Fantasias A La Carta - Ria Luxuria
Fantasias A La Carta - Ria Luxuria
©RÍA LUXURIA
©PRIMERA EDICIÓN: 2020
Puerto la Cruz, Venezuela.
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Fb Group: Las Farfallas de Ría Luxuria
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Diseño editorial
Prohibida la distribución total o parcial de este libro, tampoco puede ser registrada en o
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medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro, sin
la autorización expresa y por escrito de la autora.
SINOPSIS
La chef Jane tiene un restaurante solo para mujeres, el Bon Apetitt. Pero
este es solo una fachada, porque la verdadera diversión está más allá de sus
cocinas; donde un club “clandestino” para damas, les trae diversión a las
mujeres que desean salir de la rutina, disfrutando de bailes eróticos hechos
por unos adonis de muerte lenta, de todos los tamaños, colores y formas.
Para entrar, solo debes hablar con la chef y pedirle ‘el servicio especial
de dos tiempos’ para que esta emprendedora te lleve a conocer a Tank,
Rock, B-Rock, Flag, Arrow y el dulce Ángel.
Lo mejor de todo, es que hay un menú para escoger. No es un
eufemismo. La mesa está servida, así que… ¡Bon Appétit!
ACLARACIONES
۞۞۞۞۞۞۞
El teléfono sonó justo en el preciso momento en que Priscilla subió a su
hija de siete años, Eloise, al autobús de la escuela. Claro que no era
cualquier autobús, la escuela más prestigiosa de toda Nevada no podía tener
un insípido autobús escolar de color amarillo, como esos que se ven en la
televisión, no. Este era un transporte ejecutivo, con asientos acolchados,
ventanas limpias, un chofer de seguridad, aire acondicionado y una especie
de azafata que se encargaba de organizar a cada estudiante en su asiento y
abrocharle el cinturón de seguridad.
La mujer contestó mientras veía alejarse el vehículo de color plateado,
esa mañana se había puesto su mejor atuendo deportivo y esperaba la
llamada que acababa de responder. Julia, su mejor amiga, siempre se
comunicaba a esa hora con la simple finalidad de confirmar que se verían
en uno de los gimnasios de Town Square, en Las Vegas Boulevard. Pero no
era cualquier gimnasio, porque en sí, Julia no necesitaba ir a uno, ella tenía
su propio centro de ejercicios en casa, incluso tuvo durante un tiempo un
entrenador personal que su esposo le pagó; solo que al final, descubrió que
ya era bastante aburrido permanecer encerrada dentro de su jaula de oro
―como llamaba la enorme mansión donde vivía― y que por lo menos
podría compartir las horas de entrenamiento riguroso que llevaba con otras
personas. El gimnasio era ese donde el guapo camarero del Bon Appétit
trabajaba durante las mañanas.
Fue un golpe de suerte descubrir el lugar, habían ido las dos a la
peluquería a teñirse el cabello hacía poco más de dos meses y luego a
comer helados después. Sus otras amigas eran geniales, pero ellas dos
compartían la misma edad y casi los mismos problemas: dos esposos que
las daban por sentado.
Era triste si lo analizaba a profundidad, porque Priscilla y Anders
apenas iban a alcanzar los diez años de convivencia, sí había una diferencia
de edad entre ellos, pero no tan notoria como los quince años que le llevaba
Héctor Rodríguez a Julia. Su esposo apenas si le llevaba tres años, y aunque
se habían casado apenas dos años atrás, estaban juntos desde la escuela.
No entendía por qué las cosas habían cambiado tanto después de la
boda, es decir, antes de eso su vida de pareja era esplendida y su vida de
familia digna de envidiar. No querían más hijos, o por lo menos no sintieron
la necesidad de buscarle un hermano a Eloise, Anders adoraba a su hija del
mismo modo que ella lo hacía; también se sentía bien con su vida
profesional, su padre la había asociado a su bufete de abogados y llevaba
los casos de divorcio con tanta facilidad y éxito que no tenía que hacer gran
cosa en la oficina. Anders en cambio, era el gerente general del hotel casino
The Cosmopolitan y sus horarios eran bastante variables.
Quizás fuese eso, él era un muy joven gerente, se había ganado el
puesto a pulso demostrando su valía, aunque también había jugado una
fuerte mano el apellido de su familia, que le abrió las puertas del lugar para
poder demostrar de qué estaba hecho. ¿Acaso se le había ido toda la fuerza
y la determinación en ese proceso? Anders no parecía darse cuenta que
desde que se habían casado, desde que se había formalizado su relación, la
cosa entre ellos dos se congeló paulatinamente.
Priscilla suspiró mientras se subió a su convertible, Julia parloteó un
poco en el altavoz sobre los intentos que hizo para que su momiarido ―así
lo llamaba ella― le prestara atención y le hiciera el amor. Que se
conformaba con que se le parara, que no era estúpida, estaba claro que
desfogaba sus ansias con una mujer diez años menor que ella, tal como lo
hizo con ella misma, diez años atrás; pero por lo menos que le cumpliera
sexualmente de vez en cuando.
Tal vez debía ir a un casino y jugarle todo al diez negro, porque parecía
un número maldito en ese momento.
Julia, con su despampanante cabello rubio y la piel bronceada la
esperaba frente al gimnasio, exhibiendo su escultural cuerpo cubierto con la
delgada licra del traje deportivo. Priscilla bufó al bajarse y tomar su bolso
del asiento trasero, definitivamente ese lunes se le notaba la cara de
frustrada a su amiga y no la culpaba, eran jóvenes, apenas llegaban a los
treinta y su vida sexual era más aburrida que un juego de bingo en un
geriátrico. No la culpaba por andar mostrándose en esos atuendos atrevidos,
Julia era tan joven como ella, rozagante y expelía ese aire sexual
embriagador; parecía una gata en celo, atorada con un gato panzón en su
casa.
Aunque no era justo decir eso, porque Héctor Rodríguez era todo menos
un gato panzón. Apenas pasaba los cuarenta y cinco, y si era justa, cada día
se ponía mejor. No tenía un cuerpo escultural, pero sí ese sex appeal
embriagador que los hombres latinos tenían, sobre todo por su elegancia y
actitud, además que se mantenía en buena forma. Ella tendría la misma
energía si fuese un magnate de los bienes raíces de toda Nevada y
prácticamente la costa oeste. Su propia casa se la vendió una de las tantas
agencias de la que era dueño.
En el fondo, aunque no se lo dijera, Priscilla creía que parte de la culpa
era de la rubia frente a ella, porque en su momento, diez años atrás, Julia
fue la amante juvenil que se revolcaba con un hombre casado de treinta y
cinco, que para ese entonces llevaba dos divorcios encima y dos hijos
previos.
―Hola, bruja ¿lista para matarnos en el gimnasio? ―la saludo su
amiga. Priscilla asintió y aceptó el beso en la mejilla. Solo les faltaba Ana
para ser tres treintañeras amargadas, pero su otra amiga sí tuvo suerte. El
esposo de Ana era un galán de portada de revista que besaba el suelo por
donde ella pasaba. Suspiró mentalmente, miró su reflejo en los tantos
espejos de ese lugar y compuso una mueca de disgusto.
No era fea, ni siquiera estaba abandonada, su cuerpo era esbelto y firme,
de largas piernas, con pechos torneados, piel lozana y cabello castaño
rojizo. Incluso tenía unas pocas pecas, esas que no pudo quitarse con el
tratamiento cosmético, pero incluso esas manchitas le conferían un toque
juvenil. Los hombres la miraban, inclusive algunas mujeres lo hacían,
entonces… ¿por qué su esposo ya no la encontraba atractiva?
―Buen día ―lo saludó el camarero del Bon Appétit, ambas
respondieron con voces coquetas, él le sonrió en respuesta y se alejó rumbo
al área de entrenamiento de lucha. Julia suspiró.
―Estoy que me inscribo en su clase, solo para poder verlo ―confesó la
rubia. Priscilla soltó una risita.
―Tranquila, bruja ―la confortó―, todavía te queda el rubio que te
entrena en las máquinas.
―Calvin ―soltó Julia como un suspiro enamorado―. Si no fuese tan
formal, te juro que ya me lo hubiese tirado en las duchas.
Justo en ese momento vieron al hombre salir de los casilleros, con su
más de un metro noventa era un rubio de cabello rizado poco más que
espectacular. A Julia le encantaba coquetearle donde quiera que lo veía,
incluso le dejaba cuantiosas propinas los jueves cuando iban a cenar al Bon
Appétit. Priscilla los prefería más joviales, tal vez al chico que llamaban
Ángel, aunque en perspectiva parecía que apenas pasaba de los veinte.
Tras salir de los casilleros llegaron a la zona de las máquinas, Calvin las
puso a hacer estiramientos y Priscilla tuvo que contener la risa por los
intentos de Julia de llamar su atención, exponiendo su trasero más de lo
recomendable. Él le sonrió con algo de vergüenza, pero su amiga no se dio
por aludida; pobre hombre, si solo supiera que todo lo que Julia Fisher-
Rodríguez quería era una buena revolcada, tal vez le hiciese el favor. O tal
vez no, porque con la mala racha que tenían ambas al respecto, era probable
que aquel sexy entrenador fuese gay.
۞۞۞۞۞۞۞
Carmen se miraba al espejo con aprensión, ese lunes cayó en cuenta que
estaba muy cerca de los temidos cuarenta que recién cumplió Lydia. A
diferencia de su amiga, ella tenía dos divorcios a cuestas. Su primer esposo
la había dejado por un chico mucho más joven; sí, un chico, terrible golpe a
su autoestima, aunque lo superó bastante bien y a su hija Brenda le
encantaba tener un papá gay; a Carmen también, porque los regalos eran
mejores y ahora tenía un mejor amigo al cual llamar cuando todo se iba a la
mierda.
Al padre de Brandon sí lo despachó cuando su hijo cumplió los dos
años, después del primer divorcio y su respectiva recuperación, se dio
cuenta de que no tenía paciencia para andar aguantando pendejadas. Así
que volvió a su nombre de soltera, el Grant le sentaba bien. Lo que sí no le
estaba sentando bien era estar a escasos dos años o menos de los temibles
cuarenta y ella se sintiera tan… vacía y frustrada.
Se suponía que se había divorciado para vivir la vida a su gusto, el
padre de Brandon pasaba su manutención regularmente y sin quejarse; era
evidente que lo hacía porque amaba a su chico y porque él nadaba en
dinero; más cuando el último año había logrado su meta de posicionarse en
las carteleras de cine del mundo como productor y director, así que no le
temblaba la mano para firmar los cheques que le enviaba. De igual modo,
su primer esposo y ella se habían asociado en una tienda en línea de
antigüedades, así que no era como que dependiera de su ex.
Solo que estaba coleccionando malas experiencias y ex novios
paupérrimos casi del mismo modo que lo hacía con las valiosas
antigüedades, la diferencia era que nadie iba a pagar cincuenta mil dólares
por el tipo que roncaba escandalosamente en su cama esa noche. Por suerte,
su hijo se había ido a pasar el fin de semana con su papá, para conocer el set
de rodaje de su siguiente película. La guerra había sido encarnizada, pero
Carmen accedió a que perdiera dos días de clases solo porque sí tenía
buenas calificaciones. Más no era ese el camino de sus pensamientos, estos
iban delineando las arrugas alrededor de sus ojos y su boca, aún no había
perdido la lozanía, pero si continuaba con esa racha perdedora de hombres
poco menos que activos en la cama, ni siquiera eso le quedaría a ella.
Seis años de soltera y en ese tiempo había salido con casi cincuenta
hombres. Algunos los descartó desde la primera cita. Cuando llegabas a
cierta edad te dabas cuenta que no tenías ganas de perder el tiempo con
planes románticos a futuro; o tal vez no era cuestión de la edad, sino de lo
que te hacía falta. Barry había sido la mar de romántico durante su relación,
lo que no le hacía entre el colchón se lo compensaba con escenas sacadas de
las más empalagosas novelas de romance. Dustin por otro lado, no era tan
romántico como Barry, pero sí tenía sus gestos grandilocuentes que hacía
por lo menos dos veces al año y no se saltaba el aniversario de bodas
porque eran los mejores momentos para demostrar por qué era un excelente
y genial productor. Lo que sí no le producía era orgasmos en la cama, o en
el piso, o en la cocina… o en cualquier lugar, porque Dustin tenía
problemas de erección.
Llegar a esa edad y sentirse insatisfecha sexualmente era una maldición;
su búsqueda de un polvo satisfactorio casi parecía una película de Indiana
Jones, incluso podía imaginarse la tragicomedia, quizás se la propondría
como idea a Dustin, se llamaría “Carmen Grant y el falo de oro perdido.”
Sonrió con sarcasmo y entró en la ducha para sacarse ese aroma a
derrota que le había impregnado su novio de turno. ¿Algún día encontraría a
un hombre que le diera lo que necesitaba? No pedía tanto, solo deseaba su
buena revolcada de vez en cuando, no era mucho pedir una de esas por lo
menos una vez al año, tal vez como regalo de navidad.
Por suerte para ella el saco de carne sonora se había ido cuando salió del
baño, lo que significaba un problema menos que afrontar ese lunes, y si no
lo llamaba, posiblemente podía dejar las cosas como estaba.
Mientras se vestía para salir a desayunar con Barry y el esposo de este
lo pensó muy bien, ella no quería llegar a los cuarenta sin saber qué era un
jodido orgasmo. Para no estar casada estaba teniendo, prácticamente, los
mismos problemas que las otras brujas del aquelarre. Excepto tal vez
Soledad y Ana, ambas parecían felizmente casadas.
۞۞۞۞۞۞۞
―Ernest me es infiel.
Ana pronunció esas palabras con la voz seca y vacía. Soledad se había
propuesto llevar a sus hijos al colegio esa mañana porque Esteban tuvo que
salir muy temprano de viaje; era tradición que él los llevara, era unos
minutos de convivencia entre los tres, justo después del desayuno, así que
para no perder la costumbre, fue ella quien los transportó antes de irse al
gimnasio. Pero vio a Ana allí; su amiga de cabello negro como el carbón y
piel bronceada parecía ida, apenas si le respondió el saludo cuando le habló.
Solo abrazaba a sus dos hijos, mientras estos forcejeaban con suavidad y
nerviosismos para soltarse de la demostración de cariño.
Ella y Ana eran un poco más unidas porque ambas tenían gemelos, se
habían conocido en el hospital durante el control prenatal. Soledad tuvo un
niño y una niña, mientras los de su amiga eran chicos. Desde ese momento
se convirtieron en amigas que con el tiempo se habían vuelto cercanas.
Tenían bastante confianza, la suficiente como para que Soledad supiera que
no era el momento ni el lugar para ofrecerle consuelo a la mujer.
Descartó la idea de ir al gimnasio a encontrarse con Priscilla y Julia, en
cambio la invitó a su casa a desayunar y tomarse una taza de té. Ana asintió
escuetamente, parecía que estaba ida, como en estado de shock. Si lo
pensaba con detenimiento, la noche anterior, durante la cena de cumpleaños
de Lydia la morena pareció un poco distante, como si se esforzara por
corresponder a los halagos de su pareja. Lo atribuyó a que habían peleado e
intentaban verse normales frente a todos los demás. Pero si capitulaba con
cuidado, el esposo de Ana no parecía incómodo o fingir, ahora ella
comprendía el porqué, Ana se había enterado de la infidelidad y estaba en
fase de asimilación.
―¿Cómo te enteraste? ―le preguntó Soledad con suavidad mientras
deslizaba la taza de delicada porcelana sobre el mesón de mármol de la
cocina.
―El viernes lo confirmé ―respondió Ana en voz baja―. Él llegó de
viaje el domingo en la mañana, estuvo fuera desde el miércoles, en Miami,
supuestamente en una reunión con los socios de la cadena ―suspiró con
cansancio―. Yo lo sospechaba, por ciertos detalles, pero aun así, no quería
creerlo.
Al final se le quebró la voz, Soledad creía que no era para menos. Ana y
Ernest Scott eran padres de tres adorables niños, la hija mayor de ambos era
una cosita encantadora de piel blanca, cabellos negros y ojos verdes como
las esmeraldas; dulce y educada, con una prodigiosa voz y talento musical.
Los dos chicos eran idénticos y a la vez diferentes, uno era todo un
geniecito de las matemáticas mientras el otro era un as en los deportes.
Desde afuera, ese matrimonio parecía perfecto, el ideal para colocarlo
frente a las casas que salían en las vallas publicitarias de bienes raíces
Rodríguez, porque Ernest era naturalmente rubio, caucásico y atractivo.
Casi, casi, como si fuese artificial.
―¿Cómo… ―carraspeó un poco― Cómo te enteraste, Ana?
―preguntó Soledad apretando un poco la muñeca de su amiga.
―Por un grupo de Facebook ―respondió la pelinegra y se llevó la taza
a los labios.
―¿Qué? ―Soledad frunció el ceño. Ana soltó una carcajada amarga.
―Ambas estamos en un grupo de Facebook de fitness, Sole ―aclaró la
mujer―. Como siempre, algunas suben las fotos de sus fines de semana y
cuentan cómo la están pasando y lo que van comiendo. El viernes en la
noche ella subió una foto con “su novio” de lo que habían almorzado.
Ana extrajo el celular de su cartera y tras buscar las imágenes
incriminatorias se las mostró. Soledad todavía esperaba que fuese un mal
entendido, algo así como que se vieran demasiado juntos y se prestara a
interpretaciones equivocadas; pero no, cuando vio a Ernest y la forma que
miraba a la mujer, una rubia despampanante y llena de cirugías, porque esos
pómulos y esa nariz no eran naturales; no hubo modo de negarlo. Por
instinto, la mujer deslizó el dedo por la pantalla, las siguientes fotos eran
cada vez más evidentes.
A medida que iba pasando las imágenes se iba molestando más.
―No pensé que Ernest fuese tan estúpido para exhibirse de ese modo
―replicón con indignación. Ana respondió con un resoplido sarcástico―.
¿Cómo conseguiste el resto de las fotos?
―Le di a seguir a su cuenta de Instagram ―espetó con amargura―, es
privada pero igual me devolvió el seguimiento. Supongo que Ernest no tuvo
problema en exhibirse porque la mujer esa no es de aquí, es de Florida, creo
que vi que era gerente o asistente de gerente, la verdad no sé ni me importa.
―¿Y qué vas a hacer? ―inquirió Soledad con delicadeza. Ana se
encogió de hombros.
―No lo sé, Sole ―aclaró con franqueza―. Tenemos tres hijos
pequeños, en realidad no puedo quejarme de mi vida, exceptuando eso,
Ernest es el marido perfecto, el padre ejemplar, el hombre del año. Fíjate
que le dije que la cena de cumpleaños de Lydia era el domingo y se
apareció en la mañana en casa, jugó con los chicos, comimos en la piscina
del hotel.
Soledad no supo si fue el modo en que lo dijo, pero tuvo que concederle
la razón. A veces las parejas pasaban por esos impases y salían mejores y
más fuertes después de los golpes. Se lo dijo a su amiga, imprimiendo en su
voz toda la honestidad del mundo.
―Debes decírselo y enfrentarlo ―le aconsejó―, pregúntale cuánto
tiempo tiene esa relación, tal vez no sea tanto tiempo, quizás fue uno de
esos romances pasajeros que pasan solo porque hubo alcohol de por medio
y oportunidad.
A Soledad le quemaron las palabras en la garganta, pero creía en lo que
le decía; los hombres podían ser muy estúpidos a veces, cometían errores
garrafales, y ellas debían estar allí, ser fuertes y resolver las cosas.
Suspiró con cansancio. Cuando se enteraran las demás, la pobre Ana iba
a volverse un manojo de nervios y confusión. Abrazó a su amiga para
acunarla y mientras la pelinegra lloraba con voz queda, ella agradeció que
su matrimonio se había salvado después de que Esteban hubiese cometido
la misma estupidez cinco años atrás. La única diferencia es que ellos sí
estaban pasando un mal momento en su relación, pero Ernest y Ana…
«¡Por Dios! Si ellos son perfectos» pensó con tristeza.
02 ǀ Un cadáver en la despensa
۞۞۞۞۞۞۞
Tras la sorpresa inicial que las dejó sin habla por un rato, las cuatro
amigas que no sabían del hecho, estallaron en comentarios iracundos contra
el hombre. Desde otras mesas empezaron a lanzar miradas curiosas, porque
las quejas llenas de rabia llamaban la atención de cualquiera. Carmen se
volvió en dirección a Soledad, que movía su daiquirí de fresas con cierta
parsimonia y le preguntó desde cuándo lo sabía.
―Lo sabe desde el lunes ―respondió Ana antes de que las otras se
lanzaran contra la latina, solo porque ella le había pedido que guardara
silencio―. Le pedí que no les dijera nada, porque todas ustedes son muy
intensas y la verdad es que no sé qué hacer.
―¿Desde cuándo lo sabes, Ana? ―preguntó Lydia, tomando su mano
con gesto maternal. Casi quiso llorar por el gesto, pero apretó los labios con
fuerza y negó.
―No tanto tiempo, pero está confirmado ―contestó. Levantó la vista
de la mesa y miró al corro de amigas frente a ella, cada una tenía su propia
expresión que delataba sus personalidades. Carmen estaba decepcionada,
pero sabía que no era de ella, sino de Ernest, al cual estimaba mucho;
Prisilla la observaba con tristeza, en más de una ocasión mencionó lo
mucho que envidiaba/admiraba la relación de ella y su esposo; Julia estaba
furiosa, de todas ellas, su amiga más joven ―porque era la menor de todas,
aunque tuviese treinta como Pris―, echaba chispas por los ojos y estaba
casi segura de que estaba planeando cinco formas diferentes de castrarlo de
algún modo, o por lo menos una venganza muy colorida, algo como echarle
laxante en su café matutino o rayarle el automóvil. Soledad la miraba con
serenidad, ella había escuchado toda la retahíla de emociones, la estuvo
acompañando sin desfallecer ni una sola vez en esa maldita montaña
rusa―. En realidad, chicas… hoy me quiero divertir, aún no sé qué hacer,
pero hoy me puse linda porque quiero recuperar un poco la confianza en mí
misma y divertirme, despejar mi cabeza, para ver a dónde voy a parar.
Todas accedieron de buena gana, más que nada para complacerla, y Ana
lo supo, así que agradeció en silencio a Dios por eso, porque sabía que sus
amigas no habían empezado a decir lo que de verdad pensaban sobre todo
eso, pero estaban dispuestas a hacerlo a un lado para subirle el ánimo.
Nathan volvió a los pocos minutos, preguntando si estaban listas para
ordenar.
―No es que estemos listas como tal ―respondió Julia con un guiño―,
pero sí queremos otra ronda, y para la dama de allá ―señaló con el dedo a
Ana―, tráele algo más divertido que un whisky ¡Hay que hacerla sonreír,
cariño! Tráele algo tan dulce como tú.
Todas asintieron con entusiasmo, mientras Ana se sonrojaba hasta las
orejas. El mesero sonrió con galantería, esperó a que la algarabía bajara y le
preguntó a la aludida si le gustaba la idea de tomar un Tequila Acapulco.
―¡Sí! Trae eso ―exclamó Carmen―. Algo lleno de color y sabor.
Todas estallaron en risas ante el comentario, incluida Ana. También
pidieron unas entradas para ir haciendo ambiente, que incluyó la
recomendación del mesero.
Nathan regresó con todo el pedido, ayudado por Rock que recibió un
efusivo saludo de Julia y Prisilla que ya estaban achispadas por la bebida.
Soledad, Lydia y Carmen sonreían tontamente, uniéndose a la solicitud de
que ellos dos se sentaran con ellas a compartir.
―Te daré la propina más grande que puedas imaginar ―le aseguró
Julia a Rock.
Ellos declinaron con sonrisas y algunos comentarios que las hicieron
reír, Nathan y Keith se alejaron conversando en voz baja entre ellos.
Cuarenta minutos después, dos rondas adicionales y un ambiente muy
animado, decidieron ordenar.
Cuando la comida llegó a la mesa, todas estaban conversando
distendidamente, Ana había conseguido olvidarse de todo, los cocteles
habían logrado justo lo que quería.
―Mis felicitaciones al chef ―comentó Lydia.
―Se lo haré saber ―dijo Nathan.
―Deberías decirle a Jane que venga ―pidió Prisilla, la lengua
empezaba a pesarle―. Me gustaría decirle que todo está excelente, la
comida, la bebida y los camareros. ―Subió y bajó las cejas con gesto
divertido, todas estallaron en risas.
―Con mucho gusto se lo diré ―aseguró él―. No dudará en venir.
Mientras se alejaba, todas comentaban el hermoso trasero que tenía el
mesero, Carmen aseguró que estaba dispuesta a enseñarle algunas cosas.
Estaban tan bebidas que ninguna se dio cuenta que estaban hablando en voz
un poco alta, así que el hombre y sus compañeros escucharon todo eso.
Jane se presentó a la mesa con una sonrisa de la que no participaban sus
ojos, porque su ánimo estaba por los suelos. Conocía a Prisilla y Julia de
ciertos eventos de comida a los que fue como chef antes de abrir el Bon
Appétit.
―¡Jane! ―gritó con voz chillona Julia― ¡La comida está deliciosa,
amiga!
―¡Riquísima!
―¡¡Espectacular!!
Todas corearon y se pusieron a aplaudir, Jane soportó lo mejor que
pudo, pero estaba agonizando por dentro.
―Es un gusto que todo haya sido de su agrado ―respondió a todos los
elogios.
―¿Qué nos recomiendas de postre? ―preguntó Soledad.
―Eso es con el chef Joe, señoras ―explicó con amabilidad―, él es el
encargado de los postres. Pero les puedo asegurar que sus pastelitos de
moka son la sensación.
―Pues a mí me tiene encantada es tu cantinero. ―Julia saludó en su
dirección. Jane sonrió y asintió a Oscar.
―Sí, es realmente muy bueno sirviendo tragos ―aseguró Jane. Nathan
se mantenía discretamente detrás de la chef, esperando cualquier orden de
las clientes.
―¿Y no incluyes en los postres a los camareros? ―preguntó Carmen.
Todas rieron, incluida Jane que negó con la cabeza.
―No, ellos no están en la carta ―contestó con cierto deje de humor.
―¡Pues deberían! ―dijo Ana con una risita borracha― Están más
buenos que… que… ¿Cómo es que dices siempre Sole?
―Que comer con las manos, coño ―dijo entre risas, la última palabra
la dijo en español. Jane la entendió porque hablaba un poco del idioma.
―Pues eso ―espetó Ana, dándole una chupada a la pajita con la que
tomaba su coctel―. Están demasiado buenos, sexys y calientes.
Volvieron a estallar en risas, Jane se tornó en dirección a Nathan con
una expresión de disculpa en el rostro; él le sonrió a su vez, dándole a
entender que no le disgustaba la situación.
―¿Y crees que podamos pedirle un postre especial al chef? ―indagó
Julia. Jane la miró por unos segundos con expresión de duda pero luego
sonrió.
―Tank, ¿podías llamar al chef Joe, por favor? ―pidió con cortesía, él
asintió y se alejó a la cocina.
―¿Tank? ―preguntó Soledad. La chef asintió.
―Es su apodo. ―Se encogió de hombros sin dar más explicaciones.
En menos de dos minutos Joe Miller estuvo a su lado, todo sonrisas y
guiños, coqueteando abiertamente con las clientas que no dejaban de lanzar
comentarios subidos de tono, Jane se rio con discreción, admirada de la
habilidad con la que él se manejaba con las mujeres. Al final de la
interacción accedió a hacerles unas bombas de chocolate, así que mientras
esperaban el postre, Nathan les sirvió una ronda más de bebidas.
Antes de que se percataran, ya era cerca de las once de la noche, y el
lugar se había ido vaciando poco a poco; quedaban dos mesas por atender,
así que Jane decidió que ya era hora de cerrar la cocina, el último pedido
iba a ser el de la mesa ocho y se fue a ayudar a su sous-chef en la
preparación de la solicitud especial.
۞۞۞۞۞۞۞
Ana no aguantaba más, mientras todas sus amigas se habían levantado
en varias ocasiones al baño, ella se había quedado allí en la silla,
ahogándose en el dulce sabor del tequila mezclado con jugo de naranja,
granadina ―y las cerezas que lo decoraban que no temía comer, junto con
las rueditas de naranja que no dejaba de chupar―. Lo cierto era que no
quería levantarse porque estaba muy mareada, el mundo daba vueltas, ella
solo pensaba en lo mucho que se estaba divirtiendo y en que nunca en su
vida había tomado una bebida tan sabrosa.
―¿Por qué nunca había tomado esta mierda tan rica? ―preguntó con
voz pastosa.
Todas sus amigas explotaron en risas escandalosas y ella se les unió
aunque no estaba segura de por qué se reían. Claro que reírse no la ayudaba
mucho con su vejiga, finalmente no pudo aguantarse más y se levantó de la
silla, rogándole a todos los ángeles del cielo no caerse en el camino.
Se sostuvo del borde de la mesa mientras todas la miraban, sus rodillas
no cedieron, sus pies se afianzaron bien en el suelo y ciertamente el mundo
daba vueltas pero no tan vertiginosas como habría esperado.
«La comida hizo efecto» pensó con cierto alivio.
Alisó la falda corta de su vestido, se pasó la mano por el trasero,
esperando que no se le vieran las nalgas y dio dos pasos tambaleantes en
dirección al pasillo que daba hacia los baños. Por suerte no se fue haciendo
eses, logró llegar al baño, entrar a un cubículo y aliviar su vejiga.
Una vez fuera, frente al lavamanos, decidió que necesitaba beber agua,
así que perdiendo todo el glamour, se enjuagó las palmas y luego las usó
para beber directo del chorro. Le supo a gloria la frialdad; luego se mojó el
rostro, el cuello y el pecho. Bebió un poco más; cuando vio el desastre de
maquillaje que tenía soltó una risita histérica, tomó papel del dispensador y
se secó lo mejor que pudo, limpió los pegotes de rímel y se retocó un
poquito para no verse tan destruida.
Salió del baño un poco menos mareada pero sí desorientada, en vez de
tomar a la izquierda, agarró hacia la derecha y se encontró con que estaba
en una habitación que debía ser la de los empleados. Ana se sostenía de la
pared para no caerse, definitivamente estaba borracha y de una situación así
habían pasado años. La misma pared le servía de escondite, esa fue la razón
por la cual las dos personas afanadas en ese lugar no se dieron cuenta que
estaba allí; y si no hubiese sido por los gemidos que Ana escuchó, tampoco
se hubiera percatado de la pareja.
Y sin importar que tan borracha pudiese estar en ese momento, la
curiosidad pudo más que ella. Los sonidos que escapaban de la boca de la
mujer resonaban dentro de su cuerpo, como si despertaran viejas
sensaciones dormidas que extrañaba por completo y que no se había dado
cuenta de ello. Con toda la lentitud y disimulo que pudo, se asomó por el
borde de la pared a espiar.
Uno de los camareros más jóvenes, ella lo había visto en más de una
ocasión, estaba de pie, sosteniendo en el aire a una mujer asiática. Debajo
del uniforme del restaurante se podía adivinar que era atlético, más nunca se
imaginó que entre la tela se encontraba un cuerpo tan torneado, con brazos
tan fuertes y un trasero de infarto que en ese momento le provocó morder.
Lo mejor tal vez, era ver cómo movía la pelvis sin desfallecer, mientras sus
manos sostenían a la menuda mujer por las nalgas, a la par que ella se
agarraba de su cuello con los dedos entrelazados, echando su cuerpo un
poco hacia atrás, ayudándolo con la penetración que tanto la hacía disfrutar.
Los pechos de la mujer rebotaban rítmicamente, y en el estupor del alcohol
y la sorpresa, Ana encontró que le hubiese encantado chupar esos pezones
pequeños y marroncitos que tenía.
Ana sintió cómo su cuerpo se estremecía de deseo, hubiese dado lo que
fuera por cambiarse con esa mujer por unos minutos, la expresión de su
rostro era de pura satisfacción; lo confirmaba las mejillas sonrosadas, los
labios algo hinchados y el labial levemente corrido por su barbilla. También
las marcas rosadas de los chupetones que tenía en los pechos, eso sin contar
el concierto de gemidos y gruñidos que ambos llevaban de forma tan
armoniosa.
La mujer se estremeció violentamente, se pegó al torso musculoso del
hombre y gimió más alto una última vez, delatando que había tenido un
orgasmo intenso. Ana se mordió el labio con envidia, sintiendo cómo su
interior se contraía de la excitación.
―Ahora es mi turno, Lady B ―dijo una voz juvenil. La mujer soltó una
risita, desenredó sus piernas de aquella cintura masculina y afianzó los pies
en el suelo. Se giró grácilmente hasta llegar a una de las sillas del lugar,
empinó el trasero mientras se sostenía con fuerza de la silla. El hombre
desnudo se puso de lado; así ella pudo detallarlo mejor, tenía un rostro
tierno, angelical, pero una sonrisa perversa que le hizo sentir que caía por
un abismo. Ana se escondió un poco más, temiendo ser descubierta, pero
deseosa de ver aquel ejemplar de hombre. No podía tener más de veinte
años, pero en ese momento y viéndolo de perfil, le importó poco ese detalle.
De entre sus fuertes muslos se erguía una verga bastante gruesa, aunque no
tan larga como cabría esperarse, aunque no pudo detallarla a gusto porque
estaba enfundada en un preservativo de color fucsia.
En ese ángulo notó otras cosas, los brazos torneados estaban bien
construidos, junto a un torso que no alcanzaba a ver por completo; los
muslos, vistos de lado, se veían gruesos y fuertes. El joven se posicionó
detrás de la mujer, le dio una nalgada sonora que erizó la piel de Ana y
marcó cinco dedos rosados sobre el cachete de la chica. La tal Lady B solo
gimió quedamente, algo que se apagó cuando recibió el miembro erecto de
un solo movimiento.
El vaivén de las caderas fue hipnótico, el sonido de las pieles chocando
la estremecía hasta la fibra más profunda; un dedo inconsciente bajó hasta
la entrepierna de Ana y se coló debajo de la tanga, todo allí estaba caliente
y húmedo, palpitante y deseoso. Empezó a frotarse sin pensarlo mucho,
deseando ser la mujer que recibía los embates poderosos de ese semental,
porque eso parecía, un caballo desbocado. Ana no estuvo segura, y mientras
iba rumbo a su casa se preguntó varias veces cuánto tiempo había durado
todo; pero el gruñido de él la hizo vibrar, era el sonido de una bestia que
alcanzaba el clímax, y mientras su cuerpo temblaba con la liberación
espontanea debido a la estimulación de un solo dedo sobre el botoncito
rosado que brotaba entre los labios húmedos de su sexo, se mordió los
labios con fuerza para no gemir.
No se quedó a ver cómo terminaba todo, con las piernas temblorosas y
sintiendo el cuerpo cargado como de una electricidad rara, se limpió un
poco la humedad de los muslos en el baño, lavó sus manos, se aseguró que
el rubor de su cara bajara un poco y rogó para que sus amigas no notaran la
hinchazón de su boca por haberse mordido los labios.
۞۞۞۞۞۞۞
Jane accedió a quedarse a atender a las mujeres, “El Aquelarre” como
era conocido ese pequeño grupo, había sido leal desde el mismo comienzo
del Bon Appétit. Le aseguró a Nathan que si quería irse estaba bien, ella se
ocuparía de hacer que le dejaran una buena propina, pero él negó con la
cabeza y tras sonreírle con cierta confidencialidad le dejó saber que no tenía
otro lugar a donde ir. Lo mismo le dijo a Oscar, el cantinero, esa noche
había obtenido buenas propinas y estaba segura de que ella podría preparar
un par de margaritas, daiquiris y acapulcos, pero se negó también; El
Aquelarre eran clientes habituales y el viernes no tenía clases, así que se
podía quedar.
Las bombas de chocolate de Joe habían sido un éxito rotundo, cada una
se deleitaba con el chocolate derretido y hacían comentarios subidos de
tono sobre dónde podían poner el dulce líquido ―tal vez sobre el abdomen
de Rock o Calvin―, o si ellos estaban dispuestos a comer un poco de eso si
lo ponían en los pechos de alguna.
Jane se acercó a la cajera y la ayudó a hacer el cierre, el pago de ellas lo
registraría de último sin problema y haría el cierre definitivo. Al final de la
noche solo quedaba ella, Nathan, Oscar y Joe, que se había negado a irse y
se encontraba sentado en uno de los bancos cercanos a la caja, bebiéndose
una cerveza.
―¡Chef! ―llamó una de las mujeres, instintivamente Jane levantó la
cabeza, al igual que Joe, que ya no llevaba su uniforme, sino una camisa de
color claro y una chaqueta tipo blazer. La chef notó que se dirigían a él, así
que se concentró en lo que la cajera iba diciendo.
―¿En que las puedo ayudar, hermosas damas? ―preguntó acercándose
a la mesa.
―¡Chef! Esto está increíble ―dijo Julia lamiendo la cuchara de forma
lasciva, casi impertinente.
―Me halaga, madame ―respondió él con galantería.
―El camarero ―señaló Soledad a Nathan que observaba todo desde
cierta distancia con una sonrisa en los labios―, ¿tiene novia? ―preguntó
en tono confidencial, aunque se notaba que solo quería bromear― ¿Crees
que estaría disponible para nosotras seis si se lo pedimos?
―Podríamos invitar al cantinero ―dijo Prisilla en tono soñador―, me
encantan los hombres exóticos.
Todas se largaron a reír. Joe vio que la cajera se dirigía hacia la puerta y
se despedía con un movimiento de la mano. Las mujeres se percataron
entonces que eran las únicas que quedaban. Jane se acercó a la mesa a
preguntar cómo iban.
―De mil maravillas, chef ―respondió Carmen―. Tienes al mejor chef
trabajando contigo, no deberías dejarlo escapar nunca.
―Eso es lo que yo le digo ―aseguró Joe con un tono de voz travieso,
mientras la miraba con suspicacia. Jane se sonrojó furiosamente, porque
todas las mujeres soltaron un “uuuuuuuuuuuuuuuhh” muy sonoro.
―Nathan ―llamó Prisilla con coquetería―, me traes otro trago
―señaló su vaso vacío. El mesero asintió y se acercó a la barra donde se
escuchó el sonido de la licuadora en plena preparación.
Jane quería decirle que ya era suficiente, fue Lydia quien la salvó de
tener que echarlas.
―Este es el último, Pris ―ordenó la mujer―. Luego nos vamos.
La aludida hizo un gesto ambiguo con las manos, como asintiendo;
luego se inclinó sobre la mesa y en tono confidencial, hizo una pregunta a
ambos chefs.
―¿Creen que si le doy una propina cuantiosa, pueda seducirlo?
Todas estallaron en carcajadas, Jane sonrió algo forzada, mientras Joe se
unió a las mismas sin pudor.
―¿Qué tan cuantiosa? ―preguntó cuando se calmaron. Jane quería
golpearlo, pero se contuvo, supuso que él solo quería hacerles algo de fiesta
para que se sintieran cómodas, como si eso fuese importante, cuando la
verdad era que a ese lugar no le quedaba casi tiempo.
―No lo sé ―respondió Pris tras dejar de reír―. Unos 300 dólares.
Joe se giró a ver a Tank, entrecerró los ojos como si lo estuviera
tasando.
―Eso es lo que cuesta por la calle, madame ―respondió con un tono de
entendido y deje gracioso―, nuestro querido ―y dotado― Tank. ―Les
guiñó un ojo que las hizo reír, pero esta vez con pudor y nerviosismo―. Él
como mínimo debe valer unos dos mil.
―¿La noche? ―preguntó Julia sorprendida, con los ojos abiertos como
platos.
―La hora ―respondió Joe de forma resuelta.
Jane no sabía qué decir, la conversación había derivado a algo más serio
de lo que cabía esperar, pero se abstuvo de decir algo.
Tank llegó con la bebida, también unos botellines de agua para las
demás, que agradecieron con entusiasmo su delicadeza.
―Jane, es en serio ―dijo Julia―. Deberías incluirlos a todos en el
menú ―soltó sin pudor, mirando a Nathan que se encontraba al lado de
Joe―. Todos son unos hombres sexys y espectaculares. Yo pagaría por un
servicio completo con uno de ellos.
―¡¡Por Dios, Julia!! ―exclamó Lydia entre risas― ¡Pero, qué dices!
―Pues digo la verdad ―explicó con tranquilidad, mirando a Tank de
arriba abajo sin ninguna pena―. Por este pastelito que tengo aquí en frente,
podría pagar hasta 3500 dólares por una buena revolcada.
Nathan puso cara de perplejidad, Joe se rio junto con las demás, que fue
lo único que pudieron hacer. Ana fue la que más los sorprendió:
―Yo también podría pagarlos. ―Se mordió el labio inferior y jugueteó
con el vaso medio vacío de su trago―. Una buena revolcada con la máxima
discreción bien vale la inversión.
Nadie supo qué decir, finalmente Carmen se levantó dispuesta a pagar la
cuenta. Jane le preguntó si quería dividirla, ella negó, alegando que luego se
entendería con sus amigas.
―Tenía meses que no me divertía tanto con las brujas ―dijo entre
risitas, la lengua empezaba a pesarle, de todas ellas, Carmen había pedido
que sus tragos no fuesen tan cargados de alcohol.
Jane sonrió, luego las vio partir, cada una lanzándole saludos y piropos
a los tres hombres que quedaban. Observó la mesa, la última que quedaba,
todavía había llamas en las velas del centro de mesa. Soltó una risita, ellos
las llamaban “El Aquelarre” y entre ellas mismas se llamaban brujas. La
ironía es que todas las brujas se reunían alrededor del fuego.
Cuando se acercó a la cocina encontró a los tres hombres afanados,
limpiando todo lo que había quedado. Joe bromeaba con ellos, ella se sentó
sobre uno de los mesones de acero pulido y los observó, Oscar levantó la
cabeza sonriéndole.
―Increíble, chef ―dijo, uniéndola a la conversación―. Casi un salario
por una noche ―se rio.
―Te deja pensando ―acotó Tank.
Joe la miraba con atención.
―Lamento eso, chicos ―dijo ella por fin―. Estaban bebidas,
usualmente no se comportan así.
―No te preocupes, Jane ―interrumpió Nathan―. En realidad, me
siento un poco halagado, pero ninguna me tocó el trasero, así que no hay
problema.
―Sería divertido hacer un menú especial ―bromeó Oscar.
―¡Claro! ―exclamó Joe― Serviremos “Flag con mouse de chocolate y
crema chantillí”.
―Por ese precio, me pueden servir con carnitas si les da la gana
―aseguró Oscar.
Jane rio como todos los demás, la situación era por demás hilarante. Ya
se imaginaba los chistes a la mañana siguiente, cuando contaran cómo El
Aquelarre se había desatado y le habían ofrecido casi un mes de salario a
Tank por tener una hora de sexo.
―Es que de sexy pastelito y todo ―dijo Oscar.
―Bueno, ¿qué te puedo decir? ―Tank se encogió de hombros con
arrogancia―. Soy jodidamente sensual.
Terminaron la faena después de la una de la mañana, los tres hombres
acompañaron a Jane a cerrar y la ayudaron con la seguridad del local. Tank
y Flag bajaron hasta la avenida, rumbo a la parada de autobuses, Jane iba a
seguirlos, pero Joe la detuvo.
―Yo te llevo a casa, chef ―le dijo. Y sin darle tiempo a decir que no
era necesario, le sacó el bolso del hombro y se encaminó hasta su auto.
05 | Un menú de dos tiempos
۞۞۞۞۞۞۞
―No sé si es cosa del destino ―explicó Rock mientras se pasaba por el
rostro la camiseta que se había quitado―, pero ayer me volvieron a insinuar
si estaba en el menú.
―Cuando se sienten seguras las mujeres pueden ser muy lanzadas
―explicó B-Rock con un deje de amargura.
―¿Y entonces para qué estamos aquí? ―preguntó Angel. Dejó su bolso
en el suelo y se dejó caer sobre la alfombra de goma.
―Para hacer ejercicios ―replicó Tank―. También para hablar sobre si
nos vamos a tomar en serio la idea de volvernos acompañantes ―explicó
Nathan. Volvió a atacar el saco con vehemencia, mientras Arrow lo sostenía
con firmeza.
―Yo no le vería nada malo ―dijo Flag poniéndose de pie al terminar su
rutina de flexiones―. Quiero decir, Joe sabe cómo va el asunto y el dinero
no es malo… Creo que no soy el único que tiene apuros económicos.
―Miró a Tank.
―Bueno, yo no tengo apuros económicos ―dijo Arrow, afianzando los
pies en el suelo para aguantar los embates de Tank que se habían
incrementado―. Pero reconozco que podría verlo como una inversión, para
reunir dinero suficiente para irme de aquí… siempre he deseado irme de
Nevada.
Nadie dijo nada, Rock solo lo miró de reojo y pensó que esa había sido
la idea desde siempre, pero por una razón u otra, seguía anclado a esa
ciudad como si tuviera un maldito grillete en el tobillo, una cadena
compuesta de las derrotas que no conseguía superar.
―¿Qué negocio montarías? ¿Para dónde te irías? ―preguntó B-Rock.
Arrow se encogió de hombros.
―Rock y yo siempre hemos hablado de montar un taller de restauración
de motocicletas ―contó con una sonrisa―. Tal vez volver a nuestra ciudad
de origen. ¿Y tú?
―Yo ya lo dije ―le recordó―, algo similar a lo tuyo, terminar de
pagarle la carrera a mi novia y reunir para comprar una vivienda en otra
ciudad. Lo bueno es que Queen es enfermera así que puede ejercerlo donde
sea, incluso podría conseguir un buen empleo en Nueva York.
―Yo lo haría por diversión ―se inmiscuyó Angel―. Por eso y por
dinero, vivir solo suena muy bien, vivo con mi hermana mayor y aunque la
adoro, y a mis sobrinos, hay cosas que no puedo hacer viviendo con ella.
―¿Cosas como qué? ―preguntó Rock mirándolo divertido.
―Como pasear con las joyas de la familia al aire libre ―contestó con
toda naturalidad.
Todos soltaron las carcajadas, incluido Tank que siempre era silencioso.
Los chicos conocían la historia de Nathan, así que no lo obligaban a hablar
de ello. Si se decidía a hacerlo, sería para poder mandarle dinero a su hijita
y también a su madre enferma, aunque su padre y hermanos se opusieran.
También era posible que buscara tener su propio espacio, uno seguro para
que su niña pudiese visitarlo.
Cada uno tenía un motivo para lanzarse a esa locura, y como Joe había
dicho y ellos recordaron, la ventaja era que él sabía qué se tenía que hacer y
cómo. El obstáculo era Jane, pero incluso eso podrían solucionarlo, porque
si salía la mitad de bien a como lo proyectó el chef, entonces se salvaría el
Bon Appétit, ellos podrían tener un buen negocio y hacer dinero sin
problemas.
۞۞۞۞۞۞۞
Las duchas del gimnasio estaban separadas por una pared. De un lado
estaba las duchas de hombres y del otro las de mujeres, cada una con sus
vestidores, compartiendo en común una especie de vestíbulo donde podían
recibir ciertos productos como jabón, champú, acondicionador y toallas
limpias y estériles en caso de que se te hubiese quedado la tuya.
Era una norma no escrita que cada quien se duchaba en su lado, estaba
tan bien dividido todo que no había forma de que un hombre o una mujer
terminase en el baño equivocado, pero en caso de que sucediera, pues
tampoco había tanto rollo porque cada ducha era privada, es decir, nadie te
iba a ver por encima del tabique y lo mejor de todo era que las puertas eran
de un vidrio opaco que no dejaba ver quién estaba adentro o si estaba
acompañado.
Priscilla decidió que era buena idea desviarse a las duchas cuando los
camareros del Bon Appétit se alejaron en esa dirección. Alegó que había
recordado que tenía que hacer algo urgente y debía salir de inmediato,
aunque aún le faltaban cuarenta y cinco minutos de rutina. Una vez en el
pasillo de las duchas, hizo las veces de que hablaba por teléfono y en un
momento en que nadie entró ni salió, tomó la entrada de la derecha en vez
de la izquierda, encontrándose en el vestidor de caballeros.
Era exactamente igual que el de damas, solo que este era verde oscuro y
gris metalizado; con casilleros organizados en líneas paralelas, bancos de
metal dispuestos en medio de los pasillos que se creaban entre los
casilleros, un área de lavamanos bien iluminado, donde una serie de
enchufes permitían conectar afeitadoras eléctricas o secadores de cabello
―estos últimos se encontraban colgados como pistolas en sus estuches,
detrás de una vitrina de vidrio cerrada―.
El ruido del lugar provenía del área de lavado, que al igual que las
damas, se accedía por otro pasillo más corto que daba a la sala. Se asomó
con cautela, esperando no ser pillada infraganti, pero al mismo tiempo con
la adrenalina a millón, excitada ante la idea de lo que iba a hacer. Incluso
pensaba seriamente en “probar la mercancía” primero, antes de endosárselo
a Ana, para que saliera de ese vaho de dolor en el que se encontraba.
Confiada al no haber visto a nadie en la zona anterior se deleitó con
algunos de los hombres que estaban en las duchas propiamente, se mordió
el labio inferior cuando vio a B-Rock, andar como Dios lo trajo al mundo
por el pasillo divisorio de las regaderas, con una toalla colgado del hombro.
Aunque no era lo único que le colgaba y eso la sorprendió, porque aunque
todo mundo decía que los hombres negros la tenían más grande, en la
escuela, antes de conocer a Anders, ella descubrió que eso era solo un mito;
pero allí estaba la prueba de que tal vez había excepciones a la regla y su
experiencia adolescente no era suficiente para decir que las leyendas se
equivocaban.
«Joder, yo quiero eso» pensó con glotonería, imaginándose todas las
cosas que podría hacerle a ese pedazo de hombre. Ella se estaba guardando
demasiada pasión en su interior y eso era muy injusto. «Concéntrate que no
viniste aquí para esto… ¿Dónde está Nathan?»
―¿Necesitas algo? ―preguntó una voz juvenil y varonil en su oído.
Apenas fue un susurro que le erizó todos los poros del cuerpo.
No respingó, ella era abogado y sabía tomar el control de las cosas
rápidamente, así que se enderezó dispuesta a lanzarle una mirada altiva al
niñato imprudente y salir de allí con toda la elegancia que podía, pero
terminó con la boca abierta al ver que quien tenía en frente era Angel, el
mesero rubio y de aspecto dulce que tenía fama de seductor.
El problema no era habérselo encontrado, porque podía manejarlo; la
cuestión fue que estaba completamente desnudo, sudoroso y con una
sonrisa lobuna que matizaba su aura inocente. Parecía un demonio de la
lujuria y el pecado, Pris pensó que no era cosa de Dios estar tan candente.
―Busco a alguien ―dijo sin alejarse de donde estaba, acorralada contra
la pared. Por lo menos estaba oculta de la vista de los otros.
Miró al chico, porque a pesar de su muy bien formado cuerpo, era obvio
que cuando mucho llegaba a los veinte; era bajito en comparación a los
otros camareros, pero superaba el metro setenta y cinco que era la estatura
de ella. Tenía una piel inmaculada, sin una sola marca, herida o cicatriz, ni
siquiera de apendicitis; el cabello rubio caía en pequeñas ondas que
matizaban los ojos claros y los labios rojos y carnosos.
―Espero ser yo ―alegó en tono seductor―, porque me gustaría tener
esa suerte.
La insinuación fue directa y ella la captó al instante; estaba a punto de
ceder a la tentación pero no era correcto, no allí en medio de un pasillo de
un vestidor lleno de hombres. Estaba desesperada por tener buen sexo, pero
tampoco pretendía terminar en medio de una mala película porno.
―En realidad no, buscaba a Nathan ―aseguró con más firmeza de la
que pensaba y eso le alivió―. Quiero pedirle algo, en nombre de mi amiga
Ana.
La sonrisa lobuna se acentuó en el rostro de Angel, dio un paso más
cerca de Priscila y la arrinconó un poco más. Ella supo de inmediato que él
entendió a lo que se refería; sintió algo de vergüenza, pero no estaba segura
de si era por eso o por la cercanía; ese chico daba medio paso más y su
miembro, que empezaba a erigirse, podría rozarle la entrepierna con
facilidad y no estaba segura de si quería eso o no.
Se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos, aunque su cabeza traicionera
bajara como si quisiera fijarse un poco más en la verga sonrosada y bastante
atractiva que tenía.
«Es muy joven» se repitió una y otra vez, «es muy joven y tú no eres
pedófila.»
Claro que exageraba, no era una cuestión de pedofilia porque él tenía
más de dieciocho, pero si se repetía eso una y otra vez, lograría mantenerse
alejada de la tentación.
―Cuando vayan al Bon Appétit el día jueves ―le susurró Angel en
tono confidencial―, pidan la nueva carta. ―Le guiñó un ojo con
picardía―. Así no tiene que pedirle un favor a Tank.
Ella tomó aire con fuerza cuando lo sintió tan cerca, porque él se inclinó
un poco más para hablarle al borde de los labios, sin dejar de mirarla directo
a los ojos. Priscila asintió como autómata, conteniendo la respiración sin
darse cuenta.
Angel se alejó silbando alegremente, algunos lo saludaron y
preguntaron dónde se había metido. Priscilla no quiso jugar con su buena
suerte, así que salió de allí antes de que alguien más viniera, un pervertido
tal vez, e interpretara demasiado bien las intenciones de ella al entrar a esas
duchas.
Cuando estuvo debajo del chorro dejó que el agua helada corriera sobre
su piel caliente, esperando que el choque térmico apagara el deseo, y antes
de darse cuenta de que estaba haciendo, dos dedos se habían colado en su
interior mientras que con la otra mano se pellizcaba suavemente el clítoris.
Tuvo que morderse los labios para no jadear, porque en su cabeza, las
manos que la tocaban eran las del chico Angel, mientras se preguntaba si él
se estaría masturbando en la ducha, pensando en ella.
07 | Dos ideas muy parecidas
Shirley había tenido una idea, una que le insinuó hacía más de un año y
que ahora la sacaba a relucir otra vez.
La trastienda del Bon Appétit era amplia, de hecho, estaba siendo
subutilizada porque la idea original era ampliar el salón comedor y agregar
más mesas para ofrecer un área de brunch o un salón privado para eventos.
Había sonado bien en su momento, pero cuando las otras estrategias para
hacer más popular al restaurante no dieron los resultados esperados, lo
abandonaron.
Esa mañana de jueves, mientras desayunaban en su departamento, su
mejor amiga volvía a la carga y como no pudo obtener ningún detalle
jugoso de su almuerzo con Luis del día anterior, se enfocó en desglosar la
idea que tenía en mente: convertir la trastienda en un salón de fiestas para
despedidas de solteras.
―Eso ya lo habíamos intentado, Shir ―le recordó ella.
―Sí, pero no así ―aseguró su amiga mientras revolvía su tazón de
cereales con frutas―. Quisimos atraerlas como una parada para comenzar
la noche, en este caso es organizarlo todo ahí. ―Apartó su plato vacío y
empezó a enumerar con los dedos―. Comida, bebida, una plataforma para
un desnudista y camareros sexys.
―No tenemos licencia para tener un club nocturno ―le recordó Jane,
mientras masticaba el trozo de piña que tenía en la mano.
―Pero sí para hacer eventos y esto sería así, por eventos ―insistió
Shir―. No necesitamos gran cosa, Jane. ―Se puso de pie como si el
entusiasmo no le dejara estarse quieta en un solo lugar―. Tenemos un par
de mesas allí, las que compraste extra por precaución, solo necesitamos
poner una tarima no muy alta donde el bailarín pueda hacer su espectáculo,
un par de sillas, podemos ir a una tienda de segunda mano y buscarlas, ni
siquiera tienen que combinar mucho, pondremos un estilo ecléctico y
moderno, un par de lámparas, cortinas y…
―Y aislante acústico para que la música no fastidie a las clientas del
restaurante ―la interrumpió Jane―, un buen muro divisorio para separar el
depósito de ese salón, pintar las paredes, decoración general, Shir… eso
puede salirnos en más de veinte mil dólares… No tengo esa cantidad, ni el
tiempo.
―Pero yo sí ―dijo su mejor amiga―. Yo te lo presto o me haces socia
minoritaria, y tal vez pagando un poco más esos cambios pueden estar listos
en una semana y podremos hacer una oferta de lanzamiento…
―Es demasiado riesgo, Shirley… ―Negó Jane con la cabeza―. No
podría pedirte hacer eso… Además, que hay que contratar con mucho
cuidado al o a los bailarines, no podemos meter a cualquiera allí.
―De eso me encargo yo ―aseguró Shir―. Solo no te cierres ―replicó
a la mirada dubitativa y algo desconfiada de su amiga―. ¿Acaso no crees
que los chicos te apoyarán? Ellos no quieren irse del Bon Appétit, Jane.
La chef bufó desesperada, estaba al borde del precipicio, debatiéndose
entre las opciones; ella no quería cerrar, ese restaurante era el sueño de su
vida; el problema real se trataba sobre que Jane no podía pedirle a otros que
se sacrificaran por él, porque a pesar de todo, de lo optimista que pudiese
sentirse con respecto al futuro, los números presagiaban un desastre.
―Lo pensaré, ¿sí? ―Fue todo lo que pudo consentir. El detalle era que
en Las Vegas no había novias derrochando dinero en viajes de despedidas
de solteras como solían contar en las películas, así que, aunque pudiese
parecer una buena idea…
Shir saltó de emoción, se prendió del cuello de su amiga y chilló que al
final se iba a dar cuenta de esa era la solución.
―Me voy al restaurante ―informó mientras tomaba sus llaves y la
cartera―. Nos vemos allá.
Jane se quedó sola y un tanto desorientada. Le emocionaba pensar que
sus amigos y compañeros de trabajo estaban intentando salvar el
restaurante; a diario alguno dejaba caer una sugerencia sobre lo que podía
hacerse, ella se limitaba a sonreír con tristeza y a responder por qué no era
posible, o aseguraba que lo iba a meditar. Suspiró, el agotamiento estaba
pasándole factura, Shir le había dicho el martes que se debía a que cuando
uno empezaba a soltar el estrés, ya no podía detenerlo y se sentía como la
etapa final de una carrera de obstáculos.
Sin estar muy segura de lo que iba a hacer, tomó su teléfono celular y
marcó:
―¿Tienes un par de horas libres? ―preguntó con algo de timidez―.
Tengo el departamento solo para mí y estoy desocupada hasta las tres.
۞۞۞۞۞۞۞
Joe observó a los seis hombres frente a él, esperando a que terminaran
de leer el menú de postres que había desarrollado para camuflar su nuevo
negocio. Jamás pensó que volvería a meterse en ese mundo; no le había ido
mal, claro que como todo tuvo sus malas experiencias, pero en general fue
agradable.
Cuando entrabas en el mundo de los acompañantes pagados, cabía la
posibilidad de toparse con muchas situaciones; recordó una en particular
que siempre lo hizo reír y a la vez sentirse un poco sucio. Una mujer de más
de sesenta años lo presentó a su grupo de amigas como un nieto bastardo,
ella le pagaba por sexo pero no para ella, sino para sus amigas, porque a la
anciana le gustaba mirar, solo eso, ver cómo él se follaba a las mujeres,
algunas mayores, otras más jóvenes. Con ella no solo obtenía el pago
correspondiente, sino que su acuerdo conllevaba también otros beneficios
que él encontró muy favorables para su edad ―como el departamento
donde estaba viviendo, que se lo dio de obsequio cuando terminó la escuela
de cocina, que también le pagó―. Nana Esther, como le pedía que la
llamara, lo requería solo los viernes y él recibía a cambio no solo lo que ella
pagaba por noche (que era bastante) sino también lo que sus amigas le
dejaban de regalo: ropa, relojes, joyas, dinero. Joseph Miller se convirtió en
un niño mimado durante su estancia en Le Cordon Bleu.
Previo a esa etapa se valió de su encanto natural para obtener dinero
fácil con su atractivo, y todo comenzó en la última casa de acogida en la
que vivió cuando tenía dieciséis; por suerte para él y para los chicos y
chicas que vivían en esa casa, se descubrió el engaño y los hijos de puta
terminaron en prisión, de donde no saldrían jamás; pero para algunos el
daño estaba hecho, para otros ―como él―, fue como una especie de
epifanía, así que falsificó una identificación, fingió que tenía dieciocho y se
acercó a un club a pedir trabajo.
Su cabello castaño y ensortijado, sus ojos entre verde y avellana, la
sonrisa de dientes rectos y su carisma siempre le fueron de ayuda para
salirse con la suya; Mamá Lulu le había enseñado el arte de la cocina, pero
Madame Mandarina le enseñó el arte del entretenimiento sexual. El sous-
chef no se sentía avergonzado de su pasado y experiencia, todo lo que hizo
marcó la diferencia entre terminar en el sistema ―saliendo del de
adopciones al penitenciario― y tener algo de éxito en la vida. Muchos de
sus amigos o “hermanos” estaban en prisión o tenían trabajos mediocres,
que solo servían para medio mal vivir y pagarse los vicios. Muchos no eran
fuertes, o no tenían tanta suerte, o tal vez era un poco de ambas. Él había
vivido las dos caras de la moneda, porque en casa de Mamá Lulu solo pudo
estar hasta los doce años y después de haber sido un chico ejemplar, pasó a
ser uno rebelde, pero ningún trabajador le preguntó por qué.
Hasta que el peso de la última casa de acogida hizo que se investigaran
a todas las parejas o personas que recibían a niños sin hogar. Solo que él no
regresó después de eso, y como tenía dieciséis, nadie lo buscó, a nadie le
importó.
Tristemente eran más las casas de acogida que se aprovechaban de la
situación de los chicos sin que nadie los vigilara a cabalidad; cuántos
abusos vio y vivió en carne propia, tantos que a veces se despertaba en la
noche recordándolos en pesadillas.
―Entonces, cada pastelito representa a uno de nosotros ―dijo Tank tras
levantar la vista. Era el mismo menú de siempre, solo que él había
encartado una hoja que rezaba: Menú Especial de Dos Tiempos: plato fuerte
más postre adicional.
―Sí, básicamente todos son conocidos por sus apodos, así que el tipo
de muffin y su decoración está relacionada de algún modo ―explicó con
seriedad―. Quiero que comprendan que esto requiere muchísima
discreción, si las cosas no salen bien, no solo se perjudican ustedes,
perjudican al Bon Appétit y también a Jane… en especial a la chef Jane
―recalcó lo último con vehemencia.
―¿Cómo lo haremos? ―preguntó Rock.
―Bueno, hoy podríamos decir que es nuestra noche de prueba ―espetó
Joe, sentándose en uno de los sofás―. Es jueves, El Aquelarre viene hoy, si
vuelven a insinuar algo, deben presentarle la carta. Logré que todos ustedes
estuvieran en el turno de la noche, Jane anda algo distraída ―soltó de mal
humor―, pero eso nos beneficia, si esto sale bien, si concretamos este
primer trabajo sin contratiempos, entonces podremos hablar con ella de
todo y proponerle la idea.
―¿Cómo será el pago? ―inquirió Flag con más pragmatismo que todos
los demás.
―En efectivo ―explicó el chef―, o transferencia bancaria, cuando
seleccionen el postre, se le llevará y justo debajo del pastelito tendrá una
tarjetita con el monto y el método de pago. ―Sacó del bolsillo de su
pantalón una cajita de metal rectangular, al abrirla se vio una tarjeta blanca
con letras doradas y negras, le tendió una a cada uno y vieron la tarifa por
hora: 2500 dólares―. El sesenta porciento es suyo, el cuarenta restante
queda para el restaurante y para mí.
―¿Para ti? ―preguntó Arrow con algo de desconfianza. Joe asintió sin
prestarle atención.
―Diez para mí y treinta para el Bon Appétit ―aclaró―. No piensen
que voy a organizar todo esto y no recibiré nada a cambio. ¿Quedó todo
claro o tienen preguntas?
Todos observaban las tarjetas con los datos, no podía negarse que todo
era supremamente discreto y de buen gusto.
―¿Dónde lo haríamos? ―preguntó B-Rock.
―En este caso, cómo ellas son las que van a pagar escogen el día y el
lugar ―dijo Joe―. Todo eso lo harán por mensajería, en la tarjeta está el
número, así que ellas corren con el gasto de la habitación de hotel o en su
defecto, el sitio donde sea. ―Se fijó en los ceños fruncidos―. Muchas de
estas damas tienen departamentos discretos, casas ocultas o similares
―explicó con paciencia―. Incluso habrá, en el futuro, algunas que decidan
hacer fiestas y reuniones entre amigas con ustedes como postre ―sonrió de
forma traviesa―. Por ahora, como estamos comenzando, ellas deben tener
el control, luego, cuando el negocio se vuelva más conocido y nos preceda
nuestra reputación, entonces nosotros podremos ofrecer nuestros términos
en cuanto al lugar, lo que subirá el precio. ―Todos asintieron con
gravedad―. Otra cosa, muy importante, ¡ropa! ―exclamó con seguridad―.
Necesitarán trajes, deben vestirse muy bien, con pajarita y todo,
preferiblemente hechos a la medida para que se vean endemoniadamente
sexys.
―Yo no tengo ropa así ―dijo Tank con desagrado―. Esos trajes son
costosos y nunca me he visto en la necesidad… ―se detuvo cuando vio que
Joe levantaba la mano.
―Después del trabajo, esta noche, iremos a mi casa ―indicó en un tono
que no admitía réplicas―. Tengo algunos trajes que ya no uso, tal vez con
algunos ajustes les puedan servir a ustedes. Además dudo mucho que
tengan que ir todos a la vez, así que con esos podrán empezar.
Todos ellos estaban envueltos en una energía un tanto extraña,
emocionados ante la expectativa de lo que se avecinaba, y ansiosos ante lo
que pudiese pasar. Joe los comprendía, pero no podía hacer gran cosa, tenía
confianza en que iba a salir bien, todos ellos eran hombres decentes y
discretos, atractivos y en buena forma. El único que le preocupaba un poco
era Angel, que se veía demasiado entusiasmado y eso podría ser un
problema. Veía en su futuro inmediato una conversación con él.
۞۞۞۞۞۞۞
Jane llegó con el tiempo justo y el cabello todavía húmedo. Luis la
había dejado frente al Bon Appétit y despedido con un tórrido beso que
esperaba que nadie hubiese visto desde el comedor. Por suerte cuando entró
todo estaba normal, inclusive un poco animado, lo cual era algo bueno
porque no quería enfrentarse a las inevitables preguntas curiosas de todo el
personal sobre quién era el atractivo latino que la dejaba en el trabajo.
Apenas se había abrochado los botones laterales de su filipina cuando
Shirley entró a la oficina, le sonrió con suficiencia y le pidió que la
acompañara. Accedió a regañadientes, se ató la pañoleta que usaba para
cubrirse el cabello en una de sus muñecas y fue tras ella, así daba tiempo de
que su cabello se secara para irse a la cocina.
Shirley entró en la trastienda, era el sitio destinado al almacenamiento
de una docena de sillas extras para cubrir algunas pérdidas por daños
―habían usado tres desde la apertura del restaurante―, dos mesas
pequeñas para cuatro personas y una grande de seis, también habían cuatro
bancos altos para la barra, dos estanterías que iban del suelo al techo, en las
que se almacenaban lámparas de reemplazo ―que también habían usado,
quedaban tres de las seis extra―, vasos, copas, platos, cubiertos, pilas de
manteles, juegos de cortinas, ollas, instrumentos de la cocina, material de
oficina, dos alfombras enrolladas y apiladas en la parte superior de la
estantería de la derecha, productos de limpieza y todo lo necesario para
mantener en óptimo funcionamiento el lugar.
Todo eso ocupaba una cuarta parte del espacio ―incluso menos―, de
hecho, había una puerta que daba hacia el salón, porque la idea original era
poner una pared justo al borde de la estantería y separar el depósito.
―Ya medí ―le informó Shirley―, tenemos casi cincuenta metros
cuadrados para trabajar.
―Shir… ―quiso detenerla pero su amiga no la escuchó.
―Creo que lo más engorroso será colocar un camerino para los
bailarines, para que no entren por medio del salón ―explicó, mientras
señalaba la zona donde consideraba debía ir la tarima―. Aunque, justo
detrás de esta pared se encuentra la sala de empleados, así que si le
reducimos unos dos metros y tomamos dos metros de aquí, entonces
podríamos tener un espacio adecuado.
Jane bufó de exasperación, fue entonces que Shirley se volvió en su
dirección, observándola con expresión furibunda.
―Mira, Jane ―empezó con tono contenido―, ¿quieres dejar tus
malditas pendejadas y escucharme? ¡Sí! Sé que esta no era tu grandiosa
idea, pero el mundo es una mierda, ¿ok? Entonces, en vez de andar
lamentándote, piensa en las opciones que hay.
»Sabes, las mujeres podrían venir no solo para despedidas de solteras,
podrían hacer eventos aquí… ¿sabías que hay mujeres emprendedoras que
venden ciertos productos femeninos y que este sería un entorno ideal para
hacerlo?
―¿Qué clase de productos? ―preguntó la chef con suspicacia.
―¡Juguetes sexuales, Jane! ―elevó la voz una octava―. Ropa interior
masculina que compran para sus novios y traen modelos para que las
exhiban ―contó―. Podríamos ofrecer cocteles y entremeses para esas
ocasiones. El problema es que tú quieres algo exclusivo y elegante Jane,
pero lo siento amiga, la competencia es brutal, solo mira el sinnúmero de
hoteles que tienen media docena de restaurantes… sin ir más lejos, Emil
abrió el Sirio en el Aria ¡En el Aria, Jane! Mientras tú tienes un huequito
pintoresco solo para mujeres pero únicamente sirves comida.
Jane nunca había visto a su amiga tan alterada, respiraba con dificultad
y no se había fijado, pero a medida que soltaba las frases su voz subía de
tono, al final había gritado las últimas palabras.
Miró en derredor, era cierto que tenían un enorme espacio desperdiciado
allí, que no quiso usar porque tener más mesas en un restaurante que no se
llenaba era un mal augurio, se iba a ver más vacío, eso no iba a atraer
clientes. Desesperada se frotó la cara con fuerza, negó frustrada y decidió
encarar a Shirley que la miraba a la expectativa, de brazos cruzados,
preparada para refutar cualquier argumento en contra que pudiese
esgrimirle.
―Lo pensaré, Lady B ―la llamó por su apodo, para apaciguarla―. En
serio lo pensaré, y este fin de semana tomaré una decisión, también de
cómo podríamos hacerlo. ―Elevó las manos para frenar el entusiasmo de
su amiga que empezó a aplaudir y a saltar emocionada cuando la
escuchó―. Si es que se puede hacer.
۞۞۞۞۞۞۞
El Aquelarre se apareció a las ocho de la noche en punto como todos los
jueves desde que el Bon Appétit había abierto. No todos podían confirmar
eso, pero los que sí, como B-Rock, sabían que ellas eran unas clientas
seguras desde el inicio.
Al principio solo habían sido Julia, Priscilla, Lydia y Carmen; las dos
más jóvenes introducidas a las dos mayores por medio de sus parejas.
Carmen ya no estaba con su ex, pero la amistad con las chicas perduró a
pesar de todo. Ayudaba el hecho de que todas tenían hijos de la misma edad
y por lo tanto compartían clases en la misma escuela; donde conocieron
también a Ana y Soledad.
Desde que se conocían hacía más de cinco años ―en el caso de Carmen
y Lydia más de diez―, habían cimentado una sólida amistad. Viajaban una
vez al año en un retiro de amigas en alguna isla del Caribe, aunque el
último viaje había sido a Hawái. Iban juntas al spa, al gimnasio, se
emborrachaban juntas, comían juntas, se quejaban de sus maridos juntas,
cometían chifladuras juntas, así que no se vería raro que se apoyaran en la
locura que a Priscilla West se le estaba ocurriendo.
Priscilla no sabía cómo decirles a sus amigas lo que se le había
ocurrido, porque no estaba segura si deseaba involucrar a Ana de forma
directa, o era mejor conspirar con todas las demás y ofrecerle una
experiencia más romántica que sexual, una que restituyera un poco su
confianza. Era especialmente duro que tu esposo te fuese infiel cuando se
suponía que todo estaba bien, que todo estaba magnifico. Ana era preciosa,
física y personalmente; era la esposa ideal, abnegada y dedicada, siempre
allí para Ernest, para que lo acompañara a cualquier evento del hotel o para
recibir a los invitados en su hermosa casa. Su amiga era de esas mujeres que
dominaba el entorno familiar con la precisión de reloj suizo, incluso Lydia
decía que la envidiaba, porque Ana siempre cocinaba parte de lo que se
consumía en los eventos de su casa, y como un plus, aparecía de punta en
blanco, con tres niños educados y al lado de su marido, sonriendo de tal
forma que daba a entender que la vida era fácil y si tú no lo veías así, era tu
culpa.
Quizás ese era el problema, Ana estaba allí, era una roca segura en
medio de un río turbulento. ¿Cuántas veces no había estado al borde del
colapso en algún cumpleaños o cena de Anders y su amiga se apareció
como un ángel caído del cielo para concederle el milagro del éxito?
«Hablando de ángeles» pensó mientras elevaba la cabeza en busca de
cierto chico de cabellos dorados y mirada dulce. «¿Dónde demonios está?»
Y como si lo hubiese invocado, apareció el camarero portando en sus
manos una bandeja con vasos llenos de bebidas de colores, desplazándose
con gracia entre las mesas para llevar su pedido.
―Buenas noches, damas ―dijo Arrow―. ¿Desean que les traiga algo
de beber para abrir el apetito?
Todas saludaron con algo de coquetería, Calvin era siempre muy serio,
pero cuando sonreía se le iluminaba el rostro y dejaba entrever un atractivo
peculiar. Las chicas pidieron sus tragos, Priscilla se apresuró a pedir un
vaso de whisky con hielo y soda. Le contaría a todas después de beberse su
copa.
Lo cierto era que estaba algo nerviosa, no era lo mismo bailar con un
montón de hombres de color en las Bahamas, toqueteándose sobre la ropa y
uno que otro beso robado, a ir directo a contratar servicios sexuales; pero
todas ellas ―unas más que otras―, estaban en ese precipicio de la
desesperación, por lo menos ella misma se sentía así, entonces era mejor ir
por algo seguro ¿cierto? Si tenía un amante fijo podía ser riesgoso para su
familia, su matrimonio y su reputación; pero un servicio pagado y con el
cual no la relacionaran, era mejor. Eso se lo repetía su mente de abogada.
Además, desde el encuentro con Angel en los vestidores había quedado
encendida, con una curiosidad latente respecto a lo de la nueva carta que él
le había mencionado. Se preguntaba ―con cierta glotonería― cuál de ellos
estaba en ese negocio. En el fondo temía preguntarle al hombre equivocado
y que su iniciativa se fuera al traste.
―Esta noche, la especialidad de la casa es el pollo ―anunció Arrow
con voz profunda.
―Yo quiero ver la nueva carta ―dijo Priscilla con cierta indiferencia―,
tengo entendido que hay un nuevo menú.
Arrow sonrió un poco más y asintió, tomó uno de los menús que tenía
debajo del brazo y se lo extendió. Priscilla, ocultando su sorpresa, tomó la
carta que le pasaban, tampoco se inmutó cuando el mesero se inclinó sobre
su hombro y habló.
―Básicamente es el mismo menú ―dijo con voz grave―, solo que se
ha incluido un apéndice con nuevos postres, son seis pastelitos que el chef
Joe ha creado para nuestra clientela exclusiva.
Hizo énfasis en eso último, Priscilla comprendió al instante lo que
quería decir, asintió y decidió ordenar el pollo, también le dijo que
necesitaba revisar el menú de postres bien, para saber lo que iba a pedir al
final.
El mesero asintió, hizo una leve reverencia y se retiró a pedir la comida
a la cocina. Priscilla lo vio alejarse, tomó el vaso con el resto de su trago y
lo bebió de un solo golpe.
―Yo quiero ver los nuevos postres, ¿me dejas? ―preguntó Soledad con
cierto entusiasmo. Ella negó.
―No, Sole… no es un menú de postres nada más ―dijo con cuidado―.
Es una forma de… ―se aclaró la garganta―, de contratar a los camareros
para algo más.
Todas levantaron la cabeza y la miraron con sorpresa y suspicacia.
―¿A qué te refieres exactamente? ―preguntó Lydia con las mejillas
pálidas, como si eso que ella estuviese insinuando fuese la peor cosa del
mundo.
―Justo lo que estás pensando, Lydia ―respondió como si nada, a pesar
de que su corazón martillaba dentro de su pecho.
―Me estás diciendo… ―Julia miró en todas direcciones y se inclinó
sobre la mesa para susurrar― ¿Me estás diciendo que algunos camareros de
aquí son escorts?
Priscilla las miró a todas de hito en hito y asintió en un solo
movimiento.
Aunque no hubo exclamaciones de ninguna índole, el ambiente entre las
seis cambió; todo era curiosidad y excitación, cada una se preguntaba quién
de ellos era parte de todo aquello y también si estaban dispuestas a contratar
a alguno. Una cosa era bromear entre ellas sobre lo que podrían hacerles a
los chicos del restaurante, pero ahora las cosas se concretaban en sus manos
y era posible saltar de la fantasía a la realidad.
―Déjame ver ―ordenó Soledad arrebatándole la carta de las manos.
Priscilla soltó una risita al verla.
―Muffin de Café, relleno de crema de maní, cobertura de crema de
avellanas y rocas de caramelo ―describió―. ¿Quién será este? ―preguntó
en voz baja.
―No lo sé ―replicó Ana―, pero es evidente que ese de chocolate
oscuro con cobertura de vainilla y trozos de brownie por encima debe ser
nuestro querido profesor de música ―les hizo notar.
Priscila se inclinó también, tenía a Soledad a su lado, y Julia casi se iba
por encima de ella para leer también.
―Puede ser Rock ―les susurró con entendimiento―, el instructor de
artes marciales mixtas del gimnasio.
―Este de frutas debe ser Oscar ―dijo su amiga, señalando con el
dedo―. Muffin de manzana, con crema de fresa y trozos de melocotones,
mango y piña ―describió con una risita.
―¿En serio piensas hacerlo? ―preguntó Lydia entre el asombro y el
reproche. Pris se mordió el labio, no quería decirlo en voz alta, pero daba
igual.
―Pensaba que podíamos pedirle a uno de ellos un servicio para Ana
―confesó a media voz.
Todas se quedaron pasmadas ante la afirmación, en ese momento llegó
Arrow con la bandeja de comida y fue dejando los platos frente a su
respectiva comensal.
―¿Ha decidido ya el postre? ―preguntó el camarero, dirigiéndose a
Priscilla. Ella negó y él se retiró alegando que volvería en un rato a ver si
necesitaban algo más.
Cuando se fue, Ana se volvió en su dirección y casi se lanzó por encima
de Soledad para tomarla de la mano.
―¿Pero estás loca o qué? ―Priscilla se dio cuenta que no estaba
molesta, sino sorprendida.
―Ay bruja, es porque quería que un hombre te recordara lo hermosa
que eres y vieras que aún eres joven ―confesó con cierta vergüenza―. Sé
que le voy a pagar, pero eso no iba a cambiar el hecho de que una vez que
tuvieras la satisfacción de recordar lo que se siente ser querida y deseada,
bueno, ibas a decidirte de una vez por todas a dejar Ernest.
―¡Priscilla! ―exclamó Soledad con impresión―. No puedes decir eso,
no puedes recomendarle que deje a su esposo, esto es solo un desliz, hay
relaciones que mejoran después de algo así… como su amiga no puedes
siquiera insinuarle que arruine su vida.
―¿Y por qué crees que divorciarse arruinaría su vida? ―preguntó
Carmen con un deje de malicia.
Las tres mujeres levantaron la vista y miraron estupefactas a su amiga
que masticaba con parsimonia su trozo de pollo, esperando a que la mujer
latina hablara por fin.
―Carmen… ―empezó Soledad, pero cerró la boca avergonzada―. Lo
siento, no quise decir eso…
―No es cierto ―le corrigió Carmen―, pero me da igual… Por lo
menos no estoy atrapada en un matrimonio que desde fuera parece perfecto
pero por dentro se cae a pedazos y una de las partes ni siquiera se daba
cuenta ―soltó con algo de crueldad. Ana se removió incómoda―. Dime
querida Ana, ¿había algún indicio de que él te fuera infiel? ¿que algo no le
gustara? ¿su vida sexual era aburrida?
La aludida se quedó pensando un rato en sus palabras, al final negó con
algo de hastío.
―Tal vez Ernest se cansó de la vida perfecta ―sugirió Carmen―. Lo
que demostraría que, sin importar lo que hagas, solo hay dos caminos frente
a ti: Te divorcias y procuras vivir tu vida como tú deseas o… ―se calló y
las miró a todas.
―¿O? ―incitó Ana a que continuara.
―Te calas los cuernos y finges que todo sigue igual de bien ―dijo con
un toque de indiferencia cruel―. Porque todas sabemos que no lo vas a
encarar, porque en el instante que eso suceda y él te diga que todo fue un
error y que no volverá a pasar, tú ya no le vas a creer porque para esto que
hizo no había razón… es decir… tú eres la esposa perfecta, la madre ideal,
el cliché de la jodida mujer blanca americana y aún así… Entonces, aunque
lo perdones, cada cosa que haga, sospechosa o no, te generará desconfianza.
Todas se quedaron en silencio, asimilando lo que acababa de decir. Era
verdad, Ana era la mujer ideal, casi un maldito cliché; eso pensaba El
Aquelarre en pleno.
―Saben una cosa ―interrumpió Carmen con una sonrisa perversa en
sus labios―, yo lo haré, yo contrataré el servicio, al fin que no tengo nada
que perder, yo no me escondo detrás de la idea arcaica de que el matrimonio
es una unión sagrada y eterna ―terminó con un tono sarcástico dirigido a
Soledad―. ¿Me permites el menú? Aunque yo creo que sé cuál quiero.
Cuando Arrow se acercó de nuevo, Carmen le hizo una seña y él se
inclinó. Ella le preguntó cómo podía identificar a quién se refería cada
postre y Calvin le señaló que justo en la parte de abajo de la foto del muffin,
disimulado en el empaque del pastelito, estaban los nombres de quien
correspondía, era diminuto, pero estaba allí en caso de que no pudiesen
identificar al acompañante.
―Querido, quiero el muffin de chocolate oscuro. ―Le guiñó el ojo y le
devolvió la carta―. Las chicas querrán lo convencional, los pastelitos de
moka del chef Joe.
Tras recoger y regresar con los platos pequeños donde descansaban los
muffins, Carmen notó la tarjeta debajo del suyo, así que con toda la
parsimonia del mundo, se la guardó en la cartera.
La cena acabó con cierta tensión entre las mujeres y cuando Arrow
volvió, Carmen pidió que separaran su cuenta; estaba molesta y dolida, era
el turno de Soledad para pagar, pero ella no quería recibirle nada a una
hipócrita del calibre de esa mujer.
Cuando se levantó para ir a la caja, Jane salió de la cocina, le hizo una
seña para que se acercara y tras saludarla, con voz baja y mucho disimulo,
le preguntó sobre el nuevo servicio.
La chef Jane sintió que el suelo debajo de sus pies había desaparecido,
la temperatura de su cuerpo la abandonó de un segundo a otro y tuvo que
recostarse contra la pared para que no se le fuesen los tiempos.
―En realidad ―dijo con un hilo de voz―, es algo muy nuevo, apenas
se está dando forma… ―explicó con cierta debilidad.
―Entiendo, querida ―Carmen le guiñó un ojo―. Lo mejor es que tú
eres supremamente discreta, creo que nada más porque eres tú será un éxito,
conozco varias que aprovecharían esto con regularidad.
Jane asintió de forma automática, luego agregó casi sin pensar:
―Queremos ampliar, para hacer un salón privado del otro lado, para
eventos discretos, ya sabes… despedidas de soltera y fiestas de ventas. ―Se
llevó la mano al nudo del pañuelo y se lo quitó, una mata de cabello oscuro
y ondulado enmarcó su rostro―. Mi administradora me dijo que hay sitios
que venden juguetes para adultos que buscan lugares así.
―Esa es una magnifica idea, chef ―exclamó en un susurro―. Y este
lugar es tan lindo y formal que te inspira confianza ¡y lo bueno es que no
solo te servirá para eso! Yo podría hacer algún evento de subasta de
reliquias o antigüedades. ―Le guiñó un ojo―. Bueno, las chicas me
esperan, voy a pagar mi parte… luego te cuento cómo estuvo, y si cumple
mis expectativas, no dudes que te recomendaré.
۞۞۞۞۞۞۞
Poco después de que El Aquelarre se marchó, cerraron el restaurante.
Shirley se había ido cerca de las diez de la noche alegando que tenía una
cita. Jane había pasado el resto del tiempo inquieta, esperando el momento
ideal para increpar a los muchachos sobre lo que estaba pasando.
―Angel ―llamó al camarero que iba pasando con la última bandeja de
platos sucios―, dile a Rock, Arrow, B-Rock, Flag, Tank y Joe que necesito
hablar con ustedes ―pidió con voz plana y la mirada firme―. En mi
oficina.
Quince minutos después entraban todos, parecía que cada uno se
figuraba la razón de estar allí. Jane ni siquiera iba a preguntar si era verdad.
―¿De quién fue la idea? ―preguntó en voz baja.
Todos se removieron un poco pero se mantuvieron en silencio; tenía
siete tipos en frente, todas moles musculosas que bien podrían someterla si
se lo propusieran y parecían adolescentes pillados infraganti durante una
travesura.
―Chicos ―dijo finalmente Joe―. Yo hablaré con ella, déjennos solos.
Parecían reacios a irse, no obstante terminaron cediendo; se despidieron
algo cabizbajos y cerraron con delicadeza cuando el último salió.
Joe y Jane se miraron a los ojos por un rato bastante largo; él suspiró,
sacó su cartera del bolsillo y extrajo una hoja doblada. La chef abrió los
ojos sorprendida, tomó la hoja con mano temblorosa y casi sollozó al verla.
Las cuotas con el banco estaban saldadas.
―Pero… pero…
―Jane, a veces te cuesta aceptar que necesitas ayuda ―le dijo Joe con
voz suave―; así que los chicos hablaron conmigo y decidieron que esto
puede beneficiarnos a todos, de este modo el Bon Appétit seguirá abierto.
La chef seguía viendo la hoja con el resumen de pagos de las cuotas y
sus intereses por retrasos.
―No debiste, Joe ―musitó con la voz quebrada.
―Bueno, verás… ―Se acercó al borde de su escritorio y se sentó sobre
él con su sonrisa más galante―. No te queda más remedio que hacerme tu
socio, Jane. Haremos esto hasta que todo se estabilice.
Él esperó que ella se negara o dijera algo más vehemente, pero nunca
imaginó que Jane se echara a reír del modo que lo hizo. Cuando se calmó,
la chef se enjuagó los ojos y hizo varias aspiraciones para sentirse mejor.
―Shirley tuvo una idea hoy… ―le explicó Jane―. De hecho, esto y su
idea son bastante parecidas.
Joe frunció el ceño ante ese comentario, ella se levantó de su silla y le
pidió que lo siguiera. Rodearon el comedor, en el que los seis meseros
esperaban al chef, vieron en su dirección con un montón de ceños fruncidos
y gestos de preocupación. Pasaron por el pasillo de los baños y más allá de
la sala de empleados; Jane removió el biombo que escondía la puerta que
daba a la trastienda y lo hizo pasar.
―Esta es la idea de Lady Boss, Joe ―dijo. Luego le relató todo con
lujo de detalles.
08 | Chocolate y Avellana
۞۞۞۞۞۞۞
B-Rock abandonó la habitación dos horas y media después. Carmen
dormitaba con una sonrisa en los labios mientras él se vistió con
meticulosidad tras la ducha y comprobó que no se le quedaba nada. Caminó
hasta la entrada del hotel donde un valet le entregó las llaves del auto.
Enrumbó en dirección al Bon Appétit, donde se suponía que lo estaban
esperando todos para saber cómo le había ido. Cuando llegó al restaurante
todos estaban allí, incluso Jane que soltó un suspiro de tranquilidad, asintió
en su dirección y se fue a la cocina, dejándolos solos.
Los chicos se volvieron hacia él, Dave solo sonrió con suficiencia, se
acercó a Joe y le entregó la billetera de cuero.
―No hicieron falta las pastillas ―dijo. Y se alejó en dirección a la sala
de empleados, para cambiarse la ropa.
El primero en llegar fue Rock, seguido casi de inmediato de Tank, todos
ellos eran contemporáneos en edad, así que su comunicación era
ligeramente diferente. No esperó que le preguntaran nada.
―Estuvo bien, de hecho, estuvo excelente ―explicó mientras se
abotonaba el pantalón de jean―. La señora Carmen es excelente, sabía lo
que quería y fue bastante colaborativa.
―¿Y lograste la meta que te puso el chef? ―preguntó Tank. Él solo se
limitó a sonreír y asentir.
―Bueno ―anunció Rock como si eso fuese lo más importante―. Jane
te espera en el salón.
Dave no sabía que esperar de eso, pues no creyó que la chef quisiese
indagar sobre los detalles; así que cuando llegó al salón se sorprendió de
encontrar una mesa servida con un plato de comida, y ella sentada al otro
extremo frente al asiento vacío. Tomó su lugar frente al plato, dándose
cuenta que tenía bastante hambre. Jane lo observó con una sonrisita.
―Vamos, B-Rock, come ―ordenó―. Ya todos se fueron. Todos
excepto Joe que te espera para llevarte a tu casa.
Comió en silencio, disfrutando del pollo y las verduras, incluso recibió
la cerveza de buen grado, casi como si la hubiese estado necesitando.
―Gracias ―fue todo lo que dijo Jane cuando él terminó de comer y
recogió el plato.
Dave no tuvo que preguntar por qué, ni dijo nada más. Salió a la fría
noche de finales de mayo y se subió al auto con Joe. Extrañamente, no
sentía culpa por lo que había hecho; pero sí mucha satisfacción, por sí
mismo, por los chicos y por Jane, a quien admiraba y quería casi como una
hermana.
09 | Un excelente servicio
۞۞۞۞۞۞۞
―No puedo creer que Carmen haya hecho eso ―repitió por enésima
vez Lydia. Sostuvo el móvil contra su oído mientras acomodaba uno de los
trajes de su esposo en el armario.
―Pues yo sí ―respondió Julia desde el otro lado de la línea―. Es una
mujer libre, así que no hizo nada malo… incluso yo tengo ganas.
―Jules, no digas eso, querida ―le reprendió con cariño―. Recuerda
que eres una mujer casada.
―No lo olvido nunca ―soltó su amiga con frustración―. ¿Sabes
cuándo fue la última vez que tuve sexo con Héctor? Hace un mes. ¡Un mes!
Incluso dejé a la vista el vibrador que compré para ver si así reaccionaba o
algo, pero no… ―confesó con tristeza―. Estoy perdiendo los mejores años
de mi vida, Lydia, los mejores, con un hombre que no me mira… A veces no
entiendo por qué cambiaron tanto las cosas entre nosotros.
―Eso pasa por casarte con un hombre mucho mayor que tú, brujita ―le
recordó con cariño.
―Basura ―soltó Julia con rencor―, eso que dices es basura, porque
entonces no se revolcaría con otras mujeres… ¿acaso crees que no lo sé?
Un silencio desagradable se instaló en la línea, ¿cómo le decía que
estaba equivocada si Julia tenía toda la razón? El domingo en la noche Cole
le contó que vio a Héctor con una mujer de unos veinte años, yendo del
brazo en el casino y que según la seguridad del hotel, se fueron a una suite
donde pasaron toda la noche.
―Si contratarás a alguno, Julia ―preguntó Lydia con algo de
curiosidad―, ¿a quién sería?
―Rock, sin dudarlo ―respondió de inmediato―. Que entre al cuarto y
me arranque la ropa y tengamos sexo salvaje como si me estuviese
asaltando.
―¡Oh, Julia, por Dios! ―exclamó la mujer con voz ahogada por la
pena― ¿Qué cosas dices? ―soltó una risita nerviosa.
―¿Qué? ―preguntó aguantándose las ganas de carcajearse― Si lo voy
a hacer, cumpliré una de mis fantasías ―explicó―. También me gusta el
rubiecito más joven, el que tiene carita de niño bueno… me imagino lo que
podría hacer ese descarado… ¿Te conté que una vez lo vi haciéndolo con
alguien en el baño de damas del Bon Appétit? Esa mujer gemía como un
animal salvaje, fue impresionante… esa noche volví a la casa con tantas
ganas que salté encima de Héctor para hacer el amor, pero después de un
par de movimientos él tuvo su orgasmo y me dejó peor que antes ―contó
con rencor.
۞۞۞۞۞۞۞
Priscilla acostó a su hija y le dio un beso de buenas noches, pensando en
las palabras de Carmen respecto al servicio que había contratado. Los
siguientes días fueron un tanto frustrantes y algo incómodos debido a la
calentura. Era imposible no pensar ―ahora en serio―, en los
camareros/entrenadores del gimnasio en actos mucho muy lascivos donde
ella era la protagonista. Casi se había vuelto rutina masturbarse en las
duchas después de terminar el entrenamiento del día, más que nada, debido
a las muy explicitas explicaciones de lo que Julia haría con cada uno de
ellos.
Al entrar a su habitación encontró a su esposo saliendo de la ducha, iba
con la toalla alrededor de la cintura y las gotitas sobre su torso desnudo le
parecieron especialmente sensuales. Anders era atractivo, tenía un cuerpo
conservado por las arduas horas de ejercicio que incluía en su horario de
trabajo en el hotel; su esposo se veía especialmente seductor en sus trajes de
dos o tres piezas, con su cabello pulcramente peinado y ese aire de
ejecutivo despiadado que dejaba entrever en el trabajo.
Rodeó el cuerpo masculino con ambos brazos y se puso de puntitas para
alcanzar su boca, la cual asaltó con desesperación. Anders reaccionó
sorprendido, pero entendió el mensaje de inmediato y respondió con la
misma fogosidad. Tal vez esa vez tuviese suerte, quizás esa noche podrían
rememorar las apasionadas sesiones de amor y sexo que tenían antes de
firmar el maldito papel que los declaraba marido y mujer.
Ella ronroneó ante la evidente excitación de su esposo, su erección
presionaba contra su pelvis y las manos de su hombre se encargaban de
masajear con ahínco sus pechos y sus nalgas. Priscilla no necesitaba
demasiada estimulación, si era honesta, llevaba una calentura acumulada de
dos años, que se incrementó la última semana con todos los
acontecimientos recientes y su imaginación desbordada.
Repentinamente cayeron en la cama, envueltos en el esponjoso cobertor,
Anders se sacó la toalla y la despojó de la parte inferior de su pijama,
incluso se llevó la ropa interior en un arrebato ardoroso que la excitó mucho
más. Esa noche iba a ser su noche, por fin iban a tener sexo desenfrenado y
recuperaría todos los orgasmos que se le habían negado con esa actitud
puritana de coger solo los domingos.
Su esposo abrió sus carnes con ímpetus, Priscilla lo recibió gustosa con
un gemido ahogado que denotó lo excitada que estaba. Al fin parecía que
iban en la misma sintonía, ella salía al encuentro de sus embates solo para
sentir como la base de su polla golpeteaba ese botón carnoso que irradiaba
miles de sensaciones placenteras por el resto de su cuerpo. Ander mordió su
cuello y sus pezones sobre la ropa, incluso se elevó luego, afianzando las
rodillas en la cama, tomándola de los tobillos haciendo que las piernas de
ella descansaran sobre su torso y hombros. Ambos gemían, Priscilla podía
sentirlo, aquella posición llegaba más adentro, acariciaba más fuerte y los
gruñidos de Anders confirmaban lo mucho que estaban disfrutando.
Él empezó a moverse desaforado y le anunció entre jadeos que estaba a
punto de correrse.
―Más duro ―pidió ella con un ruego desde lo más profundo de su
ser―. Solo un poco más, por favor.
―Amor, ya no aguanto más ―confesó Anders―. No… aguanto…
más…
Tres estocadas y un potente gruñido fueron suficientes, su esposo se
derramó dentro de ella. Priscilla lo sintió, hinchándose y explotando, gimió
al sentirlo, esperando que eso detonara su propio orgasmo. Incluso movió
las caderas para rozarse más, para que las últimas fuerzas del miembro de
su marido la empujaran hasta ese glorioso lugar; pero no sucedió.
―Eso fue fantástico, amor ―susurró Anders al oído, dándole luego un
beso cariñoso mientras se hacía a su lado.
Priscilla solo atinó a asentir, porque si hablaba se iba a notar que su voz
estaba quebrada por el nudo en la garganta, y que procuraba no se
desanudara para no echarse a llorar.
Esperó un poco, el tiempo suficiente para que los ojos aguados se
secaran y la respiración se ralentizara; fue a la ducha, se lavó a profundidad,
y allí, debajo del chorro completó la tarea que el inepto de Anders no pudo
lograr.
Cuando se miró al espejo estaba furiosa, ella era una mujer hermosa, era
una diosa espectacular, cualquier hombre desearía tenerla en su cama, había
recibido insinuaciones más de una vez; aquello no era justo, no era correcto,
no era…
Detuvo el torrente de pensamientos, inhaló profundamente y mientras se
peinaba su larga cabellera, decidió que había solo una forma de evitar una
hecatombe; sabía que no era la mejor solución, que lo correcto sería hablar
con él, hacerle ver que estaban desperdiciando su vida de pareja, pero
estaba cansada, no era como si la situación hubiese sido así siempre, como
si él jamás se hubiera interesado en complacerla y disfrutar el sexo con ella,
simplemente algo fundamental había cambiado en él y sentía que nada iba a
mejorar si se lo decía.
Como abogada de divorcios había escuchado un sin fin de cosas, pero
solo en ese momento entendió cuando algunos de sus clientes dijeron que
hicieron lo que hicieron ―follarse a otras personas― para salvar sus
matrimonios.
El sexo no lo era todo, pero cuando estabas frustrada sexualmente
porque la persona que amabas y con quien dormías no te daba la atención
que te mereces, puede ser el inicio del fin para un matrimonio.
Ese miércoles decidió, mientras apagaba la luz de la mesita de noche y
Anders dormía profundo y tranquilo al otro lado de la cama, que ella
también iba a requerir un servicio de dos tiempos en el Bon Appétit.
۞۞۞۞۞۞۞
Ana estaba más que incómoda, se sentía asqueada de sí misma. Al
principio le pidió a Soledad que por favor encontrara la manera de cancelar
la cena, pero fue imposible. Ernest y Esteban eran amigos, organizaron la
salida entre los dos para sorprenderlas y lo peor para ella fue descubrir que
la idea había venido de su propio esposo.
―Ernest le dijo a Esteban que te notaba decaída y triste, y quiso
animarte de este modo ―le comentó su amiga en voz baja, mientras
entraban al Joel Robuchon, en un tono entre emocionada y acongojada.
Soledad continuaba sosteniendo que lo que sucedía con Ernest era solo
una fase, algo que iba a pasar y de la cual su matrimonio iba a surgir más
fuerte y sólido, se iba a convertir en algo indestructible. Ana no le creía, de
hecho, en los últimos dos días había estado irascible y deseosa de gritarle a
su esposo que lo sabía todo; solo que algo de cordura le entraba
repentinamente, en particular cuando lo veía rodeado de sus hijos, jugando
tan cariñoso con ellos, llevando a su hija a sus clases de canto, incluso
dejándolos uno que otro día en la escuela, solo para pasar más tiempo con
ellos. Cuando veía eso, se preguntaba si iba a ser capaz de destruir a su
familia y acabar con la tranquilidad y felicidad de sus hijos.
Lo más irritante y desconcertante era que Ernest no había cambiado ni
un ápice con ella. Analizando con detalle los últimos meses, incluso todo su
matrimonio, su esposo era el hombre ideal. No había dejado de ser cariñoso
o había empezado a ser “demasiado amoroso”; tampoco le compraba
regalos de más para compensar alguna culpa, no había situaciones fuera de
lo común, su vida sexual no era mala y él no dejaba de cumplir como
hombre en ese aspecto.
La única pregunta que rondaba en su cabeza era: ¿Por qué?
Ana puso todo de su parte para que no se le notara ―demasiado― su
desagrado, se esforzó por sonreír, no evitó el contacto de Ernest, incluso
bailó con él cuando la invitó a la pista.
―Estoy preocupado por ti, cariño ―le susurró Ernest al oído con
dulzura. Un escalofrío desagradable la recorrió de pies a cabeza; no era
posible fingir esas emociones, ¿o sí?
―Solo estoy cansada ―soltó sin pensarlo mucho―, la gala benéfica de
verano me tiene preocupada.
―A veces pienso que haces demasiadas cosas, Ana ―le reprochó su
esposo, pero no había desagrado o molestia, más bien era una nota de
orgullo―. No quiero que se resienta tu salud, si algo te sucediera, no sabría
qué hacer sin ti, nuestros hijos y yo te necesitamos ―completó mirándola a
los ojos, luego se inclinó y la besó, sin dejar de bailar, moviéndose despacio
al son de la música que sonaba en el salón.
Y a pesar de sentir cómo se iba rompiendo por dentro, por un instante se
dejó ir, creyendo de corazón que todo lo que Ernest decía era verdad y que
la realidad era una horrible pesadilla de la cual se iba a despertar en
cualquier momento.
10 | Todos los hombres son iguales
Tras la cena del jueves, donde casi todas confesaron sus verdades a
medias Prisilla se sintió un poco menos miserable, saberse acompañada en
la desgracia hizo que el sabor fuese menos amargo, sin que importara lo
terrible que sonara lo que estaba pensando ―aunque se cuidaba de no
decirlo en voz alta―; por eso, esa noche se devolvió justo antes de
montarse en su auto, diciéndole a Julia y Ana que le llevaría un postre a
Eloise y Verónica, su niñera.
En eso no mintió, sí compró el postre, media docena de pastelitos de
chocolate y frutas, cuidándose de pedir uno de vainilla con una cobertura de
chocolate blanco y Oreos trituradas por encima. Los cupcakes estaban
guardados en una cajita de color verde con el nombre de restaurante
impreso en dorado en la tapa; Oscar le guiñó el ojo al entregárselos y ella
no supo si sentirse avergonzada o poderosa.
Ese era el debate que mantenía desde esa noche, cuando entró a su casa
y vio a Anders dormido en el sofá con Eloise descansando la cabeza en sus
piernas, había llegado temprano para pasar un rato con su hija. Amaba a su
esposo, o eso creía, pero temía que la insatisfacción que sentía minara los
sentimientos que guardaba por él. Prisilla veía un problema en su vida, y
ella encaraba los problemas para buscarles solución, no quería echar por la
borda toda su vida solo porque el sexo se había tornado malo y no podía
soportar la idea que por el resto de su vida fuese igual.
Así que mientras contemplaba las pastelitos primorosamente decorados
y organizados en la caja, embadurnó su dedo en el de chocolate blanco y
chupó, a la par que guardaba el número de teléfono que venía en la tarjeta
bajo el nombre “Chef Jane 2”, entró a su cuenta bancaria, hizo la
transferencia y luego pasó el código al número que había almacenado.
Cinco minutos después recibió un mensaje de texto preguntando si el
servicio era a domicilio o en un hotel. Prisilla lo pensó un instante, no
quería arriesgarse en un hotel, así que envió la dirección del departamento
donde se encontraba en ese momento. El resto de la interacción fue tan
profesional y discreta que si no le hubiese preguntado por el tipo de postre
que quería, casi se hubiera creído que era un servicio de catering.
Lo pensó por un momento cuándo un mensaje entró preguntando si
tenía alguna “solicitud especial”. ―Queremos cumplir sus fantasías
culinarias― leyó en su mente una y otra vez, casi se sintió estúpida en caer
en el cliché, pero como muchas mujeres adoraba a los hombres en
uniforme.
Lo siguiente fue bastante más sencillo de lo que pensó, incluso su
esposo se prestó ―sin saberlo― a reafirmar lo que quería hacer, diciéndole
que ese sábado tendría que trabajar y que era mejor llevar a Eloise con
alguno de sus abuelos. La excusa de que estaba complicada con un caso de
divorcio y que no quería distraerse con cosas de la casa fue aceptada por
todos, y aunque no tenía que dársela a su padre en el bufete, porque podía
tomar la llave del departamento cuando quisiera, era mejor no dejar cabos
sueltos.
Solo que las horas que transcurrieron entre el jueves en la noche y el
sábado del encuentro, la minaron de dudas: ¿estaría haciendo lo correcto?
¿iba a caer en eso? ¿en qué clase de mujer se convertiría si empezaba a
contratar servicios sexuales?
Conocía a varias colegas que lo hacían, tal vez por eso no se
escandalizó cuando Carmen dio el paso y contrató al camarero. En una
sociedad donde las mujeres iban conquistando los mismos puestos que los
hombres, empoderándose e incluso dejándolos atrás, era más común que las
féminas no buscaran relaciones complicadas pero sí necesitaran desahogo
sexual; las relaciones de pareja eran complicadas ―sin importar lo que
dijera su madre de que no lo eran―, más cuando se esperaba determinada
actitud por parte de las mujeres y que estas no lo llevaran a cabo.
Pero claro, ella no era una exitosa abogada soltera, de hecho, estaba
casada y con una hija, y Prisilla cumplía un activo rol de mamá, siendo
bastante flexible con su carrera. Solo que nadie sabía lo frustrante que era
que su muy satisfactoria vida sexual previa se viese reducida tan
horriblemente desde que se había cambiado el apellido de soltera a West.
Suspiró, mirando las luces del Boulevard se debatía entre dos aguas,
entre lo correcto y lo incorrecto.
Cuando estaba a punto de enviar un mensaje para cancelar todo e irse a
su casa, pensando en que tal vez si le exponía a Anders la situación él podía
comprenderlo y juntos llegar a algún tipo de solución, hacerle ver que por
ser su esposa no significaba que no necesitara erotismo y placer en su vida,
la puerta sonó.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
Se echó un rápido vistazo en el espejo de la sala para ver si todo estaba
bien, en realidad se veía como una ejecutiva más, trabajando un sábado por
la noche. Aprobó lo que veía, era jodidamente atractiva y al reconocer eso y
que su marido no se diera cuenta, terminó de convencerla para abrir la
puerta. ¡Lo mínimo que se merecía era poder disfrutar de un buen orgasmo
que no se lo diera ella misma con los dedos!
Abrir la puerta fue una agonía, seguía el debate interno, todo se le
olvidó al ver a Tank de pie en el umbral, vistiendo un auténtico atuendo de
policía. Supo que estaba perdida cuando sintió sus bragas humedecerse
entre sus muslos.
―Buenas noches, señora. ―La voz ronca y masculina la estremeció―.
He venido porque recibimos una llamada sobre una actividad sospechosa en
este domicilio ¿puedo pasar?
Pris tuvo que asumir que el hombre tenía el porte correcto para ser
policía, la voz, la expresión seria y el control. Ella no podía emitir palabra,
solo se maldecía mentalmente por no haberse tomado un trago y liberar la
tensión. Nathan permanecía en la puerta, sin moverse, sin entrar; ella aspiró
con fuerza, porque no se había percatado de que estaba reteniendo el aire y
respondió:
―Sí, oficial. ―Se hizo a un lado―. Pase adelante.
Tank se adentró en el departamento y echó un rápido vistazo al lugar,
elegante, cómodo pero impersonal. Se notaba por la decoración minimalista
y el predominio del color blanco y gris en todos lados.
―¿Posee usted algún arma encima? ―preguntó con tono neutral. Ella
negó, él la miró frunciendo el entrecejo― ¿Está segura? Por favor,
colóquese contra la pared y separe las piernas.
Aturdida por lo que estaba pasando, se dio media vuelta sin rechistar; en
serio ese hombre tenía todo el aspecto de ser un oficial.
Sintió sus manos tibias recorrerla desde los tobillos en dirección hacia
los muslos, se movían con delicadeza palpando cada centímetro de sus
piernas con precisión. Sabía que los policías no se tomaban esas
atribuciones y sentir el calor de su piel traspasando la tela de sus pantalones
solo incrementó su propia temperatura.
Nathan fue subiendo, sus palmas pasaron por sus nalgas y se detuvieron
a amasarlas un poco, el toque no era brusco, haciéndola sentir un poco más
tranquila; pronto sus manos pasaron hacia adelante, viéndose envuelta en
dos brazos gruesos y musculosos que la rodeaban por la cintura. Prisilla
mantuvo la vista baja, observando cómo la mano derecha se introducía
entre la uve de sus piernas, apretando sobre la tela el núcleo caliente desde
el cual se irradiaba el placer.
No pudo evitar soltar un gemido, por un instante creyó escucharlo reír
bajito por su reacción, pero no le importó porque las manos siguieron
subiendo, por su cintura, muy despacio hasta sus pechos, los cuales solo
estaban sostenidos por la blusa de tiros ceñida que se encontraba debajo de
la chaqueta a juego de su conjunto.
Sus pezones se endurecieron, Tank los pellizcó un poco antes de
continuar subiendo por su cuello, donde masajeó de forma leve y relajante
los hombros.
―Creo que necesitaremos una revisión más profunda ―indicó
alejándose de ella un par de pasos. Prisilla se giró en su dirección, Nathan la
observa con expectativa, esperando que hiciera caso―. Por favor, quítese la
ropa.
La orden fue directa y tajante, Pris tragó saliva y se sacó la chaqueta,
que dejó expuestos sus duros pezones marcándose debajo de la tela. El
hombre se mordió el labio inferior ante lo que veía, lo que generó una
corriente eléctrica en el cuerpo de ella, la encontraba atractiva y lo excitaba
verla así, expuesta y dispuesta; los hombres podían fingir muchas cosas,
pero la forma en que la miraba, el brillo predatorio en sus ojos, eso no se
podía actuar y era lo que había perdido Anders.
Se bajó de los tacones y se sacó el pantalón, dejando al descubierto la
tanguita vulgar que se había puesto a propósito. Luego se deshizo de la
camisa, dejando que sus pechos botaran un poco para que viera su firmeza.
Quedó de pie, casi completamente desnuda, en medio del salón.
―Debe quitarse la ropa interior, señora ―explicó Nathan con voz
ronca―, debo hacer una inspección de sus cavidades.
La palabra le pareció horrorosa, pero la forma en que lo dijo, con un
tono ronco y contenido la hizo temblar. Deseaba sentir esas manos cálidas
sobre su piel desnuda, así que con un movimiento sensual, se deshizo de la
prenda y la dejó en la silla junto con el resto de su ropa.
El falsó oficial suspiró, Pris sonrió para sus adentros, porque ese era la
exhalación de un hombre excitado. Nathan siguió con el juego, palpando su
cuerpo con suavidad, deslizando sus palmas por toda la piel tersa de sus
brazos, abdomen y pecho. Ella temblaba de ardor y expectativa, gimió
cuando uno de sus dedos se adentró entre los labios de su sexo y frotó con
cierta dureza el dulce botón que empezaba a hincharse entre ellos. Una
aspiración fuerte le hizo saber que él se contenía para cumplirle su fantasía,
pero ella solo quería ser follada de una vez, así que haciendo uso de su voz
de abogada lo miró con fiereza a los ojos y se lo dijo:
―Cógeme ya.
Tank no esperó una segunda petición, la alzó por la cintura y se la echó
al hombro como si no pesara nada, ni siquiera preguntó dónde estaba la
habitación, instintivamente se dirigió al único pasillo que había y pronto
llegó a una puerta que le dio acceso al cuarto del lugar donde una enorme
cama dominaba la estancia.
Soltó el cuerpo de Prisilla sobre el lecho, ella gimió cuando la obligó a
abrirse de piernas para él y se inclinó ante su vulva expuesta. Si sus manos
eran calientes su lengua fue fuego líquido, desplazándose por cada rincón
recóndito de su ser. Chupó y lamió con avidez, como si él estuviese
sediento y ella fuese un manantial. Pris sentía cada caricia con cada célula
de su cuerpo, irradiando corrientes de energía placentera por todos sus
nervios, invadiendo su anatomía para llevarla a ese lugar que extrañaba a
rabiar.
―Sostente las piernas ―le ordenó él y ella hizo caso, sostuvo sus
piernas por la parte de abajo de las rodillas y se abrió más para Tank,
dejando más accesible el clítoris del que se adueñó sin contemplaciones,
succionando con fuerza.
Prisilla vió que se iba despojando de la ropa sin detenerse en su labor,
fue un espectáculo ver la piel tersa y dorada de ese hombre ciñéndose a
cada músculo de su cuerpo; solo que no lograba concentrarse porque él no
se detenía y ella no podía mantener los ojos abiertos por más de unos
segundos. Sintió la pesadez en su bajo vientre, anunciándole su próxima
culminación y cuando Nathan la tomó de las nalgas y la alzó un poco para
acceder mejor al interior de su sexo, ella se dejó ir, sintiendo cómo sus
músculos se derretían con esa lengua de fuego que seguía recorriendo sus
pliegues sin contemplación.
Tank la dejó por unos instantes mientras iba por un preservativo; estaba
más que duro, estaba al mismo borde. No había estado con una mujer en
meses, el ser poco comunicativo y expresivo no ayudaba con sus relaciones
amorosas, así que había dejado de intentar, incluso pasando de los rollos de
una noche; más temprano se había masturbado un par de veces para
aguantar la sesión; pero no era ciego, Prisilla estaba como quería, tenía una
piel deliciosa, olía de maravilla y su cuerpo era un templo para pecar. Así
que con el condón en la mano se acomodó entre sus piernas, con una mano
y los dientes desprendió una esquina, mientras que con la otro tomó su
miembro y empezó a frotarlo sobre el clítoris hinchado y sensible,
arrancándole gemidos escandalosos a la mujer debajo de él, llenando su
verga de los jugos tibios de Pris.
Se deslizó el latex sobre el pene, asegurándose de que quedara bien
puesto, luego se lanzó sobre ella, aprisionándola con su cuerpo contra el
colchón; empezó a mordisquear su cuello, a bajar hasta sus senos que
acarició con tanta pasión que Prisilla comenzó a excitarse de nuevo a una
velocidad alarmante. Se sentía una cualquiera calenturienta. Tank chupó un
pezón erecto, era de color canela que contrastaba contra la piel bronceada
de ella; con sus dedos jugaba con el que quedaba libre, sincronizando sus
chupadas y mordidas con pellizcos que la estaban derritiendo otra vez. Él
seguía frotando su miembro contra aquel sexo ardiente, disfrutando de los
intentos de Pris de que la penetrara, pero a pesar de sus propias ganas,
recordó la advertencia de Joe ―dos orgasmos antes de llegar al propio―, y
estaba empeñándose en que ella alcanzara el segundo.
―Joder, ¡métemelo ya! ―rogó entre un jadeo y otro, cuando Tank
sopló sobre el pezón endurecido por tanta estimulación. Hizo caso, pasó una
mano por debajo de su rodilla izquierda, elevándola un poco y se clavó
dentro de su vientre con una sola estocada.
Ella gimió profundamente, acallando el gruñido que salió de la garganta
de él. El vaivén empezó, no fue lento ni amable; Nathan se clavaba sin
contemplaciones mientras ella elevaba su cuerpo para que llegara más
adentro. La estrechez de su interior era gloriosa, en especial porque aún
quedaba la hinchazón que delataba su orgasmo anterior. Pris lo sentía
grueso, llenándola como en mucho tiempo no lo había sentido. Gimoteó
cuando él abandonó su interior, pero se acomodó tal cual le pidió para
continuar la faena.
Tank la hizo girarse y mantenerse acostada, solo levantó sus caderas un
poco, se deslizó de nuevo dentro de su sexo, disfrutando de la carnosidad de
sus nalgas al chocar contra su pelvis. Pris estaba cada vez más caliente,
perdiendo poco a poco el control de su propio cuerpo, moviendo las caderas
para que la polla del camarero llegara más adentro. El acto se le había
salido de las manos a los dos, porque cuando se percató ella estaba en
cuatro sobre la cama, él la aferraba de las caderas con fuerza y la embestía
con energía. Una de sus manos bajó más allá, palpando con desesperación
sus carnes en busca del punto florecido que la haría estremecer, ella gimió
cuando sus dedos rozaron la piel sensible, él perdió el control por completo
al escucharla, y antes de correrse pellizcó el clítoris con delicadeza, luego
hizo movimientos circulares a su alrededor. Las paredes internas del sexo
de Prisilla se contrajeron, ella gimió ante la intensidad del orgasmo que se
chorreaba por sus muslos; el gruñido de satisfacción de él la estremeció,
más cuando sintió el palpitar de su verga dentro de sí, que junto al sonido
bestial que soltó con su propio orgasmo, demostraba lo mucho que se había
contenido solo por ella.
Se salió de su cuerpo, ambos jadeaban en busca de aire, sus pieles
estaban cubiertas de una fina capa de sudor; ella se dejó caer boca abajo,
enterrando su cara contra una de las almohadas, él se sentó sobre sus
rodillas, esperado que su respiración se normalizara. Miró discretamente el
reloj, había tenido una sincronía increíble, la hora de servicio estaba
finalizando.
El hombre se levantó de la cama, con delicadeza se sacó el preservativo
y lo enrolló sobre sí mismo para luego guardarlo dentro del paquete en el
que había sido empacado. Se vistió con precisión casi milimétrica, le sonrió
cuando se guardó el paquetito usado en el bolsillo.
―Me parece que está todo en orden, señora ―dijo en tono profesional,
pero sus ojos delataban su diversión―. Lamento los inconvenientes
causados.
Prisilla le sonrió, estaba amodorrada y satisfecha, lo dejó marcharse sin
decir nada más y se quedó dormida con la convicción de que al otro día
lucharía contra sus remordimientos y consciencia, pero mientras tanto se
regodearía en el gusto de sentirse bien servida.
«Carmen tiene razón, es un excelente servicio» pensó, antes de
quedarse dormida.
13 | Cuando no se sabe que se quiere venganza
El fin de semana pasó sin novedades para Ana Scott, la rutina se asentó
plácidamente después del jueves, que casi pareció que todo volvía a la
normalidad y le daba un respiro para pensar mejor. Sin embargo, la realidad
de lo que estaba viviendo la golpeó de nuevo, de forma despiadada, Ernest
anunció ―como si nada― que debía viajar de inmediato para Florida e iba
a pasar un par de días fuera de casa, pero esperaba estar de vuelta a más
tardar el sábado.
Ese lunes, cuando estuvo sola tras la partida de todos, se sentó en la
escalera de su casa y se perdió en sus elucubraciones mientras la señora
Stevenson se encargaba de limpiar la cocina.
Su esposo siempre viajaba, por lo menos una vez al mes se iba a Florida
o a cualquier otro de los estados donde estaba la cadena; a veces volvía el
mismo día, por algo la sede contaba con un jet privado para eso, pero solo
en el último año y medio ―tal vez más―, fue que sus ausencias se hicieron
más prolongadas y sus viajes a Orlando se multiplicaron en su itinerario.
«Y yo solo me di cuenta de lo que estaba pasando apenas unas semanas
atrás» pensó con amargura.
Por suerte, una de las organizadoras del comité de la gala de
beneficencia la llamó, sacándola de sus pensamientos destructivos, porque
en el fondo de su cabeza, miles de dudas se formaban cada día: ¿qué había
fallado? ¿Ernest no la amaba en verdad? ¿Cómo no se había dado cuenta?
¿En qué había fallado?
«¿En qué fallé?»
Una y otra vez…
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
«¿En qué fallé?»
Hasta que su cabeza no daba más y estallaba una migraña que la llevaba
a estar de mal humor y muchas veces a tratar mal a sus hijos.
Así que, Olivia diciéndole que necesitaban buscar las invitaciones y
verificar que estuvieran impresas en el papel correcto, que debían pasar por
la galería de arte a confirmar las pinturas que iban a decorar las paredes del
salón de fiesta y la lista de cosas por hacer que enumeró con evidente
fastidio.
―¿Podría tu asistente hacer algunas de las cosas? ―preguntó con su
voz nasal que le recordaba una mala rinoplastia― Tengo un moooooontón
de tareas pendientes para la gala aún que necesito ayuda.
Ana pensó que tal vez era buena idea tener la mente ocupada, además
que no era la primera vez que Olivia se escurría de sus obligaciones para
hacer “tareas” como ir de compras a París o broncearse en Hawái.
―Está bien, yo me encargo ―respondió con indiferencia y colgó sin
dejarle decir nada más.
Creyó con mucha convicción que ocupar su cabeza la ayudaría a acallar
las preguntas sin respuestas que tanto la estaban agobiando. Había
funcionado el sábado en la madrugada mientras organizó el armario de
arriba abajo, incluso sacó un lote de ropa y prendas que no usaba, que
decidió donar a la caridad.
No llamó a las chicas que ayudaban a organizar el evento, sino que ella
misma salió el martes desde muy temprano a hacer las diligencias. Llevó a
los niños a la escuela, pasó por la imprenta a buscar las invitaciones y luego
a la galería donde procuró concentrarse en los cuadros y escoger lo
adecuado.
Se subió al auto tras despedirse de la pobre mujer que la atendió, que
notó a leguas que algo no estaba bien; esa vez no fue posible que su mente
dejara de trabajar a mil por hora, los kilos de maquillaje no podían esconder
la mirada triste ni la atención dispersa. La mujer que le devolvió la mirada
por el espejo retrovisor era irreconocible para ella.
«¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Cómo pudo superarlo Soledad?»
La respuesta vino de inmediato con un bufido de desesperación, ¡por
supuesto! Sol había hablado con Esteban, ella enfrentó la situación y
gloriosamente todo se solucionó, mas no sabía a qué costo, qué tanta parte
de su dignidad sacrificó su amiga para mantener su matrimonio unido y su
familia feliz.
¿Acaso no le entraban las dudas demoledoras cada vez que Esteban
actuaba raro? Para Ana, hasta las llegadas tarde de la oficina eran
sospechosas, revisaba las camisas con meticulosidad antes de echarlas a la
cesta de ropa para lavar, olisqueaba sus chaquetas, e incluso se arruinaba la
manicura lidiando con la necesidad de revisarle el celular; ya habían sido
varias las ocasiones en que se capturó a sí misma ideando planes para
quitarle el dispositivo.
Pero el problema no estaba solo en su cabeza, porque tanto pensar y
volverse loca afectaba también su cuerpo. La noche que se había levantado
a organizar su closet fue porque no podía respirar, estuvo luchando con las
lágrimas con tanta intensidad que su garganta se cerró y el aire no circuló
hacia sus pulmones, Enders no se dio cuenta de que salió a rastras del lecho,
cayendo al suelo donde vio que el mundo daba vueltas y más vueltas y ella
no paraba de temblar.
Llevaba conduciendo casi una hora cuando se percató del tiempo
transcurrido, había andado sin rumbo fijo, cociéndose a fuego lento en la
ansiedad que la carcomía.
Se detuvo frente al Bon Appétit sin estar muy clara de qué iba a hacer
allí, no había almorzado, de hecho, no ingirió alimento desde hacía más de
veinticuatro horas, así que era prudente comer algo porque su salud de iba a
resentir; eso se repitió cuando bajó del auto, luego cuando entró y se sentó
en la barra, pidiendo un vodka con jugo de arándanos al chico rubio que
estaba de turno.
Tres tragos después el alcohol había despejado sus pensamientos, casi
organizándolos en niveles de odio y desesperación; lo que era un avance
dado el desastre que había sido previamente. Ella se estaba matando a sí
misma, regodeándose en el dolor y la amargura porque tenía miedo del
futuro: ¿Quién le iba a creer a ella cuando Ender Scott era el marido que
toda mujer quería? Si les contaba a sus padres la situación iban a
convencerla de que soportara en silencio por el bien de sus hijos y su
imagen, ¡joder! Su mejor amiga casi le aseguró que era algo normal lo que
le estaba pasando, que incluso debía agradecerlo porque su matrimonio
podía salir fortalecido de la tormenta infernal que estaba por desatarse.
Se sintió sola, vacía y desesperada…
Sus hijos no se merecían una familia dividida, sin embargo, una voz
gritaba histéricamente que ella tampoco se merecía ser miserable.
Si por lo menos pudiera vengarse de algún modo, sentirse en igualdad
de condiciones, engañarlo en su cara porque nadie esperaría eso de Ana.
Eso era lo que necesitaba, revolcarse no con uno, sino con cientos,
porque tal vez uno no iba a ser suficiente, tenían que ser varios para que se
sintiera tan horrible y devastado como ella se sentía. Aquel pensamiento la
hizo soltar una carcajada casi trastornada.
Le hizo señas a uno de los camareros, iba a seguir el envión de
adrenalina y valentía del vodka.
―Necesito el menú especial de dos tiempos ―articuló con bastante
claridad a pesar de que la cabeza estaba un tanto pesada―. De inmediato y
para llevar.
―Disculpe, madame ―le dijo el hombre―, pero no sé de qué habla.
―Yo me encargo, James ―intervino Joe en ese instante. La suerte
quiso que él entrara en ese momento en el restaurante, escuchando la
solicitud que Ana hizo a un camarero que no era parte del negocio.
―Sí, chef ―asintió el mesero y se retiró.
―Yo soy el indicado para ayudarla ―explicó en voz baja y confidencial
el sous chef―, ¿qué desea probar?
―Quiero a Nathan ―dijo Ana con contundencia y un tono más alto de
lo recomendado.
Joe examinó la situación, la mujer frente a él no estaba completamente
ebria, pero sí desinhibida; frunció el ceño con preocupación, Tank tenía el
turno de la noche y en realidad, con lo reciente de sus nuevos servicios, no
esperaba recibir solicitudes a horas tan tempranas a inicio de semana.
―Veré qué puedo hacer ―informó con amabilidad―, por ahora le
recomiendo la especialidad del día.
―No me interesa la comida ―soltó ella, haciéndole señas al cantinero
para que le sirviera otro trago―, pero me encanta este lugar, es el mejor
restaurante de toda la maldita ciudad ―rió con travesura―. No, dame la
tarjeta, hago el pago y lo espero en una hora en el Tropicana.
14 | Cuando el sexo no es solo sexo
۞۞۞۞۞۞۞
El jueves en la noche se encontraron en el Bon Appétit. Esa vez,
algunas compartieron automóvil, Ana le pidió a Lydia que la llevara;
Soledad fue con Julia y Prisilla con las que había pasado la tarde de
compras.
La primera ronda de tragos estuvo silenciosa, cada una cavilando sus
propias cosas. Soledad se preguntaba qué sucedía con Ana, se preocupaba
profundamente por su amiga y le intrigaba lo que le deparaba el porvenir.
Ella había sido criada en una cultura en la que el matrimonio y la
familia se trataba de una forma diferente. Tanto Esteban como Sol no
habían nacido en los Estados Unidos, él había salido de las grandes ligas de
su país, República Dominicana, siendo muy joven; ella había sido modelo
en su tierna juventud, comenzó su carrera en México y por suerte una
cadena de televisión la contrató y se la llevo a los Estados Unidos para ser
modelo de una lotería. A los veintidós Esteban fue fichado, la conoció en un
evento en Miami al que había asistido en calidad de anfitriona, porque
Soledad estaba luchando para hacerse un nombre en el mundo de la moda
con apenas veintiuno, no quería ser solo la chica de la lotería que señalaba
la pantalla cada vez que aparecía un número.
El romance fue apasionado y bastante corto, Esteban le aseguró que él
quería que sus hijos nacieran dentro del seno de una familia latina, que
comprendía los valores de la lealtad y la unión; que trasmitiera a sus niños
lo que eran las raíces y el orgullo de ser latinos. Le pareció apasionado y
sincero, le creyó a pie juntillas y antes de darse cuenta estaba casada
esperando a sus bebés.
Debido al escándalo del romance de Esteban y luego la lesión en su
brazo, su carrera de pelotero terminó antes de lo esperado; Soledad, por su
puesto, había pasado al mundo de la moda aunque no como modelo, ser
esposa y madre absorbía todo su tiempo, pero tras la terapia de pareja para
evitar un divorcio, lágrimas y reproches contra su marido, se dedicó a
diseñar joyería, yéndole moderadamente bien.
Un segundo trago apareció frente a la mesa, servido por Angel, era un
camarero conocido por todas, por su hermoso rostro inocente y su
‘prontuario’ sexual, que era bastante extenso, según los rumores.
Mientras parecía que el licor empezaba a hacer efectos positivos,
distensionando a las mujeres a su alrededor, ella se quedó cavilando.
Ella logró hacer que su familia en pleno se trasladase a Norteamérica,
de hecho, sus hermanas estaban casadas también, hombres buenos, uno de
ellos un gringo que la trataba como una reina y demostraba una devoción
casi envidiable. Su hermano estaba estudiando en Canadá, sus padres vivían
en Texas, los visitaba bastante seguido, se apoyaba en su mamá cuando
sentía que las cosas no iban bien, ella le repetía que la familia era lo más
importante, que no había que molestarse porque su marido tuviese una vieja
escondida, que pasaba de vez en cuando, porque eran hombres y muchas
veces no podían aguantarse.
―Pero tú eres la esposa ―le explicó, mientras acariciaba su cabello
aquella tarde aciaga en que le contó lo que pasaba entre ellos y que pensaba
divorciarse―, no importa quién o quiénes vengan a intentar quitártelo, él
siempre preferirá a su señora, porque es su seguridad, Sole. Les diste a sus
hijos, le diste un hogar, y Esteban sabe que no hay mejor mujer para ser su
esposa y madre de sus hijos… ―Se levantó a servirle una taza de café―.
La de veces que tu papá me montó los cuernos… chale… más de una vez
quise ponerlo de patitas en la calle, pero ustedes estaban primero, los
chamacos siempre están primero…
Y era verdad, eso era normal, los hombres siempre estaban insatisfechos
en ese sentido, entonces ¿por qué mejor no hacer de la vista gorda? Todo
por el bien de su familia, pero no pudo. Cuando estalló y le dijo a Esteban
que no iba a tolerarlo, que quería el divorcio y que se fuera con la vieja esa.
Sin embargo, no sucedió, Esteban reconoció su error y desde entonces
su matrimonio fue para mejor; a Soledad le costó volver a confiar en él, de
hecho siempre estaba la duda, carcomiendo como una termita, pero estaban
allí, juntos y felices, viendo crecer a sus dos hijos, tratando de convencerla
para tener uno más.
Soledad jamás lo admitiría en voz alta, pero se preguntaba qué habría
pasado de haber sido al revés, si ella hubiese sido la infiel y Esteban el
agraviado ¿habrían tenido la misma condescendencia que tuvieron con él?
Sabía que no, y esa sensación de injusticia le bajaba por la garganta
como bilis amarga.
۞۞۞۞۞۞۞
A diferencia de otros jueves, el ambiente no terminaba de encenderse.
Carmen suspiró, siempre que una mujer de algún círculo de amigas estaba
en los trances de Ana, empezaban a plantearse las verdades fundamentales
de sus propios matrimonios.
Lydia tenía una mirada pensativa, ella sabía que su matrimonio era lo
más normal de lo normal. Un helado de vainilla, un vaso de agua en medio
de una barbacoa, sin sabor, sin color, sin vida.
La compadecía, de hecho a todas, cada una vivía su propio círculo del
infierno.
―¿Alguna de ustedes ha cumplido su fantasía sexual preferida?
―preguntó con picardía― ¿O alguna fantasía sexual?
Todas la miraron con cara de espanto, no era le pregunta en sí, porque
habían hablado de sexo en más de una ocasión, sino porque Carmen no
moduló su voz.
Julia sonrió con perversa satisfacción, en ese instante, por pura
casualidad pasó por su lado Rock, que iba rumbo a una mesa con una
bandeja llena de platos.
―Pues yo sí la cumplí ―suspiró con regocijo―, fue jodidamente
candente.
Prisilla se debatió entre contar su encuentro con Nathan o no, aún no
estaba segura de la reacción de Soledad y Lydia si se confesaba y Julia
podía ser realmente escandalosa si se lo proponía.
―Yo creí que sí ―respondió Ana―, fue con mi esposo durante la
universidad, nos colamos en un cine y lo hicimos en la oscuridad.
―¿Y después de casados? ―inquirió Carmen. La mujer negó.
―Siempre pensé que el sexo era bueno ―aseguró con un toque de
amargura, se encogió de hombros―, para mí lo era, siempre tuvimos este
‘espacio’ de pareja para escabullirnos en medio de una fiesta y hacerlo al
borde de cualquier sombra, arriesgándonos a que nos descubrieran.
―Definitivamente los hombres son una mierda ―bufó Julia, negando
con vehemencia.
―Yo cumplí una ―explicó Pris sin evidenciar nada más―. Ahora me
pregunto qué podría querer, no es como que Anders y yo no hubiésemos
tenido una vida de pareja divertida y emocionante.
Todas miraron a Lydia y Soledad. La última fue la que habló primero:
―Nunca me lo he planteado, lo cierto es que no me puedo quejar de
Esteban ―contó con serenidad―. Aunque el sexo es importante en una
relación, creo que va bien entre nosotros, no seremos arriesgados o muy
creativos, pero nos aplicamos ―soltó una risita que tuvo eco en todas las
demás.
―Cole es… ―Lydia se detuvo de hablar―, no sé… supongo que es un
hombre con una libido normal. No es como que solo hagamos el misionero,
pero nunca ha propuesto nada y yo tampoco lo encontré necesario.
Se miraron con aprehensión.
―Al paso que vamos no seremos un Aquelarre de brujas sino un pinche
club de esposas frustradas ― comentó Julia con sorna.
―¡Yo no¡ ―exclamó Carmen con una carcajada― ¡Camarero! ―llamó
a Angel que se acercó sonriente.
―Sí, madame ―asintió solícito.
―Quiero la carta del menú nuevo ―pidió con un guiño. Angel abrió los
ojos entusiasmado y se inclinó un poco para hablar con algo más de
discreción.
―Puede bajar la aplicación y solicitarlo directamente allí, madame
―explicó con una voz suave y sensual―. Aquí tiene la tarjeta. ―Sacó del
bolsillo de su pantalón una cartulina como las anteriores, donde solo había
un nombre―. Solo debe buscarlo en la tienda en línea de su teléfono y listo.
Todas habían escuchado con atención, Angel lo notó y con un además
cortés le tendió una cada a una. No les tomó más que un minuto descargar
la aplicación y hacerse con un usuario y contraseña. El ambiente de la
misma no daba a entender nada fuera de lo común, servía para pedir postres
en servicios de catering para eventos. Soltó una risita al reconocer ciertos
eufemismos, quien quiera que la hubiese diseñado fue muy creativo en el
proceso.
Carmen encontró uno que le llamó la atención, se estremeció un poco
ante la imagen que le asaltó. Seleccionó la opción de un “atado de chocolate
blanco” y cuando pasó a la siguiente ventana, aparecieron tres fotos de
distintos camareros, bajo el título ‘el personal de servicio de su elección’.
Estaba admirada, nada parecía vulgar, no había algún indicio de que
estuviese contratando un servicio de sexo. Solo estaban tres hombres, uno
era el mesero que las estaba atendiendo; lo miró de arriba abajo en un claro
examen, era muy joven, ese podría ser el novio de su hija, y con esa sola
idea tan caliente, lo seleccionó.
Apareció el importe de su próximo encuentro, aceptó el precio y pagó
sin que le temblara el pulso; un último mensaje apareció, donde avisaban
que en las próximas veinticuatro horas esperaban la dirección de la entrega
del catering.
De reojo vio que las demás estaban mirando con interés y entusiasmo
sus celulares, se rió. Así como pasaba con los divorcios o posibles
divorcios, sucedía con cualquier cosa; en un grupo como el de ellas, la
reverberación era inevitable.
Y como a ella le había ido tan bien, definitivamente quería repetir.
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El viernes en la mañana Héctor le avisó a su esposa que su familia iría a
pasar el fin de semana y llegarían después del almuerzo. Eso le cayó como
un balde de agua fría, su suegra y cuñadas podían ser un barro en la nariz o
una hemorroide brotada; llegaban con su acostumbrado porte señorial a
insinuar que ella era una rubia tonta que no podía llevar una casa.
Así que, previendo el infierno en el que se sumiría durante esos tres
días, salió al centro de la ciudad para organizarlo todo, y a pesar de que lo
logró en tiempo record y todo discurrió de maravilla, parecía que las
mujeres del clan Rodríguez tenían un pedazo de mierda debajo de la nariz.
Claro que Julia entendía hasta cierto punto su mal humor, su suegra era
la matrona, Héctor era hijo único, con un montón de hermanas, cada una
más fea que la anterior ―y no se refería al físico, porque dos de ellas hasta
bonitas eran―, y sus esposos siempre la elogiaban, tal vez, con demasiada
deferencia.
―Tu güera si es bonita, cuñado ―soltó Francisco, el esposo de la
mayor de las hermanas, en un español con fuerte acento mexicano―.
Siempre huele rico y se pone esos vestiditos todos ceñidos… ¡Te sacaste la
lotería, cuñado!
Héctor sonrió y sostuvo a Julia de la cintura con fuerza, era el único
momento que se mostraba celoso o posesivo.
Las reuniones latinas siempre le gustaron a ella, estaban llenas de sabor,
música y alcohol. Su suegra podía ser un poco amable cuando se le pasaban
un poco los tragos, así que procuró que una de las mujeres del servicio
estuviera atenta a las necesidades de la vieja a ver si así no era tan pesada.
El viernes cenaron en el salón, pero el sábado llegó el servicio de fiestas
a entregar sillas y mesas porque no iban a poder comer todos juntos cuando
llegaran el resto de los sobrinos.
En efecto, aparecieron más de una docena de sobrinos de su esposo
―las mujeres Rodríguez tenían en promedio cinco o seis hijos cada una―,
también había hijos de algunas primas de la familia y amigos. La piscina se
llenó de cuerpos juveniles y bien formados, Julia se sorprendió al percatarse
de que algunos de esos eran apenas adolescentes que cuando mucho
alcanzaban los dieciséis. Entre la marea de cabezas descubrió a los hijos de
Héctor, los saludó con una sonrisa, ellos se llevaban con cordialidad, y justo
a su lado estaba un morenazo alto y guapo, tremendamente parecido a su
esposo.
Él la observó y le sonrió, ella le devolvió la sonrisa, estrujándose el
cerebro para acordarse de quién era hijo y cuál era su nombre.
Las horas pasaron, y tras tomar el sol con su bikini de color azul oscuro,
escuchar los elogios de sus concuñados por tener una esposa tan bonita,
Julia se retiró a la cocina a supervisar que todo estuviera en su punto para el
almuerzo que estaban tomando bastante tarde.
Las hermanas de su marido la miraron de reojo y con creciente envidia,
ella solo se había colocado un pareo alrededor de las caderas porque iba
derechito al cuarto a ducharse y a arreglarse. Cuando se empinó para tomar
un vaso de la parte alta de la alacena, un cuerpo musculoso la cubrió por la
espalda y sintió un claro bulto contra sus nalgas.
―Permíteme, tía –dijo una voz gruesa y cariñosa. Ella se apartó con
suavidad del contacto, sintiendo cómo la temperatura de su cuerpo se
elevaba hasta la estratosfera y asintió con un ademán.
―Gracias ―respondió con más firmeza de la que pensaba que podría
tener y aceptó el vaso. Se dirigió a la nevera por la jarra de agua fría y
mientras se servía, el cuerpo de su sobrino la atrapó dentro del frío del
aparato.
―Me regalas un poco, tía ―pidió con dulzura, pero cuando Julia se
giró para servirle, la forma en que aquel joven la estaba mirando, no
compaginaba con el timbre de su voz.
Parecía que nadie se percataba de lo que estaba pasando, en cierto
modo, el chico mantenía la distancia suficiente para no verse sospechoso.
Bebió el agua sin detenerse, era más alto que ella y el doble de grande, vio
su manzana de adán subir y bajar rítmicamente mientras el líquido frío
bajaba por su garganta, hilillos corrieron por ambos lados de su boca,
cayendo lentamente por su piel tostada y caliente por el sol.
Soltó una sonora expresión de refrescamiento, luego bajó la vista y con
la sonrisa más seductora que alguien le hubiese dedicado jamás, le dijo:
―Deliciosa, tía. ―La miró de arriba abajo con expresión lobuna―.
Aunque no tanto como tú.
Se dio media vuelta y se alejó de la puerta, liberándola de su presencia.
«¡Mierda!» pensó Julia en un grito que tronó en sus sienes. A pesar de
estar casi metida dentro de la nevera, sentía el cuerpo a punto de ebullición.
Ese sobrino de Héctor era un peligro, se lo recordaba en su época de
amoríos, suspiró, bebió más agua y cerró la puerta del refrigerador. Y
mientras subió las escaleras rumbo a su cuarto, pensó que lo más caliente de
todo era la forma en que la llamaba tía.
16 | ¿Cordel o seda?
Carmen decidió que lo mejor para ella sería que su siguiente experiencia
fuese es su casa. Brenda, su hija de dieciocho años iba a pasar el fin de
semana en una playa de Los Ángeles, en la casa que Barry, su padre, tenía
con su esposo en Malibú. Por otro lado, era el turno de Dustin de tener a su
hijo, así que como era rutina, el viernes pasaría un poco antes a la escuela
por Brandon y lo devolvería el domingo en la noche.
Tenía su casa para ella sola, desde el viernes en la mañana hasta el
domingo por la noche, por lo tanto, podría recibir a su acompañante el
sábado en la tarde sin ningún inconveniente.
Así que el viernes en la mañana notificó en la aplicación la dirección y
la hora. Como la vez anterior, pagó por dos horas de compañía y luego salió
a acicalarse un poco para la ocasión.
Estaba excitada ante la idea de practicar el bondage con un hombre que
sí funcionaba. Esa había sido una de las tantas prácticas que intentó con
Dustin antes de darse por vencida y divorciarse de él.
Había sido divertido, atarlo o que la atara; pero en esencia, después de
que tuviera sus orgasmos, a Dustin no se le paraba como para metérselo en
pleno éxtasis de placer; y aunque a veces tomaba Viagra, después de una
hora dándose caña, él no se corría y ella dejaba de sentir por exceso de
frotación. No era frustrante, lo siguiente.
También la excitaba la idea de tener a un jovencito viril entre las
piernas. No es que no hubiese estado con hombres menores que ella, sí
había pasado, pero no con una diferencia abismal como la que tenía con el
tal Angel.
La puerta del frente sonó con un toque suave y gentil, Carmen había
optado por andar en ropa de interior y una bata de seda anudada encima; iba
a ir directo al grano, incluso se rió de la idea de que tal vez el joven tendría
que pagarle a ella porque iba a darle una clase magistral de cómo complacer
a una mujer.
En el umbral estaba el chico, con el cabello peinado de forma elegante,
ataviado con un pantalón de mezclilla azul plomo, camisa negra de botones
al frente y una chaqueta informal a la medida de color azul cobalto que
estaba desabotonada. En su mano derecha sostenía un bolso de cuero
mediano. Si no supiera que había ido para follarsela, hubiese pensado que
era algún vendedor.
―Buenas tardes, madame ―saludó con una sonrisa de actor de cine.
Carmen se percató que era alto, sus labios carnosos y definidos tenían un
tono de frambuesa claro natural, que se le hizo apetitoso. Lo que más le
gustó fueron sus ojos, de un tono de miel agradable, que le generaba calor.
―Hola, pasa adelante ―pidió con cortesía. Cerró la puerta sintiéndose
más nerviosa de lo que esperaba.
Al tenerlo en frente se percató que de verdad ese chico bien podría ser
el novio de Brenda, cuando mucho alcanzaba la mayoría de edad, y a pesar
de haberse vestido bastante formal, no se le quitaba esa carita de ángel que
tenía.
Corey observó todo con disimulo, el lugar era espacioso y estaba
silencioso. Sonrió al ver a la mujer frente a él, se notaba nerviosa y un
ligero temblor en sus manos delataba su estado de ánimo. Le gustaban las
mujeres mayores, sentía un morbo particular por ellas, porque a diferencia
de sus contemporáneas eran más propensas a experimentar con sus cuerpos
por gusto propio que por complacencia de otros. Además, que solían ser
más egoístas con su placer, habían pasado ese umbral de falsa modestia, en
el que no importaba si alcanzaban un orgasmo mientras su hombre
estuviese satisfecho, por eso solían desinhibirse con él.
Eso sin contar que eran excelentes maestras, fue la madre de su amigo
Frankie quien le enseñó a los quince años cómo se comía un coño.
Angel apoyó la idea del menú de dos tiempos porque quería ayudar a
Jane con el Bon Appétit; también lo hizo porque conocía a Joe y sabía que
él podría administrar un negocio de categoría y él mismo podría subir de
nivel. Cada vez que recordaba el encuentro con el chef Miller en el
restaurante la primera vez, le daba risa. ¿Quién iba a decir que terminarían
trabajando en el mismo lugar? Joe era algo así como el mentor de Corey,
cuando lo conoció cinco años antes, mientras atendía a su primera clienta
como acompañante independiente.
Nadie más lo sabía, solo ellos dos; desde entonces, cuando Jane lo salvó
del marido de una de sus clientas en el hotel donde trabajaba como chef, le
ofreció trabajo, pensando que era un chico extraviado que necesitaba el
dinero con desesperación y fue tan amable, que tras comprender ―casi en
fracción de segundos―, que era mejor cubrirse con un trabajo normal, le
dijo que sí.
Jane creía que Corey tenía un problema sexual, era un adicto al sexo y
casi tenía razón. Sentía que no podía estar sin coger por más de dos días,
pero las clientas no lo llamaban a diario y tampoco tenía tantas. El menú era
una solución a eso, conseguía mujeres hermosas, se protegía, subía de nivel
y podía continuar con su vida como si nada, porque el servicio estaba
quedando tan bien, que ya empezaban a recibir solicitudes diarias. Así que
cuando no tenía una clienta en puertas, se daba un revolcón con Lady B.
Antes de ir a su cita, Joe le recordó que no debía ingerir una gota de
alcohol, como si él fuese un novato en ese aspecto. Angel ya había jugado
juegos de bondage, fue el conejillo de indias de una profesora de su escuela
el último año que estuvo allí ―sí, antes de graduarse había pasado por la
cama de varias profesoras, la subdirectora y la mitad de sus compañeras de
clases―. Y aunque Joe no dudaba de ello, puesto que a los diecisiete
comenzó en el negocio, siempre era bueno confirmar que sabía aplicar bien
la práctica.
―Creo que es hora de empezar, madame ―sugirió con voz seductora y
grave. Estiró su mano indicándole que le guiara al cuarto donde iban a
divertirse, Carmen asintió con un ligero rubor en sus mejillas y pasó delante
de él, subiendo las escaleras.
Admiró la vista, Carmen era una hermosa mujer madura que se
conservaba muy, pero que muy bien. Su piel olía a flores, seguro se debía a
alguna crema humectante.
Entraron a la habitación, todo estaba impoluto, nada mal puesto, ni
ubicado.
―¿Deseas algo de beber? ―preguntó ella con bastante confianza―.
Tengo whiskey y vodka. ―Señaló con el dedo en dirección a la cómoda,
donde descansaba una bandeja con una hielera, dos vasos y las botellas de
vidrio que dejaban ver su contenido. Uno ambar y el otro transparente.
―No, gracias ―respondió con el mismo tono suave y grave que venía
usando―. Nada de alcohol para mí.
―Pues yo necesito uno ―exclamó Carmen con una risita. Se alejó
hasta el mueble y tomó los cubos de hielo con la mano―. Te ves muy
joven, ¿qué edad tienes?
―¿Qué edad quieres que tenga? ―le preguntó Angel a su vez. Ella se
carcajeó.
―Podrías ser el novio de mi hija ―explicó con algo de vergüenza.
―Puedo serlo, si eso quieres ―respondió él guiñándole un ojo.
Carmen resopló un poco, era agradable y desesperante la confianza que
destilaba aquel crío. Angel se sacó la chaqueta y la dobló sobre sí misma a
lo largo, descansándola luego sobre el espaldar del pequeño sofá que ella
usaba para leer. Con meticulosidad se sacó la camisa negra, primero
desabotonando las mangas, haciendo la misma operación que con la
chaqueta, dejándola sobre esta.
No solo era alto y atractivo, Carmen descubrió con turbación que su
cuerpo era el de un hombre bien formado. Torso amplio, pectorales
definidos, músculos abdominales marcados uno debajo del otro, que
culminaban en un camino en ve que se perdía entre el pantalón.
Recreándose en su piel tersa, en la blancura del tono, no se percató de que
se había sacado los zapatos, los calcetines y soltado el botón del pantalón.
Cuando se sacó la correa la dobló sobre sí misma y la templó con
fuerza, haciendo que el sonido restallara como un látigo. Carmen dio un
brinquito por la sorpresa, terminó riéndose con nerviosismo.
Angel sabía que el preámbulo era importante, la expectación era el
cincuenta porciento de la excitación en ese tipo de prácticas. Abrió la
maleta que llevaba y sacó una serie de implementos, que fue colocando de
forma ordenada sobre la esquina contraria de la cómoda: un rodete de
cuerda, un carrete de cinta de seda de color rojo intenso, una tijera con
puntas romas, cinta adhesiva de color gris, un antifaz de cuero, una mordaza
con una bola de goma, un juego de esposas de cuero y por último, un
paquete de condones de tres unidades.
Vio de reojo la reacción de su clienta, ella no quitaba los ojos de la
mesa, observaba con cautela e interés.
―La tijera es en caso de que deba soltarte con rapidez, tengo que cortar
―explicó él.
―¿Por qué querría eso? ―preguntó Carmen frunciendo el ceño.
―Por si te entran los nervios ―contestó Angel con suavidad―. Quiero
que te sientas segura.
La mujer asintió con lentitud, se concentró de nuevo en todo lo demás.
Él se adelantó:
―No sé si sea tu primera vez con el bondage. ―Tomó la mordaza y la
levantó―. Así que quise ser precavido, algunas personas se restringen
mucho más, los ojos, la boca ―dijo mirando directo a los labios de ella,
como si quisiera devorarlos. Ella se estremeció bajo su escrutinio y él
sonrió con malicia, porque hizo justo lo que esperaba―. Todo se trata de
sentir, de abandonarte, de darme el control sobre tu cuerpo.
Carmen elevó las cejas con un gesto de sorpresa, sentía su cuerpo
encendiéndose lentamente, arrullada por el tono de voz de aquel muchacho
que sabía usar sus armas de seducción a la perfección. También hablaba con
una seguridad que la estremecía, podía sentir que cada poro de su piel se
despertaba ante la idea de sentir cada cosa que él insinuaba. Carraspeó y se
tomó el contenido de su vaso.
―Comprendo ―balbuceó dándose vuelta y sirviéndose otro, se bebió la
mitad del whiskey en un solo trago, esperando que la abrasión en la
garganta la despertara del influjo del chico.
―¿Tienes algún juguete sexual? ―inquirió Corey poniendo de vuelta la
mordaza en su sitio.
―¿Disculpa? ―espetó ella en un tono un poco agudo.
―Sí, algún vibrador o consolador ―insistió él―, para poder
estimularte mientras estás atada ―explicó con su voz sensual. La miraba
directamente, percatándose de cómo se iban endureciendo sus pezones
debajo de la delicada tela de la bata―. Usaré mis dedos, mi boca y
cualquier parte de mi cuerpo ―sonrió ante el temblor que experimentó el
cuerpo de la mujer―, también usaré mi pene, pero solo al final, en el
proceso, te haré enloquecer de gusto.
La mujer abrió la boca un par de veces, luego sacudió la cabeza como si
volviera a despertar, sonrió y se volvió hacia su armario, regresó de
inmediato con un pequeño baúl de madera clara, con tallados de rosas y lo
dejó entre los implementos de él y la bandeja. Angel se acercó a revisar,
dentro había un consolador de goma, un vibrador para el clítoris, uno
múltiple y un plug anal.
Sonrió con malicia, esa dama estaba armada hasta los dientes. Optó por
sacar el consolador de goma y el plug anal. Carmen sintió que su garganta
se cerraba ante la selección, nunca había usado el plug, incluso seguía en su
empaque sin abrir.
―Bueno, madame ―llamó Angel con suavidad para que ella lo viera,
se irguió con toda su estatura y enderezó los hombros para verse más
imponente. Sonrió con malicia, un leve estiramiento de su comisura
izquierda que hacía que sus labios se vieran más carnosos. Carmen tenía en
la mano lo que le quedaba de su bebida, tomó un sorbo, mirándolo con
expectación―. Quiero que te abandones a mí, quiero que te olvides de todo
y solo te concentres en lo que vas a sentir ―el sonido grave y bajo con el
que hablaba parecía conectar con su núcleo―. No te haré daño, no te
dolerá, no existirá nada más que tú, yo y tu grandioso cuerpo. ―Dio un par
de pasos hacia ella recortando las distancias entre ambos, Carmen tuvo que
levantar la vista para poder mirarlo a los ojos ―. Yo seré tu dominante esta
tarde, y tú mi sumisa… pero recuerda, tú tienes el control y yo soy tu
esclavo.
Angel retiró el vaso de sus manos y se bebió lo que quedaba del trago
aguado. Dejó el vaso en la bandeja, aspiró el perfume a flores, sonriendo al
sentir cómo invadía sus fosas nasales. Con manos firmes desanudó la bata,
exponiendo su cuerpo desnudo, flanqueado por la tela suave a cada costado.
Carmen tenía pechos sugerentes, un poco caídos por la edad, pero se
veían firmes todavía. Sus montículos estaban coronados con pezones
oscuros y duros que resaltaban sobre su tono de piel. El abdomen tenía una
ligera pancita, se notaba suave y agradable, la cintura pequeña, los muslos
anchos y carnosos, la uve depilada que dejaba adivinar sus labios exteriores
algo gruesos.
La mujer respiraba con dificultad cuando él se alejó hasta el extremo de
la cómoda y tomó el rollo de cinta y la cuerda. Regresó frente a ella con una
en cada mano y le sonrió con malicia.
―Ahora solo tienes que decidir ―pidió en voz baja y grave. Pasó
primero parte de la cuerda por el pezón derecho, acariciándolo con la
dureza del tejido natural. Carmen se estremeció―. Cordel ―gruñó al darse
cuenta que ella intentó contener un gemido. Repitió la operación con la
cinta de seda sobre el otro pezón―. O seda ¿qué prefieres?
Carmen intentó responder pero no le salió la voz, la textura de la cuerda
le daba una sensación de rudeza que le agradaba pero al mismo tiempo
sentía miedo de hacerse daño y no poder explicarle a sus hijos el porqué. La
seda había sido tan suave y provocativa que se imaginó en un instante el
roce de la tela sobre su cuerpo, haciendo que la excitación que sentía
palpitara en su sexo, contrayéndose rítmicamente con un hambre que no
había sentido jamás.
―¿Ambas? ―preguntó en un susurro, esperando poder combinar
ambas sensaciones.
Corey amplió su sonrisa, sabía que eso podía pasar, así que iba
preparado. Previamente había cortado las cuerdas, calculando trozos de
unos cuatro metros para todo el proceso.
―¿Quieres mordaza? ―indagó Angel―, ¿cinta adhesiva para la boca?
―Carmen se mordió el labio inferior pensando en eso.
―Nunca lo he hecho antes ―respondió―, lo de la mordaza, quiero
decir.
Angel asintió y guardó esos implementos en la bolsa, sacó el resto de
cuerdas y cintas y las puso en la mesa. Carmen entornó los ojos, pensó que
con todo eso quería atarla y colgarla del techo o convertirla en una especie
de momia roja.
―Y la vista ―mencionó―, ¿la restringimos o no?
La mujer vio el antifaz, por suerte no era una máscara completa, pero en
realidad quería ver lo que él iba a hacerle. Negó con la cabeza. El chico
sonrió.
Fue desenrollando la cinta lentamente, dejando que ella viera cómo caía
lánguida entre sus manos hasta el suelo. Carmen se estremeció, su cuerpo
fue recorrido por una corriente de electricidad que erizó sus poros de placer
doloroso. Angel se pasó la cinta por el cuello, dejando que descansara sobre
sus hombros, se aproximó a su cuerpo como un gato al acecho, con lentitud
comedida, haciendo que su respiración se acelerara.
Las manos grandes del hombre se posaron sobre sus hombros, tomando
el borde de la bata de seda, la corrió con delicadeza, deslizándola por lo
brazos, acariciándola de forma tan etérea que no pudo contener un
estremecimiento. La prenda quedó hecha un ovillo a sus pies, mientras
Angel posaba sus manos en los senos y los acariciaba con sutileza, como si
midiera su peso. Le sonrió con los ojos cargados de lujuria, pasándose la
lengua, igual de rosada que sus labios, por el borde de la boca, como si se le
estuviese haciendo agua.
Ella suspiró, empezando a rendirse ante ese niño que bien podría ser su
hijo o sobrino. Sabía que estaba lleno de vigor y la creciente excitación se
tornó en una bestia hambrienta y voraz. Angel tomó con ambas manos la
cinta y frente a ella, hizo dos orejas ―una con cada mano― pasando el
restante de la cuerda por delante en una de las orejas y por detrás en la otra,
luego superpuso cada oreja y pasó la mitad de cada uno por el centro,
creando un lazo por el cual pasó las manos de ella, ciñendo la cinta ―de un
grueso de cinco centímetros― alrededor de cada muñeca y luego apretó.
Sus muñecas quedaron juntas, mirando una a la otra, firmemente atadas
con ese nudo de esposas que él había hecho con mucha habilidad. Quedaba
un restante de unos dos metros de cinta y Carmen se preguntó qué iba a
hacer con eso. Angel confirmó que no estaba haciéndole daño, le preguntó
si estaba muy fuerte y si debía aflojarlas. Ella negó.
―Por lo que entiendo, has practicado el bondage, antes ¿verdad?
―inquirió cerca de su oído, acariciando con su aliento el pabellón de su
oreja. Carmen hizo una inspiración profunda y asintió―. Bien, significa
que tal vez podamos ir un poco más lejos. ¿Te gusta la idea?
Su voz no respondía, sentía que no iba a ser firme y no quería parecer
gelatina derretida en las manos de ese chico. Se limitó a asentir.
Angel se alejó para buscar el cordel, era marrón claro y el tejido un
poco áspero. Desanudo el rodete, dejando caer los extremos de la cuerda al
suelo.
―Alza los brazos ―ordenó con firmeza, ella hizo caso de inmediato y
los elevó sobre su cabeza. Él quitó la cinta sobrante enrollándola con
habilidad, para luego pedirle que la sostuviera entre sus manos.
Él paso un extremo alrededor su cuello, Carmen se tensó y Angel
sonrió, pero se mantuvo en silencio; con sus manos diestras hizo un nudo a
la altura del torso, luego juntó los extremos sin tensarlos mucho y repitió la
operación entre sus senos, por último, anudó de nuevo unos treinta
centímetros más abajo, poniendo especial cuidado en que cada extremo de
la cuerda quedara de tal forma que pudiese pasar cada uno en ambos
costados.
Carmen sentía el tejido rozando su piel, picaba un poco pero la
sensación no era desagradable. Angel pasó a su espalda, hizo un nudo plano
y luego volvió adelante, rodeando sus pechos: primero abajo, luego arriba;
usando los espacios entre los nudos centrales como columna para tensar la
cuerda en su espalda y bajó sus axilas.
Cuando terminó se colocó frente a ella y pellizcó los pezones para que
se pusieran más erectos, sonrió ante la estampa.
―Te ves preciosa ―le aseguró con voz sensual. La hizo girar para que
se viera al espejo, él había construido un arnés de cuerda que aprisionaba un
poco sus pechos sin ser doloroso―. Ahora, vamos a la cama.
Él la ayudó a situarse en el centro de la cama, Carmen se sentía
expuesta así, y definitivamente estaba en un estado de sumisión completa.
Angel estiró los brazos por su cabeza, hasta que estos quedaron rectos y
descansando en la colcha. Hizo una vuelta de forajido para amarrarla a la
cabecera de la cama; se bajó despacio y observó su posición por un rato,
confirmando que estaba cómoda.
―Dime tu palabra de seguridad ―ordenó con firmeza, mientras se
alejaba a buscar más cinta.
―¿Palabra de seguridad? ―preguntó ella con desconfianza, él le dijo
que no iba a doler, se suponía que la palabra de seguridad era para el
sadomasoquismo.
―Sí ―asintió él, subiéndose a la cama, la obligó a abrir las piernas para
colocarse entre ellas, las yemas de sus dedos recorrieron los suaves y
húmedos pliegues de su vulva. Carmen jadeó, Angel sonrió con malicia―.
Por si necesitas parar de verdad, porque te están rozando las ataduras
―explicó a la vez que apretaba la carne hinchada que empezaba a brotar de
entre sus labios vaginales―. Por si debo detenerme porque no puedes
respirar por el arnés ―continuó. Sus dedos se colaron dentro de su sexo,
dos gruesos y largos apéndices que llegaron muy adentro y la hicieron
gemir con fuerza, obligándola a cerrar los ojos.
―Lámpara ―jadeó cuando él salió de su interior.
―Muy bien ―respondió Angel―. Ahora anudaremos tus piernas.
Pasó un trozo largo de cuerda por su muslo derecho, justo encima de la
rodilla; dio tres vueltas y tensó lo suficiente para que el mordisco de la fibra
se sintiera pero no rozara dolorosamente, anudó por encima del muslo,
levantó la pierna y pasó el restante de la cuerda sobre el espaldar de la
cama, tomando los extremos para estirarlo y mantener la pierna levantada.
Hizo un ballestrinque en la esquina de la cabecera, le ordeno a Carmen que
forcejeara un poco para comprobar que no cedía y que tampoco se haría
daño.
Angel repitió en la pierna izquierda, hizo los mismos pasos exactos,
dejando a Carmen completamente expuesta e indefensa. No podía moverse,
en cierto modo la posición le recordaba la silla ginecológica, solo que esta
vez sus piernas estaban suspendidas en vez de descansar en un apoyapiés.
Por un instante el chico salió de su campo de visión, removió la cabeza
para encontrarlo en la cómoda buscando más cosas. Aquello era excitante a
más no poder, no solo se sentía indefensa sino que además su cuerpo
palpitaba de deseo, él podría hacer con ella lo que quisiera y no podría
escapar, Carmen sería una muñeca, un títere entre las manos grandes y
masculinas de un chico casi veinte años menor que ella.
Corey apareció por un costado de la cama con más cinta de seda, besó
uno de los tobillos desnudos y acarició con suavidad la pantorrilla. La cinta
la envolvió en un nudo de presilla: luego de unir las dos orejas con los
extremos por el interior de su cuerpo, los unió, pasó por el tobillo y apretó.
Flexionó la rodilla lo más que pudo hasta pegarla al muslo; amablemente le
preguntó si dolía, pero Carmen negó; después de su respuesta, procedió a
envolver el muslo cerca de la ingle, tres o cuatro vueltas, para luego hacer
lo mismo en el tobillo y posteriormente, enrollarse alrededor de la cinta que
quedaba entre el muslo y el talón.
Al final, todo el proceso había sido tremendamente erótico, porque
durante cada nudo y cada amarre, Angel fue tocando su cuerpo con
suavidad, palpando, pellizcando, manteniéndola en vilo ante todo lo que le
hacía.
Carmen no daba crédito a lo que estaba haciendo, ella había esperado
una atadura de tobillos y muñecas a los cuatro costados de la cama, luego
sexo y más sexo hasta correrse; sin embargo descubrió que detrás de la
práctica había todo un arte, comprendió lo que él le quiso decir que se
abandonara a él y confiara.
―Madame ―llamó él al colocarse entre sus piernas. Depositó un beso
en su rodilla derecha, y Carmen pudo ver que se había quitado la ropa. En
las rodillas del chico percibió un par de cosas, entre ellos el plug anal; en
ese momento se estremeció, lo cierto era que nunca había jugado con esa
zona; pero sus pensamientos no llegaron demasiado lejos, un gemido
trémulo escapó de su garganta cuando el frío recorrió su clítoris sin piedad,
contrastando con el calor infernal que manaba de su cuerpo. Angel
desplazaba un cubito de hielo por toda esa zona, sonriéndole con malicia―.
¿Cuál es tu palabra de seguridad?
Aturdida no supo qué contestar, las terminaciones de sus neuronas se
desconectaron de cualquier proceso mental lógico o coherente. Gimió más
profundamente cuando lo que quedaba del hielo bajó por sus pliegues, hasta
caer junto en la entrada de su sexo, Angel sonreía, de una forma tan sensual
y pervertida que no ayudaba a que Carmen recordara lo que se suponía
debía responderle.
―¿Cuál es la palabra de seguridad? ―volvió a la carga ese demonio
con rostro de ángel, definitivamente el nombre o el apodo le sentaba de
maravilla. Esa vez el frío atravesó sus entrañas, derritiéndose dentro del
hervor de su interior. Un dedo juguetón empezó a moverse: dentro y fuera,
dentro y fuera, en un vaivén que la enloquecía.
―Lámpara ―contestó al fin, sin aliento y sin fuerza para decir algo
más.
―Muy bien ―elogió él con suavidad―. Solo déjate ir, siente y déjate
ir… eres mía, solo sumérgete en lo que sientes.
Sintió algo abultado que entraba en su sexo, era algo ancho pero no
demasiado. Angel comenzó a sacarlo y a meterlo, observando con
intensidad sus reacciones. Se inclinó sobre ella y deslizó la punta de su
lengua sobre el pezón más cercano; Carmen se retorció ante la frialdad,
había estado comiendo hielo antes de acercarse allí. Succionó con fuerza y
luego estiró el pezón lo más que pudo, manteniéndolo en el umbral del
placer. Luego pasó al otro e hizo lo mismo, mientras su mano seguía
moviendo el juguete dentro de su sexo.
Así como empezó se detuvo, Carmen entreabrió los ojos para ver que
iba a hacer, alcanzó a atisbar una verga dura y sonrosada que se elevaba
gloriosa sobre ella. Angel se había enderezado, y con una mano elevó lo
más que pudo su cuerpo, mientras que con la otra deslizó entre sus nalgas y
ano expuesto, la punta húmeda de un juguete.
Se tensó de inmediato y estuvo a punto de soltar la palabra de
seguridad, pero se contuvo porque él no lo metió dentro de su recto como
esperaba; por el contrario, solo describía círculos alrededor del anillo de su
ano y empujaba un poquito nada más, para volver de nuevo a hacer
círculos. Sin previo aviso lo metió de nuevo dentro de ella, una, dos, mil
veces ―ya no estaba segura―, y una vez más bajó hasta su culo, para
seguir con el juego.
Empezaba a gustarle, sin percatarse de que cada vez más iba cediendo
su esfínter. Angel iba a jugar su última baza, así que se inclinó sobre su
sexo y empujó el plug. Carmen jadeó con un pequeño dolor, tensándose por
un segundo; sin embargo, en ese momento él capturó el clítoris dentro de su
boca, succionando con fuerza y celeridad. La mujer convirtió el jadeo en
gemidos, estaba tan descontrolada que a pesar de la sujeción empezó a
mover las caderas de manera instintiva cuando apreció que el orgasmo
empezaba a galopar por su abdomen, rumbo a su sexo. Una pequeña
opresión en su trasero la hizo estremecerse, y antes de poder explotar en
una liberación avasalladora, Angel se retiró de su sexo, dejándola sin
aliento y sin liberación.
―Todavía no, madame ―susurró con perversidad. Carmen tragó saliva
y asintió sumisa.
Angel se colocó entre sus piernas sobre ella, con mucho cuidado
acaricio el clítoris brotado e hinchado con su verga. La mujer jadeo, él
podía sentir la temperatura de su cuerpo incrementándose por momentos,
como si fuese un volcán a punto de hacer erupción. Sus manos pasearon por
su abdomen, sus labios mordisquearon con suavidad la piel libre de sus
muslos. Los dedos pellizcaron los pezones, amasaron los pechos y bajaron
por los costados en una caída desesperante y lenta.
La presión en su trasero no era dolorosa pero sí frustrante, Carmen
necesitaba correrse de inmediato, dejarse ir a ese calor que prometía ser el
orgasmo y que iba a derretirle los músculos sobre los huesos; solo que aquel
maldito chico continuaba torturándola, usaba la cinta como instrumento
para acariciarla, haciendo que la seda le erizara la piel. Parecía una
serpiente deslizándose entre las cuerdas para acariciarle los pezones con su
la punta de su polla, que desde esa distancia se veía hinchada y enrojecida;
los azotes con ese pedazo de carne caliente la estaban haciendo perder la
razón, la quería dentro, quería que se la follara con fuerza, sentirlo explotar
dentro de su cuerpo, pero al mismo tiempo cada sensación era tan exquisita
que no deseaba perderse ni una.
Corey regresó entre sus muslos, Carmen lo vio colocando el vibrador de
clítoris sobre ella y soltó una risita cuando ella se removió inquieta. Activó
el juguete sin contemplaciones, subiendo la velocidad paulatinamente a
medida que los gemidos de la mujer se incrementaban. Con mucha pericia
se colocó un preservativo con una sola mano, porque la otra la mantenía
apretada contra el aparatito para que no se saliera de su sitio. La mujer soltó
un jadeo profundo, signo inequívoco de que el orgasmo la había alcanzado,
esa fue su señal.
Retiró el juguete y lo aventó contra la nada a un costado, apoyó ambas
manos al costado del cuerpo de la mujer y le dejó ir su verga hasta el fondo.
Un segundo gemido, este más profundo y desesperado, brotó de la garganta.
Angel sintió el interior apretado, contrayéndose contra su miembro, que
rozaba el plug a medida que la embestía. Sus músculos se marcaron por la
tensión, debía sostener su cuerpo sin aprisionar a la mujer, ella empezó a
gritar que lo hiciera más fuerte, más duro, que no se detuviera.
―Vamos, madame ―susurró con voz ronca―. Córrete una vez más,
para mí ―ordenó autoritario. Y sabiendo que la diferencia de edad era el
mejor afrodisiaco en ese instante, se inclinó un poco más, lo suficiente para
que sus labios se rozaran. Carmen abrió los ojos al sentirlo tan cerca, pero
no le dio tiempo de intuir lo que quería, porque Angel, con su voz más
sensual y estrangulada le dijo: ―Coges mejor que tu hija.
Un segundo orgasmo, más potente que el anterior estalló en su cuerpo.
Gimió escandalosamente, más cuando sintió los espasmos de la verga de
aquel hombre y sus gruñidos sobre sus labios.
Carmen quedó laxa, su cuerpo no dio para más después de la intensidad
del encuentro. Corey sonrió satisfecho, la colcha era la mejor evidencia de
que esa mujer la había pasado bien, debajo de sus nalgas había un charco de
fluidos, que impregnaban el cuarto con el conocido perfume del sexo.
Se levantó de la cama, se sacó el preservativo y confirmó que las dos
horas se habían acabado, de hecho, le estaba obsequiando quince minutos
de más. Se acercó a los extremos de la cama y empezó a desanudar las
cuerdas que sostenían los muslos y después los brazos para que pudiera
bajarlos. Angel se desplazó por su cuerpo verificando que no estuviese
magullada ―más allá de lo normal―. Cuando estuvo liberada, Carmen
entreabrió los ojos y sonrió.
Ese chico parecía un ser celestial y definitivamente la había llevado a
conocer el paraíso.
17 | Al son de una bachata
۞۞۞۞۞۞۞
Oscar no supo qué decir cuando Joe lo llamó el lunes en la mañana,
estaba saliendo de clases de administración cuando el teléfono sonó y se
alejó de su grupo para contestar. Al principio no le creyó, de hecho no lo
hizo después de colgar, ni durante el resto del día. Tan aturdido como estaba
no podía creer que tuviese tan buena suerte.
Las cosas cobraron forma el martes, cuando la señora Julia entró al
restaurante a la hora de la cena y caminó directo hasta la barra ―ya que era
su turno de servir los tragos―, contoneando sus caderas con un gesto tan
sensual que no pudo evitar ponerse duro al recordar que esa mujer había
pagado una suma irrisoria para pasar una noche con él.
―Espero que sepas bailar ―fue todo lo que dijo al inclinarse sobre la
barra de modo sugestivo; él solo asintió, procurando mantener la boca
cerrada y los ojos en el rostro de la mujer, no quería parecer un depravado
al mirarle el prominente escote―. Bien.
Esa misma noche de martes recibió la indicación, se verían en La Jolla,
un club nocturno que se encontraba al este del camino Flamingo. Debía
estar a las once allí.
Joe le prestó su automóvil con la amenaza clara de que si le hacía algo
lo iba a pagar. Oscar hubiese preferido ir en taxi, pero decidió no chistar,
eran veinte mil dólares, manejaría el carro de Joe si era necesario, incluso se
lo lavaría al día siguiente antes de devolvérselo.
El Jolla abrió sus puertas a la hora habitual, Oscar no tenía idea de lo
que Julia quería, no sabía si debía abordarla o esperar que ella diera el
primer paso. El chef no fue muy claro en esto, le advirtió que algunas veces
las clientas no sabían qué querían en realidad sino hasta que estaban en
medio de la situación.
La detectó bastante rápido, destacaba entre la multitud de chicas que
iban entrando al lugar, Julia estaba sentada en la barra, con una minifalda
plateada y unos tacones de infarto; Flag sintió que no iba a ser muy difícil
cumplir su rol esa noche, esa mujer no podía ser más hermosa. Ella le
sonrió al verlo, se puso en pie con un gesto fluido dejándole ver que la falda
era bastante corta, también que la blusa negra que llevaba alcanzaba a
cubrir hasta el ombligo y dejaba un hombro descubierto.
No sabía si era coincidencia o no, pero justo ese viernes era noche
latina. Los acordes de una bachata empezaron a sonar en la pista y a su cita
se le iluminaron los ojos. Le tendió la mano y tras darle un fugaz beso en la
mejilla, la llevó hasta el cetro para comenzar a bailar.
Sus manos se aferraron a la piel de su cintura, la tersura era agradable y
cálida al tacto. Colocó su pierna derecha entre los muslos de ella, la tomó
con firmeza de la cintura; la otra mano la deslizó por el largo de su brazo
para tomar la palma y empezar a bailar.
Julia sonrío, siguieron el compás con mucha facilidad, ella parecía una
serpiente enroscándose alrededor de él, Oscar la recibía haciendo lo mismo.
Sus pelvis se tocaban, sutiles roces que empezaban a inflamar el deseo que
ya sentía; en especial cuando Flag elevó sus brazos sobre la cabeza y la
acarició por todo el torso, los antebrazos y manos, para hacerla girar sobre
sí misma con pericia un par de veces.
La recibió de nuevo, esta vez más cerca, las puntas de sus narices se
rozaban, las respiraciones se entremezclaban sin saber a ciencia cierta si
eran por la danza o por la excitación. Oscar le hizo dar media vuelta,
pegando su pecho contra la espalda de la mujer; Julia perdió la compostura
por un instante, restregándose lascivamente contra la pelvis dura, sintiendo
entre sus nalgas el pedazo de carne que se despertaba ante sus caricias.
Por suerte pasaban desapercibidos, no eran los únicos bailando con una
fuerte carga de sensualidad. La canción se acabó y pasaron a otra, un
reguetón de moda que bailaron con lascivia. De ese género musical pasaron
un par de canciones, a la media noche, tras pasar una hora bailando,
decidieron ir por un trago para hidratarse.
Él pidió una cerveza, tenía permitido tomarse cuatro esa noche y nada
más. ―De preferencia, espaciadas, Flag ―le recomendó el chef. Ella
solicitó un daiquirí de parchita.
Julia sonreía con un gusto que se contagiaba, él tampoco paraba de
sonreírle, y a pesar de que no estaban hablando, no se sentía incómodo.
―Bailas bien ―le elogió ella cuando le quedaba poco de su trago.
―Tú bailas excelente ―halagó Oscar―, tienes unos movimientos muy
sensuales.
Julia lo miró con un brillo pícaro.
―Quiero jugar un juego ―dijo Julia al dejar el vaso vacío sobre la
barra―. Lo cierto es que mi esposo tiene un sobrino como de tu edad ―le
explicó acercándose como un animal al acecho―, eres tan guapo como él, y
este hombre, ha intentado seducirme. ―Sus labios casi se rozaron, Flag
pudo oler el sabor de la fruta de la pasión, dulce y adictivo, acariciando su
boca―. Esta noche, tú me llamarás tía, serás él, así yo cumplo mi fantasía y
no caigo en la tentación con él.
Ella sacó su lengua y lamió con suavidad el labio superior de Flag.
Aunque él pensaba que debía seducirla, lo cierto es que era Julia quien lo
estaba haciendo. Oscar sonrió ante la situación, lo cierto es que si él hubiese
tenido una tía política como ella, probablemente la hubiera rondado hasta
meterse entre sus piernas.
La música volvió a sonar, esta vez un merengue movido. Ella miró la
pista con ganas, Oscar se acercó a su oído y le susurró:
―Ven, tía… vamos a bailar.
Usó su voz más sensual, Julia se estremeció ante aquello, ni siquiera
tendría que cerrar los ojos para imaginarse a Andrés.
Una hora después sonaba una bachata de nuevo, esa vez Flag fue más
allá, sus movimientos fueron más lascivos, más provocadores. Su mano
bajó hasta su nalga, acariciándola con suavidad, rozó el borde de sus pechos
durante una vuelta, Julia sintió sus pezones endurecerse ante el contacto
sutil.
La siguiente canción solo subió la temperatura a niveles peligrosos, en
un momento Oscar la apretó contra su erección, frente a frente, sin un ápice
de separación.
―Bailas muy bien, tía ―susurró con voz ronca.
Julia sintió que el piso dejaba de existir bajo sus pies, había caído por un
abismo y no le importaba si el final era la muerte, siempre y cuando pudiese
besar esa boca. Así que se aferró a ella, degustando la lengua demandante
que invadió su interior, gimiendo ante la mano aventurera que se metía
debajo de su falda para acariciar sus labios externos que estaban inflamados
de excitación.
El juicio fue nublado por las sensaciones y antes de que ella se
percatara, se habían deslizado hasta una esquina oscura y vacía donde
dieron rienda suelta al deseo.
Los dedos de Flag se colaban más adentro cada vez, llenándola con
miles de filamentos de electricidad que erizaban su piel partiendo desde su
entrepierna. Los dientes castigaban sus labios, besándola con tanto ahínco
que empezaba a sentir como es inflamaban. Julia bajó su mano hasta la
pelvis de Oscar, tanteando con desesperación la dureza que se adivinaba
tras la tela, sus dedos temblorosos lograron liberar el cierre, permitiéndole
introducir su mano para descubrir que debajo de aquello solo había piel, una
verga dura y caliente que empezaba a pulsar con necesidad, igual que
palpitaba su interior.
Se moría por sentirla dentro, más cuando la mano libre de él pellizcaba
sus pezones por debajo de la tela. Sentir el jadeo amortiguado dentro de su
boca solo hizo que sus jugos brotaran mucho más, él disfrutaba sus caricias
limitadas por la ropa; incluso podía imaginar el camino que recorrían sus
fluidos bajando por sus muslos.
―Cómo quiero metértelo, tía ―musitó entre beso y beso. Ella gimió
ante la promesa, ante la necesidad.
―Hazlo ―rogó con voz casi desfallecida. No importaba si los
encontraban allí, Julia necesitaba sentirse llena y plena, deseaba tener su
primer orgasmo de muchos en ese lugar.
Flag tampoco pensaba coherentemente, pero alcanzó a ponerse el
preservativo con mucho cuidado de no agarrarlo con los dientes de la
cremallera. No dejó de besarla en el proceso, por suerte tenía una polla
larga que facilitaba la faena en esa situación.
Ni siquiera tuvo que alzarle las piernas, su rabo se deslizó con facilidad
entre los labios, rozando el clítoris inflamado en su camino. Los acordes de
una vieja salsa brava comenzaron a sonar, Oscar se acompasó al ritmo,
alargando el proceso, Julia buscaba restregarse, quería que él lo hiciese con
fuerza, no con esa tortuosa cadencia.
Casi quiso grita, lo besó con furia cuando la música cambió, una nueva
bachata comenzaba a sonar, Flag siguió la melodía, enloqueciéndola con
sus embestidas profundas pero lentas. En un punto, cuando creyó que no
podría soportarlo más, que iba a desnudarlo allí, echarlo sobre una silla y
cabalgarlo hasta que no hubiese un mañana, él pellizco ambos pezones con
sus dedos y la hizo estallar.
El orgasmo fue súbito y demoledor, gimió con fuerza pero Oscar se
tragó cada sonido metiendo su lengua muy adentro de su boca. Él se detuvo
al sentirla, sus espasmos abrazaron su verga enhiesta como si quiera
comérselo. Deseaba correrse con todo su ser, pero ni era el lugar ni el
momento. Joe le hizo hincapié en una cosa: era una experiencia de una
noche completa, dos no era el mínimo; al menos tenía que sacarle unos tres
o cuatro orgasmos a lo largo de la noche.
Se salió de su interior, acomodando su tanga de nuevo en su sitio, con
un gesto disimulado se sacó el preservativo, se guardó su miembro erecto
en el pantalón y metió la evidencia en el bolsillo.
―¿No quieres ir a otro lado, tía? ―le susurró al oído a la par que se lo
mordisqueaba.
Julia no emitió palabra, lo tomó de la mano y salieron del local rumbo al
vehículo de él. Cuando se subieron ella se abalanzó sobre su cuerpo en el
asiento del piloto, no le permitió arrancar hasta que se cansó de besarlo.
Julia se reía como una adolescente, él insistía en llamarla tía porque eso la
excitaba. Quince minutos después tomó asiento a su lado y le dio la
dirección de un motel, durante el camino quiso devolverle el favor recibido
en el club, así que sacó la verga morena y la introdujo profundamente en su
boca.
Oscar dejó escapar un ronco gemido cuando sintió como los labios se
cerraban en su base, iba manejando con cuidado, pensando en cosas no
sexuales para no correrse al fondo de esa garganta. Julia chupaba con
verdadero gusto, como si no se hubiese comido una verga en años.
Ni siquiera tuvieron que pasar por recepción a pedir una habitación,
Julia tenía la llave en su cartera y se dirigieron directo al cuarto. Trasponer
el umbral fue lo necesario, la ropa voló de sus cuerpos.
―Déjate los tacones, tía ―pidió con un ronco susurró mientras ella
masturbaba su pene―. Te vez infernalmente sexy con ellos.
Julia asintió, Oscar estaba actuando su rol a la perfección, quería
sentirse deseaba, casi hasta el borde de lo doloroso.
Flag sacó un segundo preservativo y se lo colocó a una velocidad
vertiginosa, sin darle tiempo a nada la alzó en vilo y con una estocada
directa se introdujo en su vagina. Ella gimió escandalosamente por la
gloriosa intromisión, él la embestía con fuerza, jugueteando con un dedo
alrededor de su ano, a la par que la sostenía por las nalgas.
Tras un rato en esa posición, la llevó a la cama, dejándola caer sobre el
borde de la misma.
―Tía, me estás volviendo loco ―bufó él. Se notaba en sus mandíbulas
que estaba conteniéndose, que esperaba que ella alcanzara el máximo placer
para luego dejarse ir.
Oscar elevó las piernas de Julia hasta que sus rodillas tocaron sus
pechos, las sostuvo juntas con una mano, mientras que con la otra
acariciaba el clítoris y deslizaba su verga entre los labios. Aquello era
morboso para ella, en especial cuando el dedo que se recreaba en su centro
de placer, se deslizaba por las nalgas para acariciar su culo. No hizo ni un
solo intento de entrar, quería estimularla, que sintiera que todo podría pasar.
Flag deslizó una vez más su pene dentro de su sexo apretado, luego aferró
las piernas y las descansó sobre sus pectorales, pasando las pantorrillas
sobre su hombro. Julia empezó a gemir, sus manos se fueron hasta sus
pechos que amasó con suavidad, pellizcándose los pezones de cuando en
cuando.
El chico gruñía, movía sus caderas con verdadera devoción, procurando
contenerse de a ratos. Julia estaba a punto, sus mieles se derramaban por el
borde de sus nalgas, lubricando la polla de Oscar y creando un concierto
acuoso entre los dos.
―Tía, no aguanto más ―confesó con un jadeo. La forma en que lo dijo
y después sentir como se inflamaba y comenzaba a palpitar por su orgasmo,
hizo que ella se dejara ir también.
Gimió cada vez más alto a medida que remontaba las olas de placer,
Oscar no se detuvo, siguió bombeando muy profundo hasta que no pudo
más y se desplomó a su lado sin aliento.
Besó su hombro con dulzura, le sonrió con picardía y cuando Julia
creyó que aquello no podía mejorar, él le susurró a su oído.
―La noche es joven, tía.
18 | El peor intento es el que no se hace
Pasaban las semanas sin más novedades que los sexys pastelitos del Bon
Appétit. Pronto te enteraron que el restaurante empezaría a ofrecer servicios
de eventos para despedidas de solteras; Julia no se cortó en sugerir una
fiesta para el Aquelarre, incluso con motivo de brujas y hechiceras.
―¿Y cuál sería la ocasión? ―preguntó Soledad con una risita
incrédula.
―La que tú quieras, corazón ―respondió ella dejando las pequeñas
pesas en el suelo―. ¿Qué tal? La iniciación del club de las futuras
divorciadas.
Hasta Ana rió ante el comentario, no le había comentado a ninguna con
quién se acostaba, pero desde su primera cita con Tank, se convirtió en
asidua clienta. Siempre se encontraban en lugares discretos, una hora cada
semana. Carmen insinuó en una conversación que se le notaba más
tranquila al respecto y apostó ―como siempre se hacía en Las Vegas―, a
que ella era clienta del servicio. No lo negó ni afirmó, en especial por la
cara de escándalo que puso Soledad.
―Y la inauguración sería una orgía, ¿verdad? ―preguntó con ironía―.
Ya sé, contratamos a los seis, para nosotras cinco.
―¿A quién no estás incluyendo? ―inquirió Priscilla.
―A Soledad, que de todas nosotras es la que tiene el mejor matrimonio
―contestó con un deje de amargura.
La aludida abrió los ojos como platos.
―¿Acaso eso es malo? ―espetó con molestia―. No tengo la culpa de
que sus esposos sean todos unos imbéciles.
―¿Y quién te está culpando? ―la detuvo Julia―. Amiga, no te lo
tomes a mal, pero de todas nosotras eres la única que se aferra a la patraña
del matrimonio feliz.
―Por lo menos hago el intento ―se quejó Sole―. Ya ustedes se dieron
por vencidas. Tú ya eres clienta habitual del entrenador Calvin. ―Julia
suspiró de gusto ante esa afirmación, el sueño de acostarse con Arrow
rindió frutos después de haber probado la miel latina de Flag―. Carmen
como mínimo estuvo con tres, porque también ha repetido, pero al menos
ella es soltera ―enumeró con seguridad―. Priscilla parece decidida a
hacerlo, si no lo ha hecho ya ―la mencionada ni siquiera se inmutó―. Y
sospecho que hasta Ana está con uno de ellos ―soltó con algo de
reprobación―, en vez de hablar con su esposo y resolver los problemas.
―Se levantó de la máquina que estaba usando y se secó el sudor con
ahínco―. Lo que falta es que Lydia quiera contratar a uno de esos hombres
solo por salir de la rutina.
Se alejó del grupo que la miraba con cierta sorpresa ante las acusaciones
soltadas, la única que no parecía inmutada era Ana, pero era apenas lógico,
de todas ella, Soledad y Ana eran más unidas, no le iba a sorprender que
saliera con esos puritanismos.
۞۞۞۞۞۞۞
Días después de esa conversación, Priscilla se decidió a hacer la lucha
para salvar la vida sexual de su matrimonio. Planeó una meticulosa
estrategia para ello, durante una semana estuvo provocando a su esposo,
comenzó el lunes en la noche pidiéndole opinión con respecto a la ropa
interior, le hizo un desfile bastante sexy con los modelitos sensuales que
tenía en las gavetas criando polillas. Cuando Anders le preguntó el motivo
de eso, solo respondió:
―Estoy deshaciéndome de lo que no uso ya, pero quería saber que me
quedaba bien o no, antes de sacarlo.
Rindió sus frutos esa noche, porque antes de irse a la cama su marido le
buscó fiesta, lo cual estuvo bastante divertido aunque el resultado fue el
esperado, porque él ya estaba prendido y ni siquiera se detenía a hacer
juego previo para encenderle a Pris los motores.
El martes probó suerte y se coló en la ducha con su esposo para
empezar la mañana con buen pie. El resultado fue más satisfactorio, alcanzó
un orgasmo casi al mismo tiempo, gracias a que la posición le permitía
estimular su clítoris sin que él se diera cuenta
―Cariño, no sé qué tienes ―le susurró al oído tras su liberación―,
pero me encanta.
Priscilla estuvo contenta ese día, en cierto modo le dio la razón a
Soledad, tenía que intentar rescatarlo todo. Solo que ese miércoles tuvo que
trabajar hasta tarde, el jueves durante la cena de siempre en el Bon Appétit,
le llegó un mensaje de su esposo avisándole que no iba a llegar temprano a
casa.
El viernes decidió enviar a su hija con los padres de él, el fin de semana
completo para ellos solos.
Una cena romántica tardía empezó la jornada de seducción, una tina
caliente, un masaje de cuerpo entero y besos tórridos en la cama. La propia
Priscilla contuvo el momento, esperaba que fuese él quien quedara excitado
y con las ganas para que se dedicara a provocarla y consentirla como ella
estaba haciendo. El sábado en la mañana lo despertó haciéndole una
mamada, los gemidos de Anders sonaban fantásticos, incluso cuando la
tomó de la cabeza y empezó a follarle la boca con ímpetu.
Su esposo le anunció que se corría, para darle tiempo de que se quitara,
ella decidió aplicarse con todas, succionando el glande con fuerza como si
fuese una fruta madura de la cual degustaba el jugo; él no pudo contenerse,
tres estocadas de su pelvis contra la boca y Pris sintió como el sabor fuerte
del semen inundaba su paladar; lo tragó todo, luego se sentó sobre su
abdomen y le sonrió perversa.
―Oh, cariño… ―jadeó su esposo―, eso ha estado de lujo.
Le dio unas nalgaditas para que se levantara de encima de su cuerpo, le
dio un beso en la frente y luego se alejó rumbo al baño.
«¡¡Qué!! ¿Nada? ¿Ni siquiera piensa devolver el favor?»
Las lágrimas pugnaban por salir, aquello era una mierda, pero se
contuvo. No iba a cejar hasta que llevara a cabo todo el plan, en cierto
modo, esa semana era la comprobación del estado de su relación de pareja;
ella no quería ser como Ana, que a ojos de todo mundo pareciera que estaba
bien y eran de lo más felices, pero en el interior, fuesen más aburrido que un
cubo de hielo.
Fueron de paseo, anduvieron cariñosos y enamorados, puso todo su
empeño en aquello, ella de verdad tenía su corazón en toda la estrategia;
claro que había meditado la opción de tener un gigolo para ella un par de
horas al mes, no deseaba que la frustración sexual derrumbara lo que habían
construido, pero era casi inevitable pensar que si su futuro de pareja era el
misionero con cero orgasmos a favor, todo iba terminar de la peor manera.
Cuando llegaron esa noche a la casa le sugirió a Anders servir unos
tragos, luego subió al cuarto y puso un canal para adultos. Los sonidos de
placer inundaron la habitación, Priscilla se quedó embobada viendo es
espectáculo, sin percatarse de que su esposo aparecía por la puerta del
cuarto. Una mujer estaba siendo penetrada por todos lados, tres hombres de
piel oscura casi la tenían como una muñeca de trapo, mientras la mujer se
retorcía de gusto ―o por lo menos eso le pareció―.
―¿Qué estás mirando? ―preguntó él a su oído, tendiéndole el vaso con
bourbon.
―Vine a poner algo de ambiente ―respondió ella con su voz más
sensual―, pero me ha sorprendido esta película.
Ambos empezaron a ver el video, la mujer era puesta en un sinfín de
posiciones, y si su boca no estaba llena por lo menos una de sus manos sí.
Tenía las mejillas arreboladas por el deseo, los muslos y las nalgas
enrojecidos y marcados por las manos que la sostenían.
Se imaginó a sí misma en esa situación, solo que en ella estaban los
meseros del Bon Appétit; incluso fantaseó con el chef, porque ese chico
estaba para comérselo como el pan caliente. Su excitación llegó a niveles
insospechados, antes de percatarse estaba sobre Anders, comiéndose ambos
a besos, desvistiéndose frenéticamente para poder sentirse piel con piel. Esa
noche no le hizo sexo oral, pero por lo menos las poses cambiaron y duró
un poco más, por primera vez en mucho tiempo Priscilla llegó primero,
mientras la sostenía de perrito mirando al televisor, en donde los tres
hombres de color avasallaban a la mujer con sendas corridas que se
resbalaban por su boca, cuello y pechos.
Tuvo un orgasmo intenso que le hizo temblar todo el cuerpo, esas tres
pollas se convirtieron en las de B-Rock, Arrow y Flag.
El domingo la pasaron acaramelados y contentos, Priscilla no se había
sentido tan satisfecha en largo tiempo; pero como nada dura para siempre,
en el instante en que ella dejó de buscarlo, él no hizo el intento de ser
romántico. Después de una semana de luna de miel, a los diez días no
habían tenido sexo de nuevo, y ni una sola vez la buscó para intentarlo.
Y en la cabeza de Priscilla una fantasía se iba formando, era esa que la
inspiraba para masturbarse en las mañanas y la mantenía caliente: Quería
tres para ella, deseaba a Dave, Calvin y Oscar para atiborrarse de vergas,
como una putita cualquiera.
Cuando el ardor pasaba le entraba algo de vergüenza, ¿desde cuándo le
ponía la idea de ser tan sucia?
۞۞۞۞۞۞۞
Lydia estaba subida sobre la bicicleta del gimnasio, se acercaba el
cumpleaños de su marido y no sabía qué hacer para agasajarlo. No estaba a
la vuelta de la esquina, pero si se descuidaba terminarían pasando las seis
semanas que faltaban y no habría hecho nada.
Quería sorprenderlo, cambiar la rutina de los cumpleaños en
restaurantes de hotel o en salones de fiesta donde la familia y los amigos le
gritaran sorpresa cuando él llegara del trabajo. Deseaba que Cole y ella
tuvieran una historia divertida, de aventuras y emociones. Tenían cuarenta
años ―él iba a cumplir 43―. ¿Acaso iban a llegar a los sesenta aburridos y
amargados sin nada que contarles a sus nietos?
Suspiró, en el fondo comprendía a Jules con su predicamento: era joven,
hermosa, llena de vida y de vitalidad; Héctor no era justo con ella y no
había excusa para ignorar a su atractiva esposa por darle atención a unas
veinteañeras, él tenía la vitalidad para seguirle el ritmo a Julia.
En sus elucubraciones se fijó en un hombre, estaba en la sala de frente a
ella, levantando pesas con bastante habilidad. Detrás de él, se encontraba
Rock, usaba una camiseta sin mangas de color azul grisáceo y asistía al otro
para el levantamiento. Lo detalló por un rato, en realidad sí era muy
atractivo y con la barba que usaba le daba un aire más adulto.
Fantaseó con la idea de contratarlo, preguntándose a sí misma si era esa
clase de mujer, no es que tuviese algo en contra de las personas que usaban
esos servicios, pero se suponía que ella estaba casada y no era necesario
hacer eso. Pensó largo rato sobre cómo era el sexo con Cole, era un helado
de vainilla que consumían cada día que pasaba un poco menos.
Nunca se detuvo a meditar al respecto, pero la evidencia estaba allí
ahora que le prestaba atención, su vida plana y sin contratiempos se había
extendido en todas direcciones; ya ni siquiera le causaba gusto o emoción
ser parte de algún comité de la escuela o del club, mucho menos la idea de
los futuros eventos familiares, porque podía estar feliz por los logros de sus
hijos, claro que sí, pero eran los logros de ellos, iban a ser ellos los que
avanzaran en una vida llena de aventura mientras Lydia se quedaba allí, en
su perfecta y aburrida vida, con un perfecto y aburrido esposo.
Pensó y pensó en sus opciones, pensó y re-pensó en sus posibilidades de
hacer algo distinto, excitante y emocionante. Todo eso mientras se deleitaba
detallando la hermosa anatomía del mesero del Bon Appétit.
19 | El primer Esbat oficial del Aquelarre –
preparación
۞۞۞۞۞۞۞
Lydia se había sumado al comité de la fiesta sorpresa con Ana porque
era lo más emocionante que le había pasado en mucho tiempo. El jueves de
la semana siguiente, ambas llegaron mucho antes y pidieron hablar con
Jane, la chef se apareció muy sonriente, aunque en sus ojos no se veía
atisbo de la felicidad de su sonrisa.
―¿En qué las puedo ayudar, señoras? ―preguntó con cordialidad.
―¿Crees que te puedas sentar un minuto? ―inquirió Ana―.
Necesitamos pedirte un servicio grande.
―¿Te refieres de comida o del menú especial? ―indagó la chef con
mucha seriedad, su semblante se demudó en un momento, pero no pareció
enfadada por la solicitud.
―Sí, sobre el nuevo menú ―respondió Lydia con nerviosismo.
―Creo que es mejor que conversen sobre eso con el chef Joe ―explicó
Jane en voz baja―. Él es quien se encarga de eso, seguro podrá resolver
todas sus dudas.
―No tenemos dudas del servicio ―se adelantó Ana―, pero nos
sentiremos más cómodas si hablamos contigo.
La chef se removió en su asiento, asintió tras unos segundos y le hizo
señas a Dave para que se acercara a la mesa.
―Buenas noches, señoras ―saludó con una inclinación cortes de
cabeza―. ¿Sí, chef?
―Dile a Joe que por favor se una a nosotras en el salón de fiestas ―le
pidió con amabilidad. Este asintió y se alejó rumbo a la cocina―. Por favor,
síganme, vayamos a un sitio más privado.
Las guió en dirección al salón de eventos, ella abrió la puerta,
dejándolas pasar delante para que tomaran asiento en alguna de las mesas
que estaban desnudas de manteles y adornos.
―Disculpen la simpleza, pero solo lo arreglamos para los eventos
―explicó la chef sentándose en una de las sillas vacías―. Aquí podemos
hablar con discreción sobre todo y en un entorno seguro.
Mientras soltaba las últimas palabras el imponente chef Joe entraba en
la estancia, les sonrió con su típica galantería y se colocó detrás de Jane,
reposando sobre su hombro una mano protectora.
―Buenas noches, señoras ¿en qué podemos ayudarles? ―preguntó con
su tono más amable.
Lydia comprendió en ese instante porqué se encargaba de eso el chef y
no Jane, se requería de un carisma particular y la habilidad de hacer sentir
cómodas a las mujeres, algo que la chef no lograba del todo.
―Chef, simplemente queremos negociar un evento ―dijo Ana con una
seguridad que deslumbró a Lydia―. Nuestra amiga Priscilla estará de
cumpleaños próximamente y nos gustaría hacerle una sorpresa por la
ocasión.
―¿Y a quién desean contratar? ―preguntó Jane con una sonrisa más
relajada.
―A todos ―respondió la mujer pelinegra―. Nos gustaría contratar a
los seis.
Lydia abrió los ojos como platos, aquella resolución la tomó fuera de
base, no esperaba que fuesen a contratar a todos como si fuese una especie
de fiesta desaforada y sexual.
―Espera, Ana… esto no es… ―La aludida levantó la mano para
detenerla y hacerla callar.
―Queremos uno que baile para ella, pero del resto es solo para
compañía y diversión ―detalló Ana con tanta seguridad que Jane se sintió
un tanto cohibida―. No sé si alguna se vaya a acostar con alguien, por lo
menos Julia sé que sí y yo también ―explicó con naturalidad―. Más no sé
si Pris o Lydia vayan a hacerlo, pero nos gustaría que al menos estén en un
buen ambiente. Oscar prepara tragos ¿cierto? ―Jane y Joe asintieron a la
par―, pues él puede ir como cantinero de la noche. No conocemos a los
chicos nuevos, así que nos gustaría que fuesen aquellos que ya conocemos y
con los que tenemos confianza ―pidió con suavidad―. ¿Es posible hacer
un evento así?
Jane levantó el rostro para ver a su socio, este le apretó el hombro con
suavidad, un gesto de íntima camaradería que no pasó desapercibido para
Ana. Sonrió, esa expresión en la cara de la chef la conocía, era la confusión
y la necesidad mezcladas a partes iguales; esperaba que lo que fuese que
esos se estuviesen cociendo, se diera pronto. Joe miraba a la chef con el
candor de un hombre profundamente enamorado, sintió un poco de envidia
por eso… y pena también, recordó que hubo una época en que ella y su
esposo se miraban del mismo modo. Esperaba que la chef no pasara por lo
mismo que su persona.
―Claro que es posible ―respondió Joe ensanchando su sonrisa―. Solo
es cuestión de saber la fecha y el lugar. Luego le enviaremos el monto del
pago del evento. ¿Desearán algo de catering para la ocasión?
Ana lo pensó por unos instantes, en algún punto entre la cena donde se
les ocurrió la ida de la fiesta sorpresa a ese momento en el que estaban, se
decidió por hacer una celebración llena de locuras y liberación para todas
ellas. No creía que fuese a terminar en algo sexual para todas, pero por lo
menos quería que fuese memorable.
―Un menú afrodisiaco sería lo mejor ―dijo. Luego sonrió con malicia,
iba a organizar un cumpleaños que ninguna de ellas iba a olvidar.
۞۞۞۞۞۞۞
Julia y Carmen hablaron con el padre de Priscilla para que les prestara
el apartamento de la firma para que se reunieran, el problema fue sacudirse
a la madre y suegra de su amiga, pero fue julia la que logró zafarse de las
dos cuando empezó a enumerar todo lo que iban a hacer, aunque no era
cierto. Luego Carmen explicó a Anders que querían una noche de chicas,
con masajes, pintada de uñas y todo lo demás; el esposo no se opuso a nada,
al fin que el cumpleaños de Pris caía un jueves y ellas se iban a reunir el
sábado. Todo estaba listo. Incluso Héctor se mostró complaciente con Julia
ofreciéndose a cuidar a su hija esa noche.
Lo más divertido de todo el proceso fue engañar a su amiga pelirroja
para que no se enterara de nada. Lydia puso el grito en el cielo cuando
supieron el monto que debían pagar para que los chicos del Bon Appétit se
presentaran, todos iban a llegar a las once de la noche al departamento en el
Strip y ellas iban a empezar la velada más temprano, yendo de compras, a la
peluquería y a beber unos tragos; todo para darle tiempo a todos ellos para
que acomodaran el departamento para la ocasión.
Julia se mostraba entusiasmada, aunque en el fondo no era así. Cada día
sentía que su matrimonio iba cuesta abajo, estaba segura que en cualquier
momento Héctor iba a salir con una de las suyas, dejándola sin nada,
incluso sin su hija. Pero si eso llegaba a suceder, ella tenía cómo evitar que
todo pasara a mayores y su esposo se iba a enterar que no era una rubia
estúpida.
Eso sí, el jueves se comportó como un caballero adorable, fue amable,
atento y la trató con un cariño inusitado que había estado ausente desde
hacía un par de años. Anders se lució con un increíble regalo para su
esposa, los niños corretearon por todo el lugar y como una casualidad muy
irónica del destino, la familia de Pris contrató el catering en el Bon Appétit.
―Casi da hasta remordimiento pensar en lo del sábado ―dijo Ana
llevándose la copa a los labios, Carmen sonrió y negó con la cabeza.
Ambas observaron en dirección a Soledad, que se afanaba al lado de su
marido por verse especialmente feliz. Se saludaron con cordialidad y
fingieron bastante bien ante todos. Soledad podía no estar de acuerdo con lo
que pensaban hacer, pero no iba a irse de bocazas, porque de todas ellas, era
la que mejor sabía las vueltas que podía dar la vida y dejarla con una mano
atrás y otra adelante, enfrentándose a la miseria de que todo lo que creías se
iba a la mierda.
El sábado en la tarde todas se encontraron en casa de Priscilla y como si
fueran estudiantes universitarias, alquilaron un convertible de color rojo
para ‘secuestrarla’. Su amiga rió ante la ocurrencia, se subió al auto con su
cartera en la mano y soltó una carcajada cuando Lydia le tendió una copa de
champaña.
―¡Son geniales, chicas! ―exclamó girándose en el asiento del copiloto.
―¿Cómo terminó tu cumpleaños? ―preguntó Julia subiendo y bajando
la ceja con suspicacia. Pris bufó con decepción.
―Se lució con la fiesta y los regalos ―respondió con cierta tristeza―.
Incluso fue romántico en la mañana, pero estaba tan cansando que a duras
penas lo hicimos y apenas acabo, se quedó dormido.
―Ay, amiga ―se lamentó Carmen―. ¿Qué tanto hace en el hotel?
―Demostrando que se merece el puesto que le dieron ―respondió ella
con tristeza―. ¡Pero en fin! Hoy pienso divertirme…
―¡¡Ese es el espíritu!! ―profirió Ana, tomando el desvío hacia el
centro de Las Vegas―. Comenzaremos yendo al spa, luego buscaremos un
sexy vestido para ese cuerpecito y luego nos iremos a un club y buscaremos
que alguien nos compre tragos.
―Como en la universidad ―sonrió Priscilla.
―Mucho mejor ―aseguró la pelinegra sonriendo con malicia―.
Incluso pensamos en un buen postre.
Y a pesar del evidente tono perverso en la voz de Ana, todas
prorrumpieron en carcajadas, incluso Lydia, a pesar de que la carcomían los
nervios.
20 | El primer Esbat oficial del Aquelarre – La
celebración
۞۞۞۞۞۞۞
Ana sentó a Priscilla en medio de la sala para que el espectáculo
empezara; aunque estaban de buen humor, todavía había cierta reserva en
todas ellas, a pesar de que sabían a que iban esa noche, aún quedaba algo de
vergüenza en las brujas.
Nada que no se derribara con el suficiente alcohol.
Se acercó a Lydia que conversaba con Flag, supuso que era porque de
todos ellos era el que le parecía más inofensivo. Pidió otro trago al
cantinero de la noche que le sirvió su coctel con una sonrisa de casanova en
los labios mientras hacía algunos malabares para impresionarlas.
―Al menos te estás divirtiendo ―le susurró Ana a Lydia. Ella asintió
entusiasmada y con un leve rubor en las mejillas.
La música continuaba, ambas mujeres se quedaron viendo el
espectáculo que daba la imponente fisionomía de Rock, a medida que se
despojaba de la ropa.
―¿Harás algo con alguno? ―le preguntó Ana de forma discreta. Lydia
se puso mucho más colorada y negó con la cabeza.
―No creo, querida ―confesó con una risita―, pero lo estoy pasando
tan bien que bien vale la pena verlas haciendo sus locuras. Jamás había
hecho esto, es lo más alocado que he hecho alguna vez.
Ana asintió ante sus palabras, todas ellas habían estado jugando a vivir
la vida de forma correcta aunque fuesen infelices. Se preguntó qué estaría
haciendo Ernest en ese momento, la mañana del viernes había viajado de
vuelta a Florida, pero para ese momento, le importaba cada vez menos.
Pensar en su esposo la hizo sentirse un poco miserable y amargada,
emociones que no eran apropiadas para al lugar ni la situación. Se alejó en
dirección a Nathan y sin decir nada, se sentó a horcajadas sobre sus piernas,
empezó a besarlo con furor, moviendo su pelvis de forma libidinosa para
provocarlo.
Realmente no le tomó mucho, Tank respondió de forma inmediata,
sosteniéndola de la cintura, dejando pequeños chupetones en su cuello y
debajo de su mandíbula. A Ana no le importaba lo que hicieran las demás,
de hecho, esa noche la estaba pasando bien, la estaba disfrutando y no
deseaba arruinarla con sus propias pretensiones sobre lo que estaría
haciendo su esposo y con quien.
Por suerte, ese hombre debajo de ella tenía una cualidad casi
terapéutica, y si no estuviese pagándole, era probable que buscara seducirlo
para tener exactamente lo que tenían. Claro que habría involucrado
sentimientos, algo que en ese momento no tenían; aunque lo que más le
gustaba era la confianza. Ana confiaba en Nathan.
Le preguntó al oído si no quería ir a algún lugar más privado, Ana le
respondió que no importaba, mientras él mantuviera a los demás lejos de
ella, estaba bien. Tank comprendió que esa noche era para desinhibirse y
hacer locuras, algo que podía darle con gusto.
Empezó por estimular sus senos, liberándolos del vestido, amasándolos
con delicadeza mientras sus lenguas se trababan en una lucha sin cuartel.
Tank empezó a sentir cómo crecía su erección, presionando contra el sexo
delicado de Ana que se cubría apenas por una tanga. Tomó entre sus dientes
uno de los pezones, duros como piedras ante la excitación de todo el lugar;
era imposible no ceder ante los impulsos cuando en la sala los embriagaban
los aromas del deseo.
Su dedo índice bajó entre la falda del vestido, colándose dentro del
lugar acuoso que se escondía detrás de sus dulces labios externos. Los
introdujo muy profundo, haciéndola gemir dentro de su boca. Se embebió
en su deseo, en las caderas que se movían de forma escandalosa para que su
dedo llegara más adentro; pero Tank tenía otros planes, así que lo deslizó
hacia arriba, rodeando el hinchado clítoris que clamaba por atención.
Ana gimió, ese maldito hombre sabía cómo prenderla y volverla
gelatina temblorosa entres sus manos, deseaba sentirlo dentro, llenándola y
moviéndose para que la impulsara a la cima; se lo hizo saber, demandante y
sensual, que la penetrara, que la poseyera, que se lo metiera bien adentro y
que no se lo sacara hasta que ella alcanzara el cielo.
Tank también quería lo mismo, así que como pudo, maniobró para
sacarse la verga de entre el pantalón y colocarse un condón. Ana apenas
dejó que terminara, porque desbocada y salvaje se abalanzó sobre la
erección hasta tenerla hasta el fondo.
El vaivén empezó, él la embestía desde abajo y ella iba a su encuentro;
Ana se aferraba a su cuello, sintiendo los dientes de Nathan mordisqueando
con suavidad su piel, gruñendo y jadeando al borde de su oído, alimentando
su excitación, empujándola al orgasmo que surgía desde el centro de su ser,
que parecía que él podía alcanzar con extrema facilidad.
Jadeó cuando sintió que el aire le faltaba, por un instante el mundo dejó
de existir y un intenso orgasmo se desbordó de ella, arrasando incluso con
él. Ana lo apreció por completo, la verga envarándose dentro de su vientre,
hinchándose un poco antes de explotar también, a la par, acompasándose al
ritmo de sus cuerpos para descubrir el placer de un clímax compartido.
Cuando se despegó de su cuerpo para respirar con calma y evitar esa
extraña intimidad que se estaba formando y que no debería existir se
percató de dos cosas: sus otras amigas habían empezado la faena. Julia se
desplomaba en el suelo de forma teatral, jadeando y gimiendo su orgasmo
como si hubiese sido el descubrimiento del significado de la vida, y Carmen
sostenía a Angel contra ella, cruzando sus tobillos sobre las lindas nalgas
del chico, que parecía estar en la gloria.
Sonrió ante el espectáculo de Priscilla, que en ese momento dejaba
escapar un gemido, mezcla de dolor y placer, mientras B-Rock, con todo el
cuidado del mundo, se iba introduciendo en su culo, centímetro a
centímetro.
۞۞۞۞۞۞۞
Durante un rato vio todo sin dar crédito a lo que observaba. Estaba
excitada, cohibida y sorprendida a partes iguales. No sabía si era que sus
amigas eran más jóvenes y desinhibidas, pero a pesar de que no estaba de
acuerdo del todo con eso de ser infieles, definitivamente había una cualidad
de aventura que podía ser interesante.
Cuando la situación escaló a algo más obvio y gráfico, se alejó hacia le
mesa que improvisó la barra de Flag, tomó una botella de bourbon y un
vaso, luego se escabulló a la habitación que parecía que nadie iba a usar.
Se acercó a la puerta del balcón y abrió de par en par para sentir el
fresco de la noche, las luces de Las Vegas se percibían con claridad; a pesar
de ser las dos de la mañana la ciudad parecía hervir de vida.
La puerta se abrió y Lydia se escondió en el balcón, el departamento era
amplio, pero de pocas estancias y lo cierto era que no había hacia dónde
más huir.
Tras unos minutos de no escuchar los sonidos característicos del sexo se
atrevió a asomarse a la habitación, Oscar estaba allí, poniéndose el
pantalón.
―¡Ah, hola! ―la saludó con cortesía.
―Hola ―respondió ella tímida―. ¿Qué haces aquí? ―inquirió con
curiosidad.
―Vine a usar el baño ―señaló la puerta abierta―. No quería cortarle la
inspiración a nadie en la sala ―soltó una risita―. Ahora no sé si quiero
volver, la situación está muy intensa allá afuera.
―Ni que lo digas ―asintió Lydia.
―Por un momento pensé que no iba a terminar así ―confesó él,
colocándose la camisa―, pero bueno, uno nunca sabe ―soltó una carcajada
y se acercó al balcón, situándose al lado de la mujer―. Ni siquiera en la
universidad he visto fiestas tan intensas.
Los dos rieron ante esa afirmación.
―Yo nunca había hecho nada de esto ―le tocó el turno a ella de
sincerarse―. Esto es lo más loco que he hecho en toda mi vida. Se siente
malo y a la vez, divertido.
―¿Por qué es malo? ―preguntó él con curiosidad, en realidad no
esperaba esa apreciación por parte de alguna de las mujeres del
Aquelarre―. Todo es consensuado, nadie obliga a nadie.
Lydia asintió pensativa.
―No digo que se malo como tal, pero se siente así ―explicó―. Tal vez
sea mi crianza, o el hecho de que jamás le he sido infiel a mi esposo ni con
el pensamiento, o que soy una jodida insípida ante todo ―sonrió con
tristeza―. No hago nada fuera de lo común y mi matrimonio y familia es
el epítome de lo común y aburrido.
―No te creo ―le contradijo Flag―. Todos hemos hecho algo loco
alguna vez en la vida.
―Yo no ―le aseguró ella sin dudar―. He estado con el mismo hombre
toda mi vida, siempre hacemos lo mismo, e incluso con mis amigas,
siempre vamos a los mismos sitios a hacer las mismas cosas ―suspiró―.
La verdad es que esto es lo más loco que he hecho, se siente excitante y a la
par como que no debería hacerlo.
―Pero nunca has contratado a alguno de nosotros, ¿verdad? ―preguntó
Oscar. Lydia negó con la cabeza―. Eso es bueno, significa que estás
satisfecha con la vida sexual de tu pareja.
Lydia se encogió de hombros.
―Mi vida sexual es tan aburrida como el resto de mi vida ―sentenció
con algo de tristeza―. Pero es que también yo soy bastante cobarde.
Flag rió ante ese último comentario. Negó con la cabeza sin dar crédito.
―¿Entonces por qué no aprovechas de hacer algo loco esta noche? ―le
increpó con suavidad―. Es el mejor momento, ninguna de ellas va a hablar
jamás y estás en un entorno seguro. Te mereces por lo menos una buena
noche de sexo salvaje y divertido en tu vida.
Lydia se puso roja como un tomate, la forma en que ese chico le hablaba
con tanta seguridad la hacía sentir más patética.
―La verdad es que no podría hacerlo así, en frente de todos ―asumió
tras darse un trago de su vaso casi terminado.
―Pues si quieres te puedo ayudar, aquí entre los dos, encerrados en este
cuarto ―le ofreció con tanta naturalidad que Lydia empezó a sofocarse y
toser.
―¿Hablas en serio? ―preguntó con un hilo de voz. Él asintió.
―Si esta es la única oportunidad de hacer una locura, ¿qué mejor que
tener sexo con un hombre mucho menor que tú en una fiesta sexual
desaforada? ―le guiñó un ojo con picardía.
La mujer sopesó la situación por unos instantes, lo cierto era que tenía
razón, si había una oportunidad para liberarse y hacer algo de lo que
probablemente se iba a arrepentir, era esa; tenía cuarenta años libres de
historias bochornosas o de secretos que llevarse a la tumba. Aquello podía
ser memorable por ser parte de la locura de sus amigas o inolvidable,
entregándose a sí misma a hacer algo que jamás había hecho.
―Creo que tienes razón ―musitó tras unos minutos en silencio.
Oscar asintió comprensivo y se alejó hacia la puerta de la habitación, sin
decir nada, pasó el seguro y volvió hasta el balcón, donde le tendió una
mano galante a la mujer.
Lydia sentía su corazón latir a mil revoluciones por segundo, una parte
de ella gritaba que no era correcto y que no tenía motivos para hacer eso;
otra clamaba que al fin iba a hacer algo fuera de la perfecta línea que era su
vida. Fuera como fuese, ya estaba allí y no iba a echarse hacia atrás.
Las manos de Oscar la despojaron de la ropa, dejándola únicamente con
los zapatos de tacón. Él fue besando cada centímetro de piel de sus piernas,
susurrándole que era hermosa y sexy. No perdió tiempo para meterse entre
sus piernas, Lydia se estremeció cuando la lengua de ese chico ―que era
todo un hombre―, se deslizó a lo largo de su sexo, deteniéndose en su
entrada para penetrarla con su apéndice, y luego subir hasta el clítoris, del
cual se adueñó entre sus dientes, causándole un dolorcito placentero que la
hizo estremecer.
Ella no había disfrutado jamás del sexo oral, lo hacía a su esposo de vez
en cuando, pero él no a ella; era una delicia; sentir cómo la piel se le erizaba
ante cada roce de la lengua, como si miles de diminutos alfileres se le
clavaran en cada poro para descargar electricidad directo a cada célula y
hacerla estremecer. No es que no hubiese tenido un orgasmo antes, porque
sí lo había experimentado, no solo por masturbación sino que su esposo le
había dado varios a lo largo de su matrimonio, pero no podía negarse que su
actividad sexual seguía un guión bien estructurado donde el sexo oral para
ella no estaba incluido.
Las piernas le temblaron cuando el orgasmo explotó en su interior, Flag
en vez de retirarse, recibió las oleadas de sus jugos y los bebió todos;
abarcó con toda su boca su entrada, procurando que nada se escapara de él.
Lydia suspiraba de dicha, con los ojos cerrados, sintiendo como su mente se
fragmentaba y volvía de nuevo a unificarse bajo las sensaciones
desconocidas.
Sintió el peso de un cuerpo sobre el lecho, unas manos poderosas que la
tomaban de la cintura, ella se dejó guiar, siento plastilina entre sus dedos.
Flag la puso a gatas sobre el colchón, se posicionó detrás de su cuerpo y de
un solo envión se alojó en su interior.
Lydia jamás había oído esos sonidos lascivos salir de su boca, Cole
tenía una polla más que respetable pero nunca la había usado del modo en
que ese hombre lo hacía. Sus pieles sonaban al chocar, cada gruñido de Flag
era acompañado por los gemidos sensuales de ella. Lydia sentía que ese
chico la iba a partir en dos o en cuatro y con que gusto, nunca había sentido
nada tan grande que a la vez la hiciera disfrutar. Las embestidas subían de
intensidad, y con ellas también crecía el placer en su interior, uno diferente
al anterior, este se construía lento y constante, no iba a asaltarla por sorpresa
como el otro.
Oscar enredó su mano en el cabello de la mujer, tenía una linda cintura
y en esa pose se veía hermosa. Tensó su cuello y su espalda, ella siseó de
gusto por aquel gesto rudo, lo que lo impulsó a embestirla con más ahínco.
Podía sentir el peso en sus testículos, los escalofríos que subían por sus
muslos para concentrarse en su vientre y explotar en su verga dentro de
aquella vagina estrecha que lo recibía voraz.
Su otra mano bajó por la ingle femenina, él sabía que su orgasmo estaba
próximo y quería que ella sintiera de nuevo el inminente placer del buen
sexo. Su clímax anterior había sido glorioso, una entrega sin medidas que él
supo valorar y paladear. Así que sin contemplaciones la hizo enderezarse,
mientras que su mano libre la toqueteaba de forma lasciva entre las piernas,
castigando inmisericorde aquel botoncito hinchado y rosado que sobresalía
de entre los labios hinchados.
Lydia sentía su cuerpo a punto de cortocircuitar de tantas sensaciones.
El dolor de su cuero cabelludo no era desagradable, maximizaba el roce
placentero de su sexo aunque no entendía cómo. Aquellos dedos mágicos
parecían tocar una melodía desconocida, como si ella fuese una guitarra y
los acordes escaparan de su boca, gemidos y jadeos, gruñidos masculinos
que reverberaban cerca de su oído y la hacían estremecer.
El orgasmo fue como un volcán haciendo erupción, incluso sintió el
instante en que la verga que la atravesaba se inflamaba y se desbordaba,
juntos corrieron hasta el borde y saltaron a la lava, se derritieron en un
segundo y al siguiente se recompusieron en medio de los ecos de sus
sonidos de placer. Lydia cayó en la cama satisfecha, temblorosa, ida.
Sabía que cuando todos sus pensamientos dispersos volvieran a la
normalidad se iba a sentir muy culpable, pero por ese instante, por esa
fracción de tiempo indeterminado, se sintió plena.
Nunca había imaginado que el sexo pudiese ser tan liberador y
divertido.
۞۞۞۞۞۞۞
Priscilla sintió un ardor desgarrador cuando B-Rock se deslizó por su
recto, a pesar de ir con cuidado y paciencia, ella deseaba sentirlo todo de
una sola vez, así que sin esperarlo, movió su cadera y se clavó a sí misma
aquella vara oscura y pecaminosa.
Los dos hombres abrieron los ojos sorprendidos, Arrow le preguntó si
estaba bien, ella asintió en silencio, disfrutando de un aspecto algo
masoquista que no había contemplado. Comenzó a mover su cuerpo solo un
poco, el hombre debajo de ella gimió porque con su entrada trasera llena y
todo se volvía más estrecho. Sin darse cuenta sus embates se hicieron más
rápidos, a medida que el placer la recorría como lenguas de fuego que
quemaban cualquier pensamiento racional; las escenas de la película porno
quedaron atrás, abrasadas por lo que estaba experimentando en carne
propia.
B-Rock entraba y salía a buen ritmo, penetrándola con firmeza,
sosteniéndola de las amplias nalgas para poder rozarse con libertad. Arrow
iba a destiempo, allí cuando el hombre oscuro se alejaba, él venía de
regreso. El vaivén la estaba enloqueciendo de placer, y Priscilla no iba a
negarlo.
Escuchó los gemidos de Julia, abrió los ojos en el preciso momento en
que su cuerpo perdió el control y la fuerza y se dejó caer al suelo, jadeando
y con una sonrisa en los labios. Keith la observaba con una risita en su
semblante, también con su polla dura enfundada en un preservativo
envuelto en los fluidos de su amiga.
Le siseó para que la mirara, Rock lo hizo de inmediato y entendiendo lo
que ella quería, se acercó hasta ellos tres, sacándose el preservativo en el
camino. Pris se relamió de gusto, sin contemplaciones la engulló con
glotonería, sintiendo cómo estaba entraba y salía de su boca, alojándose
hasta el fondo.
Era una mujer sucia, perversa y feliz. Nunca se había imaginado capaza
de ser tan golosa, pero definitivamente esa experiencia era una que podría
repetir.
Su cuerpo era sostenido por tres pares de manos, había dejado de notar
quién pellizcaba sus pechos, o quien chupaba sus pezones, o que mano le
daba nalgadas. Priscilla era en sí misma un órgano sexual, sensible a
cualquier estímulo y dispuesta entregarse a esos placeres. Imaginarse en un
futuro no muy lejano haciendo lo mismo le generó un cosquilleo peculiar,
uno que anunciaba que el orgasmo estaba cerca, que no faltaba casi nada,
que pronto encontraría ese punto en medio de la inmensidad y que solo
alcanzaba cuando el clímax la impulsaba; verse envuelta entre los brazos de
esos tres hombres atractivos, sabiendo que estaba siendo penetrada por
todos sus agujeros, pudo más que ella y explotó.
Sus músculos internos se contrajeron en un solo espasmo violento,
Arrow jadeó perdiendo el control buscando alcanzar la liberación ansiada
que tenía reteniendo desde hacía unos minutos. Los gemidos guturales de la
mujer reverberaron en el tronco y glande de Keith, que después de Julia no
le faltaba mucho para alcanzar el orgasmo. Quiso alejarse de ella para no
llenarle la boca de su simiente, pero Pris lo apretó de las nalgas con una
mano y se bebió todo lo que él tuvo para darle. Para B-Rock, el espectáculo
fue más que suficiente, su pene se hinchó un segundo y al siguiente expulsó
todo, bufó de desesperación, porque aquella sensación tan apretada y
placentera no la había sentido antes.
Priscilla se desplomó sobre el sofá, ensartada aún por los dos hombres
que comenzaron la faena con ella, buscaba desesperada recuperar el aliento.
En ese instante se dio cuenta que nada iba a superar esa fiesta de
cumpleaños y que podía volverse adicta a esas emociones extremas.
Definitivamente iba a repetir con esos hombres, ¡joder! Si aún le daban
chance, estaba dispuesta a recibir a los otros tres.
Sin embargo, sin darse cuenta, el cansancio se apoderó de ella, como
una manta cálida y deliciosa que la cobijó con suavidad, cuando despertó
estaba en la cama de la habitación, afuera olía a café y la mañana se colaba
por las cortinas del cuarto.
Suspiró, aunque no supo en que instante había acabado su noche de
chicas, algo era seguro:
Había tenido la mejor fiesta de cumpleaños de su vida.
21 | En guerra avisada…
۞۞۞۞۞۞۞
Héctor entró en su casa hecho una furia, encontró a Julia en la sala,
sentada en el suelo jugando con Clara a las muñecas.
―Clara, hija ―llamó con voz atronadora―, ve a tu habitación, ahora.
―Pero, ¿por qué, papá? ―preguntó la chiquilla mirándolo asustada, no
había hecho nada malo para que su padre la tratara de ese modo.
―¡¡Vete ya!! ―le gritó―. Debo hablar con tu madre.
Clara se puso de pie como si un resorte se hubiese activado. Corrió
rumbo a su habitación, sosteniendo la muñeca que tenía en las manos
mientras jugaba. Julia escuchó el sollozo de su hija, así que antes de que el
hombre que tenía frente a ella dijera algo, se paró de un salto y lo empujó
con fuerza.
―¡Pero qué te pasa! ―le increpó furiosa―. La niña no hizo nada, ¿por
qué carajos la tratas así?
―La niña no hizo nada ―le dijo él tomándola por el brazo,
empujándola contra el sillón de la sala―. Pero tú sí, zorra de mierda.
Sacó las fotos de su chaqueta y se las tiró. Julia frunció el ceño y
recogió una de las tomas donde aparecía ella, sosteniéndose de la pared y
justo detrás, estaba Rock, completamente desnudo, embistiéndola.
De forma apresurada recogió el resto de las fotos, suspiró de alivio
cuando vio que todas las fotos correspondían a ella y no estaban ninguna de
sus amigas.
―Te voy a hundir, perra ―la amenazó con voz cargada de odio―. Yo
no comparto lo que es mío, eres mi mujer, y ahora te vas a quedar sin nada,
ni siquiera vas a ver a tu hija por puta.
Julia lo vio, el rostro enrojecido y la vena palpitante en el cuello; fue
entonces que se percató de la línea enrojecida que tenía del lado derecho, y
las manchas de sangre en el doblez de su camisa blanca.
―¿Qué te pasó en el cuello? ―preguntó con calma, poniéndose de pie.
Héctor frunció el ceño, confundido por la aparente calma que su futura ex
mujer estaba demostrando.
―La zorra de la chef donde trabaja tu amante me atacó ―gruñó con
desagrado―, cuando le estaba dando una lección al imbécil de tu amante.
Julia soltó una carcajada a medida que se alejaba hasta la mesilla donde
estaba su celular.
―¿De qué te ríes, puta? ―inquirió amenazador, Héctor andaba de un
lado a otro, no esperaba esa reacción por parte de Julia.
―Pues de ti ―respondió ella con tranquilidad―. Ese hombre no es mi
amante, de hecho no tengo un amante, idiota ―explicó mientras rebuscaba
en su celular―. Ese fue un rollo de un momento, un tipo al que usé esa
noche porque andaba con ganas. ―Se encogió de hombros―. Al fin que tú
ni me tocas y yo me caliento ¿sabes? ―lo acusó con voz airada―. Pero si
quieres acabar nuestro matrimonio, bien por ti, solo que no me vas a joder
ni un poquito ―le explicó con malicia tendiéndole el teléfono celular con
una foto abierta en la pantalla. En ella se veía a Héctor con dos mujeres
entrando a una habitación de hotel―. Verás, querido ―continuó Julia,
tomando dirección a la esquina de la sala donde se encontraba una mesa,
sobre ella descansaba una bandeja con vasos y una botella de vidrio
repujado, con un líquido ambarino en él. Se sirvió en un vaso, le dio un
trago al whiskey y lo encaró con sobrada confianza―. No soy una rubia
tonta… no, corazón, yo también tengo pruebas de tu infidelidad y una
abogada de divorcios comprobada… si revisas el resto de las fotos, verás
que tienen fecha de hace dos meses, así que según el prenupcial que firmé,
me toca la mitad de todo lo tuyo…
Julia miraba la expresión atónita de su marido con expresión triunfal.
Héctor iba pasando las fotos una a una, encontrándose con pruebas de las
infidelidades reiteradas que él había perpetrado.
―Yo solo busqué por fuera lo que no me daban en casa ―escupió ella
destilando veneno―. Cuando quieras nos vemos en la corte, querido.
22 | Nada es lo que parece
۞۞۞۞۞۞۞
Ana no daba crédito a lo que estaba escuchando. Ernest se tenía que
marchar por quince días a Florida.
―Sé que es repentino, cariño ―le dijo, mientras acomodaba una pila de
camisas planchadas dentro de la maleta―. Pero al parecer hay severos
problemas en el hotel de Orlando.
Ella intentó asentir, pero no pudo ni moverse. La puerta de la habitación
sonó con un toque suave y Ana se puso de pie de inmediato. Del otro lado,
la señora del servicio esperaba para anunciarle que el profesor de música, el
señor Hudson, estaba en la sala.
Asintió de nuevo y salió de la habitación dejando que Ernest hiciera su
maleta. Sentado en un sofá doble se encontraba Dave con su guitarra,
punteando un par de acordes mientras uno de sus hijos miraba embobado
cómo lo hacía. Carraspeó para hacerse notar.
―Ya viene mi hija ―anunció.
Justo en ese momento bajaban por las escaleras Ernest y la niña. El
hombre se despidió de todos, le dio un beso fugaz a Ana y le avisó que
primero iba a la oficina antes de irse al aeropuerto.
―Te pasaré un mensaje cuando esté subiéndome al avión ―le dijo
antes de irse. Ella solo asintió.
Llamó la atención de su hijo para que dejara a su hermana con su clase
privada. Era un sábado soleado y fresco, le preguntó al chico si le gustaba la
idea de ir a ver la práctica de su gemelo pero este negó.
La hora de clase se fue volando, e incluso antes de que llegara a su fin,
los padres de Ernest pasaron por los niños para luego buscar al otro en su
práctica de soccer e ir a pasar el día con ellos. Cinco minutos después, justo
cuando Dave iba recogiendo su guitarra, la mujer del servicio pasó a
despedirse hasta el día lunes.
Ana cayó en cuenta que se estaba quedando sola, en ese instante, en
medio del vestíbulo de su casa, se percató de lo dolida que se sentía con la
vida y que no era justo quedarse allí, enfrentándose a todo lo que había ido
evadiendo en ese momento.
Un carraspeo la hizo volver a la realidad, ella se giró a ver al profesor y
casi percibió esa misma energía deprimida y turbia que sentía en sí misma.
Le sonrió.
―Mi bolso está en la cocina ―le explicó―, ¿te gustaría tomarte un
café? ¿Tal vez una limonada? Creo que tenemos té helado también.
Se encaminó hacia el lugar, en medio de una habitación impoluta de
gabinetes blancos, se encontraba una isla de mármol negro donde estaba su
cartera. Ana abrió la nevera y sacó dos jarras, una tenía un líquido oscuro y
el otro de un verde claro, las batió frente a él, Dave sonrió y señaló la de la
limonada.
Sirvió dos vasos con hielo y depositó ambos en la isla, frente a las sillas.
Tomaron asiento uno al lado del otro. Ana consideró que era un tanto
peculiar no sentirse incómoda a su lado, tomando en cuenta a lo que se
dedicaba, pero tras tantos meses dándole clases a su hija y también siendo
profesor de música en la escuela, no le disgustaba que se dedicar a ser
acompañante sexual; en cierta medida, era una garantía de que él era
doscientas veces más discreto, algo que todas agradecían.
El silencio se instaló entre ambos, degustando el dulce líquido con
fruición. Ana se estiró para tomar su bolso y sacó su billetera. Una idea
empezó a formarse en su mente, al fin y al cabo que era muy probable que
sus hijos se quedaran con sus abuelos, ella merecía divertirse. Ernest se
marchaba con una excusa barata de trabajo, no había nadie más en la casa y
le generaba un placer perverso profanar la cama que compartía con su
marido.
―¿Qué vas a hacer ahora? ―preguntó Ana con voz sugerente.
Dave la observó por un instante, lo cierto era que tenía otras dos clases
privadas que dar, una de ellas a unas cuadras de esa casa y tenía que
presentarse en media hora.
―Puedo pagarte por toda la tarde ―dijo ella antes de que él abriera la
boca. B-Rock lo meditó por unos minutos, recibir unos dos mil extras en
ese momento serviría para pagar el depósito de algún departamento. No
podía continuar durmiendo en el sofá de Arrow y su última entrada de
dinero se había ido pagando la colegiatura de Queen y el alquiler del
departamento que solían compartir.
―Lamento decir que debo declinar ―expresó al fin. Necesitaba el
dinero, pero no quería dejar de trabajar con la música, no deseaba depender
del dinero que el sexo le dejaba, porque estaba dispuesto a dejarlo en el
momento en que ya no lo necesitara más―. He quedado con otros dos
clientes para clases de música.
―¿Y después de ello? ―insistió Ana, colocó su mano sobre el brazo de
él y lo acarició sugerente―. Ya estás aquí, bastante cerca, y no tendremos
que ir a ningún lado, porque dispongo de la casa para mí sola.
―Tentador, señora Scott ―respondió él de inmediato―. Pero no me
parece… adecuado.
―¡¡Ana!! ―bramó Ernest desde la entrada de la cocina.
Ambos respingaron ante la intromisión, el hombre no había hecho
ningún ruido al llegar, aunque era poco probable escuchar la puerta de
entrada desde la cocina.
Dave se puso en pie y se alejó hasta la pared, para no interponerse entre
la pareja. La situación era por demás incómoda, y aunque no sabía hasta
qué punto el señor Scott había escuchado, por lo menos no tenía de dónde
asirse para acusarlo de algo.
―Ana, ¿qué se supone que significa esto? ―inquirió el hombre. Dejó la
maleta en el suelo y se aproximó a ella con violencia. Dave se interpuso por
inercia, no iba a permitirle que le hiciera daño.
―Señor Scott ―llamó su atención.
―¡Quítate de mi camino! ―rugió furioso.
―Señor Scott, cálmese ―le reprendió con voz suave―. No haga nada
de lo que se pueda arrepentir.
Ernest lo miró confundido y como si cayese en cuenta de lo que estuvo
por hacer, asintió, se relajó y dio un par de pasos hacia atrás.
Empezó a caminar de un lado al otro, pasándose la mano por la
cabellera clara, farfullando y suspirando. Ana estaba pasmada, no esperaba
que aquello sucediera y la sorpresa aún no había pasado para ella.
―¿Ana? ―la llamó Ernest más calmado, aunque en su expresión había
desaprobación―. Ana, ¿en serio le estabas ofreciendo dinero al profesor
Hudson para que se acostara contigo? ¿Qué te está pasando, Ana? ¡Qué
sucede contigo, por el amor de Dios!
El aparente asombro se esfumó de su rostro, Ana pasó de tener la tez
pálida a encenderse de un rojo rabioso.
―¡¡¡Me sucedes tú!!! ―le gritó con todas sus fuerzas―. Eres un
maldito hipócrita Ernest Scott… ¿Acaso crees que no sé que te vas a
Florida a revolcarte con tu jodida amante?
Dave abrió los ojos y apretó los labios, quiso echarse a reír ante la
situación, ¿podía ser más irónica la vida? Antes de que todo se fuese a
mayores, carraspeó para llamar su atención. Solo Ana fue la que lo miró,
porque el hombre estaba quieto, como un animal sorprendido por los focos
de un auto.
―Me retiro, señora Scott ―informó. El dinero podía esperar―. Espero
que puedan… ―se aclaró la garganta―, solucionar esto.
B-Rock se alejó en silencio, cabizbajo. Tomó el estuche de su guitarra y
su maletín, salió de la casa pensando en que no importaba si tenías o no
dinero; en cosas del amor, se sufría por igual.
En la cocina Ana enfrentó a su esposo, que no salía del estupor inicial.
―¿Desde cuándo tienes ese romance? ―preguntó ella con voz débil.
Había llegado el momento de hablar del elefante en la habitación, uno
que su esposo intuyó desde hacía unos meses y que no esperaba que se
destapara de ese modo.
Ana estuvo evadiendo el tema, hasta el punto en que no estaba segura si
debía hablarlo o no. El acuerdo con Nathan le ayudaba a manejar mejor sus
emociones al respecto, pero no se negaba a sí misma que en los momentos
de debilidad sopesaba la opción de divorciarse.
―No es lo que parece, Ana ―soltó Ernest en voz baja. Apoyaba una de
sus manos sobre la isla, mientras que con la otra se tomaba la frente.
―¡No me jodas, Ernest! ―exclamó ella con una risita algo histérica―.
Si vas a justificarte por lo menos no insultes mi inteligencia diciéndome que
todas las fotos que vi no son lo que parece.
―¿Qué fotos? ―preguntó él, con algo de confusión.
―Las fotos que la estúpida esa subió en redes sociales ―le recriminó
con la voz quebrada―. Las que sube cada vez que viajas a Florida. La
forma en que la miras, la manera en que coloca las manos sobre ti…
―ahogó un sollozo―. ¡Jódete! ¡JÓDETE!
Ana se puso en pie y con paso firme pasó por su lado. Ernest intentó
detenerla pero ella se zafó de su agarre. Subió las escaleras rumbo a su
habitación, azotó la puerta del mismo cuando entró. Casi de inmediato abrió
Ernest, la llamaba y le pedía que lo escuchara.
―¡Ana! No tengo un romance con ella ―farfullo apresurado. Ana iba
de un lado a otro, negando con la cabeza.
―¡¡No me mientas!! ―le gritó― ¡¡Estoy cansada de las mentiras,
Ernest!! Yo te amaba, confiaba en ti… esto está acabando conmigo.
―Ana, escúchame ―le rogó su esposo.
―¡¡NOOOO!! ―estalló ella―. Pensé que me iba a morir, que había
fallado, que no era suficiente para ti… ¡¡Tú!! ¡¡Túúú!! Eres un maldito
imbécil que acabó con nuestra relación.
―¡Ana! Cariño, escúchame ―pidió él―, por favor…
―¿Qué me puedes decir que pueda cambiar el hecho de que tienes un
romance con esa mujer? ―lo retó.
Ernest se dejó caer al suelo, derrotado. Suspiró pesadamente.
―Ella no es mi… ―empezó con voz desfallecida―. Ella no es mi
amante… Ana, ella es mi FemDom… yo… yo soy sumiso.
―¿Qué? ―preguntó Ana sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
―Sí, Ana… ella no es mi pareja, no tengo una relación romántica con
ella… soy un sumiso y ella es mi Dominante.
23 | Dos confesiones y una nueva perspectiva
Carmen entró al Bon Appétit una media hora antes de la hora acordada.
Se sentó en la barra donde un simpático Flag la recibió con un guiño y una
sonrisa.
―¿Qué le sirvo, madame? ―preguntó con cortesía.
―Un Cuba Libre, por favor ―pidió de inmediato. Necesitaba algo
fuerte y dulce, algo que la relajara.
Después de casi tres semanas de la fiesta de Priscilla, habían acordado
reunirse en el restaurante. La vida les había cambiado a sus amigas en un
abrir y cerrar de ojos. Sonrió al recordar lo sucedido dos o días atrás,
cuando en una reunión de maestros y representantes, escuchó a dos mujeres
que decían ser cercanas a ellas, hablando del divorcio de Julia y
especulando sobre la situación de Ana.
―Parece que Julia sacó las garras y le está quitando la mitad de todo al
pobre Héctor ―susurró una pelirroja teñida, tapando su boca para
disimular; sin percatarse que ella estaba detrás de ellas en la fila anterior.
―Dicen que Priscilla es su abogada, y que estaba presente la noche en
que le tomaron las fotos con el tipo con el que se revolcaba ―dijo la otra
con aire entendido―. Mi esposo dice que si Julia gana, es porque se habrá
acostado con el juez.
―¡Qué horror! ―exclamó la otra fingiendo escandalizarse―. ¿Qué
clase de moral le enseñará a su niña?
―Una mucho mejor que la del señor Rodríguez ―bufó Soledad, que en
ese momento se sentó al lado de Carmen, echando chispas por los ojos―.
¿Por qué es mejor él cuando andaba con dos mujeres diferente cada
semana? Las tangas que encontró su hija no eran de un desnudista y no
estaban en el auto de la madre… ¡¡Chismosas de mierda!! ―terminó
gritando.
Carmen solo abrió los ojos con sorpresa y pronunció su sonrisa de
forma maliciosa. Todos se volvieron en dirección a ellas cuando Soledad las
acusó, así que ella, que no tenía nada que perder, se puso de pie, sabiendo
que todas las miradas reposaban sobre ambas y con una dignidad propia de
una reina las miró con desprecio.
―El matrimonio de nuestra amiga ni siquiera se acaba y ustedes ya
están planeando como buitres alrededor de las sobras ―escupió, haciéndole
una seña a Soledad para que se pusiera de pie―. ¡Por favor, Amy! Hazte un
favor y ten dignidad, al menos espera un par de meses DESPUÉS DE QUE
SALGA LA SENTENCIA de divorcio para que busques un nuevo
amante… aunque te digo, a Héctor le gustan de veinte, deberás quitarte al
menos treinta años de encima, ¡zorra!
Salieron las dos caminando con la barbilla en alto, el arrebato de
Carmen no le dio tiempo a ninguna de las dos mujeres a reaccionar, y lo
ventajoso fue que estando en la escuela, no se iban a prestar para armar
ningún escándalo.
El trago fue puesto frente a ella, Carmen sonrió y lo llevó a sus labios,
paladeando el amargo de angostura. Sentía algo de pena por Rock, que sin
merecérselo se llevó la peor parte. Julia se había ofrecido a compensarle de
algún modo, pero todos los del servicio se negaron, lo último que supo fue
que Jane les había anunciado que Keith iba a estar fuera de servicio por un,
par de días. No es que a Jules le importara mucho, porque su hombre
habitual era Arrow, solo que la chef se negó de plano a que alguno recibiera
peticiones de ella, no hasta que se resolviera la situación con su esposo.
―No pondré a mis empleados en riesgo ―explicó tajante Jane―. No
puedo ir por la vida usando mis cuchillos de cocina para amenazar a
maridos celosos.
Aunque su amiga rubia no pareció contenta con aquella aseveración, fue
Priscilla la que la tranquilizó diciéndole que debía ponerse en el lugar de
Jane. La chef no solo estaba protegiendo la integridad de sus empleados,
sino la reputación de su restaurante y la seguridad de un negocio que no era
del todo legal en Nevada.
En apariencia, las palabras de su amiga abogada calmó los ánimos de
Julia, pero fue el chef Joe quien terminó de limar asperezas, asegurándole
que lo ideal era esperar al menos a que su litigio acabara; no solo porque no
quería poner en peligro a sus amigos, sino que tenía que tomar en cuenta
que en ese momento todos los ojos estaban puestos en ella y en si iba a ser
capaz de cuidar a su hija.
Cuando Carmen se enteró de todo se rio en su cabeza porque la cordura
y la lógica imperaron del lado de los que iban a perder dinero en su
negocio; pero no dijo nada, volvían a ser como antes, y por primera vez en
varias semanas, se reunirían primero.
Lo bueno de todo eso, es que ella no se veía afectada y ya estaba
pensando contratar de nuevo al dulce Angel para una nueva sesión de
bondage.
Era un tanto irónico pensar en todo eso, pero al menos parecía que
después de tantas emociones desbordadas, desencuentros y reencuentros,
volvían las aguas a su cauce.
La siguiente en entrar fue Ana, iba vestida con un pantalón de mezclilla,
botas de cuero y una camisa de seda de color crema con unos adornos
bordados a mano al borde del cuello. Se veía fantástica, con su largo cabello
negro suelto y rebelde, enmarcando su cara. Después de la hecatombe de
Ernest y cómo todo se desencadenó, su amiga había resurgido de las cenizas
de un modo formidable. Su ex marido estaba viviendo en una suite del hotel
donde era socio, y las cosas continuaban más o menos igual con respecto a
la rutina con sus hijos.
Se sentó a su lado tras saludarla, Flag se acercó hasta ellas esperando la
orden de la pelinegra. Pidió una copa de vino blanco, que a los pocos
minutos estuvo frente a su mano.
―¿Todo bien? ―preguntó Carmen. Ana dio un cabeceo que daba a
entender que todo estaba más o menos.
―Ernest quiere que vayamos a terapia de parejas ―respondió ella en
voz baja―. Pero no estoy segura de querer continuar con él.
―A veces no hay forma de volver a confiar ―concedió Carmen―. No
te preocupes, bruja… todo saldrá bien.
―No sé qué pensar de él ―confesó Ana―, no sé si lo que hizo me
hace creer que es menos o hombre o no. Quiero decir, he estado leyendo
sobre el tema, mas no me queda claro, hay demasiadas cosas.
―No les des vueltas, Ana ―le reprendió con cariño―. Para entenderlo
deberás preguntarle directamente, y si no estás preparado para saberlo todo,
entonces no sigas.
Ana asintió con cierto alivio. En ese instante se acercó Dave y les
anunció que su mesa ya estaba libre y podían sentarse en ella.
Cinco minutos después entraban las demás, se sentaron a la mesa
parloteando de todo y de nada. Julia se reía de lo que Soledad estaba
contando, Carmen se percató de que hablaba sobre lo sucedido en la
escuela. Sonrió con cariño, la mujer latina se había redimido con todas al
reaccionar de ese modo y defender a Julia de las arpías de la escuela.
Lydia era la que se veía más radiante, si no supiera que después de su
último embarazo se había esterilizado habría pensado que estaba en la dulce
espera.
Tras la tercera ronda de bebidas, su amiga decidió confesar la verdad.
―Cole y yo… bueno… hemos decidido probar nuevas cosas ―explicó
con las mejillas enrojecidas.
―¿Nuevas cosas? ―inquirió Soledad con curiosidad―. ¿Qué cosas?
―Bueno… ―Lydia soltó una risita―. Resulta que a Cole le gusta, ya
saben, mirar…
―¡¡Oh, por Dios!! ―chilló Julia con una risita―. Eso es tan
perverso…
―Es vouyerista ―intervino Carmen con algo de sorpresa―, es
interesante.
―Es decir que quiere verte teniendo sexo con otro, ¿verdad?
―preguntó Ana con curiosidad.
―Sí, algo así ―respondió Lydia―, solo que… él quiere participar
después, ya sabes, de mirar cómo me lo hacen.
―Vaya… ―suspiró Priscilla― ¡Eso sí es caliente! ―Todas rieron ante
el comentario.
―Aunque él no es solo vouyerista ―dijo Lydia―. A Cole le excita la
idea de que otros me vean, ya saben… desnuda o en poses… sexuales…
―terminó con un hilo de voz.
―Pensé que era lo mismo ―intervino Soledad.
―Pues no ―aseguró Lydia―. Lo que a Cole le gusta se llama
candaulismo.
―Wwwooowwww ―siseó Julia con una sonrisita perversa―. ¿Y a ti te
gusta eso?
Todas miraron con intensidad a Lydia, esperando que respondiera, ella
se puso roja por toda la atención que estaba recibiendo.
―Es algo diferente ―respondió―, aunque no me desagrada del todo…
cuando le conté lo que pasó con el cantinero. ―Todas voltearon
instintivamente en dirección a la barra y cuando Oscar se percató les sonrió
con picardía―. Tuvimos el mejor sexo de toda nuestra vida matrimonial.
Ninguna dijo nada por un rato, sopesando lo que Lydia acaba de
contarles.
―Suerte que tienes ―opinó Priscilla finalmente con una risita―.
¿Quién iba a decir que tú y Cole iban a terminar siendo una pareja caliente?
Las mujeres prorrumpieron en carcajadas, cuando se calmaron Dave se
acercó hasta la mesa y les preguntó si querían ordenar. Lydia lo miró con
una sonrisita pícara.
―Creo que sí ―respondió la mujer―. ¿Estarás disponible para el
sábado? Tengo una fantasía especial y me parece que tú, eres el indicado.
۞۞۞۞۞۞۞
Jane escuchó las risas en un momento en que salió de la cocina a la
barra para buscar una botella de pinot porque las de dentro se habían
terminado.
Observó por largo rato a las mujeres del Aquelarre, sentadas en la mesa
de siempre, con el arreglo de velas de color verde que flotaban en el agua
perfumada. Cualquiera que las mirara no imaginaría jamás la clase de
personas que eran, las cosas que pasaban por sus cabezas y las fantasías que
calentaban sus noches y deseos más íntimos.
Sonrió con cierto cariño, todas ellas habían pasado por tanto en nada de
tiempo, los chicos del servicio especial de dos tiempos contaron un poco
sobre cada una, hablando con algo de admiración sobre ellas, aunque ni
ellos mismos se dieron cuenta.
A pesar de lo sucedido con Rock, se sentía contenta de tenerlas como
clientes, porque gracias a ellas, el restaurante había salido adelante, su
sueño estaba allí y la chef Balani siempre agradecería eso.
Cuando esas brujas fueran a su restaurante, siempre tendrían un fuego
cálido y acogedor en torno al cual reunirse.
Fin
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