Psicopatología del Adulto – Sabrina Hrisuk
TRASTORNOS DE ANSIEDAD
PRESENTACIÓN DE CASOS CLÍNICOS
BERT PARMALEE
La mayor parte de su vida adulta, Bert había sido “un manojo de nervios”. A la edad de
35 años, aún tenía sueños de que reprobaba todos sus cursos de ingeniería eléctrica en la
Universidad. Pero recientemente sentía que estaba caminando sobre una cuerda floja.
Durante todo el año pasado había sido el asistente administrativo del director ejecutivo
de una compañía Fortune 500, donde había trabajado antes en ingeniería de productos.
“Acepté el empleo porque parecía un modo excelente de subir por la escalera
corporativa”, dijo, “pero casi todos los días tengo la sensación de que mi pie está a punto
de caer del peldaño”. Cada uno de los seis ambiciosos vicepresidentes de la compañía
veía a Bert como un conducto personal hacia el director ejecutivo su jefe era un
impetuoso adicto al trabajo que de manera constante tenía ideas y las quería
implementadas para ayer. En varias ocasiones le había dicho a Bert que estaba satisfecho
con su desempeño. En efecto, el trabajo de Bert era mejor que el de cualquier asistente
administrativo que su jefe hubiera tenido, pero eso no parecía tranquilizarle.
“Me he sentido tenso casi todos los días desde que comencé este trabajo. Mi jefe espera
acción y resultados. Tiene cero paciencia para imaginar cómo debe integrarse todo. Cada
uno de los vicepresidentes quiere hacer las cosas a su manera. Varios de ellos me han
dado a entender con claridad que, si no les ayudo, le hablarán mal de mí al jefe. Siempre
estoy cuidándome la espalda”.
Bert tenía problemas para concentrarse en el trabajo; durante a noche estaba exhausto,
pero tenía problemas para quedarse dormido. Una vez que lo lograba, dormía muy mal.
Había desarrollado irritabilidad crónica en casa y les gritaba a sus hijos por cualquier
cosa. Nunca había tenido un ataque de pánico y no creía estar deprimido. Aún disfrutaba
mucho las dos actividades que más le agradaban: el fútbol en la televisión los domingos
por la tarde y hacer el amor con su esposa los sábados por la noche. Pero recientemente,
ella se había ofrecido para llevar a los niños a casa de su madre durante algunas semanas
para aliviar un poco la presión. Eso sólo había hecho resurgir algunas de sus viejas
inquietudes de que no era lo suficientemente bueno para ella: que ella pudiera encontrar
a alguien más y lo dejara.
Bert tenía un poco de sobrepeso y se estaba quedando calvo; parecía aprensivo. Estaba
vestido de manera cuidadosa y se movía un poco de manera constante; su lenguaje era
claro, coherente, pertinente y espontáneo. Negaba tener obsesiones, compulsiones,
fobias, ideas delirantes o alucinaciones. En el Mini Mental State Exam obtuvo una
calificación perfecta de 30. Decía que su problema principal, su único problema, era su
agobiante inquietud.
El diazepam le generaba somnolencia. Había tratado de meditar, pero sólo le permitía
concentrarse de manera más efectiva en sus problemas. Durante algunas semanas había
tratado de tomar un coctel antes de la cena; eso lo había relajado y llevado a preocuparse
por el alcoholismo. Una o dos veces incluso había acudido con su cuñado a una reunión
de AA. “Ahora he decidido tratar de enfrentar un día a la vez”.
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TRASTORNOS DE ANSIEDAD
EVALUACIÓN DE BERT PARMALEE
• A Bert le preocupaban muchos aspectos de su vida (su trabajo, ser alcohólico, perder
a su esposa); cada una de estas preocupaciones era exagerada (criterio A). El grado
de desproporción de sus preocupaciones las diferenciaría del tipo usual de ansiedad
que no resulta patológico.
• A pesar de los esfuerzos repetidos (meditación, medicamentos, confirmación
reiterada), había sido incapaz de controlar esos temores (criterio B).
• Además, tenía por lo menos cuatro síntomas físicos o mentales (sólo hace falta tres):
dificultad para concentrarse, fatiga, irritabilidad y trastornos del sueño (criterio C).
• Había estado teniendo dificultad casi todos los días por un periodo mayor a los seis
meses requeridos (criterio A).
• Sus síntomas le generaban tensión considerable, quizá incluso más de la usual para
los pacientes con TAG (criterio D).
Una de las dificultades para establecer el diagnóstico de TAG es que deben excluirse
muchas otras afecciones (criterio E). distintas afecciones físicas pueden causar síntomas
de ansiedad; una valoración diagnóstica completa de la ansiedad de Bert tendría que
tomar en consideración estas posibilidades. A partir de la información que contiene el
caso clínico, parecería poco probable un trastorno de ansiedad inducido por sustancias.
Los síntomas de ansiedad pueden identificarse en casi cada categoría de trastorno
mental, como los trastornos psicóticos, del estado de ánimo (depresivo o maníaco), de la
alimentación, por síntomas somáticos y cognitivos. A partir de la historia clínica Bert,
ninguno de éstos parecía remotamente probable (criterio F). Por ejemplo, un trastorno de
adaptación con ansiedad podría descartarse debido a que los síntomas de Bert cumplían
los criterios para otro trastorno mental.
Es importante que la preocupación y la ansiedad del paciente no se concentren sólo en
una característica de otro trastorno mental, en particular otro trastorno de ansiedad. Por
ejemplo, no debe tratarse “tan sólo” de preocupación acerca de la ganancia ponderal
(anorexia nerviosa), contaminación (TOC), separación de figuras de apego (trastorno de
ansiedad por separación), vergüenza pública (trastorno de ansiedad social) o presencia
de síntomas físicos (trastorno de síntomas somáticos). No obstante, observe que el
paciente puede tener TAG en presencia de otro trastorno mental, la mayoría de las veces,
trastornos del estado de ánimo y otros de ansiedad, siempre y cuando los síntomas de
TAG sean independientes de la otra afección.
El TAG es uno de los trastornos que no ofrece especificadores ni indicadores de
gravedad.
Diagnóstico: F41.1 Trastorno de ansiedad generalizada.
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TRASTORNOS DE ANSIEDAD
SHORTY RHEINBOLD
Sentado en la sala de espera del consultorio médico, Shorty debería haber estad relajado.
La iluminación era suave, la música, tranquilizante; el sofá en el que estaba sentado era
cómodo. Los peces ángel nadaban lentamente en su pecera de cristal reluciente. Pero
Shorty no se sentía para nada tranquilo. Quizá era la recepcionista; se preguntaba si ella
estaba calificada para atender alguna urgencia que derivara de su problema. Su aspecto
era un poco como el de un tejón, con su hoyo detrás de la computadora. Desde hacía
varios minutos, con cada latido de su corazón se iba sintiendo peor.
Su corazón era la clave. Al principio, cuando Shorty se sentó, ni siquiera lo había notado:
latía en silencio haciendo su trabajo dentro de su pecho. Pero entonces, sin aviso previo,
había comenzado a demandar su atención. Primero sólo se había saltado uno o dos
latidos, pero después de un minuto había comenzado a golpear con ferocidad el interior
de su pared torácica. Cada latido se había vuelto un golpe doloroso y lacerante que le
obligaba a sostenerse el pecho. Trataba de mantener sus manos bajo su chamarra para
no atraer demasiado la atención.
El corazón latiente y el dolor en el peco sólo podían significar una cosa: después de dos
emanas de sufrir ataques cada cierto tiempo, Shorty comenzó a entender el mensaje.
Entonces, justo en el momento previsto, empezó la falta de aire. Parecía originarse en la
región izquierda de su pecho, donde su corazón estaba causando todo el daño. Fue
subiendo por sus pulmones hasta alcanzar la garganta y luego le apretó el cuello, de
manera que sólo podía introducir un poco de aire cada vez.
Sentía que se estaba muriendo. Por supuesto, el cardiólogo que Shorty había consultado
la semana anterior le había asegurado que su corazón sonaba tan bien como una campana
de bronce, pero esta vez él sabía que iba a fallar. No podía imaginar por qué no había
muerto antes; lo había temido en cada ataque. Ahora parecía imposible que sobreviviera
a éste. Ese pensamiento le hizo de pronto querer vomitar.
Shorty se inclinó hacia delante para poder sujetar tanto su pecho como su abdomen de
la manera más discreta posible. Difícilmente podía sostener algo: en sus dedos habían
comenzado el hormigueo y el adormecimiento usuales, y podía sentir el temblor de sus
manos que trataban de contener los distintos padecimientos que se habían apoderado de
su cuerpo.
Miró hacia el otro lado de la habitación para verificar si la Srita. Tejón se había dado
cuenta. De ese sitio no llegaba ninguna ayuda; ella seguía escribiendo en su teclado. Quizá
todos los pacientes se comportaban de esta manera. Quizá, súbitamente, había un
observador: Shorty se estaba mirando. Cierta parte de él flotaba libre y parecía
mantenerse suspendida, a una altura a mitad de la pared
En ese momento, el espíritu de Shorty vio que la cara del Shorty se había puesto muy
roja. Un aire caliente había llenado su cabeza, que parecía expandirse con cada
respiración. Flotó todavía más alto y el techo se desvaneció; voló hacia los rayos brillantes
del sol. Apretó los párpados, pero no pudo evitar que la luz cegadora entrara a sus ojos.
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TRASTORNOS DE ANSIEDAD
SHORTY RHEINBOLD OTRA VEZ
Shorty abrió los ojos para descubrir que estaba recostado sobre su espalda en el piso de
la sala de espera. Dos personas estaban inclinadas sobre él. Una era la recepcionista. No
reconoció a la otra persona, pero supuso que debía ser el médico de salud mental que
debía entrevistarlo.
“Siento como si usted hubiera salvado mi vida”, dijo.
“No en realidad”, respondió el médico. “Usted está bien. ¿Le pasa esto a menudo?”
“Ahora, cada dos o tres días”. Shorty se sentó con cuidado. Después de un
momento, les permitió ayudarle a ponerse de pie y pasar al consultorio.
Al inicio no estaba claro en qué momento había comenzado su problema. Shorty tenía 24
años y trabajaba en la Guardia Costera. Desde su despido, había dado algunas vueltas y
luego se había mudado con sus compañeros mientras trabajaba en la construcción. Seis
meses antes había conseguido un trabajo como cajero en una gasolinera.
Estaba bien; estar sentado dentro de una cabina de cristal todo el día dando cambio,
pasando las tarjetas de crédito por la terminal electrónica y vendiendo goma de mascar.
El salario no era estimulante, pero no tenía que pagar renta. Incluso si cenaba fuera casi
todas las noches, Shorty aún tenía dinero suficiente para salir los sábados por la noche
con su novia. Ninguno de ellos bebía o usaba drogas, de modo que incluso eso no le hacía
gastar dinero.
El problema había comenzado un día después de que Shorty había estado trabajando un
par de meses, cuando el jefe le dijo que saliera en la grúa con Bruce, uno de los mecánicos.
Se habían detenido en la carretera interestatal con dirección este para levantar un auto
que tenía quemada la junta de la cabeza del motor. Por alguna razón, tuvieron dificultad
para subirlo a la grúa. Shorty estaba junto a la grúa del lado por el que circulaban los autos
tratando de controlar el elevador de acuerdo con las instrucciones que Bruce le gritaba.
De pronto, pasó rugiendo junto a él una caravana de cabezas de tráiler. El ruido y la ráfaga
de viento tomaron a Shorty por sorpresa. Giró al lado de la grúa, cayó y rodó hasta
detenerse a pocos centímetros de distancia de donde pasaban las enormes llantas.
El color de Shorty y su frecuencia cardiaca habían vuelto a la normalidad. El resto de su
historia fue fácil de contar. Siguió saliendo en la grúa, aunque se sentía asustado y cerca
del pánico cada vez que lo hacía. Sólo iba cuando estaba Bruce, y evitaba con recelo
colocarse del lado del tráfico vehicular.
Pero eso no era lo peor del problema; siempre había la posibilidad de renunciar y
conseguir otro trabajo. A últimas fechas, Shorty había estado sufriendo estos ataques en
otros momentos, cuando menos lo esperaba. Ahora nada parecía desencadenarlos;
simplemente ocurrían, si bien no cuando estaba en casa o dentro de su cabina de cristal
en el trabajo. Cuando fue de compras la semana anterior, tuvo que abandonar el carrito
lleno con la despensa que iba a comprar para su madre. Ahora ni siquiera quería ir al cine
con su novia. Durante las últimas semanas, le había sugerido pasar la noche del sábado
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TRASTORNOS DE ANSIEDAD
en su casa para ver la televisión. Ella no se había quejado todavía, pero él sabía que sólo
era cuestión de tiempo.
“A penas tengo fuerza suficiente para resistirlo durante la jornada”, dijo Shorty, “Pero
tengo que tomas las riendas de esto. Estoy demasiado joven para pasar el resto de mi
vida como un ermitaño metido en una cueva”.
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LUCY GOULD
“Preferiría que se quedara conmigo, si está bien”. Lucy Gould respondió así a la
sugerencia del terapeuta de que su madre esperara fuera del consultorio. “Ya no tengo
secretos para ella”.
Desde los 18 años, Lucy no había ido a ningún lugar sin su madre. En esos seis años
difícilmente había ido a algún lado. “No hay manera de que salga sola, es como entrar en
una zona de guerra. Si no hay alguien conmigo, me es difícil soportar acudir a las citas
del médico y cosas por el estilo. Pero sigo sintiéndome terriblemente nerviosa”.
El nerviosismo que refería Lucy no incluía en realidad ataques de pánico, nunca había
sentido que no pudiera respirar o estuviera a punto de morir. Experimentaba una
agitación psicomotriz intensa que le había hecho salir corriendo de centros comerciales,
supermercados y cines. Tampoco podía viajar en transporte público, los autobuses y
trenes la aterrorizaban. Tenía la sensación, vaga pero siempre presente, de que algo
terrible ocurriría y nadie sería capaz de ayudarla. No había estado sola en público desde
la semana previa a su ingreso a la secundaria. Sólo había sido capaz de subirse al estrado
a recibir su diploma porque estaba con su mejor amiga, quien sabría qué hacer en caso
de que ella necesitara ayuda.
Lucy siempre había sido una niña tímida y sensible. La primera semana del preescolar,
había llorado cada vez que su madre la dejaba sola en la escuela. Pero su padre había
insistido en que “se fortalecería”, y en pocas semanas casi había olvidado su terror.
Posteriormente, había mantenido un registro escolar de asistencia casi perfecto. En aquel
entonces, poco antes de su cumpleaños número 17, su padre había muerto de leucemia.
Su terror de estar alejada de casa había iniciado en el transcurso de algunas semanas del
funeral.
Para mejorar las cosas, su madre había vendido la casa y se habían mudado a un
condominio que estaba enfrente de la secundaria. “Fue la única forma que logré terminar
mi último año”.
Durante varios años, Lucy se había encargado de las tareas del hogar mientras su madre
ensamblaba tableros de circuitos para una firma electrónica ubicada fuera del pueblo.
Lucy se sentía perfectamente cómoda en ese papel, incluso si su madre se mantenía
alejada durante horas. Su salud física había sido buena, nunca había consumido drogas o
alcohol, y nunca había tenido depresión, ideas suicidas, ideas delirantes o alucinaciones.
Sin embargo, un año antes, Lucy había desarrollado diabetes dependiente de insulina, lo
que la obligaba a hacer viajes frecuentes al médico. Había tratado de tomar el autobús
sola, pero después de algunos fracasos, se había dado por vencida. Ahora su madre estaba
solicitando un apoyo por discapacidad para poder permanecer en cas y darle a Lucy la
ayuda y atención que requería.
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VALERIE TUBBS
“Comienza aquí, y luego se extiende como un incendio. Quiero decir, como si fuera fuego
de verdad”. Valerie Tubbs señaló l lado derecho de su cuello, que mantenía bien cubierto
con una tela de seda azul. “Eso” le había ocurrido durante casi 10 años, siempre que
estaba con personas y era peor si estaba con muchas personas. En esos casos sentía que
todo el mundo se daba cuenta.
Aunque nunca lo había intentado, Valerie no pensaba que su reacción fuera algo que
pudiera controlar. Tan sólo se ruborizaba cada vez que imaginaba que las personas la
estaban observando. Se había confundido en cuanto a la diferencia entre un pólipo y una
medusa, y uno de los niños había hecho un comentario sobre la mancha roja que había
aparecido en su cuello. Se había ruborizado toda con rapidez y tuvo que sentarse.
“Él dijo que se veía como un centro blanco”, señaló. Desde entonces, Valerie había
tratado de evitar la vergüenza potencial de decir cualquier cosa a más de un puñado de
gente. Había renunciado a u sueño de convertirse en compradora de modas para una
tienda departamental, puesto que no podría tolerar el escrutinio que el trabajo implicaría.
En vez de esto, durante los últimos cinco años había trabajado vistiendo maniquíes para
la misma tienda.
Valerie dijo que le parecía “estúpido” estar tan asustada. No trataba sólo de que se pusiera
roja; se ponía roja como un tomate. “Puedo sentir pequeñas lenguas ardientes de calor
que se extienden por mi cuello y suben a mi mejilla. Mi cara se siente como si estuviera
quemándose y mi piel como si la estuvieran raspando con un rastrillo”. Cada vez que se
ruborizaba, no era precisamente pánico lo que sentía. Era una sensación de ansiedad e
inquietud que le hacían desear que su cuerpo perteneciera a alguien más. Incluso la idea
de conocer a nuevas personas le hacía sentir irritable y nerviosa.
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ESTHER DUGONIS
Mujer delgada de casi 70 años, Esther Dugonis se encontraba saludable y en buena
condición; no obstante, durante los últimos dos años había desarrollado el temblor
característico de la enfermedad de Parkinson temprana. Pro varios años, desde que se
había retirado de su trabajo de enseñanza de horticultura en una preparatoria, se había
concentrado en su propio jardín. En la exposición de flores del año anterior, sus
rododendros habían ganado el primer premio.
Sin embargo, 10 días antes, su madre había muerto en Detroit, a una distancia de más de
la mitad del territorio nacional. La herencia era grande y ella tendría que hacer varios
viajes para autenticar el testamento y disponer de la casa. Eso implicaba volar, y por ello
había buscado ayuda en la clínica de salud mental.
“No puedo volar”, dijo al terapéutico. “No he volado a ningún sitio por 20 años”.
Esther había sido criada durante la Gran depresión; cuando era niña, nunca había tenido
oportunidad de volar. Con cinco hijos que atender con salario de maestro de su esposo,
tampoco había viajado mucho siendo adulta. Había hecho algunos vuelos cortos algunos
años antes, cuando dos de sus hijos se habían casado en distintas ciudades. En uno de
esos viajes, el avión había dado vueltas sobre el campo durante casi una hora, tratando
de aterrizar en Omaha entre tormentas eléctricas. El vuelo fue muy movido; el avión
estaba lleno; y muchos de los pasajeros se habían sentido mareados, entre ellos, los
hombres sentados a ambos lados de ella. No había nadie que pudiera ayudarla; las
aeromozas tenían que permanecer sentadas. Ella había mantenido los ojos cerrados y
respirando a través de su pañuelo para tratar de filtrar los olores que llenaban la cabina.
Finalmente, habían aterrizado con seguridad, pero fue la última vez que Esther se había
subido a un avión. “Ni siquiera me gusta ir al aeropuerto a recibir a alguien”, indicó.
“Incluso eso me hace sentir un poco de falta de aire y náuseas. Luego me viene una
especie de dolor sordo en el pecho y empiezo a temblar, siendo que me voy a morir o
que algo terrible va a pasar. Todo esto me parece tan tonto”.
En realidad, Esther no tenía otra alternativa más que volar. No podía permanecer en
Detroit hasta que se terminaran todos los trámites; tomaría meses. El tren no hacía
conexión y el autobús era imposible.