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Guerreros y Campesinos-Georges Duby

Este documento resume las condiciones ecológicas, demográficas, tecnológicas y estructuras sociales de la Europa medieval entre los siglos VII y XII según Georges Duby. Duby ofrece una síntesis de los datos conocidos sobre este período, analizando factores como el poder de la naturaleza sobre el hombre, la prevalencia de los bosques y la diversidad de suelos, así como los primeros progresos en el crecimiento económico entre estas regiones.
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Guerreros y Campesinos-Georges Duby

Este documento resume las condiciones ecológicas, demográficas, tecnológicas y estructuras sociales de la Europa medieval entre los siglos VII y XII según Georges Duby. Duby ofrece una síntesis de los datos conocidos sobre este período, analizando factores como el poder de la naturaleza sobre el hombre, la prevalencia de los bosques y la diversidad de suelos, así como los primeros progresos en el crecimiento económico entre estas regiones.
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Georges Duby, familiarizado con la investigación de los aspectos históricos de la

Edad Media, ofrece en este volumen una síntesis de los datos conocidos sobre las
condiciones ecológicas, demográficas y tecnológicas, así como de las estructuras de
la sociedad y los factores del desarrollo económico apreciable en la Europa medieval.
La síntesis elaborada por Duby está presentada no como un compendio, sino como un
ensayo jalonado por sugerentes reflexiones, centradas en la larga evolución vivida
por el área europea. Las hipótesis que aventura, derivadas de las lagunas apreciables
en la documentación disponible y de la deficiente marcha de las investigaciones
históricas, están marcadas por interrogantes y observaciones, tan críticas algunas de
ellas que fructificarán sin duda en fecundas incitaciones a la profundización en los
temas.

Página 2
Georges Duby

Guerreros y Campesinos
Desarrollo inicial de la economía Europea (500-1200)

ePub r1.1
Rob_Cole 24.04.2020

Página 3
Título original: Guerriers et Paysans, VIIe — XIIe siècles: premier essor de l'économie européenne
Georges Duby, 1973
Diseño de cubierta: Santiago Monforte

Editor digital: Rob_Cole


Primer editor: jasopa1963 (r1.0)
ePub base r2.1

Página 4
ADVERTENCIA

Este libro no pretende ser un manual de historia económica; es solamente un ensayo,


una serie de reflexiones sobre una evolución muy amplia cuyo mecanismo, inseguro
y complejo, he intentado observar y poner al descubierto. La insuficiencia de la
documentación y el imperfecto avance de la investigación histórica explican el gran
número de hipótesis con las que pretendo fundamentalmente plantear interrogantes de
los que los más críticos serán, sin duda, los más fecundos.
Por otra parte, para abarcar un área geográfica tan vasta y diversa como lo era
entonces la europea y durante un período tan extenso, era preferible situarme en el
terreno en el que me siento más seguro: el de la historia del mundo rural, y más
concretamente del mundo rural francés; no se extrañe, por tanto, el lector de ciertas
elecciones, de ciertas perspectivas y de todas las omisiones que descubra en esta obra.
Beaurecueil, septiembre de 1969.

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PRIMERA PARTE
LAS BASES:
SIGLOS VII Y VIII

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A fines del siglo VI, cuando se halla prácticamente cerrado en Occidente, con el
asentamiento de los lombardos en Italia y de los vascos en Aquitania, el período de
las grandes migraciones de pueblos, la Europa de que trata este libro —es decir, el
espacio en el que el cristianismo de rito latino se extendería progresivamente hacia
fines del siglo XII—, es un país profundamente salvaje, y por ello se halla en buena
parte fuera del campo de estudio de la historia. La escritura se halla en regresión en
las zonas que tradicionalmente la usaban y en las demás la penetración del escrito es
lenta. Los textos conservados son, pues, escasos; los documentos más explícitos son
los de la protohistoria, los que proporciona la investigación arqueológica. Pero estos
documentos también son defectuosos: los vestigios de la civilización material son, en
la mayor parte de los casos, de datación insegura; se hallan además dispersos, al azar
de los descubrimientos, y su repartición esporádica, con grandes lagunas, hace difícil
y peligrosa toda interpretación de conjunto. Insistamos, como punto de partida, sobre
los reducidos límites del conocimiento histórico, sobre el campo desmesuradamente
amplio dejado a las conjeturas. Añadamos que, sin duda, el historiador de la
economía se encuentra especialmente desamparado. Le faltan casi por completo las
cifras, los datos cuantitativos que permitirían contar, medir. Necesita, sobre todo,
abstenerse de ampliar abusivamente los modelos construidos por la economía
moderna cuando intente observar en este mundo primitivo los movimientos de
crecimiento que lentamente, entre los siglos VII y XII, han hecho salir a Europa de la
barbarie. Es evidente, en la actualidad, que los pioneros de la historia económica
medieval han sobreestimado, a menudo involuntariamente, la importancia del
comercio y de la moneda. La labor más necesaria —y sin duda también la más difícil
— consiste, pues, en definir las bases y los motores auténticos de la economía en esta
civilización, y para llegar a esta definición las reflexiones de los economistas
contemporáneos son menos útiles que las de los etnólogos.
Sin embargo, de hecho existen grados en el seno de esta común depresión
cultural. En sus límites meridionales la cristiandad latina está en contacto con áreas
sensiblemente más desarrolladas; en las regiones dominadas por Bizancio, y más
tarde por el Islam, se mantiene el sistema económico heredado de la antigua Roma:
ciudades que explotan los campos colindantes, moneda de uso cotidiano, mercaderes,
talleres en los que, para los ricos, se fabrican objetos espléndidos. Europa nunca
estuvo separada de estas zonas de prosperidad por barreras infranqueables; sufrió
constantemente su influencia y su fascinación. Por otra parte, en el espacio europeo
se enfrentan de hecho dos tipos de incultura: una se identifica con el dominio
germano-eslavo, con el dominio «bárbaro», como decían los romanos; es la zona de
la inmadurez, de la juventud, del acceso progresivo a formas superiores de
civilización; es una zona de crecimiento continuo. La otra, por el contrario, es el
dominio de la decrepitud; en ella acaban de degradarse las supervivencias de la
civilización romana, los diversos elementos de una organización en otro tiempo
compleja y floreciente: la moneda, las calzadas, la centuriación, el gran dominio

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rural, la ciudad, no están completamente muertos; algunos incluso resurgirán más
adelante, pero de momento se hunden insensiblemente. Entre estos dos mundos, uno
orientado hacia el norte y hacia el este, el otro hacia el Mediterráneo, se sitúa, en las
orillas del Canal de la Mancha, en la cuenca parisina, en Borgoña, en Alemania, en
Baviera, una zona en la que se da más activamente que en otras partes el contacto
entre las fuerzas jóvenes de la barbarie y los restos del romanismo. En ella se
producen interpenetraciones, encuentros que en gran parte son fecundos. Conviene no
perder de vista esta diversidad geográfica; es fundamental, y de ella dependen en gran
parte los primeros progresos del crecimiento.

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1. LAS FUERZAS PRODUCTIVAS

LA NATURALEZA

A lo largo del período que estudiamos el nivel de la civilización material permanece


tan bajo que la vida económica se reduce esencialmente a la lucha que el hombre
debe mantener cotidianamente, para sobrevivir, contra las fuerzas naturales. Combate
difícil, porque el hombre maneja armas poco eficaces y el poder de la naturaleza lo
domina. La primera preocupación del historiador debe ser la medición de este poder y
el intento, por consiguiente, de reconstruir el aspecto del medio natural. La tarea es
difícil; requiere una investigación minuciosa, a ras de tierra, en búsqueda de los
vestigios del paisaje antiguo que conservan en los campos actuales los nombres de
lugares y cultivos, el trazado de los caminos, los límites de las tierras cultivadas, las
formaciones vegetales. Esta investigación está muy lejos de haberse completado; en
muchas regiones de Europa apenas está iniciada y, consiguientemente, nuestros
conocimientos son inseguros.
En Europa occidental la estepa penetra en Panonia, en la cuenca media del
Danubio; se insinúa incluso más lejos todavía, localmente, hasta en ciertas llanuras
pantanosas de la cuenca parisiense. Sin embargo, de una forma general, las
condiciones climáticas favorecen el desarrollo del bosque; en la época que nos ocupa
el bosque parece reinar sobre todo el paisaje natural. A comienzos del siglo XX las
posesiones de la abadía parisina de Saint-Germain-des-Prés se extendían por una
región en la que el esfuerzo agrícola se había desarrollado más ampliamente que en
otras partes, y sin embargo el bosque cubría aún las dos quintas partes de este
dominio. Hasta fines del siglo XII la proximidad de una amplia masa forestal influyó
sobre todos los aspectos de la civilización: se pueden descubrir sus huellas tanto en la
temática de las novelas cortesanas como en las formas inventadas por los decoradores
góticos. Para los hombres de esta época el árbol es la manifestación más evidente del
mundo vegetal.

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Fig. 1. G. Fourquin: «Mapa de los bosques de la Alta Edad Media», en Histoire
économique de l'Occident médiéval, A. Colin, collection «U», 1969.

No obstante, es preciso tener en cuenta dos observaciones; por un lado, los suelos
son, en esta parte del mundo, de una extrema diversidad. Sus aptitudes varían
notablemente en muy cortas distancias. La sabiduría campesina ha opuesto siempre
las «tierras cálidas» a las «tierras frías», es decir, los suelos ligeros en los que el agua
penetra fácilmente y el aire circula, que se dejan trabajar con facilidad, a los suelos
duros, espesos, donde la humedad penetra mal, que resisten al útil de trabajo. En las
pendientes de los valles o en las llanuras se dispone, pues, de terrenos en los que la
capa forestal es menos resistente, en los que al hombre le resulta menos difícil
modificar las formaciones vegetales en función de sus necesidades alimenticias. En el
siglo VII el bosque europeo aparece sembrado de innumerables claros. Algunos son
recientes y estrechos, como los que proporcionaron su alimento a los primeros

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monjes de Saint-Bavon de Gante; otros se extienden por amplias zonas, como
aquéllos en los que, desde siglos, se mezclan los campos y la maleza en las llanuras
de Picardía. Se debe notar, por otra parte, que en las proximidades del Mediterráneo
la aridez estival, la violencia de las lluvias, las diferencias acusadas del relieve, la
potencia de la erosión que arranca la tierra a las laderas de los valles y acumula en la
parte inferior los depósitos no fértiles, hacen el bosque frágil, vulnerable al fuego que
encienden los agricultores y los pastores; el bosque se reconstruye lentamente y se
degrada con facilidad, y de modo definitivo, en matorral. En la franja meridional para
producir las subsistencias hay que luchar más contra las aguas que contra el árbol. Se
trata de domesticar éstas para proteger el suelo de las pendientes, para drenar los
pantanos de las llanuras y para compensar con la irrigación la excesiva sequedad de
los veranos.
A la vista de lo expuesto puede deducirse el papel determinante que desempeñan
las variaciones climáticas. De la temperatura, y más aún de la humedad, de la
repartición de las lluvias en el curso de las estaciones, dependen la resistencia más o
menos grande de las formaciones boscosas, el comportamiento de los suelos, el éxito
o el fracaso del hombre cuando se esfuerza por extender el espacio cultivado. Ahora
bien: no es posible actualmente creer que el clima ha permanecido estable en Europa
durante los tiempos históricos. El historiador de una economía tan primitiva como la
de la primera Edad Media no puede, por consiguiente, hacer abstracción de las
fluctuaciones que, por ligeras que fueran, han modificado las condiciones de la lucha
entre el hombre y la naturaleza. Lo difícil es fecharlas y estimar su amplitud. Los
textos medievales apenas proporcionan, sobre estos puntos, indicaciones válidas. Sin
duda, los cronistas de la época se muestran de ordinario muy atentos a los meteoros;
anotan a lo largo de los años, entre las demás calamidades con las que la cólera divina
castiga al género humano, los fríos excesivos y las inundaciones, pero sus
apreciaciones son siempre subjetivas, imprecisas y ocasionales, y lo que interesa para
este género de investigaciones son series continuas de anotaciones mensurables. Se
ha intentado recurrir a la dendrología, es decir, al examen de los troncos de los
árboles cuyos círculos concéntricos anuales reflejan, por la variación de su espesor, la
mayor o menor vitalidad de la planta, es decir, sus reacciones a las influencias
climáticas. Pero las especies arbóreas europeas son de longevidad insuficiente para
proporcionar indicios aplicables a la Alta Edad Media. Los datos más útiles para el
medievalismo siguen siendo, en Europa, los que proporciona el estudio de los
avances y retrocesos de los glaciares alpinos. La turbera de Fernau, en el Tirol,
situada en la proximidad de un frente glaciar, ha estado en varias ocasiones, en el
curso de la historia, recubierta por los hielos. La acumulación de vegetales fue
entonces interrumpida, y en el espesor de la turbera se pueden descubrir hoy día
capas de arena más o menos espesas que se intercalan entre las capas de
descomposición vegetal. Corresponden a los avances del glaciar. Es posible así
proponer una cronología, evidentemente aproximada, de los flujos y reflujos

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glaciares, es decir, de las oscilaciones climáticas, puesto que los movimientos del
glaciar están directamente relacionados con las variaciones de la temperatura y de la
pluviosidad. Parece ser, pues, que los Alpes han conocido, durante la Edad Media, un
primer avance glaciar que se puede situar entre los comienzos del siglo V y la primera
mitad del siglo VIII. Esta fase fue seguida de un retroceso que se prolongó hasta
mediados del siglo XII, y la retirada de los hielos fue entonces, al parecer, claramente
más acentuada de lo que lo es en la actualidad. Esto hace suponer que Europa
occidental se benefició durante el período correspondiente al retroceso de los hielos
de un clima más suave que el actual, y también menos húmedo: no se observa en las
turberas la presencia de musgos higrófilos. Después, los glaciares progresan de nuevo
desde mediados del siglo XII, y muy bruscamente: el glaciar de Aletsch recubrió en
esta época todo un bosque de coníferas cuyos troncos momificados han quedado al
descubierto tras el retroceso actual. Esta segunda fase activa termina hacia 1300-1350
. Debe ser relacionada con un descenso de la temperatura media (débil, en realidad:
los especialistas la creen inferior a un grado centígrado) y con un aumento de la
pluviosidad cuyas huellas son visibles por todas partes: en las proximidades de una
aldea provenzal ciertas grutas fueron abandonadas a mediados del siglo XIII a causa
de las fuertes infiltraciones de agua provocadas, sin duda, por la agravación de las
lluvias de verano y por la debilitación de la evaporación debida al descenso general
de la temperatura.

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Fig. 2. «Diagrama de polen del Rotes Moor», según Delort: Introduction aux sciences
auxiliaires de l'histoire. A. Colin, 1968. [Céréales: cereales; charme: hojaranzo;
coudrier: avellano; plantain: llantén; hêtre: haya; bouleau: abedul.]

Los datos suministrados por la glaciología alpina pueden ser corroborados por
fenómenos conocidos a través de testimonios de otro tipo y de otros lugares. Tal vez

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sea arriesgado establecer una relación directa entre las oscilaciones climáticas y la
transgresión marina, cuya existencia acaba de ser establecida, que, poco después del
año mil, sumergió los establecimientos humanos de las costas flamencas. En cambio,
existen concordancias dignas de interés entre las alternaciones de flujos y reflujos
glaciares y las modificaciones del manto vegetal que pone de manifiesto el examen
del polen conservado en las turberas. El estudio de estos residuos vegetales permite
sobre todo establecer una cronología, igualmente aproximada, de la extensión y la
retracción de las formaciones forestales y la vecindad de las acumulaciones de turba.
Uno de los primeros diagramas polínicos realizados muestra, en las llanuras del
centro de Alemania, entre el siglo VII y mediados del XI, un retroceso progresivo del
bosque al que siguió, en los siglos XIII y XIV, la lenta reconquista del espacio por el
árbol. Recientemente, estudios realizados en las Ardenas han descubierto, separados
por fases de retroceso, tres avances sucesivos del haya; fechados respectivamente en
los alrededores de los años 200, 700 y 1200, corroboran lo que sugieren las
observaciones glaciológicas en cuanto a las oscilaciones de larga duración del clima
europeo. Por imprecisos que sean estos indicios, su convergencia permite
fundamentar la hipótesis —y esto es lo interesante para nuestro propósito— de que
hubo en Europa occidental un clima menos húmedo y más cálido entre el siglo VIII y
la segunda mitad del XII, es decir, en el momento en el que se insinúa el primer
despegue de un crecimiento económico que, como veremos, fue esencialmente
agrícola.
Sería temerario afirmar que nos hallamos ante una estrecha correlación de estos
dos fenómenos y no ante una simple coincidencia; los efectos de la coyuntura
climática sobre las actividades humanas no son tan simples y, además, hay que
considerar que la fluctuación fue ciertamente de escasa amplitud, demasiado escasa al
menos para que la elevación de la temperatura y la reducción de la pluviosidad hayan
podido determinar en el manto vegetal cambios de especie. Sin embargo, incluso si el
aumento de las medias térmicas anuales, como se puede suponer en la hipótesis más
prudente, fue inferior a un grado centígrado, no dejó, en el estado de las técnicas
agrícolas de la época, de repercutir sobre las aptitudes de los suelos cultivados;
observemos, en efecto, que tal variación corresponde poco más o menos a la
diferencia existente en la Francia actual entre el clima de Dunkerque y el de Rennes,
entre el clima de Belfort y el de Lyon. Además, todo hace creer que este aumento de
temperatura fue acompañado de una relativa sequedad, y esto es lo importante.
Investigaciones realizadas en base a documentos ingleses correspondientes a una
época ligeramente posterior a la que aquí estudiamos han establecido, en efecto, que
en los campos europeos sometidos a la influencia atlántica la cosecha cerealista no se
vio afectada por las oscilaciones térmicas, pero era tanto mejor cuanto más secos eran
el verano y el otoño y, por el contrario, se hallaba comprometida por lluvias
demasiado abundantes, sobre todo cuando el exceso de pluviosidad se situaba en el
período otoñal[1]. No se puede, por tanto, olvidar este dato que nos ofrece la moderna

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historia del clima: en los campos de Europa occidental que estaban a principios del
siglo VII todavía sumidos en la hostilidad de un largo período de humedad fría, las
condiciones atmosféricas, según todas las apariencias, se hicieron poco después y de
forma lenta más propicias a los trabajos de la tierra y a la producción de las
subsistencias. De esta ligera mejoría se beneficiaron, sobre todo, las provincias
septentrionales; en la zona mediterránea, en cambio, el aumento de la aridez hizo, sin
duda, más frágil la cobertura forestal y, por consiguiente, más vulnerable el suelo a
los efectos destructores de la erosión.

CONJETURAS DEMOGRÁFICAS

Cuando se intenta conocer, en el umbral del período que estudiamos, la implantación


humana, se tropieza con dificultades prácticamente insuperables. Los documentos
escritos no proporcionan casi ninguna indicación; las primeras relaciones susceptibles
de ser utilizadas por el demógrafo no aparecen hasta comienzos del siglo IX en los
inventarios de algunos grandes dominios carolingios; todas proceden de zonas muy
concretas en las que se había extendido el uso de la escritura en la administración, es
decir, de las regiones situadas entre el Loira y el Rin, por un lado, y de Italia del
norte, por otro; además, todas se refieren a islotes de poblamiento muy restringidos.
La arqueología podría darnos indicios más numerosos y menos desigualmente
repartidos en el espacio, pero las investigaciones son todavía muy escasas. La
prospección arqueológica descubre restos de hábitat cuya interpretación demográfica
es muy delicada. Del estudio de las sepulturas y de los restos humanos que contienen
se pueden obtener algunas informaciones sobre el sexo, la edad y, a veces, la
complexión biológica de los inhumados; con estos datos es posible atreverse a
construir tablas de mortalidad, pero antes es preciso inventariar el cementerio entero,
estar seguro de que todos los habitantes del lugar fueron sepultados en él, de que no
ha habido fenómenos de segregación en función de la condición social o de la
pertenencia a un grupo étnico, y, por último, hay que delimitar el período de
utilización de la necrópolis, es decir, hay que fechar las tumbas. Es posible hacerlo,
con una cierta aproximación, cuando los sepulcros contienen objetos funerarios, pero
el progreso de la cristianización y las modificaciones que este progreso determinó en
el culto a los muertos hacen desaparecer, con el transcurso del tiempo, todos los
elementos de datación. Problemas técnicos, en suma, de difícil solución, que limitan
extraordinariamente el valor de los descubrimientos. Muy hipotéticos también son los
resultados de las investigaciones que, mediante el examen de los territorios
cultivados, de los suelos y de los restos florales, intentan delimitar el área de la

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ocupación humana en estas épocas antiguas. En una palabra, toda conjetura
demográfica relativa a esta época se basa en fundamentos muy frágiles.
Al menos, la impresión de conjunto es que el siglo VII se sitúa, en la historia del
poblamiento de Europa, al final de una larga fase de regresión que, sin duda, se
relaciona con las fluctuaciones climáticas. Parece probable que el mundo romano se
vio afectado a partir del siglo II de la era cristiana por un movimiento de descenso
demográfico; esta lenta debilitación parece haberse acentuado bruscamente en el
siglo VI por la aparición de una epidemia de peste negra. Según el historiador
bizantino Procopio, el mejor testigo de estas calamidades, el mal se extendió en
543-546 a través de Italia y de España, invadió una gran parte de la Galia y llegó
hasta las orillas del Rin superior y medio. Sabemos por la descripción de Gregorio de
Tours que, efectivamente, se trataba de la peste bubónica, que hizo su aparición
después de unas inundaciones catastróficas, que atacó a toda la población, y sobre
todo a los niños y que provocaba la muerte inmediata. Como después del segundo
ataque del mismo azote que Europa sufrió a mediados del siglo XIV la epidemia
siguió causando víctimas durante más de medio siglo, surgiendo nuevos brotes de
peste como los señalados por los textos en el año 563 en Auvernia; en el 570, en
Italia del norte, en Galia y en España; en el 580, en el sur de Galia; la epidemia hace
estragos en Tours y en Nantes en 592; reina entre el 587 y el 618 en Italia y en
Provenza. Ningún dato numérico permite la menor evaluación de los efectos de la
mortalidad. En Italia, a los de la peste se unen los de la guerra provocada por la
invasión lombarda. Las observaciones de los arqueólogos descubren, en todo caso,
una disminución sensible del poblamiento, que no se limita a los lugares de los que
sabemos por los textos que fueron atacados por la peste; en Alemania se observa un
claro retroceso de la ocupación humana tanto en el sudoeste como en las costas del
mar del Norte: el yacimiento de Mahndorf, al sudeste de Bremen, estaba ocupado por
ochenta campesinos entre el 250 y el 500; entre el 500 y el 700 los habitantes eran,
como máximo, una veintena; la zona costera, poblada hacia el año 400, parece
vaciarse después de un modo total.
Ciertas evaluaciones de conjunto de la población europea han sido realizadas para
el siglo VI; proponen una estimación de 5,5 habitantes por kilómetro cuadrado en
Galia, de 2 en Inglaterra —que tendría menos de medio millón de habitantes—, de
2,2 en Germania, donde, en las regiones más intensamente ocupadas, el espacio
cultivado habría abarcado del 3,5 al 4 por 100 de la superficie total. Mantengamos la
mayor prudencia respecto a estas cifras; su único interés radica en mostrar cuán
escasos eran los hombres en Europa en el inicio del movimiento de progreso que nos
proponemos observar. Estas tierras boscosas estaban prácticamente vacías. Además,
sus habitantes aparecen en estado de desnutrición: los esqueletos y la dentición
recogidos en las sepulturas revelan la existencia de fuertes deficiencias alimenticias
que explican la vulnerabilidad de la población a los ataques de la peste. Epidemias no
identificadas están atestiguadas todavía en Inglaterra en el 664; en Italia, hacia el año

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680; en el 694, en la región de Narbona; un nuevo recrudecimiento de la peste se
produce hacia el 742-743; la despoblación, el abandono de las tierras cultivadas y su
conversión en zonas pantanosas provocan la instalación endémica de la malaria en las
llanuras mediterráneas. En este vacío humano el espacio es sobreabundante. En estas
condiciones la base de una fortuna no es la posesión del suelo, sino el poder sobre los
hombres, sin embargo tan míseros, y sobre sus muy pobres útiles de trabajo.

LOS ÚTILES DE TRABAJO

De estos útiles apenas sabemos nada. Son peor conocidos que los de los campesinos
del Neolítico. Los textos, los raros textos de esta época, no nos enseñan nada sobre
ellos; nos dan palabras, y aun en estos casos se trata de palabras latinas que traducen
torpemente el lenguaje vulgar, anticuadas e incapaces de expresar la realidad
cotidiana. Bajo estos vocablos, ¿cómo conocer el objeto, su forma, su materia, en
definitiva, su mayor o menor eficacia? Del aratrum o de la carruca, mencionados de
vez en cuando por los documentos escritos muy poco prolijos que han intentado a lo
largo de los siglos describir los trabajos agrícolas, ¿qué podemos conocer? Los dos
términos, sin duda intercambiables —el primero es utilizado por los escribas más
letrados, porque procedía del vocabulario clásico; el otro traduce más fielmente el
habla popular—, evocan solamente un instrumento arrastrado por un tiro y destinado
a la labor. La segunda palabra indicaría, como máximo, que el útil estaba provisto de
ruedas, pero ninguna glosa permite definir cuál era la traza de su reja, si su acción se
ampliaba con el añadido de una vertedera, es decir, si el labrador disponía de un
verdadero arado, capaz de remover el suelo y de airearlo en toda su profundidad, o
solamente de un arado cuya reja simétrica podía, como máximo, abrir un surco sin
remover la tierra. Los descubrimientos arqueológicos no han proporcionado casi nada
que pueda iluminar, para esta época, la historia de la tecnología campesina.
Y tampoco se puede esperar mucho de la iconografía, por otra parte muy
deficiente; de hecho, nada nos permite juzgar si tal imagen intenta reproducir el
espectáculo de la vida contemporánea o si, inspirándose en modelos de talleres
antiguos o exóticos, presenta formas puramente simbólicas y desprovistas de toda
referencia a lo cotidiano, sin preocuparse por el realismo. La falta de informaciones
seguras relativas a los aperos de labranza es particularmente lamentable. ¿Cómo
hacerse una idea de las fuerzas productivas si se ignora todo sobre los útiles de
trabajo?
En una oscuridad tan profunda resulta obligado recurrir a documentos más
tardíos, a los textos que el renacimiento de la escritura, estimulado por la
administración carolingia, hizo surgir a fines del siglo VIII. Precisemos antes de nada

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que estos escritos se refieren sólo a los dominios más amplios y a los mejor
organizados, es decir, a sectores de vanguardia de la técnica agrícola. Los
pesquisidores, a los que se confió la misión de realizar el inventario de estas grandes
explotaciones, tenían órdenes de enumerar los útiles de los que disponía cada centro y
especialmente los utensilios de metal, que eran los de más valor. He aquí una de estas
relaciones. Conservada en un manuscrito del primer tercio del siglo IX, se refiere a un
gran dominio real, al de Annappes, situado en los confines de Flandes y de Artois:
«Útiles: dos barreños de cobre, dos vasos para beber, dos calderos de cobre, uno de
hierro, una sartén, unas llares, un morillo, un portaantorchas, dos destrales, una
doladera, dos taladros, un hacha, un raspador, una garlopa, una llana, dos guadañas,
dos hoces, dos palas de hierro. Útiles de madera suficientes[2]». Del texto copiado se
desprenden claramente los hechos siguientes: los objetos cuidadosamente
inventariados a causa de su valor son ante todo utensilios de cocina o de hogar y,
además, algunos útiles destinados al trabajo de la madera; en esta explotación muy
amplia en la que se criaban cerca de doscientas reses bovinas los únicos instrumentos
de metal empleados en la agricultura estaban destinados a cortar la hierba y el trigo o
a remover la tierra a mano; el dueño no poseía más que un número reducido de ellos,
sin duda porque los cultivadores de la tierra venían en su mayor parte de fuera y
llevaban consigo sus propios aperos; ningún instrumento aratorio es mencionado
entre los útiles metálicos. La utilización del hierro parece, pues, extremadamente
limitada en el equipo agrícola, y la rareza del metal se halla confirmada por otros
textos. La Ley sálica, cuya primera redacción latina es de 507-511, y que sufrió
añadidos y modificaciones constantes a lo largo de los siglos VII y VIII, castigaba con
una fuerte multa el robo de un cuchillo. El capitular De villis, guía redactada hacia el
año 800 para uso de los administradores de las propiedades reales, les recomendaba
que realizaran atentamente el inventario de los herreros, de los ministeriales ferrarii;
a su paso por Annappes, los pesquisidores han anotado que no había ningún herrero
en el dominio. En el gran monasterio de Corbie, en Picardía, cuya economía interna
conocemos bastante bien gracias a los estatutos promulgados por el abad Adalardo en
el año 822, existía un solo taller para el que se compraba hierro de modo regular y
donde se llevaban a reparar todos los útiles de trabajo de los diferentes dominios
rurales; pero allí no se fabricaban los arados empleados en la huerta de la abadía;
proporcionados por los campesinos, eran construidos y reparados con sus propias
manos y, por consiguiente, parece, sin utilizar el metal. Nos inclinamos a pensar, por
tanto, que en las grandes explotaciones agrícolas sobre las que nos informan los
manuscritos de la época carolingia —a excepción tal vez de los redactados en
Lombardía que hablan más a menudo de los herreros y que aluden a algunos colonos
obligados a entregar en censo rejas de hierro—, el arado, el instrumento básico para
el cultivo de los cereales, figuraba entre los útiles de madera olvidados por los
redactores de los inventarios que se contentaban con anotar que había «suficientes».
El arado no era construido por un especialista, capaz de trabajarlo de manera más

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compleja y eficaz, sino en la casa campesina. Se puede pensar que su punta de
ataque, en su totalidad de madera endurecida al fuego, y en el mejor de los casos
recubierta de una delgada lámina de metal, era poco capaz, incluso cuando el útil
fuera muy pesado, estuviera provisto de ruedas y lo arrastraran seis u ocho bueyes, de
remover suelos compactos. No podía ni siquiera remover bastante profundamente las
tierras ligeras para estimular vigorosamente la regeneración de sus principios de
fertilidad. Frente a la potencia de la vegetación natural el arado era un arma irrisoria.
De hecho, no es seguro que el personal de los grandes dominios que describen los
inventarios del siglo IX haya estado tan bien equipado como los cultivadores de las
comarcas más salvajes. Estas explotaciones pertenecían casi todas a monjes, es decir,
a hombres letrados, influidos por los modelos clásicos de la agricultura romana, que
intentaban aplicar sus fórmulas a la puesta en valor de la tierra. Pero la civilización
romana, porque era predominantemente mediterránea, porque el Mediterráneo es
pobre en metales, porque los suelos arables son frágiles, porque la labor no consiste
en dar la vuelta a la tierra, sino tan sólo en romper la costra superficial y en destruir la
vegetación parasitaria, no se había preocupado del perfeccionamiento de las técnicas
aratorias: desde el comienzo de nuestra era los romanos habían descubierto con
sorpresa que los «bárbaros» empleaban unos aperos agrícolas menos rudimentarios
que los suyos, y pese a todo no habían intentado apropiárselos. Durante la Alta Edad
Media algunos indicios permiten atribuir una cierta superioridad técnica a regiones
menos «civilizadas» que la región de la Isla de Francia. El estudio de las lenguas
eslavas nos informa, por ejemplo, de que el arado verdadero, no el arado romano,
estaba lo suficientemente extendido por Europa central como para recibir un nombre
específico antes de las invasiones húngaras que separaron a los eslavos del sur de los
del norte, es decir, antes del siglo X. En Moravia, en los Países Bajos, los arqueólogos
han descubierto objetos de hierro que, tal vez, son rejas de arados. La ilustración de
un manuscrito inglés del siglo X muestra, en acción, un instrumento de labor provisto
de una vertedera. El poeta Ermoldus Nigellus evoca las rejas de hierro en el siglo IX,
a propósito de Austrasia, es decir, de la provincia más salvaje de la Galia, y si en su
Colloquium, cuyo manuscrito con la versión latina data de los alrededores del año
mil, el anglosajón Aelfric Grammaticus hace decir al lignarius, al artesano de la
madera, «yo fabrico los útiles», atribuye al herrero un papel fundamental en la
confección del arado, que debe a este trabajador del hierro sus accesorios más
eficaces y lo mejor de su potencia. Estas indicaciones dispersas nos inducen a
suponer que, durante la segunda mitad del primer milenio, los pueblos herreros de la
Germania primitiva, en la oscuridad total que recubre en estos momentos la historia
de las técnicas, tal vez han extendido, poco a poco, el uso del metal en los
instrumentos agrícolas.
Conservemos, sin embargo, la imagen global de una sociedad agraria mal
equipada y obligada, para producir sus alimentos, a enfrentarse a la naturaleza con las
manos casi desnudas. El aspecto muy clareado que presenta en el siglo VII la

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ocupación del suelo depende tanto de la precariedad de equipos como de la
insuficiencia demográfica. Las tierras cultivadas permanentemente son raras; se
reducen estrictamente a los suelos menos resistentes al trabajo campesino. De estos
campos los hombres sacan una parte de su alimento, pero sólo una parte. Mediante la
recogida de los frutos salvajes, a través de la pesca o de la caza —la red, la trampa,
todos los ingenios de captura son, y serán por mucho tiempo, armas primordiales en
el combate por la supervivencia—, y gracias a la práctica intensiva de la ganadería
los hombres encuentran suficientes alimentos en las riberas, en el río, en las tierras
baldías y en el bosque.

EL PAISAJE

La fisonomía del paisaje refleja la densidad del poblamiento y el estado de los útiles
de trabajo; pero también el sistema de cultivo que, a su vez, depende de las
tradiciones alimenticias. En efecto, no hay que pensar que una sociedad humana se
alimenta de lo que la tierra en la que está asentada podría producir más fácilmente; la
comunidad es prisionera de hábitos que se transmiten de generación en generación y
que difícilmente se dejan modificar; en consecuencia, lucha encarnizadamente para
vencer la resistencia del suelo y del clima, con el fin de obtener los alimentos cuyo
consumo le imponen sus costumbres y sus ritos. El historiador debe, previamente,
informarse sobre ellos cuando intenta imaginarse cuáles eran los usos agrícolas en el
pasado.
Se puede pensar que el encuentro y la fusión progresiva de la civilización romana
y de la civilización germánica, cuyo escenario fue Europa occidental durante el
comienzo de la Alta Edad Media, favorecieron, entre otras cosas, la confrontación de
tradiciones alimenticias sensiblemente diferentes. Recordemos el asco que inspiraba
al galorromano Sidonio Apolinar la forma en que se alimentaban los bárbaros con los
que se codeaba: su cocina, a base de mantequilla y de cebolla, le parecía repugnante.
De hecho, durante los siglos VII y VIII se enfrentaron también dos maneras de explotar
los recursos naturales y, por consiguiente, dos tipos de paisaje: un tipo romano, en
vías de degradación, y un tipo germánico, en vías de perfeccionamiento, que
progresivamente se interpenetraron.
Algunos textos nos dan a conocer, para esta época, el modelo de alimentación
legado por Roma. Sabemos, por ejemplo, que los pobres mantenidos en los hospicios
de Luca recibían cada día, en el año 765, un pan, dos medidas de vino y una escudilla
de legumbres condimentadas con grasa y aceite. Las indicaciones más consistentes
nos las proporcionan los capítulos XXXIX y XL de la regla promulgada por San Benito
de Nursia a fines del siglo VI para las comunidades monásticas de Italia central. Estos

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preceptos señalan, para los diversos períodos del calendario litúrgico, el número de
comidas, la clase de alimentos que deben ser consumidos, e incluso la medida de las
raciones. Digamos brevemente que la regla de San Benito ordena servir en el
refectorio platos compuestos, como en los primeros tiempos del monaquismo, de
«hierbas», de «raíces» y de leguminosas; añade, en cantidad muy sustancial, pan y
vino a estos alimentos, que se consumen crudos o cocidos y que no aparecen sino
como acompañamiento del pan, el companagium. Notemos que se trata en este caso
de un régimen muy especial, compuesto para hombres que se habían comprometido a
la abstinencia y que, de modo especial, se prohibían, salvo en caso de
desfallecimiento físico, el consumo de la carne de los cuadrúpedos. Evidentemente, y
puesto que esta prohibición es presentada como una privación difícil y
eminentemente saludable, en el régimen normal de esta región había lugar para la
carne. Se debe pensar, sin embargo, que San Benito y los maestros en los que se
inspiraba, animados por un espíritu de moderación, no se habían alejado
excesivamente, cuando dispusieron estos reglamentos alimenticios, de las costumbres
habituales de la sociedad rural de su tiempo. Verdaderamente, la sociedad
mediterránea esperaba de la tierra, de acuerdo con la tradición romana, ante todo
cereales panificables y vino; después, habas y guisantes, «hierbas y raíces» cultivadas
en el huerto, y, por último, aceite.
Esta manera de alimentarse se acomodaba al estilo de existencia que la
colonización romana había implantado, desde hacía tiempo, en la proximidad de las
ciudades, hasta en Bretaña y en las orillas del Rin, y que los germanos quisieron
apropiarse, porque, a sus ojos, caracterizaba a la élite civilizada del mundo feliz cuya
entrada habían forzado. Tales costumbres alimenticias se habían impuesto como
modelo gracias al prestigio que les otorgaba el hecho de estar relacionadas con la
civilización clásica. Uno de los signos elementales de la promoción cultural fue, por
tanto, comer pan y beber vino, consumir estas dos especies que los ritos mayores del
cristianismo proponían como el símbolo mismo de la alimentación humana. El
amplio movimiento que hace difundirse este tipo de alimentación «civilizada»
aparece en pleno desarrollo en el siglo VII: la implantación en las zonas salvajes del
norte y del este de nuevas comunidades monásticas cuyos miembros estaban
obligados, por textos precisos, a alimentarse como los campesinos italianos
contemporáneos de Benito de Nursia, contribuyó a propagar estas prácticas
alimenticias. Pero adoptarlas obligaba a importar ciertos productos —los monjes de
Corbie, en Picardía, obtenían el aceite en el puerto provenzal de Fos, adonde lo
llevaban, de más lejos aún, los navíos— o a poner en funcionamiento un sistema de
cultivo apropiado, basado en la producción de cereales panificables y en la
viticultura. Los principios y los modelos de tal sistema podían encontrarse en los
escritos de los agrónomos latinos que se veneraban por la misma razón que los
restantes vestigios de la literatura clásica, recopilados como ellos en los escritorios de
los monasterios: el manuscrito más antiguo de los gromatici que se conserva procede

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de la abadía italiana de Bobbio y está fechado en el siglo VII. Aunque el clima de un
amplio sector de Europa occidental fuese, sobre todo a causa de la excesiva humedad,
poco favorable para el cultivo del trigo y menos favorable aún para el de la viña, el
sistema se había extendido ampliamente. Y seguía extendiéndose. Se siente uno
tentado de pensar que la lenta modificación de la temperatura y de la pluviosidad
favorecían sus progresos. Los miembros de la aristocracia, y en primer lugar los
obispos, cuyo papel fue esencial en el mantenimiento de las formas superiores de la
civilización antigua, habían creado viñedos en las proximidades de sus residencias y
fomentado la extensión de su cultivo. De esta forma se había extendido, muy lejos de
su cuna meridional, un cierto tipo de paisaje.
Este paisaje, cuya base es el campo permanente, había sido concebido
inicialmente en función de una agricultura de llanura, que en los países mediterráneos
exige una organización colectiva aplicada a la domesticación de las aguas. En las
provincias más estrechamente sometidas a Roma esta organización se había
desarrollado en el marco ortogonal, rígido, estático, de la centuriación, cuyas huellas,
muy claras todavía bajo la red catastral actual, permite observar la fotografía aérea en
África del norte, en Italia, en el valle del bajo Ródano. Los amplios espacios
dedicados al cultivo de los cereales y a las plantaciones de viñas y de olivares se
hallaban repartidos entre grandes explotaciones compactas, de superficie
cuadrangular. En las regiones más alejadas del Mediterráneo la implantación de
campos y viñas se había realizado, de forma cada vez menos homogénea, en suelos
cada vez más escasos y dispersos que parecían propicios a la creación de claros
agrícolas alrededor de villas aisladas. En este sistema la producción de cereales se
basaba en una rotación bienal del cultivo: la tierra sembrada durante un año era
dejada en reposo al siguiente; en este barbecho sólo se sembraban algunas
leguminosas. Esta disposición, así como la presencia de la viña, exigía una clara
separación entre las zonas de pasto y las tierras de labor: al ager se oponía
vigorosamente el saltus, la zona reservada al ganado. Tomemos el ejemplo de
Auvernia, este islote privilegiado de la romanidad en el corazón de Galia, cuyo
paisaje agrario podemos entrever a través de algunas noticias dispersas en la obra de
Gregorio de Tours, que procedía de allí. El contraste es considerable entre Limagne
—«que está cubierta de mieses y no tiene bosques», donde la falta de madera obliga a
hacer fuego con la paja y cuya agricultura de llanura está constantemente amenazada
por la inundación y por el retorno conquistador de la ciénaga— y las montañas que la
rodean, los saltus montenses, la silva, dominio de los cazadores domésticos, que
proveen de caza a las viviendas aristocráticas de la llanura, dominio de los eremitas
que han querido huir del mundo, dominio sobre todo de los pastores, amplia zona de
pasto para las ovejas y que, en grandes sectores, pertenece al Estado, al que los
ganaderos pagan derechos de pasto.
Este contraste es decisivo en la repartición del hábitat. En el saltus se mantienen
formas primitivas de asentamiento, anteriores a la conquista romana, aldeas de altura,

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instaladas en el cruce de caminos muy antiguos, cuya red en forma de estrella,
todavía visible actualmente en algunas partes de la topografía de los campos, difiere
sensiblemente de la red regular y ortogonal impuesta más recientemente en las
llanuras por la centuriación. A estos castella, para utilizar una expresión de Sidonio
Apolinar, se oponen las villas diseminadas por el ager. El vocabulario de los
escritores del siglo VII distingue, por una parte, las residencias de los señores
(domus), situadas en el centro de los grandes dominios —rodeadas de edificios de
explotación y de cabañas en las que viven los servidores domésticos, cada una de
ellas es el centro de un importante núcleo de población— y, por otro lado, las casas
de los campesinos (casae), igualmente dispersas en medio de los campos —el seto
que las protege abriga también, junto a construcciones elementales, los graneros y las
tinajas en las que se conservan las reservas de provisiones. De trecho en trecho
aparece un vicus, una pequeña aglomeración de agricultores; estos centros, por el
momento abiertos y sin murallas— se han contado trece en la baja Auvernia y cerca
de noventa en la diócesis de Le Mans —, se han convertido en el siglo VI en las sedes
de las primeras parroquias rurales. En el aspecto religioso al menos, las villae de los
alrededores son consideradas como sus satélites.
Realmente, estas estructuras representan un vestigio del pasado, en vías de
degradación como todas las realizaciones de la civilización romana. Y una de las
razones de su progresiva degradación se halla en el hecho de que las tradiciones
alimenticias sufren una lenta modificación. En Galia, puesto que los contactos
comerciales disminuyen y hay que vivir de lo que se tiene a mano, el uso del tocino,
de la grasa, de la cera, tiende a desplazar al aceite en la alimentación y en la
iluminación. Idénticos cambios se producen en Italia del norte por influencia de las
costumbres importadas por los invasores germánicos, cuyo prestigio de guerreros
victoriosos las hace atractivas: en Italia, la ración diaria de los artesanos
especializados como los maestri comacini —la conocemos por reglamentos de
mediados del siglo VII— concede un amplio lugar a la carne de cerdo. En las casas de
los ricos cada vez se consume más caza. Es decir, los productos del saltus, de la
naturaleza salvaje, tienen una función cada vez más importante en la alimentación de
los hombres. Pero el paisaje de tipo romano se degrada también porque la agricultura
de llanura, recordémoslo, es frágil. La amenazan y la destruyen poco a poco las
actividades de los merodeadores —a los que la incapacidad del poder público deja en
libertad, y que convergen hacia los lugares en los que se acumulan las riquezas fáciles
de tomar— y el abandono de las organizaciones colectivas de drenaje, incapaces en
adelante de contener eficazmente la acción de las aguas. Insensiblemente, las zonas
bajas del ager se despueblan y quedan abandonadas. A lo largo del siglo VII
innumerables villae, cuyo emplazamiento en medio de tierras de labor descubren los
arqueólogos, son abandonadas, mientras que los vici pierden su carácter y se
convierten en simples villae. Estos fenómenos coinciden con la disminución general
de la población. Pero pudiera ser, igualmente, que desde esta época se haya iniciado

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en ciertas regiones de la Europa mediterránea, en Italia central, un lento movimiento
de transformación del hábitat, un reflujo hacia los lugares encaramados en las alturas,
una revigorización de los marcos primitivos del poblamiento indígena. La decadencia
de Roma se manifiesta también por este retorno a tipos de aldeas y a sistemas de
cultivo que se habían organizado en otro tiempo en función no del ager, sino del
saltus, y de una amplia explotación de la naturaleza salvaje, es decir, a tipos de aldeas
y a sistemas de cultivo muy próximos a los germánicos.
Los paisajes de tipo germánico aparecen en estado puro en las regiones no
influidas por la civilización romana, como el país de los sajones, o apenas
desfloradas, como Inglaterra. En esta zona septentrional de Europa la ocupación
humana era muy débil, tres veces menos densa, según hemos dicho, que en Galia; las
condiciones climáticas y edafológicas obligaban, antes de sembrar los cereales, a
voltear la tierra en profundidad con un instrumento arrastrado o, de forma sin duda
más eficaz, a mano, con ayuda de una azada o una laya. Las necesidades técnicas y el
escaso número de brazos obligaban a reducir los campos de cultivo a las tierras más
aptas, a los loess de las llanuras en Germania, a los bordes aluviales de los ríos en
Inglaterra. Es probable que en estas regiones salvajes los claros arables estuvieran
desde el siglo VII en vías de ampliación: sin duda, en esta época, las tierras pesadas de
las Middlands fueron poco a poco colonizadas por la agricultura tal vez gracias a una
extensión de la esclavitud y a una mayor utilización de la mano de obra servil en el
trabajo de los campos. A pesar de todo, en Germania el hábitat rural seguía estando
muy disperso en aldeas de reducida importancia: en una zona próxima a Tubinga, en
Alemania del sudoeste, en un terreno sin embargo particularmente fértil y fácil de
cultivar, los arqueólogos calculan que había, a comienzos del siglo VI, solamente dos
o tres explotaciones agrícolas que no alimentaban a más de veinte personas; en el
valle del Lippe, las aglomeraciones que se han descubierto raramente reúnen más de
tres hogares. Los arqueólogos se imaginan el espacio cultivado alrededor de cada uno
de estos puntos de poblamiento como un islote muy reducido, limitado como máximo
a una decena de hectáreas. Este in-field, de extensión irrisoria, estaba ante todo
ocupado por huertos situados en la proximidad inmediata de las casas; sometidos a un
trabajo constante, enriquecidos por los detritus familiares y por el estiércol del corral,
estos lotes formaban con mucho la parte más productiva del área explotada; en ellos
había algunos árboles frutales, escasos todavía: los artículos de la ley sálica castigan
con fuertes multas a los ladrones de frutos. Por lo que se refiere a los campos de labor
parece que no cubrían totalmente el resto del pequeño claro. Los germanos —Tácito
lo había ya señalado en la célebre fórmula: Arva per annos mutant et superest ager—
practicaban una rotación periódica del cultivo cerealista y a un ritmo mucho más
flexible que en los campos romanizados; abandonaban al yermo durante muchos años
las parcelas cuya fertilidad comenzaba a agotarse, dejaban pastar en ellas a sus
ganados y abrían nuevos campos de labor un poco más lejos en suelos a los que un
cierto tiempo de descanso había regenerado. De este modo se extendía, más allá del

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espacio vital reservado a los huertos, es decir, a un cultivo en el que el abono y el
trabajo manual permitían la explotación permanente, una zona en la que se mezclaban
lo que las primeras actas escritas en Germania para garantizar la posesión territorial
—son tardías; la más antigua conservada es del año 704— llaman rothum, es decir,
campos momentáneamente abandonados, y nova, la tierra nuevamente puesta en
explotación. En el momento en que la simiente comenzaba a crecer se levantaban
«señales» para prohibir el paso y la ley castigaba a los que no respetaban estas
prohibiciones. El área en la que se desplazaban lentamente las cosechas y en la que
abundaban los árboles estaba delimitada por setos cuya importancia jurídica está
atestiguada por todas las leyes de los pueblos germánicos; estas cercas tenían como
finalidad proteger la tierra en explotación de los daños causados por los animales
salvajes; pero ante todo eran el símbolo de la apropiación del suelo por los habitantes
de la aldea. Tras este límite existía un nuevo círculo, más amplio, sometido a la
explotación colectiva de la comunidad campesina; en él pastaban los rebaños desde
primavera hasta otoño, se practicaba la caza, la recogida de frutos silvestres, se
recogía la madera para las casas, las empalizadas, los útiles y el fuego. El bosque
estaba en estas zonas fuertemente degradado por todas estas prácticas, pero más lejos
se mantenía intacto y a veces en muy amplias extensiones. El paisaje de Inglaterra
difería poco del entrevisto en Germania; indudablemente, en ciertas partes de
Inglaterra, especialmente en el sudeste, los claros eran más numerosos; y, sobre todo,
las aldeas estaban muy poco alejadas una de otras y en ocasiones sus campos
cultivados se juntaban; se disponía, pues, de espacios continuos de campos abiertos;
alrededor de las parcelas sembradas se elevaban setos temporales que eran derribados
después de las recolección para levantarlos nuevamente con la aparición de los
cereales. Ciertos textos, especialmente las estipulaciones de las leyes del rey Ine, que
datan del siglo VII, revelan la existencia, junto a las parcelas de labor que poseía cada
familia, de praderas de propiedad colectiva y de amplias superficies boscosas
clareadas por islotes de cultivo intermitente y por grandes áreas de pastos, los wealds,
comunes a varias aldeas. Mientras que, según los documentos del siglo X, el conjunto
del espacio inculto aparecía claramente delimitado y repartido entre las diferentes
aldeas, las primeras actas escritas, que son anteriores en tres siglos, muestran que en
aquel momento las comunidades campesinas instaladas a lo largo de los cursos de
agua aún no se habían repartido las zonas abandonadas a la vegetación salvaje.
Los escasos indicios de que disponemos para conocer la alimentación humana en
esta parte «bárbara» de Europa muestran que en ella se consumía igualmente el
cereal. En tiempos del rey Ine los súbditos obligados a avituallar la casa real
entregaban panes y cerveza, y los arqueólogos que han medido la superficie de los
establos descubiertos en las zonas de hábitat antiguo en las orillas alemanas del Mar
del Norte creen que los productos de la ganadería no podían asegurar más de la mitad
de la subsistencia de los habitantes. Pero la importancia del trigo era mucho menor
que en las comarcas romanizadas. Los campesinos ingleses proporcionaban a su

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soberano, y en cantidades apreciables, queso y mantequilla, carne, pescado y miel.
Basándose en los descubrimientos arqueológicos, W. Abel ha calculado que los
campos cultivados cerca de las aldeas de Alemania central eran demasiado poco
extensos para procurar más de un tercio de las calorías necesarias a quienes los
cultivaban. Debían, pues, extraer la mayor parte de sus alimentos de la horticultura,
de la recogida de frutos, de la pesca, de la caza y de la ganadería. El paisaje cuyas
huellas se descubren en la Europa bárbara responde indudablemente a un sistema de
producción más pastoril que agrícola. Sabemos que la ganadería estaba mezclada y
que la proporción de las diferentes especies animales variaba de acuerdo con las
aptitudes naturales. Los bueyes y las vacas eran más numerosos en las zonas donde
predominaba la hierba en la vegetación natural: en el territorio de una pequeña aldea
de Germania a orillas del Mar del Norte, que estuvo ocupada entre los siglos VI y X,
los esqueletos de animales se distribuyen de la siguiente manera: ganado bovino, 65
por 100; ovino, 25 por 100: porcino, 10 por 100. No obstante, de una manera general,
y puesto que en casi todas partes el bosque de encinas y de hayas constituía el
elemento principal del paisaje, la cría del cerdo era el gran suministrador de los
alimentos cárnicos: en el título II de la ley sálica dieciséis artículos tratan de los robos
de cerdos, y precisan minuciosamente, según la edad y el sexo del animal, la tarifa de
indemnización; los bosques ingleses se hallan cubiertos de denns, es decir, de
instalaciones dedicadas a la ceba de los cerdos.
La asociación íntima de la ganadería y de la agricultura, la compenetración del
campo de labor y del espacio pastoril, boscoso y herbáceo, es sin duda el rasgo que
más claramente diferencia el sistema agrario «bárbaro» del sistema romano, en el que
el ager y el saltus aparecen disociados. Sin embargo, la distinción entre los dos
sistemas se hallaba durante la Alta Edad Media en proceso de progresiva atenuación.
Porque, por una parte, en su conjunto, el mundo romano volvía a la barbarie; porque,
por otro lado, el mundo bárbaro se civilizaba; porque tal vez la penetración del
cristianismo destruía lentamente los tabúes paganos que se oponían a la roturación de
los bosques; porque seguramente los hombres salvajes se acostumbraban poco a poco
a comer pan y a beber vino. En el corazón de los bosques alemanes el estudio del
polen de las turberas demuestra en los siglos VI y VII, pese a los brotes de peste y a
todas las mortalidades, el avance lento pero continuo de los cereales a expensas de los
árboles y del matorral. Tácito se había extrañado de que los germanos de su tiempo
«no exigían a la tierra más que cosechas» y no plantaban viñas; ahora bien, éstas
reciben ya una protección especial en el código penal de la ley sálica, y cuando, en el
siglo VII, algunos grandes propietarios germánicos se deshacen de su dominio a
cambio de una renta vitalicia en alimentos, exigen del beneficiario fuertes entregas de
vino.
De la fusión de estos dos sistemas de producción nació finalmente el que
caracteriza al Occidente medieval, y la fusión fue sin duda más precoz y más
rápidamente fecunda en las regiones en las que se daba un contacto más estrecho

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entre ambas civilizaciones: en el corazón de la Galia franca, es decir, en la cuenca
parisina. En ella subsistían amplios espacios forestales: los grandes dominios cuya
estructura descubren en los siglos VI y VII los testamentos de los obispos de Le Mans
estaban en gran parte cubiertos por bosques y eriales. Pero los espacios ocupados por
la vegetación natural y destinados a ser explotados al modo germánico estaban
próximos a «llanuras» con zonas roturadas desde antiguo y en las que se habían
implantado las prácticas agrícolas de Roma. Los primeros documentos
verdaderamente explícitos que revelan los procedimientos aplicados a la explotación
rural —las guías de administración y los inventarios de dominios redactados por
orden de los soberanos carolingios de fines del siglo VIII y comienzos del IX— se
refieren precisamente a regiones de confluencia de ambos sistemas. En este punto de
equilibrio entre la inmadurez del mundo campesino primitivo y la degradación de los
campos del sur, en tierras relativamente favorecidas por las influencias climáticas y
por la calidad de los suelos, los documentos nos muestran empresas de producción
dirigidas por los agentes del rey y por los delegados de los grandes monasterios, es
decir, explotaciones piloto, sin duda las más cuidadosamente atendidas. Podemos
servirnos de las enseñanzas de estos textos para intentar apreciar lo que era entonces,
en el mejor de los casos, la productividad del trabajo rural.
Entre estos documentos, aquéllos —muy escasos— que no describen propiedades
monásticas, es decir, dominios en los que el régimen alimenticio ritualizado de la
comunidad religiosa obligaba a producir ante todo cereales panificables y vino,
muestran el papel considerable que desempeñaba en la producción la explotación del
saltus. Los artículos del capitular De villis, que se refiere a los dominios del rey,
invitan a quienes los dirigen a ocuparse más de los animales y de la defensa de los
bosques contra la depredación de los roturadores furtivos que de los campos
cultivados. Cuando los pesquisidores que visitaron a fines del siglo VIII el dominio
real de Annappes quisieron evaluar las reservas alimenticias conservadas en los
cilleros y en los graneros hallaron relativamente poco grano, pero gran cantidad de
quesos y de cuartos de cerdo ahumado. Sin embargo, el inventario que realizaron
muestra también que los molinos y cervecerías, talleres de transformación de cereales
construidos por el dueño para sus propias necesidades, pero que, mediante el cobro de
una parte proporcional a la transformada, ponía a disposición de los agricultores de la
vecindad, proporcionaban regularmente grandes cantidades de trigo. Lo que prueba
que, incluso en esta región muy pastoril y aun al nivel de la pequeña explotación
campesina, los campos de cultivo figuraban en el centro del sistema de producción.
Para que las tierras arables fuesen capaces de cumplir su función alimenticia era
necesario mantener su fertilidad dejándolas en reposo periódicamente, abonándolas y
labrándolas. De la eficacia conjunta de estas tres prácticas dependía el rendimiento
del cultivo cerealista. Pero esta eficacia estaba ligada estrechamente a la calidad del
ganado. En efecto, las labores podían ser tanto más frecuentes, y eran tanto más
útiles, cuanto más numerosos y fuertes eran los animales uncidos a los instrumentos

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aratorios; cuanto más importante era el rebaño que pastaba en los barbechos más
reconstituyente era el abono natural; por último, la cantidad de estiércol que podía
extenderse por los campos dependía del número de bueyes y de ovejas estabulados
durante el invierno. La interdependencia de las actividades pastoriles y agrícolas es
en Europa la base del sistema de cultivo tradicional.
Los documentos del siglo VIII no contienen apenas informaciones sobre el ganado.
Y lo poco que dicen nos induce a pensar que los establos de los grandes dominios
estaban mal atendidos. Sin duda los animales criados en las explotaciones campesinas
dependientes contribuían a revigorizar las tierras del señor: este ganado pastaba en
sus barbechos, era utilizado para el trabajo de sus campos; pese a todo, la impresión
dominante es de clara insuficiencia de la cabaña. Es explicable. En esta civilización
primitiva los alimentos eran raros; los hombres veían en los animales domésticos
competidores que les disputaban los víveres; no comprendían que la escasez y la
debilidad del ganado eran de hecho culpables de las deficiencias de la producción
agrícola, es decir, de la penuria de las subsistencias; no se decidían a conceder mayor
importancia a la cría de ganado de tiro. Y en consecuencia, la tierra estaba mal
trabajada. Esto puede verse en los inventarios de los grandes dominios carolingios y
en lo que dicen referente a las sernas efectuadas en los campos señoriales: en el
otoño, la siembra del trigo, del centeno o de la escanda era preparada por dos labores
sucesivas; una tercera vuelta a la tierra precedía en primavera a la siembra de la
avena. Era demasiado poco para preparar convenientemente el suelo, dado el carácter
rudimentario del arado y la escasa potencia de los bueyes. Equipos de trabajadores
manuales debían completar la acción de los arados con un verdadero trabajo de
jardinería: una vez al año los campesinos que dependían de la abadía de Werden iban,
antes del paso de los labradores, a cavar con azada una parte del campo señorial. La
importancia considerable de las prestaciones manuales entre las obligaciones
impuestas a los colonos de los grandes dominios puede ser considerada como un
paliativo de la insuficiente eficacia del laboreo. Pero también los hombres eran
escasos. La falta de mano de obra, la precariedad del equipo técnico, hacían
imposible reconstituir mediante el trabajo, en la medida en que hubiera sido
necesaria, la fecundidad del suelo.
Esto obligaba a no pedirle demasiado, a dejarle grandes descansos y a no poner en
cultivo cada año más que una parte limitada del espacio arable. Las observaciones de
los pesquisidores encargados de trazar el estado de las explotaciones agrícolas apenas
dicen nada sobre los ritmos de rotación de los cultivos. Es seguro que en el siglo IX,
en los grandes dominios de la cuenca parisina, se sembraban cereales de primavera, y
accesoriamente leguminosas, en los campos que el año anterior habían producido
cereales de invierno. Las tierras de la abadía de Saint-Amand se hallaban,
consecuentemente, divididas en tres partes iguales; cada año sólo un tercio del área
cultivada era dejada en barbecho y reservada, según parece, al apacentamiento del
ganado; una rotación trienal semejante se aplicaba, según todas las apariencias, en los

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señoríos monásticos de los alrededores de París. Sin embargo, y sin duda porque los
rebaños que pastaban en los campos dejados en erial, entre las barreras temporales
que les prohibían el acceso a las parcelas sembradas, eran excesivamente poco
numerosos para que el barbecho fuera verdaderamente fecundo, es de suponer que, de
ordinario, la cosecha de cereales de primavera era muy inferior a la de cereales de
invierno, y que a menudo los campos permanecían incultos durante varios años
consecutivos: las tierras de la abadía flamenca de Saint-Pierre-au-Mont-Blandin no
daban cosecha más que un año de cada tres. Las insuficiencias de los útiles de trabajo
y de la ganadería obligaban por consiguiente a extender desmesuradamente el espacio
agrícola.
Por último, la aportación de abono animal parece haber sido extremadamente
reducida. Los monjes de la abadía de Staffelsee, en Baviera, obligaban a sus colonos
a cubrir regularmente de estiércol los campos señoriales, pero en proporciones
irrisorias: sólo el 0,50 por 100 de la tierra señorial se beneficiaba de esta proporción.
Los demás inventarios, aun cuando enumeran minuciosamente las obligaciones de los
campesinos, ni siquiera aluden a este servicio. Es lícito, por tanto, pensar que el
abono no desempeñaba ningún papel en las prácticas agrícolas de la época: el escaso
estiércol recogido en establos débilmente provistos estaba reservado al exigente suelo
de los huertos y de las plantaciones de viñas. En algunas regiones se recurría al abono
vegetal. La arqueología revela la existencia, en los Países Bajos y en Westfalia, de
antiguos campos cuyo suelo fue completamente transformado y mejorado por la
introducción, durante siglos y desde los comienzos de la Alta Edad Media, de capas
de brezo y de placas de humus traídas de los bosques próximos. Pero nada prueba que
tales procedimientos de regeneración edafológica hayan sido ampliamente aplicados.
Laboreo ineficaz, falta de abonos: pese a los prolongados barbechos, las prácticas
utilizadas para estimular la fertilidad de la tierra arable parecen de corto alcance.
Incluso en el siglo IX, cuando el progreso agrícola tenía algún tiempo de existencia, e
incluso en provincias como la Isla de Francia, a la que se puede considerar más
desarrollada que otras, el rendimiento del trabajo agrícola parece, por las razones
apuntadas, haberse mantenido en un nivel muy bajo.
Realmente es difícil apreciar este nivel. Sólo un documento nos proporciona
sobre ese punto datos numéricos, cuya interpretación es, además, muy delicada: se
trata del inventario del dominio real de Annappes. En él se calculan, por un lado, las
cantidades de grano conservadas en los graneros en el momento de la encuesta —es
decir, durante el invierno, entre las siembras de otoño y las de primavera—, y por otra
parte, se hace una estimación de las cantidades sembradas. La comparación entre las
dos series de cifras conservadas muestra que, en la explotación central, había sido
necesario dedicar a simiente el 54 por 100 de la cosecha procedente de la escanda, el
60 por 100 de la de trigo, el 62 por 100 de la de cebada y la totalidad de la de
centeno. Dicho de otro modo, los rendimientos de estos cuatro cereales habían sido
respectivamente, el año en cuestión, de 1,8 por 1, 1,7, 1,6 y 1 por 1, es decir, nulo.

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Estas tasas son tan bajas que muchos historiadores se han negado a admitir que sean
reales. Sin embargo, hay que hacer notar que el año en el que se realizó el inventario
la cosecha había sido mala, por lo menos peor que la del año precedente, de la que se
conservaban importantes cantidades de cebada y de escanda. Por otra parte, la
productividad había sido ligeramente más elevada en las explotaciones dependientes
de la corte central, en las que el rendimiento de la cebada llega a alcanzar el 2,2 por 1.
En cualquier caso, es evidente que rendimientos de este nivel, es decir, situados entre
el 1,6 y el 2,2 por 1, distan mucho de ser excepcionales en la agricultura antigua:
tasas semejantes se conocen para el siglo XIV en Polonia e incluso en algunas tierras
de Normandía que no eran especialmente malas. Por último, otros indicios dispersos
en las fuentes escritas de la época carolingia nos inducen a pensar que los grandes
terratenientes no esperaban de su dominio una productividad más elevada. El
monasterio lombardo de Santa Giulia de Brescia, que consumía cada año unas 9000
medidas de trigo, hacía sembrar 6000 para cubrir sus necesidades —es decir, que el
rendimiento normal se calculaba en 1,5 por 1. En uno de los dominios de la abadía
parisina de Saint-Germain-des-Prés donde habían sido sembradas 400 medidas de
cereal en los campos señoriales, las sernas de trilla estaban calculadas para una
cosecha de 650 medidas; el rendimiento previsto se situaba en este caso alrededor del
1,6 por 1. Retengamos por consiguiente la imagen, insegura pero probablemente
justa, de un cultivo cerealista muy difundido, pero extraordinariamente extensivo,
muy exigente en mano de obra y pese a todo muy poco productivo. Obligados a
reservar para la futura simiente una parte de la cosecha, cuando menos igual a la que
necesitaban para alimentarse— y esta parte se la disputaban durante todo el año los
roedores y en parte se pudría —, bajo la amenaza de ver este débil sobrante reducirse
sensiblemente cuando el tiempo de otoño o el de primavera habían sido demasiado
húmedos, los hombres de Europa vivían con la obsesión del hambre.
Pese al constante recurso a la explotación depredativa de la naturaleza salvaje,
pese a la ayuda considerable de los productos ganaderos y hortícolas, la
productividad irrisoria del trabajo agrícola explica la presencia permanente de la
escasez, más opresiva tal vez en las provincias en que los hombres habían adoptado el
hábito de alimentarse fundamentalmente de pan: Gregorio de Tours describe, en la
parte más civilizada de la Galia, gentes que se empeñaban en hacer pan con cualquier
producto: «con semillas de uva, con flores de nogal e incluso con raíces de helecho»,
y cuyo vientre se hinchaba desmesuradamente porque se habían visto obligados a
comer la hierba de los campos. El bajo nivel de los rendimientos cerealísticos explica
la poca vitalidad de una población ya muy escasa. Los más claros testimonios sobre
las deficiencias biológicas de la población provienen de las sepulturas. Hasta la
actualidad, las observaciones más ricas y más ilustrativas sobre este aspecto proceden
del estudio de los cementerios húngaros de los siglos X y XI[3]. Pero no es demasiado
expuesto suponer que las condiciones de existencia no eran mejores en los siglos VII y
VIII en la mayor parte de las regiones situadas más al occidente de Europa. Lo más

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chocante de estas observaciones es la gravedad de la mortalidad infantil. Representa
cerca del 40 por 100 del conjunto: de cada cinco difuntos uno ha muerto en edad
inferior a un año, dos antes de los catorce. Entre los adultos la muerte golpeaba sobre
todo a madres muy jóvenes, de manera que la tasa de fertilidad se sitúa en 0,22 para
las mujeres fallecidas antes de los veinte años, en 1 para las mujeres muertas entre
veinte y treinta, y en 2,8 para las que sobrevivieron hasta el final del período de
procreación. Se aprecia cuán reducido era el margen de crecimiento demográfico en
estas sociedades. No obstante lo afirmado, en los cementerios húngaros se encuentran
tumbas en las que la proporción de esqueletos infantiles es menor: son los
cementerios de los más ricos. En el siglo VII, ciertamente existían todavía en las zonas
más salvajes de Europa, en el este, en el norte, en el oeste lejanos algunos pueblos de
cazadores o de pescadores que ignoraban toda diferenciación económica entre los
grupos de parentesco. Pero se puede pensar que no eran sino zonas residuales en
proceso de rápida absorción. En todas partes —y éste es el más profundo resorte del
crecimiento— una clase de señores explotaba a los campesinos, los obligaba, por su
sola presencia, a reducir el amplio tiempo de ocio propio de las economías primitivas,
a luchar con más encarnizamiento contra la naturaleza, a producir, dentro de su
profunda indigencia, algunos excedentes destinados a la casa de los señores.

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2. LAS ESTRUCTURAS SOCIALES

Ni la sociedad romana ni las sociedades germánicas eran igualitarias; una y otras


aceptaban la preeminencia de una nobleza: la clase senatorial en el Imperio, la
integrada, en los pueblos bárbaros, por los parientes y compañeros de los jefes de
guerra cuyos linajes, al menos en algunas tribus, aparecían dotados, por la calidad de
su sangre, de privilegios jurídicos y mágicos. Unas y otras practicaban la esclavitud,
y la guerra permanente servía para mantener la fuerza de trabajo de una clase servil
regenerada cada año mediante las razzias dirigidas contra el territorio de los pueblos
vecinos. Las migraciones habían consolidado estas desigualdades al ruralizar a la
aristocracia romana y mezclarla con la nobleza bárbara, con lo que se extendía el
campo de las agresiones militares y, en consecuencia, se revitalizaba la esclavitud:
ésta adquiría una nueva vitalidad en todas las zonas de contacto entre las diversas
etnias y en las márgenes tumultuosas del mundo cristiano. En el seno de este cuerpo
social se distinguían tres posiciones económicas claramente diferenciadas. La de los
esclavos, totalmente cosificados; la de los campesinos libres y, finalmente, la de los
«grandes», dueños del trabajo de los demás y de sus frutos. Todo el movimiento de la
economía, la producción, el consumo, la movilidad de las riquezas, estaba
condicionado por esta configuración.

LOS ESCLAVOS

En la Europa de los siglos VII y VIII, todos los textos que subsisten revelan la
presencia de numerosos hombres y mujeres a los que el vocabulario latino denomina
servas y ancilla o que son conocidos con el sustantivo neutro de mancipium, que
expresa más claramente su situación de objetos. En efecto, son propiedad de un
dueño desde que nacen hasta que mueren, y los hijos concebidos por la mujer esclava
son obligados a vivir en la misma sumisión que ésta hacia el propietario de su madre.
No tienen nada propio. Son instrumentos, útiles dotados de vida a los que el dueño
usa según sus deseos, mantiene si le parece conveniente, de los que es responsable
ante los tribunales, a los que castiga como quiere, a los que vende, compra o regala.
Útiles de valor cuando se hallan en buen estado, pero que parecen tener, en algunas
regiones al menos, un precio relativamente bajo. En Milán, en el año 775, se podía
adquirir un muchacho franco por doce sueldos; un buen caballo costaba quince.
También en las comarcas próximas a zonas agitadas por la guerra era corriente que
los simples campesinos poseyesen estos útiles para todo: en el siglo IX, el

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administrador de un dominio perteneciente a la abadía flamenca de Saint-Bertin, que
cultivaba en propiedad veinticinco hectáreas de labor, mantenía una docena de
esclavos, y los pequeños campesinos dependientes del señorío del monasterio
austrasiano de Prüm hacían cumplir por sus propios mancipia los servicios de siega
del heno y de recolección a que estaban obligados. No había casa aristocrática, laica o
religiosa, que no dispusiera de un equipo doméstico de condición servil. Algunas
reunían diez personas, como la villa que un obispo de Le Mans legó a su iglesia en el
año 572: un matrimonio con un hijo pequeño, cuatro servidores, dos sirvientas, un
muchacho encargado de guardar en el bosque un rebaño de caballos; tres siglos más
tarde, en Franconia, un pequeño dominio laico figura equipado de un modo similar:
un esclavo, su mujer, sus hijos, su hermano soltero, otro esclavo con sus hermanas,
un muchacho, una niña. Los nombres de estas personas nos hacen pensar que
descendían de cautivos vendidos al menos tres generaciones antes, durante las
guerras de los francos contra sajones y eslavos.
A través de este ejemplo se ve que la población servil se reconstruía al mismo
tiempo por la procreación natural, por la guerra y por el comercio. Las leyes preveían
también que un hombre libre, obligado por la necesidad, decidiese enajenar su
persona o que, en castigo de algún delito, fuera reducido a servidumbre. El
cristianismo no condenaba la esclavitud. No la atacó. Simplemente prohibía, y esta
prohibición no fue más respetada que muchas otras, que se redujese a servidumbre a
los bautizados. Además proponía como una obra piadosa la liberación de los
esclavos, lo que hicieron, entre otros, numerosos obispos merovingios. El resultado
más visible de la impregnación cristiana fue el reconocimiento a los no libres de
derechos familiares. En Italia, la idea de que los esclavos podían contraer matrimonio
legítimamente adquirió fuerza durante el siglo VII; se pasó de la prohibición a la
tolerancia, y después a la reglamentación de la unión entre un esclavo y una mujer
libre. Estos matrimonios mixtos —representativos de la ruptura progresiva de una
segregación— y la práctica de la manumisión hicieron aparecer categorías jurídicas
intermedias entre la libertad completa y su ausencia total. El derecho de la época se
preocupaba de fijar con precisión el valor, la importancia, de las personas para que las
indemnizaciones previstas en caso de agresión fueran claramente establecidas;
detalla, pues, con minuciosidad los diferentes estratos de la jerarquía jurídica: por
ejemplo, el edicto del rey lombardo Rotario, promulgado el año 643, sitúa entre el
libre y el esclavo al liberto y al semilibre. Pero estas personas, pese a no hallarse tan
estrictamente atados por los lazos de la servidumbre, seguían en estrecha dependencia
de un señor que pretendía disponer de sus fuerzas y de sus bienes. La existencia en el
interior del cuerpo social de un número considerable de individuos obligados al
servicium, es decir, a la prestación gratuita de un trabajo definido, y cuya
descendencia y propiedades estaban a disposición de otro, es uno de los rasgos
fundamentales de las estructuras económicas de esta época. Incluso si lentos
movimientos en profundidad preparan ya, pero a muy largo plazo, la integración de la

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población servil en el campesinado libre y tienden, por consiguiente, a modificar
radicalmente la significación económica de la esclavitud.

LOS CAMPESINOS LIBRES

Las reglas jurídicas, los títulos que atribuían a los individuos, mantenían la existencia
de una frontera entre la servidumbre y la libertad. Por ella no se entendía la
independencia personal, sino el hecho de pertenecer al «pueblo», es decir, de
depender de las instituciones públicas. Esta distinción era más clara en los lugares
más primitivos: las sociedades de Germania se basaban en un cuerpo de hombres
libres. El derecho de llevar armas, de seguir al jefe de guerra en las expediciones
emprendidas cada primavera y, por tanto, de participar en los eventuales beneficios
de estas agresiones, eran la expresión esencial de la libertad, que implicaba además la
obligación de reunirse periódicamente para decidir el derecho, para hacer justicia.
Finalmente, la libertad autorizaba a explotar colectivamente las partes incultas del
territorio, a decidir sobre la aceptación de nuevos miembros en la comunidad de
«vecinos» o a negarles la entrada. En las provincias romanizadas la libertad
campesina era menos consistente y no excluía la sumisión a formas estrictas de
explotación económica. No alcanzaba toda su fuerza si no estaba unida a la propiedad
del suelo. Pero una gran parte de los campesinos, si no la mayoría, eran «colonos»
que cultivaban tierras ajenas. Considerados libres, de hecho eran prisioneros de una
red de servicios que limitaban extraordinariamente su independencia. Para los
rústicos, las obligaciones militares se habían transformado en el deber de contribuir al
aprovisionamiento de los ejércitos de profesionales. El límite entre la libertad y las
formas atenuadas de servidumbre era, por tanto, muy borroso y estas condiciones
preparaban su progresiva desaparición. Sin embargo, la degradación de la libertad no
era total. Subsistían, especialmente en Galia, campesinos verdaderamente libres, los
que poblaban los vici, los que poseían derecho de disfrute de las tierras comunes que
los textos borgoñones llaman todavía en los siglos X y XI la terra francorum.
Las fuentes históricas no son muy prolijas sobre este grupo fundamental de la
sociedad rural. Casi todos los documentos se refieren al señorío y hablan tanto menos
de los hombres cuanto más independientes son. Y sin embargo la célula base de la
producción agrícola se sitúa en este nivel, el del equipo de trabajadores unido por
lazos de sangre y dedicado a poner en valor la tierra heredada de los antepasados. Es
difícil discernir las estructuras de la familia campesina. Las indicaciones más
explícitas proceden una vez más de la época carolingia: en la descripción de los
grandes dominios se enumeran a menudo y de forma cuidadosa todas las personas

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establecidas en cada una de las pequeñas explotaciones sometidas a la autoridad del
señor.
La imagen que sugieren estas descripciones es la de un grupo de parentesco
reducido al padre, la madre y los hijos; los hermanos o hermanas no casados forman a
veces parte del grupo, pero no parece que se integren en él parientes más lejanos, y
los hijos, cuando se casan, constituyen la mayor parte de las veces un nuevo hogar.
No es seguro que la estructura de la familia haya sido la misma en las explotaciones
campesinas no incluidas en el marco del señorío. Se perciben algunas, que acaban de
ser integradas en el patrimonio de un monasterio y que, en virtud de este hecho, son
descritas en los inventarios; en estas células agrícolas viven a veces reunidas varias
parejas y sus hijos, es decir, cerca de una veintena de personas. Además, es sabido
que los matrimonios campesinos disponían en ocasiones de siervos domésticos que
incrementaban el número de personas de la familia. De cualquier forma, no parece
posible imaginar la existencia en esta época de grupos numerosos de aspecto
patriarcal. Por sus dimensiones, los hogares campesinos diferían sin duda muy poco
de los que pueden verse todavía hoy en los campos de Europa donde se conservan
estructuras rurales tradicionales. Un capitular de Carlomagno fechado en el año 789
nos permite entrever cómo se repartían los trabajos dentro del grupo familiar: las
mujeres estaban encargadas del trabajo textil: cortar, coser, lavar los vestidos, cardar
la lana, preparar el lino, esquilar las ovejas; a los hombres les incumbía, además de
atender a las supervivencias del servicio de armas y de justicia, el trabajo de los
campos, de las viñas y de los prados, la caza, el acarreo, la roturación, la talla de
piedras, la construcción de casas y empalizadas.
Si nuestras fuentes de información no son demasiado explícitas al referirse a la
familia en sí, al menos nos permiten ver de un modo más claro la forma en que la
comunidad familiar se hallaba enraizada en la tierra, el conjunto de derechos
territoriales a los que dedicaban sus fuerzas y de los que obtenían sus medios de
subsistencia. Pero, en todos los casos, la tierra es vista a través de los ojos de los
dueños, de los jefes, que la consideraban desde el exterior como la base de su poder
de explotar —base concreta, sólida, mucho más estable que los hombres, quienes
parecen estar siempre en movimiento por el azar de las alianzas matrimoniales, de las
migraciones, de las fugas—. La sociedad ha sido claramente consciente del lazo
orgánico que hacía una sola realidad de la familia, del lugar fijo de residencia en el
que sus miembros se reunían alrededor del hogar y reunían sus reservas alimenticias,
de los appendicia, de las dependencias naturales de este refugio, es decir, de los
diversos elementos diseminados por la tierra circundante que proporcionaban al
grupo lo necesario para alimentarse. Este asidero fundamental, este punto clave de
inserción de la población agrícola en el suelo que la alimenta recibe en Inglaterra el
nombre de hide —palabra que Beda el Venerable traduce al latín: terra unius familiae,
«la tierra de una familia»— y en Germania se conoce con la denominación de huba.
En los textos latinos redactados en el centro de la cuenca parisina se emplea por

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primera vez en este sentido, en 639-657, el término mansus, que se extiende poco a
poco hacia Borgoña, las regiones del Mosela, Flandes y Anjou, aunque es raro hasta
mediados del siglo VIII. El vocablo mansus alude ante todo a la residencia. Designa en
primer lugar la parcela cercada, totalmente rodeada de barreras, que delimitan el área
inviolable dentro de la cual la familia se encuentra en su casa, con su ganado y sus
provisiones. Pero la palabra, igual que hide o que huba, llega a designar el conjunto
de los bienes situados alrededor de esta parcela habitada, todos los anejos esparcidos
por la zona de huertos, de campos permanentes, de pastos y de eriales que ya no
pertenecen a la familia, pero sobre los que tiene un derecho de uso[4]. Se llega incluso
a atribuir al manso un valor tradicional, a utilizarlo como una medida que define la
extensión de tierra necesaria para el mantenimiento de un hogar. Se habla así de la
hide o de la huba como de la «tierra de un arado», por la que entendemos la
superficie arable que normalmente podía labrar en un año una yunta, es decir, ciento
veinte acres, ciento veinte «jornales», ciento veinte días de trabajo aratorio repartidos
entre las tres «estaciones» del laboreo. La estructura de la explotación de la que se
alimenta la familia campesina varía de acuerdo con los modos de ocupación del
suelo. Los campos que le son adjudicados se hallan a menudo dispersos, en parcelas
que se entremezclan con las dependencias de otros mansos, en las zonas más abiertas
donde las aldeas son compactas; se reúnen en un solo bloque en los pequeños claros
roturados en medio del saltus. Pero nunca tienen existencia sino en relación con el
recinto habitado, del que procede el trabajo que los fertiliza, hacia el que se dirige
todo lo que producen y sobre el que, sean de condición libre o no sus habitantes, la
aristocracia se esfuerza por acentuar su dominio.

LOS SEÑORES

Existen mansos que, por su estructura, son similares a los que ocupan los campesinos,
pero mucho más amplios, mejor construidos, poblados por numerosos esclavos y por
importantes rebaños, cuyos appendicia se extienden considerablemente. En las
regiones que han conservado el uso del vocabulario romano clásico se los conoce
como villae y, de hecho, a menudo se hallan situados en el emplazamiento de una
antigua villa romana. Pertenecen a los «grandes», a los jefes del pueblo y a los
establecimientos eclesiásticos.
En las estructuras políticas creadas después de las migraciones bárbaras, el poder
de mandar, de dirigir el ejército y de administrar la justicia entre la población
corresponde al rey. Este debe su poder al nacimiento, a la sangre de la que procede, y
su carácter dinástico determina en gran parte la posición económica del linaje real. La
herencia favorece la acumulación de riquezas en sus manos, pero como las reglas de

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distribución sucesorial son las mismas en esta familia que en las restantes, y como la
penetración de las costumbres germánicas ha hecho triunfar en todas partes el
principio de una división del patrimonio a partes iguales entre los herederos, esta
fortuna corre el riesgo, al igual que las demás fortunas laicas, de fragmentarse en
cada generación. Pero la fortuna de los reyes es con mucho la más considerable;
múltiples iniciativas contrarrestan sin cesar los efectos de las divisiones sucesorias; la
persona real se halla, por estas dos razones (poder de mando y riqueza), siempre en el
centro de una amplia «casa». La pervivencia de un vocabulario heredado del Bajo
Imperio hace que se designe al conjunto de hombres ligados al soberano por
relaciones domésticas con el nombre de «palacio» (palatium) y sus dimensiones
sobrepasan con mucho a las de las demás «familias» del reino. En él se reúne, además
de los parientes y del cuerpo de servidores, un gran número de jóvenes pertenecientes
a la aristocracia que han venido a completar su educación cerca del rey. Y durante
varios años son «alimentados» en palacio. El soberano está rodeado, además, de una
serie de «amigos», de «fieles» unidos a él por una fidelidad particular que confiere a
estos personajes un «valor» individual excepcional: todas las leyes bárbaras valoran
el precio de su sangre en más que el de la sangre de los simples libres. Algunos de
estos parientes, de estos fieles, son enviados fuera de la corte, distribuidos por el país
para extender la autoridad real. La diseminación de una parte de los miembros de la
familia, el movimiento inverso que le agrega temporalmente una fuerte proporción de
la juventud aristocrática y el juego de las alianzas matrimoniales que trazan alrededor
del palacio una tupida red de lazos de parentesco establecen estrechas relaciones
entre el cortejo del soberano, que reúne permanentemente a varios centenares de
individuos y todos los nobles del reino, a los que el edicto de Rotario llama adelingi.
Formada por elementos diversos cuya fusión se hace cada vez más íntima, en la
que se mezclan los descendientes de los jefes de tribus sometidas a los restos de la
clase senatorial romana, esta nobleza aparece como una emanación de la realeza.
Puede afirmarse que de ella obtiene su riqueza: a través de los regalos que otorga el
soberano, por medio del botín del que una porción mayor a la de los demás es para
los amigos del rey, gracias a los poderes que éste delega en sus «condes», en sus
ealdormen —a los que confía el gobierno, en su nombre, de las provincias—, por las
altas dignidades eclesiásticas que el monarca distribuye.
Integrada en el mundo, establecida en una potencia temporal que todos
consideran conveniente a los servicios de Dios, la Iglesia cristiana ha ocupado un
lugar entre los grandes. Está arraigada, afirmada. En torno a las catedrales, en los
monasterios viven también «familias» extensas que disfrutan colectivamente de una
fortuna amplia y estable. Los patrimonios eclesiásticos no cesan de enriquecerse
gracias a un fuerte movimiento de donaciones piadosas. A través de estos donativos
se constituyó, por ejemplo, en menos de tres cuartos de siglo, la enorme fortuna
territorial de la abadía de Fontenelle, fundada en Normandía en el año 645. Las
limosnas proceden ante todo de los reyes y de los nobles, pero también, en lotes

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minúsculos, de la gente pobre, según puede verse en las noticias de los libri
traditionum, de los libros en los que se registraron las adquisiciones de los
monasterios de Germania meridional y que proporcionan el más claro testimonio del
mantenimiento tenaz en el siglo VIII de una propiedad campesina. El acrecentamiento
constante de la riqueza eclesiástica es un fenómeno económico de primera magnitud
sobre el que nos ilustran las fuentes escritas mejor que sobre los demás.
La aristocracia influye en la economía general ante todo por medio del poder que
tiene sobre la tierra. Este poder es sin duda menos absoluto de lo que parece a través
de una documentación que sólo menciona a los pobres cuando de alguna forma se
hallan bajo el dominio de los ricos. Pero, indudablemente, este poder es inmenso. Los
contornos de los grandes patrimonios son muy difíciles de delimitar con anterioridad
a los últimos años del siglo VIII, es decir, antes del renacimiento de la escritura en la
época carolingia. Es obligado contentarse con leves indicios, dispersos en las leyes,
en los muy escasos testamentos —que en su totalidad proceden de los obispos—, en
los documentos que se conservan en algunos establecimientos eclesiásticos y que
mencionan las posesiones de los laicos sólo cuando se incorporan a la fortuna de la
Iglesia. Los límites de estos patrimonios son por otra parte de una gran movilidad.
Los de los laicos se disgregan y se reconstituyen sin cesar por el mecanismo de las
limosnas, de los favores del rey o de la Iglesia, de los castigos y de las usurpaciones,
de los matrimonios y de las divisiones sucesorias, cuyas reglas varían de acuerdo con
las costumbres de los diferentes pueblos. Intervienen también para modificar
constantemente la posición de las fortunas aristocráticas el progreso mismo de la
civilización, la implantación de la Iglesia cristiana en regiones de las que estaba
ausente, el lento incremento de la producción en las comarcas más salvajes, que hace
poco a poco a las tribus más miserables capaces de soportar el peso de una nobleza.
Pero si los contornos del patrimonio son inaprehensibles debido a su fluidez, resulta
aún más difícil conocer su estructura interna. Y apenas podemos intuir cómo los
grandes obtenían beneficios de sus derechos sobre la tierra.
En el siglo VII, la existencia de grandes dominios está atestiguada en todas las
provincias que no han caído en una total oscuridad documental: en Galia por las
donaciones testamentarias de los obispos merovingios, en Inglaterra por los artículos
de las leyes del rey Ine que colocan bajo el control real las relaciones entre señores y
colonos, en Germania por las leyes de alamanes y bávaros que regulan las
obligaciones de los campesinos sometidos, en la Italia lombarda por la clasificación
que establece entre los trabajadores de las grandes explotaciones rurales el edicto del
rey Rotario. Los países latinizados utilizan varias palabras para designar a estos
grandes conjuntos territoriales, fundus, praedium y más corrientemente villa. Los
grandes dominios se extienden a veces por un territorio homogéneo, de una extensión
de millares de hectáreas, como la villa de Treson en Maine, cuyos límites nos
proporciona el testamento del obispo Domnole; generalmente son de dimensiones
más reducidas, y los textos latinos emplean diminutivos para designarlos; hablan de

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locellum, de mansionile, de villare; algunos, disgregados por las donaciones o por las
divisiones sucesorias, aparecen en forma de fragmentos, de «porciones», de «partes»;
otros están formados por múltiples islotes diseminados entre diferentes tierras o
repartidos por las franjas avanzadas del poblamiento. Ninguno se halla totalmente
cultivado. La diversidad de su consistencia depende de su propia historia —los
grandes dominios compactos, en poder de los reyes y de las familias de vieja
aristocracia, parecen a menudo, en Galia por ejemplo, sucesores de los latifundia de
Roma—, así como de la disposición del paisaje natural: en las regiones de la actual
Bélgica, las villae más amplias se hallan en zonas de suelo propicio,
considerablemente roturadas en época romana, mientras que en las tierras menos
fértiles las unidades señoriales, reducidas por la dificultad de la explotación y por la
débil densidad de la ocupación humana, ocupan espacios mucho más reducidos.
Estas grandes concentraciones de tierra son ante todo objeto de una explotación
directa. La gestión señorial se basa en el empleo de grupos de esclavos reforzados de
vez en cuando, cuando la tarea es urgente, por mano de obra auxiliar, como son
obreros, por ejemplo, a los que un pasaje de Gregorio de Tours muestra en el trabajo
durante la recolección en los campos de un noble de Auvernia. No hay una gran
explotación en la que no esté atestiguada la presencia de domésticos de condición
servil, y en muchas los esclavos mantenidos en la casa del señor son los únicos
trabajadores. Sin embargo, y el caso es más frecuente en las regiones más
evolucionadas, se descubren villae cuya tierra no es trabajada sólo por los servidores
de la casa. Por un lado, se halla dividida en mansos, en explotaciones satélites
concedidas a familias campesinas[5]. Así, cerca de la villa de Treson, en la que sólo
trabajaban esclavos, otro dominio, también provisto de un equipo servil, contaba
entre su personal de explotación con diez campesinos designados con el nombre de
coloni.
El término procede del vocabulario romano: designa a hombres que no son
dueños de la tierra que cultivan, pero que jurídicamente, ante los tribunales públicos,
conservan su libertad. De hecho, el uso en los documentos de la época de la expresión
colonica para calificar a los mansos englobados en la villa expresa la filiación que
relaciona este modo de explotación con el colonato del Bajo Imperio. Sin embargo,
estos «mansos», como se les comienza a llamar en el siglo VII en la región de París,
no están poblados sólo por hombres libres. Algunos están ocupados por esclavos a los
que el edicto de Rotario llama servi massarii, es decir, establecidos en una
explotación autónoma. Desde el 581, se halla entre los legados de un obispo de Le
Mans una colonica, una explotación de colono que es dada «con dos esclavos:
Waldard con su mujer y con sus hijos, que residen en ella». La aparición y la
multiplicación de las explotaciones campesinas en el siglo VII son, pues, igualmente
el resultado de una innovación de extraordinario alcance: una manera nueva de
utilizar la mano de obra servil. Parece que los grandes propietarios hayan descubierto
en esta época que era beneficioso casar a algunos de sus esclavos, situarlos en un

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manso, encargarles el cultivo de las tierras colindantes y hacerlos responsables del
mantenimiento de su familia. El procedimiento descargaba al dueño, al reducir los
gastos de mantenimiento de la domesticidad; estimulaba el celo en el trabajo del
equipo servil y acrecentaba su productividad; acrecentaba también su renovación,
puesto que confiaba a los matrimonios de esclavos el cuidado de criar a sus hijos
hasta que estuviesen en edad de trabajar. Esta última ventaja se convirtió, sin duda,
poco a poco, en la más evidente. Parece en efecto que el número de esclavos haya
disminuido en la mayor parte de los mercados de Europa occidental a lo largo de los
tiempos merovingios y carolingios. Esta rarefacción procede tal vez de un rigor
progresivo de la moral religiosa hacia la esclavización de los cristianos; con mayor
seguridad es una consecuencia del desarrollo de un tráfico con destino a los países del
Mediterráneo meridional y oriental: la mayor parte de los esclavos obtenidos en la
guerra podían ser vendidos fuera de la cristiandad latina, donde los precios no
cesaban de subir. Hasta el punto de que los propietarios tuvieron interés en organizar
su cría; el sistema más seguro era entonces confiarlos a los padres y para ello sacar a
éstos de la promiscuidad doméstica y dejarlos vivir en su propio hogar.
En el centro de la villa el equipo de los servidores disminuye por tanto al mismo
tiempo que se reduce la extensión de las tierras explotadas directamente y se
incrementa el número de tenentes. Entre ellos abundan los esclavos. De este modo se
inicia una lenta mutación de la esclavitud que la aproxima poco a poco a la condición
de los tenentes libres. Éste es uno de los acontecimientos mayores de la historia del
trabajo, y fue ciertamente un factor decisivo del desarrollo económico. Esta mutación
hizo extenderse desde fines del siglo VI un nuevo tipo de estructura señorial, fundada
sobre la yuxtaposición de una reserva y de mansos, y sobre la participación de éstos
en la puesta en cultivo de aquélla.
En realidad, estamos mal informados sobre los deberes de los trabajadores
dependientes hacia el dueño de su tierra. La costumbre de registrar por escrito estas
obligaciones sólo se mantuvo en las regiones donde las bases de la cultura antigua se
habían deteriorado menos, es decir, en Italia central: se conservan algunos fragmentos
de manuscritos en los que están consignadas las cargas de los mansos. En las
provincias más romanizadas es posible también que haya sobrevivido el uso de
contratos según los cuales la tierra era concedida por un tiempo determinado a
cambio solamente de rentas en especie: todavía en la Auvernia del siglo IX los
colonos, muchos de los cuales son esclavos, sólo están obligados a entregar a la villa
productos de su cosecha; están prácticamente exentos de todo servicio en trabajo.
Más al norte, en cambio, parece que la concesión de una corte haya implicado para el
campesino libre no sólo la entrega de grano, ganado o vino, sino también la puesta de
sus brazos y de sus animales al servicio del dominio para ciertas tareas determinadas,
como reparar los edificios del señor, construir las empalizadas, acarrear las cosechas,
llevar los mensajes y a veces cultivar una parte de los campos señoriales. En los
capítulos LXIV-LXVI de las leyes de Ine se habla de un campesino al que se ha

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concedido, para labrarla, una yard of land; conserva su libertad, pero debe pagar una
renta en especie y hacer una aportación en trabajo cuya importancia viene fijada por
un acuerdo con el poseedor del suelo; si ha recibido de éste una casa y simiente, no
puede abandonar la tierra sin abandonar también la cosecha. La ley de los bávaros,
que fue escrita en 744-748, precisa de esta forma los deberes del colono de la Iglesia:
«Hay el agrarium (es decir, el alquiler de la tierra) según la apreciación del
administrador; que éste vigile para que el colono pague de acuerdo con lo que posee;
dará tres medidas de grano de cada treinta y pagará el derecho de pasto según la
costumbre de la tierra; trabaja, siembra, cerca, recolecta, acarrea y almacena el
producto de las andecingae (es decir, de una parcela designada en la tierra del señor)
de dimensión legal; cerca, guadaña, henifica y transporta una obrada del prado
(señorial); debe reservar dos medidas de simiente para los cereales de primavera,
sembrarlas, segarlas y llevarlas a los cilleros; que entreguen el segundo manojo de
lino, el décimo pote de miel, cuatro pollos, veinte huevos. Facilitarán los caballos de
posta o bien irán personalmente donde se les ordene; harán las sernas[6]
correspondientes al acarreo con su carro hasta en un radio de cincuenta leguas, pero
no más lejos; para reparar las casas del señor, el henil, el granero y la empalizada, se
les señalarán tareas razonables[7]». Además de aproximadamente el diezmo de su
producción, el señor exige a los colonos libres que proporcionen a los domésticos del
dominio un refuerzo regular, que es considerable. Lo que espera de los esclavos a los
que ha situado en sus cortes es más importante aún, y sobre todo está menos
claramente definido. Interroguemos esta vez a la ley de los alamanes, redactada en
717-719, y cuyo texto es además similar al de la ley de los bávaros: «Los esclavos de
la Iglesia pagarán su tributo conforme a la ley: quince medidas de cerveza, un cerdo
que valga un tercio de sueldo, dos medidas de pan (obsérvese que las entregas de
cerveza o de pan se refieren a cereales que han sido ya elaborados para su consumo
en la casa del esclavo), cinco gallinas y veinte huevos. Las mujeres esclavas harán
diligentemente los trabajos que se les designen. Los varones harán la serna de labor,
la mitad para ellos y la mitad en la reserva, y si sobra (tiempo), que hagan como los
esclavos eclesiásticos: tres días para ellos y tres días en la reserva[8]». Los esclavos
colonos, según esta ley, permanecían integrados la mitad del tiempo en la
domesticidad de los grandes.
Estos poseen muy amplias porciones del espacio alimenticio; la mayor parte de
los esclavos les pertenecen; un gran número de campesinos libres les deben el recinto
en el que viven, los campos que cultivan y el derecho de recorrer los bosques y los
eriales. Esto permite a la aristocracia apropiarse de una gran parte de las fuerzas de
esta población famélica y extraer para su uso una porción de los escasos excedentes
de las pequeñas explotaciones. A través de los derechos sobre la tierra, los reyes, sus
amigos, los nobles, el clero de las catedrales y los monasterios acumulan en sus
graneros, en sus bodegas y en sus cilleros una proporción considerable de lo que
produce este campo salvaje e ingrato y este campesinado despojado. Además, la

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aristocracia dispone de una autoridad que refuerza singularmente su poder económico
y que lo extiende más allá de los límites de sus propiedades. Legítimamente esta
autoridad corresponde enteramente al rey. Deriva de su función militar y del poder
mágico que sus antepasados le han legado, aun cuando él la considere como una
posesión privada, como un elemento de su patrimonio que, en consecuencia, explota
a su aire, tan libremente como su tierra. Como jefe de guerra, tiene derecho a la parte
más importante del botín reunido durante las expediciones de saqueo; como señor de
la paz, es la fuente de la justicia: los hombres libres —y solamente ellos, puesto que
los esclavos son castigados por su propio señor— que, por cualquier delito, han
quebrantado la paz pública deben reparar el daño causado por este hecho al soberano,
comprar su clemencia, pagar para ello una de las multas cuyas tarifas fijan
minuciosamente las leyes bárbaras e incluso, si la falta es extraordinariamente grave,
entregar al rey toda su fortuna y hasta su persona. Todo el espacio del reino es, por
otra parte, un bien personal del rey, es decir, que toda tierra que no es propiedad de
nadie le pertenece y que cualquiera que ponga en explotación tierras no apropiadas le
debe algo en principio. Del sistema fiscal del Imperio romano subsisten algunos
restos que han hecho suyos los jefes bárbaros, y en particular un conjunto de tasas
sobre la circulación de los productos, los «peajes» cobrados a la entrada de las
ciudades y en el curso de los ríos. En las principales reuniones de la corte, los grandes
no se presentan sin llevar regalos. El pueblo, por último, asegura el mantenimiento,
durante los desplazamientos de la casa real, del rey y de todo su séquito: los hombres
libres anglosajones, los ceorls, se asocian por grupos de aldeas para aportar lo que se
llama la feorm: alimentos para el soberano y para su escolta durante veinticuatro
horas. De este modo, lo que los textos latinos llaman en algunas regiones el bannum,
la misión de mantener el orden, el derecho de mandar y de castigar, se halla en la
base de importantes movilizaciones de riqueza y legitima nuevas punciones en los
recursos del campesinado. Y como la realeza es pródiga por su propia naturaleza,
como el rey abandona una amplia parte de sus prerrogativas en manos de quienes le
sirven, de los que ama o de los que teme, como, en un país dividido por tantos
obstáculos naturales y por la extrema dispersión del poblamiento, el soberano no se
halla en disposición la mayor parte del tiempo de hacer uso personalmente de sus
poderes, a menudo son los jefes locales, los señores de las grandes villae cuyos
graneros rebosan en medio de la común penuria, quienes, ayudados por grupos de
servidores armados, ejercen cada día el poder de la forma más eficaz, y obtienen los
beneficios que de él derivan. De hecho, la tendencia parece ser, durante esta época
oscura, el reforzamiento progresivo de la aristocracia por la lenta maduración de lo
que constituye el marco dominante de la economía medieval: el señorío.
La presión de los grandes parece, en efecto, hacerse más fuerte y de modo más
precoz sin duda en las regiones más evolucionadas. Hasta el punto de que, desde los
siglos VII y VIII, la independencia campesina aparece como una estructura residual,
como la supervivencia de un estado social sobre el que antiguamente se habían

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basado las instituciones políticas del mundo clásico y que durante algún tiempo se
mantiene vigoroso entre las tribus más salvajes, pero al que el progreso amenaza en
todas partes.
En la Germania primitiva, el hombre libre era ante todo un combatiente, llamado
a realizar en primavera actividades militares de escaso radio de acción; estas
expediciones, encaminadas especialmente a obtener un botín, se sitúan entre las
actividades de las que dependía normalmente la subsistencia del grupo; procuraban,
como la recogida de frutos y la caza, un complemento alimenticio.
Los inconvenientes de esta movilización estacional eran mínimos en una sociedad
de esclavos y de cultivadores itinerantes en la que la parte propiamente agrícola era
reducida. Se agravaron cuando los campos permanentes adquirieron mayor
importancia, cuando la zona de operaciones guerreras tendió a alejarse al integrarse
las tribus en una formación política más extensa, cuando las técnicas militares se
perfeccionaron y la dirección de la guerra necesitó, para ser eficaz, un equipo menos
rudimentario. Desde entonces, combatir se convirtió en una pesada carga cuya
repercusión, en el momento del año en el que la tierra cultivada exige cuidados
constantes, fue difícilmente soportable para la mayoría de los campesinos. Para
sobrevivir, éstos debieron renunciar al criterio esencial de la libertad, la función
guerrera. Fueron, como lo eran ya los trabajadores rurales en el Estado romano,
desarmados, inermes; se convirtieron en lo que el vocabulario de los documentos
carolingios llama los «pobres». No por ello se dejó de considerar que debían cooperar
en la acción militar, pero su contribución adoptó la forma degradante de un
«servicio», de una contribución. Debieron avituallar a las tropas: para los colonos
dependientes del monasterio de Saint-Germain-des-Prés, el hostilicium, es decir, la
antigua obligación de combatir, no se distinguía a principios del siglo IX de las
contribuciones y sernas impuestas a cada manso. Esta evolución se tradujo, pues, en
una disminución de la distancia que separaba a los campesinos libres de los que no lo
eran, y en la institucionalización de un impuesto sobre las cosechas y sobre las
fuerzas de las pequeñas explotaciones que aún no estaban englobadas en ningún
dominio, exigencia tanto más grave cuanto que ordinariamente el gran propietario
local fue el encargado de controlar el cumplimiento de este servicio.
Agobiados no solamente por la hostilidad de la naturaleza, sino por estas
obligaciones, muchos «pobres» buscaron entonces el patrocinio de un poderoso que
pudiera protegerles o simplemente alimentarlos. El texto de los formularios
merovingios es ilustrador en este punto: «Como es de todos sabido que no tengo con
qué alimentarme ni vestirme, he solicitado de vuestra piedad, y vuestra voluntad me
lo ha concedido, poder entregarme o confiarme a vuestra protección. Lo hago con las
condiciones siguientes: debéis ayudarme y sostenerme, tanto para el alimento como
para el vestido, según yo pueda serviros y merecerlo. Mientras viva, os deberé el
servicio y la obediencia compatibles con la libertad, y no tendré en toda mi vida el
derecho de sustraerme a vuestro poder o protección[9]». De esta manera, un nuevo

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dependiente, con toda la tierra que poseía, y sin duda con toda su familia, se
incorporaba al gran dominio. A veces también la piedad, la preocupación por
asegurarse los favores y la protección del más allá, impulsaban a los humildes a
renunciar a su independencia y a incorporarse a la familia, a la clientela de un
establecimiento religioso. Con mayor frecuencia fue la miseria, el deseo de eludir el
peso del Estado, de evitar a los recaudadores, o la presión del jefe local lo que, en la
Galia del siglo VII, transformó tantos vici, poblados por hombres libres, en villae,
habitados por colonos.
Añadamos que la realeza, voluntariamente o no, y de forma tanto más fácil cuanto
más extenso era el territorio sometido a su autoridad, delegaba en los grandes su
poder de explotar. La Iglesia se lo pedía para asegurarse la benevolencia del cielo; la
nobleza laica le obligaba a cedérselo porque era preciso hacerle donativos constantes
para que no fuese demasiado turbulenta. Desde el siglo VII los reyes anglosajones
concedieron a los obispos y a los abades la feorm: el derecho de posada y los
servicios de construcción debidos por los ceorls de todo un territorio. Un poco más
tarde comienzan a aparecer en los textos concesiones similares hechas a los señores
laicos, pero es seguro que los favores del soberano a estos últimos fueron incluso
anteriores y más amplios que los otorgados a los eclesiásticos. De esta forma los
derechos reales se integraron en los patrimonios privados, y las exacciones que de
ellos derivaban se mezclaron con las prestaciones exigidas a los colonos del dominio.
En el seno de la costumbre territorial, rápidamente se produjo la confusión entre las
cargas de origen público y las rentas debidas por el alquiler de la tierra: la entrega de
víveres realizada en virtud de la feorm se transformó rápidamente en servicios en
trabajo, en prestaciones personales. La noción de servicium, de obsequium, que
expresaba en épocas anteriores las obligaciones específicas de los esclavos y de los
libertos hacia su señor, absorbió todo. Insensiblemente se produjo una sumisión, una
esclavización, de la población, rural. Poco a poco, en toda Europa, se puso en marcha
una relación de dependencia económica muy simple que sometía todos los
«humildes» a los «grandes», todos los «pobres» a los «poderosos», un mecanismo de
explotación que desde entonces dominó todo y cuyos abusos intentaron, sin éxito,
reducir los reyes cuando eran conscientes de su misión. Este mecanismo dirigió
inexorablemente hacia las «casas» de los señores una parte de la producción de los
trabajadores del campo.
La repartición del poder sobre la tierra y sobre los hombres planteaba un
problema de unión entre los lugares de residencia de la aristocracia y los múltiples
claros en los que los campesinos se esforzaban por sacar de la tierra con qué
sobrevivir y con qué satisfacer, además, las exigencias de los señores. El problema
era tanto más grave cuanto que la población era escasa y dispersa y la fortuna de la
aristocracia, de los soberanos, de las iglesias y de las grandes familias se hallaba muy
extendida. En Italia, fieles a la tradición romana, los reyes y la mayor parte de los
nobles lombardos residían todavía en las ciudades; en ellas tenían también su

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residencia los obispos, y en su proximidad inmediata se hallaba la mayor parte de los
monasterios; los principales palacios de los reyes merovingios eran también
residencias urbanas, pero éstos permanecían largas temporadas en sus posesiones
rurales, como Compiègne o Crécy-en-Ponthieu, y en el transcurso del siglo VIII
parece que los soberanos francos dejaron de frecuentar las civitates; el itinerario de
los reyes anglosajones estaba también jalonado de aldeas. Ciertamente, el
desplazamiento periódico era un medio para los jefes y para los grandes de
aprovechar los diversos elementos de su fortuna; les interesaba además manifestar su
presencia aunque nada más fuera para evitar que su autoridad se convirtiera en algo
abstracto, es decir, nulo; en todas las propiedades grandes reservas de provisiones
esperaban el paso del dueño y de su séquito. No imaginemos, sin embargo, un
constante nomadismo. Algunos señores, incluso de los más ricos —era el caso de
todas las comunidades monásticas—, estaban obligados a llevar una vida estable;
otros residían durante algún tiempo en aquéllas de sus casas mejor preparadas, pero
no visitaban cada año todos los dominios dependientes. El poder económico de la
aristocracia y la dispersión de sus bienes territoriales implicaban, pues, el empleo de
métodos de gestión indirecta. Era preciso situar al frente de cada propiedad
responsables encargados de mantenerla en funcionamiento durante el intervalo de las
estancias del señor, de dirigir la explotación, de ejercer los poderes sobre los
domésticos, los colonos, los dependientes, de cobrar las prestaciones, de enviar,
eventualmente, los excedentes de la producción a los lugares de residencia de los
propietarios. La estructura de las fortunas y de la autoridad imponía, pues, la
existencia de poderes económicos intermediarios: los que tenían tantos
administradores mal vigilados, como esos intendentes, los villici a los que se dirige el
conjunto de las recomendaciones contenidas en el capitular De villis. Entre los
trabajadores y los dueños se interponían hombres que a menudo eran esclavos, pero
que se esforzaban por obtener el mayor beneficio personal de su función. El gran
dominio alimentaba a gran número de parásitos.
La situación de los bienes de la aristocracia era igualmente causa de pérdidas al
obligar a constantes traslados de riquezas. Esta necesidad explica el peso enorme de
los servicios de mensajería y de acarreo entre las prestaciones impuestas a los
campesinos dependientes. Una considerable parte de la mano de obra se hallaba
dedicada, a lo largo de los senderos y de las corrientes de agua, a estas tareas de
transporte y de contacto que, en este mundo tan poco poblado y tan mal preparado
para producir, reducían aún más y en forma notable las fuerzas disponibles para el
trabajo de la tierra. Esta situación y el deseo de limitar las pérdidas incitaban a
recurrir en la medida de lo posible a intercambios, a vender en un sitio para comprar
en otro, a utilizar la moneda. El recurso al instrumento monetario era considerado
normal por los administradores de la época. Por ejemplo, la Regla benedictina prevé
sin ninguna reticencia el uso de numerario; establece en los monasterios un cargo
particular, el de camarero, al que corresponde el manejo del dinero y la apertura de la

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economía doméstica hacia el exterior; el capitular De villis aconseja a los
administradores negociar con una parte de la producción de los dominios reales; y a
comienzos del siglo VIII, las abadías del valle del Po, que explotaban olivares en la
región de los lagos y salinas en las lagunas de Commachio, tenían también depósitos
en Pavía, a lo largo del Tesino y hasta su confluencia con el Po, en los que se vendían
a los mercaderes del río los excedentes de la producción del dominio.
Así pues, por el solo hecho de que la producción agrícola estaba bajo el control de
la aristocracia y porque, en el marco de la gran explotación, los consumidores se
hallaban a menudo muy alejados de los productores, los frutos del trabajo campesino
entraban de un modo natural en un cierto comercio.

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3. LAS ACTITUDES MENTALES

Para definir sin demasiada inexactitud el papel del comercio propiamente dicho en la
economía de este tiempo y para conocer los resortes profundos del movimiento de las
riquezas, es preciso adentrarse en el conocimiento de las actitudes mentales. Su
incidencia es tan determinante como la de los factores de la producción o de las
relaciones de fuerza entre los diferentes estratos de la sociedad. Ante todo deben
destacarse dos características de comportamiento fundamentales. En primer lugar,
este mundo salvaje se halla dominado por el hábito del saqueo y por las necesidades
de la oblación. Arrebatar, ofrecer: de estos dos actos complementarios dependen en
gran parte los intercambios de bienes. Una intensa circulación de regalos y
contrarregalos, de prestaciones ceremoniales y sacralizadas, recorre de pies a cabeza
el cuerpo social; las ofrendas destruyen en parte los frutos del trabajo, pero aseguran
una cierta redistribución de la riqueza, y sobre todo procuran a los hombres ventajas
que éstos consideran decisivas: el favor de las fuerzas oscuras que rigen el universo.
En segundo lugar, la Europa de los siglos VII y VIII está fascinada por los recuerdos de
la civilización antigua, cuyas formas materiales no han sido completamente
destruidas y cuyos restos se esfuerza, mal que bien, en reutilizar.

TOMAR, DAR, CONSAGRAR

Hemos dicho en varias ocasiones que la civilización nacida de las grandes


migraciones de pueblos era una civilización de la guerra y de la agresión; que el
estatuto de libertad se definía ante todo como la aptitud para tomar parte en las
expediciones militares; y que la principal misión temporal de la realeza era la
dirección del ejército, es decir, del pueblo en su totalidad reunido para el ataque.
Entre la acción guerrera —de hecho todo lo que llamamos la política— y el saqueo
no existían diferencias. Ph. Grierson llama la atención sobre las leyes de Ine, rey de
Wessex, quien, refiriéndose a los agresores, invita a establecer las siguientes
distinciones: si son menos de siete, son simples ladrones; si son más numerosos,
forman una banda; pero si son más de treinta y cinco, nos encontramos claramente
ante una campaña militar[10]. De hecho, todo extranjero es una presa; pasadas las
fronteras naturales creadas por los pantanos, los bosques y los espacios incultos, el
territorio que ocupa el extraño es un territorio de caza; todos los años, bandas de
jóvenes bajo la dirección de los jefes recorren estas zonas e intentan despojar al
enemigo, cogerle todo lo que puede ser llevado: adornos, armas, ganado y, si es

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posible, hombres, mujeres y niños; la tribu podrá recuperar a sus cautivos mediante el
pago de un rescate, o serán propiedad de su captor. La guerra es la fuente de la
esclavitud; constituye en cualquier caso una actividad económica regular de
importancia considerable, tanto por los beneficios que proporciona como por los
daños que causa a las comunidades rurales, hechos que explican la presencia de
armas en las sepulturas de campesinos, el prestigio del guerrero y su absoluta
superioridad social.
La hostilidad natural entre las etnias no se libera sólo por medio de razzias. Es
también el origen de trasvases regulares y pacíficos de riquezas. El tributo anual no es
sino una recolección de botín codificada, normalizada, en beneficio de un grupo lo
bastante amenazador como para que sus vecinos tengan interés en evitar sus
depredaciones. Esto es lo que hizo durante mucho tiempo Bizancio, que compró la
tranquilidad de sus provincias excéntricas con suntuosos presentes ofrecidos a los
reyes bárbaros; algunos pueblos obtenían por este procedimiento rentas de su poder
militar. Estas rentas no eran en esencia muy diferentes de las imposiciones que los
dueños de las grandes villae cobraban a los campesinos de los alrededores, obligados,
por el solo hecho de su debilidad, a sufrir el patrocinio de los señores. Las rentas o
tributos eran tanto más pesados cuanto mayor era la superioridad militar. A fines del
siglo VI el pueblo franco recibía del lombardo un tributo de 12 000 sueldos de oro; y
el escritor árabe Ibn Rusteh puede afirmar a propósito de los húngaros del siglo IX:
«Dominan a todos los eslavos situados en su vecindad y les imponen un pesado
tributo: los eslavos les están sometidos como si fuesen prisioneros[11]». Cuando se
firmaba la paz entre tribus de fuerzas iguales convenía mantenerla cuidadosamente
mediante regalos mutuos, garantías esenciales de la duración de la paz. ¿Qué es la
paz para el autor de Beowulf? La posibilidad de cambiar regalos entre los pueblos. Un
circuito organizado de ofrendas recíprocas sustituía el arriesgado juego de las
agresiones alternas.
El regalo es, en la estructura de la época, la contrapartida necesaria de la captura;
ningún jefe de guerra guarda para sí el botín ganado en una campaña afortunada. Lo
distribuye, y no solamente entre sus compañeros de armas; las potencias invisibles
reciben una parte. De este modo, por ejemplo, numerosas iglesias de Inglaterra
recibieron una parte de los tesoros que Carlomagno y el ejército franco obtuvieron en
la campaña contra los avaros. La distribución, la consagración, son la condición
esencial del poder: del que el jefe ejerce sobre sus compañeros, y del que los dioses
delegan en él. Son igualmente la condición de una purificación, de un
rejuvenecimiento periódico del grupo social. Tanto como de protegerse de los
agresores, tanto como de servir y de producir, estos hombres, a pesar de la
precariedad de su existencia, se preocupan de ofrecer y de sacrificar. De estos actos
dependen también, a sus ojos, la supervivencia. Porque en todas las sociedades un
gran número de las necesidades que rigen la vida económica son de naturaleza
inmaterial; proceden del respeto a ciertos ritos que implican no sólo la consunción

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aprovechable, sino también la destrucción, aparentemente inútil, de las riquezas
adquiridas. Dado que muchos historiadores de la economía han ignorado la
importancia de este hecho, interesa subrayarlo vigorosamente y citar a uno de los
maestros de la etnología, Marcel Mauss: «En las economías anteriores a la nuestra no
se hallan prácticamente nunca simples intercambios de bienes, de riquezas y de
productos en el curso de un mercado entre individuos. Ante todo, no son los
individuos sino las colectividades las que se obligan mutuamente, intercambian y
contratan […] y en segundo lugar lo que estas comunidades cambian no son
exclusivamente bienes y riquezas, muebles y raíces, cosas útiles económicamente;
son, fundamentalmente, signos corteses, festines, ritos, servicios militares, mujeres,
niños, danzas, fiestas, ferias, de las que el mercado no es sino una parte. Finalmente,
estas prestaciones y contraprestaciones se completan con presentes y regalos,
formalmente voluntarios, aunque en el fondo sean rigurosamente obligatorios bajo
pena de guerra privada o pública».
Una parte considerable de la producción se hallaba, por consiguiente, incluida, en
una amplia circulación de generosidades necesarias: gran número de los censos y
prestaciones que los campesinos no podían dejar de hacer a sus señores recibieron
durante mucho tiempo en el lenguaje corriente el nombre de regalos, eulogiae.
Verosímilmente eran considerados así por unos y por otros. Lo mismo ocurría con el
pago del precio de la sangre, por el que, después de un homicidio, se establecía la paz
entre la familia de la víctima y la del agresor. Lo mismo, con las concesiones de tierra
en «precaria» —es decir, casi gratuitas— que, a menudo contra su voluntad, las
iglesias concedían a los grandes de la vecindad. O con el considerable
desplazamiento de riquezas que lleva consigo todo matrimonio: cuando en el 584 el
rey de los francos Chilperico entregó a su hija, futura esposa del rey de los godos, al
embajador de éste, la reina Fredegunda aportó «una inmensa cantidad de oro, de plata
y de vestidos» y los nobles francos ofrecieron, a su vez, oro, plata, caballos y
joyas[12]: los grandes del reino debían acudir a la corte con las manos llenas; sus
regalos periódicos no eran solamente la manifestación pública de su amistad y
sumisión, sino también una garantía de paz semejante a la obtenida entre los pueblos
por medio del intercambio de presentes. Ofrecidos al soberano, al que cada uno
consideraba el intercesor natural entre el pueblo en su conjunto y las potencias del
más allá, los regalos garantizaban a todos la prosperidad; prometían un suelo
fecundo, cosechas abundantes, el fin de las pestes.
Todas estas ofrendas debían a su vez ser compensadas por las larguezas de
quienes las recibían. Ningún rico podía cerrar su puerta a los pedigüeños, despedir a
los hambrientos que pedían una limosna ante sus graneros, rechazar a los
desgraciados que le ofrecían sus servicios, rehusar alimentarlos y vestirlos, tomarlos
bajo su patrocinio. Una buena parte de los bienes que la posesión de la tierra y la
autoridad sobre los humildes proporcionaban a los señores era de este modo
redistribuida entre los mismos que habían entregado dichos bienes. A través de la

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munificencia de los señores la sociedad realizaba la justicia y suprimía, dentro de una
pobreza generalizada, la indigencia total. Y no solamente los monasterios
organizaban un servicio de ayuda cuyo papel era normalizar la redistribución entre
los pobres. En cuanto a los príncipes, su prestigio estaba en función de su
generosidad: no oprimían —con una avidez que parecía insaciable— sino para dar
más generosamente. No sólo alimentaban en su casa a todos los hijos de sus amigos y
dividían entre sus compañeros de armas los beneficios del pillaje y de los tributos,
sino que al celebrar las grandes asambleas establecían con los grandes que acudían a
su corte una especie de rivalidad para ver quién ofrecía los más hermosos presentes.
Toda reunión alrededor de un soberano se presenta como el momento más importante
de un sistema regular de intercambios gratuitos que se ramifica por todo el cuerpo
social y que hace de la realeza la verdadera reguladora de la economía general. Y
también la principal acumuladora, porque necesita una reserva para poder dar.
Constantemente disminuido por las liberalidades hacia las iglesias, los fieles de la
aristocracia, los rivales que son los demás reyes, continuamente renovado por los
regalos y el botín, el tesoro del soberano es la base de su poder. Debe reunir lo más
fascinante que produzca el mundo material, es decir, el dinero, pero sobre todo el oro
y las piedras preciosas. Los reyes deben vivir rodeados de maravillas, que son la
expresión tangible de su gloria. El tesoro no puede reducirse a un simple
almacenamiento de materias preciosas; conviene mostrarlo en las grandes
ceremonias; es preciso que los jefes del pueblo ordenen los diversos elementos de su
tesoro alrededor de su persona, como una aureola de esplendor. Estos objetos son su
orgullo. Enseñando a Gregorio de Tours las medallas que había recibido del
emperador Tiberio II y una gran bandeja de orfebrería adornada de piedras preciosas,
Chilperico decía: «Lo he hecho para dar relieve y brillo a la nación de los francos…;
si Dios me da vida/haré otras». Todo el pueblo en definitiva, se gloría de las riquezas
que se acumulan en torno a su rey. Es necesario también que las riquezas sean
hermosas, puesto que el tesoro es un adorno de la persona del rey; y esto hace que los
tesoros reales lleven anejo un taller que reúne a los mejores artistas, quienes se
dedican a integrar en una colección coherente los objetos heterogéneos procedentes
de las ofrendas. Estos artistas son ante todo los orfebres, como San Eloy, que sirvió a
Dagoberto. Añaden al precio de las cosas el valor, infinito e inestimable, de su
trabajo. Las cortes, las de París y Soissons en tiempo de los primeros merovingios, la
de Toledo en el siglo VII, la de Pavía bajo el reinado del lombardo Liutprando, son el
punto de concentración de las técnicas artesanales más refinadas; son centros de
creación artística cuyo brillo es tanto más vivo cuanto mayor es el poder del príncipe.
Son centros ampliamente abiertos cuyos productos son difundidos por la generosidad
del soberano, que es el resorte de su prestigio. Cuanto los occidentales sabían de la
gloria de Bizancio dependía en una gran parte de la calidad maravillosa de los objetos
fabricados en las manufacturas imperiales y distribuidos por el Basileus a los jefes
bárbaros para que éstos midiesen toda la extensión de su superioridad. Pero también

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los soberanos de Occidente daban abundantemente, y lo más hermoso que poseían.
Objetos que por su precio y por su perfección formal contrastaban violentamente con
la indigencia del campesinado famélico, dominado, aplastado, cuyo trabajo era, en
última instancia, la fuente de todo el lujo de las cortes.
No imaginemos, sin embargo, que el lujo estuviese reservado a los reyes y a los
grandes, sus fieles. En este mundo tan pobre, los trabajadores más humildes no
ignoraban las fiestas cuyo fin era hacer renacer periódicamente la fraternidad, forzar
la benevolencia de las fuerzas invisibles por medio de la destrucción colectiva, breve
y alegre de las riquezas en el seno de un mundo de privaciones. Tampoco ignoraban
las potationes, las consumiciones rituales de bebidas alcohólicas con las que se
pretendía a la vez entreabrir las puertas de lo ignoto y cimentar la cohesión de los
grupos de defensa mutua. Ni tampoco ignoraban los adornos; se descubren en las
sepulturas más pobres objetos que son la réplica irrisoria de los que adornaban los
cuerpos de los reyes. En la Germania del siglo VII, orfebres y fundidores ambulantes
producían para una clientela rústica fíbulas y hebillas en bronce troquelado cuya
decoración populariza los temas artísticos de los tesoros reales y aristocráticos. En
definitiva, de arriba abajo de la sociedad y hasta en sus más oscuras profundidades,
las creencias, el temor a lo invisible, el interés en burlar las trampas insidiosas
tendidas en todas partes por las potencias sobrenaturales, levantaban barreras,
obligaban a realizar actos de consagración y sacrificios cuya influencia en los
movimientos de la economía sería peligroso desconocer. Cabe la posibilidad de que el
culto a los árboles y a los bosques —una rúbrica íntegra de los cánones del concilio
de Leptines, reunido en 743 en la Galia franca, invita a combatirlo y, todavía en el
siglo XI, el obispo Burcardo de Worms denuncia sus tenaces supervivencias— haya
dado lugar a poderosos tabúes que frenaron las actividades de los roturadores, que
limitaron la extensión de la tierra alimenticia a las lindes de los claros incluso donde
no faltaban los brazos y donde los estómagos estaban vacíos. La propagación del
cristianismo tardó largo tiempo en romper totalmente estos tabúes. En cualquier caso,
las actitudes religiosas imponían igualmente regalos, los más valiosos, los más
necesarios, puesto que se dirigían a fuerzas inexorables cuyos límites nadie conocía.
Además, las donaciones piadosas representaban una disminución decisiva a
expensas de la producción y del consumo, puesto que, al contrario que los presentes
de los que se beneficiaban los señores y los reyes, no eran compensadas por la
redistribución de ventajas visibles. Sacrificios verdaderos de ganado, de caballos,
sacrificios humanos incluso de los que se sabe por excavaciones recientes que eran
practicados todavía en el siglo X en los confines de las provincias cristianizadas. En
los ritos del paganismo, un gran número de estas ofrendas se dedicaban a los muertos,
a los que hay que considerar como una categoría importante de consumidores en un
sistema económico que se proyectaba ampliamente hacia lo sobrenatural. Además de
las provisiones alimenticias, el difunto tenía derecho a llevar a su tumba lo que le
había pertenecido: sus joyas, su armamento, sus útiles, toda una serie de pertrechos

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de los que el hogar de los vivos se veía privado de golpe. A este bagaje se añadían los
dones de los pacientes. La abundancia de los hallazgos de la arqueología, aunque
fortuitos y localizados en una proporción muy débil de sepulturas, atestigua la
gravedad de las pérdidas que sufrieron por este motivo, durante generaciones, las
riquezas de los vivos. Esta punción afectaba de modo esencial a los objetos de lujo, al
tesoro individual que todo ser humano, por pobre que fuese, conservaba, pero
afectaba también a los instrumentos y sobre todo a los de metal, de los que la
sociedad de la época estaba tan mal provista. Eran valores tan tentadores que muchos
no dudaban, para obtenerlos, en afrontar la venganza terrorífica de las almas de los
difuntos —el rigor de las penas dictadas contra los violadores de tumbas es la mejor
prueba—. Pero los saqueadores de tumbas no fueron nunca numerosos, y la mayor
parte de los bienes ofrecidos a los muertos no fue puesta de nuevo en circulación.
Ninguna inversión puede ser más improductiva que ésta, la única, sin embargo, que
practicó con largueza esta sociedad infinitamente pobre.
El progreso de la evangelización —y quizás sea en este terreno en el que más
directamente colaboró al desarrollo económico— hizo vaciarse las tumbas.
Ciertamente, con lentitud: los capitulares carolingios continúan luchando contra las
ofrendas a los muertos; pero las prohibiciones dictadas en las asambleas generales del
Imperio no evitaron que Carlomagno bajara a la tumba adornado de una magnífica
orfebrería. Por otra parte, las prácticas paganas fueron reemplazadas por otras no
menos exigentes. La «parte del muerto», lo que le dejaban sus herederos para su vida
futura, fue reclamada por la Iglesia. La tesaurización, que antes se realizaba en las
sepulturas, se desplazó hacia los santuarios del cristianismo, en los que se depositaron
las riquezas consagradas. Los grandes y los humildes legaron sus joyas y adornos
para que contribuyeran a dar realce al servicio divino. Así, Carlomagno repartió sus
joyas entre las iglesias metropolitanas del imperio. De esta forma comenzaron a
constituirse, junto a los altares y reliquias de los santos, tesoros cuyas piezas más
valiosas procedían del tesoro real. Estos tesoros aumentaban sin cesar. Salvo
accidente, no eran dilapidados; severos tabúes los protegían del saqueo: se ha
conservado el eco del terror sagrado que se adueñó de la cristiandad cuando los
vikingos, todavía paganos, violaron estas prohibiciones y se apoderaron del oro y de
la plata que el temor al más allá había acumulado en las sacristías de los monasterios.
Los tabúes fueron de tal eficacia que numerosas ofrendas permanecen, todavía hoy,
en el lugar en que fueron depositadas. Todo lo que conservamos de la orfebrería de la
época procede o de las tumbas o de estos tesoros, que, en las iglesias repletas de telas
preciosas, rodeaban el servicio divino de una pompa a veces más llamativa que la que
rodeaba la persona de los reyes. Sin embargo, los metales preciosos legados por los
muertos no eran, como antes, enterrados y, en consecuencia, sustraídos para siempre
al uso de los vivos. Llegaría el tiempo en el que se juzgaría más útil a la gloria de
Dios emplear los tesoros de otro modo, en el que se utilizarían estas reservas de oro y
de plata para reconstruir la iglesia o para ayudar a los pobres. La cristianización de

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Europa no suprimió la tesaurización funeraria; pero cambió radicalmente su
naturaleza. En definitiva y, por consiguiente, estéril pasó a ser temporal y, por este
hecho, fecunda. Durante los siglos oscuros acumuló el ahorro metálico del que se
alimentaría después del año mil el renacimiento de la economía monetaria.
Pero la Iglesia recibió mucho más. En las prácticas cristianas quedaron
subsumidas las viejas creencias que hacían del sacrificio de los bienes terrenales el
medio más seguro para conseguir los favores divinos y para purificarse de las faltas.
Se compró el perdón de Dios mediante ofrendas, del mismo modo que se compraba la
paz de los reyes con el pago de una multa. Ofrecer al Señor los primeros frutos, la
décima gavilla después de la cosecha, era igualmente un don propiciatorio. Sin
embargo, y esta modificación tuvo importantes consecuencias, los bienes
consagrados no eran destruidos, quemados o aniquilados en las aras del sacrificio;
eran entregados a hombres encargados de un oficio particular: la plegaria. La
penetración del cristianismo desembocó así en la instalación, en el seno de la
sociedad, de un grupo numeroso de especialistas que no participaban en el trabajo de
la tierra ni en las empresas militares de saqueo, y que formaron uno de los sectores
más importantes del sistema económico. No producían nada: vivían de lo que
recibían del trabajo de otros. A cambio de estas prestaciones concedían oraciones y
otros gestos sagrados, en beneficio del conjunto del pueblo. Toda la Iglesia no estaba,
ciertamente, en la misma situación económica: el bajo clero de los campos explotaba
él mismo sus parcelas, labraba, vendimiaba y apenas se distinguía de los campesinos.
Pero incluso los sacerdotes más humildes eran rentistas en una parte al menos de sus
ingresos. Los clérigos asociados al obispo en el servicio de las catedrales y los
monjes ocupaban una posición auténticamente señorial, ociosa y consumidora. La
práctica universal del donativo, del sacrificio ritual a la potencia divina acrecentaba
constantemente su fortuna territorial. Ya hemos reconocido en el flujo de las
donaciones de tierras en favor de la Iglesia una de las corrientes económicas más
amplias y más regulares de esta época.
Se comprueba así cuán falso es considerar cerrada esta economía. Sin duda, en
todas las casas, desde la del rey a la de los monjes o a la de los campesinos más
pobres, reinaba la preocupación de bastarse a sí mismos y de sacar de la propia tierra
lo esencial de los bienes de consumo. Esta inclinación a la autarquía, el deseo de vivir
de lo suyo y de pedir lo menos posible en el exterior, llevaba, por ejemplo, a los
monasterios situados en las provincias donde el cultivo de la viña era poco viable a
unir a su patrimonio anejos vitícolas situados a veces muy lejos, en climas más
clementes. Pero por toda la sociedad entera corrían los canales, continuamente
diversificados, de una circulación de riquezas y de servicios suscitada por lo que he
llamado las generosidades necesarias. Las de los dependientes hacia sus patronos, las
de los padres hacia la desposada, las de los amigos hacia el organizador de una fiesta,
las del rey hacia los grandes, las de todos los ricos hacia todos los pobres, y
finalmente las de todos los hombres para con los muertos y para con Dios. Se trata de

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intercambios —y son innumerables—, pero no se trata de comercio. Consideremos,
por ejemplo, el tráfico del plomo a través de la Galia del siglo IX, que no lo producía
y lo importaba de las Islas Británicas. Para cubrir la techumbre de un santuario en su
abadía de Seligestadt, Eginardo debió comprarlo y pagar una gran cantidad de dinero;
pero para hacerse con este metal, Lupo, abad de Ferrières cerca de Orleans, escribió
al rey de Mercia para que se lo enviase, prometiéndole a cambio oraciones; y el papa
Adriano recibió de la generosidad de Carlomagno mil libras de plomo, que los
oficiales de la corte llevaron en sus equipajes, en paquetes de cien libras, hasta Roma.
En los dos últimos casos no hay comercio ni pago, y sin embargo este producto raro
circula, y a larga distancia. Como las especias que amigos romanos enviaban a San
Bonifacio a cambio de liberalidades compensadoras. Al haber descubierto pocas
huellas de un verdadero comercio, numerosos historiadores de la economía han
atribuido a la Europa de los tiempos oscuros un repliegue que no era real; en otros
casos han considerado falsamente como comerciales intercambios que no lo eran de
ningún modo. En realidad, la expansión del comercio en la Europa medieval, cuyo
desarrollo intentaremos seguir en esta obra, no fue sino la muy progresiva y siempre
incompleta inserción de una economía del saqueo, del donativo y de la largueza en el
marco de la circulación monetaria. Este marco existía; era el legado de Roma.

LA FASCINACIÓN DE LOS MODELOS ANTIGUOS

Otro rasgo fundamental de la mentalidad de la época: todos los bárbaros aspiraban a


vivir a la romana. Roma les había comunicado gustos imperiosos, el del pan, el vino,
el mármol, el oro. Subsistían, entre los escombros de su civilización, viviendas
suntuosas, ciudades, calzadas, mercaderes, moneda. Los jefes de los conquistadores
se habían instalado en las ciudades; habían ocupado sus palacios; se habían habituado
a frecuentar las termas, los anfiteatros, el foro; la parte de su lujo de la que más
orgullosos estaban llevaba los oropeles de la romanidad. Así se mantuvo la vitalidad
de las ciudades, más intensa sin duda en Verona, en Pavía, en Piacenza, en Luca, en
Toledo, pero real también en las ruinas de Colonia o de los chesters de Bretaña.
Indudablemente, las actividades urbanas propiamente económicas conocieron un
considerable reflujo. Las ciudades se ruralizaron; se plantaron viñas, se hizo pacer a
los rebaños entre los restos de los monumentos antiguos. Las tiendas se vaciaron.
Cada vez se hizo más difícil hallar artículos de tierras lejanas. Pero no desaparecieron
completamente. En cualquier caso, la ciudad siguió siendo el centro de la vida
pública, porque en ella estaba el palacio del soberano o de su representante, la
residencia del obispo, los xenodochia en los que los viajeros hallaban asilo.

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Alrededor de todas las ciudades de las Galias, a alguna distancia del centro
fortificado, había surgido, desde el siglo VI, una corona de establecimientos
monásticos: Saint-Vincent y Saint-Germain-des-Prés, en París; Saint-Médard, en
Soissons; Sainte-Radegonde, en Poitiers; Saint-Remi, en Reims; fuera del recinto
amurallado de Le Mans se contaban en el siglo VII ocho monasterios y hospicios. La
comitiva de los jefes políticos, los domésticos de las iglesias concentraban en el
núcleo urbano un grupo importante de residentes estables y de nivel de vida
relativamente alto. Su sola presencia daba lugar a un aprovisionamiento constante y
fomentaba la actividad de artesanos especializados. Porque los sucesores de los
ciudadanos romanos aspiraban a llevar la vida de sus antepasados. Se esforzaban por
mantener, mal que bien, en funcionamiento el marco material que aquéllos les habían
legado. Se preocupaban especialmente por construir. A fines del siglo VI, el poeta
Fortunato alaba al duque Leunebolde por haber construido una iglesia, y este hombre
«bárbaro» de raza se enorgullece de haber realizado lo que ningún «romano» se
hubiera atrevido a emprender.
Igual preocupación por no dejar perder una tradición de bienestar y suntuosidad
monumental se manifiesta en el campo, en las villae que subsistían, ocupadas por los
propietarios más afortunados y menos rústicos. El mismo Fortunato describe de este
modo, hacia el 585, la residencia en la que prefería vivir, cerca de Coblenza, el
obispo de Tréveris, Niceto, originario de Aquitania: «Una muralla flanqueada por
treinta torres rodea la montaña; un edificio se eleva en un lugar en otro tiempo
cubierto de bosques; el muro extiende sus alas y baja hasta el valle; llega al Mosela,
cuyas aguas cierran por este lado el dominio. En la cima de la roca está construido un
magnífico palacio, semejante a una segunda montaña izada sobre la primera. Sus
murallas abarcan inmensos espacios y la casa es en sí misma una verdadera fortaleza.
Columnas de mármol soportan la imponente construcción; desde lo alto, en los días
claros se ven los barcos deslizándose sobre la superficie del río; la vivienda tiene tres
pisos y cuando se llega a la parte superior parece como si el edificio cubriera los
campos que se extienden a sus pies. La torre que guarda la rampa de acceso tiene en
su interior la capilla consagrada a los santos, así como las armas para uso de los
guerreros. Hay también una máquina de guerra cuyos proyectiles vuelan, dan la
muerte y siguen su camino. El agua es llevada por cañerías que siguen el contorno de
la montaña; la rueda que mueve el agua, muele el trigo destinado a la alimentación de
los habitantes de la región. En las laderas, antes estériles, Niceto ha plantado viñas de
néctar delicioso, y los pámpanos verdeantes tapizan la roca que antiguamente sólo
estaba cubierta de maleza. Huertos de árboles frutales aparecen por doquier y llenan
el aire con el perfume de sus flores». Aun cuando hay que distinguir en esta
descripción lo que es mero efecto retórico, nos proporciona una imagen cautivadora,
la de la íntima compenetración en este tipo de vida aristocrática del elemento
religioso, el elemento militar y el elemento rústico, y, por otra parte, la de la
implantación en los bosques de Germania, por iniciativa de unos dirigentes imbuidos

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de la tradición romana, de una economía de tipo colonial de la que son los símbolos
la construcción en piedra, el viñedo y el molino. Entre los propagadores de los
modelos romanos, los obispos desempeñaron un papel considerable, y con ellos los
monjes. Sólo en Galia, más de doscientos monasterios fueron creados en el siglo VII
en el emplazamiento de antiguas villae romanas, y sus construcciones cubrían un área
veinte o treinta veces superior a la de la antigua Lutecia. Sólo la edificación de estas
grandes construcciones necesitó el transporte y la utilización de una masa enorme de
materiales, algunos de los cuales procedían de regiones muy alejadas, como el
mármol de las canteras pirenaicas empleado en la decoración de los santuarios
monásticos de la región parisina.
Trasplantar los modos de existencia romanos al norte salvaje no equivalía sólo a
reanimar los restos que podían subsistir de la antigua colonización y a modificar el
paisaje aclimatando el cultivo de la viña; era preciso además mantener contactos con
las fuentes de aprovisionamiento de productos exóticos, como el aceite, el papiro o
las especias. Ahora bien, estos contactos estaban amenazados por la degradación
continua del sistema de comunicación implantado por Roma. El testimonio —tardío,
los hechos que evoca son del 991— dejado por Richer, monje en Saint-Remi, de
Reims, que quiso viajar hasta Chartres, revela el grave deterioro en que había caído la
red de calzadas: «Habiéndome internado con mis dos compañeros en los recovecos
del bosque, pasamos por toda clase de infortunios. Engañados por el cruce de dos
caminos, hicimos seis leguas más de las necesarias». A seis millas de Meaux, la
acémila muere. «Dejé allí al criado con el equipaje, no sin antes decirle lo que debería
responder a los viandantes…, y llegué a Meaux. Apenas la claridad del día me
permitió ver el puente sobre el que me aventuraba, y cuando lo examinaba
atentamente me di cuenta de que me esperaban nuevas calamidades. Mi compañero,
después de haber buscado inútilmente una barca, volvió al peligroso paso del puente
y quiso el cielo que los caballos pudieran pasarlo sin accidente. En los lugares
carcomidos, colocaba a veces su escudo bajo sus pies; en otras ocasiones unía los
tablones separados; a veces a gatas, a veces de pie, a veces avanzando y otras
retrocediendo, consiguió pasar felizmente el puente con los caballos, y yo le seguí».
Sin embargo, los transportes en carretera no se interrumpieron. En un texto redactado
antes del año 732 en Saint-Denis, este medio era considerado como normal. Se trata
de una decisión real por la que se concedía a un establecimiento religioso la exención
de las tasas cobradas sobre las mercancías: «Le hemos concedido la gracia, para sus
representantes que comercien o sé desplacen por cualquier otro motivo, de no pagar
al fisco el peaje o cualquier otro impuesto, cada año por tantas carretas, cuando van a
Marsella o cualquier otro puerto de nuestro reino a comprar lo que necesitan para
luminarias (es decir, el aceite). Por tanto…, no reclamaréis ni exigiréis ningún peaje
por tantas carretas de este obispo en Marsella, Toulon, Fos, Arles, Avignon, Valence,
Vienne, Lyon, Chalón y demás ciudades de nuestro reino en las que se exige, tanto si
se trata de impuestos sobre el transporte en barco como en carro, en los caminos, en

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los puentes, por el polvo levantado, por la reverencia debida o por la hierba
consumida[13]». Pero este documento menciona en primer lugar barcos, y el itinerario
que menciona es efectivamente el seguido por los barcos. De hecho, los ríos se
convertían en las vías principales de circulación, lo que favorecía, respecto a las otras
aglomeraciones, a las situadas en la proximidad de aquéllos. Por último, se
encuentran en esta fórmula alusiones muy claras a compras, a puntos de percepción
de impuestos atravesados por mercatores, por mercaderes.
La circulación de productos lejanos no consistía sólo en el intercambio de
regalos; intervenían también, sin duda, especialistas del comercio. Se trataba a veces
—como lo sugiere la fórmula anteriormente citada— de servidores enviados por un
señor para ocuparse en tierras lejanas de los negocios del dueño, pero también había,
sin duda, auténticos mercaderes. Verdaderamente, es difícil saber si los negociatores
que aparecen en los documentos eran independientes o criados de un patrón.
Probablemente, y esto desde el Bajo Imperio, los grandes se habían habituado a
contratar agentes comerciales, más al corriente de las prácticas del negocio. Estos
profesionales obtenían ventajas de su pertenencia, temporal, a la casa de un señor
poderoso: gracias a él podían conseguir salvoconductos y privilegios que facilitaban
sus propias transacciones. En todo caso, la existencia de traficantes, al menos
parcialmente autónomos, que vivían de su función de intermediarios, no ofrece
dudas. Roma había dejado en las ciudades los residuos de colonias de negociantes
orientales, los Syri, que mencionan frecuentemente las fuentes galas del siglo VI, cuyo
relevo tomaron rápidamente los mercaderes israelitas. Entre los que Dagoberto llama
sus «mercaderes» figuraban judíos. Éstos se beneficiaban, en la dirección de sus
empresas comerciales, de una preparación intelectual más adaptada a estas
actividades, así como de las estrechas relaciones que mantenían los múltiples islotes
de la Diáspora repartidos por todo el espacio del antiguo Imperio. Su situación
exterior con relación al pueblo y a la cristiandad los predisponía a cumplir estas
funciones económicas; en efecto, las sociedades para las que el comercio es una
actividad marginal, situada en los linderos de una economía del donativo, y por
consiguiente sospechosa —como lo era a los ojos de la Iglesia cristiana—
encomiendan voluntariamente la práctica del comercio a los extraños. Sin embargo,
existían también cristianos entre los profesionales del comercio, y estos mercaderes
indígenas eran más numerosos en las regiones donde las huellas romanas eran más
visibles. Desde el momento en que Italia sale de la profunda oscuridad en que la
había mantenido durante todo el siglo VII la acumulación de calamidades, se ve cómo
los reyes lombardos dedican especial atención a estos mercaderes. Las leyes de
Liutprando, del 720, contienen disposiciones especiales respecto a los hombres libres
que se ausentan demasiado tiempo de su vivienda por asuntos comerciales o para
practicar el artesanado del que son especialistas. Aistulfo, en el 750, al repartir entre
los miembros del pueblo los servicios que le son debidos, diferencia de los
possessores, es decir, de aquéllos cuya riqueza se basa en la tierra, a los negociatores,

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y estos últimos forman una clase tan diversificada y tan importante que la ley
clasifica a sus miembros en tres grupos, en función de su fortuna. Los mercaderes
más ricos deben servir a caballo, con un equipo militar completo. Lo que los
distingue de los más ricos propietarios de la tierra es que tienen la posibilidad de
liberarse de sus obligaciones mediante el pago de dinero al tesoro real. Porque su
riqueza es, en su mayor parte, monetaria.
Para todos los pueblos que ocupan el Occidente de Europa, la plata y sobre todo
el oro representan los más altos valores materiales. Pero los metales preciosos no se
presentan en forma monetaria, sino de modo marginal y a menudo efímero. En su
inmensa mayoría, sirven para formar alrededor de los dioses, de la persona de los
reyes, de los jefes, de todos los ricos y alrededor de los muertos, una aureola de
magnificencia. Los saqueos, los tributos y los regalos hacen circular estos metales en
forma de joyas. Los artesanos, que gozan de un gran prestigio, tienen como misión
darles forma, a fin de hacerlos más aptos para manifestar la gloria de quien los
disfruta. Sin embargo, por todas partes y hasta en los lugares más salvajes circula la
moneda. Apreciar con exactitud el papel que la moneda ha podido desempeñar en las
sociedades de esta época es tarea difícil, la más difícil tal vez de cuentas se imponen
al historiador de la economía. En primer lugar, porque los medios de información
sobre el particular son especialmente decepcionantes: las únicas indicaciones que
pueden autorizar juicios seguros son las monedas mismas. Se han encontrado
muchas, pero siempre al azar de los descubrimientos arqueológicos, en las sepulturas
y en los tesoros que sus propietarios, después de haberlos enterrado —por razones
que ignoramos, pero sin duda con la esperanza de sustraer provisionalmente al
peligro estas reservas de poder— no pudieron recuperar. Todos los documentos
numismáticos proceden de una serie de accidentes, a cada cual más fortuito: que se
hayan escondido las monedas, que hayan permanecido ocultas, que los arqueólogos
las hayan descubierto. Este carácter ocasional limita considerablemente su valor. En
segundo lugar, el primero en importancia tal vez, es preciso un esfuerzo serio para
desprenderse de los modos de pensar que impone el mundo moderno en el que todo el
movimiento económico se ordena en función de valores monetarios, introducirse en
un universo psicológicamente diferente si queremos tener un criterio más acertado.
Si la moneda está presente por todas partes en los siglos VII y VIII, no en todas
partes se acuña. Al este del Rin no hay talleres monetarios antes del siglo X; en
Inglaterra, las primeras cecas datan, a lo más, de los primeros años del siglo VII y su
actividad fue durante largo tiempo muy limitada: el tesoro de Sutton-Hoo, del que los
arqueólogos piensan que fue enterrado hacia 625 o hacia 655, contiene solamente
treinta y siete monedas, y todas son francas. La acuñación se hizo más intensa a partir
del 680, pero hasta el siglo IX estuvo limitada al sudeste de la isla. Subrayemos que
nada autoriza a suponer una mutación económica de cualquier tipo en esta parte de
Inglaterra en los alrededores del 680. Observemos, pues, que es arriesgado relacionar
de manera demasiado estrecha la apertura de un taller monetario con un proceso de

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crecimiento. Más vale, sin duda, considerar que la acuñación se introduce en los
países «bárbaros» como un elemento tomado en préstamo de una cultura superior y
fascinante. La moneda debe ser tenida por un vestigio, entre otros, de las estructuras
romanas. Fabricar monedas —igual que hacer pan, beber vino, bañarse, convertirse al
cristianismo— no es necesariamente un signo de promoción económica. Es prueba de
un «renacimiento» o de una aculturación.
De hecho, a comienzos del siglo VII, la moneda es acuñada en todas las provincias
que han permanecido fieles a las tradiciones antiguas, e incluso en estos casos es
preciso interrogarse sobre el uso que se hacía de estas piezas y sobre su verdadera
significación. Tomemos el caso de la Galia del siglo VII. En el sur, hasta el Sena, el
numerario era contado, sumado; el precio de las cosas se traducía en un cierto número
de monedas; lo que quiere decir que se tenía confianza en su peso y en su ley; en los
hábitos mentales de la zona eran reconocidas como medidas, como símbolos de valor,
como elementos de apreciación. Al norte del Sena, cuanto más se entra en la barbarie,
más parece desaparecer esta función de la moneda: aquí, según parece, las monedas
eran pesadas y comprobadas; se las consideraba, por tanto, inseguras y distintas, y
esto deriva evidentemente del hecho de que el aprovisionamiento en numerario era
irregular, los talleres, lejanos, múltiples, y las emisiones, de calidad variable; pero,
sobre todo, los pueblos de estas regiones no estaban acostumbrados a recibir el dinero
por el valor abstracto que se le atribuía: las monedas eran para ellos trozos de metal
que era necesario comprobar, uno por uno.
Añadamos que, aunque presente en todas las regiones, en todas era insuficiente la
moneda. Los documentos escritos así lo prueban. Nos hablan de hombres muy ricos
incapaces de reunir el numerario que necesitan en determinados momentos, como en
el caso de un grande de Neustria que, por no haberse unido al ejército real, fue
condenado a fines del siglo VII a la multa, muy pesada, de seiscientos sueldos, con la
que se castigaba la defección militar; tuvo que recurrir al abad de Saint-Denis,
entregarle en prenda, a cambio de las monedas de oro necesarias, un gran dominio en
Beauvaisis; murió sin haber podido librarse de la deuda, y su hijo tuvo que reconocer
al monasterio la plena propiedad de la prenda. En los documentos que registran
ventas, el precio se expresa en valores monetarios; pero, en todos los niveles de la
sociedad, lo más corriente es que el comprador pague, en parte al menos, con el
regalo de objetos que él poseía y que el vendedor ambicionaba. «El precio es
valorado en oro, plata y caballos, por un total de 53 libras»: esta fórmula, que viene
del nordeste de la Galia y que data del 739, es muy significativa. Más raro resulta ver
cómo un propietario italiano vende en el año 760 una tierra que vale un sueldo y
recibe un trozo de tocino por la mitad del precio y seis modios de mijo por la otra
mitad; o cómo en Luca, un cambista, es decir, una persona que puede con mayores
facilidades que nadie obtener dinero, da un caballo por los trece sueldos que debe.
Más característica del lugar limitado que tenía la moneda en los intercambios es la
ausencia, en las sociedades más evolucionadas de la época, de moneda fraccionaria,

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susceptible de ser utilizada en las pequeñas transacciones. La Antigüedad había
acuñado en bronce una moneda fraccionaria, y ésta no aparece ni en Italia ni en la
Galia después del siglo VI. En este período sólo circulan piezas de oro y de plata que
tienen un fuerte valor liberatorio. El capitular de Francfort del 794 invita a ceder
contra un solo dinero de plata doce panes de trigo con un peso de dos libras, o quince
panes de centeno, o veinte de cebada. ¿Cómo pagar un solo pan, es decir, la ración
diaria de un hombre? ¿Y para qué podían servir en la vida cotidiana las monedas de
oro, que valían como mínimo doce veces más que el dinero de plata de Carlomagno,
y que fueron las únicas acuñadas en la Galia entre el 550 y el 650? Los historiadores
se resisten a admitir la inexistencia de moneda fraccionaria y se han preguntado si no
les engañaba la deficiencia de las fuentes. Que esté ausente de los tesoros, dicen, no
prueba nada: no tenía valor suficiente para que se la tesaurizase. El argumento es
débil: hasta el siglo VI los tesoros contienen también monedas de bronce. Algunos
historiadores han lanzado la hipótesis de un uso prolongado de las antiguas monedas
romanas; pero está demostrado que las piezas de esta época se desgastaban muy
rápidamente, hasta el punto de desaparecer, cuando circulaban, en menos de un siglo.
Hay que inclinarse ante la evidencia: las monedas que se utilizaban en esta época
eran las más valiosas. Pero los etnólogos nos enseñan que las sociedades primitivas
pueden prescindir de la moneda fraccionaria, sin que por ello ignoren los
intercambios, ni siquiera los típicamente comerciales. De hecho, la Europa del siglo
VII, como acabamos de ver, practicaba abundantemente el trueque. Entre las casas
ricas y las pobres se establecía toda una serie de prestaciones diversas que hacían de
la compra una operación excepcional, en todo caso periódica. En esta economía, sin
embargo muy abierta, las monedas de poco valor no eran indispensables. La razón
profunda de su desaparición fue que los soberanos se desinteresaron de su acuñación:
ésta no añadía nada a su prestigio. Del sistema romano sólo conservaron los
elementos de majestad, y acuñaron la moneda de oro porque su deseo era ante todo
imitar al emperador.
Repitámoslo: en la época que nos ocupa, los fenómenos monetarios están menos
relacionados con la historia económica que con la de la cultura o la de las estructuras
políticas. De hecho, hay que intentar explicar la progresiva difusión del instrumento
monetario y las fluctuaciones que afectaron a la circulación del dinero por la
evolución cultural y política. Emitir moneda es, propiamente hablando, un asunto de
Estado. Tal acto requiere por tanto un mínimo de organización política sin la cual no
es posible la fabricación regular de estos objetos idénticos que son las monedas, bajo
la garantía de una autoridad reconocida. Requiere sobre todo que haya un concepto
claro de soberanía, que haya madurado el concepto de soberanía, la idea de que el
príncipe es el sostén del orden, el dueño de la medida y que le corresponde poner a
disposición del pueblo los patrones necesarios para la regularidad de las
transacciones. Como la justicia, la acuñación de moneda es una institución de la paz
pública; como ella, emana del personaje que, por su magistratura eminente, tiene la

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misión de mantener en correlación armoniosa y saludable el mundo visible y los
designios de Dios. Esta misión suprema de equilibrio y de paz corresponde al
emperador. Durante largo tiempo el emperador fue el único considerado capaz de
cumplir esta misión. La Europa de comienzos de la Alta Edad Media utilizó única y
exclusivamente monedas que llevaban en una de sus caras la efigie del césar. La
retirada progresiva de estas monedas, la aparición de otras emitidas en nombre de los
reyes «bárbaros» se integran, pues, en el proceso general de aculturación que hizo
que la barbarie se insertase insensiblemente en los marcos políticos heredados de la
romanidad.
Las monedas de oro bizantinas más tardías que se han encontrado en Occidente al
otro lado de los Alpes proceden de tesoros enterrados en Frisia entre el 625 y el 635.
A decir verdad, los talleres imperiales continuaron emitiendo monedas de oro,
sueldos y sobre todo tercios de sueldo (triens). En Italia, que permaneció más largo
tiempo bajo la tutela política de Bizancio, las cecas prosiguieron su actividad en
nombre del emperador: en Ravena, hasta que esta ciudad fue conquistada, en el año
751, por los lombardos; en Roma, hasta que, hacia el 770, la autoridad pontificia
sustituyó claramente a la de Bizancio; en Siracusa, hasta mediados del siglo IX, es
decir, hasta la conquista árabe. Pero fuera, en los reinos bárbaros, los soberanos se
habían apoderado de los talleres, y, sin embargo, durante largo tiempo no se atrevían
a apropiarse realmente de la acuñación. Dejaron subsistir las monedas con la efigie
del emperador. Para atreverse a sustituirla por la suya propia fue preciso que se
persuadieran de que ya no eran delegados del poder imperial, sino verdaderos dueños
y responsables del orden público. Los primeros en dar este paso fueron los reyes
francos, hacia el 540. Los monarcas lombardos les siguieron. En España la iniciativa
correspondió al rey Leovigildo (568-575), y se incluye en un esfuerzo de conjunto
para reorganizar el Estado, enlazar con la tradición jurídica y restaurar los símbolos
romanos de la soberanía, lo que prueba una vez más que la reanudación de la
actividad monetaria manifiesta ante todo la recuperación del sentimiento de majestad.
Del mismo modo, en Kent, a comienzos del siglo VII, las primeras emisiones de
monedas de oro traducen un progreso de las instituciones políticas, que halla su
expresión en las leyes de Edelberto. Lo que extraña también en las decisiones de los
reyes bárbaros es el respeto de que dan prueba hacia la tradición antigua de la
acuñación, fidelidad evidentemente más visible en Lombardía, donde los recuerdos
de Roma eran más tenaces. El rey Rotari reconstituye, a imitación de Bizancio, los
colegios de monederos, cuyos miembros, juramentados, en posesión hereditaria del
cargo, dominarán la economía de las ciudades lombardas hasta el siglo XII. El
monarca afirma el monopolio de las acuñaciones como un atributo primordial de la
soberanía; reserva al príncipe todo el metal recogido en los ríos por los buscadores de
oro; condena a la pena bizantina de perder la mano a quien intente falsificar la
moneda de oro. La acuñación se encuentra en Pavía, Milán, Luca y Treviso, y el

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nombre del monedero no aparece en la moneda, para que se note bien el carácter
público del taller.
En cuanto a la función de la moneda real, parece triple. En primer lugar, es la
afirmación del prestigio monárquico. Por otra parte, es un símbolo del orden, de los
valores estables, y por así decir divinos, que deben presidir todas las transacciones,
incluso aquéllas, innumerables, que no recurren a la moneda. Por último, es lícito
admitir que la función principal de la moneda, en concreto, es canalizar los
intercambios que se desarrollan alrededor de la persona real. Las monedas son
objetos hermosos, hechos de materias muy preciosas, como las joyas que fabrican los
orfebres agregados al tesoro real (los cuales son frecuentemente también los
responsables de la acuñación). ¿No sirven ante todo estas monedas como vehículo de
los favores que emanan del palacio real, y después para llevar hacia el rey lo que sus
agentes cobran sobre los convoyes de mercancías a lo largo de los caminos y de los
ríos, el importe de los tributos impuestos a las poblaciones sometidas, el producto de
las multas infligidas en los tribunales públicos? Las referencias a valores monetarios
¿no aparecen con mayor frecuencia en las estipulaciones de las leyes bárbaras que
fijan la tarifa de las penas pecuniarias? Entre todos los trasvases de riquezas, los que
dependen del impuesto, en todas sus formas, no pueden dejar de recurrir al
instrumento monetario. El trueque no tiene lugar aquí: el noble de Neustria, del que
decíamos que fue condenado a pagar seiscientos sueldos al tesoro real, tuvo, a pesar
de todas las dificultades, que satisfacer la multa en metálico. Por su munificencia, el
rey distribuye alrededor de su persona fragmentos de oro, marcados con la señal de su
poder personal; vuelven a él por la fiscalidad. Así se organiza un circuito, limitado y
casi enteramente cerrado sobre sí mismo, del que el palacio es el eje. Tal parece ser el
papel fundamental de esta pesada moneda, cuya incomodidad, al nivel de los
intercambios propiamente comerciales, choca al economista. La moneda, no lo
olvidemos, pertenece al césar, y debe serle devuelta. Pero si el numerario es el
vehículo de la fiscalidad, es también uno de sus instrumentos: del metal precioso que
los particulares llevan a los talleres para que con él se acuñen monedas, el soberano
tiene derecho a una parte. Y este beneficio, que a veces los reyes ceden a los que
autorizan a batir moneda, incita a los que poseen el derecho de acuñar moneda a
favorecer en la medida de sus posibilidades el desarrollo de la circulación monetaria.
En la historia del instrumento monetario, y porque es ante todo una institución
política, se reflejan, pues, todas las vicisitudes del Estado. El caso de la Galia franca
es desde este punto de vista ilustrativo. Al revés que en Italia, porque el poder estaba
aquí menos concentrado y los modelos romanos más difuminados, Galia vio
dispersarse la acuñación en múltiples talleres. Su distribución geográfica sigue la
orientación hacia el Mediterráneo de las vías principales de circulación, aquéllas en
las que se cobraba un peaje, que había que pagar en numerario, aquéllas que seguían
los mercaderes, porque la moneda, lógicamente, servía para las operaciones
comerciales. La ceca de Marsella fue durante largo tiempo la más activa. Se

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desarrolló considerablemente hacia el 600 y conoció su apogeo a mediados del siglo
VII, cuando, en la Italia arruinada por las guerras de Justiniano, la invasión lombarda
desplazó hacia el valle del Ródano las principales corrientes de importación de
artículos orientales. Al norte de Galia se comenzó a acuñar moneda hacia el 650, y
también aquí, a lo largo de los itinerarios más frecuentados, en Huy y en Maastricht,
junto al Mosa, en Quentovic, donde se concentraba el tráfico hacia Gran Bretaña. Lo
que importa sobre todo es la progresiva diseminación de las cecas. En la Borgoña del
siglo VIII las principales están en las ciudades romanas que jalonan la ruta desde el
Saona hacia Neustria, en Chalón primero, después en Sens, Autun, Auxerre, Macon,
y se han localizado otras nueve. Son más de un millar en toda Galia. Muchas están
situadas en lugares minúsculos, tan pequeños que, en el oeste, el 20 por 100 no han
sido identificados. La dispersión es mucho más visible en el norte, donde las
actividades propiamente comerciales eran, sin embargo, aparentemente menos
intensas; la diseminación no es, por tanto, una respuesta a las necesidades de los
usuarios; es prueba de la descomposición de la autoridad monárquica. Ahogada poco
a poco por los progresos del poder aristocrático, la realeza franca no ha podido
mantener bajo su control el monopolio. Junto con otros favores, la monarquía ha
concedido a las iglesias el derecho de acuñar moneda; ha dejado a los monederos —
cada vez más numerosos, se conocen más de mil quinientos, algunos de los cuales
eran nómadas— adquirir cada vez mayor independencia, y manifestarla sustituyendo
en las monedas el nombre del rey por el suyo propio: el primer nombre de monedero
aparece en el 585, el nombre real desaparece de la moneda de oro a comienzos del
siglo VIII. Estamos ante una dilapidación del poder real, y de ella derivan la
irregularidad de la acuñación y el deterioro de las monedas, cuyo peso poco a poco
disminuye y cuya ley se altera.
Es tentador poner en relación con esta evolución, consecuencia del desastre
político, el fenómeno monetario más importante de la época: la victoria progresiva,
pero total, obtenida por la moneda de plata sobre la moneda de oro. En el momento
mismo en que, en el Estado lombardo, el realce del prestigio real hacía que se
reforzase la acuñación del oro y se abandonase la de la plata, los talleres de Galia,
cuyo carácter público había desaparecido casi completamente, emitían, hacia el año
650, en Clermont, en Lyon, en Orleans, el «dinero», es decir, una moneda de plata. Su
peso, que varía entre 1,13 y 1,28 gramos, era claramente mayor que la del triens, que
pesaba apenas un gramo. Permaneció estable hasta fines del siglo VIII. Poco a poco
las monedas de oro desaparecieron: se dejó de acuñarlas en Marsella hacia el 680; no
se encuentran en los tesoros ocultos en Frisia después del último tercio del siglo VII.
Un nuevo sistema monetario se instaló en tres decenios. Encontró inmediatamente su
correlación al otro lado del canal de La Mancha. Cuando la acuñación fue
reemprendida, hacia el 600, en el sudeste de Inglaterra, los talleres emitieron esas
monedas de plata que los numismáticos llaman sceattas, y que se difundieron por
todas partes: hay varias de ellas en un tesoro oculto en Cimiez, cerca de Niza, en el

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año 737. Este sistema triunfó completamente. A fines del siglo VIII, la acuñación del
oro no era más que un recuerdo. La conquista carolingia la había suprimido en el
reino lombardo primero, y en Roma más tarde, en tiempos del papa Adriano. Se
encontraba reducida a las franjas de Occidente, en las que se mantenía la presencia de
Bizancio.
No me extenderé sobre las polémicas sin fin que han opuesto a los historiadores a
propósito de esta mutación. Recordemos solamente que Europa occidental no posee
fuentes de oro. ¿Qué cantidad de metal amarillo podían recoger los buscadores de oro
en los torrentes del reino lombardo? Occidente debía, pues, vivir de sus reservas, que
se gastaban, o alimentarse en el exterior. Es cierto que las aportaciones exteriores
disminuyeron precisamente en la época en que languideció la acuñación de oro, pero
no por razones comerciales. Bizancio había sido en el siglo VI, y lo era todavía a
comienzos del VII, el principal proveedor de oro. No por sus actividades comerciales
—estaba rigurosamente prohibido a los mercaderes sacar monedas fuera del Imperio
—, sino por sus actos políticos, por los regalos ofrecidos a los soberanos bárbaros,
por los sueldos pagados a los mercenarios, por los tributos que su orgullo disfrazaba
de regalos graciosos: el exarca de Ravena, a fines del siglo VI, hacía entregar cada
año trescientas libras de oro a los reyes lombardos. A medida que el imperio de
Oriente se replegaba sobre sí mismo, las entregas de oro se hacían menos abundantes.
Pronto cesaron del todo y quedaron sólo las reservas, que eran considerables. El oro
aparece con frecuencia en los escritos de la época merovingia, y la orfebrería franca y
sajona quizás no fue nunca tan activa como en la segunda mitad del siglo VII, es decir,
en el momento mismo en que se producen muy rápidamente las conquistas del
dinero. Pero justamente, el oro tendía en este momento a fijarse en los tesoros, en los
de los reyes, en los de las iglesias, en los que se dedicaban a los muertos. La plata era
un producto local; Tácito se había extrañado de ver que los germanos la preferían al
oro. A los señores privados, que controlaban la acuñación en la Galia, y que no se
preocupaban tanto como los reyes de la majestad, la plata les pareció una materia
prima cómoda. Los hombres que utilizaban la moneda para los negocios a larga
distancia mostraron más interés por el dinero a medida que, por un lento movimiento
pendular, disminuían las relaciones directas con el mundo bizantino y se
intensificaban los intercambios con los pueblos de Germania y del mar del Norte, así
como con el mundo musulmán, cuya moneda, el dirhem, era de plata. Por último, no
es absurdo pensar que la moneda de plata, de menor valor, fue considerada un
instrumento más práctico en una sociedad que se habituaba a utilizar la moneda para
transacciones cada vez menos excepcionales. El abandono de la moneda de oro
podría, pues, ser el signo, no como se ha dicho repetidas veces de una contracción
económica, sino, muy al contrario, de una lenta apertura a los intercambios
comerciales, aunque la inserción de este fenómeno en el movimiento de la economía
parezca bastante marginal. Ante todo porque la moneda, cualquiera que fuese el
material empleado, continuó siendo extremadamente rara. Cuando Alcuino quería

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complacer a sus amigos ingleses ofreciéndoles objetos raros, les enviaba especias,
aceite, y también plata amonedada. En Inglaterra, donde el rey Offa no acuñaba
moneda más que en Canterbury —lo mismo ocurre en Germania—, el uso de las
monedas de plata no se generalizó antes del siglo X. Es evidente, por otra parte, como
hemos indicado ya, que ni siquiera el dinero era una moneda fraccionaria hecha para
los tráficos cotidianos. Su adopción manifiesta ante todo un cambio en la
significación profunda atribuida a la moneda. Su valor de prestigio se atenuó al
mismo tiempo que declinaba la fascinación de Bizancio. Cada vez más se convirtió
en un útil, en un objeto práctico.
Esta parece ser la situación de la moneda al comienzo de los movimientos que
provocaron a partir del siglo VII el desarrollo de la economía europea. La moneda es
una herencia de las estructuras económicas mucho más evolucionadas que se habían
creado alrededor del Mediterráneo antiguo. El Occidente bárbaro y rural había
olvidado durante largo tiempo esta herencia, y por este hecho la moneda había
perdido una de sus dos funciones principales: las monedas no eran ya consideradas
como reservas de riqueza; el metal precioso se acumulaba en forma de joyas.
Quedaba la segunda función, la de símbolo, de medida del valor de las cosas, pero la
rarefacción de los intercambios comerciales había limitado considerablemente su
importancia. Se puede situar en el curso del siglo VII el término de esta degradación
progresiva que tendía a limitar el papel del instrumento monetario. A partir de esta
fecha, el sentido de la evolución se invierte, al parecer. Desde que en un pueblo las
estructuras políticas han alcanzado suficiente madurez para que la acuñación se
regularice, ésta tiende naturalmente a intensificarse por el efecto conjugado de dos
factores: ante todo, sin duda, las ventajas que ofrece a quien quiere intercambiar
bienes el uso de la moneda; pero también, y de manera determinante, el deseo de los
señores de obtener mayores beneficios de la acuñación. Fue el crecimiento de las
estructuras estatales el que, con el progreso general de la civilización medieval,
afianzó poco a poco, la costumbre de emplear la moneda. Desde este punto de vista,
la subida del poder carolingio inicia una fase decisiva en la historia económica de
Europa. A partir del siglo VIII, y en forma progresiva a partir de las provincias
romanizadas de Occidente, el dinero fue aceptado como el medio más cómodo de
realizar una transferencia de valor, tanto si se trataba de un donativo como del pago
de una renta, de una tasa, o de una venta. Desde entonces su empleo no dejará de
vulgarizarse, lentamente al comienzo, más rápidamente después, y la plata, que se
había concentrado en los tesoros, no cesará de circular cada vez en mayor cantidad.
Un movimiento de importantes consecuencias se inicia entonces, cuya progresión y
efectos sobre el crecimiento de la economía occidental convendrá señalar a lo largo
de esta obra.
La trayectoria de este crecimiento se encuentra en sus orígenes orientados en gran
parte por un cierto número de desequilibrios que esta presentación sumaria ha hecho
aparecer progresivamente. En primer lugar por el desigual desarrollo de los diferentes

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sectores del espacio europeo. Las migraciones de pueblos, la lenta difusión de las
formas residuales de la cultura romana —de la que la propagación del cristianismo y
la habituación a usar la moneda son dos de los aspectos más visibles— tendían a
reunir en un mismo conjunto un norte y un este lejanos, que no habían salido todavía
de la prehistoria, y los puertos del mar latino en los que, cerca de los anfiteatros
todavía en servicio, se oía hablar griego o hebreo y donde eran desembarcados, en
pleno siglo VIII, cargamentos de dátiles y de papiros. Entre Roma e Inglaterra, entre
Narbona, Verdún y los confines del mundo eslavo se dieron, pues, sobre un fondo
común de trabajo campesino, todos los niveles de una aculturación progresiva,
mientras que se creaban corrientes de circulación orientadas según los meridianos.
Sin embargo, estas corrientes, e incluso el movimiento de esta aculturación, fueron
favorecidas por otras desigualdades, por los profundos desequilibrios que hacían
desplegarse tan ampliamente el abanico de las fortunas y de las condiciones sociales:
los ejemplos fascinantes del modo de vida romano no eran enteramente inaccesibles a
los pocos ricos que disponían completamente del trabajo de centenares de
agricultores y pastores y que recibían todos los débiles excedentes de centenares de
explotaciones campesinas. Por último, en el plano de las actitudes mentales, existían
oposiciones entre la idea de Estado, que concordaba con los recuerdos del Imperio, y
la noción de señorío, cuyas raíces procedían de lo que quedaba del tribalismo y de los
latifundia; entre el ideal de paz, imagen de la justicia divina, y los hábitos inveterados
de la agresión guerrera. Todas estas contradicciones imbricadas hacen muy complejo
el modelo del desarrollo.
Si pese a todo se intenta esquematizar éste, hay que situar en su centro el avance
demográfico. Es casi imposible medir la fuerza de este avance, no sólo porque faltan,
con anterioridad al primer rayo de luz proyectado por los inventarios de la época
carolingia, todas las bases para una estimación cuantitativa, sino también porque
reina la incertidumbre más completa respecto a las estructuras de la familia. Hemos
podido señalar cuán débil parece la capacidad de renovación de estas poblaciones,
bloqueadas por la precariedad de las técnicas de producción y por las vigorosas
supervivencias de la esclavitud doméstica; sin embargo, no era nula. El estudio de los
cementerios húngaros del siglo X permite adelantar la hipótesis de una tasa de
crecimiento natural del orden del 4 por 1000, que equivale a duplicar el número de
hombres en ocho generaciones, es decir, en poco más de dos siglos. Ahora bien, los
vacíos producidos por las calamidades del siglo VI invitaban a la reconquista; existían
tierras abandonadas, fáciles de ocupar, de las que se podía obtener con qué alimentar
mejor a los niños. Este estímulo determinó migraciones, y de modo especial el lento
deslizamiento hacia el oeste de los pueblos eslavos; a comienzos del siglo VII los
abodritas penetraron en el Holstein oriental para establecer, a la orilla de los lagos y
de los ríos, sus pequeñas aldeas circulares; al mismo tiempo comienza la colonización
eslava en Turingia y en las colinas boscosas que flanquean por el nordeste los países
bávaros. La misma llamada, después de las pestes, estimulaba en todas partes este

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impulso vital. En el momento en que los propietarios de esclavos comenzaban a
situar a éstos en hogares que esperaban prolíficos, parece haberse puesto en marcha
un movimiento expansivo que no se limitó a la repoblación de los espacios
abandonados. En Galia, la toponimia del siglo VII incita a creer en la aparición un
poco por todas partes de hábitats nuevos en las franjas de los antiguos claros; y lo que
se adivina, por ejemplo, en las llanuras de Picardía, favorecidas, evidentemente, por
condiciones edafológicas excepcionales que reducían considerablemente los
obstáculos levantados por la vegetación forestal, invita a no rechazar la idea del
comienzo, desde esta época, de una expansión profunda, creadora de nuevas tierras
cultivadas. En esta provincia, más de la mitad de los lugares habitados tienen un
nombre del que se nos dice que remonta a este período: la fase decisiva del
poblamiento ¿no debe ser situada en el siglo VII y en la primera mitad del VIII? El caso
es tal vez excepcional, pero no es el único. El impulso primordial de todos los
progresos futuros, el que dio lugar al desarrollo de la producción agraria y suscitó
innovaciones tecnológicas, se produjo en Occidente, según todos los indicios, mucho
antes de que el enriquecimiento del material documental viniera a aclarar un poco la
historia económica. La Inglaterra del Domesday Book es un «país viejo»; también lo
es, dos siglos y medio antes, aunque en menor medida, la Isla de Francia de los
polípticos carolingios. En el modelo de desarrollo, es necesario igualmente introducir
factores de orden político cuya intervención descompone el movimiento de
crecimiento en dos grandes fases. En la primera, que continuaría hasta cerca del año
mil, los motores más visibles del desarrollo son fenómenos militares, de agresión y de
conquista, que mantienen la vitalidad de estructuras económicas muy importantes,
como la esclavitud o la búsqueda periódica de botín. Puede decirse que la expansión,
en sus primeras etapas, es ante todo la de una economía de la guerra. Sin embargo,
los conquistadores aspiraron pronto a reconstruir un Estado cuyo ejemplo típico era
Roma y en cuyo interior se establecería la paz. Unos tras otros intentaron
«renacimientos» como el que los carolingios consiguieron crear por un momento.
Poco a poco, en el transcurso del siglo X, se instauró un nuevo orden, esta vez
duradero, al estar mejor adaptado que el orden romano a las realidades profundas de
una civilización plenamente rural. La cristiandad occidental se vio en adelante libre
de invasiones; la turbulencia agresiva retrocedió poco a poco hacia los confines de
Europa, para luego trasladarse más allá. Entonces, en el marco de lo que se
acostumbra llamar el feudalismo, comenzó a desarrollarse una segunda fase de
crecimiento. Éste fue estimulado, en el seno de una economía de paz relativa, por la
expansión agrícola.

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SEGUNDA PARTE
LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA:
SIGLO X — MEDIADOS DEL SIGLO XI

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Uno de los más violentos contrastes que oponían, incluso en el siglo VIII, las
provincias impregnadas de latinidad a aquéllas en las que predominaba el elemento
bárbaro, se situaba en el plano de las actividades militares. Sin duda, hasta en las
regiones más romanizadas las invasiones germánicas habían inculcado en la
mentalidad aristocrática el aprecio de las virtudes guerreras. Pero los campesinos de
Aquitania, de Auvernia o de Provenza estaban desde mucho tiempo antes
desarmados, mientras que para los de Turingia o de Nortumbria la expedición anual
de saqueo se incluía todavía en el ciclo normal de las actividades de
aprovisionamiento. No es absurdo pensar que, en estas últimas zonas sobre todo, los
primeros frutos del crecimiento económico fueron empleados en reforzar los medios
de los jefes de guerra; que incluso hicieron posible, allí donde aún no existía, la
formación de una aristocracia de combatientes selectos, y que el primer uso que éstos
hicieron de los excedentes de sus recursos fue perfeccionar su equipo militar. El
armamento parece haber sido, en las sociedades más salvajes de Occidente, la
inversión productiva más precoz y más rentable. En cualquier caso, es indudable que
las innovaciones técnicas —en el trabajo del hierro, en la cría de caballos, en la
construcción de navíos— que servirían mucho más tarde para incrementar la
producción pacífica de riquezas, se desarrollaron en primer lugar con vistas a una
mayor eficacia en el combate. Mucho antes de principios del siglo VII, en un mundo
en el que los agricultores labraban la tierra con útiles de madera irrisorios, los
herreros de Germania, rodeados de la veneración de todos, fabricaban por medio de
operaciones semimágicas sus obras maestras: las largas espadas brillantes que
alababa Casiodoro y que derrotaron a las legiones romanas. Arte sagrado, la
metalurgia fue ante todo un arte militar. Los progresos que realizó al servicio de los
guerreros fueron siempre por delante de sus aplicaciones pacíficas, pero las
prepararon, y por esta razón las tendencias agresivas que contenían las sociedades
primitivas de la Europa bárbara pueden ser consideradas como uno de los más
poderosos resortes del desarrollo en el inicio del crecimiento económico de Europa.
Las tendencias agresivas tuvieron otra consecuencia no menos directa. Provistos
de mejores armas, montados en mejores caballos, conduciendo mejores navíos,
bandas de guerreros se lanzaron, durante los siglos, VIII, IX, X y XI, a la conquista de
provincias cuya relativa prosperidad, y en ocasiones el prestigio que aún conservaban
de la época romana, excitaban su avidez. Estas empresas fueron en sus orígenes
destructoras, y muchas no superaron este estadio: dieron lugar a destrucciones, a
saqueos, al empobrecimiento de las regiones atacadas, cuyos despojos, llevados por
los agresores a sus países de origen, no sirvieron más que de adorno improductivo de
los dioses, de los jefes o de los muertos. Pero algunos conquistadores llevaron más
lejos su acción y sus expediciones acabaron creando condiciones favorables al
desarrollo de las fuerzas productivas. Construyeron Estados. Sus empresas militares
provocaron simultáneamente la destrucción de las estructuras tribales, el
reforzamiento de la posición económica de la aristocracia por la implantación de los

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vencedores y el perfeccionamiento del sistema de explotación señorial, la
instauración de la paz interior favorable a la acumulación de capital, el
establecimiento de contactos entre diversas regiones, el ensanchamiento de las zonas
de intercambio. De este modo, también la guerra aceleró la marcha del crecimiento.
En este lento proceso se distinguen, entre los siglos VIII y XI, dos etapas que
corresponden a las dos aventuras políticas y militares más importantes: la de los
carolingios y la de los vikingos.

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1. LA ETAPA CAROLINGIA

En Austrasia, en la provincia más salvaje del reino franco, alrededor de una gran
familia, la de los antepasados de Carlomagno, y de los hombres que se habían unido a
ella por lazos de amistad vasallática, se afirmó progresivamente durante el primer
tercio del siglo VIII una fuerza de agresión; que se lanzó con éxito contra otros clanes
aristocráticos, y más tarde contra otras etnias. Las bandas así formadas extendieron
sus depredaciones en círculo, en todas las direcciones, hasta las profundidades de
Germania, como respuesta a las incursiones enemigas, en expediciones de castigo
llevadas cada vez más lejos: hacia Neustria, Borgoña, las comarcas más romanizadas
del sur de la Galia, a la búsqueda de riquezas; más tarde, hacia la Italia lombarda. El
ejemplo de Aquitania muestra que durante largos decenios estos ataques sólo llevaron
consigo ruina y destrucción; pero, finalmente, sobre estas devastaciones se edificó el
nuevo Imperio, un inmenso Estado que fue sólidamente mantenido bajo control
durante medio siglo. A los ojos del historiador, una de las principales consecuencias
de esta reconstrucción política fue la restauración del uso de la escritura en la
administración. Consciente de ser el heredero de los césares, Carlomagno quiso,
también en este punto, enlazar con la tradición romana; ordenó poner por escrito sus
propias decisiones, establecer la descripción cuidadosa de sus dominios y de los de
las iglesias de las que se sentía responsable. Estas órdenes, muy imperfectamente
aplicadas, lo fueron solamente en los viejos territorios francos situados entre el Loira
y el Rin; en Baviera y en Lombardía. Al menos se conservan los textos, y este brusco
y fugitivo renacimiento de la documentación escrita en los alrededores del año 800, el
interés completamente nuevo por la precisión cuantitativa que de él se desprende,
sacan de la oscuridad diversos aspectos de la vida económica. Éste es el mayor
interés de la etapa carolingia: la claridad relativa de la imagen que nos proporciona.

LAS TENDENCIAS DEMOGRÁFICAS

En el modelo de crecimiento que acabamos de presentar, se atribuye un lugar


primordial al movimiento demográfico; era previsible, pero para el siglo IX y en
algunas comarcas de la Europa carolingia se puede ver más claramente su
orientación. Cuando se realizaron pesquisas para redactar lo que se llama un
políptico, es decir, el inventario preciso de un gran conjunto territorial, los hombres
instalados en los mansos fueron contados, y en algunos casos con gran cuidado. De
hecho, valían mucho más que la tierra y formaban el elemento principal del

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patrimonio. Evidentemente, los recuentos nunca nos dan más que una visión parcial
del poblamiento rural; no se refieren a una aldea, sino a un dominio cuyos contornos,
frecuentemente, no coinciden con los del término; los esclavos, empleados en la
reserva señorial y alimentados en la casa del señor, no figuran, en principio; se les
consideraba bienes muebles; los campesinos que habían aceptado el patrocinio del
gran propietario sin recibir la concesión de un manso, y cuyas obligaciones, por este
hecho, eran sólo de tipo personal, fueron censados, pero individualmente, y el
documento no dice nada de su familia. Por el contrario, al referirse a los masoveros,
libres o no, aparece censado en la mayoría de los casos el conjunto del grupo familiar
en el cuadro del mansus, base de las percepciones señoriales. En este caso, los datos
son muy valiosos; permiten verificar la hipótesis de un aumento de la población,
propiciado por la recuperación de seguridad, por el alejamiento de las fronteras
hostiles al crearse marcas defensivas para hacer frente a los peligros de invasión, y
más directamente sin duda por el progresivo espaciamiento de los brotes de peste, así
como por las transformaciones de la esclavitud.
La primera impresión que se obtiene de estos documentos es la de un poblamiento
muy denso. El más célebre de los polípticos, el que hizo redactar en 806-829 el abad
Irminón para los dominios de Saint-Germain-des-Prés, permite calcular sin excesivos
errores el número de habitantes por kilómetro cuadrado en un determinado número de
lugares del área parisina; la densidad es de 26 en Palaiseau, de 35 en Verrières, es
decir, la misma que en las zonas rurales de Polonia y de Hungría en vísperas de la
segunda guerra mundial. Las tierras de la abadía de Saint-Bertin, en los confines de
Picardía y Flandes, parecen haber estado más pobladas todavía: según los datos del
políptico (844-848), la densidad oscila entre 12 y 21 adultos, es decir, entre 25 y 40
habitantes por kilómetro cuadrado. Nos encontramos ante cifras considerablemente
más altas que las que permiten suponer para comienzos del siglo VII las observaciones
de los arqueólogos. Aunque se considere que estos datos sólo son válidos para
«nudos de poblamiento», para islotes en los que los hombres se agrupaban, separados
por inmensos espacios vacíos, y, por consiguiente, la densidad global de una
provincia era mucho más débil, aun así es evidente que en Galia, en Germania —
donde, desde que se generaliza el uso de la escritura, las actas de venta o de donación
están llenas de alusiones a las roturaciones— el número de hombres ha aumentado
entre la época de Gregorio de Tours y la de Carlomagno.
Otros indicios confirman esta hipótesis. Los recuentos del siglo IX se inscriben en
el marco del gran dominio, o más exactamente de las células agrícolas ocupadas por
las parejas de campesinos dependientes, es decir, en el marco de los mansos. Lo que
se ve muy claramente, tanto en el políptico de Irminón como en los demás, es que
estas células, consideradas en abstracto como «las tierras de una familia», no
coinciden ya con las parejas, con los equipos de trabajo reunidos por lazos de
parentesco. El sistema sobrevive porque los administradores del dominio se obstinan
en conservar la base, la unidad de la repartición de censos y servicios; pero, en dos o

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tres generaciones, el movimiento demográfico ha hecho caducar el sistema. Se
observa que muchos mansos están ocupados por varias parejas; es decir, que están
aparentemente superpoblados. En Palaiseau, frente a cuarenta y tres mansos ocupados
por una sola familia, ocho están habitados por dos parejas y cuatro por tres, de forma
que el 39 por 100 de la población censada ocupa solamente el 20 por 100 de los
mansos; en el conjunto de este dominio el inventario señala la presencia de 193
grupos familiares en 114 mansos. Por último, los nombres de los masoveros hacen
pensar que los mansos superpoblados están frecuentemente ocupados por un padre de
familia y por sus yernos, o por varios hermanos casados. La impresión que se obtiene
de estas observaciones es, por tanto, la de una presión ejercida desde el interior por el
crecimiento demográfico en el antiguo marco de la economía señorial. Pero esta
impresión parece igualmente contenida: una parte de la población no encuentra lugar
para desarrollarse cómodamente y se ve obligada al hacinamiento. La concentración
parece determinada en parte por el peso de las estructuras familiares. En efecto, en un
mismo dominio, en un mismo término, algunos mansos están insuficientemente
poblados junto a otros que lo están en exceso. Ocurre, pues, que la desigual fertilidad
de las parejas y, por otro lado, el rigor de las normas de sucesión impiden la
redistribución armoniosa de la población activa en las tierras útiles. Muy chocante es,
en especial, la proporción de masoveros solteros: constituyen el 30 por 100 de la
población en la villa de Verrières, cerca de París, más del 16 por 100 en Palaiseau.
Más extraña todavía es la proporción entre hombres y mujeres, lo que plantea
problemas más complejos. La tasa de masculinidad parece en algunos casos
anormalmente alta: 1,30 en Palaiseau, 1,52 en Verrières. Sin duda, los riesgos del
parto aumentaban la mortalidad femenina, pero no en proporción suficiente como
para dar lugar a un distanciamiento tan considerable. Para explicar estas diferencias
hay que suponer una fuerte inmigración masculina destinada a llenar los vacíos
creados por la infecundidad de algunos hogares, lo que equivale a admitir una fuerte
movilidad de la población rural, cuyas huellas aparecen frecuentemente: en los
diferentes dominios descritos por el políptico de Saint-Remi, de Reims, son
mencionados forenses, forestici, foranei, extranjeros cuyo número no es inferior, en
ningún centro de explotación, al 16 por 100 de la población censada. Esta situación
¿es característica de los dominios eclesiásticos, más acogedores, más seguros, o, por
el contrario, no estaban los señores laicos mejor armados para asegurar una
protección eficaz? Es lícito pensar que el fenómeno era general.
La movilidad tenía lugar desde un claro, desde una zona de poblamiento a otra.
Aparentemente no llevaba a los hombres a la conquista del yermo. Salvo en
Germania, y quizás en las zonas boscosas de Champaña, las menciones de rozas son
muy raras en las provincias de las que habla la documentación carolingia. En el
capítulo XXXVI, el capitular De villis contiene sobre el particular la siguiente
recomendación hecha a los administradores de los dominios reales: «Si hay espacios
que roturar, que los hagan rozar, pero que no permitan que los campos se acrecienten

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a expensas de los bosques», lo que indica claramente los límites de la operación de
roza que se desea: vienen fijados por la organización regular de la rotación periódica
de los cultivos en el seno del territorio cultivado. La exhortación a los
administradores tiene un eco en el párrafo LXVII: «Si faltan masoveros para los
mansos desocupados, o lugar para los esclavos recientemente adquiridos, que nos
consulten». Un consejo de esta naturaleza prueba que las migraciones de los
trabajadores rurales tenían lugar de un dominio a otro, y no hacia centros de
roturación. Si hubo expansión agraria, parece haberse limitado a la explotación más
metódica e intensiva del espacio cultivado. La intensificación del cultivo, impuesta
por la presión demográfica sin que fuera acompañada de un perfeccionamiento de las
técnicas, explica quizás los débiles rendimientos que sugieren los datos de los
documentos carolingios. A este nivel, en todo caso, se sitúa el segundo bloqueo, el
más determinante. Los varones de familias demasiado numerosas se establecen,
cuando pueden, en mansos abandonados dentro de su dominio de origen o en otro; si
no es posible, permanecen en la explotación paterna que sobrecargan y que resulta
demasiado estrecha para alimentar convenientemente a sus ocupantes. Muy cerca de
las tierras cultivadas existían zonas sin roturar, pero parece que fueron muy pocos los
que se lanzaron a la aventura de ocuparlas. Ignoramos las razones de esta inhibición.
Verosímilmente hay que buscar las causas más influyentes en las insuficiencias
técnicas que hacían posible la ocupación de tierras vírgenes. Así se explican los
síntomas de superpoblamiento y, también, la existencia, continuamente denunciada
por los capitulares, de una población flotante y peligrosa de mendigos y
merodeadores. Esta hez social, la inquietante presencia de desarraigados famélicos a
los que la legislación moralizante de los soberanos carolingios intenta inútilmente
reabsorber, es uno de los indicios más claros del desequilibrio entre las tendencias
naturalmente expansivas de la población y los marcos de la producción, cuya rigidez
mantiene la ausencia de innovaciones técnicas.
Incluso en el anterior de los espacios roturados, la desigual repartición entre los
jefes de familia de las unidades de explotación, es decir, de los medios de
subsistencia, mantiene la inestabilidad y la malnutrición de una parte de los
pobladores del dominio, lo que interviene a su vez para reprimir las tendencias
naturales a la expansión, por la restricción, voluntaria o no, de los nacimientos y por
los efectos de una emigración necesaria, temporal o definitiva.
Los datos cuantitativos proporcionados por los polípticos dan alguna luz sobre la
intensidad de este crecimiento potencial. Los inventarios más cuidadosamente
realizados distinguen en cada hogar los adultos y los demás. Podemos estar
prácticamente seguros de que los hijos censados no son mayores de edad (cuanto
éstos han permanecido en el hogar paterno, los pesquisidores hacen seguir su nombre
de la mención de su estatuto personal), sino jóvenes que no han salido todavía de la
minoría legal. Comparar, en la población masovera de un dominio, el número de los
adultos con el de estos menores permite apreciar, de manera aproximada, las

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posibilidades de renovación de una generación. Resulta chocante descubrir tantos
hogares que no tienen hijos, ya se trate de parejas jóvenes o, con mayor frecuencia,
de matrimonios ancianos cuya descendencia ha encontrado sitio en otro lugar: treinta,
de los noventa y ocho jefes de explotación casados se hallan en esta situación en la
villa de Villeneuve-Saint-Georges, cerca de París, descrita en el políptico de Saint-
Germain-des-Prés. El gran número de casados sin hijos y el de solteros hace que, en
el conjunto de la población de este dominio, el número de jóvenes que se han librado
de las fuertes mortalidades de la primera infancia sea exactamente igual al de los
adultos. Son un poco más numerosos en Palaiseau y en Verrières: 2,4 y 2,7 de
promedio por pareja. Pero si se reúnen todos los datos del políptico de Irminón, se
llega a una tasa media ligeramente inferior a dos. Por consiguiente, no hay
crecimiento, sino estancamiento; un estancamiento del que se puede pensar que es
consecuencia en gran parte del superpoblamiento y de la subalimentación que
provoca el exceso de población.
La claridad que proyectan bruscamente sobre el mundo rural los primeros
documentos carolingios revela por tanto la existencia en el corazón del reino franco
de una población campesina que no se halla en progreso, sino en crisis. En el umbral
del siglo IX, la población parece bloqueada en sus fuerzas expansivas, después de un
primer desarrollo que ha venido a romper el equilibrio entre el poblamiento y los
marcos de la explotación, y que ha elevado el número de hombres hasta tal punto que
las tierras, técnicamente inampliables, son incapaces de alimentarlos
convenientemente. Cada célula agraria es el centro de una presión demográfica
inevitable, pero totalmente comprimida. Sin embargo, esta situación parece
transitoria. El historiador estaría tentado de creer que, poco a poco, en los decenios
ulteriores, la tensión interna llegó a ser, al aumentar, lo suficientemente poderosa
como para romper el círculo vicioso y suscitar, quizás, una primera mejora de las
técnicas de producción. De hecho, el políptico de Saint-Remi, de Reims, que data del
881, nos da un promedio de 2,7 niños por hogar. En una aldea de las Ardenas,
descrita en el 892-893, en el inventario de los bienes de la abadía de Prüm, los
hombres son mucho más numerosos que en los polípticos de comienzos del siglo:
ciento dieciséis familias ocupan treinta y cuatro mansos; aparentemente viven de
estas tierras, lo que lleva a suponer que el sistema agrario se ha hecho más
productivo; explotan además once mansos «desocupados», que parecen tierras
privilegiadas, por cuya explotación se pagan solamente censos en dinero, y que
podemos suponer explotaciones recientemente creadas por la roturación. Un censo de
la población servil basado en los documentos borgoñones del siglo IX y de comienzos
del X da una proporción de 384 niños por 304 adultos: es decir, condiciones que
permiten a la población aumentar en un octavo en cada generación. En la Galia del
norte, la primera mitad del siglo IX, es decir, un período de orden relativo logrado por
la conquista carolingia, parece igualmente un momento crítico en la evolución
demográfica, entre dos impulsos de crecimiento. El primero ha cesado después de

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haber llenado, sin que haya ningún perfeccionamiento técnico, los vacíos dejados por
los despoblamientos de la Alta Edad Media. Pero, dentro de la limitación ejercida
conjuntamente por el marco señorial y por el estancamiento de las técnicas, parece
que se tensa el resorte de una futura expansión demográfica, favorecida esta vez por
el progreso tecnológico, al menos en el interior de algunas zonas de poblamiento. En
el momento en que se extienden las incursiones normandas, parece haber comenzado
ya esta segunda fase de expansión.

EL GRAN DOMINIO

Los textos carolingios tienen además la importancia de poner de manifiesto la


estructura del gran dominio. A partir de los documentos más explícitos, que no hablan
sino de las mayores fortunas territoriales, la del rey y, sobre todo, la de la Iglesia, y
utilizando especialmente el políptico de Irminón, los medievalistas han elaborado
hace ya tiempo una imagen típica de los que fueron los organismos económicos más
poderosos de la época. Los rasgos más importantes se dibujan desde el siglo VII. Yo
insistiré solamente en los que aparecen más definidos o completamente nuevos en las
fuentes del siglo IX. El «régimen dominical clásico» se inscribe en el marco de las
villae que describen uno tras otro los pesquisidores. Son grandes conjuntos
territoriales de muchas centenas y a veces de miles de hectáreas; su nombre es
generalmente el de una aldea de hoy, y se puede establecer en algunos casos que la
superficie del dominio coincidía con la del término actual. Sin embargo, la tierra se
hallaba dividida en múltiples explotaciones, una muy amplia, cuya explotación se
reservaba el dueño en cultivo, y las demás, en número variable, mucho más
reducidas, otorgadas a familias campesinas.
La reserva señorial recibe el nombre de manso del señor, mansus indominicatus.
Se organiza alrededor de un espacio cercado y edificado que se llama «corte»
(curtis). He aquí la descripción del dominio de Annappes: «Un palacio real
construido en piedra de buena calidad, tres habitaciones, la casa completamente
rodeada de una galería elevada con once pequeñas habitaciones (la estructura de la
gran vivienda rural no ha cambiado desde la época romana); abajo, un granero, dos
porches; en el corral, otros diecisiete edificios de madera con otras tantas
habitaciones, y las demás dependencias en buen estado; un establo, una cocina, una
panadería, dos graneros, tres cobertizos. Un corral protegido por fuertes empalizadas,
con una puerta de piedra con una galería en la parte superior. Un corral pequeño,
igualmente rodeado de setos, bien ordenado y plantado de árboles de diversas
especies[14]». Añadamos uno o varios molinos y la capilla, convertida o a punto de
convertirse en iglesia parroquial. A este centro están unidas grandes extensiones de

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tierras de cereal, las coutures, los mejores prados, viñas siempre que era posible
cultivarlas, y la mayor parte de los terrenos incultos. En Somain, anejo de Annappes,
el territorio sometido a la explotación del señor era de doscientas cincuenta hectáreas
de tierras de labor, cuarenta y cuatro de prados y setecientas ochenta y cinco de
bosques y terrenos sin roturar. La superficie atribuida a las diversas explotaciones
campesinas, en las que podemos pensar que las parcelas cultivadas, los mansos, se
agrupan alrededor de la vivienda señorial, es mucho más reducida: en los dominios
del Boulonnais que describe el políptico de la abadía de Saint-Bertin la extensión
equivale a dos tercios o incluso dos quintos de la parcela señorial, pero estas tierras,
que en casi su totalidad son campos de cultivo, se hallan divididas entre los
masoveros en lotes uniformes de una docena o de una quincena de hectáreas. Este
ejemplo es excepcional; en la mayor parte de los casos aparecen fuertes
desigualdades, algunas de las cuales parecen tener su origen en el estatuto jurídico de
los mansos. Algunos mansos son calificados, en ciertos inventarios, de «libres», y
parecen claramente mejores que otros llamados «serviles». Pero las disparidades son
generalmente mucho más profundas. Ante todo, entre dominios diversos: en cuatro
localidades de la región parisina descritas en el políptico de Saint-Germain-des-Prés
la media de las superficies arables aneja a cada uno de los mansos es,
respectivamente, de 4,8, 6,1, 8 y 9,6 hectáreas: a pocos kilómetros de distancia unas
son dos veces mayores que otras. Además, en cada uno de estos dominios el
inventario revela enormes diferencias entre explotaciones próximas y con el mismo
estatuto jurídico. Así se ve un manso servil que dispone de cuarenta y cinco veces
más tierra que otro. Tan fuertes desproporciones parecen ser consecuencia de una
movilidad prolongada de la posesión territorial en manos de los campesinos. El
mecanismo de las divisiones sucesorias, las compras y los intercambios han
determinado el enriquecimiento de unos y el empobrecimiento de otros. Esta misma
movilidad ha roto, por otra parte, la coincidencia entre el estatuto del manso y el de
los agricultores que lo explotan: mansos libres son ocupados por esclavos; mansos
serviles por «colonos», es decir, por trabajadores considerados libres. Por último,
como hemos señalado ya, junto a mansos ocupados por una sola familia hay otros en
los que habitan dos, tres, a veces cuatro matrimonios. Sin embargo, el dueño hace
caso omiso de todo este desorden, en apariencia más o menos profundo, según que la
organización del gran dominio sea más o menos antigua. Impone cargas equivalentes
a todos los mansos de una misma categoría jurídica, cualesquiera que sean la
dimensión y el número de trabajadores que explotan las parcelas, es decir,
cualesquiera que sean las capacidades de producción. Esta indiferencia contrasta
curiosamente con el sentido de la precisión numérica de que han hecho gala
numerosos pesquisidores, atentos a evaluar las superficies y a contar los ocupantes de
los mansos. Nada permite suponer que el inventario haya tenido como finalidad
equilibrar mejor las obligaciones campesinas. Sin embargo, la indiferencia ante las
realidades económicas era peligrosa; figura como uno de los puntos débiles de estos

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grandes organismos de producción. ¿Cómo esperar que los masoveros de los mansos
reducidos o superpoblados hayan podido, tan fácilmente como los otros, cumplir con
sus obligaciones? ¿Cómo evitar que hayan intentado eludirlas? Continuamente
alterada por movimientos que el señor es incapaz de reprimir, la base de todo sistema
señorial, el reparto de las cargas, aparece casi siempre en estado de desequilibrio.
De los mansos dependientes el señor espera una renta, unos censos que, en fecha
fija, le son llevados a su vivienda. Estas entregas periódicas de huevos y pollos, de un
cordero o un cerdo, a veces de unas monedas de plata, representan el alquiler de la
parcela cultivada; pagan la autorización que permite a los masoveros llevar a pacer su
ganado y cortar leña en la parte no cultivada de la reserva; algunas son aún cargas de
origen público, el equivalente de las tallas cobradas antiguamente para el ejército real
y cuyo beneficio ha cedido el monarca al dueño del dominio. Realmente, estas
punciones sobre el ganado doméstico o sobre los modestos beneficios de un comercio
marginal no son excesivamente pesadas para la explotación campesina; y lo que
llevan a la casa del señor es de valor reducido. El propietario, tal como nos lo
presentan los polípticos sólo de modo accesorio es un rentista. Es ante todo un
cultivador de tierras. De los masoveros exige esencialmente una colaboración de
mano de obra para las necesidades de su propia tierra. La función económica
primordial de la pequeña explotación satélite es cooperar a la explotación de la
grande.
A causa de las deficiencias técnicas, la reserva exige trabajadores en gran número.
Algunos están completamente a disposición del señor. No hay duda de que en la
«corte» de cada dominio continuaba siendo alimentada una tropa servil de hombres y
mujeres. Los inventarios hablan muy poco de estos esclavos domésticos. A veces los
pesquisidores mencionan un «taller de mujeres en el que hay veinticuatro mujeres»,
donde han encontrado «cinco piezas de paño, seis cintas de lino y cinco piezas de
tela», pero si tienen gran cuidado en enumerar los asnos, los bueyes y los corderos,
apenas se preocupan del equipo permanente de servidores. Sin embargo, algunas
menciones atestiguan su presencia. El obispo de Toledo acusaba, por ejemplo, a
Alcuino de tener, en las cuatro abadías de Ferrières, Saint-Martin de Tours, Saint-
Loup de Troyes y Saint-Josse más de veinte mil trabajadores no libres; sabemos
también que en los sesenta dominios que poseía a comienzos del siglo X el
monasterio de Santa Giulia de Brescia, donde había ochocientas familias instaladas
en mansos, setecientos cuarenta y un esclavos penaban en las tierras de las reservas a
las que estaban adscritos. Otros documentos prueban la existencia de una
domesticidad servil en las casas de simples masoveros: un matrimonio de campesinos
fue dado en el 850 a la catedral de Amiens «con sus hijos y esclavos»; y ¿cómo
imaginar que los hombres que, en las villae de Saint-Germain-des-Prés, explotaban
los mansos de mayor superficie podían cultivarlos sin recurrir a la ayuda de
dependientes domésticos? Difícilmente se puede admitir que las casas de los señores
hayan estado proporcionalmente peor provistas que las de sus masoveros. Las

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cabañas de madera que flanqueaban la vivienda señorial en el interior de la «corte»
acogían de hecho a numerosos trabajadores no libres. En un dominio bávaro ofrecido
en limosna por el emperador Luis el Piadoso, veintidós trabajadores de este tipo se
ocupaban de ochenta hectáreas de labor. A todos los señores les gustaba tener a mano,
siempre dispuestos a ejecutar sus órdenes, seres humanos cuya persona les pertenecía
en exclusiva. Según todas las evidencias, en el siglo IX la esclavitud doméstica seguía
siendo muy numerosa en todos los campos que describen los polípticos, y
desempeñaba un papel fundamental en la puesta en cultivo de las explotaciones
grandes y pequeñas. Este papel estaba, sin embargo, en declive; el sistema del siglo IX
no es en sustancia sino el sustituto de un sistema basado en la esclavitud, sistema que
una coyuntura ya vieja ha condenado. Las mismas razones que en otro tiempo, y con
mayor fuerza si cabe, llevan a los señores a dar casa a los no libres en mansos. A
medida que aumenta la importancia de los cereales y del vino la esclavitud se adapta
mal a las necesidades de la producción de una gran explotación. Los trabajos de los
campos de cereal y del viñedo están muy desigualmente repartidos a lo largo del año;
existen estaciones de escasa actividad, y otras —en el momento de las labores o de la
recolección— en las que el calendario impone la presencia en el trabajo de una mano
de obra superabundante. Habría sido ruinoso para el cultivador mantener durante todo
el año al personal necesario en las estaciones de mayor actividad; no conservaba
permanentemente más que un equipo limitado, a pesar de que la necesidad de
reforzarlo periódicamente era más imperiosa que en épocas anteriores.
Este refuerzo procedía a veces de los asalariados. Era fácil sin duda reclutar
mercenarios entre los masoveros mal provistos de tierra, o entre las bandas errantes
de desarraigados siempre presentes en las proximidades del dominio. Estos jornaleros
eran alimentados. Recibían también algunas monedas: una suma de sesenta dineros
estaba destinada, por ejemplo, a la contratación temporal de hortelanos auxiliares en
el presupuesto anual de la abadía de Corbie. Pero esclavos y temporeros no eran
suficientes, y la principal aportación de mano de obra procedía de los mansos, que la
suministraban de múltiples maneras. En principio, los cultivadores de mansos serviles
debían ceder una parte mayor de su tiempo. Si se les concedían menos tierras era
porque, retenidos durante más tiempo al servicio del señor, no podían consagrarse
tanto como los masoveros libres al cultivo de sus propias parcelas. Más directamente
obligadas al trabajo doméstico, las mujeres de la casa debían trabajar en los talleres
de la «corte» o confeccionar en su domicilio piezas de tejido; en cuanto a los
hombres, estaban obligados a presentarse tres días por semana, al amanecer, en el
centro señorial y a ejecutar todas las órdenes. Del carácter de sus obligaciones se
derivaba que los trabajadores fueran parcialmente alimentados por el señor, otra
razón para atribuirles un manso menor. En todo caso, sus servicios eran, en general,
manuales y de carácter indefinido. Más extensos, mejor equipados de instrumentos
aratorios y de ganado de tiro, los mansos llamados libres debían, en principio, realizar
trabajos más estrictamente limitados. Se les imponía cercar los campos, los prados, la

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«corte» señorial en una determinada longitud; cultivar enteramente, en beneficio del
señor, un lote previamente fijado en las tierras de labor de la reserva; llevar sus
yuntas en ciertas épocas y durante un número determinado de días a la tierra señorial;
realizar el acarreo hasta el lugar señalado; llevar mensajes. La punción sobre las
fuerzas productivas de la casa eran menos pesadas que en el caso de los mansos
serviles, pero sin embargo su valor era más considerable a los ojos del señor, puesto
que las requisiciones —las «corveas» en el sentido estricto de la palabra, que
significa petición— ponían a su disposición no solamente los hombres, sino también
los animales de tiro y los aperos más eficaces.
Cuando se suman todos los servicios en trabajo exigidos al conjunto de los
mansos se obtienen cifras sorprendentes. Así, las ochocientas familias del monasterio
de Santa Giulia de Brescia tenían que prestar su trabajo, a comienzos del siglo X,
durante cerca de sesenta mil días. Todo induce a creer que los grandes dominios no
utilizaban completamente las fuerzas de que podían disponer; eran una reserva que se
utilizaría a medida de las necesidades, variables según las estaciones y los años. No
olvidemos, sin embargo, que la tierra era hostil y necesitaba una gran mano de obra;
muchos campos, incluso en Picardía, que era una de las regiones menos atrasadas,
eran labrados con azada. El «régimen señorial» estaba organizado en función de una
agricultura muy extensiva cuya productividad no contribuía a mejorar, sino a
empeorar el modo de explotación, por las punciones enormes que llevaba a cabo
sobre un campesinado famélico, desprovisto de lo más elemental y desigualmente
repartido sobre el terreno alimenticio. Su capacidad de requisar sin medida una mano
de obra gratuita hacía a los grandes propietarios territoriales indiferentes a las
mejoras técnicas. Éste es, sin duda, el defecto más grave del sistema: podemos
sospechar que el gran dominio ha frenado sensiblemente las tendencias al
crecimiento.
Incluso en los países situados entre el Loira y el Rin, tierra de elección de los
grandes polípticos, el régimen dominical «clásico» no aparece nunca con el rigor y la
simplicidad que supone el breve esquema que acabamos de trazar; en primer lugar,
porque todo dominio era un organismo en movimiento. Las divisiones sucesorias,
cuando el dueño era un laico, las donaciones, las compras, las confiscaciones, la
presión de los poderes competidores modificaban sin cesar sus límites y su estructura
interna. Este movimiento desequilibraba continuamente el sistema cuando
desembocaba en una extensión de la superficie de la reserva, o cuando separaba de la
gran explotación algunos mansos y la mano de obra que proporcionaban, o cuando, a
la inversa, añadía al dominio nuevos trabajadores cuya colaboración no era necesaria.
Los cambios introducían en el sistema señorial una perturbación que dificultaba su
funcionamiento, que en todo caso obligaba a continuos reajustes. A los
administradores incumbía, según las disposiciones del capitular De villis, realizar los
trasvases de mano de obra y de servicio, siempre que fueran capaces de llevarlos a

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cabo. En realidad, la imagen que nos suelen dar los inventarios es la de un desorden
mal gobernado. Esta imagen, al menos, revela con bastante claridad cuatro rasgos:

1. Las estructuras que hemos descrito parecen continuar propagándose en el


siglo IX. Se introducen, en particular, en las provincias menos evolucionadas
de la cristiandad latina. En esta época se ven nacer y organizarse poco a poco
grandes dominios en los países flamencos. El sistema dominical se difunde
entonces por Germania, progresivamente colonizada por la aristocracia franca
y por los grandes establecimientos del cristianismo. En Inglaterra se forman
conjuntos territoriales organizados de modo semejante desde el siglo VII en el
interior de esta prosperidad agraria que tentaría primero a los vikingos y más
tarde a los normandos. De esta forma se prolonga la evolución secular, que,
por un lado, modifica insensiblemente, gracias a la multiplicación de
asentamientos de esclavos, el papel de la servidumbre en los mecanismos
económicos, y, por otro, no deja de reforzar la autoridad de la alta aristocracia
sobre el campesinado independiente.
2. Sin embargo, parece que el gran dominio está muy lejos de cubrir el conjunto
de los campos de Occidente. Los textos prácticamente sólo nos hablan de él.
La oscuridad es total, si exceptuamos las grandes fortunas. Sólo se menciona
lo que les pertenece y en ningún momento es posible conocer la extensión de
lo que corresponde a otros. No obstante, la existencia de patrimonios menos
extensos es evidente. Entre los documentos escritos concernientes a la
Picardía de esta época, y que no se refieren más que a las posesiones de los
grandes establecimientos religiosos, uno de cada tres revela la existencia de
propiedades de mediana extensión, lo que hace pensar que este tipo de
propiedades ocupaba un lugar preponderante. Lo mismo ocurre con las
explotaciones campesinas autónomas. Los capitulares carolingios que
reparten las obligaciones militares entre los poseedores de uno, dos o tres
mansos suponen la tenaz supervivencia de los pequeños propietarios libres
cuya existencia se adivina igualmente por las limosnas de pequeña cuantía
que recogen las instituciones religiosas. Incluso los polípticos describen
posesiones familiares modestas que acaban de integrarse en el patrimonio de
una iglesia, pero que poco antes eran independientes y que no son una
excepción. Finalmente, en la proximidad de los monasterios que han
conservado mejor sus archivos —en los que se encuentran documentos
concernientes a bienes de escasa importancia recientemente incorporados al
dominio, que contienen contratos concluidos entre laicos con anterioridad a la
adquisición por los monasterios— cerca de Saint-Gall, por ejemplo, en el
siglo IX, o en las proximidades de Cluny, en el X, se manifiesta la vitalidad de
múltiples alodios, de bienes enteramente separados de todo dominio señorial,
cuya extensión corresponde a las necesidades y a las posibilidades de trabajo
de una pareja campesina, los cuales se ve a veces que han sido lentamente
reunidos por el ahorro paciente de sus propietarios. Supongamos, pues, el
mantenimiento, en la sombra, de un importante sector de la economía rural,

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mantenido por una aristocracia de tipo medio o por el campesinado, y que no
entra, o muy ligeramente, en el marco del régimen señorial «clásico».
3. Por lo que se refiere al gran dominio, sus rasgos se deforman en cuanto se
abandona Neustria, Austrasia o Borgoña. Aparecen profundas disparidades
regionales. Así, en las provincias germánicas, la estructura del gran dominio
parece mucho más relajada: un pequeño número de mansos, poblados casi
exclusivamente por esclavos, se agrupan alrededor de la «corte»; los demás se
hallan dispersos, tan lejos a veces que los campesinos que los ocupan no
pueden proporcionar al señor más que los censos y prácticamente no
cooperan en la explotación de la reserva. En Lombardía, numerosos equipos
de esclavos domésticos se hallan establecidos en el centro del dominio,
ayudados por los servicios ilimitados de algunos campesinos, también de
condición servil, aposentados en los mansos vecinos. Pero la mayor parte de
los masoveros son hombres libres que poseen, además, alodios; algunos
deben prestaciones personales, pero muy ligeras, y la mayor parte son simples
medianeros, que entregan al señor una parte determinada de la cosecha.
Semejante diferenciación entre la reserva, cuya explotación recae casi
exclusivamente sobre campesinos no libres, y los mansos, que no
proporcionan sino rentas y, en el mejor de los casos, algunos servicios
ocasionales, se observa igualmente en Flandes, en la Galia del oeste, en la del
centro y en la del sur. Hasta el punto de que se puede preguntar si el sistema
cuya imagen nos proporciona el políptico de Irminón no es de hecho una
excepción.
4. Este sistema, ya viejo cuando los pesquisidores visitaron a comienzos del
siglo IX las posesiones de Saint-Germain-des-Prés, se ve transformado en el
curso del siglo por una evolución que perturba sensiblemente su
funcionamiento. A decir verdad, esta evolución se deja entrever con
dificultad. Los polípticos tenían la finalidad de definir el estado presente de
un patrimonio; y su objetivo era estabilizar las estructuras. La descripción que
dan es, por tanto, estática. Para entrever las tendencias evolutivas en el seno
del organismo señorial es preciso interpretar las escasas correcciones que han
sido introducidas en el texto de los inventarios en los decenios posteriores a
su redacción, o confrontar las pesquisas de diferentes épocas (aunque éstas
conciernen generalmente a dominios distintos, lo que quita mucho valor a la
comparación). Sin embargo, es posible entrever algunas tendencias. La más
clara es la progresiva desaparición de las diferencias entre mansos serviles y
mansos libres. Los movimientos de la población, los matrimonios mixtos, las
herencias, los trasvases de posesiones habían roto, ya en épocas anteriores, la
identidad entre el estatuto del campesino y el de su tierra. Hombres libres
debían servir como esclavos porque su manso no era libre, y eran más
duramente explotados que sus vecinos, de origen servil, pero en posesión de
una tierra libre. La costumbre hacía difícil admitir estas discordancias, y poco
a poco fueron impuestas las mismas cargas a todos los mansos. Esta
uniformación se realizó en la línea de una agravación general de las
obligaciones campesinas, según se observa en particular en los países

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germánicos; y se explica en parte por los progresos de la economía agraria,
por una lenta conversión del sistema de producción hacia la agricultura
cerealista, más exigente, y por una mejora del equipamiento campesino. Si los
mansos serviles de Germania fueron obligados, en el siglo IX, a realizar
prestaciones relacionadas con la labranza, fue porque los hombres que los
tenían disponían ahora de animales de tiro. Sin embargo, la agravación de las
condiciones afectó sobre todo a los campesinos libres, y la distancia entre
éstos y los esclavos se redujo insensiblemente; era un paso más de una
evolución que condujo poco a poco de la esclavitud a la servidumbre, por la
inclusión de la población dependiente en un mismo grupo homogéneo de
explotados.

Si esta primera tendencia es más visible en la parte bárbara de Europa, la segunda se


ve más claramente en las provincias más evolucionadas, en aquéllas en las que
subsisten los vestigios de Roma, en las provincias del sur. Se trata de una inclusión
cada vez más profunda del numerario, cuyo uso había reanimado la restauración de
las estructuras estatales, entre las prestaciones debidas por los mansos. Un ejemplo:
en un dominio borgoñón cuyo inventario fue realizado en el 937 cada uno de los
mansos estaba obligado a entregar cada año, en varios plazos, sesenta monedas de
plata; algunos de estos censos en dinero eran el equivalente de antiguas entregas de
ganado o de leña; otros reemplazaban eventualmente una serna: «Realiza dos
quincenas de trabajo, o las compra a mediados de marzo por once dineros». Estas
conversiones revelan a su vez la generalización del instrumento monetario y su
progresiva penetración en la economía campesina. Señores y campesinos coincidían
en utilizar más ampliamente la moneda. No es extraño que estas conmutaciones
hayan sido más frecuentes en Italia del norte, cuyos campos fueron precozmente
animados por la circulación monetaria. A fines del siglo X los masoveros del cabildo
episcopal de Luca estaban casi enteramente exentos de prestaciones personales y de
censos en productos; se liberaban de la mayor parte de sus obligaciones mediante la
entrega de monedas de plata. Estas disposiciones tuvieron como consecuencia
diferenciar aún más la gran explotación de las pequeñas que la rodeaban; el masovero
pagaba el derecho de disponer libremente de sus fuerzas, y especialmente el de
aplicarlas a su propia tierra para acrecentar su rendimiento, y lo pagaba con lo que
ahora podía ganar vendiendo su trabajo o los excedentes de su producción doméstica;
por lo que se refiere al señor, éste aspiraba, con el dinero que le era entregado, a
sustituir a los campesinos de los mansos por asalariados, cuyo trabajo, voluntario y
pagado, y ya no forzoso y gratuito, le parecía también más productivo. En definitiva,
la gran innovación que se manifiesta aquí se sitúa en el nivel de las actitudes
mentales: a medida que los hombres se acostumbran a utilizar menos
excepcionalmente la moneda descubren que el trabajo es un valor susceptible de ser
medido e intercambiado. Este descubrimiento cambia de manera fundamental las
relaciones entre el señor y los campesinos del dominio, y en adelante uno y otros

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estarán unidos, al introducirse la moneda en el sistema de explotación, por lazos
económicos nuevos. Y como todo esto se inscribe en una sensibilidad nueva sobre el
valor de todas las cosas, la libertad que se insinúa en los engranajes de la economía
señorial conduce naturalmente a una elevación de la productividad.
Tan diverso en sus estructuras, tan dúctil y de una extensión sin duda menor de lo
que normalmente se cree, el gran dominio ocupa el centro de toda la economía de la
época, por la función que realiza y por la influencia que ejerce sobre los campos de
los alrededores. Su papel consiste en mantener el nivel de vida de las grandes casas
aristocráticas. Este órgano de producción está al servicio de una economía de
consumo. La primera preocupación de los señores, cuando se interesan en una
administración más rigurosa de su fortuna, es calcular por adelantado, y de la forma
más exacta posible, las exigencias de su casa. Esto es lo que han querido hacer en el
siglo IX algunos grandes administradores de monasterios, y especialmente el abad
Adalardo de Corbie, quien, en el 822, se dedicó a definir minuciosamente la calidad y
la cantidad de los productos exigidos por los diferentes servicios de la economía
doméstica. Cuando existe una planificación económica se sitúa siempre al nivel de las
necesidades que hay que satisfacer. Por consiguiente, lo que se espera de la
producción señorial es que baste para atender una demanda previsible, y los señores
están satisfechos de sus administradores si éstos les procuran, inmediatamente que les
sea reclamado, cuanto necesitan en cada momento. La correspondencia de Eginardo,
amigo de Carlomagno, con los intendentes de sus diversos dominios ilustra bien esta
actitud. No se trata de estimular al máximo la productividad del patrimonio territorial,
sino de mantenerlo en un nivel tal que pueda en cualquier momento satisfacer todas
las peticiones.
De esta disposición derivan dos consecuencias. En primer lugar, y dado que la
irregularidad del clima hace posibles enormes diferencias de una a otra cosecha, la
producción, para ser suficiente, debe situarse a un nivel elevado. Normalmente es
sobreabundante, lo que explica, por ejemplo, que los pesquisidores, inspeccionando
los graneros del dominio real de Annappes, hayan encontrado, pese a los daños
causados por los animales parásitos y a pesar de haberse consumido una parte para la
alimentación del personal doméstico, más grano de la cosecha del año anterior que de
la del año de la visita. Puesto que el volumen de las cosechas es extremadamente
variable, mientras que las necesidades no son elásticas, la economía del gran dominio
conduce al despilfarro. Despilfarro de tierra, despilfarro de mano de obra. Tanto
como la insuficiencia de las técnicas, las irregularidades de la producción obligan a
ampliar desmesuradamente, sobre el espacio agrario y sobre los campesinos, la
influencia de la gran explotación señorial. Se ha podido calcular que la subsistencia
de uno solo de los sesenta monjes de la abadía de Saint-Bertin consumía las
prestaciones de una treintena de hogares dependientes. Y puesto que el régimen
señorial es de una productividad irrisoria, las bases del edificio económico y social
que sirve de soporte a la aristocracia son extraordinariamente amplias. Esto incita a

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los grandes a defender celosamente sus derechos sobre la tierra, y más aún sobre los
hombres, y a esforzarse por ampliarlos si es posible.
En segundo lugar, y dado que el consumo orienta en realidad la producción del
dominio, el verdadero motor del crecimiento hay que buscarlo en las necesidades de
la alta aristocracia, que tiende irresistiblemente a utilizar su poder sobre la tierra y
sobre los hombres para gastar más. En sí, el reforzamiento gradual de una élite social
en ciertas regiones de la Europa carolingia aparece como uno de los estimulantes más
eficaces del desarrollo. Todos los grandes desean dar la mayor amplitud posible a su
«mesnada», porque su prestigio se mide en función del número de hombres que les
rodean; y todos aspiran a tratar a estos comensales mejor que los demás, porque su
generosidad y el lujo de su acogida son la ilustración de su poder. Estos deseos les
incitan a obtener mayores rendimientos de la tierra, no tanto aumentando la
productividad de los campos y viñas que poseen como ampliando el número de unos
y otras. El deseo de ostentación desarrolla la rapacidad y el espíritu de agresión
mucho antes de que lleve a una mejora de los procedimientos de explotación de la
fortuna territorial. Los señores no piensan en esta forma de aumentar sus ingresos
más que cuando les faltan las demás maneras de enriquecerse, es decir, cuando
disminuyen las posibilidades de apoderarse sin excesivos problemas de los bienes
ajenos. De esta manera, la reconstrucción del Estado y el afianzamiento de la paz
pública en el siglo IX han podido estimular el desarrollo: orientando la avidez de los
señores hacia la búsqueda de un acrecentamiento de los beneficios del dominio.

De hecho, el organismo señorial, por su propio peso, tendía a ampliarse


continuamente. No sin razón las actas promulgadas por los soberanos carolingios
llaman «poderosos» a los poseedores de los grandes dominios, y se esfuerzan por
sustraer a los «pobres» a su influencia. En el claro por el que se extienden sus bienes,
el señor, y en su nombre el administrador, actúan sin control de ningún tipo. De ellos
dependen la paz y la justicia. Ellos y sólo ellos pueden ofrecer una parcela a las
familias errantes o a los hijos menores de los campesinos del lugar, acogiéndolos en
un pequeño manso creado en los límites de la reserva, en uno de los hospitia, de los
accolae, como llaman los textos latinos a estas parcelas marginales del término. El
granero del señor, que permanece lleno cuando los demás están vacíos, es la
esperanza de los hambrientos que se agolpan a sus puertas y prometen todo para
conseguir grano. Este poder de hecho, que es consecuencia del alejamiento de los
poderes públicos y del simple desahogo de unos pocos en un medio humano asaltado
por mil peligros, no es descrito por los redactores de los polípticos, porque no
figuraba entre las reglas legítimas de las prestaciones habituales. Su importancia, sin
embargo, no era por ello menos considerable; gracias a este poder los límites del
dominio se extendían continuamente en todas direcciones. De hecho, este poder
llevaba a los pequeños campesinos todavía independientes a someterse a la autoridad
del gran propietario. Éste, por la sola extensión de sus bienes territoriales, organizaba

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todo el sistema de las prácticas agrarias, señalaba el tiempo de la recolección y el de
la vendimia; por sus enormes necesidades de mano de obra auxiliar controlaba el
mercado del trabajo; distribuía las ayudas; prestaba la simiente o la harina, y a
cambio exigía servicios. Llama la atención la amplitud de la red de
«encomendaciones» que se anudaron a través de este mecanismo y que terminaron
por unir a la villa a la mayor parte de los campesinos independientes de la vecindad.
Estos protegidos fueron censados en algunos polípticos, porque pagaban un censo
anual, el chevage: alrededor del dominio de Gagny, que pertenecía a Saint-Germain-
des-Prés, eran veinte frente a los sesenta y ocho masoveros adultos. Su sumisión
individual aparece como un primer paso hacia una dependencia más rigurosa que
desemboca en la integración de su tierra en la fortuna del señor y en la conversión de
sus descendientes en poco más que servi casati, esclavos situados en mansos. Las
mayores conquistas del gran dominio se han realizado a expensas no de los dominios
próximos, sino del campesinado independiente.
Parece, sin embargo, que la propiedad independiente se resistió, en el marco de la
comunidad aldeana naciente y de las solidaridades entre «vecinos» que se reforzaban
poco a poco alrededor de la iglesia parroquial y de la posesión colectiva de los
derechos de utilización de bienes comunales. Es posible incluso —y la lucha de
clases habría revestido principalmente esta forma— que los campesinos hayan creado
asociaciones claramente destinadas a protegerlos de la opresión de los ricos. Un
capitular promulgado por el rey de Francia occidental en el año 884 denuncia a los
villani, es decir, a los campesinos, que se organizan en «guildas», es decir, en
comunidades basadas en un juramento de ayuda mutua a fin de luchar contra quienes
los han expoliado. ¿Fueron totalmente ineficaces estas agrupaciones? Cabe dudarlo
cuando se ve, en el interior mismo del gran dominio, la impotencia de los señores
para dominar a los masoveros recalcitrantes. Un largo proceso fue necesario —y
hubo que llegar hasta el tribunal real— para que unos señores de Aquitania pudieran
obligar en el año 883 a los dependientes de una de sus villae a cumplir ciertas
obligaciones: éstas figuraban en un antiguo políptico, pero la resistencia pasiva de los
campesinos las había hecho caer en desuso. Y se conocen otros casos en los que la
justicia del soberano apoyó a los trabajadores que se resistían a las nuevas exigencias
señoriales. El continuo y sordo combate en el que se enfrentaron las fuerzas
campesinas a los dueños de la tierra no era en la práctica tan desigual como puede
parecer, y sus resultados fueron diversos. Pequeñas explotaciones autónomas fueron
absorbidas en gran número por la ampliación de la autoridad señorial, pero en el
centro mismo del dominio la inercia, el disimulo, las tolerancias compradas al
intendente, la amenaza de huir a las tierras próximas en las que toda persecución era
imposible y de incorporarse a las bandas de forajidos que los capitulares francos
intentaron inútilmente disolver, eran otras tantas armas eficaces contra las presiones
del régimen económico. Ningún gran propietario disponía de los medios, y tal vez ni
siquiera tuviera intención de impedir el juego activo de ventas o de intercambios de

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tierras que conducían a romper poco a poco la unidad de las cargas campesinas: «En
algunos lugares, cultivadores de dominios reales y eclesiásticos venden su herencia,
es decir, los mansos que tienen no solamente a sus iguales, sino también a clérigos
del cabildo o a curas parroquiales o a otros hombres. Sólo conservan su casa, y en
consecuencia los dominios son destruidos, porque no se pueden cobrar los censos, y
ni siquiera es posible saber qué tierras dependen de cada manso[15]». El edicto de
Carlos el Calvo denunciando el fenómeno en el año 864 intenta tomar medidas para
paliarlo, que sin duda no tuvieron ningún efecto. Dado que carecían de rigor, los
límites del gran dominio se borraron, minados por las resistencias, conscientes o no,
de estos hombres muy «pobres», muy «humildes», muy «débiles», que trabajaban los
campos y que, en su indigencia y bajo los piadosos calificativos con que los designa
el vocabulario de nuestras fuentes, llevaban en sí el germen del crecimiento. Todo
políptico describe un organismo parcialmente descompuesto y cuya disgregación
intenta, vanamente, retrasar. Por su propensión al despilfarro, por sus desmesuradas
exigencias, por todas las exacciones que mantenían en estado de subalimentación
crónica a la masa de sus dependientes, el régimen señorial tendía a esterilizar los
esfuerzos campesinos. Pero sus eslabones eran demasiado flojos y no pudieron frenar
el empuje demográfico que hemos visto aparecer en la segunda mitad del siglo IX. De
hecho, y pese a todo, el gran dominio favorecía las tendencias al progreso de la
economía rural, porque los señores, en su interés por aumentar los beneficios,
construyeron máquinas para moler el grano que liberaban una parte de la mano de
obra rústica; porque se inclinaron poco a poco a dar preferencia a los censos en
dinero como sustitutos de las sernas y de este modo, al conceder mayor autonomía a
los campesinos, incitaron a los cultivadores de los mansos a trabajar no sólo para
subsistir, sino también para vender; porque dieron casa a los esclavos y de este modo
aumentaron el ardor en el trabajo de una parte considerable de la población; porque
se sentían obligados a la generosidad; porque no podían negarse a distribuir entre los
hambrientos los excedentes de sus cosechas y, de esta forma, mantenían en vida a los
indigentes. El régimen señorial intervino por último de modo muy directo para
acelerar en los campos el desarrollo de los intercambios y de la circulación
monetaria. No sólo porque la moneda se introdujo poco a poco en el circuito de las
prestaciones y porque la necesidad de pagar en dinero obligó a los pequeños
cultivadores a frecuentar con regularidad los mercados semanales —los textos
prueban que se multiplicaron durante el siglo IX en las tierras del Imperio—, sino
también en una escala mucho más amplia. Desde el momento en que resurgió el
hábito de utilizar piezas de moneda como el vehículo más cómodo para los trasvases
de riqueza, la extrema dispersión de las grandes fortunas incitó a los administradores
a negociar en cada villa los excedentes de la producción y a dirigir el importe
amonedado de estas ventas hacia la residencia del señor. «Queremos —dice el
capitular De villis— que cada año, por Cuaresma, el domingo de Ramos, los
intendentes se encarguen, según nuestras órdenes, de traer el dinero procedente de

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nuestros beneficios, para que podamos conocer el importe de nuestros ingresos
anuales[16]». Por esta razón, los dominios reales más rentables se hallaban situados en
los principales ejes de la circulación comercial, que su presencia contribuía a
vivificar. A lo largo del Mosa, por ejemplo, intercambios basados en el uso de la
moneda unían los grandes dominios que bordeaban el río con los barcos que lo
surcaban. De las quince mil medidas de vino que producían las tierras de Saint-
Germain-des-Prés, los monjes sólo consumían una séptima parte, y es seguro que el
resto se cargaba en barcas para ser vendido en las regiones del norte y del oeste. El
papel de la comercialización no era, por tanto, marginal, y el conjunto de estos
tráficos originaba movimientos monetarios cada vez más amplios. Se ha calculado
que el abad de Saint-Riquier podía recoger cada año, en los umbrales del siglo IX,
unas setenta mil monedas de plata, el valor de ciento cincuenta caballos, y que las
empleaba en parte en la compra de mercancías. La concentración económica, cuyo
agente era el gran dominio, contribuyó de manera eficaz a que el trabajo de la tierra y
sus frutos se relacionara con las actividades comerciales.

EL COMERCIO

Estas actividades ocupan un lugar muy importante en las fuentes de la historia


económica carolingia. Son una de las consecuencias de la restauración monárquica.
Correspondía al soberano —cuya ambición era renovar el Imperio y que, consagrado
por los obispos, tomaba más clara conciencia de ser el instrumento de Dios, el
garante del orden y de la justicia— vigilar especialmente un sector de la economía
que parecía anormal, que por tanto exigía un control más estricto y que era, además,
moralmente sospechoso, porque ponía en juego el espíritu de lucro condenado por la
ética cristiana. El rey, por consiguiente, debía mostrarse más atento en este terreno.
Vigiló, legisló, y los escritos que emanan de palacio llevan múltiples huellas de sus
preocupaciones. Esto puede llevar al historiador a errores de perspectiva y a hacerle
atribuir al comercio un papel sin relación con el que realmente tuvo.
El Estado se preocupó ante todo de mantener la paz en los lugares en que se
realizaban las transacciones y, por tanto, de fijar estrictamente el emplazamiento y la
periodicidad de los encuentros comerciales. Si las menciones de los mercados rurales
se multiplican durante el siglo IX en las zonas que controlaban los soberanos
carolingios, ¿se trata solamente de una prueba de la intensificación de los
intercambios comerciales al nivel de la producción campesina? ¿No será también en
parte el efecto de una afirmación de la autoridad del rey sobre organismos ya
existentes, y al mismo tiempo una señal de la generosidad del soberano al conceder a
tal o cual iglesia el producto de las tasas impuestas a los usuarios? Un hecho es

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seguro: si el rey Pipino en el año 744 recomendaba a los obispos que se ocuparan de
que en cada diócesis existiera un mercado regular era porque éste no existía en todas
partes. Cien años más tarde, los mercados eran muy numerosos en las antiguas zonas
francas, demasiado numerosos incluso, hasta el punto de que fue precisa una
reorganización para que no se relajase el control real. El edicto del 864 ordenaba a los
condes que hicieran una lista de los mercados de su circunscripción, distinguiendo los
existentes en la época de Carlomagno, los que habían sido creados en tiempo de Luis
el Piadoso y los que procedían de los años de Carlos el Calvo, y les conminaba a
suprimir los que les pareciesen inútiles.
Más escrupulosa todavía fue la atención dedicada al instrumento monetario. El
orden divino del que el soberano pretendía ser el guardián exigía una regularización
de las medidas: «Es preciso —proclama la Admonitio generalis del 879, que se
refiere al libro de los Proverbios— que en todo el reino medidas y pesos sean
idénticos y justos». La reforma monetaria carolingia aparece así como un acto de
moral política, es decir, religiosa, puesto que ambos dominios estaban totalmente
confundidos en el magisterio real. Al tomar de nuevo en sus manos el poder real, los
nuevos jefes del pueblo franco querían reservarse el monopolio de las acuñaciones.
Obligaron, en la medida de sus posibilidades, a fundir las monedas extranjeras, lo que
explica la ausencia, en los tesoros que fueron enterrados durante el imperio
carolingio, de los dirhems árabes que abundan en las comarcas de la Europa más
bárbara, cuya organización política era más rudimentaria. Los carolingios dieron a las
monedas una tipología uniforme. Inmediatamente después de su consagración, desde
el 765, Pipino el Breve decidió que de la libra de plata se hicieran veintidós sueldos;
uno sería el salario de los monederos, que nuevamente se convirtieron, al restaurarse
la autoridad soberana, en auxiliares retribuidos. Su nombre desapareció pronto de las
monedas, que en adelante serían propiedad del rey. El personal de los talleres
monetarios fue integrado, a la manera lombardo-bizantina, en colegios que los condes
debían vigilar de cerca. Luis el Piadoso daría un poco más tarde nueva vigencia a la
sanción imperial de cortar la mano a los falsificadores; y a la de castigar con el exilio
y la confiscación de sus bienes a quienes acuñaran moneda fuera de las cecas del
Estado. La acuñación había definitivamente recobrado su uniformidad: en un tesoro
enterrado en Wiesbaden antes del 794, los cinco mil dineros, emitidos por distintos
talleres, son del mismo peso. En el 806, Carlomagno intentó incluso centralizar la
acuñación: «Que no haya moneda en ningún lugar salvo en nuestro palacio». La
medida era inaplicable en un Estado tan amplio. Dado que la moneda seguía teniendo
un uso limitado y que era preciso acuñar monedas por encargo cuando un pago era
indispensable, convenía que hubiera talleres en las cercanías de todos aquellos
lugares en los que el uso de monedas era más corriente, y especialmente cerca de los
centros de administración de justicia, puesto que la moneda servía ante todo para
pagar las multas. La acuñación se dispersó, pues, por un movimiento irresistible. Un
edicto de Carlos el Calvo en el año 864 intentó por última vez poner freno a esta

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dispersión, concentrando la acuñación en el palacio real y en nueve cecas públicas.
Decisión inútil. Al menos, el orden había sido restablecido durante un siglo.
Carlomagno, incluso después de la coronación imperial, no acuñó moneda de oro,
y los sueldos que hizo batir su hijo Luis el Piadoso, a imitación no de las piezas
bizantinas, sino de las acuñadas por los Césares antiguos, eran de hecho una
afirmación muy fugitiva de la renovatio imperii, de un Renacimiento cultural. Es
posible que una cotización más favorable de la plata con relación al oro hiciera afluir,
a fines del siglo VIII, el metal blanco al norte de Galia. Sin embargo, la fidelidad a la
acuñación de plata fue dictada, al parecer, ante todo por consideraciones políticas: era
importante situarse en la tradición de Pipino, el restaurador del poder franco; era
importante no chocar con Bizancio, guardar las distancias con respecto a los
emperadores. Los reyes francos pretendieron en cualquier caso hacer del denarius
una moneda fuerte y estable. Elevaron el peso del dinero merovingio, llevándolo
primero a 1,30 gramos; después, a 1,70, e incluso a 2,03 gramos en tiempos de Carlos
el Calvo. Cuando conquistaron el reino lombardo de Italia del norte impusieron el
dinero frente al triens de oro. Establecieron las relaciones entre el oro y la plata, entre
el sueldo y el dinero, en función de la cotización comercial de los metales preciosos
vigente en el noroeste de la Galia, y de este modo organizaron un sistema monetario
basado en una libra de veinte sueldos, cada uno de los cuales valía doce dineros. Los
soberanos anglosajones adoptaron este sistema en el siglo IX.
El renacimiento del Estado había favorecido el desarrollo de la circulación
monetaria. Cada vez más empleados en los intercambios, los dineros de plata poseían
un valor propiamente económico que sus utilizadores percibían con mayor claridad
cada vez. En su esfuerzo de reorganización, Carlomagno descubrió pronto que este
valor escapaba al control real y que no se podía modificar el peso de las monedas sin
provocar perturbaciones en el uso del dinero en metálico. Se vio obligado a tomar una
serie de medidas de reajuste. En Francfort, en el 794, fijó el precio de los productos
en función del nuevo sistema. Hizo introducir, después del año 803, glosas en la ley
sálica para actualizar la tarifa de las multas. Ordenó sanciones, entre el 794 y el 804,
contra quienes se negaran a aceptar las nuevas monedas; la resistencia fue vigorosa y
aparentemente se extendió por todo el cuerpo social: hubo que amenazar a los
hombres libres con una multa de quince sueldos y a los esclavos con castigos
corporales, y perseguir a los obispos y condes que no se mostraban bastante
vigilantes. Estas resistencias atestiguan que el empleo del numerario estaba
ampliamente difundido en ciertas provincias del Imperio ya en el siglo VIII. El rey, sin
embargo, tuvo fuerza para imponerse. Y si el sistema monetario franco se impuso en
toda Europa fue, hecho político una vez más, porque se apoyaba en las decisiones del
soberano al que sus conquistas militares habían convertido en el más poderoso de
Occidente.

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Era misión igualmente de la autoridad soberana vigilar estrechamente el comercio
a larga distancia, la actividad específica de aquéllos a los que los textos llaman
mercatores o negociatores. En los lugares que atravesaban, estos hombres, que
viajaban a grandes distancias, eran extranjeros y, por tanto, estaban mal protegidos
por las leyes locales y tanto más amenazados cuanto que los objetos preciosos que
llevaban excitaban la codicia. Necesitaban una protección particular. Eran además
sospechosos en un mundo en el que las diferencias entre el intercambio y la rapiña
eran borrosas. ¿Cómo distinguir de los salteadores a estos mercaderes desconocidos
que también se desplazaban en bandas, que hablaban con frecuencia otro idioma y a
los que las leyes de Alfredo el Grande muestran viajando acompañados por una
escolta de servidores probablemente armados? Los comerciantes introducían un
fermento de agitación; su paso podía provocar riñas y tumultos. En caso de asesinato,
¿quién asumiría, frente a las víctimas, la responsabilidad penal de sus actos? ¿Quién
podía asegurar que lo que vendían no había sido robado? Era necesario, pues, que las
transacciones comerciales fueran controladas por la autoridad pública, que se
realizaran abiertamente y bajo una estricta vigilancia. La legislación carolingia
prohibía, por tanto, todos los tráficos nocturnos, a excepción de la venta de víveres y
de forraje a los viajeros; y esta misma legislación exigía la presencia del conde o del
obispo cuando la operación afectaba a ciertas mercancías que despertaban las más
vivas sospechas: esclavos, caballos, objetos de oro y de plata. Convenía que el rey
garantizase el estatuto de los mercaderes de larga distancia y que se asignara a su
actividad lugares y épocas determinados.
Se entrevé la condición de los mercaderes a través de un precepto del emperador
Luis el Piadoso fechado en el año 828. Son los «fieles» del soberano, y este lazo
personal los coloca bajo la paz particular que se extiende sobre la clientela real. Dado
que pertenecen a la casa del príncipe están exentos de los impuestos sobre la
circulación de mercancías, excepto en los pasos de los Alpes y en los puertos de
Quentovic y Duurstede, abiertos a la navegación de los mares nórdicos. Poseen sus
propios medios de transporte. Y después del viaje, a mediados de marzo, van al
palacio a hacer el pago usual al tesoro, y entonces deben distinguir clara y lealmente
entre lo que les pertenece por sus propios asuntos y lo que han negociado por cuenta
del soberano. Estas actividades, estacionales, pero periódicas, hacen de estos hombres
profesionales indiscutidos. Sin duda, forman parte de una dependencia doméstica, de
la que obtienen ventajas fiscales y un aumento de seguridad; pero conservan una
parte de iniciativa que podemos considerar amplia, y en cualquier caso extensible.
¿Cuántos hombres libres, cuántos francos o lombardos, cuántos cristianos hay entre
estos hombres y entre los otros, cuya presencia se adivina, que no están vinculados al
palacio real, sino a una abadía, a una casa aristocrática o que incluso trabajan por
libre? Todo lo que podemos decir es que los textos de los siglos VIII y IX mencionan
abundantemente, cuando se refieren a los negociatores, dos grupos étnicos cuyas

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colonias jalonan los principales itinerarios y desbordan ampliamente las fronteras del
Imperio: los judíos, por un lado, y, en las cercanías del mar del Norte, los «frisones».
Todos estos proveedores de artículos lejanos se encuentran en áreas
especialmente designadas, en las que exponen sus mercancías e intercambian entre sí
los productos que llevan. Los documentos dan a estos lugares el nombre latino de
portus, equivalente de la palabra wik en el dialecto germánico, y de la expresión burh
en la Inglaterra del rey Alfredo. Son lugares cercados por empalizadas que protegen
los depósitos de mercancías de los ataques de los merodeadores. Bajo control de la
autoridad real se hallan en estos lugares testigos especializados, garantes de la validez
de los contratos. Es probable que existiera, en tiempo de Luis el Piadoso, un delegado
del soberano, encargado de juzgar a los mercaderes y de recaudar el tributo pagado
por la protección real. Antes del siglo IX han aparecido portus en el norte del reino
franco, en regiones en las que aún no existen ciudades vivas: Dinant, Huy,
Valenciennes, Quentovic, Duurstede. Más tarde las menciones se multiplican en la
misma zona y aparecen algunos portus situados en las proximidades de ciudades
romanas, en Rouen, en Amiens, en Tournai, en Verdún. Más al sur no aparecen: se
puede pensar que su función era realizada por las ciudades. Otros lugares de
encuentro: las ferias. Algunas se insertaban en el ciclo normal de un mercado
semanal: un día determinado del año una de estas reuniones atraía más gente. Pero el
encuentro comercial cambiaba entonces completamente de carácter: jurídicamente,
porque la protección del soberano se hacía extensible a todos cuantos quisieran acudir
a la feria, incluso desde muy lejos; económicamente, porque su fin era preparar, a
fecha fija, un contacto regular entre zonas de producción separadas por grandes
distancias y, por tanto, sin relaciones normales. La feria que se celebra cerca del
monasterio parisino de Saint-Denis tiene lugar en octubre, después de la vendimia, y
de hecho es una feria del vino. En el 775 se añade una segunda reunión en febrero,
situada igualmente en un punto central del calendario agrícola. Sin embargo, estas
dos ferias no sirven sólo para dar salida a la producción de los campos vecinos. Actas
por las que se conceden exenciones de impuestos mencionan que hasta ellas llegan
barcos cargados de miel y que los monjes de Corbie acuden a las ferias para comprar
el paño de sus cogullas. Asisten ingleses desde los primeros años del siglo VIII, y
después del 750, frisones y negociatores de Langobardia. En la otra punta del
Imperio, en Piacenza, se celebra otra feria. Un día al año en principio, al que se
añaden en el 872 tres nuevas reuniones de ocho días cada una, y en el 890 una quinta
feria de dieciocho días. Así se acentúa un desarrollo de los intercambios. En cuanto a
la geografía de las ferias y de los portus, de ella se deduce, en el noroeste y en el
sudeste del Imperio carolingio, la existencia de dos áreas en las que los tráficos a
larga distancia parecen más intensos.

Estas dos áreas, que seguirán siendo los polos de atracción del gran comercio
medieval, se sitúan en los puntos de unión entre el mar y los ejes principales de la red

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fluvial europea. La primera se abre a través del Po, que conduce hacia el mar
bizantino, a otros espacios económicos más prósperos, de los que llegan productos de
gran lujo, tejidos maravillosos y especias. La otra, a través del Sena, el Mosa, el Rin y
el mar del Norte, se abre a países más salvajes, siempre agitados por las guerras
tribales, pero que, por esta misma razón, suministran esclavos.
Las secuelas de una guerra atroz y posteriormente la migración del pueblo
lombardo habían dejado desamparado el norte de Italia a lo largo de todo el siglo VII.
Toda huella de actividad marítima desapareció en Génova en el 642, después de que
se acentuara el dominio de los bárbaros. Por un momento, el valle del Ródano se
convirtió en la vía principal hacia Oriente, y fue entonces cuando el rey franco
Dagoberto (629-679) concedió algunas ventajas en los puertos de Provenza a los
monasterios del norte de la Galia: el monasterio de Saint-Denis recibió una renta
anual de cien sueldos de oro, basada en el peaje de Fos, cerca de Marsella, para
comprar aceite y otros artículos; exenciones de impuestos fueron concedidas en los
puertos de Marsella y de Fos para la compra de papiro y de especias, y estos
privilegios fueron renovados hasta el año 716. Pero ya entonces eran anacrónicos. El
itinerario que se había creado a lo largo del Ródano, el Saona y el Mosa en dirección
a Maastricht, y que jalonaba las activas comunidades judías de las ciudades del Midi,
comenzaba a sufrir los efectos de las incursiones de bandas musulmanas. No dejó de
ser frecuentado, pero para llegar en adelante, por Cataluña, a la España islamizada
hacia la cual dirigían los mercaderes de Verdún rebaños de esclavos y también sin
duda, cuidadosamente disimuladas, porque su exportación estaba rigurosamente
prohibida, las admirables espadas de Austrasia. Sin embargo, Lombardía se había
convertido de nuevo en la puerta de Bizancio. La fundación del monasterio de
Novalaise en el 726, al pie del puerto de los Alpes occidentales más frecuentado de la
Edad Media, es la primera etapa de una reorganización de los pasos de los Alpes. El
rey Liutprando concluyó un acuerdo con los mercaderes de Commachio cuyas barcas
remontaban el Po cargadas de sal, aceite y pimienta; en las lagunas del Adriático que
todavía controlaba Bizancio se acumulaban poco a poco, en la sombra, las fuerzas de
las que surgiría pronto la vitalidad veneciana. Pavía era, desde fines del siglo VIII, el
lugar de Europa en el que se podían adquirir los más hermosos objetos. Notker de
Saint-Gall, que escribe hacia el 880, cuenta que, en tiempos de Carlomagno, los
grandes de la corte se procuraban en esta ciudad telas de seda llegadas de Bizancio.
La información es válida sin duda para fines del siglo IX; se refiere a los navegantes
de las lagunas como a los principales intermediarios entre los tesoros de Oriente y las
cortes carolingias. Fueron movimientos de intercambios muy lejanos, cuyo centro se
hallaba en Lombardía los que vivificaron poco a poco la vía renana, los que hicieron
que Duurstede suplantase a Maastricht y los que desembocaron finalmente en la
estimulación del comercio «frisón».
Las primeras conquistas de los hombres de Austrasia habían sometido Frisia, que
los misioneros, con grandes dificultades, integraban en la cristiandad. Aventureros del

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comercio procedentes de esta región frecuentaban Inglaterra ya a fines del siglo VII.
Beda el Venerable habla de un traficante frisón que compraba en Londres prisioneros
de guerra; su colonia londinense era muy importante en tiempos de Alcuino. Por el
Rin, sus barcas transportaban vino, cereales, cerámica, sal procedente de Luneburgo,
esclavos. Estaban establecidos en barrios especiales en Colonia, Duisburg, Xanten,
Worms y, sobre todo, en Maguncia. Se les encuentra igualmente en las ferias de
Saint-Denis. En el siglo IX san Anscario llegó a Birka, en Suecia, en compañía de
mercaderes de Frisia. Esta red de transporte por barco se animó a fines del siglo VIII.
Los puestos de cobro de peaje citados en el diploma de exención concedido en el 779
a la abadía de Saint-Germain-des-Prés, es decir, Ruán, Amiens, Maastricht,
Quentovic y Duurstede, puntúan el área en la que se han desarrollado los nuevos
portus y la acuñación de moneda. Dos puntos centrales: Duurstede, cuya moneda
irradia en todas las direcciones en época de Carlomagno, y Quentovic, citado por
primera vez en el 668 por Beda el Venerable, donde desembarcan los monjes
anglosajones que parten al asalto del paganismo germánico y todos los peregrinos de
Roma, donde llegan cargamentos de vino, de esclavos y de esas piezas de paños cuya
calidad pretendía reglamentar un acuerdo firmado en el 796 entre Carlomagno y el
rey Ofa de Mercia.
Si se añade a esto los tráficos, menos diferenciados del saqueo, que tienen lugar
sobre el Elba y sobre el Danubio, en los puntos de contacto con las tribus eslavas, en
los que se aprovisionan los traficantes de esclavos —un capitular del 805 intenta
canalizarlos hacia un rosario de mercados fronterizos—, la impresión de un
desarrollo continuo que hace extenderse las actividades propiamente comerciales a
expensas de la economía del regalo es clara. Este desarrollo está favorecido en primer
lugar por la restauración política, es decir, por la paz interior, por la reordenación del
aparato monetario y sobre todo por el reforzamiento de una aristocracia que se divide
el abundante botín de las guerras incesantes y victoriosas hasta el umbral del siglo IX.
Es necesario no obstante conocer la medida exacta del desarrollo de los intercambios
basados en el uso de la moneda. ¿No se corre el riesgo de hacer que aparezcan de
modo excesivamente amplio a través de fuentes escritas de las que ya he dicho que
tienden a falsear las perspectivas reales por cuanto se refieren a un campo
privilegiado en lo que respecta a la acuñación y a los mercaderes? Seamos prudentes
ante estos testimonios y desconfiemos, más tal vez, de la atención excesiva que, en la
línea de Henri Pirenne, ha prestado la historiografía reciente a los aspectos
comerciales y monetarios de la economía de este período. ¿Primera oleada de
verdadero crecimiento o simple agitación de superficie? Sobre este punto son precisas
tres observaciones:

1. Los indicios de una intensificación del comercio son abundantes


especialmente en las fronteras del Imperio carolingio. Pero esto depende una
vez más de las estructuras del Estado. Se han creado fronteras; a imitación de

Página 94
Bizancio se organizan puestos fijos en los que se cobra el tributo a los
mercaderes. Como ni en el norte ni en el este existían ciudades o éstas eran
muy escasas, esta preocupación por reglamentar y de controlar explica por sí
sola la aparición en los documentos de aglomeraciones nuevas. La
localización marginal de los testimonios ¿no significa por tanto que en el
interior de la Europa continental no se ha producido esa reanimación de los
caminos? Ya he explicado por qué apenas se encontraban en los tesoros
monedas extranjeras, y si las huellas de brotes urbanos son poco visibles es
porque había ciudades suficientes en número y en extensión para abrigar las
actividades nuevas. De hecho, se sabe que en la Borgoña del siglo IX había
ferias anuales en las cinco ciudades de la provincia, en las capitales de
condado y en la proximidad de las principales abadías. La ausencia de portus,
de monedas de acuñación lejana, no significa de ningún modo atonía
comercial. Nada autoriza a atribuir un carácter exclusivamente periférico al
despertar que se deja entrever.
2. Por el contrario, la animación parece marginal en cuanto a los objetos del
gran comercio. Son esencialmente artículos de gran lujo. El comercio a larga
distancia no es de hecho más que un sustituto de las operaciones de pillaje.
Proporciona lo que la guerra no suministra sino de modo inseguro e irregular.
Como las actividades militares, este comercio orienta hacia las viviendas de
los jefes, a cuyo servicio doméstico pertenecen casi todos los mercaderes
profesionales, lo necesario para adornarse, divertirse, realzar las fiestas y
distribuir presentes. El poeta Ermoldo el Negro expresa muy claramente esta
orientación en el elogio del Rin compuesto a mediados del siglo IX: «Es un
bien vender vino a los frisones y a las naciones marítimas e importar
productos mejores. Así nuestro pueblo se engalana: nuestros mercaderes y los
del extranjero transportan para él mercancías llamativas». Sin duda, conviene
dejar aparte la sal, que es un artículo de primera necesidad y cuyos
cargamentos eran tal vez, si no en valor al menos en peso, la base de los
intercambios a larga distancia: la tarifa aduanera de Raffelstätten en el
Danubio prueba que casi todo el tráfico entre Baviera y los países eslavos se
basaba en la sal; y se puede suponer que la producción y el transporte de sal
hacia Lombardía fue la base de la primera acumulación de capital en Venecia
y en Commachio. Pero el vino que se vendía en las ferias de Saint-Denis, y
que se transportaba igualmente en gran cantidad en ánforas elaboradas en los
alrededores de Colonia y de las que se hallan restos numerosos en Londres,
en Canterbury, en Winchester y hasta en el fondo de Escandinavia, ¿para qué
servía esencialmente sino para realzar las fiestas aristocráticas de la misma
forma que la miel y, en parte al menos, los esclavos? Por lo que se refiere a
los paños, los señores no consideraban dignas de su gloria esas telas
demasiado bastas que tejían en los mansos serviles o en los talleres del
dominio las mujeres y las hijas de sus dependientes; deseaban otras más
hermosas, teñidas de bellos colores, para adornarse o para ofrecerlas a los
amigos. La compra de estos tejidos absorbía la parte principal de sus gastos.
Según la regla benedictina, las necesidades de la comunidad estaban

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ordenadas bajo dos rúbricas: el victus, es decir, el aprovisionamiento en
artículos alimenticios, competencia del cillero o director de la explotación
agrícola; y por otro lado las compras, de las que se encargaba el camarero,
receptor y tesorero de los recursos en moneda, y que se agrupan bajo el
nombre de vestitus, es decir, la renovación del vestuario. Una repartición de
este tipo indica que la renovación del vestido imponía pesados gastos y que,
normalmente, el paño era proporcionado por mercaderes y pagado en dinero.
Los «mantos de Frisia» no eran en modo alguno objetos de producción
corriente, sino auténticas joyas: Carlomagno los ofrecía como regalo al califa
Harun-al-Raschid, y Luis el Piadoso, al Papa. Los negocios cuya rendición de
cuentas efectuaban los mercaderes protegidos por el soberano, tenían como
base lo superfluo, el lujo y la rareza; se realizaban por tanto en su mayoría en
una zona reducida, eminente y superficial, en los escalones más altos de esta
sociedad rústica.
3. Consideremos por último la repercusión de estas actividades sobre el
fenómeno urbano. ¿Se pueden considerar auténticas ciudades los portus de las
orillas del Mosa, del Rin o del Escalfa, cuya animación era temporal? ¿Qué
era Duurstede, lugar que la exploración arqueológica hace aparecer como una
estrecha calle de un kilómetro de longitud? Un simple camino bordeado de
almacenes en los que vivían los escasos negociantes para quienes fue erigida
una iglesia parroquial; tales fueron también el pagus mercatorum, que se
formó en el siglo IX, al pie de las murallas de Ratisbona, entre el Danubio y la
abadía de Saint-Emmeram, y los demás barrios de mercaderes pegados a lo
largo del Rin a los muros de Maguncia, Colonia o Worms. Simples
excrecencias, poco diferentes aparentemente de las agrupaciones de talleres
especializados que se habían desarrollado al compás de las necesidades de la
casa señorial en la proximidad de los grandes monasterios; poco distintas de
las diversas «calles» entre las que, por ejemplo, se repartían, en la segunda
mitad del siglo IX, en las cercanías de la abadía de Saint-Riquier, los artesanos
del metal, los tejedores, los sastres, los peleteros, los hombres de armas, todos
los auxiliares domésticos de un gran organismo rural. Las ciudades de este
tiempo, las verdaderas, son ante todo los centros de la actividad política y
militar, que se apoyaba en algunos edificios de piedra, y los puntos de
concentración de la vida religiosa. Los grandes trabajos de construcción que
emprendieron los obispos poco después del año 800 en Orleans, Reims, Lyon
o Le Mans influyeron tal vez de modo más directo en la animación de la
economía urbana que el paso de las caravanas comerciales. En Germania, las
ciudades que aparecen en esta época nacen de un palacio real fortificado,
flanqueado por una sede episcopal y por algunos monasterios. El auge
comercial se introduce en el marco de la sociedad, que seguía siendo el
propio de una sociedad campesina dominada por jefes de guerra y por
sacerdotes, pero no es lo bastante poderoso como para modificar sino muy
localmente sus contornos.

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Sin embargo, no es posible dudar de que este movimiento de superficie, por limitado
que fuese, influyó de alguna forma en el otro sector de los intercambios, éste
fundamental, que la penetración del instrumento monetario hacía desarrollarse al
nivel de la aldea, del gran dominio y de la producción agraria. Las condiciones de
esta confluencia escapan por desgracia a la observación; sabemos sin embargo que la
recolección de la sal o las actividades vitícolas desembocaban inmediatamente en los
itinerarios del comercio a larga distancia. Se adivina también a través de los
capitulares que intentan reglamentar el precio de los panes o que atestiguan —como
el edicto del 864— que el vino se vendía por sextarios, es decir, con una medida de
pocos litros, que los productos de la tierra eran vendidos al por menor en las ciudades
y en los principales lugares de paso, para el avituallamiento de una pequeña
población de servidores especializados a los que su oficio había separado de la tierra,
y para el servicio de todas las personas a las que la paz carolingia permitía circular en
número cada vez mayor por los caminos y ríos.

La restauración política llevada a cabo por los carolingios imprimió otro rasgo
decisivo en la economía de Occidente. Los reyes eran sagrados. Su misión principal
consistía en dirigir hacia la salvación al pueblo de Dios. Para ellos, su función
espiritual se confundía con la temporal: la guiaba por las vías de la moral cristiana.
Bajo la influencia de los eclesiásticos que formaban parte de su séquito, y
especialmente de los monjes bajo el reinado de Luis el Piadoso, los reyes se
preocuparon porque las actividades económicas no perturbasen el orden querido por
Dios. Haciendo referencia a las prescripciones de las Escrituras, quisieron moralizar
de un modo particular las prácticas del comercio, el manejo del dinero, todas las
transacciones en las que el espíritu de caridad corría el riesgo de perderse. En los
años en los que las malas cosechas y el hambre llamaban su atención sobre la
desorganización de las transacciones —el rey debía intervenir cada vez que las
calamidades y la cólera de Dios introducían perturbaciones en la naturaleza—, los
monarcas dictaron preceptos que suponían prohibiciones y precisaban la distinción
entre lo puro y lo impuro, entre lo lícito y lo ilícito.
«Todos los que, en el tiempo de la recolección y de la vendimia, compran trigo o
vino sin necesidad, con ánimo de avaricia —por ejemplo, comprando un modio por
dos dineros y conservándolo hasta que puedan venderlo a cuatro o seis dineros e
incluso a un precio superior—, cometen lo que llamamos una falta de honradez. Si,
por el contrario, compran por necesidad para guardarlo para sí o repartirlo entre otros,
a esto lo llamamos negocium[17]». Esta definición del negocio sacada de un capitular
del 806 no sólo pone de manifiesto las fuertes variaciones del precio de los víveres
entre el tiempo de las cosechas y la época de penuria que precede a la nueva
recolección debido a las insuficiencias de la producción, sino que precisa también las
únicas necesidades que justificaban el recurso a la compra y a la venta: avituallar la
propia casa, procurarse algo que dar a los demás. La moral subyacente en las

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prescripciones carolingias retiene de las enseñanzas bíblicas lo que le permite
organizarse en función de una economía de la autosuficiencia y del don. No tolera el
comercio sino para llenar las deficiencias ocasionales de la producción doméstica. Es
una operación excepcional, casi insólita, y los que se dedican a ella no deben, en
principio, obtener un beneficio superior a la justa retribución de las molestias que se
han tomado. Al rey, encargado por Dios de extirpar el mal en la tierra, corresponde,
pues, condenar a los «que con diferentes maniobras intrigan para amasar bienes de
todo tipo con intención de lucro», a los «que ambicionan los bienes de otro y no los
dan a los demás cuando los han obtenido». Según el orden que el soberano está
obligado a defender, la única riqueza legítima es la que procede de los antepasados,
por herencia, o la que se debe a la generosidad de un patrón. La fortuna es un don, no
el resultado de una especulación, y la palabra «beneficio» no designa, en el
vocabulario de la época, sino un acto de magnificencia.
El capitular que acabamos de citar, y que fue promulgado en una época en la que
escaseaban las subsistencias, prueba también que se realizaban operaciones
lucrativas, basadas en el empleo del dinero, hasta en los cimientos del edificio
económico, hasta el nivel de la producción y del consumo de los bienes más
elementales. Aprovechándose de la necesidad, algunas personas ganaban dinero a
costa de «quienes venden vino y grano antes de la recolección y se empobrecen por
esta causa[18]». El comercio era una realidad y sin duda eran raros los mercaderes que
se limitaban al papel de intermediarios benévolos. Para alejarlos de un mal
excesivamente grande era preciso intentar al menos contener su actividad dentro de
ciertos límites; imponerles el descanso dominical; suprimir los mercados del
domingo, salvo los que se hallaban legitimados por costumbres muy antiguas (809), y
fijar el justo precio de los artículos (794). Dos aspectos de la economía comercial en
los que el peligro de pecado era mayor —el tráfico de esclavos y el préstamo con
interés— atrajeron de modo especial la atención de los reyes francos. Les parecía
condenable que los cristianos fuesen reducidos a esclavitud y absolutamente
escandaloso que el afán de lucro pudiese conducir a someter bautizados, miembros
del pueblo de Dios, a infieles. Ahora bien, durante el siglo VIII la trata de esclavos
había adquirido considerable amplitud a lo largo de un itinerario que, desde los
confines del este, llevaba a través del reino franco, por Verdón, el valle del Saona y el
del Ródano, hacia las ciudades de la España musulmana. La mayor parte de los
esclavos que pasaban por esta ruta eran paganos, germanos o eslavos; pero para los
dirigentes de la Iglesia, llenos de ardor misionero, eran almas que conquistar, y,
además, con ellos iban mezclados cristianos capturados en ruta por los traficantes. A
partir del año 743 los monarcas prohibieron vender esclavos a compradores paganos
y les vedaron igualmente el paso de las fronteras. La misma repetición de estas leyes
prueba su ineficacia. En el siglo IX, el obispo Agobardo de Lyon, en su tratado contra
los judíos, conjura a los cristianos para que «no vendan esclavos cristianos a los
judíos (en cuyas manos estaba una parte de este tráfico) ni permitan que los vendan

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en España». Por lo que se refiere a la usura, era una práctica normal en una sociedad
rural primitiva, privada de reservas monetarias y sin embargo recorrida por múltiples
redes de intercambios, comerciales o no. Todo hombre, fuera cual fuera su nivel en la
jerarquía de las fortunas, se hallaba de vez en cuando obligado a pedir prestado para
cumplir con sus obligaciones. La moral cristiana obligaba a ayudar gratuitamente al
prójimo, y basándose en un pasaje del Éxodo el capitular del 806 proclama que el
«préstamo consiste en proporcionar alguna cosa; el préstamo es justo cuando no se
reclama sino lo que se ha proporcionado»; en este mismo capitular se define la usura:
es «reclamar más que lo que se da; por ejemplo, si habéis dado diez sueldos y
reclamáis más, o si habéis dado un modio de trigo y después exigís una cantidad
mayor»; la usura es condenada, tan inútilmente sin duda como la exportación de
esclavos bautizados. Pero al menos el principio estaba claramente planteado y
sirviéndose de textos venerables cuyo recuerdo no se perdió. Esta moral impidió para
siempre que el campesinado de la Europa medieval se hallara tan estrechamente
endeudado como lo había estado, para su desgracia, el campesinado del mundo
antiguo y como lo estaba el de los países islámicos. Una de las huellas más duraderas
del orden carolingio fue la institución de una ética aplicada a este sector, que muy
lentamente se desarrollaba en las fronteras de un sistema económico completamente
enmarcado por la organización señorial, por las formas nuevas que revestía poco a
poco la servidumbre y por los intercambios gratuitos de bienes y de servicios que
engendraban la dependencia de los humildes y la generosidad de los grandes.
La moral influyó también de otra manera sobre la evolución de la economía: la
realeza carolingia se volvió en esta época pacífica. Si la guerra de agresión contra los
pueblos extraños perdió vivacidad a comienzos del siglo IX, cuando Luis el Piadoso
fue nombrado emperador, fue porque la conquista había sido llevada tan lejos que las
expediciones de saqueo habían dejado de ser rentables: por el norte y por el este las
campañas carolingias chocaban con un mundo demasiado salvaje y demasiado
desprovisto para que hubiera en él mucho que tomar; en el sur se enfrentaban a
dificultades crecientes. Estas realidades materiales suscitaron la aparición en el
círculo, muy restringido, de los intelectuales eclesiásticos que rodeaban al emperador
de una ideología de la paz: la dilatación del reino había terminado por reunir a casi
toda la cristiandad latina bajo una misma autoridad, por realizar la ciudad de Dios; en
adelante ¿no debería ser la primera preocupación del soberano mantener la paz en el
interior de su pueblo? A imitación del Basileus, el emperador no debía pensar en
dirigir nuevos ataques, sino en defender el rebaño de los bautizados contra las
incursiones paganas. Estas consideraciones, difundidas por la propaganda
eclesiástica, reforzaron las tendencias naturales que obligaban a mantenerse a la
defensiva a las bandas francas durante tanto tiempo conquistadoras. La debilitación
del espíritu de agresión, cuya violencia había permitido durante un siglo a la
aristocracia de Galia y de Germania, que apenas sacaba de qué vivir de su enorme
fortuna territorial, adornarse con algún lujo y estimular la iniciativa de sus

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mercaderes domésticos, aparece en cualquier caso como un hecho económico de
primerísima importancia. Por dos razones: porque, al reducir el valor del botín que
cada año, a fines del verano, llevaban los ejércitos a la corte, cegaba poco a poco la
fuente principal de las liberalidades reales, y porque de éstas dependía en la práctica
el poder que permitía al rey controlar a la aristocracia. Comenzó entonces la
disgregación del edificio político construido por la conquista; sobre sus ruinas
proseguiría, en un marco completamente nuevo, el desarrollo económico. Por otra
parte, la cristiandad latina, replegada a la defensiva, pero enriquecida por el tímido
auge económico cuyas huellas hemos seguido, fue en adelante una presa fácil para
nuevos agresores.
Por consiguiente, si se intenta, para resumir, sacar partido de la relativa claridad
que difunden las fuentes escritas del siglo IX, se pueden aventurar las conclusiones
siguientes:

1. Carlos Martel, Pipino, Carlomagno, al llevar cada año a sus camaradas y a sus
fieles a la búsqueda de botín, reunieron considerables riquezas. Regalaron
mucho, y estas liberalidades, estas distribuciones de bienes muebles
acrecentaron sensiblemente los recursos que la aristocracia podía consagrar al
lujo. Este refuerzo de medios, en una civilización que se habituaba al uso de
la moneda, contribuyó a estimular el desarrollo de un verdadero comercio de
artículos caros.
2. Ante estas facilidades, los grandes no se preocuparon de perfeccionar la
explotación de su fortuna territorial. Ésta fue abandonada a los intendentes, es
decir, lo más frecuentemente a la rutina. Los grandes dominios aparecen
efectivamente, cuando después del año 800 descubren su estructura los
inventarios, como organismos anquilosados cuyo peso tiende a bloquear la
expansión demográfica.
3. Sin embargo, dos fenómenos obligaron, en el curso del siglo IX, a estos
organismos a hacerse más flexibles, a adaptarse. En primer lugar, la
infiltración progresiva de la moneda; después, el fin de las guerras de
conquista. La disminución de los beneficios que procuraban el botín y los
tributos llevó a los grandes, para mantener su tren de vida, a excitar el ardor
de sus intendentes: era preciso forzar a los dominios a rendir más. De esta
forma se puso en marcha un lento movimiento. La presión creciente de los
«poderosos» sobre los «pobres» preparó el deslizamiento de todo el
campesinado hacia una condición cuyo modelo proporcionaban las nuevas
formas que revestía la esclavitud. Paralelamente, se dibujaba una mejora del
equipo técnico que suscitó a la vez la recuperación demográfica de que dan
testimonio los polípticos de fines del siglo IX.

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2. LAS ÚLTIMAS AGRESIONES

No sin dudas se arriesga uno a situar en la historia del desarrollo económico del
Occidente medieval las últimas oleadas invasoras que, desde el final del reinado de
Carlomagno hasta los años posteriores al mil, sufrió la cristiandad latina. Estas
agresiones fueron durante largo tiempo consideradas responsables de una ruptura,
tanto por historiadores que, como Henri Pirenne, veían en los tiempos carolingios la
última fase de la progresiva disgregación del sistema legado por la Antigüedad como
por quienes situaban en la época de Carlomagno el verdadero punto de partida del
crecimiento. Su opinión se explica: un gran vacío aparece en la documentación.
Después del rayo de luz que arrojan sobre los fenómenos económicos los escritos
emanados del renacimiento cultural carolingio, se abre una época de oscuridad:
durante más de un siglo el conocimiento histórico se halla privado de la mayor parte
de sus medios. Sin embargo, un examen atento de los escasos testimonios llegados
hasta nosotros invitan a revisar esta opinión, a considerar que, en su conjunto, la
continuidad no fue rota, que el movimiento de desarrollo, cuya lenta puesta en
marcha se adivina desde el año 800, no fue realmente frenado, que incluso fue
estimulado en algunos sectores. Y este hecho lleva a considerar dentro de una unidad
el período que se inicia en los primeros decenios del siglo IX y se prolonga hasta
mediados, si no hasta el último cuarto del siglo XI.

LOS ATAQUES

Situemos ante todo, brevemente, las incursiones que sufrió el Occidente cristiano.
Las primeras llegaron de Escandinavia. Ampliando una expansión cuyos inicios
tuvieron lugar sin duda a fines del siglo VII, los noruegos entraron cien años más tarde
en contacto con el área de civilización cuya historia podemos escribir: los anales
fechan su aparición en las costas de Inglaterra en los años 786-796; en Irlanda, hacia
el 795; en Galia, en el año 799. En este momento los daneses se lanzaron a aventuras
marítimas facilitadas sin duda por la incorporación de los navegantes frisones al reino
franco. En principio, los daneses se limitaron a rápidas campañas de saqueo; después
del 834, las expediciones fueron más importantes y algunas bandas establecieron
bases permanentes en las desembocaduras de los ríos; desde estos campamentos
remontaron el curso fluvial cada vez con mayor profundidad y llegaron a atacar las
ciudades: Londres, que saquearon en el 841; Nantes, Ruán, París, Toulouse. En Galia

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la presión mayor se ejerció entre los años 856 y 862. Después del 878, más de la
mitad del espacio anglosajón estaba en manos de los vikingos.
En el Mediterráneo, desde los puertos de África del norte y sobre todo de la
España musulmana, los corsarios perseguían a los navíos cristianos y en ocasiones
realizaban ataques contra las costas. Estas agresiones se hallan atestiguadas en Italia
desde el año 806. A medida que la lenta paralización de la navegación hacía menos
fructuosa la piratería, bandas de salteadores se instalaron en tierra firme, exigiendo
rescate a quienes se aventuraban a utilizar los pasos de montaña. Estos grupos
aparecieron en Italia del sur entre el 824 y el 829. A fines del siglo IX existían bases
permanentes en el norte de Campania («los sarracenos iban en razzias desde el
Tirreno al Adriático y al Po y volvían sin cesar a los montes de Sabina, y más allá del
río Liri, donde tenían sus navíos y por el cual transportaban todo a su país») y en
Provenza, en Fraxinetum, en los Maures. Los salteadores que durante muchos
decenios controlaron los pasos de los Alpes procedían de este último lugar.
Por último, desde las llanuras de Panonia, los jinetes húngaros se aventuraron
hacia el oeste. Los textos aluden a treinta y tres incursiones entre el 899 y el 955.
Estas campañas llevaron a los húngaros hasta Bremen en el 915, Mendo y Otranto en
el 924, Orleans en el 937. Casi cada año, en primavera, los campos de Lombardia y
de Baviera sufrieron sus ataques. Mientras los sarracenos se desplazaban a través de
los senderos y los vikingos seguían el curso de los ríos, los magiares utilizaban las
calzadas romanas, como lo prueba el hecho de que transportasen su botín en carretas.

Para explicar la vivacidad, la simultaneidad y la profundidad de estos ataques,


hay que considerar ante todo que la cristiandad latina era una presa atractiva. Los
piratas procedentes del mundo musulmán, es decir, de un área económica menos
primitiva que Europa, buscaban fundamentalmente prisioneros que vendían sobre
todo en España, en los mercados de esclavos. Cuando se trataba de grandes
personajes, trataban de obtener un rescate por ellos. El pillaje sarraceno aparece,
pues, como una fuerza renovada de la trata, estimulada, al igual que la que
practicaban desde fecha muy anterior en país eslavo algunos negociatores del reino
franco, por las salidas que esta mercancía hallaba en el Islam mediterráneo. Los
esclavos formaban parte igualmente del botín conseguido por húngaros y
escandinavos; pero éstos, salidos de regiones más bárbaras, buscaban también las
joyas y los metales preciosos que, como pronto supieron, se hallaban tesaurizados en
grandes cantidades en los santuarios. Por la acumulación de tesoros, reunidos para la
gloria de Dios o de los príncipes, Occidente era a los ojos de los invasores un El
dorado fascinante. Las incursiones de los siglos IX y X fueron obra de hombres que,
en su mayoría, formaban parte de la aristocracia de sus pueblos respectivos. Partían
en búsqueda de gloria, y también —los epitafios rúnicos de los guerreros
escandinavos lo prueban claramente— a la captura de riquezas cuyo brillo sería la
mejor prueba, al regreso, de su valor. Por último, algunos jefes vikingos,

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especialmente después de mediados del siglo IX, buscaron en las tierras ultramarinas
un lugar en el que instalarse permanentemente con sus compañeros de armas. De
hecho, la mayor parte de los invasores estaban animados por los mismos deseos que
las bandas conquistadoras que, durante los siglos VII y VIII, habían salido de la
nobleza franca. Buscaban el éxito individual, tesoros para alimentar su munificencia,
esclavos que realzaran su vivienda, y también tierras para instalar en ellas el poder de
sus armas.
Estas aventuras pudieron producirse con éxito en este momento preciso de la
historia europea debido quizá a ciertos cambios que afectaron a las condiciones de
existencia en los países de origen de los salteadores. Es posible que lentas mutaciones
climáticas hayan avivado la marcha hacia el oeste de los pueblos de la estepa, y que
hayan favorecido en los países escandinavos un despertar demográfico que fue uno
de los resortes de la expansión. Sin embargo, si se puede pensar para Noruega en un
acrecentamiento de la población durante el siglo VII, la hipótesis no parece válida
para Dinamarca, de donde procedían los más peligrosos invasores. Cabe la
posibilidad de que la formación de bandas de aventureros se viese favorecida, entre
los pueblos del norte, por la evolución de las estructuras políticas, por el paso de la
tribu al Estado monárquico. En cualquier caso, la causa principal de las últimas
invasiones que debía sufrir Europa se halla en la inferioridad militar de Occidente. El
ejército franco se había revelado como un útil de agresión muy eficaz contra los
pueblos que combatían como él, a pie, provistos de armas rudimentarias y que se
mantenían a la defensiva. Era invencible en campañas preconcebidas; pero era
pesado, difícil de movilizar, incapaz de hacer frente a ataques imprevistos y rápidos
—excepto, quizá, en las marcas militares creadas por Carlomagno en Germania—; y
los nuevos adversarios eran todos asaltantes. Disponían de instrumentos que los
hacían inalcanzables: los caballos de los húngaros, los navíos de los vikingos, que el
primer desarrollo de la civilización escandinava había convertido en armas
maravillosas. Los primeros merodeadores surgieron en un frente marítimo que no
estaba preparado para la guerra. No hallaron resistencia. Corrieron la voz en su país y
volvieron en mayor número. Las agresiones marítimas sembraron el desconcierto y el
terror; aceleraron la disgregación del Estado, de tal forma que las incursiones
magiares encontraron desguarnecidas las defensas que habrían podido contenerlas.
Así, la aristocracia franca, que desde hacía generaciones tenía en la guerra victoriosa
la fuente principal de su lujo, debió a su vez, durante algunos decenios, ceder sus
tesoros a los piratas. La historia de la tecnología militar explica este brusco cambio.

LOS EFECTOS

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Es posible que las fuentes escritas hayan exagerado la gravedad del golpe. Proceden
en su totalidad de eclesiásticos: están bien dispuestos a gemir y llorar la desgracia de
los tiempos y a poner en evidencia todas las manifestaciones aparentes de la cólera
divina; además, soportaron los mayores daños, puesto que conservaban los tesoros
más atractivos y no se hallaban en condiciones de defenderlos. Es necesario situar en
su justo límite tales testimonios: entre las cincuenta y cinco cartas y diplomas que se
han conservado concernientes a Picardía, situada sin embargo en una de las zonas
más amenazadas, procedentes del período comprendido entre el 835 y el 935, es
decir, durante los años de mayor peligro escandinavo, sólo dos aluden a las miserias
de la época. Sin embargo, es indudable que el choque fue grave: lo prueba el recuerdo
duradero que dejó en la conciencia colectiva. ¿Cómo medir su influencia sobre las
estructuras económicas de Occidente?
Los piratas cogieron ante todo lo que podían llevar, es decir, hombres, mujeres,
objetos preciosos, oro, plata, vino, todo lo que circulaba a través de los mecanismos
del donativo, del contrarregalo o del comercio en la superficie de la economía. Más
tarde, algunos de los asaltantes, los daneses, organizaron de modo más racional la
explotación de las riquezas que ofrecía la cristiandad latina. Obligaron a las
poblaciones a pagarles un tributo en moneda, en Frisia desde el año 819. En principio
los rescates fueron locales y privados; más tarde, los jefes de las bandas trataron con
los poderes públicos. A partir del 845 y hasta el 926, el reino de Francia occidental
fue sometido a contribuciones en dinero para comprar la paz normanda; en el 861,
Carlos el Calvo hizo entregar cinco mil libras a los normandos del Soma, seis mil a
los del Sena. El impuesto del Danegeld fue introducido en Inglaterra en el año 865 y
llegó a ser permanente; en el 991, el importe de esta contribución alcanzaba las diez
mil libras. Por último, en algunas provincias (desde el 841 en las bocas del Escalda)
los vikingos sustituyeron a la aristocracia local y se apropiaron en su lugar de los
excedentes del trabajo campesino. Fundaron Estados alrededor de dos ciudades, Ruán
y York, en las que se concentró cuanto proporcionaba la explotación de los
campesinos. Una parte considerable de las joyas, de las reservas de metales preciosos
que había acumulado la civilización, extremadamente pobre y rústica, de la Europa
carolingia o de la Inglaterra sajona pasó de este modo a manos de los conquistadores.
Muchas provincias vieron huir a sus monjes. Se perdieron, llevando consigo las
reliquias y la parte que pudieron salvar de sus tesoros, en la espesura del continente,
hacia lugares suficientemente alejados de los frentes de ataque. Durante más de un
siglo, el monasterio de Novalaise, al pie de un paisaje alpino que controlaban los
sarracenos, permaneció desierto. Las razzias y el éxodo despoblaron durante mucho
tiempo las zonas costeras del Tirreno. En Frisia, la actividad comercial desapareció
hacia el 860.
Sería erróneo, sin embargo, pensar que las incursiones normandas, sarracenas y
húngaras fueron muy destructivas. Numerosas ciudades fueron saqueadas, pero
fueron muy escasas las destruidas totalmente, como Fréjus, Toulon o Antibes —que

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por otra parte se repoblaron en los años próximos al mil— en la costa provenzal.
Saint-Omer, muy próxima al mar del Norte, resistió todos los asaltos. Fortificado en
el 883, el burgo que se había formado en Arras a las puertas de la abadía de Saint-
Vaast hizo frente al ataque del 891 y jamás fue abandonado por sus habitantes. En el
980 todavía se acuñaba moneda en Quentovic. Las ciudades sobrevivieron en su
mayor parte, incluso las más expuestas, pero cambiaron de aspecto. Durante la paz
carolingia, las murallas urbanas habían servido de cantera para la construcción de las
nuevas catedrales cuya amplitud había rechazado hacia la periferia del núcleo urbano
las actividades económicas. A partir de mediados del siglo IX se inició la construcción
alrededor de las ciudades galas o de los monasterios de su suburbium de
fortificaciones que, en la mayor parte de los casos, resistieron las agresiones. El papel
defensivo se convirtió en el principal apoyo de la vitalidad urbana. Hizo afluir hacia
las ciudades a los fugitivos del campo y sus riquezas, y este movimiento de
concentración no dejó de acumular en las fortalezas, que incluían también los
santuarios conservados, los recursos de un futuro desarrollo. Así, no solamente se
observa, salvo raras excepciones, una continuidad en la actividad de las ciudades,
sino que ésta se vio en algún modo estimulada por todos los peligros que pesaban
sobre el país.
Los lugares más afectados por la acción de las bandas de salteadores fueron los
monasterios aislados y los campos. Muchos dominios y aldeas perdieron una parte de
sus trabajadores, que fueron a parar a manos de los traficantes de esclavos. Pero la
economía rural era demasiado primitiva para sufrir en profundidad con el paso de los
piratas, y el equipamiento de las explotaciones rurales demasiado rústico para ser
dañado de modo duradero. En la mayoría de las provincias es dudoso que las
incursiones de los paganos hayan causado más perjuicios materiales que los
provocados anualmente por las rivalidades entre los grandes, antes, durante y después
de los grandes ataques. Las poblaciones huían ante los invasores, con su ganado;
volvían normalmente después de la alerta a seguir penando sobre una tierra que
apenas había sufrido por el paso de los asaltantes. No les costaba mucho reconstruir
sus cabañas, y numerosos campesinos se instalaron sin duda muy rápidamente en el
marco habitual del señorío. Es posible que los señoríos hayan tenido algunas
dificultades. Se adivina a través de las fuentes escritas que, en algunas comarcas,
entre el Loira y el mar del Norte, los campesinos intentaron organizar la defensa por
sí mismos, que se reclutaron tropas y que éstas inquietaron a la aristocracia. Estos
levantamientos, rápidamente sofocados, eran incapaces de romper la influencia de la
autoridad señorial. Pero los ataques y el terror que inspiraban los asaltantes
determinaron a menudo amplias migraciones campesinas, que privaron a los grandes
dominios de la mano de obra indispensable para su explotación. En el capitular
dictado por Carlos el Calvo en el 864, el monarca franco intentaba limitar el perjuicio
causado por este motivo a sus grandes imponiendo a los campesinos que vivían en
zonas sometidas a las alertas la obligación de hallarse en el lugar habitual de su

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actividad en el momento de la siembra, al menos, y de la recolección. Una
disposición de este tipo, de insegura aplicación, recogía implícitamente un hecho de
graves consecuencias: el desarraigo de una parte del personal de los señoríos.
Evidentemente, la fuga ante los vikingos, los sarracenos o los húngaros permitió a
numerosos esclavos y dependientes romper los lazos que los unían a sus dueños. Se
establecieron en otros lugares, al servicio de otros señores, que los trataron como
libres y los explotaron menos duramente. Para repoblar sus dominios, los grandes
propietarios debieron suavizar el sistema de censos y prestaciones. No es absurdo
pensar que el choque de las invasiones provocó una disminución de las cargas del
manso, sobre las que sabemos —desde que reaparecen documentos explícitos a fines
del siglo XI— que eran infinitamente más ligeras que en la época de los primeros
polípticos carolingios. En todo caso, en la Inglaterra sometida por los daneses a su
poder, los sokemen, de los que hablan los documentos de la época normanda, eran
según todos los indicios los sobrevivientes de una clase media de campesinos a los
que la conquista escandinava había sustraído a la autoridad de la aristocracia
anglosajona. Se puede por tanto adelantar la hipótesis de una suavización notable que
quitó su excesiva rigidez al marco de la gran explotación rural. Suavización que, al
aliviar a los trabajadores de los campos, estimuló su actividad, favoreció la roturación
y el crecimiento demográfico. En los campos de la cuenca del Mosa se descubren las
huellas, desde los últimos años del siglo IX, de una colonización del bosque que hace
multiplicarse y aparecer nuevos mansos y dominios; las sernas han sido reemplazadas
por censos en dinero; las iglesias rurales se agrandan continuamente en el curso de
los siglos IX y X. Todos estos indicios testimonian una distensión que permitió que el
empuje vital, largo tiempo reprimido por las imposiciones consuetudinarias,
prosiguiera su desarrollo. En las bases más profundas de los movimientos de la
economía, todo induce a hacer del traumatismo de las últimas invasiones el
responsable de un impulso por lo demás benéfico, ya que vivificó las tendencias
expansivas que el cúmulo de obligaciones mantenía comprimidas en el mundo rural
de la época de Carlomagno.
Las perturbaciones más profundas se hallan al nivel de esa espuma superficial de
las realidades económicas que constituían las riquezas muebles y principalmente los
metales preciosos. En las vitrinas de los museos de Escandinavia se puede ver hoy
una parte fascinante y sin embargo ínfima del oro y de la plata llevados por los
vikingos. El saqueo de los tesoros monásticos y el cobro de los Danegeld provocaron
la movilización de una parte considerable de las reservas que la tesaurización había
reunido en los santuarios y en los palacios de la cristiandad latina. Sabemos, por un
inventario realizado tras el paso de los normandos, que las tres cuartas partes, si no
las siete octavas de las joyas que formaban el tesoro del monasterio de Saint-Bavon,
de Gante, habían desaparecido. Pero, según todas las apariencias, no todas las
riquezas fueron llevadas por los piratas para adornar, en su país, su cuerpo o su
sepultura. De hecho, los invasores no fueron los únicos en saquear: los indígenas

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aprovecharon las alteraciones para robar cuanto hallaron a mano. Por otra parte, los
vikingos, poco a poco, se habituaron a permanecer durante algún tiempo en el lugar
de sus éxitos, y algunos se instalaron definitivamente. Al hacerlo distribuyeron una
parte de sus rapiñas; las cambiaron por otros bienes, especialmente por las grandes
espadas que forjaban los francos y, sobre todo, por tierras. Porque es probable que
muchos hubieran salido de su país de origen impulsados por el deseo de establecerse
en un dominio. Para ellos, el señorío rural representaba el valor supremo y para
adquirirlo sacrificaron alegremente los metales preciosos de que se habían apoderado.
De esta forma, los países francos y anglosajones pudieron beneficiarse del
movimiento de destesaurización que vivificaba la circulación de los metales
preciosos, multiplicaba sin duda los instrumentos monetarios y hacía poco a poco
aparecer una mayor fluidez en los mecanismos económicos. Alrededor del botín
reunido por los vikingos —los húngaros revendieron en algunas ocasiones una parte
de su botín, pero no parece que los sarracenos se entregaran al comercio en tierra
cristiana— se desarrolló todo un juego de cambios, de distribuciones, de liberalidades
y de transacciones propiamente comerciales. Se sabe que los campamentos
permanentes establecidos por los conquistadores en Inglaterra y en la Galia del
noroeste estaban abiertos a las gentes de la comarca, que acudían a comerciar: los
normandos instalados a orillas del Loira recibieron en el año 873 autorización real
para crear un mercado en la isla en que habían acampado; el hecho de que hayan
creído interesante pedir este permiso no es el que menos llama la atención. Los
esclavos fueron la materia principal de este tráfico. Numerosos cautivos fueron
liberados previo pago de un rescate; los establecimientos monásticos, por piedad,
rescataron a muchos con los restos de sus tesoros; los demás fueron vendidos al
mejor postor, y el comercio del ganado humano, que el orden carolingio había
desplazado hacia los confines eslavos o musulmanes de la cristiandad, recuperó su
importancia: todavía se practicaba la trata en Normandía en el último tercio del siglo
XI. A través de estos mecanismos y en círculos progresivos a partir de núcleos
situados junto al canal de la Mancha y al mar del Norte, los intercambios se
multiplicaron y penetraron en el seno del mundo rural. La prueba la ofrece la
evolución del sistema monetario. Mientras que los primeros carolingios se habían
esforzado por reforzar progresivamente el peso del dinero de plata, Carlos el Calvo
en el 864 ordenó acuñar monedas de menor peso. Pretendía, sin duda, multiplicar los
instrumentos monetarios y, rebajando su valor, adaptarlos a los usos comerciales que
se hacían cada vez más corrientes en los medios sociales humildes. Así comenzó en
Francia el lento movimiento que, reduciendo el valor en metal precioso de la pieza
monetaria, vulgarizó más rápidamente su empleo. Lejos de señalar una ruptura, una
detención del primer desarrollo que pone de manifiesto la fundación de los portus en
la época carolingia, las campañas de saqueo, al menos las realizadas por los
escandinavos, crean la continuidad entre este primer punto de partida y el gran auge
cuyas huellas evidentes proporcionan los documentos escritos posteriores a 1075.

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Mientras todos los movimientos, todos los atropellos, todos los choques provocados
por los invasores hacían estallar los corsés que oprimían en Occidente a la economía
rural; mientras se unían poco a poco, desde el Atlántico hasta las llanuras eslavas, las
rutas hasta entonces discontinuas del comercio por barco; mientras se ampliaba el
espacio europeo gracias a la prolongación de las conquistas y de las misiones de
evangelización carolingias; mientras se preparaba la incorporación de Hungría a la
cristiandad, es decir, la apertura de la ruta del Danubio hacia Bizancio, las
perturbaciones y los tumultos que siguieron a las invasiones venían a reforzar el
efecto de probables mutaciones climáticas. Liberaban tendencias al crecimiento que
se dibujaban en el siglo IX en la población rural, estimulaban dinamismos que
pudieron tener vía libre desde el momento en que cesaron las incursiones.
El final de las invasiones parece coincidir, en el seno de los pueblos que las
habían lanzado para apoderarse de cuanto era posible coger, con algunas
transformaciones de estructuras que poco a poco hicieron menos necesarias o menos
fructíferas estas expediciones. Desde el segundo tercio del siglo X los magiares
comenzaron a abandonar la vida nómada y a poner en cultivo la llanura del Danubio;
el aflujo de esclavos africanos hacia el mundo musulmán contribuyó, quizá, a reducir
el interés de la trata en el Tirreno. Sin embargo, la razón fundamental que puso fin a
las invasiones fue el hecho de que Occidente había por fin logrado superar su
inferioridad militar, construyendo un gran número de fortalezas, única protección
eficaz, y apropiándose algunas técnicas de los agresores. El castillo o el puente
fortificado, la caballería acorazada, la habituación a la guerra naval liberaron del
peligro a la Europa cristiana. A mediados del siglo X, los guerreros de Germania,
apoyándose en los fortines de Sajonia, pusieron fin a los ataques húngaros. Las
guaridas sarracenas del Liri y de Fraxinetum fueron destruidas respectivamente en el
916 y en el 972, y los piratas berberiscos dejaron de recorrer el territorio; sólo las
costas de Provenza y de Italia siguieron expuestas a ataques, que fueron espaciándose
con el tiempo. La turbulencia normanda se prolongó más. Entre los años 930 y 980
hay una pausa en las agresiones escandinavas, pero éstas se reiniciaron con mayor
fuerza: en esta segunda fase los daneses sometieron Inglaterra a su autoridad. Los
centros comerciales de Frisia y de las costas atlánticas de la Galia fueron nuevamente
devastados durante los quince primeros años del siglo XI, y el peligro para las zonas
del litoral no se debilitó antes de comienzos del siglo XII. Sin embargo, las grandes
campañas de saqueo cesaron después del 1015. Se interrumpieron las grandes
pulsiones que, desde hacía casi mil años, habían lanzado sobre el Occidente de
Europa oleadas sucesivas de conquistadores ávidos. Esta parte del mundo —éste es
su privilegio— se libró de las invasiones. La inmunidad explica el desarrollo
económico y los progresos ininterrumpidos de los que fue, desde entonces, el centro.

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LOS CENTROS DE DESARROLLO

Los mayores daños los sufrieron las instituciones culturales y, principalmente, los
monasterios. Por esta razón la época es tan pobre en testimonios escritos y estamos en
tan malas condiciones para conocer la historia del mundo campesino. La verdadera
ruptura entre el renacimiento carolingio y la renovación del siglo XI se sitúa —
recordémoslo— en el nivel documental. Sin embargo, los hallazgos de la arqueología
proyectan alguna luz sobre determinados sectores de la vida económica, en particular
sobre las ciudades y sobre la moneda. Estos descubrimientos permiten entrever, en las
regiones que antes de las grandes campañas escandinavas se hallaban al margen de la
Europa cristianizada y relativamente civilizada, algunas características de un sistema
económico que en cierto modo recuerda el que se adivina en el Occidente cristiano de
los siglos VII y VIII. Bajo el efecto conjunto de los beneficios del pillaje y de una lenta
maduración política, este sistema aparece, en el transcurso de las dark ages, en vías
de desarrollo manifiesto.

La Europa salvaje

Los progresos más evidentes aparecen en los países de origen de los vikingos.
Aunque débilmente poblados, alimentaban ya, al parecer, una aristocracia territorial a
la que pertenecían los aventureros. Las explotaciones rurales dominantes, basadas en
buena parte en el pastoreo, pero que concedieron una plaza cada vez mayor al cultivo
de los cereales, descansaban sobre la esclavitud. Es probable que la colonización
agraria fuese estimulada por el éxito de las expediciones de saqueo, es decir, por el
aflujo de cautivos: a partir del siglo IX, las antiguas aldeas de Dinamarca se amplían,
y se ven aparecer nuevos centros de población, los torps. A través de un lento
movimiento que ocupa todo el siglo X, se ponen las bases de un Estado centrado en la
persona del rey, conductor de la guerra. En los años próximos al mil, la introducción
del cristianismo, la formación alrededor del príncipe de un séquito armado, la hirdth,
según un modelo que fue sin duda experimentado en la Inglaterra del Danelaw, la
instauración por último de una fiscalidad monárquica cuya base fue en Dinamarca la
parcela habitada, el bol, análogo al mansus del Imperio carolingio, señalan el fin de
esta evolución política. En este momento, y directamente relacionadas con el
reforzamiento de la monarquía, nacen en territorio danés las primeras ciudades
duraderas: Roskilde, Lund, Ribe, comparables a las existentes en Galia. La
urbanización, la consolidación de la autoridad monárquica sobre las ruinas de
estructuras tribales, la infiltración de las creencias cristianas y la expansión de la
economía agrícola fueron simultáneas.

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El impulso primordial procedía de la actividad militar. La guerra se mezclaba
estrechamente, en la existencia de los más ricos entre los hombres libres, con las
expediciones de caza y con la dirección de las explotaciones rurales. La captura de
esclavos, el cobro de un tributo a los pueblos subyugados por las armas eran, junto
con la caza de animales suministradores de pieles, con el pastoreo y con el cultivo de
la cebada, los elementos indisociables de una economía de subsistencia y de
ostentación. Citemos el caso del noruego Ottar, establecido en el norte de las islas
Lofoten, en las fronteras del pueblo escandinavo; se le conoce por la relación de sus
propios viajes, compuesta entre los años 870-890 y transmitida por el rey Alfredo el
Grande. Cazador de ballenas, criador de vacas, ovejas y cerdos, recaudador de
censos, explotaba personalmente un dominio; las comunidades laponas vecinas le
compraban la seguridad mediante entregas periódicas de pieles y de cornamentas de
renos; de tanto en tanto cargaba estos productos en un navío que llevaba a los lugares
de intercambio del sur de Noruega, de Dinamarca y de Inglaterra.
De sus aventuras en las provincias anglosajonas y francas, los vikingos
obtuvieron muchos más esclavos de los que podían emplear en sus tierras.
Comerciaron con ellos, exportándolos en rebaños hacia los mercados ingleses.
Obtuvieron también oro y plata, que abundan en el siglo X en las colonias noruegas
de Islandia. La acumulación del botín llegado del sur y la necesidad de liquidarlo
hicieron la fortuna de algunos lugares situados en el cruce de vías de navegación, en
la desembocadura de las corrientes de intercambios que, por el este, llevaban los
varegos hasta el corazón de Asia y hacia Constantinopla. Especialistas del comercio,
que en su mayoría no eran escandinavos, sino extranjeros, en particular frisones
cristianos, hicieron pingües negocios, traficando sobre todo con esclavos y pieles.
Junto con Birka, en Suecia, en una isla del lago Melar, el más activo de estos emporia
fue Haithabu, en Dinamarca. Adam de Bremen, que escribió a fines del siglo XI sus
recuerdos de viaje por el Báltico, evoca todavía su actividad: a decir verdad, en esta
época sólo quedaba el recuerdo de este lugar cuyo dominio se habían disputado
germanos y daneses, que los noruegos arruinaron poco después del año 1000, y que
fue saqueado todavía en el año 1066 por los vendos. Es conocido sobre todo por la
Vita Anscharii, relato de una misión carolingia de evangelización realizada en los
países del norte hacia mediados del siglo IX; este texto muestra que Haithabu estaba
conectado regularmente con Duurstede. Es nombrado por primera vez en el 804, y su
prosperidad culmina en los años cercanos al 900, es decir, en los buenos tiempos de
los ataques vikingos. La importancia de estos lugares no debe hacer olvidar su
carácter excepcional; fueron siempre extraños al medio ambiente, simples
excrecencias suscitadas por las fortunas de la guerra y desaparecidas con ellas. Un
caso similar fue el del nido de piratas (en el Báltico, como en el mar del Norte, no
hay fronteras claras entre piratería y comercio) poblado por eslavos, griegos y
«bárbaros», dominado seguramente por los salteadores vikingos, del que hablan

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Adam de Bremen y, hacia el 968, el mercader judío Ibrahim Ibn Jaqub, y que hay sin
duda que identificar con Wollin, en la desembocadura del Oder.
Existen relaciones muy estrechas entre el desarrollo económico de Escandinavia y
el de los confines eslavos y húngaros. En una época ligeramente más tardía se revelan
aquí las mismas conexiones entre el nacimiento del Estado, la evangelización, la
formación de ciudades y el lento progreso de producción rural. Sobre el fondo muy
primitivo de una agricultura itinerante, diseminada por bosques y praderas en las
tierras más ligeras y realizada por una población muy reducida, se opera en el
transcurso del siglo X, primero en Bohemia, más tarde en Polonia y finalmente en
Hungría, la disolución de los antiguos marcos tribales y la concentración de los
poderes en manos de un príncipe. Este cambio parece ser consecuencia, una vez más,
de la actividad guerrera. Algunos jefes habían reunido a su alrededor un equipo de
combatientes ligados a ellos por un compromiso moral y por la esperanza de
participar en los beneficios del pillaje; estos guerreros forman la drujina semejante al
hirdth escandinavo. Estas bandas permitieron a los jefes imponerse por la fuerza,
romper o absorber la aristocracia de las tribus, explotar al campesinado indígena,
lanzar expediciones depredadoras contra los pueblos vecinos, del mismo modo que
hicieron, aunque en una escala mucho mayor, los jinetes húngaros en Occidente. El
botín aseguraba el mantenimiento de la trustis dominica, del séquito de fieles
armados que vivían alrededor del príncipe. Procuraba también alimentos, pieles, miel,
cera, esclavos, susceptibles de ser cambiados, en las regiones menos atrasadas del
oeste y del sur, por las joyas que no era posible coger por la fuerza. De esta
circulación de objetos de lujo se benefició el pequeño grupo de amigos del señor, los
auxiliares de su poder. Poco a poco, y debido a que en los pueblos cercanos se
consolidaron con el mismo ritmo las estructuras de un poder eficaz, las expediciones
de saqueo se hicieron más difíciles y menos productivas. Los príncipes llegaron,
hacia el año mil, a disolver su comitiva militar, a no conservar junto a ellos, para su
guardia personal, sino un reducido número de guerreros domésticos. Sirviéndose del
derecho absoluto de explotar a los súbditos de su Estado, de hacer, como dice Cosme
de Praga, «de unos, esclavos; de otros, campesinos; de otros, tributarios… de unos,
cocineros; de otros, panaderos o molineros», concedieron a los compañeros que
licenciaban, así como a los supervivientes de la aristocracia tribal, el derecho de
beneficiarse en su lugar de las exacciones realizadas sobre el trabajo campesino. Así
se estableció, en función de los servicios exigidos a los súbditos, una jerarquía social,
dominada por el grupo restringido de los «amigos» del príncipe, poseedores de
praedia, de grandes dominios, y montada sobre las bases de la esclavitud. Se puede
pensar que la creación de este señorío rural, unida a la disminución del botín de
guerra, estimuló la expansión de la producción, mantenida tal vez por un lento
despegue demográfico. El señorío favoreció la sedentarización de la agricultura.
Hacia el año mil, es decir, mucho antes de que llegasen de Germania los primeros
colonos, los pueblos eslavos obodritas del norte del Elba practicaban el cultivo

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estable de tierras pesadas y hacían progresar los campos permanentes a expensas del
bosque.
En todo caso, el nacimiento de las ciudades aparece íntimamente ligado al
reforzamiento de los poderes principescos y a la concentración de bandas de
guerreros especializados alrededor de los jefes. Desde la época tribal se habían
construido gródy, muros de tierra y de madera, alrededor de las residencias
aristocráticas; se han descubierto restos que datan del siglo VII. Estas fortalezas
fueron reedificadas por los príncipes, con mayores medios, a fines del siglo IX y en la
primera mitad del X, es decir, en la época en que florecían los grandes emporia
escandinavos. A la primera muralla se añadió más tarde un segundo sistema de
defensa que englobaba el suburbium, en el que se establecieron los primeros
santuarios cristianos. Las excavaciones han hecho aparecer, rodeadas por estos
terraplenes, algunas decenas de habitaciones cuyo suelo conserva armas y objetos de
plata, y que servían de residencia a los miembros del equipo militar. Las cabañas
habitadas por los campesinos se hallaban fuera del recinto amurallado. En Polonia
existían antes del año mil varias decenas de estas aglomeraciones, verdaderamente
urbanas. En ellas convergían el producto de las razzias y las escasas riquezas que
podía crear la población rural de los alrededores. Dentro de sus muros se acumulaba
todo el lujo de esta civilización primitiva, y en especial los metales preciosos.
Alrededor de las ciudades, en un radio de una decena de kilómetros, la toponimia
descubre la existencia en el siglo X de una serie de aldeas cuyos habitantes estaban
obligados, para el servicio del príncipe, a entregar productos artesanales, aldeas de
apicultores en Polonia, de herreros en Hungría. La inserción del trabajo artesanal en
el medio rural revela el peso de un Estado creado por la fuerza y fundado sobre la
servidumbre de los pueblos. Según escribe Ibn Rusteh en el siglo IX, refiriéndose a
los jefes húngaros, «dominan a todos los que residen cerca de ellos y les imponen un
tributo; los eslavos están a su merced como prisioneros». El señor hacía de estos
súbditos lo que quería. Vigilados por guerreros armados de látigos, los artesanos-
campesinos eran obligados a trabajar periódicamente en los talleres anejos al gorod.
Este hecho explica la coexistencia de aldeas de trabajadores especializados y de un
centro artesanal situado en el interior del suburbium; éste fabricaba las piezas del
armamento y las joyas que no habían podido proporcionar ni el saqueo ni los
intercambios a larga distancia.
Algunos castra siguieron siendo, en Moravia especialmente y más tarde en
Hungría, simples puntos de apoyo de una aristocracia militar y de una organización
eclesiástica que se implantó de modo progresivo; pero otros muchos fueron
completados con la creación, a alguna distancia, de un lugar en el que de modo
periódico se realizaban transacciones comerciales. Algunos de estos mercados se
convirtieron, al estar situados en el centro de las principales formaciones políticas, en
los puntos de concentración de las grandes corrientes de intercambios. Ibn Yaqub,
que visitó Cracovia hacia el 966, calcula en tres mil el número de miembros de la

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milicia armada que residían en esta ciudad y a los que era preciso alimentar y proveer
de objetos llegados de muy lejos. Describe Praga como una ciudad construida en
piedra, frecuentada por los traficantes eslavos, varegos, judíos y húngaros, y como el
gran mercado de esclavos de Europa. Mientras la maduración de las instituciones
políticas reducía el papel de la guerra en los movimientos de la economía y sustituía
el beneficio de las razzias por el de la explotación del campesinado indígena, la red
urbana nacida del establecimiento del poder de los príncipes se ofrecía como apoyo,
como sostén de relaciones comerciales regulares. La detención de las grandes
expediciones escandinavas hacia Europa occidental entre el 930 y los últimos
decenios del siglo X, así como el declive simultáneo de centros comerciales como
Haithabu, quizá tengan relación con la implantación de este sistema comercial, que
estimuló la navegación por los ríos polacos y habituó poco a poco al uso de la
moneda a las poblaciones de la Europa salvaje.

Sólo en esta Europa han descubierto los arqueólogos abundantes tesoros que
datan del siglo IX, del X y de la primera mitad del XI. La supervivencia del paganismo
en esta parte de Occidente explica en parte el mantenimiento prolongado de la
tesaurización: en estas regiones los muertos se llevaron consigo durante más tiempo
los bienes que habían reunido en vida, y sólo muy lentamente las enseñanzas de la
Iglesia consiguieron dirigir hacia las sacristías de los santuarios las riquezas
tradicionalmente atribuidas a los difuntos; pero si la Europa salvaje era entonces la
Europa de los tesoros se debe a que su desarrollo económico se realizaba, en sus fases
sucesivas, con un retraso de dos o tres siglos con relación al Occidente cristianizado.
Los tesoros descubiertos muestran una colección de objetos muy diversos:
lingotes de metal —en Polonia, hasta principios del siglo X, antes de que el progreso
de la metalurgia sustituyera a la plata, el hierro fue considerado materia bastante
preciosa para ser tesaurizada—, joyas, a veces rotas, monedas que permiten fechar de
modo aproximado los hallazgos. Con el paso del tiempo, la proporción de las piezas
monetarias aumenta lentamente: en las provincias polacas las monedas son más
numerosas a partir del año 915.
En la proximidad del Báltico, casi todas las monedas, en el siglo IX y hasta
mediados del X, son de origen musulmán: dirhems de plata. Esta región era el punto
en el que desembocaban amplias corrientes que, mediante la piratería, los sueldos de
los mercenarios, el tráfico de esclavos o de pieles, llevaban hasta allí monedas
acuñadas en el Asia musulmana; éstas se acumulaban en el país de origen de los
aventureros escandinavos, en las proximidades de los centros en los que se
encontraban los piratas. Se depositaban en cantidades importantes porque no
encontraban utilización sino en forma de joyas y de manifestaciones de poder.
Resulta extraño que en este período, durante el cual tuvieron lugar las grandes razzias
danesas, las tumbas y tesoros de Escandinavia contengan tan pocas monedas
occidentales. ¿Hay que pensar que las monedas recogidas en las campañas de saqueo

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en Inglaterra o en Galia, o las reunidas para pagar el tributo a los normandos, fueron
fundidas por los orfebres del norte? ¿Por qué sólo ellas, y no los dirhems, sufrirían
este tratamiento? Parece más lógico creer —y ya hemos lanzado esta hipótesis en
páginas anteriores— que las monedas occidentales fueron utilizadas para adquirir
sobre la marcha tierras, vino y otros productos. Y esto porque el comercio y la
utilización de la moneda, que ignoraban todavía los pueblos más salvajes del norte y
del este, eran habituales desde el siglo IX en Francia, en Inglaterra y en Galia. Es
lícito pensar por otra parte que la acumulación de grandes reservas inutilizadas de
dinero árabe en las orillas del Báltico incitó a los traficantes occidentales a dirigir
hacia esta zona sus miradas. Así sucedió con los frisones encontrados en Birka por el
autor de la Vita Anscharii. Lentamente, los mercaderes occidentales se arriesgaron a
penetrar en este mundo que las agresiones de los vikingos hacían menos extraño para
la cristiandad latina; compraron dirhems ofreciendo a cambio productos tentadores; y
llegaron de este modo a desviar hacia Europa occidental una parte del dinero de los
tesoros, lo que contribuyó, sin duda, ya desde el siglo IX, a acelerar la expansión
comercial en las orillas cristianas del mar del Norte. Poco a poco los mercaderes
habituaron a las poblaciones noruegas y eslavas a no considerar las piezas monetarias
como joyas, y a utilizarlas en los intercambios. Desde comienzos del siglo X se hallan
en los tesoros del Báltico dirhems fraccionados con la finalidad de que sirvieran más
cómodamente para las transacciones.
En Polonia, los tesoros monetarios más antiguos se hallan sobre todo en la
proximidad del mar; se encuentran cada vez más en el interior, cerca de los centros
fortificados en los que se apoyaban los jóvenes estados, en tiempos posteriores, es
decir, en la época en la que se organizaba, a partir de los principales mercados, la red
de un tráfico continental. A partir de mediados del siglo X las monedas árabes son
menos numerosas, y se las ve desaparecer desde el 960 en la región dominada por las
tribus eslavas occidentales, desde el 980 en Polonia y en Escandinavia, y hacia el año
1000 en los países bálticos. Por otro lado, los últimos dirhems de los tesoros
escandinavos proceden de talleres situados no en el este, sino en el oeste del mundo
musulmán; probablemente han llegado no como antes por la vía de las llanuras rusas
que controlaban los varegos, sino a través de Europa central y por medio de Praga. En
compensación aumenta el número de monedas acuñadas en Occidente; no se
encuentran monedas procedentes de Galia, sino algunas de talleres de la región del
Mosa: Huy, Dinant, Lieja, Namur, Maastricht, y, en muy escaso número, algunas
batidas en Italia. La mayor parte han sido acuñadas en Inglaterra, en Frisia, en
Baviera, en Renania y, sobre todo, en Sajonia, donde comenzaba la acuñación. Esta
entrada del dinero en los países escandinavos y más allá del Elba está cargada de
significado. Señala ante todo una nueva etapa en la habituación al uso económico del
instrumento monetario: menos pesado que el dirhem y, por tanto, más manejable, el
dinero fue recibido como una medida estable del valor de las cosas, lo que hizo
disminuir el empleo hasta entonces preponderante de la moneda fuerte. Su

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penetración en los años anteriores al 1000 atestigua igualmente el desarrollo de las
relaciones entre la Europa todavía salvaje y el Occidente, a través de una zona de
contacto político que se extiende desde Inglaterra, donde se estableció la dominación
danesa, hasta Magdeburgo y Ratisbona. En Sajonia, las acuñaciones de esta época
responden mucho menos a las necesidades del mercado interior que a las de una
política de prestigio y magnificencia realizada por su soberano de cara a los príncipes
de los confines septentrionales y orientales. Por último, la sustitución de las monedas
islámicas por las que emiten las potencias occidentales es un indicio claro de la lenta
integración de Escandinavia, Polonia, Bohemia, Hungría, en el área económica de la
cristiandad latina; y esto sucede en el momento mismo en que estos países acababan
de insertarse en el sistema de creencias y en la organización política de Occidente.
No parece menos significativa la desaparición progresiva, en una etapa ulterior,
de los tesoros monetarios. Los primeros indicios de este fenómeno proceden de fines
del siglo X. En Polonia los mayores tesoros fueron enterrados en los decenios
siguientes al año 1000, pero pasado el 1050 la masa y la calidad de los tesoros
declinan rápidamente; los años setenta del siglo XI —retengamos este hito
cronológico— señalan el abandono de esta manera de acumular valores. Estaba de
acuerdo con un estadio económico todavía muy atrasado, el de sociedades primitivas
y depredadoras que, a lo largo de la vida, no encontraban ocasión de emplear como
instrumento de los intercambios las piezas de moneda cogidas en el exterior: su valor
era demasiado fuerte para que pudiesen ser útiles en las transacciones locales y
cotidianas. Cuando Ibrahim ben Yaqub visitó, hacia el año 966, el mercado de Praga
le llamó la atención la falta de adaptación del útil monetario: nos informa de que por
un solo dinero se podía comprar una decena de gallinas, la cantidad suficiente de
trigo o de centeno para alimentar durante un mes a un hombre, la ración de cebada de
un caballo de silla durante cuarenta días; por eso se utilizaban unidades más
pequeñas, cuadrados de tela de lino que valían la décima parte de un dinero. Se puede
considerar, por consiguiente, que los tesoros de monedas se movilizaron cuando el
desarrollo de un tráfico comercial, sostenido por el aumento de la producción local,
hizo descender el poder adquisitivo de las monedas lo suficiente como para que su
manejo fuera cómodo. La rarefacción de los tesoros es prueba de la existencia
progresiva de una vida económica abierta.
Esta disminución acompaña también al movimiento que lleva a las estructuras del
Estado hacia su madurez. En la época en que todavía estaban en formación los
principados, los soberanos aspiraban a mostrarse en medio de un decorado
esplendoroso de metales preciosos: Cosme de Praga habla de la cruz de oro fino que
Mieszko, el fundador de la monarquía polaca, hacía levantar cerca de él en las
ceremonias de majestad, y que pesaba tres veces más que él. En estos tesoros
principescos el oro cogido a los enemigos vencidos (en 1019 y en 1068 Boleslao el
Valiente y Boleslao el Atrevido se apoderaron de las riquezas de Kiev; en 1059
Bratislav de Bohemia saqueó Gniezno) predominaba sobre la plata. Era el principal

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medio de ostentación y la base de los ritos de munificencia. El monarca lo distribuía
entre las iglesias y entre sus fieles. Gallus Anonymus nos informa de que los grandes
de Polonia y sus mujeres, en tiempos de Boleslao el Valiente, se doblaban bajo el
peso de los grandes collares de oro. No se hallan en los tesoros enterrados estos
objetos, recibidos del favor real porque, al revés que las monedas, eran útiles. Se
conservaban para adornar, como expresión del poder de Dios y de la nobleza, las
iglesias y las viviendas aristocráticas. Las joyas estaban hechas para ser expuestas, de
ningún modo escondidas ni cambiadas por otros valores. La actitud de los soberanos
con respecto a los metales preciosos se modificó paulatinamente. El afianzamiento de
su poder y el aumento concomitante de la circulación monetaria los incitó a batir
moneda, a imitación de los monarcas de Occidente, que les servían de modelo. La
rarefacción de los tesoros monetarios y el desarrollo de la acuñación están, en la
Europa salvaje, en exacta sincronía. Los primeros intentos de acuñación (que
carecieron de continuidad) se produjeron en Polonia, en Suecia y en Dinamarca a
fines del siglo X y comienzos del XI. En estos países, así como en los pequeños
principados eslavos del oeste, en Pomerania y en Polabia, la acuñación no adquirió
importancia, hasta el punto de rechazar las monedas extranjeras, sino después de
1070, y este nivel no fue alcanzado en Bohemia antes de los primeros decenios del
siglo XII. En todas estas regiones las emisiones regulares comenzaron en el momento
en que las actividades comerciales habían alcanzado la suficiente importancia como
para que los príncipes pudiesen esperar un beneficio real de la acuñación de moneda.
Porque la acuñación fue también, al mismo tiempo que una afirmación de prestigio
político, el primer instrumento de la fiscalidad principesca: realizaba una punción
sobre el metal precioso en beneficio de un Estado que llegaba a su madurez. La
moneda permaneció durante largo tiempo, en su mayor parte, en manos de los
soberanos; las monedas volvían a ellos por el canal de las multas judiciales y de los
impuestos cobrados en los mercados y en los lugares de paso. Pero una parte de las
monedas era vendida, cerca de los talleres monetarios o en esos lugares de
intercambio que eran las tabernas en la Polonia de esta época, a cambio de cera y de
otros bienes cuya exportación era organizada por el príncipe. La renovatio monetae
contribuyó de esta forma a promover el crecimiento económico. En el último cuarto
del siglo XI este hecho político fecha una de las etapas principales del crecimiento.

Alrededor del mar del Norte

Conviene relacionar estrechamente con el desarrollo que tenía como escenario los
confines septentrionales y orientales de la cristiandad latina, el que se produce, al
mismo ritmo, en las regiones inmediatamente próximas a esta zona y que la unen con
el corazón de la Europa carolingia. Nos referimos a los países ribereños del mar del
Norte. Una de las fases principales de la historia económica medieval está ocupada

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por el desarrollo que vivificó esta área geográfica entre los siglos IX y X, y que le
proporcionó una actividad comparable con la centrada en el Mediterráneo.
Objetivo principal de las campañas escandinavas, Inglaterra presenta la imagen de
una vitalidad atestiguada ante todo por la amplitud de los tributos que sus agresores le
impusieron. Los vikingos exigieron 10 000 libras en el 991, 16 000 en el 994, 24 000
en 1002, 36 000 en 1007, 48 000 en 1012. A estos impuestos se añadieron los
cobrados por los reyes sajones para retribuir a los mercenarios nórdicos contratados
para su servicio. Posteriormente, las bandas dirigidas por Guillermo el Conquistador
se lanzaron al asalto de las riquezas de la isla, riquezas que ellos sabían
considerables. La impresión dominante es la de una evidente prosperidad, mantenida
sin duda por la presencia de los daneses, por la liquidación de su botín, por el tráfico
de esclavos, que el arzobispo Lanfranc pedía al rey Guillermo que prohibiera, así
como por la prosecución de un crecimiento agrícola que la indigencia de la
documentación no permite medir. De todas formas se percibe la amplitud de la
circulación monetaria. Se ha intentado evaluarla contando los diferentes cuños a
partir del rastro dejado en las monedas encontradas. Se pueden individualizar cerca
de dos mil cuños que sirvieron, a fines del siglo X, para batir el long cross de
Etelredo. Si se tiene en cuenta que un cuño podía batir cerca de quince mil monedas
antes de ser reemplazado, se puede estimar el valor de las emisiones en unas 120 000
libras. Puesto que se acuñaban periódicamente las monedas, estos tres millones de
dineros pueden corresponder a la masa monetaria puesta en circulación durante esta
época en el reino. En todo caso, un hecho es seguro: a través del inventario de las
tributaciones consignadas en el Domesday Book y de las múltiples huellas de
compras y ventas que descubren los demás textos se tiene la imagen de un país
profundamente animado por la utilización de la moneda y por la práctica de los
intercambios comerciales.
Los tráficos internos se unían a una red de relaciones comerciales de horizonte
mucho más lejano, que se dirigían principalmente hacia Escandinavia sin olvidar el
continente próximo. El hecho de que los cuños ingleses sirvieran de modelo para la
primera emisión monetaria de los países del norte y el interés que tenían los
soberanos en salvaguardar a sus negociantes es prueba concluyente de estas
relaciones: según un acuerdo firmado en el 991 con Etelredo, los vikingos se
comprometían a no atacar las barcas comerciales en los estuarios de Inglaterra y a
dejar en paz a los traficantes ingleses que pudieran caer en sus manos en Galia; en
1027, Canuto obtuvo del emperador y del rey de Borgoña privilegios que favorecían
la circulación de los mercatores anglosajones por Italia. El Colloquium de Aelfrico
Grammaticus, compuesto hacia el año 1000, evoca a estos aventureros que «cargan
sus mercancías en su navío, se lanzan al mar, venden su cargamento y compran
productos que no se encuentran en Inglaterra». Se sabe que algunos se enriquecieron.
Un tratado anglosajón de la misma época deja entender que un mercader, después de
tres viajes a ultramar, llegaba a ser tan rico como un thane, es decir, como un señor de

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mediana importancia. El nudo principal de todos estos tráficos se hallaba en Londres,
donde cada semana una asamblea de justicia, el housting, se reunía para solucionar
los conflictos entre los indígenas y los traficantes extranjeros. Se conoce a los últimos
a través del texto de un reglamento de aduana promulgado en el año 1000 por
Etelredo: enumera a los «súbditos del emperador», es decir, a los mercaderes renanos,
que gozaban de los mismos privilegios que los londinenses y venían sobre todo a
comprar lana; a los «hombres de Huy, de Lieja y de Nivelles», autorizados a entrar en
la ciudad antes de pagar los derechos; a los mercadores de Ruán, vendedores de vino;
a los que venían de Flandes, de Ponthieu y de «Francia», y, por último, a los daneses
y a los noruegos, que podían residir durante un año en Londres.
La apertura de la economía favoreció la urbanización de Inglaterra. Antes del
siglo IX no existían verdaderas ciudades fuera del sudeste del país: Londres,
Winchester, Canterbury. Allí estaban en el año 1000 los talleres monetarios más
activos. Pero, por razones eminentemente estratégicas, Alfredo el Grande y sus
sucesores fundaron entre los siglos IX y X un conjunto de lugares defensivos,
rodeados de empalizadas y de terraplenes, los burhs, homólogos de los gródy de los
países eslavos. Algunos fueron levantados en lugares que ya servían de centro de
intercambios: en el interior del recinto amurallado fueron concedidos por el rey unos
cercados, los hagae, a los mercaderes a cambio de un tributo en moneda. Las
fortalezas mejor situadas recibieron un taller monetario; fueron designadas en los
textos como portus, lugares especializados en las actividades comerciales. En el
Danelaw que ocupaban los escandinavos crecieron otras aglomeraciones, como York,
donde se desarrolló la acuñación en el siglo IX y cuya superficie se duplicó por el
crecimiento, fuera de la muralla romana, de un barrio de mercaderes y artesanos, o
como Norwich, simple aldea que se convirtió en el 920 en lugar de acuñación, que
cien años más tarde era una auténtica ciudad y que contaba con veinticinco iglesias
en 1086. En la Inglaterra del Domesday Book, en la que según algunas estimaciones
una décima parte de la población residía en aglomeraciones de tipo urbano, la red de
ciudades era tan tupida, ya, como en el siglo XIV.

En Germania, que durante el siglo X recogió lo principal de la herencia política y


cultural carolingia, se desarrolló un movimiento similar, pero a un ritmo mucho
menos vivo. El país era más salvaje, y la conquista franca no había hecho sino poner
las bases elementales de una economía menos primitiva. Hay grandes dominios,
alrededor de las sedes de los condados, de los obispados y de los monasterios, pero
no auténticas ciudades, si se exceptúan las regiones renanas y danubianas en las que
sobrevivían algunos restos de la impronta romana Ningún taller monetario. Algunos
senderos conducían a los aventureros de la trata de esclavos hacia los confines
eslavos; se ve pasar a estos hombres, a comienzos del siglo X, por el peaje de
Raffelstäten, en el Danubio, llevando consigo sal, armas, adornos, y volviendo con
cera y caballos, además de esclavos. A pesar de la indigencia de la documentación, se

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sospecha un lento crecimiento de la agricultura, crecimiento que estimulan las nuevas
exigencias señoriales y la infiltración de hábitos alimenticios llegados del oeste; sin
duda, este crecimiento hace que se amplíen poco a poco los puntos de poblamiento.
Germania sufrió pocos daños por parte de los vikingos, pero soportó durante
cincuenta años sobre todo su flanco meridional el peso de las incursiones húngaras.
Sin embargo, limitaba por el este y por el norte con zonas en las que se produjo
durante este período un continuo desarrollo. Después del año 1000, definitivamente
libre del peligro húngaro, el reino germano sirvió de base a la más sólida
construcción política de Occidente. Príncipes salidos de Sajonia, es decir, de la
provincia más primitiva y también la menos afectada, reconstruyeron el imperio de
Carlomagno y prosiguieron su acción, aunque orientándola más deliberadamente
hacia Escandinavia y el mundo eslavo. El imperio restaurado quiso extender su
influencia más allá del Elba, sobre los principados eslavos en formación. Dirigidos
por el rey Enrique el Pajarero, los guerreros sajones habían puesto bajo su control, ya
en el 934, el emporio de Haithabu.
Hemos visto en diversas ocasiones que los actos políticos influyen profundamente
en la economía de esta época, si no en el nivel de la producción al menos en el de
riquezas y, por consiguiente, hay que situar en el marco de la acción política la
intensa actividad monetaria que tuvo lugar en Sajonia entre 970 y 1030. Se basaba en
la explotación de los minerales del Harz, en Rammelsberg, cerca de Goslar.
Celebrando la magnificencia de Otón el Grande, el historiador Witukind de Corvey
omite mencionar su acceso al imperio; pero lo glorifica por haber «abierto las venas
argentíferas de la tierra sajona». Su visión era acertada. Los dineros sajones
invadieron poco a poco el espacio báltico y polaco en los que ponían de manifiesto,
ante todo, la presencia del emperador cuyo nombre llevaban y cuya gloria afirmaban.
Sin embargo, estos fragmentos de plata eran también instrumentos de intercambio y
la propagación del numerario alemán no dejó de vivificar las corrientes comerciales
que, desde el este y desde el norte, llegaban a Germania y extendían en este país poco
a poco el área de los intercambios y de la circulación monetaria. Las manifestaciones
de poder activaban de esta forma, accesoriamente, el desarrollo económico. La
creación de mercados derivaba de las mismas intenciones y tuvo efectos semejantes.
Los emperadores otónidas quisieron, como Carlomagno, controlar las operaciones
comerciales e introducirlas, para conseguirlo, en unos marcos estables. Crearon
mercados, en un país en el que eran muy raros. Se conocen, por los documentos
subsistentes, veintinueve fundaciones, situadas entre 936 y 1002. Conforme a la
tradición carolingia, estos lugares fueron ante todo instituciones de paz, destinadas,
so capa de la justicia que el emperador hacía irradiar a su alrededor, a facilitar los
desplazamientos y los encuentros de estos individuos turbulentos, inquietantes y
amenazados que eran los especialistas del comercio a distancia. Concediendo en 946
un mercatus publicus al monasterio de Corvey, Otón I ordena a los responsables del
poder real que mantengan «una paz muy firme a quienes vengan y se vayan, y a los

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que residan allí». En efecto, los traficantes fijaban en estos lugares sus depósitos y, en
el intervalo de sus expediciones estacionales, su residencia. Por este hecho, se
colocaban bajo la protección del rey —el diploma por el que, en el 965, el soberano
autoriza al obispo de Hamburgo a establecer un mercado en Bremen evoca
explícitamente esta protección—, y este patrocinio los acompañaba a lo largo de sus
desplazamientos. Se convertían en «hombres del emperador» privilegiados por este
hecho en la aduana de Londres. Como precio de la salvaguarda que les concedía la
orden real, los negociatores estaban obligados, como en la época carolingia, a
entregar a la corte tributos periódicos. En 1018, los mercaderes de Tiel reclamaron al
rey una mejor defensa: si no podían continuar comerciando con Inglaterra no estarían
en condiciones de entregar los vectigalia, es decir, los presentes obligatorios en los
que se traducía su unión a la casa real. Los lugares de comercio fueron, pues, creados
no para servir ante todo al comercio local, sino para canalizar el tráfico a larga
distancia. En 947 el rey creó, a petición del abad de Saint-Gall, un mercado en
Rorschach, «para utilidad —dice— de quienes van a Italia y a Roma»; confirmó la
fundación de sus predecesores para que «lleguen los negociantes, los artesanos y los
frisones» a Worms.
Acuñar moneda, y para conseguirlo intensificar la explotación de las minas;
fundar mercados para la protección y control de los mercaderes itinerantes eran actos
íntimamente ligados a la renovación del Estado. Pero estas iniciativas se insertaban
en un movimiento natural de crecimiento, que a su vez contribuyeron a fortalecer. En
las proximidades de cada uno de los nuevos mercados se propagaron poco a poco en
el medio rural la práctica de los intercambios y la utilización de piezas monetarias.
«La moneda y el mercado —se lee en el acta imperial que creó en 933 un mercado en
Selz— son necesarios a la multitud de gentes que acuden aquí, pero también a los
monjes y al pueblo que residen en este lugar». En la práctica, la creación de un
mercatus iba acompañada de la instalación de un taller monetario, para que estuviese
regularmente alimentado en efectivo este emplazamiento dedicado a las transacciones
comerciales. El emperador concedió estos lugares de emisión a los poderes locales, a
los condes, a los obispos, a los monederos. Diseminados por todo el país,
contribuyeron a que el numerario penetrara en regiones en las que su uso era hasta
entonces excepcional; y lo consiguieron de tal modo que las monedas de plata que, en
los primeros tiempos de la acuñación sajona, habían servido sobre todo para las
relaciones, esencialmente políticas y de prestigio, con los pueblos limítrofes, fueron
cada vez más utilizadas en el mercado interior. Éste absorbió poco a poco lo esencial
de la acuñación, y fue igualmente la retirada progresiva de la moneda alemana de las
zonas próximas al Imperio lo que incitó a los príncipes escandinavos y eslavos, en el
último tercio del siglo XI, a acuñar sus propias monedas. La aparición de la acuñación
más allá de las fronteras orientales y septentrionales de los países germánicos señala
el momento en que el uso de la moneda se ha afianzado definitivamente en las
provincias alemanas.

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Por último, al igual que Inglaterra, estas regiones se urbanizaron. En Renania y en
Baviera se observa el crecimiento continuo de los burgos pegados a las ruinas de las
ciudades romanas. Un viajero árabe que atravesó Maguncia hacia el 973 observa
todavía que sólo una pequeña parte del antiguo espacio urbano estaba ocupada. Pero
el wik que se había formado en el exterior de las antiguas murallas proseguía su
extensión. En Colonia había ya en tiempos de Otón el Grande una larga calle,
edificada por ambas partes y que se ensanchaba para formar una plaza rectangular.
Fortificado en 917, el pagus mercatorum de Ratisbona se extendía sobre treinta y seis
hectáreas. Hacia el año 1000, el obispo de Worms incluyó dentro de una sola muralla
la ciudad, el mercado y la ceca y el barrio judío. A mediados del siglo XI la nebulosa
de pequeños centros que se había formado en Colonia alrededor de las antiguas ruinas
rodeaba —además de la sede arzobispal— once comunidades de canónigos, dos
monasterios benedictinos y cuatro iglesias parroquiales. Al crecimiento de las
ciudades con raíces en el mundo antiguo corresponde un surgir de aglomeraciones
nuevas en el norte y en el centro de Germania, por iniciativa de los príncipes. Así, en
Magdeburgo, en un lugar por el que pasaba la mayor parte de los aventureros del
comercio y de la trata de esclavos en su camino hacia los países eslavos, Otón el
Grande fundó simultáneamente el monasterio de San Mauricio y un wik para «los
judíos y otros mercaderes»; los rodeó de un mismo conjunto de empalizadas y
terraplenes, y creó de este modo una base sólida para tráficos que, como afirma un
privilegio concedido en el 975 a los mercaderes establecidos en este lugar, se
desarrollaba a la vez hacia el Rin y «en las provincias de los paganos»: bajo el
reinado del primer emperador germánico el espacio ocupado pasó de siete a treinta y
cinco hectáreas. De las veintinueve localidades en las que los reyes del siglo X
fundaron mercados, doce al menos se transformaron en ciudades. Sin embargo, la
preeminencia, en la Alemania de la época, corresponde a las aglomeraciones elegidas
por los soberanos para instalar su corte. Casi todas estaban situadas en zonas
romanizadas: Colonia, Maguncia, Tréveris, Espira, Worms, Salzburgo, Augsburgo y
Ratisbona. De hecho, cualquiera que haya sido en la época el progreso de la
circulación comercial, las ciudades seguían siendo ante todo las sedes del poder
político y los puntos de implantación de las instituciones religiosas. Su vitalidad
económica se hallaba animada principalmente por corrientes de intercambios que no
eran propiamente comerciales. Hacia estas ciudades convergían los excedentes de la
producción de los dominios rurales que poseían en las proximidades el rey y las
iglesias, el producto de las requisiciones hechas para el yantar del príncipe y de su
séquito y los dineros percibidos en concepto de tasas y de multas judiciales. La
prosperidad urbana dependía ante todo de la concentración, permanente o periódica,
de un grupo importante de consumidores, laicos o eclesiásticos, y de la presencia de
un cuerpo de ministeriales, de servidores, algunos de los cuales practicaban
ocasionalmente el comercio, para las necesidades de su señor y para su propio
beneficio.

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A través de Renania, el mundo germánico entraba en contacto con una de las
regiones que había sufrido más gravemente los efectos de los ataques de los piratas
escandinavos, pero que, en definitiva, salió revigorizada de estas incursiones. Flandes
y la región del Mosa conocieron, en el siglo X y en la primera mitad del XI, un
desarrollo económico que parece muy vivo, comparable al que se adivina en
Inglaterra, pero que está, también aquí, enmascarado por la indigencia de la
documentación. Los vikingos se habían ensañado con los centros urbanos y habían
destruido algunos. La vieja ciudad romana de Tongres fue abandonada
definitivamente por sus habitantes; Duurstede, saqueada sistemáticamente en 834-837
, desaparecía a mediados del siglo IX. Pero la mayor parte de las aglomeraciones
saqueadas se reconstruyeron algunos decenios después de los ataques; a veces
renacieron a alguna distancia de su asentamiento primitivo, como Tournai o
Valenciennes, o como el portus de Gante que, destruido en dos ocasiones, reapareció
en otro emplazamiento hacia el año 990, esta vez en las proximidades de un castillo
fortificado. Las funciones comerciales de Duurstede fueron pronto asumidas por
Utrecht, por Deventer, cuya moneda se extendió en la segunda mitad del siglo X por
Escandinavia y por Tiel, junto al Waal. Por otro lado, numerosas ciudades resistieron
todos los asaltos y, en la lucha que debieron realizar contra los asaltantes, hallaron el
resorte para una reactivación. En el reducto fortificado de Saint-Omer, el botín cogido
a los normandos se distribuía entre «los nobles, las personas de mediana posición y
los pobres»; esta parte de los despojos, ¿no proporciona un primer capital a los
mercaderes que vemos en el siglo X partir para Roma en compañía de algunos
ingleses? En cualquier caso, el curso del Mosa conoce entonces el desarrollo de una
navegación cuyas etapas son Huy y Namur, Dinant, donde tienen lugar algunas ferias;
Maastricht, donde el rey de Germania y más tarde el obispo cobran impuestos «sobre
los navíos, sobre el puerto y sobre el mercado». Este tráfico era sin duda obra de
mercaderes indígenas, de los que sabemos que se beneficiaban de un trato de favor en
la ciudad de Londres, ya en el año 1000. En Arras, cerca de la muralla romana que
cubría una superficie de ocho hectáreas, apareció y no cesó de extenderse una nueva
aglomeración: en el siglo IX se había formado un vicus, el «viejo burgo» junto al
monasterio de Saint-Vaast; un «burgo nuevo» aparece en el siglo X cerca de Saint-
Géry; las fuentes del siglo XI descubren la existencia de un pequeño y de un gran
mercado; las sucesivas extensiones ocupan una quincena de hectáreas. Una tarifa de
peaje establecida por Saint-Vaast en 1036 muestra que se vendían en este lugar
productos alimenticios llevados en carretas desde el campo próximo, y los productos
de una artesanía local, pero también «paños y grandes mercancías», así como oro. La
superficie de Tournai se triplicó durante este período. La existencia de ferias anuales,
a la ida y al regreso de las caravanas comerciales, está atestiguada en Toul en 927, en

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Metz en 948, dos ciudades que no habían sufrido las agresiones normandas, y en
Douai en 987-988.
Se observan otras manifestaciones de la vivacidad de los intercambios y de la
prosperidad que estas actividades introdujeron en ciertas capas de la sociedad.
Algunas personas hallaron en la práctica del negocio una riqueza que les permitió, en
Gante o en Saint-Omer, fundar iglesias. La población urbana adquirió la suficiente
importancia como para hacer frente a los dueños del poder. Entre 951 y 971 los
habitantes de Lieja se sublevaron contra el obispo; en 958, los cives de Cambrai —
¿se trata de todos los habitantes o sólo de la guarnición militar?— se juramentaron
para prohibir al obispo la entrada en la ciudad. En 1066, la comunidad de Huy obtuvo
de su señor privilegios que la liberaban de algunas tasas. En las aglomeraciones
urbanas se ve nacer, entre los hombres que controlan el tráfico y se enriquecen con él,
asociaciones de defensa mutua, como la «caridad» de Valenciennes, cuyos estatutos
fueron redactados a mediados del siglo XI. El obispo de Metz, Alpert, describe en
1021-1024, para condenarlas sin entenderlas, las costumbres de los mercaderes de
Tiel. A sus ojos, «difieren de las de los demás hombres». «Son gentes duras de
corazón, de mala fe, y para las que el adulterio no es pecado; solucionan entre sí los
conflictos, no según la ley, sino según su libertad (lo que significa que, por un
privilegio recibido del emperador, han adquirido autonomía judicial).» En ciertas
fechas se reúnen para beber juntos y emborracharse. Estas fiestas eran en realidad
uno de los ritos principales de estas fraternidades, en cuyo interior todos se sentían
miembros de una misma familia, de estas conjuraciones, de estas hermandades
semejantes a las que habían intentado prohibir los capitulares carolingios y cuyos
banquetes colectivos había denunciado el arzobispo Hincmar de Reims en el 852.
La mayor parte de los indicios de crecimiento se refieren al comercio y a las
ciudades. Pero, desde las aglomeraciones urbanas, los impulsos de prosperidad se
propagaron por el mundo rural. Así en las riberas del Mosa: una colección de los
Milagros de San Huberto, redactada a mediados del siglo X, revela que, cerca del
monasterio en el que se conservaban las reliquias del taumaturgo, se celebraba en el
mes de noviembre una feria que duraba al menos dos días y a la que acudían
extranjeros; otros encuentros periódicos tenían lugar en Bastogne, en Fosses, en Visé,
pequeños centros rurales en los que los campesinos vendían ganado, lana, metales —
como el campesino del que hablan los Milagros y que regaló a la abadía dos barras de
hierro fundidas por él— y a los que llegaban en carretas algunas mercancías
transportadas por los traficantes del río. A la animación de los portus, en los que
hacen etapa los bateleros, corresponde un desarrollo de las poblaciones del interior,
como Nivelles, y un auge de la producción rural sobre la que testimonia la extensión
de las roturaciones.

Tal vez haya que situar en Normandía el lugar más intensamente vivificado por el
dinamismo suscitado por las incursiones vikingas. Al igual que York, Ruán se

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convirtió en la capital de un dominio fundado por los invasores, que reemplazaron en
los señoríos a la aristocracia indígena, sin por ello renunciar a las aventuras ni dejar
de participar estrechamente en los trasvases de riqueza provocados por la
continuación de las expediciones de saqueo. En íntima relación con Inglaterra y con
los mares nórdicos, el mercado de Ruán fue un lugar privilegiado para dar salida al
botín, vender los esclavos y comprar los artículos que los barcos llevaban por el Sena,
especialmente vino. Los guerreros establecidos en Normandía concentraron en esta
zona enormes masas de bienes muebles traídos de las costas inglesas sobre las que
lanzaban ataques desde el siglo X; del sur de Italia, donde se aventuraron más tarde, y
finalmente del reino de Inglaterra, del que se apoderó su jefe en 1066. Posiblemente
no haya en toda Europa una provincia en la que, desde fines del siglo X, circulen los
metales preciosos en mayor cantidad que en la región del bajo Sena. Testigos de esta
circulación son la constitución del tesoro del monasterio de Fécamp, la política de
compra de tierras que llevó su abad Juan en 1050, la generosidad de los laicos que
ofrecieron a la pequeña colegiata de Aumale recientemente fundada un cáliz de oro,
dos de plata, una cruz, candelabros dorados. Más claramente aún lo atestigua la
iniciación de grandes obras en las que se construyeron tantas nuevas iglesias. Los
jefes de las bandas que habían probado fortuna en Campania y en Apulia financiaron
la construcción de las catedrales de Sées y de Coutances; el duque Guillermo, con el
botín de la conquista inglesa, pagó la construcción de los dos grandes monasterios de
Caen. Estas empresas constructivas hicieron que se difundieran grandes cantidades de
numerario entre todas las capas de la sociedad local a través de los jornales pagados a
los canteros, a los carreteros, a los albañiles. Igualmente provocaba un movimiento de
numerario la preparación de las campañas a larga distancia; habituaba a manejar el
dinero y a movilizar todas las formas de riqueza para obtener préstamos garantizados
por la tierra. Así se formó, en el séquito de los duques y de los grandes señores de la
Iglesia, una aristocracia del dinero, muy interesada en los negocios. La vivacidad de
la circulación de los bienes, acelerada por la conquista de Inglaterra, se refleja en el
incremento de los ingresos que proporcionaba el peaje de Saint-Ló: se evaluaban en
15 libras en 1049, en 220 en 1093. Esta vivacidad se refleja también en el desarrollo
urbano. Dieppe, Caen, Falaise, Valogne se convierten en ciudades en esta época, y en
el campo proliferan las aglomeraciones cuyas actividades ya no son puramente
agrícolas y que por este hecho reciben el nombre de «burgos».
La prosperidad normanda revigorizó las zonas de los alrededores y su influjo se
hizo sentir en todo el valle del Sena. Provocó la extensión del viñedo parisino: una
nueva feria fue creada en Saint-Denis a mediados del siglo X. El caso de Picardía,
situada entre los dos centros de desarrollo que eran Normandía y los países
flamencos, ilustra bien las modalidades de este resurgimiento. La manifestación más
precoz de la infiltración del instrumento monetario la hallamos en esta zona. Según
las disposiciones de Carlos el Calvo, un solo taller, el de Quentovic, habría debido
bastar para alimentar en numerario a esta provincia. Sin embargo, se conocen

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dieciocho talleres en la segunda mitad del siglo IX, y cuatro más en el siglo siguiente.
Están situados a lo largo de las costas y en las riberas del Escalda, del Escarpa y del
Soma. En el campo, parece que se multiplican después del año 950 los censos en
dinero: el campesinado estaba en condiciones de adquirir moneda, tal vez por la venta
de tejidos de lana, en todo caso por la venta de los excedentes de la producción
doméstica.
Movimientos cuyo origen ha de ser buscado en la organización de la guerra de
agresión y en la política provocaron la difusión de la moneda, tan rara durante la
época carolingia, desde algunos puntos en los que se concentraba el botín y el
producto de los tributos. En Picardía, lo mismo que en Inglaterra, en la región del
Mosa, en Germania y en los confines salvajes en los que penetraba el cristianismo, y
también sin duda en el interior de Galia cuya historia profunda conocemos muy mal
para este período.

La vertiente meridional

Otra área de desarrollo evidente se halla situada en el sur, a lo largo de la


«frontera», de la franja continua de hostilidad y de desconfianza en la que se situaban
los enfrentamientos entre la cristiandad latina y los dominios islámicos y bizantinos.
En esta zona —y aquí reside el contraste principal con la vertiente septentrional— los
países de donde procedían los ataques o las vejaciones eran países evolucionados,
vigorosos, prósperos. Frente a ellos el mundo latino permaneció durante mucho
tiempo en situación de víctima, de presa expuesta a la piratería por mar y a las
incursiones de los traficantes de esclavos en el interior. En algunos lugares esta
situación se prolongó considerablemente, y hasta fines del siglo XI no se observa el
menor indicio de recuperación decisiva de las actividades económicas. Así ocurrió en
Provenza, donde, muchos decenios después de que la aristocracia local hubiera
expulsado a los sarracenos de las montañas y de sus refugios costeros, los campos
litorales aún estaban escasamente poblados, eran aparentemente poco productivos, y
las ciudades seguían recluidas detrás de las murallas en las que el peligro las había
encerrado: solamente en Marsella se descubren algunas señales de una primera
extensión urbana. La animación progresiva de los caminos que conducían a España
suscitó tal vez un despertar más precoz de las ciudades de la Narbonense, en las que
se concentraban el comercio de la sal, recogida en las lagunas del litoral, y cuyos
barrios judíos servían de etapa en el tráfico de productos exóticos. Pese a todo,
durante el siglo XI y una buena parte del XII, las regiones situadas a uno y otro lado
del Ródano parecen —quizá esta impresión sea debida a la particular deficiencia de
las fuentes— situadas en un ángulo muerto que rodean los grandes flujos de
dinamismo, generadores de un crecimiento rápido. Estas corrientes tienen su origen
más al oeste y más al este, en las tierras españolas o italianas en las que, desde el
siglo X, la situación militar se había invertido. Por tierra en la Península Ibérica, por

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mar a lo largo de las costas de Italia, los cristianos de rito latino habían tomado la
iniciativa en las operaciones de combate. Los medios técnicos que habían creado las
necesidades dé la defensiva se revelaron lo suficientemente poderosos como para
permitir el contraataque, es decir, expediciones en las que las campañas de saqueo
lanzadas contra los infieles iban unidas a aventuras comerciales. En estas dos zonas,
mientras que el cuerpo de Europa occidental veía poco a poco alejarse el peligro de
agresiones exteriores, se desarrollaban actividades complejas en las que, como en
Normandía —cuyos guerreros, tengámoslo en cuenta, acudieron pronto para
intervenir en las empresas y participar en los beneficios de la acción militar a la punta
más avanzada, al extremo sur de Italia—, la guerra, declarada o encubierta, seguía
siendo el principal resorte del crecimiento económico.

En los dos extremos de la España cristiana se sitúan dos polos de actividad muy
distintos entre sí. En las montañas del norte se habían atrincherado grupos de
refugiados cristianos tras la conquista árabe. Permanecieron durante largo tiempo
bloqueados y separados del mundo carolingio por la barrera que suponían en los
pasos occidentales de los Pirineos las tribus vascas, que derrotaron en Roncesvalles, a
fines del siglo VIII, al ejército franco. La lenta atracción de las tribus salvajes, que
poco a poco se civilizaron al mismo tiempo que se cristianizaban, creó, entre Galia,
por una parte, y León, Galicia, Asturias y las montañas de Navarra y de Aragón, por
otra, relaciones cuyo símbolo puede verse en el inicio y en la rápida difusión, durante
el último tercio del siglo X, de las peregrinaciones a Santiago de Compostela. A
través de los caminos que conducían hasta Galicia llegaron cada vez en mayor
número prelados, señores de los principados de Aquitania, con su séquito de
eclesiásticos y de hombres de guerra, y también gente del pueblo. El paso de los
grupos de peregrinos, la mayor parte de los cuales no se había puesto en camino sin
antes proveerse de moneda, llegando para conseguirla a dejar en prenda su tierra a los
prestamistas o desprendiéndose de una parte de su tesoro para ofrecerlo a Dios, actuó
de fermento de reactivación en las múltiples etapas del itinerario piadoso. Entre los
peregrinos compostelanos los miembros de la aristocracia laica, cuya vocación era el
combate, y sus hermanos, que a pesar de haber entrado en la Iglesia no habían
olvidado la práctica de las armas, aportaron el refuerzo de su poder militar a los jefes
locales. Éstos, desde muchos años antes, dirigían contra los infieles una guerra cuyas
fases alternas de éxitos y fracasos los llevaba en ocasiones, a través de la zona
desierta que formaba la frontera, hasta las regiones prósperas, llenas de botín, que
dominaba el Islam. Ayudados por los guerreros ultrapirenaicos, pudieron proseguir
hacia el interior sus algaradas y volvieron de ellas cargados de botín. Pronto
impusieron a los príncipes musulmanes, independientes tras la disgregación del
califato de Córdoba y al mismo tiempo aislados unos de otros, tributos, parias, cuyos
beneficios regulares en moneda enriquecieron en el siglo XI a todos los soberanos
cristianos de España. Una guerra cada vez más afortunada, cuyos ecos resuenan en

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las leyendas épicas de Occidente y que mantuvieron la fascinación o la nostalgia de
maravillosos saqueos, dirigió hacia los pequeños Estados de las montañas a gran
número de cautivos —como esos esclavos musulmanes, que «ladraban como perros»,
con los que se divirtieron las poblaciones del Lemosín cuando los caballeros
peregrinos llevaron estas curiosidades al otro lado de los Pirineos— y toda clase de
objetos procedentes de la refinada artesanía mozárabe, algunos de los cuales se
conservan todavía en el tesoro de las iglesias de Francia. Para la cristiandad, esta
guerra fue una fuente de metales preciosos, más importante tal vez que las minas de
Sajonia. Proporcionó plata: por ejemplo, la que una banda de guerreros recogió,
después de la victoria, de los cadáveres de un campo de batalla y ofreció a la abadía
de Cluny, y que sirvió al abad Odilón, en la primera mitad del siglo XI, para adornar
los altares del santuario. Suministró oro, y en tal cantidad que el rey de Castilla pudo,
cincuenta años más tarde, crear en favor de la comunidad cluniacense una renta
anual, valorada en moneda musulmana; esta renta permitió al abad Hugo concebir y
emprender la reconstrucción, grandiosa, de la iglesia abacial. Una buena parte de las
capturas terminó, según vemos, en el corazón de Occidente, del que procedían
numerosos combatientes. Pero el resto permaneció en el medio local y lo estimuló.
Éste se acostumbró lentamente a la economía monetaria. La acuñación indígena se
inició hacia 1030 en Navarra, a fines del siglo XI en Aragón, un poco más tarde en
León y Asturias, donde circulaban en gran número las especies acuñadas en los
talleres islámicos. Al mismo tiempo el país se poblaba: el peligro de las razzias
sarracenas disminuyó y en la vertiente meridional de las montañas, más segura tras
los éxitos militares, pudo desarrollarse la trashumancia ganadera, que se extendió
cada vez más lejos en dirección hacia el sur. En las zonas reconquistadas se
establecieron colonos, algunos de los cuales procedían de Galia. Mientras que la
frontera retrocedía sin cesar, se fue formando una sociedad singular de campesinos-
soldados, propietarios de su tierra, que residían en grandes aglomeraciones de tipo
urbano. En este país de tradición romana todas las actividades materiales se
organizaban en función de la ciudad, punto de apoyo defensivo para hombres que
vivían en alerta continua, mercado fijo en el que se intercambiaban los excedentes de
la producción agrícola y pastoril. En León, capital de uno de estos reinos, tenía lugar
un mercado semanal, cada miércoles, fuera de las murallas; en él se vendían los
excedentes de las explotaciones rurales, llevados regularmente desde las localidades
próximas, y los productos corrientes de una artesanía del cuero, de la madera, de la
tierra y del metal. El comercio de productos más lujosos se desarrollaba en el interior
de la ciudad, en una especie de zoco cerrado, cuyas riquezas protegía celosamente la
autoridad real.
En el otro extremo de los Pirineos las campañas carolingias habían logrado
implantar y extender hasta el Ebro una barrera de protección, la marca de Cataluña.
Este puesto avanzado de la cristiandad acogía desde el siglo IX, junto con la
Septimania vecina, a los refugiados que huían de las provincias sometidas al Islam.

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Los soberanos francos protegieron a estos inmigrantes; les concedieron en
condiciones privilegiadas las tierras que las precedentes incursiones musulmanas y
los avatares de la reconquista habían despoblado. Esta función de acogida explica la
excepcional densidad de poblamiento, que se hace evidente de modo especial en los
valles de las montañas a comienzos del siglo X. La riqueza en hombres, que no
consiguieron debilitar los ataques realizados por los ejércitos musulmanes hasta
después del año 1000, fue una de las bases de un dinamismo económico atestiguado
de forma muy visible por la vitalidad cultural: cincuenta años antes del inicio en
Normandía de las grandes obras de construcción de iglesias se realizaban en Cataluña
experiencias arquitectónicas de las que saldría el arte románico. También aquí fue la
proximidad de un frente de guerra la que sostuvo vigorosamente todos los
movimientos de crecimiento.
Un notable estudio[19], basado en la excepcional abundancia de los documentos
barceloneses hasta hoy mal explotados, permite observar detenidamente los aspectos
de este desarrollo en un pueblo cercano a la ciudad condal, durante los años próximos
al 1000. Era la época de un violento enfrentamiento militar, cuyo punto culminante
está señalado por las razzias de Almanzor y por el rescate de cautivos a que dieron
lugar. El pueblo estaba habitado por pescadores y hortelanos que practicaban una
agricultura desarrollada (un herrero, establecido en el lugar, fabricaba útiles sin duda
menos rústicos que los utilizados por la mayor parte de los campesinos de Europa)
basada en la horticultura, la irrigación y la producción vinícola. Muchos campesinos
residentes en este lugar sabían leer, otro signo de un nivel de civilización superior al
de muchas provincias y que explica el recurso normal al escrito, y por tanto la
abundancia de las fuentes documentales. Los campesinos avituallaban la vecina
ciudad: en ella había importantes grupos de consumidores, y en especial el clero de la
catedral, que poseía extensos dominios, pero lejanos, y tenía más interés en comprar
en Barcelona y en pagar en metálico su aprovisionamiento. A través de estas ventas el
numerario afluía al lugar, y era rápidamente empleado en la compra de tierras, que se
veía facilitada por las condiciones jurídicas, por la omnipresencia del alodio, de la
propiedad libre de toda dependencia. De las setenta y tres transacciones cuyo análisis
sirve de base a este estudio, sólo cinco fueron reguladas mediante el pago en
productos. En la mayoría de los casos, por tanto, las adquisiciones eran pagadas en
moneda, con el complemento de los cereales. Hasta el 990 la moneda es de plata y de
origen local; después interviene el mancús, la moneda de oro, cuando se difunden los
dinares emitidos en Córdoba, y más tarde las imitaciones que acuñaron los condes de
Barcelona a partir de 1018. Este aflujo de numerario, alimentado por todos los
movimientos monetarios a que daban lugar las operaciones de guerra y sus secuelas,
hizo que descendiera rápidamente el precio de la tierra. La utilización cotidiana de la
moneda, la fluidez que creó en el mercado territorial, avivaron la movilidad social. Se
ve ascender a los enriquecidos envidiados por los menos afortunados. En un grupo
familiar las etapas de ascenso son las siguientes: el antepasado, en 987, era un

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campesino acomodado, poseedor de dos parejas de bueyes y de setenta ovejas; pero
tenía ya un equipo militar: los privilegiados de la población rural participaban aquí en
las actividades guerreras y obtenían, por tanto, una parte de los beneficios de la
guerra. Este hombre había iniciado una política de adquisiciones inmobiliarias. Sus
herederos la prosiguieron. En los años veinte del siglo XI la promoción social de sus
descendientes se observa en múltiples indicios: la posesión de una casa construida en
piedra, la participación en la peregrinación compostelana, los lazos matrimoniales
con los estratos superiores de la aristocracia, el lujo de las mujeres, son prueba «del
más visible de los progresos económicos»: en 1053 la dote de una mujer de la familia
valía veinticinco onzas de oro; la de otra, cuarenta, «tanto en vestidos como en otros
bienes muebles», es decir, tanto como cuatro caballos de guerra. Nuevos ricos,
salidos de un medio campesino, consiguen de este modo introducirse en el grupo de
los «jueces», de los ricos que residen en la ciudad y que deben a su fortuna el
privilegio de dirigir los intereses de la comunidad ciudadana. Grandes poseedores de
oro, obtienen considerables beneficios del movimiento de fondos que se realiza en
esta época, de una y de otra parte de la frontera, para el pago de los rescates de los
cautivos. En este caso se ponen en evidencia relaciones estrechas: a la prosperidad de
los campos, que depende a la vez de la densidad del poblamiento, de técnicas menos
primitivas importadas de las tierras islámicas vecinas y de las necesidades de las
ciudades que nunca están muy lejos, contribuye directamente la vivacidad de una
circulación monetaria, a su vez mantenida por los trasvases de riqueza que suscita
una guerra casi permanente.

A través de Italia, y de modo principal por la llanura paduana abierta al Adriático,


llegaban en otro tiempo al mundo carolingio algunas de las esplendorosas joyas que
se fabricaban en Bizancio. Durante largo tiempo Ravena, después las ciudades
costeras, mantuvieron sus lazos políticos con el imperio oriental y sirvieron de
intermediarios. Entre estas ciudades, Venecia, que firmó un pacto en el 840 con el
emperador Lotario, destacó pronto y eclipsó una tras otra a Ferrara y Comacchio. Al
disminuir en la primera mitad del siglo IX la potencia naval de Bizancio y dejar el
campo libre a la marina musulmana, la retirada bizantina espoleó a las ciudades
marítimas de Italia y las obligó a reforzar su flota para defender por sí mismas los
contactos que mantenían con Oriente. Los nuevos riesgos, y la tensión a que dieron
lugar, la práctica necesaria del corso y el botín que podía proporcionar, la obligación
de concluir acuerdos con los príncipes del Islam estimularon las iniciativas de los
hombres del mar de las costas italianas. Durante la segunda mitad del siglo IX y
durante los primeros años del X, época en la que las expediciones de los sarracenos
hicieron impracticable la zona central del mar Tirreno, se consolidó la preponderancia
de dos puertos por cuya mediación se mantenían los contactos entre la cristiandad
latina y el este del Mediterráneo: Venecia y Amalfi.

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Las gentes de la laguna veneciana producían sal que vendían en tierra firme. Pero
también recorrían el mar y, pese a las prohibiciones de los emperadores de
Constantinopla, llegaban hasta los puertos del Egipto musulmán. De allí trajeron en el
829 las reliquias de san Marcos. Ofrecían armas y madera de construcción,
procedente de los bosques de Istria y de Dalmacia, necesaria para los arsenales del
Islam. Vendían igualmente esclavos capturados entre los eslavos del sur, en las
fronteras inciertas de los dominios francos y bizantinos, y otros que llegaban en
caravanas desde el centro de Europa a través de los Alpes: en el siglo XI, el obispo de
Coire cobraba, al paso de los traficantes, una tasa de dos dineros por cabeza. Quizás
las gentes de las lagunas llevaran hacia Bizancio trigo de Lombardía: a mediados del
siglo X, los aduaneros de Constantinopla informaron al obispo Liutprando de
Cremona, enviado de Otón el Grande, de que los mercaderes venecianos cambiaban
alimentos por tejidos de seda. Todos estos tráficos se vieron facilitados por las
exenciones de tasas aduaneras otorgadas por el emperador de Oriente en el 922.
Hacia la misma época, sabemos que sus barcas remontaban el Po cargadas de
mercancías. Por medio de estas actividades se enriqueció poco a poco un grupo
aristocrático, que empleó una parte de sus ganancias en la adquisición de dominios en
los islotes de la laguna y en tierra firme. Pero jamás dejó de arriesgar cantidades
importantes en las aventuras marítimas.
Amalfi, como Venecia, estaba protegida de los peligros procedentes de tierra, no
por las lagunas, sino por precipicios infranqueables. Escapó por consiguiente a las
perturbaciones políticas, causadas por las rivalidades entre jefes bárbaros y griegos,
que terminaron arruinando a Nápoles. Este refugio amalfitano se beneficiaba también
del lejano protectorado de Bizancio, que permitió a sus marinos traficar con
Constantinopla en igualdad de condiciones con los venecianos. Traían de Oriente
tejidos de lujo, que servían para realzar los coterjos y la liturgia y que se colgaban en
las paredes de iglesias y palacios. En Roma los ofrecían a los compradores a mejor
precio que los negociantes del Adriático: el biógrafo de san Geraldo de Aurillac nos
informa de que su héroe, que era conde y vivía en el umbral del siglo X, regresaba un
día de Roma con tejidos orientales; en Pavía, unos mercaderes venecianos los
valoraron en más de lo que le habían costado. Cuando el emperador de Oriente
concedió privilegios a los venecianos, tuvo buen cuidado en no perjudicar a los
amalfitanos que traficaban con Constantinopla. En esta fecha, los últimos habían
ampliado considerablemente sus relaciones con los puertos del Islam. Relaciones tan
estrechas que, pese a los lazos políticos que unían Amalfi con Bizancio, en la ciudad
y en su vecina Salerno corría una moneda de acuñación árabe, el tarín, y sus
imitaciones locales. En ningún otro lugar de la cristiandad latina fue llevada tan lejos
la especialización en las actividades comerciales como en esta playa encerrada entre
el mar y las rocas. Fructífero, el comercio fue la base de la prodigiosa fortuna de
algunos aventureros, como ese Pantaleoni que, en el último cuarto del siglo XI, legó
enormes riquezas a diversas fundaciones religiosas de Roma, de San Miguel del

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Monte Gargano, de Antioquía y de Jerusalén. Por la distribución de las limosnas
puede medirse la amplitud del horizonte amalfitano. Estaba delimitado por las
colonias comerciales que la ciudad del Tirreno había creado en todas las costas. Las
colonias eran numerosas y seguramente todas tenían una población abundante. Se
sabe por azar que en El Cairo, que sin embargo no era en esta época una plaza
comercial de primera importancia, murieron más de cien amalfitanos en una pelea
ocurrida en el año 996. Podemos preguntarnos si quedaban muchos hombres útiles en
la ciudad, si ésta, aislada por su situación, era algo más que un punto de descanso, un
refugio, un retiro, para tantos traficantes diseminados desde el Bósforo y Durazzo
hasta el Mogreb, si era algo más que el lugar de reposo de los muertos. Desde que
alcanzaban la edad apropiada, los varones se lanzaban a su vez a los riesgos y
beneficios de la navegación y del comercio. Al igual que las costas de Frisia en el
siglo VIII, de la misma forma que la Alta Engadina en el XV, como, en todo tiempo,
las escalas levantinas, la costa amalfitana ¿no era en esta época uno de esos puntos
del mundo en los que las condiciones naturales y una posición privilegiada con
respecto a los grandes itinerarios empujan irresistiblemente a la aventura lejana? Los
más audaces se alejan considerablemente y no vuelven más que de tanto en tanto,
cuando el negocio así lo requiere. Aplican en el exterior lo esencial de su dinamismo
y son otras áreas económicas las que se benefician de él. La ciudad en la que han
nacido apenas se beneficia —las donaciones piadosas de Pantaleoni son prueba
suficiente— de los capitales acumulados, y esto explicaría el rápido y definitivo
eclipse de Amalfi.
El puerto no pudo resistir al poder normando constituido en sus proximidades,
que acabó por someterlo en 1077. Toda su prosperidad se había basado en una
situación política excepcional, que autorizaba a los amalfitanos a traficar libremente
con los infieles. Integrada en un Estado cuyos intereses le eran ajenos, la ciudad
decayó. Su papel fue parcialmente desempeñado por Bari, donde se embarcaban en el
siglo X la mayor parte de los viajeros que llegaban a Constantinopla o a Tierra Santa
y cuyos mercaderes «judíos y lombardos» son equiparados, en el acuerdo comercial
concluido en el año 992 entre Venecia y Bizancio, a los negociantes amalfitanos. La
historia de Amalfi se cierra en 1138, cuando las naves pisanas saquearon la ciudad.
El desarrollo comercial de Pisa y de Génova se inserta de manera más directa, y
también más violenta, en las corrientes de agresión que lanzaron a los cristianos de
Occidente a la contraofensiva desde el momento en que dispusieron de los medios de
hacer frente con eficacia a los piratas sarracenos. La influencia en el crecimiento
económico del espíritu de guerra santa, que proseguía por estos años su lenta
maduración en las «fronteras» de la Península Ibérica, es en esta zona muy visible.
Los venecianos, los amalfitanos sobre todo, habían basado en acuerdos pacíficos sus
actividades en las zonas dominadas por el Islam, en las que, protegidos como los
judíos, tenían factorías. Los marinos del norte del Tirreno construyeron sus navíos
ante todo para la guerra de corso: galeras equipadas para atacar y esquivar. Partieron

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al asalto, los pisanos los primeros, saqueadores y combatientes de Cristo —del
mismo modo que los guerreros de España, al igual que los segundones de las grandes
familias de Normandía que iban por estos años a buscar fortuna en la Italia del sur—
mucho antes de dedicarse al comercio. A través del botín traído de las expediciones
militares se acumularon, con el paso del tiempo, los capitales destinados a fructificar
más tarde en los negocios.
Bajo el dominio lombardo, se había mantenido durante algún tiempo en Pisa,
protegida por los monarcas, una pequeña colonia de «romanos», es decir, de súbditos
del emperador griego. A pesar de esto y al igual que en Venecia, fue la explotación de
las salinas la que, durante los tiempos oscuros, mantuvo una pequeña actividad en la
población venida a menos. La orientación hacia Luca del principal camino que
llevaba a Roma comenzó a reanimarla. Desde el 975, barcos pisanos, unidos a los
bizantinos, amenazan Mesina. Pero las grandes campañas de rapiña comenzaron a
principios del siglo XI. Orientadas ante todo hacia las costas de Córcega y más tarde
de Cerdeña, controladas por los sarracenos, estas campañas se dirigieron en época
posterior hacia las Baleares, las costas de España, Sicilia y el Mogreb. En 1072, los
piratas pisanos apoyaron a los normandos que atacaban Sicilia. Por estos años, las
operaciones de saqueo habían acumulado en el puerto del Arno enormes riquezas: la
construcción de una grandiosa catedral es prueba de su amplitud. Génova siguió el
mismo camino, con algún retraso. La conquista lombarda había tenido sobre la
ciudad consecuencias más graves. Génova había sufrido los efectos del
desplazamiento de los itinerarios a través de los Apeninos ligures. Desde sus refugios
de la «riviera», sus nobles acompañaron a los piratas pisanos en sus incursiones
contra los sarracenos de las islas, y la actividad de la marina genovesa se desarrolló
rápidamente desde mediados del siglo XI. Cuando se organizó la primera cruzada, los
marinos guerreros de las dos ciudades acababan de saquear Mahdiya; dominaban ya
los puertos del bajo Ródano y de la Narbonense; estaban dispuestos, para su mayor
beneficio, a llevar sus depredaciones hasta las ricas costas del Mediterráneo oriental.
Pronto trasladarían a las prácticas de un comercio más o menos pacífico la avidez, el
gusto por el botín, el sentimiento de que las riquezas más importantes son muebles y
se cuentan en dinero. Rasgos de mentalidad muy ajenos a la civilización rural que
dominaba entonces el conjunto de la Europa occidental, pero que caracterizarán en
adelante las actitudes de sus mercaderes. Aquí se observa claramente que estas
actitudes mentales se habían formado en un medio completamente orientado hacia los
riesgos y los beneficios de la guerra, como en el caso de los vikingos, de sus
descendientes y de todos los pueblos cuya agresividad habían despertado sus
incursiones.

En el interior de Italia, las supervivencias tenaces de la cultura antigua hacían aún


de la ciudad el punto de convergencia de todo cuanto era importante. Mientras que al
otro lado de los montes las ciudades no eran sino ruinas o apenas acababan de nacer,

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en la mayor parte de las regiones de Italia seguían siendo el centro de las relaciones
sociales. En ningún modo eran simples reliquias, con funciones casi exclusivamente
religiosas y militares, aisladas en el interior de una economía completamente rural: el
campo gravitaba alrededor de la ciudad italiana. Después del repliegue que siguió a
las conquistas de los lombardos y más tarde a las de los carolingios, los excedentes de
los dominios convergieron de nuevo hacia las ciudades, hacia sus mercados, cuya
animación progresiva, en el siglo X, hizo que pronto se apagara la de los mercados
rurales.
Sin duda, al igual que en las demás zonas, los resortes más poderosos del
dinamismo económico, y las fuentes de toda riqueza, estaban en los campos, en los
huertos, en los viñedos, en las tierras de pasto. Pero en su mayor parte los dueños de
la tierra vivían en ciudades. Explotaban desde lejos sus posesiones. Esta posición
mantenía la vivacidad excepcional de los tráficos; invitaba a recurrir constantemente
al instrumento monetario.
Fabricar moneda era una función tan necesaria que los más resonantes éxitos
familiares se lograron por medio de esta actividad. Desde fines del siglo X hasta
mediados del XI, quienes dirigían los talleres de acuñación se situaban entre los
habitantes de la ciudad de mayor rango. Intervenían en los tribunales al lado de los
representantes del emperador, prestaban dinero a los monasterios, sostenían a los
reformadores de la Iglesia. Uno de estos monederos gastó en 1036 ochenta libras en
dineros para adquirir la cuarta parte de un castillo. En Lombardía, a partir
aproximadamente del 970, la circulación monetaria cada vez más intensa provocó un
alza de precios, y la penuria creciente de medios de pago obligó a los talleres
monetarios de Pavía, de Luca y de Milán a emitir, a mediados del siglo XI, piezas más
ligeras y, por consiguiente, de manejo más fácil.
Progresivamente, a lo largo de todo el siglo X, los movimientos centrados en las
ciudades rompieron los marcos económicos del gran dominio, cuyo esqueleto se
adivina a través de los polípticos carolingios. Los equipos de esclavos domésticos
fueron los primeros en desintegrarse; los servicios en trabajo impuestos a los
campesinos desaparecieron casi completamente. Después del año mil, el trasvase de
los excedentes de la producción campesina hacia el mercado urbano por mediación
de mercaderes profesionales llegados de la ciudad, la flexibilidad del instrumento
monetario y su constante difusión llevaron a reemplazar por censos en dinero la
entrega directa de los frutos de la tierra. Acuerdos contractuales de duración limitada,
los livelli, sustituyeron a los antiguos lazos consuetudinarios que unían a los
trabajadores con los dueños de la tierra. Estos contratos se redactaban por escrito; y
su redacción hizo más necesario y próspero al grupo de escribas profesionales, a los
notarios, hombres bien provistos de dinero, que eran también prestamistas. Contratos
semejantes sirvieron para que la gran fortuna territorial de la Iglesia fuese concedida
en lotes, por un alquiler anual irrisorio, a gentes de la ciudad, clérigos o laicos, que la
revalorizaron. La disolución del patrimonio eclesiástico en beneficio de personas

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emprendedoras establecidas en la ciudad fue llevada tan lejos que toda la propiedad
del monasterio de Bobbio, por ejemplo, estaba enajenada a fines del siglo X y su abad
solicitó la intervención del emperador. De esta forma aumentó la influencia urbana en
la economía de los campos próximos y favoreció su explotación de modo más
intenso. Pero también aceleró la inserción en el medio rural de las riquezas en metales
preciosos acumuladas en la ciudad. Estos capitales estimularon la extensión del
viñedo y de las plantaciones de olivos, así como las primeras conquistas realizadas en
tierras yermas. Italia ofrece así la imagen de un proceso de desarrollo completamente
original: el crecimiento de la producción campesina se vio vivificado muy
precozmente, desde el momento en que cesaron las incursiones sarracenas y
húngaras, por la inversión masiva de las reservas de plata acumuladas por los
habitantes de la ciudad. El influjo de vitalidad económica procedente, bajo esta
forma, de la fortuna urbana fue sin duda el apoyo más eficaz de un crecimiento
demográfico que parece prolongar sin grandes interrupciones un primer despegue
iniciado en la época carolingia. En el Lacio, el auge del poblamiento se inicia a
comienzos del siglo IX si no antes. Se refleja ante todo en una diseminación de nuevas
empresas agrícolas; después, durante el siglo X y la primera mitad del XI, en la
fundación de nuevos núcleos de hábitat concentrados y fortificados, los castra.
Entre los habitantes de la ciudad, que en una parte considerable pertenecían a la
nobleza y vivían de las armas, la costumbre de manejar dinero introdujo
comportamientos muy diferentes de los que se expresan en los documentos
redactados al norte de los Alpes. Los hombres de las ciudades de Italia sabían contar,
medir el valor de las cosas y traducirlo en unidades monetarias; habían adquirido el
sentido del beneficio que se puede obtener de una suma de dinero, colocándola en
empresas de producción rural o haciéndola fructificar por medio de hábiles
transacciones. Preocuparse por obtener ganancias que no fueran solamente el fruto de
una conquista, del ejercicio de las armas o de las liberalidades de un jefe de guerra,
no era considerado en este medio una inclinación anormal. Estas actitudes mentales
no fueron ajenas a la propagación precoz, entre los laicos establecidos en las ciudades
italianas, de aspiraciones religiosas que colocaban entre las principales virtudes la
pobreza y las prácticas ascéticas. Mientras que nadie, en el resto de la cristiandad
latina, negaba a la Iglesia el derecho de exhibir su poder en el mundo, ni de
amontonar los metales preciosos en los santuarios para magnificar la gloria divina,
los ciudadanos de Italia fueron los primeros en querer una Iglesia pobre, despojada de
sus riquezas. Puesto que para estos hombres el dinero se había convertido en un
instrumento, y puesto que la fortuna no era sólo la recompensa de actos heroicos, sino
el resultado de un acrecentamiento natural, prosaico, que a menudo no exigía valor,
veían la perfección en la indigencia. Por la originalidad de sus estructuras
económicas, este ambiente fue el punto de partida de todos los intentos de llevar a los
eclesiásticos de Occidente a esa vida de pobreza a la que podía servir de modelo la
Iglesia bizantina del sur de la Península. Estos comportamientos y el éxito parcial de

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los movimientos de reforma se reflejaron inmediatamente en la economía, dado que,
dentro del modo de vida de la aristocracia, la propensión al lujo y al despilfarro se
atenuó, y dado que, por otro lado, la actitud, que no se modificó, de consagrar a Dios
una parte de la fortuna experimentó un cambio en el sentido de que pareció más
conveniente que utilizar el oro y la plata para decorar los altares darlo a los pobres o
distribuirlo entre las instituciones de caridad, es decir, redistribuir los bienes muebles
y dejarlos circular. Sin duda, en Italia fue menor que en otras partes la riqueza que se
inmovilizó en los tesoros de los nobles o de los establecimientos religiosos. La mayor
parte de las reservas monetarias que la relajación de la economía rural acumulaba en
la ciudad permaneció disponible para actividades comerciales.
Desde las costas, en especial las del Adriático, y por la red fluvial que tenía como
eje al Po, las corrientes del comercio a larga distancia penetraban en las ciudades del
interior. Éstas nunca habían dejado de tener entre sus vecinos negociantes, es decir,
poseedores de moneda que practicaban el crédito y se ocupaban ocasionalmente del
comercio. El «esquilmo» de los peregrinos los enriqueció. En las etapas de todos los
caminos que conducían por tierra a Roma y, más lejos todavía, a Tierra Santa, la
presencia de los peregrinos era aún más beneficiosa que en España. Los penitentes
que regresaban limpios de sus culpas se dejaban tentar por los hermosos y extraños
objetos que les eran mostrados. Ya he señalado más arriba que el conde Geraldo de
Aurillac, el héroe de la santidad laica que distribuía a manos llenas sus riquezas entre
los pobres y que despreciaba el lujo, había comprado hermosos tejidos en Roma.
Desde el momento en que la caravana de un peregrino tan rico se aproximó a las
ciudades de la llanura lombarda, los mercaderes acudieron, ofreciendo mantos de
seda y especias a este importante señor y a los notables de su séquito que pronto
estarían de nuevo inmersos en el salvajismo de las regiones situadas al otro lado de
los montes. A lo largo del siglo X, la actividad de estos mercaderes se desarrolla y
prolonga una animación ya visible en la época de Carlomagno. Esta actividad fue
más intensa en Pavía porque esta ciudad —y en esto podemos medir una vez más el
peso de las estructuras políticas— era la sede principal de la autoridad real.
En Pavía se construyó una nueva muralla. Su taller monetario era el más activo
del reino, y lo fue durante mucho tiempo. Los dineros que emitió compitieron a lo
largo del siglo XI con los acuñados en Roma. Después del año mil, estas monedas
mantuvieron la expansión continua de la economía monetaria en todo el norte de
Italia. Los mercaderes de Pavía, «llenos de honor y muy ricos», continuaron después
de la decadencia carolingia unidos a la casa del soberano, de la que formaban uno de
los ministeria, una de las dependencias especializadas. Esto les valía un privilegio
esencial: en todos los mercados tenían preferencia sobre los negociantes de otras
ciudades. La autoridad pública quería que el intercambio de las materias más valiosas
estuviera concentrado en Pavía bajo su control. Un diploma real, fechado en
1009-1026, prohibía a los venecianos vender los tejidos de seda fuera de las dos
ferias de quince días, la de Semana Santa y la de San Martín en noviembre. Sin

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embargo, la debilitación prolongada del poder monárquico terminó, a comienzos del
siglo XI, por privar a Pavía de su preeminencia comercial. La antigua capital del reino
perdió su hegemonía ante Milán, donde familias de mercaderes, cuya genealogía
puede seguirse hasta el siglo IX, se enriquecían sin cesar comprando casas en el
interior de las murallas y tierras en el exterior. Con Cremona, cuyos mercaderes-
navegantes se sublevaron en el 924 contra la autoridad del obispo y a los que el
emperador, por mediación de un privilegio especial, tomó bajo su protección en el
991, Piacenza era otro centro de considerable importancia, en el cruce del Po y de tres
rutas terrestres: la vía Emilia, la que llevaba de Milán a Génova y la que a través de
los Apeninos se dirigía a Luca. Esta última ciudad era el principal centro de la
Toscana interior. En Florencia y en Siena, la segunda mitad del siglo X contempla el
enraizamiento de las grandes familias que dominarían durante largo tiempo la
economía de la ciudad y de los campos próximos.
Desde que la expulsión de los sarracenos permitió restaurar los monasterios que
servían de etapas a lo largo de los itinerarios de montaña, es decir, desde los
alrededores del año mil, se intensificaron las relaciones que el bandolerismo no había
logrado interrumpir de un modo total entre los centros lombardos y los países
trasalpinos. A medida que aumentaba la atracción de los grandes lugares de
peregrinación de la cristiandad, los santuarios de Roma y los más lejanos de Oriente,
estos caminos eran más transitados. Sobre los contactos que facilitaban nos informa
un texto de 1010-1027, pero que en realidad evoca una situación anterior, la de los
años veinte del siglo X; nos referimos a las Honoranciae civitatis Papiae, en las que
se descubre la diversidad y la amplitud de las corrientes de circulación que se
cruzaban en Pavía y de las que la corte del rey de Italia aspiraba a obtener beneficios.
Las más animadas procedían sin duda del Adriático y del sur: «El dogo de Venecia y
sus venecianos deben llevar cada año a palacio cincuenta libras en dineros
venecianos, y al encargado del tesoro un hermoso pañuelo de seda. Esta nación no
trabaja, ni siembra, ni vendimia. A esto lo llaman «pacto», y la razón es que la nación
veneciana puede comprar trigo y vino en todos los centros comerciales y hacer sus
compras en Pavía sin que por ello tenga que sufrir ninguna molestia». Muchos ricos
mercaderes venecianos llegaban tradicionalmente a Pavía con sus cargamentos. Al
monasterio de San Martín Extramuros le daban uno de cada cuarenta sueldos de
beneficio de su negocio. «Al encargado del tesoro, cada veneciano —al menos los
ricos— deben dar anualmente, cuando llegan a Pavía, una libra de pimienta, una de
cinamomo, una libra de gengibre; a la esposa del encargado del tesoro, un peine de
marfil, un espejo y un estuche de aseo, o veinte sueldos de buena moneda de Pavía.
También las gentes de Salerno, de Gaeta y los amalfitanos acostumbraban llevar a
Pavía mercancías abundantes; al tesoro del palacio real daban uno de cada cuarenta
sueldos, y a la esposa del tesorero, igual que los venecianos, entregaban especias y un
estuche de aseo». A la ciudad real llegaban también mercaderes de otros países. «A su
entrada en el reino, pagaban en la aduana y en los caminos reales el diezmo de sus

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mercancías. He aquí la lista de los puestos aduaneros: el primero está en Susa (en la
salida del puerto de Monginevro, que, por el río Durance, se abre hacia Provenza,
Aquitania y España); el segundo se halla en Bard (al pie del Gran San Bernardo); el
tercero, en Bellinzona (que controla el paso de Lukmariaker); el cuarto, en
Chiavenna; el quinto, en Bolzano (adonde se llega tras bajar del Brennero); el sexto,
en Velarno (en el Adigio, en dirección a Verona); el séptimo, en Treviso; el octavo, en
Zuglio, en la ruta de Monte Croce; el noveno, cerca de Aquileia, y el décimo, en
Cividale di Friuli. Toda persona que llegue a Lombardía del otro lado de los montes
debe pagar el diezmo sobre los caballos, los esclavos varones y hembras, los paños de
lana y de lino, las telas de cáñamo, el estaño, las especias… Cuanto lleven consigo
los peregrinos de Roma y de San Pedro para su uso les será dejado sin cobrarles nada.
Los ingleses y los sajones, y las gentes de estas naciones, deben enviar cada tres años
al palacio de Pavía y al tesoro real cincuenta libras de plata fundida, dos galgos, dos
buenos escudos, dos buenos puñales, dos buenas espadas; deben ofrecer al encargado
del tesoro dos grandes cotas de piel y dos libras de plata; entonces reciben la señal
que les evitará toda molestia tanto a la ida como a la vuelta[20]». A través de estas
líneas se descubre a la vez la presencia de numerosos traficantes profesionales y las
principales direcciones del comercio. No se menciona a los bizantinos ni a los judíos.
El contraste es evidente entre lo que procede del dominio mediterráneo —especias,
productos de una artesanía de gran lujo, moneda— y lo que cruza los Alpes —
esclavos, tejidos vulgares, estaño de las islas Británicas, armas francas, plata no
amonedada—: el mercado de Pavía se halla en el cruce de dos mundos. Se dedica
mención especial a las relaciones con Inglaterra: los lazos originarios entre la
cristiandad de este país y Roma habían mantenido estas relaciones de un modo muy
estrecho; ya en época de Alcuino y de Carlomagno eran de gran intimidad. Pero los
anglosajones no eran los únicos en cruzar los Alpes y el texto sólo les dedica especial
atención en virtud de la exención que tenían a comienzos del siglo XI. La extensión
durante la primera mitad de este siglo por todo el sudeste de Galia del patrimonio del
monasterio de San Miguel de la Clusa, próximo a Susa, es prueba evidente de que las
corrientes de circulación se ampliaron, en esta época, también en esta dirección. Por
otro lado, gentes procedentes de Italia comenzaban, en sentido inverso, a arriesgarse
más allá de los Alpes. Llevaban consigo monedas de plata, de las que estaban mejor
provistos que los demás. Se sabe que en 1017 algunos de estos italianos fueron
asaltados en los caminos de Francia. A propósito de la propagación de las doctrinas
heréticas —es decir, en realidad, de una exigencia de pobreza que se había
manifestado inicialmente, según hemos visto, en los medios enriquecidos de las
ciudades italianas—, se sabe que en 1025 llegaban italianos a Arras: sin duda se
trataba de clérigos. Pero, en 1034, el paso de mercaderes de Asti está probado en
Mont-Cenis.
Formaban la vanguardia de las bandas de aventureros que, cada vez en mayor
número a lo largo del siglo XI, salían del centro de desarrollo lombardo para alcanzar

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el que no dejaba de vigorizarse alrededor del mar del Norte. Estas gentes penetraban
en el corazón del mundo galo. Se alejaban de las «fronteras» de las zonas en las que
los saqueos, las hostilidades y todo el comercio que originaban estimulaban la
economía comercial, y a veces de modo tan vigoroso que la economía rural era a su
vez completamente revitalizada. Esta vivacidad, que en los márgenes de la
cristiandad se basaba aún en la guerra, no afectaba a los campos que atravesaban
estos hombres. Sin embargo, a favor del nuevo orden político que comenzaba a
organizarse, estas tierras encontraban en sí mismas el resorte de su propio
crecimiento.

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TERCERA PARTE
LAS CONQUISTAS CAMPESINAS:
MEDIADOS DEL SIGLO XI — FINALES
DEL XII

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LA ÉPOCA FEUDAL

Mientras en las fronteras de la cristiandad latina la continuidad y el reforzamiento de


las campañas de agresión, cada vez más en dirección hacia el este y el sur, exaltan el
vigor de un sistema económico basado en la captura violenta y en el saqueo, aceleran
los trasvases de riquezas y preparan de este modo algunas condiciones favorables al
crecimiento, en el interior de Europa se ven aparecer, durante los decenios en torno al
año mil, los rasgos de una nueva ordenación de las relaciones humanas: lo que los
historiadores han acostumbrado llamar el feudalismo. Simple revelación de un
movimiento de gran amplitud que, largo tiempo disimulado, se había iniciado en la
época carolingia y cuya evolución precipitaron las invasiones de los siglos IX y X. En
las regiones más evolucionadas, es decir, en Galia, llega a su término durante los
últimos decenios del siglo XI; no afecta a Germania, país nuevo, sino con un retraso
de más de cien años; en la zona mediterránea de la cristiandad, de modo especial en
Italia, se amortigua al contacto de estructuras contrarias cuyos pilares son la vitalidad
urbana y la animación más precoz de las corrientes monetarias. Esta mutación de las
bases políticas y sociales se acomodaba indiscutiblemente a la situación de una
economía agraria dominada por una aristocracia cuya influencia habían reforzado las
campañas militares, y a su vez influyó, de manera muy directa, en la evolución
económica. El feudalismo sirvió de marco a la evolución económica en un nuevo
orden, cuyos beneficios tuvieron un papel determinante en el desarrollo interno de la
economía europea.

LOS PRIMEROS SIGNOS DE LA EXPANSIÓN

A decir verdad, las señales del desarrollo tardan en manifestarse; es notable que los
narradores que escribieron en Galia durante el período central de esta mutación, es
decir, en la primera mitad del siglo XI, entre otros Ademar de Chabannes o Raúl
Glaber, no hayan dado pruebas de haber observado a su alrededor algún progreso al
nivel de la civilización material. Ciertamente, todos estos hombres habían sido
educados en monasterios y muchos no habían salido de ellos; el mundo terrenal no
merecía la atención de estos monjes y la historia que les interesaba escribir era la del
destino moral de la humanidad, la marcha del pueblo de Dios hacia el fin de los
tiempos y hacia la Jerusalén celestial. A sus ojos, no lo olvidemos, las verdaderas
estructuras del mundo eran espirituales y los aspectos de la realidad económica eran
simples epifenómenos. No esperemos por tanto que sean buenos testigos de la

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realidad económica. No obstante, su silencio prueba al menos que, en su tiempo, las
transformaciones de la economía se realizaban lentamente y no tenían un carácter
llamativo. Sin embargo, existían, y algunos de sus aspectos fueron puestos de relieve
por escritores eclesiásticos porque veían en ellos las señales de los designios divinos.
Los eclesiásticos fueron especialmente sensibles a dos clases de fenómenos. En
primer lugar, a las calamidades, que interpretaban como la expresión de la cólera
divina o del mal que mantiene al hombre prisionero y retrasa su marcha hacia la luz.
Descubrieron, pues, las grandes oleadas epidémicas que recorrían los campos de
Occidente y que sólo podían ser detenidas, a sus ojos, con plegarias, con actos de
penitencia colectiva y mediante el recurso al poder tutelar de las reliquias. El
desarrollo de las enfermedades —y especialmente del «mal de los ardientes»— era
favorecido, según todas las evidencias, por carencias alimenticias; no falta el escritor
que establece un nexo entre la epidemia que asoló la Francia del norte en 1045 y la
escasez de alimentos: «Un fuego artificial se puso a devorar numerosas víctimas…; al
mismo tiempo, la población de casi todo el mundo sufrió hambre a causa de la
escasez del vino y de trigo[21]». El pueblo al que se refieren estos textos aparece en
efecto bajo la amenaza constante del hambre. La malnutrición crónica se agrava de
tanto en tanto y determina mortandades catastróficas, como la del «flagelo de
penitencia», que, si creemos a Raúl Glaber, asoló toda Europa durante tres años en
los alrededores de 1033. A pesar de la aparente contradicción, no es aventurado ver
en esta hambre permanente y en estas crisis periódicas que acumulaban en los cruces
de los caminos cadáveres sin sepultura y que obligaban a comer cualquier cosa, tierra
o carne humana, el signo de una expansión. ¿No reflejan acaso el desequilibrio
temporal entre el nivel de la producción, entre las deficiencias técnicas de una
agricultura alimenticia siempre muy vulnerable a los fenómenos atmosféricos
—«lluvias continuas habían empapado la tierra hasta el punto de que durante tres
años no fue posible abrir surcos capaces de recibir la simiente»— y el número de
consumidores multiplicados por el empuje demográfico? En cualquier caso, la
descripción trágica que nos ofrece del hambre de 1033 el relato de Raúl Glaber
prueba que el fenómeno se producía en un medio económico sensiblemente
desarrollado: los actos de canibalismo que denuncia se produjeron en un país en el
que los viajeros circulaban por caminos preparados y hacían paradas en albergues, en
el que existía la costumbre de vender carne en el mercado, donde el dinero servía
normalmente para obtener alimentos («se quitaron todos los adornos de las iglesias
para venderlos en beneficio de los indigentes»), en el que los especuladores se
beneficiaban de la miseria común[22]. Este mundo está en movimiento y las
calamidades que lo asaltan son en realidad el precio de una expansión demográfica
quizás demasiado vigorosa, en todo caso desordenada, pero que puede considerarse
como una de las primicias del crecimiento.
Por otro lado, a los cronistas les sorprenden algunas novedades. Las interpretan
de acuerdo con las perspectivas de una historia orientada hacia la salvación de la

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humanidad, pero las consideran en sí mismas indicios indudables de un progreso.
Pasado el milenario de la pasión de Cristo, Raúl Glaber registra las manifestaciones
de lo que se le figura una nueva alianza, una nueva primavera del mundo, cuya
eclosión es el efecto de la clemencia divina. Entre las señales que han llamado su
atención, hay tres que, con toda claridad, aluden al juego de las fuerzas económicas.
Insiste, en primer lugar, en la desacostumbrada animación de los caminos. Los únicos
viajeros que cita expresamente este hombre de Iglesia son peregrinos, pero le parecen
más numerosos que nunca («Nadie habría podido prever tal afluencia; inicialmente
fueron las gentes de las clases inferiores, después las del pueblo mediano, más tarde
los grandes, reyes, condes, marqueses, prelados; por último, algo que jamás había
sucedido, muchas mujeres, las más nobles con las más pobres, se dirigieron a
Jerusalén[23]»). Y si es necesario, como lo hacen los historiadores de la época,
explicar la ampliación de los desplazamientos piadosos por un cambio profundo en
las actitudes religiosas, no se puede poner en duda que fue facilitado por la movilidad
creciente de las riquezas y que contribuyó de manera decisiva a acentuar esta
movilidad. Para iniciar, para proseguir la marcha, los peregrinos debían procurarse
instrumentos monetarios, gastarlos, distribuirlos a su alrededor. Estas gentes de todas
las clases se beneficiaban, sin duda, de la hospitalidad gratuita de los
establecimientos religiosos; pero no podían acogerse a ellos en todas las etapas.
Además, normalmente durante la peregrinación y mientras se hallaban en tierra
cristiana, no obtenían sus provisiones mediante el saqueo. De vez en cuando debían
comprar alimentos y equipo, y de este modo dejaban un reguero de monedas a su
paso, monedas que recogían productores y revendedores y que, desde todos los
cruces de caminos, estimulaban la actividad hasta el fondo de los campos.
Finalmente, los viajes llevaban a los peregrinos hasta los confines turbulentos de la
cristiandad, donde no faltaban ocasiones de rapiñas a costa de los infieles, y muchos
no volvían con las manos vacías.
Segunda señal que los historiadores de la época inscriben también en el marco de
un progreso espiritual: la reconstrucción de iglesias. «Cuando se aproximaba el tercer
año que siguió al año mil, se vio en casi toda la tierra, pero sobre todo en Italia y en la
Galia, renovar las basílicas e iglesias. Aunque la mayoría, muy bien construidas, no
tuviesen ninguna necesidad, la emulación empujaba a cada comunidad cristiana a
tener iglesias más suntuosas que las de las restantes. Era como si el mundo se hubiese
sacudido y, liberándose de su vetustez, hubiese vestido por todas partes una blanca
ropa de iglesia. Casi todas las iglesias de las sedes episcopales, los santuarios
monásticos dedicados a los diferentes santos e incluso los pequeños oratorios de las
aldeas fueron reconstruidos, más bellos, por los fieles[24]». Evidentemente, estas
empresas de construcción sustrajeron al medio rural una parte de las fuerzas
productivas para aplicarlas a la extracción, al transporte y al trabajo de una masa
considerable de materiales. Es posible que algunos obreros fueran dependientes de
los señoríos eclesiásticos, obligados a prestar gratuitamente su colaboración; pero es

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seguro que muchos eran trabajadores independientes. Había que alimentarlos en los
lugares de trabajo y comprar en el exterior complementos alimenticios, ya que los
excedentes normales de la producción señorial no podían soportar esta sobrecarga de
consumidores. También había que pagar salarios en dinero. Por tanto, la renovación
de los edificios eclesiásticos se vio favorecida por el aumento de la circulación
monetaria, y a su vez aceleró la movilización de los metales preciosos que se habían
acumulado lentamente en el tesoro de los santuarios y de los grandes, porque éstos
contribuyeron con sus limosnas en oro y plata a la construcción de un decorado más
suntuoso en el que pudiera desarrollarse el oficio divino. Indicios dispersos por los
textos de la época suministran la prueba de este movimiento de destesaurización.
Frecuentemente, en el relato que hacen del embellecimiento de los edificios
religiosos, los cronistas evocan, presentándolos como un milagro, el descubrimiento y
la utilización inmediata de tesoros ocultos. Así, Raúl Glaber, al hablar de la
reconstrucción de la catedral de Orleans: «Cuando el obispo y los suyos proseguían
activamente la obra comenzada a fin de acabarla cuanto antes de forma magnífica,
recibieron una aprobación manifiesta de Dios. Un día en el que los albañiles, para
elegir el emplazamiento de los cimientos de la basílica, sondeaban la solidez del
suelo, descubrieron una gran cantidad de oro que consideraron suficiente para llevar a
cabo toda la obra, aunque ésta fuera grande; cogieron el oro descubierto por azar y lo
llevaron al obispo, quien dio gracias a Dios todopoderoso por el regalo que le hacía,
lo tomó y lo entregó a los guardianes de la obra, ordenándoles que lo gastaran
íntegramente en la construcción de la iglesia… Así, no solamente fue rehecho el
edificio de la catedral, sino que, por consejo del obispo, las demás iglesias que se
deterioraban en la ciudad y las basílicas edificadas en memoria de los santos fueron
reconstruidas más bellas que las antiguas… Incluso la ciudad se cubrió de casas…»
Helgaud de Saint-Benoit-sur-Loire, biógrafo del rey de Francia Roberto el Piadoso,
anota, entre otras cosas, que la reina Constanza, después de la muerte de su esposo,
«hizo retirar del oro con el que el soberano había hecho revestir el altar de San Pedro
en la catedral de Orleans» siete libras y las dio para «embellecer la techumbre de la
iglesia».
Por último, los narradores de comienzos del siglo XI observaron señales de
renovación de un tercer tipo. Estas señales revelan la instauración de un orden nuevo,
es decir, el establecimiento de las estructuras feudales.

EL ORDEN FEUDAL

El empleo de la palabra feudalismo que hicieron los historiadores marxistas para


definir una de las fases principales de la evolución económica y social se justifica por

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el papel que el feudalismo —en su sentido amplio, es decir, las formas que revistió el
ejercicio del poder en Europa occidental a partir del año mil— ha desempeñado en la
ordenación de las nuevas relaciones entre las fuerzas productivas y los que obtenían
provecho de ellas. Por esto, interesa examinar con atención este cambio fundamental
del marco político.
El feudalismo se caracteriza, en primer lugar, por la descomposición de la
autoridad monárquica, y hemos visto que la impotencia de los reyes carolingios para
contener las agresiones exteriores había acelerado, en el siglo IX, la dispersión de su
poder. La defensa del país, función primordial de la realeza, pasó de manera
irreversible, pero muy rápida, a manos de los príncipes regionales. Éstos se
apropiaron de las prerrogativas reales que habían sido delegadas en ellos y las
incorporaron al patrimonio de una dinastía cuyos fundamentos pusieron por este
mismo hecho. Después, poco a poco, la mayor parte de los grandes principados se
disgregaron a su vez de la misma forma que se habían disgregado los reinos. Jefes de
menor importancia, los condes en un primer momento y más tarde, hacia el año mil,
los hombres que mandaban las fortalezas, lograron su independencia con respecto a
los príncipes. Este movimiento llena todo el siglo X en Galia; se extiende a la
monarquía inglesa y penetra en Italia, modificándose aquí ligeramente a causa del
vigor de las ciudades. Tarda en introducirse en Germania, donde las estructuras
políticas carolingias se mantienen vivas hasta los umbrales del siglo XII. Esta
fragmentación del derecho de mandar y de castigar, de asegurar la paz y la justicia, su
inscripción en marcos territoriales cada vez más reducidos y que finalmente se
ajustaron a las posibilidades concretas de ejercer una autoridad efectiva y de
manifestar permanentemente a los ojos de todos la realidad de un poder en un mundo
rural y bárbaro en el que era difícil comunicarse a distancia, esta fragmentación era
de hecho una adaptación de la organización política a las estructuras de la vida
material. Pero es importante subrayar que la mutación se realiza en el momento
mismo en que, en el interior de este medio campesino, se perdía poco a poco el
recuerdo de las guerras de saqueo, periódicas y fructíferas, realizadas en otro tiempo
por el conjunto de los hombres libres contra etnias extrañas. Coincide con la
instauración de una práctica nueva de la guerra y con el establecimiento de una nueva
concepción de la paz.
El desarrollo de la ideología de la «paz de Dios» acompaña las últimas fases de la
feudalización. Se manifiesta por primera vez poco antes del año mil en el sur de
Galia, allí donde la disolución de la autoridad real había sido más precoz; después,
poco a poco, toma consistencia al tiempo que se extiende bajo diversas formas por
toda la cristiandad latina. Sus principios son muy sencillos: Dios había delegado en
los reyes consagrados la misión de mantener la paz y la justicia; los reyes ya no son
capaces de hacerlo, y por tanto Dios reasume su poder de orden y lo concede a sus
servidores, a los obispos, apoyados por los príncipes locales. De este modo, en cada
provincia, se reúnen concilios convocados por los obispos, y en ellos participan los

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grandes y sus guerreros. Estas asambleas pretenden disciplinar la violencia e imponer
reglas de conducta a quienes llevan armas. Los concilios recurren a sanciones de tipo
moral y espiritual; todos los combatientes del país deben comprometerse mediante
juramento colectivo a respetar ciertas prohibiciones, bajo pena de excomunión, es
decir, bajo pena de la venganza divina. El sistema muestra una eficacia relativa. Los
campos de Occidente no dejaron de sufrir, a lo largo de los siglos XI y XII, tumultos
militares con su cortejo de depredaciones. Pero, a pesar de todo, la institución de la
paz de Dios tuvo una gran influencia en el comportamiento de los hombres y en las
estructuras más profundas de la vida económica. Ante todo creó, por primera vez, una
moral coherente de la guerra; ésta, en las sociedades de la Alta Edad Media, era
considerada una actividad normal en la que se ponía de manifiesto del modo más
absoluto la libertad jurídica. Ningún beneficio parecía más justo que el que se podía
obtener en la guerra. En adelante, según los preceptos de los concilios de paz, no fue
lícito combatir —al igual que comerciar con el dinero o realizar el acto sexual— sino
dentro de límites muy precisos. Fueron señalados sectores en los que la acción de las
armas era denunciada como perversa, contraria a los designios de Dios y al orden del
mundo. Toda violencia militar fue prohibida en ciertas áreas próximas a los
santuarios y cuyas fronteras señalaban cruces levantadas en los caminos, durante
ciertos períodos correspondientes a los tiempos más sagrados del calendario litúrgico,
y contra ciertas categorías sociales consideradas vulnerables: el grupo de los
eclesiásticos y el de los «pobres», es decir, la masa popular. Todos estos principios
morales se hallaban en embrión en las normas de justicia y paz que los reyes de la
época carolingia habían intentado imponer. Pero se impusieron de manera más eficaz
al conjunto del pueblo cristiano porque la Iglesia latina los hizo suyos y los integró en
un código coherente, válido para todos los fieles de Cristo, y esto en el momento en
que los grandes Estados que se habían forjado en otro tiempo a través de la conquista
se fraccionaban en una multitud de pequeños poderes rivales. La fragmentación de
Europa en innumerables células políticas habría podido multiplicar los
enfrentamientos militares, dar nuevo vigor a las guerras tribales y restaurar en Europa
estructuras económicas basadas en buena parte en el pillaje permanente. De hecho,
las prescripciones de la «paz de Dios» contribuyeron a desviar los poderes de
agresión que contenía la sociedad feudal hacia el exterior del mundo cristiano. Contra
los enemigos de Dios, contra los «infieles» no sólo estaba permitido, sino que era
eminentemente saludable guerrear. Los hombres de guerra fueron por tanto invitados
a desplegar fuera de la cristiandad su función específica. El espíritu de cruzada, que
procede directamente de la nueva ideología de la paz, dirigió a los guerreros hacia
frentes de agresión exteriores, hacia las franjas florecientes en las que los combates
contribuían poderosamente a poner en circulación las riquezas. Por el contrario,
apoderarse por la violencia militar de los bienes de las iglesias y de los pobres
apareció cada vez más claramente, a quienes tenían vocación de combatir, como un
peligro para la salvación del alma. Sin embargo, si las capturas que provenían en otro

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tiempo de la agresión les fueron en principio prohibidas, pudieron realizar otras, a
condición de que fueran pacíficas, de que se inscribieran en los marcos del señorío.
Condenando los beneficios de la violencia, la moral de la paz de Dios legitimó en
compensación la explotación señorial al presentarla como el precio de la seguridad
ofrecida, en las nuevas estructuras, a la masa de los trabajadores.
Esta moral desembocaba en una representación sociológica que vino a ajustarse
estrechamente a la realidad de las relaciones económicas y que, simultáneamente, dio
a éstas mayor firmeza. Alrededor del año mil, las prohibiciones aprobadas en los
concilios de paz llevaron a la madurez la teoría de los tres órdenes que lentamente se
elaboraba en el pequeño mundo de los intelectuales: Dios, desde la creación, ha dado
a los hombres tareas específicas; unos tienen la misión de rezar por la salvación de
todos, otros están llamados a combatir para proteger al conjunto de la población, y al
tercer grupo, con mucho el más numeroso, le corresponde mantener con su trabajo a
las gentes de Iglesia y a las gentes de guerra. Este esquema, que se impuso muy
rápidamente a la conciencia colectiva, ofrecía una imagen simple, conforme al plan
divino y servía para justificar las desigualdades sociales y todas las formas de
explotación económica. En este marco mental, rígido y claro, se incluyeron sin
dificultad todas las relaciones de subordinación creadas desde tiempo remoto entre
los trabajadores y campesinos y los señores de la tierra, que son las que rigen los
mecanismos de un sistema económico que se puede llamar, simplificando, feudal.

Las tres órdenes

En este modelo ideológico construido por los intelectuales, todos ellos


pertenecientes entonces a la Iglesia, los especialistas de la oración se situaban
evidentemente en la cima de la jerarquía de los órdenes. Por esta razón no sólo debían
estar exentos de todas las punciones que el poder pudiera realizar sobre sus bienes
por medio del pillaje o de la fiscalidad, sino que parecía necesario que una parte
considerable de la producción llegara a sus manos para ser ofrecida, por su
intermedio, a Dios y ganar así los favores de la divinidad. Una idea de esta naturaleza
invitaba por tanto a que prevaleciesen, entre los actos económicos, los de la
consagración y el sacrificio, y, efectivamente, su instalación en la conciencia
colectiva coincide con el momento en que la riada de donaciones piadosas en favor
de los establecimientos religiosos alcanzó su mayor amplitud: nunca, en la historia de
la Iglesia cristiana de Occidente, fueron las limosnas tan abundantes como durante los
cinco o seis decenios que rodean al año mil. Los fieles daban limosnas con cualquier
motivo: para lavar una falta que acababan de cometer y que sabían que ponía en
peligro su alma; más generosamente todavía, y con evidente riesgo de despojar a sus
herederos, en el lecho de muerte, para su sepultura y para atraer el apoyo de los
santos tutelares ante el tribunal divino; daban lo que podían, es decir, tierras en
primer lugar, consideradas como la riqueza más preciosa, especialmente —y esto

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sucedía con frecuencia— cuando las tierras iban acompañadas de trabajadoras
campesinos capaces de cultivarlas. Sin duda, todos los documentos escritos de que
disponen los historiadores para conocer esta época proceden de archivos
eclesiásticos; en su gran mayoría son actas que garantizan las adquisiciones de las
iglesias o monasterios y, en consecuencia, ponen de relieve de un modo especial el
fenómeno descrito, por lo que se corre el riesgo de exagerar su alcance. A pesar de
todo, este enorme trasvase de bienes raíces, del que se beneficiaron en primer lugar
las abadías benedictinas y secundariamente las iglesias episcopales, puede ser
considerado el movimiento más importante entre los que animaron la economía
europea del momento. Gracias a él la Iglesia de Occidente se situó en una posición
temporal preeminente. Pronto, desde mediados del siglo XI, dio lugar a críticas por
parte de quienes se esforzaban por comprender mejor el mensaje evangélico, críticas
en las que se manifestaba la voluntad de librar a los servidores de Dios de
preocupaciones demasiado materiales, el deseo de apartarlos de una prosperidad
excesivamente terrenal. Este movimiento de acaparación de riquezas produjo una
inquietud de la que se alimentó el vigor de todas las propagandas heréticas y de la
que nacieron todos los intentos de reforma. Por último, hizo crecer sin cesar, durante
los siglos XI y XII, el número de monjes y clérigos.
Estos hombres no estaban completamente alejados de la producción. El clero
rural permaneció en su mayor parte al nivel del campesinado, cuya suerte y
costumbres compartía. Las iglesias y los oratorios campesinos estaban servidos por
sacerdotes que empujaban personalmente el arado y que explotaban con su familia —
muchos estaban casados— la parcela que el dueño del santuario les había concedido
como retribución de sus servicios, y de la que sacaban lo esencial para subsistir. Por
otro lado, las comunidades de monjes y de canónigos reformados, que se difundieron
a partir de fines del siglo XI, imponían a sus miembros, por una exigencia de rigor
ascético, el trabajo manual, especialmente a quienes, procedentes de un medio rural,
no podían participar plenamente en el oficio litúrgico. De hecho, el trabajo y la
condición material de estos «conversos» eran semejantes a las de los campesinos. Sin
embargo, un número considerable de los hombres de Iglesia, los más ricos, los que
recibían las mayores ofrendas, eran puros consumidores. Vivían con comodidades
señoriales próximas a las de los laicos más poderosos, especialmente los que vivían
alrededor de las iglesias catedralicias. Por último, no concebían que su función, el
servicio divino, pudiera ser realizada sin suntuosidad. Sin duda dedicaban una parte
de las riquezas —cuya abundante recepción consideraban completamente normal— a
socorrer a los pobres; practicaban ampliamente la hospitalidad; los necesitados
recibían alimento o algunas monedas a la puerta de los santuarios, y estas limosnas
rituales se incrementaban en épocas de calamidad. Esta redistribución, que ordenan
con cuidado los reglamentos de los grandes centros monásticos, no era despreciable e
incluso puede aceptarse que contribuyó muy eficazmente a reducir la extensión de la
miseria en una sociedad siempre desprovista que mantenía en sus niveles inferiores

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una masa numerosa de indigentes y desclasados; sin embargo, la redistribución era de
importancia secundaria si la comparamos con la exigencia fundamental, la de
celebrar el oficio divino con el lujo más resplandeciente. El mejor uso que los
dirigentes de monasterios e iglesias creían poder hacer de sus riquezas era embellecer
el lugar de la plegaria, reconstruirlo, adornarlo, acumular alrededor del altar y de las
reliquias de los santos los esplendores más llamativos. Dueños de recursos que la
generosidad de los fieles no dejaba de acrecentar, no tenían más que una actitud
económica: gastar, para mayor gloria de Dios.
La misma actitud tenían los miembros del segundo orden de la sociedad, los
especialistas de la guerra. También gastaban, pero para su propia gloria y en los
placeres de la vida. Esta categoría social, que proporcionaba a la Iglesia los equipos
dirigentes, que tenía la fuerza y que la utilizaba duramente a pesar de las
prohibiciones levantadas por la moral de la paz de Dios, debe ser considerada la clase
dominante de este tiempo, pese al valor preeminente atribuido a las funciones de los
eclesiásticos y pese a las riquezas y a la indudable superioridad numérica de estos
últimos. De hecho, la teoría de los tres órdenes y las instituciones de paz fueron
elaboradas y forjadas en función del poder del grupo militar, y su situación y su
comportamiento rigen en los siglos XI y XII toda la economía feudal. Este grupo posee
la tierra, excepto la parte que el temor de la muerte le obliga a ceder a Dios, a sus
santos y a quienes le sirven; vive en la ociosidad y considera las tareas productivas
indignas de su rango y de esa libertad eminente cuyo privilegio pretende reservarse.
Dado que la disolución de la autoridad monárquica ha terminado por colocar a todos
los miembros del grupo en una situación de independencia y en actitudes mentales
que en otro tiempo habían sido características del rey, la clase guerrera no acepta
ninguna limitación, ningún servicio, excepto los que libremente ha elegido prestar y
que, puesto que no adoptan la forma de contribuciones materiales, no le parecen
deshonrosos. Por consiguiente, rehúsa toda prestación que no haya sido consentida y
no acepta despojarse de sus bienes sino a través de donaciones gratuitas y de
generosidades mutuas. Su vocación es la guerra, y el primer uso que hace de su
riqueza es procurarse los medios más eficaces de combatir, mediante el
entrenamiento físico al que consagra todo su tiempo, y mediante inversiones de las
que espera un solo beneficio: el aumento de su potencia militar. En la economía
doméstica de los hombres de este grupo, una parte considerable de los ingresos que,
según todos los indicios, aumenta durante los siglos XI y XII, está destinada al
perfeccionamiento del equipo de los guerreros, a la mejora de las cualidades del
caballo, que se convierte en el principal instrumento del combatiente y en el símbolo
mismo de su superioridad (en esta época los guerreros reciben el nombre de
«caballeros»), a procurarse mejores armas ofensivas y defensivas. Desde fines del
siglo XI la coraza se ha hecho tan compleja que vale tanto como una buena
explotación agrícola, y los perfeccionamientos de las armas están en la base del
desarrollo constante de la metalurgia del hierro, mientras que el progreso de la

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arquitectura militar hace que se inicien, en el siglo XII, junto a las obras de las
iglesias, las obras de los castillos que es preciso renovar. Los gastos de guerra no son
todo en este grupo social dominado por el espíritu de competición y en el que el valor
individual no se mide solamente por la bravura y el virtuosismo en el ejercicio de las
armas, sino también por el lujo, por el fasto y por la prodigalidad. En la moral que
esta aristocracia se ha ido dando, la largueza, es decir, el placer de derrochar, es una
de las virtudes primordiales. Como los reyes de otro tiempo, el caballero debe tener
las manos siempre abiertas y distribuir riqueza a su alrededor. La fiesta, las reuniones
en las que los bienes de la tierra son colectiva y alegremente destruidos en
francachelas y en competiciones de ostentación son, junto a la guerra, el punto fuerte
de la existencia aristocrática. El medio económico que representa, en la sociedad de
la época, el grupo de los caballeros es, por vocación profesional, el de la rapiña. Por
sus hábitos, es el del consumo.
Falta el tercer orden, el de los trabajadores, la capa madre formada por la gran
masa del pueblo y sobre la cual todos coinciden en que debe proporcionar a las dos
élites de los oratores y de los bellatores, de quienes rezan y de quienes combaten,
medios para mantener su ocio y alimento para sus gastos. Su misma función, la
situación específica que, según los decretos de la Providencia, la aboca, sin esperanza
de liberarse, al trabajo manual considerado degradante, la priva de la libertad plena.
Mientras que se diluyen las últimas formas de la esclavitud, mientras que en la mayor
parte de las provincias de Francia se pierde a comienzos del siglo XII el uso de la
palabra servus, el campesinado en su conjunto, sobre el que pesa, reforzado, lo que
subsiste de coacción del poder, aparece sometido, por su misma actuación, a la
explotación de otros. Otros ganan para él su salvación por medio de plegarias; otros
están encargados, en principio, de defenderlo contra las agresiones. Como precio de
estos favores, las capacidades de producción del campesinado están totalmente presas
en el marco del señorío.

El señorío

En el plano económico, el feudalismo no es sólo la jerarquía de las condiciones


sociales que aspira a representar el esquema de los tres órdenes; es también —y ante
todo, sin duda— la institución señorial. No es nueva, pero la evolución del poder,
político la ha remodelado insensiblemente.
Evidentemente, la frontera que separa, en la abstracción de las representaciones
sociológicas cuya simplicidad se impone después del año 1000, de los trabajadores a
las gentes de Iglesia y a las gentes de guerra, no coincide exactamente con la que
sitúa de un lado a los señores y del otro a los sometidos a la explotación señorial.
Muchos sacerdotes, como hemos visto, formaban parte del personal de un dominio;
prestaban, bajo la coerción de un dueño que obtenía beneficios de su especialización
profesional, servicios análogos a los de un molinero o a los de un encargado de un

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horno. Un gran número de caballeros, especialmente en Germania y en las regiones
próximas al mar del Norte, permanecieron hasta fines del siglo XII en estado de
dependencia doméstica, en la casa del patrón que los empleaba y los alimentaba; al
no poseer tierras, participaban de los beneficios de un señorío, pero sin ser los
dueños. A la inversa, había campesinos que llegaban a reunir más tierras de las que
podían explotar personalmente, que concedían las sobrantes a vecinos menos
afortunados y recibían por este hecho una renta de tipo señorial. Muchos de los
servidores de humilde extracción encargados por los jefes de administrar sus
dominios se elevaban rápidamente; se apropiaban en parte de los poderes en ellos
delegados; los utilizaban para explotar a sus subordinados, para crear a expensas del
señorío de su patrón una red de recaudación cuyos beneficios se reservaban
íntegramente y que, en la práctica, formaban su señorío personal. Todo esto no
impide que la sociedad feudal se ordene en dos clases, una de las cuales, la de los
señores, engloba la categoría de los eclesiásticos y la de los caballeros. Y la
conciencia que esta clase adquiere de sí misma hace que se considere escandaloso, si
no pecado, el hecho de que un trabajador pueda elevarse por encima de su condición
hasta el punto de compartir los privilegios de sacerdotes y guerreros, de vivir en el
ocio gracias al trabajo de otro. Y de hecho toda una tensión interna del cuerpo social
condujo, en la época en la que las estructuras feudales acabaron de implantarse, es
decir, en los años que siguieron al milenio, a consolidar la situación señorial de la
Iglesia y de la caballería, y a ampliar el foso que, en el nivel de las relaciones
económicas, las separaba del pueblo. El movimiento de consolidación se desarrolló
en dos planos diferentes.
En primer lugar, fue reforzada la coherencia de las fortunas aristocráticas. Las
pertenecientes a los laicos estaban amenazadas de disolución por la acción de dos
movimientos: el de las donaciones piadosas y el de las divisiones sucesorias. Su
efecto combinado adquiría todo su vigor en el momento en que el patrimonio pasaba
de una a otra generación: una parte, que la generosidad del difunto quería que fuera
considerable, pasaba a manos de la Iglesia; el resto, según costumbre heredada de las
civilizaciones germánicas, se dividía a partes iguales entre los hijos y las hijas que
recibían la herencia paterna. Por reacción instintiva de defensa, favorecida, a falta de
un código escrito, por la ductilidad de las reglas consuetudinarias, la aristocracia laica
intentó conjurar el doble peligro que representaban la disminución progresiva y la
pulverización de sus bases territoriales. Utilizó ante todo su fortuna, y se sirvió de
todos los lazos de parentesco y de asistencia que unían a sus miembros con los
dirigentes de los grandes establecimientos religiosos para obtener de la fortuna
eclesiástica concesiones compensadoras. La riqueza eclesiástica, gracias al gran
impulso de piedad que le hacía llegar constantemente nuevas limosnas, superaba a
menudo, en torno al año 1000, las necesidades de las organizaciones monásticas o
canónicas. Los abades, los obispos, los deanes de los cabildos no dudaron, pues, para
atraerse la benevolencia de los notables del siglo, en conceder a sus parientes o a sus

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amigos el disfrute de algunas de las tierras ofrecidas a los santos patrones de su
iglesia. Temporalmente, en principio, era difícil quitar a los herederos del primer
beneficiario una concesión que, durante largos años, había estado unida al patrimonio
familiar, y que finalmente apenas se diferenciaba de los alodios, tanto más cuanto que
prácticamente no llevaba consigo ninguna obligación material, lo mismo si se trataba
de un feudo cuya posesión obligaba solamente a la prestación del homenaje y a los
servicios de ayuda mutua, como si era un contrato de precaria o, en Italia, de livello,
en el que se estipulaba una renta en dinero puramente simbólica. La práctica de
concesiones de este tipo tendió a disminuir hacia fines del siglo XI, y dejó paso al
esfuerzo constante, pero con frecuencia inútil, de los administradores de los bienes
eclesiásticos para recuperar los derechos que les habían arrebatado por este sistema.
Pese a este cambio de orientación, la práctica había durado lo suficiente como para
reducir en parte el desequilibrio que el mecanismo de las donaciones piadosas tendía
a introducir entre la riqueza territorial de la Iglesia y la de la aristocracia laica. La
cesión de tierras a los laicos fue abandonada tanto a causa del espíritu de la reforma
gregoriana que condenaba la dependencia de lo espiritual con respecto a los poderes
temporales como a causa de que las limosnas iban poco a poco disminuyendo. En los
fondos documentales eclesiásticos se observa con claridad, a partir de mediados del
siglo XI, la rarefacción progresiva de las donaciones, que serían reemplazadas por
adquisiciones onerosas o de carácter judicial. Este fenómeno iba unido a la lenta
evolución del sentimiento religioso, al retroceso del formalismo, al progreso de la
idea, cada vez más clara, de que era posible salvar el alma sin necesidad de comprar
el perdón divino. Pero también influyen, y quizá de modo más directo, la penetración
del instrumento monetario, que permitía ofrecer valores menos preciosos que la
tierra, y la preocupación de las familias por dar una mayor protección a sus
posesiones: los cartularios de los establecimientos eclesiásticos dan la impresión de
que los miembros de la aristocracia reivindican, machaconamente, en el siglo XII las
antiguas limosnas de sus antepasados más que dar otras nuevas. Comienza la época
de los procesos, de los acuerdos complejos en los que el dinero desempeña un papel
cada vez más determinante y que dicta una política, más consciente tal vez, de
reagrupamiento del patrimonio.
La consolidación de las fortunas aristocráticas se vio igualmente favorecida por
una lenta modificación de las estructuras de parentesco, todavía mal conocidas, pero
que parece acompañar en un gran número de regiones europeas a la implantación del
feudalismo. En los estratos superiores de la sociedad, y en primer lugar en los más
elevados, los lazos familiares tienden a ordenarse de un modo más rígido, más apto
para salvaguardar la cohesión de la herencia, en el marco del linaje. Una dinastía, una
sucesión masculina: al suceder al padre, el hijo mayor ejercía el control de los bienes
colectivos legados por los antepasados, que debían garantizar a la familia la
continuidad de su preeminencia. En este marco más estricto, la preocupación por
contrarrestar los efectos de las divisiones sucesorias llevó a limitar la proliferación de

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la descendencia: la familia sólo autorizaba a uno de los hijos, al mayor, o todo lo más
a dos, a contraer matrimonio legítimo; los demás, siempre que fuera posible, serían
destinados a las dignidades del alto clero o a los monasterios; es decir, se apoyaba en
los bienes de la Iglesia. Para no disminuir la importancia social de la familia se
adoptó la costumbre de dotar a las hijas en bienes muebles, lo que les quitaba todo
derecho sobre los raíces. Lentamente se abrió paso la idea de que el mayor de los
varones podía tener el privilegio de recibir una parte mayor, si no la totalidad de la
herencia paterna. Estas prácticas, que penetraron insensiblemente en la mentalidad de
la época, parecen haber frenado de modo eficaz, en un ambiente de considerable
expansión demográfica, las fuerzas que llevaban a la dispersión y a la desaparición de
las fortunas laicas. Si se añade que la irresistible presión de las normas sociales
obligó a los grandes a «dar casa» a la mayor parte de los caballeros que mantenían a
su servicio, a casarlos, concediéndoles un feudo cuyo carácter hereditario tuvo que
ser pronto admitido por la fuerza de los lazos familiares, a instalarles de este modo en
su propio señorío; si se tiene en cuenta este hecho, hay que reconocer que la
aristocracia, durante este período, hundió más profundamente sus raíces en sus bases
territoriales. La mayor parte del siglo XII aparece como un período de relativa
estabilización de los patrimonios respectivos de la Iglesia y de la caballería. Ésta,
hasta en sus capas inferiores, se mantiene en una posición económica claramente
superior a la de los campesinos.
La superioridad de la caballería fue reforzada, en un segundo plano, por la
creación de un sistema fiscal cuyo peso soportaron en exclusiva los «pobres», los
«trabajadores». Esta fiscalidad no era nueva; pero fue organizada de modo diferente.
Procedía directamente del poder del ban que tenían los antiguos reyes, en el que se
observan dos modificaciones fundamentales:

1. Mientras que en la época anterior todos los hombres libres estaban sometidos
a la autoridad real, la división del cuerpo social en tres órdenes introdujo una
separación fundamental. Un concepto nuevo de la libertad, concebida en
adelante como un privilegio, el de escapar a las obligaciones deshonrosas y
especialmente a las fiscales, terminó por sustraer enteramente a las gentes de
Iglesia y a los caballeros a la presión económica ejercida por el poder. A
cambio, sometió a este mismo poder a cuantos no pertenecían a los dos
órdenes privilegiados. Confundió en una misma explotación a quienes
descendían de hombres libres y a los descendientes de esclavos. Reunió a
unos y otros en una clase homogénea, cuyos miembros estaban obligados en
su totalidad a prestar servicios idénticos, y en la cual se borraron rápidamente
los criterios de la antigua servidumbre.
2. El ejercicio del poder y el disfrute de los beneficios que éste autorizaba
quedaron limitados en adelante a un espacio reducido, a un «distrito» (la
palabra deriva de un término que precisamente significa obligar) cuyos
límites exteriores raramente se hallaban a más de medio día a caballo de un
punto central, que era un lugar fortificado. La persona que mandaba la

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guarnición de cada castillo aspiraba a asumir, sobre el conjunto del territorio,
las funciones de paz y de justicia, es decir, las misiones propias de la realeza.
En una parte de la Europa cristiana, en Inglaterra y en el noroeste del
continente, donde los reinos y principados habían conservado mayor
vitalidad, el castellano dependía aún de un señor; actuaba en su nombre y le
transmitía una parte de los ingresos que proporcionaba el poder. En las demás
zonas era independiente y actuaba como soberano. En todas partes pretendía
juzgar a cuantos vivían en las proximidades de la fortaleza, a excepción de los
clérigos, monjes y caballeros. Les imponía multas y, en caso de infracción
grave, confiscaba sus bienes. Su acción de justicia y de policía era fuerte y
penetrante, por cuanto era rentable. Obligaba a los campesinos a trabajar en la
reparación de las fortificaciones, a avituallar a los guerreros y caballeros del
castillo. Hacía pagar a los extraños que cruzaban la castellanía, mercaderes o
peregrinos, y a cuantos frecuentaban los mercados, la protección temporal
que les otorgaba. Como antiguamente los reyes, él era el garante de pesos y
medidas; y en ocasiones acuñaba moneda. Por todos los medios explotaba la
autoridad que poseía, y, en definitiva, el poder se traducía en una red de
punciones realizadas de diversas maneras sobre los excedentes de la
producción campesina o sobre los beneficios del comercio.

El jefe de la fortaleza era el primero en beneficiarse del ahorro de los trabajadores,


porque tenía la fuerza militar. Él se apropiaba la mayor parte. Sin embargo, casi todos
los habitantes de la castellanía se encontraban en situación de dependencia económica
con respecto a otros señores cuyas tierras cultivaban o de los que dependían
personalmente, por haberse entregado ellos mismos o porque sus antepasados eran
sus esclavos. Estos señores privados se esforzaron por sustraer a quienes dependían
de ellos del poseedor del ban. Las tasas, las «exacciones», las «costumbres», por
emplear la terminología de la época, recaudadas por el castellano afectaban a reservas
de riqueza y de trabajo que aspiraban tener a su entera disposición. Las más de las
veces fracasaron en sus intentos y tuvieron que compartir con el dueño de la paz y de
la justicia el poder económico sobre los campesinos de su dominio y de su «familia»
servil. Sin embargo, algunos consiguieron hacer que se respetara su monopolio, y el
territorio de la castellanía estuvo sembrado de enclaves, a veces minúsculos,
reducidos a la casa de un caballero, a veces más amplios, a escala de una aldea,
especialmente cuando un establecimiento religioso había logrado hacer que se
respetara el viejo privilegio de inmunidad conseguido en época carolingia. Pero, a
pesar de todo, los habitantes de los enclaves no se libraban de las exacciones.
Tuvieron que sufrir las exigencias del señor de su tierra o de su persona que pretendía
juzgarlos y cobrarles el precio de la paz del mismo modo que lo hacía el castellano.
En definitiva, compacto o disgregado, pero uniformemente establecido, el poder
del ban fue un factor determinante en los mecanismos económicos, de dos maneras.
En primer lugar, para ejercer este poder fue preciso recurrir a numerosos auxiliares, a
«sargentos» que se encargaban de la policía del campo, a «prebostes» que presidían

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los tribunales aldeanos, a «forestales» que perseguían en los bosques y en las tierras
yermas a quienes contravenían los derechos de uso, a recaudadores situados en los
mercados y en los principales lugares de paso. Estos ministeriales, como los llaman
los textos, especialmente los de Germania, fueron reclutados entre los servidores más
estrechamente unidos al señor, porque se trataba de tenerlos sólidamente controlados.
Pero como participaban directamente en los beneficios de las «costumbres», puesto
que percibían una parte de las tasas y de las multas, eran los agentes más virulentos
de la explotación del derecho del ban. Hacían esta explotación tan pesada como era
posible y construían su propia fortuna sobre las rentas que les procuraba. En segundo
lugar, y primero en importancia, esta explotación, llevada a sus últimas
consecuencias, fue muy rentable. Sin duda, no era ilimitada. Su nombre lo indica: las
tasas cobradas bajo el pretexto de mantener la paz y la justicia eran «costumbres», es
decir, que la memoria colectiva limitaba su alcance. También era preciso tener en
cuenta, y mucho, la resistencia campesina, los fraudes, las evasiones, todo tipo de
maniobras dilatorias. Sin embargo, la costumbre era maleable. Difícilmente resistía
las presiones de los dueños del poder. Los agentes de la fiscalidad estaban en todas
partes, ávidos, y tenían de su parte la fuerza. ¿A quién habrían podido quejarse
quienes sufrían sus arbitrariedades? He aquí la razón del buen funcionamiento de la
máquina fiscal. Consiguió quitar al campesinado la mayor parte de lo que producía y
no consumía para su propia supervivencia, y por consiguiente frenó en gran medida
el movimiento de ascenso económico entre los humildes. Redujo las diferencias entre
los campesinos dependientes y los libres. Niveló la condición campesina. La rebajó y,
de este modo, ahondó irremediablemente el foso que separaba a la clase de los
trabajadores de la de los señores.

Esta última clase estaba lejos de ser homogénea: no todos los señores estaban al
mismo nivel y no todos se beneficiaban de la misma manera del trabajo ajeno.
Superpuestas, profundamente mezcladas unas a otras hasta el punto de confundirse
incluso para los hombres de la época, existieron sin embargo tres formas distintas de
explotación señorial. Dado que se confundía con lo que entonces se designaba con el
nombre de familia, con la «casa» que rodeaba a todo personaje de alguna
importancia, se podría calificar a la primera de doméstica, entendiendo por esta
designación el tipo de enajenación que ponía el cuerpo de una persona a disposición
de otra. Era el residuo tenaz de la esclavitud. Bajo la presión del poder del ban la
servidumbre de tipo antiguo se había atenuado; se había diluido; se había
reabsorbido. Por otro lado, y bajo esta nueva forma, había progresado enormemente a
expensas de la antigua población libre, por medio de la «encomienda», a causa de la
necesidad que llevó a tantos débiles, a tantos pobres —para escapar del hambre, de la
opresión de los sargentos del castellano, incluso por el temor del más allá—, a
colocarse bajo el patrocinio de un protector. Pero los lazos de la esclavitud no se
habían roto; habían tomado la forma de lo que llamamos comúnmente servidumbre.

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En la mayor parte de las poblaciones de Europa existían, por tanto, campesinos (en
proporción variable; a veces se hallaban en este caso todos los hombres de una
comunidad) a los que un señor llamaba «sus hombres». De hecho lo eran, desde su
nacimiento, y sus descendientes le pertenecerían; podía venderlos, darlos; los
castigaba; en principio le debían todo. Ante todo, el señor obtenía beneficios de su
trabajo, en su casa y en sus campos, y el «servicio» que esperaba de ellos era
ilimitado. Estos campesinos ponían a disposición de la economía doméstica una
mano de obra permanente, cuyo coste era el de su alimentación. Pero este tipo de
dependencia podía convertirse en una fuente de recaudación. De hecho, no todos los
campesinos de este grupo vivían en la casa del patrón. Lejos de su control,
establecidos en su tierra o en la de otro, mantenían su dependencia, y este lazo se
traducía no sólo en servicios en trabajo, cuya extensión limitaba los usos locales, sino
también en tres clases de prestaciones: el pago de un censo anual en dinero, la
obligación de pagar el derecho a casarse con alguien que no perteneciera a la
«familia» del señor y la parte que éste recibía de la herencia de su hombre. En esta
forma de señorío, muy ampliamente extendida y repartida entre todos los miembros
de la aristocracia e incluso entre algunos campesinos ricos, se basó hasta fines del
siglo XII la explotación de todo capital territorial de alguna importancia. Redujo
considerablemente el recurso a los asalariados. Por las reservas de trabajo que
permitía movilizar era una de las bases fundamentales del poder económico.
El segundo era el señorío que podemos llamar territorial, porque se basaba no en
la posesión de seres humanos, sino del suelo, de la tierra. Sus estructuras prolongan
de hecho las de los dominios que conocemos por los polípticos carolingios. Los ricos
muy raramente cultivaban, con sólo el trabajo de quienes dependían de ellos, toda la
extensión de tierra que poseían. Concedían una buena parte a tenentes, que en
ocasiones eran «sus hombres», a veces los «hombres» de otro, o se hallaban libres de
toda sujeción personal. Conceder la tierra equivalía a adquirir un poder: el de
participar en los recursos de las familias tenentes. De hecho, esta participación no era
ilimitada, como en el caso de los siervos. Estaba estrictamente fijada por los términos
de un contrato en los países en los que, como en Italia, se había conservado mejor el
uso de la escritura, o por normas consuetudinarias igualmente obligatorias. Se trataba
siempre, o casi siempre, del cobro de una parte de la producción del manso, en
productos agrícolas o en dinero. A menudo iba acompañado de la requisa de la
capacidad de trabajo de la familia campesina, obligada a realizar un número
determinado de sernas.
El tercer tipo de explotación señorial deriva del ejercicio del derecho de ban.
Acabamos de definir éste; repitamos solamente que en casos límites permitía a
quienes lo tenían tomar cuanto podía ser cogido en las casas campesinas: moneda,
cosechas, ganado e incluso trabajo por medio de requisas para la reconstrucción del
castillo o para el transporte de vituallas. Era en la práctica una especie de saqueo,
legitimado, organizado, moderado sólo por la nueva moral de la paz y por la

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resistencia de la solidaridad campesina. Añadamos que esta última forma de
explotación económica se acumulaba a las dos primeras y con frecuencia competía
con ellas. Estaba mucho más concentrada que las anteriores; sólo un pequeño número
de señores se beneficiaban de sus ventajas, que eran con mucho las más
considerables.
La desigual repartición del poder de ban creó la principal distinción en el interior
de la clase señorial. De un lado estaban los que la documentación llama en el siglo XI
los «grandes» (optimates, príncipes) y, en el siglo XII, los «ricos hombres».
Individualmente el título de «don» (dominus) acompaña su nombre en los escritos.
Son efectivamente señores, y precisamente por esto son los más ricos. Ya sean altos
dignatarios de la Iglesia —obispos, abades de los monasterios— o dueños del poder
militar —príncipes regionales, condes, «barones»—, quienes tienen las fortalezas y
explotan las prerrogativas anejas a estos pilares del orden público pueden estar más o
menos provistos de fortuna, pero siempre su señorío doméstico y territorial se
extiende sobre el territorio que controlan. Herederos de los derechos reales, de las
regalías, han podido apoderarse de las tierras incultas que eran en otro tiempo
dominio eminente de los soberanos. Sin embargo, su misma riqueza y las funciones
que realizan los mantienen alejados de la tierra y de los campesinos que la cultivan.
Los dominan desde muy alto, y entre ellos y la masa de los trabajadores se interponen
intermediarios que son los intérpretes de las exigencias señoriales; las riendas del
poder económico están en mano de estos auxiliares. Los «grandes» son generalmente
rentistas. Preocupados solamente por estar provistos de cuanto es necesario a su fasto
y a la gloria de su casa, ceden una parte considerable de su poder a quienes lo ejercen
en su nombre.
Por otro lado están los demás señores: los simples caballeros, los canónigos que
tienen en «prebenda» una porción del patrimonio de la iglesia catedral, los monjes
puestos al frente de un priorato rural, y los mandatarios de los «grandes». Más o
menos ricos, tienen en común la característica de asumir directamente la gestión
diaria de un dominio concentrado cuyas dimensiones no sobrepasan su capacidad de
control. Son vecinos de los campesinos; los conocen por su nombre; comparten sus
preocupaciones; saben cuánto producen y cuánto es posible exigirles. Para poder
adecuar su comportamiento al de los «ricos hombres» cuyas cortes frecuentan se
esfuerzan por acrecentar al máximo los beneficios del señorío. Y como se hallan en
contacto directo con el capital territorial y con la masa de los trabajadores, pueden ser
considerados los agentes más activos del dinamismo económico y de un crecimiento
cuyas manifestaciones más llamativas nos descubren los documentos del siglo XII.

LOS RESORTES DEL CRECIMIENTO

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El impulso del crecimiento interno que tuvo como escenario la economía europea
debe situarse en última instancia en la presión ejercida por el poder señorial sobre las
fuerzas productivas. Esta presión, de intensidad creciente, fue el resultado del deseo,
compartido por las gentes de Iglesia y por los guerreros, de realizar más plenamente
un ideal de consumo para el servicio de Dios o para su gloria personal. Durante los
siglos XI y XII los límites de este deseo retrocedieron sin cesar a medida que
progresaban las campañas de la cristiandad latina en dirección a los países
mediterráneos. La fascinación ejercida sobre los aristócratas de la Alta Edad Media
por los modelos de la Antigüedad romana fue sustituida por la atracción de los
recuerdos, de las maravillas que contaban, después de haber conquistado Barbastro o
Toledo, Palermo o Bari, los aventureros de España y de Italia meridional o, de su
paso por Constantinopla o Antioquía, los peregrinos de Tierra Santa. Estos recuerdos
creaban en la mentalidad señorial el deseo agudizado sin cesar de desprenderse de su
rusticidad, de alcanzar el tipo de vida que llevaban los habitantes de las ciudades del
sur. Y esta aspiración aumentaba a medida que los señores salían de su aislamiento, a
medida que se multiplicaban las ocasiones de encontrarse y que se reforzaba la
atracción de las cortes principescas. En estas reuniones mundanas se difundían los
modelos ejemplares del comportamiento nobiliario y se exhibían las riquezas traídas
de Oriente. Hasta en lo más profundo de la Europa salvaje los príncipes eslavos
soñaban con imitar las maneras de los príncipes de Germania, quienes recibían
constantemente, desde Galia e Italia, nuevos estímulos para refinarse. De esta forma
se avivaba en todas partes la propensión al lujo.
Para satisfacer gustos cada vez más exigentes era necesario disponer
continuamente de mayores medios. En las fronteras de la cristiandad todavía era
posible obtenerlos por la violencia. Pero una cierta paz y orden reinaban en la Europa
feudal, y limitaban cada vez más, a medida que se consolidaban las estructuras del
poder, el área de la turbulencia militar. Lo importante, desde este momento, era
acrecentar los ingresos de la explotación señorial. Pero también este crecimiento
estaba limitado. Ante todo, por la costumbre. En principio el señor podía pedir todo a
sus hombres y el señor del ban estaba en condiciones de tomar casi todo,
persiguiendo los menores delitos o sirviéndose del derecho de posada y yantar, a los
hombres establecidos en la castellanía. El poder económico que conferían las
diferentes formas de señorío era tanto más fuerte cuanto que estaba unido al poder
judicial. Los simples señores territoriales presidían en persona un tribunal que decidía
en los desacuerdos sobre las cargas del manso y que castigaba las faltas de los
campesinos; y las decisiones de estos tribunales eran, con frecuencia, inapelables.
Todos los señores intervenían, pues, como jueces en procesos en los que sus intereses
se hallaban en juego. Sin embargo, todas las asambleas judiciales del señorío estaban
integradas por trabajadores, y el juez pronunciaba sentencia de acuerdo con ellos.
Frente al señor-juez, los hombres del pueblo se sentían solidarios y le oponían el
muro de la costumbre. Nadie podía transgredirla, y los campesinos en su conjunto

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eran sus depositarios. Había que recurrir, mediante pesquisa, a su testimonio; y si la
presión señorial conseguía introducir en las normas consuetudinarias innovaciones
favorables al señor su poder chocaba con la conciencia popular, reticente y obstinada,
cuya memoria selectiva sabía sepultar en el olvido las novedades difícilmente
soportables. Nadie podía despojar a los trabajadores desmesuradamente, bajo pena de
ver disminuir su productividad o de obligarlos a huir, en un mundo todavía abierto, en
el que las posibilidades de hallar acogida eran numerosas. Por esta causa, el deseo de
aumentar los beneficios de la explotación señorial suscitó poco a poco en el ánimo de
los señores y de sus agentes la intención de «mejorar» ( meliorare, la palabra latina se
repite constantemente en los documentos de la época) el rendimiento de los
campesinos que les estaban sometidos, bien favoreciendo el aumento de la población
rural, bien poniendo a los trabajadores en condiciones de ampliar sus capacidades de
producción. Más o menos consciente, más o menos contrarrestada por otros impulsos
y por la misma debilidad de actitudes mentales todavía muy primitivas, esta intención
estimuló, en el marco del feudalismo, la búsqueda de un movimiento de progreso.
Algunos signos indirectos de este movimiento se observan a partir del año 1000.
Pero se hacen mucho más evidentes en los textos desde el 1075, y el conjunto de
indicios inclina, en una cronología que el laconismo, la extrema dispersión y el
carácter siempre lateral de la documentación hacen muy imprecisa, a situar en este
momento —en el que, recordémoslo, en el este de Europa los tesoros desaparecen al
tiempo que se extiende la moneda fraccionaria— un hito muy importante: fue
entonces cuando el impulso, cuyo vigor se reforzaba en la sombra desde hacía
decenios, adquirió suficiente fuerza como para traducirse en fenómeno muy claro de
distensión. Así, en los tres últimos decenios del siglo XI se inician las obras de
construcción de iglesias mucho más numerosas y mucho más amplias. Así, se ve a la
cabañería de Occidente lanzarse en todas partes a operaciones agresivas cada vez más
profundas, que culminan, en 1095, en la primera cruzada. Así, se ven surgir nuevas
congregaciones monásticas que reclutan numerosos adeptos en todas las clases
sociales; están animadas por una preocupación ascética, por la condena de la riqueza;
sólo la toma de conciencia de un deseo —considerado perverso— de ascenso
económico, y por consiguiente de las posibilidades de éste, en un medio económico
menos estancado puede explicar las exigencias de las nuevas congregaciones. Así, se
ve, durante este período, aumentar los intercambios en el campo; ahora, por ejemplo,
los documentos redactados en la región de Mâcon comienzan a precisar el valor
respectivo de las diferentes monedas, lo que es prueba al mismo tiempo de una mayor
penetración del instrumento monetario en el mundo rural, de la diversidad de las
acuñaciones y, por último, de la percepción de una noción nueva, la del cambio. Por
la misma época, los dueños del poder de ban se preocupan por obtener beneficios del
paso cada vez más frecuente de traficantes que transportan mercancías más valiosas;
se multiplican las alusiones a esta forma de exacción, en plena expansión, que es el
peaje: el papa intenta eximir a los mercaderes de Asti, que cruzaban la Isla de

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Francia, de las tasas que quería imponerles el rey Felipe I; el abad de Cluny se
querella contra un castellano de la vecindad que retenía una caravana comercial
procedente de Langres y quería obligarla a pagar el precio de su protección. Las
tarifas del peaje ordenadas por los monjes de Saint-Aubin de Angers en 1080-1082, y
que se aplican a los hombres de una aldea, muestra bien a las claras que el comercio
no era obra exclusiva de profesionales. Los campesinos participaban en los
intercambios; vendían, compraban ganado; firmaban contratos de pastoreo con
extraños; llevaban «a hombros», para vender en los mercados de los alrededores,
cera, miel, carne de cerdo, pieles, lana. En ocasiones llegaban incluso a asociarse a
otros para una expedición comercial a mayor distancia, a trasladarse a puntos lejanos
para cargar en sus acémilas productos alimenticios, y a veces «mercancías extranjeras
y de alto precio». También hacia 1075 el abad de Reichenau concede a los
«campesinos» de una de sus aldeas «el derecho de comerciar… de modo que ellos y
sus descendientes sean mercaderes». Hacia estos años se hace sentir por primera vez
y con carácter general una gran animación que se basa en la lenta habituación a
utilizar de manera menos excepcional las monedas cuya acuñación se hace más
abundante. Aclimata hasta en el corazón rural del continente occidental actividades
cuya ampliación no era perceptible, en el siglo anterior, sino en los límites de la
cristiandad, en los lugares en los que la presencia de la guerra mantenía la movilidad
de las riquezas. La efervescencia comercial y monetaria que se percibe deriva de la
vitalidad de estructuras económicas más profundas, de las que es la revelación y que,
a su vez, contribuye a estimular. En los tres últimos decenios del siglo XI hay que
situar, por tanto, el comienzo de una nueva fase de la historia económica europea: la
de un desarrollo general, continuo, acelerado, cuyas modalidades conviene analizar.

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2. LOS CAMPESINOS

En la base del desarrollo general se halla sin duda la expansión de la economía


agrícola. Esta expansión es consecuencia en gran parte de la presión de los señores,
interesados en ver aumentar —para apoderarse de ellos— los excedentes del trabajo
de sus siervos, de sus campesinos y de sus súbditos. Pero ya desde fechas anteriores
la acción combinada de dos factores preparaba este desarrollo: en primer lugar, tal
vez, una mejora de las condiciones ecológicas, si es cierto que el campo europeo se
beneficiaba desde algunos siglos antes de un clima más suave y menos húmedo,
favorable al desarrollo de la agricultura; por otro lado, y sin duda de ninguna clase, la
agricultura se halla influida por la expansión demográfica.

EL NÚMERO DE LOS TRABAJADORES

Nos encontramos ante un movimiento de base cuya observación es casi imposible;


pero, al menos, puede suponerse que la expansión demográfica era una realidad en el
siglo XI, e incluso en fechas anteriores, en Alemania, en Inglaterra, en Cataluña, en el
centro de Italia y en Galia, donde estuvo durante algún tiempo reprimida por la
rigidez del marco de los dominios carolingios, que poco a poco consiguió romper.
Es indudable que la tendencia al crecimiento demográfico no deja de afirmarse a
partir del momento en que comienzan a instalarse las estructuras feudales, y a lo largo
de los siglos XI y XII. El estado de la documentación no permite en modo alguno
medir la amplitud del movimiento. Sin duda, para la mayor parte de Inglaterra y para
el último tercio del siglo XI la gran encuesta ordenada por Guillermo el Conquistador,
que desembocó en la redacción del Domesday Book, proporciona datos estadísticos
de excepcional valor, aunque de difícil interpretación. Pero esta fuente es la única que
existe. Para poder comparar con otras las cifras que nos da hay que esperar la época
en que las técnicas de la fiscalidad alcanzaron la suficiente perfección como para
recurrir a censos sistemáticos, es decir, hay que esperar, en el caso inglés, a los años
próximos al 1200 para algunas aldeas dependientes de señoríos eclesiásticos dirigidas
con especial cuidado, y al siglo XIV para el conjunto del reino. Todo lo que se puede
afirmar con alguna certidumbre es que la población inglesa se ha triplicado con
creces entre 1086 y 1346, pero no podemos seguir de cerca el ritmo de este
crecimiento. Es necesario, por tanto, apoyarse en los indicios dispersos, que en su
mayoría hacen referencia a los niveles superiores de la jerarquía social. La amplitud,

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durante el período que estudiamos, de las campañas militares y la multiplicación de
las fundaciones religiosas no podrían explicarse sin tener en cuenta el aumento
continuo de los efectivos de la caballería. Las genealogías que se pueden trazar con
alguna precisión para un reducido número de linajes aristocráticos nos proporcionan
la prueba de este crecimiento. En estas familias el deseo de evitar la dispersión del
patrimonio incitaba, en cada generación, a reducir el matrimonio de los hijos varones;
pero, en cada generación, las parejas que no eran estériles procreaban numerosos
hijos, muchos de los cuales llegaban a la edad adulta. Se ha intentado, para Picardía,
calcular, basándose en estos índices, la tasa de crecimiento: el número de varones
adultos por pareja fértil es de 2,53 entre 1075-1100, 2,26 entre 1100-1125, 2,35 entre
1125-1150, 2,46 entre 1150-1175, 2,70 entre 1175-1200. Cifras que nos llevan a
aceptar la hipótesis de una tasa de crecimiento anual de 0,28 por 100 durante el tercer
cuarto del siglo XII, y de 0,72 por 100 para el último cuarto. Todas las informaciones
que poseemos permiten suponer que este dinamismo, favorecido por una longevidad
media de cuarenta a cincuenta años y estimulado por una fuerte natalidad que el vigor
de la mortalidad infantil y la considerable proporción —un tercio tal vez— de las
uniones estériles estaban lejos de anular, todo permite suponer, repetimos, que el
crecimiento no era un privilegio exclusivo de los medios aristocráticos, mejor
alimentados sin duda, pero más expuestos a los peligros de la profesión militar. Los
grandes movimientos que, a fines del siglo XI, llevan a muchedumbres de pobres
hacia los caminos de Jerusalén o tras las huellas de los predicadores itinerantes, y el
aflujo de conversos de origen campesino a los nuevos monasterios del siglo XII,
hablan, para la masa del pueblo, de una vitalidad semejante a la que en esta misma
época lanza a tantos hijos de la nobleza a expediciones lejanas y al estado monástico
o canónico. En las escasas familias de condición servil cuya composición nos
permiten conocer algunos procesos relativos a la dependencia personal, los hijos
varones no son menos numerosos que en los linajes aristocráticos. El crecimiento
demográfico era sin duda el resorte, la causa de la fragmentación y de la proliferación
de las explotaciones agrícolas, de la gran movilidad de la población rural, perceptible
a través de numerosos signos, que se intensifica poco a poco en el transcurso del siglo
XII.
Las bases del crecimiento demográfico hay que buscarlas en una serie de
condiciones favorables, más o menos determinantes. Entre ellas cabe mencionar la
pérdida de fuerza de los ataques exteriores, la implantación del orden feudal y de las
instituciones de paz, pero no hay que exagerar sus efectos, porque la guerra, atizada
por las discordias entre castellanos rivales, no cesó en ninguna de las comarcas de la
cristiandad, a pesar de las prohibiciones sociales y morales. El grupo de los
combatientes profesionales cuyas pérdidas en combate o en entrenamientos recogen
las genealogías, no fue el único en sufrir los efectos de la guerra. Los campesinos
siguieron muriendo a manos de los salteadores, a pesar de acogerse a la salvaguarda
de la cruz. Mayor importancia que la paz relativa tuvo el incremento de la producción

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de artículos alimenticios, que a su vez dependía estrechamente del número de
hombres. Sin embargo, la persistencia del hambre, la implantación en las capas bajas
de la sociedad de enfermedades causadas por la malnutrición, toda una miseria
biológica que, a lo largo del siglo XII, coincidiendo con una lenta modificación de las
actitudes y de los gestos de la piedad cristiana, suscitó la multiplicación de hospitales
y de instituciones de caridad, todos estos signos incitan a creer que los excedentes
ofrecidos al consumo popular no dieron lugar a una mejora en la alimentación de la
mayor parte de los campesinos. El principal efecto del crecimiento agrícola fue la
debilitación de los obstáculos que se oponían a la proliferación de los grupos
familiares: la mayor producción agrícola no sirvió para mejorar la alimentación, sino
para alimentar a más hombres. Por último, parece que desempeñaron un papel
importante en el crecimiento demográfico las modificaciones producidas en el
estatuto jurídico de los trabajadores.
Puede pensarse que la transformación cuyas repercusiones fueron más profundas
en el movimiento demográfico y en el alza de la producción es la evolución de la
condición servil. Mientras que hombres y mujeres jóvenes permanecen, en la casa del
señor, englobados en un equipo de esclavos domésticos, que nada poseen y que ni
siquiera pueden disponer de su propio cuerpo —estos equipos son muy numerosos,
según hemos visto, en los grandes dominios galos del siglo VII—, una parte
considerable de la población rural se halla en condiciones desfavorables para la
reproducción. Es lícito suponer que los niños que lograban superar los peligros de la
primera infancia eran menos numerosos entre los esclavos que en los demás grupos
sociales. Cuando los señores permitieron que se disolvieran estos equipos, cuando
decidieron instalar a sus esclavos por parejas en parcelas de tierra, no sólo
estimularon la capacidad de producción de estos trabajadores, en adelante
directamente interesados en aumentar el rendimiento de su trabajo, sino que al mismo
tiempo crearon mejores condiciones para que se reprodujeran y pudieran criar a sus
hijos, entre los que reclutarían en adelante los domésticos que consideraban
necesarios; pero muchos de los hijos e hijas de los esclavos asentados seguían
estando disponibles para crear nuevos hogares. Y cuando la situación de campesinos
libres y esclavos se niveló, por estar unos y otros sometidos al poder del ban, se
multiplicaron los matrimonios mixtos que unían, con el beneplácito de los señores, a
los hijos de los esclavos con los de otros súbditos, regidos ahora por la misma
costumbre. Estos matrimonios eran numerosos, ya a comienzos del siglo IX, entre los
masoveros de la abadía de Saint-Germain-des-Prés. Pronto desapareció la
segregación matrimonial entre los grupos campesinos separados antiguamente por los
criterios jurídicos de la servidumbre, y la movilidad de la población rural, favorecida
por el crecimiento demográfico, precipitó la fusión: un documento procedente de la
abadía de Cluny nos habla de un inmigrante de origen libre que se instaló en una
aldea a orillas del Saona. Se casó, en una localidad cercana, con una mujer de
condición servil, y sus descendientes se extendieron por todos los lugares próximos.

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Sin ningún género de duda, el paso de la esclavitud a la servidumbre fue el
estimulante más vigoroso de la fecundidad, en la medida en que hizo que se
dispersaran los equipos de esclavos domésticos y que aumentaran las células
autónomas de producción. Por mi parte, me atrevería a situar en esta mutación, que
quizá también dio lugar a una prolongación de la longevidad, el resorte principal del
continuo aumento del número de hombres. Desde la Alta Edad Media parece seguro
que el dinamismo demográfico era más vivo en Germania y en Inglaterra, es decir, en
las provincias de Occidente en las que los lazos de la esclavitud se hallaban menos
extendidos y eran menos estrictos; y, en cualquier caso, no hay duda de que los
primeros indicios de un aumento de la población aparecen en el momento en que los
tumultos que siguieron a las últimas invasiones determinaron una rápida debilitación
de estos lazos y en el momento en que la común sumisión de los campesinos al poder
de los castellanos hizo que se abandonaran una tras otra las palabras mancipium y
servus (en el Delfinado, después del 957 y de 1117, respectivamente), es decir, la
última expresión consciente de la antigua noción de servidumbre.
La acción combinada de otras modificaciones, en el ámbito jurídico, reforzó el
efecto de este cambio fundamental. Todo o casi todo lo que podemos saber, para esta
época, sobre las costumbres familiares se refiere a la aristocracia: la intervención
directa de los campesinos en las transacciones de tierras es demasiado rara, antes de
fines del siglo XII, para dejarnos entrever las reglas del traspaso del patrimonio. Sin
embargo, se sospecha que la cohesión del grupo familiar había llegado a adquirir la
suficiente fuerza entre los campesinos dependientes como para imponer tácitamente
el principio de hereditariedad del manso, excepto en Italia, donde la utilización
normal de las actas escritas, realizadas ante notario, mantuvo viva la práctica de los
contratos de concesión temporal. No obstante lo dicho, es posible —la hipótesis ha
sido sugerida para la zona de Picardía— que, por una evolución inversa de las
relaciones de parentesco, los lazos que unían a la familia campesina se hayan
debilitado en el momento que el linaje caballeresco adquiría mayor coherencia. Esta
debilitación, el lento progreso de los derechos del matrimonio a expensas de los del
grupo familiar amplio, favorecía el asentamiento de jóvenes parejas y, por
consiguiente, la multiplicación de núcleos de poblamiento y el progreso demográfico.
Esta tendencia era, sin ninguna duda, contrariada por la voluntad de los señores de no
permitir la disgregación de las unidades agrarias en las que basaban la recaudación de
impuestos y servicios. En muchos señoríos los mansos no fueron divididos; pero la
costumbre señorial no consiguió frenar el deseo de los jóvenes, amontonados en
número excesivo en el hogar paterno, de hallar un asentamiento personal; en el peor
de los casos, la prohibición señorial empujó a los jóvenes a expatriarse, es decir,
mantuvo estancada la población en algunas aldeas e hizo que la mano de obra
acudiera a las zonas en las que se arrancaba al bosque la tierra arable. Por otra parte,
y de una manera general, las tendencias hacia la expansión de la familia y a su
disgregación consiguieron romper la resistencia señorial. Los dueños del suelo

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tuvieron que admitir que el manso, previa su autorización y mediante el pago de una
compensación, pudiese ser dividido entre los herederos. De esta manera se inició un
movimiento de pulverización de los antiguos marcos de la explotación campesina,
movimiento que se aceleró durante el siglo XII. Para medir su amplitud basta
comparar los inventarios, es decir, las listas de los mansos y de sus cargos, elaborados
hacia el año 1200, con los inventarios redactados en los siglos IX y X. En los
primeros, la descripción de los censos se diluye entre innumerables parcelas, que
forman grupos muy inestables, distribuidas entre las diversas familias. La flexibilidad
introducida en la repartición de la tierra campesina complicó la tarea de los
administradores del señorío, pero favoreció la ramificación de las familias y por
consiguiente la multiplicación de las células de producción, lo que fue facilitado, por
otra parte, por la penetración de la economía monetaria. La intervención cada vez
más decisiva del dinero, al mismo tiempo que estimulaba, al nivel del campesinado,
el mercado de la tierra —los señores tuvieron que tolerar no sólo que los mansos
fueran repartidos en las divisiones sucesorias, sino también que fueran desmembrados
por enajenaciones de parcelas previo el pago de tasas de traspaso—, hacía posible los
beneficios individuales, fomentaba las iniciativas económicas, permitía la formación
de capitales. Proporcionaba a los campesinos más emprendedores el medio de situar
mejor a su descendencia y de propagar su familia. Diversas indicaciones, no siempre
claras, revelan la sorprendente extensión de la exogamia en el medio rural. Es una
prueba suplementaria de la intensidad de una validez biológica cuyos resortes más
activos se sitúan, al menos aparentemente, en la debilitación de un concepto jurídico
que durante toda la Alta Edad Media, en el marco de la servidumbre y de la
institución dominical, había comprimido la capacidad de expansión de la población
rural.
De los tres factores de la producción campesina, uno, la tierra, abundaba en los
siglos VII y VIII; en todas partes, incluso en las zonas, como el sur de Borgoña, en las
que se había conservado el sistema de ocupación agrario implantado por Roma, la
tierra estaba a disposición de quien quisiera ocuparla; en muchos lugares era una
reserva inmensa, situada en los confines de cada núcleo de poblamiento y abierta a
todas las empresas agrícolas. El desarrollo sólo estaba frenado por la deficiencia de
los factores restantes: la mano de obra y los útiles de trabajo. Estos obstáculos se
redujeron durante el período, muy mal conocido, que separa los tiempos carolingios
del siglo XI. El crecimiento económico que se inicia en este período tiene sus raíces
en la continuidad de la disgregación del gran dominio esclavista y se basa en el
crecimiento de la población campesina, que a su vez está estrechamente asociado al
perfeccionamiento de las técnicas agrarias.

EL FACTOR TÉCNICO

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La historia de las técnicas, ya lo hemos dicho, es la más difícil de conocer, por falta
de documentos explícitos. El trabajo, sus instrumentos, la manera de emplearlos, son
hechos tan cotidianos que apenas se habla de ellos y mucho menos se escribe. ¿Quién
se preocupa de observar los procedimientos empleados para cultivar la tierra, sino los
pesquisidores encargados por el señor de anotar las obligaciones de los campesinos y
de evaluar los beneficios obtenidos del dominio? Ni siquiera estos agentes señoriales
describen los procedimientos. Indirectamente se pueden entrever algunas prácticas
agrarias cuando los administradores registran, en tal o cual señorío, el tipo de
servicios en trabajo exigidos a los mansos, y la época en que deben ser realizados;
también es posible medir el rendimiento del esfuerzo agrícola a través de la
estimación, siempre aproximada, de siembras y cosechas. Pero no sabemos nada de
los útiles agrícolas del siglo XII, excepto los nombres, igual que ocurría para el siglo
IX. Nos hallamos, pues, en el terreno de las hipótesis, que en la mayor parte de los
casos no son verificables.
La primera hipótesis se refiere al problema, muy oscuro, de las costumbres
alimenticias. Se puede pensar que el modelo romano, difundido especialmente por la
regla benedictina, siguió predominando durante esta fase de la historia europea y que,
por consiguiente, no cesó de incrementarse la parte del pan en la alimentación
humana. Esta parte fue más amplia que nunca a fines del siglo XII, antes de que la
continuidad del progreso material y la vulgarización progresiva de los
comportamientos aristocráticos llegasen, en los decenios siguientes, a ampliar poco a
poco a expensas del pan la parte del companagium, es decir, de los alimentos que se
comen para «acompañar» el pan. El signo más claro de la extensión del consumo de
pan durante los siglos XI y XII es el papel creciente que desempeña el molino en la
economía rural. Desde la época carolingia, los molinos eran una fuente importante de
ingresos para los señoríos: de ellos procedía una parte considerable de las provisiones
acumuladas en el granero del monasterio de Corbie. Pero estos instrumentos eran
escasos. En la treintena de aldeas que formaban los dominios de la abadía de Saint-
Riquier no había más de doce; en cambio, el Domesday Book menciona cerca de seis
mil: en la Inglaterra de 1086 existía, por tanto, una media de un molino por cada
cuarenta y seis parejas campesinas. En época posterior el número de molinos
aumentó en este país, especialmente en las regiones mal provistas, como el Devon.
Investigaciones precisas permiten captar en Picardía el ritmo de esta progresión:
cuarenta nuevos molinos son mencionados entre mediados del siglo IX y 1080; otros
cuarenta aparecen en un período mucho más breve, entre 1080 y 1125, y en adelante
el movimiento se acelera todavía más: en cincuenta años el número de los molinos
atestiguados por los textos se eleva a doscientos cuarenta y cinco. Sin embargo, la
construcción de un molino —en especial, la adquisición de las muelas y de las piezas
de hierro necesarias para la buena marcha del aparato— exigía grandes medios. Se
puede pensar, por consiguiente, que, la mayor parte de las veces, la iniciativa de
construir un molino partía de los señores: por su mediación pensaban obtener nuevos

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beneficios. Impuesta por el interés de los señores, la erección de ciertos molinos no
siempre respondería a las verdaderas necesidades del campesinado. Es una de las
formas de la opresión económica ejercida por el señorío, y no faltan los documentos
que muestran a los campesinos obligados por la fuerza a utilizar estos instrumentos:
hacia 1015, un caballero del castillo de Dreux obligaba a los masoveros de la abadía
de Bourgueil a llevar el grano a sus molinos, situados a tres horas de camino. Entre
los impulsos que hicieron que se difundiera el consumo de la harina en la
alimentación popular, la intervención de las presiones señoriales tuvo una
importancia considerable. Pero si los señores se lanzaron a la realización de empresas
costosas se debía a que el aumento del consumo de pan dejaba prever que la inversión
sería altamente rentable. Sus esperanzas no se vieron defraudadas. Mucho más
numerosos que en época anterior, los molinos siguieron figurando, en el siglo XII,
entre las fuentes más abundantes de los ingresos señoriales. La multiplicación de las
aceñas en todos los ríos y hasta en el centro de la Europa salvaje, la multiplicación
paralela de los hornos (en Picardía se ve aumentar su número también hacia el primer
cuarto del siglo XII), reflejan el progreso continuo de los cereales panificables en el
sistema de producción de los campos europeos, y la expansión del campo permanente
a costa de las áreas de recolección natural, de la caza y de las formas primitivas del
pastoreo.
Este avance fue acompañado de una selección de las especies cultivadas. Algunas
de las que ocupaban aún un lugar importante en los graneros carolingios se hallan en
vías de desaparición, después del año 1000, en las provincias más evolucionadas.
Éste fue el caso, en Picardía, de la escanda, que no es mencionada después del siglo
XI. En esta elección también intervinieron de modo directo las exigencias de los
dueños de la tierra, que obligaron a los trabajadores a entregarles el tipo de grano que
les interesaba, es decir, avena para el aprovisionamiento de sus establos: en esta
civilización caballeresca que hacía de la equitación uno de los signos distintivos de la
superioridad social, el desarrollo del cultivo de la avena fue unido al establecimiento
de la caballería y a los progresos de su equipo militar. Pero los ricos deseaban comer
pan blanco y estimularon la producción de trigo. Podemos imaginar que los
campesinos siguieron alimentándose de cereales menos nobles. Sin embargo, los
textos que nos informan sobre la naturaleza de los cultivos, es decir, los que describen
la producción de las tierras señoriales y los censos entregados por los masoveros a
sus señores atestiguan el triunfo del trigo en todos los lugares donde su siembra no se
hallaba obstaculizada por las condiciones naturales. En Picardía, la cebada y el
centeno representaban todavía, entre 1125 y 1150, el 17 por 100 del grano
mencionado en los documentos señoriales, exceptuada la avena; la proporción se
redujo más tarde para estabilizarse, de forma duradera, en el 8 por 100. Y todo hace
pensar que los hábitos alimenticios de los ricos penetraron insensiblemente en las
masas populares. Para los hombres del siglo XII la base de la alimentación es el pan, y
el mejor posible. El crecimiento agrario que se produce después del año 1000 es

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agrícola en sentido estricto, en el sentido de que se basa en una ampliación continua
de los cultivos de cereales panificables.

Es dudoso que la extensión de los cereales haya ido acompañada de una mejora
notable de las prácticas agrarias. Las que podemos reconstruir a través de los textos
del siglo XII difieren poco de los métodos empleados en época de Carlomagno en los
grandes dominios monásticos de la región parisina. También es probable que estos
últimos fueran con mucho los más avanzados y que en muchas explotaciones
aristocráticas y en la tierra de la mayor parte de los campesinos se aplicaran métodos
más rudimentarios. El progreso consiste, sin duda, en la difusión de estos sistemas,
pero no parece apoyarse en su perfeccionamiento. No se ve que el suelo haya sido
enriquecido por mayores aportaciones de estiércol. Todos reconocían las ventajas del
abono, pero era escaso y se vendía muy caro, porque el ganado era escasamente
estabulado y el poco estiércol que se obtenía era utilizado casi enteramente en las
parcelas dedicadas a cultivos continuos y exigentes, en los huertos cercados y en los
viñedos. Todavía en el siglo XIII, en los contratos firmados en las cercanías de París,
es decir, en el espacio agrícola más próspero de la época y el más avanzado
técnicamente, se imponía al arrendatario la obligación de abonar los campos de trigo
«una sola vez cada nueve años, el quinto año». El único abono cuyo uso parece
haberse difundido en algunas regiones es la marga: en el siglo XII, en los campos de
Picardía, los contratos de concesión temporal extensa incluían normalmente una
cláusula por la que se obligaba al beneficiario a reponer la cal y los fosfatos del suelo
mediante la ayuda regular de la marga. Pero, de una manera general, nada permite
afirmar que los agricultores de esta época hayan creído posible basar el
acrecentamiento de la producción de cereales en un recurso más intenso al abono.
En cuanto a la rotación de cultivos, tampoco su ritmo parece haber variado
profundamente. La práctica de una siembra en dos tiempos —trigo y centeno después
de las labores de otoño, cebada y avena después de las labores de marzo— se
imponía en todos los campos sometidos a los caprichos de la pluviosidad de la
Europa atlántica; este sistema tenía la ventaja de escalonar más ampliamente los
principales trabajos agrícolas a lo largo del año, de utilizar mejor la mano de obra y
las yuntas al repartir su trabajo en dos estaciones. Este sistema de cultivo se aplicaba
desde el siglo IX en los campos que los grandes monasterios de la Galia del norte
hacían cultivar por sus domésticos y por mediación de las sernas de sus masoveros.
Pero ¿cultivaban estos últimos de la misma forma la tierra arable de sus mansos?
Nada lo prueba, y cabe la posibilidad de que la lenta penetración de la siembra en dos
«estaciones» en las tierras campesinas haya sido una de las formas de progreso
agrícola entre los siglos IX y XII. Penetración incompleta de hecho, porque la
capacidad del suelo y las condiciones climáticas, así como el deseo de producir ante
todo grano apto para la confección de pan, levantaba obstáculos muy fuertes a la
extensión de los cereales de primavera. Estos cereales eran escasos todavía en el siglo

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XII, incluso en las tierras de los señores y a pesar de los progresos de la caballería.
Utilicemos los datos de un documento de interés excepcional, un inventario que el
abad de Cluny mandó realizar hacia 1150 y que describe algunos de los dominios
cercanos al monasterio borgoñón. En diez de ellos es posible discernir el lugar
ocupado en la reserva señorial por los cereales de primavera y por los de invierno.
Este lugar sólo es igual en dos; en otros siete, la cosecha de avena equivale a los dos
tercios, la mitad, un tercio e incluso un cuarto de la de trigo y centeno, a cuya
producción se dedica en exclusiva el último dominio. Sistema muy flexible,
enteramente dependiente de las necesidades del señor y de la aptitud de cada suelo.
Se plantea aquí el problema de las leguminosas, base de todos los «potajes» que
acompañaban al pan, según los reglamentos de los hospitales y leproserías de fines
del siglo XII. Es indudable que los guisantes, las arvejas, las habas desempeñaban un
papel importante en la producción campesina y en la alimentación, al menos en la de
los pobres. Pero ¿se cultivaban estas leguminosas en los campos de labor y su cultivo
se alternaba con el de los granos? ¿No se trata de una medida excepcional, impuesta
por la penuria alimenticia, la tomada por el conde de Flandes, Carlos el Bueno, a
comienzos del siglo XII, cuando ordenó que «cada vez que se siembren dos medidas
de tierra, la segunda será sembrada… de habas y guisantes»? Galberto de Brujas
explica así esta decisión: «Esta clase de legumbres crece más y más pronto, y los
pobres podrán alimentarse más rápidamente si la escasez, el hambre y la miseria no
cesasen durante el año[25]». Nada prueba que los beneficios agronómicos de estos
cultivos, que contribuyen a reconstituir los suelos agotados por los cereales, hayan
sido captados por los agricultores de la época.
Sería mucho más importante descubrir si el barbecho se redujo entonces y si,
gracias a un perfeccionamiento de los medios de cultivo, los campesinos llegaron a
reducir los períodos en los que los campos debían ser dejados en reposo para
reconstituir de modo natural su fertilidad, y a extender, por consiguiente, el espacio
productivo. A esta pregunta fundamental que plantea el problema del grado de
intensidad del esfuerzo agrario —ya que pone en duda la realidad del progreso
técnico— es imposible darle una respuesta: los textos de la época no hablan más que
de las parcelas cultivadas y omiten toda referencia a las demás. Sin embargo, algunos
indicios permiten pensar que, en zonas tan fértiles como Picardía, al menos en
algunas explotaciones, a fines del siglo XII se practicaba un sistema de rotación
trienal, que no dejaba en barbecho cada año más que un tercio de la tierra cultivable:
un acuerdo firmado en 1199 entre dos señores especifica que cada tres años la tierra
debe ser sembrada de cereales de primavera, que un masovero deberá dar trigo el
primer año, avena el segundo y nada el tercero[26]. En la práctica, es indudable que
este sistema, incluso en los campos poblados y fértiles, estaba lejos de haberse
generalizado lo suficiente como para que se impusiesen al conjunto de un territorio
obligaciones colectivas de rotación de cultivos. Éstas no aparecen atestiguadas con
anterioridad a mediados del siglo XIII. Antes, la tierra arable era lo suficientemente

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vasta como para que cada cultivador conservase la libertad de elegir, en función de
sus necesidades y medios técnicos, el sistema de rotación aplicado a sus cultivos. Sin
duda, la mayor parte de los agricultores no se decidía a imponer a sus campos ritmos
demasiado precipitados, cuyo efecto inmediato era disminuir notablemente el
rendimiento de cada parcela. Era preferible dejar al suelo el tiempo necesario para
que se regenerase y cultivar mientras tanto otras porciones de un espacio agrario que
seguía siendo ampliable. Todo permite suponer que hasta fines del período que nos
ocupa, el auge demográfico y los progresos en la ocupación del suelo no fueron lo
bastante acusados como para quitar a la agricultura, en la mayor parte de las
provincias de Europa, su carácter itinerante. He aquí dos testimonios que conciernen
a la Isla de Francia, es decir, insistamos una vez más, a una de las regiones más
caracterizadas por el dinamismo agrícola. En 1166, el rey de Francia permite a los
campesinos cultivar antiguas tierras roturadas en bosques que le pertenecen, a
condición de que «las cultiven y recojan los frutos durante dos cosechas solamente; y
vayan después a otras partes del bosque». La práctica cuyo empleo se estimula aquí
es la muy primitiva de una roza periódica que deja al barbecho un lugar considerable.
Este método parece el único capaz, en un terreno sin duda mediocre, de procurar
cosechas aceptables de las que el dueño de la tierra pueda obtener un beneficio
apreciable. El segundo documento es un siglo posterior. Da cuenta de un progreso
cierto, puesto que el señor impone en principio a los campesinos a los que autoriza a
roturar el bosque un ritmo trienal de cultivo; pero prevé derogaciones necesarias y de
hecho autoriza a los cultivadores a dejar la tierra en descanso durante varios años
seguidos «por razón de pobreza» (es decir, si se encuentran momentáneamente
desprovistos del importante equipo que la intensificación del cultivo hacía necesario)
o «para mejorar la tierra[27]». No hay, pues, ninguna norma, en parte porque el suelo
es frágil y no conviene agotarlo exigiéndole demasiado, y en parte porque la
reducción del tiempo de barbecho requiere un equipo de calidad que no está al
alcance de los «pobres». Llegamos con esto al punto fundamental: si, en la Europa de
los siglos XI y XII, la agricultura cerealista se desarrolló, fue principalmente gracias al
trabajo y esfuerzo de los hombres. Éstos se dedicaron en mayor número al trabajo de
la tierra, a remover el suelo para ayudarle, ante la falta de abonos, a regenerarse más
rápidamente. Utilizaron para esto instrumentos aratorios más eficaces. El éxito
agrícola de esta época se basa ante todo en un perfeccionamiento de las labores.

A mediados del siglo XII, cada masovero de un dominio dependiente de la abadía


de Cluny debía prestar cuatro corveas anuales: una en marzo, antes de la siembra de
la cebada y de la avena; las otras en otoño, en las tierras de barbecho, para preparar la
siembra de los cereales de invierno mediante tres labores sucesivas. Era un progreso
con relación a las prácticas habituales en las explotaciones mejor cuidadas de la
época carolingia, en las que la tierra sólo era labrada tres veces al año. El rendimiento
era dos o tres veces más elevado en este dominio que en las explotaciones vecinas, lo

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que es una prueba más de la incidencia primordial del laboreo en la productividad.
Sin embargo, esta mejora era muy limitada: en los nueve dominios restantes que
describe el inventario cluniacense seguía practicándose la costumbre carolingia de las
tres vueltas. A la luz de los textos no se ve que el aumento de las labores se haya
generalizado antes de finales del siglo XII. Si hubo mejora, hay que buscarla en los
útiles de trabajo, en el arma principal de que disponía el campesino para trabajar la
tierra, en lo que los redactores de los textos de este período designan todavía,
indistintamente, con los nombres latinos de aratrum y carruca. El perfeccionamiento
del arado es la hipótesis fundamental que hay que emitir, para este período oscuro de
la historia agraria, a propósito de la evolución de las técnicas.
Hay que suponer ante todo que aumentó la fuerza de la yunta que tiraba del arado.
Evidentemente, no es posible conocer la constitución física de los bueyes de labor, ni
en la época de Carlomagno ni en la época de la tercera cruzada, y no es por tanto
posible comparar su fuerza. Además, en todas las épocas hay bueyes de todo tipo, y
los alimentados por los campesinos no tenían probablemente la misma fuerza que los
criados en los establos de los señores con el heno de los mejores prados. Sin
embargo, podemos imaginar que aumentó el número de animales de tiro existentes en
las explotaciones agrícolas. Sólo conocemos bien las tierras de los señores, en las
que, a través de indicaciones precisas, sabemos que los administradores se
preocupaban de reforzar el ganado de trabajo. En nueve de los dominios dependientes
de la abadía inglesa de Ramsey, el número de animales de labor aumentó del 20 al 30
por 100 entre fines del siglo XI y mediados del XII. En esta última fecha, los
pesquisidores encargados por el abad de Cluny de preparar los elementos de un plan
de desarrollo de la producción señorial propusieron, como la inversión más capaz de
promover un progreso económico, adquirir bueyes para que los arados de los
dominios estuviesen mejor equipados. Estas preocupaciones son significativas del
valor que los hombres de esta época concedían al instrumento aratorio: lo
consideraban el factor principal del desarrollo agrícola. En la base de esta mejora es
preciso por tanto situar una utilización más racional del sistema agropastoril, el
desarrollo de la cría de reses bovinas y la elección decisiva que consistió en alimentar
mejor a los animales de tiro y por consiguiente en cuidar más atentamente los prados
de siega y en consagrarles más extensión en el espacio cultivado, para obtener
cosechas mayores y de este modo alimentar mejor a los hombres. La ampliación, mal
conocida, de los prados y una organización menos primitiva de las tierras de pasto
fueron la base de todos los progresos del cultivo cerealístico. Añadamos que, sin
duda, fueron adoptados, a lo largo del siglo XI, mejores procedimientos de tiro que —
como en el caso del yugo frontal para los bueyes— permitían utilizar de modo más
completo la fuerza de tracción del ganado. Por último, en algunas comarcas, los
cultivadores prefirieron sustituir el buey por el caballo para los trabajos agrícolas.
Esta mutación se produjo sin duda en las zonas más fértiles de Occidente durante la
segunda mitad del siglo XII. En Picardía, las menciones de sernas realizables con

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caballo se multiplican a partir de 1160 y las alusiones a bueyes de labor desaparecen
totalmente de los documentos a comienzos del siglo XIII. Entre 1125 y 1160, en un
manor dependiente de la abadía de Ramsey, el número de bueyes se redujo a la mitad
y el de caballos de tiro se multiplicó por cuatro. La ventaja del caballo es su rapidez.
Uncirlo al arado era acelerar sensiblemente las labores de la tierra, era por
consiguiente conseguir a la vez multiplicar las labores y practicar el rastrillado: ya la
«tapicería» de Bayeux, a fines del siglo XI, muestra un rastrillo tirado por un caballo.
Sin embargo, esta mejora del equipo aratorio no puede difundirse sino en los campos
más ricos porque, como recuerda en el siglo XIII a los campesinos de Inglaterra Walter
de Henley en su tratado de agronomía práctica «el caballo cuesta más que el buey»,
hay que herrarlo y alimentarlo con avena. Sólo pueden utilizarlo las sociedades
rurales bien provistas de dinero y que, por practicar regularmente la rotación trienal,
producen suficientes cereales de primavera. La adopción del caballo de tiro parece,
pues, señal evidente de un progreso de la economía rural. Indica que se ha franqueado
un umbral. Sitúa, simultáneamente en el espacio y en el tiempo, el advenimiento de
un sistema agrícola más productivo y el fin de un largo período de crecimiento
insensible.
Durante esta fase es probable que, al menos en los campos más prósperos, se haya
perfeccionado el arado. A la madera, en la que estaba enteramente construido en
época carolingia, se añadieron elementos de hierro que reforzaron sus puntas de
ataque: la cuchilla, la reja y la vertedera. Después del año mil los progresos de la
metalurgia son indudables en toda Europa, y fueron estimulados por el deseo de la
aristocracia de mejorar su equipo de combate. Desde las casas de los caballeros el uso
del metal se difundió entre el campesinado, de la misma forma que se difundía la
utilización del caballo: el progreso de las técnicas rurales procede —es otro aspecto
del paso de una economía de guerra a una economía basada en la agricultura— de la
aplicación al trabajo de los campos, ciertamente con retraso, de los útiles de la
agresión militar. Este fenómeno se produjo durante el siglo XII. Es posible que con
anterioridad se hayan aplicado algunas innovaciones técnicas a la metalurgia del
hierro —utilización de hornos con aireación forzada, aplicación de los mecanismos
del molino al refinado del metal—: desde 1086 se mencionan censos en hierro
pagaderos por los molinos. En cualquier caso, a comienzos del siglo XII, en los
Pirineos, los Alpes y el Macizo central, son frecuentes las alusiones a los martinetes,
y por estos mismos años comienzan las menciones de minas de hierro: en su libro
Des merveilles, Pedro el Venerable habla de los mineros de la región de Grenoble, de
los peligros que corren en las galerías, de los beneficios que les produce la venta de
sus productos a los herreros de las cercanías. Más numerosas son las alusiones a los
talleres forestales en los que se trataba el mineral, como los ofrecidos en limosna por
el conde de Champaña a varias abadías cistercienses de la región entre 1156 y 1171.
El metal se hace de uso más corriente: hacia 1160 los navegantes venecianos dejan de
alquilar anclas para cada travesía; en adelante, cada barco posee la suya. El hierro

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producido en las zonas boscosas, en la proximidad del combustible necesario para la
fundición, fue primero elaborado, según parece, en los centros urbanos. En Arras,
hacia 1100, servía todavía esencialmente para fabricar instrumentos cortantes:
cuchillos, hoces, layas. Pero pronto fue utilizado para fabricar las rejas de los arados.
Así ocurría en el siglo XII en la ciudad de Metz, donde los siete «rejeros» formaban la
asociación gremial más poderosa. Y rápidamente los herreros se establecieron en las
zonas rurales cerca de la clientela campesina. Desde 1100, en Beauvaisis, se vendía
carbón de forja en las aldeas. En Picardía se puede seguir la difusión de este
artesanado rural: no hay ninguna huella anterior al siglo XII, pero entre 1125 y 1180
aparecen, en la documentación ocasional, treinta fabri; por estos años, existe un
herrero en diez de las treinta aldeas próximas al priorato de Hesdin. Asombrosa
proporción, sin duda mucho menor en provincias atrasadas que permanecieron fieles
a los viejos útiles de madera, del mismo modo que a los bueyes de labor. Pese a todo,
esta proporción es prueba de la amplitud del cambio tecnológico que se produjo antes
de finales del siglo XII en el nivel más humilde de la actividad rural. Como la del
molino, la aparición de la forja campesina —más tardía, pero, como ella, causante de
la instalación en el seno de la sociedad campesina de un trabajador especializado muy
dependiente sin duda del señor local, su principal cliente, si no el dueño de su cuerpo,
y sin embargo colocado, por su misma función, en una situación privilegiada— es
uno de los signos del crecimiento económico, del que es una consecuencia directa,
puesto que no habría sido posible sin una elevación del nivel de vida de los
campesinos, y al mismo tiempo sostiene y amplifica este crecimiento. Si es más
costoso y si para adquirirlo hay que ahorrar, el útil que fabrica el herrero es mucho
más eficaz. Asegura, a quien no es demasiado pobre para emplearlo y para
acompañarlo de buenos animales de tiro, cosechas menos mediocres, es decir,
beneficios, el medio de afirmar su dominio sobre la tierra y de situar mejor a sus
hijos. Todo un conjunto de indicios autoriza, pues, a situar en Europa occidental entre
el año mil y los últimos años del siglo XII un momento capital de la historia de los
medios de producción. En el centro de un amplio movimiento de progreso económico
y de auge demográfico viene, según todas las probabilidades, a insertarse el
perfeccionamiento del arado y de la yunta. El arado —es decir, el equipo formado por
el útil, por los animales de tiro y por el hombre que los guía— adquiere cada vez
mayor importancia en el seno de la economía rural. Tiende a convertirse en la célula
económica de base, en lo que había sido el manso en la Alta Edad Media. En Picardía
se comienza, a fines del siglo XI, a medir la tierra en «aranzadas»; en arados se
evalúan las corveas en los inventarios señoriales del siglo XII, tanto en los de la
abadía de Cluny como en los de los monasterios de Inglaterra, en el momento en que
el «yuguero», es decir, el conductor del arado, aparece en la explotación agrícola
como el primero de los trabajadores domésticos. En conclusión, puede afirmarse que
el progreso técnico determina un cambio fundamental: el acrecentamiento del valor
de los aperos con relación al de la tierra. Los elementos del progreso técnico —el

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hierro, el ganado— costaban muy caros. Una tarifa de peaje de fines del siglo XI en
una aldea de la región de Angers nos revela el precio de los añadidos: un animal, si
no estaba herrado, pagaba un dinero; si lo estaba, el doble. Y este desplazamiento del
valor de las cosas influyó inmediatamente sobre la condición campesina. De dos
maneras:

1. La clase de los trabajadores se hace más vulnerable con respecto a los ricos,
porque el arado y la yunta son bienes muebles, porque están menos
protegidos que la tierra por las solidaridades familiares, porque su posesión
está más estrechamente vinculada al movimiento del dinero y, sobre todo,
porque es más fácil apoderarse de ellos. Los campesinos están más sometidos
a la presión de los señores, que pueden dominar mejor a sus hombres
prestándoles el ganado o amenazando con quitarles el que poseen; más
sometidos a la presión de quienes tienen el numerario y de quienes se puede
obtener en préstamo. Es perfectamente razonable pensar que el
perfeccionamiento técnico estimuló de una forma especial el recurso al
crédito en el mundo rural.
2. No todos los campesinos pudieron mejorar su equipo, porque les faltaba el
capital necesario o porque la utilización de un instrumento demasiado pesado
podía deteriorar el suelo que cultivaban. Así, el arado ligero siguió
utilizándose en todos los campos de tierras ligeras y frágiles; así, la azada y
los útiles de madera fueron el único equipo de las familias pobres. De esta
forma durante el siglo XII se acrecentó la distancia entre las regiones como la
Isla de Francia o Picardía, que pudieron adoptar todas las innovaciones
técnicas y cuya vitalidad fue revigorizada, y las demás, especialmente las
comarcas del sur, que permanecieron estancadas. Al mismo tiempo, en cada
comarca se ahondaba el foso, ya visible en el siglo X, entre «los que hacen su
trabajo con bueyes o con otros animales[28]» y quienes no tienen más que sus
brazos para trabajar, entre los «labradores» (el término implica tal vez el
respeto debido a los hombres que cooperaban con mayor eficacia al
crecimiento general) y los «obreros manuales». Unos y otros fueron tratados
de modo diferente por el señor. Es posible que, en algunas provincias, sólo los
primeros hayan participado de modo pleno en la comunidad campesina. En el
seno del campesinado igualado por las exigencias señoriales y en cuyo
interior ya no eran visibles las diferencias basadas en la situación personal,
nuevas disparidades económicas se introdujeron en el siglo XII en función del
perfeccionamiento de los útiles de trabajo entre los habitantes de una misma
aldea o entre los de comarcas vecinas.

A través de cuanto hemos dicho se ve el interés que tendría la medición de la


incidencia del progreso técnico en el rendimiento de la empresa agrícola. Sin
embargo, hay que renunciar a hacerla. Antes de fines del siglo XII, los métodos de la
administración señorial son todavía muy primitivos; conceden poca importancia a la

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escritura y menos aún a las cifras. Los documentos son más decepcionantes que los
de la época carolingia. Ante tanta escasez se siente uno tentado a sacar partido de
todas las indicaciones, y especialmente de las proporcionadas por la descripción, a
mediados del siglo XII, de los dominios de la abadía de Cluny, de la que proceden
datos muy precisos, aunque excesivamente localizados. Los pesquisidores que
visitaron estas tierras evaluaron las cosechas y las siembras de los cereales de
invierno en seis dominios. Estos datos, semejantes a los que proporciona en el siglo
IX la descripción del señorío real de Annappes, permiten aventurar una evaluación del
rendimiento de la simiente. Varía mucho de un dominio a otro: en una explotación la
cosecha es seis veces superior a la siembra; en otra, la relación es de 5 a 1 para el
centeno y de 4 a 1 para el trigo; en los cuatro últimos dominios la proporción se
mantiene entre 2 y 2,5 por 1. Llama la atención la escasa productividad. Hacia 1150
la tierra es ingrata en la mayor parte de estas grandes empresas agrícolas, en las que
se siente la necesidad de mejorar el equipo —es el objetivo de la encuesta—, pero
que sin embargo disponían ya de medios excepcionales. A pesar del amplio
movimiento de expansión que tiene como escenario el campo europeo desde hace al
menos dos siglos, para alimentar a los hombres hace falta mucho trabajo y amplios
espacios. Sin embargo, de los datos consignados se deducen dos hechos: si los
rendimientos oscilan entre el doble y el triple en las diferentes explotaciones, depende
de la calidad de los suelos sin duda, pero también, al menos en parte, es el resultado
de un desigual nivel de equipamiento; el dominio en el que las cosechas son con
mucho las mejores es aquél en el que los establos están mejor provistos y donde los
arados son más numerosos; el alza de los rendimientos parece, pues, a través de este
documento, muy directamente ligada a la intensificación de la labor. Hay que
considerar, por otro lado, que la escasa productividad se halla acentuada en la
investigación cluniacense por circunstancias climáticas desfavorables: los visitadores
han observado que el año había sido malo y que los administradores calculaban que
la cosecha normal era superior en un quinto. Si se efectúan las correcciones
necesarias, inmediatamente se descubre que, incluso en las tierras menos fértiles y
peor trabajadas, los rendimientos eran superiores a los que se pueden hallar a duras
penas a partir de los documentos carolingios. Sin duda es muy arriesgado comparar
indicaciones numéricas tan aisladas y por tanto privadas de la mayor parte de su
valor. Al menos, se puede suponer que entre el siglo IX y el XIII (antes de que Walter
de Henley considerara en su tratado de agronomía práctica que no era rentable una
tierra que no produjera al menos tres veces lo sembrado) la productividad del suelo
había aumentado al tiempo que se difundían insensiblemente las mejoras técnicas, y
cuando aún el suelo cultivable era suficientemente amplio como para que no fuera
preciso forzarlo y se le pudiese dejar el tiempo necesario de reposo. De ritmo muy
lento, pero claramente más rápido a medida que los dueños del suelo se dedican a
dotar a la empresa agrícola de medios más eficaces, este progreso no es desdeñable:

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cuando el rendimiento pasa de 2 a 3 por 1, se duplica la parte de la cosecha destinada
al consumo.
Los efectos del alza de la productividad se hicieron sentir en toda la economía
campesina. Cuando la tierra directamente explotada por ellos dio cosechas más
abundantes, los señores y los administradores de los dominios, o bien pensaron en
vender los excedentes —en uno de sus señoríos los monjes de Cluny, hacia 1150,
llevaron al mercado la octava parte de la cosecha de cereales—, o bien, para quitarse
de preocupaciones, redujeron la extensión de la reserva. En cualquier caso, y debido a
que el perfeccionamiento de los útiles había hecho disminuir el valor de las sernas
manuales, los dueños de los grandes dominios se hicieron menos exigentes con sus
campesinos. Se sintieron inclinados a liberarlos poco a poco de sus obligaciones de
trabajo, a no retenerlos en la reserva sino en las épocas de gran necesidad. De este
hecho derivó un respiro decisivo para las explotaciones dependientes: pudieron
utilizar a pleno rendimiento sus útiles de trabajo y su mano de obra. La aportación de
un trabajo suplementario hizo que aumentara, más rápidamente tal vez que en el
dominio, el rendimiento de la tierra; y en tales proporciones que pronto la superficie
de las antiguas unidades agrarias fue demasiado grande para una sola familia. En los
antiguos mansos pudieron establecerse fácilmente varias parejas. La parcelación de la
reserva y el fraccionamiento de los mansos permitieron aumentar la densidad de
poblamiento de cada comarca, al mismo tiempo que en cada célula familiar la
disminución de las corveas y la mayor productividad del esfuerzo humano liberaban
capacidades de trabajo en adelante disponibles para la conquista agraria. La
ocupación de las tierras incultas, la extensión del espacio cultivado, estuvieron, pues,
directamente relacionadas con el alza de los rendimientos, y esto en un doble sentido:
la favorecieron al ampliar la zona en que podía realizarse la rotación de los cultivos,
al dejar al barbecho, al tiempo de descanso sin el cual la tierra se habría agotado, todo
el tiempo necesario, a pesar de la intensificación de la ocupación humana; y al mismo
tiempo se beneficiaron del alza de los rendimientos, puesto que el aflujo de mano de
obra a las zonas de roturación procedía de los lugares en los que cosechas abundantes
hacían proliferar las familias y multiplicar los brazos disponibles para el trabajo.

LA ROTURACIÓN

Roturar era una operación corriente en el sistema agrario de la Alta Edad Media.
Cada año había que abandonar antiguos campos que el cultivo había agotado y crear
otros nuevos a expensas de las extensiones incultas. La lenta rotación de las tierras de
labor en el interior de una zona que en su mayor parte era temporalmente abandonada
a la vegetación natural hacía del campesino un pionero continuo. Lo fue mientras la

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insuficiencia de los abonos obligó a mantener el barbecho. En el espacio agrario
regularmente organizado, que comienza a ponerse en funcionamiento a fines del
período que nos ocupa, la primera labor de barbecho es el equivalente de la última
forma residual de las rozas temporales. La roturación se integra, pues, en el conjunto
de las prácticas de la agricultura cerealista. Era ante todo un paliativo a la
deteriorización de los suelos, una medida indispensable para mantener el nivel de los
rendimientos.
Sin embargo, este acto tomó un significado económico distinto cuando, en lugar
de desarrollarse en un área de cultivo de límites estables, desbordó estos límites.
Tomó entonces el aspecto de una verdadera conquista que desembocaría en la
ampliación duradera del espacio alimenticio. El retroceso del yermo ante el campo
permanente fue sin duda, en Europa occidental, la gran aventura económica del siglo
XII. El empuje demográfico y los perfeccionamientos técnicos la pusieron en marcha.
Para sacar partido de las extensiones incultas, para desembarazarlas de la vegetación
silvestre, para domesticar los arroyos y pantanos, se necesitaban mejores útiles: así,
las tierras pesadas del Schleswig, empapadas de agua, no pudieron ser
provechosamente sembradas hasta que fue posible trabajarlas con arados lo bastante
fuertes como para, en dirección longitudinal, trazar profundos surcos y realizar de
este modo una especie de drenaje. Era preciso también que un número cada vez
mayor de trabajadores fuera incitado a lanzarse a empresas trabajosas e inciertas,
superando los temores instintivos que las zonas desiertas inspiraban a sus
antepasados. Dicho de otro modo, era necesario que la ocupación humana fuera
excesivamente densa en las tierras antiguas. La escasez fue el verdadero resorte de la
expansión agraria, y sus verdaderos autores fueron los pobres, los hijos demasiado
numerosos que no podían hallar alimentos en las tierras familiares a pesar de que los
progresos técnicos hubieran acrecentado la capacidad de producción, siempre más
lenta de lo que exigía el desarrollo demográfico. Era preciso, por último, que los
dueños de tierras vírgenes, es decir, los señores, no se opusieran a la iniciativa de los
roturadores. Si éstos pudieron en ocasiones realizar su trabajo clandestinamente y,
eludiendo la vigilancia de los guardabosques, les fue posible preparar, en los límites
de las soledades forestales o de las zonas pantanosas, parcelas cuya plena propiedad
reivindicaban —los alodios campesinos nunca fueron más densos que durante el siglo
XII en los confines de las zonas yermas mal guardadas—, la conquista agrícola fue
también obra de los ricos, puesto que la tierra inculta les pertenecía en toda su
extensión. En un cierto momento, los señores eclesiásticos y, sin duda en mayor
número, los laicos cedieron a la presión de los pobres en búsqueda de asentamiento.
Autorizaron las empresas de colonización. Acogieron, «albergaron», como se decía
entonces, a estos «huéspedes». En una etapa posterior hicieron algo mejor: animaron
a los pioneros, los trajeron, se los disputaron. Dicho de otra manera, fue preciso que
la aristocracia territorial modificase por etapas su comportamiento económico
ancestral. Los dueños de tierras yermas prefirieron sacrificar algunos de los placeres

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que las zonas forestales, los pantanos y los cotos les proporcionaban como cazadores.
Se dieron cuenta de que el poblamiento de las comarcas todavía desiertas sería a
largo plazo fuente de ingresos suplementarios, aunque previamente debieran gastar
dinero para acelerarlo. Sintieron la necesidad de acrecentar sus recursos y
comprendieron que una modificación del paisaje podía ayudarles. Digamos
simplemente que se hicieron más sensibles al espíritu de lucro. Dentro de una
mentalidad económica enteramente dominada por el gusto del gasto, por la intención
de sacrificio o de «largueza», común a todos los señores, tanto laicos como
eclesiásticos, fueron sin duda las operaciones de roturación, los esfuerzos para llevar
más adelante el cultivo y para dar más valor a la tierra, los primeros que dieron un
sentido a la palabra ganar. El vocabulario lo prueba: en la Lorena del siglo XII, ¿no
reciben el nombre de gagnages las nuevas explotaciones creadas a partir de cero en
medio de los bosques? Poner en evidencia esta modificación fundamental de las
actitudes psicológicas no es la menor tarea de la historia de las grandes roturaciones
medievales. Desgraciadamente, la cronología de esta historia es muy imprecisa.
Esta imprecisión depende ante todo de la penuria de las fuentes explícitas. Pero se
halla agravada por el hecho de que existen muchas formas de roturación que no se
desarrollaron al mismo ritmo.

1. La forma más simple fue la ampliación progresiva del claro aldeano. Fue con
mucho la más corriente. Es prácticamente la única cuyas huellas pueden
hallarse en muchas provincias, como el Mâconnais o el Perigord, donde todas
las células agrarias existían desde época romana. Se considera que en Picardía
se deben a esta modalidad los cinco sextos de las tierras ganadas al yermo.
Pero fue obra de numerosas iniciativas individuales, realizadas
esporádicamente, con medios precarios y de las que los documentos casi
nunca hablan. Sólo en circunstancias muy excepcionales es posible captar su
imagen: la tenacidad de una abadía cisterciense, la de La Ferté-sur-Grosne,
para extender su patrimonio a base de pacientes compras, muestra, a través de
las piezas de un cartulario, campos y prados nuevos, muchos de los cuales
llevan el nombre del campesino que los creó, infiltrándose en todas
direcciones en un bosque borgoñón a lo largo del siglo XII; el cuidado que
pusieron los monjes de Ramsey en enumerar sus derechos, que hace aparecer,
a partir de la segunda mitad del siglo XII, una extensión de ciento cuarenta
hectáreas roturadas, en el interior de un dominio, ocupadas por treinta
campesinos; el deseo de Suger, abad de Saint-Denis, de justificar sus medidas
de administración, que le hizo describir detalladamente las mejoras
introducidas en la gestión de los dominios y enumerar, de modo especial, los
huéspedes que acogió en algunas «cortes» para intensificar su puesta en
cultivo… Pero la mayor parte de las veces hay que deducir la existencia de
este modo de roturación a partir de indicios menos seguros, generalmente
difíciles de fechar: las huellas que han dejado en las estructuras de la tierra y
en la toponimia rural las tareas de los campesinos medievales —las

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menciones de censos que, como en Francia el champart o la tâche, fueron
específicos de los mansos creados por roturación—, los conflictos a que dio
lugar la percepción de los diezmos llamados «novales» en las tierras
antiguamente improductivas y ahora capaces de proporcionar cosechas. Se
puede basar igualmente en los indicios botánicos, y especialmente en el polen
de las turberas; la curva que es posible establecer en algunos lugares de
Alemania atestigua una brusca extensión de los cereales en los alrededores
del año 1100. El impulso que hizo poco a poco ampliarse los límites de la
tierra cultivable parece haberse iniciado mucho antes de esta fecha. ¿Se llegó
acaso a interrumpir en Germania a partir del siglo VII? Se adivina este
movimiento en Normandía, en el bosque del Cinglais, desde el siglo X, y las
primeras rozas visibles en la documentación de la zona de Mâcon son
anteriores al año mil. Con frecuencia se trata de una reconquista, de un simple
esfuerzo de reocupación de zonas abandonadas, como en la Gatine del Poitou,
donde durante todo el siglo XI, la expansión agraria sólo afecta a antiguas
tierras abandonadas durante largo tiempo. Se trata a veces de avances
temporales, realizados momentáneamente sobre tierras decepcionantes: un
acta de donación, hacia 1075, hace entrever, en Berry, «una tierra en la que
crecen matorrales, en la cual antiguamente estaban situadas las rozas de
algunos campesinos». Lo que es seguro es que el movimiento se aceleró en
los últimos decenios del siglo XI, que se generalizó hacia estos años y que,
como lo demuestran las series estadísticas realizadas para Picardía, mantuvo
su impulso durante todo el siglo XII. El momento de la plena intensidad del
fenómeno parece situarse entre los años comprendidos entre 1075 y 1180. Es
difícil precisar sus relaciones con el auge demográfico, cuya cronología es
igualmente incierta. Se ha intentado hacerlo a propósito de los campos de
Picardía y se ha emitido la hipótesis de que la extensión de las zonas de
cultivo era sensiblemente anterior al gran impulso que, después de 1125, hizo
que aumentara más rápidamente el número de hombres. En cualquier caso, las
familias campesinas fueron las primeras en beneficiarse de este movimiento
espontáneo, lento, insidioso y que, por estas razones, no halló una fuerte
resistencia señorial. Casi de un modo general, la tierra roturada era dedicada
en los primeros años a la producción de hierba, es decir, que las rozas
permitieron, en un primer momento, desarrollar la cría de animales de tiro y
reforzar el equipo aratorio. Después era sembrada y su suelo joven, en el que
los trigos crecían bien, tomaba el relevo de los antiguos campos del in-field
para dar a los hombres su alimento. También los señores se beneficiaron de
estas roturaciones, y de modo especial los pequeños, los que vivían en la
aldea y dirigían de cerca su explotación agrícola. Ellos también dedicaron su
equipo doméstico a roturar, a enriquecer la reserva señorial con nuevas
tierras. Pero sobre todo permitieron que continuara el lento avance de las
rozas e insensiblemente, sin haberlo buscado, obtuvieron beneficios. Como
vigilaban de cerca a los campesinos, pudieron obligarles a pagar censos
considerables por las nuevas parcelas que éstos habían acondicionado en los
confines del yermo. Generalmente percibieron una parte de la cosecha. Por

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último, como frecuentemente eran los dueños de los diezmos parroquiales,
pudieron sin esfuerzo quedarse con una nueva parte de las cosechas
conseguidas en las zonas de roturación.
2. La roturación adquiere un carácter distinto cuando hace surgir un nuevo
núcleo de poblamiento, cuando la acción pionera tiene lugar en el corazón del
espacio inculto para atacarlo desde el interior y destruirlo poco a poco. En
numerosas regiones, las zonas forestales o húmedas situadas entre los claros
eran estrechas, y la ampliación de las labores les fue quitando terreno hasta
prácticamente destruirlas, hasta suprimir los obstáculos naturales que servían
de límite entre los distintos territorios. Pero también había amplias
extensiones abandonadas que comenzaron a poblarse poco después del año
mil. Fueron atacadas en principio por hombres que no fijaban en ellas su
residencia. Algunos recorrían el bosque para explotar los productos cuya
demanda hacían aumentar los lentos perfeccionamientos técnicos: los
fabricantes de hierro o de carbón de madera aparecen cada vez con mayor
frecuencia en los textos del siglo XII. Junto a ellos encontramos religiosos que
huyen del mundo. Los eremitas, numerosos en los países del oeste de Francia
a partir del siglo XI, fueron quizás los primeros en abrir, para alimentarse,
nuevos claros en medio de las zonas desiertas. Después se establecieron en
estas regiones las filiales de las órdenes religiosas: cistercienses, cartujos,
canónigos reformados, cuya regla prescribía un aislamiento absoluto. Desde
fines del siglo XI, al parecer, grupos de campesinos se instalaron en algunas
provincias de Galia, como Anjou, Maine, Poitou y quizás la Isla de Francia,
en los bordes o islotes dispersos entre los bosques y las landas. Por último,
hacia 1175, se comienzan a descubrir las huellas, en los documentos
franceses, de explotaciones de importancia que algunos ricos han
acondicionado a cierta distancia de las tierras cultivadas. Así se creó, en los
espacios que separaban a las antiguas aldeas, un hábitat intercalar. Se
caracteriza por la diseminación de las unidades de poblamiento, cada una de
las cuales se instala en el centro de un conjunto compacto de huertos, campos
de cereal y prados; estas parcelas están cercadas para ser protegidas de los
ataques de los animales del bosque; el paisaje está erizado de setos; es, como
se dice en la Francia del oeste, un bocage. Esta forma de conquista agrícola,
sensiblemente más tardía que la precedente, parece haber tenido un mayor
desarrollo en regiones como Maine, donde la villa de la Alta Edad Media
había sido menos coherente y la ocupación del suelo muy débil. Pero a fines
del siglo XII tendía a extenderse por todas partes, debido a dos razones: los
progresos del equipamiento campesino permitían en adelante a los
agricultores liberarse más fácilmente de las solidaridades colectivas y
prescindir de la ayuda mutua campesina, aventurarse solo y fundar una
explotación menos dependiente de las obligaciones de vecindad. Las mejoras
técnicas dieron vía libre, de este modo, al individualismo agrario, contenido
en las antiguas tierras por trabas que la intensificación de los cultivos hacía
cada vez más estrictas. Por otro lado, las explotaciones creadas en un medio
forestal y pastoril se orientaron menos abiertamente hacia el cultivo

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cerealista. El mantenimiento del árbol y de los pastos redujo la zona reservada
a los cereales. Su sistema de producción respondía a las nuevas tendencias de
una economía de consumo menos primitiva: en los últimos decenios del siglo
XII, un sector cada vez más amplio de la sociedad europea reclamaba menos
pan, más carne, lana, madera, cuero. Se iniciaba la época de una utilización
sistemática del bosque, que hizo la prosperidad de leñadores y pastores. Los
progresos del poblamiento rodeado de setos acompañaron esta mutación.

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Fig. 3.Mapa de población del valle medio del Yonne en el siglo XI, según La
Roncière-Cortamine-Delort-Rouche, L'Europe au Moyen Age, 1969, Colín,
Colección «U», t. 2.

3. Por último, el ataque a las soledades incultas se manifestó de una nueva


forma: la fundación de nuevas tierras. Este aspecto es, con mucho, el mejor
documentado, porque con frecuencia estas creaciones fueron preparadas por
acuerdos, muchos de los cuales fueron escritos. La cronología del

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movimiento es aquí menos imprecisa. Una vez más a fines del siglo XI, al
parecer, se inició este movimiento en Flandes, en Italia del norte —donde
fueron emprendidas grandes obras para contener las inundaciones del Po, en
la región de Mantua, en Polesina o en la región de Verona, donde los
latifundia casi enteramente incultos se dividieron en territorios nuevos—, en
Inglaterra del sudoeste, en Normandía, en la región tolosana quizás algunos
años más tarde, en Germania o en Brabante. Alcanzó su apogeo a mediados
del siglo XII. A veces —y sin duda con mayor frecuencia de lo que nos dejan
entender las fuentes escritas, porque en este caso la documentación falta—
nacieron nuevas aldeas gracias a una inmigración espontánea salida de los
lugares próximos: en menos de cuarenta años, en los alrededores de 1100, se
formó así en la región de Weald una aglomeración que contaba con ciento
quince familias campesinas. Pero la mayor parte de las empresas de este tipo
fueron suscitadas por la iniciativa de los señores. Precisemos bien: de los
mayores, de los dueños del ban que habían heredado de los soberanos la
posesión de las grandes extensiones incultas. Decidieron arrancarlas al yermo
y convertirlas en campos de labor. Pagaron el precio necesario para
multiplicar el número de sus súbditos. Al hacerlo, se preocupaban menos de
realizar beneficios propiamente agrícolas que de acrecentar el importe de los
tributos y de los derechos de justicia; les interesaba más establecer, para
mejor controlar el territorio, comunidades que pudieran eventualmente
cooperar a la defensa del país. Para ellos era ante todo una operación fiscal y
política.

Esta última forma de roturación difiere, pues, por sus incidencias económicas,
sensiblemente de la segunda y muy fuertemente de la primera. Implica ante todo una
decisión formal por parte del señor, que abre a los pioneros el bosque, las zonas
pantanosas, las extensiones de las que se retira el mar: estamos, pues, ante una opción
y una reflexión consciente sobre los beneficios de la empresa y sobre los sacrificios
que merece. Por otro lado, se inserta más estrechamente en una economía monetaria,
porque el señor cuenta ante todo con efectuar cobros en dinero de los nuevos
habitantes de la tierra, y para hacer que acudan, para instalarlos, necesita las más de
las veces adelantar fondos. Transformar un desierto en un lugar habitado exigía un
trasvase de población a veces desde largas distancias. Campesinos llegados desde
Flandes, a petición de los obispos, ocuparon las zonas pantanosas de Alemania del
noroeste, crearon terrenos de pasto, más tarde campos de trigo, y su desplazamiento
en los primeros años del siglo XII no fue más que la primera oleada de una fuerte
migración. Ésta llevó en el curso del siglo a unos doscientos mil colonos alemanes
más allá del Elba y del Saale, hacia suelos fértiles de los que los eslavos sólo
cultivaban los más ligeros, y que los colonos pudieron cultivar gracias a sus mejores
útiles. Para atraer a los hombres había que prometerles ventajas, crear una «salvedad»
rodeada de cruces en la que escaparan a las violencias, establecer, mediante acuerdo
oral o escrito, que los pobladores serían liberados de las exacciones más pesadas y

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que la explotación señorial sería menos opresiva que en sus lugares de origen: «Los
habitantes serán exentos y libres de tallas y de cualquier exacción injusta; no irán en
hueste sino en los casos en que puedan regresar a su casa en el mismo día o en caso
de guerra…; las multas por delitos serán de cinco sueldos para los que merezcan
sesenta, de doce dineros para quienes deban ser castigados con cinco sueldos, y quien
se quiera purgar mediante juramento podrá hacerlo y no pagará nada[29]». Éstas eran
las ventajas ofrecidas en 1182 por el rey de Francia a los campesinos que acudieran a
fundar una aldea en uno de sus bosques.
Era preciso además que estas condiciones fuesen dadas a conocer, que fueran
difundidas en los lugares propicios, en aquellos donde la superpoblación apareciese
más penosa, las cargas señoriales más duras, y que se pusiese a disposición de los
emigrantes los bienes muebles necesarios para su desplazamiento y para su primera
instalación. La organización de una publicidad, de las entregas de fondos eran
indispensables. Bien porque los dueños de áreas colonizables eran demasiado
importantes para interesarse personalmente en la operación, bien porque estaban
demasiado desprovistos de numerario para financiar la empresa, la fundación de
nuevas aldeas se realizó muy a menudo mediante una asociación. A veces, por medio
de los contratos llamados en Francia pariages, un señor laico, dueño del suelo que se
quería poner en explotación, se entendía con un establecimiento religioso cuyas
relaciones lejanas podían favorecer el reclutamiento de los colonos y que hallaba
fácilmente en su tesoro el dinero que era necesario invertir. Los dos asociados
prometían dividir a partes iguales los beneficios. A veces, y éste fue el caso más
corriente en Germania, el señor se ponía de acuerdo con un locator, un verdadero
contratista, hombre de Iglesia o segundón de familia aristocrática, que tomaba el
asuntos en sus manos y recibía en recompensa un establecimiento en la nueva aldea y
una participación en los ingresos señoriales: «He dado a Heriberto una aldea llamada
Pechau, con todas sus dependencias en campos, prados, bosques y aguas, para
cultivarla y hacerla fructificar, en la condiciones acordadas entre él y yo; para los
habitantes que él instale en estas tierras he creado la jurisdicción que se llama el
derecho burgués para todas las causas y procesos; he concedido en feudo a Heriberto
seis mansos…; este mismo Heriberto, y después de él su heredero, administrará
justicia en todos los procesos que tengan lugar entre los habitantes…; de todos los
beneficios de la justicia, dos tercios serán para mí o para mi sucesor y el otro se
entregará a Heriberto o a su heredero[30]»: he aquí, a modo de ejemplo, las
estipulaciones del tratado que el arzobispo de Magdeburgo concluyó en 1159 con uno
de estos organizadores de la conquista agraria. En la vanguardia de la ocupación de
nuevas tierras, y de todo el dinamismo que lleva consigo la economía del siglo XII, no
dejemos de situar a este pequeño grupo de contratistas, que permanecieron apegados
a la tierra, pero llenos de medios y de ambición, y que supieron hacer compartir a los
grandes señores, cuyos intereses servían, el espíritu de lucro, del que nadie como
ellos estaba animado, en los campos de la época.

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En el estado actual de nuestros conocimientos, podemos afirmar que el
movimiento de roturación se inició aquí y allá primero lenta, insensiblemente, sin
duda desde el siglo X, si no antes, en el momento en que la población comenzaba a
aumentar. Después, poco a poco, al mismo tiempo que se difundían las innovaciones
técnicas y que se incrementaba la presión demográfica, el movimiento se amplió.
Pronto intervinieron directamente para estimularlo las decisiones de los señores y de
sus auxiliares. Se puede, dentro del período objeto de nuestro estudio, situar su
momento de mayor intensidad en el siglo XII y, quizás, con mayor precisión entre
1140 y 1170. En cuanto a sus efectos, fueron múltiples y complejos. Provocó ante
todo profundos cambios en el aspecto del paisaje rural. No sólo porque disgregó los
grandes espacios incultos que limitaban el espacio europeo de la Alta Edad Media y
dificultaban las comunicaciones, sino también porque comenzó a modificar
radicalmente la conformación de la tierra. Esta transformación interna de las
estructuras agrarias es difícil de seguir. Fue sin duda más o menos precoz según las
regiones; pero el siglo XII, en líneas generales, es solamente el comienzo de un
proceso que se desarrollaría a lo largo de decenios. Es en cualquier caso un hecho
decisivo en la historia de la economía rural. El trabajo de los roturadores extendió el
área de ocupación muy poco determinada de la que cada aglomeración campesina
sacaba su subsistencia; pero, al mismo tiempo, el crecimiento demográfico tendía a
concentrar el hábitat en el centro de esta tierra en expansión. Y mientras que los
límites retrocedían poco a poco, mientras que en las zonas de contacto se creaban
nuevos prados capaces de alimentar un mayor número de bueyes, susceptibles por
tanto de producir más estiércol, las parcelas centrales del espacio agrícola, las
trabajadas desde los primeros tiempos, un poco viejas por tanto, pero también las más
cercanas a las casas, a los establos, a los corrales, y por consiguiente las mejor
provistas de abono vegetal y de estiércol, se convirtieron poco a poco en lugares de
cultivo menos extensivos, sometidos a ritmos de rotación más apretados, en los que el
barbecho tenía cada vez menor duración. Este núcleo de agricultura más exigente se
amplió poco a poco a medida que se extendía en la periferia el área de las tierras
nuevamente roturadas, es decir, una organización más metódica de la cría de ganado
bovino. A fines del siglo XII quedaba todavía en casi todas partes lugar para nuevas
roturaciones y para que persistiese durante algún tiempo la necesaria flexibilidad
entre los royes, los soles, los Gewannen, por una parte, situados en el corazón del
término de la aldea y amenazados de agotamiento por la intensificación de los
métodos de cultivo, y, por otra, las franjas pioneras menos oprimidas por las
obligaciones colectivas, que se beneficiaban de la juventud de un suelo todavía
virgen. Amplios espacios se ofrecían aún para acoger a los hombres sobrantes y para
disminuir en todas partes la presión del poblamiento. Esta situación explica que los
rendimientos agrícolas hayan podido elevarse y que las hambres, si no

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desaparecieron, al menos perdieran su carácter trágico, favoreciendo un crecimiento
equilibrado de la producción y del número de hombres.
Una flexibilidad semejante parece haberse introducido igualmente en la condición
campesina gracias a las roturaciones. Éstas aceleraron la disolución de los antiguos
marcos en los que se inscribía la explotación señorial. El manso acabó de desaparecer
en el siglo XII en la región parisina, mientras que en las zonas nuevamente puestas en
cultivo proliferaban dos nuevos tipos de mansos: el sometido a censo y el sometido al
champart, es decir, a entregar una parte de la cosecha al señor. En el primero, el
censo anual era fijo; en el segundo era proporcional a la cosecha y por tanto era el
método más apropiado para las tierras de las que no se sabía, antes de eliminar los
matorrales, cuánto producirían. Pero, en uno y otro manso, las cargas afectaban a
parcelas que podían cambiar de dueño fácilmente, integrarse en una explotación, ser
separada de ella, y en casi todos los casos estaban excluidas las prestaciones en
trabajo. Por otra parte, la fundación por los organizadores de la conquista agraria de
lugares francos y de salvedades, en las que los inmigrantes tenían la seguridad de
gozar de privilegios evidentes, de ser tratados como «burgueses», es decir —tal es el
sentido de la palabra en el vocabulario de la época— de beneficiarse, en virtud de su
residencia en estos lugares, de una disminución de las exacciones, obligó a los dueños
de las viejas tierras a abrir un poco la mano y a reducir sus exigencias. De esta forma,
una especie de libertad se difundió poco a poco en el conjunto del mundo rural, a
partir de los frentes pioneros en los que era necesario prometer mucho a los autores
de la expansión agrícola. Sin duda, se puede pensar que el inmigrante sin recursos, al
que el hambre y el deseo de fundar un hogar empujaban a aventurarse con las manos
vacías en las zonas de roturación, se hallaba a merced del señor de la tierra y de sus
agentes, sus mandatarios. No faltan ejemplos, en las áreas donde la roturación
avanzaba con rapidez, de un endurecimiento de la dependencia personal. Parece
cierto, sin embargo, que el ataque del yermo hizo desarrollarse entre los trabajadores
del campo categorías sociales menos duramente explotadas, la de los Königsfreien, a
los que los reyes de Germania ayudaron a establecerse en el siglo XII en los bosques
de sus dominios; la de los hôtes, que pululaban por los mismos años en la mayor
parte de los campos franceses. Estos últimos, desde mediados del siglo XI, cuando la
extensión de las tierras de cultivo se hallaba en sus comienzos, formaban al margen
del grupo aldeano indígena un cuerpo de mano de obra cuyo asentamiento favorecía
el señor, que los trataba menos duramente. Estaban exentos de las cargas colectivas
que pesaban sobre los mansos antiguos; eran más libres. De sus filas salieron quizás
los molineros y herreros. Su número creció a medida que los progresos técnicos
ampliaron la capacidad de acogida de los señores. Y llegó el momento en el que la
costumbre extendió los privilegios de que gozaban al conjunto de la comunidad de la
aldea. Parece cierto que el impulso demográfico, la mejora del equipo y la ampliación
del espacio agrario aseguraron a la aristocracia tal aumento de bienes que pudo, a

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fines del siglo XII, sin resentirse a corto plazo, aflojar ligeramente y de modo
temporal su presión económica sobre la masa de los trabajadores.

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3. LOS SEÑORES

El siglo XII fue en Europa la época del campesino conquistador. Las exigencias de los
señores lo empujaban hacia adelante: para responder, sembraba trigo, plantaba viñas,
trataba de conseguir, vendiendo su trabajo o en los mercados los productos de la
tierra, el dinero para el pago de los censos o de las multas judiciales. Pero en sentido
inverso y al mismo tiempo en forma complementaria, la independencia que poco a
poco alcanzaba el campesino le servía también de estímulo. En efecto,
deliberadamente o no, los señores redujeron ligeramente la utilización del trabajo
campesino. Fue su modo de invertir: dejar a los trabajadores con qué desarrollar las
fuerzas de producción de su familia, criar más hijos, alimentar mayor número de
animales de tiro, añadir al arado las piezas necesarias, ganar tierra de cultivo a
expensas de las zonas incultas. Entre 1075 y 1180, el modo principal de inversión y
de ahorro fue el relajamiento de las cargas señoriales. Esta liberación, que fue sin
duda el agente más activo del crecimiento, se manifestó especialmente en tres
niveles.

1. El pequeño alodio, la tierra campesina independiente, era muy vigoroso en


casi todos los campos de Occidente. En las proximidades de Cluny, los
monjes compraron, en 1090, parcela a parcela todo un término; entre los
vendedores había quince campesinos; seis eran en parte masoveros, pero sólo
en parte; la tierra que cedieron los demás estaba libre de toda dependencia.
Sin duda la propiedad de los pobres estaba amenazada, al igual que la de los
ricos, por las divisiones sucesorias y por la práctica de donaciones piadosas y,
además, por la presión de los grandes dominios próximos que intentaban
absorberla. Pero se reconstruía sin cesar, bien gracias a los contratos, muy
numerosos, que dejaban al trabajador, en plena propiedad, la mitad de la tierra
señorial que plantase de viñas, bien por medio de las roturaciones
clandestinas, bien con frecuencia por el fraude, cuando el masovero
conseguía liberarse de sus obligaciones durante el tiempo suficiente para que,
según la costumbre, la tierra que explotaba fuese considerada libre de todo
censo. De hecho, se puede observar, en algunas regiones, que
progresivamente, a lo largo del siglo XII, las alusiones a los pequeños alodios
se hacen menos frecuentes: su proporción entre los bienes territoriales que
mencionan los documentos de Picardía pasa del 17 por 100 en el primer
cuarto de siglo al 4 por 100 en el segundo y al 2 por 100 en el tercero.
Añadamos que hay comarcas en las que la propiedad alodial es desconocida,
como en Inglaterra. Pero cuando el alodio es desconocido o pierde terreno se
produce generalmente un aumento de los mansos que no deben casi nada al
dueño del suelo o le deben tan poco que su situación económica no difiere de
la de los alodios. En la práctica, los señores dejaron reforzarse el dominio de

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los campesinos sobre la tierra, cediéndoles casi totalmente los beneficios de la
explotación. Pero si les daban más medios de enriquecerse es porque sabían
que estaban en condiciones de conseguir, por otros medios, una parte de los
ahorros de los campesinos.
2. El manso sufre otra modificación que contribuye igualmente a hacer más
débiles los lazos entre los trabajadores de la tierra y los dueños. El manso,
como hemos visto, se había disgregado. Mantuvo su cohesión en los campos
del sur de Galia, menos profundamente afectados por el progreso técnico, y
también en algunas regiones, como el noroeste de Germania, en las que la
costumbre prohibía de modo terminante la división del manso entre los
herederos. Pero en las demás regiones desapareció. A fines del siglo XI no
existían mansos en Normandía. En Picardía había sido reemplazado por lo
que los textos llaman el courtil, parcela más reducida creada por el
desmembramiento del manso. Hacia 1150, en una zona de Borgoña, sólo tres
de los diecinueve mansos que citan los textos no estaban fragmentados. Esta
evolución, fue precipitada por el crecimiento demográfico, por el alza de los
rendimientos de la tierra y, finalmente, por la extensión de la superficie
cultivada, que permitió constituir explotaciones nuevas, uniendo las parcelas
roturadas en la periferia del término a los fragmentos de los antiguos mansos.
Pero si los marcos en los que se había inscrito inicialmente la explotación por
los señores del trabajo campesino se disolvieron, fue sin duda y ante todo
porque no respondían a las nuevas condiciones de la economía campesina.
Ante la nueva situación, la familia campesina consideraba ventajoso
desprenderse de este dogal que le impedía desarrollarse libremente; los
dueños del suelo consideraban ventajoso cobrar sus derechos no sobre los
hogares (sentido que se puede dar al manso), sino sobre cada una de las
múltiples parcelas cuya movilidad les permitía ajustar de modo flexible sus
exigencias señoriales a las capacidades reales de los dependientes.
3. Por último, bien gracias a un acuerdo entre señores rivales que se disputaban
el poder sobre los campesinos, bien por la concesión de una carta de
franquicia o de las cartas de poblamiento, preliminares a la fundación de una
nueva aldea, o bien a través del juego de estas «relaciones de derechos», de
estos Weistümer por medio de los cuales los súbditos de los señoríos alemanes
o lotaringios procedían periódicamente a la recitación de la costumbre, los
campesinos ganaron poco a poco lo que se llamaba entonces la libertad, es
decir, privilegios. Se puso coto a la arbitrariedad del señor; los usos fueron
codificados, y los lazos más fuertes de la servidumbre fueron desatados al
procederse a la redacción de la costumbre. Los señores consintieron, porque
estas concesiones contribuían a multiplicar el número de familias campesinas
sometidas a su poder, y permitían a todos los campesinos reunir más dinero
(en las cartas de franquicia que se difundieron por los campos franceses
durante la segunda mitad del siglo XII las cláusulas destinadas a estimular los
intercambios comerciales en la aldea ocupan un lugar, por su novedad, muy
significativo). Por último, todos estos abandonos no suprimían el poder fiscal

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de los señores. Este poder era regularizado, y por esta razón se hacía más
eficaz.

En efecto, los trabajadores obtuvieron, dentro del marco del crecimiento, que las
riendas se aflojaran. Pero no se libraron de ellas y los señores no dejaron de
apoderarse de la mayor parte de los bienes producidos por los campesinos. Los
tomaron de otra forma, con una comodidad que favorecía, sin duda de modo
determinante, la vivacidad creciente de la circulación monetaria. Y este dinero fue
utilizado por los señores, como siempre, para gastar más.

EL EJEMPLO MONÁSTICO

Ningún ejemplo mejor para percibir las actitudes económicas de los señores que el de
los grandes monasterios benedictinos, por ser los mejor conocidos. Los esfuerzos
realizados desde fines del siglo XI para reformar la vida religiosa llevaron a defender
mejor y a dirigir mejor su patrimonio y, por consiguiente, a luchar contra las
intromisiones de los laicos, a proteger las piezas de archivo que fijaban los derechos
de la casa, a reanudar las tradiciones carolingias de la escritura, a ordenar
reglamentos internos de la misma forma que había hecho en el siglo IX el abad
Adalardo en Corbie, a redactar cuidadosamente inventarios señoriales, «censos» en
los que se registraban las cargas territoriales, «costumbres» en las que se trazaba la
lista de las exacciones del ban. Estos documentos permiten avanzar
considerablemente en el análisis económico del organismo señorial.
La economía sigue siendo, fundamentalmente, una economía del gasto. Todos
cuantos se ocuparon de organizarla lo hicieron siempre en función de las necesidades
que tenían que satisfacer. Constitutio expensae: el título dado al proyecto de
planificación ordenado por el abad de Cluny hacia el año 1150 es muy esclarecedor.
Se trata ante todo de proporcionar a la comunidad lo que necesita para llevar la vida
que conviene a su rango. Los monjes no son ni trabajadores ni empresarios; están al
servicio de Dios y cumplen tanto mejor su oficio cuanto más se desentienden de las
preocupaciones temporales. Lo que importa, por consiguiente, es asegurar el
aprovisionamiento regular de la casa en vituallas y en dinero. Para que la existencia
de la familia monástica no sufra modificaciones hay que administrar la fortuna
colectiva de tal modo que el cillero, encargado del victus, y el camarero, encargado
del vestitus, estén suficientemente provistos.
De esta preocupación fundamental derivan los métodos aplicados a la gestión del
patrimonio. Éste está generalmente dividido en unidades de explotación colocadas
bajo la responsabilidad de un monje delegado. El señorío de Saint-Emmeram de

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Ratisbona estaba dividido, hacia 1030, en treinta y tres centros; el de la abadía de
Cluny, a fines del siglo XI, en una veintena. Cada uno de estos centros debía asegurar
durante un cierto período de tiempo el aprovisionamiento del monasterio. Se
establecía un sistema de rotación que en el lenguaje de la época se conoce con el
nombre de mesaticum: para avituallar a la comunidad vinculada a la catedral de Ely
la repartición del servicio se hacía por semanas entre los treinta y dos dominios; el
«orden según el cual los dominios debían hacer la granja» (es decir, la provisión de
alimentos) en el señorío de Rochester dividía el año en períodos de veintiocho días.
Para que el sistema fuese eficaz era necesario evidentemente que las obligaciones
impuestas a cada dominio correspondieran a sus recursos, y esto exigía un reajuste
periódico de los repartos. De ordinario, sin embargo, las cargas de cada dominio eran
inferiores a su producción. El administrador disponía a su arbitrio de la diferencia.
Mediante la venta de las cosechas sobrantes se esforzaba por obtener moneda, que
hacía llegar al camarero. Estos principios de gestión dejaban una considerable
iniciativa a los intermediarios. Su autonomía se ampliaba aún más cuando de la
práctica del mesaticum se pasaba insensiblemente a la del arriendo, como ocurrió en
la Inglaterra del siglo XII: para librarse más completamente de las preocupaciones
temporales los monasterios confiaron sus dominios a firmarii, que no eran delegados
de la comunidad, sino verdaderos contratistas, investidos con todos los poderes
señoriales por un contrato vitalicio. El importe del «alquiler» que debían pagar cada
año podía ser aumentado si la producción del dominio se acrecentaba sensiblemente;
así, el producto de los arriendos que recibía la abadía de Ramsey se duplicó entre
1086 y 1140. Parece que este procedimiento fue también utilizado en el continente,
especialmente en Renania y en la Isla de Francia: el abad Suger de Saint-Denis
consideró ventajoso arrendar algún dominio mediante contratos renovables
anualmente.
Para asegurar las transferencias de bienes entre tierras a veces muy alejadas y el
centro único de consumo que era el monasterio podía ser útil emplear la moneda.
Parece ser que la profunda inserción de la moneda en los mecanismos de la economía
doméstica provocó a lo largo del siglo XII las modificaciones más acentuadas y
planteó los problemas de adaptación más arduos. En la medida en que el mercado de
los productos agrícolas se hacía más flexible era más rentable vender allí mismo los
excedentes y enviar una bolsa de dinero que llevar a cabo los largos transportes que
gravaban tan pesadamente, en la época carolingia, la economía de los grandes
dominios. De hecho, parece que el manejo del dinero tomó poco a poco mayor
amplitud en la administración de las fortunas monásticas. El papel del camarero se
amplió al mismo tiempo que retrocedía el del cillero. En realidad, se comprueba que,
en los monasterios de Inglaterra, fueron los ingresos en productos los que ganaron
terreno durante la primera mitad del siglo XII; en estos años el número de los monjes
aumentó, y lo más urgente era alimentar a la comunidad, es decir, avituallar los
refectorios. Pero, después de 1150, los ingresos en dinero tendieron a incrementarse

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por diversas razones. En Canterbury fue sin duda la disminución del número de
consumidores lo que incitó a convertir en numerario los censos en productos que ya
no tenían razón de ser. Por el contrario, en Ramsey, se llegó al mismo resultado a
través del acrecentamiento de las compras y del peso de las deudas, de la necesidad
urgente, pues, de obtener moneda. Ante dificultades presupuestarias análogas, las
administraciones de los bienes temporales cluniacenses buscaron el remedio en una
limitación de los gastos, es decir, en la ampliación de los recursos en cereales y en
vino. Las soluciones fueron, según se observa, múltiples, pero el problema era el
mismo: lo planteaba la nueva función del dinero. A decir verdad, Cluny representa un
caso típico y muy bien ilustrado por la documentación. Merece la pena examinarlo de
cerca, porque descubre las reacciones señoriales frente a la evolución económica.

La interpretación dada por Cluny a la regla de San Benito incitaba al gasto. Era
preciso ante todo exaltar la gloria de Dios, dar pues más relieve a la liturgia,
reconstruir los santuarios y decorarlos profusamente, dotar a los monjes de
comodidades que les permitiesen dedicarse plenamente al oficio divino y que
manifestasen claramente su preeminencia entre los diversos «Estados» del mundo. Se
les daban alimentos abundantes y selectos. Se renovaba cada año su guardarropa. El
trabajo manual impuesto por la regla se reducía a trabajos puramente simbólicos en la
cocina. Vivían como señores. Cuando el abad se desplazaba aparecía ante el pueblo
escoltado, como un soberano, por un numeroso séquito de caballeros. El éxito de
Cluny hizo que aumentaran considerablemente, durante el último tercio del siglo XI,
sus recursos en metales preciosos. La abadía controlaba una numerosa congregación
cuyas filiales enviaban a la casa madre un censo en dinero (los quince prioratos de
Provenza entregaban cada año al camarero el equivalente de una cincuentena de
libras). Recibía limosnas de los más importantes príncipes de la cristiandad; como su
influencia se había extendido ante todo por el sur, especialmente por España, es decir,
por uno de los confines belicosos del Islam, donde las operaciones militares activaban
la circulación de los metales preciosos, los beneficios no consistían solamente en
tierras; había una gran parte de oro y de plata. Así, en 1077, el rey de Castilla creó en
favor de la abadía borgoñona una renta anual, en oro, equivalente a cuatrocientas
libras de dineros de Cluny, es decir, mucho más de cuanto proporcionaba, en dinero,
el señorío. Una parte de estas riquezas fue utilizada por los orfebres para embellecer
el santuario. Otra sirvió para la adquisición de tierras, especialmente mediante el
sistema de préstamo con garantías de dinero a los caballeros de la vecindad que iban
a Tierra Santa. Pero casi todo fue gastado. En 1088 se inició la inmensa obra de una
nueva basílica, la mayor de la cristiandad latina. Ante las disponibilidades del
camarero, los administradores del monasterio comenzaron a despreocuparse del
dominio: peor vigilados, los ministeriales situados en las aldeas ampliaron
desmesuradamente, en los últimos años del siglo XI, sus beneficios personales, en
detrimento de los del señor. Pero el numerario abundaba. Para avituallar el refectorio

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se compró cada vez más. Era cómodo. En 1122, Cluny sólo obtenía de sus tierras la
cuarta parte de sus subsistencias. Para conseguir el pan y el vino que necesitaba
gastaba sumas enormes. Cada año, cerca de mil libras, es decir 240 000 monedas,
eran distribuidas entre los productores de la vecindad y los intermediarios que
intervenían en la venta de las cosechas. Las grandes necesidades de la abadía, la
orientación que deliberadamente se había dado a su economía, alimentaban pues en
forma considerable, en el umbral del siglo XII, las corrientes de la circulación
monetaria. Las hacían penetrar poco a poco, a través de redes cada vez más finas,
hasta lo más profundo del medio campesino, por mediación de los salarios pagados a
los transportistas, a los canteros y a los equipos de trabajadores eventuales empleados
en la construcción de la iglesia, y a través de las compras de alimentos. No es
extraño, pues, que en los dominios del monasterio los censos en dinero hayan
sustituido a las sernas: el señor se desinteresaba de la tierra; los campesinos ganaban
con relativa facilidad el dinero.
Pero al basar deliberadamente sobre la moneda toda su economía de consumo la
abadía se metía sin darse cuenta en dificultades, que comenzaron a ser considerables
en el primer cuarto del siglo XII. Mientras que algunas de las fuentes de numerario
disminuían, la animación de los circuitos monetarios hacía elevarse el precio de los
productos. Hubo que utilizar las reservas; el tesoro disminuyó. El abad Pedro el
Venerable, que soportó todo el peso de la crisis, acusó a su predecesor Ponce de
Melgueil de haber dilapidado el tesoro. De hecho, el camarero no podía, con el
producto de los censos, cubrir los gastos a los que se habían habituado los monjes
durante el período eufórico de fines del siglo XI. Durante veinticinco años, el abad de
Cluny intentó sanear la situación económica, esforzándose en reducir las salidas de
dinero, obligando a los monjes —a pesar de las recriminaciones— a restringir
parcialmente su consumo; pero no era posible llegar muy lejos por la vía de la
austeridad: habría equivalido a retirar al grupo monástico el aire señorial que la
tradición cluniacense le había conferido. Quedaban dos recursos: volver a la
explotación racional del dominio para obtener de él el avituallamiento del refectorio
en pan y en vino, lo que obligaba a poner orden en la gestión, a proseguir la acción
emprendida en los alrededores del año 1100 contra los administradores laicos que
habían construido su dominio parásito en detrimento de los derechos de la abadía;
calcular mediante encuestas minuciosas los beneficios de cada dominio; repartir más
equitativamente los servicios del mesaticum, y vigilar el cobro de los censos. Era
preciso ante todo desarrollar la explotación directa, aumentar en cada señorío el
número de arados para recoger más grano, plantar nuevas viñas —lo que suponía
invertir dinero—, dedicar a la contratación de viñadores una parte de los ingresos en
dinero. Las dificultades obligaban, pues, a los administradores a conceder mayor
atención a la economía doméstica, a contar, a manejar cifras, a evaluar pérdidas y
ganancias, a reflexionar sobre los medios de desarrollo; en definitiva, a transformarse
en explotadores del dominio, incluso corriendo el riesgo de traicionar su misión

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específica. Ignoramos si el plan de reorganización elaborado por Pedro el Venerable
dio resultado. Las fuentes nos indican que, sin esperar, el abad se vio obligado a
utilizar la segunda vía, el préstamo. Recibió la ayuda de uno de sus huéspedes, el
obispo de Winchester, hermano del rey Esteban de Inglaterra, que se había refugiado
en Cluny, llevando consigo el tesoro de su iglesia. El prelado inició sin duda a los
cluniacenses en los métodos ingleses, más evolucionados, de administración señorial;
puso a su disposición, no sin garantías, importantes cantidades de metales preciosos.
Esta ayuda fue insuficiente. Pedro el Venerable se vio obligado a empeñar objetos
preciosos de la sacristía: los prestamistas eran judíos (lo que quizá contribuyó a
agudizar el antisemitismo de que da pruebas el abad en algunos de sus escritos), y
también mercaderes cristianos que se habían instalado junto a la abadía en la época
en que ésta compraba la mayor parte de sus provisiones, y que habían hecho su
fortuna gracias a los monjes. Poco a poco, en el transcurso del siglo XII, el peso de las
deudas se agravó, y cada vez pareció más normal basar en el crédito la economía del
monasterio, que no podía prescindir del dinero.
Las opciones que revela la rica documentación dejada por Cluny no parecen
exclusivas de esta casa. La preocupación fundamental de acrecentar el esplendor del
oficio litúrgico y la decisión de consumir con este objeto sin medida el esfuerzo por
desarrollar los ingresos del señorío territorial, la despreocupación que hizo que
desaparecieran rápidamente las reservas de metales preciosos acumuladas gracias a
las limosnas en el siglo XI, durante la relativa atonía de los intercambios, el recurso
deliberado al préstamo: todas estas actitudes caracterizan de hecho un
comportamiento económico muy extendido en los mismos años entre los dirigentes
de los monasterios benedictinos de antigua observancia. Si las abadías normandas
dejaron hacia el año 1200 de prestar dinero a los laicos, ¿fue debido tan sólo al
respeto de las prohibiciones recientemente lanzadas por el papa contra el préstamo
garantizado por tierras? ¿No se debería más bien a que los tesoros estaban vacíos?
Suger, contemporáneo de Pedro el Venerable, es el ejemplo típico de la atención
completamente nueva concedida a la rentabilidad de la explotación del dominio. Se
sabe que no escatimó medios para hacer de la basílica de Saint-Denis el más
espléndido santuario de su tiempo; gastó para adornarla sumas enormes; pretendía así
—era su primera preocupación— glorificar a Dios. Sin embargo, en el libro que
compuso para redactar, no sin complacencia, su actuación como constructor y
decorador incluyó un tratado De son administration que, a sus ojos, era el
complemento imprescindible. Toda la obra realizada tenía como base una sana
gestión del patrimonio. Su exposición revela intenciones similares a las del abad de
Cluny: desarrollar la explotación directa para reducir al mínimo las compras de
subsistencias. En Saint-Lucien invirtió veinte libras en la creación de un viñedo para
no tener que comprar tanto vino, para no verse obligado a empeñar en las ferias de
Lagny los ornamentos litúrgicos. En Guillerval, toda la tierra estaba en manos de
campesinos dependientes; Suger consideró que este sistema basado en la percepción

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de una renta fija no era el más interesante para que la abadía se beneficiara del
acrecentamiento de los recursos campesinos; comenzó sustituyendo el censo por un
impuesto (champart) proporcional a las cosechas; además, adquirió —pagándolas
muy caras— tres «aranzadas» de tierra; en una instaló a un ministerial encargado de
«apaciguar las murmuraciones de los campesinos y la oposición al cambio de
costumbres»; con las otras dos creó un dominio; y así consiguió que los ingresos
pasasen de cuatro a cincuenta modios de grano. En Vaucresson «fundó una aldea,
construyó una iglesia y una casa e hizo roturar con el arado la tierra inculta». Pronto
hubo allí sesenta «huéspedes» y muchos otros solicitaron instalarse en el lugar. En
Rouvray, el abad rehusó el contrato de condominio que le ofrecía el señor del castillo
vecino, tomó bajo su control nuevamente el señorío, aumentó su rendimiento de
veinte a cien libras, de las cuales fueron destinadas a la construcción de la basílica
anualmente, hasta que estuvo terminada, las ochenta incrementadas.

Sin embargo, no se hicieron esperar las críticas contra el antiguo estilo de vida
monástica que Cluny había llevado a la perfección. El rechazo se hizo, desde fines
del siglo XI, en nombre del ascetismo necesario y de un retorno a las fuentes, es decir,
al texto de las reglas primitivas. Se condenó el exceso de gastos, pero no la posesión
de la tierra ni el uso del dinero. Estas opciones determinaron posiciones económicas
muy diferentes de las adoptadas en las antiguas abadías benedictinas, según puede
observarse en el caso de la orden cisterciense, la que mayor difusión conoció entre las
nuevas congregaciones.
Los cistercienses rechazaron las actitudes señoriales de Cluny. Rehusaron vivir
como rentistas, del trabajo ajeno. No poseerían más que la tierra —sin dependientes
personales, ni masoveros, ni molinos, ni diezmos— y la explotarían personalmente.
Más radicalmente que los cluniacenses o que Suger, basaron pues la economía de sus
casas en la explotación directa. Esta opción llevaba a modificar, totalmente la
situación de los monjes con respecto a la producción; conducía a sustraerlos al menos
parcialmente de la ociosidad litúrgica, a convertirlos en auténticos trabajadores.
¿Revolución en profundidad? En la práctica, el trabajo agrícola continuó siendo para
los monjes de coro una ocupación marginal que sólo en la época de los grandes
trabajos agrícolas adquiría importancia; y el trabajo no dejó de ser considerado, de
acuerdo con el espíritu de San Benito, instrumento de mortificación. Para resolver
esta contradicción las comunidades cistercienses acogieron a un segundo grupo de
religiosos, los «conversos», reclutados en el grupo de los trabajadores. Para éstos, la
participación en las oraciones fue considerablemente reducida; en la creación de
bienes les correspondía un papel decisivo. Sobre su esfuerzo descansó principalmente
la explotación del patrimonio territorial, de tierras en su mayor parte incultas, porque
las normas cistercienses obligaban a fundar los monasterios en el «desierto», en
medio de tierras sin roturar. De esta manera, y debido al modo en que eran reclutados
los monjes y los conversos y a la forma en que se dividían las tareas, la división

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profunda que separaba en la sociedad laica a los especialistas del trabajo de los demás
se introducía en el interior de la familia monástica.
Las relaciones establecidas a través de este sistema entre la tierra y las fuerzas
productivas, el empleo de una mano de obra entusiasta, totalmente doméstica, cuyo
mantenimiento costaba poco, puesto que la comunidad llevaba una vida ascética, y
solamente ayudada de tanto en tanto por algunos asalariados, cuya contratación fue
autorizada a partir del capítulo general del Císter de 1134, preparaban un éxito
económico notable. Las abadías cistercienses estaban situadas en tierras nuevas y, por
tanto, fecundas. Pronto recogieron más trigo y vino del que necesitaban para vivir. En
la zona que no fue roturada practicaron el pastoreo, la explotación de la madera y del
hierro. Ahora bien: la comunidad no comía carne, no se calentaba, usaba muy poco el
cuero y la lana. Disponiendo de tantos excedentes, los monjes pronto iniciaron su
venta: los de Longpont iniciaron la plantación de viñas en 1145, trece años después
de la fundación de la abadía; dos años más tarde comenzaban a pedir exenciones de
peaje en los caminos que llevaban a las regiones importadoras de vino; construyeron
un lagar en Noyon; hicieron cuanto les fue posible para facilitar la venta de su
cosecha de vino. Conocemos la participación de las abadías cistercienses inglesas,
desde fines del siglo XII, en el comercio de la lana. Puesto que la regla de San Benito,
cuyas prescripciones seguían al pie de la letra, autorizaba el uso del dinero, los
monjes del Císter no dudaron en acumularlo. ¿Qué hicieron con él? No compraban
nada para su propio consumo. Sus costumbres prohibían tesaurizar y adornar los
santuarios: Suger cuenta el magnífico negocio que hizo al comprar a unos
cistercienses que no sabían qué hacer con ellas un lote de piedras preciosas. La
tendencia ascética favorecía, también en esta forma, el progreso económico: los
monjes benedictinos de nueva observancia utilizaron el dinero fundamentalmente
para acrecentar el capital. Impulsaron más que nadie los perfeccionamientos técnicos.
Se puede pensar que los mejores aperos, los mejores útiles se hallaban en sus
explotaciones. También compraron tierra, y sus «granjas», los centros señoriales
satélites de sus abadías, se multiplicaron por doquier. Sin déficit, sin estrecheces, sin
empeños, las comunidades vivían en una relativa prosperidad, que contrastaba
brutalmente con la pobreza individual de los monjes. En ellas se dio un sentido muy
acusado de los negocios y disponibilidades monetarias tan considerables, que los
cistercienses terminaron por suscitar a fines del siglo XII la desconfianza de los laicos:
éstos no los veían salir de su soledad sino para comprar tierras que ellos mismos
ambicionaban o para discutir de dinero en los mercados.
De hecho, los documentos procedentes de los archivos monásticos ponen de
manifiesto dos actitudes económicas predominantes. En primer lugar, el profundo
enraizamiento de la economía doméstica en la explotación directa del patrimonio
territorial; por otro lado, y ésta parece ser una característica del siglo XII, la
habituación a comprar, vender, prestar, endeudarse, la inserción más o menos rápida,
más o menos avanzada de una economía basada en la posesión de la tierra, en el

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movimiento monetario, un movimiento que llega a ser lo suficientemente acusado
como para perturbar los circuitos tradicionales de intercambio de bienes y de
servicios. Parece que estas dos actitudes fueron comunes a todos los señores del siglo
XII, según demuestra el análisis de los ingresos que obtenían, de una parte de sus
derechos sobre la tierra, de otra de su poder sobre los hombres.

EXPLOTAR

La renta de la tierra

Entre los beneficios procedentes del señorío territorial cuentan cada vez menos
los derivados de los mansos. Fijada por el municipio, y por tanto inmutable en
principio, la tasa de las rentas no parece haber variado considerablemente desde la
época carolingia. «En este manso reside Guichard… que debe en servicio: por
Pascua, un cordero; en la época de la siega del heno, seis monedas; por la cosecha,
una comida (junto con otros muchos) y una medida de avena; por la vendimia, doce
dineros; por Navidad, doce dineros, tres panes, media medida de vino; al comienzo
de la Cuaresma, un capón; a mediados de la Cuaresma, seis monedas[31]». Éstas son
las rentas esperadas, hacia el año 1100, en el sur de Borgoña, de un antiguo manso,
todavía no dividido, es decir, capaz de ocupar y alimentar a muchas parejas de
trabajadores. Carga ligera para éstos; beneficio escaso para el señor de la tierra. El
único rasgo nuevo, con relación a los prototipos carolingios, es quizá la mayor
importancia concedida a las prestaciones en numerario, algunas de las cuales,
cobradas durante la época de la siega del heno o de la vendimia, reemplazaban sin
duda antiguos servicios en trabajo. En algunas provincias la extensión de las rentas en
dinero dentro del conjunto de las cargas territoriales es muy visible. Así, en Picardía,
donde desde el siglo XI las entregas de productos habían prácticamente desaparecido,
y donde, hacia 1100, diez masoveros del priorato de Hesdin pagaban cada año el
valor de seis libras en plata no amonedada. También en Inglaterra la proporción de
los censos en numerario es considerable. Pero el movimiento no fue general. En el
norte de Italia los dueños de la tierra se esforzaban en el siglo XII por sustituir los
censos en dinero por rentas en productos: los propietarios que vivían en la ciudad y
que se interesaban por los negocios aspiraban a comercializar en exclusiva los
excedentes de las explotaciones que dependían de ellos. En definitiva, parece que en
casi todos los campos de Europa los ingresos de un manso de tipo antiguo
descendieron relativamente en el siglo XII: los dueños obtienen sobre todo productos
agrícolas y en pequeña cantidad.

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La débil presión del señorío sobre la tierra campesina tiene una explicación. Las
roturaciones han hecho disminuir la presión demográfica. La tierra abunda y el valor
del suelo es reducido. Sin embargo, el mismo movimiento que, mientras que
retroceden las tierras incultas, hace que se modifique lentamente la estructura de los
mansos beneficia a la renta señorial. Los champarts, las «labores», todas las rentas
proporcionales a las cosechas, impuestas a los campos y a las viñas recientemente
creadas, proporcionan a los cilleros de los señores, una vez que las nuevas parcelas
están en pleno rendimiento e incluso cuando las tasas son reducidas, mucho más que
las antiguas prestaciones. Además, a mediados del siglo XII, este tipo de prestación se
hace raro; señores y campesinos se ponen de acuerdo para fijar en su lugar censos en
dinero, y cuanto más tardío es el acuerdo, mayor importancia adquieren las
prestaciones en numerario. El señor recibe cada vez más dinero de la tierra roturada,
aunque lo obtiene de otra manera. La dislocación de los antiguos mansos, la
fragmentación de los censos entre innumerables parcelas, la posibilidad dejada a los
masoveros de enajenar la tierra y de repartirla entre sus herederos son otras tantas
ocasiones para el señor de recibir en numerario los derechos de traspaso. La
animación creciente del mercado de la tierra hace que estos derechos sean cada vez
más lucrativos.
Sin embargo, los derechos más importantes entre los que disfrutan los señores de
la tierra proceden, sin lugar a dudas —todos los inventarios de dominios que han
llegado hasta nosotros lo atestiguan— de la explotación de los hornos, de los molinos
y de los diezmos. Los últimos están en su mayor parte en manos de laicos. Es cierto
que éstos han entregado, a lo largo del siglo XI, a las iglesias catedralicias y a los
monasterios la mayor parte de las iglesias fundadas por sus antepasados, pero no han
renunciado a los diezmos; eran demasiado importantes. Sus ingresos, así como los
que proceden de hornos y molinos, siguen incrementándose a medida que aumenta la
superficie de las tierras cultivadas, que progresa el uso del pan, que aumenta el
número de hombres. Quienes poseen estos derechos obtienen con qué alimentar
abundantemente a su familia, y a veces obtienen dinero cuando alquilan estos
derechos. Se aferran a ellos como a una de las fuentes más seguras de ingresos. Estos
bienes son en el siglo XII el objetivo principal de los procesos entre señores y
campesinos dependientes: en los señoríos que poseían las iglesias de Picardía la
mayor parte de los ingresos procedía, hasta aproximadamente 1080, de los censos
territoriales tradicionales; después, el predominio pasó a las tasas cobradas a los
usuarios de los bosques, de los molinos, de los hornos, y a los diezmos.
El progreso técnico, las deforestaciones, el auge de la viticultura, no dejaron, por
consiguiente, de aumentar el valor de la renta territorial en el siglo XII, lo que explica
el bienestar de los caballeros y de las gentes de Iglesia a pesar de que la concesión de
feudos, la proliferación de los linajes, la fundación de numerosos establecimientos
religiosos hayan aumentado considerablemente su número. No obstante, hay que
hacer tres observaciones: a) la vitalidad de la expansión agraria parece lo bastante

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fuerte como para que el aumento de ingresos haya podido ir acompañado de una
disminución de la presión señorial sobre los campesinos; b) con anterioridad a 1180
la parte que tiene el dinero en esta renta es limitada: de los setenta y dos mansos que
tenía en una aldea, la catedral de Mâcon sacaba cada año, además del pan y del vino
necesarios para avituallar a una sola familia de sirvientes, escasamente cuarenta
sueldos, es decir, el precio de un mal caballo; C) por último, los ingresos más
rentables, percibidos sobre las cosechas o por derechos de utilización, sólo eran
efectivos cuando el señor vigilaba de cerca; en los señoríos extensos y dispersos era
preciso, para no ver desaparecer estos ingresos, recurrir a mandatarios, que se
quedaban con una parte considerable de los beneficios.

La explotación directa

Por esta razón, para todos los señores territoriales de la época, exceptuados tal vez
los mayores, la renta tiene menos interés que la explotación directa. La mayor parte
de sus recursos procede de los «dominios», de la tierra que hacen cultivar por sus
criados y de la que les pertenecen todos los frutos. Es posible descubrir en los textos
alusiones a la desmembración y a la disolución de la reserva señorial: las donaciones
piadosas, las divisiones sucesorias, las creaciones de feudos dislocaron con
frecuencia las grandes explotaciones, y a menudo la creación de parcelas, cuyo
cultivo era confiado a masoveros, era el mejor modo de explotar estos lotes dispersos.
Por otra parte, la intensificación del trabajo agrícola y la productividad creciente de la
tierra autorizaban a reducir, sin graves pérdidas, la extensión de la reserva. Pero, al
igual que Suger o que Pedro el Venerable, en el siglo XII la mayor parte de los jefes de
las casas aristocráticas intentaron mantener la reserva, reconstruirla, ampliarla
mediante la deforestación y la plantación de viñedos. En todas partes los mejores
pagos, las tierras más productivas, se hallan en la reserva señorial. En Picardía hay
señores laicos cuya reserva abarca, como en los tiempos carolingios, centenares de
hectáreas. En el Domesday Book no hay ningún señorío sin una reserva cuya
superficie sea mayor que la del conjunto de los mansos, y que siempre engloba las
tierras más fértiles y las mejor cultivadas.
En efecto, las casas de los señores parecen bien provistas de mano de obra. Los
trabajos permanentes incumben siempre a un equipo doméstico, formado por una
veintena o una treintena de personas, entre las que predominan los «yugueros», los
conductores de arado. Estas gentes «viven del pan de su señor», como dicen los
textos de la época. Pero a menudo se les deja consumir esta «prebenda» en la casa,
rodeada de un huerto, que se les concede en la proximidad de la «corte» señorial. Este
pequeño manso les permite vivir en familia, criar hijos. Les une más sólidamente a la
explotación, en una época en la que los hombres son menos numerosos que la tierra y
en la que la movilidad campesina es grande. Los campesinos que los documentos
ingleses denominan bordiers o cottiers tienen una situación poco diferente de la

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descrita. También están asentados en una pequeña parcela; a cambio, deben trabajar
gratuitamente uno o dos días por semana en el dominio; por el resto de su trabajo
reciben un salario. Sin embargo, la desigual repartición del trabajo rural a lo largo del
año, la alternación de tiempos muertos y de períodos de gran trabajo obligaban a
añadir refuerzos temporales a estos empleados permanentes. Ante todo se requería la
ayuda de los campesinos obligados a las prestaciones personales. Toda Europa
conocía aún el trabajo forzoso y gratuito. Pero su importancia económica no era igual
en todas partes:
a. Al sur del Loira y de los Alpes las sernas eran insignificantes. La
mayor parte de los mansos se habían librado de estas
prestaciones. El servicio de los demás se reducía a algunos días
por año: de treinta y cinco mansos, la catedral de Mâcon obtenía
doscientos veinte días de trabajo por año, no más, es decir,
menos de lo que debía un solo manso en los dominios
carolingios de la zona parisina. Por último, los señores de esta
región estaban ante todo interesados en obtener una ayuda de
«arados», es decir, de yuntas, y renunciaban sin dificultad al
servicio de los trabajadores manuales. Las innovaciones técnicas,
la importancia cada vez mayor del trabajo aratorio les incitaron
tal vez a imponer, cuando era posible, nuevas sernas a los
«labradores» que disponían de arados. De hecho, en esta parte de
la cristiandad, siempre los servicios en trabajo personal habían
sido escasos. Es posible que en el siglo XII hayan aumentado en
algunos lugares.
b. En la parte septentrional del continente el sistema carolingio, en
el que los mansos se hallaban estrechamente asociados a la
puesta en cultivo de la reserva, permanecía sólidamente
implantado. Todas las descripciones de los señoríos hacen
referencia a las sernas, a la entrega de objetos elaborados en los
mansos, a servicios numerosos y regulares. Sin embargo, este
sistema parece desde 1100 en vías de desintegración. A
comienzos del siglo XII, el abad de Marmoutier en Alsacia decide
suprimir el servitium triduanum, la prestación de tres días por
semana a la que estaban obligados todos los mansos serviles en
Germania desde la época carolingia. Por los mismos años, la
mayor parte de las parcelas sometidas a las sernas se transforman
en mansos censitarios. En Francia, hacia mediados del siglo XII,
los señores renunciaron definitivamente a exigir de sus
dependientes la entrega de tejidos o de objetos de madera. De
hecho, la mejora de la productividad hacía menos necesario el
empleo de unas prestaciones personales que el auge demográfico
había multiplicado, al mismo tiempo que la penetración del
instrumento monetario permitía adquirir fácilmente productos

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artesanales de mejor calidad y contratar jornaleros cuyo trabajo
era más eficaz.
c. Sólo en la tercera zona, en Inglaterra —al menos en los grandes
dominios monásticos, los que mejor conocemos—, el peso de las
sernas parece haber aumentado en el siglo XII, aunque no de
igual modo sobre todos los campesinos dependientes. Algunos,
considerados como libres, están obligados únicamente a los
boon-works, es decir, a trabajos concretos, especialmente de
laboreo, repartidos estacionalmente del mismo modo que en los
dominios del norte de Francia o de Germania. Los demás, los
«villanos» del Domesday Book y de los documentos posteriores,
deben, además de servicios periódicos semejantes y en ocasiones
del cultivo de una parcela determinada, lo que llaman las fuentes
week-works: cada semana, el manso pone durante tres días un
hombre a disposición del señor, y éste dispone a su antojo de esta
fuerza de trabajo. En la práctica, el villano es un doméstico
temporal, como lo era el servus carolingio. Al igual que éste, se
incorpora un día de cada dos al equipo de sirvientes de la casa,
trabaja y come con ellos. De la misma forma que el esclavo del
siglo IX, obtiene de la parcela que se le concede el alimento de su
esposa, de sus hijos y el complemento de la suya. Los señores
ingleses conservan íntegramente, aunque no utilizan todos, los
derechos sobre el trabajo ajeno. Muchos preferían «venderlos»
anualmente a los campesinos, quienes, a cambio de algunos
dineros, compraban la libre disposición de su fuerza y de sus
animales de tiro. En cuarenta años, los villanos de un manor
dependiente de la abadía de Shaftesbury habían llegado a
liberarse de los week-works; cada uno pagaba a cambio un censo
de tres o de cuatro sueldos.

En Inglaterra y en el continente fuerzas semejantes incitaban, pues, a los señores a


explotar de una manera nueva las capacidades de producción de sus masoveros. Era
más práctico renunciar a un trabajo que, por la «incuria, la inutilidad, la desgana, la
pereza» de los campesinos era poco rentable y que, en definitiva, resultaba caro:
había que alimentar a los hombres, y la costumbre, evolucionando lentamente en
favor de los humildes, exigía que cada vez fueran mejor alimentados. Era más
práctico cambiar este tipo de trabajo por dinero, del que disponían los campesinos
con mayor facilidad que en épocas anteriores. Así, sin que se redujera
considerablemente la extensión del dominio, el papel de las sernas se redujo,
disminuyó en todas partes durante el siglo XII, incluso en Inglaterra. Inversamente, el
papel del asalariado se amplió: con el dinero recibido a cambio de la supresión de
algunas sernas, los monjes de Cluny pagaban a los obreros de sus viñas. De esta
forma se llegó a confiar a jornaleros mercenarios la mayor parte de los trabajos

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manuales que no podían realizar los criados. El refuerzo que suponían las sernas se
cifraba más en animales de tiro y en aperos de labranza que en hombres. La aldea no
colaboraba en la explotación del dominio sino con tres aportaciones, cuyo valor
económico, es cierto, era determinante: proporcionaba arados ante todo, luego
jornaleros en busca de un empleo temporal que complementara sus recursos, y por
último dinero para contratar a estos jornaleros.
Gracias a esta colaboración, tanto más eficaz cuanto que el campo se poblaba,
mejoraba su equipo técnico y se abría a los circuitos monetarios, la gran explotación
pasó por una época floreciente. Alimentaba a los dueños, a sus sirvientes y a los
huéspedes que recibían, y aún quedaban excedentes que podían ser vendidos. De esta
forma, el dominio proporcionaba dinero al señor.

La explotación de los hombres

Pese a cuanto hemos dicho, los mayores ingresos en dinero no procedían del
señorío territorial, sino del poder sobre los hombres. En primer lugar, de los
miembros de la familia. Los señores del siglo XII comenzaron a darse cuenta de que la
explotación de sus «criados» sería más rentable si dejaban a éstos una mayor
autonomía económica. Sin duda, reclutaban al igual que antiguamente la mayor parte
de sus domésticos entre quienes dependían de ellos; pero preferían autorizarles a
establecerse, a enriquecerse: una fiscalidad cuya eficacia parece reforzarse sin cesar
les permitía participar ampliamente en este enriquecimiento. Podían «vender» la
libertad, del mismo modo que vendían las sernas, y esta venta proporcionaba grandes
beneficios: hacia 1185, el abad de Ferrières, en Gatinais, decidió conceder a sus
hombres franquicias: el derecho de moverse y de disponer libremente de sus bienes;
«en gracia a esta libertad cada jefe de familia debió dar a la iglesia cinco sueldos en
censo anual». Liberar la familia a cambio de una renta en dinero era una solución
aceptable, aunque sin duda no la más lucrativa. Era más práctico conservar la
posibilidad de seguir explotando al dependiente. Cuando éste moría, en Germania, el
Buteil concedía al señor un tercio o la mitad de los bienes muebles; en el norte de
Francia el señor elegía el «mejor catel», la mejor res o, si se trataba de la sucesión de
una mujer, el vestido más rico. Se le podía explotar también cuando infringía la
costumbre o cometía un delito. La justicia, su administración, era el derecho sobre los
hombres que permitía más fácilmente quitar a los trabajadores el dinero que hubieran
podido ganar.
Pero la justicia, al menos la más lucrativa, pertenecía en la mayor parte de los
casos a los pocos señores que tenían el poder del ban. Los documentos franceses,
que, en este aspecto de la historia económica, son tal vez los más ricos, permiten
seguir los progresos de la fiscalidad basada en el ban. Durante la primera mitad del
siglo XI, al mismo tiempo que los atributos reales de la justicia pasan a manos de los
poderes locales, aparecen en los textos las primeras referencias a «costumbres»

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diferentes; por esta misma época se multiplican las menciones de un derecho de
posada y yantar en favor del señor del territorio y de sus agentes, así como noticias
sobre la requisa de heno y de avena para los caballos del castillo. Más tarde, en los
cuarenta años que rodean al 1100, aparecen las corveas o sernas públicas, de acarreo
o de laboreo, que el señor utiliza para la explotación de sus dominios, así como
diferentes derechos que se arroga sobre la circulación comercial: peajes, tasas sobre
los intercambios realizados en los mercados de la aldea, monopolio de la venta del
vino en determinados momentos. Las primeras huellas de la «talla» —es decir, de una
exacción que el señor realiza a costa de sus súbditos cada vez que tiene necesidad—
son de los años próximos al 1090. Hacia 1150, este impuesto, el más pesado, por su
carácter arbitrario, sufre dos modificaciones complementarias: se comienza a
cobrarlo en numerario; se institucionaliza, es decir, se convierte en un impuesto anual
de valor fijo. Éstas son las principales etapas de una evolución cuyo ritmo coincide
con el del crecimiento agrícola y con el de la apertura de los campos a los
intercambios. A medida que pasa el tiempo, los dueños del ban obtienen cada vez
más de campesinos más numerosos y menos miserables. Ningún documento permite
medir el alcance de estas exacciones, ni compararlo con el de las rentas territoriales.
Sin embargo, parece mucho más considerable. Mediante sólo la talla, un señor del sur
de Borgoña pudo conseguir en una sola vez, a comienzos del siglo XII, cuarenta
sueldos de un campesino, cien de otro —lo que revela, cualquiera que haya sido el
papel, en el momento de esta recaudación, de la solidaridad familiar o campesina, la
importancia del ahorro acumulado, en forma de moneda o de ganado, en los hogares
de los trabajadores—. Otro señor, hacia 1200, pudo conseguir el valor de trescientos
marcos de plata de una pequeña parte solamente de los habitantes de su castellanía.
Juzgar equivalía a atraer el dinero aun en mayor cantidad: en la curia de Lincoln, en
1202, la justicia del rey de Inglaterra impuso multas de un importe total de seiscientas
treinta y tres libras —unos treinta sueldos de media por culpable— en una época en la
que el valor de los bienes en las casas rurales de tipo medio no superaba los seis
sueldos, y en la que con un dinero se pagaba el trabajo de un día. Cuando, en 1187,
los agentes del conde de Flandes llevaron a cabo, en la cuenta que se conoce con el
nombre de la Gros Brief, la evaluación de los ingresos de su señor, clasificaron aparte
los ingresos provenientes de la justicia: habían adquirido extraordinaria importancia.
Sin duda, una buena parte de los beneficios del ban servía para enriquecer a los
ministerios, muchos de los cuales pertenecían en el siglo XII a la aristocracia: en
Picardía, todas las alcaldías de los señoríos eclesiásticos estaban en manos de
poderosos locales. El interés prestado por los caballeros a estas funciones es prueba
de que reportaban ventajas sustanciales. Éstas permitieron a los ministeriales que no
pertenecían a la nobleza elevarse rápidamente en la jerarquía de las fortunas, a pesar
de los intentos de los señores para retrasar este ascenso. Al servicio de los señores
que tenían el poder de mandar y de juzgar y que obtenían de él importantes
beneficios, se halla así el más dinámico de los medios sociales, el único en el que no

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era una aventura insólita que una persona que por su nacimiento pertenecía a la clase
de los trabajadores intentara introducirse en el grupo de los señores. Este dinamismo,
la esperanza de una mejora social que podía llevar muy lejos, por poco dotado que se
estuviera de espíritu emprendedor, tuvo sin duda una gran parte en la agravación del
peso del señorío basado en el ban: los ministeriales de los príncipes y de los grandes
señores pusieron personalmente en funcionamiento el sistema fiscal del que eran los
primeros beneficiarios. Por esta misma razón, al estimular mediante su creciente
exigencia la producción rural, se convirtieron en los agentes más activos no
solamente de su propio éxito, sino del conjunto del desarrollo económico.
Por mi parte, me sentiría inclinado a ver en el señorío del ban, tanto si se hallaba
enteramente concentrado en las manos del rey, como en Inglaterra, como si se hallaba
disperso, caso de Francia, entre muchos señores, el principal motor del crecimiento
interno de la economía europea. Los señores del ban habían heredado las
prerrogativas de los antiguos soberanos, pero también sus deberes. La función
económica que realizaba la corte de Carlomagno, lugar de concentración y de
redistribución de las riquezas, tuvo que cumplirla la corte de cada «señor», tanto la
del duque de Normandía como la de los jefes de las pequeñas fortalezas
independientes de la Isla de Francia o de la región de Mâcon. Cada corte se vio
obligada a ser el centro desde el que irradiaba la generosidad, hacia las iglesias para
el bien común del pueblo, hacia los vasallos caballeros a cuyas manos iba a parar, en
forma de joyas, fiestas, armas, o caballos, todos los regalos del señor, y hacia los
pobres. Estas cortes eran muy numerosas. Uno de los efectos de la implantación del
feudalismo fue que, en adelante, existieron en Europa centenares de carolingios y
centenares de hogares hacia los cuales convergía el complejo mecanismo de los
donativos y contradonativos. La multiplicación fue en sí misma un poderoso factor de
animación. Por otro lado, los grandes señores, al revés que los monarcas de la Alta
Edad Media, obtenían escasos beneficios de la guerra, excepto en el caso de que se
enrolaran —así lo hicieron durante el siglo XII casi todos los dueños del ban— en
expediciones lejanas contra los infieles. Combatían sin cesar; sus hijos, en los
torneos, jugaban a combatir, y esta actividad costaba mucho más de lo que producía.
Hacía correr abundantemente el dinero principesco, lo distribuía entre los pequeños
caballeros, entre los criadores de caballos, los fabricantes de armaduras, entre todos
los traficantes y bufones atraídos por la feria que acompañaba a cada torneo. La
distribución era en esta época, en un giro de ciento ochenta grados, la principal
función económica de la guerra: no añadía nada a los recursos de la aristocracia, sino
que la empujaba a gastar. Los señores necesitaban, por tanto, para mantener su
munificencia, explotar más rigurosamente los derechos de que disponían y conseguir
de los súbditos todo lo que éstos podían dar, para lo cual se veían obligados a
acrecentar la producción al nivel del trabajo rural, a incrementar, conscientemente o
no, las roturaciones, el equipo, la población; para obtener el mayor dinero posible
había que estimular el desarrollo de los intercambios en el ámbito rural. Los poderes

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y las necesidades de los múltiples herederos de los antiguos reyes son sin duda el eje
de todos los mecanismos económicos de la época.
Pero si los señores del ban recogían más moneda que los demás, también fueron
los primeros en carecer de ella. Al igual que el abad de Cluny, se endeudaron.
Mientras que entre los pequeños señores territoriales los préstamos se hacían entre
parientes, entre amigos, a través de una serie de combinaciones que de ninguna
manera son prueba de una falta crónica de numerario, las deudas de los grandes
señores no cesaban de aumentar. El desequilibrio entre los ingresos y los gastos
apareció, pues, primeramente en los niveles superiores de la aristocracia. A partir de
1075 —en el momento en que, según hemos dicho, hay que situar un hito
fundamental en la cronología de la historia económica europea— este fenómeno se
manifiesta en toda su amplitud.
Para obtener los metales preciosos o el dinero los grandes señores laicos habían
recurrido inicialmente a la Iglesia. Inmensos tesoros habían sido acumulados durante
generaciones, y las limosnas constantes aumentaban su valor, porque la preocupación
de proteger el patrimonio familiar, la animación de los circuitos monetarios, la
movilización progresiva de los bienes incitaban a los ricos, desde mediados del siglo
XI, a dar menos tierras a los servidores de Dios y a ofrecerles más dinero: en el
monasterio de Saint-Trond, uno de los monjes estaba exclusivamente dedicado a
recoger las monedas y los hilos de plata que los peregrinos depositaban día y noche
junto a las reliquias del santo patrono. La ayuda a los necesitados en las épocas de
hambre, el espíritu de pobreza que animaba a los cistercienses a vender lo más
rápidamente posible las joyas que les ofrecían, las dificultades de la economía
monástica no fueron los únicos factores que provocaron la dispersión de los tesoros.
Los dignatarios eclesiásticos se sirvieron de ellos para practicar el préstamo con
garantías. A cambio de un adelanto, la comunidad religiosa recibía el usufructo de
una tierra que explotaba hasta el reembolso. Los beneficios de este bien eran el
interés de la deuda; y como frecuentemente el propietario era incapaz de devolver el
dinero, la garantía terminaba por integrarse al cabo de algún tiempo en el señorío
eclesiástico. Eran operaciones muy ventajosas; algunas, después de 1075, adquirieron
gran importancia: Godofredo de Bouillon ofreció poner su alodio en manos del
obispo Otberto de Lieja como garantía de un adelanto considerable. La oferta era
tentadora, porque la garantía era importante, y para atenderla se retiró todo el oro que
decoraba el relicario de San Lamberto; y como el metal reunido no era suficiente, el
obispo no dudó, a pesar de las recriminaciones de los monjes, en utilizar los tesoros
de las abadías de su diócesis.
Esta fuente de crédito se hizo menos abundante a lo largo del siglo XII. Ante todo,
por razones morales: las exigencias espirituales que la reforma eclesiástica difundía
poco a poco entre los religiosos aumentaban las reticencias hacia el préstamo con
interés, cuya práctica fue condenada oficialmente por el papa en 1163. Por otra parte,
sabemos que los establecimientos religiosos también se hallaban en dificultades

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financieras. Hemos hablado de las sufridas por los dirigentes de Cluny, semejantes a
las que afligían en la segunda mitad del siglo XII a un gran número de abades y a casi
todos los obispos, quienes también vivían por encima de sus posibilidades. El
arzobispo de Maguncia estaba tan acuciado por la necesidad de dinero que agravó
desmesuradamente sus exigencias fiscales, hasta el punto de que sus súbditos se
sublevaron y le dieron muerte en 1160. Los grandes señores eclesiásticos eran tan
propensos como los laicos a gastar. Sin embargo, como la parte de los metales
preciosos y del dinero era cada vez mayor en las donaciones piadosas de las que eran
beneficiarios, los eclesiásticos tardaron más en endeudarse; de todas formas tuvieron
que renunciar a su papel de prestamistas, y los laicos debieron buscar proveedores en
otra parte.
Durante la Alta Edad Media, los judíos habían monopolizado casi en exclusiva
los metales preciosos y la moneda: prestaban unos y otra a los cristianos; la condena
lanzada por la Iglesia contra los usureros no les concernía; el éxito de la moral
económica cristiana favoreció, por tanto, su especialización en el crédito: judíos
fueron quienes sacaron de apuros en los años 955-970 a la condesa de Carcasona; al
arzobispo de Colonia, en el tercer cuarto del siglo XI; al abad Pedro de Cluny,
cincuenta años más tarde. Después de mediados del siglo XII, la prosperidad de las
comunidades israelitas es evidente en Francia y en Inglaterra; gran número de
señores, entre los que figura Enrique II de Inglaterra, son sus deudores. Sin embargo,
en este momento aparecen dos hechos nuevos. Ante todo, la presencia entre los que
prestan y obtienen beneficios del préstamo, de cristianos que no son ni señores ni
hombres de Iglesia, sino gentes de la ciudad, enriquecidos en los negocios. En
segundo lugar, un cambio en la posición del préstamo dentro de la economía de las
grandes casas aristocráticas: ya no se trata de un recurso ocasional, sino de un
procedimiento de gestión completamente normal. En menos de un siglo el pequeño
mundo de los señores del ban se habituó a la utilización del crédito. Este hecho
subraya el papel fundamental desempeñado por este medio social en el progreso
económico. Si los señores pedían prestado era porque gastaban más de lo que
tomaban y porque —al igual que los abades de Cluny desde el último tercio del siglo
XI— distribuían a su alrededor profusamente la moneda. Pero también porque había
poseedores de numerario que se hallaban interesados en poner éste a su disposición.
En gran parte, el dinero que recibían en préstamo era el mismo que su largueza y sus
compras habían puesto anteriormente en circulación, y el mismo que sus compras y
su largueza harían circular nuevamente.

GASTAR

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Los gastos de los príncipes y de los señores de los castillos eran en el siglo XII del
mismo tipo que los de la abadía de Cluny. Los monjes cluniacenses sacrificaban el
dinero a la gloria de Dios, lo utilizaban para acoger a los huéspedes y tratarlos como
requería su rango; su tren de vida señorial, su preocupación por vestir de modo
distinto al vulgo, les obligaban también a tratar con los mercaderes. Todos los
grandes señores, desde los reyes hasta los simples castellanos, utilizaban la moneda
que cobraban o que recibían en préstamo para dos fines: el sacrificio y el adorno.
Todos debían servir a Dios, para su propia salvación y para la del pueblo acogido a su
protección. Por consiguiente, daban mucho a las iglesias, tal como hacían los reyes de
otro tiempo. Luis VII, ayudando a construir Notre-Dame de París y las demás
catedrales de la Isla de Francia, repetía los gestos de Carlomagno; y no hay un solo
señor de alguna importancia que no haya construido una colegiata, mantenido con sus
donaciones un monasterio, para que en él se rogase por el donante y por sus
antepasados, y para que en el monasterio fueran enterrados los miembros de su linaje.
En primera fila de los gastos hay que situar, por consiguiente, las donaciones
piadosas. Sin embargo, repitámoslo, las donaciones tendían en el siglo XII a cambiar
de naturaleza, a convertirse en ofrendas en dinero o en la creación de rentas en
numerario. En los actos de sacrificio que imponían las creencias y el temor al más
allá aparecían innovaciones relacionadas con el movimiento general de la evolución
económica y suscitadas por la vivacidad creciente de la circulación monetaria. En
épocas anteriores, el donativo hecho a Dios y a sus servidores tenía como resultado
normal el de pasar de un patrimonio o de un tesoro a otro un capital inmóvil, fijo,
inerte. En adelante, la naturaleza del donativo sería tal que inmediatamente
determinaba un encadenamiento de gastos específicos: para construir un monumento,
para alimentar a una comunidad religiosa. Además, nuevas formas de consagrar las
riquezas al servicio de Dios se difundían por doquier: la peregrinación a tierras
lejanas ante todo, que era ocasión y motivo de una movilización de riquezas, y que
estimuló, a lo largo de sus itinerarios, la circulación monetaria; el cuidado de los
pobres, después. En el seno de una común indigencia y en una sociedad bloqueada, la
pobreza no tenía, en el mundo antiguo, significación económica: en el vocabulario
carolingio, la palabra pauper indicaba ante todo la sumisión; no se oponía a dives
sino a potens. Y el socorro a los desgraciados, ritualizado, no era más que un gesto
simbólico dentro de la liturgia. Todavía a comienzos del siglo XI, cuando el rey de
Francia Roberto el Piadoso da a los indigentes limosna, interpreta el personaje de
Cristo; un número fijo de pobres le acompaña; son pensionados, figurantes, y cuando
muere uno, rápidamente se le busca sucesor. En el siglo XII, el deshielo de la
economía modifica este ceremonial. El pobre, aquél por el que se preocupa el conde
Teobaldo de Champaña en épocas de hambre, aparece cada vez más como una
víctima de los movimientos económicos a la que hay que ayudar por amor de Dios.
Esta lenta transformación del sentimiento religioso fue sin duda efecto de la nueva
atención concedida al Evangelio, pero los progresos de la circulación de bienes la

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aceleraron considerablemente. Durante la Alta Edad Media, ningún grande cerraba
sus graneros a los miserables, y esta generosidad daba lugar a una redistribución de
los bienes de considerable amplitud, entre los miembros de la sociedad rural. La
novedad del siglo XII fue que la caridad se institucionalizó, que la pobreza se
convirtió en un valor, propuesto a todos los ricos como modelo de comportamiento
saludable, que poco a poco se hicieron más numerosos los que pensaban que el mejor
uso que podía hacerse de la riqueza no era mantener especialistas del canto coral en
un monasterio o cabildo, no era construir una catedral, sino compartirla con los
indigentes. Una parte cada vez mayor de los gastos de tipo piadoso introdujo así
directamente la moneda hasta en las capas más bajas de la población.
Ser rico en el siglo XII, al igual que en tiempos anteriores, no obligaba solamente
a dar a Dios, sino también a los amigos, a acogerlos en gran número, a ampliar cuanto
fuera posible la casa, a adornarla. Las cortes, en el centro del señorío, fueron, pues, al
igual que los grandes monasterios, lugares de acogida abiertos a todos; la mayor
gloria del dueño radicaba en distribuir placeres, y su largueza hacía participar de los
placeres de la vida a sus huéspedes, permanentes y temporales, y a sus servidores. La
corte se convierte de esta forma en el vértice de la economía de consumo, que ella
estimula y que cada vez impulsa más hacia adelante. Porque el renombre de una corte
depende ante todo de su lujo, es decir, de la abundancia de productos insólitos para la
mesa, el cuerpo y el espíritu. El señor está socialmente obligado a mostrarse en
posesión de todos los refinamientos que los viajes a Oriente han mostrado a los
caballeros latinos y a hacer que los compartan quienes le rodean. La corte se halla de
esta forma en el punto de partida de un movimiento muy vivo de vulgarización que
hace aparecer necesidades nuevas en un grupo de consumidores cada vez más amplio.
Es también un centro de emulación en el que cada uno rivaliza en el despilfarro. El
crecimiento económico hace a la sociedad mundana del siglo XII cada vez más
sensible a la moda y a su constante búsqueda de novedades. Pero la materia de este
lujo es en términos estrictos «exterior», para utilizar un término tomado del
vocabulario monástico y con el que se designan los artículos que no se producen en la
casa y que hay que comprar. Mantener esta fiesta permanente que tiene lugar en los
centros aristocráticos exige por tanto recurrir a especialistas del aprovisionamiento de
artículos desconocidos, maravillosos y lejanos, es decir, a los mercaderes.

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Fig. 4. «Extensión de las ciudades europeas», según R. López: Naissance de l'Europe,
1963, Colin, Colección «Destins du Monde».

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En el seno de la Europa del siglo XII, el desarrollo de las actividades comerciales
no se debió a los mismos estímulos que en los cien o ciento cincuenta años anteriores,
durante los cuales los aventureros, sin deponer las armas, liquidaban el botín de las
expediciones agresivas lanzadas sobre los confines de la cristiandad. Durante la
época de paz relativa lograda con el establecimiento del feudalismo y afirmada
progresivamente por el afianzamiento de los grandes principados regionales, el
desarrollo tuvo como base la extensión de las necesidades de las grandes casas
señoriales, la elevación progresiva del nivel de vida mantenido en ellas, el bienestar
que procuraba a quienes explotaban el derecho de ban el aumento continuo de los
ingresos, basado a su vez en la expansión de la producción rural. Este desarrollo,
cuyas raíces profundas son campesinas, provocó una expansión del fenómeno urbano.
El auge de las ciudades está directamente vinculado a la vitalidad de las grandes
cortes señoriales, es decir, depende directamente de la eficacia siempre en aumento
de una fiscalidad basada en el derecho de ban.
Dejando al margen algunos puntos en los que los negociantes se encontraban y
almacenaban sus mercancías, pero que no eran ciudades en sentido estricto, las
aglomeraciones de la Alta Edad Media cumplían dos funciones: religiosa y militar.
En su interior se hallaba el centro de señoríos importantes: del obispo, del cabildo
catedralicio, de los monasterios, del conde —cuando residía en la ciudad, hecho
frecuente en la mitad meridional de la cristiandad—, de las familias de guerreros que
custodiaban las murallas. Los soberanos poseían frecuentemente un palacio en las
ciudades, y en él residían durante largos períodos. Desde todos los grandes dominios
rurales llegaban a la ciudad convoyes de productos agrícolas; con anterioridad al año
mil, el comercio de artículos de la tierra se realizaba principalmente en el mercado
urbano. Cuando el progreso del feudalismo fragmentó los poderes reales, algunos de
los señores establecidos en la ciudad —los abades, el conde o su delegado, a menudo
el obispo— se apoderaron del derecho de ban. La ciudad se convirtió de este modo
en el punto de convergencia de una red de recaudación ampliamente difundida por el
territorio circundante, a través de la cual se orientó hacia la ciudad una parte, mayor
que en épocas anteriores, de los excedentes de la producción rural, cada vez más en
forma de moneda. Los señores del ban utilizaban estos ingresos de acuerdo con sus
intereses: en construir —las construcciones más importantes, religiosas y civiles, se
concentraron poco a poco en las ciudades—, en distribuir a su alrededor el placer.
Estos gastos hicieron que se desarrollara una actividad hasta entonces marginal, la
función comercial y artesanal. Su desarrollo dio lugar a la creación de uno o más
barrios, agregados a la ciudadela y a las aglomeraciones colindantes con los
establecimientos religiosos, que recibieron en muchas ocasiones el nombre de
«burgos». Se extendieron a lo largo de las vías más frecuentadas, en dirección hacia
el mercado, el puerto, los medios de comunicación que se perfeccionaron durante este
período: en las ciudades francesas, la construcción de un gran número de puentes de
piedra tuvo lugar en los años finales del siglo XI. El crecimiento fue tanto más rápido

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cuanto más poderosos y ricos eran los señores que residían en las ciudades. Las más
prósperas fueron las de Toulouse, Arles o Angers, Orleans o París, Winchester o
Maguncia, donde residían grandes príncipes; el auge de Viena comenzó en la segunda
mitad del siglo XII, cuando el duque Enrique Jasomirgot estableció en esta ciudad su
residencia. El lazo entre el poder señorial y la vitalidad urbana es evidente. Y cuando
una corte activa tenía su sede en pleno campo, rápidamente surgía a su alrededor una
aglomeración urbana: a la puerta de la abadía de Cluny fue creado ya en el año mil un
burgo; a finales de siglo XII vivían en él unos dos mil habitantes, estrechamente
asociados a la economía del gran centro consumidor que era el monasterio; y
Haguenau, en Alsacia, no tardó en convertirse en ciudad después que Federico
Barbarroja construyó un palacio en este lugar en 1164.
La misión principal de los burgos era la de aprovisionar a la corte señorial a
través de la artesanía y del comercio. La función artesanal es en sus comienzos de
tipo doméstico. Cuando adquirió importancia, lo hizo en forma de excrecencia de los
talleres del dominio: del horno, de las forjas, de las tenerías, de los talleres femeninos
de tejido. Poco a poco, los talleres produjeron más de lo que necesitaba la casa del
señor y ofrecieron los excedentes a una clientela exterior. La persona que tenía un
horno a fines del siglo XI a la entrada del puente de Mâcon tenía como misión
fundamental la de aprovisionar la mesa del obispo, pero también vendía grandes
cantidades de pan a los viajeros; a medida que se animaban los caminos, sus negocios
se ampliaron y con ellos su independencia económica. A comienzos del siglo XI, la
salida del artesanado urbano fuera de su marco primitivo señorial y servil era muy
clara, según lo prueban las tarifas de peaje. La de Arras muestra que la mayor parte
de los objetos vendidos por los artesanos de la ciudad eran alimentos preparados. De
hecho, parece seguro que los oficios de la alimentación, la panadería y la carnicería
fueron los primeros en abrir el camino de la expansión. Pero el texto menciona
también tejidos de lana, objetos de metal que el herrero vendía en el mercado. Sin
embargo, hay que esperar a un período posterior, al siglo XII, para poder hablar, en la
historia del artesanado urbano, de una fase de rápido desarrollo coincidente con los
años en los que los trabajadores se liberaron completamente de la domesticidad
señorial. En 1109 el abad de Fritzlar autoriza a los hombres de su familia a vender en
el mercado los objetos que fabrican; los reglamentos aprobados en Estrasburgo en
1170 disponen que «cualquiera, de la familia de la iglesia, que venda en la ciudad
objetos hechos con sus manos no está obligado al pago de la tasa». En este momento,
los oficios del pan, de la carne, del hierro, del cuero, trabajaban en cada aglomeración
para un mercado local que los avances de la civilización material introducían poco a
poco en las zonas rurales circundantes. Simultáneamente, para las necesidades de los
más ricos, se desarrollaban artesanías cuya clientela era mucho más lejana, porque los
artesanos estaban especializados en la fabricación de artículos de lujo, especialmente
de los dos principales ornamentos de la vida nobiliaria: el vino y las telas preciosas.

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Desde comienzos de la Alta Edad Media, los grandes, establecidos en las
ciudades, y de modo especial los obispos, habían dispuesto la creación de un cinturón
de viñas alrededor de las ciudades cuya situación climática no era excesivamente
desfavorable para el desarrollo de la viticultura. El aumento de los ingresos señoriales
y la vulgarización de las costumbres principescas difundieron el uso del vino en los
medios aristocráticos, así como en las fraternidades de mercaderes que procedían a
libaciones periódicas. La demanda aumentó en cantidad al mismo tiempo que exigía
mejor calidad. Los grandes señores rivalizaban en servir a sus invitados los mejores
caldos: el oficio de bodeguero era uno de los más importantes en la corte del rey
capeto. Para satisfacer estas necesidades se incrementó el número de viñedos en todas
las regiones aptas para producir un vino de calidad que se pudiera exportar fácilmente
a través de los ríos, es decir, por el curso del Sena medio y del Oise, por el Loira, el
Rin y, por último, hacia las costas atlánticas en las comarcas próximas a La Rochela.
El desarrollo de la viticultura es un aspecto muy importante del crecimiento rural del
siglo XII. Una de las inversiones más espectaculares que se permitieron los señores
fue la creación y mejora de los viñedos. Pensaban ante todo en el lustre de su mesa,
pero también en el beneficio que proporcionaría a sus súbditos la venta de los
excedentes de la producción. No dudaron en sacrificar dinero y tierra, abandonando a
los pioneros de la viticultura la mitad de las viñas que plantaban, y con su actitud
favorecieron la extensión de la pequeña propiedad campesina. Sin embargo, es
necesario recordar que el trabajo de la viña, por el cuidado constante que exige, por
su carácter técnico, puramente manual y cada vez más desarrollado, por su
permanencia en una parcela cuya calidad crece a medida que se aumenta el trabajo
humano, es muy diferente del trabajo de las tierras de labor: se trata de una verdadera
artesanía, que por otra parte permanece íntimamente asociada a la ciudad. En todas
partes, alrededor de Laon, de Maguncia, de París, de Orleans, más tarde de Auxerre y
de gran número de pequeños centros monásticos, como Ferrières-en-Gâtinais, se
multiplicaron los viñedos, siempre en las proximidades de la ciudad, tan cerca de los
burgos que la obligación de éstos obligaba a arrancar cepas, a plantar otras a alguna
distancia. El viñador era un hombre del burgo, un «burgués» en la expresión con que
se designaba a los habitantes del burgo desde el año mil. Residía en él, y las labores
minuciosas de la transformación de la uva en vino, las transacciones que tenía que
realizar para vender su cosecha, las monedas que obtenía, le alejaban de los
productores de trigo, le aproximaban a los mercaderes de paños o a los tejedores.
Vestir tejidos de lana teñidos de colores poco corrientes y casi tan bellos como los
tejidos de lana traídos de Oriente, al igual que beber vino, diferenciaba del pueblo
común al hombre de alta cuna. En el siglo XI existían talleres textiles en todas las
aglomeraciones, pero en general lo que fabricaban no podía satisfacer —lo mismo
ocurría con la mayor parte del vino— las exigencias de los grandes señores y de su
séquito. Era necesario obtener una mejor calidad. El deseo señorial de vestidos que
sobrepasasen a los de los demás provocó la especialización progresiva de algunos

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talleres. Un tratado compuesto hacia 1070 en el norte de Francia, el Conflicto del
cordero y del lino (Conflit du mouton et du lin), permite localizar estos talleres. De
Renania y de Suabia, dice el texto, vienen paños teñidos de negro y de rojo, pero no
son de la mejor calidad: «Los vestidos que convienen a los señores [se emplea la
palabra dominus, es decir, el título específico dado a los dueños del poder basado en
el ban] eres tú, Flandes, quien los envía» y son de color verde, gris y azul oscuro.
Efectivamente, en Flandes y en sus alrededores, en aglomeraciones de las cuales
ninguna prácticamente albergaba una corte, cuya función de sus orígenes era casi
exclusivamente económica, alrededor del viejo portus que era su centro, se crearon
los núcleos de una actividad artesanal, completamente orientada hacia la exportación,
del mismo modo que lo estaban los grandes viñedos de la cuenca parisina y del
Atlántico. Exportación que rápidamente alcanzó tierras lejanas: hacia 1100, para
ingresar en la asociación de mercaderes de Novgorod, en el Báltico, era preciso
ofrecer una pieza de paño de Ypres. Esta ciudad, en ese momento, sólo existía desde
unos cincuenta años antes.
Hacia mediados del siglo XI, un perfeccionamiento capital había afectado a la
fabricación de los tejidos de lana en Flandes (también en Champaña si se presta fe a
cierto comentario del Talmud escrito por un rabino de Troyes, que es la fuente escrita
más explícita sobre este punto). Como toda la historia de las técnicas, esta
transformación está enmascarada bajo una espesa oscuridad que la sagacidad de los
investigadores jamás conseguirá disipar. Al menos, pueden adivinarse sus bases. El
telar vertical —un instrumento femenino usado en todos los «gineceos», del que
hablan ya en el siglo XI los inventarios de dominios, y utilizado también en las chozas
de los esclavos asentados, el instrumento con el que se fabricaban tejidos anchos y
cortos, como esas palliae o «capas» llamadas frisonas que fueron objeto de un
acuerdo entre Carlomagno y el rey de Mercia— fue sustituido por el telar horizontal
con pedales. De éste, utilizado desde mucho antes, salían paños mucho más largos (la
longitud normal de los panni era de quince a veinte metros, mientras que la de las
palliae raramente era superior a tres), pero más estrechos. La innovación consistió en
modificar el útil para que pudiese, accionado por dos personas, producir paños tan
anchos como las palliae. Con esta modificación se convirtió en un útil masculino,
como el arado, un útil profesional y, al igual que el arado, un útil de conquistador.
Porque su primera ventaja era la de triplicar, quintuplicar la productividad del trabajo;
su producto podía además prestarse mucho mejor a todas las prácticas del apresto y
del tinte; por último, el producto era homogéneo, al igual que el de los talleres
monetarios. Abundancia, regularidad: la producción del nuevo tejido respondía
perfectamente a las necesidades del comercio, a la demanda creciente suscitada por el
bienestar señorial. Todavía era necesario que la producción fuera de muy alta calidad.
Por esta razón, la mejora del tejido se asoció íntimamente con otras operaciones: el
batanado, cuyo fin es hacer el paño más espeso, más suave, más pesado —y cuyas
necesidades hicieron difundirse al mismo tiempo y al mismo ritmo los batanes— el

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tinte, que distingue el tejido de los de fabricación corriente. Estas operaciones
complementarias, que exigían grandes cuidados, fueron confiadas a otros
especialistas. Por primera vez, en el curso de la segunda mitad del siglo XI, en el
noroeste del reino de Francia y para la confección de paños de lujo, una operación
artesanal adoptó la forma de un complejo en el que el trabajo se dividía entre muchos
«oficios». Adaptación esencial: el valor del producto, es decir, la salida que podía
tener, y que tuvo efectivamente de una punta a la otra de la cristiandad, entre los
consumidores más ricos y exigentes, dependía de la repartición de las tareas. Esta
división del trabajo exigía una organización minuciosa, unas prácticas de asociación,
una disciplina colectiva, la reunión de todos los tejedores, bataneros, tintoreros en el
seno de un verdadero «municipio» en el que cada uno se comprometiese a respetar un
reglamento, garantía del renombre de la producción y de su homogeneidad. Este
marco sólo las ciudades podían ofrecerlo, y las ciudades que no dependieran
demasiado estrechamente de un señor. En esta situación se hallaban las
aglomeraciones que se habían formado en Flandes, en Artois, en los lugares de cruce
de la navegación por barco. Ciudades igualmente —los portus flamencos eran de esta
clase— que frecuentaban los mercaderes de larga distancia. Porque la clave del éxito
se hallaba en manos de los mercaderes. Y los mercaderes fueron de hecho los
verdaderos responsables de la organización de la nueva pañería.

En efecto, si la mayor parte de los artesanos podían vender en el mismo lugar, en


su taller o en el mercado próximo, a clientes de las cercanías, los fabricantes de
tejidos de lujo, al igual que los productores de vino de calidad, no podían llegar hasta
su clientela sin recurrir a intermediarios, a especialistas del comercio, a los
mercatores. Éstos, al igual que los artesanos, procedían de la domesticidad de los
grandes. Su función inicial había sido la de aprovisionar a las cortes de mercancías
exteriores, alguna de las cuales, como las especias —otro adorno de las casas
nobiliarias—, venían de muy lejos y era preciso adquirirlas proponiendo a cambio
dinero o excedentes de la producción del dominio señorial. Al igual que el oficio
artesanal, la función comercial perdió poco a poco su carácter doméstico, a medida
que la ampliación del número de consumidores permitió a los mercaderes ofrecer a
otras personas los productos que traían de tierras lejanas. Pero siguió siendo una
aventura peligrosa y lucrativa, como lo era en otro tiempo la guerra. En el siglo XII, el
comercio era todavía una expedición de temporada que se organizaba colectivamente;
los mercaderes establecidos en una misma ciudad formaban un grupo, tan
sólidamente unido como pudieran estarlo las bandas de guerreros que partían al
saqueo de las tribus vecinas y como lo estaban todavía, en torno al castellano, las
compañías de los guerreros vasallos. Los mercaderes formaban entre ellos, para la
duración del viaje, una hermandad, una «fraternidad». Los estatutos de la de
Valenciennes, cuyos puntos esenciales datan del siglo XI, hablan de un peligro
permanente en el mar, en los ríos y en la tierra; mencionan armas, prohíben

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abandonar la caravana desde que ésta abandona la ciudad, obligan a la ayuda mutua
durante el viaje y a traer consigo el cadáver del cofrade muerto en ruta a menos de
tres días de marcha. Una actividad como ésta exigía fuerza y audacia. Ofrecía rápidas
ganancias, y los que se entregaban a ella, más decididos o más ricos, destacaban
rápidamente sobre los demás habitantes de los burgos. En la primera mitad del siglo
XII parecían formar un grupo social lo suficientemente importante como para que los
intelectuales de la Iglesia, como Geroh de Reichersberg o Pedro el Venerable, no
dudaran en clasificarlos en un ordo particular, añadido a los tres órdenes de la
sociología tradicional.
De la misma forma que la actividad artesanal y comercial emanaba en las
ciudades de las cortes señoriales, la población del burgo, la «burguesía», procedía de
la familia, del grupo de hombres y mujeres acogidos a la protección del señor y
utilizados por éste a su arbitrio. Los judíos se hallaban en este caso; su comunidad, en
otro tiempo colocada bajo el patrocinio del rey, estaba ahora bajo la protección del
señor del ban; éste les impuso tasas especiales, a menudo censos en especias porque
los judíos traficaban aún en productos orientales, y por todos los medios a su alcance
les sacó el dinero que ganaban a través de la usura. La situación económica de los
artesanos y de los mercaderes cristianos no era muy diferente: todos, en el siglo XI,
eran ministeriales. La ministerialidad formó el núcleo de la comunidad urbana, y los
que venían desde el exterior a integrarse en ella debían ante todo «encomendarse» al
señor de la ciudad, es decir, entrar en su clientela. A través del estatuto de los
habitantes que poblaban los nuevos barrios, la ciudad aparecía, más claramente
todavía que por las funciones que realizaba, como un anejo de la corte, de la casa
señorial. Sin embargo, el vigor de sus actividades económicas, el papel creciente que
desempeñaban la artesanía y el comercio en una sociedad cuyo nivel de vida
aumentaba en todos los grados de la jerarquía económica y que aumentaba sin cesar
su consumo hicieron que las aglomeraciones urbanas se extendieran. Atrajeron
inmigrantes, que podían encontrar empleo y ganar su vida más fácilmente que en
otros lugares. Algunos venían de lejos, como los «extranjeros llamados vulgarmente
los polvorientos», que, salidos de Dios sabe dónde, todavía cubiertos por el polvo del
camino, venían a establecerse a fines del siglo XI en la ciudad de Mâcon, donde
debían tomar un protector, libres sólo de elegir entre el obispo y el conde. Pero estos
aventureros, estos desarraigados, eran infinitamente menos numerosos que los
campesinos de las proximidades. Las ciudades reclutaron en un radio de una veintena
de kilómetros alrededor de sus murallas la mayor parte de sus nuevos habitantes;
éstos permanecían, pues, ligados a su aldea de origen por los lazos de familia, por los
derechos territoriales que conservaban, incluso por la autoridad que ejercía sobre
ellos un señor rural. El campo, en pleno crecimiento del siglo XII, alimentó el
desarrollo urbano de dos formas: dirigiendo hacia la ciudad el exceso de su
producción por medio de la fiscalidad señorial y alimentándola con el excedente de la
población que la ampliación de las tierras de labor no podía absorber enteramente. La

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ciudad se enriqueció: el alquiler del burgo de Lincoln, cuyo importe era proporcional
a las tasas que pagaban los habitantes y por tanto a la fortuna de éstos, pasó de treinta
libras en 1060 a cien en 1086, ciento cuarenta en 1130, ciento ochenta a fines del
siglo XII. La construcción de una nueva muralla, que englobaba la ampliación reciente
y protegía las riquezas burguesas, señala una etapa decisiva en este crecimiento, etapa
que se puede fechar sin demasiado error. Esta etapa es claramente más tardía al norte
de los Alpes que en Italia. Pero el momento de mayor intensidad de la fortificación
invita a situar en el último tercio del siglo XII, tanto en Germania como en Francia, la
fase más intensa del desarrollo urbano.
El aflujo de inmigrantes, el enriquecimiento, la vitalidad de los burgos,
favorecieron la debilitación de los lazos que encerraban a la población urbana en una
dependencia doméstica. La ministerialidad establecida en la ciudad no difería de la de
los campos ni por su estatuto jurídico ni por su situación económica. Al igual que los
prebostes de las aldeas, algunos de los hombres que tenían como misión avituallar las
cortes se elevaron en la jerarquía de las fortunas, y más rápidamente sin duda porque
ningún medio era más permeable y más favorable a la capilaridad social que la
ciudad, en la que la moneda circulaba cada vez más intensamente. Algunos incluso,
de la misma forma que los grandes oficiales señoriales, pudieron forzar la entrada en
la caballería. Desde comienzos del siglo XI, los documentos distinguen del común de
la población urbana a los optimi civitatis, los primores, los meliores: estos «mejores»
son todos mercaderes. Hecha la fortuna, estas gentes se esforzaron por liberarse,
separarse de la «familia» del señor. Para hombres cuyo éxito dependía estrechamente
de la libertad de actuar, la dependencia era muy molesta debido a las obligaciones
judiciales que imponía y a los servicios, arbitrarios e indefinidos, que el señor podía
exigir a sus hombres. Los mercaderes deseaban poder disponer de su capital, de su
tiempo y de sus medios de transporte sin temor a las requisas imprevistas del señor.
Sin embargo, cuando éste era poderoso, pertenecer a su domesticidad ofrecía
importantes ventajas. Una protección eficaz ante todo: cuando la caravana comercial
encontraba en su camino a un cobrador de peajes demasiado exigente, el señor de los
mercaderes estaba obligado a defender a sus hombres. Otro privilegio era el de
librarse de los impuestos: en el siglo XI, los hombres libres que practicaban el
comercio en Arras hacían cuanto estaba en su mano para entrar en la familia de la
abadía de Saint-Vaast, cuyos miembros no pagaban peaje; era el conde quien cobraba
este impuesto, y para no perder sus beneficios tuvo que intentar contener esta marcha
hacia la servidumbre. Lo deseable para los mercaderes era por tanto obtener la
libertad sin perder las ventajas de la dependencia. Para conseguirlo se agruparon. En
primer lugar, en el marco del linaje, este grupo natural de protección cuya eficacia en
la sociedad caballeresca era evidente: el patriciado urbano aparece a comienzos del
siglo XII como la reunión de algunas grandes familias, cada una reunida alrededor de
una casa, de una fortuna y de un sobrenombre colectivo. La guilda, la asociación
jurada, la fraternidad artificial que cimentaba la cohesión de las caravanas lanzadas a

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la aventura del comercio, proporcionaba otro medio de defensa. Reforzada por el
viejo rito de la libación —como la que reunía cada año durante dos días seguidos a
los miembros de la guilda de Saint-Omer—, se establecía una solidaridad tan estricta,
tan tranquilizadora como pudiera serlo la del grupo de parentesco o la de la familia
del patrón más poderoso. «Todos los que están incluidos en la amistad de la ciudad
—dice una carta de asociación escrita en Aire-sur-la-Lys en 1188, reproduciendo un
acuerdo oral anterior en algunos decenios— han prometido por la fe y el juramento
que cada uno ayudará a los demás como a hermanos…; si alguno ve quemada su casa
o si, caído en cautividad, debe pagar un rescate que reduzca sus medios, cada uno de
los amigos dará una moneda para ayudar al amigo empobrecido[32]». Esta
solidaridad, basada en un juramento, se extendía al terreno de los negocios: en Saint-
Omer, una vez concluido un acuerdo, cuando el comprador se aprestaba a llevarse la
mercancía al precio convenido, todo miembro de la guilda podía, al mismo precio,
quedarse con una parte del lote comprado. Una «amistad» de este tipo era una banda,
y en ella principalmente se apoyó la lucha llevada por la élite de la sociedad burguesa
para arrancar al señor de la ciudad privilegios análogos a los que disfrutaban los
miembros de la ministerialidad.
Los burgueses más ricos combatieron, reunidos en sus fraternidades de sangre o
de elección, ante todo contra el señorío personal. Querían la libertad, y el origen de
los motines de Colonia en 1074 muestra bien a las claras el poder de esta
reivindicación primordial: el arzobispo había hecho descargar el barco de un rico
negociante para que fuese utilizado in ministerium archiepiscopi, es decir, para un
servicio doméstico, para las necesidades de la casa señorial; el mercader y su hijo
dijeron que eran «libres», es decir, que no aceptaban ser considerados como
miembros de la ministerialidad; pertenecían a la guilda; reclamaron la ayuda de sus
cofrades, y seiscientos mercaderes fueron a la corte real a reclamar ayuda contra los
abusos de la arbitrariedad señorial. Al igual que las zonas nuevamente deforestadas,
el espacio urbano tendió a convertirse en un área privilegiada en la que, después de
una estancia que la costumbre hacía generalmente durar un año, se perdían todos los
lazos de la servidumbre.
Pero la lucha fue dirigida también contra el señorío territorial. El suelo del burgo
tenía un dueño; antes había estado cubierto de viñas, de productos hortícolas o de
cereales, y sobre las parcelas ahora construidas pesaban aún censos, muchos de los
cuales obligaban a realizar entregas en naturaleza, e incluso a corveas. Muchos
burgueses, que conservaban su condición de masoveros, no cultivaban la tierra;
perdían su tiempo pleiteando con los señores de la tierra que les reclamaban vino,
trigo o servicios. Todos unidos tras los «mejores», es decir, tras los más ricos,
llegaron a un arreglo. A veces, como en Arras, todos los censos fueron comprados por
la comunidad urbana. Más frecuentemente, fueron los ricos los que llegaron a un
acuerdo con los antiguos señores; invirtiendo en la tierra el dinero ganado en los
negocios comerciales, adquirieron la propiedad de las parcelas construidas en suelo

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urbano, las libraron de las antiguas cargas de tipo agrario que pesaban sobre ellas,
pero exigieron a quienes las ocupaban un alquiler en dinero, tal como ocurrió, por
ejemplo, en Gante entre 1038 y 1120.
Finalmente, los burgueses intentaron atenuar la presión del señorío banal, obtener
«franquicias», es decir, exenciones análogas a las que disfrutaban los mercaderes
cuando aún eran ministeriales de un señor. Reclamaron la abolición de las exacciones
más perjudiciales para el comercio, una disminución de la tarifa de los peajes, la
supresión de los monopolios comerciales que se atribuía el señor. Éste, más o menos
reticente, trató con el «municipio», es decir, con la hermandad jurada que, a imitación
de las guildas mercantiles, reunía en una solidaridad combativa a todo el pueblo de la
ciudad. La mayor parte de estos acuerdos nos son desconocidos. La historia ha
conservado sobre todo las manifestaciones excepcionales y trágicas del movimiento
municipal que se desarrolló poco a poco en Europa, partiendo de las vanguardias de
la animación urbana que eran desde el siglo X, en Italia y en las orillas del mar del
Norte, las áreas de una economía monetaria más precozmente activa. Poco a poco, a
lo largo del siglo XII, en todas las ciudades de Occidente, la explotación del derecho
de ban se adaptó a las conveniencias de la economía urbana, frecuentemente sin
enfrentamientos violentos, mediante lentas negociaciones, a través del progresivo
establecimiento de la costumbre.
Pero no por ello cesó la explotación. Los trabajadores establecidos en el territorio
urbano y los que venían cada vez en mayor número a establecerse en él
permanecieron sometidos a una doble presión económica. En primer lugar, sufrieron
la nueva presión que emanaba de la autoridad municipal. Fuera o no reconocido el
«municipio» por el señor, éste se vio obligado a ceder a la comunidad de los
habitantes algunas de sus prerrogativas, a concederle una cierta autonomía judicial, a
admitir que la ciudad pudiera tener sus propios recursos, especialmente para construir
o rehacer las murallas, y a permitirle por consiguiente recaudar algunos tributos. Los
poderes cedidos a la colectividad urbana fueron ejercidos por una magistratura que,
generalmente, quedó en manos de los «mejores», de quienes habían dirigido la lucha
por la libertad y cuyo poder se hallaba ampliado por las solidaridades de linaje o
profesionales. Los dirigentes municipales, los escavinos, los nobiliores civium, de los
que se habla en Basilea en 1118, procedían todos de la alta ministerialidad. Eran
negociantes enriquecidos o caballeros del séquito del señor. La participación de la
aristocracia militar en la dirección de la ciudad no fue exclusiva de los centros del
sur: en el levantamiento de Laon, al igual que en el escavinato de Arras, los hombres
de guerra desempeñaron un papel fundamental a comienzos del siglo XII, y relaciones
múltiples, de parentesco, de alianza y de interés, los unían a los linajes
específicamente burgueses. Estos ricos poseían, al menos en parte, el suelo de la
ciudad; muchos de los habitantes de ésta eran «masoveros» suyos; ellos
administraban los poderes más o menos amplios, judiciales, administrativos o fiscales
cedidos por el señor a la comunidad. El producto de las multas que imponían, de los

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impuestos recaudados en nombre de la comunidad, eran sin duda utilizados para el
bien común. Pero los ricos tenían tendencia a confundir la caja que controlaban con
su propio cofre, a utilizar ventajosamente para sus intereses personales los
reglamentos económicos que tenían el poder de imponer. Ellos fueron los verdaderos
beneficiarios de las conquistas políticas derivadas de la vitalidad urbana. Así, la
sociedad burguesa comenzó a dividirse en dos clases, una de las cuales, dominante,
por sus raíces más profundas, por sus orígenes ministeriales, se relacionaba más
estrechamente con la corte del señor. Este patriciado, que seguía estando muy
interesado en el comercio, pero estabilizado, basado en un patrimonio, en las
tradiciones familiares, en costumbres imitadas del comportamiento nobiliario, este
grupo «bajo cuya autoridad se rige la ciudad y en cuyas manos reside lo mejor del
derecho y de las cosas», como se afirma de los meliores de Soest en 1165, se había
apropiado insidiosamente los atributos inferiores del señorío basado en el ban. Los
explotaba menos abiertamente que los antiguos señores o sus ministeriales, pero
siempre en forma muy lucrativa, que le permitió, en la segunda mitad del siglo XII,
aumentar su control de la economía urbana.
Sin embargo, la mayor parte del ban y de sus beneficios seguía en manos del
señor. De la misma forma que los dueños de espacios incultos habían elegido, en las
cartas de población, la renuncia a algunas de sus prerrogativas para atraer inmigrantes
y aumentar así los ingresos de su poder fiscal, disminuido pero regularizado, de igual
forma los señores de los burgos sacrificaron algunos de sus derechos con la
esperanza, raramente fallida, de un alza notable de sus ingresos. Mantuvieron el
control de los oficios artesanales y el de las guildas de mercaderes a través de los
monopolios que les concedían y por medio de las ventajas que podían obtener para
ellas de los señores de las ciudades vecinas, amigos suyos. Eran tan útiles a los
traficantes más ricos que éstos accedían sin resistencia a sus peticiones de préstamo.
Por medio de las tallas o de los derechos de posada y yantar, fijos pero recibidos con
regularidad —tanto más rentables cuanto que la inmigración aumentaba sin cesar el
número de hogares—, a través de las punciones realizadas sobre el tráfico de las
mercancías y del dinero al paso de los puentes o en el mercado, a través de la alta
justicia, que habían logrado conservar en la mayor parte de los casos, y a través de la
protección que concedían a la comunidad judía y a todos los «extranjeros», gentes
llegadas de fuera que pagaban caro su patrocinio, la ciudad era para el señor una
fuente de ingresos muy superior a cualquier señorío rural. Cualquiera que haya sido
la amplitud de los privilegios y de las desgravaciones otorgadas a las comunidades
urbanas, los señoríos más poderosos del siglo XII eran los que dominaban las
ciudades, especialmente las más prósperas. Esto explica el interés de algunos
príncipes en fundar nuevas ciudades, como en el caso de los condes de Flandes, de
Enrique el León en Sajonia, de los Zähringen en Suabia. Su objetivo era el mismo
que el de los propulsores de la roturación: orientar en su beneficio el movimiento
general de crecimiento, crear puntos de apoyo defensivo en su dominio, reunir en

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ellos nuevos súbditos, dejarlos enriquecerse con la esperanza de obtener nuevas
ganancias. Y si los burgueses soportaron esta explotación, si los patricios no llevaron
sus reivindicaciones de autonomía más allá de ciertos límites, fue porque el señor de
la ciudad era el garante de la paz, y ésta era indispensable para la prosperidad de los
negocios.

Fig. 5. BRUNSWICK: 1. Saint-Gilles, 1115. 2. Saint-André, hacia 1150. 3. Catedral


Saint-Blaise, hacia 1030. 4. Saint-Magnus, 1031. 5. Saint-Martin, 1180-1190. 6. Saint-
Michel, hacia 1150. 7. Saint-Nicolas, siglo XI como muy tarde. 8. Saint-Pierre, después
de 1150. 9. Saint Ulrich, antes de 1038.
Burg Dankwarderode, siglo X…… ; Alte Wiek, antes de 1031;----;Altstadt,
después de 1100 .—.—.—.; Hagen, hacia 1160; X—x—x—x; Neustadt, a finales del
siglo XII …—…; Sack, 1300 XXXXXX. (Según Planitz, Die deutsche Stadt im Mittelalter,
Graz, Colonia, 1954, p. 215).

Los juramentos prestados por los cofrades de la guilda o de la amistad eran


juramentos de paz. Obligaban, como en el caso de Aire-sur-la-Lys, a «acudir al

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tumulto y de ayudar con todas sus fuerzas», es decir, a correr, todos juntos, contra los
perturbadores y a mantener sólidamente al orden en el mercado urbano y en sus
proximidades, en estos lugares más expuestos que los demás a las riñas y peleas.
Tomaban de hecho las formas y las intenciones de los compromisos colectivos de la
paz de Dios. Pero las conjuraciones no eran más que un recurso extremo. Nadie podía
garantizar la seguridad de una forma más completa, en la ciudad y en el territorio
circundante, que el señor del ban, que había heredado de los reyes el poder de
castigar y de perseguir a los malhechores, el deber de establecer la justicia, es decir,
una equitativa distribución de las riquezas, y que sin duda era considerado en el siglo
XII, al igual que en otro tiempo los reyes, el señor de todas las magias de la
fecundidad. De hecho, la misión que habían querido desempeñar antiguamente los
soberanos carolingios —proteger a los viajeros, asegurar la paz de los mercados,
mantener condiciones propicias a los intercambios y el orden querido por Dios—, que
era al mismo tiempo la base imprescindible de su misión fertilizante, fue aceptada por
todos cuantos, grandes o pequeños, tenían fragmentariamente los poderes reales. Los
dueños del poder basado en el ban contribuyeron, pues, al desarrollo de la circulación
comercial y monetaria no sólo por los gastos de su corte, sino también al asegurar
esta función de protección y de control. En este punto se revela una vez más la
incidencia decisiva de las estructuras políticas sobre la historia de la economía.
Al igual que los carolingios, los grandes señores del siglo XII se sintieron
inclinados por razones morales a preocuparse por el comercio. Se sentían
responsables de la salvación de su pueblo; eran los garantes de la paz y de la justicia e
intervinieron para mantener el orden. Así, el conde de Flandes, Carlos el Bueno, tomó
algunas medidas en 1123: el hambre había producido desórdenes en el comercio y las
principales víctimas habían sido los «pobres», aquéllos de quienes el príncipe, según
los decretos divinos, debía preocuparse con especial cuidado. Como lo había hecho
Carlomagno en idénticas circunstancias, el conde dictó medidas capaces de
restablecer una justa repartición de los productos de la tierra: no se fabricaría más
cerveza, sino panes de avena para los indigentes; intentó estabilizar los valores; fijó
un límite al precio del vino «para obligar a los mercaderes a abandonar las compras y
el almacenamiento de vino, y a elegir para su actividad comercial productos
diferentes con los que, teniendo en cuenta la gravedad del hambre, los pobres
pudieran más fácilmente ser alimentados[33]». Por último ordenó vigilar las medidas,
y en particular la moneda.
Atributo real por excelencia, el derecho de acuñar moneda se había dispersado en
fecha temprana, tanto más cuanto que era extraordinariamente lucrativo. El señor que
controlaba la ceca guardaba una parte del dinero llevado a su taller para ser
amonedado. A través del seigneuriage (señoriaje) —así se denomina esta exacción[34]
— se operaba una punción fiscal, tanto más rentable cuanto mayor fue el uso del
instrumento monetario. No olvidemos que la moneda, en la época feudal, es ante todo
un útil que el señor pone, de la misma forma que un molino o un horno, a disposición

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de los usuarios previo pago de un canon, y la multiplicación de las acuñaciones
obedece a las mismas necesidades y a los mismos apetitos que la de las empresas de
molinería. La dispersión del derecho de acuñar fue desigual en las distintas partes de
Europa: menor en el norte, donde los poderes políticos estaban menos dispersos que
en otras partes y donde los príncipes territoriales, como el duque de Normandía,
conservaron el monopolio de la acuñación; menor también en el sur, porque sin duda
la vivacidad de la circulación monetaria era mayor y porque las emisiones se
difundían fácilmente por un amplio espacio (antes de finales del siglo XII, las únicas
monedas utilizadas en Provenza eran extranjeras); la dispersión de cecas en ninguna
parte fue mayor que en el reino de Francia. En Berry existían no menos de doce
talleres, explotados por un abad, un conde, un vizconde y diferentes señores de
castillos. Lógicamente fue en territorio francés donde antes se despertó la sensibilidad
al curso y al cambio de las diversas monedas.
Más importante que la diseminación de los centros emisores es la depreciación
continua del dinero que caracteriza la historia monetaria de la época feudal. Se
explica sin duda por la escasez de metales preciosos: el agotamiento de las minas de
plata, especialmente las de Ramelsberg, hizo disminuir la producción, que no llegaba
a comienzos del siglo XII a compensar el desgaste de las piezas, muy delgadas en este
período y por consiguiente muy frágiles. Pero la razón profunda de la depreciación
hay que buscarla en la necesidad creciente de numerario. Para satisfacerla y para
aumentar los beneficios del derecho de monedaje —cuantas más monedas se
acuñaban, mayor era el beneficio, y cuanto más ligeras eran, mayor era el número de
monedas necesarias— los señores rebajaron progresivamente el peso y la ley de los
dineros puestos en circulación. Los de Luca y de Pisa pesaban, en la segunda mitad
del siglo XII, tres veces menos que los de Carlomagno. En Alemania el grosor de las
monedas se redujo hasta tal punto que sólo fue posible grabarlas por un lado. Las
emitidas por el rey de Francia no cesaron de aligerarse —1,53 g. a fines del siglo X,
1,25 g. treinta años más tarde, 1,22 g. hacia 1200—, al mismo tiempo que disminuía
el tenor en plata. Aunque cada vez más oscuras y más finas, estas monedas se
convertían cada vez más en instrumentos flexibles de cambio, tanto más cuanto que
la aceleración de su circulación hacía descender sin cesar su valor liberatorio. La
moneda podía en estas condiciones ser utilizada por los más pobres y para las más
humildes necesidades. Cuando los señores estaban verdaderamente interesados en
cumplir la misión que Dios les había confiado, se dedicaban conscientemente a
favorecer esta flexibilidad: durante el hambre de 1123, Carlos el Bueno hizo emitir en
Flandes monedas de medio dinero «para los pobres». Guiados a veces por la
preocupación por el bien común, con mayor frecuencia por la avaricia —porque la
acuñación era en sus manos el monopolio artesanal más rentable—, los dueños del
poder público adaptaron después de 1075 el instrumento monetario a las funciones
que podía realizar en este mundo rural en pleno crecimiento. La depreciación de las
monedas fue, en su época, un poderoso fermento de vitalidad económica.

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Sin embargo, después de mediados del siglo XII, la ampliación del horizonte
comercial, la multiplicación de los negocios tratados por los mercaderes de las
grandes ciudades, hicieron sentir la necesidad de medios de pago que fueran al
mismo tiempo menos cambiantes y menos irrisorios. Antes que utilizar grandes
cantidades de dineros, de valor muy desigual porque estaban más o menos gastados y
porque no procedían todos del mismo taller, los grandes mercaderes, cuyas
actividades sobrepasaban los límites de un condado o reino, recurrieron en sus
transacciones a otras medidas; valoraban las mercancías tomando como referencia el
peso de algunos productos raros, la pimienta a veces, con frecuencia la plata no
amonedada: el marco se convirtió de este modo en la unidad de valor de uso corriente
para la valoración de los grandes pagos. A medida que la moneda se adaptaba mejor a
las necesidades de la economía rural, era menos útil en los sectores de vanguardia de
la economía urbana: toda una parte, cada vez más amplia, del movimiento comercial
se desarrollaba sin intervención de la moneda. Esta evolución era contraria a los
intereses de los señores que tenían el monopolio de la acuñación, y los más poderosos
reaccionaron. Se preocuparon por emitir una moneda estable y de buena ley, cuyo
curso fuese aceptado en un amplio espacio y que pudiese ser útil a los mercaderes de
larga distancia. Así lo hizo el rey de Inglaterra Enrique II cuando decidió acuñar la
que fue, en el último cuarto del siglo XII, la moneda fuerte del Occidente de Europa:
la esterlina.
Después de 1150, los señores más inteligentes no se preocuparon sólo de
mantener un Estado, sino de propiciar un progreso. A propósito de Felipe de Alsacia,
conde de Flandes de 1168 a 1191, puede hablarse verdaderamente de una política de
desarrollo económico, para cuya comprensión es necesario no perder de vista que esta
acción fue motivada menos por la esperanza de ganar que por el deseo de cumplir
plenamente un oficio, de naturaleza fundamentalmente religiosa y en parte mágica.
Con un espíritu semejante al que le movió a distribuir limosnas y a fundar iglesias,
Felipe de Alsacia sostuvo militarmente a los mercaderes del condado contra las
exacciones impuestas por los condes de Holanda en el camino que llevaba a Colonia;
hizo abrir canales a través del Flandes marítimo para unir el valle del Escalda a la
costa; creó nuevos puertos: Gravelinas, Nieuport, Damme, capaces de acoger navíos
cuyo tonelaje aumentaba sin cesar; favoreció la actividad de los mercaderes mediante
la concesión de privilegios. Quería ser el dispensador de la abundancia. Las mismas
intenciones animaban a los obispos de Bremen-Hamburgo cuando organizaron en su
principado la colonización agraria de los pantanos; a los Hohenstaufen, cuando
favorecieron el poblamiento de sus dominios; y estas mismas ideas incitaron al conde
de Champaña, Teobaldo el Grande, a prolongar más allá de los límites de su señorío
el «salvoconducto», la protección que concedía a los mercaderes que frecuentaban las
ferias del condado. A través del reforzamiento de la seguridad a lo largo de los
grandes itinerarios comerciales y en las ferias, puntos de encuentro necesarios —es
decir, por la ampliación progresiva de su función pacificadora de príncipes—, se puso

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de manifiesto de la manera más profunda la acción de los señores del poder público
sobre el progreso de la economía. La reconstitución de principados territoriales
fuertes —favorecida a su vez por el enriquecimiento de los grandes señores, por el
crecimiento de las ciudades y por la aceleración de la circulación monetaria—
favoreció la organización, en el noroeste de Europa, de ciclos coherentes de
reuniones comerciales periódicas. El tráfico de la lana, estimulado por el auge de los
talleres pañeros en Artois y en Flandes, se basó en un doble circuito de ferias:
Winchester, Boston, Northampton, Saint Yves y Stanford, en Inglaterra; Ypres, Lille,
Brujas, Messine, Tourhout, en Flandes.
Por la misma época, los mercados de caballos y de ganado que se celebraban
desde tiempos antiguos en ciertos lugares de Champaña cambiaban de naturaleza.
Atrajeron a los vendedores y compradores de paños. Desde 1137, comerciantes de
Arras y de Flandes iban a establecerse en Provins durante la feria; en 1148 asistían a
ella cambistas de Vézelay; y coincidiendo con este aflujo de mercaderes, el conde
tomó medidas para ampliar las garantías concedidas a los visitantes de estos
mercados, para construir, poco a poco, una jurisdicción eficaz, capaz de mantener la
seguridad en las zonas donde se realizaban las transacciones y en los caminos de
acceso. Pronto los mercaderes de Italia eligieron estas ferias como el lugar más
cómodo para encontrar a los traficantes de la pañería flamenca: en 1172, hombres de
negocios de Milán acudían a ellas para adquirir tejidos. Así se puso en marcha, poco
a poco, gracias a la acción consciente de un señor poderoso que quería aumentar sus
ingresos en dinero, pero que al mismo tiempo y ante todo se sabía encargado por
Dios del mantenimiento de la paz, lo que se convirtió en el siglo XIII en el foco
principal de la actividad comercial y financiera de Occidente.
En el interior de los principados revigorizados, la ciudad desempeña en adelante
el papel principal en las estructuras políticas que poco a poco emergen del
feudalismo, del que se liberan antes de dominarlo. La ciudad es la sede del poder
renovado. Punto de apoyo militar de primera importancia por sus murallas, por la
población de caballeros que en ella habitan de modo permanente, por el apoyo que les
presta, en caso de alerta, el pueblo burgués, más familiarizado con las armas y mucho
mejor preparado para el combate que los campesinos, la ciudad es también el lugar en
el que se sientan alrededor del palacio las bases primitivas de la administración
principesca. Se ve crecer en los últimos años del siglo XII, en el interior de la sociedad
urbana, un nuevo grupo, realmente difícil de distinguir de los estratos superiores del
medio burgués, muy estrechamente ligado a estos estratos y, como ellos, a la corte del
príncipe: es el grupo de los agentes de la autoridad. Nueva ministerialidad, mucho
más flexible y abierta, reúne al servicio del príncipe a gente procedente de los
antiguos «órdenes» mayores, clérigos y caballeros, pero también a comerciantes,
miembros de este nuevo ordo que se ha separado poco a poco de la masa de los
trabajadores. Estos hombres tienen en común una cultura, una cierta actitud hacia los
valores terrenales: escriben, leen y sobre todo saben contar; para ellos, la riqueza se

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traduce en cifras y referencias precisas a las unidades monetarias; tienen la costumbre
de evaluar en dineros —y en esas unidades abstractas de cuenta que son el sueldo y la
libra— el poder de su señor. El dinero se ha convertido, en la segunda mitad del siglo
XII, en el más poderoso instrumento de poder. Utilizando la moneda, el príncipe se
asegura los servicios de estos fieles auxiliares; no son pagados, como antiguamente,
durante la temprana Edad Media, con una dotación en tierra, y por tanto no están
arraigados en ésta, ni tampoco están obligados por lazos de dependencia personal; se
han convertido en asalariados. Por medio de la moneda, el príncipe, sirviéndose de
las dificultades financieras de los «barones», recupera los derechos reales en todo el
territorio y reúne poco a poco en sus manos el conjunto de los poderes superiores,
base de un sistema fiscal más pesado. Por medio de la moneda, el príncipe comienza
a controlar a los caballeros, a atraerlos a su servicios; y gracias al instrumento
monetario recluta combatientes mercenarios, especialistas de otro oficio, el de la
guerra eficaz. En las casas señoriales, la función del tesoro es tan importante como
durante la Alta Edad Media, pero es diferente. La reserva de metales preciosos ya no
es un adorno, sino un útil. La componen en su mayor parte monedas que se pueden
contar y que sirven para adquirir. El príncipe deja a la burguesía amasar poco a poco
una pequeña fortuna. Después toma de ella cuanto puede. Mediante el impuesto, a
través del pillaje puro y simple, cuando se trata de judíos; quizás más por mediación
del préstamo.
La fuente principal de esta reserva monetaria se halla en la ciudad. El señor de la
gran ciudad es muy rico, pero su riqueza es rígida, se basa en derechos y en tierras. Si
quiere movilizarla, necesita pedir a sus burgueses que abran y pongan a su
disposición sus cofres: la creciente fluidez financiera que permite a los principados
estabilizarse tiene su base real en los préstamos de los mercaderes. Sin embargo, el
señor no es el único deudor de los burgueses. También parten de la ciudad las
corrientes monetarias, cada vez más vivas y cada vez más difusas, que riegan poco a
poco toda la economía rural. De la ciudad procede la mayor parte de los dineros que,
en todas las aldeas, sirven para rescatar las corveas, para pagar las tasas de mutación
y para comprar las cosechas. La aglomeración urbana atrae los productos campesinos.
En pequeña parte para su propio avituallamiento. Los burgueses, incluso los más
ricos, son todavía, a fines del siglo XII, semicampesinos. Todos poseen tierras en las
afueras y en los lugares de origen de sus antepasados. Las explotan personalmente y
obtienen de ellas prácticamente cuanto necesitan para su alimentación e incluso una
buena parte de los artículos que venden a los viajeros o que los artesanos elaboran en
sus talleres. El aprovisionamiento del mercado urbano depende mucho menos del
comercio que de esta unión íntima, gracias al poder territorial que conservan todos
los señores establecidos en la ciudad y gracias a las bases rurales de la sociedad
burguesa, entre la aglomeración urbana y las aldeas de las proximidades. Sin
embargo, todo el cuero, toda la lana, todo el vino, todo el trigo incluso, y las plantas
que sirven para teñir los paños que los negociantes exportan a larga distancia, no

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proceden de las tierras de los habitantes de la ciudad ni de las de los señores cuya
fortuna administran. Deben por tanto comprar a los productores campesinos. Y a la
vez que crece regularmente el volumen de los negocios, a la vez que los hombres de
la ciudad se especializan cada vez más en sus funciones específicas y se alejan poco a
poco de la tierra, se observa que se infiltran cada vez más profundamente en el medio
rural el instrumento monetario y el hábito de comerciar.
Entre la gran ciudad y los productores campesinos se interponen pequeñas aldeas
favorecidas por la lucidez de un señor que les ha concedido franquicias y ha
protegido de modo especial un mercado, y que son poderosos fermentos de
dinamismo. Entre los trabajadores del campo, los que residían en estos lugares
privilegiados, apenas más poblados que los otros, fueron los primeros en integrarse
resueltamente en la economía de intercambio. Las cláusulas que hicieron incluir en
las cartas de libertad manifiestan claramente el interés que concedían al comercio y a
la moneda. He aquí la costumbre redactada a mediados del siglo XII para una aldea,
La Chapelaude, nacida en Berry cerca de un priorato monástico. El señor tiene
todavía fuertes monopolios comerciales: nadie puede vender vino antes de que él
haya vendido su cosecha; él tiene derecho a comprar a crédito en la aldea. Pero los
habitantes pueden tener medidas y pesos en sus casas; venden pan, carne, allí mismo,
a las gentes de paso, y vino, que algunos llevan a lugares lejanos, en asnos o carros,
para obtener un mejor precio; hay ferias durante las cuales se interrumpen los
monopolios señoriales; se espera del señor que mantenga el nivel de los precios, que
impida las alzas excesivas que podrían inducir a los compradores extranjeros a
proveerse en otros lugares; por último, se espera del señor que imponga una moneda
«útil para él y para los habitantes del burgo» y que tenga circulación en las aldeas
próximas. Las estructuras económicas que el texto deja entrever están claramente
abiertas a estímulos de origen urbano. Estos estímulos refuerzan los efectos de las
exigencias señoriales, vienen a fomentar más vivamente la producción rural. En ésta,
lentamente en principio, pero de forma cada vez más clara, comienza a destacar un
sector propiamente externo, en el sentido de que no sirve para el mantenimiento del
productor y de su familia, de que tampoco es absorbido por las punciones que realiza
el señor: se orienta hacia la venta, es decir, hacia la ciudad. Este sector es marginal
con relación a la tierra de cultivo, la cual sigue dedicada preferentemente a la
alimentación de los hombres, es decir, al cultivo de cereales. Se desarrolla en el área
cercada de los huertos, de donde proceden las plantas tintóreas y la uva, y en los
espacios todavía incultos, donde pacen los animales que proporcionan carne y lana.
Esta actividad marginal es, en la economía de la familia campesina, terreno de
aventura, de ganancia: la brecha todavía reducida por la que se insinúa el ánimo de
lucro en las conciencias campesinas; de esta actividad procede el dinero,
indispensable no para comprar —excepto el hierro de los útiles y los animales de tiro
—, sino para pagar al señor lo que le deben la tierra y los hombres. Sin embargo, este
sector es muy limitado en el siglo XII, demasiado incluso para satisfacer las

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necesidades de dinero. La moneda —esta moneda que los señores han gastado en la
ciudad después de haberla obtenido de los campesinos— vuelve al campo desde las
cajas de los burgueses más por medio del crédito que a través del comercio.
Pese a las prohibiciones eclesiásticas, los mercaderes cristianos del burgo prestan
a interés, como los judíos, a todas las gentes del campo el dinero que éstas necesitan:
al señor de la tierra que debe dotar a su hija o armar caballero a su hijo; al pequeño
caballero que se apresta a tomar parte en un torneo en el que será visto por toda la
provincia y en el que gastará en un día, incluso si vence, cien veces más dinero del
que tiene; a los masoveros de humilde condición obligados a reemplazar el buey
enfermo o perseguidos por los recaudadores de impuestos. Los hombres de Iglesia
denuncian a estos «usureros», a estos «devoradores de los pobres» como los llama
Guiberto de Nogent, que llenan su bolsa de «ganancias vergonzosas» y acumulan
«montañas» de metales preciosos. Pero en la flor de la vida, y mientras la proximidad
de la muerte no despierta en ellos el miedo del pecado, los aventureros de los
negocios no tienen escrúpulos en poner en circulación mediante el crédito el dinero
que ganan y que no han utilizado para completar sus cargamentos. Las piezas de
moneda no son valores a los cuales pueda uno aferrarse. Nadie las considera todavía
como reservas de riqueza. Están hechas para circular. Cuanto más circulan, más
rinden. Los burgueses más despiertos comienzan a darse cuenta de que de la
animación de un circuito como éste depende toda la vitalidad económica y por
consiguiente el éxito mismo de sus propias empresas.
Nos encontramos en este punto con el hecho más característico del siglo XII. La
civilización es todavía plenamente rural y todo su desarrollo está animado por las
conquistas campesinas. Sin embargo, la moneda, cuyo uso no ha cesado de
extenderse, en un movimiento ininterrumpido desde comienzos de la Alta Edad
Media, termina por infiltrarse hasta en las relaciones entre los trabajadores del suelo y
sus señores; al vulgarizarse, se debilita; al hacerse de este modo más apta para
desempeñar un papel en los niveles más humildes de la actividad económica, llega
insensiblemente a establecerse en el centro de todos los movimientos de crecimiento.
El lugar que ocupa en ellos no cesa de acrecentarse. Hacia 1180, este lugar es
preponderante. Se abre entonces una nueva fase: en todo el continente europeo, la
circulación del dinero será el motor que arrastrará todo el progreso, de la misma
forma que lo era ya dos siglos antes en las fronteras de la cristiandad vivificadas por
las empresas militares.

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4. EL DESPEGUE

Sin embargo, son muy raros todavía a fines del siglo XII aquéllos para quienes la
moneda es algo más que un instrumento de medida utilizado en circunstancias
excepcionales, casi anormales, y en cualquier caso muy al margen de las realidades
económicas profundas. Uno de los frenos más eficaces puestos al desarrollo reside de
hecho en la resistencia tenaz de ciertas actitudes mentales y de los modelos culturales
que las soportan. El más sólido y el más fascinante se había construido para uso del
«orden» dominante de la sociedad feudal, la caballería. Proponía como modelo, como
única actitud digna del hombre perfecto, un cierto comportamiento con respecto a la
riqueza: no producir sino destruir; vivir como un señor de la posesión de la tierra y
del poder sobre los hombres, únicas fuentes de ingresos no consideradas innobles;
gastar locamente en fiestas. En el momento mismo en que, en la segunda mitad del
siglo XII, las dificultades financieras de los más importantes señores de la nobleza
laica se agravan, en que se acumulan las deudas de los grandes señores con los
burgueses, en que el arte de gobernar utilizando dinero inclina a los príncipes a elegir
sus mejores servidores no entre los nobles, sino entre los guerreros mercenarios y los
hombres que saben contar, es decir, los mercaderes, este modelo, esta etiqueta del
ocio caballeresco y del despilfarro adquiere mayor fuerza todavía en la Europa
feudal. Forma la osamenta de la conciencia de clase en un grupo social que percibe
por primera vez fenómenos de promoción en el interior de los estratos a los que
dominaba hasta entonces, y que comienza a sentirse amenazado en su superioridad
económica, según puede verse claramente expuesto en uno de los temas difundidos,
hacia el año 1200, por la literatura compuesta para un público de caballeros: el tema
del «nuevo rico», del hombre de origen rústico que sube los peldaños de la escala
social, sustituye en el ejercicio del poder señorial, gracias a su dinero, a los hombres
bien nacidos, que se esfuerza por copiar las maneras señoriales sin conseguir otra
cosa que ponerse en ridículo y hacerse odioso por la especie de usurpación de que es
culpable. Escándalo del nuevo rico, que no es, como el noble, desinteresado, ni
generoso, ni está lleno de deudas. A medida que se acelera el progreso de la economía
monetaria, la moral de los gentiles hombres condena con mayor insistencia que nunca
el ánimo de lucro, el gusto por el acrecentamiento de las riquezas. Todavía a
mediados del siglo XIII, los tratados de agronomía práctica escritos para la aristocracia
laica de Inglaterra —un medio social preocupado en mayor medida que cualquier
otro por una buena administración de la tierra señorial, debido a que el poder de la
monarquía en este país le dejaba muy poco poder sobre los hombres— proponen
organizar la economía doméstica en función solamente del gasto, para atender al cual
se determinará un cierto techo de producción y se intentará mantenerse en él: «Ver las
cuentas —según Walter de Henley— es algo que se hace para conocer el estado de

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las cosas…», no para decidir qué se puede invertir. Y si existen excedentes, el
consejo que se da es el de guardarlos para los malos días, el de emplearlos para hacer
la casa más confortable, nunca el de hacerlos fructificar para aumentar los beneficios
en el futuro.
Las incidencias del comportamiento de los nobles son tanto más profundas cuanto
que, por una parte, todos los movimientos de la economía se ordenan alrededor del
señorío y cuanto que, por otra, en los medios sociales más dinámicos, los
emprendedores, los que aparecen como los verdaderos artífices del desarrollo, no
tienen otra finalidad que penetrar en la nobleza y actuar como las gentes de origen
noble. De hecho, la fascinación de los modelos culturales aristocráticos está presente
en todos los grupos sociales, y los hombres más ávidos no ponen todo su ardor en
ganar sino para, un día, sacrificar las riquezas, con la munificencia de los reyes, en
dones gratuitos. El «villano enriquecido» de los poemas profanos no es un mito.
Todos los ministeriales sueñan con forzar la entrada en la nobleza, con vivir sin
trabajar, rodeados de personas a ellos obligadas, de los ingresos de un señorío. Y
todos los burgueses que hacen fortuna se apresuran a adquirir derechos territoriales, a
crear rentas, a no tocar el dinero más que con la punta de los dedos, a convertir a sus
hijos en caballeros —como hicieron a comienzos del siglo XII los Hucquedieu de
Arras—, lo que explica la educación dada a Francisco de Asís, tres cuartos de siglo
más tarde, por su padre, mercader, que le orientó hacia la aventura militar, el canto
lírico y la generosidad sin límites. Los hombres de negocios son incitados a dar con
largueza de un modo mucho más vigoroso porque saben que su alma está en peligro.
Quieren salvarse por medio de la limosna. Los gestos sacrificiales que realizaban los
reyes de la Alta Edad Media, y más tarde, en el siglo XI, las gentes del «orden de los
combatientes» se convierten poco a poco, en el siglo XII, en algo propio de los
burgueses. Las donaciones piadosas recogidas entre éstos en las ciudades permitieron
proseguir la construcción de las catedrales góticas, crear a la entrada de las
poblaciones numerosos hospitales, fundar instituciones de caridad, la orden de los
Trinitarios, las cofradías del Espíritu Santo, todas ellas urbanas. La Geste des évêques
de Cambrai cuenta la historia de un ciudadano del lugar, Werimbold, que murió hacia
1150; era muy rico, practicaba sin duda la usura, poseía una gran casa de piedra y
madera flanqueada de baños, cilleros, caballerizas; su mujer alimentaba a los pobres,
y terminó por retirarse a un monasterio, decisión que fue igualmente seguida por sus
cuatro hijos; después de haber dado veinticinco «huéspedes» a la abadía de Saint-
Hubert, tomado a su cargo el mantenimiento de un puente, enriquecido con sus
donativos el hospital de la Santa Cruz, Werimbold terminó su vida, despojado como
un religioso, al servicio de los indigentes. Precedente anterior en veinte años de Pedro
Valdo, mercader de Lyon, que distribuyó todos sus bienes entre los pobres y quiso
compartir su existencia; precedente, cincuenta años antes, de Francisco de Asís.
Puede decirse que, en la mayor parte de los destinos individuales, la economía del

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beneficio desembocaba, ante la proximidad de la muerte, en la economía del
donativo, de nuevo triunfante.
Del espíritu de largueza, legado por la Alta Edad Media y cuya vitalidad no
alteraban en nada los ritmos precipitados de la evolución económica, se alimenta
todavía la ideología dominante, expresada y propagada por la Iglesia. Aunque gran
número de canónigos se preocupan por promover las roturaciones, por invertir bien el
dinero de las limosnas y por vender al mejor precio, la Iglesia continúa condenando el
lucro, prohíbe a los monasterios practicar el préstamo con garantías, considerado
como una forma de usura. La Iglesia sostiene que el trabajo es una maldición;
dedicarse a él no puede ser para el hombre bien nacido sino una práctica ascética: en
el Císter, los trabajos manuales eran considerados ejercicios de mortificación, e
incluso los valdenses, para ser verdaderamente pobres, rehusaban trabajar
manualmente. Esta ideología propone a los ricos un ideal de perfección: la pobreza, el
despojo, el desprecio de este dinero que los heresiarcas y los predicadores ortodoxos
del siglo XII consideran, al igual que los monjes del año mil, una deshonra del alma. A
los hombres de esta época, del mismo modo que a sus más lejanos antepasados, y
tanto más fácilmente cuanto que su situación económica los pone al abrigo de la
necesidad, las realidades económicas les parecen accesorias. Son epifenómenos; las
verdaderas estructuras son espirituales, de orden sobrenatural. Sólo éstas merecen
atención. La subordinación de lo económico a lo ético es total, y lo será durante
mucho tiempo todavía. El 5 de diciembre de 1360, una ordenanza del rey de Francia
hace eco a las medidas monetarias tomadas por el conde de Flandes en 1123; en ella,
la moneda sigue siendo presentada, ante todo, como uno de los medios de hacer
caridad: «Debemos acuñar moneda buena y fuerte de oro y de plata; y moneda oscura
con la cual se podrá fácilmente dar limosna a los pobres». El poder, la fuerza de
estas representaciones morales fue sin duda el principal obstáculo a la acumulación
duradera de capital. El ahorro que no era absorbido por la máquina fiscal iba
finalmente a desaparecer en inversiones inmobiliarias, o se dispersaba en donativos
de todo tipo. En las ciudades de Francia, de Inglaterra, de Germania, existían a fines
del siglo XII dinastías patricias; pero en su mayor parte se habían alejado de los
negocios; se preocupaban de fundar capellanías y de casar a sus hijos con miembros
de las familias de rancia aristocracia. Lo que anima en esta época los progresos
económicos no es la acumulación de un capital monetario; es la acumulación del
poder, sobre la tierra y sobre los hombres. De un poder que explota la expansión de la
producción rural y cuyos beneficios sirven para mantener un tren de vida cada vez
más lujoso. De un poder que por sus características es generador de gastos crecientes
y, por consiguiente, de vitalidad comercial.

Sin embargo, existen lugares, en la cristiandad latina, en los que las actitudes
mentales son sensiblemente diferentes; nos referimos a las ciudades de Italia. La
moral es la misma que en otras partes, y la fascinación de los modelos aristocráticos

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está igualmente viva: el destino de Francisco de Asís es una prueba esclarecedora.
Pero el clima de conjunto está modificado por dos razones principales. No fueron los
ministeriales los que animaron la renovación de la economía urbana, sino ciudadanos
libres, dueños de señoríos territoriales, que utilizaron muy pronto la moneda para
administrar su fortuna. Contar, ganar, no fueron en Italia prácticas que toda persona
preocupada por su dignidad debiera abandonar en manos de sus domésticos. En una
aristocracia en su mayor parte urbanizada, la noción de beneficio tenía su lugar en
una ética, la del civismo. Por otra parte, en las ciudades marítimas, en Venecia, en
Pisa, en Génova, durante mucho más tiempo que en otros lugares fue difícil
establecer diferencias entre el comercio y la guerra, una guerra que en ocasiones se
pretendía santa, es decir, una operación noble. Pero, a diferencia de los vikingos, los
aventureros del mar, en la Italia del siglo XII, no consagraban al adorno de su tumba
los metales preciosos que obtenían en sus expediciones; los utilizaban en los
negocios. Cuando la flota genovesa se apoderó de Cesarea, se eligieron algunos
objetos para el tesoro de la catedral y para gratificar a los capitanes, y del resto del
botín recibieron una sexta parte los propietarios de las naves, y cada uno de los ocho
mil remeros recibió cuarenta y ocho sueldos en plata y dos libras de pimienta, es
decir, el pequeño capital que permitía lanzarse al mundo del comercio. En las
ciudades italianas, la moneda no era sólo una medida, era un valor verdaderamente
vivo y susceptible de fructificar. No dudemos en calificar de capitalista una actitud de
este tipo hacia el dinero.
Dinero que se coloca, prudentemente, en pequeñas cantidades diseminadas entre
múltiples asociaciones. Los nombres de estas societates cambian de una ciudad a
otra, pero en todas partes hacen solidarios para una operación comercial determinada
y de corta duración a un hombre que aporta el capital y a otro que lo utiliza para
obtener beneficios. «Yo, Giovanni Lissado de Luperio, y mis herederos hemos
recibido en colleganza de ti Sevestro Erefice, hijo de don Tridimundo, y de tus
herederos, doscientas libras de dineros; yo he puesto cien libras. Con este dinero
tendremos dos partes en un navío cuyo capitán es Gosmiro de Molino. Yo debo llevar
todo conmigo en dicho navío a Tebas. El beneficio será dividido entre nosotros a
medias[35]». El documento es veneciano, muy antiguo, de 1073. En Génova, en Pisa,
fueron concluidos innumerables acuerdos similares. A partir de mediados del siglo XII
los registros notariales nos proporcionan abundantes textos. A los más afortunados,
los acuerdos de este tipo les ofrecían un enriquecimiento rápido. Tomemos el caso,
bien estudiado, del genovés Ansaldo Baialardo. En 1156, muy joven, emancipado por
su padre (las aventuras del comercio son individuales), llega a un acuerdo con un
hombre rico y noble que le adelanta doscientas libras; él no tiene nada; se embarca en
un viaje hacia los puertos de Provenza, Languedoc y Cataluña; al regreso, recibe su
parte, mínima, de los beneficios: dieciocho libras. Pero no las toca; él y su socio
reinvierten todo el capital, es decir, doscientas cincuenta y cuatro libras, en un
segundo viaje realizado en el mismo año; los beneficios son en esta ocasión de

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doscientas cuarenta y cinco libras, es decir casi el 100 por 100. A Ansaldo le
corresponden cincuenta y seis libras además de las aportadas por él. Partido de la
nada, en unas semanas ha acumulado un capital de setenta y cuatro libras genovesas.
Dos años más tarde, siempre con el mismo socio, monta una operación más compleja;
para un viaje a Egipto, Palestina y Siria reúnen un capital de casi quinientas libras, la
mitad de las cuales son adelantadas por diferentes prestamistas. Personalmente,
Ansaldo arriesga sesenta y cuatro libras; al regreso de la expedición, después del
reparto de los beneficios, posee un capital de ciento cuarenta y dos libras. Este dinero
era el precio de su valor y de sus trabajos, lo que le debían, por haber afrontado los
peligros del mar, las epidemias y las peleas, quienes, sin moverse de Génova, se
habían enriquecido y, como su socio principal, habían triplicado en tres años su
dinero. El ejemplo es ilustrativo y no tiene nada de excepcional. Es una prueba clara
del contraste de tonalidad económica entre las ciudades marítimas del sur y el resto
de Europa.
Para ser fieles a la verdad, hay que decir que también las riquezas ganadas en las
expediciones comerciales terminaban, en gran parte, por inmovilizarse en fortunas
territoriales. Se conoce la de Sebastián Ziani, que fue dogo de Venecia en 1172; está
compuesta fundamentalmente de dominios en la laguna, en el delta del Po, en la
campiña de Padua. Y cuando el obispo Otón de Freising descubrió las ciudades
italianas a mediados del siglo XII, se escandalizó de ver a gran número de hijos de
artesanos y de comerciantes acceder a la caballería, vivir en la proeza y el despilfarro.
En Italia como en todas partes, los hijos de los ricos aspiraban a la ociosidad de los
nobles; pero llevaban la administración de sus bienes rurales como un negocio, en el
que el dinero tenía que producir. Exigían de sus masoveros no rentas en dinero, sino
trigo, vino, que vendían personalmente. Formaban con los trabajadores de las aldeas
«compañías», societates del mismo tipo que las asociaciones comerciales: ellos
aportaban el capital, el campesino su trabajo y sus cuidados; el beneficio era dividido.
Los contratos de soccida, de mezzadria, inyectaron así la moneda en empresas de
plantación, de pastoreo, de explotación agrícola. Y este hecho aceleró el
equipamiento de los campesinos, hizo nacer alrededor de las ciudades un paisaje
agrario nuevo altamente productivo, estimuló en todas partes, exceptuadas las
llanuras costeras infestadas de malaria, un poderoso impulso de crecimiento del que
la economía urbana, gracias a estas íntimas conexiones monetarias, se benefició más
directamente que en las tierras situadas al norte de los Alpes.
Desde el último cuarto del siglo XI los mercaderes de Italia franqueaban los
Alpes, cada vez en mayor número, en búsqueda de mayores beneficios. ¿Qué
llevaban consigo a la salida de Mont-Cenis y de los otros puertos? Dinero ante todo,
piezas de esta moneda que se había acumulado en los puertos y en las ciudades de la
llanura del Po y que era todavía tan rara y tan preciosa en el mundo en que
penetraban. Llevaban también técnicas, un saber que les confería, en la economía
completamente campesina de aquellos países, la superioridad que había sido

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privilegio de los judíos: la práctica de la escritura, de la cifra y de los contratos de
asociación que, desde Constantinopla hasta Bujía, eran usuales en todas las orillas
mediterráneas. Llevaban por último otra mentalidad económica, una actitud hacia las
especies monetarias, el valor y el beneficio muy diferente de la de campesinos y
señores. La documentación anterior a los últimos años del siglo XII no nos dice
prácticamente nada de las repercusiones de este comportamiento insólito, de la
manera en que pudo adaptarse y propagarse, del resultado de las empresas italianas,
de la mutación que suscitaron. En estos años, al menos, un hecho es cierto: el mundo
está cambiando muy rápidamente.

La falta de datos estadísticos hace difícil descubrir, en la evolución del


movimiento de crecimiento, las distintas fases y hallar entre ellas los puntos de
ruptura en los que el ritmo se modificó. Sin embargo, los indicios de una mutación se
multiplican en los dos últimos decenios del siglo XII, lo que incita a situar en este
momento uno de los principales hitos de la historia económica europea. En pocas
palabras, éste parece ser el momento en que, decididamente y en todas partes, no
solamente en Italia, la vitalidad urbana es superior a la de los campos. Éstos, en el
desarrollo económico, no serán en adelante sino simples acólitos, seguidores: el
campesino cede al burgués el papel de animador y, en los medios de vanguardia, las
resistencias mentales serán doblegadas en todas partes. En esta época se revelan dos
rasgos: una aceleración del movimiento de progreso y la creación, en el conjunto de
la cristiandad latina, es decir, en los tres dominios geográficos separados hasta estas
fechas por profundas diferencias económicas, de un espacio común, englobado por
las múltiples conexiones de los itinerarios comerciales. Esta nueva unidad, esta
aproximación entre la zona mediterránea, la vertiente semisalvaje del este y del norte,
y el interior continental y rústico del que la cuenca parisina es aproximadamente el
centro, han sido preparadas lentamente por los progresos de la circulación y de los
intercambios. Son el resultado de los éxitos de la aventura comercial.
Los indicios de cambio no aparecen en la Europa del Mediterráneo. En esta zona
se hallaban asentadas desde mucho tiempo antes las estructuras cuya instauración en
las demás regiones de Occidente señala el umbral de una época nueva. A fines del
siglo XII, mientras que en Castilla se prosiguen las lucrativas campañas militares que
despojan al Islam de sus riquezas y permiten al rey cristiano acuñar moneda de oro en
1173, en Italia continúa el desarrollo del comercio, el perfeccionamiento de las
diversas formas jurídicas de la societas, de la asociación capitalista. Las colonias que
los mercaderes de las ciudades marítimas han fundado en todos los lugares
importantes, en tierra musulmana y en el Imperio bizantino, continúan creciendo.
Algunas son ya tan importantes que su presencia suscita entre la población local,
como en Constantinopla en 1176 y 1182, brotes de agresividad xenófoba. El espíritu
de cruzada, resorte de las primeras aventuras marítimas, justificación de las primeras
ganancias y de la acumulación primitiva del capital monetario, se entibia en los

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puertos del Adriático y del Tirreno. Allí, todos los negociantes son conscientes de que
conseguir botines con las armas en la mano es menos rentable que las operaciones
comerciales de carácter pacífico con los infieles: no es debido al azar que Francisco
de Asís, que quiso sustituir la cruzada por la misión, fuera hijo de un mercader,
habitual de las ferias de Champaña. En las ciudades marítimas, casi todos los
cruzados son ahora hombres del interior. Se les trata como a clientes; se les adelanta
con gusto el dinero del pasaje, pero todos se esfuerzan por obtener el mayor beneficio
posible de estos deudores ingenuos. Para los pilotos de los barcos, para los que
manejan el dinero, para los mercaderes de todo tipo, para los notarios que redactan
los contratos, la expedición a Tierra Santa es, también, un negocio que conviene
explotar como tal. A fines del siglo XII, cuando los mercaderes italianos penetran en
Inglaterra, lo hacen para cobrar las deudas de los cruzados; se hacen pagar en lana,
que venderán en Flandes a los fabricantes de paños; y para conseguir la autorización
de permanecer en Inglaterra, de proseguir este lucrativo negocio, ofrecen al rey
préstamos en dinero. De esta manera, una red comercial cuyos nudos se hallaban en
las grandes ciudades italianas, que se extendía ampliamente por la zona de Bizancio,
de Levante y de Berbería, que desde algunos años antes penetraba hasta las ferias de
Champaña, se amplió y estableció una unión directa entre el foco mediterráneo y el
del mar del Norte, vivificado en esta época por la penetración de corrientes
comerciales procedentes del fondo del Báltico.

Si nada prueba que las estructuras económicas de la cristiandad mediterránea se


hayan modificado durante los últimos decenios del siglo XII, en cambio se descubren
mutaciones sensibles en las franjas septentrionales y orientales, en la Europa en otro
tiempo bárbara. Los rasgos originales de su economía se difuminan, al mismo tiempo
que disminuye el retraso de su desarrollo. Sin embargo, la mutación es lenta. Se sitúa
en una zona cronológica muy extensa. Se basa muy directamente en el impulso de la
expansión agraria. Durante todo el siglo XII, los príncipes de las llanuras orientales,
interesados en acrecentar el rendimiento de su tierra para vivir tan suntuosamente
como sus vecinos del oeste, acogieron, atrajeron a los campesinos de Flandes y de
Germania. Los consideraban dueños de técnicas más eficaces y capaces de sacar
partido de suelos despreciados por los cultivadores indígenas. Enmarcados por sus
sacerdotes, guiados por hombres emprendedores persuadidos de que harían
rápidamente fortuna si organizaban la roturación en nombre del príncipe, decenas de
millares de pioneros se establecieron al este del Elba y del Danubio; introdujeron el
buen arado, trazaron largos surcos profundos en las tierras pesadas, hicieron
retroceder pantanos y boscaje, extendieron el dominio del trigo. Imitándoles, los
campesinos autóctonos colonizaron las márgenes de su terreno y sustituyeron poco a
poco el cultivo itinerante por la práctica de rotaciones regulares en campos
permanentes. El aflujo de inmigrantes, dotados de mansos con obligaciones escasas,
exentos de corveas y sin embargo rentables para el dueño de la tierra, provocó la

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progresiva disolución de los grandes dominios esclavistas y la mejora general de la
condición campesina. A través de los diezmos y de los censos, los excedentes de la
producción cerealista afluyeron a los graneros de los príncipes y de los locatores, de
los dirigentes y organizadores de la colonización. A mediados del siglo XII, el
desarrollo agrícola era lo suficientemente importante como para suscitar la aparición
de ciudades.
Después de 1150 se entrevén diversas transformaciones en la estructura de los
viejos castra, de las aglomeraciones fortificadas construidas alrededor de los palacios
de los príncipes y de las catedrales. Se vacían poco a poco de su población militar. El
séquito guerrero se dispersa y los caballeros, igual que en la zona occidental de
Europa, se establecen en dominios rurales. Al mismo tiempo, la producción artesanal
deja en Bohemia de hallarse repartida entre las aldeas de servidores especializados; se
concentra progresivamente en los arrabales de las ciudades. A alguna distancia del
gorod, de la muralla, surge un grupo de casas alrededor del rynek, de la plaza del
mercado; extranjeros especializados en el comercio se han establecido en esta zona
que se llama en Györ el vicus latinorum, el «burgo de los latinos». Así, en las
antiguas civitates, las funciones económicas van predominando, de la misma forma
que en el Occidente de Europa. E igualmente se crea una red de aldeas,
intermediarias entre el gran mercado urbano y los productores campesinos. Por
último, se fundan nuevas ciudades. La más decisiva de estas fundaciones —muy
directamente determinada por las preocupaciones económicas de un príncipe que
quería, al igual que el conde de Flandes por los mismos años, incrementar sus
ingresos monetarios mediante la explotación de las actividades comerciales— fue la
de Lübeck. Desde 1138, mercaderes alemanes se habían instalado en el viejo
emporium de Haithabu, buen lugar para traficar en el Báltico y suplantar a los
mercaderes escandinavos. Cuando el lugar fue destruido en 1156-1157, el duque de
Sajonia Enrique el León acogió a la colonia de los mercaderes. Los asentó en una
ciudad, Lübeck, edificada algunos años antes por el conde de Holstein, aunque
realmente fundada de nuevo en este momento por el duque. Creó en ella una moneda,
un mercado, un peaje; «envió mensajeros a los reinos del Norte», ofreció la paz a los
príncipes rusos y escandinavos a fin de que sus mercaderes «tengan libertad de paso y
de acceso a su ciudad de Lübeck»; prometió a los mercaderes de Renania y de
Westfalia que se establecieran en la ciudad un derecho tan favorable como el de
Colonia. El comercio del Báltico estaba dominado por los campesinos de la isla de
Gotland, que encontraban en el tráfico marítimo un complemento a sus recursos.
Aventureros procedentes de Alemania habían acudido a instalarse en esta isla desde
los años 1133-1136 y habían fundado una colonia en Visby, en el principal puerto de
la isla. En 1161, Enrique el León tomó bajo su protección «la comunidad de los
mercaderes del Imperio romano que frecuentaban la isla de Gotland» y los ayudó a
asegurarse, de acuerdo con los gotlandeses, una posición privilegiada en el mercado
de Novgorod. Hacía 1180, anchos barcos de gran tonelaje, las «cocas», llevaban a

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Lübeck miel, pieles, pez y alquitrán desde las extremidades orientales del Báltico;
pero transportadas por vía terrestre hasta el mar del Norte, cargadas allí en navíos
semejantes, estas mercancías iban mucho más lejos todavía, hacia Flandes e
Inglaterra. Ya los barcos del norte llegaban hasta el Atlántico. Para ellos se crearon en
la costa flamenca, más tarde en La Rochela, nuevos puertos, provistos de muelles
accesibles a estos barcos de gran calado. Los barcos volvían cargados de sal y de
vino. Su intrusión en el Atlántico vino a estimular la actividad de las salinas de la
bahía de Bourgneuf, activó el crecimiento de un nuevo gran viñedo de exportación,
en Olerón y en los alrededores de La Rochela. Más importante que esta influencia era
el hecho de que se producía una nueva conjunción económica que, en las dos
extremidades del espacio europeo, daría lugar a una nueva etapa de crecimiento.

La inflexión de fines del siglo XII se observa de una forma mucho más clara en la
tercera zona, en el corazón de Occidente, en Inglaterra y en los viejos países francos
de Galia y Germania, en los que confluyen las corrientes del gran comercio. Aquí
puede hablarse de un auténtico despegue cuyos indicios hemos visto aparecer en el
transcurso de este ensayo. Helos aquí reunidos.

1. La historia de las técnicas es de difícil datación. Sin embargo, me sentiría


inclinado a situar en el último cuarto del siglo XII la fase final de un primer
período de desarrollo tecnológico. En este momento, en la campiña de
Picardía, al tiempo que se observa una pausa en la extensión del espacio
agrario y que se multiplican las señales de un reforzamiento de la presión
demográfica, ¿no se entrevé que las familias campesinas acaban de completar
su equipo de instrumentos aratorios eficaces, de caballos de labor, que se
adopta la rotación trienal, que el campo tiene ahora las forjas y los molinos
que le son necesarios? Un primer avance ha permitido en algunos decenios,
mediante la conquista de tierras vírgenes y el perfeccionamiento del utillaje,
aumentar considerablemente el rendimiento del trabajo agrícola. El cultivo
cerealista parece alcanzar entonces una especie de techo, y los progresos más
claros de la producción rural tendrán lugar en adelante no en el terreno de las
tierras de labor, sino en el de los prados y del bosque, en respuesta a las
demandas cada vez más acuciantes de la economía urbana. Ésta a su vez se
halla relanzada por el efecto combinado de un conjunto de
perfeccionamientos técnicos. El empleo del torno de hilar, la difusión de los
molinos aplicados al batanado de los tejidos, al tratamiento del cáñamo, a la
fabricación del hierro, permiten un progreso más rápido de la producción
artesanal, al tiempo que la utilización de navíos de mayor tonelaje acelera el
transporte de las mercancías pesadas. Por último, hacia 1170 se fecha el
descubrimiento en Sajonia de las minas de plata de Friburgo, que no
solamente inicia el primer gran período de la historia minera europea, sino
que proporciona a la economía comercial lo que quizás más necesario le era,
el medio de multiplicar las especies monetarias.

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2. El empuje de la expansión comercial se hace mucho más vivo a partir de este
momento. Mientras que mercaderes italianos intentan la aventura en
Inglaterra, la presencia de mercaderes llegados de Arras es visible en Génova,
y en 1190 los traficantes ligures obtienen del duque de Borgoña privilegios
semejantes a los que ya disfrutaban los mercaderes de Asti; podrán en
adelante atravesar con menores gastos las ciudades borgoñesas en dirección a
las ferias de Champaña. Por estos mismos años, los dineros de Provins
comienzan a disputar a los de París la preeminencia entre las monedas que
circulan en la Francia del norte, porque empieza a funcionar regularmente, en
Troyes, en Lagny, en Bar-sur-Aube y en Provins, el mecanismo de los
encuentros comerciales y de las compensaciones financieras que durante un
siglo servirá de trampolín al desarrollo, en toda Europa, del comercio a larga
distancia. Hacia la misma fecha se intensifica de un modo claro el
crecimiento urbano: este período fundamental del desarrollo de las ciudades
que se proseguirá hasta mediados del siglo XIV, se inicia en Westfalia hacia
1180[36]. Simultáneamente se observa en algunos lugares, desde el punto de
vista de la producción artesanal, un relativo descenso del mercado urbano; se
trata sin duda de un efecto del crecimiento, puesto que esta concentración se
debe a la competencia entre las ciudades, a la multiplicación de las aldeas y al
reflujo hacia el campo de algunos trabajos, tales como los realizados por el
herrero; hace necesaria una organización más estricta de la producción y lleva
por tanto a acentuar la reglamentación de los oficios; hasta entonces los
señores de la ciudad sólo se habían ocupado de los artesanos, para recaudar
impuestos, de la misma forma que los recaudaban de los antiguos domésticos;
ahora, en París, en Londres, en Toulouse, son reunidos en oficios de
organización más rigurosa. Por último, prueba de la animación constante del
comercio, los precios suben, y rápidamente. Las primeras series de
contabilidad señorial que nos llegan de Inglaterra muestran la evolución del
precio del trigo. Con relación al período comprendido entre 1160 y 1179, ha
aumentado, entre 1180 y 1199, un 40 por 100; un 130 por 100 entre 1200 y
1219, si nos referimos al número de dineros —un 25 y un 50 por 100 si la
referencia se hace a la plata contenida en estas monedas. Estos datos
numéricos ponen en evidencia simultáneamente una depreciación progresiva
de la moneda y un alza acelerada de los precios. Una y otra son provocadas
por la brusca intensificación de los intercambios.
3. En el último cuarto del siglo XII se observa, por último, en la sociedad rural
una primera ruptura de las primitivas actitudes económicas. Al mismo tiempo
que aparecen las primeras señales de una renovación de la pequeña
aristocracia por la penetración en la caballería de individuos de origen
humilde —de esta forma se concreta el tema del nuevo rico difundido por
estos años en la literatura caballeresca—, al mismo tiempo, la propensión a
gastar siempre más comienza a introducir en las finanzas de los pequeños
señores de aldea unas dificultades permanentes, equiparables a las que desde
cien años antes conocían los príncipes y los prelados. Estos caballeros no
hallan como en otro tiempo en el círculo de los parientes o de sus vecinos

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nobles la ayuda en dinero que les habría sacado de apuros; deben recurrir al
préstamo de los burgueses, luego a venderles parte de su dominio; no
pudiendo soportar los gastos de las fiestas, algunos renuncian a armar
caballeros a sus hijos y se aferran con mayor fuerza a sus privilegios
nobiliarios. En Inglaterra, se ven difundirse nuevas formas de administrar los
dominios a partir de 1180. En este momento —el mismo en el que en su
Diálogo de la tesorería real Ricardo Fitzneal intenta explicar por qué las
prestaciones en dinero han reemplazado, en el señorío rural, a los censos en
especie— las grandes abadías benedictinas renuncian a arrendar los manors;
los explotan directamente, y la preocupación de los señores por hacer que
rindan más sus tierras les lleva a introducir diversas innovaciones. Por
ejemplo, asimilar la condición de los campesinos a la antigua servidumbre,
para poderlos explotar más duramente. Por ejemplo, hacer controlar de un
modo estricto la administración de los intendentes rurales por especialistas de
la cifra que saben contar. Decisión muy importante para la historia de la
economía: en el último cuarto del siglo XII se inician en los manors ingleses
las series de cuentas señoriales que permiten la primera aproximación
numérica a los fenómenos económicos (acabamos de ver que era posible
desde este momento seguir la evolución de los precios del trigo) y que de
hecho señala en Europa el comienzo de una historia cuantitativa. Pero la
aparición de estos documentos contables es prueba ante todo de un cambio de
comportamiento: la nueva preocupación por conocer con precisión la medida
de las cosas, por establecer un balance, por evaluar los beneficios, es decir, el
progreso del espíritu de lucro. Este espíritu anima a todos los técnicos de las
finanzas que los príncipes toman a su servicio, como Ricardo Fitzneal, o
como los escribas que en 1181 calcularon los ingresos del conde de Flandes.
Estas gentes comenzaron a trasladar a las aldeas las costumbres de los
mercaderes urbanos, a difundirlas poco a poco entre los contratistas de tipo
mediano que son los ministeriales, los arrendadores, los jefes de las obras de
roturación; agudizan de esta forma su deseo de ganar y los impulsan a
desempeñar un papel todavía más activo en la continuidad del desarrollo
económico. Gracias a ellos, el espíritu urbano se insinuará pronto hasta en las
zonas más profundas de los campos.

Si he elegido cerrar este ensayo en los años ochenta del siglo XII, se debe a que
me parece que este momento corresponde a un hito fundamental en la historia
económica europea, de la misma forma que el primer jalón, el punto de partida,
menos preciso en razón de la escasez documental: el siglo VII. En esta primera fecha
se había iniciado un movimiento de crecimiento. El progreso de la producción
agrícola lo sostenía, y este progreso respondía a las exigencias de una aristocracia
militar que poseía la tierra, dominaba a quienes la trabajaban y cuya primera
preocupación era hacer siempre más suntuosa su munificencia ostentatoria. Hasta el
siglo XI, el trabajo rural tuvo un débil rendimiento, y el crecimiento fue obra

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principalmente de una economía de guerra, de la que la esclavitud y el saqueo eran
las dos bases. Pero, durante el período de la paz feudal instaurada poco después, las
conquistas determinantes fueron poco a poco obra del campesinado, incitado por las
presiones señoriales a producir siempre más, cada vez más numeroso, y por este
motivo cada vez más libre para organizar su trabajo a su aire y para vender el fruto de
su labor. La mutación que se sitúa en los últimos años del siglo XII no altera el ritmo
de este progreso agrícola, cuyo empuje no se debilita y que proseguirá durante
decenios. Lo que cambia radicalmente es su función: hasta entonces era el motor
único de todo el desarrollo; en adelante será un motor subalterno. Al mismo tiempo
que se observan, en los alrededores del año 1200, los primeros síntomas de un
hambre de tierra que el auge demográfico, prolongado durante cinco siglos, no había
todavía suscitado y que pronto dará lugar a una permanente deteriorización de la
condición campesina, la economía de los campos se sitúa en una posición
subordinada. Está destinada a no sufrir en adelante sino incitaciones, llamadas,
sujeciones; en resumen, una explotación cada vez más fuerte: el dominio de la
economía urbana. Hacia 1180, en toda Europa, comienza la época de los hombres de
negocios. Después de 1180, el espíritu de lucro hará retroceder incesantemente el
espíritu de largueza. La nostalgia de esta virtud sobrevivirá durante mucho tiempo.
Pero sólo adornará a héroes míticos, símbolos y refugio a la vez de los valores, vivos
y soberanos, que la Edad Media había durante largo tiempo celebrado. Una primera
Edad Media. La de los campesinos. La de los guerreros, sus señores.

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ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

Esta lista de obras es voluntariamente breve. Este libro, repito, no es un manual sino
un ensayo. Indico los principales trabajos que han orientado mis reflexiones y, por
otro lado, las publicaciones en las que se podrán hallar las bibliografías más útiles y
más recientes.

Página 239
I. GENERALIDADES

Bloch, M.: La société féodale, 2 vols., Paris, 1940. Hay traducción castellana:
La sociedad feudal, 2 vols., Uteha, México, 1958.
Boutruche, R.: Seigneurie et féodalité, 2 vols., París, 1959-1970. Hay traducción
castellana: Señorío y feudalismo. «Primera época: los vínculos de
dependencia», Siglo XXI Editores, S. A., Buenos Aires, 1973.
Caratteri del secolo VII in Occidente, 2 vols. (V Settimane di Studi del Centro
italiano di Studi sull'alto medioevo), Espoleto, 1958.
Cipolla, C. M.: Storia dell'economia italiana, vol. I, Turin, 1959.
Cipolla, C. M. (ed.): The Middle Ages (The Fontana Economie History of
Europe), Londres, 1972.
Deuxième conférence internationale d'histoire économique, Aix-en-Provence,
1962, Paris, 1965.
Doehaerd, R.: Le Haut Moyen Age occidental. Economies et sociétés (Nouvelle
Clio), París, 1971. Hay traducción castellana: La Alta Edad Media.
Economías y sociedades, Nueva Clio, Barcelona, 1972.
Hensel, W.: La naissance de la Pologne. Wroclaw, 1966.
I problemi comuni dell'Europa post-carolingia (II Settimana di Studi del Centro
italiano di studi sull'alto medioevo), Espoleto, 1955.
Kulischer, J. M.: Allgemeine Wirtschaftsgeschichte des Mittelalters und der
Neuzeit ,4.a ed., Berlin, 1958.
Lesne, E.: Histoire de la propriété ecclésiastique en France, 6 vols., París,
1910-1943.
López, R. S.: The commercial revolution of the Middle Ages, 950-1350,
Englewood Cliffs, 1971.
Luzzato, G.: Storia economica d'Italia. I. L'Antichità e il Medio Evo, Roma,
1949.
Musset, L.: Les peuples Scandinaves au Moyen Age, Paris, 1951.
Pirenne, H.: Histoire économique et sociale du Moyen Age, nueva edición
renovada por H. Van Werveke, París, 1963. Hay traducción castellana:
Historia económica y social de la Edad Media. Anexo bibliográfico y
crítico de H. Van Werveke, F. C. E., México, 1934.

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Salin, E.: La civilisation mérovingienne d'après les sépultures, les textes et le
laboratoire, 4 vols., Paris, 1950-1959.
Vicens Vives, J.: Manual de historia económica de España, 3.a edición,
Barcelona, 1964.
Wolff, Ph., Mauro, F.: L'âge de l'artisanat, Ve-XVIIIe siècle, Histoire générale
du travail, t. II, Paris, 1960.

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II. ECOLOGÍA, DEMOGRAFÍA, TECNOLOGÍA

Bautier, A. M.: «Les plus anciennes mentions de moulins hydrauliques,


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Darby, H. C. (ed.): An historical geography of England, Cambridge, 1936.
Daumas, M. (ed.): Histoire générale des techniques, t. I, B. Gille, Les origines
de la civilisation technique, Paris, 1962.
Derry, T. K., y Williams, T. P.: A short history of technology, Nueva York,
Oxford, 1961. Hay traducción castellana: Breve historia de la tecnología.
Siglo XXI Editores, Madrid (en preparación).
Fournier, G.: Le peuplement rural en base Auvergne durant le haut Moyen Age,
Paris, 1962.
Gille, B.: «L'industrie métallurgique en Champagne au Moyen Age», Revue
d'histoire de la sidérurgie, 1960.
Jahnkuhn, H.: «Die Entstehung der mittelalterlichen Agrarlandschaft in
Angeln», Geographische Annalen, 1961.
Le Roy Ladurie, E.: Times of feast, times of famine: a history of Climate since
the year 1000, Nueva York, 1971.
Russel, J. C.: British medieval population, Albuquerque, 1948.
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Schneider, J.: «Fer et sidérurgie dans l'économie européenne du XIe au XVIIe
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1956.
Singer, C.; Holmyard, E. J.; Hall, A. R.; Williams, T. I., éd.: A history of
technology, vol. II: The mediterranean civilizations and the Middle Ages,
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Sprandel, R.: Das Eisengewerbe im Mittelalter, Stuttgart, 1968.
Verhulst, A.: Histoire du paysage rural en Flandre de l'époque romaine au
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White, L.: Medieval technology and social change, Oxford, 1962.

Página 242
III. LA ECONOMÍA RURAL

1. Generalidades

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zum XIX. Jahrhundert, vol. II de Deutsche Agrargeschichte, Stutt gart, 1962.
—Caps, VI y VII de Handbuch der deutschen Wirtschafts— und Sozial geschichte
(H. Aubin et W. Zorn, ed.), Stuttgart, 1971.
Agricoltura e mondo rurale in Occidente nell'alto medioevo (XIII Settimana di
Studi sull'alto medioevo), Espoleto, 1966.
Bloch, M.: Les caractères originaux de l'histoire rurale française, 2 vols París,
2.a edición, 1961-1964.
Duby, G .:L'Economie rurale et la vie des campagnes dans l'Occident médiéval,
2 vols., Paris, 1961. Hay traducción castellana: Economía rural y vida
campesina en el Occidente medieval ,Península, Barcelona, 1968.
Franz, G.: Geschichte des Bauernstandes, vol. VI de Deutsche Agrar-
geschichte, Stuttgart, 1963.
Jones, P. J.: «Per la storia agraria italiana nel medioevo; lineamenti e problemi»,
Rivista storica italiana, 1964.
Lütge, F.: Geschichte der deutschen Agrarverfassung vom frühen Mittelalter bis
zum XIX, vol. III de Deutsche Agrargeschichte, Stuttgart, 1963.
Slicher Van Bath, B. H.: The agrarian history of Western Europe, 500-1850,
Londres, 1963. Hay traducción castellana: Historia agraria de Europa
occidental 500-1850, Barcelona, 1974.
The agrarian life of the Middle Ages, vol. I de The Cambridge Economic History
of Europe, M. M. Postan, ed., 2.a edición, Cambridge, 1966. Hay traducción
castellana: «La vida agraria en la Edad Media», t. I de la Historia
Económica de Europa, de la Universidad de Cambridge, Ed. Revista de
Derecho Privado, Madrid, 1972.

2. Estudios particulares.

Deleage, A.: La vie rurale en Bourgogne jusqu'au début du XIe siècle, 3 vols,
Paris, 1941.

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Despy, G.: «Villes et campagnes aux IXe et Xe siècles: l'exemple du pays
mosan», Revue du Nord, 1968.
Dion, R.: Histoire de la vigne et du vin en France, des origines au XIXe siècle,
Paris, 1959.
Dollinger, Ph.: L'évolution des classes rurales en Bavière jusqu'au milieu du
XIIIe siècle, Paris, 1949.

Duboulay, F. R. H.: The Lordship of Canterbury. An essay on medieval society,


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Duby, G.: La société aux XIe et XIIe siècles dans la région mâconnaise, Paris,
1953.
Finberg, H. P. R.: Tavistock Abbey. A study in the social and economic History of
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Fossier, R.: La terre et les hommes en Picardie jusqu'à la fin du XIIIe siècle,
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Herlihy, D.: «Agrarian revolution in France and Italy 801-1150», Speculum
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Lennard, R.: Rural England, 1068-1135. A study of social and Agrarian
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Metz, W.: «Die Agrarwirtschaft IM karolingischen Reiche», Karl der Grosse, I,
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Miller, G.: The Abbey and Bishopric of Ely. The social History of an
ecclesiastical estate from the Xth century to the early XlVth century
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Perrin, Ch. E.: Recherches sur la seigneurie rurale en Lorraine d'après les plus
anciens censiers (Xe -XIIe siècle), Estrasburgo, 1935.
Perrin, Ch. E.: «Observations sur le manse dans la region parisienne au début du
IXe siècle», Annales d'histoire sociale, 1945.
Postan, M. M.: The famulus, the estate labourer in the XIIth and XIII th
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Verlinden, C.: L'esclavage en Europe médiévale, t. I: Péninsule ibérique,
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IV. MONEDA, CIUDADES Y MERCADERES

1. La moneda

Bloch, M.: Esquisse d'une histoire monétaire de l'Europe, Paris, 1954.


Bloch, M.: «Le problème de l'or au Moyen Age»,Annales E. S. C., 1933.
Cipolla, C. M.: Money, Prices and Civilization in the Mediterranean World,
Princeton, 1956.
Cipolla, C. M.: Le avventure della lira, Milán, 1958.
Doehaerd, R.: «Les réformes monétaires carolingiennes», Annales E. S. C.,
1952.
Duby, G.: «Le budget de l'abbaye de Cluny entre 1080 et 1155», Annales
E. S. C., 1952.
Kiersnowski, R.: «Coins in the economic and political structure of states
between the ixth and the xith century», L'Europe aux XIe -XIIe siècles,
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Lalik, T.: «La circulation des métaux précieux en Pologne du Xe au XIIe siecle»,
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López, R.: «An aristocraty of money in the early middle ages», Speculum, 1953.
Moneta e scambi nell'alto medioevo (Vili Settimana di Studi del Centro italiano
di Studi sull'alto medioevo), Espoleto, 1961.
Sawyer, P. H.: «The Wealth of England in the xith century», Transactions of the
Royal Historical Society, 1965.
Van Verweke, H.: «Monnaies, lingots ou marchandises. Les instruments
d'échange aux XIe et XIIe siècles», Annales d'histoire économique et sociale,
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2. Ciudades y sociedades urbanas.

Akkerman, J. B.: «Het Koopmansgilde van Tiel omstreeks het jaar 1000»,
Tijdschrift voor Rechtsgeschiedenis, 1962.
Bonnassie, P.: «Une famille de la campagne barcelonaise et ses activités
économiques aux alentours de l'an mille». Annales du Midi, 1965.

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Coornaert, E.: «Des confréries carolingiennes aux guildes marchandes»,
Mélanges d'histoire sociale, 1942.
Dollinger, Ph.: La Hanse (XIIe - XVIIe siècle), Paris, 1964.
Einen, E.: Frühgeschichte der europäischen Stadt, Bonn, 1953.
La rittà nell'alto medioevo (VI Settimana di Studi del Centro italiano di studi
sull'alto medioevo), Espoleto, 1959.
L'artisanat et la vie urbaine en Pologne médiévale, Varsovia, 1962.
Les origines des villes polonaises (Congrès et Colloques de la VIe section de
l'Ëcole pratique des Hautes Études), Paris, 1960.
Leicht, P. S.: Operai, artigiani, agricoltori in Italia del secolo VI al XVI, Milán,
1946.
Lestocquoy, J.: Aux origines de la bourgeoisie. Les villes de Flandre et d'Italie
sous le gouvernement des patriciens. XIe-XVe siècle Paris 1952.
Mundy, J. H.; Riesenberg, P.: The medieval town, Princeton, 1958.
Planitz, H.: Die deutsche Stadt im Mittelalter, Graz-Colonia, 1954.
Romero, J. L.: La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires. 1967.
Sánchez-Albornoz, C.: Estampas de la vida en León hace mil años, Madrid,
1934.
Vercauteren, F.: Étude sur les «civitates» de la Belgique seconde, Paris 1934.
Violante, C.: La società milanese nell'età precomunale, Bari, 1953.

3. El comercio

Dhondt, J.: «Les problèmes de Quentovic», Studi in onore di Amintore Fanfani,


Milán, 1962.
Doehaerd, R.: «Au temps de Charlemagne. Ce qu'on vendait et comment on le
vendait dans le Bassin parisien», Annales E. S. C., 1947.
Economic organization and policies in the Middle Ages, vol. III de The
Cambridge Economic History of Europe, M. M. Postan, ed., Cambridge,
1963. Hay traducción castellana: «Organización y política económica en la
Edad Media», t. III de la Historia Económica de Europa, de la Universidad
de Cambridge. Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1972.
Endemann, R.: Markturkunde und Markt in Frankreich und Burgund vom 9.bis
11.Jahrhundert, Constanza, 1964.

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Grierson, P.: «Commerce in the Dark Ages: a critique of the evidence»,
Transactions of the Royal Historical Society, Bruselas, 1959.
Jankuhn, H.: «Die frühmittelalterlichen Seehandelsplätze im Nordund
Ostseeraum», Studien zu den Anfängen des europäischen Städtewesens,
Constanza, 1958.
Le Goff, J .:Marchands et banquiers du Moyen Age ,Paris, 1956. Hay traducción
castellana: Mercaderes y banqueros en la Edad Media.
Lewis, A. R.: «Le commerce et la navigation sur les côtes atlantiques de la
Gaule du Ve au VIIIe siècle», Le Moyen Age, Paris, 1953.
Lewis, A. R.: Naval Power and trade in the Mediterranean, A. D. 500-1100,
Princeton, 1951.
López, R., Raymond, I. W.: Mediaeval trade in the Mediterranean World,
Nueva York, 1955.
Recueils de la société Jean Modin: vol. V: La Foire, Bruselas, 1953.
Renouard, Y.: Les Hommes d'affaires italiens du Moyen Age, Paris, 1949.
Trade and industry in the Middle Ages, vol. II de The Cambridge Economic
History of Europe, M. M. Postan, ed., Cambridge, 1952. Hay traducción
castellana: «El comercio y la industria en la Edad Media», t. II de la Historia
Económica de Europa, de la Universidad de Cambridge, Ed. Revista de
Derecho Privado, Madrid, 1972.
Warnke, Ch.: Die Anfänge des Fernhandels in Polen, Wurzburgo, 1964.

Página 248
GEORGES DUBY (París, 7 de octubre de 1919 - Aix-en-Provence, 3 de diciembre
de 1996). Historiador francés, especialista en la Edad Media y vinculado a la Escuela
de los Annales.
Duby, que proviene de una familia de artesanos, obtuvo en 1941 l'agrégation de
lettres, y en 1942 empezó su carrera en esa ciudad. Fue alumno de Charles-Edmond
Perrin. Luego enseñó en Besançon y en Aix-en Provence, donde permaneció veinte
años. Tras la defensa de su tesis de Estado, en 1953, obtuvo una cátedra. En 1970,
pasó a París, al ser elegido profesor del Collège de France. En 1987, ingresó en la
Academia francesa. Fue miembro de varias academias nacionales y extranjeras: la de
Bélgica, la británica, la romana (dei Lincei) y la estadounidense.
Particularmente especializado en los siglos X, XI y XII de la Europa occidental,
Duby estuvo asociado con la Escuela de los Annales, fundada en 1929 por Marc
Bloch y Lucien Febvre, que promulgaban una Nueva Historia, con énfasis en los
procesos de larga duración, sociales y económicos, y que tuvo luego como máximo
exponente a Fernand Braudel.
Su estudio sobre la base material del Medievo le permitirá irrumpir con agudeza en la
historia de las mentalidades, analizando el utillaje mental (vocabulario, sintaxis,
lugares comunes, cuadros lógicos, etc.), de entonces de un modo nuevo. Pues, según
Duby, si se da demasiada autonomía a las estructuras mentales se tiende a caer en
círculos viciosos. Así que con el ejemplo de Mauss (los hechos sociales totales) y
Lévi-Strauss (las dimensiones simbólicas de lo social) trabaja sobre el matrimonio, la

Página 249
sexualidad y ciertos sistemas del pensamiento, e investiga sobre la ideología
entendida como «proyecto de acción sobre lo vivido».
Desde 1953, la aparición de sus publicaciones se ha prodigado mucho. A libros
fundamentales como Guerreros y campesinos, o como Hombres y estructuras de la
Edad Media se añadieron textos de interpretación más vasta sobre la sociedad
medieval: La época de las catedrales, San Bernardo y el arte cisterciense, El
caballero, la mujer y el cura, El amor en la Edad Media, así como su poderoso y
fecundo estudio Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. A ellos cabe añadir
dos monografías, que tuvieron muchas decenas de miles de lectores, Guillermo el
Mariscal y El domingo de Bouvines.
A su obra individual, atenta a los impulsos culturales más ricos, se suma su empuje en
la realización de proyectos como La Edad Media (en la Historia general de las
civilizaciones), Histoire de la France rurale, Historia de la vida privada, La Historia
de las mujeres, o un Atlas histórico. Prácticamente, han sido traducidos todos sus
libros al castellano, y han podido verse en España muchos de sus programas
televisivos (fue presidente de la SEPT, cadena de televisión cultural fundada en
1985).

Página 250
NOTAS

Página 251
[1]
J. Titow, «Evidence of weather in the account rolls of the bishopric of Winchester,
1209-1350», Economic History Review, 1960. <<

Página 252
[2] Monumenta Germaniae Historica, leges, «Capitularia regum francorum», I, p. 254.
<<

Página 253
[3]G. Acsadi, «Los resultados de las investigaciones paleodemográficas sobre la
mortalidad húngara en la Edad Media» (en húngaro), Torteneti Statistikai Evkonyv,
1963-1964; J. Nemeskeri y A. Kralovanszky, «Evaluación de la población de
Szekesfehervar en los siglos X-XI» (en húngaro), Szekesfehervar evszazadai, 1967.
<<

Página 254
[4] En castellano no existe palabra para designar el mansus; en documentos
procedentes de la catedral de Zamora —del siglo XII— se utiliza con este sentido la
palabra corte, pero en otros textos tiene un significado diferente, por lo que
normalmente utilizamos la palabra tradicional: manso. En catalán se distingue
claramente la casa (masía) del conjunto (mas). (N. del T.) <<

Página 255
[5]La palabra francesa que designa estas parcelas es tenure, y sus «dueños» reciben el
nombre de tenanciers. Ni una ni otra tienen equivalente en castellano; con el primer
sentido utilizamos manso, y designamos a los cultivadores de estas parcelas con el
nombre catalán de masoveros o con el de tenentes, aunque este calificativo se aplica
en los textos castellanos a quienes tienen del rey un cargo público. (N. del T.) <<

Página 256
[6]Traducimos indistintamente por serna o corvea la palabra francesa corvée, con la
que se designan las prestaciones personales debidas por los titulares de los mansos.
Serna puede igualmente designar la zona de la reserva puesta en cultivo por el trabajo
de los campesinos dependientes. (N. del T.) <<

Página 257
[7]Monumenta Germaniae Historica, legum, sectio I, t. V, Hannóver, 1926, I, 13,
p.286. <<

Página 258
[8]Monumenta Germaniae Historica, legum, sectio I, t. V, Hannóver, 1888, XXI, XXII,
1 y 2, p. 82. <<

Página 259
[9] «Formulae Turonenses», 43, Monumenta Germaniae Historica, «Formulae
Merovingici et Karolini Aevi», Hannóver, 1882, I, p. 158 (segundo cuarto del siglo
VIII). <<

Página 260
[10]Ph. Grierson, «Commerce in the Dark Ages, a critique of the evidences»,
Transactions of the Royal Historical Society, 1959. <<

Página 261
[11] Les atours précieux, trad. Wiet, El Cairo, 1955, p. 160. <<

Página 262
[12] Grégoire de Tours, VI, 45 (ed. Latouche, II, p. 69). <<

Página 263
[13] Marculfi, Formularum libri dúo, Upsala, 1962, p. 332. <<

Página 264
[14]Monumenta Germaniae historica, leges, «Capitularía regum francorum», I, 1881,
p. 254. <<

Página 265
[15] Monumenta Germaniae historica, «Capitularía regum francorum», II, p. 223 <<

Página 266
[16] Monumenta Germaniae historica, «Capitularia regum francorum», I, p. 85. <<

Página 267
[17] Monumenta Germaniae historica, «Capitularia regum francorum», I, p. 132. <<

Página 268
[18] 809. Monumenta Germaniae historica, «Capitularia regum francorum», I, p. 152.
<<

Página 269
[19] P. Bonassie, Annales du Midi 1965. <<

Página 270
[20] Monumenta Germaniae historica, Scriptores, 30, pp. 1451-1453. <<

Página 271
[21] Raoul Glaber ,Histoires, V, 1. <<

Página 272
[22] Ibid., IV, 4, 5. <<

Página 273
[23] Raoul Glaber ,Histoires, IV, 6. <<

Página 274
[24] Raoul Glaber, Ibid., III, 4. <<

Página 275
[25] Galberto de Brujas, en Migne, Patrologie latine, CLXVI, col. 946. <<

Página 276
[26] Cartulaire de Notre-Dame de París, I, p. 259. <<

Página 277
[27] Archives nationales, París, LL-1599, B. <<

Página 278
[28] Cartulaire de Saint-Vincent de Mâcon, núm. 476. <<

Página 279
[29] Recueil des Actes de Philippe Auguste, I, núm. 51. <<

Página 280
[30]R. Kötzschke, Quellen zur Geschichte der ostdeutschen Kolonisation im 12. Bis
14. Jahrhundert, pp. 33-34. <<

Página 281
[31] Cartulaire de Saint-Vincent de Mâcon, p. 197. <<

Página 282
[32] Ordonnances des rois de France, t. XII, pp. 563-564. <<

Página 283
[33] Galberto de Brujas, Patrologie latine, ed. Migne, CLXVI, col. 947. <<

Página 284
[34] Monedaje o moneda en castellano ;monetatge en catalán. (N. del T.). <<

Página 285
[35]
Documenti del commercio veneziano nei secoli XI-XII (ed. M. della Rocca e
Lombardo), t. I, p. 12. <<

Página 286
[36] C. Haase, Die Enstehung des westfälischen Städte, 1960. <<

Página 287
Índice de contenido

Cubierta

Guerreros y Campesinos

Advertencia

Primera parte. Las bases: siglos VII y VIII


1. Las fuerzas productivas
La naturaleza
Conjeturas demográficas
Los útiles de trabajo
El paisaje
2. Las estructuras sociales
Los esclavos
Los campesinos libres
Los señores
3. Las actitudes mentales
Tomar, dar, consagrar
La fascinación de los modelos antiguos

Segunda parte. Los beneficios de la guerra: siglo X — mediados del siglo XI


1. La etapa carolingia
Las tendencias demográficas
El gran dominio
El comercio
2. Las últimas agresiones
Los ataques
Los efectos
Los centros de desarrollo

Tercera parte. Las conquistas campesinas: mediados del siglo XI — finales del XII
La época feudal
Los primeros signos de la expansión
El orden feudal
Los resortes del crecimiento
2. Los campesinos
El número de los trabajadores
El factor técnico
La roturación
3. Los señores
El ejemplo monástico
Explotar

Página 288
Gastar
4. El despegue

Orientación bibliográfica
I. Generalidades
II. Ecología, demografía, tecnología
III. La economía rural
IV. Moneda, ciudades y mercaderes

Sobre el autor

Notas

Página 289
Página 290

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