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Este documento presenta un resumen de un artículo sobre los cuatro momentos de la libertad moral en el pensamiento de Kant. Según el autor, estos momentos son: 1) la posibilidad originaria de ser libre, 2) el mal radical descrito por Kant, 3) la conversión interior al bien, y 4) el largo proceso de la virtud que se extendería hasta la inmortalidad. El autor analiza cada uno de estos momentos y cuestiones relacionadas como el doble concepto del mal moral en Kant y la temporalidad práctica. El documento con

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Este documento presenta un resumen de un artículo sobre los cuatro momentos de la libertad moral en el pensamiento de Kant. Según el autor, estos momentos son: 1) la posibilidad originaria de ser libre, 2) el mal radical descrito por Kant, 3) la conversión interior al bien, y 4) el largo proceso de la virtud que se extendería hasta la inmortalidad. El autor analiza cada uno de estos momentos y cuestiones relacionadas como el doble concepto del mal moral en Kant y la temporalidad práctica. El documento con

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Revista de Estudios Kantianos

Publicación internacional de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española


Internationale Zeitschrift der Gesellschaft für Kant-Studien in Spanischer Sprache
International Journal of the Society of Kantian Studies in the Spanish Language

Número 7.1, año 2022

Dirección
Óscar Cubo Ugarte, Universitat de València
[email protected]

Julia Muñoz, Universidad Nacional Autónoma de México


[email protected]

Secretaria de edición
Paula Órdenes Azúa, Universität Heidelberg, Chile
[email protected]

Secretario de calidad
Rafael Reyna Fortes, Universidad de Málaga
[email protected]

Editores científicos
Jacinto Rivera de Rosales, UNED, Madrid
Claudia Jáuregui, Universidad de Buenos Aires
Vicente Durán, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá
Julio del Valle, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima
Jesús Conill, Universitat de València
Gustavo Leyva, Universidad Autónoma de México, México D. F.
María Xesús Vázquez Lobeiras, Universidade de Santiago de Compostela
Wilson Herrera, Universidad del Rosario, Bogotá
Pablo Oyarzun, Universidad de Chile, Santiago de Chile
Paula Órdenes Azúa, Universität Heidelberg
Comité científico
Juan Arana, Universidad de Sevilla
Reinhardt Brandt, Philipps-Universität Marburg
Mario Caimi, Universidad de Buenos Aires
Monique Castillo, Université de Paris-Est
Adela Cortina, Universitat de València
Bernd Dörflinger, Universität Trier
Norbert Fischer, Universität Eichstätt-Ingolstadt
Miguel Giusti, Pontificia Universidad Católica del Perú
Dulce María Granja, Universidad Nacional Autónoma de México
Christian Hamm, Universidad Federal de Santa María, Brasil
Dietmar Heidemann, Université du Luxembourg
Otfried Höffe, Universität Tübingen
Claudio La Rocca, Università degli Studi di Genova
Juan Manuel Navarro Cordón, Universidad Complutense, Madrid
Carlos Pereda, Universidad Nacional Autónoma de México
Gustavo Pereira, Universidad de la República, Uruguay
Ubirajara Rancan de Azevedo, Universidade Estadual Paulista, Brasil
Margit Ruffing, Johannes Gutenberg-Universität Mainz
Gustavo Sarmiento, Universidad Simón Bolívar, Venezuela
Sergio Sevilla, Universitat de València
Roberto Torretti, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile
Violetta Waibel, Universität Wien
Howard Williams, University of Aberystwyth
Allen W. Wood, Indiana University

Editor de contenido y editor técnico. Diseño y maqueta


Josefa Ros Velasco, Universidad Complutense de Madrid

Entidades colaboradoras
Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española (SEKLE)
Departament de Filosofia de la Universitat de València
Instituto de Humanidades, Universidad Diego Portales
Artículos

1-20 Kant: los cuatro momentos de la libertad moral


Jacinto Rivera de Rosales
DOI 10.7203/REK.7.1.21481

21-42 Impenetrabilidad y riqueza: dos falacias en contra del conceptualismo kantiano


Pedro Stepanenko
DOI 10.7203/REK.7.1.21969

43-74 La función cognitiva de las ideas estéticas en Kant


Matías Oroño
DOI 10.7203/REK.7.1.20883

75-83 La naturaleza racional en el pensamiento de Kant


Dulce María Granja Castro
DOI 10.7203/REK.7.1.23681

El autor y sus críticos

84-85 Presentación al comentario colectivo del libro de Rogelio Rovira: Kant y el cristianismo
Óscar Cubo Ugarte
DOI 10.7203/REK.7.1.24168

86-104 La religión moral o el cristianismo sin Cristo


Juan José García Norro
DOI 10.7203/REK.7.1.23661

105-124 Entre moral y religión: sobre el sentido de la fe racional en Kant


Ana Marta González
DOI 10.7203/REK.7.1.23650
125-145 Autoengaño y conciencia moral. Comentario crítico a Kant y el cristianismo de Rogelio
Rovira
Rafael Reyna Fortes
DOI 10.7203/REK.7.1.23710

146-168 El cristianismo en el espejo de la religión moral de Kant


Leonardo Rodríguez Duplá
DOI 10.7203/REK.7.1.21962

169-190 Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones: una nota al pie de la obra de
Rogelio Rovira Kant y el cristianismo
Pedro Jesús Teruel
DOI 10.7203/REK.7.1.23703

191-252 Una vez más sobre Kant y el cristianismo. Respuestas y comentarios a las observaciones de
mis amigos críticos
Rogelio Rovira
DOI 10.7203/REK.7.1.24151

Recensiones

253-258 Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras. ¿De quién son las obligaciones?. Madrid,
Avarigani Editores, 2019, pp. 433. ISBN: 978-84-948740-4-8
Sonsoles Ginestal Calvo
DOI 10.7203/REK.7.1.23018

259-263 Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo. Lecturas desde el siglo XX.
Barcelona, Malpaso, 2021, pp. 288. ISBN: 978-84-178930-7-1
Daniel Sanromán Alias
DOI 10.7203/REK.7.1.23688

264-270 Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology. Why Epistemology Must Consider
Judgment First. Nueva York, Routledge, 2020, 369 pp. ISBN: 978-3-86539-290-9
Carlos Schoof Alvarez
DOI 10.7203/REK.7.1.24027

Eventos y normas para autores

271-273 V Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española


DOI 10.7203/REK.7.1.24280

274-281 Normas de edición


DOI 10.7203/REK.7.1.24169
Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

JACINTO RIVERA DE ROSALES1

Resumen
Según el texto kantiano podemos descubrir cuatro momentos en la realización de la
libertad moral: el de la posibilidad originaria de ser libre, el acto que Kant describe
como el mal radical, el acto contrario de conversión interior al bien, y el largo
proceso de la virtud que se extendería hasta la inmortalidad. Aparecen además
cuestiones como el doble concepto del mal moral en Kant y la temporalidad práctica.
La libertad moral se sitúa en el individuo, en sus decisiones, en las máximas o
principios que dirigen su acción, si bien la comunidad es el ámbito donde tiene lugar.
Palabras clave: Kant, libertad moral, mal moral, temporalidad práctica, virtud,
inmortalidad

Kant: The four moments of moral freedom

Abstract
According to the Kantian text we can discover four moments in the realization of
moral freedom: the moment of the original possibility of being free, the act that Kant
describes as radical evil, the opposite act as interior conversion to good, and finally
the long process of virtue that would be extended to immortality. There are also
issues such as the double concept of moral evil in Kant and practical temporality.
The moral freedom is placed in the individual, in his decisions, in the maxims or
principles that guide his action, although the community is the scope where all this
takes place.
Keywords: Kant, moral freedom, moral evil, practical temporality, virtue,
immortality

1
Catedrático de la UNED.

Revista de Estudios Kantianos


Vol. 7, Núm. 1 (2022): 1-20
1 ISSN-e: 2445-0669
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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

Según el texto kantiano podemos descubrir cuatro momentos en la génesis o


desarrollo de la libertad moral. Serían los siguientes:
i. El momento de la posibilidad originaria de ser libre
ii. El acto que Kant describe como el mal radical
iii. La revolución o conversión interior al bien
iv. El largo proceso de la virtud.
No trato aquí el desarrollo de la libertad en la comunidad humana, como lo
aborda Kant en su artículo “Probable comienzo de la historia del ser humano”
(„Muthmaßlicher Anfang der Menschengeschichte“, AA VIII, 107-123
[1786]), que va de la tutela de la naturaleza al estado de la libertad, ni la
evolución de la libertad legal, como en “Idea para una historia universal con
un propósito cosmopolita” („Idee zu einer allgemeinen Geschichte in
weltbürgerlicher Absicht“, AA VIII, 15-31 [1784]), que llega hasta una
constitución política perfecta, tanto en el interior de los Estados como en sus
mutuas relaciones. El tema de este artículo es, por el contrario, la génesis de
la libertad moral, que Kant sitúa preferentemente en el individuo, en sus
decisiones internas, en las máximas o principios que dirigen su acción, si bien
la comunidad o reino de fines es el ámbito o marco donde tiene lugar todo
ello.

1. La inocencia originaria
El primer momento es un elemento estructural de dicha libertad moral que
podríamos llamar el de la posibilidad o inocencia originarias. La libertad se
presenta en Kant como la capacidad de iniciar desde sí una serie real de
fenómenos del mundo, no estando, por tanto, ella misma sujeta a una causa
externa que la determine, o sea, no cae bajo la ley de la causalidad que rige
los fenómenos y los liga entre sí,2 sino que es una acción originaria

2
Por eso nos dice Kant en la Introducción a la Crítica del Juicio que la libertad no es propiamente causa
(Ursache), sino más bien fundamento (Grund) de la causalidad de cosas naturales en esa serie real de
fenómenos a los que da lugar (AA V, 195). Pero Kant no se detiene a explicar en qué consiste la
diferencia entre esos dos conceptos. Podríamos nosotros pensar que la causa de un fenómeno ha de ser
objetivamente otro fenómeno, pero que la libertad no lo es y, por consiguiente, interactúa de otra
manera. En la “Crítica del Juicio teleológico” se nos muestra que, si la finalidad o subjetividad se hace
objeto, aparece como un cuerpo orgánico. Entonces podríamos nosotros concluir que nuestra libertad
moral actúa en el mundo a través de su identificación sintética con su cuerpo orgánico, con nuestro
cuerpo (Leib), y así se puede entender la indicación de Kant cuando dice que, a la hora de realizar sus
fines en la naturaleza, “la misma causalidad de la libertad (de la razón pura y práctica) es la causalidad

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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

(ursprünglich) que parte de sí. Eso, como sabemos, lo argumenta, primero,


poniendo límites ontológicos a la causalidad natural y al determinismo en la
Crítica de la razón pura, dejando de ese modo espacio posible a la libertad,
y segundo, mostrando en la Crítica de la razón práctica que la libertad es la
ratio essendi de la conciencia moral, porque solo en un ser libre cabe que
aparezca algo así como un deber, únicamente en él puede darse y captarse una
exigencia moral, de modo que el mero hecho de que se tenga conciencia moral
ya muestra, como su condición de posibilidad, la existencia y realidad de una
libertad que se pone a sí misma como tarea.
¿Cómo surge entonces esa acción de la libertad? Si nos acercamos
ahora a ver qué ocurre en el interior de ese acto de libertad moral, vemos,
primero, que ella se desarrolla en el ámbito de la conciencia reflexiva, que es
el lugar del entendimiento, del juicio y de la razón, también de la razón
práctica; no se da en una conciencia prerreflexiva, o inconsciente, o dormida,
tampoco en una conciencia animal, sino en una que ha llegado al concepto, al
saber reflexivo de una ley, de una máxima, que son acciones ideales que
indican posibilidades, aquí posibilidades de acción. Y, en segundo lugar, al
ser libertad, acción que parte de sí, hallamos en ella además la capacidad de
decidirse por una de esas posibilidades y, por tanto, de una determinación de
la voluntad desde sí misma.
En consecuencia, lo que encontramos aquí son dos elementos:
concepto y volición. Por una parte, concepto y posibilidades, de la que
procede la autonomía, que consiste en actuar según el concepto que la libertad
tiene de sí. Por otra, una volición libre, al decidirse ella misma a actuar según
una de esas posibilidades que tiene ante sí. Voluntad, nos dice Kant, es “una
facultad de determinar su causalidad por la representación de reglas” (KpV,
AA V, 32).3
Tomemos ahora el primer elemento, el del concepto y las
posibilidades que brinda, que, según Kant, tiene aquí la forma de ley moral y
de máximas. Ellas configuran el primer momento de la libertad moral
haciéndola posible gracias a la capacidad de reflexión y a la distancia ideal
que proporciona el concepto con respecto a la realidad inmediata del mundo.

de una causa natural que le está sometida (del sujeto como hombre, consiguientemente considerado
como fenómeno)” (KU, AA V, 196 nota), o sea, la causalidad de nuestro cuerpo-ánimo (v. Rivera de
Rosales, 1998 [2002]).
3
La voluntad es “la capacidad de actuar según la representación de las leyes, es decir, según principios”
(GMS, AA IV, 412).

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Esta distancia ideal, que llega hasta la petición racional de lo incondicionado,


que sobrepasa todo lo empíricamente dado, nos posibilita una comprensión
del modo de ser de la libertad, distinto del modo de ser del mundo. La
conciencia moral es por consiguiente un saber reflexivo, no ciertamente un
conocimiento objetivo directo del mundo, sino la conciencia que la libertad
tiene de sí y de su modo de ser. O como se dice en la KpV, la conciencia moral
es la ratio cognoscendi de la libertad. Lo es para el filósofo, pero porque lo
es para sí misma, porque gracias a ella el sujeto es y se sabe responsable de
sus actos, es decir, libre: “Este hecho [de la razón, a saber, la ley moral] está
inseparablemente unido a la conciencia de la libertad de la voluntad y
constituye con ella una misma cosa” (KpV, AA V, 42). Por eso la libertad
puede partir desde ella misma y no estar causada por ningún otro ser, sino
solo por sí misma, por su decisión. El concepto nos hace libres.
Podemos añadir a lo dicho por Kant que el concepto presupone el
lenguaje, pues es en el lenguaje donde se objetiva y encuentra su expresión;
no puede haber conciencia sin mundo, aquí concepto sin lenguaje, dado que
ni la conciencia, ni la autoconciencia, ni la libertad son substancias
transcendentes, sino acciones transcendentales. Pero el lenguaje solo puede
surgir en una comunidad, dado que únicamente ahí se necesita la
comunicación. Por consiguiente, este acto de conciencia reflexiva y de
libertad, aunque es un acto individual, como todo acto, solo es posible en la
comunidad. De hecho, es un acto que nos liga a ella, como iremos viendo.
Pero el concepto no basta, el concepto solo, nos dice Kant, es vacío de
contenido. Se precisa además una realidad de la cual él sea concepto y
comprensión, de la que el concepto moral sea conciencia. Pues bien, lo es de
la realidad de la libertad como realidad en sí, la única que podemos afirmar
con fundamento, como espontaneidad real e ideal, y no mera reflexión ideal
o mero concepto. De esa realidad de la libertad no tenemos intuición, al menos
no en el significado que Kant le da a ese término. Pero él habla de un
sentimiento de sí moral y le da el nombre de “respeto” (Achtung), que es un
sentimiento de dignidad que experimentaríamos ante la ley moral. Mas si
consideramos que ley moral es la conciencia que la libertad tiene de sí, porque
no es una ley heterónoma que viniera de fuera, entonces podemos decir que
ese es el sentimiento en el que la libertad manifiesta su fuerza y realidad más
allá del concepto. Con él la reconocemos en la individualidad de cada uno y

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de su acto, porque la acción y el sentimiento hacen relación a la individualidad


y a la particularidad, mientras que el concepto lo hace a la universalidad.
Tenemos por tanto aquí esos dos elementos: concepto y realidad en sí
que llega a ser sentida, una realidad que es el origen de esa conciencia moral
y capaz de decidirse por sí misma a través de su concepto o autonomía. Ese
sentimiento de sí tiene su origen en la realidad y el acto de la libertad ante su
concepto, o sea, que se da en la acción concreta e individual de la libertad,
que puede elegir el bien y el mal, en su contraposición con la universalidad y
obligación de la ley moral. En este primer momento de la libertad moral
encontramos, en consecuencia, un ser y un saber de sí originarios, es decir,
no producidos por el mundo, aunque sin mundo tampoco hubieran surgido,
porque tener conciencia de sí implica también distinguirse de lo otro, y no
habría conciencia de libertad ni “Yo pienso” sin conciencia de mundo, sin la
acción de conocerlo y transformarlo.4
Pero aún no tenemos aquí un acto de voluntad completo, solo su
condición de posibilidad, que únicamente se da cuando se produce el acto, el
cual vendrá en el segundo momento de nuestra génesis. Este primer elemento
de la libertad moral en el que estamos es el posibilitante de toda decisión libre,
el suelo sobre el que se levanta, y forma con ella un todo indisoluble; surgen
a la vez, pero había que analizar separadamente para tomar conciencia de la
complejidad que contiene el modo de ser propio de la libertad. Este primer
elemento no existe sin el segundo, sin el acto de decisión, pues no se puede
pensar que la libertad fuera, primero, una sustancia o mera potencia que solo
después o de vez en cuando actuara, sino que es acción, y únicamente con la
acción surge también este primer elemento que estamos viendo. Lo
importante aquí es ver que este primer momento hace que toda decisión que
se tome sea libre y pueda serle imputada al sujeto individual.5 Por
consiguiente, este primer momento estará presente siempre en el individuo
racional si no ha de ser destruida su libertad, y lo estará durante toda su vida
racional, desde que alcanza la edad de la razón y mientras no la pierda por

4
La libertad nos distingue y a la vez nos liga con la naturaleza, también como el lugar donde la libertad
ha de realizarse, según lo explica Kant en la Introducción a su KU. Esa obligación y responsabilidad
nos distingue y nos liga sobre todo a los otros seres racionales, pero con leyes diferentes.
5
También los niños recién nacidos y los animales, o en los seres humanos dormidos o enajenados, etc.,
encontramos la espontaneidad de la vida, incluso de la subjetividad, pero les falta el concepto, la
conciencia reflexiva, y no llegan por tanto a la libertad moral.

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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

alguna grave enfermedad o locura. Al decir “siempre” tenemos aquí una


determinación temporal que habrá de ser dilucidada.
Este primer elemento, al ser el posibilitante de toda decisión de la
libertad y dado que, según Kant, su primera determinación libre conduce
hacia el mal moral, él tiende a asimilarlo míticamente al paraíso terrenal, y
habla de él como del estado de inocencia anterior a la caída. Adán sería el
prototipo de lo que solemos hacer (Religion, AA VI, 41-44). Así lo expresa
con claridad en un texto de La religión dentro de los límites de la mera razón:

Toda acción mala [podríamos decir: toda acción libre], si se busca su origen racional,
ha de ser como si el hombre hubiera incurrido en ella partiendo directamente del
estado de inocencia. Pues cualquiera que haya sido su comportamiento anterior y
sean cuales sean las causas naturales que hayan influido sobre él, se encuentren
dentro o fuera de él, su acción es, sin embargo, libre y no está determinada por
ninguna de esas causas, por tanto, puede ser juzgada y ha de serlo siempre como un
uso originario de su albedrío […] Y por malo que haya sido alguien hasta el
momento inmediatamente anterior a una acción libre (llegando incluso al hábito,
como a una segunda naturaleza), no solo fue su deber ser mejor, sino que aún ahora
es su deber mejorarse. Luego él ha de poder hacerlo, y si no lo hace, es tan
susceptible en el momento de la acción de que ésta le sea imputada, y está tan
sometido a esa imputación, como si, dotado de la disposición natural hacia el bien
(que es inseparable de la libertad), hubiera pasado del estado de inocencia al mal
(AA VI, 41).6

2. El mal radical
El segundo momento es lo que Kant llama el mal radical (das radikale Böse)
que él estudia en la primera parte de Religión. Pasamos aquí ya al primer acto
de volición libre, que implica e incluye en sí el momento anteriormente
estudiado, pues es el que lo hace posible como acto libre. Como es sabido, el
mal moral consiste, según nuestro autor, en que el libre albedrío da
preferencia en su máxima a las inclinaciones y no a la ley moral, es decir,
opta por atender a su finitud antes que a su ser libre, no respeta la libertad ni
en sí mismo ni en los otros como algo originario, sino que los subordina al
dominio del mundo o a las pasiones contra los otros, como la ira, la envidia,

6
“Ámate a ti mismo moralmente, es decir, según la constitución de tu ánimo antes de que fueras
corrompido. El mal que vino después en ti, antes de que mostraras razón, no ha de provocar aversión
contra ti. Hónrate a ti mismo teniéndote respeto. No te conviertas en cosa” (VMS, AA XXIII, 404).

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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

la venganza. Hay, en consecuencia, una inversión (Umkehrung) en los


principios7 con relación a su correcta jerarquía, y se camina hacia el no
reconocimiento y la destrucción de la libertad. Hay aquí de nuevo saber
(concepto) y acto, o sea, conciencia reflexiva y volición: “el hombre se da
cuenta de la ley moral y, sin embargo, ha admitido en su máxima la desviación
(ocasional) respecto a ella” (Religion, AA VI, 32).
En la mayor parte de la obra kantiana encontramos una concepción
del mal, según la cual éste surgiría por una especie de mecánica de fuerzas,
de modo que el mal moral es debido a la debilidad de la libertad y de la razón
frente a la fuerza mayor de los deseos a causa de la preferencia del sujeto por
la felicidad, o sea, el mal ocurre por “impotencia de la razón sobre las
inclinaciones” (Refl. 6688, AA XIX, 133),8 por desfallecimiento de la libertad
frente a nuestras dependencias del mundo. Y así, el mal moral no sería
propiamente un acto de libertad, sino una ausencia de ella, un dejarse llevar,
una pasividad, un estar vencido por fuerzas contrarias que son superiores.
Esta concepción la encontramos hasta en una obra tan tardía como es la
Introducción a la Metafísica de las costumbres de 1797:

Pero la libertad del albedrío no puede ser definida mediante la capacidad de elegir
entre actuar por o contra la ley moral […] de suerte que la libertad nunca puede
ponerse en que el sujeto racional pueda tomar una decisión en contra de su razón
(legisladora) […] Solo la libertad conforme a la legislación interna de la razón es
propiamente una capacidad; la posibilidad de apartarse de ella, una incapacidad (ein
Unvermögen) (MS, AA VI, 226-227).9

Y ciertamente, solo en el bien la libertad se realiza adecuadamente.


Pero en la Primera parte de Religión la idea kantiana del mal moral
encuentra otra versión, que considero más acabada. Para que el mal sea moral
e imputable al sujeto tiene que proceder de un acto de su libertad (Religion,

7
El bien y el mal radical dependerá de cuál de los dos motivos sea tomado por el albedrío como
condición suprema, o sea, de cuál de los dos motivos, si la finitud o la originariedad, hace el hombre la
condición del otro (véase Religion, AA VI, 36).
8
“Le mal radical […] est la simple impuissance à rejoindre la loi. En ceci réside sa racine
transcendantale” (Philonenko, 1981, p. 158).
9
Véase también VMS, AA XXIII, 248-249, 383; Opus postumum, AA XXI, 470-471; y Refl. 3856,
3867 y 3868 (AA XVII, 314, 317, 318); esta última acaba diciendo que querer el mal “tampoco es
propiamente una capacidad, sino una posibilidad de ser pasivo (eine Möglichkeit zu leiden). Aunque
las acciones malas están bajo (unter) la libertad, no suceden por (durch) ella” (AA XVII, 318).

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AA VI, 34-35; Refl. 4138, AA XVII, 430; Rivera de Rosales, 2007a), y no de


una ausencia de la misma; ha de consistir en un “acto inteligible (intelligibele
That)” (Religion, AA VI, 39 nota), no meramente sensible, pues “nada es
moralmente malo (es decir, capaz de ser imputado) sino lo que es nuestro
propio acto” (Religion, AA VI, 31).

Ha de ser un acto de libertad (pues, si no, el uso o el mal uso del albedrío del hombre,
en relación con la ley moral, no podría serle imputado, ni lo bueno ni lo malo en él
podría llamarse moral). Por consiguiente, en ningún objeto que determine el albedrío
por inclinación, en ningún impulso natural, puede hallarse el fundamento del mal,
sino solo en una regla que se da el albedrío a sí mismo para el uso de su libertad, es
decir, en una máxima (Religion, AA VI, 21).10

Según esto, el mal moral no reside en un conflicto entre inclinaciones y


libertad, entre finitud y espontaneidad u originariedad, es decir, no surge por
la diferencia que hay entre la facultad de desear inferior y la superior, como
sugería el primer concepto del mal moral, sino que se sitúa en un segundo
pliegue que tiene lugar en el interior de la libertad misma, a saber, entre la
libertad-concepto y la libertad-decisión, entre la voluntad racional con su ley
moral universal o concepto y la absoluta espontaneidad del libre albedrío
particular con su máxima y su acto de volición,11 que resultan por tanto
imputables a él (Religion, AA VI, 25 nota.). Solo la libertad puede afirmarse
o negarse a sí misma directamente.12

10
El mal moral no es una mera debilidad ante la sensibilidad, sino una decisión libre, y “no ha de
buscarse en las inclinaciones, sino en la máxima pervertida y, por tanto, en la libertad misma” (Religion,
AA VI, 58 nota; véase también 59 nota). “Lo que el hombre, en sentido moral, es o debe ser, bueno o
malo, ha de hacerlo o haberlo hecho él mismo. Ambas cosas han de ser un efecto de su libre albedrío,
pues en caso contrario no podría serle imputado y, consiguientemente, no podría ser ni bueno ni malo
moralmente” (Religion, AA VI, 44).
11
“La libertad del albedrío está constituida con la peculiaridad de que éste no puede ser determinado a
una acción por ningún motivo impulsor, sino solo y en la medida en que el hombre lo acoja en su
máxima (en que haga de ello una regla universal según la cual él quiera comportarse); únicamente así
puede un motivo impulsor, sea el que sea, coexistir con la absoluta espontaneidad del albedrío (de la
libertad)” (Religion, AA VI, 23-24; véase MS, AA VI, 213).
12
“Pues los impulsos naturales son en sí inocentes y entre ellos y la ley moral no hay propiamente
ninguna contienda; convertir en máxima para sí el seguimiento de la ley independiente de esos
impulsos, incluso contra ellos, es un acto de libertad […] El principio bueno no ha de luchar
propiamente contra la sensibilidad (de la carne), pues ella es inocente, sino que la propensión a tomar
su máxima, que es libre, según los impulsos de ella, es el principio malo en nosotros” (LB Fortschritte,
AA XX, 346-347).

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 1-20
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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

La decisión del libre albedrío de adecuar o no sus máximas de acción


a la ley moral sería la decisión básica o “máxima suprema” (Religion, AA VI,
31; ver también 39 nota) que da lugar a la buena voluntad (Rivera de Rosales,
2007b) o al mal radical. “Ese mal moral es radical porque corrompe el
fundamento de todas las máximas” (Religion, AA VI, 37). No obstante, el
primer pliegue entre la facultad de deseo inferior y la superior, o sea, el
conflicto que hay a veces entre inclinaciones y libertad juega aquí también un
papel importante. Él colabora, primero, a hacer posible la conciencia de la
libertad, dado que solo nos hacemos conscientes de una fuerza en su
resistencia frente otra fuerza contraria.13 Pero, en segundo lugar, como fuerza
a veces contraria, incita al mal. Sin embargo, en su raíz, el mal moral ha de
ser pensado como un acto de libertad, cuyo desdoblamiento entre voluntad
universal y libre albedrío particular hace posible y necesario que la libertad
se acepte y se afirme a sí misma libremente, con la posibilidad, claro está, de
que pueda negarse y degradarse, y ese es el mal moral. La libertad es, por
tanto, también la capacidad de hacer el bien y el mal, posibilidades ofrecidas
por su concepto.14 Pero no por eso es una libertad de indiferencia ante el bien
y el mal, pues, como dije, únicamente en el bien ella se realiza plenamente
como tal libertad y por eso hacia el bien se dirige la obligación moral. En
consecuencia, la libertad es la capacidad de actuar según su propia ley,
autónomamente, conforme a su modo originario de ser, pero eso contiene
igualmente la posibilidad de no seguirla, de negarse a sí misma y cometer
injusticia, y únicamente así ella se realiza libremente.15
Sigamos analizado este segundo momento y preguntemos ahora por
qué Kant afirma que ese acto primero de libertad moral es un acto moralmente
malo. Según él, “la historia de la naturaleza comenzó con el bien, pues ella es
la obra de Dios; la historia de la libertad con el mal moral, pues es la obra del
hombre” (Anfang, AA VIII, 115). Ahora bien, que ese primer acto de la
libertad sea malo moralmente no cabe ser explicado mediante la idea de un

13
“Toda fuerza (Stärke) se reconoce solo por los obstáculos que es capaz de superar; pero en el caso de
la virtud los obstáculos son las inclinaciones naturales, que pueden [no necesariamente] entrar en
conflicto con el propósito moral”, lo cual exigiría una autocoacción según un principio racional de la
libertad (MS, AA VI, 394).
14
Para Schelling, que se inspira para pensar esto también en Kant, concibe el concepto formal de la
libertad como la capacidad de determinarse a sí mismo según la razón práctica, “pues libre es lo que
actúa únicamente conforme a las leyes de su propia esencia” (SW, VII, 384). “Pero el concepto real y
vivo es que ella es una capacidad del bien y del mal morales” (SW, VII, 352).
15
Digamos que esa diferencia entre lo universal de la ley y la particularidad del albedrío nos muestra
de nuevo que este acto de libertad solo es posible en el marco de la pluralidad de personas, donde quede
objetivada la diferencia entre el individuo y la comunidad.

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pecado original de los primeros padres, como piensa el cristianismo, “pues


las acciones del libre albedrío no pueden contener en sí algo heredado”
(Anfang, AA VIII, 123), dado que son libres e individuales, imputables al
sujeto individual, y únicamente se nos puede hacer responsables de nuestro
propio acto (Religion, AA VII, 31, 40). Tampoco cabe deducirlo sin más del
modo de ser de la libertad, porque de ella únicamente se desprende la
posibilidad del mal, pero no su necesidad, ni por tanto tampoco la necesidad
de que el primer acto sea hacia el mal. Por consiguiente, esa afirmación de
que el primer acto es malo se puede apoyar exclusivamente en la experiencia
(Religion, AA VI, 32-34), en la experiencia moral, en la existencia del mal y
de la injusticia en el mundo y en la historia desde sus inicios, y a ella nos
remite Kant.16
Para entender algo este hecho, el que la libertad de la conciencia
reflexiva se decante primero por el mal, podríamos nosotros aducir que el
primer acto suele ser imperfecto, o bien que, como seres dependientes, la
felicidad es “lo primero y lo que apetecemos incondicionadamente”
(Religion, AA VI, 46 nota) y ella es “el fin final subjetivo” (Religion, AA VI,
6 nota; véase también KU, AA V, 484), o que para el bien moral se precisa
reflexión, desarrollo racional y educación moral, o también que normalmente
se necesita experimentar el dolor engendrado por el mal para volver sobre
nuestro principio de acción. Pero en definitiva hemos de comprenderlo como
un acto de libertad que parte de sí.
Por último, preguntemos si este acto de la libertad ocurre en el tiempo
o fuera del tiempo. Hemos visto que Kant lo sitúa en el interior de la libertad
y, por tanto, lo considera un acto inteligible, no fenoménico, que funda el
carácter inteligible del ser humano (Religion, AA VI, 37). Si reparamos en
que el tiempo es la forma a priori sensible de los objetos, entonces tendríamos
que situar este acto fuera de todo tiempo. Kant nos dice que “es un acto
inteligible, cognoscible solamente por la razón sin ninguna condición de
tiempo (ohne alle Zeitbedingung)” (Religion, AA VI, 31), y asegura que
“como acto inteligible, precede a toda experiencia (vor aller Erfahrung)”
(Religion, AA VI, 39 nota).

16
Tal vez podríamos utilizar aquí una expresión que Heidegger usa en su libro Ser y tiempo: zumeinst
und zunächst, y decir: en el mayor número de casos y primeramente ocurre que el primer acto de libertad
va hacia el mal.

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El que más lejos ha llevado esta idea, refiriéndose en ello


expresamente a Kant (SW, VII, 384), es Schelling en sus Investigaciones
filosóficas sobre la esencia de la libertad humana (Philosophische
Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit [1809]). Él
coloca igualmente la libertad “fuera de toda conexión causal, así como fuera
o por encima de todo tiempo” (SW, VII, 383). Por tanto, la decisión del
individuo libre hacia el bien o hacia el mal “cae fuera de todo tiempo y, en
consecuencia, juntamente con la primera creación (aunque como un hecho
diferente a ella)” (SW, VII, 385), o sea, al inicio (Anfang) de la creación con
la que comenzaría el tiempo, en la eternidad (Ewigkeit), y determina toda la
vida temporal del individuo; es una acción que precede (vorangeht) a la
conciencia del individuo y la constituye, “incluso determina hasta el modo y
la constitución de su corporalidad” (SW, VII, 387). Schelling parece acercarse
aquí al mito platónico de Er (República 614b-621d), a lo que habría que
añadir la concepción que Leibniz tiene sobre la creación divina del mundo.
Hay que decir que schellingianos ilustres creen en esto y lo defienden.
Pero yo encuentro serias dificultades, que nos sirven también para reflexionar
sobre este asunto en Kant. La mayor de estas dificultades es la de que es
imposible que un individuo pueda decidir su carácter moral, que además
implica conciencia reflexiva, concepto y lenguaje, o sea, comunidad, según
hemos visto, antes de toda conciencia y de su propia existencia
(determinándola enteramente, hasta su corporalidad), o sea, desde la nada.
Puede ser una bella representación, pero de carácter mitológico. En segundo
lugar, si aceptamos esa idea, el hombre real y consciente, el hombre en el
tiempo, deja de ser libre, pues su acto de libertad se le ha convertido en
necesidad, porque todos sus actos sensibles y toda su vida serían
consecuencias necesarias de ese acto inteligible, que no puede ser cambiado
en el transcurso temporal de su vida. Judas no hubiera podido actuar de otra
manera, ni mediante educación y enseñanza (SW, VII, 386-387). Tercero,
aunque Schelling se esfuerza en declarar que ese acto no precede a la vida del
individuo según el tiempo, pues se sitúa en la eternidad, no puede evitar
expresiones temporales como “precede”, “primera creación”, anterior a la
conciencia, necesarias para la comprensión de lo que se está diciendo. Cuarto
y último, y en relación con la filosofía de la naturaleza de Schelling, hay que
recordar que él presenta la naturaleza como previa al Espíritu o mundo de la
libertad (al igual que hará Hegel) y sin embargo ese acto de libertad habría

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tenido lugar sin contar con la presencia de la naturaleza ni con el cuerpo del
individuo.
Volviendo a Kant, pienso que el problema reside en que no ha
reflexionado sobre los distintos modos de temporalidad que, sin embargo, él
mismo utiliza. Parece entonces que la única temporalidad posible es la de los
objetos, la del tiempo objetivado de la KrV, que es el ordenado por las
categorías de relación: substancia-accidente, causa y efecto, y relación
recíproca, a las que justamente no está sujeta la libertad, porque tiene otro
modo de ser. En consecuencia, se concluye que está fuera de todo tiempo, de
manera que la causalidad no solo determinaría la ordenación fenoménica del
tiempo, sino el tiempo en cuanto tal. Pero yo diría que hay otras
temporalidades no regidas, o no exclusivamente, por esas categorías, como
son la temporalidad de la historia, la de la finalidad interna de los seres vivos,
o la temporalidad en lo estético, p.e. cuando Kant dice que “nos detenemos
(weilen) en la contemplación de lo bello, porque esta contemplación se
fortalece y se reproduce” (KU, AA V, 222); pensemos, por ejemplo, en la
temporalidad de la música o de una obra de teatro. Aunque todas ellas se
desarrollan sobre el trasfondo de la temporalidad objetiva y son datables en
ella.17
Pues bien, aquí, en el caso del mal radical, nos encontraríamos con
una temporalidad que podemos denominar práctica o moral, porque toda
decisión y todo acto dividen el tiempo en un antes y un después, aunque no
lo hagan determinado por la causalidad fenoménica. Veamos en un breve
texto la ambigüedad kantiana sobre este asunto. En Religión nos dice que la
intención moral, la Gesinnung, de acoger o no en su máxima la ley moral
como primer motivo de acción, es un acto del ser humano, “solo que no ha
sido adquirida en el tiempo (que el hombre es lo uno o lo otro desde la
juventud para siempre)” (Religion, AA VI, 25). Primero dice que ese acto no
se produce en el tiempo, y sin embargo lo coloca en la juventud del individuo.
Segundo, afirma que esa decisión permanecerá para siempre, pero sabemos
que, según él mismo, existe la posibilidad de una revolución interior hacia el
bien, que solo puede suceder en un momento temporal en la vida de un
individuo.

17
Todo lo real tiene lugar en el tiempo y en el espacio, pero el modo de ser del objeto no es el único
que ahí se desarrolla, no es el único existente.

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En la KpV, Kant parece rebajar la edad y nos dice que hasta un niño
de 10 años es capaz de distinguir lo bueno y lo malo morales (AA V, 155;
“incluso niños”, sin especificar la edad [Religion, VI, 48]). Nos habría
sorprendido si hubiera dicho: un niño de 10 días, porque la conciencia moral
pertenece al ámbito de la conciencia reflexiva y se precisa haber desarrollado
la capacidad conceptual y el lenguaje, de lo que carece un recién nacido.
Cuando llega el niño a esa edad de la razón, queda algo impreciso y variable,
dado que depende también de su inteligencia, de su reflexión, de su madurez,
de la educación que recibe y de la sociedad en la que vive. Pero en todo caso
no antes de nacer, sino en los primeros años de su vida y con un cierto proceso
de aprendizaje y desarrollo personal. En consecuencia, cuando Kant sostiene
que ese acto, “en cuanto acto inteligible, precede a toda experiencia”
(Religion, AA VI, 39 nota.), sería difícil entender que es anterior a cualquier
tipo de experiencia, ya que, como afirma la KrV, todo conocimiento, luego
también toda conciencia, comienza con la experiencia. Habría que
interpretarlo más bien como independiente de toda experiencia sensible
concreta, al igual que cuando asegura que las formas a priori del conocer
objetivo lo son, pero no se darían sin ella. Y cuando asegura que se produce
ohne alle Zeitbedingung, habremos de entender que no está determinado por
la condición de la causalidad fenoménica.

3. La revolución interior hacia el bien


El tercer momento en el desarrollo de la libertad moral parte de los dos
anteriores, y consiste en una revolución en el interior de la misma libertad
hacia el bien. Dicha revolución radica en una inversión en sus principios de
acción, según la cual la máxima del libre albedrío deja de acoger como guía
última las inclinaciones, que era lo propio del mal moral, y toma como
principio rector la ley moral, o sea, el respecto y el reconocimiento real y
práctico de la libertad de todos.
No basta para ello con cumplir externamente con ese principio moral,
porque la mala voluntad o mala Gesinnung puede conducir por prudencia a
que nuestras acciones externas sean conformes con la legalidad, “pues, en ese
caso, el carácter empírico es bueno, pero el carácter inteligible sigue siendo
malo” (Religion, AA VI, 37), y producirá en otras ocasiones acciones
condenables. El buen hacer aquí sería por tanto contingente y en pro del
dominio del mundo. El deseo se ha civilizado, se han cambiado algunas

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costumbres, pero aún no el corazón, y se tiene una virtud ocasional y


meramente fenoménica (Religion, AA VI, 14, 47). Eso no basta para Kant.
Para pasar al tercer momento en este desarrollo de la libertad moral es
necesario otro acto inteligible en el interior de la libertad, a saber, que el libre
albedrío adopte la ley moral como principio rector de sus máximas, de sus
voliciones. Se ha de producir, por consiguiente, una inversión en el principio
rector de la acción, de manera que se coloque a la ley moral y a la libertad de
cada uno de los seres humanos como lo incondicionado en la máxima
suprema del libre albedrío, y ya no la finitud y las inclinaciones particulares.
No se trata aquí de anular el deseo de felicidad y nuestra dependencia del
mundo, eso sería anti-natural, una locura, sino de buscar su satisfacción en el
marco de la ley moral y del respeto a la libertad.18
Esa inversión de principios no se da gradualmente, pues grados solo
habría en lo fenoménico (Religion, AA VI, 39 nota), de manera que Kant lo
ve como una “explosión” (Explosion), como un “nuevo nacimiento” (eine Art
von Wiedergeburt) y “una nueva creación” (eine neue Schöpfung), una
“nueva época” (eine neue Epoche), una “revolución interior” (Religion, AA
VI, 47-48, 74; Anthropologie, AA VII, 294), una “revolución en el modo de
pensar” (Revolution für die Denkunsart), una “revolución en el ánimo (in der
Gesinnung)” (Religion, AA VI, 47), que inaugura un nuevo carácter
inteligible en el sujeto o individuo, una buena voluntad. Según la simbología
religiosa que Kant utiliza para describir este acto (Religion, AA VI, 47 cita
Juan III, 5), en él tiene que morir el hombre viejo, la antigua identidad, el
miedo a la finitud, a la carencia y a la muerte, y nacer el hombre nuevo que
asume su libertad y su finitud. En realidad, gracias a ese acto el ser humano
instaura en sí un carácter (Religion, AA VI, 48), “tiene un carácter que él
mismo se crea” (Anthropologie, AA VII, 321), “porque el mal (dado que
conlleva conflicto consigo mismo y no permite ningún principio estable en sí
mismo) carece propiamente de carácter” (Anthropologie, AA VII, 329, véase
también 292-295). Por el contrario, esta revolución interior hacia el bien
moral “funda un carácter (modo de pensar práctico consecuente según
máximas invariables)” (KpV, AA V, 152).

18
“[L]a condición bajo la cual el deseo de la felicidad puede estar en consonancia con la razón
legisladora, en ello consiste toda la prescripción moral, y en la intención de no desear sino bajo esa
condición, consiste el modo de pensar moral” (Religion, AA VI, 46 nota; véase también 58, y
Gemeinspruch, AA VIII, 283; KpV V, 25; MS VI, 387).

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Este cambio interior es posible gracias al primer momento de la


libertad o inocencia originaria, que está siempre presente, o sea, gracias al
concepto o conciencia reflexiva o razón moral, que le apela al individuo19 y
que ahora él pone como guía última de su acción, y gracias al carácter libre y
originario del albedrío, capaz de partir desde sí de nuevo en cualquier
momento. Esa inocencia originaria, ese “germen del bien (Keim des Guten)
ha permanecido [obsérvese esa temporalidad práctica] en toda su pureza”
(Religion, AA VI, 45) y es ahora reinstaurado, pues el sujeto retorna sobre sí,
al primer momento fontal de su libertad, a su originaria capacidad de
posibilidades y de decisión propia.20 Si esa raíz de la voluntad racional
estuviera corrompida, tendríamos una voluntad diabólica y sería imposible
cambiarla, pero entonces también habríamos dejado de ser libres.
Por último, en relación con la temporalidad, podemos decir que este
acto de revolución interior, que requiere reflexión y decisión consciente, solo
puede darse durante la vida racional de un individuo, sin que se pueda
descartar ninguna edad, pues el primer momento de la libertad moral, que lo
hace posible, siempre está presente. Pero cabe igualmente la posibilidad, y en
eso consiste también la libertad, de que un individuo nunca llegue a realizar
este acto moral de revolución interior, que siga siempre anclado en la
manipulación y en la astucia, o no supere el horizonte de la prudencia. En
Antropología, reflexionando Kant sobre la adquisición por parte del hombre
de un carácter, habla de ello en los mismos términos que lo hace sobre la
revolución moral hacia el bien, y entonces aventura un tiempo y escribe:
“Quizás sean solo pocos los que hayan intentado esta revolución antes de los
30 años, y aún menos los que la hayan cimentado sólidamente antes de los
40” (AA VII, 294). Si tenemos en cuenta que la esperanza de vida era
entonces de unos 30 años, el pronóstico de Kant no resulta muy halagüeño.
Más aún. Aquellos que hayan logrado esa revolución interior e
instaurado en ellos el bien, nunca estarán seguros de haberlo logrado. La
intención pura moral es un acto inteligible que tiene como criterio negativo la
ausencia de todo interés empírico en cuanto determinante último de la acción,

19
“«¡Levántate y anda!» […] Esta llamada tiene lugar en el hombre en virtud de su propia razón, en
cuanto que ella alberga en sí el principio suprasensible de la vida moral” (Streit, AA VII, 47). Kant es
aquí un ilustrado racionalista y no un luterano fideísta.
20
Si en el mal moral se utilizaba la razón teórica, pragmática y técnica como mero instrumento en la
búsqueda de medios de satisfacción, ahora la razón práctica es colocada como guía y conciencia de la
libertad en el principio y en los fines.

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pero nunca podemos estar seguros de conocer todo lo empírico en referencia


esta vez a nuestros deseos. “Además la inexistencia de algo (por tanto,
también la de una ventaja pensada ocultamente) no puede ser objeto de
experiencia” (Gemeinspruch, AA VIII, 284). Por tanto,

no le es posible al hombre mirar tan dentro en la profundidad de su propio corazón


como para que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su
propósito moral y de la limpieza de su intención ni siquiera en una de sus acciones,
incluso si de su legalidad no hubiera ninguna duda (MS, AA VI, 392).

Lo que sí manda la ley es esforzarse en lograr esa pureza (Gemeinspruch, AA


VIII, 285; MS, AA VI, 393), y si se debe, se puede,21 pero en verdad no
conocemos directamente nuestro carácter inteligible, sino a través de los
fenómenos o carácter sensible, o sea, “solo a partir de sus consecuencias en
la conducta” (Religion, AA VI, 71; véase también 77), y “por tanto, la
verdadera moralidad de las acciones (mérito y culpa), incluso la de nuestra
propia conducta, permanece totalmente oculta para nosotros” (KrV,
A551/B579 nota).22 No obstante, el hombre, comparando sus acciones antes
y después, puede tener cierta confianza en su cambio de intención (Religion,
AA VI, 68). Pero podemos añadir que no estar totalmente seguro de esa buena
voluntad, le preserva de una posible soberbia y vanidad, que la destruirían.

4. El largo camino de la virtud


Esto último nos conduce al cuarto momento de la libertad moral, a saber, al
largo proceso de la virtud. Este cuarto momento presupone los otros tres y
cuenta con ellos. Las etapas se montan unas sobre otras en esta génesis. Del
primero surge la posibilidad de que en todo momento se pueda pasar de una
Gesinnung mala a una buena, pero igualmente a la inversa, y, en
consecuencia, que el individuo sea responsable de todos sus actos. El segundo
momento, el de la decisión por el mal, deja tras de sí una propensión al mal
(Hang zum Bösen) en la naturaleza humana que tiene como origen ese acto

21
“Un cambio de sentido (Sinnesänderung) tiene que ser también posible, porque es un deber”
(Religion, AA VI, 66-67). “El deber ordena ser un hombre bueno, y el deber no nos ordena nada que
no nos sea factible” (Religion, AA VI, 47; véase también 50).
22
“Quizás nunca un hombre haya cumplido con su deber de un modo absolutamente desinteresado (sin
mezcla de otros móviles)” (Gemeinspruch, AA VIII, 284-285).

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inteligible de la libertad, el cual engendra en el mundo humano su propia


realidad, su inercia y sus intereses, su injusticia, sus prácticas y sus abusos,
p.e. mediante la violencia de los fuertes y poderosos, o con una organización
criminal, un régimen político dictatorial y corrupto, o esclavista, etc.
(Religion, AA VI, 24-25 nota, 25, 44, 47-48, 74; Anthropologie, AA VII,
294). El tercer momento, el de la revolución interior moral, introduce la
libertad y su ley moral como guías últimas de la acción. Pero, y aquí comienza
el cuarto momento, esa fundación del bien, para llevarlo a la práctica, tiene
que superar la propensión al mal ya creada y que se había hecho costumbre y
tomado fuerza en el individuo y en su sociedad, vencer su prepotente
presencia en el mundo. Esto obliga a “un progreso continuo hasta el infinito
de un bien deficiente hacia lo mejor” (Religion, AA VI, 67), a un progreso
asintótico hacia la meta inalcanzable de la perfección (Vollkommenheit)
(Religion, AA VI, 45, 60-61, 68, 122), también en una vida venidera, piensa
Kant.
Más aún. No solo el mundo y el yo empírico han de ser transformados
según la nueva intención moral o Gesinnung, sino esta misma Gesinnung se
ha de convertir, en el interior de la libertad, en una voluntad santa, o sea, en
una voluntad siempre buena. El ideal moral al que hay que tender es que la
Gesinnung no se deje afectar por las inclinaciones en su principio primero de
acción, sino que siga siempre y con toda seguridad la ley moral. Pero el
hombre, al ser finito, no puede dejar de sentirse interesado en las necesidades
provenientes de su dependencia del mundo, y, por consiguiente, se encontrará
continuamente en esa encrucijada, entre dos intereses, dos fuerzas, dos
elementos constitutivos: su originariedad y su finitud. A veces habrá
discrepancias entre ellos y entonces tendrá que elegir a quién dar prioridad.
Por eso, el estado moral del hombre solo puede ser el de “la virtud, es decir,
la intención moral en la lucha, y no la santidad en la pretendida posesión de
una completa pureza de las intenciones de la voluntad” (KpV, AA V, 84).23
Aquí podría venir en ayuda del individuo, piensa Kant en Religión,
una comunidad ética, que él denomina iglesia inteligible o iglesia invisible
(die unsichtbahre Kirche), en la que tendrían que confluir todas las visibles.
Pero podemos añadir nosotros que una sociedad justa, una comunidad
legalmente racional, que reconozca la libertad de todos en sus leyes e
instituciones, ayuda poderosamente y hace más fácil al individuo decidirse a

23
No tenemos una voluntad santa, sino afectada por lo patológico (KpV, AA VI, 32).

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realizar en sí mismo el bien que si vive en una comunidad injusta o delictiva,


lo cual requeriría de él una mayor fuerza de voluntad y un más firme carácter,
o incluso un ánimo heroico.
Por tanto, aunque Kant ha presentado la instalación del bien como una
inversión de principios en donde no cabe el grado, sino solamente el sí y el
no, desde el punto de vista humano (Religion, AA VI, 48), le queda a esa
intención o ánimo moral, un largo camino de consolidación en su buena
decisión, lo cual podemos entender por el peso o interés o inercia del segundo
momento y por la fragilidad y la impureza humanas. Es como si hubiera una
cierta mezcla u oscilación entre el principio bueno y el malo en el ánimo
humano, aunque ya la presencia del bueno comenzara a hacer su efecto
progresivamente. No habría grado en los mismos principios, pero sí en su
fuerza efectiva y en sus efectos.
De aquí parte el postulado de la inmortalidad en la Dialéctica de la
KpV. La razón práctica quiere la perfección, pero el hombre como mucho solo
es capaz de una aproximación asintótica a ella. Ahora bien, y éste es el
argumento, como la razón no puede pedir lo imposible, porque en ese caso
sería absurda, entonces, si se debe, se puede. Por consiguiente, al justo le tiene
que ser concedido una eternidad más allá de la muerte a fin de que sea capaz
de cumplimentar plenamente esa exigencia de la razón, no ya la de mejorar
moralmente el mundo, porque éste ha desaparecido con la muerte, sino solo
la de convertir su Gesinnung en una buena voluntad permanente, en una
voluntad santa. Digo “al justo”, porque el injusto, afirma Kant, aquel que,
intentando incluso frecuentemente proponerse el bien, haya recaído siempre
en el mal y más hondo, no lo hará mejor en la vida venidera.
Este postulado es sin duda un golpe de fuerza del filósofo ayudado,
claro está, por su cultura y religión cristiana, que era para él la única religión
moral (Religion, AA VI, 51-52). Pero cabe señalar en este postulado algunas
contradicciones, como en cualquier intento de pensar que podemos llegar a la
perfección o a la completud, o a la totalidad, que es cuando entramos en la
dialéctica. Podemos, primero, decir que en este postulado la libertad es
pensada como una substancia transcendente, como algo que pudiera ser sin
mundo, pero entonces la libertad deja de ser una acción originaria de
transformación de la realidad en la naturaleza y por tanto es pensada en un
modo de ser aislado y, en consecuencia, cósico. En segundo lugar, dado que
el mundo ha desaparecido tras la muerte, con él se ha suprimido también la

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dependencia y la finitud del hombre y por tanto igualmente toda tensión entre
finitud y libertad, entre inclinaciones y ley moral, pero entonces se ha
evaporado el fenómeno mismo de la moralidad, y con ello toda libertad
subjetiva y toda conciencia.24 Kant ya había advertido en el Prólogo a la KpV
que de las ideas de Dios y de la inmortalidad “podemos afirmar que no
conocemos ni comprendemos, no digo simplemente la realidad, sino ni
siquiera la posibilidad” (AA V, 4).
Con ello nosotros podríamos concluir que este cuarto momento nos
queda siempre abierto, y que un ideal inalcanzable no tiene por qué ser
absurdo, sino que es una tensión constitutiva de toda subjetividad, que nos
procura no solo conciencia de nuestra originariedad, sino igualmente de
nuestra esencial finitud, por la cual nos captamos como no autosuficientes, y
eso nos abre a lo otro, a la naturaleza, a los otros seres racionales y a lo divino.
No hay omnipotencia, y esta finitud es, creo yo, el precio que hemos de pagar
para ser libres y conscientes.

Bibliografía
Kant, I. (1990ss.). Gesammelte Schriften. Bd. 1–22 Preussische Akademie der
Wissenschaften, Bd. 23 Deutsche Akademie der Wissenschaften zu Berlin,
ab Bd. 24 Akademie der Wissenschaften zu Göttingen, Berlin.
Philonenko, A. (1981). L'œuvre de Kant, vol. 3. J. Vrin.
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Religión (1793) de Kant a la Ética (1798) de Fichte”. Signos Filosóficos,
9(18), 9-40.

24
Se podría sugerir que, para seguir siendo humanos, seres racionales finitos, después de la muerte
iríamos a habitar otro mundo, del que igualmente dependeríamos. Pero en ese caso estaríamos haciendo
metafísica ficción.

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Jacinto Rivera de Rosales Kant: los cuatro momentos de la libertad moral

Schelling, F. (1860). Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la


libertad humana, vol. 7. Cotta.

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Impenetrabilidad y riqueza: dos falacias en contra del
conceptualismo kantiano

PEDRO STEPANENKO1

Resumen
El objetivo de este artículo es mostrar que dos de los argumentos más socorridos por
los no-conceptualistas kantianos para objetar una concepción conceptualista de los
contenidos perceptuales son, al menos en su versión original, falaces. El primer
argumento apela a la discrepancia entre lo que percibimos y lo que creemos para
concluir la impenetrabilidad del contenido perceptual con respecto a los conceptos.
El segundo recurre a la pobreza de nuestro bagaje conceptual en contraste con la
riqueza de nuestras percepciones para concluir la imposibilidad de especificar
conceptualmente todas las diferencias del contenido perceptual a las que somos
sensibles.
Palabras clave: conceptualismo kantiano, falacias no-conceptualistas, contenido
perceptual, impenetrabilidad perceptual, riqueza perceptual

Impenetrability and Richness: Two Fallacies Against Kantian


Conceptualism

Abstract
The purpose of this paper is to show that two of the most popular arguments given
by Kantian non-conceptualists against a conceptualist view of perceptual content are
fallacious, at least in their original shape. The first argument appeals to the
discrepancy between what we perceive and what we believe in order to infer the
impenetrability of perceptual content with respect to concepts. The second appeals
to the poverty of our conceptual apparatus in contrast with the richness of our
perceptions in order to infer the impossibility of conceptually specifying all the
differences among the perceptual contents to which we are sensitive.
Keywords: Kantian conceptualism, non-conceptualist fallacies, perceptual content,
impenetrability of perception, perceptual richness

1
Universidad Nacional Autónoma de México. Contacto: [email protected].

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Pedro Stepanenko Impenetrabilidad y riqueza: dos falacias en contra del conceptualismo kantiano

1. El contexto kantiano
Como es bien sabido, la diferencia entre intuiciones y conceptos representaba
para Kant uno de los avances más significativos de su filosofía teórica. Le
permitió circunscribir el conocimiento a la experiencia y sus condiciones de
posibilidad sin comprometer el origen puramente intelectual de los conceptos
que, de acuerdo con la tradición racionalista, hacen posible pensar el mundo.
Pero también le permitió hacer algo que hoy resulta más significativo: ofrecer
una nueva manera de concebir la estructura de la experiencia, una manera que
reconoce el aspecto irreductible de los distintos elementos que intervienen en
ella. Una nueva concepción de la experiencia que tal vez no hemos acabado
de asimilar.
De acuerdo con la interpretación que defiendo (Stepanenko, 2018),
esa estructura vincula tan estrechamente intuiciones y conceptos que ninguno
de los dos elementos puede representar objetos de la experiencia sin el
concurso del otro. No es que las intuiciones y los conceptos representen cosas
cada uno por su cuenta y luego cooperen para generar un nivel superior de
cognición, sino que la acción misma de representar ya los requiere a los dos.
Conforme a esta lectura, la Deducción trascendental de los conceptos puros
del entendimiento argumenta a favor de la objetividad de estos conceptos al
caracterizarlos precisamente como funciones que hacen posible la referencia
de estados mentales o representaciones a objetos que nos pueden ser dados.
De esta manera, introducen la normatividad que constituye la objetividad
misma. Las intuiciones, por otro lado, garantizan que esa referencia se
circunscriba a objetos que nos pueden ser dados, es decir, con los cuales
podemos tener una relación inmediata, una relación causal, de suerte que
podemos ser afectados por los mismos y de esta manera contar con evidencia
empírica de su existencia. Pero el efecto del objeto sobre nuestra sensibilidad
no representa nada, a menos que intervengan los conceptos puros del
entendimiento.2 Ese efecto es algo subjetivo que puede ocasionar reacciones
en nuestra conducta, pero no debe confundirse con una representación en
sentido estricto.3 Las intuiciones empíricas por sí mismas no son, pues,

2
La propuesta de Rolf George (1981) de considerar a Kant como un “sensacionista” es particularmente
ilustrativa de la interpretación que suscribo, ya que para esta posición las sensaciones (los estados
mentales en los que se basa el conocimiento empírico) carecen de intencionalidad o capacidad para
referir o representar objetos distintos a ellas mismas. Para ello, requieren el auxilio de otras funciones
mentales, entre las que destaca el entendimiento.
3
Sobre la posibilidad de que los “datos de los sentidos” (data der Sinne) puedan influir sobre nuestros
deseos y ocasionar, por ende, reacciones sin que por ello tengamos conciencia de los objetos que puedan

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representaciones más que en el sentido más laxo que Kant usa para referirse
a cualquier entidad mental.
Esta interpretación es conceptualista porque de ella se sigue que solo
es posible hablar de contenidos de la experiencia o contenidos perceptuales
cuando intervienen las funciones que relacionan intuiciones con objetos
representados, es decir, cuando intervienen los conceptos puros del
entendimiento, las categorías. En términos de Jeff Speaks, mi posición
sostendría que el contenido de la experiencia o de la percepción es
“relativamente conceptual”, es decir, que la persona o el estado mental que
tiene ese contenido requiere conceptos (2005, p. 360). En términos de Richard
Heck, se trataría de un conceptualismo de estado (2000, p. 485). Pero habría
que precisar que en el ámbito del idealismo kantiano los contenidos no deben
concebirse como independientes (al menos desde la perspectiva cognitiva o
epistémica) de los estados que se dirigen a ellos, de suerte que sería muy
difícil aceptar un conceptualismo de estado en esta filosofía sin
comprometerse al mismo tiempo con un conceptualismo de contenido.
Es cierto que el término “contenido” es ambiguo y puede significar
tan solo aquello que está contenido en algo. En este caso, significaría lo que
está contenido en la experiencia o en la percepción. Bajo este significado, es
obvio que la experiencia contiene colores, sonidos, sabores, posiciones
espacio-temporales y no conceptos. Su contenido sería evidentemente no-
conceptual y esto no tendría por qué generar una discusión. Pero el significado
de “contenido” relevante para el debate entre la interpretación conceptualista
y la no-conceptualista de la filosofía de Kant es aquello de lo cual tenemos
experiencia o percepción, aquello que es representado en ellas.4 Y la pregunta

representar, véase la carta que Kant le escribe a Herz en abril de 1789 en respuesta a Salomon Maimon
(AA XI, 51-52).
4
Robert Hanna, quien inició este debate, es claro al respecto cuando sostiene que “el contenido de un
estado mental consciente de un animal es aquello a lo que ese estado refiere o describe y cómo lo hace”
[“the mental content of an animal’s conscious mental state is what that state refers or describes, and
how it does so”] (2008, p. 42). Sin embargo, también usa los dos sentidos de “contenido” al caracterizar
tanto la posición del no-conceptualista como la de una versión del conceptualismo atenuado (Hanna,
2005). Con respecto al no-conceptualismo afirma que “el no-conceptualismo sostiene que el contenido
no-conceptual existe y es representacionalmente significativo (es decir, significativo en el sentido
‘semántico’ de describir o referirse a estados de cosas, propiedades o particulares de cualquier tipo)”
[“Nonconceptualism holds that nonconceptual content exists and is representationally significant (i. e.
meaningful in the ‘semantic’ sense of describing or referring to states-of-affaires, properties, or
individuals of some sort)”] (Hanna, 2005, p. 248). Cuando caracteriza la posición de un conceptualista
atenuado sostiene que “la primera version débil afirma que el contenido no-conceptual, en efecto,
existe, pero no es representacionalmente significativo porque no consiste más que en el contenido
cualitativo intrínseco de las sensaciones, es decir, en los qualia fenoménicos…” [“The first weakened

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que debe responderse es si es necesario el uso de conceptos para que la


experiencia o la percepción refieran, apunten a, versen sobre, representen o
simplemente tengan objetos. A diferencia de la interpretación conceptualista
que defiendo, el no-conceptualista sostiene que las intuiciones por sí mismas
pueden representar, de suerte que la relación entre intuiciones y conceptos no
puede dar cuenta del proceso que constituye la representación misma. En
efecto, si cada uno de estos elementos posee ya la capacidad de representar,
no debemos buscar en esa relación la respuesta a la pregunta “¿en qué razón
descansa la relación de aquello que en nosotros llamamos representación con
el objeto?” (AA X, 129-130).
Aunque solo las interpretaciones más recientes de Kant han enfatizado
el uso del término “contenido”, mi interpretación concuerda con las lecturas
predominantes de Kant hasta la publicación de “Kant and Nonconceptual
Content” de Robert Hanna en 2005. Concuerda con lecturas como las de
Lewis White Beck (1978), Peter F. Strawson (1966), Dieter Henrich (1976),
Robert Pippin (1987) o John McDowell (1994) y se opone a la lectura de
Hanna, de acuerdo con la cual para Kant hay contenidos mentales que no
están “determinados” por nuestra capacidad conceptual (2005, p. 248) o que
solo están “determinados” por nuestras capacidades no-conceptuales (2008,
p. 42). Aunque esta manera de caracterizar los contenidos no-conceptuales es
poco precisa, queda claro que para Hanna podemos representar objetos de
nuestro entorno sin el auxilio de conceptos. Según él, Kant “ofrece pruebas”
a favor de la existencia de contenidos no-conceptuales en un sentido muy
fuerte, en un sentido que nos permitiría atribuírselos a animales no-humanos
aun cuando neguemos que tengan conceptos (2005, pp. 260-262). Y estos
contenidos, de acuerdo con Hanna, los compartimos con ellos (2005, pp. 250-
251).5 Esta posición ha tenido eco entre algunos kantianos que consideran que
la sensibilidad puede “presentar” o representar objetos sin el auxilio de
ningún concepto (Allais, 2009, p. 405; Peláez, 2013, pp. 353-355; Golob,
2016, p. 29).

version says that nonconceptual content indeed exists but is not representationally significant, because
such content is nothing but the intrinsic qualitative content of sensations, i. e. phenomenal qualia…”]
(2005, p. 250). En ambos casos, tener que añadir la propiedad semántica presupone que está usando el
término “contenido” para referirse a algo que puede o no tener esa propiedad.
5
Además, Hanna sostiene abiertamente que “fuera de este contexto [el de hacer juicios objetivamente
válidos] también es perfectamente posible que haya intuiciones directamente referenciales sin
conceptos” [“outside that context [of making objectively valid judgments] it is also perfectly possible
for there to be directly referential intuitions without concepts” (2008, p. 45).

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La reacción de quienes defendemos una posición conceptualista, al


menos en cuanto a la imposibilidad de representar sin el concurso de las
categorías, se ha concentrado en explicar la función que cumple la sección de
la Crítica de la razón pura que debe ser considerada como su núcleo. Me
refiero a la Deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento
(Grüne, 2011, p. 476; Williams, 2012, p. 67; Gomes, 2014, p. 6; Land, 2015,
pp. 30-35; Stepanenko, 2016, pp. 232-236). Por ello, creo que la defensa del
conceptualismo está bien pertrechada con la reconstrucción de la Crítica.6 La
fuerza de la posición no-conceptualista, en cambio, parece descansar
principalmente en las objeciones en contra del conceptualismo, las cuales
coinciden con algunas de las objeciones que los no-conceptualistas analíticos
le han presentado a la posición conceptualista de McDowell. Estas objeciones
siguen teniendo eco entre los no-conceptualistas kantianos y es importante
responder a ellas desde la perspectiva conceptualista para seguir
desarrollándola. Más aun, mediante estas respuestas es posible determinar
algunos de los compromisos que debe adquirir la perspectiva conceptualista.
En “Kantian non-conceptualism” (2008), Hanna enumera siete
argumentos a favor del no-conceptualismo, los cuales pueden considerarse
también objeciones en contra del conceptualismo. Dos de ellos los presenta
también en su trabajo de 2005 como argumentos a favor de un “no-
conceptualismo bastante fuerte” (pp. 262-266). Me refiero al “argumento de
la diferencia entre percepción (experiencia) y juicio (pensamiento)” (Hanna,
2008, p. 43) y al argumento de la riqueza (finura de grano) de la experiencia.
El objetivo de este artículo es mostrar que estos dos argumentos fracasan si
se toman como argumentos en contra del conceptualismo, al menos en la
forma en que Hanna los presenta. El primero por caer en una petición de
principio. El segundo por representar una especie de sophisma figurae
dictiones.7

6
Estoy convencido de que la referencia que los no-conceptualistas suelen hacer a la parte introductoria
de la Deducción Trascendental, específicamente a A90-91, como evidencia textual de que las
intuiciones no requieren funciones del pensar para representar es un error interpretativo tan grave como
afirmar que Kant sostiene en la Dialéctica Trascendental (A426) que el mundo tiene un comienzo,
aunque sea infinito. Por ello, me resulta sorprendente que tantas publicaciones hayan repetido este error.
7
A pesar de ello, estos argumentos siguen teniendo eco entre académicos kantianos, como es el caso
de Lazos (2018, pp. 64-65) con respecto al primero o de Peláez (2021, pp. 353-354) con respecto al
segundo.

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2. El argumento de la diferencia entre juicios y percepciones: una petición de


principio
El argumento de la diferencia entre percepciones y juicios que Hanna presenta
en su texto de 2008 (p. 43) a favor del no-conceptualismo es el siguiente:

(1) Es posible percibir algo sin emitir un juicio acerca de ello.


(2) Los estados cognitivos no-judicativos son no-conceptuales.
(3) Por lo tanto, es posible tener percepciones con contenido no-conceptual.8

Para simplificar las cosas y evitar ambigüedades, entenderé por


“percepción con contenido no-conceptual” las percepciones que no necesitan
conceptos para tener el contenido que tienen, de suerte que podríamos
sustituir ese término por “percepción no-conceptual”. En esto sigo la
caracterización de contenido relativamente conceptual de Speaks que he
mencionado más arriba. Por otro lado, en virtud de que este argumento debe
incidir en la interpretación de la filosofía de Kant, adoptaré la concepción de
percepción que Kant presenta al inicio de las Anticipaciones de la Percepción
de la Crítica de la razón pura: un estado mental consciente cuyos objetos son
fenómenos, es decir, objetos de la experiencia.9 Creo que esta forma de
entender la percepción no contraviene ningún presupuesto de la discusión
correspondiente en la filosofía contemporánea analítica. Por último, debo
recordar que, conforme a la Deducción Trascendental, para Kant las
percepciones son episodios integrados a una red o entramado para la cual
reserva el término “experiencia” (Erfahrung) y en la cual adquieren plena
objetividad.
Pues bien, la premisa (1) de ese argumento no parece representar
ningún problema, siempre y cuando entendamos la acción de emitir juicios o
juzgar como un proceso que requiere el uso del lenguaje. En efecto,

8
El original en inglés dice esto: “It is possible for normal human cognizers to perceive something
without also making a judgment about it. But non-judgmental cognition is nonconceptual. Therefore
normal human cognizers are capable of non-conceptual perceptions with non-conceptual content”
(Hanna, 2008, p. 43).
9
No tomaré en cuenta el significado que Kant le otorga al término alemán Perception en A320: el de
representación con conciencia. Este significado tiene que ver con lo que Hume denominaba perception
en la Segunda Sección de las Investigaciones sobre el entendimiento humano (Enquiry Concerning
Human Understanding) (1902, p. 17) y no con lo que está en juego en la discusión contemporánea
sobre contenidos perceptuales. Lo que ahí está en juego es la percepción en el sentido que Kant le da al
término Wahrnehmung en las Anticipationen der Wahrnehmung (A166/B207-208).

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percibimos muchas cosas sin decirnos nada al respecto, sin pensar o hablar
sobre lo que percibimos. La acción de juzgar se puede entender sin embargo
en un sentido más amplio: como aceptar el contenido de la percepción en
cuestión, en cuyo caso la premisa (1) se vuelve problemática en el contexto
de un debate en contra del conceptualismo. Analizaré después esta opción,
porque el segundo sentido de juzgar no es tan frecuente en la filosofía de
Kant; en cambio, suele estar presente en la filosofía analítica cuando se trata
de actitudes proposicionales.10 Pero concebir el juicio como un proceso que
depende del uso del lenguaje no altera la formulación del problema que
McDowell quiere resolver apelando al conceptualismo de Kant: la
justificación de nuestros juicios empíricos en la experiencia, en las
percepciones. En efecto, lo que le preocupa a McDowell es la idea, que le
atribute a Donald Davidson, conforme a la cual solo entre creencias, juicios
o pensamientos puede haber relaciones de justificación.11 Lo que busca es
hacer inteligible que la experiencia pueda aportar razones a favor de los
juicios, de suerte que considerar a los juicios como fenómenos lingüísticos no
haría más que enfatizar el hueco que quiere llenar con la concepción
conceptualista de la experiencia. Como es bien sabido, la solución que
encuentra consiste en ampliar la esfera conceptual más allá de la esfera de los
juicios, las creencias y los pensamientos. Ampliarla a la esfera de todo aquello
que puede contar como razón a favor de una creencia, en especial, a la esfera
de las percepciones que suelen justificar nuestros juicios empíricos.
(McDowell, 1994, pp. 3-18).
Tomando en consideración la forma en que McDowell introduce la
posición conceptualista de la experiencia, la premisa (2) del argumento
constituye claramente una petición de principio. Lo que McDowell propone
es precisamente que la esfera de los estados mentales en los que estén
presentes nuestros conceptos no se limite al ámbito judicativo.12 Y esto es lo

10
Con respecto a la ambigüedad del uso que le da Kant al término juicio (Urteil), véase McLear (2016,
pp. 106-107).
11
Una defensa de la posición de Davidson consistiría en caracterizar a las percepciones como un tipo
de creencias, tal como lo hace Kathrin Glüer (2009). Aquí, Glüer expone las ventajas de esta posición
(auxiliada con una semántica fenoménica de esas creencias) frente a la estrategia de McDowell para
explicar cómo la experiencia puede aportar razones a favor de creencias empíricas. Sin embargo, me
parece que la estrategia de Glüer está igualmente comprometida con una concepción conceptualista de
la percepción.
12
“Las experiencias, ciertamente, se constituyen por operaciones de la receptividad, de forma que
pueden satisfacer la necesidad de un control externo sobre nuestra libertad en el pensamiento empírico.
Pero las capacidades conceptuales, las capacidades que pertenecen a la espontaneidad, operan ya en las
experiencias mismas, no sólo en los juicios basados en ellas: de manera que las experiencas pueden

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que niega la premisa (2): que haya estados mentales que actualicen conceptos
fuera del ámbito de los juicios. Para ser un argumento válido en el contexto
de un debate en contra del conceptualismo, debería intentar probar que solo
los estados cognitivos judicativos son conceptuales. Y, ya que es posible que
las percepciones no estén acompañadas de juicios, en cuyo caso serían
claramente no-judicativas, entonces serían no-conceptuales. En lugar de hacer
esto, simplemente niega en las premisas lo que está en cuestión: que la esfera
de los conceptos pueda abarcar también las percepciones que justifican los
juicios empíricos.
McDowell se apoya en la Crítica de la razón pura para proponer esta
ampliación de la esfera en la que operan los conceptos del ámbito de los
juicios a la esfera de la sensibilidad. Y creo que ese apoyo es perfectamente
legítimo, al menos con respecto a los conceptos puros del entendimiento, si
se toma en consideración tanto la estrategia de la Deducción Trascendental
para probar la objetividad de las categorías, como el multicitado párrafo
inmediatamente previo a la presentación de la tabla de categorías en la
Deducción Metafísica.

La misma función que da unidad a las diversas representaciones en un juicio, le da


unidad a la mera síntesis de las diversas representaciones en una intuición; [función]
que expresada de manera universal, se llama el concepto puro del entendimiento. El
mismo entendimiento, pues, y mediante precisamente las mismas acciones por las
cuales producía, en conceptos, por medio de la unidad analítica, la forma lógica de
un juicio, introduce también, por medio de la unidad sintética de lo múltiple en la
intuición en general, un contenido trascendental en las representaciones, por lo cual
ellas se llaman conceptos puros del entendimiento que se refieren a priori a objetos,
lo que la lógica general no puede llevar a cabo (A79/B105).

El argumento que Hanna formula en su trabajo de 2008 en realidad ya


estaba presente, aunque de manera implícita, en una de las pruebas que ofrece
en 2005 a favor de un “no-conceptualismo bastante fuerte”. Allí apela a la
metáfora que Kant utiliza para explicar el carácter inevitable de la apariencia

mantener, de modo inteligible, las relaciones racionales con nuestro ejercicio de la libertad implícita en
la idea de espontaneidad” [“Experiences are indeed receptivity in operation; so they can satisfy the need
for an external control on our freedom in empirical thinking. But conceptual capacities, capacities that
belong to spontaneity, are already at work in experiences themselves, not just in judgements based on
them; so experiences can intelligibly stand in rational relations to our exercises of the freedom that is
implicit in the idea of spontaneity”] (2003, p. 65 [McDowell, 1994, p. 24], cursiva añadida).

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ilusoria trascendental: la ilusión inevitable que sufre incluso el astrónomo


cuando le parece que al salir la luna es mayor. Apela también a la ilusión
Müller-Lyer, en la cual dos líneas nos parecen de distinto tamaño, debido a
los vértices en los extremos de las líneas, aún cuando sepamos que son del
mismo tamaño.13 Para Hanna, estos casos ilustran cómo la capacidad
perceptual de procesar información resiste la “penetración de los procesos de
conceptualización, juicio e inferencia” (2005, p. 263). Para afianzar el punto,
recurre a una afirmación del comienzo de la Dialéctica trascendental: “la
verdad o la apariencia ilusoria no están en el objeto en la medida en que es
intuido, sino en el juicio sobre él, en la medida en que es pensado”
(A293/B350). Es claro, pues, que Hanna está buscando casos en los que,
como dice la primera premisa del argumento de 2008, percibimos algo sin
emitir juicios acerca de ello. De ahí concluye directo el “no-conceptualismo
bastante fuerte”. Está faltando, entonces, la segunda premisa del argumento
de 2008 (Los estados cognitivos no-judicativos son no-conceptuales), a
menos que la cita de Kant venga a desempeñar ese papel.
Esta cita, en efecto, separa la esfera del juicio de la esfera de la
intuición. La primera se caracteriza ahí por la aceptación o el rechazo de
pensamientos en virtud de que se apela a la consideración de algo como
verdadero o falso.14 Además se identifica con el universo de los objetos en
cuanto pensados, con el ámbito de los pensamientos, del entendimiento y, por
ende, de los conceptos. La segunda esfera, en cambio, concierne a la
sensibilidad y, por ende, a los objetos en cuanto intuidos. De ahí no se sigue
que Kant acepte que en la percepción solo estemos ante objetos en cuanto
intuidos. Podría ser, como Lucy Allais lo propone, que las percepciones
requieran conceptos, mientras que las meras intuiciones no (2016, pp. 5, 9).
De cualquier manera, hay que reconocer que la manera en que Kant se expresa
en esta parte introductoria de la Dialéctica trascendental lo compromete con
una posición distinta a la del conceptualismo que sostiene que solo hay
contenidos, objetos y, por ende, representaciones en sentido estricto cuando

13
Creo que Hanna se equivoca al llamar a estas ilusiones “ilusiones verídicas” (veridical illusions) ya
que la afirmación de su contenido es falsa. Un uso correcto de la expresión “veridical illusions” se
encuentra en Siegel (2010, p. 340). Aquí, Siegel usa esta expresión para referirse a ilusiones cuyo
contenido resulta casualmente verdadero, como en los casos Gettier, en donde por malas razones
llegamos a un juicio verdadero.
14
Lo cual no es obvio, puesto que Kant también usa el término “juicio” en el sentido de una proposición
que no necesariamente tomamos como verdadera o falsa. El caso paradigmático son los juicios
problemáticos, que no afirman o niegan algo, sino que solo lo presentan como posiblemente verdadero
o falso.

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intervienen los conceptos. Parecería, entonces, que el argumento que se puede


obtener usando esta cita como segunda premisa del argumento de 2008
habilita la lectura no-conceptualista de la filosofía de Kant. Pero en realidad
es solo esa cita la que apoya la lectura no-conceptualista, porque la manera
en que Hanna interpreta la ilusión de la luna comparándola con la Müller-
Lyer no tiene respaldo en el texto de Kant. Lo que Kant afirma ahí es que
tanto la apariencia (Schein) como la verdad tienen que ver con el juicio, no
con el mero fenómeno (Erscheinung). La ilusión de la luna más grande que
menciona unas páginas después es un caso de apariencia, es una ilusión, y,
por ende, debe contener o estar relacionada con un juicio, aunque no explica
cómo sucede esto. Lo que definitivamente no se encuentra en esta parte de la
Crítica de la razón pura es la idea según la cual la percepción se resiste a “la
penetración de los procesos de conceptualización”, como quiere Hanna. Por
lo cual, la premisa (1) no tiene respaldo en el texto de Kant.
Pero aún suponiendo que encontremos respaldo textual para la
primera premisa, el argumento que se obtiene no es válido en contra de la
interpretación conceptualista de Kant, ya que esta última cuenta también con
apoyos textuales que provienen incluso de partes más estratégicas de la
Crítica de la razón pura, como el que he presentado más arriba. Y lo que es
más importante: sigue siendo una petición de principio como argumento en
contra del conceptualismo en general, puesto que simplemente niega lo que
el conceptualista afirma: que la actualización de los conceptos no se limita a
la esfera de los juicos. Más aún, los ejemplos en los que se apoya
comprometen también la primera premisa (que podamos percibir sin juzgar)
ya que las percepciones cuyos contenidos contradicen los contenidos de las
creencias parecen poder cumplir esa función solo si pueden articularse
conceptualmente. En efecto, en los ejemplos tanto de la luna que parece más
grande al salir como en el de las líneas Müller-Lyer, hay un contenido de la
percepción que es aceptado y por ello contradice el contenido de otras
creencias. Esta aceptación debe entenderse como un juicio en el segundo
sentido que mencioné más arriba: como la aceptación del contenido de la
percepción. Por ello, si en la percepción no hubiera más que intuiciones, su
contenido no podría contradecir el de ninguna creencia, ya que “la verdad o
la apariencia ilusoria (Schein) no están en el objeto en la medida en que es
intuido”. Para ello, su contenido al menos tendría que estar acompañado por
un juicio y, por ende, también tendría que estar articulado conceptualmente.

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3. El argumento de la riqueza perceptual: sophisma figurae dictionis


El argumento de la riqueza de nuestra experiencia en contra del
conceptualismo tiene una fuerza de convicción casi inmediata, pues resulta
evidente que no contamos, y ni siquiera podemos contar, con el bagaje
conceptual suficiente para dar cuenta, por ejemplo, de la inmensa cantidad de
diferencias que podemos destacar entre distintos tonos de un color o entre las
diversas alturas de un sonido (grados, tonalidades, gamas). Cada pedazo de
nuestra experiencia tiene una enorme cantidad de elementos y si fijamos
nuestra atención en él encontraremos aún más, como si estuviéramos ante la
división al infinito del espacio. Por supuesto que no tenemos suficientes
palabras para captar esas diferencias y sería absurdo creer que podemos llegar
a tenerlas. A este argumento Hanna lo llama de una manera que podríamos
traducir como “el argumento de la finura (riqueza) de grano fenoménica”15 y
lo presenta de la siguiente manera:

Nuestra experiencia perceptual normal está tan saturada (repleta, llena) de elementos
y cualidades fenoménicas que no podemos tener un repertorio conceptual
suficientemente amplio para abarcarlas todas. Por lo tanto, la experiencia perceptual
humana normal siempre es, hasta cierto punto, no-conceptual y tiene contenido no-
conceptual (2008, p. 43).

Lo que es muy importante destacar aquí es que la razón que se ofrece


para concluir la presencia de contenido no-conceptual alude al carácter
fenoménico de nuestras percepciones, a la riqueza fenoménica de los estados
mentales cuyos contenidos se argumenta que son no-conceptuales. ¿Cómo se
pasa de la riqueza fenoménica del estado que representa a la riqueza de lo
representado, a la riqueza del contenido? Este paso requeriría toda una teoría,
como el representacionismo contemporáneo, la cual sostuviera que a cada
diferencia fenoménica debe corresponderle una diferencia en el contenido de
la percepción, en aquello que representa. La riqueza del contenido no puede
inferirse de manera inmediata a partir de la riqueza fenoménica, a menos que
se presuponga que el contenido de nuestra experiencia está conformado

15
“From phenomenological fineness of grain” en inglés. Me he tomado la libertad de traducir
“phenomenological” por fenoménica para evitar lo que me parece un error ampliamente extendido en
la bibliografía analítica al usar “phenomenological” para refererise al carácter fenoménico de nuestras
experiencias en lugar de referirse al estudio de ese carácter, como considero correcto.

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precisamente por los elementos y cualidades fenoménicas a las que se alude.


Y en este presupuesto es en el que descansa la fuerza de convicción de este
argumento. En él, la palabra “contenido” que aparece en la conclusión refiere
a los aspectos del estado mental que pueden representar cosas en el mundo,
no a las cosas mismas, a aquello a lo que refiere la percepción o el estado
mental en cuestión. No se trata, pues, del significado de “contenido” que
Hanna se compromete a usar al inicio del artículo: “el contenido mental del
estado mental consciente de un animal es aquello a lo que ese estado refiere
o describe y cómo lo hace” (2008, p. 42).
Si dejamos en claro que no es este el sentido de “contenido” que se
está usando, sino el de aquello que conforma la experiencia, la conclusión del
argumento es, sin embargo, correcta y no parecería sensato negar que nuestras
percepciones son “hasta cierto punto no-conceptuales y tienen contenido no-
conceptual”. El conceptualista no pretende, de ninguna manera, negar la
existencia de intuiciones en nuestra experiencia, por lo cual no tiene por qué
rechazar la conclusión. Lo que no acepta es que podamos referirnos a cosas
en el mundo sin hacer uso de conceptos.16 Por lo tanto, este argumento no
puede utilizarse en contra del conceptualismo. Cuando se pretende hacerlo,
como lo hace Hanna al detallarlo, entonces salta a la vista el doble significado
de “contenido” que se está manejando. Esta es la versión detallada:

(1) El contenido perceptual está tan saturado de contenido [replete with content] (de
color, de forma) que no puede haber conceptos suficientes en nuestro repertorio
conceptual actual para capturar todas las diferentes clases de contenido.
(2) Sin embargo, con frecuencia llevamos a cabo distinciones efectivas muy finas entre
diversos tipos de contenido perceptual, incluso cuando no tenemos los conceptos de
esos tipos.
(3) El conceptualismo está comprometido con la tesis de acuerdo con la cual para
cualquier diferencia en el contenido perceptual genuinamente discernible
(distinguible) debemos tener conceptos que seleccionen de modo relevante las
diferentes clases.
(4) Por lo tanto, el conceptualismo es falso y el no-conceptualismo es verdadero
(Hanna, 2008, p. 46).

16
Una caracterización del conceptualismo kantiano en general, en estos términos, puede encontrarse en
McLear (2020, 3. Frame I).

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En este argumento se pueden distinguir con claridad dos sentidos del


término “contenido perceptual”. En la primera premisa debe significar
aquellos aspectos o elementos contenidos en las percepciones, es decir, en los
estados mentales que representan fenómenos en el mundo, al igual que en el
argumento anterior. En la tercera premisa, en cambio, debe significar aquello
a lo que refiere una percepción: lo representado, ya que el conceptualismo
está comprometido con la idea de acuerdo con la cual solo hay representación
en sentido estricto y, por ende, referencia a cosas en el mundo, si hay uso de
conceptos. Las diferencias de contenido a las que alude esta premisa deben
entenderse, por ello, como diferencias de aquello a lo que nos referimos, de
aquello que representamos, diferencias en las propiedades de las cosas
representadas. Con respecto al significado de “contenido perceptual” en la
segunda premisa, debe significar lo mismo que en la primera. De no ser así,
la primera premisa no cumpliría ninguna función y el argumento se vendría
abajo, ya que las otras dos premisas tan solo expresan la posición de cada una
de las partes. Estamos, pues, ante un argumento que contiene un término
crucial que tiene distintos significados: uno en las dos primeras premisas, el
otro en la tercera.
Una de las pocas falacias que Kant menciona en la Lógica Jäsche es
el sofisma figurae dictionis, “en el cual el término medio [de un silogismo] se
toma con distintos significados” (§90). Este tipo de argumento falaz es al que
recurre para explicar la forma de los Paralogismos en la Crítica de la razón
pura (A402-3). Aunque el argumento de Hanna sobre la riqueza perceptual
no tiene la forma de un silogismo y por ende no se puede hablar de un término
medio en sentido estricto, comparte con este sofisma el hecho de utilizar en
las premisas un término crucial con distintos significados. Por lo cual, se
puede decir que este argumento es un caso de sofisma figurae dictionis en
este sentido laxo.
En el trabajo de Hanna de 2005 también se encuentra el recurso a la
riqueza de nuestras percepciones para apoyar un “no-conceptualismo bastante
fuerte”. El texto kantiano al que Hanna apela ahí proviene de la Lógica Jäsche
(2000, pp. 98-99) y el contexto de este es la explicación de las
representaciones claras u oscuras y distintas o indistintas. Para ilustrar el caso
de representaciones claras e indistintas, se ofrecen dos ejemplos: uno en el
ámbito intuitivo, otro en el ámbito conceptual. El primero de ellos trata de la
percepción de una casa a la distancia, de una percepción de la que soy

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consciente y, por ello, es clara, en la cual sin embargo no distingo sus partes
(las ventanas, las puertas) y, por ende, resulta indistinta. Esta percepción hace
pensar inevitablemente en el ejemplo de Leibniz, quizá más ilustrativo, del
ruido del mar; un sonido que está conformado por una multitud de sonidos
ocasionados por otras tantas olas que, sin embargo, no podemos distinguir.
(Leibniz, 1978, p. 47) A ese tipo de percepción, Leibniz, Wolff y sus
discípulos lo llamaban “confuso”, con lo cual Kant discrepa por considerar
que lo opuesto a la confusión es el orden, no la falta de distinción (2000, p.
99). El ejemplo de la indistinción en el ámbito conceptual es el concepto de
lo bello cuyos objetos podemos reconocer con claridad, aunque muchas veces
no podamos identificar e incluso formular las notas de ese concepto. A pesar
de que estos ejemplos no incorporan la diferencia entre intuiciones y
conceptos, Hanna asocia la claridad con las intuiciones y la distinción con los
conceptos, de suerte que el ejemplo de la casa cuyas partes no reconozco
resulta ser ejemplo de algo que percibo sin conceptos. Enseguida, Hanna
relaciona este ejemplo con el argumento de la riqueza de grano en la filosofía
contemporánea, lo cual delata el hecho de que Hanna coloca la riqueza del
lado de los elementos que forman parte del estado mental, del lado del
carácter fenoménico de la percepción y no del lado del contenido en sentido
estricto, de aquello que es representado por el estado mental, puesto que
concede que si pudiéramos distinguir las partes de la casa, entonces
estaríamos haciendo uso de conceptos.17
La verdad es que el ejemplo de la casa borrosa por sí mismo permitiría
hablar de una distinción a nivel exclusivamente intuitivo, sin tener que apelar
a conceptos, lo cual Hanna pudo haber explotado a su favor. Hubiera podido
utilizar el texto de Kant como un claro ejemplo de distinción o indistinción
intuitiva del contenido en sentido estricto, no del estado mental que puede
tener un contenido. Para que el estado mental mismo se convierta en
contenido (en sentido estricto) de una percepción es necesario, en todo caso,
llevar a cabo un acto de introspección, un acto reflexivo mediante el cual
nuestra atención se dirija al carácter fenoménico del estado mental, haciendo
abstracción o dejando en un segundo plano aquello a lo que se dirige el estado
mental. Y aquí las cosas se pueden complicar para un conceptualista como
McDowell que insiste en la necesidad de hacer uso de conceptos en todos los
niveles de la percepción. Pero también hay que hacer notar que si un no-

17
Un error semejante le atribuye Kant a Leibniz (Anthropologie, AA VII, 141 nota).

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conceptualista kantiano recurre a la introspección para convertir la riqueza


fenoménica de la percepción en contenido de la percepción misma, debe
sacrificar su frecuente apelación a la inmediatez de las intuiciones, puesto que
debe apelar a percepciones de orden superior que tengan por objeto el carácter
fenoménico de las percepciones de orden inferior. Y entonces la discusión
sobre contenidos no-conceptuales correría por otros rumbos, distintos a los
recorridos hasta aquí.
Sin intentar explorar estos nuevos rumbos, solo quiero aludir a dos
temas cruciales. El primero tiene que ver con la posibilidad de concebir una
experiencia cuyos elementos sean solo nuestros propios estados mentales en
una sucesión temporal, como aquella que, según Hanna, Kant le atribuye a
los bebés y a los animales no humanos (2005, p. 261).18 El segundo concierne
a la posibilidad de usar conceptos para distinguir propiedades (sobre todo
fenoménicas) sin poder re-identificarlas posteriormente. Con respecto al
primer tema, efectivamente, si estamos considerando la posibilidad de que el
contenido de nuestra experiencia sean nuestros propios estados mentales, al
margen de su relación con los objetos a los que puedan referirse, entonces
estamos abordando la naturaleza del sentido interno al margen del uso de
conceptos, como la mera receptividad de impresiones en el tiempo. Y estamos
abriendo la posibilidad de que la experiencia misma no sea más que eso: un
mero fluir de sensaciones. Pues bien, no creo exagerar si sostengo que el
principal objetivo de Los límites del sentido de Peter F. Strawson (2019), una
de las más brillantes y audaces interpretaciones de la Crítica de la razón pura,
es precisamente mostrar la imposibilidad de concebir la experiencia humana
de tal forma que prescinda completamente de la referencia a objetos
distinguibles de la experiencia misma de esos objetos, es decir, la
imposibilidad de aislar el aspecto subjetivo del aspecto objetivo de la
experiencia. Esta es la famosa tesis de la objetividad, que en conjunción con
la tesis de la unidad de la conciencia constituyen el núcleo de la
reconstrucción de la Deducción trascendental de las categorías que ofrece
Strawson en ese libro. Así pues, defender hoy la posibilidad de que la
experiencia desde la perspectiva kantiana sea solo un fluir de estados
mentales requiere repasar los argumentos de Strawson en contra de esta

18
Desgraciadamente, una de las dos referencias que Hanna indica ahí es errónea. Se trata de la
referencia a la compilación de Arnulf Zweig, Philosophical Correspondence 11:52. La cifra 11 no
parece corresponder a nada y en la página 52 se encuentra una carta de J. H. Lambert (Kant, 1967, p.
52).

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posibilidad, al igual que analizar al menos una selección de la enorme


bibliografía a la que dio lugar y que permite, entre otras cosas, entender la
interpretación que McDowell hace de la relación entre intuiciones y
conceptos.
El segundo tema sobre el cual me gustaría hacer un comentario es la
discusión a la cual ha dado lugar la defensa de McDowell al ataque que
supuestamente representa el argumento de la riqueza de nuestra experiencia
en contraste con la pobreza conceptual. Como es bien sabido, McDowell
recurre a conceptos demostrativos para argumentar que incluso cuando
hacemos distinciones muy finas para las cuales no contamos con palabras,
podemos recurrir a demostrativos que acompañen conceptos más generales y
alcanzar así el nivel de especificidad requerido. Los no-conceptualistas han
respondido que el uso de conceptos, incluso el de los demostrativos,
presupone la capacidad de re-identificar varias instancias de esas diferencias,
lo cual, con frecuencia, no sucede, es decir, es común destacar diferencias que
luego no podemos re-identificar (Kelly, 2001, pp. 403-413). Creo que
responder a esta réplica argumentando que el uso de conceptos no presupone
la capacidad de re-identificar casos semejantes19 es un peligro que el
conceptualista no debe correr, puesto que equivale a disolver el estrecho
vínculo que debe haber entre el uso de conceptos y la constitución de la
objetividad en la experiencia, es decir, significa relajar el compromiso que el
conceptualista adquiere con la postulación de contenidos distintos a los
estados mentales cuyas propiedades deben distinguirse nítidamente de las
propiedades de aquello que representan. Claro está que me refiero al
conceptualismo del cual es deudor McDowell, a saber, el conceptualismo que
Peter F. Strawson desarrolla en su interpretación de la Crítica de la razón
pura. En efecto, para este conceptualismo, la exigencia de unidad de la
conciencia requiere la distinción entre la ruta subjetiva de experiencias y los
objetos identificados y re-identificados mediante conceptos a lo largo de esa
ruta, de suerte que aceptar que el uso de conceptos en general puede limitarse
a destacar diferencias en la experiencia que luego pueden no re-identificarse,
equivale a desconocer la garantía de objetividad que este teórico busca en los
conceptos. Objetividad, representación y re-identificación o reconocimiento
19
De esta manera podría interpretarse la objeción de Chuard (2006) en contra de Kelly, tal como lo
sugiere Hanna cuando la formula de la siguiente manera: “la posesión de conceptos no require la
habilidad de re-identificación” (2008, p. 47). Sin embargo, Chuard no plantea el asunto en términos
generales, como si el uso de conceptos en general no requiriera la re-identificación, sino que sostiene
que puede haber ciertos conceptos que no requieran re-identificación.

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son tres nociones indisolublemente ligadas para el proyecto conceptualista de


Strawson. En un eslogan, con ciertos ecos políticos, podría decirse que no hay
representación sin reconocimiento. La independencia del objeto representado
con respecto al estado mental es lo que debe asegurar, en principio, que sea
posible su re-identificación. Por ello, el precio de aceptar que el uso de
conceptos en general no garantiza la re-identificación de sus objetos es
demasiado alto y sería más prudente aceptar una capacidad discriminatoria
puramente sensible, que no requiera conceptos, pero limitada al ámbito
subjetivo, al carácter fenoménico de la experiencia.
En efecto, lo que el uso de conceptos debe garantizar es que la
trayectoria de nuestras experiencias se despliegue sobre un fondo de objetos
y propiedades re-identificables, no que a cada diferencia en nuestras
experiencias le corresponda una diferencia en el ámbito objetivo que
representan. La dependencia de la subjetividad con respecto a la objetividad
no tiene por qué ser puntual, es decir, no exige que a cada diferencia en el
ámbito fenoménico le corresponda en todo momento una diferencia en el
ámbito objetivo, como lo exige un representacionismo à la Tye (2002, pp. 51-
54), cuyos objetivos distan mucho de la reconstrucción strawsoniana de la
experiencia. De esta manera, un conceptualismo como el que defiendo no
tiene por qué dejarse intimidar por la aceptación de diferencias puramente
sensibles para las cuales aún no contamos con conceptos. Lo que podría
señalar en su defensa es que esas diferencias deben ser subjetivas puesto que
no es posible re-identificarlas y, si es posible hacerlo, entonces ya estamos en
el terreno de la experiencia en la que hacemos uso de conceptos. Una objeción
fuerte de este tipo en contra de ese conceptualismo tendría que mostrar que
hay diferencias claramente re-identificables, objetivas, que no requieren
conceptos, en lugar de apelar a distinciones en el ámbito fenoménico que
además es común no poder re-identificar. Pero esto no parece muy sensato.
La aceptación de diferencias puramente sensibles no solo no
representa un peligro para el conceptualismo, sino que puede incluso
contribuir al desarrollo de una concepción más flexible de esta posición. Una
concepción para la cual conceptualizar diferencias o elementos aún no
conceptualizados sea un proceso de enriquecimiento de la experiencia, ya sea
mediante la ubicando de propiedades de objetos representados o mediante un
proceso de introspección. En efecto, la experiencia humana no debe pensarse
solo como un mecanismo para clasificar objetos cuyos conceptos ya

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poseemos, sino como un campo en el cual se descubren nuevos fenómenos a


partir del análisis, de la comprensión de diferencias que en primera instancia
solo son subjetivas. Esta comprensión de lo que Bernhard Thöle llamaba
“representaciones subjetivas” (1991, pp. 64-68) debe significar su
conceptualización y al mismo tiempo su objetivación, por ende, la posibilidad
de re-identificarlas e integrarlas a la red de inferencias que constituye la
unidad de la conciencia.

4. Conclusiones
A pesar del eco que ha tenido el no-conceptualismo entre un número notable
de académicos kantianos, los argumentos que han dado origen a esta posición
están lejos de ser convincentes. La mayoría de los trabajos que han defendido
el conceptualismo kantiano que hemos heredado de grandes filósofos como
Peter F. Strawson, Lewis White Beck o Robert Pippin se ha concentrado en
el análisis de la Deducción trascendental de las categorías, el núcleo de la
Crítica de la razón pura. En este artículo, en cambio, he argumentado que
dos de los siete argumentos que Hanna menciona a favor de esta posición en
el trabajo de 2008 son falaces. En el primer caso, la falacia está ocasionada
por no reconocer que la mera exposición de una interpretación de la filosofía
teórica de Kant distinta al conceptualismo no equivale a presentar un buen
argumento en su contra, por lo cual cae en una petición de principio. En el
segundo caso, la ambigüedad del término “contenido” en las premisas
invalida su conclusión. Una ambigüedad que no solo está presente en este
argumento, sino que suele permear en general las razones de los no-
conceptualistas kantianos. Otro de esos siete argumentos tiene que ver con
detectar diferencias perceptuales que no es posible re-identificar, algo que no
debe representar una amenaza para un conceptualismo suficientemente
flexible para aceptar que no todas las diferencias fenoménicas tienen por qué
corresponder a diferencias en los objetos representados, como lo he señalado
en la última sección de este artículo.
Creo que estos tres argumentos constituyen el núcleo del alegato de
Hanna y sus seguidores en contra del conceptualismo. Además de estos tres
argumento, está el que les atribuye cognición perceptual a bebés y animales
no-humanos, pero les niega el uso de conceptos. Aunque este argumento
coincide con algunas observaciones marginales de Kant, su validez depende,
en primer lugar, de una reconstrucción satisfactoria de la función que

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desempeñan los conceptos en nuestra arquitectura mental, lo cual está lejos


de alcanzarse, como lo atestiguan las discusiones entre conceptualistas y no-
conceptualistas. En segundo lugar, depende de investigaciones empíricas en
el campo de la psicología cognitiva, como las que reporta Elizabeth S. Spelke
en “Where Perceiving Ends and Thinking Begins: The Apprehension of
Objects in Infancy” (1988). El argumento de la distinción entre conocimiento
proposicional (saber que) y saber hacer (saber cómo) se puede responder
apelando a la concepción kantiana de los conceptos en cuanto reglas. El de la
teoría de los demostrativos, apelando a la función referencial de los
conceptos, la cual he destacado en la primera sección de este artículo. El de
la mejor teoría de adquisición de conceptos depende, al igual que el de los
animales no-humanos, de una teoría satisfactoria de la función que
desempeñan los conceptos en la mecánica mental, lo cual forma parte
precisamente de la discusión que generan los dos argumentos que he revisado
en este artrículo. Así pues, los argumentos que menciona Hanna en “Kantian
Non-conceptualism” (2008) están lejos de representar un peligro para el
desarrollo del conceptualismo kantiano. Más bien representan un peligro para
el no-conceptualismo kantiano ya que esta posición ha comprometido
demasiado su legitimidad con la validez de sus argumentos en contra del
conceptualismo.
En ese mismo artículo, después de exponer la discusión sobre la
posibilidad de distinguir diferencias que posteriormente no somos capaces de
re-identificar, Hanna reconoce la debilidad de la posición no-conceptualista
y considera que eso se debe a que la discusión se ha concentrado en un (no-
)conceptualismo relativo, es decir, en posiciones que argumentan a favor o en
contra del uso de conceptos para determinar nuestros contenidos perceptuales.
El diagnóstico de Hanna es el siguiente: si la discusión se centra en la
posesión de conceptos para determinar el contenido perceptual, ante cualquier
caso en que no hagamos uso de conceptos, el conceptualista siempre puede
argumentar que esto es contingente y que ese mismo contenido se puede
especificar conceptualmente. La moraleja que saca es que el no-
conceptualista debe defender un no-conceptualismo absoluto, una posición de
acuerdo con la cual hay contenidos perceptuales que es imposible especificar
mediante conceptos, es decir, una posición para la cual los contenidos del
aspecto sensible de la experiencia son exclusivos, solo son accesibles
mediante la sensibilidad. Esto no hace más que empeorar las cosas para el no-
conceptualismo kantiano, puesto que vuelve casi imposible entender la

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colaboración de la sensibilidad y el entendimiento en la experiencia misma.


En efecto, si cada una de ellas tiene su propio contenido, si cada una de ellas
representa cosas distintas, no está claro para qué o por qué tendrían que
colaborar.20 Por otro lado, esta jugada parece retomar una la posición que el
propio Kant exploró en la Dissertatio de 1770 y de la cual toma distancia
desde 1772, como lo han documentado ampliamente quienes han estudidao
cuidadosamente la génesis de la Crítica de la razón pura (véase Carl, 1989;
Moledo, 2014).

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20
Una reflexión sobre las consecuencias de divorciar los contenidos de las intuiciones de los contenidos
de los conceptos en el marco de la Crítica de la razón pura se encuentra en Stepanenko (2018, pp. 38-
44).

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La función cognitiva de las ideas estéticas en Kant

MATÍAS OROÑO1

Resumen
En este artículo se reconstruye la función cognitiva (simbólica) de las ideas estéticas
en la Crítica del juicio de I. Kant. En particular, indago dos cuestiones: i) la
diferencia entre ideas estéticas vinculadas con la belleza artística y las ideas estéticas
asociadas a la belleza natural; ii) la indagación en torno a la riqueza contenida en la
belleza artística para el desarrollo del conocimiento simbólico. Se sostiene que el
arte humano cumple un rol crucial en el conocimiento simbólico.
Palabras clave: ideas estéticas, conocimiento simbólico, belleza natural, belleza
artística

The cognitive function of aesthetic ideas in Kant

Abstract
The main aim of this paper is to reconstruct the cognitive (symbolic) function of
aesthetic ideas in I. Kant's Critique of Judgment. In particular, I inquire into two
issues: i) the difference between aesthetic ideas connected with artistic beauty and
aesthetic ideas associated with natural beauty; ii) the inquiry into the richness
contained in artistic beauty for the development of symbolic knowledge. It is argued
that human art plays a crucial role in symbolic knowledge.
Keywords: aesthetic ideas, symbolic knowledge, natural beauty, artistic beauty

1. Introducción
En el §49 de la Crítica de la facultad de juzgar (KU),2 Kant introduce una
novedosa concepción sobre ciertas representaciones de la imaginación a las

1
CONICET – UBA. Contacto: [email protected].
2
De aquí en adelante me referiré a esta obra con las siglas KU. Asimismo, se utilizarán las siguientes
siglas: Anth (Antropología en sentido pragmático), FM (Los progresos de la metafísica), KrV (Crítica
de la razón pura), Log (Lógica), Prol (Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder
presentarse como ciencia). La KrV se cita según la paginación de la primera edición, 1781 (A), y de la

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Matías Oroño La función cognitiva de las ideas estéticas en Kant

que denomina ideas estéticas. Se trata de un peculiar tipo de intuiciones para


las cuales ningún concepto determinado es adecuado. Ellas muestran un
exceso de intuición frente a los conceptos. Por este motivo, no proporcionan
conocimiento objetivo, pues para que esto último suceda es preciso que una
intuición sea subsumida adecuadamente bajo conceptos determinados. A
pesar de esta inadecuación entre las ideas estéticas en relación con los
conceptos, es posible brindar una lectura de las ideas estéticas según la cual
estas representaciones de la imaginación cumplen una función cognitiva que
no determina objetos. Para ello, es preciso tener en cuenta una nueva
concepción del conocimiento que Kant denomina simbólico, el cual permite
que determinados conceptos sean presentados intuitivamente por medio de un
procedimiento analógico. El aporte de las ideas estéticas al conocimiento
simbólico dista de ser evidente. El objetivo general que se persigue en este
artículo consiste en reconstruir la función cognitiva (simbólica) de las ideas
estéticas. Los objetivos específicos consisten en: i) elucidar la diferencia entre
dos tipos de ideas estéticas: la primera de ellas surge con ocasión de la belleza
artística y la segunda está íntimamente ligada a la belleza natural, y ii) señalar
que, si bien ambos tipos de ideas tienen un contenido intuitivo que no puede
ser aprehendido mediante conceptos determinados, la intuición de las ideas
estéticas ligadas a la belleza artística es más compleja que la intuición de las
ideas estéticas vinculadas con la belleza natural. Esto nos permitirá inferir
que, si bien ambos tipos de ideas estéticas ofrecen conocimiento simbólico,
la belleza artística ofrece mayores posibilidades que la belleza natural para el
desarrollo de este tipo de conocimiento no objetivo.
En la medida en que las ideas estéticas ofrecen un contenido intuitivo
que opera como exposición simbólica de ciertos conceptos, es importante
comprender qué tipo de conceptos son los que se exponen simbólicamente en
una idea estética. En las últimas décadas han surgido tres modelos
interpretativos sobre los conceptos que se exponen en las ideas estéticas. El
primer modelo sostiene que las ideas estéticas exhiben únicamente conceptos
morales (Guyer, 1993, 1977). El segundo modelo considera que las ideas
estéticas presentan no solo conceptos morales, sino también conceptos de la
razón que en sí mismos no son morales (Chignell, 2007; Allison, 2001;
Guyer, 1997; Rogerson, 1986). El tercer modelo afirma que las ideas estéticas

segunda, 1787 (B). Las restantes obras de este autor se citan según la paginación de la Akademie
Ausgabe. Se usan las siglas AA, seguidas del número de volumen y la página.

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no solo permiten exhibir conceptos morales y racionales, sino además


conceptos de sentimientos y emociones presentes en nuestra experiencia
ordinaria del mundo (Kuplen, 2019, 2018; Matherne, 2013; Savile, 1987;
Lüthe, 1984).3 A continuación, se ofrece una interpretación que se halla en
consonancia con este último modelo interpretativo, aunque se elucidan
diversos aspectos que no fueron contemplados por estos intérpretes. Entre
estos aspectos novedosos de la interpretación que aquí se propone podemos
mencionar la distinción entre ideas estéticas que surgen en relación con el arte
bello e ideas estéticas vinculadas con la belleza natural. Esta diferencia
implica una elucidación acerca de los conceptos con los que se vinculan las
ideas estéticas en cada uno de estos casos. Asimismo, señalaremos que hay
diferencias estructurales en el contenido intuitivo que presentan cada uno de
estos tipos de ideas estéticas. Otro aspecto que no está desarrollado
explícitamente en ninguno de los modelos interpretativos que han sido
desarrollados se vincula con una bidireccionalidad de las ideas estéticas, las
cuales se encuentran situadas entre dos polos conceptuales. Este aspecto
intermedio de las ideas estéticas entre representaciones conceptuales permite
reconstruir un tipo de conocimiento simbólico que es mucho más complejo
del que ha sido reconocido por los intérpretes.
En la primera sección de este trabajo se analiza la naturaleza intuitiva
de las ideas estéticas y su compleja relación con representaciones de
naturaleza conceptual. En la segunda sección se estudia la noción de
conocimiento simbólico tal como es desarrollada en el §59 de la KU. En el
tercer apartado de este artículo se sostiene que, si bien las ideas estéticas no
proporcionan conocimiento objetivo, ellas ofrecen conocimiento simbólico.
Asimismo, se señalan las diferencias entre el conocimiento simbólico que
ofrecen diferentes tipos de ideas estéticas. En cuarto lugar, se extraen algunos
corolarios a partir de la interpretación desarrollada en torno a la función
cognitiva (simbólica) de las ideas estéticas.

2. La naturaleza de las ideas estéticas


En el §49 de la KU se introduce el tratamiento de las ideas estéticas. Allí se
observa que ciertos productos no presentan nada censurable en lo que atañe

3
Matherne (2013, p. 33) plantea estos tres modelos que aquí presento actualizados.

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Matías Oroño La función cognitiva de las ideas estéticas en Kant

al gusto, pero dado que carecen de espíritu no pueden ser enjuiciados como
bellos. En relación con este punto afirma Kant:

Bien puede que un poema sea muy pulcro y elegante, pero carece de espíritu. Una
narración es exacta y ordenada, mas no tiene espíritu. Un discurso solemne es
profundo a la vez que florido, pero sin espíritu. Mucha conversación hay que no
carece de entretenimiento, aunque sí de espíritu (KU, AA 05, 313).

El espíritu, en acepción estética, es el principio vivificante del ánimo, aquel


que coloca las facultades del ánimo “en un juego tal que por sí mismo se
mantiene y aun intensifica las fuerzas para ello” (KU, AA 05, 313). Este
principio vivificante (el espíritu) es la facultad de presentación de las ideas
estéticas. Es decir, gracias a las ideas estéticas las facultades del ánimo son
puestas en un juego que es conforme a fin.4 Por idea estética se entiende:

aquella representación de la imaginación que da ocasión a mucho pensar, sin que


pueda serle adecuado, empero, ningún pensamiento determinado, es decir, ningún
concepto, a la cual, en consecuencia, ningún lenguaje puede plenamente alcanzar ni
hacer comprensible. Fácilmente se ve que es ella la pareja (pendant) de una idea de
la razón, que inversamente es un concepto al que no puede serle adecuada ninguna
intuición (representación de la imaginación) (KU, AA 05, 314).

Es decir, las ideas estéticas son representaciones que tienen los siguientes
rasgos: i) pertenecen a la imaginación y poseen un carácter intuitivo; ii) dan
ocasión a mucho pensar, motivo por el cual ningún concepto y ningún
lenguaje puede hacer plenamente comprensible; iii) son la contrapartida de
una idea de la razón (i.e. de un concepto que no admite una presentación
intuitiva adecuada).

4
El concepto de conformidad a fin (Zweckmässigkeit) cumple un rol medular en toda la KU. A los fines
de este trabajo, conviene señalar que la conformidad a fin es un principio trascendental de la facultad
de juzgar reflexionante, mediante él no es posible determinar algo de manera objetiva. Llamamos a algo
conforme a fin cuando nosotros solo podemos representarnos su posibilidad mediante la presuposición
de una causalidad que opera según fines. Aquellos productos de la naturaleza que parecer dispuestos
para concordar con nuestra facultad de juzgar son ocasión para el juicio estético de gusto (o juicio sobre
lo bello). Esta conformidad de ciertos productos de la naturaleza con nuestra facultad de juzgar produce
placer y en ese sentido vivifica el ánimo. Las ideas estéticas suponen una conformidad a fin de la
imaginación (en tanto facultad de las intuiciones) con el entendimiento (en tanto facultad de los
conceptos), aunque sin conocer el concepto determinado que se persigue como fin.

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En suma, así como una idea de la razón es un concepto que no puede


ser presentado plenamente por intuición alguna, una idea estética es una
representación intuitiva para la cual ningún concepto o lenguaje puede ser
plenamente adecuado. En ambos casos hay un desequilibrio entre una
representación conceptual y otra intuitiva. Mientras que una idea de la razón
señala un exceso conceptual frente a la intuición, una idea estética pone de
relieve un exceso intuitivo frente a los conceptos.
En este contexto la imaginación es presentada como una facultad
productiva y creadora de nuevas maneras expresivas que se manifiestan
mediante las creaciones del arte bello. Antes de proseguir con el estudio de
las ideas estéticas es preciso realizar una breve explicación sobre el concepto
de arte bello presente en la KU. El arte (Kunst) es un tipo de causalidad que
produce su efecto a partir de la determinación de un fin (el cual se identifica
con la representación del efecto). Los fines que determinan el arte son
contingentes y dependen del libre albedrío. De esta manera, el arte es la libre
producción de algo. La obra de arte (aquella que es hecha por el ser humano)
está determinada por el libre albedrío del artista. Las bellas artes son aquellas
que tienen como propósito un sentimiento de placer universal y comunicable.
Un arte es bella en la medida en que parece naturaleza y no deja ver la sujeción
a reglas que subyacen a su producción. El arte bella es un producto del genio.
Este es un talento (don natural) para producir aquello cuya producción no
admite reglas determinadas. Por este motivo, una característica del genio es
su originalidad. El genio unifica de manera proporcionada el entendimiento y
la imaginación para producir ideas estéticas correspondientes a un concepto.
En suma, el arte bello es arte de genio y supone la representación de un
concepto a partir del cual se producen de manera original las ideas estéticas.
Por último, es importante destacar que la obra de arte posee una conformidad
a fin sin fin (determinado), es decir, no es posible determinar el concepto que
una obra persigue como fin. No obstante, al enjuiciar una obra de arte se
supone necesariamente que ella obedece a un fin, aunque no es posible
conocer tal concepto (fin).5 En distintos momentos de este artículo, haremos
referencia a la finalidad o al concepto que persigue una obra de arte y daremos
ejemplos de estos fines, pero esto debe ser leído como una mera hipótesis que
5
Excede los límites de este artículo ofrecer un estudio detallado sobre el concepto de arte bello y su
vínculo con el genio. La teoría kantiana del arte bello es desarrollada en: KU, AA 05, 303-308, 311-
313, 319-320, 321, 346-351. Por su parte, el concepto de genio se encuentra en: KU, AA 05, 307ss.;
Anth, AA 07, 172, 220, 224ss., 405. Una interpretación reciente sobre el arte bello y el genio en Kant
se encuentra en Lemos (2017).

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nos permite abordar una obra de arte. En última instancia, no es posible


conocer objetivamente el fin que persigue un artista al crear una obra.
Realizada esta breve exposición sobre el concepto de arte bello
presente en la KU, podemos volver al tratamiento de las ideas estéticas.
Concebida como creadora de formas artísticas y de figuras literarias incluso
en el marco del habla cotidiana, la imaginación permite crear “una naturaleza
otra” (KU, AA 05, 314)6 a partir del material que otorga la naturaleza
fenoménica. Mediante analogías es posible transformar la naturaleza, dando
lugar a pensamientos que escapan a las leyes de asociación que rigen el uso
empírico de la imaginación. Veamos esta cuestión con un ejemplo: el uso
empírico de la imaginación nos hace asociar el cielo nublado con la lluvia;
mediante una analogía podemos crear una naturaleza otra y asociar el cielo
nublado con la tristeza y la lluvia con las lágrimas que acompañan un estado
de ánimo entristecido. En esta analogía las nubes son a la lluvia, lo que la
tristeza es a las lágrimas. De este modo, el material que nos entrega la
naturaleza fenoménica “puede ser reelaborado por nosotros con vistas a algo
totalmente distinto, a saber, aquello que supera la naturaleza” (KU, AA 05,
314).
¿En qué sentido la analogía entre el cielo lleno de nubes grises y la
tristeza es adecuada para señalar la creación de una naturaleza otra? La
presentación analógica de un concepto en la sensibilidad permite subsanar la
imposibilidad de percibir de manera directa los correlatos intuitivos de ciertas
representaciones conceptuales (e.g., aquellas que se refieren a las emociones
y sentimientos). Si bien es plausible interpretar el llanto de una persona como
señal de su sentimiento de tristeza, también podría suceder que el llanto sea
ocasionado por una gran alegría o por otro estado anímico. Hay conceptos
que admiten una presentación intuitiva de manera directa, por ejemplo: si
vemos un objeto de forma redonda en el cual se depositan alimentos,
subsumimos la presentación intuitiva de tal objeto bajo el concepto plato.
Pero a menudo utilizamos conceptos (y palabras)7 cuyo correlato intuitivo no
6
Bagad (2017) interpreta la expresión “una naturaleza otra” en referencia exclusiva a la creación
artística, en particular, al poema. Más adelante señalaremos con mayor detalle que si bien la teoría de
las ideas estéticas de Kant es sumamente rica para comprender la naturaleza de la creación artística,
ello no excluye la creación de “una naturaleza otra” incluso en experiencias que no suponen la belleza
artística. En última instancia, la belleza natural también es ocasión para ideas estéticas mediante las
cuales se crea “una naturaleza otra” que excede el concepto de la naturaleza como un mero mecanismo.
7
Los conceptos implican palabras asociadas que permiten comunicar el significado de tales conceptos.
En la mayor parte de este artículo se hablará de conceptos, sin aclarar en cada caso que ellos implican
palabras. La palabra implica un aspecto material e intuitivo, mientras que el concepto es puramente

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puede ser determinado de manera directa. Un ejemplo de ello se encuentra en


los estados anímicos, pues como ya hemos señalado, la presentación intuitiva
de una persona que llora no es necesariamente el correlato intuitivo del
concepto que expresamos mediante la palabra tristeza. Gracias al operar de la
imaginación creadora de ideas estéticas es posible dar lugar a una naturaleza
otra que escapa a las leyes de asociación de la vida cotidiana. Según estas
últimas la observación del cielo cubierto de nubes grises está asociada con la
lluvia. En lugar de ello, la imaginación creadora permite vincular las nubes
grises con la tristeza. El cielo oscuro y cubierto de nubes es interpretado ya
no como una región del ámbito fenoménico que puede ser estudiado por
ciencias de la naturaleza, sino como la representación indirecta y analógica
de un estado anímico. Dado que las ideas estéticas permiten exhibir
intuitivamente un concepto a través de una analogía y que esto sucede en la
vida cotidiana, esto nos permite inferir que tales ideas de la imaginación no
son de uso exclusivo por parte de los artistas.
Ahora bien, es legítimo preguntarse por qué motivo las ideas estéticas
son ideas. La respuesta puede ser desarrollada al menos en dos direcciones.
Por un lado, las ideas estéticas tienden a algo que excede los límites de la
experiencia sensible, y de ese modo, aspiran a ser una presentación en la
sensibilidad de las ideas de la razón (aunque como se verá más adelante,
aquello que intentan presentar las ideas estéticas no se limita a las ideas de la
razón). Por otro lado, estas representaciones de la imaginación que dan lugar
a mucho pensar pueden ser denominadas ideas “porque en cuanto intuiciones
internas, ningún concepto puede serles enteramente adecuado” (KU, AA 05,
314). Hay, por lo tanto, una doble direccionalidad de las ideas estéticas: por
un lado, tienden a sobrepasar los límites de la experiencia; y por otro, se
vinculan con una multiplicidad de conceptos que se muestran incapaces de
expresar adecuadamente la idea estética, ya que la intuición contenida en la
idea estética admite múltiples conceptualizaciones posibles. Por ejemplo, esto
puede ser ilustrado cuando tratamos de expresar conceptualmente el sentido
de una creación artística. En este caso, la idea estética es una intuición situada
entre dos polos intelectuales: el fin que persigue el artista (el cual se expresa

intelectual. No obstante, tanto las palabras como los conceptos requieren de la referencia a un correlato
intuitivo, pues es esta referencia la que permite que estas palabras y conceptos adquieran de manera
legítima un significado objetivo, es decir, una aplicación a objetos. Sobre la cuestión del lenguaje y el
significado en la filosofía de Kant puede consultarse Leserre (2018), Lütterfelds (2003, pp. 150-176),
Loparic (2000), Simon (1996, pp. 233-256), Markis (1982, pp. 110-154), Schönrich (1981) y Hogrebe
(1974).

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a través de algún concepto) y la multiplicidad de conceptos que intentan


capturar la intuición contenida en la idea estética. Las ideas estéticas entablan
un vínculo inadecuado con ambos extremos intelectuales, ya que: i) solo
aspiran a presentar de manera indirecta la idea que subyace a una obra de arte
(e.g. el amor, la eternidad, la soledad), y ii) ningún concepto determinado
puede ser plenamente adecuado a una idea estética.
Este carácter intermedio de las ideas estéticas, en tanto
representaciones intuitivas que se sitúan entre dos polos de carácter
conceptual, es indicado en el siguiente pasaje:

ningún concepto puede serles enteramente adecuado [a las ideas estéticas]. Osa el
poeta hacer sensibles [versinnlichen] ideas racionales de seres invisibles, el reino de
los bienaventurados, el de los infiernos, la eternidad, la creación y cosas semejantes;
o volver también sensibles, por encima de los límites de la experiencia, aquello que
sin duda tiene ejemplos en ella, la muerte, la envidia y todos los vicios, por ejemplo,
y asimismo el amor, la gloria y parecidas cosas, por medio de una imaginación que
emula el ejemplo de la razón en el logro de un máximo, y con una integridad para
la que no se halla ejemplo alguno en la naturaleza (KU, AA 05, 314).

El poeta busca presentar de manera sensible una idea racional (e.g. la


idea de eternidad). Es importante destacar que en este contexto las ideas
racionales no se limitan a Alma, Mundo y Dios. En el tratamiento de las ideas
estéticas, nos hallamos con un uso amplio de la expresión “idea racional”,8
mediante el cual se hace referencia a aquellos conceptos que carecen de un
ejemplo en la naturaleza. El poeta busca presentar de manera sensible una
“idea racional en sentido amplio” (e.g. el infierno). Esta presentación solo
puede ser indirecta (por medio de una analogía).9 Asimismo, el poeta busca
hacer sensibles conceptos de diverso tipo para los cuales hay ejemplos en la
experiencia (e.g., la muerte). La imaginación intenta ofrecer una presentación
intuitiva que aspira a la integridad y al logro de un máximo. Es decir, si bien

8
De aquí en adelante utilizaré en este sentido amplio las expresiones “idea racional” e “ideas
racionales”, de modo tal que se amplía el dominio de las ideas racionales a todo objeto que no admita
ejemplos sensibles. En caso de utilizar estas expresiones en su sentido estricto se realizará la aclaración
correspondiente. Recuérdese que en la “Dialéctica transcendental” de la KrV las ideas de la razón en
sentido estricto son tres: Alma, Mundo y Dios. Además, podemos mencionar la libertad como una idea
de la razón práctica.
9
Esto no significa que la actividad del artista consista simplemente en conectar representaciones
simbólicas con cierto concepto, pues el artista además debe poseer un talento peculiar que le permite
crear belleza (Jáuregui, 2010, p. 256).

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la idea estética es una intuición singular, ella aspira a una presentación íntegra
e ideal de un concepto (no a través de un ejemplo, sino mediante una
representación que pretende ser una suerte de modelo ideal intuitivo que no
puede ser agotado por ningún ejemplo). En suma, las ideas estéticas son
intuiciones singulares que, por un lado, son caracterizadas como
presentaciones sensibles inadecuadas de ideas racionales, las cuales por su
propia naturaleza no admiten una presentación sensible adecuada. Asimismo,
las ideas estéticas son exhibiciones sensibles de conceptos que no admiten
ejemplos en la naturaleza (e.g., la muerte, los vicios). Por otro lado, las ideas
estéticas pretenden ofrecer presentaciones sensibles de los conceptos de un
modo íntegro y a través de un máximo que no puede ser alcanzado por
ejemplos de la naturaleza fenoménica.
La idea estética “el de los pies ligeros” (en referencia al personaje
Aquiles de La Ilíada) consiste en una intuición singular que aspira a exhibir
de manera sensible el concepto de velocidad característico de Aquiles. Pero
esta presentación intuitiva, si bien es singular, no es un mero ejemplo, sino
una norma que abarca de manera íntegra y a través de su máximo grado el
concepto de velocidad. De este modo, se genera una representación peculiar
(la idea estética) que dado su carácter ideal (mediante el cual aspira a un
máximo y a la integridad) no puede ser expresada de manera adecuada por un
concepto o lenguaje determinado. La idea estética “el de los pies ligeros” da
lugar a mucho pensar, de modo tal que resulta imposible encontrar un único
concepto que exprese adecuadamente lo que está contenido en tal intuición
de la imaginación. Conceptos tan variados como los de liebre, avestruz,
guepardo o astucia son fomentados por la idea estética “el de los pies ligeros”.
Por lo tanto, no solo el concepto de velocidad, sino cualquier otro concepto
(e.g., liebre) que intente capturar la intuición contenida en la idea estética “el
de los pies ligeros” se revela inadecuado.
Kant subraya que la facultad de las ideas estéticas se demuestra en
toda su medida en el arte poético, pero añade que “esta facultad considerada
por sí sola, es en propiedad, solo un talento de la imaginación” (KU, AA 05,
314). De este modo, queda sugerido que, si bien las ideas estéticas suelen
expresarse en toda su medida en la poesía, ellas exceden el ámbito de la
creación llevada a cabo por los poetas, pues la facultad de las ideas estéticas
es un talento que pertenece a la imaginación. Dado el surgimiento de
conceptos que intentan capturar la intuición contenida en la idea estética, se

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genera una ampliación estética del concepto que orienta la creación poética.
Esta ampliación estética desarrolla perspectivas novedosas del concepto. Por
ejemplo, desde el punto de vista de la conciencia teórica cognoscitiva
podemos pensar el concepto de mundo como “el conjunto de todos los
fenómenos”. Pero cuando la poeta Alfonsina Storni crea una idea estética que
presenta de manera intuitiva el concepto de mundo, nos ofrece una totalidad
intuitiva que no puede ser expresada de manera plena por ningún concepto
determinado:

Agrio está el mundo


inmaduro,
detenido;
sus bosques florecen puntas de acero;
suben las viejas tumbas a la superficie;
el agua de los mares
acuna
casas de espanto.

El poema permite ampliar estéticamente el concepto de mundo, pues gracias


a esta creación es posible representar imágenes asociadas al mundo que ponen
de manifiesto la violencia y la hostilidad presentes en él. No obstante, al
afirmar que estos versos dan expresión al mundo, a la violencia o a la
hostilidad, solo explicamos de manera inadecuada lo que está contenido en el
poema. La idea estética se presenta como una totalidad intuitiva que en última
instancia no puede ser capturada por conceptos determinados. El poema
configura una representación intuitiva de la imaginación, es decir, una idea
estética. Esta entabla un vínculo doble con los conceptos. Por un lado, permite
expresar atributos estéticos de un objeto,10 mediante los cuales el concepto
del objeto es ampliado de manera estética. Los atributos estéticos son las
representaciones laterales de la imaginación creadora que están emparentadas
con el concepto de un objeto dado. Estos atributos estéticos se diferencian de
los atributos lógicos que pueden estar contenidos en la definición del
concepto. En el poema de Alfonsina Storni, “inmaduro y agrio” son atributos
estéticos del concepto de mundo, pues no están contenidos lógicamente en el
concepto, sino que son el resultado de una actividad creadora de la

10
En este contexto el término objeto es utilizado de manera laxa para hacer referencia a todo aquello
que puede ser objeto de pensamiento.

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imaginación artística. En La Ilíada, “pies ligeros” constituyen atributos


estéticos del concepto de velocidad. Por otro lado, la idea estética configura
una totalidad intuitiva que ningún concepto logra expresar de manera
adecuada. Es decir, una idea estética admite infinitas aproximaciones
conceptuales, pero ninguna de ellas agota la totalidad intuitiva contenida en
tal representación de la imaginación.
En suma, el arte bello toma su espíritu de los atributos estéticos, los
cuales vivifican el ánimo en la medida en que dan lugar a una multiplicidad
de representaciones afines al concepto que es expresado sensiblemente
mediante la idea estética. En esto consiste la ampliación estética de un
concepto. Asimismo, los atributos estéticos dan lugar a pensar “más de lo que
se deja comprehender en un concepto y, por tanto, en una expresión
lingüística determinada” (KU, AA 05, 315). De este modo, las ideas estéticas
muestran un exceso de la intuición que no puede ser agotado plenamente por
ningún concepto determinado. De aquí puede inferirse que las ideas estéticas
enriquecen la capacidad conceptual y lingüística, ya que estas ideas de la
imaginación dan lugar a mucho pensar, el cual implica el surgimiento y la
búsqueda de innumerables conceptos y palabras que aspiran a expresar
aquello que está contenido en la representación intuitiva que llamamos idea
estética.
Esta exposición de las ideas estéticas articulada en torno a la poesía
podría sugerir que nos hallamos ante ciertas representaciones de la
imaginación que son exclusivas del arte bello. No obstante, el siguiente pasaje
nos permite comprender que no es preciso recurrir a las bellas artes, pues
también la naturaleza bella es ocasión para el surgimiento de ideas estéticas:

La belleza (sea belleza natural o belleza artística) puede ser llamada en general la
expresión de ideas estéticas; solo que en el bello arte esa idea debe ser ocasionada
por un concepto del objeto, y que en la naturaleza la mera reflexión sobre una
intuición dada, sin concepto de lo que el objeto deba ser, es suficiente para despertar
y comunicar la idea, de la cual aquel objeto es considerado la expresión (KU, AA
05, 320).

Es decir, la belleza (sea natural o artística) es la expresión (Ausdruck) de ideas


estéticas. La belleza (un sentimiento de placer con pretensión de validez

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universal y necesaria)11 es expresión de ideas estéticas. En el caso de la


belleza artística es preciso contar de antemano con un concepto del objeto que
es expresado de manera artística. Es decir, la idea estética aspira a presentar
de manera sensible el concepto que expresa una obra artística (e.g., un poema
puede tratar sobre el amor, sobre la libertad, sobre la soledad, etc.). Pero en
el caso de la belleza ocasionada por la naturaleza no es preciso contar con un
concepto del objeto natural que es enjuiciado como bello. Es posible enjuiciar
como bello un paisaje natural sin contar con conceptos que determinen tal
paisaje en tanto llanura, montaña, sierra, etc. En este sentido, la definición
deducida del segundo momento de la “Analítica de lo bello” sostiene “Bello
es lo que place universalmente sin concepto” (KU, AA V, 219). El objeto
natural, en la medida en que es enjuiciado como bello, se constituye en la
expresión sensible de la idea estética (i.e., de la representación intuitiva de la
imaginación que da lugar a mucho pensar). Cabe destacar que el objeto es
expresión de la idea estética en la medida en que es enjuiciado estéticamente
como bello y no en la medida en que es enjuiciado objetivamente con fines
cognoscitivos. De esta manera, queda indicado un camino para pensar el rol
de las ideas estéticas en un dominio que excede el de las creaciones del arte
bello. El enjuiciamiento de la naturaleza como bella es suficiente para
despertar y comunicar ideas estéticas. La idea estética es despertada por la
reflexión sobre una intuición dada. A su vez, la idea estética es comunicada
mediante los juicios sobre lo bello. En suma, si bien la idea estética no puede
ser expresada plenamente por palabras o conceptos determinados, admite una
expresión que es inefable y que se identifica con el enjuiciamiento de lo bello
(el cual expresa un sentimiento de placer desinteresado, universal, conforme
a fin sin presuponer un concepto determinado, y necesario). No solo el
sentimiento estético frente a una obra de arte, sino también aquel que surge
con ocasión de la naturaleza despiertan y comunican las ideas estéticas. En
suma, la belleza (sea natural o artística) es expresión de las ideas estéticas.
Esta expresión se manifiesta a través de dos roles: el que consiste en despertar
las ideas y el de comunicarlas a través de un enjuiciamiento de belleza.
Es importante destacar que las ideas (sean estéticas o de la razón) no
ofrecen conocimiento. Kant explica esto en los siguientes términos:

11
En la “Analítica de lo bello” de la KU se presenta un estudio detallado de lo bello que conduce a
cuatro definiciones de este sentimiento estético (KU, AA V, 201-244).

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Una idea estética no puede llegar a ser un conocimiento, porque es una intuición (de
la imaginación) para la que jamás puede encontrarse un concepto adecuado. Una
idea de razón no puede llegar a ser conocimiento, porque contiene un concepto (de
lo suprasensible), para el cual nunca puede darse una intuición apropiada (KU, AA
05, 342).

La concepción crítica kantiana del conocimiento supone una colaboración


entre representaciones heterogéneas: intuiciones y conceptos. Las ideas no
son conocimientos, puesto que en el caso de las ideas de la razón nos
encontramos con representaciones conceptuales que jamás pueden admitir
una presentación intuitiva adecuada: “un concepto formado por nociones
[conceptos del entendimiento], que sobrepasa la posibilidad de la experiencia,
es la idea o concepto de la razón” (KrV, A320/B377). Por su parte, las ideas
estéticas son intuiciones para las cuales no es posible encontrar un concepto
que las exprese de manera adecuada. A pesar de esta negación explícita sobre
la posibilidad de que una idea estética sea un conocimiento, en la Sección 3
de este artículo se desarrolla la tesis según la cual las ideas estéticas
proporcionan un particular tipo de conocimiento que Kant denomina
“simbólico”. Antes de abordar esta interpretación de las ideas estéticas, en la
siguiente sección serán expuestos los principales aspectos del conocimiento
simbólico tal como es desarrollado en la KU.

3. El conocimiento simbólico en el §59 de la KU


El §59 de la KU se titula “De la belleza como símbolo de la moralidad”. Allí
se comienza señalando que las intuiciones son requeridas para mostrar la
realidad de nuestros conceptos. Los conceptos empíricos se muestran a través
de ejemplos. Así, por ejemplo, el concepto casa se muestra mediante el
ejemplo de una construcción material que es utilizada como vivienda. Los
conceptos puros del entendimiento (categorías) se muestran mediante
esquemas, los cuales son concebidos como productos de la imaginación
trascendental que exhiben las condiciones sensibles universales que
posibilitan la aplicación de las categorías a los objetos dados en la
sensibilidad. Por ejemplo, el esquema de la categoría de causalidad es “la
sucesión de lo múltiple, en la medida en que está sometida a una regla” (KrV,

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A144/B183). Por su parte, las ideas de la razón (Alma, Mundo y Dios)12 son
conceptos necesarios que le otorgan unidad a los conceptos del entendimiento
y se originan en la razón misma. Los objetos de las ideas de la razón no
pueden ser dados en la experiencia, sino solo pensados. Así pues, las ideas de
la razón no admiten intuición alguna que les sea conforme. En suma, para
mostrar un concepto es preciso contar con una exhibición intuitiva de él.
Mientras que los conceptos empíricos se muestran mediante ejemplos, las
categorías lo hacen a través de esquemas. Por su parte, las ideas de la razón
no pueden ser mostradas, pues ninguna intuición es adecuada a ellas.
En este contexto, es introducido el concepto de hipotiposis entendido
como sensibilización (Versinnlichung). La hipotiposis puede ser de dos
clases: o bien esquemática (a través de ella el concepto recibe a priori su
intuición correspondiente), o bien simbólica (en este caso el concepto no
admite una intuición sensible adecuada y esta última le es dada solo de manera
analógica). En la hipotiposis simbólica la intuición coincide con el concepto
“simplemente según la forma de la reflexión y no según el contenido” (KU,
AA V, 351). Se abre así la posibilidad de una sensibilización simbólica de las
ideas de la razón.
Kant insiste en el carácter intuitivo de toda hipotiposis. Tanto las
sensibilizaciones esquemáticas como las simbólicas consisten en una
presentación intuitiva de algún concepto. Con esta concepción de lo
simbólico Kant toma distancia de ciertas acepciones que tergiversan el
sentido de esta palabra. De este modo, la representación 5 no es un símbolo
del concepto numérico cinco, pues 5 no es una presentación intuitiva del
concepto. Dado que podría haberse elegido otra representación gráfica para
designar el concepto cinco, los signos sensibles que designan conceptos
algebraicos e incluso las palabras que usamos en nuestra vida cotidiana no
son símbolos, sino meros caracterismos que sirven como expresiones de
ciertos conceptos. Estos caracterismos no contienen nada en la intuición que
corresponda con el concepto. Para que haya sensibilización de un concepto
se requiere que la intuición que presenta el concepto contenga algo de este
último. En este contexto hay que comprender la contraposición entre los
elementos intuitivos del conocimiento y los discursivos. Las exhibiciones

12
Aquí se utiliza la expresión “ideas racionales” en sentido estricto (Alma, Mundo y Dios son las ideas
de la razón teórica, mientras que libertad es una idea de la razón práctica).

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esquemáticas y las simbólicas son ambas de carácter intuitivo. De este modo,


lo simbólico no se opone a lo intuitivo, sino a lo discursivo (i.e. a las
representaciones conceptuales).
Veamos ahora con mayor detalle en qué consiste una analogía:

la facultad de juzgar lleva a cabo un negocio doble, de aplicar primeramente el


concepto al objeto de una intuición sensible y luego, en segundo término, de aplicar
la mera regla de la reflexión sobre esa intuición a un objeto enteramente distinto,
para el cual el primero es solo el símbolo (KU, AA 05, 352).

Es decir, la analogía consta de dos momentos. Primero, se aplica un concepto


a un objeto dado de manera sensible (llamémoslo Objeto-S). Segundo, se
aplica la regla de la reflexión sobre el Objeto S a un objeto enteramente
distinto (llamémoslo Objeto-X). Como resultado, el Objeto-S deviene en un
símbolo del Objeto-X. Ambos objetos son análogos, pues comparten cierta
regla de la reflexión. Podemos analizar este proceder analógico a través de un
ejemplo que ofrece Kant:

un Estado monárquico es representado por un cuerpo animado cuando es gobernado


por leyes populares internas y, en cambio, por una simple máquina (como acaso un
molinillo manual) cuando es gobernado por una única voluntad absoluta, mas en
ambos casos sólo simbólicamente. Pues entre un Estado despótico y un molinillo
manual no hay por cierto parecido alguno, aunque sí entre las reglas para reflexionar
sobre ambos y su causalidad (KU, AA 05, 352).

La primera de las analogías presentes en este ejemplo puede


reconstruirse del siguiente modo: i) se aplica el concepto de cuerpo animado
a un objeto dado en la sensibilidad y dotado de vida; ii) se aplica la regla de
la reflexión contenida en i) a un Estado monárquico gobernado por leyes
populares internas. Luego, el objeto conceptualizado como cuerpo animado
deviene en símbolo del Estado monárquico. Es decir, un cuerpo animado es
símbolo de un Estado monárquico. La segunda analogía presente en el pasaje
antes citado permite concluir que una simple máquina es símbolo de un
Estado despótico. En ambas analogías se observa que entre el símbolo y lo
simbolizado no hay parecido alguno en cuanto a la intuición. La analogía se

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fundamenta en la regla de reflexión que puede aplicarse tanto al símbolo


como a lo simbolizado.
A partir de la hipotiposis simbólica es introducida la noción de
conocimiento simbólico. Mediante este no se determina teóricamente objeto
alguno, sino meramente un modo de representación subjetivo del objeto que
es simbolizado. Es decir, exponer simbólicamente un objeto no implica
atribuirle determinadas propiedades de manera objetiva. Esto permite
sensibilizar conceptos que no pueden ser presentados en la intuición de
manera directa. Así pues, todo nuestro conocimiento de Dios es simbólico.
Podemos conocer simbólicamente a Dios como un ser dotado de voluntad,
entendimiento, bondad, etc. Estas propiedades pueden ser atribuidas a Dios
solo por medio de una analogía con objetos sensibles que poseen tales
características. Asimismo, el conocimiento simbólico nos permite sensibilizar
la idea de Dios a través del símbolo de un creador. Así como el ser humano
es pensado como creador de un reloj, Dios puede ser pensado como creador
del mundo. De este modo, es posible exponer simbólicamente el concepto de
Dios como creador.13
En este contexto se formula la tesis “lo bello es símbolo del bien ético”
(KU, AA 05, 353). Sin analizar en detalle el alcance de esta analogía entre la
belleza y la eticidad, podemos mencionar algunos puntos presentes en ella: i)
lo bello y la moralidad implican un placer inmediato (el gusto lo hace en la
mera intuición, sin suponer concepto alguno; la moral place en la medida en
que la ley moral conlleva a priori un sentimiento que se denomina respeto);
ii) lo bello place de manera desinteresada, pues el juicio de gusto no supone
la existencia efectiva del objeto bello. Por su parte, la moral no se basa en
interés empírico alguno, pero implica un interés que se deriva de la ley moral,
a saber: la realización de la moralidad; iii) en lo bello la imaginación, libre
del influjo de conceptos determinados, es representada como si estuviese en
conformidad con las leyes del entendimiento. En el juicio moral la voluntad
libre está pensada en concordancia consigo misma, según leyes de la razón;
iv) el juicio de gusto tiene una pretensión de validez universal que no se basa
en conceptos. Por su parte, la moralidad es universal, es decir, es un mandato
válido para todo sujeto y para todas sus acciones. Esta universalidad, a

13
Los conceptos de analogía y de conocimiento simbólico son desarrollados en otros lugares del corpus
kantiano. Véase KrV, A179/B 222; KU, §90, AA V, 463s.; Anth, §38, AA VII, 191s.; FM, AA XX,
280s.; Prol, §§57-58, AA IV, 357s.; Log, §84, AA IX, 132.

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diferencia de los juicios sobre lo bello, se basa en un concepto a priori (a


saber: la libertad).
Vemos así que la analogía no se basa en un contenido intuitivo
compartido por lo que es simbolizado y el símbolo. El fundamento de la
analogía es una misma regla que permite reflexionar sobre ambos objetos (el
símbolo y lo simbolizado). Hasta aquí hemos visto que la hipotiposis
simbólica permite sensibilizar ideas de la razón (como la idea de Dios) y
conceptos morales (como la idea de bien moral). No obstante, las hipotiposis
simbólicas permiten sensibilizar muchos conceptos que no se identifican con
las ideas de la razón, ni con los conceptos morales:

Nuestra lengua está llena de presentaciones indirectas de esa índole, según una
analogía a través de la cual la expresión contiene, no el esquema propiamente tal
para el concepto, sino meramente el símbolo para la reflexión. Así, las palabras
fundamento (apoyo, base), depender (ser tenido desde arriba), fluir de algo (en vez
de seguir), substancia (como se expresa Locke: el portador de los accidentes) e
incontables otras son hipotiposis, no esquemáticas, sino simbólicas, y expresiones
para conceptos no por medio de una intuición directa, sino solo por analogía con
esta, es decir, según la traslación de la reflexión desde un objeto de la intuición hacia
un concepto enteramente distinto, al que tal vez no pueda corresponder directamente
nunca una intuición (KU, AA 05, 352-353).

Resulta problemático que Kant mencione “sustancia” como ejemplo


de una palabra que se presenta mediante hipotiposis simbólica, pues en las
primeras líneas del mismo §59 queda indicado que los conceptos puros del
entendimiento (y puede inferirse que también las palabras que permiten
comunicar tales conceptos) se presentan en la intuición de manera directa o
esquemática. Considero que este problema puede resolverse del siguiente
modo: que un concepto admita una hipotiposis esquemática (es el caso de las
categorías) o una presentación a través de un ejemplo (es el caso de aquellos
conceptos empíricos que se refieren a objetos materiales) no excluye la
posibilidad de exhibir de manera simbólica tales conceptos. Con el fin de
arrojar luz sobre esta cuestión podemos tomar un ejemplo: el concepto
empírico de estrella. Es cierto que este concepto puede presentarse de manera
sensible a través de ejemplos (e.g. Sol, Sirius, Polaris). No obstante, el
concepto empírico estrella también puede sensibilizarse de manera simbólica.
En este caso, un poeta podría presentar simbólicamente el concepto estrella

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mediante la expresión “faro”, en la medida en que tanto un faro como una


estrella pueden servir a los marineros para orientarse en el espacio. De forma
análoga, el concepto de sustancia admite una sensibilización esquemática (la
permanencia), pero ello no excluye que además pueda ofrecerse una
hipotiposis simbólica de tal concepto (la expresión “el portador de los
accidentes” puede servir como exhibición simbólica del concepto puro del
entendimiento sustancia). A partir de estas observaciones podemos inferir que
todo concepto (y la palabra que se utiliza para comunicar el concepto) admite
sensibilizaciones simbólicas. A la inversa, no todo concepto y palabra
admiten una hipotiposis esquemática o un ejemplo. Así pues, hay conceptos
que solo pueden ser sensibilizados de manera indirecta o simbólica. Estos
conceptos son las ideas de la razón, los conceptos morales y todo concepto
empírico que no se refiera a un objeto material (e.g., sentimientos, emociones,
rasgos de personalidad, entre otros). En suma, la exposición simbólica se
revela como un procedimiento que permite sensibilizar numerosos conceptos
que exceden aquellos que Kant denomina ideas de la razón. Se ha señalado
que además de las ideas racionales en sentido estricto, es posible simbolizar
conceptos empíricos y conceptos puros del entendimiento. Esto permite
conectar la teoría kantiana de la hipotiposis simbólica con la noción de idea
estética, pues cuando el poeta expresa un concepto de manera metafórica no
hace más que ofrecer una presentación simbólica del concepto. Incluso sin
necesidad de recurrir a la actividad de los poetas, es notorio el hecho de que
nuestro lenguaje coloquial se encuentre lleno de presentaciones simbólicas,
como cuando hablamos de “la frialdad de una persona” o “la calidez de su
mirada”.
A modo de síntesis sobre lo expuesto en esta Sección, puede afirmarse
que la teoría kantiana de la hipotiposis simbólica permite sensibilizar
diferentes tipos de conceptos. En primer lugar, podemos mencionar aquellos
conceptos que, si bien admiten ejemplos o esquemas, además pueden ser
presentados de manera simbólica. En segundo lugar, encontramos las ideas
de la razón (e.g., Dios). En tercer término, encontramos las hipotiposis
simbólicas de conceptos morales (e.g., el bien moral). Finalmente
encontramos un amplio campo de conceptos empíricos que no admiten
ejemplos de manera directa, pues no se refieren a cosas materiales. En este
grupo podemos mencionar conceptos (y palabras) que se refieren a algo
inmaterial: (e.g., sentimientos, emociones, intenciones subjetivas, rasgos de

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personalidad, entidades ficticias producidas por la imaginación creadora


—Nueva York puede ser pensada como un símbolo de Ciudad Gótica—).

4. La función cognitiva de las ideas estéticas


En la Sección 1 hemos señalado que las ideas estéticas son representaciones
de la imaginación que dan lugar a mucho pensar, sin que sea posible captar
mediante un concepto determinado y adecuadamente el contenido intuitivo
de tales ideas. Asimismo, hemos sostenido que, si bien las ideas estéticas se
muestran con mayor frecuencia en el arte bello, esto no significa que estas
intuiciones de la imaginación limiten su campo de acción al arte bello. De
hecho, Kant sostiene explícitamente que la belleza (sea natural o artística) es
expresión de las ideas estéticas. En la Sección 2 se ha elucidado la noción
kantiana de conocimiento simbólico. Este permite la exposición sensible,
indirecta o analógica, de conceptos de diverso tipo, a saber: ideas de la razón
(e.g., Dios), conceptos morales (e.g., el bien moral) y conceptos que no aluden
a ideas de la razón, ni a conceptos morales, pero admiten hipotiposis
simbólicas (e.g., conceptos puros del entendimiento, sentimientos,
emociones). En relación con este último grupo de conceptos hemos visto que
incluye representaciones discursivas que además de la hipotiposis simbólica
admiten la exhibición directa en la intuición. Así pues, es importante destacar
que, si bien la teoría de la exposición simbólica está destinada a ofrecer un
modo de exhibición indirecta para aquellos conceptos que no pueden
presentarse de manera directa en la sensibilidad, también es posible exponer
simbólicamente aquellos conceptos que se presentan intuitivamente mediante
esquemas o ejemplos. Por lo tanto, todo concepto admite sensibilizaciones
indirectas o simbólicas y solo algunos conceptos admiten ejemplos (a saber:
aquellos conceptos empíricos que se refieren a objetos materiales) o esquemas
(en cuyo caso nos hallamos ante los conceptos puros del entendimiento).
Hasta aquí hemos visto que las ideas estéticas no proporcionan
conocimiento alguno. Sin embargo, tras haber analizado la teoría kantiana del
conocimiento simbólico estamos en condiciones de atribuirle una función
cognitiva a las ideas estéticas, pues estas representaciones de la imaginación
ofrecen conocimiento simbólico, aunque no proporcionan conocimiento
objetivo. Es decir, mediante las ideas estéticas no es posible determinar o
atribuir propiedades a algo de manera objetiva. No obstante, las ideas

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estéticas cumplen una función cognitiva que debe ser comprendida a la luz de
la noción de conocimiento simbólico.
En la KU encontramos afirmaciones que niegan explícitamente la
función cognitiva de las ideas estéticas, por ejemplo: “una idea estética no
puede llegar a ser un conocimiento, porque es una intuición (de la
imaginación) para la que jamás puede encontrarse un concepto determinado”
(KU, AA 05, 342). Aquí queda indicado que la idea estética no brinda
conocimiento, dado que la intuición carece de su contraparte conceptual
determinada. Esta concepción del conocimiento se refiere al conocimiento
teórico mediante el cual un objeto debe ser expuesto de manera directa en la
sensibilidad. Sin embargo, nada se dice en este pasaje sobre la posibilidad o
imposibilidad de que una idea estética ofrezca conocimiento simbólico. A
continuación, se ofrecerá una explicación sobre la contribución de las ideas
estéticas para la obtención de conocimientos simbólicos.
En primer término, es posible afirmar que una idea estética ofrece
conocimiento simbólico de conceptos determinados. Por ejemplo, “el eterno
espectador” es una sensibilización simbólica del concepto de Dios. La
analogía que subyace a esta hipotiposis simbólica podría reconstruirse del
siguiente modo:

Dios es un ser que todo lo ve


El eterno espectador posee la capacidad de ver todo lo que acontece, lo acontecido
y lo que acontecerá.
Por lo tanto, el eterno espectador es símbolo de Dios.

Mediante un proceso de simbolización, el concepto de Dios se


presenta simbólicamente en una totalidad intuitiva (el eterno espectador).
Cabe destacar que no solo adquiere una presentación simbólica el concepto,
sino también la palabra que acompaña a tal concepto. De este modo, es
posible presentar de manera sensible numerosos conceptos que no admiten
una exhibición directa en la sensibilidad (ya sea mediante esquemas o
ejemplos) y así obtener un conocimiento simbólico de conceptos que de otro
modo no podrían ser expuestos en la sensibilidad. Ahora bien, como ya hemos
señalado en la Sección 2 de este trabajo, también es posible obtener una
exposición simbólica de conceptos que admiten una presentación directa en
la sensibilidad. El ejemplo que ofrece Kant es la hipotiposis simbólica de

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sustancia como “el portador de los accidentes”. Esto nos permite inferir que
los conceptos puros del entendimiento y los conceptos empíricos que se
refieren a cosas materiales no solo proporcionan conocimiento objetivo
(cuando la intuición sensible correspondiente es subsumida bajo los
conceptos en cuestión), sino también un conocimiento simbólico (lo cual
sucede cuando el concepto es exhibido en la sensibilidad por medio de una
analogía). Dado que las ideas estéticas son ejemplos de exposiciones
simbólicas, es legítimo afirmar que ellas constituyen los posibles contenidos
intuitivos que posibilitan el conocimiento simbólico de conceptos que se
someten a este proceso de exposición en la sensibilidad por medio de una
analogía. El conocimiento que se obtiene consiste en la exhibición del
concepto a través de un particular tipo de símbolo: la idea estética. ¿Por qué
afirmamos que la idea estética es un símbolo? En primer término, ellas tienen
un contenido intuitivo que permite presentar de manera sensible un concepto.
En segundo lugar, esta presentación en la sensibilidad es indirecta, es decir,
analógica. Si retomamos algunos de los ejemplos que ya hemos mencionado
en este trabajo, puede observarse el carácter analógico mediante el cual una
idea estética exhibe de manera simbólica un concepto. “El eterno espectador”
expone indirectamente el concepto de Dios (Dios es al mundo, como un
eterno espectador es a lo observado; luego “el eterno espectador” es un
símbolo de Dios); “el de los pies ligeros” sensibiliza de manera indirecta el
concepto de velocidad (la velocidad es a la luz, como “el de los pies ligeros”
es a Aquiles; luego, “el de los pies ligeros” es un símbolo de la velocidad).
Por lo tanto, las ideas estéticas cumplen una función cognitiva, ya que ellas
constituyen el elemento intuitivo del conocimiento simbólico de conceptos
determinados.
Recordemos que las ideas estéticas además poseen la propiedad de
despertar un pensamiento, y con ello, una actividad conceptual que revela la
insuficiencia del entendimiento para capturar la totalidad intuitiva de una idea
estética. De este modo, “el de los pies ligeros” da lugar a conceptos como
liebre, astucia o inteligencia pragmática, los cuales no logran expresar de
manera adecuada la totalidad intuitiva contenida en la idea estética. “El de los
pies ligeros” queda así ligado a numerosos conceptos, de modo tal que es
legítimo que nos preguntemos si la idea estética exhibe de manera simbólica
esta multiplicidad de conceptos que aspiran infructuosamente a captar el
contenido de tales representaciones de la imaginación. Si tomamos como
ejemplo el concepto de inteligencia pragmática en relación con la idea estética

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“el de los pies ligeros” podemos reconstruir una analogía del siguiente tipo:
la inteligencia pragmática es a la superación de las dificultades, como “el de
los pies ligeros” es a la ventaja de Aquiles en el campo de batalla; luego, “el
de los pies ligeros” es símbolo del concepto de inteligencia pragmática.
Vemos así que, gracias a esta analogía, es posible afirmar que el contenido
intuitivo de una idea estética constituye una exhibición intuitiva simbólica de
los conceptos que intentan capturar el contenido de la representación de la
imaginación. De este modo, las ideas estéticas que surgen en el campo de la
creación artística constituyen conocimiento simbólico, ya que presentan
intuitivamente y de manera indirecta el concepto que es reelaborado por el
artista (e.g. Homero reelabora el concepto de velocidad y lo expresa mediante
la imagen: “el de los pies ligeros”), así como aquellos conceptos que surgen
con ocasión de la idea estética (e.g., el concepto de inteligencia pragmática se
presenta simbólicamente a través de la imagen “el de los pies ligeros”).14
Ahora bien, dado que las ideas estéticas no solo surgen con ocasión
de ciertos conceptos (en cuyo caso nos encontramos con las ideas estéticas
ligadas a las creaciones artísticas), es preciso indagar en qué sentido las ideas
estéticas ofrecen conocimiento simbólico frente a la naturaleza no
conceptualizada (i.e., la naturaleza que es enjuiciada como bella). Esta
necesidad surge debido a que en el caso de las ideas estéticas que surgen con
ocasión de la belleza natural no es posible suponer un concepto que determine
aquello que es enjuiciado como bello. Recordemos que las ideas estéticas son
intuiciones de la imaginación que tienen una doble direccionalidad: por un
lado, aspiran a presentar un concepto; por otro, dan lugar a mucho pensar, sin
que sea posible capturar a través de un concepto determinado el contenido
intuitivo que ellas contienen. Ahora bien, pareciera que este carácter
intermedio de las ideas estéticas entre dos polos de carácter conceptual solo
es válido en el caso de las ideas estéticas que surgen con ocasión de la belleza
artística. En el caso de las ideas estéticas que surgen frente a la belleza natural
uno de los polos es reemplazado por la mera intuición de la naturaleza que es
enjuiciada como bella. Así pues, es posible contrastar dos situaciones: i) el
concepto que subyace a la belleza artística despierta ideas estéticas que dan
lugar a una multiplicidad de conceptos inadecuados; ii) la belleza natural (sin
concepto) despierta ideas estéticas que dan lugar a una multiplicidad de

14
Más adelante retomaremos el análisis del conocimiento simbólico al que contribuyen las ideas
estéticas que surgen gracias a la imaginación creadora de un artista.

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conceptos indeterminados. En el primer caso, nos encontramos con un


concepto determinado que se presenta de manera simbólica a través de las
intuiciones contenidas en la idea estética. En el segundo caso, encontramos
una naturaleza que se presenta sin estar determinada por conceptos
determinados. A las representaciones del primer caso, las denominaremos
ideas estéticas artísticas; y a las del segundo caso, las llamaremos ideas
estéticas naturales. Además, la belleza (sea natural o artística) despierta la
idea estética, la cual es una intuición de la imaginación que da lugar a mucho
pensar, sin que sea posible encontrar un concepto determinado que pueda
capturar adecuadamente el contenido intuitivo de la idea estética.
Frente a esta situación, es legítimo preguntarse en qué consiste el
conocimiento simbólico al que contribuyen las ideas estéticas naturales. En
este tipo de ideas estéticas no podemos encontrar intuiciones como la
contenida en la creación poética “el de los pies ligeros”, pues ello sucede en
el caso de las ideas estéticas artísticas. En el caso de las ideas estéticas
naturales “la mera reflexión sobre una intuición dada, sin concepto de lo que
el objeto deba ser, es suficiente para despertar y comunicar la idea, de la cual
aquel objeto es considerado la expresión” (KU, AA 05, 320). De aquí puede
inferirse que es el juicio de gusto puro (la mera reflexión) lo que despierta la
idea. Ahora bien, un juicio de gusto tiene la estructura del tipo “x es bello”,
donde x es cualquier objeto natural que es juzgado bello. En el pasaje recién
citado se afirma que el objeto sobre el cual se reflexiona —es decir, la x de
“x es bello”— es la expresión de la idea estética [natural]. Por lo tanto, la idea
estética ocasionada por la belleza natural no es expresada por alguna creación
del genio, sino por el objeto bello (por la x del juicio “x es bello”). Así pues,
el contenido intuitivo de una idea estética natural colapsa con la belleza
natural misma, es decir, con aquello que genera un despertar de la idea
estética. Esto no sucede en el caso de una idea estética artística, ya que en
estas lo que despierta la idea es algún concepto que el genio presenta
intuitivamente de manera analógica, mientras que lo que expresa la idea
estética es alguna intuición como la contenida en la frase “el de los pies
ligeros”.
Ahora bien, “la belleza (sea belleza natural o belleza artística) puede
ser llamada en general la expresión de ideas estéticas” (KU, AA 05, 320).
¿Cómo entender esta afirmación? Intentaré ofrecer una respuesta a través de
un ejemplo. “La rosa es bella” es un juicio sobre la belleza natural. Aquí el

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predicado “es bella” no se fundamenta en el concepto de rosa, sino en la


conformidad a fin entre la imaginación y el entendimiento frente a la intuición
de la rosa. La belleza no expresa una propiedad del objeto rosa, sino un
sentimiento de placer peculiar que se fundamenta en el libre juego entre la
imaginación y el entendimiento. Por lo tanto, que la belleza sea una expresión
de las ideas estéticas no significa que los objetos materiales (e.g., la rosa) sean
expresiones de una idea estética. En lugar de ello, la belleza es
primordialmente un sentimiento subjetivo que no dice nada sobre el objeto.
Puede concluirse que el sentimiento de lo bello es la expresión de las ideas
estéticas. Este sentimiento posee un carácter intuitivo, el cual puede ser
entendido como la intuición requerida por el conocimiento simbólico
implicado por las ideas estéticas.
Recapitulemos en qué consisten los elementos involucrados en el
conocimiento simbólico de una idea estética natural. Por un lado, podemos
afirmar que hay un componente intuitivo que colapsa con el sentimiento de
belleza que surge al formular un juicio de gusto puro. Por otro lado, el
contenido conceptual remite a todos aquellos conceptos que surgen con
ocasión de la idea estética y mediante los cuales se revela la insuficiencia de
los conceptos determinados para capturar la totalidad intuitiva contenida en
la idea estética. Dado que aquí estamos analizando las ideas estéticas
naturales, la totalidad intuitiva no es otra más que el sentimiento de lo bello.
Un juicio como “la rosa es bella” implica un sentimiento que expresa el
contenido intuitivo de la idea estética. Esta idea estética da lugar a una
multiplicidad de conceptos que se revelan inadecuados, por ejemplo:
“alegría”, “tranquilidad”, “armonía”. Ninguno de estos conceptos logra
expresar de manera adecuada la totalidad intuitiva contenida en el sentimiento
de lo bello natural que se identifica con una idea estética. Este sentimiento de
placer estético puro, contenido en la idea estética natural, expresa de manera
simbólica los diversos conceptos que se revelan insuficientes para capturar la
totalidad intuitiva de la idea estética. Así, el sentimiento de placer implicado
en “la rosa es bella” expone de manera simbólica (a través de una intuición)
conceptos como “alegría” o “armonía”. La analogía implicada en esta
exposición simbólica podría adoptar la forma: la alegría es a los pueblos
libres, como el sentimiento de belleza (contenido en “la rosa es bella”) es al
ánimo del sujeto que emite un juicio de gusto puro; luego, el sentimiento de
belleza es un símbolo de la alegría.

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Ahora bien, según la interpretación que estamos proponiendo, hay que


diferenciar el contenido intuitivo de una idea estética artística de aquel que
está presente en una idea estética natural. El contenido intuitivo de la idea
estética artística consta de los siguientes elementos: por un lado, está la
totalidad intuitiva que representa la exposición simbólica de un concepto y se
identifica en última instancia con algún aspecto de la creación artística; por
otro lado, está el sentimiento de placer estético que surge con ocasión de la
obra de arte. En contraposición, el contenido intuitivo de la idea estética
natural consta de un único elemento: el sentimiento de placer ocasionado por
un juicio sobre la belleza natural.
Situados en este punto, podría objetarse que no hay motivos para
llamar idea a la intuición implicada en un juicio de gusto puro, pues no queda
claro en qué consiste la totalidad intuitiva de la idea estética natural. En el
caso de la idea estética artística la totalidad intuitiva está íntimamente ligada
al concepto determinado que el artista reelabora mediante la imaginación
creadora, pero en el caso de las ideas estéticas naturales no podemos suponer
tal concepto determinado. Para responder a esta objeción, es preciso
desarrollar el concepto de idea normal estética.15 Esta noción es desarrollada
en el §17 de la KU:

la idea normal estética […] es una intuición singular (de la imaginación) que
representa el patrón del enjuiciamiento del hombre como una cosa perteneciente a
una particular especie animal […] La idea normal debe tomar de la experiencia sus
elementos para la figura de un animal de especie particular; mas la mayor
conformidad a fin en la construcción de la figura que fuese idónea para ser patrón
universal del enjuiciamiento estético de cada individuo de esta especie, la imagen
que, por decir así, la técnica de la naturaleza ha puesto intencionadamente como
fundamento, a lo cual solo la especie en su totalidad, pero no un individuo aislado,
se adecúa, reside solo en la idea de los que juzgan que, sin embargo, puede ser
presentada completamente in concreto, con sus proporciones, como idea estética en
una imagen modelo (AA 05, 233).

Vemos en este pasaje que la idea normal estética es una intuición de


la imaginación que actúa como un patrón de enjuiciamiento estético. Esto
significa que la idea normal estética es “la forma que constituye la

15
Sobre el vínculo entre las ideas estéticas y las ideas normales estéticas puede consultarse Matherne
(2013, pp. 30-31), Kneller (2007, pp. 104-105) y Makkreel (1990, pp. 114-119).

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indeclinable condición de toda belleza y, por tanto, es solo la corrección en la


presentación del género” (KU, AA 05, 235). Expresado en otros términos, la
idea normal constituye un criterio necesario (aunque no suficiente) para
juzgar un individuo como un bello ejemplar de un determinado género. Se
trata de una imagen que no contradice ninguna condición bajo la cual un
individuo puede ser juzgado como un bello ejemplar de una especie o género.
La idea normal no contiene nada específico-característico, pues ella es normal
para el género. La idea normal es presentada como una imagen que toma de
la experiencia los elementos para la figura de un animal de una especie
particular, pero la construcción de esta imagen en tanto patrón de
enjuiciamiento no tiene un origen empírico, sino que se fundamenta en la
técnica de la naturaleza (este concepto es desarrollado en distintos momentos
de la KU y permite que la naturaleza sea representada en analogía con el arte,
ampliando de ese modo, la representación de la naturaleza como un mero
mecanismo).16 Solo la especie en su totalidad puede adecuarse a la idea
estética. Es decir, ningún individuo aislado puede ser la presentación de la
idea estética. Sin embargo, la idea normal puede presentarse completamente
in concreto como una idea estética en una imagen modelo. Kant ofrece como
ejemplos de este tipo de presentaciones dos esculturas griegas del siglo V a.
C.: el Doríforo de Policleto y la vaca de Mirón.
¿En qué medida la idea normal estética permite arrojar luz sobre las
ideas estéticas naturales en tanto ideas? En primer término, las ideas estéticas
son las únicas imágenes que permiten presentar completamente in concreto
aquel patrón de enjuiciamiento que se denomina idea normal estética. En
segundo lugar, la idea estética, en la medida en que es la condición
indeclinable de la belleza, posee su fundamento en la técnica de la naturaleza
(es decir, en la naturaleza considerada como si fuese una obra de arte). Así
pues, las ideas estéticas que surgen con ocasión de la belleza natural se basan
en una contemplación de la naturaleza concebida en analogía con el arte.
Vemos así que la naturaleza puede ser bella en la medida en que es enjuiciada
como si fuese el resultado de una técnica (de una finalidad), pues solo de este
modo es posible enjuiciar a la naturaleza por encima del determinismo
mecanicista. Si la naturaleza no fuese enjuiciada en analogía con una obra de
arte, solo tendríamos de ella conocimiento teórico y no sería posible, por

16
Más adelante desarrollaremos con mayor precisión el concepto de técnica de la naturaleza. Para una
ampliación sobre este tema, véase Di Sanza (2010).

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ejemplo, formular el juicio estético puro “la flor es bella”. Gracias a esta
analogía de la naturaleza con el arte es posible explicar que las ideas estéticas
naturales sean ideas, es decir, que remitan a una totalidad intuitiva y a la
noción de un máximo. Esta totalidad y este máximo al que aspira una idea
estética natural son la consecuencia de una naturaleza considerada como arte.
En última instancia la naturaleza concebida como producto de una técnica
intencional conduce a la hipótesis de un entendimiento intuitivo, es decir, un
entendimiento que crea sus objetos mediante el acto de pensarlos. Tal como
lo indica Di Sanza:

El fundamento de una causalidad según fines no reside en la naturaleza sino un


sustrato suprasensible de la misma, que para las capacidades de conocimiento
humano está vedado, pero no para un entendimiento intuitivo. El resultado último
de este movimiento de reflexión es la identificación del entendimiento intuitivo con
el sustrato suprasensible de la naturaleza. Se trata de una "causa inteligente del
mundo que obra conforme a fines" [KU, AA V: 389], y de una naturaleza
representada como producto de dicha causa (2010, p. 265).

En el §23 de la KU encontramos una explicitación del concepto de


técnica de la naturaleza que se halla a la base de la belleza natural
independiente (es decir, de aquella belleza que no supone un concepto de lo
que la cosa debe ser):

La belleza natural independiente nos descubre una técnica de la naturaleza que la


hace representable como un sistema según leyes, cuyo principio no hallamos en
nuestra entera facultad del entendimiento, a saber, como el de una conformidad a
fin que es respectiva del uso de la facultad de juzgar en referencia a los fenómenos,
de manera que estos tienen que ser juzgados no solo como pertenecientes a la
naturaleza en su mecanismo desprovisto de finalidad, sino también como
pertenecientes a la analogía con el arte. Aquella amplía, pues, efectivamente, no
nuestro conocimiento de los objetos naturales, pero sí nuestro concepto de la
naturaleza, a saber, desde el simple mecanismo al concepto de aquella misma como
arte: lo que invita a hondas indagaciones sobre la posibilidad de una tal forma (AA
05, 246).

Así pues, la belleza natural que despierta ideas estéticas no es un mero


mecanismo desprovisto de finalidad. Es la naturaleza concebida como si fuese

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el producto de una técnica intencional la que despierta determinadas ideas


estéticas. Estas son ideas en la medida en que son la representación intuitiva
de un concepto de naturaleza según la analogía con el arte. Así como las ideas
estéticas del arte bello son ideas en la medida en que remiten a la noción
íntegra de un máximo (es decir, a la realización de cierta finalidad que está
contenida en el concepto de lo que la obra de arte debe ser), las ideas estéticas
de la belleza natural también son ideas en la medida en que aspiran a presentar
un máximo, el cual se basa en la finalidad contenida en el concepto de la
naturaleza como arte.
Luego de haber analizado en qué sentido una idea estética natural es
efectivamente una idea, estamos en condiciones de retomar nuestro estudio
sobre la función cognitiva de estas ideas de la imaginación. Con ocasión de
la idea estética natural surgen conceptos y palabras que intentan capturar esa
totalidad intuitiva que se denomina idea estética. La naturaleza es
contemplada como si fuese una obra de arte despierta la idea estética, la cual
da lugar a mucho pensar. De este modo, surgen nuevos conceptos y palabras
que intentan capturar el contenido intuitivo de esta idea estética. Puedo así
enjuiciar una nube bella como tranquila, un lago bello como virtuoso. Surgen
así nuevos matices conceptuales y lingüísticos que intentan aprehender la idea
estética natural (cuyo contenido es expresado por la belleza natural). Podemos
inferir que la intuición contenida en la idea estética natural (es decir, la belleza
natural) expone de manera simbólica aquellos conceptos que se revelan
incapaces de aprehender el contenido de la idea estética. En nuestro análisis
del §59 de la KU, hemos visto que “lo bello es símbolo del bien ético” (KU,
AA 05, 353). Esta analogía entre la belleza natural y la moralidad está
presente en la experiencia cotidiana, pues objetos bellos (de la naturaleza o
del arte) son denominados en analogía con conceptos ligados al
enjuiciamiento moral:

A edificios o árboles los llamamos majestuosos y espléndidos; a campiñas, risueñas


y alegres; aun a los colores se los llama inocentes, modestos, tiernos, porque
despiertan sensaciones que contienen algo análogo a la conciencia de un estado del
ánimo efectuado por juicios morales (KU, AA 05, 354).

Así pues, las ideas estéticas naturales, por un lado, simbolizan el concepto de
la naturaleza en analogía con el arte; por otro lado, simbolizan aquellos

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conceptos que pretenden aprehender la idea estética que se expresa mediante


la belleza natural.

5. Corolarios de la interpretación propuesta


El principal resultado de este trabajo consiste en la afirmación según la cual
las ideas estéticas cumplen una función cognitiva que debe ser analizada en
relación con el conocimiento simbólico. Hemos distinguido dos tipos de ideas
estéticas. Por un lado, las ideas estéticas artísticas proporcionan conocimiento
simbólico, dado que ellas son intuiciones de la imaginación que actúan como
exposiciones simbólicas de conceptos de diverso tipo. Así pues, una idea
estética artística puede exponer simbólicamente una idea de la razón, un
concepto moral, un concepto puro del entendimiento, o conceptos empíricos.
Pero, además, encontramos una exposición simbólica ulterior, dado que las
ideas estéticas dan lugar a mucho pensar. De este modo, la idea estética
artística es símbolo de dos polos conceptuales: por un lado, del concepto que
orienta la actividad del artista; por otro lado, de los conceptos que pretenden
capturar el contenido intuitivo de la idea estética artística. Por su parte, las
ideas estéticas naturales también ofrecen conocimiento simbólico. Por un
lado, permiten simbolizar una naturaleza que no está conceptualizada, pues la
belleza natural no supone concepto alguno de lo que la cosa enjuiciada debe
ser. No obstante, la idea estética natural expone simbólicamente el concepto
de una naturaleza que es pensada en analogía con el arte. Por otro lado, el
contenido intuitivo de la idea estética natural permite exhibir de manera
intuitiva simbólica aquellos conceptos que surgen con ocasión de una idea
estética natural y que aspiran, sin éxito, a captar adecuadamente el contenido
de estas ideas de la imaginación.
Ahora bien, la distinción que hemos trazado entre ideas estéticas
artísticas y naturales implica una diferencia estructural en el contenido
intuitivo de ambas clases de ideas estéticas. Como ya hemos señalado, las
ideas estéticas artísticas presentan mayor complejidad que las ideas estéticas
naturales en relación con su contenido intuitivo. Estas diferencias
estructurales en cuanto al contenido intuitivo implican algunas diferencias en
la función cognitiva que desempeñan las ideas estéticas. Veamos en primer
término qué es lo que simboliza una idea estética artística. Para ello, podemos
retomar la imagen poética “el de los pies ligeros”. En un primer nivel, esta
idea estética artística contiene dos elementos intuitivos, a saber: “el de los

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pies ligeros” y el sentimiento de placer ocasionado por el juicio de gusto


frente al arte bello. Ambos elementos intuitivos expresan de manera
simbólica el concepto de velocidad. Es decir, “el de los pies ligeros” y el
sentimiento de lo bello son exhibiciones simbólicas (intuitivas) del concepto
de velocidad. En un segundo nivel, “el de los pies ligeros” da lugar a mucho
pensar, con lo cual emerge una multiplicidad de conceptos que se revelan
incapaces de capturar adecuadamente la totalidad intuitiva contenida en “el
de los pies ligeros”. Así pues, astucia e inteligencia pragmática son ejemplos
de esos conceptos que pretenden capturar la intuición contenida en “el de los
pies ligeros”. De este modo, la idea estética artística a través de sus dos
componentes intuitivos presenta de manera simbólica los conceptos que
aspiran a capturarla. Los conceptos de inteligencia o astucia obtienen una
presentación simbólica a través del sentimiento de placer involucrado en el
juicio estético ante la obra de arte y a través de la idea estética “el de los pies
ligeros”. Por lo tanto, la idea estética artística permite una cuádruple
simbolización. Por un lado, el concepto de velocidad se presenta i)
simbólicamente a través del sentimiento de placer y ii) a través de la expresión
“el de los pies ligeros”. Y, por otro lado, conceptos como inteligencia o
astucia se presentan iii) simbólicamente a través del sentimiento de placer
estético frente al arte bello y iv) mediante la creación poética “el de los pies
ligeros”.
En contraste con esta cuádruple simbolización presente en las ideas
estéticas artísticas, las ideas estéticas naturales ofrecen una doble
simbolización. La idea estética ocasionada por la belleza natural contiene un
único elemento intuitivo: el sentimiento de placer involucrado en el
enjuiciamiento de la naturaleza como bella. Tomemos el ejemplo del juicio
“la rosa es bella”. Por un lado, el sentimiento de placer presenta i)
simbólicamente (y de manera intuitiva) el concepto rosa representado como
si fuese una obra de arte. Por otro lado, ii) la idea estética natural expresada a
través de “la rosa es bella” da lugar a mucho pensar. Es decir, se genera una
búsqueda de conceptos que pretenden captar adecuadamente el contenido
intuitivo de la idea estética natural. De este modo, “la rosa es bella” (expresión
de una idea estética natural) puede dar lugar a conceptos como tranquilidad o
armonía. Estos se presentan simbólicamente a través del elemento intuitivo
contenido en la idea estética natural, a saber: el sentimiento de placer ante la
belleza natural.

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Este contraste entre una cuádruple simbolización presente en el caso


de las ideas estéticas artísticas y una doble simbolización en la idea estética
natural permite abrir el espacio para una reflexión sobre la importancia de las
creaciones artísticas en la vida humana. Gracias al arte bello es posible
simbolizar conceptos de un modo más rico que en el caso de la belleza natural.
Este resultado nos permite inferir que el conocimiento simbólico que
posibilita el arte bello es más complejo que el conocimiento simbólico
implicado por la belleza natural, lo cual establece un campo de posibles
indagaciones futuras sobre el rol del arte bello en el desarrollo de las
capacidades cognitivas simbólicas.

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74 ISSN-e: 2445-0669
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La naturaleza racional en el pensamiento de Kant

DULCE MARÍA GRANJA CASTRO1

Resumen
En el escenario filosófico actual encontramos una intensa discusión sobre el
concepto de Dignidad Humana. En el pensamiento de Kant las nociones de Dignidad
humana y de Reino de los Fines están enlazadas indisolublemente, de modo que una
de ellas nos remite a la otra. Esta conferencia rastrea ese enlace, a fin de encontrar
pautas que muestren que el ser humano es un fin en si mismo, i.e., que el ser humano
no puede ser usado y que posee derechos que no pueden ser conculcados.
Palabras clave: Dignidad Humana, Reino de Fines, derechos humanos

Rational nature in Kant’s thought

Abstract
In the current philosophical scenario we find an intense discussion about the concept
of Human Dignity. In Kant’s thought, the notions of Human Dignity and the
Kingdom of Ends are indissolubly linked, so that one of them refers us to the other.
This conference traces that link, in order to find guidelines that show that the human
being is an end in itself, i.e., that the human being cannot be used and that he has
rights that cannot be violated.
Keywords: Human Dignity, Kingdom of Ends, Human Rights

A la memoria de Jacinto Rivera, gran amigo y extraordinario ser humano

1. Introducción
El origen de este texto es la invitación hecha por la Mesa Directiva de la
Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española para participar en el

1
Universidad Autónoma Metropolitana / Unidad Iztapalapa. Contacto: www.granjacastro.com.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 75-83
75 ISSN-e: 2445-0669
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Dulce María Granja Castro La naturaleza racional en el pensamiento de Kant

ciclo de conferencias dirigidas a personas interesadas en la filosofía kantiana


sin ser especialistas en ella.
Abordaré algunos aspectos de la tesis kantiana según la cual la
naturaleza racional es un fin en sí mismo, mostrando cómo Kant conecta estas
dos nociones y señalaré algunas de las consecuencias que se siguen de ello.
Usaré algunos textos de diversas obras kantianas que me han servido como
hilo conductor para elaborar esta conferencia.
En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (GMS, AA
04, 429), Kant sostiene que si ha de haber un principio práctico supremo, este
tiene que ser necesariamente fin para todos, por ser un fin en sí mismo y por
constituir un principio objetivo de la voluntad. Tal principio debe poder servir
como ley práctica universal. Para Kant el fundamento de tal principio es que
la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así es como el ser humano
se representa necesariamente su propia existencia, por lo cual este principio
también es un principio subjetivo de sus acciones. Además, así es como se
representa cualquier otro ser racional su existencia, según precisamente ese
mismo fundamento racional que vale para mí. Por ello este es un principio
objetivo, del cual, como de un fundamento práctico supremo, tienen que
poder ser derivadas todas las leyes de la voluntad. Kant entiende por precio
la estimación de un valor exterior relativo a ciertas necesidades y deseos y
consiste en el provecho y utilidad que proporciona. En contraste, la dignidad
es otro tipo de valor: es la estimación de un valor interior, incondicionado e
inmediato, el cual despierta en nosotros el sentimiento de respeto. En el reino
de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Hablamos de precio cuando
en el lugar de una cosa, puede ponerse otra cosa como equivalente. En
cambio, lo que se halla por encima de todo precio y no admite nada
equivalente, tiene dignidad. Esa peculiar clase de valor que tienen los seres
racionales y que se designa como dignidad es el valor por el cual reconocemos
a las personas como fines en sí mismos y respetamos sus decisiones, en el
sentido de que admitimos que ellas pueden determinar sus propias acciones y
reconocemos que sus fines escogidos son cosas buenas que ellas tienen
derecho de perseguir. Es decir: estamos obligados a no usurpar el control de
otras personas sobre sus propias acciones, forzándolas a hacer aquello que
creemos que sería mejor (GMS, AA 04, 434-435). Kant señala las
presuposiciones de la actividad racional que sirven de sustento a la
concepción de la naturaleza racional como fin en sí mismo y a la defensa del

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Dulce María Granja Castro La naturaleza racional en el pensamiento de Kant

estatuto moral del ser humano. La persona, entendida como fin en sí mismo,
es uno de los presupuestos de la elección racional. Porque somos racionales,
no podemos decidir conseguir un fin, a menos que lo tengamos como bueno.
Este requisito es esencial a la naturaleza del autoconocimiento que
fundamenta la acción racional. Un ser racional es un ser consciente de los
fundamentos o razones por las cuales cree algo o hace algo. Precisamente
porque somos conscientes de tales fundamentos, no podemos sostener una
creencia, ni ejecutar una acción, sin concebirlos como adecuados para
justificar tal creencia o acción. Decir que la búsqueda de un fin está
justificada, equivale a decir que dicho fin es bueno. Podemos decir que ser un
fin en sí mismo equivale a ser un ser con intereses racionales. Kant asume que
las razones son públicas, en el sentido de que no son neutras respecto del
agente, sino que tienen una fuerza normativa que se extiende a los demás
seres racionales. Tales seres poseemos pretensiones legales y morales los
unos frente a los otros, y, en ese sentido somos leyes los unos para los otros.
Kant concibe el acto de tomar una decisión racional como la adopción de un
principio en cuanto ley universal, es decir, en cuanto ley que gobierna tanto
mi propia conducta como la de los demás. Solamente las elecciones racionales
poseen un carácter normativo y son hechas en términos de un asentimiento a
lo que debe ser hecho, es decir, tienen el carácter de leyes. Todo ser racional
considera las cosas que son importantes para sí mismo, como si fueran
importantes absolutamente, porque cada uno se toma a sí mismo como
importante y al hacerlo muestra que se considera como un fin en sí mismo.
Esto es lo que significa que la naturaleza racional existe como fin en sí mismo
y que el ser humano necesariamente representa su propia existencia de esta
manera, de modo que esto es un principio de las acciones humanas. Los fines
que un ser racional se propone a discreción como efectos de sus inclinaciones
son solo relativos. Pero de que algo sea bueno para alguien en particular, no
se sigue que sea absolutamente bueno. Lo que valida la concepción de
nosotros mismos como seres racionales es que somos miembros de un reino
de fines, en el sentido de que somos miembros de una comunidad en la que
todos los seres racionales, como fines en sí mismos, hacen leyes para ellos
mismos siempre que hacen elecciones. Una elección racional presupone que
todo ser racional es legislador en el reino de los fines. Nuestra naturaleza
racional manifiesta que somos fines en sí mismos. Así como en el ámbito
político nuestra libertad está limitada por la libertad de los demás, igualmente
en el ámbito moral, el derecho de conferir valor absoluto a nuestros fines y

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 75-83
77 ISSN-e: 2445-0669
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Dulce María Granja Castro La naturaleza racional en el pensamiento de Kant

acciones está limitado por los derechos de los demás para conferir,
igualmente, valor absoluto a sus fines y acciones. Por ello solo si nuestra
máxima es moralmente permisible puede contar como ley. Esto significa que
nuestra máxima debe sujetarse al imperativo categórico. Debemos poder
quererla como ley universal. La capacidad de un ser racional para la elección
moral es lo que lo constituye como fin en sí mismo. La moralidad es la
condición bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí mismo, dado que
solo a través de la moralidad es posible ser un miembro creador de leyes en
el reino de los fines. Decir que nuestros fines o acciones deben ser tenidos
como buenos significa que deben poder ser normativos para cualquier agente
racional. Lo que nos da dignidad y nos constituye en fines en sí mismos, es la
autonomía o capacidad (Fähigkeit) que tenemos por naturaleza para darnos
una legislación moral y como predisposición (Anlage) para respetar la ley
moral. Así, las obligaciones morales están fundadas en nuestra naturaleza o
facultad racional y se manifiestan como exigencias de respeto hacia la
dignidad y autonomía propia y de los demás.
En la Metafísica de las Costumbres Kant usa los términos humanidad
y personalidad para referirse a ciertas capacidades o predisposiciones de la
voluntad humana y se adscriben a todos los seres humanos. Personalidad
moral es la libertad de un ser racional sujeto a las leyes morales que se da a sí
mismo (MS, AA 06, 223); por ello, persona es el sujeto cuyas acciones son
imputables. La ley en virtud de la cual nos consideramos obligados siempre
procede de nuestra propia razón práctica. Así pues, persona es un ser dotado
de razón práctica-moral, la cual impone deberes procedentes de la propia
razón. En el supuesto de que hubiera algo cuya existencia en sí misma tuviera
un valor absoluto, y que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de
determinadas leyes, entonces en eso, y solamente en eso, residiría el
fundamento de un posible imperativo categórico o ley práctica. Ese algo sería
un fin objetivo, un ser cuya existencia en sí misma es fin y en cuyo lugar no
se puede poner otro fin. Si no existiera tal ser, no encontraríamos nada de
valor absoluto ni tampoco un principio práctico supremo para la razón. La
moralidad es, pues, la única condición bajo la cual un ser racional puede ser
fin en sí mismo, porque solo por ella es posible ser un miembro legislador del
reino de los fines. Lo que autoriza a que la moral tenga tan altas pretensiones
es la participación que confiere al ser racional en la legislación universal,
haciéndolo apto para ser un miembro del reino de los fines; reino al cual ya
está destinado en virtud de su propia naturaleza libre respecto de las leyes

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 75-83
78 ISSN-e: 2445-0669
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naturales. Nada tiene otro valor sino aquél que la ley le determina. La
legislación que determina todo valor ha de tener un valor incondicionado. Por
ello la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza racional
(GMS, AA 04, 435-436). La naturaleza racional como fuente del valor está
vinculada con la libertad como capacidad de autodeterminación e
independencia de ser constreñido por la elección de otro (MS, AA 06, 237).
Una de las tesis centrales de la filosofía moral de Kant es que nuestra
capacidad para la deliberación y elección racionales es incondicionalmente
valiosa. Las normas morales expresan el valor de la naturaleza racional como
condición sine qua non de todo posible valor. Si algo es la condición
incondicionada del valor, debe tener valor incondicional y ser un fin en sí
mismo. Nuestra naturaleza racional es lo único apropiado para poseer tal valor
incondicional. Esta naturaleza racional es algo cuya existencia en sí misma
posee un valor absoluto y que, como fin en sí mismo, puede ser el fundamento
de leyes morales. Solamente un verdadero fin en sí mismo puede ser la base
de leyes objetivas prácticas que todo agente racional ha de obedecer. Algo es
un fin en sí mismo únicamente si es racionalmente necesario para todos los
agentes el estar comprometido con dicho fin. Si hay leyes morales válidas,
debe haber tales fines, porque una ley categóricamente vinculante define el
compromiso que todo agente debe tener por ser agente racional. Kant destaca
el elemento de necesidad práctica como una necesidad deliberada que no se
puede ignorar sin ir en contra de uno mismo. La humanidad es el único fin en
sí mismo porque es el único fin completamente objetivo y lo único que tiene
valor absoluto. Algo es moralmente bueno solo si es prácticamente necesario
o racionalmente obligatorio. La humanidad es el único bien objetivo, el único
fin necesario que todo agente racional debe presuponer como fin en sí mismo.
En nuestras elecciones consideramos nuestros fines como objetivamente
valiosos y nos comprometemos racionalmente con ellos. La elección racional
impone necesidades prácticas. Cuando nos proponemos un fin determinado,
nos ponemos bajo la obligación racional de dirigirnos a realizar todo lo que
es un medio requerido para alcanzar dicho fin. La elección racional es así un
fundamento de imperativos. Esto nos lleva a reconocer que nuestra naturaleza
racional tiene el poder de convertir algo que es bueno en algo que debemos
hacer. Nuestra naturaleza racional es la autoridad que impone imperativos
racionales en nosotros mismos y por ello se constituye en un fin en sí mismo.
La naturaleza racional es el único fin en sí mismo en el sentido de que el
compromiso racional tiene una clase de autoridad única sobre nuestras

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razones para la acción. Esto significa que reconocemos la autoridad de la


naturaleza racional como la fuente de la bondad y de la ley.
El ejercicio activo del obrar racional sujeta a una obligación a todo
agente racional. La elección de nuestros fines supone atribuir cierto valor no
solo a la propia humanidad sino también a la de los otros. El reconocimiento
de un fin en sí mismo pone en juego el reconocimiento, tanto de la propia
autonomía y dignidad, como de la ajena. La moralidad, como perfección
propia, supone que el sujeto reconozca el valor de los otros sujetos y de las
cosas del mundo. Tras valorar ciertas formas de identidad, el agente adquiere
razones y criterios que son correspondientes a su naturaleza moral o a su
identidad práctica en cuanto agente moral. La acción de todo agente moral
está directamente comprometida con sus razones, tanto objetivas como
subjetivas. Así, el respeto que se sigue de asignar distintos valores nos coloca
en una postura normativa en donde la creación de la propia identidad práctica
supone valorarse a sí mismo como poseedor de un carácter moral, y como
participante activo en su formación. El reconocimiento del fin en sí mismo,
por parte del agente moral, ha de darse no solo en conformidad con la ley
moral, sino también según las razones que el agente moral acoge. El concepto
de libertad es, pues, clave para la explicación de la autonomía de la voluntad.
Tal libertad de la voluntad es esencial para nuestra experiencia de
deliberación, es imprescindible en nuestra consideración atenta y detenida del
pro y el contra de los motivos de nuestras decisiciones, antes de adoptarlas,
así como de la razón o sinrazón de nuestras determinaciones; en una palabra,
es indispensable para asumir un punto de vista práctico. La autoridad de la
humanidad no se reduce al valor de la naturaleza racional de un individuo
particular. El valor de la humanidad no es un fin ajeno a la voluntad misma,
sino que toda voluntad racional ha de reconocer tal autoridad. El
reconocimiento de la humanidad como un fin en sí mismo sería un
compromiso vacío, a no ser que la autoridad de la naturaleza racional no se
limite a la autoridad que poseen los agentes particulares sobre sí mismos. El
reconocimiento de la humanidad como fin en sí mismo es lo que Kant designó
como reino de los fines. Dicho reino nos permite concebir la elección racional
de un agente en pie de igualdad respecto de la elección de cualquier otro
agente racional en general. Este reconocimiento es el compromiso de cumplir
con la legislación constitutiva del reino de los fines. Por ejemplo, el deber de
hospitalidad y el derecho a migrar, así como el principio de beneficencia, se
presentan como parte de la constitución del reino de los fines. La legislación

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de tal Reino refleja la autoridad de la elección racional como tal. Para mostrar
que la humanidad es el único fin en sí mismo, Kant hace ver que solo la
naturaleza racional es capaz de presentar exigencias prácticas. Esto no
significa que nuestra voluntad no esté sensiblemente afectada; significa que
nuestra voluntad no está sensiblemente determinada. Cuando la voluntad se
encuentra determinada sensiblemente se excluye la auto determinación
racional. Pero la voluntad humana puede estar sensiblemente afectada sin
estar completamente determinada. Los incentivos de la voluntad pueden
formar parte de nuestra elección racional sin socavar la libertad que tenemos
como agentes moralmente responsables. Libertad es la capacidad humana de
iniciar por sí misma una serie causal fenoménica dirigiendo el actuar como
algo independiente frente a las leyes naturales. En la Crítica de la razón
práctica, Kant señala que la voluntad es heterónoma si las leyes que la rigen
son externas, mientras que, si dichas leyes surgen internamente tan solo de
ella misma, se trata de una voluntad autónoma (KpV, AA 05, 33). Solo la
voluntad autónoma es característica de la moral. La libertad permite pensar al
ser humano como un agente que rige sus acciones de manera voluntaria, de
forma independiente a las leyes naturales. Al caracterizarse las acciones
humanas como voluntarias, desde un punto de vista autónomo, surge el
concepto de dignidad humana. Al determinar sus propias leyes, el ser humano
deja atrás una valoración como simple objeto regido por leyes naturales y se
asigna un valor superior por ser capaz de regirse por sí mismo. Tal valor es
designado como dignidad. La dignidad de la humanidad consiste justamente
en la capacidad para darse leyes universales (G, AA 04, 440) que ponen al ser
humano por encima de todo precio. Es la fuente de la que se origina la postura
normativa, la cual es igualmente valiosa. La capacidad humana para conferir
valor depende de nuestro potencial para la dignidad. Por lo tanto, el descuido
de la dignidad propia y ajena no solo daña algo valioso, sino que también
daña una condición previa al valor. Por ello debemos proteger las capacidades
humanas para conferir valor y también las oportunidades para salvaguardarlo
y preservarlo.
Kant funda racionalmente el principio supremo de la moralidad y
señala las razones que nos obligan a considerarnos a nosotros mismos como
agentes racionales y libres. Agente racional es aquel que se concibe como
autor de sus actos y que justifica sus principios de acción, excepción hecha
del principio que dicta justificar los principios de acción, pues negarlo implica
dejar de ser un agente racional. El atributo característico y distintivo de la

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humanidad es la capacidad de elección moral. Son exigencias racionales que


concuerdan con aquello que la razón misma reclama e incumben a cada ser
humano en tanto que autónomo, es decir, en tanto que auto-regulado. El valor
moral fundamental es el del respeto a la persona como agente autónomo, y
por ello, las exigencias morales son exigencias de respeto hacia sí mismo y
hacia los demás. Valorar nuestra capacidad moral nos compromete con el bien
moral. Valorar a las personas como fines en sí mismos implica una actitud de
respeto hacia su capacidad de elección racional.
El sustrato normativo de la igual dignidad intrínseca de cada ser
humano, da lugar a una segunda acepción del concepto de dignidad humana,
a saber, la que se refiere a los derechos iguales, inalienables, e
imprescriptibles de todos los miembros de la especie humana indispensables
para satisfacer las necesidades esenciales de una vida humana digna, de modo
que si no se aseguran y satisfacen tales derechos que protegen su dignidad
humana, la vida de un ser humano no se ve plenamente realizada en su
dignidad. Por ejemplo: el igual derecho de ser considerado como miembro de
la humanidad; la igualdad de libertad personal; la igualdad de libertad tanto
de expresión como de pensamiento; la libertad de conciencia y de asociación;
la igualdad de oportunidad de acceso a la educación y a la salud, etc. De este
modo, el concepto moral de dignidad humana da lugar al concepto jurídico
de derechos humanos que pueden ser exigidos y reclamados. Este es un tema
del cual yo no hablaré en esta breve presentación pues reclama un cuidadoso
estudio adicional; yo solamente diré unas breves palabras.
La dignidad es un valor absoluto y el ser humano que no se reconoce
como fin en sí mismo, difícilmente podrá actuar moralmente y/o reconocer el
valor absoluto que guarda la alteridad. Si el agente no puede corresponder a
su moralidad dándose ley a sí mismo, difícilmente podrá establecer una
relación moral con los demás en cuanto que iguales. Así pues, Kant vincula
las nociones de personalidad y de humanidad con las nociones de fin en sí
mismo y naturaleza racional y señala cómo es que están conceptualmente
conectados. El paso de la moral al Derecho da origen a la posibilidad de exigir
a los otros el reconocimiento de la autonomía personal y de su dignidad. Sin
la institucionalización de los derechos legales, las relaciones de los unos con
los otros estarían caracterizadas por el dominio unilateral de algunos
individuos sobre otros. Dado que el derecho natural a la libertad es violado
cuando una persona es dependiente de la voluntad de otra persona, Kant

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piensa que es un deber para los seres humanos, y no solo una mera
conveniencia, el vivir en un estado político en el que los derechos de cada
persona sean fomentados y protegidos. Salir del estado de naturaleza es algo
racionalmente requerido y no solo un remedio para la inconveniencia de vivir
en tal estado. Como la dignidad moral humana es absoluta, los derechos
humanos emanados de ella están vinculados con una demanda universal de
validez que va más allá de toda frontera de los Estados nacionales y que deben
materializarse en una jurisdicción internacional. Terminaré diciendo que la
moralidad es el núcleo de la dignidad y es la razón por la cual el ser racional
puede ser un fin en sí mismo, lo cual refuerza la idea de sobre la relevancia
del agente moral, quien para responder a los deberes con respecto de los otros
debe comprender y adquirir razones propias por las cuales rija su acción. La
racionalidad es una capacidad normativa fundada en la facultad de reflexionar
acerca de las razones para nuestras creencias y acciones y decidir si son
buenas razones o no lo son. Esta clase de autonomía es considerada como la
base para algunos de nuestros derechos básicos (como los mencionados
anteriormente) porque cada uno de nosotros ha generado un derecho para
determinar por nosotros mismos qué cuenta como una vida válida y para vivir
esa vida de modo consistente con el mismo derecho de los demás. Fundar
todos nuestros derechos en la libertad es importante porque los derechos, por
su propia naturaleza, son coercitivamente fomentables y la libertad es lo único
que justifica el uso de la coerción.

Bibliografía
Kant, I. (1900ss.). Gesammelte Schriften Hrsg.: Bd. 1–22 Preussische
Akademie der Wissenschaften, Bd. 23 Deutsche Akademie der
Wissenschaften zu Berlin, ab Bd. 24 Akademie der Wissenschaften zu
Göttingen.

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Presentación al comentario colectivo del libro de Rogelio
Rovira: Kant y el cristianismo

ÓSCAR CUBO UGARTE1

Nos complace presentar a los lectores del número 7.1 de la REK un


comentario crítico centrado en el libro recientemente publicado por el Prof.
Rogelio Rovira titulado: Kant y el cristianismo (Herder, 2021). Los trabajos
que aquí se presentan iluminan, tematizan y amplían el horizonte de esta
problemática desde cincos ángulos distintos. En primer lugar, el trabajo de
Juan José García Norro “La religión moral o el cristianismo sin Cristo”
plantea algunas matizaciones a la exposición de la religión moral que lleva a
cabo Rovira, haciendo hincapié en la problemática relación que mantiene el
individuo fenoménico y la voluntad nouménica, ofreciendo una interpretación
consecuencialista de la ética kantiana, abordando críticamente la relación que
mantiene el formalismo moral con el mandamiento cristiano del amor y
tematizando, por último, la pregnante idea de un cristianismo sin Cristo como
expresión sucinta de la lectura kantiana del cristianismo.
El comentario de Ana Marta González “Entre moral y religión: sobre
el sentido de la fe racional de Kant” muestra convincentemente cómo para
Kant las verdades esenciales del cristianismo son las estrictamente morales y
la manera como ellas se integran en su filosofía práctica. No obstante, esto
implica para ella una clara pérdida teológica, ya que a través de su manera de
pensar el cristianismo Kant convierte en accidental la piedra angular de la fe
cristiana, a saber, la misma persona de Cristo. Por último, en su trabajo
presenta sugestivamente la conexión general que mantiene la filosofía
kantiana de la religión con la filosofía de la historia.
Por su parte, Rafael Reyna en su comentario crítico a Kant y el
cristianismo insiste en su completo acuerdo con los resultados a los que arriba
Rovira en su trabajo. Sin embargo, propone tres cuestiones sobre las que
conviene reflexionar cuando se debate sobre la relación que mantienen la
moral kantiana y la religión cristiana: en primer lugar, la validez de la ley

1
Universitat de València. Contacto: [email protected].

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 84-85
84 ISSN-e: 2445-0669
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Óscar Cubo Ugarte Presentación al comentario colectivo del libro de Rogelio Rovira: Kant y el cristianismo

moral; en segundo lugar, el papel que juega la conciencia moral (Gewissen)


en el pensamiento kantiana, y, por último, la relación que mantiene el
mysterium iniquitatis con el autoengaño. Sobre estas tres cuestiones se
adentra el presente comentario.
Bajo el rótulo de “El cristianismo en el espejo de la religión moral de
Kant”, Leonardo Rodríguez Duplá ofrece primeramente una visión
panorámica de las tesis más importantes de Kant y el cristianismo para
realizar a continuación algunas consideraciones críticas en relación con la
lectura que hace Kant de la Carta a los romanos y su tratamiento del mal
radical. También reflexiona sobre la delimitación del objeto de estudio del
trabajo de Rovira y se pregunta si realmente no es un asunto de la filosofía
discutir la posición personal de Kant acerca del cristianismo. Por último,
plantea algunas dificultades acerca de la expresión “religión moral aplicada”,
la justificación moral de la universalidad del mal radical, la justificación por
la gracia y el Dios de la religión moral.
“Como en el espejo: Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones: una
nota al pie de la obra de Rogelio Rovira Kant y el cristianismo” es el título
del trabajo de Pedro Jesús Teruel con el que culmina la secuencia de
contribuciones dedicadas a analizar y discutir la relación que mantiene Kant
con el cristianismo. En este caso, desempeñan un papel clave las reflexiones
filosóficas de Hans Vaihinger y, en especial, su teoría de las ficciones con
vistas a replantear el horizonte trascendental en el que se ubica la
interpretación kantiana del cristianismo.
Por último, y a modo de respuesta conjunta, contamos con el
exhaustivo trabajo del propio Rogelio Rovira titulado “Una vez más sobre
Kant y el cristianismo” donde el lector encuentra un espacio textual para la
reflexión dialógica entre todos los participantes del presente comentario
colectivo.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 84-85
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La religión moral o el cristianismo sin Cristo

JUAN JOSÉ GARCÍA NORRO1

Resumen
Se plantean algunas objeciones y matizaciones a la exposición de la religión moral
que realiza Rovira en su libro Kant y el cristianismo. Se hace hincapié en la
dificultad de entender la relación entre el individuo fenoménico y la voluntad
nouménica, indispensable para concebir la vida moral. Se señala, asimismo, una
interpretación consecuencialista posible de la ética kantiana no considerada por
Rovira. Igualmente, se critica su valioso intento de dar acogida en el formalismo
moral al mandamiento cristiano del amor. Por último, se sugiere que la aceptación
por parte de Kant del mal originario desempeña una función similar a los postulados
de la razón práctica.
Palabras clave: Kant, cristianismo, Rovira, mal originario, mandamiento del amor

Moral Religion or Christianity without Christ

Abstract
Some objections and nuances are raised to Rovira’s exposition of moral religion in
his book Kant and Christianity. Emphasis is placed on the difficulty of
understanding the relationship between the phenomenal individual and the
noumenal will, which is indispensable for conceiving moral life. The paper also
points out a possible consequentialist interpretation of Kantian ethics not considered
by Rovira. In addition, it criticises his valuable attempt to shelter the Christian
commandment of love in moral formalism. Finally, it is suggested that Kant’s
acceptance of the original evil plays a similar role to the postulates of practical
reason.
Keywords: Kant, Christianity, Rovira, original evil, commandment of love

1
Universidad Complutense de Madrid. Contacto: [email protected].

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 86-104
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Juan José García Norro La religión moral o el cristianismo sin Cristo

1. El papel del cristianismo en el formalismo moral


Uno está tentado a decir que, a primera vista, la filosofía kantiana es el
esfuerzo más firme realizado por desmentir a Pablo de Tarso cuando, con un
derroche de elocuencia, el apóstol de los gentiles afirma, dirigiéndose a sus
discípulos de Corintio, que “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana, estáis
todavía en vuestros pecados” (1 Cor 15, 18). A diferencia del más pequeño
de los apóstoles, Kant, al reducir la religión a los límites de la mera razón,
pretende haber logrado una fundamentación no heterónoma de la moral, sin
subordinarla a la creencia en Dios y totalmente aparte de la encarnación y
resurrección de Cristo. De acuerdo con Kant, ni el origen y la determinación
del deber moral, ni la fuente de su fuerza coercitiva y la recompensa de lo
justo, como tampoco la posibilidad del cumplimiento de la ley, dependen de
la religión cristiana ni de ninguna otra creencia religiosa. Ahora bien, esta
autonomía filosófica no supone en modo alguno una indiferencia teórica hacia
la religión, ni siquiera hacia la religión cristiana. Entre otras cosas, el libro de
Rovira muestra que el autor de la Crítica de la razón pura llevó a cabo una
profunda y continuada reflexión sobre el cristianismo. Si en algún momento
se pudo sostener que, sin Hume, y acaso también sin Rousseau, no habría
existido Kant, con mayor razón aún se podría aseverar que tampoco sin Cristo
y el desarrollo doctrinal de los Padres de la Iglesia se habría elaborado el
idealismo transcendental ni la ética formal.
Nunca sabremos cuál fue la auténtica actitud de Kant ante Cristo ni la
sinceridad de su confesión religiosa. En el fondo, esta cuestión carece de
importancia, pues se mantiene en el terreno de las habladurías, ya que no
disponemos de medios para ofrecer una respuesta suficientemente razonada
que zanje la cuestión. Asimismo, nada apunta a que investigaciones futuras
colmen esta laguna de nuestro conocimiento. Lo esencial, por tanto, a este
respecto, son los textos mismos de Kant para establecer en qué medida el
cristianismo constituye una clave hermenéutica indispensable para su
esclarecimiento, además de un motivo más de reflexión que les dio origen, ya
que Kant se vio obligado a menudo a enfrentarse a cuestiones que solo en una
sociedad culturalmente cristiana se suscitan. Como filósofo no pudo, si es que
alguna vez sintió este deseo, abstraerse del cristianismo, de filosofar como si
Jesús no hubiese nacido y se hubiese fundado una iglesia a partir de su
predicación. Si la revolución francesa era un dato incuestionable del que el
filósofo debía ocuparse a finales del siglo XVIII, con mucha mayor razón la

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Juan José García Norro La religión moral o el cristianismo sin Cristo

vigencia del cristianismo era un hecho inesquivable para cualquier filosofía


de aquella época. En consecuencia, el modo como entendió Kant el
cristianismo ha de ser una parte esencial de su pensamiento. Por otro lado,
interesa asimismo analizar cómo la teología y comprensión cristiana se
enriqueció con las aportaciones kantianas, al verse obligada a defenderse de
ataques perpetrados por Kant y, sobre todo, por diferentes formas del
kantismo, así como también a estudiar la recepción y acogida de algunas
posiciones kantianas realizadas por diversas teologías cristianas para el
enriquecimiento de la comprensión de su propia fe.
El libro de Rogelio Rovira trata principalmente del primer aspecto. Le
interesa, ante todo, la filosofía de Kant en su confrontación y asimilación del
pensamiento cristiano. Es un libro de filosofía y no de teología, en la medida
en la que está distinción pueda ser trazada.
Ya Platón se quejaba de la frustración que cualquier lector
experimenta cuando su comprensión se resiente ante un pasaje especialmente
difícil para él. Los lee y los relee sin encontrar las oquedades que dejen
penetrar su inteligencia. En esos momentos, daría cualquier cosa por tener
delante al autor para pedirle aclaraciones, en lugar del texto que, ¡ay!, se
limita a decir una y otra vez lo mismo. Por fortuna, a mí se me ha dado la
oportunidad de contar no solo con el texto, magníficamente escrito, sino con
la promesa de que su autor responderá a aquellas aclaraciones que le formule.
Paso a continuación a exponerlas en el mismo orden en el que me surgieron
en la lectura seguida de la obra.

2. Religión moral y religión aplicada


Dice Rovira que la concepción que Kant se forjó del cristianismo viene
condicionada por la forma en la que entendió la religión natural o religión
moral —esto es, aquella que prescinde de toda revelación— pero a su vez,
para construir esta religión natural se apoyó en el cristianismo (2021, p. 22).
Esta es una doble afirmación que, por plausible que sea, merecería una
demostración, aunque fuera sumaria. Ciertamente, hay que reconocer que
Rovira intenta dar apoyo a esta convicción suya en otros lugares del libro. Y,
además, habría que distinguir entre el aspecto objetivo y el subjetivo de lo
afirmado. Difícilmente se puede negar que la religión natural, no solo la de
Kant, sino la de otros muchos ilustrados, se encuentra en deuda con el

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 86-104
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Juan José García Norro La religión moral o el cristianismo sin Cristo

cristianismo en el sentido de que es una doctrina filosófica a la que


difícilmente hubieran llegado sus autores de no haberse formado
intelectualmente en un ambiente cristiano. Existe, por tanto, una dependencia
subjetiva. Ahora bien, esta supeditación psicológica, por decirlo así, es
compatible con una independencia objetiva, puesto que los que propugnaban
distintas formas de religión natural trataban de fundarla sobre consideraciones
que excluían expresamente las aportaciones del cristianismo.
Sea como fuere, lo que ahora interesa son las razones por las que
Rovira descarta la existencia de un círculo vicioso en su afirmación de que la
religión moral se halla condicionada por la comprensión kantiana del
cristianismo y esta, a su vez, se encuentra determinada por la religión moral
propuesta por Kant. Para deshacer la ilusión de circularidad, Rovira establece
una analogía que a mí se me antoja insostenible.
Kant establece una distinción entre la “lógica pura”, que identifica con
aquella que expone las leyes del pensar a las que está sometido todo ser
racional, y la “lógica aplicada”, que es la que aplica a las leyes anteriores a
los seres humanos, o sea, las adapta a las condiciones empíricas que les
afectan y que la psicología, como ciencia empírica, investiga y describe (KrV,
A53/B77). La misma distinción cabe efectuar entre la “metafísica de las
costumbres”, que atañe a las leyes absolutamente universales y necesarias de
la voluntad de cualquier ser racional, y la “antropología moral” cuya misión
es aplicar las leyes anteriores a la peculiaridad de la voluntad humana, tal
como las expone la antropología (MS, AA 06, 216-7). Hasta aquí la doctrina
kantiana de la que bien ha hablado Rovira en otros lugares (Rovira, 2013).
Esta distinción le da pie a establecer una nueva distinción, ciertamente no
mencionada como tal por Kant, pero que Rovira cree que le es permitido
llevar a cabo en analogía con la anterior y manteniendo, si no la letra, al menos
el espíritu de la teoría crítica. En consonancia con las dos anteriores, esta
distinción divide la religión en una “religión pura” y una “religión aplicada”.
¿Pero se sostiene la analogía? El mismo Rovira admite algunas diferencias.
Ante todo, la religión pura no afecta como la lógica o la moral puras a todo
ser racional, sino solo a todo ser racional finito. Con todo, se puede reconocer
que esta diferencia no es concluyente para rechazar la proporcionalidad entre
ambas distinciones porque se mantiene la diferencia entre un saber de alcance
más universal y no empírico —cualquier ser racional finito— y otro menos
universal y empírico como es el saber que se atiene a la naturaleza

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contingentemente condicionada del ser humano, ya que la religión pura,


consistente en la enseñanza de la razón práctica, se aplica a cualquier ser
racional finito, independientemente de sus condiciones contingentes,
mientras que la religión natural “manifiesta la relación de la religión pura con
la naturaleza humana” (RGV, AA 06, 11).
Añade Rovira que, de la misma manera que para pasar de la lógica
pura a la aplicada era preciso contar con la psicología, o para transitar de la
metafísica de las costumbres a la antropología moral resulta indispensable
servirse de la antropología, para aplicar la religión pura a las condiciones
empíricas que se dan en el ser humano es preciso echar mano de otro saber
que, en este caso, es el cristianismo. Así lo expresa Rovira: “el cristianismo
tiene un papel análogo al que desempeña la psicología y la antropología para
la respectiva constitución de la lógica aplicada y la antropología moral”
(2021, p. 22). No obstante, esta analogía, a mi juicio, es muy arriesgada
porque el cristianismo no es asimilable a psicología o a la antropología. En
las dos analogías iniciales, se combinan dos saberes de índole diferente para
construir un tercer conocimiento. Si hablamos de lógica pura, estamos ante
un saber a priori puro y práctico que, unido a una ciencia a posteriori, teórica
y descriptiva, la psicología, nos proporciona un nuevo conocimiento, no
enteramente a priori, o mejor a priori no puro —pues requiere en parte de la
experiencia— y es asimismo práctico o normativo. Es similar la situación con
la que nos encontramos cuando nos fijamos en la metafísica de las
costumbres: vemos un conocimiento a priori puro y práctico, valga la
redundancia, que, en unión con la antropología, un saber empírico y teórico,
produce un saber a priori no puro de carácter práctico (2021, p. 40). En
cambio, la situación es totalmente diferente en la nueva analogía que se
establece entre la religión pura y la religión aplicada. Aquí se encuentra un
primer saber, sin duda a priori, la religión racional o moral, que contiene
afirmaciones tanto prácticas como otras que, en principio, cabría calificar
entre las teóricas, si bien estas tesis teóricas, los postulados de la razón
práctica, son muy peculiares puesto que no son capaces de ampliar nuestro
conocimiento teórico en lo más mínimo.
He aquí, pues, una primera diferencia. La religión moral, el saber que
ocupa el lugar de la lógica pura o de la metafísica de las costumbres, no es un
conocimiento íntegramente práctico. Y aquí no acaban las diferencias. Para
obtener la religión aplicada, en expresión de Rogelio Rovira, Kant se ve

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obligado a fundir la religión moral de la razón con un nuevo saber. Este nuevo
conocimiento, que, en la analogía que estamos tratando, hace las veces de la
psicología o de la antropología, es una religión histórica, el cristianismo. Pero,
obviamente, las dos situaciones no son equiparables. En primer lugar, como
ya se ha señalado, porque la religión moral, a diferencia de la lógica pura o la
metafísica de las costumbres, no concierne a todo ser racional, sino solo a los
seres racionales finitos. Y, en segundo lugar y más importante, porque el
cristianismo no es una ciencia, al modo en el que lo pueden ser la psicología
o la antropología, ni se limita al saber puramente teórico, pues junto a
afirmaciones descriptivas contiene preceptos de carácter práctico. Además, y
esto es lo esencial, según mi parecer, la religión aplicada no difiere del
cristianismo más que como difiere una parte del todo en que se integra. Pongo
un ejemplo. Para concretar o aplicar la religión moral a un ser racional finito
muy determinado como es el ser humano, se precisa conocer algunos de sus
rasgos más sobresalientes, entre los que destaca, sin duda, la propensión al
mal, el mal originario en palabras de Kant, hallable en todo ser humano. Esta
propensión es afirmada como una secuela del pecado original por el
cristianismo. La propensión al mal no es solo una inclinación al pecado, sino
una determinación hacia él, de forma que el ser humano, fiado en sus propias
fuerzas, no puede realizar el bien. De acuerdo con el cristianismo, necesita
del apoyo divino, el auxilio de la gracia, para obrar con justicia. ¿Qué
conclusión obtiene Kant cuando combina la religión moral con los datos que
el cristianismo le ofrece? Mientras que la mera religión moral le suministraba
lo que necesitaba para afirmar, como postulados de la razón práctica, la
existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la libertad humana, una vez
alcanzada la religión aplicada, mediante la combinación de la religión moral
y la doctrina del cristianismo, Kant puede poner de manifiesto la necesidad,
pongamos por caso, de la esperanza, entendida como la confianza de que Dios
otorgue a cada individuo humano la fuerza adicional necesaria para vencer la
propensión al mal, ínsita en el fondo de cada corazón. Ahora bien, esta
conclusión obtenida gracias a la síntesis de la religión moral y la doctrina
cristiana, y que es una parte de la religión aplicada, no difiere en nada de la
doctrina cristiana salvo, todo lo más, en el modo en el que se la interpreta. Es
como si la lógica aplicada repitiese meramente una de las afirmaciones de la
psicología. En este caso, sería todavía psicología en vez de lógica aplicada.
En consecuencia, en el caso de la religión no habría, propiamente, tres
saberes, como ocurre con la lógica pura, la psicología y la lógica aplicada

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(siendo el tercero obtenido de los dos primeros), sino meramente dos: la


religión moral y la doctrina cristiana, pues la supuesta religión aplicada no
sería sino una parte del cristianismo entendido de una determinada forma. De
esta manera, la analogía se vuelve inasumible al no darse la proporción
debida.
Tiene razón Rovira en que la concepción kantiana de la religión
aplicada es una imagen parcial, y probablemente deformada, de la doctrina
cristiana. Es muy apropiada la imagen del espejo cóncavo que distorsiona la
parte de la realidad reflejada (Rovira, 2021, p. 34). Por ello, con buen criterio,
La religión dentro de los límites de la mera razón fue repudiada por los
censores prusianos. Frente a lo que Rovira parece insinuar, aceptando los
comentarios de Kant dirigidos a la censura que él mismo cita, la obra de Kant
sobre la religión sí contiene una valoración del cristianismo y no solo de la
religión natural (2021, p. 23), que se obtiene, como se ha visto, por el
procedimiento de admitir en la religión aplicada algunas partes de la doctrina
cristiana interpretadas de una forma muy peculiar, mientras que se rechazan
otras como, por ejemplo, la totalidad de la religión de la solicitación de
favores (2021, p. 34) que incluye, entre otros puntos de la revelación cristiana,
los referentes a la oración de petición. En definitiva, la exégesis de Kant del
cristianismo se encamina a sustituir la veneración de Cristo por la parte
práctica de la doctrina enseñada por Cristo (Rovira, 2021, p. 43). Así se cae
en un caso más del homo mensura: como cualquier otra realidad, también la
religión es juzgada por la razón humana. El mismo Rovira matiza sus juicios
anteriores sobre la compatibilidad de la religión moral y el cristianismo en el
Capítulo III de su libro.
Antes de abandonar el primer capítulo, procede un breve comentario
sobre el postulado de la razón práctica que afirma la inmortalidad del alma.
Cabría esperar que la inmortalidad del alma se siguiese de la necesidad
implicada en el bien supremo de que cada ser racional obtenga su bien o su
mal en relación con su valor moral. Sin embargo, Kant elige otro camino.
Según recuerda Rovira (2021, p. 25), el bien supremo exige la moralidad o
santidad, esto es, la adecuación de las actitudes fundamentales con la ley
moral. Ahora bien, como Kant admite, ningún ser “perteneciente al mundo de
los sentidos” es capaz de esta perfección en “ningún momento de su
existencia”. Para que esta adecuación fuera perfecta se requeriría una
existencia que perdurase hasta el infinito. En este punto Rovira recuerda la

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objeción habitual contra esta argumentación. Si en ningún momento de una


existencia finita el ser humano alcanza la santidad, no la obtendrá en una serie
infinita de momentos. Con agudeza, Rovira pretende resolver esta objeción
(2021, p. 25). Confieso que no entiendo su solución. Para Rovira, una
existencia temporalmente finita no podría ser plena conformidad con la ley
moral por su limitación temporal. ¿Por qué esto es así? ¿Acaso es imposible
que una voluntad que existe durante un tiempo limitado sea santa, aunque
durante todo el tiempo de su existencia su actitud fundamental haya sido
conforme a la ley moral únicamente por respeto a la ley moral? ¿Qué añadiría
un tiempo ilimitado a esa conformidad temporal con la ley moral? Además,
esa ilimitación sería únicamente hacia el futuro al tratarse de una voluntad
creada o habría que suponer que una existencia creada exige una dependencia
en el ser, pero nunca un comienzo temporal. Y ¿por qué la existencia de una
voluntad finita ha de verse como un progreso hacia la santidad? ¿Por qué no
puede producirse la adecuación entre la actitud fundamental y la ley moral
desde el principio? Aquí nada se gana si se introduce la noción de mal
originario, que haría comprensible la noción de progreso moral, porque hay
que recordar que estamos todavía en el terreno de la religión natural, válida
para cualquier ser racional finito.
¿No ocurre, más bien, que la vida moral se juega fuera del ámbito
fenoménico, que la actitud fundamental es el resultado de una decisión
realizada en la esfera nouménica —la única donde se da la libertad— y, por
tanto, sin una relación comprensible con el tiempo? Pero, entonces, el
problema se agrava. Si “la vida moral no transcurre en el tiempo” (Rovira,
2021, p. 30), ¿cómo ha de entenderse el postulado de la inmortalidad como
requisito de un progreso hacia la santidad? Y tras esta pregunta se esconde la
más grave objeción que cabe llevar a cabo contra el criticismo kantiano
donde, tras negar taxativamente nuestro conocimiento del noúmeno, del yo
racional y libre, se presupone, una y otra vez, una especie de incomprensible
isomorfismo, de correspondencia biunívoca, entre el yo fenoménico y el
nouménico.
Rovira concluye el Capítulo III de su libro con la afirmación tajante
de que

si se prescinde de la cautela de la finalidad perseguida, el cristianismo que Kant


presenta en su libro sobre la religión compendia, en efecto, una serie de tomas de

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posición ante el misterio de Cristo, posturas que, desde la Antigüedad, la Iglesia ha


considerado puras herejías (2021, p. 61).

A lo largo de todo este capítulo, a la vez que describe la postura de Kant


acerca de los principales dogmas cristianos (Trinidad, Encarnación,
Resurrección, etc.), con ingenio va identificando la herejía que, sin
proponérselo, la doctrina kantiana abraza. Posiblemente el dogma principal
cristiano es el que establece la doble naturaleza de Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre. Ahora bien, ¿puede admitir la religión puesta en conceptos
morales la existencia de una doble naturaleza en una sola persona? “Es
evidente que la religión de la razón no puede profesar este credo” (Rovira,
2021, p. 49). De manera que es preciso que la religión moral dé otra
interpretación de los dogmas cristológicos. En lo tocante al que se refiere a
comprender naturaleza de Cristo, Kant adopta, según Rovira, una posición
cercana al docetismo y también al arrianismo. Lo que me sorprende en este
punto es que ambas “herejías”, si bien coinciden en atribuir una única
naturaleza a Cristo, son diametralmente opuestas. Simplificando mucho, la
primera diría que Cristo es verdadero Dios y solo aparentemente humano, de
forma que quien padece y muere en la cruz es un mero avatar, si se me
permite utilizar una terminología contemporánea. Mientras que la segunda
posición, el arrianismo, mantiene que Cristo es verdadero hombre y solo
divino por adopción. Kant se acerca al docetismo cuando afirma que “el
arquetipo moral se ‘reviste’ de la apariencia de hombre para disimular su
condición de pura idea y al mismo tiempo, fomentar su seguimiento” (Rovira,
2021, p. 52). Con esta afirmación Kant se aproxima mucho a la tesis de la
divinidad de Cristo. Pero —y aquí hay una contradicción—, la divinidad de
Cristo en nada ayudaría a la tarea moral impuesta al ser humano, puesto que
no cabe “exigir de nosotros que nos comportemos igual que Dios” (Rovira,
2021, p. 53). Un modelo sobrehumano deja de ser un genuino modelo al
volverse inimitable. En consecuencia, desde el punto de vista de la religión
de la razón, hemos de pensar a Jesús como un hombre como nosotros, aunque
especialmente querido por Dios por cumplir con Su voluntad, esto es, con la
ley moral por respeto al deber, y no un verdadero Dios encarnado. Solo así
podemos seguirlo en nuestra conducta. Sin embargo, la dificultad estriba en
que Jesús no puede ser a la vez Dios encarnado —el arquetipo moral en forma
sensible— y un ejemplo imitable en tanto que ser humano. ¿O sí puede ser
ambas cosas simultáneamente? ¿No será acaso la necesidad de esta doble

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condición la que condujo a los Padres de la Iglesia a formular el dogma


cristológico de la unidad de dos naturalezas en una única persona?

3. Dos sentidos de la expresión filosofía cristiana


Antes de abandonar los prolegómenos del libro, me permito un comentario
totalmente menor. Muchos son los sentidos en los que se ha empleado la
expresión filosofía cristiana. Rovira señala dos, posiblemente los más
usuales. Según su criterio, se denomina cristiana a cualquier filosofía
influenciada por la doctrina cristiana. Aunque sea una filosofía contraria al
cristianismo, una filosofía admite el adjetivo de cristiana si se tienen razones
para pensar que sin el pensamiento cristiano esta filosofía no habría visto la
luz. Es difícil negar que este es el caso del criticismo kantiano. “Kant debe al
cristianismo un importante acervo de verdades sobre las que meditar”
(Rovira, 2021, p. 68). El libro de Kant sobre la religión es un buen ejemplo
de esta deuda, como muestra Rovira suficientemente. Queda, en cualquier
caso, por medir hasta qué punto la meditación kantiana sobre estas verdades
cristianas le aparta de la interpretación habitual de la doctrina de Cristo. Sea
como fuere, hay otro sentido de filosofía cristiana. Si, en un primer sentido,
es cristiana toda filosofía que ha experimentado el influjo del cristianismo, en
este segundo se califica como cristiana toda filosofía que influye en el
cristianismo, que proporciona el entramado conceptual que hace posible
pensar filosófica y teológicamente el cristianismo. Así entendido, el
platonismo es, sin duda, filosofía cristiana y otro tanto también cabría decir,
por ejemplo, del estoicismo. Sería sumamente de agradecer que Rogelio
Rovira se animase a escribir un segundo libro que titulase El cristianismo y
Kant, donde rastrease la influencia kantiana en la teología cristiana pues,
como él mismo declara: “acaso el cristianismo deba por su parte a Kant uno
de los más grandes y geniales esfuerzos por entender filosóficamente ciertas
verdades que forman parte de su fe” (2021, p. 68).
Para fundamentar la distinción entre los dos sentidos de la expresión
filosofía cristiana, Rovira cita un pasaje de la Encíclica del pontífice Juan
Pablo II, Fides et ratio: “Cuando se habla de filosofía cristiana, se pretende
abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se
hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana”
(2021, 68, nota 2). Es claro que aquí se está considerando el primero de los
dos sentidos distinguidos. Sin embargo, la llamada a la nota en el cuerpo del

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texto se encuentra después de haber expuesto el segundo sentido. La intención


de la nota parece que es, sin duda, justificar que pueda llamarse a Kant
filósofo cristiano no tanto por haber vivificado su pensamiento en fuentes
cristianas, como por haber ayudado a entender filosóficamente el
cristianismo. Se diría que ha volado el número de la nota a un lugar
inapropiado.

4. Kant y el mandamiento del amor


No es desatinado sostener que la primera afirmación cristiana es la que
identifica a Dios con el Amor y, en consecuencia, pide a cada cristiano que
ame a Dios, que le ha amado primero, y al prójimo como se ama a sí mismo
(1 Jn 4, 7-8). Y, sin embargo, nada parece más lejano del formalismo moral
que el precepto del amor universal, a pesar de la reiterada pretensión de Kant
de que el deber moral no se opone a la ley del amor. Se siente de entrada la
propensión a dar la razón a Schopenhauer cuando califica la posición de Kant
como “apoteosis del desamor” (Rovira, 2021, p. 78). Rovira no esquiva la
cuestión y, con erudición y una inteligente interpretación de los textos,
muestra que la posición kantiana es mucho más matizada de lo que el juicio
inmisericorde de Schopenhauer puede dar a entender. Ciertamente, Kant cree
que el amor patológico, por seguir su terminología, no puede ser objeto de
mandato, pues nadie está obligado a lo que no se encuentra en su mano
realizar y no somos capaces de regir nuestros sentimientos directamente con
nuestra voluntad. Lo que el precepto de Jesús afirma es entonces, según Kant,
la obligatoriedad de un amor práctico (GMS, AA 04, 399). Ahora bien, este
amor práctico no es solamente obrar como si hubiera también amor
patológico, comportarse con el prójimo como si se le amase. Para comprender
esta falta de equivalencia, Rovira persigue dentro de la obra kantiana los
distintos usos que hace su autor de la expresión amor práctico. Reconozco
que, gracias a estos análisis, muy originales en sí mismos, se ha producido un
innegable avance en la hermenéutica kantiana. Sin embargo, no estoy tan
seguro de que ellos autoricen a afirmar, como hace Rovira, que

la ética kantiana del deber, cuando se la considera con las precisiones que ofrece su
forma definitiva, que incluye no solo su fundamentación, sino su entero sistema,
está lejos de ser la antítesis de la moral cristiana. Se presenta, antes bien, como una
interpretación posible –discutible, es verdad, en cuanto tal, pero profunda y rica en

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matices– del ideal cristiano del amor a Dios y al prójimo como forma suprema de
vida (2021, pp. 98-99).

Sin poder entrar en los detalles de la argumentación, creo que lo


esencial del intento de compaginar la ética formal y el mandamiento del amor
consiste en profundizar en las razones por las que Kant sugiere que su ética
del deber precisa del amor. Parece que en dos aspectos se produce esta
dependencia. Por un lado, “el amor al prójimo […] es una de las condiciones
subjetivas del ánimo que hacen posible que se nos revele la fuerza coercitiva
del deber (2021, p. 85). Dicho de otra forma, es una condición necesaria para
que “el agente moral sea afectado por la ley moral” (2021, p. 96). Por otro
lado, y esta es la segunda función que Kant atribuye al amor al prójimo en su
cristianismo puesto en conceptos morales, gracias a este sentimiento
compasivo “el deber puede llegar a ser motivo de nuestro obrar” (2021, p.
85). Ilustra esta segunda función del amor en un pasaje de la Metafísica de
las costumbres que, junto a otros lugares, cita Rovira:

Así, pues, es un deber no eludir, sino buscar, los lugares donde se encuentran los
pobres privados de lo necesario, no huir de los cuartos de los enfermos o de las
cárceles para deudores, con el fin de evitar la dolorosa simpatía que no cabe reprimir,
pues este es uno de los impulsos que la naturaleza nos ha dado para hacer lo que la
representación del deber por sí mismo no lograría (MS, AA 06, 457).

Salta, pues, a la vista de estos pasajes, que el amor mantiene en la religión


moral un puesto singular e irremplazable. Con todo, no cabe evitar
preguntarse si las dos funciones reconocidas por Kant al amor al prójimo son
compatibles con su ética del deber. Para estar en disposición de aceptar esta
compatibilidad habría que aclarar, en primer lugar, por qué se dice que la
coerción del deber solo se vuelve manifiesta en un sujeto que, entre otras
condiciones, esté afectado por el amor. No es evidente que exista este vínculo
entre el amor al prójimo y la conciencia del deber. Es más, parece que un
planteamiento como este se acerca peligrosamente a una concepción material
de la ética, pues induce a pensar que es el sentimiento de compasión, del que
hablaba con profusión la filosofía inglesa, lo que abre la puerta del
conocimiento moral que, en ese caso, sería puramente a posteriori. Algo
semejante acontece con la segunda razón de la indispensabilidad del amor,

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como acicate imprescindible del obrar moral. Si así fuera, costaría mucho
trabajo probar que quien obra movido por la compasión actúa no solo
conforme al deber, sino también por respeto al deber, ya que, en palabras de
Kant citadas hace un momento, el amor es “uno de los impulsos que la
naturaleza nos ha dado para hacer lo que la representación del deber por sí
mismo no lograría” (MS, AA 06, 457). Creo que el mismo Rovira es
consciente de estas dos dificultades porque, en otro capítulo de su libro, aquel
en el que analiza la oración del Padre Nuestro, escribe: “Y en este punto cabría
preguntarse si la concepción ética del filósofo no excluye que un estado
sentimental sea el fundamento del reconocimiento de un deber, y aun motor
necesario para su observancia” (2021, p. 129).
Ahora bien, incluso aunque la ética del deber acogiese amigablemente
la necesidad del amor al prójimo como Kant parece sugerir, quedaría todavía
pendiente una última cuestión. Y es que, en esta perspectiva, el amor al
prójimo —y el amor a Dios— tendrían valor solo como medios del
cumplimiento del deber, en vez de por sí mismos. “En esto estriba, pues, algo
de lo más ‘esencial y excelente’ de la doctrina de Cristo, a saber, en haber
promovido ‘el amor para la tarea del cumplimiento del deber’” (KpV, AA 05,
83). Hay que reconocer que estamos muy lejos de la doctrina cristiana pues
¿no declaró enfáticamente Pablo que “aunque repartiera todos mis bienes para
alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad,
nada me aprovecha” (1 Cor 13, 3)? Es como si para el cristiano amar fuera el
genuino deber y el cumplimiento del deber fuese un medio necesario para
amar, mientras que Kant invierte la relación de medio a fin, y sitúa el amor
como un medio, muy eficaz acaso indispensable, para el cumplimiento del
deber, único fin en sí mismo que reconoce. La comparación entre Agustín y
Kant con la que Rovira termina este capítulo es sumamente interesante, pero,
en mi opinión, no contrasta suficientemente ambas posiciones buscando una
cierta conciliación.

5. Kant y la epístola a los romanos


La última parte de la obra, que lleva el sugerente título de “Kant, lector de la
Carta a los romanos”, está dedicada a la interpretación de la recepción
kantiana de Pablo de Tarso. Se muestra aquí en toda su fuerza la capacidad
explicativa de Rovira de ciertos textos francamente difíciles de Kant.
Contiene tres capítulos. El primero critica la interpretación consecuencialista

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de la ética kantiana iniciada por Stuart Mill y continuada en nuestra época por
diversos autores de gran renombre. Los dos siguientes capítulos están
íntimamente conectados entre sí. Se ocupan de dos puntos capitales de la
teología paulina y su recepción en meros conceptos morales por parte de
Kant: la idea de la maldad innata de todo ser humano (pecado original) y la
justificación del género humano mediante la redención de Cristo. Me limitaré
a plantear algunas preguntas en cada uno de estos capítulos.
Tomando pie y título en un versículo paulino de la Carta a los
romanos, “¿por qué no hacer el mal para que venga el bien?”, Rovira ofrece
razones muy convincentes para entender tanto a Pablo como a Kant como
autores no consecuencialistas. Sin embargo, aunque parece obvio lo
disparatado de una lectura utilitarista de la moral del deber de Kant (“la buena
voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su
adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena solo
por el querer, es decir, es buena en sí misma” [GMS, AA 04, 394]), queda
pendiente una cuestión de la que, a mi juicio, Rovira no se ocupa
convenientemente. Cabe exponerla de manera breve si se recurre a la
conocida distinción entre el utilitarismo de la regla y el utilitarismo de la
acción. Se puede describir la posición consecuencialista como aquella que
considera conforme al deber y, por tanto, moralmente buena, la acción
factible para un agente moral en un momento dado que produce las mejores
consecuencias posibles en esas circunstancias. Hay que añadir que, para
comparar y valorar los conjuntos de consecuencias posibles, se puede emplear
cualquier criterio —el placer, la riqueza, la belleza, el conocimiento, etc.—
salvo un criterio moral. Si se mantiene el ejemplo borgesiano recordado por
Rovira, la traición de Judas a su Maestro trajo consigo una sobreabundancia
de Gracia, o sea, un mundo mucho mejor que el anterior, como reconoce la
expresión litúrgica felix culpa. Por consiguiente, el beso de Judas fue una
acción debida desde el punto de vista consecuencialista. Nos apartaríamos de
esta concepción ética si dijéramos que el mundo tras la traición no es mejor
que el mundo antes de la infidelidad del apóstol ecónomo porque el universo,
tras esta vileza, además de contener el bien de la sobreabundancia de la
Gracia, sufre una mácula que lo afea irremisiblemente como es la felonía de
Judas. En esta consideración se ha tomado en cuenta un valor moral para
calibrar y jerarquizar los estados de cosas que se siguen de una supuesta
acción, mientras que el consecuencialismo exige que quede descartada
cualquier consideración ética para sopesar los resultados de la acción. En la

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perspectiva consecuencialista, solo se admite el aspecto moral para valorar la


acción acometida, no para evaluar las consecuencias de esa acción.
¿Cómo defender que la ética kantiana es consecuencialista a pesar de
las múltiples declaraciones de Kant en contra de esta postura ética?
Básicamente hay dos modos de hacerlo. Una primera manera consiste en una
especie de juego de malabarismo verbal. Viene a decir que naturalmente
nunca es lícito hacer el mal —lo contrario al deber— para que venga el bien,
pero que esto que se acaba de decir no equivale a una declaración de
absolutismo moral, una afirmación de que hay ciertos tipos de acciones que
jamás pueden realizarse porque nunca son moralmente lícitas. Para un
consecuencialista, no hay tales acciones siempre moralmente indebidas, no
hay absolutos morales. Una acción es conforme al deber solo si produce los
mejores resultados posibles y contraria al deber en caso contrario. Una
mentira que evita un crimen no es una acción contraria al deber, sino
conforme a él, ya que la conformidad con el deber queda definida por los
resultados que produce. Así entendida, la máxima paulina de no hacer el mal
para que venga el bien no es sino una mera tautología, pues negarla es incurrir
en una contradicción, ya que resulta de todo punto imposible realizar el mal
—una acción contraria al deber— que produzca el mejor resultado posible,
pues sería tanto como llevar a cabo una acción que es simultáneamente
conforme y disconforme con el deber, cuando este queda definido como la
acción que trae consigo las mejores consecuencias. No hacer el mal para que
venga el bien no es un precepto ético, sino el enunciado de una imposibilidad
lógica. De esta interpretación consecuencialista de Kant se ocupa Rovira y
muestra convincentemente sus insuficiencias. Sin embargo, hay otra
interpretación del formalismo moral kantiano, también consecuencialista, no
atendida por Rovira. En esta otra exégesis no se admite que en un caso
concreto quepa hacer el mal (lo contrario al deber) para que se produzca un
bien. No es lícito mentir para evitar un asesinato, pongamos por caso.
Probablemente, el consecuencialista que así se expresa se halla íntimamente
convencido de la imposibilidad de calcular los efectos de una acción
determinada, de tan complejo que es el entramado de relaciones causales. Sin
embargo, aunque a nivel de cada acción no rige el consecuencialismo, este
aparece cuando uno se pregunta por el criterio con que se establece lo
conforme y lo contrario al deber. ¿Por qué es conforme al deber decir la
verdad, en vez de mentir? Para resolver esta cuestión se recurre, en esta
interpretación, al consecuencialismo. Se da, así, una lectura consecuencialista

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del imperativo categórico. Es imposible querer simultáneamente mentir y que


todos los seres humanos puedan mentir porque si la mentira se generalizase
las consecuencias de la universalización de la mentira serían catastróficas
desde un punto de vista no moral; el mundo sería un lugar aún mucho peor de
cómo es ahora. Esta concepción, que en ocasiones ha recibido la
denominación de consecuencialismo de la regla, es insostenible en sí misma
y, desde luego, no se compadece en absoluto con los textos de Kant que
desarrollan su interpretación del imperativo categórico.
El Capítulo VIII concluye con estas palabras:

Cabe, entonces, concluir que la reflexión sobre el incontestable hecho de la


universalidad del mal, señalado tan enérgicamente por el apóstol Pablo en su Carta
a los romanos, ha enseñado a Kant que, dentro de los límites de la razón práctica, se
encuentra nada menos que el mysterium iniquitatis, cuya solución no está al alcance
de la razón teórica, aunque la razón en su uso práctico ha de admitirlo y tenerlo en
cuenta para la inexcusable tarea que impone a todo hombre su mejoramiento moral
(2021, p. 170).

Me pregunto si no es esta la descripción de un postulado de la razón práctica.


Pero entonces, ¿no exige la vida moral el reconocimiento, además de los tres
postulados de la razón práctica habitualmente citados, el de la existencia de
Dios, el de la inmortalidad del yo y el de la libertad, de un cuarto postulado
que afirme la maldad originaria de todo ser humano? ¿Acaso no se precisa el
trasfondo de algo como el mal radical ínsito en la naturaleza humana para que
se produzca el fatum morale, la conciencia de la coerción sobre nosotros del
deber? ¿Puede vivir una voluntad santa la conciencia de la ley moral (GMS,
AA 04, 414)? Si hubiese este cuarto postulado, ¿habría que decir, en
consecuencia, que por razones prácticas hay que admitir la universalidad del
mal en el ser humano, pero que, al ser precisamente un postulado de la razón
práctica, no cabe una comprensión teórica de su posibilidad, es decir, que “al
hacerla suya e incorporarla a su propia reflexión, ha tratado de justificarla
racionalmente, aunque no ha podido por menos de reconocer los límites de
toda explicación (Rovira, 2021, p. 170)”?
En el Capítulo IX, y a lo largo de toda la obra, como no puede ser de
otra manera, Rovira insiste en el carácter nouménico del acto de voluntad
libre, realizado —si cabe hablar así— fuera del tiempo. Antes que la

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infracción de un precepto moral, el pecado original es un acto electivo que


determina, en adelante, la dirección general de la voluntad que adopta la
máxima universal de la anteposición de la búsqueda de la felicidad al respeto
al deber. Si un acto de este tipo nos vuelve radicalmente malos, ha de ser un
acto similar el que produzca un vuelco, una auténtica revolución, que permita
que el yo nouménico haga suya la máxima suprema opuesta, la de subordinar
el amor a sí mismo, que incite al cumplimiento del deber por respeto al deber.
El problema aquí ya ha sido mencionado previamente y me temo que es tan
inevitable como irreparable en el criticismo kantiano. Es verdad que
expresiones como tarea moral o progreso moral evocan un proceso que ha
de desarrollarse paulatinamente en el tiempo. Sin embargo, como subraya con
acierto Rovira, esta no es la genuina concepción kantiana. El cambio de la
actitud fundamental no es, de acuerdo con palabras de La religión dentro de
los límites de la mera razón citadas por Rovira,

una reforma paulatina, en tanto la base de las máximas permanece impura, sino que
tiene que producirse mediante una revolución en la actitud fundamental del hombre
(un paso a la máxima de la santidad de ella), […] solo mediante una especie de
renacimiento, como una nueva creación y un cambio del corazón, puede el hombre
hacerse un hombre nuevo (RGV, AA 06, 47).

Por consiguiente, estamos ante dos actos fundamentales, dos decisiones


nouménicas que establecen sendas actitudes fundamentales. Mediante la
primera el hombre se hace malo, mediante la segunda el ser humano se
justifica. Ahora bien, si son dos actos, mantendrán entre sí algún tipo de
relación temporal. Uno vendrá después del otro. La misma expresión utilizada
por Kant de renacimiento indica esta sucesión. Y, sin embargo, es
completamente inapropiado predicar esta relación temporal de esos dos actos
nouménicos. Pero si no hay esta relación temporal, ¿qué los distingue? Su
diferente dirección, desde luego. En un uno se opta por dar primacía a la
búsqueda de la felicidad propia a expensas de la ley moral que queda
subordinada a este deseo; en el otro, a la inversa, el amor a sí mismo se
supedita al cumplimiento del deber. ¿Esto es suficiente para diferenciarlos?
¿Cuál predomina, cuál es vigente, cuál define al ser humano? El núcleo de la
dificultad estriba en que la teoría del mal radical presupone un cambio,

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producido en el ámbito nouménico, a pesar de que cualquier cambio es


inconcebible fuera del tiempo.
El epílogo con el que Rovira concluye su reflexión es sumamente
interesante. Compendia toda su exposición del cristianismo en conceptos
meramente morales de Kant con la expresión cristianismo sin Cristo. Con
este casi oxímoron quiere subrayar que Kant concibe al “cristianismo
totalmente desprovisto de la eficacia redentora de la muerte y resurrección de
Cristo” (Rovira, 2021, p. 189). De acuerdo con el principio de que ningún
inocente puede pagar por el culpable, queda descartada la justificación a
través de los méritos de Cristo. Es mera superstición pretender ser salvado
por los méritos ajenos sin que el salvado ponga ningún empeño en su mejora
moral. Con todo, la lectura del epílogo suscita en mí una duda acerca de una
cuestión sobre la que Rovira no se pronuncia. Es claro que Kant describe la
religión de la razón, ya que su cristianismo se apoya en una fe filosófica, en
vez de una fe teologal. Por ello, y esta es la tesis esencial del libro de Rovira,
su cristianismo no es cristiano. Esto parece claro. De todas maneras, me
pregunto si la insistencia de Kant en que “la redención solo puede ser obra de
lo que cada hombre hace por sí mismo, y al hombre no le es lícito atribuirse
más mérito moral que el que procede de él mismo” (Rovira, 2021, p. 189) no
le acerca más al catolicismo que al protestantismo. Vuelvo a decirlo: bien
mirada, la propuesta de Kant se encuentra en las antípodas de cualquier
concepción cristiana, tanto católica como reformada, precisamente porque
prescinde de la obra redentora de Cristo. Sin embargo, la ruptura de las
iglesias protestantes con la iglesia de Roma se debió, entre algunas otras
razones, a la diferencia de concepción de la salvación. Ambas iglesias
confiesan la justificación por la fe, pues sin ella no hay cristianismo. El matiz
diferenciador se encuentra en que para Lutero el ser humano se salva solo por
la fe, mientras que para Roma la salvación proviene de la fe y de las obras.
“No me avergüenzo del evangelio […] pues en él se revela la justicia de Dios”
(Rm 1, 16-17). Ante esta declaración paulina, cualquiera se pregunta cómo es
que la justicia de Dios es una buena noticia. Ante el tribunal divino nadie
puede declararse inocente. No obstante, Pablo encuentra la manera de
compaginar el juicio de Cristo y la buena nueva. “El justo vivirá por su fe”
(Rm 1, 16-17) porque todos son “justificados por el don de la gracia, en virtud
de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 24). En consecuencia, para
Lutero el ser humano puede ser simul justus et peccator (Rovira, 2021, p.
180), mientras que, sin negar la redención por la fe, los católicos añaden la

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Juan José García Norro La religión moral o el cristianismo sin Cristo

necesidad de las obras. “¿De qué sirve, hermanos míos, si alguien dice que
tiene fe, pero no tiene obras? ¿Acaso puede esa fe salvarlo?” (St 2, 14). Como
ya se ha dicho, no cabe discutir que la religión moral de Kant es totalmente
ajena a la polémica sobre la justificación que da lugar a la Reforma, pues es
un cristianismo sin Cristo, si bien su insistencia en la necesidad de la mejora
moral del ser humano acerca su concepción, manteniéndose siempre lejano,
más a la interpretación católica que a la luterana, frente a lo que podría
esperarse de su formación religiosa.
El epílogo, como el resto del libro de Rovira, muestra, en definitiva,
hasta qué punto la reflexión ética de Kant se hilvana en torno a su meditación
neotestamentaria, de manera que, como se insinuó antes, tampoco sin Pablo,
hubiera habido Kant.

Bibliografía
Rovira, R. (2013). Kant’s Division of Philosophy: An Attempt at a Systematic
Reconstruction. En S. Bacin, A. Ferrarin, C. La Rocca y M. Ruffing (Eds.),
Kant und die Philosophie in weltbürgerlicher Absicht, vol. 1 (pp. 715-726).
Walter de Gruyter.
Rovira, R. (2021). Kant y el cristianismo. Herder.

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Entre moral y religión: sobre el sentido de la fe racional en
Kant

ANA MARTA GONZÁLEZ1

Resumen
La publicación de Kant y el cristianismo por parte de Rogelio Rovira representa una
aportación sobresaliente, no solo a los estudios sobre Kant, sino al diálogo entre
filosofía y religión en un momento en el que dicho diálogo resulta especialmente
pertinente. Destacando los presupuestos epistemológicos de los que parte Kant en
su particular asimilación del cristianismo, Rovira muestra convincentemente cómo
las verdades más esenciales de la religión, para Kant, son las estrictamente morales,
y el modo en el que estas se integran en su propia filosofía moral. Ahora bien,
aunque de esta forma Kant consigue profundizar la filosofía moral de un modo
inédito, su modo de proceder presenta una contrapartida teológica, pues convierte
en accidental la piedra angular de la fe cristiana, a saber, la misma persona de Cristo.
Valiéndose de los análisis de Rovira, el presente artículo explora esta doble vertiente
de la filosofía kantiana y plantea la oportunidad de completar su exposición
subrayando la conexión general de la filosofía kantiana de la religión con su filosofía
de la historia.
Palabras clave: fe racional, cristianismo, amor práctico, filosofía moral

Between morality and religion: On the meaning of Kant’s rational faith

Abstract
The publication of Kant and Christianity by Rogelio Rovira represents an
outstanding contribution, not only to studies on Kant, but also to the dialogue
between philosophy and religion at a time when said dialogue is especially pertinent.
Highlighting the epistemological presuppositions from which Kant starts in his
particular assimilation of Christianity, Rovira convincingly shows how the most
essential truths of religion, for Kant, are the strictly moral ones, and the way in which
these are integrated into his own moral philosophy. Now, although in this way Kant
manages to deepen moral philosophy in an unprecedented way, his way of
proceeding presents a theological counterpart, since it makes accidental the
cornerstone of Christian faith, namely, the very person of Christ. Using Rovira’s
analyses, this article explores this double aspect of Kantian philosophy and presents

1
Universidad de Navarra. Contacto: [email protected].

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the opportunity to complete his exposition by underlining the general connection of


Kantian philosophy of religion with his philosophy of history.
Keywords: rational faith, Christianity, practical love, moral philosophy

1. El papel del cristianismo en el formalismo moral


La publicación de Kant y el cristianismo por parte de Rogelio Rovira
representa una aportación sobresaliente, no solo a los estudios sobre Kant,
sino al diálogo entre filosofía y religión en un momento en el que dicho
diálogo resulta especialmente pertinente.
Como es sabido, en los últimos años Habermas se ha preocupado
especialmente de explorar en qué condiciones el diálogo entre razón y fe
puede contribuir al sostenimiento de las sociedades democráticas en un
momento en el que el proyecto moderno amenaza con descarrilar, no tanto
por razones extrínsecas cuanto por falta de energías morales (2006, p. 107).
En este contexto, el propio Habermas se ha referido a Kant y a la asimilación
filosófica que este hiciera de contenidos cristianos, principalmente en el
terreno de la moral, sugiriendo que esta clase de trasvases presentaba ya
entonces la virtualidad de proporcionar una semántica movilizadora de las
energías morales con la que alimentar la dimensión sapiencial de la filosofía
y volverla relevante en el espacio público.
Que el discurso público y filosófico pueda, en general, beneficiarse de
esta operación de trasvase nos habla de que, más allá de la diferencia entre
razón y fe —que Kant como ningún otro se preocupó de establecer—, la razón
tiene necesidades que desea satisfacer, pero también de que la fe desarrolla
argumentos que pueden satisfacer a la razón, y que esta última puede aclarar
y asumir en sus propios términos (Flamarique y Carbonell, 2017).2

2. Centralidad de Kant en el diálogo contemporáneo entre filosofía y religión


En efecto, como apunta Habermas,

2
El libro reúne contribuciones de distintos autores, entre ellos, una versión preliminar del capítulo que
el propio Rovira dedica a la interpretación kantiana del pecado original.

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las tradiciones religiosas proporcionan hasta hoy la articulación de la conciencia de


lo que falta. Mantienen despierta una sensibilidad para lo fallido. Preservan del
olvido esas dimensiones de nuestra convivencia social y personal en las que los
progresos de la modernización cultural y social han causado destrucciones abismales
(2006, p. 14).

Al mismo tiempo, el hecho del “trasvase” hace notar que en el ser humano
persiste una diferencia entre ambas esferas que impide la total absorción de
la una por la otra, y en cambio las convierte en potenciales interlocutoras.3
El diálogo entre razón y fe ha sido una constante en el interior mismo
de las religiones que conforman la “era axial” (Bellah, 2011),4 justamente a
causa de su proyección universal.5 La teología desarrollada durante varios
siglos en el marco de estas religiones es testimonio del esfuerzo de muchas
generaciones por articular las exigencias de su fe con las exigencias y el
desarrollo de la razón. No carece de sentido, por eso, que Habermas se vuelva

3
Habermas ha resumido la relación con la religión que emerge de su pensamiento postmetafísico en
estos términos: “Existe una filosofía que, consciente de su falibilidad y de su frágil posición en el
interior del complejo edificio de la sociedad moderna, insiste en la diferenciación genérica, pero de
ningún modo peyorativa, entre el discurso secular que aspira a ser accesible a todo el mundo y el
discurso religioso dependiente de las verdades reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en
Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada una pretensión filosófica de
determinar por sí misma qué hay de falso y qué hay de verdadero en el contenido de las tradiciones
religiosas, más allá del saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto, que corre parejo con
esta abstención cognitiva del juicio, se funda en la consideración de personas y formas de vida que
nutren su integridad y autenticidad de convicciones religiosas. Pero el respeto no lo es todo: la filosofía
tiene razones para mantenerse dispuesta al aprendizaje ante las tradiciones religiosas” (2006, p. 115).
Aunque su postura se distingue expresamente de la disolución de la herencia religiosa proclamada desde
la versión naturalista del pensamiento postmetafísico, porque reconoce un estatus epistémico a las
convicciones religiosas, continúa sin embargo lastrada por un prejuicio positivista, conforme al cual los
contenidos religiosos entran en la esfera de la filosofía únicamente desde la perspectiva de la historia
de la razón, sin propiciar la apertura intrínseca de la razón a la posibilidad de una revelación.
4
“Las religiones que echaron sus raíces en aquel periodo llevaron a cabo el salto cognitivo desde las
explicaciones narrativas del mito a un logos que diferencia entre la esencia y la apariencia de una
manera completamente similar a la filosofía griega. Y desde el Concilio de Nicea, la filosofía por su
parte también se apropió, por la vía de una ‘helenización del cristianismo’, de muchos de los motivos
y conceptos religiosos de la historia de la redención procedentes de las tradiciones monoteístas”
(Habermas, 2006, p. 150).
5
“En sus inicios, la filosofía era solo una de las cosmovisiones metafísicas y religiosas de la Era Axial
que se podían contar con los dedos de una mano. Pero se ha convertido en su destino. Desde el
surgimiento del platonismo cristiano en el Imperio Romano, el discurso sobre la fe y el conocimiento
ha desempeñado un papel constitutivo en el desarrollo posterior del legado filosófico de los griegos.
Por tanto, este discurso me sirve de guía para la genealogía del pensamiento posmetafísico, que pretende
mostrar cómo la filosofía –complementaria al desarrollo de la dogmática cristiana en términos
filosóficos– se ha apropiado de contenidos esenciales de las tradiciones religiosas y los ha transformado
en conocimiento justificable. Es precisamente a esta ósmosis semántica a la que el pensamiento secular
que siguió a Kant y Hegel debe el tema de la libertad racional y conceptos básicos de la filosofía
práctica, que aún hoy son decisivos” (Habermas, 2019, pp. 14-15, a. trad.).

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preferentemente a estas religiones “axiales”, cuando trata de extraer una


semántica útil para movilizar las energías morales de los ciudadanos
postseculares, ni que, con este fin se vuelva preferentemente a Kant, quien,
por su crítica de la razón, ha definido el terreno del pensamiento
postmetafísico en el que, según sostiene Habermas, nos movemos desde
entonces (2006, pp. 218-253).
Ciertamente, desde un punto de vista histórico, la interlocución entre
razón y fe no ha discurrido siempre en los mismos términos, ni siempre se ha
circunscrito al horizonte práctico previamente definido por la razón. Durante
sus primeros siglos, fue más bien el cristianismo el que tomó prestados de la
filosofía —y de la filología— los conceptos necesarios para articular los
contenidos profesados por los creyentes y fijar el dogma frente a las
interpretaciones heterodoxas. De ahí que, contemplada la interlocución desde
la perspectiva de la teología, la filosofía se presentara como un saber ancilar.
La situación cambia, y en cierta medida se invierte, con la transición
a la edad moderna, cuando la fundamentación de un espacio racional, no
confesional, de convivencia, se convierte en uno de los objetivos
fundamentales del quehacer filosófico. Precisamente en ese contexto, la obra
de Kant presenta un interés singular, pues en el desarrollo de su pensamiento
Kant lleva a cabo una serie de trasvases conceptuales a partir de la religión
cristiana que, sin duda, amplían el alcance de la razón, abriéndola a lo que él
denomina “fe racional” y —por esta vía— a la “religión dentro de los límites
de la mera razón”.
Habermas considera que con dicha ampliación Kant va mucho más
lejos de lo que se le puede exigir a la racionalidad práctica en sentido estricto.
De alguna manera, sin embargo, esta transición constituye la versión kantiana
de los tradicionales “preambula fidei”, con la diferencia de que, si aquellos se
movían en el terreno de la razón teórica, estos lo hacen en el terreno de la
razón práctica.
En efecto, tras la primera crítica, cerrada la vía de acceso teórica a la
existencia de Dios o la inmortalidad del alma, Kant explora el acceso a dichos
preámbulos por vía práctica. Es significativo, sin embargo, que tal acceso no
tenga lugar ya en términos de conocimiento (metafísico) sino de fe, aunque
sea de fe racional. Por lo demás, haber dejado atrás la metafísica tiene un
impacto innegable en la asimilación filosófica que Kant puede hacer del
cristianismo. Precisamente esto es lo que el libro de Rogelio Rovira pone de

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relieve de manera particularmente clarificadora, al ocuparse explícitamente


de los criterios con los que Kant seleccionó determinadas verdades cristianas
y al ofrecer, a partir de ahí, una valoración crítica de las pérdidas y ganancias
que esto supone para el cristianismo y para la filosofía. Aclarar estos extremos
puede a su vez arrojar luces sobre las virtualidades y los límites de Kant en el
diálogo entre religión y filosofía.

3. La fe racional de Kant y su asimilación de contenidos cristianos


“Kant es el primer ilustrado que reconoce en la fe una categoría inevitable y
fundamental”. En estos términos se pronunciaba Odero de Dios (1992, p. xxi)
al comienzo de su monumental trabajo sobre la fe en Kant, haciéndose eco
del estudio pionero de Sänger sobre esta cuestión, publicado en 1903, con un
prólogo de Vahinger.
Era, el de Sänger, un estudio histórico-crítico del concepto kantiano
de fe, ceñido al análisis de la fe como actitud subjetiva, que no entraba a
determinar sus contenidos, algo comprensible si tenemos presente, como
resalta fehacientemente Rovira en su estudio, que “Kant no hizo del
cristianismo objeto directo de su reflexión filosófica”, ni “quiso valorar
filosóficamente la verdad del cristianismo como tal” (Rovira, 2021, p. 12).
Reconocer este extremo, sin embargo, no significa que el cristianismo
desempeñara un papel secundario en su pensamiento. No es solo que la
apertura a la fe racional otorgue profundidad existencial a la filosofía
kantiana, arraigándola en los intereses de la razón, sino que, como hiciera
notar Allen Wood,6 la entera filosofía kantiana podría interpretarse desde esta
clave.
Ahora bien, uno de los méritos más notables del libro de Rovira
consiste en no limitarse a subrayar la importancia de la fe racional como
actitud subjetiva del sujeto moral, que de este modo deviene religioso, sino

6
Hablando de la investigación kantiana de la fe racional religiosa, apuntaba Wood: “Aquí Kant ha
intentado centrar los resultados de esta investigación filosófica en la situación del hombre como tal, y
formular y responder preguntas de interés y significado humanos universales... En su justificación de
la fe moral y la religión, Kant exhibe la propia filosofía crítica como una perspectiva religiosa, como
una concepción profunda de la condición humana como un todo, y de la respuesta adecuada del hombre
a esa condición” (2009, pp. 1-2, a. trad.). Desde la primera edición de ese libro (1971), sin embargo, la
interpretación general que hiciera Wood de la filosofía kantiana de la religión se ha modificado, tal y
como él mismo refiere en su último libro (2020).

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en analizar minuciosamente qué contenidos específicos de la fe cristiana


fueron asimilados por Kant tras pasarlos por la criba de su criterio filosófico.
En efecto: si bien a Kant le interesaba sobre todo examinar el alcance
de la sola razón a la hora de afrontar cuestiones humanamente decisivas, eso
no le impidió “utilizar” elementos de la doctrina cristiana para desarrollar su
propia posición, en la que en última instancia confluye el agnosticismo teórico
con el teísmo práctico (Odero de Dios, 1992, p. 36).
Para Kant, se trataba de que ciertos contenidos de la fe pudieran ser
reproducidos por la razón en sus propios términos. Es decir: aunque la
“génesis” histórica de tales doctrinas se encontrara en el cristianismo, su
“validez” debía quedar refrendada por la razón misma.7 Ahora bien: puesto
que la crítica de la razón pura había cerrado el camino a la asimilación de
tales contenidos por vía teórica, solo quedaba abierta la vía práctica. En este
sentido, como subraya Rovira, en su asimilación filosófica de determinadas
tesis cristianas, Kant se atuvo a su propio programa y a sus propios criterios
racionales (2021, p. 12).
En consecuencia, al igual que en otras materias, Rovira distingue en
el tratamiento kantiano de la religión entre una religión pura —esbozada ya
en la Crítica de la razón práctica—, a la que accedemos partiendo de
principios a priori, y una religión aplicada —desarrollada sobre todo en la
Religión dentro de los límites de la mera razón— que, no obstante hacer uso
de doctrinas cristianas, pretende ser una exposición de lo que llamaríamos
“religión natural” (2021, pp. 22-23).
Así pues, según Kant, cabe aproximarse a la religión, o bien partiendo
de principios a priori, o bien partiendo de alguna revelación, y ponerla
entonces fragmentariamente como un sistema histórico en conceptos morales
(Rovira, 2021, p. 37). Ahora bien, a pesar de que ocasionalmente se refiera a
la razón como una “revelación permanente”, frente a la cual la revelación
histórica representaría una revelación contingente, el hecho de que separe
ambas fuentes —principios a priori e historia—8 resulta, a mi entender,

7
“La construcción de la religión moral, que es de índole puramente filosófica, exige no tener en cuenta
el carácter revelado de las verdades que el cristianismo brinda a la consideración de todo hombre”
(Rovira, 2021, p. 14).
8
Según observa Odero, la distinción entre fe racional o moral y fe histórica se encuentra ya en el periodo
precrítico, “y se fundamentaría en el reconocimiento de que la ‘fe histórica’ es una forma de
conocimiento, aunque incapaz de otorgar la universalidad que es propia del conocimiento científico”
(Odero de Dios, 1992, pp. 34-35).

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Ana Marta González Entre moral y religión: sobre el sentido de la fe racional de Kant

sumamente indicativo de sus presupuestos epistemológicos, así como de las


implicaciones teológicas de su postura.
Para entenderlo, basta tener presentes las encendidas controversias
teológicas que tuvieron lugar ya en los primeros siglos del cristianismo con
el fin de clarificar el contenido de la fe del pueblo cristiano, en el curso de las
cuales conceptos tales como “naturaleza” y “persona”, empleados en la
filosofía y la filología de la época, adquirieron un sentido teológico preciso,
gracias al cual se pudo mostrar que, no obstante superar claramente las
posibilidades de la sola razón, ni la fe trinitaria ni la cristológica entraban en
contradicción con aquella: la no identidad de los conceptos de naturaleza y
persona, en efecto, permitía argumentar que la única naturaleza divina
subsistía en tres personas, y que una de estas personas —con su naturaleza
divina— había asumido también la naturaleza humana.
Ciertamente, el uso de esta clase de conceptos filosóficos para
formulaciones teológicas no significaba sostener que esos contenidos de fe
eran como tales accesibles a la sola razón. Para llegar a dichas formulaciones,
los cristianos se basaban en la Escritura, interpretada a la luz de la tradición
apostólica, no solo ni principalmente en sentido moral.9 Sin embargo, el uso
de los conceptos filosóficos para articular su propia fe no comportaba alterar
intrínsecamente aquellos conceptos filosóficos, sino darles un uso
inesperado.10
Por el contrario, el uso filosófico que hace Kant de ciertas doctrinas
religiosas, a causa de los presupuestos epistemológicos desde los que trabaja,
se enmarca siempre en un horizonte moral que inevitablemente altera el
contenido de aquellas doctrinas. Kant toma prestados muchos motivos de la
religión cristiana, pero los seculariza para un propósito eminentemente
práctico. Su reflexión no se adentra en el corazón del dogma; únicamente

9
La exégesis moral era una de las exégesis posibles, pero no la única; adquiere un especial
protagonismo en la obra de Gregorio Magno. Pero iba precedida por la exégesis literal y alegórica.
Según resume el dístico medieval, “La lectura literal enseña los hechos, la alegórica lo que has de creer,
la moral lo que debes haber, la anagógica aquello que debes esperar” [“Littera gesta docet, quid credas
allegoria, Moralis quid agas, quo tendas anagogía”] (Agustín de Dacia, 1929, p. 256, a. trad.). Tomás
de Aquino insistirá en la precedencia del sentido literal, histórico, como fundamento de los restantes.
10
San Agustín de Hipona alerta contra la introducción de “neologismos profanos” en la fe, pero
enseguida matiza: “contra la impiedad de los herejes arrianos compusieron también un nuevo nombre,
‘homousion’ del Padre, pero con tal nombre no designaron una realidad nueva, pues se llama
‘homousion’ a lo que significa ‘Yo y el Padre somos una única cosa’, a saber, de una única e idéntica
sustancia. Por cierto, si toda novedad fuese profana, el Señor no diría: ‘os doy un mandamiento nuevo’,
ni se mencionaría la alianza nueva ni se cantaría en toda la tierra el cántico nuevo” (1844, tr. 97).

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toma de él aquellos motivos que encuentran eco en una razón autolimitada en


el terreno teórico y ambiciosa en el terreno práctico.
Tras indicar rigurosamente los presupuestos epistemológicos de los
que parte Kant, y que permiten distinguir entre una “religión pura”
—“formada por conocimientos a priori, esto es, independientes de toda
experiencia, y puros, es decir, sin mezcla de nada empírico”— y una “religión
aplicada” —cuyos conocimientos, “pese a ser a priori, no son puros, pues se
hallan mezclados con algo empírico” al ser “resultado de la aplicación de la
religión moral ‘pura’ a un sistema revelado o histórico de la religión,
concretamente al cristianismo” (Rovira, 2021, p. 40)—, Rovira explicita las
reglas con las que el propio Kant opera en el terreno de la religión aplicada
(2021, pp. 40-41) y muestra el distinto rango de las verdades extraídas a partir
de dichas reglas (2021, p. 42). Se confirma así que las verdades más
esenciales de la religión, para Kant, son las estrictamente morales, mientras
que las verdades propiamente teologales tendrían un rango secundario.
Aunque este modo de proceder permite a Kant exponer con particular claridad
el contenido racional de algunas verdades cristianas profundizando la
filosofía moral de un modo inédito,11 conllevará convertir en accidental la
piedra angular de la fe cristiana, a saber, la misma persona de Cristo.

4. Ganancias para la razón


Las principales ganancias que obtiene la razón a partir de la asimilación
kantiana del cristianismo se refieren, como era de esperar, al ámbito de la
filosofía moral. Rovira resalta en especial la lectura que hizo Kant del Padre
Nuestro12 y de la Carta de San Pablo a los Romanos, así como a su personal
asimilación del mandato evangélico del amor.
De la Carta a los Romanos, Kant habría extraído tres enseñanzas
principales: la existencia de actos intrínsecamente malos, la doctrina del mal
radical y la necesidad de salvación, que él interpreta en términos de
regeneración moral. Respecto a lo primero, Kant se habría fijado en el pasaje
donde el Apóstol subraya que “no se debe hacer el mal para que venga el
bien” (Rovira, 2021, p. 137; Mongrovius, XXIX, 616), un pasaje importante

11
Por ejemplo, haciendo notar como el cumplimiento de los deberes morales puede verse como
expresión religiosa (Rovira, 2021, p. 24).
12
A Kant le interesaba sobre todo apuntar la diferencia entre el espíritu y la letra de la oración (Rovira,
2021, p. 108).

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al que Kant alude en diversas ocasiones, también en contextos políticos.13


Como indicio de la asimilación kantiana de este texto, Rovira llega a sugerir
que la entera filosofía moral de Kant podría leerse como una refutación de la
tesis de que el fin justifica los medios (Rovira, 2021, pp. 140-147), lo cual
permite subrayar lo inadecuado de hablar de un “consecuencialismo
kantiano”, tal y como hiciera en su día Stuart Mill (Rovira, 2021, p. 149).
Pero el influjo de la Carta a los Romanos no se queda ahí. Especial
significación reviste la asimilación de la doctrina paulina donde el Apóstol
afirma la universalidad del pecado (Rovira, 2021, p. 153ss.), que Kant habría
transmutado en su doctrina del “mal radical”. En consecuencia, al igual que
el Apóstol, Kant se ve abocado también a plantear la cuestión de la salvación,
si bien el modo en el que lo hace —en términos de regeneración moral
operada por la propia razón— le aleja de la doctrina paulina de la gracia y
supone la equiparación práctica de Dios y la razón (Rovira, 2021, p. 191).14
Sin duda, la secularización de las doctrinas del pecado y la salvación
suscitan muchos interrogantes al lector de Kant, que se debate entre la
radicalidad del mal radical y la capacidad de la razón de regenerarse a sí
misma (González, 1999, p. 43). Cabe notar, sin embargo, que con ello no
hacemos otra cosa que tropezarnos, en clave kantiana, con el misterio del mal,
aunque reformulado dentro de los límites de la mera razón (Rovira, 2021, p.
184).
Ahora bien, una doctrina cristiana central, que Kant asimila, en sus
propios términos, en diálogo implícito con la filosofía moral precedente es el
mandato evangélico del amor a Dios y al prójimo. A propósito de esto, el
detallado análisis que lleva a cabo Rovira de la doctrina kantiana del amor
resulta particularmente clarificador.

5. El amor en la ética de Kant


Por de pronto, merece atención el hecho de que el propio Kant comprendiera
su doctrina ética en concordancia con el mandamiento del amor a Dios y al

13
Por ejemplo, cuando critica la introducción sangrienta de la fe entre pueblos no civilizados (MS, AA
6, 353).
14
En realidad, que en la obra de Kant la razón ocupa en la práctica el lugar de Dios puede apreciarse
en muchos detalles; no es menor el paralelismo que cabe advertir entre el modo en el que Kant da cuenta
del sentimiento de respeto y el modo en el que, según Tomás de Aquino, la religión perfecciona al
hombre (1989, II.II q.81 a.7; González, 2016, pp. 63-64).

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prójimo (Rovira, 2021, p. 76).15 En sintonía con esta autocomprensión,


Rovira ubica su análisis de la doctrina kantiana del amor a la luz de tres
preguntas, de claras resonancias evangélicas: “1) ¿Puede el amor ser objeto
de un mandamiento? 2) ¿Qué papel desempeña el amor en la vida moral? 3)
¿En qué consiste amar a Dios, a quien no vemos, y amar al prójimo, a quien
vemos?” (2021, p. 78).
Es posible, en efecto, que tener a la vista el contexto originalmente
cristiano de estas preguntas aporte la pieza clave para interpretar
adecuadamente la doctrina kantiana del amor que, de entrada, no parece
compadecerse bien con la exigencia de realizar el deber por deber, tan
característica de la ética de Kant.
El contraste entre amor y deber, en el plano de la motivación, se
encuentra presente con particular claridad en Hume, quien consideraba un
deber que los padres, en el cuidado de los hijos, obraran movidos por una
afección natural, en lugar de por un sentimiento del deber.16 Para Hume, si
alabamos a los padres que cuidan a sus hijos es solo porque asumimos que
llevan a cabo una acción respaldada por un sentimiento natural; si supiéramos
que los padres cuidan a sus hijos solamente “por sentido del deber”, sin sentir
realmente afecto alguno por ellos, pensaríamos que tienen una carencia
importante. Hume argumenta en estos términos para mostrar que, en las
llamadas por él “virtudes naturales”, obrar por “sentido del deber” constituiría
únicamente un motivo supletorio del afecto, que sería en cambio el motivo
deseable.17 Sin embargo, ¿cómo llega uno a obrar establemente movido por
el afecto? La respuesta de Hume a esta cuestión pasa por el cultivo de los
sentimientos morales; como veremos a continuación, la doctrina kantiana de
las “prenociones estéticas de la receptividad del ánimo a conceptos morales”

15
Rovira hace notar que “Kant no creyó, en efecto, que su propia concepción de la ética fuera distinta
de la propuesta por el Maestro del Evangelio, hasta el punto de que consideró que la empresa de
fundamentar la una equivale a la justificación de la otra” (2021, p. 77).
16
“¿Por qué censuramos al padre que no atiende a su hijo? Por carecer manifiestamente de una afección
natural, deber de todo padre. Si la afección natural no fuera un deber, tampoco lo podría ser el cuidado
de los hijos, y sería imposible, entonces, que pudiéramos tener el deber ante nuestros ojos en la atención
que prestamos a nuestra prole. Por consiguiente, todos los hombres suponen que en este caso existe un
motivo de actuación distinto al sentimiento del deber” (Hume, 2005, p. 478).
17
“Cuando un motivo o principio de virtud es común a la naturaleza humana, la persona que siente
faltar en su corazón ese motivo puede odiarse a sí misma por ello y realizar la acción sin la existencia
del motivo, basándose en cierto sentido del deber y con la intención de adquirir con la práctica ese
principio virtuoso, o al menos para ocultarse a sí misma en lo posible la ausencia de dicho motivo”
(Hume, 2005, p. 479).

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pondrá las bases para una respuesta parecida que, sin embargo, deja a salvo
el sentido del mandamiento evangélico del amor.
En efecto, según Kant, si entendemos por amor solo un sentimiento
—como hace Hume— el mandamiento del amor carecería de sentido. A este
respecto, y en línea con la tradición de la filosofía moral, Kant deja apuntado
que al menos hay dos sentidos de amor: junto al amor de complacencia,18 que
consiste en el agrado ante las cualidades de otros seres humanos, hay otro
sentido del amor, amor de benevolencia, por el cual queremos el bien para
otros.19 De forma muy oportuna, Rovira resalta cómo, para explicar ambos
sentidos del amor, Kant se sirve de varias distinciones, según las cuales
aquellos pueden verse “como actos de facultades heterogéneas, como actos
que obedecen a móviles de acción contrapuestos y como actos que se refieren
a objetos diversos y que se realizan de modos determinados” (2021, p. 78).
Atendiendo a la facultad de la que proceden los actos de amor, Kant
distingue entre amor patológico y amor práctico, entendiendo por este último
una benevolencia activa que se traduce en beneficencia. Mientras que el
primero no puede ser objeto de un mandato, el segundo sí, porque en
definitiva se trata de acciones benéficas. Hume tampoco pondría objeciones
a esto último.
¿Pero podemos hablar de amor en sentido propio cuando nos
referimos a realizar acciones benéficas, sin importar el motivo? ¿Acaso toda
obra benéfica viene motivada por el amor? Tal y como recuerda Rovira, el
propio Kant hace notar que “lo que se hace por coacción no se hace por amor”
(MS, AA 6, 82). Desde el punto de vista de la motivación, parece que amor y
deber son en verdad incompatibles. En términos parecidos se expresaba
Tomás de Aquino, cuando distinguía el obrar de los malos y el de los
virtuosos.20 En relación con esto, conviene notar que lo que Tomás de Aquino

18
“[L]a mutua adaptación del apetito sensitivo o de la voluntad a un bien, esto es, la misma
complacencia del bien se llama amor sensitivo, o intelectivo o racional. Luego el amor sensitivo reside
en el apetito sensitivo como el amor intelectivo en el apetito intelectivo” (Santo Tomás, 1989, I.II q.26).
19
“Como afirma el Filósofo en II Rhetor., amar es querer el bien para alguien. Así pues, el movimiento
del amor tiende hacia dos cosas, a saber: hacia el bien que uno quiere para alguien, sea para sí o sea
para otro, y hacia aquel para el cual quiere el bien. A aquel bien, pues, que uno quiere para otro, se le
tiene amor de concupiscencia, y al sujeto para quien alguien quiere el bien, se le tiene amor de amistad”
(Santo Tomás, 1989, I.II q.26 a.4).
20
“Lo forzoso y violento es contrario a la voluntad; mas la voluntad de los buenos está en armonía con
la ley, mientras que la de los malos discrepa de ella. Por ende, en este sentido, los buenos no están
sujetos a la ley, sino solo los malos” (Santo Tomás, 1989, I.II q.9 a.5).

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llama “el modo de la virtud” no viene exigido por todo precepto.21 Sin
embargo, aquí estamos hablando específicamente del mandamiento del amor.
¿Tiene algún sentido mandar el amor como tal? ¿Acaso puede el hombre
causar ese sentimiento en sí mismo?
5.1. El deber de amar al prójimo
Ciertamente, si el amor no estuviera de algún modo incoado en nuestra
naturaleza, no tendríamos ni por donde comenzar. Es lo que Kant tiene
presente en el epígrafe dedicado a las “prenociones estéticas de la
receptividad del ánimo” (MS, AA 6, 399), una de las cuales es la filantropía.
El interés de tal prenoción reside en que, por ser un sentimiento, no es ella
misma objeto de un deber, pero al mismo tiempo se trata de un sentimiento
peculiar, pues nos hace receptivos a deberes. Se trata, de hecho, de un
sentimiento que se puede y se debe cultivar, si bien de forma indirecta
(Rovira, 2021, pp. 85-87), precisamente haciendo el bien al prójimo:

Por tanto, cuando se dice: debes amar a tu prójimo como a ti mismo, no significa:
debes amar inmediatamente (primero) y mediante este amor hacer el bien (después),
sino: ¡haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor a los
hombres (como hábito de la inclinación a la beneficencia)! (MS, AA 6, 402).

Kant considera que amar al prójimo comporta el “deber de convertir


en míos los fines de otros (solamente en la medida en la que no sean
inmorales)” (MS, AA 6, 450), y confía en que el ejercitarse en beneficencia,
gratitud y simpatía para con el prójimo conduce a “cumplir de buen grado”
tales deberes (KpV, AA 5, 83),22 generando el sentimiento de amor
correspondiente. Según Rovira, de esto cabría inferir una respuesta kantiana
a la cuestión por el lugar del amor a Dios y a los demás en nuestra vida: con
dicha cuestión, apunta, se aludiría “al modo propiamente sentimental en que
se vive, o ha de vivirse, el cumplimiento de esos deberes. Deberá manifestar,

21
“El modo de la virtud no cae bajo el precepto ni de la ley humana ni de la divina. Ni el hombre ni
Dios castigan como transgresor del precepto al que rinde el honor debido a los padres, aunque no posea
el hábito de la piedad” (Santo Tomás, 1989, I.II q.100 a.9).
22
En lo cual manifestamos amarle como a nosotros mismos (Rovira, 2021, p. 90). “Al conseguir
convertir en propio el fin de la felicidad ajena, terminamos por unir a la virtud del amor al prójimo o de
la filantropía, según asevera el propio Kant, ‘la cordialidad de la actitud fundamental benevolente’ y la
‘ternura de la benevolencia’, cultivando así el amor a los hombres, el amor práctico en sentido estricto
(MS, 6: 456)” (2021, pp. 90-91).

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en consecuencia, en qué consiste el sentimiento que ‘acompaña a la práctica


de esos deberes’ (MS 6: 448)” (2021, p. 89).
Considero que destacar el “modo sentimental” en que se viven esos
deberes constituye uno de los puntos más lúcidos del análisis realizado, pues
permite matizar la afirmación de que Kant no concede importancia al amor
en la vida moral (Odero de Dios, 1992, p. 273). El análisis, sin embargo, no
termina aquí, pues hay una diferencia obvia entre “amar al prójimo a quien
vemos y amar a Dios a quien no vemos”.
5.2. El deber de amar a Dios
Tomás de Aquino daba para la posibilidad del amor a Dios una explicación
metafísica y teológica:

El hombre en su estado de integridad podía con sus solas fuerzas naturales realizar
el bien que le es connatural, sin ningún don sobreañadido, salvo el impulso de Dios
primer motor. Ahora bien, amar a Dios por encima de todo es algo connatural al
hombre, como lo es a cualquier creatura, racional o irracional, y aun inanimada,
según el modo de amar que compete a cada una de ellas… Mas en estado de
naturaleza caída, el hombre flaquea en este terreno, porque el apetito de la voluntad
racional, debido a la corrupción de la naturaleza, se inclina al bien privado, mientras
no sea curado por la gracia divina (1989, I.II q.109 a.3).

Sobre ese amor natural a Dios —apuntaba Santo Tomás— “la caridad
añade […] cierta prontitud y deleite, pues esto es lo que el hábito de la virtud
añade siempre al acto bueno de la razón natural carente del hábito virtuoso”
(1989, I.II q.109 a.3 ad.1). Por contraste, aunque Kant podría aceptar que el
hombre desea naturalmente la felicidad y que se encuentra afectado por el
pecado, que le inclina al bien privado, su religión racional le impide referirse
a la gracia y a la caridad como posibles remedios para esa flaqueza; también
para el amor a Dios la razón debería bastarse a sí misma, bien entendido que
el contenido mismo del deber de “amar a Dios” queda, en su planteamiento,
severamente reducido.
En efecto, reuniendo los apuntes dispersos de Kant al respecto, Rovira
ha distinguido dos sentidos del amor a Dios en Kant: “deber en consideración
a Dios” o “deber para con Dios” (MS, AA 6, 487). Si bien ambos tendrían

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como fundamento el amor de Dios por nosotros,23 el primero de ellos formaría


parte “de la doctrina pura de la virtud o, si se quiere, de lo formal de toda
religión”, mientras que el segundo “forma parte de la doctrina de la piedad o,
si se prefiere, de lo material de la religión (RGV, 6: 182)” (Rovira, 2021, p.
91).
En consecuencia, el deber de amor en consideración a Dios “se dirige
a Dios en cuanto a Legislador moral” (Rovira, 2021, p. 92), y conduce a
considerar todos los deberes como mandatos divinos (MS, AA 6, 487),
mientras que el amor para con Dios “se orienta a Dios como Padre y exige
que se le preste culto” (Rovira, 2021, p. 92). Según precisa Rovira, Kant
interpreta este como una actitud moral fundamental, conducente a observar
los mandamientos divinos ‘por propia elección libre y por complacencia en
la ley’ (2021, p. 92), es decir, por deber filial.
La diferencia fundamental entre ambos residiría en que el

deber de amor en consideración a Dios ‘expresa únicamente’ […] la relación de la


razón con la idea de Dios que ella misma se forja’ (MS, 6: 487), mientras que el
deber filial de amor para con Dios, en cambio, toma a Dios ‘como un ser que existe
fuera de nuestra idea’ (MS, 6: 487), postulando su existencia solo ‘en tanto que
pertenece necesariamente a la posibilidad del bien supremo’ (KpV, 5: 124) (Rovira,
2021, p. 93).

Con otras palabras: la existencia de Dios es postulada por la razón práctica


como fundamento de la esperanza de que se cumplirá el sumo bien al que nos
insta la misma razón. Como señala certeramente Odero, estamos ante una
auténtica revolución copernicana en el terreno de la razón práctica, pues

el conocimiento de Dios y de su voluntad no sería ya el fundamento de la


obligatoriedad de la ley moral, sino que, por el contrario, la ley moral vendría a
constituirse en el fundamento del lenguaje acerca de Dios. El valor real de las
afirmaciones teológicas, dependerá, pues, del estatuto que se conceda a la ley moral
(1992, p. 563).

23
En el primer caso, el amor de Dios para con los hombres “se concibe como el fin divino con respecto
al género humano (con respecto a su creación y dirección) (MS, 6: 488)”, y en el segundo “el amor de
Dios se piensa como el propio del que ama ‘con el amor de complacencia moral en los hombres en
cuanto son adecuados a sus santas leyes (RGV, 6: 145)” (Rovira, 2021, p. 92).

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Concluido el análisis, Rovira se pregunta en qué medida la relación


que establece Kant entre el deber y el amor reproduce la relación que
encontramos en el cristianismo. Con carácter general, Kant considera que, si
bien “ni el sentimiento de amor práctico al prójimo ni el sentimiento de amor
práctico a Dios están enteramente en nuestro poder” (Rovira, 2021, p. 93), sí
cabe cultivarlos y esperar que lleguen a florecer, basándonos, de una parte,
en la filantropía natural y, de otra, en la esperanza de llegar a realizar el bien
supremo.
Sin embargo, Kant

concibe a Dios, no como un ser personal realmente existente, sino como una mera
idea, cuya realidad objetiva en sentido práctico cabe a lo sumo postular.24 Por ello
[…] en la versión kantiana el amor a Dios queda reducido al cumplimiento de los
deberes morales (Rovira, 2021, p. 98)[,]

a la complacencia en la misma ley.


Cabría añadir que, si bien consigue dar una respuesta a la pregunta por
la posibilidad de mandar el amor, distinguiendo entre el mero sentimiento y
el amor práctico en sentido propio —y, por tanto, con una distinción análoga
a la que establece Tomás de Aquino entre amor sensible y dilectio—, el
análisis kantiano deja en un lugar secundario el elemento de pasividad
implícito en el amor como pasión, que Tomás de Aquino no vacila en aplicar
también al amor que el ser humano siente por Dios:

Algunos afirmaron que, aun en la misma voluntad, el nombre de amor es más divino
que el de dilección, porque el amor importa alguna pasión, principalmente en cuanto
está en el apetito sensitivo; mientras que la dilección presupone el juicio de la razón.
Ahora bien, el hombre puede tender mejor a Dios por el amor, atraído pasivamente
en cierto modo por Dios mismo, que pueda conducirle a ello la propia razón, lo cual
pertenece a la naturaleza de la dilección. Y por esto el amor es más divino que la
dilección (I.II q.26 a.3 ad4).

24
“En sus últimas Reflexiones y escritos Kant parece obsesionado por el problema de la objetividad de
la idea de Dios y tiende a concebirla en términos de inmanencia reductiva. Una formulación muy
expresiva de esta inmanentización de Dios es la afirmación kantiana de que es lo mismo pensar en Dios
que creer en él. En este punto la fe kantiana ha quedado totalmente desprovista de una referencia real
al ser y, ahora más que nunca, se manifiesta la imposibilidad de utilizar este concepto para interpretar
la fe cristiana” (Odero de Dios, 1992, p. 566).

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Que podamos ser atraídos hacia Dios más por Dios mismo que por
nuestra propia razón es un elemento presente ya en el análisis platónico del
amor y desarrollado en la tradición mística, que indudablemente se sustrae a
la religión dentro de los límites de la mera razón. Tal vez lo más cerca que
llega Kant de esa idea platónica es en la Crítica del Juicio, con su análisis del
entusiasmo, tomado siempre con cautela y sin trascender la propia
subjetividad.

6. Pérdidas para la fe
La razón filosófica —y, en la medida en la que ve articulados algunos de sus
contenidos, la razón teológica también— puede obtener ganancias de la
asimilación kantiana de la fe. Sin embargo, desde el punto de vista de la fe,
se trata solo de ganancias parciales que tienen lugar a costa de una revolución
epistemológica que entraña un detrimento significativo para la fe.
Significativo, porque no se trata únicamente de la pérdida de los aspectos
performativos de la fe, implícita en cualquier explicitación racional, también
teológica,25 de su contenido, sino que constituye una pérdida esencial que
apunta al corazón mismo de la religión cristiana. Y es que, al traducir en sus
propios términos filosóficos aquellos contenidos, el enfoque kantiano pierde
justamente lo nuclear de aquella fe, y que en último término da razón a sus
contenidos, a saber, la adhesión a la persona de Cristo.
En efecto, la distinción, que Rovira subraya, entre la “religión de la
doctrina de Cristo” y la “religión de la adoración de Cristo” alinea a Kant con

25
“La teología perdería su identidad si intentase desprenderse del núcleo dogmático de la religión y
con ello de aquel lenguaje religioso con el que se hace efectiva la praxis comunitaria de la oración, el
culto y la fe. En esta praxis se pone de manifiesto exclusivamente la fe religiosa que la teología tan solo
puede interpretar. La teología posee en cierta medida un status parasitario o derivado No puede ocultar
que su trabajo explicativo nunca podrá ‘recuperar’ ni ‘agotar’ completamente el sentido performativo
de la fe vivida […] La teología no puede sustituir a la religión, puesto que su verdad se nutre de la
palabra revelada que originariamente se presenta en la forma religiosa y no en la erudita. Pero la
filosofía tiene una posición completamente diferente con respecto a la religión. Lo que puede aprender
de ésta quiere expresarlo en un discurso que precisamente es independiente de la verdad revelada. Por
eso en toda traducción filosófica el sentido performativo de la fe se queda en el camino, incluso en
Hegel. El ‘programa de traducción’ filosófica tiende a lo sumo, y cuando así se quiere, a salvar el
sentido profano de las experiencias intramundanas y existenciales hasta ahora articuladas de manera
adecuada únicamente en el lenguaje religioso” (Habermas, 2001, pp. 202-203).

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una serie de herejías cristológicas y trinitarias (docetismo, arrianismo,


monarquismo, pelagianismo), conocidas desde antiguo.26
En particular, la adhesión kantiana a la “religión de la doctrina de
Cristo”, frente a la “religión de la adoración de Cristo”, deja en sordina un
artículo central de la fe cristiana, a saber, la Encarnación del hijo de Dios, que
es el gran perjudicado en la reelaboración kantiana del cristianismo. La
división de trabajo entre principios a priori y conceptos empíricos, a la que
aludíamos al comienzo, le impide aceptar la fe que confiesa la doble
naturaleza, divina y humana, en la única persona de Cristo. Como apunta
Rovira,

la ‘religión de la razón’ no puede profesar este credo. La razón no nos puede mostrar
al Jesús de la historia, pero tampoco nos puede enseñar al Cristo de la fe teologal.
Para la razón, para la razón en su uso práctico, Cristo solo puede ser una idea, la
‘idea personificada del principio bueno’ (RGV, 6: 60) (2021, p. 49).

Kant distingue entre “la fe en el Hijo de Dios” —que es una idea moral
de la razón— y la “fe en el Hombre-Dios”, que reconoce aquella idea “en el
fenómeno del Hombre-Dios”. Por esa razón, “la religión de la razón no puede
confesar que ‘Cristo es hombre’”. Esto “solo podrá significar, para la religión
moral, que el arquetipo moral ‘se representa como habiendo adoptado la
naturaleza humana’ (RGV, 6: 62)”, es decir, una “sensibilización de la razón
pura” (2021, pp. 50, 51). Acierta Rovira cuando señala que

El cristianismo propugnado por Kant es una suerte peculiar de ‘docetismo’, de


docetismo ‘simbólico’, si cabe denominarlo así. A diferencia de los antiguos
docetas, que defendieron que el Logos se revistió de un cuerpo aparente, que al
tiempo que ocultaba su divinidad, la hacía accesible, el docetismo de Kant afirma
que el arquetipo moral se ‘reviste’ de la apariencia de hombre para disimular su

26
“Las verdades que integran el cristianismo como religión de la veneración de Cristo son,
precisamente, las que conforman aquellos dogmas que la Iglesia ha ido formulando en el transcurso de
los primeros siglos de historia. Son verdades que tienen por objeto principal establecer lo que ha sido
realmente revelado sobre la naturaleza de Cristo como Salvador del género humano. Entre ellas
destacan, pues, los dogmas formulados en los siete primeros concilios ecuménicos: fundamentalmente,
el dogma de la doble naturaleza de la única persona de Logos encarnado, el dogma trinitario y el dogma
de la resurrección de Cristo” (2021, pp. 14-15).

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condición de pura idea y, al mismo tiempo, fomentar su seguimiento (2021, pp. 51-
52).

En todo caso, en tanto que arquetipo moral, para Kant carecería de


sentido práctico afirmar que Cristo es Dios, porque “un Cristo divino no
podría ser ya ejemplo moral para el hombre” (Rovira, 2021, p. 52). Con razón,
se indica que “el cristianismo que Kant presenta en su libro sobre la religión
es, pues, una especie singular de ‘arrianismo’” (2021, p. 53).
El vaciamiento del dogma de la Encarnación afecta asimismo al modo
que tiene Kant de entender la resurrección, del que despeja precisamente su
elemento central: la resurrección de la carne (2021, p. 59). Contra una
interpretación semejante se manifestó expresamente San Agustín, poniendo
en guardia frente a una lectura meramente moral de la fe cristiana en la
resurrección.27
De igual manera, Kant trata de ofrecer una interpretación moral del
dogma trinitario, que “renueva en cierto modo la del antiguo
‘monarquianismo’ o ‘sabelianismo’ o ‘modalismo’” (2021, p. 58), doctrinas
para las cuales la distinción de Personas eran solamente modos diversos de
aparecer la misma persona. Así también, Kant considera que la distinción de
personas no es otra cosa que tres formas que tiene el hombre de representarse
al único Dios.

27
“Alguno de nosotros, pues, quizá decía ya: «He aquí que hemos resucitado; quien oye a Cristo, quien
cree, pasa de la muerte a la vida, y no vendrá a juicio; viene una hora, y es ahora, de que quien oye la
voz del Hijo de Dios viva; estaba muerto, oyó, he aquí que resucitó; ¿qué es lo que después se llama
resurrección futura?» Resérvate, no precipites la sentencia, no sea que vayas tras ella. Existe
ciertamente esa resurrección que sucede ahora; muertos estaban los infieles, muertos estaban los
inicuos; viven los justos, pasan de la muerte de la infidelidad a la vida de la fe; pero no creas, por eso,
que no habrá resurrección alguna del cuerpo, cree que habrá también resurrección del cuerpo. Oye, en
efecto, qué sigue tras hacer valer esa resurrección que sucede mediante la fe, para que nadie supusiera
que hay esa sola y cayese en la desesperación y error de los hombres que pervertían las mentalidades
de los otros, al decir que la resurrección ya ha sucedido, de los cuales dice el Apóstol: Y vuelcan la fe
de algunos. Creo, en efecto, que les decían palabras como éstas: «He aquí que el Señor dice: Quien cree
en mí ha pasado de la muerte a la vida; ya ha sucedido la resurrección en los hombres fieles que habían
sido infieles; ¿cómo se habla de otra resurrección?». Gracias al Señor nuestro Dios, que apuntala a los
vacilantes, dirige a los perplejos, envalentona a quienes dudan. Oye qué sigue, porque no tienes por qué
construirte tiniebla de muerte. Si has creído, cree todo entero. Preguntas: ¿Qué creo todo entero?
Asevera: «No os asombréis de esto, de que dio al Hijo potestad de hacer juicio al final, digo». ¿Cómo
al final? No os asombréis de esto: porque viene una hora. Aquí no dijo: Y es ahora. Respecto a la
resurrección de la fe, ¿qué dijo? Viene una hora y es ahora. Respecto a esa resurrección de los cuerpos
muertos que hace valer como futura, dijo «viene una hora», no dijo «es ahora», porque va a venir al
final del mundo” (San Agustín, 1844, tr. 22, nn. 12, 13).

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Ciertamente, la fe en la Encarnación y en la Resurrección concentran


las mayores dificultades a las que se enfrenta la razón filosófica: por un lado,
la afirmación de que el Logos, que en la filosofía se representa como razón
universal, se hace presente en una historia particular, imprimiéndole una
dirección fundamental; por otro, la idea de que el cuerpo humano, y con él
toda la creación material, está llamado a participar de la gloria de la
resurrección de Cristo en los nuevos cielos y la nueva tierra que, por especial
intervención de Dios, sucederán a la catástrofe intramundana que pone fin a
la historia de los hombres (Pieper, 1999, pp. 286-374).
Precisamente a este último asunto —al “fin de todas las cosas”— Kant
le dedicó bastantes páginas de sus escritos de filosofía de la historia. En su,
por lo demás, exhaustivo estudio de la relación entre Kant y el cristianismo,
Rovira no avanza en esa dirección. Aunque hace notar que del cristianismo
como “religión de la doctrina de Cristo”, Kant toma sobre todo “verdades
morales y verdades referidas a la esperanza en el cumplimiento del destino
moral del hombre” (Rovira, 2021, p. 15), su análisis se centra en las primeras,
o en el aspecto más individual de las segundas (2021, pp. 28-29, 33).
Cabe señalar, sin embargo, que el sentido mismo de la fe racional, que
Kant articula en la KpV y Rovira destaca como el primer elemento de la
religión moral,28 no es otro que abrir el paso a la esperanza29 de realizar un
mundo mejor, lo cual va más allá del plano individual, pues involucra una
entera filosofía de la historia. De hecho, la religión moral de Kant no tiene
otro sentido que sostener esa esperanza intramundana, alentando la
conformación de “comunidades éticas”, con las que combatir el principio
malo en nosotros, como el propio Rovira reconoce.30 Justamente las
comunidades de las que, según Habermas, cabría esperar una renovación de
la solidaridad cívica.

28
“La religión añade a la moral un ‘credo’, un particular asentimiento a ciertas verdades, que el filósofo
llama ‘fe racional’ o ‘fe moral’. Los límites de la moral se muestran en la comprobación de que la
realización efectiva del fin último que la razón práctica nos ordena no está, por principio, en el poder
de ningún ser racional finito. Su logro, sin embargo, representa para ese ser un deber inexcusable”
(Rovira, 2021, p. 24). La inmortalidad del alma y la existencia de Dios son los “dos artículos de fe, de
fe racional o moral, a los que nos conduce la moral” y “forman el contenido fundamental de lo que
hemos llamado la religión moral pura” (2021, p. 27).
29
Según observa Odero de Dios (1992, p. 38), la apertura a la esperanza estaría ya presente en el periodo
precrítico, en Träume eines Geistersehers (1766). La “fe como esperanza” es una de las lecturas a las
que abre la moral de Kant y “fruto maduro de la religión” (1992, p. 270ss).
30
“Para abrazar la vida buena, los hombres necesitan construir una ‘comunidad ética’ […] Sin la
‘iglesia’, es decir, sin ‘la unión de todos los hombres rectos’ bajo la legislación moral divina (RGV, 6:
101), ninguno de ellos lograría jamás por sí solo este propósito moral” (Rovira, 2021, p. 31).

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Autoengaño y conciencia moral. Comentario crítico a Kant y
el cristianismo de Rogelio Rovira

RAFAEL REYNA FORTES1

Resumen
El presente trabajo aspira a ser una contribución crítica al libro del profesor Rovira,
Kant y el cristianismo. En estas líneas, se examinarán algunos de los conceptos que
vertebran el pensamiento de Kant en torno al cristianismo. En particular, estudiaré
el concepto de conciencia (Gewissen) y su relación con el autoengaño moral.
Palabras clave: Kant, cristianismo, conciencia, autoengaño

Self-deception and moral conscience. Critical commentary on Kant and


Christianity by Rogelio Rovira

Abstract
This paper aims to be a critical contribution to Professor Rovira's book, Kant y el
cristianismo. Along these lines, I will examine some of the concepts that underpin
Kant's thought on Christianity. In particular, I will study the concept of conscience
(Gewissen) and its relation to moral self-deception.
Keywords: Kant, Christianity, conscience, self-deception

El libro del profesor Rovira es indudablemente una aportación de incalculable


valor no solo para los estudios kantianos, sino, sobre todo, porque muestra
con enorme claridad las raíces cristianas de las que el regiomontano era
deudor. Solo para quien ignora esta deuda Kant puede ser considerado un

1
Universidad de Málaga, Departamento de Filosofía. Este trabajo ha sido redactado en el marco de dos
proyectos de investigación: “La deducción trascendental de las categorías: nuevas perspectivas” UCM
PR65/19-22446, financiado por la Comunidad de Madrid, y “Esquematismo, teoría de las categorías y
mereología en la filosofía kantiana: una perspectiva fenomenológica-hermenéutica (PID2020-
115142GA-I00), financiado por el Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación digital del
Gobierno de España. Contacto: [email protected].

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autor enemigo de la fe, nominalista e, incluso, nihilista. Nada más lejos de la


realidad, como queda mostrado en esta obra.
Ciertamente, Kant, al adoptar la actitud crítica y al asumir la tarea de
exponer la religión en conceptos morales, no pretende una secularización del
cristianismo, sino que lo que realmente persigue es darle a la religión un
asiento en la razón misma y no solamente en la fe. El examen que Kant hace
de la religión cristiana no tiene, pues, como fin el de criticarla, sino el de darle
a ese mismo credo un asiento racional, de modo que siga siendo eso, un credo,
pero sentado sobre las sólidas bases de la razón.
Por todo ello y antes de, por así decir, ir al grano, me gustaría hacer
manifiesta la primera y más importante dificultad que me he encontrado al
realizar este comentario, a saber: que estoy completamente de acuerdo con
los resultados del trabajo. Así, pues, estas líneas tendrán el objetivo, no de
criticar el contenido del libro, sino el de poner sobre el tapete tres cuestiones
que, de algún modo, afectan a aspectos esenciales de la relación entre la moral
kantiana y la religión cristiana, a saber: i) la validez universal de la ley moral,
ii) el papel que juega la conciencia (Gewissen) en el pensamiento kantiano y
iii) la relación del mysterium iniquitatis con el autoengaño. Sin embargo,
antes de reparar en dichos interrogantes, considero necesario dar una visión
de conjunto del trabajo del profesor Rovira.

1. Visión panorámica del contenido


El objetivo principal del libro es, como queda de manifiesto en la
introducción, exponer el examen que Kant hace de la doctrina enseñada por
Jesucristo. Como es sabido, Kant recibe del cristianismo un influjo que no
puede ser sin más pasado alto si lo que se pretende es hacerse cargo del
pensamiento kantiano. Sin embargo, lo propio del pensamiento del
regiomontano es el pasar las verdades recibidas del exterior por el tamiz de la
crítica con el fin de comprobar su coherencia interna, pero también con la
intención de que, en caso de que resultaran coherentes, darles a dichas
verdades un asiento que no dependa de los vaivenes de la historia, sino que
encuentren, por el contrario, un suelo firme en la razón.
Así, el cristianismo o, mejor dicho, la doctrina moral enseñada por
Cristo, que muestra esa coherencia interna, no solo habrá de apoyarse para
Kant en un relato más o menos fidedigno de la vida de una persona, sino que,

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más bien, esa doctrina, si es realmente verdadera, habrá de hundir sus raíces
en la razón misma. Por ello, el objetivo del presente trabajo no podría ser más
acertado, pues lo que se pretende en estas páginas es, precisamente, mostrar
cómo Kant encontró, o al menos creyó encontrar, en la razón un fundamento
sólido para las verdades fundamentales que vertebran la doctrina moral de
Jesús.
Ahora bien, sería algo ingenuo proceder sin más al examen de las
doctrinas kantianas sin que a dicho análisis le precedería una exposición de
lo que es el cristianismo para Kant. Como es sabido, el cristianismo, aunque
en lo esencial se haya mantenido fiel al mensaje de Cristo, ha estado sujeto a
los cambios históricos. Además, se da la circunstancia de que los años en los
que Kant vivió pueden caracterizarse como particularmente efervescentes en
lo que respecta a la revisión de las doctrinas cristianas. Pero si tomamos en
consideración que fue precisamente en Alemania donde aparecieron la mayor
parte de las herejías y donde se produjeron los cismas que más han marcado
la evolución de la religión cristiana en Europa, no podemos más que
confirmar la necesidad de preguntarnos qué es para Kant el cristianismo antes
de proceder a comparar sus doctrinas con las doctrinas de Cristo.
Pues bien, en los primeros capítulos del libro Rovira muestra qué es
para Kant, en general, la religión y, en segundo lugar, nos expone qué actitud
mantiene Kant ante las verdades más esenciales del cristianismo, a saber: la
humanidad y divinidad de Cristo, el dogma trinitario, la relación entre razón
y revelación, etc. Aunque no cabe ahondar en todos los detalles de este
tratamiento aquí, cabe señalar que a lo largo del libro se muestra cómo Kant
se esfuerza por interpretar los elementos más definitorios del cristianismo a
la luz, no solo de la religión moral pura, sino, sobre todo, desde el prisma de
la religión moral “aplicada”, es decir, de esa particular actitud cordial que le
cabe al hombre mantener ante el Ser que ha de ser pensado como el autor de
las leyes morales.
Así, una vez tratadas estas cuestiones preliminares en los
prolegómenos de la obra, Rovira se lanza a mostrar cómo Kant pensó, por un
lado, la enseñanza misma de Cristo y cómo leyó e interpretó, por otro, las
doctrinas entrañadas en la Carta a los Romanos de San Pablo. Dado que este
comentario crítico se centra en estos aspectos, prescindiré de desarrollar aquí
su contenido.

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Por último, y a modo de conclusión, Rovira pone el broche al presente


trabajo con un capítulo cuyo título conforma un epítome de la religión en
conceptos morales que propone a Kant, a saber: “un cristianismo sin Cristo”.
Con esta expresión Rovira muestra lo esencial de lo que para Kant es el
cristianismo, a saber: un conjunto de verdades morales que no por ser
anunciadas por Cristo son válidas para todo ser moral, sino que, más bien, su
validez está enraizada en la razón misma. De este modo, Cristo no es, en
efecto, considerado por Kant como el Hijo de Dios, de ahí que Kant no empleé
a penas el nombre de Jesucristo para referirse a él y se incline más por
expresiones como, por ejemplo, “el Maestro del Evangelio”.
Pero con la expresión de “un cristianismo sin Cristo” no se está
proponiendo que la religión moral kantiana sea una suerte de secularización
del cristianismo. En esto, por cierto, Rovira es fiel al pensamiento del propio
Kant. Es más, en mi opinión, no cabe ver en la particular reducción de la
religión en conceptos morales tanto una secularización de las enseñanzas de
Cristo como un refrendo de dichas doctrinas. En efecto, el proceder de Kant
a lo largo de su obra sobre la religión no es exclusivamente el de eliminar los
elementos históricos, empíricos, contenidos en el cristianismo para así
decantar una suerte de cristianismo universal. Más bien, la tarea de la obra
kantiana es la de mostrar cómo en el conjunto de verdades morales y reveladas
que conforma el cristianismo podemos observar una adecuación perfecta con
las verdades que constituyen ese particular afecto cordial en que consiste, para
Kant, la religión moral.
En esta línea, el libro invita a profundas reflexiones valiosas no solo
para quien desee explorar el pensamiento kantiano, sino también para quien
quiera acercarse a uno de los interrogantes más acuciantes del pensamiento,
en general, a saber: qué es la religión. Pero, además, este trabajo del profesor
Rovira es también de gran utilidad para quien, siendo cristiano, tenga la
intención de abordar la especificidad de su propio credo. Efectivamente, al
acabar el libro un cristiano no puede más que dedicarse a observar qué es lo
que hay en el cristianismo además de una indudable doctrina moral, pues es
precisamente eso lo que funda la validez de dicha doctrina. En este mismo
sentido, Rovira escribe lo siguiente:

El cristianismo en conceptos morales ha visto bien, ciertamente no de lejos ni von


vista caliginosa, el fin de nuestra vida moral y la esperanza que nos anima y conforta.

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Pero no ha encontrado la vía que nos conduce a ese fin, porque ha prescindido de
Aquel que, por la plena gratuidad de su amor, a dicho de sí mismo: «Yo soy el
camino la verdad y la vida» (Jn, 14, 6) (2021, p. 194).

Así, pues, como ha afirmado Ratzinger, “la fe cristiana no se refiere a


ideas, sino a una persona, a un yo que es palabra e hijo” (1969, p. 179). Es
decir, por muy próximas que sean las doctrinas de Cristo a la religión moral
kantiana, no puede un cristiano reducir la segunda la primera, es decir, un
cristiano no puede prescindir de Cristo en la profesión de su fe. Pero tampoco
puede un cristiano prescindir de la naturaleza racional de aquellas verdades
morales que encierra la doctrina de Cristo, es decir, un cristiano no puede
dejar de observar que los preceptos morales que promueve el cristianismo son
o, si se prefiere, aspiran a ser perfectamente racionales.
Por tanto, y para seguir con la idea que acabo de glosar, comenzaré el
análisis de las cuestiones antes referidas con la exposición de la relación que,
según Kant, guardan entre sí la religión y la moral.

2. La validez universal de la ley moral y el Reino de Dios


Quizás lo más difícil de los trabajos sobre Kant es el poder acertar con la
postura precisa que el regiomontano adopta a lo largo de sus trabajos. Debido,
entre otras cosas, al afán de Kant por poner la vista en la mediación, en el
tránsito del mundo inteligible al de lo sensible, nuestro filósofo parecer tomar
a veces ciertas posiciones un tanto eclécticas. Sin embargo, precisamente por
poner el foco en la mediación, el punto de vista kantiano supera con
frecuencia las falsas dicotomías entre, por ejemplo, empirismo y
racionalismo.
En el caso particular del pensamiento kantiano sobre la religión esta
dificultad sale a la luz de una manera muy particular. Kant señala que, en
efecto, la moral conduce ineludiblemente a la religión, y ello en el sentido de
que toda vinculación a un marco normativo universal que, como tal,
trascienda el ámbito de la mera individualidad, supone o postula la existencia
de un ser superior que garantiza la validez de ese marco normativo. Ahora
bien, esta postura no fue adoptada por Kant desde el principio y para siempre,
sino que puede observarse una evolución en la que el propio regiomontano
advierte que, si la sola representación de Dios como un ser que castiga a quien

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incumple la ley sirve de motivo impulsor para cumplirla, en tal caso el motivo
de esa prosecución de la ley no será puro. Si esto fuera así, podríamos
entonces decir que la validez de la ley moral descansaría en el hecho de uno
ha adoptado un determinado credo. Sin embargo, cuando Kant subraya que el
asiento de la moral no es un particular credo, sino la razón misma, no
desaparece del escenario la reflexión teológica. Lo que ocurre es que, una vez
que se considera a la razón el único asiento de la moral, Dios pasa a ser
considerado un garante cuya existencia ha de ser necesariamente postulada.
En efecto, como ha mostrado recientemente Vigo, Kant cambia el
papel que juega Dios y la creencia en una vida futura a lo largo del período
crítico. En el Canon, como es sabido, Kant mantiene que, por sí solas, la
representación de una divinidad que recompensa o castiga y la creencia en
una vida más allá de esta, tienen ya una función motivadora y que, por tanto,
pueden ser, en definitiva, motivos impulsores de la acción (Triefbedern). Ello,
efectivamente y como el propio Kant no tardó en advertir, colisionaba con la
asunción, fundamental para Kant frente a Hume, de que, si la razón misma ha
de ser práctica, ella, por sí sola, ha de ser suficiente para disparar la acción.
Si, ciertamente, la razón necesitara de la representación de una divinidad o de
la promesa de una recompensa futura para actuar de acuerdo con la ley moral,
cabría entonces decir que la razón misma no sería motivo impulsor suficiente
para explicar la elección de un curso de acción adecuado con la ley moral.
Más aún, la propia ley moral, si efectivamente la razón necesitara de dichas
representaciones, se antojaría como algo inútil en caso de que uno no creyera
ni en Dios ni en la vida futura. Muestra de ello es el siguiente texto de las
lecciones de metafísica de Mrongovius:

Si aceptamos tales principios morales, sin presuponer a Dios u otro mundo, nos
enredamos en un dilema práctico. En efecto, si no hay un Dios ni [existe] otro
mundo, debo, o seguir firmemente las reglas de la virtud, pues soy un virtuoso
fantaseador, porque no espero consecuencia de la que me haga digno de mi
comportamiento – o me desharé (wegwerfen) de la ley de la virtud, la despreciaré y
pisotearé la moral con mis pies, porque ella no puede proveer la felicidad, me
ensimismaría con mis vicios (meinen Lastern nachhängen), disfrutaría de los
deleites de la vida, si los tengo, y, entonces, tomo un principio por el cual me hago
malvado (Bösewicht). Por tanto, nos debemos decidir a ser o bufones (Narren) o
malvados. – Este dilema muestra que la ley moral que está escrita en nuestro
entendimiento debe estar vinculada inseparablemente con una creencia en Dios y en
otro mundo (V-Met/Mrongovius, AA: 28, 777-8).

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Este texto, que bien podría ser adjudicado al propio Nietzsche,


muestra, a mi parecer, la posición adoptada por Kant también en el Canon.
Efectivamente, si la ley moral que exhibe la razón ha de ser complementada
con la amenaza de un castigo si se la viola, esto mismo constituiría una
injerencia de algo externo, heterónomo, dentro del contexto motivacional de
la acción. Causa necesaria de ello será que las acciones que sigan el curso
marcado por la ley moral no serán autónomas y no serán tampoco portadoras
de moralidad, en definitiva.
Dicho de otro modo, si para ejecutar una acción adecuada a la ley
moral tuviera uno que poner en una balanza las ventajas que podría obtener
del quebranto de dicha ley, por un lado, y, por otro lado, las desventajas que
una divinidad pudiera procurarle, sea cual fuere su decisión, la acción no sería
motivada única y exclusivamente por la razón. La razón, en definitiva, no
sería tampoco práctica, entonces.
Ahora bien, el propio Kant, como se ha dicho, no tardó en tomar nota
de este problema cuya solución habría de esperar a 1788 para ver la luz
oficialmente en la KpV. Allí, Dios y la creencia en otra vida aparecen en los
postulados de la razón práctica, “vale decir, como asunciones que la misma
razón (pura) práctica debe hacer necesariamente para resolver la tarea que le
plantea su propia dialéctica” (Vigo, 2020, p. 338).
Esta tarea es, como se sabrá, la de vincular felicidad y virtud,2 pero
con independencia de ello me gustaría poner de relieve un asunto distinto.
Como dije anteriormente, si para poder actuar de acuerdo con la ley moral
uno tuviera que pensar en posibles castigos divinos, la acción sería, como dije,
heterónoma. Ahora bien, los deberes que manda la razón no son heterónomos
por el mismo motivo por el que son mandatos. Es decir, si tomamos la
diferencia entre los así llamados consejos de la prudencia y los mandatos de
la razón, observaremos lo siguiente. Los primeros tienen la estructura de un
juicio hipotético en el que el consecuente solo adquiere valor de obligación
cuando se busca el antecedente. Por ejemplo, “si quieres adelgazar, haz

2
Como es sabido, Kant plantea que el vínculo entre virtud y felicidad ha de ser sintético en lugar de
analítico. Ello significa que no porque uno sea virtuoso será feliz, sino que uno, cuando se hace virtuoso,
se hace digno de ser feliz. La felicidad en este mundo no depende de la virtud. En el mundo venidero,
en cambio, la felicidad será otorgada a aquel que actúe de acuerdo con la ley moral. Es esta una
exigencia de la misma razón.

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ejercicio”. Efectivamente, “haz ejercicio” solamente es una obligación si el


fin que se persigue es el de adelgazar.
Ahora bien, los mandatos de la razón tienen una obligatoriedad bien
distinta, pues ellos mandan de manera categórica, a saber: “no mientas”. La
mentira, que es considerada por Kant como “la mayor violación del deber del
hombre para consigo mismo” (MS, AA: 06, 429),3 consiste en manifestar algo
a alguien (mendacium externum) o incluso a uno mismo4 a sabiendas de que
es falso. Tal cosa no se debe hacer, pero no porque ello pueda traer
consecuencias aún peores que las que tendría ser veraz, sino porque lo prohíbe
la propia razón. Dicha prohibición exhibe, pues, un carácter absoluto.
Como señala el profesor Rovira en su trabajo, uno de los datos que
nos permiten dar cuenta de dicho carácter absoluto de lo bueno moral radica
precisamente “en la característica exclusiva de las normas que ordenan lo
bueno moral” (2021, p. 142). De acuerdo con ello, únicamente aquellas
normas que ordenen tomar un determinado curso de acción de modo absoluto,
sin hacer, por tanto, referencia a otro tipo de motivaciones externas, solo
dichas normas podrán ser consideradas como buenas en sentido moral.
Ocurre, además, —y este el punto que quiero resaltar— que ese
carácter absoluto está estrechamente vinculado con el tipo de exigencia con
la que la razón nos empuja a adecuar nuestra máxima a la ley moral. Como
se pone de manifiesto en las lecciones de moral Mrongovius II:

Los principios objetivos son leyes y se distinguen de los subjetivos o de las máximas
conforme a las cuales yo actúo. Los principios objetivos son aquellos en los cuales
consiste la moralidad y los subjetivos aquellos en los cuales accedo a la moralidad
(V-Mo/Mron II, AA: 29, 37).

Las leyes morales conforman, en efecto, un plexo objetivo en el cual


me inserto en la medida en que adecúo mi máxima a dicho marco normativo.

3
La mentira es para Kant un acto, sin duda, deleznable, pero resulta que, además, Kant no duda en
señalar que “la mentira […] es la verdadera mancha podrida de la naturaleza humana” y que fue “por
el padre de la mentira por el que ha venido todo el mal al mundo” (VNAEF, AA: 8, 422).
4
Kant trata el problema de la mentira hacia uno mismo en MS y, “aunque parece encerrar una
contradicción” (MS, AA: 06, 292), lo cierto es que Kant interpreta la mentira de acuerdo con el modo
en que presenta la conciencia también en MS, a saber: como un tribunal en el que uno mismo, como
acusado, se sienta frente al juez, que también es uno mismo, pero esta vez “como sujeto de la legislación
moral procedente del concepto de libertad” (MS, AA: 06, 440 nota).

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De este modo, al actuar yo insertándome en dicho plexo legal, mi acción se


vuelve, ciertamente, moral, pero, además, esa apertura a las leyes morales
revela la particular condición humana, a saber: que el hombre está sujeto tanto
a solicitación del mundo sensible como también vinculado por las leyes de la
moralidad.
Es por tal motivo por el que las leyes comparecen en el hombre como
obligaciones,5 pero, además, del mismo hecho puede seguirse la universalidad
de dichas leyes. En efecto, si la obligatoriedad de esas mismas leyes
descansase en una condición empírica del sujeto, no podríamos hablar de una
validez para todo ser racional. De esto último, en fin, se sigue también que, al
hacer las leyes morales caso omiso de las razones que un determinado agente
pudiera aducir para no promocionarlas, ellas se imponen al sujeto despertando
en él un sentimiento de respeto. Por este motivo dice que Kant que “la razón
práctica solo causa quebranto a ese amor propio que nace dentro de nosotros
con anterioridad a la ley moral” (KpV, AA: 05, 73).
Así, pues, todas estas propiedades con las que se le aparecen al hombre
las leyes morales tienen como raíz común su objetividad. No depende su
validez, en efecto, ni de una disposición previa del sujeto ni tampoco mandan
condicionadamente. Más bien, su validez se extiende a todo ser racional en la
medida en que dichas leyes emanan de la propia razón (GMS, AA: 04, 447).
Todo ello parece indicar que, del mismo modo en que las leyes
naturales conforman la unidad del mundo, las morales, en cambio,
constituyen una comunidad.6 Ahora bien, Kant en su escrito sobre la religión
afirma que el tipo de leyes que un pueblo es capaz de darse son de una índole
tal, que solo pueden mandar la legalidad de la acción, es decir: su adecuación
externa con el deber. Esto implica que, como señala Rodríguez Duplá, “cabe,
en efecto, ser a la vez buen ciudadano y mala persona” (2019, p. 155). En
otras palabras, es posible que una acción se adecúe a un determinado marco
legal, e incluso que exteriormente sea compatible con la ley moral, y que, sin
embargo, el motivo impulsor de esa acción no sea la misma ley moral. Y es
que lo que determina la moralidad de la acción no es su exterioridad, por muy
cierto que sea que, si la acción en cuestión no es legal, tampoco será moral.

5
“[El hombre] está obligado, en cuanto es capaz, al menos a emplear la fuerza para lograr
salir de ella [de la situación en que se encuentra el hombre en el mundo]” (RGV, AA: 6, 142).
6
Como ha señalado Rodríguez Duplá, la constitución de una comunidad es el primer paso
que requiere el hombre para alcanzar la victoria del principio bueno (2019, p. 154).

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Más bien, lo que hace que una determinada acción sea moral es que ella sea
perseguida por su sola adecuación a la ley moral o, dicho otro modo, porque
es dicha ley la que manda actuar de ese modo.
De ello se sigue que, si ha de constituirse una comunidad bajo leyes
estrictamente morales y no solo legales, el que promulga dichas leyes no
puede ser el pueblo mismo, sino un ser que penetra en la interioridad de cada
hombre y este es, en efecto, “el concepto de Dios como soberano del mundo”
(RGV, AA: 06, 93). Es precisamente por ello por lo que es necesario pensar
que toda comunidad ética sea también un pueblo de Dios, en la medida en que
las leyes morales son también mandatos divinos.
Ahora bien, ¿no es ese Dios conocedor de los corazones de los
hombres, ese soberano del mundo, también el que actúa como juez en la
conciencia de todo hombre? De ser así, toma también un sentido muy peculiar
la afirmación de que “el Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc, 17, 23).
En efecto, si ese juez implacable del que habla Kant en la Metafísica de las
Costumbres es “quien obliga siempre, es decir tiene que ser aquella persona
[…] en relación con la cual todos los deberes en general han considerarse
como mandatos suyos” (MS, AA: 06, 439), entonces, podemos decir que,
aunque sea solo de modo germinal, el Reino de Dios está efectivamente en el
corazón de cada uno.
Sin embargo, Kant señala en no pocas ocasiones que para que se
constituya un pueblo de Dios es necesaria su intervención, y no solo como
legislador, sino como un complemento de la acción humana. Al mismo
tiempo, esto no significa —dice Kant— que el hombre no deba estar activo
en la promoción de las leyes morales. Más bien, al contrario, y es en este
sentido en el que Kant podría suscribir las palabras del apóstol Mateo: “estad
en guardia, porque no sabéis en qué día va a venir vuestro Señor” (Mt, 14,
42).
De todo ello parece inferirse que Kant no pasó por alto el hiato
existente entre lo que la ley moral exige de nosotros y lo que de hecho
hacemos. Es este y no otro el sentido, a mi juicio, del lamento de Pablo de
Tarso al decir: “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom,
7, 19). Es decir, por mucho que la razón nos haga evidente qué debemos
hacer, lo cierto es que no siempre lo llevamos a cabo. Más aún, por mucho
que nuestra acción se adecúe a lo que la razón nos obliga, resulta que sigue

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siendo posible no actuar debidamente, por cuanto que cabe que se esté
actuando por algún interés oculto, en lugar de hacer el deber por deber.
Esta y no otra es la condición moral del hombre que Kant denomina
mal radical. Tal mal consiste en que supeditar la propia máxima no a la ley
moral, sino al amor propio aun cuando se esté llevando a cabo una acción que
está de acuerdo con la ley moral. Dicha adecuación sería, como se ha dicho,
externa cuando el motivo impulsor que la dispara es el amor propio y no la
ley moral.
Parece entonces que el hombre puede hacer, en efecto, el mal que no
quiere y hacerlo, además, queriendo hacer el bien que, por otro lado, no hace.
Esa particular condición moral, como veremos más adelante, es lo que Kant
llama mal radical, según puede verse en la obra de Kant y como queda a la
vista en el trabajo del profesor Rovira.

3. La conciencia y su cuidado frente al mal radical. El Padre Nuestro


Sea como fuere, parece claro que Kant se hace cargo de la peculiar condición
humana al señalar que, si solo del hombre dependiera, sería imposible la
constitución de un Reino de Dios. Ello, por cierto, es debido a que el hombre
puede actuar de acuerdo con la ley, pero no por ella, sino movido, más bien,
por el amor propio. Efectivamente, el mal radica del que adolece la raza
humana hace que el hombre nunca pueda estar completamente cierto de los
móviles de su conducta.
En este sentido, resulta muy sorprendente que Kant asuma esa
particular autocomprensión del hombre que ofrece el cristianismo y que,
además, entienda que precisamente el Padre Nuestro conforma una oración
perfectamente adecuada a la religión moral. En esta línea, señala Rovira que
“la oración enseñada por Jesús nace de la “conciencia de nuestra fragilidad a
la hora de cumplir la ley moral”” (2021, p. 114). Dicha oración, pues, se
adecúa a la perfección al tipo de oración que un ser racional, pero finito, como
el hombre, afectado de un mal radical, puede dirigir a aquel Ser que, por su
condición divina, puede complementar sus esfuerzos por hacerse digno de
justificación.
Podría, entonces, decirse que en el Padre Nuestro se le revela al
hombre su particular condición, en la medida en que quien la reza hace suyo

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el espíritu de la oración. Ahora bien, como ha explicado el profesor Rovira,


tres son las condiciones que ha de cumplir una oración para poder
considerarse tal, a saber: primero, que haya una aproximación a Dios por parte
del orante; segundo, que se pida algo y, tercero, que exista una razón por la
que puede serle concedido lo que pide el que ora.
Pues bien, al tratar de estas condiciones, señala lo siguiente el profesor
Rovira:

ni en la oración en general ni en el padrenuestro en particular nos relacionamos


realmente con Dios, sino solo con la idea de Dios […] Al rezar el padrenuestro nos
quedamos, más bien, recluidos en nuestra propia razón pura práctica y sus
exigencias (2021, p. 130).

De este modo, aunque el espíritu de la oración se adecúe al hecho de


que el hombre requiere un complemento divino para alcanzar su justificación,
lo cierto es que, a mi parecer, el sentido de dicha oración, su utilidad, radica
en que el rezo del Padre Nuestro supone un reconocimiento por parte del
hombre de su peculiarísima condición. Queda de lado, pues, para Kant el que
por medio de dicha oración podamos o no llegar a tener una relación con una
sustancia separada de nosotros. En sí misma, la oración del Padre Nuestro
tiene ya un sentido pleno, por cuanto se adecúa a las necesidades de un ser
como el hombre. Por esto afirma Kant lo siguiente:

Un deseo cordial de ser agradable en todo nuestro hacer y dejar […] eso es el espíritu
de la oración, el cual puede y debe tener lugar sin cesar en nosotros. Pero vestir este
deseo (aunque solo sea interiormente) de palabras y fórmulas puede a lo sumo
comportar solamente el valor de un medio en orden a la vivificación reiterada de
aquella intención en nosotros (RGV, AA: 06, 194-5).

El fin de la oración ha de ser, pues, para Kant el de purificar la


intención que, como se ha dicho ya, puede estar siempre atravesada de
motivos empíricos. Así, el Padre Nuestro expresa

el espíritu de la oración de un modo excelente […] en esta fórmula no se encuentra


nada más que el propósito de una buena conducta, el cual, ligado con la conciencia

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de nuestra fragilidad, contiene un deseo constante de ser un digno miembro en el


Reino de Dios (RGV, AA: 06, 195 nota).

Así, purificar la intención no es más ni menos que la expresión del querer


hacer de nuestra voluntad una voluntad santa.
Que, efectivamente, haya fuera de nosotros un ser que escuche esta
plegaria y nos conceda la gracia es algo que, sin embargo, no podemos esperar
saber si profesamos la religión moral de Kant. Sin embargo, y aunque puede
resultar paradójico, la exaudibilidad de dicha oración está, dice Kant,
completamente garantizada, por cuanto que potencia el deseo del hombre de
ser agradable a Dios mediante la idea de Este. El efecto de la oración, pues,
no ha de ser la concesión de favores. Más bien, dicho efecto se alcanza con la
misma vivificación del deseo de purificar nuestra voluntad, pues “si es serio
(activo), produce él mismo su objeto (ser agradable a Dios)” (RGV, AA: 06,
195 nota).
De este modo, más que contravenir alguna de las condiciones de la
oración antes referidas, lo que ocurre es que Kant las reinterpreta. El
acercamiento a Dios es la purificación misma de la voluntad, es decir, cuanto
más pura es la intención, más se asemeja a Dios quien la guarda. La razón por
la que se pide esa purificación es que, efectivamente, el hombre la necesita.
Lo que se sigue, pues, de esta interpretación moral del Padre Nuestro es que
por medio de ella no apelamos a algo distinto de nosotros, sino a nosotros
mismos en cuanto seres racionales; apelamos, pues, en definitiva, a la razón
práctica. Esta queda, pues, identificada, sino con Dios, al menos sí con toda
seguridad con la idea de Este.
Ahora bien, la vivificación de ese deseo de purificación no es algo que
el hombre meramente tenga que pedir, sino que el propio agente ha de tener
un papel activo en ello. “Si es serio (activo)” (RGV, AA: 06, 195 nota), dice
Kant, el deseo de quedar purificados produce ya su objeto. ¿Cuál es esta
actividad? Entiendo, por mi parte, que no es la propia petición del deseo, sino
que hace referencia a un tipo determinado de actividad que ha de realizar
quien realmente exprese con sinceridad dicho deseo. Esta tarea está, a mi
juicio, íntimamente vinculada con la conciencia moral y con su cultivo.
Desde mi punto de vista, por tanto, la autocomprensión que queda
cifrada en el Padre Nuestro parece inmunizarnos contra aquellos errores o, si

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se prefiere, desvaríos a los que está abierta la conciencia moral. En efecto, si


entendemos que el deseo que se pone de manifiesto en la oración que enseñó
Jesús nace del sabernos necesitados en términos morales, difícilmente podría
uno no estar en guardia frente a aquellos problemas que suponen un cierto
tipo de autoengaño. Así, veamos primero a qué problemas me refiero y, luego,
cómo esa particular conciencia de la falta de probidad en el hombre puede
evitar que caigamos en tales vicios.
La conciencia moral (Gewissen) conforma un concepto fundamental
en toda teoría ética en general y cabe decir que, en particular, en la ética
kantiana ocupa un lugar protagónico. Aunque la doctrina kantiana de la
conciencia está sujeta a una cierta evolución (Vigo, 2020, pp. 22-142), lo
cierto es que la importancia que Kant le concede es siempre sobresaliente. De
hecho, cabe señalar que la conciencia moral no es simplemente un ejercicio
intelectual, sino que, sobre todo, es ella misma un deber. Es decir, para que
uno pueda actuar debidamente ha de llevarse a cabo la tarea de comprobar si
la máxima que se persigue puede o no ser considerada también una ley.
Se trata, en definitiva, de una exigencia de autoesclarecimiento con
respecto a si la máxima perseguida es o no adecuada a la ley moral. Ahora
bien, como el propio Kant pone de manifiesto, la conciencia moral tiene una
doble dirección. Por un lado, la conciencia moral indaga en dirección objetiva
si la acción puede o no ser pensada como el caso de una ley moral. Sin
embargo, la conciencia moral tiene también una dirección subjetiva por
cuanto que, para poder actuar debidamente, es necesario haberse procurado
una conciencia clara acerca de si la acción en cuestión es o no correcta. De
este modo, como es sabido, Kant rechaza el probabilismo, es decir, rechaza
el que se pueda actuar sin una conciencia clara con respecto a la legalidad de
lo que uno mismo hace.
Ahora bien, la conciencia moral, por mucho que el agente se procure
una cierta claridad en torno a la legalidad de su propia conducta, puede
relajarse, de tal modo que, aunque nunca deje de oírse su voz, puede ser
dejada de lado o simplemente no ser tenida en cuenta. En esta línea, Vigo ha
mostrado las tres formas defectivas posibles que puede adquirir la conciencia
moral. En primer lugar, la eficacia de la voz de la conciencia puede quedar
mitigada por el continuado ejercicio de acciones contrarias al deber. Así, al
no prestarle la atención debida a la conciencia o al no jugar ella ningún papel
en la deliberación, deja de escucharse con nitidez su voz.

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En segundo lugar, la conciencia puede volverse micrológica y llevar


a cabo infinidad de análisis de cuestiones muy menores que conducen, en
último término, a restarle eficacia a la voz de la conciencia. Lo que ocurre,
por tanto, en este segundo caso es que, por ejemplo, la conciencia moral se
pierde en la infinita casuística y únicamente “especula en torno a leyes
especulativas y, en otras partes abre la puerta” (V-Mo/Kaehler (Stark), 197).
Como el propio Vigo ha señalado, por cierto, esta última frase guarda cierta
similitud, al menos en su significado, al modo en que queda caracterizado el
fariseísmo en el Evangelio de San Mateo: “colar el mosquito y tragarse el
camello” (Mt, 23, 24).
Por último, la conciencia puede adquirir un carácter gravoso y tomar
así la figura de un tirano. En tal caso, uno se representa algo malo en sus
acciones, para lo cual no hay realmente razón ninguna (V-Mo/Kaehler (Stark),
197). De este modo, al ser tan dura la voz de la conciencia, uno se vuelve
incapaz de seguirla y acaba por hacerle caso omiso.
Sea como fuere, estos tres vicios de la conciencia constituyen peligros
para todo agente moral. Se trata, en efecto, de formas de la conciencia que le
restan autoridad y que, en definitiva, hacen que su ejercicio se vuelva inútil.
Esta devaluación de la conciencia es, así, un mal moral que es necesario
evadir. Sin embargo, ¿cómo hacer tal cosa? ¿cómo estar prevenidos frente a
tales vicios? Aunque Kant no ofrece en sus textos consejos para ello, cabe
considerar aquí las tres últimas peticiones del Padre Nuestro y, en particular,
aquella en la que el orante pide su liberación del mal, como una manifestación
de este deseo. La caída en el mal moral que conforman estos tres vicios de la
conciencia es de no menor importancia, pues cuando a uno se vuelve sordo a
la voz de la conciencia muy difícilmente puede volver a recuperarla. Ello se
debe a que, sin escuchar la voz de la conciencia, uno no puede ser capaz de
volverse un agente moral, puesto que es precisamente la conciencia la que
relaciona al agente con las leyes morales que pesan sobre él como
obligaciones.
Ahora bien, el propio rezo del Padre Nuestro y la autocomprensión de
la que participa quien lo reza hacen que uno esté advertido de este tipo de
peligros. En efecto, como ha señalado Rovira, “el hombre, que no es nunca
inocente, ha de contar, pues, con este mal radical, con esta propensión que se
encuentra en su naturaleza” (2021, p. 124). Significa esto, a mi juicio, que el
deber de la conciencia moral, esto es, el deber de asegurar o confirmar que la

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máxima elegida es en sí misma buena y no que lo es por el hecho, por ejemplo,


de que haya sido precisamente yo quien la elige, constituye un deber
fundamental para todo hombre. En esta línea, considero que este deber de
autoesclarecimiento coincide con la necesidad de luchar contra el mal que
habita en la naturaleza humana. Pienso, además, que ese deber de autoexamen
puede identificarse con el deber de autoconocimiento que Kant pone de
manifiesto en MS:

Este autoconocimiento moral desterrará primero el místico desprecio de sí mismo


como hombre […] Pero también se opone a la autoestima nacida del amor a sí
mismo, que consiste en tomar como pruebas de un buen corazón meros deseos […].
La imparcialidad al juzgarnos a nosotros mismos en comparación con la ley y la
sinceridad al autoconfesar el propio valor o la carencia de valor moral interno son
deberes hacia sí mismo, que se derivan de aquel primer mandato del
autoconocimiento (MS, AA: 06, 441-2).

En efecto, la imagen que de nosotros devuelve el ejercicio del


autoconocimiento moral no es la de un ser despreciable, como ocurre en la
tercera de las formas defectivas de la conciencia referidas antes. Más bien, lo
que ocurre en el caso del hombre es que “el primer bien verdadero que el
hombre puede hacer es salir del mal, el cual no ha de buscarse en las
inclinaciones, sino en la máxima invertida y, por lo tanto, en la libertad”
(RGV, AA: 06, 58 nota). Por tanto, la imagen que obtenemos de nosotros
mismos cuando nos conocemos es la de un ser que, si no anda circunspecto
respecto a su obrar, puede malograr su conducta. Como ha señalado Rovira:

hay, pues, en nosotros una originaria disposición al cumplimiento de la ley moral.


Y aun cabe afirmar que nuestras disposiciones naturales a la búsqueda, tanto
instintiva como racional, de la felicidad han de estar también al servicio de la
susceptibilidad del respeto por la ley moral (2021, p. 167).

4. El mysterium iniquitatis y el autoengaño


Pues bien, como se ha podido ver un poco más arriba, dos son los deberes que
se derivan del mandato del autoconocimiento. El primero de ellos es la
imparcialidad al juzgarnos y el segundo es la sinceridad al autoconfesar el
valor moral de las propias acciones. Como se ha visto ya, el deber del

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autoconocimiento, el primer deber de la conciencia moral, conforma una


suerte de conditio sine qua non del ejercicio de la buena conducta, de tal modo
que, si se quebranta alguno de estos deberes, el hombre pierde su valor moral.
No es por ello una cuestión baladí la que pone de manifiesto Rovira al citar
el siguiente texto de MS:

Es curioso que la Biblia no consigne el fratricidio (de Caín) como el primer delito
por el que entró el mal en el mundo, sino la primera mentira (porque contra aquel se
rebela la naturaleza humana) y que al autor de todo mal lo llame el mentiroso desde
el principio y el padre de la mentira (MS, AA: 06, p. 431).

En efecto, la falta de sinceridad con uno mismo al juzgar las propias


acciones, así como el ocultamiento de las propias intenciones, no son meros
obstáculos para que el hombre goce del bien moral. Son, más bien, los
impedimentos que, precisamente por su carácter sibilino, pueden llegar a
hacer imposible alcanzar el bien moral. De este modo, al hacernos incapaces
de valorar la calidad moral de nuestra propia conducta, la conciencia moral
puede o culparnos de cualquier cosa o no culparnos de ninguna. En palabras
de Rodríguez Duplá: “quien crea no tener faltas, no las combatirá” (2019, p.
38). En efecto, quien no se reconozca a sí mismo como un ser capaz de faltar
al bien moral, jamás se preocupará de “penetrar hasta las profundidades del
corazón más difíciles de sondear” (MS, AA: 06, 441).
Esa miopía moral es aludida en la interpretación que Rovira hace del
Padre Nuestro en Kant cuando señala que el mal radical produce en el hombre
una distorsión de los valores morales. De este modo, el mal radical, la
propensión humana a supeditar la prosecución del bien moral a la del amor
propio, conlleva una cierta dificultad para poder captar lo que en cada ocasión
es bueno o malo. Y es que, como ha mostrado Rodríguez Duplá, una de las
acepciones del mal radical es, precisamente, el autoengaño, entendido este
como una particular distorsión de la maldad de nuestra máxima.
Ahora bien, ¿cómo es posible el autoengaño? ¿es ya el autoengaño el
mismo mysterium iniquitatis o, más bien, es aquel una consecuencia de este?
Aunque no es posible responder por extenso estas cuestiones, me gustaría
dejarlas al menos apuntadas aquí, ya que, como sugiere Enskat en su trabajo
sobre los presupuestos cognitivos de la praxis racional, la mentira juega un

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papel esencial en lo que podríamos llamar el fenómeno de la mala conducta


(2019, pp. 252-253).
Pues bien, Kant define la mentira en MS como “falsedad deliberada”
(MS, AA: 06, 430). En este sentido podemos decir que, cuando una persona
miente, afirma algo que interiormente o para sí misma no da por verdadero.7
De este modo, hay dos condiciones solo bajo las cuales es posible mentira.
La primera de ellas reside en el hecho de que los demás no puedan saber que
no doy por verdadero eso que afirmo. La segunda, por su parte, es que los
demás piensen que no estoy mintiendo, es decir, que creo eso que afirmo (V-
Lo/Blomberg, AA: 24, 246). En efecto, a menos que se haya probado que una
determinada persona no es de fiar, es un deber creer lo que esa persona dice.
En lo que concierne a la primera condición, en cambio, el deber es, no del que
escucha un testimonio, sino de quien lo da, a saber: la sinceridad.
Como ha mostrado Enskat, la antropología kantiana juega un papel
decisivo a la hora de determinar qué es o no lo debido en cada caso (2019, pp.
246-247), pues, en efecto, si hubiera seres en otros planetas que no pudieran
pensar más que haciendo públicos sus pensamientos, tales seres no podrían
mentir (Anth, AA: 07, 331). Así, la mentira es algo que es posible para el
hombre en la precisa medida en que los hombres no publican sus
pensamientos más que por medio de la palabra.
Ahora bien, si es precisamente por el hecho de que el hombre solo
puede hacer públicos sus pensamientos al expresarlos, pero puede decidir no
solo no hacerlo, sino afirmar algo que él no cree o que, incluso, sabe que es
falso, entonces, ¿cómo es posible el autoengaño? Es decir, ¿cómo es posible
hablarme a mí mismo como si yo fuese una segunda persona, o sea, como si,
en definitiva, no tuviera también esa segunda persona el mismo acceso que
tengo yo a mi propio asentimiento? En palabras de Kant:

Es fácil probar la realidad de muchas mentiras internas de las que los hombres se
culpabilizan, sin embargo, explicar su posibilidad parece más difícil: porque para
ello se requiere una segunda persona a la que se tiene la intención de engañar, pero
engañarse a sí mismo premeditadamente parece encerrar en sí una contradicción
(MS, AA: 06, 430).

7
Para un estudio de la relación del dar por verdadero y la conciencia, véase La Rocca (2018).

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En efecto, mentirse a uno mismo parece ser algo contradictorio, puesto


que para mentir hace falta una segunda persona. Ahora bien, ocurre, de hecho,
que los hombres se engañan a sí mismos, pero este tipo de engaño que subyace
a la conciencia moral no ha de verse sin más como un engaño respecto a un
estado de cosas dado. Es decir, no se trata de si podemos engañarnos a
nosotros mismos respecto a si, por ejemplo, Madrid es o no la capital de
España, sino que, más bien, se trata de un engaño respecto a otro tipo de cosas.
En este tipo de fenómenos nos engañamos acerca de, por ejemplo, si basta
con que una acción sea legal para que sea buena o sobre si la cualidad moral
con la que nos contémplanos hace innecesario todo autoexamen.
Como ha mostrado La Rocca al preguntarse por la condición de
posibilidad de la falta de sinceridad con uno mismo, no cabe plantear la
cuestión del autoengaño como una inadecuación entre lo afirmado y lo que
yo doy por verdadero (2018, p. 451). Para plantear esta cuestión justamente
han de observarse algunos aspectos de la teoría kantiana del asentimiento.

1. En el Canon (KrV, A820-2/B848-50), Kant distingue dos tipos de


asentimiento, a saber: la convicción (Überzeugung) y la persuasión
(Überredung). Mientras que en el primero uno asiente con conciencia de las
razones por las da por verdadero un determinado juicio, en el segundo caso
uno no tiene tal conciencia.
2. La convicción se divide, a su vez, en tres tipos, a saber: opinar (meinen),
creer (glauben) y saber (wissen).
a. En el caso del opinar las razones para el asentimiento son
insuficientes tanto subjetiva como objetivamente
b. En el caso del creer las razones para el asentimiento son
insuficientes objetivamente, pero sí bastan subjetivamente.
c. En el caso del creer las razones son suficientes tanto objetiva
como subjetivamente.

Así, en lo que respecta al primer punto hay que señalar que uno no
sabe cuando está persuadido ni cuando está convencido. Para saber si uno está
convencido ha de comprobar si segundas o terceras personas asienten también
ante el mismo juicio. Lo que parece claro, entonces, es que, para poder creer,

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143 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23710
Rafael Reyna Fortes Autoengaño y conciencia moral

opinar o saber es necesario ser conscientes de las razones que me animan a


estar convencido de algo.
Ahora bien, uno podría proceder, como en el ejemplo del inquisidor
que Kant ofrece, sin hacer el debido examen de las razones que informan su
conducta. De este modo, uno estaría persuadido en lo tocante a si hay que dar
o no muerte a alguien por cuestiones de fe, pero no podría estar convencido
con respecto a esta misma cuestión, pues no hay razones para supeditar la
vida humana a la profesión de un determinado credo. Más bien, el debido
examen de conciencia nos mostraría que no solo no hay razones para hacer
tal cosa, sino que uno no debe nunca dar muerte a alguien a causa de su fe.
La falta del inquisidor en el ejemplo de Kant, sin embargo, no ha de buscarse
tanto en el error de su juicio, sino, sobre todo, en no haber comprobado qué
tipo de razones le asisten a la hora de juzgar. No se trata, pues, de si está o no
equivocado, sino de que ni siquiera se ha preguntado si podía estarlo o no.
Al rechazar Kant el probabilismo glosando la sentencia de Plinio
“quod dubitas, ne feceris”, el regiomontano está mostrando la necesidad del
examen de las razones de nuestro asentimiento o, dicho de otro modo, está
haciéndonos ver la importancia de actuar por convicción y no movidos por la
mera persuasión. De este modo, como señala Palacios, “la conciencia moral
puede verse, en efecto, como un darse cuenta (ein Bewusstsein) que se
presenta al hombre como un deber” (2003, p. 107).
Así, uno yerra en su conducta moral cuando no ha observado
previamente si esta se adecua o no a la ley moral. Esto significa, pues,
siguiendo con el análisis de La Rocca, que uno puede actuar sin haber hecho
el debido examen de las razones que le debían asistir a la hora de actuar. El
autoengaño no consiste, a tenor de lo dicho, en que uno simplemente se diga
algo que no da por verdadero, sino en que uno se persuade de estar dispensado
de cumplir con el deber de conciencia.
La conciencia moral aparece ilustrada en MS por medio de la imagen
de un tribunal en el que uno mismo es reo, acusador, abogado e incluso juez.
Esto, por cierto, no significa ni puede significar que lo que uno piensa acerca
de lo que ha hecho sea bueno por el hecho de que haya sido uno mismo el que
ha decidido hacerlo. Si fuera así, entonces, la consistencia interna de la
máxima bastaría para dar por buena cualquier acción, es decir, bastaría que
yo quisiese hacer una cosa para que fuera bueno hacer tal cosa. Más bien,
cuando Kant habla de un tribunal en el que uno mismo es el juez lo quiere

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Rafael Reyna Fortes Autoengaño y conciencia moral

poner de manifiesto es que uno ha de representarse a ese juez como una


persona distinta de uno mismo. Esta persona, ideal o real, es la única con el
poder incondicionado de dictaminar si lo que uno ha realizado es o no acorde
a la ley moral.
Asistir así ante este tribunal interno, aunque no nos garantiza actuar
bien, nos inmuniza contra la posibilidad de actuar mal. Ser conscientes de las
razones que apoyan o rechazan una acción u omisión es, por tanto, una
condición necesaria para el buen obrar. Sin embargo, uno puede relajar su
conciencia moral de modo que, al asistir al tribunal interno de la conciencia,
la falta de escrupulosidad al examinar los móviles de su propia conducta le
lleve a falsear dicho tribunal.
Desde este punto de vista, considero que ese deseo vivificado por el
rezo del Padre Nuestro, tal y como Kant lo entiende, guarda una estrecha
conexión con el autoengaño. En efecto, el sabernos capaces del mal, así como
el ser conscientes de que, a veces, hacemos lo que no queremos y no queremos
lo que hacemos, pero también el sabernos en la necesidad de la asistencia en
el ese juicio moral, todo ello, sirve de salvaguarda de la veracidad de ese
tribunal moral interno que es la conciencia moral.

Bibliografía
Enskat, R. (2019). Vernunft und Urteilskraft. Karl Alber.
La Rocca, C. (2018). Selbstbewusstsein und Fürwahrhalten in Kants Theorie
des Gewissens. Natur und Freiheit, 1(667), 441-455.
Palacios, J. M. (2003). El pensamiento en la acción. Caparrós.
Ratzinger, J. (1969). Introducción al Cristianismo. Sígueme.
Rodríguez Duplá, L. (2019). El mal y la gracia. Herder.
Rovira, R. (2021). Kant y el cristianismo. Herder.
Vigo, A. (2020). Conciencia, ética y derecho. Georg Olms.

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El cristianismo en el espejo de la religión moral de Kant

LEONARDO RODRÍGUEZ DUPLÁ1

Resumen
Este trabajo es una recensión del libro de Rogelio Rovira Kant y el cristianismo. La
primera parte ofrece una visión panorámica del libro, mientras que la segunda
plantea algunas observaciones críticas.
Palabras clave: Kant, cristianismo, religión moral

Christianity in the mirror of Kant’s moral religion

Abstract
This is a review of Rogelio Rovira’s book Kant y el cristianismo. The first part of
the paper provides a panoramic view of the book, while the second makes some
critical remarks.
Keywords: Kant, Christianity, moral religion

Desde que Allen Wood publicara en 1970 su obra pionera Kant’s Moral
Religion, el interés por la filosofía kantiana de la religión no ha dejado de
crecer, sobre todo entre los estudiosos norteamericanos y alemanes. Pero
tampoco han faltado contribuciones importantes en lengua española, debidas
a autores como José Gómez Caffarena, Adela Cortina o Dulce Mª Granja.
Recientemente, el caudal de los estudios en español sobre este aspecto de la
filosofía kantiana se ha visto enriquecido por la publicación del libro de
Rogelio Rovira Kant y el cristianismo (2021), al que están dedicadas las
páginas que siguen. No podemos sino saludar y agradecer este espléndido
trabajo, en el que su autor hace gala de un profundo conocimiento de la
filosofía de Kant, una notable capacidad analítica y una gran claridad

1
Universidad Complutense de Madrid. Contacto: [email protected].

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expositiva. Además, y como es propio de las obras genuinamente filosóficas,


el libro da que pensar. Rovira conoce muy bien lo que se ha escrito sobre el
tema elegido, pero no se limita a presentar el estado de la cuestión, sino que
la somete por su cuenta a un examen riguroso en el que el lector no tarda en
sentirse involucrado.
El presente trabajo está dividido en dos partes claramente
diferenciadas. La primera ofrece una panorámica del libro, mientras que la
segunda plantea algunas observaciones críticas. Al desplegar en la primera
parte la llamativa riqueza de la contribución de Rovira, nuestro propósito no
ha sido otro que animar a la lectura de esta obra, de la que tanto se puede
aprender. Por ello, quienes ya la hayan leído harán bien en pasar directamente
a la segunda parte de nuestro trabajo.

I.
1. Prolegómenos
El propósito del libro de Rovira es “exponer y evaluar la comprensión
filosófica del cristianismo ofrecida por Kant” (2021, p. 11) en el marco de la
elaboración de su propia religión moral. Dicha comprensión del cristianismo
no incluye un pronunciamiento acerca de su pretensión de verdad como
religión revelada, sino que se limita a identificar los contenidos del
cristianismo que pueden ser convalidados por la razón humana y, merced a
ello, incorporados a la religión moral. Valiéndose de una metáfora óptica,
Rovira explica que lo que propiamente interesa a Kant no es el cristianismo
en sí mismo, como realidad histórica, sino solo su reflejo en el espejo de la
religión moral. Comprobaremos en seguida que este espejo se asemeja a los
del Callejón del Gato: no refleja fielmente el núcleo doctrinal del
cristianismo, sino solo algunas porciones suyas, y además las deforma
aumentando el tamaño de unas y reduciendo el de otras. La interpretación
filosófica del cristianismo ofrecida por Kant no es otra cosa que esa imagen
reflejada, un peculiar cristianismo “en conceptos morales” en el que el
cristiano, en ello insistirá Rovira, apenas puede ya reconocer su propia fe.
En la religión moral propuesta por Kant cabe distinguir una parte
“pura” y otra “práctica”. Es verdad que Kant no emplea estos mismos
nombres para designar las partes de la religión moral, pero Rovira justifica
esta novedad terminológica invocando el modo como el filósofo prusiano

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divide otras disciplinas filosóficas, como la lógica y la ética. Kant distingue,


en efecto, la “lógica pura”, que estudia las leyes del pensar que son válidas
para todo ser racional, de la “lógica aplicada”, que aplica esas leyes a las
condiciones empíricas a las que está sometida la razón humana, estudiadas
por la psicología. Parecidamente, en el campo de la filosofía moral Kant
distingue la “metafísica de las costumbres”, que estudia las leyes universales
y necesarias del querer de todo ser racional, de la “antropología moral”, que
aplica esas leyes al caso particular de la voluntad humana, estudiado por la
antropología. Con arreglo a este modo de proceder, parece adecuado, y en
todo caso es conforme con el proceder objetivo de Kant, que distingamos
también la “religión moral pura” de la “religión moral aplicada”. La primera
es la doctrina religiosa que puede enunciarse mediante el uso puro de la razón
práctica y que por ello es válida para todo ser racional finito. Kant está
persuadido, en efecto, de que existen argumentos de orden moral que
autorizan a la razón práctica pura a postular tanto la existencia de Dios como
la inmortalidad del alma. Por su parte, la “religión moral aplicada”, a cuya
elaboración está dedicada la mayor parte de La religión dentro de los límites
de la mera razón, pone los contenidos de la religión “pura” en relación con la
naturaleza de ese ser racional finito que es el hombre.
Demos un paso más. Hemos visto que la “lógica aplicada” toma de la
psicología los conocimientos que le permiten referir las leyes puras del pensar
al caso particular de la razón humana; y que la “antropología moral” toma de
la antropología los conocimientos que le permiten aplicar las leyes del querer
válidas para todo ser racional a la voluntad humana. Se impone por ello que,
prolongando la analogía con la “lógica aplicada” y la “antropología moral”,
preguntemos de dónde toma la “religión aplicada” los conocimientos que le
permitan poner en relación con el ser humano las verdades de la “religión
pura”. Y es precisamente aquí, según la aguda interpretación de Rovira, donde
entra en juego el cristianismo, que brinda a la filosofía una profunda
comprensión de la condición moral del ser humano. En particular, la doctrina
cristiana del pecado original enseña que en el corazón del hombre la
propensión al bien convive con una permanente inclinación al mal. A causa
de esta inclinación, el ser humano adolece de una “incapacidad moral” que
no puede subsanar con sus propias fuerzas; solo la ayuda divina le permitirá
superar la culpa individual que arrastra y, en el plano colectivo, fundar una
iglesia que aspire a hacer prevalecer el principio del bien en la historia
universal.

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Con todo, la religión moral de Kant no reconoce el mismo valor a


todos los contenidos dogmáticos del cristianismo. En este punto Rovira
concede gran importancia a un pasaje de una carta dirigida por Kant a Lavater
en 1775, en la que se anticipan numerosos aspectos de la religión racional que
el filósofo prusiano elaboraría casi dos décadas después. En dicho pasaje Kant
lamenta que los apóstoles “hayan alabado como lo esencial, en vez de la
doctrina práctica de la religión del maestro santo, la veneración de este mismo
maestro” (Br, AA 10, 178).2 Una cosa es, por tanto, el cristianismo como
“religión de la veneración de Cristo” y otra muy distinta el cristianismo como
“religión de la doctrina de Cristo”. Veremos a continuación que el reflejo del
cristianismo que devuelve el espejo de la religión moral sitúa en primer plano
la doctrina de Cristo, pero altera la figura del maestro santo hasta volverla
casi irreconocible.
En efecto, la religión de la razón vuelve la espalda tanto al Jesús
histórico como al Cristo de la fe teologal. Se desentiende, en efecto, del Jesús
histórico porque la veracidad de los relatos sobre su vida es incomprobable;
pero lo hace sin duelo, ya que lo verdaderamente importante no es él, sino la
doctrina que comúnmente se le atribuye. El núcleo de esa doctrina es de
naturaleza ética, y coincide admirablemente con las enseñanzas morales de la
razón pura práctica. El protagonista de los evangelios no solo expuso un ideal
moral de inigualable pureza, sino que vivió a la altura de las severas
exigencias de ese ideal, llegando al extremo de entregar la vida por amor a
sus semejantes. Por eso la razón pura práctica reconocerá en él un modelo de
conducta moral digno de ser imitado; pero nada más que eso. Y es que, si
reconocemos la excelencia moral del fundador del cristianismo, es porque
advertimos la perfecta consonancia de su conducta con lo que la ley moral
ordena. Esto supone que, merced al uso puro práctico de la razón, conocemos
de antemano y de manera independiente esa ley moral. El verdadero arquetipo
de la conducta moral reside, por tanto, en la razón humana, no en la historia.
La figura de Jesús, aunque útil en tanto que “idea personificada del principio
bueno” (RGV, AA 06, 60), es en el fondo prescindible.
Tampoco la imagen de Cristo que nos presenta la fe teologal sale bien
parada del examen al que la somete Kant. La razón humana no puede asumir
en su literalidad los dogmas cristológicos capitales —como los relativos a la

2
Citamos a Kant por la edición de la Academia de Berlín, con indicación de volumen y
página.

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filiación divina de Cristo, su doble naturaleza de Dios y hombre, o su


resurrección—, sino a lo sumo reinterpretarlos en beneficio de la religión
moral. Supuesto que el fundador del cristianismo haya existido realmente, la
razón no podrá ver en él más que “un hombre engendrado de modo natural”
(RGV, AA 06, 64). Su condición divina no puede ser afirmada por la razón
teorética, porque el hombre no dispone de un órgano para lo sobrenatural, e
incluso es repudiada por la razón práctica, ya que si Cristo contara con las
ventajas de la condición divina ya no podría ser considerado modelo de
conducta para los hombres. Y también su presunta resurrección de entre los
muertos ha de ser rechazada por la razón, pues este dogma se apoya, a juicio
de Kant, en supuestos materialistas incompatibles con la inmortalidad del
alma.
No hará falta insistir en que los resultados de este intento de someter
a las exigencias de la razón pura el cristianismo como “religión de la
veneración de Cristo” son devastadores, al menos si nos atenemos a las
definiciones dogmáticas de los siete primeros concilios. Rovira lo muestra de
modo convincente, al tiempo que señala agudamente el parecido de algunos
aspectos de la cristología kantiana con tesis defendidas por el docetismo, el
arrianismo o el socinianismo.
Pero Kant, al tiempo que se distancia de los dogmas centrales de la fe
teologal en Cristo, reivindica decididamente eso que se denomina, en la citada
carta a Lavater, “religión de la doctrina de Cristo”. En la doctrina moral y
religiosa que el Nuevo Testamento atribuye al fundador del cristianismo ve
Kant un anticipo asombrosamente temprano de lo que su propia filosofía
práctica, valiéndose de los solos recursos de la razón, establecerá muchos
siglos después.
Lo esencial y más excelente de la enseñanza de Cristo consiste, según
la exposición de Rovira, en una doctrina moral y una doctrina de salvación.
La doctrina moral consta de tres elementos esenciales: el carácter absoluto de
lo bueno moral, el mandamiento del amor como norma fundamental de la
conducta, y la oratio Domini como compendio de la religión moral. A la
doctrina de salvación pertenecen, a su vez, las tesis de que el hombre es
radicalmente malo y de que solo Dios puede justificarlo. A juicio de Kant, las
tres tesis que conforman la doctrina moral de Cristo son susceptibles de
estricta fundamentación racional, mientras que las dos tesis que configuran la

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doctrina cristiana de salvación son misterios a los que la razón puede


aproximarse, pero no explicarlos por completo.
Las dos partes principales del libro que comentamos están dedicadas
al examen pormenorizado de las cinco enseñanzas que se acaban de
mencionar. Con este fin, Rovira las reordena en dos grupos, atendiendo a si
son enseñanzas que los evangelios ponen en boca del propio Jesús (el
mandamiento del amor y la oratio Domini) o si, por el contrario, dependen
directamente de la predicación de san Pablo (el carácter absoluto de lo bueno
moral, la maldad humana y la doctrina de la justificación). Al exponer el
modo como la religión moral kantiana acoge e interpreta estos elementos
centrales del cristianismo, Rovira hace gala de gran rigor y hondura, pero
también, en muchos momentos, de una llamativa originalidad.
2. Primera parte: “Kant ante las enseñanzas de Cristo”
La tesis kantiana de que el mandamiento cristiano del amor a Dios y al
prójimo coincide con las enseñanzas de la razón pura práctica está gravada
con dificultades que han sido señaladas a menudo. Para empezar, Kant
reconoce que el amor es un sentimiento y que, como tal, no está sometido al
imperio de nuestra voluntad, por lo que en realidad no podría ser objeto de un
mandamiento. Además, Kant sostiene que el respeto a la ley moral es el único
motivo que otorga valor moral a la conducta, y en consecuencia deniega ese
valor a las acciones realizadas por amor. Por último, Dios no es un objeto
dado a la sensibilidad del hombre, por lo que de ningún modo puede producir
en su receptividad el eco afectivo del amor. Es sabido que, en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant ha intentado
superar estas dificultades distinguiendo el “amor patológico” del “amor
práctico”, e identificando este último con el amor al que se refiere el
mandamiento capital de la ética cristiana. Sin embargo, la crítica ha visto en
este recurso una mera construcción. Como observó Scheler, en realidad no
hay tal amor práctico como especie del género amor; y si lo hubiera, no podría
ser objeto de un mandamiento.
Cuanto se acaba de decir es harto conocido. No lo es tanto —y es
mérito de Rovira habérnoslo recordado— que el propio Kant, en su
Metafísica de las costumbres, aceptó en buena medida esas objeciones y, para
sortearlas, ofreció una nueva interpretación del mandamiento del amor, en el
que seguía viendo la cifra de la conducta moral. En la “Doctrina de la virtud”,
segunda parte de esa obra, la filantropía (o amor práctico en sentido propio)

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es presentada como una de las “predisposiciones” o “prenociones estéticas”


que posibilitan que seamos “afectados por los conceptos del deber” (MS, AA
06, 399). Se trata de un genuino sentimiento, pues es un estado estético; y es
de naturaleza moral, pues surge en el ánimo como efecto de la ley del deber.
Dado que este amor práctico en sentido propio es un sentimiento que
todo hombre tiene como disposición natural, al modo de una semilla plantada
en él, no tiene sentido ordenar adquirirlo. Por tanto, si el mandamiento
cristiano del amor ordenara la adquisición de la filantropía, se revelaría un
sinsentido, y Kant habría fracasado en su reivindicación de aquel principio.
Sin embargo, Kant advierte que, aunque la adquisición del amor práctico en
sentido propio no sea un deber, sí lo es su cultivo y fortalecimiento, lo cual se
logra sobre todo mediante la práctica de la beneficencia. De hecho, la razón
práctica exige de todo hombre el fomento de su natural filantropía, y lo hace
indirectamente, a través del mandamiento del “amor práctico impropio”, que
reza así: “¡Haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor
a los hombres (como hábito de la inclinación a la beneficencia)!” (MS, AA
06, 402). Este sería, según la doctrina expuesta en la última obra de filosofía
moral de Kant, el verdadero sentido del mandamiento cristiano del amor.
De lo que acaba de decirse se sigue que no tenía razón Schopenhauer
al motejar de “apoteosis del desamor” la doctrina kantiana del deber. Antes
bien, Kant habría planteado algo así como un círculo virtuoso del amor: al
cumplir nuestros deberes para con Dios y nuestros semejantes, cultivamos en
nosotros la semilla del amor práctico, lo cual aumenta nuestra sensibilidad a
esos mismos deberes y a los medios para darles cumplimiento.
Después del mandamiento del amor, Rovira examina la “enseñanza de
Cristo” relativa a la oración. En los relatos evangélicos, Jesús no solo reza a
menudo, sino que manda a sus discípulos hacerlo recitando el Padre Nuestro,
oración que él les enseña. Aparentemente, este es un aspecto de la doctrina
proclamada por el maestro del evangelio que no puede ser asumido por Kant,
habida cuenta de que para el cristianismo en conceptos morales rezar no es
un deber. ¿Cómo es posible entonces que Kant declare que el Padre Nuestro
es “una oración plenamente moral”? Para complicar aún más las cosas, Kant
sostendrá que el Padre Nuestro es una oración que hace superflua toda
oración. ¿No es puro absurdo que se nos imponga un deber cuyo
cumplimiento nos revela que no tenemos tal deber? Rovira mostrará con gran

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pericia el modo de deshacer estas paradojas y entender el alto aprecio de Kant


por la oratio Domini.
El primer paso consiste en distinguir dos aspectos de la oración: su
espíritu y su letra. El “espíritu de la oración” no es otra cosa que el deseo de
servir a Dios con nuestra conducta. Como a Dios solo cabe servirle
cumpliendo los deberes que la razón práctica nos impone, el espíritu de la
oración no es sino la máxima suprema de someter nuestras inclinaciones a su
concordancia con la ley moral. Dicho con más precisión, es la moralidad
misma enjuiciada en relación con Dios. Esto explica que, según Kant, la
oración así entendida posea valor en sí misma y que sea necesario practicarla
de modo incesante.
Por su parte, la “letra de la oración” es el revestimiento con palabras
de un deseo expresado ante Dios. Cuando esa letra es contraria al espíritu de
la oración, el rezo se convierte en un presunto medio de gracia, mediante el
que el orante pretende poner al poder divino al servicio de sus propios
propósitos. La práctica de la oración así entendida no pasa de ser, a juicio de
Kant, una ilusión supersticiosa. Sin embargo, la letra de la oración también
puede ser conforme con su espíritu, es decir, con el propósito de una buena
conducta. En este caso, la letra de la oración puede ser valiosa como medio
útil para despertar el respeto a la ley moral. Puesto que no todo el mundo
precisa de este medio, rezar no es objetivamente necesario. A esto es a lo que
se refiere Kant cuando niega que rezar sea un deber. Con todo, para algunas
personas la oración es subjetivamente necesaria como medio para fortalecer
su ánimo en sentido moral. Lo que en este caso pide quien ora es que la
máxima suprema buena que él se esfuerza por asumir quede firmemente
anclada en su corazón. Pero, supuesto que este objetivo se alcance, ya no será
necesario pedirlo. A esto se refiere Kant cuando sostiene que la oración que
busca reavivar la moralidad del que ora termina por hacer prescindible esa
misma oración.
El alto aprecio que Kant sintió por el Padre Nuestro obedece a que se
trata, a su juicio, de una fórmula cuya letra es plenamente conforme con el
espíritu de la oración. En ella “no se encuentra nada más que el propósito de
la buena conducta de la vida” (RGV, AA 06, 195). Esta opinión de Kant resulta
de entrada sorprendente, ya que el Padre Nuestro incluye peticiones que
parecen ir más allá de ese propósito moral, como las que se refieren al “pan
nuestro de cada día”, la santificación del nombre de Dios y la venida de su

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reino. Ocurre, además, que el propio Kant no ofrece en ningún lugar de su


obra un comentario explícito de las siete peticiones del Padre Nuestro que
permita confirmar que se trata, como él sostiene, de “una oración plenamente
moral”. A pesar de ello, Rovira muestra con gran originalidad que el análisis
atento de los múltiples pasajes en los que Kant se refiere a conceptos propios
de la religión cristiana permite ofrecer una interpretación moral de todas las
peticiones del Padre Nuestro como oración que responde al genuino “espíritu
de la oración”.
Según la novedosa interpretación de Rovira, apoyada en todo
momento en una sólida base textual, las tres primeras peticiones las entiende
Kant como expresión del cumplimiento del fin de la vida moral: la primera se
refiere a la virtud, la segunda a la felicidad y la tercera al deber como motivo
del obrar moral. La cuarta petición (“el pan nuestro de cada día”) alude al
medio positivo necesario para cumplir la ley moral: conservar la propia
existencia. Por su parte, las tres últimas peticiones expresan el deseo de los
medios negativos imprescindibles para el fin de la vida moral, ya que se
refieren, respectivamente, al abandono de la actitud fundamental moralmente
mala, a la limitación de la propensión natural al mal y a la liberación de la
propensión al engaño sobre nosotros mismos.
A la luz de la aguda interpretación de Rovira, podemos afirmar que
Kant ha entendido el Padre Nuestro como un admirable compendio de toda la
religión dentro de los límites de la mera razón. Según hemos visto, todas sus
peticiones se refieren sea al fin de la vida moral, sea a los medios necesarios
para alcanzarlo. Precisamente por ello, quien reza el Padre Nuestro pide en el
fondo que llegue el día en que él, por ser ya un hombre bueno y grato a Dios,
no necesite rezarlo.
3. Segunda parte: “Kant, lector de la Carta a los romanos”
Como se anunció más arriba, la segunda parte de libro que comentamos está
dedicada al estudio del modo en que la religión moral kantiana acoge e
interpreta ciertos elementos de la “doctrina de Cristo” que recibieron su
formulación canónica en la predicación de san Pablo. En concreto, Rovira se
aplica a mostrar que las doctrinas kantianas de lo intrinsice malum, el mal
radical y la justificación son claramente deudoras de las enseñanzas
contenidas en la Carta a los romanos.

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La frecuencia con que Kant cita esta epístola en su libro sobre la


religión deja fuera de dudas la importancia que el filósofo le concedió a la
hora de elaborar su propia religión moral. Pero Rovira sostendrá de modo
novedoso y verosímil que la lectura de la Carta a los romanos también tuvo
un peso determinante en la formación de la ética kantiana del período crítico.
Más en particular, se muestra convencido de que la tesis kantiana del carácter
absoluto de lo bueno moral puede entenderse como la justificación racional
de la prohibición paulina de hacer el mal para que venga el bien (Rom 3, 8).
El apóstol enseña, en efecto, que las consecuencias positivas de una acción
moralmente mala no hacen que deje de ser mala ni nos autorizan, por tanto, a
realizarla. Tanto en la Fundamentación como en las lecciones Moral
Mrongovius II, Kant se hace eco de este principio paulino e intenta
fundamentarlo aduciendo el carácter absoluto de la bondad moral. Es verdad
que este carácter absoluto no es estrictamente demostrable, pero sí cabe
enseñar a ver cuatro “datos últimos” que lo ponen de manifiesto. Estos datos
son el carácter incondicionado de lo bueno moral, el carácter categórico de
las normas morales, el sentimiento de respeto que nos inspira la ley del deber
y, por último, la ausencia de equivalentes del bien moral. Todos estos datos
revelan, en efecto, que el bien moral es innegociable y no se presta a
componendas. Una acción intrínsecamente mala no se redime de su maldad
en razón del bien que de ella pueda resultar: en esto la enseñanza de san Pablo
concuerda con el deontologismo kantiano. Propugnar un consecuencialismo
cristiano —como ha hecho en ocasiones la teología moral católica— o un
consecuencialismo kantiano —como ha hecho David Cummeskey—, es puro
malentendido.
La segunda enseñanza de la Carta a los romanos que Kant acoge en su
propia religión moral es la doctrina del pecado original. Como es sabido, la
teoría kantiana del “mal radical” es la versión racional, “en conceptos
morales”, de esa enseñanza paulina. Esto no significa que Kant acepte todos
los extremos de la interpretación tradicional del pecado original. En
particular, no acepta que se trate de una culpa heredada de nuestros primeros
padres, pues a su juicio cada hombre es responsable, a título individual, de la
calidad moral de su conducta. Como, por otra parte, esa calidad moral
depende de la máxima suprema que inspira las acciones, la tesis paulina de
que todos los hombres son malos viene a significar que todos y cada uno de
ellos han adoptado libremente la máxima suprema mala, la cual somete el
cumplimiento de la ley moral a la satisfacción de las inclinaciones. La

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adopción nouménica de esa máxima se manifiesta empíricamente en la


“propensión al mal”, que a su vez se documenta sin cesar en la conducta de
los hombres; y explica asimismo eso que Kant denomina “la mancha pútrida”
de nuestra especie, la tendencia a engañarnos acerca de nuestra propia valía
moral.
Tras exponer atinadamente los rasgos principales del mal radical tal
como Kant lo concibe, Rovira concentra su atención en el más difícil de
explicar, su universalidad. ¿Cómo justificar la tesis de que ese mal afecta a
todos los hombres? Cierto que no cabe ofrecer una prueba kat’aletheian de
que todos los hombres han adoptado la máxima suprema mala, pues ello
equivaldría a convertir en necesario lo que solo puede ser fruto de la libertad.
Sin embargo, Kant cree poder ofrecer al menos una prueba kat’anthropon,
válida para los hombres en general y suficiente desde un punto de vista
práctico. La literatura reciente sobre el tema ha sostenido que esa prueba se
apoya en tres premisas: el rigorismo moral kantiano, la abundancia
abrumadora de actos moralmente malos y la ausencia de casos seguros de
actos moralmente buenos. Rovira, por su parte, acepta que el argumento
fundado en esas tres premisas aporta una justificación lógica del paso de lo
particular a lo universal, es decir, del paso de la constatación de la maldad de
numerosísimas conductas humanas a la tesis de que todos los hombres son
malos. Pero no deja de advertir que la universalidad alcanzada por esa vía no
es estricta sino comparativa. Por eso cree que esa justificación lógica ha de
ser completada por una justificación moral que funde una convicción
suficiente desde el punto de vista práctico. A juicio de Rovira, esa
justificación moral apela a una exigencia que la razón práctica dirige de
continuo a todo hombre, y que reza así: “debemos hacernos hombres mejores”
(RGV, AA 06, 45). Y es que, si realmente tenemos el deber moral,
universalmente válido, de abandonar la senda del mal y emprender el camino
del bien, tenemos derecho a admitir que, como dice el Apóstol, todos sin
excepción somos pecadores.
La tercera y última enseñanza de la Carta a los romanos de la que se
hace eco la religión moral es la doctrina de la justificación por la gracia. La
cuestión que Kant aborda bajo esta rúbrica es la de la regeneración del
pecador, la cual solo puede acontecer mediante una “revolución en la actitud
fundamental del hombre” (RGV, AA 06, 47) que lo lleve a adoptar la máxima
suprema buena.

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La posición de Kant a este respecto se cifra, a decir de Rovira, en el


principio de que “Dios es el que justifica” (Rom 8, 33) al hombre, si bien Kant
da a estas palabras un sentido muy distinto del que tienen en el texto paulino.
Pablo presupone, en efecto, que el primer Adán es el autor del pecado que
inficiona la naturaleza de todos sus descendientes; y afirma asimismo que el
segundo Adán, Cristo, es la causa de nuestra justificación. Kant, en cambio,
rechaza ambas cosas: la primera, porque está persuadido de que el mal radical
no puede ser heredado, sino fruto de una libre opción de cada individuo; la
segunda, porque una deuda de pecado solo puede saldarla el mismo que ha
incurrido en ella.
Esto supuesto, el problema estriba en explicar cómo puede el hombre,
siendo malo por naturaleza, volverse bueno. La solución kantiana a este
enigma comienza por señalar que la conversión al bien ha de ser posible,
habida cuenta de que es objetivamente necesaria. Para demostrarlo, Kant se
vale del principio práctico según el cual deber implica poder. En el interior
del hombre resuena sin cesar, claramente audible, la exigencia de volverse un
hombre bueno. Pero si el hombre debe hacerse bueno, entonces tiene que
poder serlo, pues la razón no nos impone ningún deber que no podamos
cumplir. Es verdad que el hombre no puede lograrlo por sus solas fuerzas,
mermadas por el pecado; pero de aquí no se sigue que la meta de la
justificación sea inalcanzable, sino que el hombre tiene derecho a confiar en
que, si pone cuanto está en sus manos, podrá contar con una “ayuda de lo
alto” que supla la deficiencia de su voluntad. Y es precisamente a esta
cooperación divina a lo que alude el principio paulino de que “Dios es el que
justifica” a quien se esfuerza sinceramente por hacerse bueno. Como se ve, la
acusación de pelagianismo tantas veces vertida contra Kant carece de
fundamento. La religión moral de este filósofo afirma tajantemente la
necesidad de la gracia en orden a la justificación del pecador, es decir, de todo
hombre. Otra cosa es cómo acontezca esa justificación. En este punto la razón
humana ha de guardar silencio, pues se encuentra ante el umbral de un
misterio que le resulta impenetrable.

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II.
4. Sobre la delimitación del objeto de estudio
En los últimos tiempos, coincidiendo con el renovado interés por los aspectos
de la filosofía kantiana que hemos venido considerando, hemos asistido a
frecuentes debates acerca de cuáles fueron las creencias personales del propio
filósofo en materia religiosa. La discusión ha girado a menudo en torno a la
cuestión de si Kant era cristiano y, supuesto que lo fuera, qué tipo de cristiano.
Rovira, en cambio, advierte ya en las primeras páginas de su libro que su
interés es otro: no se ocupa de cuál fuera la posición personal de Kant ante el
cristianismo como religión revelada, sino solo de cómo interpretó Kant, desde
los supuestos de su filosofía, esta fe religiosa.
Esta delimitación inicial del objeto de estudio es sin duda legítima y
además cuenta con algunas ventajas. Por una parte, permite al estudioso
quedar al margen de las polémicas partidistas entre quienes parecen
empeñados en reclutar al prestigioso filósofo para sus propias causas, y con
este fin se apresuran a hacer de él sea un ateo militante sea un cristiano
convencido. Por otra, previene la tendencia, demasiado frecuente en los
estudios de historia de la filosofía, a reemplazar el análisis de las doctrinas de
un pensador por la exposición de su biografía, o al menos a conceder un peso
excesivo a esta al estudiar aquellas. Rovira conjura ambos peligros
renunciando a discutir la posición personal de Kant ante el cristianismo,
cuestión que, a su juicio, “no es asunto de la filosofía” (2021, p. 11).
Aunque la opción de Rovira sea legítima y de hecho le haya permitido
alcanzar resultados muy notables, cabe preguntarse si es la opción mejor. Las
dudas que se plantean al respecto son sobre todo estas dos: ¿no se funda el
proceder de Rovira en una distinción de planos —de un lado la doctrina
filosófica de la religión, de otro las creencias personales de Kant—
excesivamente tajante?; y ¿no tiene el proceder de Rovira el inconveniente de
desatender ciertas consecuencias muy importantes, en el plano de las
creencias personales, de las convicciones filosófico-religiosas de Kant?
Por lo que hace a la primera cuestión, no debe olvidarse que fue
precisamente Kant quien sostuvo que “ser coherente es el mayor deber de un
filósofo” (KpV, AA 05, 24). Estas palabras implican que Kant consideraba
deber suyo buscar la coincidencia plena entre lo que pensaba y lo que
profesaba. Y en la misma dirección apuntan el “himno a la sinceridad” que

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puede leerse al final de su libro sobre la religión (RGV, AA 06, 190 Anm.) o
la famosa exhortación a salir de la “minoría de edad culpable” (WA, AA 08,
35).
Esto supuesto, parece justificado que los estudiosos de la obra de Kant
recurran a ciertos hechos de la biografía del filósofo a la hora de interpretar o
confirmar el sentido de algunos aspectos de su religión moral. Por ejemplo,
su conocida renuncia a participar en la parte religiosa de la ceremonia de
inauguración del curso universitario —está bien atestiguado que Kant
abandonaba la comitiva académica cuando esta se disponía a ingresar en el
templo— arroja luz sobre su interpretación del sentido y valor de los actos de
culto. Y también está justificado que el estudioso del pensamiento religioso
de Kant preste atención no solo a sus textos publicados, sino también a sus
escritos privados, en los que cabe esperar que se encuentren indicios de lo que
realmente creía. Es el caso de sus notas de trabajo o su correspondencia
epistolar —de la que Rovira, por cierto, hace uso abundante—.
Pero la continuidad entre pensamiento y vida que estamos sugiriendo
no solo autoriza a invocar ciertos hechos biográficos a la hora de interpretar
la doctrina filosófica de la religión expuesta por Kant, sino que, inversamente,
autoriza a pensar que el estudio de esta doctrina arroja luz sobre el credo
religioso suscrito íntimamente por el filósofo. Con esto llegamos a la segunda
cuestión.
De acuerdo con la conocida imagen propuesta por Kant, cabe
distribuir los contenidos de la fe cristiana en dos círculos concéntricos. El
círculo más reducido abarcaría las doctrinas religiosas que la razón puede
justificar por sus propios medios, mientras que el círculo más amplio
comprendería aquellas doctrinas cristianas a cuya verdad accedemos
únicamente por revelación. Kant sostiene que la labor del filósofo, como
maestro de la razón, ha de atenerse al primer círculo. En cuanto a las doctrinas
contenidas en el segundo círculo, es cierto que la religión moral kantiana
rechaza terminantemente algunas de ellas por ser contrarias a la razón, como
es el caso de la doctrina paulina de la predestinación; pero no puede
pronunciarse sobre la verdad de muchas otras doctrinas reveladas, ya que la
razón humana, aunque no pueda negar la posibilidad de una revelación,
tampoco puede afirmar su realidad.
Esto supuesto, podemos afirmar confiadamente que Kant aceptó sin
reservas las doctrinas contenidas en el primer círculo. Esas doctrinas

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conforman la religión moral, profesar la cual es, a juicio del filósofo, exigible
a todo hombre. En cuanto a las creencias de Kant en lo relativo a las doctrinas
cristianas cuya única fuente es la revelación y que no son contrarias a la razón,
solo podemos hacer conjeturas, ya que el filósofo no fue explícito al respecto.
Como sabemos, Rovira renuncia a entrar en esta cuestión, que juzga
estrictamente privada y ajena a la filosofía.
¿Lo es realmente? Tal vez no, pues la filosofía de Kant, al abordar el
problema de la revelación, aspira a trazar con claridad los límites de lo que
puede creer legítimamente cualquier ser humano que admita la autoridad de
la razón. Veámoslo.
Una revelación es un hecho milagroso, pues supone la actuación en el
orden natural de una causa sobrenatural. Es verdad que, como el hombre no
dispone de un órgano para lo sobrenatural, tampoco está en condiciones de
negar la posibilidad de los milagros. Pero sería un error sacar de aquí la
conclusión de que tan sensato es admitir una presunta revelación como
rechazarla. En el supuesto de que presenciara un milagro verdadero, el ser
humano, precisamente por no tener acceso al orden sobrenatural, no podría
saber que se trata de un milagro y no de un hecho perfectamente natural cuyas
causas él todavía ignora. De aquí se sigue que ningún hombre puede admitir
la verdad de la revelación ni en sus máximas teóricas ni en las prácticas (RGV,
AA 06, 89 Anm.), pues hacerlo equivaldría a atribuirse un conocimiento que
ni tiene ni puede tener. Pero lo que vale para todos los hombres en general,
ha de valer para Kant en particular. La opción más razonable es pensar que la
fe religiosa profesada íntimamente por nuestro filósofo, adalid de la
coherencia, prescindía por entero de la revelación, y ello por razones
filosóficas.
Por cierto, que de aquí no se sigue que Kant no se tuviera por cristiano,
sino que estaba persuadido de que la religión moral por él profesada era el
verdadero cristianismo, el único que se puede y debe suscribir sinceramente.
Esta conclusión vuelve a colocar sobre el tapete el conflicto de nuestro
filósofo con la censura prusiana. No es este el lugar para abordar este asunto,
pues Rovira solo lo trata de pasada. Baste sugerir que quizá ambas partes
tenían razón. La tenían los censores, que advirtieron certeramente la
incompatibilidad entre la religión moral y la ortodoxia que ellos defendían. Y
la tenía también Kant, que aseguraba haber tratado la religión natural y no
haber negado la posibilidad de la revelación.

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5. Sobre la expresión “religión moral aplicada”


Rovira propone llamar “religión moral pura” y “religión moral aplicada” a las
partes en que cabe dividir la religión natural kantiana. Esta novedad
terminológica es útil en sí misma, ya que nos ahorra circunloquios al
referirnos a cada una de esas piezas teóricas, para las que Kant no propuso
nombre alguno. Además, Rovira justifica la elección de los términos “pura”
y “aplicada” estableciendo una analogía con el modo como Kant procedió al
dividir otras disciplinas filosóficas, para cuyas partes sí propuso nombre. En
efecto, dividió la lógica en “lógica pura” y “lógica aplicada”; y dividió
asimismo la filosofía moral en una parte pura, la “metafísica de las
costumbres”, y otra aplicada, la “antropología moral”.
La elección del nombre “religión moral pura” es sin duda acertada,
pues con esos términos se alude a la doctrina religiosa que nos propone la
razón práctica en su uso puro, doctrina a la que pertenecen, como es sabido,
los artículos de fe moral en la existencia de Dios y la inmortalidad del alma.
En cambio, la adopción del nombre “religión moral aplicada” plantea algunas
dificultades, que salen a la luz cuando revisamos la mencionada analogía con
la división de otros saberes filosóficos.
De acuerdo con la exposición de Rovira, la lógica aplicada resulta de
la aplicación de las leyes puras del pensar a las condiciones empíricas a las
que está sometida la razón humana, condiciones sobre las que nos ilustra la
psicología. Parecidamente, la antropología moral resulta de la aplicación de
las leyes puras del querer a las particulares condiciones de la voluntad
humana, sobre las que nos instruye la antropología. Por último, la religión
moral aplicada resultaría de la aplicación de los principios de la religión moral
pura al caso particular de la naturaleza humana, sobre la cual nos informa el
cristianismo.
Pero es importante advertir que el lógico, en tanto que lógico, no
cultiva la psicología, sino que asume y aprovecha los resultados de este saber
para elaborar la lógica aplicada. Del mismo modo, el filósofo moral en tanto
que tal no se ocupa de antropología, sino que se apoya en los resultados de
esta disciplina para elaborar la antropología moral. Por consiguiente, para que
la analogía propuesta por Rovira fuera completa, tendríamos que poder decir
que el filósofo de la religión, como tal, no juzga las enseñanzas del
cristianismo acerca de la naturaleza humana, sino que las emplea para
elaborar la “religión moral aplicada”. Este es justamente el parecer de Rovira,

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que en este contexto afirma expresamente que Kant “no hace del cristianismo
un objeto particular de estudio” (2021, p. 22).
El problema está en que, al justificar de este modo el uso de la
expresión “religión moral aplicada”, se sugiere que Kant utiliza las
enseñanzas del cristianismo de modo semejante a como un operario utiliza
materiales que él no ha elaborado, por ejemplo, un carpintero la madera que
le han proporcionado para que haga un mueble. El carpintero fabrica la mesa,
pero no la madera, que es algo así como el pie forzado de su trabajo. Pero lo
cierto es que, a diferencia del carpintero, Kant, como filósofo de la religión,
sí elabora el material con el que trabaja. El cristianismo no es para él un pie
forzado, sino que lo elige conscientemente de entre el conjunto de las
religiones reveladas por considerar que es la más conforme con las
enseñanzas de la razón pura práctica. Y una vez elegido el cristianismo, Kant
no lo acepta sin más averiguaciones, sino que somete sus enseñanzas,
nuevamente, al escrutinio de la razón, que admite unas y rechaza otras. Más
que utilizar el cristianismo como un material de trabajo cuya naturaleza le
está dada de antemano y cuyas propiedades son inmutables, lo que Kant hace
es ponerlo a prueba, valiéndose de la razón como árbitro y autoridad suprema.
Como se ve, en este punto se quiebra la analogía con la lógica aplicada
y la antropología moral. Al elaborar estas disciplinas, el lógico y el filósofo
moral aceptan pasivamente los resultados alcanzados por los saberes en que
ellas se fundan; en cambio el filósofo de la religión, al elaborar la segunda
parte de la religión moral, se erige en todo momento en juez de la presunta
verdad de las doctrinas cristianas que le sirven de inspiración. ¿No será este
el motivo por el que Kant renunció, con toda razón, a llamar “aplicada” a esa
segunda parte de la religión moral, pese a que esa denominación le venía
sugerida por su propio uso de la expresión “lógica aplicada”?
6. Sobre la justificación moral de la universalidad del mal radical
Rovira señala con acierto que, según Kant, no cabe una prueba kat’aletheian
de la universalidad del mal radical, pero sí una prueba kat’anthropon que
puede juzgarse suficiente desde una perspectiva práctica. Kant expone esta
prueba en la primera parte de su libro sobre la religión, pero lo hace de un
modo notablemente enrevesado, lo que ha provocado numerosas
discrepancias entre los intérpretes a la hora de determinar su sentido y valor.
La principal novedad aportada por Rovira en este contexto consiste en
sostener que, para que la prueba sea satisfactoria, la “justificación lógica” de

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la universalidad del mal radical ha de completarse con una “justificación


moral”. ¿En qué consisten una y otra?
La justificación lógica cuenta con tres premisas. La primera la aporta
el rigorismo moral kantiano, doctrina según la cual todo hombre es o bueno
o malo; no cabe que no sea una de las dos cosas, ni tampoco que sea ambas,
es decir, en parte bueno y en parte malo. La segunda, que se alcanza mediante
la observación de la conducta efectiva de los seres humanos, afirma que en
ella abundan las acciones que con toda seguridad son moralmente
reprobables. La tercera sostiene que no es posible, en cambio, señalar ni una
sola acción, propia o ajena, de la que sepamos a ciencia cierta que es
moralmente buena.
Estudios anteriores han sostenido que de estas tres premisas —a las
que acaso habría que añadir la disposición original al bien del ser humano—
Kant extrae la conclusión de que todo hombre es malo. Rovira, por su parte,
cree que esas premisas solo alcanzan para probar la universidad comparativa
del mal radical, pero no su universal estricta. El punto débil del argumento
estaría en la tercera premisa, pues del hecho de que no podamos ofrecer
ejemplos seguros de acciones buenas —es decir, de acciones que arguyan la
bondad moral de quien las realiza— no se sigue que no las haya. Por tanto, si
Kant se hubiera limitado a ofrecer esta justificación lógica, su prueba de la
universalidad del mal radical habría de declararse fallida.
Pero Rovira sostiene que Kant no se ha conformado con esa
justificación lógica, sino que la ha completado con una justificación moral
que la vuelve suficiente en perspectiva práctica. Esta justificación se apoyaría
en el reconocimiento del deber, universalmente válido, de apartarnos de la
senda del mal y emprender el camino del bien. Pues si todos, todos sin
excepción, tenemos el deber de abandonar la senda del mal, ello implica que
todos transitamos por ella. Que Kant ha contado con este argumento
específicamente moral a la hora de formular su prueba de la universalidad del
mal radical, Rovira cree poder deducirlo no solo de la insistencia con que
nuestro filósofo invoca el citado deber de hacernos buenos, sino también del
célebre pasaje en que, tras referir el dicho de un parlamentario inglés (“Cada
hombre tiene su precio, por el cual se entrega”), Kant se limita a observar que
si este aserto es verdadero o no, es “cosa que cada cual puede decidir por su
cuenta” (RGV, AA 06, 39). Con este lacónico comentario, Kant estaría
apelando a la conciencia moral de cada hombre de un modo que recuerda

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vivamente las palabras del maestro del evangelio: “el que esté libre de pecado,
que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Kant estaría sugiriendo que todo el que
escudriña lealmente su conciencia encuentra cosas de las que avergonzarse.
Lo cual confirmaría, a la luz del rigorismo moral, que todos los hombres sin
excepción son malos.
Pero el argumento moral que Rovira atribuye a Kant tiene un defecto
que lo invalida. El argumento parte del deber de abandonar la senda del mal
y, del hecho de que ese deber sea universalmente válido, deduce que todos
hemos elegido esa senda; de lo contrario, ¿por qué tendríamos que
abandonarla? Al argumentar así, se da por supuesto que la validez universal
de cualquier norma que exprese un deber implica que todos los seres humanos
se encuentran en la situación fáctica que hace que esa norma sea relevante.
Para comprobar que este supuesto no es válido, basta un sencillo ejemplo. La
norma que dice que hemos de devolver lo que se nos ha prestado es
universalmente válida. Esto significa, desde luego, que todo aquel que haya
recibido un préstamo está moralmente obligado a devolverlo. Pero la citada
norma no implica, ni mucho menos, que todos los hombres hayan recibido
algún préstamo. Del mismo modo, el deber de abandonar la senda del mal es
estrictamente universal, lo cual significa que todo el que la haya elegido tiene
la obligación de convertirse al bien; pero de aquí no se sigue que todos la
hayan elegido. Para que la prueba moral fuera concluyente, tendríamos que
suponer que todos los hombres han adoptada la máxima suprema mala; pero
si lo suponemos estamos incurriendo en una petición de principio, ya que eso
es precisamente lo que se trataba de demostrar.
El mismo problema presenta la apelación a la conciencia que hemos
visto realizar a Kant. Si damos por supuesto que, al examinar su conciencia,
todos los hombres se hallarán en falta, entonces podremos concluir,
fundándonos en la doctrina rigorista, que todos ellos son malos. Pero salta a
la vista que lo que aquí se presenta como resultado de un argumento no es
más que una de sus premisas, la cual no ha sido demostrada de manera
independiente.
Por cierto, que de aquí no se sigue que Kant no presente razones de
peso en favor de su tesis de que todos los hombres son malos. Lo que se sigue
es más bien que esas razones, valgan lo que valgan, hay que buscarlas
únicamente en lo que Rovira denomina la justificación lógica de la
universalidad del mal radical.

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7. Sobre la justificación por la gracia


En la Carta a los romanos, el pesimismo de la doctrina del pecado original se
ve contrapesado por la esperanza en la justificación del hombre. Kant acoge
este elemento decisivo de la predicación paulina en el seno de su religión
moral, pero sometiéndolo a una torsión peculiar a la luz de su propia teoría
del mal radical. En la perspectiva de Kant, la regeneración moral del ser
humano no consiste, como se sostuvo en Trento, en su “traslado” del estado
de pecado heredado de Adán al estado de gracia mediado por la acción
redentora de Cristo, ya que ni cabe heredar un pecado, ni puede una culpa ser
expiada por otro que el que la cometió. La regeneración moral del pecador
consistirá, más bien, en la instauración de la pureza de la ley como
fundamento supremo de todas nuestras máximas.
Pero, como señala Rovira con acierto, hay aspectos de la
interpretación kantiana de la justificación que presentan una notable cercanía
con lo establecido en Trento, al tiempo que se alejan de la dogmática luterana.
Según Lutero, la justificación del hombre por la gracia divina no cancela aún
su condición pecadora, sino que representa únicamente las primicias de su
sanación definitiva: el hombre justificado por la gracia es simul peccator et
iustus. Por eso Melanchton, en la estela de Lutero, describe la justificación
como un actus forensis por el que Dios declara justo al pecador, pese a que
en realidad este siga siendo culpable. Kant, en cambio, sostiene, como los
Padres conciliares de Trento, que la justificación comprende tanto la plena
renovación interior del hombre como la cancelación de la culpa que
arrastraba.
La presentación que hace Rovira de la doctrina kantiana de la
justificación es, so far as it goes, excelente, tanto en perspectiva sistemática
como histórica. Sin embargo, se echa de menos un tratamiento más detenido
de ciertos elementos esenciales de esa doctrina. Rovira acierta al enfatizar que
la justificación por la gracia reúne en un mismo acto la restauración moral del
hombre justificado y el perdón de sus culpas. Pero concentra su atención en
el primero de estos aspectos y apenas se ocupa del segundo; además, tampoco
presta suficiente atención a la relación entre ambos.
La culpa contraída por el hombre es, a decir de Kant, “inmensa”, al
punto de hacerlo merecedor de un “castigo infinito” (RGV, AA 06, 72). El
problema estriba en que el hombre no puede, por sus solas fuerzas, reparar
esa culpa. Todo lo más, podrá cumplir escrupulosamente el deber en lo

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sucesivo; pero el cumplimiento de la ley moral es algo que siempre le es


exigible y que no reviste un mérito especial con el que compensar sus faltas
pasadas. Como, por otra parte, la justicia divina no puede dejar impune
ninguna culpa, diríase que el hombre está abocado a la desesperación.
Kant intenta escapar a esta conclusión proponiendo su famosa
“deducción de la idea de justificación” (RGV, AA 06, 76), según la cual el
dolor aparejado a la conversión a la actitud moral constituye un “excedente”,
en términos de mérito moral, con el que se compensan y expían las culpas
pasadas. Esta deducción, no discutida por Rovira, es sumamente
problemática. Su verdadero resultado, admitido por Kant en otros apartados
de su libro sobre la religión, es que no sabemos cómo hace Dios para justificar
al hombre. Pero de aquí no se sigue que la justificación del pecador sea
imposible. Antes bien, el hecho de que el logro del bien supremo constituya
el fin último moral del hombre autoriza a la razón práctica a postular una
ayuda superior que, de un modo que no se nos alcanza, cancela el pecado de
quien ha abrazado sinceramente la máxima de la virtud y hace que no sea
indigno de la felicidad a la que aspira.
Como se ve, el problema de la justificación, en tanto que perdón de la
culpa “inmensa” contraída por todo hombre, constituye uno de los pilares
fundamentales de la doctrina kantiana de la gracia, y habría merecido mayor
atención. Y, puestos a pedir, también habría sido deseable que el tratamiento
del tema de la justificación hubiera incluido una discusión de la “notable
antinomia de la razón humana” (RGV, AA 06, 116). Como se recordará, Kant
aborda bajo esta rúbrica el problema de si la buena conducta de vida es
consecuencia de la fe en la absolución de nuestra culpa, o si sucede a la
inversa; un problema sin duda relevante para la cuestión de la justificación.
8. Sobre el Dios de la religión moral
El juicio general que a Rovira le merece la interpretación filosófica del
cristianismo propuesta por Kant es tan certero como matizado. Por una parte,
reconoce la genialidad de esta contribución, que a su juicio forma parte del
patrimonio imperecedero de la filosofía. Por otra, no deja de advertir que a la
fe cristiana le es imposible reconocerse en el reflejo que de ella arroja el
espejo de la religión moral. Es muy elocuente a este respecto el título del
epílogo del libro que comentamos: “Un cristianismo sin Cristo”. La religión
moral no solo rechaza la eficacia redentora de la muerte y resurrección de
Cristo, sino que su misma existencia histórica es declarada incomprobable y,

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en el fondo, irrelevante. Cristo es identificado con el arquetipo moral de la


humanidad, el cual, por residir desde siempre en la razón del hombre, hace
innecesaria la presunta encarnación del Verbo. Por eso tiene razón Rovira
cuando advierte que a Kant solo cabe denominarlo filósofo cristiano en un
sentido muy amplio de la expresión, dando a entender únicamente que es un
pensador que se deja interpelar por los contenidos de la fe cristiana, los cuales
somete a escrutinio filosófico. En cambio, aunque Kant sienta gran aprecio
por el cristianismo, no cabe calificar propiamente de cristiana su religión
racional, pues, como observa certeramente Rovira, ésta se limita a ser una
doctrina moral que conduce a la esperanza de que, con auxilio divino, el
hombre pueda alcanzar el bien supremo al que aspira.
El cristianismo, pasado por el tamiz de la razón filosófica, no sería
nada más que eso. Pero tampoco menos. Esta advertencia es oportuna porque
algunos pasajes del libro de Rovira —aunque no el conjunto de la obra—
parecen sugerir que la religión moral kantiana no solo prescinde de Cristo,
sino también de la fe racional en la existencia de un Ser supremo. Nos
referimos a aquellos lugares (2021, pp. 130s., 191s.) en los que se establece
una proximidad acaso excesiva entre la concepción de la divinidad presente
en el libro sobre la religión y la que encontramos en los escritos póstumos de
Kant. Como ya mostrara Rovira en una obra anterior, su espléndida Teología
ética, el Opus postumum kantiano abunda en pasajes en los que Dios es
identificado con la razón pura práctica. Dios no sería una realidad fuera del
hombre, sino un pensamiento del hombre, una idea de su razón. La fe racional
no comportaría, por tanto, la creencia en Dios como una realidad
independiente, sino solo la voluntad de someterse a los dictados de la ley
moral. En cambio, en el libro de Kant sobre la religión Dios aparece en todo
momento como rector moral del universo, cuya existencia, real y no solo
pensada, es postulada por la razón práctica pura; pues, aunque la existencia
de Dios no pueda ser demostrada por la razón teórica, existen poderosas
razones de orden moral para afirmarla.
Como se ve, la distancia entre las concepciones de la divinidad
presentes en una y otra obra es muy grande. Sin duda, Rovira es plenamente
consciente de ello. Por ello sorprende que en algunos momentos de su
exposición pierda de vista esta evidencia y llegue a escribir: “En las
consideraciones de Kant sobre el cristianismo en conceptos morales, Dios
aparece […] o como una mera idea o como un ser cuya existencia se postula

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 146-168
167 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.21962
Leonardo Rodríguez Duplá El cristianismo en el espejo de la religión moral de Kant

por razones morales” (2021, p. 188). Dado que el cristianismo en conceptos


morales no es otra cosa que la religión moral de Kant (2021, p. 13), creemos
que habría sido preferible, en aras de la precisión, omitir la primera rama de
esa alternativa.

Bibliografía
Rovira, R. (2021). Kant y el cristianismo. Herder.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 146-168
168 ISSN-e: 2445-0669
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Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las
ficciones: una nota al pie de la obra de Rogelio Rovira Kant y
el cristianismo

PEDRO JESÚS TERUEL1

Resumen
El alcance heurístico del acto de la conciencia que tiene a Dios como objeto
intencional puede ser entendido a modo especular, es decir, como reflejo de la
estructura del sujeto trascendental. Para dilucidar si esta hipótesis se corresponde
con el punto de vista kantiano en torno a la fe cristiana la ejemplificamos en la teoría
de las ficciones de Hans Vaihinger. De ello resulta un replanteamiento del horizonte
trascendental en el que se ubica el cristianismo en la interpretación de Kant.
Palabras clave: Metafísica, fe cristiana, teoría de las ficciones, Hans Vaihinger,
Rogelio Rovira

Like in a mirror. Kant, Vaihinger and the theory of fictions: A footnote


of Rogelio Rovira’s Kant and Christianity

Abstract
The heuristic scope of the act of consciousness that has God as its intentional object
can be understood in a specular way, that is, as a reflection of the structure of the
transcendental subject. In order to elucidate whether this hypothesis corresponds to
the Kantian point of view regarding the Christian faith, we exemplify it in Hans
Vaihinger’s theory of fictions. This leads to rethinking the transcendental horizon in
which Christianity is located in Kant’s interpretation.
Keywords: Metaphysics, Christian Faith, Theory of Fictions, Hans Vaihinger,
Rogelio Rovira

1
Universitat de València. Contacto: [email protected]. El presente capítulo ha recibido el apoyo del
proyecto de investigación científica y desarrollo PID2019-109078RB-C21 y PID2019-109078RB-C22,
financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España (MCIN/ AEI
/10.13039/501100011033). Forma parte de las actividades del grupo de investigación de excelencia
PROMETEO/2018/121 de la Generalitat valenciana. Integra un proyecto plurianual sobre el alcance y
los límites del naturalismo. Excepto en el caso de que se indique diversamente, las traducciones son
propias.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 169-190
169 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23703
Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

Una hermosa escena de la filmografía de Ingmar Bergman narra el diálogo


entre un padre y un hijo. Aquel, David, es padre de Karin, aquejada por una
esquizofrenia incipiente; tanto él como su hijo Minus asisten impotentes al
hundimiento de Karin en su psique escindida. Ante la desorientación de
Minus —quien, ante su propia experiencia del mal, le pregunta angustiado
sobre la existencia de Dios—, David le expone su credo personal:

DAVID. Solo te daré un indicio de mi propia esperanza. Consiste en saber que el


amor existe como algo real en el mundo humano.
MINUS. Supongo que se trata de una cierta clase de amor.
DAVID. De todas las clases de amor, Minus. El más alto y el más bajo, el más absurdo
y el más sublime. Todos los tipos.
MINUS. ¿Y el anhelo de amar?
DAVID. El anhelo y la renuncia. La confianza y la desconfianza.
MINUS. Entonces, ¿el amor es la prueba?
DAVID. No sé si el amor prueba la existencia de Dios o si el amor es Dios mismo.
MINUS. Para ti, ¿el amor y Dios son lo mismo?
DAVID. Mi vacío y mi desesperación se apoyan en eso.
MINUS. Cuéntame más, papá.
DAVID. De repente el vacío se vuelve abundancia, la desesperación vida. Es como
un indulto, Minus, de la pena de muerte (Bergman, 1961, 1:24:03-1:26:08).

En el título del film resuenan reminiscencias paulinas: se trata de


Såsom i en spegel (Bergman, 1961). La traducción del sueco ha conocido
múltiples versiones, en una variedad que dista de ser banal. Mientras en
España se distribuía con el título Como en un espejo (paralelo al alemán Wie
in einem Spiegel), en México lo hacía como A través del espejo (equivalente
al francés À travers le miroir o al brasileño Através de um Espelho). En los
países de habla inglesa se añadió un adverbio que aparece en el texto paulino,
“oscuramente”: Through a Glass Darkly. El adverbio pasaba a adjetivo en el
holandés Als in een donkere Spiegel. El título en Argentina y Uruguay recoge
aspectos de los anteriores: Detrás de un vidrio oscuro. En unos casos, la
dirección de la mirada se concibe transitivamente, como un movimiento que
alcanza su meta; en otros, como un mero reflejar al propio sujeto que busca.
Es una verdad, más o menos huidiza, la que se persigue; así se evidencia en
el título con que el film fue distribuido en Portugal: Em Busca da Verdade.
Esas modulaciones epistemológicas se refieren al objeto intencional
de la experiencia religiosa y delimitan el campo semántico de la pregunta que

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 169-190
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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

nos ocupa. De hecho, el pensamiento kantiano y su recepción brindan un


estimulante escenario filosófico a la dilucidación del problema implícito en
dicho mapa conceptual.
La relación de Kant con el cristianismo ha sido objeto de debate desde
la primera hora de su recepción. Al entusiasmo inicial de Ludwig Ernst
Borowski —quien, en la biografía leída y autorizada por Kant mismo (1804),
vislumbraba en la obra kantiana un tesoro moral compatible con la
Revelación— se sumó el de quienes vieron a Kant como un nuevo san Pablo
(Romundt, 1886); otros saludaron la Crítica de la razón pura como un
antídoto contra la dogmática, que habría de abrir el horizonte de la fe; fue el
caso de Thomas Wizenmann en su entusiasta lectura de la KrV (1786).2
A partir de los años sesenta han tenido lugar numerosas aportaciones
al debate, muchas de ellas en España: desde las que señalan una sustancial
compatibilidad entre el idealismo trascendental y la religión cristiana —como
la de José María Quintana (1989)— o subrayan el enlace entre la humildad
epistemológica de Kant y el estatuto de la fe cristiana, como en José Gómez
Caffarena (1983), hasta la que señala el carácter no personal de Dios en el
planteamiento kantiano (Odero de Dios, 1992) o identifica la noción kantiana
de Dios con el concepto de materia interpretado al modo hilozoísta, tal y como
defiende Ada Lamacchia (1969), pasando por la tesis según la cual la teología
trascendental se diluye en una lógica trascendental, expuesta por Adela
Cortina (1981, 1984).
Consciente de esta pluralidad y respaldado por su prolongada
trayectoria en los estudios en torno a Kant y a la filosofía moderna, Rogelio
Rovira (2021) ha llevado a cabo una apuesta hermenéutica por cuyo medio
busca un abordaje coherente con el punto de vista adoptado por el propio Kant
a partir del viraje crítico. La visión que brota de dicha hermenéutica es
especular: Kant nos habría devuelto una imagen del cristianismo que, en
realidad, refleja las estructuras de la subjetividad trascendental.

2
Una vertiente relevante en este primer tramo de la Wirkungsgeschichte tiene que ver con las
conexiones entre la obra kantiana y la comprensión católica o bien reformada de la fe cristiana. Este
asunto también forma parte de los tópicos en el estudio sobre la génesis del pensamiento kantiano. Se
trata de un aspecto que cae fuera de nuestro enfoque en este artículo pero que posee conexiones
relevantes con su contenido (en particular, en lo que concierne a las respectivas visiones sobre el alcance
del conocimiento humano de lo divino o la concepción de la gracia). La multiplicidad doctrinal y la
evolución histórica de los puntos de vista en las confesiones cristianas aconseja remitir a estudios
específicos (Winter, 2000; Raffelt, 2005).

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

En Kant, según Rovira, el acto de la conciencia dirigido a Dios


deviene reflejo de la propia imagen. Y, así, su alcance heurístico se resuelve
en la distancia que media entre el cristal y el espejo. ¿Cuál es el estatuto de la
fe cristiana en la lectura que Kant lleva a cabo? En las páginas que siguen
abordaremos un aspecto de esta cuestión. Comenzaremos por exponer las
líneas de fuerza de Kant y el cristianismo. Examinaremos entonces la clave
de lectura con la que Hans Vaihinger quiso entender el abordaje kantiano de
la religión: su teoría de las ficciones. En un tercer momento aportaremos
nuestro punto de vista.

1. Kant y el cristianismo
En Teología ética (1986), Rovira había analizado la deflación metafísica
implícita en el viraje trascendental. Por lo que respecta al conocimiento
relativo a Dios, el rendimiento de dicho viraje se sustancia en una doble
operación: la crítica de la pretensión teórica de la teología dogmática, en la
Dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura, y la exposición de la
idea de Dios como postulado de la razón pura práctica, en la Crítica de la
razón práctica. Entre las piezas que completan el rompecabezas se hallan la
que en ocasiones se ha caracterizado como ‘cuarta crítica’, La religión dentro
de los límites de la mera razón, y, también, diversos pasajes de El conflicto
de las Facultades o del Opus postumum. Recogiendo una trayectoria
investigadora sostenida en el tiempo, Rovira se sitúa en la estela de esos textos
para indagar en la visión del cristianismo que brota de todo ello. Kant y el
cristianismo constituye el informe resultante de dicha indagación.
Las líneas maestras de tal abordaje vienen expuestas en un decisivo
prólogo. En La religión en los límites de la mera razón, el filósofo de
Königsberg delimita el ámbito de su interés —demarcado por las verdades
que cristianismo y religión natural comparten, verdades que promueven la
causa de la moralidad— y deja fuera aquello que no puede ser medido por el
mismo rasero (a saber, la dogmática cristiana). De ahí resulta el reflejo del
cristianismo en el espejo que la moralidad le pone delante. Un reflejo pobre e
iluminador a la vez: para el cristiano, “esta reconstrucción de su credo se le
presenta inevitablemente como un «empobrecimiento» y una «degradación»”
(2021, p. 15); y, sin embargo, “ni el filósofo ni el cristiano pueden excusar el
desconocimiento de este genial esfuerzo de Kant” (2021, p. 16).

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

Conocer ese esfuerzo implica un ejercicio de demarcación y una


exégesis. A dicho ejercicio se dedica la primera parte de la obra. Consta de
cuatro capítulos: “El cristianismo en la religión moral de Kant”, “El
cristianismo en conceptos morales: fuentes, métodos y jerarquía de
verdades”, “¿Quién dice el cristianismo en conceptos morales que es Cristo?”
y —parafraseando al propio Kant— “Lo esencial y más excelente de la
doctrina de Cristo”.
La segunda y la tercera parte despliegan la vertiente exegética,
centrada en las enseñanzas de Cristo y la paulina Carta a los romanos. A las
primeras se dedican dos capítulos: “El mandamiento del amor a Dios y al
prójimo” y “El padrenuestro”. La segunda parte incluye tres capítulos,
titulados según versículos de la Carta a los romanos: “¿Por qué no hacer el
mal para que venga el bien?”, “Todos han pecado” y “Dios es el que justifica”.
El epílogo, “Un cristianismo sin Cristo”, funciona a modo de
epanadiplosis. En él se remacha algo que había quedado mostrado
convincentemente en el tercer capítulo del libro, a saber: que la demarcación
moral del cristianismo hace innecesaria la figura de Cristo como verdadero
Dios y verdadero hombre, así como su conexión con las personas divinas y
su resurrección. Los dogmas cristológico y trinitario, que integran buena parte
del Credo cristiano, no vendrían negados —ello requeriría un conocimiento
excluido por el idealismo trascendental— pero sí declarados superfluos. Su
valor veritativo podría ser equiparado al de un relato. Movido por las
implicaciones materialistas de la vinculación entre pervivencia de la
personalidad y recuperación del cuerpo que, a su juicio, conllevaría la
comprensión literal del dogma, Kant considera la resurrección de Cristo como
una “leyenda” (SF, AA 07, 40).
Sin embargo, todos ellos —los dogmas cristológicos y trinitario—
pueden y han de ser interpretados en clave moral. Se trataría, pues de relatos
con valor práctico, útiles para espolear la realización del ideal moral en una
vida conforme al deber. Es en este sentido que se puede interpretar tanto la
figura del maestro de los Evangelios como la doctrina teológica de la
Trinidad. Así lo hace Rovira, siguiendo a Kant, en las secciones dedicadas a
mostrar la identidad de Jesús como arquetipo moral y la triple referencia de
la Trinidad a Dios legislador, gobernador y juez, que constituyen un aspecto
de las posibles proyecciones morales del dogma (Rovira, 2021, pp. 51-58).

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

Detengámonos aquí. La lectura hermenéutico-moral de los dogmas


cristianos parece implicar un cambio de registro: la clave histórica y
metafísico-trascendente se disolvería en una literaria y ficticia, tal y como
sucede con una leyenda cuya finalidad consiste en edificar moralmente y
mover a la virtud. Todo ello nos sitúa en el campo semántico de la teoría de
las ficciones. En su desarrollo —encrucijada entre metafísica, filosofía de la
religión e idealismo trascendental— desempeñó un papel destacado Hans
Vaihinger.

2. Cristianismo y teoría de las ficciones


Hans Vaihinger ocupa un lugar central en una red de lectores de Kant —desde
Friedrich Albert Lange hasta Friedrich Nietzsche— cuya inspiración recogió
en una síntesis original: el positivismo idealista o idealismo positivista, cuya
clave de bóveda se halla en la filosofía del “como si” (als ob). A tal respecto,
la fuente principal la encontramos en su obra magna Filosofía del como si
(1911); por lo que respecta a las consecuencias de su planteamiento para la
comprensión de lo religioso, en su artículo “¿Es la filosofía del como si
contraria a la religión?” (1930). Entre un texto y otro se sitúa una contribución
que constituye un cruce de caminos entre ambas perspectivas y el punto de
vista de Kant. Se trata de “El talante antitético de Kant, explicado al hilo de
su doctrina del como-si”. Fue publicada en 1921 en el marco de un homenaje
colectivo a la hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche. El volumen
fue coordinado por un primo de la homenajeada, Max Oehler, quien bien
pronto radicalizaría su lectura en clave fascista del legado nietzscheano.
Vaihinger desplaza las coordenadas con las que se ha pretendido
entender la noción de verdad hasta Kant —en cuanto adecuación del intelecto
a la realidad, o de esta a la subjetividad trascendental— al ámbito de la
inserción exitosa del sujeto en el mundo, entendida como conservación y
reproducción biológicas. Recoge así el hincapié schopenhaueriano en la
mediación del cuerpo entendido como objetivación de la voluntad
(Schopenhauer, 1818), el trasfondo filo- y ontogenético de la lucha por la vida
(Darwin, 1859) y la comprensión de la verdad en clave pragmática
(Nietzsche, 1873). Las aproximaciones teóricas albergan ideas que, pese a
resultar lógica o empíricamente deficitarias, son asumidas por las ventajas
prácticas —en el orden de la simplicidad conceptual, del sosiego psíquico o

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 169-190
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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

de la organización social— que llevan consigo. Se trata de ficciones útiles


(nützliche Fiktionen).
Para Vaihinger, Nietzsche tiene en común con Kant, entre otros rasgos
filosóficos, la tendencia a exponer tesis contradictorias. A partir de los años
sesenta del siglo XIX, en la Wirkungsgeschichte las posiciones se habrían
alineado en dos frentes: por un lado, aquellos que intentaban disolver toda
contradicción interna en el seno de una ortodoxia dogmática; por otro, quienes
desestimaban el estudio de Kant por considerarlo paradójico y oscuro. A
finales de los años setenta se habría abierto paso una nueva corriente,
representada por la obra de Johannes Volkelt. Con la pretensión de entender
a Kant mejor que él mismo lo hiciera, este expuso la tesis de que las
contradicciones internas del kantismo reflejan la tensión irresuelta entre las
tendencias filosóficas de su tiempo. Vaihinger reconoce que la lectura de
Volkelt le espoleó a su propia fase “sintético-constructiva”: las tensiones
presentes en la obra de Kant responderían a su aproximación polifacética a la
realidad.
En contra de la opinión de Paulsen —para quien la filosofía kantiana
podría representarse como un círculo cuyo centro estaría ocupado por una
metafísica positiva, en sentido platónico o leibniziano—, el espíritu de Kant
se podría representar, sugiere Vaihinger, como una elipse: en uno de sus
extremos se hallaría el anclaje metafísico de las ideas de la razón; en el otro,
la tendencia negativa a disolverlas en meras especulaciones simbólicas. En
este sentido se refiere a la “constante tendencia kantiana a la mediación”
(Vaihinger, 1889, p. 58) y a “las dos almas de Kant” (1921, p. 173). Todo ello
hallaría su reflejo en la doctrina sobre los postulados de la razón pura práctica.
En ellos se verifica una dinámica antitética, elíptica, que impide descansar en
certezas teóricas:

Sin duda, hay también algunos pasajes en los que “nos restriega por las narices” sus
postulados como solo un metafísico podría haber hecho; ahora bien, la mayor parte
de los pasajes suena muy cautamente y contiene –como el propio Paulsen señala–
“dolorosas cláusulas” que no los dejan entrar propiamente en vigor (Vaihinger,
1921, p. 164).

De ahí que Vaihinger defienda la interpretación en clave ficcionalista


de los postulados kantianos. Notemos que su modulación de lo ficcional no

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

equivale al sentido usual en la época. En su Diccionario de los conceptos


filosóficos (1904), Rudolf Eisler definía las ficciones como “asunciones que
realizamos solo en orden a fines heurísticos”. En el planteamiento
vaihingeriano, algunas ficciones pueden tener sentido heurístico, actuando a
modo de acicate para la investigación científica (para la que, por ejemplo, la
idea de alma constituiría una guía unitaria). Ahora bien, los objetos
intencionales de la experiencia religiosa no poseerían valor veritativo alguno.
Apuntarían a objetos ideales sin alcance extramental, cuya función consistiría
en fomentar las disposiciones cuya coherencia promueven, a saber, las
disposiciones morales. Desde aquí se puede establecer conexiones
conceptuales con la ya referida lectura especular.
En un quiebro muy cercano a Feuerbach, Vaihinger apunta al
horizonte humano como verdad de los predicados divinos. En este sentido
resulta reveladora la referencia a uno de los argumentos de su eterno
contrincante, Erich Adickes, que había englobado la teología kantiana en una
interpretación realista. Vale la pena reproducir el argumento.
Adickes habría contado entre las pruebas a favor de la interpretación
realista del postulado relativo a la existencia de Dios una conversación
mantenida entre Kant y Johann Gottfried Hasse, recogida por este en su libro
sobre los últimos dichos del filósofo. En una ocasión, Kant habría hablado a
favor de la existencia de Dios aludiendo a la teleología de la Naturaleza, que
se manifestaría en sus más nimios detalles: como cuando las golondrinas, no
teniendo ya con qué alimentar a sus crías, las arrojan fuera de sus nidos
(Hasse, 1804, p. 26). Con humor corrosivo, Vaihinger alude a ello como
“argumentum pro existentia Dei ex avicula e nido dejecta” (1921, p. 181).
Notemos que, en realidad, esa escena daba pábulo a diferentes visiones; a ojos
de Schopenhauer, imaginamos, solo probaría una pugna implícita en la
Naturaleza, objeto imposible de una teodicea. Pues bien: Vaihinger prolongó
el relato para adecuarlo a sus fines. Unos niños —he aquí su recreación—
encuentran una cría de golondrina arrojada del nido; la recogen y la curan. La
escena es observada por un paseante. Este reconoce en ese cariño y ese
cuidado “lo único en el mundo que queremos llamar ‘divino’, y que como
divino queremos adorar” (Vaihinger, 1921, p. 182).
El planteamiento de Vaihinger conoció una muy temprana recepción
(Witte, 1883); se ha visto en él la condición para la apropiación de Kant en
marcos como el marxista (Oiserman, 1975). Recientemente, algunos teólogos

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

han adoptado aspectos considerados estimulantes. Es el caso de Sabine Joy


Ihben-Bahl, Doctora en Teología práctica por la Universidad de Münster y
desde 2018 vicaria de la parroquia reformada de Gotinga. Ihben-Bahl ha
analizado la teoría vaihingeriana de las ficciones como forma mentis con
valor catequético. Con ella se podría abordar la propedéutica de la fe cristiana
bajo el signo del experimento mental; se contribuiría así a crear condiciones
bajo las cuales se podría favorecer el acercamiento a la fe (Ihben-Bahl, 2021,
pp. 322-329).

3. Kant y la lógica ficcional de la fe religiosa


Pongamos a prueba la lectura de la interpretación kantiana del cristianismo
en clave ficcionalista. Lo haremos centrándonos en cuatro piezas básicas: la
existencia de Dios como tercer postulado de la razón pura práctica, la doctrina
de la gracia como corolario de dicho postulado, la naturaleza de Cristo y la
adhesión a los principios morales.
3.1. La existencia de Dios como tercer postulado
La existencia de Dios es para Kant, como sabemos, postulado de la razón pura
práctica (KpV, AA 05, 122). Por tal entiende Kant una “proposición teórica
—como tal, indemostrable— en cuanto acompaña inseparablemente a una ley
práctica a priori incondicionalmente válida” (KpV, AA 05, 122). Cabe
subrayar que no se trata de un corolario metafísico, sino de una condición de
posibilidad relativa a la concordancia entre naturaleza y moralidad: ambas
tendrían en Él su fuente (KpV, AA 05, 122).
Una interpretación ficcional despoja a la noción de Dios de realidad
extramental. La cuidadosa reconstrucción de Rovira parece inclinar la balanza
hacia esta lectura: en la interpretación kantiana “se concibe a Dios, no como
un ser personal realmente existente, sino como una mera idea, cuya realidad
objetiva en sentido práctico cabe a lo sumo postular” (2021, p. 98). Por lo
tanto, el amor no alcanzaría aquí —como sí sucede, en cambio, con el amor
al prójimo— a un destinatario personal. Esta lectura queda apoyada por
numerosas citas procedentes del Opus postumum según las cuales

no es Dios un ser fuera de mí, sino simplemente un pensamiento en mí. Dios es la


razón práctico-moral que se da leyes a sí misma. Por eso, Dios no existe más que en
mí, en torno a mí y sobre mí (AA 21, 145, cit. en Rovira, 2021, p. 130).

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 169-190
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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

A pesar de la radicalidad de estas afirmaciones, hay aspectos del


pensamiento kantiano que lo desplazan hacia el otro foco de la elipse. Para
que la esperanza en la realización del bien supremo sea, de hecho, efectiva,
ha de arraigar en la creencia en el contenido veritativo de su condición de
posibilidad: ‘fe’ y ‘creencia’ se dan la mano, en el doble sentido recogido por
la expresión alemana Glaube. La armonía última entre naturaleza y
moralidad, solo captable sub specie aeternitatis, ha de ser efectivamente
creída como aspecto perteneciente a la realidad en sí misma —que no puede
ser conocido, pero sí pensado— y no como mero expediente para la serenidad
psíquica (en cuyo caso reposaría sobre bases subjetivo-psicológicas y no
objetivo-constitutivas).
Se trata de una peliaguda incompatibilidad, al menos aparente, entre
dos aspectos subrayados por Kant. Si no queremos deslizarnos hacia la
eliminación de uno de los extremos, habremos de buscar su lógica interna. Yo
propondría aquí examinar cada uno de ellos a la luz de sendas esferas de
realidad: conocimiento y acción.
Desde el punto de vista del conocimiento, tal y como sus límites han
quedado demarcados por el idealismo trascendental, Dios no es objeto alguno
que pueda ser conocido en el marco de la experiencia: es “un pensamiento en
mí” y como tal no puede arrogarse existencia más allá de su relación eidética
conmigo mismo en cuanto sujeto trascendental. Desde el punto de vista
práctico, en cambio, esa noción, idealmente referida a su objeto noemático,
constituye la condición de posibilidad de la realizabilidad de la síntesis entre
moralidad y felicidad en el bien supremo. En el lenguaje de la KrV diríamos
que tiene sentido (Sinn) y también referencia (Bedeutung), si bien esta es
idealmente postulada a partir de una exigencia de la razón pura práctica.
Esta doble afirmación es compatible tanto con el uso lógico de la razón
y la teoría de la referencia implícita en la Crítica de la razón pura como con
el planteamiento del deber recogido en la Crítica de la razón práctica. El
postulado de la razón pura práctica no reintroduce de rondón en el sistema del
conocimiento algo que por su propia naturaleza lo excede, puesto que no
cumple las condiciones señaladas por la Estética y la Analítica
trascendentales: su estatuto es el del pensamiento no contradictorio y la
creencia racional. Por otro lado, que los preceptos morales resulten atendibles
no depende de un decreto arbitrario de la divinidad, sino del reconocimiento
de que se hacen merecedores por medio del escrutinio racional,

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reconocimiento expresado en el respeto incondicional y formulado en


imperativos categóricos. Dicha compatibilidad resulta coherente con la no
contradicción del cristianismo con el uso lógico de la razón, su indecidibilidad
desde el punto de vista del uso teórico de la razón y su convergencia con el
interés de la razón práctica en relación con el ser humano: es decir, con las
“reglas del método” en las que Rovira sistematiza la hermenéutica del
cristianismo llevada a cabo por Kant (2021, pp. 40-41).
Kant ha extraído consecuencias de esos planteamientos en el análisis
de la vivencia religiosa. Tal y como Rovira pone de relieve, el mandamiento
del amor a Dios y al prójimo encierra en sí el sentido de la actitud moral
fundamental y del ideal de santidad (2021, p. 77); esta afirmación, señala,
requiere matices encaminados a mostrar su compatibilidad con la teoría del
deber, articulados en la distinción entre amor práctico en sentido impropio y
en sentido propio tanto en relación con el prójimo como en relación con Dios
(2021, pp. 83-92). Kant expone (MS, AA 06, 487) que el deber de amor hacia
Dios incluye una dimensión formal, en cuanto legislador moral (Pflicht in
Ansehung Gottes, “amor en consideración a Dios”) y otra material, como
objeto de piedad (Pflicht gegen Gott, “deber para con Dios”):

Pero el deber de amor en consideración a Dios «expresa únicamente», al decir


también del filósofo, «la relación de la razón con la idea de Dios, que ella misma se
forja» (MS VI 487). El deber de amor para con Dios, en cambio, toma a Dios «como
un ser que existe fuera de nuestra idea» (MS VI 487), postulando su existencia, sin
embargo, solo «en tanto que pertenece necesariamente a la posibilidad del bien
supremo» (KpV V 124) (Rovira, 2021, p. 93).

La afirmación de la existencia extramental de Dios sirve a efectos


prácticos: no para ampliar —desde el sistema del idealismo trascendental—
un imposible conocimiento del ser divino en cuanto tal, sino para apuntar a la
condición requerida en orden a la consumación del bien supremo que la
moralidad persigue. Esa condición queda, pues, restringida en su acceso
teórico, pero no metafísicamente desactivada al modo de una ficción.
3.2. El auxilio de la gracia como corolario del tercer postulado
Un segundo aspecto que cabe tener en cuenta consiste en el suplemento para
la consecución del bien supremo, a saber, la doctrina de la gracia. Se trata de

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la ayuda que cabe esperar en la tarea moral en orden a alcanzar el bien


supremo. He aquí una pieza difícilmente imaginable en la forma mentis de un
autor como Kant y que depara tantas sorpresas al lector como interpretaciones
divergentes y prejuicios, de sesgos contrapuestos, ha suscitado (Rodríguez
Duplá, 2019, pp. 101-104, 140-142).
El punto de partida es la radical instalación del ser humano en el mal.
Su estructura básica es lo que Kant, en relación problemática con la tradición
teológica, considera propensión humana al mal radical.3 En el planteamiento
kantiano —que rechaza la fragmentación de la evaluación moral en aspectos
disociados— la posibilidad de ceder a las inclinaciones postergando el deber
denota una corrupción de la máxima subjetiva; sobre esta base, la distancia
entre la vida moral humana y el ideal de la virtud resulta insalvable. La
introducción del postulado de la pervivencia del alma no resuelve el
problema, dado que el progreso moral sería, a lo sumo, asintótico respecto de
la santidad; el postulado de la existencia de Dios no haría sino agudizarlo,
puesto que evidenciaría el abismo de esa distancia (RGV, AA 06, 72).
Es aquí donde se muestra, señala Kant, la necesidad de la gracia. En
ello, la opción por la máxima buena viene presupuesta: el sujeto moral ha de
hacerse digno de recibir ese suplemento que salve la distancia entre su
realidad empírica y la excelsitud del ideal, que le libre del justo castigo que
merecería su radical falta de adecuación moral. Ese indulto solo puede ser
obtenido por un acto gratuito de cooperación sobrenatural (RGV, AA 06, 44-
45, 47, 40, 51-52, 100, 139, 171, 191).
El planteamiento se aleja de la letra histórica de la doctrina cristiana.
Kant rechaza la arquitectura básica de la noción cristiana de gracia en lo que
se refiere a su fuente (la satisfacción vicaria llevada a cabo por Cristo), a sus
medios (las prácticas formales entendidas como efectivamente causales) y a
sus efectos (el sentimiento asociado a la actuación de la gracia, detectada en
cuanto tal).4 Ahora bien, ello no implica un vaciamiento de sentido o una

3
En otro lugar me he ocupado del grado básico de dicha propensión, la fragilitas, desde el punto de
vista de la aproximación neurofilosófica al problema de la voluntad acrática (Teruel, 2018).
4
Rodríguez Duplá lleva a cabo una eficaz síntesis de este triple rechazo (2019, pp. 117-124). A mi
modo de ver, esos tres aspectos se pueden remitir a una misma clave: la concepción soteriológica basada
en la transmisión del pecado original, que requeriría una satisfacción infinita. Se trata de la
argumentación teológica que discurre entre Agustín de Hipona, cuya influencia fue decisiva en la
doctrina cristiana a partir del concilio de Cartago (411-418), y el Cur Deus homo de Anselmo de Aosta
(1094-1098). La fundamentación de dicha línea argumental resulta extremadamente problemática. En
otro lugar he abordado esa problematicidad a la luz de su consecuencia ontológico-física, sus

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desactivación de la gracia: esta reaparece como corolario del postulado que


hace inteligible la posibilidad del bien consumado.5 Si la razón pura práctica
la exige, entonces hemos de poder alcanzarlo:

Y es que a pesar de esa caída [del ser humano en el mal radical], en nuestra alma
resuena sin mengua el mandamiento: Debemos convertirnos en seres humanos
mejores. En consecuencia, también hemos de poder hacerlo, incluso en el caso de
que lo que podamos hacer hubiese de ser, por sí mismo, insuficiente y de que nos
hagamos, por ello, acreedores de un auxilio superior, inescrutable para nosotros.
(RGV, AA 06, 45; véase también 47, 40, 51-52, 100, 139, 171).

Tal y como señala Leonardo Rodríguez Duplá (2019, pp. 125-127),


esta argumentación transcurre en paralelo a la relativa al faktum de la libertad,
en dos sentidos: por un lado, parte de algo dado (allí, la exigencia de mejora
moral; aquí, la existencia de la ley moral); por otro, remite a una realidad cuyo
fundamento se encuentra más allá de nuestro alcance cognoscitivo (allí, el
nexo entre providencia divina y agencia humana; aquí, la estructura interna
de la conexión entre libertad y causalidad natural). Leslie Stevenson
considera que el sentido de la teoría kantiana de la gracia reside justamente
en el reconocimiento de “un elemento de misterio último a la hora de explicar
el comportamiento y el carácter humanos y de habérnoslas con ellos” (2014,
p. 139).
El auxilio de la gracia, señala Kant, redunda en la justificación del ser
humano, en el refuerzo de su perseverancia en la vida virtuosa, en la
promoción de la comunidad humana guiada por la virtud y en la consecución
de la convergencia entre bien moral y felicidad.6 Todo ello da razones para la
esperanza: tal y como escribía a finales de abril de 1775 a Johann Caspar
Lavater,

lo esencial y más excelente de la doctrina de Cristo es precisamente esto: que puso


la suma de toda religión en ser honesto con todas las fuerzas en la fe, es decir, en la

implicaciones filogenéticas, su proyección pastoral-litúrgica y su alcance ontológico-ético (Teruel,


2014).
5
Allen W. Wood llega a caracterizar la afirmación kantiana de la gracia como auténtico postulado de
la razón práctica (Rodríguez Duplá, 2019, p. 127 nota).
6
Recogiendo afirmaciones kantianas más o menos dispersas, Rodríguez Duplá expone
sistemáticamente esas cuatro vertientes de la gracia (2019, pp. 130-132).

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confianza incondicional de que Dios añadirá el resto del bien que no está en nuestro
poder (Br, AA 10, 180).

He aquí el límite del idealismo trascendental. Como sendas vertientes


de una misma línea se muestran, por una parte, la incapacidad del ser humano
de alcanzar el destino asociado a la virtud plena; por otra, la necesidad de
postular las condiciones que harían posible dicha convergencia y, con ella, la
esperanza. En el sistema kantiano, la garantía última para la coherencia de la
razón consigo misma se halla en esa sutura trascendental.
Se trata del confín último en el trabajo de la reflexión, del límite más
alejado de la experiencia y de la más ambiciosa expresión de la exigencia de
la razón. Su estatuto es el de garantía de coherencia sistemática: no más, y
tampoco menos. El acercamiento kantiano a la religión reviste, pues, un
carácter soteriológico. Kant “está persuadido de que el bien supremo no puede
ser alcanzado sin la intervención de Dios, y está convencido además de que
esa intervención es un don gratuito” (Rodríguez Duplá, 2019, p. 108). Ese
excedente habría sido genialmente mostrado por el cristianismo, sin levantar
por ello el velo del misterio: through a glass darkly. También en este aspecto,
la lectura ficcionalista —que haría de la gracia un mero expediente literario—
non liquet.
3.3. La naturaleza de Cristo
Hay otro aspecto en el que la interpretación ficcionalista ha de ser rechazada.
Concierne a la divinidad de Jesucristo, que no viene interpretada como ficción
sino sencillamente puesta al margen. La identificación de Jesucristo con Dios
—expresada en la noción teológica de Trinidad— no forma parte del acervo
de la razón pura ni exige ser postulada. La naturaleza divina de Cristo resulta
del todo indecidible para el conocimiento teórico (RGV, AA 06, 64); para el
práctico, resulta prescindible: si fuera probada, su ejemplo no nos serviría,
pues rebasaría nuestras potencialidades (SF, AA 07, 39). Se posibilita así, a
ojos de Kant, la identificación del cristiano con el Maestro: carne de su carne,
sangre de su sangre.
Todo ello queda convincentemente expuesto por Rovira, quien llega a
establecer una analogía con el arrianismo:

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No es, ciertamente, el arrianismo del propio Arrio, quien, al poner a Cristo en el


mismo plano ontológico que el de las criaturas, le atribuyó la divinidad solo en
sentido figurado. Kant, más bien, al situar a Cristo en el terreno de la ejemplaridad
moral para las criaturas racionales, no le puede otorgar la verdadera divinidad (2021,
p. 53).

En este, como en tantos otros aspectos, se muestra la estructura


pendular, elíptica, del pensamiento kantiano. La idea de Dios como ser
extramentalmente existente ha de ser postulada como real; su encarnación en
este mundo, como teóricamente indecidible y prácticamente prescindible. Ni
Dios ni Cristo constituyen la fuente del deber de amar; ahora bien, la afección
amorosa dirigida a ellos permite cultivar una predisposición estética de la
receptividad del ánimo y un sentimiento eficaz vinculado al cumplimiento del
deber (MS, AA 06, 400, 457).
La existencia de Jesucristo es entendida, pues, como guía. La adhesión
amorosa a su figura en cuanto maestro del Evangelio entraña el
reconocimiento de la pureza moral de su ejemplo. Su naturaleza divina es,
desde la razón teórica, indecidible; desde la práctica, prescindible. Así pues,
la interpretación ficcional se halla fuera de lugar.
3.4. La adhesión a los preceptos morales
La teoría vaihingeriana de las ficciones no ofrece una clave hermenéutica
correcta para ninguno de los tres aspectos analizados. Lo hace, en cambio, en
un cuarto punto: los preceptos morales han de ser considerados como si
proviniesen del acto legislador del ser supremo que llamamos Dios (RGV, AA
06, 153). Con ello se pretende una afirmación metafórica sobre su
legitimidad: poseen fuerza incondicionada. No ha de entenderse, en cambio,
la indicación de su fuente: los preceptos morales no son vinculantes por el
mero hecho de emanar de la voluntad divina, sino por su inteligibilidad.
El ser humano ha de comportarse “como si todo cambio de tendencia
y todo mejoramiento dependiese solo de su propio esfuerzo” (RGV, AA 06,
52); “ha de proceder como si todo dependiese de él, y solo bajo esta condición
puede esperar que una sabiduría superior otorgue la consumación a su
bienintencionado esfuerzo” (RGV, AA 06, 100-101). No deja de llamar la
atención el paralelismo con el conocido principio, solo aparentemente
paradójico, de escuela ignaciana: se trata de confiar en Dios como si el
resultado del propio obrar dependiese solo de sí mismo y de actuar como si

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todo —en el planteamiento kantiano: la posibilidad de aspirar a la santidad en


el bien supremo— dependiese de Él.7
En la consideración kantiana de la religión, y del cristianismo en
particular, la relación de Dios con el mundo no se encuentra, digamos así, a
la espalda del agente moral —ofreciéndole motivos para actuar conforme al
deber— sino ante él, como horizonte trascendental sobre el que se recortan
las condiciones de concordancia de la razón pura práctica consigo misma. El
esfuerzo moral ha de ser intenso, comprometido, total, como si todo
dependiese de sí mismo; aunque —y aquí radica el excedente metafísico—
haya de ser postulado el auxilio de la gracia que supla la insuficiencia
humana.
Cabe notar que aquí se abre el espacio para otro posible rendimiento
de la teoría ficcional. La indecidibilidad teórica de la existencia de Dios, tal y
como queda planteada por el viraje crítico, deja abierto el camino a una fe que
desde el punto de vista lógico no sea contradictoria y que desde el práctico
concuerde con las condiciones de realización de la ley moral. La apuesta
práctica por la realidad extramental de Dios halla un correlato teórico en la
noción de creencia doctrinal. Pues bien, un posible correlato práctico
apuntaría a la aplicación de un aspecto de la teoría de las ficciones: la
consideración als ob de la oración. En efecto, la oración —parafraseando a
Teresa de Ávila, ese charlar amigablemente con quien sabemos nos ama— se
da como si se poseyese un conocimiento completo de las condiciones que la
posibilitan. Kant no mantiene la coherencia en este sentido: afirma que la
oración, dirigida a un ser personal extramentalmente existente, resulta
absurda, puesto que no se puede hablar con alguien a quien no se ve (V-
Mo/Collins, AA 27, 323-324). Con ello efectúa una desconexión entre el
tercer postulado y la doctrina de la gracia, por un lado, y el comportamiento
humano en la relación con Dios, por otro. La teoría de las ficciones mantiene
ese vínculo gracias a la perspectiva del como si.
***

7
El principio no se debe al propio Ignacio de Loyola sino a un jesuita húngaro, Gabriel Hevenesi. Años
después del fallecimiento del fundador, este redactó una antología de dichos en la estela de la
inspiración ignaciana: los “destellos” o Scintillae. He aquí su formulación: “Haec prima sit agendorum
regula: sic Deo fide, quasi rerum successus omnis a te, nihil a Deo, penderet; ita tamen iis operam
omnem admove, quasi tu nihil, Deus omnia solus sit facturus”] (1948, p. 480; véase también García,
2010).

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La perspectiva kantiana sobre el cristianismo no implica, pues, una genérica


consideración ficcional, sino una restricción conceptual. De acuerdo con el
viraje crítico, los presupuestos ontológicos de la vivencia cristiana son
situados más allá del conocimiento —como imposible objeto de constitución
óntica, por exceder infinitamente cualquier experiencia del sujeto
trascendental (A621/B649)— mientras se aprovecha sus elementos que
concuerdan, kat’ Ánjrwpon a priori, con las condiciones de la esfera práctica.
Queda así abierta la perspectiva de la fe (KrV, BXXX; véase 856-857).
Desde el punto epistemológico, la fe reviste, pues, insuficiente certeza
objetiva y, a la vez, profunda certeza subjetiva. He aquí una duplicidad
inherente al conocimiento que ella proporciona: es luz oscura, visión a través
de un cristal empañado. En época de Pablo de Tarso, los espejos solían ser de
bronce bruñido; proporcionaban, por ello, una imagen borrosa, no comparable
a la original. De ahí que el autor glose la metáfora aludiendo al carácter
enigmático, oscuro, que contrasta con la nitidez del conocimiento que vendrá
cuando pase lo transitorio: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces
veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces
conoceré como soy conocido” (1 Cor 13, 12 [1984, pp. 1647]).
La posición kantiana respecto de Jesucristo cae del lado del espejo:
dentro de los límites marcados por la experiencia. Tal y como se había
propuesto, no recoge en ella los contenidos estrictamente revelados del
cristianismo. La fe cristiana implica una apuesta personal por la revelación
histórica de Dios y por la divinidad de Cristo en cuanto palabra amorosa de
Dios para la Humanidad; en coherencia con el planteamiento de partida, Kant
no se pronuncia al respecto. Y, sin embargo, —de nuevo la elipse kantiana—
hay en la adhesión a la figura humana de Cristo elementos que remiten a Dios
en sentido propio: de ahí que el amor a uno y otro posea una peculiar
naturaleza transitiva, que se proyecta sobre la esfera práctica. Dicho a la
inversa: la noción cristiana de Dios, y la figura de Cristo, iluminan la esencia
prístina de lo moral y, de ese modo, promueven la realización de lo divino en
el mundo. En palabras de Kant, en el poema que dedicó a Theodor Christoph
Lilienthal tras el fallecimiento de este el 17 de marzo de 1782, se trata de
esperanza: la de quien “cree para obrar rectamente, obra rectamente para creer
con alegría” (AA 17, 397).
Algo de todo ello se halla expresado en unos conocidos versos que
desde el siglo XVII forman parte del acervo poético en lengua castellana. Se

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trata de un soneto de atribución incierta, publicado en una antología


compilada por Antonio de Rojas (1628; véase también Verd, 2017, p. 158).
Reza así:

No me mueve, mi Dios, para quererte


el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte


clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,


que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,


pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Se trata, mutatis mutandis, de una hermosa expresión de lo que Kant


llama amor activo en sentido propio. El terreno de la fe cristiana no es el del
premio y el castigo, sino el del amor: por eso, ni la promesa del cielo ni la
amenaza del infierno pueden ser la causa de ese movimiento del ánimo que
lleva a hacer el bien o dejar de hacerlo. Si ellas o cualquier recompensa terrena
lo fueran, se acabaría mercadeando con la fe. Pero, parafraseando al Cantar
de los Cantares (8, 7), dar por el amor todos los bienes sería despreciarlo.

A modo de conclusión
Tal y como señala Rogelio Rovira, “presentar y valorar la interpretación
kantiana del cristianismo equivale a exponer el «reflejo del cristianismo», si
cabe decirlo así, que devuelve el espejo de la religión moral propugnada por
Kant” (2021, pp. 12-13). La valencia de verdad del cristianismo constituye en
Kant el objeto de una deflación profunda. Y, sin embargo —como para el
joven del diálogo que reproducíamos al principio—, la fascinación que
suscita en el filósofo de Königsberg es también honda. Más aún: el
cristianismo contiene, a su juicio, un potente principio de verdad efectiva, de

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realización práctica. Las fuentes de dicha eficacia están comunicadas


subterráneamente con las de la moral misma: en ese subsuelo, ley moral y
libertad se entrelazan.
Varias convergencias semánticas y conceptuales nos han conducido a
analizar la teoría de las ficciones de Vaihinger como clave hermenéutica en
orden a entender la operación filosófica llevada a cabo por Kant respecto del
cristianismo. Sin embargo, seguir esta pista nos ha llevado a desecharla: ni el
contenido intencional del tercer postulado de la razón pura práctica ni la
doctrina kantiana de la gracia permiten esa lectura; tampoco lo hace la
aproximación a la figura de Jesucristo. No obstante, hemos apuntado cómo
una pieza del planteamiento kantiano encaja en el esquema ficcional: la
consideración de los deberes morales como si de preceptos divinos se tratase.
El horizonte trascendental viene resignificado por la exigencia de la
razón pura práctica. La herida abierta por el mal moral requiere una sutura
metafísica que sobrepasa los límites de la experiencia; a juicio del filósofo,
dicha sutura viene reclamada por la coherencia de la razón pura práctica
consigo misma. Que la razón, en esa irrestricta pretensión de coherencia,
pudiese fracasar —desfondarse en el desajuste soteriológico y la futilidad
metafísica— es algo a lo que Kant, convencido de la inteligibilidad del
cosmos, no podía dar cabida. Esa fractura es el abismo al que la razón se
asoma. Quien ha vivido algo de lo que en el Evangelio se anuncia puede
reconocer en el planteamiento kantiano un reflejo parcial, un escorzo: como
en un espejo.
Estos y otros temas constituyen el objeto de una obra sólida, trasunto
de una dedicación larga y minuciosa. En sus páginas se reflejan, con destellos
que fascinan e interrogan, las dos almas de Kant. Con ella, Rogelio Rovira
completa, en cierto sentido, la elipse que empezó a trazar hace treintaicinco
años.

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Pedro Jesús Teruel Como en un espejo. Kant, Vaihinger y la teoría de las ficciones

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Una vez más sobre Kant y el cristianismo. Respuestas y
comentarios a las observaciones de mis amigos críticos

ROGELIO ROVIRA1

Resumen
La Revista de Estudios Kantianos publica en este mismo número cinco
contribuciones debidas a otros tantos estudiosos del pensamiento de Kant que
contienen observaciones críticas y diversos comentarios sobre mi reciente libro Kant
y el cristianismo. En el presente artículo respondo a las objeciones planteadas y a
las observaciones propuestas por Leonardo Rodríguez Duplá, Juan José García
Norro, Ana Marta González, Pedro Jesús Teruel y Rafael Reyna.
Palabras clave: Kant, cristianismo, idealismo trascendental, formalismo ético

Once again on Kant and Christianity. Responses and Comments to the


Observations of my Critical Friends

Abstract
The Revista de Estudios Kantianos publishes in this issue five contributions by
scholars of Kant’s thought containing critical observations and various comments
on my recent book Kant y el cristianismo. In the present article I respond to the
objections raised and remarks proposed by Leonardo Rodríguez Duplá, Juan José
García Norro, Ana Marta González, Pedro Jesús Teruel and Rafael Reyna.
Keywords: Kant, Christianity, transcendental idealism, ethical formalism

La Revista de Estudios Kantianos me envía cinco contribuciones debidas a


otros tantos estudiosos del pensamiento de Kant que contienen observaciones
críticas y diversos comentarios sobre mi reciente libro Kant y el cristianismo
(Rovira, 2021). Me pide que responda a las objeciones planteadas y que
comente las observaciones propuestas. Ante todo, quiero agradecer a la REK,

1
Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filosofía. Contacto: [email protected].

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Rogelio Rovira Una vez más sobre Kant y el cristianismo

en las personas de sus directores, Óscar Cubo y Julia Muñoz, y de su


secretaria de edición, Paula Órdenes, esta iniciativa, en verdad, rara entre
nosotros. A quienes han escrito estas contribuciones les agradezco asimismo
desde el comienzo el tiempo, el esfuerzo y la inteligencia que han invertido
en la tarea.
No cabe hacer mejor regalo al autor de un libro que el que me han
hecho estos amigos críticos: poder comprobar cómo lectores doctos y
perspicaces han recibido mi obra, qué les ha parecido bien de ella y qué no
les ha parecido tan bien y aun qué vías les ha podido abrir a sus personales
reflexiones y cómo podría yo continuar las mías propias. Su quehacer crítico
lo han llevado a cabo como amigos verdaderos. La finalidad de su tarea de
discernir lo que les parece acertado de lo que les parece desacertado de Kant
y el cristianismo ha sido darme la oportunidad de aclarar lo oscuro, precisar
lo confuso, completar lo que falta, enderezar, en fin, lo que en el libro haya
de torcido y componer con mejor figura la doctrina que en él expongo y aun
proseguir la investigación realizada por nuevos derroteros. ¿No es este un
propósito propio de la amistad? Por eso los he llamado ‘amigos críticos’
—que no ‘hipercríticos’, como Kant llamó a ciertos amigos suyos—.
Agradezco, pues, también de todo corazón a Leonardo Rodríguez Duplá, a
Juan José García Norro, a Ana Marta González, a Pedro Jesús Teruel y a
Rafael Reyna, no solo el trabajo que se han tomado con el estudio de mi libro,
sino la actitud con la que han redactado sus observaciones críticas.
Leonardo Rodríguez Duplá y Juan José García Norro proponen varias
objeciones a tesis defendidas en el libro. Además de tratar de justificar mi
parecer sobre ciertas cuestiones que plantean, he respondido por separado,
con cierta amplitud, pero tratando de no repetirme, a una objeción en la que
ambos coinciden: la que se refiere a la distinción entre religión moral ‘pura’
y religión moral ‘aplicada’. Ana Marta González no solo completa con ciertas
indicaciones históricas lo que he tratado en el libro, sino que me invita
elegantemente, tomando pie en cierta concepción de Habermas, a considerar
una cuestión ausente en Kant y el cristianismo. Por ello, la aceptación de su
invitación ha revestido la forma de una exposición, de unas pocas páginas, de
las líneas maestras de lo que llamo ‘la escatología dentro de los límites de la
mera razón’. Pedro Jesús Teruel, al añadir lo que llama una “nota al pie” al
libro, parece proponerme considerar la interpretación kantiana de los dogmas
cristianos a la luz del llamado ficcionalismo de Vaihinger. Guiado por él, no

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Rogelio Rovira Una vez más sobre Kant y el cristianismo

he podido oponerme a hacer una breve excursión al paisaje de las ficciones,


que en verdad pone bajo un nuevo aspecto tanto al cristianismo como a ciertas
cuestiones tratadas en el libro. Rafael Reyna, en fin, parece sugerirme
completar mi trabajo con la consideración de un nuevo e importante tema,
esencial para el cristianismo y para la ética de Kant: los autoengaños con que
tropezamos en el conocimiento moral de nosotros mismos. Ante tan cabal
sugerencia, tampoco he podido resistir la tentación de dedicarle unas pocas
páginas al asunto, para proseguir así, de cierta manera, la enseñanza que él
mismo brinda en su ensayo.
La sutileza de los reproches, la riqueza de los comentarios, la amplitud
de las perspectivas que abren estos estudios críticos sobre Kant y el
cristianismo explican la longitud, acaso excesiva, de mis respuestas y, por
tanto, del ensayo que las contiene. No he querido, sin embargo, acortar unas
o prescindir de algunas ni reducir, por tanto, el escrito. La extensión de mi
propio ensayo es signo del interés que todas las críticas y observaciones han
suscitado en mí y, a la vez, expresión de mi profundo agradecimiento a sus
autores por proponérmelas con toda libertad filosófica.

1. ¿Un cristianismo sin Dios? Respuesta a las objeciones de Leonardo


Rodríguez Duplá
El artículo que Leonardo Rodríguez Duplá dedica a exponer, comentar y
criticar Kant y el cristianismo es un auténtico modelo de diálogo filosófico,
atento a no tergiversar el parecer del otro, pero atenido a la vez a las
exigencias de la verdad y el rigor. Sus aciertos comienzan ya con el título: “El
cristianismo en el espejo de la religión moral de Kant”, que recoge en breve
fórmula el modo en que presento la concepción que del cristianismo se hizo
el filósofo prusiano. La primera parte de su trabajo lo constituye un también
logradísimo compendio del contenido del libro, que subraya lo que de
destacable ha encontrado en él. Y su segunda parte contiene unas muy
perspicaces observaciones críticas sobre algunas cuestiones sustanciales.
Cinco son las críticas que propone Rodríguez Duplá. Las expone en el
orden en que en el libro se tratan sus diversos temas. Pero yo voy a tratar de
responder a ellas distribuyéndolas en tres apartados. En el primero me
ocuparé de las objeciones sobre cuestiones que tienen que ver con el plan del
libro y los temas que no considero en él. En el segundo me referiré a las

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objeciones sobre las cuestiones realmente tratadas en el libro. Una cosa es, en
efecto, el ‘libro posible’, el Kant y el cristianismo que se podría escribir, y
otra el ‘libro real’, el Kant y el cristianismo que efectivamente yo he escrito.
Dejaré para un tercer epígrafe la discusión de una cuestión, también planteada
por Rodríguez Duplá, que tengo por decisiva y que da título a mi comentario.
1.1. El libro posible
Las objeciones que plantea Rodríguez Duplá sobre la delimitación del objeto
de estudio, así como sobre la ausencia del tratamiento de cuestiones
fundamentales en el particular asunto de la justificación por la gracia, me
permiten referirme a las decisiones que hube de tomar al proponerme escribir
el libro que se comenta.
1.1.1. Sobre la delimitación del objeto de estudio. El título del libro, Kant y
el cristianismo, pretende responder a su contenido. En él trato, en efecto, de
exponer y valorar la idea que se formó Kant del cristianismo. No lo he titulado
Kant como cristiano, o le he dado un título parecido, precisamente porque no
he querido hacer un libro sobre las personales creencias religiosas del
filósofo, ni he querido pronunciarme sobre si efectivamente Kant era cristiano
y, en el caso de serlo, a qué confesión cabría adscribirlo. Rodríguez Duplá
reconoce que la delimitación de mi objeto de estudio es legítima y presenta
ciertas ventajas. Pero duda de que haber desatendido la posición personal de
Kant ante el cristianismo como religión revelada haya sido la mejor opción.
Justifica su duda proponiendo dos objeciones a mi proceder. Ambas
tienen como fundamento la separación excesivamente tajante que yo habría
hecho entre dos planos interrelacionados, el de la doctrina filosófica de la
religión y el de las creencias personales, y ello en el caso de un filósofo como
Kant, que Rodríguez Duplá caracteriza como “adalid de la coherencia” entre
pensamiento y vida. De esta forma, según la primera objeción, mi
investigación no se habría beneficiado de la confirmación que de la
interpretación del cristianismo propuesta por Kant ofrece la personal posición
del filósofo ante la revelación de Cristo. Y, a la inversa, según la segunda
objeción, habría dejado de ilustrar ciertas doctrinas religiosas de Kant con el
ejemplo de sus propias creencias. Esta ilustración se echaría especialmente en
falta en el caso de la delimitación de lo que le es legítimo creer a todo hombre
que admita la autoridad de la razón, pues las personales creencias de Kant
serían el paradigma más conspicuo de los límites en que, según su filosofía,
resulta aceptable la revelación.

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Ad primum et secundum respondeo en general aclarando que mi


tajante separación entre el pensamiento y la vida de Kant es una separación
metódica, que en modo alguno se pronuncia sobre la efectiva coherencia de
lo que Kant profesaba y lo que Kant vivía. Ni niego ni afirmo semejante
coherencia. Por cierto, cuando Kant señala, como nos recuerda Rodríguez
Duplá, que “ser coherente es el mayor deber de un filósofo” (KpV, AA 05,
24) no se refiere tanto a la coherencia entre los pensamientos y la vida, sino a
la coherencia de los pensamientos entre sí. Por eso es un deber del filósofo.
La legitimidad que atribuyo a esta separación metódica, y que
reconoce Rodríguez Duplá, me ha evitado entrar en discusiones sobre la
significación de ciertos episodios de la vida de Kant. No creo que de
semejantes debates pueda obtenerse, en verdad, demasiado fruto. Rodríguez
Duplá menciona el hecho atestiguado de que, en los actos de la inauguración
solemne de los cursos universitarios, Kant abandonaba la comitiva académica
cuando esta se disponía a entrar en el templo, y este hecho, nos dice, “arroja
luz sobre su interpretación del sentido y valor de los actos de culto”. Puede
ser. Pero también cabría encontrar otras razones que explicaran esta ausencia.
En cualquier caso, si Kant hubiera asistido de hecho a las celebraciones
religiosas en tales ocasiones, ¿quedaría por ello desmentido el sentido y el
valor que en sus obras reconoce a los actos de culto? Creo que, evidentemente,
no. Por ello en Kant y el cristianismo no me he apoyado en la biografía de
Kant, aunque sí he recurrido, como recuerda Rodríguez Duplá, a su
correspondencia privada. Las declaraciones sobre las concepciones
filosóficas confiadas a un corresponsal no entrañan la inseguridad inevitable
que supone la valoración de los motivos íntimos de las decisiones personales.
Del mismo modo, la legitimidad de la separación metódica entre el
pensamiento y la vida me ha autorizado a no proponer en mi libro el
razonamiento, perfectamente correcto, por lo demás, que consigna Rodríguez
Duplá. Semejante razonamiento se funda en la evidente verdad de que “lo que
vale para todos los hombres en general, vale también para Kant en particular”.
Por tanto, si para todos los hombres que admiten la autoridad de la razón no
es legítimo creer en la revelación, tampoco lo es para Kant. Kant, pues,
sostiene Rodríguez Duplá, “prescindía por entero de la revelación, y ello por
razones filosóficas”. Pero ¿por qué no dejar que sea el propio lector de Kant
y el cristianismo el que, a partir de lo que en el libro se expone, saque sus
propias conclusiones respecto de la religiosidad de Kant? ¿Por qué impedir

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que sea el lector del libro el que juzgue el acierto del parecer del propio
Rodríguez Duplá, que escribe que Kant “estaba persuadido de que la religión
moral por él profesada era el verdadero cristianismo, el único que se puede y
debe suscribir sinceramente”? Semejante afirmación podría formar muy bien
parte de otro libro posible sobre la relación de Kant con el cristianismo, pero
de ella no se ocupa el libro que comentamos.
1.1.2. Sobre la ausencia del tratamiento de asuntos fundamentales en la
cuestión de la justificación por la gracia. Dedico el Capítulo IX del libro a
exponer el modo en que Kant entiende la doctrina, central en el cristianismo,
de la justificación del pecador por la gracia, tal como se condensa en un
versículo de la Carta a los romanos (8, 33): “Dios es el que justifica”.
Rodríguez Duplá no encuentra defecto en ese capítulo so far as it goes, dice
recurriendo a la expresión inglesa, pero echa en falta una discusión justamente
de aquello a lo que no llega. Reprocha así que no se hayan tratado en él con
más detenimiento elementos esenciales de la doctrina kantiana de la
justificación del pecador. Cita, en particular, la cuestión de la posibilidad del
perdón de la culpa contraída por el hombre, el asunto de la conexión de ese
perdón con el acto mismo de la restauración moral del hombre justificado y,
en fin, el problema de lo que Kant llama la “notable antinomia de la razón
humana”, es decir, la cuestión de saber si la buena conducta de la vida es
consecuencia de la fe en la absolución de la culpa en que hemos incurrido, o
si ocurre, más bien, a la inversa.
El reproche por la ausencia del tratamiento de estos temas, y de
muchos otros que también cabría señalar, me obliga a volver a referirme a las
decisiones que tomé en su momento respecto de la delimitación del objeto de
estudio del libro. Una vez decidido, como he señalado en el punto anterior,
que el libro no se pronunciaría sobre las creencias personales de Kant respecto
de la revelación de Cristo, sino que versaría sobre su interpretación filosófica
del cristianismo, tuve que tomar otra decisión, en verdad difícil de llevar a
buen término. El libro trataría de la imagen que del cristianismo se refleja en
“el espejo de la religión moral de Kant”, por servirme del título que ha dado
Rodríguez Duplá a su comentario crítico. Examinaría, más en concreto, el
modo en que entiende Kant esas verdades morales, antropológicas y
soteriológicas que forman lo que llama “lo esencial y más excelente de la
doctrina de Cristo”. El libro no estudiaría, por tanto, in recto y en su conjunto,
la religión moral de Kant. De ella se ocuparía in obliquo, por así decir, esto

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Rogelio Rovira Una vez más sobre Kant y el cristianismo

es, respecto de aquellos asuntos que resultaran imprescindibles para el


desarrollo del tema elegido y en la medida en que lo fueran.
Por ello, al analizar el tema de la justificación del pecador, no he
querido entrar en todos los aspectos de la doctrina de la gracia que Kant
expone como parte esencial de su religión moral. La doctrina de Kant se
inspira, y fuertemente, por cierto, en las enseñanzas cristianas, pero de esa
teoría suya forman igualmente parte la solución a cuestiones que vienen
planteadas no solo por las dificultades intrínsecas del asunto, sino también
por los obstáculos que a la admisión de la gracia parece oponer en principio
el peculiar sistema filosófico kantiano. Por ello me he limitado a exponer lo
esencial de la doctrina cristiana de la justificación, tal como la concibe Kant,
como si fuera, por así decir, la exégesis que el filósofo propondría de la
afirmación paulina según la cual Dios es el que justifica. Que Rodríguez
Duplá no encuentre defecto en esa explicación so far as it goes, hasta donde
me he limitado a exponer, me confirma que acaso mi decisión sobre el libro
que quería escribir no fue del todo desacertada.
Por lo demás, he de dejar en este punto nuevamente constancia, como
lo hice en el libro mismo, de un hecho que Rodríguez Duplá no menciona,
movido, sin duda, por la modestia propia del verdadero filósofo. No he
sentido la necesidad de exponer la cuestión de la iustificatio impii más allá de
los límites que me ha impuesto el tema de mi libro, porque el libro sobre la
doctrina kantiana de la gracia no es un libro solo posible. Es un libro real, que
ha escrito precisamente Leonardo Rodríguez Duplá y que ha aparecido dos
años antes que el mío (2019). En El mal y la gracia se encuentran, en efecto,
casi cincuenta páginas sobre “la doctrina filosófica de la gracia” defendida
por Kant, que tengo por lo mejor que se ha escrito sobre el asunto.
1.2. El libro real
Bajo este epígrafe me ocuparé de las objeciones que eleva Rodríguez Duplá
contra algunas tesis que defiendo en el libro. Trataré, pues, de justificar el uso
que hago de la expresión ‘religión moral aplicada’ y la necesidad de
completar la justificación lógica de la universalidad del mal radical con una
justificación moral.
1.2.1. Sobre la expresión ‘religión moral aplicada’. Según sostengo en el
Capítulo I de Kant y el cristianismo, la distinción entre lo que llamo religión
moral ‘pura’ y religión moral ‘aplicada’ responde a la necesidad de distinguir

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dos saberes de distinta índole que conforman lo que Kant llama sin más
‘religión’ en sus diversas obras.
La religión moral ‘pura’ es la doctrina religiosa que nace del examen
del uso puro de la razón práctica. Se condensa en la admisión de los artículos
de la fe moral en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma. Es
doctrina que vale para todo ser racional finito. Kant se refiere a ella
principalmente en la Crítica de la razón práctica y en el prólogo a la primera
edición de La religión dentro de los límites de la mera razón. Lo que he dado
en denominar religión moral ‘aplicada’ consiste precisamente en la remisión
de las enseñanzas de la religión ‘pura’ al caso particular de ese peculiar ser
racional finito que es el hombre. Consiste fundamentalmente en la doctrina
de la constitutiva e intrínseca indigencia y debilidad moral del ser humano en
el cumplimiento de sus deberes morales considerados como mandatos
divinos. Es la doctrina que conforma el contenido del libro de Kant sobre la
religión.
Ciertamente, elegí los términos de ‘pura’ y ‘aplicada’ basándome en
la analogía con las distinciones que hace el propio Kant en el seno de otras
disciplinas filosóficas. Así, Kant divide la lógica en ‘lógica pura’ y ‘lógica
aplicada’, y en la filosofía moral distingue asimismo una parte pura, que llama
‘metafísica de las costumbres’, y una parte aplicada, que denomina
‘antropología moral’ o ‘antropología práctica’.
Rodríguez Duplá considera que, mientras que el uso de la expresión
religión moral ‘pura’ es acertado, no lo es el uso de la denominación religión
moral ‘aplicada’. La razón que aduce es que la analogía con la lógica aplicada
y la antropología moral se quiebra en el caso de la religión moral ‘aplicada’.
Así, según afirma, mientras que el lógico y el filósofo moral, al elaborar sus
respectivas disciplinas ‘aplicadas’, “aceptan pasivamente los resultados
alcanzados por los saberes en que ellas se fundan” (a saber, la psicología y la
antropología, respectivamente), el filósofo de la religión, al elaborar la
segunda parte de la religión moral, “se erige en todo momento en juez de la
presunta verdad de las doctrinas cristianas que le sirven de inspiración”. ¿No
será por ello, se pregunta Rodríguez Duplá, por lo que Kant “renunció, con
toda razón, a llamar ‘aplicada’ a esa segunda parte de la religión moral”?
Al tratar de responder a este reparo, no me centraré en la discusión de
la aseveración de Rodríguez Duplá de que tanto el lógico como el filósofo
moral “aceptan pasivamente” los resultados de la psicología y la antropología,

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respectivamente. Solo señalaré que no me parece que el lógico y el filósofo


moral admitan sin más cualquier teoría psicológica o antropológica, sino
justamente aquellas que tienen por verdaderas. Y aun dentro de las que juzgan
correctas, escogen las que más les convienen para sus respectivos propósitos
y dejan de lado aquellas en las que no reconocen ninguna utilidad para el fin
que pretenden. ¿No se erigen también ellos en jueces de la presunta verdad
de las doctrinas de las que se sirven?
Pero, sea de ello lo que fuere, al reproche de Rodríguez Duplá cabe
responder que la religión moral ‘aplicada’ se funda en aquellas verdades sobre
la naturaleza humana que, según Kant, ha descubierto el cristianismo acaso
por primera vez, pero que, una vez puestas a la luz, la razón humana puede
reconocer y fundamentar sin necesidad de recurrir a la revelación. Esas
verdades son parte de aquellas con las que el cristianismo “ha enriquecido a
la filosofía”, según escribe el filósofo, pero que luego la razón ha podido
“libremente aprobar y recibir” como propiamente filosóficas (KU, AA 05,
472 nota; véase también Br, AA 11, 76). En este caso, estas verdades
conforman lo que Kant llama la ‘antropología moral’, que es precisamente la
base sobre la que se construye la religión moral ‘aplicada’. Es, en efecto, el
modo en que el hombre vive las exigencias morales, asunto del que nos
informa la antropología práctica al reconocer las verdades enseñadas por el
cristianismo, lo que el filósofo de la religión tiene en cuenta al considerar los
mandatos morales como mandamientos divinos.
Es en este preciso sentido en el que afirmo que Kant no hace del
cristianismo un objeto particular de estudio: no lo juzga como religión
revelada, sino que acepta de él las verdades que también podría haber
obtenido con la sola razón. Esto es justamente lo que me interesaba destacar
en un libro que tiene por objeto el estudio de la interpretación kantiana del
cristianismo. Por ello, si la afirmación de Rodríguez Duplá sobre el lógico y
el filósofo moral es correcta, también cabría decir que el filósofo de la religión
“acepta pasivamente” el cristianismo, es decir, admite aquellas verdades
reveladas por el cristianismo que, sin embargo, reconoce como propias la
filosofía, para construir así lo que he dado en llamar ‘religión moral aplicada’.
No estará de más advertir en este punto que la división ‘ideal’ de las
disciplinas filosóficas no se corresponde exactamente con los títulos de las
obras efectivamente escritas por Kant. De esta manera, La metafísica de las
costumbres contiene enseñanzas que, en rigor, forman parte de la

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antropología moral, como, por ejemplo, el estudio con el que comienza,


titulado precisamente “Relación de las facultades del espíritu humano con las
leyes morales”. El conocimiento de esta relación es, sin embargo,
imprescindible para reconocer la pureza de las leyes morales, válidas no solo
para todo ser humano, sino para todo ser racional. Análogamente, La religión
dentro de los límites de la mera razón comienza con la presentación de una
doctrina que, estrictamente hablando, también forma parte de la antropología
moral: “De la inhabitación del principio malo al lado del bueno o sobre el mal
radical en la naturaleza humana”. Nadie negará, sin embargo, que el
conocimiento de esta verdad, puesta de relieve por el cristianismo, pero
justificable también por la sola razón, es esencial para la religión tal como la
entiende Kant, es decir, para la observancia de los deberes morales
concebidos como mandatos divinos.
¿Por qué Kant no llamó ‘aplicada’ a la segunda parte de la religión
moral “pese a que esa denominación”, según escribe Rodríguez Duplá, “le
venía sugerida por su propio uso de la expresión ‘lógica aplicada’”? No lo sé
con certeza. Supongo sencillamente que, así como Kant prefirió como más
significativos los nombres de ‘antropología moral’ o ‘antropología práctica’
al de ‘filosofía moral aplicada’ (menos frecuente, por lo demás, que la
denominación de ‘lógica aplicada’, de uso común), así también se inclinó por
el más expresivo y largo título de ‘religión dentro de los límites de la mera
razón’ frente al menos llamativo de ‘religión moral aplicada’. Pero que esta
denominación no es del todo desacertada parece confirmarlo el propio Kant.
Según refiero en Kant y el cristianismo, el filósofo, en el prólogo a la primera
edición de su libro sobre la religión, presenta los cuatro tratados que lo
componen diciendo que en ellos busca “hacer manifiesta la relación de la
religión con la naturaleza humana [die Beziehung der Religion auf die
menschliche […] Natur], afectada en parte por disposiciones buenas y en
parte por disposiciones malas” (RGV, AA 06, 11).
1.2.2. Sobre la justificación moral de la universalidad del mal radical. Con
toda razón señala Rodríguez Duplá que la prueba de la universalidad del mal
radical que Kant propone en el primer tratado de su libro sobre la religión es
notablemente enrevesada. Por ello —afirma— “ha provocado numerosas
discrepancias entre los intérpretes a la hora de determinar su sentido y valor”.
Se trata, en efecto, de una vexata quaestio de la filosofía de la religión de
Kant. En Kant y el cristianismo he tratado de ordenar la argumentación

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kantiana distinguiendo en ella dos partes: su justificación lógica y su


justificación moral, procurando mostrar así el peculiar sentido y valor de esta
prueba.
La justificación lógica no puede consistir en una demostración a priori
de la universalidad del peccatum originarium, como ha propuesto algún
intérprete, pues semejante argumento convertiría en necesario lo que es fruto
de la libertad. Por ello, en la justificación teórica de la tesis paulina: “Todos
han pecado” (Rom 5, 12), me he servido, según reconozco expresamente, de
la reconstrucción que de la investigación kantiana de antropología moral hace
el propio Rodríguez Duplá en su ya mentada obra El mal y la gracia. Según
esta reconstrucción, Kant justifica la universalidad del mal radical sumando
a la disyuntiva de que todo hombre es o bueno o malo, la observación de la
abrumadora cantidad de acciones moralmente reprobables que con toda
certeza han cometido y cometen los hombres y el hecho de que no cabe
señalar ninguna acción, nuestra o ajena, de la que podamos decir con toda
seguridad que es moralmente buena.
Considero que esta justificación teórica del paso de lo particular a lo
universal solo alcanza a probar la universalidad comparativa del mal radical,
pero no su universalidad estricta. Ni de los muchísimos ejemplos de acciones
malas cabe inferir que todas sin excepción lo son, ni de que no podamos
señalar ninguna acción como moralmente buena cabe deducir que no hay
ninguna que lo sea. ¿Cómo fundamenta racionalmente entonces la
antropología moral, de la que se sirve la religión moral aplicada, la afirmación
del ‘Maestro del evangelio’: “No hay nadie bueno más que Dios” (Mc 10,
18)? En Kant y el cristianismo he considerado necesario señalar que Kant
completa su argumentación teórica con lo que he llamado una justificación
moral. Este añadido resulta, por lo demás, esencial y señala inequívocamente
el sentido y el valor de la prueba de la universalidad del mal radical. No se
trata, en efecto, de una prueba κατ᾿ ἀλήθειαν, sino de una prueba κατ᾿
ἄνθρωπον, válida, además, solo con propósito práctico.
Rodríguez Duplá resume esta justificación moral y propone dos
objeciones contra ella. La sintetiza así:

Esta justificación se apoyaría en el reconocimiento del deber, universalmente válido,


de apartarnos de la senda del mal y emprender el camino del bien. Pues si todos,

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todos sin excepción, tenemos el deber de abandonar la senda del mal, ello implica
que todos transitamos por ella.

A este razonamiento habría que añadir la frecuente apelación de Kant al


testimonio de la conciencia moral de cada hombre, que confirmaría que nadie
se encuentra a sí mismo libre de toda culpa.
La primera objeción de Rodríguez Duplá contra esta justificación dice
que el razonamiento se apoya en el falso supuesto de que “la validez universal
de cualquier norma que exprese un deber implica que todos los seres humanos
se encuentran en la situación fáctica que hace que esa norma sea relevante”.
Para probar la falsedad de este supuesto aduce un ejemplo. “Hay que devolver
los préstamos” es una norma de validez universal y obliga a todos los que son
deudores de un crédito, pero la norma no implica, ni mucho menos, que todos
los hombres han recibido un préstamo.

Del mismo modo [escribe Rodríguez Duplá], el deber de abandonar la senda del mal
es estrictamente universal, lo cual significa que todo el que la haya elegido tiene la
obligación de convertirse al bien; pero de aquí no se sigue que todos la hayan
elegido.

La segunda objeción reza así:

Para que la prueba moral fuera concluyente, tendríamos que suponer que todos los
hombres han adoptado la máxima suprema mala; pero si lo suponemos estamos
incurriendo en una petición de principio, ya que eso es precisamente lo que se trataba
de demostrar.

Y lo mismo habría que aplicar al testimonio de la conciencia moral:

Si damos por supuesto que, al examinar su conciencia, todos los hombres se hallarán
en falta, entonces podremos concluir, fundándonos en la doctrina rigorista, que todos
ellos son malos. Pero salta a la vista que lo que aquí se presenta como resultado de
un argumento no es más que una de sus premisas, la cual no ha sido demostrada de
manera independiente.

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Las objeciones parecen, en verdad, insuperables. Y lo son de hecho si


nos atenemos a la doctrina de la ética pura, o metafísica de las costumbres, y
a las exigencias de una prueba κατ᾿ ἀλήθειαν. Pero la enseñanza de la ética
aplicada, o antropología moral, y los requisitos de una prueba moral κατ᾿
ἄνθρωπον son inmunes a estos reproches.
La metafísica de las costumbres presenta, en efecto, las normas
morales en toda su pureza, como válidas para todo ser racional con
independencia de la situación fáctica en la que semejante ser se encuentre. La
antropología moral, en cambio, presenta esas mismas normas morales
universalmente válidas, pero teniendo en cuenta justamente la situación
fáctica moral en la que se encuentra el peculiar ser racional que es el hombre.
El fundamental precepto moral universal: ‘Hay que hacer el bien y evitar el
mal’, lo vive el hombre, vendría a decir Kant, bajo la forma del imperativo de
validez universal: ‘Deja de hacer el mal y empieza a hacer el bien’,
‘Conviértete, cambia tu actitud moral fundamental’. Según enseña Kant, en
efecto, los seres humanos

no podemos partir de una inocencia que nos sería natural, sino que tenemos que
empezar por el supuesto de una malignidad del albedrío en la adopción de sus
máximas en contra de la disposición moral original y, puesto que la propensión a
ello es inextirpable, empezar por actuar incesantemente contra ella (RGV, AA 06,
51).

En este sentido, la verdad de la malignidad radical del corazón humano solo


podría desmentirla la conciencia moral de quien desde siempre se haya sabido
absoluta y completamente inocente y no concernido, por ello, por el
imperativo del cambio del corazón. Esto es “cosa [comenta Kant] que cada
cual puede decidir por su cuenta” (RGV, AA 06, 39).
Pero es menester advertir que sobre la base de esta enseñanza de la
antropología práctica no cabe construir una prueba ‘según la verdad’. La
prueba de que nuestro primer acto de elección moral —llevado a cabo ‘fuera
del tiempo’, en el mundo inteligible— nos ha puesto a todos en la senda del
mal es inaccesible a la razón en su uso teórico, sujeta a estrechos límites
cognoscitivos. Intentar traspasarlos nos haría incurrir, como bien señala
Rodríguez Duplá, en una petitio principii. Pero no es una prueba de esta
índole la que propone Kant. El filósofo ofrece una prueba moral válida ‘según

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el hombre’, es decir, una prueba suficiente para llevarnos a la convicción de


que todos hemos pecado, y ello con el exclusivo propósito de poder cumplir
verdaderamente nuestros deberes morales concebidos como mandamientos
divinos.
Para obtener el convencimiento de que todos hemos pecado basta el
solo testimonio de nuestra conciencia moral, que nos presenta el imperativo
moral bajo la forma del deber de convertirnos a lo bueno moral. Este
testimonio irrefutable confirma, en efecto, lo que la experiencia de los
innumerables males morales cometidos por los hombres solo puede mostrar
como plausible o probable. De esta forma, solo una conciencia moral que no
nos exigiera de continuo la conversión moral, el abandono del mal que se
halla en nuestro corazón, podría hacer tambalear la convicción a la que nos
conduce la prueba moral de la universalidad del pecado original.
Pero la urgencia de llegar al convencimiento de nuestra maldad radical
no tiene como fin contemplar una verdad que nos es imposible establecer
teóricamente con todo el rigor lógico exigible. El único propósito para admitir
que todos hemos pecado porque se nos urge a un ‘cambio del corazón’, no es
otro que reconocer la necesidad de vivir nuestra aventura moral como una
“lucha permanente entre el bien y el mal”, de contemplar la ‘idea
personificada del principio bueno’, de construir una ‘comunidad ética’, de
esperar la ‘gracia’, que solo puede otorgarnos Dios, para cumplir las
exigencias morales que están más allá de nuestras fuerzas.
Por eso estoy de acuerdo con Rodríguez Duplá en que Kant presenta
razones teóricas de peso en favor de su tesis de que todos los hombres son
malos. Pero discrepo de él en que Kant considere que la justificación lógica
de la universalidad del mal tiene peso suficiente para engendrar en nosotros
la convicción que necesitamos para vivir nuestra vida moral entendida como
la persecución del fin final de nuestra existencia querido por Dios. Una
hipótesis teórica, por avalada que esté por la experiencia, no puede engendrar
este convencimiento y movernos al mejoramiento moral. Ello solo puede
lograrlo la exigencia de un cambio radical de actitud imperada por nuestra
conciencia moral, que nos presenta el deber universalmente válido de
abandonar la ruta del mal que hemos tomado y emprender de nuevas el
camino del bien. No para ampliar el saber, sino para obrar moralmente bien
basados en una creencia moral, acepta la religión moral aplicada la verdad del
mal radical en la naturaleza humana.

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1.3. ¿Un cristianismo sin Dios?


Concluyo mi respuesta a Rodríguez Duplá con algunas observaciones sobre
la concepción de Dios que está en la base de la religión moral de Kant y, por
tanto, de su interpretación del cristianismo.
En el epílogo de Kant y el cristianismo compendio la interpretación
que propone Kant del cristianismo en esta fórmula: “Un cristianismo sin
Cristo”. Kant, en efecto, defiende una visión del cristianismo que se
reivindica sin la eficacia redentora de la muerte y la resurrección de Cristo y
sin la gracia plenamente gratuita de Cristo. No ha escapado, sin embargo, a la
sagacidad de Rodríguez Duplá lo que también dejo consignado en ese epílogo
sin entrar en mayores detalles. Advierto en él, en efecto, que la interpretación
del cristianismo defendida por Kant está lastrada, en última instancia, por la
rigurosísima limitación que la filosofía trascendental ha impuesto a la
posibilidad del conocimiento de Dios: Dios aparece —escribo en ese lugar—
“o como una mera idea o como un ser cuya existencia se postula por razones
morales”. Rodríguez Duplá considera que, puesto que el cristianismo en
conceptos morales no es sino la religión moral de Kant, en la que, según nos
recuerda, “Dios aparece en todo momento como rector moral del universo,
cuya existencia, real y no solo pensada, es postulada por la razón práctica
pura”, “habría sido preferible, en aras de la precisión, omitir la primera rama
de esa alternativa”. En caso contrario, yo sostendría no solo que Kant defiende
un ‘cristianismo sin Cristo’, sino un ‘cristianismo sin Dios’.
En Kant y el cristianismo no he querido llegar a tanto ni tan
explícitamente. La disyunción que propongo refleja, antes bien, mis dudas al
respecto. Por una parte, concuerdo plenamente con Rodríguez Duplá en que,
en la religión moral, Kant postula, con fórmulas explícitas, la existencia real,
y no meramente pensada, de Dios como rector moral del universo. Por otra
parte, sin embargo, ciertas expresiones de Kant en su libro sobre la religión y
la lógica interna de los postulados de la razón pura práctica me han llevado a
sospechar, desde hace ya algunos años, si ese Dios que se postula no es otra
cosa que una idea o, acaso mejor, la misma razón pura práctica.
De las declaraciones de Kant en La religión dentro de los límites de
la mera razón valgan estas dos. La primera es la famosa afirmación del
prólogo a la primera edición, en la que subrayo la palabra clave: “La moral
conduce ineludiblemente a la religión, por la cual se amplía, fuera del hombre,
a la idea de un legislador moral poderoso” (RGV, AA 06, 6). La segunda se

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halla en un pasaje posterior del libro, en el que Kant trata del espíritu de la
oración. Afirma el filósofo, en efecto, que “una oración puede tener lugar con
plena sinceridad, aun cuando el hombre no se arrogue poder afirmar
solemnemente, como plenamente cierta, la existencia de Dios”, pues al orar
—escribe Kant, y subrayo yo la palabra que me interesa— el hombre “solo
busca obrar sobre sí mismo (para vivificar sus actitudes fundamentales
mediante la idea de Dios)” (RGV, AA 06, 195).
En un libro mío anterior, Teología ética, que Rodríguez Duplá tiene
la amabilidad de citar (Rovira, 1986), apunto la hipótesis de que ciertas
declaraciones de Kant en su Opus postumum, que identifican a Dios con la
razón pura práctica y niegan, por tanto, que Dios sea una realidad fuera del
hombre, son acaso el desarrollo lógico de la concepción de Dios que emana
del examen del uso puro práctico de la razón. Así también lo entendió Fichte,
quien, en su célebre ensayo Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno
divino del mundo, de 1798 —ensayo que le costó la acusación de ateísmo y
la dimisión de su cátedra de Jena—, identificó a Dios con el orden moral del
mundo.
No era esencial para el objetivo de Kant y el cristianismo
pronunciarme sobre esta difícil y disputada cuestión. Pero la observación de
Rodríguez Duplá nos invita a todos a seguir reflexionando sobre el asunto.
Kant mismo, al final de su vida, meditaba expresamente en la posibilidad de
que la religión moral no necesite afirmar la existencia de Dios. Lo prueba un
elocuente fragmento del Opus postumum que no cité en mi Teología ética.
Antes de transcribirlo, una observación. En los Nuevos ensayos sobre el
entendimiento humano (Libro IV, cap. XIX), Leibniz hace decir a Teófilo:
“El entusiasmo significa que hay una divinidad en nosotros. Est Deus in
nobis”. Recordando, sin duda, este pasaje, pero dándole otro sentido, escribe
Kant (OP, AA 22, 129-130):

El sujeto del imperativo categórico en mí es un objeto que merece ser obedecido: un


objeto de adoración (adoratio). Esta es una proposición idéntica. La propiedad de
un ser moral que puede mandar categóricamente sobre la naturaleza del hombre es
la divinidad del hombre. Sus leyes deben ser obedecidas igualmente como
mandamientos divinos. — Si es posible la religión sin el presupuesto de la existencia
de Dios [Ob Religion ohne Voraussetzung des Daseyns Gottes möglich ist]. Est Deus
in nobis.

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2. ¿Kant católico? Respuesta a las objeciones y dificultades de Juan José


García Norro
El comentario que Juan José García Norro ha escrito tras su lectura de Kant y
el cristianismo está lleno de observaciones profundas, siempre pertinentes y
siempre referidas a cuestiones esenciales. Considero estas reflexiones sobre
mi libro como un precioso regalo, que agradezco de todo corazón, de un
amigo del que siempre he admirado su talento filosófico.
Las anotaciones de García Norro versan, naturalmente, sobre los
defectos e imprecisiones que ha advertido en mi libro, defectos e
imprecisiones que él califica, cubriéndolos así caritativamente, de faltas de
comprensión suyas ante pasajes particularmente complicados. Pero sus
apostillas se refieren también a las dificultades que presenta la propia filosofía
de Kant en su tarea de interpretar el cristianismo y, más en general, de dar
cuenta de los hechos de la vida moral. Consideraré, pues, estas apreciaciones
de García Norro distribuyéndolas en dos grupos, que titularé respectivamente
‘Problemas de Kant y el cristianismo’ y ‘Problemas del idealismo
trascendental ante el cristianismo’.
Respecto de los problemas que le presenta Kant y el cristianismo,
García Norro piensa con demasiado optimismo que el autor de la obra podrá
resolver las dudas que ciertos pasajes del libro le han suscitado. Confía
excesivamente en que quien lo ha escrito, sabedor ahora de estas dificultades,
podrá vivificar su texto haciéndole decir palabras nuevas y fórmulas nuevas.
De esta forma se superaría la frustración que, al decir de Platón, sobreviene
necesariamente a todo lector ante la ‘letra muerta’ de un texto, que no
responde a quien le pregunta más que dándole siempre la misma respuesta.
No confío yo tanto en mis fuerzas. Pero ojalá que las palabras nuevas, si es
que las encuentro, que sobre tres importantes asuntos me reclama sirvan de
alguna forma para que la reflexión prosiga como exige el pensamiento
filosófico: en un genuino diálogo vivo.
Respecto de los problemas que las tesis propias del idealismo
trascendental presentan a la hora de interpretar el cristianismo y dar cuenta de
la vida moral, adelanto mi parecer. Creo que García Norro ha señalado la raíz
de esas dificultades y ha destacado algunas dificultades ineludibles. Unos
breves comentarios al respecto justificarán este parecer.

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Concluiré mi respuesta a las agudas observaciones de García Norro


sobre mi libro tratando de responder a la cuestión con la que él mismo
concluye su trabajo. La enuncio, de modo algo provocativo, así: ‘¿Kant
católico?’
2.1. Problemas de Kant y el cristianismo
2.1.1. La distinción entre religión moral ‘pura’ y religión moral ‘aplicada’.
A García Norro se le antoja insostenible la analogía que propongo en el libro
entre los dos sentidos de religión que atribuyo a Kant, la religión moral ‘pura’
y la religión moral ‘aplicada’, con la distinción que el propio Kant establece
en otras disciplinas filosóficas entre una parte pura y otra aplicada.
Es sabido, en efecto, lo he recordado al responder a Leonardo
Rodríguez Duplá, que tanto en el caso de la lógica como en el de la ética,
Kant distingue respectivamente la lógica pura y la lógica aplicada, y la ética
pura (o ‘metafísica de las costumbres’) y la ética aplicada (o ‘antropología
práctica’ o ‘antropología moral’). Como bien explica García Norro, en ambos
casos se trata de distinguir un saber de alcance más universal y no empírico
de otro menos universal y mezclado con lo empírico. La distinción de ambos
saberes se obtiene por mediación de un tercer saber, la psicología, en el caso
de la lógica, y la antropología, en el caso de la ética. De esta forma, la lógica
pura es un saber a priori puro de carácter normativo que, aplicado a la
psicología, una ciencia teórica y empírica, da lugar a un saber a priori, pero
no puro, de carácter normativo, la lógica aplicada. Análogamente, la
metafísica de las costumbres es un saber a priori puro de carácter práctico
que, referido a la antropología, una ciencia teórica y empírica, produce un
saber a priori, pero no puro, de carácter práctico, la antropología moral.
En la comparación que yo propongo, la religión moral pura, que versa
sobre los credibilia de la razón pura práctica de todo ser racional finito,
aplicada al cristianismo, proporciona la religión moral aplicada, que trata de
los credibilia de la razón pura práctica del peculiar ser racional finito que es
el hombre. A García Norro le parece que, en este caso, la analogía con las
otras disciplinas filosóficas se quiebra. La razón principal que aduce es que
el cristianismo es una religión histórica y, a fuer de tal, cito sus palabras, “no
es una ciencia, al modo en que lo pueden ser la psicología o la antropología,
ni se limita al saber puramente teórico, pues junto a afirmaciones descriptivas
contiene preceptos de carácter práctico”.

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En mi comparación, sin embargo, no tomo el cristianismo en el


sentido en que lo entiende en este punto García Norro. Es, sin duda, una
imprecisión mía no haber advertido en el libro de manera suficientemente
clara que, en este caso particular, hay que entender por cristianismo, porque
así creo que lo entiende Kant en este caso, el conjunto de verdades sobre la
naturaleza humana que con su doctrina Cristo ha manifestado acaso por
primera vez, pero que, una vez puestas a la luz, todo hombre puede reconocer
y fundamentar con su sola razón, sin apelar a la revelación divina. Por eso
creo acertado el modo en que Kant se defendió de los reproches de sus
censores: La religión dentro de los límites de la mera razón no contiene una
valoración del cristianismo, en tanto que religión histórica, como religión
revelada.
Cuando Kant advierte en el prólogo de su libro sobre la religión que
en esa obra busca “hacer manifiesta la relación de la religión con la naturaleza
humana [die Beziehung der Religion auf die menschliche […] Natur],
afectada en parte por disposiciones buenas y en parte por disposiciones
malas” (RGV, AA 06: 11), se refiere, a mi entender, a las verdades sobre la
naturaleza humana que forman parte indisoluble de la religión cristiana.
Acaso la verdad fundamental a la que se refiere Kant es justamente la que, en
este punto, trae a colación García Norro: la propensión al mal en la naturaleza
humana, que el cristianismo afirma como secuela del pecado original y Kant
como consecuencia de lo que llama el ‘mal radical’ en la naturaleza humana.
¿Es erróneo entonces llamar ‘cristianismo’ al conjunto de verdades
antropológicas y morales implicadas en la afirmación del mal radical ínsito
en la naturaleza humana? ¿No habrían entendido perfectamente la sinécdoque
los revolucionarios franceses, que, como en algún momento recuerdo en mi
libro, se opusieron al cristianismo decretando en asamblea la supresión del
dogma del pecado original, justo en el mismo año en que Kant publicó su
libro sobre la religión? ¿No tomó Goethe, añado ahora, la parte por el todo y
entendió por ‘cristianismo’ la doctrina del pecado original, cuando, en una
carta a Herder, escrita muy poco después de que Kant publicara su libro sobre
la religión, se lamenta de que el pensador de Königsberg, tras haber pasado
una larga vida limpiando su manto filosófico de la mugre de varios prejuicios,
haya acabado “embadurnándolo deshonrosamente con la mancha del mal
radical, para que también los cristianos fueran atraídos a besar la orla”
[„freventlich mit dem Schandfleck des radikalen Bösen beschlabbert, damit

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doch auch Christen herbeigelockt werden, den Saum zu küssen“]? (Goethe,


1858, p. 142).
Entendido, pues, el cristianismo no como una mera religión histórica,
sino como un conjunto de verdades sobre la índole moral del ser humano, la
aplicación de la religión moral pura, es decir, de los postulados de la razón
pura práctica, a las verdades ‘cristianas’ sobre la naturaleza humana da lugar
a lo que yo llamo la religión moral ‘aplicada’. Frente al reproche de García
Norro, me parece que cabe mantener la analogía con las divisiones de la
lógica y de la ética, porque se da la proporción debida y el cristianismo así
entendido no se confunde con la religión moral ‘aplicada’. En este caso, en
efecto, unos credibilia a priori puros, propios de la religión moral pura,
referidos a un saber teórico sobre la naturaleza moral del ser humano,
indemostrable, es verdad, en cuanto teórico, pero apoyado necesariamente en
datos empíricos (el ‘cristianismo’), da lugar a unos credibilia a priori, pero
no puros, los que conforman justamente lo que llamo, pretendiendo ser fiel al
pensamiento de Kant, la religión moral ‘aplicada’. Por tanto, el cristianismo,
en tanto que conjunto de verdades sobre la índole moral del ser humano, no
se identifica con la religión moral ‘aplicada’, que versa sobre lo que al
hombre, dada su constitutiva e intrínseca indigencia y debilidad moral, le es
permitido esperar en relación con su fin moral último en el cumplimiento de
sus deberes morales considerados como mandatos divinos.
La distinción entre el cristianismo así entendido y la religión moral
aplicada no impide, sin embargo, reconocer la verdad de una tesis central de
mi libro, que García Norro también admite, a saber: que la concepción
kantiana de la religión aplicada (es decir, ‘la religión dentro de los límites de
la mera razón’) resulta ser una imagen parcial y deformada de la doctrina
cristiana entendida como un conjunto de verdades referidas no solo al ser
humano y su vida moral, sino a Dios y a la persona de Cristo y su misión
salvífica.
2.1.2. ‘Docetismo simbólico’ y ‘arrianismo moral’. Con el fin de ilustrar la
peculiar concepción que se hizo Kant de la persona de Cristo, en el libro he
comparado la enseñanza del filósofo con ciertas posiciones cristológicas que
los primeros concilios de la Iglesia declararon heréticas. De este modo,
califico la doctrina de Kant sobre Cristo de cierta forma de ‘docetismo’ y de
‘arrianismo’. “Lo que me sorprende en este punto” —escribe García Norro—
“es que ambas ‘herejías’, si bien coinciden en atribuir una única naturaleza a

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Cristo, son diametralmente opuestas”. No cabe, en verdad, oposición mayor


que la que se da entre la afirmación doceta de que Cristo es verdadero Dios y
solo aparentemente humano y la afirmación arriana de que Cristo es
verdadero hombre y solo divino por adopción. Con suma elegancia, García
Norro se abstiene de declarar explícitamente lo que de su observación parece
desprenderse de modo inevitable: lo desatinado, y aun disparatado, de mi
comparación. O una cosa u otra: si Kant se aproxima al docetismo, entonces
se aleja del arrianismo, y si se acerca al arrianismo, se distancia del docetismo.
El sentido de mi comparación y de mi doble calificativo de
‘docetismo’ y ‘arrianismo’ no fue, sin embargo, el de atribuirle a Kant una
posición cristológica insostenible por contradictoria. Primero comparé la
enseñanza de Kant con el antiguo docetismo. Así como los docetas
defendieron que el Logos se revistió de un cuerpo aparente, que, al tiempo
que ocultaba su divinidad, la hacía accesible, así también Kant sostiene que
el arquetipo moral se ‘reviste’ de la apariencia de hombre, la del ‘Maestro del
evangelio’, para disimular su condición de pura idea y fomentar así su
seguimiento. Por eso atribuyo a Kant lo que me atreví a llamar un docetismo
‘simbólico’. Luego comparé la doctrina de Kant con el antiguo arrianismo.
Así como los primeros arrianos pusieron a Cristo en el mismo plano
ontológico que el de las criaturas y le atribuyeron la divinidad solo en sentido
figurado, así también Kant considera a Cristo como el perfecto ejemplo moral
al que en su conducta han de seguir las criaturas racionales y no puede
considerarlo, por tanto, como Dios verdadero, ya que “la distancia respecto al
hombre natural se haría tan infinitamente grande que aquel hombre divino ya
no podría ser puesto como ejemplo para este” (RGV, AA 06, 64). Por eso
atribuyo a Kant una peculiar forma de arrianismo que califiqué de arrianismo
‘moral’. Mi doble comparación puede ser desacertada, pero acaso no sea del
todo disparatada.
2.1.3. Consecuencialismo del acto y consecuencialismo de la regla. Al
comentar, en Kant y el cristianismo, el versículo de la Carta a los romanos en
el que el apóstol Pablo pregunta: “Y ¿por qué no hacer el mal para que venga
el bien?” (Rom 3, 8), sostengo que, pese a los notables intentos llevados a
cabo por algunos filósofos, de ningún modo cabe interpretar la ética kantiana,
ni tampoco la moral cristiana, como una doctrina ética ‘consecuencialista’.
Como es sabido, el término ‘consecuencialismo’ fue introducido por
Elizabeth Anscombe (1958, pp. 1-19). Con él se designa hoy en día la doctrina

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que afirma que es conforme al deber y, por tanto, debida, la acción factible
para un agente moral que produce en conjunto las mejores consecuencias,
juzgadas desde una perspectiva neutral a la luz de criterios tales como el
placer, la felicidad, la libertad, el conocimiento, etc.
Distínguese también hoy dos clases de consecuencialismo: el
consecuencialismo del acto y el consecuencialismo de la regla. El primero
atiende a las consecuencias que se derivan de un acto concreto que se presenta
al agente como factible. El segundo considera las consecuencias que se siguen
de actuar según determinadas reglas o normas. García Norro considera que
en mi libro me he ocupado solo del consecuencialismo de acto, mostrando
convincentemente, según dice, sus insuficiencias, pero que he desatendido el
consecuencialismo de la regla y no he mostrado, por tanto, la imposibilidad
de una interpretación consecuencialista del célebre imperativo categórico de
Kant.
Tiene razón, sin duda, García Norro en su observación crítica.
Justificaré, sin embargo, mi proceder en el libro aduciendo las siguientes
razones.
En primer lugar, atenerse al llamado consecuencialismo del acto se
justifica por el hecho de que esta forma de consecuencialismo ilustra de la
manera más conspicua la naturaleza de esta posición ética. En el
consecuencialismo del acto se juzga, en efecto, el carácter debido de un acto
concreto a la luz de las consecuencias que de él se siguen. El
consecuencialismo de la regla añade, con toda razón, que en esa valoración
no puede prescindirse de la consideración de lo que está en conexión esencial
con ese acto concreto, a saber, las consecuencias que se siguen de actuar o no
actuar según la regla que ordena el determinado tipo de actos al que pertenece
el acto en cuestión. Así, aunque de un acto concreto (por ejemplo, mentir en
esta ocasión) parezcan seguirse, desde el punto de vista de la individualidad
del acto, las mejores consecuencias, el cálculo consecuencialista podría
considerar que, desde el punto de vista de la regla general que el acto concreto
contraviene (‘no mentir en ningún caso’), de ese acto individual no se siguen,
pese a todo, las mejores consecuencias. Pero es evidente que, en definitiva,
en el consecuencialismo son las consecuencias de los actos concretos las que
justifican tanto el carácter de debido de esos actos cuanto la adopción de una
determinada regla general de conducta.

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En segundo lugar, mi objetivo principal en el libro no era tanto criticar


la interpretación consecuencialista de la moral, cuanto, más bien, señalar las
razones positivas y directas en que se funda la posición opuesta al
consecuencialismo, la que defiende tanto Kant como Pablo de Tarso. Cabría
llamar ‘absolutismo’, como se hace en el mundo anglosajón, a esta posición
opuesta, porque defiende que hay ‘absolutos morales’, es decir, acciones que
son siempre buenas o malas, cualesquiera sean las circunstancias o las
consecuencias que se sigan de ellas. De ahí que en Kant y el cristianismo haya
tratado de poner de relieve los datos últimos en los que, según Kant, se funda
el carácter absoluto de lo bueno moral: su carácter incondicionado, el venir
imperado categóricamente, el suscitar el sentimiento de especie única que
Kant llama ‘respeto’ y, en fin, su índole de insustituible. Ello me permitió
mostrar que la afirmación de lo intrínsecamente bueno y lo intrínsecamente
malo constituye el vínculo esencial entre la moral cristiana y la ética de Kant,
y aun señalar la equivalencia del principio paulino ‘No se debe hacer el mal
para que de él resulte el bien’ con la fórmula kantiana del imperativo
categórico que reza: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu
persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo
tiempo y nunca solamente como un medio” (GMS, AA 04, 429).
Finalmente, en tercer lugar, en Kant y el cristianismo quise confirmar
de modo indirecto y, por así decir, de pasada y secundariamente, la defensa
de los absolutos morales que comparte la ética formal y la moral cristiana con
una breve crítica a la posición opuesta, el consecuencialismo. Me dio pie a
ello la obra de David Cummiskey que lleva el provocativo título de
Consecuencialismo kantiano. En sus primeras páginas Cummiskey (1996, p.
6) reconoce claramente la coincidencia de la posición ética de Kant con la de
Pablo de Tarso: “Es claro que no hay nada sobre lo que Kant sea más explícito
que la ilegitimidad de hacer el mal para que de él resulte el bien”. Dado que
Cummiskey pretende interpretar el imperativo categórico (y, por tanto,
también el principio paulino) como formas de consecuencialismo, y da alguna
razón referida particularmente al consecuencialismo del acto, me bastó
señalar en mi crítica esa “especie de juego de malabarismo verbal” a la que,
en certera expresión de García Norro, se reduce semejante pretensión.
Por lo demás, para convencerse de que, como señala asimismo con
acierto García Norro, también es de todo punto insostenible interpretar el
imperativo categórico como un consecuencialismo de la regla, basta con leer

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el modo en que el propio García Norro presenta la esencia del formalismo


ético en un ensayo publicado hace unos años (1994, pp. 305-315).
2.2. Problemas del idealismo trascendental ante el cristianismo
Todavía propone García Norro nuevos reparos a la doctrina expuesta en Kant
y el cristianismo. Estas objeciones, sin embargo, más se deben, a mi juicio, a
las dificultades con las que el propio idealismo trascendental ha de enfrentarse
en su tarea de interpretar el cristianismo que a las torpezas que pueda yo haber
cometido en la exposición de los resultados de las investigaciones de Kant.
No estará de más recordar en este punto lo que es muy sabido. El
idealismo trascendental distingue las cosas tal como se nos aparecen (como
phaenomena) y tal como son en sí mismas (como noumena). Sostiene
asimismo que el hecho de que las cosas se nos presenten en relaciones
espacio-temporales y en conexiones de causalidad depende del sujeto
cognoscente, no del modo de ser de las cosas mismas. En consecuencia,
declara la absoluta incognoscibilidad de los noúmenos, lo que no excluye que
puedan ser pensados de cierta manera, preferible a otras, y aun que ciertas
verdades sobre ellos puedan ser objeto de fe racional.
Es claro que las tesis capitales que conforman el idealismo
trascendental dificultan en gran manera la comprensión del hecho moral y aun
de las enseñanzas del cristianismo. García Norro ha señalado
inequívocamente las raíces de estas dificultades. Por una parte, en este
sistema de pensamiento “la vida moral se juega fuera del ámbito
fenoménico”, se realiza, por tanto, “en la esfera nouménica, única donde se
da la libertad, y, por tanto, sin una relación comprensible con el tiempo”. Por
otra parte, en el idealismo trascendental, “tras negar taxativamente nuestro
conocimiento del noúmeno, del yo racional y práctico, se presupone, una y
otra vez, una especie de isomorfismo, de correspondencia biunívoca, entre el
yo fenoménico y el nouménico”.
No es de extrañar, entonces, las dificultades que el propio García
Norro pone de relieve sobre el llamado postulado de la inmortalidad del alma
y la cuestión de la conversión o del renacimiento moral. Si la vida moral del
ser racional finito no tiene una relación comprensible con el tiempo, ¿por qué
afirma Kant que a ningún ser racional finito, “en ningún momento de su
existencia” (KpV, AA 05, 122), le es posible plegarse plenamente a las
exigencias de la ley moral? ¿Cómo entender, además, la posibilidad del

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Rogelio Rovira Una vez más sobre Kant y el cristianismo

cambio de la actitud moral fundamental, que requiere el tiempo en que se pasa


de un estado a otro, si el acto por el que el hombre se ha hecho malo y el acto
por el que el ser humano se justifica hay que pensarlos como actos
nouménicos y, por tanto, por así decir, ‘fuera del tiempo’?
Por lo demás, si en modo alguno puede darse un isomorfismo entre el
yo fenoménico y el yo nouménico, ¿por qué se empeña Kant en hacer
compatible y aun equivalentes el mandamiento del amor, que se funda en una
afección sentimental a todas luces empírica, con el imperativo del deber, que
se basa en el único y peculiar sentimiento a priori del respeto? Por más que
Kant trate de mostrar que cumplir el deber es ya, por eso mismo, amar, ¿no
termina el filósofo por hacer del amor un medio para el cumplimiento del
deber, situándonos así, como agudamente señala García Norro, en los
antípodas del cristianismo?
Son estas, como se ve, preguntas justísimas de muy difícil, si no
imposible solución en el seno del idealismo trascendental, con su drástica
prohibición del acceso cognoscitivo, en sentido teórico, al mundo inteligible.
Pero las dificultades que entrañan las referidas preguntas son muestra a la vez
tanto de la probidad intelectual de Kant, que en modo alguno las oculta, como
de su genio filosófico, que, con mejor o peor fortuna, trata denodadamente de
resolverlas.
Una última y lúcida observación propone en este punto García Norro.
Dado que la afirmación de la universalidad del mal radical en la naturaleza
humana, fundamento antropológico sobre el que Kant asienta su
interpretación del cristianismo, es inaccesible al uso teórico de la razón, pero
ha de tenerla por verdadera la razón en su uso práctico, pregunta García
Norro:

¿La vida moral no exige el reconocimiento, además de los tres postulados


habitualmente citados de la existencia de Dios, de la inmortalidad del yo y de la
libertad, un cuarto postulado, precisamente el que afirma la maldad originaria de
todo ser humano?

La propuesta de García Norro se suma a la que hace unos años hizo Allen
Wood en su libro pionero sobre la religión moral de Kant respecto de la
doctrina kantiana de la necesidad de la gracia, a la que, según afirmaba, “debe

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concedérsele, junto con la libertad, la inmortalidad y el gobierno moral del


mundo por Dios, el rango de un postulado de la razón práctica” (1970, p. 248;
véase también Rodríguez Duplá, 2019, p. 127). Nada obsta, a mi juicio, a
llamar postulados de la razón pura práctica, aunque Kant no lo haya hecho así
ni yo tampoco haya usado esa denominación en mi libro, tanto a la afirmación
de la universalidad del mal radical cuanto a la afirmación de la necesidad de
la gracia. La índole de ambas afirmaciones concuerda plenamente con lo que
el filósofo entiende por postulado de la razón pura práctica, a saber, “una
proposición teórica, pero no demostrable como tal, en cuanto depende
inseparablemente de una ley práctica incondicionadamente válida a priori”
(KpV, AA 05, 122). Solo cabría añadir una precisión: a diferencia de los tres
clásicos postulados, estos serían postulados de la razón práctica pura con
mezcla de algo empírico.
2.3. ¿Kant católico?
García Norro concuerda conmigo en que la filosofía de Kant puede llamarse
‘filosofía cristiana’ en dos sentidos, a la luz de dos diferentes razones: por ser
una filosofía que ha recibido el influjo del cristianismo y por ser una filosofía
que ha influido en el cristianismo al proporcionar un entramado conceptual
que permite pensar las enseñanzas cristianas. Respecto del primer sentido en
que cabe calificar a Kant de filósofo cristiano, García Norro escribe al
comienzo de su ensayo nada menos que estas palabras: “Si se pudo sostener
que, sin Hume, y acaso también sin Rousseau, no habría existido Kant, con
mayor razón se podría aseverar que tampoco sin Cristo se habría elaborado el
idealismo transcendental ni la ética formal”. Respecto del segundo sentido en
que podríamos decir que Kant es un filósofo cristiano, García Norro me hace
una sugerente propuesta que, lamentablemente, creo que no está a mi alcance
llevar a cabo: “Sería sumamente de agradecer que Rogelio Rovira se animase
a escribir un segundo libro que titulase El cristianismo y Kant, donde rastrease
la influencia kantiana en la teología cristiana”. Por lo demás, tiene García
Norro toda la razón cuando advierte que la cita de la encíclica Fides et ratio
que aduzco cuando me refiero a la llamada ‘filosofía cristiana’ solo alude al
primero de los dos sentidos en que hablo de ella.
Pero García Norro no parece contentarse con llamar a Kant filósofo
cristiano, en los dos sentidos señalados, sino que también quisiera llamarlo
‘filósofo católico’. Naturalmente, García Norro comparte conmigo el
resultado final de mi investigación, que compendio en el epílogo del libro con

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la fórmula “Un cristianismo sin Cristo”. Es el de Kant, en efecto, un


cristianismo desprovisto de la eficacia redentora de la muerte y resurrección
de Cristo. El cristianismo de Kant, también para García Norro, no es cristiano.
Pero, descontado nada menos que este hecho capital, García Norro se
pregunta si la insistencia de Kant en que la redención solo puede ser obra de
lo que cada hombre hace por sí mismo “no le acerca más al catolicismo que
al protestantismo”. “Vuelvo a decirlo:” —escribe García Norro— “bien
mirado, la propuesta de Kant se encuentra en las antípodas de cualquier
concepción cristiana, tanto católica como reformada, precisamente porque
prescinde de la obra redentora de Cristo”. Hay, sin embargo, un hecho
histórico innegable:

la ruptura de las iglesias protestantes con la iglesia de Roma se debió, entre algunas
otras razones, a la diferencia de concepción de la salvación. Ambas iglesias
confiesan la justificación por la fe, sin ella no hay cristianismo. El matiz
diferenciador se encuentra en que para Lutero el ser humano se salva solo por la fe,
mientras que para Roma la salvación proviene de la fe y de las obras.

En este sentido, concluye García Norro, la insistencia de Kant “en la


necesidad de la mejora moral del ser humano acerca su concepción,
manteniéndose siempre lejano, más a la interpretación católica que a la
luterana, frente a lo que podría esperarse de su formación religiosa”.
No puedo por menos que darle la razón enteramente a García Norro
en este asunto. También yo mismo he advertido en el libro en algún momento,
a veces sin hacerlo constar de modo explícito, esta sorprendente proximidad
de Kant al catolicismo, hechas, naturalmente, las debidas reservas señaladas
claramente por García Norro. Así, cuando trato de las consecuencias del mal
radical expongo que Kant acoge sin ambages la fórmula de raigambre
agustiniana: natura vulnerata, non deleta. Frente a la posición luterana, para
Kant la naturaleza humana está herida por el pecado, pero no ha quedado
destruida por él, lo que es también afirmación católica. Además, al tratar la
cuestión del acto de justificación del pecador expongo la posición de Kant
según la cual semejante acto incluye, a la vez, la cancelación de la culpa
contraída y la renovación moral. Y hago notar expresamente que esa posición
le aproxima al modo en que se concibió la justificación en el concilio de

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Trento y lo aleja radicalmente de ciertas tesis de los primeros teólogos de la


llamada Reforma, como Melanchthon y el propio Lutero.
Para abundar en la cuestión de la fe y las obras que expresamente
menciona García Norro, permítaseme citar unas frases de Kant. Al tratar el
filósofo, en El conflicto de las Facultades, de la exégesis bíblica o
hermenéutica sacra, escribe que “la fe [der Glaube] en una mera proposición
histórica está muerta en sí misma [todt an ihm selber]”, pues “el propósito
propio [der eigentliche Zweck] de la doctrina religiosa es formar hombres
moralmente mejores [moralisch bessere Menschen zu bilden]” (SF, AA 07,
66). ¿No dan estas frases la razón a García Norro cuando aproxima a Kant al
catolicismo? Es difícil no ver en ellas, en efecto, un eco fiel de lo que dice el
apóstol Santiago en su carta (St 2, 17, 20): “Así es también la fe: si no tiene
obras está muerta por dentro” y “¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe
sin las obras es inútil?”.

3. La escatología dentro de los límites de la mera razón. Comentario a las


observaciones de Ana Marta González
En su estudio “Entre moral y religión: sobre el sentido de la fe racional de
Kant”, Ana Marta González se hace cargo con mucha inteligencia y
originalidad de los contenidos de Kant y el cristianismo. Pero, además, señala
con toda razón algo que yo no había destacado en el libro: el peso que la
interpretación kantiana de las enseñanzas de Cristo puede tener, según las
palabras de la profesora González, en “el diálogo entre filosofía y religión en
un momento en que dicho diálogo resulta especialmente pertinente”.
Las consideraciones de la profesora González vienen respaldadas por
su profundo conocimiento de la obra de Kant, de sus antecedentes y de su
recepción en la actualidad. Sus reflexiones han iluminado aspectos de mi
propia investigación y, sobre todo, me han señalado un camino por el que
proseguir mis indagaciones en torno a la interpretación kantiana de la doctrina
del ‘Maestro del evangelio’. Quiero agradecer los beneficios que la lectura
del ensayo de Ana Marta González me ha deparado dejando constancia,
siquiera sea brevemente, de algún aspecto de la enseñanza recibida y
comentando, con algo menos de concisión, la nueva ruta que ha quedado
abierta ante mí.

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3.1. Hume y el valor moral de amar


En su análisis de las ganancias que obtiene la razón de la peculiar asimilación
kantiana del cristianismo, Ana Marta González centra particularmente su
atención en “el hecho de que el propio Kant comprendiera su doctrina ética
en concordancia con el mandamiento del amor a Dios y al prójimo”. En la
elucidación del difícil problema de conciliar el respeto al deber, propio del
formalismo ético, con el amor, exigencia ineludible del cristianismo, como
motivos del obrar moral, la profesora González trae a colación varias
referencias históricas. Me referiré solo a una de ellas, que me parece
especialmente iluminadora. Su consideración constituye, en verdad, un
valioso complemento del análisis que llevé a cabo en Kant y el cristianismo
de la tesis kantiana según la cual amar a Dios por encima de todo y al prójimo
por benevolencia inmediata equivale a obrar el deber por el deber.
Ana Marta González recuerda, en efecto, en este punto una tesis de
David Hume, que el filósofo escocés expone en su Tratado de la naturaleza
humana. Hasta cabría pensar que Kant mismo la hubiera conocido y la
hubiera tenido en cuenta en su propia reflexión.2 Enuncia Hume su tesis con
estas palabras, que cita expresamente la profesora González:

¿Por qué censuramos al padre que no atiende a su hijo? Por carecer manifiestamente
de una afección natural, deber de todo padre. Si la afección natural no fuera un deber,
tampoco lo podría ser el cuidado de los hijos, y sería imposible, entonces que
pudiéramos tener el deber ante nuestros ojos en la atención que prestamos a nuestra
prole. Por consiguiente, todos los hombres suponen que en este caso existe un
motivo de actuación distinto al sentimiento del deber (Libro III, Parte II, sección I).

A pesar de la radical diferencia que separa la concepción que se hizo


Hume de la moral de la que Kant propone, ¿sería desacertado considerar las
distintas fases o, mejor, los sucesivos puntos de vista en que Kant presenta su
entera doctrina ética como su respuesta a la cuestión planteada por Hume en
este texto? ¿Por qué censuramos, en efecto, al padre que no ama a su hijo y
descuida por ello su inexcusable tarea de cuidarlo?

2
Es, no obstante, una quaestio disputata entre los estudiosos si Kant llegó a leer el Tratado de Hume.
Véase, entre otros estudios, antiguos y más recientes, Groos (1901), Farr (1982), Gawlick y
Kreimendahl (1987) y Kuehn (2005). Véase también el Capítulo V del libro de R. A. Mall (1975, pp.
63-86), que lleva por título “Hume and Kant on the Philosophy of Religion”.

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Desde el punto de vista de lo que a veces llama Kant ‘ética pura’,


válida para todo ser racional, el respeto al deber es, según el filósofo prusiano,
el único motivo genuino del cumplimiento de la ley moral. Los padres deben
cuidar a sus hijos movidos por el respeto al deber de cuidarlos, no por afección
natural o inclinación, al igual que debemos atender a las necesidades del
prójimo por deber y no por la simpatía que haya podido despertar en nosotros.
En este punto Kant no cede en absoluto. En Kant y el cristianismo cito un
pasaje de la Antropología en sentido pragmático que no deja dudas al
respecto. El apetito, escribe Kant, que “se dirija a lo que (por la materia)
corresponda a la virtud, por ejemplo, la beneficencia, es (por la forma), tan
pronto como se convierte en pasión, no perjudicial de manera meramente
pragmática, sino también moralmente reprobable” (Anth, AA 07, 267).
Cabría pensar que Hume mismo defiende, en cierto modo, esta tesis
al sostener que el hombre obra también a veces movido por el deber, sin sentir
ninguna afección natural. A continuación del anteriormente referido pasaje
del Tratado, que también cita la profesora González, Hume afirma que “la
persona que siente faltar en su corazón ese motivo [i.e., la afección natural
del amor] puede odiarse a sí misma por ello y realizar la acción sin la
existencia del motivo [without the motive], basándose en cierto sentido del
deber [from a certain sense of duty]”.3 Pero, a diferencia de Kant, para quien
una acción solo tiene valor moral si se hace por deber, Hume establece como
máxima indudable que “ninguna acción puede ser virtuosa, o moralmente
buena, a menos que exista en la naturaleza humana algún motivo que la
produzca, que sea distinto al sentimiento de la moralidad de la acción”.4 La
diferencia de las concepciones de la moral de ambos pensadores no puede ser,
pues, más radical. Según ambos, una acción puede llevarse a cabo por deber
o por afecto natural. Para Hume, solo tendrá valor moral la que se hace por
inclinación natural. Para Kant, solo la acción hecha por deber hará
moralmente bueno al agente.
Pero situémonos ahora en el punto de vista de lo que Kant llama la
‘antropología moral’, es decir, la aplicación de las leyes morales puras a la
naturaleza del particular ser del hombre. Cabría decir que esta es la única

3
Sobre la cuestión de cómo cabe explicar, según la concepción de Hume, que una acción esté motivada
por el sentido del deber, véase Radcliffe (1996).
4
Esta máxima, que Hume enuncia en el referido pasaje de su Tratado de la naturaleza humana (Libro
III, Parte II, sección I), la cita y comenta Ana Marta González en su libro Sociedad civil y normatividad.
La teoría social de David Hume (2013, p. 27).

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perspectiva que adopta Hume, que no en vano escribe un Tratado de la


naturaleza humana. Los padres cuidan a sus hijos movidos por la natural
afección del amor a ellos. El hombre atiende a las necesidades del prójimo,
podemos añadir, movido por el natural sentimiento de la filantropía. Desde
esta nueva perspectiva, Kant no puede por menos que reconocer que el amor
al prójimo, o el amor a los hijos, si queremos atenernos al ejemplo de Hume,
es una de las condiciones subjetivas del ánimo que hacen posible que se nos
revele la fuerza coercitiva del deber y que el deber pueda llegar a ser motivo
de nuestro obrar. Diríase que, en cierto modo, Kant suscribe las antes citadas
palabras de Hume: “Si la afección natural no fuera un deber, tampoco lo
podría ser el cuidado de los hijos, y sería imposible, entonces que pudiéramos
tener el deber ante nuestros ojos en la atención que prestamos a nuestra prole”.
Todavía más: Hume, en la continuación de este pasaje, afirma que la
persona que no experimenta el amor y, sin embargo, obra movido por el
sentimiento del deber, lo hace “con la intención de adquirir con la práctica
ese principio virtuoso” [“in order to acquire by practice, that virtuous
principle”]. (Aunque el pesimista Hume añade: “o al menos para ocultarse a
sí misma en lo posible la ausencia de dicho motivo”). ¿No se hace Kant
también eco de estas palabras cuando propone este mandato: “¡Haz el bien a
tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor a los hombres (como
hábito de la inclinación a la beneficencia)!”? (MS, AA 06, 402). Puede Kant
así decir que cuanto más cuiden los padres a sus hijos por respeto al deber, y
cuanto más atiendan los seres humanos al bienestar de sus prójimos por el
deber que tienen de comportarse así, más conseguirán amarlos, hasta el punto
de que cuidar a los hijos o asistir al prójimo por deber es ya amar a unos y a
otro. Amar a los hijos y al prójimo no sería ya un mero afecto natural, sino un
genuino ‘sentimiento moral’. ‘Sentimiento’, por ser, un ‘estado estético’ o
una ‘afección del sentido interno’, por utilizar la terminología kantiana.
‘Moral’, porque nace en el ánimo como efecto del deber moral. De este modo,
como señala la profesora González, la concepción humeana de que, gracias a
la práctica, los seres humanos llegan a obrar establemente movidos por el
afecto, preanuncia de alguna manera la doctrina kantiana de las “prenociones
estéticas de la receptividad del ánimo a conceptos morales”.
Brentano (1980, p. 30), al examinar la célebre crítica de Kant al
argumento ontológico, afirmó que Ohne Hume kein Kant. Cabe decir que Ana

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Marta González muestra, en su exposición de la conciliación kantiana del


deber con el amor, que también en este caso sin Hume no hay Kant.
3.2. La actualidad de la interpretación kantiana del cristianismo y una nueva
tarea
No por casualidad comienza Ana Marta González su ensayo con una amplia
referencia a la recepción que Jürgen Habermas ha hecho en nuestros días de
la filosofía de la religión de Kant. Es sabido que la obra del filósofo prusiano
se inscribe en el proyecto ilustrado de sentar las bases de un ámbito de
convivencia regido por la razón e independiente de cualquier confesión
religiosa. La principal aportación de Kant a esta tarea es haber mostrado que
en la propia razón se encuentra la exigencia de ampliar los límites en que se
halla encerrado su alcance cognoscitivo teórico, admitiendo ciertas verdades
racionales, aunque de innegable inspiración cristiana, que son objeto de lo
que el propio Kant llama fe racional moral. En este sentido, Habermas se
vuelve preferentemente a Kant para encontrar en él apoyo e inspiración en la
tarea que el pensador de la Escuela de Fráncfort considera acaso la más
urgente del presente, a saber, promover el diálogo entre fe y razón con el fin
de, en palabras de Ana Marta González, “contribuir al sostenimiento de
sociedades democráticas en un momento en el que el proyecto moderno
amenaza con descarrilar, no tanto por razones extrínsecas cuanto por falta de
energías morales”.
¿En qué sentido, sin embargo, el recurso a la fe racional moral puede
contribuir a la conformación de comunidades de las que, según Habermas,
cabría esperar un avivamiento moral que renueve la solidaridad cívica?
Hay que leer hasta el final el artículo de Ana Marta González para
encontrar la respuesta que ella propone a esta cuestión. La necesaria
vivificación moral podría venir del modo en que Kant interpreta, como objeto
de fe racional moral, la esperanza que desde siempre ha alentado el vivir
cristiano, la esperanza de que cada uno de nosotros, en cuerpo y alma, y con
nosotros todo lo creado, está llamado a participar, al final de los tiempos, en
la gloria de la resurrección de Cristo, en la renovación de cielos y tierra que
sucederá a la catástrofe que pone fin al mundo terreno y a la historia de los
hombres. Ciertamente, la religión es, para Kant, la doctrina de la esperanza
en el cumplimiento, al final de los tiempos, del destino moral del ser humano.
“De hecho,” —escribe la profesora González, y las palabras fundamentales
las pone ella misma en cursiva— “la religión moral de Kant no tiene otro

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sentido que sostener esa esperanza intramundana, alentando la conformación


de ‘comunidades éticas’, con las que combatir el principio malo en nosotros,
como el propio Rovira reconoce”. Y añade, concluyendo con estas palabras
su ensayo: “Justamente las comunidades de las que, según Habermas, cabría
esperar una renovación de la solidaridad cívica”.
Ana Marta González señala que precisamente a la cuestión de ‘el final
de todas las cosas’ ha dedicado Kant muchas meditaciones. Y así, con
elegancia, sin un reproche, escribe:

En su por lo demás exhaustivo estudio de la relación entre Kant y el cristianismo,


Rovira no avanza en esa dirección. Aunque hace notar que del cristianismo como
‘religión de la doctrina de Cristo’, Kant toma sobre todo ‘verdades morales y
verdades referidas a la esperanza en el cumplimiento del destino moral del hombre’,
su análisis se centra principalmente en las primeras, o en el aspecto más individual
de las segundas.

He aquí, pues, la tarea a la que Ana Marta González me invita: exponer


la escatología cristiana, particularmente la escatología universal, en el espejo
de la religión moral de Kant. Esta ‘escatología moral’, si así cabe llamarla, o
‘escatología dentro de los límites de la mera razón’, contribuiría a “preservar
del olvido”, según las palabras de Habermas (2006, p. 14) citadas por
González, “esas dimensiones de nuestra convivencia social y personal en las
que los progresos de la modernización cultural y social han causado
destrucciones abismales”.
¿Conseguiría, en verdad, la ‘escatología en el espejo de la religión
moral’ lo que a Habermas, según él mismo confiesa, le interesa sobre todo de
la filosofía de la religión de Kant, a saber, la posibilidad de “apropiarse de la
herencia semántica de las tradiciones religiosas sin desdibujar el límite entre
los universos de la fe y el saber” (2006, p. 219) y contribuir así al desarrollo
de la vitalidad moral de las sociedades democráticas? Con el fin de que el
lector pueda responder por sí mismo a esta cuestión, trataré de exponer,
siquiera sea provisionalmente y de manera insuficiente, la doctrina kantiana
que Ana Marta González echa de menos en Kant y el cristianismo.

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3.3. Esquema de la escatología en el espejo de la religión moral


Como es sabido, uno de los últimos escritos de Kant lleva por título El final
de todas las cosas. El estilo literario del ensayo, de apenas doce páginas, es
de difícil catalogación. El propio Kant, al anunciarle al editor de la
Berlinische Monatschrift el próximo envío de este artículo, lo describió como
“en parte, quejumbroso y en parte, divertido” [“theils kläglich theils lustig”]
(Carta a J. E. Biester, 10 de abril de 1794, Br, AA 11, 497). Su estructura
argumentativa no es lineal. Las controvertidas cuestiones que en él se tratan,
la riqueza de ideas en él contenidas y aun el contexto político y religioso en
el que se escribió han dado lugar a diversas interpretaciones sobre su
significación última y su alcance.5 Pero de este ensayo, completado en
algunos puntos con algunos otros pasajes de la obra de Kant, cabe extraer las
líneas esenciales de lo que he llamado la escatología cristiana en el espejo de
la religión moral.
En la teología cristiana se llama, en efecto, escatología (del griego
ἔσχατα, “cosas últimas”, y λóγος, “tratado”, literalmente, pues, “tratado de las
últimas cosas”) al estudio de las “postrimerías”, de “las cosas del final”, de
aquellas realidades que conciernen al desenlace de la vida personal y de la
historia de la humanidad. Suele dividirse por ello la escatología en “individual
e inmediata” y “universal y última”, según que se ocupe respectivamente de
lo que acontecerá a cada ser humano tras su muerte o del destino final de la
humanidad y del universo al término de la historia.
Fiel a su título, el ensayo de Kant es, sobre todo, un breve tratado de
escatología universal y última. Ello no impide, sin embargo, que el escrito
comience con el recuerdo de la primera de las realidades últimas de la vida
de cada hombre: la muerte. La consideración de la muerte permite a Kant, en
efecto, ofrecer, en apretado resumen, una escatología individual e inmediata,
que presenta a nueva luz la doctrina de los postulados de la inmortalidad del
alma y de la existencia de Dios en tanto que creador supremamente sabio del
mundo.
No le parece a Kant adecuada la fórmula tradicional que define la
muerte como “el tránsito del tiempo a la eternidad”, si por eternidad se
entiende un tiempo que se prolonga al infinito, “pues entonces el hombre no

5
He aquí la referencia de algunos estudios recientes sobre este escrito de Kant: Holzhey (2001), Hitz
(2004), Janowski (2016), Ameriks (2018), Zuckert (2018), Kuehn (2021).

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saldría del tiempo, sino que partiría de un tiempo a otro”. La eternidad ha de


entenderse, antes bien, como el “fin de todos los tiempos” (EaD, AA 08, 327).
La muerte es, pues, podríamos decir, el fin del hombre como ser temporal y,
por tanto, como objeto de experiencia posible.
Esta caracterización de la muerte se concilia bien con la admisión, a
título de postulado de la razón pura práctica, de la primera de las realidades
postreras que siguen al acto mismo de morir: el comienzo de la ‘perduración
ininterrumpida’ de la persona humana, en una forma de duración
‘inconmensurable con el tiempo’. Morir es el fin del tiempo de cada uno y, a
la vez, el comienzo de un modo de existencia ajeno al tiempo. Es claro que de
esta duratio noumenon, como Kant la llama, “no podemos formarnos
concepto alguno (fuera del meramente negativo)” (EaD, AA 08, 327).
Adviértase que, en este escrito, Kant ya no califica a esta perduración, como
lo hacía en la Crítica de la razón práctica, de ‘inmortalidad del alma’,
entendida como la permanencia de la persona humana en un progreso que va
al infinito, sino que prefiere hablar de una perpetuación inconmensurable con
el tiempo, fuera del tiempo, por así decir, de la existencia del ser humano.
Pero la descripción de la muerte como fin del tiempo de la vida
humana y, a la vez, como comienzo de una ‘perduración inacabable’ de la
persona, incognoscible teóricamente para nosotros, se aviene bien asimismo
para postular, como objeto de fe racional, la segunda realidad última que se
encuentra tras la muerte: el destino definitivo que nos corresponde “como
seres suprasensibles, que no se hallan bajo las condiciones temporales y que,
por tanto, al igual que su estado, tampoco pueden ser aptos para otra
determinación de su condición que la moral” (EaD, AA 08, 327). Kant
advierte de la íntima unidad que el acto de morir tiene con la realidad
escatológica que la tradición cristiana ha llamado el ‘día del juicio’, señalando
el doble significado que esta expresión tiene en la lengua alemana. El llamado
‘día del juicio’ (jüngster Tag) es también el ‘último día’, el ‘día novísimo’.
Recuérdese que, en los antiguos tratados de teología cristiana, las cuestiones
escatológicas se trataban bajo la rúbrica de De novissimis, las realidades
últimas o más nuevas, lo que todavía no se ha vivido. “El último día [der
jüngste Tag]” —escribe Kant—, es decir, el día de la muerte, “aún pertenece
al tiempo; pues en él aún sucede algo […], a saber: rendición de cuentas de
los hombres por la conducta de su vida”. Por eso es también el día del juicio
(Gerichtstag).

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La sentencia absolutoria o condenatoria del Juez del mundo es, por tanto, el
auténtico fin de todas las cosas en el tiempo y, a la vez, el comienzo de la eternidad
(bienaventurada o réproba), en que la suerte que a cada uno le cupo permanece tal
como fue en el momento del dictamen (de la sentencia) (EaD, AA 08, 328).

El momento de la muerte es, pues, el momento en que se dicta sentencia sobre


el valor o disvalor moral de nuestra vida.6 Adviértase también que, en este
escrito de Kant, el ‘postulado de la existencia de Dios’ en tanto bien supremo
originario, como así se describe en la Crítica de la razón práctica, aparece
bajo la figura de la existencia del Juez del mundo (Weltrichter).
Pero ¿cómo concibe Kant en su escrito dedicado a El final de todas
las cosas la llamada escatología universal y última? Es sobre todo la respuesta
a esta cuestión la que, como hemos visto, echa en falta Ana Marta González
en Kant y el cristianismo.
La exposición de la doctrina de Kant sobre la escatología universal y
última no puede sino comenzar señalando lo que el filósofo entiende por ‘el
final de todas las cosas’. Hemos visto que la muerte, es decir, el final de la
vida de cada hombre, es la consumación del ser humano como ser sensible y
temporal y, a la vez, su comienzo como ser suprasensible y fuera del tiempo.
De manera análoga, el ‘final de todas las cosas’ lo concibe Kant como el
acabamiento de los todos los seres como “seres temporales y objetos de
experiencia” y, a la vez, “en el orden moral de los fines”, como el “comienzo
de una perduración como seres suprasensibles, que no se hallan bajo las
condiciones temporales” y que solo cabe pensar en relación con lo
moralmente bueno o malo (EaD, AA 08, 327).
No deja de advertir Kant que las nociones entrañadas en la concepción
del ‘final de todas las cosas’ son ideas “que la misma razón crea, cuyos
objetos (si es que los tienen) radican por completo fuera de nuestro
horizonte”. Son, pues, ideas con las que no cabe obtener ningún conocimiento
especulativo, pero que la razón práctica pura las pone a nuestro alcance “para
que las pensemos en relación con los principios morales, orientados al fin

6
En una de las capillas funerarias de la Iglesia de Santa María Magdalena en Torrelaguna, provincia
de Madrid, se lee la siguiente inscripción, que recoge admonitoriamente la identidad del día de la muerte
con el día de juicio señalada por Kant: Memorare novissima et in eternum [sic] non peccabis, “recuerda
las realidades del final y no pecarás nunca”, cabría traducir.

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último de todas las cosas” (EaD, AA 08, 332-333), y les confiramos así
realidad objetiva práctica.
Ahora bien, esta realidad objetiva, pero solo práctica, solo se logra si
se piensa el final de las cosas como un final natural, es decir, como un
desenlace que se sigue naturalmente, según reglas, de cierto orden, en este
caso, del orden moral. Solo el final de las cosas “según el orden de los fines
morales de la sabiduría divina” es el final, que, según declara Kant, “podemos
comprender muy bien (con propósito práctico)” (EaD, AA 08, 333). Si
concebimos, en cambio, el final en un sentido antinatural, no atenido, por
tanto, a orden alguno, divagaríamos en la concepción de un final de las cosas
o bien sobrenatural o místico, o bien contranatural, antinatural o invertido.
La presentación de la concepción que Kant se formó de la escatología
universal y última no puede desatender las dos preguntas fundamentales que
el propio filósofo plantea al respecto y las respuestas que a ellas ofrece. La
primera pregunta es: “¿Por qué esperan los hombres, en general, un fin del
mundo?”. La segunda reza: si este fin se les concede, “¿por qué ha de ser
precisamente un fin con horrores (para la mayor parte del género humano)?”
(EaD, AA 08, 330).
El porqué que responde a la primera pregunta se halla en una
característica esencial de los seres racionales finitos, a los cuales

la razón les dice que la duración del mundo tiene un valor en tanto que los seres
racionales se conforman al fin último de su existencia; pero si este no se ha de
alcanzar, la creación les parece sin finalidad: como una farsa sin desenlace ni
intención razonable (EaD, AA 08, 330-331).

La razón que responde al segundo interrogante se halla, más bien, en la


naturaleza de ese particular ser racional que es el hombre, a saber, “la
condición corrompida del género humano”; poner un fin a esa condición, “y
ponerle un fin terrible” —escribe Kant— “sería la única medida decorosa de
la sabiduría y justicia supremas (para la mayoría de los hombres)” (EaD, AA
08, 331).
La idea que se hizo Kant del “final de todas las cosas”, los límites que,
para la especulación, atribuye a semejante idea, la finalidad moral que
concede a su consideración y, al cabo, la necesidad racional de la que la idea

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surge, explican, al menos en cierta medida, el modo en que Kant recoge en su


meditación las realidades últimas que clásicamente estudia la escatología
cristiana. Estas realidades novísimas son tradicionalmente cuatro: la parusía,
la resurrección de la carne, la nueva creación y el juicio final. Unas someras
y necesariamente incompletas indicaciones sobre el modo en que las refleja
la religión moral de Kant bastarán, sin embargo, para el propósito de las
presentes consideraciones.
El lector de Kant y el cristianismo puede inferir sin dificultad que, en
la escatología moral de Kant, no puede tener lugar alguno la esperanza
escatológica en la resurrección de la carne. Ello no solo porque el dogma de
la resurrección de Cristo, con el que esa esperanza está íntimamente
conectada, afirma un misterio que cae fuera de “los límites de la mera razón”,
a los que la religión moral se atiene escrupulosamente, sino también porque,
al decir de Kant, la afirmación de la resurrección compromete a la filosofía
con un concepto “muy engorroso” (sehr lästig). Su inconveniencia estriba en
que concebir como resurrección la perduración de la vida tras la muerte
implica admitir la sumamente problemática hipótesis de “la materialidad de
todos los seres mundanos”. Esta hipótesis, en efecto, obliga a afirmar lo que
Kant tiene por inaceptable: que la personalidad del hombre en la vida futura
“solo tiene lugar bajo la condición del mismo cuerpo precisamente” y que el
mundo futuro “no podría ser sino espacial” (RGV, AA 06, 128 nota). Si, como
hemos visto, el final de todas las cosas es el acabamiento de todos los seres
en tanto que objetos de experiencia, ¿no supone este final —parece preguntar
Kant— la desaparición no solo de toda condición temporal, sino también de
toda condición espacial y corpórea de las cosas?
La esperanza escatológica que profesa la religión moral de Kant se
reduce, por tanto, a la esperanza en las otras tres postrimerías que afirma la
escatología cristiana: la parusía, la nueva creación y el juicio final, bien que
interpretadas de manera peculiar, “dentro de los límites de la mera razón”.
Estas tres realidades suponen, al decir de Kant, por una parte, la necesaria
“separación de los buenos respecto de los malos” [„Scheidung der Guten von
den Bösen“] (RGV, AA 06, 135); por otra, el deseo del ser humano, nacido
de la observancia de las leyes morales como mandamientos divinos, de
obtener la “dignidad de ser ciudadano de un Estado divino” [„Würdigkeit,
Bürger eines göttlichen Staats zu sein“] (RGV, AA 06, 134).

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Es importante advertir que, según la repetida enseñanza de Kant, el


‘reino de los cielos’ (Himmelreich), “los nuevos cielos y la nueva tierra” de
los que habla el libro del Apocalipsis (21, 1), es decir, en palabras del filósofo,
“la consumación de esta gran mutación del mundo” (RGV, AA 06, 134) no
tendrá lugar solo tras el final de todas las cosas, sino en el final mismo de
todas ellas. Como bien señala Ana Marta González en su ensayo, la esperanza
a la que se refiere la religión moral de Kant no es solo transhistórica, sino
intrahistórica, no se refiere solo a una realidad más allá de la historia, sino a
una realidad dentro de la historia, aquella que constituye justamente su final.
Baste en esta ocasión para probarlo un breve comentario.
La esperanza escatológica transhistórica adopta la imagen del ‘juicio
final’ (Gerichtstag). Así como en la escatología individual e inmediata el ser
supremo moral se presenta como Juez que juzga el valor moral de cada
hombre inmediatamente tras su muerte, en la escatología universal y última
Dios se presenta como el Juez del mundo (Weltrichter) que, al final de los
tiempos, al término de la historia, juzgará, en clásica fórmula cristiana, ‘a los
vivos y a los muertos’, que juzgará, podríamos decir, el valor moral de la
humanidad en su conjunto.
Las sentencias que cabe pensar que dicte este Juez supremo se reducen
a tres posibles en principio (EaD, AA 08, 328-329): que “todos los hombres
(unidos por expiaciones más o menos largas)” sean dignos de la “eterna
bienaventuranza”, que ninguno lo sea, sino que “todos estén destinados a ser
condenados”, o que conceda la bienaventuranza eterna “a algunos elegidos y
a todos los demás la eterna condenación”. De estas tres posibilidades hay que
excluir la segunda, pues si todos los hombres estuvieran destinados a ser
condenados, “no habría modo de justificar por qué habían sido creados”. “La
aniquilación de todos” —escribe Kant— “revelaría una sabiduría deficiente,
que, descontenta con su propia obra, no sabría de otro remedio mejor que
destruirla” (EaD, AA 08, 329). Ante las dos posibilidades que quedan, la del
sistema de los “unitaristas” y la del sistema de los “dualistas”, según las
denominaciones de Kant, el filósofo se decanta por el segundo:

Hasta donde se nos alcanza, hasta donde podemos explorar, el sistema dualista (pero
solo bajo el supuesto de un primer ser sumamente bueno) encierra un motivo
superior en sentido práctico para cada hombre respecto de cómo se tiene que regir
él mismo (no para cómo tiene que regir a los demás) (EaD, AA 08, 329).

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La razón de ello es patente: en la medida en que cada uno se conoce


moralmente, “la razón no le presenta ninguna otra perspectiva de la eternidad
que la que su propia conciencia le abre a través de la vida que lleva” (EaD,
AA 08, 329).
El mundo futuro, el cielo o el infierno que nos anuncia la esperanza
en lo que ocurrirá tras el final de la historia de la humanidad, es, por tanto, un
mundo esencialmente moral. Así lo declara Kant expresamente en una
reflexión, acaso poco conocida, datada unos años antes de la aparición de la
primera Crítica, entre 1776 y 1778. Dice así:

El otro mundo (intelectual) es propiamente aquel donde la felicidad coincide


exactamente con la moralidad: cielo [Himmel] e infierno [Hölle], de los cuales el
uno apunta a la máxima felicidad y el otro a la miseria. El otro mundo es un ideal
necesariamente moral (Refl 6838, AA 19, 176).

En la imaginación de los hombres, la esperanza escatológica


intrahistórica viene acompañada, como indicios que anticipan la venida de
esas realidades últimas que tradicionalmente se conocen como la ‘parusía’ y
la ‘nueva creación’, de ciertos signos y señales. Unos de esos indicios son los
llamados ‘presagios del último día’. “¿Qué imaginación, excitada por gran
expectativa, está falta de signos y prodigios?” (EaD, AA 08, 331), pregunta
retóricamente Kant. Todos esos augurios son, advierte el filósofo, “del género
espantoso”, sea ese espanto de índole moral, referido a la caída en la extrema
inmoralidad de los seres humanos, sea de índole natural o, acaso mejor, física,
concerniente al acontecimiento de terribles desastres de la naturaleza. Estos
temores, sin embargo, suponen concebir el final de todas las cosas en sentido
antinatural, es decir, contrario al orden de los fines morales. El orden moral,
escribe Kant, “si tenemos en cuenta las pruebas de la experiencia, a propósito
de las ventajas morales de nuestro tiempo sobre las anteriores”, nos lleva a

abrigar la esperanza de que el último día se parecerá más a la ascensión de Elías que
a un descenso al infierno parecido al de la cuadrilla de Coré, y se introduzca sobre
la tierra el final de todas las cosas (EaD, AA 08, 332).

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Pero en los días precedentes al fin de todas las cosas acontecerá


también, según la profecía del propio Cristo, la aparición del Anticristo. Kant
se hace también eco de este anuncio y ofrece su particular interpretación de
ella. Si en los últimos días “lo esencial y más excelente de la doctrina de
Cristo” se adulterara, si el cristianismo dejara en esos días de ser “digno de
amor”, entonces “la mentalidad dominante de los hombres debería ser una
aversión y oposición a él; y el Anticristo, que se tiene por precursor del último
día, comenzará su breve reinado (fundado probablemente en el temor y el
egoísmo)”. Esto constituiría, según Kant, “el final (inverso) de todas las cosas
en el sentido moral” (EaD, AA 08, 339). Nuevamente, es el temor a la
posibilidad del abandono del orden de la moralidad lo que explica la
inquietante figura del Anticristo, símbolo, cabría decir, aunque Kant no lo
diga así, de la idea de una humanidad detestable a Dios.
Son también símbolos, es decir, sensibilizaciones de ideas de la razón,
las dos realidades postreras que los cristianos llaman la parusía, o segunda
venida de Cristo en toda su gloria y poder, y la creación de un nuevo cielo y
una nueva tierra. Así simbolizadas, ambas realidades sirven para vivificar la
esperanza en el fin natural del fin del mundo, es decir, en el triunfo del
principio bueno sobre el malo sobre la tierra.
Dos pasajes de la obra de Kant lo prueban de manera inequívoca. El
primero pertenece al libro sobre la religión y se halla bajo el significativo
título de “Representación histórica de la fundación gradual del dominio del
principio bueno sobre la tierra”. En él se dice que el reino de los cielos
(Himmelreich) puede representarse como

la imagen de un reino visible de Dios sobre la tierra (bajo el gobierno de su


representante y lugarteniente descendido de nuevo) y de la felicidad que bajo él, tras
la separación y expulsión de los rebeldes que intentan una vez más la resistencia,
debe gozarse aquí en la tierra, junto con la total exterminación de aquellos y de su
caudillo (en el Apocalipsis), y así el fin del mundo constituye la decisión de la
historia [Beschluß der Geschichte] (RGV, AA 06, 134).

El otro pasaje se halla en uno de los opúsculos de Kant sobre la filosofía de


la historia. Constituye el principio octavo de los nueve que se exponen en
Idea de una historia universal en sentido cosmopolita. Dice así:

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Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como el


cumplimiento de un plan oculto de la naturaleza, destinado a producir una
constitución estatal interiormente perfecta, y con este fin, también exteriormente
perfecta, como el único estado por el cual la naturaleza puede desarrollar todas las
disposiciones de la humanidad (IaG, AA 08, 27).

Kant enuncia así lo que él mismo llama el “quiliasmo” (Chiliasmus) de la


filosofía. Como se advierte, los dos pasajes citados aluden a ese célebre pasaje
del Apocalipsis (20, 4-5) en el que se habla de la venida de Cristo para reinar
durante mil años junto con sus mártires. No es, por tanto, descabellado
atribuir a Kant una suerte de ‘milenarismo’, que infunde una esperanza
intrahistórica sobre el final de la historia y de la humanidad.
Cabe ahora plantear de nuevo al lector la pregunta formulada al final
del apartado anterior. ¿Conseguirá, en verdad, la ‘escatología dentro de los
límites de la mera razón’, que aboga por la esperanza en el desarrollo natural
del orden de los fines morales tanto al término de la historia cuanto antes de
su definitivo final, alentar la conformación de ‘comunidades éticas’ y
propiciar la renovación de la solidaridad cívica?

4. Comentarios a la “nota al pie” de Kant y el cristianismo añadida por Pedro


Jesús Teruel
No sé qué me admira más del ensayo que Pedro Jesús Teruel ha escrito con
ocasión de la lectura de Kant y el cristianismo, si el derroche de erudición que
en él se encuentra, la originalidad de su planteamiento o el rigor con que su
autor establece las conclusiones.
La erudición contenida en las páginas de “Como en un espejo. Kant,
Vaihinger y la teoría de las ficciones: una nota al pie de la obra de Rogelio
Rovira Kant y el cristianismo” es, en verdad, asombrosa, por lo variada y
fundamentada. Pero es una erudición que no solo no cansa ni entorpece la
visión de lo esencial, sino que sirve inteligentemente a los propósitos del
ensayo. Así ocurre con la referencia a la filmografía de Ingmar Bergman, con
la mención a los debates que la relación de Kant con el cristianismo ha
provocado desde la primera hora hasta nuestros días, con el relato del
comentario de Vaihinger, de humor corrosivo, al supuesto argumento
kantiano de la existencia de Dios ex avicula e nido dejecta, o con las

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observaciones sobre ciertas interpretaciones de que ha sido objeto la obra de


Kant a finales del siglo XIX y principios del XX, y aun sobre los ecos que de
esas interpretaciones se dejan oír todavía en nuestros días.
La originalidad del planteamiento se advierte ya en el subtítulo del
escrito: tomando pie en varias convergencias terminológicas y conceptuales,
Pedro Jesús Teruel se propone analizar la teoría de las ficciones de Hans
Vaihinger como clave para entender la interpretación que Kant propone del
cristianismo. La perspectiva es, en verdad, novedosa e iluminadora. Es sabido
que Kant sostiene que las ideas de la razón pura son solo conceptos heurísticos
que nada nos dicen sobre la constitución de su objeto, sino solo sobre el modo
en que hemos de buscar su constitución y su enlace con los objetos de la
experiencia, de tal manera, por ejemplo —escribe el propio filósofo—, “que
las cosas del mundo tienen que considerarse como si recibieran su existencia
de una inteligencia suprema” (KrV, A671/B699). He aquí la pregunta que
mueve la indagación de Teruel: ¿No cabría también, sirviéndose de la
“filosofía del ‘como si’ (als ob)” desarrollada por Vaihinger, considerar la
interpretación kantiana de los dogmas cristianos como ficciones, en absoluto
verdaderas, pero “cuya función”, en palabras del propio Teruel, “consistiría
en fomentar las disposiciones cuya coherencia promueven, a saber, las
disposiciones morales”?
El rigor de las conclusiones del ensayo, en fin, se apoya en los finos
análisis que Pedro Jesús Teruel lleva a cabo sobre el modo en que se
presentan, a la luz del referido ficcionalismo de Vaihinger, cuatro enseñanzas
capitales de Kant sobre la religión en general y el cristianismo en particular.
Tales enseñanzas son la afirmación de la existencia de Dios como postulado
de la razón pura práctica, la doctrina kantiana de la gracia, la interpretación
de la naturaleza de Cristo propuesta por el filósofo prusiano y la adhesión a
los principios morales tal como la concibe el formalismo ético.
Pedro Jesús Teruel califica de “nota al pie” de mi libro el escrito que
dedica a comentar Kant y el cristianismo. ¿Me equivoco si veo en este
calificativo, primero, un signo de modestia filosófica y, segundo, el deseo de
dialogar sobre los temas tratados antes que la voluntad de oponer reparos a
mi libro? Con este mismo deseo, para proseguir este diálogo, propongo en lo
que sigue unas breves reflexiones sobre dos cuestiones suscitadas por la
lectura del ensayo de Teruel.

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4.1. ¿Es la filosofía del “como si” un modo cristiano de pensar?


Como ha quedado dicho, el propósito de Teruel en su ensayo es repensar la
interpretación kantiana de algunos dogmas cristianos a la luz de la filosofía
del “como si” propuesta por Vaihinger, el fundador de los Kant-Studien. De
hecho, Vaihinger reconoce que la principal fuente histórica de este modo de
pensar se halla en la filosofía de Kant, modo kantiano de pensar que, según
afirma, “ha permanecido casi inadvertido e incomprendido durante más de
cien años” (1922, p. 613). De ahí que, en su libro capital, Vaihinger se
propusiera responder a esta cuestión, que pone al lado de la famosa pregunta
de Kant sobre la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, a saber: “¿Cómo
puede ser que obtengamos algo correcto [Richtige] con representaciones
conscientemente falsas [bewusstfalsche Vorstellungen]?” (1922, p. XII).
El modo de pensar propuesto por Kant, y fundamentado y desarrollado
por Vaihinger con suma originalidad, trae inevitablemente a las mientes el
conocido pasaje de la primera carta de Pablo de Tarso a los Corintios en los
que aparece repetidamente la expresión “como si”. El pasaje en cuestión dice:

Digo esto, hermanos, que el momento es apremiante. Queda como solución que los
que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran;
los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no
poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la
representación de este mundo se termina (1 Cor 7, 29-31).

¿Es entonces el modo de pensar “como si” un modo cristiano de pensar?


Para esbozar una posible respuesta a esta cuestión es preciso recordar
brevemente los supuestos sobre los que Vaihinger construye su filosofía de
las ficciones, el modo en que concibe la naturaleza misma de semejantes
construcciones ficcionales y la finalidad que les atribuye.
Los supuestos del ficcionalismo están conformados por la posición
básica de lo que el propio Vaihinger llama el “positivismo idealista”. Cabría
cifrar esta postura filosófica en dos afirmaciones principales. La primera es
que conocer es una función biológica. En palabras de Vaihinger: “El
pensamiento científico es una función de la psique. Por ‘psique’ no
entendemos primeramente una sustancia, sino el todo orgánico [organische
Gesamtheit] de todas las llamadas acciones y reacciones ‘anímicas’” (1922,

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p. 1). La segunda afirmación es que el conocimiento, en tanto que función


biológica, está puesto al servicio, dicho de términos darwinianos, de la ‘lucha
por la vida’. Así los dice el autor de La filosofía del como si:

La psique es, pues, una máquina que se perfecciona continuamente, cuya finalidad
es realizar de la forma más segura, expedita y con el mínimo gasto de energía, los
movimientos necesarios para la conservación del organismo; movimientos en el
sentido más amplio, como objetivos últimos de todas nuestras acciones. Toda
nuestra vida espiritual se halla enraizada en las sensaciones y culmina en
movimientos; lo que hay entre medias son mero punto de tránsito (1922, p. 178).

Punto de tránsito esencial entre el origen ineludible de nuestra vida


psíquica —las sensaciones— y su finalidad —los movimientos, objetivos
últimos de nuestras acciones— son, según el positivismo idealista, los
constructos ideacionales que elaboramos. Con ellos no buscamos
representarnos el llamado ‘mundo real’, sino mantenernos en la existencia y
aun lograr una vida más rica y completa. No cabe ya, en verdad, concebir en
este sistema la verdad como la adecuación de nuestros pensamientos con la
realidad. Es más: gran parte de los constructos mentales que nos forjamos son
ficciones. Unas lo son en sentido pleno, porque se contradicen a sí mismas,
como, en los ejemplos de Vaihinger, el átomo o la ‘cosa en sí’. Otras lo son,
no por ser autocontradictorias, sino por contradecir la realidad tal como está
dada o desviarse de ella, como ocurre con las clasificaciones artificiales de
las cosas. A las primeras las llama Vaihinger “ficciones auténticas”
(eigentliche Fiktionen); a las segundas, “medioficciones” (Halbfiktionen) o
semificciones (Semifiktionen) (1922, p. 24). Ambos tipos de constructos
ficcionales, que, por lo demás, forman un continuo, son expresión de la
estructura “como si” del pensamiento.
Tras lo expuesto, es clara la finalidad de estas ficciones y
semificciones. Vaihinger la declara así: “Debe recordarse que el mundo
entero de representaciones en su conjunto no tiene el destino de ser una
imagen de la realidad –ello es una tarea completamente imposible–, sino un
instrumento para orientarnos más fácilmente en ella” (1922, p. 24).
Mirado a esta luz, aparecen claras las semejanzas, pero también las
diferencias insalvables, entre la filosofía del ‘como si’ y la recomendación
paulina de vivir ‘como si’. Ante todo, las ficciones o semificciones de

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Vaihinger pretenden tomar lo que no es ni puede ser verdadero ‘como si’


realmente lo fuera. Pablo de Tarso, en cambio, invita a tomar lo que es
verdadero ‘como si’ en definitiva no lo fuera. El primero toma lo que no es
‘como si’ lo fuera. El segundo, lo que es ‘como si no’ lo fuera.7 Vaihinger
parte pues de un constructo intelectual contradictorio o alejado de la realidad.
Pablo de Tarso parte de la realidad misma. Es, en efecto, sobre el indudable
conocimiento de la realidad inmediata del mundo y de nuestra vida (estar
casados, llorar, estar alegres, comprar, poseer, negociar, disfrutar) sobre lo
que Pablo de Tarso construye sus ficciones o, acaso mejor, sus suposiciones
o hipótesis.
Por ello, además, el ‘como si’ de Vaihinger supone necesariamente
que la verdad no es la conformidad del pensamiento con la realidad, mientras
que el ‘como si no’ del apóstol de los gentiles supone necesariamente
reconocer que la verdad es, como dice la fórmula clásica, adaequatio
intellectus cum re.
Finalmente, la finalidad de las ficciones de Vaihinger no es
conducirnos a la verdad de lo real, tarea que declara imposible, sino
orientarnos vitalmente en el mundo, disponernos a llevar a cabo más
adecuadamente nuestras funciones orgánicas, desatendiendo, por imposible
de conocer, el verdadero modo de ser de la realidad. Sus ficciones,
conscientemente falsas, no pueden liberarnos de la falsedad. Solo nos
permiten realizar mejor nuestra vida orgánica: son ficciones, pero útiles
(nützliche Fiktionen). En cambio, con sus ‘ficciones’, Pablo de Tarso busca
que conozcamos más radicalmente la realidad y, con ello, que vivamos una
vida más plenamente verdadera. Sus ‘como si no’ tienen como objetivo
revelar una dimensión más radicalmente verdadera de la realidad que la que
se presenta a nuestra experiencia inmediata. Paradójicamente, sus
suposiciones no pretenden que vivamos en el engaño, sino en la realidad más
auténtica. Tras recomendar, en efecto, sus ‘como si no’, escribe Pablo: “Os
digo todo esto para vuestro bien; no para poneros una trampa, sino para
induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones” (1 Cor
7, 35). El apóstol nos invita, pues, a conocer más profundamente la realidad
para “vivir intensamente lo real” (Giussani, 2008, p. 156), nos insta a dar

7
Esta fórmula, que distingue con claridad las dos maneras en que cabe entender la forma mentis del
‘como si’, me fue sugerida por Juan José García Norro.

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plenitud de sentido y de realidad al tiempo en que transcurre nuestra vida,


porque “el momento es apremiante”.
4.2. ¿Qué significa considerar los deberes morales ‘como si’ fueran mandatos
divinos?
Respecto de la concepción kantiana de la existencia de Dios como postulado
de la razón pura práctica, de la admisión kantiana de la gracia como corolario
de semejante postulado y de la aproximación kantiana a la figura de Cristo,
no puedo por menos que concordar tanto con las conclusiones a las que llega
Pedro Jesús Teruel como con los análisis que las sustentan. En todos estos
casos, afirma Teruel, “la interpretación ficcionalista ha de ser rechazada”.
Para ellos vale la rotunda afirmación con la que concluye Teruel su escrito:
“La perspectiva kantiana sobre el cristianismo no implica, pues, una genérica
consideración ficcional, sino una restricción conceptual”.
Me separo de él, sin embargo, en el otro caso que examina. Según
Teruel, la teoría vaihingeriana de las ficciones sí ofrece, en cambio, una clave
hermenéutica correcta para entender la concepción kantiana de la religión, a
la que, como es sabido, el filósofo define como la consideración de nuestros
deberes morales como si fueran mandatos divinos (RGV, AA 06, 153). ¿Hay
que entender entonces este ‘como si’ como una de las ficciones de las que
trata Vaihinger?
Pedro Jesús Teruel sostiene que, con la consideración de los preceptos
morales ‘como si’ proviniesen del acto legislador del ser divino, “se pretende
una afirmación metafórica sobre su legitimidad: poseen fuerza
incondicionada”. Esta afirmación cabe entenderla en un sentido —en el que
acaso no lo haya entendido en realidad el propio Teruel— que puede llevar a
un grave equívoco. Cabe entender que ‘afirmación metafórica’ equivale
sencillamente a ‘ficción’. Ficción, cabría todavía entender, sobre la
‘legitimidad’, sobre el carácter ‘incondicional’ de los mandamientos morales.
Dejemos a un lado en esta ocasión si es este el sentido en que hay que
entender la afirmación de Teruel o si no lo es en absoluto y atribuírselo a él
supone grave injusticia. Contentémonos con recordar ahora una enseñanza
capital de Kant. Según el filósofo, el uso práctico puro de la razón, sin
necesidad de fingir nada, reconoce por sí solo la legitimidad y la fuerza
incondicionada, categórica, de los preceptos morales. Ese mismo uso puro de
la razón práctica conduce también, sin embargo, a admitir algo que está

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completamente fuera de los límites del uso puro de la razón teórica: que solo
un ser divino podría dar efectivo cumplimiento al fin último que nos proponen
los deberes morales. Solo Dios como ser supremo moralmente bueno y
omnipotente podría dar la felicidad a quienes, por el cumplimiento del deber
por el deber, se han hecho dignos de ella. ¿Por qué entonces no admitir, ‘como
si’ en verdad pudiéramos conocerlo teóricamente, que los mandatos morales
y la promesa que encierran proceden de un legislador que puede y quiere
cumplir la promesa contenida en sus mandamientos?
Adviértase entonces que reputar nuestros deberes morales como si
fueran mandatos divinos no es idear una ficción en el sentido de Vaihinger.
Lejos de ser un constructo autocontradictorio o alejado de la realidad, la
afirmación de que Dios es condición de posibilidad de la realización del bien
supremo es afirmación exigida por la razón en su uso práctico puro. Es más,
esta afirmación es la única que nos hace evitar el absurdum practicum de
tener que elegir entre dos imposibles: hacernos felices mediante el solo
cumplimiento del deber o ser virtuosos buscando únicamente nuestra
felicidad. Ciertamente, Kant advierte que la afirmación en cuestión no puede
admitirse como objeto del saber teórico, pero sí como objeto de fe racional
moral. En la expresión técnica del filósofo se trata, en efecto, de un ‘postulado
de la razón pura práctica’.
Si Kant no se hubiera pronunciado expresamente sobre la peculiar
índole de postulado de esta afirmación, estaríamos tentados de pensar que
estamos, no ante lo que Vaihinger entiende por ficción, es decir, ante una
suposición que ha de ser justificada como conveniente, sino ante lo que el
autor de La filosofía del como si entiende por hipótesis, es decir, ante una
suposición que pretende ser verificada como la única explicación posible de
algo dado (Vaihinger, 1922, p. 150). En este caso, este ‘como si’, este pensar
—que no conocer— que hay que comportarse moralmente ‘como si’ hubiera
un Dios que cumple la promesa que Él mismo hace, es ante todo expresión de
la esperanza que nos permite albergar la vida moral. Es la esperanza, no la
ficción útil, de que la promesa se cumplirá en otra vida.
En conclusión, también en este caso, a mi parecer, la teoría
vaihingeriana de las ficciones, lejos de ofrecer una clave hermenéutica
correcta del pensamiento de Kant sobre la índole de la religión, nos ‘engaña’,
por así decirlo, sobre la naturaleza de la esperanza a la que, según el filósofo,
nos da derecho el fin último de la vida moral.

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5. Los engaños en el conocimiento moral de nosotros mismos.


Consideraciones sobre el comentario de Rafael Reyna
El comentario sobre Kant y el cristianismo que ha escrito Rafael Reyna revela
a las claras no solo que su autor es un profundo conocedor de la filosofía de
Kant, sino también que, como auténtico pensador, ha centrado su atención en
cuestiones verdaderamente esenciales. Reconoce paladinamente que está
“completamente de acuerdo con los resultados” que expongo en la obra y que
esa concordia de pareceres ha constituido precisamente “la primera y más
importante dificultad” que ha encontrado en su tarea de crítico de Kant y el
cristianismo. Por ello, más que presentar objeciones contra la doctrina
expuesta en el libro, Reyna ha preferido comentar aspectos esenciales sobre
la relación que se descubre entre la ética de Kant y la doctrina moral de Cristo,
alumbrando así cuestiones que yo no había tratado, al menos no tan
explícitamente, en mi trabajo.
De este modo, tras ofrecer una breve panorámica de los resultados de
mi investigación, Rafael Reyna señala la conexión entre el modo en que Kant
justifica la validez universal de la ley moral y el concepto cristiano de ‘reino
de Dios’. Pone luego de relieve el enlace entre el cumplimiento del deber que,
según el filósofo regiomontano, tenemos de conocernos moralmente a
nosotros mismos y el rezo del padrenuestro. Y no deja, en fin, de mostrar el
vínculo que hay entre la propensión al autoengaño que Kant atribuye a nuestra
especie con el mysterium iniquitatis, ocupándose así del difícil problema de
la posibilidad del engaño sobre uno mismo. Las observaciones de Reyna
sobre estos capitales asuntos rezuman originalidad, perspicacia y notable
profundidad filosófica. Tomo nota con agradecimiento de la enseñanza que
proporcionan.
Los comentarios de Reyna sobre las relaciones entre la moral kantiana
y el cristianismo me dan ocasión de añadir por mi parte dos consideraciones.
La primera de ellas es una puntualización sobre lo que Rafael Reyna expone
respecto del papel que, según Kant, la afirmación de la existencia de Dios y
la inmortalidad del alma desempeña en la moralidad. Rafael Reyna sostiene
que, en esta importante cuestión, se aprecia una evolución en el pensamiento
de Kant ya en el mismo periodo ‘crítico’. No es la misma, según él, la doctrina
que sobre el asunto expone Kant en el “Canon de la razón pura” de la primera
Crítica, publicada en 1781, que la enseñanza definitiva que el filósofo ofrece
en su segunda Crítica, aparecida en 1788. Si ese fuera el caso, y aunque Rafael

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Reyna, con suma elegancia, se abstenga de decirlo, en mi libro habría


cometido un pecado de omisión: habría privado a sus lectores del
conocimiento de una vacilación doctrinal en una cuestión que concierne
esencialmente a la concepción que se formó Kant de la religión y, por tanto,
del cristianismo.
La segunda consideración pretende servir de complemento a las
cuestiones tratadas por Reyna respecto del conocimiento moral de sí mismo
y los peligros del autoengaño. Quisiera presentar mis comentarios al respecto
como si se tratara de la exégesis que Kant habría propuesto de la admonición
de Cristo de que vemos la mota en el ojo ajeno y no reparamos en la viga en
el nuestro (Mt 7, 3-5; Lc 6, 41-42).
5.1. ¿Ha defendido Kant en el período crítico que la afirmación de la
existencia de Dios y la vida futura son ‘motores’ del obrar moral?
Rafael Reyna sostiene que Kant no mantuvo desde siempre su célebre tesis,
con la que inaugura su libro sobre la religión, según la cual “la moral conduce
ineludiblemente a la religión”. Ello se debe, según su interpretación, a que,
en el “Canon de la razón pura” de la primera Crítica,

Kant mantiene que, por sí solas, la representación de una divinidad que recompensa
o castiga y la creencia en una vida más allá de esta, tienen ya una función motivadora
y que, por tanto, pueden ser, en definitiva, motivos impulsores de la acción
[Triebfedern].

El filósofo prusiano habría mudado luego de parecer, porque habría advertido


que esta concepción “colisionaba con la asunción, fundamental para Kant
frente a Hume, de que, si la razón misma ha de ser práctica, ella, por sí sola,
ha de ser suficiente para disparar la acción”. ¿Es esto así? ¿Hay semejante
mudanza en la concepción de Kant en asunto tan capital?
Ante todo, la interpretación de Reyna choca con esta declaración del
filósofo, que se encuentra precisamente en la aludida sección de la Crítica de
la razón pura:

Admito que hay realmente leyes morales puras que determinan enteramente a priori
(sin referencia a fundamentos motores empíricos [empirische Bewegungsgründe],
es decir, a la felicidad) la acción y la omisión, es decir, el uso de la libertad de un

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ser racional en general, y que esas leyes mandan absolutamente (no solo
hipotéticamente bajo la suposición de otros fines empíricos) y que, por tanto, son
necesarias en todo sentido (KrV, A807/B835).

Ya en su primera Crítica, siete años antes de la publicación de la Crítica de


la razón práctica, Kant habría defendido, pues, que la razón pura es, por sí
sola, práctica. Y esa misma doctrina la sigue manteniendo en 1785, cuando
publica la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en la que
afirma inequívocamente, diríase que contra Hume, que “el fundamento de la
obligación no debe buscarse en la naturaleza del hombre o en las
circunstancias del universo en que el hombre está puesto, sino a priori
exclusivamente en conceptos de la razón pura” (Gr, AA 04, 389).
Pero acaso Reyna, para justificar su interpretación, se refiera, sin
citarlo, a otro pasaje del “Canon de la razón pura”, que dice así:

Es necesario que todo el curso de nuestra vida esté sometido a máximas morales,
pero al mismo tiempo es imposible que esto ocurra si la razón no junta con la ley
moral, que es una mera idea, una causa eficiente que determine para la conducta
conforme a la ley moral un resultado correspondiente exactamente a nuestros fines
más elevados, sea en esta o en otra vida. Así, pues, sin un Dios y un mundo no
visible ahora, pero esperado por nosotros, serán las ideas soberanas de la moralidad
ciertamente objetos del aplauso y la admiración, pero no motores del propósito y de
la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional y
determinado y necesario por esa misma razón pura a priori (KrV, A812-813/B840-
841).

En este pasaje se habla, ciertamente, de que Dios y el mundo futuro


son ‘motores’ (Triebfedern), y ello parece dar la razón a la interpretación de
Reyna. Pero adviértase que no dice que son “motores de la razón práctica
pura” [„Triebfedern der reinen praktischen Vernunft“], por utilizar la
expresión de la segunda crítica, es decir, motores de la acción moral. Tales
motores no son otros que las leyes morales mismas. Dios y la vida futura son,
según se dice en el pasaje que comento, “motores del propósito y de la
ejecución” [„Triebfedern des Vorsatzes und der Ausübung“]. ¿Qué quiere
decir Kant con esta especificación? Lo ha declarado el propio filósofo en las
primeras líneas del pasaje que contiene la expresión. Dios es “una causa
eficiente [eine wirkende Ursache] que determina para la conducta conforme

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a la ley moral un resultado correspondiente exactamente a nuestros fines más


elevados, sea en esta o en otra vida”. ¿No es esto tanto como afirmar que la
moral (“la conducta conforme a la ley moral”) conduce inevitablemente a la
religión (puesto que solo Dios puede “determinar un resultado
correspondiente exactamente a nuestros fines más elevados, sea en esta o en
otra vida”)? ¿No enuncia Kant esto mismo cuando dice, en el pasaje que
comento, que la razón ha de “juntar con la ley moral”, ley ya conocida por
nosotros y que nos obliga por sí misma, la admisión de Dios y una vida futura?
Expliquémoslo de otra manera. “Es necesario”, decía Kant al
comienzo del pasaje que he citado, “que todo el curso de nuestra vida esté
sometido a máximas morales”. Es la razón práctica pura la que nos enseña
cuáles son las leyes morales y cuáles son los fundamentos motores
(Bewegungsgründe) puros por los que hemos de plegarnos a ellas, según
había afirmado Kant en el primer pasaje que he transcrito del “Canon de la
razón pura”. Si levantamos ahora la mirada y contemplamos el “propósito”
(Vorsatz) final de una vida sometida a máximas morales y, a la vez, a la
inevitable búsqueda de la felicidad, y pensamos en la “ejecución” (Ausübung)
de ese propósito último, ¿cuáles son los ‘motores’ que ponen en marcha, no
nuestra observancia de las leyes morales, sino que la observancia de esas leyes
‘ejecute’, cumpla el ‘propósito’ al que nuestro querer apunta en definitiva?
La mera observancia de esas leyes no realiza, en verdad, semejante fin último:
nos hará moralmente buenos, moralmente dignos de la felicidad, pero no
necesariamente felices. Solo Dios puede ser la ‘causa eficiente’ de que, en
esta vida o en una vida futura, obtengamos realmente la felicidad a la que nos
hemos hecho moralmente acreedores. Por tanto, no son Dios, ni la
recompensa o el castigo recibidos en una vida futura, los ‘motores’ de nuestra
vida moral, sino los ‘motores’ del fin último al que tiende nuestra vida moral:
obtener la felicidad moralmente merecida. Si cupiera decirlo así, cabría
proponer esta fórmula: Dios y la vida futura no son motores que actúan antes
de la ley moral y para que nos sometamos a la ley moral; son, antes bien,
motores que actúan después de la ley moral y porque nos hemos sometido (o
hemos rechazado hacerlo) a la ley moral. De ahí que la moral conduzca
ineludiblemente a la religión.8

8
En otro pasaje del “Canon de la razón pura” Kant señala expresamente que “la moralidad en sí misma
constituye un sistema, pero la felicidad no, como no sea, en cuanto distribuida, en exacta conformidad
con la moralidad. Esto, sin embargo, solo es posible en el mundo inteligible bajo un creador y regidor
sapientísimo”. Y añade (y pongo yo en cursiva una frase que me parece significativa al respecto): “Un

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Esta interpretación mía viene confirmada, paradójicamente, por el


pasaje de las lecciones de metafísica de Kant que el propio Rafael Reyna
aduce para apoyar su versión de la evolución del pensamiento de Kant. Se
trata de las lecciones conocidas gracias a los apuntes de Mrongovius, que
proceden del año 1783, año en el que parecería que Kant no ha concebido
todavía su doctrina definitiva sobre el asunto. Cito el pasaje en la traducción
del propio Reyna:

Si aceptamos tales principios morales, sin presuponer a Dios u otro mundo, nos
enredamos en un dilema práctico. En efecto, si no hay un Dios ni [existe] otro
mundo, debo, o seguir firmemente las reglas de la virtud, pues soy un virtuoso
fantaseador, porque no espero consecuencia de la que me haga digno de mi
comportamiento – o me desharé [wegwerfen] de la ley de la virtud, la despreciaré y
pisotearé la moral con mis pies, porque ella no puede proveer la felicidad, me
ensimismaría con mis vicios [meinen Lastern nachhängen], disfrutaría de los
deleites de la vida, si los tengo, y, entonces, tomo un principio por el cual me hago
malvado [Bösewicht]. Por tanto, nos debemos decidir a ser o bufones [Narren] o
malvados. – Este dilema muestra que la ley moral que está escrita en nuestro
entendimiento debe estar vinculada inseparablemente con una creencia en Dios y en
otro mundo (V-Met/Mrongovius, AA, 28, 777-778).

Según la lectura de Rafael Reyna, “este texto, que bien podría ser
adjudicado al propio Nietzsche, muestra, a mi parecer, la posición adoptada
por Kant también en el Canon”. Y enuncia así su interpretación:

Si para ejecutar una acción adecuada a la ley moral tuviera uno que poner en una
balanza las ventajas que podría obtener del quebranto de dicha ley, por un lado, y,
por otro lado, las desventajas que una divinidad pudiera procurarle, sea cual fuere
su decisión, la acción no sería motivada única y exclusivamente por la razón. La
razón, en definitiva, no sería tampoco práctica, entonces.

Creador semejante y una vida en un mundo como ese, que tenemos que considerar como futuro, se ve
obligada la razón a admitirlos, o a considerar las leyes morales como fantasmas vacíos; porque sin esa
suposición, se vendría abajo necesariamente el necesario resultado que la misma razón enlaza con las
leyes morales. Por eso cada cual considera las leyes morales como mandamientos, cosa que no podría
ser si no enlazasen a priori con su regla consecuencias acomodadas y no llevasen en sí promesas y
amenazas. Y esto no lo pueden hacer si no yacen en un ser necesario, considerado como el bien
supremo, que es el único que puede hacer posible semejante unidad final” (KrV, A811-812/B839-840).

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A mi entender, sin embargo, nada se dice en este pasaje sobre los


motores de la acción moral: se da por descontado tanto que conocemos la ley
moral (“que está escrita en nuestro entendimiento”) cuanto que podemos
“seguir firmemente las reglas de la virtud” y ser por ello “virtuosos”. El
dilema práctico que enuncia Kant no consiste, por tanto, en evaluar las
consecuencias de una posible acción respecto de la consecución de la
felicidad, sea en esta vida o en otra futura, y tomar luego el resultado de esa
evaluación como motivo del obrar. Si así fuera, tendría razón Reyna al decir
que, fuera cual fuera nuestra decisión, el motor de nuestra acción no nos lo
enseñaría el uso puro de la razón práctica, sino el uso empírico de esta
facultad. La razón pura no sería, en verdad, práctica. No obraríamos nunca
por deber, sino siempre solo por inclinación, sea por obtener la felicidad en
esta vida o en otra futura.
Parece, sin embargo, que el dilema que Kant plantea nos enfrenta a
una cuestión bien distinta. Cabe enunciarla así: ¿Es posible cumplir el deber
por el deber y, a la vez, ser feliz? Si cumplo el deber por el deber, me hago
merecedor de la felicidad, pero no me hago necesariamente feliz. Si obtengo
la felicidad, dando sin más satisfacción a mis inclinaciones, no me hago
moralmente bueno. O merecedor de la felicidad sin felicidad o feliz sin
merecer ser feliz. O tonto o malvado. Este dilema que nos presenta la
consideración del fin último de nuestra voluntad nos precipita en un
absurdum practicum, del que, según afirma Kant, solo puede librarnos la
admisión de la existencia de Dios y una vida futura. Nuevamente, pues, la
moral lleva ineludiblemente a la religión.
Tiene toda la razón Rafael Reyna al afirmar que, en la Crítica de la
razón práctica, “Dios y la creencia en otra vida aparecen en los postulados de
la razón práctica” y que, por tanto, en esa obra Kant logra explicar y justificar
de manera más adecuada el peculiar vínculo que descubre entre virtud y
felicidad. Pero este avance en la argumentación no supone un cambio de
doctrina respecto de lo defendido en la primera Crítica. Un postulado de la
razón pura práctica es, como afirma Kant (y subrayo yo dos palabras de su
definición), “una proposición teórica, pero no demostrable como tal, en
cuanto depende inseparablemente de una ley práctica incondicionadamente
válida a priori” (KpV, AA 05, 122). Sin darle el nombre de postulados, esto
mismo es lo que ha defendido Kant en los pasajes que hemos examinado: la
razón ha de “juntar con la ley moral” la admisión de la existencia Dios y de

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una vida futura; sin la suposición de Dios y una vida futura “se vendría abajo
necesariamente el necesario resultado que la misma razón enlaza con las
leyes morales”; la ley moral “debe estar vinculada inseparablemente con una
creencia en Dios y en otro mundo”.
No hay, por tanto, a mi juicio, evolución en la doctrina. Hay, sí,
cambio de terminología y, sobre todo, como he dicho y advierte Reyna,
mudanza en la exposición y en la fundamentación, en 1788 mucho más claras
y precisas que en años anteriores, de una posición que, sin embargo, Kant ha
defendido a lo largo de todo su periodo crítico. En la Crítica de la razón
práctica, en efecto, Kant abandona el ambiguo vocabulario de los ‘motores’
referidos a Dios y la vida futura, no insiste en la argumentación indirecta
basada en el absurdum practicum y expone una indagación directa de las
condiciones de posibilidad de la realización del bien supremo. Pero Kant
sigue manteniendo la misma posición. ¿Sería descabellado pensar que esta
enseñanza ya la había concebido in nuce muchos años antes, cuando en la
célebre carta del 21 de febrero de 1772 anunciaba a su discípulo Marcus Herz
que estaba ocupado en la redacción de una obra, Los límites de la sensibilidad
y de la razón, en una de cuyas secciones habría de tratar de “los fundamentos
primeros de la moralidad” (Br, AA 10, 129)?
5.2. Los engaños en el conocimiento moral de nosotros mismos
En Kant y el cristianismo propongo entender la última petición del
padrenuestro, “líbranos del mal”, como la expresión del deseo moral de
vernos libres, en palabras del filósofo, de “la falta de probidad consistente en
engañarnos a nosotros mismos, que impide que arraigue en nosotros la
auténtica actitud moral fundamental [echte moralische Gesinnung]” (RGV,
AA 06, 29). Rafael Reyna se muestra de acuerdo con esta interpretación y aun
abunda en ella señalando dos cuestiones esenciales.
La primera es el papel central que Kant adjudica a la conciencia moral
(Gewissen) en su doctrina ética. La conciencia moral es, en efecto, para Kant,
un darse cuenta, que es, a la vez, un deber. Este deber no es otro, en
declaración del propio Reyna, que el “autoesclarecimiento con respecto a si
la máxima perseguida es o no adecuada a la ley moral”. Pero la conciencia
moral, sigue exponiendo Reyna,

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por mucho que el agente se procure una cierta claridad en torno a la legalidad de su
propia conducta, puede relajarse, de tal modo que, aunque nunca deje de oírse su
voz, puede ser dejada de lado o simplemente no ser tenida en cuenta.

La conciencia moral puede, pues, incurrir en ciertos ‘vicios’ que impiden, o


al menos obstaculizan, el cumplimiento del deber de conocernos moralmente.
Este hecho conduce a Reyna a tratar en su comentario una segunda y
difícil cuestión: ¿Cómo es posible el autoengaño? ¿No es contradictorio
admitir que podemos mentirnos a nosotros mismos, “puesto que para mentir
hace falta una segunda persona”? Rafael Reyna trata de responder a estas
preguntas acudiendo a la doctrina kantiana del asentimiento (Fürwahrhalten),
que expone con brillantez.
Pero, admitida la respuesta de Kant a la pregunta sobre la condición
de posibilidad de la falta de sinceridad con uno mismo, todavía cabría
preguntarse: ¿En qué tipos de autoengaño podemos incurrir al tratar de
conocernos moralmente? El ‘Maestro del evangelio’ nos pide que velemos y
oremos para no caer en la tentación (véase Mt 26, 41). Orar para evitar el
autoengaño es condición necesaria para cumplir el deber de conocernos a
nosotros mismos exigido por nuestra conciencia moral. Rafael Reyna ha
insistido en este asunto. Pero ¿cuáles son los principales autoengaños a los
que, según Kant, habría de atender nuestra vigilancia? ¿Ante qué
impedimentos cognoscitivos hemos de mantenernos ante todo alerta? ¿Qué
hace que, como advierte Jesús (véase Mt 7, 3-5; Lc 6, 41-42), podamos ver la
mota que tiene nuestro hermano en el ojo, pero que seamos incapaces de
reparar en la viga que llevamos en el nuestro?
En otro lugar me ocupé de describir con cierta extensión los estorbos
con los que, al decir del filósofo prusiano, tropieza el conocimiento de nuestra
propia condición moral (Rovira, 2014). Kant los expone de pasada, sin orden
determinado, en la primera parte de La religión dentro de los límites de la
mera razón. Los recuerdo ahora brevemente como complemento de las
consideraciones de Rafael Reyna.
Las simulaciones con que nos encubrimos el valor moral de nuestras
acciones se corresponden, por lo común, con nuestros esfuerzos por
ocultarnos las lacras de nuestro corazón. Estas lacras son, según conocida
doctrina de Kant, principalmente tres. La primera de ellas es la “debilidad

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[Gebrechlichkeit, fragilitas] del corazón humano” en el cumplimiento del


deber. La segunda es la “impureza [Unlauterkeit, impuritas, improbitas] del
corazón humano”, es decir, la tendencia a mezclar los motivos inmorales con
los morales, aun con la mejor intención. La tercera deficiencia, en fin, es la
“malignidad [Bösartigkeit, vitiositas, pravitas]” o, como también la llama
Kant, la “corrupción [Verderbtheit, corruptio] del corazón humano”, o sea, la
perversidad que invita a postergar el respeto al deber como único motivo
legítimo del obrar moral (RGV, AA 06, 29-30). Siguiendo, pues, el hilo
conductor de estos defectos, cabe descubrir los principales engaños en que
podemos incurrir en el conocimiento moral de nosotros mismos.
Con el intento de negar la fragilidad de nuestro corazón se relaciona
frecuentemente un engaño que encuentra terreno abonado cuando adoptamos
una máxima conforme al deber y no cejamos en su observancia. La
perseverancia en el cumplimiento de lo ordenado por la máxima, la firmeza
con que seguimos lo que nos manda, podemos interpretarla pronto como
ausencia de debilidad en nuestro corazón. Y la supuesta carencia de este
defecto nos lleva insensiblemente a convencernos de que cumplimos la
máxima por respeto al deber. La más ligera introspección nos haría ver
claramente, sin embargo, que acaso lo que en realidad nos mueve a adoptar
esa máxima es la búsqueda de nuestra propia felicidad. Kant ha denunciado
con agudeza este engaño en el conocimiento moral de nosotros mismos: “El
hombre se tiene por virtuoso cuando se siente firme en las máximas para
observar su deber, aunque no se sienta así por el fundamento supremo de
todas las máximas, a saber, por deber”. Y lo ha ilustrado, además, con algunos
significativos ejemplos:

El intemperante, por ejemplo, vuelve a la templanza por mor de la salud, el


mentiroso vuelve a la verdad por mor del honor, el inicuo a la probidad cívica por
mor de la tranquilidad o del lucro, etc. Todos según el ensalzado principio de la
felicidad (RGV, AA 06, 47).

Por otra parte, la tentativa de rechazar la impureza de nuestro corazón


se asocia en ocasiones a un nuevo tipo de engaño, que arraiga cuando de las
máximas que hemos adoptado para obtener nuestra propia felicidad con
desatención de las exigencias del deber se siguen, en verdad, acciones
ventajosas para nosotros que, sin embargo, resultan conformes al deber, o,

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cuando menos, no contrarias a él. Buscando tan solo, pongamos por caso,
nuestro propio placer, hemos logrado además conservar la salud y adquirir
hábitos beneficiosos. La afortunada coincidencia entre la conveniencia propia
y el cumplimiento del deber o, al menos, su no palmaria transgresión, nos
hace admitir sin más la validez de esta conclusión: acciones conformes al
deber, o de las que no parece nacer culpa alguna, solo pueden proceder de
máximas que se cumplen por deber o que no tienen en cuenta el reclamo de
las inclinaciones. Damos así alimento a la ilusión de que nuestro corazón está
libre de motivos impuros, sin querer reparar en que la conexión entre la
prosperidad y la realización del deber, o la apariencia de que no lo hemos
vulnerado, es solo cosa de la buena suerte, fruto exclusivo de la mera
casualidad. De hecho, apenas tendríamos reparo en juzgar culpables a otros
que, pretendiendo únicamente su propio deleite, no han sido tan afortunados
como nosotros y de resultas de ello han deteriorado su salud o se han hecho
esclavos de algún vicio.
Como el desenmascaramiento de esta impostura cabe interpretar
quizás estas palabras de Kant, que llaman la atención sobre

la tranquilidad de conciencia de tantos seres humanos (de conciencia escrupulosa,


según su parecer) cuando, en medio de acciones en las que no se ha consultado a la
ley, o al menos no ha sido la ley lo que más ha importado, tan solo han escapado
felizmente a las malas consecuencias[;]

y que denuncian también en esos seres humanos

el imaginarse con el mérito de no sentirse culpables de ninguna de las faltas de las


que otros se ven afectados, sin siquiera indagar si no es acaso mérito de la fortuna y
si, a tenor del modo de pensar que muy bien podrían descubrir en su interior con
solo quererlo, no habrían incurrido ellos en los mismos vicios, caso de que la
impotencia, el temperamento, la educación o las circunstancias de tiempo y de lugar
que llevan a la tentación (meras cosas que no se nos pueden imputar) no los hubieran
mantenido alejados de ellos (RGV, AA 06, 38).

No se piense, sin embargo, que ya no podríamos engañarnos sobre


nuestro valor moral si la buena suerte nos abandonara y de las máximas que
adoptamos por mor de nuestra felicidad se siguieran acciones desfavorables

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Rogelio Rovira Una vez más sobre Kant y el cristianismo

a nuestro goce y, además, claramente contrarias al deber. Muy bien podríamos


incurrir entonces en otro engaño. Pues podemos interpretar como reproches
de nuestra conciencia por las faltas cometidas —y elevar así nuestra propia
estimación moral al creer que sentimos arrepentimiento— lo que en realidad,
según advierte Kant, “es tan solo, por lo común, la recriminación interior de
haber quebrantado la regla de la discreción” (RGV, AA 06, 24 nota), sin que
a esa reprobación siga, naturalmente, propósito alguno de mejora moral.
Un engaño que puede vincularse con la pretensión de ocultar la
corrupción de nuestro corazón es la añagaza que se produce, según se
desprende de las explicaciones de Kant, cuando abandonamos la pretensión
de cumplir el deber por el deber en razón de una falsa idea de Dios que nos
hemos hecho. En este caso nos hemos convencido de que, en Dios, la
benevolencia es un atributo que no está limitado de ninguna manera por la
disposición moral de las criaturas, y que, por ello, lo que Dios quiere de
nosotros es única y exclusivamente nuestra felicidad, y no tanto nuestra
mejora moral. He aquí lo que escribe Kant al respecto:

Contra esta exigencia de mejoramiento de sí mismo, la razón, desalentada por


naturaleza respecto del cultivo moral, bajo el pretexto de la incapacidad natural, se
vale de toda suerte de ideas religiosas impuras (a las cuales pertenece la idea de que
Dios mismo hace del principio de la felicidad la condición suprema de sus
mandamientos).

Y esta falsa idea del ser divino lleva al hombre a creer, según añade el
filósofo, que “Dios puede hacerle eternamente feliz sin que él mismo tenga
necesidad de llegar a ser un hombre mejor (mediante el perdón de sus culpas)”
(RGV, AA 06, p. 51).
A este engaño en el conocimiento moral de uno mismo suele
acompañarle otro, que Kant censura acerbamente. En este caso, el fraude
estriba en pensar que podemos hacernos buenos sin llevar a cabo actos
moralmente buenos, sustituyéndolos simplemente por otros actos, acaso
costosos de realizar, con los que creemos obtener el favor del cielo.
Incurrimos así en un falso culto a Dios, que nos hace atarearnos con prácticas
y rituales que nada tienen que ver con nuestro mejoramiento, pero con los que
queremos creer que aumenta nuestra estatura moral. El verdadero culto a
Dios, dice Kant, no es otro que el culto moral. Justamente el que, según la

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interpretación del filósofo, pide el ‘maestro del Evangelio’ al instarnos a


entrar por la puerta estrecha.
Adviértase, en fin, que la gravedad de estos engaños apuntados por
Kant —y de otros que todavía se puedan encontrar en sus escritos— no estriba
en que entorpecen la labor del entendimiento para juzgar si nuestros actos
caen o no caen bajo el principio del deber. Como muy bien ha apuntado Rafael
Reyna en su comentario sobre Kant y el cristianismo, el verdadero peligro
que entrañan reside en el hecho de que ofuscan nuestra conciencia moral y
dificultan la sinceridad con nosotros mismos, imposibilitando así que enraíce
en nosotros la genuina actitud moral. Es verdad que el derrocamiento de estos
autoengaños no supone, según el filósofo prusiano, que podamos saber si en
algún caso hemos obrado moralmente bien.9 Su abandono es, sin embargo,
condición necesaria para no creernos mejores de lo que somos. No olvidemos
el dictum de Kant: “En nada se engaña uno más fácilmente que en aquello
que da pábulo a la buena opinión de sí mismo” [„Man täuscht sich nirgends
leichter, als in dem, was die gute Meinung von sich selbst begünstigt“] (RGV,
AA 06, 68).
***

De nuevo agradezco profundamente a Leonardo Rodríguez Duplá, Juan José


García Norro, Ana Marta González, Pedro Jesús Teruel y Rafael Reyna su
amabilidad en compartir sus reflexiones sobre Kant y el cristianismo. Espero
que el diálogo mantenido gracias a la generosa hospitalidad de la Revista de
Estudios Kantianos prosiga más allá de estas páginas y que se incorporen a él
nuevos interlocutores.

Bibliografía
Ameriks, K. (2018). Once Again - the End of All Things. En E. Watkins (Ed.),
Kant on Persons and Agency (pp. 213-230). Cambridge University Press.

9
En una nota a pie de página de la Crítica de la razón pura (A551/B579) escribió Kant: “La moralidad
propiamente dicha de las acciones (mérito y culpa), incluso la de nuestra propia conducta, permanece,
por tanto, enteramente oculta para nosotros”.

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DOI 10.7203/REK.7.1.24151
Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras. ¿De quién
son las obligaciones?. Madrid, Avarigani Editores, 2019, pp.
433. ISBN: 978-84-948740-4-8.

SONSOLES GINESTAL CALVO1

“¿Hacen las buenas vallas buenos vecinos?”. Esta pregunta con que da
comienzo la introducción recorre todo el contenido de una obra que trata de
abordar una gran variedad de cuestiones concernientes a la relación entre las
fronteras y la justicia. ¿Son aquellas una condición necesaria para esta o
resultan más bien un impedimento? ¿En qué ocasiones suponen una u otra
cosa? Onora O’Neill considera como una tarea fundamental de la filosofía
política la reflexión “acerca de si las diversas formas de fronteras y las
inclusiones y exclusiones que crean pueden estar justificadas y cómo lo
estarían” (p. 11). De esta forma, y desde la herencia y discusión con
pensadores tan importantes como Kant, Rawls o Burke, se cuestionan
visiones comunes y ampliamente asumidas sobre los derechos humanos. La
autora mantiene, por ejemplo, una visión crítica y escéptica de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos como una lista de derechos altamente
indeterminados que no habla de quién ha de asumir las obligaciones que
evidentemente han de asociar para su cumplimiento, pues “las apelaciones a
los derechos son mera retórica a no ser que alguien asuma las correlativas
obligaciones” (p. 104).
La excelente traducción al castellano de esta obra nos ofrece, pues, la
posibilidad de enfrentarnos a un círculo de cuestiones de una importancia
vital para el mundo actual, ya que devuelve la responsabilidad que le toca a
cada individuo en particular y a las instituciones nacionales y transnacionales,
a la par que traza una trayectoria que cuenta con todos los desafíos globales
de la actualidad. La atención que Laura Herrero pone en la aclaración de la
traducción en las notas a pie de página repercute muy positivamente en la
comprensión del texto, facilitando el acceso del lector al sentido originario
con que O’Neill expone sus reflexiones.

1
Universidad Complutense de Madrid. Contacto: [email protected].

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 253-258
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Sonsoles Ginestal Calvo Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras

En la primera parte del libro, Hambre a través de las fronteras, se


plantean una serie de cuestiones relativas a la actual situación global respecto
de los recursos del planeta —así como también se llama la atención sobre la
inmediatamente venidera—. ¿Quién es culpable de las muertes provocadas
por el hambre? ¿Es esta una situación evitable? En una genial analogía la
autora compara el momento presente en torno a la cuestión del hambre con
un bote salvavidas de seis personas sobre el que se postulan casos en los que
varía la cantidad de recursos y las necesidades de las personas pasajeras. En
algunos de los casos, por ejemplo, se trata de un bote bien equipado, en otros
no. De esta forma, se muestran de forma clara las dinámicas que rigen de cara
al reparto de recursos, derechos y obligaciones. Sin embargo, y aunque en
buena medida se apuntan y señalan los problemas a los que hoy nos
enfrentamos, el libro no se limita a llevar a cabo una crítica contra las políticas
injustas, sino que mantiene una labor positiva, como en el caso de la
distribución de los recursos globales, en la medida en que también se sugieren
“principios sobre los que podrían reposar razonablemente las medidas frente
al hambre y a la situación de prehambruna” (p. 52). La autora no busca
centrarse meramente en exponer el estado actual relativo a las situaciones de
hambre, pobreza, etc., en el mundo porque, como señala, los meros datos no
nos indican qué hacer. Se centra, pues, en orientar nuestra atención a la
acción; qué hacer respecto a la carestía global a la que nos aproximamos, qué
posibles medidas es bueno apoyar frente al hambre y, más inmediatamente,
la “situación de prehambruna”. Todo ello sin perder de vista la dificultad de
apuntar al culpable en las situaciones de hambruna.
En la segunda parte del libro, que lleva por título Justificaciones a
través de las fronteras, se discuten distintas posturas en torno a esta
complicada cuestión, la de si las propias fronteras están justificadas, y en su
caso de qué manera lo están. Uno de los puntos de vista polemizados es aquel
que apela a sentidos de la identidad, comunidad o afiliación nacional como
forma de justificación de fronteras nacionales y estatales. Sin duda entre los
principales argumentos que a menudo se aportan a favor de las fronteras se
encuentra aquel que se basa en la advertencia de que la no existencia de
fronteras derivaría inevitablemente en la tiranía de la concentración del poder
mundial en un solo Estado, en lugar de estar repartido entre los diversos
Estados nacionales: “Tal estado mundial concentraría poder y los aspectos
comunes que se mencionan para temer un gobierno mundial y su
concentración colosal de poderes me parecen serias razones” (pp. 140-141).

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Sonsoles Ginestal Calvo Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras

Por otro lado, la autora señala que los conceptos empleados en este tipo de
argumentos, como son los de “comunidad” o “identidad nacional”, no poseen
unos límites claros, y se revelan por ello mismo incapaces para establecer
fronteras fácticas definidas. Las fronteras son a menudo necesarias para la
justicia y en ocasiones también impedimentos para la misma.
Asimismo, se discute la necesidad de la abstracción en la justicia para
poder ajustarse a la innegable heterogeneidad de comunidades y culturas del
planeta. Una noción de justicia vinculada con el ideal de la ciudadanía en el
pensamiento liberal plantea también diversos problemas, pues es un ideal que
no todos los pueblos comparten. Sin una abstracción, que a menudo es
acusada, no es posible la comunicación entre culturas diversas o, como señala
la propia O’Neill, “no hay nada que sea universalmente relevante” (p. 163).
Con ánimo de aclarar el difícil contexto en el que estas cuestiones hacen su
aparición, la autora lleva a cabo una relevante distinción entre abstracción e
idealización, distinción que es particularmente importante a la luz de las
consecuencias que entraña, a saber, que mientras que la abstracción nos
permite llegar a un público que está en desacuerdo con nosotros, no es este el
caso de la idealización.
Se comparan dos propuestas de la justicia más allá de las fronteras, las
de Kant y Rawls. Ambos autores comparten, digamos, un mismo punto de
partida: ninguno de ellos apoya la idea de un estado mundial, pero los dos
piensan que la justicia necesita algo más de lo que puede ser ofrecido por los
Estados y sus instituciones internas. Sin embargo, el conflicto surge
rápidamente, pues para Kant la consideración de la justicia deriva de una
consideración de la razón práctica, mientras que para Rawls, “la dependencia
de Kant de una consideración de la razón práctica tiene presuposiciones
metafísicas inaceptables” (p. 199). Resulta de todo punto interesante la lectura
antimetafísica que O’Neill da a los argumentos kantianos, haciendo de ellos
presupuestos válidos para una consideración realista de la justicia a través de
las fronteras.
Al término de esta parte del libro es inevitable retomar, por tanto, las
cuestiones: ¿Se puede ofrecer alguna justificación? ¿Es importante ofrecerla?
Y, en tal caso, ¿qué tipo de justificación sería válida? Una de las
consideraciones que pretende mostrarse, y que revela el trabajo que aún queda
por hacer, es que la lista de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, como señalábamos, contiene derechos altamente indeterminados,

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lo cual explicaría el amplio acuerdo que hay al respecto y los conflictos que
surgen cuando las discusiones se centran en aspectos más concretos de los
derechos humanos.
La tercera parte, Acción a través de las fronteras, está principalmente
interesada en el análisis de las obligaciones, y por tanto en el contexto de
agencia que tiene que hacerse cargo de las mismas para que tenga siquiera
sentido hablar de derechos. En esta parte, uno de los temas que vehicula el
tratamiento de estas cuestiones es el pensamiento de Edmund Burke, autor
que rechaza deliberadamente los derechos abstractos y sobre el que se da una
cierta controversia en sus interpretaciones. O’Neill se pregunta, ¿qué hay bajo
la crítica de Burke a la abstracción de los derechos? A partir de este
planteamiento realizará todo un recorrido por las obligaciones que entrañan
los derechos; una de las principales tareas para el respeto y la realización de
estos en tanto que universales es “interpretar sus variables exigencias en
modos en que sean mutuamente coherentes” (p. 270). Uno de los problemas
ineludibles para ello es el de la vinculación de la justicia con los Estados. El
pensamiento actual acerca de los derechos humanos no llega muy lejos
cuando, por ejemplo, se trata de asegurar los derechos de aquellos cuyo
Estado no lo hace o de las personas apátridas. Este tipo de problemas llevan
a la autora a señalar la contradicción que supone, por parte de muchas de las
consideraciones cosmopolitas, que se afirme que la justicia ha de alcanzar a
todos los seres humanos sin importar el lugar del planeta donde viven ni su
nacionalidad, y sin embargo considerar a los Estados territoriales los agentes
primarios de justicia, de modo que las obligaciones cambian a uno u otro lado
de las fronteras. ¿Hay alguna alternativa a la asunción de que deben ser los
Estados los agentes primarios de justicia?
En efecto, se dan tres razones principales para desconfiar de la
suficiencia de los Estados como agentes principales de justicia: la primera es
que muchos Estados son injustos y no buscan implantar la Declaración
Universal de los Derechos Humanos; la segunda es que aun teniendo
voluntad, muchos son incapaces de asegurar la justicia para sus ciudadanos o
miembros; una tercera razón es que, en el caso de que un Estado cumpla todo
lo anterior, el proceso de globalización a menudo le exige “hacer sus fronteras
más porosas, es decir, debilitar el poder estatal y permitir a agentes poderosos
y organismos de otros tipos ser más activos dentro de sus fronteras” (p. 299).
Estos son los casos del crimen internacional o las empresas transnacionales.

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Sonsoles Ginestal Calvo Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras

En realidad, según señala O’Neill, la tarea que debemos desplegar


para orientar el debate hacia un discurso efectivo es la de pensar en quién
debe hacer qué a quién. Para considerar quién debería asumir qué
obligaciones, la autora apunta, en primer lugar, un vínculo lógico: solo si
creemos que un agente puede asumir cierta obligación —en el sentido
específico de que tiene la capacidad de llevarla a cabo con su acción—
podemos cuestionarnos acerca de si debería cumplir con ella. Es evidente que
individuos e instituciones no pueden asumir las mismas obligaciones, y de la
misma forma tampoco se le puede exigir lo mismo a Estados débiles que a
Estados fuertes. La autora estudia, por tanto, las obligaciones que pueden
asumir algunos actores no estatales, como son las corporaciones
transnacionales y algunas organizaciones no gubernamentales.
A la luz, pues, de un discurso más centrado en la necesidad de aclarar
las obligaciones, es preciso discutir también el modo en que hay que tomar
los derechos universales. Por un lado, pueden considerarse como ideales
reguladores a la hora de establecer instituciones, políticas, programas, etc. De
esta postura han sido partícipes no pocos intelectuales; sin embargo, es una
visión que no toma en serio las obligaciones Por otro lado, esto último solo
puede ocurrir en el caso de que nos tomemos los derechos como normativos
y no como aspiracionales, en palabras de O’Neill. El peligro de la primera
concepción estriba en que allí donde los derechos no se cumplen, no hay como
tal una quiebra o déficit de la obligación, y no hay por tanto un alguien a
quien apelar, culpar, o exigir compensaciones. En rigor estamos empujados a
señalar que no existen los derechos sin sus correspondientes obligaciones.
Tomando en cuenta el propósito de la obra, esta tercera parte es especialmente
importante.
La cuarta y última parte del libro, Salud a través de las fronteras,
reflexiona en torno a las razones de que la ética de la salud pública haya sido
descuidada en favor de las preocupaciones por la ética clínica. Este hecho
tiene, según la autora, dos “raíces”, que aborda con acierto a lo largo del
capítulo: por un lado, la preocupación excesiva de la ética de la medicina por
la autonomía de los pacientes individuales, y por otro, de nuevo, la
preocupación de la filosofía política por “los requisitos de la justicia dentro
de los estados o sociedades”. Sin embargo, es evidente que una gran variedad
de problemas de salud pública traspasa las fronteras, lo que hace necesario
poner la atención en la salud pública más allá de estas. Aunque se trata del

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 253-258
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Sonsoles Ginestal Calvo Onora O’Neill: Justicia a través de las fronteras

apartado, en extensión, más corto del libro, su contenido puede resultar


particularmente importante tras la crisis mundial en la salud provocada por la
pandemia de la COVID-19.
La lectura de esta obra nos obliga a seguir pensando en un conjunto
de cuestiones de un gran interés actual a partir de un discurso que queda
abierto y posibilita la reflexión en torno a la justicia, las fronteras, los
derechos y, sobre todo, las obligaciones.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 253-258
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Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo.
Lecturas desde el siglo XX. Barcelona, Malpaso, 2021, pp. 288.
ISBN: 978-84-178930-7-1.

DANIEL SANROMÁN ALIAS1

Es motivo de celebración el que las publicaciones sobre Kant sigan llegando


a los estantes de bibliotecas y librerías. Motivo de celebración, pero también
de reflexión. A tres años del tricentenario de su nacimiento, la figura de
Immanuel Kant sigue brillando con luz propia, concretamente con la de aquel
que es uno de los nuestros y a la vez ya no lo es. Esta paradójica condición
no se ha descubierto hoy, sino que hace casi ya un siglo fue el pistoletazo de
salida para una reflexión distinta sobre el filósofo de Königsberg.
Kant después del neokantismo (Sergio Sevilla y Jesús Conill editores)
se suma a otras publicaciones centradas en el pensamiento de Kant (por
ejemplo, Ensayos sobre la Antropología de Immanuel Kant, de Carlos
Mendiola Mejía y Nuria Sánchez Madrid, o Kant y herederos. Introducción
a la historia occidental, de Miguel García-Baró) que vienen a confirmar la
presencia del pensamiento kantiano desde la doble perspectiva de su vigencia
para pensar tanto los problemas del presente, como su importancia en tanto
que pensador capital de la tradición filosófica occidental. De Kant parte una
nueva modernidad y, si queremos comprendernos tanto en ella como viniendo
después, debemos abordar el pensamiento de quien se dijo que era un filósofo
verdaderamente difícil. Esta misma idea es la que, en el fondo, sustenta Kant
después del neokantismo. Stricto sensu, el proyecto no se centra en la figura
de Kant, sino en las lecturas que el mundo contemporáneo, de Heidegger en
adelante, ha realizado de él. En último término nos hallamos ante una historia
de la filosofía contemporánea a través de la lectura de Kant. La complejidad
de esta tarea es enorme y su resolución en esta colección de estudios es muy
satisfactoria. Por una parte, se supone en los autores el completo dominio de
la filosofía kantiana, y esta no es tarea fácil; por otra, se requiere el
conocimiento exhaustivo de los pensadores contemporáneos que, en su
lectura de Kant, lograron articular un pensamiento propio e independiente. Si

1
Universidad de Zaragoza. Contacto: [email protected].

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 259-263
259 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23688
Daniel Sanromán Alias Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo

esto no fuese suficiente, el estudio no se limita a la comparación entre los


distintos pensadores (Kant y Heidegger, Kant y Arendt, Kant y Adorno, etc.)
como dos bloques enfrentados, sino que el fin último es desplegar el diálogo
que los filósofos contemporáneos trabaron con el filósofo ilustrado,
mostrando la génesis del pensamiento contemporáneo a partir de los
callejones sin salida, ángulos muertos y caminos sin transitar que dejó el
considerado por muchos más grande filósofo de la modernidad.
En once capítulos de una extensión no superior a las cuarenta páginas
se abordan de manera crítica y profunda, con los textos delante y las críticas
realizadas y realizables a cada momento de la argumentación, los más
importantes pensadores del siglo XX: Heidegger (Capítulo 1, Arturo Leyte),
Hannah Arendt (Capítulos 2 y 3, Ángel Prior Olmos y Neus Campillo),
Konrad Lorenz (Capítulo 4, Pedro Jesús Teruel), Karl Popper (Capítulo 5,
Eugenio Moya), Ortega y Gasset (Capítulo 6, Jesús Conill Sancho), Adorno
(Capítulo 7, Sergio Sevilla), K.-O. Apel (Capitulo 8, Norberto Smilg Vidal),
Jürgen Habermas (Capítulo 9, Manuel Jimenez Redondo), Foucault (Capítulo
10, Miguel Morey) y un último capítulo (Capítulo 11, Fernando Montero)
dedicado exclusivamente al pensamiento kantiano. La serie de los capítulos
va precedida por una Introducción al libro donde se exponen brevemente los
motivos de la publicación y donde se trata de manera sucinta los contenidos
de cada uno de los apartados subsiguientes. Es altamente recomendable la
lectura de estas breves sinopsis antes de iniciar la lectura, por cuanto nos
ofrecen la perspectiva correcta a seguir.
La obra es totalmente divergente en las perspectivas adoptadas, pues
así es la filosofía contemporánea, plural en sus manifestaciones. Es
satisfactoria, a su vez, en el campo acotado como objeto de estudio, ya que
muy pocas son las voces de primer nivel ausentes en esta colección, aunque
quizá hubiese sido deseable dar más espacio a pensadores de la tradición
analítica de la filosofía, excepción hecha de Karl Popper (Capítulo 5, Eugenio
Moya). Por lo demás, esta falta debe ser tomada como acicate para una
próxima edición que aborde a aquellos pensadores que, por motivos de
espacio, seguro, que no de valía, no han logrado un lugar en este libro. Con
esta segunda edición se lograría una obra en dos volúmenes de incuestionable
valor: una historia del pensamiento contemporáneo occidental a través de la
lectura de Kant. Como se ha dicho, la obra es muy diferente entre sus partes
debido a la pluralidad de voces reunidas. Es imposible lograr en tan breve

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 259-263
260 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23688
Daniel Sanromán Alias Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo

espacio una aproximación adecuada a cada uno de los capítulos que


componen el libro, y, además, es innecesario, por cuanto con tratar unos pocos
se dará buena cuenta del tono general y del alcance de la publicación. Antes
de todo ello, cabe realizar una consideración previa: la publicación adolece
de un estudio, aunque fuese breve, de qué fue el neokantismo y cuál fue su
importancia. No se puede considerar como tal las breves indicaciones en las
páginas de la Introducción (pp. 12-14), y es a todas luces evidente que un
capítulo, si no un breve apartado en la Introducción dedicado a qué fue el
neokantismo hubiese clarificado mucho la materia.
Previo a todo comentario de algunos de los capítulos contenidos hay
que advertir que esta no es una obra que no requiera de su lector
conocimientos previos sobre la materia. Lo apuntado anteriormente con
respecto a la ausencia de un tratamiento del neokantismo incide en lo mismo.
Por obvios motivos de espacio, los complejos sistemas teóricos de cada uno
de los filósofos contemporáneos no aparecen expuestos para luego ser
comparados con el pensamiento de Kant, quien evidentemente no aparece
explicado, salvo en determinados puntos de interés. Las filosofías
contemporáneas se dan por supuestas y solo se aclaran aquellos puntos del
sistema que entran en juego en cada momento. Es recomendable entonces un
conocimiento, si no profundo y especializado, al menos avanzado de cada uno
de los temas y problemas de los pensadores. Si no es el caso, cualquier historia
de la filosofía acompañada de un buen diccionario terminológico bastará para,
como mínimo, poder seguir el discurso sin mayores problemas.
Yendo a determinados capítulos que, a mi entender, muestran la valía
de la publicación, querría destacar el primer capítulo de la serie, dedicado a
Martin Heidegger. Obra de Arturo Leyte, es un ejemplo de síntesis y claridad
en la exposición, así como de dominio de los textos, en este caso de la altura
y complejidad de Heidegger. La serie no podía comenzar en otro momento y
con otro pensador: la rehabilitación por Heidegger de Crítica de la Razón
pura como fundamento de una metafísica distinta de la tradicional se expone
mediante el ejemplar dominio de los textos tanto de Kant (Crítica de la Razón
pura) como de Heidegger (tanto Ser y Tiempo como Kant y el problema de la
metafísica). A. Leyte actúa aquí como el perfecto comentador: nos toma de la
mano y nos conduce por los intrincados caminos de la lectura heideggeriana
de Kant para llevarnos, siempre preparados, ante los textos mismos del
maestro de Alemania. Leyte deja que ellos hablen con voz propia; solamente

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 259-263
261 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23688
Daniel Sanromán Alias Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo

nos ha preparado para entenderlos de la manera correcta. Una vez ha


terminado el viaje, nos deja con el preciado bagaje del conocimiento. Por lo
demás, el contenido de este primer capítulo es simple de exponer: en qué
punto Ser y Tiempo conecta con Kant y el problema de la metafísica y de qué
manera la lectura de Kant por Heidegger se inserta en la génesis misma de su
pensamiento. Un modelo, repito, de comentario filológico y filosófico.
De maestro a discípula, Hannah Arendt ocupa los dos siguientes
capítulos, pero su doble presencia no indica una mayor importancia con
respecto a los demás autores (p. 14). En este sentido, los Capítulos 4 y 5
también pueden ser vistos como una unidad temática, aun tratando de dos
autores distintos (Konrad Lorenz y Karl Popper). Es innegable que de un
tiempo a esta parte la figura de Arendt ha logrado una popularidad que muy
pocos habrían esperado. Los dos capítulos dedicados a la pensadora abordan
dos dimensiones de su pensamiento de tremenda actualidad: el segundo
capítulo (Ángel Prior Olmos) aborda el pensamiento arendtiano sobre la
ciencia y la constitución histórica de la modernidad; el Capítulo 3 (Neus
Campillo), por su parte, se dedica a la filosofía política que Arendt obtiene de
su lectura de Kant (p. 66).
El giro en este punto es considerable, pero refleja los distintos caminos
del pensamiento contemporáneo. Los Capítulos 4 y 5 abordan la importante
reflexión suscitada por el empuje imparable de las ciencias de la naturaleza
en el último siglo. El capítulo cuarto (“Una brizna de hierba. Kant y sus
lecturas naturalistas: el paradigma de Lorenz”, por Pedro Jesús Teruel) es una
introducción obligada a una de las cuestiones más candentes dentro de los
estudios kantianos. Como tal, actúa de perfecta introducción a obras de mayor
extensión como ¿Naturalizar la razón? Alcance y límites del naturalismo
evolucionista (Julián Pancho) o, ya directamente centrado en Kant,
¿Naturalizar a Kant? Criticismo y modularidad de la mente (Eugenio Moya),
y su composición ordenada, argumentada, cristalina como el agua, pero
certera, debería tomarse como modelo de razonamiento filosófico de la
misma manera que el primer capítulo haría bien en tomarse como modelo de
comentario filosófico-filológico.
El capítulo quinto se centra en la figura de Karl Popper y en la lectura
por el pensador angloaustríaco del trascendentalismo (verdadera clave de
bóveda del pensamiento kantiano) desde la perspectiva del epigenetismo,
ismo dominante en las ciencias naturales. De nuevo, la lectura de este capítulo

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 259-263
262 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23688
Daniel Sanromán Alias Jesús Conil; Sergio Sevilla: Kant después del neokantismo

es fácil de seguir y el manejo de los textos por el autor se corresponde con lo


esperable cuando se expone un diálogo entre dos filósofos de tal altura.
Hasta el momento hemos valorado los distintos capítulos por su
capacidad para exponer el diálogo entre los dos interlocutores, por una parte,
el corpus kantiano, por otra, el discurso del pensador contemporáneo, siempre
a partir del criterio de claridad y rigor en la exposición. Una de las condiciones
para nuestra valoración positiva es deslindar siempre lo que Kant dice de lo
que los pensadores contemporáneos dicen que dice Kant. Por supuesto, todo
ello a través del tamiz de quien compone el diálogo entre ellos, en este caso,
los especialistas reunidos en este libro. Es importante no dar como ajenas las
opiniones propias, ni como teoría de Kant lo que es la lectura de Heidegger,
Arendt, Popper, etc. Si esto no se cumple, se produce una confusión en el
lector. No obstante, los autores logran perfilar adecuadamente los niveles de
discurso y ofrecer claramente al lector quién dice qué y dónde.
No podemos tratar todos los capítulos con el mismo detalle. Sirva lo
anterior como botón de muestra del contenido de una obra que, como decía al
comienzo, debería continuar con una segunda edición que incorporase todos
aquellos pensadores que, por motivos de espacio, no han podido ser incluidos,
y que, quizá, podría hacer una incursión en el siglo XXI. La importancia de
la materia tratada lo exige, pues la conclusión última que cabe obtener de la
lectura de esta obra es que la contemporaneidad filosófica, se defina como se
defina, se erige en un con y contra Kant.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 259-263
263 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.23688
Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology. Why
Epistemology Must Consider Judgment First. Nueva York,
Routledge, 2020, 369 pp. ISBN: 978-3-86539-290-9.

CARLOS SCHOOF ALVAREZ1

En KrV A837/B865, Kant señala que no se puede aprender filosofía (a no ser


históricamente), pero que (en lo que respecta a la razón) se puede aprender a
filosofar. El reciente libro de Westphal ofrece al lector la oportunidad de
cultivar ambas formas de aprendizaje. No se trata solo de una exégesis de la
KrV, sino de una confrontación con tópicos de epistemología respaldada con
sentido histórico. La tesis central del libro es que, si queremos hacer
epistemología, no debemos leer a Kant desde la noción de idealismo
trascendental, sino más bien desde su peculiar realismo sin empirismo y su
indagación sobre el juicio (p. 103). De esta manera, podremos encontrar en la
filosofía trascendental un nuevo método de pensamiento que evite incurrir en
algunos lastres que, según el autor, han aquejado a la epistemología a lo largo
de su historia. El libro está dividido en tres partes: “Epistemological Context”
(Capítulos 1 a 3); “Kant’s Critical Epistemology” (Capítulos 4 a 9) y “Further
Ramifications” (Capítulos 10 a 13). La primera parte sitúa a Kant dentro de
una historia de la epistemología que comienza con el infalibilismo cartesiano
y se prolonga hasta algunas tendencias del siglo XX. La segunda parte está
consagrada a un análisis de la KrV, donde el autor justifica sus principales
tesis a través de un tratamiento de la analítica de los conceptos y de los
principios. Finalmente, la tercera parte hace uso de los resultados de las
anteriores para abordar temas de filosofía de la ciencia, teoría de la acción y
filosofía de la mente.
La primera parte comienza situando a Kant dentro de lo que
podríamos llamar, nietzscheanamente, la historia de un error. En 1277,
Tempier establece el requisito de que para poseer conocimiento uno debe
eliminar todas las posibilidades lógicas alternativas. Con ello nace el
infalibilismo sobre la justificación cognitiva, que equipara la justificación con

1
Georgia State University/Pontificia Universida Católica del Perú. Contacto:
[email protected]/[email protected].

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
264 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

el carácter probatorio y la deducción lógica. El infaliblismo engendraría a su


vez al internalismo, según el cual estamos en posesión de un acceso
privilegiado a los factores constitutivos de nuestro conocimiento que nos
permite evaluar si estos son satisfechos. Del panorama anterior se seguirían
dos direcciones cómplices: el escepticismo global perceptual de Descartes y
el predicamento de Hume. El escepticismo global constituirá un desafío
atávico para los epistemólogos ya que propone el reto de refutar, a partir de
meros recursos lógicos, la posibilidad de que podamos ser autoconscientes
sin que exista nada fuera de nuestra mente. Por su parte, el predicamento
humeano sedimentará el prejuicio de que todo lo que conocemos a priori es
de índole analítica, mientras que todo lo que conocemos a posteriori es de
índole sintética. Con esto se inauguraría, a parecer de Westphal, una ceguera
respecto del ámbito de lo trascendental que caracterizó por muchas décadas a
lo mejor de la tradición epistemológica. Además, Hume asignaría a la
filosofía la tarea de indagar qué podemos conocer deductivamente a partir de
la presunta evidencia de la autoconsciencia y los episodios sensoriales. Con
ambos filósofos, entonces, se consolidan presupuestos y estrategias que los
epistemólogos asumirían de manera acrítica y que llevarían a una serie de
impases que Westphal comenta a lo largo del libro. Según el autor, la filosofía
crítica de Kant fue el primer intento por derribar este edificio moderno y
sentar las bases de una nueva epistemología.
Desde los primeros capítulos se ofrece una anticipación de las posturas
kantianas que el resto del libro no hará sino ahondar. Para escapar del
escepticismo global, Kant establece un “realismo sin empirismo” según el
cual somos cognitivamente dependientes de la existencia de objetos espacio-
temporales. La manera en que Kant logra esto desafía el predicamento de
Hume. Westphal considera que la respuesta kantiana la encontramos en el
principio de afinidad trascendental que, además, a su parecer, refuta al mismo
idealismo trascendental kantiano (p. 38). Este principio adopta la forma de un
experimento mental que no juega con la mera posibilidad lógica, sino que nos
confronta con nuestras capacidades e incapacidades efectivamente reales (p.
30). Kant propone un escenario de caos total donde no hay ninguna
regularidad, sea de la naturaleza humana o de los objetos circundantes. La
prueba muestra que no seríamos autoconscientes si no hubiera tales
regularidades. De este ejemplo inicial Westphal extraerá un panorama general
de la naturaleza de las pruebas trascendentales. El objetivo de una prueba
trascendental, cuyos ejemplos luego expande, es mostrar que algunas

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
265 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

relaciones entre nuestro pensamiento, el lenguaje y el mundo deben tener


lugar para que el pensamiento humano resulte inteligible (p. 49). A lo largo
del libro, se insistirá en la especificidad de este tipo de prueba: es
trascendental (estudia las condiciones de posibilidad de un juicio) y formal
(concierne a la forma en que se organizan ciertos elementos), pero no es
conceptual ni intuitiva, sino material, porque su satisfacción depende del
contenido mismo de la experiencia (p. 35). Con ello, Kant muestra dos cosas:
que el predicamento humeano es falso y que hay problemas epistemológicos,
como el escepticismo global perceptual, que debemos descartar como
sinsentidos. Al final de la primera parte y con estas consideraciones en mente,
Westphal enuncia de manera más clara su interpretación de Kant. Frente al
infalibilismo internalista y la epistemología naturalista de índole humeana,
Kant tiene una propuesta articulada en torno a la noción de juicio. Las
posturas anteriores tienen el defecto de afirmar tautológicamente que el
conocimiento tiene como condición necesaria la existencia de datos
sensoriales y funciones neurofisiológicas. Esto es epistémicamente
irrelevante a menos que podamos mostrar cómo dichas regularidades causales
satisfacen funciones estrictamente normativas, lo cual implica a su vez, a
parecer de Westphal, admitir la diferenciación kantiana entre proposiciones y
juicios. La información no es conocimiento y el contenido cognitivo no puede
identificarse con la intensión lingüística y conceptual. La gran diferencia
entre proferir una oración y emitir un juicio es que en el segundo caso tenemos
a alguien juzgando, afirmando o creyendo que un determinado particular,
localizado en tiempo y espacio, instancia adecuadamente los atributos que se
le adscriben. Este descubrimiento kantiano y la manera específica en que Kant
lo desarrolla, es decir, su peculiar teoría semántica, será el motivo de la
segunda parte del libro.
La segunda parte ofrece una interpretación de la KrV que permite
reconstruir el método kantiano. Siguiendo una interpretación conocida,
Westphal lo denomina constructivista (p. 122). A lo largo de los siguientes
capítulos, se abordan diversas secciones de la KrV para explicar las respuestas
kantianas a importantes problemas epistemológicos. Desde el Capítulo 4
obtenemos un tratamiento de los pasos del método constructivista (p. 122), de
su inventario básico (p. 124) y de los problemas específicos a los que se
aproxima (pp. 124-125). Asimismo, y esto es vital para clarificar las tesis de
la primera parte, obtendremos la definición kantiana de conocimiento (p.
120). Al panorama histórico delineado en la primera parte se añade uno más

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
266 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

específico: Tetens y Hume. Siguiendo a Tetens, Kant habría defendido la tesis


semántica de la referencia cognitiva singular. De acuerdo con esta tesis,
realizar un concepto o principio implica señalar una instancia suya. Es
precisamente esta tesis lo que permite a Kant formular y solucionar lo que
conocemos contemporáneamente como binding problem. Este término
designa a un grupo de problemas en torno al hecho de que las sensaciones no
se enlazan ellas mismas para formar perceptos, ni estos para formar episodios
perceptuales. Westphal lee la KrV como una sucesión de piezas que
contribuyen a una respuesta satisfactoria a este problema. El Capítulo 5 se
encarga de desarrollar esto no solo en relación con este problema, sino
retomando la confrontación de Kant con el escepticismo perceptual y el
representacionalismo. La respuesta empieza por la Estética Trascendental,
donde Kant muestra las limitaciones de los recursos empiristas para hacer
inteligible nuestras intuiciones y conceptos sobre espacio y tiempo (p. 141).
Inmediatamente, la Estética realiza el tránsito a la Lógica a través del
problema de cómo explicamos nuestra consciencia de una pluralidad de ideas
sensoriales. Dado que ninguna pluralidad basta por sí misma, Kant introduce
un factor intelectual: el juicio (p. 142). Al reconocer las contribuciones
distintas de la sensación y del juicio en la experiencia perceptual, Kant puede
reconcebir a las sensaciones ya no como objetos, sino como componentes de
actos de consciencia. Kant desarrollará así una teoría directa de la percepción
donde la aprehensión de objetos implica una dinámica completa de
integración de elementos heterogéneos. Las categorías estructuran formas de
síntesis sensorial sub-personal a través de las cuales la percepción es posible
y podemos ser autoconscientes. Una vez que eso se ha mostrado, Kant se
embarca en una deducción trascendental de dichas categorías para mostrar
que ellas cumplen efectivamente el rol que se les asigna. Esto no implica que
sus roles cognitivos sean completamente especificados allí. La deducción
trascendental prueba que las categorías son necesarias y suficientes, pero
cómo lo sean es el tema de la analítica de los principios. Sin embargo, antes
de abordar esta sección, Westphal retoma de manera más profunda la
refutación kantiana del escepticismo. Esta toma el hecho de nuestra
autoconsciencia como una premisa, pero no en el mismo sentido que
Descartes. La premisa es B275: “Soy consciente de mi propia existencia como
determinada en el tiempo”. Debemos tener por lo menos cierto conocimiento
de particulares o de lo contrario dicha premisa no sería cierta para nosotros
qua sujetos cognoscentes humanos. De esa forma se bloquea el tránsito desde

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
267 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

el error perceptual ocasional al error universal. En todo caso, la prueba


kantiana solo muestra que tenemos conocimiento empírico; cómo lo tenemos
es un asunto de las ciencias cognitivas, no de la filosofía como tal. La
insistencia de Westphal en llamar la atención sobre los límites que el mismo
Kant asigna a su proyecto tiene como objetivo confrontar a posturas
contemporáneas que piden más de lo que la epistemología puede dar. El
Capítulo 6 sigue el diagnóstico de la KrV como una crítica del juicio destinada
a especificar los dominios adecuados de uso de nuestros conceptos y
principios básicos y argumenta también, tras un examen de los juicios, por
qué debemos entender a Kant como un falibilisma anti-cartesiano (p. 156).
Retomando el itinerario por el contenido de la KrV, el primer movimiento
para explicar la especificación de los conceptos se da en el esquematismo y
la analítica de los principios. Especial atención requieren las Analogías de la
Experiencia, que son interpretadas por Westphal como ofreciendo una prueba
unitaria de causalidad transeúnte y, en el Capítulo 7, como mostrando
nuestras capacidades discriminativas al abordar los juicios causales. El
análisis de estos juicios casuales constituye una prueba trascendental para el
externalismo del contenido mental. Por su parte, el Capítulo 8 aborda la
refutación kantiana del idealismo, es decir, cómo prueba Kant que tenemos
experiencia de objetos externos y no imaginados. El mérito de Westphal es
introducir otro problema contemporáneo. Según el autor, Kant tematizó la re-
afference sensorial (p. 202), un fenómeno actualmente reconocido en la
neurofisiología donde los individuos distinguen los cambios que ocurren en
su propia sensación a partir de los movimientos corpóreos de aquello que
ocurre en virtud de los objetos y eventos de su entorno. Kant fue muy
receptivo a la experiencia corporal. Westphal explora esto y argumenta que
debemos entender que los postulados modales de Kant no son solo
epistémicos, sino también causales (p. 203).
Tras el panorama histórico de la primera parte y el análisis de la
segunda, la tercera parte no debe ser vista como un mero apéndice, sino como
una manera de poner a prueba sus resultados al aproximarse a algunos tópicos
de la filosofía de la ciencia y la teoría de la acción. No ahondaré en los
contenidos por ser, en cierta medida, discusiones extra-kantianas, a pesar de
adoptar una perspectiva kantiana. Quizás gran parte de esta sección esté
consagrada al problema del determinismo causal y la libertad. Dado que
Westphal rechaza el idealismo trascendental, la presunta solución a la
antinomia difiere de la proporcionada por especialistas que suelen apelar a

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
268 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

alguna versión metafísicamente comprometida de la doctrina de los dos


mundos. El autor defiende la tesis de que el tratamiento kantiano de los juicios
causales, que fue ofrecido en las analogías de la percepción, es suficiente para
disipar el problema como un argumentum ad ignorantiam y justificar la
existencia de la libertad por lo menos en la esfera psicológica. Dado que los
juicios causales solo pueden aplicarse al ámbito de lo espacio-temporal y que
el sentido interno, y por ende la mente, es ajena a las determinaciones
espaciales, no tiene ningún sentido argumentar desde el fisicalismo a favor de
una determinación causal de la mente. Como argumento suplementario,
Westphal vuele a traer a colación el tratamiento kantiano de la experiencia
corpórea. Si antes el tratamiento fue invocado para ofrecer una explicación
de la re-afference sensorial, ahora es usado para argumentar a favor del
realismo científico, postura que Westphal adopta y que lo hace dialogar con
textos contemporáneos de filosofía de la ciencia.
El anterior recuento por el contenido del texto deja entrever algunos
méritos y desméritos suyos. Si el lector está familiarizado con otras obras de
Westphal, encontrará algo insatisfactorio: no se trata de un texto con una
particular unidad orgánica. Westphal señala que 12 trabajos anteriores suyos
han sido transportados al libro actual. Esto se hace evidente en las repeticiones
argumentativas que, más que parecer recuentos, a veces son literalmente
párrafos con el mismo contenido. La mayor deuda interesante la tiene con su
Kant’s Transcendental Proof of Realism (2004), donde la interpretación del
principio de afinidad y la atribución de un realismo sin empirismo fue
desarrollada con mayor extensión y en relación con los Fundamentos
metafísicos de la ciencia natural. La interpretación de dicha relación ya era
problemática porque Westphal parecía entender la KrV como dependiente de
los Fundamentos. En la presente obra, tal relación no es formulada, pero se
afirma que la idea kantiana de sistema sigue un modelo deductivista de
scientia que la misma KrV combate (p. 219). Creo que leer el proyecto
kantiano de sistema como un orden deductivista no le hace justicia a
numerosos matices y reformulaciones a los que el autor lo sometió, y parece
ser un presupuesto no argumentado en el libro. En todo caso, el mérito es
tratar de criticar ambas importantes ideas kantianas de manera inmanente. La
pertinencia de los recursos, por supuesto, se puede discutir. El punto de
partida de toda la interpretación de Westphal parece ser el principio de
afinidad trascendental como principio material y externalista. Sin embargo,
la Dialéctica Trascendental, a donde pertenece dicho principio, habla de él

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
269 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Carlos Schoof Álvarez Kenneth Westphal: Kant’s Critical Epistemology

como no poseyendo ningún rol constitutivo. excepto para la formación de


meros conceptos. Asimismo, se lo distingue de la afinidad empírica (A114),
término que no es abordado en el libro. De cualquier modo, el desarrollo de
la obra, a pesar de no ser demasiado orgánica, ofrece al lector una mirada
sinóptica tanto del proyecto crítico kantiano como de la producción misma de
Westphal. Si a eso le sumamos el hecho de que aborda temas de filosofía
contemporánea y autores que no son Kant (C. I. Lewis, Sellars, Wittgenstein,
etc.), es un texto bastante completo para alguien interesado en leer a Kant
desde aproximaciones epistemológicas y desde un punto de vista
contemporáneo.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 264-270
270 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24027
Anunciamos la apertura de la convocatoria de presentación de resúmenes para
el V Congreso internacional de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua
Española (SEKLE), que tendrá lugar en Santiago de Chile y Valparaíso del
17 al 21 de octubre de 2022. El congreso, que debió haber tenido lugar en
2020 fue postergado debido a la pandemia de COVID-19 que aún afecta al
mundo. Por esta razón se realizará este año en modalidad semipresencial.
El título general del congreso será “I. Kant sobre las enfermedades de la
cabeza, el cuerpo, el ánimo y la mente”. No obstante, los originales
relacionados con cualquier aspecto del pensamiento kantiano, así como con
sus fuentes y su recepción, serán bienvenidos.
Los autores enviarán título y resumen de la ponencia (hasta un máximo de
1000 palabras), junto con sus datos institucionales, hasta el 31 de mayo de
2022 a la dirección de correo electrónico [email protected].
Los textos estarán redactados de manera preferente en castellano, pero se
admitirá igualmente originales en alemán, inglés y portugués. La
comunicación de la aceptación tendrá lugar antes del 31 de julio de 2022.

CALL FOR ABSTRACTS


The Society of Kantian Studies in Spanish Language (SEKLE) invites
submissions of abstracts for its Fifth International Congress, which will take
place in Santiago de Chile and Valparaíso from October 17 to 21, 2022. The
congress, which should have taken place in 2020, was postponed due to the
COVID-19 pandemic that still affects the world. For this reason, it will be
held this year in blended mode.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 271-273
271 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24280
The general title of the congress will be “I. Kant on the diseases of the head,
body, mind, spirit and mind”. However, originals related to any aspect of
Kantian thought, as well as its sources and reception, will be welcome.
The authors will send title and summary of the paper (up to a maximum of
1000 words), together with their institutional data, until May 31, 2022, to the
email address [email protected].
The texts will be preferably written in Spanish, but originals in German,
English and Portuguese will also be admitted. The communication of the
acceptance will take place before July 31, 2022.

AUFRUF ZUR EINREICHUNG VON ABSTRACTS


Wir kündigen die Eröffnung der Ausschreibung für den V. Internationalen
Kongress der Gesellschaft für spanischsprachige Kant-Studien (SEKLE) an,
der vom 17. bis 21. Oktober 2022 in Santiago de Chile und Valparaiso
stattfinden wird. Der Kongress, der eigentlich im Jahr 2020 stattfinden sollte,
wurde aufgrund der COVID-19-Pandemie, die immer noch weltweit
verbreitet ist, verschoben. Aus diesem Grund wird sie in diesem Jahr im
Hybridmodus durchgeführt.
Der allgemeine Titel des Kongresses lautet „I. Kant über die Krankheiten des
Kopfes, des Körpers, der Seele, des Geistes und des Gemüts ". Originale, die
sich auf jeden Aspekt des kantischen Denkens, seine Quellen und Rezeption
beziehen, sind jedoch willkommen.
Die Autoren sollten den Titel und die Zusammenfassung des Papiers
(maximal 1000 Wörter) zusammen mit ihren institutionellen Daten bis zum
31 Mai 2022 an folgende E-Mail-Adresse senden: [email protected]
Texte sollten vorzugsweise auf Spanisch verfasst sein, aber auch Originale in
Deutsch, Englisch und Portugiesisch werden akzeptiert. Die Annahme wird
bis zum 31. July 2022 mitgeteilt.

CHAMADA DE RESUMOS
Anunciamos a abertura da chamada de resumos para o V Congresso
Internacional da Sociedade de Estudos Kantianos em Língua Espanhola
(SEKLE), que acontecerá em Santiago do Chile e Valparaíso, de 17 a 21 de

Revista de Estudios Kantianos


Vol. 7, Núm. 1 (2022): 271-273
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DOI 10.7203/REK.7.1.24280
outubro de 2020. O congresso, que deveria ter sido realizado em 2020, foi
adiado devido à pandemia da COVID-19 que ainda afeta o mundo. Por este
motivo, será realizada este ano em modo misto.
O título geral do congresso será “I. Kant sobre as doenças da cabeça, do corpo,
da mente, do espírito e da mente”. No entanto, originais relacionados a
qualquer aspeto do pensamento kantiano, bem como suas fontes e receção,
serão bem-vindos.
Os autores enviarão o título e o resumo da apresentação (até no máximo 1000
palavras), juntamente com seus dados institucionais, até 31 de maio de 2022
para o endereço de e-mail [email protected].
Os textos serão preferencialmente escritos em espanhol, mas também serão
admitidos originais em alemão, inglês e português. A notificação de aceitação
ocorrerá antes de 31 de julho de 2022.

Revista de Estudios Kantianos


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Normas para autores

La revista publica trabajos redactados en lengua castellana, alemana, inglesa


y portuguesa y referidos a cualquiera de los ámbitos relativos a la filosofía
kantiana o en los que la presencia de esta tenga una relevancia significativa.
Las contribuciones deben ser originales y su extensión no podrá superar los
80.000 caracteres con espacios. Las reseñas no excederán los 16.000
caracteres con espacios.

1. Encabezado
El texto será precedido por título (Times New Roman, 14 puntos), un resumen
(máx. 100 palabras, Times New Roman, 10 puntos) y hasta cinco palabras
clave (Times New Roman, 10 puntos, separadas por comas), tanto en la
lengua propia del artículo como en inglés (si la lengua empleada en el trabajo
es el castellano) o en castellano (si el trabajo está redactado en inglés, alemán
o portugués).

2. Estilo
2.1. Cuerpo de texto
Los textos serán redactados en Times New Roman, 12 puntos, interlineado
múltiple 1,15, con espaciado posterior de 6 puntos, con párrafos justificados
y sangrados (1,25 cm) en primera línea siempre que no se trate del párrafo
que da comienzo a una sección.
2.2. Citas
Las referencias relativas a una cita textual aparecerán en cuerpo de texto,
según el modelo:

…tal y como indica el naturalista inglés (Darwin, 1871, p. 32)… / …tal y


como indica el naturalista inglés Darwin (1871, p. 32)... / “…todo apuntaba
en esa dirección” (Autor1; Autor2; Autor3, 2018, p. 15) / “…todo apuntaba
en esa dirección” (Autor1 et al., 2018, p. 15) / Autor et al. (2018) ha explicado
que “…todo apuntaba en esa dirección” (p. 15).

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 274-281
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Ello no excluye que se abra una reflexión complementaria, si así se estima
oportuno, en nota a pie de página, a 9 puntos, Times New Roman, justificado,
interlineado sencillo. Cuando se indique que parte de la cita ha sido omitida
se emplearán tres puntos entre corchetes [...]. Si la cita es en lengua distinta a
la del artículo, se tratará de buscar su traducción en alguna edición en
castellano y se añadirá entre corchetes la cita en la lengua original (en caso
de que no se disponga de una traducción, el autor indicará que la misma ha
sido elaborada por él mismo mediante la abreviatura a. trad., o bien en una
nota a pie de página si todas las traducciones son propias); por ejemplo

“...todo apuntaba a dicha interpretación” [“...All leads us in that direction”]


(Autor, 2017, p. 18; 1995, p. 20) / “...todo apuntaba a dicha interpretación”
(a. trad.) [“...All leads us in that direction”] (Autor, 1995, p. 20)

Cuando las citas textuales superen los 4 renglones se colocarán aparte, a 10


puntos, en un párrafo justificado y sangrado en primera línea a 1,25 cm.

Citaciones kantianas
En el caso de obras de Kant, en cuerpo de texto y nota se aludirá a ellas
empleando las abreviaturas establecidas por la Kant-Forschungsstelle de
Maguncia. Las abreviaturas se hallan publicadas en su página web
(http://www.kant.uni-mainz.de/), pestaña ‘Kant-Studien’, sección ‘Hinweise
für Autoren’.
Ejemplo:
(SF, AA 07: 83)
(KrV, A158/B197)
2.3. Apartados
Los encabezados de los apartados y subapartados se indicarán mediante la
siguiente numeración: 1, 1.1, 1.1.1... etc., sin cursiva ni negrita, a Times New
Roman, 12 puntos. La enumeración de listados empleará los indicativos i),
ii), iii), etc. Cada apartado irá separado del anterior por un espacio en blanco.

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2.4. Uso de las comillas, guiones, corchetes y cursiva
Comillas altas o inglesas (“ ”): para citas textuales, ej. “todo apuntaba en esa
dirección”; para títulos de artículos, capítulos de libro, noticias, posts,
entradas en una web, entradas en enciclopedia, título de ponencia…, ej. En el
tercer capítulo “La verdad y la mentira” / Así lo demostró en su artículo “La
recepción de los colores”.
Comillas simples (‘ ’): para añadir énfasis a una palabra o expresión, ej. Esa
‘verdad’ era muy relativa.
Corchetes ([ ]): para la traducción de palabras extranjeras, ej. Cuando
Heidegger habla de Stimmung [estado de ánimo], está refiriéndose a…
Cursiva: reservada para palabras o expresiones en lengua distinta a la del
manuscrito, así como para títulos de libro, revistas, periódicos, películas,
páginas web, blogs, congresos…, ej. Así lo describe Kant en la Crítica de la
razón pura / La noticia apareció en El país / La revista Evolutionary
Anthropology se encargó de la publicación… / Como apunta la autora en su
web Ver para creer…
2.5. Notas a pie
Los números indicativos de las notas a pie de página (que en ningún caso se
colocarán al final del documento, sino al final de cada página) deben
encontrarse después de los signos de puntuación.
2.6. Referencias bibliográficas
Las referencias bibliográficas completas aparecerán al final de la
contribución, en un apartado ad hoc bajo el título Bibliografía o Referencias,
según corresponda, por orden alfabético aplicado a los apellidos de los
autores. En el caso de que varias publicaciones del mismo autor coincidan en
el mismo año, se las distinguirá con letras (1999a, 1999b).
Citas de libros
Moreno, J. (2008). Los retos actuales del darwinismo. ¿Una teoría en crisis?
Síntesis.
Capítulos de libro
Kinsbourne, M. (1988). “Integrated field theory of consciousness”. En A.
Marcel y E. Bisiach (Eds.), Consciousness in Contemporary Science (pp. 35-
78). Oxford University Press.

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DOI 10.7203/REK.7.1.24169
Artículos
Tinbergen, N. (1963). On aims and methods of Ethology. Zeitschrift für
Tierpsychologie, 20(1), 410-433.
Recursos de internet
Lemos, R. (2015). Conoce los beneficios del aburrimiento. La mente es
maravillosa (Web). https://lamenteesmaravillosa.com/conoce-los-
beneficios-del-aburrimiento/.
Archila, A. (2016). El aburrimiento. Youtube (Clip de video).
https://www.youtube.com/watch?v=0NXrkHpIFn4.

3. Revisión
Cada autor revisará detenidamente que de su envío haya sido eliminado
cualquier indicio que pudiera denotar su identidad. En el caso de que se aluda
a publicaciones propias, se sustituirá todos los datos por la indicación [Datos
eliminados para favorecer la anonimidad del envío]. Del mismo modo, se
cuidará de que el documento no contenga información sobre la autoría en sus
propiedades informáticas.

4. Envío
Los trabajos deberán ser enviados a través de la plataforma virtual:
https://ojs.uv.es/index.php/REK/

Es aconsejable que los autores revisen los artículos publicados previamente


para una mejor adaptación a las normas de estilo o que usen la plantilla
disponible en la web de la revista.

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Instructions for contributors

The journal publishes papers in Spanish, German, English, and Portuguese,


dealing with Kantian philosophy or with issues raised in it. Contributions
must be original and should not exceed 25 pages (80,000 characters with
spaces). Reviews should not exceed 5 pages (16,000 characters with spaces).

1. Heading
The text will be headed by title (Times New Roman, 14 points), abstract (max.
100 words, Times New Roman, 10 points) and keywords (max. 5, Times New
Roman, 10 points, separated by commas) in both the language in which the
work is written and English (if written in Spanish) or Spanish (if written in
English, German, or Portuguese).

2. Style
2.1. Body text
The text will be written in Times New Roman, 12 points, multiple spacing
1,15, line spacing after 6 points, justified paragraphs, first line intended (1,25
cm), as long as it is not the paragraph with which the section starts.
2.2. Quotes
The textual quotes will appear in the text self, by referring to author and year
followed by colon and page number. For example:

…so as pointed out by the British naturalist (Darwin, 1871, p. 32)… / …as so
pointed by the British naturalist Darwin (1871, p. 32) / “…all leads us to that
direction” (Autor1; Autor2; Autor3, 2018, p. 15) / “… all leads us to that
direction” (Autor1 et al., 2018, p. 15) / Autor et al. (2018) explained that “all
leads us to that direction” (p. 15).

If considered suitable, a further discussion in a footnote is not excluded (9


points, Times New Roman, justified, simple space). To indicate that a part of

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the quoted text has been omitted three points will be used in brackets [...]. If
the quote is in a different language, the author should look for a translation,
adding the original quote in brackets. If no translation is available, the author
will indicate that it has been drawn up by himself by the abbreviation a. trans.
or in a footnote if all translations have been made by the author.

“...All leads us in that direction” [“...todo apuntaba a dicha interpretación”]


(Autor, 2017, p. 18; 1995, p. 20) / “...All leads us in that direction” (a. trans.)
[“...todo apuntaba a dicha interpretación”] (Autor, 1995, p. 20)

When quotations exceed 4 lines will be placed apart, 10 points, in a justified


paragraph and 1,25 cm.

Kantian quotes
The citation of Kantian texts will employ the abbreviations established by the
Kant-Forschungsstelle Mainz (see website http://www.kant.uni-mainz.de/,
‘Kant-Studien’, section ‘Hinweise für Autoren’).
Example:
(SF, AA 07: 83)
(KrV, A158/B197)
2.3. Sub-headings
The headings of the sections and subsections shall be indicated by the
following numbers: 1, 1.1, 1.1.1., etc., without italics nor bold, Times New
Roman, 12 points. To enumerate the elements of a list: i), ii), iii), etc. Each
sub-heading will be separated from the previous by a space.
2.4. Quotation marks and italics
Inverted commas (“ ”): literary quotes, e.g. “all leds us in that direction”; titles
of papers, book chapters, news, posts, communications… e.g. In the third
chapter “The truth and the lie” / That was pointed in his paper “Color
perception”.

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Single quotes (‘ ’): to add emphasis to a word or expression, e.g. This ‘truth’
is relative.
Brackets ([ ]): to translate words in other language, e.g. Heidegger is talking
about the Stimmung [mood]…
Italics: to foreign words and titles of books, journals, diaries, movies,
websites, blogs, conferences… e.g. This is what Kant says in his Critique of
pure reason / The piece of news published in the New York Times… / The
journal Evolutionary Anthropology published… / As the author point in her
web Looking for knowledge…
2.5. Footnotes
The indicative numbers for footnotes (which in any case will be placed at the
end of the document, but at the end of each page) must meet after punctuation.
2.6. References or Bibliography
The complete references will be indicated (in alphabetic order of the name of
the authors) at the end of the contribution, in a section entitled Bibliography
or References. Should different publications of an author be edited in the same
year, they will appear with subscript characters (1999a, 1999b).
Books
Moreno, J. (2008). Los retos actuales del darwinismo. ¿Una teoría en crisis?
Síntesis.
Book chapters
Kinsbourne, M. (1988). “Integrated field theory of consciousness”. En A.
Marcel y E. Bisiach (Eds.), Consciousness in Contemporary Science (pp. 35-
78). Oxford University Press.
Papers
Tinbergen, N. (1963). On aims and methods of Ethology. Zeitschrift für
Tierpsychologie, 20(1), 410-433.
Internet
Lemos, R. (2015). Conoce los beneficios del aburrimiento. La mente es
maravillosa (Web). https://lamenteesmaravillosa.com/conoce-los-
beneficios-del-aburrimiento/.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 274-281
280 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24169
Archila, A. (2016). El aburrimiento. Youtube (Clip de video).
https://www.youtube.com/watch?v=0NXrkHpIFn4.

3. Revision
Each author will make sure that all indication of identity has been removed.
In case of quotation of the author’s own publications, the reference will be
replaced by the sentence “[Reference removed to guarantee anonymous
review]”. The author will take care that the file does not include personal
information within its digital properties.

4. Sending
Contibutions should be uploaded to:
https://ojs.uv.es/index.php/REK/

It is advisable that the authors review the previously published articles or use
the provided template to better adaptation to the style rules.

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Vol. 7, Núm. 1 (2022): 274-281
281 ISSN-e: 2445-0669
DOI 10.7203/REK.7.1.24169

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