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2023.02.05 - Contra El Gobierno de Los Jueces - El Cohete A La Luna

El documento critica el control de constitucionalidad ejercido por la Corte Suprema argentina. Argumenta que este control es una creación pretoriana sin base legal y que la Corte ha excedido sus funciones declarando inconstitucionales leyes sin un caso concreto. También señala que los jueces tienen mandato vitalicio, lo que reduce su legitimidad democrática. Finalmente, cita al filósofo Jeremy Waldron para argumentar que el control de constitucionalidad priva a los ciudadanos de su soberanía y que las cortes también pueden actuar de forma t

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El documento critica el control de constitucionalidad ejercido por la Corte Suprema argentina. Argumenta que este control es una creación pretoriana sin base legal y que la Corte ha excedido sus funciones declarando inconstitucionales leyes sin un caso concreto. También señala que los jueces tienen mandato vitalicio, lo que reduce su legitimidad democrática. Finalmente, cita al filósofo Jeremy Waldron para argumentar que el control de constitucionalidad priva a los ciudadanos de su soberanía y que las cortes también pueden actuar de forma t

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CONTRA EL GOBIERNO DE LOS

JUECES
Control de constitucionalidad, legitimidad y democracia

POR ALEARDO LARÍA RAJNERI FEB 5, 2023

Uno de los argumentos más utilizados contra la iniciativa legislativa que promueve
el juicio político contra los integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
(CSJN) es que no se puede juzgar a los jueces por el contenido de sus sentencias.
Según la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), integrada por juristas como
Ricardo Gil Lavedra y Alejandro Carrió, resulta inadmisible “que se intente
remover de sus cargos a los magistrados de la Corte Suprema con argumentos que,
principalmente, se basan en el contenido de sus sentencias”. Este criterio puede
tener cierta validez cuando se trata de las sentencias dictadas por los tribunales
ordinarios, donde existe siempre una doble instancia que permite la corrección de
los errores cometidos en la instancia anterior. Pero en el caso de los jueces de la
Corte Suprema, sus resoluciones son definitivas, sin posibilidad de recurso alguno,
de modo que no existe otro procedimiento que el juicio político cuando sus
decisiones son consideradas arbitrarias o invaden claramente las competencias
reservadas a los otros poderes del Estado.

La fórmula del artículo 53 de la Constitución Nacional es tan amplia que dentro de


la figura del “mal desempeño” entran todo tipo de admoniciones. A modo de
compensación, la mayoría especial de dos tercios de los miembros presentes de la
Cámara de Diputados, para dar lugar a la formación de causa que contempla la
norma, ofrece ciertas garantías de que sólo cuestiones de gravedad institucional
pueden superar ese listón. No obstante, cometeríamos un error si nos limitáramos
a simples consideraciones de forma. Estamos ante un juicio político y es el peso de
las consideraciones políticas las que determinan tanto la legitimidad del proceso
abierto como las que tendrán relevancia en el resultado.
Consideraciones previas
Antes de analizar los fundamentos políticos de la iniciativa, conviene precisar
algunas cuestiones previas. El control de constitucionalidad de las leyes que ejerce
la Corte Suprema es una creación pretoriana, es decir, consecuencia de una
decisión adoptada por la propia Corte, pero que no está regulada en ninguna ley.
Como señala Ricardo Haro en El control de constitucionalidad (Editorial Zavalía),
“toda declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica es un acto de
suma gravedad institucional, a través del cual se manifiesta una de las formas más
eminentes de la dimensión política del Poder Judicial, que en el sistema de control
difuso realizan todos los jueces que lo integran, cualquiera su jerarquía y fuero, con
la Corte Suprema de Justicia de la Nación como intérprete final”. Este sistema de
control constitucional por parte de la Corte Suprema ha sido tomado de la
jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, que ante las graves
consecuencias del control encomendado dispuso –en un famoso fallo del juez Felix
Frankfurter– que la declaración de inconstitucionalidad requiere como
condición sine qua non la previa existencia de caso o controversia judicial y que ese
requisito sea observado rigurosamente para la preservación del principio de la
división de poderes. Esa autolimitación jurisprudencial fue adoptada también por
la Corte argentina, lo que le impide realizar declaraciones generales y directas de
inconstitucionalidad de las normas o actos de los otros poderes, en tanto su
aplicación no haya dado lugar a un litigio contencioso. Este es justamente el
criterio que la Corte vulneró cuando declaró la inconstitucionalidad de la ley que
regulaba el Consejo de la Magistratura, efectuada a partir de un pedido abstracto
del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires.

Un segundo problema que se presenta con el control de constitucionalidad ejercido


por la Corte Suprema es que sus integrantes tienen un mandato vitalicio (artículo
110 de la Constitución Nacional). Es evidente que cuando un funcionario público es
inamovible y tiene un mandato vitalicio aumenta su sensación de invulnerabilidad.
Una legitimidad ilimitada en el tiempo no es democrática y existe el riesgo de que
quede desvinculada del sentir de la ciudadanía. Por este motivo, en algunas
constituciones europeas, siguiendo los lineamientos de Hans Kelsen, se ha
establecido que el control de constitucionalidad sea ejercido por un Tribunal
Constitucional, integrado por jueces que duran un tiempo prefijado y luego deben
ser reemplazados. Estos tribunales constitucionales no integran el Poder Judicial y
se consideran tribunales políticos por antonomasia.
A modo de ejemplo, la Constitución Española establece en su artículo 159.3 que
“los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un período de
nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres”. El Tribunal
Constitucional en España está compuesto por doce miembros, que son nombrados
por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso de Diputados por mayoría de
tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica
mayoría; dos a propuesta del gobierno y dos a propuesta del Consejo General del
Poder Judicial. Cabe añadir aquí, para completar el panorama jurídico español,
que el Tribunal Supremo de España está integrado por 81 magistrados que se
dividen en cinco salas. Esta circunstancia permite poner de relieve la absurda
situación que se da en la Argentina, donde cuatro jueces atienden los asuntos que
en España están en manos de dos tribunales que en total suman 93 magistrados.
Como es sabido, dado que esos cuatro jueces no pueden abordar todos los asuntos
que se le presentan, utilizan “colaboradores”, que son quienes redactan la mayoría
de las sentencias. De modo que, en la práctica, las decisiones están siendo ejercidas
por personas que carecen de toda legitimidad. Lo paradójico es que una ley del
gobierno que aumenta a quince el número de jueces de la Corte está paralizada
porque la oposición, en una actitud recalcitrante, se niega a tratarla.

El control de constitucionalidad
El control de constitucionalidad sobre las leyes dictadas por el Congreso puede ser
leído de muchas maneras. Para algunos puede ser la defensa de las minorías frente
a la “tiranía de la mayoría”. Pero también puede ser contemplado como una rémora
de la democracia cuando un reducido número de jueces, que no han sido elegidos
en forma democrática, se amparan en interpretaciones sesgadas del texto
constitucional para alterar, modificar o anular la voluntad soberana adoptada en
sede parlamentaria. El filósofo del Derecho que más ha profundizado esta cuestión,
adoptando una posición radicalmente crítica contra el control judicial de
constitucionalidad, es Jeremy Waldron, un profesor neozelandés que enseña en la
Universidad de Nueva York en los Estados Unidos. En el ensayo Contra el
gobierno de los jueces (Siglo XXI Editores), con prólogo de Roberto Gargarella,
Waldron opina que el control de constitucionalidad “es políticamente ilegítimo en
lo que concierne a los valores democráticos (dado que) al privilegiar el voto
mayoritario de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuentas,
el control judicial priva de sus derechos a los ciudadanos comunes y deja de lado
preciados principios de representación e igualdad política en la resolución final de
cuestiones sobre derechos”.

Filósofos del derecho Jeremy Waldron (izquierda) y Ronald Dworkin (derecha)

Añade que los jueces, en cuestiones que dividen a la sociedad –como el aborto o la
eutanasia–, se aferran a los textos constitucionales que en ocasiones tienen más de
un siglo de antigüedad, utilizando interpretaciones alambicadas para no
aventurarse a discutir las razones morales de forma directa. “Si los jueces se
atribuyen un poder de veto amplio y fundamental sobre las políticas generales del
gobierno y sobre los términos de la Constitución, entonces los costos no pueden
entenderse sólo como una pérdida concreta para la democracia. Es una pérdida en
términos del proyecto más amplio de autogobierno; de la posibilidad de que el
Estado de Derecho rija también en la esfera más alta de la sociedad (que hoy se
entiende que ocupan los jueces); y de la soberanía popular, que debe ser el locus de
la responsabilidad última por la Constitución”.

Waldron ridiculiza la expresión –tantas veces utilizada– de “tiranía de la mayoría”


y considera que este argumento es meramente retórico, puesto que “la tiranía
estará presente en casi cualquier desacuerdo sobre derechos; la parte que esté a
favor de un entendimiento más amplio de un determinado derecho (o la que afirme
reconocer un derecho que la otra parte niega) pensará que la postura de la parte
opuesta es potencialmente tiránica. Las instituciones democráticas a veces toman e
imponen decisiones incorrectas sobre los derechos, lo cual significa que
ocasionalmente actúan de forma tiránica. Pero lo mismo vale para cualquier
proceso de toma de decisiones. Los tribunales también actúan a veces de manera
tiránica”.
El activismo político de la Corte
El activismo de la Corte argentina queda reflejado en una serie de resoluciones de
carácter político, en las ha hecho prevalecer su criterio sobre el de otras
instituciones que poseen igual o mayor legitimidad. Frente a la decisión del
Consejo de la Magistratura de intentar corregir las irregularidades cometidas por el
gobierno de Mauricio Macri al trasladar por decreto a los magistrados Leopoldo
Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, la Corte intervino por considerarlo una
cuestión de “gravedad institucional”. El máximo tribunal ofreció entonces una
solución distinta a la del Consejo, que en la práctica se ha traducido en que estos
jueces sigan campantes en sus puestos, firmando sentencias como si nada hubiera
pasado.

Es un hecho notorio que la Corte Suprema nunca aceptó de buen grado la


existencia de un órgano como el Consejo de la Magistratura, que le “hurtaba”
competencias que tradicionalmente venía utilizando por medio de acordadas. La
Ley 48, que le otorgaba a la Corte la facultad de dictar las acordadas necesarias
para la ordenada tramitación de los pleitos, quedó tácitamente derogada con la
sanción de la Constitución de 1994 y la Corte sólo conserva la facultad de dictar su
reglamento interior y nombrar a sus empleados (artículo 113 de la Constitución
Nacional). En consecuencia, la Corte Suprema ya no tiene ninguna competencia
para inmiscuirse a través de acordadas en cuestiones vinculadas con la
designación, traslado o cese de magistrados y menos para darle instrucciones al
Consejo de la Magistratura. Estamos asistiendo a la abducción más abyecta del
Consejo de la Magistratura por parte de la Corte, lo que supone un grosero
alzamiento contra el esquema institucional creado por la Constitución de 1994.

En la reciente resolución que hace lugar a una medida cautelar solicitada por la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se reconoce a la CABA el status de “ciudad
constitucional federada”. Es una denominación que no aparece en el texto de la
Constitución de 1994, de modo que estamos nuevamente frente al Derecho
creativo, que reforma nada menos que un texto constitucional por la vía espuria de
la interpretación pretoriana. El artículo 75.2 de la Constitución Nacional estableció
que una ley convenio, sobre la base de acuerdo entre la Nación y las provincias,
instituirá el nuevo régimen de coparticipación de los impuestos directos e
indirectos. Esa ley no se ha dictado aún, pero el Presidente Macri, mediante un
simple decreto, le asignó una coparticipación mayor a la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, elevándola del 1,4% fijado en la ley anterior al 3,75% con el pretexto
de cubrir los gastos de transferencia de la Policía de la ciudad. Luego el Presidente
Alberto Fernández enmendó esa decisión, también por decreto, y finalmente el
Congreso Nacional sancionó la ley 27.606, mediante la cual restableció el 1,4% de
la masa de impuestos recaudados más “el monto equivalente al costo de
funcionamiento de la policía de la Ciudad de Buenos Aires, que se le transfirió en el
año 2016”. El gobierno de la CABA presentó ante la Corte Suprema una demanda
por inconstitucionalidad de la norma, alegando que “genera una disminución en
los fondos coparticipados que le corresponden”, y la Corte, haciendo lugar a una
medida cautelar, ordenó que hasta tanto se dicte el fallo definitivo, el Estado
nacional debe entregar a la Ciudad el 2,95% de los fondos coparticipables. La
cuestión política subyacente es la siguiente: si la propia Constitución establece que
una ley convenio, basada en un acuerdo entre la Nación y las provincias, fijará los
porcentajes de la coparticipación, ¿en base a qué criterio cuatro jueces se arrogan
el derecho a establecer ese porcentaje de coparticipación, dejando sin efecto la ley
que lo regulaba?

Otro caso escandaloso de intervención política de la Corte Suprema se ha


producido con el fallo que declaró la inconstitucionalidad de la ley 26.080, que
regulaba el Consejo de la Magistratura. Se trata de una resolución claramente
arbitraria, puesto que la Corte ya había declarado la constitucionalidad de la norma
en el caso Monner Sans. El argumento utilizado para apartarse del principio de
cosa juzgada es francamente ridículo. Según los jueces, en el caso Monner Sans se
había cuestionado la constitucionalidad porque se alegaba que la ley 26.080 no
consagraba una representación “igualitaria” de los estamentos, mientras que en el
caso actual se habría cuestionado la “falta de equilibrio”. Se trata de un argumento
farisaico que contradice la propia jurisprudencia del tribunal, dado que la Corte
tiene decidido que cuando entra a juzgar un caso lo hace de un modo amplio, sin
que quede condicionada por las alegaciones de las partes o el contenido de las
sentencias recurridas. Por otra parte, como hemos señalado, la Corte también tiene
declarado que no le corresponde efectuar declaraciones de inconstitucionalidad en
abstracto, es decir, fuera de una causa concreta en la que debe aplicarse la norma
supuestamente en pugna con la Constitución, como ha acontecido en este caso. Por
último, la resolución de dar vigencia a una ley que había sido derogada por el
Congreso constituye una decisión inédita, que no registra precedente alguno en el
mundo. Estamos claramente ante decisiones políticas: cuatro jueces (o en este
caso, tres) hacen prevalecer sus opiniones invalidando decisiones que habían sido
adoptadas por el Congreso Nacional.

Como bien señala el profesor Jeremy Waldron, en un Estado de Derecho es


inadmisible que la opinión de un pequeño número de jueces no elegidos y que no
rinden cuentas ante nadie prevalezca sobre las decisiones adoptadas por el
Congreso Nacional, sede de la soberanía popular. Son decisiones gravísimas, que
dañan la estructura básica del sistema de división de poderes, dejando de lado el
principio democrático de representación. Nunca han sido más oportunas las
palabras de Abraham Lincoln, citadas por el profesor Waldron: “El ciudadano
sincero debe reconocer que si la política del gobierno sobre cuestiones vitales que
afectan a toda la población ha de ser irrevocablemente determinada por las
decisiones de la Corte Suprema […] el pueblo habrá dejado de ser su propio
gobernante, habrá renunciado en la práctica a su gobierno y lo habrá dejado en
manos de ese ilustre tribunal”.

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