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LCDE059 Keith Luger El Planeta de Las Mujeres Araña 1

El documento narra la historia de Betty Harris, una mujer que se ve obligada a buscar refugio en una casa aislada en el desierto debido a un huracán. Al llegar, es recibida por el propietario, Ed Mitchell, quien le informa que deberá pasar la noche allí por el mal tiempo.

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LCDE059 Keith Luger El Planeta de Las Mujeres Araña 1

El documento narra la historia de Betty Harris, una mujer que se ve obligada a buscar refugio en una casa aislada en el desierto debido a un huracán. Al llegar, es recibida por el propietario, Ed Mitchell, quien le informa que deberá pasar la noche allí por el mal tiempo.

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K

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TH
LU
G
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R
EL PLANETA DE LAS
MUJERES-ARAÑA

Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 59 Publicación semanal
Aparece los VIERNES

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES .- CARACAS - MEXICO
Depósito Legal B 27.958-1971 Impreso en
España-Printed in Spain
1.a
edición:
setiembre
, 1971
© KEITH LUGER-1971
sobre la parte literaria
© MIGUEL GARCIA-
1971 sobre la cubierta

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta


novela, así como las situaciones de la misma, son fruto
exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier
semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o
actuales, será simple coincidencia

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL


BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Mora


la Nueva, 2 - Barcelona –
1
9
7
1

ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA


COLECCION CAPITULO PRIMERO
54. —Los
supervivientes, Marcus
Sidéreo.
55. —Investigación a un
oráculo, Glenn Parrish.
56. —Alquimia
3000, Curtís
Garland.
57. —Intrusos
siderales, George H.
White.
58. —
Contrainvasión,
Glenn Parris.
CA
PI
TU
LO
PR
IM
ER
O

—¿Por qué lloras, Betty? —No


estoy llorando, Rose.
—¿No? Llevas media hora metida en tu cuarto y te he oído
llorar- desde la cocina.
—Está bien. Te lo diré. He
terminado con Bob.

¿Sólo
es por
eso,
Betty?
—¿Te parece poco? ¡Hemos mantenido
relaciones durante tres años!

Y
os
iba
is
a
ca
sar
.
—Pero ya
no nos
casaremos.
—Lo mismo te he oído decir por
lo menos tres veces.
Betty Harris y Rose Marlowe compartían el apartamento. Betty era
dibujante de diseños en una casa de modas y Rose trabajaba en
una cadena de televisión, la A. H. R., para la que escribía
guiones.
Betty era rubia, de ojos verdes, nariz respingona, rostro
agradable, simpático.
Rose era morena, bellísima, con un cuerpo que causaba sensación
en todas partes, sobre todo en los estudios de televisión. Estaba
cansada de que le gastasen la misma broma. Según «ellos», había
equivocado su carrera. No debía escribir, sino exhibir los
encantos que la naturaleza había prodigado sobre ella, y para ello
debía seguir la carrera de actriz.
—He descubierto que Bob está
enamorado de otra, Rose.
—Son
suposiciones
tuyas, Betty.

No,
Rose
, lo

bien.
Betty cogió su maleta y la
puso sobre la cama.

¿Qué
hace
s,
Betty
?

M
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v
o
y
.

¿
A
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d
e
?

A
m
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c
a
s
a
.
—¿Vas a dejar tu empleo por una
riña tonta con tu novio?
—Sólo se trata de unas vacaciones. Conseguí el permiso de la
señora Robson... Estaré una semana en mi casa. Ya sabes, dulce
regreso al hogar.
—Lo malo es que
el tuyo no es
dulce.
—Me
ayudar
á a
olvidar.
—Creo que estás equivocada, Betty. Si de verdad quieres olvidar a
Bob, deberías permanecer aquí, al pie del cañón. Sumérgete en el
trabajo.

N
o
.
—Oye, Betty, tienes los chicos como moscas a tu alrededor y, en
cuanto se enteren de que has quedado libre de compromiso, te
lloverán las propuestas.
—Oh, sí,
propuestas
para cenar.

Por
algo
se
empi
eza.
Betty ya estaba llenando la maleta con su
ropa. Rose dio un suspiro.
—¿Cuál es tu
destino? —
Lincolnville.
—Hay muchos Lincolnville en el
país. ¿Cuál es el tuyo?
—Nuevo México. Es un pueblo muy pequeño,
al lado del desierto.
—¿Y es ahí donde
quieres
encerrarte?
—Ya te he dicho que sólo
será por una semana.
—¿Lo
has
pensad
o bien?
—Está
pensado
y
decidido.
—Por lo visto, no
te voy a
convencer.
Betty sonrió con amargura y besó
a Rose en la mejilla.
—Eres una buena amiga, Rose. Pero estoy segura de que me
conviene apartarme un poco de Los Angeles.
—Betty, voy a convenir en que te apartes de Los Angeles, pero no
tanto, hija. En California hay muchos lugares, hermosos pueblos
costeros, donde puedes ir. ¿Por qué tienes que meterte en el
desierto?
—En Lincolnville hay
agua y crecen las flores.
—Bajo
un sol
abrasa
dor.
—De día, el sol pega fuerte, pero de noche refresca mucho. En mi
cama me pongo hasta tres mantas.
—Señoras y caballeros, ¿por qué no pasan sus vacaciones en
Lincolnville, Nuevo México?
Se han perdido lo mejor del mundo. Vayan a Lincolnville, Nuevo
México, y pasarán del invierno al verano en muy pocas horas.
Betty cerró la maleta y se
maquilló ante el espejo. Rose
la observó con los brazos
cruzados.
—Me dejas
preocupada
, Betty.

¿
P
o
r
q
u
é
?
—Imagino que
te irás en el
auto.

S
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,
c
l
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r
o
.
—No
estás
para
conduci
r.

I
r
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s
p
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c
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o
.

Llámame
cuando
llegues.
—No tengo
teléfono en
casa.
—Pero al menos habrá un
teléfono en el pueblo.

H
a
y
v
a
r
i
o
s
.

Ento
nces,
lláma
me.
—Está bien. Te llamaré desde el
almacén del señor Master.

¿C

nd
o
lle
gar
ás
?
—No tengo prisa. Son más de mil millas. Es posible
que tarde un par de días. Rose acompañó a Betty
hasta la puerta y se besaron.
—Buen viaje. Y recuerda que sólo es una semana. No se te ocurra
quedarte allí para el resto de tus días. Me disgustaría pasar por
Lincolnville dentro de unos años y que, al preguntar por Betty
Harris, me encontrase con una anciana.
Betty se echó a reír mientras
salía del apartamento.
Betty Harris conducía su auto por la carretera que cruzaba el
desierto. Había hecho ya la mitad del camino desde Los Angeles a
Lincolnville.
El viento
soplaba
con
fuerza.
Eran las cinco de la tarde, pero las nubes
habían oscurecido el cielo.
Tenía puesta la radio, oyendo música, y en aquel momento la pieza
fue interrumpida. Oyó la voz del locutor.
—Hacemos un alto en nuestra emisión «Baile usted con nosotros»
para dar un boletín urgente que nos ha sido facilitado por el
Servicio Meteorológico Estatal. Un huracán azota la zona del
desierto Pelado. Vientos con velocidades de hasta cien millas están
asolando extensas comarcas. Se ruega a los viajeros que se
dispongan a cruzar estas regiones se abstengan de hacerlo.
Aquellos que se encuentren en la zona afectada deben buscar
refugio. Y seguidamente reanudamos nuestra cita con las mejores
orquestas.
Continuó la pieza musical que
se había interrumpido.
Betty se dijo que estaba en la zona a la que se había referido el
boletín meteorológico.
De pronto, una fuerte ráfaga empujó el vehículo hacia el otro lado
de la carretera. Betty giró el volante con brusquedad y logró
mantenerse dentro del encintado.
Las palabras del locutor repercutieron en su mente: «Aquellos que
se encuentren en la zona afectada deben buscar refugio».
Ella desconocía aquella parte del estado. No sabía qué pueblos
podría haber cerca, aunque tenía una idea de que, entre uno y otro
pueblo, existía una gran distancia.
El rugido del viento ensordecía la
música y silenció la radio.
Las ráfagas le llegaban de frente y arrastraban mucho polvo.
Apenas podía ver la carretera. Sujetaba con las dos manos el
volante, pero el vehículo daba bandazos^ Tan pronto estaba a la
derecha como a la izquierda.
Era una suerte para ella que se encontrase a solas en la carretera.
Hacía horas que no veía
un vehículo y comprendió que los posibles viajeros habían sido ya
advertidos de la peligrosidad de aquel huracán.
Se sintió llena de angustia. Podría detenerse, pero tuvo miedo de
aquella soledad. Y, además, las negras nubes podían abrir sus
compuertas y descargar toneladas de agua sobre la tierra.
Una casa la salvaría de aquella situación.
Una casa cualquiera.
Descubrió un camino por entre la arena que golpeaba contra el
parabrisas. Desvió el coche por él. Dando tumbos a un lado y a
otro, el vehículo siguió adelante.
Había recorrido seis millas cuando a la vuelta de una
curva vio una casa grande.
Estaba salvada. Apretó el acelerador y el coche cobró velocidad, y
cuando llegó ante la casa, se detuvo.
Saltó del vehículo y una ráfaga la arrojó al suelo. Logró levantarse,
pero tuvo que cerrar los ojos porque la arena la cegaba. Trató de
cerrar la portezuela del vehículo, pero el viento huracanado era tan
fuerte que le era imposible.
Tambaleante, se dirigió hacia la casa. Subió al porche y se precipitó
sobre la puerta, golpeándola una y otra vez.
Al fin le abrieron y unas manos la
cogieron. Betty dio un grito.
—Tranquilícese —dijo una voz ronca. Era un hombre quien la tenía
entre sus brazos. Un hombre de unos treinta y cinco años, alto. Se
cubría con camisa a cuadros y pantalones de pana. Su rostro era
bronceado y sus ojos muy claros, tan claros que parecía ciego.
—El huracán —dijo Betty—. Me ha
sorprendido en el camino.

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es
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—¿A
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l
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s
.
Betty vio una escalera que conducía al piso alto de la casa. A la
izquierda había una puerta que debía dar al salón.
—¿Puedo saber su
nombre? —preguntó Betty.

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l
.

¿Est
á
solo
en la
casa
?

S
í
.
—¿Cómo vive
aquí, señor
Mitchell?
—¿Que cómo vivo
aquí? Porque quiero.
—Me refería a que es un
lugar bastante inhóspito.
—Señorita Harris, no acostumbro a dar razones de mi conducta
a nadie. Me gusta vivir solo.
—Perdone
si le he
molestado.
Mitchell
soltó un
gruñido
.
—Me temo que tendrá que quedarse
aquí por esta noche.
Betty sintió un escalofrío por la espalda. Quedarse a solas con
aquel hombre no le gustaba. Pero oyó el rugido del huracán y se
dijo que no podría hacer otra cosa. Tendría que aceptar la
hospitalidad de Mitchell.
—Me temo que tendré que romper su aislamiento. No
sabe cuánto lo siento.
—No se preocupe. Necesitará su
maleta. Saldré por ella.
—Oh, no, señor Mitchell, no debe
salir con el huracán.
—No se preocupe. Tengo bastante peso y puedo
soportar vientos más fuertes. Antes de que Betty
pudiese replicar de nuevo, Mitchell abrió la puerta.
Una ráfaga arrojó mucha
arena en el vestíbulo.
Mitohell salió a pesar de eso y
cerró la puerta tras de sí.
Betty quedó a solas, escuchando el rugido del viento,
cada vez más amenazador. Pasó un minuto. Dos. Tres.
Mitchell no volvía.
¿Y si el viento lo había arrastrado?
Ella le había advertido.
Miró a sus espaldas y vio aquella escalera. No supo por qué,
pero otra vez sintió aquel escalofrío.
De pronto oyó un ruido. Venía de arriba. Era como si un
animal arañase la madera.
C
A
P
I
T
U
L
O
I
I

Se sintió
llena de
pánico.
Saldría
en busca
de
Mitchell.
Abrió la puerta y lanzó un alarido cuando el viento la azotó con
violencia.
—¡Señor Mitchell!... ¡Señor Mitchell!
No podía ver nada porque la arena que arrastraba el vendaval se lo
impedía.
Pero en un momento que hubo un claro, quedó asombrada al ver
que el coche no estaba donde ella lo había dejado.
—¿Dónde está, señor Mitchell?
Salió al porche y logró cerrar la puerta.
Una ráfaga la empujó, haciéndola retroceder.
Tuvo que dejarse caer de rodillas para que el ciclón no la siguiese
arrastrando.
—Señor Mitchell —gimió.
Donde quiera que se encontrase, Mitchell no la podría oír porque el
huracán había estallado en toda su violencia.
Tenía que entrar en la casa. Se arrastró, clavando las uñas en la
madera del porche, y fue
avanzando lentamente, la cabeza agachada, porque el vendaval
la azotaba de frente. Logró llegar a la puerta y alargó la mano, y la
puso en el tirador. Hizo girar éste.
Entró en la casa por el hueco, y desde el mismo suelo apretó su
cuerpo contra la madera para impedir que ésta se abriese.
Por el resquicio se colaba el aire. Estaba apretando con todas sus
fuerzas para cerrar y lo logró. Se relajó como una pobre niña
desvalida en el suelo.
Otra vez oyó aquel ruido procedente de allí arriba, como garras
que arañaban. Pero no le parecieron las de un animal, sino las de
muchos animales juntos.
Era una tontería pensar en eso. El huracán arrojaría sobre el
techo guijarros y aquellos guijarros, al chocar y resbalar, tenían
que producir el ruido.
Se levantó.
¿Y Ed Mitchell? ¿Habría sido arrollado por el huracán?
¡El teléfono! Aquella casa debía tener teléfono.
Corrió hacia el salón. Sí, allí había un teléfono.
Descolgó rápidamente, pero no oyó nada.
Empezó a golpear la horquilla.
No, aquel teléfono nunca le serviría para ponerse en contacto con
el mundo exterior. La línea estaba cortada. El huracán habría
derribado los postes. Toda la comarca se encontraría aislada.
Volvió a dejar el teléfono en la horquilla.
Oyó algo a su espalda. Se volvió bruscamente y lanzó un grito de
horror al ver que una araña corría por la pared. Era una araña
grande, negra, de abdomen abultado y patas peludas...
La araña se detuvo cerca del teléfono, donde ella había estado, y
empezó a retroceder. Betty miraba a la araña y la vio escapar por
un pequeño hueco que comunicaba con el piso superior.
Se tranquilizó. Sólo había sido una araña. Un animal. Una araña
como había visto otras en su vida. No, no era verdad. Nunca había
visto una araña tan grande. Pero, ¿por qué tenía que pensar ahora
en la araña y en su tamaño?
Regresó al vestíbulo. Por aquella puerta había salido Mitchell en
busca de su maleta, pero
no
ha
bía
reg
res
ad
o.
—Señorita Harris —dijo
una voz a su espalda. Se
volvió llena de espanto.
Allí estaba Mitchell,
junto a la escalera.
—¡Señor
Mitchell, me ha
asustado!

¿
P
o
r
q
u
é
?
—Lo vi salir y no le he oído entrar. —Entré por la puerta
trasera. Betty no dijo nada.
—Aquí tiene su maleta, señorita Harris.
La tenía a sus pies.
—¿A dónde llevó el auto, señor Mitchell? Salí
un momento y no lo vi.
—Lo metí en el granero. No debió salir, señorita Harris. Se expuso
demasiado. Este huracán la hubiese levantado como a una pluma.
—Estaba
intranquila
por usted.
—Yo sé arreglármelas en
cualquier situación.
Mitchell cogió la maleta y
miró la escalera.
—¿Quiere seguirme? Le indicaré
dónde pasará la noche. Betty subió
la escalera detrás de Mitchell.
Llegaron a un corredor. A la derecha había una
puerta y otra a la izquierda. Mitchell abrió la puerta
de la derecha.
—Su
habitación,
señorita
Harris.
Betty entró en la habitación. Había una cama, una mesilla de
noche, una silla y un armario. También vio una pequeña ventana
sobre la que el viento arrojaba la arena.
—Le prepararé comida —dijo el
hombre de los ojos claros.

No
ten
go
ap
etit
o.
—Debe comer algo, si no es demasiado
exigente. —Oh, no lo soy.
—Calentaré unas
habichuelas. Son de
lata.

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Sí,
se
ñor
Mit
ch
ell.
El hombre se fue a retirar, pero se detuvo. —Señorita Harris,
quiero hacerle un ruego.

D
i
g
a
.
—No entre en esa habitación —estaba señalando
la puerta del otro lado.
Betty no había tenido la menor intención de espiar a Mitchell. Para
ella, aquella habitación no tenía la mayor importancia. Era
simplemente eso: una habitación más de la casa. Mitchell salió,
cerrando la puerta y dejándola a solas.
Betty se preguntó por qué Mitchell le había prohibido que
entrase en la habitación de enfrente. ¿No le había dicho que
estaba solo en la casa?
Sintió ganas de llorar. Se encontraba sola, muy lejos de Rose
Marlowe. Recordó sus palabras. Rose le había dicho que se
quedase en California, que fuese a cualquier pueblo costero para
pasar sus días de vacaciones o que se sumergiese en el trabajo
para olvidar a Bob. Ojalá le hubiese hecho caso.
Pero ya no había forma de cambiar los hechos. Estaba allí, en
una casa solitaria, con un hombre llamado Ed Mitchell que se
comportaba de una forma extraña.
Tenía el cuerpo lleno de arena. De buena gana se
hubiese dado un baño. Se quitó la ropa y con una
toalla se limpió el cuerpo.
Había dejado la maleta abierta. No se dio cuenta, pero, mientras
ella se limpiaba, una araña había aparecido por la almohada de la
cama, viniendo de atrás.
Y la araña avanzó hacia la maleta, se metió en ella y se detuvo
sobre un jersey.
Betty se volvió para sacar ropa limpia de la maleta y entonces
vio la araña y soltó un chillido.
La araña permaneció unos instantes sobre el jersey y saltó de la
maleta, corrió por la cama y desapareció por detrás de la almohada.
Betty respiró profundamente.
Rechazó el jersey que había tocado la araña. Se puso la ropa
interior, una blusa y una falda.
Cerró la maleta porque pensó que la araña podría volver.
Salió de la habitación y miró la otra puerta, la que según Mitchell
no debía abrir. Dio un paso hacia ella. Creyó oír un ruido. Venía de
allí dentro. Zarpas arañando el tablero.
Ahora estaba segura de que no era el viento. No, en el interior
de la habitación había
alguien. Sintió que se le helaba la sangre y no quiso detenerse más.
Corrió hacia la escalera y bajó rápidamente. Entró en el living,
pero no vio al dueño de la casa.

Señor
Mitchell

llamó.
No le
contest
aron.
Instintivamente, se acercó otra vez al teléfono.
Descolgó como si esperase un milagro, pero tampoco
oyó nada por la línea. Oyó pasos y colgó el auricular.
Mitchell apareció con una bandeja.
—Aquí tiene, señorita Harris. Le he frito unos huevos con tocino.
—Se molestó demasiado.
Mitchell puso la bandeja en la mesa. Pero sólo había un plato con
habichuelas y otro con huevos fritos con tocino.
—¿No come usted, señor Mitchell?
—Comí antes de que llegase.
Mitchell se fue hacia la ventana
y miró al exterior. Betty le hizo la
pregunta que le quemaba los
labios:
—¿Cuánto durará este huracán, señor Mitchell?
—Unas horas, quizá toda la noche.
—¿Ha habido otros como éste?
—Un par de ellos desde que estoy aquí.
Hubiese querido preguntarle: «¿Cuánto tiempo lleva aquí?»
Pero pensó que era algo demasiado personal.
Comió las habichuelas y luego dijo:
—No tengo más apetito. Lo siento, señor Mitchell, pero lo que
necesito es dormir.
—Puede ir a su habitación cuando quiera.

Gr
aci
as
por
tod
o.
—No hay de
qué, señorita
Harris.
La joven abandonó el salón
y subió la escalera.
Cuando iba a abrir la habitación que Mitchell le había destinado,
miró otra vez aquella puerta, la del frente.
Entró rápidamente
en su cuarto y cerró.
Estaba a punto de hacerse de noche. Dio la vuelta al interruptor de
la luz, pero no se encendió ninguna bombilla. Naturalmente,
también los postes conductores de ta electricidad habrían sido
abatidos por el huracán.
Empezó a pasear de un lado a otro de la estancia. No, no se
acostaría en aquella cama. Se sentaría en la silla y, sin dormir,
esperaría hasta que amaneciese.
Lla
ma
ron
a
la
pu
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a.

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la
voz
de
Mitch
ell.

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?
—Le
traigo un
candelabr
o.
Abrió. El rostro de Mitchell, a la luz de las tres velas del
candelabro, parecía extraño, con sombras cambiantes y los ojos
más claros que nunca.
—Es usted muy
amable, señor
Mitchell.
El no dijo nada. Le dio el
candelabro y se retiró.
Betty cerró la puerta y puso el candelabro
en la mesilla de noche. Se sentó en la silla.
El huracán continuaba
en toda su violencia.
Una vez más, deseó encontrarse muy lejos de allí. Pero tenía que
ser realista. No estaba en Los Angeles ni en Lincolnville. Se
hallaba muy lejos de su casa, pero aquél tenía que ser un lugar
seguro para ella. No, no estaba amenazada por ningún peligro.
Mitchell era un hombre extraño, pero le había brindado su techo, le
había dado cena. Y ahora estaba en aquella habitación, a la que
Mitchell le había llevado un candelabro con tres velas para que
tuviese luz.
Empezó a adormilarse. Varias veces intentó luchar contra el sueño,
pero el cansancio o las emociones la habían agotado.
Cerró los ojos, inclinó la barbilla sobre
el pecho y se durmió.
Despertó creyendo oír voces. Sí, eso le parecían. Voces femeninas.
Pero ella estaba sola en la casa. ¿O habría otras mujeres? Oh, no,
qué tontería.
Y entonces oyó una risa. Sí, una risa de mujer.
Y procedía de afuera. Recordó la habitación
que Mitchell le había prohibido abrir.
Cogió el candelabro y empezó a
andar hacia la puerta.
Seguía oyendo confusamente las voces de mujeres. No sabía lo
que decían, pero hablaban entre ellas. Puso la mano en el tirador y
abrió poco a poco.
En el corredor no había nadie. Miró la puerta de enfrente, y a
través de ella pudo oír las voces femeninas. Y ahora supo lo que
hablaban:

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—¿Parezco
realmente una
mujer?

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—¿Cuándo
saldremos
de aquí?

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Betty estaba inmóvil como una estatua. ¿Quiénes eran aquellas
mujeres? ¿Por qué decían aquello?
Se fue acercando a la puerta de enfrente. Puso
la mano en el tirador. Recordó las palabras de
Mitchell: «No entre en esa habitación».
Pero ella necesitaba hablar con aquellas mujeres porque
se encontraba muy sola. No lo pensó más. Abrió la puerta.
Levantó el candelabro con las tres velas.
Y entonces Betty Harris se sintió morir al ver la escena que se
ofrecía ante sus ojos. Todos los rincones y las paredes estaban
llenas de telarañas. Y al final de aquellos embudos, como
atrapadas en los hilos pegajosos, había mujeres como ella. Mujeres
cuya piel estaba cubierta de un esmalte negro
Contó hasta media docena, pero también había arañas,
centenares de arañas. Y todas ellas empezaron a emitir un ruido y
a correr por los hilos en dirección a Betty Harris.
C
A
P
I
T
U
L
O
I
I
I

Betty Harris lanzó un grito de horror. Se había quedado como


pegada al suelo. Las primeras-, arañas estaban llegando cerca
de ella.
Entonces levantó el brazo con el candelabro. Las llamas
prendieron en las arañas y en los hilos pegajosos.
Algunas arañas fueron alcanzadas por las llamas y chisporrotearon
mientras se abrasaban, lanzando chirridos.
Los ojos de Betty
estaban
desorbitados.
Las mujeres que estaban en las telarañas, con el cuerpo cubierto
de esmalte negro, abrieron la boca y empezaron a soltar chillidos,
y algunas de ellas movieron sus brazos y sus piernas y se
desplazaron ágilmente por entre los hilos, avanzando hacia donde
estaba Betty.
La joven dio media vuelta y echó a correr,
saliendo de la habitación.
No, no entró en la que le había sido destinada por Mitchell.
Cruzó el corredor hacia la escalera, se detuvo y volvió la cabeza.
Y entonces su grito se convirtió en un alarido al ver que las
arañas salían en tropel de la
habitación prohibida y
que corrían hacia ella.
Bajó la escalera rápidamente y de pronto
chocó contra Mitchell.

¡
S
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ñ
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a
H
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s
!
Betty lo miró sobrecogida por el pánico y vio los ojos de
Mitchell llenos de furor.
—¿Qué es lo que ha
hecho, señorita Harris?

¡Es
a
ha
bit
aci
ón!
...
Mitchell levantó la mirada hacia la escalera. Por ella bajaban
ya las arañas en tropel.
—¡Señorita Harris, le
dije que no entrase!
—¿Quiénes son esas mujeres? ¿Por qué
están en esas telarañas?
—¡Señorita Harris, no se ha
comportado bien!
—¡Le he preguntado
quiénes son ellas!

¡
N
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á
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¡
D
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s
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r
!
—¡No puede salir! ¿Es que no
recuerda el huracán?
—¡Me
iré
ahora
mismo!
—No, señorita Harris. Usted se
quedará aquí y para siempre.
Betty miró la escalera, por donde seguían bajando las arañas,
produciendo un gran alboroto con sus peludas patas.
—¡Quiero irme, señor
Mitchell!... ¡Quiero irme!
—¡Usted se
quedará
con ellas!

¡
N
o
!
—Sí, señorita Harris.
Usted ya no puede irse.
—¡Por
favor!...
¡Por
favor!
Mitchell la empujó
hacia la escalera.
Y Betty miró las arañas que estaban
descendiendo el último tramo.
—Tiene que ir con ellas, señorita
Harris. La tratarán bien.
—¡No quiero ir con ellas! ¡No!
Betty arrojó el candelabro contra el rostro de Mitchell, el cual la
dejó libre y retrocedió, lanzando un grito de dolor porque había sido
alcanzado por las llamas.
Betty corrió hacia la puerta cuando ya una de las arañas le
estaba subiendo por una
pierna.
Pegó un manotazo a la araña y la arrojó lejos sin dejar de
lanzar gritos de horror. Trató de abrir, pero no pudo.
Se dio cuenta entonces de que el cerrojo estaba pasado.
Las arañas pasaron junto a Mitchell, que seguía aullando con las
manos en el rostro, y avanzaron más aprisa que nunca hacia
Betty.
La joven logró despasar el cerrojo y abrió la puerta en el momento
en que algunas arañas estaban a punto de alcanzar sus pies.
El vendaval que entró por el hueco empujó las
arañas lejos de Betty. La joven salió de la casa
y echó a correr en medio del huracán.
—¡Socorro!... ¡Auxilio!... ¡Necesito ayuda!
Tuvo que cerrar los ojos porque la
arena le cegaba. Continuó
corriendo a través del viento que
le azotaba.
No, no podía volver al granero en busca de su auto o caería en
poder de las arañas, o de
aquellas mujeres con el cuerpo cubierto de esmalte negro y que se
deslizaban por los hilos con la agilidad de las arañas.
Sabía dónde estaba la carretera principal. No podía perderse.
No, no podía. Corrió en aquella dirección.
Respiraba entrecortadamente. Le dolía el costado.
Se detuvo y el viento huracanado la arrojó al suelo y la hizo rodar
hasta una hondonada. Quizá pudiese permanecer allí hasta que el
huracán terminase, y entonces seguiría corriendo hacia la carretera.
Pero Mitchell iría en su busca porque la tenía que alcanzar
antes de que ella pudiese informar a la policía de lo que había
visto en aquella casa.
Reunió fuerzas para levantarse y siguió
andando a través del ciclón. Otras dos veces
cayó, pero logró levantarse y proseguir su
camino. Ya no le quedaban fuerzas.
¿Dónde estaba la carretera? ¿Dónde?
De pronto creyó ver unos faros a lo lejos. Un automóvil. Tenía que
ser un automóvil.
—¡Socorro!... ¡Estoy aquí!... ¡No me dejen! ¡Párense!
Los faros se acercaban, taladrando la
oscuridad de la noche. Betty agitó los
brazos desesperadamente.
—¡No me dejen aquí... ¡No me dejen!
Los faros ya estaban muy cerca y cegaron los ojos de Betty.
Oyó los chirridos de los neumáticos y el auto se detuvo,
haciendo crujir la carrocería. Betty se dejó caer de rodillas en
la tierra.
Oyó abrirse la portezuela del coche y un hombre con un pañuelo en
la cara gritó:
—¿Qué infiernos hace usted?
—¡ Por favor! ¡Por favor! —gritó Betty.
El hombre le ayudó a levantarse y Betty se tambaleó como si
estuviese ebria.
El hombre la cogió en brazos y
retrocedió hacia el auto.

¡Ay
úd
am
e,
Pet
er!
Otro hombre que estaba dentro del coche abrió
la portezuela trasera. El hombre del pañuelo en
la cara puso a Betty en el asiento.
Betty abrió los ojos y vio al hombre
que la había recogido.
—¡No se detengan, por favor!
¡Vámonos de aquí!
—¿Había
alguien
con
usted?

S
í
.
—Entonces, tendremos que
intentar salvarlo también.

¡N
o,
no
lo
ha
ga
n!
—Pero usted ha dicho que
había alguien con usted.

¡
M
u
j
e
r
e
s
-
a
r
a
ñ
a
!

¿
C
ó
m
o
?
—¡Mujeres como las arañas!... ¡Y muchas arañas! ¡Centenares
de arañas! ¡Todas contra mí!
Los dos
hombres se
miraron.
—No se preocupe, señorita —dijo el que había recogido a Betty
—. En el desierto hay arañas. Mi amigo Pat y yo hemos visto
muchas. Pero ya está lejos de ellas.
—No, no eran arañas del desierto. Eran otra clase de arañas —
dijo Betty, y se desmayó. El llamado Peter dio un suspiro.
—Eh, Pat, creo que esta chica ha
sufrido un fuerte shock.
—Tendremos que llevarla a un hospital. —El más cercano es el
de Union City, y nos pilla de camino.
—De acuerdo. Pero ten
cuidado con el volante.
—El huracán ha cedido un poco. Seguiremos tan
despacio como antes.
El vehículo se alejó de aquel lugar en donde Betty Harris había
conocido a las mujeres-araña.

*
*
*

—¿Cómo está, doctor? —Mal,


francamente mal.
Rose Marlowe había acudido al
hospital de Union City.
Rose no había vacilado en ponerse en camino cuando le dijeron
que Betty había pasado las primeras horas sin sentido y que,
cuando lo recuperaba, parecía haber perdido el juicio.
Pronunciaba palabras incoherentes. Acababa de llegar al hospital y
le había recibido el doctor a cuyo cargo estaba Betty Harris: Dan
Lawson, un hombre de unos treinta años, rostro de facciones
agradables.
—¿Cuáles son las
causas del estado de
Betty?
—Pasó
por un
difícil
trance.
—¿Se
refiere
al
huracá
n?
—Sí, señorita Marlowe, el ciclón «Wanda», que asoló esta región
hace tres días, sorprendió a su amiga cuando ella se encontraba
de viaje... Su situación debió ser angustiosa. Se alejó de la
carretera en su auto, y no pudo seguir.
—¿Por qué no se
quedó dentro del auto?
—Su amiga debió ser presa de un miedo horrible que la hizo salir
del coche.
—Parece un poco absurdo. En el coche habría estado segura.
—Lo habría estado. El auto fue encontrado a unas treinta millas de
Union City.
—¿En la carretera?
—En el desierto. Al parecer, no le faltaba nada. Conservaba su
maleta y su bolso. Tenía el número telefónico de usted.
—¿Puedo verla?
—Desde luego, pero no más de cinco minutos. El propio doctor
la acompañó hasta la habitación de la paciente.
Betty estaba inmóvil en la cama, el rostro demacrado, muy
pálido, los ojos cerrados. Rose se acercó al lecho. —Betty.
Su amiga no pareció reaccionar. —Betty, soy yo. Rose.
La enferma empezó a abrir los ojos y de pronto pegó un chillido.
—¡Doctor, está aquí! ¡Está aquí!
—¿Quién, señorita Harris?
—¡Una mujer-araña!
Rose se inclinó sobre su amiga.
—Mírame bien, Betty. No soy una mujer-araña. Soy Rose Marlowe.
—¡No!... ¡No!... ¡Protéjame, doctor!... ¡Me quiere llevar con ellas!
¡Sabía que vendrían a por mí! ¡Lo sabía!... ¡Mitchell me la envió!
Quiere que vuelva a la casa con ellas...
—¿Con quiénes, Betty? —preguntó Rose.
—¡Usted lo sabe bien! ¡Con las mujeres-araña!
—Betty, por favor, tienes que reconocerme. ¡Soy tu amiga Rose!
—¡Doctor!... ¡Llévesela, doctor!
El doctor Lawson cogió del brazo a la visitante.
—Lo siento, señorita Marlowe. Pero será mejor que salga.
Rose se sintió profundamente conmovida. Salió de la
habitación con el médico. En el corredor, Dan Lawson
dijo: —Ya lo ha visto.
—No comprendo todo eso que me dijo de que soy una mujer-araña.
—Es lo que repite una y otra vez, cuando se le acerca una
enfermera.
—¿Se refiere a que Betty sólo siente el pánico cuando se le acerca
una mujer?
—Exactamente. Y la llama mujer-araña. Como a usted.
—Es terrible.
—Lo siento.
—Se curará, ¿verdad, doctor?
—Es prematuro hablar de eso.
—¿Supone que Betty... se ha vuelto loca?
—De momento, -sufre una fuerte perturbación mental. Pero es
pronto para emitir un diagnóstico definitivo.
—¿Cuánto tiempo ha de pasar para eso, doctor?
—Tampoco se lo puedo decir... Un día, dos, quizá una semana...
—Me quedaré en Union City unos días. Pedí permiso en el lugar
donde trabajo.
—¿Y dónde trabaja?
—En una emisora de televisión.
—Caramba, debe
ser muy
emocionante.
—Y muy pesado, doctor. ¿Me
recomienda un hotel? Lawson
se tironeó de una oreja.
—El Murray. Está en la calle Mayor, hacia la
mitad. No tiene pérdida.
—Ha sido usted muy amable, doctor. ¿Cuándo podré
volver para visitar a Betty?
—Llámeme mañana y se lo podré
decir. La acompañaré.
—No se preocupe. Conozco el camino, doctor. No le quiero
apartar de sus pacientes. Hasta pronto.
—Encantado,
señorita
Marlowe.
Rose salió del hospital, encaminándose hacia
el estacionamiento. De pronto tropezó con
alguien. Un hombre que salía de un coche.

Pe
rdó
n

dij
o
él.
Rose vio su cara. Era rubio de ojos muy claros, tan claros que
parecía como si estuviese ciego.
—Fue culpa mía —dijo Rose—.
Caminaba distraída. El no dijo
nada y Rose se apartó.
Cuando iba a entrar en su coche vio al rubio, que la
seguía mirando con fijeza.
¿Qué tenía de particular eso? Su figura les impresionaba. Y la
verdad, no se sentía molesta por agradar a los hombres.
Sacó el coche del estacionamiento y, al mirar al hospital, pensó en
Betty y se mordió el labio inferior. ¿Cómo podía pensar en los
hombres cuando Betty estaba allí dentro? La pobre Betty debía
haber sufrido mucho cuando se encontró en medio de aquel ciclón.
¿Qué había visto Betty para hablar de las mujeres-araña? Debía
referirse, naturalmente, á arañas. Simplemente a eso. En el
desierto hay muchas. Betty había salido del coche y quizá fue a
caer cerca de un nido de arañas. Y ello, unido al temor de verse en
peligro de muerte, azotada por aquel huracán, le había hecho ver
cosas que no existían.
Ya estaba
en la calle
Mayor.
Buscó con la mirada el
anuncio del hotel.
Y en ese momento chocó con el coche de delante. El impacto fue
bastante fuerte y oyó un ruido de faros rotos.
Su coche había embestido por detrás a un convertible en el
que viajaba un hombre. Y estaban ante un semáforo en rojo.
El hombre bajó del coche. Era alto, de cabello negro, atuendo
deportivo, chaqueta a cuadros y pantalón gris. Llevaba un pañuelo
alrededor del cuello y camisa a listas azules. Rose se sintió tan
impresionada que se quedó junto al volante.
El hombre del atuendo deportivo miró la parte trasera de su
coche y luego levantó los ojos. Rose notó que eran muy negros y
que brillaban con un poco de fiereza.
—Hola, linda. ¿Pasando el rato matando a lo que se
le pone por el camino?

¿
E
h
,
c
ó
m
o
d
i
c
e
?
—Apuesto a que mata a todos los ciervos que se le cruzan por la
carretera. Conocí a un tipo que, por cada viaje que hacía, se traía
a su casa una pieza. Y palabra que no llevaba escopeta.
—¿Se cree
usted muy
gracioso?
—No tengo la menor intención de ser gracioso, señorita.
¿Cómo dijo que se llamaba?
—No se lo dije.
—Pues tendrá que decírmelo.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué? Me ha causado desperfectos por valor de
doscientos dólares. Y no los voy a pagar yo. ¿O prefiere que
vayamos a la comisaría?
—Soy Rose Marlowe.
—Y yo, Barry Morgan.
—Señor Morgan, no me irá a echar la culpa de este accidente.
—¿Cómo ha dicho?
—Que todavía está por demostrar
que yo soy la culpable. Barry Morgan
miró al cielo.
—Mujer, tenía que ser una mujer.
—También nos dan el carnet de conducir.
—Mal hecho, muy mal hecho —le sonrió él, con amargura.
—¿Es antifeminista?
—No, señorita Marlowe. Sólo estoy en contra de las mujeres que
se creen las dueñas del mundo.
—¡Yo no me creo la dueña del mundo!
—Entonces, ¿me quiere decir por qué embistió a mi coche? ¿No le
gustó el color, quizá?
—Hablando de color, es horroroso.
—De modo que no le gusta el color rojo de mi convertible.
—Ni las listas azules de su camisa.
—¿Y de mi pañuelo? ¿Qué tiene que decir de mi pañuelo? Es
morado con pintas.
—No me gustan las pintas. Ni el morado.
—¿Y cuál es su color favorito?
—tol verde.
—Pues tiene el gusto de las vacas.
—¿Cómo ha dicho?
—Vacas, señorita Marlowe. Esos animalitos que usted debe
embestir en cuanto llegue con su coche a un prado.
—¡Yo no soy una vaca!
Barry miró a través de la ventanilla.
—¿Le he dicho que lo fuese? Yo diría que es usted más bien una
potranca.
—¿Yo una potranca?
—Lo digo por sus remos.
—Oiga, aquí el único animal que hay es usted.
—No me diga.
—Y debería estar ya en una cuadra.
—No, al final me colocará en un pesebre.
—Podría irse porque ya le habrán puesto el pienso.
—A propósito de pienso, ¿la invito a comer?
—¿Cómo?
—De paso, discutiremos lo de la indemnización.
—¡Yo no como nada con usted!
—Le prometo
que no pediré
alfalfa.
—¡Señor
como se
llame...!
—Barry Morgan. ¿Cómo lo ha podido olvidar? ¿No sabe que los
Morgan son los multimillonarios de Nueva York?
—¿Es usted uno
de esos
Morgan?
—No, señorita.
Qué pena,
¿verdad?
—Claro, usted debe ser de los otros Morgan, de
la rama de los piratas.
—Señorita Marlowe, me conmueve la forma que tiene de
recordar a mi familia.
—Apuesto a que no
me he equivocado.
—No mucho. Según me contaron, a mi
bisabuelo lo ahorcaron.

P
o
r
p
i
r
a
t
a
.
—No, señorita Marlowe. Le pusieron la soga por cuatrero. Tiene
una bonita historia. Pasó tres días con tres noches a solas con
Juanita Calamidad. A propósito, ¿por qué no nos reunimos y me
escucha la historia de las relaciones de mi abuelo y Juanita
Calamidad?
—¡Usted a mí no me va a
contar ninguna historia!
—Pues escupa los
doscientos
dólares.

¿
Q
u
é
?
—Los doscientos pavos que necesito para reparar los
desperfectos de mi coche. —¡Usted es un estafador!

¿
C
ó
m
o
d
i
c
e
?
—Rebaje la
cifra, señor
Morgan.

N
i
u
n
c
e
n
t
a
v
o
.
—Tendrá que conformarse con cien dólares. Barry
se tironeó de una oreja.
—Está bien. Llamaremos a la policía, y que ellos
se encarguen del asunto
—se fue
a dirigir a
su coche.

¡Espere
, señor
Morgan
! El
volvió
la
cabeza.
—¿Decía usted algo, señorita Marlowe? La joven
apretó los dientes, rabiosa.
—¿Quiere hacer el favor de acercar
sus pezuñas hacia aquí?
—¿Qué ha dicho?
No le he oído bien.
—Sus
pies,
señor
Morgan
.

A
h
,
y
a
.
Barry se aproximó otra vez a la ventanilla del coche de Rose. Ella
abrió su bolso y sacó un fajo de billetes. Empezó a contarlos.
—Setenta y cinco... Noventa... Ciento diez... Sólo tengo ciento
diez dólares en efectivo, señor Morgan.
Barry se apoderó del dinero y lo
guardó en el bolsillo.
—Me debe noventa
dólares, señorita Marlowe.
—¿Es que me va a cobrar
hasta los doscientos?
—Una deuda es una deuda,
señorita Marlowe.
—¡ No
pienso
volverlo a
ver!
—¿No se va a
quedar en la
ciudad?
—¡Eso no le
interesa a
usted!
Rose echó marcha atrás. Hicieron sonar un claxon y frenó
bruscamente. Faltó poco para que chocase con un coche que
había en la parte trasera.
—Señorita Marlowe —sonrió Barry—, será mejor que serene sus
nervios o la meterán en la cárcel por demasiadas víctimas en un
solo día.
—¡Continúan sin hacerme gracia sus chistecitos, señor Morgan!
La joven hizo arrancar el coche y se alejó, yendo a meterse en el
aparcamiento subterráneo del hotel Murray.
Poco después, saltaba de su vehículo. Estaba furiosa, y mientras
se dirigía al registro del hotel, murmuró:
—¡Barry Morgan, menudo pirata!
C
A
P
I
T
U
L
O
I
V

Rose Marlowe estaba comiendo en el restaurante.


—Buenas tardes, señorita —dijo una voz.
Alzó la mirada y vio al rubio de los ojos claros delante de ella. Y él
le estaba sonriendo con simpatía.
Sí, estaba claro que había hecho una conquista. Su instinto no le
había traicionado.
—¿Puedo sentarme, señorita Marlowe?
—¿Ya sabe mi nombre?
—Lo pregunté en el registro.
—Pues lo siento. No le sirvió. No acostumbro a comer con
desconocidos.
—Eso se arregla fácilmente. Me llamo Leo Francis.
—No lo arregla, señor Francis. Sigue siendo
para mí un desconocido. Sin embargo, el rubio
cogió una silla y se sentó.
Rose hizo un gesto de asombro.
—Señor Francis, ¿quiere levantarse ahora mismo o será necesario
que llame al maître?
—¿Quiere escucharme, señorita Marlowe? No es lo que usted cree.
—¿Y qué es lo que yo creo?
—Admito que es usted muy bonita.
—Gracias.
—Y muy atractiva.
—Gracias.
—Pero no me he acercado a usted para enamorarla.
—¿Ah, no?
—Estoy cumpliendo con mi obligación.
—Señor Francis, es usted un tipo sensacional. ¿Es su deber llegar
hasta mi mesa y sentarse sin mi permiso?
—Trabajo para la Prensa Consolidada.
—¿Prensa qué?
—Consolidada. Una firma que se dedica a la caza de las
noticias para distribuirlas más tarde por todas partes del mundo.
—¿Y qué tengo que ver yo con la Prensa Consolidada, señor
Francis?
—Verá, señorita Marlowe. Usted trabaja en la cadena de televisión
A. H. R. Escribe guiones.
—Ya veo que se ha tomado muchas molestias por mí, señor
Francis.
—Quisiera compartir con usted su secreto.
—No le entiendo, señor Francis.
—Quiero que me cuente lo que
le ha dicho su amiga. Rose se
puso en guardia.
—¿Qué supone me ha dicho mi amiga?
—Señorita Marlowe, somos colegas y me informé de las razones
que han obligado a su amiga Betty Harris a ingresar en el hospital
de Union City.
—¿Y cómo se enteró, señor Francis?
—Cinco dólares aquí, cinco dólares allá. Las enfermeras son fáciles
de sobornar.
—¿Y qué le dijeron ellas?
—Simplemente, que la señorita Harris sufría un fuerte shock. En
los pocos momentos en que pude hablar, cuando recupera el
sentido, dice ciertas cosas muy extrañas.
—¿Por ejemplo?
—Habla de mujeres-araña.
—¿Ah, sí?
—-Señorita Marlowe, usted ha estado en el hospital. Tropezó
conmigo en la playa de estacionamiento cuando venía de visitar a
su amiga.
—¿Me estaba espiando?
—La esperaba.
—Entonces pudo evitar el tropiezo.
—Sí, pero como vi que venía usted distraída, puse algo de mi parte.
—¿Y por qué entonces no habló conmigo sobre el tema que le
interesa?
—Me dejó usted sorprendido.
—¿En qué sentido?
—Su belleza, señorita Marlowe. Fue un impacto demasiado grande.
—Debe haber recibido muchos premios de su jefe.
—¿Por qué?
—Tengo la impresión de que sabe conseguir un reportaje.
—¿Cree que lo conseguiré ahora?
—No, señor Francis. Va a
ser su primer fracaso. Leo
Francis entornó sus ojos.
—¿No me va a ayudar, señorita Marlowe?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no sé nada.
—¿No habló con su amiga?
—Sí, hablé con Betty.
—¿Y qué le dijo ella?
—Lo que usted sabe.
—¿Le habló de las mujeres-araña?
—Sí.
—Imagino que con usted sería más explícita.
—Señor Francis, no pudo ser más explícita porque me confundió
con una de las mujeres-araña.
Francis se pasó la lengua por los labios.
—Vaya, creí que con usted reaccionaría.
—¿Por qué lo creyó?
—Ustedes son amigas. Comparten el apartamento en Los Angeles.
—Se dio usted mucha prisa en informarse, señor Francis.
—¿No le he dicho que me llaman Leo el Dinámico?
—Le deben llamar otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—Leo el Curioso.
—Un periodista debe ser curioso, señorita Marlowe, sobre todo
cuando se está ganando el sustento.
—Oh, claro, la señora Francis debe estar con los niños pegados a
sus faldas en su casa, a la espera de que usted llegue para darles
un trozo de pan con mantequilla.
Fran
cis
se
echó
a
reír...
—Tiene usted buen humor, señorita Marlowe. Pero no existe una
señora Francis y, por tanto, tampoco existen hijos.
—Un poco más y me hará una
proposición matrimonial.
—Oh, no, señorita
Marlowe. Soy un
pájaro.
—Ya lo
noté
por el
pico.
—Quiero decir que soy un pájaro al
que le gusta la libertad.
—A todos los pájaros Ies gusta la libertad, y la mayoría de ellos
terminan en una jaula.
—Yo no acabaré así. —Francis volvió a sonreír—. Mis intenciones
con usted son buenas. Por nada del mundo le pediría que fuese la
señora Francis.
—Ya sé el otro apodo con que lo
llaman. Leo el Sincero.
—¿Hablamos en serio,
señorita Marlowe?
—¿No lo
estamos
haciendo
?
—¿Qué piensa de lo que
le dijo Betty Harris?
—No he tenido
tiempo para
decidirlo. Francis
se levantó.
—Me he hospedado en este hotel. Tengo la
habitación contigua a la suya.
—¿Fue casualidad? ¿O me dirá que el
mundo es un pañuelo?
—El mundo es muy pequeño, pero no fue casualidad, señorita
Marlowe. Me hospedé en el hotel después de usted.
—Y pidió la
habitación contigua a
la mía.

S
í
.
—Para
seguir
espiándo
me.

S
í
.
—Señor Francis, le da demasiada importancia a las declaraciones
de una muchacha en estado de shock. Ahora sabrá mi opinión
sobre el asunto. Betty se perdió en el desierto mientras se
desencadenaba el ciclón «Wanda». De alguna forma, mi amiga
fue a parar a un nido de arañas. El vendaval y los bichitos le
produjeron pánico. Y el pánico la llevó al shock.

N
o
e
s
t
á
m
a
l
.
—Celebro que haya
quedado satisfecho.
—¿Cena
conmigo
esta noche?

No
,
se
ñor
Fra
nci
s.
—¿Algún
compromiso
anterior?
—Usted me está espiando y debe saber si tengo un
compromiso anterior.
—Ahora no lo sé, pero
lo sabré más tarde.
El rubio hizo un saludo con su simpatía
natural y se marchó. Rose quedó
preocupada.
Fue a la cabina telefónica y marcó el
número del hospital.
—Por favor, con
el doctor
Lawson.
Tuvo que
esperar un
minuto.
—Diga, señorita
Marlowe—oyó al
doctor.
—He manejado algunos diarios, pero en ninguno de ellos leí una
noticia que se refiriese a mi amiga. Quiero decir a lo que le pasó a
ella y al estado en que se encuentra.
—Es natural que no lo haya visto, señorita Marlowe. No dimos
información a la Prensa.
—Sin embargo, he conocido a un periodista que está enterado
del asunto y a la caza de noticias con respecto a Betty. Me estuvo
haciendo preguntas.
—Hay una
explicación
para eso.

¿Cuál,
doctor
Lawson
?
—Dos hombres, Peter Hunter y Pat Leigh, nos trajeron a su amiga.
Dado el estado en que Betty se encontraba, nuestra obligación era
dar parte "a la policía. Y fue lo que hice yo personalmente. Más
tarde llegó el sargento Norman Bannister, de la Comisaría de Union
City. Pero él no pudo hablar con su amiga Betty. Informé al
sargento Bannister y no le dio importancia al asunto. Quizá ese
periodista ha conseguido su informe por la policía.
Rose se dio por
satisfecha con la
explicación.

¿C
óm
o
est
á
Bet
ty?
—Continúa lo mismo, señorita Marlowe. Después de marcharse
usted, se sumergió en un estado de depresión. Sufrió otro ataque
como el que usted vio.

¿Q

fue
est
a
ve
z?
—De
nuevo
una
enfermer
a.
—¿Y la confundió
con una mujer-
araña?
—Sí, señorita Marlowe... Le administré un calmante y ahora
duerme. La visité hace unos momentos. Tengo esperanzas de
que se encuentre un poco mejor cuando despierte y quizá la
reconozca a usted.
—Eso espero, doctor. Gracias
por todo lo que hace.
Rose colgó y cuando fue a salir de la
cabina tropezó con alguien.
Era un hombre que llevaba en la mano un paquete, y éste cayó al
suelo, produciendo un sonido a cascajo.
El hombre
era Barry
Morgan.
—Señorita Marlowe, me acaba de romper un jarrón chino
de cincuenta dólares.
C
A
P
I
T
U
L
O
V

Rose Marlowe
estaba
asombrada.
—¿Usted otra
vez, señor
Morgan?
—Celebro que me recuerde. Soy el mismo al
que le destrozó el coche.
—¡Yo no le
destrocé el
coche!
—Salvé mi persona porque usted no
tripulaba un tanque.
—Déjeme en paz con
sus cuentos chinos.
—Jarrón chino, señorita Marlowe.
Sólo un jarrón chino.
—¿Por qué
compra esas
cosas?
—Porque lo vi y me gustó. Pero le aseguro que si llego a saber que
me iba a encontrar con usted, lo dejo en la tienda.
—¿Y qué pretende
ahora, señor Morgan?
Barry levantó la
palma de la
mano.

P
a
g
u
e
y
c
a
l
l
e
.
—¿Me va a sacar
cincuenta dólares?
—Debería pagar más porque el
jarrón chino era único.
—Ande, agregue una indemnización
por daños y perjuicios.
—¿Lo
dejamos en
cien dólares?
—Señor Morgan,
¿sabe lo que es
usted?

Un
a
víc
tim
a
su
ya.
—¡Un caradura!
¡Eso es lo que
es! Barry cruzó
los brazos.
—De modo que me destroza el automóvil y un jarrón chino y soy
un caradura. ¿Qué hará la próxima vez, señorita Marlowe?
Infórmese de lo que va a hacer durante el resto del día para estar lo
más lejos posible de usted.

¡
P
i
r
a
t
a
M
o
r
g
a
n
!

¿C
óm
o
ha
dic
ho
?
—Dije pirata. Le voy a pagar
los cincuenta dólares.

M
u
y
a
m
a
b
l
e
.

P
e
r
o
n
o
a
h
o
r
a
.

¿Por
qué
no
ahor
a?
—Me pegó el
timo del
automóvil.
—¿Se
atreve a
llamarlo
timo?
—Ni siquiera me preguntó
si estaba asegurada.

¿
Y
l
o
e
s
t
á
?
—Claro que lo estoy. Pero no quise meter a los del seguro en el
asunto y preferí pagar en efectivo para evitar problemas con usted.
He venido a Union City para cosas más importantes que
enfrentarme con... con...
—¿Con
el
pirata
Morgan
?

¡
E
x
a
c
t
a
m
e
n
t
e
!
—Todavía no
sé si darle
crédito.

¿
Q
u
é
?
—Usted dice que me va a pagar los cincuenta dólares,
pero no sé si se va a fugar.
—¡No me voy a fugar porque
no estoy en la cárcel!
—¿Cuántos días va a
permanecer en Union City?

¿Esper
a que
se lo
diga?
—Sólo quiero saber si voy a cobrar
los cincuenta dólares.
—Señor Morgan, estaba comiendo y
usted me ha indigestado.
—Fue culpa suya por
romperme el jarrón chino.
—Fue culpa suya por cruzarse por segunda vez en mi camino.
¡Y tengo que pedirle un favor!
—Pídalo. No se
quede con las
ganas.
—¡Métase en un hoyo mientras yo
esté en Union City!

Q
u
i
z
á
l
o
h
a
g
a
.

G
r
a
c
i
a
s
.
—¡Cuando me pague los
cincuenta dólares!
—De aquí
me iré al
Banco.

Entonc
es, la
acomp
año.
—Ni hablar. No me gustan los salteadores. Y si usted entrase
en mi compañía, podría provocar un pánico en el Banco.
—Muy bien, señorita Marlowe. Soy un pirata, un salteador y no sé
cuántas cosas más, según usted. No quiero herir su aire de reina.
La dejaré ir sola al Banco. ¿Cómo quedamos para después?

Piens
o ir al
hospi
tal.

¿
A
q
u
é
h
o
r
a
?

A
l
a
s
c
u
a
t
r
o
.
—Muy bien. Estaré esperándola en
la puerta del hospital.
—¿Teme que me
escape, señor
Morgan?
—A veces los deudores son capaces de cualquier
cosa con tal de no pagar. Rose levantó la barbilla y,
sin replicar, se marchó a su mesa.
S
e
v
o
l
v
i
ó
a
s
e
n
t
a
r
.
Barry Morgan la
sacaba de
quicio.
—¿Qué va a tomar de postre? —
preguntó el camarero.
De buena gana hubiese dicho: «Pedacitos de Barry Morgan». Pero
no lo dijo. —Un helado de fresa.
Barry Morgan se había sentado en otra mesa, seis más allá. Y sus
ojos se encontraron y él le hizo una inclinación con la cabeza. Rose
le contestó sacándole la lengua.
El camarero le puso delante
el helado de fresa.
—¿Quién es?
—preguntó
Rose.
—El helado lo
hace Bruce
Harrison.
—No me refería al que hizo el helado, sino al hombre moreno y
alto que está enfrente de mí.
—Ah, se refiere al
simpatiquísimo jugador.
—No nos referimos a la misma persona. Yo estoy hablando del
fulano que se llama Barry
M
o
r
g
a
n
.
—Es la misma
persona, señorita
Marlowe.

Dijo
simp
atiquí
simo.

Y
l
o
e
s
,
s
e
ñ
o
r
it
a
.
—También ha dicho
que es un jugador.

S
í
.

¿
Y
a
q
u
é
j
u
e
g
a
?
—Póquer,
entre
otras
cosas.
—Y, naturalmente, Barry Morgan le
da buenas propinas.
—No me puedo
quejar de sus
propinas.
—Comprendo por qué le
llama simpatiquísimo.
—No lo digo yo solo,
señorita Marlowe.
—¿Y
quién
más lo
dice?

L
a
s
m
u
j
e
r
e
s
.

¿
Q
u
é
m
u
j
e
r
e
s
?
—Perdone, señorita Marlowe, pero debe ser más discreta con
respecto a ciertas cosas.
—Está bien. Le firmaré la cuenta. —
Sí, señorita Marlowe.
Rose firmó la cuenta, agregando un dólar de propina, se preguntó
qué grado de simpatía, le proporcionaría ese dólar al camarero Bill
Moore. No mucho, al parecer, por la cara que puso.
Desde el
hotel se fue
al Banco.
Le llevó quince minutos conseguir doscientos dólares contra su
cuenta corriente de Los
A
n
g
e
l
e
s
.
Se
diri
gió
al
ho
spi
tal.
Dejó el auto en el estacionamiento como la otra vez, y
al bajar oyó una voz.
—Nos
volvemos a
encontrar.
Era el rubio, Leo Francis, el cual sacó unos
billetes. Eran veinte dólares. .
—Quiero ver a su amiga,
señorita Marlowe.

¿Intent
a
soborn
arme?
—Sólo le pido un favor. Y a cambio de ello, le doy veinte dólares
para que se divierta un poquito.
—Sé divertirme sin sus veinte
dólares, señor Francis.
—Como
quiera. La
esperaré aquí.
Rose lo miró a
los ojos
claros.
—Señor Francis, ¿cómo se
enteró de lo de mi amiga?

¿
Q
u
é
?
—Le estoy preguntando que cómo se enteró de lo que le pasó a
Betty. Y no me conteste que un periodista debe estar enterado de
todo. Lo que le pasó a mi amiga carece de importancia. Fue víctima
de un huracán y sufrió una alucinación.
—¿Fue lo que dijo
el doctor Lawson?

S
í
.
Fran
cis
dio
un
suspi
ro.
—Entonces, no tendré más remedio que buscar otro
tema para mis crónicas.
—No me ha dicho
todavía quién le informó.
—La policía, señorita Marlowe. Tengo un
amigo en la comisaría.

Adiós
,
señor
Fran
cis.
—Buena suerte —le contestó el rubio.
Rose entró en el hospital y poco después se encontraba con el
doctor Lawson.
—Su amiga ha recuperado el sentido —le anunció el doctor—. Lo
ha hecho como siempre:
gritando, advirtiéndonos contra las mujeres-araña. Entre
para que la vea a usted. Fueron a la habitación de la
paciente.
Betty estaba postrada, los ojos cerrados.
Rose sintió miedo mientras se acercaba al lecho. Aquella
mañana, unas horas antes, la había confundido con una de las
mujeres-araña. ¿Ocurriría ahora lo mismo?
—Betty.
Su amiga abrió los ojos y Rose vio en ellos reflejado el terror. Sí,
otra vez iba a decirle que ella, Rose, era una mujer-araña.
—Rose, ¿estás
aquí?... ¿Eres tú,
Rose? Rose sintió
una gran alegría.
—Betty, por fin. ¿No me confundes con una de esas...?
El rostro de- Betty cambió.
—Continúa, Rose, ¿con quién te iba a confundir? Rose miró al
doctor Lawson y éste le hizo un gesto afirmativo.
—Con una mujer-araña, Betty.
—¿Lo sabes?
—Es de lo que has estado hablando cada vez que una
enfermera se te ha acercado. Y
también a mí me llamaste así.
—Las hay... ¡Hay mujeres-araña, Rose!
C
A
P
I
T
U
L
O
V
I

—No, Betty —dijo Rose—. No


hay mujeres-araña.
—Te juro que las vi
con mis propios ojos.
—¿Qué
fue lo
que
viste?
—Ya te lo he dicho. Mujeres-araña. ¡Tienes
que creerme, Rose! El doctor carraspeó.
—Perdonen, volveré dentro de unos minutos. Tengo que visitar a
otros pacientes. ¿Puede salir un momento, señorita Marlowe?
Rose salió con el
doctor y Betty
gritó:

¡R
os
e,
no
te
va
ya
s!
—No me iré, Betty.
Volveré en seguida.
Rose salió al
corredor y el doctor
dijo:
—Ya lo ve, señorita Marlowe. Insiste en haber
visto las mujeres-araña.
—¿Cree usted que continúa
en estado de shock?
—Me temo que su mente ha sido dañada de algún modo... Procure
tranquilizarla. Me he dado cuenta de la influencia que usted ejerce
en ella. Y la autorizo a que continúe con su amiga durante un rato.
Pero trate de convencerla de que sólo pasó por una situación
angustiosa y que ya eso pertenece al pasado.
—Lo
intentaré,
doctor
Lawson.
El doctor se alejó por el corredor y Rose volvió a
entrar en la habitación. Betty se había medio
incorporado en la cama.
—Rose, ¿qué has
hablado con el
doctor?

Nada
de
impor
tanci
a.
—Lo imagino. El piensa que estoy loca, y apuesto a
que tú también lo crees.

N
o
,
B
e
t
t
y
.
—No existen esas mujeres-araña... Todo es
producto de mi cerebro. Rose quiso darle un
aire festivo a su respuesta.
—Todas las mujeres tenemos algo de la araña. Dicen que tejemos
nuestra red para cazar al hombre como si fuese una mosca.
Bet
ty
cer

los
ojo
s.
—No, Rose. No te he hablado simbólicamente.
¡Yo te hablo en serio! Rose la cogió por el
brazo.
—Abre los
ojos y
mírame, Betty.
Su amiga hizo lo
que Rose le
pedía.
—Betty, te encontraste en el centro de ese ciclón. Le pusieron un
nombre femenino como siempre. Ciclón «Wanda». ¿Lo recuerdas?

S
í
.
—Debiste pasar por unos
momentos muy difíciles.
—No te lo puedes imaginar. El coche iba de un lado
a otro de la carretera.

¿
Y
q
u
é
h
i
c
i
s
t
e
?
—Apenas podía ver a diez metros. El viento arrastraba mucha
arena. Vi un camino y pensé que conduciría a alguna casa. Y no
me equivoqué.

Continú
a, ¿qué
pasó?

A
l
l
í
e
s
t
a
b
a
n
.

¿
Q
u
i
é
n
e
s
?

La
s
mu
jer
es-
ara
ña.

¿
O
t
r
a
v
e
z
?
—¡Te digo que allí estaban! Es una casa de dos pisos, donde vive
un hombre solo. Se llama Ed Mitchell, de unos treinta y cinco
años... Me dio hospitalidad. El fue por mi maleta. Me quedé a solas.
Oí ruido arriba. Pensé que era algún animal... Vi la primera araña
cuando traté de llamar por teléfono.

¿Una
mujer
-
arañ
a?
—¡No! ¡Sólo fue una araña! Me dio la impresión de que me iba a
atacar. Era grande, peluda. Me retiré del teléfono, y la araña
desapareció por un hueco del techo. Mitchell regresó, me
acompañó a una habitación de arriba y me prohibió que entrase en
la de enfrente. No supe por qué lo hizo, pero luego comprendí la
razón. Están allí.
—¿Las
mujere
s...
araña?
—Hay arañas también. Simplemente arañas. Como la que vi en el
teléfono, y otra que se metió en mi maleta. Tienes que creerme,
Rose. Yo me despedí de Mitchell. No me quería dormir, pero me
venció el sueño. Y de pronto desperté oyendo voces de mujeres.
Ellas reían y hablaban. Salí del cuarto. Oí sus palabras. Una de
ellas preguntaba que cuándo iban a salir y la otra le contestó
que cuando se lo dijesen, Y entonces me venció la curiosidad.
Pensé que podría hablar con alguien que me hiciese compañía. Y
abrí la habitación de enfrente. ¡Y entonces las vi!
Betty
lanzó
un
alarid
o.

B
e
t
t
y
,
s
e
r
é
n
a
t
e
.
—¡Las vi, Rose, las vi! ¡Las mujeres estaban al fondo de las
telarañas! Tienen el cuerpo cubierto por una especie de esmalte
negro... ¡Y también había arañas! Y todas ellas se lanzaron sobre
mí... Y yo corrí y corrí. Bajé la escalera y Mitchell tropezó conmigo.
Quería detenerme. Las arañas ya estaban bajando por la escalera
y Mitchell me tenía bien sujeta, reconviniéndome por haber entrado
en la habitación prohibida. Yo tenía un candelabro en la mano y le
quemé la cara. Quedé libre de esa forma y pude escapar. Corrí otra
vez hasta llegar a la carretera, y allí me encontraron los del
automóvil...
Betty terminó de hablar y quedóse respirando
entrecortadamente.

¡No
me
crees
,
Rose
!
Se tapó la cara con las manos y
sollozó histéricamente.
—Betty —dijo Rose, con dulzura—,
¿dónde está esa casa?

¡Tú
no
me
cre
es!
—Te estoy preguntando dónde está esa casa. —No lo sé. A un
lado de la carretera. Me han dicho que esto es Union City. —Sí.
—Estamos a unas trescientas millas de Lincolnville. La casa de
Mitchell debe estar a unas cien millas de aquí hacia Los Angeles...
¿Por qué lo preguntas, Rose?

I
r
é
a
e
s
a
c
a
s
a
.
—Oh, no, no puedes ir sola.
Tendrías que ir con la policía.
—De acuerdo.
Iré con la
policía.
—Lo dices para conformarme. No, tú no irás con la policía ni
irás sola... Nadie me ha creído. ¡Pero ellas existen! ¡Las mujeres-
araña están allí!
Betty se dejó caer en la
cama dando gritos. El
doctor Lawson entró en
la habitación.
—¿Qué pasa,
señorita
Marlowe?
—Me
contó
su
histor
ia.

¿
L
a
d
e
s
i
e
m
p
r
e
?

S
í
.
Betty gritaba en pleno ataque de histerismo.
Una enfermera entró.
—Señorita Perkins —dijo el doctor—. Inyecte a la paciente un
calmante. Betty gritó:
—¡No quiero un calmante!... ¡Rose, sácame de aquí! ¡Por lo que
más quieras, sácame de aquí!
El médico tenía el
corazón en un puño.
—Salga, señorita Marlowe —ordenó el doctor—. Su presencia sólo
ha hecho que reactivar la alucinación de Betty.
Rose se dirigió a la puerta mientras
Betty seguía gritando:
—¡Yo las
vi!... ¡Yo
las vi!
Rose
salió de la
habitació
n.

Hola

dijo
una
voz.
Era de
nuevo
Leo
Francis.
—Es usted muy
insistente, señor-
Francis.

H
e
o
í
d
o
a
l
g
o
.

¿
Q
u
é
o
y
ó
?
—Los gritos de su amiga. Y algunas cosas con
respecto a esas mujeres-araña.
—Pero también habrá oído al doctor Lawson. Según él, mi
presencia ha reactivado la alucinación de Betty.
—Sí, y pienso que tiene razón. El
rubio dio un suspiro.
—Definitivamente, perdí mi tiempo. La información de su amiga no
merece la pena que yo continúe en Union City. Tendré que
marcharme en busca de otra noticia. Hasta la vista, señorita
Marlowe. Tuve mucho gusto.

L
o
m
i
s
m
o
d
i
g
o
.
El rubio se marchó hacia el ascensor y, antes de entrar en él, se
despidió de Rose, haciéndole un saludo con la mano.
Rose encendió un cigarrillo y
paseó de un lado a otro.
Cada vez estaba más inquieta por el estado en que se encontraba
Betty. ¿Mujeres-araña? Oh, ella no podía creer que existiesen esos
extraños seres. Algunos pintores habían dibujado así a las mujeres.
La imaginación artística era libre de considerar a las mujeres como
sanguijuelas, como arañas, o como las serpientes. Tales artistas
habían sido siempre unos resentidos. De un modo u otro, las
mujeres les habían hecho daño en algún momento de su vida, y
ellos se vengaron pintándolas de una forma horrible.
Pero ahora se
trataba de la
realidad.
El doctor Lawson
salió de la
habitación.
—Betty se dormirá en seguida. La enfermera la ha
inyectado el calmante.
—¿Puede
establecer un
diagnóstico?
—Me preocupa mucho el estado de su amiga, pero insisto en que
todavía es pronto para tomar una decisión.
Rose se despidió del doctor y poco después se introducía en su
auto. Quedóse pensativa, las manos en el volante.
Había una forma de convencer a Betty. Viajar a la casa en donde,
supuestamente, Betty había visto las mujeres-araña. Si encontraba
al hombre llamado Mitchell, él le daría explicaciones. Sí, le podría
explicar por qué Betty se encontraba en aquella situación. No había
visto mujeres-araña, pero algo tenía que haber ocurrido en aquella
casa. Y sólo podría descubrirlo de una forma: yendo a ella.
C
A
P
I
T
U
L
O
V
I
I

—Señorita Marlowe, ¿es que se va a escapar? Rose ya había


puesto en marcha el motor de su automóvil. Era Barry Morgan.
—No, señor Morgan, no voy a huir.
—Cuánto me alegro.
—¿Ha venido por los cincuenta
dólares de su jarrón?
—¿Podría
venir por
otra cosa?
—Creí que quizá estaba interesado en
mí, personalmente.
—¿En usted? Pues no, señorita Marlowe. No puedo
interesarme en una creidilla.

¿
E
n
q
u
i
é
n
?
—En una chica que se cree bonita, con
una figura sensacional.
—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que
yo me creo todo eso?
—Hemos hablado mucho, señorita Marlowe. Ya es
una vieja amiga para mí.
—¡No me llame vieja! Sólo tengo veintitrés años. Aunque poseo
la experiencia de una mujer de cincuenta y conozco a los tipos de
su clase.

N
o
m
e
d
i
g
a
.
—Usted es un
jugador
profesional.
—Eso no lo acertó por su cuenta —sonrió Barry Morgan—. Le
preguntó a Bill Moore, el camarero.
—Debí suponer que se lo diría a usted. Lo tiene sobornado con
sus propinas. Por eso él lo considera simpatiquísimo.
—No, señorita Marlowe. Le resulto simpático a Bill porque sé
comportarme bien con él.
—¿Le lleva Bill Moore los
primos al matadero?

¿
C
ó
m
o
d
i
c
e
?
—¿Bill le proporciona los palomos que usted
tiene que desplumar?
—Caramba, señorita Marlowe, no tiene
pelos en la lengua.
—Al pan
pan y al
vino vino.
Barry
respiró
profundame
nte.
—Señorita Marlowe, le dije antes que era una creidilla, y ahora
tengo más motivos para opinar así de usted. No sólo se cree mona,
sino que tiene una inteligencia superior al resto de las mujeres y,
con toda seguridad, a la de la mayoría de los hombres.

E
s
p
o
s
i
b
l
e
.
—Piensa que soy un
jugador tramposo.

¿
Y
n
o
l
o
e
s
?
—No, señorita Marlowe. Admito que me gano la vida jugando,
pero soy un tipo limpio.
—Sí,
se nota
que se
baña.
—Pensé que hacía mejores chistes, dada su inteligencia superior a
la de todas las mujeres.
—Y probablemente a la de la mayoría de los hombres. Y eso le
incluye a usted de un modo definitivo, pirata Morgan.
Barry se apoyó en la
ventanilla de la portezuela.

R
e
p
í
t
a
l
o
.

¿
Q
u
é
?
—Pirata Morgan. Suena tan
musical en sus labios.

¡No
lo
voy a
repeti
r!
—Le costaría muy poco esfuerzo, creidilla. Son dos palabras. Sólo
dos palabras y me hará feliz.
Rose hizo un gesto furioso. Sacó del bolso un puñado de billetes
y, después de contarlos,
los alargó a Barry,
poniéndoselos casi en la
cara.
—¡Aquí tiene los cincuenta dólares
del jarrón japonés!

C
h
i
n
o
.
—¡Chino o japonés, o
manchú! ¡Me da lo mismo!

A
g
r
e
g
u
e
a
l
g
o
.
—Dijo usted que no
había indemnización.
—Y no la hay. Pero me sigue debiendo los noventa dólares por
los desperfectos que me produjo en el coche.
—¿Es que me va a dejar otra
vez sin un centavo?
—Yo no tengo
la culpa. Es la
vida.
—¿La vida que usted se va a pegar con el dinero
que me está sacando?
—¿Piensa que
vivo de las
mujeres?
—Empiezo a tener mis dudas. —Ella entornó los ojos—. ¿Quién
me dice que no frenó su coche para provocar el accidente? Le
habría bastado mirar por el retrovisor. ¿Quién me dice que no
esperó a que yo saliese de la cabina telefónica para provocar el
segundo tropiezo? A propósito, yo no vi que en el paquete hubiese
un jarrón.
—Es que
estaba
empapelado
.
—¡Pudo ser un vaso de a
cincuenta centavos!
—Es posible que lo fuese,
desde su punto de vista.
—¡De acuerdo, pirata Morgan!
¡Hemos terminado!
—Eso nunca lo sabremos. Quizá me anime a comprar una
guitarra y si tengo la desgracia de encontrarme con usted...
—Si compra una guitarra y me encuentro con usted en la calle, se
la meto por la cabeza. ¡Y
esa vez se la pagaré con mucho
gusto, señor Morgan!
Rose hizo retroceder el coche con violencia y Barry tuvo que saltar
para no ser atropellado.
—¡Señorita Marlowe, me iba a producir
desperfectos a mí!
—Habría tenido suerte, pirata Morgan. Tiene el hospital al lado
—contestó la joven, y apretó el acelerador.
Poco después salía de la ciudad, camino de Los Angeles. Pero no
iba a Los Angeles. No, ella sólo iba a recorrer cien millas, en busca
de un camino que condujese a la casa donde Betty se había
refugiado cuando fue sorprendida por el ciclón «Wanda».
Fue
pasa
ndo
el
tiemp
o.
De vez en cuando, Rose
observaba el cuentakilómetros.
Había recorrido setenta millas desde que se inició su
viaje desde Union City.
La carretera estaba prácticamente solitaria. Sólo cada diez o quince
minutos se encontraba con un coche, y detrás de ella no iba nadie.
Empezó a
sentirse
demasiado sola.
El cielo tenía un color azul turquesa, y el sol estaba
cayendo hacia el Pacífico. Había emprendido el viaje
demasiado tarde. Se le haría de noche al regresar.
Ya había recorrido las cien millas sin encontrar el
camino a la izquierda.
Hizo las últimas diez millas a cincuenta por hora para no pasar de
largo el camino al que se había referido Betty.
Detuvo el coche y saltó de él,
mirando a su alrededor.
Ahora no pasaba ningún automóvil. A un lado y a otro estaba el
desierto. No, no veía ninguna casa.
Ya no podía tener ninguna duda con respecto a Betty. El doctor
Lawson parecía un buen profesional. Betty sufría una
alucinación. Simplemente eso. Una alucinación a
consecuencia de haberse encontrado con el huracán.
De pronto observó algo anormal en el paisaje. Al
principio no supo qué era.
Oh, sí, eran aquellos matorrales demasiado secos cuando otros
tenían un color verdoso.
¿Por qué se habían secado?
¿Por efecto del ciclón?
Sólo estaban a un cuarto de milla. Montó en el coche, fue hacia
allí y volvió a descender. Vio los matorrales secos.
Apartó dos de ellos con el pie y se quedó asombrada
viendo un trecho de camino. Siguió apartando los
matorrales y el camino fue apareciendo ante ella.
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué habían cubierto el camino con
aquellas bolas espinosas y resecas?
Se volvió a sentar al volante y maniobró, metiendo el coche por el
camino. Se apartó para eludir los arbustos secos.
Tras recorrer unas cincuenta yardas y bajar por una pequeña
ladera, encontró que el camino ya no estaba cubierto por las
plantas espinosas.
Continuó avanzando mientras sentía que se
aceleraba su corazón. El camino desaparecía
por una curva.
Hizo girar el volante. Y al salir de
aquella curva vio la casa.
Sí, allí estaba. Betty no se la había descrito, pero supo que era la
misma en que su amiga se había refugiado del huracán.
No
había
ningú
n
auto.
Ning
ún
ser
huma
no.
Fue acercándose lentamente, con suavidad, como si temiese
hacer un excesivo ruido, y frenó cerca de la puerta.
Permaneció ante el volante inmóvil, mirando las ventanas de la
parte superior. Vio dos. Y
una de ellas debía corresponder a la habitación en que
había estado Betty.
¿Correspondería la otra a la habitación donde Betty había
visto...? ¿Por qué no decirlo?
¿Las arañas?
¿O las mujeres-
araña?
«Cuidado, Rose. Tu amiga Betty sufrió un shock. Eso está claro. Te
lo dijo el doctor Lawson y tú misma lo pudiste comprobar. El doctor
lo llamó alucinación. ¿Por qué no das media vuelta y te largas? Es
lo que debes hacer.»
Rose empezó a dar la vuelta para marcharse y otra
vez oyó su voz interior:
«Tienes miedo, ¿eh, Rose? Se te ha metido el miedo en el cuerpo.
Lo sientes hasta en los talones. ¿Por qué te pusiste en camino?
Venías en busca de una casa que tú creías no existía. Pero aquí
la tienes. La casa existe, Rose Marlowe. Frenó el vehículo
cuando ya tenía la proa en dirección a la carretera general.
Apagó el motor, pero siguió sentada, sin
decidirse a descender.
Y de pronto se abrió la puerta de la casa. Rose sintió que se le
erizaba el vello de la nuca. Vio a un hombre de unos treinta y cinco
años, de ojos muy claros.
—¿Busca algo, señorita? —dijo aquel hombre.
C
A
P
I
T
U
L
O
V
I
I
I

—No, señor —contestó Rose—. Está próxima la puesta del sol y


pensé que valdría la pena contemplarla desde el desierto y sacar
unas fotografías.
—Oh, sí, es muy hermosa la puesta
del sol en el desierto. Rose trató de
serenarse.
«Bien, chica, ahí lo tienes. Es el hombre del que Betty te habló, y
ahora debes demostrar que tienes más inteligencia que todas las
mujeres y que algunos hombres, entre ellos el pirata Morgan.»
Saltó
del
coche
sonrien
te.

So
y
Ro
se
Ma
rlo
we
.
El hombre la estaba
observando atentamente.

E
d
M
i
t
c
h
e
l
l
.
—Tanto gusto, señor Mitchell —dijo ella, tratando de no
reflejar su emoción.
—Todavía tardará un poco en ponerse el sol. Puede
entrar en la casa si quiere.
De buena gana Rose hubiese entrado otra vez en el coche
para salir de estampida.
«Vamos, Rose, ¿por qué te acobardas? Ese hombre se está
mostrando muy amable, como un buen samaritano. Sólo te está
ofreciendo la oportunidad de que entres en su casa para descansar
hasta que llegue el momento de sacar tus supuestas fotografías de
la puesta de sol.»
Ed
Mit
ch
ell
agr
eg
ó:
—Le
pued
o
ofrec
er té.

G
r
a
c
i
a
s
.

¿O
pre
fier
e
caf
é?
—Sí, señor Mitchell.
Me gusta más el café.

Lo
ac
ab
o
de
ha
cer
.
Rose echó a
andar hacia el
porche.
«Bien, muchacha, ya te has decidido. Vas a entrar en la casa
donde estuvo Betty. Donde vio las arañas. ¿O fueron las mujeres-
araña? Quizá muy pronto salgas de dudas.»
Tal pensamiento le
produjo un escalofrío.
Mitchell le sonrió.
Rose entró en la casa y se detuvo, observando la escalera
que conducía al piso alto.
¡Aquélla era la escalera por la que, según Betty, habían bajado
las arañas en su busca!
—Pase al living,
señorita
Marlowe.
Entró en el living y vio unos muebles viejos. Pero allí no
había ninguna telaraña. Mitchell habló por detrás de ella:
—He tenido mucho trabajo desde que sufrimos un huracán y
entró mucha tierra. Me he
pasado todo el tiempo limpiando. Por eso lo ve tan aseado. Pero
tenía que haberlo visto esta mañana.
«Anda, Rose, pregúntale también si
limpió las telarañas.»
—Voy por el café —dijo Mitchell—. Siéntese, señorita Marlowe. En
seguida vuelvo. Mitchell desapareció.
Al quedar a solas. Rose miró el teléfono. Estaba justo donde Betty
había dicho. Y Betty había estado junto al teléfono cuando vio una
araña que parecía ir a atacarla, pero Betty saltó a tiempo y la araña
desapareció por un hueco del techo.
Miró el techo, pero
no vio ningún hueco.
Se sintió decepcionada. Aquel hueco tenía que existir para que la
historia de Betty resultase verosímil.
Rose se acercó a la ventana y miró
donde estaba su auto. Seguía sin
ver a nadie por allí.
¿Qué hacía Mitchell en aquel desierto? ¿De qué vivía? ¿A
qué negocio se dedicaba? Oyó pasos.
Mitchell apareció con una bandeja en donde
llevaba el servicio de café.
—Espero que el café le guste, señorita Marlowe.
Lo hago muy cargado.
—Acertó, porque
es como lo
prefiero. Se
sentaron ante una
mesita.
—¿Dos terrones,
señorita Marlowe?
—Uno.
Me
gusta
amargo
. Rose
bebió
un
trago:
—Caramba, es un buen
café, señor Mitchell.

G
r
a
c
i
a
s
.
—¿Qué hace aquí, señor Mitchell? Había hecho su pregunta
como un disparo a que- marropa.
—Vivo retirado, solitario. Perdí a mi
mujer... —Lo siento.
—Fue hace tres años. Ella se llamaba Marión. Era una mujer
maravillosa. Vivimos en San Francisco durante diez años. Yo
fabricaba juguetes... Fue siempre mi pasión. Juguetes para que los
niños se divirtiesen. Y mi mujer me ayudaba. Eramos almas
gemelas. Perdón, la frase parece un poco cursi.
—Oh, no, de ninguna forma me parece
cursi, señor Mitchell.
—Cuando perdí a Marión, creí que el mundo se había acabado
para mí. Ya no podía vivir en aquella casa que me recordaba
pulgada a pulgada a Marión. Soporté la soledad durante unas
semanas, pero al fin no pude más. Tenía algunos ahorros y por el
precio que vendí la casa decidí buscar otro hogar, lejos de todos.
Me dijeron que esta casa estaba en venta. Vine a verla y la
encontré ideal. Hay agua, tiene teléfono, de vez en cuando voy a la
ciudad a comprar provisiones, pero estoy allí el tiempo
indispensable...
—Comprendo que pasó por una experiencia muy amarga, señor
Mitchell, pero me temo
qu
e
no
hiz
o
lo
me
jor.

¿
N
o
?
—Siempre he pensado que el ser humano debe sobreponerse a
sus desgracias. Por eso somos superiores a los animales.
«Cuidado, Rose, has estado a punto de equivocarte. Ibas a decir
superiores a las arañas.»
—-Bueno —dijo Mitchell—, quizá algún día esté en condiciones de
regresar a la civilización. ¿Qué hace usted, señorita Marlowe?
—Trabajo en una cadena
comercial de televisión.

¿En
calid
ad de
qué?

C
o
m
o
g
u
i
o
n
i
s
t
a
.
—Tenía televisión en San Francisco, cuando vivía Marión, pero
después que ella murió, no la conecté más. La vendí con la casa.
—Pudo haberla traído aquí.
Le habría entretenido.
—¡No quiero que nadie me entretenga, señorita Marlowe! —
exclamó Mitchell, con energía.
Rose se
quedó un
tanto perpleja.
Los ojos claros de Mitchell se
habían encolerizado.
—Perdone,
señorita
Marlowe.
—Soy yo la que le tiene que pedir disculpas, señor Mitchell. No
debí inducirle a cambiar de vida. Usted la eligió.
Rose oyó un ruido bajo los tableros que estaban a sus pies,
como si algo se arrastrase. Pudo contener el grito. Mitchell se
puso en pie.
—Perdone, señorita Marlowe, tengo al perro en el sótano. —
Estaba señalando con la mano el lugar de donde había venido el
ruido.
—Mi perro se llama «Dick». Se perdió durante el huracán y
cuando lo recuperé estaba a punto de morir. Debo ir para ver cómo
sigue.

N
o
s
e
p
r
e
o
c
u
p
e
.
—Volveré
en unos
minutos.
Mitchell salió del living y Rose oyó poco después que se cerraba
la puerta exterior de la casa.
Se levantó rápidamente y fue
hasta el hueco del living.
N
o
v
i
o
a
n
a
d
i
e
.
«Esta es tu oportunidad, Rose. Sube esa escalera. ¿Qué estás
esperando? Mitchell no volverá en unos minutos. Tienes tiempo
suficiente para hacer la comprobación.»
Y
a
n
o
e
s
p
e
r
ó
m
á
s
.
Se quitó los zapatos para no hacer ruido, los apretó contra el
pecho y subió la escalera.
Se encontró ante un corredor con una puerta a cada lado. Abrió
la derecha y vio una cama, una mesilla de noche, un armario y
una silla.
Pero no vio
una sola
telaraña.
Cerró la puerta y se
acercó a la de enfrente.
Alargó la mano, pero se
detuvo.
«¿Qué estás esperando, Rose? Ya sólo tienes que hacer una
comprobación. Una sola y
habrán
acabado
tus
dudas.»
Abrió. El mobiliario era el mismo: una cama, una mesilla de
noche, un armario y una silla.
Y tampoco descubrió restos de telaraña. Todo estaba limpio, y eso
corroboraba las palabras de Mitchell, que había pasado el día
quitando el polvo arrojado al interior de la casa por el huracán.
Cerró la
puerta y bajó
la escalera.
Por fortuna,
Mitchell no había
vuelto.
Se puso los zapatos, entró en el
living y se volvió a sentar.
«Bien, muchacha, ya no tienes nada que hacer aquí. Hiciste de
detective, pero no sirvió tu investigación. Mitchell es un pobre
hombre, un desconsolado viudo. Hay hombres así. Quieren a una
mujer y cuando la pierden se encuentran acabados.»
—Hola,
señorita
Marlowe.
Rose se volvió lanzando un grito.
No, no era Mitchell quien estaba allí. Era el rubio de los ojos claros,
Leo Francis.
C
A
P
I
T
U
L
O
I
X

—Señor Francis —exclamó Rose, y corrió hacia él—.


Menos mal que ha venido.
—Me costó
bastante
encontrarla.

¿
M
e
s
i
g
u
i
ó
?
—Claro que la seguí. Pero tuve que dejar entre nosotros mucha
distancia para que usted no se diese cuenta. ¿A dónde ha venido a
parar, Rose? ¿Qué hay en esta casa?
—Es donde Betty se refugió del ciclón «Wanda». Aquí
vio a las mujeres-araña.

¿Las
ha
visto
usted
?

N
o
.
—¿Dónde dijo Betty que estaban? —Arriba, subiendo la escalera,
en una habitación.
—Vamos, quiero verlas yo también. —Espere, señor Francis. Ya
no están donde las vio
B
e
t
t
y
.
Fran
cis
dio
un
suspi
ro.
—Rose, ¿ha visto a algún ser
humano en la casa?
—Claro que lo he visto. Hay un hombre. Se llama Mitchell. Por
cierto, tiene los ojos claros, tan claros como los de usted.
Rose hizo un gesto de
asombro y retrocedió.

¡
S
e
ñ
o
r
F
r
a
n
c
i
s
!
E
l
l
e
s
o
n
r
i
ó
.
—¿Qué le pasa,
señorita
Marlowe?
—¿Quién
es usted
realmente?
—Un
periodista.
Ya se lo
dije.

Q
u
i
s
i
e
r
a
c
r
e
e
r
l
e
.
—Pues haga un
esfuerzo y
créame.
Rose seguía mirando los ojos claros de Francis, y recordó los de
Mitchell. Sí, parecían iguales. Tan claros que, en un momento
determinado, daba la impresión de que estaban ciegos.
—Oh, no —retrocedió Rose,
soltando un gemido.
—¿Qué le pasa,
señorita
Marlowe?

Ust
ed
es
co
mo
él.

¿
C
o
m
o
q
u
i
é
n
?
—Como Mitchell. Ahora
empiezo a comprender.
—¿Qué es
lo que
comprende
?
—Usted tuvo mucho interés en saber si alguien creía a mi amiga
Betty Harris... Por eso estaba allí. Todo marcharía bien para usted
si la policía y los doctores decidían que Betty hablaba
incoherentemente. A ustedes no les convenía que nadie
admitiese que Betty había visto a las mujeres-araña. Usted es uno
de ellos.
—Señorita Marlowe, es la primera vez que piso esta casa. No
conozco a nadie que se llame Mitchell. Iba a abandonar el asunto,
pero tuve la corazonada de seguirla a usted, como último intento
por mi parte por conseguir algo que valiese la pena...
Serénese.
¿Dónde
está ese
Mitchell?

F
u
e
a
l
s
ó
t
a
n
o
.

¿
A
l
s
ó
t
a
n
o
?
—Sí, dijo que su perro fue herido por el huracán. Durante su
ausencia observé la habitación donde Betty vio a las mujeres-
araña.
—Echaremos un
vistazo a ese
sótano.
Rose no estaba muy segura de que Francis
estuviese diciendo la verdad.
«¿Qué te pasa, Rose? Hace un momento decías que Mitchell era
un pobre hombre. Pero has cambiado de opinión al ver aquí a Leo
Francis. Cuidado, muchacha. Si "ellos" están de acuerdo, lo vas a
pasar mal.»
Pero hizo
un gesto
afirmativo.

Vamos,
señor
Francis
. Los
dos
salieron
del
living.
—¿Hacia
dónde? —
preguntó Leo.
—El señor
Mitchell salió de
la casa. Ellos
también lo
hicieron.
Leo cogió a Rose de la mano y la
llevó hacia la izquierda.
Rose vio una trampilla junto a la pared. Tenía un candado puesto,
pero estaba despasado. Rose miró perpleja a Leo.
—¿Por qué hemos
venido directamente
aquí?

E
s
e
l
s
ó
t
a
n
o
.

¿Cómo
lo supo
usted?
—Señorita Marlowe, antes de entrar en la casa, observé los
alrededores y descubrí este sótano. Pero entonces el candado
estaba echado... ¿Satisfecha?
Ro
se
no
res
po
ndi
ó.
Francis
levantó la
trampilla.
Ante sí
vieron
una
escalera.
—¿Pasa usted
primero, señorita
Marlowe?
—Lo haré
después
que usted.
—Dicen que un hombre educado debe ceder la
prioridad a una mujer.
—Le autorizo a que en estos momentos sea el hombre
peor educado del mundo.

Como
quiera,
valiente
.
Leo Francis
descendió por la
escalerilla.
Y cuando Rose lo perdió de vista,
ella se decidió a bajar.
—¿Dónde
está, señor
Francis? No
le contestó.

¡
S
e
ñ
o
r
F
r
a
n
c
i
s
!
De pronto se hizo
la luz en el sótano.
Rose vio algo que la horrorizó. Varias arañas estaban
transportando el cuerpo de Francis a través de una serie de hilos,
por una de las redes que hacían aquellos bichos.

¡
F
r
a
n
c
i
s
!
Francis tenía la cabeza doblada. Indudablemente, al entrar, una de
las arañas lo había mordido y, con toda seguridad, le inoculó una
sustancia parecida a una droga adormecedora.
Ahora
pareció
volver en
sí.

¡Señ
orita
Marlo
we!
Las arañas seguían su
camino arrastrando a Leo.

¡Franci
s! —
¡Ayúde
me!
Leo vio a las arañas cerca de su cara y
lanzó un alarido de terror.
Rose avanzó hacia las telarañas, pegó un manotazo en los hilos,
pero no logró romperlos porque tenían la resistencia del plástico.
Se iluminó otra parte del sótano, hacia la derecha, y Rose quedó
asombrada viendo a una mujer como ella, que parecía desnuda a
no ser por la capa de esmalte negro que la cubría.
—Bien venida a
nuestro hogar,
señorita.

¿Q
uié
n
es
ust
ed
?
—Ya me han puesto un nombre. Soy
Berta. Francis gritó:
—¡Rose, no puedo luchar
contra ellas! ¡Ayúdeme! Rose
pegó otra vez un manotazo a
la red.
Berta abrió la boca y por ella emitió una serie de silbidos mientras
sus ojos se enfurecían. Rose se horrorizó al ver aquel rostro
femenino, que poco antes era bello y que ahora parecía poseído
de toda la furia del mundo.
—¡No haga eso! ¡No lo
haga! —gritó Berta.
Rose creyó estar
viviendo una pesadilla.
«No, muchacha, no es un sueño. Tu amiga Betty te contó su
historia y ha resultado
verdadera. Ella también vio las arañas. Las negras arañas que se
están llevando ahora a Leo Francis y que trataron de apoderarse
de Betty. Y también vio a varias mujeres con su cuerpo de esmalte
negro, como esa Berta. Y tú estás metida en la trampa.»
—¡Señorita Marlowe! —oyó gritar a Leo Francis—. ¡Por
favor, señorita Marlowe! Le seguían arrastrando al fondo
de la red.
Se iluminó aquel punto, el final. Y allí vio Rose algo
que la horrorizó más.
Una araña enorme. Pero no. En realidad era una combinación de
araña y de mujer. Tenía el cuerpo de una mujer como Berta, pero
de su abdomen le salían seis patas. Tres a la izquierda y tres a la
derecha.
Y Rose comprendió que aquellas arañas estaban sufriendo una
transformación. Que eran arañas y que, a lo largo de un proceso,
se iban convirtiendo en mujeres como Berta, que se parecía en
todo a las humanas, y para ello les bastaría cubrirse el negro del
torso y de sus senos con unas ropas femeninas.
Y aquel extraño ser, mitad mujer y mitad araña, abrió sus fauces
porque las arañas que
estaban transportando a Francis estaban muy
cerca de su víctima.
—¡El fuego, Rose! ¡El
fuego! —gritó Francis. Rose
se acordó de su bolso.
Tenía el mechero. Lo sacó
rápidamente y fue a
encenderlo.
Instantáneamente provocó un alarido general y
unos ruidos extraños.
El alarido había partido de la garganta de Berta y los demás ruidos
de las arañas, incluida la del fondo, la que era todavía mitad mujer
y mitad insecto.
Rose acercó el mechero hacia los hilos de la pared y de pronto
alguien le pegó un manotazo, y el encendedor se cayó en el suelo,
y luego una bota apagó la llama.
Era Mitchell, quien había impedido que ella prendiese fuego a las
telarañas, y la estaba sujetando férreamente con su mano.

¡
S
e
ñ
o
r
M
it
c
h
e
ll
!
—¿Qué iba
a hacer,
maldita?
Vio los ojos de Ed Mitchell, y eran tan claros como los de Francis,
pero había una diferencia: aquellos ojos ahora tenían pequeñas
rayas rojas, quizá porque la ira se había apoderado de Mitchell
cuando vio que Rose iba a pegar fuego a las telarañas.
—Señor
Mitchell,
ayúdelo.

¿
A
q
u
i
é
n
?
—A ese
hombre, a
mi amigo.
—Tiene que pagarlo por haber venido a esta casa a molestarnos.
Y usted también lo va a pagar, señorita Marlowe.
Alguien soltó una
carcajada. Era
Berta.
—Mitchell,
déjamela un
rato.

¿
P
a
r
a
q
u
é
?
—Para que
me enseñe
cosas.
—Ya sabes todo lo que debe saber una
mujer de este planeta.
Rose se estremeció al oír aquello. Pertenecían a otro planeta;
pero después de todo, eso era lógico. Nunca había visto en la
Tierra seres como aquéllos, mujeres-araña.
—¡Señor Mitchell, por
favor no permita eso!
—¿Qué es lo
que no debo
permitir?
—Que se lleven a Leo Francis al
fondo de esa telaraña.

Tengo
que
permitir
lo.
—¿Qué
van a
hacer con
él?

Mírel
o
usted
mism
a.

¡N
o
qui
ero
mir
ar!
—Y yo
quiero
que lo
vea…
Mitchell cogió la cabeza de Rose por el cabello y la
hizo girar bruscamente.
Las negras arañas seguían arrastrando a Leo hacia aquel
monstruo que estaba en el fondo y cuyas fauces se abrían y se
cerraban.
Francis seguía
gritando, lleno de
pánico:

¡N
o,
por
fav
or,
no!
Berta
lanzó una
carcajada
.
—Señor Mitchell, ¿cómo se va a llamar ella? —estaba señalando
al monstruo mitad mujer y mitad araña.

S
e
ll
a
m
a
r
á
I
r
i
s
.
—¿Y será tan
hermosa
como yo?

Mucho
más
hermos
a.
—¿Por qué ha de ser más hermosa
que yo? —gritó Berta.
—Necesitamos ejemplares de la especie como esta señorita.
Los más hermosos ejemplares. Tendrán toda la seducción que los
hombres hayan podido soñar en una mujer.
—¿Qué pretenden, señor
Mitchell? —preguntó Rose.
—Señorita Marlowe, nuestro planeta se llama Arácnida, y allí se
ha iniciado una era glacial. Después de unos años, no nos será
posible vivir en él. La Tierra tiene el calor que necesitamos para
vivir. Hemos hecho ensayos y han resultado óptimos. Y ahora
basta de
palabrería. Cuando la araña reina haya devorado a Francis, le
habrá llegado el turno a usted, señorita Marlowe.
C
A
P
I
T
U
L
O
X

Rose Marlowe no quería dar crédito a lo que Mitchell le acababa de


decir. Francis iba a ser devorado y, a ella también la devorarían. Y
el monstruo que estaba al fondo era la araña reina, y comprendió
por qué Mitchell había dicho que ella sería la mujer que reuniría
toda la seducción que los hombres habían soñado.
Francis estaba llegando a las
fauces del monstruo.
Rose bajó la cabeza y cerró los ojos mientras de su garganta
se escapaba un grito de horror.
Mitchell le levantó de
nuevo la cabeza.
—¡Mire a su amigo,
señorita Marlowe! ¡Mírelo!
—¡No, no quiero! —dijo Rose, y aunque levantó la cara,
siguió con los ojos cerrados.
Un alarido de Francis le indicó el momento trágico para él
porque, de repente, aquel alarido se interrumpió y sólo oyó el
chasquido de las fauces.
A Rose le fiaquearon las piernas, derrumbándose, y
entonces, Mitchell la dejó libre.
—No hacía falta que hiciesen
esto, señor Mitchell.

E
s
n
e
c
e
s
a
r
i
o
.
—¡No, no lo es! Ustedes podrían
vivir en nuestro planeta.
—No diga tonterías, señorita Marlowe. No hay lugar para nosotros
en su planeta mientras no lo dominemos.
Ro
se
mir
óa
Mit
ch
ell.
—¿Cómo ha llegado
a tener esa figura?
—Soy como ellas. Pero he sufrido una transformación distinta.
Tenemos capacidad para transformarnos. Pero ustedes tienen que
ayudarnos un poco.

¿
N
o
s
o
t
r
o
s
?
—Sí, con su cuerpo y con su sangre. Y ya basta,
señorita Marlowe. Es su turno.

¿
M
i
q
u
é
?
—Levántese. Ya
vienen a por
usted.
Rose miró la red y vio que en los hilos, al fondo, la reina había
devorado a Francis, y que las negras arañas regresaban,
acercándose cada vez más a ella.
Rose siguió
en el suelo e
imploró:
—¡No, señor Mitchell! ¡No quiero terminar así! Haré lo que
ustedes me manden.
—No tenemos ninguna
necesidad de usted.

¡
M
e
n
e
c
e
s
it
a
n
!

¿
P
a
r
a
q
u
é
?
—Para que yo hable con las personas que rigen este planeta y
les hagan posible su vida aquí. Así no habrá exterminio por
ninguna parte.
—Sólo dice tonterías, señorita Marlowe. Esta es una guerra
entre dos planetas, y los
habitantes de uno de ellos tienen que perder. Y le aseguro que no
estamos dispuestos a ser nosotros las víctimas.
—Puede
haber una
transacción.
—¡No
habrá
transac
ción!
Rose miró otra vez los hilos. Las arañas seguían avanzando
hacia el lugar donde ella se encontraba con Mitchell.
El encendedor había quedado en el suelo, a
un palmo de su mano.
Podía alcanzar el mechero y lanzar la llama contra las arañas. ¿-
No había sido así como
Betty logró escapar, arrojando un candelabro
a la cara de Mitchell?
—Señor Mitchell —dijo, y se preparó para atrapar el encendedor
—. Le voy a hacer la última súplica.

A
h
ó
r
r
e
s
e
l
a
.
—Me encargaré de traer víctimas a este lugar. ¿Se da cuenta? Yo
seré una colaboradora de ustedes. Siempre ha habido
colaboracionistas en las guerras. Y yo estoy dispuesta a ocupar su
lugar.
C
o
g
i
ó
e
l
m
e
c
h
e
r
o
.
Había logrado
distraer a
Mitchell.
—No, señorita Marlowe. No necesitamos colaboraciones de las
mujeres de su clase. Para ello vamos a tener a nuestras propias
mujeres. Levántese.
Rose se levantó con pesar. Se movió débilmente
como si no tuviese fuerzas.
No quiso mirar a sus espaldas porque las arañas estaban ya muy
próximas y tenía miedo de que el horror la paralizase.
Ence
ndió
el
mech
ero.
Mitch
ell
lanzó
un
grito.

D
é
m
e
e
s
o
.
Rose saltó, alejándose de Mitchell, y al mismo tiempo alargó la
mano y aplicó la llama del encendedor a la telaraña.
Se produjo una llamarada y las arañas que estaban más cerca
lanzaron chirridos mientras caían al faltarles el apoyo del hilo que
se quemaba.
Mitchell se abalanzó sobre Rose, pero ésta le aplicó la llama a la
mano con la que la iba a sujetar. Y entonces Rose vio algo
asombroso. Aquella mano se quemó como si fuese de paja.
Mitchell retrocedió lanzando un chillido, mientras las llamas corrían
por su brazo como si estuviese relleno, de pólvora.
Rose no esperó a ver el
resultado de aquello.
Arrojó el encendedor hacia el fondo de la pared donde estaba la
araña reina pegando alaridos.
Empezó a
subir la
escalera.
Detrás de ella se
produjo una
conmoción. Oyó gritar
a Berta:
—¡Déjemela a mí! ¡Yo me encargaré de ella! Rose
logró salir del sótano.
Al volverse, vio que Berta subía por la escalera con la boca
abierta, babeante, los ojos llenos de cólera.
Rose dejó caer la trampilla y buscó con
manos ávidas el candado.
Tuvo la suficiente serenidad para pasarlo, y
se apartó del sótano. Berta empezó a
golpear la trampilla desde abajo.

¡Abra,
maldita!
¡Abra!
—Ahí se queda, Berta. Ya no le hará falta ser tan
seductora con los hombres.
—¡Maldita! ¡Abra maldita! ¡No
podemos abrasarnos! Rose
corrió hacia su automóvil.
Observó
con temor
la casa.
¿Era el sótano el único lugar ocupado por los
monstruos o habría otros? No, no podía detenerse
para comprobarlo.
Se metió en el coche y
arrancó velozmente.
No tardó mucho en llegar hasta la carretera principal. Hizo girar el
volante y se dirigió a
U
n
i
o
n
C
i
t
y
.
Nunca había hecho correr
tanto su automóvil.
La aguja del velocímetro llegó a alcanzar las
ciento cincuenta millas.
«¿A dónde vas, Rose? ¿A la policía? Ese es tu camino. Pero
recuerda lo que le pasó a Betty. Está en un hospital, sometida a
tratamiento psiquiátrico. Contigo harán lo mismo. ¿Cómo van a
creer que unos seres extraños que vienen de un planeta llamado
Arácnida están aquí, convirtiéndose en mujeres hermosas para
seducir a los hombres? No, Rose, quítatelo de la cabeza. No te van
a creer.»
Se mordió el labio inferior porque le iba a resultar muy difícil
convencer a una sola persona de la verdad.
L
l
e
g
ó
a
U
n
i
o
n
C
it
y
.
Tenía que
intentarlo a pesar
de todo. Detuvo el
auto ante la
comisaría.
Entró sin llamar y un hombre con uniforme que estaba guardando
algo en un archivo se volvió.
Recordó que un policía había hablado con el doctor Lawson. El
sargento Norman
B
a
n
n
i
s
t
e
r
.
—¿Qué
desea,
señorit
a?
—Me llamo Rose Marlowe y deseo hablar con
el sargento Bannister.
—Está ocupado ahora. ¿De
qué le quiere hablar?
—De un asunto
relacionado con Betty
Harris.
—¿No es la paciente que está en el hospital y que confunde a las
enfermeras con mujeres-araña?

S
í
,
e
s
l
a
m
i
s
m
a
.
—¿Y qué
quiere del
sargento?

S
e
l
o
d
i
r
é
a
é
l
.
—Está bien, señorita.
Veré si puede recibirla.
El policía entró en una habitación y Rose tuvo que
esperar un par de minutos. Al fin, el policía salió y dijo:
—Puede pasar,
señorita
Marlowe.
El sargento Bannister estaba tras de una mesa, consultando unos
papeles, pero apartó la mirada de ellos para detenerlos en su
visitante.
—Usted debe ser la amiga de Betty Harris que
mandaron llamar a Los Angeles.

S
í
,
s
a
r
g
e
n
t
o
.

¿H
ay
alg
o
nu
ev
o?
—Hay
mucho,
sargent
o.

Dig
a,
la
es
cu
ch
o.
Pero el sargento volvió a mirar los papeles que
tenía entre las manos. Rose dijo:
—Yo también he visto a
las mujeres-araña.
Bannister siguió
mirando los papeles.

Y
a

g
r
u
ñ
ó
.
—¿Es que no me ha oído? —
gritó Rose, fuera de sí.
—Oh, sí, señorita. Ha visto a las arañas. Aquí hay bastantes. El
Ayuntamiento se gasta más de cien mil dólares al año en la
limpieza de la ciudad. Y uno de los apartados de ese presupuesto
es el que destina a combatir los insectos. De todas formas, le
pediré al alcalde que aumente un poco más el destinado a combatir
las arañas.
Rose dio una
patada en el
suelo.
—¡Sargento Bannister, no he venido aquí a
gastarle una broma! Bannister se puso en
pie.
—Señorita Marlowe, nuestro deber como policías es proteger a los
ciudadanos. ¿La mordió una araña? De acuerdo, en cuanto la vea,
la pondré una multa.
Rose dio media vuelta y salió de la comisaría porque no quiso que
el sargento continuase
r
i
é
n
d
o
s
e
d
e
e
ll
a
.
C
A
P
I
T
U
L
O
X
I

Había ocurrido tal


como ella esperaba.
¿Quién iba a creer en arañas que se transformaban en mujeres?
Era luchar contra lo imposible.
Se metió en el coche y
lo puso en marcha.
¿A quién
podía
solicitar
ayuda?
Al ejército. Conocía a un general. Había trabajado como
colaborador en la televisión. No era un tipo muy simpático, pero,
después de todo, como militar, su primera obligación era defender
al país contra todos los enemigos. Iría al hotel y llamaría al
general Adams. Sí, ése era su nombre. Estaba destinado en Los
Angeles.
De pronto, su coche chocó con el de delante. Otra
vez se había distraído.
Pero esta vez no había golpeado a un convertible rojo, sino a
un convertible azul, y también había oído los cristales rotos.
El hombre que conducía el convertible azul saltó del asiento
delantero y Rose vio, asombrada, que era el mismísimo Barry
Morgan. Vestía también atuendo deportivo, chaqueta a rayas y
pantalón blanco. Se cubría los ojos con gafas oscuras y se las
quitó.
—¿Qué, señorita Marlowe? ¿Entrenándose para la
carrera de Indianápolis?
Ella
levan
tó la
barbil
la.
—No quiero
hablar con
usted.
—¡Pues tendrá que hablar y, sobre todo,
me tendrá que pagar!
—¡Usted
no me
arruinará!
—No se preocupe. Tendré paciencia. Si no tiene dinero suficiente
para pagarme, me haré cargo de las circunstancias y esperaré a
que me paguen sus hijos.
—Señor Morgan, esta vez
yo no fui la culpable.
—Señorita Marlowe, ¿qué es lo que ve usted ahí? —estaba
señalando un semáforo—. No son farolitos, señorita Marlowe. Es
un juego de luces y sirve para que los conductores pasen o no
pasen. Se compone de tres colores. Son muy bonitos: el rojo, el
ámbar y el verde. ¿O me va a decir que ninguno de ellos le gusta y
por eso no los respeta?
—Sus ironías
resbalan por mi
piel.
—Está bien. Llamaremos a la policía a ver si ellos
también patinan por su piel.
Rose se asustó. Acababa de hablar con el sargento Bannister
para anunciarle que ella había visto las mujeres-araña. Y había
chocado con Barry Morgan. El sargento Bannister sumaría dos y
dos. Y el resultado sería camisa de fuerza.
Decidió
cambiar
de
táctica.
—Señor Morgan, ¿no
podríamos arreglarlo?
—Si está
dispuesta
a pagar...
—¿Por qué es tan materialista? —se
indignó otra vez Rose.
—Señorita Marlowe, tengo mi convertible rojo en el taller, y
mientras tanto, alquilé un convertible azul. Y ahora tengo que llevar
el convertible azul al taller. ¡Y si alquilo un convertible verde, me
temo que, dentro de unas horas, tendré que meter el convertible
verde en el taller! ¿Qué se ha propuesto, señorita Marlowe? ¿Que
me convierta en un peatón mientras usted permanezca, en esta
ciudad?

L
o
s
i
e
n
t
o
.

¿
L
o
s
i
e
n
t
e
?

S
í
.
—Cuánto le debe
haber costado decir
eso.
—No me
vuelva a
llamar
creidilla.
—De acuerdo, no se lo
volveré a llamar, orgullosa.
—¡No me
llame
orgullosa
o...!
—¿O me
aplasta como a
una araña?
—¡No! —Rose
pegó un
chillido.

¿
Q
u
é
l
e
p
a
s
a
?
—¿Dijo
araña,
señor
Morgan?

S
í
,
d
i
j
e
a
r
a
ñ
a
.
—Pero
usted no es
una araña.
—Señorita Marlowe, si tiene dudas acerca de lo que soy, dígame el
número de su habitación.
—No
juego
al
póqu
er.
—Precisamente no jugaríamos al póquer. Tampoco lo juego
cuando estoy con una mujer a solas.
—¡Señor Morgan,
es usted un cínico!
—Recuerde, soy el pirata Morgan. ¿Qué
puede esperar de mí?
Rose entornó los ojos mientras observaba el bronceado y viril
rostro de aquel hombre. La palabra viril repercutió en su mente. Sí,
eso era lo que se necesitaba para combatir a esas mujeres-araña.
Un hombre viril. ¿Por qué no lo intentaba? Barry Morgan podría
ser un gran aliado. El general Adams estaba demasiado lejos de
ella, en Los Angeles, y tampoco la creería. Ella era una guionista de
televisión y el general creería que había dado rienda suelta a la
imaginación.
—Señor
Morgan,
acepto su
cena.

¿
Q
u
é
?
—Acepto
cenar con
usted.

¿
L
a
h
e
i
n
v
it
a
d
o
?
—No, pero me
invitó esta
mañana.
—Sí, señorita Marlowe, la invité esta mañana, pero
luego me comprometí.

¿
C
o
n
q
u
i
é
n
?
—Con
una chica
muy
mona.
—Puede
prescindir
de ella.
—Pero no
voy a
prescindir
.
—¿Por qué no? —casi gritó Rose—.
¡Yo estoy antes que ella!
—Señorita Marlowe, le dije que era usted muy bonita, pero no me
gusta que me impongan condiciones, sobre todo las mujeres. De
modo que no voy a cenar con usted. Lo haré con la joven que
tengo citada en mi habitación. Y perdone, pero se me hace tarde.
Llevaré el convertible al taller y ya le diré cuál es la cuenta de
gastos.
Rose fue a responder, pero Barry Morgan se
retiró hacia su coche.
Sintió deseos de arremeterle otra vez. Pero Morgan apretó a
fondo el acelerador y se marchó.
Rose llevó su auto al aparcamiento
subterráneo del hotel. No vio a
nadie.
Saltó del auto y se quedó inmóvil, como si se hubiese convertido en
una estatua de sal. Al lado de una columna estaba Berta. Vestía un
vestido de noche que dejaba sus hombros al descubierto y sonreía.
—Hola,
querida —
dijo Berta.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo
pudo llegar tan pronto?
—Tenemos medios para
llegar a cualquier parte.
—Creí que
se había
quemado.
—Mitchell logró apagar
su maldito incendio.

¿A
qu
é
ha
ve
nid
o?
—A
por
usted
,
queri
da.

¿
P
a
r
a
q
u
é
?
—Para llevarla a
la casa de
Mitchell.
—Está loca si cree
que voy a ir a la
casa.
—Entonces, le
pasará algo
peor.

¿
Q
u
é
c
o
s
a
?
—Acabaré con
usted aquí
mismo.
—Eso le va a costar
un poco de trabajo.

¿Por
qué
piens
a
eso?
—Es
una
mujer
como
yo.

Ap
are
nte
me
nte
.
—Tiene las
mismas formas
que yo.

Ap
are
nte
me
nte
.
—No tiene nada que la haga superior a mí, Berta. ¿O la
debo llamar mujer-araña?
—Tengo un poder
que usted no tiene.
—Me gustaría que me hiciera
una demostración.
—Se la haré con
mucho gusto,
querida.
Berta encanutó los labios, pero no silbó. A través de ellos empezó a
destilar un hilo como una araña. Y el hilo quedó prendido en la
columna, y moviendo la cabeza con rapidez, empezó a tejer una
red.
Rose
estaba
llena de
pavor.
Berta cortó aquel hilo y
miró otra vez a Rose.
—¿Lo ve, querida? Puedo acercarme a usted
y rodearla con mi red.

¿
Y
l
u
e
g
o
?
—¿No vio lo que
le pasó a
Francis?

M
e
d
e
v
o
r
a
r
á
.
—Usted es un
bocado
exquisito.
—Gracias, es la primera vez que
me lo dice una mujer. Berta echó a
andar hacia ella.

¡Q

de
se
qui
eta
!
Ro
se
retr
oc
edi
ó.
—Oiga, Berta,
podemos ser
amigas.
—Es lo que vamos a
ser: buenas amigas.
—Hace una noche muy hermosa. Usted y yo
podemos dar un paseo.

¿Has
ta la
comi
saría
?
—Si se
acerca
más,
grito.
—No la oirá
nadie. Estamos
solas.
—Aquí hay un
empleado
nocturno.
—Había un
empleado
nocturno.

¿Q

hiz
o
co
n
él?

¿
N
o
l
o
s
u
p
o
n
e
?

L
o
d
e
v
o
r
ó
.
—No hizo falta. El pobre
sufrió un accidente.
—¿Qué
clase de
accidente
?
—Le pasó un coche por encima, justo el
que yo puse en marcha.

¿P
or
qu
é
hiz
o
es
o?
—Para quedarme a solas con
usted. Es tan linda.
Rose dio media vuelta y echó a correr. Pero de pronto vio delante
de ella a Berta. Se asombró. Aquella mujer poseía una gran
facilidad para trasladarse y sólo tenía dos brazos y dos piernas
como ella.

¿
C
ó
m
o
l
o
h
a
c
e
?
—Le haré una
demostración en su
obsequio.
Berta se agachó, apoyando las manos en el suelo, y empezó a
desplazarse a derecha y a izquierda con una gran rapidez. Se
movía como una araña. Luego, se enderezó y sonrió a Rose, que la
miraba asombrada.
—No intente escapar, señorita Marlowe. No lo va a conseguir. Trate
de ir hacia la derecha y allí estaré yo antes de que usted llegue.
Trate de ir hacia la puerta y me tendrá en el hueco antes de que
pueda escapar.
Rose
levan
tó su
bolso
.
—Tengo el arma necesaria para
luchar contra usted.

¿
C
u
á
l
?
—El fuego
de mi
encendedor.
Berta se
echó a reír.
—El encendedor
se lo dejó en la
casa.

T
e
n
g
o
o
t
r
o
.
—Si tuviese otro, no me lo habría dicho. Habría hecho las
cosas como las hizo en el sótano. Distraerme para sacar el
encendedor.
Berta avanzó otra vez hacia
Rose mientras agregaba:
—Y ya discutimos todo lo que teníamos que discutir, señorita
Marlowe. Ahora debe comportarse como una buena víctima.
Rose tampoco se estuvo quieta. Retrocedió hacia el
interior del aparcamiento.
Berta la
seguía
sonrien
te.
Rose echó a correr entre dos coches, dobló a la izquierda y luego a
la derecha. Y se encontró en un rincón. Se volvió para escapar,
pero no llegó a dar un solo paso porque allí tenía otra vez a Berta.
—Le agradezco que haya venido aquí, Rose. En un rincón es
más fácil hacer una red.

¡
N
o
,
n
o
l
a
h
a
r
á
!
Berta destiló por su boca aquel hilo que quedó prendido en la
pared. Y luego, con mucha rapidez, fue hacia el otro muro, donde
quedó prendido el hilo. Y siguió desplazándose a derecha e
izquierda, siempre destilando por su boca.
Rose manoteó contra el hilo, pero no podía romperlo porque era
elástico, y poco a poco
quedaba prendida en aquella red
igual que una mosca.
C
A
P
I
T
U
L
O
X
I
I

Rose seguía debatiéndose contra los hilos que tejía Berta. Estaba
prisionera. No, no podía desprenderse de aquella madeja.
—¡Maldita araña!...
¡Repugnante araña!...
Berta reía mientras seguía destilando por su boca el hilo plateado,
que se iba convirtiendo en una verdadera celda para Rose, una
estrecha celda de la que nunca podría escapar.
Los ojos de la prisionera descubrieron un extintor de incendios.
Pero estaba demasiado lejos, a unos dos metros. ¿Cómo no lo
había visto antes? Tenía que llegar al extintor.
Pegó un puñetazo a Berta
cuando pasó por su lado. Berta
se desplomó lanzando un
chillido.
Rose trepó a la red que tenía ante ella, igual que los soldados
trepaban por las redes en un ejercicio militar.
Lo estaba consiguiendo. Se estaba acercando.
Oyó un chillido abajo.
Berta se estaba dando cuenta de lo que
Rose trataba de hacer.

¡
B
a
j
a
,
m
a
l
d
it
a
!
Rose cogió el extintor y entonces vio cómo Berta utilizaba sus
manos y sus piernas para trepar a la pared y correr hacia ella.
Berta estaba llegando a su lado y tenía las fauces abiertas. Ya no
se comportaba como una mujer, sino como lo que era, como una
araña, a pesar de que tuviese figura de mujer.
Rose lanzó un chorro de espuma sobre Berta y ésta resbaló
sobre la pared y se deslizó, cayendo en el suelo.
Otra vez intentó trepar, pero ahora la pared estaba resbalosa y
sus cuatro miembros no podían impulsarla hacia arriba.
Rose siguió proyectando sobre el monstruo
los chorros del líquido.
Berta quedó aprisionada entre la masa, que para ella resultaba
como una trampa, al no afirmarse sus miembros en el suelo.
Rose bajó por la pared, pero lo hizo por la otra parte, escapando
del rincón donde había sido aprisionada.
Berta soltó
chillidos por sus
fauces.
Rose echó a correr y salió del estacionamiento después de
abandonar el extintor.
Esta vez, la policía le haría caso porque tenía pruebas. El
cadáver del empleado del aparcamiento que había sido
asesinado por Berta. Y a la propia Berta atrapada entre la espuma.
Entró
corriendo en
la comisaría.
El sargento Bannister estaba'
hablando con un policía.

¡Sarg
ento
Bann
ister!
—¿Qué vio esta vez,
señorita Marlowe?

¡La
mu
jer-
ara
ña!
—¿Otra vez,
señorita
Marlowe?
—No se entretenga, sargento
Bannister. Venga conmigo.

¿
A
d
ó
n
d
e
?

A
l
h
o
t
e
l
M
u
r
r
a
y
.
—¿Por qué no se quejó a la dirección del hotel si vio una
araña en su habitación?
—¡Sargento, le exijo que me acompañe! ¡No hay ninguna araña
en mi habitación! ¡Es un monstruo lo que hay en el hotel Murray,
exactamente en el aparcamiento!
El sargento miró a su
subordinado y dio un suspiro.
—La de cosas que uno tiene que oír un sábado por
la noche, ¿eh, Hilman?
—Sargento, está a tiempo de impedir una catástrofe. Le falta saber
una cosa. Un empleado del aparcamiento fue asesinado.

¿
Q
u
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L
o
m
a
t
a
r
o
n
.

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Q
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t
ó
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L
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m
u
j
e
r
-
a
r
a
ñ
a
.
—¿Conque ocurrió
eso? ¿Y cómo lo
mató?
—La mujer-araña hizo pasar un coche por
encima del empleado.
—De modo que las arañas tripulan coches. ¿Y quién les dio
el permiso de conducir?
—¡Está perdiendo un tiempo
precioso, sargento!
En aquel momento se oyó el aullido de una sirena y casi
inmediatamente el teléfono se puso a sonar.
El policía Hillman
atrapó el receptor.
—¿Cómo?... ¿El hotel
Murray?... En seguida.
Colgó y miró al sargento.
—Se ha declarado un
incendio en el hotel Murray.

¿
E
n
q
u
é
p
a
r
t
e
?
—En
el
aparc
amie
nto.
El sargento desvió
los ojos hacia
Rose.
—¿Qué decía del aparcamiento,
señorita Marlowe?
—¡Es usted un incompetente, sargento! ¡No se lo voy a repetir!
¡Ya se lo conté todo y estoy segura de que no lo ha olvidado!
—Venga conmigo,
señorita Marlowe.
Rosé viajó con el sargento en el
coche de la policía.
Los bomberos ya estaban haciendo su trabajo. Habían penetrado
con sus mangueras en el aparcamiento del hotel.
El sargento cogió
de la mano a
Rose.

S
í
g
a
m
e
.
Los dos entraron en el
lugar del siniestro.
—¿Qué pasó, Chester? —preguntó
Bannister a un bombero.
—Una llamada urgente. Un hombre trajo el coche para estacionarlo
y observó un trozo de aparcamiento que estaba ardiendo. Era en el
fondo. Nada de importancia. Hemos llegado a tiempo y
acabaremos en seguida con el incendio.

¿
P
é
r
d
i
d
a
s
?
—Algunos coches incendiados. Muy poco
para lo que pudo pasar.

Gr
aci
as,
Ch
est
er.
El sargento y Rose se internaron en el aparcamiento y fueron
hacia el lugar donde los bomberos seguían proyectando el agua
de sus mangueras.
Había mucho humo en donde se había
provocado el incendio.
Rose se sintió llena de ira porque el lugar siniestrado era el
mismo en que ella peleó con
Berta. Uno de los bomberos se
detuvo ante Bannister.
—Lo siento, sargento,
pero hay una víctima.

¿
Q
u
i
é
n
?
—El empleado nocturno Max Roberts ha ardido completamente.
No sé qué le pudo pasar.
—¿Está seguro de que
hay una sola víctima?
—¿Por
qué
pregunt
a eso?
—¿No ardió
también una
mujer?

N
o
.
—Ya lo ha oído, señorita Marlowe. Efectivamente, hubo un muerto:
el empleado nocturno.
—Es usted muy listo, sargento. Pero no saca una
conclusión de todo esto.

Sí,
y
no
me
gu
sta
.

¿
Y
c
u
á
l
e
s
?
—Prefiero reservármela hasta que haga algunas investigaciones
con respecto a la víctima. No abandone la ciudad, señorita
Marlowe.
—No pienso
abandonar la
ciudad.
—Será mejor que me
espere en su habitación.
—De
acuerd
o,
sargent
o.
Rose no necesitaba buscar los restos de Berta. La mujer-araña
habría ardido hasta consumirse. De una cosa estaba seguro: el
incendio habría sido provocado por una de ellas.
Sintió un escalofrío porque eso quería decir que había otras
mujeres-araña en Union City. Una de ellas, Berta, había venido en
su busca. Pero, ¿y la otra? ¿O debía preguntar por las otras? No,
no podía esperar en su habitación a que llegase el sargento
Bannister y le hiciese preguntas tontas.
Pensó de nuevo en Barry Morgan. Era el único hombre de Union
City al que podía recurrir. Preguntó al botones la habitación de
Barry Morgan y subió en el ascensor.
L
l
a
m
ó
a
l
a
p
u
e
r
t
a
.
B
a
r
r
y
l
a
a
b
r
i
ó
.
—¿Me trae el dinero,
señorita Marlowe?
—Quiero
hablar
con
usted.
Rose trató de entrar,
pero él se lo impidió.
—Señorita Marlowe,
estoy con mi invitada.
—Señor Morgan, es muy grave lo
que le tengo que decir.
—¿Atropello
esta vez al
alcalde?
—No, señor Morgan.
Es algo mucho peor.
—Muy bien.
¿De qué se
trata?
—No se lo puedo decir aquí. Rose pegó un empujón a Barry y lo
mandó tambaleando al interior de la habitación.
Luego entró ella y cerró a sus espaldas. Barry
la señaló con la mano.
—Señorita Marlowe, debe
hacer mucha gimnasia.
—Escúcheme, Morgan. Le han pegado fuego al
aparcamiento del hotel.
—Ya me lo dijeron, pero
no fue importante.
—Murió el
empleado
nocturno.

L
o
s
i
e
n
t
o
p
o
r
é
l.
—Eso lo podría haber sabido más tarde, como supo lo del incendio
por medio de un botones. Pero el botones no le habría dicho lo que
yo le voy a decir. También murió abrasado un monstruo.

¿
U
n
q
u
é
?

Una
mujer
-
arañ
a.
Barry
hizo
una
muec
a.
—Señorita Marlowe, chocó contra otro coche, pero ahora usted
debió ser la víctima. Se hizo daño en la cabeza y no sabe lo que
dice. Ande, vaya a su cuarto, duerma un poco y mañana
hablaremos con más tranquilidad. Recuerde que tengo un
compromiso.
Rose miró a la terraza donde estaba la mujer invitada por Barry.
Sólo pudo ver un poco su perfil. Le recordó a alguien.
—¿Quién es
ella, señor
Morgan?
—Una chica que
conocí en un
bar.

¿
C
u
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n
d
o
?

H
a
c
e
u
n
a
h
o
r
a
.
Entonces aquélla movió
ligeramente la cabeza.
Rose la pudo ver, y tuvo la impresión de que su corazón le
golpeaba contra las costillas porque la invitada de Morgan era la
araña-reina.
C
A
P
I
T
U
L
O
X
I
I
I

Rose dio unos pasos hacia la terraza, señalando


a la invitada de Barry.
—¿Qué
hace
usted
aquí?
—Señorita Marlowe —repuso Morgan—, creo que
se está extralimitando.
—Barry,
¿qué
sabe de
ella?
—Que se llama Iris Parker y que no me ha atropellado
con su automóvil todavía.
—¿Le ha preguntado a qué
se dedica? —Claro.
—¿Y
qué le
contest
ó ella?
—Trabaja
en San
Francisco
.

¿
D
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n
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e
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E
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n
a
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fi
c
i
n
a
.

¿
Q
u
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o
f
i
c
i
n
a
?
—Una firma que se dedica a la
importación y exportación.
—¡La señorita
Iris Parker le
mintió!

¿
A
h
,
s
í
?
—No trabaja en una firma de
importación y exportación.
—¿Y qué
hace
según
usted?

H
a
c
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t
e
l
a
r
a
ñ
a
s
.

¿
Q
u
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¿
C
ó
m
o
?
—¡Hace
telarañas, es
una araña!
Barry cerró los
ojos y los volvió a
abrir.
—Señorita Marlowe, ha sufrido una conmoción más importante
de lo que yo creía. No debe ir a su habitación, sino al hospital.
—En el hospital ya
tengo una amiga.
—Pues vaya a hacerle compañía, y que el
doctor la salve también.
—Esa amiga, Betty Harris, fue la primera en descubrirlas. ¡Y
me estoy refiriendo a.las mujeres-araña! ¡Una de ellas quedó
abrasada en el incendio del aparcamiento del hotel!
¡Y entérese, señor Morgan! ¡Abra bien los oídos! ¡La mujer que
conoció en el bar y que dice llamarse Iris Parker es la araña-reina!
—Siempre he sido
un tipo de categoría.
—No, señor Morgan. Ahora es el más imbécil de todos los hombres
por haberse dejado engatusar por ella. Es lo que pretenden:
seducirles a ustedes. Y ella debió encontrar que usted es muy
apetecible.
Iris Parker, que había estado todo el tiempo
callada, sonrió y dijo:
—Señorita Marlowe, he escuchado sus absurdas acusaciones y
comprendo a qué se deben.

Ha
ble
, la
es
cu
ch
o.

E
s
t
á
c
e
l
o
s
a
.
—¿Yo
celosa,
arañita
? Iris
lanzó
una
carcaja
da.
—Sí, señorita Marlowe, este hombre
le interesa a usted.
Rose miró a Barry mientras se le atropellaban
las palabras en la boca.

¿
H
a
o
í
d
o
e
s
o
?
—Claro que lo he oído. Y estoy
esperando que responda.
—¡De acuerdo! ¡Usted
me interesa, Morgan!
—No me diga que le pegué el chinazo. Es usted quien me las
está pegando todas. Y me refiero a los tortazos que me pega con
su automóvil.
—¡No me interprete mal, pirata Morgan! ¡Sólo me interesa
que usted me ayude!
—¿Ayudarla a
aprender a
conducir?
—¡Otro chistecito como ése y le muerdo!... Su invitada es la reina
de las arañas. Proceden de un planeta que se llama Arácnida. Al
principio son como todas las arañas, y luego se convierten en
mujeres.
—Pues deben tener un procedimiento muy bueno. Hay que ver lo
hermosas que se ponen.
—¿Quiere
dejar de
bromear?
—¿Quién bromea con
quién, señorita Marlowe?
—Le
puedo dar
una
prueba.

D
é
m
e
l
a
.
—Diga a Iris
que se
desnude.
—Señorita Marlowe, la acabo de conocer hace poco. ¿Cómo
quiere que me haga tan pronto una sesión de strip-tease?
—¡Sólo quiero que vea lo que
hay bajo su vestido!
—Señorita Marlowe, estoy viendo un trozo de la piel de Iris
Parker y tiene un color muy bonito, muy parecido al de usted.
Como a mí me gusta.
—¡Pero lo
de abajo es
negro!...
—¿Se refiere
a la
combinación?
—Me refiero a la carne, señor Morgan. Ellas tienen el abdomen y
el pecho recubierto de algo parecido al esmalte negro.
Iris Parker tenía todavía la
sonrisa en los labios.
—Señor Morgan, ¿hasta cuándo vamos a soportar las
tonterías de esta joven?
—No se preocupe, Iris. Me
libraré de ella en seguida. Barry
cogió del brazo a Rose.

V
á
m
o
n
o
s
,
R
o
s
e
.
Ella se desasió de un tirón y echó a
correr hacia la terraza.
Llegó junto a Iris y, atrapándola por el borde del
vestido, dio un tirón fuerte.
El vestido se desgarró, dejando al descubierto gran
parte de la espalda de Iris.
Y Barry Morgan vio, asombrado, que la tela había estado
escondiendo un trozo del cuerpo de aquella mujer que parecía de
esmalte negro.

Levántate,
Iris —dijo
Barry.
La hermosa
joven no se
levantó.
—¡He dicho que te levantes, Iris! ¡Yo mismo te quitaré la ropa!
Quiero ver más de lo que estoy viendo.
Iris se levantó y ocurrió la transformación. Abrió sus fauces y por
ellas destiló un hilo. Su cara fue horrible.
Y luego echó las dos manos al suelo y, moviéndose con una
gran rapidez, se subió a la terraza y desapareció por abajo del
muro.
Morgan se había quedado
blanco como el yeso.
Rose reaccionó antes
que él. Corrió al muro.

¡S
e
es
ca
pa,
Ba
rry!
Morgan recuperó el movimiento y
fué al lado de Rose.
Se asomó por el borde de la terraza y vio una sombra negra muy
lejos que había pasado del hotel a otra casa y que, en pocos
segundos, se confundió con la oscuridad de la noche. Barry cogió
un vaso de whisky y bebió un trago.
—Si no
lo veo
no lo
creo.
Rose le quitó
el vaso de
whisky.
—¡No podemos
perder el tiempo!
—¿Qué quiere? ¿Que hagamos una
carrera con ese bicho?

Y
o
s
é
d
ó
n
d
e
v
a
.
—Estupendo.
Avisaremos a la
policía.
—No podemos ir a la policía porque no nos harán caso. Lo intentó
mi amiga, lo intenté yo y nos tomaron por chifladas. Si usted le
cuenta a cierto sargento Bannister que ha visto bajar por el muro
del hotel a una mujer a cuatro patas, lo encierran.
Barry
sacudió
la
cabeza.

C
o
n
v
e
n
c
i
d
o
.
—Tenemos
que acabar
con ellas.

¿
C
u
á
n
t
a
s
h
a
y
?
—Centenares. La mayoría son arañas, aunque un poco gordas.
Pero sólo algunas de ellas han logrado transformarse en mujeres.
—¿Y cómo
acabaremos con
ellas?
—Ya se lo
diré por el
camino.

*
*
*

Rose Marlowe y Barry Morgan bajaron del coche. La casa estaba a


unas cien yardas. Era la casa de Mitchell, el refugio de las mujeres-
araña, llegadas de otro planeta.

¿
L
i
s
t
o
,
B
a
r
r
y
?

S
í
.
Los dos prendieron fuego a las antorchas que llevaban en la
mano y las arrimaron a los arbustos secos.
Barry se desplazó hacia la derecha y
Rose hacia la izquierda.
Corría un fuerte viento. Los arbustos espinosos ardieron como la
yesca. Y algunos que estaban sueltos rodaron, haciendo arder a
otros.
En pocos instantes, aquel lugar fue presa de las llamas, que
avanzaban rápidamente hacia la casa.
A la luz de aquel incendio vieron cómo salían. Primero, cuatro,
y entre ellas estaba la
reina, la mujer-araña que se había hecho pasar por Iris
Parker; luego salió Mitchell. Y aquellas mujeres abrieron las
fauces y empezaron a pegar chillidos.
M
i
t
c
h
e
l
l
g
r
i
t
ó
:
—¡Malditos!... ¡Malditos sean! ¡Hay
que marcharse de aquí!
Las mujeres-araña avanzaron irreflexivamente hacia los dos
jóvenes que habían provocado el incendio, y cuando quisieron
retroceder, no pudieron porque el fuego les
había cerrado el paso. Algunas empezaron a arder. Otras se
pusieron a cuatro patas para huir con su característica rapidez,
pero las llamas prendieron en ellas y se consumieron entre terribles
alaridos.
Las arañas salieron de la casa
mientras Mitchell gritaba:

¡
H
a
y
q
u
e
h
u
i
r
!
Las llamas les- hicieron retroceder hacia el interior de la casa
porque habían prendido en el porche.
Rose y Barry se habían reunido y él la enlazó por la
cintura, atrayéndola hacia sí. Los dos estaban
contemplando lo que ocurría.
La casa estaba ardiendo por los cuatro costados. Del interior salían
escalofriantes chirridos.
—Lo hemos conseguido, Barry —dijo Rose—. Hemos librado al
mundo del mayor de los horrores.
—Y empezaste por librarme a mí. ¿Por qué
me elegiría la reina?
—Está bien claro que ellas estaban al corriente de que yo me
había relacionado contigo, y que acudiría a ti cuando me fallase la
policía. Te condené a muerte desde el momento en que te pegué el
primer topetazo.
—A propósito de topetazo,
¿cuánto me debes?

T
ú
d
i
r
á
s
.
Barry la atrajo hacia sí y la besó en la boca. El beso fue largo, y
cuando ella apartó los labios, preguntó:
—¿Ya está saldada la cuenta, Barry?
—Que te crees tú eso.
—Barry, si te voy a pagar la factura en besos, quisiera
saber cuánto va a durar.
—¿Sabes una cosa? Desde que me pegaste con el automóvil,
te eché el ojo y me dije:
«Barry Morgan, si no haces a esta mujer tu esposa es
que no vales para nada». Rose se echó a reír.
—Nunca pude imaginar que me convirtiese en
la esposa de un pirata.
Y entonces Rose saltó al cuello de él y sus bocas quedaron
unidas en un largo beso.

F
I
N

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