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ALZOLA, PABLO - TeoríadelArteydelasIdeasEstéticas LCP

Este documento presenta un resumen del libro "Teoría del arte y de las ideas estéticas de Platón a Nietzsche" de Pablo Alzola Cerero. El libro explora la evolución del pensamiento estético desde la antigua Grecia hasta el siglo XIX a través del análisis de autores como Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Nietzsche. Se divide en 11 capítulos que examinan las ideas sobre la belleza, el arte y la experiencia estética en diferentes períodos histó

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Este documento presenta un resumen del libro "Teoría del arte y de las ideas estéticas de Platón a Nietzsche" de Pablo Alzola Cerero. El libro explora la evolución del pensamiento estético desde la antigua Grecia hasta el siglo XIX a través del análisis de autores como Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Nietzsche. Se divide en 11 capítulos que examinan las ideas sobre la belleza, el arte y la experiencia estética en diferentes períodos histó

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Pablo Alzola Cerero

TEORÍA DEL ARTE Y DE LAS IDEAS ESTÉTICAS


DE PLATÓN A NIETZSCHE

ISBN: 978-84-09-47967-2

1
TEORÍA DEL ARTE Y DE LAS IDEAS ESTÉTICAS

DE PLATÓN A NIETZSCHE

Pablo Alzola Cerero


Edita: Servicio de Publicaciones de la URJC
ISBN: 978-84-09-47967-2
ÍNDICE

CAPÍTULO 1. INTRODUCCIÓN

1.1. LA ESTÉTICA COMO DISCIPLINA FILOSÓFICA

1.1.1. Estética y realidad: una parte de la filosofía primera

1.1.2. Estética y experiencia: el punto de partida

1.1.3. La estética frente a otras disciplinas limítrofes

1.2. LA CONTEMPLACIÓN DE LA BELLEZA

1.2.1. Una sencilla intuición de la verdad

1.2.2. El encuentro con la belleza nos hiere

1.3. EL ARTE Y LA CREACIÓN ARTÍSTICA

1.3.1. La inutilidad de la creación artística

1.3.2. El arte, ¿producción o creación?

CAPÍTULO 2. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO GRIEGO

2.1. LA POESÍA LÍRICA

2.2. EL PITAGORISMO

2.3. EL SOFISMO

CAPÍTULO 3. PLATÓN

3.1. LA TEORÍA DE LAS IDEAS

3.1.1. Ontología

3.1.2. Gnoseología

3.2. EL ENCUENTRO CON LA BELLEZA

3.2.1. Platón y los pitagóricos frente a Sócrates y los sofistas

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3.2.2. La belleza como participación

3.2.3. La belleza como reminiscencia

3.2.4. Belleza y tiempo

3.3. EL ARTE COMO ILUSIÓN

3.3.1. El valor divino de la poesía

3.3.2. Arte e imitación

3.3.3. La moralidad del arte: justedad y utilidad

CAPÍTULO 4. ARISTÓTELES

4.1. LA BELLEZA TEÓRICA

4.1.1. La belleza, distinta del bien moral

4.1.2. Contemplación, intelección e inmortalidad

4.1.3. El giro de Aristóteles

4.2. LA BELLEZA POÉTICA

4.2.1. La imitación como punto de partida

4.2.2. La imitación como fuente de conocimiento

4.2.3. Los argumentos universales

4.2.4. Imitación de acciones humanas

4.2.5. La vida como trama de sentido

4.2.6. La función catártica de la obra poética

CAPÍTULO 5. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO MEDIEVAL

5.1. PLOTINO Y EL NEOPLATONISMO

5.1.1. La belleza como revelación del espíritu en la materia

5.1.2. Relación directa entre arte y belleza

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5.2. EL CRISTIANISMO

5.2.1. El “Dios desconocido”: san Pablo en el Areópago

5.2.2. El Dios de la fe y el Dios de los filósofos

5.2.3. La Encarnación: Dios revela su rostro

CAPÍTULO 6. AGUSTÍN DE HIPONA

6.1. VIDA Y OBRAS DE AGUSTÍN DE HIPONA

6.2. LA BELLEZA SEGÚN AGUSTÍN

6.2.1. La objetividad de la belleza

6.2.2. La belleza como armonía

6.2.3. Sobre las nociones de ritmo y contraste

6.2.4. La idea de fealdad

6.3. LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

6.3.1. Dos elementos de la experiencia: sensible e intelectual

6.3.2. Simpatía con la belleza

6.3.3. Belleza e interioridad en el Libro X de las Confesiones

6.4. LA CONCEPCIÓN AGUSTINIANA DEL ARTE

CAPÍTULO 7. PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA

7.1. UNA DIFÍCIL CONCILIACIÓN DE CRISTIANISMO Y NEOPLATONISMO

7.2. LA BELLEZA ENTENDIDA COMO ABSOLUTO

7.3. LA VÍA NEGATIVA O TINIEBLA LUMINOSA

CAPÍTULO 8. LA ESTÉTICA ESCOLÁSTICA Y TOMÁS DE AQUINO

8.1. BREVE CONTEXTUALIZACIÓN DE LA ESTÉTICA ESCOLÁSTICA

6
8.2. LA DEFINICIÓN DE LO BELLO

8.3. LA OBJETIVIDAD DE LO BELLO

8.3.1. La noción de forma: punto de unión de la metafísica con la estética

8.3.2. Integridad, proporción y claridad

8.4. LA SUBJETIVIDAD DE LO BELLO

8.4.1. La idea de visión

8.4.2. Conocimiento de formas: lo bello y la razón de causa formal

8.5. ¿ES LA BELLEZA UN TRASCENDENTAL?

CAPÍTULO 9. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO MODERNO

9.1. EL GIRO GNOSEOLÓGICO

9.2. LUTERO Y EL ADVENIMIENTO DEL INDIVIDUO

9.3. LA ESTÉTICA MODERNA, ENTRE EL EMPIRISMO Y EL RACIONALISMO

9.3.1. El empirismo inglés: Hume y Burke

9.3.2. El racionalismo continental: Baumgarten

CAPÍTULO 10. LA ESTÉTICA DE KANT

10.1. ALGUNAS IDEAS QUE PRECEDEN A LA CRÍTICA DEL JUICIO DE KANT

10.2. EL PAPEL DE LA ESTÉTICA DENTRO DE LA FILOSOFÍA CRÍTICA

10.2.1. Un sistema del espíritu

10.2.2. El papel de la tercera crítica en el contexto de las dos anteriores

10.3. EL JUICIO DE GUSTO

10.3.1. El juicio de gusto como juicio reflexionante

10.3.2. El principio regulador del juicio reflexionante: la finalidad

10.3.3. El principio regulador del juicio de gusto: una finalidad puramente formal

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10.3.4. El libre juego de facultades y la “feliz casualidad”

10.4. LA IDEA DE GENIO

CAPÍTULO 11. FRIEDRICH NIETZSCHE, LO ROMÁNTICO Y EL NACIMIENTO

DE LA TRAGEDIA

11.1. DIAGNÓSTICO DE LA CULTURA SOCRÁTICA

11.2. FILOSOFÍA Y MÚSICA: CAMINOS PARA UN RENACER DEL ESPÍRITU

TRÁGICO

11.2.1. La filosofía de Kant y Schopenhauer: fenómeno y cosa en sí, mundo y voluntad

11.2.2. La música de Wagner: la vivencia mítica

11.3. NACIMIENTO Y RENACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

11.3.1. Lo apolíneo y lo dionisíaco

11.3.2. Ingenuidad homérica y sabiduría trágica

11.3.3. El dinamismo de la tragedia griega

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CAPÍTULO 1. INTRODUCCIÓN

1.1. LA ESTÉTICA COMO DISCIPLINA FILOSÓFICA

La estética es quizá la disciplina filosófica que más ha fluctuado a lo largo de la historia

del pensamiento. Todavía falta una reflexión estricta y articulada sobre la naturaleza, el

objeto y el método de esta disciplina. En ocasiones ha sido arrinconada –por

cientificismos o intelectualismos– como una disciplina secundaria, por debajo de otras

disciplinas filosóficas como la ontología, la teoría del conocimiento, la lógica o la

antropología filosófica.

El término “estética” viene del griego aísthesis, que significa “sensación” o

“sensibilidad”. El primero en emplear este término es Alexander Gottlieb Baumgarten,

filósofo alemán de la primera mitad del siglo XVIII: “estética” es como él llama a la

“ciencia de la percepción y del sentimiento” (Tirado, 2013, p. 19). Baumgarten tiene una

idea muy concreta de estética: es la disciplina relacionada con una facultad “inferior” –

dice él– del ser humano: la sensibilidad; en este sentido, la estética es entendida como la

“teoría del conocimiento inferior”. Así lo afirma en su tesis doctoral, Reflexiones

filosóficas acerca de la poesía: “Ya los filósofos griegos y los Padres de la Iglesia

distinguieron siempre cuidadosamente entre cosas percibidas (aisthetá) y cosas conocidas

(noetá) y bien claro aparece que con la denominación de cosas percibidas (aisthetá) no

hacían equivalentes tan solo a las cosas sensibles, sino que también honraban con ese

nombre a las cosas separadas de los sentidos, como, por ejemplo, las imágenes. Por tanto,

las cosas conocidas (noetá) lo son por una facultad superior como objeto de la lógica, en

9
tanto que las cosas percibidas lo han de ser por una facultad inferior como su objeto,

aisthetá epistemes aisthetés, o estética” (Citado por Tirado, 2013, p. 19).

Immanuel Kant sigue esta línea y emplea la palabra estética –en la Crítica de la razón

pura (1781) habla de “estética trascendental”– para denominar el estudio de los principios

a priori de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo. Años más tarde, en la Crítica

del Juicio (1790), Kant –como otros pensadores de su tiempo– desarrolla una teoría del

“gusto”, que le permite hacer un análisis de la experiencia de lo bello.

En resumen, Baumgarten y Kant –a quienes estudiaremos más adelante– emplean el

término “estética” para referirse principalmente a la “percepción sensible”. Pero el

concepto de estética no se limita a estos autores ni a este ámbito: si bien incluye el estudio

de la percepción sensible, el concepto de estética es mucho más amplio. Dice Víctor

Manuel Tirado que la estética “se propone reflexionar sobre todos los aspectos que

conciernen al problema de la belleza y el arte en el marco de la vida humana” (Tirado,

2013, p. 20). En este sentido, la estética es muy anterior al pensamiento de estos dos

filósofos alemanes.

1.1.1. Estética y realidad: una parte de la filosofía primera

Desde el pensamiento clásico se percibe que la pregunta por la belleza es inseparable de

otras preguntas de gran calado, ya sean de tipo ontológico, ético, antropológico o incluso

teológico. Por este motivo, algunos autores clásicos –especialmente Platón y la tradición

platónica– sitúan a la estética a la altura de la ontología (la filosofía que trata sobre los

principios constitutivos de todo lo que es) poniendo el acento en la realidad y su

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consistencia. En el pensamiento moderno, en cambio, se estudia la estética poniendo el

acento en el sujeto: un enfoque más subjetivista, más antropológico. En cualquier caso,

la pregunta por la belleza conecta con cuestiones filosóficas fundamentales. En la medida

de lo posible, el objetivo de esta asignatura es plantear una idea de estética en el sentido

“fuerte” del término: es decir, como disciplina filosófica de primer orden.

Para entender este planteamiento es preciso retroceder un poco en el pasado. Decía

Aristóteles –en De Anima– que hay tres tipos de alma: 1) El alma vegetativa (cuyas

funciones son nacer, crecer, alimentarse, reproducirse y morir), 2) el alma sensitiva

(funciones: tener sensaciones, retenerlas en la memoria y percibir formas concretas) y 3)

el alma racional (cuyas facultades son el entendimiento y la voluntad). En el caso del

hombre, las actividades que parten del alma sensitiva son “actividades productivas o

transeúntes” o poiesis: no tienen su fin en ellas mismas, sino fuera de ellas. En cambio,

las actividades basadas en el alma racional tienen su fin en ellas mismas y son

específicamente humanas: conocer y querer. Lo más propio de estas facultades –aquello

a lo que aspiran– es conocer la realidad (alcanzar la verdad) y querer lo real, lo que es

(alcanzar el bien).

En otras palabras, el alma racional –esto es, el alma humana– es capaz de “vérselas”

directamente con la realidad: conociéndola y queriéndola. El ser humano no se contenta

con un conocimiento superficial de las cosas: su alma tiende hacia lo primero, es decir,

hacia “lo radical, originario y fundamental” (Tirado, 2013, p. 26). Esto no quiere decir

que la realidad necesite de nuestro entendimiento o nuestra voluntad para ser: está ya ahí,

y nosotros estamos ya “instalados” en la realidad antes de darnos cuenta. Sin embargo,

deseamos “pararnos” y conocer esa realidad en profundidad. Así lo dice Aristóteles en el

11
comienzo de su Metafísica: “Todos los hombres desean por naturaleza saber” (Metafísica

I,1). La reflexión teórica, la reflexión ética… también la reflexión estética, arrancan

siempre de nuestra experiencia de lo que ya está ahí: la realidad.

Aspiramos, dice Aristóteles, no solo a dar con la realidad, sino a dar con aquello que es

fundamento de la realidad: lo más universal, que late en la médula de los entes. Buscamos

dar con la causa primera de la realidad, su arché, lo más primordial. Este es el objetivo

de la filosofía primera: descubrir lo más sustancial, lo que hace que la realidad (los entes)

sean: el ser. Y no solo eso, sino saber qué es lo que le corresponde al ser en cuanto tal,

sus propiedades. La tradición escolástica (medieval) ha llamado a esas propiedades

“trascendentales”.

“El ente se dice de varios modos”, según las propiedades que le corresponden, dice

Aristóteles (Metafísica 1003 b5). Así, el ente se puede decir como “uno”, como

“verdadero”, como “bueno”. Decimos que el ente es “verdadero” o “bueno” en relación

con las facultades del alma racional: entendimiento y voluntad; potencia cognoscitiva y

apetitiva, como señala Tomás de Aquino: “La conveniencia del ente respecto del apetito

viene expresada con el nombre de ‘bueno’, pues como dice Aristóteles, al comienzo de

su Ética: ‘bueno es lo que todas las cosas apetecen’. Mientras que la conveniencia del

ente respecto del intelecto se expresa con el nombre de verdadero. Todo conocimiento,

en efecto, se verifica por la asimilación del cognoscente respecto a la cosa conocida” (De

Veritate, q. 1, a. 1., resp.).

Unidad, verdad, bien: son los tres trascendentales clásicos. ¿Y la belleza? ¿Hay una

facultad (potencia) del alma racional (humana) que muestre el ente en cuanto bello? En

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otras palabras, ¿es la belleza un trascendental? Dice Víctor Manuel Tirado: “Lo cierto es

que la belleza es una propiedad ontológica lo suficientemente relevante y primigenia

como para reclamar para sí un lugar propio. Si el ser es uno, verdadero y bueno, es

también, desde el punto de vista trascendental, bello: toda realidad puede dar lugar a una

experiencia, no solo de verdad y de bondad, sino también de agrado o complacencia

estética” (Tirado, 2013, p. 33). En este sentido, podemos afirmar que la estética sí forma

parte de la filosofía primera, pues estudia una propiedad trascendental del ente.

La tradición platónica –Platón, Plotino, san Agustín y Dionisio Areopagita, entre otros–

así lo ha considerado: lo veremos cuando estudiemos el diálogo Fedro, por ejemplo. En

cambio, la tradición escolástica –otra gran tradición de pensamiento– no lo tiene tan claro,

pues considera que la belleza deriva del bien, es un tipo de bien. Así lo dice Tomás de

Aquino: “Lo bello es lo mismo que el bien con la sola diferencia de razón. En efecto,

siendo el bien lo que apetecen todas las cosas, es de la razón del bien que en él descanse

el apetito; pero pertenece a la razón de lo bello que con su vista o conocimiento se aquiete

el apetito. Por eso se refieren principalmente a lo bello aquellos sentidos que son más

cognoscitivos, como la vista y el oído al servicio de la razón, pues hablamos de bellas

vistas y bellos sonidos. En cambio, con respecto a los sensibles de los otros sentidos no

empleamos el nombre de belleza, pues no decimos bellos sabores o bellos olores. Y así

queda claro que la belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva, de manera

que se llama bien a lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya sola

aprehensión agrada” (S.Th. I-II, q. 27, a. 1, ad. 3). Por consiguiente, Tomás de Aquino

considera la belleza como una dimensión secundaria del ente, no primordial (Tirado,

2013, p. 32).

13
1.1.2. Estética y experiencia: el punto de partida

El acento en la realidad (el ente) no nos debe desviar la atención del sujeto: el otro polo

fundamental. La experiencia del sujeto es fundamental; a la hora de estudiar la estética,

debemos situarnos “allí donde accedemos a la belleza y allí donde vivimos el arte y lo

estético en general; es decir, la estética debe necesariamente partir de la experiencia

estética (de la vida estética)”, y someter esta experiencia “a la mirada atenta y crítica de

la teoría” (Tirado, 2013, pp. 42-43).

Por eso la estética se articula a partir de estos dos polos: la realidad y aquel que la percibe

(el sujeto). El segundo polo es tan importante como el primero: “es preciso un sujeto

capaz de vivir evidencias referidas a verdades estéticas” (Tirado, 2013, p. 45), es decir,

capaz de percibir lo bello como tal. Este sujeto es el ser humano; en este sentido, dice

Jaime Nubiola que “la belleza nos hace sentir en nuestra verdadera casa. [...] La

hermosura nos recuerda que somos seres humanos” (Nubiola, 2017, p. 193).

La experiencia estética –la contemplación, de la que vamos a hablar a continuación– no

es solo algo teórico, un frío distanciamiento: es lo que podríamos llamar una “experiencia

vivencial íntegra” (Erlebnis, en alemán), que nos implica por entero. Esta experiencia nos

funde con lo contemplado, “las dimensiones volitiva, sentimental e intelectiva se dan

compactamente” (Tirado, 2013, p. 45, nota 29).

14
1.1.3. La estética frente a otras disciplinas limítrofes

Por último, es muy importante no confundir la estética con otras disciplinas (no

filosóficas) limítrofes: 1) La neurociencia estudia las bases neuronales de la percepción,

de los procesos cognitivos, pero es una observación “desde fuera”, desde los procesos

neurológicos bioquímicos de nuestro cerebro. En cambio, la vivencia estética es “vida de

conciencia” (Tirado, 2013, p. 48); 2) La psicología parte siempre de un modelo teórico

concreto: la estética no; 3) La historia del arte es en cierto modo una historia de la vida

estética de la humanidad; pero consiste más bien en un registro detallado, no tanto en una

búsqueda de lo esencial.

1.2. LA CONTEMPLACIÓN DE LA BELLEZA

“La mayor felicidad brota del demorarse contemplativo en la belleza [...]. Ni la virtud ni

la sabiduría, solo la entrega contemplativa a la verdad acerca al hombre a los dioses”

(Han, 2015, p. 125). El mismo origen de la palabra ‘contemplar’ apunta a la relación del

hombre con lo divino: viene del latín contemplari, es decir, mirar atentamente un espacio

delimitado. La palabra está compuesta por la preposición cum- (compañía o acción

conjunta) y por templum, lugar delimitado donde los augures de la Antigua Roma miraban

el vuelo de los pájaros durante los augurios, para determinar la consagración de un

santuario o lugar sagrado. También Platón, al hablar de la contemplación en el Fedro,

dice que el que contempla la belleza está “entusiasmado” (249d); etimológicamente, estar

entusiasmado significa “estar poseído por alguna divinidad”.

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Muchas veces pensamos en la contemplación como en algo opuesto a la vida activa.

Frente al trabajo frenético, la contemplación se entiende como pasividad, como una

práctica de ‘relajación’ o de ‘desconexión’ (Cfr. Han, 2015, p. 132). Es una idea

equivocada, pues esa supuesta contemplación quedaría también integrada –en el largo

plazo– dentro de la rutina laboral: no sería más que una pausa para recuperar la capacidad

de volver al trabajo. En cambio, la verdadera contemplación es actividad –es “acto”, dicho

con propiedad– para las facultades específicamente humanas: el entendimiento y la

voluntad. Como afirma María Antonia Labrada, la contemplación “supone una intensa

actividad intelectual, un espíritu despierto y penetrante” (Labrada, 1998, pp. 54-55).

1.2.1. Una sencilla intuición de la verdad

Tomás de Aquino profundiza en la naturaleza de la actividad contemplativa en la cuestión

180 de la Parte II-II de su Suma Teológica, dedicada a lo que él llama “la vida

contemplativa”. Es importante matizar que el horizonte de sus reflexiones es la

contemplación de Dios, en quien se funden verdad, bien y belleza, según Aquino. Este

autor sostiene que la contemplación es la forma más alta de conocimiento a la que el ser

humano puede aspirar, gracias a su alma racional. ¿En qué consiste la contemplación? En

expresión de Aquino, consiste en una sencilla intuición de la verdad que termina en un

movimiento afectivo (S. Th. II-II, q. 180, a. 3, ad. 1 y ad. 3). En otras palabras, en la

actividad contemplativa interviene primero el entendimiento, que capta el ser como

verdadero (sencilla intuición de la verdad), y termina con un acto de la voluntad, que se

complace ante la misma verdad como bien (Cfr. Labrada, 2013). Es importante reparar

en esto último: para Tomás de Aquino, el objeto de la contemplación es un bien que

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complace, que agrada. Por lo tanto, parece que Aquino entiende la belleza como derivada

del bien: como un tipo particular de bien.

En cualquier caso, este pensador sí que sostiene que, en la contemplación, el sujeto queda

implicado con sus facultades más específicamente humanas, entendimiento y voluntad:

“Esta es la perfección última de la vida contemplativa: que no solo se ve [se conoce] sino

que también se ama la verdad”, dice Aquino (S. Th. II-II, q. 180, a. 7, ad. 1). Algo similar

había dicho Platón: “Solo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante

[conocimiento] y lo más amable [voluntad]” (Fedro 250d). También san Agustín, influido

por el pensamiento neoplatónico, afirma en sus Confesiones que en la contemplación de

la belleza –cuya mayor expresión se encuentra en Dios mismo, según afirma– confluyen

conocimiento y amor: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he

aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba” (Confesiones, X, 27).

En definitiva, el sujeto que contempla queda doblemente implicado: conocimiento y

voluntad, amor.

Pero ¿qué es lo que se contempla? Al emplear el término “verdad”, Aquino está

refiriéndose a lo que hace que las cosas sean, lo más sustancial: el ser. Para Aquino, el ser

por excelencia es Dios (S. Th. I, q. 13, a. 11): Dios es “el que es” (Qui est), el “mismo ser

subsistente” (Ipsum esse subsistens). Platón habla de lo más sustancial como “esa esencia

cuyo ser es realmente ser” (ousía óntos oûsa) (Fedro 247c).

Aunque la contemplación nunca se da de modo pleno en esta vida: contemplamos un

cierto resplandor del ser en las realidades que nos rodean, pero nunca alcanzamos a

conocer del todo ese nivel superior de realidad. No podemos “ver” el ser mismo: sería

17
demasiado fuerte para nosotros. “Ahora vemos como en un espejo, confusamente”, dice

san Pablo (1 Corintios 13, 12), en un tono casi neoplatónico. De todos modos, lo

contemplado (la belleza) sí abre un resquicio hacia esa plenitud: “su ser es, pues,

fronterizo, su realidad inmanente y, en cierto sentido, trascendente; nos ata a la ‘visión’

del instante, y nos traspasa también hacia ese deseo, que tensa el amor en un tiempo más

pleno” (García Gual, Martínez Hernández y Lledó Íñigo, 2008, p. 354, nota 71).

Finalmente, podemos decir que, con su definición de contemplación como “sencilla

intuición de la verdad que termina en un movimiento afectivo”, Tomás de Aquino está

planteando un problema que recorre toda la historia del pensamiento estético: ¿de qué

modo participan el entendimiento y la voluntad en la contemplación de lo bello? Y, ¿se

da la participación de alguna otra facultad del hombre en dicha contemplación? Son

preguntas de crucial importancia: trataremos de responderlas a lo largo de este curso, a

través de las respuestas que han dado diferentes autores.

1.2.2. El encuentro con la belleza nos hiere

Por otra parte, la contemplación nos supone una implicación tan grande que, al final,

quedamos transformados. Como dice Viktor Frankl, esta transformación duele, nos hiere:

“Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los

barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el esplendor

de aquel cielo tan bello” (2004, p. 68). La contemplación produce una herida en el alma

del que contempla. Así lo expresa también el Libro del Génesis (32, 23-33) con una bella

metáfora, cuando narra el misterioso encuentro de Jacob con Dios, bajo la forma de un

extraño, en medio de la noche. “He visto a Dios cara a cara y conservo la vida” (Génesis

18
32, 31), se dice Jacob, después de haber luchado con el extraño (Dios) hasta rayar el alba;

pero Dios le ha dejado dislocada la articulación del muslo, como signo imborrable de ese

prodigioso encuentro.

También Platón alude en el Fedro al dolor que produce la contemplación, unido al gozo:

“Aguijoneada al alma toda y por todas partes, se revuelve de dolor” (251d), dice el

filósofo al hablar de cómo las alas que le vuelven a crecer al alma producen “sentimientos

encontrados” (251d): un inmenso dolor en ella que, no obstante, va unido al “placer más

dulce” (251e). Así lo explica un comentarista de este texto: “Platón considera el encuentro

con la belleza como esa conmoción emotiva saludable que hace que el hombre salga de

sí mismo, lo ‘entusiasma’ atrayéndolo hacia otra cosa que no es él mismo. El hombre –

así dice Platón–, ha perdido la perfección del origen concebida para él. Y ahora está

buscando continuamente la forma primigenia, que le ha de sanar. Recuerdo y nostalgia lo

inducen a la búsqueda, y la belleza lo arranca del acomodamiento a lo cotidiano. Le hace

sufrir. Podemos decir, en sentido platónico, que el hacha de la nostalgia golpea al hombre,

lo hiere y, precisamente de ese modo, le pone alas, lo levanta hacia lo alto” (Ratzinger,

2002).

1.3. EL ARTE Y LA CREACIÓN ARTÍSTICA

El arte y la creación artística son como la otra cara de la moneda; contemplar y crear son

dos acciones que remiten, en cierto modo, a un mismo objeto, pero desde perspectivas

diferentes. De forma análoga a la actividad contemplativa, la creación artística es una

forma de expresión específicamente humana, que se sitúa por encima de la simple

satisfacción de las necesidades vitales, comunes a todos los seres vivos. La creación

19
artística es una manifestación sensible de la singularidad del ser humano: de su riqueza

interior y su libertad.

1.3.1. La inutilidad de la creación artística

La creación artística no responde a la satisfacción de las necesidades vitales: esto implica

que el arte, no tiene una finalidad práctica. Así lo explica el filósofo Juan Cruz: “La

naturaleza no hace un árbol solo para ser contemplado por los caminantes, sino también

para cobijar, para dar frutos, para asegurar el terreno con sus raíces, para dar madera y

para otras cosas más. [...] En cambio, el pintor pinta el árbol solo para ser contemplado

estéticamente en su belleza artística, belleza producida por el artista mismo. De ese árbol

pintado no podemos evidentemente obtener frutos, ni beneficios ornitológicos ni

geodinámicos, ni consecuencias morales ni científicas. El acto de pintar es un acto de

creación pura, sin miramientos prácticos ni científicos: hace que algo que antes no existía

acabe existiendo solo para causarnos el placer contemplativo de gozarnos con su vista. Y

solo para eso” (Cruz, 2000, p. 175).

El valor de una obra arte no está en su capacidad para satisfacer esta necesidad o aquella

otra, sino que esta es valiosa en sí misma. Podría decirse que su inutilidad revela su valor

intrínseco: el arte “es probablemente lo que tiene menos razón de ser”, sostiene un filósofo

español (Inciarte, 2012, p. 125). Algunos filósofos, especialmente durante el periodo

romántico, han destacado en la creación artística “su condición de juego libre,

desinteresado, inútil, de la imaginación” (Inciarte, 2012, p. 124). Se trata, a fin de cuentas,

de una paradoja: la pobreza del arte –su inutilidad– resulta ser su mayor riqueza. Esta idea

queda muy bien plasmada por el cuento de Isak Dinesen, El festín de Babette:

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– Entonces, ahora será́ pobre toda su vida, Babette.

– ¿Pobre? –dijo Babette. Sonrió́ como para sí–. No, nunca seré́ pobre. Ya les he

dicho que soy una gran artista. Una gran artista, Mesdames, jamás es pobre.

Tenemos algo, Mesdames, sobre lo que los demás no saben nada (Dinesen, cap.

XII, 2009).

1.3.2. El arte, ¿producción o creación?

La reflexión de los filósofos sobre el arte y la creación artística es más bien tardía. El

pensamiento clásico y medieval refería la contemplación principalmente a la naturaleza,

en tanto que esta era un reflejo del mundo de las ideas (Platón) o del Dios creador (Edad

Media). En cambio, la creación artística se entendía principalmente como producción

(poiesis): una actividad inferior –artesanal– cuyo fin está fuera de ella misma. Además,

Platón consideraba a los poetas como “falsos educadores”, argumentando que su tarea se

basaba en la “imitación” (Fedro 248e) y, por consiguiente, en el engaño; por este motivo,

los poetas quedan expulsados de la República platónica.

Immanuel Kant es uno de los que fundamentan filosóficamente el valor de la creación

artística, entendiendo esta como creación original y no como mera imitación. En la Crítica

del Juicio, Kant profundiza en la naturaleza de la creación artística, especialmente con su

teoría sobre el “genio”. Este “genio” –podría traducirse también como “inspiración”– es

una cualidad extraordinaria que posee el verdadero artista: “Para el juicio de objetos

bellos como tales se exige gusto; pero para el arte bello, es decir, para la creación de tales

objetos, se exige genio” (Kant, Ak, V, 311).

21
Gracias al “genio” el artista es capaz de hacer un uso libre de su imaginación –“facultad

de conocer productiva”, según Kant (Ak, V, 314)– que va más allá de las limitaciones del

entendimiento. El entendimiento está sujeto a conceptos, y conoce siempre según

conceptos; en cambio, la imaginación del artista supera esas barreras: logra un tipo de

expresión (la “idea estética”) que no se puede recoger en un concepto ya dado, porque lo

supera; logra un nuevo concepto que expresa lo inefable en una cierta representación. En

otras palabras, el artista logra una “proporción feliz, que ninguna ciencia puede enseñar

y ninguna laboriosidad aprender” (Kant, Ak, V, 317).

La obra de arte muestra una proporción (perfección) que parece haber sido dada por la

misma naturaleza: se presenta como necesaria, como si necesariamente tuviera que ser

así. Y en parte así es, pues Kant dice que “genio es la capacidad espiritual innata

(ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte” (Kant, Ak, V, 307). Así, el

“genio” es un talento –un don– recibido por el sujeto, según el cual no imita la naturaleza

–como dirían los filósofos griegos– sino que crea un concepto (idea estética) tan

radicalmente original que presenta la misma necesidad que observamos en la naturaleza.

Esta capacidad del genio queda bien reflejada en una carta escrita por el compositor Franz

Schubert a un amigo suyo: “estoy componiendo como un Dios, como si tuviera que ser

así” (Citado por Inciarte, 2012, p. 113).

En conclusión, Kant y los filósofos románticos posteriores desarrollan un rico

pensamiento en torno a la naturaleza del arte y de la creación artística. Tal y como apunta

Rüdiger Safranski, es en el Romanticismo cuando “el yo creador que despierta una audaz

conciencia de sí mismo” (Safranski, 2009, p. 55). Detrás de las obras de los pensadores

22
románticos subyacen preguntas como estas: ¿Qué facultades del ser humano participan

en la creación artística? ¿Qué distingue un proceso de producción de una proceso de

creación? ¿Qué tipo de entidad tiene la obra de arte?

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 1

Agustín de Hipona (2008). Las confesiones (Trad. A. Custodio Vega, O.S.A.). Madrid:

Treviana.

Aristóteles (1994). Metafísica (Trad. T. Calvo Martínez). Madrid: Gredos.

— (1985). Acerca del Alma (Trad. T. Calvo Martínez). Madrid: Gredos.

Cruz, J. (2000). La estimación estética. EN P. Pérez-Ilzarbe y R. Lázaro (Eds.), Verdad,

bien y belleza. Cuando los filósofos hablan de valores (pp. 169-184). Pamplona:

Cuadernos de Anuario Filosófico.

Dinesen, I. (2009). El festín de Babette. Madrid: Nórdica Libros.

Frankl, V. (2004). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.

García Gual, C., Martínez Hernández, M., y Lledó Íñigo, E. (2008). Notas al Fedro de

Platón, EN Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro. Madrid: Gredos.

Han, B-Ch. (2015). El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse

(Trad. P. Kuffer). Barcelona: Herder.

Inciarte, F. (2012). La imaginación trascendental. En la vida, en el arte y en la filosofía

(Ed. María Antonia Labrada). Pamplona: Eunsa.

Kant, I. Kritik der Urtheilskraft von Immanuel Kant, Kant’s gesamelte Schriften, hrsg.

von der Deutschen Akademie der Wissenschaften zu Berlin. 1902 ss., V. Berlin [Trad.

M. García Morente (2011). Madrid: Tecnos].

23
Kant, I. Kritik der reinen Vernunft, Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Deutschen

Akademie der Wissenschaften zu Berlin, Berlin, 1902 ss. [Trad. M. García Morente

(2002). Madrid: Tecnos].

Labrada, M.A. (2013). Apuntes del curso El pensamiento estético en la filosofía moderna

(no publicados). Pamplona: Universidad de Navarra.

— (1998). Estética. Pamplona: Eunsa.

Nubiola, J. (2017). Vivir, pensar, soñar. Madrid: Rialp.

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Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

Ratzinger, J. (2002). El sentimiento de las cosas, la contemplación de la belleza.

Safranski, R. (2009). Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (Trad. R. Gabás).

Barcelona: Tusquets Editores.

Tirado, V.M. (2013). Teoría del arte y belleza en Platón y Aristóteles. La idea de la

estética. Madrid: Ediciones Universidad San Dámaso.

Tomás de Aquino. Suma Teológica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

—. Acerca de la Verdad. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

24
CAPÍTULO 2. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO GRIEGO

Explica Juan Plazaola, en su Introducción a la Estética, cómo “antes que los

razonamientos fueron los mitos, y antes que los filósofos, los poetas. La poesía moldeó

el alma y el pensamiento de Grecia, y los poemas homéricos jugaron en la educación del

pueblo heleno un papel tan importante, que justamente se ha comparado al de la Biblia

en la primera era cristiana” (Plazaola, 2007, p. 23).

2.1. LA POESÍA LÍRICA

Es en los poemas homéricos donde se puede rastrear la semilla de un incipiente

pensamiento estético. Por un lado, en estos poemas el adjetivo “bello” (kalón) aparece

vinculado con ideas de perfección, fuerza o potencia: así, este adjetivo se aplica

fundamentalmente a dioses y héroes; se trata de una belleza sensible que se concreta

muchas veces en detalles físicos, descritos por dichos poemas. Por otro lado, en estas

mismas obras la belleza tiene también un sentido moral: lo “bueno” (agathón) se le une

como su lógica consecuencia. Señala Plazaola cómo “el cobarde Paris es repugnante a los

ojos de Héctor por la desarmonía entre sus belleza física y su conducta” (Plazaola, 2007,

p. 23; ver Ilíada III, 43-45).

En cambio, la poesía lírica del siglo V, con poetas como Píndaro, empieza a distinguir

entre belleza y bondad, así como entre lo bello visible y lo bello invisible. Por una parte,

está la belleza sensible, exterior, ligada al hedonismo; y por otra parte está la belleza

interior, donde radicaría el valor del ser humano. Comienza a dibujarse un dualismo –

25
entre el mundo sensible y el mundo inteligible– que va a ser desarrollado especialmente

por los pitagóricos y por Platón.

2.2. EL PITAGORISMO

Podría decirse, de forma resumida, que las dos primeras grandes escuelas filosóficas

griegas son la llamada “escuela jónica” o “escuela de Mileto” y la “escuela pitagórica”.

Ambas escuelas comparten la búsqueda de un principio primero de todo, un origen: el

arché. Entre los pensadores jónicos encontramos quienes dicen que el arché es el agua

(Tales), el aire (Anaxímenes) o la materia indeterminada o ápeiron (Anaximandro); en

cualquier caso, para los jónicos el arché siempre es algo material. En cambio, la escuela

pitagórica afirma que el arché ha de ser un principio inmaterial.

Se ha discutido mucho sobre si Pitágoras realmente existió o no, aunque es aceptado

comúnmente que de hecho existió: vivió del 582 al 507 a.C., aproximadamente. Provenía

de la isla de Samos, pero tras hacer varios viajes, se asentó en Crotona, al sur de Italia,

lugar donde comenzaría a extenderse el pitagorismo. Curiosamente, el pitagorismo es una

doctrina que ha repercutido mucho hasta nuestros días: es el germen de todo el

racionalismo filosófico posterior.

El pitagorismo sostiene que el arché de todo es el número: el número es el principio de

la realidad, la estructura constituyente de todo lo real. Como hemos señalado, esta idea

supone un salto con respecto a la escuela jónica, pues el arché ya no es material: ya no es

algo táctil, palpable, sino que es una estructura formal. El número permite conciliar la

multiplicidad y la unidad, algo que resulta problemático con los tipos arché materiales:

26
las cosas se diferencian entre sí y, al mismo tiempo, forman conjuntos unitarios al haber

un principio (el número) que las relaciona. Por ejemplo: cuando pensamos en el número

2 o el número 3, afirmamos la unidad –el 2 es una unidad, el 3 también–, pero es la unidad

de la multiplicidad: la relación numérica de lo múltiple entre sí hace que, en el fondo,

haya siempre una unidad. Así, en función del aumento cuantitativo, surgen diferencias

formales o cualitativas (2, 3, 4, etc.); pero el fundamento se mantiene: el número.

El cielo, la tierra y el ser humano están sometidos a la misma ley: la ley del número. No

es que estas realidades imiten a los números, sino que participan de los números; esta idea

de participación es importante, pues la hereda más tarde Platón. Son en cierto modo,

números. Cada realidad es un número viviente, decía Pitágoras. Cada realidad participa

del mismo principio numérico, pero se puede diferenciar de las demás por su forma: 2, 3,

4, etc.

Si cada realidad es un número, y todos los números se relacionan entre sí, el universo ha

de ser un todo numérico y ordenado: cosmos. “Pitágoras fue el primero que aplicó al

universo el nombre de cosmos, y su doctrina se resume en el testimonio de Aecio: ‘Según

Pitágoras, los principios de las formas son los números, en cuanto determinan simetrías

(conmensuraciones), que llamamos armonías’” (Plazaola, 2007, p. 24). Aparece aquí un

concepto clave en el pitagorismo: la armonía. La armonía es “el principio necesario que

conecta y concilia los principios contrarios que entran en la constitución de todos los

entes: ella es lo que unifica los elementos múltiples y mezclados que los forman; es la

concordancia de los elementos en discordia, la ley absoluta y necesaria en el mundo físico

y en el mundo moral, tanto en los individuos como en el todo” (Cfr. Tirado, 2013, p. 55).

27
Si la realidad es numérica en su constitución, ha de haber una proporción (symmetria)

numérica que conecta todas las realidades, una concordancia: esta es la armonía.

En el pitagorismo armonía y belleza van de la mano. Son bellas aquellas cosas que

contienen alguna proporción numérica, una armonía. Por el contrario, aquello que no está

constituido según una proporción numérica (armonía) se mostrará al alma humana como

feo. Es en la música donde los pitagóricos ven que se cumple su doctrina de modo claro.

Se dice que Pitágoras descubrió la armonía en la música al escuchar a varios herreros

martillar con mazas más o menos pesadas y brazos más o menos largos: al golpear el

metal con sus mazas, los herreros reproducían una escala musical. “Lo cierto es que a la

estructura sonora, es decir, sensible, de la música, subyace una relación numérica”

(Tirado, 2013, p. 56).

Hablábamos hace unos días de dos formas de entender la belleza y la experiencia estética:

como algo que tiene su centro en la realidad (el objeto) o como algo que tiene su centro

en la experiencia (el sujeto). El pitagorismo es un caso muy claro de lo primero, pues

consideran que el fundamento de que algo sea bello no es el sujeto que lo percibe, sino la

realidad en sí misma: en concreto, la armonía (numérica) que contiene esa realidad 1. Así

lo señala Víctor Manuel Tirado: “La belleza es una dimensión de la realidad que reside

en la armonía, y la armonía es una relación que concierne a las cosas mismas” (Tirado,

2013, p. 58).

1
Plutarco recoge en De Musica (c. 37) esta idea: “Pitágoras había rechazado el juicio del oído en lo que
concierne a la música; en su opinión no es siguiendo al oído, sino al espíritu, como se revela la virtud de
este arte. Por consiguiente, no sería por las impresiones del oído por las que él las juzgaría, sino únicamente
por la armonía proporcional de los intervalos, que solo la razón comprende” (Citado por Tirado, 2013, p.
57).

28
No obstante, los mismos pitagóricos añaden que el alma humana tiene la singular

capacidad de captar la armonía. En este sentido, la experiencia estética es entendida como

un encuentro: el encuentro entre el alma y la ley del cosmos. Al producirse este encuentro,

el alma “re-conoce” la ley o principio universal que late no solo en las cosas, sino en ella

misma. La belleza no es absoluta novedad, sino un reconocimiento por parte del alma de

la ley cósmica: el alma ya estaba familiarizada con esa ley –pues es connatural a ella–

pero la había olvidado.

El encuentro con lo bello (armónico) es para los pitagóricos algo no solamente

especulativo: es algo místico, religioso. ¿Por qué? Al reconocer la armonía, el alma queda

de nuevo conectada (vinculada) con la ley divina que organiza el cosmos (Valverde, 2011,

p. 18). “Cuando lo bello se me da, una especie de satisfacción y armonía interior llena mi

espíritu” (Tirado, 2013, p. 58): es como si mi alma se reordenara, de nuevo, de acuerdo

con esa ley universal.

En este contexto, la música juega un papel fundamental: al captar la música (su armonía),

el alma es transportada, devuelta, a su origen. Así lo explica José María Valverde en su

Breve historia y antología de la estética: “El alma humana, procedente de quién sabe qué

regiones celestes, y caída, quién sabe por qué faltas, en la cárcel del cuerpo material [en

el griego se da una conexión entre la palabra soma, cuerpo, y sema, cárcel], al percibir la

armonía musical se sentiría confusamente transportada a su feliz origen” (Valverde, 2011,

p. 18). La “Oda a Francisco de Salinas” de Fray Luis de León –aunque escrita en el siglo

XVI– condensa muy bien la doctrina pitagórica en forma de versos. Leamos una estrofa:

29
A cuyo son divino

el alma, que en olvido está sumida,

torna a cobrar el tino

y memoria perdida

de su origen primera esclarecida.

Los pitagóricos diferenciaban entre dos tipos de música: por un lado, aquella que produce

éxtasis y embriaguez (que “entusiasma”), propia del culto dionisiaco, las bacanales, ritos

de paso, etc.; por otro, aquella que produce paz y serenidad, ligada al culto apolíneo.

Siglos después, Friedrich Nietzsche va a abundar en este contraste en El nacimiento de la

tragedia, donde afirma que en todo arte predomina un principio apolíneo o uno

dionisiaco 2.

En ambos casos (dionisiaco y apolíneo), la música es una medicina para el alma: produce

una catarsis (kátharsis), esto es, una purificación. Se da una “simpatía imitativa” del alma

con la música, por la que la primera engendra dentro de sí –gracias al contacto con lo

musical– “sentimientos de armonía, de orden, de bondad” (Plazaola, 2007, p. 25), o

simplemente de liberación del cuerpo. Por este motivo, la belleza tiene para los

2
“Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo
griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y
el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso” (Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia,
2012, p. 49). También Ratzinger destaca la relevancia de esta distinción: “Lo que Platón y Aristóteles
escribieron sobre la música pone de manifiesto que el mundo griego de su tiempo tenía que elegir entre dos
tipos de imagen de Dios y del hombre y, más concretamente, plantearse la elección entre dos tipos
fundamentalmente distintos de música. Por un lado, está la música que Platón atribuye mitológicamente a
Apolo, el dios de la luz y la razón, una música que atrae a los sentidos al interior del espíritu y que, de esta
forma, conduce al hombre a la plenitud; una música que no anula los sentidos, sino que, más bien, los
introduce en la unidad de la criatura humana [...]. Existe, por otro lado, la música que Platón atribuye a
Marsyas y que, nosotros, desde un punto de vista de la historia de la cultura, podríamos definir como
‘dionisíaca’. Es la que arrastra al hombre a la ebriedad de los sentidos, pisotea la racionalidad y somete al
espíritu a los sentidos. [...] Esta alternativa, en cuanto tal, es la que se hace presente a lo largo de toda la
historia religiosa y aún hoy aparece ante nosotros de una forma completamente real” (Ratzinger, 2001, p.
191).

30
pitagóricos una dimensión ética ineludible: hace bien al alma. Así, belleza y bien están

vinculados: kalós kai agathós. El hombre llega a su perfección cuando es hermoso y al

mismo tiempo bueno.

2.3. EL SOFISMO

En el siglo V a.C. nace la crítica literaria. Sofistas como Gorgias de Leontinos o

Protágoras de Abdera trataron de ver en el arte un valor autónomo: “Dejando el criterio

moralista-terapéutico de los pitagóricos [...], los sofistas se esforzaron por entender el

texto poético analizándolo, procurando descubrir lo que hoy llamaríamos la intención del

autor, confirmando así una actitud que veía en la poesía un valor autónomo y

fundamental” (Plazaola, 2007, pp. 25-26).

En otras palabras, los sofistas buscan separar el arte de la moral. La belleza cambia de

lugar: ahora es el sujeto el que determina si algo es bello o no lo es, no la realidad. En

consecuencia, el aparecer –es decir, cómo la realidad se presenta ante el sujeto– va a tener

el mismo valor que el ser. El sofismo trae consigo un “giro antropológico”: “el hombre

es la medida de todas las cosas” (ánthrōpos métron), como afirma Protágoras. Aunque no

todas las formas de sofismo son equiparables. Protágoras defiende un sofismo moderado:

al decir eso de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, no está afirmando que no

hay medida; más bien, dice que la medida ya no proviene de la realidad, sino del hombre.

En cambio, Gorgias sí que encarna un sofismo radical: para él, todo es relativo, no hay

medida.

31
En el caso del arte, su belleza no radica en su bondad, sino en la oportunidad psicológica,

en la coherencia y perfección de su forma, así como en su capacidad para persuadir: estos

son los tres ejes sobre los que gira la estética de los sofistas. Nos movemos en el nivel de

la apariencia: pero aquí la apariencia no es vista como algo negativo, sino positivo. El

mejor arte es aquel que –gracias a su encanto, es decir, a su apariencia– llega a producir

una “dulce enfermedad en la mirada” o incluso un “engaño poético”: es capaz de persuadir

y de emocionar.

Por ejemplo, “la tragedia nos hace sentir el éxito y fracaso de sus héroes como si fueran

nuestros propios sentimientos” (Plazaola, 2007, p. 26). Sirvan de explicación las

siguientes palabras de Gorgias, recogidas por Plutarco en De gloria Atheniensium:

“Espectáculo maravilloso el de la tragedia, provocando con mitos y pasiones un engaño

de tal género, donde el que engaña es más justo que el que no engaña y el que es engañado

es más sabio que el que no es engañado, pues el que engaña es más justo por haber hecho

lo que prometía, y el que es engañado es más sabio, porque la mente que es sensible a las

percepciones finas fácilmente es arrastrada por los deleites del lenguaje” (Citado por

Plazaola, 2007, p. 26, nota 17). Los sofistas hacen algo muy interesante: dicen que el

valor estético de la obra de arte no se reduce a su capacidad para comunicar una verdad

teórica o un bien moral. La obra de arte, por sí misma, tiene un valor intrínseco, autónomo,

que no se debe subordinar a la verdad o al bien.

En resumen, tal y como señala Valverde, el contraste entre pitagorismo y sofismo abre

una serie de preguntas fundamentales para la reflexión estética: “¿puede, o incluso quizá

debe haber siempre, en todo cuanto nos afecta como bello [...] cierto equilibrio en la

formalización de su materia, que podría ser evidente y demostrable para los demás? Y

32
como consecuencia de la pregunta anterior: esa ordenación formal ¿hasta qué punto está

ahí, medible y objetivamente, o la ponemos nosotros, conforme a nuestra cultura,

regularizando significativamente lo que acaso era en sí mismo algo a medias informe?”

(Valverde, 2011, p. 22).

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 2

Fray Luis de León, “Oda a Francisco de Salinas”.

Nietzsche, F. (2012). El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo (Trad. A.

Sánchez Pascual). Madrid: Alianza Editorial.

Plazaola, J. (2007). Introducción a la Estética. Historia, Teoría, Textos. Bilbao: Deusto.

Ratzinger, J. (2001). La música y la liturgia. EN El espíritu de la liturgia. Una

introducción (pp. 176-197) (Trad. R. Canas). Madrid: Ediciones Cristiandad.

Tirado, V.M. (2013). Teoría del arte y belleza en Platón y Aristóteles. La idea de la

estética. Madrid: Ediciones Universidad San Dámaso.

Valverde, J.M. (2011). Breve historia y antología de la estética. Madrid: Ariel.

33
CAPÍTULO 3. PLATÓN

Platón (427-347 a.C.) provenía de una familia aristocrática y en su juventud se dedicó a

la literatura y a redactar poemas satíricos (epigramas). Con veinte años conoció a

Sócrates, de quien será el discípulo más fiel, hasta el final. Sócrates fue condenado a

muerte en el 399 a.C. al ser acusado de impiedad por sus conciudadanos atenienses. Su

muerte marcó profundamente a Platón, quien abandona Atenas y realiza algunos viajes:

al norte de África y a Siracusa (Sicilia), principalmente. En el 387 regresa a Atenas, donde

funda la Academia, siguiendo el modo de enseñar de los pitagóricos.

Es el primer autor en la historia de la filosofía del que conservamos casi todos sus escritos.

Hasta la Edad Media solo se tenía conocimiento en Occidente de Timeo y Fedón, pero las

migraciones que vienen a Europa en el siglo XV procedentes de Turquía traerán más

obras de platón a Europa. Es a comienzos del siglo XVI (1513) cuando se editan

conjuntamente las obras de Platón (Editio princeps) y a finales de este siglo (1578)

Henricus Stephanus hace una edición en tres volúmenes (Platonis opera quae extant

omnia) que es la que se utiliza hoy día como referencia para citar: por ejemplo, Fedro

227a.

Tanto en el caso de Sócrates como en el de Platón, su visión acerca de la palabra escrita

frente a la palabra hablada nos hace pensar que los escritos que nos han llegado del

segundo están, en cierto modo, incompletos. Esta es una cuestión que se discute con más

detalle en la última parte del diálogo Fedro, donde Sócrates discute con Fedro acerca del

escaso valor de la palabra escrita: “Porque es impresionante, Fedro, lo que pasa con la

escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante

34
nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo

de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. [...] necesitan siempre la ayuda del

padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas” (Fedro

275d).

Para Platón, como para su maestro Sócrates, la búsqueda de la verdad –la filosofía– no es

una actividad que pueda ser plasmada por la palabra escrita: esta búsqueda consiste en

palabras vivas, que son eficaces en tanto que están vivas y en ellas se da esa tensión hacia

la verdad; por ello, la palabra fijada –escrita– es como un saber calcificado, que no puede

hacer justicia a dicha búsqueda. Aunque Platón sí que puso por escrito algunas

enseñanzas: en este sentido, puede decirse que traicionó a su maestro. En realidad, fue

una traición a medias: el único modo de hacer una cierta justicia a esas enseñanzas vivas

era recogerlas a modo de diálogo, de tal modo que el lector pudiera sentirse como un

interlocutor más de la conversación. De todos modos, estos diálogos nunca presentan una

verdad conclusiva, cerrada: simplemente indican un “camino” (odós) o, más bien, un

“método” (méthodos), esto es, un “camino a seguir” para el lector. La mayéutica socrática

hace que sea el interlocutor –el lector en este caso– quien caiga por sí mismo en la cuenta

de la verdad.

3.1. LA TEORÍA DE LAS IDEAS

Antes de ahondar en el pensamiento estético de Platón, es necesario que explicar la base

sobre la que se construye este pensamiento: la ontología platónica –su teoría acerca de la

realidad– y su gnoseología –su teoría acerca del conocimiento de dicha realidad–. Tal y

como sostiene Tatarkiewicz en el primer volumen de su Historia de la estética, “las

35
cuestiones estéticas se entrelazan en su pensamiento [de Platón] con otras muchas,

especialmente con las metafísicas y éticas. Sus teorías metafísicas y éticas imprimieron a

su vez su huella sobre las estéticas: la teoría idealista de la existencia y la teoría

apriorística del conocimiento influyeron sobre su concepto de la belleza” (Tatarkiewicz,

1987, p. 119). Así ocurre, por ejemplo, en el diálogo en el que nos detendremos más, el

Fedro.

3.1.1. Ontología

Platón sostiene que existen varios grados o niveles de realidad, unos superiores a otros.

En síntesis, son tres niveles: el primer principio (que Platón llama a veces “Unidad” y

otras veces “Bien”: to agathón), las ideas –esas esencias “cuyo ser es realmente ser”

(ousía óntōs oûsa), como dice Platón en Fedro (247d)– y las cosas sensibles –“siempre

en movimiento, apareciendo y de nuevo desapareciendo, a las que se aprehende por la

opinión y los sentidos”, dice Platón en Timeo (52)–. Estos tres niveles no son autónomos,

sino que se están relacionados entre ellos.

Para comprender la naturaleza de esta relación entre los niveles de realidad es clave la

idea de “participación” (méthexis). Lo inferior participa de lo superior (relación vertical):

el mundo sensible participa de las ideas, y las ideas participan del primer principio. No es

lo mismo “imitación” (mímesis) que “participación”: la imitación o copia supone

quedarse con la apariencia externa de lo que se imita, como si se tratara de una fotografía;

en cambio, participar significa recibir algo de la realidad participada, identificarse con

ella en un cierto grado.

36
Lo máximamente real –aquello de lo que todo lo demás participa– es el primer principio.

Si realmente ese principio es primero, fundamento de todo lo real, habrá de ser

necesariamente “uno”. Así, el Ser (einai) se identifica en Platón con lo Uno. En esta línea,

si hay otras realidades (ideas y cosas sensibles) que se diferencian del Ser, estas tendrán

que contener una cierta carencia de realidad (de ser), es decir, un cierto no-ser. Por esto,

las ideas son reales (ser) e idénticas (unidad) solamente en la medida en que participan

del Ser; en cambio, contienen un cierto no-ser y se diferencian entre sí (alteridad) en la

medida en que no participan del Ser. A la luz de lo dicho, se ve cómo ser e identidad son

sinónimos, por un lado y, por otro, no-ser y alteridad también son sinónimos. En palabras

de Étienne Gilson, en Platón “todas las relaciones entre el ser y el no-ser pueden y deben

ser expresadas en relaciones de mismidad y alteridad” (Gilson, 2005, p. 38).

No obstante, la idea de alteridad o diferencia tiene un aspecto positivo: a saber, en la

medida en que hay diferencia –y, por tanto, carencia de ser– hay relación; no solo entre

las ideas y el primer principio, sino entre las ideas mismas. Podemos distinguir las

diferentes ideas en tanto que participan de modos diversos del Ser (Uno) y, al mismo

tiempo, ver un sustrato que todas comparten. Se da una comunión (koinonía) entre las

ideas (relación horizontal): Platón habla de la “comunidad de las ideas” (koinonía ton

genon). Antes de caer al mundo sensible (Fedro 248c), el alma humana formaba parte de

esa misma comunidad o comunión.

En cuanto a las cosas sensibles, también en este nivel se da una relación vertical

(participación o méthexis) y una relación horizontal (comunidad o koinonía). Sin

embargo, aquí la carencia de realidad (de ser) es mucho mayor; este nivel participa del

nivel superior (ideas), pero en forma de repetición. En el mundo de las ideas no hay

37
repetición: cada idea es única e irrepetible y –aunque no participe plenamente del Ser

(Uno)– es perfecta en su especie, por así decir: solo hay una idea, perfecta, de elefante.

En cambio, en el mundo sensible hay muchas cosas que repiten –esto es, participan– de

la misma idea. Por ejemplo, hay muchos elefantes que repiten la idea de elefante; esto

sucede porque todos esos elefantes sensibles son imperfectos y ninguno agota en sí mismo

la idea de elefante. Así mismo, la imperfección de los elefantes sensibles hace que estén

sometidos al tiempo: dado que no cumplen de modo perfecto su idea (elefante), siempre

pueden perfeccionarse un poco más y –por consiguiente– crecen, evolucionan, están en

movimiento. Y el tiempo es la medida del movimiento, como dirá más adelante

Aristóteles.

3.1.2. Gnoseología

La ontología de Platón tiene como correlato inseparable una gnoseología, es decir, una

teoría del conocimiento. El primer concepto clave en esta teoría es el de “memoria” o

“reminiscencia” (anámnēsis): siguiendo la línea de los pitagóricos, para Platón el

verdadero conocimiento es conocimiento de aquello que participa de las ideas –y, a su

vez, del Ser (Uno)– y es siempre re-conocimiento. “El buscar y el aprender no son otra

cosa, en suma, que una reminiscencia” (Menón 81d). ¿Por qué? Porque el alma (racional)

que toma cuerpo humano ya ha vivido en el mundo celeste de las ideas: “Nunca el alma

que no haya visto la verdad puede tomar figura humana”, explica Platón (Fedro 249b).

Pero, al haber perdido de vista lo verdadero “se va gravitando llena de olvido y dejadez,

debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra” (Fedro 248c).

38
El siguiente pasaje del Fedro es un buen resumen del papel de la reminiscencia:

“Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de

muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la

reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la

divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo

que es en realidad. Por eso, es justo que solo la mente del filósofo sea alada, ya que, en

su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace

que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de

tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, solo él será perfecto” (Fedro

249b-d).

Vemos cómo Platón insiste, una y otra vez, en la importancia de la memoria. Pero ¿a qué

clase de memoria se refiere? Al relatar el mito de Theuth y Thamus hacia el final del

Fedro, Platón distingue –por boca de Sócrates– dos tipos de memoria: una memoria

“desde fuera” –simple técnica, “recordatorio” (hypómnēsis)– y una memoria “desde

dentro” (anámnēsis) (Fedro 275a). Este segundo tipo es la memoria que bucea en lo más

interior, en lo más íntimo del alma; tratando de recuperar la conexión íntima que el alma

tenía con las ideas, pero que ha olvidado. “Tú estabas dentro de mí, más interior que lo

más íntimo mío”, escribirá san Agustín en sus Confesiones (III, 6). El obispo de Hipona

dedica el libro X de esta obra a ahondar en la “memoria del corazón”: “Ved aquí cuánto

me he extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor; y no te hallé fuera de ella.

Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado [...].

Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me

recuerdo de ti y me deleito en ti” (Confesiones X, 24).

39
Junto con el concepto de anámnēsis, hay otra idea clave para entender la teoría del

conocimiento de Platón: en ella se da una estrecha conexión entre unidad e inteligibilidad.

La cadena de participación que articula la realidad se funda, en el fondo, sobre la idea de

unidad: el primer principio, fuente de todo y del cual todo participa, es el Uno, lo

máximamente real; así las demás cosas son –son reales– en la medida en que participan

–se unen– al primer principio. En esta misma línea, el conocimiento consiste no solo en

recordar, sino en percibir en las cosas sensibles esa participación –esa unión– con las

ideas y, a su vez, esa participación de las ideas con el Ser (Uno). Para Platón, “conocer es

unificar”: el conocimiento actúa “yendo de muchas sensaciones a aquello que se

concentra en el pensamiento” (Fedro 249b).

Cabe añadir que conocer no es solamente “unificar” en un sentido abstracto, sino vital: el

conocimiento de la verdad es deseo amoroso (eros) hacia dicha verdad. En el mito del

nacimiento de Eros, hijo de Poros y Penía, el recurso y la pobreza, Platón explica la

naturaleza del conocimiento humano entendido como deseo amoroso, eros:

“Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características.

En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría,

es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto,

se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre

inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de

acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente,

audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico

en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida [...]. Mas lo que

consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca está ni falto de recursos ni es

40
rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. [...] La sabiduría, en

efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es

necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto,

en medio del sabio y del ignorante” (Banquete 203c-204b).

El alma humana está a medio camino entre los dioses y los ignorantes. Pertenece al mundo

celeste, pero, caída a este mundo sensible, se siente incompleta, no se siente en casa. Dice

Platón en el Banquete: “... nosotros estábamos íntegros. Amor [eros] es, en consecuencia,

el nombre para el deseo y persecución de esta integridad. Antes, como digo, éramos uno,

pero ahora, por nuestra iniquidad, hemos sido separados” (Banquete 192e). Por esto, el

conocimiento por parte del alma es siempre tensión –“deseo y persecución”– hacia la

sabiduría, sin llegar a alcanzarla nunca en este mundo sensible. Es un conocimiento que

nunca está satisfecho, nunca para de buscar, porque siempre aspira a más.

3.2. EL ENCUENTRO CON LA BELLEZA

“En este periodo de la vida, querido Sócrates –dijo la extranjera Mantinea–, más que en

ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí”

(Banquete 211d). Esta cita del Banquete nos da a entender que la categoría o noción de

belleza es decisiva en el pensamiento de Platón. Así lo expresa Ratzinger en una cita

similar a la que ya citamos en el primer tema: “Mediante la aparición de lo bello somos

heridos en lo más hondo del alma y esta herida nos lleva más allá de nosotros mismos, da

impulso a la nostalgia y, de este modo, nos empuja al encuentro con lo verdaderamente

bello, con lo bueno en sí mismo” (Ratzinger, 2001, p. 166). También esta cita de la

República expresa la importancia de la belleza: “El hombre que armonice las bellas

41
cualidades de su alma con los bellos rasgos de su apariencia exterior de tal manera que

estos estén adaptados a las cualidades..., constituye el espectáculo más bello que puede

admirarse” (República 402d).

3.2.1. Platón y los pitagóricos frente a Sócrates y los sofistas

Podemos preguntarnos qué es exactamente la belleza para Platón y de dónde procede esta

noción. En primer lugar, conviene distinguir qué no es la belleza para Platón. En el

diálogo Hipias Mayor, Sócrates y el sofista Hipias expresan dos posturas opuestas en

torno a este concepto: “el utilitarista Hipias está convencido de que ‘lo más hermoso es

hacer fortuna, gozar de buena salud, adquirir fama entre los helenos y vivir hasta una edad

tardía’, mientras que el moralista Sócrates sostiene que ‘la más hermosa de todas las cosas

es la sabiduría’” (Tatarkiewicz, 1987, p. 120).

Platón se distancia de los sofistas en su idea de belleza, pero también de su maestro

Sócrates. Por un lado, los sofistas llaman bello a aquello que produce en el sujeto un alto

grado de placer (experiencia estética); por otro lado, Sócrates afirma que es bello lo que

se adecúa al fin para el que está hecho. Jenofonte recoge unas palabras suyas en

Commentarii (III 8,4): “A menudo lo hermoso para la carrera es feo para la lucha, y lo

hermoso para la lucha es feo para la carrera, pues todas las cosas son buenas y hermosas

para lo que vayan bien y malas y feas para lo que vayan mal” (Citado por Tatarkiewicz,

1987, p. 115).

En cierto modo, tanto los sofistas como Sócrates están negando el carácter objetivo de la

belleza: no es algo que sea en sí mismo, pues en el primer caso depende del sujeto y en el

42
segundo de la conveniencia con el fin. En cambio, para Platón la belleza es algo objetivo;

“es una propiedad objetiva de las cosas bellas, y no una reacción subjetiva de la gente

hacia ellas” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 122).

Platón sigue en gran parte al pensamiento pitagórico –especialmente en sus últimas obras,

como las Leyes o el Timeo– pues para él la idea de belleza consiste en el orden (taxis) y

la proporción (symmetria) o armonía. Así lo explica Plazaola: “Lo mismo en su estructura

macrocósmica que en la microcósmica (cuerpos y almas), el mundo es una especie de

vasta sinfonía cuyo resultado es la belleza” (Plazaola, 2008, p. 28).

Tanto Platón como los pitagóricos entienden el orden y la armonía no solamente en un

sentido numérico (metafísico), sino sobre todo en un sentido moral (ético). En el Timeo,

Platón afirma que “todo lo bueno es bello y lo bello no carece de proporción” (Timeo

87c): esto quiere decir que la belleza tiene una dimensión ética ineludible; lo bello y lo

bueno son sinónimos, son intercambiables: kalós kai agathós. Otro ejemplo es esta cita

del Fedro, donde Platón iguala la belleza con la verdad y el bien: “Y lo divino es bello,

sabio, bueno y otras cosas por el estilo” (Fedro 246e). En este sentido, al descubrir al

hombre el orden, la proporción, la medida y la armonía, la belleza recuerda al hombre “su

parentesco con los dioses” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 123) y, en esta medida, tiene sobre él

un efecto terapéutico bueno (ético): despierta el alma a la verdadera realidad.

3.2.2. La belleza como participación

La teoría platónica de las ideas “es aplicable también a la belleza. Un ser es bello si su

forma perceptible coincide con la idea arquetípica; y es bello en la medida en que realice

43
esa conveniencia [esa participación: méthexis]” (Plazaola, 2008, p. 28). Del mismo modo

que hay grados de realidad (de ser), hay grados de belleza: de este modo, “la belleza

máxima se halla en la idea, que es la ‘belleza misma’. [...] Si los cuerpos y almas son

bellos, es solo por la idea, por ser semejantes a la idea de belleza. Su belleza es fugitiva,

solo la de la idea es eterna” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 124). Acerca de la belleza ideal,

escribe Platón en el Banquete: “Si alguna vez llegas a verla, te parecerá que no es

comparable ni con el oro ni con los vestidos ni con los jóvenes y adolescentes bellos”

(Banquete 211d).

3.2.3. La belleza como reminiscencia

El encuentro con la belleza no supone para el hombre una pura novedad; al contrario, es

un encuentro que le hace recordar algo ya conocido y, en esta medida, le “entusiasma”.

Así lo sostiene Plazaola: “El entusiasmo amoroso de quien contempla las hermosuras

terrestres está provocado por la reminiscencia de la belleza, eterna y verdadera” (Plazaola,

2008, p. 28).

Este encuentro inicia una “cadena de participación entusiasta”, en expresión de Emilio

Lledó: “La memoria engarza, como la piedra magnética del Ión (533e), la cadena de

participación entusiasta (enthousiôntes) con el otro universo del que la belleza o el saber

del hombre son reflejo” (Fedro, nota 78). El alma, partiendo de lo sensible, “se va

elevando de nivel a nivel hasta la noción suprema e intraducible de kalokagathía en que

nuestros conceptos de lo bello [kalón] y lo bueno [agathón] se identifican” (Plazaola,

2007, p. 27).

44
En este sentido, se dice que la belleza tiene un ser “fronterizo”, pues conecta este mundo

(sensible) con el otro universo (suprasensible): es como la puerta de paso hacia ese otro

mundo. “La belleza es frontera entre ese conocimiento sensible y la forma superior e

intuitiva del saber, cuyo supremo esplendor [...] no podemos ‘ver’. Pero la belleza sí ‘se

deja ver’. Su ser es, pues, fronterizo, su realidad inmanente y, en cierto sentido,

trascendente: nos ata a la ‘visión’ del instante, y nos traspasa también hacia ese deseo,

que tensa el amor en un tiempo más pleno y largo que el de la temporalidad inmediata

que los ojos aprehenden” (Lledó, Fedro, nota 71).

3.2.4. Belleza y tiempo

Para que tenga lugar la reminiscencia hacen falta unas condiciones propicias: sobre todo

en lo que respecta al tiempo, como explica Byung-Chul Han en su libro La salvación de

lo bello (2015a). Hoy día no estamos acostumbrados a la experiencia del tiempo dilatado,

del tiempo de la duración: ese “tiempo más pleno y largo que el de la temporalidad

inmediata”, como acabamos de leer. Este es el tiempo propicio para filosofar: el tiempo

del ocio (skholé), de la demora y la tranquilidad. No parece casualidad que la palabra

“escuela” provenga de aquí: “al convertirse en ‘escuela’, skholé nos recuerda que el mejor

uso que los seres humanos le pueden dar al tiempo libre, al ocio, es el de estar dispuestos

a aprender” (Cfr. Antonio Lastra, web de la Escuela de Filosofía del Ateneo de Valencia).

En cambio, el consumo está guiado por una idea de temporalidad diferente: el tiempo de

la precipitación, de la ocupación (a-skholía), de la pura novedad, donde todo se despacha

enseguida. Marcel Proust lo refiere como un “tiempo cinematográfico”, que se desintegra

en una rápida sucesión de puntos de presente: es “un tiempo hecho añicos” (Han, 2015a,

45
cap. 13), que carece de unidad vital. En este tiempo no puede haber reminiscencia; al no

haber una unidad entre las partes (no hay continuidad temporal entre pasado y presente)

es imposible volver atrás, esto es, remontarse hacia el pasado y recordar.

El recuerdo como regreso al pasado es esencial en el encuentro con lo bello: “lo que

resulta esencial para lo bello no es la presencia del brillo inmediato, sino que hubo un

recuerdo que ahora sigue alumbrando” (Han, 2015a, cap. 13). Podríamos decir que el

“fulgor de la belleza” (Fedro 250b) no es una “luz de bengala”, muy intensa pero muy

breve, sino más bien una luz apacible, tenue pero persistente. Así lo explica el mismo

autor, Byung-Chul Han, en otra obra, El aroma del tiempo: “Lo bello no es el resplandor

o la atracción fugaz, sino una persistencia, una fosforescencia de las cosas. La

temporalidad de lo bello es muy distinta al ‘desfile cinematográfico de las cosas’. La

época de las prisas, su sucesión ‘cinematográfica’ de presentes puntuales, no tiene ningún

acceso a lo bello o lo verdadero. Solo cuando uno se detiene a contemplar, desde el

recogimiento estético, las cosas revelan su belleza, su esencia” (Han, 2015b, p. 75).

Esta luz suave que desprende la belleza solo es captada por unos pocos, como afirma

Platón en el Fedro: “Solo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a

unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado” (250 b). En

cambio, aquellos que han corrompido su alma son incapaces de captar la belleza, tal y

como señala también Platón: “el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja

llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de

mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente

estremecimiento alguno” (Fedro 250e).

46
La corrupción sería, en términos temporales, esa fragmentación o disgregación –esa falta

de “recogimiento estético” (Han, 2015b, p. 75)– de la que habla Byung-Chul Han; la cual

nos impide volver al pasado, pues carecemos de ese “hilo de Ariadna” –la continuidad

temporal– que nos permite volver. Así lo explica Martin Heidegger, muchos siglos

después de Platón, al hablar en Ser y tiempo (1927) del hombre “irresoluto”: “Perdiéndose

a sí mismo en sus múltiples quehaceres, el irresoluto pierde en ellos su tiempo. De ahí

procede ese decir que le es tan característico: ‘No tengo tiempo’” (Heidegger, 1927, p.

410).

Siguiendo este razonamiento, podemos decir que, del mismo modo que para Platón el

conocimiento es unificar, deseo amoroso –“yendo de muchas sensaciones a aquello que

se concentra en el pensamiento” (Fedro 249b)–; del mismo modo, contemplar la belleza

es recoger, llevar a cabo una “recolección de sentido” (Han, 2015b, p. 126). Y, para llevar

a cabo esta tarea, nosotros mismos hemos de estar recogidos. En otras palabras,

contemplar es redescubrir la correspondencia que se da entre las cosas –el entramado de

relaciones, que se funda en las ideas de las que participan–, recogiéndolas así en un “todo

unificado de sentido”.

Así lo explica Han: “La belleza es el acontecimiento de una relación”; y lo desarrolla un

poco más: “La belleza acontece donde las cosas están vueltas unas a otras y entablan

relaciones” (Han, 2015a, cap. 13). Contemplar es desvelar “las correspondencias secretas

entre las cosas y las nociones [las ideas], unas correspondencias que acontecen a lo largo

de amplios periodos temporales” (Han, 2015, cap. 13).

3.3. EL ARTE COMO ILUSIÓN

47
Platón sostiene que la mayor belleza se encuentra “en el universo y no en el arte, y en

muchas de las artes no percibe ningún vínculo que las una con la belleza” (Tatarkiewicz,

1987, pp. 126). A esto hay que añadir que el concepto de arte del mundo griego (techné)

no es el mismo que tenemos ahora: Tatarkiewicz explica cómo este concepto

“comprendía tanto la pintura y la escultura como las artes útiles, y además [...] era arte

todo lo que el hombre produce con habilidad y para algún fin” (Tatarkiewicz, 1987, pp.

126).

3.3.1. El valor divino de la poesía

De entre todas las artes, Platón otorga a la poesía una consideración diferente, pues la

considera ligada al tercer tipo de inspiración o a la locura (manía) –según la enumeración

que recoge el diálogo Fedro (245a)– y no a la técnica, como dice el Fedro: “Aquel, pues,

que sin la locura de las musas acude a las puertas de la poesía, persuadido de que, como

por arte, va a hacerse un verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de

crear, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”

(Fedro 245a).

No obstante, sabemos que este no es el grado superior de locura: según explica Víctor

Manuel Tirado, en el caso de los poetas “el alma no ejerce su naturaleza divina, sino que

se limita a vehicular el quehacer del dios en ella. En la vida prefilosófica el hombre no

llegaría a ser verdadero sujeto y protagonista de su vida [...]. Por esta razón el arte del

mundo no será más que un momento del proceso educativo, una estación por la que hay

que transitar, pero para ir más allá de ella” (Tirado, 2013, pp. 100-101). Por ello, Platón

48
desconfía de los poetas, ya que no son dueños de sí mismos; aunque reconoce el valor de

su tarea.

3.3.2. Arte e imitación

La idea de arte –pintura y escultura, sobre todo– como imitación (mímesis) de la realidad

cobra plena vigencia en el tiempo de Platón. Así lo señala Tatarkiewicz: “En los tiempos

de Platón, la escultura se había liberado del estilo geométrico y empezó a presentar

personas vivientes y reales; una transformación análoga tuvo lugar en la pintura”

(Tatarkiewicz, 1987, pp. 128).

Platón da una nueva acepción a un término (mímesis) que ya existía, aunque con otro

significado. El término mímesis ya se utilizaba en las prácticas rituales de los sacerdotes;

Demócrito lo utiliza para hablar de la imitación de la naturaleza. En el arte –según Platón–

imitar significa repetir el aspecto, la apariencia, de las cosas. El artista crea así una imagen

parecida a la realidad, pero que es, a fin de cuentas, una imagen irreal, una ilusión: “Lo

que hacen los artistas es proporcionar tan solo una imagen más o menos lejana, una

ilusión” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 133).

Las artes imitativas (pintura, escultura) crean imágenes ilusorias, irreales: este es su rasgo

principal, el cual condiciona la valoración que Platón hace del arte: “No fue tanto el

carácter representativo del arte como su ilusionismo lo que decidió que la opinión de

Platón sobre el arte fuera tan negativa” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 129). “La doctrina

platónica sobre el arte es una consecuencia lógica de su teoría de las ideas, principio

óntico y lógico de todas las cosas que percibimos en el mundo y en la vida. La

49
contraposición entre realidad (ideai) y apariencia (eídolon) vuelve continuamente en sus

diálogos” (Plazaola, 2007, p. 29).

Dice Platón en el Libro X de la República: “...si contemplas una cama de costado o de

frente o de cualquier otro modo, ¿difiere en algo de sí misma, o no difiere en nada, aunque

parece diversa? Y lo mismo con los demás. —Parece diferir, pero no difiere en nada. —

Examina ahora esto: ¿qué es lo que persigue la pintura con respecto a cada objeto, imitar

a lo que es tal como es o a lo que aparece tal como aparece? O sea, ¿es imitación de la

realidad o de la apariencia? –De la apariencia. –En tal caso el arte mimético está sin duda

lejos de la verdad” (República 598a-b). Plazaola profundiza un poco en esta distinción

que hace Platón. Son de diverso grado de realidad los objetos que crean los arquitectos o

artesanos a los que crean los pintores o escultores: por ejemplo, “son de diverso grado de

realidad la cama fabricada por el artesano y la cama pintada por el artista; la primera es

una mímesis reproductiva, eikastiké, la segunda es ilusionista, phantastiké” (Plazaola,

2007, p. 29).

En el caso de la pintura ilusionista 3, explica Plazaola, “el pintor que imita una cama

fabricada por el carpintero (ya imitación de la cama ideal) realiza una realidad de tercer

grado, o mejor, [...] un error de tercer grado, puesto que la única realidad es la primera,

la de la idea; las otras dos no son réplicas ni copias, sino aproximaciones cada vez más

3
También el filósofo estadounidense Stanley Cavell, en su libro Ciudades de palabras, comenta
detenidamente el ejemplo de la cama pintada, que Platón menciona en la República: “La idea de que el
mundo visible [sensible] participa, o imita, al mundo inteligible se encuentra vívidamente ilustrada en las
artes, en la pintura del modo más sencillo, de las que se dice que son doblemente imitativas o
hiperimitativas: la pintura de una cama imita una cosa en el mundo que imita, para ser la cosa imperfecta
que es, la forma o idea de una cama. De aquí proviene el argumento contra la mayoría de la poesía y la
pintura. Dicho sin elegancia para que recordemos las principales premisas: el arte imita la apariencia, no la
realidad. Puesto que solo la realidad es el objeto de conocimiento, se dirige solo a lo racional, es decir, a la
parte superior del alma, mientras que el arte apela a las regiones no racionales del alma. La vida moral, la
vida justa, es la vida presidida por la razón, la vida de la razón. Al apelar a lo irracional, el arte corrompe
el alma, desbarata su aspiración hacia la cumbre del alma y del ser” (Cavell, 2005, p. 336).

50
débiles e impotentes” (Plazaola, 2007, p. 30). Así lo expresa también Friedrich Nietzsche

en el diagnóstico que desarrolla sobre la cultura y el pensamiento griego en El nacimiento

de la tragedia; afirma que “el reproche capital que Platón ha de hacer al arte” es “el de

ser imitación de una imagen aparente, es decir, el pertenecer a una esfera inferior incluso

al mundo empírico” (Nietzsche, 2012, p. 145).

3.3.3. La moralidad del arte: justedad y utilidad

Según Platón, el arte no es justo (adecuado a realidad) ni útil (en un sentido moral), pues

induce a la ilusión –deforma la realidad y, en cualquier caso, solo copia las cosas

sensibles– y corrompe al pueblo. Es necesario matizar aquí que Platón no está

condenando todo el arte, sino cierto tipo de arte que se daba en su tiempo. Aunque la idea

general es negativa: la imitación no pasa de ser un juego frívolo, mientras que la belleza

es algo serio y difícil: jalepá ta kalá –lo bello es difícil– según se dice en Hipias Mayor

(304e).

Por este motivo, explica Plazaola, “los verdaderos jefes políticos reconocerán el atractivo

infinito del arte fabricante de ilusiones, pero lo desterrarán de la ciudad (Cfr. República

III, 395-403)” (Plazaola, 2007, p. 31). Los sofistas habían hablado del “encanto

perturbador” del arte, esa “dulce enfermedad en la mirada”: Platón reconoce de igual

modo este poder del arte, pero no para alabarlo –como los sofistas– sino para condenarlo

y desterrarlo. “El arte, por tanto, o la mayoría de las artes, no puede tener un papel en una

ciudad en la que se aspire a lograr la vida de la razón. La existencia del arte, o de la

mayoría de las artes, queda negada en la ciudad justa” (Cavell, 2005, p. 336).

51
Platón considera que la verdadera y única utilidad del arte es su utilidad moral, esto es,

su capacidad para formar el carácter del hombre. El arte, para ser formativo (utilidad), ha

de ser conforme al mundo divino y a las leyes universales (justedad). Si no, será un arte

sin verdad: y este no puede ser buen arte. Se percibe aquí la herencia pitagórica. “El artista

ha de conocer y aplicar las leyes eternas que rigen el mundo. Estas son las tareas y eo

ipso, los criterios del buen arte, ‘la justedad’ en el sentido de conformidad con las leyes

del mundo y la ‘utilidad’ en el sentido de formar el carácter” (Tatarkiewicz, 1987, pp.

130).

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 3

Agustín de Hipona (2008). Las confesiones (Trad. A. Custodio Vega, O.S.A.). Madrid:

Treviana.

Cavell, S. (2005). Ciudades de palabras. Cartas pedagógicas sobre un registro de la vida

moral (Trad. J. Alcoriza y A. Lastra). Valencia: Pre-Textos.

Gilson, E. (2005). El ser y los filósofos (Trad. S. Fernández Burillo). Pamplona: Eunsa.

Han, B-Ch. (2015a). La salvación de lo bello (Trad. A. Ciria). Barcelona: Herder.

— (2015b). El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse (Trad.

P. Kuffer). Barcelona: Herder.

Heidegger, M. (1927). Sein und Zeit. Tübingen: Niemeyer. [Trad. de J.E. Rivera (1997).

Ser y tiempo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria; Madrid: Editorial Trotta, 2009].

Platón (2008). Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro (Trad. C. García Gual, M. Martínez

Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

Plazaola, J. (2007). Introducción a la Estética. Historia, Teoría, Textos. Bilbao: Deusto.

52
Ratzinger, J. (2001a). La cuestión de las imágenes. EN El espíritu de la liturgia. Una

introducción (pp. 155-175) (Trad. R. Canas). Madrid: Ediciones Cristiandad.

Tatarkiewicz, W. (1987). Historia de la estética. Vol.1: La estética antigua (Trad. D.

Kurzyca). Madrid: Akal.

Tirado, V.M. (2013). Teoría del arte y belleza en Platón y Aristóteles. La idea de la

estética. Madrid: Ediciones Universidad San Dámaso.

53
CAPÍTULO 4. ARISTÓTELES

Aristóteles (384 a.C-322 a.C.) nace en Estagira –motivo por el cual se le conoce como “el

Estagirita”–, en la península de Calcídica, Macedonia. Hijo de un médico, a los diecisiete

años abandona Macedonia y se traslada a Atenas: allí entra a formar parte de la Academia

de Platón (cuarenta y tres años mayor que él), en la que permanece, como estudiante, dos

décadas. Finalmente deja Atenas y en el año 343 el rey Filipo de Macedonia le pide que

se incorpore a la corte de Pela y se haga cargo de la educación de su hijo Alejandro, quien

tenía trece años. En el 335 –tras la muerte de Filipo y el ascenso al poder de Alejandro–

Aristóteles regresa a Atenas, donde funda el Liceo, una “escuela peripatética” (se

enseñaba paseando). En el 323, cuando Alejandro muere a los treinta y tres años,

Aristóteles teme por su vida y abandona Atenas, huyendo a la isla de Eubea. Allí muere

un año más tarde (Cfr. Villar Lecumberri, 2004, pp. 7-8).

La obra de Aristóteles es extensa: se calcula que escribió alrededor de 130 obras, de las

cuales nos han llegado treinta y cinco. De modo similar a Platón, sus obras se dividen en

dos grandes categorías: las obras exotéricas (exoterikós significa “externo”) –destinadas

a ser publicadas, muchas de ellas escritas en forma de diálogo– y las esotéricas (esoterikós

significa “interno”), cuya finalidad no era ser leídas, sino escuchadas; en unas ocasiones,

son notas sueltas que servían como esquema al propio Aristóteles en sus lecciones; en

otros casos, son apuntes que los discípulos tomaban durante dichas lecciones. Estos

escritos también se conocen como akroatikoi lógoi, es decir, “discursos” o “lecciones

orales”.

54
Esta es la razón de que las segundas sean obras en ocasiones fragmentarias e inconexas.

Tras la muerte del Estagirita, sus obras pasaron a manos de Teofrasto, quien se hizo cargo

del Liceo; tras morir Teofrasto, las obras pasaron de mano en mano hasta ser olvidadas

en una ciudad troyana (Escepsis), y más tarde rescatadas en el año 84 a.C. por Andrónico

de Rodas –gramático y filósofo romano– quien las ordena sistemáticamente en el llamado

Corpus aristotelicum y las publica por primera vez. Una vez publicadas, los filósofos de

la época –y muchos otros posteriormente– comenzaron a escribir comentarios a las obras

de Aristóteles, con el fin de aclarar algunos pasajes.

De entre las treinta y cinco obras que nos han llegado de Aristóteles, vamos a destacar

algunas de ellas. Nos han llegado pocos escritos exotéricos (casi todos son de los años de

la Academia, con marcado influjo platónico): son diálogos como Grillo o Sobre la

retórica, Protréptico, Sobre la filosofía, Sobre las ideas, Sobre el bien o el Eudemo. En

cambio, nos han llegado muchos escritos esotéricos, los cuales abordan tanto problemas

filosóficos como de ciencias naturales, todo desde una concepción orgánica (unitaria) del

saber. Entre estos escritos están los escritos sobre lógica (el Organon, es decir,

“instrumento” para acceder a un saber posterior) –como, por ejemplo, Sobre la

interpretación (Peri Hermeneias)–, sobre filosofía natural –como Física o Del cielo–,

psicología (De anima), la Metafísica –llamada así porque, dentro del orden establecido

por Andrónico, son los libros que van después de la Física–, sobre ética y política –Ética

a Nicómaco, Ética a Eudemo y Política– y, por último, la Poética –en la que nos

centraremos– y la Retórica.

Finalmente, cabe añadir en esta introducción algo sobre el modo estándar de citar a

Aristóteles: en este caso, la referencia (número y letra) se corresponde con la edición de

55
1831 de August Immanuel Bekker. Se suele citar indicando el título de la obra, el número

del libro (si es el caso) y del capítulo, más el número de página y la letra (la columna) y

la línea (aunque basta con el número de página y la letra). Ejemplo: Metafísica I, 1, 980a

21.

4.1. LA BELLEZA TEÓRICA

Al igual que sucede en Platón, en Aristóteles no hay un pensamiento estético como tal:

es preciso rastrearlo en su ontología, su teoría del conocimiento y su teoría acerca del arte.

Cabe matizar que sí tiene una obra –la Poética– donde aborda de forma sistemática el arte

poético en tanto que es un tipo de arte mimético, esto es, aquel que imita las acciones

humanas: habla sobre todo de la tragedia y la épica. También en consonancia con Platón,

Aristóteles diferencia claramente la belleza del arte: la primera pertenece al conocimiento

teórico y el segundo al conocimiento práctico.

4.1.1. La belleza, distinta del bien moral

En este primer apartado nos centraremos en la noción aristotélica de belleza. Aquí

Aristóteles se diferencia de Platón: como explica Plazaola, para este filósofo “el bien

moral coincide con lo bello sólo en que es autónomo y desinteresado, pero no se

identifican” (Plazaola, 2007, p. 33). Es decir, ni el bien moral ni la belleza están

subordinados a principios superiores a ellos (tienen su propia medida o ley: son

autónomos); y no se rigen por un criterio de utilidad (desinteresados). En el libro XIII de

la Metafísica –donde Aristóteles aborda la consistencia de las cosas matemáticas: su

“estatuto ontológico”, por así decir– aparece esbozada una cierta distinción entre bien

56
moral (referido a la acción) y bien teórico, entendido como belleza (referido a lo

inmutable):

“Y puesto que la Bondad y la Belleza son cosas diversas (aquella, en efecto, se da siempre

en la acción, mientras que la Belleza se da también en las cosas inmóviles), yerran quienes

afirman que las ciencias matemáticas no dicen nada acerca de la Belleza o de la Bondad.

Hablan, en efecto, de ellas y las muestran en grado sumo. Aunque no las nombren, no es

que no hablen de ellas, puesto que muestran sus obras y sus razones. Por su parte, las

formas supremas de la Belleza son el orden, la proporción y la delimitación, que las

ciencias matemáticas manifiestan en grado sumo. Y puesto que estas (me refiero, por

ejemplo, al orden y la delimitación) son, a todas luces, causas de muchas cosas, es

evidente que hablan en cierto modo de esta causa, la causa como Belleza” (Metafísica

XIII, 3, 1078a 32 - 1078b 4).

Por un lado, no es que bien y belleza estén radicalmente separados: Aristóteles afirma que

bien moral (acción) y bien teórico (belleza) tienen sus diferencias. Pero, en último

término, la belleza no deja de ser un tipo de bien: aquel que se relaciona con la vida teórica

o contemplación (theorein), que es el fin último de la vida humana; en este aspecto,

Aristóteles sigue a Platón de cerca. En la Ética a Nicómaco, después de tratar sobre las

virtudes, la amistad (entendida como virtud de virtudes) y los placeres, Aristóteles se

detiene en la cuestión de la felicidad o vida lograda (eudaimonía). El Estagirita sostiene

que la felicidad ha de ser “una actividad de la parte mejor del hombre” (Ética Nicomáquea

X, 7, 1177a 15) y, un poco más adelante, señala cuál es esa parte mejor: “el intelecto es

lo mejor de lo que hay en nosotros y está en relación con lo mejor de los objetos

cognoscibles” (Ética Nicomáquea X, 7, 1177a 21-23).

57
4.1.2. Contemplación, intelección e inmortalidad

Si os fijáis, nos encontramos aquí con un tipo de demostración similar a la del Fedro de

Platón. Antes de hablar sobre el encuentro con la belleza, Platón había considerado

necesario explicar la particular naturaleza del alma humana: “Conviene, pues, en primer

lugar, que intuyamos la verdad sobre la naturaleza divina y humana del alma, viendo qué

es lo que siente y qué es lo que hace. Y este es el principio de la demostración” (Fedro

245c). De modo parejo, antes de hablar sobre la contemplación, Aristóteles ve necesario

explicar cuál es esa “parte mejor del hombre”: se trata del intelecto (nous).

¿Y qué es el intelecto? Una de las explicaciones más conocidas se encuentra en el Libro

III, capítulo quinto, de la obra De Anima (Acerca del Alma): Aristóteles dice que, al igual

que en la naturaleza hay un principio pasivo o en potencia (la materia) y uno activo o en

acto (la forma), “también en el caso del alma han de darse necesariamente estas

diferencias. Así́ pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro

capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por

ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en

acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su

propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio

que la materia” (Acerca del Alma III, 3, 430a 10-20).

Vemos cómo Aristóteles distingue entre dos tipos de intelecto: el intelecto pasivo o

paciente (nous pathetikós) (“que es capaz de llegar a ser todas las cosas”) el intelecto

activo o agente (nous poietikós) (“capaz de hacerlas todas”). En resumen, los dos

58
cooperan en la tarea de conocer: por un lado, el entendimiento paciente “padece” (es decir,

recibe pasivamente) las impresiones sensibles de la realidad (la realidad en tanto que

“fenómeno”); por otro, el entendimiento agente es el que “aprehende” (es decir, abstrae)

las formas de la realidad. Aristóteles retoma la metáfora de la luz, comparando el intelecto

agente con una luz que “hace” (trae a la luz) las formas.

De estos dos tipos de entendimiento, el equivalente al alma platónica (inmortal) es el

intelecto agente: es acto puro y, por consiguiente, inmortal. Dice Aristóteles: “Una vez

separado es solo aquello que en realidad es y únicamente esto es inmortal y eterno”

(Acerca del Alma III, 3, 430a 20). Por esta razón, en la Ética Nicomáquea dice que el

intelecto agente y su actividad (la contemplación) es algo divino; sirva recordar a este

respecto cómo Aristóteles define a Dios en el Libro XII, capítulo noveno (1079b 34), de

la Metafísica: “Entendimiento que se entiende a sí mismo” (nóesis noeseós nóesis). En

esta misma línea, decíamos, la Ética a Nicómaco dice que la contemplación abre para el

ser humano la posibilidad de una vida divina:

“Tal vida [contemplativa], sin embargo, sería superior a la de un hombre, pues el hombre

viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él; y

la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano. Si, pues,

la mente [nous poietikós] es divina respecto del hombre, también la vida según ella será́

divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que

dicen que, siendo hombres, debemos pensar solo y, siendo mortales, ocuparnos solo de

las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer

todo el esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros” (Ética

Nicomáquea X, 7, 1177b 26 - 1178a 1).

59
En este sentido, tanto para Aristóteles como para Platón la contemplación tiene un valor

de primer orden: es, por así decirlo, el ejercicio de la felicidad, ya que activa “la parte

mejor del hombre” (Ética Nicomáquea X, 7, 1177a 15), que es el intelecto agente.

Siguiendo la idea platónica del conocimiento como “deseo amoroso” (eros) –“Eros es

necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto,

en medio del sabio y del ignorante” (Banquete 204b)–, contemplar significa considerar y

amar algo por sí mismo, como un fin en sí mismo, sin tener que subordinarlo a un interés

o a una utilidad práctica. Que el ser humano sea capaz de esto es prueba de una profunda

libertad interior.

A propósito de esta idea, sirva recordar que este es, precisamente, el fin de la Universidad:

capacitar al hombre para la contemplación. La educación universitaria es aquella en la

que se aprenden los “saberes liberales”, aquellos orientados a estudiar las cosas por sí

mismas, esto es, como fines en sí mismos (contemplación), sin el apremio de la utilidad:

se llaman liberales porque son aquellos que dan prueba de esa honda libertad interior del

hombre. El gran promotor de esta “idea de Universidad” fue John Henry Newman; así lo

escribe en su obra La idea de la Universidad: “Se me pregunta cuál es el fin de la

educación universitaria y del saber liberal o filosófico que pienso debe impartir. Respondo

que [...] el saber es capaz de ser su propio fin. La mente humana está hecha de tal modo

que cualquier clase de saber, si es auténtico, constituye su propio premio” (Newman,

2011, Discurso quinto, p. 126).

60
4.1.3. El giro de Aristóteles

Decíamos que, para Aristóteles, la belleza no es el único bien, a diferencia de Platón. Esta

es solo un tipo de bien: se distingue del bien moral en que es un bien de naturaleza teórica.

Si recordamos el pasaje citado de la Metafísica sobre la distinción entre bien moral y bien

teórico (belleza), vemos que aquí Aristóteles habla de las “obras y razones” de la Belleza,

es decir, de sus rasgos constitutivos: estos son el orden (taxis): “arreglo espacial de las

partes”; la proporción (symmetría): “tamaño proporcional de las partes entre sí y con

relación al todo”; y la delimitación (to orismenon): “la limitación en tamaño del conjunto,

o proporcionalidad extrínseca” (Plazaola, 2007, p. 33).

El criterio aristotélico de belleza es, al igual que en el caso del pitagorismo y de Platón,

muy intelectualista. Este mismo criterio es trasladado por Aristóteles a las artes imitativas,

de modo que en la Poética encontramos una explicación de la belleza muy similar a la

que acabamos de citar, aunque con alguna diferencia significativa: “Y es más, puesto que

lo bello, animal o cualquier cosa que esté compuesta de partes ha de tenerlas no solo en

orden, sino que también debe tener una extensión que no sea fruto de la casualidad, pues

la belleza conlleva una extensión y un orden; por lo tanto no puede ser bello un animal

extremadamente pequeño, ya que su visión se confunde al acercarse a un espacio de

tiempo que resulta prácticamente imperceptible; ni tampoco excesivamente grande (pues

entonces su visión no se produce simultáneamente, sino que la unidad y la totalidad

escapan a la percepción del espectador, como por ejemplo, si hubiera un animal de diez

mil estadios); de manera que, así como los cuerpos y los animales es preciso que tengan

magnitud, pero esta debe ser perceptible en conjunto, así también los argumentos

extensión, pero debe ser fácil de recordar” (Poética VII, 1450b-1451a).

61
Con estas palabras nos adentramos en la teoría aristotélica del arte: con ellas Aristóteles

está dando un salto considerable con respecto a Platón. ¿Por qué? Platón habla de la

belleza como una cualidad exclusivamente ontológica, esto es, una cualidad

correspondiente a la realidad en tanto que realidad; en cambio, Aristóteles va a ampliar

el concepto de belleza: en el caso del arte, la belleza tiene un doble fundamento. Por un

lado, un fundamento ontológico: una cualidad de la realidad misma (armonía,

proporción); pero, por otro lado, la belleza (en el caso del arte) también tiene un

fundamento antropológico: no puede ser entendida al margen del sujeto que la percibe.

Si volvemos sobre el texto que acabamos de citar de la Poética, nos daremos cuenta de

que –efectivamente– hay en él un elemento nuevo que Platón no menciona al hablar de

belleza: “la percepción del espectador”. Según explica Víctor Manuel Tirado, Aristóteles

está diciendo que (en el caso del arte) la belleza no solo requiere de unas condiciones

objetivas (ontológicas), sino que también requiere de unas condiciones subjetivas

(antropológicas): estas últimas son “condiciones que ponen de relieve la importancia

decisiva del espectador y del aparecer [sensible] en el hecho estético” (Tirado, 2013, p.

179).

4.2. LA BELLEZA POÉTICA

En el caso de una obra poética (una tragedia, por ejemplo), Aristóteles dice que esta “debe

guardar cierta proporcionalidad acorde con las capacidades perceptivas del espectador”

(Tirado, 2013, p. 179). Afirma que la obra debe ser “perceptible en conjunto” y “fácil de

recordar” (Poética VII, 1451a). En el fondo, Aristóteles está retomando la postura de los

62
sofistas (Gorgias, Protágoras), aunque sin caer en un relativismo absoluto: dijimos que

los sofistas habían traído un “giro antropológico” –“el hombre es la medida de todas las

cosas” (ánthrōpos métron), decía Protágoras–, también en lo que se refería al arte.

En este sentido, el arte no solo es valioso en tanto que se adecúa con la realidad –

recordemos los criterios de “justedad” y “utilidad” (moral) de Platón–, sino que es valioso

en tanto que se adecúa al espectador. “Se entiende que hay, desde luego, unas condiciones

objetivas [armonía, orden] que determinan la posibilidad de la belleza [del arte], pero que

también hay unas condiciones subjetivas que determinan su posibilidad como donación

experiencial para un sujeto; por ejemplo, la captación syn-óptica de la obra” (Tirado,

2013, p. 180), es decir, que sea perceptible en conjunto. La función del marco en la obra

pictórica o del escenario en el teatro es precisamente esta: mostrar la obra como una

unidad, como un conjunto.

En consonancia con los sofistas, Aristóteles va a poner las bases para la autonomía del

arte, que dejará de ser juzgado a solamente través de criterios éticos u ontológicos. “La

actividad del artista se diferencia de la actividad contemplativa y de la opción ética –

proaíresis–. En este punto significa un paso de gigante con respecto a la doctrina

platónica” (Plazaola, 2007, p. 34).

4.2.1. La imitación como punto de partida

El concepto central de toda la Poética de Aristóteles es el de “imitación” (mímesis).

Podría decirse que, a la hora de entender el arte, tanto Aristóteles como su maestro Platón

tienen el mismo punto de partida: el arte es imitación. Así lo dice Aristóteles al comienzo

63
de la Poética: “Pues bien, la epopeya, la poesía trágica y además la comedia y la poesía

ditirámbica y en gran medida la aulética y la citarística, todas ellas vienen a ser, en

conjunto, imitaciones” (Poética I, 1447a).

Aunque, si bien el punto de partida es el mismo, no es igual lo que se afirma a

continuación. Sabemos que, en el caso de Platón, el concepto de “imitación” tiene un

significado negativo: el arte es –decíamos– “una realidad de tercer grado, o mejor, [...] un

error de tercer grado, puesto que la única realidad es la primera, la de la idea” (Plazaola,

2007, p. 30). La imitación propia del arte poética no es “imitación reproductiva” (mímesis

eikastiké), como la cama que fabrica el artesano, sino que es “imitación ilusionista”

(mímesis phantastiké): es ilusión y, por consiguiente, engaño, falsedad. El arte no da lo

que promete, crea unas expectativas que luego no satisface.

En el caso de Aristóteles, el concepto de “imitación” tiene un significado positivo. ¿Por

qué? ¿En qué consiste este cambio? Consiste en un cambio de enfoque, de perspectiva: a

la hora de valorar este concepto (mímesis), la perspectiva del Estagirita no es ontológica

(Platón), sino más bien antropológica. Esta perspectiva antropológica (desde la naturaleza

hombre) no es exclusiva de la Poética, sino que es una constante que recorre todo el

pensamiento aristotélico. Digamos que el prisma de Aristóteles es siempre la naturaleza

humana. Así se muestra, por ejemplo, en la Ética a Nicómaco, donde dice que el punto

de partida siempre es el “qué”, aludiendo a la naturaleza humana: “Pues el punto de

partida es el qué, y si esto está suficientemente claro no habrá ninguna necesidad del

porqué” (Ética Nicomáquea I, 4, 1095b 5); de modo parecido el punto de arranque de la

Metafísica también es la naturaleza humana: “Todos los hombres desean por naturaleza

saber” (Metafísica I, 980a).

64
Volviendo a la Poética y al concepto de “imitación”, Aristóteles presenta un

razonamiento similar: “Parece que, en general, fueron dos las causas que originaron la

poesía, y ambas naturales. En efecto, imitar es algo connatural a los hombres desde niños,

y en esto se diferencian de los demás animales, en que el hombre es muy proclive a la

imitación y adquiere sus primeros conocimientos por imitación; y también les es

connatural el complacer a todos con las imitaciones. Y prueba de ello es lo que ocurre en

las obras de arte: pues las cosas que vemos en la realidad con desagrado, nos agrada ver

su imágenes logradas de la forma más fiel, así por ejemplo ocurre con las formas más

repugnantes de animales o cadáveres” (Poética IV, 1448b).

En resumen: “La imitación, pues, tiene valor por sí misma, independientemente del valor

de lo imitado” (Tirado, 2013, p. 160). En este sentido, la imitación de un objeto feo o

repugnante hace que dicho objeto quede en cierto modo dignificado y pueda ser admirado.

Por ejemplo, la imagen de un cadáver es terrible y causa rechazo: no ocurre así con el

Cristo crucificado de Velázquez o con Los fusilamientos del tres de mayo de Goya.

4.2.2. La imitación como fuente de conocimiento

Retomando la cita de la Poética (IV, 1448b), advertimos un segundo motivo por el que

la imitación es valiosa: no solo porque imitar sea connatural al hombre, sino porque es

fuente de conocimiento, y conocer (aprender) es también connatural al hombre. Dice

Aristóteles: “Aprender es algo muy agradable no solo para los filósofos, sino también

para el resto de las personas por igual, si bien participan de ello en una pequeña medida.

65
Y es que por eso les agrada ver las imágenes, porque al mismo tiempo que las contemplan

aprenden y van deduciendo qué es cada cosa” (Poética IV, 1448b).

Vemos aquí un marcado contraste entre Platón y Aristóteles: para el primero el arte no

puede ser fuente de conocimiento, sino de engaño; como decía Plazaola, “la doctrina

platónica sobre el arte es una consecuencia lógica de su teoría de las ideas” (Plazaola,

2007, p. 29), que establece una contraposición entre realidad y apariencia. En el caso de

Aristóteles, su modo de entender el arte también es consecuencia de su teoría acerca de

la realidad (teoría hilemórfica): las cosas sensibles no son realidades de segundo grado,

sino cosas plenamente reales, materia configurada según una forma, que el arte puede

hacer accesible.

A través de la imitación de la naturaleza, el arte consigue hacer “emerger y trasparecer

[presentar] lo universal en lo individual, lo inteligible en lo sensible” y, de este modo,

“desvela la verdad contenida en la naturaleza mejor de lo que consigue desvelarla la

naturaleza misma” (Plazaola, 2007, p. 34). Para comprender esto, es necesario dar un paso

más: ¿qué significa eso de presentar lo universal en lo individual? ¿Cómo logra esto el

arte poético?

Es algo paradójico: la “irrealidad” de las imitaciones es la condición para que sean

verdaderas imitaciones de la realidad. Decimos que estas imitaciones son “irreales”

porque no buscan imitar la realidad individual en todos sus detalles concretos, sino más

bien los aspectos “paradigmáticos” (universales, modélicos) de la realidad. En este

sentido, la imitación que hace el arte está “ontológicamente más cerca de las formas

eternas que determinan los entes y a los acontecimientos concretos, que de la

66
individualidad misma de dichos entes o acontecimientos” (Tirado, 2013, p. 184). Así lo

explica Aristóteles: “Si se le reprocha [al artista] que no ha representado cosas verdaderas,

quizás las representara como debían ser, del mismo modo que Sófocles decía que él

presentaba a los hombres como deberían ser” (Poética XXV, 1460b).

En este sentido, el arte poético aspira a lo universal del mismo modo que la filosofía

también aspira a lo universal. La filosofía (la contemplación), decíamos, es la actividad

de la parte mejor del hombre, que se orienta a la intelección –por medio del intelecto

(nous)– de lo más universal; “de hecho, lo propio del intelecto es captar las formas

universales” (Tirado, 2013, p. 184). De forma similar, “la irrealidad de los personajes de

ficción y de las acciones narradas vinculadas a dichos personajes, sigue guardando, pues,

en Aristóteles una vinculación estrechísima con la esencial tendencia del hombre al

conocimiento de lo universal” (Tirado, 2013, p. 185).

Este es el motivo, argumenta Aristóteles, por el que el arte esté tan relacionado con la

filosofía: “Y también es evidente, por lo expuesto, que la función del poeta no es narrar

lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, y lo posible, conforme a lo verosímil y lo

necesario. Pues el historiador y el poeta no difieren por contar las cosas en verso o en

prosa [...]. La diferencia estriba en que uno narra lo que ha sucedido, y el otro lo que

podría suceder. De ahí que la poesía sea más filosófica y elevada que la historia, pues la

poesía narra más bien lo general [lo universal, to kathólou], mientras que la historia, lo

particular. Entiendo por general aquello que dice o hace normalmente una persona, en

virtud de lo verosímil o lo necesario, y a eso aspira la poesía, aunque al final dé nombres

a sus personajes” (Poética IX, 1451b).

67
4.2.3. Los argumentos universales

Si una obra poética –una tragedia, por ejemplo– logra contar una “acción paradigmática”,

y por ello universal, el argumento (mythos) de dicha obra pasa a ser universal y, por ello,

es fuente de conocimiento en sentido estricto. Como dice Víctor Manuel Tirado, lo

“paradigmático es atemporal repetible” (Tirado, 2013, p. 186). ¿Qué quiere decir? Que

un argumento paradigmático no está sujeto a circunstancias sociales, culturales o

históricas; es, en este sentido, universal, pues está hablando al ser humano de todos los

tiempos. Por esto dice Aristóteles: “El poeta debe buscar entre los argumentos

tradicionales y darles un buen tratamiento” (Poética XIV, 1453b).

“Por eso, cuando un poeta da con alguna de estas tipicidades [o paradigmas], su fábula

[argumento] se convierte en un clásico. Desde el punto de vista del contenido, clásica es

aquella fábula que perdura incólume adecuándose al interés y al gusto de todas las épocas”

(Tirado, 2013, p. 186). Esta es precisamente la idea que subyace a la obra de Jordi Balló

y Xavier Pérez titulada La semilla inmortal (1997), que toma como punto de partida la

idea de la “semilla inmortal” contenida en el Fedro de Platón para estudiar cómo ciertos

argumentos, portadores de dicha semilla, han llegado hasta nuestros días a través del cine.

Dicen estos autores: “las narraciones que el cine ha contado y cuenta no serían otra cosa

que una forma peculiar, singular, última, de recrear las semillas inmortales que la

evolución de la dramaturgia ha ido encadenando y multiplicando” (Balló y Pérez, 1997,

p. 11).

Volviendo a la última cita de la Poética (IX, 1451b), dice Aristóteles: “Entiendo por

general aquello que dice o hace normalmente una persona, en virtud de lo verosímil o lo

68
necesario”. En otras palabras, la verosimilitud –el parecido con la realidad: que le “haga

justicia”– es la condición para que un argumento sea “general”, esto es, universal o

paradigmático. En la medida en que lo que el poeta narra es verosímil, esto “toca la

entraña del hombre. Lo que le acontece a Medea, a Antígona, a Hamlet o Don Juan, es

algo que podría acontecerme a mí o a usted” (Tirado, 2013, p. 185).

4.2.4. Imitación de acciones humanas

En síntesis, hasta ahora hemos dicho que los diferentes tipos de poesía “vienen a ser, en

conjunto, imitaciones” (Poética I, 1447a). Pero ¿qué es lo que imitan? Aristóteles nos da

la respuesta en varios pasajes de la Poética. Por ejemplo, en este: “los que imitan, imitan

a personas que actúan” (Poética II, 1448a). Lo que quiere decir el Estagirita es que “el

poeta no imita a los hombres sino a sus acciones” (Villar Lecumberri, 2004, p. 36, nota

28). En otro pasaje, donde define la esencia de la tragedia, aporta más detalles:

“Ocupémonos ahora de la tragedia, deduciendo de lo dicho anteriormente la definición

de su esencia. Así, la tragedia es la imitación de una acción seria [esforzada] y completa,

de una extensión considerable, de un lenguaje sazonado, empleando cada tipo, por

separado, en sus diferentes partes, y en la que tiene lugar la acción y no el relato, y que

por medio de la compasión y del miedo logra la catarsis de tales padecimientos” (Poética

VI, 1449b). De esta definición vamos a extraer dos ideas principales, que nos ocuparán

en lo que sigue: “imitación de una acción” y “catarsis”. Abordemos ahora la primera idea.

Un poco más adelante, Aristóteles añade algo más sobre la imitación de la acción: “la

imitación de la acción es el argumento. Al hablar aquí de argumento me refiero a la

composición de los hechos” (Poética VI, 1450a). Se ha traducido como “argumento” o

69
“fábula” la palabra griega mythos. El argumento es el elemento esencial de la tragedia –

“sin acción no puede haber tragedia” (Poética VI, 1450a), escribe el Estagirita– y, por

extensión, de la obra poética. A su vez, la esencia del argumento no son los “caracteres”

de los personajes o su “pensamiento”, de los que también habla Aristóteles en tanto que

son las principales causas de las acciones (Poética VI, 1450a): su esencia es la acción

(práxis) imitada.

Explica Víctor Manuel Tirado que “la acción hace referencia a los acontecimientos vitales

que determinan la vida de los personajes en lo que a su índole trágica respecta” (Tirado,

2013, p. 170). La acción imitada ha de tener una “índole trágica”, es decir, ha de darse –

como sostiene Aristóteles– “el paso del infortunio a la dicha, o de la dicha al infortunio”

(Poética VII, 1451a). Así, la extensión de la obra ha de ser la suficiente para poder narrar

este cambio de fortuna.

Además, la acción ha de ser única: puesto que “lo que da unidad al argumento no es el

héroe o el protagonista, sino la acción. Esta unidad de acción es necesaria” (Villar

Lecumberri, 2004, p. 54, nota 82). Así lo afirma Aristóteles en el siguiente pasaje: “Por

consiguiente, como en el resto de las artes imitativas, una sola imitación es imitación de

una sola cosa, del mismo modo el argumento, puesto que es imitación de la acción, es

imitación de una única acción y de esta en su totalidad; y que las partes de las cosas se

constituyan de tal modo que, si se cambia de lugar o se suprime una parte, se desbarate y

se desajuste el conjunto; pues aquello que exista o no, no conlleva una consecuencia

perceptible, no forma parte del conjunto” (Poética VIII, 1451b).

70
Una acción única puede ser, por ejemplo, el regreso al hogar (La Odisea), o la fundación

de una nueva patria (La Eneida), o la búsqueda de un tesoro (Jasón y los argonautas). En

cualquier caso, todas las partes han de estar orientadas a la construcción de esta acción

única. Como decíamos, esta acción única tiene un núcleo trágico: un cambio de fortuna.

Este paso del infortunio a la dicha, o de la dicha al infortunio contribuye a su vez a dar

cohesión (unidad) la acción: todas las partes están articuladas por una misma tensión hacia

la dicha o hacia el infortunio, todas ellas forman una misma trama.

4.2.5. La vida como trama de sentido

Víctor Manuel Tirado se refiere a esta unidad como una “trama de sentido”. ¿A qué se

refiere con la palabra “sentido”? Es necesario entender esta palabra en el contexto del

pensamiento de Aristóteles: para el Estagirita, toda vida tiene un sentido, esto es, tiene –

por su misma naturaleza o esencia– un fin (telos). “Este telos o fin es su entelequia –

entelecheía– o perfección [o acabamiento, podríamos decir]. Cuando una sustancia [por

ejemplo, un ser humano] ha alcanzado su perfección, podemos decir de ellas que ha

completado su existencia, ha logrado aquello a que estaba, por esencia, llamada a ser”

(Tirado, 2013, p. 172).

En otras palabras, el fin nos viene dado por la misma naturaleza o esencia: está ya

implícito en ella. De hecho, Aristóteles se refiere a la esencia como “to tí ên einai”, que

significa algo así como “lo que es como ya era”. Es decir, que el fin –eso a lo que la

sustancia está llamada a ser– “ya era” (pretérito), ya estaba ahí desde su origen. Siguiendo

este razonamiento, podríamos decir que una sustancia que alcanza su perfección o

71
acabamiento (entelecheía) ha recorrido un camino marcado por tres etapas: principio,

medio y fin.

Pero ¿qué es lo que ocurre en la tragedia normalmente? Que el fin no es logrado, porque

esa vida queda truncada (mal-lograda) antes de alcanzar su fin: su existencia queda

incompleta para siempre. Si nos fijamos, las nociones de “tragedia”, “dicha”, “infortunio”

solo adquieren significado si las entendemos en relación con esta idea de fin –en tanto

que perfección o acabamiento– al que tiende la vida humana. Una vida es “trágica”

cuando no logra alcanzar aquello a lo que estaba llamada a ser: su felicidad. Un ejemplo:

¿Por qué es trágico el desenlace de Blade Runner (1982)? Porque la vida del replicante

Roy queda truncada. Recordemos sus últimas palabras: “Yo... he visto cosas que vosotros

no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la

oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el

tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

“La tragedia consiste, justamente, en que algún ser humano desaparece de manera

inesperada, absurda, dolorosa, antes de haber realizado lo que por esencia prometía y, así,

siempre en el modo contrario a la felicidad” (Tirado, 2013, p. 172). En resumen, dice

Víctor Manuel Tirado, “la acción trágica consiste en una vida verosímilmente malograda”

(Tirado, 2013, p. 173).

Ahora bien, si el hombre carece de naturaleza o esencia, ya no hay fin (telos) ni perfección

o acabamiento (entelecheía) que dé unidad a todo y que cohesione todas los sucesos en

una misma trama de sentido. La vida humana ya no es una unidad de dos co-principios –

esencia y existencia–, sino que es una pura existencia: pura facticidad. No hay nada a lo

72
que haya sido llamada: es pura apertura, pura indefinición. La vida del hombre pasa a ser

un absurdo, como lo reflejan las obras del teatro del absurdo en el siglo XX: La cantante

calva (1950) de Eugène Ionesco o Esperando a Godot (1955) de Samuel Beckett. En el

cine, este absurdo queda bien reflejado en algunas películas de Woody Allen –como

Delitos y Faltas (1989) o Match Point (2005)– o Michael Haneke, como Código

desconocido (2000), entre otras.

4.2.6. La función catártica de la obra poética

Hasta ahora hemos desarrollado diferentes aspectos de una misma idea, a saber, que la

obra poética es imitación de una acción. La otra gran idea sale también de aquella cita

larga de la poética. Volvamos a ella: “Ocupémonos ahora de la tragedia, deduciendo de

lo dicho anteriormente la definición de su esencia. Así, la tragedia es la imitación de una

acción seria y completa, de una extensión considerable, de un lenguaje sazonado,

empleando cada tipo, por separado, en sus diferentes partes, y en la que tiene lugar la

acción y no el relato, y que por medio de la compasión y del miedo [o temor] logra la

catarsis de tales padecimientos” (Poética VI, 1449b).

“Por medio de la compasión y del miedo [o temor] [la tragedia] logra la catarsis de tales

padecimientos”, dice Aristóteles. Esto no es algo nuevo: como ya hemos visto, “fueron

en realidad los pitagóricos los primeros en señalar esta función catártica del arte” (Tirado,

2013, p. 188). ¿En qué consiste la catarsis? Explica Víctor Manuel Tirado que la catarsis

en una “conmoción espiritual que experimenta el contemplador de una tragedia” y que

“lo transforma de manera análoga a como la vacuna transforma el organismo” (Tirado,

2013, p. 199). Así, al igual que la vacuna inocula una pequeña dosis de “mal” (un virus)

73
en nuestro organismo, la tragedia nos inocula (espiritualmente) una dosis de “mal”, pues

nos hace padecer el “mal” (el dolor) que sufren los personajes durante el tiempo que dura

la narración. Dicho de otro modo, “es como si la vivencia ficticia del drama liberara al

contemplador de la necesidad de vivirlo en sus propias carnes” (Tirado, 2013, p. 202).

Si volvemos a la cita de la Poética (VI, 1449b), veremos que Aristóteles menciona el

“temor” o “miedo” (phóbos) y la “compasión” (eléos) como los elementos

imprescindibles para que se dé la catarsis. Ambos están estrechamente relacionados,

como queda reflejado en este pasaje de la Retórica: “Por decirlo simplemente, son, pues,

temibles todas las cosas que, cuando les suceden o están a puntos de sucederles a otros,

inspiran compasión” (Retórica II, 5, 1382b 25). Lo temible es un mal que mueve a

compasión, en tanto que no nos resulta indiferente, pues nos damos cuenta de que también

nos podría suceder a nosotros; y por eso lo tememos, al tiempo que nos compadecemos

de quien lo sufre.

¿Y qué es la compasión? En la Retórica, Aristóteles esboza una definición de compasión:

“Sea, pues, la compasión un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso

en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno

de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo” (Retórica II, 1385b 15).

Es decir, lo que provoca la compasión es “la conciencia de que también podría sucederle

a uno mismo los males que acontecen a otro” (Racionero, 1990, p. 353, nota 118).

Al identificarnos así con el “otro”, este pasa a ser un “prójimo” para nosotros. “‘Com-

pasión’, ‘sym-patía’, ‘miseri-cordia’, [...] todos estos términos apuntan ya desde su

etimología al centro del problema. ‘Padecer-con-el-otro’, hacer mío el dolor del otro [...]

74
el mal del otro me duele a mí mismo” (Tirado, 2013, p. 192). Cuando sentimos compasión

(misericordia) hacia el otro, entonces hemos empezado a verlo como un prójimo. Un claro

ejemplo de esto es la llamada “parábola del buen samaritano”, recogida en el capítulo 10

(25-37) del Evangelio de san Lucas: a la pregunta que un doctor de la Ley le hace a Jesús:

“¿Y quién es mi prójimo?”; Jesús responde con una parábola –un relato– sobre la

compasión de un samaritano por un judío, algo inaudito en aquel tiempo. Y al terminar,

Jesús le pregunta: “¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó

en manos de los bandidos?”. “El que practicó la misericordia con él”, le responde el doctor

de la Ley.

En resumen, el papel protagonista que tiene la catarsis, en tanto que efecto de la tragedia,

nos dice mucho sobre la importancia que da Aristóteles a la afectividad (pathos) –temor,

compasión, etc.–, algo que no estaba presente en el pensamiento anterior. Será en el siglo

XX, con pensadores como Max Scheler o Martin Heidegger, cuando la afectividad tenga

un papel protagonista, al ser considerada como “una característica esencialísima del

peculiar modo de ser del hombre” (Tirado, 2013, p. 194).

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 4

Aristóteles (2010). Poética (Trad. A. Villar Lecumberri). Madrid: Alianza Editorial.

— (1994). Metafísica (Trad. T. Calvo Martínez). Madrid: Gredos.

— (1990). Retórica (Trad. Q. Racionero). Madrid: Gredos.

— (1985). Ética Nicomáquea. Ética Eudemia (Trad. J. Pallí Bonet). Madrid: Gredos.

— (1985). Acerca del Alma (Trad. T. Calvo Martínez). Madrid: Gredos.

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Balló J., y Pérez, X. (1997). La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine

(Trad. J. Jordá). Barcelona: Anagrama.

Newman J.H. (2011). Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria.

Pamplona: Eunsa.

Platón (2008). Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro (Trad. C. García Gual, M. Martínez

Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

Plazaola, J. (2007). Introducción a la Estética. Historia, Teoría, Textos. Bilbao: Deusto.

Racionero, Q. (1990). Notas a la Retórica de Aristóteles. Madrid: Gredos.

Tirado, V.M. (2013). Teoría del arte y belleza en Platón y Aristóteles. La idea de la

estética. Madrid: Ediciones Universidad San Dámaso.

Villar Lecumberri, A. (2004). Introducción y notas a la Poética de Aristóteles. Madrid:

Alianza Editorial.

76
CAPÍTULO 5. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO MEDIEVAL

La Edad Media es una época difícil de delimitar y de definir; el concepto mismo de “Edad

Media” nos dice “que se inventó para encontrarles alojamiento a una decena de siglos que

nadie conseguía colocar, dado que se encontraban a medio camino entre dos épocas

‘excelentes’ [a saber: la antigüedad y el renacimiento; según afirmaba la concepción

moderna]” (Eco, 2015, p. 15). No obstante, es posible encontrar algunos rasgos

identitarios de esta extensa época si rastreamos sus orígenes. Entre las raíces del

pensamiento estético vamos a destacar dos: el neoplatonismo y el cristianismo.

5.1. PLOTINO Y EL NEOPLATONISMO

El gran impulsor de la corriente de pensamiento conocida como “neoplatonismo” es

Plotino (204-270 d.C.). Aunque vive varios siglos después de Platón, Plotino puede ser

considerado su continuador. Sus escritos –54 tratados posteriormente ordenados en seis

Enéadas– tienen como hilo conductor un “uniforme sistema idealista, espiritualista y

trascendente. Los problemas estéticos ocupan en ellas un lugar relevante, mucho más

destacado que en los sistemas griegos anteriores” (Tatarkiewicz, 1987, pp. 327-328).

5.1.1. La belleza como revelación del espíritu en la materia

Al igual que Platón, el neoplatonismo afirmaba la existencia de dos mundos

contrapuestos: “este” (sensible) y “aquel” (suprasensible). “El imperfecto mundo material

de los sentidos, en el cual vivimos, y otro mundo perfecto, suprasensible y espiritual”

(Tatarkiewicz, 1987, p. 328). No obstante, tal y como señala Tatarkiewicz, hay una

77
diferencia entre estos dos filósofos: por un lado, Platón admite solo la existencia de una

belleza suprasensible, accesible solo a la razón; por otro, Plotino afirma la existencia de

una belleza sensorial, reflejo de aquella otra suprasensible, a la que podemos acceder por

medio de nuestros sentidos. Dentro del mundo sensible, la belleza sensorial es la única

propiedad perfecta, ya que está directamente vinculada con el mundo perfecto. Por esta

razón, la estética va a ocupar un puesto de primer orden dentro del pensamiento de

Plotino.

Por otra parte, Plotino va a romper con la definición de belleza característica del

pensamiento clásico, que tiene su raíz en el pitagorismo y más tarde es asumida por Platón

y Aristóteles: la belleza teórica es entendida por este como proporción (symmetría).

Plotino rechaza esta idea argumentando que se centraba en la relación y disposición de

las partes y, por consiguiente, ponía el acento en los objetos complejos –cuyas muchas

partes habrían de dar lugar a una proporción– y no en los objetos simples, como la luz,

un color o un sonido particular, por ejemplo; además, la idea de belleza como proporción

“es fácilmente aplicable a los objetos materiales, pero no a los espirituales, como la virtud

o el conocimiento, o a un perfecto sistema social, que también suelen ser bellos”

(Tatarkiewicz, 1987, pp. 328-329). Así lo expresa en la Enéada sexta: “Y por eso hay que

reconocer que aun acá la belleza consiste más en el esplendor que refulge en la

proporción, y que ese esplendor es lo que enamora. ¿Por qué, si no, brilla más la belleza

en el rostro de un hombre vivo, mientras que en el de un muerto no hay más que un rastro

de belleza, y eso aun antes de que el rostro esté mustio de carnes y proporciones? ¿Por

qué las estatuas más vivas son más hermosas, aunque las otras estén mejor

proporcionadas?” (Enéada VI, 7, 22, 25-30).

78
En este sentido, Plotino sostiene que la belleza no consiste en una relación (disposición

de las partes o proporción), sino en una cualidad. Así, la proporción es simplemente una

posible manifestación externa de una cualidad interna. La esencia determinante de la

belleza no es la proporción, sino la unidad; pero la materia es fuente de multiplicidad, no

de unidad, por lo que la belleza no puede proceder de la materia, sino del espíritu (del

alma). Así, todos los fenómenos sensoriales (color, forma, sonido, tamaño, etc.) son

revelaciones o manifestaciones directas del alma. Plotino “veía en la belleza una

propiedad del mundo de los sentidos, pero proveniente del mundo intelectual que se

revela en aquel: si los cuerpos son bellos, lo son por el espíritu”; dicho en pocas palabras:

“la belleza es la revelación del espíritu en la materia” (Tatarkiewicz, 1987, p. 329).

Detrás de esta conexión entre unidad y belleza se encuentra toda una teoría metafísica que

gira en torno a dos conceptos: lo “absoluto” (o la unidad) y la “emanación”. Todo lo que

existe surge de un único absoluto, y “tuvo que surgir porque la característica esencial de

lo absoluto es justamente la expansión” (Tatarkiewicz, 1987, p. 332). El absoluto es como

una fuente que irradia luz; de él “emanan” –palabra importante, que marca la distinción

con respecto a la idea judeocristiana de creación– todas las cosas que existen: el mundo

de las ideas, el de las almas y el de la materia. Cuando más alejados están de lo absoluto,

los mundos pierden unidad y, por tanto, son más imperfectos. Así, la belleza se entiende

como el reflejo, la irradiación, del absoluto.

En lo que respecta a la relación entre hombre y belleza, dice Plotino que solamente el

hombre que vive según el espíritu es capaz de reconocer al espíritu y, por tanto, “solo él

puede percibir la belleza, logrando precisamente captarla y recibirla en razón a su mutuo

parentesco” (Tatarkiewicz, 1987, p. 330). Solo el alma que ha llegado a ser bella puede

79
ver la belleza y reconocerla. Plotino expresa esta conexión entre belleza y bien en el

siguiente fragmento de la primera Enéada: “Hay que acostumbrar, pues al alma a mirar

por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuantas obras bellas realizan no

las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los

que realizan las obras bellas. ¿Que cómo puedes ver la clase de belleza que posee un alma

buena? Retírate a ti mismo y mira” (Enéada I, 6, 9, 1-10).

Cabe matizar, como hace Tatarkiewicz, que “la estética de Plotino es espiritualista, no

antropocéntrica” (Tatarkiewicz, 1987, p. 330). Su alusión a la idea de “alma” o de

“espíritu” no se refiere exclusivamente al ser humano: en la naturaleza hay fuerzas

espirituales y creativas que exceden al hombre.

5.1.2. Relación directa entre arte y belleza

El arte es verdaderamente bello no cuando imita el mundo de los sentidos, sino cuando

refleja el mundo del espíritu, esto es, las razones o formas de las que deriva ese mundo

sensible. Así lo expresa Plotino: “Mas si alguien menosprecia las artes porque crean

imitando a la naturaleza, hay que responder en primer lugar que también las naturalezas

imitan otros modelos. En segundo lugar, es de saber que las artes no imitan sin más el

modelo visible, sino que recurren a las formas en las que se inspira la naturaleza, y,

además, que muchos elementos se los inventan por su cuenta y los añaden donde hay

alguna deficiencia como poseedoras que son de la belleza” (Enéada V, 8, 1, 35-40). Del

pensamiento de Plotino se desprende “la más profunda convicción sobre la directa

relación entre artes y belleza” (Tatarkiewicz, 1987, p. 331); esta fue la gran hazaña de

Plotino.

80
El artista no imita algo que ve, sino que plasma en la materia una “forma interna” que

tiene de antemano en su mente. Cuando sucede esto, es posible hablar de belleza en el

arte: “Esta [belleza] se engendra y nace cuando la forma interior penetra en la materia y

esto es justamente lo que hace el artista, conceder a la piedra o a la palabra su forma

espiritual y verdadera” (Tatarkiewicz, 1987, p. 331). A su vez, esa idea o forma que tiene

el artista en su mente es un reflejo de otra idea superior, de un modelo eterno. Siguiendo

este razonamiento, podemos decir que para Plotino el arte es algo que se encuentra entre

este mundo y el otro: por un lado, es de este mundo porque se sirve de la materia sensible

y representa formas sensibles con sus correspondientes proporciones; por otro lado, es del

otro mundo porque proviene de la mente del artista, la cual bebe de los modelos eternos.

Así, en la medida en que el arte refleja las formas internas –y estas reflejan a su vez los

modelos eternos–, este puede ser considerado fuente de conocimiento. De modo análogo

a como Aristóteles atribuye al arte poético un carácter filosófico, Plotino explica cómo a

través de las imágenes “se puede conseguir una visión intelectual y más certera del

mundo, percibiendo su orden, y gracias a ellas ‘el mundo se hace transparente para la

mente’” (Tatarkiewicz, 1987, p. 331).

Plotino llegó a escribir unas instrucciones precisas sobre cómo debía de ser la pintura:

entre sus indicaciones, decía que la pintura debía plasmar la luz que reflejan las cosas

(una iluminación uniforme, sin sombras), debía representarlas en su tamaño y forma

natural (con todo tipo de detalles pormenorizados), debía pintarlas en un solo plano (dos

dimensiones, sin perspectiva), etc. El fin de este tipo de pintura no es invitar a la

recreación de los sentidos, sino invitar al espectador, en palabras de Plotino, a la

81
contemplación y la comunión: “La contemplación interior y la comunión no con la estatua

ni con la imagen, sino con la divinidad misma… y esto quizá no sea una contemplación,

sino otra manera de ver, un éxtasis” (Enéada VI, 9, 11, 20).

Pero pocos discípulos de Plotino siguieron estas instrucciones. Sin embargo, el

cristianismo –sobre todo el cristianismo bizantino u oriental– sí que aplicó muchas de

estas indicaciones de Plotino a la creación artística y, más concretamente, a la elaboración

de los iconos. Así lo explica Ratzinger en un texto (“La cuestión de las imágenes”) sobre

las imágenes cristianas: “En el icono, lo que cuenta no son precisamente estos rasgos del

rostro [...]; más bien se trata de una nueva forma de ver [lo mismo que sostiene Plotino:

“otra manera de ver”]. El icono mismo tiene que proceder de una nueva apertura de los

sentidos internos, de un llevar a ver que va más allá de lo meramente empírico y que

descubre a Cristo [...]. De este modo, el icono conduce al que lo contempla, mediante esa

mirada interior que ha tomado cuerpo en el icono, a que vea en lo sensorial lo que va más

allá de lo sensorial y que, por otra parte, pasa a formar parte de los sentidos” (Ratzinger,

2001a, p. 161).

5.2. EL CRISTIANISMO

Según explica Umberto Eco, “la Edad Media dedujo gran parte de sus problemas estéticos

de la Antigüedad clásica, no obstante, confirió a tales temas un significado nuevo,

introduciéndolos en el sentimiento del hombre, del mundo y de la divinidad típicos de la

visión cristiana” (Eco, 2015, p. 19). Ciertamente, el cristianismo es un acontecimiento

fundamental para comprender el pensamiento estético medieval. No podemos adentrarnos

en este pensamiento sin antes pararnos a pensar en qué consiste esa novedad que trae el

82
cristianismo. Sirva como punto de partida a esta explicación el discurso de san Pablo en

el Areópago, recogido en los Hechos de los Apóstoles (17, 22-31), el cual ilustra de modo

sintético el encuentro entre el mundo griego y el cristianismo incipiente.

5.2.1. El “Dios desconocido”: san Pablo en el Areópago

Una primera idea fundamental que introduce este discurso es que el cosmos ha sido creado

por Dios, una noción no está presente en ninguno de los filósofos griegos. Tal vez sea por

esto –entre otros motivos– por lo que san Pablo emplea la expresión “Dios desconocido”:

“El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra…”

(Hechos 17, 24). En segundo lugar, el Dios del que habla san Pablo se opone a las

múltiples divinidades olímpicas, que eran adoradas a través de una serie de ritos y

costumbres. En tercer lugar, san Pablo menciona la búsqueda de Dios como una actitud

propia del ser humano: “para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo

encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos

movemos y existimos” (Hechos 17, 27-28).

La búsqueda de Dios por parte del hombre tiene como punto de partida las cosas creadas,

a través de las cuales podemos deducir la existencia de un Dios creador: “En él vivimos,

nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28). El mismo san Pablo reitera esta misma idea

al comienzo de su Carta a los Romanos: “Porque lo que se puede conocer de Dios es

manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado [a los hombres]. Pues desde la creación

del mundo las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder y su divinidad– se han

hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas” (Romanos 1, 19-20).

83
5.2.2. El Dios de la fe y el Dios de los filósofos

En un capítulo de su obra Introducción al cristianismo (“El Dios de la fe y el Dios de los

filósofos”), Ratzinger escribe con más detalle sobre la naturaleza del Dios cristiano, y

sobre si realmente hay alguna distinción entre este Dios y el Dios de los filósofos, como

del que habla Aristóteles en el libro XII de la Metafísica, por ejemplo. Tal y como queda

reflejado en el discurso de san Pablo en el Areópago, el cristianismo nace en un contexto

en el que abundaban los dioses. Ante tal variedad de dioses, la fe cristiana se vio en la

situación de tener que dar razón sobre cuál era su Dios. Así, explica Ratzinger, “el

cristianismo primitivo decidió y llevó audazmente a cabo una elección purificadora: optó

por el Dios de los filósofos frente a los dioses de otras religiones” (Ratzinger, 2001b, p.

117).

El Dios cristiano no era Zeus, Hermes, Dionisos o cualquier otro, sino el Dios del que ya

habían hablado los filósofos. Cuando los primeros cristianos hablan de Dios, se refieren

“al ser mismo, a lo que los filósofos consideran el fundamento de todo ser [...]. Esta

elección significa una opción a favor del Logos frente a cualquier forma de mito, así como

la desmitologización del mundo y de la religión” (Ratzinger, 2001b, p. 118).

En la Antigua Grecia y en la Antigua Roma se había producido una escisión entre el Dios

de la religión y el Dios de los filósofos: entre la piedad y la búsqueda racional de la verdad.

Con el paso del tiempo, la religión politeísta se había convertido en un “mito inoperante”

(Ratzinger, 2001b, p. 120), esto es, obsoleto. Su separación de la razón –la pérdida de una

orientación hacia la verdad– fue la causa de que la religión politeísta dejara de ser una

84
fuente de significado para el hombre; simplemente quedó cristalizada en una serie de

costumbres.

A este respecto, Ratzinger cita unas palabras de Tertuliano que apuntan a la diferencia

que trae el cristianismo: “Cristo no se llamó a sí mismo costumbre sino verdad [Dominus

noster Christus veritatem se, non consuetudinem nominavit]” (2001b, p. 120). Esto

significa que “el cristianismo se pone decididamente de parte de la verdad y se separa de

una concepción de la religión que se reduce a un conjunto de ceremonias” (Ratzinger,

2001b, p. 120). Por otra parte, es cierto que el neoplatonismo había dado al mito una

interpretación ontológica, explicándolo como una teología simbólica y reconciliándolo

de este modo con la búsqueda de la verdad; pero “lo que solo puede subsistir mediante la

interpretación, en realidad ha dejado ya de existir” (Ratzinger, 2001b, p. 120).

Ahora bien, si el Dios cristiano es equiparable al Dios de los filósofos, ¿qué novedad trae

el cristianismo? Ratzinger explica cómo “la fe cristiana dio a ese Dios un significado

nuevo, lo sacó del terreno puramente académico y lo transformó profundamente. Este

Dios, que antes parecía totalmente neutro, concepto supremo y definitivo; este Dios que

se concebía como puro ser o puro pensar, eternamente recluido en sí mismo, sin

proyección alguna hacia el hombre y hacia su pequeño mundo; este Dios de los filósofos,

pura eternidad e inmutabilidad que excluye toda relación con lo mudable y contingente,

es ahora para la fe el hombre Dios, que no es solo pensar del pensar, eterna matemática

del universo, sino también agapé, potencia de amor creador” (Ratzinger, 2001b, p. 122).

En síntesis, el Dios cristiano supera al Dios de los filósofos en dos aspectos: por un lado,

el Dios filosófico se caracteriza por relacionarse exclusivamente consigo mismo. “Es un

85
puro pensar que se contempla a sí mismo. En cambio, el Dios de la fe se caracteriza

fundamentalmente por la categoría de relación. Es amplitud creadora que todo lo

transforma” (Ratzinger, 2001b, p. 125). Por otro lado, el Dios filosófico es puro pensar:

“lo divino es pensar y solo pensar. El Dios de la fe es, en cuanto pensar, amor. La idea de

que amar es divino domina toda su concepción. El Logos de todo el mundo, la idea

creadora original es también amor, y este pensamiento es creador porque como

pensamiento es amor y como amor es pensamiento” (Ratzinger, 2001b, pp. 125-126).

5.2.3. La Encarnación: Dios revela su rostro

Junto con la idea de creación, ya presente en la religión del pueblo de Israel, el

cristianismo añade una novedad todavía más radical, si cabe: la “Encarnación” de Dios

en la persona de Jesucristo. En los tiempos de la esclavitud del pueblo de Israel en Egipto

y su posterior éxodo hacia la tierra prometida, Moisés había destacado –según relata el

Libro del Éxodo– por ser un verdadero profeta, es decir, alguien que había entablado un

contacto con Dios y que era portador de sus mensajes: primero en el misterioso episodio

de la zarza ardiente –donde Dios revela su nombre (YHWH) a Moisés– y más tarde en la

cumbre del monte Sinaí y en la llamada “tienda del encuentro”. Dice el Libro de Éxodo:

“El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo” (Éxodo 33, 11).

Así, el rasgo definitorio de Moisés era este: “el acceso inmediato a Dios, de modo que

puede transmitir la voluntad y la palabra de Dios de primera mano, sin falsearla”

(Ratzinger, 2007, p. 27).

No obstante, el acceso de Moisés a Dios tenía sus límites. La idea que Moisés hablaba

“cara a cara” con Dios debe entenderse a la luz de otras palabras del Libro del Éxodo, que

86
limitan su significado. En momento concreto, Moisés hace a Dios una petición atrevida:

“Muéstrame tu gloria” (Éxodo 33, 18), es decir, “muéstrame tu rostro”; y Dios le

responde: “No podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir

viviendo” (Éxodo 33, 20). Así, en esa misma escena, cuando Dios pasa junto a Moisés,

el profeta se coloca en la hendidura de una roca y Dios le cubre con su mano: “Tú podrás

ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver” (Éxodo 33, 23).

En resumen: Moisés entra en la presencia de Dios, en su cercanía, pero no puede ver

directamente su rostro. Por eso, explica Ratzinger, Moisés deja sin cumplir la promesa

que formula el Libro del Deuteronomio, de un profeta que vea real y directamente el

rostro de Dios: “El Señor, tu Dios, suscitará de ti, entre tus hermanos, un profeta como

yo; a él habéis de escuchar” (Deuteronomio 18, 15). Queda sin cumplir el deseo de ver el

rostro de Dios, un deseo que recoge el Libro de los Salmos como propio del corazón de

todo ser humano: “De ti ha dicho mi corazón: ‘Busca su rostro’. Sí, tu rostro, Señor, es lo

que busco; no me ocultes tu rostro” (Salmo 27).

Es el contexto de esta promesa y este deseo donde debe situarse la novedad que trae el

cristianismo; en este contexto hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: “A

Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha

dado a conocer” (Juan 1, 18). El cristianismo afirma que en Jesús se cumple la promesa

que había quedado incompleta con Moisés: Él es el verdadero profeta. “En él se ha hecho

plenamente realidad lo que en Moisés era solo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios

no solo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre”

(Ratzinger, 2007, p. 28). Él ve a Dios y le conoce cara a cara; siguiendo el razonamiento,

87
quien ve a Jesús, está viendo a Dios mismo. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre”

(Juan 14, 9), dice Jesús sobre sí mismo.

Según el cristianismo, Dios revela –de modo visible– su verdadero rostro en Jesús. En

palabras de Ratzinger, “la Encarnación significa, ante todo, que Dios, el invisible, entra

en el espacio de lo visible” (Ratzinger, 2001a, p. 162). Como es lógico, esto conlleva

importantes consecuencias a la hora de comprender la estética medieval: tanto la idea de

la belleza (teórica) como la idea del arte. La Encarnación de Dios, esto es, la idea de que

Dios se hace hombre (no toma “apariencia” de hombre: sino que se hace realmente

hombre) pone en entredicho la prohibición que había hecho Dios al pueblo de Israel sobre

las imágenes, recogida en el Libro del Éxodo: “No te harás escultura ni imagen, ni de lo

que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas

por debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto” (Éxodo 20, 4-5).

En el ámbito del arte, de las imágenes, se produjo un cambio de gran alcance en el

momento en que apareció lo que se llama el archeiropoietos (hecho sin mano): “una

imagen que se consideraba no hecha por mano de hombre y que representaba la misma

faz [el rostro] de Cristo” (Ratzinger, 2001a, p. 158-159). Dos de estas imágenes aparecen

el Oriente a mitad del siglo VI: el camulanium –el sudario– y el mandylion, que hoy se

identifica con la Sábana Santa de Turín. Muchos cristianos interpretaron estos hallazgos

como una prueba de que la representación en imágenes del rostro de Dios era algo grato

a Él. Por este motivo, las primeras imágenes de Cristo –los iconos– se hacen siguiendo

unos estrictos cánones que siguen las proporciones archeiropoietos: la fidelidad al

modelo es la garantía de una cierta visión del rostro de Dios. La imagen icónica se

88
entiende, así como “participación de la misma realidad, irradiación y presencia”

(Ratzinger, 2001a, p. 159).

Por este motivo, el arte cristiano entiende las imágenes de un modo muy particular: el arte

no solamente enseña la fe cristiana, sino que revela la presencia de lo divino y, por tanto,

invita a una contemplación interior. Esta última idea es subrayada más en los primeros

siglos de la Edad Media –especialmente en el Oriente cristiano–, mientras que a partir del

gótico el arte cristiano busca más enseñar, representar acontecimientos históricos.

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 5

Eco, U. (2015). Arte y belleza en la estética medieval (Trad. H. Lozano Miralles).

Barcelona: Debolsillo.

Panofsky, E. (2013). Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte (Trad. M.T.

Pumarega y J. Signes Codoñer). Madrid: Cátedra.

Plotino. Enéadas I-VI (Introducciones, traducción y notas de Jesús Igal). Madrid: Gredos,

1982-1998.

Ratzinger, J. (2007). Introducción: una primera mirada al misterio de Jesús. EN Jesús de

Nazaret. Primera parte: Desde el Bautismo a la Transfiguración (pp. 23-30) (Trad. C.

Bas Álvarez). Madrid: La Esfera de los Libros.

— (2001a). La cuestión de las imágenes. EN El espíritu de la liturgia. Una introducción

(pp. 155-175) (Trad. R. Canas). Madrid: Ediciones Cristiandad.

— (2001b). El Dios de la fe y el Dios de los filósofos. EN Introducción al cristianismo.

Lecciones sobre el credo apostólico (pp. 117-127) (Trad. J.L. Domínguez Villar y J.M.

Hernández Blanco). Salamanca: Sígueme.

89
Sagrada Biblia (2008). Pamplona: Eunsa.

Tatarkiewicz, W. (1987). Historia de la estética. Vol.1: La estética antigua (Trad. D.

Kurzyca). Madrid: Akal.

90
CAPÍTULO 6. AGUSTÍN DE HIPONA

Agustín de Hipona es un pensador del todo singular, a caballo entre dos épocas: la

Antigüedad clásica y la Edad Media. “En sus escritos se cruzan dos épocas, dos filosofías

y dos estéticas: san Agustín asumió los principios estéticos de los antiguos, los transformó

y los transmitió a la Edad Media. Su obra constituye un punto crucial en la historia de la

estética, en el que convergen las corrientes antiguas y de donde derivan las medievales”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 51). Por otro lado, puede decirse que Agustín es “el primer

moderno” (Ferrer Santos y Román Ortiz, 2010), ya que es el primer pensador que centra

su atención en la cuestión de la subjetividad y de la afectividad. En este sentido, tendrá

una influencia decisiva influencia en algunos filósofos fenomenólogos del siglo XX,

como Max Scheler, Dietrich von Hildebrand o Edith Stein.

6.1. VIDA Y OBRAS DE AGUSTÍN DE HIPONA

Tal vez este énfasis en la subjetividad responda al hecho de que es la propia trayectoria

vital de san Agustín la que marca la orientación de su pensamiento filosófico, como queda

claro al leer las Confesiones. Por este motivo, destacaré a continuación algunos hitos de

su vida (Cfr. biografía de Agustín de Hipona en Ferrer Santos y Román Ortiz, 2010).

Aurelius Augustinus nace en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el año 354 d.C.

Alrededor del año 365 se traslada a Madaura, donde estudia gramática y literatura latinas,

alejándose de la fe cristiana en la que había sido educado por su madre, Mónica. En el

año 370 muere su padre, Patricio, quien se convierte al cristianismo poco antes de fallecer,

y Agustín comienza estudios de retórica en Cartago. Allí vive durante algunos años con

91
una mujer con la que tiene un hijo, llamado Adeodato. Es entonces cuando lee el

Hortensio de Cicerón y comienza así su búsqueda personal de la verdad. Así lo relata en

sus Confesiones:

“En estos tales estudiaba yo entonces, en tan flaca edad, los libros de la elocuencia, en la

que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana.

Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un

cierto Cicerón cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro

contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama Hortensio. Semejante libro cambió

mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran

otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor mi

corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría [...] ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo

ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo

que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría

tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas”

(Confesiones III, 4).

Agustín regresa de Cartago a Tagaste en el año 374, y allí enseña gramática y literatura

latinas durante un año; vuelve de nuevo a Cartago y abre una escuela de retórica.

Permanece en Cartago hasta el año 383, y durante ese tiempo sigue las enseñanzas de los

maniqueos. Poco antes de partir hacia Roma conoce a Fausto, un conocido líder

maniqueo; la pobreza de las respuestas de Fausto a las preguntas de Agustín hará que se

quiebre la fe de este último en el maniqueísmo.

92
En Roma y Milán Agustín enseña retórica; allí lee algunos escritos neoplatónicos,

probablemente las Enéadas de Plotino. Esta lectura le ayuda a ver una solución al

problema de la existencia del mal –una de sus grandes inquietudes– a través del concepto

de “privación”; también le impulsa a preguntarse por la razonabilidad del cristianismo y

a comenzar a leer el Nuevo Testamento; los escritos de san Pablo, sobre todo. También

contribuyen a su acercamiento al cristianismo los sermones de san Ambrosio de Milán.

Su conversión al cristianismo tiene lugar en torno al verano del año 386. Es entonces

cuando se produce la famosa escena relatada por las Confesiones (VIII, 12), en la que

Agustín oye desde el jardín de su casa a un niño que grita desde lo alto de un muro “Tolle

lege!” Estas palabras le llevan a abrir al azar el Nuevo Testamento y se encuentra con

unas palabras de la Carta a los Romanos de san Pablo: “Como en pleno día tenemos que

comportarnos honradamente, no en comilonas ni borracheras, no en fornicaciones y en

desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y

no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Romanos 13, 13-

14).

A partir de entonces, Agustín va a intentar profundizar en la comprensión del

cristianismo. Se retira del profesorado a vivir a Cassiciaco y allí escribe varias de sus

obras, como Contra Academicos, De Beata Vita y De Ordine. De vuelta a Milán, escribe

De Immortalitate Animae, probablemente los Soliloquios y comienza a escribir De

Música. El 25 de abril del 387, sábado santo, es bautizado en Milán por san Ambrosio.

Se queda un poco más de tiempo en Italia tras la repentina muerte de su madre en el puerto

romano de Ostia (Roma); esta ciudad escribe De libero arbitrio y algunas otras obras. En

el 388 regresa finalmente a África.

93
Ya en Tagaste, escribe De vera religione y termina de escribir De Musica. En el 391 es

ordenado sacerdote por Valerio, obispo de Hipona; a su muerte, cinco años después,

Agustín le sucede en el cargo de obispo. Entonces comienza a escribir sus Confesiones,

que termina cuatro años después, en el año 400. En ese mismo año comienza a escribir

uno de sus grandes tratados: De Trinitate, finalizado en el 417. San Agustín trata de rebatir

con sus escritos algunas de las herejías surgidas durante aquel tiempo contra el

cristianismo, como el donatismo y el pelagianismo. También durante esta época comienza

a escribir su extensa obra De civitate Dei. San Agustín sigue escribiendo durante sus

últimos años de vida, en los que surge una nueva herejía: el arrianismo. Muere en el año

430, durante el asedio de los vándalos a Hipona.

6.2. LA BELLEZA SEGÚN AGUSTÍN

Agustín solo tiene una obra que trate de temas genuinamente estéticos: De musica (junto

con De pulchro et apto, escrita en su época precristiana, de la que no se conservan

ejemplares). Sin embargo, si rastreamos las obras de san Agustín –sobre todo De ordine,

De vera religione y De libero arbitrio– encontraremos, como sucede con otros tantos

pensadores antiguos, reflexiones estéticas diseminadas por sus páginas. Aunque “donde

más información encontramos sobre su actitud personal hacia el arte y hacia lo bello es

en las Confesiones” (Tatarkiewicz, 1989, p. 52).

Como hemos dicho, Agustín toma muchas de sus ideas estéticas del pensamiento antiguo,

con el que entra en contacto a través de sus estudios retóricos; le influyen especialmente

Cicerón y Plotino. De este último lee un tratado –titulado De lo bello– del que toma una

idea central: la de vincular las cuestiones estéticas con los problemas esenciales de la

94
filosofía (metafísica, principalmente). Además, san Agustín va a tomar de la estética

antigua dos ideas: la objetividad de la belleza y la idea de belleza como armonía.

6.2.1. La objetividad de la belleza

En consonancia con el pensamiento clásico, san Agustín defiende que “la belleza no es

solo cierta actitud del hombre hacia las cosas sino también una cualidad objetiva de las

cosas” (Tatarkiewicz, 1989, p. 52). De este modo, la belleza no se funda en el sujeto que

la percibe, sino –principalmente– en algo externo a él. Así lo expresa en De vera religione

en un diálogo imaginado: “Y primero le preguntaré si las cosas son hermosas porque

gustan o si, por el contrario, gustan porque son hermosas. Él, sin dudarlo, me responderá

que gustan porque son hermosas. Y después le preguntaré por qué son hermosas, y si

titubea, añadiré: ‘¿Será acaso porque sus partes son semejantes entre sí y gracias a su

conveniencias crean la armonía?’” (De vera religione XXXII, 59).

6.2.2. La belleza como armonía

La primera idea que Agustín toma del pensamiento clásico nos conduce a una segunda

idea: la belleza es objetiva porque consiste en una armonía, esto es, en una adecuada

proporción (relación) de las partes que forman algo. “Cuando las diversas partes

mantienen relaciones adecuadas, surge de ellas una hermosa totalidad” (Tatarkiewicz,

1989, p. 53); en este sentido, Agustín se diferencia de Plotino, pues no pone el acento en

la unidad sino en la relación entre las partes. Por otra parte, el hombre solo es capaz de

percibir esta armonía que se da en mundo sensible a través de dos de sus sentidos: la vista

y el oído, los cuales son los más inmateriales de todos.

95
Ahondando un poco más, Agustín afirma que la relación armónica es la que sigue una

medida, y toda medida se funda sobre la idea de número, como queda recogido en De

libero arbitrio: “Contempla el cielo, la tierra y el mar y todo cuanto hay en ellos, los

astros que brillan en el firmamento, los seres que reptan, vuelan o nadan; todos tienen su

belleza, porque tienen sus números: quítales estos y no serán nada. ¿De dónde proceden,

pues, sino de donde procede el número, pues participan del ser en tanto participan del

número? Incluso los artífices de todas las bellezas corpóreas tienen en su arte números,

con los cuales ejecutan sus obras… Busca después cuál es el motor de los miembros del

propio artista: será el número” (De libero arbitrio II, XVI, 42).

De este modo, el número permanece como fundamento último de una belleza entendida

como armonía. En De ordine, san Agustín traza esta cadena que se remonta, en última

instancia, hasta la idea originaria de número: al hombre le agrada “la hermosura, y en la

hermosura las formas, y en las formas las proporciones, y en las proporciones los

números” (De ordine II, 15, 42). A su vez, del número se derivan tres cualidades que

tienen que ver con la belleza en tanto que armonía: moderación, forma y orden (modus,

species et ordo). Las cosas tienen un mayor grado de bien en sí mismas en la medida en

que poseen en mayor medida estas tres cualidades: “Allí donde se encuentran estas tres

cualidades en alto grado, hay grandes bienes; donde son pequeñas, hay bienes pequeños;

donde faltan, no hay ningún bien” (De natura boni, 3). Explica Tatarkiewicz que, al

hablar del bien en estas palabras citadas, Agustín está abarcando “con este término al

mismo tiempo lo bello” (Tatarkiewicz, 1989, p. 53). En el fondo, tras estas ideas subyace

la vieja idea pitagórica de belleza como proporción y armonía; por ello, podría decirse

que Agustín se inclina por una belleza puramente cuantitativa y matemática. Pero no es

96
del todo así: la idea de armonía que defiende Agustín tiene también sus raíces en la Biblia

y, sobre todo, en el Libro de la Sabiduría, donde podemos leer las siguientes palabras

referidas a la creación como obra de Dios: “Tú lo has dispuesto todo con medida, número

y peso” (Sabiduría 11, 20).

En un interesante artículo, Avenatti (2008) dice que son estos tres términos del Libro de

la Sabiduría (medida, número y peso) el verdadero origen de las tres cualidades arriba

mencionadas (moderación, forma y orden). Primero, tanto “medida” como “moderación”

nos hablan de un límite procedente de una forma; segundo, “número” y “forma” son

sinónimos que nos hablan acerca de la disposición o proporción concreta de las partes,

así como de los contornos de cada cosa; finalmente, “peso” y “orden” son términos cuya

conexión solo puede explicarse a la luz del Dios cristiano. Hay que señalar que en el

pensamiento de san Agustín la idea de “peso” (pondus) está estrechamente relacionada

con la idea de “amor” (amor): “Mi peso es mi amor [Pondus meum amor meus]”, dice en

el Libro XIII (capítulo 9) de las Confesiones. A la luz de esta idea se entiende la conexión

entre “peso” y “orden”: el amor de Dios es “principio de unidad de un todo [ordenado]

donde cada parte encuentra su lugar” (Avenatti, 2008, p. 744). En síntesis, Dios ha

ordenado todo “según el peso de su amor”, que es infinito (Avenatti, 2008, p. 744).

A la luz de lo dicho, vemos que san Agustín no se limita a una idea de armonía cuantitativa

(pitagórica), sino que está aludiendo a una noción más amplia: una armonía cualitativa –

interna– que tiene su fundamento en la idea de que todo ha sido creado por Dios por

medio de su Verbo (en griego Logos, en latín Verbum), como afirma el comienzo del

Evangelio de san Juan: “En el principio existía el Verbo [es interesante fijarnos en el uso

de la palabra arché en el original griego: En arché en ho Lógos], y el Verbo estaba con

97
Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por él y sin

él nada se hizo de cuanto ha sido hecho” (Juan 1, 1-4).

En el Libro XI de las Confesiones, san Agustín explica cómo Dios dice todas las cosas en

su Verbo: “Tú nos invitas a comprender aquella palabra, que es Dios ante ti, Dios, que

sempiternamente se dice y en la que se dicen sempiternamente todas las cosas. Porque no

se termina lo que se estaba diciendo y se dice otra cosa, para que puedan ser dichas todas

las cosas, sino todas a un tiempo y eternamente” (Confesiones XI, 7). Todas las cosas “se

dicen” –esto es, son creadas– en el Verbo (Logos): esto conlleva que la toda lo real –en

cuanto creado– es logiké. Siglos después de Agustín, el teólogo ruso Pável Florenski

explica este atributo (logiké) como lo “dotado del don de la palabra o capaz de testificar

la verdad” (2016, p. 61). Dicho con otras palabras, toda la creación guarda una relación

íntima con ese Logos: da testimonio de un sentido originario proveniente de Dios.

Por tanto, hay en la estructura de la realidad, de las cosas, una referencia al Logos –el

Verbo de Dios– por el cual todo ha sido creado. Además, si tenemos en cuenta que el

amor (ágape) es el rasgo esencial de Dios, y que ese Verbo (Logos) no es solamente una

pura intelección, sino que es una Persona 4; entonces se entiende, según estas dos

consideraciones, que la armonía de la creación no puede ser solamente cuantitativa; sino

–sobre todo– cualitativa, y en un sentido muy particular, pues esta proviene un Dios que

es “potencia de amor creador” (Ratzinger, 2001, p. 122).

4
Jean Daniélou explica que, según la teología cristiana, una persona se distingue de los seres no personales
en que “se posee a sí misma por la voluntad y se comprende perfectamente por la inteligencia: es la
trascendencia de un ser que puede decir ‘yo’” (2003, p. 95).

98
6.2.3. Sobre las nociones de ritmo y contraste

En cierto modo, podemos decir que la estética de Agustín está tensionada entre una idea

de armonía cuantitativa (externa y matemática) y una idea de armonía cualitativa (interna

y teocéntrica). Explica Tatarkiewicz que “en tanto que estético san Agustín era propenso

a interpretar la belleza matemáticamente, pero en su condición de cristiano no podía

prescindir de la belleza interna” (Tatarkiewicz, 1989, p. 54). A fin de conciliar estos dos

polos, san Agustín trata de plantear un concepto más amplio de belleza que abarque a los

dos. Este concepto más amplio se apoya sobre dos nociones centrales: ritmo y contraste.

En primer lugar, hablemos del ritmo. En el pensamiento estético antiguo, el ritmo

(rythmós) había sido entendido en un sentido fundamentalmente matemático, relativo

siempre al número, y aplicado casi siempre a la música. Originariamente, ritmo es lo que

transcurre en el tiempo siguiendo el “regular retorno de los mismos elementos y

estructuras” (Bodei, 1998, p. 32); es decir, posee ritmo “lo que está configurado sobre la

base de una medida numérica que se reitera proporcionadamente” (Avenatti, 2008, p.

742). San Agustín amplía el concepto de ritmo, “de modo que abarcara no solo el ritmo

perceptible por los oídos sino también por los ojos, no solo el ritmo del cuerpo sino

también el del alma, no solo el ritmo del hombre sino también el de la naturaleza”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 54). El ritmo se dice de todo objeto, no solo del que pertenece al

ámbito musical: es decir, hay un ritmo eterno que atañe a todo el orden de la creación.

Hablaremos más sobre el ritmo –en un sentido psicológico– a continuación, al tratar de

la experiencia estética.

99
En segundo lugar, hablemos de la idea de contraste. El pensamiento antiguo había

relacionado la belleza con la igualdad; no con la igualdad entendida como uniformidad,

sino como la correspondencia entre las partes (armonía, proporción), una correspondencia

fundada sobre una base igual a todas esas partes: un mismo número. En cambio, san

Agustín dice que la belleza también nace de los opuestos: “La hermosura del mundo nace

de la oposición de los contrarios”, dice en la Ciudad de Dios (XI, 18).

Por último, cabe añadir que san Agustín hace una distinción que apenas está presente en

los autores anteriores: la distinción entre lo bello (pulchrum) y lo conveniente (aptum),

así como entre lo bello y lo agradable (suave). Primero, la conveniencia se dice según una

utilidad o una finalidad a la que se subordina aquello que se juzga como conveniente; en

cambio, la belleza verdadera no se subordina a ninguna utilidad o finalidad ulterior. Así,

la conveniencia es relativa, mientras que la belleza siempre es absoluta. Segundo, lo

agradable se refiere siempre al mundo sensible –formas, colores y, sobre todo, sonidos–;

en cambio la belleza no se limita al ámbito de lo sensible.

6.2.4. La idea de fealdad

San Agustín no negaba que, en el mundo, creado por Dios, pudiera haber fealdad. De

hecho, dentro de su pensamiento estético la idea de fealdad adquiere una importancia que

no había tenido en el pensamiento clásico. Al igual que sucede en otras cuestiones, esta

idea la entiende Agustín a la luz de todo su pensamiento, que es teocéntrico. De este

modo, pensando en justificar cómo es posible que haya fealdad en el seno de la obra

divina, Agustín “desarrolló su particular concepción de que la fealdad no es nada positivo

sino simplemente una ausencia” (Tatarkiewicz, 1989, p. 57). Si la belleza es orden y

100
unidad, armonía y forma, la fealdad será la ausencia de estas propiedades: es decir, solo

se puede decir en contraste con ellas, del mismo modo que solo podemos hablar de

sombras por referencia a la luz, o de mal por referencia al bien. En este sentido, la belleza

es absoluta, pero la fealdad siempre es parcial y relativa: no tiene consistencia propia.

6.3. LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

San Agustín es el primero en desarrollar una “psicología de lo bello”. Como afirma

Tatarkiewicz, “san Agustín dedicó a estos problemas más atención que los pensadores

antiguos, y si en su análisis de lo bello dependía de sus predecesores, el análisis de la

experiencia estética lo realizó por su propia cuenta” (Tatarkiewicz, 1989, p. 55).

6.3.1. Dos elementos de la experiencia: sensible e intelectual

La primera idea de san Agustín en su psicología de lo bello dice que en toda experiencia

estética hay dos elementos: un elemento sensible (sonidos, colores, etc.) y un elemento

intelectual, que es reflejado o manifestado por el elemento sensible. El elemento

intelectual –la idea igualdad o de unidad, por ejemplo– es el que realmente produce deleite

y da sustento a lo bello; este es percibido por el intelecto: “Me deleito en la suma igualdad,

que no percibo con los ojos del cuerpo, sino con los de la mente; por lo cual juzgo que

son tanto mejores las cosas que percibo con los ojos cuanto más se aproximan según su

naturaleza a las que percibo con el espíritu” (De vera religione, XXXI, 57).

101
6.3.2. Simpatía con la belleza

La segunda idea de esta psicología de lo bello afirma que la experiencia estética depende

tanto de la cosa como de nosotros mismos; “no es suficiente que las cosas sean bellas;

además de ello es preciso que gustemos de la belleza” (Tatarkiewicz, 1989, p. 55). Saber

“apreciar”, saber “gustar” la belleza: es una idea que ya está en san Pablo, cuando, en su

carta a los cristianos de Colosas, les dice: “Buscad las cosas de arriba, donde Cristo está

sentado a la derecha de Dios; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra” (Colosenses

3, 1-2). Esto también nos recuerda cómo el alma corrompida es incapaz de gustar la

belleza o de estremecerse ante ella, como expone Platón en el Fedro: “el que ya no es

novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde

está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que,

al contemplarla, no siente estremecimiento alguno” (Fedro 250e).

Para poder “gustar” la belleza es preciso “simpatizar” (sintonizar) con ella; ser bello por

dentro –como le pide Sócrates al dios Pan 5– para gustar así la belleza de fuera: de las

cosas creadas, según la perspectiva cristiana. En el Fedro, Sócrates se refiere a la sintonía

entre lo de dentro y lo de fuera como una “amistad”: “todo lo que tengo por fuera se

enlace en amistad con lo de dentro” (Fedro 279c). Así lo explica también Tatarkiewicz:

“Debe de haber una compatibilidad, una semejanza entre las cosas bellas y el alma porque,

de lo contrario, el alma no reaccionaría ante la belleza” (Tatarkiewicz, 1989, p. 55).

Para ilustrar esta idea, san Agustín pone un ejemplo: consideremos un paisaje hermoso

que conocemos de sobra y ya no apreciamos por haberlo visto demasiadas veces; cuando

5
“Sócrates: Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello
por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro” (Fedro 279c).

102
enseñamos por primera vez ese paisaje a un amigo íntimo, y ese amigo se conmueve ante

la belleza del paisaje, nosotros también redescubrimos su belleza, y volvemos a

conmovernos ante ella, gracias a la simpatía que tenemos con ese amigo. Esto también

puede sucedernos con obras de arte o libros; incluso con el cine, cuando vuelvo a ver con

un amigo una película que conozco de sobra, la redescubro como si fuera la primera vez

que la estoy viendo. La amistad siempre implica compartir algo: mirar juntos lo mismo,

querer juntos lo mismo; así queda expresado en el comienzo de la famosa Elegía a Ramón

Sijé, escrita por Miguel Hernández: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto

como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”. Así, se ve cómo la amistad no es

tanto “querer a alguien”, como “querer con alguien”; la misma idea es explicada por C.S.

Lewis en el capítulo sobre la amistad de su ensayo Los cuatro amores 6.

San Agustín profundiza un poco más en esta idea de simpatía del hombre con la belleza.

Siguiendo la analogía con la relación amistosa, él dice que esa simpatía consiste en

compartir una misma cualidad: el ritmo. Agustín “afirma la necesidad de una simpatía

entre el ritmo objetivo de la forma bella y el ritmo subjetivo del alma” (Avenatti, 2008,

p. 742). “Los ritmos interiores de un alma en estado de gracia” (Eco, 2015, p. 27) –es

decir, en comunión con Dios– simpatizan (sintonizan) con el ritmo que subyace a toda la

creación y, por consiguiente, con su belleza. De todo esto “puede deducirse que para

Agustín [...] todo el sentimiento estético, es una síntesis armoniosa de varios ritmos físicos

y psicológicos” (Bruyne, 1963, p. 289): el ritmo de los sonidos, de las percepciones, de

la memoria, de las actividades del hombre y, por último, del intelecto. Este último “es el

6
Dice Lewis: “Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos
ampliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán cazando, pero una presa inmaterial; seguirán
colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de
camino, pero en un tipo de viaje diferente. De ahí que describamos a los enamorados mirándose a la cara,
y en cambio a los amigos, uno al lado del otro, mirando hacia adelante” (Lewis, 1991, p. 78).

103
más importante de los cinco ritmos” (Tatarkiewicz, 1989, p. 56): es innato al hombre –lo

llevamos dentro– y nos permite juzgar sobre los demás tipos de ritmo.

6.3.3. Belleza e interioridad en el Libro X de las Confesiones

Se ha dicho que las Confesiones es una obra llena de reflexiones relacionadas con la

estética (Tatarkiewicz, 1989, p. 52); más concretamente, el Libro X contiene –según

explica Avenatti (2008)– buena parte de estas reflexiones. Por este motivo, es preciso que

nos detengamos un poco en este Libro, siguiendo algunas de las ideas desarrolladas por

Avenatti en su texto.

Tal y como explica esta autora, el Libro X da un giro al relato de las Confesiones, “ya que

la voz del narrador cambia la perspectiva pretérita de los libros anteriores para situarse –

y situarnos a nosotros sus lectores– en el escenario de un presente dialógico y dramático,

donde la acción divina y la humana se entreveran para configurar el mundo vital de la

interioridad personal” (Avenatti, 2008, p. 745). Como señala esta autora, el presente desde

el que escribe el autor es “dialógico” porque las Confesiones están planteadas como un

diálogo –no un monólogo, pues siempre hay una referencia a un “Tú”– del autor con Dios;

y es “dramático” porque toda su escritura está animada por una gran pregunta, de carácter

netamente existencial: “¿quién soy yo?”. El propósito de las Confesiones es encontrar la

respuesta a esta pregunta.

Hasta el Libro X, Agustín ha indagado la respuesta mirando hacia su pasado; ahora, el

autor indaga en el presente desde el que escribe: y, más concretamente, indaga en su

104
interioridad, que Agustín llama “corazón” (cor) 7: “mi corazón, donde soy lo que soy”

(Confesiones X, 3); este término también aparece en las primeras líneas de la obra, tan

conocidas: “Porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que

descanse en ti” (Confesiones I, 1). De este modo, adentrándose en su corazón, san Agustín

inicia un camino de búsqueda del origen, de la razón última de su existencia: este “camino

a seguir” (méthodos) es un camino a través de la belleza o via pulchritudinis.

A su vez, este viaje a través de la via pulchritudinis es un viaje por la memoria: un “viaje

por la memoria en busca de la belleza inmemorial” (Avenatti, 2008, p. 745). Por ello, ya

no se trata de una memoria del pasado cronológico, sino una memoria del origen, que el

sujeto no puede alcanzar mediante una memoria simplemente biográfica. En este sentido,

san Agustín es bastante platónico. La imagen de un hombre que hace memoria no solo

del pasado, sino de su origen en sentido absoluto, es expresada con gran fuerza por el

cineasta Terrence Malick en su película El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), tal y

como queda explicado por el estudio de Camacho (2016), que compara esta película con

una confesión agustiniana.

Esta via pulchritudinis se despliega en el Libro X siguiendo las nociones de ritmo y

contraste, sobre las que se apoya ese concepto amplio de belleza –tan cuantitativo como

cualitativo– elaborado por Agustín: por un lado, hay una acción rítmica de búsqueda y

encuentro, y de nuevo búsqueda; por otro, hay un contraste entre lo vertical y lo

7
El uso de la palabra “corazón” como sinónimo de “interioridad” es característico en la tradición cristiana
hasta nuestros días. Por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos esta definición: “El
corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo
“me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el
Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras
tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del
encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza” (n. 2563).

105
horizontal, pues Agustín hace su confesión ante Dios (vertical) y ante muchos testigos

(horizontal): “Quiérola yo obrar en mi corazón [la verdad], delante de Ti [coram Te] por

esta mi confesión y delante de muchos testigos [coram multis testibus] por este mi escrito

(Confesiones X, 1). Así lo explica Avenatti: “En figura de ritmo y contraste se va

configurando el dinamismo del viaje hacia la más íntima intimidad” (Avenatti, 2008, p.

745). En otras palabras, lo que Avenatti sostiene es que el Libro X de las Confesiones es

estético en su mismo planteamiento formal, además de en su contenido.

Además, el espacio interior (corazón) donde Agustín lleva a cabo su indagación puede

ser entendido desde una metáfora estética: la metáfora teatral. El corazón es un espacio,

un escenario, en el que hay dos actores: “el narrador que confiesa y Dios que actúa”

(Avenatti, 2008, p. 746); además, están los “muchos testigos” –que somos los lectores de

la obra– como espectadores del drama.

Volviendo a la idea de ritmo en el Libro X, este aparece reflejado en el capítulo 6 en la

sucesión rítmica de preguntas y respuestas que articulan ese viaje del corazón. Esta

sucesión discurre, a su vez, por medio del contraste: el autor ensaya primero una vía

negativa 8 (“apofática”) y luego una vía positiva (“catafática”); en otras palabras, hay que

descubrir lo que Dios no es para después poder decir lo que sí es. Vemos cómo aparecen

aquí plasmados esas dos nociones fundamentales para la belleza agustiniana, ritmo y

contraste. La primera respuesta a la pregunta es “apofática” (vía negativa): “Y ¿qué es lo

que amo cuando yo te amo? No belleza del cuerpo ni hermosura del tiempo, blancura de

luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no

8
“La teología negativa o apofática, para evitar radicalmente el peligro de asimilación de la divinidad a la
criatura, niega todo atributo a la divinidad y no se expresa respecto de ella más que en términos negativos:
es la via negationis” (Corbin, H. [2003]. La paradoja del monoteísmo. Madrid: Losada. Citado por Toscano
y Ancochea, 2009, p. 148).

106
fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a

los amplexos [abrazos] de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios”

(Confesiones X, 6).

Inmediatamente después, Agustín da paso a una respuesta positiva (“catafática”): “el

lugar de la revelación de Dios” no es tanto la belleza de las cosas creadas, sino más bien

“la belleza que el hombre descubre en su interior” (Avenatti, 2008, p. 746). Así lo expresa

el autor: “Y sin embargo, amo cierta luz y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento,

y cierto amplexo cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo del

hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se

adhiere lo que la saciedad no separa, esto es lo que amo cuando amo a mi Dios”

(Confesiones X, 6).

Más adelante, Agustín comienza a preguntar a las criaturas si son ellas lo que él busca;

de nuevo, este es un ejemplo de vía negativa o apofática: “Pregunté a la tierra y me dijo:

‘No soy yo’; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo”. Sin embargo,

este movimiento negativo se transforma a continuación en un movimiento positivo: “Dije

entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: ‘Decidme algo de

mi Dios, ya que vosotras no lo sois, decidme algo de él’. Y exclamaron todas con grande

voz: ‘Él nos ha hecho’. Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia”

(Confesiones X, 6). En esta respuesta –“Él nos ha hecho– queda claro cómo todas las

criaturas llevan en sí las huellas de su Creador. Algo muy similar encontramos en la

respuesta de las criaturas del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz (1988):

107
Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura

y yéndolos mirando

con su sola figura

vestidos los dejó de hermosura.

La búsqueda por la vía de la belleza exterior (de las criaturas) le lleva entonces a Agustín

hacia su interior: “Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ‘¿Tú quién eres?’...”

(Confesiones X, 6). En este segundo movimiento (hacia el interior) es cuando la pregunta

por cuál es el objeto de su amor –“¿qué es lo que amo cuando yo te amo?” (Confesiones

X, 6)– coincide con la pregunta por quién soy yo: “¿Tú quién eres?”. Dicho de otro modo:

la pregunta por la belleza se nos revela –en este segundo movimiento, hacia el interior–

como una pregunta existencial, que concierne a mi existencia, pues la respuesta a la razón

última de la belleza es la misma respuesta a la razón última de mi existencia. En esta

“belleza interior, Agustín encuentra simultáneamente a Dios y a sí mismo” (Avenatti,

2008, p. 746). Una idea muy similar es la que expresa –de nuevo– el Cántico espiritual

(1988), cuando señala que el alma tiene dibujados en sus entrañas los ojos de Dios:

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados!

108
Señala Avenatti cómo esta búsqueda dinámica –incluso rítmica– de san Agustín no puede

tener como meta un Dios estático, un motor inmóvil, como diría Aristóteles. El ritmo que

Agustín percibe en las cosas creadas remite a un ritmo más profundo, que a su vez le lleva

a Dios como origen de todo ritmo. En este sentido la idea de Dios que está en el centro

de la estética de Agustín es la idea cristiana del “Dios vivo”, aludida por unas palabras de

Jesús en el Evangelio de san Lucas: “Moisés lo da a entender en el pasaje de la zarza,

cuando llama al Señor: ‘Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. Pues no es Dios

de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven” (Lucas 20, 37-38). La vida de Dios

no es vida en un sentido biológico (bíos); sino en un sentido más fundamental, ontológico

(zoé). En esta misma línea, el teólogo Hans Urs von Balthasar sostiene que en el

pensamiento estético de Agustín “no se manifiesta un Dios cualquiera o una idea de Dios,

sino el Dios vivo, suprema unidad de ser, vida y espíritu” (Balthasar, 1986, p. 104). Esta

idea de Dios vivo está estrechamente relacionada con la idea de Dios como amor (ágape):

su vida es –explica Avenatti con expresión gráfica– “exceso de gratuidad que se derrama”

(Avenatti, 2008, p. 747).

La via pulchritudinis desplegada por el Libro X –y, en cierto modo, por toda la obra de

las Confesiones– alcanza su culmen en el capítulo 27 de este libro, en el que el autor

parece haber realizado un hallazgo: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,

tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y

deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas

conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no

estuviese en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y

resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté

de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz” (Confesiones X, 27).

109
En la expresión “tarde te amé” vemos que subyace un cierto dolor, muy parecido al dolor

del que hablaba Platón: esta expresión “hace alusión a la nostalgia temporal o dolor por

el deseo de regresar a la fuente que es la atemporalidad de la hermosura de Dios”

(Avenatti, 2008, p. 747). Por otra parte, las ideas de ritmo y contraste siguen presentes en

este fragmento: es claro el contraste entre “tú estabas dentro de mí” e “y yo fuera”, entre

“deforme como era” y “cosas hermosas que tú creaste”, así como entre “tú estabas

conmigo” y “yo no estaba contigo”. En síntesis, la via pulchritudinis desplegada por el

Libro X de las Confesiones es una vía interior, que busca en la belleza (ritmo) interior la

huella del Dios vivo.

6.4. LA CONCEPCIÓN AGUSTINIANA DEL ARTE

Siguiendo a los pensadores antiguos, Agustín tiene un concepto de arte (ars) muy amplio.

Abarca con dicho concepto “toda actividad hábil o industriosa incluyendo la artesanía”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 58). Sin embargo, los siglos de helenismo habían hecho que san

Agustín distinguiera con más claridad entre las actividades artesanales y las bellas artes.

Al mismo tiempo, san Agustín se distancia de las teorías mimética (Aristóteles) e ilusoria

(Platón) del arte. Para él, lo que define al arte no es su capacidad imitativa o ilusoria, sino

su capacidad para “proporcionar a las formas medida y armonía. Y dado que la belleza

consiste en medida y armonía, el objetivo de estas artes [pintura y escultura,

principalmente] es crear la belleza” (Tatarkiewicz, 1989, p. 58). Podemos ver en esta

concepción la herencia de Plotino, quien explicaba –en términos muy parecidos– cómo

en el arte la forma (interior) penetra la materia, y lo que hace el artista es “conceder a la

piedra o a la palabra su forma espiritual y verdadera” (Tatarkiewicz, 1987, p. 331).

110
Aunque Agustín no rompe del todo con la idea mimética del arte; pero, si bien es cierto

que el arte imita, la imitación no es su meta última: su meta última es crear belleza. En

cada cosa creada hay vestigios, rastros, de lo bello: lo que ha de hacer el arte es descubrir

estos vestigios e intensificarlos. Así lo expresa en De vera religione: “¿Qué observador

avisado no ve que no existe forma ni absolutamente cuerpo alguno que carezca de cierto

vestigio de unidad, y que ni el cuerpo más hermoso, aunque tenga sus miembros

repartidos adecuadamente en intervalos de lugar, puede lograr la unidad a que aspira? (De

vera religione XXXII, 60).

Siguiendo este razonamiento, hay una “falsedad buena” intrínseca a todo arte, que es

indispensable: al intensificar esos vestigios de lo bello, la obra de arte no copia la realidad

y, en este sentido, “falsea” la realidad. Pero esta falsedad es buena, pues esta hace que la

obra sea precisamente una obra de arte y no sea realidad. El no admitir esta falsedad

contenida en las obras de arte “significaría no admitir la existencia del arte en cuanto tal”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 59). Tatarkiewicz ilustra esta idea con una cita de los Soliloquios:

“De donde resulta algo maravilloso… todas estas cosas son verdaderas en algunos en

tanto son falsas en otros, y con respecto a su verdad, solo les sirve el ser falsas en relación

con los demás… En efecto, ¿cómo podría ser este que he mencionado un verdadero actor,

si no consintiera en ser un falso Héctor? O ¿cómo podría ser una verdadera pintura, si no

fuera un falso caballo?” (Soliloquia II, 18).

Por otra parte, Agustín defiende que la creación artística (capacidad espiritual) es superior

al producto artístico (material) (Tatarkiewicz, 1989, p. 59). ¿Por qué? Porque, en su

acción de crear, el artista está pareciéndose a Dios, el supremo creador. Así, el trabajo

111
artístico será más perfecto en la medida en que se asemeje más a la disposición racional

(logiké) de la creación.

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 6

Agustín de Hipona. Obras completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Avenatti, C. (2008). La presencia vivificante de la belleza en la construcción de la

interioridad cristiana. Lectura estética del Libro X de las Confesiones de Agustín.

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Balthasar, H.U. (1986). Gloria: una estética teológica. Vol 2: Estilos eclesiásticos.

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Labastida, F. y Mercado, J. (Eds.), Philosophica: Enciclopedia filosófica online.

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Salamanca: Sígueme.

112
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Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

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(Trad. J.L. Domínguez Villar y J.M. Hernández Blanco). Salamanca: Sígueme.

Tatarkiewicz, W. (1989). Historia de la estética. Vol. 2: La estética medieval (Trad. D.

Kurzyca). Madrid: Akal.

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Akal.

Toscano, M., y Ancochea, G. (2009). Dionisio Areopagita, la Tiniebla es Luz. Barcelona:

Herder.

113
CAPÍTULO 7. PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA

El nombre de Dionisio Areopagita nos lleva de nuevo a aquel discurso pronunciado por

san Pablo en el areópago de Atenas –narrado por los Hechos de los apóstoles– que hemos

citado para explicar la novedad que trae el cristianismo. En esta narración encontramos a

un personaje llamado Dionisio Areopagita: “Algunos, sin embargo, se adhirieron a él [a

san Pablo] y creyeron, entre los cuales se encontraban Dionisio Areopagita y una mujer

llamada Damaris, y algunos otros con ellos” (Hechos 17, 34). Durante la Edad Media

hubo una serie de escritos que se atribuyeron a este personaje, Dionisio Areopagita,

discípulo directo de san Pablo y primer obispo cristiano de Atenas. Esta atribución se

debió en gran parte a la presentación que hacía de sí mismo el autor de estos escritos al

comienzo de su obra más relevante, titulada Los nombres de Dios (también conocida

como los Nombres divinos o De divinis nominibus): “El presbítero Dionisio a Timoteo,

también presbítero, sobre los nombres de Dios” (Pseudo Dionisio, 2002, p. 3).

Como explica Frederick Copleston en su Historia de la filosofía, en la Edad Media estos

escritos “gozaron de muy alta estimación, no solamente entre místicos y autores de obras

de teología mística, sino también entre teólogos y filósofos profesionales, tales como san

Alberto Magno y santo Tomás de Aquino” (Copleston, 2000, cap. 9, 1); también tuvieron

gran difusión en el oriente cristiano. Esta estimación se debía, principalmente, a que casi

todos estos autores aceptaban la autenticidad de los escritos, esto es, creían que habían

sido redactados por aquel discípulo directo de san Pablo. A mitad del siglo IX, los escritos

fueron traducidos del griego al latín y comentados por Juan Escoto Eriúgena, iniciándose

con él una práctica muy extendida entre los autores medievales: comentar las obras del

114
supuesto obispo Dionisio. Por ejemplo, “santo Tomás de Aquino compuso un comentario

a los Nombres divinos, hacia el año 1261” (Copleston, 2000, cap. 9, 1).

La tesis acerca de la autenticidad de estos escritos se mantuvo hasta el siglo XVII;

entonces se reconoció que en ellos había algunos elementos claros de neoplatonismo

(Tatarkiewicz, 1989, p. 31). El autor parecía haber llevado a cabo un intento de armonizar

el neoplatonismo con el cristianismo y –de ser esto así– los escritos no podían ser del

siglo I, sino muy posteriores. Todavía “no ha sido posible descubrir su verdadero autor”

(Copleston, 2000, cap. 9, 1), pero todo apunta a que estas obras fueron escritas en torno

al año 500 en algún lugar de Siria; el autor debía de ser un teólogo y eclesiástico.

En cualquier caso, el valor de estos escritos no se debe a quién pudo ser realmente su

autor, sino a su contenido e influencia: muchos pensadores relevantes de la Edad Media

leyeron y comentaron las obras del “Pseudo Dionisio”, como se le ha llamado

posteriormente. Estas obras son Los nombres de Dios (De divinis nominibus), la Teología

Mística (De mystica Theologia), la Jerarquía celeste (De coelesti Hierarchia) y la

Jerarquía eclesiástica (De ecclesiastica Hierarchia), junto con una decena de cartas.

7.1. UNA DIFÍCIL CONCILIACIÓN DE CRISTIANISMO Y NEOPLATONISMO

El Pseudo Dionisio intentó conciliar el cristianismo con el neoplatonismo. En palabras de

Copleston, este autor buscó “expresar teología cristiana y misticismo cristiano en un

esquema y una estructura filosófica neoplatónica; pero apenas puede negarse que, cuando

se producía un choque, los elementos neoplatónicos tendían a prevalecer” (Copleston,

2000, cap. 9, 7). En este sentido, conviene abordar –aunque sea solo superficialmente–

115
algunas de las cuestiones centrales del Pseudo Dionisio en las que se da una tensión, o un

choque, entre cristianismo y neoplatonismo.

Vayamos, en primer lugar, a la noción de creación. Desde el punto de vista cristiano, Dios

crea libremente, y no hay una razón de necesidad que explique la creación más allá de su

decisión libre de crear. En cambio, el Pseudo Dionisio trata combinar la idea cristiana de

creación libre con la idea neoplatónica de la emanación, la cual implica una cierta

necesidad en Dios cuando crea. De hecho, al hablar sobre la creación, este autor emplea

el término “procesión” o “emanación” (próodos) de Dios en las cosas creadas: “El nombre

divino ‘Bien’, en efecto, revela las procesiones [o emanaciones] todas de la Causa

Universal, que se extiende hasta el ser y el no ser y trasciende al ser y al no ser” (Los

nombres de Dios, cap. 5, 1). Al emplear la idea de “emanación”, el Pseudo Dionisio “se

inclina a expresarse como si la creación fuese un efecto natural e incluso espontáneo de

la bondad divina” (Copleston, 2000, cap. 9, 5), es decir, como si por su misma naturaleza

Dios tuviera que crear necesariamente; de este modo, el Pseudo Dionisio deja de lado la

idea de creación como resultado de un acto libre de Dios.

Al mismo tiempo, el Pseudo Dionisio trata de no caer en el panteísmo –consecuencia

lógica del neoplatonismo– al defender la trascendencia de Dios, esto es, que Dios no se

identifica con las cosas creadas, sino que las trasciende. Para él, “el mundo es una efusión

[emanación] de la bondad divina, pero no es Dios mismo” (Copleston, 2000, cap. 9, 5).

En esta línea, leemos en Los nombres de Dios lo siguiente: “Por cuando Dios es

supraesencialmente Ser, y da el ser a los seres y produce todas las esencias, se dice que

ese Uno que es se multiplica al crear Él muchos seres, sin que Él sufra menoscabo, y que

permanece Uno en esa multiplicación, y unido en tal irradiación, y completo en la

116
distinción, por estar de forma eminente por encima de todos los seres, y por su interés de

unificar todo, y por la efusión que en nada le mengua de las no aminoradas participaciones

de Él. Pero incluso, siendo Uno y comunicando participación del Uno a todas las partes

y al todo y al uno y a la multitud, sin embargo permanece Uno del mismo modo

supraesencialmente, sin ser parte de una multitud ni un conjunto de partes. Y de esta

manera ni es uno ni participa del uno, sino que por encima de eso es Uno que es superior

al Uno, uno y todo sin partes en los seres, plenitud sin límites, que produce, perfecciona

y conserva toda unidad y multiplicidad” (Los nombres de Dios, cap. 2, 11).

Por otra parte, el Pseudo Dionisio sostiene –al igual que san Agustín en su obra De genesi

ad litteram, y en una línea muy neoplatónica– que Dios crea a través de ideas ejemplares

arquetípicas, conocidas en latín como rationes seminales 9. Según explica Copleston, “las

rationes seminales son gérmenes de cosas, o potencias invisibles, creadas por Dios en el

principio, [...] y desarrollándose en los objetos de diversas especies mediante su

despliegue temporal”. Esta idea se encuentra “en la filosofía de Plotino y, últimamente,

se remonta a las rationes seminales o lógoi spermatikoi del estoicismo” (Copleston, 2000,

cap. 6, 3). Siglos después, san Buenaventura explica la razón seminal comparándola con

el capullo de una rosa, “que no es todavía actualmente la rosa, pero se desarrollará en la

rosa, si se da la presencia de los necesarios factores positivos y la ausencia de los factores

negativos o impeditivos” (Copleston, 2000, cap. 6, 3).

9
San Agustín había desarrollado esta teoría a raíz de un problema exegético, esto es, relacionado con la
interpretación de la Biblia. Quería conciliar lo que dicen el Libro del Eclesiástico –“El Eterno creó el
universo entero” (Eclesiástico 18,1)– y el Evangelio de san Juan –“Todo se hizo por él, y sin él no se hizo
nada de cuanto ha sido hecho” (Juan 1, 3)– con lo que dice el Libro del Génesis, en el que se habla de una
creación secuenciada en el tiempo (primer día, segundo día, tercer día, etc.). “San Agustín trató de resolver
el problema diciendo que Dios creó ciertamente, en el principio, todas las cosas juntas, pero que no las creó
todas en la misma condición; muchas cosas; todas las plantas, los peces, las aves, los animales de tierra, y
el hombre mismo, fueron creados invisiblemente, latentemente, potencialmente, en germen, en sus rationes
seminales” (Copleston, 2000, cap. 6, 3).

117
Así explica el Pseudo Dionisio su particular noción de razón seminal: “Existen antes

arquetipos de todos los seres en una Unión supraesencial, por consiguiente también

produce las esencias como producto de Esencia. Por cierto, decimos que son arquetipos

las razones esenciales de las cosas que preexisten en Dios simplemente, y a las que la

teología denomina ‘Predeterminaciones’, voluntades divinas y buenas, definidoras y

creadoras de todas las cosas, que sirvieron a la Supraesencia para predeterminar y

producir todos los seres” (Los nombres de Dios, cap. 5, 8).

Finalmente, cabe señalar que los escritos del Pseudo Dionisio también chocan con el

cristianismo en aquellos pasajes donde se aborda la idea de Dios como Trinidad. Parece

que este autor está “animado por el deseo de encontrar un Uno más allá de la

diferenciación de Personas. Admite, ciertamente, que la diferenciación de Personas es una

diferenciación eterna, y que el Padre, por ejemplo, no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre,

pero, en la medida en que es posible una interpretación exacta de lo que él dice, parece

que, en su opinión, la diferenciación de Personas se da en el plano de la manifestación”

(Copleston, 2000, cap. 9, 4). Dicho de otro modo, la distinción de Personas –Padre, Hijo

y Espíritu Santo– se daría a un nivel más superficial, mientras que, en el núcleo de Dios,

por así decir, permanecería una unidad (un Uno) indivisible. Al mismo tiempo, el Pseudo

Dionisio defiende con firmeza la Encarnación de la Segunda Persona (el Hijo), cuyo

significado hemos explicado previamente. Aunque se trata de una noción poco

compatible con el resto de su pensamiento, tan teñido de neoplatonismo, este autor parece

defenderla por fidelidad a la ortodoxia cristiana.

118
7.2. LA BELLEZA ENTENDIDA COMO ABSOLUTO

Podemos decir que las obras del Pseudo Dionisio “son escritos de carácter teológico entre

los cuales en vano buscaríamos un tratado dedicado exclusivamente a la estética. No

obstante lo cual, la estética está presente” (Tatarkiewicz, 1989, p. 31). El motivo es que

el Pseudo Dionisio considera la Belleza (o Hermosura) como uno de los atributos

absolutos (o nombres) de Dios. Por ello, la obra que desarrolla más su noción de belleza

es Los nombres de Dios y, más concretamente, el capítulo 4 (7). También encontramos

algunos apuntes dispersos sobre la belleza en sus otras obras: La jerarquía eclesiástica,

La jerarquía celeste y Teología mística.

Explica Tatarkiewicz cómo “la estética de Pseudo Dionisio se reduce prácticamente a la

tesis de la belleza absoluta, concebida teísticamente”. Dicho en pocas palabras: “la belleza

proviene de Dios, reside en Dios y se dirige hacia Dios” (Tatarkiewicz, 1989, p. 34). Aquí

está el rasgo distintivo del Pseudo Dionisio: que para él la belleza no es un atributo de la

creación –como afirma el Libro del Génesis y tantos Padres de la Iglesia–, sino que es un

atributo absoluto de la divinidad. “Al atribuir la belleza directamente a Dios, Pseudo

Dionisio tuvo que negársela al mundo. Si vemos la hermosura de las cosas, esta no puede

ser su propiedad, sino un reflejo de la única belleza, la divina” (Tatarkiewicz, 1989, p.

32). Así lo expresa en Los nombres de Dios: “Decimos que es hermoso lo que participa

de la belleza, y llamamos hermosura a la participación de la causa que es origen de la

belleza en todas las cosas hermosas” (Los nombres de Dios, cap. 4, 7).

Al proponer esta idea de belleza absoluta, el Pseudo Dionisio se inspira en Platón y en

Plotino y –más concretamente– en sus pasajes más significativos al respecto, como este

119
del Banquete: “Pues esta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del

amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose

de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de

uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas

normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo

de estos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de

aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí” (Banquete

211c).

En este sentido, podemos identificar en la noción de belleza del Pseudo Dionisio algunos

rasgos distintivos: en primer lugar, se trata de una noción puramente metafísica o

trascendental, esto es, no sensible o subjetiva; por tanto, el modo de acceder a ella no es

la experiencia estética o la percepción sensible, sino la especulación (contemplación) o la

experiencia mística, a la que nos referiremos al final de esta sección. En segundo lugar,

la belleza absoluta se identifica con el bien supremo; dicho de otro modo, la belleza pierde

su especificidad y se vacía de contenido estético; sencillamente es un sinónimo de

perfección o de bien. Aquí el Pseudo Dionisio va más allá de Plotino: mientras el segundo

“consideraba lo bello como una ‘envoltura’ de lo bueno”, el primero “no hizo ninguna

distinción entre ellos, sino que los identificó y fundió en una entidad única [esto es, en

Dios]” (Tatarkiewicz, 1989, p. 32). Esto último se aprecia en el siguiente fragmento de

Los nombres de Dios: “Puesto que la Hermosura y el Bien son lo mismo y todas las cosas

aspiran a la Hermosura y Bondad en toda ocasión, no existe ningún ser que no participe

del Bien y de la Hermosura” (Los nombres de Dios, cap. 4, 7).

120
7.3. LA VÍA NEGATIVA O TINIEBLA LUMINOSA

Si bien Dios es la belleza absoluta, el mundo –que no posee una belleza propia– presenta

vestigios o reflejos (apéchema) de esa belleza absoluta; una idea muy similar a la que

defiende san Agustín, según ha quedado explicado anteriormente 10. Así expresa esta

misma idea el Pseudo Dionisio en La Jerarquía celeste: “Es posible usar figuras para

referirnos a las cosas celestes, incluso sirviéndonos de las partes más innobles de la

materia (Sabiduría 13,1-9; Romanos 1,20), porque también eso ha recibido de la

verdadera Hermosura su existencia y contiene en su total condición material ciertos

vestigios de la hermosura inteligente y por ellos puede elevarse a los arquetipos

inmateriales” (Jerarquía celeste, cap. 2, 4).

Esta belleza absoluta, que resplandece en las cosas creadas, puede entenderse recurriendo

a la luz como modelo: la belleza absoluta es luz, y emana al modo de la luz, iluminando

las cosas terrestres, en las que percibimos destellos o vestigios de esa fuente de luz

originaria. Así, en Los nombres de Dios “el universo aparece como inexhausta irradiación

de belleza, una grandiosa manifestación de la difusividad de la belleza primera, una

cascada deslumbrante de esplendores” (Eco, 2015, p. 39). En este sentido, el concepto de

luz destaca por ser “el concepto fundamental de toda la estética” del Pseudo Dionisio

(Tatarkiewicz, 1989, p. 33), tal y como como queda reflejado en Los nombres de Dios:

“En cambio llamamos Hermosura a aquel que trasciende toda belleza porque Él reparte

generosamente la belleza a todos los seres, a cada uno según su capacidad y por ser causa

10
Sirva recordar sus palabras en De vera religione: “¿Qué observador avisado no ve que no existe forma
ni absolutamente cuerpo alguno que carezca de cierto vestigio de unidad, y que ni el cuerpo más hermoso,
aunque tenga sus miembros repartidos adecuadamente en intervalos de lugar, puede lograr la unidad a que
aspira?” (De vera religione XXXII, 60).

121
de la armonía y la belleza de todo, del mismo modo que la luz irradia en todas las cosas

lo que reciben de Él, manantial de luz” (Los nombres de Dios, cap. 4, 7).

La idea de luz o claridad (claritas) va a ser central en toda la estética medieval, no solo

en la obra del Pseudo Dionisio. Como explica Umberto Eco, “la idea de Dios como luz

venía de lejanas tradiciones. Desde el Bel semítico, desde el Ra egipcio, desde el Ahura

Mazda iraní, todos personificaciones del sol o de la benéfica acción de la luz, hasta,

naturalmente, el platónico sol de las ideas, el Bien” (Eco, 2015, p. 79). También en la

Biblia encontramos descripciones de Dios como luz e iluminación, como se ve en los

siguientes ejemplos: “Porque en Ti está la fuente de la vida, en tu luz vemos la luz” (Salmo

35); “El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo”

(Juan 1, 9); “El que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede

ver” (1 Timoteo 6, 16); “Dios es luz y no hay en Él tinieblas de ninguna clase” (1 Juan 1,

5). Mezcladas con la corriente neoplatónica, estas imágenes de Dios como luz “se

introducen en la tradición cristiana, primero a través de Agustín, luego a través del Pseudo

Dionisio Areopagita, que más de una vez celebra a Dios como Lumen, fuego, fuente

luminosa” (Eco, 2015, p. 79).

Es preciso añadir que el concepto de luz del Pseudo Dionisio es del todo singular: en su

pensamiento –sobre todo en su obra Teología mística– las ideas de luz y oscuridad se

presentan como las dos caras de una misma moneda. ¿Cómo es posible esto? La

concepción de este autor discurre según el siguiente razonamiento: si Dios es luz, ha de

ser luz en sentido absoluto; por consiguiente, la mente humana (finita) “queda cegada

ante el exceso de luz” (Copleston, 2000, cap. 9, 3) al tratar de acceder a Dios. Se produce

122
de este modo “la disolución del intelecto ante el exceso de luz, que se convierte en

oscuridad” (Toscano y Ancochea, 2009, p. 150).

En gran parte, esta idea de Dios como luz hunde sus raíces en el pensamiento platónico,

donde la idea suprema de Bien se presenta como un sol cegador. Así lo vemos –por

ejemplo– en la República: “Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada

cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por

ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían

ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?” (República 516a);

y también en el Fedón: “Yo reflexioné entonces algo así y sentí temor de quedarme

completamente ciego del alma al mirar directamente a las cosas con los ojos” (Fedón

99e).

Esta luz cegadora –que sobrepasa al intelecto y a los sentidos, y es como tiniebla para la

mente– es la meta del camino hacia Dios, según el Pseudo Dionisio. Toda su obra

“prepara y condiciona para alcanzar el momento cumbre de la contemplación, que se

produce en el seno de la Tiniebla” (Toscano y Ancochea, 2009, p. 162). Esta idea queda

recogida en su Carta V: “La tiniebla divina es luz inaccesible, donde se dice que habita

Dios (Éxodo 20, 21; 1 Timoteo 6, 16; cf. Mateo 1, 3), es ciertamente invisible debido a

su deslumbrante claridad e inaccesible debido al desbordamiento de sus irradiaciones

supraesenciales. En este lugar se encuentra todo aquel que es considerado digno de

conocer y ver a Dios, por el mismo no ver y no conocer; y estando verdaderamente por

encima de la visión y conocimiento conoce esto mismo: que Dios está más allá de todas

las cosas que pueden alcanzar los sentidos y la inteligencia” (Pseudo Dionisio, Carta V).

123
Pseudo Dionisio afirma que el mejor camino para acercarnos a ese Dios que es Tiniebla

–por ser Luz inaccesible– es la vía negativa o apofática: “un ascenso en el que iremos

dejando atrás tanto lo que es como lo que no es, tanto a nivel sensible como a nivel

inteligible, para alcanzar así la divina tiniebla” (Toscano y Ancochea, 2009, p. 157). En

la vía apofática, la mente procede negando todo aquello que es capaz de percibir y

nombrar con claridad y distinción, pues todo eso no es Dios; de este modo, la mente

desnuda “su idea de Dios de los modos humanos de pensamiento y de conceptos

inadecuados a la divinidad” (Copleston, 2000, cap. 9, 3). Como consecuencia de este

camino de negación, la mente entra en una oscuridad total: “la Oscuridad del no-saber”.

Estas ideas son desarrolladas por el Pseudo Dionisio en su Teología mística: “Y solamente

entonces se ve libre de esas cosas vistas y también de las que ven y penetra en las tinieblas

realmente misteriosas del no-saber, y allí cierra los ojos a todas las percepciones

cognitivas y se abisma en lo totalmente incomprensible e invisible, abandonado por

completo en el que está más allá de todo y es de nadie, ni de sí mismo ni de otro, pero

renunciando a todo conocimiento, queda unido en la parte más noble de su ser con Aquel

que es totalmente incognoscible y por el hecho de no conocer nada, entiende por encima

de toda inteligencia” (Teología mística, cap. 1, 3). Con el paso del tiempo, el pensamiento

del Pseudo Dionisio sobre la vía negativa ha influido decisivamente en una larga tradición

de autores místicos como el Maestro Eckhart, Nicolás de Cusa o san Juan de la Cruz,

entre otros. Este último habla sobre la vía negativa o apofática en su poema Noche oscura:

124
En una noche oscura

con ansias en amores inflamada

¡oh dichosa ventura!

salí sin ser notada

estando ya mi casa sosegada...

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 7

Copleston, F. (2000). Historia de la filosofía. Vol. 2: De san Agustín a Escoto. Barcelona:

Ariel.

Eco, U. (2015). Arte y belleza en la estética medieval (Trad. H. Lozano Miralles).

Barcelona: Debolsillo.

Juan de la Cruz (1988). Obras completas (Revisión textual, introducciones y notas de J.V.

Rodríguez). Madrid: Editorial de Espiritualidad.

Platón (2008). Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro (Trad. C. García Gual, M. Martínez

Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

Pseudo Dionisio Areopagita (2002). Obras completas: Los nombres de Dios, Jerarquía

celeste, Jerarquía eclesiástica, Teología mística, Cartas varias (Ed. T.H. Martín, Trad.

H. Cid Blanco y T.H. Martín). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Sagrada Biblia (2008). Pamplona: Eunsa.

Tatarkiewicz, W. (1989). Historia de la estética. Vol. 2: La estética medieval (Trad. D.

Kurzyca). Madrid: Akal.

Toscano, M., y Ancochea, G. (2009). Dionisio Areopagita, la Tiniebla es Luz. Barcelona:

Herder.

125
CAPÍTULO 8. LA ESTÉTICA ESCOLÁSTICA Y TOMÁS DE AQUINO

La escolástica es un modo de filosofar que se fue consolidando a lo largo de los siglos

XII y XIII de la Edad Media. Su meta era elaborar un sistema orgánico y unitario, donde

todos los saberes estuvieran perfectamente integrados y relacionados, con la teología

como horizonte último. En palabras de Tatarkiewicz, “el propósito de los escolásticos fue

el de comprender a Dios y al mundo, la naturaleza y el hombre, la cognición y la acción,

en un solo sistema compatible con los principios cristianos” (Tatarkiewicz, 1989, p. 225).

También Copleston señala cómo el verdadero motor del pensamiento escolástico fue “el

afán por entender los datos de la revelación, en la medida en que eso es posible a la razón

humana”; de este modo, “los medievales más antiguos, de acuerdo con la máxima Credo

ut intelligam, aplicaron la dialéctica racional a los misterios de la fe, en un esfuerzo por

comprender estos” (Copleston, 2000, cap. 1, 3).

En este sentido, podría decirse –siguiendo la conocida crítica hecha por Hegel 11– que la

filosofía escolástica no es realmente filosofía. No obstante, esta enmienda a la totalidad

no es del todo cierta: según afirma Copleston, en los primeros siglos de pensamiento

cristiano, si bien se perseguían temas filosóficos y se desarrollaron argumentaciones

filosóficas, no existía una delimitación clara de las esferas de la filosofía y la teología; en

cambio, en el siglo XIII sí que se da esta delimitación. En este tiempo encontramos por

vez primera “una clara distinción, obra de santo Tomás de Aquino, entre teología, que

toma como premisas los datos de la revelación, y filosofía (incluida en esta, desde luego,

11
En sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, dice Hegel sobre la filosofía medieval que desearía
“calzar las botas de siete leguas” para llegar rápidamente a Descartes y poder gritar jubilosamente “¡Tierra!”
(Citado por Bertelloni, 2002, p. 15).

126
lo que llamamos ‘teología natural’), que es obra de la razón humana, sin una ayuda

positiva de la revelación” (Copleston, 2000, cap. 1, 3).

8.1. BREVE CONTEXTUALIZACIÓN DE LA ESTÉTICA ESCOLÁSTICA

Al igual que sucede en épocas anteriores, la filosofía escolástica no considera la estética

como una disciplina filosófica en sentido estricto. Sin embargo, esto no quiere decir que

no podamos encontrar sus estas extensas obras –las Summae– algunas reflexiones

estéticas, especialmente en los capítulos dedicados a Dios y al mundo entendido como

creación de Dios. En este sentido, destaca de modo especial la llamada Summa fratris

Alexandri (siglo XIII), atribuida al fraile franciscano Alejandro de Hales, aunque en

realidad fuera escrita por él junto con dos de sus discípulos. Esta Summa incluye un

capítulo dedicado explícitamente a la belleza, titulado De creatura secundum qualitatem

seu de pulchritudine creati. No parece casualidad que los primeros filósofos escolásticos

que prestan atención a esta cuestión sean franciscanos. En la espiritualidad de san

Francisco de Asís subyace un factor estético ineludible, en tanto que manifiesta una

atención particular hacia la creación. Para este santo cualquier criatura era una “hermana”,

como afirma san Buenaventura: “Lleno de la mayor ternura al considerar el origen común

de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más despreciables que parecieran, el

dulce nombre de hermanas” (Legenda maior, VIII, 6).

La Summa Alexandri aborda tres problemas estéticos fundamentales, que serán retomados

por pensadores escolásticos posteriores y –por este motivo– servirán como estructura para

este tema: la definición de lo bello y los rasgos esenciales de la belleza; la tensión entre

la objetividad y la subjetividad de lo bello, es decir, “el problema de si la belleza es una

127
valor objetivo o relativo con respecto al sujeto y cómo es reconocida por el sujeto”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 225); y, finalmente, la relación entre lo bello y el ser, esto es, el

posible carácter trascendental de lo bello. Tatarkiewicz cita unas líneas de esta Summa

que resumen esta preocupación estética: “Continúa la consideración acerca de la belleza

y lo bello. En torno a este tema se pueden plantear varias cuestiones: en primer lugar, qué

es la belleza; en segundo, cuál es la diferencia entre lo bello y lo conveniente; tercero, a

qué cosas corresponde la belleza; cuarto, si puede la belleza aumentar o disminuir en el

mundo; quinto, qué factores determinan principalmente la belleza en el mundo; sexto,

qué contribuye a la belleza” (Summa Alexandri II, pars I, Inq. I, tract. 2, q. 3, citado por

Tatarkiewicz, 1989, p. 237).

Antes profundizar en estas tres cuestiones –la definición de lo bello, su carácter objetivo

o subjetivo y, por último, su posible carácter trascendental– es necesario considerar cuáles

son los autores u obras que más influyen en la estética escolástica y, por consiguiente,

con las que esta estética dialoga. La principales referencias son la Biblia, de la que ya

hemos citado algunos fragmentos en temas anteriores; los Padres de la Iglesia y la

filosofía griega –en especial, Platón, Aristóteles y Plotino–. Con respecto a esta última,

cabe matizar que los autores medievales tienen un conocimiento escaso o “de segunda

mano” de los pensadores griegos. Por ejemplo, de Platón se conoce solo el Timeo y de

Aristóteles se conoce solamente una parte de su obra, a través de las traducciones al árabe

–y comentarios– de Avicena y Averroes. No obstante, la Poética de Aristóteles llega tarde

al mundo latino: en el siglo X había sido traducida al árabe y en el siglo XII Averroes

hace un resumen de esta obra; pero la primera traducción completa al latín no se hace

hasta finales del siglo XIII (1278) por Guillermo de Moerbecke, cuatro años después del

fallecimiento de Tomás de Aquino. Esto no impide que Aristóteles influya de forma

128
decisiva en la estética escolástica; tal y como explica Tatarkiewicz, los escolásticos

supieron inferir muchas ideas estéticas relevantes del Estagirita a partir de sus obras

conocidas, a pesar de no tener acceso a su Poética. Por último, queda por sumar a estas

referencias a un autor mencionado anteriormente: Pseudo Dionisio Areopagita. “Este, con

la fuerza de su autoridad como presunto discípulo del apóstol Pablo y con el hechizo de

sus imágenes oscuras y sugestivas, contribuyó decisivamente a la difusión de una

metafísica de la belleza en toda la Edad Media” (Clavell, 1984, p. 93). Como subraya

Clavell, fue sobre todo la “fuerza de su autoridad” la que hizo que el comentario a la obra

del Pseudo Dionisio se convirtiera en un requerimiento casi ineludible para todo pensador

medieval. Además, al abordar dicha obra –especialmente Los nombres de Dios– el

comentarista se encontraba con una serie de problemas estéticos que no podía esquivar.

La noción de “autoridad” (auctoritas) tiene un peso especial dentro del pensamiento

escolástico. Hay, como se ha visto, una serie de autoridades establecidas, a las que todos

los autores se remiten de uno u otro modo: la Biblia, los Padres de la Iglesia –san Agustín

por encima de todos–, el Pseudo Dionisio, Platón y Aristóteles, principalmente. Este

modo de proceder se entiende mejor si consideramos que “el de los escolásticos era un

trabajo colectivo y el título de propiedad era por tanto común. Ellos habían trazado un

programa coherente de trabajo y serían claramente establecidas las autoridades a las que

habían de atenerse. La asimilación de las ideas consideradas como justas no era para ellos

un derecho sino una obligación” (Tatarkiewicz, 1989, p. 268). Dicho procedimiento ha

llevado a autores posteriores a hablar de una falta de originalidad en el pensamiento

medieval. A este respecto, explica Umberto Eco que el pensamiento medieval “trabaja

comentando comentarios y citando fórmulas autoritativas, con el aire de que nunca dice

nada nuevo. No es verdad, la cultura medieval tiene el sentido de la innovación, pero se

129
las ingenia para esconderlo bajo el disfraz de la repetición (al contrario de la cultura

moderna, que finge innovar incluso cuando repite)” (Eco, 2015, p. 16).

8.2. LA DEFINICIÓN DE LO BELLO

La definición de lo bello es el punto de partida de la reflexión estética de los escolásticos.

La Summa Alexandri presenta la siguiente definición: “Es bello lo que contiene belleza

en sí mismo, por lo que su aspecto resulta agradable” (Summa Alexandri, II, n. 75, citado

por Tatarkiewicz, 1989, p. 234). Si nos detenemos en esta definición, veremos que los

términos “aspecto” o “agradable” apuntan en una misma dirección, pues ambos remiten

a un sujeto. De hecho, la palabra aspecto (en latín aspectus) se remonta al verbo latino

aspicere, formado por el prefijo ad- (que indica asociación) y la raíz del verbo specere

(mirar). De este modo, la escolástica comienza a entender la belleza no tanto como algo

exclusivamente objetivo –tal y como la había definido el Pseudo Dionisio– sino más como

algo “relacional”, esto es, “como relación entre el sujeto y el objeto, como capacidad del

objeto para gustar y atraer al sujeto” (Tatarkiewicz, 1989, p. 227).

Sabemos que esta caracterización de la belleza como algo relacional no es del todo nueva.

Según recuerda Eco, ya “Agustín se había detenido repetidamente sobre las

correspondencias [o relaciones] fisio-psicológicas [entre el mundo creado y el alma],

como sucede en el análisis del ritmo” (Eco, 2015, p. 128). E incluso antes encontramos

en Aristóteles –cuando reflexiona sobre la obra poética– las exigencias de que la obra

debe ser “perceptible en conjunto” y “fácil de recordar” (Poética VII, 1451a), lo cual

quiere decir que su constitución queda determinada por la relación a un sujeto: el

espectador. También en la Grecia clásica se había desarrollado en la escultura –con Fidias,

130
por ejemplo– y la arquitectura el concepto de eurhytmia: la exigencia de que la obra sea

“adecuada a las exigencias del ojo” (Eco, 2015, p. 127). En cualquier caso, esta

revalorización del elemento subjetivo en la reflexión estética no supone una

“subjetivización” de la belleza, ya que la belleza nunca se considera como un fenómeno

puramente subjetivo. Para los escolásticos, explica Tatarkiewicz, “lo bello constaba de

dos factores: el subjetivo y el objetivo y, conforme a ello, lo analizaban en dos aspectos,

el objetivo y el psicológico” (Tatarkiewicz, 1989, p. 227).

8.3. LA OBJETIVIDAD DE LO BELLO

En primer lugar, vamos a centrarnos en el carácter objetivo de la belleza, tomando como

punto de partida un texto de Guillermo de Auvernia –obispo de París en el siglo XIII–

donde esta idea queda expresada de modo claro: “Esto es bello y armonioso

indudablemente y en su esencia, y su esencia y cualidad es la belleza, es decir: por su

naturaleza gusta a nuestra mirada interior. Y esto por su esencia, y sin añadir nada más”

(De bono et malo, 206, citado por Tatarkiewicz, 1989, p. 232). Aquí las palabras

“esencia” (essentia), “cualidad” (quidditas) y “naturaleza” (natura) comparten un mismo

significado: la objetividad de lo bello. En una de sus definiciones de belleza, el mismo

autor vuelve a subrayar esta objetividad: “Decimos en efecto que resulta bello a la vista

lo que por naturaleza [quod natum] agrada y por sí mismo [per seipsum] deleita a quien

lo mira” (De bono et malo, 206, citado por Eco, 2015, p. 130).

A la luz de lo dicho, puede decirse que lo bello se sustenta sobre unas cualidades objetivas

(quidditates). No obstante, dichas cualidades han de darse en unas condiciones

determinadas; si estas condiciones no se cumplen, lo bello no produce agrado e incluso

131
aparece como feo. Dice Guillermo de Auvernia: “En sí mismo, el ojo es hermoso, bello,

y con su belleza adorna el rostro humano, pero solo cuando se halla en el lugar que le

corresponde. Si se hallara en el lugar de la oreja o en medio de la cara, es decir, en un

sitio inadecuado para él, afearía el rostro” (De bono et malo, 206, citado por Tatarkiewicz,

1989, p. 233). En este sentido, la fealdad se nos presenta –en la misma línea de

Agustín– como una carencia, esto es, como falta de propiedad: hay fealdad cuando existe

algo inapropiado o cuando falta lo propio.

Decimos, siguiendo a Guillermo de Auvernia, que lo bello se funda sobre unas cualidades

y unas condiciones propicias. Pero ¿cuáles son la cualidades de lo bello? La Summa

Alexandri defiende que lo bello consiste en una relación proporcional entre las partes: “la

belleza del cuerpo depende de la armonía de las partes que lo componen” (Summa

Alexandri, I, citado por Tatarkiewicz, 1989, p. 235). Y, en otro lugar, leemos en esta

misma obra: “Se dice que una cosa es bella en el mundo cuando posee la adecuada

medida, forma y orden” (Summa Alexandri, II, citado por Tatarkiewicz, 1989, p. 235).

“Medida” (modus), “forma” (species) y “orden” (ordo): sabemos que estas tres cualidades

provienen directamente de san Agustín, quien las toma –a su vez– del Libro de la

Sabiduría: “Tú lo has dispuesto todo con medida, número y peso” (Sabiduría 11, 20). La

Summa Alexandri explica el significado de estas tres palabras: la medida (modus) es lo

que delimita exteriormente las cosas (las limita exteriormente y también las armoniza

interiormente); el orden (ordo) es lo que relaciona una cosa –en armonía– con las demás;

finalmente, la forma (species) es aquello que distingue cada cosa de las demás. Estas tres

características son cualidades universales de las cosas; se dan en todas ellas, y sin ellas

sería imposible concebir el mundo. Aunque no siempre en el mismo grado: hay diversos

grados de medida, orden y forma, y –en este sentido– podemos distinguir grados de

132
belleza. Siguiendo este razonamiento, afirma la Summa que “todas las cosas son tanto

mejores [más bellas] cuanto más medida, forma y orden contienen” (Summa Alexandri

II, n. 37, citado por Tatarkiewicz, 1989, p. 236).

Al igual que san Agustín, la escolástica busca trazar un concepto de belleza menos

cuantitativo y más cualitativo. Por esta razón, la Summa Alexandri sostiene que, de las

tres cualidades de la belleza –medida, forma y orden–, la más relevante es la forma

(species): “De las tres cualidades que poseen los seres –medida, forma y orden–, parece

que la forma es la que decide principalmente sobre la belleza: por eso solíamos decir que

es bello lo que tiene forma” (Summa Alexandri II, n. 75, citado por Tatarkiewicz, 1989,

p. 236). De hecho, el adjetivo latino speciosus es sinónimo del adjetivo pulcher (bello).

Además, explica Tatarkiewicz que la voz species en latín tenía dos significados o

acepciones: “En el lenguaje corriente designaba el aspecto exterior, sensible de las cosas,

mientras que en la lógica significaba el contenido conceptual, o sea, no sensible, de las

cosas” (Tatarkiewicz, 1989, p. 229). Lo que hace la escolástica es fusionar los dos

sentidos: el sensible (exterior) con el no sensible (interior); de esta manera, se persigue

una noción de belleza que surja de la correspondencia entre forma exterior y forma

interior. Lo bello será lo que guarde esta correspondencia, mientras que la belleza exterior

“simplemente resulta grata a los ojos, [...] gusta a los sentidos” (Tatarkiewicz, 1989, p.

230). Dicho de otro modo, la belleza auténtica no es solamente aspecto (aspectus), sino

un aspecto que es manifestación de lo más específico (forma, species) de la cosa.

133
8.3.1. La noción de forma: punto de unión de la metafísica con la estética

Dentro de la escolástica, es Tomás de Aquino quien lleva a cabo un mayor desarrollo

sobre la noción de belleza en conexión con la noción de forma. Por este motivo, resulta

necesario comprender el papel decisivo que desempeña esta segunda noción dentro su

pensamiento. De otro modo, no entenderemos la relación causal que plantea el Aquinate

entre forma y belleza, tal y como queda reflejada en estas palabras suyas: “lo bello

pertenece propiamente a la razón de causa formal [pulchrum proprie pertinet ad rationem

causae formalis]” (S. Th. I, q. 5, a. 4, ad. 1). En el capítulo del libro El ser y los filósofos

(2005) que aborda la metafísica tomista, titulado “El ser y la existencia” (pp. 203-245),

el filósofo Étienne Gilson explica en detalle esta noción de forma.

A su vez, para entender la metafísica tomista es necesario conocer el punto del que parte:

la metafísica aristotélica. En resumen, Aristóteles sostiene que la realidad es

“hilemórfica”, esto es, compuesta de materia y forma. Estas dos causas de la realidad –

material (pasiva) y formal (activa)– no se remontan a su vez a una única causa primera,

la una no es asimilable ni reducible a la otra: pues la materia es eterna, y la forma también.

Pero ¿acaso no es el Dios de Aristóteles la causa primera de todo? No, este Dios solo es

causa primera del aspecto formal (activo) de la realidad. “El Dios de Aristóteles es una

de las causas y uno de los principios de todas las cosas, pero no la causa ni el principio

de todas las cosas”; queda “algo que el Dios de Aristóteles no explica: la materia” (Gilson,

2005, p. 206). A este respecto, Tomás que Aquino introduce una idea clave que marca la

diferencia con respecto a Aristóteles: la idea de creación. Según esta idea, “Dios es la

causa de todo lo que es, incluso de la materia. La doctrina de la creación está llamaba a

modificar la noción de metafísica, en tanto en cuanto que introduce en el reino del ser una

134
causa primera a cuya causalidad todas las cosas están estrictamente sujetas” (Gilson,

2005, p. 206).

Dice Aristóteles en la Metafísica que las expresiones “un hombre”, “alguien que es

hombre” y “hombre” significan lo mismo (Metafísica, IV, 2, 1003b 25). ¿Por qué? Porque

para Aristóteles decir “hombre” ya implica decir que se trata de algo real, que es

realmente. La forma “hombre” (principio activo) –la cual, unida a la materia (principio

pasivo), da lugar a un hombre concreto (una sustancia)– no necesita un acto más allá de

ella misma para ser real: ella sola se basta para dar realidad a la sustancia concreta; no

hay una actualidad que esté más allá de la actualidad proporcionada por la forma. Como

explica Gilson, “en el mundo de Aristóteles, la existencia de las sustancias no es

problema. Ser y ser una sustancia son una y la misma cosa [...]. En definitiva, las

sustancias aristotélicas existen por derecho propio. No así en el mundo cristiano [creado]

de Tomás de Aquino, donde las sustancias no existen por derecho propio” (Gilson, 2005,

p. 210). Esta es la diferencia radical que se da entre el mundo de Aristóteles y el mundo

cristiano: el mundo de Aristóteles es necesario, le es imposible no existir; en cambio, el

mundo creado del que habla Tomás de Aquino “es radicalmente contingente en su misma

existencia” (Gilson, 2005, p. 210), esto es, podría no haber existido.

Para explicar la contingencia del mundo creado, Aquino emplea la siguiente metáfora,

recogida en la Suma Teológica (I, q. 104, a. 1, resp.): los medios diáfanos –como el aire

o el agua– son receptores de la luz; “ahora bien, aun cuando la luz penetre completamente

tales objetos, nunca se mezcla con ellos. La luz está en ellos, pero no les pertenece, y esto

es tan cierto que, tan pronto como la luz deja de lucir, los objetos diáfanos vuelven de

inmediato a esa nada de luz que llamamos oscuridad” (Gilson, 2005, p. 211). Pues bien,

135
es de ese modo como Dios es causa de la existencia de las criaturas: “Así, la luz, al no

tener principio en el aire, cesa inmediatamente al cesar la acción del sol. Pues bien, toda

criatura se relaciona con Dios como el aire con respecto al sol que lo ilumina. Como el

sol es lúcido por su naturaleza, pero el aire se hace luminoso participando la luz del sol,

sin participar la misma naturaleza del sol; del mismo modo, solo Dios es existente por su

naturaleza” (S. Th. I, q. 104, a. 1, resp.). En síntesis: que las cosas creadas sean

contingentes quiere decir que su existencia no tiene raíz en ellas.

Mientras que en el mundo Aristóteles la sustancia existe por el simple hecho de ser

sustancia, constituida por un principio activo (forma), en el mundo creado no sucede así.

Según el filósofo griego, podemos decir que la causa formal (forma: principio activo) de

la sustancia es a su vez la causa eficiente –y suficiente– de su realidad: “El mundo de

Aristóteles está completo en él en la misma medida en que la realidad es sustancia”

(Gilson, 2005, p. 217). Tomás de Aquino no sostiene lo mismo: él afirma que el mundo

creado es “sustancialmente eterno y existencialmente contingente” (Gilson, 2005, p. 213).

Expliquemos esta afirmación –aparentemente paradójica– con más detalle. Que el mundo

físico creado sea corruptible no se opone a que sea “sustancialmente eterno”. Los seres

corpóreos, compuestos de materia y forma, están destinados a la corrupción: el mero

hecho de que sean compuestos entraña la posibilidad de descomposición, es decir, de

corrupción. “Pero, aun en esos seres compuestos, los elementos constitutivos [materia y

forma] son simples, y, en consecuencia, son indestructibles” (Gilson, 2005, p. 213). Ahora

bien, ese mundo “sustancialmente eterno” es, a su vez, “existencialmente contingente”:

es decir, de la sustancia no se sigue su existencia, pues “la sustancia no es lo que hace a

las cosas existir” (Gilson, 2005, p. 215). Dicho de otro modo: “la causa eficiente de la

136
existencia actual está, y permanece siempre, fuera de las sustancias actualmente

existentes” (Gilson, 2005, p. 216).

En consecuencia, en la metafísica tomista –a diferencia de la aristotélica– se distinguen

la causa formal –la forma “que hace a las cosas ser lo que son”, esto es, les hace ser una

sustancia o esencia 12 específica (Gilson, 2005, p. 220)– y la causa eficiente –la existencia–

, la cual “no hace a los seres ser lo que son, les hace ser” (Gilson, 2005, p. 221)–. Esta

distinción implica que estas dos causas no se siguen la una de la otra: “del hecho de que

una cosa sea, no se puede extraer ninguna conclusión en cuanto a lo que es, tal como, a

la inversa, de nuestro conocimiento de lo que una cosa es, no se puede inferir [...] nada

en cuanto a su existencia actual” (Gilson, 2005, p. 221). Sin embargo, aunque cada causa

pertenece a un orden distinto, sí se afectan recíprocamente: así, “donde no hay existencia,

no hay sustancia [recordemos que “sustancia” y “esencia” son términos equivalentes],

pero, donde no hay sustancia, no hay existencia” (Gilson, 2005, p. 221). La metáfora ya

mencionada vuelve a ser aquí de utilidad: “la luz es la causa de la luminosidad del aire,

pero a su vez, la diafanidad del aire causa la existencia de esa misma luz en el aire [...],

puesto que capacita a la luz para estar ahí, al capacitar el aire para recibir la luz. Así,

también, al constituir las sustancias, las formas producen los sujetos receptores de la

existencia y, en esa misma medida, son causas de la existencia” (Gilson, 2005, p. 221).

Este es un punto clave de la metafísica de Tomás de Aquino: la sustancia (o esencia), en

la medida en que está constituida por una forma, es receptor de la existencia. En este

sentido, la forma es el acto supremo en el orden de la sustancia (de la esencia); pero de

12
Es importante señalar que lo que Aristóteles llama “sustancia” es equivalente a lo que Tomás de Aquino
llama “esencia”. En el caso de los entes corpóreos, la sustancia o esencia entraña una composición de
materia y forma. En el caso de los entes incorpóreos –como los ángeles, en el caso de Aquino– la sustancia
o esencia es una pura forma, sin materia.

137
esa suprema actualidad proporcionada por la forma no se sigue la existencia. Es por esta

razón que la esencia puede y debe recibir –además de lo que la hace ser “lo que” es (la

forma)– el acto de la existencia, y lo recibirá en la medida de su forma. Aquí “la relación

es –como explica Gilson– la de lo recibido [la existencia] al receptor [la esencia

constituida por su forma]” (Gilson, 2005, p. 223). Cabe matizar que el acto de la

existencia no anula o excluye el acto de la forma: cada uno se da en un orden distinto –

uno (el acto de la forma) en el orden de la causalidad formal y otro (el acto de la

existencia) en el de la causalidad eficiente– y se requieren mutuamente, como hemos

dicho. Se da, por tanto, en el mundo creado una “distinción real” o “composición real” de

esencia y existencia 13 (Gilson, 2005, p. 224). “Solo su composición es lo que constituye

una cosa”: ambos se hacen recíprocamente “reales” (Gilson, 2005, p. 225), siendo dos

tipos de causalidad, pues aquello por lo que un ser es y subsiste actualmente (la existencia)

no es lo mismo que aquello por lo que es definible como tal ser (la esencia, constituida

por una forma).

A la luz de esta explicación, se ve la relevancia de la noción de forma en el pensamiento

de Tomás de Aquino. La forma es el receptor de la existencia, pues la sustancia (o esencia)

recibe la existencia a través de su forma. Volviendo a la metáfora aquí aludida, “la forma

es causa de la existencia, del mismo modo que la diafanidad es la causa por la que el aire

es lúcido y por la que hay luz. Para ser lúcido, se requiere sol y la diafanidad del aire”,

del mismo modo que, para convertirse en un ser real, se requiere la existencia y la forma

que constituye la esencia. “En resumen, la forma es causa de la existencia actual, en la

misma medida en que es causa formal de la sustancia que recibe su propio acto de existir.

13
Según Tomás de Aquino, todas las sustancias creadas entrañan esta composición de esencia y existencia.
En el caso de los seres corporales, la esencia está compuesta a su vez de materia y forma. En el caso de los
seres puramente espirituales –como los ángeles– la esencia es pura forma, pero hay también composición
de esencia y existencia. Solo en Dios no hay composición: su esencia es igual a su existencia.

138
Por eso, como tan a menudo dice Tomás de Aquino, esse consequitur formam: el ser sigue

a la forma” (Gilson, 2005, p. 227).

Por este motivo, la noción de forma es –en el pensamiento tomista– sinónimo de realidad

concreta. Tal y como sostiene Chesterton en su biografía sobre Aquino, “en lenguaje

tomista, ‘formal’ significa ‘actual’, real, que posee la decisiva cualidad real que hace que

una cosa sea lo que es” (Chesterton, 2016, p. 220). Mediante su noción de forma, Tomás

de Aquino se aleja de una “ontología de esencias” (Eco, 2015, p. 140), es decir, una

ontología donde la esencia de una cosa tiene una consistencia propia, al margen de la cosa

concreta. Así ocurre en la filosofía de Avicena, por ejemplo, donde la esencia se da de

modo autónomo y el ser (la existencia) es como un añadido, “una simple determinación

accidental de la esencia” (Eco, 2015, p. 140). Detrás de este tipo de ontología acecha

siempre “la tentación idealista, junto a la persuasión de que es más importante que una

cosa tenga definibilidad [esencia] que no el hecho de que la cosa sea concretamente

[existencia]” (Eco, 2015, p. 140). En contraste con este idealismo, la ontología tomista se

presenta “como ontología existencial, para la cual lo fundamental es el ipsum esse, el acto

concreto de existencia” (Eco, 2015, p. 140).

Esta preeminencia de lo concreto real sobre lo abstracto ideal es uno de los grandes logros

del pensamiento tomista. Las siguientes palabras de Chesterton expresan esta idea con su

característico sentido del humor: “La filosofía de santo Tomás se alza fundamentada en

la convicción común y universal de que los huevos son huevos. El hegeliano podrá decir

que un huevo en realidad es una gallina, por ser parte de un proceso inacabable de devenir;

el berkeleyano podrá sostener que unos huevos escalfados solo existen como existe un

sueño, pues tan fácil es afirmar que el sueño es la causa de los huevos como que los

139
huevos son la causa del sueño [...]. Pero ningún discípulo de santo Tomás necesita

estrujarse el cerebro para batir sus huevos como es debido” (Chesterton, 2016, p. 207).

En conclusión, es desde esta noción de forma –que aquí hemos explicado en detalle–

como hemos de comprender los tres elementos de lo bello según Tomás de Aquino:

integridad (integritas), proporción (proportio) y claridad (claritas).

8.3.2. Integridad, proporción y claridad

Para Aquino, “lo bello resulta de la fusión ordenada y coherente de tres elementos”

(Lobato, 2005, p. 95): integridad, proporción y claridad. Estos tres elementos aparecen en

un texto de la Suma Teológica que –según sostiene Tatarkiewicz– es “considerado como

la exposición más representativa y característica de la estética tomista” (Tatarkiewicz,

1989, p. 265). Dice así: “Tres cosas se requieren para la belleza. En primer lugar,

integridad o perfección, pues las cosas empequeñecidas son por eso mismo feas. Y

proporción debida o consonancia. Y también claridad, de donde procede que las cosas

que tienen color nítido se digan bellas” (S. Th. I, q. 39, a. 8).

Abordemos primero la proporción (proportio). Este término es sinónimo de armonía,

simetría, consonancia o ritmo. Ahora bien, el Aquinate no apunta a un concepto solamente

cuantitativo sino –al igual que Agustín– a un concepto más amplio, que abarque “no solo

las relaciones cuantitativas (commesuratio), sino también cualitativas (convenientia), no

solo las proporciones del mundo material sino también las del mundo espiritual”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 264). En último término, Tomás de Aquino afirma que la

proporción constituye un factor de lo bello cuando corresponde “a la esencia, o, en

términos aristotélicos, a la forma de la cosa” (Tatarkiewicz, 1989, p. 264); proporción es,

140
sobre todo, “conveniencia de la materia a la forma” (Eco, 2015, p. 142). Así lo ilustran

estas palabras de Aquino: “Ahora bien, la forma y la materia deben estar siempre

proporcionadas entre sí y como naturalmente adaptadas” (Contra Gentiles II, 81, citado

por Eco, 2015, p. 142). Cabe añadir a lo dicho que “la proporción no se dice de un modo

unívoco” (Lobato, 2005, p. 104), pues dependerá en cada caso de la forma de la cosa; así,

“una es la belleza del hombre y otra la del león, una la del niño y otra la del anciano; una

es la proporción del alma y otra la del cuerpo” (Tatarkiewicz, 1989, p. 264). Por este

motivo, puede afirmarse que “todo cuanto es admite relaciones de proporción o las exige”

(Lobato, 2005, p. 103), pues todo lo que existe, existe –como hemos visto– a través de

una forma.

En segundo elemento es la integridad (integritas), también llamada perfección (perfectio).

Esta se refiere a la presencia en un conjunto orgánico de todas sus partes esenciales; o

dicho en negativo: “ninguna cosa puede ser bella si le falta un componente esencial”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 265). La integridad se encuentra estrechamente ligada a la

proporción, pues la proporción de una cosa –entendida como correspondencia a la forma–

queda afectada cuando falta una de sus partes. Por ello, la integridad puede ser entendida

como un tipo de proporción: como la “adecuación de la cosa a sí misma” (Eco, 2015, p.

144). Por otra parte, esta integridad o perfección (perfectio prima) da lugar a una segunda

perfección (perfectio secunda): la adecuación de la cosa a la propia finalidad. En palabras

de Eco, “la perfección formal de la cosa le permite a esta obrar según la propia finalidad”

(Eco, 2015, p. 145). Por ejemplo, un atleta con dos piernas (perfectio prima) será un buen

atleta y podrá alcanzar su fin: ganar la carrera (perfectio secunda). En el fondo, en esta

perfectio secunda –adecuación de la cosa a su finalidad– subyace una constante de toda

la época medieval: la identificación entre belleza (pulchrum) y bien (bonum). “Para el

141
medieval una cosa es fea si no se introduce en una jerarquía de fines centrados en el

hombre y en su destino sobrenatural” (Eco, 2015, p. 147).

En tercer lugar, encontramos la claridad (claritas). Desde la filosofía antigua, se produce

una asociación entre claridad y belleza. Por un lado, en un sentido sensible: “la vista

percibe el color de los cuerpos y, por el color, su belleza. [...] En las piedras preciosas, en

el mundo vegetal, en el hombre, en el cielo y en el mar, hay un estrato de belleza que

radica en el color que, visto, agrada” (Lobato, 2005, pp. 105-106); por otro lado, en un

sentido intelectual: “entender es análogo al ver” (Lobato, 2005, p. 106). Así lo hemos

visto en Platón, donde el sentido de la vista es constantemente referido como analogía de

la intelección. Sirva como ejemplo esta cita del Fedro: “Pero ver el fulgor de la belleza

se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y

dichosa visión” (Fedro 250b).

Ahora bien, este tercer elemento adquiere en el pensamiento de Tomás de Aquino un

significado radicalmente nuevo. Según explica Eco, “la luz de los neoplatónicos baja

[emana] de lo alto y se difunde creativamente en las cosas [...]. La claritas de santo

Tomás, en cambio, sube desde abajo, desde lo íntimo de la cosa, como automanifestación

de la forma” (Eco, 2015, p. 149). Dicho de otro modo, la claridad es la inteligibilidad –

entendida como luminosidad, en sentido análogo– proveniente de la forma. En palabras

de Lobato, la forma tiene en la cosa “una función semejante a la de la luz: la hace ser lo

que es, le da entidad y, por lo tanto, inteligibilidad. Cuanto más perfecto es el ser [cuanto

más forma hay y, por tanto, más ser se recibe], tanto más tiene de inteligibilidad [o

claridad]” (Lobato, 2005, p. 108). Así lo afirma el propio Tomás de Aquino en su

comentario a Los nombres de Dios del Pseudo Dionisio: “La claridad es un elemento de

142
belleza. Porque toda forma, por la cual la cosa es lo que es, es cierta participación de la

claridad divina. Y esto es lo que [Dionisio] añade, que ‘todas las cosas son bellas según

la propia razón’, es decir, según la propia forma” (In Divina Nomina, q. 4, lect. 5, n. 349,

citado por Lobato, 2005, p. 109).

8.4. LA SUBJETIVIDAD DE LO BELLO

Estas últimas reflexiones en torno a las nociones de claridad y de visión nos llevan a

considerar el papel que tiene el sujeto en el tema de la belleza. Habíamos señalado cómo

“para los primeros escolásticos fue de gran importancia el aspecto subjetivo de la belleza”

(Tatarkiewicz, 1989, p. 230). En este sentido, veíamos que estos no solamente estudian

las cualidades objetivas de lo bello, sino también el modo en que lo bello es percibido y

de qué modo agrada o complace.

8.4.1. La idea de visión

En la Summa Alexandri, la importancia del sujeto queda reflejada en los diversos términos

que se emplean como sinónimos de “visión” (visus) –aprehensión (apprehensio), intuir

(intueri), mirar (aspicere) o espectar (spectare)– dando así a entender que es esta facultad

del sujeto la que accede a la belleza. Los escolásticos se referían tanto a la visión exterior

(sensible) como a la interior (intelectual), como se aprecia en este fragmento de Guillermo

de Auvernia: “Por su naturaleza, nada sino la vista está unido a la belleza, y me refiero

así a la belleza visible. Del mismo modo, no hay nada agradable sino la vista exterior. Y

esta consideración se puede aplicar también a la mirada interior y a la belleza interior”

(De bono et malo, 216, citado por Tatarkiewicz, 1989, p. 234).

143
Los primeros escolásticos tienden a explicar la experiencia del sujeto que percibe la

belleza como una especie de prolongación del gozo físico. El goce de la belleza se funda

–como defendía Agustín– en una simpatía, esto es, en “una correspondencia entre

estructura del alma y realidad material” (Eco, 2015, p. 128). Estos primeros autores

inciden de modo especial en el aspecto afectivo de la contemplación estética; la suya es

–según dice Eco– una “concepción afectivista” que pone el acento en “el aspecto

subjetivo de la contemplación estética y la función del goce como constitutivo de la

belleza” (Eco, 2015, p. 130). Esto no quiere decir que lo bello quede exclusivamente

determinado por el goce; pero, en cualquier caso, el goce es síntoma de que ahí hay

belleza. Como dice Gilson, “el placer experimentado al conocer la belleza no constituye

belleza en sí mismo, pero delata su presencia” (Gilson, 1981, p. 203).

Tomás de Aquino también se ocupa de la experiencia que el sujeto tiene de lo bello,

introduciendo en su reflexión algunos elementos novedosos que llevan a una concepción

más intelectualista y menos afectivista. Sirva recordar unas palabras del Aquinate que ya

han sido citadas: “Lo bello y el bien son lo mismo porque se fundamentan en lo mismo,

la forma. Por eso se canta al bien por bello. Pero difieren en la razón. Pues el bien va

referido al apetito, ya que es bien lo que todos apetecen. Y así, tiene razón de fin, pues el

apetito es como una tendencia a algo. Lo bello, por su parte, va referido al entendimiento,

ya que se llama bello aquello cuya vista agrada. De ahí que lo bello consista en una

adecuada proporción, porque el sentido se deleita en las cosas bien proporcionadas como

semejantes a sí, ya que el sentido, como facultad cognoscitiva, es un cierto entendimiento.

Y como quiera que el conocimiento se hace por asimilación, y la semejanza va referida a

144
la forma, lo bello pertenece propiamente a la razón de causa formal” (S. Th. I, q. 5, a. 4,

ad. 1).

Leyendo este texto, vemos que Aquino es deudor de esta idea de “visión” –que aparece

en la Summa Alexandri y en la obra de Guillermo de Auvernia– empleada como sinónimo

de percepción, tanto exterior (sensible) como interior (intelectual). Aunque el Aquinate

pone el acento –de un modo especial– en la visión como sinónimo de conocimiento

intelectual: “es un cierto entendimiento”, dice. Para él, la razón (el fundamento) de lo

bello es, como hemos leído, “la razón de causa formal”, esto es, la forma. Y, en última

instancia, a la forma se accede por medio del conocimiento. A modo de aclaración, cabe

añadir que la forma también es fundamento del bien, pero en un sentido distinto. “Lo

bello y el bien son lo mismo porque se fundamentan en lo mismo, la forma”, dice Tomás

de Aquino. ¿Cuál es, entonces, la distinción entre bien y belleza? Las siguientes palabras

de Eco explican brevemente esta distinción: “el bien hace que la forma sea objeto de

apetito [voluntad], deseo de realización o posesión de la forma deseada [...]; lo bello, en

cambio, pone la forma en relación con el puro conocimiento” (Eco, 2015, p. 135). En

síntesis, Tomás de Aquino sostiene que el acceso a la belleza produce por medio del

conocimiento intelectual, ya que este es capaz de aprehender la forma.

Por este motivo, el conocimiento de la belleza “no tiene nada que ver con la honda

fruición del amor místico, ni con la simple reacción sensual ante el estímulo sensible; y

ni siquiera con la asimilación empática con el objeto”, explica Eco. “Se trata, más bien,

de un conocimiento de orden intelectual” (Eco, 2015, p. 137). Para Tomás de Aquino, el

conocimiento estético tiene “la misma complejidad que el conocimiento intelectual

porque se refiere al mismo objeto: la realidad” (Eco, 2015, p. 138). Por ello, para

145
comprender la percepción de lo bello es preciso hacer referencia –brevemente– a la teoría

del conocimiento del Aquinate.

8.4.2. Conocimiento de formas: lo bello y la razón de causa formal

Para Tomás de Aquino el conocimiento es conocimiento de formas, esto es, del principio

inmaterial –pero definitorio– de la realidad. Decíamos que, según este autor, las cosas

materiales tienen una esencia compuesta de materia y forma; de estos dos componentes,

el elemento inteligible es la forma. Por consiguiente, aquello que conocemos de las cosas

(la forma) está ya en ellas por su misma constitución, aunque está en potencia, como a la

espera de ser conocido. Dicho con otras palabras: en la medida en que están constituidas

por una forma, las cosas son cognoscibles. ¿Cómo hacer para que esta forma cognoscible

pase de la potencia al acto? Es necesario un sujeto la conozca y, de este modo, haga que

la forma inteligible pase de la potencia (que pueda ser conocida) al acto (que, de hecho,

sea conocida). En su teoría del conocimiento, santo Tomás sigue en gran medida a

Aristóteles 14 al afirmar que el entendimiento humano tiene dos facultades o potencias: el

entendimiento posible o paciente –el nous pathetikós de Aristóteles– y el entendimiento

activo o agente (nous poietikós). Ambos cooperan en la acción de conocer la realidad: por

un lado, el entendimiento posible recibe la impresión sensible de la cosa, donde se

encuentra –en potencia de ser conocida– la forma; por otro lado, entendimiento agente es

como una luz que ilumina la forma, la aprehende: hace que esta forma, en tanto que

cognoscible o inteligible, pase de la potencia al acto. De este modo, “el intelecto agente

14
Recordemos la cita del De Anima de Aristóteles: “También en el caso del alma han de darse
necesariamente estas diferencias. Así́ pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y
otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz:
también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable,
sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el
agente que el paciente” (Acerca del Alma III, 3, 430a 10-15).

146
aprehende en cada cosa material lo que la constituye [esto es, la forma] [...] y deja aparte

los principios de individuación que pertenecen a su materia” (Gilson, 2002, p. 286).

Así, en el acto de conocimiento se da “una presencia del objeto conocido en el sujeto

cognoscente” (Gilson, 2002, p. 295), por medio de la forma. Aunque se trata de una

presencia singular, pues cuando el acto de conocimiento percibe la forma de la piedra sin

embargo no se petrifica. ¿Cómo es esto posible? Porque la misma forma que constituye

la realidad es recibida por el entendimiento de un modo que llamamos “intencional”. Tal

y como explica Alejandro Llano, “hay una única forma”: la diferencia está en que dicha

forma “existe en la naturaleza de las cosas con ser real, y en la mente con ser intencional”

(Llano, 1999, p. 110). La particularidad de la forma conocida (intencional) es que no tiene

ser propio, sino que es una pura remitencia (intencionalidad) a la forma real, a la realidad.

Es también de este modo como se conoce la belleza, la cual –como afirma el Aquinate–

se fundamenta en la forma: “lo bello pertenece propiamente a la razón de causa formal”

(S. Th. I, q. 5, a. 4, ad. 1). En este sentido, el conocimiento estético “no apunta a poseer

la cosa, sino que se aplaca en considerarla, en el percibir las características de proporción,

integridad y claridad” (Eco, 2015, p. 137).

8.5. ¿ES LA BELLEZA UN TRASCENDENTAL?

La última cuestión que abordaremos de la estética de santo Tomás es la posibilidad de

considerar la belleza como un trascendental, es decir, como una propiedad constituyente

del Ser entendido en sentido pleno: es decir, Dios. A este respecto, afirma Étienne Gilson

en su obra Elementos de filosofía cristiana que para Aquino la belleza es “el trascendental

olvidado”: “la belleza no ocupa en la teología de Tomás de Aquino un lugar comparable

147
al de la unidad y la bondad. El conjunto de las cuestiones de la Summa Theologiae se

dedica a probar que Dios es la bondad misma y la unidad misma, pero ninguna se dedica

a probar que Dios es la belleza misma” (Gilson, 1981, p. 200).

Según apunta Gilson, Tomás de Aquino aborda la cuestión de la belleza solo de refilón,

al responder a una objeción –primera objeción de la quinta cuestión, artículo 4, de la Suma

Teológica–. Dicha objeción, tomada de Los nombres de Dios del Pseudo Dionisio,

sostiene que “se alaba el bien por ser bello”. En su respuesta a esta idea, Aquino dice que

no se alaba el bien por ser bello, sino por ser el fin último de la voluntad; y añade de paso

algunas consideraciones acerca de lo bello ya mencionadas. Pero, sobre todo, afirma que

el bien y la belleza son lo mismo en la realidad; solo difieren conceptualmente. “Los

conceptos de belleza y bien son fundamentalmente idénticos en una cosa, porque una cosa

es buena y bella por la misma razón, a saber, por su forma” (Gilson, 1981, p. 201). La

diferencia radica en que el bien es objeto de la voluntad, mientras que la belleza es ese

mismo bien, pero considerado como objeto del conocimiento.

Volviendo al plano de los trascendentales, podemos concluir que para Tomás de Aquino

la belleza no es un trascendental, sino un derivado de un trascendental. A la luz de lo

expuesto por Gilson, se entiende que el Ser pleno (Dios), solo es bello en tanto que es

bueno: “Dios es bello porque es bueno, es bueno porque es ser” (Gilson, 1981, p. 204).

El filósofo holandés Jan Aertsen –en su obra titulada La filosofía medieval y los

trascendentales– apunta en esta misma dirección: dice que, para ser un trascendental, la

belleza tendría que manifestar el Ser de un modo nuevo, no expresado por los otros

trascendentales (unum, verum y bonum). Pero esto no sucede en el pensamiento de

148
Aquino, donde la belleza simplemente añade al bien “una ordenación a la capacidad

cognoscitiva” (Aertsen, 2003, p. 333).

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 8

Aertsen, J. (2003). La filosofía medieval y los trascendentales. Un estudio sobre Tomás

de Aquino (Trad. M. Aguerri y M. I. Zorroza). Pamplona: Eunsa.

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Copleston, F. (2000). Historia de la filosofía. Vol. 2: De san Agustín a Escoto. Barcelona:

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149
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Hernández y E. Lledó Íñigo). Madrid: Gredos.

Tatarkiewicz, W. (1989). Historia de la estética. Vol.2: La estética medieval (Trad. D.

Kurzyca). Madrid: Akal.

Tomás de Aquino. Suma Teológica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

150
CAPÍTULO 9. ORÍGENES DEL PENSAMIENTO ESTÉTICO MODERNO

Según hemos visto en lo expuesto anteriormente, existe una conciencia estética desde los

comienzos de la filosofía; sin embargo, no se habla propiamente de estética –entendida

como una disciplina filosófica autónoma– hasta la llegada de la Edad Moderna. Antes de

centrar nuestra atención sobre la disciplina estética, es preciso que nos detengamos a

considerar algunos de los orígenes más relevantes del pensamiento moderno. Entre estos

orígenes encontramos tres grandes temas (o problemas) estrechamente relacionados entre

sí: en primer lugar, un problema metodológico, que aquí llamaremos el “giro

gnoseológico”; en segundo lugar, un problema espiritual: la Reforma protestante y el

advenimiento del individuo; finalmente, un problema estrictamente filosófico: la tensión

entre empirismo y racionalismo.

9.1. EL GIRO GNOSEOLÓGICO

Sostiene María Antonia Labrada que la disciplina estética “es una consecuencia del giro

de la reflexión filosófica producido en la modernidad” (Labrada, 2001, p. 16). ¿Cuál es

ese giro? El giro del sujeto sobre sí mismo. El pensamiento clásico y medieval se

caracteriza –entre otros aspectos– en que el hombre está volcado hacia las cosas, hacia la

realidad; en cambio, el pensamiento moderno trae consigo una vuelta del hombre sobre

sí mismo. Este giro “hacia dentro” –por decirlo así– procede de una desconfianza en la

capacidad del hombre para acceder a la realidad. ¿Qué conocemos cuando conocemos?

¿Somos capaces de conocer la realidad o acaso conocemos representaciones de ella que

nos impiden acceder a la realidad misma? Estos interrogantes –que marcan el rumbo del

pensamiento moderno– apenas están presentes en los autores clásicos o medievales. Los

151
pensadores modernos buscarán darles respuesta por medio de la clarificación de “las

condiciones de posibilidad del conocimiento mismo” (Labrada, 2001, p. 17). Esta

indagación sobre las “condiciones de posibilidad” –los a priori, en lenguaje kantiano– del

conocimiento humano es una constante que atraviesa toda la modernidad. Dicho

sintéticamente, la modernidad da “un paso atrás”; no un paso “más allá”, sino “más acá”:

hacia los fundamentos del conocimiento.

La modernidad problematiza “la vía de acceso cognoscitivo a la realidad” (Labrada, 2001,

p. 17). Este acceso ya no se da por supuesto: pasa de ser un “tema” –como lo había sido

en el pensamiento clásico y medieval– a ser un “problema” que ha de ser resuelto. Y,

dado que no es posible tratar sobre el objeto –la realidad exterior al sujeto– sin antes

clarificar cómo este accede a la realidad, la pregunta fundamental de la modernidad no es

“ontológica, sino gnoseológica. Este giro gnoseológico de la interrogación filosófica es

lo específico del pensamiento moderno” (Labrada, 2001, p. 17). En última instancia, esta

indagación sobre método –el camino, en su sentido original griego– del conocimiento va

a conducir, indirectamente, a una modificación en el modo de considerar el objeto (la

realidad) y, finalmente, una alteración del objeto mismo.

La desconfianza en la capacidad del conocimiento humano para acceder a la realidad

hunde sus raíces, en gran medida, en el nominalismo de Guillermo de Ockham (1285-

1347). Según este pensador, el conocimiento no es capaz de abstraer lo universal de lo

particular, es decir, no puede aprehender las formas universales que constituyen la

realidad y la hacen inteligible –como había afirmado Tomás de Aquino– por el sencillo

motivo de que no existen 15: la realidad es siempre individual, particular y concreta. Así,

15
Cabe matizar, como hace Gilson, que Ockham tiene acceso a una idea de esencia “monolítica”, propia
de una “ontología de esencias”, como la de Avicena o Duns Escoto, según la cual “cada esencia tiene

152
“puesto que todo lo que existe es individual, nada puede corresponder en la realidad a

nuestras ideas generales, de lo cual se sigue que estas no son por naturaleza ni imágenes,

ni retratos ni representaciones mentales de alguna cosa real” (Gilson, 2004, p. 67): estas

ideas generales son –simplemente– signos o palabras que nosotros elaboramos. No existe

algo así como las formas aristotélicas o las ideas platónicas: no hay una forma real que

compartan todos los individuos de la especie “perro”, por ejemplo. El hecho de que

empleemos la palabra “perro” para denominar a una serie de individuos que comparten

una serie de rasgos no implica que exista la forma universal (y cognoscible) de “perro”.

“Lo único que resulta universal –y, además, solo por convención– es la mismísima

palabra ‘perro’, con la que hemos acordado designar a todos los animales que presentan

rasgos caninos” (Llano, 1999, p. 18).

El nominalismo de Ockham trata de solucionar un problema de índole metafísica por la

vía del lenguaje. Dice el filósofo estadounidense W.O. Quine que lo que hizo la filosofía

de Ockham fue seguir un “principio de economía ontológica”, afeitando con su navaja las

barbas de Platón, es decir, eliminando los entes innecesarios (Cfr. Llano, 1999, p. 20).

Sin embargo, su solución es un paso en falso, pues el problema de los universales no

queda resuelto, sino que reaparece en el lenguaje. En cambio, lo que sí produce el

nominalismo es una brecha entre el sujeto y la realidad: la realidad ya no es inteligible

(conceptualmente); solo podemos acceder a ella por medio de intuiciones (percepciones

inmediatas) que –según Ockham– son autoevidentes. Con el tiempo, lo que hará la

filosofía moderna será fundar la inteligibilidad de la realidad en el sujeto: va a ser el sujeto

quien aporte a ese caos de percepciones inmediatas una unidad y una inteligibilidad. La

realidad ya no es inteligible por sí misma, sino por el sujeto que la conoce. Aunque

entidad y unidad en sí misma, y que es igualmente participada por todos los individuos de cierta clase”
(Gilson, 2004, p. 65).

153
siempre quedará la duda sobre si, al conocer, el sujeto accede realmente a la realidad o

solo se queda en una representación ilusoria de ella.

Alejandro Llano compara esta situación con la alegoría de la caverna de Platón, señalando

que “la filosofía moderna pasa a considerar que el campo de lo ilusorio no se sitúa dentro

de la caverna, sino fuera de ella” (Llano, 1999, p. 28). Es decir, se empieza a considerar

la posibilidad de que nuestras percepciones de la realidad no sean más que ilusiones y

que, por consiguiente, el sujeto quede desvinculado del objeto (la realidad) y aislado para

siempre en su subjetividad. En este sentido, estar despierto es caer en la cuenta de que el

interior de la caverna, la subjetividad, es la única realidad a la que tenemos acceso directo;

ya que al mundo exterior solo podemos acceder por medio de representaciones. “El que

duerme ya no es –como pensaba Platón– el que toma las representaciones por realidades,

sino el que cree ilusoriamente que hay realidades cognoscibles distintas de las propias

representaciones” (Llano, 1999, p. 28).

9.2. LUTERO Y EL ADVENIMIENTO DEL INDIVIDUO

Junto con el problema gnoseológico, la modernidad está marcada por un problema

espiritual, planteado por la Reforma que lleva a cabo Martín Lutero (1483-1456). La

Reforma protestante –cuyo simbólico inicio se sitúa en 1517– no es un hecho histórico

aislado, sino un acontecimiento de gran relevancia por su carácter sintomático. En efecto,

el proceso desencadenado por Lutero dentro de la cristiandad occidental responde –en

gran parte– al espíritu, el pensamiento y las actitudes de una época. Sostiene Jacques

Maritain –el primer capítulo de su obra Tres Reformadores: Lutero - Descartes -

Rousseau– que Lutero es uno de los padres –junto con Descartes en el plano filosófico y

154
Rousseau en el plano ético– de la conciencia moderna: “La celda donde Lutero discutió

con el diablo, la estufa junto a la cual tuvo Descartes su famoso sueño, el paraje del bosque

de Vincennes donde Juan Jacobo, al pie de una encina, mojó de lágrimas su chaleco al

descubrir la bondad el hombre natural, son los lugares donde ha nacido el mundo

moderno” (Maritain, 2006, p. 19). Y añade este autor que una de las principales

consecuencias de la Reforma fue “cambiar del modo más profundo la actitud del alma

humana y del pensamiento especulativo frente a la realidad” (Maritain, 2006, p. 12).

Vamos a abordar, sintéticamente, dos principios fundamentales del pensamiento de

Lutero: su idea de naturaleza humana y su idea de individuo. En lo que respecta a la

naturaleza humana, Lutero afirma –en contraposición con la teología católica– que esta

se encuentra totalmente corrompida por el pecado original, el cual “está siempre en

nosotros, indeleble; nos ha hecho radicalmente malos, corrompidos en la misma esencia

de nuestra naturaleza” (Maritain, 2006, p. 16). Por este motivo, el hombre es incapaz de

cooperar en su propia salvación: ninguna obra buena podrá ayudarle a merecer siquiera

un ápice de la salvación que anhela. Entonces, ¿cómo puede el hombre alcanzar su

salvación? Mediante la sola fe, esto es, mediante una confianza total en Cristo, y no en

las buenas obras. Lutero apoya su postura en una interpretación particular de las nociones

de fe y obras presentadas por la Carta a los Romanos de san Pablo, donde el apóstol

afirma que “el justo vivirá de la fe” (Romanos 1, 17).

Puesto que el hombre está irremediablemente corrompido, Lutero considera “la vida,

antes que Nietzsche, como esencialmente trágica” (Maritain, 2006, p. 30). La salvación

ya no es algo que haya que buscar con alegría, sino con la angustia –“trabajad por vuestra

salvación con temor y temblor” (Filipenses 2, 12), escribe san Pablo– de quien no está

155
seguro de su propia salvación. Tal y como explica Ratzinger, “lo que constantemente

inquietó [a Lutero], constituyéndose en su pasión más profunda y la fuerza directriz de

todo el camino de su vida, fue la pregunta sobre Dios: ‘¿Cómo he de encontrar a un Dios

generoso?’” (Erfurt, 23 de septiembre de 2011).

A su vez, como consecuencia de su concepción sobre la naturaleza humana y sobre el

pecado original, Lutero desprecia la razón humana. “Se podrá, pues, a lo sumo –explica

Maritain–, adjudicar a la razón un papel meramente práctico en la vida y en las

transacciones humanas. Pero [la razón] es incapaz de conocer las verdades primeras; toda

ciencia especulativa, toda metafísica, es un espejismo [...], y el uso de la razón en las

materias de la fe, la pretensión de constituir, gracias al razonamiento y con auxilio de la

filosofía, una ciencia coherente del dogma y de la revelación, la teología, en suma, tal

como la entendían los escolásticos, es un escándalo abominable” (Maritain, 2006, p. 35).

En las cosas espirituales, la razón no solamente está “ciega y en tinieblas”, sino que es

realmente “la prostituta del diablo. No puede dejar de blasfemar y deshonrar todo lo que

Dios ha dicho o hecho” (Lutero, citado por Maritain, 2006, p. 34).

Parte de este anti-intelectualismo procede de “la formación occamista y nominalista que

Lutero había recibido en filosofía” (Maritain, 2006, p. 32). Como es de esperar, la otra

cara de este desprecio de la razón es un voluntarismo. Afirma Maritain que el pensamiento

de Lutero se encuentra en la raíz del voluntarismo moderno. “Puesto que la razón ha sido

relegada al lugar más sucio de la casa, si es que no está muerta y enterrada, será forzoso

[...] que la otra facultad espiritual, la voluntad, sea exaltada en igual medida, si no en

teoría, al menos en la práctica” (Maritain, 2006, p. 36). La espiritualidad de Lutero se

apoya en una idea de libertad que parte únicamente de la voluntad, dejando de lado la

156
razón; así, en lo que respecta al hombre, para que el acto de fe sea puro, esta ha de ser una

fe pura: ciega, fiducial. En el fondo, el acto de fe –tal y como lo concibe Lutero– es un

acto puro de la voluntad.

Finalmente, abordemos la idea de individuo en Lutero. Dice Maritain, que “el yo de

Lutero llega a ser prácticamente el centro de gravitación de todas las cosas, y, sobre todo,

en el orden espiritual” (Maritain, 2006, p. 20). La comunidad cristiana por antonomasia,

la Iglesia, es despreciada, pues es una mediación que –en lugar de unir– separa al

individuo de Dios: en sintonía con el espíritu moderno, Lutero entiende que “todo medio,

que el sentido común considera como uniendo el adentro con el afuera y haciéndolos

comunicar, es, en realidad, un ‘intermediario’ que los separa; así, para el individualismo

protestante moderno, la Iglesia y los sacramentos nos separan de Dios; así, para el

subjetivismo filosófico moderno, la sensación y la idea nos separan de lo real” (Maritain,

2006, p. 45). Por ello, la relación del hombre con Dios ha de ser estrictamente individual.

Así lo explican Blanco y Ferrer en su estudio sobre el luteranismo: “la relación con Dios

queda teñida por el carácter dialógico e interpersonal (Cristo-creyente), por la que lo

único importante es el encuentro personal con Dios”, esto es, “la relación salvadora es

entre un ‘yo’ y un ‘Tú’” (Blanco y Ferrer, 2016, p. 47).

El hecho de que el individuo sea la preocupación central de la teología luterana hace que

esta tenga un carácter eminentemente práctico. Así, mientras la teología católica se

orienta a Dios y, por consiguiente, es una ciencia preferentemente especulativa, “la

teología luterana es para la criatura; por eso aspira, ante todo, al fin práctico que busca”:

la salvación del individuo. “Lutero, que aparta la caridad y conserva el temor servil, que

157
es todo cuanto tiene, hace girar la ciencia de las cosas divinas en torno a la corrupción

humana” (Maritain, 2006, p. 22).

9.3. LA ESTÉTICA MODERNA, ENTRE EL EMPIRISMO Y EL RACIONALISMO

El cuestionamiento de las capacidades y alcance del conocimiento, propio del aquí

llamado “giro gnoseológico”, tiene consecuencias particulares en el ámbito de la estética.

En este sentido, Labrada afirma que “la estética nace como parte autónoma de la filosofía

cuando se pone en cuestión la conciencia estética” (Labrada, 2001, p. 17). Esto no

significa que la conciencia estética apareciera en los albores de la modernidad; sin

embargo, es aquí cuando se empieza a cuestionar –a “problematizar”, decíamos– el

conocimiento estético y, como consecuencia, se comienzan a indagar las condiciones de

posibilidad de la percepción de la belleza. Al igual que sucede en el ámbito del

conocimiento intelectual, la estética moderna también da un “paso atrás”, hacia el “más

acá”. Es a lo largo del siglo XVIII cuando se presta una mayor atención al problema

estético y, en cierto modo, es al término de este siglo cuando la estética alcanza cierta

madurez gracias a la Crítica del Juicio (1790) de Immanuel Kant. Esta obra es heredera

de muchos de los temas planteados por el empirismo inglés, así como de algunas

cuestiones más metodológicas, procedentes del racionalismo continental. Por esta razón,

antes de abordar la obra de Kant es necesario destacar algunas de las notas más relevantes

de estas dos corrientes.

158
9.3.1. El empirismo inglés: Hume y Burke

Hay dos pensadores ingleses –en el sentido de que ambos escriben en lengua inglesa– que

influyen de modo directo en la reflexión kantiana sobre la estética. El primero de ellos es

David Hume (1711-1776), con su ensayo titulado Sobre la norma del gusto; el segundo

es Edmund Burke (1729-1797), con su obra Indagación filosófica sobre el origen de

nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello. Estas dos obras son publicadas en el

año 1757. El planteamiento del problema estético que hacen estos autores es típicamente

moderno: los dos subrayan su convicción de que la belleza no es algo objetivo –esto es,

una cualidad del objeto– sino algo eminentemente subjetivo, es decir, relativo al sujeto.

Además, los dos afirman que la percepción de la belleza se produce por vía sensible.

Tal y como apunta Labrada, la marcada oposición entre subjetividad y objetividad que

encontramos en estos autores deriva –en gran parte– de “la querella (la querelle) entre los

antiguos y los modernos”, iniciada formalmente en la Academia Francesa de París hacia

finales del siglo XVII: “Lo que se discute en la querella es si la belleza se puede entender

objetivamente de modo que su naturaleza o esencia pueda formularse en leyes o cánones

inmutables y eternos, o si, por el contrario, se trata de algo relativo a la capacidad de

percepción de cada sujeto y, en consecuencia, subjetivo” (Labrada, 2001, p. 21). Los

herederos de la querella –como Hume y Burke– conciben la objetividad como sinónimo

de lo antiguo y la subjetividad como sinónimo de lo moderno. Aunque esta dicotomía no

pasa de ser una simplificación, pues tanto el pensamiento clásico como el medieval se

refieren lo subjetivo al hablar de la belleza. Por ejemplo, en la filosofía platónica “la

belleza no es algo objetivo [...] porque mediante su carácter manifestativo da fuerza al

alma para abandonar las visiones parciales o limitadas –objetivas– de la realidad”

159
(Labrada, 2001, p. 22). Lo que hay de fondo en la querella es una interpretación sesgada

o parcial del pensamiento antiguo y medieval, fuertemente condicionada por el “giro” de

la modernidad. Se lee a los autores clásicos y medievales desde paradigmas modernos y,

por ello, se cae en una interpretación simplista, que no hace justicia a las tesis de dichos

autores.

Siguiendo la dirección de la querella, los pensadores ingleses del siglo XVIII inciden en

el carácter subjetivo de la belleza, planteándola como algo relativo a los sentimientos del

sujeto, no a las propiedades del objeto. De este modo, la reflexión de los empiristas abre

una brecha entre el ámbito del sentimiento o del gusto, el cual no precisa de nada fuera

de sí, y el ámbito del conocimiento intelectual o entendimiento, que remite a algo exterior

y es legitimado por algo distinto de sí mismo. Esta brecha, que atraviesa gran parte de la

estética moderna, es la que lleva a Kant a escribir la Crítica del Juicio, a fin de conciliar

los opuestos: subjetividad y objetividad.

David Hume afirma que la belleza es percibida mediante una facultad que él denomina

“gusto” (taste). ¿Qué es el gusto? Es la capacidad “emocional o sentimental del sujeto”

(Labrada, 2001, p. 23) que responde frente a ciertas cualidades sensibles de los objetos y

las considera bellas. Labrada enuncia algunos rasgos relativos a la noción de gusto

desarrollada por Hume: en primer lugar, dado que el gusto no necesita ser legitimado por

algo distinto de sí mismo, cualquier gusto es válido: “un millar de sentimientos diferentes,

motivados por el mismo objeto, serán todos ellos correctos porque ninguno de ellos

representa lo que realmente hay en el objeto”, sostiene Hume en Sobre la norma del gusto

(citado por Labrada, 2001, p. 23). Un segundo rasgo del gusto es la propiedad de la

inmediación: dicho con otras palabras, el gusto no es el fruto de un proceso que sigue

160
unas determinadas leyes –como sucede con el conocimiento intelectual– sino que se trata

de algo inmediato, no sometido a ningún proceso o legislación; de esta segunda propiedad

“depende la diversidad y multiplicidad de gustos” (Labrada, 2001, p. 24). Por último, un

tercer rasgo es la educación o perfección del gusto: si bien hay diversidad de gustos y la

inmediación que caracteriza a todos ellos los hace igualmente válidos, “no todos los

gustos son iguales, teniendo unos individuos mejor gusto que otros” (Labrada, 2001, p.

24).

A primera vista, este último rasgo del gusto parece plantear una contradicción: ¿cómo es

posible hablar de unos gustos mejores que otros –o compararlos siquiera– si cada gusto

no precisa de nada fuera de sí? Sería necesario recurrir a una ley o norma que nos orientara

en cuestiones de gusto, pero ¿no contradice esta pretensión la subjetividad del gusto? En

el fondo, este es el problema al que trata de dar respuesta Hume con su ensayo Sobre la

norma del gusto: el empirista escocés se propone encontrar una “norma” (standard) que

permita valorar el gusto sin abandonar, a su vez, el carácter eminentemente subjetivo del

mismo gusto. En este sentido, dicha norma no puede ser algo general; no puede consistir

ni en “un razonamiento a priori ni en una conclusión abstracta del entendimiento”, escribe

Hume (Sobre la norma del gusto, citado por Labrada, 2001, p. 24). Es decir, la norma del

gusto no puede seguir “el principio de generalidad de las leyes del entendimiento”

(Labrada, 2001, p. 24).

Con el fin de salvaguardar la subjetividad del gusto, lo que hace Hume es desarrollar unas

normas prácticas que guíen el ejercicio del gusto: “por ejemplo, la necesidad de una

observación atenta y detallada de los objetos, la comparación de los objetos que provocan

el gusto, y el esfuerzo por liberarse de todo tipo de prejuicios en la observación de los

161
mismos” (Labrada, 2001, p. 25). Así, es posible valorar el gusto como mejor o peor, o

educarlo en función de estas normas prácticas. Labrada considera que Hume plantea un

problema normativo que no llega a resolver: al proponer una norma que fundamente el

gusto –por práctica que esta sea– el pensador escocés apunta a una pretensión o deseo de

universalidad, tanto para la norma como para el mismo gusto. En último término, esta

pretensión de universalidad no puede ser resuelta si no se sale de la pura subjetividad,

algo que Hume no está dispuesto a hacer.

Por su parte, Edmund Burke se pregunta por el origen de las ideas del gusto 16, y sostiene

que el gusto no es una capacidad independiente del entendimiento o de la imaginación 17.

En este sentido, para este pensador la idea del gusto procede de la cooperación entre la

sensibilidad, la imaginación y el entendimiento. Dicho con sus propias palabras en De lo

sublime y de lo bello: “En conjunto, creo que lo que llamamos gusto, en su aceptación

más general, no es una idea simple, sino en parte hecha de una percepción de los placeres

primarios de los sentidos, de los placeres secundarios de la imaginación, y de las

conclusiones de la facultad de razonar, acerca de las diversas relaciones de estas” (p. 60).

No obstante, el hecho de que Burke mencione facultades como la imaginación o el

entendimiento no significa que su indagación del origen de las ideas del gusto (de lo bello)

se mueva en un plano metafísico –como sí había ocurrido en el pensamiento estético

clásico y medieval–, sino en un plano puramente sensible o –podría decirse– fisiológico.

16
Cabe precisar que, este contexto, el término “idea” no ha de ser entendido en sentido platónico, sino a la
luz de la filosofía empirista de John Locke (1632-1704). Según este autor, las “ideas simples” son aquellas
que proceden de la percepción sensible y representan aspectos sensibles de la realidad; en cambio, las “ideas
compuestas” son elaboradas por el entendimiento a partir de las primeras.
17
La cuestión sobre si el gusto es –o no– una facultad separada del entendimiento o de la imaginación es
“decisiva para la fundamentación autónoma de la estética y cuya respuesta afirmativa será el hilo conductor
que moverá a Kant a escribir la Crítica del Juicio; sin embargo, Burke contesta a esta pregunta de un modo
negativo” (Labrada, 2001, p. 26), diciendo que el gusto no es una facultad independiente del entendimiento
o de la imaginación.

162
Si bien el empirista irlandés había señalado en un primer momento la presencia del

entendimiento y la imaginación como componentes del gusto, finalmente va a poner el

acento en la sensibilidad, limitándose a establecer asociaciones entre determinadas

cualidades sensibles y determinadas pasiones del ánimo: “Cuando digo que pretendo

indagar la causa eficiente de la sublimidad y de la belleza, no quisiera que se entendiera

que yo creo poder llegar a la causa última. […] Pero creo que, si podemos descubrir qué

afecciones de la mente producen ciertas emociones del cuerpo, y qué sentimientos y

cualidades del cuerpo diferenciadas han de producir determinadas pasiones de la mente y

no otras, se habrá adelantado mucho; y no será inútil para tener un conocimiento

diferenciado de nuestras pasiones, por lo menos mientras las examinemos como ahora.

Esto es todo lo que podemos hacer, creo” (De lo sublime y de lo bello, pp. 183-184).

A la luz de estas palabras de Burke, se aprecia en qué medida su concepción sobre el

sentimiento de complacencia (o gusto) es –en gran medida– de corte mecanicista. El gusto

surge a partir de “alguna cualidad de los cuerpos que actúa mecánicamente sobre la mente

humana mediante la intervención de los sentidos” (De lo sublime y de lo bello, pp. 165-

166). Algunas de las cualidades que producen complacencia son la extensión o la cantidad

reducida, la tersura, la variación gradual o la delicadeza. De modo parecido, Burke explica

el sentimiento de lo sublime como un “temor que se asocia a la percepción de la oscuridad,

la fuerza o el poder, la privación en su generalidad, la grandeza de dimensiones, etc.”

(Labrada, 2001, pp. 27-28). Al tiempo que propone unas cualidades que causan la idea de

belleza, Burke critica con fuerza las propiedades tradicionalmente asociadas con la

belleza, como son la proporción, la conveniencia o la perfección. La belleza basada en

estas cualidades no podría ser percibida por el gusto sino, más bien por un juicio lógico;

163
y esto no sería belleza, pues “sobre la belleza no cabe establecer una ley general”

(Labrada, 2001, p. 20).

Tal y como apunta Labrada, la influencia del empirismo hace que la obra de Burke quede

reducida “a un conjunto de observaciones, más o menos agudas, sobre las características

sensibles que tienen los objetos que provocan en el sujeto la aparición del sentimiento de

lo bello o de lo sublime” (Labrada, 2001, pp. 29-30). Tanto en el caso de Hume como en

el de Burke queda sin resolver el fundamento del juicio de gusto. En cierto modo, la

universalidad que estos autores quieren otorgar a la norma del gusto o al mismo gusto

queda frustrada desde un primer momento, por el simple hecho de que sus planteamientos

no salen de la percepción sensible. Se quedan encasillados en el lado de la subjetividad,

sin querer enfrentarse “con el problema de la relación entre el conocimiento sensible y el

intelectual” (Labrada, 2001, p. 30), piedra de toque en lo que se refiere a la posible

universalidad del juicio de gusto.

En síntesis, los temas planteados por el empirismo inglés son, a grandes rasgos, los

mismos con los que se enfrentará la Crítica del Juicio de Kant. Sin embargo, no sucede

así en lo que respecta al método: tanto Hume como Burke recurren a un método de “sesgo

eminentemente psicológico” (Labrada, 2001, p. 30), que Kant no acepta. La tercera crítica

kantiana busca fundamentar el juicio de gusto no en el plano psicológico sino en el plano

trascendental, es decir, en el plano de las condiciones de posibilidad del sujeto. Tal y

como apunta Labrada, “el punto de partida de Kant, en lo referente al método, se

encuentra en la tradición racionalista continental” (Labrada, 2001, p. 31).

164
9.3.2. El racionalismo continental: Baumgarten

Decíamos en la introducción a este curso que el término “estética” aparece por primera

vez en la obra de Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762). Recordemos que este

término procede del griego aísthesis, que significa “sensación” o “sensibilidad”.

Baumgarten emplea el término para referirse a la “la ciencia del conocimiento sensible,

que se ocupa de la belleza” (Soto, 1987, p. 184). Esta es la disciplina relativa a la facultad

“inferior” –dice él– del ser humano: la sensibilidad. “Las cosas conocidas (noetá) –escribe

Baumgarten en Reflexiones filosóficas acerca de la poesía– lo son por una facultad

superior como objeto de la lógica, en tanto que las cosas percibidas lo han de ser por una

facultad inferior como su objeto, aisthetá epistemes aisthetés, o estética” (Citado por

Tirado, 2013, p. 19).

A grandes rasgos, puede decirse que el planteamiento que hace Baumgarten sobre la

percepción sensible es racionalista, pues la subordina al conocimiento intelectual y la

valora en función de esta relación. Así, frente al conocimiento lógico o intelectual, que es

claro y distinto, este autor dice que el conocimiento sensible es claro y confuso. Por un

lado, la percepción sensible es “clara” en tanto que “basta para las necesidades de la vida

cotidiana, [...] se acomoda a ellas y nos permite la primera orientación en nuestro contorno

sensible” (Cassirer, La filosofía de la ilustración, citado por Labrada, 2001, p. 32); por

otro, la percepción sensible es “confusa”, pues en ella “no se distinguen las notas de lo

que se percibe. Este conocimiento ‘oscuro’ representa algo ‘confusamente’” (Soto, 1987,

p. 185).

165
En contraste con el conocimiento distinto, “el conocimiento sensible donde se sitúa el

goce estético se presenta como algo que no se resuelve en el engranaje lógico-conceptual”

(Soto, 1987, p. 184). Sin embargo, cabe matizar que Baumgarten no presenta la confusión

–o carencia de distinción– de la percepción sensible como algo negativo: al contrario, la

confusión añade al conocimiento “una cualidad expresiva” (Labrada, 2001, p. 34). Para

este autor, “pensar algo no-claramente significa representar algo expresivamente, esto es,

no se trata de un no-conocimiento, sino de un conocimiento distinto al lógico-abstractivo”

(Soto, 1987, p. 185); de este modo, destaca el valor peculiar del conocimiento sensible.

En contraste con la filosofía racionalista precedente –como Leibniz o Wolff, para quienes

la intuición sensible era un ‘todavía no’ del conocimiento–, Baumgarten afirma que este

tipo de conocimiento tiene “una función propia, a saber, representar el conjunto de la

multiplicidad de los objetos sensibles” (Soto, 1987, p. 185).

En este sentido, el fenómeno sensible es percibido como bello cuando hay un acuerdo, un

orden, que gobierna la multiplicidad de los objetos sensibles. Ahora bien, ya no se trata

de un acuerdo entre la realidad y lo conocido –como sí sucede con Aristóteles o Tomás

de Aquino–, sino un acuerdo o coherencia interna, entre los elementos percibidos. La

belleza es “la coincidencia de la pluralidad en la unidad, y expresando el máximo orden

en tal conjunción” (Soto, 1987, p. 187). Es en este punto –la primacía del acuerdo o del

orden– donde se aprecia una peligrosa racionalización o intelectualización de la

representación sensible, que delata la tradición racionalista que pesa sobre las espaldas de

Baumgarten.

En un primer momento, parecía que el filósofo había presentado el conocimiento sensible

como diferente del intelectual; no obstante, esta diferenciación es planteada en unos

166
términos –acuerdo, orden, unidad– que no separan el conocimiento sensible del

intelectual, sino que equiparan el primero al segundo: “la intuición sensible [...] es el

análogo de la razón” (Soto, 1987, p. 185). De este modo, la autonomía del conocimiento

sensible queda en entredicho. Por esta razón, señala Marchán, la estética de Baumgarten

“se balancea entre la autonomía plena respecto a la lógica y la heteronomía, es decir, la

dependencia deudora a un cierto complejo de inferioridad en relación al conocimiento

racional, lógico y científico” (Marchán, 1996, p. 39).

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 9

Blanco, P., y Ferrer, J. (2016). Lutero 500 años después. Breve historia y teología del

protestantismo. Madrid: Rialp.

Burke, E. (2014). Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo

sublime y de lo bello (Trad. M. Gras Balaguer). Madrid: Alianza Editorial.

Gilson, E. (2004). La unidad de la experiencia filosófica (Trad. C.A. Baliñas). Madrid:

Rialp.

Labrada, M.A. (2001). Belleza y racionalidad: Kant y Hegel (2ª edición corregida).

Pamplona: Eunsa.

Llano, A. (1999). El enigma de la representación. Madrid: Síntesis.

Marchán, S. (1996). La estética en la cultura moderna. De la Ilustración a la crisis del

Estructuralismo. Madrid: Alianza Editorial.

Maritain, J. (2006). Tres Reformadores. Lutero - Descartes - Rousseau (Trad. A. Álvarez

de Miranda). Madrid: Encuentro.

Ratzinger, J. (2011). Discurso en Erfurt, 23 de septiembre de 2011.

167
Soto, M.J. (1987). La “Aesthetica” de Baumgarten y sus antecedentes leibnicianos.

Anuario Filosófico, 22 (2), pp. 181-190.

Tirado, V.M. (2013). Teoría del arte y belleza en Platón y Aristóteles. La idea de la

estética. Madrid: Ediciones Universidad San Dámaso.

168
CAPÍTULO 10. LA ESTÉTICA DE KANT

Los autores citados en los orígenes de la estética moderna dan lugar a una división

problemática: una escisión entre la sensibilidad y el conocimiento racional. Por un lado,

encontramos el empirismo o sensualismo de Hume y Burke, para quienes la belleza se da

en lo particular sensible; por otro lado, está el racionalismo de Baumgarten, quien trata

de fundar la estética como disciplina autónoma, pero –en última instancia– considera el

conocimiento estético como deudor del conocimiento racional y, de este modo, pone en

entredicho la pretendida autonomía de esta disciplina. Para él, “la sensibilidad es un

conocimiento confuso, y entre el arte [estética] y la ciencia [conocimiento racional] solo

hay una diferencia de grado”, tal y como explica Manuel García Morente en su prólogo a

la Crítica del Juicio de Kant (1991, p. 20). En resumen, si bien estos autores abren una

nueva senda dentro de la filosofía –la estética–, no logran delimitar su método ni su

alcance. Posteriormente, la estética de Kant toma del empirismo inglés los temas –el

gusto, la belleza, lo sublime– y de la estética racionalista el método o la lógica interna

que rige la sensibilidad estética y –sobre todo– la idea de juicio estético como aquel que

da unidad a la multiplicidad de lo sensible.

10.1. ALGUNAS IDEAS QUE PRECEDEN A LA CRÍTICA DEL JUICIO DE KANT

El pensamiento estético de Immanuel Kant (1724-1804), desarrollado principalmente en

su Crítica del Juicio (1790), va a recoger los logros de sus predecesores y los va a integrar

dentro de su sistema crítico. A grandes rasgos, puede decirse que Kant se alinea más con

la estética racionalista de Baumgarten, dado que su tercera crítica está animada

principalmente por una preocupación metodológica, esto es, por un afán por descubrir la

169
lógica interna del juicio estético. De Baumgarten –así como de otros pensadores

contemporáneos a él, como Winckelmann– el filósofo de Königsberg, Kant, va a tomar

algunas ideas centrales, como la reducción del arte a la conciencia (esto es, a la actividad

del espíritu), la unidad y sencillez de lo bello, el hecho de que lo bello es algo

indeterminado –es decir, que no puede ser aprehendido por conceptos del entendimiento–

o la idea de que lo bello expresa lo universal en lo particular (Cfr. García Morente, 1991,

pp. 21-22).

Por encima de todas estas cuestiones destaca una que, posiblemente, es la más acuciante:

la pregunta por las condiciones de posibilidad (la lógica interna) del juicio estético o

“juicio de gusto”, como dirá Kant. Antes de la llegada de la Crítica del Juicio, sus

predecesores ya habían intuido que “el goce estético no tiene nada que ver con el conocer.

Tampoco con el desear, pues es goce puro en sí mismo, y tranquilo, sin aspirar a ninguna

otra cosa” (García Morente, 1991, p. 24). Dicho de otro modo, la facultad estética debía

de ser distinta de la facultad de conocer (entendimiento) y de la facultad de desear

(voluntad). Tal y como señala García Morente, estas intuiciones ya estaban en Herder o

Mendelssohn, entre otros; no obstante, ellos carecían “de aliento para llevar a sus últimas

consecuencias un pensamiento exacto” (García Morente, 1991, p. 24). Si bien los

elementos para fundar una teoría estética ya estaban en estos pensadores, les faltaba una

“base filosófica donde asentar y ordenar esa teoría. Kant, en cambio, poseía esa base”

(García Morente, 1991, p. 25).

170
10.2. EL PAPEL DE LA ESTÉTICA DENTRO DE LA FILOSOFÍA CRÍTICA

Esa base filosófica que tiene Kant es su filosofía crítica: un sistema filosófico

omniabarcante, capaz de integrar dentro de sí la estética y de trazar la relación de esta con

los demás ámbitos. En Herder, o en otros pensadores contemporáneos, la teoría del arte y

de la belleza queda como algo aislado, sin una conexión precisa con las otras esferas de

la actividad humana, como el entendimiento o la moral, por ejemplo. Por el contrario, lo

que hace Kant es elaborar una teoría estética que aspira a satisfacer dos requisitos

fundamentales que, hasta entonces, habían quedado incumplidos por otras propuestas

estéticas: por un lado, salvaguardar la autonomía de la estética; por otro, plantear una

“relación metódica con las otras esferas de la conciencia” (García Morente, 1991, p. 25).

10.2.1. Un sistema del espíritu

Antes de explicar, brevemente, los rasgos principales del sistema kantiano, es necesario

pararnos a distinguir –siguiendo a García Morente– qué tipo de sistema tenemos delante.

Según explica este autor, el sistema de Kant “no es un sistema del mundo”, sino “un

sistema del espíritu” (García Morente, 1991, p. 26). ¿Qué quiere decir esta expresión? La

reflexión científica que nace en la modernidad es un “sistema de mundo”: está orientada

“hacia fuera”, hacia el estudio de la naturaleza; aunque se trata de un estudio peculiar: el

estudio científico parte de conceptos, leyes o fórmulas abstractas que no son perceptibles

por los sentidos, pero que –a tenor del saber científico– “tienen la pretensión de expresar

el objeto mejor, más exacta, más científicamente que lo que llamamos realidad” (García

Morente, 1991, p. 26). Así sucede, por ejemplo, con los conceptos, leyes o fórmulas de la

física moderna. Vemos aquí cómo la modernidad concibe el conocimiento como un

171
proceso esencialmente mediatizado por una serie de leyes abstractas que constituyen el

objeto –al ordenarlo y formalizarlo– y lo hacen susceptible de estudio riguroso, científico.

Por su parte, Kant no busca elaborar un “sistema de mundo”, sino un “sistema del

espíritu”, esto es, una teoría orientada “hacia dentro”: sobre el conocimiento humano. El

filósofo de Königsberg comienza a filosofar criticando el conocer, pero sin caer en lo que

él llama “dogmatismo”. Un caso de dogmatismo fue –al parecer de Kant– la filosofía

Descartes, pues inicia una teoría del conocimiento de la que más tarde extrae

consecuencias que aplica –directamente– a la realidad. Descartes confunde el orden del

conocer con el orden del ser: “esas condiciones elementales del conocer se transforman

en elementos simples del ser” (García Morente, 1991, p. 27). De este modo, la filosofía

crítica o trascendental de Kant se plantea como un “sistema del espíritu” en tanto que no

ahonda en la naturaleza, sino en el sujeto. En palabras de García Morente, busca

“determinar aquellas formas [las cuales son a priori, es decir, previas a la experiencia]

que constituyen la trama misma de ese producto de la conciencia que llamamos

conocimiento” (García Morente, 1991, p. 28). En este sentido, la filosofía kantiana es

eminentemente “trascendental”; este término –que atraviesa toda la obra de Kant–

significa que su pensamiento no apunta a las cosas mismas o a la naturaleza, sino a las

condiciones que posibilitan las diferentes actividades propiamente humanas: el

conocimiento, el obrar moral y, por último, el goce estético.

10.2.2. El papel de la tercera crítica en el contexto de las dos anteriores

Hasta la aparición de la Crítica del Juicio (1790), la tarea crítica de Kant se había centrado

en dos esferas de la actividad humana, a cada una de las cuales había dedicado una crítica:

172
por un lado, la esfera del conocimiento o entendimiento, sobre la que trata la Crítica de

la razón pura (1781); por otro, la esfera del obrar moral –o razón, como la llama Kant–,

abordada por la Crítica de la razón práctica (1788). Tal y como señala Labrada, “la

génesis de la Crítica del Juicio [...] hay que rastrearla en las dos Críticas precedentes”

(Labrada, 2001, p. 46). Por ello, vamos a detenernos brevemente en considerar las

cuestiones abordadas por estas dos.

En lo que respecta a la primera crítica, Kant afirma que el conocimiento que tenemos del

mundo es “el producto de dos factores: una función de los sentidos y una función del

entendimiento” (García Morente, 1991, p. 28). El primer paso de este proceso del conocer

consiste en que la multiplicidad caótica de sensaciones es ordenada, en el nivel de la

sensibilidad, por las formas del espacio y del tiempo. En segundo lugar, estas intuiciones

sensibles –la intuición sensible es la sensación ya formalizada por el espacio y tiempo–

son unificadas en el nivel superior del entendimiento a través de las categorías, que son

como conceptos que sintetizan (unifican) lo múltiple, dándole una condición de

universalidad y necesidad. Como consecuencia de todo esto, para el ser humano la

naturaleza –el mundo exterior– no es algo que pueda conocerse al margen del sujeto: al

contrario, nuestro conocimiento de ella es el producto de una serie de determinaciones o

leyes, procedentes de la sensibilidad y del entendimiento. En palabras de Kant en la

Crítica del Juicio: “La naturaleza al representar sus objetos en la intuición, los representa,

no como cosas en sí mismas, sino como meros fenómenos” (Ak, V, 175).

No obstante, si la experiencia no es más que un producto o un fenómeno, “tenemos que

pensar algo que no sea ni producto ni fenómeno, sino que sea en sí. Las limitaciones que

encontramos en la experiencia nos hacen pensar que más allá hay un algo que no es objeto

173
de la experiencia” (García Morente, 1991, p. 29). Esa cosa en sí (el noúmeno),

incondicionada, no puede ser alcanzada por la vía del conocimiento: no puede ser aferrada

por conceptos o intuiciones, pues dejaría de ser –en ese mismo instante– algo

incondicionado. La idea de cosa en sí o noúmeno delata una limitación del conocimiento;

aunque –tal y como apunta García Morente– “esta limitación no significa que aquí se

acabe todo. Mediante el concepto de la cosa en sí, la limitación se torna en límite, el fin

en nuevo comienzo” (García Morente, 1991, p. 29). El límite es siempre una frontera con

algo que se encuentra más allá de él y, en este sentido, remite indirectamente a ese “más

allá”. ¿Cuál es ese ámbito que se encuentra más allá del límite de la experiencia?

Se trata del ámbito de la cosa en sí, lo incondicionado, que Kant llama “ideas de la razón”;

estas ideas “se refieren a la totalidad absoluta de la experiencia” (García Morente, 1991,

p. 30). Así, para que la experiencia pueda aspirar a una total unidad, son necesarias las

ideas de la razón: a saber, el mundo, el alma y Dios. Estas ideas no pueden ser objeto de

la experiencia, pero son tan necesarias para que pueda darse la experiencia como las

formas de la sensibilidad o las categorías del entendimiento. En síntesis: si bien es de

suyo problemática, la cosa en sí representa una tarea “en la que el sujeto no puede dejar

de pensar” (García Morente, 1991, p. 29).

En su segunda crítica, Kant sostiene que el ser humano encuentra en su interior algo

incondicionado (nouménico): la ley moral, el dictado de la razón. Esta ley es un puro

deber, sin mezcla de leyes psicológicas o naturales, las cuales vendrían desde fuera, como

sobreañadidas a ese deber. Kant llama a esta ley el “imperativo categórico”: por una parte,

es “imperativo”, pues mueve al sujeto a seguirla; por otra, es “categórico”, esto es, no es

“hipotética”: su validez es universal, no está condicionado a circunstancias o fines

174
exteriores a él. Por ello, “el imperativo categórico es el principio constitutivo de la

moralidad” (García Morente, 1991, p. 31). Este principio entraña a su vez otro: la libertad.

La tradicional oposición entre naturaleza y libertad queda en Kant resuelta hasta cierto

punto, pues sitúa la libertad fuera del ámbito de la experiencia (de lo condicionado), en

el ámbito de la moralidad. En suma, Kant afirma que el ser humano no accede a las ideas

de la razón por medio del conocimiento, sino mediante el obrar moral: a estas ideas de la

razón, dice Kant, “no podemos dar más que una realidad práctica, y con ello, por lo tanto,

nuestro conocimiento teórico no se encuentra extendido en lo más mínimo a lo

suprasensible” (Ak, V, 175).

¿Qué papel cumple, entonces, la tercera crítica de Kant? El de salvar el abismo que se da

entre el ámbito de la naturaleza cognoscible y el ámbito de la libertad. Kant expresa esta

separación con las siguientes palabras: “Entendimiento y razón tienen, pues, dos

diferentes legislaciones sobre uno y el mismo territorio de la experiencia, sin que les sea

permitido hacerse perjuicio uno a otra. Pues, así como el concepto [el conocimiento] de

la naturaleza no tiene ningún influjo en la legislación por medio del concepto de la libertad

[el obrar moral], de igual modo, este no influye nada en la legislación de la naturaleza”

(Ak, V, 175). Por un lado, el ámbito de la naturaleza queda determinado por las leyes de

la sensibilidad y del entendimiento; por otro, el ámbito de la libertad aparece regulado

por las ideas de la razón. “Se ha abierto –escribe Kant en la introducción a la Crítica del

Juicio– un abismo infranqueable entre la esfera del concepto de la naturaleza como lo

sensible y la esfera del concepto de libertad como lo suprasensible, de tal modo que del

primero al segundo [...] ningún tránsito es posible, exactamente como si fueran otros

tantos mundos diferentes, sin poder el primero tener influjo alguno sobre el segundo”

(Ak, V, 175-176).

175
10.3. EL JUICIO DE GUSTO

En resumen, la filosofía trascendental presenta una grieta a primera vista infranqueable:

entre el mundo de lo condicionado (fenómeno) y el mundo de lo incondicionado

(noúmeno), es decir, entre el mundo de la naturaleza y el de la libertad. Para Kant, el

entendimiento es incapaz de aferrar lo valioso en sí mismo, la cosa en sí, ya que todo

conocimiento se limita a los objetos de la experiencia, y estos objetos están condicionados

por las leyes del entendimiento. De este modo, lo incondicionado queda eliminado del

ámbito de la naturaleza y relegado al ámbito práctico del obrar moral. Con la Crítica del

Juicio, Kant va a tratar de proponer una solución a este callejón sin salida, que discurre –

en gran medida– por el camino de la belleza y del juicio de gusto, capaz de captarla.

10.3.1. El juicio de gusto como juicio reflexionante

Así pues, si nos ceñimos a lo expuesto por las dos primeras críticas, no es posible

encontrar nada en la naturaleza que pueda ser considerado como en sí mismo valioso –

perfecto, incondicionado– dado que el hombre solo accede a lo incondicionado a través

de la esfera del obrar moral, de la libertad. Pero ¿es esto cierto? De serlo, el hombre no

podría percibir algo particular como bello. La solución a esta aporía es uno de los

cometidos de la tercera Crítica de Kant. Como se verá en lo que sigue, esta solución pasa

por una reconciliación de opuestos –naturaleza y libertad– que tiene lugar en el juicio de

gusto.

176
Es preciso que nos detengamos, por tanto, a considerar las peculiaridades del juicio de

gusto, uno de los puntos clave sobre los que se apoya todo el desarrollo de la Crítica del

Juicio; para ello hemos de comenzar por tratar sobre los juicios en general. En la

introducción a la tercera crítica, Kant explica qué es un juicio: “El Juicio, en general, es

la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal [dicho de otro modo, la

operación del juicio es la de unificar: unificar lo particular en lo universal]. Si lo universal

(la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio, que subsume en él lo particular [...], es

determinante. Pero si solo es dado lo particular, sobre el cual él debe encontrar lo

universal, entonces el Juicio es solamente reflexionante” (Ak, V, 179).

Dentro del sistema kantiano, el “juicio determinante” es el entendimiento. Si nos fijamos,

el entendimiento tiene lo universal (las categorías) como algo ya dado –a priori, previo a

la experiencia– y con ellas aprehende lo particular (la experiencia) y lo determina. De este

modo, lo particular solamente es conocido a través de la categoría (o concepto), es decir,

bajo razón de universalidad y necesidad; en otras palabras: el juicio determinante (o

entendimiento) no es capaz de conocer lo particular como particular y contingente. Pero

hay otro tipo de juicio, que Kant llama “juicio reflexionante”, del cual el juicio de gusto

es un caso concreto, como veremos. En este juicio no hay algo universal ya dado, con lo

cual aprehender lo particular: al contrario, lo dado aquí es solamente lo particular en su

particularidad y, desde aquí, el juicio ha de llegar a lo universal; es decir, ha de unificar,

como corresponde a la operación del juicio. Ahora bien, en todo juicio ha de haber un

principio regulador –un a priori– que permita al juicio operar, guiado por ese principio;

operar unificando, yendo de lo particular a lo universal. ¿Cuál es el a priori del juicio

reflexionante? ¿Cuál es el principio según el cual opera? No puede ser un principio ya

dado por el entendimiento (las categorías), pues entonces lo conocido sería

177
inmediatamente conocido como necesario, y no como particular y contingente; tampoco

“se puede sacar de la experiencia porque ese principio debe fundar la unidad de todos los

juicios particulares obtenidos del mismo modo” (Labrada, 2001, p. 54).

10.3.2. El principio regulador del juicio reflexionante: la finalidad

El principio de los juicios que tratan sobre lo particular (reflexionantes) es el principio de

“finalidad” o de “finalidad de la naturaleza”. En palabras de Kant: “La finalidad de la

naturaleza es, pues, un particular concepto a priori que tiene su origen solamente en el

Juicio reflexionante” (Ak, V, 181). Es decir, lo que hace el juicio reflexionante es percibir

lo particular como universal (unificar); no porque quede aprehendido y determinado por

un concepto universal previo a la experiencia (la categoría), sino por considerar lo

particular bajo la idea de finalidad, esto es, atribuyéndole una finalidad que lo ordena y

le da unidad. Así lo expresa Kant: “Como las leyes generales de la naturaleza tienen su

base en nuestro entendimiento [en las categorías], el cual las prescribe a la naturaleza [...],

las leyes particulares empíricas, en consideración de lo que en ellas ha quedado sin

determinar por las primeras [por las categorías], deben ser consideradas según una unidad

semejante, tal como si un entendimiento [...] la hubiese igualmente dado para nuestras

facultades de conocimiento, para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes

particulares de la naturaleza” (Ak, V, 180). En suma, esta finalidad es un principio de

unidad que –siendo ajeno a las categorías del entendimiento– nos permite juzgar lo

particular como universal, preservando al mismo tiempo toda su particularidad y

contingencia. De este modo, el juicio reflexionante juzga los fenómenos de la naturaleza

como poseyendo su propio fin.

178
La clave para entender el problema, apunta Labrada, “está en el carácter subjetivo [...]

que Kant atribuye a este principio [de finalidad]. Su naturaleza reflexiva indica que la

validez está referida exclusivamente al ámbito de la subjetividad, y ello subraya su

diferencia tanto con los principios que regulan la actividad del entendimiento [las

categorías] como con aquellos otros [las ideas de la razón] que orientan la actuación

moral” (Labrada, 2001, p. 56). Es decir, la finalidad referida a la naturaleza no está en la

naturaleza misma, sino en el sujeto: esto es lo que quiere decir Kant cuando emplea el

término “reflexionante”; se trata de un principio “que únicamente regula la actividad del

juicio” (Labrada, 2001, p. 57). Solo mediante esta presuposición (subjetiva) de una

finalidad en la naturaleza es posible juzgar sobre lo particular y contingente, preservando

su particularidad y contingencia.

Llegados a este punto, cabe distinguir los dos tipos de juicios reflexionantes de los que

habla Kant: por un lado, los “juicios teleológicos” –de los que trata la segunda mitad de

la Crítica del Juicio– tratan dicha finalidad en tanto que referida a la naturaleza particular:

“referimos al objeto una, por decirlo así, analogía de un fin” (Labrada, 2001, p. 62). Por

otro lado, los “juicios de gusto” –de los que trata la primera mitad de la Crítica del Juicio–

refieren la idea de finalidad no a la naturaleza, sino al sentimiento de placer o goce

estético. “Los juicios estéticos [o de gusto] son aquellos que juzgan sobre lo bello en la

naturaleza o en el arte mediante un sentimiento de agrado” (Labrada, 2001, p. 59).

10.3.3. El principio regulador del juicio de gusto: una finalidad puramente formal

Decíamos que el principio regulador según el cual operan los juicios reflexionantes es el

de finalidad. En el juicio teleológico –uno de los dos tipos de juicios reflexionantes– esta

179
finalidad es atribuida a la naturaleza particular y empírica; en cambio, en el juicio de gusto

–el otro tipo– la finalidad es referida al sentimiento particular de placer que el sujeto

experimenta cuando percibe un objeto bello. En palabras de Kant: “Lo extraño y anormal

está en que no es un concepto empírico, sino un sentimiento de placer (por lo tanto, ningún

concepto), lo que por medio del juicio de gusto [...] se exige” (Ak, V, 191). Dicho de otro

modo, decimos que lo particular bello tiene una finalidad no porque lo conozcamos bajo

la razón de universalidad y necesidad procedente del concepto (la categoría), sino porque

–sin dejar de lado su particularidad y contingencia– produce en nosotros un sentimiento

de placer y, en esta medida, decimos que lo particular bello es conforme a un fin. Así

pues, el juicio de gusto o juicio estético trata sobre sentimientos; por consiguiente, es

necesario indagar el principio (o a priori) según el cual opera el juicio de gusto: “la

aparición del gusto en el juicio requiere una justificación de su posibilidad mediante un a

priori” (Labrada, 2001, pp. 63-64). Decíamos, en términos generales, que el principio de

los juicios reflexionantes es el principio de finalidad. Pero ¿cómo se traslada esto al caso

concreto del juicio de gusto?

La preocupación de Kant por hallar las condiciones de posibilidad –el a priori o principio

regulador– del juicio de gusto tiene su razón de ser: de este hallazgo depende la

posibilidad de entender lo bello como particular y a la vez indeterminado, así como la

posibilidad de que la estética pueda constituirse como una disciplina autónoma,

independiente del entendimiento. Ese a priori es el principio de finalidad que se advierte

en el simple sentimiento de placer; por tanto, al ser una finalidad puramente subjetiva,

“es preciso que no exista concepto de la misma finalidad, de modo que la finalidad no sea

referida al objeto y solo sea percibida mediante el sentimiento” (Labrada, 2001, p. 66).

Así, Kant sostiene que el principio regulador del juicio de gusto es una “finalidad

180
puramente formal”, esto es, referida exclusivamente al sentimiento; sin objeto, ni

concepto, ni contenido.

A la luz de lo expuesto, se entiende la siguiente afirmación de Kant: “La belleza no es

concepto alguno de un objeto y el juicio de gusto no es juicio alguno de conocimiento”

(Ak, V, 290). Para Kant, la belleza no hace referencia al objeto, ni al concepto que

determina el objeto: es una belleza sin contenido, puramente formal, referida al

sentimiento. El juicio de gusto no es un juicio determinante (de conocimiento) sobre el

objeto, sino un juicio reflexionante (subjetivo) sobre el sentimiento de placer que

experimenta el sujeto al relacionarse con algo particular. Por ello, el sujeto nunca tiene

noticia o conocimiento directo del objeto bello, solamente del sentimiento de placer que

despierta.

10.3.4. El libre juego de facultades y la “feliz casualidad”

La percepción de lo bello por medio del juicio de gusto trae consigo un sentimiento placer.

¿De dónde proviene este placer? ¿A qué se debe? Se debe, dice Kant, a que “en el juicio

de gusto se da una plena reconciliación entre la necesidad del juicio lógico y la libertad

del juicio práctico” (Labrada, 2001, p. 66). De esta forma, el juicio de gusto se nos

presenta como “una facultad del espíritu diferente de la facultad de conocer y de la

facultad de desear que se afirma en su diferencia armonizando ambas facultades”

(Labrada, 2001, p. 66). Dicho de otro modo: el juicio de gusto es una facultad que reúne,

de un parte, la necesidad –que encontramos en el conocimiento– y, de otra, la libertad –

propia del obrar moral– en el encuentro con lo bello.

181
Esta armonización de necesidad y libertad se produce mediante lo que Kant llama el “libre

juego de facultades”. Con esta expresión, el filósofo de Königsberg se refiere a las

facultades cognoscitivas: imaginación y entendimiento. Por un lado, el entendimiento es

la facultad del conocimiento por categorías o conceptos, tal y como hemos visto. Por otro,

la imaginación es la facultad capaz de representar algo dado a través de intuiciones, es

decir, de percepciones sensibles que no están determinadas por las categorías del

entendimiento; en este sentido, Kant considera a la imaginación como una facultad libre,

indeterminada. Aquí tenemos que destacar una idea importante: que la relación o acuerdo

que se establece entre las facultades “no es entre las objetivaciones respectivas de la

imaginación y el entendimiento (las intuiciones y los conceptos), sino entre las

facultades” (Labrada, 2001, p. 71): son las facultades mismas las que se relacionan entre

sí, produciéndose un libre juego entre ellas, un equilibrio que da lugar al sentimiento de

placer.

Explicaré, a grandes rasgos, cómo se produce este libre juego de facultades. En primer

lugar, la imaginación capta lo particular bello de modo no conceptual, a través de una

intuición que Kant llama “idea estética”. Se trata de una intuición “ciega” –esto es, no

cognoscible por el entendimiento– pues no está determinada por ningún concepto o

categoría 18. Esta idea estética pone en funcionamiento el entendimiento, pero este

enseguida se descubre incapaz de aprehenderla con ninguna categoría. Entonces, la

imaginación acude a la razón –esfera de la libertad–, la cual reconoce en esa idea algo en

sí mismo valioso, incondicionado. Es así como se produce el libre juego de facultades, la

cooperación entre imaginación y entendimiento, que lleva consigo un placer del espíritu.

18
Recordemos, a este respecto, la conocida máxima de Kant en la Crítica de la razón pura: “Los
pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin concepto son ciegas” (KrV, A 51/B 75).

182
“Esta concordancia del objeto con las facultades del sujeto es contingente” (Ak, V, 190),

escribe Kant. Se trata, como apunta el filósofo, de una “feliz casualidad”, esto es, de algo

contingente, no necesario, y –por tanto– libre de cualquier interés por parte del sujeto:

“Nos sentimos regocijados (propiamente aligerados, después de satisfecha una

necesidad), exactamente como si fuera una feliz casualidad la que favoreciese nuestra

intención, cuando encontramos una unidad sistemática semejante” (Ak, V, 184). La idea

de belleza como “feliz casualidad” es, quizá, una de las grandes aportaciones de la Crítica

del Juicio al pensamiento estético posterior. Los autores románticos –como Friedrich

Schiller o Johann Gottlieb Fichte– heredan esta idea del juicio de gusto como libre

concordancia entre imaginación y entendimiento, esto es, entre indeterminación (libertad)

y determinación (necesidad).

10.4. LA IDEA DE GENIO

La idea de “genio”, desarrollada por Kant en la Crítica del Juicio, es como la otra cara

del juicio de gusto: si el juicio se refiere a la percepción de lo bello, el genio –palabra que

bien podría traducirse como “inspiración”– alude a la creación de lo bello, es decir, la

creación artística. En palabras de Kant: “Para el juicio de objetos bellos como tales se

exige gusto; pero para el arte bello, es decir, para la creación de tales objetos, se exige

genio” (Ak, V, 311). Tal y como señala Manuel Fontán, tanto el gusto y como el genio

dan lugar a ese juego libre del que hablábamos: “por encima de estos aspectos activo y

pasivo, lo que unifica las dos partes de la estética kantiana […] es, otra vez, la cuestión

de las facultades en su juego libre” (Fontán, 1994, p. 453). De modo análogo a lo que

ocurría con el juicio de gusto, el genio consiste en una “proporción feliz, que ninguna

ciencia puede enseñar y ninguna laboriosidad aprender” (Ak, V, 317).

183
Así, la creación artística no puede proceder según conceptos. El arte bello “debe adaptarse

igualmente a las condiciones de ausencia de concepto determinado que se exigían para el

juicio de gusto” (Fontán, 1994, p. 461). “El genio –escribe Kant– es un talento de producir

aquello para lo cual no puede darse regla determinada alguna, y no una capacidad de

habilidad, para lo que puede aprenderse según alguna regla” (Ak, V, 307). Podría decirse

que es el genio quien da su propia “regla” a lo que crea, haciendo un uso libre de su

imaginación –“facultad de conocer productiva”, según Kant (Ak, V, 314)– que va más

allá de las limitaciones del entendimiento. El entendimiento está sujeto a conceptos, y

conoce siempre según conceptos; en cambio, la imaginación del artista sobrepasa esas

barreras: logra un tipo de expresión –“idea estética”– que no se puede recoger en un

concepto ya dado, porque lo supera.

En este sentido, la obra de arte presenta una finalidad que parece haber sido dada por la

misma naturaleza: pese a ser contingente, se presenta como necesaria, como si

necesariamente tuviera que ser así. Kant dice que “genio es la capacidad espiritual innata

(ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte” (Kant, Ak, V, 307). Las

siguientes palabras del compositor Franz Schubert –en una carta escrita en 1818– ilustran

bien esta idea: “estoy componiendo como un Dios, como si tuviera que ser así”. Esta

breve reflexión del compositor austriaco nos da a entender lo expresado por Kant: a saber,

que el genio es un don que recibe el artista, por el que cual obra “como si tuviera que ser

así”, esto es, con una cierta necesidad. Como consecuencia, el arte resultante es percibido

como naturaleza, de tal modo que “la finalidad en la forma del mismo debe parecer tan

libre de toda violencia de reglas caprichosas como si fuera un producto de la mera

naturaleza” (Ak, V, 306).

184
Cabe matizar, sin embargo, que la necesidad que presenta la obra de arte es fruto de la

casualidad –de una “feliz casualidad”–, de la contingencia. “La dimensión de la necesidad

[...] en la creación, está suspendida de un hilo muy delgado, que amenaza siempre con

romperse: del hilo de la casualidad. No tiene que ser así necesariamente y, no obstante,

ocurre como si tuviera que ser así”, explica Fernando Inciarte (2012, p. 114). Así,

necesidad y contingencia se presentan como las dos caras de la creación artística:

mutuamente excluyentes a primera vista, pero –en el fondo– intrínsecamente unidas.

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 10

Fontán, M. (1994). El significado de lo estético. La “Crítica del Juicio” y la filosofía de

Kant. Pamplona: Eunsa.

García Morente, M. (1991). Prólogo a la Crítica del Juicio de Immanuel Kant. Madrid:

Espasa Calpe.

Inciarte, F. (2012). La imaginación trascendental. En la vida, en el arte y en la filosofía

(Ed. M. A. Labrada). Pamplona: Eunsa.

Labrada, M.A. (2001). Belleza y racionalidad: Kant y Hegel (2ª edición corregida).

Pamplona: Eunsa.

Kant, I. Kritik der reinen Vernunft, Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Deutschen

Akademie der Wissenschaften zu Berlin, Berlin, 1902 ss. [Trad. M. García Morente; Ed.

abreviada J.J. García Norro (2002). Crítica de la razón pura. Madrid: Tecnos].

Kant, I., (1902). Kritik der Urtheilskraft von Immanuel Kant, Kant’s gesamelte Schriften,

hrsg. von der Deutschen Akademie der Wissenschaften zu Berlin. 1902 ss., V. Berlin

[Trad. Manuel García Morente; Ed. J.J. García Norro y R. Rovira (2011). Crítica del

Juicio. Madrid: Tecnos].

185
CAPÍTULO 11. FRIEDRICH NIETZSCHE, LO ROMÁNTICO Y EL NACIMIENTO

DE LA TRAGEDIA

Cuando en 1872 Friedrich Nietzsche (1844-1900) publica El nacimiento de la tragedia,

el Romanticismo alemán, tan proliferante durante la primera mitad del siglo XIX, parecía

haberse desvanecido; en aquella segunda mitad del siglo predomina una mentalidad

cientificista, que Nietzsche refiere como “cultura socrática”. “Nietzsche ha de vérselas

con una época en la que la ciencia celebraba triunfos enormes. Positivismo, empirismo y

economicismo en unión con una excesiva mentalidad utilitaria determinan el espíritu del

tiempo. Y, sobre todo, la moda del optimismo”, explica Safranski (2009, p. 251). Esta

mentalidad considera el entusiasmo y los grandes horizontes del espíritu romántico como

tentaciones que han de ser evitadas; se trata de “una mentalidad contraria a todo lo

exaltado y fantástico” (Safranski, 2009, p. 253). Según escribe Nietzsche, el hombre de

su tiempo “ya no quiere tener nada en su totalidad, en una totalidad que incluye también

la entera crueldad de las cosas. Hasta tal punto lo ha reblandecido la consideración

optimista” (NT 19, cap. 18, p. 182).

11.1. DIAGNÓSTICO DE LA CULTURA SOCRÁTICA

El profesor de Basilea, Nietzsche, realiza –en algunos de los capítulos de El nacimiento

de la tragedia– un diagnóstico de la cultura que le rodea, que él llama “socrática” o

“alejandrina”. Esta cultura pone por debajo de ella todo lo que no esté orientado al ideal

del conocimiento erudito: “Todo nuestro mundo moderno –sostiene Nietzsche– está preso

en la red de la cultura alejandrina y reconoce como ideal el hombre teórico, el cual está

Empleamos aquí “NT” como abreviatura para citar El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche.
19

Ver referencia completa en la bibliografía del capítulo.

186
equipado con las más altas fuerzas cognoscitivas y trabaja al servicio de la ciencia, cuyo

prototipo y primer antecesor es Sócrates” (NT, cap. 18, p. 178). Este hombre teórico

encuentra su perfecta encarnación en el personaje de Fausto, el cual “se lanza insatisfecho

a través de todas las facultades universitarias, entregado, por afán de saber, a la magia y

al demonio” (NT, cap. 18, p. 178). No obstante, la misma figura de Fausto revela las

grietas del optimismo socrático, “que se imagina no tener barreras” (NT, cap. 18, p. 179);

tal y como explica Nietzsche, en la insatisfacción de este personaje 20 se empiezan “a

presentir los límites del placer socrático del conocimiento” (NT, cap. 18, p. 178).

Pero ¿cómo escapar del callejón sin salida de la cultura socrática? Nietzsche vislumbra

una vía de escape en la cultura de la Antigüedad griega y –en especial– en la posibilidad

de redescubrir el hondo significado que se esconde en la tragedia griega: “solo de los

griegos se puede aprender qué es lo que semejante despertar milagroso y súbito de la

tragedia ha de significar para el fondo vital más íntimo de un pueblo” (NT, cap. 21, p.

201). Podría añadirse a estas palabras que la cultura griega ya había sido objeto de

atención por parte de literatos y eruditos como Goethe, Schiller o Winckelmann, entre

muchos otros. Sin embargo, “tampoco aquellos luchadores consiguieron penetrar en el

núcleo del ser helénico ni establecer una duradera alianza amorosa entre la cultura

alemana y la griega” (NT, cap. 20, p. 196).

20
Sirva citar las primeras palabras del personaje de Fausto en el drama Goethe: “Ay, he estudiado ya
Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema
y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de
Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o
curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos
necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo
al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me
jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo”.

187
A juicio de Nietzsche, ni estos ni sus herederos supieron “sacar infatigablemente agua del

lecho griego”; tal vez porque miraron a los griegos con una “compasiva superioridad”, o

simplemente desarrollaron “una retórica completamente ineficaz [que] se entretiene

jugueteando con la ‘armonía griega’, la ‘belleza griega’, la ‘jovialidad griega’”. Los

estudiosos de las instituciones superiores de cultura alemanas pronto se arreglaron

cómodamente con los griegos; diseccionando su cultura como si se tratara de un cadáver

inerte: unos como correctores de textos antiguos, otros como microscopistas histórico-

naturales del lenguaje y otros, en fin, apropiándose de la Antigüedad griega “según el

método propio y los gestos de superioridad propios de nuestra historiografía culta de

ahora” (NT, cap. 20, p. 197). Junto a todo esto, Nietzsche denuncia el hecho de que el

docente universitario ha asimilado una superficial “manera de hablar propia del

periodista, con la ‘ligera elegancia’ de esa esfera, cual una mariposa jovial y culta” (NT,

cap. 20, p. 198).

Esta cultura socrática, “tan débil”, “odia al verdadero arte”, pues “de él teme su ocaso”

(NT, cap. 20, p. 198). Por el contrario, crea para sí una especie de arte que es ajeno a los

verdaderos instintos artísticos, dionisíacos y apolíneos 21: un arte burgués, destinado

simplemente a entretener o confortar. “Se nota en Nietzsche toda la indignación de quien,

en el arte, especialmente en la música, se figura estar en el corazón del mundo, de quien

en el ‘hechizo del arte’ encuentra su verdadero ser y, por tanto, lucha contra una

mentalidad para la que el arte es una bella cosa secundaria, quizá la más bella, pero solo

secundaria” (Safranski, 2009, p. 255).

21
Explicaremos un poco más adelante, en el apartado 11.3.1., el significado de estos dos términos.

188
11.2. FILOSOFÍA Y MÚSICA: CAMINOS PARA UN RENACER DEL ESPÍRITU

TRÁGICO

Frente al desolador panorama de la cultura socrática, Nietzsche considera que el poder

transformador del verdadero arte –poder al que llama “magia dionisíaca”– es capaz de

despertar a la cultura alemana de su letargo socrático: “Mas, cuando toca la magia

dionisíaca, ¡cómo cambia de pronto ese desierto, que acabamos de describir tan

sombríamente, de nuestra fatigada cultura! Un viento huracanado coge todas las cosas

inertes, podridas, quebradas, atrofiadas, las envuelve, formando un remolino, en una roja

nube de polvo y se las lleva cual un buitre a los aires. Perplejas buscan lo desaparecido

nuestras miradas: pues lo que ellas ven ha ascendido como desde un foso hasta una luz

de oro, tan pleno y verde, tan exuberantemente vivo, tan nostálgicamente

inconmensurable. La tragedia se asienta en medio de ese desbordamiento de vida,

sufrimiento y placer, en un éxtasis sublime” (NT, cap. 20, pp. 199-200). Según el profesor

de Basilea, este despertar del letargo socrático a través de la magia dionisíaca del arte ha

sido preparado –lentamente– por dos vías: la vía de la filosofía y la vía de la música. La

misteriosa imbricación entre la música y la filosofía alemanas apunta, dice Nietzsche, “a

una nueva forma de existencia” (NT, cap. 19, p. 194). En general, puede decirse que esta

nueva existencia está caracterizada por los rasgos metafísicos del Romanticismo alemán,

a saber, “subjetivismo, intuición, sentimiento trágico de la existencia, conexión del yo

con el todo” (Castrillo y Martínez, 1996, p. 370).

189
11.2.1. La filosofía de Kant y Schopenhauer: fenómeno y cosa en sí, mundo y voluntad

En lo que respecta a la vía de la filosofía, Nietzsche considera a Kant y Schopenhauer

como “dos naturalezas grandes”, pues “han sabido utilizar con increíble sensatez el

armamento de la ciencia misma para mostrar los límites y el carácter condicionado del

conocer en general y para negar con ello decididamente la pretensión de la ciencia de

poseer una validez universal y unas metas universales [...] La valentía y sabiduría enormes

de Kant y Schopenhauer consiguieron la victoria más difícil, la victoria sobre el

optimismo que se esconde en la esencia de la lógica, y que es, a su vez, el sustrato de

nuestra cultura” (NT, cap. 18, p. 180).

En primer lugar, Kant había desenmascarado las leyes de la subjetividad, por las cuales

la apariencia es constituída como real –y así se presenta falsamente como real– frente al

sujeto cognoscente. En la Crítica de la razón pura, Kant describe el territorio de la

naturaleza (o fenómeno), accesible al conocimiento, como una pequeña isla rodeada por

el inabarcable y turbulento mar del noúmeno (o cosa en sí): “Ya hemos recorrido el

territorio del entendimiento puro y observado atentamente cada parte del mismo; y no

solo lo hemos hecho así, sino que además hemos medido el terreno y fijado en él su puesto

a cada cosa. Ese territorio empero es una isla [...], rodeada por un inmenso y tempestuoso

mar [...], en donde los negros nubarrones y los bancos de hielo, deshaciéndose, fingen

nuevas tierras y engañan sin cesar con renovadas esperanzas al marino, ansioso de

descubrimientos, precipitándolo en locas empresas, que nunca puede ni abandonar ni

llevar a buen término” (KrV, pp. 230-240) 22.

Las páginas se corresponden con la edición de Tecnos (2002), que emplea la traducción de Manuel García
22

Morente. Ver referencia completa en la bibliografía del capítulo.

190
En cierto modo, Kant se quedó en esa isla, pero “Schopenhauer osó ir más lejos cuando

bautizó el océano con el nombre de ‘voluntad’” (Safranski, 2009, p. 264). En su obra

capital, El mundo como voluntad y representación, “la distinción kantiana entre ‘cosa en

sí’ y ‘fenómeno’ es transformada en la dualidad del mundo como Voluntad y

representación” (Castrillo y Martínez, 1996, p. 367). Schopenhauer acuña el término

“voluntad” (Wille) en un sentido totalmente diferente a las acepciones dadas a este

término por el pensamiento precedente. Es este el meollo de toda su filosofía y,

posteriormente, el punto de partida de la primera obra de Nietzsche, El nacimiento de la

tragedia. Por ello, es necesario entender bien qué significa este término para comprender

después el pensamiento estético del primer Nietzsche. Según explica Sánchez Pascual,

este término “no significa [...] una facultad individual o colectiva, sino, como dice

Schopenhauer, ‘el centro y núcleo del mundo’. Como cosa en sí la voluntad es una, pero

es múltiple en sus formas fenoménicas, a las que el espacio y el tiempo sirven de

‘principio de individuación’” (Sánchez Pascual, 2012, pp. 315-316, nota 20).

En síntesis, la voluntad a la que aluden tanto Schopenhauer como el profesor de Basilea

es lo único real –la cosa en sí (das Ding an sich)– que se encuentra “más allá del velo de

las apariencias tejidas por nuestro intelecto, el fondo último y escondido de las cosas”

(Castrillo y Martínez, 1996, p. 367). Este es el motivo por el que Schopenhauer y

Nietzsche llaman a este principio “lo uno primordial” o “lo uno originario” (das Ur-Eine):

por una parte, es “uno”, pues es el único principio real de todo; por otra, es “primordial”

porque precede a todo: todo lo demás –el mundo (Welt), accesible a nuestro

conocimiento– no es sino fenómeno o apariencia (Erscheinung) de ese primer principio.

Hay que añadir a esto que dicha voluntad es intrínsecamente irracional; aquí subyace “la

idea romántica de que el cono de luz de nuestro conocimiento no ilumina todos los

191
ámbitos de nuestra experiencia, de que la conciencia no puede captar todo nuestro ser, de

que estamos unidos con el proceso de la vida de una forma más íntima que la capacidad

de percibir de nuestra razón” (Safranski, 2009, p. 246).

Un último rasgo definitorio de la voluntad schopenhaueriana es su carácter doliente: la

voluntad, en cuanto impulso de vivir, es un impulso eternamente anhelante y eternamente

insatisfecho. Como apuntan Castrillo y Martínez, es “un impulso aciago: es carencia,

aspiración, anhelo, avidez, esfuerzo sin fin, deseo incolmable; y así, puesto que todo

querer tiene por principio una carencia, el mundo de la Voluntad no puede ser otra cosa

que el mundo del sufrimiento” (Castrillo y Martínez, 1996, p. 368). De este modo,

voluntad y dolor pueden entenderse como sinónimos.

11.2.2. La música de Wagner: la vivencia mítica

Junto a la vía de la filosofía, Nietzsche menciona la vía de la música. Schopenhauer

considera la música como un arte absolutamente único, superior a otras artes. Así lo

señala el primer Nietzsche, cuando escribe en El nacimiento de la tragedia que

Schopenhauer “reconoció a la música un carácter y un origen diferentes con respecto a

todas las demás artes” (NT, cap. 16, p. 160). En efecto, la música “ha de ser juzgada según

unos principios estéticos completamente distintos que todas las artes figurativas, y, desde

luego, no según la categoría de la belleza” (NT, cap. 16, p. 161). Pero ¿por qué? ¿Qué es

lo que hace de la música un arte singular? La música es un arte único –responden

Schopenhauer y Nietzsche– porque no es “reflejo de la apariencia, sino de manera

inmediata reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa, con respecto a todo lo

físico del mundo, lo metafísico, y con respecto a toda apariencia, la cosa en sí” (NT, cap.

192
16, pp. 160-161). Si bien las artes figurativas o aparienciales –pintura, escultura, etc.–

pueden ser valoradas según criterios estéticos, no ocurre así con la música: esta es reflejo

directo de lo no-estético: la voluntad.

Esta relación directa entre la música y la voluntad es “el conocimiento [...] más importante

de toda la estética, y solo con el cual comienza esta” (NT, cap. 16, p. 161). Lo estético –

el mundo, esto es, el nivel de la apariencia– no se puede entender sin su fundamento

universal (la voluntad), que no puede ser estético. En este sentido, Schopenhauer sostiene

que hay una “relación íntima que la música tiene con la esencia verdadera de todas las

cosas” (El mundo como voluntad y representación, I, p. 309, citado por NT, cap. 16, p.

163). Así, puede decirse que “la música traduce de modo inmediato las vibraciones de la

esencia mismo del mundo; es, en una palabra, la Voluntad misma. Lo que la música nos

da es la historia secreta de la Voluntad” (Castrillo y Martínez, 1996, p. 369). Nietzsche

toma esta idea de su maestro y la convierte en uno de los pilares de su obra sobre la

tragedia: “siguiendo la doctrina de Schopenhauer –afirma– nosotros concebimos la

música como el lenguaje inmediato de la voluntad” (NT, cap. 16, p. 165).

Es desde esta concepción sobre la música como ha de entenderse el papel crucial que

Nietzsche atribuye a la obra de Richard Wagner. Durante sus primeros años, Wagner

compone animado por un espíritu revolucionario: “el espíritu del Vormärz (etapa anterior

a la revolución alemana de marzo de 1848) y la versión izquierdista de la dialéctica

hegeliana que caracterizó dicho periodo [le] acompañaron” (Castrillo y Martínez, 1996,

p. 371). Busca componer un drama musical que esté animado por un mito, capaz de reunir

de nuevo la comunidad –o pueblo– que el capitalismo burgués había fraccionado en

individuos aislados. A tenor de Wagner, “faltaba una idea envolvente de la vida social;

193
en su lugar reinaba un egoísmo sin espíritu y un pensamiento económico de utilidad, y

por eso el principal efecto de la nueva mitología tenía que consistir en ‘unir a los hombres

en una visión común’” (Safranski, 2009, p. 237). En el fondo, lo que Wagner quiere

recuperar es el valor que tenía la tragedia en la polis griega, donde “el arte era un

verdadero asunto público, un acontecimiento a través del cual un pueblo veía

representados ante sus ojos el sentido y los principios de su vida común en un marco

solemne, sacral” (Safranski, 2009, p. 237).

Tanto Wagner como otros artistas románticos trasladan al arte la función que hasta

entonces había desempeñado en Europa la religión y, más concretamente, la religión

cristiana. En su obra titulada La cautividad babilónica de la Iglesia (1520), Lutero había

afirmado que “toda nuestra vida había de ser bautismo y cumplimiento de la señal, o

sacramento, del bautismo”. Stanley Cavell señala cómo esta ambición expresada por el

reformador alemán es trasladada por el Romanticismo al arte, pues muchos creen que la

religión no puede satisfacerla por más tiempo (Cavell, 2002, p. 229). En este sentido,

puede decirse que el Romanticismo otorga al arte un cierto carácter sacramental: del

mismo modo que el sacramento cristiano –como lo es el bautismo– transforma

interiormente a quien lo recibe con las disposiciones adecuadas, se busca que el arte

también desempeñe un papel transformador. Así, Safranski explica que “Wagner no solo

quiere contar [...] como quien narra un cuento. Quiere más. Se propone conseguir en los

espectadores y oyentes una transformación del hombre interior, comparable a la

conversión religiosa” (Safranski, 2009, p. 244).

Como hemos dicho, el drama musical de Wagner está animado por una mitología. Dicha

mitología la encuentra en el Cantar de los Nibelungos, un poema épico germánico del

194
siglo XIII. A los ojos de un Wagner influido por la izquierda hegeliana, este mito

representa “la gran historia del ocaso de los dioses” y la consiguiente “superación de la

alienación humana” (Safranski, 2009, pp. 240-241). Sigfrido y su amada Brunilda,

protagonistas del mito, son el prototipo de hombres libres que romperán el dominio

ejercido por unos dioses caprichosos y corruptos. Con esta historia, Wagner quiere

significar que la salvación no puede venir de las divinidades; “solo puede producirla el

hombre libre, que sale del círculo fatal de poder, posesión y trueque contractual, que mata

al dragón sin mandato divino” (Safranski, 2009, p. 242). La ciclo monumental de Wagner

que adapta este mito –El anillo de los Nibelungos, compuesto entre 1848 y 1874– se

divide en cuatro partes: El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses.

Wagner aspira a crear un drama musical que haga “estallar los límites de lo meramente

estético, para producir aquella conciencia que él llama ‘mítica’” (Safranski, 2009, p. 245).

Esta conciencia o vivencia mítica abre al espectador a una inesperada plenitud de

significación, diluyendo así los límites de su individualidad y fundiéndolo con un todo

mayor. Wagner “llama ‘mítica’ a aquella actitud en la que se supera momentáneamente

la separación, por lo demás evidente, entre sujeto y objeto; y esa superación puede tener

un efecto embelesador, beatificante y también subyugador. Como quiera que sea en cada

caso, se trata de [...] abrir otro ‘escenario del ser’, no como mera construcción que puede

reproducirse conceptualmente, sino en forma de vivencia” (Safranski, 2009, p. 245). En

el fondo, ese “escenario del ser” que descubre la vivencia mítica no es otro que el de la

voluntad –en el sentido de Schopenhauer– o de lo dionisíaco 23, según Nietzsche. En estas

ideas sobre la vivencia mítica se advierte cómo Wagner había dejado de lado su espíritu

23
A este respecto, son ilustrativas las palabras que Wagner escribe a una amiga a propósito de otra obra
suya, Tristán e Isolda: “¡Hija!, este Tristán será algo terrible. ¡¡¡El último acto!!! Temo que se prohíba esta
ópera, de no ser que por una mala ejecución todo se convierta en una parodia [...]. Una ejecución perfecta
debería enloquecer a la gente” (Citado por Safranski, 2009, p. 247).

195
revolucionario, dando paso a una concepción de la música específicamente

schopenhaueriana.

En gran parte, El nacimiento de la tragedia de Nietzsche recoge todas estas ideas y las

presenta como una apología de la obra de Wagner. El profesor de Basilea “considera que

con Wagner el arte ha vuelto a su origen en la antigüedad griega. Se convierte otra vez en

[...] aquel escenario en el que la sociedad se comprende a sí misma, en el que puede

revelarse el sentido” (Safranski, 2009, pp. 250-251). En palabras de Nietzsche: “Del

fondo dionisíaco del espíritu alemán se ha alzado un poder que nada tiene en común con

las condiciones primordiales de la cultura socrática y que no es explicable ni disculpable

a base de ellas, antes bien es sentido por esa cultura como algo inexplicable y horrible,

como algo hostil y prepotente, la música alemana, cual hemos de entenderla sobre todo

en su poderoso curso soldar desde Bach a Beethoven, desde Beethoven a Wagner” (NT,

cap. 19, pp. 192-193).

11.3. NACIMIENTO Y RENACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

Nietzsche considera que, para comprender bien el renacimiento del espíritu trágico o

dionisíaco que ha sido preparado por la vía de la filosofía y –sobre todo– por la vía de la

música, es preciso volver la vista atrás: hacia el origen de la tragedia en la Grecia antigua.

En síntesis, para saber hacia dónde camina la nueva tragedia, es necesario conocer de

dónde procede: de los griegos. “Y de estos maestros supremos [los griegos], ¿cuándo

necesitaríamos nosotros más que ahora, que estamos asistiendo al renacimiento de la

tragedia y corremos peligro de no saber de dónde viene ella, de no poder explicarnos

adónde quiere ir?” (NT, cap. 19, p. 195). En opinión del filósofo alemán, “hasta ahora el

196
problema de ese origen no ha sido ni siquiera planteado en serio, y mucho menos ha sido

resuelto” (NT, cap. 7, p. 88).

11.3.1. Lo apolíneo y lo dionisíaco

Como marco general a El nacimiento de la tragedia, Nietzsche comienza describiendo

los dos principios a partir de los cuales surge la tragedia griega: lo apolíneo y lo

dionisíaco. Este arte nace de la tensión entre estos dos “instintos artísticos”

(Kunsttrieben), como él los llama. “Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso,

se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme,

en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no-escultórico

de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos instintos tan diferentes marchan uno al

lado del otro, casi siempre en abierta discordancia entre sí y excitándose mutuamente a

dar a luz [...] la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática” (NT, cap.

1, pp. 49-50). El profesor de Basilea relaciona lo apolíneo con la esfera del sueño (onírica)

o de la apariencia, y con lo que él llama el “principio de individuación” (principium

individuationis), por el cual queda constituido –sin bien solo en el plano de la apariencia–

el hombre individual. En cambio, lo dionisíaco es emparentado con la embriaguez y con

el único principio verdadero del mundo: lo uno primordial, la voluntad. “La analogía de

la embriaguez es la que más [...] aproxima [lo dionisíaco] a nosotros”, escribe Nietzsche

(NT, cap. 1, pp. 53-54).

Aunque lo apolíneo se contrapone a lo dionisíaco, ambos instintos se necesitan el uno al

otro. Por un lado, un arte puramente dionisíaco no sería arte; al contrario, sería una

presencia pura de lo uno primordial, que es el principio no-estético por antonomasia: la

197
voluntad. Además, el individuo sería incapaz de soportarlo, pues el principio de

individuación que le constituye quedaría roto y dicho individuo quedaría disuelto en lo

uno primordial, sin poder ya volver atrás. Así lo expresa Nietzsche: “Un hombre que, por

así decirlo, haya aplicado [...] el oído al ventrículo cardíaco de la voluntad universal, que

sienta cómo el furioso deseo de existir se efunde a partir de aquí, [...] ¿no quedaría

destrozado bruscamente?” (NT, cap. 21, p. 205). Por otro lado, un arte puramente

apolíneo sería solo apariencia, pura forma sin verdad: carecería del elemento de verdad

(dionisíaco) que se revela parcialmente a través del arte. “Se podría designar a Apolo

como la magnífica imagen del principium individuationis, por cuyos gestos y miradas nos

hablan todo el placer y la sabiduría de la ‘apariencia’” (NT, cap. 1, p. 53).

Lo que hace la tragedia es establecer una fecunda relación entre los dos instintos artísticos,

en la que cada uno aporta aquello que le es propio. “¡Y he aquí que Apolo no podía vivir

sin Dioniso!”, sostiene Nietzsche (NT, cap. 4, p. 71). De este modo, la verdad dionisíaca

–expresada a través de la música– queda reflejada en el plano de la apariencia por medio

de símbolos apolíneos: el mito (símbolo) expresa en imágenes y palabras lo inefable y, al

mismo tiempo, recibe una plenitud de significación de aquello inefable que expresa.

“Entre los efectos artísticos peculiares de la tragedia musical hubimos de destacar un

engaño apolíneo, el cual está destinado a salvarnos de una unificación inmediata con la

música dionisíaca, mientras nuestra excitación musical puede descargarse en una esfera

apolínea y a base de un mundo intermedio visible” (NT, cap. 24, p. 225).

198
11.3.2. Ingenuidad homérica y sabiduría trágica

Afirma Nietzsche que la ilusión apolínea se impuso en la cultura griega en tiempos de

Homero, a quien considera el “artista ingenuo” por excelencia. No obstante, la victoria

de lo apolíneo sobre lo dionisíaco no fue una tarea sencilla: tuvo que “derrocar primero

un reino de Titanes y matar monstruos, y haber obtenido la victoria, por medio de

enérgicas ficciones engañosas y de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad

de su consideración del mundo” (NT, cap. 3, p. 66). Esta victoria permitió vivir al pueblo

griego adormecido por la belleza de la apariencia, la cual ocultaba a su mirada aquella

terrible sabiduría dionisíaca, “aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos

los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino

horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a

Orestes a matar a su madre” (NT, cap. 3, p. 64).

Pero pronto irrumpió otra vez la sabiduría dionisíaca –con renovadas fuerzas– a través de

la tragedia ática. Este nuevo despertar es descrito por Nietzsche con las siguientes

palabras: “Y ahora imaginémonos cómo en ese mundo construido sobre la apariencia y

la moderación y artificialmente refrenado irrumpió el extático sonido de la fiesta

dionisíaca, con melodías mágicas cada vez más seductoras, cómo en esas melodías la

desmesura entera de la naturaleza se daba a conocer en placer, dolor y conocimiento,

hasta llegar al grito estridente: ¡imaginémonos qué podía significar, comparado con este

demónico canto popular, el salmodiante artista de Apolo, con el sonido espectral del arpa!

Las musas de las artes de la ‘apariencia’ palidecieron ante un arte [la tragedia] que en su

embriaguez decía la verdad, la sabiduría de Sileno [acompañante de Dioniso] gritó ¡Ay!

¡Ay! a los joviales olímpicos” (NT, cap. 4, pp. 71-72).

199
11.3.3. El dinamismo de la tragedia griega

Es necesario explicar, brevemente, qué tiene de especial la tragedia para ser considerada

por Nietzsche como un arte revelador de lo dionisíaco, esto es, de lo uno primordial: la

voluntad. En términos generales, puede decirse que la tragedia articula una relación entre

lo apolíneo y lo dionisíaco –donde el primer instinto artístico revela el segundo– por

medio de una singular relación entre imagen y música. En este caso, la música no es la

que expresa en su lenguaje lo que es previamente mostrado por las imágenes; al contrario,

la música es anterior a todo lo demás; esta emerge en el plano de la apariencia (de las

imágenes), pero nunca de modo completo. Ninguna imagen es capaz de agotar la

expresividad de la música. “Comparada con ella [con la música], toda apariencia es, antes

bien, solo símbolo; por ello el lenguaje, en cuanto órgano y símbolo de las apariencias,

nunca ni en ningún lugar puede extraverter la interioridad más honda de la música” (NT,

cap. 6, p. 87).

Estas observaciones nos ayudan a entender por qué Nietzsche afirma “que la tragedia

surgió del coro trágico y que en su origen era únicamente coro y nada más que coro”

(NT, cap. 7, p. 88). Dentro de la tragedia, el coro es el que anuncia –a través de la música–

la sabiduría dionisíaca: actúa como primer reflejo de lo uno primordial, de la voluntad.

En este sentido, se entiende la idea de que en la tragedia “lo único que hay es un gran

coro sublime de sátiros que bailan y cantan” (NT, cap. 8, p. 98). El coro es el espectador

privilegiado de lo uno primordial; es él quien “pronuncia en su entusiasmo oráculos y

sentencias de sabiduría: por ser el coro que participa del sufrimiento es a la vez el coro

sabio, que proclama la verdad desde el corazón del mundo” (NT, cap. 8, p. 103).

200
Aparentemente, los espectadores son el público; no obstante, los verdaderos espectadores

son los coreutas, y con ellos tiene que identificarse cada integrante del público: tiene que

“imaginarse, en un saciado mirar, coreuta él mismo” (NT, cap. 8, p. 99). Este papel central

del coro se aprecia en la disposición espacial del teatro griego, donde la orquesta –el lugar

reservado al coro– ocupa un lugar central.

Por otro lado, la escena con los actores aparece –en la tragedia– como representación

simbólica de la visión del coro y, por consiguiente, como reflejo derivado de lo uno

primordial: como un reflejo de un reflejo. “En escenario, junto con la acción, fue pensado

originariamente solo como una visión, [...] la única ‘realidad’ es cabalmente el coro, el

cual genera de sí la visión y habla de ella con el simbolismo total del baile, de la música

y de la palabra” (NT, cap. 8, p. 103). Así, el primer reflejo, directo, de lo uno primordial

sería el coro; el segundo, la escena. En palabras de Nietzsche, la “escena onírica [...] hace

sensibles aquella contradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer [...] propio

de la apariencia” (NT, cap. 5, p. 76). Dicho de otro modo, el elemento escénico (apolíneo)

da visibilidad y dota de cierta mesura –las hace soportables– a las revelaciones del coro

(dionisíaco): las máscaras de la escena se descubren como “productos necesarios de una

mirada que penetra en lo íntimo y horroroso de la naturaleza, son, por así decirlo, manchas

luminosas para curar la vista lastimada por la noche horripilante” (NT, cap. 9, p. 107).

Sin embargo, Nietzsche señala cómo la escena fue –poco a poco– imponiéndose frente al

coro, hasta convertir a este en “una reminiscencia, de la que sin duda cabe prescindir, del

origen de la tragedia” (NT, cap. 14, p. 148). La cultura socrática –de la que hemos hablado

al comienzo de este apartado– fue adueñándose de la tragedia, hasta hacer de ella un arte

puramente superficial, sin relación alguna con lo uno primordial, la voluntad. Habría que

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esperar –según Nietzsche– al renacer del espíritu trágico muchos siglos después,

encarnado en el drama musical de Wagner, para presenciar un nuevo despertar de la

sabiduría dionisíaca, esta vez manifestada a través de los mitos y del espíritu del pueblo

alemán.

BIBLIOGRAFÍA DEL CAPÍTULO 11

Castrillo, D., y Martínez, F.J. (1996). La metafísica de la música: Schopenhauer, Wagner

y Nietzsche. EN V. Bozal (Ed.), Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas

contemporáneas. Vol. I (pp. 367-376). Madrid: Visor.

Cavell, S. (2002). A Matter of Meaning It. EN Must We Mean What We Say? (pp. 213-

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Nietzsche, F. (2012). El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo (Trad. A.

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Kant, I. Kritik der reinen Vernunft, Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Deutschen

Akademie der Wissenschaften zu Berlin, Berlin, 1902 ss. [Trad. M. García Morente; Ed.

abreviada J.J. García Norro (2002). Crítica de la razón pura. Madrid: Tecnos].

Safranski, R. (2009). Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (Trad. R. Gabás).

Barcelona: Tusquets Editores.

Sánchez Pascual, A. (2012). Introducción y notas a El nacimiento de la tragedia de F.

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