Lucky Marty
Criminal de guerra
Bolsilibros - Metralla Ecsa (2.ª Epoca) Ediciones Ceres SA, Ecsa
- 193
ePub r1.0
LDS 03.04.19
Título original: Criminal de guerra
Publicación semanal
EDICIONES CERES, S. A.
AGRAMUNT, 8 - BARCELONA (23)
1.ª edición: marzo, 1984
2.ª edición en América: septiembre, 1984
ISBN 84-02 09280-2
Depósito legal: B. 42.694 - 1983
©texto: Lucky Marty - 1984
©cubierta: Abellán - 1984
Impreso en los Talleres Gráficos de EBSA, Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona -
1982
Impreso en España - Printed in Spain
ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2
Los hombres cometen unos mismos crímenes con sinos muy
diferentes; unos llevan una cruz como pago de ese crimen, otros
una corona.
JUVENAL
CAPÍTULO I
Todo tiene su principio y su fin, y la Segunda Guerra Mundial estaba
llegando a su ocaso.
«El ocaso de los dioses del nazismo alemán» que, con la «música»
wagneriana de los cañones, tenía como fondo una Europa en llamas.
El Viejo Continente casi en ruinas de este a oeste y de norte a sur, con
cerca de CINCUENTA MILLONES de muertos.
Todo un holocausto.
Un auténtico infierno.
Desde el gigantesco desembarco aliado en las playas de Normandía el 6
de junio de 1944, Alemania e Italia tenían perdida la guerra.
Por más que se desgañitaran Hitler y Mussolini, los máximos jefes del
nazismo alemán y del fascismo italiano.
A mediados de agosto de 1944, mientras en Berlín la Gestapo llevaba
ante un tribunal militar a los supervivientes de la conjura del 20 de julio a los
que habían atentado contra el Fürher, la guerra ya rugía en territorio alemán.
Desde los lejanos tiempos de Napoleón I las tropas alemanas no habían sido
llamadas para defender el solar de la patria.
Pero ahora, la ofensiva rusa comenzada el 10 de junio de 1944 había
llevado las armas soviéticas a los confines de Prusia Oriental, cerrando en
una inmensa bolsa a cincuenta divisiones alemanas en las regiones del
Báltico. Precipitadamente a Goebbels le había sido dado el encargo de
organizar la movilización total, al tiempo que Himmler, convertido en jefe
supremo de las fuerzas de reserva desde el fallido golpe de estado, se
dedicaba a organizar veinticinco divisiones de Volks-grenadier.
Así es que fueron llamados a filas los jóvenes de quince a diecisiete años
y los hombres de cincuenta a sesenta.
Adolfo Hitler, el supremo Fürher de Alemania, lo había dicho:
—Si la guerra está perdida, la nación debe perecer; porque el futuro
pertenece a Rusia. Los que queden vivos serán los peores, porque los mejores
ya habrán muerto…
Se cerraron universidades, institutos, escuelas y oficinas, y en los meses
de setiembre y octubre se reclutaron para el ejército de Himmler medio
millón de soldados más.
No obstante, en diciembre y sobre la misma frontera del territorio francés,
ocurrió lo que por unos días pareció milagroso: la famosa contraofensiva del
mariscal Von Rundstedt. La noche del 17 de diciembre, un grupo acorazado
alemán penetró en profundidad en las líneas americanas llegando hasta una
milla de uno de sus enormes depósitos de material bélico y carburantes: había
allí más de doscientos treinta mil hectolitros.
Fue un milagro para los americanos y una desdicha para los alemanes el
que no se completara con éxito el avance. Pero en aquella oportunidad no
consiguió otro éxito más el ya famoso coronel Skorzeny, que había llevado
tiempo atrás la proeza de liberar al Duce italiano, llevándose a Benito
Mussolini.
No obstante lo intentó.
Una brigada de mil cien hombres, con uniformes americanos y montados
en vehículos capturados al enemigo, jeeps, tanques, camiones y autocarros, se
filtró en las líneas americanas sembrando el desconcierto. Algunos de los
hombres del coronel Skorzeny, vestidos de policía militar americana,
tomaron el control de las carreteras y desorganizaron todo el tráfico aliado.
Otros se filtraron entre los soldados americanos difundiendo noticias
sensacionalistas. Una de esas noticias era que un grupo de soldados alemanes
de las SS con uniforme americano avanzaban sobre París para asesinar al
general Eisenhower.
Los americanos tardaron varios días en recuperarse de la confusión. Se
vieron precisados a bloquear todos los caminos que del frente conducían a
París. Millares de auténticos soldados norteamericanos fueron detenidos por
la policía militar propia y sometidos a interrogatorios, siendo tarea
desorientadora y pesada la de aclarar su auténtica personalidad. Los detenidos
debían responder a una serie de preguntas casi ridículas. Por ejemplo, quién
había ganado el campeonato mundial de rugby, cuál era la capital de su
estado, etcétera.
Fue un auténtico sobresalto.
El último sobresalto de la Wehrmacht alemana.
La audaz ofensiva del mariscal Von Rundstedt se quebró en la
encrucijada de Bastogne por falta de carburante: los doscientos treinta mil
hectolitros que habían tenido tan cerca.
Sólo, había sido un breve respiro: la situación alemana se alivió durante
unas semanas, para volver a caer en la primavera de 1945 definitivamente, ya
que el mes de marzo señaló el inicio de la agonía.
Un mes antes, en febrero, la zona industrial del Ruhr, con sus minas de
carbón, era devastada. La Alta Silesia había caído también. La pérdida de los
campos petrolíferos rumanos y húngaros y la destrucción de las plantas de
producción de petróleo sintético dejaron a unidades enteras sin combustible.
De aquellas «armas secretas» de las que tanto hablaba Hitler nada se
sabía. Tampoco entraron en acción los aviones a reacción. Éstos debían haber
barrido del cielo a toda la caza aérea aliada. El nuevo caza apareció: los
alemanes habían logrado construir más de un millar de ellos; pero muy pocos
levantaron el vuelo.
La refinería que producía el keroseno, localizada por el servicio secreto
aliado, constaba ya en el mapa de operaciones del general Eisenhower. Y
consiguientemente, en sucesivas y terroríficas oleadas de la aviación
americana quedó completamente arrasada.
Con los tenaces bombardeos quedaron igualmente inútiles las pistas de
despegue. Al mismo tiempo cayeron en poder de las columnas acorazadas
que llegaban ya a las fronteras del Reich, las rampas de lanzamiento de las
famosas «V-L» y «V-2», que lanzadas desde las costas francesa y belga,
habían sembrado el pánico en Londres.
Cierto que en la mente de Hitler y sus jerarcas todavía quedaba la
misteriosa «bomba atómica», en cuyo montaje, vigilados por agentes de
Himmler, trabajaban miles de técnicos alemanes, además de los hechos
prisioneros en toda la Europa que había sido ocupada por los ejércitos
alemanes.
El proyecto de la «bomba» alemana era motivo de serias preocupaciones
tanto en Washington como en Londres. Si la técnica alemana se adelantaba a
la suya la guerra estaría perdida.
Pero los acontecimientos se precipitaban. Las tropas alemanas perdían de
hora en hora el control del frente, con la misma rapidez con que Hitler perdía
el dominio de sus nervios. En realidad, el Führer alemán estaba
convirtiéndose en un guiñapo. La tensión nerviosa, el insomnio y las drogas
acabaron por minar seriamente su salud. En setiembre de 1944 había sufrido
el primer colapso: tuvo que guardar cama y no se restableció hasta noviembre
en que regresó a Berlín. El búnker de la Cancillería era teatro de escenas
histéricas y ataques de nervios.
Por ejemplo: en sus larguísimos informes diarios se entretenía en detalles
secundarios, como era la resistencia del calzado militar que debían llevar sus
soldados. Parecía no darse cabal cuenta de la catástrofe que se cernía en tomo
a él.
El día 20 de abril de 1945 —cumpleaños de Hitler—, fue una jornada
relativamente tranquila; pero por la noche empezó el «sálvese quien pueda».
Tanto Himmler como el mariscal del Aire Göring abandonaron la capital para
no regresar nunca más. El grueso Göring se unió a una columna motorizada
que marchaba hada el sur, con gran parte de su rica y fabulosa colección de
obras de arte, requisadas en Europa entera.
El final se acercaba mucho más rápidamente que Göring había calculado.
Americanos y rusos estaban a punto de confluir en el río Elba. Los ingleses
avanzaban hacia Hamburgo y Bremen. En Italia, las fuerzas del mariscal
Alexander remontaban con la lengua fuera la península, después de ocupar
Salerno, Monte Cassino, Anzio y romper la «Línea Gótica» establecida por
los alemanes. Estaban ya descendiendo por los Apeninos y, sobrepasada
Bolonia, alcanzaban las llanuras paduanas.
Los soviéticos habían llegado hasta Viena y atravesaban el Danubio,
mientras el III Ejército americano avanzaba a marchas forzadas a lo largo del
río para encontrarse con los rusos en Linz, ciudad natal de Hitler.
Nuremberg —la ciudad «santa» nacionalsocialista— era asediada,
mientras Munich —la ciudad que sufriera el bautismo de fuego y de sangre
del nazismo— estaba amenazada por el VII Ejército norteamericano.
En el mismo Berlín ya se oía a la artillería rusa. La infantería soviética
acababa de llegar a Lubben, a sesenta y seis kilómetros al sur de la capital.
Las campanas de la historia doblaban por la trágica agonía del Tercer
Reich alemán.
Muy pronto todo Berlín se vio envuelto en llamas. En un cielo totalmente
negro, la DCA rusa rasgaba con sus trazos luminosos la oscuridad. Los
fatigados soldados alemanes que aún defendían la ciudad en ruinas, veían,
con sus ojos agrandados por la fatiga, la exaltación y el miedo, los incendios
y los surtidores de centellas provocados por las explosiones de los obuses,
que se fundían en un único magma de color rojizo. Los soldados del mariscal
soviético Jukof ya ocupaban las tres cuartas partes de la sufrida capital del
Tercer Reich, que vivía sus últimas horas de agonía.
Y en algún lugar del centro de la ciudad mártir que se derrumba, en
medio del fragor de la gigantesca batalla que dura días y semanas, en una
atmósfera mefítica, bajo un bloque de cemento de veinte metros de espesor,
comienza el definitivo crepúsculo de los «dioses del nazismo».
Macilento, después del teatral gesto de contraer matrimonio con Eva
Braun, lejos ya de todo lo que le rodea, Adolfo Hitler se dispone a morir.
Su suicidio en los sótanos de la Cancillería será el último acto del
sangriento drama del que ha sido uno de los principales protagonista.
Pero con su muerte no terminará la tragedia.
Han sido muchos los que han intervenido en ella…
CAPÍTULO II
Mientras Hitler se disponía a morir en el búnker de la Cancillería, ¿qué había
sido de sus colaboradores más próximos? ¿Dónde estaban los jefes de la
temida y poderosa Gestapo, los de las SS, las SD y el RSHA? ¿Qué había sido
de los jerarcas nazis? ¿Dónde estaban y qué hacían? ¿Qué había sido de estos
temibles hombres?
Entre los días 20 y 30 de abril de 1945, la historia de la Gestapo —que
equivale a decir la historia de las SD y del propio RSHA—, había concluido.
Los altos mandos y los enérgicos jefes habían desaparecido.
Era como si se hubiesen esfumado.
Por lo que respecta al todopoderoso Himmler, dos días antes de que el
gobierno del almirante Donitz fuera arrestado, abandonó Flensburg con sus
dos ayudantes, el coronel Waffen—SS, Werner Grothmann y el mayor Heinz
Macher, un joven comandante de tropas acorazadas. Los tres, provistos de
documentos falsos, se unieron a un grupo de nueve agentes de la policía
secreta militar que intentaban cruzar las líneas inglesas para alcanzar Babiera.
Himmler, que se llamaba entonces Heinrich Hitzinger, se había afeitado
el bigote y llevaba una venda negra sobre el ojo izquierdo. Todos vestían una
mezcolanza de prendas civiles y militares. En un día el grupo llegó hasta el
control inglés de Meinstedt, entre Hamburgo y Bremerhaven. Es probable
que de disponer de algún carnet de identidad como soldados de la Wehrmacht
hubieran podido pasar; pero resultaba que todos eran agentes de la policía
secreta militar. Así es que fueron detenidos y enviados a un campo de
concentración, recién formado por los aliados.
Sobre lo que sucedió después, las versiones son varias y contradictorias.
Parece que Himmler declaró su personalidad al comandante del campo,
capitán Sylvester, el cual le tuvo bajo su personal control hasta el 25 de mayo
de 1945, que recibió la orden de trasladar a los detenidos a Lueneburg, donde
estaba el cuartel general del II Ejército Británico.
Nada más llegar al centro «especial» para los interrogatorios, Himmler
fue desnudado, registrado y vestido con un uniforme inglés, pasando
incomunicado a una celda en espera del coronel N. L. Murphy, del
departamento de contraespionaje del mariscal Montgomery. Cuando llegó
éste y se dio cuenta del personaje que tenía delante, ordenó al oficial médico
que le examinase atentamente la boca.
Aquel médico no tuvo tiempo de cumplir la orden del mariscal inglés.
Himmler apretó las mandíbulas y rompió una cápsula de «Zyankali» de
cianuro en el alvéolo de un diente. La agonía duró exactamente doce minutos.
El oficial médico inglés, capitán Wells, hizo lo imposible para salvarlo de la
muerte haciéndole vomitar el veneno y practicándole un lavado gástrico.
Fue inútil.
A las 23 horas, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, comandante
en jefe de los ejércitos del Vístula y del ejército de reserva, supremo
inquisidor del RSHA y jefe de toda la Gestapo, acababa de morir.
Uno de los tantos misterios que este hombre se llevó a la tumba es el
motivo que le impulsó a revelar su personalidad al comandante inglés del
campo de concentración. Muchas son las conjeturas que han sido hechas
sobre el caso. Es cierto que apenas se dio a conocer a los aliados, pidió
entrevistarse con el general Eisenhower, deseo que alimentaba desde el año
1943. Pero esto no lo consiguió.
Como otros muchos jerarcas nazis, parece ser que Himmler estaba
convencido de que la guerra en el Oeste no pasaría de ser una pelea
«familiar» que, con buena voluntad y sentido práctico por ambas partes, se
podía arreglar, porque el verdadero enemigo a derrotar estaba en el Este: la
Unión Soviética.
Lo cierto fue que Himmler murió con todas sus facciones contrahechas
por los atroces espasmos de la muerte, con una cruel mueca hacia los
millones de soldados que envió a morir en todas las partes del mundo.
Muchos otros jerarcas nazis lograron sobrevivir, pero fue para más tarde
comparecer ante el tribunal internacional de Nuremberg, donde serían
condenados a muerte en la horca. Las ejecuciones empezaron a las 11,30 del
día 16 de octubre de 1946 y el primero fue Von Ribbentrop, seguido a breves
intervalos por los demás: Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Frick,
Streicher, Seyss-Inquart, Sauckel, Jodl y otros muchos más.
Hermann Göring logró escapar del verdugo. Dos horas antes de que
llegase su tumo, ingirió una pastilla de veneno misteriosamente introducida
en su celda. Asimismo, Müller, el hombre que durante diez años fue el
segundo dirigente de la siniestra Gestapo, escapó a ambos destinos. Desde
que desapareció de la Cancillería a principios de mayo de 1945, nadie más le
ha visto ni ha sabido de él.
Fue otro de los muchos jerarcas nazis que se volatizó.
Aunque otros más fueron juzgados y condenados a morir en Nuremberg.
***
El coronel Walter Wolffang Luwing fue uno de ellos.
Alto, ancho de hombros, desmesuradamente recio y fuerte, y con los
cabellos totalmente rubios, con grandes e inteligentes ojos azules, el coronel
tanquista Walter Wolffang Luwing parecía ser un auténtico ario. Uno de esos
alemanes elegidos por la filosofía nazista destinados a ser la raza «elegida».
El super-hombre de la raza humana con los que contaba Adolfo Hitler y los
de su camarilla para perpetuar el Reich de los mil años que les había
prometido.
Cuando el coronel Walter Wolffang Luwing fue sacado de su celda para
comparecer ante el tribunal internacional de Nuremberg, si bien seguía
luciendo su uniforme de tanquista, grado y condecoraciones le habían sido
arrebatados.
Ahora ya ni era un militar.
Simplemente le iban a juzgar como criminal de guerra.
La idea le horrorizaba y durante los días de su proceso, si bien había
perdido más de diez kilos, apenas había despegado los labios.
Y no por fatalista, pero si porque era consciente de que estaba siendo
juzgado por los vencedores.
¿Cómo podría convencer a aquellos militares ingleses, norteamericanos,
franceses y rusos de que él, como tantos otros alemanes, se había limitado a
servir a su país, cumpliendo las órdenes de sus superiores?
Al coronel Walter Wolffang le molestaba terriblemente encontrarse allí,
ante aquellos extranjeros que le iban a juzgar. ¿Acaso ellos no habían hecho
también la guerra? ¿No habían tenido que obedecer las órdenes recibidas? Y
si no había sido así, ¿qué clase de militares eran?
Y aún se irritó más cuando la voz de uno de sus jueces le preguntó:
—Coronel Wolffang, ¿sabe usted que este tribunal le considera un
criminal de guerra?
Serio, casi desafiante, casi retó:
—Me gustaría saber por qué, señor.
—En su expediente consta… ¡por su despiadada actuación en la
ocupación de Grecia!
—Señor, entonces era militar. ¡Me limitaba a cumplir órdenes!
—¿Y le ordenaron maltratar brutalmente a cuatro agentes británicos hasta
causarles la muerte, tras ser detenidos en Atenas?
—¡Eso no es cierto! —rechazó el acusado con viveza—. Yo no he
matado a nadie a golpes.
—Sin embargo, la declaración de un testigo presencial así lo afirma.
¿Cómo explica esto?
Tras breve silencio, el ex coronel Walter Wolffang argumentó:
—Sería muy largo de explicar, señoría. ¡Muy largo!
—Hágalo. Estamos aquí para aclarar las cosas y después sentenciar.
El presidente del tribunal consideró oportuno informar:
—Este tribunal está aquí para hacer justicia y no rehúye conocer la
totalidad de los hechos. No crea que le juzgamos solamente por ser los
vencedores.
Tras nuevo silencio, Walter Wolffang Luwing empezó a decir:
—Cuando empezó la guerra, yo mandaba la 21 Panzer División que
inició las hostilidades en Polonia…
—Siga, por favor…
CAPÍTULO III
Había sido el 1 de setiembre de 1939 cuando los ejércitos alemanes habían
irrumpido en la frontera polaca, para avanzar hacia Varsovia.
Para facilitar la invasión y según los planes previstos en Berlín, la
Luftwafe lanzó oleada tras oleada de sus aviones, que lo machacaron todo. La
misma Varsovia fue duramente sometida a constantes bombardeos, en dura
labor de destrucción y muerte.
El resto fue fácil: las divisiones acorazadas hitlerianas llegaron a la
capital en muy pocos días.
Las humeantes ruinas de Varsovia fueron ocupadas.
Y allí fue donde el coronel Walter Wolffang Luwing conoció al teniente
Egan Güther, como oficial encargado de las relaciones de las unidades
militares con el partido. La Gestapo siempre estaba en todas partes y cuando
se presentó a él le saludó, con su negro brazalete con la cruz gamada:
—Encantado de luchar a sus órdenes, herr coronel.
—Gracias, teniente. Espero que tenga más suerte que el teniente Fisher: le
alcanzó una ráfaga polaca.
—Me he enterado que fueron unos emboscados polacos, mi coronel.
Ordenaré dar una batida para exterminarlos, señor.
—¡Alto ahí, teniente!
—A sus órdenes, mi coronel.
—Quiero que no olvide esto. Como ayudante mío, espero que sólo actúe
cuando yo le dé una orden.
En aquella ocasión, el teniente Egan Güther se mostró sumiso y brazo en
alto saludó:
—Sí, herr coronel. ¡Heil Hitler!
El coronel tanquista tuvo que también alzar su brazo extendido y
contestar con la misma fórmula:
—Heil Hitler.
Nunca le había gustado aquello. El no pertenecía al partido nazi y en
cierta forma le molestaba aquella costumbre, sin duda impuesta por los
jerarcas nacionalsocialistas que, cómodamente instalados en Berlín en torno
al Führer, les habían lanzado a aquella guerra.
Una guerra en la que los ocupantes de la vencida Polonia supieron
implantar sus férreas leyes descriminatorias.
Por ejemplo: ¿a cuántos polacos judíos vio detener?
Varsovia pronto se vio convertida en un gigantesco «ghetto», en el que
millones de sus habitantes tenían que malvivir en él.
¿Y cuál había sido su delito?
Walter Wolffang Luwing era consciente de que muchos otros alemanes
como él no veían con buenos ojos todos los abusos que se estaban
cometiendo. Ni su educación universitaria, ni su sentido de la justicia les
permitía aceptar de buen grado el ver que muchas de aquellas familias
polacas eran deportadas hacia algún punto ignorado, por el hecho de haber
sido vencidos.
Y, sin embargo, su estricto sentido de la disciplina militar no les impedía
protestar, poner objeciones a los malos tratos, a los confinamientos, a los
arrestos…
A los fusilamientos.
¿De qué le habría servido alzar su voz, en medio de aquel desenfreno de
odio y fuerza? ¿Acaso no le habían enseñado en la academia militar que los
alemanes, los de su raza superior, debían ser los llamados a regir el mundo?
Por fortuna para los hombres de su sensibilidad, pronto dejó de tener que
presenciar lo que ocurría en Polonia. La declaración de guerra de Inglaterra y
Francia a Alemania por haber invadido a un país con el que tenían tratados de
amistad y ayuda, obligó a los ejércitos hitlerianos a mirar al Oeste. La
poderosa Línea Maginot se había llenado de divisiones francesas dispuestas a
repeler cualquier agresión y el Führer envió a su vez a muchas de sus mejores
unidades hacia la Línea Sigfrido.
Previamente, para dejar sus espaldas cubiertas tras repartirse Polonia con
Rusia, Alemania había firmado un tratado de no agresión con la Unión
Soviética de Stalin.
Al frente de su división blindada, el coronel Walter Wolffang Luwing
tuvo que cruzar Europa desde el Este a el Oeste.
Un largo viaje, en el que vio muchas cosas.
¡Demasiadas!
Pero eso no le impidió celebrar, en unión de todos los suyos, las nuevas y
relampagueantes victorias alemanas.
La invasión de Luxemburgo. La ocupación de Dinamarca. El arrollador
avance sobre Holanda y Bélgica; el audaz salto de los paracaidistas alemanes
sobre Noruega, para pronto llegar hasta Narvick con la ayuda de la marina y
la aviación del mariscal Göring.
Ellos, los alemanes, resultaban invencibles.
Y era maravilloso sentirse los más fuertes, los vencedores, los que todo lo
arrollaban.
La eficaz propaganda nazi hacía el resto. Desde Berlín, el inteligente e
inventivo doctor Goebbels lanzaba las consignas.
Cuando se trató de atacar a Francia haciendo saltar en pedazos la Línea
Maginot, los tanques del coronel Walter Wolffang tomaron jubilosamente
parte en la formidable embestida.
Allí, él y dos más de sus oficiales se ganaron la Cruz de Hierro. El mismo
teniente Egan Güther le felicitó sonriente:
—Me alegro mucho, herr coronel. ¡Es usted un buen soldado!
Walter Wolffang se limitó a ofrecerle una mueca que pretendía ser
sonrisa. Nunca le había gustado aquel hombre con gafas de miope sin
montura, cabalgando sobre una nariz que parecía judía. Aunque, siempre
siguiendo las consignas del partido y sus jefes de la Gestapo, desde que en
Varsovia le habían puesto junto a él, aquel individuo se mostraba implacable
con tas que husmeaba eran de esa raza.
En el transcurso de aquellos meses que estaba como vigilante o «espía»
en la unidad, en más de una ocasión se había visto obligado a discutir con él.
El teniente Egan Güther se atrevía a arrestar a los propios soleados de la
división, en cuanto sus investigaciones le llevaban a descubrir que alguno de
ellos era judío.
O simplemente de descendencia judía.
En cierta ocasión le había tenido que advertir:
—Déjelos tranquilos, Egan. Para mí, judíos o no, todos son iguales,
teniente. ¡Buenos soldados alemanes!
—Pero para el partido no, herr coronel —le había replicado.
—¿Puede darme una razón?
—Son de raza maldita, señor.
—Pero yo soy el jefe aquí y le ordeno que…
Nunca olvidaría la forma de mirarle de aquel fanático, cuando alzando
una de sus manos siempre enguantadas, le atajó:
—Perdón, herr coronel. El jefe en lo militar, pero no en las cuestiones
políticas.
A los pocos días, el coronel Walter Wolffang Luwing recibió un sobre
lacrado, procedente de Berlín. Uno de los jefes de la Gestapo le «aconsejaba»
—con muy buenas palabras, eso sí— que procurase confraternizar con el
teniente Egan Güther. Su misión era tan importante como la militar y debería
colaborar en todo con él.
Walter Wolffang no dejó de fijarse en un detalle importante: a la
izquierda, el visto bueno estaba firmado por el mismo Himmler.
Prudentemente, decidió soportar al hombrecillo de las gafas de miope
cabalgando sobre su nariz judía, luciendo siempre su negro brazalete con la
cruz gamada en su uniforme de la Gestapo.
Al fin de cuentas, lo suyo era dirigir a sus hombres en el combate, para
abrir brecha con sus tanques a los soldados de la Wehrmacht que les seguían.
Pero fue en la ocupación de Francia, cuando el general Rommel les
dirigía hacia la bolsa de Dunkerque, cuando nuevamente tuvo que discutir
con Egan Güther.
Se trataba de coronar una verde colina de pronunciada pendiente, desde
cuya altura los antitanques franceses ya les habían destrozado tres blindados.
Aquellas bajas sufridas pusieron de mal humor al jefe de la unidad, que se vio
obligado a frenar el ataque.
Siempre revoloteando junto a él como una molesta mosca, precisamente
el teniente Egan Güther fue el que propuso:
—No nos detengamos, herr coronel. Podemos colocar los tanques en
batería y hacerles saltar en pedazos.
No era mala la idea; los 8,8 de las torretas de los tanques eran más
poderosos que los antitanques franceses que se empeñaban en mantenerse
allí, y por eso aceptó. Egan Güther era un hombre siempre activo y diligente
y pronto transmitió la orden. Los monstruos de acero empezaron a
evolucionar con el chirrear de sus poderosas cadenas, pero antes de dirigir el
fuego el coronel quiso echar una mirada con los prismáticos de campaña.
Lo que vio le hizo gritar:
—¡Un momento! Esperen.
Arriba, sobre la colina, lo que vio fue los rústicos edificios de una
pequeña granja: esas típicas construcciones de piedra y barro que tanto suelen
utilizar los campesinos franceses.
Con los prismáticos alcanzó a localizar la situación de los tres
antitanques, pero también descubrió a dos mujeres, un hombre maduro y un
niño.
Calculó que serían los dueños de la granja y desde la altura de la torreta,
dirigiéndose a sus hombres, volvió a ordenar:
—¡Alto! Que nadie dispare.
Corriendo hacia él desde otro de los blindados, Egan Güther se interesó:
—¿Por qué no, coronel?
—Hay mujeres y niños en la granja. Si machacamos la casa, pueden
morir también.
La sonrisa cínica del miope Egan Güther se acentuó burlona al comentar:
—¿Y eso le detiene, coronel?
—Véalo con sus propios prismáticos, Egan.
—No necesito verlos, señor. ¡Son enemigos de Alemania!
—¿Y quién le dice a usted que esos campesinos son enemigos nuestros?
—Son franceses, ¿no?
Y aún añadió, señalando la colina:
—¡Y los antitanques están instalados en su casa!
—De cualquier manera he dado una orden, Egan.
—Una orden absurda, señor. ¡Debemos seguir avanzando!
—Lo haremos; pero cuando lo indique yo, teniente.
—¡Eh! ¿Adónde va ahora?
—Esperen aquí.
Y con paso decidido, tras sacar su pañuelo blanco del bolsillo Walter
Wolffang Luwing empezó a ascender por la colina.
Todos sus hombres le escucharon gritar, empleando el francés:
—¡No disparen! ¡No disparen!
CAPÍTULO IV
Los antitanquistas franceses dispuestos a morir allí, vieron con ojos
incrédulos al gigante rubio que fatigosamente no dejaba de ascender a la
colina. Cuando la distancia se fue acortando, alcanzaron a distinguir en su
uniforme alemán su grado de coronel tanquista y uno de ellos exclamó:
—¡Ese boche está loco!
—¿Le tumbamos, Paul?
Paul Vinaret, teniente del ejército francés que llevaba días teniendo que
retirarse ante el incontenible empuje alemán, no dudó un solo instante en
ordenar:
—Que nadie dispare. ¿No veis que viene a parlamentar?
—Nada tenemos que tratar con los invasores, mi teniente.
El oficial miró sonriente al joven soldado pelirrojo, del que todos sus
compañeros conocían su valor y arrojo. Pero su sentido del honor militar le
hizo insistir:
—No se dispara contra un soldado que agita bandera blanca, Pierre. ¡Al
menos en el Ejército francés!
No obstante, cuando al fin llegó ante ellos el coronel alemán, apuntándole
con su metralleta se encontró rechazando de antemano:
—¿Está usted loco, amigo? ¡No pactamos con los invasores!
Jadeante por la ascensión, tomándose tiempo para sosegar en parte su
respiración, Walter Wolffang replicó en correcto francés:
—¿Y por qué no, teniente? Si mis tanques disparan, todos ustedes no
duraran ni tres minutos.
—Es posible, coronel. Pero al menos usted no ordenará ese fuego.
—No sean ingenuos. Aunque me maten y se libren de mí, mi teniente
ayudante ordenará su destrucción.
—Sabremos defendemos.
—¿Con esos «juguetes»? Sólo conseguirían detener a uno o dos de mis
tanques. El resto de mi columna les barrena.
—Bien, coronel. ¿Qué propone?
—Que sean mis prisioneros.
—¡Eso nunca!
—Piénselo, teniente. Francia quedará ocupada en pocos días y, si huyen
ahora, sólo retrasarán su captura.
—¡Moriremos luchando!
—Eso es una tontería, joven.
—No lo es para ningún buen patriota.
—Admiro su valor, teniente.
Miró al resto de los antitanquistas franceses que les observaban dialogar,
para añadir señalando a la casa:
—Y el de sus hombres también. ¿Pero qué me dicen de ellos? Pueden
evitar que todo esto vuele en pedazos.
El joven teniente Paul Vinaret se sintió responsable de las vidas de
aquellos campesinos y, tras vacilar un instante, decidió aceptar.
—¿Qué os parece, muchachos? ¿Nos largamos?
—He dicho que deben aceptar ser nuestros prisioneros. —Eso ni lo sueñe,
coronel. ¡Aún somos hombres libres!
—Por poco tiempo, teniente: les volveremos a alcanzar.
—Eso ya lo veremos. Intentaremos unirnos a nuestras fuerzas… ¡Y
seguiremos luchando!
—Como guste, teniente. Reconozco que, como soldados, es su
obligación.
Vio alejarse a los soldados franceses precipitadamente y entonces se
acercó una muchacha, seguida del campesino que debía ser el dueño de la
granja, con su esposa que pasaba uno de sus brazos sobre los hombros de un
muchachito.
El coronel alemán se fijó en la mujer joven. Era alta, esbelta y
armoniosamente proporcionada. Pese a que vestía con sencillez una falda y
una blusa, sus zapatos de tacón alto y cierta distinción que se desprendía de
toda ella no la anunciaban como una campesina. Sus grandes ojos,
intensamente negros y hasta audaces en el mirar, mostraron la dulzura
femenina al musitar, en un francés no muy correcto:
—Gracias, coronel. Salvó usted la granja de mis tíos… y quizá también
nuestras vidas.
—No tiene importancia, señorita. Su resistencia era una locura y se lo
hice comprender así.
—Pero usted arriesgó su vida, al subir hasta aquí.
—No lo creo: no tengo tan mala opinión de los franceses.
—Soy griega, coronel. Pero también les admiro. ¡Están luchando
desesperadamente!
—Yo no he dicho que les admire, señorita. Simplemente he querido decir
que confiaba en su honor de soldados. ¡Es un cobarde el que mata a un
parlamentario!
El dueño de la granja se acercó quitándose la raída boina, pero diciendo
en griego:
—Bien, Sonika. ¿Hemos cambiado de dueños?
Al no entender una sola palabra, Walter Wolffang indagó, mirando a la
muchacha:
—¿Qué ha dicho?
—Nada de importancia, coronel… Que pueden instalarse.
—Muchas gracias. ¿Puede decir a ese muchachito que baje y avise a mis
hombres? Pero entonces vio que el campesino sujetaba al joven por un brazo
y en francés se ponía a objetar:
—¡Nada de eso, coronel! Nuestro hijo no ayudará en nada a los invasores.
—¡Vaya! Veo que sí entiende el francés.
—Llevo muchos años en Francia. Y puede usted bajar si quiere a avisar a
sus soldadotes.
Medio sonriéndole, el coronel alemán opinó:
—Tiene usted mal genio, abuelo. Pero no se preocupe: estaremos muy
poco aquí. Luego se alejó hasta el borde de la loma y desenfundando su
pistola de reglamento se puso a disparar al aire, al tiempo de hacer señal con
el otro brazo. La columna de tanques entró en movimiento y minutos después
se situaban en tomo a los rústicos edificios de la granja sin ningún obstáculo.
Al descender de los blindados sus dotaciones, uno de los tanquistas
bromeó:
—¡Hurra! Nuestro coronel ha ganado él solito otra batalla.
Una vez más fue el severo teniente Egan Güther el que desentonó al
opinar:
—No debió dejar escapar a esos franceses, mi coronel. ¡Eran enemigos!
—Cierto, teniente. Y me temo que lo seguirán siendo. ¿Pero cómo
evitarlo? ¿Olvida que estaba solo entre ellos?
—Bien: al menos detendremos a los dueños de la granja.
—Quieto ahí, Egan.
Y al ver que frenaba sus pasos añadió:
—Soy yo el que da las órdenes. ¡Recuérdelo!
—También son franceses, señor. ¡Enemigos de Alemania!
Al oírle, dando muestras de que entendía y podía hablar el alemán,
Sonika Dorakis le objetó:
—Se equivoca, teniente. Mis tíos y yo somos griegos. Ellos se instalaron
en esta granja hace años y yo sólo hace unos meses vine desde Atenas para
verlos.
—¿Quién asegura eso? —objetó el oficial.
Cambiando al francés, la muchacha pidió al jovencito, que se apartó de
sus padres para correr hacia la casa:
—Trae mi pasaporte, Yves, por favor.
Minutos después, mostrándole toda su documentación, la muchacha
volvía a emplear el alemán al ofrecer:
—¿Conforme, teniente?
—Bien, señorita. ¿Y qué hace tan lejos de su país?
—Se lo he dicho: visitar a mis tíos.
—Mala época para viajar, amiga. Me temo que usted…
—¡Egan!
—Diga, mi coronel.
—Déjela tranquila. Y ocúpese de que los hombres revisen el material.
Sólo estaremos una hora aquí.
—A la orden, herr coronel.
Fue al volver a quedar solo frente a la bonita muchacha cuando Walter
Wolffang comentó:
—Cuanto menos hable con ese hombre, mejor, señorita.
—¿No es uno de sus oficiales, coronel?
—Lo es… ¡por desgracia!
Luego pareció olvidar su comentario y pidió a la joven:
—¿Podré lavarme un poco?
—A su gusto, coronel. ¿No es ahora usted el amo de todo esto?
—No, señorita… Y me disgustaría que usted me mirase así.
Luego dio media vuelta y caminó hacia la casa.
CAPÍTULO V
La marcha hacia París casi resultó un paseo triunfal para los ejércitos
alemanes. Y aunque en la bolsa de Dunquerke pudieron embarcar hacia
Inglaterra cerca de trescientos mil hombres, entre ingleses y franceses, los
temidos Stukas fueron «allanando» el camino hacia la capital de Francia.
Exactamente el día 14 de junio de 1940 los invasores desfilaban bajo el
Arco de Triunfo con su paso de la oca: millones de parisinos tuvieron que
soportar tal humillación.
Como tantos otros jefes de unidad, el coronel Walter Wolffang Luwing
instaló a sus hombres en un viejo acuartelamiento francés. Las últimas
órdenes recibidas le indicaban que sus tanques debían estar dispuestos a
partir.
La guerra seguía y, al unirse al carro del vencedor Benito Mussolini,
Italia se disponía atacar a Albania. Para tal invasión el Duce había solicitado
la ayuda al Führer de sus victoriosas e irresistibles unidades blindadas.
No obstante, unos días antes de partir hacia el sur de Europa, el coronel
Walter Wolffang Luwing escuchó en su despacho que su asistente le
anunciaba:
—Una señorita desea verle, coronel.
—¿Te dijo su nombre, Kurt?
—Sonika Dorakis, señor.
Al oír el nombre, Walter Wolffang se puso en pie y abotonándose la
guerrera indicó al ordenanza:
—Hazla pasar ahora mismo, Kurt.
La muchacha griega entró elegantemente vestida. Era la misma que tanto
le había impresionado en aquella granja francesa de la colina, aunque ahora
parecía otra mujer distinta. No obstante, aquellos grandes ojos de Sonika
Dorakis no se podían olvidar fácilmente, ni el tono de su voz dulce cuando
solicitó:
—¡Oh, coronel Wolffang! Tiene que ayudarme.
—¡Sonika! ¿Qué hace en París? ¿No estaba en la granja con sus tíos?
—Mi tío ha sido detenido por el teniente Güther, coronel.
—¿Có… cómo dice?
—Así fue… Se presentó allí con unos agentes de la Gestapo y ordenó
registrar la casa. —El teniente Egan Güther goza ahora de unos días de
permiso. No sabía que volvió a la granja de sus tíos y yo…
La muchacha le interrumpió al anunciar:
—Dice que encontraron una emisora clandestina en la granja.
Más secamente, el coronel alemán indagó:
—¿Y es cierto eso, Sonika?
—Lo ignoro, coronel… Ya le dije que yo sólo vine a visitarles por unos
días. ¡Tiene que salvarle, coronel!
—Cálmese, Sonika. Hablaré con el teniente Güther.
Hizo una breve pausa y añadió:
—Pero si es cierto, no podré hacer nada. ¡Su tío será tratado como un
espía!
—¡Oh, no, coronel! ¡Le fusilarán!
—Es muy posible.
—Pe… pero usted demostró tener un corazón noble y generoso. Yo…
yo… creí que… —Escuche bien, Sonika. Lo que hice en su granja fue una
cosa muy distinta. Pero no por eso puede pedirme que ayude a los enemigos
declarados de Alemania.
Desilusionada, la bonita muchacha griega estalló:
—¡Dios mío! Todos ustedes son iguales. ¡Orgullosos y altivos como
dioses!
—Es posible, señorita. Pero ya que usted no fue detenida, debe salir de
Francia cuanto antes hacia Atenas.
No deseando ser dominado por aquellos bellos y profundos ojos, Walter
Wolffang extendió su mano al solicitar:
—¿Sigue teniendo su pasaporte?
Como desconcertada, la elegante mujer pareció dudar:
—¿Mi… mi pasaporte?
—Sí, Sonika; es posible que le pueda arreglar ese viaje.
—No… no le tengo ya, coronel.
—¿Por qué no? Yo mismo lo vi cuando se lo mostró a Egan.
—El teniente Güther se quedó con él.
Como avergonzada de lo que iba a decir, Sonika Dorakis bajó la cabeza y
quedamente sus labios añadieron:
—Me… me dijo que no me lo devolverá… hasta que…
—¡Siga! —Casi exigió el coronel alemán.
—Hasta que acuda a una cita con él… Me… me espera en el hotel
Morency, coronel… Al oír aquello, Walter Wolffang arrojó el cigarrillo y
cerró los puños. Empezaba a comprender aquella sucia jugada del teniente
Egan Güther y su seca actitud volvió a tomarse amistosa al rugir.
—¡Maldito sea! Ya empiezo a estar harto de ese mequetrefe. Esta vez no
le dejaré abusar de su poder.
—Tengo… ¡tengo miedo, coronel!
Al acercarse a la muchacha la tomó con sus grandes manos por los
temblorosos hombros y, buscándole con los suyos los profundos y negros
ojos, Walter Wolffang volvió a rogar:
—Tranquilícese, Sonika. Estoy dispuesto a acompañarla a esa cita.
Ella también le miró fijamente a las pupilas azules, deseando confirmar:
—¿Usted, coronel Wolffang?
—¿Y por qué no? Le daremos una gran sorpresa a ese cerdo.
—¿Y sobre lo de mi tío?
Las manos masculinas aflojaron su presión, terminó soltándola y con la
excusa de buscar otro cigarrillo se apartó de ella al musitan.
—Si la acusación es cierta, no podré hacer nada sobre eso. ¡Lo siento!
—Pero yo no vi que encontrasen esa emisora de radio en la granja. ¡Le
doy mi palabra!
—Aún así, me temo que valdrá más la del teniente Güther.
—¿Es ésa su justicia, coronel?
—Escuche, Sonika: estamos en guerra y vivimos en tiempos muy
alterados. ¿Le costaría admitir que yo mismo soy vigilado por los de la
Gestapo?
—¿Usted? ¿Un… un coronel tanquista?
—Y hasta los generales. Todas las unidades tienen un representante del
partido que les vigila y controla. Y en mi caso concreto es el teniente Egan
Güther. —¿Por qué lo consienten, coronel?
Con media sonrisa que pretendía ser divertida, el militar comentó:
—Por ahora, el Führer y su partido es el que manda en Alemania amiga
mía… Y no crea que tienen mucha confianza en el Ejército.
Al encasquetarse la gorra militar añadió:
—Sobre todo, desde el último atentado a Hitler.
—Siendo así, ¿va a atreverse a enfrentarse con el teniente Güther?
—En este caso concreto, sí. ¡No le permitiré que abuse de usted, Sonika!
—Es repugnante. Nunca me gustó ese canalla. ¿No sabe que ya lo intentó
cuando aquel día llegaron a la granja?
Volviendo a mirarla fijamente, el coronel tanquista deseó confirmar
nuevamente acercándose a la muchacha griega:
—¿Ah, sí? ¿Por qué no me lo dijo aquella tarde?
—Compréndalo, coronel: ustedes se iban a marchar y pensé que nunca
más volvería a verlos.
—Me alegro que no haya sido así, Sonika. Aunque no por el motivo.
—Es usted muy amable, coronel.
—Coronel, coronel —pareció quejarse sonriente él—. Deje de llamarme
así, mujer. Mi nombre es Walter.
—Es que… con ese uniforme y todas esas medallas, yo…
—No sea niña Y ahora soy yo el que la voy a pedir un favor.
—¿Usted a mi, coronel?
—¡Y dale! El favor es que me llame Walter.
—Como usted guste, pero…
—Vamos, Sonika. La llevaré en mi coche a ese hotel.
Al salir del acuartelamiento los dos centinelas saludaron con sonoros
taconazos; su coronel correspondió y cuando ya subían al coche la muchacha
griega pretendió bromear.
—Todos los alemanes con uniforme me asustan. ¡Son tan rígidos y tan
disciplinados!
—Espero que yo no la asuste, Sonika.
—No, Walter. Usted no… ¡Es muy distinto!
Walter Wolffang Luwing puso en marcha el pequeño «Mercedes» y
sonrió.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.
CAPÍTULO VI
El recepcionista del hotel Morency forzó la sonrisa al ver llegar hacia el
mostrador a aquel gigantesco coronel alemán, acompañado de aquella bella y
elegante mujer. El dueño le había recomendado mostrarse amable con los
vencedores y él, como tantos otros parisinos, no quería perder el empleo.
Ya le llegaría la revancha a Francia.
El empleado se inclinó servil, pero anunciándoles con placer:
—No nos quedan habitaciones libres, coronel.
—No vamos a alojamos aquí —anunció a su vez Walter Wolffang—.
Simplemente queremos saber el número de habitación del teniente Egan
Güther, por favor. —¡Ah, un momento!— dijo el recepcionista, decepcionado
por no poder fastidiar a aquel alemán.
Tras mirar un momento el libro de registro, comunicó:
—Habitación número 36, coronel. Voy a avisarle.
—No. No se moleste: queremos darle una sorpresa.
—Como usted guste, coronel.
—Gracias, amigo, muy amable.
Les miró algo extrañado caminar hacia el ascensor; ninguno de los
odiados invasores que se habían acercado por allí en aquellos días se había
comportado tan correcto y educadamente con él. Por lo visto, sólo los
coroneles tanquistas alemanes eran amables.
Cuando Walter Wolffang golpeó con los nudillos en la puerta de la
habitación 36, instintivamente su joven acompañante femenina se situó tras
de su espalda. El militar alemán captó el recelo de la muchacha griega y
nuevamente la animó:
—No tiene usted que temer nada, Sonika.
—Lo sé, viniendo con usted, Walter. Pero es que yo…
Tardaban en abrir y golpeó la puerta con más energía. Cuando al fin se
abrió, además del serio y contraído rostro de Egan Güther con sus gafas sin
montura cabalgando sobre su nariz judía, una oleada de colonia lo invadió
todo: por lo visto había estado en el cuarto de baño y sólo con unas finas
zapatillas y una bata de seda, estaba allí ante ellos, con aire perplejo y
desilusionado a la vez.
Ante el silencio de los visitantes, el oficial de la Gestapo acertó a
exclamar:
—¡Ah! Es usted, herr coronel.
—El mismo, Egan. Y vengo a decirle que es usted un… ¡cerdo!
—¡Mi coronel!
—Me ha oído bien. He dicho un cerdo y añadiré algo más: daré parte de
su comportamiento.
—¿A… a qué se refiere, señor?
—Déjenos entrar y se lo diré. ¿O prefiere que todo el hotel se entere de lo
que intentaba con esta mujer?
—Pase… pase usted, mi coronel. Pero no… no comprendo lo que quiere
decir, señor.
—Ahorremos palabras, Egan. Déme el pasaporte de Sonika Dorakis.
—¿Có… cómo dice? ¿El… el pasaporte?
—Me ha oído perfectamente: usted se lo retuvo, cuando volvió a aquella
granja.
Poco a poco, según iban pasando los minutos el rostro del gestapista se
iba serenando. Su descarado aplomo volvía a él y hasta logró sonreír al
comentar, clavando su mirada miope en la mujer.
—Empiezo a comprender, coronel. Ella le ha hablado, ¿verdad?
—Es indigno de todo hombre forzar a entregarse a una mujer, teniente.
¡Es canallesco!
—Frene en sus insultos, coronel.
—¡Los merece, teniente!
—¿Debo entender que piensa proteger a esa familia de espías?
Perdidos los nervios, el alto Walter Wolffang avanzó un paso más, atrapó
por la pechera de la bata a Egan Güther y le bramó:
—¡Repita eso y lo sentirá, Egan! ¡Repítalo!
—Está bien, coronel. No se ponga así. No… no tenemos que discutir por
una griega judía.
—Ignoro si Sonika es o no judía. ¡Pero ahora mismo la va usted a
devolver su pasaporte!
—Siempre a sus órdenes, herr coronel.
Pero al instante soltó:
—Pero no olvide que puedo complicarla en el feo asunto de su tío.
Bastaría una simple declaración mía.
—Haga esa declaración, y le prometo que usted no olvidará mis puños.
Además de informar al cuartel general de los sucios y cobardes medios que
emplea usted, para conseguir los favores de una mujer.
Cínicamente sonriendo, Egan Güther ajustó sus gafas sin montura sobre
su nariz, entregó el pasaporte a la silenciosa mujer y él volvió a aceptar:
—De acuerdo, herr coronel. ¿Por qué no olvidamos los dos el asunto y
hablamos de otras cosas?
—Fuera del servicio, nada tengo que tratar con usted, Egan.
—Confiese que también le gusta ella.
—Eso no le importa, teniente.
—¿No quieren beber algo?
—Aquí, nada —insistió en su actitud despectiva—. Esta habitación huele
a cobarde.
Y tomando a la muchacha por una mano le pidió:
—Vámonos de aquí, Sonika.
Salían del hotel cuando, al dirigirse al coche, Walter Wolffang ofreció:
—La acompañaré a la Embajada y conseguiré que visen su pasaporte para
ese viaje a Atenas.
—¿Cómo podré agradecérselo, Walter?
La miró fijamente a los ojos antes de decir:
—Pensando que no todos los alemanes somos como Egan Güther.
—Eso lo sé, coronel. ¡Usted es todo un caballero!
—Suba, Sonika. Tengo alguna prisa: debo volver al acuartelamiento.
Ya arrancaban, cuando ella apuntó con dulce sonrisa:
—¿Ni tan siquiera podrá comer conmigo, Walter?
—Por favor —pidió él—. No tiene que agradecerme nada. ¡No me debe
nada, mujer!
—Al contrario. ¡Le debo mucho!
—¿A mí, Sonika?
—¿Le parece poco deberle la vida? —contestó ella con otra pregunta—.
Todos habríamos muerto allí, si usted ordena a sus tanquistas disparar contra
la granja de mi tío.
—No había necesidad de hacerlo, ya vio que se pudo arreglar.
—Porque usted arriesgó la suya, al subir a parlamentar.
—Es lo mínimo que podía intentar.
—¿Y qué me dice de lo de ahora? Me ha librado de ese ser repulsivo.
Al oírle decir aquello, frenó el vehículo y volviendo a mirarla fijamente
indagó:
—¡Un momento! ¿Es que para que Egan le devolviese su pasaporte
habría usted acudido a su cita?
—Sonika Dorakis bajó la cabeza, tardó en contestar y al fin admitió
quedamente.
—Lo habría tenido que hacer, Walter. Ese viaje a Atenas es muy
importante para mí.
—¿Hasta el punto de tener que aceptar los manoseos de un tipo como
ése?
Nueva vacilación en ella, que al fin confirmó:
—Hasta ese punto…
Algo decepcionado, Walter Wolffang exclamó, volviendo a pisar el
acelerador.
—¡Vaya! Pues me alegro que acudiese a mí.
—¿Ve como tengo que estarle muy agradecida?
Ya aparcaban cerca de la embajada, cuando el conductor del pequeño
«Mercedes» tanteó:
—¿Puedo hacerle una pregunta, Sonika?
—Todas las que quiera, Walter.
—¿Por qué es tan importante para usted viajar hacia Atenas?
—Me temo que a eso no le puedo contestar.
Hizo una breve pausa y añadió, bajando del vehículo:
—Al menos contestarle con total sinceridad.
—No la entiendo.
—Bueno… Podría decirle que porque allí me espera el resto de mi
familia, mis padres…
Pero le mentiría. A excepción de mis tíos y mi sobrino Yves, no tengo
más familia.
—Pero entonces, ¿quién la espera allí?
—Mi trabajo, mis obligaciones.
—Bien, no la molestaré más con mis impertinentes preguntas.
—No son impertinentes, Walter.
—Le agradezco que no lo vea así, Sonika. Mi interés por usted se basa…
se basa en…
—Siga, por favor —solicitó ella.
Pero vio que aquel gigante rubio de intensos ojos azules dejaba de mirar a
sus pupilas, al pedir rozándole levemente el codo:
—Vamos arriba. ¡Le conseguiré su visado!
CAPÍTULO VII
Mientras, en unión de otras muchas unidades, la división blindada del coronel
Walter Wolffang Luwing volvía a cruzar media Europa, ahora en sentido
contrario, su jefe parecía contento.
El armisticio se había firmado con la invadida Francia y al anciano
mariscal Petain se le permitiría presidir la parte del sur de su país desde su
Gobierno provisional de Vichy.
Naturalmente, eso bajo ciertas condiciones y, por supuesto, bajo la
vigilancia de Alemania.
Tanto a Berlín como a Vichy tales condiciones les convenían. La guerra
se había extendido al sur de Europa, donde Italia invadía Albania y se
disponía a atacar a Grecia. Y al ser el Duce Mussolini el principal aliado del
Führer Adolfo Hitler, el primero había solicitado la eficaz ayuda de sus
divisiones acorazadas.
Pero al coronel Walter Wolffang Luwing no le hada feliz el hecho de
tener que lanzar a sus hombres al combate, sino la oportunidad de, si tomaban
Grecia y llegaban a Atenas, volver a ver a una hermosa mujer.
Una bella mujer que se le había metido en el alma Sonika Dorakis.
Ni por un solo instante Walter Wolffang olvidaba que ya estaba casado.
Un año antes de estallar la guerra había unido su destino a la rica freulien
Erika von Staufauer, precisamente a los pocos días de abandonar la academia
militar.
Aquél había sido un gran error en su vida.
Erika era la hija del poderoso general Frank von Staufauer, uno de los
ayudantes del cuartel general del Führer, que había conseguido para él los
galones de coronel tanquista. Y a la vez, para invadir Polonia, una de las más
modernas y mejores divisiones acorazadas.
Los Von Staufauer podían sentirse satisfechos. En sus fabulosas fiestas en
Berlín podían presumir de tener en la familia uno de los más famosos
militares de los ejércitos del Tercer Reich que presidía Adolfo Hitler, su
amigo y camarada de los primeros tiempos del nazismo en Munich.
La corta pero eficaz campaña de Polonia había sido un paseo triunfal para
el esposo de Erika von Staufauer. En Berlín y el resto de Alemania, toda la
prensa se había cuidado de airear sus victorias. Cuando se anunció la toma de
Varsovia, el nombre del coronel Walter Wolffang Luwing volvió a aparecer
en las primeras páginas.
Por supuesto, sin olvidar mencionar que el valeroso coronel tanquista era
el esposo de Erika, la única hija del general Frank von Staufauer.
El mismo Führer había felicitado a la prestigiosa familia.
Y lo mismo ocurrió cuando los ejércitos hitlerianos embistieron contra la
Línea Maginot, haciendo retroceder a los franceses. Día tras día los partes de
guerra anunciaban a bombo y platillo el arrollador e incontenible avance
alemán, con gran apoteosis cuando se consiguió la gran bolsa sobre
Dunquerke.
En Berlín aquello se consideró una gran victoria.
Otra gigantesca batalla ganada, que permitió seguir el avance hasta París.
¡La capital de Francia había caído!
El desfile bajo el Arco de Triunfo constituyó toda una enorme apoteosis.
El mundo entero se enteró que los ejércitos hitlerianos eran invencibles: había
sido presidido por el mismo Adolfo Hitler.
Y todo gracias a héroes como el coronel Walter Wolffang Luwing.
Un hombre que ahora corría para seguir ganando batallas en Albania y
Grecia. Para continuar cubriéndose de gloria que engrandecía al Tercer
Reich. ¡Heil Hitler!
***
Sin embargo, nadie mejor que el coronel Walter Wolffang Luwing era
consciente de que, tras todos aquellos oropeles, se escondía la cruda realidad.
Ni él era feliz con Erika von Staufauer, ni interiormente se sentía
satisfecho con sus victorias.
Lo de su esposa no tenía remedio: tardíamente había comprobado que
Erika era una mujer autoritaria y dominante, quizá por ser la única hija de un
hombre que había fundado su fortuna por ser uno de los principales jerarcas
del nuevo régimen establecido en Alemania, cuando en 1933 Adolfo Hitler
fue nombrado canciller:
El poder supremo del nazismo se estableció.
Frank von Staufauer fue uno de los que lo consolidaron. Barrió a todos
sus enemigos y el jefe supremo le premió nombrándole general y uno de sus
ayudantes.
Hábil en toda maniobra política, Frank von Staufauer cada día adquiría
mayor poder. Su «estrella» ascendía cada vez más y podía hacer o deshacer a
su antojo, claro está que siempre bajo la omnipotente sombra del Führer.
A los pocos días de su boda, Walter Wolffang no sólo se vio enfrentado
con el carácter de su esposa, sino con la férrea y autoritaria personalidad de
aquel hombre. Y eso que su influyente suegro le ofreció durante los secretos
preparativos de la campaña de Polonia, un puesto seguro junto a él, en el
cuartel general de Hitler.
Siempre recordaría que le había contestado:
—Gracias, Von Staufauer: prefiero el frente.
—Idioteces, Walter. ¡Eso es la guerra!
—¿Y no la tengo en casa, con su hija?
—¡Bobadas! Terminaras llevándote bien con Erika.
—Lo dudo. Tenemos conceptos muy diferentes.
—Porque no eres realista, como todo hombre de nuestros días debe ser.
Nuestro Führer nos enseña que…
—No me lo recuerde. Lo sé muy bien por todos sus histéricos discursos.
Todos los días nos machaca por radio con ellos.
—Lo hace muy bien, Walter. ¡Todo el pueblo se enardece al oírle! Y tú,
como militar, deberías…
—Como militar mi deber es defender las fronteras de Alemania, nada
más. El que predica la guerra es un apóstol del mal.
—¡Paparruchas! Alemania está destinada a implantar el nuevo orden.
—¿Qué nuevo orden, Von Staufauer? ¿El del nacionalsocialismo?
—¿Y por qué no? El Führer ha prometido un Reich de mil años.
—No lo quiera Dios.
—¡Te prohíbo que hables así, Walter! ¡No quiero traidores en mi familia!
—¿Es ser traidor no desear la guerra, señor?
—En estos momentos… ¡sí! Venceremos a todos nuestros enemigos. ¡Les
someteremos! ¡Serán nuestros esclavos!
—¿Lo ve, Von Staufauer? Los pueblos somátense voluntariamente al
imperio de quien trata a los vencidos, con como a enemigos, sino como a
hermanos.
—¡Ridículo, Walter! Eso huele a democracia y nosotros aspiramos a
implantar un gran imperio.
—No discutamos más, Von Staufauer. No llegaríamos a entendernos.
—Porque eres un romántico cabezota. ¡Irás al frente y ay de ti si no te
portas bien!
—No tiene que amenazarme. Como alemán, sabré comportarme. Así
habían sucedido las cosas.
***
Les tenía contentos: no podían quejarse de él.
Hasta había conseguido en los campos ensangrentados de Francia la Cruz
de Hierro, con hojas y espadas de platino.
Si su suerte seguía en Albania y Grecia, pronto le ascenderían a general.
Con la influencia de su suegro no sería muy difícil.
El poderoso Frank von Staufauer se cuidaría de ello. Por supuesto, para
fama y gloria de su familia, claro estaba.
Pero él no solía contestar a las cartas de su hija. Erika seguía en sus trece
y, en cada folio, le bombardeaba con sus ideas nazis que, cada día, en cada
victoria, se estaban imponiendo en Europa.
Le afirmaba que con el tiempo las aceptaría el mundo entero.
Era tan fanática que, sobre su firma, jamás olvidaba consignar aquel grito
de «Heil Hitler» que tanto le fastidiaba a él.
Desde que en Varsovia le impusieron al teniente Egan Güther como
ayudante, no dejaba de pensar que aquel hombre y Erika se habrían llevado
muy bien.
Identificados a la perfección en cuanto a sus ideas.
Aunque Egan Güther era muy poca cosa en cuanto a lo físico. Menos que
un gusano y con aquellas ridículas gafitas sin montura, cabalgando sobre su
nariz eminentemente judía.
¿Sería cierto que era judío, o descendiente de aquella raza que tanto aquel
hombrecillo perseguía?
Se daban casos en los que, quizá por complejos de «culpabilidad», se
perseguía a los judíos… ¡por serlo!
El coronel Walter Wolffang Luwing dejó de pensar en estas cosas, para
trasladar sus ensueños a la gentil figura de la griega Sonika Dorakis. Qué
poco sabía aquella adorable mujer que posiblemente volverían a verse en
Atenas.
Desde luego, si Albania y Grecia también eran invadidas, él no dejaría de
buscarla. Removería cada piedra hasta encontrarla, porque ansiaba confesarle
que se había enamorado perdidamente de ella.
Desde luego, no volvería a repetir lo de París. Cierto que se había
comportado como todo un caballero, aunque más tarde se arrepintió.
Se arrepintió porque ella, tanto en sus negros ojos como con sus palabras,
confesó que le pasaba igual: se había enamorado de él.
Hasta llegó a rogarle que pasara la noche con ella, puesto que el destino
les separaba de nuevo.
Quizá para siempre.
El la besó y la estrechó en sus brazos, con ansias febriles, con desatados
deseos de poseerla; la quería hacer suya porque en los brazos de su esposa
Erika no había encontrado aquella pasión que le devoraba.
Pero fue un «caballero».
¡Un imbécil, quizá!
Le confesó que ya estaba casado y que no quería destrozar su vida.
Sonika Dorakis merecía algo mejor que una sola noche de amor. Algo más
que unas horas fugaces, que podrían marcar su vida entera.
La vio llorar, abrazarse a él con desesperación, medio aturdida y
avergonzada por ofrecerse así a un hombre. Pero al final, más calmada, con
más sosiego por el rechazo masculino, se lo agradeció y ofreciéndole sus
manos le miró al fondo de los ojos y le dijo:
—Eres, todo un hombre, Walter. Nunca te olvidaré porque el amor que no
es vivido queda siendo, con frecuencia al menos, un ideal capaz de guiarnos a
través de la vida entera…
¡Qué bonitas palabras, que él tampoco nunca podría olvidar!
Había nobleza y grandeza de alma en ellas.
Pero ahora, si invadían Grecia y llegaban a Atenas, la buscaría y aquel
amor se haría realidad.
Era ésa la mayor obsesión de Walter Wolffang, mientras al frente de su
unidad acorazada capitaneaba a sus hombres.
Unos soldados valerosos que, durante la marcha, con frecuencia alzaban
sus voces con cantos bélicos, soñando con nuevas victorias.
Hitler continuaba saliéndose con la suya.
CAPÍTULO VIII
El ataque italiano a Albania resultó un fracaso.
La gran ofensiva pronto fue frenada en seco y las unidades blindadas
alemanas tuvieron que actuar, con su contundencia y eficacia probadas.
Adolfo Hitler se apuntó otro buen tanto.
Austria, Checoslovaquia y media Yugoslavia también estaban siendo
invadidas. Y la fuerte presión sobre Rumania, Hungría y Bulgaria se dejaba
sentir.
Media Europa estaba bajo la bota de Alemania, que pronto aspiró con sus
mortíferos bombardeos sobre Londres, a que Inglaterra sufriera la misma
suerte. La famosa y dura batalla de Inglaterra resultaría épica.
¡Atroz!
Cuando le tocó el tumo a Grecia, las fuerzas del mariscal griego Papagos
contratacaron con brío. Y ello hasta el punto de que tres divisiones italianas
fueron cercadas en las montañas de Pindó.
Pero entonces, en vista de que los ingleses ya estaban en Grecia, en el
cuartel general de Hitler se ordenó que la Luftwafe y las divisiones blindadas
nuevamente intervinieran allí. Siempre victoriosos, el día 9 de abril de 1941
los tanques del coronel Walter Wolffang Luwing entraban en la medio
derruida ciudad de Salónica.
Solo días más tarde, el 18 del mismo mes, cruzaban el paso montañoso de
Kalambaka. El 19 caía Larissa; el 22 Lamía y Janina. Y un día más tarde, el
recién ascendido mariscal List lanzaba a todos sus blindados hacia el golfo de
Corinto.
Pese al valor y el tesón de los griegos y sus aliados ingleses, el avance
alemán continuó arrollador: en los llanos de Epiro y Macedonia, trescientos
mil hombres tuvieron que capitular.
Prácticamente desguarnecida, al fin el día 27 de abril de aquel año las
unidades blindadas alemanas entraban triunfantes en Atenas: siglos de ruinas
históricas les contemplaban en silencio y los vencedores celebraron su
triunfo.
El coronel Wolffang pronto abandonó a sus hombres y ordenó a su
asistente Kurt que le preparase el coche. Recordaba las señas de Sonika
Dorakis, tomadas de su pasaporte casi un año atrás.
Seguía soñando en encontrar a la muchacha griega.
La bella capital griega había tenido que soportar los duros bombardeos de
la Lutwafe y muchas de sus calles resultaban intransitables. Casas y edificios
derruidos las llenaban de ruinas y cascotes, y el alumbrado restablecido por
sus nuevos dueños resultaba deficiente.
Con un mapa de la ciudad en las manos Walter Wolffang tuvo que seguir
indicando al soldado:
—Tuerce por esa calle, Kurt.
—Bien, coronel.
—Si no está en ruinas, debemos salir a una glorieta.
Pero aquella glorieta no estaba solitaria. Dos camiones de las SS repletos
de soldados, se mantenían alertas con sus armas apuntando uno de los
edificios. Y al fondo, con su figura inconfundible y su baja estatura, el
teniente de la Gestapo Egan Güther, guturalmente, daba algunas órdenes a
otros soldados que salían de la casa, rodeando a cuatro paisanos y a una
mujer joven.
El corazón de Walter Wolffang latió con más celeridad al identificar:
—¡Sonika!
Bajó precipitadamente del pequeño «Mercedes» y corrió hacia allí. Antes
de llegar a la mujer, uno de los soldados le informó, al dejarle romper el
círculo para que se acercase al teniente de la Gestapo:
—Son cuatro oficiales británicos, que han estado escondidos en la casa de
esa griega. Manejaban un aparato de radio, pero han sido localizados por
nuestros expertos. —Sí— añadió otro de los soldados. —Nuestros camiones
no dejan de dar vueltas por la ciudad. Resulta fácil localizar a esos sucios
espías con sus antenas parabólicas.
—¿Adónde va, señor? No debe intervenir.
—Déjeme pasar, soldado. ¡Soy coronel!
Cuando al fin llegó frente a su teniente ayudante, la voz áspera y seca le
traicionó al indagar:
—¿Qué ocurre, Egan? ¿Por qué les llevan detenidos?
La sonrisa cínica del oficial de la Gestapo se amplió al saludar, con
grandes taconazos sonoros:
—Hola, herr coronel. No sabía que rondara por aquí.
—Déjese de saludos, teniente. A mí no me extraña verle a usted aquí.
Debió tomar las señas de Sonika también.
—Así es, coronel. Pero créame que esta vez fue casualidad. ¡Pura
casualidad!
—No le creo.
—Pues pregúnteselo a ese sargento. Uno de nuestros coches-antena les
localizó. Pero es una lástima: no han podido descifrar la clave del mensaje
que transmitían esos oficiales ingleses.
—Bien: voy a pedirle un favor, Egan.
—Me lo figuro, coronel.
—¿Y no va a dejar en libertad a la muchacha?
—No. Créame que no puedo, coronel. Lo haría por usted, pero ya sabe
cómo son mis jefes y…
—Se lo ruego, Egan.
—Lo siento, señor.
—Es usted mi ayudante, teniente. Puedo…
—En estos casos no puede nada, coronel. En lo militar y durante los
combates debo obedecerle, señor. ¡Y sabe que lo hago! Pero los oficiales de
la Gestapo sabe que también tenemos otras misiones… sobre todo, cuando
vamos ocupando las ciudades.
—Está bien, teniente. Pero recurriré al mariscal List.
—Hágalo, señor. Es usted uno de sus favoritos.
Cinco metros más al fondo, la rodeada Sonika Dorakis también le había
reconocido. La muchacha griega se mantenía en silencio, pero sin dejar
mudamente de mantener sus grandes ojos negros sobre él.
¿Le saludaba amistosamente? ¿Le estaba nuevamente suplicando algo con
aquellas encendidas pupilas? ¿Tal vez le reprochaba el que él fuese alemán?
No parecía ya recordar que, cierta noche en París, le había confesado que
le amaba, que se había enamorado de él.
¿Dónde estaba ahora la dulzura de aquella mirada?
Walter Wolffang fue acercándose a ella y a los soldados SS que la
rodeaban y, por todo saludo, casi ásperamente reprochó su voz:
—¿Son ciertas esas acusaciones, Sonika?
—Eso se lo confirmara ese monstruo, coronel.
Coronel; ya no le llamaba «Walter».
¿Se había olvidado de su nombre?
No se sintió inclinado a mostrarse amable y volvió a preguntar:
—¿Es que no escarmentó en Francia, con lo que le ocurrió a su tío?
—¡Le fusilaron! —informó altivamente ella.
El teniente Egan Güther fue también acercándose al decir:
—Se lo dije en París, coronel. ¡Esa chica tiene madera de espía!
—Quizá tenga razón, teniente.
Pero la sonrisa del oficial de la Gestapo fue borrándose de su rostro, al oír
añadir al coronel tanquista:
—Pero, puesto que a los dos nos interesa, le pediré al mariscal List que
me encargue personalmente del asunto.
—No me parece mal, coronel. Así la veremos los dos diariamente,
durante los interrogatorios.
—Quede bien claro, Egan —quiso puntualizar—, dije que nos
encargaremos del caso; no que tendrá a su merced a la muchacha.
—Por supuesto, coronel.
—Y otra cosa, teniente: ordeno que le quiten esas esposas.
—¿A esos cuatro oficiales ingleses también?
—No. A ellos no. Pueden llevárselos.
De pronto, nuevamente tuvo que intervenir al presenciar la brutal escena:
los soldados de las SS acostumbrados en toda Europa a imponer «su ley»,
golpeaban con las culatas de sus fusiles a los cinco detenidos para
conducirlos a los camiones. Por eso Walter Wolffang gritó:
—¡Eh, con más modos, soldados! Son personas y no animales.
—Son espías, herr coronel. ¡Sucios traidores!
—Venga aquí, sargento.
—A sus órdenes, mi coronel.
—¿Sabe que le puedo hacer perder esos galones?
—Por… por favor, señor. No… ¡no lo haga!
—Pues le hago responsable de que lleguen adonde tengo acuarteladas a
mis tropas, sin tocarles un pelo de la ropa.
—Es que yo… no sé dónde… dónde.
—El teniente Güther les servirá de guía. ¡En marcha!
Cuadrándose y también haciendo sonar sonoros sus tacones, aquel
sargento alzó el brazo y bramó:
—¡Heil Hitler!
Walter Wolffang le devolvió el saludo, pero nada dijo. Le preocupaba
más el teniente Egan Güther y le ordenó:
—Venga aquí, Egan. —Usted dirá, señor.
—Ha oído lo que le dije al sargento. ¿Tengo que repetírselo a usted?
—No soy un salvaje, mi coronel. No pensaba golpear a la muchacha.
—Le gusta demasiado, ¿verdad, Egan?
—Eso no es un pecado, señor. ¡Es muy bonita!
—Pues no se hizo la miel para la boca del asno, «amigo». Tendrá que
respetarla… ¡y en todo!
—Veo claro, señor a usted también le gusta.
—Aunque sea así, usted lo ha dicho, Egan: no es pecado.
—Bueno, señor… Si es una griega judía y además una espía… ¡sí!
—Me ocuparé de eso. Pero le repito que personalmente. ¡No lo olvide!
El brazo alzado y muy tieso, el oficial de la Gestapo gritó:
—¡Heil Hitler!
—Heil Hitler —respondió aquella vez, aunque con desgana.
Conocía muy bien a su oficial ayudante. Era consciente que le habían
puesto junto a él para vigilarle, para controlar su comportamiento en lo
político. Para que el cuartel general de la Gestapo estuviese bien al corriente
de las actitudes con respecto al régimen del coronel tanquista Walter
Wolffang Luwing.
Eran órdenes que llegaban desde arriba, desde la misma cúspide del
partido.
Y con el visto bueno del mismo Himmler.
Hasta era posible que en ello hubiese intervenido su propio suegro, el
general Frank von Staufauer…
CAPÍTULO IX
Limpio, pulcro, bien aseado y luciendo su uniforme de gala con todas sus
condecoraciones, el coronel Walter Wolffang Luwing se presentó en el
cuartel general del mariscal List en Atenas.
El victorioso conquistador de todo el «bajo vientre» de Europa —como
decía el primer ministro inglés sir Winston Churchill— se había instalado en
una soberbia mansión helénica, a cosa de unas tres millas de la capital griega.
El comandante general de las tropas alemanas en Grecia había sabido
elegir bien. Le rodeaba el lujo y el refinamiento, amén de un sinfín de
barreras de seguridad que montaban guardia permanente en torno a su
persona. Mostrando sus credenciales, Walter Wolffang las fue salvando y
cuando al fin llegó frente a uno de los generales de la Werhmacht tuvo que
aducir:
—Es urgente, mi general. ¡Necesito hablar con el señor mariscal!
—¿De qué se trata, coronel Wolffang?
—Sobre unos prisioneros, mi general.
—¿No se cuida de eso la Gestapo, amigo?
—Es un caso especial, señor.
—Bien, coronel; miraré si puede recibirle. Estos días tenemos mucho
trabajo.
Unos minutos después aquel general volvía a estar ante el joven y alto
coronel tanquista. Le hizo una muda seña de que podía pasar al despacho y el
mariscal List le recibió con amistosa sonrisa, comentando al agitar una hojita
de papel en sus manos:
—Le ruego que sea breve, coronel Wolffang. Tiene usted una excelente
hoja de servicios y por eso le recibo. ¡Le felicito!
—Gracias, señor.
—Bien: ¿de qué se trata?
En pocas palabras, Walter Wolffang le habló de los cinco prisioneros que
guardaban en su acuartelamiento, escuchando que le autorizaba:
—Bien: interrogue personalmente a esos cinco prisioneros, si así lo
quiere, coronel.
—Muy amable, señor.
—Pero espero que sea tan eficaz policía como valeroso combatiente en el
frente.
—Lo procuraré, señor.
—Y ya sabe, coronel: mano dura. ¡Mano dura con ellos!
—Creo que no hará falta, señor.
—¡Se equivoca! —Se alteró la voz del mariscal.
Y al instante se puso a informarle, más calmada la voz:
—Los ingleses están evacuando Grecia y esos agentes británicos
transmitían la situación de los campos de minas, para que vuelen por los aires
nuestras tropas al perseguirlos. ¿Se da cuenta de lo que significa eso, coronel
Wolffang?
—Sí, señor.
—Es de vital importancia que les arranque esa información. Miles de
nuestros hombres pueden morir. ¡Sus mismos tanques pueden saltar hechos
pedazos! Así es que tiene carta blanca, coronel. ¡Mano dura le digo!
Walter Wolffang salió de aquel lujoso despacho más apesadumbrado que
había entrado. Ahora resultaba que, por azares del destino, a él le tocaba
arrancar a los cinco prisioneros que le esperaban una vital información.
La vida y la seguridad de muchas unidades alemanas podía estar en lo que
él averiguase. De no conseguir localizar dónde estaban esperándoles aquellos
campos de minas explosivas, la batalla por Grecia podía resultar una amarga
derrota.
Los ingleses podrían rehacerse, contraatacar y conseguir la victoria.
Y en el cuartel general del Führer los planes estaban trazados: ocupar
totalmente Grecia y arrojar al mar Egeo a los británicos, que tendrían que huir
hasta la isla de Creta, sobre la que pronto serían lanzados los paracaidistas,
para obligarles a refugiarse en el norte del litoral africano.
Walter Wolffang llegó a su acuartelamiento preocupado e indeciso. En su
despacho ya le esperaba Egan Güther y, con su constante sonrisa cínica, su
saludo fue, al levantarse:
—Bien, coronel, ¿cuándo empezamos?
—No hable en plural, Egan. ¡Lo haré yo!
—¿Y por qué no me deja que le eche una mano, señor?
—Porque le conozco bien, teniente. ¿Está claro?
—Vamos, vamos, no se irrite. Conozco mil medios para hacer hablar a un
hombre. ¡Y no digamos a una mujer!
—¿Seria usted capaz de emplear la violencia con Sonika?
—¿Y por qué no? Es una enemiga de Alemania. ¡Una espía!
—Los individuos como usted, Egan, ¡ven espías por todas partes!
—¿Quiere que le muestre el aparato transmisor que utilizaban en casa de
Sonika esos cuatro agentes británicos?
—No hace falta: ya lo he visto.
—¿Y qué me dice a eso?
—De todas formas, usted seguirá aquí. Yo bajaré y hablaré con ellos.
—Usted manda, herr coronel. Si el señor mariscal le dio carta blanca en
este feo asunto, suya es toda la responsabilidad. Pero si se ve en apuros, no
olvide que soy todo un experto en esas cuestiones. En la Gestapo nos enseñan
a emplear mil métodos a cual más eficaz y le prometo que…
—¿Quiere callar, Egan? Sé muy bien todo lo que les enseñan en la
Gestapo.
—¿Y no lo aprueba, coronel?
—Usted siga con esas instrucciones y las reparte a cada sargento. Cuando
nuevamente nos pongamos en marcha, cada tanque debe saber lo que tiene
que hacer.
—Así lo haré, coronel.
Pero añadió nuevamente, sentado ante la mesa:
—Le deseo suerte, señor. ¡Con ella también!
***
En los sótanos del recio edificio, los cinco prisioneros le esperaban. El
primer centinela le saludó rígido, así como el segundo y el tercero que
permanecían ante los barrotes de dos celdas: en la primera estaba Sonika
Dorakis y en la otra los cuatro agentes británicos.
No quiso ni mirar a la mujer, pero sí prestó toda su atención en los cuatro
hombres. Se trataba de individuos altos, fornidos, bien constituidos y
aparentemente fuertes, pese a los sucios andrajos que les cubrían a los cuatro.
Sin duda alguna, vestían así porque habían pretendido pasar por simples
obreros griegos, para no llamar la atención de los invasores de la ciudad.
Pensó que se trataría de oficiales ingleses y que cada uno de ellos se tendría
bien aprendida la «lección».
Hombres bien preparados para cumplir su arriesgado oficio.
Y ahora serían bien conscientes de que les tocaba morir.
Morir como buenos soldados.
¡Como hombres!
Walter Wolffang continuaba confuso y molesto, indeciso y sin saber
cómo empezar el interrogatorio. Pero fue acercándose a los barrotes de la
celda y consiguió decir:
—Bien, señores. Ya pueden empezar a decirnos lo que nos interesa.
El más alto y recio de ellos, un hombrón casi de dos metros y cabellos
cortados a lo cepillo, buscó con sus pupilas grises las azules del coronel
alemán e intentó bromear:
—¿Y qué diablos le interesa, coronel? ¿La vida del conejo y cómo se
reproduce?
—No haga chistes, amigo. No estoy de humor para ellos.
—Ni nosotros, coronel —dijo otro de los prisioneros.
Aquél era más bajo, pero más ancho de hombros y su mirada resultaba
descarada, casi desafiante. Walter Wolffang sostuvo el fuego de aquellos ojos
incisivos y su respuesta fue:
—Pues vamos a lo práctico. ¿No les parece lo más razonable?
—Olvida algo importante, coronel: la guerra no tiene nada de razonable.
—Cierto, opino como usted. Pero estamos en ella y ustedes en el otro
bando. ¡Así es que les haré hablar!
—Perderá el tiempo, coronel.
Había vuelto a decir aquello el más alto de ellos y el coronel alemán
volvió a prestarle atención. Aquellas pupilas eran firmes, duras como el
acero, seguras. Así es que Walter Wolffang no tuvo más que girar la cabeza
para encontrarse con las intensamente negras de la mujer griega, atenta a todo
lo que pasaba en la otra celda.
En aquella ocasión no quiso tutearla y su pregunta fue:
—¿Usted tampoco hablará, Sonika?
La respuesta de la bella y joven mujer le dejó algo más perplejo.
—Póngase en nuestro lugar, coronel.
—¿Có… cómo dice?
—¿Traicionaría usted a los suyos?
No había lugar para la respuesta. Decir que sí sería tanto como declararse
un cobarde y un traidor; decir que no, sería darles la razón a su firmeza.
En su confusión se encontró comportándose como el teniente Egan
Güther al amenazar.
—Bien: supongo que no ignorarán que disponemos de métodos muy
eficaces para estos casos.
—Ya escuchó a la muchacha, coronel. ¡No logrará asustamos!
Había hablado el de las anchas espaldas y tras mirarle un instante Walter
Wolffang se volvió hacia el centinela.
—De acuerdo, señores. Tráigame el látigo, soldado.
El centinela se cuadró, giró sobre los tacones de sus botas y al poco
regresaba con un largo látigo, además de acompañado por cinco compañeros.
En las manos de uno de ellos tintineaba el manojo de llaves y el serio
coronel alemán ordenó:
—Saquen el primero.
—¿A cuál, coronel?
—Me da lo mismo. Elígele tú mismo, soldado.
Los cuatro prisioneros se pusieron a protestar al tiempo. Ahora se alzaban
sus voces alteradas, aunque sólo se llegó a distinguir que uno de ellos
reprochaba:
—¡No! Quietos. ¡No puede usted hacer eso, coronel!
—¡No puede, canalla!
—¡Será una salvajada!
—¡Una cobardía, coronel!
La celda se había vuelto a cerrar, pero ahora el más alto y con los cabellos
a lo cepillo de los prisioneros en vano se debatía entre los cinco soldados que
le sujetaban firmemente. Walter Wolffang pareció recrearse en la escena,
hasta que indicó señalando a una puerta del fondo.
—Llevadlo a esa habitación.
—¡Maldito cobarde! ¡No me hará hablar!
Acercándose más a él mostrándole el látigo, el coronel tanquista le
prometió:
—No gallee, amigo. Le dejaré con esto más suave que un guante y
«cantará» hasta nuestro himno nacional.
Los gritos con insultos y protestas no dejaban de llegarles desde las dos
celdas, pero el coronel alemán no parecía oírlos. Y cuando los cinco soldados
desaparecieron con su presa siguiéndole tras aquella puerta, la muchacha
griega lamentó aferrándose a los barrotes:
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puede hacer tal cosa un hombre como el
coronel Wolffang?
Las lágrimas de Sonika Dorakis le hizo comentar a uno de sus
compañeros:
—¿Pues qué esperabas, mujer? ¡Todos ellos son iguales!
—El no. Yo creí que… —Y terminó como reprochándose a ella misma en
su dolor y desesperación—: ¿Cómo he podido ser tan tonta?
—¿Creéis que Harry hablará? —Se preocupó el de las espaldas anchas.
—No. Sabe que prometimos no hacerlo.
En aquellos instantes fuertes alaridos de dolor les llegaron desde la puerta
cerrada de aquella habitación. Los puños de los tres prisioneros se crisparon
sobre los barrotes de la celda, contrayéndose sus rostros por la rabia y la
impotencia.
Su compañero debía estar siendo destrozado por aquel látigo del
despiadado coronel alemán. Sus gritos con quejas y lamentos no cesaron
hasta que, minutos después, un prolongado silencio pareció invadirlo todo.
Hasta el silencioso centinela alemán hizo un gesto de desagrado. Luego
se atrevió a ir levantando la vista hacia la mujer y manifestó quedamente:
—Lo… lo siento, fraulien.
En su confusión lo dijo en su idioma alemán, creyendo que no le
entenderían.
CAPÍTULO X
Tras el prolongado silencio que pesaba sobre los detenidos como una tosa de
plomo sobre sus espaldas, vieron que aquella puerta se volvía abrir y de la
habitación salía el coronel alemán.
No dejaron de notar que ahora caminaba nuevamente hacia las celdas sin
su guerrera, en mangas de camisa y, al parecer, sudoroso y fatigado de haber
manejado el látigo que colgaba en su mano derecha.
Walter Wolffang Luwing era la estampa misma del torturador.
Uno de los detenidos le ladró:
—¡Canalla! ¡Cobarde asesino!
Con toda calma, el militar alemán opinó:
—El muy estúpido prefirió morir antes que hablar. ¿Va usted a hacer lo
mismo, amigo?
—Nada sacara de ninguno de nosotros, cobarde. ¡Se lo aseguro!
—Eso lo veremos. ¡Le toca a usted!
Y sin dar tiempo a más comentarios se volvió hacia los soldados y
tajantemente ordenó:
—¡Traedme a este gallito! ¡Y pronto!
Entonces ocurrió algo en el interior de la celda que no dejó de
impresionar a Walter Wolffang: dos de los detenidos se pusieron a forcejear y
discutir, en su intento de ser el segundo que saliera de la celda para ser
interrogado.
¡Era admirable!
Cada uno de aquellos ingleses quería ser el elegido para el látigo de su
verdugo. Ninguno de los dos parecía temer la muerte atroz que les esperaba.
Se disputaban el «honor» de seguir la suerte del primer compañero y hasta les
entendió que uno de ellos aducía:
—¡No, no! Déjame salir a mí, Fred.
—¡Aparta! Saldré yo, Morris.
Al presenciar la escena, ocultando sus íntimas emociones, el coronel
alemán intentó bromear:
—¿Por qué tienen tanta prisa en morir, amigos? Les aseguro que tengo
fuerzas para todos.
Desde la celda vecina la voz de la mujer le hizo girar la cabeza. Sonika
tenía su rostro pegado a los barrotes y con las rebeldes lágrimas brillándole
en los ojos rogó:
—Por favor, Walter, ¿por qué no nos fusilan y acaban de una vez? ¡Todo
esto es horrible!
—Eso sería demasiado fácil, Sonika. ¡Necesitamos esa información!
—¡Nunca la tendrán!
—Eso lo veremos.
Y nuevamente vuelto hacia los soldados, furiosamente ordenó:
—Sacad a uno de ellos. ¡Me da igual quién sea!
Minutos después, de la misteriosa habitación volvían a surgir gritos de
dolor, lamentos desgarrados y el siniestro golpear de un látigo que no
descansaba.
Resultaba fácil imaginarse la escena.
Sonika Dorakis se refugió en un rincón de su celda y allí, dejándose
deslizar hasta el húmedo suelo para quedar hecha un ovillo sobre ella misma,
libremente dio suelta a su llanto.
A través de los barrotes que les comunicaba, su compañero Dam Morris
intentó animarla:
—¡Arriba, Sonika! Deja de llorar y ármate de valor, amiga mía. También
confiamos en ti.
Alzando la mirada hasta el inglés, la muchacha le tranquilizó:
—No temas, Dam. No es el miedo lo que me hace llorar. ¡No hablaré!
Pero es que todo esto… ¡es siniestro!
Tuvieron que dejar de hablar, al oír que nuevamente la puerta de la
habitación del fondo volvía a abrirse. De ella salía un Walter Wolffang más
sudoroso y despeinado que antes, sin soltar su látigo tinto en sangre y
comentando con los jadeos de su voz:
—Ese Fred resultó más flojo que el otro. ¡Me duró menos!
—¡Es usted un monstruo, coronel! —Casi gritó uno de los dos ingleses
que quedaban en la celda.
—¡Un sádico! —opinó el otro.
Acercándose más a los barrotes, Walter Wolffang les sonrió al decir:
—No teman. Ahora estoy cansado y voy a bañarme y cenar… ¡Pero
volveré luego!
—Algún día pagará estos crímenes, coronel.
—Para eso tendrían ustedes que ganar la guerra. ¡Y de momento la van
perdiendo! Luego giró sobre él mismo, pareció olvidar a los prisioneros y
encarándose con los soldados les recordó:
—Ya saben lo que tienen que hacer.
Y antes de retirarse, aquella vez si que alzó con altivez el brazo y saludó:
—¡Heil Hitler!
***
Tanto Sonika Dorakis como sus dos compañeros que quedaban en la otra
celda, apesadumbrados, vieron pasar a los soldados alemanes ante ellos.
Cada cuatro soldados alemanes cargaban con un negro ataúd, en el que
resultaba fácil adivinar reposaban los restos destrozados de los dos oficiales
ingleses asesinados a golpes por el cruel látigo del coronel Walter Wolffang
Luwing.
Aquélla era una tétrica escena que jamás podrían olvidar.
Les caló tan hondo, les impresionó tanto, que el que se llamaba Dam
Morris comentó con su compañero quedamente:
—¿Has visto, Murray? ¡Harán lo mismo con nosotros! ¡Nos matarán!
—Calma, Dam. Pase lo que pase, prometimos que no hablaríamos.
—¡Lo sé, Murray! ¡Lo sé! Pero yo… ¡yo no quiero morir así! Desde la
celda vecina, Sonika Dorakis quiso intervenir:
—Por favor, Dam. Hace un momento tú me dabas ánimos.
—Y los tengo, Sonika. Pero para que me fusilen, no para que me
destrocen a latigazos.
—Da lo mismo morir de una manera u otra, Dam.
—No, Murray. ¡Te equivocas! Es muy distinto.
—Por favor, amigo; piensa en la retirada de los nuestros. Si descubrimos
los emplazamientos de esos campos minados, los alemanes no se detendrán
hasta arrojarnos al mar. ¡Miles de nuestros soldados morirán y de ellos será la
victoria!
—¿Y qué me importa a mí la victoria o la derrota, Murray? Estamos al
límite, ¿no lo ves?
—Tú estás al límite, Dam. ¡A punto de derrumbarte! Como todos,
prometiste que…
No le dejó terminar. El pánico se había apoderado de aquel hombre y
alzando más la voz colérica rechazó:
—¡Al diablo con lo que prometí! No quiero morir así. ¡Me horroriza!
—¿Te callarás de una vez, Dam?
—¡No! No podéis obligarme. ¡Yo no seré tan estúpidamente valiente
como Fred y Dick!
El hombre llamado Murray fue a lanzarse contra su propio compañero,
cuando nuevamente apareció el coronel Walter Wolffang, seguido de sus
soldados.
Aquel alto y rubio coronel tanquista regresaba limpio, oliendo todo él a
colonia y, por su sonrisa cínica, rebosando de satisfacción.
Y así se acercó a la celda de los dos prisioneros ingleses, al ordenar a sus
hombres:
—Sacad a ese pelele que ya está «maduro». ¡El lo dirá todo!
Aferrándose a los barrotes y pugnando para librarse de su compañero, con
el pánico en su rostro sudoroso, Dam Morris confirmó, casi implorando, al
coronel que le sacasen de aquella celda:
—Sí, coronel, sí… ¡Lo diré todo! ¡TODO!
Pero no pudo librarse de las garras de su compañero que, aferrándole por
la pechera, le reprochó colérico:
—¡Cobarde traidor! ¡Vas hacer inútil el sacrificio de Fred y Dich!
La escena resultaba patética, pero la resolvieron los soldados alemanes
sacando de la celda al aterrado prisionero que tan desesperadamente pretendía
luchar por su vida. Fue llevado hasta la habitación del fondo y allí le anunció
el «torturador»:
—Entre, Dam. Para usted, en vez del látigo, tengo café y cigarrillos…
¡Acérquese tranquilo, hombre!
—¿De… de veras no me van a pegar?
—Le doy mi palabra… Pero nos tendrá que facilitar toda la información.
Tras encender un cigarrillo, sentándose cabizbajo, el hombre vencido
musitó:
—Lo haré, coronel… ¡Lo haré!
***
Sobre el mapa extendido, el vacilante índice del prisionero fue indicando.
—Los campos minados están situados aquí, en ese paso de las Termopilas
y en los llanos de Maritza, por toda esa zona, coronel.
—Buen chico, Dam. ¡Así me gusta!
Conseguida toda la importante información y tomadas las notas, Walter
Wolffang dio el interrogatorio por terminado y comentó:
—Llevaremos estos datos al mariscal List. Y hasta es posible que consiga
un buen trato para usted, Dam.
—No puede llevarme con Murray. ¡Intentaría estrangularme! Y Sonika
me llenaría de insultos.
—No se preocupe por eso, amigo. Sígame.
Tuvo que obedecerle; los alemanes eran los amos allí y aquel astuto
coronel volvió a llevarle hasta los barrotes de la celda ocupada por Murray,
que nada más verlos se puso a comentar con el desprecio en la voz:
—Consiguió hacer hablar a ese cobarde, ¿verdad, coronel? —Así fue,
Murray.
—¡Algún día pagará todo esto! ¡Criminal!
—Esa amenaza ya la dijo antes, amigo. Pero no soy ningún criminal.
La voz cargada de odio de Sonika Dorakis les llegó desde la celda vecina
apremiándole al alemán:
—¿Va a negar que ha asesinado a latigazos a dos de nuestros
compañeros, coronel?
—¡Claro que lo niego, querida Sonika! ¿Cómo puedes creerme capaz de
semejante cosa?
—No me tutee, coronel —rechazó altivamente ella—. ¡Es usted un
sádico!
Sin alterarse esta vez, Walter Wolffang sonrió a la mujer replicando:
—Y tú una deliciosa y valiente fierecilla, a la que voy a dar una agradable
sorpresa. Chascó los dedos y desde las escaleras que conducían a la planta
superior avanzaron unos soldados. Entre ellos llevaban a los ingleses Fred y
Dick algo cabizbajos, y el coronel alemán dijo:
—Ahí tienen ustedes a sus compañeros. ¡Vivitos y coleando!
—¡Dios mío! —exclamó la sonriente Sonika.
—¡No… no es posible! —exclamó incrédulamente el prisionero Murray.
—Lo es, amigo. Sólo les obligué a meterse en aquellos feos ataúdes, para
que ustedes creyeran que los sacaban muertos.
Fue Fred el que pretendió aclarar más:
—Todo fue un engaño, Murray. ¡Es muy astuto!
—Pe… pero yo mismo oí que…
—Fingió que nos golpeaba brutalmente con su látigo en esa habitación,
mientras uno de sus hombres gritaba y se quejaba a más y mejor.
—Pero yo… Sonika y hasta ese traidor de Dam oímos vuestras voces y…
—No estaban en situación de oír bien, y menos los lamentos y gritos que
procedían tras esa puerta cerrada —volvió a intervenir el coronel—.
Sicológicamente, estaban para oír las voces de sus compañeros.
Hizo una pausa y añadió:
—Luego completé la escena haciendo sacar las cajas para que ustedes
temieran que en ellas iban los cuerpos destrozados de sus dos amigos. ¡Eso
fue todo!
—¡Maldita sea! —Volvió a aferrarse a los barrotes Murray—. ¡Y ese
estúpido cobarde de Dam picó el anzuelo y cantó!
Acercándose más, el sonriente Walter Wolffang ironizó:
—No me diga que usted no lo creyó, Murray. Hace poco usted y Sonika
me llamaban «criminal».
Como rendida, fue la muchacha griega la que comentó:
—Bien, coronel. Creo que se ganó esa información que precisaban los
suyos.
—Así es, Sonika.
—¿Qué piensa hacer ahora con nosotros? —volvió a intervenir Murray.
—Serán buenos chicos y no le harán ningún reproche a su compañero
Dam. Ante aquella comedia, es natural que pensara que me comía a los
hombres crudos.
—¡Usted me engañó! —protestó Dam Morris.
—¡No le meta aquí con nosotros! —indicó Murray.
—Opino igual —apoyó Fred.
—Y yo lo mismo —dijo Dick, escupiendo con desprecio al suelo.
—Bien, señores. De momento, Dam entrará en la celda con Sonika. No
creo que le ataques, ¿verdad, preciosa?
La muchacha griega ni le miró, resignada.
Pero el coronel alemán insistió ante la mujer:
—Tranquila, cariño. De momento tengo que ver al mariscal List, pero
aquí estarás segura. ¡Volveré pronto, Sonika!
—¡Váyase al infierno! —le gritaron desde la otra celda.
Pero Walter Wolffang salió sonriente de allí.
Se sentía el triunfador y feliz.
Lo de Sonika Dorakis ya lo arreglada…
CAPÍTULO XI
En el cuartel general le informaron que el mariscal List estaba en el frente,
teniendo que correr hacia allí.
Lo hizo en una veloz y potente moto, que uno de los oficiales le cedió.
No tardó en llegar a las primeras avanzadas, porque las tropas habían
detenido su avance en espera de descubrir las zonas minadas por los ingleses,
que seguían retirándose.
La suerte de Grecia se estaba jugando allí.
Cuando al fin el mariscal List recibió la información tan esperada, su
rostro volvió a iluminarse con la sonrisa del militar triunfador y su
comentario fue:
—¡Gracias a Dios, coronel! Ahora podremos seguir avanzando, una vez
limpien de minas eso§ campos y esas rutas.
—Así será, señor.
—Dígame, Wolffang. ¿Le costó mucho conseguir que hablaran?
—No, señor. Empleé un viejo truco.
—¿A qué se refiere, coronel?
—Hace años lo vi en una película del Oeste.
Cuando le contó el truco que había empleado, los dos rieron con ganas,
Walter Wolffang consideró que aquélla era la mejor ocasión y empezó su
ruego:
—Hay una muchacha griega entre esos prisioneros que me interesa,
señor. Quisiera pedirle que…
La mano enguantada del mariscal le pedía silencio al alzarse ante él,
pidiéndole a su vez:
—Olvídese ahora de devaneos amorosos, coronel. —Pero yo, señor…
—¡Nada de faldas, Wolffang!
—No se trata de eso que piensa, señor, sino de algo muy importante para
mí y…
Resultaba inútil. El comandante jefe de todas las fuerzas alemanas en
Grecia no quitaba la vista del lejano horizonte, indicándole con su índice:
—Fíjese bien, coronel. ¡Es una delicia! Mire… ¡mire cómo hacen saltar
las minas nuestros aviones!
Era cierto.
Los aviones de la Lutwafe realizaban una excelente labor, haciendo con
sus bombas explotar las minas colocadas por los ingleses.
Y detrás de ellos iban los batallones de zapadores. Por el serio rostro del
hombre joven que tenía ante él, al fin el mariscal List comprendió que algo le
inquietaba a aquel coronel tanquista. Pero las necesidades bélicas una vez
más se imponían con toda su cruda realidad y se dignó a explicar:
—Le necesito aquí, coronel. Ahora debe pasar con sus tanques para abrir
camino a la tropa y lanzarse sin tregua contra el enemigo.
No le permitió objetar más al añadir:
—¿Es que no se da cuenta, Wolffang? Sólo obrando con rapidez,
impediremos que evacuen sus tropas a Creta. ¡Tenemos que seguir
golpeándoles muy duro!
—Sí, señor.
—¡Conseguiremos otra gran victoria!
Y aún le jaleó, siempre animoso y eficaz:
—¿A qué espera? ¡Vaya a por sus blindados! —Telefonearé a mi oficial
ayudante, para que los traiga hacia aquí.
Era la guerra y él seguía siendo un militar…
***
El frente de su unidad acorazada, el coronel Walter Wolffang Luwing
empezó a avanzar por la llanura que horas antes había estado minada por los
ingleses.
Detrás les seguían los soldados de la Werhmacht.
Y arriba, a su vez conquistando el espacio aéreo que precedía a la
ofensiva general, los pesados «Junkers», los «Heinkel-111», los eficaces y
negros «Stukars», bien escoltados por los rápidos «Messerschmitd» y otros
cazas. Una vez más, los ejércitos hitlerianos se imponían.
El coronel Wolffang era consciente de que cada metro que avanzaba su
blindado podía significar la muerte. Algunas de las minas inglesas podían no
haber estallado todavía, pese a la acción de los aviones alemanes y sus
batallones de zapadores.
Pero era preciso seguir, forzar la marcha, filtrarse por donde menos
pensaba el enemigo y profundizar cada vez más, para servir de punta de lanza
del avance de los suyos.
Eso se esperaba de él y sus hombres.
Tuvo que olvidarse de Sonika Dorakis, de los cuatro prisioneros ingleses
que habían tenido que dejar en aquellas celdas, aunque no dejaba de
inquietarle una cosa: el teniente Egan Güther le había enviado a la columna
de carros, pero él se había quedado en Atenas.
Le asaltó la zozobra.
Aquel canalla era capaz de cualquier cosa para conseguir a la muchacha
griega. No podía olvidar cómo la miraba cada vez que la había tenido ante él.
Sus ojillos miopes se llenaban de deseos lujuriosos y de apetitos
inconfesables.
Egan Güther sí que era un sádico.
Uno de sus oficiales le había traído la copia de la orden cursada por el
jefe de la Gestapo en la ocupada Atenas: al teniente Egan Güther se le
necesitaba en aquella ciudad. A partir de aquella fecha quedaba relevado de
su puesto de oficial ayudante del coronel Walter Wolffang Luwing.
Ni por un instante dudó que todo aquello había sido una de las intrigas de
aquel hombre.
Egan Güther tenía poder en el partido y no pocas influencias en la
Gestapo.
Siempre había servido fielmente a sus jefes.
Ahora, Sonika Dorakis quedaba en su poder.
A su capricho.
Tener que admitir todo esto le dio tal coraje al coronel tanquista, que
inclinándose hacia abajo desde la torreta abierta en la que dirigía el avance, le
gritó al conductor del blindando:
—¡Adelante! ¡Siempre adelante y en línea recta!
El sargento conductor osó opinar:
—Mi coronel, avanzar así es muy peligroso.
—¿Miedo, sargento?
—No, señor. Pero deberíamos ir más despacio.
—¿Quiere dar tiempo para que embarquen todos los ingleses, Claust?
—Lo que queremos es ir examinando mejor el terreno, señor. Sería lo
prudente.
—Olvídese de la prudencia, Claust. ¡Adelante y acelere!
—Pues a toda marcha, mi coronel. ¡Todos nos seguirán!
—Así me gusta, valiente. ¡Adelante! ¡Adelante!
Toda la columna les siguió, pese a que, de vez en cuando y a derecha e
izquierda, alguno de los tanques explotaban. Aquellos monstruos de acero
veían retorcidos sus blindajes, a veces estallando como bengalas por la
munición y los explosivos que llevaban dentro.
Algún experto militar lo ha dicho: de todas las muertes en el frente, la de
los tanquistas es la peor. Aparte de las heridas de metralla, generalmente
mueren asfixiados o carbonizados.
Sus vidas terminan dentro de aquellos gigantescos ataúdes metálicos.
Naturalmente cuentan con algunas «ventajas»: nunca caminan y no saben
de las fatigas de las marchas. Generalmente se trata de hombres «especiales»,
a los que todos los soldados admiran y respetan: sus mismos uniformes son
distintos, mejores, más modernos, mejor pertrechados y vistosos.
Diríase que un tanquista es el soldado por antonomasia de los tiempos
modernos. Se le supone valeroso y eficaz, bien diestro porque suelen ser
buenos mecánicos, hábiles conductores, los «especialistas» de las guerras
modernas.
Ser tanquista casi es ser un piloto de caza, o un submarinista.
Es ser un héroe…
Y los hombres que seguían al coronel Walter Wolffang Luwing se sentían
orgullosos de su jefe.
***
El mariscal List lo consiguió.
Los ingleses tuvieron que embarcar en Grecia y salir huyendo hacia la
isla de Creta. Hostigados por la aviación alemana, sus barcos, muchos de
ellos, no llegaron a su nuevo punto de destino.
El mar Egeo se tiñó de sangre.
Mientras el ejército del mariscal List descansaba, cubriendo bajas y
pertrechándose con nuevo material, el cuartel general del Führer preparaba
otra nueva ofensiva.
Muy pronto el mundo entero se asombró con el lanzamiento de quince
mil paracaidistas sobre Creta.
Entre aquellos valientes iba un hombre que había conquistado el
campeonato del mundo de boxeo de los grandes pesos: Max Schmeling.
Aunque en aquella ocasión no utilizó sus poderosos puños, sino la
metralleta y las bombas, como todos sus compañeros que, finalmente,
conquistaron la isla.
Hitler también estaba consiguiendo sus objetivos.
Los diezmados ingleses se vieron obligados a saltar al litoral norte de
África, donde ya les esperaban los italianos. Y estaba calculado que, de no
vencerles definitivamente, nuevamente recibirían la ayuda alemana al enviar
allí al general Rommel, con su poderosa Afrika-Korps.
Aunque, momentáneamente, hacia allí fue embarcada la columna de
blindados del coronel Walter Wolffang Luwing.
La guerra seguía implacable.
Sin tregua.
CAPÍTULO XII
Fue en pleno desierto cuando, en unión de otra columna de tanques italianos,
atacaban en la depresión de Quatara, el blindado del coronel Walter Wolffang
fue alcanzado de pleno.
El monstruo de acero quedó de lado sobre la fina arena, incapaces los
poderosos motores para que las cadenas del otro lado le sacaran de allí. Y
cuando en el interior del tanque empezó a humear, tuvo que gritar a la
dotación:
—¡Fuera todos de aquí! ¡Está a punto de estallar!
Gatearon hacia la torreta y salieron al exterior, donde la batalla de tanques
seguía en su mayor crudeza. A Walter Wolffang se le antojó la escena un
cuadro surrealista, tanto por el colorido y el estallido de los cañones de uno y
otro bando, como por los incendios de los tanques alcanzados que ardían
lanzando al viento del desierto llamaradas amarillas, entremezclándose con
las columnas negras del humo que ascendía hacia el cielo intensamente azul
de la tarde.
Y arriba el sol, pretendiendo calcinarlo todo con sus rayos de plomo.
Algo dantesco.
Sobre las rubias dunas de las arenas podían distinguirse puntos negros
que también humeaban, anunciando los cadáveres de los tanquistas que, tras
haber conseguido salir de sus alcanzados blindados, habían muerto
calcinados a la luz del sol.
Olía a humo.
A aceite quemado.
A gasolina que se consumía en gigantescas hogueras, cuyas llamas
pretendían retorcer el blindaje de los carros mecánicos.
A Walter Wolffang se le antojó aquello un gigantesco cementerio de
monstruos antidiluvianos humeantes, mostrando al viento de la tarde los
boquetes que habían abierto los obuses que les habían alcanzado.
Como pudo, con su antebrazo derecho herido, cargó con el desvanecido
conductor, pero a los pocos pasos no sabía hacia dónde dirigirse.
¿Dónde estaban los suyos, los alemanes? ¿Y dónde los aliados italianos?
¿Cuáles eran los tanques enemigos, los tenaces ingleses?
Desde alguna parte más lejana, los cañonazos seguían cayendo y
estallando por allí. Surtidores de arena se alzaban por todas partes y, a veces,
milagrosamente superando aquel infierno de ruidos, se alcanzaba a distinguir
algunos lamentos humanos.
¡Qué locos estaban los hombres!
¡Cuán bárbaramente se mataban, se aniquilaban entre sí!
—Dé… déjeme coronel… ¡No puedo más!
—No, Claust. ¡No te dejo!
—Es que… su… su hombro me hace daño en el vientre, señor… ¡Ese
dolor me mata!
—Aguanta, leñe. ¡Yo también voy herido en el brazo!
—Se lo agradezco, señor… Pero es que… ¡Creó que ya estoy listo!
—¡Bobadas, sargento! Eso lo dirá el médico… ¡Cuando encontremos
uno, claro!
Hundiendo las botas en la fina arena, Walter Wolffang terminó
desmayándose; por eso ignoró que hacía unos minutos sólo iba llevando en
su espalda a un cadáver…
***
Las primeras palabras que volvió a oír después de no sabía cuántas horas,
fueron éstas:
—Vamos a evacuarle, coronel.
—Muy bien, cabo. ¿Pero sabe a dónde?
—No, señor. Pero creo que hacia Creta. Es lo más cerca.
—Gracias, cabo. ¿Puede decirme lo que tengo en el brazo?
Aquel cabo sanitario le informó:
—Tiene el hueso astillado, señor. Pero debió perder mucha sangre. Fue
preciso hacerle muchas transfusiones.
La sala de aquel hospital era larga, limpia, casi toda ella blanca. Una
doble hilera de camas a uno y otro lado anunciaban de la cantidad de heridos
trasladados allí.
—¿Dónde estamos, cabo?
—En Tobruck, señor. Pero está siendo atacado por los ingleses.
—¿Ese sordo rumor son los cañones?
—¡Buen oído, coronel! —sonrió el cabo sanitario—. Estamos en un doble
sótano, señor.
—Dime, muchacho. ¿Cómo nos van las cosas?
—¡Oh, bien! Como siempre, señor. ¡Les volveremos a zurrar! El Führer
dijo por radio el otro día que pronto ganaremos la guerra. Que él nos promete
a todos…
—Olvídalo, chico. Tengo más ganas de dormir.
—Lo comprendo, coronel. Descanse usted tranquilo.
—Gracias, muchacho. Gracias por todo.
No había muerto, como tantos otros.
¿Qué más podía pedir?
***
No le fue difícil trasladarse desde Creta a la vencida Grecia. Disfrutaría
de permiso hasta la total curación de su brazo, pero la herida no le impedía
viajar. Así que, nada más desembarcar, tomó el autobús de línea hacia
Atenas.
Era gente afable los griegos: alegres, sonrientes y ciertamente ingeniosos
en su difícil situación de invadidos. Pero no dejó de notar que, en cuanto
veían un uniforme alemán, se ponían ceñudos y olvidaban sus bromas.
Durante el viaje, no dejó de pensar que aquél era el pueblo de Sonika
Dorakis: la tierra que la había visto nacer. La que seguramente la había
prestado a la bonita muchacha la luminosidad de sus ojos y la dulzura de su
voz.
En Atenas subió a un destartalado taxi y al chófer le dio las señas donde
había tenido acuartelados a sus hombres. No tardó en aparecer el recio
edificio, sobre cuya fachada ondeaban varias banderas alemanas.
Destacaba el negro que servía de fondo a una enorme cruz gamada.
Ahora el edificio estaba ocupado por la Gestapo.
Cuando se presentó ante el oficial de guardia, a las pocas palabras él
mismo tuvo que preguntar:
—¿Y dice que los fusilaron, teniente?
—Así fue, mi coronel.
—¿Pero por qué?
—Aquí está en los archivos, señor. Se trataba de cuatro agentes británicos
provocadores.
Yo les llamo espías.
Seguía examinando un enorme libro de registros y al poco añadió:
—Consta que el teniente Egan Güther se los llevó un día, precisamente en
cumplimiento de sus órdenes, coronel Wolffang.
—Eso es absurdo, teniente. ¡Yo no di tal orden!
—A la muchacha se la llevaron a la prisión de mujeres. Posiblemente aún
esté allí, señor.
—Gracias, teniente. Ha sido muy amable.
—Siempre a sus órdenes, herr coronel. ¡Heil Hitler!
—Heil Hitler…
Salió de allí muy preocupado. Le volvía a doler la herida y miró a su
brazo en cabestrillo. Eso no le impediría seguir investigando hasta dar con
Sonika. Y, si le era posible, con el teniente Egan Güther.
Ahora sí que tenía cuentas que ajustar con aquel hombre.
***
A pocas millas de la ciudad, la prisión de mujeres estaba atestada.
Jóvenes, viejas, hasta muchas que aún eran niñas.
Su grado de coronel tanquista le permitió ser atendido en su petición y
pronto, pese a la vigilante presencia de un carcelero griego, que por algo
habría sido «premiado» para lucir el brazalete de la Gestapo, vio avanzar
hacia él por un pasillo a la delgada Sonika Dorakis.
No parecía la misma.
Pero sus grandes ojos negros sí que ahora le miraban con dulzura y una
chispita de alegría al verle. El enflaquecido rostro de la muchacha pareció
iluminarse algo con media sonrisa, y sus labios resecos musitaron,
adelantando al tiempo sus manos:
—No sabes cuánto me alegra el verte, Walter.
—Sonika… ¡Sonika querida! ¿Qué han hecho contigo? Yo sí que me
alegro de que vuelvas a mirarme como a un amigo.
—Siempre lo fuiste, ¿verdad, Walter?
—Por supuesto. Pero la guerra…
La charla fue deslizándose, hasta que el hombre manifestó lo que más le
importaba:
—Te aseguro que yo no ordené fusilar a tus amigos.
—Lo presentía. Todo debió ser obra del teniente Güther. Me dijo que
cumplía tus órdenes, porque en el fondo deseaba que llegase a odiarte.
—¿Pero por qué tanta maldad?
—Ese canalla se enamoró de mí. Llegó a decirme que tú le habías
ordenado que también me fusilaran a mí; pero que él me salvaría si consentía
que yo…
—¡Maldito sea!
—Yo volví a rechazarle y se irritó mucho. Me gritó que le rechazaba
porque estaba enamorada de ti.
—¿Viene a verte? ¿Sabes dónde está ahora?
—No, se marchó y no le he visto más. ¡Me dejó pudriéndome en esta
prisión!
—Tengo que saber a dónde está destinado ese canalla. ¡Lo averiguaré!
El vigilante griego se acercó implacable, con el rostro satisfecho de poder
prohibir algo a un coronel alemán:
—Lo siento, coronel. Terminó la visita.
—Haré todo lo que pueda por ti, Sonika. Si es preciso… No, sería una
locura.
—Dime, cariño —le suplicó ella.
—Estaba pensando en mi suegro y en mi esposa. Los Von Staufauer
tienen mucho poder e influencias.
—¿Có… cómo vas con ella? —se interesó la joven.
—Cada vez peor… Cuando me hirieron en África, no sé por qué contesté
a una de sus cartas y la dije que posiblemente me tendrían que cortar el brazo,
que la herida se había infestado.
—¿Para hacerla sufrir?
—No. Para ver cómo reaccionaba Erika.
—¿Y qué te contestó?
—Me envió los documentos para el divorcio. ¡Ésa fue su contestación!
Consiguió hacer sonreír a la muchacha griega que, tras buscarle los ojos,
exclamó:
—¡No me digas, cariño!
—Así de sencillo. Erika es fría como el hielo y calculadora como pocas
mujeres. Detesta todas las dificultades. Es tan egoísta y tan suya, que rechaza
todo lo que no sea perfecto, bonito, para lucir. Y un marido manco no le va.
—¿Le has dicho que no han tenido que cortarte el brazo?
—Sí. Y ahora me acusa de ser un bromista de mal gusto. Y lo gracioso es
que vuelve a escribirme como antes.
—Es que… en el fondo te quiere.
—Yo a ella no.
—¿Por eso no fuiste con tu permiso a Berlín?
—He preferido venir aquí. ¡Para verte, Sonika!
Nuevamente el vigilante se acercó. Su gesto resultaba más que adusto y
Walter Wolffang le tranquilizó:
—No se irrite, amigo. Ya me voy. Sólo despedimos.
—¡Ya basta, coronel! Recibimos órdenes concretas.
Sólo las manos: tan sólo tocar y acariciar las manos de la muchacha
griega, fue la compensación del coronel tanquista.
Pero ahora la sabía con vida y que le seguía queriendo.
¡El la adoraba!
CAPÍTULO XIII
El tribunal internacional de Nuremberg había escuchado en silencio el largo
alegato del coronel tanquista Walter Wolffang Luwing.
Prácticamente, los taquígrafos habían tenido que ir consignando una parte
de la Segunda Guerra Mundial. Muchos años de constante guerrear de un
hombre, que ahora tenía que seguir defendiendo su vida para no ser declarado
un criminal de guerra.
La voz del representante de Inglaterra se alzó ante el silencio del hombre
vencido, apremiándole:
—¿No tiene más que decir, coronel Wolffang?
—Muy poco más, señoría.
—Hágalo: seguiremos escuchándole.
—Nada pude hacer por Sonika Dorakis. La guerra siguió y mi columna
fue agregada al Afrika-Korps del general Rommel. Sólo cuando volví al
frente pude enterarme que el teniente Egan Güther había desaparecido en uno
de los combates.
—¿Muerto o desaparecido? Concrete, coronel.
—No lo sé, señoría. Y les repito que tampoco me explico por qué este
tribunal me considera un criminal de guerra.
Hizo otra breve pausa y añadió:
—Ustedes han dicho que no nos juzgan por el hecho de ser los vencidos,
así como que este tribunal desea hacer justicia.
—Así es, coronel Wolffang.
—Entonces, ¿dónde está ese testigo presencial que apoya sus cargos?
—Le presentaremos —aseguró el fiscal.
—¡No existe! No puede existir, señores. Los cuatro prisioneros ingleses
fueron fusilados y sólo Sonika Dorakis conoce la verdad. Y en cuanto al
teniente Egan Güther, si murió o desapareció en uno de los combates en
África…
Nuevamente la recia voz del fiscal atajó:
—¡Se equivoca, coronel! ¡Egan Güther vive!
Un murmullo de asombro recorrió todo el hemiciclo, deteniéndose los
comentarios al oír que el fiscal militar proseguía:
—Se pasó voluntariamente a las fuerzas inglesas. ¡Horrorizado de las
órdenes que usted le daba! Que le obligaba a cumplir, coronel Wolffang.
—¡Eso no es cierto! —rechazó con energía el acusado.
—¡Está bien! ¿Permiten sus señorías que entre a declarar Egan Güther?
Las miradas de todos los presentes se centraron en el hombrecillo,
ligeramente gordo, que con gafas sin montura, cabalgando sobre su nariz,
penetraba seguido de dos soldados de la policía militar norteamericana. Egan
Güther fue llevado ante el estrado y allí se le pidió:
—¿Es usted Egan Güther?
—Lo soy, señoría.
—¿Jura decir la verdad, solamente la verdad y nada más que la verdad?
—¡Lo juro!
Fuera de sí, casi con los nervios rotos, Walter Wolffang gritó:
—¡Un momento! ¿Cómo pueden confiar en un hombre, que abandonando
a los suyos, se pasó al enemigo? —Por favor, coronel Wolffang.
Y el martillo del presidente del tribunal internacional de Nuremberg
empezó a repiquetear con fuerza y energía, al pedir: ¡Silencio! ¡Orden en la
sala!
Cuando se hizo la calma, el presidente inquirió:
—Egan Güther, ¿se ratifica en su declaración firmada en su denuncia?
—¡Totalmente, señoría!
—Repítala, por favor.
Todos lo vieron: aquel hombrecillo que ahora lucía el uniforme con el
grado de cabo de las fuerzas británicas, señalando al acusado alzó su voz al
decir:
—¡Ese hombre asesinó a los cuatro prisioneros ingleses, después de
golpearles brutalmente con un látigo!
—¡Mientes, traidor! —Nuevamente gritó el acusado.
—Señoría…, ¡yo lo vi! Y no es cierto que emplease un truco, como nos
dice. ¡Les golpeó hasta arrancarles los informes y la confesión!
—Gracias, cabo Güther. Puede usted retirarse.
Nuevos murmullos se levantaron, hasta que el presidente anunció:
—Este tribunal se retira a deliberar.
—¿Es ésta la justicia de los vencedores? —Casi bramó Walter Wolffang.
—Se suspende la causa hasta nuevo aviso.
Dos de la Policía Militar se acercaron para custodiar hasta su celda a
Walter Wolffang, pidiéndole uno de ellos:
—Vamos… Es mejor que se tranquilice, por favor.
—¿Tranquilizarme dice, soldado? Sepa que no me asusta la muerte. ¡Pero
sí una muerte vergonzosa!
***
En el calabozo tenía mucho tiempo para pensar.
Cierto que la guerra hacía meses había terminado. Los hombres ya no se
mataban entre sí.
Pero seguía reinando la injusticia.
Aquella nueva espera fueron horas de angustia para Walter Wolffang, que
a veces en su desesperación llegaba a decirse:
—Ya debe faltar poco… ¡Maldita sea! Debí morir en cualquiera de los
combates. Al menos habría muerto con honor.
Pero cuando al fin se reanudó la vista, sereno y firme encontró los ánimos
suficientes para escuchar la sentencia.
—Este tribunal declara culpable al ex coronel Walter Wolffang Luwing y
le sentencia a morir por criminal de guerra.
Fue entonces cuando una mujer joven penetró corriendo en el hemiciclo
seguida de la Policía Militar, pero que consiguió gritar:
—¡Un momento, señorías!
Forcejeando con los soldados, cuando llegó al estrado alzó una carpeta y
anunció:
—¡Traigo las pruebas de la inocencia del coronel Wolffang!
Tanto el presidente como los otros jueces se alteraron, hasta que el
primero se interesó vivamente:
—¿Las pruebas de su inocencia? ¿Quién es usted, señorita?
—Sonika Dorakis, señoría. Estuve colaborando con los ingleses cuando la
ocupación de Grecia.
—¿Puede probar eso, señorita Dorakis?
—Aquí tiene mis credenciales. ¡Ese hombre es inocente! Varios
documentos de esta carpeta lo demostrarán.
Y al dejar la carpeta, acercándose al acusado se la escuchó decir:
—Perdona mi retraso, Walter. En Atenas me enteré de tu proceso y no
pude venir sin esas pruebas.
Nuevamente se volvió hacia el tribunal al asegurar:
—Ahí encontrarán la firma del funcionario de la prisión de donde estuve.
Acredita que escuchó la conversación que tuve con el coronel Wolffang,
cuando fue a visitarme. También está la firma del soldado que prestaba
servicio en los calabozos, donde el coronel realizó su truco con los
prisioneros ingleses.
El pecho de la muchacha se agitaba al seguir:
—Tuve que indagar y viajar mucho para localizar a todas estas personas,
que atestiguan que Walter Wolffang Luwing estaba luchando en África
cuando el teniente Egan Güther fusiló por su cuenta a los cuatro prisioneros.
Y si no basta, está mi personal testimonio, señores. ¡Yo era uno de aquellos
prisioneros!
—¡Asombroso, señorita Dorakis!
—¡Es la pura verdad, señoría! Y les quiero añadir que si condenan a ese
hombre…, ¡mala será la victoria del que tenga que avergonzarse de haber
vencido! Luego la muchacha griega se puso a llorar.
***
Sólo unas horas después, los dos jóvenes enamorados volvían, después de
tantos, acontecimientos y tiempo, a abrazarse. A Sonika le habían dado
permiso para visitar en su celda a Walter Wolffang, después de haber oído al
presidente del tribunal decir:
—Que sea detenido el testigo Egan Güther. ¡El ocupará ahora el
banquillo!
Estrechando a la mujer adorada entre sus brazos, Walter Wolffang
empezó a salir de su abatimiento y musitó, lleno de esperanzas:
—¡Oh, mi querida Sonika! No sólo te deberé la vida, sino también la
felicidad.
—Te soltarán pronto, cariño. Los hombres como tú, vencedores o
vencidos, ¡siempre son inocentes!
Las banderas aliadas siguieron ondeando sobre el edificio del tribunal
internacional de Nuremberg. Allí se siguió juzgando a los culpables, pero no
a los vencidos…
FIN