perdiendo un tiempo precioso, un tiempo que invertiría mejor buscando
comida, luchando o fornicando?
Pero la ficción nos ha permitido no solo imaginar cosas, sino hacerlo
colectivamente. Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica
de la creación, los mitos del tiempo del sueño de los aborígenes
australianos, y los mitos nacionalistas de los estados modernos. Dichos
mitos confirieron a los sapiens la capacidad sin precedentes de cooperar
flexiblemente en gran número. Las hormigas y las abejas también pueden
trabajar juntas en gran número, pero lo hacen de una manera muy rígida y
solo con parientes muy cercanos. Los lobos y los chimpancés cooperan de
manera mucho más flexible que las hormigas, pero solo pueden hacerlo con
un pequeño número de individuos que conocen íntimamente. Los sapiens
pueden cooperar de maneras extremadamente flexibles con un número
incontable de extraños. Esta es la razón por la que los sapiens dominan el
mundo, mientras que las hormigas se comen nuestras sobras y los
chimpancés están encerrados en zoológicos y laboratorios de investigación.
LA LEYENDA DE PEUGEOT
Nuestros primos chimpancés suelen vivir en pequeñas tropillas de varias
decenas de individuos. Forman amistades estrechas, cazan juntos y luchan
codo con codo contra papiones, guepardos y chimpancés enemigos. Su
estructura social tiende a ser jerárquica. El miembro dominante, que casi
siempre es un macho, se llama «macho alfa». Otros machos y hembras
muestran su sumisión al macho alfa inclinándose ante él al tiempo que
emiten gruñidos, de manera no muy distinta a los súbditos humanos que se
arrodillan y hacen reverencias ante un rey. El macho alfa se esfuerza para
mantener la armonía social dentro de su tropilla. Cuando dos individuos
luchan, interviene y detiene la violencia. De forma menos benevolente,
puede monopolizar los manjares particularmente codiciados e impedir que
los machos de categoría inferior se apareen con las hembras.
Cuando dos machos se disputan la posición alfa, suelen hacerlo formando
extensas coaliciones de partidarios, tanto machos como hembras, en el seno
del grupo. Los lazos entre los miembros de la coalición se basan en el
contacto íntimo diario: se abrazan, se tocan, se besan, se acicalan y se hacen
favores mutuos. De la misma manera que los políticos humanos en las
campañas electorales van por ahí estrechando manos y besando a niños,
también los aspirantes a la posición suprema en un grupo de chimpancés
pasan mucho tiempo abrazando, dando golpecitos a la espalda y besando a
los bebés chimpancés. Por lo general, el macho alfa gana su posición no
porque sea más fuerte físicamente, sino porque lidera una coalición grande
y estable. Estas coaliciones desempeñan un papel central no solo durante las
luchas abiertas para la posición alfa, sino en casi todas las actividades
cotidianas. Los miembros de una coalición pasan más tiempo juntos,
comparten comida y se ayudan unos a otros en tiempos de dificultades.
Hay límites claros al tamaño de los grupos que pueden formarse y
mantenerse de esta manera. Para que funcionen, todos los miembros de un
grupo han de conocerse entre sí íntimamente. Dos chimpancés que nunca se
han visto, que nunca han luchado y nunca se han dedicado a acicalarse
mutuamente, no sabrán si pueden confiar el uno en el otro, si valdrá la pena
que uno ayude al otro y cuál de ellos se halla en una posición jerárquica
más elevada. En condiciones naturales, una tropilla de chimpancés consta
de unos 20-50 individuos. Cuando el número de chimpancés en una tropilla
aumenta, el orden social se desestabiliza, lo que finalmente lleva a una
ruptura y a la formación de una nueva tropilla por parte de algunos de los
animales. Solo en contadas ocasiones los zoólogos han observado grupos de
más de 100 individuos. Los grupos separados rara vez cooperan, y tienden a
competir por el territorio y el alimento. Los investigadores han
documentado contiendas prolongadas entre grupos, e incluso un caso de
«genocidio» en el que una tropilla masacró sistemáticamente a la mayoría
de los miembros de una banda vecina.2
Probablemente, patrones similares dominaron la vida social de los
primeros humanos, entre ellos los Homo sapiens arcaicos. Los humanos,
como los chimpancés, tienen instintos sociales que permitieron a nuestros
antepasados formar amistades y jerarquías, y cazar o luchar juntos. Sin
embargo, como los instintos sociales de los chimpancés, los de los humanos
estaban adaptados solo a grupos pequeños e íntimos. Cuando el grupo se
hacía demasiado grande, su orden social se desestabilizaba y la banda se
dividía. Aun en el caso de que un valle particularmente fértil pudiera
alimentar a 500 sapiens arcaicos, no había manera de que tantos extraños
pudieran vivir juntos. ¿Cómo podían ponerse de acuerdo en quién sería el
líder, quién debería cazar aquí, o quién debería aparearse con quién?
Como consecuencia de la revolución cognitiva, el chismorreo ayudó a
Homo sapiens a formar bandas mayores y más estables. Pero incluso el
chismorreo tiene sus límites. La investigación sociológica ha demostrado
que el máximo tamaño «natural» de un grupo unido por el chismorreo es de
unos 150 individuos. La mayoría de las personas no pueden conocer
íntimamente a más de 150 seres humanos, ni chismorrear efectivamente con
ellos.
En la actualidad, un umbral crítico en las organizaciones humanas se
encuentra en algún punto alrededor de este número mágico. Por debajo de
dicho umbral, comunidades, negocios, redes sociales y unidades militares
pueden mantenerse basándose principalmente en el conocimiento íntimo y
en la actividad de los chismosos. No hay necesidad de rangos formales,
títulos ni libros de leyes para mantener el orden.3 Un pelotón de 30
soldados, e incluso una compañía de 100 soldados, pueden funcionar bien
sobre la base de unas relaciones íntimas, con un mínimo de disciplina
formal. Un sargento muy respetado puede convertirse en el «rey de la
compañía» y ejercer su autoridad incluso sobre los oficiales de grado. Un
pequeño negocio familiar puede subsistir y medrar sin una junta directiva,
un director ejecutivo o un departamento de contabilidad.
Pero una vez que se cruza el umbral de los 150 individuos, las cosas ya
no pueden funcionar de esta manera. No se puede hacer funcionar una
división con miles de soldados de la misma manera que un pelotón. Los
negocios familiares de éxito suelen entrar en crisis cuando crecen y
emplean a más personal. Si no se pueden reinventar, van a la quiebra.
¿Cómo consiguió Homo sapiens cruzar este umbral crítico, y acabar
fundando ciudades que contenían decenas de miles de habitantes e imperios
que gobernaban a cientos de millones de personas? El secreto fue
seguramente la aparición de la ficción. Un gran número de extraños pueden
cooperar con éxito si creen en mitos comunes.
Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno,
una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está
establecida sobre mitos comunes que solo existen en la imaginación
colectiva de la gente. Las iglesias se basan en mitos religiosos comunes.
Dos católicos que no se conozcan de nada pueden, no obstante, participar
juntos en una cruzada o aportar fondos para construir un hospital, porque
ambos creen que Dios se hizo carne humana y accedió a ser crucificado
para redimir nuestros pecados. Los estados se fundamentan en mitos
nacionales comunes. Dos serbios que nunca se hayan visto antes pueden
arriesgar su vida para salvar el uno al otro porque ambos creen en la
existencia de la nación serbia, en la patria serbia y en la bandera serbia. Los
sistemas judiciales se sostienen sobre mitos legales comunes. Sin embargo,
dos abogados que no se conocen de nada pueden combinar sus esfuerzos
para defender a un completo extraño porque todos creen en la existencia de
leyes, justicia, derechos humanos… y en el dinero que se desembolsa en sus
honorarios.
Y, no obstante, ninguna de estas cosas existe fuera de los relatos que la
gente se inventa y se cuentan unos a otros. No hay dioses en el universo, no
hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera
de la imaginación común de los seres humanos.
La gente entiende fácilmente que los «primitivos» cimenten su orden
social mediante creencias en fantasmas y espíritus, y que se reúnan cada
luna llena para bailar juntos alrededor de una hoguera. Lo que no
conseguimos apreciar es que nuestras instituciones modernas funcionan
exactamente sobre la misma base. Tomemos por ejemplo el mundo de las
compañías de negocios. Los hombres y las mujeres de negocios y los
abogados modernos son, en realidad, poderosos hechiceros. La principal
diferencia entre ellos y los chamanes tribales es que los abogados modernos
cuentan relatos mucho más extraños. La leyenda de Peugeot nos
proporciona un buen ejemplo.
Un icono que se parece algo al hombre león de Stadel aparece hoy en día en
automóviles, camiones y motocicletas desde París a Sidney. Es el
ornamento del capó que adorna los vehículos fabricados por Peugeot, uno
de los más antiguos y mayores fabricantes de automóviles de Europa.
Peugeot empezó como un pequeño negocio familiar en el pueblo de
Valentigney, a solo 300 kilómetros de la cueva de Stadel. En la actualidad,
la compañía da trabajo a 200.000 personas en todo el mundo, la mayoría de
las cuales son completamente extrañas para las demás. Dichos extraños
cooperan de manera tan efectiva que en 2008 Peugeot produjo más de 1,5
millones de automóviles, que le reportaron unos beneficios de alrededor de
55.000 millones de euros (véase la figura 5).
FIGURA 5. El león de Peugeot.
¿En qué sentido podemos decir que Peugeot S. A. (el nombre oficial de la
compañía) existe? Hay muchos vehículos Peugeot, pero es evidente que
estos no son la compañía. Incluso si todos los Peugeot del mundo se
redujeran a chatarra y se vendieran como metal desguazado, Peugeot S. A.
no desaparecería. Continuaría fabricando nuevos automóviles y
produciendo su informe anual. La compañía es propietaria de fábricas,
maquinaria y salas de exhibición y emplea a mecánicos, contables y
secretarias, pero todos ellos juntos no abarcan Peugeot. Un desastre podría
matar a todos y cada uno de los empleados de Peugeot, y seguir
destruyendo todas sus cadenas de montaje y sus despachos ejecutivos.
Incluso entonces, la compañía podría pedir dinero prestado, contratar a
nuevos empleados, construir nuevas fábricas y comprar nueva maquinaria.
Peugeot tiene gerentes y accionistas, pero tampoco ellos constituyen la
compañía. Se podría despedir a todos los gerentes y vender todas sus
acciones, pero la compañía permanecería intacta.
Esto no significa que Peugeot S. A. sea invulnerable o inmortal. Si un
juez ordenara la disolución de la compañía, sus fábricas seguirían en pie y
sus trabajadores, contables, gerentes y accionistas continuarían viviendo;
pero Peugeot S. A. desaparecería inmediatamente. En resumen: Peugeot S.
A. parece no tener ninguna conexión real con el mundo físico. ¿Existe
realmente?
Peugeot es una invención de nuestra imaginación colectiva. Los
abogados llaman a eso «ficción legal». No puede ser señalada; no es un
objeto físico. Pero existe como entidad legal. Igual que el lector o yo, está
obligada por las leyes de los países en los que opera. Puede abrir una cuenta
bancaria y tener propiedades. Paga impuestos, y puede ser demandada e
incluso procesada separadamente de cualquiera de las personas que son sus
propietarias o que trabajan para ella.
Peugeot pertenece a un género particular de ficciones legales llamado
«compañías de responsabilidad limitada». La idea que hay detrás de estas
compañías es una de las invenciones más ingeniosas de la humanidad.
Homo sapiens vivió durante incontables milenios sin ellas. Durante la
mayor parte de la historia documentada solo podían tener propiedades los
humanos de carne y hueso, del tipo que andaba sobre dos piernas y tenía un
cerebro grande. Si en la Francia del siglo XIII Jean establecía un taller de
construcción de carros, él mismo era el negocio. Si uno de los carros que
construía se estropeaba una semana después de haber sido comprado, el
comprador descontento habría demandado personalmente a Jean. Si Jean
hubiera pedido prestadas 1.000 monedas de oro para establecer su taller y el
negocio quebrara, habría tenido que devolver el préstamo vendiendo su
propiedad privada: su casa, su vaca, su tierra. Incluso podría haberse visto
obligado a vender a sus hijos en vasallaje. Si no podía cubrir la deuda,
podría haber sido encarcelado por el Estado o esclavizado por sus
acreedores. Era completamente responsable, sin límites, de todas las
obligaciones en las que su taller hubiera incurrido.
Si el lector hubiera vivido en esa época, probablemente se lo habría
pensado dos veces antes de abrir un negocio propio. Y, en efecto, esta
situación legal desanimaba a los emprendedores. A la gente le asustaba
iniciar nuevos negocios y asumir riesgos económicos. No parecía que
valiera la pena correr el riesgo de que sus familias terminaran en la
completa indigencia.
Esta es la razón por la que la gente empezó a imaginar colectivamente la
existencia de compañías de responsabilidad limitada. Tales compañías eran
legalmente independientes de las personas que las fundaban, o de las que
invertían dinero en ellas, o de las que las dirigían. A lo largo de los últimos
siglos, tales compañías se han convertido en los principales actores de la
escena económica, y nos hemos acostumbrado tanto a ellas que olvidamos
que solo existen en nuestra imaginación. En Estados Unidos, el término
técnico para una compañía de responsabilidad limitada es «corporación», lo
que resulta irónico, porque el término deriva del latín corpus («cuerpo»), lo
único de lo que carecen dichas corporaciones. A pesar de no tener cuerpos
legales, el sistema legal estadounidense trata las corporaciones como
personas legales, como si fueran seres humanos de carne y hueso.
Y lo mismo hizo el sistema legal francés en 1896, cuando Armand
Peugeot, que había heredado de sus padres un taller de metalistería que
fabricaba muelles, sierras y bicicletas, decidió dedicarse al negocio del
automóvil. A tal fin, estableció una compañía de responsabilidad limitada y
le puso su nombre, aunque esta era independiente de él. Si uno de los
coches se estropeaba, el comprador podía llevar a Peugeot a los tribunales,
pero no a Armand Peugeot. Si la compañía pedía prestados millones de
francos y después quebraba, Armand Peugeot no debería a los acreedores ni
un solo franco. Después de todo, el préstamo se había hecho a Peugeot, la
compañía, no a Armand Peugeot, el Homo sapiens. Armand Peugeot murió
en 1915. Peugeot, la compañía, sigue todavía vivita y coleando.
¿Cómo consiguió Armand Peugeot, el hombre, crear Peugeot, la
compañía? De manera muy parecida a como sacerdotes y hechiceros han
creado dioses y demonios a lo largo de la historia, y a como los curés
franceses creaban todavía el cuerpo de Cristo, cada domingo, en las iglesias
parroquiales. Todo giraba alrededor de contar historias, y de convencer a la
gente para que las creyera. En el caso de los curés franceses, la narración
crucial era la de la vida y muerte de Jesucristo tal como la cuenta la Iglesia
católica. Según dicha narración, si el sacerdote católico ataviado con sus
vestiduras sagradas pronunciaba las palabras correctas en el momento
adecuado, el pan y el vino mundanos se transformaban en la carne y la
sangre de Dios. El sacerdote exclamaba «Hoc est corpus meum!» («¡Este es
mi cuerpo!»), y, ¡abracadabra!, el pan se convertía en la carne de Cristo.
Viendo que el sacerdote había observado de manera adecuada y
asiduamente todos los procedimientos, millones de devotos católicos
franceses se comportaban como si realmente Dios existiera en el pan y el
vino consagrados.
En el caso de Peugeot S. A., la narración crucial era el código legal
francés, escrito por el Parlamento francés. Según los legisladores franceses,
si un abogado autorizado seguía la liturgia y los rituales adecuados, escribía
todos los conjuros y juramentos en un pedazo de papel bellamente
decorado, y añadía su adornada rúbrica al final del documento, entonces
(¡abracadabra!) se constituía legalmente una nueva compañía. Cuando en
1896 Armand Peugeot quiso crear una compañía, pagó a un abogado para
que efectuara todos estos procedimientos. Una vez que el abogado hubo
realizado los rituales adecuados y pronunciado los conjuros y juramentos
necesarios, millones de honestos ciudadanos franceses se comportaron
como si la compañía Peugeot existiera realmente.
Contar relatos efectivos no es fácil. La dificultad no estriba en contarlos,
sino en convencer a todos y cada uno para que se los crean. Gran parte de la
historia gira alrededor de esta cuestión: ¿cómo convence uno a millones de
personas para que crean determinadas historias sobre dioses, o naciones, o
compañías de responsabilidad limitada? Pero cuando esto tiene éxito,
confiere un poder inmenso a los sapiens, porque permite a millones de
extraños cooperar y trabajar hacia objetivos comunes. Piense el lector lo
difícil que habría sido crear estados, o iglesias, o sistemas legales si solo
pudiéramos hablar de cosas que realmente existen, como los ríos, árboles y
leones.
En el transcurso de los años, la gente ha urdido una compleja red de
narraciones. Dentro de dicha red, ficciones como Peugeot no solo existen,
sino que acumulan un poder inmenso. Los tipos de cosas que la gente crea a
través de esta red de narraciones son conocidos en los círculos académicos
como «ficciones», «constructos sociales» o «realidades imaginadas». Una
realidad imaginada no es una mentira. Yo miento cuando digo que hay un
león cerca del río y sé perfectamente bien que allí no hay ningún león. No
hay nada especial acerca de las mentiras. Los monos verdes y los
chimpancés mienten. Por ejemplo, se ha observado a un mono verde
emitiendo la llamada «¡Cuidado! ¡Un león!» cuando no había ningún león
por las inmediaciones. Esta alarma asustó convenientemente e hizo huir al
otro mono que acababa de encontrar un plátano, lo que dejó solo al
mentiroso, que pudo robar el premio para sí.
A diferencia de la mentira, una realidad imaginada es algo en lo que
todos creen y, mientras esta creencia comunal persista, la realidad
imaginada ejerce una gran fuerza en el mundo. El escultor de la cueva de
Stadel pudo haber creído sinceramente en la existencia del espíritu guardián
del hombre león. Algunos hechiceros son charlatanes, pero la mayoría de
ellos creen sinceramente en la existencia de dioses y demonios. La mayoría
de los millonarios creen sinceramente en la existencia del dinero y de las
compañías de responsabilidad limitada. La mayoría de los activistas de los
derechos humanos creen sinceramente en la existencia de los derechos
humanos. Nadie mentía cuando, en 2011, la ONU exigió que el gobierno
libio respetara los derechos humanos de sus ciudadanos, aunque la ONU,
Libia y los derechos humanos son invenciones de nuestra fértil
imaginación.
Así, desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido en una realidad
dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; y
por el otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las
corporaciones. A medida que pasaba el tiempo, la realidad imaginada se
hizo cada vez más poderosa, de modo que en la actualidad la supervivencia
de ríos, árboles y leones depende de la gracia de entidades imaginadas tales
como dioses, naciones y corporaciones.
PASANDO POR ALTO EL GENOMA