Puente N1 1963
Puente N1 1963
Esteban Otero
Diego Perez Pintos
Luis Camnitzer
Angel KaJenberg
. director
Arenad Grande 2107
Montevideo - Uruguay
colaboradore s
• Claribel Alegría Carlos Maggi-
Mario Benedetti- Circe Maia
Carlos Benvenuto Carlos Martínez MoreYio
Domingo Luis Bordoli Héctor Mazza
Jorge Carrozzino Alberto Methol Ferré
Raúl Cattelani Benjamín Nahum
Guido Castillo. Juan Carlos Onetti
Miguel Castro Alberto Paganini
Juan Cunha Julio Paladino
Julio C. da Rosa Ricardo Paseyro
Alberto del Campo Cecilio Peña
Aníbal del Campo Alejandro S, Peñasco
José Pedro Díaz Fernando Pereda
Enrique Di Cario Rubén Prieto
León Dujovne Enrique Puchet
Mario César Fernandez Nelsón Ramos
Carlos Flores Mora Carlos Real de Azúa
Francisco Espinóla • Mercede s Rein
Manuel Espinóla Gómez, Emir Rodríguez Monegal
Carlos Fossati Hermenegildo Sabat
Joel Gak z Mario Sambarino
José Gamarra. Jorga Sclavo
Fernando García Esteban Mario Silva García
Isabel Gilbert María Inés Silva Vila
Ezra Heymann Humberto Torneo
Moshé Kitrón Mary Vázquez
Antonio Larreta Luís H. Vignolo
Ricardo Latchman' Idea Vilariño
Natán Lerner Arturo Sergio Visca
INTRODUCCION
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posibilitan, a su esfera exclusiva. La caracteristica del
lenguaje es que cada lengua permite la determinación,
según procedimienos propios, de toda posible cosa que
aparezca, de toda posible relaciÓD que se necesite esta
blecer. AI representar cada lengua por sí sola un mo
do de organización universal del pensamiento, es posible
el pasaje de una lengua a otra. Toda lengua lo dice to
do; por esta universalidad que le es inmanente, nos da
la llave del aprendizaje de cualquier otra lengua (la).
Unidad de acto corporal y significado.— Un concepto
similar al caracterizado por Humboldt como “forma in
terior del lenguaje’’, ha surgido en los estudios neuroló-
gicos. En el estudio de las afasias el problema central
neurológico - psicológico ha sido siempre: ¿De qué ma
nera se vincula la palabra pronunciada y oida con su
significado? ¿A través de qué proceso...llegamos a expre
sar un pensamiento por su signo físico, y a entender pa
labras pronunciadas como significando un asunto deter
minado?
El asociacionismo clásico no veia en tal vinculación
ninguna dificultad. El pensamiento, o la cosa tenida en
vista, que se ha dado repetidas veces junto con un sig
no vocal, despertará en nosotros la imagen auditiva o
motora de este signo, que puede traducirse o no en pa
labras pronunciadas. Estas imágenes constituirían el len
guaje interior.
En esta concepción se desconoce toda vinculación
interior — constitutiva de ambos — entre pensamiento y
lenguaje. Se considera de un lado al pensamiento como
formado por si solo y necesitando ser vertido en pala
bras correspondientes sólo para ser comunicado a otros
o para ser memorizado; y se considera a la palabra co
mo si ella fuera un puro instrumento, por si solo neu
tral, como si no estuviera desde su origen cargada de un
contenido vivencial de llamado e indicación.
Los estudios de la afasia realizados por las distin
tas escuelas concuerdan en hacer ver una compenetra
ción mucho más intima entre lenguaje y vivencia. Esta
visión coincide con los estudios fenomenológico - antro
pológicos del proceso normal del pensar y hablar.
Desde James se ha impuesto la evidencia de que la
corriente de la conciencia no está constituida en primer
lugar por parte "sustantivas’’ sino ante todo por partes
“transitivas”, sentimientos de relación y de dirección que
determinan la significación de las partes sustantivas,
siendo estas últimas ante todo imágenes de cosas y de
palabras.
Con la fenomenología esta evidencia ha tomado un
cariz nuevo. Toda vivencia es un acto que se refiere a
objetos particulares dentro de nexos de generalidad ma
yor, que tienen como horizonte último el nexo de cosas
y asuntos de la vida entera: el mundo de la vida.
La imagen será entonces un modo en el cual nos
referimos a objetos en su ausencia. Esta referencia, apre
sentación de los objetos en .su corporeidad, se opera en
cuanto se establece una relación imaginaria de recipro
cidad corporal con el objeto y, en especial, en cuanto vi
vimos las virtualidades kinestésicas propias a su percep
4
ción. Al imaginar un objeto, si no imitamos los movi
mientos de los órganos sensoriales que posibilitan su per
cepción, por lo menos vivimos la capacidad de efectuar
los. Esta vivencia de disponibilidad motora puede dar
se, aunque en forma modificada, también cuando falta
la capacidad de efectuar realmente los movimientos, lo
que ocurre en muchas lesiones.
En la percepción misma, los movimientos del cuer
po y de los órganos sensoriales que la posibilitan no son
de ninguna manera sólo ajustes previos necesarios a su
buen funcionamiento, como ocurre por ejemplo con un
instrumento óptico. La percepción táctil se constituye
a medida que se efectúa un movimiento exploratorio, la
vista nos da objetos sólo en cuanto el sentimiento de un
movimiento actual o potencial sigue siendo vivo (2). En
caso contrario el objeto pierde todo sentido al perder to
da relación dináipica con su ambiente y termina por des
vanecerse, en cuanto se borra en él todo relieve, toda
distinción de figura y fondo. El oido, además de impli
car los movimientos de orientación por los cuales el so
nido queda situado, es vivido como participación en la
conmoción de un objeto, que se difunde hasta el cueipo
propio; y en la reactualización imaginativa de sonidos
debe esbozarse su producción en nuestro propio cuerpo.
Pero aún en la misma percepción del sonido no puede
faltar la actividad imaginativa. El oído no se limita a vi
brar al unisono con un cuerpo dado, como lo hace un
diapasón. Su función propia es captar el sonido y esto
significa adquirir la capacidad de reproducirlo. Esta ca
pacidad no debe ser real, pero debemos tener la viven-
< ia de disponer del sonido, de poder esbozarlo en nues
tro cuerpo, para que podamos decir que lo hemos perci-
bido, es decir comprendido**. Debemos decir en general
que se ha formado una percepción cuando hemos adqui
rido la capacidad de esbozar un objeto dado. Percibir fes
captar, y captar un objeto significa concebirlo imagina
tivamente (3).
El movimiento de los órganos sensoriales en la per
cepción es una parte representativa de un comportamien
to integral frente al objeto (y con él), por el cual éste
adquiere su significado. Asi como para los animales lle
ga a ser estimulo, y es por lo tanto efectivamente, sólo
aquello que corresponde a su organización instintiva y.
por lo tanto desencadena algún movimiento en él, asi
también en el plano humano la sensibilidad frente a ob
jetos implica un modo de reacción motora. Toda excita
ción es una con-moción; toda estimulación, una estimu
lación de la motricidad. Pero en la vida humana donde
el sistema Instintivo mantiene una plasticidad caracte
rística, los objetos no aparecen como unívocamente re
lacionados con determinadas urgencias instintivas, y por
lo tanto Ja contestación motora no está unívocamente
prescripta. Como lo ha analizado con mucha penetra
ción Géhlen (4) se constituye una realidad objetiva pa
ra el hombre precisamente en cuanto su mundo circun
dante no se reduce a estímulos de interés instintivo di
recto y por consiguiente puede ser objeto de una explora
ción en la cual colaboran varios sentidos, ante todo el ojo
y la mano. De este modo la vista por si sola llega a dar
5
nos objetos con sus cualidades táctiles; objetos que tienen
una realidad que excede el aspecto y el interés inmedia
to que pueden ofrecer, y que son vividos en su recipro
cidad con el propio cuerpo (5).
La exploración sensorial y el lenguaje.— Piaget lia
señalado que el enriquecimiento de la experiencia de ob
jetos del niño está regida en su primera fase, por esque
mas motores de manejo. Las cosas serian primero algo
para agarrar, para agitar, para lanzar, etc. (6). Sin em
bargo, debemos entender esta última afirmación con cau
tela. Primero, en la medida en que no se trata de sim
ples movimientos de incorporación o de alejamiento,
desde que el niño comienza a explorar su ambiente, las
cosas presentan posibilidades variadas de manejo y no
se definen exclusivamente por un determinado esquema.
En segundo lugar y ante todo, no debemos olvidar que
el despliegue motor no es gozado y no se define mera
mente por si solo. A través de él se desarrolla una vida
de relación tanto con lo que los objetos simbolizan, co
mo con su misma realidad. Eos objetos que ya comien
zan a ser vividos como realidad independiente, y que sin
embargo no se distinguen todavía nítidamente de las crea
ciones de la fantasia primaria del niño, lian sido llama
dos por Winnicott “objetos transicionales”. Acerca de és
tos señala: “Sin embargo, lo más significativo no es tan
to su valor simbólico, como su ser real. El que el ob
jeto no sea el pecho (o la madre), es tan importante
como el hecho de que, en efecto, los representa’’ (7).
El manejo humano, y tal como lo ve también Piaget,
termina por darnos objetos que no son sólo algo a ma
nejar de determinado modo, sino, al mismo tiempo, algo
que se deja ahí, que está ahi y que eventualmente debe
ser atendido en si mismo.
Por esta razón consideramos que la idea de un to
tal egocentrismo de la niñez debe ser abandonada. La
creciente actividad exploratoria, que da una experiencia
de realidad, implica una relación dialogal con el obje
to, en la cual el niño presta atención a la manera en que
la cosa contesta a su iniciativa. De este modo ésta que
da referida al propio cuerpo, al mismo tiempo que for
ma por su parte un centro alrededor del cual se agru
pan otras cosas, y frente al cual se sitúa también uno
mismo. Gehlen habla a este respecto, usando una expre
sión de Przylusky. de una “tensión estabilizada" entre el
tomar y usar la cosa, y el dejar y cuidarla, tensión que
es constitutiva del fenómeno de objetividad o realidad.
De esta manera, como el esquema de manejo no ca
racteriza más, de modo suficiente, la cosa que el niño tie
ne delante de sí, el comportamiento con el cual él co
rresponde a la cosa en su exceso de presencia, en su
“tensión estabilizada" entre el ser tomada y el ser deja
da, deberá ser una actividad autónoma. Actividad autó
noma que no cambia en nada la realidad, y gracias a la
cual la cosa puede ser captada, reconocida y finalmente
— como observa Gehlen — “despachada").
El niño contesta a la cosa experimentada, con voces.
Le contesta en dos sentidos, la saluda y acoge su pie
sencia. y le opone su propia vivacidad (8). El origen del
lenguaje radica en el asombro que el hombre experi
menta frente a la realidad, en el cual se oponen sujeto
y objeto y surRen realidades con gravitación propia. Pero
Ja extrañeza total no produce lenguaje. Sólo con aquello
con Jo que el niño ya está familiarizado por la explora
ción coordinada de los sentidos y que le significa algo,
podrá tener trato vocal; y en general podemos mentar so
lamente objetos que a su vez tienen un significado, que re
presentan algo. Pues lo propio de una palabra no es seña
lar simplemente la presencia de una cosa, sino decir qué
hay con esta cosa: qué tipo representa, a qué contexto
pertenece, qué interés solicita. La voz que el niño di
rige a situaciones y a cosas las caracteriza, las deter
mina de algún modo, aunque las deja al mismo tiempo
libres para otras significaciones, en cuaHto no agota sus
posibles relaciones con nosotros. Es pues condición del
lenguaje, de la simbolización de objetos por una actividad
subjetiva, que los objetos por su parte simbolicen algo
de la vida del sujeto. Y únicamente por esta vía, a tra
vés de la figura del mundo físico y de nuestra actividad
en él, podrá el sujeto simbolizar su propia vivencia, y
con ello, captarla.
Antes de darnos cuenta por qué es la palabra, la ex
presión vocal, aquel acto por el cual se instituyen signi
ficados determinados, a los ¡cuales podemos recurrir y
que permiten una organización del universo humano, de
bemos ver todavía de qué modo se opera en la vida per
ceptiva el reconocimiento.
El reconocimiento. — Al considerar el modo en que
se da el objeto a través de un esquema motor ya en los
primeros meses del niño, Piaget habla de una asimila
ción de los objetos mediante “un cierto reconocimiento
práctico y una cierta identificación generalizadora” (9).
La observación es importante. Ella coincide con la doc
trina de la “síntesis pasiva” de Husserl, quien muestra
que previo a toda elaboración activa y expresa de una
idea general, las cosas se nos dan a medida que las ex
periencias actuales se asocian — aun sin evocarlas ex
presamente — a las experiencias ya hechas que respon
den a un mismo esquema y a esquemas complementarios,
formando circuios de co-pertenencia (9a). No se trata
de una asociación que se establezca entre percepciones
hechas, sino de que todo lo que se nos da, se nos da con
un carácter de suficiente generalidad como para asociar
se a experiencias pasadas y dar la pauta para experien
cias futuras, que a su vez tendrán que asociarse. La aso
ciación, o lo que es aquí lo mismo, la asimilación (en
el sentido literal de la palabra) es lo que hace posible
la percepción, que es ¡siempre toma de algo como algo
(1(1), interpretación implícita de lo dado a la luz de lo
ya vivido. El concepto de “síntesis pasiva”, de lina ge
neralidad en la experiencia que se forma sin ningún, pro
pósito de generalización, se completa con la observación
<lc su aspecto práctico-activo, debida a Piaget.
Cuando reencontramos un comportamiento adecuado
frente a un objeto, es decir cuando el comportamiento
no se da simplemente (por vía refleja, podemos hablar
efectivamente de una primera forma de reconocimiento:
toda adaptación no-automática a una situación tiene la
— 7
modalidad vivencial de un volver a encontrar nuestra
relación con ella. Claparéde ha señalado que para que se
dé la vivencia del reconocimiento debo experimentar el
objeto como teniendo alguna relación conmigo. Sin em
bargo, no hablaremos de un reconocimiento cuando te
nemos frente a un objeto sólo un sentimiento de fami
liaridad, sin poder decir como qué nos es familiar y sin
poder, por ello, precisar nuestra impresión. La fami
liaridad proporcionada por la exploración manual-visual
especifica mi relación con la cosa. Pero en cuanto, a
través de esta misma exploración, el objeto se enriquece
en una síntesis objetal a la cual no le corresponde nin
gún comportamiento directo, se hará necesaria una ca.
racterización activa del objeto que resume la experien
cia hecha con él, por una vía que permite que el esque
ma caracterizador se haga a su vez objetivo para el su
jeto mismo, de modo que pueda volver a recurrir a él.
Una vaga impresión se precisa lo suficiente para ser
percepción de un objeto sólo si se da en un parecido.
No hace falta que me evoque otro objeto determinado ob
servado previamente; Claparéde tiene sin duda razón al
señalar que el reconocimiento no implica un recuerdo
de una determinada presentación anterior del objeto. Pe
ro la percepción y el reconocimiento implícito en ella no
dejan de ser reminiscencia, reactualización de algo ya asi
milado que permite que se precise la experiencia actual.
Podemos prescindir del recuerdo de un determinado obje
to semejante sólo si disponemos (en nuestra propia motri-
cidad) de la caracterización del parecido de una cosa, o
mejor, de lo que ella es. El objeto será reconocido en su
totalidad, cuando podamos expresar la experiencia en
la cual se integra y que en él se actualiza, cuando la po
damos resumir y caracterizar de tal modo que la ca
racterización y la experiencia resumida en ella queden
disponibles.
La expresión vocal. — Para una tal actividad autó
noma, que expresa un objeto en su realidad objetiva y
en su significación general, la voz humana tiene posibi
lidades únicas. Ella es primero el órgano del llamado,
por el cual el niño apela a los demás en sus necesidades.
Se ha afirmado, no sin fundamento, que toda exterioriza-
ción emocional es de naturaleza comunicativa(ll) ya que
ella es exteriorización en el ambiente habitado por otros
seres de la especie. De todos modos, es evidente que el
grito es una expresión comunicativa, una expresión que
busca alcanzar al otro a través de una separación scnti
da, solicitando una determinada atención. Esto no debe
ser entendido como si el grito fuera usado primariamen
te como instrumento de comunicación. No se trata de
un propósito de apelar, sino de la expresión de un afecto
que es apelativo por naturaleza. Cuando el animal, frente
a un peligro, emite un sonido por el cual queda advertida la
cria, no podemos hablar de una voluntad de advertir a los
otros, pero tampoco de una mera expresión de un afecto
que tuviera como consecuencia casual el que los demás
queden advertidos. Más bien el afecto mismo que se expre
sa en el grito es temor por la cría y ansia de que se
ampare, y es ese temor y esta ansia lo que se participa
a los otros.
Ahora bien, del grito hasta la palabra el tránsito no
es directo. El niño comienza tempranamente a prestar
atención a los sonidos que emite. He aquí una actividad
propia del niño, que es «1 mismo tiempo percibida en la
audición como fenómeno objetivo. En este fenómeno, por
el cual la voz no es sólo la exteriorización de un senti
miento sino también su objetivación para el sujeto mis
mo, vio Iiumboldt un primer modelo de la objetivación
de lo subjetivo y subjetivación de lo objetivo, que son
propios de la vida espiritual y obra del lenguaje (12).
Más recientemente Gehlen estudió esta correlación den
tro del cuadro de la estructura senso-motor auto-estimu
lante, característica del hombre (13).
9
realidad aparte (14 a), el gesto se exhibe a sí mismo, al
mismo tiempo que alude a algo.
Expresión, exposición y apelación. — A partir ue
Bühler se suelen distinguir como funciones del lenguaje
la expresión, la presentación o exposición, y la apela
ción Estos conceptos pueden iluminar bien la esencia
del lenguaje. Pero frente al planteamiento de Buhler,
quien las concibe como funciones independientes, debere
mos mostrar que la voz se hace lenguaje solamente por
la unidad de los tres momentos, y que cada uno de ellos
implica a los demás.
Al concepto de expresión le es propio una ambigüe
dad muy característica. Por una parte entendemos por
expresión una figuración clara y nítida de un pensamien
to, y en este sentido consideramos al lenguaje como pro
totipo de expresión. Por otra parte hablamos de expre
sión como exteriorización emocional, y basándose en es
te último sentido varios estudiosos niegan terminantemen
te que el lenguaje fuera en su esencia un fenómeno de
expresividad, aunque no niegan que suele ir acompañado
por expresiones emocionales.
La ambigüedad señalada es en realidad constitutiva
del fenómeno de la expresión. Caracterizamos a un ges
to como expresivo en la medida exacta de su comunica-
tividad, y, por consiguiente, consideramos como más ex
presivos aquellos movimientos en los cuales se’ esboza
más claramente un contenido diferenciado. Al mismo tiem
po es la comunicatividad del gesto expresivo un fenóme
no esencialmente emocional y por esta razón no pode
mos de ninguna manera identificar la expresión con el
síntoma como lo hace Bühler. El síntoma es un fenóme
no que delata una realidad diferente, en base a la com
probación empírica o razonada de una correlación entre
ambos. Hablamos en cambio de un movimiento expresi
vo cuando no hace falta inferir un estado anímico co
rrelacionado, ya que éste se hace inmediatamente pre
sente en el movimiento, a medida que la expresión que
percibimos convoca nuestras propias posibilidades expre
sivas, en las cuales se nos dan nuestras vivencias. Ha
blamos de expresión allí donde funciona una manifesta
ción y una comprensión emocional basada en una esen
cial reciprocidad de corporeidad, y no nos equivocare
mos si pensamos que aun nuestros gestos solitarios pre
suponen una comunidad con otro ser, para el cual el
gesto tiene sentido. Es más característico de la expre
sión su ser comprensible que su ser exteriorización de
una emoción actualmente vivida (15), ya que, en rigor,
un gesto puede ser expresivo, aunque no sea más que
un gesto.
El concepto de expresividad aplicado al lenguaje es
aclaratorio no sólo por lo que connota de figuración ní
tida. sino también por su connotación emocional. No obs
tante hay que tener en cuenta los argumentos de los que
niegan que los valores afectivos de nuestra habla tuvie
ran una índole auténticamente lingüistica. Asi señala Sa-
pir: “Si en nuestra infancia hemos leído libros que ha
blan del Mar Caribe es seguro que huracán tendrá para
nosotros un tono agradablemente vigoroso; y si hemos
10
tenido la mala suerte de quedar cogidos por un huracán
no es muy remoto que sintamos la palabra como algo
frió, lóbrego, siniestro” (16). De mayor peso todavía es
su prueba por el contrario: “Una palabra cuyo tono afec
tivo habitual está aceptado de manera demasiado unáni
me se ti ansforma en una especie de comodín, en un
cliché (17). I ambién Biihler considera la función expre
siva como una variable independiente de la función pre-
sentativa del lenguaje. El supuesto de esta concepción,
como de la de Sapir, consiste en entender la emoción que
se expresa como puro estado interior del individuo que
habla; la presentación o exposición en cambio, como mos-
tración y simbolización de una realidad ajena a la vi-
vencía. Sin embargo debemos preguntarnos: ¿ cómo se ex
■• • •
pe rimen tan irealidades, asuntos, cuestiones, sino en una
cierta relevancia,
—’ c~ ------*
en cuanto ' ■
se destacan sobre el fondo
de nuestro mundo, modulándolo al ‘
..1 imismo tiempo, y qué
es la emoción sino fundamentalmente -a la vivencia de una
relevancia? Collingwood (18) observa con mucho tino que
el que algo sea verdad nunca es irazón suficiente para ha.
blar; debe ser una verdad de algún modo importante en
! en
una situación dada, y es esta importancia lo que tratamos
de comunicar. Cuando Biihler afirma que en las lenguas
indoeuropeas la modulación de la voz no contribuye a la
función expositiva, siendo de este modo libre para la
función expresiva y apelativa (19), entonces no toma en
consideración que sólo por el énfasis de la voz queda mar-
cado tí senüdo de la oración en el lenguaje hablado. Se-
i e ono en el cual se dice algo, las cosas mentadas
quedan presentadas en una luz muy diferente. El lenguaje
escrito, que no marca la modulación de la voz ni el énfa
sis en forma directa, sólo es capaz de comunicar porque
dispone de medios para hacer resaltar lo pensado en su
relevancia y suscitar una lectura matizada.
Sapir tiene sin duda razón al señalar que la palabra
en la plenitud de su significado se mantiene libre de car
gas afectivas demasiado fijas. Pero esto ocurre no por
que ella no tuviera ninguna relación esencial con la afec
tividad, sino porque un asunto cuyo valor afectivo se da
por descontado pierde verdadera relevancia. La emoción
propia de la palabra es la de una experiencia en surgi
miento y, a la vez, la evocación de una experiencia ya
adquirida que sigue manteniendo posibilidades abiertas:
dos momentos que se sopesan mutuamente (20).
De manera muy sugestiva destacó Merleau-Ponty una
"primera capa de significación’’ inherente al habla “que
da el pensamiento como estilo, modalidad afectiva y mi-
mica existenclal”, más que como enunciado conceptual
.
(21) Esta mímica vocal señala Merleau-Ponty, es com
prendida de la manera en que comprendemos un gesto:
el significado no se infiere, sino que aparece como en
carnado en el gesto, lo que no quiere decir que es sim
plemente dado sino ‘"comprendido, es decir, retomado por
un acto del espectador’’ (22). Se trata aqui de un aspec
to básico de todo hablar por el cual el lenguaje se vincu
la con la expresividad general humana, pero que no mar
ca todavía lo especifico de la expresividad verbal.
Lo propio del lenguaje es ser una expresión articula
11
da que diferencia unidades. Como lo ha establecido de
Sattssure, la lengua es un sistema de signos diacríticos,
en el cual cada unidad significa sólo en diferencia y opo
sición con otras. Debemos agregar que el mismo valor
expresivo de los sonidos depende del sistema de oposi
ciones que vincula los sonidos entre si. Por esta razón
podemos darnos plenamente cuenta del valor expresivo
de las palabras de una lengua sólo si nos instalamos en
ella.
En cuanto el habla se diferencia y se articula foné
tica y sintácticamente, se diferencia y se articula tam
bién el mundo al cual se refiere. Desde Humboldt y es
pecialmente desde Saussure se ha señalado repetidamen
te el apoyo mutuo que se brindan la diferenciación y ar
ticulación del pensamiento y la diferenciación y articu
lación de la voz (22a). Entre la expresión emocional in
mediata, y la palabra, expresión diferenciada y cuidada,
se da la misma relación que entre la emoción y el pen
samiento. Hoelderlin equipara una vez “el entendimiento”
con el “sentimiento organizado a fondo’’.
Como voz diferencial le es esencial a la palabra
pertenecer a una actividad cuidadosa, ajustarse a una
norma. Hemos visto que la posibilidad propia del lengua
je reside en que en él la expresión misma se hace obje
tiva para el sujeto que se expresa, de tal modo que pue
de volver a retomar sus propias expresiones. Más, el ha
bla consiste esencialmente en la retoma de nuestras ex
presiones y de las significaciones instituidas en ellas. Só
lo de este modo dice la palabra algo, sólo de este modo
es ella un acto de reconocimiento.
En la medida en que podemos y debemos volver so
bre lo hablado, el habla deja sentado algo. Hay en el ha
blar una referencia objetiva, y esto quiere decir: lo di
cho se instituye como significado retomablc tanto por mi
como por cualquier otro; distingo mi acto contingente
de hablar de su significado, que aparecerá como una idea
de la cual me hago portavoz. Todo hablante pide como
Heráclito que se escuche no a él sino a la palabra en su
sentido. (Fragmento 50 Diels).
Hablando exponemos y presentamos algo, y no sólo
en el modo gramatical indicativo. El ruego o la excla
mación son en sentido propio lenguaje en cuanto tam
bién en ellos queda constancia de algo. Es bien cierto
que una exhortación no equivale al relato de un deseo;
ella no es la notificación de un hecho, sino una acción
por la cual el otro queda exigido. Pero lo exijo encomen
dándole un asunto determinado, cuya delimitación y ar
ticulación es precisamente obra del lenguaje. Por otra
parte, hay en todo hablar un requerimiento de aten
ción y una encomendación, de modalidad muy variada,
de lo que se comunica: ningún hablar deja de ser acción,
y por esta razón es posible en definitiva expresar hasta
el requerimiento más urgente en la forma gramatical In
dicativa .
Objetividad, intersubjetividad e historicidad. —
El carácter interpersonal e histórico del lenguaje y
la capacidad de volver sobre la palabra, y con ello so
bre todos nuestros actos caracterizables por medio de la
12
palabra, nos constituye, por otra parte como seres res
ponsables. Con la palabra puedo decir yo. Soy yo quien
hablo, es decir, me pongo como un ser reflexivo que se
compromete con la palabra (23), y puedo reasumir mis
actos solo en cuanto ellos se destacan en el ámbito del
lenguaje.
Husserl (24), y con toda nitidez Hoenigswald (25).
han hecho ver que la experiencia de la objetividad im
plica una intersubjetividad. Esta se da eminentemente en
el lenguaje. Una comunidad no surge sólo con la pala
bra, pero sólo en base a significados instituidos en co
mún se consagra la comunidad como validación de la ex
periencia del individuo. Ya Hegel ha señalado que sólo
porque mi palabra es comprendida por los demás surjo
como un ser auto-consciente.
Asi como en el pasaje del grito a la palabra el niño
atraviesa un periodo de experimentación vocal, existe
también una segunda cesura en el pasaje de la exclama
ción arbitraria a la palabra usada por los mayores. En
cierto momento el niño descubre, por el habla de los de
más, lo que es el lenguaje; comprende que hay que saber
hablar, que no se trata de dar a cosas y situaciones con
testaciones casuales, sino de decir lo que son, tanto en una
validez intersubjetiva como en una continuidad personal.
Nada más equivocado que pensar que esta adecua
ción interpersonal representa una renuncia a la origina
lidad creadora. No hay lenguaje hasta tanto no se ven
realidades interpretadas a la luz de significados a los
cuales se puede recurrir y que dicen la verdad acerca de
ellas. Toda originalidad del hablante consiste en descu
brir alcances y posibilidades nuevas del sentido sedimen
tado históricamente en la palabra. Aunque se trate de
una creación o invención lingüistica, ella será sentida
como acertada y válida solamente si interpreta bien el
espíritu de la lengua: el innovador presupone que será
entendido. De la relación del hablante con la lengua he-
redada valen los versos de Rilke: “La reja de la lira no
constriñe sus manos, / Y él obedece transgrediendo” (26).
Debe tenerse bien presente: Todo hablar presupone
un acuerdo lingüístico entre los hablantes, que no versa
meramente acerca del nombre que hay que dar las cosas
y acerca de los procedimientos formales de la lengua.
Cuando hablo de esta mesa no me limito a referirme por
medio de un nombre a una cierta cosa (27), sino que di
go lo que ella es — la interpreto — y es acerca de esto
que los integrantes de una comunidad lingüística están
acordes. Pero por otra parte, si hay algo a decir es
porque el acuerdo acerca de la realidad es espurio si lo
damos simplemente por sentado, si no nos encaramos con
lo nuevo e imprevisto en la experiencia que amenaza
siempre hacer caduco e inoperante el acuerdo (27a).
AI lenguaje le es esencial la dualidad de momentos-
es lengua constituida, y es habla actual. Esta distinción
establecida por de Saussure, pero que él vio más bien
como una dificultad a tener en cuenta, fue comprendida
por Gardiner (28) y por Hoenigswald (29) como la fecun
didad propia del lenguaje. El habla vive de la experien
cia histórica común, a la vez que la instituye como cons
ciente.
13
Merleau-Ponty, quien en la «‘Fenomenología de la
Percepción” no reparó en el carácter esencia < eeUa po
laridad, le da toda su importancia en su estudo Sur
la Phénomenologie du Langage”. Se trata en el habla,
por una parte, de usar los medios verbales ya significan
tes de tal modo que “susciten en el oyente el presentí
miento de una significación distinta y nueva", y por otra
parte, inversamente, de que la significación medita se
arraigue, para el hablante mismo, en la experiencia con
solidada en significaciones ya disponibles (30).
Es por esta razón, puesta en evidencia por Merleau-
Ponty que debemos afirmar la naturaleza verbal del pen
samiento. Porque el pensamiento es esencialmente esto:
una interpretación de la experiencia actual en base a la
ya adquirida, y una actualización y reinterpretación de
la “síntesis pasiva’’, del pre-concepto contenido en la pa
labra. En esta actualización encuentran un desarrollo las
anticipaciones y los interrogantes que estaban encerra
dos en el pre-concepto.
La palabra que encuentro— señala Merleau-Ponty —-
me enseña mi propio pensamiento, y me hace saber que
vacio especifico ha sido mi intención significativa, la fal
ta de qué me hizo pensar y hablar (31). La unidad de
pensamiento y palabra asi descripta no implica que el
pensamiento fuera siempre un monólogo interior. Sapir
considera — pero más bien como una forma excepcional
mente reducida de la presencia de la palabra — ‘el pen
samiento cabalgando ligeramente sobre las crgstas sumer
gidas del habla” (32). En realidad no se trata sólo de un
hablar imperceptible; tan esencial como el hablar y el
hablarse le es al pensamiento el silencio interior, en el
cual la experiencia adquiere su gravitación y su alcan
ce. Pero aún este silencio se circunscribe por la viven
cia de un “yo puedo recurrir” a la palabra, que deberá
hacerse efectivo, so pena de que el penasmiento se ex
tinga. Si decimos que el pensamiento se da encarnado en
el lenguaje, no se trata sólo de una metáfora, ya que co
mo vimos más arriba (p.6-8), con la palabra se efectúa
aquel movimiento por el cual se produce el reconoci
miento, la retoma que es el meollo del pensamiento.
El lenguaje interior, el proceso por el cual pasamos
de una intención significativa general e indefinida a una
expresión determinada, coincide con el proceso por el
cual el mundo se organiza. y se articula, y en tanto se
comprende el acercamiento que realiza Merleau-Ponty
entre el concepto neurológico del lenguaje interior y la
idea de una “forma interior del lenguaje” de Humboldt
(ver p.3) Ambos conceptos tienen en vista el proceso de
determinación del pensamiento y de la expresión: el pri
mero en el plano del habla individual, el segundo en el
plano de la lengua de un pueblo.
La puesta de relieve de la motricidad expresiva no
disminuye, sin embargo, la importancia del aspecto audi
tivo - receptivo del lenguaje. Asi como el oyente escu
cha, tan pronto como se despierta en él su capacidad ex
presiva, asi el hablante se expresa atendiendo a la palabra
que se le ofrece y que pronuncia, con el oido puesto en
ella, o más exactamente, en su norma.
NOTAS Y REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
15
(22) a.) Véase F. de Saussurre, Cours de Linguistique Ge
nérale, Payot, París, 1949, 1940, p.155 sig.
(23) Cf. Hegel Phénomenologie de L'Esprit, trad. Hyppo-
llte Aubier t, 2, p.69.
(24) Cf. Husserl, Cartesianische Meditationen, par. 55.
(25) La obra de Hoenigswald, Philosophie und Sprache,
Basilea, 1937, está dedicada al estudio de la obje
tividad intersubjetlva propia del lenguaje, Cf. tam
bién Hegel op. cit.t.2, p.71.
(26) “Der Leier Gitter zwaengt ihm nicht die Haende. /
Und er gehorcht, indem ueberschreitet.” Sonette
an Orpheus, 1.5.
(27) Los nombres comunes no pueden ser pensados de
ningún modo según el modelo de los nombres pro
pios. El niño entiende los nombres propios prime
ro como comunes, y en general, podemos dar un
nombre propio solamente a un ente ya caracteri
zado por un nombre común. Véase al respecto E.
Coseriu, El plural de los nombres propios, en Re
vista Brasileira de Filología, Vol. I, t.I.
(27a) Véanse al respecto las consideraciones de Merleau-
Ponty en Sur la Phenomenologie du Langage, reim
preso en Signes, Gallimard, 1960, p. 119-120.
(28) Gardiner, The Theory of Speech and Language, 2a.
ed. Oxford, 1951 par. 29-49.
(29) Hoenigswald, Grundfragen der Erkenntnistheorie,
Mohr, Tiibingcn, 1931 p.115: “El lenguaje... es al
mismo tiempo ergon y energeia (obra y actividad),
más exactamente es la expresión de la posibilidad
de esta simultaneidad”.
(30) Cf. Signes, p.113.
(31) Ibid, p.113.
(32) Sapir, op.cit. p.23—24.
17
dO n
FRANCISCO ESPINOLA
Un grueso contingente policial, al man
do del Cimarrón, ha puesto sitio a la
casa del finado Peludo para apoderarse
de la Mulita, su sobrina, y de un joven
Aperiá. El Comisario Tigre — todos los
personajes son tomados de las fábulas
nativas — proyecta matarla, con el pre
texto de que se resistió a la autoridad,
y quedarse con la herencia. El Sargen
to Cimarrón, que no hace más que men
tir hazañas, es, en el fondo muy bueno
y capaz, por counpasión, de convertirse
en héroe estupendo. Sigilosamente, una
noche ha mandado a su único creyente
y admirador, el Asistente Macá, a ente
rar a Don Juan, que matrerea en el
Imonte con un grupo de parciales, de su
decisión de, si le llega su refuerzo, su
blevarse y hacer frente a sus propios
subordinados. Mientras tanto, tres vie
jos inservibles, que quisieron plegarse
a Don Juan y a los cuales, para zafar
se del estorbo, convenció de que debian
permanecer en el pago hasta nueva or
den, no aguantaron más en sus ansias
rebeldes y a incorporarse marchan al
monte por su cuenta, y a comportarse
más tarde, sin eficacia y con espléndi
da grandeza.
18
Más o menos a las cinco de la mañana, un rosillo,
un bayo y un malacara ensillados se espantaban a cola
zos las primeras moscas bajo la enramada de una pobla
ción próxima al vado del caudaloso arroyo al que se ha
dado en llamar el Sauce Chico. Boleadoras, lazo, reple
tas maletas dejaban ver las monturas. De la barriga del
malacara, sujeta a la cincha, pendía pequeña pava como
carbón. Las cabalgaduras, de reojo, observaban el Ir y
venir de herrumbrienta medialuna, por acción de la cual,
la figura para ellos habitual del viejo Lechuzón que la
enarbolaba, estaba creándoles un interés bastante pun
zante. Este asombroso empacado escudriñaba sin cesar
el ruedo del horizonte. El, su compadre Chimango y su
compadre Carancho, habían partido la noche anterior
alarmados por la noticia llegada a “La Flor del Día”, de
que la autoridad tenía sitiada la casa del finado Pelu
do con el propósito de apresar a la pobre Mulita, su so
brina. Se les hizo imposible a los tres entonces, aguar
dar más la orden de don Juan para alzar el poncho, ya
que sin precisarse bien por qué razones, ellos considera
ron que el viento se les ponía de la puerta y que la si
tuación iba a hacérseles insostenible cada vez más. Era
necesario, pues, incorporarse de inmediato a los matre
ros. rornada la resolución allí mismo, en la pulpería, el
trío fué eclipsándose, para salir en procura de sus pil
chas y de sus armas de guerra. Bastante pasada la media
noche, ya estaban concentrados en el rancho del Caran
cho. Este había esperado inquieto a sus compadres. A
Jas barras del día tendrían que hallarse muy lejos del
pago, en su exclusivo pensar, claro, vuelto de golpe un
hormiguero de peligros para ellos. Antes de decidirse a
cerrar todo, el dueño de casa les hizo a aparceros y a
caballos, por suerte, revisación muy minuciosa. Al fre
no del malacara del Chimango le cambió lina rienda,
porque la que traía presentó al examen tres añadidos in
seguros. Ciñó fuertemente con alambre el astil, que es
taba astillado, de la lanza del Lechuzón. Volcó el agua
de una pavita para llevarla consigo, pues los otros olvi
daron ese precioso detalle; y tomar mate en rueda gran
de es como no tomar, casi, casi. Aguja e hilo, lezHa y
lonjas para tientos y remiendos, tampoco habían traído.
Se debió incorporarlos a una de las maletas. Las fláci-
das alforjas del viejo Lechuzón, las más desprovistas __
y no por imprevisor —, engrosaron, asimismo con una
muda de ropa todavía bastante en buen estado, y con un
/ resto de yerba, y fariña y las dos galletas que quedaban
en la casa. Faltó la sal, mas ni se preocuparon por eso.
Si entre los del monte no la encontraban, bastaría con
revolcar el asado en las cenizas como, antes, se hacia
siempre. Con sólo dos trabucos, arma de fuego para don
Lechuzón no hubo. Pero eso fué lo de menos. Porque
dias antes el mundo había ido a buscar su prenda a la
tapera de las Garzas Rosadas, y allí cada cual la encon
trón tal como don Juan lo prometiera la mañana de la
requisa en la pulpería. (1). De vuelta el Aperiá coimero
(1) En la pulpería don Juan el Zorro ha desarmado
a una “partida” mandada por el propio Comisario Tigre.
Ha quitado también a los parroquianos las suyas para que,
al retirarse con sus parciales, ellas no fueran utilizadas
por los soldados. Los "últimos modelos’’ policiales los lle
varon ellos. Las armas del vecindario don Juan anunció
que, en el trayecto hacia el monte, las dejarían en la por
muchas razones famosa tapera de las Garzas Rosadas.
19
<le recoger su Lafoucheux, ¿no había dicho, acaso. En
tre las raíces del ombú quedó su trabuco, don Lechuzón,
que parece estar mandando: “Manos arriba! .
Puestos los ponchos, con cuidado extinguió a chorros
de agua las brasas del fogón, el propietario; colocó sus
respectivas trancas a puertas y ventanillos (a la puerta
de la cocina, por la que salieron apagando el fétido can
dil, la aseguró desde afuera mediante su correa trenzada)
v, recibiendo de lleno las estrellas, los tres compadres cía
.varón en tierra sus lanzas y muy resueltos se dirigieron a
la enramada; el Lechuzón como con zancos al apoyarse
cauteloso en los talones. Por eso, a los largos, largos rás
eos de espuelas de los otros, él iba encimándoles secos
golpes de platillos. En la penumbra del cobertizo carga
ron las maletas, desmanearon. Pero, en seguida, la semi-
claridad se posó otra vez sobre ellos, pues aparecieron
al punto con los caballos de la rienda, hacia las lanzas.
Montaron, las arrancaron del suelo para-empuñarlas
arrogantes, y ya la morada quedó a sus espaldas, dis
tanciándose y desvaneciéndose. Trotaban casi reca'do con
recado los tres, cuando el Carancho contuvo e hizo ca
racolear su malacara, se descubrió y:
¡Bueno, señores! — anunció —¿ desde este momento
estamos fuera de la ley!
Solemnes, cambiando de mano el astil para librar la
derecha, los otros dos ancianos elevaron sus sombreros.
Y al cabo de un instante de inmovilidad, en medio de la
ancha expectación del campo, encasquetaron con rude
za, cimbrearon sus lanzas y picaron espuelas entre revo
lidos de los ponchos, tras el viejo Carancho convertido
en jefe. Porque habrá de saberse que el bayo y el ro
sillo, en vez de seguir en la misma línea, como hasta en
tonces, dejaron adelantarse medio cuerpo al malacara.
Bien pronto recobrado el trote, ante veloces nubes
que taparon estrellas de medio cielo, asi se alejaban del
trágico pago los airados; así: el regatón de la lanza ha
llando cuja en el pie; bien asomada al contorno del gru
po aquella calma que un chasquido, quién sabe qué brus
co estremecimiento a ras del suelo hacían más sensible,
todavía. Brillaban acá y allá los yuyos húmedos; pero
se apagaban al instante como si jamás, jamás hubieran
hecho a nadie señas desde lo obscuro. De súbito, un vaho
de entristecedor aliento les soplaba las caras a los insu
rrectos. Y habría sido inútil el intento de dar con su
causante, pues al momento todo quedaba igual que si lo
que era aire, fuera vidrio. ¿Quién podría averiguar qué
causó un evidente brujir, si allí, eso, eso duraba un par
padeo y otra vez aparecía el silencio macizo? En ocasio.
nes, algo les arañaban los ponchos, cuando no era en las
traseras maletas que se oian los rasguños; estos, allí, los
más agudos. Impávidos, impávidos hacia su destino los
compadres Carancho, Chimango y Lechuzón ¡como se
abrian paso a través de semejante mundo algodonoso, de
asordado recogimiento! ¡Y qué prodigiosos los tres sin
embargo, por obra de su incesante trote, al permitir que
volvieran a ser un momento lo que son a una isleta de
espinillos, al ombú de la vivienda sin luz que el horizon
te (lo único activo del campo a esa hora) fue dejando
asomar en su avance sin tregua y expuso luego muy
francamente a un costado del pasar de los incontenibles
aparceros, para bien pronto interceptarlos con infalible
precisión!
Los blancores de pétreos desparramos, bastante lejos
ya de la primer cañada; la agachada sombra de las cha
cas sin fin; el fresco de los bajías, que se entreabría a
la llegada de los jinetes; el áspero vislumbre de un pan
tano y. más adelante, la tan sumisa entrega de los char
cos a sostener el peso del cielo; todo, todo iba acusando,
de algún raro modo, muy intenso influjo al ellos atrave
sar. ¡an poca cosa, al parecer, los tres viejos compadres,
siempre trotando y en medio siempre de la noche inmen.
sa, y eran ellos, sin embargo, no habia duda, ¡ellos eran
los de la acción extraña! Porque el limite, los relieves,
las coloraciones, el sosiego mismo, los destellos y el ru
mor y los hálitos, sólo cuando quedaban dentro del es
pacio móvil con que el horizonte circuía a los viajeros,
recién entonces podían readquirir su natural y librarse
por instantes del callado poder so el que se anegaban.
No ocurría ese trueque ni antes ni después. Cuadras al
frente, cuadras, también, a diestra y siniestra del triple
trote, si, por un tris, por un instante, si, la sombra ate
nuaba algo de su hechizo o de su sofocación, no más, del
mundo, al ellos acercarse. Y era cruzar las lanzas, aquel
ondear de ponchos, el apagado repiqueteo de los cascos,
impertérritos, y vuelta otra vez a la abrumada entrega,
a a confusión igualadora, a la común suspensión; al co
mo asirse de ese algo que no se sabe qué es, y que deja
apenas, apenas una vagarosa memoria suva cuando aso
ma la luz y es ya otro día.
A fin de no quedar también atrás del compadre Chi
mango, con el costado del talón — por no dar espuela —-,
debía incitar sin tregua el mal montado Lechuzón.
—¡Usté va a ver! — alentó el Carancho en una de
sus tornadas de cabeza. —¡Flor de pingo le vamos a agen
ciar en el monte! ¡Allí don Juan debe tener rejuntada ya
una caballada!
Como chicotazo a lo oscuro resultó la promesa. Con
mucho disimulo, el Lechuzón espoleó, entonces, sí, y de
fendió:
—¡A mi rosillo no lo cambio por el oro del mundo!
Viene medio tristón, pero es un animal noble. Tiene una
atropellada, mire... que...
21
cales, cañadas tomaban paulatina consistencia, se acer
caban a los trotantes con la intención de dárseles a co
nocer en lo que realmente eran, y se quedaban atras de
los imperturbables y sumergíanse en la vaguedad que de-
un prolongado soplo les apagaba sin remedio los con-
tornos.
¡Ah, qué luna tan potente, ya! Las ecuestres sombras,
del Carancho, del Chimango y del Lechuzón, ¡era de ver
se!, hasta de lanza marchaban ahora, al costado de ellos
mismos, refregándose con el suelo. Y, arriba, por el aire
ya más diáfano, no dos de las moharras — porque éstas
venían muy herrumbrientas —, mas la tercia, si, la del
Carancho, se adelantaba espejeando hecha cuarto crecien
te; aunque con impostura muy, muy sin suerte, porque
en todo lo que el horizonte, también al trotar iba abar
cando, no habría podido conseguirse a aquellas horas si
quiera un ojo, un solo ojo que advirtiera esta segunda lu
na a campo traviesa, rehilando a tan poca altura de los
pastos. De existir una pupila alli, su mirar tomaría por
ilusión la consistencia de lo terrestre, aquella noche. Y,
así, para la distante visión asombrada que pudiera haber
habido, el jefe y sus emponchados subalternos serian
otros tantos nubarrones, a lo sumo. Tal vez aquella mi
rada, en ese otro ciclo bajo, creería asimismo distinguir
a ratos una estrella acompañante, y luego otra y otra,
hasta tres, ¡y no más!, cuando, pasada de trotante a tro
tante la tabaquera bien repleta del Carancho, muy tie
sos, y siempre mudos, se entregaban a su vicio los com
padres. Y, ¿por qué no con dicha?, en fija que dejaría
subir y bajar y subir... la vista de una luna a otra lu
na, aquel mirón. Hasta que, embelesado en ese juego,
lo sorprendería de golpe el gran desconsuelo de sentirse
solitario ante el prodigio; de advertir que no podría con
tar ya con quien atestiguarse, y tendría, por eso, que ca
llar toda la vida. Porque habrá de saberse que, triste
mente, sin precisarse cómo, en la altura y abajo obraron
a la vez cúmulos de ceniza, o densos humos, o tintas más
que negras. Y como sopladas se apagaron las dos lunas
en lo mejor de su lucir. Entonces, una desconfianza des
quiciante cayó de tal manera sobre todo, que las cabal
gaduras abatieron sus testas casi hasta meterlas entre
los cascos para acercar al suelo la mirada; el trotar se
hizo receloso, y cualquier cauce de morondanga ya pro
vocaba sentadas en los garrones y hasta obligó al caute
loso incitar de la espuela.
Fué casi a tientas entre las raíces del memorable om-
bú de la tapera de las Garzas Rosadas (aquellas que ha
bían sido ocho, ¡y lindas!, y que, cuando el asalto ale
voso, salvaron sus vidas todas, pero a poco comprobaron
que estaban gruesas las ocho); fué a lo ciego que el Le
chuzón se empeñó en hacerse de su trabuco.
El Chimango y el Carancho también habian echado
pie a tierra, pensando que el hallazgo no sería tan asi
como asi. El sitio les acentuó a los tres la gravedad. El
silencio se les hizo necesario...
Todavía quedaba aígo del brocal del pozo. Una pa
red del rancho estaba casi enterita. Apenas si, en trechos,
le faltaban las últimas camadas de terrones. La pobla-
rión se habría conservado bastante bien, aun, si puertas,
si ventanas, si el lecho no hubieran sido retirados para
aprovecharlos en la ampliación de la vivienda, distante
una legua escasa, del cuñado del finado (que ahora, a su
vez. ya no era cuñado ni nada de nadie porque también
fue muerto en una alegación). Ahora, el yuyal, que pri
mero ocupó sólo el patio, lo había invadido todo. Y plan
tas, lluvias, alimañas apresuraron la destrucción.
—iQué cosa, amigo! ¡Era una población superior!
Volvía el “chifle’’ a sufrir otra merma cuando el Le
chuzón apareció, iluminados los ojos, quitando a su ar
ma con el extremo del poncho los brillos del rocío.
—¡Con ésta, soy un presidente!
En efecto: a un dedo de la boca, el taco se mantenía
firme; dentro, bien apretados, tornillos, clavos, piedras
aguardaban el envión del estampido que al fin los hicie.
ra irrumpir en desparramo carnicero.
—¿Estamos, señores?
—Estamos.
¡A caballo!
Se escuchó el sordo golpetear, otra vez, de los vasos
del delantero indiferente. Con insólita arrogancia, muy
sentado en su adormilado matalote, no talón, nazarenas
aplicó el Lechuzón, al tiempo que contenia, enérgico, de
las riendas. Bruscamente, entonces, el rosillo pareció ha
ber desandado en su existencia diez años, por lo menos.
Menuditos los pasos, tan pronto presentábales la derecha
como la izquierda de su jinete a las ancas (donde el ro.
¡dio enfriaba en seguida el resudor) del bayo y del ma
lacara .
Y estaba obscuro, mismo, cuando se presentó el cuar
to o el tercero de los chilcales grandes. Inmóviles los
hombros, el Carancho tornaba como con gozne la cabeza,
y apenas si distinguía a los que le precedían, pues ellos,
ahora de uno en fondo, conservaban cautelosos varias
varas de distancia para evitar asi el encontronazo de la
detención intempestiva o del tropezón a ciegas. Pero el
apagado dar de los cascos no se contenia ni por asomo,
aunque, ahora, ya no era sólo eso lo que al silencio iba
hendiendo en la invisible inmensidad. Aquí y después,
incorporábanseles en su trayecto los rumores del llevar
se chilcas con el encuentro y, si al trote restablecía al
punto su regulación, muy pronto lo acompañaban rayo
nes del crujir de tantas ramillas tronchadas. Resopla acá
el rosillo, los ojos volcados sobre el suelo. Su jinete lo
sofrena. Sintieron el imperio de las riendas también el
bayo y el malacara. Y, otra vez, muy campantes todos,
(salvando matorrales con un.salto, de súbito para caer
de nuevo en el vago redoble), y más y más los arañazos
de uñas a lo obscuro, cuando no alguna fria aspereza de
crespón, al mojar con su cosquilla el rostro siempre, siem
pre impasible de los caballeros.
( Ya habían conseguido atravesar toda la noche. El in
cesante trotar estaba hollando ya las puntas de la maña,
na. Al tiempo que en los bajos una tenue cerrazón se
arremolineaba como no sabiendo para donde agarrar, al
go imposible de ver se agitaba hacia ratos en incesantes
idas y venidas, despertando las cosas, dando avisos ra
diantes. Era invisible, pero marcaba patente su presen
cia en el cambio que operaba al solo cruce de su vuelo.
Asomábanse brillos. Un fulgor se tornasolaba, y ya otros y
otros aparecían, a lo grillo entre los pastos. Brotaban los
colores, se derramaban sobre sus cosas. A cierto tala, em
pacado entre su enredo de espinas, por ejemplo, se le abrió
sin querer como un tenue rosado. Era aquello igual a
un desentumecimiento general. General y, en cada cual,
con una sonrisa, a lo que parecía. Entre los ceibales de
la izquierda (que sostenían aún algunos purpúreos flo-
23
roñes de raso), por las islas de espinillos, del talar aso
mado en la dirección opuesta, entre las piedras, a reci
bir a los tres altaneros sublevados acudía una de trinos
que, sin resignarse a perder a tan arrogantes lanceros,
los seguían, estirándose en todo lo que daban, hasta em
palmar con las modulaciones a su vez salidas a aquel en
cuentro desde los boscosos apostaderos de más adelante-
Y estos nuevos arpegios tomaban la posta, seguían un tre
cho a los tres indiferentes compadres, pasaban de largo
por el ramaje donde, dele que dele al garganteo, estaban
parados sus mismísimos músicos, dejaban a estos atrás,
y no volvían sin antes hallar otro coro qpe se hiciera
cargo de aquel emponchado que a la larga evidenciaba ser
un jefe, y de su imperturbable escolta. Y asi, por tiempo.
Desde hacia ratos, pues, los ancianos, tiesos como pa
los, adelantaban en la pradera bajo un gorjeante palio
I¥>r encima del cual, activisimamente, la cúpula verda
dera, la del cielo, requiriendo cuanto color imaginar
se pueda, preparaba su inminente luz mejor, la bien do
rada. A la espera de, en un solo haz, hacerse al fin esa
luz de gloria, estaban ya dispuestas vetas de azul acom
pañadas de sus celestes, azafranes, también, ya, y cier
tos esmeraldas, y algún violeta ciaron. Y, asimismo,
unos carmesíes, unos granates, unos escarlatas... que no
tuvieron nunca ningún clavel ni ningún malvón de pa
tio alguno.
El frío intenso de la evaporación del rocio, al ven
cer la tenaz resistencia de ponchos y chaquetas, les hizo
soltar la lengua a los herméticos. Y por allí, entre par
cos comentarios, a ellos les empezó también el recobrar
se. Pudieron asi los ojos reparar en lo que se les en
frentaba. Cualquier desvio, y ya, siempre de punta a
punta del horizonte, el arroyo se les enseñaba en sus
cabrilleos, acá y allá sofocados por los bosquecillos cria
dos a sus expensas. Quieras que no, en esa dirección, a
la izquierda, entonces, el mirar se iba solito por la pra
dera que, era un plato tras el cauce, hasta dar con la
franja del estero y con la otra, delgada y más obscura,
del monte sin fin, donde reinaba la libertad completa por
que “la autoridad” no consiguió nunca allegarse alli a
hacer baza. A la otra mano de los viajeros, el vasto es
pacio cortado por los pequeños cerros se salpicaba de
montes, de rebaños, de chilcales y de grupos de ombúes
junto a los cuales, aunque no se distinguiera, se asentaba
una vivienda ya de terrón, ya de pared de piedra. Asi,
la estancia del Venado, la de la viuda del brasilero...
Allá, mas lejas, todavía, al pie de las sierras (un punto
borroso, apenas, ¡parece mentira!, pata representar, no
sólo los ombúes, sino los paraísos, las casuarinas, el mon
te de perales y la población y las galpones) alli el estar
blccimiento del hermano del Coronel. Y al frente de l<p
tres lanceros, cada vez, cada vez más cerca, pues no hi
bía tregua para las cabalgaduras jabonosas de sudor, fi
el distinguir, primero, entre sus ombúes, la antigua con
trucción. a medias derruida, que era la meta; después,
poco andar, la aparición de la manguera de piedra y i
corral de palo a pique, haciendo espalda a un vasto mu
ro verde que, al cabo de unas curjitas cuadras de trotar
resultó añosa arboleda de frutales...
Y ya dejamos a un lado el alambre en el suelo, la
tas. la cabeza de yacaré de una bota reseca, vidrios. Yi
estamos en el playo de las casas. Los caballos ¡por fij
al paso!, en dirección al palenque de la enramada. Y ere
24
yendo verse ver-ir otra vez la guerra, la casera, una chan-
que soltó su escoba de chilcas desde lucientes
un jazminero moteado todo de blanco, para sa-
aspavientos al encuentro de los lanceros.
un pañuelo negro, de negra bata, de po
la negra reconoció a los aparecidos. Pero
se atenuó sino a medias, a pesar de que-
en seguida de que sólo se trataba de alza-
. Serenidad le renació, apenas, para
pañolón y dar algún palmoteo a las abollo-
de luto.
le va, señora?
le va, señora?
le va, señora?
i
25
Sólo sabía, a la legua se dio cuenta, que el comisario H-
gre estaba con la sangre en el ojo. Y les reveló que ué
dominándose mucho como él cumplió en algún algo
con su deber y le dio cuenta del asunto en cuya averi
guación la anciana acudía.
Pronto, a una orden del Carancho, el Lechuzón re
aparecía en el patio. Se oyó en tres ocasiones el chirriar
de la cadena del pozo. Andaba baldeando agua a las ca
balgaduras por no bajar al paso del arroyo. Viendo y
oyendo beber a su rosillo, el primero en ser atendi
do, se le acentuaron las ganas de mate. Pero una vez
satisfecha la caballada, retomó su lanza con resignada
disciplina y comenzó a pasearse y a avizorar la llanura.
Le pesaban los años al de guardia. Parecía como que es
tos se le corrían con el poncho para el lado <pie afirma
ba la bota de potro y le hacían aflojar la pierna.
Adentro, entre cimarrón y cimarrón, el viejo Caran
cho sentíase con dureza defraudado. Llegó en la fija de
que don Juan se había detenido allí icn su paso para el
monte, y hasta pensó que estuviera utilizando a la vieja
como espía. Sábese que quien se halla mal con la auto
ridad” cuenta en seguida al vecindario como aliado de
firme; pero es que, además, la Chancha Negra era muy
de la relación de don Juan y de su primo. Hasta no hu
biera causado estrañeza al Carancho hallar allí a algu
no de los matreros, apostado de avanzada.
—Pues entonces... — y tenia fruncido el ceño —,
pues entonces nos hemos quedado. ¡Buenas noches!
-t-Si, señor. Lo que le dije es la purita verdá. Los
que pasaron aquella madrugada, parece que se los hubiera
tragado el monte. ¡Y' los demás, les aseguro... no pa
saron !
Al decir estas imprudentes palabras, la vieja lanzó
una mirada inquisidora a su interlocutor, echándose pa
ra si unos ajos, asimismo. Pero el jefe parecía tener el
marote encerrado en un botijo. Ella, entonces, dejó quie
ta la lengua infidente y, como el Chimango cebaba ahora
el mate, se puso a deshacer tizones para aumentar el bra-
serio.
El Carancho no contaba con aquella pared que se le
había plantado delante de sus esperanzas. Más que la no
che obscura reinábale en la mente. Su imaginación es
taba como con manea. Sacó los avíos de fumar para re
cobrarse.
—¿Pita, doña?
—Se agradece, señor. No pito.
El Carancho sufrió otro desacomodo. Recordó que al
entrar a la cocina lo había recibido un fuerte olor a ta
baco negro.
--¿Quién había fumado allí, momentos antes, si no era
la vieja? — se preguntaba liando su cigarro.
La Chancha Negra advirtió el gesto de contrariedad
que siguió a su negativa. También inquieta, expuso su
mejor aire de candidez y aclaró:
—No es por despreciar: Sabrá que, a veces, don, fu
mo. Pero por obligación. ¡Como reciencilo! M’hijo, que
está de peón en lo del hermano del Coronel, me deja ta
baco, siempre, ¿sabe? Para cuando le duelen los oídos
a mi nieto. Y en la puerta, como adrede, de chiripacito
de. luto surgió un chanchito negro, con cara de recién
levantado, y descalzo.
I amaña sentada dió el aparecido al ver a los liués-
pedes. Después, haciendo una gambeta, corrió a formar
se biombo con su abuela.
—¡Es bastardito, señor!... ¡Y huérfano! — aprove
chó la vieja para, por esa vía, desviar lo más lejos po
sible la atención del Carancho. — Al pobrecito se le han
encimado los lutos. Es hijo de una finada hija mía y del
finado dueño de la quesería, que murió falto, la semana
pasada. No sé si habrán oido decir... Porque estoy te
niendo el palpite de que, adrede, a esa muerte no se le
ha dado propalación . (1) .
27
ba, el finado tenía el mal declarado hacía tres meses, por
lo menos. Desde que se mandó al pueblo a hacerse el
poncho.
Los dos viejos matreros miráronse entre meneos de
cabeza. Pero nada dijeron. Eran torio oídos, el pescuezo
bacía adelante, tanto por prestarlos más como para mejor
apreciar la prenda que a dos manos insistía en presen
tarles su interlocutora.
—Me contó que el finado empezó hace unos meses
con la cosa de que, como oriental que él era, quería an
dar con poncho del color de su bandera. Y que igual te
nían que hacer los argentinos, los paraguayos, los chile
nos, también, y los brasileros. Y que el que fuera más
lindo, ganaba... ¡Francamente, yo a eso no le hallo que
sea estar inal de la cabeza!
El Chimango estiró más el cogote. Pero el viejo Ca
rancho, que inclinado sobre el mate lo sorbía sin dejar
de mirar los restos del poncho ya doblado con engorre
por la anciana, levantó vivamente la cabeza.
—¡Valiente! — exclamó —. ¡Es una idea como cual
quier otra! ¡Eso seria bonito! ¡Y nuestra bandera triun
fa! I.a única, la uniquita que medio le podría hacer fuer
za... es la argentina...
Una voz, la del Chimango, tranquilizó:
—¡Pero qué le va a hacer sin sol!
—¡Y con sólo tres listas! — desdeñó la vieja.
Con profundo menosprecio, el Carancho alzó los hom
bros. Y estos no volvieron a bajar porque, rucamente, él
subióles todo el cuerpo, en seguida, al ponerse de pie,
trabuco en mano. Había oído aproximarse gran chasqui
do de espuelas y, con el de las suyas, abandonando la
cocina le salió al encuentro.
—¡Viene uno, compadre! ¡Viene como con rumbo al
paso! — anunció el Lechuzón.
La lanza del centinela descendió en horizontal, seña-
ladora. Un trabuco recién llegado se elevó, a su vez, bus
cando en la misma dirección, y otro trabuco, aparecido
de la cocina tras el del jefe, se puso también en línea
y recorrió el horizonte para ubicar la causa alarmante.
Sobre la expectación de sucesiones de colinas (ver
des todas menos la coronada de pedregales, asimismo en
derrame por su falda), casi identificándose con el granel
de talas y coronillas; a la izquierda y no lejos de un om-
bú situado como puntal entre el cielo y la tierra, aquello
era un punto, nada más. Pero un punto que se movía,
avanzante!
—¡Allá viene la novedá!
Bajó su trabuco al decir esto, el Carancho. Frunci
do el entrecejo, fue abatiendo el suyo el Chimango. A las
azules alturas la pica del Lechuzón orientó su medialuna.
Y luego de un instante en que parecieron vueltos piedra,
los fres viejos dieron con lanzas, trabucos y sombreros
en tierra, para poder quitarse los ponchos, como presas
de la fiebre. Después, a una orden del Carancho, reco
gieron las armas, se dispersaron en remolino. Uno atro
pelló al palenque, otro se guareció bajo el ombú, el ter
cero buscó la pared más próxima. Era para apoyarse en
algo y quitarse, de pasada, las espuelas...
¡Parece mentira!, tan, tan útiles ellas estando a ca
ballo y cómo son de funestas, sin embargo, cuando ante
un cuchillo o frente al sable que se viene buscando car
ne, trábanse en el pasto o se enredan en el chiripá, o si,
2»
-cculando de apuro, hincase en tierra algún pico de so
estrella!...
—¡Haga el favor, guárdenos las prendas, doña!
La Chancha Negra, que en el umbral observaba es
tupefacta, acudió dejando al pequeño sin el resguardo de
sus faldas. Y al regresar cargada con los tres pares de
espuelas y los ponchos, y trabándose en el nieto, ya el
Carancho adoptaba urgentes disposiciones.
Diligentes, sus subordinados se evaporaron. El Le
chuzón, muy agachado, abatiendo la lanza, consiguió me
ter los caballos en el galponcito y ganó las chilcas. El
Chimango buscó hacia su derecha, hacía la manguera.
Observó la maniobra, el jefe. Luego, tomó posición tras
el brocal del pozo, pegado a] pecho el trabuco.
Una calma sobrecogedora se impuso en el patio. Le
sintió el efecto, sin duda, el chingólo que iba a posarse
sobre el jazminero. Porque, ya estiradas sus patitas, las
plegó otra vez y salió hecho pedrada hacia la llanura.
Se había cerrado la puerta de la cocina. Por detrás
se le deslizó en seguida muy gruesa aldaba. Pero la tran-
cadora, luego de dar vuelta en un santiamén el asado,
se acercó con sigilo al ventanillo opuesto, el que daba al
campo, y lo entreabrió justo el ancho del ojo...
El punto aquel, fautor de la conmoción, se había con
vertido ya en un jinete que avanzaba a tranquilo galope.
—Poncho no trae... ¡ni sombrero! Aunque algo en
la cabeza tiene— — se decía la vieja Chancha.
Sin despegarse de la dorada rendija, con un sopapo
contuvo el empuje del bastardito trepado en un banco y
empeñado en mirar también él, sin saber qué.
En el patio, el Carancho se mantenía en cuclillas, me
dia cara asomada a un lado del brocal que le servía de
resguardo. A su vista — más avezada que la mirada de
la cocina — no escapó el fulgor, en delgada linea, en
cendido de cuando en cuando al costado izquierdo del ca
ballero.
—¡Militar! — exclamó. Viene de espada y de que
pis. Bombero, en fija. Ya nos han salido en persecu
ción... ¿Pero asunto de qué viene en pelo?
Esta comprobación sumió al observador en un agi
tado mar de conjeturas'. Mas como al que a tumbos entre
las olas lo agarran y lo suben chorreando al bote, asi
perdiendo suposiciones de todo calibre, quedó afirmado
en una certeza, medio a los balanceos, no muy rotunda.
—¡Ahá! De espada y en pelo! I El gobierno debe de
haber hecho una leva! Y se le concentró tal mundo de
gente, que no alcanzaron los recados, salta a la vista.
El viejo Carancho aguardó. Y en el preciso momen
to en que el jinete desaparecía hasta la cabeza tras la
inmediata colina, se adelantó muy agachado, corriendo,
hacia el camino, y se apostó entre un matorral de chil
cas amartillando el trabuco. La mirada de la Chancha
vieja quedó pendiente de aquella inmovilidad.
Ahora, sobre la cuchilla, apareció un quepis. En se
guida, una chaquetilla militar, equina cabeza, muy rojas
bombachas. Luego, la ecuestre figura ya completa tomó
cuesta abajo.
—¡Pah! ¡No hay cómo errarle’ — exclamaba la due
ña de casa —. ¡Me lo fulmina’ ¡Porque le va a pasar ren
te con el caballo! ¡Hecho regadera va a quedar el po-
brecito ’
Entreabrió más la ventanita. Y a influjos de una sú
bita claridad que se le hizo en la mente:
29
—¡No hay nada que hacerle! ¡Estos son de don Juan,
no más! — se dijo tapándose los oídos.
No oyó, pues, el ¡Alto! que chasqueó junto al cami
no. Vio, si, la brusca frenada. Y el meneo de gallina
clueca que hubo en las chilcas para dar trabajoso paso
al Carancho, avanzante atrás de su trabuco, hacia el ji
nete.
—¡El soldado Macá! ¡El asistente del sargento Cima
rrón! ¡El asistente!
Ante este descubrimiento, la Chancha abrió, no más,
de par en par el ventanillo y se asomó ansiosa no sólo
de ver sino de no perder palabra, también.
A pesar del aire con que se le venia el del trabuco,
el miliciano, reconociéndolo, cambió su súbita zozobra
por una sonrisa indulgente. Ex profeso, en ostensibles
reojos, lanzaba significativas miradas sobre sus bomba
chas rojas y sobre su espada, para que el otro las advir
tiera de una vez. Para que también reparara en su que
pis, le hizo una venia solemne.
—¡Buen dia, don Carancho! ¿No me conoce?
—No, señor. Yo, ahora, no conozco a nadie.
—¡Pero don Carancho...!
—¡Usté está preso!, ¡Eche pie a tierra y dígame de
dónde viene y cuál es su destino!
—¡Pero, hágame el favor! ¿Cómo voy a estar preso
yo, don. si soy policía? — exclamaba con ojazos de asom
bro el Macá.
—¡No le hace! ¡Yo de estos casos he visto muchos!
¿No ve que nosotros andamos sublevados?
—¿Pero cómo? ¿Hay guerra desde cuándo?
Cual si sintiese que le estuvieran empujando el que
pis desde adentro, ahora se lo sujetaba a cada instante,
el Macacito.
—No es guerra, señor. Es un desacato desde que el
mundo e; mundo liay en los pagos... ¡Pero usté se me
baja en seguida, que no me va a sacar más explicacio
nes!
Con fastidio el Carancho había advertido que esta
ba locuaz en demasía. Ante el tono de imperio, el Ma
cá descabalgó y quedó con el caballo de la rienda, es
cuchando otra vez. Porque el Carancho, al ver lo dili
gente del descenso, a pesar de su reflexión consideró ca
balleresco no extremar el rigor y aclarar las dudas.
—No hay guerra, ni nada, oigaló. Pero don Juan es.
tá perseguido por la autoridá, nosotros hemos tomado su
partido, y listé es prisionero de nosotros.
—¡Pah! ¿Entonces ustedes son de la gente de él? —
pregunto a un mismo tiempo con asombro y desconfianza.
—Todavía no nos hemos incorporado; pero puede dar
nos, no mas, ese nombre. ¡Entregue las armas!
Y al ver que el Macá iba a obedecer, el viejo Ca
rancho, receloso, modificó la orden.
—¡Deje esa mano quieta!
El mismo retiró la pistola. Lo que no tocó fué una
manea que pendía al lado de la canana. Preguntábase
donde pucha el miliciano habia dejado su recado, cuan
do aparecieron el Chimango y el Lechuzón. Viendo ve
nírsele, a éste por la izquierda y a aquél por la dere
cha, otro trabuco más y semejante lanza, el Macá pensó
que estalla en pleno último momento. Resistirse era inútil.
Y menos sin la pistola, ya. Decidió, pues, dejar hacer,
aguardando con decoro el gran acontecimiento, aunque
se mordía por satisfacer su curiosidad antes de morir.
El Carancho entregó al Lechuzón la espada y al Chi
mango su propio trabuco y el cuchillo del prisionero.
Después, empuñando como suya la excelente pistola po
licial, retrocedió dos pasos para ordenar:
—Ahora, marche a dejar su caballo.
Cabizbajo, a paso de entierro bajo su abrumamiento,
obedeció el joven soldado.
—¡Lo peor es que a mi sargento lo dejo colgado! ¡Esa,
ésa es la cosa! —, pensaba. De pronto, ya casi llegando a
la enramada, se le produjo una conmoción en la mente.
Allí, en ella, el ser que tan sorpresivamente había provoca
do el vuelco se quedó sentado y de espada entre las pier
nas. Le llamó la atención al Macó y reconoció en el apa.
recido al mismísimo sargento Cimarrón, quien empezó a
repetirle una de sus hazañas... El joven asistente la re
cordó de inmediato. (1) Al pie del mangrullo de la Comi
saria, cierta tibia noche, bajo las estrellas, habíala oído
por la primera vez, sin la menor variante. Lo que cambia
ba era el modo de volvérsela a hacer escuchar su supe
rior. El acento de modestia conque en aquella pasada oca
sión el protagonista refirió hasta los momentos más rele
vantes de su empresa, ahora era sustituido por un insi
nuante tono de consejo. Esto hacía surgir con recién re
velado valor aleccionante detalles que en la anterior opor
tunidad hasta innecesarios bien pudieron parecer...
Extrañamente, asimismo, en su oyente el discurso
también variaba de efecto.
Sin sombra de aquel su arrobo del mangrullo, el asis
tente apreciaba la repetición como quien está abocado a
ser sometido sobre el particular a un tenaz interrogato
rio. Se bebía Jas palabras. Y asi, en esa actitud, volvía a
escuchar que, en aquel antiguo trance el Sargento Cima
rrón interpuso el cuerpo entre sus contrabandistas apre-
sores y las patas del bayo de las mentas; maniobra ésta
que el joven miliciano, ya llegado a la enramada, imitó al
agacharse a manear su malacarita, poniendo mucho cuida
do en lo que ahora volvía a oir, en su mente. En tal for
ma, haciéndose pantalla para el mirar del Carancho y sus
compadres, el Macacito siguió procediendo como en la le
jana vez su jefe; es decir: situó la manea bastante altito;
y uno de los botones fué introducido apenas, apenas en el
ojal de la presilla, con lo que quedó como para despren
derse al más leve contacto; apenas al toque del pie, no
más.
—Yo les voy a ser frar^'O — dijo incorporándose más
que reanimado con la inigualable asistencia que estaba
recibiendo—. Yo creo que esto no es para tanto. Porque...
—¡Silencio y pase para adentro! Lo que está diciendo
usté es una estratagema. Sepa que por ese lado no va a
hallar picada. Nosotros somos veteranos y usté es inuy
muchacho para nosotros.
—No, pero mire, don, que...
—¡Silencio, ordeno!
El Maca se rascó la nuca. Y al internarse en el pa
tio ya no levantó la cabeza, otra vez obediente a una
interior, advertencia de que lo más bien podía aprovechar
su inclinación ' ara escudriñar con disimulo entre malvo-
(1) Desconiorme con que sus actos, por falta de real
oportunidad, no hubieran podido jamás dar idea de lo que
él era. el Sargento Primero se pasaba mintiendo hazañas
que sólo el Macacito creía. Así, el único que conocía al
Cimarrón era su joven asistente. Los hechos demostraron
una vez más que el candor y la inteligencia casi nunca
están en acuerdo. Y que la ventaja es de la primera.
31
nes y hortensias, su esperanza de salvación en franco re
nacer. Era que: “Mira (estaba escuchando al mismo tiem
po a su admirado jefe), yo marchaba, ¿sabes?, adelante
de los tres malhechores con la cabeza agachada y quieti.
ta, quietita para que ellos no me pudieran ver la mirada.
Asi, yo iba escudriñando entre las plantas en procura de
algún útil de los que siempre quedan olvidados en el jar
dín... como ser, le voy a decir, pala, rastrillo, azada...
y allí, no más, dar media vuelta y acostarlos de un ga
rrotazo.. .”
¡Pucha! Si yo pudiera... si yo pudiera!... __ pen
saba el Macá, a su vez, al advertir que se le pronuncia
ba el olor a asado de una cocina que no veía y no des
cubrir en el trayecto ningún objeto contundente. ¡Si yo
pudiera amontonarlos y echarles ceniza a los ojos! Mien
tras estos enclenques montan a caballo, me les hago hu
mo!
Cuando entró, vió a la dueña de casa recostada a la
pared, el corazón queriéndosele salir por la boca. Aun
que, por cierto, no podía considerarse visitante, el Maca-
cito, por hábito, se adelantó y, con una inclinación, le ex
tendió la diestra. Al Instante comprendió que estaba ha
ciendo un papel. Mas ya la anciana acudía a estrechar,
sela con efusión. Entonces el Macá distinguió detrás de
las polleras al enlutado chanchito y, ya que se hallaba
en eso, se le acercó, tendiéndole también la mano. Pero
debió contentarse con acariciarle de refilón la cabeza
porque el pequeño se hacia arco en torno a la abuela.
—¿Es nieto, misia?
—Para servirlo.
Sonreía ella, ahora, al joven prisionero. La compa
sión que experimentó ibale haciendo nacer por él, a toda
prisa, una profunda simpatía. Fue tal vez empujad* por
este sentimiento que se acordó del asado y que se ade
lantó a arreglarle las brasas.
Desde el patio se oyó cómo el Carancho recomenda
ba al Lechuzón que condujera otra vez los caballos a la
enramada y que, después, vigilara la puerta.
Nosotros dos, compadre Chimango — concluyó _ ,
vamos a espulgar al prisionero.
Al entrar encontraron al Macá muy sentado en la
única silla y, además, de mucho mate. Había desdeñado
tanto las cabezas de vaca como un banquito de ceibo, por
que, empezó igual que si tuviera al lado al Sargento Ci
marrón, otra vez le oyó seguir desde lo profundo de su
caletre la aleccionante narración: “Yo elegí la silla de
baqueta, ¿sabes? Por ser más alta, ella vne dejaría parar
con más facilidá, si la situación se me presentaba...”
Encapotó el Carancho los ojos,
. , miró el mate, miró a
la Negra solicita; pero no dijo palabra. Lo que consiguió
fue carraspear, tomándose tiempo, en la duda de hacer r |
incorporar o de dejar sentado, no más, a su preso, cuan- v.'-l
do el Macá, presa de la misma vacilación, se resolvió a
ponerse de pie. Entonces, dura siempre la mirada, el Ca-
rancho cogió por los cuernos uno de los cráneos, lo plan, r ‘A 'F .
I
tó ante el joven miliciano y ordenó, tomando asiento: 1
—¡Quédese sentado, no más!
En otra cabeza, el Chimango se situó a un costado, i
entre las piernas el regatón de su lanza. I
El sol, ya altito, provocaba que una sombra cruzara
a Intervalos por la cocina. Era la del Lechuzón en su
celosa guardia.
32
4 ...UP>.„
¡Parece que lia trotiado fuerte ! — observó el Ca-
rancho sin saber qué decir.
—Es verdá, bastantito — contestó el joven soldado,
recobrando su alta silla. Y “...yo siempre serenito, no
más. (seguía escuchando en su interior a su sargento)
me hice dos planes, ¿sabés? Calculé la altura de la ven
tana para el vialto... ¡Pero el otro plan...! ¡Ese sí era
plan de sacarle el sombrero! Vos te das cuenta que si yo
conseguía congraciarme con el gurí y me amañaba para
atraerlo al lado mío, en un descuido ganaba, no más, con
él, de un manotón, la puerta, echándomelo a la espalda,
que es fácil. Vos ves que así no se animarían a hacerme
fuego. Yo, tapándome con él, podría montar a cubierto,
sacarles distancia y soltar el estorbo cuando estuviera
fuera de la acción de los trabucos...”
Y de mi mismísima pistola también, que esa si es de
largo alcance! — completó por su cuenta el Macacito,
viéndola ahora ostentada como propia por el cinto del
viejo Carancho.
Este, con el empaque del toro cuando va a dar la
embestida, estaba, sin embargo, que no sabia cómo em
pezar. A sus dificultades naturales de expresión se agre
gaba, en el caso, la circunstancia de no poder aborrecer
al alfeñique de soldadote sentado allí, delante, con aque
llas bombachas coloradas, la chaquetilla azul y el quepis
inclinado, que le'sentaba casi con gracia. Tal como cuan
do se va. trotando lo más bien y, al cruzar un paso, el
caballo se echa atrás; y uno incita, roza con las espue
las pero es peor... asi, de semejante modo, la dureza le
llegaba hasta los ojos al Carancho y, allí, se le sentaba
como en los garrones,
Y había que hablar, sin embargo.
—¡Cansadazo, en fija!, le salió.
—¡No crea! Regular, regular, no más.
El bastardito, embobado, siempre hecho abrojo en las
laidas de la abuela, no sacaba los ojos de las rojas bom
bachas y de los botones de la chaquetilla militar.
—En cuanto pueda, ¡venga m’hijito, para acá! — le
dijo hecho una miel el Macá, siguiendo meticuloso por el
stirco de la antigua narración de su jefe que con tanta
nitidez ahora reescuchaba desde bien lejanos días.
El chanchito sufrió un estremecimiento paralizador.
—¡Pero valiente! ¡No sea cerril! — reconvenía la
abuela. —¡Vaya, vaya con el señor!
—¡Venga con el señor! — suplicaba el Macá alargán
dose todo, al mismo tiempo que, en lo más recóndito de
su ser, se le iluminaba un cabeceo de aprobación otor
gado a su maniobra por su sargento querido.
Mas una nueva zambullida se produjo entre las po
lleras.
El Carancho comprendía, iluminado por los carras
peos del Chimango, que aquella situación no tenia fun
damento. Nunca habia interrogado a nadie, y, sin em
bargo, no habia más remedio que decidirse y cortar se.
mojantes arrumacos. Se compuso el pecho, pues, y soltó
a boca de jarro:
—Bueno, empiece de una vez por confesar dónde ha
quedado su gente. Porque usté... usté andaba de bom
bero. ¿no?
Respiró hondo el Chimango. Y el Macá saltó:
—¡No, señor! ¡Qué esperanza! ¡Al contrario!
—¿Cómo al contrario? ¡A ver si tiene mejores mo
dos! ¡Desembuche ligerito dónde anda su partida!
Igual que si se hubiera abierto una puerta, el Macá
vió la posibilidad de descubrir si él Carancho habia men-
33
tido, cuando habló de su relación con don Juan y los de
más fugitivos. Entonces se lanzó por esa picada.
—Mire, don, usté me dijo muy clarito que era de la
gente de don Juan. Pues llevemé a su presencia. Yo...
¡yo tengo un parte para él!
Quedó a la espera del efecto. El Carancho se había
echado hacia atrás, entre las astas de su asiento, como
quien trata de sobreponerse a un golpe sorpresivo.
Un poco retrasada, la misma emoción cayó sobre el
Chimango. La Negra, que no perdía palabra, quedó ins
tantáneamente ciega.
—¿Un parte? — preguntó, recuperándose, el Caran
cho. ¿Un parte, dice?
— Como lo oye ¡ Y, y urgente!
—¿Y de quién?
—¡Ah!, eso sí es reservado! Porque, ¡y disculpe’, co
mo usté desconfía de mí, yo desconfío de ustedes tres. Y
ustedes verán que no tengo más remedio.
Al tiempo que observaba el resultado de sus palabras,
el Maca, allá en el fondo de su mente, percibió al Sar
gento Primero cimarrón haciéndole señas insistentes en
dirección del negrito. Entonces, se resolvió a intentarle
otra entrada al chiquilín.
—¡Venga, pues! ¡Venga con el señor!
Alelado permanecía el Carancho, centrando una gran
confusión que parecía ajena a él. de tan bruta.
Sí claro! — aprobó al fin. —Lo que usté dice es una
verdá como una luz. Aquí tenemos que desconfiarnos to
dos. Pero... qué quiere!... entre tantas desconfianzas,
usté ve que yo, a eso que usté dice que es por descon
fianza que no habla claro, también le tengo que descon
fiar.
—¡Es razón’ ¡Es razón! ¡Tiene que desconfiar! Y la
cosa no se arregla hasta que yo no esté en presencia de
don Juan.
Sacándole la palabra al Carancho:
Pero no ha de pensar que va a ir asi — previno
el Chimango presa de una súbita sospecha. Irá atado, de
pies y manos, para más seguridá...
—¡Claro que si!
—Usté monta... y nosotros lo amarramos de firme...
—¡Claro que sí!
Hubo una pausa. El inacá, inclinando el quepis so
bre la frente, se rascaba otra vez la nuca; y el viejo Ca
rancho también se rascaba la suya, empinando el som
brero. Luego, éste dijo:
—Sí, está bien... ¡pero qué quiere’ ¡Asimismo, des
confio!
—‘¡Y claro que sí! ¡Le doy toda la razón’ ¡Es para
desconfiar! Pero usté ve que no hay otro remedio que
hacer lo que digo’ ¡Porque le garanto que don Juan tie
ne que saber, y pronto, lo que yo le traigo comprome
tiéndome tanto con todo el mundo,... que calculo que me
he hundido para toda la zafra!
El Carancho alumbró una taimada sonrisa. Y tal co
mo el guri, advirtiendo la perdiz, se detiene haciéndose
el inocente, elige un sitio en la delgada senda, cruza los
palitos de su trampa, se esconde y espera, asi, él dijo con
fingida seguridad:
Si, ya sé! Es una cuestión de indulto lo que le
proponen a don Juan.
¡Qué indulto’ La cosa es para armar más zafarran
cho del que se ha armado. ¡Mire, yo no sé en qué va a
parar esto, le garanto!
34
El pájaro no caía. Entonces, asi como el niño al que
un revolido le desacomoda la trampa va y la arma de
nuevo, sigiloso, el Carancho exclamó, forzando una son
risa y mirando, además para el techo:
—I Ahá! ¡ Conque el Comisario Tigre...!
—¡Qué esperanza! ¡Ni me nombre al Comisario Ti
gre! ¡Hágame el favor!
¡Ese está como en un sueño, de inocente! Se trata...
¡de un subordinado de él!
—Yo quería decir que el Sargento Cimarrón...
—¡Pah! — se le escapó al Macá. Habia quedado es
tupefacto ante la sagacidad de su Interlocutor. El mismo
efecto debió causar a la Imagen del Cimarrón que el Ma
cá tenía dentro. Porque el Sargento Primero se volvió
mudo y, como el asistente, se puso también a la expec
tativa, en la mente de su subordinado.
El Carancho, sintiendo las palpitaciones y calculando
que ya la presa era suya, repitió a tientas, tan a obscu
ras como quien, de cabeza en un pozo, araña y hace fuer
zas por darse vuelta y hallar el modo de volver arriba.
—¡Si, ya sé, te digo! El Sargento Cimarrón... quie
re... hacer un parlamento... ¡Pero eso es en nombre
del Comisario! ¿No te das cuenta, muchacho?
Comprendiendo que su bienhechor sargento lo habia
dejado en libertad de criterio pues, de golpe, apenas si
se le hacia presente, el Macá se incorporó. Admitía las
posibilidades de arribar a un entendimiento, aunque, por
las dudas, no abandonaba la esperanza de poder, llegar al
patio y acercarse de a poco, de a poquito, a su cabalgadura
para el caso de que no convenciera a su opresor.
— Mire, don, y disculpen los presentes; a usté, si sa
limos al patio, lo voy a enterar de todo porque ya no
desconfío.
En el marote del asistente, su superior se acentuó
para asentir con la cabeza, evidentemente ufano de su
Macá (
En la mano un palillo, parecía empeñada en remo
ver las brasas, la negra. Mas en realidad, no perdía pa
labra. Y le estaban llegando en rachas a su mente unos
como recargos de conciencia. Habia dudado, al principio,
de los tres insurrectos. Luego, del joven soldado. Ahora,
estaba por creerles a pie juntillas a Tos cuatro.
Por su parte más desconfiado que nunca, el Caran
cho ya se hallaba de pie, la mente hecha hormiguero. Sa
có su pistola ajena, y:
—Bueno, vamos a ver — le dijo —, salí para afuera
y te me recostás a la paré. Y no me hagas ademán de
romper el chiquero porque te voy a dejar el cuero como
camoatí descascarado. Y si allí te parece muy cerca pa
ra hablar sin que te oigan los demás, nos vamos lo
lejos que vos quieras. Porque te prevengo que si te has
hecho la ilusión de hablarme al oído, sacatelá de la ca
beza. A mi no se me acerca nadie. Y venga usté a bue
na distancia, compadre Chimango. Cualquier movimiento
que vea, con su trabuco usté me lo barre al señor.
Desahogando su desazón, la vieja Chancha alejó las
brasas para dejar el ya a punto asado apenas al rescol
do. Y apartando al bastardito que, ya más animoso y
mordido por la curiosidaiT llegaba antes a la puerta, se
asomó.
En el patio, el Macá, con el sargento Cimarrón en
su magín, observaba silencioso cómo el Carancho, por se
ñas, tomaba nuevas precauciones. El Lechuzón fué desta-
35
ca ¿unto al caballo del detenido.
k' ahora, amignito, elija sitio y desembuche su his-
t
B^^iíre inocente, pero aviesa la intención, el Ma
[acito por derecho hacia la enramada. “Como te
Im’hijo, la manea se desabotonaría en cuan-
Bta con la bota...”, le reinició desde adentro su
SargentitflS’rimero.
aíP ahi no, m’liijito — exclamó, dulcisimamente
^LU)o. ¡Para los caballos, no... que te podes li-
Apilada!
■ himango y el Lechuzón, trabucos en mano, vie-
m di Biár hacia el pozo al prisionero y al jefe de ellos,
Ldj ba cocina, los ojos de la Chancha daban idea de
hubiese dejado al fogón sin dos de sus grandes
i Ahora, a la vieja perturbábanle la atención sus
L manoteos para impedir la salida del bastardito.
ntuia la posibilidad de una treta del policiano y de la
consiguiente rociadla de metralla.
—¡No me diga! — le llegó (y llegó hasta los pa
cientes cabalos) que exclamaba el Carancho. — ¡No me
diga!
En la nueva situación, bruscamente, el Macá se sin
tió solo de toda spledad. Su admirado Sargento parecíale
habérsele hecho humo. Al esfuerzo desesperado de evo
cación nada acudió desde su memoria. Con premura, muy
por lo bajo, seguía hablando al Carancho ya sin guia y en
forma tal que, de no estar de pie, su relato podría a distan
cia confundirse con rezo. También palabras del Sargen
to Cimarrón eran las suyas... ¡Pero recientes, estas de
ahora! (Las que la troche anterior su jefe le ordenó de
cir a don Juan) y abridoras de una dilatada incertidumbre
en el futuro! Por no perder detalles, el Carancho, olvi
dando sus previsiones se le habia aproximado, inclinada
la cabeza como durmiendo en el aire, y le presentaba el
oído. Asomado a él en puntas de pie y mirando para
abajo igual que desde el brocal del pozo, el Macacito le
hacia llegar hasta el fondo cosas tales, que el auditor se
llevaba las manos a la cabeza, daba unos pasos... y de
bía acercarse con premura, otra vez, y poner el oído por
que el joven asistente ni interrumpía su historia ni si.
quiera se dignaba desplazarse, advertido de que ya era
dueño de la situación.
No mentía el Macá. Mas cargaba los tintes — si ca
be — tapaba alguna rendija y, sin proponérselo, provoca
ba en el Carancho imágenes de entreveros en que, al la
do de don Juan, y seguido siempre por sus dos lanceros,
a los que se incorporaba decidido su para él distante,
aunque ya veremos muy pronto que no, compadre Zorri
no, hacia estragos su media luna, en un afán cada vez
más ciego.
Al quedar sólo un gotear de datos inútiles, el Caran
cho indicó a los otros dos que se aproximaran. Empeza
ba a enterarlos, cuando se interrumpió para pegarse con
sus compañeros al Macá, pues éste habia recomenzado su
declaración. Sin preocuparse ya por el número de oyen
tes. En las exteriorizaciones del asombro, se separaban
un poco los tres viejos, volvían a encontrarse junto a la
fluencia sin tregua. Pero como el Carancho habia senti
do ya la necesidad de adoptar con urgencia una actitud,
la reiteración no le dejaba crecer el desarrollo de sus pla
nes; se los aplastaba y le aumentaba su inquietud.
37
Ya sin reservas, ella traspuso una puerta haciendo se
ñas de que lo siguieran. Y el grupo entró silenciosamente
a un pequeño cuarto a obscuras.
Abierto el ventanillo, los compadres vieron, encima de
una cama, sus ponchos y sus espuelas. Sobre la mesa, jun
to al poncho cuidadosamente doblado del Chancho loco, Ies
fue dado distinguir varios prolijos montoncitos de guija
rros .
—Empezando de adelante para atrás: ayer, como a me
diodía, tres. Anteayer, ocho juntos. Unos dias antes, cua
tro un día y cinco, otro. Y esta madrugada pasó uno al
galope... pero para el lado contrario... Ese era chasque
de don Juan, en fija...
—¡Juá! ¡Juá!
El Carancho interrumpió, airado:
—¿De qué se está riendo usté, compadre Lechuzón?
■—¡De contento, no más!
Volvió a mirar las piedritas, el Carancho. Y no pudo
menos de protestar:
—¡Pero doña! ¡Los ratos conversando con usté, y us
té en esos tapujos!
—Bueno, esas cosas hay que dejarlas... — terció el
Macá. Ahora, todos somos uno. Vamos, si les parece, a dar
un tajo. Y, con permiso de ustedes, me voy a poner la
espada — agregó al ver que sus apresores se colocaban las
espuelas y se emponchaban.
Entre largos ráseos pasaron a la cocina, la Negra re.
partí platos poniendo en cada uno gran cucharada de fa
riña. y se distribuyeron en torno al asado. Perdido el te
mor, el Chanchito habia ido a situarse junto al Macá, aun
que sin conseguir ya que éste le hiciera el menor caso.
A una seña del Carancho, el Lechuzón devolvió al po
liciano su cuchillo. El último en servirse fué el jefe. Con
dolor veía llegado el momento de devolver también la ex
celente pistola. Escudriñaba en su mente por ver de ha
llar, todavía, algún detensor motivo de desconfianza. Pero
allí reinaba una plácida claridad de mediodía. El olorcillo
del asado, acentuado con tanto corte, lo desensimismd-
Tomó una presa, se sentó con el plato en las rodillas, co.
mo los otros y dijo, resignado, al propietario:
—Aunque usté, por ahora, no lo precisa, yo, lo mismo,
después que coma, le voy a hacer entrega de su pistola*
estése tranquilo.
—¡Pero valiente!
La Negra rebanaba un gran pan, (un poco afectada
por la reconvención del Carancho y otro poco porque aún
tenia como una espina grande) cuando lo dejó helada una
bronca voz que resonó en el ambiente:
—¡Güen provecho, caballeros! ¡Esto si que se pone
bonito!
El Carancho se incorporó, pistola ajena en mano. Pe
ro no pudo menos que sonreír, en su asombro, al ver lo
que vió.
—iQué me dice! —. exclamó el Lechuzón, queriendo
dar un salto y contentándose con levantarse a dos manos,
trabajosamente.
El Chimango, que se quiso echar atrás y que se con
tuvo de golpe al no hallar respaldo, cerró los ojos. Ya no
precisaba ver nada más para el apogeo de su dicha...
1 odo esto, especificado a riesgo de pecar nosotros de
minuciosos, se debia a que quien estaba encuadrando el
marco de la puerta era el primo de don Juan, el mismísi
mo compadre Zorrino.
38
Jigales, haga el favor, que usté me sentenció si yo
! — soltó la Negra antes de que el recién llegado
cayeran en brazos.
estrechó también a sus otros dos compa-
clavando ojillos de pocos amigos en el Ma-
es prisionero o desertor?
echándose el quepis sobre la cara al rascar-
39
Momentos después, del lado de la enramada, se escu
chó alejarse un galope.
En la cocina sólo el mascar se oía ahora. El bastar-
dito se habia sentado junto al Macá, pasmado de admira
ción. Este deglutía absorto. Sin darle tiempo a fijarlas en
la atención, una teoría de imágenes desfilaba por su men
te. Pasó un mangrullo, una guitarra, pasó un cepo... pa
só (por suerte sin detenerse, también) el Comisario tigre,
muy inclinado. — era su manera de montar. — sobre la
cabezada...
El desfile se hizo más lento desde que apareció un
“bendito” guardando en su interior una buena cama he
cha con el recado y la carona, bajera, cojinillos, sobre
puesto. Pasó, pasó asimismo, junto con la piedra en que
se paraba, el mismísimo trompa Tamanduá lanzando dia
nas por su clarín dorado; pasó el sargento Cimarrón... Y
ya no pasó nada más. Quedó éste allí, delante de los ojos
del Macá, infundiéndole con persistencia una tristeza como
la que asalta cuando quedamos un rato asomados a un po
zo o cuando miramos para arriba y, al toparnos con las
estrellas nos damos cuenta de lo solos que estamos noso
tros y de lo solas que están ellas, y se nos aparece de re
pente eso que entonces comprendemos que es la verdade
ra soledad.. .
Sintió el Macá el estremecerse de su espada. Recién
ahi se fijó en el Chanehito Negro «pie, a su lado, la habia
palpado en un sin querer de su arrobo. El Macá advirtió
con es si no es disgusto que desde que abandonó sus pro
yectos de fuga no había hecho más caso del pequeño. Y
por reparar el papel, desenganchó la cadenilla para ofre
cerle la prenda codiciada.
—¿.Quiere ponerse la espada? ¡Tómela! ¡Juegue, no
más, con ella!
—¡Pero qué cosa! ¿Cómo va usté a estar incomodan
do al señor? — saltó la abuela.
—¡Pero valiente! Dejelá a la criatura...
La criatura ya estaba en el patio, hecho un jefe.
El Macá buscó a su sargento en su mente. Pero alli
habia quedado sólo una estela, una sombra apenas, que no
le ofreció resistencia a su atención y se desvaneció como
de aire.
—¡Pucha! — exclamó —. Esto está muy lindo; pero, y
no es por despreciar, en cuanto lleguen los señores vamos
a ver si montamos a éaballo. Como quiera que sea las ho
ras pasan y ustedes ven que yo lengo que enterar a don
Juan de mi misión.
Aprobó el Carancho. Ya iba a hacerlo también el Chi-
mango, cuando se oyó acercarse doble galope.
—¡Ahi están los compañeros! — previno incorporán
dose el Carancho. Se dispuso el trabuco en el cinto, apo
deróse de la lanza y saludó a la dueña de casa, diciendo:
—Señora, muchas gracias por el churrasco... ¡y a ver
si otra vez nos tiene más confianza!
—¡Cómo no! I,o que es otra vez, usté va a ver, don
Carancho... \ usté, don Chimango — se dirigió a quien
a su vez se despidió,, también lanza en mano. Y a usté mo
zo, y disculpe — agregó, saludando al joven miliciano.
.... En el patio ya, el Macá recuperó su espada.
.. —Cuando usté sea grande, yo le voy a ¡regalar una
mejor todavía que ésta.
El Chanehito Negro lo siguió hasta el caballo.
—¿Como te va. Macá ¿Pero estabas vos también aquí?
¡Pero qué cosa más grande! ¡Pero...!
Asi no le* paraba la boca al que llegaba con el Zorri
no, un jinete de rojas bombachas militares y rabón saco
de particular.
—¡Sí, aqui estoy yo también, Carpincho, aquí estoy yo
también. Y de veras que esto es cosa grande!
Caracolearon los pingos al sentir el asiento de sus
amos, cuando algo cuchicheó el Carancho al oido de sus
lanceros. Cabecearon estos, miraron de soslayo a los dos
recientes ex policías y se quedaron atrás.
De dos en fondo, entonces, el Carancho delante, con
el Zorrino; el Recluta y el Macá, después, cerrando la
marcha el Lechuzón y gl Chimango, mudos estos y siem
pre fija la mirada en los dos, tan locuaces, que les pre
cedían. al trote corto el escuadrón descendió en busca del
Paso, entró a la corriente, se detuvo para que los caba
llos bebieran y, de galope holgado, — habia que conser
var los fletes, — se internaron por el inmenso campo
abierto.
El malacara del Macá y el tubiano del Carpincho
iban recado con recado.
—¿Y qué me contás de estas pellejerías en que an
damos? ¡Yo ya tengo la cabeza, te garanto!
—A vos se te pueden decir las cosas, Recluta. Se tra
ta de (¡ue don Juan acuda esta noche a marcha forzada
a ponerse al lado del sargento Cimarrón, que se le va a
pasar. El va a tomar disposiciones parí) que quede poca
gente en el campamento. Va a hacer creer en una alar
ma y va a mandar guardias a todos lados, menos al Paso
«leí Figuritas. ¿Vos te das cuenta? Ni resistencia, m’hi-
jito, van a hacer los pocos que estén. I.a liberación de
la Mulita- y del Aperiá es un hecho.
Asi confiaba al Recluta nuestro joven asistente. Y su
alborozo daba sobre una confusión mayor en la mente
de su vecino de galope. A no ser por no topar a los de
adelante, metería espuelas el Macá para llegar más pronto.
Pero, por desgracia, ya era inútil la prisa; inútil des
de antes de haber aparecido el sol que, tan alegremente,
los estaba calentando y dejaba como nuevas hasta las
prendas más viejas de indumentarias y aperos, tal la viva
cidad qúe sabia arrancarles.
El viejo sargento primero Cimarrón hacia unas horas
que habia realizado su última hazaña, la más grande. ¡Y
esa, ¡oh, si! no con difuntos por testigos! Cabo Lobo,
cabo Pato, soldados Avestruz, Jacú, Flamenco, (lato Pa
jero, Aguila, Cuzco Overo, trompa Tamanduá, fajinero Mao
Pelada, y todos los que involuntariamente olvido, podéis
decir, si no. Venid aqui y, sin cumplidos, interrumpidme
a la menor exageración en lo que paso a detallar.
41
Si de mis días te alimentas Muerte
y paso a paso acrece tu figura
al tiempo que carcomes la estatura
de mis años, remiendos de la suerte,
Julio lqól.
42
No me quejo de tí, de tu desvío
pues viene de mi mano aquella herida
V sé que todo el descalabro es mío.
mayor de la alegría
hechos de pura sombra y desengaño.
<3
Si gozosa raíz, si canto ciego,
si entrevista verdad llagóme el pecho,
aún el aire y su pena y su deshecho
quedaron a mi mano y a mi ruego.
o o o
Vuelvo por mí aunque me siento extraño
en mitad de aquel aire enamorado,
del mundo, y con razón, tan descuidado
y de pasar ajeno al propio daño.
Junio de 1961.
S. Alejandro Peñasco.
NOCTURNO
No eso
lo que fue
lo que es
el aire sucio de la calle
el invierno
las faltas varias las
miserias
el cansancio
en un mundo desierto.
45
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— 2 —
46
n mi cuerpo, culminando cerca de la madrugada, me
lio una indicación, estricta y perentoria, como para po-
ler ir entendiendo su propia naturaleza, y también la
le la materia en la cual se realizaba: la materia de mi
:uerpo, tan arduamente ligada a mi.
{
— 3—
Uno podría empezar verdaderamente por eso, por el
nacimiento de ese particular objeto que me constituye
|n el mundo de las cosas; por ese nacimiento, un poco
anterior al de mi memoria, al de la conciencia de uno:
por lo menos de la que perdura actualmente (como “yo”).
No tema Ud.; no pienso extenderme biográficamente
fi partir de relatos oídos y “Diario del Bebé”. Tan sólo
quiero consignar algunos hechos que impresionaron pro
fundamente mi imaginación, y a los cuales di, ¿líbica
mente?, una importancia fantástica a partir de un hecho
paralelo, al que también he de referirme oportunamen
te, venciendo mi disgusto: la muerte de mi padre.
Hace ya bastante, y quizás demasiado, considerando
la persistencia de mis graves defectos, en la misma ciu
dad de costumbre, tuvo lugar el suceso, relativamente ex
traordinario para mi, de mi encarnación. Cuentan las
leyendas familiares, notoriamente femeninas, que mi pa
dre, por razones económicas (quizás en el más amplio
sentido de la palabra) se negaba a mi advenimiento te.
rreno o. si Ud. prefiere, a que alguien (que posterior
mente iba a ser yo) fuera.
Pero mi madre era muy sensible a su femineidad, y
no podía admitir otra manera del amor que no condu
jera a un nuevo triunfo de la vida orgánica. Quería un
hijo y, antes que nada, “padecer el martirio” del naci
miento, que suplantara con su palma la perdida corona
virginal. Asi comenzó a insistir con la vida, de manera
que sü paciencia, su voluntad, su firme, heroica fe en
esa vida, la tan efímera, fue alcanzando la consistencia
de engendrar. Ante el hecho, la actitud de mi padre cam
bió, y comenzó a admitir él también el nacimiento próxi
mo, no con mera resignación, como era de esperar, sino
con verdadero entusiasmo. Asi ellos, los padres de su
confianza, y de su obsecación, creyeron en la llegada de
ese que reconocieron, y afirmaron, como otro ser huma
no, él que era su hijo.
Y asi, padres de ese sueño heredado, fingieron la rea
lidad para esperarlo.
Pero, conscientes de la fragilidad de sus esfuerzos,
se desvelaron durante la larga infancia en su cuidado,
con el temor, constante aunque encubierto, de la muerte.
— 4 —
Y asi crecí entre las cosas tan real que hasta las
cosas mismas acataban mi presencia. Y entre las cosas
se me aparecía especialmente una, que era yo.
Al principio, si es que se puede llamar principio a
lo que nace de, o desde, la más profunda noche, sentía
a eso que era yo tan lejos de mi como los muebles o las
gentes <iue, por otra parte, sobre todo los muebles, ama.
bles o enemigos, eran fascinantemente próximos. Esa mis
ma fascinante proximidad, intimidad, tenia la materia
creciente de mi cuerpo, aunque no tan intensa como la
de la madre. Sin embargo tenía, ya desde el principio,
una particular e inconfundible manera, esa forma alada
descendiendo bruscamente por la cual se daba uno con
tra la alfombra (con lo cual al dolor se mezclaba la ma-
47
cío por la muerte, seguro desde el principio, se fue in
tensificando en el transcurso, aunque volviéndose humo
rismo agresivo hacía el final. Que ocurrió de pronto, sin
perder Un ápice de su absurdo. Y asi desapareció para
siempre de la vida su voz.
Me acuerdo que era una hermosa mañana, y yo vol
vía del Liceo. Cuando llegué, desde la puerta ya sentí la
inquietud sigilosa de la casa. Sin querer me vino miedo
y, por un momento tan sólo, hubiese querido quedarme
para siempre en el umbral.
Ahora pienso que lds primeros días en que fui a la
escuela me aferraba desesperadamente a esa misma puer
ta (grande, de madera lustrada, con pesado picaporte de
bronce, y mia), lloraba y no quería salir: adentro que
daba el mundo mió y la ordenada luz... afuera, el mo
vimiento extraño, y tantas cosas, y gente, y era duro y
difícil mantener el soñar.
Esta hermosa mañana que digo, todo era muy por el
contrario: justo cuando, a través de años, había conse
guido ir domando el rechazo de afuera, adentro se había
instalado y esperaba, una sombra opuesta a toda la ma
ñana. Pero ya era grande, y sacudí con dignidad el pe
so de la inercia. Cuando me disponía a entrar por vo
luntad propia, alguien me vio: introduciéndome, me dio,
entre conmovido y circunspecto, la ya sabida noticia.
Mi dolor fue grande: hasta los libres sufren en esas
circunstancias, y yo no lo era, sino débil en mi cariño,
con impotente generosidad de sueño.
Aunqüe sentí una gran repugnancia, vencí mi resis.
teneia natural, casi diría mi respeto, y lo fui a ver. Ba
jo una espesa pila de flores, tras un laberinto de coro
nas, estaba: es decir, su cuerpo, que, tan sereno y exac
to, parecía una finísima ironía con respecto a su defi
nitiva ausencia. Sin embargo, el asco me venció y me
pareció que, verdaderamente, la burla resultaba cruel y
exagerada, cuando entre el dulzón olor, de las flores per
cibí otro, aún más dulzón, de naturaleza indudable.
Mi muiré, mientras tanto, en un rincón oscuro del
comedor, refugiada en el suave resplandor hogareño de
los viejos muebles rojizos, y en la sombra de uno de los
grandes sillones de enere . se aseguraba con vehemencia
<|ue esa substancia que allí faltaba, donde nada faltaba,
sino (pie todo se iba descomponiendo con mesura y quie
tud, era algo.
Para ello, en su dolor, no encontró nada más conve
niente (pie repetir frases bíblicas a un azorado primo jo
ven, que no sabia qué hacer. Mientras, sus manos estru
jaban incansables una blanca pañoleta de encaje que se
iba humedeciendo, no ya con lágrimas, sino con sudor.
Recuerdo (pie yo estaba demasiado aturdido con las
circunstancias como para sentir otra cosa (pie una sorda
irritación frente a esa actitud inhabitual, (pie me aver
gonzaba casi como una indiscreción, y una inmensa im
potente piedad. Y estos dos sentimientos, de tan (lis-
tinta enjundia, se equilibraron largo rato en mi turba
ción .
Por fortuna, pronto terminó todo lo de la ceremo
nia, acompañando ese cuerpo hasta su tumba, donde fue
descendido el cajón: allí se escuchó el trabajo de los en
terradores, el deslizar del pesado objeto, y el golpe fi
nal, profundo; fue colocada la gran loza de mármol, y
Ja gente se retiró en silencio. A medida que nos Íbamos,
, iban creciendo los murmullos de las conversaciones, co
49
mo si nos fuéramos adentrando en un mar de pequeñas
olas, y se disipaba lentamente la gran isla de pic< ra
translúcida que unos instantes tan sólo, había pesado
en el silencio respetuoso del cortejo. Ese respeto persis.
tía sin embargo en el tono de los saludos que se me di
rigieron entonces, al despedirnos; pero era tan obvio
que era por la muerte, y no por el muerto, que aun a
mi no me importó más allá de la cortesía. Ya que la
muerte, ella, no me interesaba, no debe interesarme: uno
puede morir.
50
Adentro, esa famosa libertad interior que hace las de.
licias del esclavo, no la vi más que en sueños, y era un
mero deambular, un girar vago, un decidir ilusorio, un
moverse infinito ,en un circulo también infinito, en un
vértigo de constante neblina hacia la nada.
— 8 —
Nunca 1c dije ni la menor palabra de esto a mi nía-
dre. Ahora que pienso, no se ofenda Ud. ni me entienda
mal, nunca se lo he dicho a nadie que respetase verda
deramente (bueno, es decir, a ninguna de aquellas per
sonas por las cuales he llegado a sentir un ¡profundo
afecto familiar, agradecimiento, intensa camaradería, etc.).
Salvo al principio de una amistad, quizás, cuando la re
velación de un carácter simpático nos inspira todas nues
tras brillantes banalidades, o en el amor, en el brevísi
mo instante en que aún es el amor, cuando se esta ca
llado. O, claro, a Ud., porque estoy seguro de que, si lee
estas lineas, no olvidará aquello del “eco de las pala
bras ajenas”, y tendrá el respeto, si advierte una triste
figura, de advertirla como figura retórica, o bien, si pre
fiere, mi persona, en cuanto dramatis persona: es lo me
nos que se le puede pedir a un amigo (no sé qué es lo
más, no se me ocurre). . .
Mi madre, a pesar de que, de inmediato, había na
turalmente” decidido su vivir, ahora sólo por mí, y cen
traba en mi, con gran utilidad, por otra parte, todas sus
energías, lloró no poco. Por lo que supuse que aún la
vida sus sospechas tendría y seria más que interesante
darse cuenta de cómo, quien está tan firmemente en la
vida como está mi madre, y de tal modo convencida y
tan' real como es, puede tener, junto a su fe ciega, cie
gas sospechas (y no sólo porqué lloraba la familia de
Lázaro, sino porqué antes de resucitarlo, Cristo lloró):
quizás en la comprensión simpática de ese tipo de llan
to, habría un profundo consuelo para el otro llanto, el
que ni siquiera se llora, el del interminable y seco es
tupor.
Ella, decía, se aferró a mí, y yo me dejé aferrar, ob
viamente con no escaso alivio, aunque secundario. Pues
ya no podía ser hijo de nadie, aunque mi afecto para na
da había disminuido, y quizás al contrario. Y yo, el sue
ño, tenia que empezar a vivir para ella, para mantener
plena su vida, que hubiera quedado vacia sin mi.
En el amor, que por aquel entonces descubrí mara
villado, a través del entusiasmo de esa maravilla, no otra
cosa se pedia en última instancia, de mí: que yo, el sue
ño, comenzara a vivir para ella, ahora en serio, es decir,
dándole a la firme y natural vida, todos los sentidos, que
sólo pueden brotar de mi indigno vacio, el muy fecundo.
Pero, solo y en secreto, era yo, no la vida, jamás
ella, quien se iba quedando eíe vacio.
Cuidaba entonces los pocos sentimientos que me que
daban: pocos, sin pacto de materia ni mayor entusias
mo. Pero se me perdían: ¡cómo se me gastaba el amor,
por ejemplo, en ser presente!...
Y fue el tedio: fue el inmenso, infinito aburrimiento
de ese vacío.
“Me acordé entonces de las cosas. Mas yo ha
bía crecido: orgulloso, me liabia apartado, y ahora eran
extrañas, lejanas, y yo un extraño entre ellas. Pues en
tre nosotros, imperceptiblemente, el tiempo, y quizás el
descuido, habían ido formando una barrera cada dia más
alta.
51
ravilla de los dibujos de colores, y el áspero olor a pol
vo). o contra la pata de la mesa, que recibía entonces
un calmante puntapié de venganza; esa estructura de
asombrosas sensaciones, maravilla que transformaba de
pronto la luz en tibieza, la comida en sentimientos de
intensa piedad.
Pero después, el inseparable, al que todo y todos
subrayaban, como indicando en él un invisible secreto
tesoro de importancia (que era la vida), fue obsesionán
dome. cada vez más parte de mí.
A ello se linio mi reciente tradición como persona,
y máscara y memoria se expresaron en la imagen indi
visa de yo mismo.
Retrospectivamente, puedo aventurar la suposición
de un cierto orgullo, o de una intensidad de entusias
mo, ante dicho descubrimiento, inconsciente invención.
Ahora, “yo” también era una cosa, y eso de algún modo
es un alivio, el largo y momentáneo alivio que vivimos.
(No puedo evitar cierta vergüenza al adjudicar a tan
tierno tema estos planteos que huelen a mal psicologis.
mo, pero no se me ocurre otra manera de dar el esque
ma de esos principios como para que se vea, clara y
sencillamente, el fundamento de mis dudas).
Ahora, yo también era una cosa. Y sin liarme cuen
ta no hay duda de que me sentía más importante, claro
está, más considerable: justamente, adquiría la fuente de
la consideración. Y, en cuanto sueño, apreciaba mucho
las cosas.
Yo me hacia realidad entre ellas; en cambio, ellas
se hacían un poco sueño para mi, y jugábamos.
A veces me pegaban; entonces, yo también les pega
ba; pero, a pesar de ello, éramos muy amigos.
Asi fui creciendo; todos, y yo también, haciéndome
olvidar mi humilde naturaleza, salvo el siempre oculto
miedo.
Hasta que, precio del orgullo, ya no pude transfor
marme a voluntad, ni siquiera jugar a transformarme,
excepto en mi mismo, torpe inania que nunca satisface,
pues parte del engaño de creerse alguien.
Y quedé definitivamente anclado a la creciente ma
teria de mi cuerpo, y a la cada vez más rígida tradición
de mi “persona”, fijándose los particulares rasgos admi
tidos y perdiendo con ello el encanto de su expresión,
como perdieron aquel color azul las alas de la libélula
fijada por el joven Goethe, aquel color que era, no de
las alas, sino del vuelo. Así que me crei tan real como
las mismas mudas piedras.
— 5 —
Hasta que un dia murió mi padre.
Hoy la tarde se asemeja mucho a otra, algún tiem
po después de aquella muerte, en que, sentado junto a
una clara ventana y un cielo despejado, atardecido, con
templando cómo se disipaban las últimas nubes en la úl
tima luz, y el cielo abierto y puro se elevaba, pude, fi
nalmente, encontrar, no ya sólo serenidad, sino algo co
mo un despreocupado dolor, dolor sin miedo, que se pa
reció, quizás peligrosamente, a la quintaesencia de una
intensa alegría.
Y ahora debería contar, recordar, aquellos momen
tos. Comprendo que no es del todo correcto el hacerlo,
pero la necesidad de explicar lo impone. Hago la sal
vedad de que no pienso ser demasiado expresivo.
La enfermedad de mi padre fue lenta, y su despre-
48
X
52
Pues "estar en el mundo”, no es tan sólo morir, es
es también matar, es admitir la muerte.
Y aunque esta mera permanencia a la que salgo sea
la manera mas coherente del suicidio, pienso en esos des.
preciables momentos: el suicidio, por lo menos, es un
asunto personal; y pienso también que renunciar a todo
compromiso no es, como podria pensarse, el mayor egoís
mo: peor es salvarse sin entusiasmo. Yo he deseado vi
vir en ausencia de todo, y desde esa paz. asi forjada, rea
lizada en mera vida, se revelaría quizás algún sentido,
"estando ya la casa sosegada”, en que se pudiera amar
sin destrucción. Sin destruir, amar sin fundamento, y
poder dar cuenta a todo lo que muere, de que se vive y
de que valió su pena. O, por lo menos, espectador inútil,
coro de ese mismo morir que fundo en mi cariño, lograr
una cierta simpatía, una buena emoción, noble, valiente,
con sonrisa de fe, de aliento, frente a lo espantoso inevi
table.
— 10 —
Hombre, cuando le hablo a Ud. de máscara, y creo
(pie ya lo he hecho varias veces, quítele, por favor, todo
matiz peyorativo; siento gran aprecio por mi máscara:
es la trabajosa representación, no de mi ser, sino en que
consiste mi ser, y al fin y al cabo, estas mismas lineas...
Sólo <pie a veces uno quisiera quitarse la máscara.
Eso debe ser porque uno no es, precisamente, el Au
tor, sino un mero actor. Contra lo que se suele pen
sar, quien se liga de manera inextricable (visto el asun
to desde afuera) a la máscara, es el Autor, para el cual
ella es su preciada obra, su Logos. En cambio el actor
suele ser de manera muy clara otra cosa, aunque no pue
da pensar en ello mientras actúa, mientras es el actor.... pe
ro en alguna contraescena hay un cierto cansancio... Y el
pobre no puede menos que pensar (pero aqui ni siquiera
con placer) en el instante en (pie deje de agitarse en es
cena, y mayordomos gusanos lo despojen de oropeles y
mantos, y del rostro mismo conque fingió emociones, la
edad, el gesto heroico y aún, al fin, con que fingió la
muerte.
De otra manera, se sabe, también es posible quitar
se la máscara, la única manera en que de verdad, y no
de broma como recién dijimos, puede hablarse de que al
guien se quita algo: con virtiendo ese dolor y ese cansan
cio, el (pie se filtra en la contraescena, en vida verda.
(lera, convirtiéndose al Autor, convirtiéndose en autor.
Pero hay (pie tener un cierto entusiasmo general por los.
(pie miran, que les suele faltar a los actores.
A veces, pues, estaba cansado de sostener la expre
sión de la letra que me llegaba, animando mi cara de
papel.
Y me acercaba al espejo, alto, profundo, azul. Des
pojado, miraba: con alivio, con desesperación, hundía en
él la mirada, pero ni la más pequeña nube enturbió nun
ca, entonces, la pureza perfecta del vacío. Espero, siem
pre espero, quizás porque a pesar de todo no era nada
mas que el espejo, y el ciclo abierto era el vacio, y no
era abierto. Sino sólo el espejo, en el que podía proyec
tarse aun una risa tan inmóvil como amarillenta, y ni si
quiera desanimada.
11
Finalmente, y he aqui el motivo primero de mi car.
ta (y mire que he divagado): ayer de tarde se volvió a
repetir, de manera extremada, esa misma sensación que
aquella noche de charla interminable, recordada al prin-
53
cipio, había empezado a germinar en mi; y^ello fue lo
que me precipitó a escribirle todas estas cosas que de-
seaba conversar con Ud., y que nunca me llegaba la hora
oportuna de plantear: de tal modo me lie vuelto tan par
simonioso, y cínicamente haragán.
Bueno... tampoco se alarme, ya se estará Ud. pregun
tando qué cosa molesta o grave puede haber sido el mo
tivo inicial de toda esta perorata: posiblemente no sea
nada. ¡Bah!, con seguridad no es nada. Pero, como des
de que los médicos, también ellos, a partir de aquellos
primeros síntomas, decretaron la notoria insuficiencia
de mi corazón, sé que Ud. desea enterarse de cualquier
novedad al respecto, debía cumplir con mi deber de ami
go contándole, cosa que haré al fin, ese episodio ingra
to, y como éste alcanzó, dentro de su levedad, a sacudir
mi inercia, le he contado bastante más...: me he con
tado, digamos, excusándome en su simpatía... que yo
conmigo a solas no seria tan indulgente.
Ayer estaba en el Café, como de costumbre después
de todo el trabajo del dia, tomando el primer café inne
cesario, para juntar energías simplemente, para conver
sar con amigos, en espera de ustedes, y también de la be
bida. Entonces, no sé que tengo, esas cosas, pero estoy
muy molesto, verdaderamente molesto. Había mucha gen
te, mucho más que lo habitual. Hacían demasiado rui
do. Pero no es eso... Yo ya me daba cuenta que no. Era-
nada: cansancio, aburrimiento, malestar..., y esa lenta
intoxicación de falsedades y palabras, aunque también de
café y cigarrillo. Pero había mucho ruido, y tuve que
dejar de leer. Fue peor, con rapidez, de un momento a
otro. Los ruidos de los voces se adensan y fusionan en
uno solo, de mar que balbucea estúpido y en contra...;
después, cada vez más lejos, ellos hablan y hablan. El
gusto del café se concentra en la boca y el humo del ci
garrillo se vuelve más denso y más insípido. Cierro los
ojos. Pero es en vano; las voces llegan incansables ,y
entonces me dejo ir al sentimiento de mi estómago. Este
se agiganta y comienza suavemente a dominarme, a do
minar despacio mis espaldas con un sudor frió que pin
cha, y mi frente con grandes gotas. Sentí que sudaba de
masiado y que mi cara no seria ya para un decente si
tio público. Y aún cuando las voces se habían hecho ya
el deseado mar que murmura y no importa, allá abajo,
lejos, con voz de mar, entonces, me levanté silenciosa
mente, tratando de no llamar la atención, y me deslicé
furtivo, con momentáneo alivio, en el seguro secreto del
cuarto de baño. Allí me apoyé contra la palangana, y
bendije el apartamiento.
Me libro, pues, a mi estómago, para aplacarlo o do
marlo con mi entrega; a mi mareo, a ese tan mió y pro
pio cuerpo y malestar. Pero el malestar progresa y a mi
pesar se espesa la luz amarillenta, y las paredes exhu.
dan un aceite invisible: todo lo inmóvil comienza a gi
rar lentamente.
La respiración se me va haciendo cada vez más agi
tada: hasta que llega el momento en que con ansia, con
temor, con asombro, siento que comienza a enlentecerse
hasta hacerse casi inaudible, el latido de mi corazón. Ce
rré los ojos, y el corazón agitado volvióse en su simple
manera el centro absoluto de mi mundo. Y pude obser
var que seguía, seguía con su trabajoso, aunque cada vez
más débil latir. Y de pronto, rompe su ritmo, y en el
breve y saltarín jugueteo de mi personaje, cupo sin du-
54
*I. ■>. ■■ ■
Sentí que me doblaba y caía, me apoyé contra la pa
red Me sujeto entonces de la palangana, y siento que
mis manos contra la porcelana fría resbalan, a causa del
sudor- pero no tengo que soltarme, pienso, no debo sol
tarme de la palangana blanca que aún es firme, lo úni
co, en Ja dolorida presión de mi mano mojada, que res
baljCaído casi, curvado sobre mi, centrado en mi estó-
55
de octubre, y que mañana, con algún niño en sus brazos,
A veces Ricardo se metía en otro tiempo. Como un otros. Eso era lo convenido. Tenían que pensar en el lo vería muerto en el diario que devoraría rápidamente
alivio. Y lograba entrar en él para caminar con pasos muerto y en el prontuario que liquidaría ese joven alto porque tenia que preparar el almuerzo para su marido
secos, lentos y muertos en un panorama sin decisiones que recomendó el ministro. Y en la noticia que había que vendría del trabajo.
ni fuerzas que lo obligaran a decidir, en un panorama al que pasar al diario. Y en el tipo del titular para la nota La mujer del hotel estaba cansada, sus ojeras conta
que bastaba amenazar con el abrir de ojos que tenia en del periodista que debía revisar el director para agregar ban las noches intranquilas y una mano temblorosa dis-
el bolsillo. A veces usaba sueños viejos, como el del ára le algún ataque al jefe de policía que era de otro partido caba apresurada mientras la otra hacia una limpieza ner
be que mataba al villano vizlr y raptaba a la princesa político. Además, habia que llevarlo a la morgue y po viosa de las aristas polvorientas del teléfono. En otros
enamorada, a veces otros como el del cornudo de la far nerlo entre otros muertos. Y' compararlo. Y’ saber la can momentos dejaba caer su mano sobre el balón capitonea
sa de la molinera o el del gángster que había caído fren tidad de disparos y por donde habían entrado y salido. do y comprobaba ágilmente los relieves de la tela.
te a la floreria donde había comprado un clavel para su Para eso llamarían un profesor que traería alumnos y Ricardo, mientras tanto, miraba el árbol que estaba
ojal.. . Soñar morirse era la base de la aventura. Alli se el gángster quedaría fijo en el ojo de un muchacho ru al lado del banco del que se desprendía un aroma fres
PAS TA
estaba tranquilo. Por ejetii-1 bio que dibujaría cubos en su cuaderno. En ese momen co y dulzón que le caia sobre el pecho de su camisa abier
pío cuando Ricardo fué gángs to, un reloj puesto en una pared gris daría las diez y ta y le reavivaba los músculos, esas telas viejas que si
ter, una vez, pudo oir lo qud todos se irían rápido menos el muchacho rubio que ca estaban duras aún era gracias a sus nervios. I na pareja
decían los policías a su al minaría lento hacia la papelera para tirar su dibujo de pasó. Un niño abandonó una hamaca que se balanceo so
rededor. “Está listo, Per<¡y^ JORGE 15 cubos. Se apagaría la luz come si fuera el relámpago del la durante un rato. Alguien cantaba algo a lo lejos sin
tiróle otro por las dudas’’. V flash del fotógrafo que hacia .jlanco todo, de un blanco importarle la música o lo que decía, como si lo único
Ese estaba de particular y
SCLAVO lechoso y estático, del blanco con que Ricardo pintaría que importara fuera cantar o que lo oyera alguien.
MORTAL*
tenia bolines lustrosos. “No.- la muerte. La muerte de veras, no esas muertes inven-, La brisa traía un polvo de lluvia robado a la fuente
Ya llegaron los periodistas.) tadas del cansancio, o la copa o la charla. Una muerte
cercana.
Déjalo”. L vieja, señorial, seria. Que llevira en si el blanco de las Se oyó una sirena en la boca de un niño que venía
Había que apurarse a morir. No quedaba tiempo. El carrozas de los niños, el blanco de las monjas novicias perseguido por un grupo. Un vendedor de helados los
recordar su infancia en aquel barrio miserable hubiera que luego tendrán la cara ¿migada y guardarán una esperaba.
llevado demasiado tiempo. Esos hambres habían venido flor marchita en el libro. El cielo se venia abajo de estrellas y el aire casi cor
a matar y él había aceptado morir. Este tiempo de aho Y si tan solo lo hubieran herido y no hubiera nada póreo entraba en el pecho como en una seducción sua
ra estaba sobrando. No era suyo. Tal vez perteneciera más que la pequeña muerte de un sol que cae anónimo ve y tácita El cuerpo, como un enorme vaso hinchado,
a alguno de los otros. A algún periodista que quería to en una playa desierta. Si fuer» sólo un berrear de niño recibía todo y las piernas quedaban recorridas por una
mar una copa. O a algún policía joven que quería volver que persiste en su llanto frente al espejo porque le da pereza feliz. Ni siquiera era un volver atrás o un soñar
pronto a su casa porque tenia una linda mujer. fuerzas. Si todo fuera un large mentirse para poder des adelante. Era un punto muerto que recibía quieto, sin
Y a qué estar alli, ahora, con la alcantarilla a un la garrarse cómodo, sin ser culpable. Porque debia haber excitarse. Una linea inconsciente de sus puntos, un mo
do y el revólver que se había vuelto pesado como un ba una culfia. Una culpa para tolos. Organizada. Codifica mento de niños y árboles, de parejas y pasos, uno de
rril. Y esa neblina que le corría sobre el cuerpo tibio. da. Ricardo Balaguer. Prontuario 262.491. Reglamento esos instantes que quedan fijos en el tiempo y que só
Si hubiera pensado el primer atraco en el viejo de la li Culpables. Tomo uno. De los culpables. lo volverán a sentirse cuando el ojo quede detenido mi
brería, el que tenia un ojo de vidrio. O en la muchacha que rando el cigarrillo que se consume entre los dedos.
lo acompañó a gastar la ganancia. Aquella qüe tenia un Si. La mujer lo habia delatado. Llamó a la policía La voz tranquila de un vagabundo le pidió fuego. Ri
vestido gris y que cuando se reía se le podía ver algún desde el hotel para que lo esperaran.. Y7 él habia que cardo le entregó la cajilla y llegó a sentir un ligero vaho
diente cariado. Se habían acostado dos días seguidos y el le rido una flor porque donde hsbia pasado era el parque alcohólico que despedía el otro. Pasó un camión con par
había devorado a cada minuto el rouge de los labios. Pe en que habia estado con su ñoña, en su juventud. Aque lantes anunciando un mitin. El parque se llenó de pa
ro no. No se podia pensar. Ahora tenían que pensar los lla niña de ojos grises que no perdió una sola estrella labras. Palabras de altoparlante. Canciones de altopar
lante, dueñas absolutas, sabedoras de su fuerza se fil
traban seguras y desafiantes como las estrellas que ba
jan de los aviones en los noticieros. Y’ de pronto no es
tuvieron más que ellas, y el parque fué un hueco oscu
ro donde se debatían los árboles y la gente. Ricardo se
levantó y salió a la calle. Dirigió sus pasos a la flore
ría. Pensó que quizás él nunca hubiera hecho nada. Por
que el viejo de la librería tiró primero, y entonces él
oprimió el gatillo como hubiera estirado un brazo o ce
rrado un ojo. Pero antes no lo habia acompañado la de
cisión. cuando bajó del ómnibus o cuando compró ciga
rrillos, o durante los pasos bajo los plátanos en el repe
cho. Y siempre son los demás los que hacen. Ahora es
taba el cielo azul oscuro y habia el brillo de los zapatos.
Bastaría contar veinte brillos más y habría llegado. Al
guien pasó silbando a su lado.
Cuando entró a la florería tuvo que esperar a una
señora que elegía un ramo para una boda. Arrancó un
clavel de un ramo y se lo colocó en la solapa. Esperó
para pagar. Seguramente tirarían a matar. Aunque él no
tirara. Ahora deben estar tras las ventanas de las casas
vecinas haciendo su decisión también. Algún cabo soña
rá con mi fuga para poder atraparme y lograr el ascen
so. Su mano húmeda se paseará sobre la metralleta fría.
57
La señora de la casa que ocuparon será mañana impor-
. oí fin Y los diarios, saldrán con las
JORGE SCLAVO.
58
a tarde,
3 poemas por ,| llis ramas de misterio,
de pájaros se oye
ido del silencio.
I
•ja,
a capa
hojas
luz
‘ apaga,
1 presente,
llegar
le
■1 espacio
tan breve,
agando
nuerte.
59
a caballo 3 poemas por Juan CUNHA
1
MIRAME vuelvo bridas
Galopo sobre un caballo cenizo sudoroso
Es una interminable tarde de persistentes lloviznas
Que obligan al pobre bruto a ladear désvalidamente la estrellada cabeza.
De cuando en cuando un insecto rasca )a quizá sus élitros vibraba agudamente toda aquella
luminosidad transparente
Tal vez pasó algún pájaro y se fue como siempre hasta perderse a lo lejos volando y cantando
Pero el sol esa vez fue el más hermoso caballo que hu hiera visto nunca hasta entonces ni vi
después ya nunca
Y que pasó esa mañana a galope tendido dejando por el campo algo asi como grandes circuios de silencio
Y fue entonces que supe (me enteré casualmente) que en aquel caballo blanco iba Dios qué bien montado
Mas se fue galopando galopando y ga opando y el caso es que nunca más después nos hemos visto.
3
TUVE una casa en un valle entre altos muros de altísimos cielos
Y en torno eran los vientos los vientos y el silencio
Na. los pájaros cantaban tal vez desde sus cimientos
O de más atrás quién sabe desde antepasada piedra o raíces
Recuerdo y basta los árboles tenían cierto aire de pájaros recién pasados
Y las nubes sin duda otras tantas bandadas siempre y siempre de paso.
Montevideo, 1962.
La señora de la casa que ocuparon
tante
tante al al fin.
fin Y los diarios, saldrán
que
que no no se
se perderá detalle la nina d
tras prepara la comida para su espoja n U í\ H A
con su muerte, su decisión, crucifica
purgándose por cada uno de los oril
dejándose caer la neblina, las estre li
y como un gran monstruo solitario, t:
Dejó caer la moneda, el dependh
podía estar estipulado. Giró y salió,
primer balazo. Lo esperó intensament
rarian un beso o un juguete o una l
por la espalda, culpable, tibio como 1
ría por la camisa y luego por el pan'
teando sobre el zapato. Y él dornuri
reándolo y llevaría la mano para to
mo hubiera tocado antes un pecho
jer. Entonces sacaría el revólver y
luces de pólvora y de faros, y él apr
do su cuerpo aferrado a esa curva
ria de nuevo. Una vez, otra. Los ci
pen. Y otra. Un policía cae. Son i
tientes. Otra vez. Una uña de hierro
jado. Si dejara de respirar la sangri
que seguir respirando; allí también b
el apretar los dientes y el suspiro
plexo como en los insultos o gritos
primen. Y uno aflojara las lagrimas
jarlo todo y está la nostalgia que se
la reseca como a un tallo cocido poi
Y no llegó el balazo. Y no hubi pechazos)
Ni siquiera sacó el revólver que no
ja canción de alguna comparsa Icainsidad pura del aire
taban unos muchachos en la puerta
Cruzó lentamente la calle y lleglt|liena
un segundo y abrió la verja. Un Pluminosidad transparente
le embistió. El perro ladró y moviio y cantando
a la casa apartó el triciclo del niño
grises que estaba sentada con un di)nces n¡ v¡
rrió a besarlo. después ya nunca
—¿Cómo te fué, Ricardo? Ya 's circuios de silencio
Dios qué bien montado
vida...
—Estaba leyendo eso del pistolei
os liemos visto.
che...
Y se pusieron a comer.
Arbol del aire
que en la quieta tarde,
tiendes tus altas ramas de misterio.
En tu velamen de pájaros se oye
el tremendo latido del silencio.
Sobre la sombra
que tu luz arroja,
orno una parda capa
obre el suelo,
ajo tus claras hojas
nide el tiempo,
a grandes pasos
el solar del cielo.
CUATRO POEMAS
Carlos Flores Mora.
59
Un dia trajeron a algunos, porque a lo mejor hacían
falta. Bajaron del camión, se acomodaron con agresiva
mansedumbre en un rincón, esperaron y después
ron. no sin antes decir de donde eran. Al dia sigl
más que recordando, sorprendido de su dist
planteó la posibilidad. El dijo: “Es inútil, p£
tiempo. Va a ver que la mayoría ni credencr
Debe estar lleno de procesados y tipos que nol
ahí ni a tiros”. No le hicieron caso.
Una cuadra o dos antes del callejón detuvo el1
v se bajó. El mayor, que lo acompañaba, quedaba;
lante, prevenido que si pasaba algo se prendiera!
bocina. El trabajo estaba hecho y el club abierto i
y día, entre el laterío. Había sido fácil porque su|
elegir la gente. Muchas vueltas en el boliche a euei
del club, botellas a piacere y algunas gauchadas. Hédt
que se las sabe todas, fué el que estuvo mejor. Sabíale
•
quien ■ ii
hablar 111'
y habló ., I. L, „
justo. ILe.. 1.habían .. Z1
pasado ílnf/
el dato’(“el
de aquella casa es de los otros”) y antes que a cualquier
otro se le arrimó, puso las cartas sobre la mesa, aclani
todo y parece que lo entendieron. También deci
había muchos textiles y no era cuestión de pisarz
so desde el principio. El cuento de los sin trabají
nía oyendo desde muchos años atrás, pero ese nm
ambiente y había una orden por medio. Dejó qufr !><'
tor llevara las cosas adelante, a su manera.
Nunca había ido, pero eso no podía demorar mas,
Los muchachos, siempre, avisaban que él era el que arre
glaba el asunto, el que traía el dato, el que solucionaba
las cosas. Hubo que conseguir que a uno le soltaran la
mujer y además convencer que por lo menos los sába
dos la dejaran tranquila y la perdonaran en la redada.
Hubo que averiguar qué pasaba con González, si real
mente estaba requerido o no: “decije que ni se mueva,
que donde entre en circulación lo chapamos’’, le contes
taron. Todo eso es rutina, ya se sabe. Son cosas que se
hacen con la mano izquierda. Conociendo gente, habien
do pasado tantos años conociéndola y haciendo que nos
tengan confianza. Pero además había que ir.
Caminaba entre tierra seca y despareja, hecho pura
oreja mientras esperaba de un minuto a otro.oír los bo-
cinazos. Creyendo además que se había equivocado y
que el cuidadoso pianito que llevaba en el bolsillo no
servia de nada. Y no podía preguntar cuando se encon
traba con alguien — un viejo lacrimeante y monologa
dos un niño que revolvía el agua de un charco con una
rama — porque ya que no había ido nunca tenía que de
mostrar que sabia como llegar.
Ni un árbol, ni el ladrido de un perro. Hasta el cie
lo distinto. A lo lejos algunas casas de material o las
chimeneas de una fábrica tirando humo con pereza. La
idea se le ocurrió a Héctor y valia la pena. Se la ade
lanto una noche, después que le contó, mas asqueado de
lo que quería mostrar, que algunas mujeres ya habían lle
gado hasta el club para ofrecer sus hijas, hasta de diez
o doce años: “Sabe, solo hay que tener cuidado. Esta
gente es muy rara. No le gusta que los demás se den
cuenta como están. Nosotros venimos, hacemos el repar
to y chalí. Casi, casi como si no nos diéramos cuenta que
lo estamos haciendo”. Se sentó en una piedra. Se secó la
transpiración. Tanteó el nudo de la corbata en su sitio
y se lustro los zapatos cuidadosamente, restregándolos con
Ira el pantalón, por detrás de las piernas. Había apren-
<lido que a la gente hay que mostrarse como uno es, si
60
está arriba <'.e-<l■■ arriba, porque se corre el peligro que
se den cuenta que uno intenta desfrazarse y empiezan a
desconfiar.
(lia la música con nitidez. Los discos los había pres
tado él, Héctor habia explicado bien las cosas. Sin mo
verse, prendió un cigarrillo y se demoró satisfecho, co
mo si hubiera venido desde el Centro en auto nada más
que para dar una caminata y sentarse en una piedra,
y ponerse a fumar, mirando nada, simplemente para es
tar allí j sentir el humo en la garganta y en los pulmo
nes, y pensar que lindo debe ser tener una casita en el
EL campo. Se sacó la insignia de la solapa para no farolear
demasiado.
100 o 200 ranchos de lata amontonados en mitad del
REPARTO inmenso baldío. Casi dos mil personas; a lo mejor 300
votos. Al' principio todo gris, los colores apareciendo de
a poco, como si antes no existieran y se les fuera inven,
lando con la mirada. Desde lo alto parecía broma, tra
bajo al santo botón que se hubiera tomado alguien. Es
ta gente es asi. Tienen todo el campo para ellos y se les
ocurre clavar sus latas al lado de las latas de otro. Y
lo peor de todo es que están a gusto; como no trabajan
y siempre tienen para cigarrillos y para vino, eso les al.
canza. Después mueren panza arriba en un hospital o la
policía los descubre cuando salen a tomar sol, el verda
dero sol, o se cambian puñaladas como si fueran figu
ritas por dos vintenes que se deben o porque el mugrien
to perro del vecino mordió al mugriento perro de ellos.
Cada vez le gustaba menos el asunto.
Con mirada de conocedor se detuvo por un mamen,
lo: allá, a la entrada, si esto tuviera entrada o salida, es
taba ei club. Limpio, impecable, disimulando su condi
ción. Una linda bandera, los'carteles como para 18 de
Julio, el pasacalle luciendo de palo a palo. Un desper
dicio.
61
Ahora el hijo de la Cióla seguía gateando, como si el
suelo hubiera estado siempre allí, como si no tuviera la
memoria suficiente para recordar la cara limpia y arru
gada, de ojos achicados por el humo del cigarrillo que
se bamboleaba al costado de la boca y de peinada relu
ciente rodeando la ancha calvicie. Héctor se había ade
lantado del montón distraído que negreaba en la puerta
y con dos o tres mas daba la bienvenida, presentaba, pa
saba el brazo por el hombro del mas remiso, reía con
entusiasmo y decía, con gestos, con movimientos, sin pa
labras: “Aqui estamos”, orgulloso y convencido de aque
llo que ofrecía.
La ancha sonrisa, bondadosa, simpática, que era siem
pre inminente en su rostro, se mantuvo enhiesta duran
te varios minutos. Habían entrado y mientras los otros
se acomodaban en las pocas sillas, lo dejaron a él en
medio, de pie. Todas las cabezas apuntando para mirar
lo, casi todas las miradas desviándose hacia cualquier rin
cón, como si ellos se supieran invisibles y creyeran que
la única manera de descubrirlos era verles los ojos. Las
palabras eran lentas, golpeadas, sencillas. Es que al pue
blo hay que hablarle en el lenguaje del pueblo. Solo un
grito, modesto, hacia el final, acomodando en las pare
des de latas cosidas con alambres el ¡Vivaaa! entusiasta
y correspondiente. Después, lo que todos, excepto él y
tal vez Héctor, temían: el silencio que sigue a los aplau
sos, a esos aplausos de gente no acostumbrada a practi
carlos, que parece irse reconociendo las manos mientras
las golpea y que queda sorprendida ante el ruido que se
hace de muñeas para abajo. Sabia, mejor dicho simple
mente lo hacia desde toda su vida, que ese era el instan
te más importante. Que allí se afirmaba definitivamen
te. Dejó que el silencio creciera; lo vid agrandarse casi
palpable hasta hacerse insoportable y entonces habló de
nuevo, convencido con razón (esas cosas se agradecen
siempre) que le estaban agradecidos. Dijo pocas palabras.
Las frases suficientes para dar una orden. Recién alli re
cordó, extrayéndolos con fatiga de entre las palabras, al
auto y al mayor de sus hijos, y al bocinazo que podía
haber sonado mientras él se distraía. Se maldijo despa
cio, como a un viejo enemigo que se sabe flojo, maldijo
a quien lo había mandado y a toda esa gente miserable;
ya no estaban, por la puerta abierta — una arpillera co
rrida hacia el costado — se les vela moverse lentos co
mo personajes de sueños, indecisos como borrachos, fran
camente inútiles. La sonrisa gentil de Héctor le decía:
"Después de usted, don”.
Entre los zanjones, alguno con una carretilla, otro
con un cajón, otro más con una de esas redes que las
mujeres llevan a la feria, ocho o nueve los acompaña
ban. 'Había mas en el club”, pensaba, 'y no vinieron
todos. Se deben haber dado cuenta. Mientras no sea na
da mas que ir y correr a sus ranchos a dar la noticia
de lo que suponen, y quedarse alli, quietos y esperanza
dos... ’ Porque habia dicho: "Y ahora vamos al auto”,
pero habia agregado: “que tenemos que traer algo”.
Nuevamente, el mayor se habia quedado cuidando,
sentado, sin moverse, tras el volante. El habló de gripe,
alargó la charla a propósito de recaldas, de cuidados que
habia que tener; hizo bromas sobre los hijos debiluchos
que no -sallan al padre. Volvían cargados, a los tumbos.
Silecíosos y jadeantes. Eran centenares de paquetes los
que traían, en la carretilla, en el cajón, en las bolsas y
62
en aquella cómica redecilla <le nylon. Miró a Héctor son
riendo y lo saludó con un leve movimiento de cabeza.
Nunca había notado como ahora lo nuevo que era: lleva
ba mas paquetes que nadie y se sentía satisfecho. El
prendía ahora, con paciencia, otro cigarrillo más, lo de
jaba mecerse entre los labios y se ponía, lentamente, las
manos en los bolsillos. Sin mirar a nadie, ni la tierra
quebrada que pisaba y que se hacía tramposa mientras
allá a lo lejos, donde se vive de verdad, se insinuaba el
anochecer, espléndido, sereno, brillante.
Caminaron solos muy poco trecho. Ya la bandada
de chiquilines había vuelto. Muda, asombrada todavía y
con un miedo distinto en los ojos. Empezando a dejar
de dudar de él, personalmente, para estar ya sospechan
do de todo, de eso que habían oído cabalgando en pala
bras sigilosas, allá, en los ranchos, de la extraña proce
sión que avanzaba, del pelado paciente y distraído que
parecía haber elegido estar solo además de no ser Co
misario, de los paquetes que se veian por todos lados,
fascinantes, inquietantes.
Es en esas ocasiones que quien tiene pasta sabe mo
verse con habilidad. Y no me extraña, no me pudo ex
trañar nunca, lo que él hizo: un gesto rápido, la mano
en alto, algunas palabras dichas mientras caminaba (“va
mos a no hacerlos esperar más” o algo por el estilo) y
después, con empujones cariñosos, organizar una fila, allí,
en la mitad del baldío, con los ranchos a media cuadra
y la noche a las espaldas.
Flaco, enjuto y rubio, el, chiquilin temblaba. Como
si siempre hubiera temblado, como si no supiera hacer
otra cosa que temblar, como si temiera que al detenerse
el movimiento, crispado, espasmódico, se moriría. Tenía
6 años. Tal vez mas, porque con los padres que tienen
y con la vida que le dan todos son raquíticos. Estaba
esperando, quinto o sexto en la fila y temblaba. La ca
ra seria, las manos golpeándose los flacos muslos o es
perándolos una y otra vez, paseando los ojos de los pa
quetes amontonados en la carretilla a los cuatro o cin
co que se le adelantaban en la espera.
Si él se hubiera puesto a pensar, con claridad, en
ese mismo momento, tal vez hubiera comprendido que lo
que le llamaba la. atención era el corte de pelo cuidado,
un sesgo extraño para aquella angustia extraña, y no la
angustia misma; tal vez se hubiera dado cuenta que lo
más increíble de todo, lo inaguantable, eran esas patillas
recortadas, ese mechón que había sido cuidadosamente
peinado, la nuca que suponía afeitada con esmero y con
mucho tiempo por delante por un peluquero charlatán,
gracioso y paciente con los hijos de la clientela. Pero no
llegaba a eso. Estaba incómodo, estaba molesto, mientras
en la fila crecía la impaciencia que él ignoraba. Sabia
que no podia soportar mas al rubiecito y sus sacudones
nerviosos y acongojados.
“Vení — le dijo — que hay para todos. Tomá, esto
es para vos y este otro también. Y vas corriendo a lle
várselos a tu madre. ¿Me oís?”. El niño se quedó un
segundo mirándolo, detenido, rígido como si hubiera re
cibido una orden, como si no tuviera nada que agrade
cer, como si debiera preguntar y no se atreviera sobre
ese peso que sentía bajo cada brazo, apretado contra sus
costillas, crujiente y resbaloso. Después se echó a co
rrer; después — unos metros más adelante — empezó a
caminar despacio, minúsculo y apaciguado, alargado en
un grito que le salía sin fuerza: “Vieja, vieja, son fideos”.
63
Volvían hacia el club. El, como siempre, silencioso
v distante. Caminando sintió que Héctor se arrimaba,
le palmeteaba amistosamente el brazo, subrayaba todo
con un guiño, le estaba diciendo: “Un éxito, don, un éxi
to”. Eo dejó seguir, aunque estuvo a punto de decirle:
■■¿Usted se da cuenta? Todo esto es por un paquete de
fideos”, pero no supo, y se extrañó, que palabras se uti
lizaban para decirlo. Una mujer habia llorado y le ha
bia besado la mano'.
Ya con la noche encima, ayudado por alguna linterna,
habia ido de rancho en rancho: mover la arpillera, dar un
paso hacia el amarillo sucio de la vela y el farol, mien
tras un golpe de mugre, dulzón y viscoso, pasaba por la
cara como una caricia indeseable. Le incomodaba toda
vía oír su voz diciendo pacientemente: “somos del club,
este reparto lo hacemos en consideración a las necesida
des de la barriada. No nos importa por quien votan. No
les preguntamos de qué partido son”, una y otra vez,
mientras desde el altoparlante, desde lejos o desde cer
ca, otra voz distinta a la suya repetía sus mismas pa
labras.
La recorrida serpenteante habia tenido algo de cons
pirador. Como ciego y obligado a golpearse contra pare
des débiles y chirriantes, contra palos que se quebraban,
contra tensos alambres que resistían, fué y vino. Una
vez, de nuevo, hasta las mismas latas ya visitadas, casi
sin techo, con piso de tierra, como todas: sobre la mesa
que parecía inmensa, a punto de derribar las paredes, el
paquete de fideo. Habia dejado otro paquete mas y se
apuró a salir. La mujer dió dos o tres pasos desde la
puerta. Sus zapatos de hombre sonaron fuertes en el sue
lo. No era nadie, era un montón de ropa, algo gris, sin
olor siquiera. Un par de ojos opacos que le miraban la
corbata, un movimiento brusco que la habia tirado a sus
pies, el dejar una doble humedad en su mano derecha.
Se oyó decir, mientras sentía que su mano seguía alli,
l lanca e indefensa: “pero, señora, por favor” y estuvo a
plinto de dar vuelta violentamente la cabeza para ver
quién habia hablado.
64
UN POEMA DE RICARDO PASEYRO
Ecce Homo
Ricardo Paseyro.
65
Decir que en esta novela (de la que aquí pu
blicamos el capitulo IX), se repiten las habitúale/
virtudes de Onetti como narrador: la espléndida conr
plejidad de su prosa, la impecable creación de los
personajes, la perfecta estructuración del conjunto
novelesco, no es novedad para ninguno que admire
a este autor como a uno de los mejores de la len
gua. Es muy probable que la novedad se encuentre
en otro lado: solamente en aquel poder saber la
continuación de la “inacabable aventura’’ de Junta,
de Diaz Grey, de todos aquellos que conocimos ya,
antes, en la ciudad de Santa María.
La última novela publicada por Onetti, “El as
tillero” constituye aqui el antecedente (o la conti
nuación) de necesaria referencia ocasional. El cielo
de Santa María, más que recordarnos la comedia
balzaciana, nos hace pensar en el condado de Yok-
napatawpha. No queremos indicar con esto más que
un lejano paralelo, nada de retacear la originalidad
de nuestro autor, pura originalidad de un poeta que
en cada obra confirma (no aumenta ni disminuye)
su madurez alcanzada, ya, en “El.pozo*’ (1939).
Escritor puro, narrador exclusivo, (que no “di
ce” nada sino su propia materia narrativa, su peda
zo de mundo propio que nos comunica): que no es
tá comprometido con otra cosa que con su obra,
ese mundo cerrado, creado, que llega a nosotros co
mo un hermoso objeto independiente.
ESTEBAN OTERO.
PASEO
Fragmento de una novela
inédita de JUAN CARLOS
ONETTI
i -
PASEO
Fragmento de una novela
inédita de JUAN CARLOS
ONETTI
1
Un ojo de pez para
matar en él la oceánica
noche.
5
Por las ventanas ya
la noche
compacta
con sus grandes ralees al aire,
grita.
¿Estas palabras?
73
(oinamae-rl4) ATJI3 J'J AJ
CHICO
- a! amor°-
“Srcspuesta-
“En el campo hay un yuyito
Que le llaman el llantén;
las muchachas no me quieren
porque no teng’un vintén”.
81
“Porque no estoy pa comprar cariño”. —¿Por?
—“No me gusta”. —¿Y qué te gusta?” —Ga
narlo a punta e’cariño”. ¡Linda frase! Tanto
le gustaba a Ramírez, que la tenía mechada en
cuatro o cinco de estos “mano a mano” con Clo-
rinda. “Ganarlo a punta e’ cariño”... Venía otra
vez la mirada fija, otra vez el disparo a que
ma ropa: —“Ganártelo a bos”. Y así.
Pero empezó a llover v todo se fué al dia
blo. De contento, de puro liviano que lo tenía
el asunto, el día de la tormenta madrugó como
nunca. Apenas se asomó por la puerta del cuar
to, el aire caliente le envolvió la cara. Salió Y
casi lo asusta la oscura tropilla de nubes galo
pando hacia el sur. Pero, ¿qué habrían de po
der unas nubecitas, contra todo lo que a él le
“corcoveaba” adentro? Se lavó y se fué a to
mar mate solo, antes de que nadie se levanta
ra. A gozar, bombilla en boca, con la reproduc
ción de aquellos planes “superiores”. Fué re
cién al amanecer — viendo como “aclaraba
sin clariar” — cuando se convenció de que só
lo por casualidad o chifladura, podría ir algu
na “gurisa mujer” a la escuela, con aquella ca
ra del tiempo. Pero ni esa conclusión pesimista
ni el lejano bramido de los primeros truenos,
alcanzaron para sosegar el borbollón de cosas
que le andaba al Macho por adentro. Al con
trario, lo sentía aumentar. Como si la enorme
carga de presagios que cualquier mortal siente
sobre su cabeza ante un amanecer tormentoso,
se tradujera en un milagro de claridades en el
pecho del gurí enamorado. Tal vez la grandio
sidad del espectáculo tuviese algo que ver con
semejante relación.
Cuando se levantó el padre, él ya había
ordeñado y puesto la leche a hervir. Iba a en
sillar. Oyó:
—Hoy vamo a plantar ocalitos.
—¡Ocalitos* ¿Y la escuela’
El viejo le volcó los ojos más que ligero.
—¿Y de cuándo a esta parte tas tan esco
lar Iros’
No contestó. Se quedó con las ganas de
contestar: —“¡Desde que se me frunce*”. Iba
a dar vuelta, cuando volvió a oír:
—¡Anda, anda a ensillar* No sea cosa que
dispués le vayas a chismiar a la maestra que
tu padre te obliga, faltar pa’ plantar árboles...
Ya no pudo aguantar, el Macho:
82
—Pero ¿voy o no voy?
—¿No t’estoy mandando ensillar7 ¡Lindo
p hacerte dir’ abrir aujeros’
—Bueno ¿qu’ es lo que me mand’ hacer?
, i ¡And abrir aujeros, retobau de porque-
na •
Se quedó carraspeando de malo, el viejo.
Pero al ver al hijo salir del galpón con la pala
al nombro, tuvo que gritarle:
—¡ Cbé!
—¿Qué hay?
Contestó el gurí dándose vuelta y ya segu
ro de que iría a la escuela en lugar de ponerse
a abrir agujeros para plantar árboles.
—Andá a ensillar.
Ensillo, tomó la leche con fariña y bonia
tos se puso la túnica, montó y salió. Habría an
dado veinte metros, cuando volvió a sentir la
voz del padre:
—Che escolar...
Sujetó el caballo v va iba a “desacatarse”
cuando recordó que se había olvidado de decir
le hasta luego” y no había cosa que más lo
desacomodara al viejo. Dio vuelta resignado a
abrir agujeros y lo vio venir a su encuentro di
ciendo:
—Si nostoy equivocau esto es tuyo
Era el cartapacio con los útiles. Por pri-
bñT dCSde dÍH anterior a la hora de sa
lida de la escuela, el Macho se acordó de los
eres. <e acerco tratando de avergonzarse al
máximo- agarró lo que le alcanzaban, agrade
<C4Xndó” P°’ - dl'° “hastalue«°” V salió
echando , no sin oír:
—Quisiese saber ande andará tu cabeza.
Dicho y hecho: las únicas gurisas que se
?ab,an a?imado a desafiar el vendaval y — co-
hio el Macho Ramírez - la desconfianza Se
'los padres, eran Rufina y Juana Fleitas. Pare
cían dos naufragas en medio del salón, rodea
das de bancos vacíos. Pero se veía a la legua I
83
a Juana se les iluminó el rostro de alegría y 3
Rufina se le nublaron de lágrimas los ojos.
84
En el recreo, Clorinda recitó en voz alta
el contenido del billete. Todo el mundo se car
cajeó de lo lindo. Todo el mundo, menos cua
tro: el “pavote de tu hermano” y el “bocabier-
ta del Galgo”, que quedaron “con el lomo co
mo cerro”; Rufina Fleitas, que lloraba a moco
tendido; y Perico Lima, que se hacía cruces
por aquella barrabasada del amigo.
—¡Esto no tiene recostadero-
Dijo. Y, terminada la clase, salió a cam
po traviesa tras el Macho.
85
de cuantos podían suceder a los ojos de todo el
mundo.
A los dieciocho años, un gurí nada tenía
que hacer en la escuela. Y naturalmente, co
menzaba a hacer cosas que no cabían en la es
cuela. Una de esas cosas, enamorarse en serio-,
lo que — sin ponerle ni sacarle nada — había
hecho Enildo Ramírez. Todo lo demás era'cir
cunstancial. Circunstancial era, incluso, el he
cho de que el objeto del amor del Macho fue
se una gurisita “al cuete”, de sólo catorce años
mal aprovechados. Porque si se da en una mu
jer rebozante de sangre, como era por ejem
plo, la misma que por él se consumía y que, di
cho sea de paso, también había cumplido su ci
clo escolar, entonces no hubiese habido fuerza
capaz de impedir que sucediese lo que habría
de suceder sin remedio, por el mismo mandato
de la naturaleza de las cosas.
En la persona del Macho se repetía, pues,
aquel hecho de todos los años. Y se repetía ca
si matemáticamente; en todos sus detalles. Fal
taba sólo el detalle final, v el detalle final era
la paliza del padre. Remate éste, que nunca fa
llaba ni por casualidad. Era como un rito. Un
rito que se cumplía con la mayor estrictez. Pues
más que un castigo por la falta del muchacho
o por la forma de éste cometerla, la paliza asu
mía todas las características de una despedida.
Despedida del padre, a su patria potestad sobre
el hijo. Una despedida, con una paliza, de to
das las palizas que a lo largo de dieciocho años
se había sentido en la obligación moral de apli
carle, a razón de dos, tres y hasta cuatro por
semana. Porque padre que no castigaba o cas
tigaba sólo de cuando en cuando o muy Suave
mente a sus hijos, era considerado allí un mal
padre. Y paliza de padre consciente de su de
ber de tal, habría de ser a guasca, palo o alam
bre, y no durar menos de media hora entre los
primeros “chirlazos” y las últimas palabras del
apaleador, casi siempre éstas o parecidas: “la
próxima vez te cuereo a lazo, mal encastau”
... Cuando no quedaba echado, el gurí salía lo
meándose, a mojarse los costurones con salmuera.
Todo esto, sin contar la parte que le co
rrespondía a la madre en aquella conducción
del menor. Casi siempre la mujer tenía un
trenzado de cuero o una vara fogueada, colga
dos detrás de la puerta, a su disposición para
86
usarlos en cualquier momento. Cuando no, echa
ba mano a la alpargata, al zueco o a lo que
más cerca tuviese; un fierro, si un fierro se
“cuadraba”.
Generalmente, a la madre le estaba reser
vada la tutoría de las hijas mujeres. A los va
rones los lidiaba hasta los trece o catorce años.
Eso sí, a los seis meses el gurí ya “apañaba”.
Comenzaba por el sacudón por mañero; seguía
con la palmada en la boca, por haberle entra
do un objeto perjudicial o salido una mala pa
labra; y luego con la cachetada, el pescozón,
el copeteo, los tirones de oreja... la paliza he
cha y derecha. Después, lo pasaba al padre.
Claro, no se trataba de reglas. Pues así co
mo había padres que compartían de medio a
medio el derecho a “sacudirles el polvo” a las
gurisas hasta que se hacían tamañas mujeres,
había madres que no rehusaban el suyo sobre
el lomo de log. muchachos, hasta verles negrear
la cara de barbas.
Sin embargo, hay que decirlo: por hábito,
por afecto filial, por prevención paternal o por
lo que fuera, no había nadie allí — ni varón
ni mujer — que, recordando aquellas tundas
fenomenales por las que le había pasado otro
ra el cuerpo, no rematara la evocación más o
menos así:
—Lástima hallo, que no me hubiesen dau
más garrote.
87
ley era quedarse quietito esperando la pena, así
viera al ejecutor con una varilla de acero en la
mano y le temblara hasta la última viscera. De
lo contrario, se exponía a una doble paliza: la
que le correspondía por la falta y la que le so
brevenía por haber eludido la punición. Algo
parecido a lo que prescribe el propio derecho
penal.
Pero sin lugar a dudas, el aspecto más im
portante de cuantos requerían condiciones espe
ciales del sujeto pasivo de esta relación — a
riesgo de su propio pellejo — era el que tenía
que ver con la actitud a asumir durante el des
arrollo en sí de la paliza. Aquí si, un gurí te
nía campo a discreción para lucir sus aptitudes
psicológicas. Necesitaba perspicacia, lucidez,
vista, oído, olfato, y fundamentalmente esto:
serenidad a prueba de bomba. Todo, para cap
tar — en el aire, de ser posible — el humor,
la intención y las ganas del verdugo. Ello le
valía nada menos que la deducción instantánea
•—porque instantánea tenía que ser—- del com
portamiento a asumir durante la ejecución. Co
sa importantísima ésta, que equivalía a quitar
se muchos palos de encima. Pues podía ocurrir
que, del mismo modo que a veces el gurí de
bía gritar y revolcarse como un malherido, por
que eso denotaba sensibilidad a la sanción y eso
era lo que el otro quería, a veces lo convenien
te era aguantar el chaparrón sin una mueca,
porque eso demostraba entereza o machismo a
colmo de quien castigaba. Gurises hubo que, a
la cuarta o quinta paliza, ya se habían hecho
verdaderos idóneos. Como los hubo que, a las
ciento y tantas, todavía no pasaban de unos
aprendices.
El Macho Ramírez no encuadraba en nin
guna de ambas categorías. El pertenecía al
grueso de los muchachos que a los dieciocho
años tienen que habcjr habituado necesariamen
te el cuerpo y los sentidos a un ejercicio tan
frecuente. Por eso, por lo del “barro” en la es
cuela y por muchas razones más derivadas de
aquella ley de la naturaleza de las cosas, él te
nía sobrados motivos para pensar que la que es
peraba habría de ser la última ocasión de que
le “calentaran los matambres”. Cavilando so
bre estas cosas, casi se había olvidado del que,
rebenque en mano, venía acortando distancia
allí, a pocos metros. Se hubiera olvidado del to
88
do, si no se lo recuerdan las mismísimas pala
bras inaugurales del ajusticiamiento:
—Entonce bos andás buscando novia... ¡Yo
te viá dar novia*
Sin tiempo para dar el frente, el Macho
sintió el sacudón del primer rebencazo quemar
le las carnes:
—¡Toma novia*
Y el segundo:
—¡Tomá novia*
Y el tercero:
—¡Tomá*
Y de ahí en adelante:
'Jm*... ¡jm*... ¡jm*...
Sólo se oían los quejidos del viejo al lar
gar el aire en cada descarga sobre los lomos del
hijo.
Encorvado, mudo, quieto, como se dejó
estar, visto de donde lo veía el padre, el Macho
parecía soportar la tortura casi con indiferen
cia. A' esto había empezado a calentar la san
gre del viejo. A tal punto que, yéndosele prác
ticamente encima, va estaba golpeándolo con el
mango del látigo. Tuvo el muchacho que darse
vuelta en un arranque; tuvo que mostrarle la
cara congestionada por donde se desparramaban
unas lágrimas escasas pero grandísimas; tuvo
que verle colorear la sangre provocada por la
mordedura de los labios, para que al hombre
se le cayera súbitamente el brazo y quedara allí,
sacudido por el cansancio del esfuerzo, hama
cándose como un pelele.
Enseguida dio media vuelta, y salió cami
nando apenas. Viéndolo subir lentamente la la
dera, agachado, casi arrastrando los pies, como
si el rebenque le pesara toneladas, al hijo le vi
nieron unas ganas inmensas de salir corriendo y
ayudarlo a repechar. Apenas pudo contenerse.
Pero la visión de la figura agachadita del pa
dre, borrándose por entre el cardizal de la cu
chilla, alcanzó para cubrirle con una como ca
pa de aceite el mar de rencor que le había que
dado oleando por adentro al Macho. Y como si
llegara deslizándose por aquella capa, lo inun
dó de golpe una tristeza semejante a la noche.
Seguramente, la tristeza que produce toda des
pedida; toda, aún la despedida del dolor. ¡Cuán
to más la de aquella época de la vida que em
pezaba con el primer beso de la madre y ter
minaba con la última paliza paterna*
Mucho rato pasó, sumergido en medio de
89
Volúmenes de cuentos de Da Rosa: “Cuesta
arriba”, “De sol a sol”, “Camino adentro’’: tres tes
timonios sobrados del talento narrativo excepcional
de este escritor. Discípulo de Morosoll, dueño — sin
embargo — de una personalidad literaria absoluta
mente original, la semejanza entre estos dos escri
tores no es, en el fondo, sino una común fidelidad
a paisajes y hombres de nuestra tierra. Porque más
que el magisterio del ilustre minuano, — necesario,
insoslayable —, reconócese en Da Rosa el magisterio
de la realidad. Realista, esta tipificación estética no
importa sujeción limitadora al modelo: Da Rosa se
somete a su mundo, pero, en la medida de esa su
misión, lo re-crea. Poeta, en fin.
Si como cuentista los tres mencionados volúme
nes lo sitúan en primerisimo plano dentro de los es
critores de su generación, una obra posterior (“Juan
de los desamparados*’) nos lo muestra ensayando una
dimensión nueva: la de. la novela. Dimensión que
recorre sin olvidar, todavía, su técnica de cuentista.
“Mundo chjco” dirá sí hemos de preferir al cuentis
ta o al novelador. Mientras tanto, este fragmento
que publicamos es un cuento perfecto. Pero un cuen
to que despierta avidez por sus antecedentes y sus
consecuentes, por el contexto en que sobrenada, por
lo que deja adivinar más allá de sus límites nítidos
y seguros. Y, tal vez, ésta sea una de las más pre
ciosas virtudes del novelista: que, fragmentariamen
te leido, nos deje entreoír el eco de una más vasta,
lejana melodía: como un trozo de horizonte nos ha
ce columbrar la inmensidad circular del campo.
A. P.
Julio C. da Rosa.
90
Dos Poemas
Llaman.
Trama de luz del día
antes eras un lienzo
de tejido indeciso.
Ahora tienes siempre
un decidido corte
V un color definido:
eres como un vestido
para usarte y gastarte.
— II —
Y sin embargo, pueden
los pilares del día
armarse, sostenerse
como un solo dibujo
de entrecruzadas líneas.
Movimiento de pasos
una pregunta, un gesto
se envuelven, sostenidos
por hilos de luz viva.
CIRCE MAIA
91
Canción para no estar muerto
para ser el que se era;
para quedarse despierto
la noche entera.
1
Olor a verde mojado
después de la lluvia
a lo largo de la calle
los viejos plátanos gotean
V el viento trae el gusto
amargo y limpio de esta primavera
a dónde vamos hoy por esta calle
cuesta abajo en la tarde
cruzando las esquinas
de ayer quién lo diría
buscamos tantas cosas
y hoy la vida
va no es más que la vida
calle abajo en la tarde
como ayer paso a paso
pensando a dónde a dónde
calle abajo en la tarde
acaso nunca (o siempre)
algunos dicen
pero eso es otro asunto
queda un resto
no sé
no de esperanza por cierto
bueno fuera
queda la luz
la sombra en el follaje
una grieta en el muro
y el agrio viento de esta primavera.
i
*
1UC
MJ
i r ina.
obfijorn abnav b ioIO
de BÍvnlí bí ab aauqaab
alisa si ab 03mf el t
nnajog aonGisíq aojaiv aol
oíaos ía 3B11 oinaiz fa y
Bia/Bírtnq Bíaa ab oiqrriil y osteítis
J
alisa síaa -toq yod aomi;r abnob b
abnsi si na ojsdB sPaua
asniupaa asi obriBsma
Biiib oí naiup nays ab
asaoa asloBl aotíiBoaud
fibiv bI yod y
fibiv si anp asm aa on sv
abmi sr na o¡sds alisa
oasq s o’Bq aayfi omoa’,
abnob s abnob s obnsanan
Ranció i abisí sí na oj^dB alisa"
íaiqmaie o) sannn oasas
naaib aonusls
oinuafí olio aa oaa onaq
olean nu sbanp
aa on
017313 70q Bsnmaqaa ab on
Biaui ona ud
sul bI sbaup
a¡slío} la na Bidmoa nf
mura la na cJanp snu
.BiavBmrtq slaa ab oinaiv oíi^.b la v
Cómo zumba este instante en el vacío.
Mercedes Rein.
Desechó la bata gris que cubría el respaldo de la s I sin mirarse. No tenía ninguna cinta para sujetarlo. Y
Un paseo a la lia. Prefería vestirse. salió del cuarto pensando que compraría una en la pri
Fué en ese momento, cuando 4ptrodujo las manos etl mer tienda que encontrara.
tre las perchas y sintió el roce de la ropa, mientras bul En el corredor se cruzó con un hombre en mangas
luz de la lluvia I
caba el vestido negro de hacer las compras, que la asal de camisa que la retuvo por un brazo. La cara, en cier
tó una sensación de perder pie y caer, y volver al estl to modo, le resultó familiar, pero consiguió liberarse y
por del principio, fuera def cauce que |va uniendo 11 salió corriendo.
• dias. Corrió las perchas una a una, con apuro, como si No se preocupó de cerrar la puerta del apartamento
necesitara agotar el desconocimiento y encontrarse <le y bajó casi sin pisar los escalones. Algo, tal vez los pa.
Del fondo de Un pozo, sin traer nada más que unu nuevo en tierra firme, echar el ancla en un momento prl sos del hombre que la perseguían, sonó detrás de ella
mirada de estupor, vacia y fija como la mirada de loi ciso del tiempo, continuarse de alguna manera. como un eco.
muertos; desde un lugar ajeno a |ella y que sabía sin Aquellos trajes pendientes, sin vida, se perfilaban el Ésperó el tranvía largo rato en aquella esquina has
embargo propio, volvió a percibir de nuevo el filo hela mo ahorcados en la penumbra. Sintió que estaba profl ta advertir que faltaban los rieles. Seguramente pasaba
do de las cosas, el doblez blanco de la sábana, el oleaje nando algo más serio y privado que una tumba y retirl por la otra calle.
detenido que las tablas del piso repetían una a una. las manos. Estaba fatigada y ahora caminó despacio por los al
El cuarto pareció agrandarse Indefinidamente: fié rededores buscando la via: solo encontró algunos rastros
Sin saber por qué sintió frente a los viejos muebles
una plaza, un parque, tomó el aspecto de muchas habí gastados, interrumpidos, existiendo apenas como para sos
de su cuarto'una vaga sensación de miedo, como si poi
taciones olvidadas. Cuapdo todas las cosas volvieron a tener un recuerdo fragmentado. Detuvo un ómnibus y
primera vez advirtiera sus superficies lisas, esa dureza
su sitio no supo explicarse dond^ estaba. lo tomó. La ciudad se deslizaba por la ventanilla, mos
que de pronto pareció golpearla.
El ropero seguía abierto frente a ella: tanteó el aite, traba calles nuevas, la sorprendía con edificios que no
La cortina oscura no conseguía velar del todo el rec adentro, y los trapos jacios. Se encontró de pronto bul habia visto nunca, con autos estirados como flechas.
tángulo de luz de la ventana. Debía ser tarde ya. Vló » cando el uniforme del colegio. El mundo se. armaba de Eran las ocho de la mañana. Tenia tiempo de ir a
(su lado el lugar vacio, la almohada hundida, el piyama nuevo en aquella búsqueda minuciosa, un» mundo adolel buscar a Claudia. Preguntó al guarda por la calle Eji
desplegado como una bandera sobre los pies de la cama cente, con padres, trajines estudiantiles y tardes de di do. Tenia miedo de no reconocerla. Se bajó en la esqui
mingo. na frente a una luz amarilla. Mientras cruzaba, la luz
Pero no pudo encontrar el uniforme y no le imporl altó y se hizo roja y una fila" de autos avanzó sobre ella
Adriana imaginó a su marido preparándose íol^yel
desayuno y hasta llegó a entrever el gesto cansado d< tó. Se sentía feliz, como si fuera dueña de un milagrl ■on los motores bramando.
Tenia que apurarse para llegar a clase. Se resignó: una Corrió hasta alcanzar la vereda y atravesó una ex
todos los dias, junto a la frágil pompa de hgeer café. La
falda tableada y un pullover celeste que descubrió I planada. Se internó por Ejido en dirección al mar y res
pequeña llama del mechero tembló por un momento has.
la desaparecer. una caja grande, en el piso del ropero. piró aliviada al ver la casa de su amiga — habia te
Pasó una mano por la cabeza y extrañó el pelo rl
jido miedo de que se hubiera esfumado en una sola no-
Salió de la cama con desgano, como si todavía con cogido en ese moño medio deshecho. Lo soltó y se peinl :he, como los tranvías—. Reparó por primera vez en la
servara la pesadez del sueño y tuviera que abrirse paso
en el aire.
el color grisáceo de la puerta del convento encontró al chocolatlnero mitad de la cuadra y un temor repentino la impulsó
grieta que bajaba por el frente
era el de siempre. El patio estaba lleno de alum- apurar el paso para salir de dudas. Los balcones de már
la pared, como cubierto por una costra desconocida. Arri
mol, las celosías cerradas, el llamador de bronce a un
ba, el pretil de la azotea parecía comido, rascado, gol is que charlaban en grupos, todas con el uniforme azul,
ado de la puerta le devolvieron intacta la fachada de su
peado por algo sin forma, pero implacable. El cielo es lriana se detenía y buscaba de una en otra — cada vez
casa. Estaba. Empujó la puerta pensando si los bizcochos
taba encapotado. La lluvia colgaba silenciosa, sin caer. nás ansiosamente — la cara de Claudia.
pe habrían humedecido con la lluvia. Pero no. Venían
Fijó la mirada en el escalón de la entrada y recorrió una . Una monja salió de la puerta de la Dirección. En bien protegidos contra su pecho. El pasto empezaba allí
larga señal donde el mármol empezaba a separarse. •se momento sonó el timbre de entrada. Las muchachas mismo, donde antes había estado el zaguán. El baldío se
La atendió por fin una señora inverosímil y triste. ueron desplazándose hacia los salones entre risas y me- continuaba hacia el fcmdo; amontonaba diarios, escom-
—Adriana '— la oyó decir — no te esperaba hoy. lias palabras. El patio quedó desierto. Solo Adriana; bros, fracasos. Inexplicablemente, hacia un costado, se
—Busco a Claudia. lermanecia en medio de tanto espacio, desguarnecida, levantaba todavía una de las paredes con el rectángulo
'ero no tardó en decidirse. Fué hacia su clase ella tam- de la puerta en el medio. A través de ella, podía verse
—¿Qué te pasa? — preguntó la mujer canosa y pre-
>ién y espió desde la ventana. En su banco estaba sen' la sala y el empapelado colgando a tiras y cubriendo el
. tendió tocarla en el hombro.
ada una rubia pecosa. No conocía a nadie. Esto le cau-1 piso varillas herrumbrosas y vidrios rotos; frente al lu
Adriana miraba por encima de ella, hacia la cancel, ó un desasosiego extraño. gar de los sillones, al descubierto, el lamparón negro del
esperando ver el rostro de su amiga.
j. Se dirigió a la calle y se detuvo un momento en el hogar.
—Busco a Claudia —j-epitió; y bajó la mirada has
zaguán. Adriana entró ¿ ese cuarto, contempló el marco sin
ta encontrar los ojos acobardados de la otra; después de ventana y más allá, conservada de milagro, la celosía ce.
un instante retrocedió sin dejar de vigilar ese rostro en De repente, como si de verdad lo estuviera sintien-
lo, la asaltó el olor de la cocoa que le preparaba su ma- rrada que había visto de afuera, con dos tablas en cruz,
ruinas, cortado por mil. estrías que tajeaban la carne.
Ire por las mañanas. Era un olor fuerte, dulzón, que sosteniéndola.
Súbitamente, Adriana empezó a correr sin detenerse has
ta haber dejado todo aquello muy atrás. {uardaba dentro de si un mante^ a cuadros y el ruido Fué allí, al volverse, aun antes de enfrentar el bri
pie hacía el aparador cuando se abría, y el centro de la llo transparente del vidrio, que recobró su lugar en el
Por un momento había llegado a dudar. Habla visto
ilesa con manzanas. Recordó que no se había desayuna- mundo. Y en ese reflejo de su propia cara, en esa lma-
la máscara de la vejez sobre el rostro de Claudia.
lo y corrió hacia su casa. gaar^nmóvil, de un solo golpe le fué devuelto el tiempo,
No quería pensar más. Se angustiaba.
La calle aparecía lustrosa j negra. Estaba lloviendo, abatió implacable sobre ella hasta hacer manar
Antes de llegar al colegio acompañó durante un tre- desde no se sabe dónde -un llanto' suave, manso, silencio
cho la larga vidriera de una tienda. Entró y compró una ivanzó entre los paraguas abiertos, contenta, chapotean-
cinta azul, Le molestaban las miradas curiosas de las lo por los charcos. Entró en una panadería y compró so como la.lluvia, pero interminable desde entonces pa.
fzcochos de anís y unas plantillas. La lluvia caía más ra ella.
vendedoras y terminó de atársela en la calle.
Brte ahora y sentía el pelo empapado. Le faltaba me-
Caminó detrás de otras muchachas con libros bajo
el brazo.
“Son mayores — pensó — deben ser de cuarto año”. construcción a María Inés Silva Vila.
s de una cuadra para llegar.
Desde la esquina vió un edificio en
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El fin
de
la noche
ALBERTO PAGANINI
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tarse los zapatos. El hombre tuvo la impresión, esta vez,
de que Alma no pesaba nada, como si ella fuese, verda
deramente, una sombra. Años atrás hubiera reido loca
mente hasta quedarse sin aliento, abrazada a Gabriel, o,
simplemente, se hubiera dejado caer sobre la piedra, y
allí, en el suelo, hubiera terminado de descalzarse, o,
más bien, se hubiera quedado inmóvil, boca arriba, ex
tendida, entregada, erigiendo un zapato en la mano, ab
sorbiendo el aire negro de la noche con sus ojos profun
dos muy abiertos. Aquel viento duro que acuchillaba y
rasaba en ráfagas intermitentes. Se hubiera quedado asi,
apoyada en la confianza de las rocas que parecían he
chas para sustentarla a ella sola. Enseguida hubiera re
conocido las estrellas, allá arriba, salvadas del viento y
del mar.
Empezó a caminar entre las piedras. Pero no estaba
hecha para andar entre aquellas crestas afiladas. Se tam
baleaba y caía, como si el viento o las imprevistas que
braduras de la roca o la aspereza de sus bordes conspi
raran contra ella. Sus miembros no tenian aquella fe
lina destreza que los hacia danzar sobre piedras y gui
jarros, casi sin tocarlos, acariciándolos con sus plantas.
Empero, hacia un rato, Gabriel hubiera creído que ella
era una sombra. Mas las sombras no tropiezan y caen.
Cayó, sin gracia, indecorosamente.
El viento le revolvía el pelo sin trazas ya del pei.
nado. Se quedó en el suelo, casi en cuclillas, inerme,
apoyando las palmas sobre la piedra. Casi no podía creer
que alguien no le tendiese una mano.
Gateó sobre las últimas rocas.
El ruido del mar era más violento y su rocío ame
nazaba dejarla empapada en poco tiempo. Pero era dul
ce aquella frescura en la cara. Una veta de alquitrán ter
minó de estropearle el vestido.
—Alma, te estás arruinando el vestido — le gritó Ga
briel — que se había quedado atrás, viéndola reptar afa
nosamente.
Parecía que ella hubiese querido llegar primero que
Gabriel al mar. Habia corrido, saltado, y ahora extendía
sus manos al agua, deseando alcanzarla. Pero no lo lo
graba.
—¿Está linda el agua? — le preguntó Gabriel cuan
do estuvo a pocos metros.
Hubiera sido una felicidad |hundirse en -aquellas
aguas hervorosas y salir luego de las olas recién nacida
Volver a andar sobre aqliellas rocas, ahora blandas y
mullidas.
Los faros del coche seguían iluminando en lo alto
de la barranca.
Una ola estalló entre las rompientes y el latigazo del
agua, hecho trizas, le caló las ropas. Aspiró aquel aire
mojado. Pareció feliz. Gabriel se acercó hasta ella y se
■detuvo a sus espaldas Más afuera, el mar rugía y atro
naba como si todo fuera a desplomarse y hacerse añicos.
Alma se sentó en el limite de la roca, donde aquel es
pinazo de piedra abultaba sus últimas vértebras y se es
curría hacia el agua. Cruzó los brazos sobre las rodillas
alzadas hasta el mentón. Pareció soñar de nuevo. La
falda mostraba dos o tres desgarrones. Gabriel perma
neció de pie, detrás de ella. Intentó encender un cigarro
haciéndose pantalla con el hueco de la mano, pero fue
inútil. Fastidiado, metió las manos en los bolsillos. En
tonces se preguntó qué estaba haciendo allí. Porque to
do era obra de la casualidad.
103
' lio. siempre excesivamente mórbido y blanco, mostraba
lina piel a punto de desgarrarse, cruzada de finos surcos
sobre la laringe prominente. Y aquellas patas de gallo al
costado de los ojos, Inocultables, dolorosas.
—Secate la cara — dijo el. fruciendo el ceño.
Volvió a mirar el mar que avanzaba hacia ellos con
un bailoteo de crestas blancas. Habia un bullicio gene
ral entre las rocas. Como si todo estuviese vivo.
Se le ocurrió pensar si esa mujer era, realmente,
Alma.
—Vamos ¿no te metes? — tuvo que gritar—. El es
truendo de las aguas ensordecía.
Alma permaneció inmutable.
—Sacate el sombrero — ordenó» Gabriel—. No te vas
a tirar al mar de sombrero ¿verdad?
Otra ráfaga de agua y espuma se deshilaclió sobre
ellos y terminó de empapar a Alma.
—-¿Estás esperando que me tire yo? — la desafió.
Por supuesto, él era incapaz de tales cosas. Era Al
ma quien gustaba de aquellos silenciosos chapuzones noc
turnos.
Gabriel se la imaginó acercándose al agua, resuelta
mente, como otras veces, hacia años. Entonces Alma tan
teaba las rocas de la orilla y se metía en el mar. “Cui
dado al resbalón”, alguien repetía ahora, como un eco,
dentro de Gabriel. Pero ahora Alma estaba sentada en
aquella roca, de chal y sombrero, azorada, calada hasta
los huesos, como si se mirase en un espejo y no creye
se. Estaba allí, alargando su mano, tratando de mojar
la punta enguantada de su dedo en el agua del mar.
Era un gesto inútil. El agua la castigaba en repentinos
azotes de espuma que restallaban sobre ella en un salto
crepitante. El mar no le cabía en el hueco de la palma.
■'Cuidado al resbalón”, repetía el eco dentro de Gabriel.
Como si ella de veras se hubiese recogido la falda y se
hubiese ido caminando sobre aquella roca Usa azotada
por el agua que le rebasaba las rodillas y le lamía los
muslos. Porque algunos pasos más allá, luego de las
rompientes y casi a flor de agua, se extendía una len
gua de piedra lisa, pulida por el mar. Las olas se expla
yaban en largos abanicos de algas y espumas. Iban y ve
nían y mugían en un estremecido hervor. “Cuidado al
resbalón, cuidado al resbalón’’, le decía Gabriel. “¿A
donde vas, Alma?”, le gritaba. “¿A dónde vas?”. Y ella
seguía, internándose. Y la roca terminaba alli, a no mu
chos metros, y ella caería donde no era posible hacer
pie. “Si sé nadar”, replicaba la voz de Alma, riendo,
mientras ella se debatía en un éxtasis de espuma y agua’
Si sé nadar. No ves que no tengo miedo”.
Entonces, abrazada a las olas que parecían levantar
la
la en triunfo, le suplicaba que se arrojase él también a
aquellas aguas violentas y fraternales.
Pero era en vano.
—No me «ligas que le tenés miedo al agua — dijo —
poniéndole una mano sobre el hombro.
Alma hundía Ja cabeza entre las rodillas.
—Fíjate (fue si nos agarran aquí pueden robarnos y
matarnos. I.a única escapatoria sería largarse al agua —
insistió.
Brevemente, ella alzó la cabeza.
—¿Tenés miedo?
Pero Alma no oía. Miró las luces, otra vez. A ras de
las olas casi parecían desaparecer entre el negro espejeo
del agua.
“Si sé nadar”. Ceñíase la falda en lo alto de los mus
los. ‘'Gabriel, ven tú también’’. Pero él se quedaba en la
orilla, impávido, fumando su cigarro, incapaz de dar ese
paso. “Entra un poquito más, Alma”, le decía, dando una
bocanada. Estaba sentado en una roca, cruzando la pier
na y mirando con indiferencia. “Cuidado al resbalón”,
reía. “Ojo al resbalón. Alma, mira que hay muchas al
gas’’. Ni una sola gota hubiera podido mojarlo. I)e pron
to vería caer a Alma y desaparecer como un blando co
po de espuma. Un súbito cambio de coloración, un os
curecerse de las aguas, denunciaban al abismo. Allí es
taba el borde de la piedra lisa, una linea incierta insi
nuándose aquí y allá. Se llegaba hasta el límite con el
agua a la cintura, confiadamente. Luego era como un des
mayo en el que los pies tantean el fondo sin encontrar
lo. Algo arrastraba hacia abajo con una succión implaca
ble. La vería resbalar y sumergirse, hecha un ovillo de
manos y cabellos, entre, el gorgoteo de las aguas. Los
ojos de Alma quedarían mirándolo, como despegados de
su cuerpo, desmesurados. El seguiría fumando sobre la
roca. Luego se levantaría, daría vuelta y tiraría la coli
lla por sobre el hombro. Eso sería lo último (pie verían
los ojos de Alma. “Entra un poco más adentro, Al'.na”, reía.
“¿A qué no te zambullís, Alma?’’, decía, casi gritando.
Entonces Alma obedecía. Se lanzaba hacia adelante, brio
samente, más allá del borde, hendiendo el agua con sus
palmas unidas, en un gesto imperioso. Sus pies batían
fuertemente y sus brazos la impulsaban con resolución,
desafiadora, dueña de su cuerpo elástico y seguro. “¿Ves
cómo sé nadar?’’, gritaba sacando la cabeza del agua. Ya
había pasado el borde de la piedra lisa. Quizás a Ga
briel le pareciese suficiente. Porque entonces, irguiéndo
se sobre la roca, y como festejando la hazaña de Alma,
la llamaba: “Basta, amor. No es para tanto. Date vuelta”.
Y Alma regresaba con la misma energía, o con el miedo
de no encontrar el apoyo de la piedra lisa. Tanteaba el
fondo, y al sentirlo se erguía jubilosa, sacando afuera el
105
torso, con las ropas adheridas a la carne y los cabellos
apesgados en gruesas madejas sobre la nuca. “Tengo
frío”, gritaba a] llegar. Gotas saladas le surcaban las me
jillas. “Abrigante”. Los dientes le castañeteaban. Se re
torcía el cabello sobre la nuca en una apretada madeja
que le rezumaba hilillos de agua hasta la cintura. Gabriel
se quitaba el pilot. Ella corría a desnudarse detrás de
una roca. Volvía al rato enfundada en el pilot de Ga
briel, con una cinta sujetándole el cabello y la cara en
cendida de frió. “¿Vamos?”, decía. Empezaban a reco
rrer el camino de regreso, entre las rocas. De pronto
ella fruncía el ceño, como si algo faltase. Alargaba sus
manos hacia el hombre, en silencio, esperando. Hacía co
mo que le arreglaba el cuello del saco, con manos tími
das y presurosas. Sus palmas se demoraban. El apartaba
un poco la cabeza, expeliendo el humo del cigarro por
sobre Alma. Ella sentía en su pecho el corazón cerrár
sele como un puño. Un puño apretado de rabia, aunque
demasiado frágil. Dejaba caer su cabeza sobre el pecho
del hombre, como si no pudiera sostenerla.
Reclinada en aquel pecho macizo alcanzaba a ver la
noche.
107
Alma escrutó al mar otra vez. Lejos, aparecían unas
luces confusas, casi perdidas en la agitación de las aguas.
—¡l'n barco! — gritó él.
Ella asintió .
—¿Qué barco es? — preguntó cohibido.
Ella hizo un gesto silencioso y replegó el dedo que
señalaba el mar. Gabriel no entendía.
—¿Qué importa ese barco, Alma?
l'na ráfaga de agua se hizo trizas sobre ellos, cegán
dolos.
Entonces, otra ola más poderosa los embistió en su
derrumbe y los arrojó al suelo con un mugido de triunfo.
Se quedó tumbado de cara contra la piedra, sin fuer
zas para ponerse de pie. Refluyó el agua bajo sus me
jillas y palmas. Giró la cabeza sobre su cuello dolorido,
como si en él tuviese un peso que le impidiera mo
verlo.
Miró a Alma. Estaba arrebujada contra una roca, ti
ritando. Tenia el vestido hecho girones y desnudos los •
brazos demasiado delgados. Los ojos se le habían entur.
biado, otra vez. Eran ya los ojos de una muerta pug
nando por mirar hacia este lado de la vida. Y otra vez
las patas de gallo marginando la fatiga de su mirada. Si.
la habia traído el mar. Era la resaca de algún naufra
gio. Gabriel ya no podía reconocerla. Estaba con una
desconocida.
r.a mujer volvió a esconder su rostro entre los bra.
zos y las rodillas.
La luna empezó a sumirse en el silencio apesadum
brado de las nubes.
El mar seguía encrespándose sobre el filo de las
rompientes.
Gabriel miró hacia el barco. Era como si se mirase
en un espejo sin reconocerse.
—Alma — murmuró.
Tiritaba.
No me llamo Alma — contestó de pronto, ponién
dose de pie.
Emergía de su sueño, pálida e intacta. Miraba hacia
las luces de Pocitos.
—Decime, Alma ¿verdad que se te pasó el miedo?
Gruesas gotas rodaban sobre la frente y las mejillas
de Gabriel. Tenia la camisa empapada pegándosele al
pecho.
Ella lo miró.
Gabriel rió casi con ternura.
—Digo... el miedo de entrar en el agua, como antes.
Ahora era ella la que no entendía, mirándolo con
asombro hiriente.
108
__Si supiera nadar entraría — dijo ella—. Se enco
gió de hombros.
_ xjo es necesario saber nadar. Podemos caminar so
bre la piedra lisa hasta el borde.
—¿Hasta el borde...?
La mujer seguía sin entender. Dijo que allí no ha
bía ninguna piedra lisa. Al dar un paso uno se hundiría
en el agua No se hacia pie en ninguna parte.
Gabriel estaba atónito.
—Te digo que hay una piedra lisa en el fondo. Po
des entrar caminando y el agua te da a la rodilla. ¿No
te acordás?
No, no se acordaba.
Entonces lo mejor seria demostrárselo.
Se quitó el saco. Ella lo observaba con curiosidad
mezclada de desprecio ¿Estaría loco ese hombre?
Otra ola estalló cerca y volvió a empapar a Gabriel.
Se sintió feliz. Aquel baño le limpiaría el alma. Saldría
de las aguas convertido en un hombre nuevo. Era fácil
encontrar la alegría: un paso adelante y el mar le de
volvería su juventud.
—Cuidado — advirtió ella—. Ahí no se hace pie.
Gabriel entró al agua y de inmediato sintió que ha
bía ganado la partida: hacia pie. Allí estaba la piedra
lisa extendiéndose en la oscuridad del agua y de la no
che.
Gabriel se dio vuelta y le sonrió dándole confianza.
El agua le llagaba a la rodilla pero tenia los pies bien fir
mes sobre la piedra lisa.
—¿No te dije, Alma? — gritó. — Ahora voy a en
trar un poco más adentro.
Empezó a internarse.
Paso a paso tanteaba el fondo y hacia equilibrio con
los brazos extendidos, igual que un volatinero.
A ambos lados de la piedra lisa dos contrafuertes de
roca penetraban en el mar y dejaban en el centro una
especie de remanso. Pero aún asi las olas subían y ba
jaban descubriendo las rodillas de Gabriel o tapándolo
hasta más arriba de la cintura.
—ICuidado al resbalón! — le gritó ella.
La mujer se puso de pie. Pese a la humedad de sus
ropas ya no sentía frió El viento arreciaba recortando las
rocas. Entre ráfaga y ráfaga se sentía un aleteo ince
sante mar adentro.
—Veni, Alma — gritó. Le tendía las manos. Basta
ría que ella tocase el agua con la planta de su pie para
que volviese a ser Alma. Daría un paso adelante, caería
en el agua y el milagro estaría realizado. Aquellas olas
los estaban esperando desde hacia años. No habían ce-
109
sado de batir las paredes de roca durante todo ese tiem
po. Ahora todo estaba corno antes. El viento gemía so
bre ellos en bruscos tirones y todo ardía y resonaba.
Hasta las piedras parecían arder, resonar, chisporrotear.
__No ves que no tengo miedo, Alma. Vení vos tam
bién .
Ella permanecía inmóvil frente al agua. En el hori
zonte las luces del barco se habían vuelto firmes y cer
canas. Sin embargo, Gabriel no las reconocía. O. tal vez,
él no fuese Gabriel.
—Vení Alma. Tenes que tirarte.
Pensó que ese hombre estaba loco. ¿Por qué ese
empeño en entrar en el agua, de noche, y de hacerla en
trar a ella, buscando no se sabia qué. Además, Gabriel
nunca había hecho eso. Se quedaba en las rocas riendo
y burlándose. Pero hubiera reconocido al barco.
—Alma, si no venís sigo caminando.
Si. Se habia equivocado. Había invitado a subir a su
coche a un desconocido. Quizá había estado equivocán
dose durante años, noche a noche, sin encontrar a Gabriel.
Igual que perseguir a un fantasma en un lujoso automóvil.
Pero Gabriel no estaba en ninguna parte, ni siquiera en
aquella esquina de la rambla, recostado contra un farol y
fumando, en esa hora de la noche en que el viento arrastra
hojas de diario y deshilacha nubecitas de arena contra
los cordones.
El hombre llegaba al fin de la rampa, donde el mar
comienza a remolinear con furia y hace presentir el li
mite de la piedra lisa, no muy lejos de alli.
“Más adentro, querida, más adentro”, reía Gabriel
años atrás. ¿Hasta dónde hubiera llegado ella? Se ha
bia zambullido y empezaba a nadar. La estrechez de la
falda le dificultaba los movimientos. Gabriel, inmutable,
se erguía sobre las rocas. “Si no venís a buscarme me
ahogo’*, suplicaba ella. El viento y el alarido del mar se
llevaban sus palabras. ¿Sería posible que Gabriel la de
jase morir asi? Pero poco le importaba volver a la ori
lla y seguir viviendo. ¡La vida! Le hubiera bastado que
Gabriel le extendiese su mano. Mas él repetía desde la
orilla como un sonsonete o una burla. “Más adentro, que
rida, más adentro”.
De veras no tenia gracia quedarse allí, a pocas bra
zadas de la orilla. Hubiera entrado más adentro, cuanto
fuese necesario, con tal de que Gabriel le tendiese la
mano. Más allá del limite de la piedra lisa. Hubiera de
safiado la negrura, el frío, la lenta pesadez de todo su
cuerpo. Le hubiera bastado sacar la cabeza de entre las
olas, de tanto en tanto, y ver, siquiera, una u otra estre
lla, allá arriba, todavía segura, todavía clara y firme en
sil titilar. Sabía que entonces encontraría la mano de Ga
110
briel. Ella extendería su brazo exhausto y su palma y
sus dedos frios y rugosos, y encontraría aquella mano
firme, en cualquier parte, sobre una roca o una estrella
o en el barco. Porque Gabriel estaría en el barco, espe
rándola, con su mano tendida y firme. “Más adentro, más
adentro”, le llegaba desde la orilla, como el plañido del
viento entre las rocas. Ya estaría mucho más allá del li
mite de la piedra lisa. Se liabia zambullido raudamente,
poseída por un súbito vigor que le electrizaba todo el
cuerpo con un espasmo de frío. De pronto sintió un mie
do desconocido. Había querido tantear con el pie aque
lla pared cortada a cercén donde las aguas se ennegre
cían y revolvían ocultando el abismo y no la había encon
trado. ¡El abismo! Extendió la pierna buscando el apoyo
del fondo y no lo encontró. Ya no estaba la piedra lisa. Aho
ra nadaba sobre el abismo en rítmicas brazadas, asomando
la cabeza en intermitentes enviones de todo su cuerpo. El
mar era inmenso y las estrellas, arriba, eran más claras,
más cercanas, más hondas. Las estrellas tenían rostros
conocidos. Entonces Gabriel le gritó desde la costa, sal
tando de regocijo. “¿A dónde vas, corazón?’'. Reía es
tentóreamente. En un segundo de calma del viento le
llegó, entre dos ráfagas, la voz de Gabriel como si lo tu
viese al lado: “No te vayas a ahogar, corazón. Date vuel
ta que no vale la pena”. Giró rápidamente sobre si mis
ma, con una ondulación de su cintura y de sus brazos y
volvió hacia la piedra lisa braceando con energía. “No
vale la pena”. Tanteaba el fondo de la piedra lisa con el
pie, y al encontrarlo se irguió sacando afuera su cuerpo
con una agria crispación de todo su ser. Tenía las ro.
pas adheridas a la carne y los cabellos apesgados en
gruesas madejas sobre la anchura de la nuca. Gabriel
seguía en su roca, fumando la colilla del cigarro.
(
111
misma? “No era para tanto’’. Se le ocurrió pensar que
estaba muerta desde hacia años. O. quizá, desde siem
pre. Aquellas luces en la rambla parpadeando entre los
vapores del amanecer no eran más que un sueño. Un
sueño de otros, o de nadie. ¿Qué le hacia pensar que es
taba viva? Toda aquella vida que había creído vivir era
de otra. Ni siquiera se llamaba Alma. Alma había muer
to una noche, ahogada, hacia muchos años. Acaso la ha
bían recogido desde el barco, al amanecer, pálida y azu-
losa como una extraña aparición. Desde entonces habia
estado soñando. Ahora soñaba que miraba hacia las lu
ces negras y rojas ,de Montevideo, persistiendo en el pe
noso claror que se confunde cop el día. ¿Y qué estaba
haciendo en aquellas rocas, frente a la piedra lisa, ante
aquel desconocido que gritaba entre remolinos de agua?;
—¡Alma, Alma!
Un bronco estallido del agua sobre su cuerpo termi
nó de volverla en sí.
Tenía la ropa a girones, las manos sucias del sarro
del mar.
Las aguas se iban amansando a medida que aclaraba.
El cuerpo del hombre pareció tambalearse entre las
olas. Ahí terminaba la piedra lisa. Ya estaría tanteando
el fondo, sin encontrarlo. Ahora braceaba sobre el abis.
mo, alli donde ella se habia ahogado.
En el horizonte el barco seguía inmóvil. De pronto
apagó sus luces y algo indefinible indicó que se ponía en
movimiento. Había estado esperando toda la noche.
Exhausto, el hombre se debatió unos segundos. Alzó
la cabeza sobre un turbión de agua, quizá todo su cuer
po, y gritó algo con un sollozo ronco e inarticulado. Lue
go se hundió.
Su cabeza volvió a emerger del agua, apenas. Sus
ojos miraron hacia la costa, por última vez, y vio a una
desconocida que trepaba por la barranca. La mujer lie
gó al coche y apagó los faros. Un rápido remolino atra
pó al hombre y lo sorbió.
El mar estaba sumido en la confusión del dia.
112
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CUATRO O CINCO ISLAS
114
mencias del destierro en sus arrebatos de la tri
buna, sabía bien que la isla no era tan inhós
pita. Ahora, cuando estos infanto - juveni
les supieran que tendrían que venir a la isla,
V las mujercitas que anduvieran con ellos tam
bién lo supiesen, la cosa cambiaría. Por eso a
ellos no había que quitarles la imagen que te
nían. Ustedes los pedagogos seguirán hablando
de las bondades del sistema de puertas abiertas.
¿Qué puertas más abiertas que las del mar?
Están de par en par, pero nadie podrá salir por
ellas; hoy en día — en cambio — saben muy
bien que pueden fugarse cuando se les antoje.
En adelante, no. A levantarse con la diana,
temprano, como los presos políticos de hace
veinte años. A esperar ropa limpia y provisio
nes una vez por semana, a la llegada de los re
molcadores; o una vez cada quince días en in
vierno, con los temporales. Que se dejen de
mirar hacia la ciudad. Que hagan caminos y
cultiven la tierra.
—O que pesquen y monten una fabriqui-
ta de conservas. Que se fatiguen y endurezcan
al aire libre y de noche dormirán como piedras.
El cansancio es el mejor antídoto para los ma
los pensamientos.
Los demás lo rodeaban, envueltos en sus
abrigos, mientras el viento que batía las palme
ras, frente al antiguo hospital, los llevaba a
asirse de los sombreros o a alisarse incesante
mente los cabellos revueltos.
El consejero hablaba admonitoriamente,
con una cara dolorosa y equina. Por demasia
do tiempo habían sutilizado la cuestión, y el
resultado había sido el peor. Ahora no había
que perder más tiempo. Había que trazarse un
plan y cumplirlo. Buscar nuevos ojos de agua,
hacer un programa de plantaciones, estudiar la
instalación de los presos y la guardia que pre
cisaran; traerlos cuanto antes.
Estaban en un claro de la isla; de la isla
que eran tres. La de más a la izquierda con el
viejo cilindro de manipostería — leproso y des
cascarado — del antiguo crematorio y con los
il j-, ¿
A
115
muros demolidos del lazareto sucio, de enfer
medades contagiosas. La del centro con el hos
pital de enfermedades comunes y la suave pen
diente del cementerio, visible desde las camas
del hospital. La de la derecha con el lazareto
limpio de las cuarentenas v el edificio de la co
mandancia, donde se deshilacliaba una vieja
bandera de franjas desleídas.
El señor arquitecto tendrá que estudiar to
do lo que se requiere para rehabilitar uno de
los dos locales posibles, el hospital o el lazare
to limpio, y decir cuánta gente habrá que po
nerle. Hay todavía unas autoclaves en el hos
pital, con una placa que conmemora la obra de
Tajes. Tal vez puedan servir. El señor arqui
tecto dirá.
Pero el señor arquitecto, tocado por una
enorme boina vasca que le daba un lúgubre
aspecto de hongo morado, con su alta estatura
y sus ojo$ enmarcados en profundas ojeras, pa
recía pensar en otra cosa. Si en vez de estar a
dos horas de Montevideo estuviera a dos horas
de Nápoles, sería una pequeña Capri. ¿Por
qué no?
Pisaban un colchón de pasto blando, pe
ro no mullido. Era gramilla pata de perdiz,
una gramínea inanimada y seca, como el pelo
pajizo y muerto de las mujeres que se tiñen.
"¿Que se tiñen? La señora diputado se recogía
el mechón sobre la frente y evocaba su obra
frustrada: tres años antes no habían querido
ley para la isla y los menores. Ahora estaban
disponiéndolo todo en la isla y sin ley. ¡Qué
herejía!
El sendero de conchillas azul grisáceo,
color pizarra, parecía una cicatriz ya curtida o
la insinuación de un peinado en aquel pasto
hirsuto y árido. Pero sólo llevaba hasta la orilla.
También está la isla de Tacariba en Ve
nezuela y están las islas italianas con sus refor
matorios — declamaba el presidente del Con
sejo del Niño.
Sí, y también estaba la Isla del Diablo.
Pero era más fácil pensar en la llegada que en
116’
el regreso. ¿Cómo volverían a la sociedad?
Porque algún día tendrían que volver. ¿Cuál
sería el método de readaptación progresiva, le
jos de toda sociedad r1 El pedagogo, calvo y fo
fo, pensaba en la inutilidad de todo lo que ha
bía que leer, para dejarlo a un lado en cuanto
el ciego engranaje se ponía en marcha. En cam
bio los Borstal...
La visión sedante del mar, la generosa
amplitud del horizonte marino, el aire salitro
so que distiende los pulmones y abre los pen
samientos... El ministro tenía una vena lírica
irreprimible, y bien que lo sabían sus viejos co
legas de la Cámara. Pero el Ejecutivo es el po
der pedestre de la acción. Las murallas de agua
— dijo, bajando luego a la prosa administra
ba i son más baratas y están aquí. El muro
elíptico del albergue de varones nos habría cos
tado cien mil pesos.
Los periodistas siempre piensan en lo más
peiegrino; y lo peor es que convierten en pre
guntas lo que piensan. ¿No sería más caro te
nerlos en la isla, con murallas de agua pero con
abastecimientos distantes y un personal de co
cineros, vigilantes y enfermería, que mante
nerlos en la ciudad y alzar el muro?
Ah no, eso no. Que se cocinen ellos, que
coman tumba como los soldados. El Jefe de
il olicía sabía lo fácil que era trasladar un cuar
tel a un sitio como éste y se animaba a hacer
lo. Cuando Murguiondo viajaba hasta la isla,
en su goleta Tártara, que después se hundió
lunto a los muelles del saladero de Seco, trajo
aquí cabras y conejos. ¿Qué se habrían hecho?
Pero la memoria de aquel Hernandarias
insular prometía poca cosa. También hubo un
par de vacas — según decía el farero. ¿Y
ahora?
El juez tendrá que condenarlos y desen
tenderse de ellos. Será algo más radical que el
archivo del expediente. Porque, ¿quién habrá
de darle cuenta de lo que pase? ¿O piensan que
consentirá en trasladar el juzgado a los lan-
chones?
117
No pasará nada. Aprenderán a convivir
entre ellos, no podrán escaparse a nado, no ten
drán víctimas a la vista. Asunto concluido.
Sí, pero el juez es el dueño del menor,
como dicen los autores. Los libros también son
un producto de tierra firme. El irrealismo na
cional lo han hecho los libros, y así vamos.
Aquí sólo hace falta un poco de coraje y ade
lante. Y la mueca del consejero de gobierno lo
ponía en práctica, avanzando la quijada ten
dida.
Están tratando de transferir la angustia
que les causan los menores a esta pacífica so
ciedad de ocho isleños. Para estos pobres el pro
blema cambiará de orilla, cruzará la calle.
Hasta ahora, habían podido darse el lujo de ig
norar lo que eran los infanto-juveniles, de leer
sus tropelías ya ajadas, en diarios viejos. Aho
ra les traen este presente griego. Es el caracte
rístico desasosiego de las neurosis de ansiedad,
pensó el psiquiatra. Triste gente, que cree que
resuelve lo que olvida.
El rabdomante y el geólogo se habían se
parado del grupo. Con una horqueta horizon
tal sobre las palmas de las manos, vueltas ha
cia el cielo y trémulamente extendidas, el hom
bre pálido y canoso erraba como un ciego en
tre la hierba. A la altura a que ponía los ojos
sólo podía verse el mar.
Por aquí no, por aquí no, pendulaba la ca
beza del geólogo. Pero el hombre canoso se ha
bía detenido y la horqueta bailaba en sus ma
nos. ¡La vieja cachimba cegada! ¿Será posible,
junto a la esquina del hospital?
Las condiciones agroclimáticas de la isla
están dadas por su suelo y su clima — decía el
agrónomo con voz enfática, dueño ya del gru
po y blandiendo las hojas de un memorial, que
el viento se empecinaba en enmarañarle. El ori
gen geológico eruptivo — de fundamento cris
talino — que tiene la isla y los fuertes vientos
que la azotan, provocan la ausencia casi total
de fanerófitas, una vegetación espontánea mar
cadamente halófila y la predominancia de plan
11»
tas rizomatosas herbáceas. Por eso me atrevo
a sugerir al señor ministro (el informe había
sido redactado para el trámite oficinesco y no
para esta intemperie con vendaval y consejero) la
plantación de cortinas vivas con especies fores
tales adaptadas y de rápido desarrollo, como la
Acacia Trinervis y el tamarisco Tamaris Ga-
llica. Creo también, señor ministro, en la po
sibilidad de cultivos de granja, en concurren
cia con la forestación. Podrá tenerse así gana
do cabrío, aves — sobre todo gansos — cone
jos, cerdos, palomas, ganado lechero Jersey y
hasta una huerta, luego de eliminada la gra-
milla mediante el uso de matayuyos selectivos.
¡Qué hermosa colmena! ¡Todo eso po
drá dar ocupación a los muchachos!, — se en
tusiasmaba la señora diputado.
¿Abejas? Si el señor ministro cree conve
niente utilizar las algas marinas como abono,
ya que son ricas en nitrógeno — y el agrónomo
titubeó un instante al ver al geólogo, primero
gateando, visible entre las piernas abiertas en
compás, del señor consejero, y luego en pose
india, el oído pegado al suelo. Los rumores sub
terráneos del agua... — dijo, y se cortó de gol
pe. Ricas en nitrógeno, señor ministro, y utili-
zables como cama del ganado.
Del ganado de la lechera de la fábula
—dijo el almirante. Yo me permito proponer
a los señores gobernantes una colonia pesquera.
Es lo mejor.
El agrónomo retrocedió, acobardado. El
edecán naval lo miraba con desdén y el jefe de
Policía había aplastado con su bótala foja tres,
que había volado en una racha del viento. ¿Se
negaría a devolvérsela? “He dicho”, aspiraba
a proferir su cara medrosa. Pero no dijo nada.
¿Qué les parece si vamos a visitar el hos
pital?, invitaba el ministro, que era un hom
bre civil y de experiencia.
El viejo sereno de la isla les indicaba el
camino. Y el grupo caminaba entre el pasto,
hacía crujir las valvas de mejillón en los sen
deros semiocultos. Parecían los duelistas y su
119
comitiva marchando hacia el sitio del lance,
transidos y ceremoniosos hajo la opresión de un
cielo encapotado que presagiaba muerte.
Bajaron la escalera de tres peldaños que
llevaba al guardapatio; las órbitas vacías de los
autoclaves los miraban desde las troneras del
edificio. Entraron. Stewart, Me. Coll y Cía.,
Buenos Aires, decían los bronces.
Esa chapa corresponde a la linterna de
eclipses del faro, pero algún animal la puso aquí
•— dijo ya más bienhumorado el consejero, una
vez que había sacado sus cuchillos maxilares de
la competencia que les hacía el viento. Ya
ven, también los muchachones pueden aficio
narse a la Historia.
La Vigía Lecor, asi se había llamado la
Farola. La vieja gema portuguesa en su engas
te herrumbrado, muerta bajo el orín del tiem
po. La Vigía Lecor.
Desde aquí se ve el viejo cementerio —
enseñó el sereno—. Era un pequeño promonto
rio sucio, que parecía hecho a carbonilla y es
carbado por pezuñas. Sí, allí habían soltado du
rante años a las vacas, después de ordeñarlas.
Jugando a tambos y a tumbas... Todo ha
bía ido hacia atrás — informaba el viejo guar
dián. Ahora apilaban y cuidaban sus latas de
leche condensada, porque cualquier temporal
podía dejarlos sin provisión.
¿El señor arquitecto no creía que aquellos
viejos dormitorios colectivos, con altos techos
de bovedilla — tras un blanqueo, es claro, con
vidrios en las ventanas y quizá dos o tres mam
paras, para dividir el io — podrían adap
tarse con
Tan tan lejos de
la obra, ¿ señores. No
llevará
¡Qué vacaciones, sin
teléfonos ni sin críme-
nes a las periodista
era un Cuando pudiera
cambiar un pedazo de
la mañana gallinas...
• «n
El arquitecto lo pescó con los ojos en blan
co; era uno de los suyos. ¿Qué le parece? —•
se animó a decirle por lo bajo. ¡Una especie de
Capri por hacer y éstos piensan en un refor
matorio!
Sí, claro; pero este mar no es tan azul co
mo el de las postales. Aunque aveces es verde;
y el cielo, por las noches, debe ser altísimo,
maravilloso.
¿Por qué nos obligan a ser eficientes? Por
supuesto, los muros son de una solidez incon
movible, soportan cualquier refacción en los te
chos. Pero yo no tocaría tampoco la bovedilla.
Hay que revocar esa tirantería de hierro, eso
sí. La corrosión marítima será siempre inevita
ble, sin ser peligrosa.
Usted vaya pensándolo con tiempo. El in
geniero me enviará su informe agro-climático
(sonrió) que ya tiene pronto, como usted vio.
¡U oyó! Usted mándeme el suyo.
Informes, informes. La isla, el cielo, el
mar, el viento, todo podían reducirlo a expe
dientes, todo podía llamarse — en sus manos —■
Gestión 503-
Salieron.
Visitemos la comandancia, si les parece.
Me han dicho que el teniente nos quiere reci
bir oficialmente allí.
El teniente sonrió con la modestia a que
lo autorizaban sus jinetas. Realmente..., empe
zó a decir. Pero no se le ocurrió nada.
Otra vez sobre el seco colchón muerto y
pajizo. “Mediante el uso de matayuyos selec
tivos...”
¿Qué es esto, este bicharraco fósil? — gri
tó la señora diputado, y levantaba una forma
armada y rampante en la punta de su agudo
zapato italiano.
Un gato muerto — dijo casi halagado el
seteno, como si el dudoso mérito de aquella
sorpresa le perteneciera. Es uno que teníamos
hasta hace tres años. Murió y el clima de la
isla lo conservó así. Queda la forma dura, la
piel seca, pero está hueco por dentro. ¡Mire*
Y para sacrificarle aquella vieja pieza de
museo, la estojó con una mano poderosa, res
quebrajándola en pedazos.
Así quedarán los menores. La forma en
durecida y reseca; y sin entrañas, vacíos por
dentro. La metáfora de esta momificación ha
bía cautivado al pedagogo. Cuando llegara el
almuerzo a bordo o el trago en la comandan
cia, ofrecería el símil con las palabras adecua
das: era una alegoría que iba a hacerlos pen
sar.
El recibimiento en la comandancia no era
un trago ni un discurso: el teniente presentaba
a su personal y a la población de la isla: un
sargento, un cabo, un soldado con su mujer y.
la mujer con el niño recién nacido, que había
sido traído de Montevideo la semana pasada.
El retrato de Artigas había sido tomado
de una revista en colores. El de Rivera, en
cambio, estaba bien enmarcado y tenía el ca
rácter de la hagiografía oficial. Los colorados
parecían sentir por él una devoción privativa.
Voy a mandarles un buen retrato del Pro
cer — dijo el consejero, y el teniente sintió en
la diestra el escozor de hacer la venia.
El farero era allí el más antiguo. Y eso
que había estado antes en el barco-pontón del
Banco Inglés y después en la Isla de Lobos.
Esto no es nada, aquí se camina. En Lo
bos, cuando los animales están en celo, es peli
groso salir de la Farola. Hay un olor insopor
table y golpean día y noche con sus colas. Si
uno mira desde lo alto, parece que toda la isla
— porque la piel de los lobos es del mismo co
lor de la roca — se moviera sin parar; es como
un pedazo de tierra que hirviera sobre el agua.
No se puede seguir mirando mucho rato, por
que marea.
Señor ministro, respetuosamente y sin fal
tar a las jerarquías — dijo el teniente, y sacan
do del cajón del escritorio el rollo de un ma
nuscrito a tinta violeta, se lo entregó.
¿Qué era? Tal vez habían pensado en un
homenaje y un pergamino. Una petición al Su
122
perior Gobierno. Si nos traen ahora los juve
niles a la isla, la vida que es acá tan tranquila...
El gobierno va ha pensado en todo, se im
pacientó el consejero de gobierno. Ustedes no
correrán peligro, se cercarán dos zonas;
¿Se cercarán dos zonas?, — preguntó el
presidente del Consejo del Niño, que había he
cho ya todos sus argumentos afirmando “el sen
tido de la libertad en el cautiverio”.
Sí, o algo así. El señor ministro consulta
rá a sus asesores. Es asunto resuelto.
El petitorio de la Isla no iba a tener si
quiera el destino de expediente en que soñaba
el agrónomo y del que abominaba el arquitec
to. Siempre hay alguien más miserable.
Les transfieren el problema y tiran el ro-
llito al mar — pensó el psiquiatra. ¡Que espe
ren a Ulises!
El sargento, el cabo, el soldado, la mujer
con el niño parecían ridículos, puestos en fila y
con el memorial rechazado.
El viejo farero — que cada quince días
se iba a pasar otro tanto en tierra — sabía más
que ellos del asunto; y ya les había dicho que
no podrían pararlo.
Estas cosas se deciden arriba.
El había determinado jubilarse pronto, y
estaba concluyendo su casita.
¿Dónde? — preguntó el arquitecto, que
le había averiguado ya cómo vivía, por qué se
habia deshecho de la vaca, si las gallinas po
nían y qué ración les daba.
En el Sauce, departamento de Canelones.
Y ante la desilusión del arquitecto, que ha
bía pensado en la fascinación del mar, en el he
chizo mortal y en el pequeño nido del ave ma
rina en el acantilado:
Soy de allá, sabe. Y allá quiero morir.
La sensatez de los hombres parecía, al fi
nal de los años, un producto más noble que el
prestigio de las quimeras literarias. Aquel vie
jo que chicaba en presencia del señor consejero
y salía hasta la puerta a escupir, ante la mirada
impotente del señor ministro, aquel viejo que
- 123
alimentaba la linterna quince días seguidos, a
la espera del relevo, tenía derecho a morirse en
el Sauce o donde se le ocurriera.
Voy a irme antes de que vengan esos mu
chachos. Nos van a hacer la vida imposible. O
matamos a uno de ellos o nos matan durmien
do. Y vo no quiero.
“Y yo no quiero”' La vieja cordura, esta
ba pensando ahora el psiquiatra. A veces, por
un fenómeno de refracción atmosférica, la isla
parece levitada sobre el horizonte de las aguas
V escalona dos o tres imágenes a distintas altu
ras. Dos o tres, tres o cuatro islas. Aquí pasa lo
mismo. Esta Isla de Flores no es una sola, ni
tres islas cortadas por la creciente y unidas por
el murállón del 95. Son cuatro o cinco islas dis
tintas, tal vez más. La del señor consejero, que
le guarda un rencor de eterno preso, y quiere
echar aquí gente más joven, para “sanear la so
ciedad en que vivimos”. La del señor agróno
mo, la del señor Jefe de Policía, la del señor
almirante, la Capri del arquitecto, la colmena
de la señora diputado, la colonia de vacaciones
sin teléfonos, la isla que este viejo no quiere
compartir con nadie y la isla detenida en la
Historia, la que todavía guarda las urnas cine
rarias en que caben tantos viajeros, aquellas ur
nas que se tomaban en lo oscuro, sin mirar nú
meros ni distinguir nombres, cuando desde Ul
tramar alguien pedía por uno de sus seres per
didos.
Eran — claro está — cuatro, cinco, seis,
diez islas o ninguna.
Un centro silencioso, una sustancia toda hecha de
silencio constituye el fundamento de nuestro propio ser.
Para comunicarnos con él no hay órgano más propio que
el de la contemplación. La contemplación nos sumerge
en este fondo silencioso de donde retiramos el pensa
miento y el aspecto que han de dar forma a nuestra pre
sencia humana, como asimismo la fortaleza y la pacien
cia para resistir azares que no dependen de nosotros.
Hay silencios que nos pertenecen, que podemos hacer cre
cer o, temerosamente, pasar por encima. Son los silen
cios del amor, por ejemplo. Hay otros que advienen por
si solos, al margen de nuestro deseo o voluntad. Son los
de la muerte, el dolor, el destino.
Cabe preguntarle, llevando este tema a sus orígenes,
¿qué se consigue, qué seguridad, qué dicha o qué utili
dad pueden lograr estos raros espíritus que cerrando, al
parecer, los ojos al mundo de los hombres ,de espaldas
a la vida, procuran porfiadamente ser fascinados por la
Esfinge, y miran allí donde nada se puede ver, y escu
chan aquellos que no tienen ninguna voz, y esperan allí
donde no hay tiempo, y tratan de asir una presencia que
el resto de los hombres identifica con la nada? Cuando
uno de estos nadadores sutiles que ha zambullido en las
tinieblas, reaparece a la faz de la tierra, debe sin duda
de mostrar un rostro distinto y lejano, todo alumbrado
por la extrañeza y todo recubierto de misterio, como de
un óleo. La misma impresión ha de desprenderse del ai
re entero de su persona, de sus pocas palabras, de sus
pasos, de sus muchos silencios. Es como si arrastrase
una envoltura de aire o de otro mundo en derredor. Di
ríamos que su aspecto se ha hecho revibrante. Una mi
rada que se hunde, infinitamente... una palabra que per
manece en el aire, difundiendo sus ondas, lejana, relacio
nándose con todo y con nada en particular, como luz de
una estrella.
Quizá muchos de nosotros, por distracción, fatuidad
o mala suerte, no hemos sido jamás testigos de existen
cias asi concentradas en el fondo de su ser; pero nos ha
sido por lo menos posible contemplar, por ejemplo, un
rostro a la salida de una desgracia o ya próximo a la
muerte, o en un instante de embriaguez ante la felicidad
y el amor.
En compensación, el mundo de la Literatura ofre
ce, en ejemplos no escasos, estos espíritus que han bus
cado fundar lo más rico de sus emociones desde este vi
vificante silencio interior. Podemos citar, en primer tér
mino, el mundo de la mística. La mística de todos los
pueblos y religiones ha encontrado allí la presencia de
Dios. Penas sabrosas, matrimonios divinos, fundiciones
de amor, noches oscuras, nubes del Desconocer, desier
tos desolados, arrobamientos, poderes prodigiosos con los
que el místico sobrevuela toda pena y martirio.
En segundo término, la poesía. O sea, el verso soli
tario que busca envolverse, rodearse de silencio, flotar
como una isla, en medio de suaves inmensidades celestes.
Hay — según Bachelard — poetas, no sólo silenciosos,
sino silenciarios.
En tercer término, el pensamiento. “Al fin de los diá
logos de Platón — dice Max Picard — parece una y otra
vez que el silencio mismo habla.” Será precisamente es
te pensamiento silencioso — o sea, el que tiene su ori
gen en lo inefable del espíritu — el que concretará nues
. 125
tra atención. Nos servirá de ejemplo una breve selección
de Luis Lavelle, el sustituto de Henri Bergson en la cá
tedra del Colegio de Francia. Dos ideas presiden la filo
sofía de este autor: son las ideas de participación y de
presencia. Dice así: “Lo que sucede es que el santo con
su sola presencia logra dar a las cosas y a los seres que
encuentra en su camino la interioridad que les faltaba.
No los hace habitar en su propia conciencia; no hace de
' ellos instrumentos al servicio de su propio destino. Obli
ga a cada uno a recuperar su propia patria espiritual.’’
He aqui un ejemplo de cómo un hombre puede estar pre
sente y participar en el espíritu de otro sin que este úl
timo sea atacado en su libertad, coaccionado en su acción
y sustituido en el centro de sí mismo.
De una manera análoga, Dios, el Ser por excelencia,
está presente y es participe en el espíritu del hombre.
En medio de lo visible “el santo es testimonio de lo in
visible”; revela “de la manera más resplandeciente que
los auténticos bienes se hallan en otra parte.” El alma
de un santo está hecha, sobre todo, de coraje; y este co
raje “no es otra cosa que la confianza en una gracia que
viene de más alto y que siempre está presente, aunque
no siempre sepamos abrirnos ante ella.”
Conviene, de inmediato, esclarecer que esta base si
lenciosa de la persona espiritual no es algo ya hecho, in-
modificable, que se manifieste de la misma manera. Esta
presencia verdadera del espíritu tiene siempre necesidad
de ser regenerada. Mediante un acto de atención y de
sasimiento de toda cosa, ese centro interior recobra su
transparencia y su intensidad. La presencia de la per
sona espiritual es tanto más poderosa cuanto menos bus
ca imponerse. En la conducta que mantenemos con los
otros jamás debemos pensar en un resultado a obtener.
Casi automáticamente, dejamos de conocer a una perso
na desde el instante en que queremos utilizarla como un
instrumento. Y he aqui una derivación importante:
“Asombra — dice Luis Lavelle — que la educación pro
duzca generalmente efectos opuestos a los que busca. Es
que ella procura obrar sobre otro ser como se operaría
sobre una cosa. Sin embargo, educar a un niño, es edu
carse a sí mismo.’’
Esta base de silencio de nuestro espíritu — que Luis
Lavelle define como el “secreto de cada uno” __ no es
úna presencia aislante que interrumpa toda comunicación
con los demás. Por el contrario, inaugura una vincula
ción con el semejante muy superior a esa que corriente
mente establecemos en función de apetitos, tedio, como
didad o conveniencia. “El signo de comunión real entre
dos seres — dice — no es que el secreto de cada uno sea
descubierto al otro; es que cada uno descubre, gracias
al otro, que tiene propiamente un secreto. Pero este se
creto no es nada si no se renueva en cada reencuentro,
si no se mpestra como inagotable.” Este pensamiento
nos revela cuán necesario es la comunicación con los
otros, (.liando es desinteresada y profunda descubrimos
gracias a ella ese secreto o base silenciosa que habita el
fondo de nosotros mismos. Y este secreto, a modo de una
novedad inagotable, vuelve a surgir en cada reencuentro,
al parecer igual, pero con frescura siempre inusitada.
Basta pensar, por ejemplo, en la comunión de dos cora
zones enamorados He aqui también por qué lia sostenido
Luis Lavelle que “nada hay de preexistente ni de acaba
do en dos seres que se aman. Ellos no tienen que adap-
(Pasa a la pág. 131)
126
Los Pañales de Oaxaca
A Paco Giner
Marimanta.
Ág u i r r«
131
sa, sobre la que parece no ir ni venir ningún, estreme
cimiento, crea una superficie de engañadora sencillez.
Parece, a veces, demasiado simple; parece, en otras, de.
masiado secreta. Ningún estilo más impenetrable para el
lector no acostumbrado a exigirse lo originario y lo ¡in
comparable de si mismo. Y en tanto que él vanamente
otea desde lo obvio a lo enigmático, creyendo darse tan
sólo con palabras, el pensador, de recóndita gracia, pro
sigue su lenta operación de hacerse él mismo, un ser
a cada paso, más desconocido.
132
JUAN CARB OS ONETTI
I
LOS CUENTOS
La atmósfera de las novelas y los cuentos de Juan
Carlos Onetti, dominados y justificados por su carga sub
jetiva, estaba anunciada en una de las confesiones fina
les de El I’ozo: ‘“Yo soy un hombre solitario que fumá
en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea,
se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo
que ver con ella”. Ni Aránzuru (en Tierra de nadie), ni
Ossorio (en Para esta noche) ni Brausen (en La vida bre.
ve), ni Larsen en El astillero, dejaron de ser ese hombre
solitario, cuya obsesión es contemplar cómo la vida lo
rodea, se cumple como un rito y él nada tiene que ver
con ella.
Cada novela de Onetti es un intento de complicarse,
de introducirse de lleno y para siempre en la vida, y el
dramatismo de sus ficciones deriva precisamente de una
reiterada comprobación de la ajenidad, de la forzosa in
comunicación que padece el protagonista y, por ende, el
autor. El mensaje que éste nos inculca, con distintas
anécdotas y en diversos grados de indirecto realismo, es
el fracaso esencial de todo vinculo, el malentendido glo
bal de la existencia, el desencuentro del ser con su des
tino.
El hombre de Onetti se propone siempre un mano a
mano con la fatalidad. En Para esta noche, Ossorio no
puede convencerse de la posibilidad de su fuga y es a
ese descreimiento (pie debe su ternura ocasional hacia la
hija de Barcala. Sólo es capaz de una moderada — y equi
voca — euforia sentimental, a plazo fijo, cuando querer
hasta la muerte significa lo mismo que hasta esta noche.
En La vida breve llega a tal extremo el convencimiento
de Brausen de que toda escapatoria se halla clausurada
que al comprobar que otro, un ajeno, ha cometido el cri
men que él se había reservado, protege riesgosamente al
homicida mejor aún de lo que suele protegerse a si mis
mo. Para él, Ernesto es un mero ejecutor, pero el crimen
es inexorablemente suyo, es el crimen ‘de Brausen. La
única explicación de su ayuda a Ernesto es su obstinado
deseo de que el crimen le pertenezca. Lo protege, porque
con ello defiende su destino. La vida breve es, en muchos
sentidos, demostrativa de las intenciones de Onetti. En
Para esta noche, en Tierra de nadie, había planteado sil
obsesión; en La vida breve, en cambio, intenta darle al
cance. Emir Rodríguez Monegal ha señalado que La vida
breve cierra en cierto sentido ese ciclo documental abier
to diez años atrás por El Pozo. El ciclo se cierra efecti
vamente, pero en una semieonfesión de impotencia, o más
bien de imposibilidad: el ser no puede confundirse con
el mundo, no logra mezclarse con la vida. De esa caren
cia arranca paradójicamente otro camino, otra posibili
dad: el protagonista crea un ser imaginario que se con.
funde con su existencia y en cuya vida puede confun
dirse. La solución irreal, ya en el dominio de lo fantás
tico, admite la insuficiencia de ese mismo realismo que
parecía la ruta preferida del novelista y traduce el con
vencimiento de que tal realismo era, al fin de cuentas,
un callejón sin salida.
Sin embargo, no es en La vida breve donde por
primera vez Onetti recurre a este expediente. Paralela
mente a sus novelas, el narrador ha construido otro ci-
133
cío, acaso menos ambicioso, pero igualmente demostrati
vo de su universo, de las interrogaciones que desde siem.
pre lo obseden. En.dos volúmenes de relatos: Un sueño
realizado, y otros cuentos (1951) y el más reciente El in
fierno tan temido (1962), ha desarrollado temas menores
dentro de la estructura y el espacio adecuados. A dife
rencia de otros narradores uruguayos, ha hecho cuentos
con temas de cuento y novelas con temas de novela.
Es en Un sueño realizado, el relato más importante
del primer volumen, donde recurre francamente a una so
lución de índole fantástica, y va en ese terreno más allá
de Coleridge, de Wells y de Borges. Ya no se trata de
una intrusión del sueño en la vigilia, ni de la vulgar pe
sadilla premonitoria, sino más bien de forzar a la reali
dad a seguir los pasos del sueño. La reconstrucción, en
una escena artificiosamente real, de todos los datos del
sueño, provoca también una repetición geométrica del
desenlace. El autor elude expresar el término del sueño;
ésta es en realidad la incógnita que nunca se despeja,
pero es posible aclararla paralelamente al desenlace de
la escena. En cierto sentido, el lector se encuentra algo
desacomodado, sobre todo ante el último párrafo, que en
un primer enfrentamiento siempre desorienta. Desde el
principio del cuento, la mujer brinda datos a fin de que
Blanes y el narrador consigan reconstruir el sueño con
la mayor fidelidad. Asi recurre a la mesa verde, la ver
dulería con cajones de tomate, el hombre en un banco
de cocina, el automóvil, la mujer con el jarro de cerve
za, la caricia final. Pero cuando se construye efectiva
mente la escena, se agrega a estas circunstancias un he
cho último y decisivo: la muerte de la mujer, que no fi
guraba en el planteo inicial. El desacomodamiento del
lector proviene de que hasta ese momento la realidad se
calcaba del sueño, es decir, que los pormenores del sue
ño permitían formular la realidad, y ahora, en cambio,
el último pormenor de la escena permite rehacer el des
enlace del sueño. Es este desenlace — sólo implícito —
del sueño, el que transforma la muerte en suicidio. El
lector, que ha seguido un ritmo obligado de asociaciones,
halla de pronto que éste se convierte en otro diametral
mente opuesto al anunciado por la mujer.
No es esta forzosa huida del realismo, el único ni el
principal logro de Un sueño realizado. Cuando el narra
dor presenta a la mujer, confiesa no haber adivinado, a
la primera mirada, lo que había dentro de ella “ni aque
lla cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que
había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones,
como si fuese una venda pegada a una herida; de sus años
pasados, para venir a fajarme con ella, como una momia,
a mi y a algunos de los dias pasados en aquel sitio abu
rrido. tan abrumado de gente gorda y mal vestida”, y
agrega: “La mujer tendría alrededor de cincuenta años y
lo que no podía olvidarme de ella, lo que siento ahora
que la recuerdo caminar hacia mi en el comedor del ho
tel era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera
quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada,
apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en
cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silen
cio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los
días”. Es decir que ésta también es una rechazada, al
guien que no pudo introducir su soledad en la vida de
los oíros, pero-sin que esto llegue a serle de ningún mo
do indiferente; por el contrario, le resulta de una impor
tancia terrible, sobrecogedora.
134
Cuando ella le explica a Blanes cómo será la escena
y concluye diciéndole: “Entretanto yo estoy acostada en
la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un
poco para acariciarme”, ella sabe efectivamente que al
canzará su edad (la de la chica que debió ser) en ese
momento y podrá así quebrarse en silencio, desmoronar
se roída por el trabajo sigiloso de los dias. Esa propen
sión deliberada hacia la caricia del hombre, ese elegir la
muerte como quien elige un ideal, fijan inmejorablemen
te su ternura fósil, desecada, aunque obstinadamente dis
ponible. Para ella, Blanes no representa a nadie; es só
lo una mano que acaricia, es decir, el pasado que acude
a rehabilitarse de su egoísmo, de su rechazo torpe, sos
tenido. En Un sueño realizado, Onetti aisla cruelmente
al ser solitario e indeseable, superior a la tediosa reali
dad que construye, superior a sus escrúpulos y a su co
bardía. pero irremediablemente inferior a su mundo ima
ginario.
Los cuentos de Onetti tienen, no bien se los compa
ra con sus novelas, dos diferencias notorias: la obligada
restricción del planteo, que simplifica, afirmándolo, su
dramatismo, y también el relativo abandono — o el tras
lado inconsciente — de la carga subjetiva que en las no
velas soporta el protagonista y que constituye por lo ge
neral una limitación, una insistencia a veces monótona
del narrador. La simetría, que en las novelas sólo pa
rece evidente en La vida breve (el asesinato de la Que-
ca se halla en el vértice mismo del argumento) y más
disimulada en El astillero (la entrevista de Larsen con el
viejo Petras, que en muchos sentidos da la clave de la
obra, tiene lugar en el cenlro mismo de la' novela) cons
tituye en los cuentos una modalidad técnica. Siempre
hay un movimiento de ¡da y otro de vuelta, una mitad
preparatoria y otra definitiva. En la primera parte de
Un sueño realizado, la mujer cuenta su sueño; en la se
gunda, se construye la escena. También en Bienvenido
Bob, el narrador diferencia hábilmente al adolescente del
comienzo “casi siempre solo, escuchando jazz, la cara
soñolienta, dichosa, pálida”, del Roberto final, “de dedos
sucios de tabaco”, “que lleva una vida grotesca, trabajan
do en cualquier hedionda oficina, casado con una gorda
mujer a quien nombra “mi señora”. En Esbjerg, en la cos
ta, la estafa separa dos zonas bien diferenciadas en las
relaciones de Kirslen y Mbntes. En La casa en la arena,
la llegada de Molly transforma el clima y provoca las re
acciones siniestras, faulknerianas. del Colorado. Ese vuel
co deliberado, que significa en Onetti casi una teoría del
cuento, no quita expectativa a sus ficciones. La mitad
preparatoria suele- enunciar los caminos posibles; la final,
pormenoriza la elección.
En los cuentos de Onetti — y, de hecho, también en
sus novelas — es poco lo que ocurre. La trama se con.s
fruye alrededor de una arción grave, fundamental, que
justifica la tensión creada hasta ese instante y provoca
el diluido testimonio posterior. Con excepción de Un
sueño realizado — cuya solución remite a un plan cro
nológicamente anterior y cuyo desarrollo es un mero re
greso a su desenlace — los otros cuentos del primer vo
lumen carecen precisamente de solución. Existe una es
forzada insistencia cu describir el medio (con sus por
menores.-sus datos, sus inanes requisitos) en que el re
íalo se suspende. Existe asimismo el evidente propósito
de lijar las nuevas circunstancias que, a partir del pun
to final, agobiarán al personaje.
135 '
Nada culmina en Bienvenido Bob, como no sea el
increíble desquite, pero en el último párrafo se estable
ce la cronicidad de un presente que seguirá girando al
rededor de Roberto hasta agotar su voluntad de regreso,
su capacidad de recuperación: "Voy construyendo para
él planes, creencias y mañanas distintos que tienen la luz
y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un
tiempo. Y acepta: protesta, siempre para que yo redoble
mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por
muequear una sonrisa creyendo que algún dia habrá de
regresar al mundo y las horas de Bob y queda en paz
en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni
tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas
ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se
fueron gastando bajo la presión distraída y constante de
tantos añiles de pies inevitables”. Nada culmina tampo
co en Esbjerg. en la costa, pero Montes “terminó por conf
vencerse de que tiene el deber de acompañarla (a Kirs-
ten), que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella,
como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en es
ta tarde de sábado como en tantas noches y mediodías
(...) se van juntos imás allá de Retiro, caminan por el
muelle hasta que el barco se va (...) y cuando el barco
comienza a moverse, después del bocinazo. se ponen du
ros y miran, miran hasta que no pueden 'más, cada uno
pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de
acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensa
ción de que cada uno está solo, que siempre resulta asom
brosa cuando nos podemos a pensar’’. De modo que la
tarde del sábado, es también allí un presente crónico, un
incambiable motivo de separación, que desde ya corrom
pe todo el tiempo e invalida toda escapatoria.
En cuanto se desprende de sus relatos, puede infe
rirse que el mensaje de Onetti no incluye, ni pretende in
cluir, sugestiones constructivas. Sin embargo, resulta fá
cil advertir que el hombre de estos cuentos se aterra a
una posibilidad que lentamente se evade de su futuro in
mediato. Roberto tiende, sin esperanza, a recuperar la
juventud de Bob; Kirsten no puede olvidar su Dinamarca,
y Montes no puede olvidar la Dinamarca de Kirsten; sólo
la mujer de Un sueño realizado consigue su caricia, a
costa de desaparecer.
Lo peculiar de todo esto es que la actitud de Onetti
— como dice Orwell acerca de Dickens — ‘ni siquiera
es destructiva. No hay ningún indicio de que desee des
truir el orden existente, o de que crea que las cosas se
rian muy diferentes si aquel lo fuera”. Onetti dice pasi
vamente su testimonio, su versión cruel, agriamente re
signada, del mundo contra el que se estrella; pero arras
tra consigo un indisimulado convencimiento de que no in
cumbe obligadamente a la literatura modificar las condi
ciones — por deplorables que resulten ■— de la realidad,
sino expresarlas con elaborado rigor, con una fidelidad
que no sea demasiado servil. Es claro que estos cuentos
no logran trasmitir en su integridad el clima oprímante
de Onetti ni todos los matices de su mundo imaginario.
Sus novelas resultan siempre más agobiadoras. Eladio
Linacero padece una soledad más inapresable y más cruel
que la del último Bob; Brausen realiza sueños más vas
tos que los de la mujer acariciada por Blanes; el Diaz
Grey de La vida breve esta en varios aspectos más enca
nallado que su homónimo de La casa en la arena; el Lar-
jen de El astillero está más seguro en su autoflagelación
que el Montes de Esbjerg, en la costa. No obstante, esos
13G
relatos breves son imprescindibles para apreciar ciertas
gradaciones de su enfoque, de su visión agónica de la
existencia, que no siempre recogen las novelas. Los cuen
tos parecen asimismo (con excepción de El infierno tan
temido, al que me referiré más adelante) menos crueles,
menos sombríos. Por alguna hendidura penetra a veces
una disculpa ante el destino, un breve resplandor de con.
fianza, que los Brausen, los Ossorio, Los Aránzuru, los
Linacero, no suelen irradiar ni percibir. Confianza que,
por otra parte, no es ajena a "la sensación de que cada
uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos
ponemos a pensar’*.
Entre el primero y el segundo de los volúmenes de
cuentos publicados hasta ahora por Onetti, hay otro rela
to, titulado Jacob y el otro, que obtuvo la primera de las
menciones en el Concurso Literario que en 1960 fuera
convocado por la revista norteamericana Life en Espa
ñol. Situado, como la mayor parte de sus narraciones,
en la imaginaria y promedial Santa María, Jacob y el
otro abarca un episodio independiente, basado en dos
personajes (el luchador Jacob van Oppen y su represen
tante el Comendador Orsfrii) que sólo están de paso. San
ta María los recibe, a fin de presenciar una demostración
de lucha y un posible desafío, en el que estarán en jue
go quinientos pesos. El desafiante es un almanecero tur
co, joven y gigantesco, pero su verdadera promotora es
la novia (“pequeña, intrépida y joven, muy morena y con
la corta nariz en gancho, los ojos m,uy claros y fríos”)
que precisa como el pan los quinientos pesos, ya que está
encinta y necesita el dinero para la obligatoria boda.
Con este planteamiento, y la aprensión de Orsini
por la actual miseria física de su pupilo, Onetti constru
ye un cuento acre y compacto, mediante sucesivos enfo
ques desde tres ángulos: el médico, el narrador, el pro
pio Orsini. Con gran habilidad, el escritor hace enten
der al lector que quienes gobiernan el episodio son la no
via del turco y Orsini, mientras que Jacob y el desafian,
te son meros instrumentos; pero en el desenlace uno de
esos instrumentos se rebela y pasa a actuar por sí mis
mo. Aunque Onetti empieza por contar ese desenlace (en
la versión del médico que opera al gigante maltrecho),
en realidad el lector ignora de qué luchador se trata;
sólo imagina el nombre, y por lo común imagina mal. Lo
que verdaderamente pasó, sólo se sabrá en las últimas
páginas. Es un relato cruel, despiadado, en que los per
sonajes dejan al aire sus peores raíces; por lo tanto, no
invita a la adhesión. Pero con personajes desagradables
y hasta crapulosos, puede hacerse buena literatura, y el
cuento de Onetti es una inmejorable demostración de esa
antigua ley.
El volumen que s'e titula El infierno tan temido, in
cluye, además del relato que le da nombre, otros tres:
Historia del caballero de la rosa y de la virgen encinta
que vino de Liliput, El Album y Mascarada. Este último
es, seguramente, el menos eficaz de todos los cuentos pu
blicados hasta ahora por Onetti. La anécdota es poco
más que una viñeta, pero soporta una cargazón de sím
bolos y semisimbolos, que la agobian hasta frustrarla. No
obstante, puede tener cierto interés para la historia de
nuestra narrativa. Se trata de un cuento publicado sepa
radamente hace varios años, cuando todavía no estaba de
moda la novela objetiva. Si se lee el cuento con atención,
se verá que el personaje María Esperanza está visto (por
cierto que muy primitivamente) como objeto, y como tal
137
se lo describe, sin mayor indagación en su intimidad.
El álbum cuenta, como casi todas las narraciones de One
tti, una aventura sexual. Pero — también como en casi
todas — planea sobre la aventura un reducido misterio,
un arcano de ocasión, que oficia de pretexto, de justifi
cación para lo sórdido. El muchacho de Santa María que
se vincula a una desconocida, a una extraña que “venía
del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión,
envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla’, jue
ga con ella el juego de la mentira, de los viajes imagi
narios, de la ficción morosamente levantada, palmo a
palmo. Pero cuando la mujer se va y sólo queda su va
lija, el crédulo se enfrenta con un álbum donde innume
rables fotografías testimonian que los viajes narrados
por la mujer no eran el deslumbrante impulso de su ima
ginación, sino algo mucho más ramplón: eran meras ver
dades. Ese desprestigio de la verdad está diestramente
manejado por Onetti, que no puede evitar ser corrosivo,
pero en esa inevitabilidad funda una suerte de tensión,
de improbo patetismo.
En El caballero de la rosa el logro es inferior. Hay
un buen tenia, una bien dosificada expectativa, tanto en
la grotesca vinculación de la acaudalada doña Mina con
una pareja caricatural como en el proceso que lleva a la
redacción del testamento. Pero la expectativa conduce a
poca cosa, y el agitadísimo final sólo parece un flojo in
tento de construir un efecto. Hay buenos momentos ele
prosa más o menos humorística, pero si se recuerda la
excepcional destreza que Onetti ha puesto otras veces al
servicio de sus temas, este relato pasa a ser de brocha
gorda. En compensación. El infierno tan temido es el
mejor cuento publicado hasta hoy por Onetti. En su acep.
ción más obvia, es sólo la historia de una venganza; pe
ro, en su capa más profunda, es algo más que eso. Risso,
el protagonista, se ha separado de su mujer a consecuen
cia de una fidelidad de extraño corte (ella se acostó
con otro, pero sólo como una manera de agregar algo a
su amor por Risso). La mujer desaparece, y al poco tiem
po empieza a enviar (a él, y a personas con él relacio
nadas) fotos obscenas que, increíblemente, van documen
tando su propia degradación. Risso llega a interpretar
esa agresiva publicidad, ese calculado desparramo de la
impudicia, como una insólita, desesperada prueba de
amor. ) quizá (pese al testimonio de alguien que narra
en tercera persona y adjetiva violentamente contra la mu
jer) tuviera razón. Lo cierto es que el último envio acier
ra “en lo que Risso tenía de veras vulnerable”; acierta,
en el preciso instante en que el hombre había resuelto
volver con ella. Lucien Mercier ha escrito que este cuen
to “es una introducción a] suicidio”. Yo le quitaría la
palabra introducción. Es el suicidio liso y llano. La per
severancia con que Risso construye sij interpretación,
esa abyección que él transfigura en prueba de amor, de
muestra algo asi como una inconsciente voluntad de au-
lodcsti ucción, como una honda vocación para ser esta
fado. En rigor, es él mismo quien cierra las puertas,
clausula sus escapes, crea un remedo de credulidad para
que el golpe lo voltee mejor. De tan mansa que es, de
tan mentida o tan inexperta, su bondad se vuelve sucia,
mas sucia acaso que la metódica, entrenada venganza de
que es objeto. Para meterse con tema tan viscoso, hay
que tener coraje literario. Como sólo un Céline pudo ha
cerlo, Onetti crea en este cuento la más ardua calidad
de obra artística: Ja que se levanta a partir de lo desagra-
138
dable, de )o abyecto. Es ese tipo de literatura que si no
llega a ser una obra maestra, se convierte automáticamen
te en inmundicia. La hazaña de Onetti es Haber salvado
su tema de ese último infierno, tan temido.
I I
LAS NOVELAS
“Yo quiero expresar nada 'más que la aventura del
hombre’’. Esta declaración de intenciones pertenece al
uruguayo Juan Carlos Onetti y consta en un reciente re
portaje efectuado por Carlos María Gutiérrez. Por
más que la experiencia aconseje no prestar excesivo cré
dito al arte poética de los creadores, conviene reconocer
que ésta de Onetti, tan cautelosa, es asimismo lo suficien
temente amplia como para albergar no sólo su obra en
particular, sino casi toda la narrativa contemporánea.
Desde Marcel Proust a Michel Butor, desde Italo Svevo a
Cesare Pavese, desde James Joyce a Lawrence Durrell,
son varios los novelistas de este siglo que podrían haber
refrendado ese propósito de expresar nada más que la
aventura del hombre.
Para Proust, la aventura consiste en remontar el tiem
po hasta ver cómo el pasado proyecta “esa sombra de si
mismo que nosotros llamamos el porvenir”; para Pavese,
en cambio, la aventura es un detalle instantáneo (“la poe
sía no nace de our life’work, de la normalidad de nues
tras ocupaciones, sino de los instantes en que levantamos
la cabeza y descubrimos con estupor la vida”); para Bu-
tor, en fin, la aventura consiste en rodear la peripecia
con incontables círculos concéntricos, todos hechos de
tiempo. Y asi sucesivamente. Ahora bien, ¿cuál será, pa.
ra Onetti, la aventura del hombre? Ya que su arte poé
tica no derrama mucha luz sobre el creador, tratemos de
que esta vez sea la creación la que ilumine al arte poéitca.
Con nueve libros publicados en veintidós años, Onetti
representa en nuestro medio uno de los casos más defi
nidos de vocación, dedicación y profesión literarias. Des
de El Pozo (1939) hasta El Astillero (1961), este no
velista ha logrado crear un mundo de ficción que sólo
contiene algunos datos (y, asimismo, varias parodias de
datos) de la maltratada realidad; lo demás es invención,
concentración, deslinde. Pese a que sus personajes no
rehuyen la vulgaridad cotidiana, ni tampoco las muleti
llas del coloquialismo vernáculo, por lo general se mue
ven (a veces podría decirse que flotan) en un plano que
tiene algo de irreal, de alucinado, y en el que los datos
verosímiles son poco más que débiles hilvanes.
Hay evidentemente, como ya lo han señalado otros
lectores críticos, una formulación onírica de la existen
cia, pero quizá fuera más adecuado decir insomne en lu
gar de onírico. En las novelas de Onetti es difícil encon
trar amaneceres luminosos, soles radiantes; sus persona
jes arrastran su cansancio de medianoche en medianoche,
de madrugada en madrugada. El mundo parece desfilar
frente a la mirada (desalentada, minuciosa, inválida) de
alguien que no puede cerrar los ojos y que, en esa ten
sión agotadora, ve las imágenes un poco borrosas, con
fundiendo dimensiones, yuxtaponiendo cosas y rostros
que se hallan, por ley, naturalmente alejados entre si:
Como sucede con otros novelistas de la fatalidad (Kafka,
Faulkncr, Beckett), la lectura de un libro de Onetti es
por lo general exasperante. El lector pronto adquiere
conciencia y experiencia de que los personajes están
siempre condenados; sólo resta la posibilidad — no de
masiado fascinante — de hacer conjeturas sobre los pro
bables términos de la segura condena.
■< Sin duda, desde un punto de vista narrativo, este que-
hacer parece destinado a arrastrar consigo una insopor
table dosis de monotonía. Onetti ha sido el primero en
saberlo. No alcanza, para estar en condiciones de pro
poner un mundo de ficción, con estar seguro (como lo es
tá Onetti) del sinsentido de la vida humana. No alcanza
con dominar la técnica y los resortes del oficio literario
La máxima sabiduría de este autor es haber reconocido,
penetrantemente y desde el comienzo, esa limitación te
mática que a través de veintidós años habría de conver
tirse en un rasgo propio.
Desde El Pozo supo Onetti que su obra iba a ser un
renovado, constante trazado de proposiciones acerca de
la misma encerrona, del mismo circulo vicioso en que el
hombre ha sido inexorablemente inscripto. En aquel pri
mer relato figuraba una reveladora declaración: “El amor
es maravilloso y absurdo, e, incomprensiblemente, visita
a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y ma
ravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiem
po, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar
y se pierden”. Virtualmente, todas las novelas que siguie
ron a El Pozo son historias de seres que empezaron a
aceptar y se perdieron, como si el autor creyese que en
la raíz del ser humano estuviera la inevitabilidad de su
autodestrucción, de su propio derrumbe.
Poco después de ese comienzo, Onetti tal vez haya
intuido (o razonado, no importa) que habia dos caminos
para convertir su cosmovisión en inobjetable literatura.
El primero: la creación de un trozo de geografía imagina
ria, que, aunque copioso en asideros reales, pudiera sur
tir de nombres, episodios y personajes, a toda su orbe no
velístico, con el fin de que el tronco común y el Ínter,
cambio de referencias (como sucedáneos de una más di
recta sustancia narrativa) sirvieran para estimular el
mortecino núcleo original de sus historias. Una compila
ción codificada de todas las novelas de Onetti revelaría
que aquí y allá se repiten nombres, se reanudan gestos,
se sobreentienden pretéritos. Ningún lector de esta mo
rosa saga podrá tener la cifra completa, podrá realizar
la indagación decisiva esclarccedora, si no recorre todas
sus provincias de tiempo y de lugar, ya que ninguna de
tales historias constituye un compartimiento estanco;
siempre hay un nombre que se filtra, un pasado que go
tea sin prisa, enranciando el presente, convirtiendo en
viscosa la probable inocencia. Mediante esa correlación,
Onetti construye una suerte de enigma al revés, de mis
terio preposterado, donde la incógnita — como en su
maestro Faulkner — no es la solución smo el antecedente,
no el desenlace sino su prehistoria. Esto es más impor
tante de lo que pueda parecer a simple vista, porque no
sólo revela una modalidad creadora de Onetti, sino que,
en última instancia, también sirve para desemejarlo de
Faulkner, su célebre, obligado precursor.
Es cierto que el novelista norteamericano (por ejem
plo, en Absalom, Absalom!) perfora el tiempo a partir de
una peripecia que se nos da desde el comienzo, es cierto
asimismo que esa novela consiste en una inmersión en
el pasado, gracias a la cual la anécdota se ilumina, ad
quiere sentido, recorre su propia fatalidad. Pero también
es cierto que cada personaje de Faulkner posee una fa
talidad distinta, particular, propia, mientras que en One
tti la fatalidad es genérica: siempre ha de conducir a la
misma condena. Todos los personajes de Faulkner — co
mo ha anotado Claude - Edmonde Magny— han sido hechi
zados por el destino, pero todos tienen un destino dife
rente. De ahí que en Onetti resulte más coadyuvante aún
140
que en Faulkner (y asimismo más funcional, inevitable)
el recurso de desandar el pasado, de rastrear en él la
aparente motivación, porque si el desenlace preestable
cido (no por capricho, sino por legitima convicción de su
autor) es la condena, entonces parece bastante explicable
que a Onetti no le interese saber hacia dónde va el per
sonaje (de todos modos, él yo lo sabe, y el lector tam
bién) sino de dónde viene, porque es el pasado donde re
side su única raigambre de misterio.
El otro camino entrevisto desde el comienzo por
Onetti para convertir su obsesión en literatura, es el an
damiaje técnico, el bordado estilístico. A medida que se
fue acercando a esa novela-clave que, hasta la aparición
de El Astillero, fue considerada como su obra mayor (me
refiero a La vida breve) su oficio literario se fue enra
reciendo, fanatizando en el morodeo del detalle, en una
vivisección vocabulista que provisoriamente lo acercó a
algunas de las más influyentes y diseminadas manías de
Jorge Luis Borges. Si las palabras de Jean Génet (“la os
curidad es la cortesía del autor hacia el lector”) resulta
sen verdaderas, de inmediato Onetti pasaría a ser el más
cortés de nuestros literatos.
Paradójicamente, ese barroquismo de la frase, de la
imagen, de la adjetivación, no sirvió para ocultar los tru
cos, sino (ya fue reconocido ese aspecto en una reciente
nota de Emir Rodríguez Monegal) para revelarlos. La vi
da breve no es tan sólo importante como novela de gran
aliento, como obra ambiciosa parcialmente lograda, sino
también, y principalmente, como medida de un indudable
viraje de su autor, como punto y aparte de su trayecto
ria. Después de esa novela, y a partir de Los adioses
(1964) Onetti pudo apearse de la complicación verbal, del
puntillismo estilístico. No se bajó de golpe, claro, y es
obvio que durante años ha venido extrañando el cambio.
Ni Los adioses (1954) ni Una tumba sin nombre (1959),
ni La cara de la desgracia (1960), alcanzan para mostear
a un escritor capaz de transitar la llaneza estilística con
la misma seguridad que antes tuviera para lo complejo.
Pero en El Astillero (1961) Onetti se acerca a un equilibrio
casi perfecto, a una economía artística que resulta algo
milagrosa si se tiene en cuenta la ingrata materia humana
que maneja, el ejercicio del asco en que prefiere inserí,
bir su asentada, luctuosa sabiduría.
En apariencia, El astillero sigue un orden cronológi
co, una línea de trazado sinuoso pero de segura dirección;
el barroquismo ha desaparecido casi totalmente de la ad
jetivación y el compás metafórico, provocando la imprevis
ta consecuencia de que las pocas veces en que se hace
presente (“A través de los tablones mal pulidos, grosera
mente pintados de azul, Larsen contempló fragmentos
rombales de la decadencia de la hora y del paisaje, vio
la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que
se doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y pro
fundo, un olor nocturno o para ojos cerrados, llegaba des
de el estanque”) ocasione un efecto de contraste, cree un
lote de brillantes imágenes que se estaciona al borde de
la sordidez y momentáneamente la reivindica. En El As
tillero, Onetti ha reservado la hondura y hasta la com
plejidad para el sentido último de la historia, que es, co
mo en sus anteriores, la obligada aceptación de la inco
municación humana. Sólo en El Pozo había usado Onetti
un lenguaje tan obediente al interés narrativo, tan poco
encandilado por el aislado destello verbal.
Muchos de los más exitosos gambitos literarios de
Onetti provienen de su habilidad para trasladar (trans
141
formándolo) un procedimiento heredado, para apoyar una
técnica de segunda mano sobre bases de creación perso
nal, por él inauguradas. Asi como ha transformado el fa
talismo sureño de Faulkner mediante el sirhple expedien
te de volver a lo estático, incambiable; así como ha tras,
plantado el regusto de Célinc por la bazofia, mediante el
simple recurso de quitarle dinamismo e insuflarle un de
saliento tanguero; asi también ha conseguido renovar
otros procederes y técnicas, exprimidos hasta el cansan
cio por varios lustros de influencias encadenadas. Por
ejemplo: Onetti crea un ámbito fantasmagórico, irreal,
sin recurrir a ninguna de las tutorías de la literatura fan
tástica; nada más que valiéndose de convenciones realis
tas, de diálogos creíbles, de seres aplastados, de monólo
gos interiores que sólo adolecen de la improbabilidad de
estar demasiado bien escritos. Que con ese regodeo en lo
vulgar, esa chatura cotidiana, esa impostación de lo pro
bable, haya podido levantar un mugriento, húmedo, ne
blinoso, pero también alucinado alrededor, que a veces
parece estar aguardando el paso de la Carreta Fantasma,
debe ser acreditado a la maña concertadora de este es
critor, a su capacidad de sugerir, más allá de los limites
de su mero lenguaje literario.
Pero hay un traslado todavía más sutil. En El Asti
llero, Onetti emplea una técnica que hasta ahora había
sido monopolizada por los poetas. Un poeta suele partir
de sobreentendidos; suele dar por obvios ciertos episo
dios que sólo él y su sombra (en algunos casos, tan sólo
su sombra) conocen; suele referirse, en las entrelineas,
a esa propiedad privada, como si fuera vox populi y no
vox dei. Otros novelistas han precedido a Onetti en la
adopción de ese truco, pero — desde Max Frisch hasta
Lawrence Durrell — todos han sido victimas del pre
juicio de explicarse; siempre concluyen por brindar las
claves que al principio trataron de escamotear. Onetti,
en cambio, realizando también en su obra esa vocación
de solitario (y, a veces, de prescindente) que lo ha man
tenido tercamente al margen de grupos, revistas, peñas,
compromisos y manifiestos, siempre se guarda algún nai
pe en la manga, la baraja que en definitiva no va a ce
der a nadie, esa que seguramente romperá en pedazos, en
estricta soledad, ni siquiera frente al espejo. Detrás de
los sobreentendidos, el lector vistumbra la presencia de
un creador que no quiere darse nunca por entero, que
cree en esa última, inútil reserva, como si allí pudiera
concentrarse y justificarse un magro desquite contra ese
Sinsentido de la vida que constituye su obsesión más fir
me, su pánico más sereno y sobrecogedor.
En las lineas generales, en la esfumada superficie,
El Astillero es increíblemente simple; sólo la fantasmal
empresa de un tal Pctrus, sólo un astilero situado junto
a la conocida Santa Maria, que Brausen habia definido
en La vida breve como una pequeña ciudad colocada en
tre un río y una colonia de labradores suizos; un astille
ro ruinoso que no tiene ni trabajo ni obreros ni clien
tes, sólo un Gerente Técnico y un Gerente Administra
tivo, que llevan sin embargo planillas e improvisan el co
bro extraoficial de sus gajes mediante la malbaratada
venta de antiguos materiales. A ese anexo santamariano
llega Junta Larscn (el mismo Larsen que habia apareci
do en las primeras páginas de Tierra de Nadie, el mismo
Junta del penúltimo capítulo de La vida breve), Larsen
el proscripto, el gordo, cínico cincuentón que, junto a
sus agrias composiciones de lugar, todavía conserva una
última disponibilidad de fe, una dosis inédita de entu-
siasmo, una dulzona, miope ingenuidad. Está condenado,
claro, porque es de Onetti; admitámoslo de una buL'na
vez para que no nos siga exasperando, Pero antes de al
canzar su condena, antes de tragarla como una hostia,
como un indigesto espíritu santo, Larsen deberá recorrer
su periplo, deberá sorprenderse frente a Kunz y Gálvez
(los gerentes de biógrafo), besar la frente perdida de
Petrus, rehusar la comunicación con la mujer de Gálvez,
intentar la seducción de la semitarada Angélica Inés, pe
ro deberá también acostarse con Josefina, la sirvienta, o
sea la mujer genérica, universal, usada.
Con el abandono del barroquismo, con la consciente
sobriedad de esta aventura de este hombre llamado Lar-
sen, ha quedado en evidencia un Onetti que hasta ahora
sólo había sido intuido, adivinado, a través de promesas,
símbolos, fisuras. En Para esta noche, escribió Onetti
unas palabras introductorias que definían aquella novela
como un cínico intento de liberación. El Astillero ¿se
rá algo de eso? En opinión de Diaz Grey (ese comodín
de Onetti que a veces es él mismo, otras veces es sólo
Díaz Grey, y otras más es alguien tan impersonal que
resulta Nadie), Larsen puede ser definido asi: “Este hom
bre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio
que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defen
derse de la vida sustituyéndola por una traición, sin ori
gen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y aho
ra sigue creyendo de otra, que no nació para unorir sino
para ganar e imponerse; que en este mismo momento se
está imaginando la vida como un territorio infinito sin
tiempo, en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas”.
Antes, en La vida breve, Junta Larsen había tenido “una
nariz delgada y curva y era como si su juventud se hu
biera conservado en ella, en su audacia, en la expresión
imperiosa que la nariz agregaba a la cara”. Y más lejos
aún, en Tierra de Nadie, Larsen había avanzado, “bajo y
redondo, las manos en el sobretodo oscuro”, o había es.
tado esperando “gordo y cínico’’. Si, Larsen fue desde siem
pre, desde su origen literario, un cínico, pero cuando arri
ba al Astillero ya está gastado, maltratado, pobre, tan dé.
bil y doblado que se resigna a la fe, una fe crepuscular, des.
hilachada (“entonces, con lentitud y prudencia, Larsen co.
menzó a aceptar que era posible compartir la ilusoria ge
rencia de Petrus, Sociedad Anónima, con otras formas de
la mentira que se había propuesto no volver a frecuen
tar”) ; es un Larsen que ha perdido dinamismo y capa
cidad de menosprecio, que ha perdido sobre todo la mo
nolítica entereza de lo sórdido, que se ha dejado seducir
por una postrera, tímida confianza. No importa que el
pretexto de esa confianza esté tan sucio y corrompido
como el imposible futuro próspero del Astillero; al igual
que esos ateos inverecundos que en el último abrir de
ojos invocan a Dios, Larsen (que no usa seguramente a
Dios) en su última arremetida tiene la flaqueza de ali
mentar en si mismo una esperanza.
Por eso, si bien El Astillero es también, como Para
esta noche, un intento de liberación, no es empero un
cínico intento. Larsen ha sido tocado por algo pareci
do a la piedad, ya que el autor no puede esta vez ocul
tar una vieja comprensión, una tierna solidaridad hacia
este congénito vencido, hacia este vocacional de la de.
rrota. Pasando por encima de todos los cínicos, de to
dos los pelmas, de todos los miserables, que pueblan el
mundo de Onetti novelista, el personaje Larsen tiende
un cabo a su colega Eladio Linacero, que en El Pozo ha
bía formulado una profecía con apariencia de deseo:
i
143
“Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella so.
la, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo
o no’’. Onetti ha ejecutado ahora aquel deseo de una de
sus criaturas. Aquí está escrita la historia del alma Lar-
sen; y hasta ha sido escrita sin los sucesos (sencillamen
te porque no hay sucesos).
También aparece con mayor claridad (debido tal vez
a que, sin barroquismo, todo se vuelve más claro) que
este Larsen, más definidamente aún que Linacero, o que
el Aránzuru de Tierra de nadie, o que el Ossorio de Para
esta noche, o que el Blanes de Sueño Realizado, no es
una figura aislada, un individuo, sino El Hombre. En un
reciente articulo, Angel Rama señalaba la vertiente sim
bólica, pero es posible ampliar el hallazgo. Onetti va de
lo particular (Larsen) a lo general (El hombre) pero
después regresa a lo particular, y El Hombre pasa a ser
además todo hombre, cada hombre, Onetti incluido. En
el castigo que, desde antiguo, Onetti viene infligiendo a
sus personajes, hay algo de sadismo, pero al cerrarse el
circuito Larsen - El Hombre - Onetti, el viento ya ha
cambiado la dirección del castigo y este pasa a llamarse
autoflagelación. Una autoflagelación que también tiene
cabida en el obsesivo tratamiento de la virginidad, de la
adolescencia.
Allí ha estado, para muchos personajes de Onetti, la
única posibilidad de pureza, de última verdad. En El as
tillero, el creador castiga triplemente a Larsen: la virgen
(Angélica Inés) que a los quince años “se había desma
yado en un almuerzo porque descubrió un gusano en una
pera”, tiene alguna anormalidad mental; “está loca”, di
ce Díaz Grey, “pero es muy posible que no llegue a estar
más loca que ahora ”); la mujer de Gálvez, que represen
ta para Larsen la única posibilidad de comunicación, apa
rece ante sus ojos corrompida, primero por el embarazo,
luego por el alumbramiento, volviéndose por lo tanto in
alcanzable; sólo Josefina es asequible, pero Josefina es
la mujer de siempre, su igual, hecha de medida no ya pa
ra la comunicación, sino para que él tenga conciencia de
que se halla “en el centro de la perfecta soledad”. Por
eso es triple el castigo: la virginidad (Angélica Inés) es
tá desbaratada por la locura, la comprensión (mujer de
Gálvez) está vencida por el alumbramiento, la posesión
(Josefina) está arruinada por la incomunicación.
Entonces uno se da cuenta de que esta suerte de
odio del creador hacía si mismo (o quizá sea más ade
cuado llamarle inconformidad) fue más bien una cons
tante a través de los nueve libros y los veintidós años;
sólo que estuvo hábilmente camuflada por un verbalis
mo agobiador, por una visión de lupa que al lector le
mostraba el poro aunque le hurtaba el rostro. Fue ne
cesario llegar a El Astillero para encontrar un Onetti que
empuña por primera vez una segura franqueza (¿brutal?,
¿químicamente pura?), un Onetti que por primera vez
supera, al comprenderlo, al transformarlo en arte, ese
sentimiento de autodestrucción y de castigo, un Onetti
que por fin se inclina sobre ese Larsen que (para él) es
todos nosotros, y es también él mismo, a fin de sentirlo
"respirar con lágrimas’’.
¿Aventura del hombre? Por supuesto que sí. Pero
sobre todo la aventura del hombre Onetti, que a través
de los años y de los libros ha venido afinando artísti-
mente su actitud solitaria, corroída, melancólica, deshe
cha. hasta convertirla en este sobrio diagnóstico de de
rrota total que es El Astillero, hasta reivindicarla en una
depurada y consciente piedad hacia ese ser humano, que
144
para Onetti es siempre el derrotado. Ni el abandonado
Astillero sirve ya para reparar barco alguno, ni el aban
donado individuo sirve ya para reparar ninguna de las
viejas confianzas. Pero en mi ejemplar de El Astillero,
allá por la página 77, quedó subrayado sin embargo un
amago.de escapatoria, un sucedáneo de la esperanza: “Lo
único que queda para hacer es precisamente eso: cual
quier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés; sin
sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada
acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a
cumplir en la "mejor forma posible, despreocupado del re.
sultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra co
sa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin
que no importe qué quieren decir. Siempre fue así, es me
jor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la des.
gracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se
desprende y cae”. Ahora que Onetti, con El Astillero, ha
cumplido en la mejor forma posible, esperamos que su
anuncio tenga fuerza de ley; esperamos que en la lobre
guez de su vasto mundo de ficción, la desgracia se entere
de que es inútil, y empiece a secarse, y se desprenda, y
caiga.
MARIO BENEDETTI.
145
ba, que ha podido comparar la imagen verdadera de Eu
ropa con esas visiones entrevistas en el tantalizador mun
Emir Rodríguez Monegal: do de los libros. Sin renunciar al rigor y a la lucidez.
Carlos Martínez Moreno ha dejado liberar y ha podido
Las ficciones de trascender en sus narraciones de estos últimos cinco o
CARLOS MARTINEZ MORENO | seis años, las tuerzas más oscuras y primarias de su ca
pacidad de narrar, ha sabido distender el estilo (bastan
te acalambrado en los primeros ejercicios), se está per.
^pÉrspÉ?Sv?^eTo?TecadÁ?,,B^ I mitiendo tocar todos los temas del repertorio novelesco.
Su visión total ha madurado.
Pocos narradores uruguayos lian tenido un proceso de I Hace ya unos cuantos anos, intenté un estudio gene
maduración tan lento y tan firme como Carlos Martínez l ral de las ficciones de Carlos Martínez Moreno para la
Moreno (nacido en 1917). Aunque escribe desde 1940, y I
revista Número. Sólo tenia entonces cuatro relatos auto
tal vez antes, su primer libro de cuentos es de 1960. Ha I biográficos, dos cuentos publicados con su firma, algu
ganado premios en varios concursos de cuentos (Mundo nos seudónimos (que eruditos del futuro habrán de ex
Uruguayo, 1944; Número, 1956; Life en Español, 1960) y | cavar de las páginas de un semanario montevideano) y
un accésit en uno de novelas (Editorial Seix-Barral, 1961). un puñado de cuentos inéditos. Sobre la base de los seis
Sin embargo, ha demorado en dar a conocer su produc- I
primeros, aunque teniendo implícitamente en cuenta los
ción y hasta la fecha cuenta con sólo dos delgados voló. I
demás, analicé algo morosamente el mundo y el estilo de
rnenes que totalizan apenas nueve narraciones (Los dias |
Carlos Martínez Moreno. También anticipé la convicción
por vivir, 1960; Cordelia. 1961) y una novela (El pare- I
de que este narrador era (ya en 1951) el mejor, el más
don, 1962). Por eso duranfe mucho tiempo se pudo creer I
denso, el más maduro, el más hábil, de la nueva promo
y afirmar que Martínez Moreno no era un auténtico na- I ción uruguaya. Los diez años largos transcurridos desde
rrador. Unos quince cuentos reconocidos y publicados 1 entonces han confirmado, a mi juicio, este vaticinio y lo
en varias revistas literarias a lo largo de unos veinte | han enriquecido notablemente. Con la perspectiva de dos
años es muy escasa producción, sobre todo si se tiene en |i décadas quiero ahora reconsiderar algunos aspectos de
cuenta que los primeros (Fuegos artificiales, Aquí donde L este mundo narrativo que ya ha ido divulgando Martínez
estamos. La vía muerta. Aquella casa) son realmente frag- | Moreno en sus libros de cuentos.
mentos de una narración sentí autobiográfica que el au- l I
tur parece haber abandonado al utilizar algunas de esas
páginas para completar su primera novela. UN REPERTORIO I)E ANECDOTAS
Sin embargo, la escasez de esta producción no es
sino su aspecto más externo. Es una escasez deliberada I Aunque sus ficciones no se caracterizan por la in
(en algún lado Martínez Moreno hablaba de su '‘deslán- l vención anecdótica, puede resultar ilustrativo considerar
guido antipublicitarismo”); es una escasez perseguida; es ■ rápidamente en qué se centra cada uno de los cuentos
la reacción natural de quien ha padecido, <tomo critico t de estos volúmenes. En Los días por vivir hay seis que
teatral y literario, la inflación local de valores y que se | se ordenan asi:
ha impuesto personalmente un cánon de rigor intelectual l —Los sueños buscan el mayor peligro (el más anti
y estilístico muy severo. Pero es, además, una escasez I guo) es la confesión de un hombre, aún joven, que re
en cuanto al número y no en cuanto a la densidad de sus |l pasa su vida, salteándose algunos episodios pero enlazan
relatos. Por el contrario, es tal la densidad de muchos I do firmemente los más significativos, para alcanzar la
de ellos (La otra mitad, no recogido en volumen; Los sue- | clave de su frustración, de su mediocridad, de su fracaso
ños buscan el mayor peligro; La última morada; Corde- |i frente al Bien, tal vez ante Dios;
lia; Los aborígenes) que cabria afirmar que esos cuentos ' —Los días escolares articula en una serie de anécdo
son realmente novelas comprimidas por un método que I tas, aparentemente aisladas, una evocación del relator que
cabria llamar de forzada deshidratación emocional. Un I culmina con el reencuentro con un compañero de clase,
narrador menos tenso y exigente habría escritos novelo. | ruina borracha y lacrimógena;
nes con los lemas que subyacen esas intensas narracio- I —La última morada desarrolla los esfuerzos, al cabo
nes. estériles, de un hijo inconsolable por construir un mau
En los veinte años que van de Fuegos artificiales soleo digno de la memoria de su madre, y los esfuerzos
(1940) a Los aborígenes (1960) se produce una madura, paralelos de su mujer para usufructuar los beneficios de
ción profunda en el hombre y en el escritor. En 1940, ese homenaje;
Martínez Moreno tiene veintitrés años y poco mundo; su —El lazo en la /aldaba confronta en el filo de la Na
visión intelectual, su sentido interior del rigor estilístico, vidad a una madre abandonada y despreciada con' sus hi
su ambición, son exactamente los mismos de hoy pero su i jas. duras e implacables, en un cuadro que tiene toda la
experiencia humana es relativamente pequeña, está reiju- ! ferocidad subterránea del infierno familiar;
cida a la familia, a una infancia idílica, a los estudios —Et salto del tigre explícita un caso de donjuanismo
universitarios (es abogado), al conocimiento de nuestro 1 en que el seductor aparece realmente como presa de mu
limitado mundo periodistico. teatral y literario. jeres mucho más audaces y letales que él;
Los años convierten a ese moroso evocador de la nía- i —El simulacro es un relato novecentista en que se
gia soterrada detrás de cada vivencia infantil, en un na- i detalla la trampa a que se somete un hombre creyendo
rrador que ha vivido, que ha recorrido mundo, que ha | ser autor de un engaño y resultando su victima; como
sido sacudido directamente por la violencia dé la revo en los anteriores cuentos la pluralidad de puntos de vis
lución boliviana y que ha asistido, como testigo, al fer ta constituye uno de los motivos básicos de la narración.
vor de la primera hora del triunfo revolucionario de Cu
147
En el volumen titulado Cordelia se recogen tres cuen
tos:
—Cordelia (el más largo, prácticamente una nouve-
Ile) contrasta el mentido dolor de un padre cuya hija ha
muerto en un famoso accidente de aviación con la auten
ticidad y pureza de la imagen de esa hija, para conseguir
revelar así la soledad y tragedia verdadera de ese grotes
co, involuntario Lear;
—El invitado detalla en torno de la figura del per
fecto antifitrión, una serie «le calamidades que ocurren
la vez que es invitado a cenar por uno de sus habitua
les invitados;
—La pareja del Museo del Prado ofrece dos versio
nes contradictorias e inconciliables de las relaciones de
una pareja, a cargo de cada uno de los cónyuges, esta
bleciendo así de este modo el tema de la duplicidad bá
sica de todo vinculo matrimonial.
En el volumen colectivo de cuentos de Life en Es
pañol figura el que obtuvo para Martínez Moreno el se
gundo premio:
—Los aborígenes presenta a un diplomático surame-
ricano que evpca su carrera de profesional, de revolucio
nario, de marido, de amante, en las fastuosas ruinas de
un jardín romano; los valores vitales del Viejo y del
Nuevo Mundo aparecen sutilmente contrastados a través
de un montaje de recuerdos que revela la maestría alcan
zada actualmente por el narrador.
Más que la anécdota interesa a Martínez Moreno en
estos cuentos la situación existencial en que se encuen
tran enclavadas sus creaturas. Son las suyas, narracio
nes de personaje, exploraciones de alma, búsqueda del
significado plural y contradictorio de la existencia hu
mana. Esa imagen está revestida muchas veces de la más
negra ironía pero la ironía es sólo una máscara. En el
centro de este narrador hay un moralista implacable y
dolorido.
132
tica. Donde la imagen del ojo (que subyace esta técnica
perspectivista) resulta explicitada en forma más cabal es
en Los sueños buscan el mayor peligro, tal vez su cuen
to más cargado de claves. Allí aparecen el ojo del burri-
, to apaleado que encuentra su contrapeso en el ojo de la
madera en la que alguien dibuja una lágrima que de al
gún modo mendiga la compasión. Ambos ojos sugieren de
modo sutil la mirada de Dios que todo lo ve aunque qui
zás no lo perdone todo. Otro símbolo similar aparece en
El lazo en la aldaba: esa mirilla de la puerta que separa
sólidamente a la madre de sus hijas y que actú» * Sen
como ojo de Dios.
Presente como símbolo concreto o sólo implícito en
la técnica perspectivista del punto de vista, siempre hay
en estas narraciones una mirada que observa, que juz.
ga. que se duele. En Los días escolares está la mirada del
niño del borracho; en Cordelia, la mirada ausente y amo
rosa de la hija; en La última morada la mirada implícita
de la madre. Cuando esa mirada no está asumida por un
personaje concre'lo, aparece muchas veces en el relator
que contempla su vida, como en Los sueños buscan el
mayor peligro, en Los aborígenes. De todos modos, siem
pre planea sobre estos cuentos la mirada del autor.
153
La Literatura Palestina
FX BI SCA DE LA FE
guando examinamos el modo cómo la literatura pa
lestina expresa la búsqueda personal de Dios, constata
rnos que esta literatura es más discreta aún sobre este
yunto que sobre aquel del que nos hemos ocupado en el
capitulo precedente. Parece, a menudo, que la literatura
hebrea estuviera ligada por una especie de juramento de
Hipócrates que ella se habría impuesto espontáneamente
y que, secretamente, la constreñiría a una excesiva re
serva cuando se trata de pintar el fervor o, por mejor de
cir, la búsqueda religiosa que anima la nueva vida en Pa
lestina. Cuando los discípulos preguntaron al Rabbí Si
mba Bunam de Pzhysha, una de las figuras más origi
nales de la historia del jasidismo, por qué se abstenia sis
temáticamente de escribir, es sabido que respondió:
“He deseado siempre componer un libro cuya lon
gitud no excediera un cuarto de página y al cual habría
titulado “El hombre’’. Pero, reflexionando, he creído
■que valía más dejar tal libro sin escribir”.
Una vacilación algo semejante en lo tocante a la efi
cacia de la expresión humana parece marcar el tenor de
las letras palestinas cuando tratan tímidamente de hablar
de la aparición del nuevo tipo de Judio, o mejor, del
nuevo tipo de hombre, en el país de Israel.
La literatura palestina hace de la humildad un deber,
muy especialmente cuando medita sobre las consecuen
cias finales del renacimiento judio o sobre lo sublime
del destino humano que se halla implícito, aunque de
manera general, en este renacimiento. De acuerdo con
Sh. Shalom, la literatura hebrea grita al porvenir oscuro:
“Oh hermano, mi hermano de muy lejanos siglos. Es
a ti a quien tiendo desde el fondo de la espesa niebla”.
Con él ella afirma:
"La batalla de Dios que oculta la vida es mi batalla”.
Pero con él también queda imprecisa cuando se trata de
formular claramente la relación nueva que el Judio va a
mantener con los fines últimos: con el destino del hom
bre en el mundo, con la parte del hombre en el destino
cósmico, con Dios. Con Shalom la literatura palestina
medita a menudo asi:
“Estoy perdido en medio de sonidos nuevos y nuevos
| silencios.
Perdido en la tormenta que continuamente estalla en
|mis abismos.
¿Qué soy? ¿Qué es mi vida? ¿Mi país y mi pueblo?:
Aquel que cabalga el infinito martillea bravio mis
¡espacios...”
NOTA BIBLIOGRAFICA
Carlos Martínez Moreno: Los días por vivir (Montevideo,
.Ediciones Asir, 1960, 118 pp.); Cordelia. (Montevideo,
Editorial Alfa, 1961, 78 pp.)
Ceremonia secreta y otros cuentos de América Latina,
premiados en el Concurso Literario de Life en Español
(Carden City, New York, Doubleday y Co-,
1961, 435 pp.)
154
—a.
Es esta yuxtaposición particular de dos clases de cer
tidumbres que lleva a la literatura hebrea a evitar el ex
presar con una precisión neta sus convicciones más pro
fundas.
Por una parte ella sabe, de una manera u otra, que
el renacimiento casi milagroso del judaismo en la patria
de sus antepasados es la manifestación más gloriosa de
la batalla histórica del judio, "la batalla de Dios que
oculta la vida”. (
Pero, por otro lado, el anuncio de esta verdad es de
masiado aplastante todavía con sus "sonidos nuevos’’ y
sus “nuevos silencios’’ para que la literatura se arriesgue a
profanarla con una definición prematura. La abstrac
ción audaz, la exposición vigorosa de una doctrina dog
mática asustan la imaginación hebrea precisamente por que
la intensidad de la vida nueva confina con una religiosi.
dad que escapa a la formulación.
La esencia de la experiencia colectiva en el país de
Israel, está representada por esta literatura como prácti
camente incomunicable, como un complejo de conciencia
afectiva e intelectual |que no puede ser adquirido sino
viviéndolo y comprendiéndolo sobre el terreno, en el mis
mo país de Israel. Qtlien no ha amado no puede com
prender lo que quiere decir amor. Quien no sella cruza
do con la muerte en su camino no puede adivinar la an
gustia de la muerte. Quien, en un momento de su pro
pia existencia no ha sido llevado por un impulso crea
dor no puede concebir el estremecimiento de alegría que
da la creación. Ahora bien, tal como es reflejada por
la literatura, la actitud del hombre de avanzada con res
pecto a la resurrección del país aparece, lo hemos visto,
constituida por los tres elementos siguientes: un amor
sin límite al paík y al pueblo, el sentimiento profundo
de un peligro que amenaza al judaismo en el mundo en
tero y una potencia creadora casi sobrenatural. La resu
rrección del desierto es |quizá, a los ojos del judio de
Palestina, una tarea que se fundamenta en sí misma. No
implica necesariamente para él, el cumplimiento milagro
so de la profecía que Oseas hacia a propósito de la tie
rra que “responderá a sus habitantes”. Sin embargo, re
flejado en la literatura, cada uno de los elementos que
componen la experiencia colectiva brilla como una fa
ceta de la fe tradicional del judaismo.
Una comparación completa entre la actitud de las le
tras hebreas modernas y la del conjunto de la literatura
judía tradicional, con respecto a lo que hay de religioso
en la alianza que liga a Israel al país de Israel nos arras
traría muy lejos. Pero existen tantos ejemplos de un pa
ralelismo entre lo antiguo y lo nuevo que se pueden al
menos citar algunos. Tenemos por ejemplo el pasaje mi-
dráshico siguiente:
"Al principio de la creación del mundo, el Santo, ben
dito sea, se ocupó primeramente de plantar, — tal es el
sentido del texto: ”Y el Señor Dios plantó un jardín en
el Edén”. Y vosotros también, cuando entréis en el país,
os ocuparéis primeramente de plantar’’.
Por su parte, la literatura palestina parece indicar,
directamente o por sugestión implícita, que al fin de
cuentas el judio que hoy vuelve a vivir y a "plantar”
en el país de sus padres, no hace más que obedecer al
mandato del cual Dios, comenzando por imponérselo a si
mismo, había dado ejemplo a Israel. He aquí, elegido
entre muchos otros que orquestan este tema, un poema
de Lévi ben Amittai.
"Ahora conozco mi dominio. La linea del surco se alarga.
155
Avanza y tritura los mil obstáculos rocosos,
A pesar del torrente de lluvia o sol abrumador,
A pesar del asalto del huracán desde el linde de los
¡desiertos próximos.
Escucha el chocar de los zuecos, la tierra seca que
■ ¡devuelve el eco,
Y mira: nuestros músculos están tensos sobre el arado;
sobre mi espalda también, oh mulo, callado amigo
alguien golpea con el látigo,
¡Vamos y abre con la reja! ¡Vamos y da vuelta el terrón»
Muestra al sol la carne sufriente de la tierra.
¿Cuándo vendrás tú, uní Dios, a rastrillar
con los dedos de tu mano las costras de este suelo?’’
15C
dras de ese lugar’’ que Jacob había agrupado antes de
dormirse y de soñar los ángeles que subían y descendían
a lo largo de la escala que unía la tierra al cielo, Ber-
dichevsky mismo, a pesar de mostrarse tan severo con la
propensión de los judíos a soñar despiertos, sabe que con
una piedra nuestra debajo de nuestra cabeza nosotros so
ñaremos el sueño eterno de Jacob al cual nos es nece
sario darle una continuación. Cuando Jacobo Steinberg
apremia a los judíos a ‘‘descender a la fuente”, sabe que
un tal descenso no es de su parte más que un preludio
para la inmediata ascensión. ¿Que las brumas en el va
lle ocultan un poco a la vista las distancias? Pero en el
estilo bíblico que emplea J. Steinberg esas brumas hacen
pensar en las brumas del principio de la creación que,
según los términos del Génesis, se elevan del suelo y
vuelven a caer en forma de lluvia, de suerte que el Se
ñor pueda plantar su Jardín del Edén, con su árbol de
la vida y su árbol de la ciencia que incitarán sin cesar
la intuición del hombre a armonizar impunemente su de
seo de vivir y su deseo de saber.
Carne de la carne de la experiencia histórica del Ju
daismo, la literatura palestina saca neceseriamente par
te de su fuerza de la idea de redención que es tan fun
damental en todo el desenvolvimiento de la filosofía ju
día de la historia. La posición central sobre este tema
de la redención, lia sido aclarada brevemente pero en
forma excelente por Martín Buber en su ensayo sobre
”La noción de redención en el Jasidismo’’.
‘‘La historia judía, observa Buber, encarna un fenó
meno netamente singular en el seno de la historia uni
versal. La experiencia histórica entera del pueblo judio
esta centrada sobre el único problema del exilio y la re
dención. El pueblo judío debe su nacimiento a la expe
riencia colectiva del exilio en Egipto y de la redención
que .significó el Exodo. En la conciencia de este pueblo
conciencia que no encuentra equivalente en ningún otro
grupo humano, el lazo permanente entre el pasado y el
presente está fundado sobre este acontecimiento histórico
inicial: La aparición de Israel como pueblo al término
y en consecuencia de su exilio en Egipto.
Los jefes espirituales «le Israel han declarado siempre
que este acontecimiento del Exodo ha sido debido a una
intervención divina en la vida de Israel, por la cual fue
instaurada la alianza entre Dios y su pueblo. En los
ciento cincuenta últimos años de la época del Primer
Templo, en el período que separa el exilio de Israel del
de Judá, los profetas elaboran una teoría del exilio y de
la redención, que debía resultar fundamental en el des
envolvimiento entero del Judaismo. Según esta teoría la
redención misma del género humano, la ascención del
conjunto de la humanidad al Beino de Dios está estre
chamente ligada a la redención de Israel, a la elevación
que hará de Israel el centro del esperado Reino de Dios.
La Restauración al retorno del Cautiverio de Babilonia,
instaura un proceso gracias al cual las ideas de reden
ción cósmica e individual — ideas que emanaban de ci
vilizaciones orientales como la civilización persa en par.
ticular y la de Grecia — comenzaron a penetrar en la
esfeia de la religión judia, sin fusionar realmente este
periodo con el punto de vista tradicional de la redención
de Israel. La síntesis de la redención individual y cós
mica y del elemento puramente judío no comenzó sino
con el fin de la época del Segundo Templo. La Kabbala
en particular vino a fundir esos elementos extranjeros __
157
incluyendo la concepción gnóstica de la redención de la
Esencia divina misma — con la religión judía, en el se
no de un sistema cuyo corazón era la esperanza de re
dención que anima a Israel. Pero la filosofía por la cual
esta sintesis tomó curso era Ja “doctrina esotérica” que
era esencialmente posesión exclusiva de una pequeña éli
te, de aquellos que habían sido iniciados en el conoci
miento de sus misterios.
Por su misma naturaleza ella no podrá penetrar en
la vida religiosa del gran número, de la masa. No es si
no por intermedio del Jasidismo que la filosofía de la
redención 'vino a dominar la psicología del hombre co
mún. Y esto, no por la simple razón de que en el jasi-
dismo alcanzaba esta filosofía su expresión popular, sino
por que el jasidismo asigna al Judío individua] una pai
te activa en la redención del mundo”.
Se pueden hacer reservas en lo tocante a ciertos pos
tulados sobre los que se apoya Buber en el breve análi
sis al cual somete la evolución de la idea de redención
en la historia del Judaismo. Abstracción hecha de la hi
pótesis de una penetración más o menos tardía de los
diversos aspectos de la idea de redención en la psicolo
gía popular, la exposición sumaria por la cual Buber acla
ra la importancia que esta filosofía ha tenido en la his
toria del Jasidismo se aplica seguramente a la masa de
la literatura judía tradicional, dado que esta última sub
raya el papel que debe jugar el judio individual en
la economía de las cosas. En la medida en que el ju
dio común lucha por su propia perfección, no sólo se
aproxima a una redención personal sino que ayuda a la
colectividad judia a cumplir su progreso gradual hacia
la redención. Y, cosa igualmente importante, por sus pro
pias acciones, el judio individual favorece o comprome
te los esfuerzos que el mundo entero hace para alcan
zar un estado de universal perfección, estado en el cual,
por asi decir, Dios mismo habrá readquirido el domi
nio que le pertenece. Estas tres etapas de la redención
deben ser finalmente cumplidas gracias al retorno de Is
rael al país que Dios le ha dado. La literatura judia ha
tenido siempre el sentimiento del lazo indisoluble esta
blecido entre el pueblo, el país y Dios.
Las letras palestinas modernas extraen una gran parte
de su sustancia de la literatura judía tradicional y secular,
compartiendo con esta última la conciencia profunda del
carácter sagrado de este triple lazo entre Dios, Israel y el
país de Israel. ¿Hay que asombrarse entonces, si lo más
profundo de esta literatura es verdaderamente una bús.
queda de la fe? Apreciando de una manera nueva las as
piraciones que habían animado el pasado del Judaismo,
escrutando las perspectivas que se ensanchan ante el
nuevo porvenir de los judíos, esta literatura no puede
en .efecto, discernir en el presente palestino nada que sea
esencialmente diferente de esta idea de lo sagrado, de
un pcrfecionamiento y de una purificación personales e
incesantes en los cuales la literatura tradicional ha visto
siempre la pasarela que el Judaismo debía pedir presta
da para franquear todos los abismos vertiginosos, abier
tos sobre el camino de la redención.
Tal como es interpretada por esta literatura, la glo
ria de la “Haloutsiout” no debe ser medida simplemente
por sus realizacioes materiales. Es preciso avalarla bajo
el ángulo del fervor con el cual ella se propone alcanzar
su objetivo, del don de si que ella consiente a un ideal
que debe desembocar en un código de mitsvot, de man
158
damientos libremente proscriptos y cumplidos voluntaria
mente.
El cumplimiento de esos mitsvot por el individuo
cristaliza a la vez su aspiración a un estado espiritual
siempre más perfecto y la contribución progresiva que
aporta cada día y a cada hora del día a la rehabilitación
total de la colectividad judia, a las nuevas nupcias del
pais y del pueblo.
Tampoco es asombroso ver al simbolismo de la li
teratura palestina tomar prestados tantos de sus elemen
tos al tesoro de ideas y de expresiones no solamente de
la literatura judía tradicional sino también de los ritos
y del ceremonial del Judaismo. Un ultra moderno como
Abraham Shlonsky, que en su primer período era el equi
valente en ¡a literatura neo-hebraica del poeta ruso ico
noclasta Esenin, canta el comienzo de la jornada de tra
bajo físico del pionero palestino, como si fuera la au
rora de un dia de culto en la sinagoga, que se habría ele
vado para un niño judio de la Europa Oriental, en días
para siempre cumplidos.
159
Hasta que hayan tirado su suerte como una
red en el mar.
Hasta que hayan llegado a la Isla de Dios.
¿Acaso existe, aún en la poesía hebrea de la Edad
Media, excepción hecha de las inmortales “Sionidas’’ de
Judah Halevi, algo que sea comparable a los versos pre
citados. donde estalla el amor a Jerusalem y que son
una plegaria angustiada por la redención de esta ciudad,
símbolo supremo de la esperanza histórica y triple de
Israel?
161
la pedagogía de
MARTIN BUBER
Toda gran Filosofía es siempre pedagogía, docencia destino puede quedar frustrado a falta de su fecundación
del género humano destinado a llevarlo a la conciencia ron una vocación que provenga de valores más altos? ¿No
de si y al cumplimiento de su propio destino. Pero la es será el mundo el que engendra en el individuo a la per
peculación filosófica se remite a veces, de una manera sona. y la educación una función vicariante y representa
deliberada, a esa pedagogía institucionalizada e intencio tiva de las grandes fuerzas de humanización que se ocul
nal que se cumple en el seno de los establecimientos edu tan en su seno? ¿No será, por ventura, el destino últi
cacionales y que promueve una reflexión renovada acer mo de la criatura humana hallar su reposo en el diálogo
ca de sus fines ,v de sus modalidades. que se entabla a través de todas las cosas, con los otros
Martín Buber no ha dejado de ocuparse del tema pe seres, y a través de ellos, con aquello que a todos tras
dagógico asi entendido, por lo demás con plena concien ciende, y de cuya voz es apenas mi eco la voz humana?
cia del peligro a que la educación se halla expuiesta Bubcr ha procurado responder a estas preguntas esen
cuando se convierte en empresa organizada y amenaza ciales y sus respuestas nos ofrecen la proyección peda
transformarse, como decía Spranger en “un oficio, siem gógica de toda su filosofía, pues para él la relación edu
pre ligado a un ruido fabril especifico”. Sin duda a la cacional no es, en definiitva, sino un tipo de experien
pedagogía de nuestros tiempos le está encomendada la cia dialógica que corresponde a una modalidad particu
tarea de “labrar conscientemente el campo para poder lar de vinculación personal.
ganar el pan de la vida”. Buber ha de aplicarse a ama Pero, para comenzar ya con la tesis de Bubcr, ¿qué
sar ese pan de la vida con la levadura penetrante y vivi es el instinto de autor al que, en definitiva pertenecen o
ficadora de su filosofía en los dos ensayos de mayor im con el que se ligan y relacionan las fuerzas creadoras
portancia en que se ocupó del tema educacional y a los que la pedagogía tendría como misión desarrollar? El ins
que nos referiremos en el estrecho margen de este ar tinto de autoría es una civilidad inherente a todos lo*'
ticulo. hombres, un instinto autónomo, inderivable de otros ins
La Tercera Conferencia Pedagógica Universal reuni tintos, cuyo sentido hay que buscarlo en el deseo que to
da en Heidelberg en el año 1925 ofreció a Buber la opor dos los hombres tienen de hallarse en el origen de algo.
tunidad de confrontar el mensaje intimo de su filosofía) No se trataría, precisamente, del anhelo y la necesidad
con el sentido trascendente de la educación. Se trataba de ocuparse con algo, de desarrollar una actividad, sim
de debatir acerca del “Desarrollo de las fuerzas creado- plemente, sino el de lograr un resultado, construir, des
Ías en el niño". El tema encerraba ya una definición de truir, tocar, golpear, etc. Y este instinto no se deriva de
a educación y de sus metas que lleva la impronta inde ningún otro. Se inserta en la polifonía primordial de la
leble de la concepción pestalozziana. Pestalozzi, en efec naturaleza intima del hombre, en la que haqen sentir su
to, hallaba el fin de la educación en el desarrollo de las voz una multiplicidad de tendencias irreductibles las unas"
aptitudes con que la naturaleza ha dotado al hombre en a las otras. El instinto de autoría es uno de ellos. Bu
el incesante perfeccionamiento de las mismas, para al ber hace resaltar el carácter múltiple de la vida instin
canzar de este modo, el desarrollo armónico de las fuer tiva, al que repugna ese postulado empobrecimiento de
zas y de las capacidades del ser humano. El segundo tra la vida psíquica que las corrientes psicoanaliticas defien
bajo se refiere a un tema estrechamente ligado al proble den. Esa hipertrofia enfermiza y malsana de un instin
ma de la crisis de la civilización contemporánea, y a la to, llámese libido o voluntad de poder, que crece como un
importancia de la pedagogía moderna para hacer frente tumor maligno a expensas de la múltiple y armónica di
a la realidad de un hombre extraviado y enfermo. versidad de la vida instintiva.
Ambos ensayos poseen un común denominador con Pero el instinto de autoría, es además, por su senti
tenido en hv vehemente apelación al abandono de toda do un instinto noble c integrador. El único, quizá, que
técnica educacional, para elevar la misión formativa al no puede degenerar en avidez, ni en manía, ni en obse
carácter de una actividad que trasmuta el mero contacto sión. Instinto que puede, si acaso, volverse pasión, pa
humano en una auténtica comunicación. Los dos traba sión eminente y generosa, puro gesto que no acapara pa
jos encierran un elemento esencialmente constructivo, ra si tal o cual porción del mundo, sino que se declara
tendiente a lograr y corroborar la profunda y permanen a él.
te reconciliación del hombre con el mundo y con la vi “Es aquí — dice Buber — donde el hombre cobra su
da. Pero ambos, pese a su entrañable raigambre'en el se libertad, experimenta la alegría creadora, trasciende su
no de una ética milenaria, se cumplen en actitud de di soledad triste y erizada de murallas, constituye un autén
sidencia y rebeldía. tico compañerismo con aquellos que son copartícipes y
En el primero de ellos, el que alude al tema del Con eleva el testimonio, no solamente de la fecundidad de una
greso de Heidelberg, la disidencia es ya inicial y se hier- vida abierta al instinto de autor, sino también de una
gue contra la tesis implicada en el tema mismo. ¿Por qué fuerza que penetra con sus rayos todo lo que el hombre
desarrollo de las fuerzas creadoras del niño? ¿Es este el hace’’.
fin más elevado y más auténtico de la educación? ¿No con Sin duda el instinto de autor es importante, pero si
ducirá, acaso, el mero desarrollo del instinto creador del observamos con detención resulta fácil advertir la pre
niño, del instinto de autoría, como lo llama Buber, a un sencia de otro elemento que participa en este resultado.
nuevo aislamiento de los hombres, más doloroso que nun Aqui, sin duda, no ha actuado aislado el instinto espon
ca? Lo que los hombres buscan, lo que corrobora y per táneo de autoría y de creación. Sino que han venido a
fecciona la sustancia humana, ¿es el simple y libre de agregarse como elementos decisivos fuerzas que van. pre
sarrollo del impulso creador? ¿Es, acaso la libertad pro cisamente. al encuentro del instinto puesto en libertad:
curada y conquistada para el desarrollo de las disposi las fuerzas educadoras. “Es de ellas — dice Buber — de
ciones anímicas que encierra el espíritu del niño, un va su pureza y de su ternura, de su poder de amor y de su
lor en si mismo, o más bien, una mera posibilidad cuvo discreción que dependerá en qué combinación va a en-
162
163
lrar el elemento liberado, y por consiguiente, lo que de
él advendrá’’.
Sólo estas fuerzas pueden introducirnos en una att
ténlica vida humana, esto es: hacernos participar de un»
causa e ingresar en la responsabilidad de la relación co
munitaria. Pues la obra individual (Einzelwerk), es sietn-i
pro motivo de orgullo para el ser mortal, pero ella no
basta. Es la labor común (Werksache), la obra, en cuya'
realización el hombre se halla comprometido y condicio-:
nado, en la indeliberada modestia de sentirse parte, don
de nos hallamos frente al auténtico alimento de la in.
mortalidad terrestre. En la obra individual el hombre'
sale de si mismo, sale al encuentro del mundo, pero no
lo halla ni tampoco logra volver a sí. El hombre aquí es
un ser solitario, desligado, perdido. Ni siquiera la reso.
nancia innominada de su obra, el aplauso anónimo de la
multitud. lo sustrae a su soledad.
Por ello es que una educación fundada sobre el me-l
ro desarrollo de las fuerzas creadoras, solo puede con.
ducir a los hombres a una nueva y dolorosa soledad. I
Sin duda el instinto de autoría que se manifiesta®
particularmente en la confección de los objetos, tiene un
valor pedagógico innegable. En la construcción de los
objetos se penetra en la realidad de una cosa de un mo
do mas penetrante que a través de la mera contemplaci
ción. Pero con esto solamente hay algo que no se apren
de, y este algo — dice Buber — es el verdadero viático:
de la vida. Lo que no se aprende es el modo como el
mundo puede decir yo y tú. De esta manera se frustra
ese anhelo que encierra el secreto más profundo, aquel»!
que hace que el mundo se vuelva persona para nosotros.
Ahora bien, la experiencia de aquello que nos permite de
cir tú al mundo, no es el instinto de autoría, sino el ins. i
tinto de comunidad solidaría. Esta es la fuerza que vie
ne al encuentro del instinto de autor liberado, que lo in- ■
forma y le presta sentido. La liberación de las fuerzas''
creadoras no puede ser más que un presupuesto de la edu.l
cación. jamás su fundamento. Esta hipertrofia del sentido j
de la libertad en la pedagogía moderna, determina el des. I
conocimiento de su naturaleza y nos hace tomar un bien
funcional como si fuera un bien sustancial. Nos impulsa afl
eludir el otro polo de la educación: el que concierne a i
la actividad que moldea y que plasma. Aquello que tras-S
muta al hombre en persona y al instinto en forma. Es j
este un error semejante a aquel en que incurrían las teo-4
rías de la evolución, cuando se referían, con Swammcr- '
dann, al desenvolvimiento del ser vivo ya “preformado” I
en el germen. Sólo que ni en el campo biológico, ni en el
espiritual, es verdad que la evolución consista en un me
ro desarrollo. No son las disposiciones innatas existen,
tes en el niño, las que se desenvuelven espontáneamente. I
Sino que es el mundo que engendra en el individuo a la’ ;
persona. Es el mundo que nos rodea en la integridad de i
sus elementos y dimensiones, naturaleza y sociedad, e?
que “educa” al hombre, atrayendo sus fuerzas, proponién
dose y aponiéndose, y siempre penetrándolo o formando- <
lo. Porque, en definitiva, aquello que nosotros llamamos
propiamente educación, esto es, la acción formativa de- I
liberada y consciente del educando, no es otra cosa que |
una selección que el educador realiza de las fuerzas y j
tactores que operan en el mundo. Formándose, esto es,
integrando en si mismo una cierta selección de la reali- |
dad mundanal, el hombre educa. Educando experimenta
in vivo, sobre otros hombres el valor intrínseco de la se-
164
lección del inundo que en él se ha vuelto forma y ha ad
quirido expresión y aliento. El mundo cobra a través del
educador fisonomía y sentido humano. Y la relación educa
cional si es auténtica, ingresa al número de las formas
de vida dialógica primordiales a través de las cuales la
realidad llega a su más cabal humanización.
Sólo en el educador — dice Buber — el mundo se
trasmuta en el verdadero sujeto de la acción”. Y ello so.
bre todo cuando esta se halla despojada del gesto abrup
to de la intervención. En el Filósofo clásico y en el maes
tro del oficio, que enseñan haciendo y viviendo su obra
o su filosofía en la creación y en el gesto, se marca la
señal de la más profunda pedagogía. A este proto-tipo
de educador que es el maestro es al que hay que tener
siempre presente cuando se instituye, siempre de nuevo,
la tarea educacional. El maestro que obra como si no lo
hiciera. Pues la ingerencia del elemento extraño en el
alma del educando, provoca resistencia y escinde las fuer
zas del espíritu en una parte obediente y otra que se re.
bela. Sólo la influencia silenciosa y oculta que emana de
la personalidad entera del educador, logra mantener en
su ser la persona que se desenvuelve y crece. Porque to
do el proceso se desarrolla aquí en un dominio que es el
de la libertad. La libertad que es, sin duda, un presupues
to de la educación, pero que no constituye tampoco su
fundamento.
En efecto, sólo en una época cuyos valores tradicio
nales se hallan en franca descomposición, resulta posible
la exaltación de la libertad elevada al nivel de un valor
absoluto. Pues la libertad, es preciso insistir, para Bu
ber es un bien instrumental no sustancial. La lucha por
la libertad solo busca la1 conquista de una posibilidad.
La libertad es una posibilidad: la posibilidad reconquis
tada. Por si sola carece de sentido. Salvo que, conforme
a una eminente tradición del pensamiento filosófico, se
la conciba ligada indisolublemente a una instancia axio-
lógica o normativa. No es asi, sin embargo, como la con
cibe Buber, sino del modo como ella es vivida en la ex
periencia humana corriente, como mero desasimiento o
liberación de una coerción preexistente, ya sea que esta
provenga de la suerte, de la naturaleza o de los hombres.
Por ello es que el polo opuesto de la servidumbre y la
coerción (Zwang), no es para Buber la libertad (Frei-
■heit), sino el ligámen (Verbundenheit). pero un ligámen
o compromiso superior, que resulta como tal auténtica
mente liberador. Para lograr el ligámen, la vinculación
redentora, que trasfunde los espíritus individuales, los
eleva a un destino cada vez más alto, y abre la mirada
ante la faz de Dios, es indispensable la independencia.
Pero esta no es, por cierto un camino cuidadosamente
trazado ni una morada estable y segura. La libertad co.
mo pina independencia es un espacio vacio y sonoro don
de el hombre no puede pervivir, sin perder definitiva
mente su rumbo.
En las vibraciones del vacio desfallecen y se pier
den los sentidos desorientados en un medio sin con
sistencia. El sentido de la vida se halla en la búsqueda
de la relación personal y humana. Y la libertad en la
educación no es otra cosa que un poder entrar en rela
ción., Por ello es imposible prescindir de la libertad;
aun cuando ella por si sola no basta. De ahí la ambivaí
léñela de toda rebeldía y la equivocidad esencial del he
rético. “Yo doy una mano al rebelde — dice profunda
mente Buber — y otra al herético — y adelante con ellos.
16»
Pero no me fio de ninguno de los dos. Saben morir, pe
ro ello no es bastante. Yo amo la libertad pero no creo
en ella”. Pues la libertad es como un relámpago fugitivo-
que ilumina un haz incierto de posibilidades y su luz no
dura lo necesario para marcar un rumbo, sino apenas
para abrir un camino. La libertad no puede ser un fin
en sí misma. ¡No! la libertad no es la meta definitiva,
sino la comunión. Pues “esta frágil vida entre el naci
miento y la muerte — dice Buber — sólo puede ser una
vida cumplida a condición de ser diálogo’’.
La indagación se ha trocado ya en pura filosofía, y
su centro queda ocupado por el nervio motor y el con
cepto esencial del pensamiento de Buber.
La vida dialógica, la vida que funda la comunidad
de los hombres entre si y de los hombres con Dios. Ea
verdadera educación es, pues, un tipo de relación dialó
gica que tiene como fin primordial conducir al educan
do al nivel de una vida comunitaria. Pero esta es una
empresa esforzada y difícil; para lograrlo es preciso ha.
cer uso no de una actividad que no se limita a dejarse
caer y se ejerce sobre el educando, sino de un poder que
abraza e involucra. Ella exige un cierto tipo de identi
ficación del maestro con el alumno, que no es una mera
penetración empática (Einfuhlung), en su naturaleza y
en su modalidad. En efecto, en esta última se hace abs
tracción de lo que uno mismo tiene de concreto, la sitúa,
ción personal vivida por el maestro se reabsorbe en la
del educando, y todo queda disuelto en una vivencia pu
ramente estética. Por el contrario en el involucramiento
se logra o se tiende a lograr la experiencia del aconte
cimiento común del modo particular como lo vive la otra
persona, sin que en forma alguna se disipe ni quede pri
vado de realidad el propio estado del sujeto que cumple
la actividad comunicativa, en este caso, la actividad educa
cional. Y’ aquí precisamente es que llegamos al ápice y
cumplimiento de la relación educacional. Hay auténtica
relación educacional cuando ella se cumple y de ella re
sulta una relación dialógica. Sólo que la vinculación edu
cacional configura un tipo especial de esta clase de re
laciones. En ella se halla, sin duda .incluida y supuesta
la experiencia abstracta de la comunicación involucran
te, que aunque no sea en el caso de la educación una re.
Jación reversible, como veremos enseguida, implica la
mutua conciencia del otro, aunque en una diversidad
de planos. En la educación el educador experimenta có
mo el educando es educado; pero el alumno no tiene la
experiencia cabal del modo como el educador lo educa.
El educador abarca en la actividad pedagógica los dos pa
los de la relación común; el alumno sólo se encuentra
en uno de los extremos. Si asi no fuera, si el educando
pudiera aprehender el otro extremo, y trasladar a él su
propia experiencia, la relación se habría roto, a no ser
que ella se transforme en amistad, A la relación educa-
’cional la caracteriza como vinculo dialógico, una nota de
unilateralidad, pero la experiencia del otro que la edu
cación supone, no despoja sino que realza el valor y la
gravitación del educando. Pues este se comporta a la vez
como limite y como dispensador de una gracia que sólo
él puede proporcionar. De límite, porque en la relación
educacional se pone de manifiesto la alteridad irreducti
ble del alumno; y como dispensador de una gracia espe.
cífica porque en él se produce el fenómeno decisivo que
el educador experimenta como aceptación o como recha
zo. Y es aquí donde la relación educacional recobra su
166
i bilateralidad especifica, su bilateralidad no reversible y
> donde se cumple el milagro de toda gran tarea educativa.
Es midiéndose con el educando, en la relación pedagó
gica viva, en el juego de la aceptación y del rechazo con
esta vida que le es confiada y atribuida al educador, don
de este se vé constreñido a educarse a si mismo. Sin au
to-educación el educador no puede educar, y es en el fra
caso de la educación misma de donde extrae las señales
decisivas para cumplir la tarea consistente en plasmar
en su persona, para el educando, una particular imagen
del mundo. Aqui, en este nivel, quedan trasmutados el
Eros y el Kratos, el amor erótico de la relación estética
que elige y prefiere y el impulso de dominación que so
juzga. Estos instintos primarios perviven trasmutados en
el seno de una pedagogía auténtica. La relación dlalógica
los ha transfigurado, y su fuerza es sólo el impulso de
que se sirve el espíritu para el cumplimiento de su des
tino superior. Aqui sobrevive también el sentido esen
cial del diálogo humano, en cuanto instrumento para el
logro de una verdad viviente. Pues la verdad no es otra
cosa que cumplimiento de la particular relación de cada
individuo con el ser, donde cada perspectiva posee su le
gitimidad insubrogable y se integra con la relación aje
na. Abierto al mundo y al espíritu, el diálogo proporciona
la via para llegar a una común sumisión a la verdad del
Ser. Este sentido platónico de la relación dialógica se
reafirma con el cálido aditamiento de la caridad bíblica
en la concepción de Buber, y la relación educacional co
bra asi su pleno relieve y jerarquía metafísica. Aqui las
fuerzas constructivas que el educador representa resul
tan ser siempre las mismas, y el educador auténtico cuan
do da testimonio de un mundo asi humanizado a través
Jkle su sublime oficio, no hace otra coa quse dar dar testi
monio de Dios.
Tal las ideas pedagógicas de Martín Buber en sus
fundamentos y en sus conexiones filosóficas centrales.
En el segundo ensayo, toda la perspectiva se desplaza so
bre un problema pedagógico palpitante del mundo con
temporáneo y se refiere a la educación del carácter (Ue-
ber Characktererziehung).
La crisis contemporánea incide, sin duda, profunda
mente en la realidad personal sobre la cual tiene que ac
tuar el proceso educacional. Dos síntomas son manifiestos:
la declinación del sentido por los valores acondicionados,
su relativización o su negación a través de un nihilismo
que no puede ser otro que un nihilismo de los valores y'
no del ser, y la extirpación progresiva en la vida huma
na de la creencia y de la fe, sea esta religiosa, ética o
metafísica. Todo esto se traduce en una crisis del cax
rácter que plantea problemas específicos al educador de
nuestros días. Pues si el carácter es lo que en definiti
va configura y precisa la personalidad y acuña sus ras
gos esenciales, las constantes que determinan el tipo hu
mano, no pueden provenir sino de un dominio que tras
ciende la variabilidad y contingencia de las situaciones
históricas y sociales.
Buber ha observado cómo la dificultad del esfuerzo
educativo tendiente a la reconstitución o a la formación
del carácter, proviene, en gran medida, de la resistencia
natural, del lado del educando, a admitir una interferen
cia intencional con estratos particularmente profundos e
Íntimos de su personalidad. Toda anunciada intención de
actuar técnicamente, en técnica educacional, sobre el ca
rácter, provocará una reacción defensiva del educando.
Y esta reacción es testimonio de una ley interior del es-
167
piritu que repudia loda relación que lo despoje de su ca
rácter de fin y pueda abatirlo al nivel, de un medio don
de se cumple una tarea profesionalizada.
Por ello la relación educacional que pretende como
meta la formación de carácter, sólo puede instaurarse de
personalidad a personalidad y cumplirse en cierto modo
de una manera indirecta.
¿Qué hacer, pues, en el campo educacional para lo
grar una formación del carácter personal en las condicio
nes críticas que hemos anotado?
"Algo negativo — dice Buber — es por lo pronto ma
nifiesto: no tiene sentido el querer probar con argumen
tos de cualquiera índole que no obstante existen los va
lores incondicionados, reiteradamente negados. Porque
ello implicaría admitir que la negación proviene del pen
samiento, contra la cual se podrían aportar motivos pa
ra una renovada reflexión. Pero ello no es así, pues es
ta actitud proviene de la constitución peculiar de un ti
po humano dominante en nuestra época. Se trata, sin du
da, de una dolencia que afecta a la especie humana; pe
ro no debemos ilusionarnos pensando que esta enferme
dad pueda ser curada con máximas que afirmen que las
cosas no son como el enfermo las imagina”.
En estos casos a que se refiere Buber, toda práctica
disuasiva, que se emplace en el campo puramente inte
lectual, toda tentativa que busque poner de relieve la ra
cionalidad de un criterio, puede ser y es generalmente
eludida por el educando. El pensamiento logra siempre
revestir de razones a las tendencias cuando estas son
particularmente enérgicas. Y en todo caso siempre que
da el refugio transitorio o definitivo de las actitudes irra
cionales. La delgada película intelectual que recubre las
exigencias espirituales de sentido afirmativo se rompe
muy pronto, ante el embate avasallador de lo irracional
y de lo demoníaco. Sobre todo cuando por debajo de es
te pathos se siente la pulsación y el ímpetu de una vida
oprimida, la nostalgia y el tedio de una existencia vacia
de sentido, o la rebelión de un sentimiento de justicia,
que se cree o se sabe afrentado y herido.
Difícil resulta entonces la búsqueda de un camino
que salve la identidad de nuestro yo íntimo y mantenga
la fidelidad a un género o estilo de vida libremente ele
gido. La máxima trasmitida con su pretensión de gene
ral validez, no deja oír su voz pese a la claridad de su
enunciado. Pero tampoco puede suplirla la reiteración
puramente mecánica y periférica de los comportamientos
exteriores, ni la esperanza en la perduración inercial de
los hábitos adquiridos.
Según Dewey — observa Buber — el carácter no es
otra cosa que una "interpenetración de hábitos”; “sin la
actuación combinada de todos los hábitos en todo acto”
no existe un carácter unitario, sino solo “una yuxtaposi
ción de reacciones inconexas con respecto a situaciones
separadas”. Frente a esta concepción del carácter, como
dominio de si mismo por e! imperio de una colección de
máximas o un sistema de hábitos que se interpenetran,
es posible comprender — anota — “la impotencia de la
pedagogía moderna frente a la realidad del hombre en
fermo”.
Véase si no cómo se plantea, en este dominio una si
tuación conflictual, que puede conducir a una dimisión,
profundamente humana, de la vocación ideal, y a una
pérdida correlativa del carácter personal. Buber ha de
jado escrito en su ensayo ya citado “Sobre la Educación
del carácter’’ un diálogo pedagógico extraido de la rea-
168
lidad judia que posee un sentido y un valor ejemplar des
de el punto de vista que estamos tratando.
Un alumno en la época del terror árabe en Palestina
es interrogado sobre el precepto que ordena no matar, ni
levantar falso testimonio contra el prójimo.
“El maestro pregunta: ¿debemos entenderlo bajo la
reserva de “siempre que ello no nos traiga un bene
ficio”?
l.'n alumno contesta: “No se trata de mi beneficio,
sino del de mi pueblo”.
El maestro: Y si se formulara asi la reserva: “siem-
que ello no aporte un provecho o beneficio a mi familia”.
El alumno: Ea familia es como si fuera yo mismo, el
Pueblo o la Nación ya es una cosa muy distinta; aquí,
desaparece el yo”.
El maestro: “¿Pero si decís queremos vencer, no lo
sientes como si dijeras quiero vencer?”
El alumno: “Pero el pueblo es infinitamente más que
la suma de aquellos que viven hoy, al mismo tiempo que
yo; ¡son también las generaciones que fueron y las que
serán!’’
El maestro: ¡Si, todas las generaciones que fueron!
¿Pero de qué han vivido todas las generaciones del exi
lio, y para qué lo han sobrevivido todo? ¿No ha sido
porque de sus oidos y sus corazones jamás se ha aparta
rlo la apelación, “no has de hacerlo”?
El alumno — dice Buber — se pone de pronto páli
do, la palabra se le quiebra en la garganta, como si ame
nazara ahogarlo, y luego exclama: ¿Y qué hemos obteni
do por ese camino? lEsto! Y golpea con sus manos la
noticia en el periódico sobre la publicación del libro
blanco británico. Y nuevamente, exclama: ¿Vivido? ¿So
brevivido? ¿Era esa una vida? ¡Queremos vivir!
Adviértase la abdicación del sentido del valor al ce
der frente a la fuerza de las circunstancias y el peso del
infortunio. Ea rebelión ha alzado las fuerzas individua
les no sólo contra la realidad adversa sino contra el sen
tido de los valores incondicionados. Se ha consumado
aquí la moratoria del decálogo, y la soberanía de la co
lectivo.
En el ejemplo que se lia dado se muestra la dificul
tad de la tarea. "Aquí no se descubre — comenta Bu
ber — un conflicto entre dos generaciones, sino entre un
mundo viejo de mil años, para el que existe una verdad
superior a los hombres, y una época que ya no cree en
ello, que ya no quiere o no puede creer más en ello’’.
¿Qué hacer entonces, que política educacional es po
sible- instituir en estas condiciones? Nada valen aquí las
apelaciones intelectuales. Pues las legiones y legiones de
hombres que han caído ya y se han entregado al poder de
lo colectivo, no reconocen ninguna otra instancia superior
a ésta, ni a la idea, ni a la fé, ni al espíritu. Y esto vale
no solo para los Estados totalitarios, sino también para
partidos y formaciones similares de las llamadas demo
cracias.
Hemos visto la esterilidad de una pedagogía de las
máximas y de los hábitos. Eo que resulta necesario es
instituir una pedagogía desde arriba que haga vivir al
educando de un modo concreto la excelencia del gran ca
rácter. Es preciso además — dice Buber — hacer cons
ciente y “mantener despierto (en el alumno) el dolor de
la propia escisión y de la enajenación de sí mismo, que
el hombre trata de disiiniular y ocultarse a sí mismo”.
Pues resulta imperioso aquí apuntar pedagógica y psico-
1(19
lógicamente hacia el dominio en el que cada uno se ha
lla de vez en cuando a solas consigo mismo y hacer en
tonces perceptible el sufrimiento íntimo que entraña siem
pre esta dolencia del hombre contemporáneo.
Es en la revelación de lo que se halla oculto al edu
cando, donde reside el secreto de esta pedagogía del ca
rácter elevado que Buber nos propone. Es en estos raros
momentos donde se da la revelación de lo oculto, en los
que se ofrece la intuición de los valores más elevados,
donde puede actuar el pedagogo impulsado por un senti
miento que tiene algo de común con el que domina la
obra del descubridor y del artista. Su meta es poner an
te el educando, de un modo indirecto, la imágen del ca
rácter egregio. A este “le es inherente el actuar con to
da su sustancia”. Lo que individualiza al gran carácter
es el reaccionar de acuerdo a su unicidad, y ello pese a
la atipicidad de las situaciones vitales. El carácter egregio
implica, pues, sobre todas las cosas, un sentido de inte
gridad y de responsabilidad, que se manifiesta en lo con
creto. Lo que “no quiere decir que este se halle más allá
de toda norma, sino que su mandato jamás se transforma
para él en máxima, ni su cumplimiento en hábito”.
Y esta educación desde arriba, que no empuja, ni im
pone, ni fuerza, sino que atrae y concita, no obsta a la
educación de los más. En esta época sorda para los va
lores absolutos, estos sólo resultan recuperables a través
de un camino que pasa por la individualidad. La reden
ción de las individualidades concretas abre el espacio so
bre el cual, por irradiación y comunicación, surge la po
sibilidad de la redención colectiva.
Pues es evidente ya que “una parte de la juventud
comienza a sospechar que en la absorción en lo colec
tivo queda perdido lo más importante e imprescindible:
la responsabilidad personal frente a la vida y el mundo’’.
Y “aqui es — sostiene Buber — donde el educador pue
de y debe actuar. El puede ayudar a que ese sentimien
to de carencia llegue a la claridad de la conciencia y ad
quiera la fuerza del deseo”. Es él quien puede despertar
en el educando el valor para tomar la vida sobre sus
hombros. Esta búsqueda del carácter personal no es en for
ma alguna una regresión al individualismo, “sino una su
peración de la- antinomia entre el individualismo y el co
lectivismo”. Pues la relación inter-individual auténtica
sólo puede darse entre persona y persona dotadas, como
tales, de responsabilidad; y la verdadera formación del
carácter es también por sí una educación para la comu
nidad.
De esta pedagogía del carácter egregio, de este hu
manismo educacional podrá algún día decirse con el au
tor que aquí estudiamos:
“Lo que brilla agregado al rayo originario y resuena
en la nota primitiva a ella apegado se perderá irremisi
blemente, pero restará el aleteo del espíritu y la palabra
creadora’’.
ANIBAL DEL CAMPO.
Octubre 9 de 1961.
je dos maneras. O bien se la entiende como dirección
Martín buber hacia la persona que se alude guando se rae nombra y
que yo sólo concibo en esa autorreflexión que discierne y
vn
nuevo utensilio, porque Dios nos ha dejado vivos hasta
ese momento; esto muestra que el simple hecho del man
tenimiento de la vida terrestre es santificado siempre que
la ocasión se presenta (y esta ocasión también en el mis
mo acto). Pero en esa secuencia se llega a la idea deque
la separación entre esos dos dominios no es sino provi
soria. Los preceptos de la ley religiosa delimitan sola
mente el terreno ya requerido para la santificación en el
que se consuma la preparación y la educación, teniendo co
mo fin la* santidad de cada acción. En el mundo mesiá-
nico todo será sagrado. Esta tendencia obtiene en el ja
sidismo una culminación lo más realista que sea posible.
Lo profano no es considerado desde entonces sino co
mo un estado preparatorio de lo sagrado; es lo que to
davía no está consagrado. Pero la vida humana está des
tinada a ser santificada en toda su estructura natural, es
decir, conforme a la Creación. “Dios reside allí donde
se le deja entrar”, afirma una sentencia jasídica; la san
tificación del hombre no significa ninguna otra cosa que
esta puerta que se abre a Dios. En el fondo lo sagrado
no es en nuestro mundo sino lo que está abierto a la
ti ascendencia, como lo profano no es sino lo que se cie
rra a ella aún; santificar es abrirle lo que está cerrado.
Es menester aqui evitar un malentendido. Se atribuye
gustosamente al Judaismo un “activismo religioso” que
ignoraría la realidad de la gracia y que entregaría a una
vana santificación o rendención de sí mismo. En verdad,
en el judaismo, la relación entre la acción humana y la
gracia divina, como la de la libertad humana y la omnis
ciencia divina, está reservada como un misterio que, en
último análisis, corresponde al secreto de la relación en
tre el hombre y Dios. El hombre es incapaz, por- así de
cirlo de disponer de si para santificarse: nunca dispone
de si mismo. Pero hay algo que ha sido previsto en el
orden de la Creación, que le está reservado y que espe
ra de él: es lo que se llama el comienzo. Una sentencia
interpreta la primera palabra de la Escritura, Berechit,
“Al comienzo”, diciendo que el mundo ha sido creado en
bien del comienzo de lo que comienza del eterno re
comenzar humano. La esencia de la Creación significa
una situación constantemente renovada de la elección. La
santificación es un acontecimiento que se apoya en el
fondo mismo del hombre, allí donde se produce la elec
ción, la decisión, el comienzo. El hombre que comienza
asi entra en la santificación, pero no puede hacerlo si
no comienza verdaderamente como hombre y no preten
de ninguna santidad sobrehumana. La verdadera santifi
cación de un hombre es la santificación de lo que es hu
mano en él. También el mandato bíblico: “Debéis ser
humanamente sagrados para mi”.
En la vida como el Jasidismo la concibe y la pro
clama, no hay ya diferencia esencial entre los espacios
sagrados y profanos, entre los tiempos sagrados y pro
fanos, entre las acciones sagradas y profanas, entre las
palabras sagradas y profanas. En todo lugar, en todo mo-
i mentó, en todo acto, en toda palabra, puede florecer lo
■, sagrado. A titulo de ejemplo que se eleva a la altura de
i un símbolo, propongo la historia del Rabino Schmelke.
I Este tenia el hábito para que su estudio de los libros sa-
I grados no sufriera una interrupción demasiado larga, de
no dormir jamás sino sentado con la cabeza sobre los
brazos; sostenía en la mano una bujía encendida, que de
bía despertarlo cuando la llama tocara su mano. Cuando
el Rabino Elimelech lo visitó, se dio cuenta de la poten-
. cia aún prisionera de su santidad. Le preparó con cul-
i dado un lecho para reposar y no ahorró ningún esfuer-
I, zo para convencerlo de entregarse al reposo un corto
instante. Entonces cerró la ventana y corrió las cortinas.
El Rabino Schmelke no se despertó sino cuando era ya
de dia. Supo cuánto habia dormido, pero no se arrepin
tió, porque sentía una claridad desconocida. Fue al tem
plo y ofició como solía hacerlo. Pero a la comunidad le
pareció que nunca le había escuchado algo igual, a tal
punto habia dominado y liberado toda la potencia de su
I santidad. Cuando recitó el Cántico del Mar Rojo, los fie
les debieron recoger el pan de su caftan, para que no se
mojara por las olas que se levantaban a derecha e iz
quierda.
Aqui aparece también el carácter anti-ascético de la
doctrina jasídica. No es necesario matar los instintos, por
que toda vida natural puede ser santificada; se puede col
mar de una santa intención. La doctrina jasidica vincu
la gustosamente esta intención al mito cabalístico de las
chispas sagradas. Cuando “el rompimiento de los reci
pientes del mundo’’ que eran incapaces de enfrentarse al
desbordamiento creador de la pre.creación, cayeron chis
pas en todas las cosas y allí están encerradas ahora, has
ta el momento en que un hombre actúe santamente con
tal o cual cosa y libere asi las chispas que se encuen
tran allí encerradas. “Todo lo que el hombre posee, de
cía el fundador del Jasidismo, el Baal-Chem-Tov, con
tiene chispas que pertenecen a la raíz de su alma y que
quieren ser elevadas por él hasta su origen.” Y más le
jos se lee: “es por ello que se debe tener piedad de to
dos los utensilios y de todo lo que se posee; se debe te
ner piedad de las chispas sagradas”. Aún en los alimen
tos residen chispas sagradas y comer puede ser más sa
grado que ayunar; ayunar no es sino una preparación
para la santidad, comer puede ser la santidad misma.
Lo que el Jasidismo expresa aqui bajo la forma de
un mito es un conocimiento central que no es comuni
cable sino por la imagen y no racionalmente. Pero no
está de ninguna manera ligado de un modo exclusivo a
esta única tradición mística. La misma enseñanza es da
da en una imagen muy distinta que está fundada sobre
la Biblia. “Todas las criaturas, plantas y animales”, de
clara esta sentencia “se ofrecen al hombre, pero es por
el hombre que ellas están ofrecidas a Dios. Cuando el
hombre se purifica y se santifica, haciendo de todos sus
miembros un sacrificio a Dios, purifica y santifica las
179
criaturas.” Se ve aquí aún más claramente la idea de que
el hombre ejerce una función de intermediario cósmico
encargado de suscitar en las cosas una realidad santa,
por un contacto santo con ellas.
El mismo pensamiento de base encuentra su expre
sión, no ya tradicional sino completamente personal, en
la conversación entre un gran Zadik y su hijo: “¿Con
qué oras tú?’’ le pregunta aquel a su hijo. Este compren
de el sentido de la pregunta: ¿sobre qué consideración
fundamenta su oración? Y le replica: “Con el versículo
extraído de la mañana de las fiestas: Que toda alta ta
lla se prosterne ante tí”. Después preguntó a su padre:
“¿Y tú con qué oras?” Y este le respondió: “Con la ta
bla y el banco.’’ No es una metáfora, la palabra con es
tá ahora entendida en su sentido inmediato: El Rabino
está ligado cuando ora con la tabla sobre la cual está de
pie y con el banco sobre el cual se sienta luego; las co
sas que, aunque hechas por la mano del hombre, tienen
como todo lo que existe, su origen en Dios, lo ayudan a
orar y él por su lado las ayuda a orar: las eleva, a la
tabla de madera y al banco de madera, hacia su origen.
Y sin embargo esta elevación no debe de ninguna
manera ser comprendida como una destemporalización
de las cosas o como una espiritualización del mundo aun.
que se puedan encontrar muchas cosas de ese tipo en la
teoría jasidica. La vida de la cual he hablado, la vida
ejemplar, se ha mostrado como más fuerte que el pensa
miento, y en la medida en que la doctrina se ha trans-
formado en el comentario de esta vida, ha debido
adaptarla a ella. Lo que está finalmente en juego nos lo
relata otra historia, ingenua y definitivamente. Se cuen.
ta a propósito de un Zadik ante el cual se había habla
do de la gran miseria del género humano. Prestaba aten
ción, hundido en la aflicción. Después levantó la cabeza:
“¡Atraigamos!, exclamó, a Dios al mundo, y todo será ali
viado.” No conviene interpretar esta palabra atrevida
como si ella manifestara un “activismo” presuntuoso. Ella
se presenta más bien en el mismo espíritu que aquella
que he citado recién: “Dios reside allí donde se le deja
entrar”. Dios quiere y es asi que hay que comprenderlo,
residir en el mundo, pero solamente cuando éste le deja
entrar. Establezcamos para Dios, dice el Rahino jasidico,
la residencia en la cual desea instalarse, cuando ella es
te establecida por nosotros, por el mundo, por su propia
voluntad: dejemos entrar a Dios. Pero la gracia ayudará
al mundo a santificarse.
Aún siendo así, eso no significa sin embargo que
Dios no resida en su Creación. Esto contradeciría en efec
to el significativo versículo de la Escritura donde se
dice de Dios que reside “con ellos en el seno de sus man
chas.” Este versículo, a decir verdad no habla de una
residencia durable — se habría empleado otro término _
sino de una instalación pasajera. Igualmente, la repre
sentación post-biblica, más tarde desarrollada por la mís
tica en numerosos mitos y muy familiar al jasidismo, de
180
la Schejina, la “Residencia” divina, hlpostasis o emana
ción que acompaña a la raza humana expulsada del Paraí
so, o Israel arrojado de su país y que erra con él sobre
la tierra. Esta representación no considera sino la par
ticipación divina en el destino de sus criaturas pecadoras
y sufrientes: este “alivio” que evoca el relato jasídico es
una obra que no pertenece más al orden histórico. Aquí,
como siempre en el Jasidismo, la concepción escatológica
penetra en el momento vivido y lo impregna.
Así debemos distinguir, en el seno de la vida jasí-
<líc« y de la doctrina jasidica, dos maneras de “dejar en
trar a Dios”. Vamos a explicarlo por otras dos senten
cias.
Una se refiere a la representación de la Schejina.
Un Zadik, ha interpretado de este modo el versículo de
los Salmos: “Yo soy un transeúnte sobre la tierra, no me
ocultes tus mandatos": Tú eres como yo un transeúnte
sobre la tierra y tú no tienes ningún asilo para insta
larte allí; tampoco te alejes de mí, sino revélame tus
mandatos para que yo pueda ser tu amigo. “Dios ayuda
al hombre que quiere santificarse y santificar su mun
do, quedando cerca de él.”
Para comprender bien de qué modo de presencia se
trata aquí, haremos bien en yuxtaponer al precedente
otro texto del mismo Zadik: “Las chispas que, luego de
la Creación primitiva habían caído por todas partes y se
habían transformado en piedras, en plantas y en bestias,
ascienden todas, por la consagración del justo que tra
baja en santidad, que se sirve de ellas en santidad, que
las consume en santidad, hasta su alta fuente.” Tal es la
naturaleza del hombre que se llama un transeúnte so
bre la tierra.
La segunda sentencia proviene de un Zadik de un pe
riodo posterior. He aquí su tenor: “Los pueblos de la
tierra creen también que hay dos mundos; hablan del más
allá. La diferencia es la siguiente: creen que esos dos
mundos están separados y escindidos uno del otro. Pero
Israel afirma que dos mundos no son en el fondo sino
uno solo y deben transformarse en uno solo en toda rea
lidad.”
No es sino colocando esas dos sentencias juntas que
podemos darnos cuenta del fundamento de la fe jasidica.
I I I
Esos ejemplos que muestran cómo el pensamiento ja-
sídico triunfa de la distancia entre lo sagrado y lo pro
fano permiten indicar lo que es menester comprender,
cuando yo afirmo que el Jasidismo tiene su palabra que
decir en la crisis del hombre de Occidente.
Esta crisis ha sido ya identificada, hace cíen años por
Kierkegaard como un planteo del problema del hombre en
cuanto hombre, que no se había suscitado nunca anterior
mente. Pero no es sino nuestra generación la que ha co
menzado a dirigir seriamente la atención sobre el hecho
de que en esta crisis, algo está a punto de decidirse, que
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está estrechamente vinculado a una decisión que nos in.
cumbe a nosotros mismos.
Se ha tratado de explicar causalmente esta crisis ba
jo diferentes aspectos parciales: asi Marx por la aliena
ción radical del hombre provocada por las revoluciones
industriales y las técnicas; los psicoanalistas, por su neu-
rotización individual o colectiva, pero ninguna de esas
tentativas de explicación, ni todas juntas dan una inte
ligencia suficiente de lo que nos ha ocurrido. Debemos
asumir, como la carga de nuestra vida, la totalidad, pe
sada del hombre, para captar, más allá de todo lo que no
es sino síntoma, el verdadero daño de donde proviene
la fuerza de actuar de esos motivos. Aquellos que por el
contrario, consideran, describen y a veces incluso glo
rifican la cruel problemática como un objeto de inte
rés insuperable, trabajan, frecuentemente; con el mayor
talento, a una indecisión masiva, cuyo verdadero nom
bre es la decisión orientada a la nada.
Un rasgo particularmente amenazante de esta crisis
es la forma secularizada de la separación radical entre
lo sagrado y lo profano. Para muchos lo sagrado se ha
transformado en una noción desprovista de realidad, que
no tiene sino un alcance histórico o tecnológico; pero
otra noción ha logrado la herencia de su carácter de ais
lamiento. Ya no se conoce el rostro de lo sagrado; só
lo se cree conocer y mantener su heredera, la “es
piritualidad”, sin que se le conceda verdaderamente el
derecho de determinar la vida de alguna manera. Se tie
nen ideas, las gentes se contentan con tenerlas y exhibir
las para su propia satisfacción y algunas veces para la
de otros; se finge tomarlas terriblemente en serio; pero
nada más. Se instalan las ideas sobre tronos de oro, don
de se las aprisiona. Ningún fanatismo torpe ha logrado
jamás una concentración semejante en la inautenticidad.
A esta actitud del hombre de hoy, el Jasidismo opone
la simple verdad de que, si nuestro mundo ha perdido
la vida de la salvación, la causa reside en su resistencia
a la introducción de lo sagrado en la vida vivida. El es
píritu no está tejido en el cerebro. Existe desde siempre
y la vida puede recibirlo en la realidad humana. Una vi
da que no busca realizar lo que el viviente piensa o sien
te en el fondo de su conciencia como el camino recto,
no es solamente indigno del espíritu, ni siquiera digno
de la vida.
La separación secularizada entre lo que está aquí
abajo y lo que está en “lo alto” es particularmente gra
ve, porque ella deteriora el contacto con las cosas y los
seres. El pensamiento de nuestro tiempo sabe dar sobre
las cosas y los seres ricas claridades. Pero el sentimiento
potente que las relaciones con las cosas y los seres son
la médula de la existencia parece haberse hecho extraño
a la vida. La doctrina jasidica del comercio sagrado con
todo lo que es, contraría esta descomposición de la ca.
pacidad viviente del encuentro, en la que ve la huida pro
gresiva del hombre ante e] encuentro con Dios en el
mundo.
I V
Yo no he transformado el mensaje del Jasidismo en
un sistema compacto. Aspiraba a preservar, tanto su esen
cia épica, como su esencia mítica No he podido sacri.
ficar al postulado del momento, que tiende a desmltolo-
gizar la religión, porque el mito no es un disfraz poste
rior de una verdad de fe, sino el producto involuntario
de una visión formadora y de un recuerdo formador de
lo que se impone a nosotros, y no se puede extraerlo de
lo racional. Un sermón doctrinal no puede reemplazar el
mito: por el contrario, pueden existir sermones que lie.
guen a renovarlo, introduciéndolo sin desfigurarlo en la
actualidad. A fin de que esto sea posible, el mito cuan
do ha tomado un carácter gnóstico, es decir cuando ha
sido empleado para representar como nociones cognosci
bles los misterios del ser trascendente, debe ser despo
jado de este carácter y ser restituido a su dato primiti
vo. Esta restitución y esta renovación haD sido realiza
das por el jasidismo en los mitos penetrados de la gno-
sis que ha recibido de la Cabala. Mi trasmisión del men
saje jasidico no es una teología especulativa; cuando el
mito se ha hecho escuchar allí, se trata de uno que ha
penetrado en la vida vivida de siete generaciones, de la
cual yo he sido el intérprete tardío.
Es bajo esta forma que he ensayado, en el curso del
trabajo que ha durado toda mi vida, comunicar al hom
bre occidental de hoy la doctrina de la vida jasidica. Se
me ha sugerido liberar esta doctrina de lo que se gusta
designar como una ‘‘estrechez confesional” y proclamar
la como una doctrina de humanidad sin trabas. Abordar
tal camino “general” habría sido para mi pura arbitrarie
dad. Para expandir en el mundo lo que he recibido, no
estoy obligado a correr por las calles; tengo el derecho
de permanecer de pie en la puerta de la casa de mis pa
dres. Las palabras que he pronunciado desde allí no han
sido perdidas.
183
MARTIN BUBE
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Selección ele Fragmentos
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