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Fantasias A La Carta - Ria Luxuria

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©FANTASÍAS A LA CARTA

©RÍA LUXURIA
©PRIMERA EDICIÓN: 2020
Puerto la Cruz, Venezuela.
Facebook: @AutoraRiaLuxuria
Fb Group: Las Farfallas de Ría Luxuria
Instagram y Twitter: @RíaLuxuria

Diseño editorial

Diseño de portada: Johana Calderon

Registro SafeCreative 2012266431144

© Todos los derechos reservados

Prohibida la distribución total o parcial de este libro, tampoco puede ser registrada en o
tramitada por un Sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro, sin
la autorización expresa y por escrito de la autora.
SINOPSIS

La chef Jane tiene un restaurante solo para mujeres, el Bon Apetitt. Pero
este es solo una fachada, porque la verdadera diversión está más allá de sus
cocinas; donde un club “clandestino” para damas, les trae diversión a las
mujeres que desean salir de la rutina, disfrutando de bailes eróticos hechos
por unos adonis de muerte lenta, de todos los tamaños, colores y formas.
Para entrar, solo debes hablar con la chef y pedirle ‘el servicio especial
de dos tiempos’ para que esta emprendedora te lleve a conocer a Tank,
Rock, B-Rock, Flag, Arrow y el dulce Ángel.
Lo mejor de todo, es que hay un menú para escoger. No es un
eufemismo. La mesa está servida, así que… ¡Bon Appétit!
ACLARACIONES

Esta historia es ficticia, algunos de los lugares mencionados dentro de la


historia no son reales, incluso aunque puedan poseer direcciones reales o
ubicarse en centro comerciales y hoteles.
Los hechos relatados aquí, no se corresponden con la realidad del oficio,
en Las Vegas la prostitución no es legal, está supeditada a condados muy
específicos y también se hace por medio de burdeles. Lo que sí es real, es
que es uno de los trabajos mejores pagados y existen distintos niveles. Por
lo tanto, si encuentras alguna incongruencia geográfica, legal, etcétera,
recuerda que he ajustado la realidad de la novela para su mejor desarrollo.
01 ǀ El aquelarre de las esposas frustradas

Lydia se levantó ese lunes muy temprano y se puso a recoger un poco la


sala, sus amigas de siempre habían ido la noche anterior para celebrar su
cumpleaños número cuarenta. Su esposo, Cole, le obsequió un hermoso
collar de perlas cultivadas, que hacían juego con los pendientes de perlas
cultivadas que le compró ese año en febrero por motivo de su aniversario de
boda, y también combinaban con la pulsera de perlas cultivadas que le
obsequió por navidad.
Miró la cajita que contenía el regalo y rebuscó en su interior alguna
clase de emoción que no fuese el fastidio. Cualquiera diría que debía
sentirse agradecida por tener un esposo devoto que le daba costosos
obsequios y la mantenía en una enorme casa en una de las mejores zonas de
Las Vegas. El problema no era que le faltase algo físico, o sí le faltaba, pero
no tenía que ver con dinero o lujos, Cole era socio de uno de los casinos
más conocidos de Nevada, por lo tanto el dinero no era problema, si ella lo
deseaba, podía ir un fin de semana de compras a Paris solo porque sí; la
casa era mantenida por un matrimonio ruso, incluida su hija que hacía de
niñera para Junior que estaba por cumplir los ocho años; también tenía
chofer si lo requería, solo debía pedirle a Cole que le enviara a alguien del
casino y listo, pero si hacía eso, entonces no le quedaba mucho que hacer
con su vida.
Por un momento esperó que el extraño comportamiento de su esposo se
debiera a un amorío, Soledad la había llamado loca, pero es que, aunque no
lo pareciese, Lydia quería algo de emoción en su perfecta vida libre de
altibajos. Obvio que Soledad no entendía, ¿por qué habría de hacerlo si ella
tenía a ese espectacular macho latino que seguro la revolcaba de arriba
abajo en la alcoba? Esteban Landaeta era todo un caballero que derrochaba
atractivo, ex jugador de béisbol y actual dueño de un concesionario de
vehículos de lujo, el cual había hecho surgir debido a su fama de grande
liga. Sin embargo, y a pesar de que Lydia sabía que su esposo no le era
infiel, y ella no sentía demasiados deseos de ampliar su repertorio sexual, sí
sentía que su vida era aburrida.
Una bonita y cultivada vida aburrida.
Cole y ella se habían casado demasiado jóvenes, principalmente porque
ninguno de los dos se cuidó del modo debido, lo que culminó con un
matrimonio apurado en una de las tantas capillas de Las Vegas y el
nacimiento de Tiffany, su hermosa hija mayor seis meses después del
enlace. A ella le siguió Tim, dos años después; Cole estaba feliz porque
tenían dos hijos hermosos, ambos estudiaban en la universidad y apenas
consiguiera su título en economía, su padre le heredaría acciones del casino,
para que mantuviera a su nueva y reluciente familia. Todo perfectamente
cronometrado y medido, algo que Cole supo ejecutar de manera eficiente,
dándole a su joven esposa y sus dos niños, la mejor vida que se podía
desear. Lydia no podía negarlo, su esposo era un hombre bueno… aburrido,
pero bueno.
Ina apareció desde la cocina, vistiendo el sencillo atuendo que le servía
de uniforme. Tanto ella como su madre debían llevar pantalones de tela gris
oscuro y una camisa de mangas tres cuartos de color azul rey; nada de
cofias blancas y faldas negras o grises que remedaban a las mucamas
francesas. Los Bekétov eran parte integral de la familia James, en sí, ellos
se encargaban de administrar todo lo referente al personal de la casa,
Mariya era más como el ama de llaves que llevaba todo a la perfección
como un relojero suizo, Ina cuidaba de Junior con devoción mientras
terminaba su carrera de psicología y Ruslan era la mano derecha de Cole,
hacía desde chofer para él, guarda espaldas y contable adicional. La dulce
adolescente le deseó los buenos días y se dirigió a la habitación de Junior
para despertarle; debía llevarlo a la escuela para luego irse a la universidad.
Entonces Lydia se quedaría sola, en su perfecta y cultivada vida, donde no
pasaba nada nuevo.
Había llegado a los cuarenta y lo más divertido que tenía era la cena de
los jueves en ese pequeño restaurante del centro, el Bon Appétit, donde
podía recrear su mente con los esculturales camareros, mientras se
sonrojaba hasta las orejas con las ocurrencias de sus amigas, sobre todo
aquellas donde se dedicaban a detallar lo que podrían hacerles a esos
cuerpecitos esculturales que se adivinaban debajo de la camisa de color
oliva de su uniforme.
En perspectiva, y tras soltar un suspiro desalentador, sin importar la
edad que tuvieran Julia y Priscilla, o los temibles cuarenta que ella había
alcanzado, las seis mujeres que componían su peculiar grupo, no eran más
que una especie de aquelarre de esposas frustradas.

۞۞۞۞۞۞۞
El teléfono sonó justo en el preciso momento en que Priscilla subió a su
hija de siete años, Eloise, al autobús de la escuela. Claro que no era
cualquier autobús, la escuela más prestigiosa de toda Nevada no podía tener
un insípido autobús escolar de color amarillo, como esos que se ven en la
televisión, no. Este era un transporte ejecutivo, con asientos acolchados,
ventanas limpias, un chofer de seguridad, aire acondicionado y una especie
de azafata que se encargaba de organizar a cada estudiante en su asiento y
abrocharle el cinturón de seguridad.
La mujer contestó mientras veía alejarse el vehículo de color plateado,
esa mañana se había puesto su mejor atuendo deportivo y esperaba la
llamada que acababa de responder. Julia, su mejor amiga, siempre se
comunicaba a esa hora con la simple finalidad de confirmar que se verían
en uno de los gimnasios de Town Square, en Las Vegas Boulevard. Pero no
era cualquier gimnasio, porque en sí, Julia no necesitaba ir a uno, ella tenía
su propio centro de ejercicios en casa, incluso tuvo durante un tiempo un
entrenador personal que su esposo le pagó; solo que al final, descubrió que
ya era bastante aburrido permanecer encerrada dentro de su jaula de oro
―como llamaba la enorme mansión donde vivía― y que por lo menos
podría compartir las horas de entrenamiento riguroso que llevaba con otras
personas. El gimnasio era ese donde el guapo camarero del Bon Appétit
trabajaba durante las mañanas.
Fue un golpe de suerte descubrir el lugar, habían ido las dos a la
peluquería a teñirse el cabello hacía poco más de dos meses y luego a
comer helados después. Sus otras amigas eran geniales, pero ellas dos
compartían la misma edad y casi los mismos problemas: dos esposos que
las daban por sentado.
Era triste si lo analizaba a profundidad, porque Priscilla y Anders
apenas iban a alcanzar los diez años de convivencia, sí había una diferencia
de edad entre ellos, pero no tan notoria como los quince años que le llevaba
Héctor Rodríguez a Julia. Su esposo apenas si le llevaba tres años, y aunque
se habían casado apenas dos años atrás, estaban juntos desde la escuela.
No entendía por qué las cosas habían cambiado tanto después de la
boda, es decir, antes de eso su vida de pareja era esplendida y su vida de
familia digna de envidiar. No querían más hijos, o por lo menos no sintieron
la necesidad de buscarle un hermano a Eloise, Anders adoraba a su hija del
mismo modo que ella lo hacía; también se sentía bien con su vida
profesional, su padre la había asociado a su bufete de abogados y llevaba
los casos de divorcio con tanta facilidad y éxito que no tenía que hacer gran
cosa en la oficina. Anders en cambio, era el gerente general del hotel casino
The Cosmopolitan y sus horarios eran bastante variables.
Quizás fuese eso, él era un muy joven gerente, se había ganado el
puesto a pulso demostrando su valía, aunque también había jugado una
fuerte mano el apellido de su familia, que le abrió las puertas del lugar para
poder demostrar de qué estaba hecho. ¿Acaso se le había ido toda la fuerza
y la determinación en ese proceso? Anders no parecía darse cuenta que
desde que se habían casado, desde que se había formalizado su relación, la
cosa entre ellos dos se congeló paulatinamente.
Priscilla suspiró mientras se subió a su convertible, Julia parloteó un
poco en el altavoz sobre los intentos que hizo para que su momiarido ―así
lo llamaba ella― le prestara atención y le hiciera el amor. Que se
conformaba con que se le parara, que no era estúpida, estaba claro que
desfogaba sus ansias con una mujer diez años menor que ella, tal como lo
hizo con ella misma, diez años atrás; pero por lo menos que le cumpliera
sexualmente de vez en cuando.
Tal vez debía ir a un casino y jugarle todo al diez negro, porque parecía
un número maldito en ese momento.
Julia, con su despampanante cabello rubio y la piel bronceada la
esperaba frente al gimnasio, exhibiendo su escultural cuerpo cubierto con la
delgada licra del traje deportivo. Priscilla bufó al bajarse y tomar su bolso
del asiento trasero, definitivamente ese lunes se le notaba la cara de
frustrada a su amiga y no la culpaba, eran jóvenes, apenas llegaban a los
treinta y su vida sexual era más aburrida que un juego de bingo en un
geriátrico. No la culpaba por andar mostrándose en esos atuendos atrevidos,
Julia era tan joven como ella, rozagante y expelía ese aire sexual
embriagador; parecía una gata en celo, atorada con un gato panzón en su
casa.
Aunque no era justo decir eso, porque Héctor Rodríguez era todo menos
un gato panzón. Apenas pasaba los cuarenta y cinco, y si era justa, cada día
se ponía mejor. No tenía un cuerpo escultural, pero sí ese sex appeal
embriagador que los hombres latinos tenían, sobre todo por su elegancia y
actitud, además que se mantenía en buena forma. Ella tendría la misma
energía si fuese un magnate de los bienes raíces de toda Nevada y
prácticamente la costa oeste. Su propia casa se la vendió una de las tantas
agencias de la que era dueño.
En el fondo, aunque no se lo dijera, Priscilla creía que parte de la culpa
era de la rubia frente a ella, porque en su momento, diez años atrás, Julia
fue la amante juvenil que se revolcaba con un hombre casado de treinta y
cinco, que para ese entonces llevaba dos divorcios encima y dos hijos
previos.
―Hola, bruja ¿lista para matarnos en el gimnasio? ―la saludo su
amiga. Priscilla asintió y aceptó el beso en la mejilla. Solo les faltaba Ana
para ser tres treintañeras amargadas, pero su otra amiga sí tuvo suerte. El
esposo de Ana era un galán de portada de revista que besaba el suelo por
donde ella pasaba. Suspiró mentalmente, miró su reflejo en los tantos
espejos de ese lugar y compuso una mueca de disgusto.
No era fea, ni siquiera estaba abandonada, su cuerpo era esbelto y firme,
de largas piernas, con pechos torneados, piel lozana y cabello castaño
rojizo. Incluso tenía unas pocas pecas, esas que no pudo quitarse con el
tratamiento cosmético, pero incluso esas manchitas le conferían un toque
juvenil. Los hombres la miraban, inclusive algunas mujeres lo hacían,
entonces… ¿por qué su esposo ya no la encontraba atractiva?
―Buen día ―lo saludó el camarero del Bon Appétit, ambas
respondieron con voces coquetas, él le sonrió en respuesta y se alejó rumbo
al área de entrenamiento de lucha. Julia suspiró.
―Estoy que me inscribo en su clase, solo para poder verlo ―confesó la
rubia. Priscilla soltó una risita.
―Tranquila, bruja ―la confortó―, todavía te queda el rubio que te
entrena en las máquinas.
―Calvin ―soltó Julia como un suspiro enamorado―. Si no fuese tan
formal, te juro que ya me lo hubiese tirado en las duchas.
Justo en ese momento vieron al hombre salir de los casilleros, con su
más de un metro noventa era un rubio de cabello rizado poco más que
espectacular. A Julia le encantaba coquetearle donde quiera que lo veía,
incluso le dejaba cuantiosas propinas los jueves cuando iban a cenar al Bon
Appétit. Priscilla los prefería más joviales, tal vez al chico que llamaban
Ángel, aunque en perspectiva parecía que apenas pasaba de los veinte.
Tras salir de los casilleros llegaron a la zona de las máquinas, Calvin las
puso a hacer estiramientos y Priscilla tuvo que contener la risa por los
intentos de Julia de llamar su atención, exponiendo su trasero más de lo
recomendable. Él le sonrió con algo de vergüenza, pero su amiga no se dio
por aludida; pobre hombre, si solo supiera que todo lo que Julia Fisher-
Rodríguez quería era una buena revolcada, tal vez le hiciese el favor. O tal
vez no, porque con la mala racha que tenían ambas al respecto, era probable
que aquel sexy entrenador fuese gay.

۞۞۞۞۞۞۞
Carmen se miraba al espejo con aprensión, ese lunes cayó en cuenta que
estaba muy cerca de los temidos cuarenta que recién cumplió Lydia. A
diferencia de su amiga, ella tenía dos divorcios a cuestas. Su primer esposo
la había dejado por un chico mucho más joven; sí, un chico, terrible golpe a
su autoestima, aunque lo superó bastante bien y a su hija Brenda le
encantaba tener un papá gay; a Carmen también, porque los regalos eran
mejores y ahora tenía un mejor amigo al cual llamar cuando todo se iba a la
mierda.
Al padre de Brandon sí lo despachó cuando su hijo cumplió los dos
años, después del primer divorcio y su respectiva recuperación, se dio
cuenta de que no tenía paciencia para andar aguantando pendejadas. Así
que volvió a su nombre de soltera, el Grant le sentaba bien. Lo que sí no le
estaba sentando bien era estar a escasos dos años o menos de los temibles
cuarenta y ella se sintiera tan… vacía y frustrada.
Se suponía que se había divorciado para vivir la vida a su gusto, el
padre de Brandon pasaba su manutención regularmente y sin quejarse; era
evidente que lo hacía porque amaba a su chico y porque él nadaba en
dinero; más cuando el último año había logrado su meta de posicionarse en
las carteleras de cine del mundo como productor y director, así que no le
temblaba la mano para firmar los cheques que le enviaba. De igual modo,
su primer esposo y ella se habían asociado en una tienda en línea de
antigüedades, así que no era como que dependiera de su ex.
Solo que estaba coleccionando malas experiencias y ex novios
paupérrimos casi del mismo modo que lo hacía con las valiosas
antigüedades, la diferencia era que nadie iba a pagar cincuenta mil dólares
por el tipo que roncaba escandalosamente en su cama esa noche. Por suerte,
su hijo se había ido a pasar el fin de semana con su papá, para conocer el set
de rodaje de su siguiente película. La guerra había sido encarnizada, pero
Carmen accedió a que perdiera dos días de clases solo porque sí tenía
buenas calificaciones. Más no era ese el camino de sus pensamientos, estos
iban delineando las arrugas alrededor de sus ojos y su boca, aún no había
perdido la lozanía, pero si continuaba con esa racha perdedora de hombres
poco menos que activos en la cama, ni siquiera eso le quedaría a ella.
Seis años de soltera y en ese tiempo había salido con casi cincuenta
hombres. Algunos los descartó desde la primera cita. Cuando llegabas a
cierta edad te dabas cuenta que no tenías ganas de perder el tiempo con
planes románticos a futuro; o tal vez no era cuestión de la edad, sino de lo
que te hacía falta. Barry había sido la mar de romántico durante su relación,
lo que no le hacía entre el colchón se lo compensaba con escenas sacadas de
las más empalagosas novelas de romance. Dustin por otro lado, no era tan
romántico como Barry, pero sí tenía sus gestos grandilocuentes que hacía
por lo menos dos veces al año y no se saltaba el aniversario de bodas
porque eran los mejores momentos para demostrar por qué era un excelente
y genial productor. Lo que sí no le producía era orgasmos en la cama, o en
el piso, o en la cocina… o en cualquier lugar, porque Dustin tenía
problemas de erección.
Llegar a esa edad y sentirse insatisfecha sexualmente era una maldición;
su búsqueda de un polvo satisfactorio casi parecía una película de Indiana
Jones, incluso podía imaginarse la tragicomedia, quizás se la propondría
como idea a Dustin, se llamaría “Carmen Grant y el falo de oro perdido.”
Sonrió con sarcasmo y entró en la ducha para sacarse ese aroma a
derrota que le había impregnado su novio de turno. ¿Algún día encontraría a
un hombre que le diera lo que necesitaba? No pedía tanto, solo deseaba su
buena revolcada de vez en cuando, no era mucho pedir una de esas por lo
menos una vez al año, tal vez como regalo de navidad.
Por suerte para ella el saco de carne sonora se había ido cuando salió del
baño, lo que significaba un problema menos que afrontar ese lunes, y si no
lo llamaba, posiblemente podía dejar las cosas como estaba.
Mientras se vestía para salir a desayunar con Barry y el esposo de este
lo pensó muy bien, ella no quería llegar a los cuarenta sin saber qué era un
jodido orgasmo. Para no estar casada estaba teniendo, prácticamente, los
mismos problemas que las otras brujas del aquelarre. Excepto tal vez
Soledad y Ana, ambas parecían felizmente casadas.

۞۞۞۞۞۞۞
―Ernest me es infiel.
Ana pronunció esas palabras con la voz seca y vacía. Soledad se había
propuesto llevar a sus hijos al colegio esa mañana porque Esteban tuvo que
salir muy temprano de viaje; era tradición que él los llevara, era unos
minutos de convivencia entre los tres, justo después del desayuno, así que
para no perder la costumbre, fue ella quien los transportó antes de irse al
gimnasio. Pero vio a Ana allí; su amiga de cabello negro como el carbón y
piel bronceada parecía ida, apenas si le respondió el saludo cuando le habló.
Solo abrazaba a sus dos hijos, mientras estos forcejeaban con suavidad y
nerviosismos para soltarse de la demostración de cariño.
Ella y Ana eran un poco más unidas porque ambas tenían gemelos, se
habían conocido en el hospital durante el control prenatal. Soledad tuvo un
niño y una niña, mientras los de su amiga eran chicos. Desde ese momento
se convirtieron en amigas que con el tiempo se habían vuelto cercanas.
Tenían bastante confianza, la suficiente como para que Soledad supiera que
no era el momento ni el lugar para ofrecerle consuelo a la mujer.
Descartó la idea de ir al gimnasio a encontrarse con Priscilla y Julia, en
cambio la invitó a su casa a desayunar y tomarse una taza de té. Ana asintió
escuetamente, parecía que estaba ida, como en estado de shock. Si lo
pensaba con detenimiento, la noche anterior, durante la cena de cumpleaños
de Lydia la morena pareció un poco distante, como si se esforzara por
corresponder a los halagos de su pareja. Lo atribuyó a que habían peleado e
intentaban verse normales frente a todos los demás. Pero si capitulaba con
cuidado, el esposo de Ana no parecía incómodo o fingir, ahora ella
comprendía el porqué, Ana se había enterado de la infidelidad y estaba en
fase de asimilación.
―¿Cómo te enteraste? ―le preguntó Soledad con suavidad mientras
deslizaba la taza de delicada porcelana sobre el mesón de mármol de la
cocina.
―El viernes lo confirmé ―respondió Ana en voz baja―. Él llegó de
viaje el domingo en la mañana, estuvo fuera desde el miércoles, en Miami,
supuestamente en una reunión con los socios de la cadena ―suspiró con
cansancio―. Yo lo sospechaba, por ciertos detalles, pero aun así, no quería
creerlo.
Al final se le quebró la voz, Soledad creía que no era para menos. Ana y
Ernest Scott eran padres de tres adorables niños, la hija mayor de ambos era
una cosita encantadora de piel blanca, cabellos negros y ojos verdes como
las esmeraldas; dulce y educada, con una prodigiosa voz y talento musical.
Los dos chicos eran idénticos y a la vez diferentes, uno era todo un
geniecito de las matemáticas mientras el otro era un as en los deportes.
Desde afuera, ese matrimonio parecía perfecto, el ideal para colocarlo
frente a las casas que salían en las vallas publicitarias de bienes raíces
Rodríguez, porque Ernest era naturalmente rubio, caucásico y atractivo.
Casi, casi, como si fuese artificial.
―¿Cómo… ―carraspeó un poco― Cómo te enteraste, Ana?
―preguntó Soledad apretando un poco la muñeca de su amiga.
―Por un grupo de Facebook ―respondió la pelinegra y se llevó la taza
a los labios.
―¿Qué? ―Soledad frunció el ceño. Ana soltó una carcajada amarga.
―Ambas estamos en un grupo de Facebook de fitness, Sole ―aclaró la
mujer―. Como siempre, algunas suben las fotos de sus fines de semana y
cuentan cómo la están pasando y lo que van comiendo. El viernes en la
noche ella subió una foto con “su novio” de lo que habían almorzado.
Ana extrajo el celular de su cartera y tras buscar las imágenes
incriminatorias se las mostró. Soledad todavía esperaba que fuese un mal
entendido, algo así como que se vieran demasiado juntos y se prestara a
interpretaciones equivocadas; pero no, cuando vio a Ernest y la forma que
miraba a la mujer, una rubia despampanante y llena de cirugías, porque esos
pómulos y esa nariz no eran naturales; no hubo modo de negarlo. Por
instinto, la mujer deslizó el dedo por la pantalla, las siguientes fotos eran
cada vez más evidentes.
A medida que iba pasando las imágenes se iba molestando más.
―No pensé que Ernest fuese tan estúpido para exhibirse de ese modo
―replicón con indignación. Ana respondió con un resoplido sarcástico―.
¿Cómo conseguiste el resto de las fotos?
―Le di a seguir a su cuenta de Instagram ―espetó con amargura―, es
privada pero igual me devolvió el seguimiento. Supongo que Ernest no tuvo
problema en exhibirse porque la mujer esa no es de aquí, es de Florida, creo
que vi que era gerente o asistente de gerente, la verdad no sé ni me importa.
―¿Y qué vas a hacer? ―inquirió Soledad con delicadeza. Ana se
encogió de hombros.
―No lo sé, Sole ―aclaró con franqueza―. Tenemos tres hijos
pequeños, en realidad no puedo quejarme de mi vida, exceptuando eso,
Ernest es el marido perfecto, el padre ejemplar, el hombre del año. Fíjate
que le dije que la cena de cumpleaños de Lydia era el domingo y se
apareció en la mañana en casa, jugó con los chicos, comimos en la piscina
del hotel.
Soledad no supo si fue el modo en que lo dijo, pero tuvo que concederle
la razón. A veces las parejas pasaban por esos impases y salían mejores y
más fuertes después de los golpes. Se lo dijo a su amiga, imprimiendo en su
voz toda la honestidad del mundo.
―Debes decírselo y enfrentarlo ―le aconsejó―, pregúntale cuánto
tiempo tiene esa relación, tal vez no sea tanto tiempo, quizás fue uno de
esos romances pasajeros que pasan solo porque hubo alcohol de por medio
y oportunidad.
A Soledad le quemaron las palabras en la garganta, pero creía en lo que
le decía; los hombres podían ser muy estúpidos a veces, cometían errores
garrafales, y ellas debían estar allí, ser fuertes y resolver las cosas.
Suspiró con cansancio. Cuando se enteraran las demás, la pobre Ana iba
a volverse un manojo de nervios y confusión. Abrazó a su amiga para
acunarla y mientras la pelinegra lloraba con voz queda, ella agradeció que
su matrimonio se había salvado después de que Esteban hubiese cometido
la misma estupidez cinco años atrás. La única diferencia es que ellos sí
estaban pasando un mal momento en su relación, pero Ernest y Ana…
«¡Por Dios! Si ellos son perfectos» pensó con tristeza.
02 ǀ Un cadáver en la despensa

La chef Jane se había aparecido el martes a la hora acordada, ni un


minuto antes ni un minuto después. Emil la recibió con una sonrisita
socarrona, una que quiso volarle de un golpe junto con sus dientes
demasiado blancos; luego la condujo a la cocina del restaurante, le explicó
cómo se movía todo, cuál era su papel y el menú de ese día.
―Los platillos se cambian cada cinco días ―señaló la carta que
sostenía ella, mientras se sentaron en el comedor.
El lugar era exquisito, nada que envidiarles a los otros tres restaurantes
del hotel. El Aria era un enorme complejo con 4000 habitaciones, centro de
convención, pisos de negocio, casino, centro comercial, tres piscinas al aire
libre, spa y demás; así que ese lugar tenía que estar a la altura de todo lo
que el hotel ofrecía.
La vista era más que espectacular, tenía una extensión del Strip frente a
ellos, lleno de luz que se filtraba por los ventanales sin ser cegadora. El
lugar era fresco, con sus mesas de manteles blancos, sillas acolchonadas
blancas y fina cubertería de plata.
Tras el regodeo inicial, Emil se comportó a la altura; supo decirle a Jane
que de verdad quería trabajar con ella porque la consideraba una chef de
calidad. Ella pensó que soltar esas palabras le había costado parte de su
orgullo, y como Emil iba a ser su jefe, prefirió callarse el sarcasmo que
pugnaba por salir. Jane Balani podía ser muy profesional también y
mantener a raya cualquier rivalidad que tuvieran los dos, por el tiempo
necesario.
―Las especialidades las rotamos a diario, pero como puedes ver
manejamos tres a la semana y tenemos seis, es decir que cada quince días
repetimos el menú de especiales ―recalcó él―. Trabajarás junto a otros
dos chefs y cinco sous-chefs, el movimiento a la hora del almuerzo es
bastante grande. Abrimos a las once de la mañana y cerramos la hora de
comida a las tres y media de la tarde ―contó con exactitud―. A partir de
esa hora y hasta las siete y media de la noche, solo servimos cocteles y
bebidas. Luego empieza la hora de la cena, la cocina trabaja hasta media
noche.
―Entendido ―contestó Jane, cerrando el menú―. ¿Quién será el chef
en jefe? ―preguntó con curiosidad, quería conocer a quien iba a rendirle
cuentas directamente, porque Emil era quien manejaba la cocina en las
noches. La sonrisita cínica que le dirigió no le gustó, apretó las mandíbulas
y compuso la expresión más inocente que pudo.
―La chef Lora ―respondió con un deje de sarcasmo. Jane casi se
atragantó con la risa; aquello era un chiste del tamaño de ese hotel.
―¿Me estás jodiendo? ―preguntó ella conteniendo la carcajada. Emil
negó.
―Está pasando por una mala racha ―le contó en voz baja―, su
restaurante en Roma se fue a la quiebra y regresó hace seis meses.
Jane sintió una punzada de culpa mezclada con desesperación, esa era
su misma historia, solo que ella no iba a llegar a eso.
El Bon Appetit no estaba tan mal, y el salario que Emil le estaba
ofreciendo era más que bueno, no excelente, pero más que bueno; eso le
daría algo de holgura mientras encontraba una solución definitiva. Si
alcanzaba a pagar un par de cuotas del préstamo entonces podría cambiar el
enfoque del restaurante, volverlo algo más comercial que generara ingresos
y la dejara salir de esa mala racha.
Su optimismo le iba ganando la partida, con solo seis meses trabajando
con Emil serían suficientes.
―¿Cuándo quieres que comience? ―le preguntó con seriedad. El
hombre frente a ella amplió su sonrisa afilada, en serio el maldito estaba
disfrutando eso, no le perdonaba que Jane hubiera abierto un restaurante
primero que él.
―Hoy mismo si es posible ―contestó―. Necesito chefs competentes
que soporten a Lora.
Jane tomó aire profundamente y lo dejó salir despacio, ella creyó que
Emil le iba a pedir que comenzara el viernes, tiempo suficiente para que
pudiese organizar su horario de mejor manera y dejarle a Shirley y Joe las
cosas más claras en las horas de ausencia que iba a tener. Pero no había de
otra, cabeceó un asentimiento.
―Bueno, dime dónde está mi uniforme ―solicitó.
Diez minutos después Jane Balani abandonó su bolso y ropa en un
casillero asignado para ella; luego salió directo a la cocina donde Emil la
esperaba para presentarle al resto de los empleados, cosa que hizo mientras
ella terminaba de atarse la trenza y anudarse la pañoleta negra sobre la
cabeza.
―Veo que no has perdido el hábito, chef Jane ―se mofó Emil. Balani
se encogió de hombros restándole importancia.
―Nunca me han gustado los gorros ―explicó con sencillez.
La chef Lora llegó a las nueve de la mañana, paseó la vista por todos
ellos y solo posó sus ojos sobre Jane cinco segundos más que en los demás,
lo que significaba que la había reconocido.
―Bueno, yo me retiro ―anunció Emil―. Chef Lora, chef Jane ―dijo a
modo de despedida y se fue silbando una tonada.
La chef Lora seguía exactamente como la recordaba, hermosa, arrogante
y ahora se le sumaba amargada. Más que pedir, ladró órdenes de lo que
quería, esa mañana se serviría pollo y cordero; no hubo más signos de
reconocimiento por su parte, no la trató bien, ni la trató peor que a los
demás, así que Jane consideró que era bueno. Parecía que Lora al fin había
superado la fase resentida de su vida como docente, para pasar a la fase
resentida como chef en funciones.
Llevaba dos horas fileteando pechugas de pollo cuando escuchó el grito
histérico de una de las ayudantes de cocina. Richard, el chef que estaba al
lado de ella, un tipo rechoncho y muy cómico que le estaba haciendo amena
la mañana, soltó el cuchillo y prestó atención. Jane hizo lo mismo, solo que
no soltó su cuchillo; esos eran sus bebés, la luz de sus ojos; los músicos
tenían sus instrumentos, los chefs tenían sus cuchillos.
Una mujer pálida y temblorosa salió de la cava de vinos y licores,
farfulló un par de palabras incomprensibles que solo exasperaron a Lora
que amenazó con zarandearla si no hablaba. Jane se acercó con cuidado,
manteniéndose fuera de la vista de Lora que parecía a punto de asestarle dos
bofetadas a la pobre chica. La chef Jane se coló por detrás con discreción y
se escabulló a la cava. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, pero a
diferencia de la otra mujer, pudo mantener la calma. Con su mano libre sacó
el celular de su pantalón, marcó al 911 y solicitó a la policía.
―Madre de Dios ―dijo una voz masculina, Richard la había seguido y
miraba de hito en hito el cadáver del hombre que yacía caído a los pies de la
alacena que se suponía guardaba vinos.
―911 ¿cuál es su emergencia? ―preguntó una voz femenina.
―Mi nombre es Jane Balani ―respondió la mujer con voz firme―,
estoy llamando desde el hotel Aria, del restaurante Sirio y quiero reportar
un cadáver.
Jane continuó dando explicaciones veloces y pidió discreción a los
oficiales para no llamar demasiado la atención de los clientes del
restaurante. Sabía que no era una solicitud sensata, pero esperaba que
tuvieran consideración con las personas que estaban allí. Tras colgar con
emergencias, se dio cuenta que Richard no estaba a su lado; marcó
rápidamente a Emil y maldijo cuando al quinto repique la dirigió al buzón
de voz. La chef le pasó un mensaje vía Whtasapp, diciéndole que era
urgente que respondiera y que debía regresar su jodido culo al restaurante.
Cuando las dos palomitas se marcaron en azul, el teléfono empezó a sonar
con la llamada de su nuevo jefe.
No le dejó decir hola, tampoco esperó a que él hablara.
―Hay un maldito cadáver en la alacena ―le dijo con voz plana y
seca―. Ya llamé a la policía, mueve tu trasero ahora.
Un segundo grito salió de una garganta femenina, Emil empezó a
vociferar por teléfono preguntando quién gritaba, se le escuchaba
entrecortado y Jane supuso que se debía a que iba en camino al restaurante.
Quien había gritado era Lora, también salió corriendo despavorida y
cuando Jane la alcanzó para detenerla y tranquilizarla, ya había salido al
comedor, donde todos los clientes se volvieron en dirección a ella para
enterarse del escándalo. Todos los comensales empezaron a murmurar,
preguntándose sobre la causa de los gritos desesperados de aquella mujer,
Richard salió poco después y se llevó a la chef Lora de regreso a la cocina,
donde la sentó en una silla, junto al resto de las mujeres que estaban
nerviosas y especulando qué había sucedido. Jane se dispuso a volver
también, pero cuando se dio vuelta y antes de poder dar un paso, una voz
familiar resonó a su espalda.
―Jane, ¿eres tú? ¿Qué está sucediendo aquí? ―inquirió Joe Miller, el
sous-chef del Bon Appétit― ¿Desde cuándo trabajas aquí? ―preguntó con
suspicacia.
Jane Balani se giró despacio, encontrándose a su sous-chef que la
miraba con el ceño fruncido y expresión irritada. Ella se sintió un tanto
humillada, buscó una excusa creíble pero por mala suerte ese día había
escogido joderla en grande. Si alguien le preguntaba qué era peor, ella no
dudaría en responderlo.
Lo peor que un cadáver en la alacena era encontrarte con la persona
menos deseada en la situación que tú no quieres que se conozca.
Dejó salir el aire despacio de sus pulmones, abrió la boca para
explicarle a Joe porqué razón estaba allí, pero así como había aparecido su
peor pesadilla frente a ella, también llegó su salvación.
―Buenos días, estoy buscando a la señorita Jane Balani ―solicitó una
voz masculina.
Tanto Joe como Jane se volvieron al dueño de la misma, y la mujer tuvo
que componer un poco su expresión para que no se le notara lo
impresionada que estaba. Se suponía que se encontraba en una situación
difícil y poco favorecedora, así que no era correcto quedarse viendo
embobada a ese hombre que tenía en frente.
―Sí, soy yo ―respondió finalmente con un tono de voz que no la
humilló.
―Bien, soy el detective Luis Reed y estoy aquí en relación al cadáver
que reportó ―explicó con tranquilidad.
Jane asintió, señaló la puerta que daba a la cocina y se dispuso a
dirigirse a la alacena cuando la mano de Joe la detuvo.
―¿Un cadáver, Jane? ―preguntó preocupado―. ¿Qué está pasando?
¿Estás bien?
Jane casi quiso sonreírle por el tono protector de sus preguntas, por un
segundo se sintió estúpida por mantener la distancia con él, una persona a la
que tenía años conociendo; pero solo fueron unos pocos segundos, porque
una voz femenina y elegante interrumpió todo.
―Joseph, querido ¿sucede algo?
Jane se inclinó por un costado y la vio, también alcanzó a vislumbrar el
rictus de molestia que endurecieron las facciones de su sous-chef. La mujer
era una beldad, con hermosas manos de uñas manicuradas y pintadas con
esmalte rojo oscuro, cabello color chocolate y tan abundante como si fuese
una fuente del mismo alimento espeso y líquido; diminuta cintura, busto
exuberante, piel blanca, casi como porcelana. Era tan linda que hasta le
daba repulsión, porque ni siquiera era que fuese exagerada su belleza,
exagerada y falsa, no… así que antes de rechinar los dientes de indignación
por una situación que no le incumbía y por la cual no debía molestarse,
miró a Joe con una expresión plana y le dijo que todo estaba bien, que le
explicaría esa noche en el restaurante.
Todo sucedió en escasos minutos, cuando la chef se giró para seguir al
detective a la cocina, se encontró con que él la esperaba a pocos metros de
distancia, observándola con atención.
―Por aquí, detective Reed ―indicó ella con cortesía―. Le mostraré
donde está el cuerpo.
03 ǀ La razón de mantenerlo oculto

Aunque el martes había ido con la firme determinación de hablar con


Shirley para contarle todo, sus planes no salieron como esperaba. Jane tuvo
casa llena ese día y durante la noche, así que estuvieron repletos de trabajo.
Joe llegó a la hora de siempre, risueño y rozagante, oliendo a agua de
colonia, portando su atuendo de trabajo como si fuese un traje de Armani.
Bromeó con todos, coqueteó con algunas empleadas, preparó la cena para el
equipo de siempre mientras ella coordinaba los especiales con el cocinero y
antes de que se diera cuenta, habían cerrado el restaurante a las once de la
noche, despidiendo a todos hasta el otro día.
El sous-chef se quedó un rato más, pero para variar no adoptó la actitud
despreocupada de siempre. Fue tomando nota de lo que Jane le decía sobre
el inventario, recordándole que debían pedir un saco de papas y que la carne
de res iba a llegar a las nueve de la mañana, así que era necesario ponerle
una nota a la chef de la mañana para que estuviera atenta de revisar que
estuviera en buenas condiciones.
Si ella hubiese estado más atenta habría notado la forma en que Joseph
la miraba, con una mezcla de preocupación y decepción. Jane siempre le
había gustado, desde la escuela de cocina la admiraba con algo más que
simple camaradería. Ella nunca cedió a sus intentos de conquista, aunque
cabía destacar que la reputación de su época de escuela, apenas cuatro años
atrás, lo precedía con las damas para bien o para mal.
Por suerte para él, predominaba el primero.
Jane Balani fue una de las mejores del Colegio de Artes Culinarias Le
Cordon Bleu, eterna rival de Emil Sánchez si bien no del modo que muchos
creían; esos dos se respetaban mutuamente, aunque no lo expresaban en voz
alta. Supo de inmediato que el chef Emil estaba muy orgulloso de haber
contratado a Jane, y no era una mala oportunidad para ella, porque
relacionarse con el Sirio y con Emil podía ser bueno para el Bon Appétit.
Lo que le disgustaba era la razón de por qué lo mantenía oculto. Le
cabreaba pensar que no confiaba en él para contarle el porqué.
Joe se negó a marcharse hasta que Jane se fuera, el comentario que le
había hecho en el elevador del Aria le había caído bastante mal. No había
punto de comparación entre la mujer que lo acompañaba en el Sirio a ella,
la chef Jane tenía una belleza diferente, que se cimentaba en el carácter. No
es que no fuera atractiva físicamente, porque sí lo era, a pesar de que en los
últimos meses había perdido mucho peso y estaba bastante ojerosa; él se lo
achacaba al estrés, las cosas no iban tan bien como al principio, pero la
administradora y mejor amiga de Jane, Lady B ―así la llamaban los
camareros del restaurante porque ella era la jefa―, pagaba puntual los
sueldos y no se retrasaba en nada relacionado al negocio.
Las cosas iban un poco apretadas, mas Joe consideraba que el Bon
Appétit era una excelente inversión y no perdía oportunidad de recordarle
que quería asociarse con ella y comprarle la mitad del restaurante. Tal vez
de ese modo la carga y responsabilidades disminuirían para Jane, porque él
podría encargarse durante una semana del turno de la mañana y Jane el de la
noche, para luego rotarse la semana siguiente y así sucesivamente.
Sin embargo, su amiga era supremamente testaruda; él sabía que había
en juego una cuestión de orgullo, un motivo personal relacionado a la
familia de Jane. Lady B le mencionó de pasada en una ocasión que la madre
de Jane había sido criada bajo la premisa de que las mujeres solo eran de su
casa y debían servirles con devoción a sus esposos, que el rol de la mujer
era ser esposa y madre; algo que Jane no era, ella era una excelente chef,
empresaria, mujer de negocio, independiente y su mayor meta estaba allí,
concretada en el Bon Appétit.
Él no alcanzaba a comprender mucho eso de los legados familiares y las
cuestiones de tradiciones ancestrales que parecía cargar la familia Balani
―a la cual no conocía mucho―; en alguna oportunidad Jane le había
comentado que su madre era una mestiza de ascendencia española, por esos
sus rasgos no eran tan marcadamente asiáticos, pero que tanto del lado
paterno como el materno, había aprendido muchas tradiciones filipinas, de
las cuales la que más apreció fue la cocina.
Joe podía pasar horas escuchando a Jane, aunque habían ciertos
resentimientos con su familia, hablaba con nostalgia de la época en que su
abuela le enseñó los secretos del arte culinario polinesio. Él de verdad
esperaba que en algún momento ella le diera la oportunidad de asociarse en
el Bon Appétit, ¡demonios! Que le diera una minúscula esperanza de que lo
veía como algo más que el guapo amigo pesado que coqueteaba con todas.
Esa noche se fueron juntos y anduvieron hasta el auto de él, donde la
convenció de llevarla hasta su condominio. Shirley estaba mirando por la
ventana mientras fumaba un cigarrillo, así que le hizo una seña entusiasta
cuando los vio. Jane bufó con mal humor, odiaba a rabiar el humo del
cigarrillo. Antes de que se bajara del vehículo la tomó por la muñeca y la
hizo volverse.
En la oscuridad la detalló a conciencia, mientras esperaba la respuesta a
la pregunta que le había hecho.
―¿Está todo bien?
Procuró impregnarle la cantidad justa de seriedad y preocupación;
tampoco soltó su muñeca, quería sentir la piel tibia de sus brazos. Joe
deslizó su mano sobre el dorso de la de Jane, apretó un poco con la
intención de darle a entender de que estaba allí para ella. La mujer soltó un
suspiro de cansancio y frunció el ceño con frustración. No dijo nada,
parecía que trataba de reunir la fuerza para hablar.
Jane tenía la piel de color claro, de ese tono blanco y ligeramente pálido
que se podía encontrar en las mujeres asiáticas; el cabello era oscuro, de un
castaño fuerte que le caía en ondas alrededor de los hombros pero era liso
en la parte superior de la cabeza, lo que enmarcaba su rostro redondo; le
gustaba su nariz, le daba un toque infantil que le confería un gesto inocente
cuando fruncía la cara debido a la concentración. Jane tenía una boca
pequeña con labios de un grosor medio, de un tono rosado pálido que
contrastaban con su piel y los ojos oscuros y rasgados. Ella tenía esa clase
de rasgos exóticos combinados que te dejaban con la duda de si era china,
hawaiana o latina.
Él nunca se había detenido a detallar a nadie del modo que lo hacía con
ella; desde la escuela de cocina, el primer día que la vio, se dio cuenta de
que era, cuando menos, linda. Luego descubrió el carácter fuerte y
determinado, la pasión caliente y bullente por la cocina, verla en acción lo
excitaba, y no solo en el sentido culinario, donde lograba contagiar su
buena vibra y energía en los fogones mientras salteaba los pimientos y las
cebollas; no… lo excitaba sexualmente, quería besarla, tocarla, hacerle el
amor, como no había querido hacerlo con ninguna otra mujer; porque estaba
seguro que Jane Balani era tan intensa en la cama, como lo era en la cocina.
―Solo estoy cansada, Joe ―dijo Jane después de ese prolongado
silencio―. Supongo que solo necesito dormir y veré las cosas con una
mejor perspectiva a la luz de un nuevo día.
El sous-chef hizo un esfuerzo por no bufar y componer una mueca de
disgusto. Jane a veces le hacía exasperarse y perder los papeles, pero sabía
que no era momento para eso. Algo sucedía y no quería decirlo, solo
deseaba ayudarla, demostrarle que podía contar con él en las buenas y en
las malas.
―Entonces ve a descansar, chef ―ordenó con voz juguetona, ella lo
miró e hizo un gesto de desesperación, pero terminó soltando una risita que
a Joe le gustaba escuchar, era musical y le recordaba los días soleados de su
infancia.
Jane no se movió, miró a Joe a los ojos y le sonrió; él le devolvió el
gesto.
―Para hacerlo debes devolverme mi mano, Joe ―señaló ella con un
mohín en sus labios, haciéndole ver que no había soltado su muñeca.
―Cierto ―expresó algo avergonzado, abriendo su mano. Dirigió ambas
al volante y lo aferró con fuerza.
―Pasa buena noche, chef ―se despidió Jane.
―Tú igual ―respondió él a la despedida.
Esperó a que la mujer entrara al edificio de cuatro pisos y se marchó a
toda velocidad de regreso a su departamento en el centro, cavilando que tal
vez era mejor que Jane no correspondiera a sus intenciones, porque no iba a
poder soportar su rechazo si llegase a descubrir a lo que se había dedicado
durante su formación culinaria, y que todavía hacía esporádicamente. Era
más una cuestión de costumbre que de necesidad, pero cuando crecías en la
vida que él había llevado, era difícil desprenderse de los hábitos que te
daban tanta estabilidad y confort.
En la tarde siguiente, las cosas dieron un giro inesperado, Jane se había
despertado con un leve malestar estomacal y no llegó a su hora
acostumbrada, lo que obligó a Joe a hacerse cargo de la parte operativa.
Todo fue bien, de hecho, iba más que bien, parecía que ese miércoles iban a
hacerlo en grande también y, tal vez, con eso podría ayudar a que la chef se
relajara un poco.
Fue Flag quien le indicó que estaban buscando a la señorita Jane Balani,
cuando él salió al comedor encontró a una mujer de aspecto severo, vestida
con un atuendo ejecutivo, que miraba todo a su alrededor con educado
interés.
―Buenas tardes, estoy buscando a la señorita Balani ―dijo en un tono
duro y algo molesto.
―Ella no se encuentra en este momento ―explicó él con su voz más
jovial y una sonrisa de chico sexy―. Amaneció un poco enferma, y como
verá, es poco ético trabajar así cuando se trata de alimentos. ¿En que la
puedo ayudar?
―¿Es usted el encargado del lugar? ―preguntó adoptando un tono un
poco más suave―. Vengo de parte del Banco de Nevada, señor…
―Miller ―respondió él de inmediato―. Soy el chef Joseph Miller.
―Bueno, señor Miller ―asintió la dama―, como le decía, vengo del
parte del Banco de Nevada, necesito hablar con la señorita Balani en
referencia al préstamo que la institución donde trabajo le hizo. ¿A qué hora
podría encontrarla el día de mañana?
Joe frunció el ceño levemente, su cabeza iba a toda velocidad, no había
que ser un genio para comprender la situación, si el banco había enviado a
alguien hasta allí, significaba que Jane no había respondido a ninguna de
sus solicitudes de comunicación.
―No sabría decirle, esperamos que mañana esté mejor de salud
―explicó él con la expresión más inocente que sabía dar, sin perder la
sonrisa en ningún momento―. Aunque estos virus suelen durar unos tres
días más o menos, así que es probable que esté incorporándose el fin de
semana. ―Dio un paso más cerca de la mujer, que tendría alrededor de
unos cuarenta años, y acentuó su sonrisa, esta vez con una mirada baja que
denotaba un ligero interés―. Si tiene una tarjeta con sus datos, me
comprometo a entregársela personalmente, para que se comunique sin falta
con usted.
La representante del banco se inmutó solo un poco, fue tan leve que si
hubiese sido otra persona, no lo habría notado. Ella sacó la tarjeta de su
maletín y le sonrió fríamente; sin embargo, Joe sabía que era una fachada y
que había logrado su cometido.
Cuando se retiró del restaurante no supo qué hacer en un primer
momento. ¿Debía llamar a Jane y mencionarle la visita del banco? ¿Estaba
en graves problemas? ¿Debía tanto dinero que la chef tenía que trabajar con
Emil Sánchez?
Sacudió la cabeza en negación y decidió hablar directo con la única
persona que seguramente podría darle respuesta, Shirley Turner, alias Lady
Boss, alias la mejor amiga de Jane.
Dio un ligero toque en la puerta de la oficina de la administración, la
voz de Lady B lo invitó a pasar, Joe la encontró detrás de su escritorio,
sumergida en un montón de papeles; la joven mujer estaba clasificando con
mucha habilidad las facturas por pagar y archivando lo que ya habían
cancelado esa mañana, porque los martes y miércoles eran los días de
entrega de suministros.
―Hola, querido chef ―le sonrió Shirley―. ¿Qué puedo hacer por ti?
―Hola, jefa ―devolvió el saludo, mientras cerraba la puerta tras de
sí―. Acabo de atender a una representante del Banco de Nevada, estaba
buscando a la chef.
Shirley frunció la frente un poco, lo que la hizo lucir algo graciosa,
como si fuese una niña intentando componer un gesto de adulta. Shirley
también era asiática, solo que ella no había querido saber de qué lugar del
continente provenía; había sido adoptada siendo una bebé, pero sus rasgos
eran mucho más marcados que los de Jane. Era algo en común que tenían
los dos, por lo que la relación de ellos era especial, ambos eran huérfanos,
la diferencia fue que ella tuvo la suerte de conseguir a alguien que la
quisiera, él no.
―Sé que ha recibido las notificaciones regulares de las cuotas
―explicó ella, dejando de lado lo que estaba haciendo―, pero Jane no deja
que yo maneje esa parte, lo mío es la administración, Joe.
―Y lo haces de maravilla, Lady B ―le aseguró él con galantería―.
Algún día, cuando decidas que te quieres volver a casar, me avisas, yo
estaría encantado de tener el honor de contarme entre tus opciones.
La mujer soltó una carcajada sonora, luego le guiñó un ojo mientras se
levantaba de su silla y se dirigía resuelta hasta el diminuto y ordenado
escritorio de Jane. Tomó la carta del banco que estaba sin abrir sobre la
bandeja de los pendientes de la chef, y rasgó el papel para leer la carta.
Joe vio cómo la expresión de Shirley se demudó de forma paulatina a
medida que leía, no auguraba nada bueno, él lo pudo sentir como una
especie de escalofrío eléctrico que lo recorrió de pies a cabeza.
―Está retrasada con el pago del préstamo por varios meses ―espetó
Shirley, mirándolo a los ojos. Sostenía la carta con fuerza, su cara tenía
pintada la pregunta que él mismo se estaba haciendo. ¿Por qué, en nombre
de todos los dioses de la cocina, Jane no les había dicho nada? ¿Cuál era la
razón de mantenerlo oculto?
04 ǀ Las brujas se reúnen en torno a una
hoguera

Soledad no había dicho nada a petición de Ana, ella necesitaba un par


de días para poner las cosas en orden y perspectiva; lo que era
comprensible. Por eso no se sorprendió cuando vio a su amiga vistiendo un
apretado vestido de color perla que resaltaba todas sus lindas curvas, era
posible que anduviese en fase de autoreconocimiento y empoderamiento,
necesitaba sentirse a la altura de la mujer horrorosa que le estaba robando a
Ernest y destruyendo su matrimonio.
Tampoco le comentó nada a Esteban, en especial porque su esposo era
bastante cercano al marido de Ana y temía descubrir que él sabía todo y no
le había dicho nada. Eso sería casi como que su propio esposo le estuviera
poniendo los cuernos.
Llegaron al Bon Appétit en el carro de Soledad, porque Ana advirtió
que no conduciría. Cuando se apearon del vehículo, sus otras amigas
empezaron a silbar y hacer comentarios sobre el atuendo sexy de la mujer,
alegando que si fuesen a un bar o un club ella podría conseguirles los
tragos.
―Pues deberíamos ir a un bar de esos ―soltó Ana con evidente
desazón―. Así nos prestan más atención que nuestros propios maridos.
Mientras se alejaba al interior del restaurante, Lydia, Prisilla, Carmen y
Julia le lanzaron miradas significativas a Soledad para que les dijera qué
pasaba, pero ella se mantuvo impasible y negó, anduvo en silencio hasta
que se sentaron en la mesa que siempre ocupaban cuando iban allí. Cada
una de ellas tenía a su mesero favorito, aunque no siempre coincidían todos
ellos los jueves, a veces iban a almorzar otros días y solían bromear sobre
los chicos. Algunas habían ido más lejos, como Julia que terminó
arrastrando a Pris al gimnasio donde trabajaba Rock ―como era más
conocido― y el otro hombre, el rubio llamado Calvin, que le daba clases a
ambas. Ella también insistía que el enorme moreno se le hacía familiar, pero
no estaba segura de dónde.
Aunque su otra amiga joven tenía cierta debilidad por los hombres
exóticos, Prisilla no perdía la ocasión de hacerle ojitos discretamente
inapropiados a uno de los meseros de piel oscura que siempre estaba en las
noches en el restaurante y buscaba llamar su atención para que la atendiera;
si no era él, era un joven latino; algo que hacía reír un poco a Soledad,
porque su amiga era el epítome de la mujer norteamericana promedio.
Esa noche fue el camarero que le gustaba a ella, tenía la voz gruesa y
como siempre hacía, se presentó como si fuera la primera vez que se veían.
―Buenas noches y bienvenidas al Bon Appétit ―dijo con una leve
inclinación de cabeza―. Mi nombre es Nathan y seré su camarero esta
noche, ¿qué les puedo traer para comenzar?
―Whisky para mí ―dijo Ana sin esperar a ver si adquirían una botella
de vino para todas, como era lo usual.
―Ana ―intentó llamar Soledad con suavidad, pero ella negó.
―Bueno, ya que estamos desatadas ―espetó Julia con una risita―,
pidamos cosas diferentes esta noche ―incitó con voz divertida―. Yo
quiero una margarita… con mucha tequila ―Le guiñó un ojo de forma
juguetona.
Todas terminaron ordenando bebidas diferentes, cada una con una risita
peculiar en su rostro; cuando el hombre se alejó en dirección a la barra para
pedir sus bebidas, fue Carmen quien hizo el comentario:
―¡Dios! Pero que trasero ―se rio tapando su boca con una mano para
amortiguar el sonido―. Apuesto a que este sí me da toda la noche y no me
deja con ganas de más.
―Con uno así, seguro no puedes caminar a la mañana siguiente ―soltó
Julia con una risita perversa―. Recuerdo esa época, cuando Héctor me
dejaba como muñeca de trapo.
―Es que está más bueno que comer con las manos ―asintió Soledad,
mirando de refilón al mesero.
―¿Qué vas a decir tú, si tienes a Esteban? ―indagó Lydia con cierta
malicia.
Observaron con atención a Nathan, era bastante alto, con porte militar,
se le notaba por la forma en que llevaba el cabello y la barba ―recortada y
bien cuidada―. Su piel bronceada, de ese color característico que adquieren
las personas blancas tras pasar mucho tiempo al sol, contrastaban con sus
ojos de un color azul intenso; sus manos se veían grandes y firmes, aunque
eso último parecía una cualidad innata de él, porque sus ademanes, pisadas
y movimientos denotaban firmeza. Cada una fantaseó con esa posibilidad,
incluida Lydia que no se sentía tan insatisfecha en ese aspecto de su vida de
casada. El camarero volvió con una sonrisa en los labios, acarreando la
bandeja con las bebidas que fue depositando frente a su respectiva
comensal. Al verlo sonreír de ese modo, podían notar que sus rasgos tenían
un toque juvenil, aunque Prisilla especulaba que eran contemporáneos por
ciertas expresiones faciales, como las ligeras arruguitas que se le hacían en
la frente; lo que lo hacía atractivo porque estaba justo en esa etapa de la
vida donde se mezclaban cierta madurez de la edad y la ―aún existente―
potencia juvenil.
Mientras todas degustaban en pequeños sorbos sus bebidas y el mesero
esperaba su aprobación, Ana hizo un solo movimiento y se tomó todo el
contenido del vaso de un solo trago. Lo dejó caer con un golpe sordo sobre
la mesa, que hizo que todos se volvieran en su dirección, incluso Nathan
que la examinó con atención, con la precisión de alguien que analiza si
habrá problemas en los siguientes minutos.
―Tráeme otro, Cariño ―pidió Ana con una sonrisa de la que no
participaban sus ojos.
―Por supuesto, madame ―dijo él y recogió el vaso vacío. Volvió casi
de inmediato, sobre la bandeja llevaba dos vasos con whisky. Dejó el
primero frente a Ana, que ni siquiera lo miró cuando lo depositó en la mesa,
ella simplemente se lo llevó a los labios y bebió sin meditar en lo que estaba
haciendo.
―Otr… ―Se detuvo cuando el segundo vaso estuvo en la mesa justo
frente a ella, levantó la vista y miró a Nathan que le sonreía con un deje de
tristeza―. Que excelente servicio ―farfulló Ana un poco avergonzada―.
Gracias.
―Con gusto, madame ―respondió él, mientras recogía el segundo vaso
vacío y se alejó rumbo a la barra para entregarlo al joven latino de la barra.
Regresó cuarenta segundos después―. Vendré en unos minutos para ver si
han decidido ordenar, les recomiendo como entrada de esta noche un
increíble carpaccio de ternera que la chef Jane ha hecho.
Se alejó entre las mesas en dirección a una que le hacía señas para que
se acercara. Ana estaba muda, avergonzada y un tanto agradecida, porque
sintió que ese mesero ―al que apenas había concedido un par de miradas―
con solo verla, le había dejado entender que la comprendía, o por lo menos
que sabía que no la estaba pasando bien. Algo que confirmó durante su
estancia en el local, porque Nathan siempre le sonrió con más efusividad
que a las otras.
Levantó la vista para enfrentarse a los ojos confundidos ―y
sorprendidos por igual― de todo el aquelarre, miró el trago frente a ella, ya
los dos vasos habían empezado a hacer efecto, algo normal dado que no
acostumbraba a beber de ese modo, más que unas pocas cervezas o vino.
―Ernest me es infiel ―dijo en un tono de voz perfectamente claro,
sintiéndose más valiente debido al alcohol.

۞۞۞۞۞۞۞
Tras la sorpresa inicial que las dejó sin habla por un rato, las cuatro
amigas que no sabían del hecho, estallaron en comentarios iracundos contra
el hombre. Desde otras mesas empezaron a lanzar miradas curiosas, porque
las quejas llenas de rabia llamaban la atención de cualquiera. Carmen se
volvió en dirección a Soledad, que movía su daiquirí de fresas con cierta
parsimonia y le preguntó desde cuándo lo sabía.
―Lo sabe desde el lunes ―respondió Ana antes de que las otras se
lanzaran contra la latina, solo porque ella le había pedido que guardara
silencio―. Le pedí que no les dijera nada, porque todas ustedes son muy
intensas y la verdad es que no sé qué hacer.
―¿Desde cuándo lo sabes, Ana? ―preguntó Lydia, tomando su mano
con gesto maternal. Casi quiso llorar por el gesto, pero apretó los labios con
fuerza y negó.
―No tanto tiempo, pero está confirmado ―contestó. Levantó la vista
de la mesa y miró al corro de amigas frente a ella, cada una tenía su propia
expresión que delataba sus personalidades. Carmen estaba decepcionada,
pero sabía que no era de ella, sino de Ernest, al cual estimaba mucho;
Prisilla la observaba con tristeza, en más de una ocasión mencionó lo
mucho que envidiaba/admiraba la relación de ella y su esposo; Julia estaba
furiosa, de todas ellas, su amiga más joven ―porque era la menor de todas,
aunque tuviese treinta como Pris―, echaba chispas por los ojos y estaba
casi segura de que estaba planeando cinco formas diferentes de castrarlo de
algún modo, o por lo menos una venganza muy colorida, algo como echarle
laxante en su café matutino o rayarle el automóvil. Soledad la miraba con
serenidad, ella había escuchado toda la retahíla de emociones, la estuvo
acompañando sin desfallecer ni una sola vez en esa maldita montaña
rusa―. En realidad, chicas… hoy me quiero divertir, aún no sé qué hacer,
pero hoy me puse linda porque quiero recuperar un poco la confianza en mí
misma y divertirme, despejar mi cabeza, para ver a dónde voy a parar.
Todas accedieron de buena gana, más que nada para complacerla, y Ana
lo supo, así que agradeció en silencio a Dios por eso, porque sabía que sus
amigas no habían empezado a decir lo que de verdad pensaban sobre todo
eso, pero estaban dispuestas a hacerlo a un lado para subirle el ánimo.
Nathan volvió a los pocos minutos, preguntando si estaban listas para
ordenar.
―No es que estemos listas como tal ―respondió Julia con un guiño―,
pero sí queremos otra ronda, y para la dama de allá ―señaló con el dedo a
Ana―, tráele algo más divertido que un whisky ¡Hay que hacerla sonreír,
cariño! Tráele algo tan dulce como tú.
Todas asintieron con entusiasmo, mientras Ana se sonrojaba hasta las
orejas. El mesero sonrió con galantería, esperó a que la algarabía bajara y le
preguntó a la aludida si le gustaba la idea de tomar un Tequila Acapulco.
―¡Sí! Trae eso ―exclamó Carmen―. Algo lleno de color y sabor.
Todas estallaron en risas ante el comentario, incluida Ana. También
pidieron unas entradas para ir haciendo ambiente, que incluyó la
recomendación del mesero.
Nathan regresó con todo el pedido, ayudado por Rock que recibió un
efusivo saludo de Julia y Prisilla que ya estaban achispadas por la bebida.
Soledad, Lydia y Carmen sonreían tontamente, uniéndose a la solicitud de
que ellos dos se sentaran con ellas a compartir.
―Te daré la propina más grande que puedas imaginar ―le aseguró
Julia a Rock.
Ellos declinaron con sonrisas y algunos comentarios que las hicieron
reír, Nathan y Keith se alejaron conversando en voz baja entre ellos.
Cuarenta minutos después, dos rondas adicionales y un ambiente muy
animado, decidieron ordenar.
Cuando la comida llegó a la mesa, todas estaban conversando
distendidamente, Ana había conseguido olvidarse de todo, los cocteles
habían logrado justo lo que quería.
―Mis felicitaciones al chef ―comentó Lydia.
―Se lo haré saber ―dijo Nathan.
―Deberías decirle a Jane que venga ―pidió Prisilla, la lengua
empezaba a pesarle―. Me gustaría decirle que todo está excelente, la
comida, la bebida y los camareros. ―Subió y bajó las cejas con gesto
divertido, todas estallaron en risas.
―Con mucho gusto se lo diré ―aseguró él―. No dudará en venir.
Mientras se alejaba, todas comentaban el hermoso trasero que tenía el
mesero, Carmen aseguró que estaba dispuesta a enseñarle algunas cosas.
Estaban tan bebidas que ninguna se dio cuenta que estaban hablando en voz
un poco alta, así que el hombre y sus compañeros escucharon todo eso.
Jane se presentó a la mesa con una sonrisa de la que no participaban sus
ojos, porque su ánimo estaba por los suelos. Conocía a Prisilla y Julia de
ciertos eventos de comida a los que fue como chef antes de abrir el Bon
Appétit.
―¡Jane! ―gritó con voz chillona Julia― ¡La comida está deliciosa,
amiga!
―¡Riquísima!
―¡¡Espectacular!!
Todas corearon y se pusieron a aplaudir, Jane soportó lo mejor que
pudo, pero estaba agonizando por dentro.
―Es un gusto que todo haya sido de su agrado ―respondió a todos los
elogios.
―¿Qué nos recomiendas de postre? ―preguntó Soledad.
―Eso es con el chef Joe, señoras ―explicó con amabilidad―, él es el
encargado de los postres. Pero les puedo asegurar que sus pastelitos de
moka son la sensación.
―Pues a mí me tiene encantada es tu cantinero. ―Julia saludó en su
dirección. Jane sonrió y asintió a Oscar.
―Sí, es realmente muy bueno sirviendo tragos ―aseguró Jane. Nathan
se mantenía discretamente detrás de la chef, esperando cualquier orden de
las clientes.
―¿Y no incluyes en los postres a los camareros? ―preguntó Carmen.
Todas rieron, incluida Jane que negó con la cabeza.
―No, ellos no están en la carta ―contestó con cierto deje de humor.
―¡Pues deberían! ―dijo Ana con una risita borracha― Están más
buenos que… que… ¿Cómo es que dices siempre Sole?
―Que comer con las manos, coño ―dijo entre risas, la última palabra
la dijo en español. Jane la entendió porque hablaba un poco del idioma.
―Pues eso ―espetó Ana, dándole una chupada a la pajita con la que
tomaba su coctel―. Están demasiado buenos, sexys y calientes.
Volvieron a estallar en risas, Jane se tornó en dirección a Nathan con
una expresión de disculpa en el rostro; él le sonrió a su vez, dándole a
entender que no le disgustaba la situación.
―¿Y crees que podamos pedirle un postre especial al chef? ―indagó
Julia. Jane la miró por unos segundos con expresión de duda pero luego
sonrió.
―Tank, ¿podías llamar al chef Joe, por favor? ―pidió con cortesía, él
asintió y se alejó a la cocina.
―¿Tank? ―preguntó Soledad. La chef asintió.
―Es su apodo. ―Se encogió de hombros sin dar más explicaciones.
En menos de dos minutos Joe Miller estuvo a su lado, todo sonrisas y
guiños, coqueteando abiertamente con las clientas que no dejaban de lanzar
comentarios subidos de tono, Jane se rio con discreción, admirada de la
habilidad con la que él se manejaba con las mujeres. Al final de la
interacción accedió a hacerles unas bombas de chocolate, así que mientras
esperaban el postre, Nathan les sirvió una ronda más de bebidas.
Antes de que se percataran, ya era cerca de las once de la noche, y el
lugar se había ido vaciando poco a poco; quedaban dos mesas por atender,
así que Jane decidió que ya era hora de cerrar la cocina, el último pedido
iba a ser el de la mesa ocho y se fue a ayudar a su sous-chef en la
preparación de la solicitud especial.

۞۞۞۞۞۞۞
Ana no aguantaba más, mientras todas sus amigas se habían levantado
en varias ocasiones al baño, ella se había quedado allí en la silla,
ahogándose en el dulce sabor del tequila mezclado con jugo de naranja,
granadina ―y las cerezas que lo decoraban que no temía comer, junto con
las rueditas de naranja que no dejaba de chupar―. Lo cierto era que no
quería levantarse porque estaba muy mareada, el mundo daba vueltas, ella
solo pensaba en lo mucho que se estaba divirtiendo y en que nunca en su
vida había tomado una bebida tan sabrosa.
―¿Por qué nunca había tomado esta mierda tan rica? ―preguntó con
voz pastosa.
Todas sus amigas explotaron en risas escandalosas y ella se les unió
aunque no estaba segura de por qué se reían. Claro que reírse no la ayudaba
mucho con su vejiga, finalmente no pudo aguantarse más y se levantó de la
silla, rogándole a todos los ángeles del cielo no caerse en el camino.
Se sostuvo del borde de la mesa mientras todas la miraban, sus rodillas
no cedieron, sus pies se afianzaron bien en el suelo y ciertamente el mundo
daba vueltas pero no tan vertiginosas como habría esperado.
«La comida hizo efecto» pensó con cierto alivio.
Alisó la falda corta de su vestido, se pasó la mano por el trasero,
esperando que no se le vieran las nalgas y dio dos pasos tambaleantes en
dirección al pasillo que daba hacia los baños. Por suerte no se fue haciendo
eses, logró llegar al baño, entrar a un cubículo y aliviar su vejiga.
Una vez fuera, frente al lavamanos, decidió que necesitaba beber agua,
así que perdiendo todo el glamour, se enjuagó las palmas y luego las usó
para beber directo del chorro. Le supo a gloria la frialdad; luego se mojó el
rostro, el cuello y el pecho. Bebió un poco más; cuando vio el desastre de
maquillaje que tenía soltó una risita histérica, tomó papel del dispensador y
se secó lo mejor que pudo, limpió los pegotes de rímel y se retocó un
poquito para no verse tan destruida.
Salió del baño un poco menos mareada pero sí desorientada, en vez de
tomar a la izquierda, agarró hacia la derecha y se encontró con que estaba
en una habitación que debía ser la de los empleados. Ana se sostenía de la
pared para no caerse, definitivamente estaba borracha y de una situación así
habían pasado años. La misma pared le servía de escondite, esa fue la razón
por la cual las dos personas afanadas en ese lugar no se dieron cuenta que
estaba allí; y si no hubiese sido por los gemidos que Ana escuchó, tampoco
se hubiera percatado de la pareja.
Y sin importar que tan borracha pudiese estar en ese momento, la
curiosidad pudo más que ella. Los sonidos que escapaban de la boca de la
mujer resonaban dentro de su cuerpo, como si despertaran viejas
sensaciones dormidas que extrañaba por completo y que no se había dado
cuenta de ello. Con toda la lentitud y disimulo que pudo, se asomó por el
borde de la pared a espiar.
Uno de los camareros más jóvenes, ella lo había visto en más de una
ocasión, estaba de pie, sosteniendo en el aire a una mujer asiática. Debajo
del uniforme del restaurante se podía adivinar que era atlético, más nunca se
imaginó que entre la tela se encontraba un cuerpo tan torneado, con brazos
tan fuertes y un trasero de infarto que en ese momento le provocó morder.
Lo mejor tal vez, era ver cómo movía la pelvis sin desfallecer, mientras sus
manos sostenían a la menuda mujer por las nalgas, a la par que ella se
agarraba de su cuello con los dedos entrelazados, echando su cuerpo un
poco hacia atrás, ayudándolo con la penetración que tanto la hacía disfrutar.
Los pechos de la mujer rebotaban rítmicamente, y en el estupor del alcohol
y la sorpresa, Ana encontró que le hubiese encantado chupar esos pezones
pequeños y marroncitos que tenía.
Ana sintió cómo su cuerpo se estremecía de deseo, hubiese dado lo que
fuera por cambiarse con esa mujer por unos minutos, la expresión de su
rostro era de pura satisfacción; lo confirmaba las mejillas sonrosadas, los
labios algo hinchados y el labial levemente corrido por su barbilla. También
las marcas rosadas de los chupetones que tenía en los pechos, eso sin contar
el concierto de gemidos y gruñidos que ambos llevaban de forma tan
armoniosa.
La mujer se estremeció violentamente, se pegó al torso musculoso del
hombre y gimió más alto una última vez, delatando que había tenido un
orgasmo intenso. Ana se mordió el labio con envidia, sintiendo cómo su
interior se contraía de la excitación.
―Ahora es mi turno, Lady B ―dijo una voz juvenil. La mujer soltó una
risita, desenredó sus piernas de aquella cintura masculina y afianzó los pies
en el suelo. Se giró grácilmente hasta llegar a una de las sillas del lugar,
empinó el trasero mientras se sostenía con fuerza de la silla. El hombre
desnudo se puso de lado; así ella pudo detallarlo mejor, tenía un rostro
tierno, angelical, pero una sonrisa perversa que le hizo sentir que caía por
un abismo. Ana se escondió un poco más, temiendo ser descubierta, pero
deseosa de ver aquel ejemplar de hombre. No podía tener más de veinte
años, pero en ese momento y viéndolo de perfil, le importó poco ese detalle.
De entre sus fuertes muslos se erguía una verga bastante gruesa, aunque no
tan larga como cabría esperarse, aunque no pudo detallarla a gusto porque
estaba enfundada en un preservativo de color fucsia.
En ese ángulo notó otras cosas, los brazos torneados estaban bien
construidos, junto a un torso que no alcanzaba a ver por completo; los
muslos, vistos de lado, se veían gruesos y fuertes. El joven se posicionó
detrás de la mujer, le dio una nalgada sonora que erizó la piel de Ana y
marcó cinco dedos rosados sobre el cachete de la chica. La tal Lady B solo
gimió quedamente, algo que se apagó cuando recibió el miembro erecto de
un solo movimiento.
El vaivén de las caderas fue hipnótico, el sonido de las pieles chocando
la estremecía hasta la fibra más profunda; un dedo inconsciente bajó hasta
la entrepierna de Ana y se coló debajo de la tanga, todo allí estaba caliente
y húmedo, palpitante y deseoso. Empezó a frotarse sin pensarlo mucho,
deseando ser la mujer que recibía los embates poderosos de ese semental,
porque eso parecía, un caballo desbocado. Ana no estuvo segura, y mientras
iba rumbo a su casa se preguntó varias veces cuánto tiempo había durado
todo; pero el gruñido de él la hizo vibrar, era el sonido de una bestia que
alcanzaba el clímax, y mientras su cuerpo temblaba con la liberación
espontanea debido a la estimulación de un solo dedo sobre el botoncito
rosado que brotaba entre los labios húmedos de su sexo, se mordió los
labios con fuerza para no gemir.
No se quedó a ver cómo terminaba todo, con las piernas temblorosas y
sintiendo el cuerpo cargado como de una electricidad rara, se limpió un
poco la humedad de los muslos en el baño, lavó sus manos, se aseguró que
el rubor de su cara bajara un poco y rogó para que sus amigas no notaran la
hinchazón de su boca por haberse mordido los labios.

۞۞۞۞۞۞۞
Jane accedió a quedarse a atender a las mujeres, “El Aquelarre” como
era conocido ese pequeño grupo, había sido leal desde el mismo comienzo
del Bon Appétit. Le aseguró a Nathan que si quería irse estaba bien, ella se
ocuparía de hacer que le dejaran una buena propina, pero él negó con la
cabeza y tras sonreírle con cierta confidencialidad le dejó saber que no tenía
otro lugar a donde ir. Lo mismo le dijo a Oscar, el cantinero, esa noche
había obtenido buenas propinas y estaba segura de que ella podría preparar
un par de margaritas, daiquiris y acapulcos, pero se negó también; El
Aquelarre eran clientes habituales y el viernes no tenía clases, así que se
podía quedar.
Las bombas de chocolate de Joe habían sido un éxito rotundo, cada una
se deleitaba con el chocolate derretido y hacían comentarios subidos de
tono sobre dónde podían poner el dulce líquido ―tal vez sobre el abdomen
de Rock o Calvin―, o si ellos estaban dispuestos a comer un poco de eso si
lo ponían en los pechos de alguna.
Jane se acercó a la cajera y la ayudó a hacer el cierre, el pago de ellas lo
registraría de último sin problema y haría el cierre definitivo. Al final de la
noche solo quedaba ella, Nathan, Oscar y Joe, que se había negado a irse y
se encontraba sentado en uno de los bancos cercanos a la caja, bebiéndose
una cerveza.
―¡Chef! ―llamó una de las mujeres, instintivamente Jane levantó la
cabeza, al igual que Joe, que ya no llevaba su uniforme, sino una camisa de
color claro y una chaqueta tipo blazer. La chef notó que se dirigían a él, así
que se concentró en lo que la cajera iba diciendo.
―¿En que las puedo ayudar, hermosas damas? ―preguntó acercándose
a la mesa.
―¡Chef! Esto está increíble ―dijo Julia lamiendo la cuchara de forma
lasciva, casi impertinente.
―Me halaga, madame ―respondió él con galantería.
―El camarero ―señaló Soledad a Nathan que observaba todo desde
cierta distancia con una sonrisa en los labios―, ¿tiene novia? ―preguntó
en tono confidencial, aunque se notaba que solo quería bromear― ¿Crees
que estaría disponible para nosotras seis si se lo pedimos?
―Podríamos invitar al cantinero ―dijo Prisilla en tono soñador―, me
encantan los hombres exóticos.
Todas se largaron a reír. Joe vio que la cajera se dirigía hacia la puerta y
se despedía con un movimiento de la mano. Las mujeres se percataron
entonces que eran las únicas que quedaban. Jane se acercó a la mesa a
preguntar cómo iban.
―De mil maravillas, chef ―respondió Carmen―. Tienes al mejor chef
trabajando contigo, no deberías dejarlo escapar nunca.
―Eso es lo que yo le digo ―aseguró Joe con un tono de voz travieso,
mientras la miraba con suspicacia. Jane se sonrojó furiosamente, porque
todas las mujeres soltaron un “uuuuuuuuuuuuuuuhh” muy sonoro.
―Nathan ―llamó Prisilla con coquetería―, me traes otro trago
―señaló su vaso vacío. El mesero asintió y se acercó a la barra donde se
escuchó el sonido de la licuadora en plena preparación.
Jane quería decirle que ya era suficiente, fue Lydia quien la salvó de
tener que echarlas.
―Este es el último, Pris ―ordenó la mujer―. Luego nos vamos.
La aludida hizo un gesto ambiguo con las manos, como asintiendo;
luego se inclinó sobre la mesa y en tono confidencial, hizo una pregunta a
ambos chefs.
―¿Creen que si le doy una propina cuantiosa, pueda seducirlo?
Todas estallaron en carcajadas, Jane sonrió algo forzada, mientras Joe se
unió a las mismas sin pudor.
―¿Qué tan cuantiosa? ―preguntó cuando se calmaron. Jane quería
golpearlo, pero se contuvo, supuso que él solo quería hacerles algo de fiesta
para que se sintieran cómodas, como si eso fuese importante, cuando la
verdad era que a ese lugar no le quedaba casi tiempo.
―No lo sé ―respondió Pris tras dejar de reír―. Unos 300 dólares.
Joe se giró a ver a Tank, entrecerró los ojos como si lo estuviera
tasando.
―Eso es lo que cuesta por la calle, madame ―respondió con un tono de
entendido y deje gracioso―, nuestro querido ―y dotado― Tank. ―Les
guiñó un ojo que las hizo reír, pero esta vez con pudor y nerviosismo―. Él
como mínimo debe valer unos dos mil.
―¿La noche? ―preguntó Julia sorprendida, con los ojos abiertos como
platos.
―La hora ―respondió Joe de forma resuelta.
Jane no sabía qué decir, la conversación había derivado a algo más serio
de lo que cabía esperar, pero se abstuvo de decir algo.
Tank llegó con la bebida, también unos botellines de agua para las
demás, que agradecieron con entusiasmo su delicadeza.
―Jane, es en serio ―dijo Julia―. Deberías incluirlos a todos en el
menú ―soltó sin pudor, mirando a Nathan que se encontraba al lado de
Joe―. Todos son unos hombres sexys y espectaculares. Yo pagaría por un
servicio completo con uno de ellos.
―¡¡Por Dios, Julia!! ―exclamó Lydia entre risas― ¡Pero, qué dices!
―Pues digo la verdad ―explicó con tranquilidad, mirando a Tank de
arriba abajo sin ninguna pena―. Por este pastelito que tengo aquí en frente,
podría pagar hasta 3500 dólares por una buena revolcada.
Nathan puso cara de perplejidad, Joe se rio junto con las demás, que fue
lo único que pudieron hacer. Ana fue la que más los sorprendió:
―Yo también podría pagarlos. ―Se mordió el labio inferior y jugueteó
con el vaso medio vacío de su trago―. Una buena revolcada con la máxima
discreción bien vale la inversión.
Nadie supo qué decir, finalmente Carmen se levantó dispuesta a pagar la
cuenta. Jane le preguntó si quería dividirla, ella negó, alegando que luego se
entendería con sus amigas.
―Tenía meses que no me divertía tanto con las brujas ―dijo entre
risitas, la lengua empezaba a pesarle, de todas ellas, Carmen había pedido
que sus tragos no fuesen tan cargados de alcohol.
Jane sonrió, luego las vio partir, cada una lanzándole saludos y piropos
a los tres hombres que quedaban. Observó la mesa, la última que quedaba,
todavía había llamas en las velas del centro de mesa. Soltó una risita, ellos
las llamaban “El Aquelarre” y entre ellas mismas se llamaban brujas. La
ironía es que todas las brujas se reunían alrededor del fuego.
Cuando se acercó a la cocina encontró a los tres hombres afanados,
limpiando todo lo que había quedado. Joe bromeaba con ellos, ella se sentó
sobre uno de los mesones de acero pulido y los observó, Oscar levantó la
cabeza sonriéndole.
―Increíble, chef ―dijo, uniéndola a la conversación―. Casi un salario
por una noche ―se rio.
―Te deja pensando ―acotó Tank.
Joe la miraba con atención.
―Lamento eso, chicos ―dijo ella por fin―. Estaban bebidas,
usualmente no se comportan así.
―No te preocupes, Jane ―interrumpió Nathan―. En realidad, me
siento un poco halagado, pero ninguna me tocó el trasero, así que no hay
problema.
―Sería divertido hacer un menú especial ―bromeó Oscar.
―¡Claro! ―exclamó Joe― Serviremos “Flag con mouse de chocolate y
crema chantillí”.
―Por ese precio, me pueden servir con carnitas si les da la gana
―aseguró Oscar.
Jane rio como todos los demás, la situación era por demás hilarante. Ya
se imaginaba los chistes a la mañana siguiente, cuando contaran cómo El
Aquelarre se había desatado y le habían ofrecido casi un mes de salario a
Tank por tener una hora de sexo.
―Es que de sexy pastelito y todo ―dijo Oscar.
―Bueno, ¿qué te puedo decir? ―Tank se encogió de hombros con
arrogancia―. Soy jodidamente sensual.
Terminaron la faena después de la una de la mañana, los tres hombres
acompañaron a Jane a cerrar y la ayudaron con la seguridad del local. Tank
y Flag bajaron hasta la avenida, rumbo a la parada de autobuses, Jane iba a
seguirlos, pero Joe la detuvo.
―Yo te llevo a casa, chef ―le dijo. Y sin darle tiempo a decir que no
era necesario, le sacó el bolso del hombro y se encaminó hasta su auto.
05 | Un menú de dos tiempos

La noche del viernes mejoró notablemente debido a la idea de Joe. Al


ver a todos reunidos, tras haber cerrado temprano por estar vacíos a las diez
de la noche, se sintió en paz. Jane no podía quejarse, sentarse alrededor de
la gran mesa improvisada, conversar animadamente, ―contando anécdotas
del trabajo― y escuchar los acordes de la guitarra de B-Rock, mientras
todos cantaban canciones de domino público; si así iba a terminar el Bon
Appétit, entonces era una buena forma.
Algunos tenían que trabajar al otro día, así que tras recoger entre todos
y dejar la cocina limpia para la mañana, solo quedaron Flag y Tank ―que le
alquilaba una habitación al primero―, Arrow y Rock ―que compartían
piso en el centro―, Angel, B-Rock, Shirley, ella y Joe.
Decidieron que no era necesario tener una mesa tan grande, así que
acomodaron todo en su sitio, excepto dos mesas. B-Rock tocaba la guitarra
de forma relajada, alguien le preguntó si su novia estaba de acuerdo en que
se quedara allí y él evadió una respuesta directa diciendo una sola palabra:
“guardia”.
Jane continuaba bebiendo vino, Shirley había bebido cervezas, vino y
un par de margaritas que Flag le había preparado, estaba bastante achispada
a la par que quejumbrosa porque quería ir a bailar y solo debían caminar un
par de cuadras para encontrar un club nocturno con buen ambiente; pero a
Jane no le gustaban esos sitios, y aunque le aseguró a todos los que
quedaban que podían irse, ninguno se quiso mover.
Joe estaba sentado a su lado, todos se encontraban en un apacible
silencio. Incluso Angel, quien siempre solía apoyar los intentos de Shirley
para que ella tuviera una emocionante vida social. Al final, tras darse cuenta
de que no iba a encontrar apoyo en ninguno de ellos, bufó de indignación,
tomó su cartera y salió dando un portazo, o por lo menos intentándolo,
porque el brazo superior de la puerta se lo impidió.
Todos rieron, Shirley tenía esa energía ansiosa que parecía querer
quemar cada media hora. Solo Jane sabía la montaña rusa de emociones que
vivía su mejor amiga, así que la dejaba ser, porque estaba en proceso de
recuperación y cada uno debía vivir y recorrer su propio camino.
―Por cierto, gracias Jane ―dijo Flag repentinamente. Ella levantó la
vista del borde de su copa y lo miró confundida―. Sé que hoy hablaste con
varios restaurantes para recomendarme. Me llamaron del Bellagio, tengo
una entrevista el día lunes.
―Me alegro muchísimo, Flag ―contestó con una sonrisa.
―¿En serio no hay nada que hacer para que no cierres el restaurante?
―preguntó Angel con suavidad. Jane lo miró por un rato, suspiró y negó.
―Desde hace un año venía generando menos ganancias, iba bien, por lo
menos no daba pérdidas, todo se mantenía y lograba pagar el préstamo al
banco ―explicó ella―. Hace seis meses que no pago las cuotas, y yo dejé
de percibir mi salario e incluso hice uso de mis ahorros para mantener el
lugar.
Todos la miraron con sorpresa, incluido Joe que no sabía esa parte de la
historia. Sí habían conversado, a media voz en la cocina, en los intervalos
de descanso; pero ella no dejaba saber mucho, no daba detalles.
―Voy a extrañar este lugar ―dijo Tank―, de todos los sitios en los que
he trabajado este es el mejor por mucho.
Jane sonrió ante sus palabras.
―Las propinas siempre han sido buenas ―dijo Arrow.
―Las propuestas también han sido buenas ―comentó Angel en tono
pícaro―. Creo que casi todas las clientas que he atendido me dejaron su
número de teléfono para un servicio posterior. ―Hizo la seña de las
comillas con las dos últimas palabras.
―Sí, como las mujeres de ayer ―dijo Flag―. El Aquelarre estaba
ofreciendo 3500 dólares para acostarse con Tank.
Todos empezaron a silbar y a aplaudir; Jane se reía a viva voz,
tapándose la boca con las manos.
―Pero no fue por una noche ―dijo Tank―, según el chef Joe, es por
una hora… Y una estuvo dispuesta a pagarla.
Así como habían empezado las carcajadas se quedaron en un silencio
atónito.
―Debes estar jodiendo ―dijo B-Rock con escepticismo. Pero Flag
negó con vehemencia.
―Yo estuve allí, es verdad, eso dijo ―aseguró.
―¿Me estás diciendo que puedo hacer casi el salario de un mes en una
noche? ―preguntó Arrow con seriedad.
―Los acompañantes de alto nivel sí ―respondió Joe con ligereza, se
llevó el tarro de cerveza a la boca y bebió―. Se supone que pagas por la
distinción y la discreción; por eso precio garantizas que esté sano y sin
enfermedades, buena condición física, se vea atractivo y no diga
absolutamente nada de lo que suceda de puertas para adentro.
Todos los presentes lo miraban con una leve sorpresa. Todos excepto
Jane, que simplemente confirmaba los rumores de la escuela de cocina y no
estaba en verdad sorprendida. Joe no tenía familia, era huérfano por
completo y se había pagado la escuela de cocina más prestigiosa de Nevada.
¿Cómo lo había hecho? Conjeturas corrieron a lo largo de las cocinas del Le
Cordon Bleu, desde que era gigoló hasta que tenía una amante poderosa
―la esposa del dueño de un casino o la mujer del gobernador de Nevada―.
Pero un hombre en sus tempranos veinte que vivía en un lujoso
departamento, manejaba un carro último modelo y vivía siempre impecable,
incluso cuando se veía “descuidado” tenía que sacar el dinero de algún lado.
Durante un tiempo ella creyó que era modelo, porque durante las
vacaciones de la escuela él desaparecía y luego se enteraban que había
estado en Nueva York, o Roma, o Singapur.
―No pareces sorprendida, Jane ―hizo notar Rock. Los hombres se
volvieron a mirarla, incluido Joe―. De que sepa esas cosas.
Ella se inclinó de hombros y sonrió.
―No era un secreto a lo que se dedicaba Joe durante la escuela
culinaria ―explicó con suavidad―. Eso tiene más sentido a que era el
bastardo de un magnate petrolero de Texas.
Joe primero elevó las cejas con evidente sorpresa, la forma en que Jane
habló sobre el tema lo dejó anonadado. Luego soltó una carcajada cristalina,
que salió desde el fondo de su estómago; había sido un buen cierre a su
afirmación lo de ser un bastardo de un magnate, porque ese fue uno de los
tantos comentarios que él mismo hizo en la escuela.
―Igual, 3500 ―silbó Flag―. Eso es mucho dinero… es que con que lo
haga por noche, cuatro noches a la semana, por cuatro semanas al mes…
son 56.000 dólares… ¡Mierda! Lo que podría hacer con ese dinero…
Jane miró con tristeza a Oscar, de todos ellos, solo Joe, Tank y ella
sabían lo que estaba pasando. Con las políticas migratorias impuestas por el
presidente Trump, su madre había sido deportada a México; donde no tenía
familia, porque ella era de Colombia. Solo que Laura Sarmiento no quería
estar lejos de su hijo, así que él le enviaba dinero para que se mantuviera,
continuara con su tratamiento médico y pagaba a un abogado para traerla de
vuelta. Oscar Ramos no había sido deportado porque su padre ―Oscar
Ramos también―, era hijo de una mujer norteamericana y un exboxeador
latino reconocido en Las Vegas, pero su padre nunca se casó con su madre,
y aunque Flag era ciudadano norteamericano, su madre nunca legalizó su
estatus ni solicitó la nacionalidad, simplemente porque siempre estuvo
cómoda allí, trabajaba sin problema, tenía casa y su hijo estudiaba en la
universidad.
Jane notó que todos se quedaban pensativos, ella también pensó en lo
que podría hacer si ganaba esa cantidad de dinero, podría pagar casi todo lo
que tenía retrasado en el banco; pero soñar no costaba nada, ni ella era
prostituta fina, ni era tan bonita como para alcanzarlo rápidamente.
―Joe dijo que podía ofrecer a Flag en el menú ―dijo repentinamente
con un tono divertido―. Con mouse de chocolate y crema chantillí. Prisilla
West seguro lo pagaba.
Las risas estallaron y un par de manos palmearon con fuerza la espalda
del pobre chico. Jane los acompañó, era injusto que con apenas veintiuno él
llevara semejante responsabilidad: pagar su carrera universitaria en
administración, estudiar derecho en línea, pagar un abogado, sostener a su
madre enferma en otro país y tener un empleo de casi tiempo completo.
―Harán pastelito de Flag ―dijo Rock.
―Pues sería un buen postre ―se enorgulleció Oscar―. Modestia
aparte, no ha habido ni una sola queja de mi desempeño.
―¿Qué vas a saber tú, si eres un niño? ―se burló Arrow.
―Por Dios, Calvin ―lo cortó Flag―, tú tienes veinticinco, solo cuatro
más que yo.
―Son cuatro años más de experiencia que tú ―atacó el aludido con una
risita y lanzándole una servilleta.
Todos se desternillaron, la conversación y el tema se prestaba para hacer
conjeturas locas, cada una aupada por el alcohol.
―No es como que saldría a la calle y me monto en un auto para hacer
esa cantidad de dinero ―dijo Angel―, no debe ser fácil.
―Los chicos que van por la calle los contratan otros hombres, Corey
―le explicó Tank―. Son putitos, las mujeres no buscan ese tipo de
compañía de ese modo.
―Entonces adiós a la idea ―espetó Corey con fingida tristeza―. Yo
que pensé que podría hacer uso de mi experiencia sexual.
No era un secreto que Corey era un joven con una vida sexual activa,
casi enfermizamente activa.
―No entiendo por qué te dicen Angel ―se burló Rock―, con todo lo
que haces tienes más pinta de demonio.
Los hombres rieron, Jane solo sonrió. Pero él respondió con toda la
arrogancia que pudo:
―Es que las llevo al cielo, compañero… soy el maldito ángel del
sexo…
Nadie dijo nada, algunos bufaron y otros rieron, pero nadie lo
contradijo.
―¿Qué harías tú si te ganaras todo ese dinero al mes? ―le preguntó
Angel a B-Rock, que punteaba despacio las cuerdas de su guitarra.
―Le pagaría la universidad a mi novia de una vez y compraría una casa
―dijo con seguridad―, pero no aquí, Las Vegas es muy calurosa, creo que
regresaría a Nueva York… Con un par de meses haciendo esa cantidad
podría comprar un departamento, tal vez en Queen o quizá en SoHo.
―Bueno, soñar no cuesta nada ―se burló Joe―. ¿Cómo piensan
conseguir clientas que paguen eso? Básicamente necesitan cuatro mujeres
mínimo, que sean fijas y que tengan dinero ―explicó de forma
contundente―. Para lograr quedarse con todas las ganancias de eso, deben
tener experiencia y reputación, así que primero tendrían que trabajar para
alguna agencia… y entonces no serían 3500 dólares, probablemente sean
3000 o 2500 lo que les quede, siempre y cuando paguen por hora.
--En resumen, necesitamos un proxeneta ―comentó Tank, que se había
mantenido, lo más posible, al margen de la conversación.
―Yo diría más bien un manager ―corrigió Joe―. Pero no quita que
sería prostitución, con algo más de estilo y glamour, pero prostitución al fin.
―¿Y cómo se siente hacerlo? ―preguntó Flag con verdadero interés.
Jane miró de reojo a Joe, por primera vez desde que lo conocía su
semblante se ensombreció por unos instantes. El castaño se encogió de
hombros como si se sacudiera los malos recuerdos y respondió:
―A veces es divertido, otras veces no lo es tanto… te sorprendes de
encontrar mujeres que son capaces de dejarte marcas y gritarte que te
pagaron y que eres un pedazo de carne… como hay otras que esperan
romanticismo y cariño, un masaje de pies, acurrucarse a ver una película
romántica…
―Los seres humanos buscando un poco de compañía ―dijo Jane con
aire filosófico―. Pagando a desconocidos aquello que no quieren pedir a
conocidos por miedo a no merecérselo.
Todos la miraron, Joe se giró hacia ella y trabaron sus ojos en una larga
conversación silenciosa. Rock encontró eso un tanto desagradable, así que
se aclaró la garganta para llamar la atención.
―Si hablamos un poco en serio ―dijo con cautela―, ya saben…
especulando y fantaseando a la vez… Siempre hemos recibido propuestas
indecorosas de las clientas, algunas son sutiles…
―En su mayoría lo son ―interrumpió Tank, que miraba a un punto
indeterminado en el techo.
―Cierto ―asintió Rock―. Otras son directas, pero ninguno de
nosotros ha accedido a nada con ellas…
―Habla por ti ―se vanaglorió Angel.
―Jódete, niño ―le dijo él―. Pero si somos sinceros, ellas lo hacen
porque nos conocen de aquí, algunas son clientas asiduas, como El
Aquelarre. ¿Qué tal si Jane nos sirve de pantalla y en vez de irnos con un
“manager” nos quedamos aquí y le pagamos un porcentaje a ella? Quiero
decir, las clientas nos llegarían por medio de Jane, seguiríamos trabajando
aquí y simplemente concertaríamos citas con las mujeres en algún hotel
discreto y listo… Se salva el Bon Appétit, nosotros nos cubrimos las
espaldas y todos confiamos en ti, chef.
Las miradas iban de Rock a Jane, cada uno sopesando lo que Keith
acababa de proponer. La chef no podía creerlo, de hecho no le daba cabida a
semejante idea, ella no iba a usarlos de esa forma, era inaudito. Solo que él
sonaba demasiado seguro, porque su propuesta no parecía una idea
descabellada, era como si desde el mismo momento en que las del
Aquelarre habían aceptado el precio, una semilla germinaba en la mente de
Flag y posteriormente en la de todos los demás. Decidió seguirles el juego,
porque ella veía eso de ese modo, un juego, una forma de pasar el rato sin
pensar que en las siguientes semanas tendrían que buscar un nuevo empleo.
―¿Y cómo pretendes que lo hagamos? ―preguntó con media sonrisa
en los labios, para su sorpresa, fue Flag quien respondió.
―Como un menú especial ―respondió con naturalidad―. Una comida
de dos tiempos, plato fuerte y postre, y nosotros seríamos el postre…
¿Cómo fue que llamaron a Tank? ¿Sexy pastelito? ―le preguntó
directamente, Nathan asintió en silencio―. Pues bien, el chef Joe hace
postres exquisitos, se inventa un menú, pastelito de fruta de la pasión para
referirse a mí, porque soy un dulce latino… ―todos se rieron y abuchearon,
una servilleta voló desde la mano de Joe hasta su cabeza―. Y bueno, para
los blanquitos, la insípida vainilla.
Rieron, lo volvieron a abuchear y volvieron a reír.
Jane los quiso a todos esa noche, los considero los mejores amigos y las
mejores personas, se los hizo saber.
―Los voy a extrañar, chicos ―dijo con la voz un poco quebrada―. A
todos ustedes.
Cada uno de ellos la observó con intensidad. Jane conocía un poco de
cada uno de ellos y los había ayudado de algún modo, incluso solo con el
trabajo, la amistad y la disciplina. Corey le tenía un cariño especial, era tal
que no concebía a Jane como un ser sexual, nunca le había hecho
insinuaciones, la tenía en un pedestal, como la grandiosa hermana mayor
que lo inspiraba para ser cada día mejor y luchar por sus sueños.
B-Rock recordó cuando se había quedado sin empleo porque el casino
que lo contrató cesó su show y lo dejó sin nada, ella estaba trabajando en la
cocina de ese sitio y le prometió que le daría empleo como músico en su
restaurante; promesa que cumplió, pero incluso Dave supo que era mejor
dedicarse a servir mesas que a tocar solo un par de horas en las noches, así
se lo dijo a Jane, entonces ella le dijo que volviera el día siguiente, le
entregó un uniforme a la medida y le pidió a uno de los meseros que lo
entrenara. Dos meses después le presentó a la directora de una escuela de
élite de Nevada, quien le ofreció dar clases de música en las mañanas, algo
que aceptó porque era parte de sí mismo y no podía dejarlo. Había dado
algunos conciertos con sus alumnos, e incluso lecciones particulares los
días que no tenía clases en la escuela, gracias a Jane, su vida no era tan
miserable como se podría esperar, tomando en cuenta lo mal que estaba
yendo su relación amorosa.
Todos y cada uno había recibido ayuda de ella, de un modo u otro,
incluso cuando se molestaba y los amenazaba con sus cuchillos, a pesar de
que todos sabían que Jane era cualquier cosa, menos violenta.
―Gracias por todo, a todos ―expresó la chef―. No se puede pedir
mejores amigos que ustedes… pero creo que ha llegado la hora de marchar.
Y mientras recogían las mesas, limpiaban los vasos y sacaban la basura,
Jane se permitió sentir tristeza, sus amigos intentaron subirle el ánimo,
aunque no fue de la mejor forma, pero lo intentaron, le dejaron saber que
estaban dispuestos a hacer lo que fuese necesario.
«Soñar no cuesta nada» pensó con amargura y tristeza durante el
trayecto a su casa, no aceptó que nadie la fuese a llevar, pidió un Uber y el
chofer iba en perfecto silencio, dejándola con sus pensamientos. «Incluso
podría pensar que es una buena idea, pero solo por esta noche.»
06 | La nueva carta

Priscilla no dejaba de mirar en dirección a la sala de entrenamiento de


artes marciales. Rock se había sacado la camiseta dejando a la vista su torso
cincelado a la perfección, con la piel libre de marcas o tatuajes. A su lado,
en las cintas de correr, Ana, Julia y Soledad, corrían a una velocidad
contaste; cada una encerrada en su mágica burbuja musical que las aislaba
con sus pensamientos.
Después de la cena del jueves, con sus borracheras, desatinos y
posterior resaca, se reunieron todas en casa de Ana el viernes en la tarde.
Las cinco amigas la consolaron, más cuando les avisó que Ernest se había
ido a un viaje relámpago en la mañana y volvía el domingo a primera hora.
Ninguna tuvo que preguntarle a dónde, todas supieron de inmediato que
había ido a Florida.
A petición de las brujas, Ana accedió a que los niños tuvieran pijamada
en casa de Lydia, bajo la atenta mirada de la niñera, luego ellas se quedaron
en donde la agraviada, con un montón de comida chatarra y alcohol, mucho,
mucho, muchísimo alcohol.
La resaca del sábado fue apoteósica, doscientas veces más que la del
viernes; pero más allá de tildar a todos los hombres de ser unos malditos
imbéciles descerebrados, fantasear en voz alta con lo que le harían a los
camareros del Bon Appétit, no hicieron más nada, solo acompañarla en su
dolor, porque ninguna de ellas podía decirle qué hacer a Ana. Por lo menos,
Priscilla lo sentía así.
Ella estaba estancada en un matrimonio de cincuenta años de
antigüedad con apenas treinta de edad. Sus actividades se limitaban al
trabajo, su hija y sexo ocasional ―usualmente los domingos y en posición
de misionero―. Si Anders estaba de humor, llegaban a hacer de perrito,
pero muchas veces él se corría a los pocos minutos y ella se quedaba
encendida, con ganas e insatisfecha, esperando que su marido se durmiera
para poder masturbarse con tranquilidad y por lo menos culminar lo que
había empezado.
A veces ni siquiera apagaban la televisión, se limitaba a ponerlo en
silencio o muy bajito y listo. Se montaba encima de ella, la penetraba sin
siquiera verificar si estaba mojada ―daba por sentado que magrearle los
pechos y besarla era suficiente― y empezaba la faena. Cuando comenzaba
a medio disfrutar la cuestión, él gruñía, tenía un espasmo y le decía que
había sido genial, echándose de medio lado para dormir.
Esa era su vida sexual.
La de Julia era más o menos similar, o eso les había contado en un
arrebato furioso la noche del viernes, incluso confesó que estaba pensando
en hacerle brujería para que no se le parara con nadie más que con ella.
Lydia no decía nada, ella nunca lo hacía, Soledad negaba en silencio al
escucharlas y Carmen solo se limitaba a agitar su vaso de vodka y repetir
que por eso prefería ser soltera, porque si se tenían malos polvos se dejaban
hasta allí y no se repetía la fatídica experiencia.
―Viste que está el profesor de música también ―le informó Julia en un
instante en que la canción se acabó y cambió a otra. Señaló en dirección al
grupo de hombres.
Pris observó que tenía razón, no solo estaba el maestro Dave Hudson,
que para variar, usaba una camiseta sin mangas de color gris claro y unos
muy ajustados pantalones de deporte de color negro; sino que también se
encontraban otros tres, los dos más jóvenes y el mesero al que le habían
ofrecido dinero para que durmiera con ellas.
Los seis se encontraban conversando con expresión seria, parecían
discutir sobre algo. Calvin, sonreía, algo extraño porque la mayoría del
tiempo tenía una expresión seria o serena. Se había inclinado sobre el chico
latino, Pris creía que le llamaban Flag, aunque ella estaba segura que su
verdadero nombre era Oscar, y le indicaba cómo debía hacer las flexiones.
―Es que todos están condenadamente buenos ―murmuró Julia con un
deje de desesperación y gusto. Soledad sonrió con picardía y Ana solo se
limitó a observarlos y volver a correr, sin prestarle atención a nada.
Tuvo una idea macabra, una que la hizo sentir como una verdadera
bruja. Se alegró de que Lydia no estuviera allí, aunque sentía que para
llevarla a cabo debería tener de su lado a Carmen, para contrarrestar la
influencia de Soledad, que de todas ellas continuaba sosteniendo que las
cosas se podrían solucionar entre Ana y su esposo.
El asunto era que si Ernest ya tenía una amante, era cuestión de tiempo
que el matrimonio se acabara. Ana era una mujer amable y dulce, dedicada
a sus hijos, pero tenía un carácter implacable, cuando se despertara de ese
sopor doloroso en el que se encontraba, su futuro exesposo iba a terminar
en Florida con la arpía de la amante de una sola patada que Ana le diera, en
vuelo directo desde Nevada, con una escala para que conociera a su creador,
por todo el dolor que le estaba infligiendo.
La experiencia le demostraba que no era nada agradable ver a una
esposa dulce y abnegada despertando a todos los demonios del infierno para
desatar su furia, allí en Nevada era el bufete de abogados de su familia y
Priscilla iba a disfrutar muchísimo desplumando al imbécil de Ernest.

۞۞۞۞۞۞۞
―No sé si es cosa del destino ―explicó Rock mientras se pasaba por el
rostro la camiseta que se había quitado―, pero ayer me volvieron a insinuar
si estaba en el menú.
―Cuando se sienten seguras las mujeres pueden ser muy lanzadas
―explicó B-Rock con un deje de amargura.
―¿Y entonces para qué estamos aquí? ―preguntó Angel. Dejó su bolso
en el suelo y se dejó caer sobre la alfombra de goma.
―Para hacer ejercicios ―replicó Tank―. También para hablar sobre si
nos vamos a tomar en serio la idea de volvernos acompañantes ―explicó
Nathan. Volvió a atacar el saco con vehemencia, mientras Arrow lo sostenía
con firmeza.
―Yo no le vería nada malo ―dijo Flag poniéndose de pie al terminar su
rutina de flexiones―. Quiero decir, Joe sabe cómo va el asunto y el dinero
no es malo… Creo que no soy el único que tiene apuros económicos.
―Miró a Tank.
―Bueno, yo no tengo apuros económicos ―dijo Arrow, afianzando los
pies en el suelo para aguantar los embates de Tank que se habían
incrementado―. Pero reconozco que podría verlo como una inversión, para
reunir dinero suficiente para irme de aquí… siempre he deseado irme de
Nevada.
Nadie dijo nada, Rock solo lo miró de reojo y pensó que esa había sido
la idea desde siempre, pero por una razón u otra, seguía anclado a esa
ciudad como si tuviera un maldito grillete en el tobillo, una cadena
compuesta de las derrotas que no conseguía superar.
―¿Qué negocio montarías? ¿Para dónde te irías? ―preguntó B-Rock.
Arrow se encogió de hombros.
―Rock y yo siempre hemos hablado de montar un taller de restauración
de motocicletas ―contó con una sonrisa―. Tal vez volver a nuestra ciudad
de origen. ¿Y tú?
―Yo ya lo dije ―le recordó―, algo similar a lo tuyo, terminar de
pagarle la carrera a mi novia y reunir para comprar una vivienda en otra
ciudad. Lo bueno es que Queen es enfermera así que puede ejercerlo donde
sea, incluso podría conseguir un buen empleo en Nueva York.
―Yo lo haría por diversión ―se inmiscuyó Angel―. Por eso y por
dinero, vivir solo suena muy bien, vivo con mi hermana mayor y aunque la
adoro, y a mis sobrinos, hay cosas que no puedo hacer viviendo con ella.
―¿Cosas como qué? ―preguntó Rock mirándolo divertido.
―Como pasear con las joyas de la familia al aire libre ―contestó con
toda naturalidad.
Todos soltaron las carcajadas, incluido Tank que siempre era silencioso.
Los chicos conocían la historia de Nathan, así que no lo obligaban a hablar
de ello. Si se decidía a hacerlo, sería para poder mandarle dinero a su hijita
y también a su madre enferma, aunque su padre y hermanos se opusieran.
También era posible que buscara tener su propio espacio, uno seguro para
que su niña pudiese visitarlo.
Cada uno tenía un motivo para lanzarse a esa locura, y como Joe había
dicho y ellos recordaron, la ventaja era que él sabía qué se tenía que hacer y
cómo. El obstáculo era Jane, pero incluso eso podrían solucionarlo, porque
si salía la mitad de bien a como lo proyectó el chef, entonces se salvaría el
Bon Appétit, ellos podrían tener un buen negocio y hacer dinero sin
problemas.

۞۞۞۞۞۞۞
Las duchas del gimnasio estaban separadas por una pared. De un lado
estaba las duchas de hombres y del otro las de mujeres, cada una con sus
vestidores, compartiendo en común una especie de vestíbulo donde podían
recibir ciertos productos como jabón, champú, acondicionador y toallas
limpias y estériles en caso de que se te hubiese quedado la tuya.
Era una norma no escrita que cada quien se duchaba en su lado, estaba
tan bien dividido todo que no había forma de que un hombre o una mujer
terminase en el baño equivocado, pero en caso de que sucediera, pues
tampoco había tanto rollo porque cada ducha era privada, es decir, nadie te
iba a ver por encima del tabique y lo mejor de todo era que las puertas eran
de un vidrio opaco que no dejaba ver quién estaba adentro o si estaba
acompañado.
Priscilla decidió que era buena idea desviarse a las duchas cuando los
camareros del Bon Appétit se alejaron en esa dirección. Alegó que había
recordado que tenía que hacer algo urgente y debía salir de inmediato,
aunque aún le faltaban cuarenta y cinco minutos de rutina. Una vez en el
pasillo de las duchas, hizo las veces de que hablaba por teléfono y en un
momento en que nadie entró ni salió, tomó la entrada de la derecha en vez
de la izquierda, encontrándose en el vestidor de caballeros.
Era exactamente igual que el de damas, solo que este era verde oscuro y
gris metalizado; con casilleros organizados en líneas paralelas, bancos de
metal dispuestos en medio de los pasillos que se creaban entre los
casilleros, un área de lavamanos bien iluminado, donde una serie de
enchufes permitían conectar afeitadoras eléctricas o secadores de cabello
―estos últimos se encontraban colgados como pistolas en sus estuches,
detrás de una vitrina de vidrio cerrada―.
El ruido del lugar provenía del área de lavado, que al igual que las
damas, se accedía por otro pasillo más corto que daba a la sala. Se asomó
con cautela, esperando no ser pillada infraganti, pero al mismo tiempo con
la adrenalina a millón, excitada ante la idea de lo que iba a hacer. Incluso
pensaba seriamente en “probar la mercancía” primero, antes de endosárselo
a Ana, para que saliera de ese vaho de dolor en el que se encontraba.
Confiada al no haber visto a nadie en la zona anterior se deleitó con
algunos de los hombres que estaban en las duchas propiamente, se mordió
el labio inferior cuando vio a B-Rock, andar como Dios lo trajo al mundo
por el pasillo divisorio de las regaderas, con una toalla colgado del hombro.
Aunque no era lo único que le colgaba y eso la sorprendió, porque aunque
todo mundo decía que los hombres negros la tenían más grande, en la
escuela, antes de conocer a Anders, ella descubrió que eso era solo un mito;
pero allí estaba la prueba de que tal vez había excepciones a la regla y su
experiencia adolescente no era suficiente para decir que las leyendas se
equivocaban.
«Joder, yo quiero eso» pensó con glotonería, imaginándose todas las
cosas que podría hacerle a ese pedazo de hombre. Ella se estaba guardando
demasiada pasión en su interior y eso era muy injusto. «Concéntrate que no
viniste aquí para esto… ¿Dónde está Nathan?»
―¿Necesitas algo? ―preguntó una voz juvenil y varonil en su oído.
Apenas fue un susurro que le erizó todos los poros del cuerpo.
No respingó, ella era abogado y sabía tomar el control de las cosas
rápidamente, así que se enderezó dispuesta a lanzarle una mirada altiva al
niñato imprudente y salir de allí con toda la elegancia que podía, pero
terminó con la boca abierta al ver que quien tenía en frente era Angel, el
mesero rubio y de aspecto dulce que tenía fama de seductor.
El problema no era habérselo encontrado, porque podía manejarlo; la
cuestión fue que estaba completamente desnudo, sudoroso y con una
sonrisa lobuna que matizaba su aura inocente. Parecía un demonio de la
lujuria y el pecado, Pris pensó que no era cosa de Dios estar tan candente.
―Busco a alguien ―dijo sin alejarse de donde estaba, acorralada contra
la pared. Por lo menos estaba oculta de la vista de los otros.
Miró al chico, porque a pesar de su muy bien formado cuerpo, era obvio
que cuando mucho llegaba a los veinte; era bajito en comparación a los
otros camareros, pero superaba el metro setenta y cinco que era la estatura
de ella. Tenía una piel inmaculada, sin una sola marca, herida o cicatriz, ni
siquiera de apendicitis; el cabello rubio caía en pequeñas ondas que
matizaban los ojos claros y los labios rojos y carnosos.
―Espero ser yo ―alegó en tono seductor―, porque me gustaría tener
esa suerte.
La insinuación fue directa y ella la captó al instante; estaba a punto de
ceder a la tentación pero no era correcto, no allí en medio de un pasillo de
un vestidor lleno de hombres. Estaba desesperada por tener buen sexo, pero
tampoco pretendía terminar en medio de una mala película porno.
―En realidad no, buscaba a Nathan ―aseguró con más firmeza de la
que pensaba y eso le alivió―. Quiero pedirle algo, en nombre de mi amiga
Ana.
La sonrisa lobuna se acentuó en el rostro de Angel, dio un paso más
cerca de Priscila y la arrinconó un poco más. Ella supo de inmediato que él
entendió a lo que se refería; sintió algo de vergüenza, pero no estaba segura
de si era por eso o por la cercanía; ese chico daba medio paso más y su
miembro, que empezaba a erigirse, podría rozarle la entrepierna con
facilidad y no estaba segura de si quería eso o no.
Se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos, aunque su cabeza traicionera
bajara como si quisiera fijarse un poco más en la verga sonrosada y bastante
atractiva que tenía.
«Es muy joven» se repitió una y otra vez, «es muy joven y tú no eres
pedófila.»
Claro que exageraba, no era una cuestión de pedofilia porque él tenía
más de dieciocho, pero si se repetía eso una y otra vez, lograría mantenerse
alejada de la tentación.
―Cuando vayan al Bon Appétit el día jueves ―le susurró Angel en
tono confidencial―, pidan la nueva carta. ―Le guiñó un ojo con
picardía―. Así no tiene que pedirle un favor a Tank.
Ella tomó aire con fuerza cuando lo sintió tan cerca, porque él se inclinó
un poco más para hablarle al borde de los labios, sin dejar de mirarla directo
a los ojos. Priscila asintió como autómata, conteniendo la respiración sin
darse cuenta.
Angel se alejó silbando alegremente, algunos lo saludaron y
preguntaron dónde se había metido. Priscilla no quiso jugar con su buena
suerte, así que salió de allí antes de que alguien más viniera, un pervertido
tal vez, e interpretara demasiado bien las intenciones de ella al entrar a esas
duchas.
Cuando estuvo debajo del chorro dejó que el agua helada corriera sobre
su piel caliente, esperando que el choque térmico apagara el deseo, y antes
de darse cuenta de que estaba haciendo, dos dedos se habían colado en su
interior mientras que con la otra mano se pellizcaba suavemente el clítoris.
Tuvo que morderse los labios para no jadear, porque en su cabeza, las
manos que la tocaban eran las del chico Angel, mientras se preguntaba si él
se estaría masturbando en la ducha, pensando en ella.
07 | Dos ideas muy parecidas

Shirley había tenido una idea, una que le insinuó hacía más de un año y
que ahora la sacaba a relucir otra vez.
La trastienda del Bon Appétit era amplia, de hecho, estaba siendo
subutilizada porque la idea original era ampliar el salón comedor y agregar
más mesas para ofrecer un área de brunch o un salón privado para eventos.
Había sonado bien en su momento, pero cuando las otras estrategias para
hacer más popular al restaurante no dieron los resultados esperados, lo
abandonaron.
Esa mañana de jueves, mientras desayunaban en su departamento, su
mejor amiga volvía a la carga y como no pudo obtener ningún detalle
jugoso de su almuerzo con Luis del día anterior, se enfocó en desglosar la
idea que tenía en mente: convertir la trastienda en un salón de fiestas para
despedidas de solteras.
―Eso ya lo habíamos intentado, Shir ―le recordó ella.
―Sí, pero no así ―aseguró su amiga mientras revolvía su tazón de
cereales con frutas―. Quisimos atraerlas como una parada para comenzar
la noche, en este caso es organizarlo todo ahí. ―Apartó su plato vacío y
empezó a enumerar con los dedos―. Comida, bebida, una plataforma para
un desnudista y camareros sexys.
―No tenemos licencia para tener un club nocturno ―le recordó Jane,
mientras masticaba el trozo de piña que tenía en la mano.
―Pero sí para hacer eventos y esto sería así, por eventos ―insistió
Shir―. No necesitamos gran cosa, Jane. ―Se puso de pie como si el
entusiasmo no le dejara estarse quieta en un solo lugar―. Tenemos un par
de mesas allí, las que compraste extra por precaución, solo necesitamos
poner una tarima no muy alta donde el bailarín pueda hacer su espectáculo,
un par de sillas, podemos ir a una tienda de segunda mano y buscarlas, ni
siquiera tienen que combinar mucho, pondremos un estilo ecléctico y
moderno, un par de lámparas, cortinas y…
―Y aislante acústico para que la música no fastidie a las clientas del
restaurante ―la interrumpió Jane―, un buen muro divisorio para separar el
depósito de ese salón, pintar las paredes, decoración general, Shir… eso
puede salirnos en más de veinte mil dólares… No tengo esa cantidad, ni el
tiempo.
―Pero yo sí ―dijo su mejor amiga―. Yo te lo presto o me haces socia
minoritaria, y tal vez pagando un poco más esos cambios pueden estar listos
en una semana y podremos hacer una oferta de lanzamiento…
―Es demasiado riesgo, Shirley… ―Negó Jane con la cabeza―. No
podría pedirte hacer eso… Además, que hay que contratar con mucho
cuidado al o a los bailarines, no podemos meter a cualquiera allí.
―De eso me encargo yo ―aseguró Shir―. Solo no te cierres ―replicó
a la mirada dubitativa y algo desconfiada de su amiga―. ¿Acaso no crees
que los chicos te apoyarán? Ellos no quieren irse del Bon Appétit, Jane.
La chef bufó desesperada, estaba al borde del precipicio, debatiéndose
entre las opciones; ella no quería cerrar, ese restaurante era el sueño de su
vida; el problema real se trataba sobre que Jane no podía pedirle a otros que
se sacrificaran por él, porque a pesar de todo, de lo optimista que pudiese
sentirse con respecto al futuro, los números presagiaban un desastre.
―Lo pensaré, ¿sí? ―Fue todo lo que pudo consentir. El detalle era que
en Las Vegas no había novias derrochando dinero en viajes de despedidas
de solteras como solían contar en las películas, así que, aunque pudiese
parecer una buena idea…
Shir saltó de emoción, se prendió del cuello de su amiga y chilló que al
final se iba a dar cuenta de esa era la solución.
―Me voy al restaurante ―informó mientras tomaba sus llaves y la
cartera―. Nos vemos allá.
Jane se quedó sola y un tanto desorientada. Le emocionaba pensar que
sus amigos y compañeros de trabajo estaban intentando salvar el
restaurante; a diario alguno dejaba caer una sugerencia sobre lo que podía
hacerse, ella se limitaba a sonreír con tristeza y a responder por qué no era
posible, o aseguraba que lo iba a meditar. Suspiró, el agotamiento estaba
pasándole factura, Shir le había dicho el martes que se debía a que cuando
uno empezaba a soltar el estrés, ya no podía detenerlo y se sentía como la
etapa final de una carrera de obstáculos.
Sin estar muy segura de lo que iba a hacer, tomó su teléfono celular y
marcó:
―¿Tienes un par de horas libres? ―preguntó con algo de timidez―.
Tengo el departamento solo para mí y estoy desocupada hasta las tres.
۞۞۞۞۞۞۞
Joe observó a los seis hombres frente a él, esperando a que terminaran
de leer el menú de postres que había desarrollado para camuflar su nuevo
negocio. Jamás pensó que volvería a meterse en ese mundo; no le había ido
mal, claro que como todo tuvo sus malas experiencias, pero en general fue
agradable.
Cuando entrabas en el mundo de los acompañantes pagados, cabía la
posibilidad de toparse con muchas situaciones; recordó una en particular
que siempre lo hizo reír y a la vez sentirse un poco sucio. Una mujer de más
de sesenta años lo presentó a su grupo de amigas como un nieto bastardo,
ella le pagaba por sexo pero no para ella, sino para sus amigas, porque a la
anciana le gustaba mirar, solo eso, ver cómo él se follaba a las mujeres,
algunas mayores, otras más jóvenes. Con ella no solo obtenía el pago
correspondiente, sino que su acuerdo conllevaba también otros beneficios
que él encontró muy favorables para su edad ―como el departamento
donde estaba viviendo, que se lo dio de obsequio cuando terminó la escuela
de cocina, que también le pagó―. Nana Esther, como le pedía que la
llamara, lo requería solo los viernes y él recibía a cambio no solo lo que ella
pagaba por noche (que era bastante) sino también lo que sus amigas le
dejaban de regalo: ropa, relojes, joyas, dinero. Joseph Miller se convirtió en
un niño mimado durante su estancia en Le Cordon Bleu.
Previo a esa etapa se valió de su encanto natural para obtener dinero
fácil con su atractivo, y todo comenzó en la última casa de acogida en la
que vivió cuando tenía dieciséis; por suerte para él y para los chicos y
chicas que vivían en esa casa, se descubrió el engaño y los hijos de puta
terminaron en prisión, de donde no saldrían jamás; pero para algunos el
daño estaba hecho, para otros ―como él―, fue como una especie de
epifanía, así que falsificó una identificación, fingió que tenía dieciocho y se
acercó a un club a pedir trabajo.
Su cabello castaño y ensortijado, sus ojos entre verde y avellana, la
sonrisa de dientes rectos y su carisma siempre le fueron de ayuda para
salirse con la suya; Mamá Lulu le había enseñado el arte de la cocina, pero
Madame Mandarina le enseñó el arte del entretenimiento sexual. El sous-
chef no se sentía avergonzado de su pasado y experiencia, todo lo que hizo
marcó la diferencia entre terminar en el sistema ―saliendo del de
adopciones al penitenciario― y tener algo de éxito en la vida. Muchos de
sus amigos o “hermanos” estaban en prisión o tenían trabajos mediocres,
que solo servían para medio mal vivir y pagarse los vicios. Muchos no eran
fuertes, o no tenían tanta suerte, o tal vez era un poco de ambas. Él había
vivido las dos caras de la moneda, porque en casa de Mamá Lulu solo pudo
estar hasta los doce años y después de haber sido un chico ejemplar, pasó a
ser uno rebelde, pero ningún trabajador le preguntó por qué.
Hasta que el peso de la última casa de acogida hizo que se investigaran
a todas las parejas o personas que recibían a niños sin hogar. Solo que él no
regresó después de eso, y como tenía dieciséis, nadie lo buscó, a nadie le
importó.
Tristemente eran más las casas de acogida que se aprovechaban de la
situación de los chicos sin que nadie los vigilara a cabalidad; cuántos
abusos vio y vivió en carne propia, tantos que a veces se despertaba en la
noche recordándolos en pesadillas.
―Entonces, cada pastelito representa a uno de nosotros ―dijo Tank tras
levantar la vista. Era el mismo menú de siempre, solo que él había
encartado una hoja que rezaba: Menú Especial de Dos Tiempos: plato fuerte
más postre adicional.
―Sí, básicamente todos son conocidos por sus apodos, así que el tipo
de muffin y su decoración está relacionada de algún modo ―explicó con
seriedad―. Quiero que comprendan que esto requiere muchísima
discreción, si las cosas no salen bien, no solo se perjudican ustedes,
perjudican al Bon Appétit y también a Jane… en especial a la chef Jane
―recalcó lo último con vehemencia.
―¿Cómo lo haremos? ―preguntó Rock.
―Bueno, hoy podríamos decir que es nuestra noche de prueba ―espetó
Joe, sentándose en uno de los sofás―. Es jueves, El Aquelarre viene hoy, si
vuelven a insinuar algo, deben presentarle la carta. Logré que todos ustedes
estuvieran en el turno de la noche, Jane anda algo distraída ―soltó de mal
humor―, pero eso nos beneficia, si esto sale bien, si concretamos este
primer trabajo sin contratiempos, entonces podremos hablar con ella de
todo y proponerle la idea.
―¿Cómo será el pago? ―inquirió Flag con más pragmatismo que todos
los demás.
―En efectivo ―explicó el chef―, o transferencia bancaria, cuando
seleccionen el postre, se le llevará y justo debajo del pastelito tendrá una
tarjetita con el monto y el método de pago. ―Sacó del bolsillo de su
pantalón una cajita de metal rectangular, al abrirla se vio una tarjeta blanca
con letras doradas y negras, le tendió una a cada uno y vieron la tarifa por
hora: 2500 dólares―. El sesenta porciento es suyo, el cuarenta restante
queda para el restaurante y para mí.
―¿Para ti? ―preguntó Arrow con algo de desconfianza. Joe asintió sin
prestarle atención.
―Diez para mí y treinta para el Bon Appétit ―aclaró―. No piensen
que voy a organizar todo esto y no recibiré nada a cambio. ¿Quedó todo
claro o tienen preguntas?
Todos observaban las tarjetas con los datos, no podía negarse que todo
era supremamente discreto y de buen gusto.
―¿Dónde lo haríamos? ―preguntó B-Rock.
―En este caso, cómo ellas son las que van a pagar escogen el día y el
lugar ―dijo Joe―. Todo eso lo harán por mensajería, en la tarjeta está el
número, así que ellas corren con el gasto de la habitación de hotel o en su
defecto, el sitio donde sea. ―Se fijó en los ceños fruncidos―. Muchas de
estas damas tienen departamentos discretos, casas ocultas o similares
―explicó con paciencia―. Incluso habrá, en el futuro, algunas que decidan
hacer fiestas y reuniones entre amigas con ustedes como postre ―sonrió de
forma traviesa―. Por ahora, como estamos comenzando, ellas deben tener
el control, luego, cuando el negocio se vuelva más conocido y nos preceda
nuestra reputación, entonces nosotros podremos ofrecer nuestros términos
en cuanto al lugar, lo que subirá el precio. ―Todos asintieron con
gravedad―. Otra cosa, muy importante, ¡ropa! ―exclamó con seguridad―.
Necesitarán trajes, deben vestirse muy bien, con pajarita y todo,
preferiblemente hechos a la medida para que se vean endemoniadamente
sexys.
―Yo no tengo ropa así ―dijo Tank con desagrado―. Esos trajes son
costosos y nunca me he visto en la necesidad… ―se detuvo cuando vio que
Joe levantaba la mano.
―Después del trabajo, esta noche, iremos a mi casa ―indicó en un tono
que no admitía réplicas―. Tengo algunos trajes que ya no uso, tal vez con
algunos ajustes les puedan servir a ustedes. Además dudo mucho que
tengan que ir todos a la vez, así que con esos podrán empezar.
Todos ellos estaban envueltos en una energía un tanto extraña,
emocionados ante la expectativa de lo que se avecinaba, y ansiosos ante lo
que pudiese pasar. Joe los comprendía, pero no podía hacer gran cosa, tenía
confianza en que iba a salir bien, todos ellos eran hombres decentes y
discretos, atractivos y en buena forma. El único que le preocupaba un poco
era Angel, que se veía demasiado entusiasmado y eso podría ser un
problema. Veía en su futuro inmediato una conversación con él.

۞۞۞۞۞۞۞
Jane llegó con el tiempo justo y el cabello todavía húmedo. Luis la
había dejado frente al Bon Appétit y despedido con un tórrido beso que
esperaba que nadie hubiese visto desde el comedor. Por suerte cuando entró
todo estaba normal, inclusive un poco animado, lo cual era algo bueno
porque no quería enfrentarse a las inevitables preguntas curiosas de todo el
personal sobre quién era el atractivo latino que la dejaba en el trabajo.
Apenas se había abrochado los botones laterales de su filipina cuando
Shirley entró a la oficina, le sonrió con suficiencia y le pidió que la
acompañara. Accedió a regañadientes, se ató la pañoleta que usaba para
cubrirse el cabello en una de sus muñecas y fue tras ella, así daba tiempo de
que su cabello se secara para irse a la cocina.
Shirley entró en la trastienda, era el sitio destinado al almacenamiento
de una docena de sillas extras para cubrir algunas pérdidas por daños
―habían usado tres desde la apertura del restaurante―, dos mesas
pequeñas para cuatro personas y una grande de seis, también habían cuatro
bancos altos para la barra, dos estanterías que iban del suelo al techo, en las
que se almacenaban lámparas de reemplazo ―que también habían usado,
quedaban tres de las seis extra―, vasos, copas, platos, cubiertos, pilas de
manteles, juegos de cortinas, ollas, instrumentos de la cocina, material de
oficina, dos alfombras enrolladas y apiladas en la parte superior de la
estantería de la derecha, productos de limpieza y todo lo necesario para
mantener en óptimo funcionamiento el lugar.
Todo eso ocupaba una cuarta parte del espacio ―incluso menos―, de
hecho, había una puerta que daba hacia el salón, porque la idea original era
poner una pared justo al borde de la estantería y separar el depósito.
―Ya medí ―le informó Shirley―, tenemos casi cincuenta metros
cuadrados para trabajar.
―Shir… ―quiso detenerla pero su amiga no la escuchó.
―Creo que lo más engorroso será colocar un camerino para los
bailarines, para que no entren por medio del salón ―explicó, mientras
señalaba la zona donde consideraba debía ir la tarima―. Aunque, justo
detrás de esta pared se encuentra la sala de empleados, así que si le
reducimos unos dos metros y tomamos dos metros de aquí, entonces
podríamos tener un espacio adecuado.
Jane bufó de exasperación, fue entonces que Shirley se volvió en su
dirección, observándola con expresión furibunda.
―Mira, Jane ―empezó con tono contenido―, ¿quieres dejar tus
malditas pendejadas y escucharme? ¡Sí! Sé que esta no era tu grandiosa
idea, pero el mundo es una mierda, ¿ok? Entonces, en vez de andar
lamentándote, piensa en las opciones que hay.
»Sabes, las mujeres podrían venir no solo para despedidas de solteras,
podrían hacer eventos aquí… ¿sabías que hay mujeres emprendedoras que
venden ciertos productos femeninos y que este sería un entorno ideal para
hacerlo?
―¿Qué clase de productos? ―preguntó la chef con suspicacia.
―¡Juguetes sexuales, Jane! ―elevó la voz una octava―. Ropa interior
masculina que compran para sus novios y traen modelos para que las
exhiban ―contó―. Podríamos ofrecer cocteles y entremeses para esas
ocasiones. El problema es que tú quieres algo exclusivo y elegante Jane,
pero lo siento amiga, la competencia es brutal, solo mira el sinnúmero de
hoteles que tienen media docena de restaurantes… sin ir más lejos, Emil
abrió el Sirio en el Aria ¡En el Aria, Jane! Mientras tú tienes un huequito
pintoresco solo para mujeres pero únicamente sirves comida.
Jane nunca había visto a su amiga tan alterada, respiraba con dificultad
y no se había fijado, pero a medida que soltaba las frases su voz subía de
tono, al final había gritado las últimas palabras.
Miró en derredor, era cierto que tenían un enorme espacio desperdiciado
allí, que no quiso usar porque tener más mesas en un restaurante que no se
llenaba era un mal augurio, se iba a ver más vacío, eso no iba a atraer
clientes. Desesperada se frotó la cara con fuerza, negó frustrada y decidió
encarar a Shirley que la miraba a la expectativa, de brazos cruzados,
preparada para refutar cualquier argumento en contra que pudiese
esgrimirle.
―Lo pensaré, Lady B ―la llamó por su apodo, para apaciguarla―. En
serio lo pensaré, y este fin de semana tomaré una decisión, también de
cómo podríamos hacerlo. ―Elevó las manos para frenar el entusiasmo de
su amiga que empezó a aplaudir y a saltar emocionada cuando la
escuchó―. Si es que se puede hacer.

۞۞۞۞۞۞۞
El Aquelarre se apareció a las ocho de la noche en punto como todos los
jueves desde que el Bon Appétit había abierto. No todos podían confirmar
eso, pero los que sí, como B-Rock, sabían que ellas eran unas clientas
seguras desde el inicio.
Al principio solo habían sido Julia, Priscilla, Lydia y Carmen; las dos
más jóvenes introducidas a las dos mayores por medio de sus parejas.
Carmen ya no estaba con su ex, pero la amistad con las chicas perduró a
pesar de todo. Ayudaba el hecho de que todas tenían hijos de la misma edad
y por lo tanto compartían clases en la misma escuela; donde conocieron
también a Ana y Soledad.
Desde que se conocían hacía más de cinco años ―en el caso de Carmen
y Lydia más de diez―, habían cimentado una sólida amistad. Viajaban una
vez al año en un retiro de amigas en alguna isla del Caribe, aunque el
último viaje había sido a Hawái. Iban juntas al spa, al gimnasio, se
emborrachaban juntas, comían juntas, se quejaban de sus maridos juntas,
cometían chifladuras juntas, así que no se vería raro que se apoyaran en la
locura que a Priscilla West se le estaba ocurriendo.
Priscilla no sabía cómo decirles a sus amigas lo que se le había
ocurrido, porque no estaba segura si deseaba involucrar a Ana de forma
directa, o era mejor conspirar con todas las demás y ofrecerle una
experiencia más romántica que sexual, una que restituyera un poco su
confianza. Era especialmente duro que tu esposo te fuese infiel cuando se
suponía que todo estaba bien, que todo estaba magnifico. Ana era preciosa,
física y personalmente; era la esposa ideal, abnegada y dedicada, siempre
allí para Ernest, para que lo acompañara a cualquier evento del hotel o para
recibir a los invitados en su hermosa casa. Su amiga era de esas mujeres que
dominaba el entorno familiar con la precisión de reloj suizo, incluso Lydia
decía que la envidiaba, porque Ana siempre cocinaba parte de lo que se
consumía en los eventos de su casa, y como un plus, aparecía de punta en
blanco, con tres niños educados y al lado de su marido, sonriendo de tal
forma que daba a entender que la vida era fácil y si tú no lo veías así, era tu
culpa.
Quizás ese era el problema, Ana estaba allí, era una roca segura en
medio de un río turbulento. ¿Cuántas veces no había estado al borde del
colapso en algún cumpleaños o cena de Anders y su amiga se apareció
como un ángel caído del cielo para concederle el milagro del éxito?
«Hablando de ángeles» pensó mientras elevaba la cabeza en busca de
cierto chico de cabellos dorados y mirada dulce. «¿Dónde demonios está?»
Y como si lo hubiese invocado, apareció el camarero portando en sus
manos una bandeja con vasos llenos de bebidas de colores, desplazándose
con gracia entre las mesas para llevar su pedido.
―Buenas noches, damas ―dijo Arrow―. ¿Desean que les traiga algo
de beber para abrir el apetito?
Todas saludaron con algo de coquetería, Calvin era siempre muy serio,
pero cuando sonreía se le iluminaba el rostro y dejaba entrever un atractivo
peculiar. Las chicas pidieron sus tragos, Priscilla se apresuró a pedir un
vaso de whisky con hielo y soda. Le contaría a todas después de beberse su
copa.
Lo cierto era que estaba algo nerviosa, no era lo mismo bailar con un
montón de hombres de color en las Bahamas, toqueteándose sobre la ropa y
uno que otro beso robado, a ir directo a contratar servicios sexuales; pero
todas ellas ―unas más que otras―, estaban en ese precipicio de la
desesperación, por lo menos ella misma se sentía así, entonces era mejor ir
por algo seguro ¿cierto? Si tenía un amante fijo podía ser riesgoso para su
familia, su matrimonio y su reputación; pero un servicio pagado y con el
cual no la relacionaran, era mejor. Eso se lo repetía su mente de abogada.
Además, desde el encuentro con Angel en los vestidores había quedado
encendida, con una curiosidad latente respecto a lo de la nueva carta que él
le había mencionado. Se preguntaba ―con cierta glotonería― cuál de ellos
estaba en ese negocio. En el fondo temía preguntarle al hombre equivocado
y que su iniciativa se fuera al traste.
―Esta noche, la especialidad de la casa es el pollo ―anunció Arrow
con voz profunda.
―Yo quiero ver la nueva carta ―dijo Priscilla con cierta indiferencia―,
tengo entendido que hay un nuevo menú.
Arrow sonrió un poco más y asintió, tomó uno de los menús que tenía
debajo del brazo y se lo extendió. Priscilla, ocultando su sorpresa, tomó la
carta que le pasaban, tampoco se inmutó cuando el mesero se inclinó sobre
su hombro y habló.
―Básicamente es el mismo menú ―dijo con voz grave―, solo que se
ha incluido un apéndice con nuevos postres, son seis pastelitos que el chef
Joe ha creado para nuestra clientela exclusiva.
Hizo énfasis en eso último, Priscilla comprendió al instante lo que
quería decir, asintió y decidió ordenar el pollo, también le dijo que
necesitaba revisar el menú de postres bien, para saber lo que iba a pedir al
final.
El mesero asintió, hizo una leve reverencia y se retiró a pedir la comida
a la cocina. Priscilla lo vio alejarse, tomó el vaso con el resto de su trago y
lo bebió de un solo golpe.
―Yo quiero ver los nuevos postres, ¿me dejas? ―preguntó Soledad con
cierto entusiasmo. Ella negó.
―No, Sole… no es un menú de postres nada más ―dijo con cuidado―.
Es una forma de… ―se aclaró la garganta―, de contratar a los camareros
para algo más.
Todas levantaron la cabeza y la miraron con sorpresa y suspicacia.
―¿A qué te refieres exactamente? ―preguntó Lydia con las mejillas
pálidas, como si eso que ella estuviese insinuando fuese la peor cosa del
mundo.
―Justo lo que estás pensando, Lydia ―respondió como si nada, a pesar
de que su corazón martillaba dentro de su pecho.
―Me estás diciendo… ―Julia miró en todas direcciones y se inclinó
sobre la mesa para susurrar― ¿Me estás diciendo que algunos camareros de
aquí son escorts?
Priscilla las miró a todas de hito en hito y asintió en un solo
movimiento.
Aunque no hubo exclamaciones de ninguna índole, el ambiente entre las
seis cambió; todo era curiosidad y excitación, cada una se preguntaba quién
de ellos era parte de todo aquello y también si estaban dispuestas a contratar
a alguno. Una cosa era bromear entre ellas sobre lo que podrían hacerles a
los chicos del restaurante, pero ahora las cosas se concretaban en sus manos
y era posible saltar de la fantasía a la realidad.
―Déjame ver ―ordenó Soledad arrebatándole la carta de las manos.
Priscilla soltó una risita al verla.
―Muffin de Café, relleno de crema de maní, cobertura de crema de
avellanas y rocas de caramelo ―describió―. ¿Quién será este? ―preguntó
en voz baja.
―No lo sé ―replicó Ana―, pero es evidente que ese de chocolate
oscuro con cobertura de vainilla y trozos de brownie por encima debe ser
nuestro querido profesor de música ―les hizo notar.
Priscila se inclinó también, tenía a Soledad a su lado, y Julia casi se iba
por encima de ella para leer también.
―Puede ser Rock ―les susurró con entendimiento―, el instructor de
artes marciales mixtas del gimnasio.
―Este de frutas debe ser Oscar ―dijo su amiga, señalando con el
dedo―. Muffin de manzana, con crema de fresa y trozos de melocotones,
mango y piña ―describió con una risita.
―¿En serio piensas hacerlo? ―preguntó Lydia entre el asombro y el
reproche. Pris se mordió el labio, no quería decirlo en voz alta, pero daba
igual.
―Pensaba que podíamos pedirle a uno de ellos un servicio para Ana
―confesó a media voz.
Todas se quedaron pasmadas ante la afirmación, en ese momento llegó
Arrow con la bandeja de comida y fue dejando los platos frente a su
respectiva comensal.
―¿Ha decidido ya el postre? ―preguntó el camarero, dirigiéndose a
Priscilla. Ella negó y él se retiró alegando que volvería en un rato a ver si
necesitaban algo más.
Cuando se fue, Ana se volvió en su dirección y casi se lanzó por encima
de Soledad para tomarla de la mano.
―¿Pero estás loca o qué? ―Priscilla se dio cuenta que no estaba
molesta, sino sorprendida.
―Ay bruja, es porque quería que un hombre te recordara lo hermosa
que eres y vieras que aún eres joven ―confesó con cierta vergüenza―. Sé
que le voy a pagar, pero eso no iba a cambiar el hecho de que una vez que
tuvieras la satisfacción de recordar lo que se siente ser querida y deseada,
bueno, ibas a decidirte de una vez por todas a dejar Ernest.
―¡Priscilla! ―exclamó Soledad con impresión―. No puedes decir eso,
no puedes recomendarle que deje a su esposo, esto es solo un desliz, hay
relaciones que mejoran después de algo así… como su amiga no puedes
siquiera insinuarle que arruine su vida.
―¿Y por qué crees que divorciarse arruinaría su vida? ―preguntó
Carmen con un deje de malicia.
Las tres mujeres levantaron la vista y miraron estupefactas a su amiga
que masticaba con parsimonia su trozo de pollo, esperando a que la mujer
latina hablara por fin.
―Carmen… ―empezó Soledad, pero cerró la boca avergonzada―. Lo
siento, no quise decir eso…
―No es cierto ―le corrigió Carmen―, pero me da igual… Por lo
menos no estoy atrapada en un matrimonio que desde fuera parece perfecto
pero por dentro se cae a pedazos y una de las partes ni siquiera se daba
cuenta ―soltó con algo de crueldad. Ana se removió incómoda―. Dime
querida Ana, ¿había algún indicio de que él te fuera infiel? ¿que algo no le
gustara? ¿su vida sexual era aburrida?
La aludida se quedó pensando un rato en sus palabras, al final negó con
algo de hastío.
―Tal vez Ernest se cansó de la vida perfecta ―sugirió Carmen―. Lo
que demostraría que, sin importar lo que hagas, solo hay dos caminos frente
a ti: Te divorcias y procuras vivir tu vida como tú deseas o… ―se calló y
las miró a todas.
―¿O? ―incitó Ana a que continuara.
―Te calas los cuernos y finges que todo sigue igual de bien ―dijo con
un toque de indiferencia cruel―. Porque todas sabemos que no lo vas a
encarar, porque en el instante que eso suceda y él te diga que todo fue un
error y que no volverá a pasar, tú ya no le vas a creer porque para esto que
hizo no había razón… es decir… tú eres la esposa perfecta, la madre ideal,
el cliché de la jodida mujer blanca americana y aún así… Entonces, aunque
lo perdones, cada cosa que haga, sospechosa o no, te generará desconfianza.
Todas se quedaron en silencio, asimilando lo que acababa de decir. Era
verdad, Ana era la mujer ideal, casi un maldito cliché; eso pensaba El
Aquelarre en pleno.
―Saben una cosa ―interrumpió Carmen con una sonrisa perversa en
sus labios―, yo lo haré, yo contrataré el servicio, al fin que no tengo nada
que perder, yo no me escondo detrás de la idea arcaica de que el matrimonio
es una unión sagrada y eterna ―terminó con un tono sarcástico dirigido a
Soledad―. ¿Me permites el menú? Aunque yo creo que sé cuál quiero.
Cuando Arrow se acercó de nuevo, Carmen le hizo una seña y él se
inclinó. Ella le preguntó cómo podía identificar a quién se refería cada
postre y Calvin le señaló que justo en la parte de abajo de la foto del muffin,
disimulado en el empaque del pastelito, estaban los nombres de quien
correspondía, era diminuto, pero estaba allí en caso de que no pudiesen
identificar al acompañante.
―Querido, quiero el muffin de chocolate oscuro. ―Le guiñó el ojo y le
devolvió la carta―. Las chicas querrán lo convencional, los pastelitos de
moka del chef Joe.
Tras recoger y regresar con los platos pequeños donde descansaban los
muffins, Carmen notó la tarjeta debajo del suyo, así que con toda la
parsimonia del mundo, se la guardó en la cartera.
La cena acabó con cierta tensión entre las mujeres y cuando Arrow
volvió, Carmen pidió que separaran su cuenta; estaba molesta y dolida, era
el turno de Soledad para pagar, pero ella no quería recibirle nada a una
hipócrita del calibre de esa mujer.
Cuando se levantó para ir a la caja, Jane salió de la cocina, le hizo una
seña para que se acercara y tras saludarla, con voz baja y mucho disimulo,
le preguntó sobre el nuevo servicio.
La chef Jane sintió que el suelo debajo de sus pies había desaparecido,
la temperatura de su cuerpo la abandonó de un segundo a otro y tuvo que
recostarse contra la pared para que no se le fuesen los tiempos.
―En realidad ―dijo con un hilo de voz―, es algo muy nuevo, apenas
se está dando forma… ―explicó con cierta debilidad.
―Entiendo, querida ―Carmen le guiñó un ojo―. Lo mejor es que tú
eres supremamente discreta, creo que nada más porque eres tú será un éxito,
conozco varias que aprovecharían esto con regularidad.
Jane asintió de forma automática, luego agregó casi sin pensar:
―Queremos ampliar, para hacer un salón privado del otro lado, para
eventos discretos, ya sabes… despedidas de soltera y fiestas de ventas. ―Se
llevó la mano al nudo del pañuelo y se lo quitó, una mata de cabello oscuro
y ondulado enmarcó su rostro―. Mi administradora me dijo que hay sitios
que venden juguetes para adultos que buscan lugares así.
―Esa es una magnifica idea, chef ―exclamó en un susurro―. Y este
lugar es tan lindo y formal que te inspira confianza ¡y lo bueno es que no
solo te servirá para eso! Yo podría hacer algún evento de subasta de
reliquias o antigüedades. ―Le guiñó un ojo―. Bueno, las chicas me
esperan, voy a pagar mi parte… luego te cuento cómo estuvo, y si cumple
mis expectativas, no dudes que te recomendaré.

۞۞۞۞۞۞۞
Poco después de que El Aquelarre se marchó, cerraron el restaurante.
Shirley se había ido cerca de las diez de la noche alegando que tenía una
cita. Jane había pasado el resto del tiempo inquieta, esperando el momento
ideal para increpar a los muchachos sobre lo que estaba pasando.
―Angel ―llamó al camarero que iba pasando con la última bandeja de
platos sucios―, dile a Rock, Arrow, B-Rock, Flag, Tank y Joe que necesito
hablar con ustedes ―pidió con voz plana y la mirada firme―. En mi
oficina.
Quince minutos después entraban todos, parecía que cada uno se
figuraba la razón de estar allí. Jane ni siquiera iba a preguntar si era verdad.
―¿De quién fue la idea? ―preguntó en voz baja.
Todos se removieron un poco pero se mantuvieron en silencio; tenía
siete tipos en frente, todas moles musculosas que bien podrían someterla si
se lo propusieran y parecían adolescentes pillados infraganti durante una
travesura.
―Chicos ―dijo finalmente Joe―. Yo hablaré con ella, déjennos solos.
Parecían reacios a irse, no obstante terminaron cediendo; se despidieron
algo cabizbajos y cerraron con delicadeza cuando el último salió.
Joe y Jane se miraron a los ojos por un rato bastante largo; él suspiró,
sacó su cartera del bolsillo y extrajo una hoja doblada. La chef abrió los
ojos sorprendida, tomó la hoja con mano temblorosa y casi sollozó al verla.
Las cuotas con el banco estaban saldadas.
―Pero… pero…
―Jane, a veces te cuesta aceptar que necesitas ayuda ―le dijo Joe con
voz suave―; así que los chicos hablaron conmigo y decidieron que esto
puede beneficiarnos a todos, de este modo el Bon Appétit seguirá abierto.
La chef seguía viendo la hoja con el resumen de pagos de las cuotas y
sus intereses por retrasos.
―No debiste, Joe ―musitó con la voz quebrada.
―Bueno, verás… ―Se acercó al borde de su escritorio y se sentó sobre
él con su sonrisa más galante―. No te queda más remedio que hacerme tu
socio, Jane. Haremos esto hasta que todo se estabilice.
Él esperó que ella se negara o dijera algo más vehemente, pero nunca
imaginó que Jane se echara a reír del modo que lo hizo. Cuando se calmó,
la chef se enjuagó los ojos y hizo varias aspiraciones para sentirse mejor.
―Shirley tuvo una idea hoy… ―le explicó Jane―. De hecho, esto y su
idea son bastante parecidas.
Joe frunció el ceño ante ese comentario, ella se levantó de su silla y le
pidió que lo siguiera. Rodearon el comedor, en el que los seis meseros
esperaban al chef, vieron en su dirección con un montón de ceños fruncidos
y gestos de preocupación. Pasaron por el pasillo de los baños y más allá de
la sala de empleados; Jane removió el biombo que escondía la puerta que
daba a la trastienda y lo hizo pasar.
―Esta es la idea de Lady Boss, Joe ―dijo. Luego le relató todo con
lujo de detalles.
08 | Chocolate y Avellana

Dave estaba profundamente nervioso, se presentó a las diez de la noche


del sábado en la suite indicada en el hotel Tropicana y dio dos golpecitos a
la puerta para anunciar que ya estaba allí.
Después de que Jane se enterara ―antes de lo pensado― de lo que
estaban haciendo, todo siguió como estaba pautado, lo cual fue bueno,
tomando en cuenta que esperaban que la chef estallara en furia, y había
sucedido todo lo contrario.
Joe le había explicado lo que debía hacer. Primero le recomendó
masturbarse un par de veces ese día para que fuese más largo el proceso de
eyaculación, ―entre más tardes en llegar más fácil es hacerla llegar a
ella―; luego le entregó una cartera de cuero donde encontró un surtido de
condones, envueltos en empaques dorados, y dos pastillas sospechosas en
su respectivo blíster.
―Viagra y un estimulante. ―Señaló cada una con un dedo―. Debes
excitarla, seducirla, hacer que se derrita ―explicó con seriedad―.
Demuestra que eres culto si te lo pide. Siempre que no atente contra su
integridad o la tuya, procura complacerla, pero sobre todo, procura que
tenga dos orgasmos como mínimo.
―¿Dos? ―preguntó con los ojos abiertos, Joe asintió.
―Dos, uno no es suficiente, debe quedar más que satisfecha, tienes que
convencerla de repetir, de que vuelva a pensar en la idea de contratarte; el
secreto de este negocio es tener clientas fijas ―aseguró el chef―. Por
último, es seguro que pedirá alcohol, whisky, vino, champaña, porque va a
estar nerviosa, más si es su primera vez… De lo que sea que pida, solo
puedes tomar una copa.
―Solo una copa ―repitió B-Rock. Joe asintió.
―Las pastillas no creo que sean necesarias ―dijo con voz más
jovial―, pero a veces los nervios de la primera vez te pueden traicionar, así
que el Viagra es en caso de que tu amigo no se levante como debe y la otra
es por si necesitas un empujoncito.
Y tuvo razón, porque a pesar de que uno de los trajes que Joe les cedió
le sentó como un guante, y bajarse del auto del chef en frente del hotel lo
hizo ver como una persona importante, ahí estaba frente a la puerta de la
habitación, con un desagradable nudo en el estómago.
La puerta se abrió y en el umbral apareció una dama vestida con un
hermoso traje de noche de color azul celeste. Carmen Grant era una mujer
madura, de piel suave de color claro y cabello castaño teñido con unas
atractivas mechas. Su cuerpo no era delgado en extremo, la edad había
dejado rastros en él, pero no era obesa ni similar; Dave pudo notar unas
curvas pronunciadas en las caderas, las piernas se veían firmes debajo de la
falda de seda del vestido, que se ampliaba con suavidad hasta la altura de
las rodillas, donde terminaba de pliegues delicados. Sus pechos estaban
sostenidos por el escote, dejando al descubierto las curvas pequeñas de los
mismos; su espalda estaba descubierta, el vestido se ataba en el cuello
dejando caer unos tirantes graciosos que estaban decorados en las puntas
con unas piedrecitas de color rosado.
Ella le sonrió con la confianza de quien tiene el control, él se obligó a
hacer lo mismo y entró tras saludarla con cortesía y darle un beso en la
mejilla ―como dijo el chef que debía hacer―. Se sintió más tranquilo,
Carmen se veía elegante, sonriente, pero sobre todo, cómoda.
―Mi nombre es B-Rock ―se presentó con cordialidad.
―Es un placer ―dijo ella―. ¿Deseas tomar algo? ―Señaló una mesilla
donde descansaba una botella de champaña y unas copas. Él asintió, se
acercó hasta ella y sirvió dos tragos, le entregó uno a la mujer, brindaron
con un gesto coqueto y galante, y bebieron.
―Estoy un poco nerviosa ―confesó Carmen con una risita―; es la
primera vez que hago esto, de hecho, lo hice para callarle la boca a una de
mis amigas.
Dave no supo qué decir, se limitó a sonreír y paladear un poco la
champaña. «Solo una copa» se repitió mentalmente, pero la verdad era que
los nervios le estaban pasando factura.
―Yo también estoy un poco nervioso ―dijo al fin, tal vez si era
honesto, la sensación desagradable iba a desaparecer―. También es mi
primera vez y temo hacer algo que no te guste.
Carmen lo miró sorprendida y luego soltó una carcajada.
―Créeme ―aclaró tras calmarse―, no creo que lo hagas peor que mi
último amante ―explicó con un deje amargo.
B-Rock miró a la mujer, esta vez con otros ojos; ella estaba allí
buscando un poco de compañía que demostrara más interés, aunque fuese
uno comprado. Suspiró, así se sentía con su propia pareja, tal vez iba a ser
más sencillo complacer a Carmen.
―¿Has pensado en alguna fantasía que quieras llevar a cabo?
―preguntó tras tomar el último trago de su copa y dejarla de nuevo en su
lugar.
Carmen lo miró y luego desvió la vista con algo de vergüenza. B-Rock
sonrió con más confianza.
―En realidad ―empezó la mujer alejándose un poco a la ventana para
apreciar la ciudad―, esta es mi fantasía… nunca he estado con un hombre
de color. ―Parecía avergonzada de decir eso, B-Rock frunció el ceño; ella
se apresuró a continuar―. Siempre he querido estar con un hombre de piel
oscura, un hombre de chocolate ―soltó una risita nerviosa―, pero nunca
pasó, me gusta la idea del contraste de ambas pieles… ―Compuso una
expresión de vergüenza― ¿Es racista que te diga hombre de chocolate?
―preguntó en voz baja.
Él dejó escapar una carcajada y negó con la cabeza, ella se sonrojó un
poco.
―Creo que necesito otra copa ―alegó Carmen poniéndose de pie.
B-Rock se empezó a sentir más relajado, así que se quitó el saco y lo
dejó en el espaldar de uno de los sofás mientras ella iba por su segundo
trago. La estudió un poco más, le agradó que fuese una mujer que se
cuidara y que cuidara de los detalles, como las hermosas sandalias de tacón
muy alto que estilizaban sus pies, con las uñas pequeñas pintadas de rojo; el
vestido la hacía lucir sexy mas no vulgar. Decidió dar el paso, porque según
lo que le había comentado Joe, la mujer frente a él realizó un pago por dos
horas, así que tras darse cuenta que tenían quince minutos conversando, era
hora de ponerse manos a la obra.
Se acercó con cuidado, esperando no asustarla, la tomó por la espalda,
sosteniéndola de las caderas con suavidad y depositó un beso en el hombro
desnudo; le gustó que se estremeciera, disfrutó ver cómo su piel se erizaba
con ese simple contacto, algo que desde hacía meses no veía en Queen. «No
pensaré en ella» se reprendió, entonces dejó otro beso, este más cerca del
cuello.
―Si no tienes una fantasía en mente ―murmuró B-Rock en el oído de
Carmen, haciendo gala de una voz ronca y seductora―, entonces tendré que
esforzarme para que esto sea inolvidable.
La mujer se estremeció y soltó un quejido bajito al sentir los labios
carnosos de él describiendo un camino de besos que iban por toda su nuca
hasta el otro hombro.
―Sí-sí tengo u-u-u-una ―musitó con un tono entrecortado, suspirando
por todas las sensaciones que estaba sintiendo. Le gustó que no fuera
directo al grano, que se tomara su tiempo para hacerla sentir cómoda; pero
sobre todo le encantaba el tacto firme de sus dedos por sobre la tela del
vestido.
―¿Y qué será? ―preguntó Rock, haciéndola girar para encararse con
ella. Empezó el mismo proceso por el borde de su mandíbula, bajó hasta el
cuello e hizo un pequeño chupón justo en el lóbulo de su oído, al lado de su
zarcillo.
―Crema de avellanas ―dijo entre un gemido y otro, su pecho
empezaba a bajar y subir denotando su excitación―. Me gustaría que
lamieras crema de avellanas de mi cuerpo, y yo lamerla de ti.
B-Rock la miró a los ojos con una sonrisa traviesa, una de esas que se
dan de medio lado y te demuestran que están en la misma sintonía.
―¿Trajiste la crema? ―preguntó él. Ella asintió.
―Está en el minibar ―dijo Carmen―, la pedí con la champaña y la
puse a enfriar un poco.
B-Rock se alejó al lugar que le había indicado; Carmen tenía las
mejillas un poco rojas y se abanicaba con la mano sin poder evitar la
sonrisita en sus labios. ¡Dios! Ese sí era un hombre de verdad, y desde que
Priscilla le había relatado su aventura a los vestidores de los caballeros en el
gimnasio mientras desayunaban, solo pensaba en cómo sería “comerse” ese
pedazo de carne que su amiga puntualizó “era grande”.
El hombre volvió a los pocos segundos, dejó el envase de Nutella sobre
la mesilla de noche al lado de la enorme cama y se encaminó en su
dirección; Carmen sintió por un momento que estaba siendo asediada por
un enorme animal hambriento, algo en la forma en que la miraba despertó
en ella un instinto que creía consumido por los años de mal sexo; le
encantaba eso.
Los dedos de Dave fueron delicados cuando desataron el vestido, la
parte delantera cayó sobre la falda y dejó al descubierto los pechos; Carmen
temblaba un poco debido a la expectativa, él la observó con deseo, de un
tipo que no se fingía, en serio la encontraba atractiva y eso la hacía sentir
muchísimo mejor.
―Deberíamos sacarte este lindo vestido ―le indicó B-Rock―, para no
mancharlo. ―Le guiñó un ojo.
Se arrodilló frente a ella y metió los dedos entre la tela del vestido y la
piel de las caderas, la falda cedió con facilidad y cayó a los pies de Carmen.
Dave detalló la delicada ropa interior, una tanga de encaje de color negro
que dejaba entrever tramos de piel blanca y lampiña. Depositó un beso
sobre la tela, justo en el monte de venus, luego fue hacia los muslos, uno
por uno, para finalizar en su entrepierna, donde aspiró el aroma de su
excitación. Sonrió al escuchar el gemido de la mujer cuando su nariz
presionó la zona sensible.
―Eres muy sensual, Carmen ―le indicó él al ponerse de pie. Ella no
respondió, se mordía los labios con contención. B-Rock supo de inmediato
qué quería y como Joe no le dijo nada al respecto, decidió tomar la
iniciativa y la besó en la boca.
La reacción de ella fue todo lo que él estaba esperando, al principio fue
tímida, pero casi de inmediato se volvió voraz y empezó a restregar sus
pequeños pechos contra su torso. B-Rock respondió de la misma forma,
dejando que su lengua se aventurara entre sus labios para tentar a la de ella
y comenzar una danza furiosa con ambas. Carmen soltaba quejidos de
desesperación, como si nunca la hubiesen besado con tanta pasión y
necesidad; correspondió con vehemencia, esa noche él también iba a
recuperar la jodida confianza.
Se separó un poco, lo suficiente para apreciar los pezones endurecidos
de un llamativo color marrón. Le pidió un minuto, se desanudó la corbata y
se desabotonó la camisa, que se sacó de inmediato abandonándola sobre
una de las sillas; tomó el envase con la crema de avellanas y se lo mostró,
Carmen sonrió con picardía, asintiendo a la idea que él estaba pensando,
aunque no le hubiese dicho cuál.
Metió los dedos dentro del envase frío y sacó una buena porción que
embadurnó en los pezones, la mujer gimió ante el contacto, lo que lo hizo
sonreír de satisfacción. Se sentó al borde de la cama y la posicionó entre sus
piernas, apretando sus nalgas mientras se daba vida con el primer pecho.
Primero lamió alrededor del pezón, mordisqueando luego la piel, pero solo
un poco; cuando se lo introdujo por completo en la boca degustó el golpe
dulce de sabor, aunque él deseaba sentir la piel rugosa y dura contra su
lengua; succionó con vehemencia, dejando que sus manos amasaran los
glúteos a conciencia, bajando por sus muslos, acariciándolos con suavidad.
Los sonidos que salían de la garganta de Carmen le indicaban que lo
estaba haciendo bien, así que abandonó el pecho derecho, tras darle un beso
al pezón, y se concentró en hacer lo mismo con el izquierdo.
Las manos de ella se aferraron a su cabeza, una de ellas bajó hasta su
hombro y apretó con fuerza; los gemidos subían de intensidad a medida que
él chupaba el seno; repentinamente algo en él se había despertado también,
la necesidad de que ella disfrutara, se corriera, de preferencia gritando su
nombre.
La erección comenzaba a doler entre sus pantalones, pero estaba
decidido a que debía lograr que Carmen tuviera un orgasmo, así que
mientras se afanaba de un pecho a otro, un dedo se coló por debajo de la
ropa interior y acarició los labios exteriores que estaban empezando a
humedecerse. Primero tanteó la carne cálida con su dedo índice, despacio,
sin pretensiones de nada, a la par que mordisqueaba un poco las costillas y
besaba la piel que olía a crema de frutas. La mujer gemía, entregada a las
caricias que B-Rock le prodigaba.
Sin darle tiempo a pensar se levantó de la cama, giraron sobre sí
mismos y él la recostó en la cama, besando y lamiendo cada tramo de piel
que encontraba en el camino; ella era bastante maleable en sus manos,
liviana y dócil, se dejó hacer sin oponer resistencia. La acomodó sobre el
lecho, se levantó para buscar una vez más el envase de Nutella que dejó a
un costado. Tomó la prenda que cubría su sexo y la deslizó con suavidad
entre sus muslos, descubriendo una fina capa de vellos rubios recortados
primorosamente en torno a su monte de venus; la obligó a separar las
piernas para apreciar el dulce secreto que escondían, unos labios gruesos y
lampiños ocultaban un botón de carne muy sensible que empezaba a
hincharse y sobre salir.
Se inclinó sobre esa vulva que empezaba a brillar por la humedad, dejó
un beso juguetón en el muslo izquierdo y en la ingle, separó con delicadeza
los labios externos y deslizó su lengua de abajo hacia arriba, arrancando
suspiros ahogados con esa caricia. Recordó las palabras de Joe, tenía que
darle dos orgasmos a esa mujer, así que se aplicó con devoción a recorrer su
sexo.
Carmen se derretía con aquellas lamidas, B-Rock tenía una lengua
grande y rasposa que recorría cada pliegue a medida que se introducía más
y más en su interior. Ella apretó sus puños alrededor de la colcha, cada
lametón era como una ola de placer que la recorría de pies a cabeza, sus
gemidos iban escalando de intensidad; si cuando se aferró a sus senos se
sintió derretirse, sentirlo entre sus piernas, mordisqueando sus labios
externos, aferrando el clítoris con sus labios y pasando la lengua con tanta
vehemencia, era como quemarse de dentro hacia afuera. Lo mejor eran los
sonidos que él mismo emitía, como si haber probado su jugo interior lo
hubiese vuelto loco.
La mole de músculos oscuros se detuvo y se elevó sobre sus rodillas,
sus labios estaban un tanto hinchados y brillaban. Era toda una estampa
magnifica de virilidad y sensualidad. Le sonrió de forma traviesa, tomó el
envase de crema de avellanas y tomó una porción con un dedo que esperaba
sentir pronto dentro de ella. B-Rock esparció la pasta fría sobre el clítoris,
ella se retorció ante la sensación sobre su zona caliente. Luego se inclinó
sobre su cuerpo, ofreciéndole el dedo para que chupara los restos; Carmen
se prestó a la tarea como si su vida dependiese de ello, su lengua describió
círculos alrededor de la yema, limpiando hasta el borde más oculto. Él se
volvió a prender de su pezón, mordiéndole justo hasta ese filo entre dolor y
placer, primero uno y luego el otro, hasta que ella gimió con desesperación.
Soltó una risita, el sonido más jodidamente sensual que ella hubiese
escuchado en su vida.
B-Rock se inclinó de nuevo, esta vez afianzó mejor las rodillas sobre la
cama, pasó sus manos por debajo de las nalgas de ella y la elevó un poco.
Se aplicó a limpiar de dulce el botoncito rosado e hinchado que estaba a
punto de estallar; fue tal el placer que Carmen empezó a mover
instintivamente las caderas para maximizar la fricción, la lengua lamió
primero un lado, luego el otro y al final entró entre sus pliegues, buscando
explorar su interior. Lo aferró por el cabello, jadeando y gimiendo,
perdiendo el control de su propio cuerpo, B-Rock soltó una risita triunfante
que reverberó en todo su sexo, ella se sentía a punto, justo al borde del
estallido que tanto necesitaba.
Enfocó su atención en el clítoris, lo tomó entre sus labios y apretó con
toda la fuerza que consideró necesaria, mientras dos de sus dedos entraban
al estrecho lugar; Carmen explotó en ese momento, su femineidad brotó
entre sus carnes y se volvió mantequilla contra sus labios. La forma en que
movió sus dedos solo prolongó el placer, que la recorrió como electricidad
estática, despertando cada poro de su cuerpo. Gimió sin vergüenza, porque
la euforia se extendía más allá de los dedos de sus manos y sus pies,
haciendo que sus caderas se frotaran más y más contra esa lengua, que su
vientre se clavara cada vez más profundo esos dedos mágicos que la
estaban llevando a la locura.
Finalmente su cuerpo cedió, sus temblores se extinguieron y ella se dejó
caer sobre la colcha gruesa, con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Dave miró de manera discreta su reloj mientras se levantaba de la cama
para sacarse los zapatos y el resto de su ropa, había pasado cuarenta
minutos desde su llegada y definitivamente iba a darle ese segundo orgasmo
a esa mujer.
Cuando se volvió hacia la cama, con su erección en ristre, los ojos de
Carmen se abrieron de la impresión; nunca había visto una verga como esa,
oscura y marcada, era larga y prominente. «Este le hace honor al mito»
pensó con una mezcla de deseo y temor de tener eso dentro de sus entrañas.
Él se acercó a la cama con un par de paquetitos en la mano, supo de
inmediato que eran los preservativos. Le sonrió con confianza, pero antes
de que él se acercara demasiado a la cama, ella se puso en pie.
―Quiero… quiero… ―se detuvo, no sabía cómo decírselo. B-Rock
comprendió de inmediato.
―¿Quieres chupármelo? ―preguntó él con voz ronca, cargada de
deseo. Carmen asintió―. ¿Quieres hacerlo con crema de avellanas?
Los ojos de la mujer relampaguearon y se le hizo agua la boca, asintió
casi como un autómata, y antes de que algún pensamiento cuerdo se
apoderara de ella, tomó el pote de Nutella, introdujo los dedos para sacar
una buena cantidad del contenido y empezó a embadurnarlo sobre el pene
de él.
B-Rock gimió ante las caricias, ella lo miraba a los ojos a medida que lo
masturbaba usando la crema de avellanas como lubricante; se dejó caer de
rodillas, enfrentándose a la enorme verga que se levantaba orgullosa.
Empezó a lamerla, caricias largas que iban desde el glande oscuro hasta las
pelotas y de vuelta a la punta, yendo de lado a lado. Se aplicó durante un
rato, degustando el dulce de la crema junto el sabor salobre de la excitación
del hombre; él la tomaba de la cabeza, a veces movía las caderas en un
vaivén sugestivo, dejando que sus labios acariciaran el tronco de forma
lateral; finalmente se detuvo frente a la polla palpitante, casi deseaba que al
alojarla en su garganta explotara como un volcán.
Sus labios envolvieron el glande, Carmen agradeció poder metérselo en
la boca sin problemas, succionó con fuerza y esperó que él la obligara a ir
más rápido, pero no fue así, B-Rock la observaba con atención,
deleitándose en la forma en que se esmeraba en retribuirle el favor. Poco a
poco fue desapareciendo dentro de su boca, el mástil oscuro perdiéndose
entre los labios rosados de Carmen, que se aferraba a los muslos con fuerza
y a aquellos ojos oscuros que se encontraban nublados de tanto placer.
Quiso gritar de triunfo cuando sus labios se cerraron contra la pelvis, había
hecho una garganta profunda con una verga digna de ese trabajo.
La mamada fue lenta pero gloriosa, Carmen demostró que también
podía hacerlo bien y los gruñidos de B-Rock la envanecían a la par que la
excitaban.
Se separó de él con cuidado, besó por última vez la cabeza brillante de
saliva y le sonrió con perversidad.
―Preciosa, no tienes ni idea de todo lo que te quiero hacer ―le
advirtió.
Antes de levantarla del suelo se puso el preservativo; Carmen miró con
glotonería al miembro, esperando el momento en que se clavara en su
interior. B-Rock la hizo ponerse de pie, y así, sostenida sobre sus lindos y
delicados tacones, él deslizó la verga entre sus pliegues hasta alojar gran
parte en su interior. Gimieron los dos, ella por su grosor, él por su estrechez.
Dave se movió despacio, besándola en el cuello, la mandíbula y la boca,
mientras se meneaba con lentitud. En esa posición parte de su pene
acariciaba el clítoris, adelante y atrás con suavidad.
―Nunca lo había hecho así ―susurró ella con voz entrecortada.
―Esa es la ventaja de tener una verga larga ―se vanaglorió él.
La izó sin problema por las nalgas y Carmen de inmediato rodeó la
cintura masculina con sus muslos; B-Rock se la metió profundamente,
haciéndole gemir con desesperación; podía sentirlo dentro de ella,
invadiendo y conquistando hasta el lugar más recóndito. El movimiento fue
incrementándose, los muslos chocaban unos contra otros, las voces se
mezclaban en clamores y demandas ―más duro, más adentro, más
rápido― y él se aplicaba sin temor.
Él se detuvo un instante, anduvo hasta la cama sin soltarla, subió sobre
ella y se inclinó hasta aprisionarla contra el colchón. Carmen estaba en la
gloria, atrapa contra la piel oscura, besó, chupó y mordió todo lo que tenía
al alcance, se aferró a los brazos musculosos mientras aquella verga entraba
y salía de su ser. Ella quería más, deseaba que no acabara, el placer iba
germinando desde cada núcleo celular de su ser, en el contacto de los labios
masculinos sobre los pezones de sus senos, que chupaba y mordía sin dejar
de enterrarse en su interior; en la forma en que las manos de B-Rock la
tomaban de un lado por la cadera y del otro por el hombro como si
necesitara anclarse al mundo para no perderse en ella. Había olvidado lo
que era el buen sexo, o mejor dicho, nunca había tenido un sexo como
aquel.
B-Rock entendió lo que dijo Joe sobre masturbarse antes de ir a la cita,
también estaba pensando en beisbol para no explotar sin remedio dentro de
aquella mujer; Carmen no solo respondía a sus caricias, sino que se movía y
salía al encuentro de sus embestidas, sus manos se aferraban a sus nalgas,
atrayéndolo para que llegara más adentro. Su boca era un huracán, cuando
sus labios se encontraban los besos eran tórridos y desesperados, cargados
de necesidad y lujuria.
Ella empezó a gemir con más fuerza y supo que el momento había
llegado, él mismo perdió un poco el control, al escucharla pedirle más con
el aliento al límite le recordó lo mucho que le excitaba ver a una mujer tener
un orgasmo, sus caderas se aceleraron, entrando y saliendo frenéticas;
Carmen soltó un profundo gemido, invocó el nombre de Dios mientras
sentía que todo su cuerpo se detenía por un segundo, incluso su corazón, y
empezaba de nuevo a una velocidad cincuenta veces más rápida. Lo sintió
todo y lo vivió todo; desde el fuego interior que surgió desde su sexo hasta
el silencio helado de su cerebro cuando sus neuronas se desconectaron para
que solo su cuerpo disfrutara del orgasmo.
Él se detuvo, sintiéndola palpitar y contraerse a su alrededor;
disfrutando de ver cómo le faltaba el aire y suspiraba de satisfacción. Sus
pezones se irguieron ante el estallido de placer y su boca se abrió y se cerró
compulsivamente a medida que sus caderas siguieron moviéndose para
prolongar el doloroso roce de su clítoris hinchado contra la pelvis de B-
Rock.
―¿Quieres más? ―preguntó él en su oído. Ella no podía articular
palabra así que solo se limitó a asentir.
Sintió que él se elevaba en el colchón, la tomaba de la cintura y la hacía
volverse boca abajo. Sus sentidos reaccionaron ante el morbo de sentirlo
detrás de ella, la idea de que la tomara por la espalda y la penetrara con
desaforó reinició sus neuronas, inundando su mente con pensamientos cada
vez más candentes. Suspiró al sentirlo entrar dentro de su vientre, aquel
trozo de carne dura que la atravesaba de placer hasta lo más profundo. El
vaivén empezó lento, Carmen vio los brazos poderosos que flanqueaban su
cuerpo a cada lado, los dos tonos de piel contrastando contra el lecho de
color mostaza y le pareció fantástica la forma en que las venas se marcaban
en la piel caoba, una señal de que él estaba conteniéndose y esforzándose
para hacerle sentir placer.
Carmen elevó las caderas y separó más las piernas, la verga se deslizó
más profundo arrancando gemidos de ambas gargantas; el compás era lento
pero firme, incluso tenía un ritmo, dos embestidas rápidas y tres lentas,
luego un momento de descontrol para luego volver al movimiento original.
El roce dentro de su sexo la estaba convirtiendo en gelatina, temblorosa y
dulce, próxima a un nuevo orgasmo, su cuerpo se tensó al sentirlo, aquello
era extraordinario para ella, pero aún así era de esperarse al entregarse a un
amante que supiera tocar las teclas de su cuerpo y hacer música con él.
B-Rock la elevó de la cintura hasta que sus rodillas se afianzaron sobre
el colchón, luego la hizo enderezarse, hasta que la espalda de ella se pegó
contra su torso. La besó en el cuello, chupó su hombro, ambas manos
pellizcaron los pezones, todo eso a medida que él iba perdiendo el control.
El placer se acercaba inexorable, arremolinándose en su estómago, bajando
hasta su pelvis, concentrándose en sus testículos para estallar. Solo que él
necesitaba que se corriera una vez más, no por dinero, sino por ego, él
quería que ella lo recordara como un amante apasionado, un hombre voraz
y entregado.
No fue difícil hacerla gemir de gozo, no cuando él dio rienda suelta a su
necesidad de liberación y uno de sus dedos bajó hasta los pliegues frontales
de su sexo y acarició el clítoris por demás sensible. Carmen estalló en
espasmos incontrolables, de su boca brotaban gemidos sin sentidos,
mientras él continuaba sus embestidas despiadadas, hinchándose dentro de
ella, frotando con fuerza sus sexos inflamados por el orgasmo.
Ella cayó entre la colcha esponjosa, se sentía en las nubes; a su lado se
dejó caer él, todavía dentro de ella, aferrado a su espalda, sintiendo cómo su
cuerpo se volvía a recomponer tras el placer. Ambos jadeantes, sudorosos y
satisfechos.

۞۞۞۞۞۞۞
B-Rock abandonó la habitación dos horas y media después. Carmen
dormitaba con una sonrisa en los labios mientras él se vistió con
meticulosidad tras la ducha y comprobó que no se le quedaba nada. Caminó
hasta la entrada del hotel donde un valet le entregó las llaves del auto.
Enrumbó en dirección al Bon Appétit, donde se suponía que lo estaban
esperando todos para saber cómo le había ido. Cuando llegó al restaurante
todos estaban allí, incluso Jane que soltó un suspiro de tranquilidad, asintió
en su dirección y se fue a la cocina, dejándolos solos.
Los chicos se volvieron hacia él, Dave solo sonrió con suficiencia, se
acercó a Joe y le entregó la billetera de cuero.
―No hicieron falta las pastillas ―dijo. Y se alejó en dirección a la sala
de empleados, para cambiarse la ropa.
El primero en llegar fue Rock, seguido casi de inmediato de Tank, todos
ellos eran contemporáneos en edad, así que su comunicación era
ligeramente diferente. No esperó que le preguntaran nada.
―Estuvo bien, de hecho, estuvo excelente ―explicó mientras se
abotonaba el pantalón de jean―. La señora Carmen es excelente, sabía lo
que quería y fue bastante colaborativa.
―¿Y lograste la meta que te puso el chef? ―preguntó Tank. Él solo se
limitó a sonreír y asentir.
―Bueno ―anunció Rock como si eso fuese lo más importante―. Jane
te espera en el salón.
Dave no sabía que esperar de eso, pues no creyó que la chef quisiese
indagar sobre los detalles; así que cuando llegó al salón se sorprendió de
encontrar una mesa servida con un plato de comida, y ella sentada al otro
extremo frente al asiento vacío. Tomó su lugar frente al plato, dándose
cuenta que tenía bastante hambre. Jane lo observó con una sonrisita.
―Vamos, B-Rock, come ―ordenó―. Ya todos se fueron. Todos
excepto Joe que te espera para llevarte a tu casa.
Comió en silencio, disfrutando del pollo y las verduras, incluso recibió
la cerveza de buen grado, casi como si la hubiese estado necesitando.
―Gracias ―fue todo lo que dijo Jane cuando él terminó de comer y
recogió el plato.
Dave no tuvo que preguntar por qué, ni dijo nada más. Salió a la fría
noche de finales de mayo y se subió al auto con Joe. Extrañamente, no
sentía culpa por lo que había hecho; pero sí mucha satisfacción, por sí
mismo, por los chicos y por Jane, a quien admiraba y quería casi como una
hermana.
09 | Un excelente servicio

El lunes en la mañana Carmen descubrió que su teléfono estaba


abarrotado de mensajes y llamadas perdidas. Después de pasar dos horas en
el paraíso llamado B-Rock, despertó a la mañana siguiente sintiéndose
gloriosamente bien cogida.
No pudo negar el cambio mental, la satisfacción del buen sexo le duró
todo el día y ni siquiera enterarse que su hija mayor había sido multada por
exceso de velocidad le quitó el buen humor. Sabía que El Aquelarre iba a
ponerse intenso con las preguntas, así que mantuvo su teléfono apagado una
vez que llegó a su casa y se encerró a ver televisión con su hija, y
posteriormente su hijo que llegó de Los Ángeles de pasar el fin de semana
con su papá. A veces se quedaba medio ida, rememorando la noche anterior
y el modo en que el semental de piel oscura se movía dentro de ella
arrancándole gemidos de placer; tuvo que aprovechar la larga ducha para
tocarse y amortiguar los sonidos descarados de su boca cuando sus dedos se
colaron muy adentro, mientras pensaba en el adonis que la había poseído
horas antes.
Era definitivo, iba a repetir sin ningún remordimiento.
El lunes en la mañana se topó con Soledad y Ana en la entrada de la
escuela, así que la operación “ignorar mensajes” se fue a la mierda y tuvo
que acceder a desayunar con ellas en el Town Square, el mismo centro
comercial donde Julia y Priscilla iban a entrenar, y a las que se encontraron
“casualmente” en la entrada. Supo que todo había sido una emboscada
cuando ingresaron al primoroso café y encontraron casualmente a Lydia.
―¡Cuéntalo todo! ―exclamó Julia con entusiasmo juvenil. No hubo
saludos ni nada, incluso había quedado en el olvido las insinuaciones de
Soledad. Ahora la novedad era ella y su experiencia sexual con Dave.
Sonrió con perversidad.
―Excelente servicio ―dijo sin más explicaciones. No valieron los
intentos de sacarle más información―. Tendrán que probarlo, pero por lo
menos B-Rock es más que excelente, fue fenomenal.
―¿Repetirías? ―preguntó Lydia, dividida entre la hilaridad y la
vergüenza. Carmen asintió con confianza.
―Oh, sí ―aseguró ella con una sonrisa―. Tengo ganas de probar a ese
camarero que nos atendió la noche que Ana nos contó su problema, creo
que lo llaman Tank.

۞۞۞۞۞۞۞
―No puedo creer que Carmen haya hecho eso ―repitió por enésima
vez Lydia. Sostuvo el móvil contra su oído mientras acomodaba uno de los
trajes de su esposo en el armario.
―Pues yo sí ―respondió Julia desde el otro lado de la línea―. Es una
mujer libre, así que no hizo nada malo… incluso yo tengo ganas.
―Jules, no digas eso, querida ―le reprendió con cariño―. Recuerda
que eres una mujer casada.
―No lo olvido nunca ―soltó su amiga con frustración―. ¿Sabes
cuándo fue la última vez que tuve sexo con Héctor? Hace un mes. ¡Un mes!
Incluso dejé a la vista el vibrador que compré para ver si así reaccionaba o
algo, pero no… ―confesó con tristeza―. Estoy perdiendo los mejores años
de mi vida, Lydia, los mejores, con un hombre que no me mira… A veces no
entiendo por qué cambiaron tanto las cosas entre nosotros.
―Eso pasa por casarte con un hombre mucho mayor que tú, brujita ―le
recordó con cariño.
―Basura ―soltó Julia con rencor―, eso que dices es basura, porque
entonces no se revolcaría con otras mujeres… ¿acaso crees que no lo sé?
Un silencio desagradable se instaló en la línea, ¿cómo le decía que
estaba equivocada si Julia tenía toda la razón? El domingo en la noche Cole
le contó que vio a Héctor con una mujer de unos veinte años, yendo del
brazo en el casino y que según la seguridad del hotel, se fueron a una suite
donde pasaron toda la noche.
―Si contratarás a alguno, Julia ―preguntó Lydia con algo de
curiosidad―, ¿a quién sería?
―Rock, sin dudarlo ―respondió de inmediato―. Que entre al cuarto y
me arranque la ropa y tengamos sexo salvaje como si me estuviese
asaltando.
―¡Oh, Julia, por Dios! ―exclamó la mujer con voz ahogada por la
pena― ¿Qué cosas dices? ―soltó una risita nerviosa.
―¿Qué? ―preguntó aguantándose las ganas de carcajearse― Si lo voy
a hacer, cumpliré una de mis fantasías ―explicó―. También me gusta el
rubiecito más joven, el que tiene carita de niño bueno… me imagino lo que
podría hacer ese descarado… ¿Te conté que una vez lo vi haciéndolo con
alguien en el baño de damas del Bon Appétit? Esa mujer gemía como un
animal salvaje, fue impresionante… esa noche volví a la casa con tantas
ganas que salté encima de Héctor para hacer el amor, pero después de un
par de movimientos él tuvo su orgasmo y me dejó peor que antes ―contó
con rencor.

۞۞۞۞۞۞۞
Priscilla acostó a su hija y le dio un beso de buenas noches, pensando en
las palabras de Carmen respecto al servicio que había contratado. Los
siguientes días fueron un tanto frustrantes y algo incómodos debido a la
calentura. Era imposible no pensar ―ahora en serio―, en los
camareros/entrenadores del gimnasio en actos mucho muy lascivos donde
ella era la protagonista. Casi se había vuelto rutina masturbarse en las
duchas después de terminar el entrenamiento del día, más que nada, debido
a las muy explicitas explicaciones de lo que Julia haría con cada uno de
ellos.
Al entrar a su habitación encontró a su esposo saliendo de la ducha, iba
con la toalla alrededor de la cintura y las gotitas sobre su torso desnudo le
parecieron especialmente sensuales. Anders era atractivo, tenía un cuerpo
conservado por las arduas horas de ejercicio que incluía en su horario de
trabajo en el hotel; su esposo se veía especialmente seductor en sus trajes de
dos o tres piezas, con su cabello pulcramente peinado y ese aire de
ejecutivo despiadado que dejaba entrever en el trabajo.
Rodeó el cuerpo masculino con ambos brazos y se puso de puntitas para
alcanzar su boca, la cual asaltó con desesperación. Anders reaccionó
sorprendido, pero entendió el mensaje de inmediato y respondió con la
misma fogosidad. Tal vez esa vez tuviese suerte, quizás esa noche podrían
rememorar las apasionadas sesiones de amor y sexo que tenían antes de
firmar el maldito papel que los declaraba marido y mujer.
Ella ronroneó ante la evidente excitación de su esposo, su erección
presionaba contra su pelvis y las manos de su hombre se encargaban de
masajear con ahínco sus pechos y sus nalgas. Priscilla no necesitaba
demasiada estimulación, si era honesta, llevaba una calentura acumulada de
dos años, que se incrementó la última semana con todos los
acontecimientos recientes y su imaginación desbordada.
Repentinamente cayeron en la cama, envueltos en el esponjoso cobertor,
Anders se sacó la toalla y la despojó de la parte inferior de su pijama,
incluso se llevó la ropa interior en un arrebato ardoroso que la excitó mucho
más. Esa noche iba a ser su noche, por fin iban a tener sexo desenfrenado y
recuperaría todos los orgasmos que se le habían negado con esa actitud
puritana de coger solo los domingos.
Su esposo abrió sus carnes con ímpetus, Priscilla lo recibió gustosa con
un gemido ahogado que denotó lo excitada que estaba. Al fin parecía que
iban en la misma sintonía, ella salía al encuentro de sus embates solo para
sentir como la base de su polla golpeteaba ese botón carnoso que irradiaba
miles de sensaciones placenteras por el resto de su cuerpo. Ander mordió su
cuello y sus pezones sobre la ropa, incluso se elevó luego, afianzando las
rodillas en la cama, tomándola de los tobillos haciendo que las piernas de
ella descansaran sobre su torso y hombros. Ambos gemían, Priscilla podía
sentirlo, aquella posición llegaba más adentro, acariciaba más fuerte y los
gruñidos de Anders confirmaban lo mucho que estaban disfrutando.
Él empezó a moverse desaforado y le anunció entre jadeos que estaba a
punto de correrse.
―Más duro ―pidió ella con un ruego desde lo más profundo de su
ser―. Solo un poco más, por favor.
―Amor, ya no aguanto más ―confesó Anders―. No… aguanto…
más…
Tres estocadas y un potente gruñido fueron suficientes, su esposo se
derramó dentro de ella. Priscilla lo sintió, hinchándose y explotando, gimió
al sentirlo, esperando que eso detonara su propio orgasmo. Incluso movió
las caderas para rozarse más, para que las últimas fuerzas del miembro de
su marido la empujaran hasta ese glorioso lugar; pero no sucedió.
―Eso fue fantástico, amor ―susurró Anders al oído, dándole luego un
beso cariñoso mientras se hacía a su lado.
Priscilla solo atinó a asentir, porque si hablaba se iba a notar que su voz
estaba quebrada por el nudo en la garganta, y que procuraba no se
desanudara para no echarse a llorar.
Esperó un poco, el tiempo suficiente para que los ojos aguados se
secaran y la respiración se ralentizara; fue a la ducha, se lavó a profundidad,
y allí, debajo del chorro completó la tarea que el inepto de Anders no pudo
lograr.
Cuando se miró al espejo estaba furiosa, ella era una mujer hermosa, era
una diosa espectacular, cualquier hombre desearía tenerla en su cama, había
recibido insinuaciones más de una vez; aquello no era justo, no era correcto,
no era…
Detuvo el torrente de pensamientos, inhaló profundamente y mientras se
peinaba su larga cabellera, decidió que había solo una forma de evitar una
hecatombe; sabía que no era la mejor solución, que lo correcto sería hablar
con él, hacerle ver que estaban desperdiciando su vida de pareja, pero
estaba cansada, no era como si la situación hubiese sido así siempre, como
si él jamás se hubiera interesado en complacerla y disfrutar el sexo con ella,
simplemente algo fundamental había cambiado en él y sentía que nada iba a
mejorar si se lo decía.
Como abogada de divorcios había escuchado un sin fin de cosas, pero
solo en ese momento entendió cuando algunos de sus clientes dijeron que
hicieron lo que hicieron ―follarse a otras personas― para salvar sus
matrimonios.
El sexo no lo era todo, pero cuando estabas frustrada sexualmente
porque la persona que amabas y con quien dormías no te daba la atención
que te mereces, puede ser el inicio del fin para un matrimonio.
Ese miércoles decidió, mientras apagaba la luz de la mesita de noche y
Anders dormía profundo y tranquilo al otro lado de la cama, que ella
también iba a requerir un servicio de dos tiempos en el Bon Appétit.

۞۞۞۞۞۞۞
Ana estaba más que incómoda, se sentía asqueada de sí misma. Al
principio le pidió a Soledad que por favor encontrara la manera de cancelar
la cena, pero fue imposible. Ernest y Esteban eran amigos, organizaron la
salida entre los dos para sorprenderlas y lo peor para ella fue descubrir que
la idea había venido de su propio esposo.
―Ernest le dijo a Esteban que te notaba decaída y triste, y quiso
animarte de este modo ―le comentó su amiga en voz baja, mientras
entraban al Joel Robuchon, en un tono entre emocionada y acongojada.
Soledad continuaba sosteniendo que lo que sucedía con Ernest era solo
una fase, algo que iba a pasar y de la cual su matrimonio iba a surgir más
fuerte y sólido, se iba a convertir en algo indestructible. Ana no le creía, de
hecho, en los últimos dos días había estado irascible y deseosa de gritarle a
su esposo que lo sabía todo; solo que algo de cordura le entraba
repentinamente, en particular cuando lo veía rodeado de sus hijos, jugando
tan cariñoso con ellos, llevando a su hija a sus clases de canto, incluso
dejándolos uno que otro día en la escuela, solo para pasar más tiempo con
ellos. Cuando veía eso, se preguntaba si iba a ser capaz de destruir a su
familia y acabar con la tranquilidad y felicidad de sus hijos.
Lo más irritante y desconcertante era que Ernest no había cambiado ni
un ápice con ella. Analizando con detalle los últimos meses, incluso todo su
matrimonio, su esposo era el hombre ideal. No había dejado de ser cariñoso
o había empezado a ser “demasiado amoroso”; tampoco le compraba
regalos de más para compensar alguna culpa, no había situaciones fuera de
lo común, su vida sexual no era mala y él no dejaba de cumplir como
hombre en ese aspecto.
La única pregunta que rondaba en su cabeza era: ¿Por qué?
Ana puso todo de su parte para que no se le notara ―demasiado― su
desagrado, se esforzó por sonreír, no evitó el contacto de Ernest, incluso
bailó con él cuando la invitó a la pista.
―Estoy preocupado por ti, cariño ―le susurró Ernest al oído con
dulzura. Un escalofrío desagradable la recorrió de pies a cabeza; no era
posible fingir esas emociones, ¿o sí?
―Solo estoy cansada ―soltó sin pensarlo mucho―, la gala benéfica de
verano me tiene preocupada.
―A veces pienso que haces demasiadas cosas, Ana ―le reprochó su
esposo, pero no había desagrado o molestia, más bien era una nota de
orgullo―. No quiero que se resienta tu salud, si algo te sucediera, no sabría
qué hacer sin ti, nuestros hijos y yo te necesitamos ―completó mirándola a
los ojos, luego se inclinó y la besó, sin dejar de bailar, moviéndose despacio
al son de la música que sonaba en el salón.
Y a pesar de sentir cómo se iba rompiendo por dentro, por un instante se
dejó ir, creyendo de corazón que todo lo que Ernest decía era verdad y que
la realidad era una horrible pesadilla de la cual se iba a despertar en
cualquier momento.
10 | Todos los hombres son iguales

El jueves en la noche El Aquelarre se encontró en el Bon Appétit, como


era la tradición. Cada una fue por su propia cuenta, como si no pudiesen
verse más que en el momento de la cena.
Ana no quería ver a Soledad, que insistía en repetirle que todo iba a
estar bien, encontraba desesperante ese optimismo casi fanático, cuando le
insistía en que todo lo que estaba pasando iba a ser una etapa. Lydia había
salido directamente del salón de belleza al restaurante, porque había ido a
hacerse el retoque del tinte que se hacía cada quince días, junto a la
mascarilla revitalizante especial que la ayudaba a verse lozana, aunque en el
fondo se sintiera tan inspirada y motivada como una uva. Priscilla no se
encontraba de buen humor, desde la fatídica noche con Anders parecía una
bomba a punto de estallar; pero ni punto de comparación con Julia, que no
había dicho nada de lo que le pasaba pero destilaba amargura por cada poro
de su piel; y Carmen… bueno, ella estaba reluciente, tanto que nadie la
soportaba en realidad.
Cada una iba viviendo su propio infierno personal ―o paraíso―.
Entrar al Bon Appétit tuvo un efecto sanador en ellas. Aunque
ingresaron con escasos minutos de diferencia, el ritual de reseteo que
implicaba ir a cenar, tener un par de horas libres de todos sus problemas, era
ideal. Esa noche el camarero que las atendió fue Oscar, que con su amplia
sonrisa les ofreció una variedad de cocteles que ninguna pudo rechazar; con
solo su presencia suavizó la mala vibra de la mesa, más cuando preguntó si
deseaban tomar un aperitivo compuesto por mariscos que describió como
un orgasmo en la boca mientras guiñó el ojo de una forma sugestiva.
Dos rondas de cocteles después y la visita de Jane a la mesa para
preguntarles cómo estaban, rompió el hielo definitivamente.
―Estoy como la mierda, querida Jane ―dijo Priscilla―. Sigue mi
consejo: ¡No te cases!
―Ese es el plan ―soltó la chef con una risita, luego dio media vuelta y
se fue a la mesa siguiente para saludar a las comensales; no sin antes recibir
una mirada muy peculiar de Keith que todas, excepto ella, notaron.
―Joder, ojalá Héctor me mirara como Rock ve a Jane ―musitó Julia
con un tono que mezclaba el anhelo y la frustración a partes iguales.
―La chef es como ciega ―dijo Priscilla viendo la escena, mientras
sorbía su coctel de parchita por el pitillo―. Creo que no se da cuenta de
nada que tenga que ver con hombres.
―Es profesional, eso es todo ―contradijo Carmen con seguridad.
Extendió el tenedor para pinchar un camarón que tenía el grueso de su dedo
pulgar―. Ella está dirigiendo un negocio y no mezcla una cosa con la otra.
―Pues si es con Rock yo mezclo todo ―aseguró Julia con una mirada
lujuriosa que desnudaba al hombre―. Es que de solo imaginarme lo que
podría hacerme… ―suspiró sonoramente―, me mojo de inmediato…
―¡¡Julia!! ―exclamó Lydia con tono maternal de reproche mientras
todas se desternillaban de risa.
Ana miró a su alrededor, había esperado esa cena como un náufrago
espera encontrar tierra, por unas pocas horas no se sentía sola o
desesperada; y lo mejor de todo es que Soledad no se concentraba solo en
ella, ni le repetía que debía esperar a encontrar un buen momento para
hablar con Ernest sobre la infidelidad.
―Pues si me preguntan a mí ―dijo ella tras mirar con atención al
camarero―, me quedo con Nathan… creo que él sería el ideal, tiene un
aura de contención que creo que podría dejarme en cama un par de días…
¡y con qué gusto!
Las últimas palabras de Ana tuvieron un toque oscuro que todas
percibieron pero se esforzaron por ignorar, aunque fue imposible.
―Sabes, Ana… si quieres podríamos destruirlo ―comentó Priscilla con
un tono de malicia―, dejarlo sin nada, en la calle, como un perro
vagabundo.
Tal vez fue la inflexión en la voz, pero ni siquiera Soledad pudo
quejarse, todas prorrumpieron en risas escandalosas, incluso Julia tuvo un
acceso de tos que hizo que Carmen se inclinara para ofrecerle un poco de
agua de su copa.
―¿Por qué los hombres serán tan pendejos? ―preguntó Lydia tras un
rato de silencio al calmarse las risas.
―No tienen suficiente sangre ―respondió Carmen.
―¿De qué mierda hablas, bruja? ―inquirió Pris. La aludida asintió con
seguridad.
―Cuando la sangre le llega al sur no le queda suficiente para que la del
norte funcione correctamente ―contestó con un encogimiento de hombros.
―¿Me estás diciendo que todos los hombres piensan con el pito?
―reaccionó Julia con una expresión de mortal seriedad.
―Básicamente ―dijo Carmen.
―¿Y no podías decir eso de una sola vez? ―insistió Julia.
Todas se quedaron pasmadas, la reacción de la joven mujer era, en
extremo, seria. Algunas miraban con expectativa lo que iba a suceder.
―Lo que pasa es que la polla tiene cabeza, pero no cerebro, querida
―aseguró Carmen―. Así que en teoría, no piensan…
Solo pasaron cinco segundos antes de que todas rompieran a reír.
―No sé qué tienen estos cocteles, pero mierda ―indicó Ana―, quiero
más.
―Creo que yo tomaré un té Rodhe Island ―informo Julia―, vamos a
ponernos alegres, creo que mi vena texana quiere surgir y estoy dispuesta a
que me monte un potro…
Las risas continuaron y los temas se diversificaron. Julia comentó lo
mal que lo estaba pasando y que su querido Roberto no era suficiente para
palear la soledad.
―¿Quién es Roberto? ―preguntó Lydia con curiosidad―. ¿El
jardinero?
―¡Mi vibrador, por supuesto! ―exclamó Jules con desparpajo. Las
carcajadas no se hicieron esperar y Lydia terminó con el rubor hasta las
orejas por la forma en que Julia describió el juguete.
La estaban pasando tan bien que decidieron alargar la orden del plato
fuerte y pidieron más entradas. Soledad aprovechó un momento en que
Priscilla fue al servicio porque no aguantaba las ganas de hacer pipí y se
sentó al lado de Carmen.
―Quería disculparme ―le dijo en voz baja―. Por lo que dije la última
vez.
―No tienes por qué, Sol ―le aseguró Carmen―. Yo ya la olvidé.
―Sí tengo, cariño ―insistió la latina―. Creo mucho en el matrimonio,
amo demasiado a mi esposo, lo cierto es que fui criada con unos valores y
una forma de ver la vida que… bueno, me hace creer que cuando uno se
casa es para siempre, pero también he aprendido que hay relaciones que no
funcionan, y que una mujer no es infeliz porque esté sola… lo que quiero
decir es que… te admiro, porque eres la mujer más fuerte que conozco, tan
determinada e independiente, que no solo dejaste atrás una relación que te
hacía daño porque se basaba en una mentira, sino que no dejaste que una
segunda te absorbiera y te arruinara. ―Le dedicó una sonrisa algo débil―.
Solo que… yo no sé si sería capaz de sobreponerme a algo así… por eso
perdoné a Esteban cuando me fue infiel, y por eso me he esforzado mucho
para que las cosas funcionen, por mis hijos y por mí.
Carmen miró a su amiga con cariño, a veces olvidaba las diferencias
culturales y lo importante ―casi hasta el punto de rayar en el fanatismo
religioso― que era el matrimonio y la familia para los latinos. No es que
para los norteamericanos no lo fuera, pero había una diferencia: era más
probable que ellos llegaran más rápido a la conclusión del divorcio.
Oscar apareció en ese momento y les preguntó si deseaban otra ronda,
todas empezaron a discutir si debían ordenar porque ya tenían dos horas allí
y lo único que habían hecho era beber y picar camarones con una salsa de
tamarindo de infarto que la chef había preparado.
―Sé un amor y tráeme otro glorioso coctel de estos, ¿quieres? ―pidió
Ana con voz melosa y achispada―. Y me pones para cenar cualquier cosa
que me recomiende la chef.
Lydia se giró en su dirección y le preguntó si estaba bien, Ana asintió y
soltó una risita, alegando que se estaba divirtiendo tanto que no quería
pensar ni siquiera en ordenar. Los platos fueron pedidos y traídos a la mesa
con velocidad. Sin casi percatarse, empezaron a hablar de los hombres, y
fue la propia Lydia quien trajo a colación el tema, quejándose de lo
predecible que eran las cosas con su esposo.
―Pero es que todos los hombres son iguales de un modo u otro ―se
quejó Priscilla en voz baja y con amargura―. ¡Vamos! Solo hay que
mirarlo, aquí estamos nosotras, no es que pidamos un hombre perfecto, pero
el más cercano a eso era Ernest y vean lo que pasó. Hasta hace dos años yo
hubiese dicho que Anders era el hombre ideal, que ni el trabajo, ni tener
familia nos había separado, que esa unión de pareja perduraría siempre
porque, bueno… habíamos llegado lejos, convivido varios años y la pasión
seguía intacta… pero apenas nos casamos y… ―hizo un gesto como de un
avión estrellándose―. Y lo peor es que no tiene una amante… ¡Y lo siento,
Ana! Sé que es horrible decir esto ―se dirigió a su amiga que la miraba con
ojos de perplejidad―, pero por lo menos una amante diría que él aún tiene
fuego y pasión, cosa que no tiene ―espetó con amargura mientras daba un
largo sorbo de su trago―. Simplemente a Anders la cabeza y el pito no le
dan para mucho más, cree que con que me dé un par de besitos y me lo
meta es suficiente, y todo empezó desde que nos casamos formalmente…
puedo decir sin lugar a dudas que el sexo era mejor cuando vivíamos juntos
pero no nos habíamos casado ¿qué tan triste es eso?
―Tan triste como que tu marido ni te mire ni se inmute por tus juguetes
sexuales cuando los encuentra en tu cajón de ropa interior ―contó Julia con
una risita burlona, los ojos vidriosos por el alcohol ocultaban las lágrimas
que empezaban a acumularse―. Llegó una factura de la tarjeta de crédito y
aparecieron unos cargos de una habitación en el Bellagio, una suite… el
hijo de puta se le olvidó pagar con su tarjeta de crédito adicional y usó a la
que estoy afiliada yo… no tengo que ser física cuántica para saber qué anda
haciendo allí y con quién ―explicó mordaz―, a mi solía llevarme al
Waldorf porque era más tranquilo y me follaba contra la ventana de la suite,
con la vista del Strip al frente…
―Se los digo, no tienen sangre suficiente para que ambas cosas
funcionen a la vez ―insistió Carmen―. Por eso es que al final no volví a
tener una relación seria, dos experiencias como las mías son más que
suficiente para aprender la lección ―aseguró ella mientras cortaba un trozo
de su carne―. Prefiero continuar pagando los servicios de Jane, en serio…
por lo menos puedo dedicarme unos diez mil al mes y tengo una hora de
buen sexo cada fin de semana.
Todas se rieron un tanto escandalosamente.
―¿No jodes cuando dices que fue bueno, cierto? ―preguntó Priscilla
con suspicacia. Julia miraba a Carmen con avidez maliciosa.
―Ni un poquito ―aseveró Carmen.
―¡¡Mesero!! ―llamó Julia, haciéndole señas a Oscar que asintió en su
dirección mientras terminaba de atender otra mesa―. Pues entonces yo
quiero mi servicio especial ―aseguró la mujer mirando a sus amigas con un
brillo perverso en sus ojos―. Y nada de lo que me digan me detendrá de
conseguirlo.
11 | Un lindo vestido de 4000 dólares

Julia no podía contener su emoción, había sido muy clara al explicarle a


Jane qué quería, cómo lo quería y con quién; y aunque sabía que parte de la
fantasía era la sorpresa, seguro que esa noche iba a divertirse.
El plus: el dinero de su esposo pagaba todo.
Desde la suite ático con vista panorámica en el Waldorf Astoria en la
parte sur del Boulevard de Las Vegas, hasta el lindo vestido Vera Wang que
Héctor le había comprado para el matrimonio de su hermana menor el año
anterior, en el cual quedó claro que, a pesar de que era la esposa de él, no
era bienvenida en la familia, todo corrió a cuenta de su esposo.
Julia era una mantenida, pero no era tonta. Había hecho algunos
movimientos financieros, tenía dinero ahorrado, había adquirido una
propiedad a nombre de su hermano en Texas y un condominio en Florida
donde vivía su madre. Héctor se casó con ella tras divorciarse de su anterior
esposa a la que dejó sin nada; ella era la cuarta en la línea de mujeres del
magnate Rodríguez, y tenía cierto seguro porque le había dado una hija,
Clara era la única hembra que tenía él después de tres varones, así que era
una niña consentida, pero sobre todo, una que adoraba a su madre con
devoción, porque Julia se encargaba de que así fuera.
Su llegada al hotel la hizo sentir como una espía, entró directo al
ascensor y presionó el botón del piso correspondiente. Llevaba una
gabardina que cubría el vestido para que no se notara que iba tan elegante.
Aún no entendía bien la selección del vestido, era algo exagerado para
alguien que no quería llamar la atención ―Héctor era conocido en Las
Vegas, tal vez no como una celebridad, mas sí como un hombre de negocios
exitosos―, pero al verlo, fue imposible resistirse a la tentación. Seda roja
oscura, escote recto, sin mangas, falda estilo sirena y un delicado detalle
bordado alrededor de la cintura.
Si era honesta consigo misma, eso la había excitado más, la idea de que
esa preciosa obra de arte de 4000 mil dólares terminara hecha trizas,
mientras su entrenador la montaba como un salvaje, sometiéndola sobre el
colchón; la ponía tanto que podía sentir la humedad en su entrepierna.
Como le había dicho a Jane: quería pasión y furia… quería que le doliera a
la mañana siguiente, quería sentirse usada con gusto, porque desde hacía ya
casi siete años que a duras penas conseguía hacer el misionero con Héctor
una vez cada quince días.
La puerta del elevador se abrió al piso de su suite, así que aprovechó
para sacarse el abrigo que llegaba hasta debajo de las rodillas. Acomodó su
cabello, tomó la llave de su cartera a juego y entró a la habitación.
Si la idea de hacer lo que iba a hacer la tenía excitada, el cuarto a
oscuras, iluminado tenuemente por los colores vibrantes de las luces de la
calle que se filtraban por los amplios ventanales y que hacían de Las Vegas
la ciudad que nunca dormía, la llevaron al borde. Allí, en las penumbras se
hallaba el que convertiría en realidad su fantasía, oculto entre el armario, o
en la esquina que daba a la zona de la cama que se ubicaba más allá de la
pequeña antesala de muebles de madera con cojines de color dorado.
Depositó el abrigo y la cartera en una de las sillas y encendió la luz, no
había nadie, ni una silueta podía adivinarse en ningún lugar; eso hacía que
su expectación creciera como el mar embravecido durante la tormenta.
Sentía un hormigueo que ascendía desde sus pies y se arremolinaba en su
bajo vientre. Esa noche era su noche, por fin iba a sentirse plena y
satisfecha desde que se le había ocurrido contraer matrimonio con Héctor.
Ese fin de semana Clara, su hija, iba a pasarlo con sus primos en el
rancho de los Rodríguez, por motivo del cumpleaños del hijo menor de
Adela, la hermana del medio de Héctor. Su esposo le había comentado
sobre la fiesta y por primera vez Julia le preguntó directamente si de verdad
quería que fuese, él la miró con suspicacia y respondió con un deje de burla:
―Sabes que no le caes bien a mis hermanas y mi mamá. ―Luego se
sacó la chaqueta y la dejó en el sofá de la sala.
―Lo sé, pero por primera vez no quisiera que tú y Clara pasen un mal
rato por los desplantes que… ―se detuvo, iba a decir que los desplantes
que le harían, pero por primera vez en mucho tiempo fue más inteligente―
que podamos hacernos mutuamente… son tu familia, son los primos de
Clara, también estarán tus otros hijos, no quiero crear discordia…
Héctor la observó de arriba abajo, analizando la situación, le sonrió con
cierto deje de sorpresa ante la actitud madura que estaba mostrando, algo
que sabía no había hecho casi desde el principio de su matrimonio, y asintió
en conformidad.
―Diré que tienes un compromiso de caridad con tus amigas ―la
excusó con tanta facilidad que le desagradó, pero no le dijo nada.
Esa fue la razón por la cual terminó de dar el salto la noche del jueves,
eso y porque la “compensación” fue dejarle diez mil dólares en efectivo en
la mesa de noche para que se divirtiera el fin de semana.
«Como si yo fuera una zorra, ya no soy su maldita amante, soy su
jodida esposa.»
Pues allí estaban los diez mil dólares gastados, en una suite en el
Waldorf y tres horas de placer con Rock.
―No te muevas ―ordenó una voz ronca en su oído, mientras una mano
se cerraba alrededor de su boca y la otra le aferraba una de sus muñecas.
Estaba sorprendida, sino hubiese reconocido la voz, se habría asustado.
Una profunda inspiración de parte de él le erizó la piel, Rock inhalaba su
perfume con una cadencia pervertida que encogió el estómago de Julia ante
la expectativa. Miró de reojo las manos, los guantes de cuero oscuro, el
suéter negro que no dejaba ver ni un pedazo de piel, todo estaba saliendo
mejor de lo que esperaba, de verdad podía sentir que era un desconocido
quien la estaba asaltando en esa habitación de hotel.
―Eres muy bonita ―dijo Rock con su voz gruesa y depravada,
mientras las manos apretaban sus pechos sobre la tela y su pelvis se
acercaba a las nalgas de Julia. Ella suspiró, a pesar de saber lo que venía a
continuación, no pudo evitar dar un brinquito cuando una de las manos
llegó hasta su sexo y acarició sin delicadeza la uve de su entrepierna por
sobre el vestido―. Me gustan las mujeres bonitas. ―Restregó su vientre
contra las nalgas donde pudo sentir su erección.
Rock interpretó su papel tal como se lo habían pedido. Jane fue bastante
clara y precisa al respecto de lo que la clienta quería. Joe estuvo escuchando
atento, con una expresión de mortal seriedad, asintiendo al final de la
exposición.
―¿Fue así de precisa? ―preguntó él a la chef. Ella asintió en silencio,
observando a Keith que procuraba mantenerse impasible. Jane lo miraba
con una expresión de insensibilidad, esforzándose en fingir que no le
importaba y que aquello era de lo más normal.
Rasgó el vestido por la parte de adelante, la seda cedió de inmediato y
los pechos de Julia saltaron al ser liberados. Él tenía que reconocer que
aquello era morboso, los juegos de rol siempre excitaban a sus participantes
y la idea de jugar rudo le gustaba.
Pellizcó los pezones, aunque deseaba sentirlos con la yema de sus
dedos, no era desagradable el tacto con los guantes, en especial la piel
arrugada que se iba endureciendo debido a las rudas caricias. Julia quería
jugar su papel, pero los gemidos delataban su excitación creciente, Rock
incluso podía oler su fragancia emanando de sus muslos, a pesar de que la
falda continuaba alrededor de su cintura, aferrada con fuerza a su cuerpo
curvilíneo.
Lo único que no llevaba era un pasamontañas que le cubriera el rostro,
también a petición de Julia; pero de todos modos iba a prolongar el juego lo
más que pudiese antes de que le viera la cara.
La empujó contra la cama, ella jadeó al caer sobre el colchón, Rock le
propinó una nalgada, luego introdujo los dedos dentro de la cintura del
vestido y terminó de romperlo, descubriendo una tanga de encaje de color
azul cielo que no dejaba nada a la imaginación.
Rock encontró motivador la marca rosada en sus nalgas, justo donde
había propinado el golpe. Arrancó un trozo de tela y con un movimiento
rápido y brusco anudó las muñecas a la parte de atrás de la espalda. Julia
era preciosa, muchas veces había fantaseado con ella durante los
entrenamientos en el gimnasio, porque aquella zorrita siempre iba con
atuendos favorecedores en exceso, incluso una vez fue sin ropa interior y el
leggin se introdujo entre sus labios vaginales, marcándose notoriamente.
Era imposible no imaginarse a esa mujer en situaciones así para luego
masturbarse de forma furiosa, tampoco era como que ella no se exhibiese
para ellos, sabía que llevaba demasiado tiempo deseando algo así con él, o
con Arrow, ahora se lo iba a dar con creces.
Se recordó a sí mismo que aquella situación era la fantasía de ella, por
lo tanto no podía liberarse y correrse como quisiera, sin que Julia obtuviese
lo que deseaba. Ansiaba algo de tortura, de que la llevara al borde y la
hiciera rogar por el orgasmo. Quería que él le tirara el semen encima, que le
follara la boca con fuerza, que la nalgueara y la sujetara del cabello: en
resumen quería sexo del duro y del bueno.
La tomó de las caderas, obligándola a arrodillarse en la cama,
manteniendo el rostro pegado al colchón. Ahora sin ropa, podía percibir su
fragancia de mujer con más fuerza, incluso pudo ver la parte interna de los
muslos brillando de humedad. Le dio dos nalgadas y le ordenó abrir más las
piernas; Rock se inclinó sobre ella y enterró la nariz en su sexo, aspirando
con fuerza. Julia tenía un perfume agradable, olía a rosas, igual que su piel
suave, que tenía un deje de avellanas; esos aromas dulces se mezclaban con
el de su sexo despertando su propio apetito.
―Hueles delicioso ―gruñó con el tono enfermo que estaba usando,
soltó una risita macabra―. Y eres una zorra, mira cómo te mojas, seguro te
mueres porque te la meta.
Se bajó la bragueta del pantalón y se sacó la polla; empezaba a dolerle
un poco, así que se puso el preservativo y sin mucha ceremonia, rompió la
tela de la ropa interior de Julia y se la metió hasta el fondo.
Ella gimió sin poder evitarlo, el miembro duro y largo se encajó muy
profundo dentro de su cuerpo, incluso sintió un poco de dolor cuando tocó
fondo, pero los embates apasionados, el sonido de las nalgadas, el escozor
en la piel allí donde la estaba golpeando la tenían en la gloria. La forma que
hablaba y se refería a ella, cómo la estaba tratando, en cualquier momento
se iba a correr, sentía el placer instalándose en su bajo vientre, a punto de
explotar.
Una risa despiadada de él le indicó que no iba a suceder, se salió de su
interior y tras una nalgada más, la hizo ponerse de pie, manteniéndose
siempre a su espalda. La obligó a andar hasta la ventana, sosteniéndola de la
nuca, haciendo un rollo de cabello en su puño, la apretó contra el vidrio,
justo como solía hacer Héctor, el frío del cristal junto al ardor de su piel le
hizo despertar cada poro de su cuerpo. Rock hacía ruiditos de gusto, como
si ella fuese un suculento pedazo de carne que quería comerse con las
manos.
Sentir sus dedos cubiertos con los guantes entrando entre su sexo la hizo
gemir impúdicamente, él se río, con ese tono de quien sabe de que es dueño
y señor de la situación. Julia estaba a punto de correrse, empezó a mover
sus caderas contra esos dos intrusos mientras la otra mano se encargaba de
restregar el hinchado botón que brotaba de sus labios mayores. El ardor de
su piel se concentraba como un calor pesado en su bajo vientre, los dedos
de Rock estaban tocando un punto dentro de su sexo que la empezaba a
desquiciar y que solo la motivaba a mover más y más su culo para que
continuara, gimió con toda su fuerza, temblando de expectación, espueleada
por los motes sucios que el camarero le estaba diciendo. Cuando sintió que
él iba a retirar sus dedos de su interior, ella se impulsó hacia atrás y lo
logró.
Nunca en su vida había sentido algo similar, fue como una lengua de
fuego que liberó todo lo que tenía contenido, no estaba segura si se había
hecho pipí, pero sus piernas estaban demasiado mojadas como para que
solo fuese su orgasmo. También le temblaban y se iba debilitando poco a
poco, intentó mantenerse en pie pero su cuerpo se había unido al temblor y
casi de inmediato sus rodillas cedieron. Su cuerpo se contraía y se expandía
en sintonía con una melodía que no podía escuchar, pero a la par que se
sentía desfallecer, las olas de placer la recorrían de arriba abajo.
―Pero mira lo que tenemos aquí ―soltó Rock con perfidia―, eres una
zorrita excepcional, hiciste un squirt…
Julia no entendía nada y estaba a punto de pedirle un minuto para
reponerse, pero él la dejó sobre el colchón sin un ápice de delicadeza, boca
arriba y le abrió las piernas.
Por fin pudo verle la cara, la forma en que la miraba la hizo reaccionar,
en serio deseaba estar con ella, podía ver la expresión de deseo en su rostro,
la forma en que se iba acariciando la verga como si no pudiese evitarlo.
Rock pellizcó el clítoris y Julia gimió, a pesar de lo intenso de su
orgasmo anterior, aquella mujer deseaba continuar con todo su ser. Sonrió
con malicia, y llevó los dedos de la mano que usó para acariciarla directo a
su boca.
―Lame ―le ordenó―, prueba el sabor de una zorra ―le indicó con
perversidad.
Julia hizo caso, el sabor salado de su interior invadió sus pupilas
gustativas, no era del todo desagradable, aunque posiblemente se debía más
que nada a lo morboso de la situación. Jadeó cuando él la penetró, su
interior hinchado lo recibió gustoso, él se mantenía sobre ella, evitando
aprisionarla con su peso, estaba erguido y con las rodillas bien afianzadas
en el colchón, embistiéndola, una y otra vez, con estocadas lentas pero
profundas; cada movimiento elevaba su trasero de la cama, ella estaba
expuesta, con las piernas muy abiertas, con los talones de sus zapatillas
ancladas a la colcha para facilitarle la tarea; la sensación del pantalón de
mezclilla de él contra el borde de sus nalgas y en sus muslos la estaba
excitando, era rústico contra la tersura de su piel en esa zona. Rock gruñía,
apretaba los dientes, demostrando que no deseaba correrse todavía, que era
ella quién importaba esa noche.
Cuando estaba sintiendo el orgasmo surgir una vez más,
arremolinándose en su abdomen para estallar otra vez como fuegos
artificiales, él se detuvo; Julia abrió los ojos contrariada, pero sonrió al ver
cómo la miraba, Rock se bajó de la cama y la arrastró desde los tobillos
para colocarla justo en el borde, donde ella dejó caer los pies, afianzándolos
en el piso de madera oscura. Él empezó a sacarse la camisa y los guantes,
ella gimió ante la idea de sentir sus manos desnudas recorriendo su cuerpo,
no tenía noción del tiempo que llevaban allí, a ratos parecía que las horas
pasaban y otras veces como si fuesen solo segundos.
La verga húmeda se levantaba entre la bragueta del pantalón, resaltando
contra la oscura tela. Era perverso y glorioso verlo así, con el torso
formado, esculpido hasta el último músculo de su abdomen, brazos y pecho;
erguido con toda su estatura sobre ella, vistiendo únicamente sus zapatos.
Rock se sacó la correa de un solo movimiento y restalló contra el aire
como un látigo, Julia sintió un cosquilleo en su estómago, golpearla con un
cinturón no estaba en lo estipulado, pero al verlo enrollar el cuero alrededor
de su mano quiso sentirlo. Él lo vio en sus ojos y sonrió, pero una vez que
estuvo hecha un rodete, giró su cuerpo un poco para lanzarla junto al suéter
en una silla. El pantalón se arremolinó en sus tobillos cuando soltó el botón,
Julia se relamió de gusto al ver sus muslos, caderas e ingles desnudas,
debajo de la mezclilla solo había piel desnuda, dorada y apetecible, que le
provocó chupar hasta dejar enrojecida.
―Ven, zorrita ―le ordenó tomándola bruscamente del codo. La hizo
ponerse en pie y girarse de nuevo, posicionándose detrás de ella,
manteniéndola en vilo por la pura fuerza de sus piernas.
La verga dura y palpitante de él la penetró de nuevo, con el mismo
movimiento cadente y profundo que venía usando. La enderezó contra él,
obligándola a sentirlo muy adentro, incluso podía palpar entre sus nalgas el
grosor de la polla al rozarse en cada embestida. Sus dedos se enredaron en
el largo cabello de ella, mientras con la mano libre la tomó con firmeza de
las muñecas atadas.
Los movimientos fueron duros y secos, Julia gemía sintiendo en su
interior esa fuerza, sus cuerpos chocaban, las pieles aplaudían y los
gruñidos de Rock erizaban su piel. Incluso la forma en que su cuero
cabelludo hormigueaba por los tirones que daba la estaban desesperando,
ella quería correrse de nuevo, quería sentir que el mundo dejaba de existir
tras la explosión, despertar tras la dulce agonía de sus paredes palpitando
alrededor de una buena verga que la estaba haciendo sentir mujer una vez
más.
Chilló, porque él cambió la forma en que se estaba moviendo, y sus
caderas perdieron el control, haciendo que las penetraciones se desaforaran.
―Sí, sí, sí, sííííííí ―exclamó con éxtasis cuando todo en su cuerpo se
contrajo para expandirse en un terremoto que estremeció cada célula de su
piel y órganos.
Rock sonrió, se salió de ella, dejándola caer sobre el colchón, con el
trasero en pompa y con la respiración entrecortada. Le propinó dos azotes
en cada nalga, haciéndola respingar, Julia no lo sabía, pero tenían poco más
de hora y media allí. Ya no podía retenerlo más, quería correrse y era
probable que esa mujer medio desfallecida de placer pudiese aguantar
mucho más.
―Vamos, zorrita ―la obligó a erguirse y la dejó caer sobre sus rodillas
en el suelo, le dio un par de palmaditas en las mejillas, con la suficiente
fuerza para que reaccionara―. Vamos, que quiero que te la comas toda.
La obligó a abrir la boca, sosteniéndola con firmeza de la cabeza la
embistió hasta el punto de las arcadas. Julia solo abría más los labios,
disfrutando el golpeteo en su garganta; Rock estaba atento a sus reacciones,
esperando alguna señal para detenerse. Estaba siendo rudo, movía su pelvis
como si estuviese follándose el coño de la mujer, pero ella solo lo miraba
con avidez y ganas, chupeteando el glande con fuerza cuando él se detenía
para dejarla respirar, incluso y a pesar de que no se había sacado el
preservativo en ningún momento.
Keith supo que no iba a poder contenerse cuando el cosquilleo de sus
muslos se acrecentó en sus pelotas. La separó de su pene y sonrió ante el
gesto de contrariedad de ella al quitárselo de la boca; se sacó el preservativo
y lo dejó caer al suelo, apretó su polla con la mano, sacudiéndola con
firmeza. Gruñó cuando el orgasmo saltó sobre él, el primer chorro impactó
sobre las tetas de Julia, ella gimió al sentir la leche caliente, los otros
disparos continuaron por su cuello, cabello y mejilla. La corrida fue
profusa, la forma en que él se agarraba el miembro le hizo ver que lo estaba
disfrutando. Antes de que él se alejara de ella Julia se enderezó y apresó
entre sus labios el glande hinchado y chupó, Rock gimió al sentir la lengua
tibia enroscándose alrededor de su piel, ella aprovechó de meterlo bien
adentro de su boca, chupó y lamió hasta dejarlo bien limpio, luego sonrió
cuando se enderezó para verlo. Él la miraba con una expresión que prometía
que la iba a llevar al cielo.
Cuando él abandonó el cuarto una hora y media después, Julia estaba
desmadejada en la cama, respirando pesadamente al borde del sueño.
Sonreía como una adolescente que ha conseguido lo que quería y él estuvo
seguro de que esa mujer iba a volver a contratar los nuevos servicios del
Bon Appétit.
Lo único que no entendió de todo eso, porque al fin y al cabo los ricos
pensaban de manera diferente, fue por qué pidió que le destrozaran el lindo
vestido que llevaba.
12 | Un sexy hombre uniformado

Tras la cena del jueves, donde casi todas confesaron sus verdades a
medias Prisilla se sintió un poco menos miserable, saberse acompañada en
la desgracia hizo que el sabor fuese menos amargo, sin que importara lo
terrible que sonara lo que estaba pensando ―aunque se cuidaba de no
decirlo en voz alta―; por eso, esa noche se devolvió justo antes de
montarse en su auto, diciéndole a Julia y Ana que le llevaría un postre a
Eloise y Verónica, su niñera.
En eso no mintió, sí compró el postre, media docena de pastelitos de
chocolate y frutas, cuidándose de pedir uno de vainilla con una cobertura de
chocolate blanco y Oreos trituradas por encima. Los cupcakes estaban
guardados en una cajita de color verde con el nombre de restaurante
impreso en dorado en la tapa; Oscar le guiñó el ojo al entregárselos y ella
no supo si sentirse avergonzada o poderosa.
Ese era el debate que mantenía desde esa noche, cuando entró a su casa
y vio a Anders dormido en el sofá con Eloise descansando la cabeza en sus
piernas, había llegado temprano para pasar un rato con su hija. Amaba a su
esposo, o eso creía, pero temía que la insatisfacción que sentía minara los
sentimientos que guardaba por él. Prisilla veía un problema en su vida, y
ella encaraba los problemas para buscarles solución, no quería echar por la
borda toda su vida solo porque el sexo se había tornado malo y no podía
soportar la idea que por el resto de su vida fuese igual.
Así que mientras contemplaba las pastelitos primorosamente decorados
y organizados en la caja, embadurnó su dedo en el de chocolate blanco y
chupó, a la par que guardaba el número de teléfono que venía en la tarjeta
bajo el nombre “Chef Jane 2”, entró a su cuenta bancaria, hizo la
transferencia y luego pasó el código al número que había almacenado.
Cinco minutos después recibió un mensaje de texto preguntando si el
servicio era a domicilio o en un hotel. Prisilla lo pensó un instante, no
quería arriesgarse en un hotel, así que envió la dirección del departamento
donde se encontraba en ese momento. El resto de la interacción fue tan
profesional y discreta que si no le hubiese preguntado por el tipo de postre
que quería, casi se hubiera creído que era un servicio de catering.
Lo pensó por un momento cuándo un mensaje entró preguntando si
tenía alguna “solicitud especial”. ―Queremos cumplir sus fantasías
culinarias― leyó en su mente una y otra vez, casi se sintió estúpida en caer
en el cliché, pero como muchas mujeres adoraba a los hombres en
uniforme.
Lo siguiente fue bastante más sencillo de lo que pensó, incluso su
esposo se prestó ―sin saberlo― a reafirmar lo que quería hacer, diciéndole
que ese sábado tendría que trabajar y que era mejor llevar a Eloise con
alguno de sus abuelos. La excusa de que estaba complicada con un caso de
divorcio y que no quería distraerse con cosas de la casa fue aceptada por
todos, y aunque no tenía que dársela a su padre en el bufete, porque podía
tomar la llave del departamento cuando quisiera, era mejor no dejar cabos
sueltos.
Solo que las horas que transcurrieron entre el jueves en la noche y el
sábado del encuentro, la minaron de dudas: ¿estaría haciendo lo correcto?
¿iba a caer en eso? ¿en qué clase de mujer se convertiría si empezaba a
contratar servicios sexuales?
Conocía a varias colegas que lo hacían, tal vez por eso no se
escandalizó cuando Carmen dio el paso y contrató al camarero. En una
sociedad donde las mujeres iban conquistando los mismos puestos que los
hombres, empoderándose e incluso dejándolos atrás, era más común que las
féminas no buscaran relaciones complicadas pero sí necesitaran desahogo
sexual; las relaciones de pareja eran complicadas ―sin importar lo que
dijera su madre de que no lo eran―, más cuando se esperaba determinada
actitud por parte de las mujeres y que estas no lo llevaran a cabo.
Pero claro, ella no era una exitosa abogada soltera, de hecho, estaba
casada y con una hija, y Prisilla cumplía un activo rol de mamá, siendo
bastante flexible con su carrera. Solo que nadie sabía lo frustrante que era
que su muy satisfactoria vida sexual previa se viese reducida tan
horriblemente desde que se había cambiado el apellido de soltera a West.
Suspiró, mirando las luces del Boulevard se debatía entre dos aguas,
entre lo correcto y lo incorrecto.
Cuando estaba a punto de enviar un mensaje para cancelar todo e irse a
su casa, pensando en que tal vez si le exponía a Anders la situación él podía
comprenderlo y juntos llegar a algún tipo de solución, hacerle ver que por
ser su esposa no significaba que no necesitara erotismo y placer en su vida,
la puerta sonó.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
Se echó un rápido vistazo en el espejo de la sala para ver si todo estaba
bien, en realidad se veía como una ejecutiva más, trabajando un sábado por
la noche. Aprobó lo que veía, era jodidamente atractiva y al reconocer eso y
que su marido no se diera cuenta, terminó de convencerla para abrir la
puerta. ¡Lo mínimo que se merecía era poder disfrutar de un buen orgasmo
que no se lo diera ella misma con los dedos!
Abrir la puerta fue una agonía, seguía el debate interno, todo se le
olvidó al ver a Tank de pie en el umbral, vistiendo un auténtico atuendo de
policía. Supo que estaba perdida cuando sintió sus bragas humedecerse
entre sus muslos.
―Buenas noches, señora. ―La voz ronca y masculina la estremeció―.
He venido porque recibimos una llamada sobre una actividad sospechosa en
este domicilio ¿puedo pasar?
Pris tuvo que asumir que el hombre tenía el porte correcto para ser
policía, la voz, la expresión seria y el control. Ella no podía emitir palabra,
solo se maldecía mentalmente por no haberse tomado un trago y liberar la
tensión. Nathan permanecía en la puerta, sin moverse, sin entrar; ella aspiró
con fuerza, porque no se había percatado de que estaba reteniendo el aire y
respondió:
―Sí, oficial. ―Se hizo a un lado―. Pase adelante.
Tank se adentró en el departamento y echó un rápido vistazo al lugar,
elegante, cómodo pero impersonal. Se notaba por la decoración minimalista
y el predominio del color blanco y gris en todos lados.
―¿Posee usted algún arma encima? ―preguntó con tono neutral. Ella
negó, él la miró frunciendo el entrecejo― ¿Está segura? Por favor,
colóquese contra la pared y separe las piernas.
Aturdida por lo que estaba pasando, se dio media vuelta sin rechistar; en
serio ese hombre tenía todo el aspecto de ser un oficial.
Sintió sus manos tibias recorrerla desde los tobillos en dirección hacia
los muslos, se movían con delicadeza palpando cada centímetro de sus
piernas con precisión. Sabía que los policías no se tomaban esas
atribuciones y sentir el calor de su piel traspasando la tela de sus pantalones
solo incrementó su propia temperatura.
Nathan fue subiendo, sus palmas pasaron por sus nalgas y se detuvieron
a amasarlas un poco, el toque no era brusco, haciéndola sentir un poco más
tranquila; pronto sus manos pasaron hacia adelante, viéndose envuelta en
dos brazos gruesos y musculosos que la rodeaban por la cintura. Prisilla
mantuvo la vista baja, observando cómo la mano derecha se introducía
entre la uve de sus piernas, apretando sobre la tela el núcleo caliente desde
el cual se irradiaba el placer.
No pudo evitar soltar un gemido, por un instante creyó escucharlo reír
bajito por su reacción, pero no le importó porque las manos siguieron
subiendo, por su cintura, muy despacio hasta sus pechos, los cuales solo
estaban sostenidos por la blusa de tiros ceñida que se encontraba debajo de
la chaqueta a juego de su conjunto.
Sus pezones se endurecieron, Tank los pellizcó un poco antes de
continuar subiendo por su cuello, donde masajeó de forma leve y relajante
los hombros.
―Creo que necesitaremos una revisión más profunda ―indicó
alejándose de ella un par de pasos. Prisilla se giró en su dirección, Nathan la
observa con expectativa, esperando que hiciera caso―. Por favor, quítese la
ropa.
La orden fue directa y tajante, Pris tragó saliva y se sacó la chaqueta,
que dejó expuestos sus duros pezones marcándose debajo de la tela. El
hombre se mordió el labio inferior ante lo que veía, lo que generó una
corriente eléctrica en el cuerpo de ella, la encontraba atractiva y lo excitaba
verla así, expuesta y dispuesta; los hombres podían fingir muchas cosas,
pero la forma en que la miraba, el brillo predatorio en sus ojos, eso no se
podía actuar y era lo que había perdido Anders.
Se bajó de los tacones y se sacó el pantalón, dejando al descubierto la
tanguita vulgar que se había puesto a propósito. Luego se deshizo de la
camisa, dejando que sus pechos botaran un poco para que viera su firmeza.
Quedó de pie, casi completamente desnuda, en medio del salón.
―Debe quitarse la ropa interior, señora ―explicó Nathan con voz
ronca―, debo hacer una inspección de sus cavidades.
La palabra le pareció horrorosa, pero la forma en que lo dijo, con un
tono ronco y contenido la hizo temblar. Deseaba sentir esas manos cálidas
sobre su piel desnuda, así que con un movimiento sensual, se deshizo de la
prenda y la dejó en la silla junto con el resto de su ropa.
El falsó oficial suspiró, Pris sonrió para sus adentros, porque ese era la
exhalación de un hombre excitado. Nathan siguió con el juego, palpando su
cuerpo con suavidad, deslizando sus palmas por toda la piel tersa de sus
brazos, abdomen y pecho. Ella temblaba de ardor y expectativa, gimió
cuando uno de sus dedos se adentró entre los labios de su sexo y frotó con
cierta dureza el dulce botón que empezaba a hincharse entre ellos. Una
aspiración fuerte le hizo saber que él se contenía para cumplirle su fantasía,
pero ella solo quería ser follada de una vez, así que haciendo uso de su voz
de abogada lo miró con fiereza a los ojos y se lo dijo:
―Cógeme ya.
Tank no esperó una segunda petición, la alzó por la cintura y se la echó
al hombro como si no pesara nada, ni siquiera preguntó dónde estaba la
habitación, instintivamente se dirigió al único pasillo que había y pronto
llegó a una puerta que le dio acceso al cuarto del lugar donde una enorme
cama dominaba la estancia.
Soltó el cuerpo de Prisilla sobre el lecho, ella gimió cuando la obligó a
abrirse de piernas para él y se inclinó ante su vulva expuesta. Si sus manos
eran calientes su lengua fue fuego líquido, desplazándose por cada rincón
recóndito de su ser. Chupó y lamió con avidez, como si él estuviese
sediento y ella fuese un manantial. Pris sentía cada caricia con cada célula
de su cuerpo, irradiando corrientes de energía placentera por todos sus
nervios, invadiendo su anatomía para llevarla a ese lugar que extrañaba a
rabiar.
―Sostente las piernas ―le ordenó él y ella hizo caso, sostuvo sus
piernas por la parte de abajo de las rodillas y se abrió más para Tank,
dejando más accesible el clítoris del que se adueñó sin contemplaciones,
succionando con fuerza.
Prisilla vió que se iba despojando de la ropa sin detenerse en su labor,
fue un espectáculo ver la piel tersa y dorada de ese hombre ciñéndose a
cada músculo de su cuerpo; solo que no lograba concentrarse porque él no
se detenía y ella no podía mantener los ojos abiertos por más de unos
segundos. Sintió la pesadez en su bajo vientre, anunciándole su próxima
culminación y cuando Nathan la tomó de las nalgas y la alzó un poco para
acceder mejor al interior de su sexo, ella se dejó ir, sintiendo cómo sus
músculos se derretían con esa lengua de fuego que seguía recorriendo sus
pliegues sin contemplación.
Tank la dejó por unos instantes mientras iba por un preservativo; estaba
más que duro, estaba al mismo borde. No había estado con una mujer en
meses, el ser poco comunicativo y expresivo no ayudaba con sus relaciones
amorosas, así que había dejado de intentar, incluso pasando de los rollos de
una noche; más temprano se había masturbado un par de veces para
aguantar la sesión; pero no era ciego, Prisilla estaba como quería, tenía una
piel deliciosa, olía de maravilla y su cuerpo era un templo para pecar. Así
que con el condón en la mano se acomodó entre sus piernas, con una mano
y los dientes desprendió una esquina, mientras que con la otro tomó su
miembro y empezó a frotarlo sobre el clítoris hinchado y sensible,
arrancándole gemidos escandalosos a la mujer debajo de él, llenando su
verga de los jugos tibios de Pris.
Se deslizó el latex sobre el pene, asegurándose de que quedara bien
puesto, luego se lanzó sobre ella, aprisionándola con su cuerpo contra el
colchón; empezó a mordisquear su cuello, a bajar hasta sus senos que
acarició con tanta pasión que Prisilla comenzó a excitarse de nuevo a una
velocidad alarmante. Se sentía una cualquiera calenturienta. Tank chupó un
pezón erecto, era de color canela que contrastaba contra la piel bronceada
de ella; con sus dedos jugaba con el que quedaba libre, sincronizando sus
chupadas y mordidas con pellizcos que la estaban derritiendo otra vez. Él
seguía frotando su miembro contra aquel sexo ardiente, disfrutando de los
intentos de Pris de que la penetrara, pero a pesar de sus propias ganas,
recordó la advertencia de Joe ―dos orgasmos antes de llegar al propio―, y
estaba empeñándose en que ella alcanzara el segundo.
―Joder, ¡métemelo ya! ―rogó entre un jadeo y otro, cuando Tank
sopló sobre el pezón endurecido por tanta estimulación. Hizo caso, pasó una
mano por debajo de su rodilla izquierda, elevándola un poco y se clavó
dentro de su vientre con una sola estocada.
Ella gimió profundamente, acallando el gruñido que salió de la garganta
de él. El vaivén empezó, no fue lento ni amable; Nathan se clavaba sin
contemplaciones mientras ella elevaba su cuerpo para que llegara más
adentro. La estrechez de su interior era gloriosa, en especial porque aún
quedaba la hinchazón que delataba su orgasmo anterior. Pris lo sentía
grueso, llenándola como en mucho tiempo no lo había sentido. Gimoteó
cuando él abandonó su interior, pero se acomodó tal cual le pidió para
continuar la faena.
Tank la hizo girarse y mantenerse acostada, solo levantó sus caderas un
poco, se deslizó de nuevo dentro de su sexo, disfrutando de la carnosidad de
sus nalgas al chocar contra su pelvis. Pris estaba cada vez más caliente,
perdiendo poco a poco el control de su propio cuerpo, moviendo las caderas
para que la polla del camarero llegara más adentro. El acto se le había
salido de las manos a los dos, porque cuando se percató ella estaba en
cuatro sobre la cama, él la aferraba de las caderas con fuerza y la embestía
con energía. Una de sus manos bajó más allá, palpando con desesperación
sus carnes en busca del punto florecido que la haría estremecer, ella gimió
cuando sus dedos rozaron la piel sensible, él perdió el control por completo
al escucharla, y antes de correrse pellizcó el clítoris con delicadeza, luego
hizo movimientos circulares a su alrededor. Las paredes internas del sexo
de Prisilla se contrajeron, ella gimió ante la intensidad del orgasmo que se
chorreaba por sus muslos; el gruñido de satisfacción de él la estremeció,
más cuando sintió el palpitar de su verga dentro de sí, que junto al sonido
bestial que soltó con su propio orgasmo, demostraba lo mucho que se había
contenido solo por ella.
Se salió de su cuerpo, ambos jadeaban en busca de aire, sus pieles
estaban cubiertas de una fina capa de sudor; ella se dejó caer boca abajo,
enterrando su cara contra una de las almohadas, él se sentó sobre sus
rodillas, esperado que su respiración se normalizara. Miró discretamente el
reloj, había tenido una sincronía increíble, la hora de servicio estaba
finalizando.
El hombre se levantó de la cama, con delicadeza se sacó el preservativo
y lo enrolló sobre sí mismo para luego guardarlo dentro del paquete en el
que había sido empacado. Se vistió con precisión casi milimétrica, le sonrió
cuando se guardó el paquetito usado en el bolsillo.
―Me parece que está todo en orden, señora ―dijo en tono profesional,
pero sus ojos delataban su diversión―. Lamento los inconvenientes
causados.
Prisilla le sonrió, estaba amodorrada y satisfecha, lo dejó marcharse sin
decir nada más y se quedó dormida con la convicción de que al otro día
lucharía contra sus remordimientos y consciencia, pero mientras tanto se
regodearía en el gusto de sentirse bien servida.
«Carmen tiene razón, es un excelente servicio» pensó, antes de
quedarse dormida.
13 | Cuando no se sabe que se quiere venganza

El fin de semana pasó sin novedades para Ana Scott, la rutina se asentó
plácidamente después del jueves, que casi pareció que todo volvía a la
normalidad y le daba un respiro para pensar mejor. Sin embargo, la realidad
de lo que estaba viviendo la golpeó de nuevo, de forma despiadada, Ernest
anunció ―como si nada― que debía viajar de inmediato para Florida e iba
a pasar un par de días fuera de casa, pero esperaba estar de vuelta a más
tardar el sábado.
Ese lunes, cuando estuvo sola tras la partida de todos, se sentó en la
escalera de su casa y se perdió en sus elucubraciones mientras la señora
Stevenson se encargaba de limpiar la cocina.
Su esposo siempre viajaba, por lo menos una vez al mes se iba a Florida
o a cualquier otro de los estados donde estaba la cadena; a veces volvía el
mismo día, por algo la sede contaba con un jet privado para eso, pero solo
en el último año y medio ―tal vez más―, fue que sus ausencias se hicieron
más prolongadas y sus viajes a Orlando se multiplicaron en su itinerario.
«Y yo solo me di cuenta de lo que estaba pasando apenas unas semanas
atrás» pensó con amargura.
Por suerte, una de las organizadoras del comité de la gala de
beneficencia la llamó, sacándola de sus pensamientos destructivos, porque
en el fondo de su cabeza, miles de dudas se formaban cada día: ¿qué había
fallado? ¿Ernest no la amaba en verdad? ¿Cómo no se había dado cuenta?
¿En qué había fallado?
«¿En qué fallé?»
Una y otra vez…
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
Hasta que su cabeza no daba más y estallaba una migraña que la llevaba
a estar de mal humor y muchas veces a tratar mal a sus hijos.
Así que, Olivia diciéndole que necesitaban buscar las invitaciones y
verificar que estuvieran impresas en el papel correcto, que debían pasar por
la galería de arte a confirmar las pinturas que iban a decorar las paredes del
salón de fiesta y la lista de cosas por hacer que enumeró con evidente
fastidio.
―¿Podría tu asistente hacer algunas de las cosas? ―preguntó con su
voz nasal que le recordaba una mala rinoplastia― Tengo un moooooontón
de tareas pendientes para la gala aún que necesito ayuda.
Ana pensó que tal vez era buena idea tener la mente ocupada, además
que no era la primera vez que Olivia se escurría de sus obligaciones para
hacer “tareas” como ir de compras a París o broncearse en Hawái.
―Está bien, yo me encargo ―respondió con indiferencia y colgó sin
dejarle decir nada más.
Creyó con mucha convicción que ocupar su cabeza la ayudaría a acallar
las preguntas sin respuestas que tanto la estaban agobiando. Había
funcionado el sábado en la madrugada mientras organizó el armario de
arriba abajo, incluso sacó un lote de ropa y prendas que no usaba, que
decidió donar a la caridad.
No llamó a las chicas que ayudaban a organizar el evento, sino que ella
misma salió el martes desde muy temprano a hacer las diligencias. Llevó a
los niños a la escuela, pasó por la imprenta a buscar las invitaciones y luego
a la galería donde procuró concentrarse en los cuadros y escoger lo
adecuado.
Se subió al auto tras despedirse de la pobre mujer que la atendió, que
notó a leguas que algo no estaba bien; esa vez no fue posible que su mente
dejara de trabajar a mil por hora, los kilos de maquillaje no podían esconder
la mirada triste ni la atención dispersa. La mujer que le devolvió la mirada
por el espejo retrovisor era irreconocible para ella.
«¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Cómo pudo superarlo Soledad?»
La respuesta vino de inmediato con un bufido de desesperación, ¡por
supuesto! Sol había hablado con Esteban, ella enfrentó la situación y
gloriosamente todo se solucionó, mas no sabía a qué costo, qué tanta parte
de su dignidad sacrificó su amiga para mantener su matrimonio unido y su
familia feliz.
¿Acaso no le entraban las dudas demoledoras cada vez que Esteban
actuaba raro? Para Ana, hasta las llegadas tarde de la oficina eran
sospechosas, revisaba las camisas con meticulosidad antes de echarlas a la
cesta de ropa para lavar, olisqueaba sus chaquetas, e incluso se arruinaba la
manicura lidiando con la necesidad de revisarle el celular; ya habían sido
varias las ocasiones en que se capturó a sí misma ideando planes para
quitarle el dispositivo.
Pero el problema no estaba solo en su cabeza, porque tanto pensar y
volverse loca afectaba también su cuerpo. La noche que se había levantado
a organizar su closet fue porque no podía respirar, estuvo luchando con las
lágrimas con tanta intensidad que su garganta se cerró y el aire no circuló
hacia sus pulmones, Enders no se dio cuenta de que salió a rastras del lecho,
cayendo al suelo donde vio que el mundo daba vueltas y más vueltas y ella
no paraba de temblar.
Llevaba conduciendo casi una hora cuando se percató del tiempo
transcurrido, había andado sin rumbo fijo, cociéndose a fuego lento en la
ansiedad que la carcomía.
Se detuvo frente al Bon Appétit sin estar muy clara de qué iba a hacer
allí, no había almorzado, de hecho, no ingirió alimento desde hacía más de
veinticuatro horas, así que era prudente comer algo porque su salud de iba a
resentir; eso se repitió cuando bajó del auto, luego cuando entró y se sentó
en la barra, pidiendo un vodka con jugo de arándanos al chico rubio que
estaba de turno.
Tres tragos después el alcohol había despejado sus pensamientos, casi
organizándolos en niveles de odio y desesperación; lo que era un avance
dado el desastre que había sido previamente. Ella se estaba matando a sí
misma, regodeándose en el dolor y la amargura porque tenía miedo del
futuro: ¿Quién le iba a creer a ella cuando Ender Scott era el marido que
toda mujer quería? Si les contaba a sus padres la situación iban a
convencerla de que soportara en silencio por el bien de sus hijos y su
imagen, ¡joder! Su mejor amiga casi le aseguró que era algo normal lo que
le estaba pasando, que incluso debía agradecerlo porque su matrimonio
podía salir fortalecido de la tormenta infernal que estaba por desatarse.
Se sintió sola, vacía y desesperada…
Sus hijos no se merecían una familia dividida, sin embargo, una voz
gritaba histéricamente que ella tampoco se merecía ser miserable.
Si por lo menos pudiera vengarse de algún modo, sentirse en igualdad
de condiciones, engañarlo en su cara porque nadie esperaría eso de Ana.
Eso era lo que necesitaba, revolcarse no con uno, sino con cientos,
porque tal vez uno no iba a ser suficiente, tenían que ser varios para que se
sintiera tan horrible y devastado como ella se sentía. Aquel pensamiento la
hizo soltar una carcajada casi trastornada.
Le hizo señas a uno de los camareros, iba a seguir el envión de
adrenalina y valentía del vodka.
―Necesito el menú especial de dos tiempos ―articuló con bastante
claridad a pesar de que la cabeza estaba un tanto pesada―. De inmediato y
para llevar.
―Disculpe, madame ―le dijo el hombre―, pero no sé de qué habla.
―Yo me encargo, James ―intervino Joe en ese instante. La suerte
quiso que él entrara en ese momento en el restaurante, escuchando la
solicitud que Ana hizo a un camarero que no era parte del negocio.
―Sí, chef ―asintió el mesero y se retiró.
―Yo soy el indicado para ayudarla ―explicó en voz baja y confidencial
el sous chef―, ¿qué desea probar?
―Quiero a Nathan ―dijo Ana con contundencia y un tono más alto de
lo recomendado.
Joe examinó la situación, la mujer frente a él no estaba completamente
ebria, pero sí desinhibida; frunció el ceño con preocupación, Tank tenía el
turno de la noche y en realidad, con lo reciente de sus nuevos servicios, no
esperaba recibir solicitudes a horas tan tempranas a inicio de semana.
―Veré qué puedo hacer ―informó con amabilidad―, por ahora le
recomiendo la especialidad del día.
―No me interesa la comida ―soltó ella, haciéndole señas al cantinero
para que le sirviera otro trago―, pero me encanta este lugar, es el mejor
restaurante de toda la maldita ciudad ―rió con travesura―. No, dame la
tarjeta, hago el pago y lo espero en una hora en el Tropicana.
14 | Cuando el sexo no es solo sexo

Tras tomarse el último vodka de arándanos se montó en su auto y


―gracias a todos los santos― llegó al Tropicana. Quince minutos de
intensa agonía que casi acaban con su cordura, había dos Anas dentro de
ella, una que le repetía que no debía hacer aquello, que era una dama y tenía
que comportarse como tal; la otra era una perra herida que se repetía que
iba a hacer todas las cochinadas que nunca le propuso a Ernest y siempre
quiso hacer.
Dentro de toda mujer existía esa zorra descarada, algunas lograban
acallarla y amordazarlas, otras alcanzaban a seducirla con pequeñas dosis
de libertad, mientras que las más inteligentes conseguían una fusión con su
ser interior, haciéndolas dueñas de su sexualidad plena. Ana se consideraba
de las segundas, siempre pensó que tenía una ―más que saludable― vida
sexual con su esposo, por eso no le pesaba el dejar de lado la exploración de
su lado más perverso.
¡Pues bien! Entonces sería Nathan quien disfrutaría con ella ese lado
oscuro y sexual.
Cuando se estacionó en el parqueadero del hotel, agradeció que desde el
Bon Appétit casi todo el trayecto fuese por la I-15 hasta tomar la salida 37
para acceder a la avenida Tropicana; se tambaleó hasta el vestíbulo y pidió
una habitación. El olor a alcohol le hizo creer al recepcionista que era otra
millonaria que cedía a su adicción y necesitaba un lugar donde pasar la
borrachera discretamente. Ana pagó la habitación en efectivo, se apresuró al
elevador y cuando entró al cuarto, se tiró en la cama con desesperación. Su
cuerpo estaba siendo atacado por espasmos que debilitaban sus músculos,
gritó contra las almohadas para amortiguar el ruido, esperando que el dolor
que empezaba a atenazarle cada miembro de su delgado cuerpo, se acabara
en cualquier momento.
Por alguna extraña razón notó la hora de entrada a la habitación, cuando
se levantó de la cama confirmó que el ataque de ansiedad solo había durado
unos minutos. El mundo continuaba dando vueltas de forma errática a su
alrededor, los párpados le pesaban, el cuerpo se adormecía y el valor se
estaba esfumando; no quería eso, así que casi arrastrándose se aferró al
auricular del teléfono y solicitó que le subieran algo de comer, nada muy
elaborado, que pudiesen llevarle en los próximos diez minutos.
Una ducha de cinco minutos la ayudó a espabilarse, el agua fría fue
como miles de alfileres que se clavaron en su piel, luego se restregó con
fuerza con la toalla, hasta que le ardió cada poro de su cuerpo. Se vistió de
nuevo con celeridad, cuando se colocaba la camisa tocaron la puerta y dejó
entrar el servicio al cuarto, le dejó algo de propina a la camarera, se sentó
en la cama con el plato de comida y engulló el sándwich y las papas fritas
con celeridad.
Esos pocos minutos se sintieron como el paraíso, actuaba en piloto
automático y no había ni un solo pensamiento en su cabeza, ni una sola
duda, ni una sola recriminación…
«¿Estaré haciendo lo correcto?»
Bufó con desesperación. ¿Acaso Ernest se había preguntado si estuvo
haciendo lo correcto? ¿Por qué ella debía detenerse a pensar si era correcto
o no acostarse con el mesero del Bon Appétit? Ella iba a tener sexo una sola
vez, no iba a irse de fin de semana con él o algo similar.
Se levantó de la cama, dejó lo poco que le quedó de comida en la mesa
con rueditas y la sacó al pasillo de nuevo; luego rebuscó en el minibar y
sacó una botellita de whisky que destapó, bebiéndose su contenido sin
contemplaciones.
Si necesitaba coraje para hacer aquello, lo iba a conseguir a punta de
alcohol.
Cuando iba a empezar el segundo vaso de whisky ―sin hielo, para que
le quemara la garganta―, un discreto toque en la puerta la hizo volverse
con un nudo en el pecho que le impedía respirar correctamente. Los
siguientes pasos que dio en dirección a la entrada, los hizo sumergida en el
estupor, aunque no estaba segura si había sido en uno etílico, o si ya su
cordura estaba justo al borde del abismo.
En el umbral estaba Nathan, como siempre su expresión era serena, casi
plana; iba ataviado con pantalones de mezclilla, una camiseta blanca y una
chaqueta de jean. Su imagen era impecable, con el cabello oscuro recortado,
una barba de pocos días bien cuidada que rodeaba sus fuertes mandíbulas;
pero tal vez lo mejor de todo eran sus ojos, oscuros, misteriosos y velados.
Tank también examinó a la mujer frente a él, con el cabello húmedo
cayendo por sus hombros, los ojos enrojecidos y algo hinchados ―se
notaba a leguas que no era debido al licor―, y aquella expresión de fiereza
que podría amedrentar a cualquiera que se le atravesara en el camino en ese
momento.
De todo el tiempo que llevaba trabajando en el restaurante, siempre
consideró a la señora Scott como una dama; no era perfecta: de vez en
cuando soltaba un taco, cuando la comida era especialmente deliciosa se
chupaba los dedos de forma inconsciente y luego se sonrojaba cuando se
daba cuenta, recomponiéndose de inmediato. Nunca tuvo un comentario de
doble sentido con alguno de ellos, sonreía siempre, solicitaba todo con un
‘por favor’ y siempre daba las gracias; era delicada y firme. Lamentó
mucho lo que le estaba pasando, no era justo.
Joe le había comentado que algunas veces los servicios no tenían que
ver con sexo sino con compañía, cuando respondió su llamada estaba
saliendo del baño, dispuesto a prepararse para su turno en el Bon Appétit.
Le explicó que Ana estaba un tanto bebida y que lo correcto era que no
sucediese nada, porque en ese estado corrían el riesgo de que los acusaran
por abuso sexual o violación. No, él debía ir y verificar que estuviese bien,
y si la veía en sus cabales, le preguntara directamente lo que deseaba hacer.
A veces solo se necesitaba hablar con alguien.
Y estaba dispuesto a eso, a escucharla, a conocer lo que sentía y luego
marcharse. Podía ser la sesión de terapia más cara de la historia, pero a
veces era lo único que funcionaba, desahogarse con un desconocido que no
importaba si te iba a juzgar.
―Pasa adelante ―pidió ella en voz baja. Iba descalza, con la camisa de
seda fuera de los pantalones azul cielo que llevaba. Depositó el vaso sobre
la cómoda con espejo y se volvió hacía él―. Solo quiero sexo, ¿ok? Solo
sexo, nada más… verás, mi esposo aparentemente puede tener una amante y
debo conformarme con eso; pero si yo tengo sexo con un solo hombre,
seguro me convertiré en una cualquiera, así que decidí que lo haré a lo
grande… no solo tendré sexo con un hombre… yo pagaré por sexo…
¡joder! Será fantástico.
El tono de sarcasmo fue tan evidente que Nathan compuso una mueca.
Cerró la puerta tras de sí y se sacó la chaqueta, dejándola junto al bolso de
Ana. Se acomodó en una de las sillas que se encontraban diagonales a la
cama y observó a la mujer que lo miraba a su vez con desafío, retándolo a
que se pronunciara en contra de lo que acababa de decir.
Su pequeño soliloquio había dejado entrever más de lo que ella creía,
Nathan tenía un pasado que le pesaba, entre sus cenizas quedaban los restos
de una infidelidad que destruyó todo lo que tenía y que lo llevó desde
Virginia hasta Las Vegas donde se ahogó en alcohol por un tiempo,
asesinando cualquier indicio de emoción o sentimentalismo que le quedara.
Tank no se había convertido en un desgraciado, pero sí en un solitario.
Las mujeres que pasaban por su vida llevaban consigo fecha de caducidad,
la última le gritó más o menos lo mismo que la madre de su hija, que
parecía un robot sin emociones; sin comprender que había crecido en un
hogar lleno de amor ―de pareja entre sus padres― y de reglas estrictas,
escuela militar y rutinas casi cronometradas. Aunque se sintió asfixiado por
todo eso, jamás pudo sacarse lo que estaba calcado a fuego en su ADN, y
eso era la disciplina y la contención.
Su madre comprendió a su padre, entre ellos jamás sucedió nada
destacable en cuanto a peleas o discusiones, y él creció creyendo que las
relaciones eran así.
Sabía lo que dolía que te engañaran, también comprendía que se llegaba
a un punto en algún momento de ese infierno en el que te auto flagelabas,
aunque no era tu culpa lo que había pasado, o por lo menos no era toda tu
culpa.
―¿Por qué quieres hacerte daño a ti misma? ―le preguntó con
suavidad. Nathan había cruzado la pierna derecha sobre la rodilla,
aparentando estar relajado; aunque en ese momento sentía unas inmensas
ganas de buscar al esposo de esa mujer y golpearlo.
―No quiero hacerme daño a mí misma ―rebatió Ana―, quiero sexo,
deseo comprobar que el sexo es solo sexo y que no importa con quien se
tiene, aparentemente.
―El sexo puede ser solo sexo ―asintió Tank―, pero no lo es en este
caso. Estás cabreada ―le dijo con una mueca, como si le pesara decir esa
palabra―, porque tu marido te fue infiel, pero aparentemente no es porque
el sexo entre ustedes fuera malo y tú quieres confirmar que no tienes la
culpa por no darle lo que él quería… ―se detuvo y enderezó su cuerpo,
bajó la pierna y apoyó los codos sobre las rodillas, cruzando los dedos en el
aire frente a él―. Que es lo que creo que pasa, le das todo, seguro eres la
esposa ideal, te he visto Ana, durante años, y de todas tus amigas, eras la
que más feliz se veía y no parecía fingido.
El rostro de ella se demudó, los ojos se le llenaron de lágrimas que
rodaron sin que pudiera detenerlas, por lo menos fue en silencio y no se
quebró en un llanto lastimero y humillante.
―Pues parecía que no era verdad, después de todo ―soltó entre dientes
y con rencor―. Por lo menos no para él, porque yo pensé que éramos
felices y nos complementábamos el uno al otro, por lo visto, no es así…
―¿Dabas todo en esa relación? ―preguntó Tank.
―¿Crees que miento? ―contratacó con violencia, sin embargó él no se
inmutó, solo negó en silencio.
―No, es una pregunta en serio ―prosiguió con el mismo tono calmado
que había usado desde que traspuso el umbral de la puerta―. ¿Sientes que
entregabas todo de ti para que las cosas funcionaran? No solo como madre,
sino como mujer ¿lo dejaste de lado en algún punto? ¿perdiste interés por
él?
Ana lo miró con intensidad, sopesó sus palabras, por primera vez esas
preguntas no tenían un tinte velado de recriminación, no insinuaban que
había sido su culpa y que por lo tanto debía aguantarse. Soledad, su
hermana, la esposa de su hermano, Lydia… ¡incluso Julia! Que se veía toda
independiente y fuerte ante su propia situación, llegó a insinuar que si ella
hubiese tenido la mitad de la atención que Ana recibía de su esposo, por
parte del suyo propio, no habría permitido que nada de eso ocurriera
―porque un hombre feliz no engaña, uno verdaderamente feliz no lo
hace― le dijo y se encogió de hombros mientras se tomaba otro Martini de
manzana en el almuerzo del domingo.
―Sí daba todo ―respondió con un hilo de voz, reflejando todo el
cansancio que sentía en ese momento.
―Entonces él es un imbécil ―explicó Tank con toda naturalidad―,
porque si hubo o hay un problema entre ustedes, debió decírtelo para que
juntos encontraran una solución; pero él lo hizo por su cuenta, con otra
mujer… la culpa es de él, no tuya… no tienes que maltratarte a ti misma,
sentirte una basura después, por lo que quieres hacer ahora por rencor y
odio.
Se levantó de la silla y se colocó a los pies de Ana, en cuclillas. La
observó con una tranquilidad que por un momento la golpeó como si fuese
una onda de calor que la asfixiara. Nathan le sonrió, con ternura, con cariño,
pero sobre todo, como si compartieran el mismo dolor.
―¿Por qué mis amigas no son como tú? ―inquirió la mujer con un
nudo en la garganta―. Me hicieron dudar, ¿si lo que yo creía de nuestra
vida sexual era mentira? ¿si él no la estaba disfrutando en verdad y se buscó
a otra para desahogarse y no frustrarse con eso y no abandonarme ni a los
niños? ―expresó todos sus miedos en ese instante― Ahora ni siquiera
tengo mi autoestima, ni siquiera sé si soy buena en la cama, si mi cuerpo es
lindo, si soy sensual o sexy o atractiva…
Nathan no pudo evitarlo, la carcajada brotó con tanta naturalidad que
incluso Ana sonrió con un poco de tristeza.
―Eres una mujer hermosa ―le aseguró con confianza―, elegante y
atractiva… también apuesto que sensual y sexy… y no necesitas de un
hombre para que seas todo eso.
―Es la frase que todos dicen cuando una mujer sale con todo este
drama ―bufó ella fingiendo frustración, amagó una sonrisa un poco más
confiada―. Pero mucho de lo que soy lo hice por serle más atractiva a mi
marido y no funcionó.
―Eso es porque él es un imbécil ―reiteró Tank―, ya te lo dije antes.
Nathan estiró su mano y con delicadeza limpió las lágrimas que
quedaban en sus pestañas; Ana inclinó el rostro contra la palma tibia que
acariciaba su piel; se miraron por unos segundos, ella no estaba segura si
aquello era correcto, porque habían hecho una conexión diferente a la que
esperaba.
Él se enderezó con toda su estatura sin dejar de tocar su mejilla, Tank
estaba dispuesto a marcharse, la mujer en la cama no necesitaba cargar con
el peso del remordimiento, lo que tenía encima era más que suficiente, pero
cuando fue a retirar la mano de su rostro, Ana colocó la suya sobre esta y lo
evitó.
Comprendió la súplica en sus ojos, silenciosa y agobiante; necesitaba
más que palabras para comprobar que decía la verdad, que no eran
enunciados vacíos para hacerla sentir bien. Y sin pensarlo demasiado, lo
hizo. Una mujer no debería pasar por eso, por esa destrucción, era como
dispersarse en el polvo del aire, perdiendo poco a poco aquello que te
convertía en humano, dejando atrás solo despojos. Volver de allí era una
agonía. Nathan lo sabía muy bien.
La besó, una lenta danza en la que imprimió todo el deseo que podía
sentir, Ana era una mujer hermosa, no mintió cuando se lo dijo, y lo
reafirmó cuando aprisionó sus suaves labios, mordisqueándolos con
delicadeza, a medida que se iban arrastrando por la cama.
Tank la sintió frágil debajo de su cuerpo, con curvas delicadas que fue
descubriendo con calma mientras sus manos se desplazaban sobre los
montículos de sus pechos. Ana jadeó y se estremeció, afianzando el beso,
introduciendo una lengua juguetona y caprichosa dentro de su boca. Las
uñas de la mujer se clavaron sobre la tela de su camisa, irradiando un dolor
placentero por sus hombros hasta la base de su pene; su anatomía se
contorneó frotándose al ritmo de su propia melodía contra su pelvis, donde
su propio sexo empezaba a despertarse.
Bajó por su cuello, la piel de Ana se erizó por el roce de la barba, sus
labios quemaban donde se posaban, contrastando las temperaturas de sus
cuerpos. Tank era cálido, su piel tibia, olía a colonia y su boca sabía
levemente a café especiado y dulce, como si recientemente hubiese comido
caramelos. Se elevó un poco sobre ella, solo para sacarse la camisa y
descubrir sus pechos recubiertos de un delicado sostén de encaje, donde se
marcaban sus pezones. No pudo evitarlo, no fue un movimiento ensayado,
tampoco el gruñido que salió de su garganta. Los apresó con sus dientes y la
hizo gemir por la caricia, un poco brusca, desaforada, caliente.
Nathan siguió bajando por su cuerpo, deslizó la lengua alrededor del
ombligo, una zona que resultó sensible en extremo, puesto que ella se
estremeció con notoriedad. Enredó los dedos en la cintura del pantalón y los
jaló, llevándose con ellos el panty a juego con el brassier, descubriendo un
monte de venus depilado por completo, en el que fue regando besos,
bajando por los muslos, las pantorrillas y los pies.
Besó cada centímetro de piel que encontró a su paso, Ana se retorcía
con gusto y desesperación; Tank se sacó la camisa, dejándola apreciar cada
músculo tonificado, siseó, mordiéndose el labio inferior con glotonería; así
que antes de que él pudiese volver a estar sobre ella, se colocó sobre sus
rodillas, unió sus torsos, regodeándose en la tibieza que desprendía, como
una chimenea reconfortante frente a la que quería yacer para siempre. Él la
tomó de las caderas desnudas, respirando cada vez con más fuerza ante los
besos, lamidas y mordidas suaves que Ana iba dejando sobre su abdomen
en el recorrido hasta el botón del pantalón.
Mientras ella se afanaba en terminar de desvestirlo, Nathan le sacó el
sostén, dejándola desnuda y a su alcance; Ana jadeó de anhelo al ver su
miembro surgir debajo del cierre; la uve de las caderas se iba marcando a
medida que bajaba el pantalón por sus muslos, un glande grueso y algo
oscuro rezumaba un líquido transparente, delatando que sí estaba excitado,
que ella provocaba esas reacciones, que era sensual, hermosa y que un
hombre podía desearla en verdad.
Lo introdujo en su boca, el gruñido que él dejó escapar de su garganta la
hizo sentirse poderosa; deslizó su lengua por debajo, mientras que iba
entrando cada vez más profundo; y con una cadencia dolorosamente lenta,
repitió la operación, solo que esta vez, levantó los ojos para verlo,
encontrando que Tank estaba embobado, observándola engullir toda su
erección.
―No puedo creer que no sepas que eres malditamente sensual
―susurró roncamente―. Acuéstate ―pidió.
Ella hizo lo que le pedía, apreciando cómo se sacaba el resto de la ropa
y destapaba un preservativo. Pero Ana no quería estar debajo, así que
cuando Nathan se colocó sobre su cuerpo, besando sus labios con evidente
deseo, restregando su verga entre los labios de su vagina sin introducirse en
su interior, ella lo hizo girar.
Las manos de él se aferraron a sus nalgas, continuó prendado de sus
labios, que empezaban a sentirse inflamados de tantos besos; más se sentía
en la gloria y no le importaba que el resto de su cuerpo terminara igual.
Cuando quiso enderezarse para tomar un poco de aire él aprovechó de
secuestrar uno de sus pezones, acariciándolo con la lengua, haciéndola
jadear y gemir; en especial cuando una de sus manos se coló más allá de sus
nalgas y acarició sus labios internos que estaban humedecidos de tanto
placer.
Ana y Nathan fueron despacio, él la descubrió con lentitud,
regodeándose en esos puntos que sacaban música de la mujer. Pero para
ella, el punto que hizo explotar su cabeza fue cuando Tank se llevó los
dedos llenos de su humedad a la boca y saboreó sus fluidos con tantas ganas
que incluso sintió un poco de vergüenza.
―Deliciosa ―aseguró―, déjame probarte.
Y como si no pesara nada, la alzó hasta colocarla sobre su boca. Ana se
aferró de la cabecera de la cama para no perderse a sí misma cuando la
lengua caliente separó sus labios verticales, acariciando de arriba abajo sin
clemencia, penetrando su interior con fruición, llegando incluso un poco
más allá, tocando esa piel levemente rugosa y muy sensible que daba hacia
sus nalgas, solo para subir de nuevo, hasta encontrar el botón de carne que
empezaba a brotarse casi impúdico, esperando su dosis de atención.
Los labios de Tank se cerraron alrededor de él, succionó un par de veces
y Ana sintió cómo la inundaba el orgasmo, oleadas y oleadas de placer
intenso, que se incrementaban por la lengua maldita de ese hermoso hombre
que al sentir sus jugos brotar, al escuchar sus gemidos y jadeos, no cejó en
continuar castigándola con su lengua.
Cuando empezaba a dispersarse la bruma orgásmica, él la tomó por
sorpresa y la trasladó sobre su pelvis, introduciendo su verga dura hasta el
fondo de una sola estocada. Gimió escandalosamente, sintiéndose llena y
plena, alargando el orgasmo casi a un límite enloquecedor. Sus
movimientos lentos, rozando suave y preciso las paredes inflamadas de su
sexo con su pene, las manos atrevidas, aferrándose a su pecho izquierdo,
mientras que la otra la obligaba a bajar hasta su boca, donde la atrapó en un
beso húmedo que sabía a ella, a plenitud y a placer.
Estaba por perder el control, la forma en que él se movía, con deliberada
lentitud, saliendo casi por completo para entrar una vez más hasta el fondo,
arrastrándola de nuevo a ese glorioso mar que era el orgasmo. Solo que iba
demasiado lento, y aunque le gustara, no quería eso, necesitaba sentirlo
fuera de control, perdido por ella, a merced de sus movimientos; así que
empezó a cabalgarlo con más celeridad, rompiendo el beso, afianzándose
sobre los duros pectorales para tener soporte. Arriba abajo, arriba abajo,
regodeándose en los jadeos que brotaban de aquel hombre, que era música
para sus oídos, alimentando la confianza, ayudándola a reencontrarse
consigo misma.
―Si sigues así ―advirtió en un gruñido― voy a llegar, Ana.
La mujer le sonrió con perversa sensualidad y aumentó la rapidez e
intensidad de sus movimientos; le parecía una amazona salvaje, con el
cabello revuelto, los labios hinchados, los pechos al aire. La tomó por las
caderas y se acomodó a su compás desaforado, apretándola cada vez más
contra su pelvis, sintiendo el cosquilleo arremolinándose en sus testículos,
corriendo indetenible por toda su polla, que explotó sin contemplaciones,
mientras él gruñía y procuraba agotar toda su fuerza, entrando una última
vez, y otra, y otra, hasta que no quedó nada más que dar.
Ana lo observó sonriente, él le correspondió.
―Gracias ―susurró ella, Tank apreció el brillo de sus ojos, uno que no
estaba cuando había entrado en ese cuarto una hora atrás.
―No agradezcas ―le aseguró con un deje bajo y ronco―, aún no he
acabado contigo… créeme…
15 | Todo lo bueno se quiere repetir

Por una reunión de padres en la escuela, todas las amigas se encontraron


en el mismo lugar. Estar en una escuela prestigiosa convertía dichas
actividades en ―casi― un evento social. Solo faltaba que sirvieran cocteles
con licor para que pareciera una fiesta.
Todas estaban un poco confundidas por la actitud de Ana, parecía que se
había sacado un enorme peso de encima; aunque su mirada continuaba
siendo turbulenta, al menos la expresión enferma de su rostro se esfumó
como por arte de magia.
Soledad había intentado sonsacarle el motivo de su aparente estado Zen:
―Solo caí en cuenta de que soy una mujer hermosa y sensual
―respondió ella con calma―. Es él quien está fallando, no yo.
―¿Y ya sabes qué vas a hacer? ―preguntó Lydia a media voz, para que
las restantes madres de la escuela no las escucharan.
―No todavía, pero cada día estoy más cerca de decidirlo ―contestó
con seguridad.

۞۞۞۞۞۞۞
El jueves en la noche se encontraron en el Bon Appétit. Esa vez,
algunas compartieron automóvil, Ana le pidió a Lydia que la llevara;
Soledad fue con Julia y Prisilla con las que había pasado la tarde de
compras.
La primera ronda de tragos estuvo silenciosa, cada una cavilando sus
propias cosas. Soledad se preguntaba qué sucedía con Ana, se preocupaba
profundamente por su amiga y le intrigaba lo que le deparaba el porvenir.
Ella había sido criada en una cultura en la que el matrimonio y la
familia se trataba de una forma diferente. Tanto Esteban como Sol no
habían nacido en los Estados Unidos, él había salido de las grandes ligas de
su país, República Dominicana, siendo muy joven; ella había sido modelo
en su tierna juventud, comenzó su carrera en México y por suerte una
cadena de televisión la contrató y se la llevo a los Estados Unidos para ser
modelo de una lotería. A los veintidós Esteban fue fichado, la conoció en un
evento en Miami al que había asistido en calidad de anfitriona, porque
Soledad estaba luchando para hacerse un nombre en el mundo de la moda
con apenas veintiuno, no quería ser solo la chica de la lotería que señalaba
la pantalla cada vez que aparecía un número.
El romance fue apasionado y bastante corto, Esteban le aseguró que él
quería que sus hijos nacieran dentro del seno de una familia latina, que
comprendía los valores de la lealtad y la unión; que trasmitiera a sus niños
lo que eran las raíces y el orgullo de ser latinos. Le pareció apasionado y
sincero, le creyó a pie juntillas y antes de darse cuenta estaba casada
esperando a sus bebés.
Debido al escándalo del romance de Esteban y luego la lesión en su
brazo, su carrera de pelotero terminó antes de lo esperado; Soledad, por su
puesto, había pasado al mundo de la moda aunque no como modelo, ser
esposa y madre absorbía todo su tiempo, pero tras la terapia de pareja para
evitar un divorcio, lágrimas y reproches contra su marido, se dedicó a
diseñar joyería, yéndole moderadamente bien.
Un segundo trago apareció frente a la mesa, servido por Angel, era un
camarero conocido por todas, por su hermoso rostro inocente y su
‘prontuario’ sexual, que era bastante extenso, según los rumores.
Mientras parecía que el licor empezaba a hacer efectos positivos,
distensionando a las mujeres a su alrededor, ella se quedó cavilando.
Ella logró hacer que su familia en pleno se trasladase a Norteamérica,
de hecho, sus hermanas estaban casadas también, hombres buenos, uno de
ellos un gringo que la trataba como una reina y demostraba una devoción
casi envidiable. Su hermano estaba estudiando en Canadá, sus padres vivían
en Texas, los visitaba bastante seguido, se apoyaba en su mamá cuando
sentía que las cosas no iban bien, ella le repetía que la familia era lo más
importante, que no había que molestarse porque su marido tuviese una vieja
escondida, que pasaba de vez en cuando, porque eran hombres y muchas
veces no podían aguantarse.
―Pero tú eres la esposa ―le explicó, mientras acariciaba su cabello
aquella tarde aciaga en que le contó lo que pasaba entre ellos y que pensaba
divorciarse―, no importa quién o quiénes vengan a intentar quitártelo, él
siempre preferirá a su señora, porque es su seguridad, Sole. Les diste a sus
hijos, le diste un hogar, y Esteban sabe que no hay mejor mujer para ser su
esposa y madre de sus hijos… ―Se levantó a servirle una taza de café―.
La de veces que tu papá me montó los cuernos… chale… más de una vez
quise ponerlo de patitas en la calle, pero ustedes estaban primero, los
chamacos siempre están primero…
Y era verdad, eso era normal, los hombres siempre estaban insatisfechos
en ese sentido, entonces ¿por qué mejor no hacer de la vista gorda? Todo
por el bien de su familia, pero no pudo. Cuando estalló y le dijo a Esteban
que no iba a tolerarlo, que quería el divorcio y que se fuera con la vieja esa.
Sin embargo, no sucedió, Esteban reconoció su error y desde entonces
su matrimonio fue para mejor; a Soledad le costó volver a confiar en él, de
hecho siempre estaba la duda, carcomiendo como una termita, pero estaban
allí, juntos y felices, viendo crecer a sus dos hijos, tratando de convencerla
para tener uno más.
Soledad jamás lo admitiría en voz alta, pero se preguntaba qué habría
pasado de haber sido al revés, si ella hubiese sido la infiel y Esteban el
agraviado ¿habrían tenido la misma condescendencia que tuvieron con él?
Sabía que no, y esa sensación de injusticia le bajaba por la garganta
como bilis amarga.

۞۞۞۞۞۞۞
A diferencia de otros jueves, el ambiente no terminaba de encenderse.
Carmen suspiró, siempre que una mujer de algún círculo de amigas estaba
en los trances de Ana, empezaban a plantearse las verdades fundamentales
de sus propios matrimonios.
Lydia tenía una mirada pensativa, ella sabía que su matrimonio era lo
más normal de lo normal. Un helado de vainilla, un vaso de agua en medio
de una barbacoa, sin sabor, sin color, sin vida.
La compadecía, de hecho a todas, cada una vivía su propio círculo del
infierno.
―¿Alguna de ustedes ha cumplido su fantasía sexual preferida?
―preguntó con picardía― ¿O alguna fantasía sexual?
Todas la miraron con cara de espanto, no era le pregunta en sí, porque
habían hablado de sexo en más de una ocasión, sino porque Carmen no
moduló su voz.
Julia sonrió con perversa satisfacción, en ese instante, por pura
casualidad pasó por su lado Rock, que iba rumbo a una mesa con una
bandeja llena de platos.
―Pues yo sí la cumplí ―suspiró con regocijo―, fue jodidamente
candente.
Prisilla se debatió entre contar su encuentro con Nathan o no, aún no
estaba segura de la reacción de Soledad y Lydia si se confesaba y Julia
podía ser realmente escandalosa si se lo proponía.
―Yo creí que sí ―respondió Ana―, fue con mi esposo durante la
universidad, nos colamos en un cine y lo hicimos en la oscuridad.
―¿Y después de casados? ―inquirió Carmen. La mujer negó.
―Siempre pensé que el sexo era bueno ―aseguró con un toque de
amargura, se encogió de hombros―, para mí lo era, siempre tuvimos este
‘espacio’ de pareja para escabullirnos en medio de una fiesta y hacerlo al
borde de cualquier sombra, arriesgándonos a que nos descubrieran.
―Definitivamente los hombres son una mierda ―bufó Julia, negando
con vehemencia.
―Yo cumplí una ―explicó Pris sin evidenciar nada más―. Ahora me
pregunto qué podría querer, no es como que Anders y yo no hubiésemos
tenido una vida de pareja divertida y emocionante.
Todas miraron a Lydia y Soledad. La última fue la que habló primero:
―Nunca me lo he planteado, lo cierto es que no me puedo quejar de
Esteban ―contó con serenidad―. Aunque el sexo es importante en una
relación, creo que va bien entre nosotros, no seremos arriesgados o muy
creativos, pero nos aplicamos ―soltó una risita que tuvo eco en todas las
demás.
―Cole es… ―Lydia se detuvo de hablar―, no sé… supongo que es un
hombre con una libido normal. No es como que solo hagamos el misionero,
pero nunca ha propuesto nada y yo tampoco lo encontré necesario.
Se miraron con aprehensión.
―Al paso que vamos no seremos un Aquelarre de brujas sino un pinche
club de esposas frustradas ― comentó Julia con sorna.
―¡Yo no¡ ―exclamó Carmen con una carcajada― ¡Camarero! ―llamó
a Angel que se acercó sonriente.
―Sí, madame ―asintió solícito.
―Quiero la carta del menú nuevo ―pidió con un guiño. Angel abrió los
ojos entusiasmado y se inclinó un poco para hablar con algo más de
discreción.
―Puede bajar la aplicación y solicitarlo directamente allí, madame
―explicó con una voz suave y sensual―. Aquí tiene la tarjeta. ―Sacó del
bolsillo de su pantalón una cartulina como las anteriores, donde solo había
un nombre―. Solo debe buscarlo en la tienda en línea de su teléfono y listo.
Todas habían escuchado con atención, Angel lo notó y con un además
cortés le tendió una cada a una. No les tomó más que un minuto descargar
la aplicación y hacerse con un usuario y contraseña. El ambiente de la
misma no daba a entender nada fuera de lo común, servía para pedir postres
en servicios de catering para eventos. Soltó una risita al reconocer ciertos
eufemismos, quien quiera que la hubiese diseñado fue muy creativo en el
proceso.
Carmen encontró uno que le llamó la atención, se estremeció un poco
ante la imagen que le asaltó. Seleccionó la opción de un “atado de chocolate
blanco” y cuando pasó a la siguiente ventana, aparecieron tres fotos de
distintos camareros, bajo el título ‘el personal de servicio de su elección’.
Estaba admirada, nada parecía vulgar, no había algún indicio de que
estuviese contratando un servicio de sexo. Solo estaban tres hombres, uno
era el mesero que las estaba atendiendo; lo miró de arriba abajo en un claro
examen, era muy joven, ese podría ser el novio de su hija, y con esa sola
idea tan caliente, lo seleccionó.
Apareció el importe de su próximo encuentro, aceptó el precio y pagó
sin que le temblara el pulso; un último mensaje apareció, donde avisaban
que en las próximas veinticuatro horas esperaban la dirección de la entrega
del catering.
De reojo vio que las demás estaban mirando con interés y entusiasmo
sus celulares, se rió. Así como pasaba con los divorcios o posibles
divorcios, sucedía con cualquier cosa; en un grupo como el de ellas, la
reverberación era inevitable.
Y como a ella le había ido tan bien, definitivamente quería repetir.

۞۞۞۞۞۞۞
El viernes en la mañana Héctor le avisó a su esposa que su familia iría a
pasar el fin de semana y llegarían después del almuerzo. Eso le cayó como
un balde de agua fría, su suegra y cuñadas podían ser un barro en la nariz o
una hemorroide brotada; llegaban con su acostumbrado porte señorial a
insinuar que ella era una rubia tonta que no podía llevar una casa.
Así que, previendo el infierno en el que se sumiría durante esos tres
días, salió al centro de la ciudad para organizarlo todo, y a pesar de que lo
logró en tiempo record y todo discurrió de maravilla, parecía que las
mujeres del clan Rodríguez tenían un pedazo de mierda debajo de la nariz.
Claro que Julia entendía hasta cierto punto su mal humor, su suegra era
la matrona, Héctor era hijo único, con un montón de hermanas, cada una
más fea que la anterior ―y no se refería al físico, porque dos de ellas hasta
bonitas eran―, y sus esposos siempre la elogiaban, tal vez, con demasiada
deferencia.
―Tu güera si es bonita, cuñado ―soltó Francisco, el esposo de la
mayor de las hermanas, en un español con fuerte acento mexicano―.
Siempre huele rico y se pone esos vestiditos todos ceñidos… ¡Te sacaste la
lotería, cuñado!
Héctor sonrió y sostuvo a Julia de la cintura con fuerza, era el único
momento que se mostraba celoso o posesivo.
Las reuniones latinas siempre le gustaron a ella, estaban llenas de sabor,
música y alcohol. Su suegra podía ser un poco amable cuando se le pasaban
un poco los tragos, así que procuró que una de las mujeres del servicio
estuviera atenta a las necesidades de la vieja a ver si así no era tan pesada.
El viernes cenaron en el salón, pero el sábado llegó el servicio de fiestas
a entregar sillas y mesas porque no iban a poder comer todos juntos cuando
llegaran el resto de los sobrinos.
En efecto, aparecieron más de una docena de sobrinos de su esposo
―las mujeres Rodríguez tenían en promedio cinco o seis hijos cada una―,
también había hijos de algunas primas de la familia y amigos. La piscina se
llenó de cuerpos juveniles y bien formados, Julia se sorprendió al percatarse
de que algunos de esos eran apenas adolescentes que cuando mucho
alcanzaban los dieciséis. Entre la marea de cabezas descubrió a los hijos de
Héctor, los saludó con una sonrisa, ellos se llevaban con cordialidad, y justo
a su lado estaba un morenazo alto y guapo, tremendamente parecido a su
esposo.
Él la observó y le sonrió, ella le devolvió la sonrisa, estrujándose el
cerebro para acordarse de quién era hijo y cuál era su nombre.
Las horas pasaron, y tras tomar el sol con su bikini de color azul oscuro,
escuchar los elogios de sus concuñados por tener una esposa tan bonita,
Julia se retiró a la cocina a supervisar que todo estuviera en su punto para el
almuerzo que estaban tomando bastante tarde.
Las hermanas de su marido la miraron de reojo y con creciente envidia,
ella solo se había colocado un pareo alrededor de las caderas porque iba
derechito al cuarto a ducharse y a arreglarse. Cuando se empinó para tomar
un vaso de la parte alta de la alacena, un cuerpo musculoso la cubrió por la
espalda y sintió un claro bulto contra sus nalgas.
―Permíteme, tía –dijo una voz gruesa y cariñosa. Ella se apartó con
suavidad del contacto, sintiendo cómo la temperatura de su cuerpo se
elevaba hasta la estratosfera y asintió con un ademán.
―Gracias ―respondió con más firmeza de la que pensaba que podría
tener y aceptó el vaso. Se dirigió a la nevera por la jarra de agua fría y
mientras se servía, el cuerpo de su sobrino la atrapó dentro del frío del
aparato.
―Me regalas un poco, tía ―pidió con dulzura, pero cuando Julia se
giró para servirle, la forma en que aquel joven la estaba mirando, no
compaginaba con el timbre de su voz.
Parecía que nadie se percataba de lo que estaba pasando, en cierto
modo, el chico mantenía la distancia suficiente para no verse sospechoso.
Bebió el agua sin detenerse, era más alto que ella y el doble de grande, vio
su manzana de adán subir y bajar rítmicamente mientras el líquido frío
bajaba por su garganta, hilillos corrieron por ambos lados de su boca,
cayendo lentamente por su piel tostada y caliente por el sol.
Soltó una sonora expresión de refrescamiento, luego bajó la vista y con
la sonrisa más seductora que alguien le hubiese dedicado jamás, le dijo:
―Deliciosa, tía. ―La miró de arriba abajo con expresión lobuna―.
Aunque no tanto como tú.
Se dio media vuelta y se alejó de la puerta, liberándola de su presencia.
«¡Mierda!» pensó Julia en un grito que tronó en sus sienes. A pesar de
estar casi metida dentro de la nevera, sentía el cuerpo a punto de ebullición.
Ese sobrino de Héctor era un peligro, se lo recordaba en su época de
amoríos, suspiró, bebió más agua y cerró la puerta del refrigerador. Y
mientras subió las escaleras rumbo a su cuarto, pensó que lo más caliente de
todo era la forma en que la llamaba tía.
16 | ¿Cordel o seda?

Carmen decidió que lo mejor para ella sería que su siguiente experiencia
fuese es su casa. Brenda, su hija de dieciocho años iba a pasar el fin de
semana en una playa de Los Ángeles, en la casa que Barry, su padre, tenía
con su esposo en Malibú. Por otro lado, era el turno de Dustin de tener a su
hijo, así que como era rutina, el viernes pasaría un poco antes a la escuela
por Brandon y lo devolvería el domingo en la noche.
Tenía su casa para ella sola, desde el viernes en la mañana hasta el
domingo por la noche, por lo tanto, podría recibir a su acompañante el
sábado en la tarde sin ningún inconveniente.
Así que el viernes en la mañana notificó en la aplicación la dirección y
la hora. Como la vez anterior, pagó por dos horas de compañía y luego salió
a acicalarse un poco para la ocasión.
Estaba excitada ante la idea de practicar el bondage con un hombre que
sí funcionaba. Esa había sido una de las tantas prácticas que intentó con
Dustin antes de darse por vencida y divorciarse de él.
Había sido divertido, atarlo o que la atara; pero en esencia, después de
que tuviera sus orgasmos, a Dustin no se le paraba como para metérselo en
pleno éxtasis de placer; y aunque a veces tomaba Viagra, después de una
hora dándose caña, él no se corría y ella dejaba de sentir por exceso de
frotación. No era frustrante, lo siguiente.
También la excitaba la idea de tener a un jovencito viril entre las
piernas. No es que no hubiese estado con hombres menores que ella, sí
había pasado, pero no con una diferencia abismal como la que tenía con el
tal Angel.
La puerta del frente sonó con un toque suave y gentil, Carmen había
optado por andar en ropa de interior y una bata de seda anudada encima; iba
a ir directo al grano, incluso se rió de la idea de que tal vez el joven tendría
que pagarle a ella porque iba a darle una clase magistral de cómo complacer
a una mujer.
En el umbral estaba el chico, con el cabello peinado de forma elegante,
ataviado con un pantalón de mezclilla azul plomo, camisa negra de botones
al frente y una chaqueta informal a la medida de color azul cobalto que
estaba desabotonada. En su mano derecha sostenía un bolso de cuero
mediano. Si no supiera que había ido para follarsela, hubiese pensado que
era algún vendedor.
―Buenas tardes, madame ―saludó con una sonrisa de actor de cine.
Carmen se percató que era alto, sus labios carnosos y definidos tenían un
tono de frambuesa claro natural, que se le hizo apetitoso. Lo que más le
gustó fueron sus ojos, de un tono de miel agradable, que le generaba calor.
―Hola, pasa adelante ―pidió con cortesía. Cerró la puerta sintiéndose
más nerviosa de lo que esperaba.
Al tenerlo en frente se percató que de verdad ese chico bien podría ser
el novio de Brenda, cuando mucho alcanzaba la mayoría de edad, y a pesar
de haberse vestido bastante formal, no se le quitaba esa carita de ángel que
tenía.
Corey observó todo con disimulo, el lugar era espacioso y estaba
silencioso. Sonrió al ver a la mujer frente a él, se notaba nerviosa y un
ligero temblor en sus manos delataba su estado de ánimo. Le gustaban las
mujeres mayores, sentía un morbo particular por ellas, porque a diferencia
de sus contemporáneas eran más propensas a experimentar con sus cuerpos
por gusto propio que por complacencia de otros. Además, que solían ser
más egoístas con su placer, habían pasado ese umbral de falsa modestia, en
el que no importaba si alcanzaban un orgasmo mientras su hombre
estuviese satisfecho, por eso solían desinhibirse con él.
Eso sin contar que eran excelentes maestras, fue la madre de su amigo
Frankie quien le enseñó a los quince años cómo se comía un coño.
Angel apoyó la idea del menú de dos tiempos porque quería ayudar a
Jane con el Bon Appétit; también lo hizo porque conocía a Joe y sabía que
él podría administrar un negocio de categoría y él mismo podría subir de
nivel. Cada vez que recordaba el encuentro con el chef Miller en el
restaurante la primera vez, le daba risa. ¿Quién iba a decir que terminarían
trabajando en el mismo lugar? Joe era algo así como el mentor de Corey,
cuando lo conoció cinco años antes, mientras atendía a su primera clienta
como acompañante independiente.
Nadie más lo sabía, solo ellos dos; desde entonces, cuando Jane lo salvó
del marido de una de sus clientas en el hotel donde trabajaba como chef, le
ofreció trabajo, pensando que era un chico extraviado que necesitaba el
dinero con desesperación y fue tan amable, que tras comprender ―casi en
fracción de segundos―, que era mejor cubrirse con un trabajo normal, le
dijo que sí.
Jane creía que Corey tenía un problema sexual, era un adicto al sexo y
casi tenía razón. Sentía que no podía estar sin coger por más de dos días,
pero las clientas no lo llamaban a diario y tampoco tenía tantas. El menú era
una solución a eso, conseguía mujeres hermosas, se protegía, subía de nivel
y podía continuar con su vida como si nada, porque el servicio estaba
quedando tan bien, que ya empezaban a recibir solicitudes diarias. Así que
cuando no tenía una clienta en puertas, se daba un revolcón con Lady B.
Antes de ir a su cita, Joe le recordó que no debía ingerir una gota de
alcohol, como si él fuese un novato en ese aspecto. Angel ya había jugado
juegos de bondage, fue el conejillo de indias de una profesora de su escuela
el último año que estuvo allí ―sí, antes de graduarse había pasado por la
cama de varias profesoras, la subdirectora y la mitad de sus compañeras de
clases―. Y aunque Joe no dudaba de ello, puesto que a los diecisiete
comenzó en el negocio, siempre era bueno confirmar que sabía aplicar bien
la práctica.
―Creo que es hora de empezar, madame ―sugirió con voz seductora y
grave. Estiró su mano indicándole que le guiara al cuarto donde iban a
divertirse, Carmen asintió con un ligero rubor en sus mejillas y pasó delante
de él, subiendo las escaleras.
Admiró la vista, Carmen era una hermosa mujer madura que se
conservaba muy, pero que muy bien. Su piel olía a flores, seguro se debía a
alguna crema humectante.
Entraron a la habitación, todo estaba impoluto, nada mal puesto, ni
ubicado.
―¿Deseas algo de beber? ―preguntó ella con bastante confianza―.
Tengo whiskey y vodka. ―Señaló con el dedo en dirección a la cómoda,
donde descansaba una bandeja con una hielera, dos vasos y las botellas de
vidrio que dejaban ver su contenido. Uno ambar y el otro transparente.
―No, gracias ―respondió con el mismo tono suave y grave que venía
usando―. Nada de alcohol para mí.
―Pues yo necesito uno ―exclamó Carmen con una risita. Se alejó
hasta el mueble y tomó los cubos de hielo con la mano―. Te ves muy
joven, ¿qué edad tienes?
―¿Qué edad quieres que tenga? ―le preguntó Angel a su vez. Ella se
carcajeó.
―Podrías ser el novio de mi hija ―explicó con algo de vergüenza.
―Puedo serlo, si eso quieres ―respondió él guiñándole un ojo.
Carmen resopló un poco, era agradable y desesperante la confianza que
destilaba aquel crío. Angel se sacó la chaqueta y la dobló sobre sí misma a
lo largo, descansándola luego sobre el espaldar del pequeño sofá que ella
usaba para leer. Con meticulosidad se sacó la camisa negra, primero
desabotonando las mangas, haciendo la misma operación que con la
chaqueta, dejándola sobre esta.
No solo era alto y atractivo, Carmen descubrió con turbación que su
cuerpo era el de un hombre bien formado. Torso amplio, pectorales
definidos, músculos abdominales marcados uno debajo del otro, que
culminaban en un camino en ve que se perdía entre el pantalón.
Recreándose en su piel tersa, en la blancura del tono, no se percató de que
se había sacado los zapatos, los calcetines y soltado el botón del pantalón.
Cuando se sacó la correa la dobló sobre sí misma y la templó con
fuerza, haciendo que el sonido restallara como un látigo. Carmen dio un
brinquito por la sorpresa, terminó riéndose con nerviosismo.
Angel sabía que el preámbulo era importante, la expectación era el
cincuenta porciento de la excitación en ese tipo de prácticas. Abrió la
maleta que llevaba y sacó una serie de implementos, que fue colocando de
forma ordenada sobre la esquina contraria de la cómoda: un rodete de
cuerda, un carrete de cinta de seda de color rojo intenso, una tijera con
puntas romas, cinta adhesiva de color gris, un antifaz de cuero, una mordaza
con una bola de goma, un juego de esposas de cuero y por último, un
paquete de condones de tres unidades.
Vio de reojo la reacción de su clienta, ella no quitaba los ojos de la
mesa, observaba con cautela e interés.
―La tijera es en caso de que deba soltarte con rapidez, tengo que cortar
―explicó él.
―¿Por qué querría eso? ―preguntó Carmen frunciendo el ceño.
―Por si te entran los nervios ―contestó Angel con suavidad―. Quiero
que te sientas segura.
La mujer asintió con lentitud, se concentró de nuevo en todo lo demás.
Él se adelantó:
―No sé si sea tu primera vez con el bondage. ―Tomó la mordaza y la
levantó―. Así que quise ser precavido, algunas personas se restringen
mucho más, los ojos, la boca ―dijo mirando directo a los labios de ella,
como si quisiera devorarlos. Ella se estremeció bajo su escrutinio y él
sonrió con malicia, porque hizo justo lo que esperaba―. Todo se trata de
sentir, de abandonarte, de darme el control sobre tu cuerpo.
Carmen elevó las cejas con un gesto de sorpresa, sentía su cuerpo
encendiéndose lentamente, arrullada por el tono de voz de aquel muchacho
que sabía usar sus armas de seducción a la perfección. También hablaba con
una seguridad que la estremecía, podía sentir que cada poro de su piel se
despertaba ante la idea de sentir cada cosa que él insinuaba. Carraspeó y se
tomó el contenido de su vaso.
―Comprendo ―balbuceó dándose vuelta y sirviéndose otro, se bebió la
mitad del whiskey en un solo trago, esperando que la abrasión en la
garganta la despertara del influjo del chico.
―¿Tienes algún juguete sexual? ―inquirió Corey poniendo de vuelta la
mordaza en su sitio.
―¿Disculpa? ―espetó ella en un tono un poco agudo.
―Sí, algún vibrador o consolador ―insistió él―, para poder
estimularte mientras estás atada ―explicó con su voz sensual. La miraba
directamente, percatándose de cómo se iban endureciendo sus pezones
debajo de la delicada tela de la bata―. Usaré mis dedos, mi boca y
cualquier parte de mi cuerpo ―sonrió ante el temblor que experimentó el
cuerpo de la mujer―, también usaré mi pene, pero solo al final, en el
proceso, te haré enloquecer de gusto.
La mujer abrió la boca un par de veces, luego sacudió la cabeza como si
volviera a despertar, sonrió y se volvió hacia su armario, regresó de
inmediato con un pequeño baúl de madera clara, con tallados de rosas y lo
dejó entre los implementos de él y la bandeja. Angel se acercó a revisar,
dentro había un consolador de goma, un vibrador para el clítoris, uno
múltiple y un plug anal.
Sonrió con malicia, esa dama estaba armada hasta los dientes. Optó por
sacar el consolador de goma y el plug anal. Carmen sintió que su garganta
se cerraba ante la selección, nunca había usado el plug, incluso seguía en su
empaque sin abrir.
―Bueno, madame ―llamó Angel con suavidad para que ella lo viera,
se irguió con toda su estatura y enderezó los hombros para verse más
imponente. Sonrió con malicia, un leve estiramiento de su comisura
izquierda que hacía que sus labios se vieran más carnosos. Carmen tenía en
la mano lo que le quedaba de su bebida, tomó un sorbo, mirándolo con
expectación―. Quiero que te abandones a mí, quiero que te olvides de todo
y solo te concentres en lo que vas a sentir ―el sonido grave y bajo con el
que hablaba parecía conectar con su núcleo―. No te haré daño, no te
dolerá, no existirá nada más que tú, yo y tu grandioso cuerpo. ―Dio un par
de pasos hacia ella recortando las distancias entre ambos, Carmen tuvo que
levantar la vista para poder mirarlo a los ojos ―. Yo seré tu dominante esta
tarde, y tú mi sumisa… pero recuerda, tú tienes el control y yo soy tu
esclavo.
Angel retiró el vaso de sus manos y se bebió lo que quedaba del trago
aguado. Dejó el vaso en la bandeja, aspiró el perfume a flores, sonriendo al
sentir cómo invadía sus fosas nasales. Con manos firmes desanudó la bata,
exponiendo su cuerpo desnudo, flanqueado por la tela suave a cada costado.
Carmen tenía pechos sugerentes, un poco caídos por la edad, pero se
veían firmes todavía. Sus montículos estaban coronados con pezones
oscuros y duros que resaltaban sobre su tono de piel. El abdomen tenía una
ligera pancita, se notaba suave y agradable, la cintura pequeña, los muslos
anchos y carnosos, la uve depilada que dejaba adivinar sus labios exteriores
algo gruesos.
La mujer respiraba con dificultad cuando él se alejó hasta el extremo de
la cómoda y tomó el rollo de cinta y la cuerda. Regresó frente a ella con una
en cada mano y le sonrió con malicia.
―Ahora solo tienes que decidir ―pidió en voz baja y grave. Pasó
primero parte de la cuerda por el pezón derecho, acariciándolo con la
dureza del tejido natural. Carmen se estremeció―. Cordel ―gruñó al darse
cuenta que ella intentó contener un gemido. Repitió la operación con la
cinta de seda sobre el otro pezón―. O seda ¿qué prefieres?
Carmen intentó responder pero no le salió la voz, la textura de la cuerda
le daba una sensación de rudeza que le agradaba pero al mismo tiempo
sentía miedo de hacerse daño y no poder explicarle a sus hijos el porqué. La
seda había sido tan suave y provocativa que se imaginó en un instante el
roce de la tela sobre su cuerpo, haciendo que la excitación que sentía
palpitara en su sexo, contrayéndose rítmicamente con un hambre que no
había sentido jamás.
―¿Ambas? ―preguntó en un susurro, esperando poder combinar
ambas sensaciones.
Corey amplió su sonrisa, sabía que eso podía pasar, así que iba
preparado. Previamente había cortado las cuerdas, calculando trozos de
unos cuatro metros para todo el proceso.
―¿Quieres mordaza? ―indagó Angel―, ¿cinta adhesiva para la boca?
―Carmen se mordió el labio inferior pensando en eso.
―Nunca lo he hecho antes ―respondió―, lo de la mordaza, quiero
decir.
Angel asintió y guardó esos implementos en la bolsa, sacó el resto de
cuerdas y cintas y las puso en la mesa. Carmen entornó los ojos, pensó que
con todo eso quería atarla y colgarla del techo o convertirla en una especie
de momia roja.
―Y la vista ―mencionó―, ¿la restringimos o no?
La mujer vio el antifaz, por suerte no era una máscara completa, pero en
realidad quería ver lo que él iba a hacerle. Negó con la cabeza. El chico
sonrió.
Fue desenrollando la cinta lentamente, dejando que ella viera cómo caía
lánguida entre sus manos hasta el suelo. Carmen se estremeció, su cuerpo
fue recorrido por una corriente de electricidad que erizó sus poros de placer
doloroso. Angel se pasó la cinta por el cuello, dejando que descansara sobre
sus hombros, se aproximó a su cuerpo como un gato al acecho, con lentitud
comedida, haciendo que su respiración se acelerara.
Las manos grandes del hombre se posaron sobre sus hombros, tomando
el borde de la bata de seda, la corrió con delicadeza, deslizándola por lo
brazos, acariciándola de forma tan etérea que no pudo contener un
estremecimiento. La prenda quedó hecha un ovillo a sus pies, mientras
Angel posaba sus manos en los senos y los acariciaba con sutileza, como si
midiera su peso. Le sonrió con los ojos cargados de lujuria, pasándose la
lengua, igual de rosada que sus labios, por el borde de la boca, como si se le
estuviese haciendo agua.
Ella suspiró, empezando a rendirse ante ese niño que bien podría ser su
hijo o sobrino. Sabía que estaba lleno de vigor y la creciente excitación se
tornó en una bestia hambrienta y voraz. Angel tomó con ambas manos la
cinta y frente a ella, hizo dos orejas ―una con cada mano― pasando el
restante de la cuerda por delante en una de las orejas y por detrás en la otra,
luego superpuso cada oreja y pasó la mitad de cada uno por el centro,
creando un lazo por el cual pasó las manos de ella, ciñendo la cinta ―de un
grueso de cinco centímetros― alrededor de cada muñeca y luego apretó.
Sus muñecas quedaron juntas, mirando una a la otra, firmemente atadas
con ese nudo de esposas que él había hecho con mucha habilidad. Quedaba
un restante de unos dos metros de cinta y Carmen se preguntó qué iba a
hacer con eso. Angel confirmó que no estaba haciéndole daño, le preguntó
si estaba muy fuerte y si debía aflojarlas. Ella negó.
―Por lo que entiendo, has practicado el bondage, antes ¿verdad?
―inquirió cerca de su oído, acariciando con su aliento el pabellón de su
oreja. Carmen hizo una inspiración profunda y asintió―. Bien, significa
que tal vez podamos ir un poco más lejos. ¿Te gusta la idea?
Su voz no respondía, sentía que no iba a ser firme y no quería parecer
gelatina derretida en las manos de ese chico. Se limitó a asentir.
Angel se alejó para buscar el cordel, era marrón claro y el tejido un
poco áspero. Desanudo el rodete, dejando caer los extremos de la cuerda al
suelo.
―Alza los brazos ―ordenó con firmeza, ella hizo caso de inmediato y
los elevó sobre su cabeza. Él quitó la cinta sobrante enrollándola con
habilidad, para luego pedirle que la sostuviera entre sus manos.
Él paso un extremo alrededor su cuello, Carmen se tensó y Angel
sonrió, pero se mantuvo en silencio; con sus manos diestras hizo un nudo a
la altura del torso, luego juntó los extremos sin tensarlos mucho y repitió la
operación entre sus senos, por último, anudó de nuevo unos treinta
centímetros más abajo, poniendo especial cuidado en que cada extremo de
la cuerda quedara de tal forma que pudiese pasar cada uno en ambos
costados.
Carmen sentía el tejido rozando su piel, picaba un poco pero la
sensación no era desagradable. Angel pasó a su espalda, hizo un nudo plano
y luego volvió adelante, rodeando sus pechos: primero abajo, luego arriba;
usando los espacios entre los nudos centrales como columna para tensar la
cuerda en su espalda y bajó sus axilas.
Cuando terminó se colocó frente a ella y pellizcó los pezones para que
se pusieran más erectos, sonrió ante la estampa.
―Te ves preciosa ―le aseguró con voz sensual. La hizo girar para que
se viera al espejo, él había construido un arnés de cuerda que aprisionaba un
poco sus pechos sin ser doloroso―. Ahora, vamos a la cama.
Él la ayudó a situarse en el centro de la cama, Carmen se sentía
expuesta así, y definitivamente estaba en un estado de sumisión completa.
Angel estiró los brazos por su cabeza, hasta que estos quedaron rectos y
descansando en la colcha. Hizo una vuelta de forajido para amarrarla a la
cabecera de la cama; se bajó despacio y observó su posición por un rato,
confirmando que estaba cómoda.
―Dime tu palabra de seguridad ―ordenó con firmeza, mientras se
alejaba a buscar más cinta.
―¿Palabra de seguridad? ―preguntó ella con desconfianza, él le dijo
que no iba a doler, se suponía que la palabra de seguridad era para el
sadomasoquismo.
―Sí ―asintió él, subiéndose a la cama, la obligó a abrir las piernas para
colocarse entre ellas, las yemas de sus dedos recorrieron los suaves y
húmedos pliegues de su vulva. Carmen jadeó, Angel sonrió con malicia―.
Por si necesitas parar de verdad, porque te están rozando las ataduras
―explicó a la vez que apretaba la carne hinchada que empezaba a brotar de
entre sus labios vaginales―. Por si debo detenerme porque no puedes
respirar por el arnés ―continuó. Sus dedos se colaron dentro de su sexo,
dos gruesos y largos apéndices que llegaron muy adentro y la hicieron
gemir con fuerza, obligándola a cerrar los ojos.
―Lámpara ―jadeó cuando él salió de su interior.
―Muy bien ―respondió Angel―. Ahora anudaremos tus piernas.
Pasó un trozo largo de cuerda por su muslo derecho, justo encima de la
rodilla; dio tres vueltas y tensó lo suficiente para que el mordisco de la fibra
se sintiera pero no rozara dolorosamente, anudó por encima del muslo,
levantó la pierna y pasó el restante de la cuerda sobre el espaldar de la
cama, tomando los extremos para estirarlo y mantener la pierna levantada.
Hizo un ballestrinque en la esquina de la cabecera, le ordeno a Carmen que
forcejeara un poco para comprobar que no cedía y que tampoco se haría
daño.
Angel repitió en la pierna izquierda, hizo los mismos pasos exactos,
dejando a Carmen completamente expuesta e indefensa. No podía moverse,
en cierto modo la posición le recordaba la silla ginecológica, solo que esta
vez sus piernas estaban suspendidas en vez de descansar en un apoyapiés.
Por un instante el chico salió de su campo de visión, removió la cabeza
para encontrarlo en la cómoda buscando más cosas. Aquello era excitante a
más no poder, no solo se sentía indefensa sino que además su cuerpo
palpitaba de deseo, él podría hacer con ella lo que quisiera y no podría
escapar, Carmen sería una muñeca, un títere entre las manos grandes y
masculinas de un chico casi veinte años menor que ella.
Corey apareció por un costado de la cama con más cinta de seda, besó
uno de los tobillos desnudos y acarició con suavidad la pantorrilla. La cinta
la envolvió en un nudo de presilla: luego de unir las dos orejas con los
extremos por el interior de su cuerpo, los unió, pasó por el tobillo y apretó.
Flexionó la rodilla lo más que pudo hasta pegarla al muslo; amablemente le
preguntó si dolía, pero Carmen negó; después de su respuesta, procedió a
envolver el muslo cerca de la ingle, tres o cuatro vueltas, para luego hacer
lo mismo en el tobillo y posteriormente, enrollarse alrededor de la cinta que
quedaba entre el muslo y el talón.
Al final, todo el proceso había sido tremendamente erótico, porque
durante cada nudo y cada amarre, Angel fue tocando su cuerpo con
suavidad, palpando, pellizcando, manteniéndola en vilo ante todo lo que le
hacía.
Carmen no daba crédito a lo que estaba haciendo, ella había esperado
una atadura de tobillos y muñecas a los cuatro costados de la cama, luego
sexo y más sexo hasta correrse; sin embargo descubrió que detrás de la
práctica había todo un arte, comprendió lo que él le quiso decir que se
abandonara a él y confiara.
―Madame ―llamó él al colocarse entre sus piernas. Depositó un beso
en su rodilla derecha, y Carmen pudo ver que se había quitado la ropa. En
las rodillas del chico percibió un par de cosas, entre ellos el plug anal; en
ese momento se estremeció, lo cierto era que nunca había jugado con esa
zona; pero sus pensamientos no llegaron demasiado lejos, un gemido
trémulo escapó de su garganta cuando el frío recorrió su clítoris sin piedad,
contrastando con el calor infernal que manaba de su cuerpo. Angel
desplazaba un cubito de hielo por toda esa zona, sonriéndole con malicia―.
¿Cuál es tu palabra de seguridad?
Aturdida no supo qué contestar, las terminaciones de sus neuronas se
desconectaron de cualquier proceso mental lógico o coherente. Gimió más
profundamente cuando lo que quedaba del hielo bajó por sus pliegues, hasta
caer junto en la entrada de su sexo, Angel sonreía, de una forma tan sensual
y pervertida que no ayudaba a que Carmen recordara lo que se suponía
debía responderle.
―¿Cuál es la palabra de seguridad? ―volvió a la carga ese demonio
con rostro de ángel, definitivamente el nombre o el apodo le sentaba de
maravilla. Esa vez el frío atravesó sus entrañas, derritiéndose dentro del
hervor de su interior. Un dedo juguetón empezó a moverse: dentro y fuera,
dentro y fuera, en un vaivén que la enloquecía.
―Lámpara ―contestó al fin, sin aliento y sin fuerza para decir algo
más.
―Muy bien ―elogió él con suavidad―. Solo déjate ir, siente y déjate
ir… eres mía, solo sumérgete en lo que sientes.
Sintió algo abultado que entraba en su sexo, era algo ancho pero no
demasiado. Angel comenzó a sacarlo y a meterlo, observando con
intensidad sus reacciones. Se inclinó sobre ella y deslizó la punta de su
lengua sobre el pezón más cercano; Carmen se retorció ante la frialdad,
había estado comiendo hielo antes de acercarse allí. Succionó con fuerza y
luego estiró el pezón lo más que pudo, manteniéndolo en el umbral del
placer. Luego pasó al otro e hizo lo mismo, mientras su mano seguía
moviendo el juguete dentro de su sexo.
Así como empezó se detuvo, Carmen entreabrió los ojos para ver que
iba a hacer, alcanzó a atisbar una verga dura y sonrosada que se elevaba
gloriosa sobre ella. Angel se había enderezado, y con una mano elevó lo
más que pudo su cuerpo, mientras que con la otra deslizó entre sus nalgas y
ano expuesto, la punta húmeda de un juguete.
Se tensó de inmediato y estuvo a punto de soltar la palabra de
seguridad, pero se contuvo porque él no lo metió dentro de su recto como
esperaba; por el contrario, solo describía círculos alrededor del anillo de su
ano y empujaba un poquito nada más, para volver de nuevo a hacer
círculos. Sin previo aviso lo metió de nuevo dentro de ella, una, dos, mil
veces ―ya no estaba segura―, y una vez más bajó hasta su culo, para
seguir con el juego.
Empezaba a gustarle, sin percatarse de que cada vez más iba cediendo
su esfínter. Angel iba a jugar su última baza, así que se inclinó sobre su
sexo y empujó el plug. Carmen jadeó con un pequeño dolor, tensándose por
un segundo; sin embargo, en ese momento él capturó el clítoris dentro de su
boca, succionando con fuerza y celeridad. La mujer convirtió el jadeo en
gemidos, estaba tan descontrolada que a pesar de la sujeción empezó a
mover las caderas de manera instintiva cuando apreció que el orgasmo
empezaba a galopar por su abdomen, rumbo a su sexo. Una pequeña
opresión en su trasero la hizo estremecerse, y antes de poder explotar en
una liberación avasalladora, Angel se retiró de su sexo, dejándola sin
aliento y sin liberación.
―Todavía no, madame ―susurró con perversidad. Carmen tragó saliva
y asintió sumisa.
Angel se colocó entre sus piernas sobre ella, con mucho cuidado
acaricio el clítoris brotado e hinchado con su verga. La mujer jadeo, él
podía sentir la temperatura de su cuerpo incrementándose por momentos,
como si fuese un volcán a punto de hacer erupción. Sus manos pasearon por
su abdomen, sus labios mordisquearon con suavidad la piel libre de sus
muslos. Los dedos pellizcaron los pezones, amasaron los pechos y bajaron
por los costados en una caída desesperante y lenta.
La presión en su trasero no era dolorosa pero sí frustrante, Carmen
necesitaba correrse de inmediato, dejarse ir a ese calor que prometía ser el
orgasmo y que iba a derretirle los músculos sobre los huesos; solo que aquel
maldito chico continuaba torturándola, usaba la cinta como instrumento
para acariciarla, haciendo que la seda le erizara la piel. Parecía una
serpiente deslizándose entre las cuerdas para acariciarle los pezones con su
la punta de su polla, que desde esa distancia se veía hinchada y enrojecida;
los azotes con ese pedazo de carne caliente la estaban haciendo perder la
razón, la quería dentro, quería que se la follara con fuerza, sentirlo explotar
dentro de su cuerpo, pero al mismo tiempo cada sensación era tan exquisita
que no deseaba perderse ni una.
Corey regresó entre sus muslos, Carmen lo vio colocando el vibrador de
clítoris sobre ella y soltó una risita cuando ella se removió inquieta. Activó
el juguete sin contemplaciones, subiendo la velocidad paulatinamente a
medida que los gemidos de la mujer se incrementaban. Con mucha pericia
se colocó un preservativo con una sola mano, porque la otra la mantenía
apretada contra el aparatito para que no se saliera de su sitio. La mujer soltó
un jadeo profundo, signo inequívoco de que el orgasmo la había alcanzado,
esa fue su señal.
Retiró el juguete y lo aventó contra la nada a un costado, apoyó ambas
manos al costado del cuerpo de la mujer y le dejó ir su verga hasta el fondo.
Un segundo gemido, este más profundo y desesperado, brotó de la garganta.
Angel sintió el interior apretado, contrayéndose contra su miembro, que
rozaba el plug a medida que la embestía. Sus músculos se marcaron por la
tensión, debía sostener su cuerpo sin aprisionar a la mujer, ella empezó a
gritar que lo hiciera más fuerte, más duro, que no se detuviera.
―Vamos, madame ―susurró con voz ronca―. Córrete una vez más,
para mí ―ordenó autoritario. Y sabiendo que la diferencia de edad era el
mejor afrodisiaco en ese instante, se inclinó un poco más, lo suficiente para
que sus labios se rozaran. Carmen abrió los ojos al sentirlo tan cerca, pero
no le dio tiempo de intuir lo que quería, porque Angel, con su voz más
sensual y estrangulada le dijo: ―Coges mejor que tu hija.
Un segundo orgasmo, más potente que el anterior estalló en su cuerpo.
Gimió escandalosamente, más cuando sintió los espasmos de la verga de
aquel hombre y sus gruñidos sobre sus labios.
Carmen quedó laxa, su cuerpo no dio para más después de la intensidad
del encuentro. Corey sonrió satisfecho, la colcha era la mejor evidencia de
que esa mujer la había pasado bien, debajo de sus nalgas había un charco de
fluidos, que impregnaban el cuarto con el conocido perfume del sexo.
Se levantó de la cama, se sacó el preservativo y confirmó que las dos
horas se habían acabado, de hecho, le estaba obsequiando quince minutos
de más. Se acercó a los extremos de la cama y empezó a desanudar las
cuerdas que sostenían los muslos y después los brazos para que pudiera
bajarlos. Angel se desplazó por su cuerpo verificando que no estuviese
magullada ―más allá de lo normal―. Cuando estuvo liberada, Carmen
entreabrió los ojos y sonrió.
Ese chico parecía un ser celestial y definitivamente la había llevado a
conocer el paraíso.
17 | Al son de una bachata

El fin de semana de Julia fue volviéndose más y más ardiente a medida


que transcurría. El sábado en la noche se apareció una banda de salsa en su
casa para amenizar la reunión familiar de los Rodríguez. A ella le
encantaban esos ritmos calientes y tropicales, su cuerpo reaccionaba a sus
acordes con ganas de bailar. Le había pasado desde muy joven, así que
cuando cumplió quince se inscribió en una academia de baile.
Héctor sabía que su mujer adoraba bailar, era algo que le gustaba de
ella, en especial porque disfrutaba de la música latina. La idea de contratar
músicos para la noche del sábado salió de sus hermanas, pensando que así
incomodarían a su esposa porque no la toleraban. Del mismo modo en que
se empeñaron en hacer esa “reunión familiar” en su casa, para torturar a
Julia porque en las últimas ocasiones en que tuvieron fiestas ella no fue.
Sospechaba un poco de ese nuevo comportamiento, pero no le dio
importancia, porque el hombre que contrató para seguirla le dijo que no
había encontrado nada. Desde aquella noche en que le preguntó que quería
él, si deseaba que fuera o no, las cosas habían cambiado. Julia hacía menos
berrinches, peleaba menos y demandaba menos atención. Y mientras no
estuviese metiéndole los cuernos estaba bien. Con ese pensamiento en su
cabeza decidió enfocarse en la camarera del catering que le estaba haciendo
ojitos desde hacía horas.
De no haber estado pendiente de meterse entre las piernas de la chica,
tal vez hubiese notado lo que pasaba con su mujer. El dichoso sobrino no
cejó sus empeños de acercarse a Julia, Andresito ―como lo llamaban
todos―, tenía puesto el ojo en las largas piernas de la rubia, y también en la
diminuta cintura de la joven madrastra de sus primos.
Los hijos mayores de Héctor no eran tontos, crecieron en un entorno
bastante machista donde ver a los hombres cambiar de esposas como
cambiaban de relojes era la norma. Así que para ellos, Julia era la madrastra
de turno, una que estaba tan buena que servía de inspiración para las pajas
que se cascaban casi todas las noches.
Andresito aprovechó de invitarla a bailar, de restregar el bulto duro que
se marcaba debajo del pantalón contra sus nalgas, de susurrarle al oído
cosas cada vez más subidas de tono, como lo rica que estaba, lo sexy que
era, lo hermosa que estaba esa noche.
―Que bien bailas, tía ―decía con su voz ronca, acariciando el pabellón
de su oreja, bajando las manos más allá de su cintura para aferrarla por las
nalgas y pegarla contra él.
Julia no era estúpida, desconfiada por la naturaleza de la familia de su
esposo, no cayó en la dulce tentación que prometía ser el tal Andresito.
Creía que todo eso era una componenda para tenderle una trampa y decirle
a Héctor que lo estaba engañando.
Ese domingo en la tarde, tras comer una sopa hecha por la matrona de la
familia, se marcharon todos; no sin antes tener un encuentro muy peculiar
con el sobrino de su marido.
Andrés se coló en su habitación cuando Julia estaba por entrar a
bañarse. Se había quitado la parte de arriba del bañador e iba por el bikini,
pero percibió una sombra a su espalda, instintivamente se enderezó y tomó
la toalla para cubrirse, porque sabía que Héctor no estaba en la casa, había
ido a llevar a su madre.
―Vine a despedirme, tía ―explicó él con la voz ronca y la mirada
cargada de deseo―. Espero la próxima visita con muchas ganas.
Se acercó y sin darle tiempo a reaccionar la tomó con fuerza de la
cintura y le estampó un beso en los labios. Todo fue tan abrupto que se
quedó paralizada de la impresión, antes de decir algo, siquiera un adiós,
Andrés se había marchado.
No hubo ducha fría que pudiera con el calentón que cargaba; el
desgraciado del sobrino de su esposo se encargó de mantenerla en vilo,
excitada con la forma en que la llamaba y que la rozaba, jugando al
peligroso juego de no ser pillados. En otras circunstancias hubiese caído en
la tentación, pero desde que el tal Andresito empezó con sus intentos de
seducción, Julia solo pensó en el camarero latino del Bon Appétit.
Podría estar resignada a no tener más acción con su esposo, pero no iba
a hacer del dos en el lugar donde comía, no señor; y por más atractivo que
fuese Andrés, con su casi metro ochenta y ese parecido físico a Héctor, no
entraba en sus planes acostarse con él.
Extrañamente esa noche su marido cumplió con sus funciones maritales,
Julia recordó con nostalgia lo que era tener sexo con él, fogoso, apasionado,
pero en vez de sentir alguna especie de reconciliación con el cariño, se
sintió decepcionada, tratada como un objeto o una mascota: se había
portado como esperaba él y por eso merecía de premio las migajas de
atención que le obsequiaba.
¡Qué se jodiera!
Desde la primera noche que había usado el servicio del Bon Appétit se
moría por repetir, de hecho había quedado medio prendada de Rock y le
gustaba el plan que se iba formando en su cabeza de que se convirtiera en
un servicio regular. Solo que en ese momento Keith no era latino y
posiblemente no sabía bailar.
El lunes en la mañana se encontraron con Carmen para desayunar en el
restaurante Veranda en el Cuatro Estaciones, y fue imposible no notar la
cara de bien cogida que llevaba esa mañana. Habían decidido sentarse en
las sillas exteriores, donde podían conversar y mantener la intimidad gracias
a las palmeras y setos que dividían la terraza de la piscina.
La conversación versó sobre cosas sencillas y los temas comunes. Ana
aún no se decidía a hablar con su esposo, Lydia se asfixiaba en la rutina de
su matrimonio, Soledad pretendía que todo iba de perlas en el suyo, Prisilla
estaba cada vez más huraña y ella que esperaba que se acabaran las
cortesías para preguntarle directamente a Carmen cómo había estado su
encuentro con el chico que había contratado para divertirse el fin de
semana.
Se suponía que ellas dos eran las únicas que habían contratado a los
camareros del Bon Appétit, aunque Julia sospechaba que Ana también,
debido al repentino cambio experimentado, pero no podía confirmarlo a
menos que ella lo contara.
―¿Cómo estuvo todo? ―preguntó cuando ya no soportó más. Todas
miraron a Julia con sorpresa y algo de reprobación.
―Magnifico ―respondió Carmen con una sonrisa diáfana―. Me llevé
la sorpresa de mi vida, fue tan buena que en serio estoy pensando hacerme
asidua.
―¿Estás bromeando? ―preguntó Lydia con incredulidad―. No puedes
estar hablando en serio, bruja.
―¿Y por qué no? ―intervino Ana, tomó un sorbo de su taza de café.
―Porque no es correcto ―comentó Soledad―. ¿Qué clase de ejemplo
le estaría dando a su hija? No es de una dama hacer esas cosas, en mi
opinión, una cosa es hacerlo una vez, pero pagarle siempre a un hombre
para que se acueste contigo, es…
―Es inteligente ―concluyó Julia―. Por lo menos hay garantía de que
tendrá buen sexo y podrá echarlo cuando todo se acabe.
―Eso es horrible ―insistió Soledad.
―Porque estás pensando que el sexo debe ser entre parejas y por ende
crees que Carmen necesita un marido y no prostituto ―acotó Prisilla. La
aludida se mantenía en silencio, comiendo en bocados pequeños un plato de
fruta troceada―. Actualízate, Soledad, ella es una mujer soltera, dueña de
su sexualidad y si no quiere un jodido idiota en la cama los fines de semana,
rascándose las bolas y eructando cervezas, pues que sea feliz.
Todas estaban anonadas por la exposición de su amiga, que se hizo la
indiferente ante los ojos sorprendidos que la observaban.
―Yo podría volverme asidua de Rock ―confesó con voz soñadora―.
Aún tengo sueños húmedos con él.
―Julie ―llamó con reprobación Soledad.
―Aunque la verdad es que podría hincarle el diente al chico latino que
suele servir los tragos ―continuó ella ignorando a su amiga―, creo que se
llama Oscar.
―Flag, le dicen Flag ―dijo Ana.
―¡¡Ese!! ―aprobó Julia―. Más ahora que Carmen dice que los más
jóvenes están bien entrenados ―completó con una risita perversa.
Incluso Soledad se rió por el tono empleado.
―Yo podría hacérselo a Calvin ―confesó Lydia en voz baja tras un
largo silencio. Todas la miraron con la sorpresa pintada en las caras, no
esperaban que ella se aventurara a decir algo como eso―. Solo para salir de
la rutina.
―Pues hazlo ―la conminó Ana con mucha seguridad―. Lo cierto es
que no hay garantía de nada, el matrimonio está sobrevalorado. ¿Qué no
importa el sexo si se aman? ¿Qué mientras se respeten tendrán una relación
satisfactoria? ¡Y una mierda! Si fuese así, entonces ellos no se buscarían
amantes, Carmen no se hubiese divorciado y tú no estarías pensando en
buscar algo divertido para hacer.
De nuevo el silencio se instaló entre ellas, cada una pensando en lo que
Ana acababa de decir. Ella misma estaba pensando en repetir la experiencia,
quizás con el tal Arrow que siempre le había parecido atractivo.
Tras salir del hotel, decidió ir a la peluquería, pensó que le vendría bien
un cambio de estilo, cortarse un poco el cabello, ponérselo más claro; pasó
frente a una tienda y vio unos estiletos hermosos que harían sus piernas
mucho más largas, incluso se verían fantásticos para bailar.
Esa simple idea le hizo pensar en los hechos del fin de semana, decir
que eso la ponía caliente era quedarse corto. Julia estaba clara que era una
mujer joven, que estar con un hombre diez u ocho años menor no era la
gran cosa, lo único que agradecía era que las relaciones con la familia de su
esposo no eran tan estrechas y pasaría mucho tiempo antes de que viese de
nuevo a su sobrino político.
Pero el destino quiso jugarle chueco, y tras fantasear con Oscar al verlo
ir y venir por todo el local el jueves en la noche, consideró que no podía
correr riesgos con Héctor, su esposo era un imbécil que no jugaba con ella,
pero por nada del mundo permitiría que otro hombre se acostara con Julia.
La cuestión era, que no se daba cuenta que estaba metiendo la tentación en
casa, porque el siguiente sábado, aparecieron sus hijos y algunos primos
―entre esos el maldito Andresito―, rodeados de chicas de su edad, para
disfrutar de los jardines, la piscina y hacer una fiesta en la noche.
Héctor era sumamente complaciente con sus dos hijos mayores, y ni
siquiera le preguntó a Julia si estaría de acuerdo en ello. Por suerte ―o por
desgracia―, Clara había ido a una fiesta de pijama para celebrar el
cumpleaños de una de sus compañeras de la escuela, así que ella se quedó
en la casa, atrapada entre la espada y la pared, literalmente.
Andrés no perdió oportunidad de tratar de seducirla, la siguió hasta el
garaje y le insinuó que podrían divertirse juntos, Julia le dejo ver que no
estaba interesada, se subió a su coche y pasó gran parte de la noche con
Ana, bebiendo margaritas, hablando mal de los esposos que se perdían los
fines de semana a revolcarse con otras. No obstante, a pesar de la
desagradable ira que crecía dentro de ella, no cayó en los brazos de su
sobrino, no por completo.
El alcohol es ―en definitiva― mal consejero. Apenas se bajó del auto,
un tanto mareada por el tequila, se dio cuenta que Andrés se había colado
una vez más en el garaje, abandonando la fiesta que parecía estar en pleno
apogeo a las dos de la mañana. Cuando él le sonrió, ella se abalanzó sobre
él y prácticamente lo estrelló sobre el capó del Bentley de su esposo y lo
besó. Sorprendido pero decidido, aprovechó la oportunidad de acariciarla y
besarla, incluso disfrutaba la forma en que ella se removía sobre él, como si
estuviesen teniendo sexo; podía sentir la humedad caliente del sexo de Julia
al acariciarse rudamente sobre su polla atrapada en el pantalón, sin
embargo, cuando hizo ademan de querer liberarla para terminar la faena,
Julia lo soltó, le sonrió con perversa satisfacción y le susurró al oído.
―No soy estúpida, no quieras jugar con fuego, Andresito.
Se bajó de él y se encerró en su cuarto, había cometido una locura,
cualquiera pudo haberlos visto, pero le valió, era hora de que el sobrino de
Héctor se diera por enterado de una cosa: Julia podía jugar el mismo juego
e incluso peor. ¿Acaso no sabía él que una cojonera dolía más que las ganas
de una fémina?
Al parecer el chico captó la indirecta, y aunque el domingo la siguió
mirando con ojos hambrientos y sonrisa lujuriosa, mantuvo la distancia.
Cuando toda la familia de Héctor se marchó esa tarde, ella entró a la
aplicación del Bon Appétit, definitivamente necesitaba un postrecito y optó
por un muffin de manzana, con crema de fresas u trozos de melocotón y
mago, todo muy tropical.
Decidió también que no le importaba una mierda Héctor, así que solicitó
a Flag para una experiencia completa, no le tembló la mano para pagar
veinte mil dólares de su cuenta. El viernes siguiente iba a pasarlo en grande,
Julia estaba dispuesta a recordar lo que era divertirse.

۞۞۞۞۞۞۞
Oscar no supo qué decir cuando Joe lo llamó el lunes en la mañana,
estaba saliendo de clases de administración cuando el teléfono sonó y se
alejó de su grupo para contestar. Al principio no le creyó, de hecho no lo
hizo después de colgar, ni durante el resto del día. Tan aturdido como estaba
no podía creer que tuviese tan buena suerte.
Las cosas cobraron forma el martes, cuando la señora Julia entró al
restaurante a la hora de la cena y caminó directo hasta la barra ―ya que era
su turno de servir los tragos―, contoneando sus caderas con un gesto tan
sensual que no pudo evitar ponerse duro al recordar que esa mujer había
pagado una suma irrisoria para pasar una noche con él.
―Espero que sepas bailar ―fue todo lo que dijo al inclinarse sobre la
barra de modo sugestivo; él solo asintió, procurando mantener la boca
cerrada y los ojos en el rostro de la mujer, no quería parecer un depravado
al mirarle el prominente escote―. Bien.
Esa misma noche de martes recibió la indicación, se verían en La Jolla,
un club nocturno que se encontraba al este del camino Flamingo. Debía
estar a las once allí.
Joe le prestó su automóvil con la amenaza clara de que si le hacía algo
lo iba a pagar. Oscar hubiese preferido ir en taxi, pero decidió no chistar,
eran veinte mil dólares, manejaría el carro de Joe si era necesario, incluso se
lo lavaría al día siguiente antes de devolvérselo.
El Jolla abrió sus puertas a la hora habitual, Oscar no tenía idea de lo
que Julia quería, no sabía si debía abordarla o esperar que ella diera el
primer paso. El chef no fue muy claro en esto, le advirtió que algunas veces
las clientas no sabían qué querían en realidad sino hasta que estaban en
medio de la situación.
La detectó bastante rápido, destacaba entre la multitud de chicas que
iban entrando al lugar, Julia estaba sentada en la barra, con una minifalda
plateada y unos tacones de infarto; Flag sintió que no iba a ser muy difícil
cumplir su rol esa noche, esa mujer no podía ser más hermosa. Ella le
sonrió al verlo, se puso en pie con un gesto fluido dejándole ver que la falda
era bastante corta, también que la blusa negra que llevaba alcanzaba a
cubrir hasta el ombligo y dejaba un hombro descubierto.
No sabía si era coincidencia o no, pero justo ese viernes era noche
latina. Los acordes de una bachata empezaron a sonar en la pista y a su cita
se le iluminaron los ojos. Le tendió la mano y tras darle un fugaz beso en la
mejilla, la llevó hasta el cetro para comenzar a bailar.
Sus manos se aferraron a la piel de su cintura, la tersura era agradable y
cálida al tacto. Colocó su pierna derecha entre los muslos de ella, la tomó
con firmeza de la cintura; la otra mano la deslizó por el largo de su brazo
para tomar la palma y empezar a bailar.
Julia sonrío, siguieron el compás con mucha facilidad, ella parecía una
serpiente enroscándose alrededor de él, Oscar la recibía haciendo lo mismo.
Sus pelvis se tocaban, sutiles roces que empezaban a inflamar el deseo que
ya sentía; en especial cuando Flag elevó sus brazos sobre la cabeza y la
acarició por todo el torso, los antebrazos y manos, para hacerla girar sobre
sí misma con pericia un par de veces.
La recibió de nuevo, esta vez más cerca, las puntas de sus narices se
rozaban, las respiraciones se entremezclaban sin saber a ciencia cierta si
eran por la danza o por la excitación. Oscar le hizo dar media vuelta,
pegando su pecho contra la espalda de la mujer; Julia perdió la compostura
por un instante, restregándose lascivamente contra la pelvis dura, sintiendo
entre sus nalgas el pedazo de carne que se despertaba ante sus caricias.
Por suerte pasaban desapercibidos, no eran los únicos bailando con una
fuerte carga de sensualidad. La canción se acabó y pasaron a otra, un
reguetón de moda que bailaron con lascivia. De ese género musical pasaron
un par de canciones, a la media noche, tras pasar una hora bailando,
decidieron ir por un trago para hidratarse.
Él pidió una cerveza, tenía permitido tomarse cuatro esa noche y nada
más. ―De preferencia, espaciadas, Flag ―le recomendó el chef. Ella
solicitó un daiquirí de parchita.
Julia sonreía con un gusto que se contagiaba, él tampoco paraba de
sonreírle, y a pesar de que no estaban hablando, no se sentía incómodo.
―Bailas bien ―le elogió ella cuando le quedaba poco de su trago.
―Tú bailas excelente ―halagó Oscar―, tienes unos movimientos muy
sensuales.
Julia lo miró con un brillo pícaro.
―Quiero jugar un juego ―dijo Julia al dejar el vaso vacío sobre la
barra―. Lo cierto es que mi esposo tiene un sobrino como de tu edad ―le
explicó acercándose como un animal al acecho―, eres tan guapo como él, y
este hombre, ha intentado seducirme. ―Sus labios casi se rozaron, Flag
pudo oler el sabor de la fruta de la pasión, dulce y adictivo, acariciando su
boca―. Esta noche, tú me llamarás tía, serás él, así yo cumplo mi fantasía y
no caigo en la tentación con él.
Ella sacó su lengua y lamió con suavidad el labio superior de Flag.
Aunque él pensaba que debía seducirla, lo cierto es que era Julia quien lo
estaba haciendo. Oscar sonrió ante la situación, lo cierto es que si él hubiese
tenido una tía política como ella, probablemente la hubiera rondado hasta
meterse entre sus piernas.
La música volvió a sonar, esta vez un merengue movido. Ella miró la
pista con ganas, Oscar se acercó a su oído y le susurró:
―Ven, tía… vamos a bailar.
Usó su voz más sensual, Julia se estremeció ante aquello, ni siquiera
tendría que cerrar los ojos para imaginarse a Andrés.
Una hora después sonaba una bachata de nuevo, esa vez Flag fue más
allá, sus movimientos fueron más lascivos, más provocadores. Su mano
bajó hasta su nalga, acariciándola con suavidad, rozó el borde de sus pechos
durante una vuelta, Julia sintió sus pezones endurecerse ante el contacto
sutil.
La siguiente canción solo subió la temperatura a niveles peligrosos, en
un momento Oscar la apretó contra su erección, frente a frente, sin un ápice
de separación.
―Bailas muy bien, tía ―susurró con voz ronca.
Julia sintió que el piso dejaba de existir bajo sus pies, había caído por un
abismo y no le importaba si el final era la muerte, siempre y cuando pudiese
besar esa boca. Así que se aferró a ella, degustando la lengua demandante
que invadió su interior, gimiendo ante la mano aventurera que se metía
debajo de su falda para acariciar sus labios externos que estaban inflamados
de excitación.
El juicio fue nublado por las sensaciones y antes de que ella se
percatara, se habían deslizado hasta una esquina oscura y vacía donde
dieron rienda suelta al deseo.
Los dedos de Flag se colaban más adentro cada vez, llenándola con
miles de filamentos de electricidad que erizaban su piel partiendo desde su
entrepierna. Los dientes castigaban sus labios, besándola con tanto ahínco
que empezaba a sentir como es inflamaban. Julia bajó su mano hasta la
pelvis de Oscar, tanteando con desesperación la dureza que se adivinaba
tras la tela, sus dedos temblorosos lograron liberar el cierre, permitiéndole
introducir su mano para descubrir que debajo de aquello solo había piel, una
verga dura y caliente que empezaba a pulsar con necesidad, igual que
palpitaba su interior.
Se moría por sentirla dentro, más cuando la mano libre de él pellizcaba
sus pezones por debajo de la tela. Sentir el jadeo amortiguado dentro de su
boca solo hizo que sus jugos brotaran mucho más, él disfrutaba sus caricias
limitadas por la ropa; incluso podía imaginar el camino que recorrían sus
fluidos bajando por sus muslos.
―Cómo quiero metértelo, tía ―musitó entre beso y beso. Ella gimió
ante la promesa, ante la necesidad.
―Hazlo ―rogó con voz casi desfallecida. No importaba si los
encontraban allí, Julia necesitaba sentirse llena y plena, deseaba tener su
primer orgasmo de muchos en ese lugar.
Flag tampoco pensaba coherentemente, pero alcanzó a ponerse el
preservativo con mucho cuidado de no agarrarlo con los dientes de la
cremallera. No dejó de besarla en el proceso, por suerte tenía una polla
larga que facilitaba la faena en esa situación.
Ni siquiera tuvo que alzarle las piernas, su rabo se deslizó con facilidad
entre los labios, rozando el clítoris inflamado en su camino. Los acordes de
una vieja salsa brava comenzaron a sonar, Oscar se acompasó al ritmo,
alargando el proceso, Julia buscaba restregarse, quería que él lo hiciese con
fuerza, no con esa tortuosa cadencia.
Casi quiso grita, lo besó con furia cuando la música cambió, una nueva
bachata comenzaba a sonar, Flag siguió la melodía, enloqueciéndola con
sus embestidas profundas pero lentas. En un punto, cuando creyó que no
podría soportarlo más, que iba a desnudarlo allí, echarlo sobre una silla y
cabalgarlo hasta que no hubiese un mañana, él pellizco ambos pezones con
sus dedos y la hizo estallar.
El orgasmo fue súbito y demoledor, gimió con fuerza pero Oscar se
tragó cada sonido metiendo su lengua muy adentro de su boca. Él se detuvo
al sentirla, sus espasmos abrazaron su verga enhiesta como si quiera
comérselo. Deseaba correrse con todo su ser, pero ni era el lugar ni el
momento. Joe le hizo hincapié en una cosa: era una experiencia de una
noche completa, dos no era el mínimo; al menos tenía que sacarle unos tres
o cuatro orgasmos a lo largo de la noche.
Se salió de su interior, acomodando su tanga de nuevo en su sitio, con
un gesto disimulado se sacó el preservativo, se guardó su miembro erecto
en el pantalón y metió la evidencia en el bolsillo.
―¿No quieres ir a otro lado, tía? ―le susurró al oído a la par que se lo
mordisqueaba.
Julia no emitió palabra, lo tomó de la mano y salieron del local rumbo al
vehículo de él. Cuando se subieron ella se abalanzó sobre su cuerpo en el
asiento del piloto, no le permitió arrancar hasta que se cansó de besarlo.
Julia se reía como una adolescente, él insistía en llamarla tía porque eso la
excitaba. Quince minutos después tomó asiento a su lado y le dio la
dirección de un motel, durante el camino quiso devolverle el favor recibido
en el club, así que sacó la verga morena y la introdujo profundamente en su
boca.
Oscar dejó escapar un ronco gemido cuando sintió como los labios se
cerraban en su base, iba manejando con cuidado, pensando en cosas no
sexuales para no correrse al fondo de esa garganta. Julia chupaba con
verdadero gusto, como si no se hubiese comido una verga en años.
Ni siquiera tuvieron que pasar por recepción a pedir una habitación,
Julia tenía la llave en su cartera y se dirigieron directo al cuarto. Trasponer
el umbral fue lo necesario, la ropa voló de sus cuerpos.
―Déjate los tacones, tía ―pidió con un ronco susurró mientras ella
masturbaba su pene―. Te vez infernalmente sexy con ellos.
Julia asintió, Oscar estaba actuando su rol a la perfección, quería
sentirse deseaba, casi hasta el borde de lo doloroso.
Flag sacó un segundo preservativo y se lo colocó a una velocidad
vertiginosa, sin darle tiempo a nada la alzó en vilo y con una estocada
directa se introdujo en su vagina. Ella gimió escandalosamente por la
gloriosa intromisión, él la embestía con fuerza, jugueteando con un dedo
alrededor de su ano, a la par que la sostenía por las nalgas.
Tras un rato en esa posición, la llevó a la cama, dejándola caer sobre el
borde de la misma.
―Tía, me estás volviendo loco ―bufó él. Se notaba en sus mandíbulas
que estaba conteniéndose, que esperaba que ella alcanzara el máximo placer
para luego dejarse ir.
Oscar elevó las piernas de Julia hasta que sus rodillas tocaron sus
pechos, las sostuvo juntas con una mano, mientras que con la otra
acariciaba el clítoris y deslizaba su verga entre los labios. Aquello era
morboso para ella, en especial cuando el dedo que se recreaba en su centro
de placer, se deslizaba por las nalgas para acariciar su culo. No hizo ni un
solo intento de entrar, quería estimularla, que sintiera que todo podría pasar.
Flag deslizó una vez más su pene dentro de su sexo apretado, luego aferró
las piernas y las descansó sobre sus pectorales, pasando las pantorrillas
sobre su hombro. Julia empezó a gemir, sus manos se fueron hasta sus
pechos que amasó con suavidad, pellizcándose los pezones de cuando en
cuando.
El chico gruñía, movía sus caderas con verdadera devoción, procurando
contenerse de a ratos. Julia estaba a punto, sus mieles se derramaban por el
borde de sus nalgas, lubricando la polla de Oscar y creando un concierto
acuoso entre los dos.
―Tía, no aguanto más ―confesó con un jadeo. La forma en que lo dijo
y después sentir como se inflamaba y comenzaba a palpitar por su orgasmo,
hizo que ella se dejara ir también.
Gimió cada vez más alto a medida que remontaba las olas de placer,
Oscar no se detuvo, siguió bombeando muy profundo hasta que no pudo
más y se desplomó a su lado sin aliento.
Besó su hombro con dulzura, le sonrió con picardía y cuando Julia
creyó que aquello no podía mejorar, él le susurró a su oído.
―La noche es joven, tía.
18 | El peor intento es el que no se hace

Pasaban las semanas sin más novedades que los sexys pastelitos del Bon
Appétit. Pronto te enteraron que el restaurante empezaría a ofrecer servicios
de eventos para despedidas de solteras; Julia no se cortó en sugerir una
fiesta para el Aquelarre, incluso con motivo de brujas y hechiceras.
―¿Y cuál sería la ocasión? ―preguntó Soledad con una risita
incrédula.
―La que tú quieras, corazón ―respondió ella dejando las pequeñas
pesas en el suelo―. ¿Qué tal? La iniciación del club de las futuras
divorciadas.
Hasta Ana rió ante el comentario, no le había comentado a ninguna con
quién se acostaba, pero desde su primera cita con Tank, se convirtió en
asidua clienta. Siempre se encontraban en lugares discretos, una hora cada
semana. Carmen insinuó en una conversación que se le notaba más
tranquila al respecto y apostó ―como siempre se hacía en Las Vegas―, a
que ella era clienta del servicio. No lo negó ni afirmó, en especial por la
cara de escándalo que puso Soledad.
―Y la inauguración sería una orgía, ¿verdad? ―preguntó con ironía―.
Ya sé, contratamos a los seis, para nosotras cinco.
―¿A quién no estás incluyendo? ―inquirió Priscilla.
―A Soledad, que de todas nosotras es la que tiene el mejor matrimonio
―contestó con un deje de amargura.
La aludida abrió los ojos como platos.
―¿Acaso eso es malo? ―espetó con molestia―. No tengo la culpa de
que sus esposos sean todos unos imbéciles.
―¿Y quién te está culpando? ―la detuvo Julia―. Amiga, no te lo
tomes a mal, pero de todas nosotras eres la única que se aferra a la patraña
del matrimonio feliz.
―Por lo menos hago el intento ―se quejó Sole―. Ya ustedes se dieron
por vencidas. Tú ya eres clienta habitual del entrenador Calvin. ―Julia
suspiró de gusto ante esa afirmación, el sueño de acostarse con Arrow
rindió frutos después de haber probado la miel latina de Flag―. Carmen
como mínimo estuvo con tres, porque también ha repetido, pero al menos
ella es soltera ―enumeró con seguridad―. Priscilla parece decidida a
hacerlo, si no lo ha hecho ya ―la mencionada ni siquiera se inmutó―. Y
sospecho que hasta Ana está con uno de ellos ―soltó con algo de
reprobación―, en vez de hablar con su esposo y resolver los problemas.
―Se levantó de la máquina que estaba usando y se secó el sudor con
ahínco―. Lo que falta es que Lydia quiera contratar a uno de esos hombres
solo por salir de la rutina.
Se alejó del grupo que la miraba con cierta sorpresa ante las acusaciones
soltadas, la única que no parecía inmutada era Ana, pero era apenas lógico,
de todas ella, Soledad y Ana eran más unidas, no le iba a sorprender que
saliera con esos puritanismos.

۞۞۞۞۞۞۞
Días después de esa conversación, Priscilla se decidió a hacer la lucha
para salvar la vida sexual de su matrimonio. Planeó una meticulosa
estrategia para ello, durante una semana estuvo provocando a su esposo,
comenzó el lunes en la noche pidiéndole opinión con respecto a la ropa
interior, le hizo un desfile bastante sexy con los modelitos sensuales que
tenía en las gavetas criando polillas. Cuando Anders le preguntó el motivo
de eso, solo respondió:
―Estoy deshaciéndome de lo que no uso ya, pero quería saber que me
quedaba bien o no, antes de sacarlo.
Rindió sus frutos esa noche, porque antes de irse a la cama su marido le
buscó fiesta, lo cual estuvo bastante divertido aunque el resultado fue el
esperado, porque él ya estaba prendido y ni siquiera se detenía a hacer
juego previo para encenderle a Pris los motores.
El martes probó suerte y se coló en la ducha con su esposo para
empezar la mañana con buen pie. El resultado fue más satisfactorio, alcanzó
un orgasmo casi al mismo tiempo, gracias a que la posición le permitía
estimular su clítoris sin que él se diera cuenta
―Cariño, no sé qué tienes ―le susurró al oído tras su liberación―,
pero me encanta.
Priscilla estuvo contenta ese día, en cierto modo le dio la razón a
Soledad, tenía que intentar rescatarlo todo. Solo que ese miércoles tuvo que
trabajar hasta tarde, el jueves durante la cena de siempre en el Bon Appétit,
le llegó un mensaje de su esposo avisándole que no iba a llegar temprano a
casa.
El viernes decidió enviar a su hija con los padres de él, el fin de semana
completo para ellos solos.
Una cena romántica tardía empezó la jornada de seducción, una tina
caliente, un masaje de cuerpo entero y besos tórridos en la cama. La propia
Priscilla contuvo el momento, esperaba que fuese él quien quedara excitado
y con las ganas para que se dedicara a provocarla y consentirla como ella
estaba haciendo. El sábado en la mañana lo despertó haciéndole una
mamada, los gemidos de Anders sonaban fantásticos, incluso cuando la
tomó de la cabeza y empezó a follarle la boca con ímpetu.
Su esposo le anunció que se corría, para darle tiempo de que se quitara,
ella decidió aplicarse con todas, succionando el glande con fuerza como si
fuese una fruta madura de la cual degustaba el jugo; él no pudo contenerse,
tres estocadas de su pelvis contra la boca y Pris sintió como el sabor fuerte
del semen inundaba su paladar; lo tragó todo, luego se sentó sobre su
abdomen y le sonrió perversa.
―Oh, cariño… ―jadeó su esposo―, eso ha estado de lujo.
Le dio unas nalgaditas para que se levantara de encima de su cuerpo, le
dio un beso en la frente y luego se alejó rumbo al baño.
«¡¡Qué!! ¿Nada? ¿Ni siquiera piensa devolver el favor?»
Las lágrimas pugnaban por salir, aquello era una mierda, pero se
contuvo. No iba a cejar hasta que llevara a cabo todo el plan, en cierto
modo, esa semana era la comprobación del estado de su relación de pareja;
ella no quería ser como Ana, que a ojos de todo mundo pareciera que estaba
bien y eran de lo más felices, pero en el interior, fuesen más aburrido que un
cubo de hielo.
Fueron de paseo, anduvieron cariñosos y enamorados, puso todo su
empeño en aquello, ella de verdad tenía su corazón en toda la estrategia;
claro que había meditado la opción de tener un gigolo para ella un par de
horas al mes, no deseaba que la frustración sexual derrumbara lo que habían
construido, pero era casi inevitable pensar que si su futuro de pareja era el
misionero con cero orgasmos a favor, todo iba terminar de la peor manera.
Cuando llegaron esa noche a la casa le sugirió a Anders servir unos
tragos, luego subió al cuarto y puso un canal para adultos. Los sonidos de
placer inundaron la habitación, Priscilla se quedó embobada viendo es
espectáculo, sin percatarse de que su esposo aparecía por la puerta del
cuarto. Una mujer estaba siendo penetrada por todos lados, tres hombres de
piel oscura casi la tenían como una muñeca de trapo, mientras la mujer se
retorcía de gusto ―o por lo menos eso le pareció―.
―¿Qué estás mirando? ―preguntó él a su oído, tendiéndole el vaso con
bourbon.
―Vine a poner algo de ambiente ―respondió ella con su voz más
sensual―, pero me ha sorprendido esta película.
Ambos empezaron a ver el video, la mujer era puesta en un sinfín de
posiciones, y si su boca no estaba llena por lo menos una de sus manos sí.
Tenía las mejillas arreboladas por el deseo, los muslos y las nalgas
enrojecidos y marcados por las manos que la sostenían.
Se imaginó a sí misma en esa situación, solo que en ella estaban los
meseros del Bon Appétit; incluso fantaseó con el chef, porque ese chico
estaba para comérselo como el pan caliente. Su excitación llegó a niveles
insospechados, antes de percatarse estaba sobre Anders, comiéndose ambos
a besos, desvistiéndose frenéticamente para poder sentirse piel con piel. Esa
noche no le hizo sexo oral, pero por lo menos las poses cambiaron y duró
un poco más, por primera vez en mucho tiempo Priscilla llegó primero,
mientras la sostenía de perrito mirando al televisor, en donde los tres
hombres de color avasallaban a la mujer con sendas corridas que se
resbalaban por su boca, cuello y pechos.
Tuvo un orgasmo intenso que le hizo temblar todo el cuerpo, esas tres
pollas se convirtieron en las de B-Rock, Arrow y Flag.
El domingo la pasaron acaramelados y contentos, Priscilla no se había
sentido tan satisfecha en largo tiempo; pero como nada dura para siempre,
en el instante en que ella dejó de buscarlo, él no hizo el intento de ser
romántico. Después de una semana de luna de miel, a los diez días no
habían tenido sexo de nuevo, y ni una sola vez la buscó para intentarlo.
Y en la cabeza de Priscilla una fantasía se iba formando, era esa que la
inspiraba para masturbarse en las mañanas y la mantenía caliente: Quería
tres para ella, deseaba a Dave, Calvin y Oscar para atiborrarse de vergas,
como una putita cualquiera.
Cuando el ardor pasaba le entraba algo de vergüenza, ¿desde cuándo le
ponía la idea de ser tan sucia?
۞۞۞۞۞۞۞
Lydia estaba subida sobre la bicicleta del gimnasio, se acercaba el
cumpleaños de su marido y no sabía qué hacer para agasajarlo. No estaba a
la vuelta de la esquina, pero si se descuidaba terminarían pasando las seis
semanas que faltaban y no habría hecho nada.
Quería sorprenderlo, cambiar la rutina de los cumpleaños en
restaurantes de hotel o en salones de fiesta donde la familia y los amigos le
gritaran sorpresa cuando él llegara del trabajo. Deseaba que Cole y ella
tuvieran una historia divertida, de aventuras y emociones. Tenían cuarenta
años ―él iba a cumplir 43―. ¿Acaso iban a llegar a los sesenta aburridos y
amargados sin nada que contarles a sus nietos?
Suspiró, en el fondo comprendía a Jules con su predicamento: era joven,
hermosa, llena de vida y de vitalidad; Héctor no era justo con ella y no
había excusa para ignorar a su atractiva esposa por darle atención a unas
veinteañeras, él tenía la vitalidad para seguirle el ritmo a Julia.
En sus elucubraciones se fijó en un hombre, estaba en la sala de frente a
ella, levantando pesas con bastante habilidad. Detrás de él, se encontraba
Rock, usaba una camiseta sin mangas de color azul grisáceo y asistía al otro
para el levantamiento. Lo detalló por un rato, en realidad sí era muy
atractivo y con la barba que usaba le daba un aire más adulto.
Fantaseó con la idea de contratarlo, preguntándose a sí misma si era esa
clase de mujer, no es que tuviese algo en contra de las personas que usaban
esos servicios, pero se suponía que ella estaba casada y no era necesario
hacer eso. Pensó largo rato sobre cómo era el sexo con Cole, era un helado
de vainilla que consumían cada día que pasaba un poco menos.
Nunca se detuvo a meditar al respecto, pero la evidencia estaba allí
ahora que le prestaba atención, su vida plana y sin contratiempos se había
extendido en todas direcciones; ya ni siquiera le causaba gusto o emoción
ser parte de algún comité de la escuela o del club, mucho menos la idea de
los futuros eventos familiares, porque podía estar feliz por los logros de sus
hijos, claro que sí, pero eran los logros de ellos, iban a ser ellos los que
avanzaran en una vida llena de aventura mientras Lydia se quedaba allí, en
su perfecta y aburrida vida, con un perfecto y aburrido esposo.
Pensó y pensó en sus opciones, pensó y re-pensó en sus posibilidades de
hacer algo distinto, excitante y emocionante. Todo eso mientras se deleitaba
detallando la hermosa anatomía del mesero del Bon Appétit.
19 | El primer Esbat oficial del Aquelarre –
preparación

Ana se colocó la falda y abrochó con cuidado los delicados botones de


perlas; Nathan salió de la ducha, paseando su cuerpo torneado por todo el
cuarto rumbo al otro extremo donde se encontraba su ropa. Ese era su tercer
encuentro desde aquella primera vez, jamás pensó que iba a convertirse en
una asidua clienta de un servicio como aquél, pero por más enfermo que
pudiese sonar, de algún modo hacerlo compensaba el desagrado que sentía
de su propio esposo.
Aunque las comparaciones fuesen odiosas, no podía negar el hecho de
que las hacía, Ernest y Tank eran diametralmente opuestos; allí donde la
masa de músculos y trasero sexy que se enfundaba unos pantalones de
mezclilla en ese instante era seriedad y sonrisas discretas, su esposo
rebosaba carisma. Donde Ernest la tocaba con mimo y cariño, el gigolo se
esmeraba en ser apasionado y sensual.
Su marido aún le preguntaba si estaba bien, a pesar de que el trato frente
al mundo seguía siendo el mismo, de las puertas hacia adentro se había
tornado taciturna y poco afectuosa; sus demostraciones de cariño se
limitaban a sus hijos. No cambió en su trato como tal, continuaba siendo
una esposa devota que se preocupaba porque todo estuviera bien, incluso
por saber si había almorzado en las respectivas llamadas diarias que se
hacían para saber cómo iban sus días; pero algo fundamental sí trasmutó,
las emociones no podían fingirse para siempre y Ana estaba pasando del
dolor a la resignación, esperando por una decisión: Era el final del
matrimonio Scott o se convertiría en una esposa por conveniencia.
En cierto modo los ímpetus de sus veintes todavía palpitaban en su
corazón, bombeando sangre rebelde por sus venas. Ella no quería pasarse
los siguientes cuarenta años de su vida con un hombre que no la respetaba,
porque si había algún problema entre ellos esperaba que se lo dijera, sin
embargo, él simplemente fue y le puso los cuernos.
No obstante, Ana no era estúpida, sabía que en medio de la ceguera del
dolor había caído al mismo nivel que Ernest. No hablaba con él, aunque por
lo menos había quedado en evidencia que algo estaba pasando, cuando se
sentaran a hablar en algún punto en el futuro, no le tomaría por sorpresa que
escupiera todo lo que sentía, no como a ella le tomó descubrir que era infiel.
Tank se despidió de Ana con un beso en la mejilla, no uno cariñoso e
íntimo, sino uno amistoso que significaba ‘hasta una próxima vez’. Ella
salió quince minutos después, se subió en su auto y partió rumbo al
restaurante donde se citó con las chicas para planear una fiesta sorpresa de
cumpleaños para Priscilla.
Todas excepto la aludida estaban presentes, conversaron sobre las
opciones y bromearon al respecto de contratarle a un bailarín exótico.
―Creo que el Bon Appétit tiene uno ―comentó Julia―. Creo que se
llama Ash, es mesero también pero tengo entendido que es el bailarín para
las despedidas de solteras.
―A veces no puedo creer que la chef Jane se haya dedicado a ese
negocio ―espetó Soledad contrariada, tenía la boca levemente torcida en
disgusto―. Pensé que el restaurante era un lugar con clase.
―Es un lugar con clase, Soledad ―bufó Carmen, negando con
fastidio―. ¿Acaso has visto a los meseros actuando de forma inapropiada o
yendo por el lugar desnudos y llenos de brillantina en el cuerpo?
Lydia rió ante el comentario, Soledad la miró con fijeza, como si no
esperara esa reacción de ella.
―Lo siento ―se disculpó mientras pasaba la servilleta por los ojos un
poco llorosos de tanto reír―, es que me pareció ridículo el comentario de
Sole y la respuesta de Carmen.
―Por favor, Lydia, no esperaba eso de ti ―le recriminó la latina con un
mohín dolido.
―Oh, Soledad, yo soy la que te lleva casi diez años ¿desde cuándo eres
tan puritana? ―le preguntó con un deje de burla cariñosa.
―No es puritanismo ―se defendió ella― ¡Es respeto y lealtad a mi
marido! Algo que parece ustedes olvidaron.
―Mi esposo no me pela, Sole ―le recordó Julia con un gesto de la
mano que sostenía la copa de martini―. Incluso, su sobrino me presta más
atención que él. ¿Les he contado que consiguió mi número de teléfono y no
deja de pasarme mensajes y fotos subiditas de tono? ―se rió un tanto
escandalosa ante la negación y sorpresa de sus amigas―. En fin, el de Ana
le pega los cuernos, él de Lydia es un aburrido y el de Priscilla la tiene
insatisfecha. Carmen es la única feliz y no tiene marido, de hecho, ni
siquiera te cuento en la lista de felices porque eres tan quisquillosa con este
tema que me parece más que tu ofensa no es que nos estemos revolcando
con los sexys pastelitos del Bon Appétit sino que tú no te animas por
cobarde y por creerte mejor persona.
Las expresiones anonadas por la crudeza del comentario de Julia no se
hicieron esperar, Soledad abrió la boca como si fuese un pez fuera del agua
y se fue poniendo lívida de forma rápida. Carmen fue la única que logró
componer una risita de diversión; pensando que por fin alguien le decía en
su bonita cara de color canela, lo que pensaba en realidad.
―¡Eso es una falta de respeto! ―exclamó Soledad con la voz
ahogada― ¡Retráctate! ¡Pídeme disculpas!
―No lo haré ―se negó Julia―, eres una estirada de mierda que le
aconseja a su mejor amiga que es mejor que se quede con un tipo infiel a
que se divorcie y sea feliz.
―¡Lo digo por el bien de los hijos de Ana! ―se defendió con
crudeza―. ¿Acaso no haces tú lo mismo por tu hija?
―¡¡Claro que sí!! ―se jactó Julia con una sonrisita―. Pero no por el
bien de mi hija, ¿o piensas que mi niña no sabe en las cosas que anda su
papá? ―El horror pintó todo el rostro de Soledad―. Ya me preguntó por
qué su papi no se quedaba los fines de semana con nosotras o de quién era
la tanga que encontró debajo del asiento de su auto… ¡¡NO-ME-JO-DAS!!
―le gritó con voz ahogada y con las lágrimas contenidas para no hacer un
espectáculo más grande en el restaurante―. Me quedo con Héctor por su
dinero, por la comodidad que representa para mí y mi hija, pero no por eso
me voy a quedar con la calentura mientras el maldito imbécil se acuesta con
la mitad de las zorras de Nevada.
Ana, Carmen y Lydia no sabían cómo reaccionar ante aquel arrebato.
Era apenas lógico que estuviese molesta y que le costara recuperar el
aliento después de soltar todo lo que llevaba por dentro.
―Si tienes un buen y feliz matrimonio, ¡bien! Me alegro por ti ―le
recalcó Julia―, pero por el amor de Dios, cambia de grupo porque en este
aquelarre de brujas, tú no entras en la liza.
Nadie dijo más nada por unos minutos, paralizadas por la situación, eran
como los animales pescados infraganti que, congelados por el miedo, no se
atrevían a moverse. Soledad fue la que reaccionó, se levantó de su silla,
tomó la cartera y salió del lugar sin mirar atrás.
Lydia fue la que quiso tomar nota de los daños colaterales, estaban en
un restaurante elegante y posiblemente algunos de sus conocidos estaban
por allí, cenando con sus amigos o familias.
―Bueno ―Julia soltó un suspiro de agotamiento―, ya que se fue ¿qué
idea se te estaba ocurriendo, Ana?

۞۞۞۞۞۞۞
Lydia se había sumado al comité de la fiesta sorpresa con Ana porque
era lo más emocionante que le había pasado en mucho tiempo. El jueves de
la semana siguiente, ambas llegaron mucho antes y pidieron hablar con
Jane, la chef se apareció muy sonriente, aunque en sus ojos no se veía
atisbo de la felicidad de su sonrisa.
―¿En qué las puedo ayudar, señoras? ―preguntó con cordialidad.
―¿Crees que te puedas sentar un minuto? ―inquirió Ana―.
Necesitamos pedirte un servicio grande.
―¿Te refieres de comida o del menú especial? ―indagó la chef con
mucha seriedad, su semblante se demudó en un momento, pero no pareció
enfadada por la solicitud.
―Sí, sobre el nuevo menú ―respondió Lydia con nerviosismo.
―Creo que es mejor que conversen sobre eso con el chef Joe ―explicó
Jane en voz baja―. Él es quien se encarga de eso, seguro podrá resolver
todas sus dudas.
―No tenemos dudas del servicio ―se adelantó Ana―, pero nos
sentiremos más cómodas si hablamos contigo.
La chef se removió en su asiento, asintió tras unos segundos y le hizo
señas a Dave para que se acercara a la mesa.
―Buenas noches, señoras ―saludó con una inclinación cortes de
cabeza―. ¿Sí, chef?
―Dile a Joe que por favor se una a nosotras en el salón de fiestas ―le
pidió con amabilidad. Este asintió y se alejó rumbo a la cocina―. Por favor,
síganme, vayamos a un sitio más privado.
Las guió en dirección al salón de eventos, ella abrió la puerta,
dejándolas pasar delante para que tomaran asiento en alguna de las mesas
que estaban desnudas de manteles y adornos.
―Disculpen la simpleza, pero solo lo arreglamos para los eventos
―explicó la chef sentándose en una de las sillas vacías―. Aquí podemos
hablar con discreción sobre todo y en un entorno seguro.
Mientras soltaba las últimas palabras el imponente chef Joe entraba en
la estancia, les sonrió con su típica galantería y se colocó detrás de Jane,
reposando sobre su hombro una mano protectora.
―Buenas noches, señoras ¿en qué podemos ayudarles? ―preguntó con
su tono más amable.
Lydia comprendió en ese instante porqué se encargaba de eso el chef y
no Jane, se requería de un carisma particular y la habilidad de hacer sentir
cómodas a las mujeres, algo que la chef no lograba del todo.
―Chef, simplemente queremos negociar un evento ―dijo Ana con una
seguridad que deslumbró a Lydia―. Nuestra amiga Priscilla estará de
cumpleaños próximamente y nos gustaría hacerle una sorpresa por la
ocasión.
―¿Y a quién desean contratar? ―preguntó Jane con una sonrisa más
relajada.
―A todos ―respondió la mujer pelinegra―. Nos gustaría contratar a
los seis.
Lydia abrió los ojos como platos, aquella resolución la tomó fuera de
base, no esperaba que fuesen a contratar a todos como si fuese una especie
de fiesta desaforada y sexual.
―Espera, Ana… esto no es… ―La aludida levantó la mano para
detenerla y hacerla callar.
―Queremos uno que baile para ella, pero del resto es solo para
compañía y diversión ―detalló Ana con tanta seguridad que Jane se sintió
un tanto cohibida―. No sé si alguna se vaya a acostar con alguien, por lo
menos Julia sé que sí y yo también ―explicó con naturalidad―. Más no sé
si Pris o Lydia vayan a hacerlo, pero nos gustaría que al menos estén en un
buen ambiente. Oscar prepara tragos ¿cierto? ―Jane y Joe asintieron a la
par―, pues él puede ir como cantinero de la noche. No conocemos a los
chicos nuevos, así que nos gustaría que fuesen aquellos que ya conocemos y
con los que tenemos confianza ―pidió con suavidad―. ¿Es posible hacer
un evento así?
Jane levantó el rostro para ver a su socio, este le apretó el hombro con
suavidad, un gesto de íntima camaradería que no pasó desapercibido para
Ana. Sonrió, esa expresión en la cara de la chef la conocía, era la confusión
y la necesidad mezcladas a partes iguales; esperaba que lo que fuese que
esos se estuviesen cociendo, se diera pronto. Joe miraba a la chef con el
candor de un hombre profundamente enamorado, sintió un poco de envidia
por eso… y pena también, recordó que hubo una época en que ella y su
esposo se miraban del mismo modo. Esperaba que la chef no pasara por lo
mismo que su persona.
―Claro que es posible ―respondió Joe ensanchando su sonrisa―. Solo
es cuestión de saber la fecha y el lugar. Luego le enviaremos el monto del
pago del evento. ¿Desearán algo de catering para la ocasión?
Ana lo pensó por unos instantes, en algún punto entre la cena donde se
les ocurrió la ida de la fiesta sorpresa a ese momento en el que estaban, se
decidió por hacer una celebración llena de locuras y liberación para todas
ellas. No creía que fuese a terminar en algo sexual para todas, pero por lo
menos quería que fuese memorable.
―Un menú afrodisiaco sería lo mejor ―dijo. Luego sonrió con malicia,
iba a organizar un cumpleaños que ninguna de ellas iba a olvidar.

۞۞۞۞۞۞۞
Julia y Carmen hablaron con el padre de Priscilla para que les prestara
el apartamento de la firma para que se reunieran, el problema fue sacudirse
a la madre y suegra de su amiga, pero fue julia la que logró zafarse de las
dos cuando empezó a enumerar todo lo que iban a hacer, aunque no era
cierto. Luego Carmen explicó a Anders que querían una noche de chicas,
con masajes, pintada de uñas y todo lo demás; el esposo no se opuso a nada,
al fin que el cumpleaños de Pris caía un jueves y ellas se iban a reunir el
sábado. Todo estaba listo. Incluso Héctor se mostró complaciente con Julia
ofreciéndose a cuidar a su hija esa noche.
Lo más divertido de todo el proceso fue engañar a su amiga pelirroja
para que no se enterara de nada. Lydia puso el grito en el cielo cuando
supieron el monto que debían pagar para que los chicos del Bon Appétit se
presentaran, todos iban a llegar a las once de la noche al departamento en el
Strip y ellas iban a empezar la velada más temprano, yendo de compras, a la
peluquería y a beber unos tragos; todo para darle tiempo a todos ellos para
que acomodaran el departamento para la ocasión.
Julia se mostraba entusiasmada, aunque en el fondo no era así. Cada día
sentía que su matrimonio iba cuesta abajo, estaba segura que en cualquier
momento Héctor iba a salir con una de las suyas, dejándola sin nada,
incluso sin su hija. Pero si eso llegaba a suceder, ella tenía cómo evitar que
todo pasara a mayores y su esposo se iba a enterar que no era una rubia
estúpida.
Eso sí, el jueves se comportó como un caballero adorable, fue amable,
atento y la trató con un cariño inusitado que había estado ausente desde
hacía un par de años. Anders se lució con un increíble regalo para su
esposa, los niños corretearon por todo el lugar y como una casualidad muy
irónica del destino, la familia de Pris contrató el catering en el Bon Appétit.
―Casi da hasta remordimiento pensar en lo del sábado ―dijo Ana
llevándose la copa a los labios, Carmen sonrió y negó con la cabeza.
Ambas observaron en dirección a Soledad, que se afanaba al lado de su
marido por verse especialmente feliz. Se saludaron con cordialidad y
fingieron bastante bien ante todos. Soledad podía no estar de acuerdo con lo
que pensaban hacer, pero no iba a irse de bocazas, porque de todas ellas, era
la que mejor sabía las vueltas que podía dar la vida y dejarla con una mano
atrás y otra adelante, enfrentándose a la miseria de que todo lo que creías se
iba a la mierda.
El sábado en la tarde todas se encontraron en casa de Priscilla y como si
fueran estudiantes universitarias, alquilaron un convertible de color rojo
para ‘secuestrarla’. Su amiga rió ante la ocurrencia, se subió al auto con su
cartera en la mano y soltó una carcajada cuando Lydia le tendió una copa de
champaña.
―¡Son geniales, chicas! ―exclamó girándose en el asiento del copiloto.
―¿Cómo terminó tu cumpleaños? ―preguntó Julia subiendo y bajando
la ceja con suspicacia. Pris bufó con decepción.
―Se lució con la fiesta y los regalos ―respondió con cierta tristeza―.
Incluso fue romántico en la mañana, pero estaba tan cansando que a duras
penas lo hicimos y apenas acabo, se quedó dormido.
―Ay, amiga ―se lamentó Carmen―. ¿Qué tanto hace en el hotel?
―Demostrando que se merece el puesto que le dieron ―respondió ella
con tristeza―. ¡Pero en fin! Hoy pienso divertirme…
―¡¡Ese es el espíritu!! ―profirió Ana, tomando el desvío hacia el
centro de Las Vegas―. Comenzaremos yendo al spa, luego buscaremos un
sexy vestido para ese cuerpecito y luego nos iremos a un club y buscaremos
que alguien nos compre tragos.
―Como en la universidad ―sonrió Priscilla.
―Mucho mejor ―aseguró la pelinegra sonriendo con malicia―.
Incluso pensamos en un buen postre.
Y a pesar del evidente tono perverso en la voz de Ana, todas
prorrumpieron en carcajadas, incluso Lydia, a pesar de que la carcomían los
nervios.
20 | El primer Esbat oficial del Aquelarre – La
celebración

El sábado iba viento en popa, después de comer en un restaurante del


MGM, se fueron a un spa donde las mimaron de pies a cabeza. Priscilla
preguntó por Soledad y Julia le respondió que ya no se sentía cómoda
andando con ellas, porque algunas de sus actividades no eran adecuadas, la
pelirroja chasqueó la lengua fastidiada, pero se dejó llevar por las manos
suaves de la masajista.
Entraron a una boutique y salieron vestidas de forma sexy, con vestidos
cortos y escotados. Hasta Lydia optó por un vestido corto de estilo princesa,
con un escote recto y sin mangas, de color coral. De hecho, todas sintieron
que se sacaron de encima diez años.
Un par de tragos en el bar y Carmen fingió que se sentía mal, fue la
propia Priscilla que sugirió ir al departamento del bufete que era el más
cercano, también para dejarla en la habitación mientras ellas continuaban la
fiesta en la sala; todo estaba saliendo a pedir de boca, en el ascensor no
podían evitar las risitas cómplices que hicieron sospechar a la agasajada.
―¿Qué están tramando? ―preguntó Priscilla al ver que Carmen se
acomodaba el maquillaje frente al espejo del elevador.
―Continuar con la fiesta ―respondió ella, subiendo sus senos para que
se vieran más voluptuosos.
Anduvieron por el pasillo procurando no reírse, Priscilla abrió la puerta,
lanzándoles miradas dubitativas; encendió la luz y al girarse se encontró
con todos los camareros del Bon Appétit, vestidos para la ocasión,
esperándolas.
―¡¡SORPRESA!! ―corearon todos a la vez, incluidas las chicas.
Priscilla no supo qué decir, miles de preguntas se agolparon en su
cabeza a medida que los chicos iban felicitándola, depositando besos
amistosos en sus mejillas. No tuvo que expresar ninguna en voz alta porque
la lógica imperó en todo momento. Entendió de inmediato la ausencia de
Soledad, que su madre y su suegra no se sumaran a la noche de chicas.
Apenas pudo tomó a Julia por el brazo y la apartó de Arrow antes de
que se lanzaran a hacer sus cosas en una esquina de la sala, entraron en la
cocina, pasando por el lado de Lydia que conversaba animada con Flag,
mientras este le explicaba cómo se preparaban algunos tragos.
―¿De quién fue la idea? ―preguntó con una mezcla de nervios e
incredulidad―. ¿Cómo hicieron? ¿Tomaron precauciones?
―Calma, nena ―le dijo Jules abrazándola con cariño―. La idea fue de
Ana y sí, se tomaron precauciones. Mañana en la mañana a las siete vienen
a limpiar y una hora después, vendrán a arreglarnos de nuevo, para que
nuestros maridos ni se den por enterados.
Priscilla respiró profundo y asintió, aún no estaba convencida, una cosa
era estar con uno de ellos, solo ella y los hombres, pero otra muy distinta
estar con las demás. La tranquilizó un poco saber que había sido Ana la que
arregló todo, ella no era tan descuidada como para meterlas a todas en esos
líos.
Tres tragos después estaba más relajada, realmente todo se veía normal,
Ana conversaba con Carmen, escoltadas por los dos chicos más jóvenes; se
reían a mandíbula batiente de algo que la mujer mayor había dicho. Julia
estaba hechizada bajo la mirada de Arrow, le hacía ojitos coquetos y se
acomodaba el cabello tantas veces que ya este se había convertido en un
churrito ensortijado que no podía enredarse más.
Lydia era la que se veía un poco más incómoda, pero Dave se estaba
encargando de relajarla, hablando de música. Suspiró, en realidad no tenía
que terminar todo con algo sexual, ¿cierto? Aunque fuese un poco
decepcionante.
Lo cierto era que desde aquella película pornográfica su mente
fantaseaba más y más con la posibilidad. Era morboso y la excitaba
sobremanera la idea de tener dos pollas entrando en su cuerpo a la par,
mientras otro le follaba la boca. Esa imagen sacaba todo lo perversa que
podía ser, la idea de sentirse sucia y usada la llevaba de cabeza, pero
todavía no a ese borde de querer hacerla realidad de inmediato.
―¡Creo que ha llegado el momento del baile! ―exclamó Julia tras
rellenar su siguiente trago―. ¿Quién de ustedes va a bailarle a la
cumpleañera? Sé que Flag baila muy bien ―dijo en tonito pícaro y le guiñó
un ojo.
―Puede escoger ―respondió Dave―. Flag no es el único que sabe
bailar.
―Rock es una buena opción ―canturreó Angel mirando al techo, con
un amago de sonrisa maligna―. Tengo entendido que lo hace muy bien, si
le preguntaran a la chef Jane seguro dice que sí.
Todos se rieron ante el comentario, incluso Keith lo hizo.
―Pues ven y siéntate aquí ―le indicó Ana a Pris, Carmen se acercó al
equipo de sonido y empezó a sonar Sexy Bitch de David Getta y Akon.
Priscilla se acomodó en la silla, casi se sintió como en su despedida de
soltera, tuvo una punzada de vergüenza con ese recuerdo. «Casarme lo
arruinó todo» pensó con amargura.
Ana se inclinó sobre su hombro cuando se sentó, le dio un beso en la
mejilla y susurró a su oído:
―Lo que pase esta noche entre estas paredes quedan entre nosotras,
nadie dirá nada… ni siquiera Lydia.
Esa simple sentencia fue suficiente para romper cualquier resistencia.
Esa noche eran solo ellas y los sexys pastelitos del Bon Appétit; si quería
hombres más confiables para llevar a cabo sus fantasías, no iba a conseguir
mejores.
Rock se movía al ritmo de la música, incluso Lydia silbaba aupando el
espectáculo. Priscilla se mordía el labio inferior a medida que la tela
desaparecía e iban surgiendo los músculos del abdomen y torso; Keith tomó
las manos de la pelirroja para deslizarlas por todo su torso, se colocó sobre
sus piernas, estando muy cerca de su alcance, moviendo su pelvis de
adelante hacia atrás, imitando un movimiento sexual.
Cuando la música se acabó y la siguiente empezó, Priscilla miró en
derredor, tuvo que contener la risa, porque en uno de los sofás, Ana y
Nathan se estaban enrollando sin discreción. Su amiga ya tenía los pechos
al aire, mientras el gigoló se afanaba con sus pezones, pasando de uno a
otro alternativamente. Rock fue sustituido por una piel bronceada, Julia
tenía razón, el chico latino bailaba con mucha pasión y movimientos
sensuales. Esa vez la canción fue más larga, lo suficiente como para que
Flag quedara en ropa interior. La tercera canción fue la que desató el
desmadre, Priscilla recordaría esa noche por el resto de su vida.
Arrow tomó su lugar frente a ella, la diferencia a los anteriores es que él
ya solo lo cubría un bóxer de color negro, su ropa había desaparecido a
manos de Julia y algo estuvieron haciendo porque por sobre el elástico del
interior se asomaba un glande hinchado y rosado que empezaba a brillar por
los fluidos que delataban su excitación.
Las cosas subieron de intensidad de un minuto a otro, entre risas y
provocaciones, cuando la verga erecta salió de su prisión y la tuvo delante
de ella, la pelirroja respingó, liberando una sonrisita nerviosa. Arrow se
tomó su miembro con una mano, mientras con la otra se apoyaba en su
codo, parecía provocarla, acercándola hasta sus labios como si quisiera
rozarlos con su piel húmeda y sonrosada.
Los gemidos femeninos la distrajeron por un segundo, Carmen estaba
abierta de piernas en el sofá, y entre ellas, Angel se encontraba afanado con
su lengua. Arrow estaba ocupado con ella, así que Julia no perdió el tiempo,
tomó a Keith de la mano y entre baile y baile, terminó de espalda a él,
apoyada en la pared, afianzando sus tacones en el suelo con firmeza
mientras recibía los embates de las caderas de Rock.
Priscilla se percató de que toda la situación se había salido de control, ni
siquiera veía a Lydia y a Flag, solo quedaba Dave, que observaba las
escenas con una sonrisita de suficiencia en su linda boca morena.
Tal vez no tuviese otra oportunidad como aquella, porque en el fondo,
por su propia cuenta no llegaría a ese punto de contratar a tres hombres para
tener sexo a la vez; además era excitante ver cómo sus amigas sucumbían a
la densa y sensual atmosfera que se había creado.
La música continuaba sonando, acordes cadentes que parecían
electrificar todo a su alrededor, sin detenerse a permitir que la acosara algún
pensamiento, contuvo a Arrow de las caderas y abrió la boca, invitándola a
invadir su interior con aquel mástil erguido que se le antojaba apetitoso. Él
entendió de inmediato, así que complació a la mujer que esperaba su
movimiento con mirada hambrienta. Calvin se metió hasta el fondo, lo hizo
despacio, dejando que la lengua tibia acariciara toda su longitud a medida
que iba llegando más adentra.
Priscilla tomó el control, no le importó que su mandíbula se tensara, ella
quería sentir la verga gruesa y venosa alcanzando su campanilla; sobre el
sonido de la canción del equipo se escuchaban los gemidos acompasados de
sus amigas, provocando en ella un ardor que crecía a cada segundo. Las
manos juguetonas de Arrow liberaron sus pechos, pellizcaron sus pezones
haciéndola gemir con fuerza cuando todavía estaba alojado en el fondo de
su garganta, la vibración le hizo gruñir con gravedad, un estremecimiento se
esparció por todo su cuerpo, amenazando con hacer que se corriera.
Ella lo liberó chorreando su saliva por la comisura de su boca, Priscilla
sentía su interior palpitar de necesidad, estaba hirviendo de deseo, liberada
de cualquier prejuicio, esa noche solo era una criatura que deseaba
sumergirse en las sensaciones placenteras que su cuerpo clamaba a gritos.
Con los labios algo hinchados y el labial un poco corrido, miró a Arrow
a los ojos, que a su vez la observaba con una sonrisita pervertida que le
generó un escalofrío.
―Lo quiero a los dos ―musitó con voz ronca―, a ti y a él ―señaló a
Dave.
El aludido se dio cuenta que lo miraban, se puso de pie y a medida que
se acercaba se iba despojando de la ropa, dejándola en el camino. Priscilla
suspiró cuando dos moles de músculos torneados se encontraron frente a
ella; de entre las piernas de B-Rock se elevaba una verga grande y bien
formada, exactamente igual a la que había visto mientras los espiaba en el
baño meses atrás.
Alternó entre los penes de Calvin y Dave, chupando a uno y a otro a
intervalos, sin dejar de atender con sus manos al que quedaba abandonado.
Los gemidos de los dos hombres era una droga, también era un deleite ver
el contraste de ambas pieles, sobre todo cuando las manos de ambos
hombres acariciaban su piel que ardía como una hoguera.
―¿A cuál quieres adentro? ―preguntó Calvin.
―A los dos ―respondió con un hilo de voz. Ambos se vieron a los ojos
con un deje de sorpresa en sus miradas. Parecía mantener una conversación
silenciosa entre ellos; pocos segundos después, Arrow asintió y la hizo
ponerse de pie, tomándola de una mano con gentileza, dirigiéndola hacia el
sofá que quedaba libre.
Mientras el rubio se tendía sobre los cojines claros y se ponía un
preservativo, el de piel oscura iba desnudando a Priscilla, ella jadeaba ante
las caricias, las manos grandes que la despojaban de la tela y le sacaban la
tanga empapada de entre sus piernas. B-Rock iba regando besos y
mordisquitos por su paso, erizando cada poro de su cuerpo.
Pris vio el miembro erecto de Calvin, esperándola imponente para que
se sentara sobre él; ella abrió las piernas y se colocó a horcajadas sobre las
caderas del rubio, se dejó ir despacio, con suavidad, estremeciéndose a cada
milímetro que iba entrando en su interior; gimió al sentirlo en su vagina,
abriéndola en dos de tanto placer. Siseó cuando sus pelvis se tocaron,
aquella verga la llenaba por completo.
El vaivén empezó, la pelirroja movía sus caderas al compás de un
sonido que solo ella podía escuchar y era la melodía de su propio placer.
Calvin la sostenía de la cintura, a ratos la atraía hasta sus labios para
mordisquear los pezones que se mantenían duros ante los estímulos. Dave
se había colocado al borde del sofá, al alcance de la boca de Priscilla, que
no perdía ocasión para lamerlo y chuparlo, dejando al hombre debajo de
ella para que se moviera.
A ratos se sentía una muñeca en manos de ellos dos, Dave la sostenía de
las mejillas y movía sus caderas con fuerza, solo se detenía cuando ella
boqueaba pidiendo aire; la pelirroja en ningún momento le pidió que se
detuviera, parecía que entre más rudos eran, más disfrutaba del momento.
Priscilla sintió un calor abrasador arremolinándose en su vientre,
esperando para explotar y expandirse más allá de su cuerpo, arrasando con
todo dentro de sí. Sus caderas perdieron el control, su voz se explayó en el
espacio, clamando a Dios por aquellas sensaciones que estaban nublando
sus sentidos, estremeciéndola desde la coronilla hasta los dedos de los pies.
El orgasmo fue demoledor, cayó sobre el pecho de Calvin, jadeante y
sudorosa. Tembló al sentir en su interior la verga enhiesta y poderosa, se
sentía satisfecha y con ganas de más. Ciertamente era muy fácil volverse
adicta a esas emociones, a la descarga de adrenalina y a la satisfacción.
―¿Aún quieres sentirnos a los dos adentro? ―preguntó Arrow en su
oído. Priscilla se elevó un poco para poder verlo a los ojos y sonrió.
―Claro que sí ―respondió con seguridad.
Fue entonces cuando sintió los dedos juguetones que empezaban a bajar
alrededor de sus nalgas, se colaban un poco más allá entre sus muslos y
usaban su propia humedad para empezar a lubricar la estrecha entrada que
pronto sería profanada.

۞۞۞۞۞۞۞
Ana sentó a Priscilla en medio de la sala para que el espectáculo
empezara; aunque estaban de buen humor, todavía había cierta reserva en
todas ellas, a pesar de que sabían a que iban esa noche, aún quedaba algo de
vergüenza en las brujas.
Nada que no se derribara con el suficiente alcohol.
Se acercó a Lydia que conversaba con Flag, supuso que era porque de
todos ellos era el que le parecía más inofensivo. Pidió otro trago al
cantinero de la noche que le sirvió su coctel con una sonrisa de casanova en
los labios mientras hacía algunos malabares para impresionarlas.
―Al menos te estás divirtiendo ―le susurró Ana a Lydia. Ella asintió
entusiasmada y con un leve rubor en las mejillas.
La música continuaba, ambas mujeres se quedaron viendo el
espectáculo que daba la imponente fisionomía de Rock, a medida que se
despojaba de la ropa.
―¿Harás algo con alguno? ―le preguntó Ana de forma discreta. Lydia
se puso mucho más colorada y negó con la cabeza.
―No creo, querida ―confesó con una risita―, pero lo estoy pasando
tan bien que bien vale la pena verlas haciendo sus locuras. Jamás había
hecho esto, es lo más alocado que he hecho alguna vez.
Ana asintió ante sus palabras, todas ellas habían estado jugando a vivir
la vida de forma correcta aunque fuesen infelices. Se preguntó qué estaría
haciendo Ernest en ese momento, la mañana del viernes había viajado de
vuelta a Florida, pero para ese momento, le importaba cada vez menos.
Pensar en su esposo la hizo sentirse un poco miserable y amargada,
emociones que no eran apropiadas para al lugar ni la situación. Se alejó en
dirección a Nathan y sin decir nada, se sentó a horcajadas sobre sus piernas,
empezó a besarlo con furor, moviendo su pelvis de forma libidinosa para
provocarlo.
Realmente no le tomó mucho, Tank respondió de forma inmediata,
sosteniéndola de la cintura, dejando pequeños chupetones en su cuello y
debajo de su mandíbula. A Ana no le importaba lo que hicieran las demás,
de hecho, esa noche la estaba pasando bien, la estaba disfrutando y no
deseaba arruinarla con sus propias pretensiones sobre lo que estaría
haciendo su esposo y con quien.
Por suerte, ese hombre debajo de ella tenía una cualidad casi
terapéutica, y si no estuviese pagándole, era probable que buscara seducirlo
para tener exactamente lo que tenían. Claro que habría involucrado
sentimientos, algo que en ese momento no tenían; aunque lo que más le
gustaba era la confianza. Ana confiaba en Nathan.
Le preguntó al oído si no quería ir a algún lugar más privado, Ana le
respondió que no importaba, mientras él mantuviera a los demás lejos de
ella, estaba bien. Tank comprendió que esa noche era para desinhibirse y
hacer locuras, algo que podía darle con gusto.
Empezó por estimular sus senos, liberándolos del vestido, amasándolos
con delicadeza mientras sus lenguas se trababan en una lucha sin cuartel.
Tank empezó a sentir cómo crecía su erección, presionando contra el sexo
delicado de Ana que se cubría apenas por una tanga. Tomó entre sus dientes
uno de los pezones, duros como piedras ante la excitación de todo el lugar;
era imposible no ceder ante los impulsos cuando en la sala los embriagaban
los aromas del deseo.
Su dedo índice bajó entre la falda del vestido, colándose dentro del
lugar acuoso que se escondía detrás de sus dulces labios externos. Los
introdujo muy profundo, haciéndola gemir dentro de su boca. Se embebió
en su deseo, en las caderas que se movían de forma escandalosa para que su
dedo llegara más adentro; pero Tank tenía otros planes, así que lo deslizó
hacia arriba, rodeando el hinchado clítoris que clamaba por atención.
Ana gimió, ese maldito hombre sabía cómo prenderla y volverla
gelatina temblorosa entres sus manos, deseaba sentirlo dentro, llenándola y
moviéndose para que la impulsara a la cima; se lo hizo saber, demandante y
sensual, que la penetrara, que la poseyera, que se lo metiera bien adentro y
que no se lo sacara hasta que ella alcanzara el cielo.
Tank también quería lo mismo, así que como pudo, maniobró para
sacarse la verga de entre el pantalón y colocarse un condón. Ana apenas
dejó que terminara, porque desbocada y salvaje se abalanzó sobre la
erección hasta tenerla hasta el fondo.
El vaivén empezó, él la embestía desde abajo y ella iba a su encuentro;
Ana se aferraba a su cuello, sintiendo los dientes de Nathan mordisqueando
con suavidad su piel, gruñendo y jadeando al borde de su oído, alimentando
su excitación, empujándola al orgasmo que surgía desde el centro de su ser,
que parecía que él podía alcanzar con extrema facilidad.
Jadeó cuando sintió que el aire le faltaba, por un instante el mundo dejó
de existir y un intenso orgasmo se desbordó de ella, arrasando incluso con
él. Ana lo apreció por completo, la verga envarándose dentro de su vientre,
hinchándose un poco antes de explotar también, a la par, acompasándose al
ritmo de sus cuerpos para descubrir el placer de un clímax compartido.
Cuando se despegó de su cuerpo para respirar con calma y evitar esa
extraña intimidad que se estaba formando y que no debería existir se
percató de dos cosas: sus otras amigas habían empezado la faena. Julia se
desplomaba en el suelo de forma teatral, jadeando y gimiendo su orgasmo
como si hubiese sido el descubrimiento del significado de la vida, y Carmen
sostenía a Angel contra ella, cruzando sus tobillos sobre las lindas nalgas
del chico, que parecía estar en la gloria.
Sonrió ante el espectáculo de Priscilla, que en ese momento dejaba
escapar un gemido, mezcla de dolor y placer, mientras B-Rock, con todo el
cuidado del mundo, se iba introduciendo en su culo, centímetro a
centímetro.

۞۞۞۞۞۞۞
Durante un rato vio todo sin dar crédito a lo que observaba. Estaba
excitada, cohibida y sorprendida a partes iguales. No sabía si era que sus
amigas eran más jóvenes y desinhibidas, pero a pesar de que no estaba de
acuerdo del todo con eso de ser infieles, definitivamente había una cualidad
de aventura que podía ser interesante.
Cuando la situación escaló a algo más obvio y gráfico, se alejó hacia le
mesa que improvisó la barra de Flag, tomó una botella de bourbon y un
vaso, luego se escabulló a la habitación que parecía que nadie iba a usar.
Se acercó a la puerta del balcón y abrió de par en par para sentir el
fresco de la noche, las luces de Las Vegas se percibían con claridad; a pesar
de ser las dos de la mañana la ciudad parecía hervir de vida.
La puerta se abrió y Lydia se escondió en el balcón, el departamento era
amplio, pero de pocas estancias y lo cierto era que no había hacia dónde
más huir.
Tras unos minutos de no escuchar los sonidos característicos del sexo se
atrevió a asomarse a la habitación, Oscar estaba allí, poniéndose el
pantalón.
―¡Ah, hola! ―la saludó con cortesía.
―Hola ―respondió ella tímida―. ¿Qué haces aquí? ―inquirió con
curiosidad.
―Vine a usar el baño ―señaló la puerta abierta―. No quería cortarle la
inspiración a nadie en la sala ―soltó una risita―. Ahora no sé si quiero
volver, la situación está muy intensa allá afuera.
―Ni que lo digas ―asintió Lydia.
―Por un momento pensé que no iba a terminar así ―confesó él,
colocándose la camisa―, pero bueno, uno nunca sabe ―soltó una carcajada
y se acercó al balcón, situándose al lado de la mujer―. Ni siquiera en la
universidad he visto fiestas tan intensas.
Los dos rieron ante esa afirmación.
―Yo nunca había hecho nada de esto ―le tocó el turno a ella de
sincerarse―. Esto es lo más loco que he hecho en toda mi vida. Se siente
malo y a la vez, divertido.
―¿Por qué es malo? ―preguntó él con curiosidad, en realidad no
esperaba esa apreciación por parte de alguna de las mujeres del
Aquelarre―. Todo es consensuado, nadie obliga a nadie.
Lydia asintió pensativa.
―No digo que se malo como tal, pero se siente así ―explicó―. Tal vez
sea mi crianza, o el hecho de que jamás le he sido infiel a mi esposo ni con
el pensamiento, o que soy una jodida insípida ante todo ―sonrió con
tristeza―. No hago nada fuera de lo común y mi matrimonio y familia es
el epítome de lo común y aburrido.
―No te creo ―le contradijo Flag―. Todos hemos hecho algo loco
alguna vez en la vida.
―Yo no ―le aseguró ella sin dudar―. He estado con el mismo hombre
toda mi vida, siempre hacemos lo mismo, e incluso con mis amigas,
siempre vamos a los mismos sitios a hacer las mismas cosas ―suspiró―.
La verdad es que esto es lo más loco que he hecho, se siente excitante y a la
par como que no debería hacerlo.
―Pero nunca has contratado a alguno de nosotros, ¿verdad? ―preguntó
Oscar. Lydia negó con la cabeza―. Eso es bueno, significa que estás
satisfecha con la vida sexual de tu pareja.
Lydia se encogió de hombros.
―Mi vida sexual es tan aburrida como el resto de mi vida ―sentenció
con algo de tristeza―. Pero es que también yo soy bastante cobarde.
Flag rió ante ese último comentario. Negó con la cabeza sin dar crédito.
―¿Entonces por qué no aprovechas de hacer algo loco esta noche? ―le
increpó con suavidad―. Es el mejor momento, ninguna de ellas va a hablar
jamás y estás en un entorno seguro. Te mereces por lo menos una buena
noche de sexo salvaje y divertido en tu vida.
Lydia se puso roja como un tomate, la forma en que ese chico le hablaba
con tanta seguridad la hacía sentir más patética.
―La verdad es que no podría hacerlo así, en frente de todos ―asumió
tras darse un trago de su vaso casi terminado.
―Pues si quieres te puedo ayudar, aquí entre los dos, encerrados en este
cuarto ―le ofreció con tanta naturalidad que Lydia empezó a sofocarse y
toser.
―¿Hablas en serio? ―preguntó con un hilo de voz. Él asintió.
―Si esta es la única oportunidad de hacer una locura, ¿qué mejor que
tener sexo con un hombre mucho menor que tú en una fiesta sexual
desaforada? ―le guiñó un ojo con picardía.
La mujer sopesó la situación por unos instantes, lo cierto era que tenía
razón, si había una oportunidad para liberarse y hacer algo de lo que
probablemente se iba a arrepentir, era esa; tenía cuarenta años libres de
historias bochornosas o de secretos que llevarse a la tumba. Aquello podía
ser memorable por ser parte de la locura de sus amigas o inolvidable,
entregándose a sí misma a hacer algo que jamás había hecho.
―Creo que tienes razón ―musitó tras unos minutos en silencio.
Oscar asintió comprensivo y se alejó hacia la puerta de la habitación, sin
decir nada, pasó el seguro y volvió hasta el balcón, donde le tendió una
mano galante a la mujer.
Lydia sentía su corazón latir a mil revoluciones por segundo, una parte
de ella gritaba que no era correcto y que no tenía motivos para hacer eso;
otra clamaba que al fin iba a hacer algo fuera de la perfecta línea que era su
vida. Fuera como fuese, ya estaba allí y no iba a echarse hacia atrás.
Las manos de Oscar la despojaron de la ropa, dejándola únicamente con
los zapatos de tacón. Él fue besando cada centímetro de piel de sus piernas,
susurrándole que era hermosa y sexy. No perdió tiempo para meterse entre
sus piernas, Lydia se estremeció cuando la lengua de ese chico ―que era
todo un hombre―, se deslizó a lo largo de su sexo, deteniéndose en su
entrada para penetrarla con su apéndice, y luego subir hasta el clítoris, del
cual se adueñó entre sus dientes, causándole un dolorcito placentero que la
hizo estremecer.
Ella no había disfrutado jamás del sexo oral, lo hacía a su esposo de vez
en cuando, pero él no a ella; era una delicia; sentir cómo la piel se le erizaba
ante cada roce de la lengua, como si miles de diminutos alfileres se le
clavaran en cada poro para descargar electricidad directo a cada célula y
hacerla estremecer. No es que no hubiese tenido un orgasmo antes, porque
sí lo había experimentado, no solo por masturbación sino que su esposo le
había dado varios a lo largo de su matrimonio, pero no podía negarse que su
actividad sexual seguía un guión bien estructurado donde el sexo oral para
ella no estaba incluido.
Las piernas le temblaron cuando el orgasmo explotó en su interior, Flag
en vez de retirarse, recibió las oleadas de sus jugos y los bebió todos;
abarcó con toda su boca su entrada, procurando que nada se escapara de él.
Lydia suspiraba de dicha, con los ojos cerrados, sintiendo como su mente se
fragmentaba y volvía de nuevo a unificarse bajo las sensaciones
desconocidas.
Sintió el peso de un cuerpo sobre el lecho, unas manos poderosas que la
tomaban de la cintura, ella se dejó guiar, siento plastilina entre sus dedos.
Flag la puso a gatas sobre el colchón, se posicionó detrás de su cuerpo y de
un solo envión se alojó en su interior.
Lydia jamás había oído esos sonidos lascivos salir de su boca, Cole
tenía una polla más que respetable pero nunca la había usado del modo en
que ese hombre lo hacía. Sus pieles sonaban al chocar, cada gruñido de Flag
era acompañado por los gemidos sensuales de ella. Lydia sentía que ese
chico la iba a partir en dos o en cuatro y con que gusto, nunca había sentido
nada tan grande que a la vez la hiciera disfrutar. Las embestidas subían de
intensidad, y con ellas también crecía el placer en su interior, uno diferente
al anterior, este se construía lento y constante, no iba a asaltarla por sorpresa
como el otro.
Oscar enredó su mano en el cabello de la mujer, tenía una linda cintura
y en esa pose se veía hermosa. Tensó su cuello y su espalda, ella siseó de
gusto por aquel gesto rudo, lo que lo impulsó a embestirla con más ahínco.
Podía sentir el peso en sus testículos, los escalofríos que subían por sus
muslos para concentrarse en su vientre y explotar en su verga dentro de
aquella vagina estrecha que lo recibía voraz.
Su otra mano bajó por la ingle femenina, él sabía que su orgasmo estaba
próximo y quería que ella sintiera de nuevo el inminente placer del buen
sexo. Su clímax anterior había sido glorioso, una entrega sin medidas que él
supo valorar y paladear. Así que sin contemplaciones la hizo enderezarse,
mientras que su mano libre la toqueteaba de forma lasciva entre las piernas,
castigando inmisericorde aquel botoncito hinchado y rosado que sobresalía
de entre los labios hinchados.
Lydia sentía su cuerpo a punto de cortocircuitar de tantas sensaciones.
El dolor de su cuero cabelludo no era desagradable, maximizaba el roce
placentero de su sexo aunque no entendía cómo. Aquellos dedos mágicos
parecían tocar una melodía desconocida, como si ella fuese una guitarra y
los acordes escaparan de su boca, gemidos y jadeos, gruñidos masculinos
que reverberaban cerca de su oído y la hacían estremecer.
El orgasmo fue como un volcán haciendo erupción, incluso sintió el
instante en que la verga que la atravesaba se inflamaba y se desbordaba,
juntos corrieron hasta el borde y saltaron a la lava, se derritieron en un
segundo y al siguiente se recompusieron en medio de los ecos de sus
sonidos de placer. Lydia cayó en la cama satisfecha, temblorosa, ida.
Sabía que cuando todos sus pensamientos dispersos volvieran a la
normalidad se iba a sentir muy culpable, pero por ese instante, por esa
fracción de tiempo indeterminado, se sintió plena.
Nunca había imaginado que el sexo pudiese ser tan liberador y
divertido.

۞۞۞۞۞۞۞
Priscilla sintió un ardor desgarrador cuando B-Rock se deslizó por su
recto, a pesar de ir con cuidado y paciencia, ella deseaba sentirlo todo de
una sola vez, así que sin esperarlo, movió su cadera y se clavó a sí misma
aquella vara oscura y pecaminosa.
Los dos hombres abrieron los ojos sorprendidos, Arrow le preguntó si
estaba bien, ella asintió en silencio, disfrutando de un aspecto algo
masoquista que no había contemplado. Comenzó a mover su cuerpo solo un
poco, el hombre debajo de ella gimió porque con su entrada trasera llena y
todo se volvía más estrecho. Sin darse cuenta sus embates se hicieron más
rápidos, a medida que el placer la recorría como lenguas de fuego que
quemaban cualquier pensamiento racional; las escenas de la película porno
quedaron atrás, abrasadas por lo que estaba experimentando en carne
propia.
B-Rock entraba y salía a buen ritmo, penetrándola con firmeza,
sosteniéndola de las amplias nalgas para poder rozarse con libertad. Arrow
iba a destiempo, allí cuando el hombre oscuro se alejaba, él venía de
regreso. El vaivén la estaba enloqueciendo de placer, y Priscilla no iba a
negarlo.
Escuchó los gemidos de Julia, abrió los ojos en el preciso momento en
que su cuerpo perdió el control y la fuerza y se dejó caer al suelo, jadeando
y con una sonrisa en los labios. Keith la observaba con una risita en su
semblante, también con su polla dura enfundada en un preservativo
envuelto en los fluidos de su amiga.
Le siseó para que la mirara, Rock lo hizo de inmediato y entendiendo lo
que ella quería, se acercó hasta ellos tres, sacándose el preservativo en el
camino. Pris se relamió de gusto, sin contemplaciones la engulló con
glotonería, sintiendo cómo estaba entraba y salía de su boca, alojándose
hasta el fondo.
Era una mujer sucia, perversa y feliz. Nunca se había imaginado capaza
de ser tan golosa, pero definitivamente esa experiencia era una que podría
repetir.
Su cuerpo era sostenido por tres pares de manos, había dejado de notar
quién pellizcaba sus pechos, o quien chupaba sus pezones, o que mano le
daba nalgadas. Priscilla era en sí misma un órgano sexual, sensible a
cualquier estímulo y dispuesta entregarse a esos placeres. Imaginarse en un
futuro no muy lejano haciendo lo mismo le generó un cosquilleo peculiar,
uno que anunciaba que el orgasmo estaba cerca, que no faltaba casi nada,
que pronto encontraría ese punto en medio de la inmensidad y que solo
alcanzaba cuando el clímax la impulsaba; verse envuelta entre los brazos de
esos tres hombres atractivos, sabiendo que estaba siendo penetrada por
todos sus agujeros, pudo más que ella y explotó.
Sus músculos internos se contrajeron en un solo espasmo violento,
Arrow jadeó perdiendo el control buscando alcanzar la liberación ansiada
que tenía reteniendo desde hacía unos minutos. Los gemidos guturales de la
mujer reverberaron en el tronco y glande de Keith, que después de Julia no
le faltaba mucho para alcanzar el orgasmo. Quiso alejarse de ella para no
llenarle la boca de su simiente, pero Pris lo apretó de las nalgas con una
mano y se bebió todo lo que él tuvo para darle. Para B-Rock, el espectáculo
fue más que suficiente, su pene se hinchó un segundo y al siguiente expulsó
todo, bufó de desesperación, porque aquella sensación tan apretada y
placentera no la había sentido antes.
Priscilla se desplomó sobre el sofá, ensartada aún por los dos hombres
que comenzaron la faena con ella, buscaba desesperada recuperar el aliento.
En ese instante se dio cuenta que nada iba a superar esa fiesta de
cumpleaños y que podía volverse adicta a esas emociones extremas.
Definitivamente iba a repetir con esos hombres, ¡joder! Si aún le daban
chance, estaba dispuesta a recibir a los otros tres.
Sin embargo, sin darse cuenta, el cansancio se apoderó de ella, como
una manta cálida y deliciosa que la cobijó con suavidad, cuando despertó
estaba en la cama de la habitación, afuera olía a café y la mañana se colaba
por las cortinas del cuarto.
Suspiró, aunque no supo en que instante había acabado su noche de
chicas, algo era seguro:
Había tenido la mejor fiesta de cumpleaños de su vida.
21 | En guerra avisada…

La fiesta de Priscilla fue un hito para las mujeres que componían al


Aquelarre. Pero, a pesar de las precauciones tomadas por Ana, había ojos
atentos a una de ellas.
Hay un dicho que dice que el ladrón juzga por su condición, Héctor
Rodríguez empezó a dudar de Julia desde aquella vez en que, por cuenta
propia, declinó ir a la fiesta de su familia. Al principio lo achacó a algún
tipo de madurez por la edad, pero viendo que seguía derrochando sin parar,
decidió que esa ‘indiferencia’ podía ser por otra cosa.
Héctor contrató a un detective privado para que la siguiera, este la
persiguió en las sombras durante varios días sin conseguir evidencias
concluyentes de que Julia Fisher-Rodríguez estaba siendo infiel, y aunque
el magnate aceptó los resultados, no estaba convencido.
Sus hijos habían mencionado que su sobrino Andrés estaba interesado
en su esposa, pero conociendo a Julia descartó esa posibilidad porque a ella
no le gustaban los hombres jóvenes. Sin embargo, ese gasto continuo en sus
cuentas, que podían llegar a ser hasta cinco mil a la semana, era
sospechoso.
Más cuando Julia parecía menos amargada que de costumbre, pesada e
indiferente a sus andares.
Un segundo detective privado ―contratado para la ocasión― le entregó
justo lo que necesitaba, es que él sabía que algo estaba pasando y no se
llegaba al lugar en el que él se encontraba sin hacer caso a esa intuición. La
pregunta que rondaba en su cabeza era simple: ¿Eran las amigas de Julia
cómplices de la infidelidad de su esposa?
El detective le explicó que las siguió toda la noche hasta llegar al
edificio dónde se iban a reunir, no hizo nada fuera de lo común, ellas
llegaron solas y lo único que faltaba por confirmar era si ese hombre que
aparecía en las fotos era su amante o algo de la ocasión. No le importaba,
tampoco era imperativo confirmar si las otras zorras estaban o no al tanto,
él tenía las pruebas y era lo único que necesitaba.
Días después la información llegó, las fotos del hombre estaban bien
nítidas y a plena luz del día, resultó que el tipejo era un simple camarero del
restaurante al que iba todos los jueves con sus amigas. No tuvo que sumar
dos más dos, todo parecía indicar que las viejas esas habían pedido un
catering para la “noche de chicas” y Julia había aprovechado de verse con
su amante, pidiéndole a las demás que lo contrataran específicamente a él.
Enfurecido, aunque no tuviese la mejor relación con su esposa, Julia era
su mujer y a él no le gustaba que nadie tocara lo que era suyo por ley. Y por
si fuera poco, menos alguien que era un muerto de hambre que seguro
usaba a la estúpida de su mujercita por dinero.
En primera instancia no lo pensó, porque lo cegaba la ira, así que
contrató dos matones para darle una lección al imbécil ese. Salieron esa
tarde, después de que le confirmaran que su hora de entrada era a las tres de
la tarde. La providencia les sonrió, vieron a Keith bajar de una motocicleta
después de aparcarla en un estacionamiento cercano al restaurante. Mientras
él se acercaba caminando, concentrado en su teléfono celular, los dos
hombres lo rodearon y de un solo empujón lo desviaron al callejón lateral
por el cuál, los negocios de esa cuadra ―incluido el Bon Appétit― recibían
sus entregas o dejaban sus desperdicios para que el camión de la basura los
recogiera en sus contenedores.
Rock recibió el primer golpe en la boca del estómago que lo dejó sin
aire e hizo que se doblara sobre sí mismo. Una risa masculina se escuchó
frente a él, lo que le permitió ubicarse mejor en el espacio, permitiendo que
todos los años de entrenamiento y experiencia en la lucha, le ayudaran a
asestar los dos primeros golpes.
―Maldito, hijo de perra ―siseó Héctor al verlo cuadrarse para recibir
los ataques, esquivarlos y devolver los golpes para mantener a raya a sus
agresores.
Decidió tomarlo por sorpresa y conectó un puñetazo al rostro, que dejó
a Rock aturdido, los otros dos aprovecharon para caer sobre él y mientras
uno lo sostenía el otro repartió golpes a discreción.
―Esto es para que te sigas metiendo con mi mujer, imbécil ―advirtió
Héctor, sosteniéndolo por el cabello. Le asestó otro golpe, esta vez en la
nariz, haciendo que un chorro de sangre le manchara los nudillos.
Los golpes continuaron por un par de minutos, Héctor sonreía con
satisfacción al ver lo que iba quedando del camarero. Lo sorprendió el
sonido de la puerta que se abría, y a pesar de que se volvió para ver quién se
aparecía en ese momento en el callejón, no fue lo suficientemente rápido y
lo único que alcanzó a ver fue un reflejo plateado que se acercó de forma
peligrosa a su cuello.
Jane los miraba como una fiera enfurecida, a pesar de que era más baja
que él, la mano no le temblaba ni un ápice, sostenía el cuchillo con tanta
fuerza que los nudillos se iban poniendo cada vez más blanco, inclusive su
rostro estaba pálido, pero sus ojos denotaban tal firmeza que Héctor supo
que no iba a ser fácil librarse de ella.
―Si te mueves solo un poco te cortarás la carótida y de desangrarás en
un instante ―amenazó con voz fría―. Mis cuchillos cortan hueso, créeme
que la delgada carne de tu cuello será mantequilla.
―Mire, chef ―dijo Héctor con una inflexión burlona que no pudo
contener debido al miedo, podía sentir el frío helado del filo sobre su piel,
incluso algo de dolor, lo que significaba que ya lo había herido y cualquier
movimiento que hiciera, por más leve, iba a cortarlo―, este es un problema
entre este pendejo y yo, mejor entre de nuevo a su cocina y siga cocinando.
―Si es entre usted y él, entonces no veo por qué tiene dos idiotas
golpeándolo ―respondió ella con frialdad―. Tener mi cuchillo en su cuello
es solo un poco de balance, me parece a mí.
Jane no se amilanó ante la mirada enfurecida del latino, Héctor
mantenía las manos abajo y procuraba no respirar con fuerza a pesar de
sentir el corazón martilleándole en el pecho.
―Por lo que yo veo ―dijo la chef Jane viendo de reojo a los hombres
que observaban la escena atónitos―, usted les dice a sus hombres que
suelten a mi amigo y se largan y entonces yo no le rebano el cuello.
―Héctor tragó saliva cuando vio la leve sonrisa en los labios de la mujer.
―Ese imbécil se revuelca con mi mujer ―gruñó él.
―Entonces arréglalo con tu mujer, tal vez no le estás dando lo que
necesita que tuvo que buscarlo por fuera ―contestó Jane―. Es tu jodida
culpa, imbécil. No de él.
Héctor apretó los dientes.
―¡Mira, puta! ―empezó, pero se contuvo al sentir como el cuchillo se
deslizaba por su cuello un par de milímetros.
―Yo siendo tú, me cuidaría mucho de cómo te diriges a la puta que
tiene un cuchillo sobre tu cuello ―le advirtió ella―. ¡¡Dile que lo suelten!!
Y luego se alejan, y si algo le pasa a mi amigo, sabré que fueron ustedes,
tengo las pruebas.
Jane hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta de donde había
salido, justo encima había dos cámaras de seguridad pequeñas, que se
disimulaban con la lámpara.
El hombre miró hacia donde apuntaba la chef, abrió los ojos
sorprendido por unos segundos y luego hizo un gesto para que soltaran a
Rock. Este cayó pesadamente al suelo, gimió de dolor cuando el golpe le
sacó el aire de los pulmones. Los dos tipos se alejaron de su cuerpo,
mirando en dirección a ella.
―Keith ―llamó Jane―. ¡Keith! ¿Puedes levantarte?
Esperó por unos segundos con el corazón en la garganta, Rock se veía
realmente mal.
―Keith, ¡levántate, maldición! ―exclamó la chef. Su amigo se
removió en el suelo y con lentitud logró apoyarse sobre sus rodillas y
brazos, avanzó en esa posición en dirección a la puerta abierta pero se
desplomó a mitad de camino.
Jane suspiró de frustración, le hizo una seña a Héctor de que se moviera
a la par que ella lo hacía, él accedió y anduvo con paso lento, atento a la
mano que sostenía el cuchillo. Jane lo obligó a rodear el cuerpo de Rock,
dejándolo detrás de ella.
―Ahora te largas ―escupió con rabia, bajando el cuchillo. Héctor se
llevó la mano al cuello de forma instintiva y vio la sangre que manchaba
sus dedos.
―Te vas a arrepentir, zorra de mierda ―le dijo en voz baja―, te
arruinaré.
―Tú hazlo y yo te arruino a ti ―le advirtió la chef―. Yo soy una mujer
que defendía a alguien, las pruebas me dan la razón. Tengo el video que lo
comprueba y amigos en la policía.
Se miraron a los ojos por un rato, ella no se intimidó por él. Héctor se
dio media vuelta y se alejó con sus hombres, desaparecieron por la esquina
del callejón, solo entonces, Jane soltó el aire que estaba reteniendo, y corrió
a socorrer a Keith.
Cayó de rodillas a su lado, las lágrimas nublaban su vista, pero eso no
impidió que empezara a llamarlo con desesperación; tomó un paño de su
bolsillo, comenzó a limpiar la sangre de la cara de Rock, suspiró de gusto al
oírlo gemir de dolor, significaba que estaba consciente.
Sacó su teléfono del bolsillo, le marcó a Joe ―que por alguna razón
desconocida no había llegado aún― y esperó con el corazón al borde del
colapso a que respondiera.
―Necesito llevar a Keith al hospital, Joe ―gritó al aparato―. ¡¡Es
urgente!! ¿Dónde mierda estás?

۞۞۞۞۞۞۞
Héctor entró en su casa hecho una furia, encontró a Julia en la sala,
sentada en el suelo jugando con Clara a las muñecas.
―Clara, hija ―llamó con voz atronadora―, ve a tu habitación, ahora.
―Pero, ¿por qué, papá? ―preguntó la chiquilla mirándolo asustada, no
había hecho nada malo para que su padre la tratara de ese modo.
―¡¡Vete ya!! ―le gritó―. Debo hablar con tu madre.
Clara se puso de pie como si un resorte se hubiese activado. Corrió
rumbo a su habitación, sosteniendo la muñeca que tenía en las manos
mientras jugaba. Julia escuchó el sollozo de su hija, así que antes de que el
hombre que tenía frente a ella dijera algo, se paró de un salto y lo empujó
con fuerza.
―¡Pero qué te pasa! ―le increpó furiosa―. La niña no hizo nada, ¿por
qué carajos la tratas así?
―La niña no hizo nada ―le dijo él tomándola por el brazo,
empujándola contra el sillón de la sala―. Pero tú sí, zorra de mierda.
Sacó las fotos de su chaqueta y se las tiró. Julia frunció el ceño y
recogió una de las tomas donde aparecía ella, sosteniéndose de la pared y
justo detrás, estaba Rock, completamente desnudo, embistiéndola.
De forma apresurada recogió el resto de las fotos, suspiró de alivio
cuando vio que todas las fotos correspondían a ella y no estaban ninguna de
sus amigas.
―Te voy a hundir, perra ―la amenazó con voz cargada de odio―. Yo
no comparto lo que es mío, eres mi mujer, y ahora te vas a quedar sin nada,
ni siquiera vas a ver a tu hija por puta.
Julia lo vio, el rostro enrojecido y la vena palpitante en el cuello; fue
entonces que se percató de la línea enrojecida que tenía del lado derecho, y
las manchas de sangre en el doblez de su camisa blanca.
―¿Qué te pasó en el cuello? ―preguntó con calma, poniéndose de pie.
Héctor frunció el ceño, confundido por la aparente calma que su futura ex
mujer estaba demostrando.
―La zorra de la chef donde trabaja tu amante me atacó ―gruñó con
desagrado―, cuando le estaba dando una lección al imbécil de tu amante.
Julia soltó una carcajada a medida que se alejaba hasta la mesilla donde
estaba su celular.
―¿De qué te ríes, puta? ―inquirió amenazador, Héctor andaba de un
lado a otro, no esperaba esa reacción por parte de Julia.
―Pues de ti ―respondió ella con tranquilidad―. Ese hombre no es mi
amante, de hecho no tengo un amante, idiota ―explicó mientras rebuscaba
en su celular―. Ese fue un rollo de un momento, un tipo al que usé esa
noche porque andaba con ganas. ―Se encogió de hombros―. Al fin que tú
ni me tocas y yo me caliento ¿sabes? ―lo acusó con voz airada―. Pero si
quieres acabar nuestro matrimonio, bien por ti, solo que no me vas a joder
ni un poquito ―le explicó con malicia tendiéndole el teléfono celular con
una foto abierta en la pantalla. En ella se veía a Héctor con dos mujeres
entrando a una habitación de hotel―. Verás, querido ―continuó Julia,
tomando dirección a la esquina de la sala donde se encontraba una mesa,
sobre ella descansaba una bandeja con vasos y una botella de vidrio
repujado, con un líquido ambarino en él. Se sirvió en un vaso, le dio un
trago al whiskey y lo encaró con sobrada confianza―. No soy una rubia
tonta… no, corazón, yo también tengo pruebas de tu infidelidad y una
abogada de divorcios comprobada… si revisas el resto de las fotos, verás
que tienen fecha de hace dos meses, así que según el prenupcial que firmé,
me toca la mitad de todo lo tuyo…
Julia miraba la expresión atónita de su marido con expresión triunfal.
Héctor iba pasando las fotos una a una, encontrándose con pruebas de las
infidelidades reiteradas que él había perpetrado.
―Yo solo busqué por fuera lo que no me daban en casa ―escupió ella
destilando veneno―. Cuando quieras nos vemos en la corte, querido.
22 | Nada es lo que parece

La noticia de lo sucedido a Rock rodó entre la gente del Bon Appétit


rápidamente. Joe se quedó en el restaurante mientras Jane estaba con Keith
en el hospital, acompañándolo en todo el proceso de hacerse los estudios.
Exceptuando las laceraciones de su rostro, no tenía ninguna fractura, lo que
hablaba bien de su condición física y muy mal de los matones que lo habían
atacado.
Los compañeros del restaurante desfilaron por urgencias durante todo el
día y la noche, pasaban unos minutos a saludar y luego se marchaban para
no hacer bulto. La chef tenía cara de cansancio, pero se negó a apartarse de
Keith hasta que Arrow terminara su turno. La enfermera les avisó cerca de
las nueve de la noche que, debido a las contusiones, Rock debía quedarse en
observación por veinticuatro horas.
Cerca de las once se aparecieron todos, Joe le comentó que el día estuvo
flojo y que ya a las diez no había nadie, así que cerraron para pasar a ver a
Keith. Los camareros parte del servicio estaban un tanto aprehensivos, pero
la chef estaba cerrada a hablar. Accedió a salir de la habitación cuando
Calvin entró a esta, solo entonces pareció que se relajaba un poco, ya que
sintió que su amigo no se quedaba solo.
Dave los vio salir de la habitación y alejarse por el pasillo del hospital a
la zona de las escaleras; suspiró al ver la expresión en los rostros de los
chefs, aquella situación cayó como un balde de agua fría, pero no era como
si no supieran que eso podía suceder, estaba más que claro que era una
posibilidad si alguna mujer casada los contrataba.
B-Rock se encontraba sentado en las sillas del pasillo, esperando un
momento para entrar en la habitación; a pesar de que no era hora de visitas,
parecía que Joe tenía contactos por todos lados porque ellos pudieron entrar
bajo la premisa de que iban a estar solo unos minutos y luego se
marcharían. Tank y Flag cumplieron con su palabra, tras saludar y estar
unos diez minutos, se marcharon. Angel los siguió poco después, Lady-B
esperaba por Jane para irse a casa.
Él estaba atento al ascensor o a las escaleras, le había pasado un
WhatsApp a su novia Queen antes de salir del restaurante, había revisado el
teléfono varias veces desde entonces, pero era claro que ni siquiera vio el
mensaje porque las dos palomitas estaban en gris. No quería llamarla, ella
estaba de guardia esa noche, además que recientemente tuvieron una
pequeña discusión al respecto de la renta y del pago de su especialización
en enfermería instrumental.
Shirley salió de la habitación en silencio, la preocupación se notaba en
el rostro, se sentó a su lado y dejó escapar el aire quedamente.
―Keith dice que ya vino la policía, pero no entiende por qué lo
atacaron ―comentó en voz baja. Dave no quiso decirle nada, pero Joe le
advirtió a cada uno durante el día, apenas los vio―. ¿Quieres ir por un café
a la cafetería?
Lo meditó por un minuto, en realidad no quería beber nada, pero asintió.
―Vamos, tal vez vea a Queen por ahí ―explicó.
Pasaron primero por la estación de enfermería de ese piso, Dave
preguntó por su novia y una de las chicas le dijo que posiblemente estaba en
el piso inferior, descansando un poco para incorporarse en una hora.
―Vi en la pizarra que le tocaba descanso de once y treinta a doce y
treinta ―le dijo la mujer rubia―. Así que seguro la encuentras abajo.
Entraron al elevador y marcaron el piso siguiente, el viaje fue rápido y
las puertas se abrieron a un pasillo con luces tenues, Dave asomó la cabeza
para mirar en ambas direcciones.
―Vamos, yo te acompaño. ―Shirley puso una mano amistosa sobre su
hombro para que se animara.
No tuvieron que caminar tanto, apenas cruzaron la esquina encontraron
a Queen, estaba entre los brazos de un hombre con bata blanca, era alto, de
cabello liso y piel de color marrón claro. Estaban enfrascado en un tórrido
beso, tan apasionado que ninguno se percató de que tenían público.
Se despegaron un poco para respirar, su novia soltó una risita, mientras
el doctor con quien estaba, besaba su cuello juguetonamente, les dieron la
espalda y avanzaron hasta la puerta más próxima, entraron envueltos en
risas y toqueteos.
Lady-B no sabía qué decir o hacer, ella no conocía mucho a Queen, en
todos esos años la había visto en pocas ocasiones, así que no estaba segura
que la mujer de color que se escabulló con el hombre era, de hecho, ella.
Sin embargo, la reacción de B-Rock decía todo, su cara era una máscara de
vergüenza y desolación. En cambio ella, sintió como la furia irrumpía por
todo su cuerpo de un modo nada agradable.
―¿Qué quieres hacer? ―le preguntó Shirley en voz baja.
―No lo sé ―respondió él en el mismo tono―. Ya me imaginaba que
esto estaba sucediendo.
―¿En serio? ―inquirió con incredulidad.
―El suficiente para que no me sorprenda ―contestó con derrota―.
Esto solo lo confirma.
―Pues debes encararla ―espetó Shirley con firmeza―. Y terminar esa
relación de una vez… Ella te ha estado usando todo este tiempo, Dave.
El hombre la miró con tristeza, sabía que la relación con su novia había
estado en detrimento en los últimos dos años, más o menos; lo achacaba a
los horarios de su trabajo, la universidad y el empleo de él. No obstante,
todo eso fue una excusa para tapar la realidad, porque la indiferencia y la
escasa vida de pareja que estaban haciendo, era la mayor prueba de que
ellos ya no estaban en sintonía.
¿Entonces por qué le costaba tanto terminar todo aquello?
Por los sueños, Queen le había dicho que ella quería ir a vivir a Nueva
York cuando terminara la maestría, que una vez en la isla presentaría un
examen y podría dedicarse a ser lo que quería ser, una enfermera de
quirófano, lo que representaba mejor paga y menos tiempo de trabajo.
Volver a Nueva York significaba algo similar para él, tenía contactos,
experiencia, podría audicionar para algunas bandas o ser parte de la
orquesta de algún espectáculo en Broadway.
Sueños que él pudo seguir mucho antes pero que retrasó por esperarla a
ella.
Caminó con paso firme hasta la puerta y abrió sin contemplaciones. La
misma se estrelló con violencia contra la pared, Dave entró como un
vendaval, encendió la luz y encontró la escena muy clara, en primer plano.
Queen estaba con el pantalón del uniforme en los tobillos, la camisa sobre
el pecho y detrás de ella, el doctor, embistiéndola con fuerza.
Los dos saltaron por el ruido y la intromisión, el hombre puso cara de
ira y Queen de furia por verse interrumpida de ese modo, pero cuando se
volvió a verlo, su rostro perdió todo el color, los ojos se abrieron como
platos y procedió a subirse el pantalón y acomodarse el uniforme.
―Cariño, ¡esto… esto… esto no es lo que parece! ―tartamudeó
nerviosa―. ¡Te juro que no es lo que piensas!
Dave entornó los ojos y apretó las mandíbulas. No iba a hacer un
escándalo, no era justo para él rebajarse tanto.
―No estaré en casa cuando llegues ―soltó entre dientes, mirándola con
asco―. Esto se acabó.
Se dio media vuelta y salió de allí a grandes zancadas, sentía una fuerte
opresión en el pecho y los oídos le zumbaban. Se había metido en todo eso
de ser un gigolo para pagarle la universidad a su novia, para sostener el
alquiler de su departamento y ahorrar para marcharse de esa ciudad. Él
podría ser el que estuviera en una habitación de ese hospital, golpeado y
mal herido, y su novia ni siquiera habría visto los mensajes para enterarse
de lo que estaba pasando.
No miraba para los lados, ni siquiera estaba seguro de qué dirección
estaba tomando, en un parpadeo los escalones estaban ahí y al siguiente
abría las puertas batientes para entrar en la zona de emergencia.
Se sentía asfixiado, todo en su cabeza era un torbellino, se acuclilló en
una esquina para tomarse un respiro, se tomó la cabeza con ambas manos y
soltó el aire sonoramente entre los dientes.
Una mano delicada y pálida se posó sobre su rodilla, Dave levantó la
vista, encontrándose con Shirley que lo miraba preocupada. Estaba
acuclillada también, apoyándole sin decir nada, en sus ojos no se veía un
atisbo de compasión o pena, pero su mirada oscura delataba comprensión.
―Creo que necesitas una cerveza ―espetó ella en voz baja, una sonrisa
triste surcó sus labios―, o varias. Vamos. ―Le dio una palmadita en la
rodilla―. Yo invito.
Se pusieron de pie los dos, solo habían dado un par de pasos cuando las
puertas del elevador se abrieron y una llorosa Queen irrumpió en la sala. El
bullicio cubrió sus sollozos, pero cuando los vio alejándose hacia la salida,
corrió hacia él y lo tomó de los brazos.
―Amor, no es lo que parece ―le dijo con voz lastimera―. Esto ha sido
una cosa de una sola vez, cometí un error, no va a volver a suceder ¡Te lo
juro!
―Suéltame, Queen ―pidió él sin mirarla, Shirley notó que él estaba
conteniéndose para no gritarle.
―Bebé, por favor, tienes que escucharme ―insistió―. ¡¡Mírame!!
Vamos, D. ¡¡Mírame, bebé!! ―chilló con fuerza, buscando ponerse frente a
él. B-Rock la esquivaba, no quería mirarla a la cara, estaba furioso y
decepcionado.
―He dicho que me sueltes, Queen ―repitió zafándose de ella―. Lo
nuestro se acabó, ¡se acabó hace tiempo pero no quise creerlo! ¿en serio
crees que soy estúpido?
―¡¡Te lo juro, D!! ―continuó Queen buscando tocarlo, pero él se retiró
con violencia―. ¡Esto es un error! ¡Nunca me había acostado con él! Fue
una cosa de una vez, estaba estresada, fue una noche terrible, y entonces yo,
el doctor Presston apareció, yo perdí la cabeza.
―¡¡HE VISTO LOS MENSJAES, QUEEN!! ―gritó enfurecido, Queen
se tapó la boca con sorpresa y empezó a negar, se colgó de su mano para no
dejarlo ir, porque él se había dado la vuelta para marcharse―. Y si él no es
Tallon, entonces eres una zorra que se ha revolcado con varios mientras yo
me mato en tres empleos para pagarte la universidad y el lugar donde
vivimos.
Shirley escuchaba todo a una distancia prudente, conteniéndose de
intervenir, pero estaba cabreada con esa mujer y sus emociones iban en
aumento.
Uno de los de seguridad se acercó a la pareja, les ordenó que debían
bajar la voz y retirarse del lugar.
―Eso intento, pero ella no me deja ―dijo Dave con frialdad―. Quiero
salir de aquí, quiero que me sueltes Queen, quiero que salgas de mi vista y
de mi vida.
Algo en la forma en que lo dijo, caló profundo en la mujer que se dejó
caer al suelo convulsionando en sollozos sonoros. Dave levantó la vista de
la imagen tan deploraba que su exnovia daba y se encontró con que Jane,
Joe y Arrow estaban allí, viéndolo todo. Se sintió avergonzado.
―Vamos, chicos ―dijo el chef―, los llevaré a casa.
―Yo voy al departamento a buscar mis cosas ―sentenció Dave―.
Luego buscaré un hotel donde pasar la noche.
―Eso no es necesario ―intervino Arrow―, puedes pasar la noche en
mi casa, Keith se va a quedar esta noche, mañana decidiremos qué hacer.

۞۞۞۞۞۞۞
Ana no daba crédito a lo que estaba escuchando. Ernest se tenía que
marchar por quince días a Florida.
―Sé que es repentino, cariño ―le dijo, mientras acomodaba una pila de
camisas planchadas dentro de la maleta―. Pero al parecer hay severos
problemas en el hotel de Orlando.
Ella intentó asentir, pero no pudo ni moverse. La puerta de la habitación
sonó con un toque suave y Ana se puso de pie de inmediato. Del otro lado,
la señora del servicio esperaba para anunciarle que el profesor de música, el
señor Hudson, estaba en la sala.
Asintió de nuevo y salió de la habitación dejando que Ernest hiciera su
maleta. Sentado en un sofá doble se encontraba Dave con su guitarra,
punteando un par de acordes mientras uno de sus hijos miraba embobado
cómo lo hacía. Carraspeó para hacerse notar.
―Ya viene mi hija ―anunció.
Justo en ese momento bajaban por las escaleras Ernest y la niña. El
hombre se despidió de todos, le dio un beso fugaz a Ana y le avisó que
primero iba a la oficina antes de irse al aeropuerto.
―Te pasaré un mensaje cuando esté subiéndome al avión ―le dijo
antes de irse. Ella solo asintió.
Llamó la atención de su hijo para que dejara a su hermana con su clase
privada. Era un sábado soleado y fresco, le preguntó al chico si le gustaba la
idea de ir a ver la práctica de su gemelo pero este negó.
La hora de clase se fue volando, e incluso antes de que llegara a su fin,
los padres de Ernest pasaron por los niños para luego buscar al otro en su
práctica de soccer e ir a pasar el día con ellos. Cinco minutos después, justo
cuando Dave iba recogiendo su guitarra, la mujer del servicio pasó a
despedirse hasta el día lunes.
Ana cayó en cuenta que se estaba quedando sola, en ese instante, en
medio del vestíbulo de su casa, se percató de lo dolida que se sentía con la
vida y que no era justo quedarse allí, enfrentándose a todo lo que había ido
evadiendo en ese momento.
Un carraspeo la hizo volver a la realidad, ella se giró a ver al profesor y
casi percibió esa misma energía deprimida y turbia que sentía en sí misma.
Le sonrió.
―Mi bolso está en la cocina ―le explicó―, ¿te gustaría tomarte un
café? ¿Tal vez una limonada? Creo que tenemos té helado también.
Se encaminó hacia el lugar, en medio de una habitación impoluta de
gabinetes blancos, se encontraba una isla de mármol negro donde estaba su
cartera. Ana abrió la nevera y sacó dos jarras, una tenía un líquido oscuro y
el otro de un verde claro, las batió frente a él, Dave sonrió y señaló la de la
limonada.
Sirvió dos vasos con hielo y depositó ambos en la isla, frente a las sillas.
Tomaron asiento uno al lado del otro. Ana consideró que era un tanto
peculiar no sentirse incómoda a su lado, tomando en cuenta a lo que se
dedicaba, pero tras tantos meses dándole clases a su hija y también siendo
profesor de música en la escuela, no le disgustaba que se dedicar a ser
acompañante sexual; en cierta medida, era una garantía de que él era
doscientas veces más discreto, algo que todas agradecían.
El silencio se instaló entre ambos, degustando el dulce líquido con
fruición. Ana se estiró para tomar su bolso y sacó su billetera. Una idea
empezó a formarse en su mente, al fin y al cabo que era muy probable que
sus hijos se quedaran con sus abuelos, ella merecía divertirse. Ernest se
marchaba con una excusa barata de trabajo, no había nadie más en la casa y
le generaba un placer perverso profanar la cama que compartía con su
marido.
―¿Qué vas a hacer ahora? ―preguntó Ana con voz sugerente.
Dave la observó por un instante, lo cierto era que tenía otras dos clases
privadas que dar, una de ellas a unas cuadras de esa casa y tenía que
presentarse en media hora.
―Puedo pagarte por toda la tarde ―dijo ella antes de que él abriera la
boca. B-Rock lo meditó por unos minutos, recibir unos dos mil extras en
ese momento serviría para pagar el depósito de algún departamento. No
podía continuar durmiendo en el sofá de Arrow y su última entrada de
dinero se había ido pagando la colegiatura de Queen y el alquiler del
departamento que solían compartir.
―Lamento decir que debo declinar ―expresó al fin. Necesitaba el
dinero, pero no quería dejar de trabajar con la música, no deseaba depender
del dinero que el sexo le dejaba, porque estaba dispuesto a dejarlo en el
momento en que ya no lo necesitara más―. He quedado con otros dos
clientes para clases de música.
―¿Y después de ello? ―insistió Ana, colocó su mano sobre el brazo de
él y lo acarició sugerente―. Ya estás aquí, bastante cerca, y no tendremos
que ir a ningún lado, porque dispongo de la casa para mí sola.
―Tentador, señora Scott ―respondió él de inmediato―. Pero no me
parece… adecuado.
―¡¡Ana!! ―bramó Ernest desde la entrada de la cocina.
Ambos respingaron ante la intromisión, el hombre no había hecho
ningún ruido al llegar, aunque era poco probable escuchar la puerta de
entrada desde la cocina.
Dave se puso en pie y se alejó hasta la pared, para no interponerse entre
la pareja. La situación era por demás incómoda, y aunque no sabía hasta
qué punto el señor Scott había escuchado, por lo menos no tenía de dónde
asirse para acusarlo de algo.
―Ana, ¿qué se supone que significa esto? ―inquirió el hombre. Dejó la
maleta en el suelo y se aproximó a ella con violencia. Dave se interpuso por
inercia, no iba a permitirle que le hiciera daño.
―Señor Scott ―llamó su atención.
―¡Quítate de mi camino! ―rugió furioso.
―Señor Scott, cálmese ―le reprendió con voz suave―. No haga nada
de lo que se pueda arrepentir.
Ernest lo miró confundido y como si cayese en cuenta de lo que estuvo
por hacer, asintió, se relajó y dio un par de pasos hacia atrás.
Empezó a caminar de un lado al otro, pasándose la mano por la
cabellera clara, farfullando y suspirando. Ana estaba pasmada, no esperaba
que aquello sucediera y la sorpresa aún no había pasado para ella.
―¿Ana? ―la llamó Ernest más calmado, aunque en su expresión había
desaprobación―. Ana, ¿en serio le estabas ofreciendo dinero al profesor
Hudson para que se acostara contigo? ¿Qué te está pasando, Ana? ¡Qué
sucede contigo, por el amor de Dios!
El aparente asombro se esfumó de su rostro, Ana pasó de tener la tez
pálida a encenderse de un rojo rabioso.
―¡¡¡Me sucedes tú!!! ―le gritó con todas sus fuerzas―. Eres un
maldito hipócrita Ernest Scott… ¿Acaso crees que no sé que te vas a
Florida a revolcarte con tu jodida amante?
Dave abrió los ojos y apretó los labios, quiso echarse a reír ante la
situación, ¿podía ser más irónica la vida? Antes de que todo se fuese a
mayores, carraspeó para llamar su atención. Solo Ana fue la que lo miró,
porque el hombre estaba quieto, como un animal sorprendido por los focos
de un auto.
―Me retiro, señora Scott ―informó. El dinero podía esperar―. Espero
que puedan… ―se aclaró la garganta―, solucionar esto.
B-Rock se alejó en silencio, cabizbajo. Tomó el estuche de su guitarra y
su maletín, salió de la casa pensando en que no importaba si tenías o no
dinero; en cosas del amor, se sufría por igual.
En la cocina Ana enfrentó a su esposo, que no salía del estupor inicial.
―¿Desde cuándo tienes ese romance? ―preguntó ella con voz débil.
Había llegado el momento de hablar del elefante en la habitación, uno
que su esposo intuyó desde hacía unos meses y que no esperaba que se
destapara de ese modo.
Ana estuvo evadiendo el tema, hasta el punto en que no estaba segura si
debía hablarlo o no. El acuerdo con Nathan le ayudaba a manejar mejor sus
emociones al respecto, pero no se negaba a sí misma que en los momentos
de debilidad sopesaba la opción de divorciarse.
―No es lo que parece, Ana ―soltó Ernest en voz baja. Apoyaba una de
sus manos sobre la isla, mientras que con la otra se tomaba la frente.
―¡No me jodas, Ernest! ―exclamó ella con una risita algo histérica―.
Si vas a justificarte por lo menos no insultes mi inteligencia diciéndome que
todas las fotos que vi no son lo que parece.
―¿Qué fotos? ―preguntó él, con algo de confusión.
―Las fotos que la estúpida esa subió en redes sociales ―le recriminó
con la voz quebrada―. Las que sube cada vez que viajas a Florida. La
forma en que la miras, la manera en que coloca las manos sobre ti…
―ahogó un sollozo―. ¡Jódete! ¡JÓDETE!
Ana se puso en pie y con paso firme pasó por su lado. Ernest intentó
detenerla pero ella se zafó de su agarre. Subió las escaleras rumbo a su
habitación, azotó la puerta del mismo cuando entró. Casi de inmediato abrió
Ernest, la llamaba y le pedía que lo escuchara.
―¡Ana! No tengo un romance con ella ―farfullo apresurado. Ana iba
de un lado a otro, negando con la cabeza.
―¡¡No me mientas!! ―le gritó― ¡¡Estoy cansada de las mentiras,
Ernest!! Yo te amaba, confiaba en ti… esto está acabando conmigo.
―Ana, escúchame ―le rogó su esposo.
―¡¡NOOOO!! ―estalló ella―. Pensé que me iba a morir, que había
fallado, que no era suficiente para ti… ¡¡Tú!! ¡¡Túúú!! Eres un maldito
imbécil que acabó con nuestra relación.
―¡Ana! Cariño, escúchame ―pidió él―, por favor…
―¿Qué me puedes decir que pueda cambiar el hecho de que tienes un
romance con esa mujer? ―lo retó.
Ernest se dejó caer al suelo, derrotado. Suspiró pesadamente.
―Ella no es mi… ―empezó con voz desfallecida―. Ella no es mi
amante… Ana, ella es mi FemDom… yo… yo soy sumiso.
―¿Qué? ―preguntó Ana sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
―Sí, Ana… ella no es mi pareja, no tengo una relación romántica con
ella… soy un sumiso y ella es mi Dominante.
23 | Dos confesiones y una nueva perspectiva

Lydia estaba al borde de un colapso nervioso. A medida que pasaban los


días la culpa la iba consumiendo lentamente. Cole era un santo, ella lo
sabía, y debido a la estupidez de su aburrimiento por tener una vida sin
altibajos, la había empujado a cometer una locura.
Aunque se repetía una y otra vez que tenía que dejar que el tiempo
pasara para que las cosas se calmaran en su interior, sus nervios la
traicionaban. Más después de enterarse que Jules estaba por entrar en una
encarnizaba batalla legal contra Héctor Rodríguez. Su amiga les aseguró a
todas que el detective había sido un inepto, lo cual era bueno para ellas
porque no había evidencia de lo sucedido durante la fiesta. Para su futuro ex
marido, ella se había aprovechado de la ocasión.
Había habido un pequeño escándalo en su reducido grupo de amigas,
que no pasaba de una docena en su círculo más amplio, fuera del Aquelarre.
Para sorpresa de todas, Soledad fue la más discreta de todas, incluso
amonestó a un par que pretendían hacer del asunto algo más grande que
acabaría con la reputación de Julia.
Tal vez lo que más la conflictuaba era el hecho de que su esposo en
ningún momento le increpó por la noticia, ni le preguntó si fue partícipe o
supo lo que estaba pasando con su joven amiga. Simplemente se encogió de
hombros cuando ella se lo contó, a pesar de que estaba pálida y el corazón
le martilleaba en el pecho.
Quizas todo habría continuado bien, ella se hubiese tranquilizado, sino
se hubiera enterado de lo de Ana. Su amiga la había llamado entre llantos
desconsolados y todas corrieron en su auxilio, incluida Soledad. Ninguna
daba crédito a lo que su amiga pelinegra estaba contando, ni la agudeza de
Priscilla encontró nada que decir. Era inconcebible, extraño, como si todas
ellas estuviesen en una dimensión desconocida.
Julia había confesado a media voz, una vez que Ana se quedó dormida
en el sofá, que temía por la seguridad de Arrow, por lo que había decidido
no volver a contratarle por un tiempo. Jane les dio a conocer el estado de
Keith y que no estaría en rotación por un par de días. La rubia notó que la
forma de hablar de la chef no se correspondía a la de una amiga preocupada
o una jefa molesta.
―Allí hay celos ―musitó a las mujeres―. Aunque ella no lo quiera
admitir.
Parecía que todo empezaba a desmoronarse a su alrededor, esa noche la
pasó en vela, acostada al lado de su esposo, dejando que el remordimiento
la carcomiera.
Tal vez lo peor era recordar todas las sensaciones que el chico latino
había despertado. En su experiencia sexual tan básica, todo lo que él hizo la
despertó a un mundo nuevo y excitante. La cuestión era su debate interno.
Por muy rico que se sintiese y por más que pensara en lo grandioso que era
experimentar todo eso, el remordimiento le ganaba la partida. Incluso
después de masturbarse al recordarlo y se repitiese una y otra vez que no
iba a volver a pasar.
Cole entró a la habitación y se sacó la chaqueta de su traje. Lydia dejó el
libro que estaba leyendo en la mesita de noche, observando cómo su esposo
se desvestía. No era un hombre feo, tal vez no fuese un modelo de Giorgio
Armani, pero tenía un buen aspecto físico. Él le sonrió con dulzura al ver
cómo lo escrutaba, Lydia sintió que el corazón se le estrujaba.
Su esposo se sentó a su lado, en la cama, ella se corrió un poco para
darle espacio. Él solo se colocó el pantalón del pijama, aunque Lydia se
percató de que sostenía una pequeña cajita en la mano.
―Mi cielo ―la llamó él, colocando un mechón de cabello detrás de su
oído―, vi algo en una joyería y pensé en ti.
―No tenías porqué ―le dijo ella con suavidad.
―Te he visto muy decaída últimamente ―siguió Cole―. Entonces vi
esto, pensé que te gustaría.
Le tendió la cajita y ella la recibió, abrió para encontrarse con unos
pendientes de oro en forma de estrellas.
―Se parecen a los que tenías en la universidad ―indicó él, pasando los
dedos por el lóbulo de su oreja―. Recuerdo que perdiste uno la noche que
nos escapamos para hacerlo en el auditorio ¿te acuerdas?
Lydia se tapó el rostro con las manos, avergonzada de ese recuerdo y de
sí misma. Así era Cole, atesoraba memorias de lo que habían vivido, era
atento, considerado.
No pudo evitarlo y se echó a llorar, la culpa pudo más que todo lo
demás. Se lanzó sobre él y lo abrazó con fuerza, susurrándole que la
perdonara.
―¿Lydia, amor, qué sucede? ―le preguntó con alarma.
―Lo siento ―respondió ella sin despegarse de él―. Lo lamento tanto,
en serio, promete que me vas a perdonar, porque yo estoy arrepentida.
―No entiendo ―insistió Cole―. Dime qué te pasa.
―Ay, cariño ―sorbió la mujer por la nariz―. Es que yo… ¡Oh, Dios!
―lloró con fuerza. Se estiró para tomar uno de los pañuelos de papel que
guardaba en la gaveta de su mesilla de noche y se limpió los ojos y la nariz.
Observó a su esposo, que la miraba preocupado, ella no se merecía eso,
pensó en serio que era la persona más deplorable del mundo. Asintió, y
aspirando una enorme bocanada de aire, rogó a Dios que lo que estaba por
hacer no fuese el fin de su matrimonio.
―Yo me acosté con otro hombre ―soltó sin miramientos.
Se quedó a la espera de una reacción de él. Cole abrió los ojos
sorprendido, se pasó la mano por la nuca y se puso de pie, caminó de un
lado a otro frente a la cama, sin mirarla. Lydia tenía el corazón en la
garganta, esperando la sentencia de su marido.
―¿Cuándo sucedió? ―preguntó él en voz baja, le daba la espalda.
―Durante la celebración de chicas del cumpleaños de Pris ―confesó
con vergüenza―. Contratamos unos chicos para que le bailara ―mintió,
tampoco quería arruinar la vida de Priscilla―. Y me lie con uno, esa noche.
Cole no se giraba, continuaba de espaldas a ella, mirando un punto
indeterminado en la pared del frente. Lydia lloraba en silencio,
enjuagándose de vez en cuando las lágrimas de los ojos y las mejillas.
―¿Y te gustó? ―preguntó con voz ronca, mirándola por sobre el
hombro.
―¿Qu-Qu-Qué? ―tartamudeó ella sin saber qué decir.
Cole se volvió hacia Lydia, observándola de una manera muy peculiar.
La expresión de su cara era una que no había visto antes, la hizo sentir
extraña, como si él la estuviese viendo de una forma diferente.
―Te pregunto. ―Cole se subió a la cama desde los pies y la sostuvo de
los muslos, tirando de ellos hacia abajo para que quedara acostada―. Si te
gustó. ―Se colocó sobre ella, entre sus piernas, aprisionándola contra la
cama.
Lydia estaba confundida, más cuando sintió la notoria erección de su
esposo, presionando sobre su pelvis.
―Yo… yo… ―se detuvo, su marido empezó a pasar la punta de su
nariz sobre su mandíbula, las manos masculinas comenzaron a bajar sobre
los muslos, más allá de la bata de seda que estaba usando. No esperaba esa
reacción por parte de él; gritos sí, increpaciones y peleas, pero no eso, no
pudo evitar gemir ante el mordisquito que Cole le dio en el cuello―. Me
gustó, sí… ―jadeó.
El esposo empujó su pelvis contra ella, la erección parecía continuar
creciendo a medida que se restregaba contra su cuerpo.
―¿Y qué te hizo? ―increpó en un susurro ronco muy cerca de su oído.
―Cole ―llamó ella, soltando un gemido cuando él apretó su pezón por
encima de la tela.
―Cariño, no tienes ni idea de lo mucho que me excita la idea de que
hayas estado con otro hombre ―murmuró con una notable excitación―, la
sola imagen de ti, gimiendo mientras otro te lo hace…
―Cole ―gimió ella confundida, su esposo continuaba con las caricias,
moviendo su pelvis, golpeando suavemente su clítoris con cada
movimiento―. No entiendo.
―Soy un vouyerista, cariño ―susurró él. Se elevó sobre ella apoyando
el peso de su cuerpo con sus manos, inclinó su cabeza para adueñarse de sus
labios, Lydia sucumbió al beso sin darse cuenta, Cole no la había besado
así, jamás―. Me hubiese encantado verte, retorciéndote de placer mientras
él te la metía. Cuéntame, amor ¿qué te hizo?
―Me hizo sexo oral ―contó ella, suspirando por las sensaciones de su
cuerpo. Cole se elevó y gateó en retroceso hasta quedar entre sus piernas,
luego, sin contemplaciones, abrió sus muslos y le sacó la ropa interior.
Lydia estaba excitada, sorprendida, pero en especial, dócil.
―¿Te lo hizo así? ―preguntó él en ese tono de voz ronco y excitado
que estaba empleando. Se inclinó sobre sus labios vaginales, comenzó a
lamer con lentitud, abarcando todo su sexo con la lengua.
Lydia comenzó a gemir y estremecerse, lo tomó del cabello y lo obligó
a moverse más rápido, a la par que movía las caderas con fuerza. A ratos él
se detenía sobre el clítoris, lo mordisqueaba y succionaba, haciendo que los
gemidos ahogados de su mujer aumentaran de intensidad, luego bajaba de
nuevo, procurando penetrarla con la lengua, embebiéndose en su sabor
salobre.
―Oh, Cole ―gimió ella―, Cole, cariño… me corro, me… co… rro…
El orgasmo fue arrollador, ella contrajo las piernas y apretó la cabeza de
Cole contra su sexo. Él solo continuó lamiendo y succionando con más
fuerza, sin contemplaciones.
Cuando Lydia pasó el envión, Cole subió de nuevo sobre su cuerpo, la
besó con pasión, con necesidad.
―¿Qué más te hizo? ―preguntó él con deseo―. ¿Cómo te la metió?
―En cuatro ―respondió su esposa con un hilo de voz.
Cole la tomó de la cintura y la hizo ponerse a gatas. Recogió la tela de
la falda de la bata, dejando sus nalgas expuestas. La erección entre sus
piernas palpitaba y dolía, necesitaba correrse dentro de ella, la idea de verla
con otro había mandado a su mente imágenes que inflamaban su deseo.
Se sacó la polla y la introdujo con fuerza, el sexo de su mujer estaba
caliente, estrecho y húmedo. Bombeó con fuerza, escuchando cómo sus
pieles sonaban al chocar entre sí. Lydia gemía como nunca lo había hecho,
Cole solo podía pensar lo sensual que se vería, retorciéndose de placer entre
los brazos de un hombre.
Pasó su mano por debajo de la ingle, pegó su pecho a la espalda de ella
y mientras estimulaba su clítoris, le preguntó:
―¿Te lo hizo así?
―Sííííííí ―siseó ella casi sin aliento―. Asíííí…
―¿Y te corriste de nuevo? ―inquirió Cole, aumentando el embate de
sus caderas. Sentía el cosquilleo creciendo como la espuma, concentrándose
en su pelvis y bolas, amenazando con estallar en cualquier momento.
―Sí, me corrí de nuevo ―respondió ella, con voz ahogada.
―Amor, Lydia ―la llamó―, córrete otra vez, vamos amor, hazlo…
―le rogó con necesidad. Lydia sintió como una corriente eléctrica recorría
su espalda, la forma en que le pidió que lo hiciera, sus dedos acariciando su
clítoris y la verga dura y gruesa de su hombre abriendo sus carnes sin
contemplaciones sobrepasó todo en su cerebro, al momento en que sintió
cómo la polla se hinchaba y palpitaba, al escuchar los gemidos roncos de su
marido al alcanzar el orgasmo, Lydia se corrió de nuevo, clamando a Dios
por tanto placer.
Ambos cayeron en la cama, Cole besaba suavemente su espalda,
acariciaba sus muslos, sin abandonar su interior.
Lydia no daba crédito a lo que había sucedido, pero no era sencillo
asimilarlo, menos en ese instante que su cerebro había sido licuado por
tanto placer.
―Te amo, mi cielo ―le susurró él sobre la nuca.
―Y yo a ti, mi amor ―respondió ella, con una mezcla de alivio y
expectativa.
Se quedaron en silencio unos minutos, al poco rato Cole se acomodó a
su lado, se miraron a los ojos, mientras él la acunaba con cariño.
―¿No estás molesto? ―preguntó ella en voz baja.
―Mi amor, yo nunca te propuse nada porque no quería incomodarte
―le susurró sobre la boca, luego depositó un corto beso en los labios―.
Voy a un club donde veo a las parejas teniendo sexo, luego vengo a casa y
hago el amor contigo, pero no quise hacer nada que te hiciera sentir mal o
incómoda.
―¿Te acostaste con alguna mujer después de eso? ―preguntó con
nerviosismo, toda esa situación estaba tomando una dirección inesperada.
Él negó.
―Me gusta mirar, lo disfruto mucho ―confesó él―. Siempre fantaseé
con la idea de que fueses tú, pero jamás lo propuse porque te respeto.
Esa afirmación final la hizo sentir mal, prácticamente ella misma se
había frustrado su vida sexual, pero ahora se le presentaba la oportunidad de
comenzar de nuevo, tenían una nueva perspectiva.
―¿Y te gustaría que lo hiciera con otro hombre, frente a ti? ―preguntó.
Sentía su cara encenderse, pero después de haber tenido sexo de esa forma,
no podía negarse a sí misma que le excitaba la idea de despertar esa pasión
en su esposo, además que la experiencia con Oscar no había sido mala en
ningún sentido.
―Me encantaría ―murmuró él acercándola más a su cuerpo―. Pero no
quiero que hagas algo que no te gusta. La forma en que llorabas, en cómo te
sentías… no quiero eso para ti.
―Bueno, mi amor ―explicó ella con algo de vergüenza―. Lo cierto es
que sentía remordimiento por haberte engañado, pero esto… esto sería
diferente… nunca he hecho nada fuera de lo común, entonces… esto… esto
es una nueva perspectiva, ¿y quién mejor que tú para experimentarla?
24 | El monstruo de la indiferencia

Priscilla estaba desayunando tranquilamente en su comedor, leyendo las


noticias desde su tableta. En las últimas dos semanas habían pasados varios
acontecimientos bastante notorios a su alrededor, como abogada, era
inquietante notar cómo las relaciones se cimentaban en las bases frágiles de
la confianza; sí, frágiles: confiar en que tu vida siempre sería igual, confiar
en que la pasión seguiría allí, confiar en que tú eres suficiente para tu pareja
y esta lo sería para ti el resto de sus vidas.
Desde que Julia le llamó para avisarle que Héctor y ella se iban a ir a la
corte, no le sorprendió; su amiga podía parecer una rubia tonta a simple
vista, pero distaba muchísimo de semejante estereotipo. Haber descubierto
una pista en las tarjetas de créditos de su esposo fue el comienzo de su plan
de retiro, tal como lo había llamado. Como esposa de él, pudo verificar ese
primer gasto y con un poco de astucia, coquetería y dinero, consiguió las
primeras tomas de las cámaras de seguridad.
Por más años que pasara en el negocio de los divorcios, no dejaba de
sorprenderle la forma en que la naturaleza rutinaria primaba sobre todo. Al
sentirse seguros, empezaban a ser descuidados, esa parecía ser la naturaleza
del ser humano.
Anders entró en el comedor y tomó asiento a su lado, era extraño que
estuviera un martes a las diez en la casa, pero Pris no quiso preguntarle
nada; tenía sus propias tribulaciones, pensaba en lo sucedido esa noche, en
que su propio esposo no preguntara sobre lo sucedido, ya que era de
dominio público que las pruebas de infidelidad de Julia eran de esa noche.
Al principio le sorprendió la ecuanimidad de él, luego la cabreó hasta
niveles insospechados, porque él ni siquiera dio señales de molestia,
incomodidad, o aturdimiento. Un rotundo nada.
Tras unos bocados en silencio, él se aclaró la garganta y un par de
veces, antes de que ella despegara la vista de la pantalla. Estaba leyendo
una noticia sobre una de las tantas controversias del presidente de la nación,
que no creyó que estuviese intentando llamar su atención.
―¿Qué sucedió en la “noche de chicas”? ―preguntó Anders con calma,
Priscilla frunció el ceño sin poder creerse aquello. Dos jodidas semanas
después y apenas se decidía a preguntar.
―Un camarero que se prestó a ser estríper ―respondió ella con
sequedad.
―¿Un estríper que era amante de Julia Fisher? ―inquirió él enarcando
una ceja.
―No, un camarero que se prestó a ser estríper y Julia quiso aprovechar
porque su esposo no tiene sexo con ella en meses ―respondió con cinismo,
mirándolo directo a los ojos―. No es su amante, tanto así que ya comprobé
que Rodríguez intentó seguirla desde hace meses y no consiguió nada.
Anders asintió poco convencido, sostenía en su mano derecha el
tenedor, y lo hacía girar sobre su eje entre sus dedos, sin levantarlo de la
mesa. Priscilla sabía interpretar muy bien las señales de nerviosismo, era las
que buscaba cuando interrogaba a los demandados por sus clientes.
Ella tomó la taza de té que tenía en frente y dio un sorbo, no iba a
tenderle el cabo tan fácil, por primera vez desde que se habían casado,
desde que habían firmado el estúpido papel, él parecía genuinamente
interesado por saber algo sobre ella. La cuestión era determinar si era sobre
ella, sobre ellos como pareja o sobre él y su ego.
El que se descubriera lo de Julia y Héctor era el inicio para que las
parejas más cercanas se replantearan sus propias realidades. Un divorcio en
un círculo de amigos era como la pieza de un dominó que caía y empezaba
una reacción en cadena.
―¿Sabías lo que estaba haciendo? ―preguntó Anders con voz suave,
sin mirarla, como si no pudiera creerse lo que estaba diciendo.
―Claro, fue en la sala ―respondió ella sin cortarse. Su esposo la miró
con la incredulidad pintada en los ojos.
―¿Fuiste cómplice de una infidelidad? ―le recriminó con voz hiriente.
―Fui cómplice de una amiga sexualmente frustrada, en un momento de
debilidad ―contestó ella entornando los ojos―. Es impresionante que no te
escandalice el hecho de que Héctor Rodríguez sí es un infiel comprobado,
con meses de fotos y videos que comprueban que ha tenido diversas
amantes en los últimos noventa días.
―No es eso, es solo que… ―se defendió él.
―Es solo que ella es mujer y las mujeres no deberían hacer eso ―lo
cortó ella con voz fría―. Eso explica porqué ya no te interesa un pepino
nuestra intimidad. Ya soy la esposa, el placer no le interesa ¿cierto?
―preguntó con sorna.
Anders frunció el ceño confundido, al segundo siguiente pasó a la
indignación.
―¿Qué estás insinuando? ―espetó en voz alta.
―No estoy insinuando, estoy diciendo claramente que te vale mierda
nuestra intimidad ―recriminó Pris con voz calmada, deslizó el dedo por la
pantalla de la tableta para cambiar la ventana y escoger otra noticia,
aparentando indiferencia―. Toda esta mierda es porque solo hasta ahora
tuviste cojones para preguntarme si me acosté con ese tipo, te entraron las
dudas, pero jamás te planteaste si la culpa de eso puede ser tuya.
―No entiendo de qué hablas, Priscilla ―se escudó él―. Estoy
preocupado por tu reputación laboral…
Pris lo miró sin creerse sus palabras, luego soltó una carcajada fría y
desagradable.
―Por lo que menos tienes que preocuparte ―dijo ella entre un ataque y
otro―. ¡Joder, Anders! ¿En serio?
Se miraron por largo rato, como si fuesen dos animales al acecho.
―¿Hay algo que debo saber? ―sondeó su esposo.
―¿Eres feliz Anders? ―le preguntó ella casi de inmediato. Él parpadeó
un par de veces y luego asintió.
―Sí lo soy, ¿tú no? ―indagó.
―La mayoría del tiempo ―contestó con firmeza―. Hasta que tenemos
intimidad, tú tienes tu orgasmo y me dejas a mí a cuadros.
La expresión en el rostro del hombre pasó por una gama de emociones
indescriptible, predominó la confusión y la vergüenza, posteriormente la
rabia.
―Pensé que estábamos bien ―dijo con desgana.
―Desde que nos casamos, parece que nuestra vida sexual te importa un
culo ―explicó ella―. No me tocas, no me excitas, ni siquiera te preocupas
por saber si llegué o no ―contó con un deje de tristeza―. Antes de firmar
el papel no era así, tenías más volumen de trabajo, nuestra hija era más
pequeña y requería más atención, aun así… siempre había espacio para los
dos, yo me preocupaba por excitarte, tú me estimulabas casi al borde de la
locura… ―Bajó la mirada a su plato de frutas, no quería que viera sus ojos
aguados por las lágrimas, tomó aire para que la voz no se le quebrara―. Si
no te busco yo, si no hago el preámbulo yo, entonces no existe… Hay un
jodido monstruo entre nosotros y es tu indiferencia… Hasta yo he pensado
en estar con otro hombre que demuestre interés por mi placer ―mintió
descaradamente―, si yo me siento así teniendo una vida sexual medio
activa, no quiero ni imaginarme cómo se siente Julia, que solo recibe
atención de su marido una o dos veces al año.
Anders y ella se miraron largamente a los ojos, después de aquellas
palabras no parecía que hubiese algo más que decirse. Su esposo se tomó la
frente con una mano, luego se restregó el rostro para finalizar con un gesto
hoco mientras se frotaba la barbilla, frustrado, molesto, desesperanzado.
Se puso de pie sin decir nada, el tenedor resonó sobre el plato al caer
pesadamente; él salió del comedor sin decir nada.
Priscilla había puesto las cartas sobre la mesa, él había ido en busca de
la verdad, y que la mataran, pero por Dios y toda su corte celestial, se la
entregó, incluso esa que no quería ver.
Soltó un bufido, a mitad de camino entre la risa y un sollozo.
La vida era un camino de fichas de dominó.
En cualquier momento Ana la contactaría también para empezar los
trámites de su divorcio.
Los seres humanos eran estúpidos, porque ya no valía distinguir entre
hombres y mujeres. Lo comprendió cuando su amiga les contó todo. Ana
jamás, ni en un millón de años, habría imaginado lo que sucedía en
realidad. No dejaba de ser infidelidad, pero las fotos que ellas habían
interpretado como románticas, eran una cosa totalmente distinta.
Ernest y Ana tenían una vida plena, la razón por la cual él era el hombre
y esposo ideal, se debía a que él tenía instintos diferentes y en vez de
frustrarse por no llevarlos a cabo, arruinando de ese modo la relación con su
pareja, había decidido ―unilateralmente―, darle rienda suelta para evitar
el infortunio de estancarse en un matrimonio asfixiante.
¿Quién iba a decir que el magnate hotelero era un sumiso?
Ella estuvo indagando un poco, tratando de comprender lo que pasaba
por su cabeza. Pasando de la basura y la parafernalia consiguió información
interesante, una que cobraba sentido cuando lo comparaba con las cosas que
él le dijo a su esposa.
No era romanticismo, Ernest no sentía por su dominante más que
admiración y solo dentro de las sesiones, devoción infinita, porque le
permitía abandonarse y cederle el control de sí mismo por unas horas cada
día que iba a Florida. Eso le permitía sentirse tranquilo, con el estrés bajo
control, teniendo la cabeza despejada para dedicarse a su esposa y sus hijos,
a la familia y al trabajo.
Ana no lo entendía, no lo aceptaba, aunque Pris creía saber cuál era el
meollo del asunto; a ella lo que la cabreaba era que no le hubiese dicho
nada, que no compartiese con ella ese aspecto en el posiblemente habría
participado, haciendo su vida íntima más rica y polifacética. Ana Scott se
los explicó en simples palabras: confianza, él violó su confianza.
Incluso se los dijo, si él hubiese explicado todo, probablemente habría
llegado hasta el punto de que ella aceptar esa práctica aunque no
participara. Ella no era una mujer mojigata, tampoco estaba exenta de
querer llevar a cabo fantasías, desde hacer un trío con otra mujer hasta
algún tipo de intercambio de parejas; solo debió hablar con Ana, contarle a
su esposa, explicarle… todo se reducía a eso.
Suspiró… fichas de dominó.
Meditó por unos minutos los siguientes pasos a tomar en su vida
personal, amaba a su esposo, con todo el corazón; pero haber probado la
libertad de disfrutar de su sexualidad sin conflictos morales internos sobre
lo que pensarían los hombres a los que les pagara, no tenía precio. Aunque
tampoco iba a tirar toda su vida solo por sexo, si actuaba con cabeza fría,
debía darle una oportunidad a su relación, y estaba dispuesta a luchar, solo
esperaba que la sacudida que le dio a Anders sirviera para espabilarlo, para
que aceptara que tenían problemas en la intimidad y era imperativo buscar
ayuda.
25 | No se puede tapar el sol con un dedo

Soledad acomodaba su bolso para ir al gimnasio, desde la pelea con las


chicas no había ido al mismo tiempo, incluso espació los días en que
entrenaba.
Esteban le preguntó si había sucedido algo entre ellas, salió del paso
diciendo que habían tenido un impase y que ya hablarían, no era la primera
vez que sucedía. Su marido lo aceptó sin gran aspaviento, en cierta forma
no era mentira. En otras ocasiones el Aquelarre se había dividido tomando
partido por una u otra, pero eventualmente sus interacciones volvían a la
normalidad a los pocos días o semanas.
Cuando sucedió lo de Julia, Esteban fue quien le contó todo, Soledad se
mostró genuinamente sorprendida ante la noticia. El infierno se desató en la
casa de los Rodríguez, y por lo que su esposo le contó, había fotos de su
amiga teniendo sexo con un bailarín exótico que se presentó a la supuesta
noche de chicas que habían organizado las chicas.
―¿Sabías lo de Julia? ―preguntó él. Soledad levantó la vista de su
revista cuando él la increpó. Esteban estaba sacándose la chaqueta y
arremangándose la camisa.
―No lo sabía ―respondió con algo de vergüenza.
―No me mientas, Sol ―la regañó Esteban―. Fue por eso por lo que no
fuiste con ellas.
―En realidad no ―aseguró ella sin un ápice de duda―. Semanas antes
peleamos y yo me distancié… aunque debo decir que no me sorprende, si
eso te hace sentir mejor.
―¿Qué quieres decir? ―indagó sentándose en el sofá frente a ella.
Soledad paseó la vista por la sala, revisando las entradas para comprobar
que no había nadie más que ellos en esa zona de la casa.
―Que Jules ha venido contándonos que Héctor le ha estado poniendo
los cuernos de forma descarada ―explicó en voz baja―, aparentemente ni
siquiera tiene cuidado, incluso su hija ha visto los rastros de las amiguitas
en el auto.
Esteban abrió los ojos sorprendido por la afirmación de su mujer y negó
con la cabeza.
―La cosa es que no solo le es infiel, sino que parece que sin importar
cuánto lo intente, Héctor no la pela ―prosiguió Soledad―. La familia de él
la trata mal, él no la determina, por más que intenta seducirlo, no tienen
sexo.
―Es que hay que ver que existen hombres bien pendejos ―sentenció
Esteban con un deje burlón―. Irse a buscar sobras teniendo un mujerón en
casa ―dijo, sentándose a su lado―. Aunque debiste contarme, mi amor.
―¿Contarte qué? ―preguntó ella sin comprenderlo bien―. ¿Que mi
amiga tiene problemas maritales? ¿Por qué debía hacerlo?
―Pensé que no teníamos secretos, Soledad ―le recordó él con aire
dolido.
―Si no tenemos secretos ¿por qué no me contaste lo de Ernest?
―espetó ella con el mismo tono.
Abrió los ojos con sorpresa, había dicho aquello en plan de tirar una
baza, pero la expresión culpable de Esteban le demostró su error.
―¡¡Sí lo sabías!! ―le recriminó poniéndose de pie― ¡¡Y no me dijiste
nada!!
―No es eso, Sol ―se disculpó Esteban―. Las cosas con Ernest no son
sencillas… no es como que está teniendo un romance.
―Tiene sexo con otra mujer a espaldas de Ana ―criticó Soledad sin
dar su brazo a torcer―. Desde hace meses, es horrible… ¿Sabes cuánto ha
sufrido mi amiga? ¿Por todo lo que ha pasado? ¡¡Claro que no!! ―Se alejó
de él, cruzando los brazos sobre el pecho. Se dedicó a observar por la
ventana, en ese instante los aspersores se encendieron y comenzaron a dejar
a caer una suave llovizna sobre el césped―. Si fuese al contrario ninguno
tendría la consideración de decir “que las cosas no son sencillas”.
―Es que no es lo mismo, amor ―insistió colocándose a su lado de
nuevo, pasó un brazo por sus hombros y la atrajo a su cuerpo.
―No me salgas con mierdas machistas, Esteba, porque te juro que te
castro ―siseó de mal humor.
―No son mierdas machistas, Soledad ―aseguró apaciguador―. Es
simple, no es como que él estaba haciendo lo mismo que haría con Ana con
esa mujer… ¿sí sabes la relación que tiene Ernest con esta… señorita? ―la
mujer latina asintió―. Él no está buscando sexo convencional, ni un
romance, buscó un escape, como muchos, para algunos son las drogas, otros
el alcohol... para mí, son los deportes, para él, fue una vieja vestida de cuero
que lo golpea con látigos.
Los dos observaron por la ventana, hacía un agradable día soleado.
―Tú… ―comenzó ella en voz baja―, ¿tú lo has hecho? ―preguntó
con nerviosismo―. Me refiero, ¿has probado eso de la dominación y esas
cosas?
Esteban negó con vehemencia ―No me llama la atención que una vieja
loca me nalgueé, gracias.
Ella soltó una risita.
―¿Crees que lo puedan superar? ―preguntó su esposo, Soledad apoyó
su cabeza en el hombro de él. Soltó un largo suspiro y negó.
―Ana está muy dolida ―respondió con tristeza―, dolida y
decepcionada. Se siente traicionada, no importa lo que suceda, ella no
volverá a creer en él.
―¿Ni siquiera si van a terapia como nosotros? ―insistió Esteban.
―No creo que ella acceda a eso ―explicó Soledad―. Lo cierto es que,
si hubiese sido algo convencional, tal vez habría pensado en ello después de
explotar y confrontarlo, pero si le tomó tanto tiempo hacerlo creyendo que
era una amante convencional, ¿cómo crees que se siente después de esto?
Aunque Ernest quiera minimizarlo, no se puede tapar el sol con un dedo, un
engaño es un engaño, haya amor de por medio o no.
26 | Las brujas se reúnen en torno a una
hoguera, como siempre

Carmen entró al Bon Appétit una media hora antes de la hora acordada.
Se sentó en la barra donde un simpático Flag la recibió con un guiño y una
sonrisa.
―¿Qué le sirvo, madame? ―preguntó con cortesía.
―Un Cuba Libre, por favor ―pidió de inmediato. Necesitaba algo
fuerte y dulce, algo que la relajara.
Después de casi tres semanas de la fiesta de Priscilla, habían acordado
reunirse en el restaurante. La vida les había cambiado a sus amigas en un
abrir y cerrar de ojos. Sonrió al recordar lo sucedido dos o días atrás,
cuando en una reunión de maestros y representantes, escuchó a dos mujeres
que decían ser cercanas a ellas, hablando del divorcio de Julia y
especulando sobre la situación de Ana.
―Parece que Julia sacó las garras y le está quitando la mitad de todo al
pobre Héctor ―susurró una pelirroja teñida, tapando su boca para
disimular; sin percatarse que ella estaba detrás de ellas en la fila anterior.
―Dicen que Priscilla es su abogada, y que estaba presente la noche en
que le tomaron las fotos con el tipo con el que se revolcaba ―dijo la otra
con aire entendido―. Mi esposo dice que si Julia gana, es porque se habrá
acostado con el juez.
―¡Qué horror! ―exclamó la otra fingiendo escandalizarse―. ¿Qué
clase de moral le enseñará a su niña?
―Una mucho mejor que la del señor Rodríguez ―bufó Soledad, que en
ese momento se sentó al lado de Carmen, echando chispas por los ojos―.
¿Por qué es mejor él cuando andaba con dos mujeres diferente cada
semana? Las tangas que encontró su hija no eran de un desnudista y no
estaban en el auto de la madre… ¡¡Chismosas de mierda!! ―terminó
gritando.
Carmen solo abrió los ojos con sorpresa y pronunció su sonrisa de
forma maliciosa. Todos se volvieron en dirección a ellas cuando Soledad las
acusó, así que ella, que no tenía nada que perder, se puso de pie, sabiendo
que todas las miradas reposaban sobre ambas y con una dignidad propia de
una reina las miró con desprecio.
―El matrimonio de nuestra amiga ni siquiera se acaba y ustedes ya
están planeando como buitres alrededor de las sobras ―escupió, haciéndole
una seña a Soledad para que se pusiera de pie―. ¡Por favor, Amy! Hazte un
favor y ten dignidad, al menos espera un par de meses DESPUÉS DE QUE
SALGA LA SENTENCIA de divorcio para que busques un nuevo
amante… aunque te digo, a Héctor le gustan de veinte, deberás quitarte al
menos treinta años de encima, ¡zorra!
Salieron las dos caminando con la barbilla en alto, el arrebato de
Carmen no le dio tiempo a ninguna de las dos mujeres a reaccionar, y lo
ventajoso fue que estando en la escuela, no se iban a prestar para armar
ningún escándalo.
El trago fue puesto frente a ella, Carmen sonrió y lo llevó a sus labios,
paladeando el amargo de angostura. Sentía algo de pena por Rock, que sin
merecérselo se llevó la peor parte. Julia se había ofrecido a compensarle de
algún modo, pero todos los del servicio se negaron, lo último que supo fue
que Jane les había anunciado que Keith iba a estar fuera de servicio por un,
par de días. No es que a Jules le importara mucho, porque su hombre
habitual era Arrow, solo que la chef se negó de plano a que alguno recibiera
peticiones de ella, no hasta que se resolviera la situación con su esposo.
―No pondré a mis empleados en riesgo ―explicó tajante Jane―. No
puedo ir por la vida usando mis cuchillos de cocina para amenazar a
maridos celosos.
Aunque su amiga rubia no pareció contenta con aquella aseveración, fue
Priscilla la que la tranquilizó diciéndole que debía ponerse en el lugar de
Jane. La chef no solo estaba protegiendo la integridad de sus empleados,
sino la reputación de su restaurante y la seguridad de un negocio que no era
del todo legal en Nevada.
En apariencia, las palabras de su amiga abogada calmó los ánimos de
Julia, pero fue el chef Joe quien terminó de limar asperezas, asegurándole
que lo ideal era esperar al menos a que su litigio acabara; no solo porque no
quería poner en peligro a sus amigos, sino que tenía que tomar en cuenta
que en ese momento todos los ojos estaban puestos en ella y en si iba a ser
capaz de cuidar a su hija.
Cuando Carmen se enteró de todo se rio en su cabeza porque la cordura
y la lógica imperaron del lado de los que iban a perder dinero en su
negocio; pero no dijo nada, volvían a ser como antes, y por primera vez en
varias semanas, se reunirían primero.
Lo bueno de todo eso, es que ella no se veía afectada y ya estaba
pensando contratar de nuevo al dulce Angel para una nueva sesión de
bondage.
Era un tanto irónico pensar en todo eso, pero al menos parecía que
después de tantas emociones desbordadas, desencuentros y reencuentros,
volvían las aguas a su cauce.
La siguiente en entrar fue Ana, iba vestida con un pantalón de mezclilla,
botas de cuero y una camisa de seda de color crema con unos adornos
bordados a mano al borde del cuello. Se veía fantástica, con su largo cabello
negro suelto y rebelde, enmarcando su cara. Después de la hecatombe de
Ernest y cómo todo se desencadenó, su amiga había resurgido de las cenizas
de un modo formidable. Su ex marido estaba viviendo en una suite del hotel
donde era socio, y las cosas continuaban más o menos igual con respecto a
la rutina con sus hijos.
Se sentó a su lado tras saludarla, Flag se acercó hasta ellas esperando la
orden de la pelinegra. Pidió una copa de vino blanco, que a los pocos
minutos estuvo frente a su mano.
―¿Todo bien? ―preguntó Carmen. Ana dio un cabeceo que daba a
entender que todo estaba más o menos.
―Ernest quiere que vayamos a terapia de parejas ―respondió ella en
voz baja―. Pero no estoy segura de querer continuar con él.
―A veces no hay forma de volver a confiar ―concedió Carmen―. No
te preocupes, bruja… todo saldrá bien.
―No sé qué pensar de él ―confesó Ana―, no sé si lo que hizo me
hace creer que es menos o hombre o no. Quiero decir, he estado leyendo
sobre el tema, mas no me queda claro, hay demasiadas cosas.
―No les des vueltas, Ana ―le reprendió con cariño―. Para entenderlo
deberás preguntarle directamente, y si no estás preparado para saberlo todo,
entonces no sigas.
Ana asintió con cierto alivio. En ese instante se acercó Dave y les
anunció que su mesa ya estaba libre y podían sentarse en ella.
Cinco minutos después entraban las demás, se sentaron a la mesa
parloteando de todo y de nada. Julia se reía de lo que Soledad estaba
contando, Carmen se percató de que hablaba sobre lo sucedido en la
escuela. Sonrió con cariño, la mujer latina se había redimido con todas al
reaccionar de ese modo y defender a Julia de las arpías de la escuela.
Lydia era la que se veía más radiante, si no supiera que después de su
último embarazo se había esterilizado habría pensado que estaba en la dulce
espera.
Tras la tercera ronda de bebidas, su amiga decidió confesar la verdad.
―Cole y yo… bueno… hemos decidido probar nuevas cosas ―explicó
con las mejillas enrojecidas.
―¿Nuevas cosas? ―inquirió Soledad con curiosidad―. ¿Qué cosas?
―Bueno… ―Lydia soltó una risita―. Resulta que a Cole le gusta, ya
saben, mirar…
―¡¡Oh, por Dios!! ―chilló Julia con una risita―. Eso es tan
perverso…
―Es vouyerista ―intervino Carmen con algo de sorpresa―, es
interesante.
―Es decir que quiere verte teniendo sexo con otro, ¿verdad?
―preguntó Ana con curiosidad.
―Sí, algo así ―respondió Lydia―, solo que… él quiere participar
después, ya sabes, de mirar cómo me lo hacen.
―Vaya… ―suspiró Priscilla― ¡Eso sí es caliente! ―Todas rieron ante
el comentario.
―Aunque él no es solo vouyerista ―dijo Lydia―. A Cole le excita la
idea de que otros me vean, ya saben… desnuda o en poses… sexuales…
―terminó con un hilo de voz.
―Pensé que era lo mismo ―intervino Soledad.
―Pues no ―aseguró Lydia―. Lo que a Cole le gusta se llama
candaulismo.
―Wwwooowwww ―siseó Julia con una sonrisita perversa―. ¿Y a ti te
gusta eso?
Todas miraron con intensidad a Lydia, esperando que respondiera, ella
se puso roja por toda la atención que estaba recibiendo.
―Es algo diferente ―respondió―, aunque no me desagrada del todo…
cuando le conté lo que pasó con el cantinero. ―Todas voltearon
instintivamente en dirección a la barra y cuando Oscar se percató les sonrió
con picardía―. Tuvimos el mejor sexo de toda nuestra vida matrimonial.
Ninguna dijo nada por un rato, sopesando lo que Lydia acaba de
contarles.
―Suerte que tienes ―opinó Priscilla finalmente con una risita―.
¿Quién iba a decir que tú y Cole iban a terminar siendo una pareja caliente?
Las mujeres prorrumpieron en carcajadas, cuando se calmaron Dave se
acercó hasta la mesa y les preguntó si querían ordenar. Lydia lo miró con
una sonrisita pícara.
―Creo que sí ―respondió la mujer―. ¿Estarás disponible para el
sábado? Tengo una fantasía especial y me parece que tú, eres el indicado.

۞۞۞۞۞۞۞
Jane escuchó las risas en un momento en que salió de la cocina a la
barra para buscar una botella de pinot porque las de dentro se habían
terminado.
Observó por largo rato a las mujeres del Aquelarre, sentadas en la mesa
de siempre, con el arreglo de velas de color verde que flotaban en el agua
perfumada. Cualquiera que las mirara no imaginaría jamás la clase de
personas que eran, las cosas que pasaban por sus cabezas y las fantasías que
calentaban sus noches y deseos más íntimos.
Sonrió con cierto cariño, todas ellas habían pasado por tanto en nada de
tiempo, los chicos del servicio especial de dos tiempos contaron un poco
sobre cada una, hablando con algo de admiración sobre ellas, aunque ni
ellos mismos se dieron cuenta.
A pesar de lo sucedido con Rock, se sentía contenta de tenerlas como
clientes, porque gracias a ellas, el restaurante había salido adelante, su
sueño estaba allí y la chef Balani siempre agradecería eso.
Cuando esas brujas fueran a su restaurante, siempre tendrían un fuego
cálido y acogedor en torno al cual reunirse.

Fin
Sobre la Autora

Ría Luxuria es el seudónimo de la escritora Johana Calderon con el cual


presenta sus novelas de corte erótico o romántico-erótico. Venezolana,
diseñadora gráfica editorial y emprendedora en línea desde el año 2015.
La pasión por las letras estuvo siempre allí, sus mejores escuelas han
sido los clásicos y las novelas más contemporáneas. Oficialmente comenzó
a escribir de manera más formal en el 2013. Entre sus novelas se
encuentran: lasayona.com ganadora del primer lugar en narrativa del
concurso Por una Venezuela Literaria 2014, de la fundación editorial
Negro Sobre Blanco. Esta novela corta forma parte de un seriado de novelas
que se basan en las leyendas venezolanas, y han sido publicadas bajo el
seudónimo Joha Calzer.
Lectora ávida del género gótico, la fantasía oscura y la ciencia ficción,
fanática de los vampiros de la vieja escuela y de Stephen King, le gustan los
helados, los tatuajes y desde los veintiocho años está dedicada de lleno a
trabajar en pro de su sueño que es escribir.
Puedes leer de esta Autora

Un Arreglo Entre Tres


Connor y Aaron solían ser heterosexuales, pero después de una
experiencia peculiar y las fallidas relaciones románticas en sus vidas,
descubren que se sienten atraídos el uno por el otro, lo que los lleva a
proponerse mantener una relación romántica gay escondida detrás de una
sólida pantalla de “mejores amigos”.
Unidos por el deseo de experimentar cosas nuevas y comprobar si de
verdad son homosexuales o esa atracción que sienten es exclusiva entre
ellos, deciden aceptar una cita de un portal en internet para cumplir
fantasías sexuales.
Hay una muy específica, una mujer con el nickname de Luxuria quiere
una pareja de hombres versátiles, obligatoriamente bisexuales, que deseen
ser observados mientras tienen sexo. Ella se encarga de todos los gastos y
la condición es que, si se da el caso, pueda no solo ver, si no también,
tocar.
Así que deciden responder a la solicitud y un viernes en la noche llegan
a un lujoso hotel en su ciudad para conocer a su cita y descubrir si deciden
salir del closet o no.
Solo que la tal Luxuria resulta un descubrimiento inesperado, y en vez
de aclarar las cosas, todo se vuelve más complicado.
El destino insiste en que Ría entre en sus vidas, y lo que era una
situación de una noche, promete convertirse en un Ménage à Trois, y a ella,
la tercera en discordia.
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Bilogía: Los $ocios
Libro I: La Socia
La familia Ward es una de las más prominentes de San Francisco. Con
una amplia trayectoria de más de cincuenta años, son las pioneras en el
ámbito del desarrollo inmobiliario de la ciudad y del país. Pero la burbuja
inmobiliaria que explotó en el 2008 ha hecho que el negocio vaya en
declive, por lo tanto, los tres socios de la empresa Ward Walls deciden
vender el 21% de las acciones para financiar la conclusión de un increíble
proyecto de construcción de un centro comercial que se convertirá en el
más grande de toda la ciudad.
Lo sorprendente es que una sola persona decide adquirir las acciones y
convertirse así en el socio minoritario de W.W. Amparado detrás de una
firma de abogados de California, este nuevo desconocido no solo adquiere
las acciones sino que también está dispuesto a inyectar el capital necesario
para que los demás proyectos de la compañía puedan finalizarse: uno en
Canadá y el otro en España.
Pero cuando el día de la gran reunión sucede, donde se supone que
conocerán al famoso y misterioso J.M, descubren con gran estupor que
quien les ha salvado el trasero es una joven mujer de treinta años que deja
caer una bomba en medio de la familia.
Jessica Medina es la nueva socia, vino a hacer negocios y a poner el
mundo de los hombres del famoso Clan Ward de cabeza.
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Roles
Henry Webber por fin siente que su vida está mejorando. Después de
un tormentoso divorcio, se ha quedado en la ruina y con treinta y cinco
años ha tenido que volver a casa de sus padres.
La única motivación que tiene son sus hijas de nueve y cuatro años,
más la manutención que debe pagarle a su ex que le exprime los huevos a
fin de mes.
Hank perdió su empleo de los últimos diez años de su vida, porque su
jefe ―que también es su ex suegro―, no tuvo el profesionalismo para
separar el trabajo de lo personal; pero tras casi un año de estar cesante y
llegar a pensar de tirarse del Puente de Brooklyn, consigue empleo en una
prestigiosa empresa de publicidad, gracias a su mejor amigo Pedro, que es
un vendedor estrella en la misma.
Los primeros meses van de maravilla, a pesar de estar en un puesto
donde no resalta, no se queja: tiene un salario más que decente, puede ver a
sus hijas tres noches por semana y recibirlas un fin de semana cada quince
días ―o por lo menos eso debería, pero su ex vive jodiendo―. Su
confianza ha vuelto y está de regreso en el mercado femenino,
convirtiéndose en el casanova del lugar. Hank no tiene parangón entre las
mujeres y todas saben que, si quieren un buen revolcón sin compromiso, él
es su hombre.
Su vida está a punto de cambiar, abrieron nuevas plazas de trabajo y
hay oportunidades de ascender, esta vez en su área que es la publicidad. ¡Y
lo consigue! Pero no es lo que en realidad esperaba.
Su nueva jefa no solo es menor que él, sino que también debe ocupar el
puesto de asistente personal y complacer los caprichos de esa chica que,
aparte de su carácter, tiene pinta de estudiante universitaria y le cae mal.
Sin embargo, a Gem Rivers no le puede importar menos lo que su
nuevo asistente piense, y pasa de Hank de tal forma que le crispa los
nervios al hombre, hasta una noche en la que él descubre su oscuro secreto.
Solo entonces ella le demostrará por qué está sobre él, incluso… fuera
de la oficina.
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Se Busca Muso, Tal Vez Dos
Ginger Alle es el seudónimo de una escritora de literatura eró-tica muy
famosa, su última gran novela terminó convertida en una taquillera película
que garantizó su sueño: vivir de su pasión, escribir.
Han pasado tres años desde entonces, y la editorial la presiona para que
saque una nueva novela, porque en este mundo tan revolucionado si no te
mantienes presente y constante pasas al olvido demasiado rápido. El
problema es que no tiene inspiración, está aburrida de las mismas tramas
de siempre y no sabe sobre qué escribir; no obstante, la presión es grande y
a su agente se le ocurre una brillante idea: contratar un muso, o tal vez dos,
para inspirarla.
Scott White es un camarero en la empresa de cáterin de su madre, alto,
rubio, unos increíbles ojos color miel y un cuerpo de infarto, es la
personificación de la travesura, desea vivir y experimentar, probar las
cosas del mundo y ser feliz; ha pasado por mucho, siente que ha perdido
demasiado y desea recuperar el tiempo, vivir las experiencias que no pudo
por estar metido en un hospital por casi veinticinco años.
En cambio, Ayato Gray es un mestizo, hijo de una mujer japonesa y un
norteamericano, su padre falleció cuando su hermano pequeño nació; no
conforme con la pérdida, la vida le lanza un nuevo golpe: su madre sufre
de alzhéimer temprano. Ahora debe cuidar de su hermano menor y su
mamá enferma. Y en Los Ángeles, con su increíble tasa de desempleo, solo
obtiene trabajos temporales que absorben por completo su joven vida, ve
en el casting una oportunidad de ganar dinero fácil.
Ginger, que en el fondo detesta que la presionen, se presenta con su
verdadero nombre: Virginia Black, dice ser una de las asistentes de la
autora y les anuncia que aquellos hombres que no sean capaces de actuar
escenas homoeróticas deben retirarse de la audición. Solo quedan unos
pocos, y uno a uno van pasando con la intención de salvar la dichosa
evaluación que consideran la oportunidad de dar un salto a la fama al
inspirar a los personajes de Ginger Alle.
Scott está allí solo para experimentar algo nuevo, Ayato necesita dinero
y hará lo que sea para garantizar el bienestar de su familia, y Ginger…
bueno, con algo de suerte su próximo mu-so entrará por la puerta.
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Como Joha Calzer

Revueltas de Sangre Vol. 1


Miscegenación

Un horrible crimen es descubierto en Sheva, los agentes de las Fuerzas


Especiales, la vampira Fira Volk y el humano Aston Dagger, son asignados
a su investigación discreta. Cuatro cadáveres de híbridos han aparecido con
signos de tortura en ellos y mientras todos se empeñan en tratarlo como un
suceso aislado, a la agente Volk le parece demasiado obvia la vinculación
con las Revueltas de Sangre que azotaron a la sociedad con sus consignas
divisionistas sobre la pureza de la especie y la preservación del linaje, que
tanto humanos como vampiros se empeñan en sostener.
Una enmarañada red de conspiraciones y engaños va apareciendo a
medida que la investigación avanza: Los Arcanos y los humanos más
poderosos del mundo tienen intereses en juego, y están dispuestos a hacer lo
necesario para que no se descubra la verdad. En medio de todo eso se
encuentran ellos dos, Fira y Aston empiezan a cuestionarse sus emociones,
sin notarlo cruzan una línea que va más allá del placer físico.
El agente Dagger se da cuenta de sus verdaderos sentimientos al
encontrarse a su compañera al borde de la muerte, y Volk se repite a sí
misma que no se enamorará de un humano; sexo todo el que sea, pero jamás
amor, porque los humanos mueren.
¿Qué pesará más para ellos?
¿El amor o el deber?
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