El Escultor de Carne Humana - Gustave Le Rouge
El Escultor de Carne Humana - Gustave Le Rouge
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Gustave Le Rouge
ePub r1.0
Titivillus 02-10-2023
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Título original: Le sculpteur de chair humaine
Gustave Le Rouge, 1922
Traducción: Editorial Saturnino Calleja (Desconocido), 1922
Restauración de cubierta: diego77
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I
UN GOLPE DE MANO
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en los inmensos y desiertos parajes del oeste, constituyen un tremendo
peligro. Algunas veces, hasta llegan a organizar bandas que imponen
contribuciones y aterrorizan a toda una región.
Era a una de estas bandas que pertenecían los ocho bandidos que en aquel
momento se hallaban reunidos en Black-Canon.
Todos iban vestidos de la misma manera: sombrero de fieltro de anchas
alas, holgada chaqueta y pantalón de pana o de grueso paño y recias botas de
cuero que les llegaban hasta las rodillas. Los cinturones eran de colores vivos
y, llamativos, y se veían en ellos las fundas de los revólveres de gran calibre y
largos cuchillos de los llamados bowie-knife.
Todos esperaban con impaciencia que el asado estuviera en su punto.
—Yo creo que podemos ponernos a la mesa —declaró de pronto uno de
los tramps, hombre de musculatura atlética y con una barba gris que le
llegaba hasta la cintura—. ¡Tengo un hambre de todos los diablos!
Y Slugh —que así, se llamaba el hombre de la barba larga— sacó su
bowie-knife y cortó una gran loncha de carne que aún echaba sangre, la
colocó sobre un pedazo de galleta y empezó a comer con buen apetito. Los
demás le imitaron, y pronto del animalito no quedaba más que el esqueleto,
tan mondo, que parecía como si los buitres rojos que se veían revolotear por
encima de las altas cumbres se hubiesen cuidado de limpiarlo.
Una vez que estuvieron hartos y que la botella de whiskey hubo pasado de
mano en mano, volvieron a alumbrar las pipas cargadas con el duro tabaco de
leñador, llamado log-cabin, y se pusieron a hablar.
—Me parece —dijo Slugh observando el cielo, en donde se amontonaban
grandes nubes rojizas— que antes del anochecer tendremos tempestad; sería
una gran suerte.
—¿Por qué? —preguntó un joven tramp, de cabellos rojos, que respondía
al nombre de Jackson.
—Porque si lloviera, resultaría mucho más fácil nuestra empresa —
respondió Slugh sentenciosamente—. Si llueve, aunque no sea más que dos
horas, la hondonada del desfiladero se pondrá intransitable.
—Entonces, ¿es hoy cuando debemos dar el golpe? —preguntó el otro.
—¿Es que has recibido órdenes?
—Sí —dijo Slugh, sacando con afectación de su bolsillo un grasiento
papel cubierto de signos jeroglíficos—; he aquí la carta que un cowboy me ha
entregado esta mañana, cuando realizaba la descubierta en la montaña. Está
firmada por «la Mano Bermeja», y procede del jefe.
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Durante unos momentos reinó un profundo silencio lleno de respeto y
curiosidad. Los siete tramps se habían acercado a Slugh, impacientes por
averiguar algo.
—¿De qué se trata, en definitiva? —preguntó Jackson.
—Ni ayer, ni aun esta misma mañana —respondió Slugh, dándose gran
importancia— me hubiera sido posible deciros una palabra. Ahora ya es otra
cosa, y voy a daros toda clase de detalles. Hace cosa de unos quince días,
visteis pasar un carromato tirado por dos caballos y escoltado por una docena
de cow-boys armados y de policías a caballo.
—Sí —respondió Jackson—; ¡y por cierto, que nos preguntamos por qué
nos prohibiste atacarlo, pues cuando el carromato iba tan bien escoltado, sería
porque su contenido valía la pena!
—No llevaba nada; en cambio, hoy tiene que regresar por el mismo
camino, por el desfiladero situado al pie de Black-Canon, con la diferencia de
que hoy, fijaos en lo que os digo, ¡vuelve cargado de oro!…
Los ojos de los bandidos brillaron de codicia bajo sus cejas enmarañadas.
Sí —repitió Slugh—; lleva el importe del producto de tres grandes
propiedades situadas al otro lado de la sierra y que pertenecen, como sabéis,
al multimillonario William Dorgan, el que comparte con Fred Jorgell los
trusts del maíz y del algodón. ¡Oh! Estoy bien enterado; ¡hasta sé que el que
conduce el convoy y manda la escolta, es uno de los hijos de Dorgan!…
—¡Oh, lo que es ese!… —respondió uno des los bandidos, haciendo el
gesto de apuntar con su carabina.
—¡Pues, no; te equivocas! —exclamó Slugh con viveza—. Es preciso, por
el contrario, procurar que Joë Dorgan no reciba ni la más pequeña herida.
Debemos cogerle vivo, y, según parece, su captura es lo más importante de la
empresa. En caso de apuro, hay que dejar escapar antes el oro y los policías.
¿Entendido?
Los siete tramps afirmaron con un movimiento de cabeza; pero quedaron
pensativos. Había un misterio en esta empresa que no acababan de
comprender.
—¡Toma! —dijo Jackson—; los jefes quieren secuestrarle para pedir
luego un buen rescate. No sería la primera vez que esto ocurre.
—Puede ser —declaró Slugh con cierta autoridad; pero esto no os
importa. Lo mandan los jefes y hay que obedecer.
Nadie contestó; pero los tramps se miraron, descontentos y recelosos.
Entre la banda había algún fermento de rebelión que solo esperaba la ocasión
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para manifestarse. La orden recibida relativa a Joë Dorgan fue la gota de agua
que hizo desbordar el vaso.
Fue Jackson quien se encargó de traducir en franca protesta los
sentimientos de sus compañeros.
—By God! —exclamó—. ¡Esto es insoportable! ¡Veo que también esta
vez vamos a ser estafados!… Serán los principales jefes, a quienes no vemos
nunca, quienes se repartirán el rescate del multimillonario. ¡Y para nosotros,
nada! ¡Y gracias si nos dan unas pocas monedas del oro que nosotros tenemos
que arrebatar con el revólver en la mano!
—¡Tiene razón, dice la verdad! —repusieron los demás, aprobándole.
—¿Por qué no acabas? —replicó Slugh, con una sangre fría admirable—.
Te escucho…
—Yo soy franco —respondió Jackson—. Soy un sajón que dice lo que
piensa. ¿Por ventura tenemos necesidad de ser los esclavos de esa asociación
de «la Mano Bermeja», que nos trasmite sus órdenes y regatea nuestra parte
de botín, mientras sus jefes viven como multimillonarios en New-York o en
Chicago, bien tranquilos; sin exponerse a peligro alguno y sin miedo a ser
electrocutados?
Se oyó entre la asamblea un murmullo de aprobación.
—¡Por vida de…! —exclamó uno de los tramps—. Jackson ha tenido el
valor de decir lo que todos estamos pensando.
—Continúa —dijo Slugh, imperturbable.
—Ya casi no me queda nada por decir. Únicamente quería añadir que en
cuanto a jefe no necesitamos ninguno, teniendo a Slugh. ¡Al diablo «la Mano
Bermeja»! ¡Trabajemos por cuenta propia! ¡Aquí estamos ocho compañeros
que no tememos a nadie ni necesitamos a nadie!
Los tramps dejaron desbordar su entusiasmo con exclamaciones y
muestras de aprobación; para ellos, Jackson se había expresado con verdadera
elocuencia, traduciendo con toda exactitud su modo de pensar.
Slugh esperó que el ruido de las exclamaciones y los gritos de aprobación
se hubiesen calmado un poco, y luego, con una gravedad impresionante,
empezó así:
—¡Ahora, camaradas, voy a deciros, porque creo que tengo derecho a
ello, lo que pienso yo! Si todos vosotros no fuerais unos ingratos y unos
estúpidos desalmados, no hubierais permitido que este imbécil de Jackson se
expresara como acaba de hacerlo. ¿En dónde estaríais todos vosotros si no
fuera por «la Mano Bermeja», que tiene ramificaciones en toda América, y
que os ha salvado cien veces de las garras de los policías; que os protege
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constantemente y os avisa cuando hay algún buen golpe que dar? Y al mismo
Jackson, ¿quién le libró de ser quemado vivo, rociado con petróleo, según la
ley de Lynch? ¿Quién nos avisó cuando la última batida de la policía?
¿Quién, en mil ocasiones diversas, ha logrado abrirnos las puertas de la
prisión, obteniendo de los jurados que nos absolvieran libremente, aun en
casos inverosímiles? «La Mano Bermeja», ¡siempre «la Mano Bermeja»!
Nadie protestó; los tramps estaban ya medio convencidos.
—¿Sabéis lo que ocurriría si rompierais con la asociación? —continuó
Slugh—. ¡Pues sucedería que antes de ocho días estaríais en la cárcel! La
Mano Bermeja tiene a su servicio cierto número de magistrados y algunos
jefes de policía; y si tiene necesidad de dinero, es para estar en mejores
condiciones de protejeros, ingratos, más que ingratos. En cuanto a mí, declaro
que soy y seré siempre un fiel servidor de la sociedad que nos protege.
Por las caras humildes y contritas de su auditorio, Slugh comprendió que
había ganado la causa.
—Confieso —declaró Jackson en tono de arrepentimiento— que no había
pensado en nada de esto; hasta ahora he demostrado mi celo a la sociedad y
pienso continuar lo mismo.
—Bueno, me alegro; pero otra vez procura no hablar mal de los jefes. Ya
sabes que la Mano Bermeja está en donde menos sé piensa; en todas partes
tiene ojos para ver, oídos para oír y brazos para castigar, aun en medio del
desierto.
Nadie se atrevió a replicar. Estaban todos aterrados y dispuestos al respeto
y acatamiento absoluto hacia los incógnitos jefes de la sanguinaria sociedad.
—Ahora que estáis otra vez convencidos de lo que os conviene —
continuó Slugh—, vamos a tomar las disposiciones necesarias para esta
noche…
En aquel momento empezaron a caer algunas gotas de agua, que pronto se
convirtieron en una lluvia torrencial. Los tramps no tuvieron más remedio que
refugiarse en la caverna que generalmente les servía de almacén.
Una vez en ella, las carabinas y los revólveres fueron minuciosamente
examinados y cargados, de nuevo, y Slugh se aseguró por sí mismo de que
cada uno de sus hombres poseía la suficiente provisión de balas.
Continuaba diluviando; de la hoguera no quedaba más que algunos
tizones apagados y ennegrecidos que las cascadas que la lluvia iba formando
por los despeñaderos, arrastraban hacia el valle.
Slugh se frotaba las manos.
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—Toda el agua —dijo— se va a acumular en los pasos del desfiladero, y
el carro no podrá salir de él…
De repente, dominando el ruido de la borrasca, se oyeron tres tiros de
carabina que el eco de la montaña hizo repercutir durante unos momentos.
Slugh se había puesto ligeramente pálido.
—¡La señal de los jefes! —murmuró—. ¡Es preciso que yo me marche!…
—¿Cuándo piensas volver? —preguntó Jackson, también algo nervioso.
—¡No lo sé!… ¡Esperadme! No hagáis nada antes de que yo regrese…
Y en un minuto se hubo pasado la correa de su carabina en bandolera,
echado su manta mejicana sobre los hombros y encasquetado el sombrero
hasta los ojos. Después, se deslizó por entre las rocas de basalto y
desapareció.
Una vez que se quedaron solos, contemplando caer la lluvia, que parecía
cubrir el desolado paisaje con un velo de niebla gris, los tramps siguieron en
silencio, como presa de una vaga inquietud. La señal misteriosa, y el haber
marchado Slugh de repente, les probaba que la formidable Mano Bermeja,
contra la cual hacía un instante trataban de rebelarse, estaba allí, a algunos
pasos de distancia, tal vez disponiéndose a castigar su conato de
insubordinación.
Durante largo rato estuvieron así, haciendo circular de vez en cuándo la
botella de whiskey y fumando en sus pipas sin decir palabra. Todos deseaban
hablar; pero ninguno se atrevía a ser el primero en romper el silencio.
Por fin, un viejo llamado Bishop dijo en voz lenta:
—Yo he conocido, no hace mucho, un Dorgan, que era también hijo de un
multimillonario; pero no se llamaba Joë, sino Harry.
—No es el mismo —dijo Jack—; es su hermano. Yo sé que el
multimillonario Dorgan tiene dos hijos: Harry y Joë.
—Era a Harry, el ingeniero, a quien yo conocía. En aquel tiempo dirigía la
fábrica de electricidad de Ciudad Jorgell, en donde yo he trabajado. Era muy
buena persona. Sentiría que le ocurriera alguna desgracia a su hermano.
—Precisamente la orden es de no hacerle ningún daño; puedes, por lo
tanto, estar tranquilo…
La conversación no prosiguió, ni nadie intentó reanudarla. La noche se
acercaba sin que la lluvia amainase. Los tramps se preguntaban con cierta
zozobra qué había sido de su jefe, y la preocupación iba aumentando, cuando
Slugh se presentó. Llegaba chorreando agua de pies a cabeza; pero traía la
cara radiante.
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—Todo marcha bien —dijo—; pero no hay tiempo que perder. Sin
embargo, es preciso tomar un bocado, porque tal vez la espera será larga.
Abrid una lata de conservas, comed una tajada de buey con un trozo de pan,
en pie, por supuesto; bebed un trago de whiskey, y ¡en marcha!
Slugh fue obedecido en todo y por todo. En un momento comieron los
tramps y estuvieron pronto equipados y dispuestos a partir; el regreso de su
jefe y el buen humor de que daba pruebas, les había devuelto la tranquilidad y
la animación, a pesar de que ninguno de ellos se había atrevido a interrogarle.
Con el agua hasta media pierna, los ocho bandidos siguieron durante
algún tiempo la pendiente escarpada de Black-Canon, que la lluvia había
convertido en torrente, franquearon grandes grupos de rocas y desembocaron
en el desfiladero bordeado por imponentes murallas de basalto.
—No existe otro camino —declaró Slugh—; por lo tanto, no les queda
más remedio que pasar por el desfiladero, y, ¡una vez ahí, son nuestros! ¡Yo
les desafío a que den un solo paso una vez que se hallen en la hondonada!…
Cuando llegue este momento, debemos atacar. Entonces, vosotros abriréis el
fuego, tirando desde luego a los caballos.
—¡Está bien! —dijo Jackson—. Pero ¿cómo conoceremos a Joë Dorgan?
Le podríamos herir sin querer…
—¡Eso de ningún modo! —exclamó Slugh, sin saber cómo rebatir la
objeción—. La verdad es que no sé qué hacer. Hay que procurar adivinar cuál
es por su modo de vestir.
—Lo mejor será disparar primero sobre los policías. Con ellos no hay
peligro de equivocarse, a causa de los uniformes.
—Sí, esto es… ¡Ah! Se me olvidaba. Tal vez tomen parte en el ataque dos
enviados de la Mano Bermeja; a ver si tenéis cuidado; no vayáis a disparar
contra ellos.
Slugh iba repitiendo a cada uno de sus hombres, en particular, estas
minuciosas recomendaciones; después les fue apostando uno a uno,
aprovechando las desigualdades del terreno, en sitios disimulados por las
rocas, lo cual no era difícil por la profunda oscuridad, aumentada por la
lluvia. Era imposible descubrirles.
Transcurrió una hora; los tramps, metidos en sus respectivos escondrijos,
sentían que iba apoderándose de ellos cierto entorpecimiento y cansancio.
Slugh estaba profundamente contrariado, y, además, iba dándose cuenta
de que la lluvia disminuía por momentos.
—¡Qué mala sombra! —murmuraba entre dientes—. ¡Si tardan un poco
más saldrá la luna, y el agua habrá tenido tiempo de escurrirse!…
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Ya empezaba a dejarse dominar por la impaciencia, cuando, a través de
los rumores de la lluvia, distinguió el ruido sordo que producía el galope de
los caballos.
—¡Atención! —gritó a sus hombres—. ¡Son ellos!
Todavía pasó un cuarto de hora; el ruido iba acercándose. Una masa
opaca, alumbrada por la luz rojiza de dos faroles, se dibujó en la neblina.
El carromato se veía distintamente, lo mismo que los doce policías a
caballo que lo escoltaban. El carretero iba jurando y perjurando contra aquel
camino imposible y metió los caballos en el atolladero, convertido, con la
lluvia, en una verdadera balsa. En cuanto el carro se halló en medio de él, en
el sitio más profundo, las ruedas se atascaron, y ya fue imposible arrancarlo
de allí.
—De aquí no saldremos —dijo el conductor, refunfuñando—. ¡Las ruedas
están metidas en el fango hasta los cubos!
Y, como si esta frase fuese una señal, se oyeron simultáneamente ocho
disparos. Tres de los policías cayeron al suelo, con el cráneo atravesado por
las balas; otros estaban también heridos, más o menos gravemente.
—¡Los tramps! ¡Los bandidos de la Mano Bermeja! ¡Socorro! ¡Estamos
perdidos!
Todos estos gritos eran proferidos a un mismo tiempo, en medio del
espanto y la confusión. Hubo un momento de verdadero pánico, aumentado
aún más por los relinchos de un caballo mortalmente herido.
Pero, de repente, una vibrante voz dominó aquel tumulto. Era la de un
jinete que hasta aquel momento se había parapetado detrás del carro.
—¡Valor, amigos míos!! —exclamó—. ¡Si desmayamos, seremos
irremisiblemente exterminados! Vamos a atrincherarnos detrás del carromato
y a contestar valerosamente.
En aquel momento, los bandidos hicieron una segunda descarga; pero los
policías, siguiendo el consejo del jinete —que no era otro que Joë Dorgan—,
habían tenido tiempo de refugiarse detrás del vehículo. Esta vez, ninguno fue
alcanzado.
Por su parte, ellos dispararon en dirección de donde habían partido los
tiros de los bandidos. Se oyó un grito de dolor. Era el viejo Bishop que,
herido en mitad del corazón, se desplomaba, asomando del escondrijo en
donde había estado emboscado.
—¡Uno menos! —dijo Joë Dorgan— ¡Firmes, resistir, y acabaremos por
ganar la partida! Son menos que nosotros.
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La refriega continuaba con furia; pero los tramps, dirigidos por Slugh,
permanecían todavía escondidos, lo cual les daba una gran ventaja sobre sus
enemigos. Ellos podían apuntar con toda certeza, mientras que los policías
tenían que disparar al azar, sin atreverse a salir de detrás del carro que les
hacía las veces de parapeto protector.
La lucha se hubiera prolongado si a Slugh no se le hubiera ocurrido una
nueva táctica.
Un tramp, que era el mismo Slugh, salió de repente de entre las tinieblas
blandiendo su bowie-knife; dio un salto y hundió el cuchillo hasta el mango en
la garganta de uno de los policías, y casi inmediatamente saltó a otro la tapa
de los sesos de un tiro disparado a boca, de jarro. Después se escapó,
escalando las rocas.
—¡Amigos míos —dijo Joë Dorgan—, abandonemos el dinero,
batiéndonos en retirada!
Los hombres de la escolta no deseaban otra cosa; pero los caballos
estaban casi todos inútiles: unos muertos y otros heridos. La huida, en tales
condiciones, resultaba imposible. Sin embargo, lo intentaron.
No quedaban más que cinco, contando Joë Dorgan. Desde el principio del
combate, las linternas habían sido rotas, así es que la escena del drama se
desarrollaba a la lívida e intermitente luz de los fogonazos de las carabinas al
dispararse. Los fugitivos contaban escapar a favor de las tinieblas.
Dos de ellos se adelantaron, dejando el abrigo protector del carro. Apenas
habían dado unos pasos cuando caían con la frente atravesada de un balazo.
—¡Adelante! —gritó Slugh—. ¡No quedan ya más que tres!
Los tramps, al oírle, salieron de sus escondrijos, llevando el revólver en
una mano y el bowie-knife en la otra.
En un instante, los fugitivos se hallaron cercados; se oyeron dos tiros de
revólver. ¡Era que Jackson acababa de matar a los dos policías!
Únicamente quedaba Joë Dorgan.
Con la browning en la mano, se defendía como un león. Mató a un tramp,
que intentaba cogerle por la cintura, e hirió a Jackson en la espalda.
Pero era imposible que no sucumbiera a la fuerza del número. Diez
robustas manos le cogieron por los brazos, inmovilizándole. Le quitaron la
browning y le ataron sólidamente.
—¡Miserables asesinos! —gritaba, resistiéndose y forcejeando—.
¡Matadme, si os atrevéis!
Ni siquiera se dignaron contestarle.
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—¡Ahora —exclamó Slugh—, la partida está ganada! Rematad a los
heridos de un buen golpe de bowie-knife, para quitarles las ganas de declarar
ante la justicia en contra nuestra.
—Esto ya es cosa hecha —contestó un viejo bandido de barba gris, cuyas
manos estaban teñidas en sangre—. Ahora, lo que importa, es abrir el cofre de
los dólares.
Los bandidos rodeaban ya el carro, cuando de repente aparecieron dos
jinetes en mitad del desfiladero. A la luz de la luna, que una vez cesada la
lluvia se asomaba entre las nubes, los tramps pudieron ver que los dos recién
llegados llevaban el rostro cubierto por antifaces.
Slugh se había precipitado deferentemente a su encuentro, cogiendo de la
brida a los caballos.
—Las órdenes de la Mano Bermeja han sido fielmente cumplidas —dijo
en tono lleno de humildad.
—Está bien —contestó uno de ellos, poniéndose luego a hablar en voz
baja con él y entregándole un paquete bastante voluminoso.
Slugh deshizo el paquete, que contenía un frasco de forma cuadrada y un
trozo de algodón en rama.
Slugh impregnó con cuidado el algodón en el líquido que contenía el
frasco, y luego, acercándose disimuladamente al prisionero, se lo aplicó a la
cara. Joë Dorgan lanzó un débil gemido, y, respirando el cloroformo, quedó
sin sentido.
En seguida, Slugh y uno de los hombres enmascarados lo cogieron con
precaución y lo ataron fuertemente sobre un caballo, que los emisarios de la
Mano Bermeja habían tenido la precaución de traer con ellos dejándolo algo
atrás.
Todo esto se había llevado a cabo con una rapidez extraordinaria, bajo las
estupefactas miradas de los tramps, tan intimidados por la presencia de los
«grandes jefes» que hasta se habían olvidado del coche de los dólares.
Los dos enmascarados se disponían a montar a caballo, cuando Slugh se
creyó en el deber de preguntarles qué era lo que debía hacer con el carro y el
botín.
—¡Vaya una pregunta! —contestó con impaciencia uno de los dos
desconocidos—. Que se haga el reparto, según se acostumbra. Ya cuidaremos
en tiempo oportuno de mandar recoger lo que corresponde a la Mano
Bermeja. ¡Y mucho cuidado con equivocarse en las cuentas! ¡Conocemos
exactamente la suma que traían!
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Los desconocidos habían vuelto a montar a caballo, colocando al que
llevaba el cuerpo inerte de Joë Dorgan entre los suyos, y de esta manera
desaparecieron a galope tendido por el lado norte del desfiladero.
Después de tres horas de cabalgar sin pronunciar palabra, por malos
caminos, llegaron por fin a una carretera mejor cuidada, con postes y mojones
indicadores.
Los caballos estaban cubiertos de blanca espuma, cuando los jinetes se
apearon delante de una pasada de miserable aspecto, construida con troncos
de árbol mal unidos. Un mozo salió de ella, y, sin despegar los labios, les
ayudó a transportar el cuerpo de Joë Dorgan a un banco de piedra colocado al
lado de la puerta. No se distinguía luz alguna a través de las ventanas de la
barraca. Los dos hombres se habían quitado ya los antifaces y paseaban,
hablando en voz baja. Así pasó media hora.
Los emisarios de la Mano Bermeja empezaban a impacientarse, cuando el
rumor de un automóvil se dejó sentir en el silencio de la noche.
Diez minutos después, un soberbio cien HP, con lujosa carrocería,
adecuado para largos viajes, se paró delante de la posado con los faros y
reflectores encendidos.
El chófer, lo mismo que el mozo que estaba cuidando de los caballos,
tampoco pronunció ninguna palabra. Silenciosamente también, los dos
bandidos instalaron a su prisionero, que seguía aún exánime, en el interior del
coche, que partió en seguida a la máxima velocidad.
Tres días después, el mismo coche misterioso, cubierto ahora de barro y
de polvo, entraba en New-York un poco antes de media noche, y después de
haber recorrido bastante despacio la mitad de la 10.ª Avenida, paraba frente a
una suntuosa morada cercada de altos muros y cerrada por una lujosa verja de
hierro forjado. En una de las columnas que la sostenían se veía empotrada una
placa de mármol negro con la siguiente inscripción, en letras doradas:
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Vamos a reproducir, como documento curioso, uno de los artículos que, a
título de información, publicó el New-York Herald, con tal motivo:
«Un horrible atentado acaba de sembrar la consternación en el Estado de
California, y el duelo en la familia de uno de nuestros más respetables
conciudadanos, Mr. William Dorgan. Joë, el más joven de sus dos hijos, ha
desaparecido en circunstancias trágicas, y todo induce a creer que ha sido
víctima de los bandidos de la Mano Bermeja.
»Mr. Joë Dorgan, que aunque cuenta solo 26 años, ha dado ya muestras de
poseer brillantes condiciones como administrador y financiero, había sido
encargado por su padre de ir a recaudar las importantes sumas que los
granjeros de los inmensos dominios que posee en California no habían
liquidado aún con el multimillonario. En esa región se hallan todavía algunos
parajes completamente desiertos y extensiones considerables en donde no se
ha construido carretera ni línea férrea alguna y en donde todos los servicios
públicos están tan primitivamente organizados, que dejan mucho que desear.
»Mr. Joë Dorgan, que había conseguido realizar felizmente su cometido,
regresaba escoltado por doce policías a caballo. El dinero recaudado lo
llevaba en uno de esos sólidos carromatos, que son los únicos vehículos que
pueden transitar por los caminos desiguales y rocosos de la Sierra. Fue al ir a
atravesar un desfiladero, que las tempestades de estos últimos días han hecho
casi intransitable, cuando el convoy fue atacado.
»Algunos cow-boys que se dirigían a la feria de uno de los pueblos
comarcanos de la región, han encontrado los cadáveres horriblemente
mutilados de los doce policías, cerca del carromato abandonado y de los
caballos despanzurrados.
»Como detalle espeluznante, añadiremos que cada uno de los cadáveres
presentaba en la mejilla la señal de una mano ensangrentada, groseramente
marcada. En este crimen, como en muchos otros, los bandidos de la Alano
Bermeja han dejado impresa su siniestra huella.
»A pesar de todas las pesquisas, el cuerpo del infortunado joven no ha
podido ser hallado.
»No se atreven a esperar que haya caído prisionero. Se cree más bien que
los tramps habrán arrojado su cadáver a alguna de las simas de la Sierra.
»Se ha organizado un cuerpo de policía que en estos momentos está dando
una batida por aquellas desiertas regiones; pero, hasta el presente, no ha dado
más resultado que descubrir, en un paraje desierto llamado Black-Canon, una
caverna que debía de servir de refugio a los bandidos, porque en ella se han
encontrado armas, municiones y provisiones de todas clases. La persecución
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de los bandidos continúa, dirigida con incansable actividad por el ingeniero
Harry Dorgan, hermano de la víctima, quien, en cuanto se enteró, acudió
inmediatamente al lugar del suceso.
»Aprovechamos esta ocasión para dar algunos detalles sobre la Alano
Bermeja, esta poderosa sociedad de malhechores que, desde hace algunos
años, es el terror de los Estados Unidos del oeste y está poderosamente
organizada, poseyendo, según dicen, ramificaciones en el mundo entero, no
teniendo empero nada de común con otra sociedad italiana similar, de nombre
parecido. Los que la componen son, casi todos, de nacionalidad americana,
alemana o irlandesa. Cuenta entre sus adeptos gentes de todas las categorías
sociales, y parece que en ella figuran banqueros, comerciantes, médicos,
oficiales y hasta jefes de policía de las ciudades más importantes. Esto explica
la inconcebible impunidad de que disfrutan la mayor parte de sus miembros.
»Todos los intentos realizados hasta ahora para el exterminio de esos
miserables, han resultado infructuosos; pero la última hazaña que acabamos
de relatar, sobrepasa en audacia y horror a las realizadas hasta ahora, y esto
debe abrir los ojos a los poderes públicos. Esperamos, pues, que el Senado de
Washington vote una ley especial y los créditos necesarios para que la
Dirección de policía pueda disponer lo necesario a fin de conseguir acorralar
en sus guaridas a los afiliados de la Mano Bermeja».
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II
EN PLENA CARNE VIVA
El Dr. Cornelius Kramm era uno de los médicos más afamados de New-York
y se puede decir que estaba de moda, no acudiendo a su gabinete de consulta
más que los millonarios o multimillonarios. Su fisonomía, de expresión
enigmática y astuta, aparecía en las primeras páginas de los rotativos y de las
revistas más importantes. Sus libros: La Estética racional del ser humano y
Medios científicos de prolongar la juventud en el hombre y la mujer, eran
muy celebrados y habían merecido los comentarios de todos los sabios del
mundo que se dedicaban a esta clase de estudios. Su talento era
universalmente apreciado.
Además, Cornelius Kramm no era un médico como todos. Dejaba para sus
colegas el cuidado de curar las dolencias; él solo se ocupaba de personas que,
disfrutando de perfecta salud, padecían algún defecto físico. Dentro de esta
especialidad, había realizado verdaderos milagros.
Entre otros muchos, se citaba particularmente el caso del coronel Mac
Dolmar, quien, herido por un shrapnell, durante la guerra de Filipinas, había
quedado completamente desfigurado, por faltarle la nariz y casi la mitad de la
cara. El Dr. Cornelius había reconstruido la cara desfigurada de Mac Dolmar
y apenas se distinguían, en ella señales de la antigua mutilación. Por este
supremo arte había adquirido los sobrenombres con que se le designaba, que
eran los de «El Rejuvenecedor» y el de «Escultor de Carne Humana».
Se afirmaba, con evidente exageración, que estaba en su mano el
transformar una vieja jamona arrugada, bizca y desdentada, en una
encantadora jovencita fresca y sonrosada. Muchos estaban completamente
convencidos de que su poder en esta materia era ilimitado.
El doctor, que durante algún tiempo había habitado en una ciudad recién
fundada del Far-West, ahora se había instalado definitivamente en New-York,
en donde poseía una clínica de belleza, esthetic institute, como dicen en
América, montada con todos los adelantos científicos y el confort moderno
más refinado. Cornelius Kramm vivía solo, no teniendo más familia que un
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hermano algo menor que él, Fritz Kramm, que se dedicaba a la venta de
cuadros y objetos de arte en gran escala.
Desde hacía algunas semanas, el doctor tenía en su clínica a un joven
americano de maneras taciturnas y carácter misantrópico que, al parecer, no
seguía tratamiento alguno, pues era de constitución robusta y parecía gozar de
envidiable salud. Ocupaba en el piso segundo del hotel una habitación aislada,
con vistas al jardín. No salía nunca de día. Únicamente de noche bajaba a
fumar un cigarro, paseando por las sombrías avenidas de dicho jardín, que
parecía un verdadero parque por lo extenso. Algunas veces, celebraba largas
entrevistas con el doctor en el laboratorio de este último.
El sujeto que llevaba esta vida de eremita parecía bastante resignado a
ella. Cuando estaba solo, se dedicaba con extraordinario ardor al estudio de
los tratados moderaos de química y de fisiología. Era tan aficionado a ellos,
que se le pasaban las horas sin sentir, y solo los abandonaba para hacer
diariamente un poco de ejercicio, muy conveniente a su salud.
Otra particularidad de la existencia que llevaba allí el recluso, era que
todas las mañanas un viejo italiano, llamado Leonello, que hacía muchos años
estaba al servicio del doctor, entraba en su cuarto y le sacaba una fotografía.
Por lo menos tenía una colección de un centenar, tomadas en todas las
posturas: de pie, sentado, de frente, de perfil, vestido, desnudo, etc., etc.
Esto sí que parecía molestarle. En vano había procurado averiguar por qué
motivo y con qué fin multiplicaban de tal manera y de tan diferentes aspectos
su imagen.
A todas sus preguntas, contestaba Leonello con evasivas. Un día, el joven
se negó a retratarse otra vez; pero el viejo italiano solo tuvo que recordarle,
cortésmente, que era por orden del doctor, y sin protestar se resignó a servir
una vez más de modelo, dejándose enfocar por el objetivo de un aparato
fotográfico de gran potencia, que reproducía las imágenes casi de tamaño
natural y con una limpidez y minuciosidad de detalles sorprendentes.
Una noche en que el extraño pensionista de la clínica de belleza se
paseaba despacio y fumando por las oscuras avenidas del jardín,
contemplando los rutilantes destellos de las innumerables estrellas que aquella
noche se distinguían en la bóveda azul del cielo, le pareció que alguien seguía
sus pasos. Volvió la cabeza con involuntario estremecimiento; pero, al
encontrarse cara a cara con Leonello, se tranquilizó.
—¿También da usted un paseo? —preguntó al italiano.
—No —respondió este en tono respetuoso—; venía a buscarle.
—¿Es que el doctor necesita hablarme?
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—Precisamente.
—Me alegro, voy corriendo; pero, dígame usted en dónde se halla, ¿en su
despacho o en su laboratorio?
—Voy a acompañarle a usted. Está en su laboratorio; pero no en el que
usted conoce.
—Entonces, basta con que me indique el camino.
—Imposible. No conseguiría usted dar con él. Vale más que le acompañe.
—Está bien, le sigo.
—Le advierto que este laboratorio al cual le llevo está rigurosamente
vedado, aun a los más íntimos amigos del doctor, que ignoran hasta su
existencia. Es realmente un verdadero favor que dispensa a usted
admitiéndole en él.
Mientras iban hablando, Leonello y su acompañante entraron en el
edificio principal, penetrando en un corredor pavimentado de mármol,
alumbrado por lámparas de vapor de mercurio, que difundían una tenue y
azulada luz. Se pararon delante de un ascensor.
—Entonces, ¿este nuevo laboratorio no se halla en el entresuelo? —
preguntó el cliente, algo sorprendido.
—No —contestó tranquilamente el italiano—; es un laboratorio
subterráneo.
Apretó el botón, y el ascensor se puso en movimiento, parando en una
especie de vestíbulo, con paredes revestidas de azulejos y completamente
desnudas de cuadros, en las que se abrían algunas mamparas forradas de
cuero. Un ruido rítmico de émbolos y bielas demostraba que en el subsuelo
funcionaban algunas potentes máquinas.
—Hemos llegado —dijo Leonello y, empujando una de las mamparas, se
quedó cortésmente atrás, para que su acompañante pasara primero.
Al salir de la semioscuridad del vestíbulo, el pensionista del doctor
quedóse deslumbrado.
Se hallaba en una inmensa sala abovedada en forma de cúpula, con las
paredes revestidas de azulejos blancos. Bajo la deslumbradora luz eléctrica se
distinguían, amontonados, toda clase de aparatos y objetos heterogéneos.
Sobre unos pedestales, veíanse modelos de cera de tamaño natural, imitando
miembros con la epidermis levantada y cuyos tejidos musculares se
presentaban extraordinariamente colorados; se veían también unas especies de
jaulas montadas sobre zócalos de vidrio, según el sistema de Arsonval, que
permitían que el enfermo colocado en ellas pudiera ser sometido por todas
partes al haz bienhechor de los rayos eléctricos; sillas con resortes que
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permitían inmovilizar o distender los miembros, y, en una vitrina, un grupo de
autómatas de cera, con tan exquisito arte construidos, que daban la sensación
de seres animados; y, por fin, en una de las esquinas, sobre losas de mármol,
estaban tendidos algunos cadáveres a medio disecar, en perfecto estado de
conservación, gracias, sin duda, a algunos poderosos antisépticos.
La atmósfera de este fantástico laboratorio estaba saturada de un aroma
extraordinariamente balsámico, que parecía sumamente vivificante y cuya
absorción debía formar parte integrante del tratamiento a que eran sometidos
los enfermos.
El Dr. Cornelius, en cuanto percibió al recién llegado, dejó una probeta
que tenía en la mano, en la cual se disponía a decantar el contenido de un
recipiente, y adelantóse a su encuentro, sonriendo tan amablemente como se
lo permitía su siniestra fisonomía.
—Buenas noches, mi querido Baruch Jorgell —dijo, designándole una
silla—; encantado de su visita. Si me he permitido molestarle esta noche, ha
sido porque tengo necesidad de hablarle de un asunto verdaderamente
importante.
—Este laboratorio es realmente espléndido —dijo Baruch, mucho más
impresionado de lo que quería aparentar.
—¿Verdad que sí? —replicó con cierta indiferencia el doctor—. ¡Oh! Me
ha costado mucho dinero; pero tiene la ventaja de que en él me dejan con toda
tranquilidad. Si me diera la gana, podría aquí desollar vivo a uno de mis
clientes, aunque gritara como un condenado, con la seguridad de que no le
habían de oír.
—Efectivamente, esta es una gran condición —contestó Baruch, cada vez
más intranquilo.
El doctor, que se había dado ya perfecta cuenta del malestar de su
interlocutor, sonrióse burlonamente. Sus ojos sin pestañas y redondos como
los de los pájaros de mal agüero, brillaron detrás de sus gafas de oro.
—Tranquilícese usted —contestó con cierta ironía—. Me dedico muy
raras veces a experimentos de vivisección, y aún solo en aquellos casos que
considero de verdadero interés para la Ciencia.
—¿De qué se trata, entonces? —preguntó Baruch, impaciente.
—A ello voy. ¿Recuerda usted, Baruch, en qué situación se hallaba el día
en que vino aquí?
—Lo recuerdo perfectamente. Tengo bastantes motivos para ello. Le estoy
profundamente agradecido y no olvidaré jamás lo que ha hecho por mí; pero
me parece inútil hablar del pasado.
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—Al contrario, es muy útil. Comprendo que ciertos recuerdos le resulten
desagradables, pero es necesario que entre nosotros no exista ningún
equívoco.
—Hable usted —murmuró Baruch, que palideció sin poderlo evitar.
—Cuando usted vino aquella noche a pedirme asilo y protección, era
usted acusado de haber asesinado al químico francés Maubreuil, a quien había
despojado, además, de sus diamantes. Se hallaba usted completamente
acorralado. Su retrato estaba fijado en las esquinas con las señas de su
filiación, su cabeza pregonada y centenares de policías lanzados en su
persecución.
—¡Es cierto! —exclamó el asesino, que había tenido tiempo de recobrar
su sangre fría—; me salvó usted, no lo niego. Hasta recuerdo que en aquella
ocasión me habló de cierta asociación entre usted, su hermano y yo, que
prometía excelentes resultados, «grandiosos», recuerdo que dijo. Después, no
me ha vuelto a hablar palabra de ello.
—Pues bien, el momento ha llegado y voy a comunicarle cuáles son estos
proyectos que, lo repito, considero «grandiosos». No retiro la palabra. Voy a
hablarle con franqueza y sin rodeos. La verdad, y de usted para mí, ¿tiene
usted gran interés en conservar su actual fisonomía?
—¿Mi fisonomía?
—Sí. Me refiero al tono de sus cabellos, a la expresión del rostro, al color
de su cutis; en una palabra, a todo lo que constituye su personalidad física.
—La verdad, no tengo interés alguno; por lo que veo, usted quiere teñirme
el pelo y estucarme la cara para que sea difícil conocerme. El Dr. Cornelius
levantó los hombros.
—¡Teñirle, estucarle! ¡Qué tontería!
Y después añadió, muy formal:
—No se trata de eso. La transformación será tan radical, tan absoluta, que
usted se convertirá realmente en otro hombre.
—¡Imposible!
—Al contrario, perfectamente posible. Claro que el intento es atrevido;
pero nada expuesto ni peligroso. Mi hermano Fritz ya le explicó el otro día los
procedimientos de que me valgo para conseguir los resultados maravillosos
que obtengo. Habrá usted podido comprender que son tan ingeniosos como
sencillos.
—Pero ¿por qué una transformación tan completa? —murmuró Baruch
con el corazón angustiosamente oprimido. ¿No serían suficientes algunos
retoques?
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—No, nada de retoques. Veo que es necesario explicarle mis proyectos
con toda clase de detalles. Una noche como esta, por ejemplo, usted se
duerme en el pellejo de Baruch Jorgell, notable criminal perseguido por la
policía internacional, y, cuando despierta, se halla convertido, por el arte
mágico de la Ciencia, en uno de los gentlemen de la aristocracia de los
Quinientos, y, además, hijo dichoso y feliz de un padre multimillonario.
Baruch, durante un momento, estuvo persuadido de que el doctor se había
vuelto loco.
—¡Esto es un sueño! ¡Un mal sueño! ¡La Ciencia no puede, no podrá
jamás realizar semejante metamorfosis!
—¡Ja, ja! —exclamó burlonamente Cornelius.
—Usted así lo cree, porque ignora los poderosos recursos de la
carnoplastia, ciencia creada por mí. ¡Por algo me llaman el «Escultor de
Carne Humana»!
A Baruch Jorgell le temblaban las piernas. Se veía sometido ya a la atroz
experiencia, con sus carnes desgarradas en vida.
—Prefiero quedar tal como soy —dijo con voz ahogada por el miedo.
El doctor se había levantado con la cara radiante de orgullo.
—Yo podría, si quisiera, prescindir de su consentimiento; pero prefiero
emplear el razonamiento para convencerle. Después que acabe de hablar,
comprenderá cuál es su verdadero interés.
Y luego añadió:
—¿Conoce usted a Joë Dorgan, el hijo del multimillonario?
—¡Ya lo creo! —respondió Baruch, sorprendido—. En Boston hemos
sido compañeros de estudio. Después, he llegado a perderle de vista. Al que
conozco mucho es a su hermano, el ingeniero Harry Dorgan. Como usted
sabe, era el director de la fábrica de electricidad de Ciudad-Jorgell, y, por
cierto, hacía el amor a mi hermana Isidora. ¡Oh, a este le detesto
mortalmente!…
—No se trata de él —interrumpió el doctor—. Se trata de su hermano Joë.
¿Sabe usted una cosa? Pues que usted y Joë son bastante parecidos. Tienen la
misma estatura y son poco más o menos de la misma corpulencia.
Aprovechando este parecido, pienso realizar la perfecta transformación. Al
cabo de unas semanas de tratamiento, el resultado es seguro.
—¿Incluso la cara?
—Incluso la cara.
—¿Entonces existirán dos Joë Dorgan?
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—No, eso no; porque, gracias una vez más a la Ciencia, el verdadero Joë
Dorgan se habrá convertido en el famoso Baruch Jorgell. ¿Comprende usted
ahora? Usted pasa su personalidad, algo sospechosa, como se hace con la
moneda depreciada, a un vecino complaciente, quien, en cambio, le traspasa
la suya. Es muy sencillo.
Baruch se hallaba verdaderamente aturdido. Apenas alcanzaba a
comprender, en conjunto, el audaz y arriesgado proyecto del «Escultor de
Carne Humana».
—¡Es portentoso! —exclamó—. Sería demasiado hermoso si fuera
factible; pero yo preveo muchas dificultades. Por de pronto, Joë Dorgan se
negará a endosarse mi desacreditada personalidad. ¡Se resistirá como un
demonio! ¡Nos acusará, pidiendo una investigación, y la verdad será
descubierta!
—Esa es una eventualidad —contestó el doctor—, que no temo. Le doy
mi palabra de que Joë Dorgan no hará la menor reclamación, por la sencilla
razón de que ha perdido por completo la memoria…
—Y aun cuando así fuera —replicó Baruch enérgicamente—, aunque yo
llegara a adquirir la apariencia exacta de Joë Dorgan, me sería imposible
asimilarme su voz, sus gestos, sus opiniones y su modo de pensar.
—Todo esto es posible —prosiguió el doctor, entusiasmado. Poseo el
medio de procurarle la voz, el modo de andar y los gestos exactamente
iguales a los de Joë. Haré que usted conozca su pasado y los recuerdos que
pueda guardar de él, y hasta sus pensamientos más íntimos. Llegará usted a
poseer su alma, hasta donde sea posible.
Baruch Jorgell se sentía realmente horrorizado; sus dientes castañeteaban
de terror. Comprendía que Cornelius no mentía y que realizaría lo que estaba
afirmando, pesare a quien pesare.
—Pero ¿qué clase de hombre es usted? —balbuceó ya fuera de sí.
—¡Oh! Nada más que un sabio. Un sabio muy modesto, se lo aseguro. No
vea usted nada de sobrenatural ni brujería alguna en mis procedimientos. No
he hecho más que perfeccionar algunos sistemas de uso corriente. Cuando
haya publicado el volumen que tengo en preparación sobre la carnoplastia,
los prodigios que realizo y que ahora tanto asombro producen estarán al
alcance de todos los médicos.
A despecho de toda la elocuencia de Cornelius, Baruch dudaba.
—¡Pues bien, a pesar de todo, me niego a ello! —dijo de pronto.
—Como usted quiera —contestó irónicamente el doctor—. Es usted libre,
después de todo, de aceptar o no mi proposición. Pero ya comprenderá usted
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que, puesto que se opone a mis proyectos —que son en beneficio de usted
mismo—, no puede permanecer en mi casa. Se marchará usted de aquí hoy
mismo, y ya sabe lo que le espera una vez que salga usted a la calle: la cárcel
y el sillón infamante de las electrocuciones.
Baruch rechinó los dientes, como si fuera un lobo cogido en la trampa.
—Le obedeceré —murmuró como a pesar suyo—; sé que estoy en sus
manos… ¡Ah, ya sabía yo que me haría pagar bien caro el servicio que me
prestó!…
—Estoy encantado de ver que por fin ha entrado usted en razón; pero, se
lo repito, no hay motivo alguno para que tenga la aprensión que siente. Su
vida no corre ningún peligro, y no sentirá usted dolor alguno… Será usted el
primero, cuando vea el éxito alcanzado, en felicitarme por él.
—Lo dudo; pero, puesto que no tengo más remedio que servir de sujeto
para la tremenda prueba, empiece usted cuanto antes. ¡He tomado mi partido!
—Ya sé que es usted valiente; así, pues, empezaremos esta misma noche.
Celebro mucho que se halle usted en perfecta salud, porque esta noche vamos
a dedicarnos a algunas pruebas que exigen, de su parte, cierta resistencia.
—Estoy dispuesto —murmuró el asesino, resignado—. Pero ¿en dónde
está la persona a quien voy a sustituir?
Cornelius Kramm apretó el botón de un resorte y se descorrió una cortina,
descubriendo una cama rodeada de haces de hilos eléctricos. Sobre la cama
estaba tendido un hombre, poco más o menos de la estatura de Baruch, pero
cuya fisonomía no se parecía en nada a la de este último. Parecía dormir
tranquilamente, tenía los párpados cerrados y en sus labios erraba una vaga
sonrisa.
A pesar de estar dormido, debía alguna vez de soñar en voz alta, porque a
la cabecera de la cama se veía, sobre una mesita, un fonógrafo para poder
impresionar lo que fuera diciendo.
—Tengo el honor de presentarle al distinguido joven Joë Dorgan, dijo con
sorna el Doctor Cornelius. —Como usted ve, está completamente dispuesto a
complacernos sin resistencia alguna y sin oponerse lo más mínimo a la
experiencia que vamos a realizar.
—Pero ¿cómo es que se encuentra aquí? —preguntó Baruch, algo
escamado.
—No se preocupe usted por ello —dijo Cornelius—. Lo único que a usted
le interesa, es que hace más de una semana que Joë Dorgan está bajo la acción
de un sueño hipnótico. Le he transmitido mi voluntad de que vaya contando
todos los sucesos y recuerdos de su infancia con toda clase de detalles, aun los
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más nimios. Todo esto lo impresiona el fonógrafo para que usted pueda
aprovecharlo a su debido tiempo.
A medida que Cornelius le iba iniciando en sus planes, Baruch Jorgell se
tranquilizaba algo.
¿Será también preciso que yo le exponga mis recuerdos y mis proyectos?
—No. Sería inútil. Ya le he dicho que Joë perderá toda noción del pasado.
Cuando la plástica quirúrgica le habrá procurado el parecido exterior con
usted, bastará una pequeña operación en la laringe para darle la voz, y luego
una ligera inyección en el cerebro para suprimirle la memoria.
—¿Por qué no hacerle desaparecer sencillamente de una vez?
—Fritz me proponía lo mismo; pero yo no quiero. En primer lugar,
porque la existencia de un falso Baruch es una garantía de seguridad para
usted, y después, porque yo tengo mi amor propio como experto en
operaciones de esta clase y no me desagrada vencer la dificultad de una doble
transformación que todos consideran poco menos que imposible.
—Tal vez tenga usted razón; cuando el pseudo Baruch sea bien y
bonitamente electrocutado como asesino del señor Maubreuil, a nadie se le
ocurrirá irme a descubrir bajo la epidermis de Joë Dorgan.
—No olvide, además, que, gracias a mí, va usted a ser uno de los
herederos de William Dorgan. Puede afirmarse que ha nacido usted con buena
estrella, pues rechazado por Fred Jorgell, encuentra usted inmediatamente
otro padre, también multimillonario, en la persona de William Dorgan.
Y añadió, sarcásticamente:
—Dentro de poco estará usted, mi querido Baruch, en disposición de
recompensar con regia generosidad a sus amigos.
—Y no dejaré de hacerlo. Esté usted seguro de ello.
—Si se olvidara de ello, por lo demás —replicó el doctor con voz llena de
amenazas— cometería usted una imprudencia; ni mi hermano ni yo somos
personas de las cuales se pueda burlar impunemente.
—¡Jamás he tenido tal intención! —protestó Baruch con vehemencia.
—¡Cálmese! Tenemos en usted la más completa confianza, sin la cual,
como usted comprenderá, me hubiese sido fácil escoger a otro. Pero, basta.
Estamos perdiendo demasiado tiempo en explicaciones. Vamos a poner
manos a la obra inmediatamente.
—Estoy a su disposición —dijo Baruch bastante tranquilo.
Y, después de haber contemplado durante largo rato en un gran espejo
colgado en la pared sus propias facciones, que no había de volver a ver
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jamás, se sentó resueltamente en el sillón metálico que le designaba el doctor
Cornelius.
Este tomó un frasco, que acercó a la nariz de Baruch, quien en seguida se
quedó profundamente dormido.
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III
DENTRO DE LA PIEL DE OTRO
Las operaciones tan difíciles como largas, con las cuales el Dr. Cornelius
Kramm pretendía llevar a cabo la extraña metamorfosis, duraron bastantes
días y se realizaron siguiendo un riguroso método.
Ayudado por Leonello, lo primero que hizo fue sacar las mascarillas de
los dos sujetos, y, una vez conseguidas, las fijó en un zócalo. Luego, gracias a
las fotografías en colores que había sacado, fue matizándolas tan exactamente
que adquirían apariencia de vida. Después, gracias a las inyecciones
hipodérmicas de parafina caliente, consiguió llenar un poco la cara
enflaquecida de Baruch y dar a sus carrillos la forma redondeada de los de
Joë; y, por medio de una hábil resección de los cartílagos de la nariz,
consiguió rectificar su forma. La semejanza de las dos caras empezó a
acusarse de un modo notable.
Con las mangas de la camisa levantadas y enseñando sus esqueléticos
brazos, el Dr. Cornelius trabajaba con ardor febril. Operando en plena carne
viva, añadiendo o cortando, según la necesidad del caso, era realmente en
aquel momento cuando podía dársele con justicia el sobrenombre de
«Escultor de Carne Humana».
Cuando hubo terminado con el bisturí y la jeringuilla de las inyecciones
hipodérmicas el primer bosquejo, le tocó la vez al microscopio. Gracias a los
pigmentos de negro de humo y rosa, obtuvo los matices de la carne, y, con
ayuda del tatuaje, las manchitas más imperceptibles de la piel. Jamás artista
alguno puso empeño semejante en perfeccionar su obra.
Los cabellos y la barba solamente le exigieron un inmenso trabajo. Los
cabellos, calculados por centímetros cuadrados, fueron depilados por medio
de la electrólisis uno a uno; luego, Leonello, por medio de una aguja especial,
fue colocándolos otra vez, introduciendo más en donde habían estado más
tupidos, y eso uno a uno, como hacen los peluqueros en caso de calvicie
incurable.
Los dientes presentaron menos dificultad.
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Se tomaron con cera los moldes, y Cornelius, con una lima y con unas
cuántas implantaciones, obtuvo un resultado muy satisfactorio. Para dar el
tono del cabello, empleó una tintura indeleble. El doctor había realizado
algunos estudios sobre los alcaloides que permiten modificar el color de los
ojos, y decidió que, para proporcionar a Baruch los ojos negros de Joë, era
indispensable un tratamiento interno.
El doctor Cornelius, una vez que hubo terminado estos trabajos, quedó
durante largo rato contemplando su obra.
—¡La semejanza es perfecta! —exclamó con orgullo—. ¡Es imposible
hacer más! ¡Ahora, la experiencia se ha llevado a cabo y soy dueño de
modelar a mi antojo la cara humana! ¡Mis dedos manejan la carne viva como
si fuera arcilla!
Leonello le sacó de su entusiasmo lírico.
—Maestro —dijo—, la obra puede considerarse como acabada en lo
concerniente a Baruch; sin embargo, todavía resulta mucho más corpulento
que Joë.
—Esta imperfección es fácil de remediar sometiéndole a una corriente
eléctrica de alta tensión, que le producirá una abundante transpiración. Lo
mismo hacen algunos jockeys la víspera de las carreras; ¡Baruch va a
adelgazar en pocas horas, como quien dice! Prepare usted lo necesario.
El tratamiento indicado por Cornelius obtuvo un éxito completo. En unas
doce horas, Baruch fue reducido al peso y corpulencia exigidos.
El doctor le hizo transportar luego fuera del laboratorio, y, con un
entusiasmo que le hacía incansable, se dispuso a emprender, según el modelo
matizado, la transformación de Joë Dorgan en Baruch Jorgell. Esta operación
la llevó a cabo con el mismo cuidado y habilidad que la primera.
Cuando Baruch volvió en sí, sintió una extraña y dolorosa sensación: le
parecía haber estado durmiendo durante años enteros. Notaba un malestar
general y se sentía débil como un niño.
Abrió los ojos y sorprendióse mucho de hallarse en su habitación.
Poco a poco iba adquiriendo conciencia de sí mismo. Recordaba su visita
al laboratorio subterráneo y el extraño pacto que en él había llevado a cabo;
después, había come una niebla y confusión en sus recuerdos.
Probó de hacer algún movimiento.
No lo consiguió, pues tenía todo el cuerpo envuelto en vendas con fuertes
muelles y moldes que le inmovilizaban. Su cara estaba cubierta por una
máscara de acero que le distendía dolorosamente los párpados y la comisura
de los labios.
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Intentó hacer un movimiento para escapar de todo aquello que parecía
aprisionarle; pero nada pudo conseguir. Lanzó un doloroso gemido, y
entonces percibió a algunos pasos de su cama al ayudante del doctor, al
ceremonioso Leonello.
—No se mueva usted —dijo el italiano—. Tengo el placer de anunciarle
que la prueba intentada por mi ilustre maestro el Dr. Cornelius Kramm ha
sido llevada a cabo con éxito completo. Dentro de algunas semanas estará
usted casi restablecido, y en cuanto pueda usted levantarse, podrá trasladarse
al palacio de su padre Mr. William Dorgan, el cual está inconsolable por su
ausencia.
Baruch se estremeció y sintió el vértigo en su cerebro debilitado. ¡Luego
era un hecho que el «Escultor de Carne Humana» había realizado su terrible
promesa! Sintió un deseo irresistible de ver su cara. Le parecía imposible que
Leonello hubiese dicho la verdad.
—¡Oh! ¡Un espejo! —balbuceó—. ¡Yo quisiera un espejo!
Pero no prosiguió, presa de un terror indecible. No era su voz la que salía
de su garganta; no reconocía la entonación que le era familiar.
—Cálmese usted —exclamó Leonello con vivacidad—. El doctor ha
ordenado que no hable usted y que esté completamente inmóvil. También ha
prohibido que coma usted en algunos días. Estoy encargado de alimentarle a
base de algunos líquidos.
Baruch dejó escapar un suspiro ahogado que Leonello interpretó
fielmente.
—Tranquilícese usted —dijo—. Esto no durará mucho, y, mientras tanto,
estará usted perfectamente cuidado. Yo no me separaré de la cabecera de su
cama. De noche y de día, estaré a su lado dispuesto a adivinar sus menores
deseos. Desea usted ver su nueva cara, y, después de todo, es un justo deseo
que voy a satisfacer inmediatamente. Voy a descubrirle por un momento nada
más.
Leonello, con muchas precauciones, desenganchó los muelles de la
máscara, separó esta y acercó un espejo al rostro del paciente.
Baruch Jorgell lanzó un grito de estupor.
La cara sorprendida y melancólica que le contemplaba en el espejo no era
la suya. Tenía, por el contrario, las facciones del joven que antes de someterse
a la metamorfosis había visto durmiendo en el laboratorio subterráneo, las
facciones, en una palabra, de Joë Dorgan.
No pudo resistir por mucho tiempo la contemplación de estas facciones
que, sin embargo, eran desde aquel momento las suyas.
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Cerró los ojos, porque sentía la impresión de que acababa de ver un
espectro.
—¿Ha visto usted? —preguntó irónicamente el italiano—. Supongo que
está usted contento con su nueva cara; ahora voy a colocarle otra vez la
máscara.
Baruch no dio señal de protesta alguna, dejándosela colocar dócilmente.
Le parecía que se iba a volver loco y probó de dormir para no pensar. Gracias,
sin duda, a los fuertes medicamentos que le habían hecho tomar, consiguió
conciliar un profundo sueño.
Al despertar al día siguiente, experimentó, aunque atenuada, la misma
desagradable sensación que el día anterior; pero, mientras estuvo despierto, se
sintió mortalmente aburrido. Durante este día recibió la visita del Dr.
Cornelius. Le acompañaba Fritz Kramm, el cual se quedó realmente extasiado
ante el maravilloso resultado obtenido.
—Es increíble —dijo—; ¡jamás hubiera creído que se pudiera llegar a una
semejanza tan perfecta! ¡Esto es realmente prodigioso!
—Lo malo es —contestó irónicamente Cornelius Kramm— que no resulta
un plato agradable para el que tiene que sufrir la operación; lo comprendo
perfectamente.
Un relámpago de odio pasó por los ojos del convaleciente, que continuaba
reducido al silencio y a la inmovilidad. El doctor añadió:
—Pero ¡qué triunfo!
—Efectivamente, tendría que ser muy hábil el detective que descubriera a
Baruch Jorgell bajo la piel de Joë Dorgan, que se ha endosado como si fuera
un traje nuevo…
—Que le sienta admirablemente.
—¡Parece más joven!
—¡Más elegante!
—¡Y más distinguido!
—¡Nunca es demasiado para un hijo de multimillonario!
Baruch, que se hallaba imposibilitado de abrir la boca, sufría una
verdadera tortura oyendo estas irónicas palabras de consuelo.
Leonello, en cambio, hacía lo posible para que el convaleciente lo
soportara todo con paciencia. Cada día le daba detalles sobre lo mucho que
iba adelantando hacia la completa curación y le guardaba toda clase de
atenciones y deferencias.
Los días se iban sucediendo, y Baruch seguía devorado por la impaciencia
y el aburrimiento.
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Al fin, las heridas se cicatrizaron, las carnes puestas en contacto y
violentamente apretadas se adhirieron; los aparatos pudieron quitarse y
Baruch empezó a levantarse y a tomar alimentos sólidos.
El asesino, tan milagrosamente metarmofoseado, experimentó una
verdadera alegría el día en que se le permitió bajar al jardín apoyado en el
brazo de Fritz y de Leonello.
Es cierto que no estaba aún completamente curado y sentía una gran
debilidad, experimentando extrañas sensaciones. Se hallaba como
desorientado dentro de su flamante envoltura física; su cuerpo, nuevamente
modelado y retocado, como quien dice, por «El Escultor de Carne Humana»,
le molestaba como si fuera un traje que le viniera corto y estrecho; sus piernas
vacilaban, sus gestos no eran espontáneos, su voz insegura, y sentía en todo
su ser la extraña sensación de entorpecimiento que sentiría el que por un
milagro volviera a la vida y saliera de su féretro.
—Todavía no está usted acostumbrado a su nueva envoltura —dijo el
doctor, que le estaba observando atentamente—. Aún se muestra usted torpe y
pesado de gesto y actitud; pero esto se corregirá pronto. Por lo demás, yo
quisiera verle ya completamente curado.
—¿Por qué?
—Porque es preciso empezar a trabajar.
Y como Baruch demostrara cierta sorpresa, añadió:
—¿Es que no se acuerda usted de lo que le dije? Gran cosa es que posea
usted el parecido físico de Joë Dorgan; ¡pero eso no es todo! Posee usted ya
su voz; ahora le falta aprender sus frases, asimilarse su modo de pensar, sus
gustos, sus manías, sus gestos, y, en una palabra, todo lo que contribuye a
constituir su personalidad.
—Pero ¿cómo llegar a conseguirlo? —preguntó Baruch, que, en medio de
su trastorno moral, no había pensado aún en ello.
—Ya está previsto. Tengo en mi laboratorio subterráneo infinidad de
discos fonográficos que Joë ha tenido la bondad de impresionar y que
contienen todo lo que nos hace falta. Es preciso que prescinda usted por
completo de su antiguo yo y se acostumbre a ciertas palabras y ciertas frases.
¿Tiene usted buena memoria?
—No muy mala.
—Entonces todo irá bien.
—Permítame usted todavía una observación —dijo Baruch asombrado—.
Para las ideas y las frases, tenemos resuelta la cuestión; pero ¿y para los
gestos y el modo de andar?
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—Todo está previsto. No he dejado nada al azar. He procurado sacar
algunas películas en donde figura Joë Dorgan en toda clase de actitudes; en
pie, andando, acostado, sentado, comiendo o leyendo: usted no tendrá más
que imaginarse durante una temporada que es actor y estudiar
concienzudamente el personaje que va a representar.
—¡Estoy seguro de conseguirlo! —exclamó Baruch—. Tomaré todo el
tiempo necesario, porque quiero que la adaptación sea perfecta.
Como el doctor Cornelius había previsto, Baruch olvidó muy pronto los
sufrimientos pasados y la reclusión forzosa a que se había visto sometido. Se
sentía orgulloso de haber salido victorioso y con vida de la fantástica prueba a
que había sido sometido. Estaba tan entusiasmado, como indeciso se había
manifestado antes.
Desde el día siguiente, bajó temprano al laboratorio subterráneo y
permaneció en él hasta bien entrada la noche, ejercitándose con una especie
de frenesí en grabar en su memoria, de manera indeleble, las actitudes y los
pensamientos de su víctima.
No dejó pasar un solo día sin que se dedicara a tales ejercicios.
Mientras la voz lenta del fonógrafo iba repitiendo las frases alegres o
tristes, agradables o desabridas, dictadas inconscientemente por Joë Dorgan,
bajo el imperio de una voluntad hipnótica, Baruch las repetía pacientemente,
palabra por palabra, esforzándose en imitar su exacta entonación. Otras veces,
frente a un aparato cinematográfico que Leonello manejaba, estudiaba y
procuraba imitar los gestos y las expresiones habituales y familiares de su
sosias involuntario.
Resultaba verdaderamente extravagante y grotesco ver aquel negro
fantasma fotográfico moviéndose en la pantalla, mientras que Baruch, con las
facciones crispadas, se esforzaba en reproducir esmeradamente sus gestos y
actitudes.
De vez en cuándo, los hermanos Kramm sometían a su cómplice a una
especie de examen.
El doctor se frotaba las manos, viendo lo que iba progresando.
—¡Esto marcha! —decía—. Casi casi ha llegado ya a la perfección. Unos
días más de trabajar concienzudamente, y estará usted completamente
convertido en un perfecto Dorgan.
Baruch Jorgell era un verdadero pícaro y criminal empedernido sin
ninguna clase de escrúpulos ni remordimientos; habría consentido, sin vacilar,
en cometer un nuevo crimen; pero, a medida que, gracias a las palabras
fonográficas que oía, iba aprendiéndolas de memoria, penetraba al mismo
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tiempo en las profundidades íntimas del pensamiento de su víctima y se sentía
invadido por una especie de malestar, así como por un principio de
vergüenza.
La juventud de Joë Dorgan había sido de una conducta ejemplar. En
cuanto terminó sus estudios en Boston, en compañía de su hermano Harry
Dorgan, se convirtió en activo colaborador de su padre.
Muy caritativo, sobrio y trabajador, Joë no tenía vicio alguno y era de
carácter franco y leal.
Mientras el asesino iba comprobando estas hermosas cualidades que de
buena o de mala gana no tenía más remedio que asimilarse, se sentía invadir
por una rabia tremenda.
—¿Por qué —exclamaba colérico— me veo obligado a representar tan
terrible comedia? ¡Cornelius es un miserable! Parece que disfruta viéndome
desempeñar el papel de hipócrita y de santito. ¡Pero, paciencia! Tiempo
llegará en que podré verme libre de este aborrecible dominio.
Y con rabia reconcentrada, sin atreverse a protestar, tenía que seguir
ensayando su papel de hombre honrado y estaba cada día más desesperado.
Bien pronto se produjo otro fenómeno en su ánimo. Como pasaba la mayor
parte del tiempo en el laboratorio subterráneo, lleno de máquinas
extraordinarias, de maniquíes en posturas extravagantes y cadáveres a medio
disecar, el asesino pronto se vio asediado por terribles pesadillas. Su sueño
estaba poblado de máscaras pintorreadas. La atmósfera saturada de
electricidad y de gases de olor penetrante iba ejerciendo poco a poco una
perjudicial influencia en su cerebro. Se daba perfecta cuenta de que, si aquello
duraba, acabaría por volverse loco.
Al principio había creído que le costaría mucho adaptarse a su cambio de
personalidad; pero pronto se convenció de lo contrario.
Cuando, al llegar la noche, sintiéndose cansado, descansaba unos
momentos, a veces se iba a mirar en el espejo; pero se apartaba en seguida,
horrorizado.
—¡Es terrible! —murmuraba temblando—. ¡Me he convertido en el
propio fantasma de mi víctima!
Otras veces, a la indecisa luz de la aurora o del crepúsculo vespertino, no
era la imagen de Joë la que se le aparecía en el espejo, sino la cara triste
coronada por largos cabellos grises del señor Maubreuil; la cara vengadora
del químico francés, a quien había asesinado para robarle los diamantes.
—¡Atrás, fantasma! —gritaba, castañeteándole los dientes.
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Y, lívido de terror, se apresuraba a tapar el espejo o a volverlo contra la
pared.
Para despejar su cabeza, después de semejantes alarmas, Baruch subía
corriendo al jardín, a respirar con delicia el aire fresco, prolongando su
estancia bastantes horas bajo la sombra de los árboles; y si era por la noche,
entraba luego en su habitación, y, rendido de emociones y fatigas, quedaba
profundamente dormido.
Sentía una gran necesidad de reposo; hubiera querido marcharse lejos, lo
más lejos posible de aquella maldita casa en donde le perseguían los
fantasmas y en donde sufría tan terribles pesadillas; pero tenía que habérselas
con unos tiranos implacables.
Cornelius no le dejaba en paz, ni le concedía siquiera un solo día de
descanso.
Hasta llegó al siguiente extremo: Baruch se acostaba alguna noche con el
firme propósito de descansar al otro día, aun cuando no fuera a gusto de los
hermanos Kramm; pero, en llegando la hora en que tenía costumbre de
levantarse, parecía que un poder invisible le arrancaba de la cama,
obligándole a vestirse y bajar al laboratorio.
Reflexionando sobre esto, pronto se convenció de que el «Escultor de
Carne Humana» y su ayudante ejercían sobre él una terrible influencia
hipnótica.
En adelante, le sería imposible desobedecerles.
Sin embargo, sus encarnizados esfuerzos para llegar a parecerse en todo a
Joë, no habían sido inútiles. Ahora que las cicatrices del bisturí y de la aguja
de la jeringuilla habían desaparecido, y el tiempo y el reposo habían borrado
las huellas del masage eléctrico, nadie hubiese podido sospechar la
metamorfosis tan audazmente llevada a cabo por el Dr. Cornelius.
Baruch Jorgell se hallaba convertido en el vivo retrato de Joë Dorgan.
En cuanto a este último, Cornelius no le nombraba jamás. Baruch no
había vuelto a tener noticias de él ni se atrevía a pedirlas.
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IV
UN APARECIDO
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Y, efectivamente, entre el célebre asesino y el deudor desaparecido existía
un parecido notable.
Por fin, después de pensarlo mucho, se decidió a ir a la Dirección de
Policía para hacer una declaración en regla. Esperaba que la felicitarían por el
interés en favor de la tranquilidad pública que su acto demostraba; pero vio
con sorpresa que, por el contrario, era muy mal recibida por el jefe de los
detectives.
—¡Mistress! —exclamó este, furioso—, no hacía falta que se molestara
usted en venir. ¿En qué ha estado usted pensando? ¡Tener en su casa y en su
mesa a un criminal cuya cabeza está pregonada a precio de oro, fijarse
inclusive en que se parece a los retratos publicados en los periódicos y no
ocurrírsele venir más que cuando el pájaro ha volado ya! ¡Es inaudito!
—Pero yo lo ignoraba; ya puede usted suponerlo, master. ¡Si yo hubiese
podido suponer!… ¡Figúrese que hasta le concedí crédito!
—¡Es usted una estúpida! ¿Naturalmente, no la ha pagado?
—¡No, master!
—¡Es usted verdaderamente tonta! Ha hecho bien; usted se lo merece. A
estas horas, el asesino debe estar camino del extranjero o escondido en algún
sitio desierto. ¡Este se nos escapa!
Y añadió, mientras acompañaba a la pobre patrona de la casa de viajeros
hasta la puerta:
—La pista se ha perdido; y perdido del todo, ¡gracias a usted! ¡Tanto
gusto, mistress!
Mistress Griffton estaba furiosa.
—¡Solo faltaba que me echaran la culpa! —iba refunfuñando—. ¿Tengo
yo la culpa de que los policías sean tan ineptos y que no sepan cumplir con su
deber? ¿Podía yo sospechar que aquel pobre corredor, tan modesto y tan bien
educado, era el mismo que había matado a un pobre viejo con un martillo,
robándole diamantes tan grandes como tapones de garrafa?
Cuando llegó a su casa de viajeros, estaba realmente de humor
insoportable.
Sin embargo, el paso que había dado no resultó completamente inútil, al
menos para ella.
Su declaración fue publicada en los periódicos y esto llevó una nube de
periodistas a la casa de viajeros, deseosos de averiguar cuáles eran los
manjares favoritos del famoso Baruch Jorgell, sus costumbres, su juego
predilecto y la marca del tabaco que fumaba.
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Ávidos de informaciones bien documentadas y exactas, los periódicos
publicaron el retrato de mistress Griffton y las fotografías de la salita y del
comedor.
Después de los periodistas y los detectives por afición, fueron los
curiosos. Aquello fue un desfile continuo de papanatas y fisgones, encantados
de visitar la habitación que había ocupado el famoso criminal y de sentarse en
el mismo sitio en que acostumbraba a sentarse a comer.
La patrona bendecía, en su fuero interno, al fugitivo asesino, que solo con
pasar por su casa le había hecho cuadruplicar las ganancias.
Por poco que durara la racha, pronto le sería posible traspasar su
establecimiento y marcharse a acabar tranquilamente sus días en una casita de
campo.
Para estar a la altura de las circunstancias, mistress Griffton adquirió, en
un almacén de modas francés, un soberbio peinador de seda bordado y mandó
empapelar de nuevo la salita; y, por fin, aumentó el servicio con un atlético
negrazo al que encasquetó una gorra con galón dorado y que tenía por misión:
sacar brillo al entarimado, lavar la vajilla y dar una mano al arreglo de las
habitaciones.
Desde que se había puesto de moda, la señora patrona había adquirido a
sus propios ojos una importancia colosal. En la salita en donde cada noche
presidía la reunión de sus huéspedes, se arrellanaba en su butaca al lado del
piano y procuraba darse aires de gran señora. Había que pedirle por favor que
contara a los nuevos pensionistas la historia, cien veces repetida, del asesino
Baruch Jorgell, que, según ella, había ido a hospedarse en su casa con el solo
propósito de asesinarla.
—¡En fin! —exclamaba—, ¡puedo dar gracias a la divina Providencia si
he escapado con vida!
Y todos temblaban al pensar en el peligro que había corrido.
Para ella, el momento más solemne del día era aquel que dedicaba a la
lectura de los sucesos en los periódicos, en los cuales se relataban, recargados
con vivos colores, crímenes, suicidios, linchamientos, sin fijarse en su
verosimilitud. Cuando se trataba de algún drama verdaderamente sensacional,
mistress Griffton se dignaba leerlo ella misma a sus pensionistas.
Experimentaba un malsano placer en hacerles pasar por todas las sensaciones
del miedo, del estupor y de la consternación, mientras iban escuchando el
relato de un crimen apasionante, como por ejemplo: el secuestro o el asesinato
de Joë Dorgan, llevado a cabo con una audacia inverosímil.
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Pero estaba escrito que mistress Griffton tenía que desempeñar un papel
principal en una de estas tragedias policíacas que ejercían en ella tan poderosa
atracción.
Una noche en que, sentada en su trono, colocado en el sitio acostumbrado,
o sea entre el piano y la mesita del té, estaba acabando de leer un largo
artículo consagrado precisamente a Joë Dorgan, cuyo cadáver no había
podido ser descubierto, el timbre eléctrico de la puerta de la calle empezó a
sonar repetidas veces.
—Toby —dijo mistress Griffton al mozo que acababa de servir el té y las
pastas secas—, baje usted a abrir la puerta y conduzca al visitante al
despacho, siempre que sea persona de buen aspecto.
—Está bien, mistress.
—No sé —añadió esta—, quién pueda ser a estas horas.
Toby había salido.
A los pocos minutos, apareció otra vez con la cara lívida y descompuesta,
temblando de miedo.
—¿Qué pasa? —preguntó enfáticamente la patrona.
—¡Mistress!… mistress! —repitió Toby, con voz entrecortada.
—Pero ¿qué pasa?
—¡Mistress!… —repetía Toby, lleno de espanto.
El pobre estaba tan asustado, que no conseguía articular palabra.
Mistress Griffton lo estaba más que él, pero quería disimularlo.
—Debe ocurrir algo extraordinario —murmuró—. Es preciso que vaya yo
misma en persona a enterarme de quién es el intruso que ha causado
semejante terror a Toby.
Y, cuidadosamente, para aparentar que conservaba toda su sangre fría,
dobló el periódico, se aseguró los lentes en la nariz y dirigiose resueltamente
hacia la puerta.
Apenas tuvo tiempo de llegar a la habitación contigua y le faltó poco para
caerse al suelo del empellón que le dio el que entraba, un personaje con
mirada extraviada y la ropa sucia y andrajosa. Entró atropelladamente en la
salita; miró a su alrededor con mirada inconsciente, suplicante y temerosa al
mismo tiempo.
Después, levantó la cabeza balbuceando algunas palabras
incomprensibles; su cara demacrada, con los pómulos salientes, apareció en
plena luz, iluminada por las lámparas eléctricas.
Entonces, mistress Griffton y todos los circunstantes no pudieron reprimir
un grito de espanto. Una señora anciana se desmayó, otras se parapetaron
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detrás del piano. En cuanto a Toby, había tenido buen cuidado de esconderse
debajo de una mesa.
—¡Baruch Jorgell! —gritaban en medio de una indescriptible confusión
—. ¡Es él! ¿Cómo se atreve a presentarse en esta casa?… ¡Quiere matarnos a
todos!… ¡Socorro!… ¡Al asesino!…
Mistress Griffton, durante un momento, había quedado verdaderamente
paralizada por el terror; pero, en medio del pánico general, aún fue la que
demostró más valor y la primera que, con admirable serenidad, comprendió
que era necesario afrontar la crítica situación.
—¡Señoras y caballeros! —ordenó con voz llena de autoridad—; ¡que se
cierren todas las puertas y apoderémonos del criminal, a fin de impedir que
pueda hacer uso de arma alguna!
Baruch Jorgell, hay que confesarlo, no parecía abrigar ninguna mala
intención. ¡Parecía como si acabase de caer de la luna!
Al oír la voz varonil de la patrona, hasta los más cobardes habían
recobrado ánimos. En un minuto, Baruch Jorgell, que, por otra parte, no se
había defendido lo más mínimo, fue sujetado por diez vigorosos brazos. Le
echaron al suelo, amarrándole sólidamente con las abrazaderas de los
cortinajes, depositándole luego sobre un sofá. Él dejaba hacer, sin la menor
protesta, contentándose con mirar a todos con aire estúpido y embobado.
Toda la asamblea, después de tan importante y feliz captura, dejó oír una
exclamación triunfal. Mistress Griffton estaba radiante de orgullo y
satisfacción.
—Ahora, Toby —dijo con una admirable sencillez—, vaya usted a buscar
a una pareja de policías. Ahora sí que voy a tomar el gran desquite —pensaba
la patrona—. Cuando fui a declarar, aquel imbécil me recibió bastante mal;
veremos ahora lo que dice.
Y su mirada se fijó en el miserable bandido, tendido sobre el sofá, cuyos
ojos, en aquel momento, estaban convertidos en un verdadero torrente de
lágrimas, considerando que para ella representaba un verdadero tesoro.
Aquella cara llena de lágrimas parecía, por lo demás, impregnada de tanta
mansedumbre y humildad, que se sintió realmente impresionada.
—Y, sin embargo, es él —¡le reconozco perfectamente! Pero, cualquiera
diría que no está en sus cabales. Tiene todo el aspecto de un idiota. Esto es sin
duda un castigo de Dios; se conoce que los remordimientos le han trastornado
el juicio.
Los pensionistas de la casa de viajeros habían formado círculo alrededor
del asesino, a quien contemplaban con la boca abierta. ¿Aquel era el astuto
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bandido, el asesino, el autor de tantos crímenes que había tenido en jaque a la
policía de ambos mundos?
En la salita reinaba un profundo silencio. A pesar de la gravedad del caso,
mistress Griffton podía disimular apenas una sonrisa de satisfacción.
Como la lechera de la fábula, estaba calculando todos los beneficios que
iba a reportarle la importante captura del criminal. Por de pronto, la cuantiosa
prima, que ya veía en su caja en forma de un abultado fajo de billetes de
banco; luego, la gran publicidad que el suceso iba a alcanzar y que para ella
se traducía en un reclamo gratis de gran provecho para su casa de viajeros.
Todo esto, con ser mucho, no era nada comparado con lo que para ella
representaba la gloria que alcanzaría su nombre por haber conseguido librar a
la sociedad de un criminal empedernido y peligrosísimo.
Ya veía su retrato colocado en sitio preferente al lado del de Baruch
Jorgell.
Pensando en ello y en las futuras interviews que la esperaban, se le ocurrió
que no estaría de más empezar a interrogar al criminal antes que los
periodistas y los detectives consiguieran las primicias en un asunto tan
sensacional.
—Señoras y caballeros —dijo con la misma solemnidad que si fuera el
presidente de un tribunal de justicia—, ¿ne les parece a ustedes que
convendría someter al criminal a un previo interrogatorio, para que nos
pusiera en claro algunos extremos?
—¡Sí, sí, desde luego; es preciso, absolutamente indispensable! —
exclamaron a una los pensionistas.
Baruch Jorgell, cuya cara descompuesta seguía bañada en lágrimas,
lanzaba en torno miradas de fiera acorralada.
—¡Infame, traidor! —decía la patrona—. ¿Era para asesinarme a mí, a
quien has estafado indignamente, abusando de mi bondad, que has vuelto a
esta honrada casa?
—No cabe duda —contestó Toby, que ya había salido de su escondite de
debajo de la mesa.
—¡Silencio! —exclamó mistress Griffton—; ¡deje usted responder al
acusado!
Pero Baruch Jorgell no salía de su estúpido abatimiento.
A las preguntas de la patrona, solo contestaba con palabras incoherentes:
—¡Sí, sí!… Yo no sé nada… No, mistress —murmuraba, haciendo un
evidente esfuerzo de memoria.
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Esto era todo lo que conseguían sacar de él. Sin embargo, a fuerza de
atormentarle a preguntas, mistress Griffton acabó por comprender que unos
desconocidos —cómplices sin duda— habían acompañado al asesino a la
puerta de la casa de viajeros, y después de llamar a la puerta, habían
desaparecido.
—¡Los tramps! —repetía él—. ¡La Mano Bermeja!… ¡Sí!…
—Es que quiere hacernos comprender —explicaba mistress Griffton, que
ha pertenecido a la Mano Bermeja. Seguramente, gracias a eso, ha podido
escapar durante tanto tiempo a las pesquisas llevadas a cabo para capturarlo.
—Yo no le entiendo —dijo uno de los pensionistas—. Cualquiera diría
que se ha vuelto completamente idiota.
—Todos los asesinos acaban así. Se dedican al éter y a la ginebra para
ahuyentar los remordimientos y terminan perdiendo la razón.
Y acabó en un tono que quería demostrar su infalible sagacidad:
—¿Quieren ustedes saber lo que evidentemente ha ocurrido? No es muy
difícil de adivinar. Perseguido por todos, ha debido hallar refugio entre los
malhechores de la Mano Bermeja, quienes se habrán cobrado tal hospitalidad
robándole los diamantes. Una vez despojado, han querido desembarazarse de
él trayéndole hasta aquí.
—¿Por qué aquí y no a otra parte? —preguntó uno.
—También tiene su explicación. Deben de haber leído mi declaración en
los periódicos. Trayéndole aquí, estaban seguros de que sería detenido, lo cual
sin duda han considerado como un medio infalible para deshacerse de él.
—Tal vez lleva todavía encima algunos de sus diamantes —insinuó Toby.
—Puede ser —replicó mistress Griffton—. ¿Cómo no se nos ha ocurrido
registrarle?
Es que… —hizo observar tímidamente uno de los huéspedes—, no sé si
tenemos derecho a ello.
—¡Oh! —respondió otro—, ¡puesto que el registro va a tener lugar
delante de testigos, es legal!
—Completamente legal.
—Entonces, empecemos.
—Empecemos…
Una vez adoptada por unanimidad tal moción, mistress Griffton ordenó a
Toby que empezara por los bolsillos del cautivo. El criado, improvisado
detective, empezó su cometido bajo las anhelantes miradas de la
concurrencia. A medida que iba sacando cosas las iba colocando sobre el
piano: primero, un bowie-knife de tamaño bastante regular, una browning, una
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petaca con tabaco y otros diversos objetos, fueron saliendo uno después de
otro. Al fin, descubrieron una cartera conteniendo algunos billetes de banco y
algunos papeles pertenecientes a Baruch Jorgell.
—¡Ya ven ustedes! —exclamó mistress Griffton—. ¡No cabe duda! ¡Es el
asesino del señor Maubreuil!
Pero los que presenciaban el registro no habían llegado aún al final de sus
emociones.
Toby sacó de pronto, de entre el forro del chaleco, algunas piedras
incoloras y transparentes.
—Puedo asegurarles —dijo uno de los pensionistas que se dedicaba a
tallar piedras preciosas— que son los diamantes en bruto más hermosos que
he visto.
Estas interesantes investigaciones iban a continuar sin duda, cuando entró
en la salita una pareja de policías.
Después de breves explicaciones, pusieron las esposas a Baruch Jorgell y
se lo llevaron, cogiéndole cada uno por un brazo, pues parecía no poderse
tener en pie. Además, rogaron a todos los presentes que pasaran a la
Dirección de Policía, para tomarles declaración.
Durante el camino, tuvo lugar una discusión entre mistress Griffton, que
pretendía que la prima le correspondía íntegra, y sus huéspedes, que alegaban
tener derecho a una parte cada uno. El jefe de policía, a quien el caso fue
sometido, declaró que mistress Griffton sería, desde luego, indemnizada de la
cantidad que se le adeudaba, y que, además, le correspondía una parte de la
prima, mayor que a los demás. Este arreglo amistoso dejó satisfechos a todos.
Baruch Jorgell fue encerrado en una celda y sujetado con fuertes grilletes,
y, una vez que todos los testigos hubieron declarado, volviéronse a la casa de
viajeros, en donde mistress Griffton, para celebrar tan memorable
acontecimiento, obsequió a sus huéspedes con un bol de ponche.
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V
PERPLEJIDAD
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Después de haber perdido la mar de tiempo en esta causa tan sensacional,
el juez instructor no tuvo más remedio que declarar que el criminal no estaba
en el uso de sus facultades mentales. Para reconocerle, fueron llamados los
más eminentes especialistas de los Estados Unidos, los cuales, después de
examinarle detenidamente, declararon por unanimidad que Baruch Jorgell,
atacado, de graves lesiones cerebrales, era completamente irresponsable de
sus actos.
Esta declaración produjo en el público una gran decepción. No se
ocultaban para decir que el padre del asesino, el multimillonario Fred Jorgell,
había comprado a los médicos para salvar la vida de su indigno retoño. La
prisión fue asaltada por numerosa muchedumbre exaltada, que hablaba, nada
menos, de linchar al asesino. Fue preciso que acudieran dos secciones de
policía a caballo, para dispersarla y restablecer el orden.
Por lo demás, era completamente falso que Fred Jorgell hubiese
sobornado a los médicos encargados de reconocer a su hijo. El
multimillonario, como había declarado ya, no pensaba realizar tentativa
alguna encaminada a sustraer a su hijo al justo castigo de sus culpas. Se
alegraba, sin embargo, más que por nada, por su hija Isidora, de que Baruch
no fuese condenado al último suplicio.
Además, se alegraba también porque era mucho más preferible que su hijo
hubiera obrado bajo el impulso de la locura, que pensar que había podido
realizar sus monstruosos crímenes en plena conciencia de sus actos.
La ley americana prohíbe que un loco sea condenado a muerte. A causa de
las rotundas declaraciones de los médicos, el jurado pronunció un veredicto
de «no ha lugar», por haber obrado el criminal inconscientemente; y el
tribunal decidió que fuera internado en un Lunatic-Asylum (así llaman en
América a los manicomios).
Entonces, pareció que todos se habían dado a una la consigna para no
hablar más de este asunto, que, por lo demás, permanecía aún envuelto en el
misterio.
La policía, a pesar de sus numerosas pesquisas, no consiguió averiguar de
qué manera había podido Baruch emplear el tiempo desde que había
regresado a New-York, y acabó por abandonar sus investigaciones.
Mistress Griffton y sus huéspedes cobraron las considerables primas
ofrecidas por la Dirección de Policía de New-York y por la señorita
Maubreuil y su tutor el señor Bondonnat. En cuanto a los diamantes hallados
escondidos entre la ropa del asesino y depositados en la escribanía del
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Juzgado, se vendieron en provecho de los pobres, según expresa voluntad de
la hija de la víctima.
El caso de que Baruch se hubiese vuelto súbitamente idiota, llamó
poderosamente la atención de los especialistas; no pudieron descubrir en el
asesino los síntomas de ninguna de las enfermedades mentales conocidas
hasta hoy. Únicamente podían comprobar una amnesia casi completa, pero sin
las características habituales y ordinarias en tales casos. A falta de mejor
hipótesis, acabaron por convenir en que Baruch había —como ya ha ocurrido
otras veces— perdido la memoria a consecuencia de la conmoción sufrida a
raíz de cometer su crimen. Otros explicaron la cosa achacándola a cierta
conformación particular de los lóbulos cerebrales, y se prometieron estudiar el
curioso caso a la muerte del paciente, que, según ellos, no tardaría en ocurrir.
Pronto Baruch Jorgell, que había sido ya internado en el Lunatic-Asylum,
fue olvidado. No de todos, sin embargo. Todavía existía una persona en el
mundo que se interesaba por el desgraciado demente, y esta persona era su
hermana Isidora.
Inmediatamente después del proceso, se había apresurado a mandar la
cuarta parte de la pensión anual que pensaba dedicar a su hermano, al director
del manicomio para que cuidara a Baruch lo mejor posible y le alojara en una
habitación particular procurando que no careciera de nada.
Miss Isidora administraba por sí misma la fortuna personal heredada de su
madre, y, por lo tanto, no había tenido necesidad de acudir a su padre, a quien
no había creído prudente enterar de las intenciones que abrigaba respecto a su
hermano, porque sabía que el multimillonario no le perdonaría jamás, ni aun a
la hora de su muerte, y que había prohibido formalmente que en su presencia
se pronunciara el nombre de su indigno hijo.
Miss Isidora, en algunos puntos difería bastante de las demás jóvenes hijas
de los multimillonarios, pertenecientes a la sociedad de los Quinientos, que,
por lo regular, no se ocupaban más que de vestidos llamativos y de costosas
joyas. Ella, por el contrario, dedicaba sus ratos de ocio a la lectura de obras
serias e instructivas.
Fred Jorgell, que adoraba a su hija, tenía una confianza tan ilimitada en su
buen criterio, que jamás emprendía un negocio importante sin consultarla, y
no se había dado aún el caso de que hubiera fallado empresa alguna que ella
hubiera aconsejado.
Precisamente por aquellos días, Fred Jorgell sostenía —cortésmente, se
entiende— una batalla financiera contra William Dorgan. Después de haber
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compartido durante tantos años el trust del maíz y del algodón, aspiraban
ahora, cada uno de ellos, a ser el único dueño del mercado.
Gracias a miss Isidora, la lucha entre los dos trusteros no había llegado a
agudizarse. Isidora había sido la novia de Harry Dorgan. La desaparición de
Baruch, echado por su padre a consecuencia de los misteriosos crímenes[1]
cuyo autor había sido descubierto por el ingeniero, era causa de que se
hubiera retrasado la boda.
Ahora, con motivo de la inmensa resonancia alcanzada en América por el
asesinato del señor Maubreuil, había sufrido una nueva demora. Es costumbre
en los Estados Unidos que, al prometerse dos novios pertenecientes a la clase
de multimillonarios y a la sociedad de los Quinientos, publiquen los
periódicos su retrato, y miss Isidora se estremecía al pensar que pudieran
aparecer en una misma página el retrato suyo y de Harry al lado del de su
hermano, Baruch el asesino.
—¡Esperemos! —había suplicado al ingeniero; y Harry Dorgan había
accedido dócilmente a sus razonamientos, resignándose a esperar.
Esta semiruptura no impedía que los dos jóvenes se quisieran con toda su
alma y procuraran encontrarse en los salones de la buena sociedad, que ambos
frecuentaban.
Pero después de la escandalosa publicidad que se había dado al asesinato
del señor Maubreuil, Isidora llevaba una vida muy retirada.
En la soledad del inmenso palacio de su padre, situado en la 5.ª Avenida,
la joven había seguido con apasionado interés las fases por que había pasado
el asunto de su hermano. La huida de Francia, la llegada a New-York, su
desaparición, y, finalmente, su detención.
Se pasaba tardes enteras meditando sobre ello, mientras paseaba por las
avenidas del parque de su padre, bordeadas de hermosos naranjos. Otras
veces, para poderse dedicar de lleno a sus pensamientos, procuraba aislarse y
se iba a su sitio predilecto, que era una espesura formada por cedros
venerables y bajo cuya sombra se hallaba un banco de mármol cubierto de
césped.
A lo mejor, le acudían extraños pensamientos. A fuerza de reflexionar, se
fijó en ciertas contradicciones en el asunto de Baruch, que no dejaron de
llamar su atención. Presentía en todo ello un misterio y le parecía que la
justicia había obrado con demasiada precipitación. Se hallaba plenamente
convencida de que la madeja que envolvía la verdad de este drama era muy
difícil de desenredar, por tratarse de un asunto mucho más complejo de lo
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creía detectives y reporters, deseosos, tan solo de hallar un desenlace o
solución, más verosímil.
Con dolorosa ansiedad, la joven había ido siguiendo, por los relatos de la
prensa, los interrogatorios de los jueces, de los alienistas y de los que,
particularmente, habían hablado con su hermano, y tales lecturas la habían
dejado perpleja.
Estaba convencida de que Baruch carecía escrúpulos y de sentido moral;
pero le constaba, al mismo tiempo, que estaba dotado de un equilibrio mental
a toda prueba y también de una poderosa energía.
En todo esto —pensaba— se oculta un enigma insondable. Si mi
desgraciado hermano hubiese perdido completamente la memoria, no le
hubiese sido posible encontrar el camino de la casa de viajeros; no habría
conservado de ella el menor recuerdo. ¿Por qué, además, no ha querido nunca
reconocer a mistress Griffton ni declarar que la había visto otras veces? Otro
enigma: ¿Qué ha sido de los diamantes de tamaño extraordinario, o sea de los
de verdadero valor? ¿Por qué no se encuentra su rastro, siendo así que las
gemas que se salen del tamaño ordinario son perfectamente conocidas de los
joyeros, y en cuanto un diamante de inusitado peso y valor aparece en el
mercado se da cuenta de ello en las revistas profesionales editadas en Londres
y en París?
Era evidente, entonces, que los diamantes se hallaban en manos de
alguien. ¿De uno o varios cómplices? Y si era así, ¿por qué la policía no hacía
nada para capturarles?
Y, a despecho de la irrebatible evidencia, miss Isidora quería aún
conservar la esperanza de que su hermano, tal vez, no fuera tan culpable como
parecía.
Este problema constituía para ella una verdadera obsesión. Era preciso
que llegara a descubrir la verdad, y, decidida a ello, tomó una determinación.
Acompañada de mistress Mac Barlott, se dirigió un día al Lunatic-Asylum,
situado en las afueras y a cuatro millas de New-York.
Como suele ocurrir casi siempre en América, el manicomio ofrecía el
contraste de un lujoso confort y de una horrible pobreza.
Toda una parte del edificio estaba construida de mármol y azulejos
polícromos, con ventanales de vistosos colores.
En esta parte, se hallaban instalados la administración, los médicos del
establecimiento y algunos clientes ricos, casi todos ellos antiguos
especuladores, cuyo cerebro había sido deprimido por el surmenage.
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Los alienados pobres, estaban desterrados en cuchitriles de tablas mal
unidas, de donde salían, de día y de noche, gritos y lamentos.
Al traspasar la sólida verja con sus puntas en forma de lanzas doradas, la
señora de compañía sintió cierta emoción, que no logró disipar por completo
el recibimiento, por demás obsequioso, que les dispensó el director.
El doctor Johnson, un yanqui de una gravedad imponente, no ignoraba
que su visitante era la hija del multimillonario Fred Jorgell, y se puso
cortésmente a su disposición.
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VI
EN EL «LUNATIC ASYLUM»
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—No, muchas gracias —respondió la joven con frialdad.
—Le aseguro que hace usted mal —replicó el director, con cierta
insistencia—. Tenemos, por ejemplo, al aviador Nelson, que se cree
transformado en aeroplano y hay que vigilarle constantemente para que no se
suba a los tejados y eche a volar; al hombre automóvil, que se pasea durante
el día entero envuelto en neumáticos y a quien cuesta lo indecible disuadir de
que no debe tragar bencina; al hombre gato, que rechaza todo alimento que no
sea leche o hígado crudo y se pasa el tiempo mayando y afilándose las uñas.
Tenemos también…
—No dudo —le interrumpió la señora de compañía— que todos esos
enfermos sean realmente muy interesantes; pero miss Isidora no siente deseo
alguno por conocer a esos desgraciados, cuya vista serviría únicamente para
avivar su pena. ¡Ha venido aquí con el único objeto de ver a su hermano!
—Está bien —contestó el director, algo contrariado por lo poco que
agradecían sus ofrecimientos—. Yo creí que podía interesarles; pero, puesto
que no es así, no hablemos más de ello. Siento tenerlas que dejar; pero me
esperan, He aquí el jefe de los vigilantes que las acompañará.
Y el doctor Johnson, después de saludar ceremoniosamente a las dos
señoras, las dejó en compañía de un hombre atlético, vestido de uniforme
amarillo con botones de metal. Era el jefe de los vigilantes del manicomio.
Miss Isidora le hizo algunas preguntas referentes a su hermano; pero se
conoce que había recibido ciertas instrucciones especiales para contestar a los
parientes de los clientes ricos.
—Mister Jorgell —contestó en tono deferente— se encuentra lo mejor
posible, dado su estado. No podemos quejarnos de su conducta. En cuanto a
los cuidados que se le prodigan, ya saben ustedes, señoras, que el lema de la
casa es: DULZURA, HUMANIDAD Y COMODIDAD.
El hombre del uniforme amarillo, empero, se guardó muy mucho de
hablar de camisa de fuerza, de duchas frías y del látigo, de cuyos medios
solían servirse sin escrúpulo en cuanto alguno de los enfermos se mostraba
algo exaltado.
Habían llegado delante de un alto muro en el cual se abría una pequeña
puerta de hierro con mirilla.
El vigilante descolgó de su cintura un manojo de llaves y luego introdujo
a las visitantes en un recinto cerrado, cuyo suelo estaba cubierto de un
raquítico césped y en donde crecían unos anémicos arbolillos. Aquellos eran
sin duda —pensó miss Isidora con el corazón oprimido— los vastos jardines
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dedicados a las curas al aire libre y a los ejercicios físicos, de los cuales había
hablado el director.
Allí se hallaban los enfermos de pago, en número de unos treinta. Unos,
parecían abatidos y taciturnos; otros, se paseaban agitadamente, gesticulando,
bajo la recelosa mirada de cuatro vigilantes, temerosos de ser atacados de
improviso. No sin cierta dificultad, pudo miss Isidora conocer a su hermano
entre el grupo de los melancólicos.
—¡Qué cambiado está! —murmuró—. ¡Cualquiera diría que ha
envejecido diez años!
Y contemplaba con horror aquella cara desfigurada por los
remordimientos y la enfermedad, con la mirada apagada, sin destellos de vida,
inanimada y con los carnosos labios descoloridos como los de un anciano. Un
ser acobardado, encorvado, con los miembros temblorosos y de edad
indefinible. Esto era todo lo que quedaba del robusto y enérgico Baruch.
—¡No puedo acostumbrarme a la idea de que este sea mi hermano! —dijo
la joven con una gran tristeza.
—¡Sin embargo, es él! —contestó la escocesa—. Pero ¡qué cambiado!
¡No es ni la sombra de lo que fue!
Miss Isidora estaba tan impresionada que continuaba indecisa, sin
atreverse a dirigir la palabra a su hermano. Por fin, consiguió dominar la
instintiva repulsión que hacia él sentía.
Cogió sus manos, sentándose a su lado.
—Soy yo, tu hermana Isidora —dijo, esforzándose por sonreír—. ¿Cómo
estás?
Baruch levantó los ojos hacia la joven, pero con mirada indiferente, y
retiró la mano con un gesto de miedo.
—¡Es horrible! —dijo mistress Mac Barlott, apartándose también ella con
un movimiento instintivo—. ¡Ni siquiera la conoce!
—¡Baruch! —insistió miss Isidora, con dulzura—. ¡Haz un esfuerzo de
memoria! ¡Mírame! ¡Soy Isidora! ¿No recuerdas? ¿No te dice nada este
nombre?
—Nada —contestó él, en voz ronca.
Pero en aquel momento contemplaba a la joven con mirada menos
apagada, por la cual pareció que acababa de pasar, con la rapidez del
relámpago, un destello de inteligencia. Después, se llevó la mano a la frente
con ademán desesperado.
—Y no recuerdo —murmuraba—, no sé nada… ¿Qué quiere usted? ¡Soy
muy desgraciado! ¡Oh, sí, muy desgraciado!…
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Miss Isidora tuvo que volver la cara para ocultar las lágrimas que
empezaban a inundar sus ojos. ¡No podía más! Sin embargo, quiso intentar
una última prueba, para conseguir arrancar a Baruch algunas palabras más.
No quería marcharse sin una esperanza, por leve que fuera.
—Dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó, procurando dominar su
emoción.
—No lo sé…
—¿No lo recuerdas?
—No…
Y escondió la cabeza entre las manos. Isidora no pudo conseguir más que
oírle unas pocas palabras incoherentes, pronunciadas como por casualidad.
Durante tan conmovedora escena, la señora de compañía había estado
muda. No podía apartar la vista de un pobre caballero anciano cuyos gestos le
llamaban poderosamente la atención. Se paseaba a cuatro patas, levantando el
espinazo. Era precisamente el que se creía transformado en gato. De repente,
se puso a mayar con maullidos tan lúgubres, que la respetable mistress se
quedó aterrorizada a pesar de la presencia de los vigilantes.
—Miss Isidora —dijo—. Me parece que lo mejor sería marcharnos. Las
hurañas fisonomías de estos desgraciados me hielan la sangre en las venas…
Tal vez nuestra presencia les cohíbe. ¡Vámonos!…
—Tiene usted razón —murmuró tristemente la joven—. No consigo
arrancar a mi desventurado hermano una sola palabra que tenga algún sentido.
Siento el corazón oprimido por haberle visto en tal estado.
—Sí, vámonos —repetía llena de miedo la escocesa, acercándose a su
señorita—. Ese caballero, con sus maullidos, me inspira horror.
Y señalaba al pobre loco, parado a unos pocos pasos de ellas.
—Vamos —dijo Isidora—. Después de todo, más vale así. Es preferible
que Baruch no guarde recuerdo alguno del pasado. Por lo menos, de este
modo no sufre remordimientos por los crímenes que ha cometido…
Las dos se apresuraron a dejar el siniestro jardín y a salir de aquel asilo de
la desgracia. Subieron al automóvil que las esperaba y este emprendió
rápidamente el camino de New-York.
Miss Isidora tardó bastante en reponerse de la emoción que acababa de
sufrir.
—Lo raro es —decía— que no puedo acostumbrarme a la idea de que sea
mi hermano Baruch el que acabamos de ver. Me parece que es él y al mismo
tiempo me parece que no lo es; que el desgraciado que acabamos de dejar no
es más que una grotesca y lamentable caricatura del antiguo Baruch.
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Ciertamente —dijo la señora de compañía—. Sin duda la enfermedad le
ha cambiado mucho.
Además, hay otras cosas que no acierto a explicarme. En algunos
momentos me pregunto si mi hermano es realmente culpable de todos los
crímenes de que le acusan. No puede asegurarse que esté loco ni tampoco
completamente idiota, puesto que se da cuenta de su situación y sufre por
ella… Esta visita me ha destrozado el corazón…
Miss Isidora llegó profundamente triste al palacio de su padre, y más
preocupada y melancólica que antes; y, desde aquel momento, llevó una vida
más solitaria y retirada que nunca.
Todos los meses se armaba de valor para visitar a su hermano en el
Lunatic Asylum y, cerciorarse del estado de Baruch, comprobando, con
desesperación, que no sufría alteración alguna: ¡su memoria y su inteligencia
continuaban en el Limbo!…
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VII
EL INCENDIO DE LA 30.ª AVENIDA
Hasta el día en que su hijo Joë había sido secuestrado —y asesinado, sin
duda, por los tramps de la Mano Bermeja—, William Dorgan podía
considerarse como uno de los multimillonarios de los Estados Unidos más
favorecidos por la fortuna.
Muy prudentemente, no se había arriesgado en la batalla de los dólares
más que en empresas de éxito seguro, y su fortuna iba aumentando de año en
año sin sobresaltos ni movimientos imprevistos, sino pausadamente, de una
manera tranquila y segura. Bastaba que tomara parte en un negocio, para que
se decidiera la suerte a su favor.
Desde el punto de vista de la dicha familiar, era tan afortunado como en
empresas y negocios. Sus dos hijos, el ingeniero Harry y el financiero Joë, no
le habían procurado más que satisfacciones. Tenía la seguridad de que al
faltar él dejaría unos herederos dignos de su fortuna y de su fama de hombre
honrado y de probidad reconocida.
William Dorgan era de origen inglés, y, como tal, adoraba el confort y la
buena comida. No era como esos multimillonarios que trabajan sin descansar
durante dieciséis o dieciocho horas al día, sin permitirse la más mínima
distracción, viviendo peor que cualquiera de sus modestos empleados. Era
activo y trabajador; pero no abusaba de estas condiciones, y hubiera sido
necesario un motivo muy poderoso para que consintiese en retrasar su
comida, por ejemplo.
Su cocinero era célebre y todos los que habían tenido el honor de sentarse
a su mesa declaraban que William Dorgan era un bou vivant, un compañero
leal y persona excelente.
Físicamente, el multimillonario ofrecía el aspecto de un hombre jovial. Su
animada cara, de forma alargada y de color rubicundo, estaba coronada por
cabellos blancos ensortijados. Sus facciones reflejaban la bondad, y en sus
carnosos labios vagaba una eterna sonrisa. Sus ojos eran vivos y maliciosos
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como los de un travieso colegial. Sencillo en sus maneras, alegre y liberal,
William Dorgan captaba en seguida las simpatías de los que le trataban.
La desaparición de Joë —cuya noticia había caído como un rayo en un
cielo sin nubes— había hecho de este hombre, cuya dicha hasta aquel
momento era proverbial, el hombre más desventurado de la tierra. En pocos
días, William Dorgan había perdido el apetito, había enflaquecido y
descuidaba sus negocios; no se tomaba interés por nada. Una sola esperanza
le sostenía, y era que confiaba en que su hijo, el ingeniero Harry, lograría
descubrir el paradero de su hermano.
Harry, en efecto, a pesar de que hasta aquel momento sus pesquisas
habían resultado infructuosas, no desesperaba. Dirigiendo una brigada de
policía escogida, continuaba registrando los desfiladeros y las cavernas de las
montañas en que casi siempre solían albergarse los tramps. Como ya había
dicho a su padre, le parecía inadmisible que bandidos tan prácticos como los
de la Mano Bermeja hubiesen asesinado estúpidamente a un hombre cuyo
rescate representaba para ellos una fortuna. Estaba persuadido de que los
bandidos habían esperado tanto tiempo para reclamar mayor cantidad y
exagerar sus pretensiones.
William Dorgan había acabado por opinar lo mismo que su hijo, y hasta
había hecho publicar en los periódicos que se comprometía a pagar lo que
fuera con tal de que le devolvieran a su hijo. Pero estas promesas, lo mismo
que las batidas de Harry Dorgan, no habían dado, hasta entonces, resultado
alguno.
El multimillonario pasaba por alternativas de esperanza y desaliento, y
estaba tan descorazonado que, en algunos momentos, pensaba si no sería
mejor que Harry regresase, no fuera a correr la misma suerte que su hermano
en aquellos parajes desiertos del este. El tiempo pasaba, sin que se presentara
novedad alguna. William Dorgan había caído en un estado atroz de
neurastenia, o de spleen, como se decía entonces.
No salía, y se pasaba las horas paseando por su despacho, como fiera
enjaulada. La casa del multimillonario, o sea el número 299 de la 30.ª
Avenida, era un lujoso edificio de presuntuosa arquitectura, copiada de
algunos de los castillos del sur de Inglaterra, construidos en tiempos de la
reina Isabel. No se veían más que torrecillas, pequeñas cúpulas y arcos
esculpidos. En esta casa se hallaba su propietario tan a gusto, que no había
querido abandonarla jamás, a pesar de hallarse en uno de los barrios menos
aristocráticos, pues realmente estaba rodeada de grandes almacenes de
algodón y de maderas de construcción pertenecientes a diversos trusts.
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Durante la noche, estos almacenes estaban guardados por seis guardianes
que se relevaban de hora en hora para hacer su ronda de vigilancia. Aquella
noche —precisamente era sábado y los obreros se habían marchado temprano
—, hacia las diez, dos de los vigilantes a quienes tocaba el turno de ronda,
salieron de la barraca que ocupaban en el patio de los docks y entraron en el
almacén de los algodones con una linterna en la mano y armados cada uno de
una browning.
En medio del silencio más profundo, los dos hombres se dirigieron al
centro del inmenso almacén. Alrededor de ellos, las balas de algodón
formaban montones de forma cúbica, dejando entre ellas estrechos pasillos.
—Creo, Slugh, que hoy es el día.
—¿De modo, que así lo crees? —contestó el otro, sonriendo irónicamente.
—Sí; tengo una especie de presentimiento. Además, por ciertos indicios…
—Tus presentimientos no te engañan: ¡mira!
Y sacó de su bolsillo un billete en donde había trazadas algunas líneas de
carácter jeroglífico y estaba rubricado por una mano grotescamente dibujada
con tinta roja.
Reinó un momento de silencio.
—Es singular —murmuró el primer interlocutor con voz insegura—.
¡Preferiría hallarme en el desierto de Black-Canon, con mi carabina en la
mano y en compañía de los tramps, nuestros compañeros, a tener que cumplir
el cometido que nos han encargado!
—¿Qué quieres? Yo opino como tú; pero, ante todo, es preciso obedecer a
los jefes. Por lo demás, he recibido instrucciones exactas; no corremos peligro
alguno.
—¿Tienes las latas?
—Desde ayer; la Mano Bermeja las ha introducido aquí sin que nadie se
haya dado cuenta de ello. ¡Ni yo mismo podría decir de qué manera! Y ahora,
a empezar; diez minutos de retraso podrían entorpecer el resultado.
Slugh (el jefe de los tramps que habían asesinado la escolta de Joë
Dorgan), se inclinó, y apartando algunas balas de algodón, dejó al descubierto
una docena de latas parecidas a las que suelen contener petróleo.
—Ya ves —dijo Slugh—. Todo consiste en derramar el contenido de estas
latas sobre las balas de algodón…
—¿Y prenderles fuego después?
—No… Esto se encenderá por sí solo.
—¡No es posible!
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—Me han dicho que se trata de una composición química, que contiene
fósforo. ¡Cuando el líquido se ha evaporado, todo arde!
—Es terrible; démonos prisa. Temo ser abrasado en vida.
Slugh no contestó y empezó a rociar las balas de algodón con el líquido
que contenían las latas, con una rapidez que demostraba compartir los
temores de su cómplice.
En menos de un cuarto de hora, acabaron su criminal tarea. Entonces,
salieron precipitadamente de los docks, atravesaron el patio sin detenerse y
salieron a la calle, no sin haber tomado la precaución de cerrar tras ellos la
puerta exterior del almacén.
—¡Uf! —dijo Slugh, una vez que se hallaron fuera—. Me alegro de haber
terminado. Estas cosas no me hacen gracia. Preferiría batirme con diez
policías de a caballo, a volver a empezar lo que acabamos de hacer.
—¿A dónde vamos?
—Sígueme; nos esperan. Es preciso que vayamos a dar cuenta de que
hemos cumplido lo mandado.
Y los dos bandidos, que parecían tener prisa, se alejaron del teatro de sus
hazañas, dirigiéndose casi corriendo hacia el centro de la ciudad, en donde no
tardaron en desaparecer entre la multitud de paseantes nocturnos que
aprovechaban aquella noche del sábado.
En el preciso momento en que los tramps acababan de vaciar las latas del
líquido incendiario, William Dorgan se paseaba agitadamente en su lujoso
dormitorio, situado en el segundo piso del hotel. Tenía en la mano una carta
que había recibido hacía una hora de su hijo, el ingeniero Harry.
El joven anunciaba a su padre que las pesquisas no habían adelantado un
solo paso, a pesar de que los policías montados habían llegado hasta la misma
frontera de Méjico. Había sido imposible, hasta aquel momento, descubrir
ninguna pista segura, a pesar del oro derramado a manos llenas. La carta
dejaba descubrir un gran descorazonamiento.
—¡Estoy desesperado! —murmuró el multimillonario, vencido—. ¡Si el
mismo Harry pierde toda esperanza, es que ya no hay nada que esperar!
¡Pobre Joë!
Y el anciano no pudo contener un sollozo; la carta se le cayó de la mano.
Un criado acababa de entrar de puntillas, dejando sobre un velador un fajo
de cartas y telegramas. William Dorgan le había dejado hacer, con mirada
indiferente.
—¿Hay correspondencia del Estado de San Francisco? —preguntó con
ansiedad.
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—No, señor. El señor ha recibido una carta de Mister Harry en el último
reparto. Hoy ya no puede llegar otra.
El multimillonario despidió al hombre con un ademán y volvió a sus
meditaciones melancólicas.
—¡Pobre Joë, pobre hijo mío! —balbuceaba, con la garganta oprimida por
la emoción.
Los sollozos reprimidos le ahogaban. Se dirigió a la ventana, abriéndola
de par en par, y respiró con ansia el aire helado de la noche.
Delante de él, New-York aparecía iluminada por los vivos destellos de la
luz eléctrica hasta el punto de ofender la vista y con sus monstruosas
perspectivas de gigantescos puentes y sus rascacielos de treinta y de cuarenta
pisos; un rumor amenazador, como el rugido lejano de millares de fieras,
subía de la enorme ciudad.
William Dorgan se hallaba inmóvil, distraído, a pesar suyo, del dolor que
le embargaba por el inmenso panorama que parecía un compendio grandioso
de actividad humana.
—¿De qué sirve este monstruoso progreso material? —murmuró—.
¿Servirá para que lleguen alguna vez a descubrir el medio de impedir que los
hombres sufran?…
Pero acabó su frase en un grito de estupor y de espanto.
De repente, y con la rapidez de una explosión, acababa de surgir de pronto
un inmenso haz de pálidas llamas que parecían llegar hasta el cielo,
iluminando con un resplandor violáceo todo un inmenso horizonte de casas y
monumentos.
—¡Hay fuego en los docks!… —gritó el multimillonario, aterrorizado.
Pero, en el mismo instante, otra columna de llamas, tan imponente como
la primera, subió hacia el firmamento.
Un segundo después, un tercer foco del incendio se declaraba también
súbitamente con la misma inexplicable violencia. Aquello era un verdadero
mar de fuego con olas rojizas y bocanadas de humo que describían enormes
espirales a causa de la fuerte brisa nocturna. El hotel del multimillonario,
rodeado por todas partes de llamas, parecía un pequeño arrecife en medio de
aquel inmenso océano ardiente. Las pequeñas torrecillas góticas y los
balcones con sus esculturas, se destacaban netamente sobre un fondo
apocalíptico. El cataclismo se había desencadenado en pocos minutos. Eran
manzanas de casas, un barrio entero lo que ardía.
William Dorgan se había apartado de la ventana obligado por el calor
inaguantable del incendio; los cristales del hotel ya empezaban a romperse
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con un crujido seco y la armazón a arder.
Sin saber lo que se hacía, obedeciendo al solo instinto de un animal
enloquecido que con serva aún un solo destello de razón, el multimillonario se
precipitó fuera de la habitación. La escalera estaba llena de humo y la caja del
ascensor parecía la boca ardiente de un horno.
—¡Socorro! —gritó, con voz que parecía un rugido—. ¡Socorro!
¡Socorro!
Pero un humo acre le subió a la garganta y tuvo que volver a su cuarto, en
donde la pintura crujía y se descascarillaba bajo la acción del calor y cuyo
entarimado abierto dejaba ya filtrar bocanadas de humo.
Se sentía casi asfixiado por la atmósfera ardiente y casi ciego; daba
vueltas por la habitación, buscando en vano una salida. Comprendió que
estaba perdido.
Mientras tanto, un inmenso clamor de desolación subía de la inmensa
ciudad, arrancada a sus placeres por el resplandor del incendio que se percibía
desde diez millas de distancia. Las bombas a vapor acudían por docenas al
sitio del siniestro, abriéndose paso a duras penas entre la muchedumbre, que
no lograba contener la policía montada.
Pronto comprendieron, empero, que todos los esfuerzos resultarían
completamente inútiles para dominar aquel cataclismo que se desencadenaba
en tan inmensas proporciones. Hubiera sido necesario un verdadero río de
agua para apagar aquel brasero alimentado por millones de quintales de
materias ultra-combustibles. Estaban ardiendo algunos rascacielos de quince
pisos y los chorros de las mangas no llegaban más arriba de los pisos octavos.
Los que se dedicaban al salvamento ya no procuraban más que aislar el barrio
incendiado, sacrificándolo al fuego con tal de salvar los demás; y aún este
cometido les parecía bastante difícil de realizar. Pronto circuló entre la
multitud un siniestro rumor:
—¡La Mano Bermeja! ¡Es la Mano Bermeja quien ha provocado el
incendio!
—¡Va a arder New-York entero!…
—¡Dicen que dos bancos han sido saqueados!
—¡La policía está en connivencia con los bandidos! ¡Estamos perdidos!…
Estaban verdaderamente poseídos de pánico. Muchos se apresuraban a
regresar a sus casas, y los inquilinos de una misma casa se organizaban en
grupos armados de revólveres y de rompecabezas a fin de poderse defender
de los incendiarios, si intentaban prender fuego a sus domicilios.
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Los bomberos y los que se habían prestado a ayudarles se dedicaban al
salvamento de mujeres, niños y enfermos, arrojándose valientemente en
medio de las llamas. Los espectadores les animaban con vivas y
aclamaciones.
Pero, al día siguiente, pudieron convencerse de que todas las casas
visitadas por tan intrépidos ciudadanos habían sido completamente saqueadas.
En otros sitios, el pánico había producido otros efectos. Con las apreturas
y empellones entre los espectadores, muchas mujeres, sobre todo, habían
caído al suelo, siendo pisoteadas. Los numerosos cadáveres que hallaron al
día siguiente habían sido, sin excepción, despojados de sus alhajas y de sus
valores.
Frente al hotel de William Dorgan, los mirones afluían en gran número.
¡No es una cosa que ocurra todos los días el ver morir abrasado vivo, en
su propio palacio, a un multimillonario, y nadie quería perder semejante
espectáculo!
Bastantes amigos de William Dorgan habían acudido con escaleras
articuladas y otros aparatos de salvamento; pero nadie se atrevía a arriesgarse
en medio de aquella hoguera. Además, ignoraban si el multimillonario había
ya muerto.
De repente, un grupo de hombres, entre los cuales se encontraban el Dr.
Cornelius Kramm y su hermano Fritz y un joven que parecía dominado por
una gran emoción, se abrió paso entre los espectadores.
Los citados personajes parecían ejercer una gran autoridad sobre la
multitud.
En pocos momentos, bajo su dirección, una larga escalera de hierro pudo
ser apoyada en la fachada del hotel, cuyas ventanas vomitaban en aquel
momento bocanadas de humo, acompañadas de algunas llamas.
El joven se retorcía los brazos con desesperación.
—¡Dios mío! —repetía—. ¡Pronto, pronto! ¡Con tal de que no sea
demasiado tarde!… —Y, para estimular a los que le ayudaban, iba
repartiendo billetes de banco.
En un momento, se puso un traje de amianto completamente
incombustible. Se encasquetó uno de esos cascos provistos de una hoja de
mica en el sitio correspondiente a los ojos, los cuales suelen usar los
bomberos de algunas ciudades de Norte-América. Después estrechó la mano a
los hermanos Kramm y se abalanzó a la escalera de hierro.
En unas cuantas zancadas llegó a uno de los balcones del hotel, y,
empujando la vidriera con un puñetazo, penetró en aquella hoguera.
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La muchedumbre dejó escapar un grito de admiración y de espanto al
mismo tiempo; después se quedó silenciosa. Todos los corazones palpitaban
de angustia.
Pasó un minuto, que pareció un siglo, y el joven no reaparecía.
—Temo —murmuró Fritz al oído de su hermano— que hayamos esperado
demasiado.
—No —respondió el doctor—; todas las precauciones están tomadas.
Respondo del éxito…
En cuanto logró penetrar por el balcón el misterioso salvador, que parecía
conocer perfectamente la distribución del hotel, se dirigió al dormitorio de
William Dorgan.
Llegó en el preciso momento en que el multimillonario, con los cabellos
chamuscados y medio asfixiado, acababa de refugiarse en el gabinete
contiguo a su cuarto, que, por una verdadera casualidad, que más tarde fue
calificada de verdadero milagro, había sido recubierto de palastro, puesto que
en él se guardaban los papeles de verdadera importancia. William Dorgan se
encontraba en dicho gabinete como en una inmensa caja de caudales. Allí no
corría el peligro de ser abrasado en vida; pero no podría resistir mucho y
moriría asfixiado.
El hombre vestido de amianto, abrió la puerta del gabinete, cogió en sus
brazos al anciano y se dirigió al balcón, en donde se hallaba apoyada la
escalera de hierro.
Una vez allí, respiró. Lo más difícil de su misión se había realizado.
—¿Quién es usted? —murmuró el multimillonario en voz débil.
El desconocido levantó entonces la máscara de amianto que cubría su
cara.
—¡Mi hijo! ¡Mi querido Joë! —balbuceó el multimillonario.
Pero, después de tan terribles emociones, la impresión era demasiado
fuerte, y William Dorgan se desmayó en los brazos de su hijo, escapado
milagrosamente de su cautiverio para llegar a tiempo de salvarle.
La muchedumbre rompió en caluroso aplauso, estremecida por el drama
que acababa de desarrollarse ante su presencia en el espacio de unos pocos
minutos.
Durante este tiempo, Joë Dorgan había atado a su padre, pasándole una
sólida cuerda por debajo de los brazos, gracias a la cual el anciano, todavía
desmayado, pudo ser bajado con precaución a la calle.
Apenas acababa de llegar a ella, cuando se oyó una explosión, y el hotel
se derrumbó entre las llamas.
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Cuando William Dorgan volvió en sí, se hallaba en una de las
habitaciones más confortables del Atlantic-Hotel. El Dr. Cornelius y Joë
Dorgan le humedecían las sienes con agua y le hacían respirar sales.
En cuanto abrió los ojos, su mirada se fijó en la de su hijo, y en seguida su
cara se animó con una sonrisa. La alegría es el más eficaz de los remedios; un
momento después, se hallaba ya en condiciones de poder hablar.
—¡Mi Joë ha reaparecido! —exclamó—. ¡Todo lo demás no me importa!
¡Ven a mis brazos, hijo mío, a fin de que pueda estrecharte sobre mi corazón!
—¡Padre mío! —murmuró el joven, profundamente conmovido—, ¡soy
feliz por haber llegado a tiempo de arrancarte a la muerte!
El padre y el hijo se abrazaron con gran ternura.
—¡Pobre hijo mío! —repetía el multimillonario—. ¡Si supieras cómo
hemos llorado tu ausencia! Tu hermano Harry se ha portado admirablemente.
A estas horas aún te está buscando entre las gargantas y en los desfiladeros y
cavernas de la sierra mejicana.
—¡Oh, mi querido Harry!, ¡qué feliz será al volverme a ver sano y salvo!
—Supongo que nos contarás tus aventuras. Lo que me parece es que
deberíamos tomar algunas medidas para evitar que lo que queda del hotel sea
saqueado.
—No se ocupe usted de tal cosa. Mister Fritz Kramm se ha encargado de
evitarlo. A estas horas, las ruinas del hotel deban estar acordonadas por la
policía, que no dejará que nadie se acerque. Para asegurar mejor la vigilancia,
he mandado repartir cincuenta dólares a cada uno de ellos, prometiéndoles
otro tanto para mañana.
—Entonces todo marcha bien —dijo el multimillonario—. Mis
documentos más importantes están guardados en las cajas blindadas y no
pueden haber sufrido la acción del fuego. Mi fortuna se halla depositada en el
banco del Estado. En cuanto a la pérdida del hotel, no le doy importancia. Me
consolaré construyendo otro mejor. No pensemos más que en felicitarnos y
alegrarnos por tu regreso; que traigan una botella de Oporto, y, mientras lo
saboreamos, tú me irás relatando tus aventuras. En este momento es lo que
más me interesa.
Joë Dorgan —o, mejor dicho, Baruch Jorgell, oculto bajo las facciones de
Joë Dorgan— empezó entonces el relato cuyos más nimios detalles habían
sido cuidadosamente concertados entre él y sus dos cómplices.
—Ya recordarás, papá —dijo—, que después de realizar mi visita anual a
tus propiedades del Estado de California, debía traer una suma considerable
de difícil transporte, puesto que se componía de piastras y barras de plata, y
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mucho más teniendo que atravesar una comarca que carece de carreteras y
está huérfana de policía. Siguiendo tus advertencias, me procuré una escolta
de doce policías a caballo.
—No eran suficientes —interrumpió el Doctor Cornelius, que también se
hallaba escuchando el relato.
—¡Es cierto! —contesto Joë—, pero eran todos los que me pudieron
facilitar. Además, me habían asegurado que desde hacía algún tiempo el país
se hallaba completamente tranquilo. Y, efectivamente, durante los días que
duraron mis excursiones por aquellos lugares, nada noté de anormal, y parecía
que, realmente, como me habían asegurado, la comarca disfrutaba de perfecta
tranquilidad. Solo al llegar al siniestro desfiladero de Black-Canon, me di
cuenta de que me había equivocado lamentablemente y de que era ya
demasiado tarde para volverme atrás. En plena noche, y en medio de la lluvia
y la tempestad, el carromato que llevaba el dinero se atascó en el estrecho
desfiladero, cercado a ambos lados por murallas de rocas, desde las cuales un
solo hombre podía impedir el paso de todo un ejército. Era un sitio
indicadísimo para una emboscada. Los tramps, que debían espiar allí nuestro
paso desde hacía unos días, mataron uno a uno todos mis hombres a tiros de
carabina. Pronto, a pesar de mi desesperada defensa, me encontré solo, y
entonces los bandidos me cercaron y me cogieron y agarrotaron. Después
hirió mi olfato el característico olor del cloroformo, sentí que me aplicaban un
algodón impregnado en algo muy frío y perdí la noción de todo. Al volver en
mí, me encontré en medio de un barranco, en sitio completamente desierto,
lleno de precipicios, y que para mí era el cráter de un volcán apagado. Me
dieron a comer un poco de carne asada y a beber un trago de whiskey, y luego
volvieron a emprender la marcha…
—¿Cómo es posible —preguntó de repente William Dorgan— que las
minuciosas pesquisas realizadas por tu hermano Harry en aquellos parajes, no
hayan dado resultado alguno? Es una cosa que no me explico.
—Por el contrario, es muy fácil de explicar. Mis carceleros parecían
perfectamente informados. Mientras mi hermano Harry limitaba sus pesquisas
por los alrededores de Black-Canon, los tramps, atravesando a marchas
forzadas centenares de millas, se habían remontado hacia el norte, muy lejos,
bordeando las Montañas Rocosas, en donde están seguros de hallar siempre
un asilo en caso de alarma. He podido convencerme, durante este viaje
forzoso, del poder de la Mano Bermeja. Los tramps hallaban en todas partes
víveres y guías, y hasta algunas veces recibimos hospitalidad en granjas de
muy honrada apariencia… Por fin, hicimos alto en un frondoso valle al que
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solo se podía llegar por un estrecho sendero que desembocaba en un profundo
torrente de corriente sumamente impetuosa y sobre el cual habían colocado un
tronco de árbol a guisa de puente.
William Dorgan escuchaba con gran atención este fantástico relato.
—Pero, en fin, ¿cómo has podido escapar? —preguntó, impaciente.
—Voy a ello. El jefe de los tramps, un viejo bandido condenado a muerte
varias veces, quería que yo te escribiera en persona, para pedirte que
entregaras cien mil dólares por mi rescate.
—Debías haber escrito.
—¡Jamás! Los tramps hubieran doblado luego sus pretensiones, sin
soltarme, una vez que hubieran cobrado. ¡Además, yo no soy de los que se
doblegan ante una amenaza, sea la que fuere! Furiosos por mi negativa, los
tramps decidieron obligarme a la obediencia por medio del hambre y me
tuvieron a régimen de galleta dura y agua, mientras ellos, delante de mí, se
regalaban descaradamente con carne de buey y de cordero robados a los
colonos de la pradera, y bebiendo buenos tragos de whiskey y hasta de vino.
Te confieso que alguna vez, ante el agradable olorcillo que cosquilleaba mi
olfato, estuve a punto de ceder.
—¡Mi querido Joë! —exclamó el anciano—, ¡te has portado
heroicamente! —Y, enternecido por la entereza de su hijo, cogió la mano del
que creía su Joë y la estrechó, muy conmovido.
—Sin embargo —continuó Baruch—, los bandidos no estaban acordes.
Algunos opinaban que debían poner en práctica los procedimientos clásicos,
cortándome las orejas para mandártelas en vez de la carta y acelerar de este
modo el envío de fondos. Otros, preferían esperar, y acababan casi siempre
haciendo intervenir los bowie-knife y las brownings. Fue durante una de estas
discusiones sangrientas, que logré cortar las cuerdas que me sujetaban, sin
que se dieran cuenta de ello. Al llegar la noche, pude atravesar la pasadera,
sin olvidarme de levantarla después y echarla al riachuelo. De este modo, los
bandidos no podrían perseguirme. Oí sus gritos de rabia impotente y las balas
de sus carabinas que silbaban en mis oídos. Por fin pude llegar al cercado en
que guardaban el ganado. Monté sobre el mejor de sus caballos, luego de
haber ahuyentado a los demás hacia el interior del bosque, y, después de
galopar durante tres días, conseguí llegar a una pequeña estación situada en
pleno campo. Salté en el primer tren que pasó en dirección a New-York. En el
tren, dos caballeros que me reconocieron por haber visto mi retrato en los
periódicos, se ofrecieron a prestarme galantemente lo suficiente para pagar mi
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billete de pasaje y tomar algún alimento en el vagón-restaurant. Aproveché
una parada en una de las estaciones para ponerte un telegrama…
—He debido recibirlo —contestó el multimillonario—, pero me hallaba
en un estado tal de abatimiento y desesperación, que ni siquiera tuve el valor
de abrir las cartas y los telegramas que habían traído pocos momentos antes
de declararse el incendio.
—Poco importa, puesto que ya estoy aquí. En cuanto llegué a New-York,
tomé un automóvil de alquiler y llegué en el preciso momento en que el hotel
se hallaba envuelto en llamas. Ya sabes lo demás. Debo confesar, que si he
podido procurarme tan rápidamente los objetos necesarios para el salvamento,
ha sido gracias a los señores Fritz y Cornelius Kramm. Apenas les conocía de
vista por haberles encontrado en los salones de Fred Jorgell; pero ellos me
han reconocido y se han puesto amablemente a mi disposición.
El multimillonario dio efusivamente las gracias al Dr. Cornelius,
asegurándole que desde aquel momento le tomaba por su médico.
Baruch Jorgell estaba radiante de alegría y admiración creciente hacia
Cornelius, de quien había sido hasta entonces el más dócil instrumento. Desde
aquel momento, gracias a la comedia que acababan de representar y a lo bien
que habían sabido preparar la escena del incendio, era imposible que William
Dorgan no estuviera absolutamente convencido de que había vuelto a recobrar
a su hijo Joë.
Mientras el verdadero Joë languidecía en el Lunatic Asylum, el asesino del
señor Maubreuil y sus cómplices podrían compartir los billones de William
Dorgan.
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Gustave Le Rouge (Valognes, 1867 - París, 1938), escritor y periodista
francés. Estudió derecho en la universidad de Caen, licenciándose en
septiembre de 1889. Paralelamente fue secretario de redacción en el
semanario Le Matin Normand donde publicó pequeños relatos literarios como
Les abeilles normandes.
Tras sus estudios se instaló en París, donde vivió una existencia bohemia y
artística, publicando artículos y poemas en pequeñas revistas, y trabajando en
diversos empleos: empleado en una empresa ferroviaria, secretario del circo
Priami, marionetista, cantante, actor, secretario de redacción de la revista
L’Épreuve (1895), y después, con su amigo Adolphe Gensse de La Revue
d’un passant (de 1896 a 1903). Fue un período de estabilidad económica para
el autor. En 1890 se reencontró con el escritor Paul Verlaine, convirtiéndose
en su amigo íntimo, en sus últimos años de vida.
Fue un autor muy polifacético, con numerosas obras sobre toda clase de
temas: una novela de capa y espada, poemas, una antología comentada sobre
Jean Brillat-Savarin, obras de teatro, guiones de películas policíacas, novelas
de folletín, antologías, ensayos, críticas… y sobre todo novelas de aventuras
populares con numerosos elementos fantásticos, de ciencia ficción y de viajes
maravillosos.
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Seguidor de Jules Verne y de Paul d’Ivoi en sus primeras obras (La
conspiration des milliardaires, 1899-1900; La princesse des airs, 1902; Le
sous-marin «Jules Verne», 1902), destacó sobre todo por sus obras sobre el
ciclo marciano (Le prisonnier de la planète Mars, 1908; La guerre des
vampires, 1909), donde mezcla ciencia ficción y vampirismo, y la novela en
cinco volúmenes El misterioso doctor Cornelius (Le mystérieux docteur
Cornélius, 1911-1912), considerada como su obra maestra.
La prolífica imaginación de Gustave Le Rouge, sus sorprendentes
descripciones y creaciones, su estilo en ocasiones delirante, lo convirtieron en
un autor muy valorado por los surrealistas.
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Notas
Página 71
[1] Véase «El Enigma del Valle Sangriento». <<
Página 72