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Las Asamblea de Mujesres - Aristofanes

La asamblea de las mujeres de Aristófanes describe cómo un grupo de mujeres atenienses planea disfrazarse de hombres para infiltrarse en una asamblea política y hacerse cargo del gobierno de la ciudad. Ellas discuten sus planes de ponerse barbas postizas y ropa de hombre para no ser descubiertas. Praxágora las urge a preparar sus discursos para cuando tomen la palabra y propongan nuevas leyes y políticas.

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Las Asamblea de Mujesres - Aristofanes

La asamblea de las mujeres de Aristófanes describe cómo un grupo de mujeres atenienses planea disfrazarse de hombres para infiltrarse en una asamblea política y hacerse cargo del gobierno de la ciudad. Ellas discuten sus planes de ponerse barbas postizas y ropa de hombre para no ser descubiertas. Praxágora las urge a preparar sus discursos para cuando tomen la palabra y propongan nuevas leyes y políticas.

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La asamblea de las mujeres

Aristófanes

Publicado: -392
Categoría(s): Ficción, Teatro, Comedia
Fuente: wikisources

1
Acerca Aristófanes:
Comediógrafo griego es el principal exponente del género có-
mico. Vivió durante la Guerra del Peloponeso, época que coin-
cide con el esplendor del imperio ateniense y su consecuente
derrota a manos de Esparta. Sin embargo, también fue contem-
poráneo del resurgimiento de la hegemonía ateniense a com-
ienzos del siglo IV a. C. Leyendo a Aristófanes es posible hacer-
se una idea de las intensas discusiones ideológicas en la Atenas
de aquella época. Su postura conservadora le llevó a defender
la validez de los tradicionales mitos religiosos y se mostró reac-
io ante cualquier nueva doctrina filosófica. Especialmente co-
nocida es su animadversión hacia Sócrates, a quien en su co-
media Las nubes lo presenta como un demagogo dedicado a in-
culcar todo tipo de insensateces en las mentes de los jóvenes.
En el terreno artístico tampoco se caracterizó por una actitud
innovadora; consideraba el teatro de Eurípides como una de-
gradación del teatro clásico.

También disponible en Feedbooks de Aristófanes:


• Las nubes (-423)
• Las avíspas (-422)
• Los Acarnienses (-425)

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2
PERSONAJES:

PRAXÁGORA.
UN HERALDO.
VARIAS MUJERES.
TRES VIEJAS.
CORO DE MUJERES.
UNA JOVEN.
BLEPIRO, marido de Praxágora.
UN JOVEN.
UN HOMBRE.
LA CRIADA DE PRAXÁGORA.
CREMES.

La escena representa una plaza, en Atenas, donde están la


casa de Praxágoras y otras dos casas. Praxágoras sale de la su-
ya disfrazada de hombre con una lámpara en la mano.

3
PRAXÁGORA.-
(Parodiando ciertos prólogos trágicos.)
¡Oh lámpara preciosa de reluciente ojo que tan bien iluminas
los objetos visibles! Vamos a decir tu nacimiento y tu oficio; la-
brada sobre el ágil torno del alfarero tus brillantes narices re-
brillan como soles. Lanza con tus llamas las señales
convenidas…
Tú eres la única confidente de nuestros secretos, y lo eres
con motivo, pues cuando en nuestros dormitorios ensayamos
las diferentes posturas del amor, tú sola nos asistes y nadie te
rechaza como testigo de sus voluptuosos movimientos. Tú sola,
al abrasar su vegetación feraz, iluminas nuestros recónditos
encantos. Tú sola nos acompañas cuando furtivamente pene-
tramos en las despensas llenas de báquicos néctares y sazona-
das frutas; y, aunque cómplice de nuestros deleites, jamás se
los revelas a la vecindad.
Justo es, por tanto, que conozcas también los actuales pro-
yectos aprobados por las mujeres, mis amigas, en las fiestas de
los Esciros. Pero ninguna de las que deben acudir se presenta;
ya empieza a clarear el día y de un momento a otro dará princi-
pio la Asamblea.
Es necesario apoderarnos de nuestros puestos, que, como ya
recordaréis, dijo el otro día Firómaco, deben ser los otros, y
una vez sentadas, mantenernos ocultas. ¿Qué les ocurrirá?
¿Quizá no habrán podido ponerse las barbas postizas, como
quedó acordado? ¿Les será difícil apoderarse de los trajes de
sus maridos?-¡Ah! Allí veo una luz que se aproxima. Voy a reti-
rarme un poco, no sea un hombre.

MUJER PRIMERA.-Ya es hora de ponerse en marcha; cuando


salíamos de casa, el heraldo ha cantado por segunda vez.

PRAXÁGORA.-Y yo me he pasado toda la noche en vela espe-


rándoos. Paro … un momento; voy a llamar a esta vecina ara-
ñando suavemente su puerta, porque es preciso que su marido
no note nada.

4
MUJER SEGUNDA.-Ye ha oído, al ponerme los zapatos, el
ruido de tus dedos, pues no estaba dormida; mí marido, queri-
da, es un marinero da Salamina; me ha estado atacando toda la
noche bajo las sábanas; hasta ahora no he podido cogerle este
manto que ves.

MUJER PRIMERA.-¡Ah! Ahí veo a Clináreta y Sóstrata, que


vienen con su vecina Filéneta.

PRAXÁGORA.-¡Dáos prisa! Glice ha jurado que la que llegue


la última pagará en castigo tres congios de vino y un quénice
de garbanzos.

MUJER PRIMERA.-¿No ves e Melística, la mujer de Esmici-


tión, como viene corriendo con los zapatos da su marido? Creo
que esa es la única que habrá podido separarse sin dificultad
da su marido.

MUJER SEGUNDA.-Mirad a Gensístrata, la mujer del taber-


nero, con su lámpara en la mano, acompañada de las mujeres
de Filodoreto y Querétades.

PRAXÁGORA.-También veo a otras muchas flor y nata de le


ciudad, que se dirigen hacía nosotras.

MUJER TERCERA.-A mí, querida mía, me ha costado un tra-


bajo ímprobo poder escaparme sin que me vieran. Mí marido
ha estado tosiendo toda le noche por haber cenado demasiadas
sardinas.

PRAXÁGORA.-Bien sentaos; y puesto que ya estamos reuni-


das, decidme sí habéis cumplido todo lo que acordamos en la
fiesta de los Esciros.

5
MUJER CUARTA.-Yo sí. Lo primero que hice, como conveni-
do, fue ponerme los sobacos más hirsutos que un matorral.
Después, cuando mí marido se iba al Agora, me untaba con ac-
eite de pies e cabeza y me tostaba al sol durante todo al día.

MUJER QUINTA.-Yo también he suprimido el uso de la nava-


ja, para estar completamente velluda y no parecer en nada una
mujer.

PRAXÁGORA.-¿Traeis las barbas con que dijimos que nos


presentaríamos en la Asamblea?

MUJER CUARTA.-¡Sí por Hécate! Yo traigo esta, que es muy


hermosa.

MUJER QUINTA.-Y yo, otra más bella que la de Epícretas.

PRAXÁGORA.-Y vosotras, ¿qué decís?

MUJER CUARTA.-Dicen que sí, con le cabeza.

PRAXÁGORA.-También veo que os habéis provisto de lo de-


más, pues traéis calzado lacedemonio, bastones y ropas da
hombre, como dijimos.

MUJER SEXTA.-Yo traigo el bastón de Zemia, e quien se lo


he quitado mientras dormía.

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PRAXÁGORA.-Es uno da aquellos bastones sobre los que se
apoya para expulsar sus flatos.

MUJER SEXTA.-Sí, ¡por Zeus salvador! Si ese hombre se pus-


iera la piel de Argos, sería el único para administrar la cosa
pública.

PRAXÁGORA.-Ea, mientras todavía quedan estrellas en el cí-


elo, dispongamos lo que debemos hacer, pues la Asamblea, pa-
ra la que venimos dispuestas, empezará con la aurora.

MUJER PRIMERA.-¡Por Zeus! Tú debes tomar asiento al píe


de la tribuna, frente e los Pritánaos.

MUJER SÉPTIMA.-Yo me he traído esta lana para cardarla


durante la Asamblea.

PRAXÁGORA.-¿Durante la Asamblea? ¿Pero qué dices


desgraciada?

MUJER SÉPTIMA.-Sí, por Artamis, sí. ¿Dejaré de oír porque


esté cardando? Tengo a mis hijitos desnudos.

PRAXÁGORA.-¿Pero estáis oyendo esto? ¿Ponerse a cardar


cuando es preciso no dejar ver a los asistentes ninguna parte
de nuestro cuerpo! ¡Estaría bonito que en medio da le multitud
una de nosotras se lanzase a la tribuna, se alzase los vestidos y
dejase ver su… Formísío .
Por el contrario, sí envueltas en nuestros mantos ocupamos
los primeros puestos, nadie nos reconocerá; y si además saca-
mos fuera del embozo nuestras soberbias barbas y las dejamos
extenderse sobre el pecho, ¿quién sería capaz de no tomarnos
por hombres? Agirrio , gracias a la barba de Prónomo , engañó

7
a todo el mundo: antes era mujer, y ahora, como sabéis, ocupa
el primer puesto en la ciudad.
Por tanto, yo os conjuro por el día que va nacer, a que aco-
metamos esta audaz y grande empresa para ver si logramos to-
mar en nuestras manos el gobierno de la ciudad; porque lo que
es ahora ni a remo ni a vela se mueve la nave del Estado.

MUJER SÉPTIMA.-¿Y cómo una Asamblea de mujeres con


sentimientos femeninos podrá arengar a la masa?

PRAXÁGORA.-Nada más fácil. Es cosa corriente que los jóve-


nes más disolutos sean en general los de más fácil palabra, y,
por fortuna, esta condición no nos falta a nosotras.

MUJER SÉPTIMA.-No sé, no sé; mala cosa es la


inexperiencia.

PRAXÁGORA.-Por eso mismo nos hemos reunido aquí, para


preparar nuestros discursos. Vamos, poneos pronto las barbas,
tú y todas las que se han ejercitado en el arte de hablar.

MUJER OCTAVA: Pero, querida, ¿qué mujer necesita ejerci-


tarse para eso?

PRAXÁGORA.-Ea, ponte la barba y conviértete cuanto antes


en hombre. Aquí dejo las coronas ; ahora me voy yo también a
plantar la barba, por si acaso tengo necesidad de decir algo.

MUJER SEGUNDA.-Querida Praxágora, ¡mira qué ridiculez!

PRAXÁGORA.-¿Cómo ridiculez?

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MUJER SEGUNDA.-Es como ponerle las barbas a unos cala-
mares asados.

PRAXÁGORA.-Purificador, da la vuelta con la comadreja; ade-


lante; silencio. Arifrades, pasa y ocupa tu puesto. ¿Quién quie-
re usar de la palabra?

MUJER OCTAVA.-Yo.

PRAXÁGORA.-Pues ponte la corona, y buena suerte.

MUJER OCTAVA.-Ya está.

PRAXÁGORA.-Puedes hablar.

MUJER OCTAVA.-¿Y he de hablar antes de beber?

PRAXÁGORA.-¿Qué es eso de beber?

MUJER OCTAVA. Pues si no, querida, ¿para qué necesito la


corona?

PRAXÁGORA.-Vete de aquí; allí nos hubieras hecho lo mismo.

MUJER OCTAVA.-¿Y qué? ¿No beben también ellos, aunque


sea en la Asamblea?

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PRAXÁGORA.-¡Y dale con la bebida!

MUJER OCTAVA.-Sí, por Artemis, y vino del más puro. Por


eso, a los que los examinan y estudian detenidamente les pare-
cen sus insensatos decretos resoluciones de borrachos. Ade-
más, si no hubiese vino, ¿cómo harían las libaciones a Zeus y
demás ceremonias? Por otra parte, suelen maltratarse como
personas que han bebido demasiado, y los arqueros se ven obli-
gados a llevarse de la Asamblea a más de un borracho
revoltoso.

PRAXÁGORA. Vete y siéntate; no sirves para nada.

MUJER OCTAVA.-SÍ, por Zeus; mejor me hubiera valido no


ponerme la barba pues, por lo que veo, me voy a morir de sed.

PRAXÁGORA.-¿Hay alguna otra que quiera hablar?

MUJER PRIMERA.-Yo.

PRAXÁGORA.-Pues bien, corónate, que la cosa urge. Procura


hablar virilmente, como es debido y bien apoyada sobre el
bastón.

MUJER PRIMERA.-Hubiera deseado ciertamente que cualqu-


iera de los que están avezados a las lides oratorias me hubiera
permitido con lo excelente de sus proposiciones permanecer
tranquilo en mi lugar; mas no puedo consentir, por lo que a mí
respecta, que en las tabernas se construyan aljibes. ¡No¡, por
las dos diosas…

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PRAXÁGORA.-¡Por las dos diosas! ¿En qué estás pensando
desdichada?

MUJER PRIMERA.-¿Qué ocurre? Aún no te he pedido de


beber.

PRAXÁGORA.-Cierto, por Zeus; pero, siendo hombre, como lo


eres ahora, has jurado por las dos diosas. En lo demás has es-
tado bien.

MUJER PRIMERA.-Tienes razón, por Apolo.

PRAXÁGORA.-¡Basta, pues! No daré un paso para ir a la


Asamblea hasta que todo quede perfectamente ensayado.

MUJER PRIMERA.-Dame la corona; voy a arengar de nuevo.


Ahora ya creo que lo he pensado bien: En cuanto a mí, ¡oh mu-
jeres aquí reunidas… !

PRAXÁGORA.-¡Desdichada! ¿Otra vez te equivocas diciendo


«mujeres» en vez de hombres?

MUJER PRIMERA.-Epígono tiene la culpa. Le estaba mi¬ran-


do, y he creído que hablaba delante de mujeres.

PRAXÁGORA.-Vete tú también y siéntate allá lejos. Yo misma


hablaré por vosotras y me ceñiré la corona, pidiendo antes a
los dioses que concedan un éxito feliz a nuestra empresa.
(Iniciando su discurso.)
La felicidad de este país me interesa tanto como a vosotros, y
me conduelen y lastiman los desórdenes de nuestra ciudad. La
veo, en efecto, siempre gobernada por detestables jefes, y

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considero que si uno llega a ser bueno un solo día, luego es
malo otros diez. ¿Quiéres encomendar a otro el gobierno? De
seguro que será peor. Difícil es, ciudadanos, corregir ese vues-
tro descontentadizo humor, que os hace temer a los que os
aman y suplicar incesantemente a los que os detestan.
Hubo un tiempo en que no teníamos asambleas y pensába-
mos que Agirrio era un bribón; hoy que las tenemos, el que re-
cibe dinero no tiene boca para ponderarlas; mas el que nada
recibe, juzga dignos de pena capital a los que trafican con las
públicas deliberaciones.

MUJER PRIMERA.-¡Muy bien dicho, por Afrodita!

PRAXÁGORA.-¡ Infeliz, has nombrado a Afrodita! Nos dejarás


lucidas si te sales con esa pata de gallo en la Asamblea.

MUJER PRIMERA.-Allí no lo hubiera dicho.

PRAXÁGORA.-Bueno será que no te acostumbres.


(Siguiendo su discurso):
«Cuando deliberábamos sobre la alianza todo el mundo decía
que era inminente la perdición de la ciudad si no se llegaba a
hacer; hízose por fin, y todo el mundo lo llevó tan a mal, que el
orador que la había aconsejado huyó y no ha vuelto a parecer.
Es necesario armar naves -sostienen los pobres-. No es necesa-
rio –opinan los labradores y los ricos-. ¿Os indisponéis con los
corintios? Ellos os pagan en la misma moneda. Ahora, pues,
que los tenéis amigos, sedlo vosotros también. El argivo es ig-
norante; pero Hierónimo es un sabio . ¿Asoma una ligera espe-
ranza de salvación? Pero Trasíbulo está enojado; nadie ha acu-
dido a pedirle que vuelva.

MUJER PRIMERA.-¿Qué hombre tan inteligente!

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PRAXÁGORA.-
(Esta vez me has elogiado como conviene.)
«¡Tú oh pueblo, eres la causa de todos estos males! Pues te
haces pagar un sueldo de los fondos del Estado, con lo cual ca-
da uno mira sólo a su particular provecho, y la cosa pública an-
da cojeando como Esimo. Pero si me atendéis, aún podéis sal-
varos. Mi opinión es que debe entregarse a las mujeres el gob-
ierno de la ciudad, ya que son intendentes y administradoras
de nuestras casas.

MUJER SEGUNDA.-Bien, muy bien, por Zeus. Sigue, sigue


hablando…

PRAXÁGORA.-Yo os demostraré que las mujeres son infinita-


mente más sensatas que nosotros. En primer lugar, todas, se-
gún la antigua costumbre, lavan la lana en agua caliente, y ja-
más se las ve intentar temerarias novedades. Si la ciudad de
Atenas imitase esta conducta y se dejase de innovaciones peli-
grosas, ¿no tendría asegurada su salvación?
Se sientan para freír las viandas, como antes; llevan la carga
en la cabeza, como antes; celebran las Tesmoforias, como an-
tes; amasan las tortas, como antes; hacen rabiar a sus maridos,
como antes; ocultan en casa a los galanes, como antes; sisan,
como antes; les gusta el vino puro, como antes, y se complacen
en el amor, como antes. Y al entregarles, ioh, ciudadanos! las
riendas del gobierno, no nos cansemos en inútiles disputas ni
les preguntemos lo que vayan a hacer; dejémoslas en plena li-
bertad de acción, considerando solamente que, como madres
que son, pondrán todo su empeño en economizar soldados.
Además, ¿quién suministrará con más celo las provisiones a los
soldados que la que les parió?
La mujer es ingeniosísima, como nadie, para reunir riquezas;
y si llegan a mandar, no se las engañará fácilmente, por cuanto
ya están acostumbradas a hacerlo. No enumeraré las demás
ventajas; seguid mis consejos y seréis felices toda la vida.

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MUJER PRIMERA.-¡Divina, admirable, dulcísima Praxágora!
¿Dónde has aprendido a hablar tan bien, amiga mía?

PRAXÁGORA.-Durante las proscripciones , viví con mí esposo


en el Pnix y, a fuerza de oír a los oradores, acabé por
instruirme.

MUJER PRIMERA.-Ya no me extraña que seas tan hábil y elo-


cuente. Tú serás nuestro jefe; procura poner en práctica tus pr-
oyectos. Pero sí Céfalo se lanza sobre tí para ínjuriarte, ¿cómo
le replicarás en la Asamblea?

PRAXÁGORA.-Le diré que delira.

MUJER PRIMERA.-Eso lo sabe el mundo.

PRAXÁGORA.-Que es un atrabiliario.

MUJER PRIMERA.-También eso se sabe.

PRAXÁGORA.-Que es tan buen político como mal alfarero.

MUJER PRIMERA.-¿Y si te insulta el legañoso de Neóclides?

PRAXÁGORA.-A ése le diré que vaya a mirar por el trasero de


un perro.

MUJER PRIMERA.-¿Y sí te tumban de espaldas?

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PRAXÁGORA.-Tambíén les tumbaré yo; en ese ejercicio pocos
me ganarán.

MUJER PRIMERA.-Esa es una cosa que no hemos pensado: sí


te llevan los arqueros, ¿qué harás?

PRAXÁGORA.-Me defenderé poniéndome así, en jarras, y no


dejaré que me cojan por el talle.

MUJER PRIMERA.-Sí te sujetan, nosotras les obligaremos a


que te suelten.

MUJER SEGUNDA.-Todo está perfectamente dispuesto; pero


en lo que no hemos reflexionado es en cómo podremos acor-
darnos de levantar las manos en la junta, puesto que sólo esta-
mos acostumbradas a levantar las piernas.

PRAXÁGORA.-Eso es lo difícil, y, sin embargo, no hay más re-


medio que alzar las manos, descubriendo el brazo hasta el
hombro. Vamos levantáos las túnicas y poneos pronto los zapa-
tos, como habéis visto que lo hacen nuestros maridos cuando
salen para dirigirse a la Asamblea. En cuanto os hayáis calzado
perfectamente, sujetaos las barbas; después de atadas éstas
con todo esmero, envolveos en los mantos sustraídos a vues-
tros esposos, y marchad, apoyándoos en los bastones y ento-
nando alguna vieja canción, a imitación de los campesinos.

MUJER SEGUNDA.-Bien dicho; pero cojámosles la delantera,


pues creo que otras mujeres vendrán al Pnix, directamente
desde el campo.

PRAXÁGORA.-Apresuraos; ya sabéis que los que no están en


el Pnix desde el amanecer, se van sin recibir nada.

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EL CORIFEO.-Llegó el momento de partir, ¡oh hombres! pa-
labra ésta que no debe caérsenos nunca de la boca por temor a
un descuido, porque, en verdad, no lo pasaríamos muy bien, sí
se nos sorprendiera fraguando este golpe de audacia en las
tinieblas.

EL CORO.-¡A la Asamblea, oh hombres! El Tesmoteta ha di-


cho que todo el que a primera hora, y antes de disiparse las ti-
nieblas de la noche, no se haya presentado cubierto de polvo,
contento con su provisioncilla de ajos, y mirando severamente,
se quedará sin el trióbolo. Cartímides, Escímito, Draces, apre-
suraos y procurad no olvidar nada de lo que es preciso hacer.
Cuando hayamos recibido nuestro salario sentémonos juntos
para votar decretos favorables a nuestras amigas. ¿Pero qué
digo? Quería decir nuestros amigos. Procuremos expulsar a los
que vengan de la ciudad; antes, cuando sólo recibían un óbolo
por asistir a la Asamblea, se estaban de sobremesa charlando
con sus convidados, pero ahora la concurrencia es
extraordinaria.
En el arcontado del valiente Mirónides nadie se hubiera atre-
vido a cobrar sueldo por su intervención en los negocios públi-
cos, sino que todo el mundo acudía trayéndose su botita de vi-
no con un pedazo de pan, dos cebollas y tres o cuatro aceitu-
nas. Hoy, en cuanto se hace algo por el Estado, en seguida se
reclama el trióbolo, como cualquier obrero albañil.
(Se va el Coro.)

BLÉPIRO.-
(En la puerta de su casa, calzado con pérsicas y vestido con
las ropas de su mujer.)
¿Qué es ésto? ¿Adónde se ha marchado mi mujer? Está ama-
neciendo y no aparece por ninguna parte. Largo rato hace que,
atormentado por una perentoria necesidad, ando a oscuras
buscando mi manto y mis zapatos sin lograr encontrarlos; y co-
mo lo que aquí me aprieta
(señalando el vientre)

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Llama impaciente a la puerta, me he visto obligado a coger
este chal de mi mujer y a calzarme los borceguíes pérsicos.
¿Dónde encontraré un lugar libre donde poder aliviar el cuer-
po? ¡Eh!, de noche todos los sitios son buenos, y nadie me verá.
¡Pobre de mí! ¡Qué desgracia, haberme casado viejo! ¡Merezco
que me muelan a golpes! De seguro que mi mujer no habrá sa-
lido para nada bueno. Pero sea lo que sea, desahoguémonos.
Un HOMBRE.-¿Quién va? ¿No eres mi vecino Blépiro? Sí, por
Zeus, es el mismo. Dime, ¿qué es eso de color marrón? ¿Cines-
ias te ha llenado quizá de inmundicia?

BLÉPIRO.-No; he salido de casa con el vestido azafranado


que suele ponerse mi mujer.

EL HOMBRE.-¿Pues dónde está tu manto?

BLÉPIRO.-No lo sé; lo he estado buscando mucho tiempo so-


bre la cama y no he podido encontrarlo.

EL HOMBRE.-¿Y por qué no le has dicho a tu mujer que lo


buscase?

BLÉPIRO.-Porque no está en casa. Se ha escurrido yo no sé


cómo y temo no me esté jugando alguna mala partida.

EL HOMBRE.-¡Por Poseidón¡, entonces te ocurre lo mismo


que a mí. También mi mujer ha desaparecido, llevándoseme el
manto que suelo ponerme; y no es eso lo peor, sino que tam-
bién me ha cogido los zapatos, pues no he podido encontrarlos
en ninguna parte.

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BLÉPIRO.-Ni yo mi calzado lacedemonio, por Dionysos; y co-
mo apremiaba la necesidad, me he puesto a toda prisa sus co-
turnos, no fuera a ensuciar la colcha, que está recién lavada.

EL HOMBRE.-¿Qué puede haber sucedido? ¿Le habrá convi-


dado a comer alguna de sus amigas?

BLÉPIRO.-Eso creo yo, porque ella no es perversa, que yo


sepa.

EL HOMBRE.-Pero ¿estás haciendo cordilla? Ya es hora de ir


a la Asamblea; aunque lo peor es que he de encontrar un man-
to, pues no tengo más que el que he perdido.

BLÉPIRO.-Y yo también, en cuanto acabe. Una maldita pera


silvestre me obstruye la salida.

EL HOMBRE.-Será la misma que se le atravesó a Trasíbulo


cuando aquello de los Lacedemonios.

BLÉPIRO.-¡Por Dionysos, que no hay quien la arranque¡ ¿Qué


haré? Porque no es sólo el mal presente lo que me aflige, sino
el pensar por dónde habrá de salir lo que coma. Este maldito
Acradusio ha cerrado la puerta a cal y canto. ¿Quién me traerá
un médico? ¿Y cuál? ¿Cuál es el más entendido en esta especia-
lidad? ¿Quizá Aminon? Pero no querrá venir. Buscadme a An-
tístenes a toda costa; a juzgar por sus suspiros, debe ser prác-
tico en esto de estreñimientos. ¡Santa Patrona de los Partos, no
me dejes morir de esta obstrucción para que los cómicos se
burlen después de mí!

CREMES.-
(Que viene de la Asamblea.)

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¡Eh, tú, ¿qué haces? ¿Tus necesidades, por lo que veo?

BLÉPIRO.-Ya no; terminé, por Zeus y me levanto.

CREMES.-¿Cómo te has puesto el vestido de tu mujer?

BLÉPIRO.-Lo cogí sin darme cuenta, en la oscuridad. Y tú


¿de dónde vienes?

CREMES.-De la Asamblea.

BLÉPIRO.-Pues qué, ¿se ha concluído?

CREMES.-Ya lo creo, casi al amanecer. Por Zeus, que me he


reído a gusto viendo la pintura roja extendida con profusión
por todo el recinto.

BLÉPIRO.-¿Habrás recibido el trióbolo?

CREMES.-¡Ojalá! Pero llegué tarde y eso es lo que siento:


volverme a casa con el zurrón vacío.

BLÉPIRO.-¿Cómo ha sido eso?

CREMES.-Ha habido en el Pnix una concurrencia de hombres


como no hay memoria. Al verles, les tomamos a todos por zapa-
teros, pues sólo se veían rostros blancos en aquella muchedum-
bre que llenaba la Asamblea; por eso no he cobrado el trióbolo,
y como yo, otros muchos.

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BLÉPIRO.-¿De suerte que yo tampoco lo cobraría, aunque
fuera.

CREMES.-No, por cierto; aunque hubieses ido al segundo


canto del gallo.

BLÉPIRO.-¡Infeliz de mí! «¡Oh, Antíloco! Llórame más vivo


sin el trióbolo que muerto con él; perdido soy» . Pero ¿por qué
acudió esa multitud tan temprano?

CREMES.-Los Pritáneos habían resuelto abrir un debate so-


bre el medio de salvar la ciudad. Al instante se plantó en la tri-
buna el pitañoso Neóclides; pero al punto gritó el pueblo en
masa (ya puedes figurarte con qué fuerza) : «¿No es una indig-
nidad que, tratándose de la salvación de la ciudad, se atreva a
arengarnos ése, que ni siquiera ha podido salvar sus pesta-
ñas?» Entonces Neóclides, ha dicho, replicando y mirando en
derredor: «Pues ¿qué debía hacer?»

BLÉPIRO.-Machacar ajos, con jugo de laserpicio y euforbio


de Lacedemonia y untarte con ello los párpados todas las no-
ches, le hubiera contestado yo, de estar presente.

CREMES.-Después de Neóclides, el pobre Eveón se ha pre-


sentado desnudo, según creían los más, aunque él aseguraba
que llevaba manto y ha pronunciado un discurso lleno de espí-
ritu popular. «Ya véis, decía, que yo mismo tengo necesidad de
ser salvado, y que me hacen falta precisa dieciséis dracmas ;
sin embargo, no por eso dejaré de hablar de los medios de sal-
var a la ciudad y a los ciudadanos.
En efecto, si al empezar el invierno los bataneros suministra-
sen mantos de abrigo a los necesitados, ninguno de nosotros
sería atacado nunca por la pleuresía. Además, propongo que

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los que carezcan de camas y de colchas, vayan después del ba-
ño a dormir a casa de un curtidor, el cual, si se niega a abrir la
puerta en invierno, debe ser condenado a pagar tres pieles de
multa.»

BLÉPIRO.-¡Excelente idea! Pero hubiera debido añadir (y de


seguro que nadie le contradice) que los vendedores de harina
tendrán obligación de dar tres quénices a los indigentes bajo
las más severas penas; así, al menos, Nausícides podría ser útil
al pueblo.

CREMES.-Luego ha subido a la tribuna un hermoso joven,


muy blanco y parecido a Nicias, y ha empezado por decir que
convenía entregar a las mujeres el gobierno de la ciudad. En-
tonces la muchedumbre de zapateros empezó a alborotarse y a
gritar que tenía razón; pero la gente del campo se opuso
vivamente.

BLÉPIRO.-Y le sobran motivos, ¡por Zeus!

CREMES.-Pero eran los menos. En tanto el orador continua-


ba vociferando a más y mejor, haciendo mil elogios de las mu-
jeres y diciendo pestes de tí.

BLÉPIRO.-Pues ¿qué dijo?

CREMES.-Ante todo que eres un bribón.

BLÉPIRO.-¿Y tú?

CREMES.-No me preguntes todavía. Además, un ladrón.

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BLÉPIRO.-¿Yo solo?

CREMES.-Sí, por cierto; y un sicofante.

BLÉPIRO.-¿Yo solo?

CREMES.-Tú y también, por Zeus, todos esos.


(Designa a los espectadores.)

BLÉPIRO.-¿Y quién dice lo contrario?

CREMES.-«Las mujeres, proseguía, están llenas de discre-


ción y dotadas de especial aptitud para atesorar; las mujeres
no divulgan jamás los secretos de las Tesmoforias; al paso que
tú y yo (añadía) revelamos siempre lo que tratamos en nuestras
deliberaciones».

BLÉPIRO.-Y no mentía, ¡por Hermes!

CREMES.-«Las mujeres, continuaba, se prestan unas a otras


vestidos, alhajas, plata, vasos, a solas; sin testigos; y se lo dev-
uelven todo religiosamente, sin engañarse nunca, lo cual no ha-
cemos la mayor parte de los hombres.»

BLÉPIRO.-¡Por Poseidón! es cierto, aunque haya habido


testigos.

CREMES.-«Las mujeres jamás delatan ni persiguen a nadie


en justicia, ni conspiran contra el gobierno democrático.» En

22
fin, que concluyó concediéndoles todas las buenas prendas
imaginables.

BLÉPIRO.-¿Y qué se resolvió por último?

CREMES.-Encomendarles la dirección del Estado; es la única


novedad que no se había ensayado en Atenas.

BLÉPIRO.-¿Eso se decretó?

CREMES.-Sí, por cierto.

BLÉPIRO.-¿De modo que quedan a cargo de las mujeres to-


das las cosas que estaban antes a nuestro cargo?

CREMES.-Eso es.

BLÉPIRO.-¿Y en vez de ir yo, será mi mujer la que vaya al


tribunal?

CREMES.-Y tu mujer, y no tú, será la que en adelante alimen-


te a los hijos.

BLÉPIRO.-¿Y no tendré que bostezar desde al amanecer?

CREMES.-No, por cierto; todo es ya cosa de las mujeres; tú


te quedarás en casa con entera comodidad.

23
BLÉPIRO.-Sólo una cosa es de temer para las personas de
nuestra edad, y es que en cuanto se apoderen de las riendas
del gobierno, no nos obliguen por la violencia…

CREMES.-¿A qué?

BLÉPIRO.-A… fornicarlas.

CREMES.-¿Y si no podemos?

BLÉPIRO.-No nos darán de comer.

CREMES.-Pues bien, arréglatelas de modo que puedas…


cumplir y comer.

BLÉPIRO.-Siempre es odioso lo que se hace por fuerza.

CREMES.-Pero cuando el bien del Estado lo exige, debemos


resignarnos; hay un proverbio antiguo que dice: «Todas las de-
cisiones descabelladas e insensatas que tomamos son las que
suelen dar mejores resultados para nosotros». ¡Ojalá sea ahora
así, oh Augusta Palas y demás diosas! Pero yo me voy. Pásalo
bien.

BLÉPIRO.-Igualmente, Cremes.
(Vanse.)

EL CORO.-En marcha, adelante. ¿Nos sigue algún hombre?


Vuélvete y mira; ten mucho cuidado, porque hay una multitud
de redomados bribones que espían por detrás nuestro talante.

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Haz al andar el mayor ruido posible. Sería para todas la mayor
vergüenza el ser sorprendidas por los hombres.
Envuélvete bien, mira a todas partes, a la derecha, a la izqu-
ierda, no fracase nuestra empresa. Apretemos el paso; ya esta-
mos cerca del lugar donde partimos para la Asamblea, ya se ve
la casa de nuestra estratega, la atrevida autora del decreto
aprobado por los ciudadanos.
Vamos, no hay que retrasarse y dar tiempo a que alguien nos
sorprenda con barbas postizas y nos denuncie. Retirémonos a
la sombra, detrás de esa pared y, mirando con precaución,
cambiémonos de traje y vistámonos como de ordinario. No hay
que tardar. Mirad, ya viene de la Asamblea nuestra estratega.
Apresuraos todas; es ridículo tener aún puestas estas barbas,
mucho más cuando aquellas compañeras
(mostrando a Praxágora y a las otras mujeres)
ya vuelven con su habitual vestido.
PRAXÁGORA.-¡Oh, mujeres!, todos nuestros proyectos se han
visto coronados por el éxito más favorable. Antes de que nin-
gún hombre os vea, arrojad los mantos, quitaos ese calzado,
desatad las correas lacedemonias y dejad los bastones. Encár-
gate tú del tocado de esas mujeres; yo voy a entrar con precau-
ción en casa antes de que me vea mi marido, y a poner el man-
to y demás prendas en el sitio de donde las cogí.

EL CORO.-Ya están cumplidas todas tus instrucciones; dínos


ahora lo que debemos hacer para demostrarte nuestra sumi-
sión, pues nunca he visto mujer más competente que tú.

PRAXÁGORA.-Quedaos para que me aconsejéis sobre el ejer-


cicio de la autoridad de que acabo de ser investida. Allá, en
medio del tumulto y de las dificultades, ya me habéis dado la
prueba de vuestra gran virilidad. (Entra en su casa.)

BLÉPIRO.-
(Saliendo.)
¡Eh, Praxágora! ¿De dónde vienes?

25
PRAXÁGORA.-¿Te importa mucho, querido?

BLÉPIRO.-¿Qué si me importa? ¡Vaya una pregunta!

PRAXÁGORA.-Supongo que no dirás que vengo de casa de un


amante.

BLÉPIRO.-No de uno sólo, quizá.

PRAXÁGORA.-Pues puedes averiguarlo, si lo deseas.

BLÉPIRO.-¿Cómo?

PRAXÁGORA.-Comprueba si mi cabeza huele a perfumes.

BLÉPIRO.-¿Es que los perfumes son indispensables para ha-


cer el amor?

PRAXÁGORA.-Para mí, sí.

BLÉPIRO.-¿Adónde has ido tan temprano y tan callandito, lle-


vándote mi manto?

PRAXÁGORA.-Me ha enviado a llamar una compañera y ami-


ga con dolores de parto.

BLÉPIRO.-¿Y no podías habérmelo dicho antes de marcharte?

26
PRAXÁGORA.-Pero hombre, ¿cómo dejarla sin asistencia en
un trance tan urgente?

BLÉPIRO.-Bastaba una palabra. Aquí hay gato encerrado.

PRAXÁGORA.-¡No, por las dos diosas! Fui como estaba, porq-


ue me decía que acudiera a toda prisa.

BLÉPIRO.-¿Y por qué no llevaste tus vestidos? Por el contrar-


io te apoderas de los míos, me echas encima la túnica y te lar-
gas, dejándome como a un cadáver, salvo que no me has pues-
to coronas ni una lamparilla a mi lado.

PRAXÁGORA.-Hacia frío, y como soy débil y delicada, cogí tu


manto por llevar más abrigo; además, marido mío, te dejé bien
calientito bajo las colchas.

BLÉPIRO.-¿Y para qué te llevaste los zapatos lacedemonios y


mi bastón?

PRAXÁGORA.-Para defender el manto. Cambié mis zapatos


por los tuyos, y me fui, como si fueras tú mismo, pisando fuerte
y golpeando las piedras con el bastón.

BLÉPIRO.-¿Sabes que te has perdido un sextario de trigo,


que me hubieran dado en la Asamblea?

PRAXÁGORA.-No te apures: ha tenido un niño.

27
BLÉPIRO.-¿Quién? ¿La Asamblea?

PRAXÁGORA.-No, por Zeus, la mujer que me ha llamado. Pe-


ro, ¿de veras que se ha celebrado la Asamblea?

BLÉPIRO.-Si, por Zeus; ¿no recuerdas que te lo dije ayer?

PRAXÁGORA.-Si, ahora lo recuerdo.

BLÉPIRO.-¿Y no sabes lo que se ha decidido en ella?

PRAXÁGORA.-No.

BLÉPIRO.-Pues hija, en adelante ya puedes quedarte ahí sen-


tada mascando calamares; dicen que os han confiado el poder
a las mujeres.

PRAXÁGORA.-¿Para qué? ¿Para hilar?

BLÉPIRO.-No, por Zeus, sino para gobernar.

PRAXÁGORA.-¿Para gobernar qué?

BLÉPIRO.-Todos los asuntos de la Ciudad, sin excepción.

PRAXAGORA.-¡Por Afrodita, y que dichosa va a ser la Ciudad


de ahora en adelante!

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BLÉPIRO.-¿Por qué?

PRAXÁGORA.-Por mil razones. No se permitirá a los des¬-


vergonzados que la deshonren, levantando falsos testimonios,
ni acumulando infames delaciones.

BLÉPIRO.-¡No vayáis a hacer semejante cosa, en nombre de


los dioses! ¡No vayáis a cortarnos los víveres!.

EL CORO.-No seas tonto y deja de hablar a tu mujer.

PRAXÁGORA.-A nadie le estará ya permitido robar, ni envid-


iar a los vecinos, ni ir desnudo, ni ser pobre, ni injuriar, ni to-
mar prendas a los deudores.

CREMES.-Si, por Poseidón; grandes cosas, en verdad, con tal


de que sean ciertas.
PRAXÁGORA.-Yo os digo que las realizaré.
(Al Coro.)
Tú me serás testigo; y él
(designando a su marido)
no tendrá nada que objetar.

EL CORO.-Ahora es la ocasión de poner en juego los recursos


de tu ingenio y de probar tu amor al pueblo y lo que sabes ha-
cer en favor de tus amigas. Ahora es la ocasión de desplegar en
provecho de todos esa hábil inteligencia que colme de infinitas
prosperidades la vida de un pueblo culto, demostrando su ina-
gotable poder. Ahora es, sí, la ocasión, porque nuestra Ciudad
necesita de un plan sabiamente combinado. Pero cuidemos de
hacer cosas nunca hechas ni dichas; porque nuestros hombres
aborrecen lo que están acostumbrados a ver. No tardes; pon
enseguida manos a la obra. La diligencia es lo que mejor conq-
uista el favor del público.

29
PRAXÁGORA.-Confío en la bondad de mis consejos; pero mu-
cho me temo que los espectadores no quieran aceptar mis no-
vedades y se aferren a las antiguas y habituales prácticas; esto
es lo que me inquieta.

BLÉPIRO.-No temas por tus innovaciones; al contrarío, el


apetecerlas y aceptarlas es nuestro flaco, así como el desprec-
iar lo antiguo.

PRAXÁGORA.-(A los espectadores.) Pues bien; que nadie me


contradiga ni interrumpa antes de conocer mi sistema y de ha-
berme oído. Quiero que todos los bienes sean comunes, y que
todos tengan igual parte en ellos y vivan de los mismos; que no
sea éste rico y aquél pobre; que no cultive uno un inmenso
campo y otro no tenga donde sepultar su cadáver; que no haya
quien lleve cien esclavos y quien carezca de un solo servicio;
en una palabra: establezco una vida común e igual para todos.

BLÉPIRO.-¿Cómo podrá ser común a todos?

PRAXÁGORA.-
(Con un movimiento de impaciencia.)
Comiendo tu estiércol antes que yo.

BLÉPIRO.-¿También será común el estiércol?

PRAXÁGORA.-¡No, por Zeus! Pero me has interrumpido. Iba


a decir que haré primero comunes los campos, el dinero y las
demás propiedades. Y después, con todo este acervo de bienes,
os alimentaremos, administrándolos económica y
cuidadosamente.

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BLÉPIRO.-¿Y el que no posea tierras, sino dinero, dáricos y
otras riquezas que no están a la vista?

PRAXÁGORA.-Las aportará al acervo común; de lo contrario


será reo de perjurio.

BLÉPIRO.-Es decir, por lo mismo como las ganó.

PRAXÁGORA.-Pero no le servirán absolutamente de nada.

BLÉPIRO.-¿Por qué?

PRAXÁGORA.-Porque nadie hará nada impelido por la pobre-


za. Todo será de todos: panes, pescados, pasteles, túnicas, vi-
nos, coronas, garbanzos. ¿Qué provecho se obtendría de no po-
nerlo todo en común? Dinos tu opinión sobre esto.

BLÉPIRO.-¿Los que disfrutan de todas esas cosas no son,


hoy, los que más roban?

PRAXÁGORA.-Hasta ahora, sí, amigo mío; pero cuando todo


sea común, ¿qué provecho podrá haber en no traer su parte?

BLÉPIRO.-Si alguno ve a una linda muchacha y desea gozar


de sus encantos, con los bienes reservados podrá hacerle un
obsequio, y de este modo obtener su amor, sin dejar de perci-
bir su parte de los bienes comunes.

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PRAXÁGORA.-Es que lo podrá obtener gratis. Pues yo haré
que las mujeres sean también comunes, de suerte que puedan
acostarse con los hombres y hacer hijos con cualquiera.

BLÉPIRO.-¿Pero cómo podrá ser así si todos se dirigirán a la


más bonita y tratarán de poseerla?

PRAXÁGORA.-Las más feas e imperfectas estarán junto a las


más lindas, y todo el que solicite a una de éstas deberá antes
consumir un turno con las primeras.

BLÉPIRO.-Pero ¿no ves que, conforme a tu sistema, los ya


machuchos flojearemos cuando lleguemos a las hermosas?

PRAXÁGORA.-No les dará ningún cuidado.

BLÉPIRO.-¿De qué?

PRAXÁGORA.-Tranquilízate, no les importará gran cosa.

BLÉPIRO.-¿El qué te digo?

PRAXÁGORA.-Acostarse o no acostarse con viejos como tú.

BLÉPIRO.-Veo que, en cuanto a vosotras, habéis tomado to-


das las precauciones para que ninguna carezca de galán. Pero
¿y los hombres? ¿Qué haremos? Porque es de suponer que las
mujeres rechazarán a los feos y se entregarán a los hermosos.

32
PRAXÁGORA. Los feos acecharán a los hermosos al salir de
los banquetes y en los lugares públicos y tampoco se permitirá
que las mujeres cohabiten con los buenos mozos sin haber ce-
dido antes a las instancias de los deformes y chiquitejos.

BLÉPIRO.-De suerte que la nariz de Lisíscrates, el chato, po-


drá competir ahora con los más gallardos mancebos.

PRAXÁGORA.-¡Sí, por Apolo! Esta decisión es eminentemen-


te democrática. ¡Qué mortificación para esos vanitontos que
llevan los dedos cargados de sortijas, cuando un viejo calzado
con gruesos zapatones le diga: Amigo mío deja el paso al más
anciano; espera a que yo haya concluido; resígnate a ser plato
de segunda mesa.

BLÉPIRO.-Pero si vivimos de esa manera, ¿cómo podrá cada


cual reconocer a sus propios hijos?

PRAXÁGORA.-¿Y para qué? Los jóvenes considerarán como


padres a todas las personas de más edad.

BLÉPIRO.-Pero entonces, a pretexto de ignorarlo, ¿no estran-


gularán sin ningún empacho a todo viejo, cuando ahora lo ha-
cen, sabiendo a ciencia cierta que son sus padres?

PRAXÁGORA.-Nadie lo permitirá, de ahora en adelante. An-


tes, a nadie le importaba que apaleasen a los padres ajenos;
pero ahora todo el mundo, en cuanto oiga que ha sido maltrata-
do un anciano, le defenderá en la duda de si será su propio
padre.

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BLÉPIRO.-En eso no andas descaminada. Pero te aseguro
que pasaría un mal rato si Epicuro o Leucólofas se me acerca-
sen llamándome papá.

PRAXÁGORA.-Peor rato pasarías…

BLÉPIRO.-¿Cómo?

PRAXÁGORA.-Si Aristilo te besara pretendiendo que eres su


padre.

BLÉPIRO.-¡Pobre de él, si se atreviera!

PRAXÁGORA.-Pero tú olerías a calamento . Además, como ha


nacido antes del decreto, no tienes que temer sus besos.

BLÉPIRO.-No podría aguantarlo. Pero ¿quién cultivará la


tierra?

PRAXÁGORA.-Los esclavos. Tú no tendrás otro quehacer que


acudir limpio y perfumado al banquete cuando sea de diez pies
la sombra del cuadrante solar.

BLÉPIRO.-¿Y quién nos proporcionará los vestidos? Quisiera


saberlo.

PRAXÁGORA.-Usad por de pronto los que tenéis; ya os dare-


mos después otros.

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BLÉPIRO.-Una sola pregunta: Si los magistrados condenan a
uno a una multa, ¿de dónde tomará el dinero para pagarla? No
es justo que sea del tesoro común.

PRAXÁGORA.-Ni siquiera habrá ya más procesos.

BLÉPIRO.-¡La de gente que veo en la ruina!

PRAXÁGORA.-Así lo he decidido. Además, ¿para qué había de


haberlos?

BLÉPIRO.—¡Para mil cosas, por Apolo! En primer lugar, para


el caso de negarse una deuda.

PRAXÁGORA.-Siendo todos los bienes comunes, ¿de dónde


habría de sacar dinero el prestamista? Sería un ladrón
manifiesto.

BLÉPIRO.-¡Sí, por Deméter! Y ahora, otra cosa: los que des-


pués de bien bebidos maltratan a los transeúntes, ¿con qué pa-
garán la multa correspondiente? Esto sí que no lo resuelves.

PRAXÁGORA.-Con su ordinaria pitanza: con este castigo de


estómago no volverán a excederse así como quiera.

BLÉPIRO.-¿Y tampoco habrá más ladrones?

PRAXÁGORA.-¿Quién ha de robar lo que en parte ya posee?

BLÉPIRO.-¿No despojarán por las noches a los transeúntes?

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PRAXÁGORA.-No, por cierto. Lo mismo si duermes en tu casa
que si duermes fuera de ella, como sucedía antes, todo el mun-
do tendrá con qué vivir. Si alguno quiere despojar de sus vesti-
dos a otro, éste se los cederá de buen grado; ¿a qué ha de opo-
nerse? Ya sabe que podrá recibir del fondo común otros
mejores.

BLÉPIRO. Y los hombres ¿ya no jugarán a los dados?

PRAXÁGORA.-No; ¿qué podían jugarse?

BLÉPIRO.-¿Qué género de vida vas a organizar?

PRAXÁGORA.-El mismo para todos. Pretendo hacer de nues-


tra ciudad una sola habitación, derribando todas las separacio-
nes, hasta la más pequeña y de tal modo que todos sean libres
de circular por todas partes.

BLÉPIRO.-¿Dónde se darán las comidas?

PRAXÁGORA.-Todos los pórticos y tribunales se convertirán


en comedores.

BLÉPIRO.-¿Y para qué servirá la tribuna?

PRAXÁGORA.-Para colocar las cráteras y los cántaros de ag-


ua; un coro de niños celebrará desde ella la gloria de los val-
ientes y el oprobio de los cobardes; así, si hay alguno de éstos,
se retirará de la mesa avergonzado.

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BLÉPIRO.-¡Buena idea, por Apolo! ¿Y dónde colocarás las ur-
nas de los sorteos?

PRAXÁGORA.-Las pondré en el Agora junto a la estatua de


Harmodio: iré sacando de ellas los nombres de los ciudadanos,
hasta que todos se vayan contentos, sabiendo la letra donde les
corresponda ir a comer ; así, el heraldo pregonará que los de la
letra Beta vayan a comer al pórtico Basílico; los de la Zeta, al
de Teseo, y los de la Kappa, al mercado de las harinas.

BLÉPIRO.-¿Para atracarse de trigo?

PRAXÁGORA.-No; por Zeus; sólo para cenar.

BLÉPIRO.-Y al que no le toque en suerte ninguna letra para


cenar le arrojarán de todas partes.

PRAXÁGORA.-Eso no sucederá, porque tendremos especial


cuidado en dar copiosamente de todo a todos; de manera que
cada cual se retirará del banquete ebrio con su corona y su an-
torcha. Entonces las mujeres os saldrán al encuentro, cuando
volváis del festín, diciendoos: «Ven acá, tenemos una hermosa
muchacha.» Aquí hay una, hermosa y blanca como la nieve -les
gritará otra desde un piso alto-, pero antes es preciso que com-
partas mi tálamo.» Los hombres feos seguiréis a los jóvenes ga-
llardos, exclamando: « ¡Eh, tú! ¿A qué tanta prisa? No has de
conseguir nada por mucho que corras; la ley nos ha concedido
a los feos el derecho de prelación; mientras tanto podéis entre-
teneros en el vestíbulo, jugando con las hojas de higuera y ha-
ciéndoos… caricias.» Vamos, dime, ¿no te agrada este sistema?

BLÉPIRO.-Muchísimo.

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PRAXÁGORA.-Ahora tengo que ir al Agora a recibir los bie-
nes que vayan depositándose, y a escoger por heraldo una mu-
jer de buena voz. Es un deber ineludible que me impone mi
rango de jefe y la necesidad de proveer a la mesa común, si he
de daros hoy, como pienso, el primer banquete.

BLÉPIRO.-¿Desde hoy ya?

PRAXÁGORA.-Sí, os digo. Luego quiero que las cortesanas


cesen todo tráfico, todas sin excepción.

BLÉPIRO.-¿Por qué?

PRAXÁGORA.-Está claro.
(Se vuelve hacia las mujeres del Coro):
para que no se nos lleven la flor de la juventud. No es justo
que unas esclavas bien adornadas les roben sus placeres a las
mujeres libres. Ya no podrán acostarse más que con los escla-
vos, y sólo para ellos emplearán sus artilugios.

BLÉPIRO.-Vamos; yo te acompañaré, para que me vean los


transeúntes y digan: «Mirad el marido de nuestra generala.»
(Vánse Blépiro y Praxágora.)

CREMES.-Voy a preparar mis enseres para llevarlos al Ago-


ra, y hacer inventario de toda mi hacienda.
(Dirigiéndose sucesivamente a cada objeto.)
Ven, hermosa zaranda, tú eres mi bien más precioso; ven, lle-
na aún con la harina de la que has cernido tantos sacos, a ser-
vir de Canéfora en la procesión de mis muebles. ¿Dónde está la
portasombrilla? . Esta olla hará sus veces: ¡qué negra está,

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justo cielo! No lo estaría más si en ella se hubiesen cocido las
drogas con que Lisícrates se tiñe las canas.
Ponte a un lado, lindo tocador; y tú, trípode, desempeña las
funciones de hidriáfora; a tí, oh gallo, cuyo canto matinal me
ha despertado tantas veces para ir a la Asamblea, te reservo el
papel de citarista. Adelántate, escacéfora , con el gran cuenco
de la miel cubierto por entrelazadas ramas de olivo, y traéte
también los dos trípodes y la alcuza . Los pucheros y demás
menudencias, que se queden ahí.

UN HOMBRE.-¿Yo entregar mis bienes? ¡Qué insensatez!


¡Qué locura! Jamás lo haré, por Poseidón. Veamos antes lo que
pasa, y después meditemos mucho sobre la tal medida. ¿Cómo
he de sacrificar sin más ni más el fruto de mis sudores y econo-
mías antes de saber a fondo todo lo que hay? -¡Eh, tú!
(dirigiéndose a Cremes.)
¿Qué significan esos muebles? ¿Con qué objeto los has saca-
do? ¿Vas a mudarte de casa, o los llevas a empeñar?

CREMES.-No.

EL HOMBRE.-¿Pues para qué has puesto en fila todo tu aj-


uar? ¿Envías una procesión a leron, el pregonero?

CREMES.-No, por Zeus; voy a depositarlo en el Agora, con-


forme a la última ley.

EL HOMBRE.-¿A depositarlo?

CREMES.-Sí.

EL HOMBRE.-¡Por Zeus salvador, tú estás loco!

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CREMES.-¿Cómo?

EL HOMBRE.-¿Cómo? Es fácil comprenderlo.

CREMES.-Pues qué, ¿no debo obedecer las leyes?

EL HOMBRE.-¿Qué leyes, desdichado?

CREMES.-Las que se acaban de promulgar.

EL HOMBRE.-¡Pero qué imbécil eres!

CREMES.-¿Yo imbécil?

EL HOMBRE.-Naturalmente; y el mayor de todos.

CREMES.-¿Porque cumplo las prescripciones legales?

EL HOMBRE.-¿Qué hombre sensato cumple lo que está


prescrito?

CREMES.-Todos.

EL HOMBRE.-Tu estupidez no tiene límites.

CREMES.-¿Pero tú no piensas depositar tus bienes?

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EL HOMBRE.-Me guardaré muy bien, antes de ver lo que ha-
ce la multitud.

CREMES -¿Puede ser otra que la de llevar al fondo común to-


dos los bienes?

EL HOMBRE.-Cuando lo vea, lo creeré.

CREMES.-Por las calles no se habla de otra cosa.

EL HOMBRE.-Se hablará.

CREMES.-Todos dicen que van a llevar su parte.

EL HOMBRE.-Se dirá.

CREMES.-Me matas con tu desconfianza.

EL HOMBRE.-Se desconfiará.

CREMES.-¡Qué Zeus te confunda!

EL HOMBRE.-Se te confundirá. ¿Crees que todo ciudadano


que tenga un átomo de juicio ha de llevar nada? No estamos
acostumbrados a dar; sólo nos gusta recibir, en lo cual imita-
mos a los dioses. Para convencerte, no tienes más que mirarles
a las manos: sus imágenes, cuando les pedimos dones y

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mercedes, nos alargan las manos vueltas hacia arriba; no en
actitud de dar, sino de recibir.

CREMES.-Bueno, ya está bien. Déjame cumplir con mi deber.


¿Dónde está mi correa?

EL HOMBRE.-Pero ¿de veras lo vas a llevar?

CREMES.-SÍ, por Zeus; mira, ya he atado este par de


trípodes.

EL HOMBRE.-¡Qué locura! ¿Por qué no esperas a ver lo que


hacen los demás, y después… ?

CREMES.-Después, ¿qué?

EL HOMBRE.-Esperar de nuevo y dar tiempo.

CREMEs.-¿A qué?

EL HOMBRE.-Esperar a que se produzca un temblor de tie-


rra, o un incendio desfavorable, o a que pase una comadreja, y
verás, insensato, como nadie lleva nada al depósito.

CREMES.-¡Tendría gracia que por estar esperando no encon-


trase dónde depositar mis cosas!

EL HOMBRE.-Si fuera para tomar no habría peligro de que


pudieras hacerlo; pero para dejar, estate bien tranquilo aunque
sea pasado mañana.

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CREMES.-¿Cómo?

EL HOMBRE.-Conozco muy bien a esa gente. Se precipitan


para dictar una disposición que luego no se cumple.

CREMES.-Todos aportarán sus bienes, amigo.

EL HOMBRE.-¿Y si no lo hacen?

CREMES.-No te quepa duda de que lo harán.

EL HOMBRE.-Y si no lo hacen ¿qué?

CREMES.-Les obligaremos.

EL HOMBRE.-¿Y si son más fuertes?

CREMES.-Dejaré mis muebles y me iré. ¡Ojalá revientes!

EL HOMBRE.-Y si reviento ¿qué ocurrirá?

CREMES.-Que habrás hecho bien.

EL HOMBRE.-¿Te obstinas, pues, en querer depositarlo?

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CREMES.-Sí, por cierto, pues ya veo a mis vecinos que se
disponen a llevar los suyos.

EL HOMBRE.-¿Quién? ¿Antístenes? . Ese preferiría mil veces


estarse treinta días seguidos sentado en un bacín.

CREMES.-¡Vete al infierno!

EL HOMBRE.-Y Calímaco , el maestro de Coros, ¿qué llevará


a la comunidad?

CREMES.-Más que Calias.

EL HOMBRE.-¡Este hombre quiere arruinarse!

CREMES.-¡Maldiciente!

EL HOMBRE.-¿Maldiciente? ¿Pues no estamos viendo todos


los días decretos semejantes? ¿No te acuerdas de aquel que se
dio sobre la sal?.

CREMES.-Me acuerdo.

EL HOMBRE.-¿Y de aquel otro sobre las monedas de cobre?


¿Te acuerdas?

CREMES.-Ya lo creo. ¡Como que fue un desastre para mí lo


de aquella maldita moneda! Con la venta de mis uvas me había
llenado la boca de monedas de cobre, y me dirigí al mercado a
comprar harina: tenía ya abierto el saco para recibirla, cuando,

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de pronto, el pregonero grita: «Nadie debe recibir en adelante
la moneda de cobre; sólo será corriente la de plata».

EL HOMBRE.-Y hace poco, ¿no jurábamos todos que el imp-


uesto de la cuadragésima, ideado por Eurípides , proporciona-
ría quinientos talentos al Estado? No había quien no pusiese en
las nubes al inventor; pero cuando, vista la cosa con detenim-
iento, se comprendió que era, como suele decirse, «la Corinto
de Zeus» , y que no producía nada, todo el mundo se desató
contra Eurípides.

CREMES.-Las circunstancias han variado. Entonces éramos


nosotros los que gobernábamos, mientras que ahora son las
mujeres.

EL HOMBRE.-¡Por Poseidón, ya tendré buen cuidado de que


no se orinen en mis barbas!

CREMES.-No se qué sandeces dices. Tú, pequeño (a un servi-


dor): cárgate ese fardo.

EL HERALDO.-
(Representado por una mujer.)
Ciudadanos, acudid todos, pues empieza a regir la nueva ley;
presentaos a nuestra generala, para que la suerte designe el
lugar donde cada uno debe comer; ya están las mesas dispues-
tas y cargadas de manjares exquisitos; y los lechos adornados
de colchas y tapices; ya el agua y el vino se mezclan en las crá-
teras junto a la fila de las mujeres encargadas de los perfumes;
ya se asan pescados, se clavan liebres en los asadores, se tejen
coronas y se fríen pastelillos; las jóvenes cuidan de guisar las
habas que hierven en las ollas, y entre ellas Esmeo con su uni-
forme de caballería les hace la limpieza; Geron , con una her-
mosa túnica y finos zapatos, se presenta riendo con otro

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jovencito; ya se ha desprendido del manto y de su grueso calza-
do. Venid, el panadero os espera; preparad bien las quijadas.

EL HOMBRE.-Sí, iré. ¿Por que me había de quedar aquí


cuando la Ciudad lo manda?

CREMES.-¿Adonde vas sin haber depositado tus bienes?

EL HOMBRE.-Al banquete.

CREMES.-Si las mujeres tienen un átomo de juicio, no lo con-


sentirán antes de que hagas el depósito.

EL HOMBRE.-Ya lo haré.

CREMES.-¿Cuándo?

EL HOMBRE.-Te aseguro que no seré de los últimos.

CREMES.-Y mientras tanto, ¿vas a comer?

EL HOMBRE.-Pues ¿qué he de hacer? Todo hombre sensato


debe prestar su apoyo al Estado, en la medida de sus
posibilidades.

CREMES.-¿Y si te prohiben entrar?

EL HOMBRE.-Bajare la cabeza y entraré.

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CREMES.-¿Y qué harás si te azotan?

EL HOMBRE.-Las citare a juicio.

CREMES.-¿Y si se ríen de tí?

EL HOMBRE.-Me apostaré a la puerta…

CREMES.-¿Y que harás?

EL HOMBRE.-Arrebataré las provisiones a los que las traen.

CREMES.-Ven, pues, detrás de mí. Vosotros, Sicon y Parme-


nón (dirigiéndose a unos esclavos), cargad con mis enseres.

EL HOMBRE.-¡Por Zeus! Es preciso, sin embargo, hallar un


medio de conservar mis bienes y participar de la comida co-
mún. ¡Ah, tengo una idea luminosa! ¡Pronto, pronto, a comer!
(Vale.)
(A las ventanas de dos casas próximas se asoman una Vieja y
una Joven.)

LA VIEJA.-!Cómo no Vendrá ningún hombre? Ya Va siendo


hora. Aquí estoy llena de albayalde, Vestida de amarillo, can-
tando entre dientes, loqueando y dispuesta a arrojarme en bra-
zos del primer Viandante. ¡Oh, Musas! Descended a mis labios
e inspiradme una Voluptuosa canción de estilo jonio.

47
LA JOVEN.-¿Te has asomado a la Ventana antes que yo, Vieja
podrida? Creías, sin duda que, yo ausente, ibas a vendimiar la
viña abandonada y atraer a alguno con tus canciones. Si cantas
yo también cantaré; pues aunque a los espectadores les pare-
cerá gastado y fastidioso el procedimiento, no dejarán de en-
contrarlo un tanto cómico y divertido.

LA VIEJA.-
(Enseñándole un dedo.)
Habla con éste y vete de ahí.
(A un flautista que la acompaña).
Tú, mi joven flautista, coge tus instrumentos y toca una melo-
día digna de tí y de mí.
(Se pone a cantar acompañada del flautista.)
Quien quiera placer que se venga conmigo; las jovencitas ca-
recen de experiencia y es cosa de mujeres maduras. Ninguna
como yo, estad seguros, querrá al amante que se le una, pues
volará hacia otro.

LA JOVEN.- No tengas celos de las jóvenes porque la volupt-


uosidad nació y se encuentra entre sus tiernos muslos y florece
en sus redondos senos. A ti, oh vejestorio depilado, y todo em-
badurnado, sólo la muerte te dirá: "te quiero".

LA VIEJA.- Así se te obstruya la vaina y se te desmorone el le-


cho cuando quieras que te ensarten; y que sea una sierpe lo
que oprimas contra el pecho cuando vayas a besar a tu amante.

LA JOVEN.- ¿Qué será de mí? ¡Qué pena! Mi compañero no


llega. Me dejan aquí sola; mi madre se fue por otro lado. ¿A
qué decir más? Vamos, abuela, te lo ruego, puedes llamar a Or-
tágoras y que sea una sierpe. Hazlo pronto, pues ya veo que, al
estilo de Jonia, Te pica … la cuestión, mi pobre amiga. También
debes ser hábil en las cosas de Lesbos, pero no podrás arreba-
tarme mis placeres, ni aventajarme ni suplantarme jamás.

48
LA VIEJA.-¿Por qué me hablas? Si tan poco te importo ¿por
qué me hablas?

LA JOVEN.-Y tú, ¿por qué te asomas de ese modo a la


Ventana?

LA VIEJA.-No hago más que cantarme a solas una canción en


honor de mi amigo Epigenes.

LA JOVEN.-¡Ah! ¿Es que, además del viejo Geres, tienes otro


amigo?

LA VIEJA.-El mismo Epígenes te lo probará, pues va a Venir


dentro de poco. Míralo, ahí está.

LA JOVEN.-¡Pero ya no tiene ningún deseo de ti, calamidad!

LA VIEJA.-¡SI, por Zeus, pequeña peste!

LA JOVEN.-Que nos lo pruebe él mismo; yo me retiro de la


Ventana.

LA VIEJA.-Y yo también, para que Veas que no me engaño.

EL JOVEN.-¡Oh! ¡Si pudiera estrechar entre mis brazos a la


joven sin tener que sufrir antes las caricias de la Vieja! Esto es
intolerable para un hombre libre.

49
LA VIEJA.-¡Por Zeus! Las sufrirás, mal que te pese. No son
cosas del tiempo de Carixena; y ahora, la ley ha de cumplirse
porque vivimos en régimen democrático. Me retiro para obser-
var sus movimientos.

EL JOVEN.-Haced, ¡oh dioses¡, que encuentre sola a aquella


linda muchacha por la que vengo aquí, después de bien bebido,
y que deseo desde hace mucho tiempo.

LA JOVEN.-He engañado a la maldita Vieja. Se retiró, creyen-


do que yo me iba a estar en casa. Pero ahí está el joven. Es el
mismo, el mismo de quien hablamos. Ven aquí, amor mío, Ven
a pasar la noche entre mis brazos. Los bucles de tus cabellos
me tienen loca de amor; una pasión frenética arde en mi pecho
y me consume. Oye mis súplicas, oh Eros, y haz que Venga a
compartir mi tálamo.

EL JOVEN.-¡Aquí! ¡Oh, aquí! Baja a abrir la puerta si no quie-


res verme morir en su dintel! ¡Oh, amada mía! Quiero embria-
garme con tus caricias. ¡Oh Cipris! ¿Por qué me inspiras este
frenético deseo? -Oye mis súplicas, Eros, y haz que venga a
compartir mi tálamo. ¡Qué impotente es la palabra para pintar
mi pasión! Abre la puerta dulce amiga; estréchame entre tus
brazos; pon fin a mi tormento. ídolo mío, hija de Cipris, abeja
de las Musas, capullo de las Cárites, retrato de la Voluptuosi-
dad, abre la puerta, estréchame entre tus brazos; pon fin a mi
tormento.
LA VIEJA.-¡Eh, tú! ¿Por qué llamas? ¿Es a mí a quien buscas?

EL JOVEN.-¿Cómo dices?

LA VIEJA.-Digo que por qué llamas y si es a mí a quien


buscas.

50
EL JOVEN.-¡Antes morir!

LA VIEJA.-¿Qué andas, pues, buscando con esa antorcha?

EL JOVEN.-Busco a un hombre de Anaflisto.

LA VIEJA.-¿Quién?

EL JOVEN.-No es el que tú esperas, sin duda.

LA VIEJA.-A quien espero es a ti, por Afrodita; y hasde venir-


te conmigo, lo quieras o no.

EL JOVEN.-Pero es que hoy no nos ocupamos de las mayores


de sesenta; las guardamos para después. Hoy sólo atendemos a
las que no llegan a los veinte.

LA VIEJA.-Pero eso era bajo el antiguo régimen, querido mío;


ahora la ley dispone que seamos las primeras en ser atendidas.

EL JOVEN.-Eso será, si yo quiero, de acuerdo con la regla del


juego de dados.

LA VIEJA.-Pero tú no comes con arreglo a la ley del juego de


dados.

EL JOVEN.-No sé lo que quieres decir; Voy a llamar a esta


otra puerta.

51
LA VIEJA.-¿Después de haber llamado a la mía?

EL JOVEN.-Lo que ahora necesito no es una criba.


(La vieja baja y sale de la casa.)

LA VIEJA.-
(Que ha bajado y sale de su casa.)
Sé que me amas, sólo que estás asombrado de Verme fuera.
Anda, adelanta la boca …

EL JOVEN.-Pero, amiga mía, tengo miedo a tu amante.

LA VIEJA.-¿A cuál?

EL JOVEN.-Al mejor de los pintores.

LA VIEJA.-¿Y quién es?

EL JOVEN.-Al que pinta las lámparas mortuorias. Vete, vete,


y que no te vea aquí en la puerta.

LA VIEJA.-Ya sé, ya sé lo que tú quieres.

EL JOVEN.-También sé yo, por Zeus, lo que quieres tú.

LA VIEJA. -Y te juro, por Afrodita, mi favorecedora, que no te


he de soltar.

EL JOVEN.-No divagues, viejecita mía.

52
LA VIEJA.-Como quieras; pero te llevaré a mi casa.

EL JOVEN.-¿Qué necesidad hay de comprar ganchos para sa-


car los cubos de los pozos? Con echar a esta vieja se consegui-
rá el mismo objeto.

LA VIEJA.-Déjate de burlas que me afligen y sígueme.

EL JOVEN.-Nada me obliga, a menos que hayas pagado por


mí al Estado el impuesto de la quingentésima.

LA VIEJA.-Por Afrodita, es preciso que vengas porque yo


siento mi gran placer cuando me acuesto con los jóvenes de tu
edad.

EL JOVEN.-Pues a mí nada me desagrada tanto como el amor


de tus iguales; jamás consentiré.

LA VIEJA.-Pero esto, por Zeus, te obligará.

EL JOVEN.-¿Y qué es eso?

LA VIEJA.-Un decreto en Virtud del cual tienes que entrar en


mi casa.

EL JOVEN.-Léelo para Ver qué puede ser eso.

53
LA VIEJA.-Escucha, pues: las mujeres han decidido que
"cuando un hombre desee a una muchacha no deberá tener co-
mercio con ella antes de haber colmado a la vieja. Si él se nie-
ga y sigue deseando a la joven, las mujeres maduras podrán
arrastrar impunemente al joven agarrándole del clavo".

EL JOVEN.-¡Ay de mí! Voy a convertirme hoy en un nuevo


Procusto.

LA VIEJA.-Es necesario obedecer nuestras leyes.

EL JOVEN.-¿Y si alguno de mis amigos o conciudadanos vin-


iese a rescatarme?

LA VIEJA.-Ningún hombre puede disponer de cosa alguna cu-


yo valor exceda al de una medimna.

EL JOVEN.-¿Y no podré librarme jurándote que… ?

LA VIEJA.-No hay excusa que valga.

EL JOVEN.-Alegaré que soy comerciante.

LA VIEJA.-Y yo haré que te arrepientas de haberlo alegado.

EL JOVEN.-¿Qué debo, pues, hacer?

LA VIEJA.-Seguirme aquí, hasta mi casa.

54
EL JOVEN.-¿Es absolutamente indispensable?

LA VIEJA.-Como si lo ordenase el mismo Diomedes.

EL JOVEN.-Pues bien, extiende una capa de orégano sobre


cuatro ramas; cíñete de bandas la cabeza, y coloca junto a ti
los vasos de perfume y en la puerta el cántaro de agua lustral.

LA VIEJA.-¿También me comprarás una corona?

EL JOVEN.-¡Sí, por Zeus! Y será de cirios, pues creo que ex-


pirarás en cuanto entres en tu casa.

LA JOVEN.-(Saliendo precipitadamente de su casa). ¿Adónde


arrastras a ese joven?

LA VIEJA.-A mi casa; porque es mío.

LA JOVEN.-Es una locura. Es demasiado joven para acostarse


contigo; mejor podrías ser su madre que su esposa. Con ese
sistema vais a llenar el mundo de Edipos.

LA VIEJA.-Calla, sierpe. La envidia te hace hablar así: pero


me vengaré de ti.

EL JOVEN.-¿Por Zeus salvador! ¡Qué gran servicio me pres-


tas intentando librarme de esta vieja! Esta noche te daré una
prueba grande y gorda de mi gratitud.

VIEJA SEGUNDA.-

55
(Que aparece en escena dirigiéndose a la joven.)
¡Eh, tú! ¿Adónde te llevas a ése? Según la ley, tengo derecho
preferente a acostarme con él.

EL JOVEN.-¡Oh, desventurado de mí! ¿De dónde sales tú aho-


ra, vieja condenada? Esta es una peste aún más terrible que la
primera.

VIEJA SEGUNDA.-Ven por aquí.

EL JOVEN.-
(A la Joven.)
¡Por todos los dioses! No dejes que esta otra vieja me obligue
a seguirla.

VIEJA SEGUNDA.-¡Pero si no soy yo! Es la ley la que te


obliga.

EL JOVEN.-Nada de ley, sino una Empusa con todo el cuerpo


plagado de úlceras hediondas.

VIEJA SEGUNDA.-Sígueme, corazoncito, y déjate de


tonterías.

EL JOVEN.-Déjame que Vaya a hacer una necesidad, a ver si


así puedo recobrarme un poco. De lo contrario el miedo me
obligará a pintar de marrón el dintel de esa puerta.

VIEJA SEGUNDA.-Ven, nada temas; ya lo harás en casa.

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EL JOVEN.-¡Oh! Temo hacer mucho más de lo que quiero; dé-
jame y te daré dos fiadores seguros.

VIEJA SEGUNDA.-No los admito.


(Aparece en escena una tercera Vieja.)

VIEJA TERCERA.-
(A El Joven.)
¡Eh, tú! ¿Adónde Vas con esa mujer?

EL JOVEN.-No Voy, me llevan. Pero quienquiera que seas


que el cielo te colme de bendiciones, por venir a ayudarme en
este duro trance.
(Al decir esto repara bien en la tercera Vieja que acaba de
interpelarle.)
¡Oh Heracles! ¡Oh Panes! ¡Oh Coribantes! ¡Oh Dióscuros!
Ese monstruo es infinitamente más horrible. Pero ¿qué es Zeus
poderoso? ¿Es una mona rebozada en albayalde o el espectro
de una bruja que vuelve de los infiernos?

VIEJA TERCERA.-Nada de burlas y sígueme por aquí.

VIEJA SEGUNDA.-No, por aquí.

VIEJA TERCERA.-Ya puedes estar segura de que no lo soltaré


jamás.

VIEJA SEGUNDA.-Ni yo tampoco.

EL JOVEN.-Me Vais a descuartizar, viejas malditas.

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VIEJA SEGUNDA.-Es a mí a la que debes seguir por disposi-
ción de la ley.

VIEJA TERCERA.-En absoluto, como no se presente otra más


fea.

EL JOVEN.-Pero si me matáis así, ¿cómo he de poder irme


con ninguna?

VIEJA TERCERA.-Arréglatelas como puedas; por de pronto,


obedéceme.

EL JOVEN.-¿A cuál de vosotras debo ensartar primero para


quedar en paz?

VIEJA TERCERA.-¿No lo sabes? Ven aquí.

EL JOVEN.-Pues que me suelte esta otra.

VIEJA SEGUNDA.-No, ¡aquí!

EL JOVEN.-Iré, cuando ésta me suelte.

VIEJA TERCERA.-Pues yo no te dejaré. ¡De ningún modo, por


Zeus!

VIEJA SEGUNDA.-Ni yo.

EL JOVEN.-Haríais, en verdad, muy malas barqueras.

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VIEJA TERCERA.-¿Por qué?

EL JOVEN.-Porque despedazaríais a los pasajeros tirando a


un lado y a otro.

VIEJA SEGUNDA.-Cállate y Ven aquí.

VIEJA TERCERA.-No, por Zeus, sino aquí.

EL JOVEN.-Habré de conformarme con el decreto de Canno-


nos pues tengo que partirme en dos para daros gusto. ¿Y cómo
manejaré a las dos como dos remos?

VIEJA SEGUNDA.-Muy fácilmente, en cuanto te hayas comi-


do un puchero de cebollas.

EL JOVEN.-¡Ay de mí! ¡Ya, me tienen junto a la puerta!

VIEJA SEGUNDA.-
(A la Vieja Tercera.)
Nada conseguirás porque entraré contigo y me echaré
encima.

EL JOVEN.-¡No por los dioses! Mejor es un mal que dos.

VIEJA TERCERA.-Quieras o no así ha de ser por Hécate.

59
EL JOVEN.-¡Negro infortunio! ¡Permanecer todo el día y toda
la noche en brazos de una Vieja hedionda y para fin de fiesta
caer de nuevo entre los de esa rana cuyas mejillas parecen dos
alcuzas. ¿Hay desgracia como la mía? Sin duda nací con mal si-
no pues tengo que nadar entre estos monstruos. Si algún mal
me sucede al navegar sobre estas fétidas letrinas acordaos de
sepultarme bajo el mismo dintel de la puerta; y a la que me so-
breviva, untadle todo el cuerpo de hirviente pez. Cubridla has-
ta el tobillo de fundido plomo y colocadla sobre mi tumba a gui-
sa de lámpara funeraria.
(Mientras que el Coro danza, llega la criada de Praxágora,
que sale del festín y viene medio ebria.)

LA CRIADA.-¡Qué felicidad de pueblo! ¡Qué felicidad la mía!


¡Y sobre todo, qué felicidad la de mi señora! ¡Felices todos vo-
sotros, vecinos y conciudadanos, y cuantos estáis a nuestras
puertas; y feliz con ellos yo, simple sirvienta que he llenado mi
cabellera de perfumes! ¡Y qué exquisitos, Zeus soberano¡
Pero el perfume de las ánforas llenas de vino de Tasos es
más exquisito todavía: este aroma se conserva largo tiempo;
los otros se desvanecen en seguida. ¡Sí, excelsos dioses: el per-
fume de las ánforas es mil y mil veces preferible! ¡Echadme vi-
no! Echadme, pues, alegra toda la noche a la que ha sabido
elegirlo. Pero, amigas, decidme dónde está mi dueño, el marido
de mi señora.

EL CORIFEO.-Si te quedas ahí creo que lo encontrarás.

LA CRIADA.-Perfecto; ya viene a cenar. ¡Oh, dueño mío!


¡Hombre feliz! ¡Hombre mil veces feliz!

EL DUEÑO.-¿Yo?

60
LA CRIADA.-Sí, tú, por Zeus, y más feliz que ninguno. ¿Puede
haber nadie más dichoso, puesto que en una pobla¬ción de tr-
einta mil ciudadanos eres el único que no ha cenado?

EL CORIFEO.-Un hombre verdaderamente feliz; esa es la


palabra.

LA CRIADA.-¿Adónde, adónde vas?

EL DUEÑO.-A cenar.

LA CRIADA.-Sí, por Afrodita, y eres, con mucho, el más retra-


sado. Sin embargo, mi señora ha dicho que te lleve; y, contigo,
a esas muchachas. Aún queda mucho vino de Quíos y otras mil
cosas buenas. ¡Ea, despachemos! Los espectadores que nos fa-
vorecen, y los jueces imparciales, pueden venir también; les
daremos de todo.

BLÉPIRO.-¿Y por qué no invitas generosamente a todo el


mundo sin omitir a nadie; viejos, jóvenes y niños, que tendrán
cena dispuesta para todos … si se van a sus casas. Yo corro al
festín, llevando mi antorcha con gracia. ¿Qué esperas tú? ¿Por
qué no vienes con esas muchachas? Mientras bajas con ellas,
yo entonaré un canto a propósito para abrir el apetito.

EL CORIFEO.-Yo quiero a mi vez darle al jurado un pequeño


consejo. Que los sabios me juzguen por lo que en esta comedia
hay de sabio, y los que gusten de chistes, por los muchos chis-
tes que en ella he derramado. Está, pues, claro que también os
invito a todos … a concederme el premio.
Y que la suerte no me sea adversa después de haberme dado
la prioridad; no lo olvidaréis y fieles a vuestro juramento, juz-
gad siempre con rectitud a los Coros; no seáis como esas viles
cortesanas que sólo se acuerdan del último con quien yacen.

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LA CRIADA.-¡Ya es hora, amigas mías! Ya es hora, si quere-
mos concluir, de dirigirnos al banquete danzando. Partid y
ajustad vuestros pasos al ritmo cretense.

EL SEMI-CORO.-Así lo estoy haciendo.

EL CORO.-Marchad vosotras, ligera y acompasadamente.


Pronto se van a servir ostras, cecina, rayas, lampreas, sesos en
salsa picante, silfio, puerros empapados en miel, tordos, mir-
los, palominos torcaces, palomas, crestas de gallo asadas, cho-
chas, pichones, liebres cocidas en arrope y sustancia de alones.
Ya lo sabéis: pronto, amigas mías, coged un plato, sin olvidaros
del vaso, y a comer.

EL SEMI-CORO.-Las otras ya están devorando.

EL CORO.-¡ Brinquemos! ¡Bailemos! ¡lo! ¡Evohé! ¡Al festín!


¡Evohé, evohé, evohé! Como después de la victoria. ¡Evohé,
evohé, evohé, evohé!

*****FIN*****

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