un establo extraordinariamente húmedo y sucio.
El pobre animal tenía muchos dolores. Después de examinarlo, el doctor le recetó
masajes. Avisaron a Blossom y le pidieron que comprase un barril de un bálsamo
especial muy caro. Unas semanas antes el director del circo se hubiese negado de
plano a hacer semejante dispendio para el bienestar de sus animales. Pero ahora que
John Dolittle le estaba haciendo ganar más dinero del que jamás había obtenido con
su negocio, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por complacerle. Así que se fue a
buscar el bálsamo inmediatamente y entonces el doctor pidió seis hombres fuertes
para ayudarle.

Dar masaje a un elefante no es un trabajo fácil. En la casa de fieras se aglomeró


mucho público para contemplar cómo trepaban los seis hombres y el doctor por el
cuerpo del elefante y le frotaban y aporreaban para que el ungüento le penetrase bien
en la piel. Lo hacían con tanta fuerza que el sudor les corría por la frente.
Luego, el doctor ordenó que se construyese un nuevo establo para el gran animal,
con un suelo de madera especial, con unos desagües por debajo y con muchos otros
detalles modernos. Y aunque este trabajo también era caro, trajeron unos carpinteros

www.lectulandia.com - Página 164


que lo terminaron en tres horas. El resultado fue que el elefante se puso bueno en
muy poco tiempo.
El doctor también dio unas normas al encargado del zoo con las que se mejoraron
las condiciones de todos los demás animales. Y aunque el encargado gruñó mucho
por tener que «llevar el zoológico como si fuese un salón de belleza», Blossom le
hizo comprender que le despediría inmediatamente si no se obedecían a rajatabla las
nuevas normas del doctor.
El pobre Nino seguía bastante enfermo. Aunque había mejorado, su
restablecimiento iba muy lentamente. El doctor le visitaba dos veces al día. Pero
Blossom se dio cuenta de que el número de la jaca que él había dirigido siempre no
podría nunca ponerse en lugar del número mucho más bonito, de Beppo y el doctor.
Beppo, a pesar de su edad y de su aspecto, era un caballo mucho más inteligente que
Nino.
Bueno, la semana estaba a punto de terminar. John Dolittle había arreglado con
Blossom que después de la última representación del sábado, él y Beppo se
marcharían a casa de cierto labrador que había aceptado apacentar al viejo caballo el
resto de sus días. Le daría toda la avena que quisiese y rábanos blancos (un manjar
que a Beppo le gustaba muy especialmente) dos veces por semana. El doctor y Beppo
iban a inspeccionar la finca, y si no les gustaba se buscaría otra que les satisficiese
más.
Había terminado la última representación; estaban desmontando la tienda grande
y Beppo y el doctor estaban preparados para marcharse. El equipaje del viejo rocín
consistía en una manta (una manta nueva que el doctor había hecho comprar a
Blossom como regalo de despedida) que llevaba puesta. El equipaje del doctor no era
más que su pequeña bolsa negra y un pequeño hatillo que Beppo también llevaba
encima. John Dolittle estaba en la puerta con la mano en la brida de Beppo esperando
a Matthew, que había vuelto al carro para recoger unos bocadillos que Dab-Dab
estaba preparando.
Entonces vio a Blossom que cruzaba el recinto a toda prisa tremendamente
excitado. Algo detrás de él venía un hombre bajo vestido muy elegantemente.
—Escuche, doc —dijo jadeando el director al acercarse—. Acabo de tener la
oferta más importante de mi vida. Ese currutaco que viene ahí es el propietario del
«Anfiteatro» de Manchester. Quiere que mi compañía se presente en su teatro, que es
uno de los más grandes del país, la semana que viene no, la otra. Y le interesa muy
especialmente Beppo. ¿Sabe lo que me garantiza? ¡Mil libras diarias! Y puede llegar
a más si…
—¡No! —interrumpió el doctor con energía, levantando la mano—. Beppo a lo
mejor ya no vive muchos años más, pero los que le quedan los va a pasar
tranquilamente. Dígale eso a su empresario. Beppo se jubila hoy del circo para

www.lectulandia.com - Página 165


siempre.
Y sin esperar a sus bocadillos sacó del recinto al viejo caballo y se precipitó
carretera abajo. Beppo y John Dolittle no habían andado mucho cuando les alcanzó
Tu-Tu.
—Doctor —dijo la lechuza—, le he seguido para informarle sobre el dinero.
—Tu-Tu —replicó John Dolittle—, en este momento los asuntos de dinero me
desagradan más que nunca. Beppo y yo estamos tratando de apartarnos hasta de lo
que pueda oler a dinero.
—Pero piense usted en lo que podría hacer con dinero, doctor —dijo Tu-Tu.
—Sí, eso es lo malo del asqueroso dinero. Su poder es una verdadera maldición.
—Dab-Dab me pidió que viniese a decirle lo que se había sacado con el
testadoble esta semana en Bridgeton —continuó Tu-Tu—, porque se le ha ocurrido
que cuando lo supiese a lo mejor quería retirarse a Puddleby. Y yo lo acabo de
calcular, descontando la participación de Blossom y las facturas que debemos a los
tenderos. Le aseguro que ha sido una operación matemática difícil. Mis previsiones
estaban muy por debajo. En vez de ciento sesenta libras hemos hecho doscientas
sesenta y cinco, limpias.
—Vaya —murmuró el doctor—. Es una cantidad grande, pero no lo bastante
como para retirarnos, Tu-Tu. Sin embargo, nos va acercando. Dile a Dab-Dab que me
lo guarde con cuidado y que volveremos a hablar sobre ello cuando yo vuelva. Yo
regreso mañana, ya lo sabes. Adiós, y muchísimas gracias por traerme estas noticias.
El doctor llevaba en el bolsillo las señas del labrador al que buscaban. ¡Y es de
imaginarse la sorpresa que tuvo cuando llegó a su destino y encontró que era la
misma finca en la que vivía su viejo amigo el caballo de tiro!
Hubo saludos muy afectuosos, mucha sorpresa y mucha alegría con el encuentro.
El viejo caballo de tiro, sonriendo a través de sus gafas verdes, fue presentado a
Beppo y Beppo a él. Era curioso que aunque el doctor conocía al caballo desde hacía
tanto tiempo, no sabía cómo se llamaba, y no lo supo hasta que presentó a los dos
caballos. Se llamaba Toggle.

www.lectulandia.com - Página 166


—Sabe usted —dijo el caballo de tiro—, me alegro muchísimo de verlos a los
dos, pero siento por Beppo que Blossom le haya enviado a esta finca. El labrador es
una buena persona, pero estos pastos dejan mucho que desear.
—Pero no tenemos por qué quedarnos aquí —dijo el doctor—, pues yo le dije a
Blossom que si no era del gusto de Beppo, tendría que buscar otro sitio. ¿En qué
sentido no es bueno este sitio? ¿Es mala la hierba?
—No —dijo Toggle—, la hierba está bien, huele algo mal en agosto si llueve
mucho, pero es suficientemente dulce el resto del año. Lo que pasa es que las cuestas
de la pradera están mal orientadas. Ve usted esa ladera, va en dirección nordeste y así
no da el sol más que a mitad de verano. El resto del año está a la sombra. Luego, el
viento predominante es un nordeste muy frío que barre el prado y contra el cual hay
poca protección, excepto a lo largo de aquel seto de allí, y aquel poco de hierba se lo
come uno pronto.
—Bueno dime —dijo el doctor volviéndose hacia Beppo—, ¿cuál sería para ti el
ideal, o sea, el sitio más atractivo para un caballo viejo?
—El lugar con el que he soñado siempre —dijo Beppo contemplando el paisaje
con una mirada melancólica en sus viejos ojos—, es así: un campo en parte en cuesta
y en parte llano. Las cuestas son una variación muy agradable porque la hierba queda
más cerca de la nariz, y el llano es muy relajante para volver a él después de andar
por las cuestas. Luego, tiene árboles, árboles muy corpulentos, con troncos muy
gruesos, de los que a los caballos les gustan para ponerse debajo y pensar tras una
buena comida. Tiene también matorrales de hierbas de olor con raíces salvajes, del
tipo de las que nos gusta chupar para variar, especialmente de menta salvaje, que es

www.lectulandia.com - Página 167


tan buena para el estómago cuando se ha comido demasiado. El agua ha de ser buena,
no la de una charca cenagosa, sino de un arroyo agradable donde está siempre
cristalina y pura. En una hondonada tiene un agradable cobertizo con el suelo seco y
con un techo de tejas cubiertas de musgo que no deja pasar la lluvia. Los pastos son
variados: en algunos lugares serán firmes y duros; en otros serán altos, con
ranúnculos y fragantes flores salvajes entremezcladas con la hierba. Desde lo alto de
la colina se pueden presenciar las puestas de sol hacia el oeste. Y en la cima hay un
poste muy firme donde poder rascarse el cuello. Me encanta contemplar la puesta de
sol mientras me rasco el cuello. Todo el lugar está protegido con buenas cercas para
que no entren perros ladradores y personas molestas. Es un sitio tranquilo. Es
pacífico. Y ése, John Dolittle, es el lugar donde me gustaría pasar mi vejez.
—¡Vaya! —murmuró el doctor cuando acabó Beppo—. El sitio que has descrito
parece encantador, casi como el que a mí me gustaría para pasar mi vejez, aunque
supongo que yo necesitaría algún mueble más, además de un poste donde rascarme.
¿Toggle, conoces algún lugar como el que ha descrito Beppo?
—Claro que lo conozco, doctor —dijo Toggle—. Venga conmigo y se lo
enseñaré.
Entonces el caballo de labranza les hizo subir a lo alto de la colina y bajar un
buen trecho del otro lado. Y allí, orientado hacia el soleado mediodía, mirando desde
el cercado contemplaron el más bonito terreno que se haya visto jamás. Era como si
un hada buena hubiese hecho realidad los deseos de Beppo, pues era el rincón que él
había descrito con todo detalle: había un grupo de grandes olmos; había matorrales y
un arroyo cristalino; había un acogedor refugio en una hondonada, y en lo alto de la
cuesta, recortado contra el rojo resplandor del sol poniente, estaba el poste que Beppo
deseaba para rascarse el cuello.

www.lectulandia.com - Página 168


—Éste es el sitio, doctor —dijo Beppo tranquilamente—. Éste es exactamente el
lugar que yo había imaginado siempre. No hay caballo que pudiera soñar con un sitio
mejor que éste para pasar la vejez.
—Es maravilloso —dijo el doctor, sintiéndose él mismo completamente
cautivado por la belleza del paisaje—. Ese campo tiene carácter, Toggle, ¿pertenece
esta tierra a tu campesino?
—No —dijo el caballo de labranza—. He tratado muchas veces de entrar aquí
para pastar. Y una o dos veces he llegado a cruzar el seto, pero el propietario siempre
me ha echado. Es de un labrador que vive en aquella casita del tejado rojo que hay
allí abajo.
—Ah, ya veo —dijo el doctor—. ¿Cuánto costaría una tierra como ésta?
—No mucho, me imagino —dijo Toggle—. Aunque es grande, el labrador nunca
ha cultivado en ella más que hierba.
—Pero, doctor —dijo Beppo—, ¿por qué comprarla? Yo creí que usted había
dicho que Blossom iba a pagar mi jubilación.
—Sí —dijo el doctor—. Pero él no va a pagar más que tu alojamiento y tu
alimentación. Y yo siempre he pensado que me gustaría fundar un hogar para
caballos de tiro retirados. Y este lugar es tan ideal para los caballos de edad que he
pensado que, si pudiese, yo lo compraría. Entonces podríamos formar la «Asociación
de Caballos de Tiro Jubilados», y tú te podrías quedar en este sitio para siempre.
—¡Qué idea tan maravillosa! —gritaron los dos caballos al mismo tiempo.
—¿Pero tiene bastante dinero, doctor? —preguntó Beppo—. Yip me ha dicho
muchas veces que usted era tan pobre como las ratas.

www.lectulandia.com - Página 169


—Así es, más o menos —asintió el doctor—. Para mí el dinero ha sido siempre
algo muy poco seguro. Pero, como has oído decir a Tu-Tu, poco después de salir del
circo, ahora tengo en mi haber doscientas sesenta y cinco libras. Debo a un marinero
mucho dinero de un barco, pero no lo necesita con tanta urgencia como tú; lo sé
porque envié a un pájaro para que lo averiguase. Así que puedo pagarle más adelante,
cuando gane más dinero. Evidentemente, doscientas sesenta y cinco libras no es
suficiente para comprar un terreno de este tamaño de golpe. Pero el labrador a lo
mejor me deja que le dé una cantidad de entrada y el resto a plazos anuales. Si está
dispuesto, será tuyo inmediatamente y nadie podrá quitártelo, a no ser que yo falle en
mis pagos. Pero ahora esperad vosotros dos aquí, y yo me iré a verle para hablar de
este asunto.
Y dejando a los dos caballos al lado de la cancela, el doctor salió a campo traviesa
en dirección a la casita de tejado rojo que Toggle le había señalado.

www.lectulandia.com - Página 170


8
«La Asociación de Caballos de Tiro Jubilados»

E N el momento en que John Dolittle llamó a la puerta, el labrador que era dueño
de la tierra que el doctor deseaba comprar estaba sentado delante de la mesa de
su sala hablando con el amo de Toggle. Le hacían mucha falta doscientas libras para
comprar patatas de siembra, pero el amo de Toggle no se las podía prestar, aunque se
disculpó mucho por ello, porque él también andaba mal de dinero en ese momento. Y
de eso estaban hablando cuando se vieron interrumpidos por la llamada del doctor.
El labrador era muy hospitalario e invitó a John Dolittle a que entrase y se sentase
a la mesa con su otro visitante, y la mujer del anfitrión trajo unos vasos de aromática
sidra. Luego, el doctor describió la finca que Toggle le había enseñado y preguntó si
estaba en venta. Y como era una tierra que el labrador rara vez utilizaba, dijo
inmediatamente que sí, que lo estaba. Entonces el doctor le preguntó que cuánto
pedía por ella y el labrador dijo que mil doscientas libras.

—Bueno —dijo el doctor—, en este momento yo solamente tengo doscientas


sesenta y cinco libras. Si yo le diese eso de entrada y le prometiese pagar el resto en
plazos de doscientas libras cada seis meses, ¿me la vendería usted?
Al ver que se le presentaba la oportunidad de comprar las patatas de siembra, el
campesino iba a aceptar la oferta inmediatamente, pero el otro, el amo de Toggle,
interrumpió la conversación.
—Forastero, ¿para qué va a utilizar usted esa tierra? —preguntó—. Espero que no

www.lectulandia.com - Página 171


irá usted a poner una fábrica de caucho.
—Oh, no —dijo el doctor—. Quiero convertirla en una finca de descanso para los
caballos viejos, sencillamente en un campo para pastar. No se alterará nada,
prácticamente nada.
Los dos labradores pensaron que el forastero debía de estar loco. Pero como él y
el plan que proponía parecían ser bastante inofensivos aceptaron su oferta al
momento.
—A propósito —dijo el doctor, dirigiéndose al amo de Toggle—, usted tiene en
su finca a un amigo mío; es un caballo de labranza que lleva unas gafas que yo le
puse hace años, cuando vivía en Puddleby.
—Ah, ya —dijo el labrador—. Ya sé cuál es, Toggle. Un bicho muy raro es ése.
No se separaría de sus gafas por nada en el mundo. ¿Qué le pasa?
—Es demasiado viejo para trabajar, ¿no le parece? —dijo el doctor—. Usted le
tiene ahora pastando la mayor parte del tiempo, según tengo entendido. Él quisiera
utilizar el mismo campo que el caballo que yo he traído hoy. ¿Le dejará usted?
—Por supuesto —dijo el labrador—. ¿Pero cómo sabe usted todo esto de mis
animales?
—Oh, bueno… —dijo el doctor azarándose un poco—. Yo tengo maneras de
saber lo que quieren los caballos. Soy naturalista.
—A mí lo que me parece es que usted es antinaturalista —dijo el labrador
haciendo un guiño a su vecino.
Después de una breve discusión sobre cómo se había de enviar el primer dinero,
quedó cerrado el trato y dijeron al doctor que la tierra ya le pertenecía, siempre y
cuando cumpliese su compromiso.
—No, a mí no —dijo al levantarse y despedirse de los labradores—. La tierra
pertenece a la Asociación. Yo se la voy a regalar a los caballos.
Después de preguntar a su anfitrión dónde podría encontrar un carpintero, el
doctor se marchó. Y cuando media hora después los dos labradores iban paseando
juntos, vieron al extraño naturalista y al carpintero muy entretenidos poniendo un
gran letrero en mitad del campo. En él estaba escrito en letras muy grandes:

FINCA DE REPOSO
Esta tierra es propiedad de la «Asociación de Caballos de Tiro Jubilados». A las
personas y a los perros molestos que entren sin permiso se les recibirá a patadas.
(Firmado, en nombre de la Junta Directiva)
BEPPO, Presidente.
TOGGLE, Vicepresidente.
Nota: el ingreso es gratis.

www.lectulandia.com - Página 172


Si desea asociarse infórmese en la puerta.

Cuando los dos primeros miembros de la Asociación hubieron entrado en


posesión de su nuevo alojamiento, John Dolittle dijo adiós a Beppo y a Toggle y
emprendió su viaje de vuelta.
Mientras caminaba por la carretera miró hacia atrás muchas veces para
contemplar a los dos viejos veteranos retozar por su bello hogar. El espectáculo le
enternecía y siguió adelante sonriendo.
—No estoy seguro —se dijo a sí mismo—, pero me parece que ésta es una de las
mejores obras que he hecho en mi vida. ¡Pobres animales! Al fin están felices y se
sienten jóvenes de nuevo después de una vida de duro trabajo. Tengo que fundar más
instituciones como ésta. Tengo pensadas un par de ellas como «El Club de las Ratas y
de los Ratones», por ejemplo. Me gustaría ponerlo en marcha, claro que Dab-Dab me
va a armar un buen jaleo cuando se dé cuenta de que me he gastado de nuevo todo el
dinero. Bueno, pero vale la pena. Voy a enviar aquí, a que se reúnan con ellos a
algunos de los caballos de los coches de punto de Londres tan pronto como vuelva a
la ciudad. ¡Caramba! —(El doctor se detuvo y miró hacia atrás)—. Ahí siguen:
Beppo rodando cuesta abajo y Toggle chapoteando en el arroyo. ¡Santo Cielo!, me he
olvidado completamente de los rábanos. ¿Por qué no me lo habrá recordado Beppo?
Volvió a toda prisa y por el camino se encontró con un chiquillo que estaba
jugando en la carretera. Le hizo unas preguntas y supo que era el hijo del labrador
que le había vendido la tierra.
—¿Quieres ganarte un chelín a la semana? —preguntó el doctor.
—Me conformaría con ganar dos chelines al mes —dijo el chico—. Quiero
ahorrar dinero para comprarme unos patines el invierno que viene. Y hasta ahora no
tengo más que nueve peniques.
—¿Sabes cultivar rábanos?

www.lectulandia.com - Página 173


—Sí —contestó el chico—. Eso es fácil. Es quizá lo único que sabría cultivar.
—Muy bien —dijo John Dolittle—. Mira, ¿ves aquel prado donde están esos
caballos y el refugio que hay al fondo? Bueno, pues acabo de comprar esa tierra a tu
padre. Va a ser un hogar para caballos. Si me plantas un macizo de rábanos blancos
detrás de la casa, te pagaré un chelín a la semana por cuidármelos. ¿Estás dispuesto a
ello?
—Claro que lo estoy, señor —gritó el chico.
—Muy bien. Pues aquí tienes tu primer chelín y aquí tienes un penique para
comprar un paquete de semillas. Te nombro jardinero mayor de la Finca de Reposo.
Ahora estás ya en la nómina de la «Asociación de Caballos de Tiro Jubilados». Haz el
macizo de los rábanos bastante grande, pues probablemente envíe otros caballos más
adelante. Cuando los rábanos estén maduros haz con ellos unos ramos y se los
repartes a los miembros dos veces por semana. Y no te olvides de plantar semillas
nuevas de vez en cuando para que no falten nunca. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Ahora dime cómo te llamas —dijo el doctor—, y yo te enviaré tu jornal todas
las semanas. Y si tuvieses que dejar el trabajo porque te marchases o por cualquier
otra cosa, que tu padre me escriba una carta. Ya sabe dónde encontrarme.
El chiquillo, más contento que unas pascuas por su buena suerte, dijo al doctor
cómo se llamaba. Cogió el dinero y salió corriendo a buscar un azadón y un pico para
empezar su nuevo trabajo.
—Bueno, pues ya está arreglado —murmuró el doctor mientras caminaba
rápidamente hacia Bridgeton—. Ahora tengo que pensar cómo darle a Dab-Dab la

www.lectulandia.com - Página 174


noticia de que nuestra caja del dinero se ha vuelto a quedar vacía.
La Finca de Reposo que el doctor fundó ese día continuó prosperando y
aumentando durante muchos años, y esto añadió otra preocupación más a las muchas
que agobiaban a Dab-Dab, el meticuloso encargado de la administración de la casa.
Pues no solamente se había comprometido el doctor a enviar al labrador doscientas
libras cada seis meses, sino que además, como de vez en cuando compraba algún
viejo y cansado jamelgo que encontraba por las calles, los ingresos de Dolittle se
veían aún más mermados. Los caballos se los compraba a los cocheros, a los traperos
y a toda clase de personas. El pobre Dab-Dab se horrorizaba siempre que veía un
carromato de gitanos aparecer por la carretera. Pues los caballos de los gitanos solían
estar especialmente delgados y escuálidos, y en esos casos el doctor casi siempre
trataba de comprar los pobres animales a unos hombres que, por lo general, eran
mucho más hábiles que él en el arte de negociar.
El doctor enviaba todos esos viejos caballos decrépitos y desamparados a la finca
de reposo para que se hiciesen miembros de la Asociación gratuitamente. La sociedad
formada por Beppo y Toggle se fue ampliando hasta convertirse en un verdadero
círculo familiar de viejos camaradas que eran caballos de toda condición. Y fueron
muchos los interesantes relatos sobre tiempos pasados que se contaron al atardecer
bajo los frondosos árboles o en torno al poste que había en lo alto de la colina. Allí,
los viejos compañeros se colocaban en fila para rascarse el cuello por turnos, y para
contemplar la belleza del pacífico paisaje que iba desdibujándose con el rojizo
destello del sol poniente.
Y como la lista de miembros se iba haciendo más y más larga, el chico que
cuidaba la plantación de rábanos escribió una carta al doctor diciendo que tenía que
agrandar el macizo y que necesitaba ayuda, pero que tenía un compañero de colegio
que también estaba ahorrando para comprarse unos patines, y que si el doctor estaría
dispuesto a tomarle a él también.

www.lectulandia.com - Página 175


El doctor dijo que sí y la nómina de la Asociación aumentó hasta cuatro chelines
a la semana. John Dolittle hizo una visita a la finca cuando ya llevaba unos tres meses
funcionando y, después de cambiar impresiones con la junta directiva (formada por
cinco de los caballos más viejos) encontró que hacía falta dinero para reparar las
cercas y mantener limpias las zanjas de debajo de los setos. Algunos de los miembros
necesitaban también que les recortasen las pezuñas (pues naturalmente no se
molestaban en usar herraduras). Así que arregló con el chico que había nombrado
jardinero en primer lugar que aumentase bastante el macizo de rábanos, a fin de
obtener una buena cosecha de verduras, en realidad mayor de la que hacía falta para
los miembros.
El chico era inteligente para los negocios y lo hizo empleando a dos amigos más
para los trabajos extraordinarios. Luego, con el dinero que se sacó de vender las
verduras se creó el «Fondo para las cercas y los herradores» con el que poder
contratar, de vez en cuando, los servicios de cercadores, cavadores y herradores para
conservar en buen estado las cercas, las zanjas y las pezuñas de los miembros.
Para pagar a estos chicos, era preciso sacar más dinero de la caja de Dolittle, lo
cual añadió nuevas preocupaciones a Dab-Dab.
—¿De qué sirve? —gritó Tu-Tu una noche cuando estaban discutiendo las
cuentas—, ¿de qué sirve llevar toda esta doble contabilidad y devanarme los sesos
haciendo tantas cuentas? Es inútil calcular el dinero que tiene el doctor o estimar lo
que va a tener. ¡Tenga lo que tenga se lo gasta todo!

www.lectulandia.com - Página 176


www.lectulandia.com - Página 177
QUINTA PARTE

www.lectulandia.com - Página 178


1
El señor Belamy de Manchester

J OHN Dolittle llegó al circo ya tarde aquella misma noche, en vez de al día
siguiente por la mañana como había esperado, porque le recogió en la carretera
un coche ligero. Y lo primero que le dijo Matthew Mugg cuando entró en el carro
fue:
—Blossom me ha dicho que quiere verle tan pronto como llegue. Ese enano de
Manchester está todavía con él.
Acto seguido el doctor salió de su carromato y se dirigió al del director del circo.
Yip le preguntó si podía ir con él y el doctor le dijo que sí.
El circo estaba ya todo recogido y preparado para emprender la marcha a
primeras horas de la mañana siguiente. Al acercarse al carro de Blossom, John
Dolittle vio que había luz en la ventana, aunque ya era tarde: era después de
medianoche.
Dentro encontró al director sentado ante una pequeña mesa con el señor
elegantemente vestido que había visto a primeras horas de aquel día.
—Buenas noches, doctor —dijo el director—. Este caballero es don Frederick
Belamy, propietario y empresario del «Anfiteatro» de Manchester y desea hablar con
usted.
El doctor le estrechó la mano y el señor Belamy se reclinó otra vez en la silla
metiéndose los dedos gordos de las manos en las bocamangas del blanco chaleco y
dijo:
—Doctor Dolittle, he retrasado mi vuelta a Manchester, a pesar de que tenía
asuntos importantes y urgentes que atender, a fin de hablar con usted sobre un
contrato que he ofrecido al señor Blossom esta tarde. Yo presencié su número con el
caballo parlante y me interesó sobremanera. El señor Blossom me ha comunicado que
ha tratado de convencerle a usted para que tome parte en su espectáculo cuando se
presente en mi teatro, pero que usted se ha negado, y que se ha llevado el caballo al
campo.
El doctor asintió con la cabeza y el señor Belamy continuó:
—Yo supuse entonces que el trato había fracasado, porque, si he de ser sincero,
sin su número este circo no me interesaría. Pero el señor Blossom me convenció de
que me quedase y hablase con usted personalmente. Me ha asegurado que lo
importante de la actuación no era ese caballo en especial, sino el poder, tan poco
común, que usted tiene con los animales, y por lo que usted podría hacer un número
igual de bueno con cualquier caballo. Me ha dicho, aunque debo confesar que apenas
puedo creerlo, que usted sabe realmente comunicarse con los animales en sus
diferentes lenguas. ¿Es eso cierto?

www.lectulandia.com - Página 179


—Bueno —dijo el doctor con aspecto molesto—, siento que el señor Blossom le
haya contado eso, yo no alardeo ni hablo de ello porque la gente, generalmente, no
me cree. Pero, sí, es verdad, puedo conversar tranquilamente con la mayoría de los
animales.
—¡Qué extraordinario! —exclamó el señor Belamy—. En ese caso habíamos
pensado que a lo mejor estaría usted dispuesto a representar un número con algún
otro animal, o con otros animales, en lugar del caballo que acaba de llevarse. Lo que
yo quisiera es que fuese algo más elaborado, para que constituyese la parte más
importante y más extensa del espectáculo del señor Blossom. Este don que usted
posee es algo completamente nuevo, y adecuadamente utilizado podría causar una
gran sensación. Como es natural estaría bien pagado, muy bien pagado, diría yo más
bien. ¿Está usted dispuesto a pensarlo?
—De momento no tengo ningún número preparado —le dijo el doctor—. Soy un
novato en este negocio. Mi idea sobre los espectáculos en que toman parte los
animales es que deben siempre hacerse con el consentimiento y con la cooperación
voluntaria de los propios animales.
—Oh, claro, claro —dijo el señor Belamy—. Ahora ya es muy tarde, pero me
gustaría que lo pensase para mañana. Ya no llego al coche de esta noche, y si usted
está dispuesto, le agradecería que me lo comunicase por la mañana.
Cuando el doctor volvía a su carromato, Yip, que iba a su lado y que había
escuchado la conversación con gran interés, le dijo:
—Doctor, esto me parece una gran oportunidad para que nosotros representemos
nuestra obra, pero únicamente su familia: yo, Tu-Tu, Gub-Gub, Toby, Timoteo y
quizá el ratón blanco. Ya sabe que nos dijo que nos dejaría intentar alguna vez lo del
«teatro de los animales». Usted nos podría escribir una comedia cómica, pues la de
Gub-Gub no vale nada, es una especie de payasada vegetariana. Su obra tendría que
ser apropiada para los animales, pero de mucha altura. Y nosotros la representamos.
Estoy seguro de que causaría una gran sensación en Manchester, que es una gran
ciudad donde habrá un auditorio inteligente de verdad.
A pesar de lo tarde que era, al volver a su carro, John Dolittle se encontró que
todos sus animales estaban levantados esperándole para que les dijese lo que había
hecho durante el día.
Yip les contó inmediatamente la entrevista con el empresario de Manchester y la
idea que él, Yip, había tenido de preparar una comedia de animales. Todos acogieron
con enorme entusiasmo y con aplausos este plan, incluso el ratón blanco.
—¡Hurra! —gritó Gub-Gub—. Al fin voy a ser actor. ¡Y fijaos qué estupendo,
voy a hacer mi primera aparición en Manchester!
—No vayas tan deprisa —dijo el doctor—. Ni siquiera sabemos todavía si va a
haber función. A lo mejor no es posible. El que os divierta a vosotros una función no

www.lectulandia.com - Página 180


quiere decir que vaya a divertir al público.
Entonces todos los animales empezaron a discutir acaloradamente sobre
diferentes argumentos para la comedia y sobre qué tipo de cosas divertían a la gente.
—Vamos a hacer la Cenicienta —gritó el ratón blanco—. Todo el mundo la
conoce, y yo puedo ser uno de los ratones que el hada convierte en lacayo.
—Hagamos Caperucita Roja —dijo Timoteo—. Entonces yo puedo hacer el
papel del lobo.
La discusión se hizo tan general, y todos estaban tan interesados en ella, que el
doctor pensó que éste sería un buen momento para darle la noticia a Dab-Dab de que
se había gastado las doscientas sesenta y cinco libras.
Y así lo hizo. Y al pato se le estropeó la noche.
—¡Doctor, doctor! —suspiró sacudiendo la cabeza—. ¿Qué puedo hacer yo con
usted? No hay quien se fíe de usted en cuestiones de dinero, realmente es imposible.
Ay, Dios mío, me parece que no vamos a poder volver nunca a Puddleby.
Pero los otros estaban tan absortos en su nuevo interés, que no dieron importancia
al asunto y no hicieron el menor caso.
—Oh —comentó Gub-Gub alegremente—, pronto ganaremos más. ¿Qué importa
el dinero? ¡Puf! Mire, doctor, ¿por qué no representamos La bella y la bestia?
Entonces yo podría hacer el papel de la Bella.
—¡Santo Dios! —gritó Yip—. ¡Vaya idea! No, escuche, doctor: es mejor que
usted escriba su propia comedia porque sabe lo que interesa a la gente.
—¿Por qué no dejáis al doctor que se vaya a la cama? —preguntó Dab-Dab
furioso—. Ha tenido un día muy largo. Y ya es hora de que estuvieseis todos
dormidos también.
—¡Cielo santo! —exclamó el doctor mirando el reloj—. ¿Sabéis la hora que es?
Son las dos de la mañana… A la cama todos.
—Oh, mañana estaremos de viaje, doctor —dijo Gub-Gub—. Así que no importa
la hora a la que nos levantemos. Vamos a quedarnos un poco más. Tenemos que
decidir qué obra vamos a dar.
—No, de ninguna manera —dijo Dab-Dab—, esta noche no. El doctor está
cansado.
—No, no estoy cansado —dijo John Dolittle.
—Vaya, pero no es bueno para ellos acostarse tan tarde. No hay nada mejor que
coger la costumbre de acostarse pronto.
—Sí, supongo que sí —dijo el doctor—. Pero a mí, ya sabes, no me gusta coger
costumbres.
—Bueno, pues a mí sí cuando son buenas costumbres —dijo Dab-Dab—. A mí
me gusta la gente metódica.
—¿De verdad, Dab-Dab? Por eso eres tan buen amo de casa. Hay dos tipos de

www.lectulandia.com - Página 181


personas: las que gustan de las costumbres metódicas y las que no. Y unas y otras
tienen su parte buena.
—¿Sabe usted, doctor? —interrumpió Gub-Gub—, el menda siempre divide a la
gente entre los que les gusta la comida condimentada y los que comen la comida sin
condimentar, o sea, entre los que les gustan las salsas y los picantes en sus guisos, y
los que les gusta todo muy soso.
—Es la misma idea, Gub-Gub —dijo el doctor riéndose—. Los que prefieren la
variedad en la vida y los que prefieren que todo sea siempre igual. Tus salseros son
los amantes del cambio, y tus soseros… son… las amas de casa. Yo personalmente
espero irme haciendo más adaptable a medida que me voy haciendo más viejo.
—¿Qué es adaptable, doctor? —preguntó Gub-Gub.
—Sería muy largo de explicar ahora. Vete a la cama. Hablaremos de la función
por la mañana.

www.lectulandia.com - Página 182


2
La función de los animales

C UANDO el grupo del doctor Dolittle se despertó a la mañana siguiente el carro


ya estaba en marcha. Esto no era nada nuevo para ellos. Significaba
únicamente que el circo había emprendido el camino temprano, cuando ellos todavía
estaban durmiendo, como ocurría con frecuencia cuando se trasladaban de una ciudad
a otra. Ésta era una parte de la vida que a Gub-Gub le divertía mucho: le encantaba lo
de despertarse por la mañana y asomarse por la ventana para ver cómo era el paisaje
en torno a su casa móvil.
Gub-Gub presumía de que esto demostraba que él era un viajero nato, que le
gustaba el cambio, como al doctor. Pero, en realidad, él era por naturaleza mucho más
como Dab-Dab, pues a nadie como a él le gustaban tanto las costumbres metódicas,
sobre todo las comidas metódicas. Lo que ocurría es que esta vida transhumante le
proporcionaba un tipo de aventuras continuas pero seguras. Le gustaba la emoción,
pero la emoción sin peligros, sin dificultades y sin amenazas.

Matthew Mugg entró cuando la familia todavía estaba desayunando.


—Doctor —dijo—, ese señor Belamy está todavía aquí. Dijo que más le valía
venirse con nosotros puesto que íbamos en la misma dirección que él. Pero
personalmente creo que la verdadera razón es que tiene miedo de perderle a usted de
vista. Está loco por conseguir que usted haga un número en su teatro, pues en realidad
no le importa nada en absoluto el resto del espectáculo de Blossom. Pero está

www.lectulandia.com - Página 183


dispuesto a pagar lo que sea si usted hace una función con sus propios animales.
—Bueno —dijo el doctor—, la cosa no es tan fácil como parece, Matthew. Mis
animales están deseando hacer una función y yo escribí anoche una especie de
comedia después de que se acostasen. Pero, como es natural, tendremos que ensayarla
una y otra vez antes de que él pueda verla. Los animales tienen que aprenderse bien
sus papeles. Lo que podías hacer es adelantarte para decirle que trataré de ensayarla
mientras vamos de camino, y si va bien, que le dejaré que la vea mañana.
—Muy bien —dijo Matthew, y bajándose por la parte de atrás del carro, salió
corriendo hacia delante para alcanzar al del director del circo y darle el recado.
Como sabemos, el doctor Dolittle había escrito ya montones de obras de teatro
para animales. Yo ya he hablado de su muy famoso libro Comedias en un acto para
pingüinos. Había escrito también obras más largas para los monos y otros animales.
Pero toda su producción dramática era para un público animal y estaba escrita en el
lenguaje de los animales. Las comedias para pingüinos se representaban (y que yo
sepa, se siguen representando) durante las largas noches de invierno en los teatros al
aire libre del antártico. El numerosísimo público que acude a las representaciones se
sienta alrededor, por las rocas, formando grupos de aspecto serio, y cuando algo de lo
que dicen los actores les parece especialmente lúcido, estas curiosas aves aplauden
con sus pequeñas alas.
Las obras de teatro para los monos eran de tipo mucho más ligero. Los monos
preferían las comedias y las farsas a los dramas más serios y profundos que gustaban
a los pingüinos. Las funciones de los monos se representaban en espacios despejados
de la selva, y el público se sentaba en los árboles de alrededor. Las localidades de las
ramas que daban sobre el escenario eran las más caras en los teatros de los monos. Y
un palco familiar, que consistía en la rama completa de un árbol, podía costar hasta
cien nueces. Existía una norma especial, según la cual, a las familias que ocupaban
esas entradas les estaba prohibido tirar cáscaras de nuez o peladuras de plátano a la
cabeza de los actores.
Así que, como puede verse, John Dolittle tenía mucha experiencia como
dramaturgo para animales. Pero lo que el señor Belamy necesitaba, como era para un
público de personas, tenía que ser diferente, porque las personas no entienden el
lenguaje de los animales. Y después de pensarlo mucho, el doctor decidió prescindir
totalmente del lenguaje hablado. En la obra no habría más que acción y la llamó La
pantomima de Puddleby.
Menos a Dab-Dab, a todos les divertían mucho los ensayos de la pantomima. El
pobre pato, que naturalmente tenía un papel en la obra, se pasaba el tiempo
interrumpiendo la representación para regañar a uno por tirar los muebles, a otro por
romper las tazas o tirar de las cortinas.
El interior del carro era un lugar muy pequeño, como puede suponerse, para

www.lectulandia.com - Página 184


representar una obra de teatro. Además de esto, como el carromato estaba en marcha,
siempre que el caballo que tiraba de él daba la vuelta a una curva o a una revuelta
muy pronunciada de la carretera, todos los que estaban en escena se caían al suelo, y
un graznido de Dab-Dab era la señal de que se había cometido algún otro desperfecto
en su hogar. Pero al resto de los animales les divertía casi tanto los accidentes de los
ensayos como la obra misma.
La pantomima era exactamente como una antigua arlequinada. Toby hacía el
papel de Arlequín, Dab-Dab el de Colombina, Gub-Gub el de Pantalón, Timoteo era
el policía y Yip, Pierrot. La danza de Arlequín, Colombina y Pierrot les hizo reírse
muchísimo porque, siempre que los bailarines se ponían de puntillas, parecía que era
justo el momento en que el carro daba una sacudida especialmente fuerte que hacía
que los bailarines fuesen a parar debajo de la cama.
Timoteo, como era el policía, se pasaba el tiempo arrestando al pobre Pierrot
(Yip) y a todo el que encontraba. A modo de porra utilizaba un pepino, hasta que lo
partió por la mitad al dar un golpe a Pantalón (Gub-Gub), a quien tenía que perseguir
por todo el carro por haber robado una ristra de salchichas. Entonces, el preso le quitó
la porra al guardia y se la comió. Y el doctor decidió introducir esta idea en la función
de verdad y utilizar un pepino cuando la hiciesen en Manchester.
El entrar y salir del «escenario» resultaba muy difícil, porque los actores tenían
que salir por la puerta y permanecer en los estrechos escalones mientras el carro
seguía adelante. A Gub-Gub, su cómico papel de Pantalón, le resultaba muy difícil,
pues tenía que hacer muchas entradas y salidas saltando con un atizador al rojo o con
la ristra de salchichas. Y a pesar de que el doctor le advirtió repetidas veces que
saliese con cuidado, siempre se olvidaba de que el carro estaba en marcha, y al hacer
el mutis, casi siempre se caía del carro patas arriba en la carretera. En esos casos el
ensayo tenía que interrumpirse mientras don Pantalón se levantaba y salía corriendo
detrás del teatro rodante para volver a salir al «escenario».
La obra se repitió entera cuatro o cinco veces durante esa mañana, mientras el
circo se trasladaba a la ciudad siguiente. Y cuando la comitiva formada por los carros
se detuvo para pasar la noche, el doctor envió un recado al señor Belamy
comunicándole que, si lo deseaba, podía venir a ver la función, aunque aún dejaba
mucho que desear y no tenían preparados los trajes.
Entonces se volvió a representar la pantomima, esta vez sobre suelo firme al lado
de la carretera y ante un público formado por el señor Belamy, Blossom, Matthew
Mugg y el hombre forzudo. En este escenario, que no se movía y que no daba
bandazos de un lado para otro, la representación salió mucho mejor; y, aunque
Pantalón se armó un poco de lío y entró y salió del escenario con demasiada
frecuencia, el público aplaudió largo y tendido cuando terminó, y declaró que era uno
de los espectáculos más divertidos que jamás se había visto.

www.lectulandia.com - Página 185


—¡Sencillamente maravilloso! —gritó el señor Belamy—. Es exactamente lo que
necesitamos. Después de ensayarlo un poco más, y con los trajes apropiados, va a
causar una gran sensación. No podrá decirse que los animales que toman parte en él
no se divierten. Bueno, pues continúo a Manchester esta tarde y después de que el
señor Blossom haya presentado su espectáculo en Plimpton esta semana, les traerá a
mi teatro para estrenar a primeros de la semana próxima, o sea el lunes diecisiete.
Mientras tanto lo anunciaré. Y creo que puedo asegurarles que tendrá un público para
el que vale la pena trabajar.

El grupo Dolittle se pasó casi toda la semana que el circo estuvo en Plimpton
preparando y ensayando La pantomima de Puddleby para presentarla en Manchester.
En cuanto al testadoble, el servicial Matthew Mugg se hizo enteramente cargo de su
caseta, dejando así al doctor en libertad para ocuparse de la obra de teatro.
La función se repitió día tras día para que todos se aprendiesen perfectamente su
papel y no hubiese el menor peligro de que se equivocasen. El doctor quería que toda
la representación corriese a cargo de los animales, sin aparecer él ni ninguna otra
persona en el escenario desde el principio hasta el final. Durante los ensayos
sucedieron toda clase de incidentes y cosas extrañas que aportaron al doctor ideas que
en muchos casos añadió a la obra de teatro lo mismo que había hecho con lo del
pepino. Además, varios actores tuvieron sus propias ocurrencias cómicas mientras se
representaba la obra, y cuando valían la pena John Dolittle las añadía a la pantomima.
Por estos motivos, hacia el final de los ensayos, la función era mucho más larga y
bastante diferente de lo que habían representado ante el señor Belamy. Pero era

www.lectulandia.com - Página 186


también mucho mejor. Gub-Gub lo encontraba todo tan divertido que con frecuencia
a la mitad le daba un ataque de risa por lo gracioso que él mismo se encontraba, y
como se desternillaba, no podía seguir con su actuación.
Teodosia Mugg estuvo muy ocupada durante esos días haciendo los trajes. Y el
hacer ropa a los animales no es nada fácil. Gub-Gub fue quien dio más trabajo. En el
primer ensayo general apareció con el traje puesto del revés y con la peluca de
delante a atrás. Había metido las patas traseras por las mangas de la chaqueta, que
llevaba puesta como si fuese un pantalón. Su maquillaje también dio mucho trabajo al
director de escena. Al señor Pantalón le gustaba el sabor de las pinturas, y durante la
representación se pasó todo el tiempo chupándose el morro. Así que el colorete de las
mejillas se le corrió por toda la boca, por lo que parecía que había estado comiendo
pan con mermelada.
Pero la mayor desgracia de Pantalón eran los calzones. Cuando finalmente
consiguieron hacerle comprender cómo tenía que ponerse el traje, se sujetó los
pantalones con un cinturón. Pero tenía la tripa tan redonda y tan suave que el cinturón
se le resbalaba. Y en los primeros ensayos generales, cada vez que salía corriendo al
escenario (perseguido siempre por el policía, naturalmente), casi siempre perdía los
pantalones por el camino y llegaba al escenario vestido solamente con una chaqueta y
una peluca. Entonces Teodosia le hizo unos tirantes especiales para que se le
sostuvieran los pantalones, y el doctor en persona siempre le vigilaba mientras se
vestía.

Al principio, algo semejante le ocurría con frecuencia a Dab-Dab, que hacía el

www.lectulandia.com - Página 187


papel de Colombina. Teodosia le había hecho una preciosa faldita de ballet de tul
tieso de color rosa. Pero la primera vez que se la puso, cuando estaba bailando sobre
las puntas de los pies con Arlequín, el primoroso palmípedo dio un salto tan alto que
la monísima falda salió volando por encima de la cabeza de su pareja. Pero la
emoción fue aún mayor cuando Pantalón, que acababa de precipitarse al escenario,
cogió la falda y se la puso en vez de los pantalones que había perdido, como de
costumbre, en su apresurada entrada.
Así que, como puede fácilmente imaginarse, el director de escena Dolittle, y
Teodosia, la encargada del vestuario, estaban siempre muy ocupados. Actuar en una
función como personas era bastante difícil para los animales, pero actuar vestidos con
ropa, a la que no estaban acostumbrados, era una tarea aún más ardua cuando,
además, no tenían más que una semana para ensayar. En muchas ocasiones el doctor
llegó a estar desesperado por lo del vestuario. Sin embargo, Teodosia ideó una serie
de trucos muy ingeniosos, a base de botones secretos, ganchos, gomas y cintas, para
que la ropa, los sombreros y las pelucas se mantuviesen en su sitio. Luego, el doctor
obligó a los actores a que llevasen los trajes puestos todo el día, con lo que consiguió
que sus artistas acabasen moviéndose, corriendo y bailando con los trajes con la
misma facilidad que sin ellos.

www.lectulandia.com - Página 188


3
El cartel y la estatua

E L día en que el circo se trasladó a Manchester fue una gran fecha para el grupo
Dolittle. A excepción de Yip, ninguno de los animales había estado nunca en
una ciudad realmente grande. Durante el viaje, Gub-Gub se pasó todo el tiempo en la
ventana del carro contemplando la carretera y avisando a voz en grito a los demás
cuando veía algo nuevo o sorprendente.
La sala de espectáculos del señor Belamy estaba situada en las afueras de la
ciudad, en un gran parque de atracciones con toda clase de espectáculos
independientes y un enorme edificio en el centro que era el teatro. Detrás de éste
había un amplio espacio al aire libre donde se celebraban encuentros de boxeo y de
lucha libre, concursos de charangas y otros entretenimientos. Se llamaba el Anfiteatro
porque era de forma oval, con una gradería muy alta alrededor, como los grandes
teatros romanos.
Al parque de atracciones del señor Belamy acudían a millares los ciudadanos de
Manchester cuando querían divertirse, especialmente los domingos después de comer
y por las tardes. Por la noche todo el recinto estaba iluminado con filas de pequeñas
luces y resultaba muy alegre y bonito.
El parque era tan grande que el Gran Circo de Blossom cabía perfectamente en un
rincón y casi no se le veía. El director del circo se quedó muy impresionado.
—¡Caray! —le dijo al doctor—. Así es como debe organizarse el negocio del
espectáculo a gran escala. Belamy debe de estar forrado de dinero. ¡Si resulta que
sólo en el teatro se puede meter tres veces más público que en nuestra tienda grande!
A la compañía del circo de Blossom, que se sentía muy pequeña y poco
importante en una organización tan grande, la llevaron al sitio donde iban a instalarse
durante su estancia allí. Poco después de conducir los caballos a la cuadra apareció el
importante señor Belamy en persona. Y lo primero que preguntó fue por el grupo de
la Pantomima de Puddleby.
—Para el resto de la compañía le dejo este rincón del recinto —le dijo a Blossom
— y usted puede organizarse el negocio por su propia cuenta. Cuando viene más
gente es después de las cinco de la tarde y todo el sábado, sobre todo después de
comer, entonces generalmente organizamos un concurso de lucha en la pista. Pero de
la compañía del doctor Dolittle me voy a ocupar yo separadamente. Como es natural
les pagaré a través suyo, tal como le dije, y se lo reparten como ustedes lo acuerden.
Pero desde ahora, él y sus animales están bajo mi dirección, comprende, y que nadie
les moleste. Esto es lo que acordamos, ¿verdad?
Entonces, mientras Blossom y sus hombres organizaban e instalaban los
diferentes espectáculos, al grupo Dolittle y su carro los llevaron a otra parte del

www.lectulandia.com - Página 189


recinto, cerca del teatro, donde les dieron un espacio con una alta valla para instalarse
cómodamente.
Allí encontraron que había otras tiendas y carros donde se alojaban algunos
primeros actores que tomaban parte en el espectáculo diario que se representaba por
las tardes en el teatro. Se trataba de bailarines, equilibristas, cantantes y otras muchas
cosas más.
Después que estuvieron hechas las camas y ordenado el carro, el doctor dijo que
se iba de paseo a la ciudad. Yip y Gub-Gub pidieron inmediatamente permiso para ir
con él, y el doctor accedió. Sin embargo, Dab-Dab pensó que él debería quedarse
para terminar de deshacer los equipajes y preparar la cena.
Luego, tras ir a ver a Matthew Mugg para asegurarse que tenía al testadoble
cómodamente instalado, el doctor emprendió la marcha para visitar Manchester,
acompañado por Gub-Gub y Yip.
Hasta llegar a la ciudad propiamente dicha había que andar medio kilómetro a
través de unos barrios de casas corrientes con jardín que rodeaban a la gran ciudad.
Naturalmente, como John Dolittle y Yip habían estado en Londres más de una
vez, sabían cómo era una gran ciudad. Pero Gub-Gub se quedó muy impresionado
cuando empezaron a recorrer las atestadas calles de intenso tráfico y bordeadas por
grandes tiendas y edificios.

—¡Qué de gente! —murmuró, mientras los ojos casi se le saltaban de las órbitas
—. ¡Y fíjense en los coches! Yo no sabía que había tantos en el mundo y que iban uno
tras otro por las calles como si fuese un desfile. ¡Y qué verdulerías tan buenas! ¿Ha
visto usted alguna vez unos tomates tan grandes? ¡Oh, me chifla este sitio! Es mucho

www.lectulandia.com - Página 190


mayor que Puddleby, ¿verdad? Y mucho más alegre. Sí, me gusta esta ciudad.
Llegaron a un espacio abierto, que era una gran plaza, rodeado de edificios de
piedra magníficos y Gub-Gub quería saber qué era cada edificio, y el doctor tuvo que
explicarle lo que era un banco, lo que era un centro comercial y lo que era un
ayuntamiento y montones de cosas más.
—¿Y qué es eso? —preguntó Gub-Gub señalando al centro de la plaza.
—Eso es una estatua —dijo el doctor.
Era un hermoso monumento de un hombre a caballo. Y Gub-Gub preguntó que
quién era el caballero.
—Ése es el general Slade —dijo el doctor.
—Pero ¿por qué le ponen una estatua?
—Porque fue un hombre muy famoso —contestó el doctor—. Luchó en la India
contra los franceses.
Salieron de esta plaza y un poco más adelante entraron en otra más pequeña en la
que no había ninguna estatua. Cuando la estaban cruzando Gub-Gub se quedó parado
en seco.
—¡Santo Dios, doctor! —gritó—. ¡Mire!
En el lado opuesto de la plaza había una valla con un enorme cartel en el que
aparecía un cerdo vestido de Pantalón que llevaba cogida una ristra de salchichas.
—¡Pero, si soy yo, doctor! —dijo Gub-Gub precipitándose hacia allí.
Y, efectivamente, en lo alto estaba escrito con grandes letras:

La misteriosa Pantomima de Puddleby. Venga a ver una arlequinada única.


Anfiteatro Belamy. El lunes próximo.

El empresario había cumplido su palabra. Había encargado a un pintor que hiciese


los retratos de los actores que tomaban parte en la función del doctor y los había
colgado por toda la ciudad.
No podían conseguir que Gub-Gub se apartase de allí. La idea de llegar a esta
gran ciudad y encontrar su retrato en los muros, convertido ya en un famoso actor, le
fascinaba.
—A lo mejor luego ponen una estatua mía —dijo—, como la del general. Mire,
allí hay sitio para ponerla. En esta plaza no tienen estatua.
Mientras recorrían las calles encontraron más anuncios de su espectáculo: unos de
Dab-Dab de puntillas con su falda de bailarina; otros de Timoteo con el casco de
policía en la cabeza, pero siempre que pasaban delante de uno de Pantalón les costaba
muchísimo trabajo arrancar a Gub-Gub. Se habría quedado sentado delante toda la
noche si le hubiesen dejado, admirándose a sí mismo como actor famoso.
—Realmente creo que debía usted hablar con el alcalde sobre lo de mi estatua,

www.lectulandia.com - Página 191


doctor —dijo, mientras volvían a casa, con la cabeza muy levantada—. A lo mejor
estarían dispuestos a trasladar al general a una plaza más pequeña y ponerme a mí en
la grande.
La mañana del lunes, que era el día en que se iba a estrenar la pantomima, hubo
un ensayo general con el resto del espectáculo que se iba a presentar en el teatro, que
era del género que normalmente se conoce como «espectáculo de variedades». Había
diversos números: bailarines, cantantes, juglares y demás, que iban saliendo al
escenario sucesivamente, y mientras actuaban, la orquesta tocaba la música adecuada
para cada caso.

A los dos lados del escenario había unos marcos pequeños, y al empezar cada
número salían unos lacayos de librea que ponían en ellos unos letreros grandes
anunciando el número siguiente para que el público supiese lo que venía después. El
doctor sugirió que para la Pantomima de Puddleby el cambio de los letreros lo
hiciesen los animales en vez de los lacayos. Al señor Belamy le pareció una idea
estupenda. Y cuando el doctor estaba pensando qué animales podrían hacerlo, Tu-Tu
pidió que le diesen a ella el trabajo.
—Pero necesitamos dos —dijo el doctor—. Ya ves cómo lo hacen los criados,
como si fuesen soldados. Salen muy marchosos, exactamente como si estuviesen
haciendo la instrucción, con los carteles en la mano, y luego cada uno se va a un lado
del escenario, quitan el cartel anterior y meten el nuevo.
—Está bien, doctor —dijo Tu-Tu—. Puedo conseguir que venga rápidamente otra
lechuza y haremos mejor pareja que esos lacayos. Espere a que me dé una vuelta por

www.lectulandia.com - Página 192


el campo en las afueras de la ciudad.
Tu-Tu salió volando y a la media hora estaba de vuelta con otra lechuza que era
parecidísima a ella y exactamente del mismo tamaño. Entonces se colocaron en las
esquinas del escenario unas banquetas para que las avecillas pudiesen alcanzar los
marcos y se les enseñó lo que tenían que hacer.
Incluso los músicos de la orquesta, que estaban acostumbrados a ver cosas
extraordinarias en el escenario, se quedaron muy sorprendidos cuando Tu-Tu y su
hermana lechuza salieron de detrás del telón. (Para este trabajo resultaban realmente
mucho más originales que los lacayos vestidos de terciopelo). Cada una se subía a su
banqueta de un salto, cambiaban los carteles, hacían una reverencia al público
imaginario y se retiraban con la precisión de dos muñecas mecánicas.
—¡Caray! —dijo el violinista al trombón—. ¿Has visto alguna vez nada
parecido? ¡Parece enteramente que han estado toda la vida trabajando en una sala de
variedades!
Entonces el doctor, que era él mismo un gran músico, habló con el director de la
orquesta sobre la música que debería tocarse mientras se representaba la pantomima.
—Quiero algo animado —le dijo John Dolittle—, pero muy, muy suave, que sea
pianísimo todo el tiempo.
—Muy bien —dijo el director—. Voy a tocarle lo que tocamos para los
equilibristas.
Luego dio unos golpecitos en su atril con la batuta para que la orquesta se
preparase y tocaron unos compases de obertura. Era una música muy bonita y
emotiva que tocaban muy, muy suavemente. Al oírla no podía uno menos de pensar
en unas hadas flotando por el césped a la luz de la luna.
—Eso es espléndido —dijo el doctor cuando el director de orquesta se detuvo—.
Ahora, cuando Colombina empiece a bailar, quiero que toquen el minueto del Don
Juan, porque ésa es la música con la que siempre ha ensayado. Y por favor, siempre
que Pantalón se caiga hay que dar un buen golpe de tambor.
La Pantomima de Puddleby tuvo su último ensayo general en un escenario de
verdad, con una orquesta de verdad y con una decoración de verdad, y aunque Gub-
Gub encontró que la luz de las candilejas deslumbraba y desconcertaba, como él y
todos los actores habían representado la obra tantas veces, podrían haberla hecho
dormidos. Así que la representación fue perfectamente desde el principio hasta el
final, sin un solo incidente o equivocación.
Cuando terminó, el señor Belamy dijo:
—Solamente una cosa más: cuando haya público, los actores tendrán que salir a
saludar ante el telón. Habrá que enseñarles a saludar.
Entonces los actores ensayaron cómo saludar: los cinco aparecieron de nuevo
todos juntos de la mano, hicieron una reverencia ante el teatro vacío, y volvieron a

www.lectulandia.com - Página 193


salir todos juntos de la mano.
A lo largo de sus vidas tan llenas de aventuras y sucesos, los animales del doctor
Dolittle habían pasado muchos momentos emocionantes. Pero no cabe duda de que el
acontecimiento más inolvidable, y del que con más frecuencia siguieron hablando
después, fue la presentación ante el público de la famosa Pantomima de Puddleby.
La llamo famosa porque llegó a hacerse realmente famosa. No solamente se
comentó en los periódicos de Manchester como un éxito sensacional, sino que se
habló también de ella en las revistas dedicadas al arte teatral como de algo
enteramente nuevo en el mundo del espectáculo. Anteriormente ya se habían llevado
a los escenarios muchas funciones en las que actuaban animales vestidos de personas,
y por supuesto, algunas muy buenas. Pero en esos casos los intérpretes no sabían
realmente por qué hacían lo que estaban haciendo, ni entendían el significado de su
actuación. Sin embargo, como el doctor podía hablar con los actores en su propio
lenguaje consiguió una obra totalmente perfecta hasta en el más pequeño detalle. Por
ejemplo, se pasó muchos días enseñando a Toby cómo guiñar un ojo, y aún más
tiempo tratando de conseguir que Pantalón echase la cabeza hacia atrás y se riese
como una persona. Gub-Gub solía ensayarlo delante de un espejo durante muchas
horas, pues aunque los cerdos tienen su propia manera de reír, la mayoría de las
personas no lo saben; y más vale que sea así, porque a veces encuentran a los seres
humanos muy grotescos… Y claro, que los animales se riesen, frunciesen el ceño y
sonriesen en el momento oportuno en una obra de teatro, con perfecta naturalidad y
exactamente como lo harían las personas, era algo que no se había visto nunca hasta
entonces en un escenario.

www.lectulandia.com - Página 194


El buen tiempo y la publicidad hecha por el señor Belamy llevó a una gran
multitud de gente al parque de atracciones el lunes por la tarde. Y mucho antes de la
hora de la función el teatro ya empezaba a llenarse.
De la compañía de Dolittle, que esperaba su turno detrás del escenario, el que
estaba más nervioso era el propio doctor. Ninguno de sus animales, a excepción de
Timoteo, había trabajado hasta entonces ante un público de verdad. El hecho de que
lo hubiesen hecho muy bien sin más espectadores que el señor Belamy y otras pocas
personas, no quería decir que lo fuesen a hacer igualmente bien ante un teatro
atestado.
Cuando oyó las primeras notas de la orquesta para afinar los instrumentos, el
doctor miró a través del telón al público. No veía más que caras. Y, aunque no cabía
ya ni un alfiler, la gente seguía aglomerándose en las grandes puertas que había al
fondo de la gran sala con la esperanza de encontrar un sitio de pie en los pasillos, o
incluso en las puertas, desde donde poder vislumbrar el escenario, aunque fuese de
puntillas.
—Doctor —cuchicheó Dab-Dab, que también estaba mirando—, esto, al fin,
debería hacernos ricos. Blossom dijo que el señor Belamy le había prometido mil
libras diarias, y más, si la afluencia de público sobrepasaba cierto número. Sería
imposible que hubiese más gente. No cabe ni una mosca en el teatro, está atestado.
¿Por qué patean y silban?
—Eso es porque la representación se ha retrasado —dijo el doctor, mirando el
reloj—. Están impacientes. ¡Oh, ten cuidado! Vamos a bajar del escenario. Van a
subir el telón. Ya está ahí en los lados la pareja de cantantes dispuesta a hacer el
primer número. ¡Ven, date prisa! ¿Dónde está Gub-Gub? ¡Tengo tanto miedo de que
se le escape la peluca! Ah, ya está ahí. Menos mal que la lleva bien y los pantalones
también. Ahora quedaos todos aquí juntos. A nosotros nos toca en cuanto termine este
número. ¡Gub-Gub, deja de chuparte los labios, por favor! No tendría tiempo de
volverte a maquillar.

www.lectulandia.com - Página 195


4
Fama, fortuna y lluvia

L A preocupación del director de escena Dolittle, por el comportamiento de su


compañía ante un auditorio de verdad, resultó innecesaria. Las luces, la música
y el enorme gentío, en vez de asustar a los animales, les sirvió de estímulo para actuar
aún mejor. El doctor dijo después que nunca lo habían hecho tan bien en los ensayos.
Desde el momento en que se levantó el telón, el público se quedó sencillamente
embelesado. Al principio, mucha gente no podía creer que los actores fuesen
animales, y se cuchicheaban unos a otros que debía de ser una compañía de niños o
de enanos con máscaras en las caras. Pero no era posible que las dos pequeñas
lechuzas que habían abierto la representación, marchando como soldados con los
carteles de anuncio fuesen de mentira. Y a medida que avanzaba la pantomima,
incluso los espectadores más incrédulos se convencieron de que ningún actor humano
podría moverse y tener ese aspecto por muy bien que lo hubiese ensayado, o por muy
bien disfrazado que estuviese.
Al principio Gub-Gub fue claramente el favorito. Sus muecas y sus actitudes
hacían troncharse de risa al público, pero cuando apareció Dab-Dab las opiniones se
dividieron. Su baile con Toby y Yip hizo sencillamente que el edificio se viniese
abajo. Conquistó a todo el mundo. Y era en verdad maravilloso ver con qué gracia
bailó el minueto, sobre todo teniendo en cuenta que el pato, por lo general, no era
nada airoso en sus movimientos. La gente aplaudió, golpeó el suelo, gritó «¡bis!
¡bis!» y sencillamente no dejó que siguiese la representación hasta que repitió el baile
por segunda vez.
Entonces, una señora que estaba en la fila de delante tiró un ramillete al
escenario. Y como a Dab-Dab nunca le habían tirado flores, no sabía qué hacer, pero
Timoteo, como un viejo actor, lo comprendió y adelantándose de un salto, cogió el
ramo y se lo entregó a Colombina con un ademán triunfal.
—¡Haz una reverencia! —susurró el doctor desde bastidores en el lenguaje de los
patos—. Haz una reverencia al público, a la señora que te tiró el ramo.
Y Dab-Dab hizo la reverencia como una bailarina profesional.
Cuando al final bajó el telón y la música de la orquesta sonó con estrépito, los
aplausos eran ensordecedores. La compañía se adelantó, todos cogidos de la mano, y
saludó una y otra vez. Pero como el público seguía aclamándoles, el doctor les hizo
aparecer uno por uno. Gub-Gub hizo unas payasadas; Timoteo se quitó el casco y se
inclinó hacia delante; Toby dio un salto en el aire con la agilidad de un Arlequín; Yip
adoptó las actitudes trágicas de un Pierrot y Dab-Dab hizo una vez más que la sala se
viniese abajo al atravesar el escenario haciendo piruetas y tirando besos al público
con la punta de las alas.

www.lectulandia.com - Página 196


A Colombina le tiraron más flores, y a Pantalón un manojo de zanahorias que
empezó a comerse antes de haber salido del escenario.
El señor Belamy dijo que nunca había visto tanto entusiasmo en el teatro desde
que era suyo, e inmediatamente preguntó a Blossom si estaría dispuesto a renovar el
contrato por una segunda semana.
Cuando finalizaron los otros números y el público abandonó el teatro, Gub-Gub
salió a la sala para ver el escenario desde los asientos. Allí encontró muchos
programas tirados por el suelo y preguntó al doctor lo que eran. Y cuando le enseñó
su nombre impreso, por ser el actor que hacía el papel de Pantalón, se quedó
entusiasmado.
—¡Uy! —dijo doblándolo cuidadosamente—. Tengo que guardarlo. Me parece
que lo voy a poner en mi álbum de menús.
—¿No querrás decir en tu álbum de sellos? —preguntó el doctor.
—No —dijo Gub-Gub—. Hace algún tiempo que dejé de coleccionar sellos.
Ahora colecciono menús. Son mucho más divertidos para mirarlos.
El grupo de Dolittle, como ahora estaba acampado cerca del teatro, no veía tanto
a sus viejos amigos del circo. Sin embargo, el doctor cruzaba con frecuencia el
parque de atracciones para ver cómo les iba a Matthew y al testadoble. Y Saltarín el
payaso, Hércules y los Pinto iban con frecuencia al teatro para ver la pantomima y
tomar el té en el carro de los Dolittle.
El extraordinario éxito de la obra del doctor continuó durante toda la semana, y si
cabe, el gentío aumentaba en cada representación. Se hizo incluso necesario reservar
las localidades con mucha anticipación si se quería ver el espectáculo, lo cual

www.lectulandia.com - Página 197


solamente había ocurrido otra vez en el Anfiteatro, cuando un violinista
mundialmente famoso había tocado allí.
Ricos caballeros y elegantes señoras visitaban el pequeño carro del doctor casi
todas las noches para felicitarle y para ver de cerca a sus maravillosos animales
actores. A Gub-Gub se le subió mucho a la cabeza y se empezó a dar mucha
importancia, negándose con frecuencia a ver a sus admiradores si le visitaban a la
hora en que él acostumbraba a dormir la siesta.
—Los artistas famosos tienen que cuidarse mucho —dijo—. Y no estoy en casa
para las visitas más que entre las diez y las doce de la mañana. Doctor, sería una
buena idea que lo mandase publicar en los periódicos.
Una señora trajo un álbum de autógrafos para que lo firmase, y con la ayuda del
doctor, escribió «G. G.», bastante chapuceramente, y dibujó un nabo que, dijo, era el
escudo de su familia.
Aunque se había hecho igualmente famoso, a Dab-Dab se le veía mucho más
fácilmente. Después de cada representación se le podía ver trajinando por el
carromato, cumpliendo con sus faenas caseras, vestido a veces todavía con su falda
de bailarina mientras hacía las camas y freía las patatas.
—Ese cerdo me tiene harto —dijo—. ¿De qué sirve presumir? Ninguno de
nosotros habría llegado a ser famoso de no ser por el doctor. Cualquier animal podría
hacer lo que nosotros si él se lo enseñase. A propósito, doctor —añadió mientras
ponía el mantel para la cena—, ¿ha ido usted a ver a Blossom para lo del dinero?
—No —dijo el doctor—. ¿Por qué preocuparse todavía? La primera semana aún
no ha terminado, y según tengo entendido, la pantomima va a darse una segunda
semana. No, no le he visto a Blossom desde hace… espera que lo piense, desde hace
por lo menos tres días.
—Bueno, pues debería ir. Debería ir usted a que le dé su participación del dinero
todas las noches.
—¿Por qué? Blossom es un hombre de fiar.
—¿De verdad? —dijo Dab-Dab poniendo los saleros en la mesa—. Bueno, pues
yo no me fiaría de él en absoluto. Si me hiciese usted caso, debería pedirle su dinero
todas las noches. Ya le debe a usted mucho, sobre todo desde que dan la pantomima
dos veces al día en vez de solamente una vez por la noche.
—Oh, está bien, Dab-Dab —dijo el doctor—, no te preocupes. Blossom me traerá
el dinero tan pronto como haya aclarado las cuentas.
Durante los días siguientes el pato pidió con frecuencia a John Dolittle que se
ocupase de ese asunto, pero no lo hacía. Cuando ya había pasado la primera semana,
e incluso casi la segunda, Blossom seguía sin aparecer con la participación del doctor,
y por supuesto, nadie del grupo Dolittle le veía. Al testadoble también le había ido
bien con su espectáculo, y como lo que él ganaba era suficiente para los gastos

www.lectulandia.com - Página 198


diarios, el acomodadizo doctor se negó, como siempre, a preocuparse.
Hacia el final de la segunda semana la Pantomima de Puddleby se había hecho
tan famosa, y eran tantas las personas que habían ido a visitar al doctor y su
compañía, que se decidió organizar una fiesta para invitar al público a tomar una taza
de té.
Entonces, durante toda la mañana, el pato estuvo más ocupado que nunca. Se
enviaron más de doscientas invitaciones. Llamaron a la señora Mugg para que viniese
a ayudar. Colocaron numerosas mesitas alrededor del carro, cuyo interior se decoró
con flores; prepararon mucho té y pasteles, y el sábado por la tarde, a las cuatro,
abrieron a los invitados las puertas del pequeño recinto de al lado del teatro.
Todos los animales, algunos de ellos vestidos con los trajes de la pantomima,
hicieron los honores y se sentaron en las mesas para tomar el té con las elegantes
damas y caballeros que estaban deseando conocerlos. Fue una fiesta de despedida,
porque al día siguiente se marchaba todo el circo de Blossom. Acudieron el alcalde
de la ciudad, la alcaldesa y numerosos periodistas que hicieron dibujos en sus
cuadernos de Dab-Dab sirviendo el té y de Gub-Gub pasando pasteles.
Al día siguiente, después de uno de sus mayores éxitos, se recogió el circo y todos
se marcharon de Manchester.
La ciudad a la que se dirigían era pequeña, y estaba a unos quince kilómetros al
nordeste. Pero cuando los carros llegaban al recinto, empezó a llover, así que el
trabajo de instalar el circo resultó muy desagradable para todos, pues además de que
la horrible llovizna no cesaba, el suelo mojado se convirtió en un barrizal con el
constante ir y venir.
Continuó lloviendo al día siguiente y al otro. Y esto, lógicamente, era muy
perjudicial para el negocio del circo, pues no venía nadie a ver el espectáculo.
—Bueno, no importa —dijo el doctor, cuando estaba desayunando con su familia
animal la tercera mañana de lluvia—. En Manchester hemos sacado mucho dinero y
eso nos ayudará a salvar el bache fácilmente.

www.lectulandia.com - Página 199


—Sí, pero recuerde que usted no tiene ese dinero todavía —dijo Dab-Dab—,
aunque bien que le he recordado muchas veces que se lo pidiese a Blossom.
—Le vi esta mañana —dijo John Dolittle—, justo antes de entrar a desayunar. No
hay pega ninguna. Dijo que la cantidad era tan grande que le daba miedo llevarlo
encima o dejarlo en el carro, y que la había metido en un banco de Manchester.
—Bueno, entonces, ¿por qué no lo ha sacado del banco al marcharse y le ha dado
a usted la mitad? —preguntó Dab-Dab.
—Es que era sábado —dijo el doctor—, y naturalmente los bancos están cerrados
en sábado.
—Pero ¿qué piensa hacer? —preguntó el pato—. No irá a dejarlo allí, ¿verdad?
—Vuelve hoy a recogerlo. Cuando yo hablé con él, justamente salía a caballo. No
me dio ninguna envidia verle marchar a caballo con la lluvia.
Ahora bien, el mantener un circo es algo caro. Hay que dar de comer a los
animales; hay que pagar a los obreros y a los actores, y hay muchos otros gastos para
los cuales hay que estar sacando dinero continuamente, de manera que, durante
aquellos días de lluvia en que no iba nadie y el recinto mojado permanecía vacío, en
lugar de ganar dinero, el Gran Circo lo perdía todos los días, todas las horas, en
realidad.
Justamente cuando el doctor acababa de hablar apareció el jefe del zoo con el
cuello levantado para protegerse de la lluvia, y se asomó a la puerta.
—¿Ha visto al jefe en algún sitio? —preguntó.
—El señor Blossom se ha ido a Manchester —dijo John Dolittle—. Espera estar
de vuelta hacia las dos de la tarde, según me dijo.
—¡Vaya! —dijo el hombre—. Eso es una lata.

www.lectulandia.com - Página 200


—¿Por qué? —preguntó el doctor—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Necesito dinero para comprar arroz y heno para la casa de fieras —dijo el
encargado—. El jefe me dijo que me daría algo esta mañana. El proveedor ha traído
la mercancía pero no quiere dejarla hasta que se la pague, y a mis animales hay que
darles de comer urgentemente.
—Oh, me figuro que es que se le pasó al señor Blossom —dijo el doctor—. Yo
pagaré la cuenta y se lo pediré a él cuando vuelva. ¿Cuánto es?
—Treinta chelines —dijo el encargado—. Son dos fardos de hierba y veinticinco
kilos de arroz.
—Muy bien —dijo el doctor—. Tu-Tu dame la caja del dinero.
—¡Ahí la tiene! ¡Ahí la tiene! —interrumpió Dab-Dab con las plumas
encrespadas de indignación—. ¡En vez de pedirle a Blossom el dinero que le debe, va
usted y le paga sus cuentas! La comida de los animales no es asunto suyo. ¿Para qué?
¿Para qué? Para que Blossom se enriquezca y usted sea más pobre. No tiene arreglo.
Genio y figura…
—Hay que dar de comer a los animales —dijo el doctor cogiendo el dinero de la
caja y dándoselo al encargado—. Lo recuperaré, Dab-Dab. No te preocupes.
La lluvia fue en aumento toda esa mañana. Era el cuarto día que el circo pasaba
en aquella ciudad y apenas se había ganado un chelín en la puerta desde que se
habían instalado las tiendas.
Desde su representación con Beppo en Bridgeton, la gente del circo miraba al
doctor con un respeto casi supersticioso. Les parecía que un hombre que era capaz de
hablar el lenguaje de los animales tenía que saber mucho más de ellos que un simple
director de circo, como Blossom. Además, el doctor había conseguido poco a poco
introducir grandes transformaciones en la dirección de toda la empresa, aunque
todavía quedaban muchas cosas que quería cambiar. Muchos de los actores le
consideraban desde hacía tiempo como el hombre más importante del circo, y a
Blossom sencillamente como una figura decorativa.
Apenas se había marchado el encargado de la casa de fieras, cuando apareció otro
hombre pidiendo dinero para otro de los gastos diarios del espectáculo. Y durante
toda esa mañana estuvo llegando gente para ver al doctor, y todos le contaban que
Blossom les había prometido pagarles en un momento dado. El resultado fue,
naturalmente, que la caja de dinero de Dolittle se quedó muy pronto vacía de nuevo,
aunque gracias a la exhibición del testadoble, durante las dos últimas semanas, estaba
bien repleta.
Dieron las dos de la tarde, las tres de la tarde, y Blossom seguía sin volver.
—Oh, es que se habrá retrasado —dijo el doctor a Dab-Dab, cuya preocupación y
furia iban en aumento por momentos—. Volverá pronto. Es honrado. Estoy seguro de
eso. No te preocupes.

www.lectulandia.com - Página 201


A las tres y media Yip, que había salido a husmear bajo la lluvia, entró
precipitadamente.
—¡Doctor! —gritó—. Venga al carro de Blossom. Me parece que ocurre algo.
—¿Por qué, Yip? ¿Qué pasa? —dijo el doctor cogiendo el sombrero.
—La señora de Blossom no está allí —dijo Yip—. En un principio creí que la
puerta estaba cerrada con llave, pero la empujé y se abrió. Y no había nadie dentro. El
baúl ha desaparecido y casi todo lo demás también. Venga y véalo. Hay algo
sospechoso en todo esto.

www.lectulandia.com - Página 202


5
La misteriosa desaparición del señor Blossom

A L oír las palabras de Yip el doctor frunció el ceño perplejo. Entonces se puso el
sombrero con calma y salió con el perro bajo la lluvia. Al llegar al carro de
Blossom encontró que todo estaba exactamente como Yip se lo había descrito. No
había nadie dentro. Se habían llevado todos los artículos de valor. Por el suelo
aparecían dispersos unos cuantos papeles rotos. En la habitación interior, que era el
tocador privado de la señora Blossom, el doctor vio que la situación era igual. Todo
daba la impresión de que las personas que habían vivido en aquel sitio se hubiesen
marchado precipitadamente para una larga temporada.
Mientras John Dolittle seguía mirando desconcertado alguien le dio un golpecito
por detrás. Era Matthew Mugg.
—Da la impresión de que ha pasado algo malo, ¿verdad? —dijo—. A Blossom no
le hacía falta llevarse el baúl y todo lo demás para ir a sacar el dinero del banco. Si
usted me lo preguntase, yo le diría que tengo una especie de presentimiento de que ya
no vamos a volver a ver a nuestro amable y buen director.
—Bueno, Matthew —dijo el doctor—, no podemos juzgar a la ligera. Dijo que
volvería. Puede haberse retrasado. En cuanto al baúl y las demás cosas, al fin y al
cabo, son suyas. Tiene derecho a hacer con ellas lo que quiera. Estaría mal hacer
juicios temerarios antes de tener más pruebas que éstas.
—¡Vaya! —dijo entre dientes el vendedor de carne para gatos—. Claro, usted
siempre ha detestado pensar lo peor de la gente. Sin embargo, yo creo que puede
despedirse del dinero que ganó en Manchester.
—No tenemos ninguna prueba, Matthew —dijo el doctor—. Y escucha, si lo que
sospechas es verdad, va a ser un problema muy serio para toda la gente del circo. Así
que, por el momento, te ruego que no expliques tus sospechas a nadie. No hay por
qué poner nerviosa a la gente del circo hasta que lo sepamos con seguridad. Sin
embargo, ¿harías el favor de ensillar un caballo disimuladamente y marcharte a
Manchester? Vete a ver al señor Belamy y pregúntale si sabe qué ha sido de Blossom.
Y vuelve, para traerme noticias, en cuanto puedas.
—Muy bien —dijo Matthew cuando se iba—. Pero no creo que el señor Belamy
esté más enterado que usted de adonde se ha largado nuestro director. Seguramente
que estará ya camino de Francia.
Después de escuchar esta conversación, Yip se escabulló y se reunió con los otros
animales en el carro del doctor.
—Compañeros —dijo sacudiéndose la lluvia—. Alexander Blossom se ha
escabullido.
—¡Santo Dios! —gritó Tu-Tu—. ¿Con el dinero?

www.lectulandia.com - Página 203


—Sí, con el dinero… ¡maldito sea! —gruñó Yip—. Y el doctor iba a percibir lo
suficiente como para mantenernos sin dificultades durante el resto de nuestros días.
—¡Lo sabía! —gruñó Dab-Dab abriendo las alas con desesperación—. Yo le
advertí al doctor que no se fiase de él. Desde el principio me pareció un tipo
sospechoso. Ahora estará nadando en la opulencia mientras nosotros nos rebañamos
los bolsillos y hacemos economías para pagar las cuentas que ha dejado.
—Oh, ¿qué importa? —gritó Gub-Gub—. Mucho mejor que se haya largado.
Ahora tendremos un circo de verdad. El Circo Dolittle que los animales siempre han
deseado. ¡Que se vaya con viento fresco Blossom el ladrón! Me alegro mucho de que
se las haya pirao.
—Eres un pozo de ignorancia —dijo Dab-Dab volviéndose hacia el cerdo con
energía—, no sabes nada de nada. ¿Cómo va a encargarse el doctor de un circo sin un
céntimo en el bolsillo? ¿Cómo va a pagar los jornales y los derechos del terreno?
¿Cómo va a dar de comer a los animales y a comer él mismo? ¡Mantener un circo
cuesta cientos y cientos de peniques al día, so idiota! ¡Y mira cómo llueve, como si
no fuese a parar nunca! ¡Y todo el espectáculo esperando sin que venga nadie a verlo!
¡Y montones de carros llenos de animales que se comen cientos de peniques al día!
¡Y el jornal de varias docenas de hombres que aumentan las deudas todos los días! ¡Y
te alegras de que se haya ido, so pedazo de salchicha, vete a la porra!
Después de irse Matthew, el doctor se quedó en el carro vacío de Blossom,
observando pensativo cómo caía la lluvia en los embarrados charcos de fuera.
Entonces se sentó en una vieja maleta y encendió la pipa. Cada poco rato sacaba el
reloj y lo miraba frunciendo el entrecejo.
Al cabo de media hora vio a Hércules vestido con ropa corriente que cruzaba el
recinto hacia allí. Iba corriendo para librarse de la lluvia. Al llegar al carro entró de
un salto y se sacudió a la puerta el abrigo mojado.
—Me han dicho que el jefe se ha largado —dijo—. ¿Es verdad?
—No tengo la menor idea —dijo el doctor—. Se está retrasando en volver de
Manchester. Pero puede haberle retenido algo.
—Bueno, espero que venga pronto —dijo Hércules—. Me debe la paga de una
semana y la necesito.
El hombre fuerte se sentó, y él y el doctor se pusieron a charlar sobre el tiempo y
sus perspectivas.
A los pocos minutos apareció Saltarín, el payaso, con su perro Timoteo. Las
malas noticias corren rápidamente y él también había oído el rumor de que Blossom
había abandonado el circo. El doctor trató de nuevo de disculpar al director, e insistió
en que no se debía sospechar de él hasta que se tuvieran pruebas.
Luego siguieron hablando del tiempo con desgana y sin interés.
A continuación llegaron los hermanos Pinto, los trapecistas, con los impermeables

www.lectulandia.com - Página 204


echados sobre sus llamativas mallas. También ellos querían saber dónde estaba
Blossom y por qué no se les había abonado la paga que se les había prometido para
esa mañana.

El doctor, que cada vez se sentía más y más angustiado, mientras esperaba que
Blossom apareciese de un momento a otro, empezó a encontrar bastante difícil
sostener la conversación sobre cualquier tema que no fuese la misteriosa desaparición
del director.
Finalmente el jefe de los que montaban las tiendas se unió al grupo.
—Me parece sospechoso —comentó después de oír lo que sabían—. Yo tengo
que mantener a una mujer y a tres niños. ¿Cómo van a vivir si no me pagan el jornal?
Mi señora ya no tiene alimentos en el carro ni para una comida más.
—Sí —dijo uno de los hermanos Pinto—, y nosotros tenemos un recién nacido en
la familia. Si es que Blossom se ha largado con el dinero hay que denunciarle a la
policía.
—Pero no tenemos ninguna prueba de que se haya fugado —dijo el doctor—.
Puede llegar de un momento a otro.
—Y puede no llegar, doctor —interrumpió Hércules—. Si es un ladrón, para
cuando usted tenga pruebas puede haber llegado a la China, donde no pueda cogerle
nadie. Y son cerca de las seis. Los Pinto tienen razón. ¿Qué hacemos aquí jugando a
las adivinanzas y a las conjeturas? Por lo menos deberíamos enviar a alguien a
Manchester para que averigüe lo que pueda.
—Yo ya he enviado a alguien —dijo el doctor—. Matthew Mugg, mi ayudante,

www.lectulandia.com - Página 205


ha ido.
—¡Vaya! —dijo uno de los acróbatas—. ¿Entonces es que usted doctor también
empezó a sospechar algo? ¿A qué hora le envió usted?
El doctor volvió a mirar el reloj.
—Hace unas cuatro horas —dijo.
—Pues ha tenido tiempo de llegar y volver —gruñó Hércules—. Eso es que no ha
encontrado ninguna pista. Lo garantizo. Chicos, a mí me parece que la hemos
pringao a base de bien. ¡Ojalá le tuviese delante, pues iba a poner al señor Blossom
como una rosa!
Y dicho eso, el forzudo atleta empezó a retorcer una tapa con las manos, que eran
tan grandes como unos jamones.
—Pero se ha dejado muchas cosas —dijo el encargado de montar las tiendas—.
No acabo de entender todavía lo que le ha hecho largarse a estas alturas.
—Lo que se ha dejado, además de las facturas sin pagar, no es nada comparado
con lo que se ha llevado. Dios sabe lo que le había pagado Belamy por el espectáculo
del doctor, que es con el que se ha conseguido la mejor recaudación que esta empresa
se ha embolsado jamás. Y desde hace tres semanas no ha hecho más que darnos
largas, ha ido retrasando los pagos por razones falsas. A mí me parece que esto lo
tenía claramente pensado todo el tiempo. Lo tenía planeado para cuando tuviese un
buen botín a la vista.
—¿Bueno, pero qué vamos a hacer? —preguntó Saltarín.
—Sí, ésa es la cuestión —dijeron los Pinto—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Tenemos que encontrar otro director —dijo Hércules—. Alguien que se
encargue del negocio y que nos saque de este atolladero.

www.lectulandia.com - Página 206


6
El doctor se convierte en el director del circo

L O curioso fue que tan pronto como el atleta habló de un nuevo director todos
los ojos del pequeño grupo que estaba reunido en el carro se volvieron hacia
John Dolittle.
—Doctor —dijo Hércules—, me da la impresión de que usted va a acabar siendo
el nuevo jefe. Y si alguien me lo consultase, yo diría que usted lo va a ser muy bueno.
¿Qué os parece, chicos?
—¡Sí, sí! —gritaron todos—. El doc es el hombre.
—En ese caso —dijo Hércules—, en nombre del personal del «mejor espectáculo
del mundo» yo le entrego, doctor, el circo del desaparecido Alexander Blossom.
Desde ahora en adelante, para nosotros, su palabra es ley.
—¡Pero, Santo Dios! —dijo el doctor tartamudeando—. Si yo no sé nada de la
organización de un circo, y además yo…

—Pues claro que sabe usted —interrumpió Hércules—. ¿No fue acaso su número
con Beppo lo que hizo la gran semana de Bridgeton? ¿Y no fue acaso por su causa
por lo que el circo fue a Manchester? ¡Pero si usted es capaz de hablar con los
animales! Yo personalmente tengo la impresión de que bajo su dirección ganaremos
más dinero del que jamás hemos ganado, o perdido, con Blossom. Usted, ¡adelante! y
a organizarlo todo.
—Sí —dijo Saltarín—. Eso es, doctor. Dios sabe lo que nos puede ocurrir a todos

www.lectulandia.com - Página 207


si no quiere. Estamos en un atolladero y sin una perra. Y usted es el único que puede
sacarnos de ello.
El doctor tardó todo un minuto en contestar, seguía sentado sobre el baúl
pensando. Finalmente miró a todos los del grupo que esperaban abatidos y dijo:
—Muy bien. Yo no tenía la intención de permanecer mucho tiempo en este
negocio cuando empecé. Pero comprendo que ahora no puedo abandonarlo, y no
solamente por vosotros, sino también por mis propios animales y por la
responsabilidad que tengo hacia ellos. Porque yo también estoy sin un penique. Y si
queréis que yo os dirija, lo intentaré. Pero lo voy a hacer de una manera algo
diferente a la de Blossom. Voy a organizar el circo como una cooperativa. Es decir, en
vez de jornales, cada uno de nosotros tendrá una participación en el dinero que se
gane después de haber pagado los gastos. Esto quiere decir que cuando el negocio sea
malo ganaréis muy poco, incluso a lo mejor tenéis que aportar algo, pero cuando el
negocio vaya bien ganaréis mucho. Y también reclamo el derecho de echar del circo a
cualquiera sin previo aviso y en cualquier momento.
—¡Así debe ser! —dijo Hércules—. Así es como debe llevarse un circo: todos
como socios del negocio, pero con un solo jefe.
—Pero, escuchad —dijo el doctor—. Al principio va a ser un trabajo muy duro y
va a haber muy poco dinero. No tenemos ni un penique en el bolsillo, y hasta que no
deje de llover no vamos a ingresar ni un chelín. Y lo que es peor, incluso vamos a
contraer deudas durante algún tiempo, y eso en el caso de que encontremos quien nos
abastezca al fiado. ¿Estáis dispuestos a ello?
—¡Vaya si estamos!… ¡Estamos con usted, doc! ¡Nadie se va a quejar! ¡Usted es
el jefe que necesitamos! —gritaron todos. Y al momento cambió el aspecto de los
presentes: su aire triste se transformó en esperanzadas sonrisas y entusiasmo.
En medio de esto llegó Matthew Mugg con el señor Belamy en persona.
—Siento muchísimo lo que ha pasado —dijo el señor Belamy dirigiéndose al
doctor—. Yo le di a ese sinvergüenza de Blossom veinte mil libras. Y según parece se
ha largado con todo, e incluso ha dejado a los comerciantes de la ciudad sin pagar.
Fue cuando vinieron a mí cuando me di cuenta de su estafa, y luego llegó el señor
Mugg. He pedido a la policía que busque a Blossom, pero no creo que exista la
menor posibilidad de que lo cojan. Lo mejor será que ustedes vuelvan a Manchester y
yo les dejaré un sitio en el parque de atracciones hasta que hayan sacado dinero
suficiente para continuar.
—¡Viva! —gritó Saltarín—. ¡Y miren, ha dejado de llover! ¡Nuestra suerte ha
cambiado! ¡Viva el circo Dolittle!
—Perdón —dijo una vocecita amable desde la puerta—. ¿Está el doctor Dolittle
aquí?
Todos se volvieron y vieron en la entrada a un hombre bajito. Detrás de él había

www.lectulandia.com - Página 208


salido el sol.
—Yo soy John Dolittle —dijo el doctor.
—¿Cómo está usted? —dijo el hombrecillo—. Me ha enviado aquí, en misión
especial, una empresa de directores de teatro. Me han encargado hacerle una oferta.
Desean que traiga usted a su compañía a Londres el próximo mes, si es que no tiene
usted otro compromiso.
—¡Viva! —gritó Hércules—. ¿Qué os dije yo, muchachos? En el momento en
que se convierte en director recibe una oferta de Manchester y otra de Londres. ¡Viva
el doctor!
Fue un día de gran júbilo, tanto para los animales como para la gente del circo,
aquel en que el doctor se hizo cargo de la dirección. Tan pronto como corrió la noticia
por el recinto, los montadores de las tiendas, los mozos de cuadra, los actores —en
realidad todos los que formaban parte de la empresa— vinieron a felicitar al doctor y
a decirle lo contentos que estaban de encontrarse bajo sus órdenes. Cuando paró de
llover, la alegría fue general y empezó una gran actividad. Y lo primero que se hizo
fue quitar el cartel de «Gran Circo Blossom», que figuraba en la entrada principal, y
poner en su lugar «Circo Dolittle», que era un nombre más modesto, pero que iba a
hacerse mucho más famoso de lo que jamás había llegado a ser el de Blossom.
El señor Belamy estuvo muy amable. Como se dio cuenta de que el doctor y
todos los demás se habían quedado prácticamente sin un céntimo, se ofreció para
ayudar a la nueva dirección prestando dinero o de cualquier otra forma en que
pudiese hacerlo. Sin embargo, John Dolittle tenía mucho interés en evitar que el circo
contrajera más deudas de las que ya tenía, y lo único que pidió al señor Belamy fue
que le acompañase a visitar a algunos comerciantes de su ciudad para rogarles que le
siguiesen vendiendo a crédito y que se fiasen de él durante algún tiempo. El señor
Belamy era muy conocido en Manchester y en sus alrededores. Y el vendedor de
grano de la localidad, el tendero, el carnicero y, cuando se lo pidió, todos los demás
se mostraron perfectamente dispuestos a abastecer al doctor y a esperar a cobrar su
dinero hasta que el circo hubiese ingresado lo suficiente para pagar las facturas.

www.lectulandia.com - Página 209


Por la misma razón, es decir, por evitar endeudarse más, el doctor decidió no
trasladarse a Manchester, sino quedarse donde estaban por el momento. Y al mejorar
el tiempo, la afluencia de público pronto empezó a ser bastante grande. La llegada del
señor Belamy y su visita a los comerciantes de la ciudad fue, además, una buena
propaganda para el circo Dolittle pues, aunque parezca curioso, el robo de Blossom y
su desaparición fue la mejor publicidad. Tan pronto como se supo en Manchester que
el director del circo se había largado con una gran cantidad de dinero, los periódicos
recogieron la noticia y escribieron grandes artículos sobre cómo habían estafado a la
famosa Pantomima de Puddleby y cómo la habían dejado plantada en una pequeña
ciudad a dieciséis kilómetros de distancia. La historia se publicó también en los
periódicos de la región. Y de repente, la gente de esa pequeña ciudad se dio cuenta de
que tenían allí mismo la Pantomima de Puddleby, aunque no se habían apercibido de
ello (a causa de la lluvia) hasta que lo habían leído en los periódicos.
Entonces, como es natural, todo el mundo empezó a hablar del robo, y todo el
mundo quiso ir a ver la pantomima, al doctor y a los famosos animales que habían
causado tanta sensación en Manchester, por lo que toda la ciudad empezó a
aglomerarse a las puertas del circo Dolittle.
Como ya he dicho, no era una gran ciudad, pero durante tres días el negocio fue
lo suficientemente bien como para que el doctor pudiese pagar todas las cuentas y
comprar más provisiones para ir tirando. Hubo incluso algo de dinero sobrante para
pagar a todo el mundo una pequeña, muy pequeña parte de sus jornales. Tu-Tu, la
experta contable, estaba ahora más ocupada que nunca, pues no solamente anotaba lo
que el testadoble ingresaba, sino que llevaba la contabilidad de todo el circo. Esto,

www.lectulandia.com - Página 210


con la nueva organización «cooperativista» del doctor, no era una tarea fácil: era
preciso registrar todo el dinero que se pagaba a los comerciantes, y los beneficios que
quedaban se repartían entre la gente del circo en proporción al trabajo que hacían. Por
ejemplo, algunos de los encargados de montar las tiendas y los conductores de los
carros, que en realidad solamente trabajaban uno o dos días a la semana, no percibían
una cantidad tan grande como los que actuaban en los espectáculos secundarios, que
trabajaban toda la semana. Pero todo el mundo percibía más cuando el negocio iba
bien, y menos cuando el negocio iba mal.
Aunque casi todo el personal estaba contento con la dirección del doctor y
dispuesto a seguir con el circo, incluso en las difíciles condiciones en que la nueva
dirección había empezado, había sin embargo, uno o dos descontentos que querían
jornales más altos inmediatamente, incluso antes de que se hubiesen saldado las
deudas y facturas. Éstos, en realidad, eran personas de las que el doctor estaba
encantado de poder prescindir. Y tan pronto como obtuvo suficiente dinero para
pagarles, les despidió. El circo Dolittle empezó, por tanto, siendo algo más pequeño
de como había terminado el circo de Blossom, pero desde sus comienzos estuvo
basado en criterios estrictamente honrados, y con todos los hombres y animales que
lo formaban unidos, esperanzados y satisfechos bajo la nueva dirección.

www.lectulandia.com - Página 211


7
Matthew Mugg, director adjunto

A DEMÁS de Tu-Tu, la contable, otro miembro del grupo que estuvo más
ocupado de lo normal durante los primeros días del circo Dolittle, fue Dab-
Dab, el encargado de las tareas domésticas.
Una noche le dijo a Tu-Tu:
—A mí todo esto me parece muy bien y yo no quiero ser un aguafiestas, pero me
gustaría que además del doctor hubiese alguien que se ocupase de la cuestión
financiera. Él es estupendo para organizar nuevos espectáculos con animales. Y como
director de escena no lo hay mejor. Pero sé lo que va a pasar: todos los demás socios,
Hércules, Saltarín, los Pinto y todos los demás van a acabar haciéndose ricos, pero el
doctor va a seguir siendo pobre. Pues anoche mismo estaba hablando de enviar a la
zarigüeya a Virginia. Según parece, quiere subirse a los árboles a la luz de la luna, y
por lo visto aquí no tenemos árboles a propósito ni luna… Yo le dije que la luna en
Inglaterra es tan buena como la de Virginia. Pero dice que no lo es, que no es bastante
verde. Y Dios sabe lo que va a costar su pasaje a América. Sin embargo, estoy seguro
de que tan pronto como el doctor tenga suficiente dinero, la enviará. También ha
hablado del león y del leopardo, dice que los grandes animales cazadores no deberían
estar nunca cautivos. Yo quisiera que hubiese algún otro hombre, alguien con un buen
sentido para los negocios que vigilase un poco los planes del doctor.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Yip—. Pero yo tengo puestas mis
esperanzas en Matthew Mugg. No es realmente tan tonto como parece.
—Es un tipo muy simpático —añadió Timoteo—. Casi siempre que se tropieza
conmigo o con Toby saca del bolsillo un hueso o algo semejante y nos lo da.
—Oh, sí —dijo Yip—. Es que ésa era su profesión: era un vendedor de carne para
gatos, sabes, y daba de comer a los animales. Tienen muy buen corazón. Y yo creo,
Dab-Dab, que vas a encontrar que tiene muy buen sentido para los negocios. Fue él
quien arregló lo de las tres siguientes ciudades a las que vamos a ir. El doctor no
sabía cómo contratar el circo por adelantado, ni dónde ir, ni cómo organizar la gira
del circo por el país. Entonces consultó a Matthew, y éste se fue inmediatamente a la
ciudad siguiente, y averiguó la fecha en que generalmente se celebra la semana de la
feria, y arregló la cuestión del abastecimiento de alimentos, y el alquilar un terreno
para el espectáculo y todo lo demás. Y está entusiasmado con el negocio del circo.
Con frecuencia le he visto presumir con los gitanos y con la gente que anda por las
carreteras de que es el socio de John Dolittle, el famoso empresario. También sabe
hacer publicidad, y eso es muy importante en este asunto. Fue Matthew quien
convenció al doctor para que mandase imprimir esos grandes carteles. Me han dicho
que ya los han pegado en todas las calles de Tilmouth, nuestra próxima ciudad. Sí, yo

www.lectulandia.com - Página 212


tengo puestas grandes esperanzas en Matthew. Es un buen hombre.
El circo Dolittle era un tipo de circo completamente nuevo. Como ahora
controlaba él todo, el doctor empezó a llevar a cabo las reformas y los cambios que
tanto había deseado en los días en que Blossom era el director.
Y como Yip había dicho, fue una buena cosa que Matthew estuviese allí para
vigilar al doctor. De no ser así, probablemente se hubiese dejado llevar demasiado de
sus nuevas ideas. Desde luego, la gente que normalmente iba al circo nunca había
asistido a un espectáculo semejante. Por un lado, John Dolittle insistía en que todo el
personal fuese terriblemente amable. Por otro, no permitía que se diese lo que él
llamaba «imágenes falsas». La gente del circo generalmente anunciaba sus
espectáculos como los «más grandes del mundo», sus animales «como los únicos
ejemplares que había en cautividad», y otras cosas igualmente exageradas y
desorbitadas.
Esto no lo permitía el doctor. Quería que todo se anunciase tal como era, para no
engañar al público ni hacerle pagar por algo que no iba a ver. Al principio Matthew
Mugg se oponía. Decía que para atraer al público había que «animarle un poco». Pero
pronto se convenció de que el doctor tenía razón. Cuando la gente se dio cuenta de
que lo que se le prometía en los anuncios de Dolittle era exactamente lo que se le iba
a dar, el nuevo circo adquirió fama de honrado y empezó a atraer a la gente como no
lo conseguía ningún otro espectáculo.
Otra cosa que tuvo preocupado a Matthew durante los primeros días, después de
que el doctor asumiese la dirección, era que éste insistía en servir té gratis al público.

www.lectulandia.com - Página 213


—Pero, doctor —dijo—, ¡se arruinará! No se puede servir té a miles de personas
sin que paguen por ello. ¡Esto no es un hotel ni un asilo de huérfanos o viudas!
—Matthew —dijo el doctor—, las gentes que vienen a ver mi espectáculo, son en
cierta manera mis invitados. Algunos vienen desde muy lejos, trayendo a sus niños en
brazos. El tomar el té por la tarde es una costumbre muy agradable. Yo odio tener que
pasarme sin él. No costará tanto si compramos el té y el azúcar al por mayor.
Teodosia puede hacerlo.
Así que el té para todos los visitantes se convirtió en una costumbre. Y poco
después se añadió otra más: la de repartir gratis a los niños paquetes de caramelos. Y
lo que el doctor había profetizado se convirtió en una realidad. En una ciudad en que
el circo Dolittle se cruzó con otro, que era un espectáculo mucho mayor, el del doctor
ganó el doble en comparación, porque la gente sabía que se les daría té y que se les
trataría con honradez y cortesía.

www.lectulandia.com - Página 214


8
El circo Dolittle

F ALTABAN seis semanas para que el espectáculo se estrenase en Londres. La


primera ciudad que se iba a visitar en el camino era Tilmouth. Y fue allí donde
al doctor le metieron otra vez en la cárcel, pero sólo durante una noche. Y esto es lo
que sucedió:
Los animales, como ya he contado, estaban incluso más satisfechos que los seres
humanos de haber cambiado a Blossom por el doctor como jefe. Y una de las
primeras cosas que hizo John Dolittle, tan pronto como tuvo un poco de dinero
sobrante, fue ir a ver a todos los animales por si tenían alguna queja. Naturalmente
tenían muchas. Para empezar, casi todos los animales del parque zoológico querían
que les pintasen sus jaulas. Así que el doctor mandó que se pintasen todas, cada una
del color que prefería su ocupante.
Poco después de que arreglasen el zoológico, el doctor recibió otra queja. De ésta,
desde luego, ya había tenido frecuentes noticias. El león y el leopardo estaban hartos
de verse encerrados. Anhelaban salir de sus reducidas jaulas y estirar las piernas en
libertad.
—Bueno, como sabéis —les dijo John Dolittle—, yo personalmente no estoy de
acuerdo en manteneros encerrados. Si pudiese hacer lo que quiero, os embarcaría
para África y os dejaría libres en la selva. Pero la pega está en el dinero. Sin embargo,
tan pronto como tenga suficiente, me ocuparé de esto.
—Si al menos pudiésemos salir durante unos minutos todos los días —dijo el
león dirigiendo una mirada melancólica hacia las colinas ondulantes que se
vislumbraban en lontananza detrás del doctor—, la cosa no estaría tan mal.
—Efectivamente —añadió el leopardo—, eso nos haría la vida más soportable.
¡Estoy harto de las cuatro paredes de este maldito cuchitril!
La voz del leopardo era tan patética y la expresión del león tan triste, que el
doctor decidió que había que hacer algo inmediatamente.
—Mirad —dijo—, si os dejase salir a dar una vuelta todos los días, ¿me
prometerías una cosa?
—Lo que sea —dijeron los dos al mismo tiempo.
—¿Volveríais al cabo de media hora? ¿Sin falta?
—Por supuesto.
—¿Y me prometeríais solemnemente que no os comeríais a nadie?
—Nuestra palabra de honor.
—Muy bien —dijo el doctor—. Entonces, todas las tardes, después de que acabe
el espectáculo, abriré vuestras jaulas y podréis correr en libertad durante media hora.
Así que esto también se convirtió en una costumbre del circo Dolittle, lo mismo

www.lectulandia.com - Página 215


que el té de la tarde y los caramelos de los niños. A los animales del zoo se les
permitió correr libremente todos los atardeceres bajo palabra de honor con tal de que
volviesen de motu proprio. Esto funcionó sorprendentemente bien durante algún
tiempo. La gente del circo pronto se dio cuenta de que los animales cumplían su
promesa y de que podían fiarse de que no molestarían a nadie. Incluso Teodosia se
acabó acostumbrando a encontrarse con un león o un leopardo por el recinto al
anochecer, cuando volvía tranquilamente a su jaula después del paseo de la tarde.
—Es lo justo —dijo el doctor—. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.
Trabajan en el espectáculo durante todo el día lo mismo que nosotros, y se merecen
un poco de libertad y de recreo por la noche.
Como es natural, cuando traspasaban la verja del circo, los animales tenían
cuidado de mantenerse alejados de la gente, pues no querían asustarla, y en todo caso,
la gente no les interesaba. En realidad estaban francamente hartos de ella, ya que
había público mirándoles y observándoles en las jaulas todo el día. Pero una noche,
cuando el circo se había trasladado a otra ciudad, ocurrió algo bastante serio. Hacia
las diez Matthew llegó corriendo al carro del doctor y dijo:
—Jefe, el león no ha vuelto. Acabo de estar allí para cerrar con llave y me he
encontrado con que la jaula está vacía. Y hace más de una hora que le dejé salir.
—¡Santo Dios! —gritó el doctor levantándose de un salto y precipitándose hacia
la casa de fieras seguido de Matthew—. ¿Qué habrá ocurrido? Por supuesto que no se
habrá escapado después de la promesa que me hizo. Espero que no haya habido
ningún accidente.
Al llegar al zoo el doctor se acercó a la jaula del leopardo y le preguntó si sabía
dónde estaba el león.
—Creo que se ha debido de perder, doctor —dijo el leopardo—. Salimos juntos y
nos fuimos de paseo por aquel páramo hacia el este. Pero era un terreno nuevo para
nosotros. Llegamos a un río y no pudimos cruzarlo. Él fue río arriba y yo río abajo en
busca de un sitio poco profundo para vadearlo. Yo no tuve suerte. El río se fue
haciendo cada vez más ancho y más profundo cuanto más me alejaba. Entonces oí las
campanadas del reloj de la iglesia y me di cuenta de que era hora de volver. Esperaba
encontrar al león aquí al regresar a casa. Pero no estaba.
—¿Te encontraste con alguna persona? —preguntó el doctor.
—Ni un alma —contestó el leopardo—. Pasé junto a una granja pero la rodeé
para no asustar a nadie. Sin embargo, no se preocupe, encontrará el camino de vuelta.
El doctor se quedó levantado toda esa noche esperando que volviese el león.
Incluso salió al campo y le buscó por el río del que había hablado el leopardo. Pero
no encontró la menor huella del animal perdido.
Llegó la mañana, pero el león continuaba sin aparecer. El doctor seguía muy
preocupado. Sin embargo, la apertura del circo le mantuvo distraído. La gente acudía

www.lectulandia.com - Página 216


a raudales y la perspectiva de hacer buen negocio atraía la atención de todos.
A la hora del té, como de costumbre, John Dolittle atendió a sus visitantes, y
Teodosia no paró de ir y venir entre las numerosas mesitas que estaban repletas de
domingueros vestidos con sus mejores trajes.
De repente, justo cuando el doctor iba entre las mesas para ofrecer a una señora
una fuente de pasteles, vio al señor león entrar en el circo tranquilamente por la
puerta principal. En ese momento todo el mundo estaba distraído comiendo y
bebiendo, y el doctor confió en que el león, que se dirigía pacíficamente hacia el
zoológico, llegase a su jaula antes de que el público le viese. Pero, por desgracia, un
agricultor y su familia, que salían en grupo de uno de los espectáculos secundarios, se
toparon con el león antes de que llegase a la puerta del zoo. La mujer del agricultor
dio un alarido, agarró a sus hijos y echó a correr. El agricultor tiró el bastón que
llevaba al león y también salió corriendo. Entonces hubo unos minutos de gran
confusión. Las mujeres gritaban, la gente volcaba las mesas y, finalmente, un
estúpido que había entre la multitud disparó un tiro. El pobre león, terriblemente
asustado, se dio la vuelta y salió corriendo a toda velocidad.
La agitación se calmó en parte, pero la gente estaba demasiado preocupada como
para quedarse a disfrutar del circo, y muy pronto todo el mundo se volvió a sus casas
dejando el recinto vacío.
Así que después de su breve aparición, el señor león volvía a faltar; y el doctor
empezó a temer que, aterrorizado por el recibimiento que le habían hecho, iba a
resultar más difícil de encontrarlo.
John Dolittle estaba organizando grupos para salir a buscarle cuando llegaron dos
policías al circo y le detuvieron. Le acusaban, según le dijeron, de tener animales
salvajes y poner en peligro al público. Además, el león, según parecía, había entrado
en un gallinero y se había comido todas las gallinas. Cuando llevaban al doctor por la
ciudad hacia la cárcel, el dueño de las gallinas iba detrás llamándole toda clase de
cosas y diciéndole lo que le debía.
El doctor pasó la noche en la cárcel, pero entre tanto el león se había refugiado en
el sótano de una panadería, y ni el panadero ni nadie se atrevía a bajar. Y como a
todos los que vivían en la casa les daba miedo irse a acostar, enviaron recados al circo
para que fuese alguien a llevarse al león. Pero Matthew Mugg, aunque sabía que al
león le manejaba fácilmente cualquier persona a la que conociese, dijo que el doctor
era el único que se atrevía a acercársele y que lo mejor sería que le sacasen
rápidamente de la cárcel, si querían que se llevasen el león.
Así que al día siguiente, por la mañana muy temprano, fueron y liberaron al
doctor, que bajó al sótano y habló con el león.
—Lo siento muchísimo, doctor —dijo—, pero me perdí en aquel páramo. Estuve
dando vueltas por todas partes. Y hasta el día siguiente no encontré mis propias

www.lectulandia.com - Página 217


pisadas, y entonces volví al circo. Traté de entrar en el zoológico sin que me viesen.
Pero cuando aquel loco empezó a disparar una pistola me asusté y salí corriendo.
—¿Pero, y las gallinas? —dijo el doctor—. Me habías prometido no molestar a
nadie cuando salieses.
—Únicamente prometí no comerme a las personas —dijo el león—. Tenía que
comer algo. Estaba muerto de hambre después de pasarme toda la noche dando
vueltas por aquel páramo. ¿Cuánto le van a cobrar por las gallinas?
—Ciento setenta y seis —le contestó el doctor—. Once a dieciséis peniques cada
una.
—Eso es un robo a mano armada —dijo el león—. Eran los bichos más duros que
he comido en mi vida. Y, en todo caso, sólo me comí nueve.
—Bueno, de ahora en adelante —dijo el doctor—, lo mejor será que yo te
acompañe en tus paseos.

Entonces se llevó al león a casa mientras la aterrorizada gente de la ciudad


contemplaba por las rendijas de las puertas al temido animal que iba detrás de John
Dolittle tan manso y tranquilo como un cordero.
Y como el doctor había conseguido al fin que los animales recibiesen el buen
trato que él deseaba, la verdad es que se estaba divirtiendo mucho. Y el pobre Dab-
Dab empezó a tener la impresión de que las posibilidades de llevárselo del circo, para
volver a su vida de Puddleby, se hacían cada vez más remotas y menos probables.
La principal ocupación de John Dolittle durante su tiempo libre era, como ya se
ha dicho, idear nuevos e interesantes espectáculos con los animales. Y al hacerlo

www.lectulandia.com - Página 218


siempre pensaba principalmente en el público infantil, por lo que las obras y los
espectáculos que proyectaba iban más bien destinados a los niños que a los mayores.
El éxito del caballo parlante y la Pantomima de Puddleby le demostraron que su
conocimiento del lenguaje de los animales podía serle muy útil. Por ejemplo, las
serpientes que había comprado a Fátima las amaestró más tarde para que actuasen en
un pequeño espectáculo propio. En lugar de la tienda con una encantadora de
serpientes, una gorda estúpida que pretendía aparentar lo que no era, el circo Dolittle
tenía un espectáculo secundario en el que las serpientes hacían su propio número sin
ayuda de ninguna persona. Al son de la melodía de una caja de música bailaban una
especie de danza muy peculiar, pero muy airosa, que era como una mezcla de rigodón
y de contradanza. En un pequeño escenario propio se deslizaban sobre las colas al
compás de la música, se inclinaban ante sus respectivas parejas, hacían la cadena, se
anudaban unas con otras, desfilaban como soldados y hacían infinidad de cosas
fascinantes que la gente no había visto hacer nunca a las serpientes.

La verdad es que, a medida que pasaba el tiempo, los espectáculos secundarios


con animales del circo Dolittle llegaron a estar organizados casi todos
independientemente por los animales mismos. Además, eran muy numerosos, y cada
uno ilustraba las peculiaridades específicas del animal en cuestión. El espectáculo de
las serpientes, por ejemplo, estaba ideado para demostrar lo airosas que eran, pues
según John Dolittle, la serpiente era el animal más airoso del mundo. Por otra parte,
el elefante hacía números de fuerza, en vez de estúpidos trucos de equilibrismo para
los cuales no era apto.

www.lectulandia.com - Página 219


—En un espectáculo de animales no hacen falta personas —dijo el doctor un día a
Matthew—. Hércules, Saltarín y los acróbatas, eso es diferente. Ésos son
espectáculos de personas en los que los actores humanos son el todo. ¿Pero qué
sentido tiene ver a un mentecato vestido de uniforme, y con un látigo haciendo pasar
a un león por un aro? La gente cree, según parece, que los animales no tienen ideas
propias que expresar. Pero, por el contrario, si se les deja solos pueden hacer
representaciones propias mucho mejores, una vez que se les ha dicho qué tipo de
cosas divierten al público humano, especialmente en los espectáculos cómicos. El
sentido del humor de los animales es muy superior al de los seres humanos, pero la
gente es demasiado estúpida como para apreciar el lado gracioso de las cosas que
hacen los animales para divertirse entre ellos. En la mayoría de los casos tengo que
hacerles que bajen a nuestro nivel, tengo que convencerles de que hagan un tipo de
bromas más…, vaya…, más a lo bruto y a las claras. Si no la gente, a lo mejor, no les
entendía en absoluto.
Y así, como puede verse, el circo Dolittle era muy diferente de los demás. La
amable acogida que el doctor dispensaba a todos los que iban a ver su espectáculo, lo
convertía más en una especie de reunión familiar que en una cuestión estrictamente
comercial.
No había —o apenas había— normas, y si los niños deseaban ver lo que había
«entre bastidores», o entrar en la barraca del elefante a acariciarle, se les llevaba
personalmente adonde querían. Y sólo con esto, el circo tenía ya un carácter propio.
Y siempre que la comitiva de carros se ponía en camino, los niños la seguían durante
muchas millas por la carretera, y después, durante muchas semanas, no hablaban más
que de cuándo volvería a visitar su ciudad. Pues los niños de todas partes empezaban
a considerar al circo Dolittle como algo peculiarmente suyo.

www.lectulandia.com - Página 220


HUGH LOFTING. Hijo de padres ingleses e irlandeses, nació en Maidenhead,
Inglaterra, el 14 de enero de 1886. Su espíritu aventurero y su afición a viajar le
llevaron a estudiar ingeniero civil, participando en la construcción de varios
ferrocarriles en África y Canadá.
Durante la primera guerra mundial fue oficial en el frente de batalla y allí, en las
trincheras de Francia, descubrió que el escribir cartas ilustradas a sus hijos le ayudaba
a soportar las tensiones de la guerra.
Cuando, en 1919, la familia se trasladó a América fueron precisamente sus hijos
los que enseñaron esos valiosos manuscritos a un editor y la Historia del doctor
Dolittle fue publicada en 1920. Desde entonces, como la popularidad de sus libros iba
en rápido aumento, Lofting se dedicó exclusivamente a escribir e ilustrar obras para
la gente joven.
Y así, la famosa serie del doctor Dolittle fue creciendo, hasta convertirse en la
lectura predilecta de los niños de muchos países. Lofting falleció el 27 de septiembre
de 1947.
Todos los libros del doctor Dolittle están ilustrados por él mismo con deliciosos
dibujos.

www.lectulandia.com - Página 221


NOTAS

www.lectulandia.com - Página 222


[1] Matthew Mugg, el vendedor de carne para gatos, es un amigo del doctor que

aparece por primera vez en el libro La historia del doctor Dolittle.<<

www.lectulandia.com - Página 223


[2] El episodio del gorrión se cuenta en el libro La oficina de correos del doctor

Dolittle.<<

www.lectulandia.com - Página 224


[3] El testadoble es un animal fantástico inventado por el autor en La historia del

doctor Dolittle.<<

www.lectulandia.com - Página 225


[4] Sarah es la hermana del doctor, que vivía con él pero que se marchó de su casa

porque la molestaba tener por en medio tantos animales. Esto se cuenta en La historia
del doctor Dolittle.<<

www.lectulandia.com - Página 226


[5] Este episodio se cuenta en La oficina de correos del doctor Dolittle.<<

www.lectulandia.com - Página 227

También podría gustarte