Para mamá y papá, que siempre
han traído magia a mi vida
1
SELESTRA
Puedo decirle a cualquiera cuándo va a morir. Sólo necesito un
mechón de su cabello.
Y su alma, por si acaso.
Ésa es la función de una bruja Somniatis, vinculada al rey con
magia envuelta en muerte. Para eso me criaron: para servir al reino
y heredar el poder de mi familia.
Una bruja atada a las Seis Islas.
Por eso, nunca he visto el mundo más allá de la Montaña
Flotante en la que se alza este castillo.
Pero no soy prisionera.
Soy la protegida del rey Seryth, y algún día seré su consejera más
cercana; la mano derecha de la realeza, libre de ir adonde quiera y
hacer lo que me plazca.
En cuanto mi madre muera.
Me paseo por los salones de piedra, con los guantes de marfil que
me llegan a los hombros, donde empieza el brillo de mi vestido. Se
supone que son para contener mis visiones, pero a veces parecen
más unas riendas para someterme.
Para tener a raya mis poderes hasta que sea el momento.
Pero no soy prisionera, me digo a mí misma.
Sólo no debo tocar a nadie.
Afuera del gran salón, hay una multitud reunida en una fila de
futuros cadáveres. Casi todos andrajosos y cubiertos de tierra como
si fuera su segunda piel, pero algunos vienen cargados de joyas. Una
mezcla de pobres, ricos y aquellos que están en el medio.
Todos, desesperados por evitar su muerte.
El Festival de los Presagios se celebra cada año, durante el mes de
la Luna Roja, y mientras dura cualquier habitante de las Seis Islas
puede solicitar un presagio a la bruja del rey.
La fila da la vuelta a la esquina, así que no alcanzo a ver hasta
dónde llega, pero sé cuánta gente hay. La misma de cada año:
doscientas almas listas para negociarse.
Paso entre ellos tan rápido como puedo, como una sombra por el
rabillo de sus ojos. Pero siempre alcanzan a verme, y en cuanto lo
hacen desvían la mirada.
No toleran el escarlata de mis cabellos ni mis ojos de serpiente;
nada de lo que me hace distinta de ellos. Fijan la vista al piso, como
si de pronto no quisieran perderse el patrón de mosaicos.
Como si yo no fuera más que una bruja temible.
No entiendo por qué, ni siquiera tengo tanta magia todavía. A
mis dieciséis, apenas se me ha prometido la herencia de mi
verdadero poder, sigo a la espera del día en que reciba la magia de
mi estirpe.
—¿Podrías esperarme un segundo? —dice Irenya, la aprendiz de
costurera y mi única amiga en este castillo. Viene resoplando y
corriendo para alcanzarme, hasta que me detengo afuera del Gran
Salón. Me alisa el vestido, asegurándose de que no se vea ni un
pliegue. Irenya es muy perfeccionista con sus vestidos—. Deja de
retorcerte, Selestra.
—No me estoy retorciendo —le digo—. Estoy respirando.
—Entonces deja de respirar también.
Le muestro la lengua mientras jugueteo con mis guantes, jalando
los dedos y ajustándolos de vuelta para que la tela me acaricie la
piel.
Una manía cuya repetición me relaja.
Me impide sobrepensar en lo que está por ocurrir.
Ya debería estar acostumbrada. Agradecida de que se me haya
permitido estar junto al rey Seryth por dos años, recolectando
cabello y viendo a la gente llegar de todas las islas para sellar sus
destinos.
Debería emocionarme el Festival y todas las almas que ahí se
cosechan. Observar a mamá hablar de los secretos de la muerte,
como si fuera una vieja amiga.
No debería pensar en todas las personas que van a morir.
—No queremos que se vayan a desatar en la primera predicción
—dice Irenya, quien mientras aprieta los listones de mi vestido,
estoy segura, sonríe—. Imagínate que te agachas a recoger un rizo y
te traiciona el escote.
—Créeme —respondo sin aliento—. Ni siquiera me puedo
agachar con esto encima.
—Ay, cállate. Te ves como una princesa.
Eso casi me hace reír. Cuando era pequeña, antes de que mamá
se convirtiera en una desconocida, me leía cuentos de princesas.
Cuentos de hadas de doncellas recatadas, indefensas, encerradas en
torres a la espera de que un apuesto príncipe las llevara hacia el
amor y la aventura.
—No soy una princesa, Irenya.
Soy algo mucho más terrible. Y a mí nadie va a rescatarme de mi
torre.
Empujo el portón de hierro del Gran Salón. Ya lo vaciaron.
No están las mesas de madera que se amontonaban al centro,
llenas de vino y risas crueles. La banda se ha retirado, y el recinto ya
es sólo un lugar hueco.
Para un recién llegado sería imposible darse cuenta de que
apenas hace unas horas los más ricos del reino celebraban la
inauguración del Festival. Hasta mi torre llegaba la música, por las
grietas de mi ventana se colaba el aroma de los pastelillos de brandy
y miel.
Todavía huele. Pastelillos y fuego de velas, mechas carbonizadas
y dulce aire ahumado.
Al otro extremo del salón alcanzo a ver al rey, sentado en su
trono negro hecho de huesos; un amoroso regalo de mi tatarabuela.
Su mirada se cruza con la mía al instante, como si hubiera
sentido mi presencia, y me llama con el movimiento de un solo
dedo.
Tomo aire y camino hacia él.
La capa de mi vestido se agita detrás de mí.
Es un adefesio rutilante que destella a la luz de las velas como un
río de estrellas arrancadas. Es negriazul, oscuro y profundo como el
Mar Infinito, y se enreda en torno a mi cuello, derramándose como
agua sobre mi pálida piel. La espalda, atada por complicados listones,
está cubierta por una larga capa que fluye hasta el suelo.
Será la creación de Irenya, pero lleva los colores del rey.
Cuando los visto, le pertenezco.
—Su majestad —saludo al llegar ante él.
—Selestra —me ronronea—. Qué bueno que al fin llegas.
Se recarga en su trono.
El rey Seryth es tan guerrero como gobernante, con largo cabello
negro y aretes de colmillo de víbora. Las serpientes tatuadas de su
heráldica sisean por su rostro, y se cubre de pieles que se abren para
mostrar los ejercitados músculos de su pecho.
Es así para que luzca amenazante, pero yo siempre he pensado
que su rostro juvenil es mucho más hermoso que temible.
El verdadero peligro son sus ojos, más oscuros que la noche, que
no revelan sino muerte.
—Te ves gloriosa —me dice.
—Gracias.
Empujo un rizo verde detrás de mis orejas. Nunca me han
permitido cortarlo, así que llega más allá de mi cintura, al igual que
el de mi madre. Pero al contrario del suyo, el mío se riza en las
puntas, mientras el de ella es liso como el borde de un acantilado.
Todo en ella es filo y punta, labrado para lastimar.
—Buenas noches, madre —saludo con una reverencia.
Theola Somniatis, hermosa como siempre, se sienta junto al rey
en un trono que brilla con monedas de chrim pintadas. Un vestido
largo de hilo negro cubre su cuerpo en una mezcla de orlas y piel.
Se ve afilada y fatídica, un cuchillo al alcance del rey.
Y al contrario de mí, no necesita guantes que la constriñan.
Aprieta los labios.
—Casi llegas tarde.
—No puedo caminar más rápido con estos zapatos —me excuso,
y con un gesto levanto el vestido para mostrar los peligrosos tacones
que hay debajo.
Esto provoca una sonrisa al rey.
—Ahora que estás aquí, podemos empezar —sentencia su
majestad, quien levanta una mano para indicar a los guardias que
abran la puerta—. Dejen entrar al primero.
Tomo aire, temblando.
Y entonces, comienza.
Me pregunto qué maldiciones nos mostrará la muerte aquel día.
2
SELESTRA
Los guardias abren los portones del Gran Salón y veo entrar a la
primera mujer.
Se acerca al trono, vacilante, con dos guardias flanqueándola de
cerca al arrastrar sus pasos hacia nosotros. Lleva un vestido rojo
oscuro, enlodado cerca de los tobillos.
La piel de mi nuca cosquillea mientras la mujer se acerca.
La muerte está en el aire, casi puedo saborearla, olerla en sus
huesos.
Al seguir avanzando, con su falda del color de la sangre seca y las
rosas muertas, adivino que no vivirá ni una semana.
Puedo sentirlo.
Y mi madre va a arrebatarle el alma, y el rey Seryth va a
devorarla, como ha hecho por más de un siglo. Alimentando su
inmortalidad.
—Su majestad, sus altezas —dice la mujer al alcanzar los
peldaños de los tronos.
Hace una reverencia, tan baja que sus rodillas tocan el suelo y
sus tobillos tiemblan por el peso.
Echa un vistazo a mi madre y noto el destello de pánico en sus
ojos antes de que incline la cabeza.
Nos temen. Nos odian.
Y con razón.
Levanto la barbilla, recordándome que esto debería regodearme.
Es el único momento del año en el que me rodea la magia.
Siento su vibración cubriendo el castillo, mientras el poder de mis
antepasadas flota en el aire como el aroma del vino dulce.
Cuando no debo estar encerrada en mi torre.
Tomo las tijeras de la mesa y bajo la escalera.
—Con estas tijeras —digo a la mujer— tomo un mechón de tu
cabello y sello tu lugar en el Festival de los Presagios. La muerte te
buscará en esta Luna Roja. Vendrá por ti una vez esta semana, luego
dos veces la segunda semana, y el presagio que hoy recibas será tu
única oportunidad de eludirla.
Recito las líneas con soltura, como he hecho desde que tenía
catorce años.
—Si mueres, tu alma le pertenecerá al rey. Pero si llegas viva a la
mitad del mes, se te concederá un deseo y tu deuda estará saldada.
La mujer asiente, ansiosa.
La promesa de un deseo hace que el Festival se celebre en todo el
reino. He oído que los plebeyos hasta organizan juegos, apostando
chrim a quién va a sobrevivir, festejando y bebiendo hasta el
amanecer.
La gente sólo acepta el trato por la promesa de elevar un deseo.
Para los pobres y desesperados es una oportunidad de pedir
chrim de oro o elíxires curativos. Para los ricos y arrogantes, un
momento para maldecir a sus adversarios y aumentar la propia
fortuna.
Y todos piensan que vale la pena pagar con sus almas.
Sólo hay que vencer a la muerte tres veces, se dicen. Puedo sobrevivir. Y
algunos lo logran. Cada año, unos cuantos regresan a sus vidas con
un deseo concedido, lo que inspira a las masas a intentarlo el año
siguiente.
Pero cada año, al menos cien personas fracasan.
Es curioso que nadie las recuerde.
—Si eliges continuar después de la segunda semana, te advierto
—le digo con voz funesta—, en representación de la muerte, el rey
tendrá el derecho de cazarte hasta fin de mes. Porque si sobrevives a
la Luna Roja, su inmortalidad será tuya.
Siento la sonrisa de Seryth detrás de mí.
No tiene miedo.
No le preocupa perder su trono ante ninguna de estas personas.
—Este pacto podrá matarte o traerte gloria sin igual —le digo.
Será lo primero, siempre lo es.
La muerte tiene el curioso hábito de siempre prevalecer, igual
que el rey. Lo he visto de primera mano.
Además, nadie que sobreviva trata de pasar de la segunda
semana. Que la muerte te persiga es una cosa, pero ¿el rey? Aun
antes de reunir el ejército más letal que haya existido, su majestad
ya era el guerrero más temible de las Seis Islas. Ha sobrevivido por
siglos, bendecido por magia oscura.
Sería una locura siquiera intentar retarlo.
Mejor pide tu deseo y vuelve a casa a salvo.
—¿Aceptas este pacto? —pregunto.
La mujer traga saliva.
—Sí. Por favor, sólo tómelo.
Con las manos temblando tanto como su voz, señala su cabello.
Extiendo las tijeras y tomo un mechón. La mujer suspira, su
mirada se agudiza.
Me pregunto si siente algo. Un poco de ella será guardado, para
que su alma quede atada a este mundo al morir.
Lista para que mi madre la use en su ritual.
Lista para atarse al rey.
—Hecho está —digo, dándole la espalda y colocando el mechón
en uno de los doscientos frascos de cristal que rodean la escalera
hacia los tronos.
—Adelante —dice Theola—. Y extiende tu brazo.
Oigo a la mujer resollar mientras sube los dos primeros peldaños.
Se arrodilla.
Theola extiende su mano y acaricia la palma de la mujer con
delicadeza.
Cierra los ojos, con una lenta sonrisa de condena.
Las brujas Somniatis somos como sifones. Absorbemos energía y
dejamos que pase a través de nosotras; energía como la de la
muerte, que dejamos entrar a nuestras venas y humedecernos los
labios. Así es como tenemos nuestras visiones, y podemos tomar las
almas de los condenados para servirlas al rey.
Es magia maldita, pero es la única magia que queda en las Seis
Islas.
Mi familia se encargó de eso.
Theola se muerde los labios mientras lee el futuro de la mujer.
Parte de mí ansía ver lo que ella ve, sentir el poder que te da
conocer el futuro, contar los secretos del destino y liberar mi magia
de sus cadenas.
Tocar a alguien por primera vez en tantos años.
Pero recuerdo a Asden, mi viejo maestro. Recuerdo lo que pasó
la última vez que toqué a alguien.
Aún escucho sus gritos.
Sólo pensar en ello me flagela. Me enderezo al instante,
tragándome el recuerdo antes de que el rey note que casi la sonrisa
ha abandonado mi rostro.
Mi madre retira su mano y mira a la mujer arrodillada, cuya
palma ha quedado impresa con la marca del rey Seryth: una
serpiente negra que devora su propia cola.
Aparece en todos los buscadores de la muerte, marcando el pacto
que han hecho.
—En una semana, tu hija más pequeña sucumbirá a la
enfermedad —dice Theola. Su voz es fría y lisa como el hielo, como
si hablara del clima y no de la muerte. No siempre fue así. Alguna
vez fue cálida—. Morirá y, días después, cuando vayas a buscar sus
flores favoritas, te atacará un animal del bosque que dejará tu
cuerpo tendido entre los árboles.
La mujer jadea e incluso sus manos dejan de temblar; el terror la
ha paralizado.
—No, que no muera mi pequeña —dice, negando con la cabeza,
sin pensar en su vida ni en la muerte que mi madre vaticinó para
ella—. Debe haber otro modo. Si sobrevivo hasta la segunda
semana, puedo desear un elíxir y…
—No va a durar hasta entonces.
Apretando la mandíbula, mi madre cierra el puño, y cuando lo
abre hay un chrim de oro que no estaba ahí hace un momento.
Lo deja caer en la mano de la mujer que ha roto en llanto.
—Por la molestia —dice—. Pasa tiempo con tu hija mientras
puedas. Si sobrevives, puedes venir por otro deseo. Si mueres,
recuerda la deuda que nos has prometido.
La mujer parpadea y abre la boca, para gritar o llorar o resistirse a
su destino. Pero sólo sale un sollozo, antes de que su mirada recaiga
en mí.
Puedo ver la denuncia en sus ojos mientras los guardias la
levantan y sacan a rastras del salón. La idea de que debería
avergonzarme de mi monstruosa familia y el mal que dejamos se
filtra en el mundo.
Pero ella no sabe, no entiende lo que significa ser una bruja
Somniatis, atada al rey por un antiguo juramento de sangre. Si le
dieran a escoger entre ser reina de la magia y prisionera, dudo que
esta mujer eligiera algo distinto de mí. No entiende lo que pasaría si
lo intento.
Aun así, cuando se pierde de vista, miro a mi madre.
—¿Crees que evite el bosque para no llevarle flores a su hija? —
pregunto.
Es una pregunta estúpida, y en el mismo instante ya estoy
arrepentida de haberla pronunciado.
—¿Qué importa? —me reprende Theola—. Mientras tengamos
las almas que necesitamos, da igual a quienes pertenezcan.
Sé que tiene razón.
Lo importante es que obtengamos al menos cien almas para fin
de mes, así el rey podrá mantener su inmortalidad, y seguirá
gobernando por siempre.
—¿No crees, Selestra? —pregunta mi madre cuando me quedo
callada.
Su mirada es una advertencia de que asienta rápido.
—Claro —respondo.
Una mentira practicada.
—A mis brujas no les preocupan esas cuestiones —advierte el
rey, mirándome impasible. Sus ojos son negros, muy negros, tan
ausentes de luz como el fondo de un pozo—. Recuerda eso, Selestra.
Si es que algún día logras convertirte en una, en vez de permanecer
como simple heredera.
Inclino la cabeza, pero aprieto los dientes.
Usa aquella palabra, “heredera”, como insulto, porque no soy
nada más que eso, ni para él ni para nadie, hasta que me vuelva una
bruja Somniatis.
Las herederas no cuentan hasta que cumplen dieciocho y se
unen al rey por el juramento de sangre, lo cual les permite aprender
la verdadera esencia de la magia para ocupar el lugar de la bruja
mayor cuando ésta muera. Hasta entonces seré igual a nada.
A veces, me siento como hierba mala, saliendo de las raíces de un
jardín extraño, incapaz de ser parte de él.
El resto de la noche es más de lo mismo.
Los guardias traen a la gente y se la llevan; se arrodillan mientras
Theola les comunica sus destinos con un poco más que
aburrimiento. Traicionados por sus amigos más confiables, ahogados
en el río, apuñalados en la taberna que visitan todas las noches.
Todos tienen la misma mirada de horror una vez que se revela su
muerte. Como si les hubieran lanzado una maldición, y no fuera
algo que ellos mismos se buscaron.
Yo permanezco callada, salvo para recitar las reglas del Festival.
Recolecto los mechones docenas de veces, bajando los peldaños y
mirando el hambre del rey cada vez que una persona acepta el
pacto.
Cada alma que habrá de devorar gracias a la magia de mi familia.
Muy pocos sobrevivirán unas semanas para recibir su deseo.
Y ninguno sobrevivirá más allá, aun si osaran intentarlo.
3
NOX
Soy bueno para muchas cosas, pero sobre todo para sobrevivir.
Tengo un don y es casi demasiado fácil; apenas tengo cicatrices
después de años de vivir al límite. Y sí, sé pelear, pero no es por eso.
La mayor habilidad que me enseñó mi padre fue a manejar a las
personas. Meterme a la cabeza de alguien y convencerlo de que le
convengo vivo.
De que hay en mí algo especial.
Todo tiene límites, pero los efectos del encanto se cuentan aparte.
Y ahora echaré mano de él más que nunca.
—En tu lista de ideas estúpidas, ésta tiene el primer lugar —dice
Micah.
Le sonrío a mi mejor amigo y compañero de la Última Guardia.
Él se ajusta el arma a la espalda y le echa una ojeada a la multitud
detrás de nosotros.
Micah siempre sospecha de cualquiera que no sea yo.
—¿Estás haciendo una lista de todas mis malas ideas? —
pregunto.
Subimos a la plataforma encantada, una delgada plancha de oro
exquisitamente tallado que llega a un árbol tan alto como para
alcanzar las estrellas.
Es el camino más rápido a la montaña, donde está el castillo del
rey.
Micah asiente.
—Es una lista endemoniadamente larga.
Me encojo de hombros. No le falta razón.
—Pero ¿cómo va a ser la peor? ¿Qué tal esa vez en la iniciación,
cuando nos escabullimos a la tienda del sargento y le robamos
los…?
—Bueno, bueno —interrumpe Micah, que no quiere que se lo
recuerde en voz alta—. Ésta es la segunda peor idea que has tenido.
Lo comprendo, pero no porque algo sea peligroso debe
descartarse. A veces los mayores riesgos cosechan las mejores
recompensas.
—¿Sabes? No es muy tarde para que te arrepientas —dice Micah.
La plataforma encantada empieza a ascender; el cielo pasa junto
a nosotros mientras gana impulso. Miro el mundo debajo, la gente
que se ve tan pequeña, como si no estuviera ahí en realidad.
La isla de Vasiliádes, en torno a la que el rey levantó su imperio.
Desde aquí se ve pacífica, casi comparable a la belleza de
Polemistés, la isla al sur.
Pero es un engaño.
Sigo escuchando el Mar Infinito estrellándose contra los barcos y
retazos de tierra, como un invasor que intenta entrar a la fuerza. Las
aguas negras se arremolinan negándose a congelarse incluso en
medio del invierno, cuando la nieve cubre las ciudades. Se beben el
hielo y lo vuelven líquido. Y en días de verano como hoy, cuando
golpea el sol, las aguas siguen agitándose, hinchadas por la magia
oscura con la que las embrujó el rey.
—Si te da miedo, no vengas —le digo a Micah.
La plataforma se detiene y desciendo velozmente, pasando entre
los guardias de la entrada.
El exterior del castillo es primoroso, rodeado de un sinfín de
matorrales y arbustos llenos de la fruta más dulce. Hasta las piedras
son de un plata tan brillante que se dice las tallaron de estrellas
fugaces.
Semejante belleza para hospedar semejantes monstruos.
Micah me alcanza corriendo.
—No me da miedo, y no voy a dejarte solo entre lobos.
Pongo los ojos en blanco.
—Seryth no es un lobo. No es más que un hombre.
—¿Y las brujas? —repone Micah en un susurro—. Ni son
hombres ni se les puede matar tan fácil como a ti y a mí. Su magia
las protege incluso de la muerte. Son tan eternas como el rey
mismo…
—Bruja —corrijo en voz baja, mientras nos adentramos en el
camino flanqueado de guardias. Todo este sitio es una fortaleza. Para
ser inmortal, al rey le preocupan bastante sus mortales enemigos—.
Sólo hay una bruja, en realidad. A la hija de Theola le faltan años
para despertar su verdadero poder. No nos dará problemas.
Los ojos de Micah se dirigen rápidamente a los guardias del
castillo, para asegurarse de que no me han escuchado.
—¿Qué te parece si bajas el tono cuando hables de traición?
¡Sigilo, Nox, sigilo!
Niego con la cabeza y me detengo.
—Mejor quédate aquí.
Micah es un estorbo cuando está preocupado, y eso es lo último
que requiero ahora.
Se endereza y lleva una mano al mango de su espada.
—Dije que no te dejaría meterte ahí solo —asegura con
obstinación.
Es muy amable de su parte, la verdad, pero no hace falta.
Empujo su mano hacia abajo.
—Relájese, soldado —le digo en un tono suficientemente ligero
para que vea que no estoy preocupado—. Toma el sol, seduce a un
apuesto guardia. Espérame aquí.
Micah entrecierra los ojos mientras considera si me hará caso o
no.
—Si no has regresado en diez minutos, entraré a buscarte.
Le sonrío.
—Si no he regresado en diez minutos es que ya no hay nada que
buscar.
Meterse al castillo del rey es como entrar a una prisión.
Los muros negros son, como la mirada de su monarca, y altos
como las nubes, con elaborados patrones de oro que los recorren
como soplos de viento.
Los suelos de mármol se parecen tanto al Mar Infinito que casi
siento hundir los pies en el agua.
En cambio, cuando camino sobre ellos, mis pasos resuenan como
un reloj. Como las manecillas del reloj de bolsillo de mi padre.
Tic tac.
¡Vamos, Nox! ¡Un poco más rápido!
Tic tac.
¡Eso es! ¡Serás el mejor del grupo antes de la iniciación, hijo!
Hace años que no miro ese reloj. Se quedó en un cajón de las
barracas, acumulando polvo bajo unos papeles viejos y mi cuchillo
favorito.
Ahora que mis pasos hacen eco a su mecanismo, ya no escucho
la voz de mi padre felicitándome, sólo la del rey.
Tic tac, tic tac.
¿Así que estás listo para morir, Nox?
Me acerco a un grupo de guardias a las afueras del Gran Salón,
que se preparan para dejar entrar al último buscador.
Sólo dejan entrar a doscientos cada año, para que hagan el pacto
y apuesten sus almas. No sé por qué. Quizá Seryth y su bruja se
aburren si llega demasiada gente.
—Debo hablar con el rey —digo al guardia más cercano a la
puerta, que lleva un uniforme del mismo azul tormenta que el mío.
Le queda suelto, lo que lo hace parecer joven, como si le faltara
crecer para llenarlo.
—¿Nombre? —pregunta.
—Oficial Nox Laederic, del regimiento Thánatos.
En cuanto asimila mis palabras, se queda boquiabierto.
Supongo que tenemos cierta fama. Pero no toda es culpa mía.
—Usted es… es…
—Más apuesto en persona, lo sé. ¿Puedo pasar?
—¿Lo espera el rey? —su voz sube un tono al preguntar.
—Claro, programé nuestra cita en su diario con un pequeño
dibujo de corazón a un lado —respondo con impaciencia.
El guardia no me sonríe, sino que comienza a juguetear con el
cuello de su uniforme.
—En realidad, no debo… —su voz se apaga—. Estamos
esperando al último buscador de presagios. ¿Puede regresar más
tarde?
No puedo sino reír.
Años de preparación, todo el día convenciéndome de que es
ahora o nunca, para que en la puerta me digan que regrese más
tarde.
Si Micah estuviera aquí, se estaría riendo. O lo tomaría como
señal de que debo dar marcha atrás y olvidar el asunto.
Pero esa opción no existe.
—Entonces, supongo que soy ese último —digo, pasando de largo
para empujar la puerta.
Nadie intentaría detener a uno de la Última Guardia, mucho
menos armado.
—Deséame suerte —le digo al guardia, que sólo acierta a
parpadear boquiabierto mientras entro al Gran Salón.
No me molesto en contar a los guardias. Estoy entrenado para
saber, para estar preparado; pero esta noche, sólo puedo
concentrarme en una cosa.
En tres cosas, de hecho.
Seryth, rey de las Seis Islas, a quien mi padre sirvió por tantos
años. A quien toda mi familia ha servido por generaciones. Sus
labios se tuercen en una sonrisa cuando me ve llegar desde su trono
usurpado.
Su bruja, con sus ojos de serpiente y sus uñas tan largas como
para sacar sangre.
Y la heredera de la bruja.
Selestra Somniatis.
Definitivamente, no puedo evitar mirarla.
Su piel es tan pálida que casi brilla, con el cabello color trébol
que resbala por su espalda hasta su cintura, reflejando la luz de las
ventanas como un río.
Se ve casi tan largo como para escalar torres sirviéndose de él.
Sus grandes ojos amarillos me observan con curiosidad, y una
media sonrisa se inmiscuye en sus labios color sangre.
Es en verdad hermosa.
Lástima que deba morir.
4
SELESTRA
Cuando entra el último buscador al Gran Salón, lo primero que
noto es que no lo escoltan los guardias.
Al contrario de los demás, se acerca a nosotros por su propio pie.
No mira al suelo ni juguetea nervioso con las manos mientras se
dispone a apostar su alma por magia o gloria.
El corazón golpetea en mi pecho cuando aquel hombre se acerca,
casi sin parpadear.
No es uno de los desesperados o los temerarios, me queda claro.
Es un soldado. Un guerrero en el ejército del rey Seryth.
Y no sólo camina: se pavonea.
El muchacho es una brizna de apostura, con piel morena clara,
cabello de medianoche que se le riza en torno a las orejas, y ojos del
color de las hojas de los árboles en invierno. Se cruzan con los míos
por un instante y luego siguen de largo.
Theola y el rey sonríen cuando él se acerca, sus posturas
expectantes y curiosas.
Viste el uniforme de la Última Guardia, cubierto en una larga
capa negra con hilo azul. Su espada, envainada junto a la capucha,
destella a la luz de la luna.
Su forma de moverse, tan grácil y presta, sin parpadear cuando
me mira: me recuerda a alguien.
A la última persona que toqué. A Asden y sus tristes, tristes ojos.
Rezo porque el destino de este muchacho sea menos trágico.
—Mi rey —dice el joven al llegar a los peldaños. Se inclina en
reverencia hacia Theola—. Mi señora. Un placer, como siempre.
Su sonrisa casi parece sincera mientras asciende para tomar su
mano y besarla bajo el anillo.
Casi.
Tengo práctica en sonrisas fingidas, y las puedo reconocer a un
kilómetro de distancia. Pero ni Theola ni el rey lo notan, o no les
importa. Ambos parecen encantados con el joven guerrero, y lo
miran como si fuera especial.
Hace mucho que mi madre no me mira así. Toda la magia del
mundo lista para ser heredada en mi sangre, y el placer de su sonrisa
es para un soldado de la Última Guardia.
—Nox —la voz de Theola surge envuelta en seda al saludarlo—.
¿Que, en nombre de las almas, estás haciendo aquí?
—¿Hay alguna noticia de la Isla del Sur? —pregunta el rey,
enderezándose en su trono—. ¿Hay señales de que los rebeldes
piensen rendirse?
Nox, el muchacho, niega con la cabeza.
—Polemistés no ha caído, mi señor —responde—. La
determinación del pueblo crece, tan constante como su número.
—Son tan tontos —dice el rey en voz baja, pero su voz resuena
por el salón vacío—. ¿No entienden que deben aceptarme como su
señor? Las Seis Islas son mías.
Sus palabras llevan veneno.
Se aferra de uno de los cráneos fijos al trono negro, que se
desmorona en su mano.
El rey Seryth lleva tratando de conquistar la Isla del Sur desde
que nací, e incluso antes. Desde la Guerra Verdadera, cuando
derrocó a la reina bruja de Thavma. Polemistés es la única de las seis
islas que aún no se inclina ante él, aun después de haber perdido a
su rey.
Y sé que la desea más que a las otras.
Polemistés es la tierra donde él nació, y haber pospuesto su
conquista, lo suficiente para que creciera una rebelión, es su mayor
indignación. Su deseo de derrotarlos sólo se ha vuelto más fuerte y
violento con el paso de los años.
—Entonces, ¿qué noticias trae mi pequeño legado?
El rey mira a Nox expectante.
—Sin novedades —responde Nox encogiéndose de hombros—.
Vine por mi presagio.
Me quedo boquiabierta.
No puedo evitarlo.
El Festival es para civiles. Para los desesperados o los aburridos,
pero nunca para miembros de la Última Guardia, tan ocupados
como se encuentran jugando a los soldados.
Pero el rey no parece molestarse.
Tiene a sus favoritos, y puedo ver que Nox está en primer lugar.
Ahora que lo pienso, su nombre me suena un poco. Un fragmento
de conversación que escuché en la corte hace meses: Un legado. Su
padre sirvió antes que él. Toda su familia. Uno de los mejores, lo juro. El
soldado más joven en recibir su propio regimiento.
Resisto el deseo de entornar los ojos. Apuesto a que Nox tiene
más nombramientos cosidos en su uniforme que los de soldados con
el doble de su edad.
Qué esforzado sujeto.
—¿Estás seguro, Nox? —pregunta el rey. Su voz corta el aire
mientras se inclina hacia delante con curiosidad—. No es posible
arrepentirse de este pacto. Deberías recordar quién eres, y lo valioso
que eres para mí.
Nox sonríe, de una manera que me inquieta de pronto.
—Sé quién soy —dice arrodillándose—. Y estoy listo.
—Muy bien —se relame el rey—. Entonces, debemos proceder.
Mi rey me señala con un ademán, indicando que tome un
mechón del cabello de Nox para sellar su destino.
Aferro mis tijeras.
Hace mucho que no estoy cerca de un chico de mi edad, o
alguien de mi edad, salvo Irenya.
En el castillo se prohibieron los niños mientras yo crecía, porque
no se puede confiar en nadie y el rey temía que se aprovecharan de
mí. Lo mejor era que me quedara junto a él y mi madre. Lo mejor
era que me quedara en mi torre, donde estaba a salvo.
La heredera de la magia Somniatis debe estar a salvo, decía él siempre.
A cualquier costo.
Ni siquiera hoy se me permite hablar con la gente de la corte. Las
raras veces que se me permite asistir a una celebración, me
mantienen a distancia. Obligada a quedarme cerca de los tronos,
rodeada de guardias. Intocable como un trofeo en exhibición.
Y cuando acaba, me mandan a mi celda otra vez.
Puedo mirar y escuchar sus historias, pero nunca ser parte.
Camino hacia Nox.
—Tienes suerte —dice cuando me acerco—. Muchas chicas
amarían tener mis rizos en una cajita cerca de su corazón.
Alzo las cejas.
—Qué desafortunadas, haber perdido tan jóvenes la razón.
Los labios de Nox se curvan hacia arriba.
—He enloquecido a más de una.
Entorno los ojos. Sólo un caballero de la Última Guardia osaría
fanfarronear mientras vende su alma.
Venir a tu presagio es divertido cuando se le ocurre a un plebeyo
en la taberna a la luz de las antorchas, pero suelen cambiar de
actitud en cuanto entran al salón y entregan su mechón, un pedazo
de su alma.
Suelen perder la arrogancia y ahogar el aire con su miedo.
Este soldado no. Nox no luce asustado en absoluto.
Allá él.
—Con estas tijeras tomo un mechón de tu cabello y sello tu lugar
en el Festival de los Presagios —recito como siempre. Ya digo las
palabras tan naturalmente que ni siquiera tengo que pensarlas. Las
conozco tan bien como mi nombre—. ¿Aceptas este pacto? —le
pregunto al terminar.
—Acepto —responde Nox.
Engreído, pienso.
Está tan cerca que no necesito dar un paso para cortarle el
mechón. Simplemente me inclino, con mi vestido fluyendo como
agua por los peldaños, y paso su cabello por mis dedos.
Al cortarlo, me recorre un escalofrío.
Me hace tropezar, casi caer.
Al principio es leve, como agujas recorriendo mis brazos y mi
nuca, antes de irrumpir con violencia en mi corazón.
Aferro el mechón cortado, y me quedo quieta.
Nunca he sentido algo así al cortarle el cabello a nadie, pero es
como si el fragmento de alma que corté hubiera pasado a través de
mí primero.
¿Lo sintió él también?
—Supongo que en verdad puedo hacerlas desfallecer —aventura
Nox.
Lo miro fijamente, pero si experimentó la misma conmoción, su
cara no lo muestra.
Ignoro la extrañeza que me atraviesa el pecho y guardo el
mechón en el último frasco vacío a mis pies.
—Continúa ahora —dice el rey cuando cierro el frasco.
—Ya corté el mechón —respondo, confundida.
El rey suelta una carcajada, y aunque es un sonido hermoso, sé
que presagia alguna cosa terrible.
—No, Selestra —dice con suavidad—. Dale al soldado su
presagio.
Me recorre el pánico.
—¿Quiere que lo haga yo? —pregunto—. ¿Por qué?
—Considéralo como un regalo de mi parte.
Pero me consta que el rey nunca ofrece regalos que no estén
envenenados.
—Es sólo un pequeño presagio —promete—. Tu magia ya debe
ser suficiente para manejarlo, y te servirá como práctica.
Trato de sacarme los guantes con torpeza.
La idea de quitármelos en presencia de alguien después de tantos
años hace que me pique la piel. Me recuerda los gritos de Asden.
Miro a mi madre.
—Adelante —me alienta—. Haz lo que tu rey desea, Selestra.
Mi corazón da un vuelco.
Me relamo.
He temido este momento tanto como lo he anhelado.
Es la oportunidad de liberar la magia que nunca se me ha
permitido explorar. De tocar a alguien, piel a piel, por primera vez en
más de dos años.
De mostrar a mi madre que soy digna del poder de nuestros
ancestros.
Me saco un guante y lo dejo caer a mis pies.
Me pongo en cuclillas y mi vestido se arremolina en el mármol
mientras extiendo mi mano hacia la mejilla de Nox.
Respinga cuando lo toco; seguramente estoy fría. Cada
centímetro de mí lo está.
La magia es fuego, y nunca he dejado arder la mía.
Mi corazón retumba con furia, como bestia enjaulada, cuando
hacemos contacto. Tantos años sin tocar a nadie.
Es como aplacar un hambre que no sabía que me aquejaba.
Me marea la sensación de otra persona, verdadera, a mi alcance,
que puede sentirme como la siento yo.
Nox es cálido, su piel más suave de lo que parecía. Tiene una
cicatriz rosa que baja de su ceja a la barbilla, y cuando mi mano la
roza, sus ojos se cruzan con los míos.
La gente suele asustarse cuando ve mis ojos, los ojos de serpiente
que todas las mujeres Somniatis tenemos.
Nox no parpadea siquiera.
Tampoco yo.
No quiero parpadear ni hacer nada que no sea sentir este
momento.
Sé que no tendré otra oportunidad en mucho tiempo, quizás en
años, y quiero disfrutarla ahora que puedo. Pero el tiempo escasea.
La muerte es rápida.
Mi respiración se detiene en mi pecho, presionándome como si
me sofocara. Mi cabeza se inclina hacia atrás y descubro que mi
magia no está lista.
Es como ser golpeada en la cabeza una y otra vez, sin respiro.
Trato de soltar, de separarme de Nox, pero mis huesos se quedan
rígidos, con mi mano pegada a su mejilla mientras las visiones me
invaden.
Destellos de pisos de color rojo oscuro, muros a medio pintar.
No tiene sentido, y siento que mi cabeza se agrieta con cada
nueva visión.
Una multitud rodea a Nox a la luz de la luna. A su alrededor destellan
linternas como orbes, más y más brillantes hasta que el mundo está en
llamas.
El fuego se extiende por los suelos y crepita por las paredes, convirtiendo
todo en humo.
Puedo oler el sudor y la sal en el aire denso. Veo el agujero en el techo
cuando se derrumba.
Nox se desangra en el suelo, rodeado de llamas.
El viento aúlla en un llanto funerario, y una imagen se graba en mi
mente tan dolorosamente que me hace gritar. Una manija en el suelo,
rodeada de botellas rotas.
—Por aquí —susurra una voz.
Una mano busca el cuerpo ensangrentado de Nox y se me corta el aliento
cuando distingo el brazalete en su muñeca.
Una joya pequeña y dorada, con una gema al centro como un ojo
vigilante.
Conozco ese brazalete, porque lo he usado toda mi vida.
Me atraganto y siento el fuego en mi piel, ardiendo en mis brazos,
quemándome las puntas del cabello. Me incinera desde el brazalete hasta los
huesos.
Me desprendo de Nox con todas mis fuerzas, sacándome de la
visión y de vuelta al presente.
Sucede de forma tan abrupta que pierdo el equilibrio y caigo al
suelo, derribando una hilera de frascos que se estrellan peldaños
abajo, esparciendo vidrio y cabello por el suelo.
—¿Qué fue eso? —pregunta Theola, con sus ojos amarillos muy
abiertos—. ¿Qué pasó?
No es posible.
Tiemblo y aferro mis muñecas al recordar la flama recorriendo
mi piel, quemando, incinerando.
No es posible.
—Selestra —la voz de mi madre sube de tono.
El rey alza la mano para acallarla, y todo el salón queda en
silencio. Hasta los guardias contienen el aliento en su obediencia.
Poco a poco, el rey desciende los peldaños hacia mí.
En su rostro aparece un gesto de esos que han destruido mundos.
—Habla —ordena.
Me vuelvo hacia Nox, y el castaño de sus ojos me atraviesa.
La marca de la serpiente está en su palma, y cuando bajo la
mirada, veo que está en la mía también.
Me apresuro a cerrar el puño y recuperar mi guante antes de que
alguien más se dé cuenta.
—¿Y bien? —pregunta Nox, su mandíbula tiembla, a la espera de
que diga cuál fue mi visión.
Trago saliva. Desvío la mirada.
No puedo decirle. No podré decirlo nunca.
Porque no sólo vi la muerte de este soldado, sino la mía.
5
NOX
La bruja está asustada. No es una buena señal.
—No me digas —me dirijo a ella—. Voy a morir.
Aún encogida en el suelo, Selestra no ríe.
Sacude la cabeza, sus delicados rasgos cubiertos de incredulidad.
Como si nunca hubiera hecho un presagio.
Ojalá que mi futuro no sea tan horrible como el gesto en su
rostro.
Casi podría jurar que quiere gritar, o llorar. Pero no puede ser,
porque es una bruja Somniatis y ellas nacen sin corazón.
Están vacías, sólo hueso y carne.
—¿Que no deberías decirme mi futuro ahora? —pregunto—.
Digo, aposté el alma, lo menos que me corresponde es un presagio.
—Yo… yo no… —la voz de Selestra se apaga, con sus ojos fijos
en mi mano.
Miro la marca de Seryth en mi palma, que me marca como
buscador de presagios. Como alguien que ahora le pertenece.
Cierro el puño tan fuerte que me crujen los huesos.
—Dile —el rey se cierne sobre Selestra, que sigue en el suelo,
tratando de recuperar el aliento—. No me hagas quedar mal,
Selestra —advierte.
Su voz es tan fría que la hace temblar. Selestra levanta la mirada
hacia el rey, y sus ojos se encuentran. Aprieta los labios, y por un
momento parece que va a llorar.
En cambio, se quita la incertidumbre del rostro.
Los temblores y tartamudeos desaparecen, y eleva la barbilla
tanto que casi puedo ver cómo se traga lo que estaba sintiendo hace
un segundo.
Se levanta, débil, pero determinada.
—La muerte te buscará en tres días —me dice. Su voz se quiebra
—. Es una especie de trifulca. Había una multitud furiosa y se desató
un incendio. No reconocí el edificio, pero tenía pisos rojos. Quizás
un dormitorio de las barracas de la Última Guardia.
Me quedo esperando, y levanto una ceja cuando no dice más.
—¿Eso es todo? ¿Una especie de trifulca?
Tan simple, tan fácil.
Así que no es ni de lejos la historia completa.
Selestra aprieta la mandíbula mientras considera la respuesta con
cuidado, como un soldado evaluando una estrategia.
—Eso es todo —confirma.
—¿Por qué no lo dijiste desde el principio?
—Tardé un poco en ordenar mis ideas —dice a la defensiva—. No
estoy acostumbrada a hacer presagios.
No es mala mentirosa, eso lo admito. Casi me convence cuando
endulza la voz y se palpa ese cabello que es como un bosque.
La viva imagen de la inocencia y la confusión.
Pero no ha practicado el arte del engaño tanto como yo.
Entre otras cosas, estar en la Última Guardia requiere identificar
a un mentiroso y descifrar lo que te cuentan los prisioneros. De eso
depende salvar el pellejo.
Selestra Somniatis no es tan lista como cree.
Pero llamar mentirosa a la heredera Somniatis es traición, y ni
siquiera yo podría hacerlo sin castigo.
—Estás llenando de sangre el piso, Selestra.
Theola se levanta poco a poco de su trono.
Selestra se mira el codo, abierto por su caída, como si no se
hubiera dado cuenta de su herida hasta ahora.
Yo tampoco la había visto. Ahora que veo su sangre, mezclada
con los rizos de los frascos que rompió, me tiembla la mano. Apenas
me sobrepongo al impulso ridículo de atender su herida.
Lo ignoro.
Selestra no es una muchachita indefensa que necesite ser
rescatada.
Es una bruja.
Le muestro la espalda y me ajusto el arma.
La espada de mi padre.
—¿Por qué no la dejamos sangrar? —murmura el rey—. Una
visión tan torpe debería tener consecuencias.
Theola tiene la mirada fija en el brazo herido de su hija.
—Sí —dice con sencillez—, pero no hay por qué manchar el piso.
Yo me encargo.
Cierra los ojos e inhala con parsimonia. Siento cómo cambia el
aire, cómo sube el frío por mis huesos cuando su magia se desliza
por los escalones y recorre los mosaicos.
Y la herida de Selestra desaparece, la mancha en su codo
completamente limpia. Los frascos siguen regados por el suelo, pero
la heredera ya no gotea sangre sobre ellos.
Las brujas Somniatis son serpientes que mudan de piel y se
reconstruyen.
—¿Así que sólo es una riña de soldados? —el rey Seryth parece
meditar en el asunto mientras vuelve a su trono—. Eso no te dará
problemas, Nox —su sonrisa es lenta y deliberada—. Eres el hijo de
tu padre, a fin de cuentas. Un verdadero legado en mi legión.
Me mira con atención. Quiere que reaccione a sus palabras.
Quiere herirme con la mención de mi padre. Ponerme a prueba,
como ha hecho tantas veces a través de los años.
El rey Seryth siempre quiere algo de mí, y siempre es algo que no
pienso darle.
Respondo en tono ligero.
—No se preocupe. Haré honor a mi padre.
Seryth inclina la cabeza.
—Sin duda.
—Gracias por el presagio —digo yo—. ¿Puedo pedir mi moneda?
Theola cierra la mano, y cuando la abre hay un chrim de oro en
su palma. Brilla por un momento, hasta que lo mete con cuidado en
la pechera de mi uniforme.
Palmea el bolsillo, justo sobre mi corazón.
—Hasta la próxima, Nox Laederic.
Me inclino en una rápida reverencia en lugar de atravesar al rey
con mi espada. Es más educado, y el golpe sería inútil contra un
inmortal, de cualquier forma.
Me doy media vuelta para abandonar el salón, pero mi mirada se
cruza con la de Selestra.
Es breve y fugaz, un momento robado, en el que sus ojos se
clavan en los míos y algo que no entiendo se desborda en ellos.
Lo ignoro.
No necesito entender a esta bruja. Lo único que necesito es
sobrevivir este mes y lo que sea que me arroje la muerte hasta que
consiga lo que quiero.
Tomar la inmortalidad del rey y poner a su familia de rodillas.
Cuando ese momento llegue, los mataré.
Empezando por la heredera.
6
SELESTRA
Esa noche, sólo sueño con Nox Laederic.
Lo veo morir mil veces, las llamas rodeando su piel como un
enjambre, mi mano buscándolo y encontrando sólo ceniza y
oscuridad.
No puedo dormir sin verlo, así que apenas consigo descansar.
Ese muchacho va a hacer que me maten.
Lo sé como sé que el cielo es azul y el mar es negro, y el pacto es
definitivo. Una vez que el cabello se intercambia, nuestra magia
queda marcada y es cuestión de tiempo para que llegue la muerte.
Ésas son las reglas del hechizo de mi tatarabuela.
Para cuando amanece, llevo horas despierta, porque la idea de
volver a soñar es demasiado horrible para intentarlo.
Empapo el pincel en el agua y miro mi mano, como si la marca
del rey en mi piel tuviera una respuesta escondida.
No la tiene.
Trazo una línea negra, furiosa, en el lienzo.
Pintar suele sanar mi mente. Sin mis guantes, me siento ligera, y
a veces puedo pasar horas pintando —nuevos mundos, nuevas caras
—, y olvidar que debo ponerme los guantes de nuevo.
Esta vez, no ayuda.
Maldito soldado, que se vaya mucho al Río de la Memoria y de regreso.
—Está… bonito —dice Irenya, mirando mi pintura con un gesto
que implica lo contrario.
Meto la mano en el bolsillo enseguida, para que no descubra la
marca.
—¿Qué es? —pregunta.
Me encojo de hombros.
He estado tratando de reproducir la estancia de mi visión, de
deducir dónde se supone que falleceré dentro de dos días, pero todo
sigue siendo confuso.
Ya tengo el suelo rojo y los muros blancos a medio pintar, pero el
resto es una bruma, así que lo cubrí en una capa de brasas
anaranjadas que se esparcen desde el hueco en el techo, como una
lluvia de estrellas, y forman un lago de fuego en el piso.
Y mi brazalete derritiéndose en una mesa al centro.
—¿Qué significa el rayón negro a la mitad? —pregunta Irenya.
—Terapia —respondo, y lo cruzo con otro dejando una gran X.
—Deberíamos quemarla —dice Irenya—, antes de que alguien la
vea.
Me quedo mirando el brazalete derretido, recordando la
sensación de las flamas devorándome la piel.
—Adelante —coincido, señalando la chimenea.
Siempre quemamos mis pinturas, porque si el rey las viera me
prohibiría los pinceles.
A los once años pinté a una niña atrapada en su torre, con el
cabello tan largo que se salía por la ventana, mirando un campo de
flores que nunca podría recoger.
Su cabello no era verde y sus ojos no eran horrendos, pero su
sonrisa contenía todos mis deseos. Mis ideas de recorrer el mundo,
cuando no entendía nada.
Mi madre vio la pintura justo cuando hice el trazo final, y la puso
a contraluz, suspirando mientras el sol entraba por la ventana e
iluminaba las flores intactas.
Cuando la dejó de nuevo en el caballete, le brillaban los ojos.
Otra vez se veía como mi madre. Como la mujer que me hacía
trenzas mientras entonaba canciones de cuna, la que me contaba
cuentos de la antigua diosa.
Por un instante robado, no me sentí la heredera de nuestro
juramento de sangre con el rey. Y cuando Theola me tocó la mejilla,
no estaba fría; era la caricia de una madre, algo que no había sentido
en años.
—Ay, Selestra —dijo.
Y entonces entró el rey, Theola apartó su mano de mi cara, me
dijo que debía practicar más, y echó el lienzo al fuego antes de que
el rey lo viera.
Desde ese día, sólo debo pintar para el rey, pero pintar puras
nubes con diamantes es una tortura, así que Irenya lo hace en mi
lugar.
Ella traza lo que al rey complace, y yo pinto lo que me viene en
gana. Cuando terminamos, le entregamos la pintura de Irenya al rey
como si la hubiera hecho yo.
Luego quemamos mi pintura hasta convertirla en cenizas.
Me gusta que sea así.
Descargo mis frustraciones en el lienzo, las veo vivas y a color, y
luego las veo arder hasta desaparecer.
Quiero que ésta arda más que cualquiera de las otras.
—¿Lista? —pregunta Irenya.
—Quémala.
La arroja a la chimenea y las llamas rugen en respuesta.
Las veo crecer y brillar hasta que los restos de mi pintura se
tornan ceniza. El fuego al fuego; el presagio de mi muerte, muerto
ante mis ojos.
Me tranquiliza un poco el corazón. No mucho, pero algo.
El rey dice que cuando una persona muere fuera del pacto, su
alma viaja al Río de la Memoria, donde flota en un sueño eterno.
La gente se vuelve una evocación, un recuerdo de lo que fue. Por
eso, para ellos vender el alma en el Festival no es algo malo; al fin,
cuando uno muere se entrega al sueño eterno.
Pero yo nunca lo he creído.
Todavía recuerdo lo que contaba mi madre de la diosa de la que
desciende nuestra familia. Asclepina, a quien las primeras serpientes
dieron el poder de la muerte y la inmortalidad, para que pudiera ver
por los ojos de la parca y curar a su pueblo.
De niña, mi madre me contaba sus historias cuando no estaba el
rey. Me contaba cómo Asclepina podía llevarnos al verdadero más
allá, donde viviríamos junto a ella por toda la eternidad. Cómo,
antes de ser exterminadas, cada una de las viejas familias de brujas
tenía una diosa que le concedería una promesa similar.
Hace años que mi madre no habla de ello, pero nunca lo he
olvidado. Las historias giran dentro de mí.
Si el rey devora mi alma, no sólo moriré, sino que nunca
conoceré a la diosa ni a las brujas de mi linaje.
Estaré condenada.
—Ven —dice Irenya, con un gesto malicioso recorriendo sus
mejillas redondas—. Si lo que quieres es terapia, sé adónde debemos
ir.
Por unos segundos, no puedo respirar.
Caigo al piso con un gruñido mientras el aire se escapa de mis
pulmones, siento que me estoy asfixiando.
Suspiro mirando la huella del pie de Irenya en el centro de mi
túnica blanca.
Sacudo la mancha con el guante y me obligo a levantarme.
—Estás distraída —dice Irenya frunciendo el ceño—. Nunca
había logrado derribarte.
Tiene razón, en dos años nunca me había vencido.
Me entrenaron bien.
—Tal vez por eso permití que sucediera —me burlo—. Me siento
mal de lastimarte tan seguido.
Irenya se retira el cabello rubio de los ojos, para que vea cómo
los pone en blanco.
—Si no quieres, no entrenamos. Podemos volver a pintar o
tomar alguna clase de cocina.
—No —le digo enseguida.
Irenya resopla.
—No deberías ser tan despectiva. Pegar a la gente en la cara es
divertido, pero preparar buenas tartas es mejor.
Levanto la ceja.
—Nunca me has enseñado a hacer tarta.
—Y tú nunca me has enseñado a dar esas maromas que hacía
Asden.
Me erizo cuando escucho el nombre de mi viejo maestro.
Asden era soldado de la Última Guardia, y entrenador de los
guardias de palacio. También era el único, aparte de Irenya, que no
me trataba como bruja ni como prisionera, a pesar del hecho de que
nunca me dirigió la palabra.
A excepción de Irenya y algunas personas de la corte, nadie tiene
el privilegio de interactuar con la heredera. Y tampoco deben tocarme,
pero Asden escogía qué reglas romper y cuáles no.
Rompió las reglas cuando me sorprendió paseando en los
jardines a los once años, con las manos llenas de chocolate robado
de la cocina, y decidió no decirle al rey y continuar patrullando con
una sonrisa.
Rompió las reglas una vez más la noche siguiente, cuando lo
esperé ahí mismo y le pregunté qué tan bueno era peleando, y si
podía entrenarme.
Y por tres años, Asden me entrenó justo frente a las narices del
rey, dejando que me escapara de la torre para encontrarme con él.
Y nunca me dijo una palabra.
Cuando le daba una orden, Asden asentía. Cuando me portaba
insolente, me hacía tropezar de una patada y levantaba las cejas,
como si yo hubiera debido verlo venir.
Pero no habló ni una vez.
Probé toda clase de provocaciones e insultos para hacerlo
enfurecer, pero mi insaciable ingenio era inútil. Asden era un viejo
testarudo.
Una vez, Irenya ofreció llevarle tres rebanadas de pastel de ron si
decía hola en vez de saludarme con la mano. El gesto que hizo en
respuesta fue mucho menos amable que un saludo.
De todos modos, no hacían falta palabras, porque Asden me
enseñó lo más importante: a ser fuerte y a sobrevivir.
Hasta que el rey lo mató.
Irenya debe haber notado cómo me tensé, porque abrió mucho
los ojos.
—Ay, Selestra, perdón, yo…
—Está bien —dije, encogiéndome de hombros—. Estoy bien.
Es la mayor mentira que haya dicho en mi vida.
Aprieto los puños enguantados y ajusto mi postura, lista para
desahogar toda mi frustración y mi rabia entrenando.
Voy completamente cubierta, con los guantes metidos bajo la
manga y mi túnica hasta el borde de la barbilla. No hay un
centímetro de piel a la vista salvo mi cara. Me hace sudar, pero no
tengo opción.
No puedo arriesgarme a tocar a Irenya; lo último que necesito es
otra visión.
Ella también está cubierta con guantes para que pueda
golpearme sin preocupaciones.
Es tan considerada.
—Sigamos, estoy lista —le digo.
Irenya señala las espadas al pie de la cámara, donde una pared
entera brilla con metal de todos los tamaños y formas: espadas,
crucetas, estoques, todo marcado con la heráldica del rey Seryth.
La misma marca oculta bajo mis guantes por culpa de Nox
Laederic.
—¿Probamos con la esgrima? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Debo practicar cómo defenderme si me encuentro desarmada.
O si estoy atrapada con Nox Laederic en un edificio en llamas, pienso.
Suspiro mientras dejo que Nox y nuestra condena inminente
entren de nuevo a mis pensamientos. Se suponía que este
entrenamiento sería una distracción.
Para alguien que trabaja con la muerte y las almas, nunca había
tenido que preocuparme por la mía. En todas las historias de mis
antepasadas, todos los cuentos de magia y sangre, ni una vez había
pasado que una bruja saliera marcada por el pacto.
Somos distintas a los demás. Mi familia inventó el hechizo, ¿por
qué yo me convertí en una víctima?
Nox Laederic me maldijo.
Aprieto los puños.
Cuando me miró a los ojos sin parpadear, su cicatriz presionada
contra mis dedos, me sacó de balance. Estaba tan necesitada de
magia y de contacto que no pensé con claridad.
Me dejé distraer y eso hizo que algo saliera mal con el hechizo, y
me arrastró consigo.
No volveré a cometer ese error.
Él no volverá a tomarme por sorpresa.
Irenya cierra los puños y me indica que haga lo mismo.
Estoy más que dispuesta a complacerla. Caminamos en círculo,
rodeándonos, retándonos mutuamente a dar el siguiente golpe,
como si fuera un juego.
Irenya tenía razón: esto es mucho mejor terapia que pintar.
Ella ataca primero, pero la esquivo de un giro y le lanzo un veloz
golpe en el vientre. Irenya suelta un gemido y sonrío, pensando que
Asden estaría complacido por mi juego de piernas.
Por un momento, me dejo llevar por la arrogancia, y entonces
Irenya lanza el codo al aire, justo como le enseñé, y no alcanzo a
quitarme.
Tropiezo hacia atrás a causa del dolor.
Siento como si mi ojo fuera a salirse de su sitio.
Me esfuerzo en ignorarlo mientras ella lanza una patada hacia mi
tronco. La veo venir y tomo su tobillo, tras lo cual empujo con
fuerza.
Irenya gira en el aire como un cuchillo y da un par de vueltas
antes de azotar en el piso. Me mira parpadeando.
—Si digo auch, ¿podemos regresar a pintar? —dice con ironía.
Resoplo y le tiendo una mano, pero ella me barre de una patada
y me estrello en el suelo junto a mi única amiga.
—Maldición —grito, y dejo caer mi espalda, cediendo a mis
resuellos.
—Te dije —dice, jadeando—. Estás distraída.
Le picaría las costillas pero no tengo fuerzas para moverme.
El frío del suelo en la espalda es un alivio.
—¿Estás bien del ojo?
Trato de tocarlo, y en cuanto mis dedos rozan la piel, el dolor me
lacera el rostro.
—Eres la peor —le digo con un gesto—. Va a tardar más de una
hora en sanar.
—¿Ups? —se disculpa, encogiendo los hombros.
Por suerte, los moretones y cortadas sanan con facilidad. Un poco
de magia por aquí, absorber otro poco de poder por acá, y se
desvanecen en recuerdos. Ya casi no necesito concentrarme, y sólo
requiero dormir bien para recuperar la energía después de la
práctica.
Los huesos cuestan más trabajo.
Lo descubrí por las malas, cuando salí de mi primer
entrenamiento con Asden con un dedo roto que se demoró toda
una semana en reparar.
Tenía que ponerme los guantes a diario, escondiendo el golpe y
fingiendo que no pasaba nada cuando el rey me pedía servirle el
vino. Y en la noche me concentraba y trataba de acomodar el dedo
en su lugar. Me seguía sangrando la nariz mucho después de irme a
dormir.
Era la magia tratando de decirme que debía ser paciente y que
ella no era tan fuerte todavía. Pero no me gusta ser paciente, y el
dolor de sanar mis heridas fue disminuyendo con la práctica.
Además, lo vale.
Si el rey o Theola ven mis heridas y descubren que he estado
entrenando, que uno de sus soldados me instruyó y que he seguido
sus lecciones con la aprendiz de costurera, su furia partiría en dos el
castillo.
Sé que nos arriesgo a las dos cada vez que entrenamos a
escondidas del rey, pero no puedo evitarlo. Es estúpido y egoísta,
pero este castillo ya es bastante solitario para además pasar el tiempo
sola.
—Deberías desayunar antes del primer ojo morado —dice Irenya.
Niego con la cabeza.
—No tengo hambre.
—Pero yo sí, y comer sin ti no sería correcto.
Río, pero no soporto la idea de alimentarme. Sólo quiero seguir
distrayéndome para ya no pensar en Nox.
—¿Desde cuándo te preocupa lo correcto? Alócate. Y cómete mi
plato también, si quieres.
Irenya resopla, ayudando a levantarme.
—¿Por qué murió de hambre la heredera?, me van a preguntar.
Porque me comí su cena, diré yo.
—Estoy segura de que a mi madre no le importará mucho. Sólo
buscará el lecho de otro soldado para engendrar una nueva heredera
para la magia Somniatis.
—Almas, Selestra —dice Irenya tratando de no reír—. Vas a tener
que controlar esa lengua cuando seas la bruja.
—Cuando —repito, pensativa.
Ahora parece más un si.
¿Y si Nox muere en ese incendio y me lleva consigo?¿Y si ni
siquiera tengo que estar en el mismo lugar que él cuando le pase?
No hay cómo predecir el error o maldición que puso la marca del
rey en mi mano cuando vi su futuro. No puedo confiar en que
estaré a salvo quedándome en la torre lejos de él.
Me guste o no, la magia nos ha unido.
Y a menos que yo haga algo, en dos días moriremos.
Irenya entrecierra los ojos.
—Algo te está molestando —dice—. No puedo ayudar si no me
cuentas, y lo poco que sé pelear no alcanza para sacarte la verdad a
golpes.
—No es nada.
—Mentirosa.
Irenya pone cara de amiga que me conoce demasiado bien. De
mi única amiga.
Lleva años trabajando en el castillo como aprendiz de costurera,
pero desde que su mamá trabajaba en la cocina, siempre me
guardaba la rebanada de pastel que Theola no me había dado
permiso de comer en la cena de fin de semana. Nos la repartíamos y
nos quedábamos despiertas comiendo y riéndonos.
Irenya me contaba de la costa donde creció con su padre
marinero, y yo le contaba del broche de cabello con el que abría la
puerta para escaparme a los jardines por las noches.
Nunca había tenido una amiga, o alguien de mi edad con quién
hablar. Lo probé y me volví adicta.
Cuando Asden murió, fue Irenya la que me dijo que debía seguir
entrenando para honrarlo. Me ofreció entrenar conmigo cuando yo
quisiera.
Me gustaría poder decirle lo que pasa, pero guardar el secreto es
demasiado pedir, y si el rey se entera me encerraría en la torre y ya
no me dejaría bajar ni a comer por mi propia seguridad. Me haría
más prisionera de lo que ya soy, y quiero conservar las pocas
libertades que he conquistado.
Si quiero sobrevivir esta semana, este mes, tengo que hacerlo
sola.
Soy la heredera de la magia Somniatis, después de todo.
Si alguien puede engañar a la muerte, ésa soy yo.
—Otra ronda —le digo a Irenya—. Y después, comemos.
Camino hacia el muro de espadas.
Es verano y el sol atraviesa los vitrales, bañando el metal en olas
de color. Las armas son todas obras maestras, algunas ligeras y otras
pesadas y aparatosas.
Todas igual de letales.
Levanto la mano para acariciar un puñal de punta negra,
pequeño y dorado, con una joya sobre la marca del rey, pero lo que
me gusta es la empuñadura doble. Deja el espacio preciso para que
entre mi pulgar.
Con una ojeada rápida para asegurarme de que Irenya no me ve,
tomo la daga y la guardo bajo el cinturón. Velozmente descuelgo dos
espadas onduladas del muro para disimular el acto y me vuelvo
hacia Irenya.
—Prepárate —le digo—. Voy a golpearte en el trasero.
Lanzo una de las espadas hacia arriba, e Irenya la recibe en el
aire.
—Vamos —dice.
Le sonrío con malicia.
El rey creerá que me tiene segura encerrada, pero sólo se ha
asegurado de que conozca de memoria cada centímetro de mi
prisión y que sepa cómo defenderme en ella.
Por años, he escapado de la torre a los jardines para sentarme
junto a la cascada, escondida a la sombra de la hierba, respirando la
noche. He observado el cielo y comparado la luna con mi pulgar,
sorprendida de lo pequeña que es.
Pero ahora debo ir más lejos. Siento el puñal oculto contra mi
costado.
Si quiero sobrevivir este mes debo asegurarme de que Nox
Laederic también lo haga.
En dos días, salvaré su vida.
7
NOX
No me gusta visitar los barrios, especialmente porque en los
barrios me detestan.
Cuando no estamos en guerra, la Última Guardia actúa como
policía del rey, y eso no nos vuelve muy populares en la calle, con
todo y mi encantadora personalidad.
Me limpio el sudor de la frente.
El sol de la tarde está alto, el aire cálido pleno de verano. Cuando
la brisa pasa, trae el aroma de la lavanda desde el puerto.
Vasiliádes siempre es hermosa, a pesar de las infamias que
esconde.
—¿En verdad, no sientes ninguna diferencia? —pregunta Micah
mientras recorremos las calles empedradas.
Siento su mirada en el tatuaje de serpiente que recorre mi palma.
No le ha quitado el ojo de encima desde que salimos del castillo
anoche, así que sé que su verdadera pregunta es: ¿Qué se siente
venderle el alma al hombre que odias?
Y aún no lo sé.
No siento que me falte nada, que parte de mí esté guardada en
un frasco. Tal vez lo sentiré después.
O tal vez la parte de mí que aposté no es algo que me hiciera
falta, para empezar.
—¿Confías en este sujeto? —pregunta Micah cuando llegamos a
la tienda—. Hasta la calle se ve retorcida.
—Así es mejor. Deja de ser tan aguafiestas.
—Hablo en serio.
—Siempre hablas en serio, es un defecto terrible.
Micah me dedica una de sus miradas.
Habrá sido mi cómplice de enredos en la infancia, pero las cosas
han cambiado y ya no me incita a tomar riesgos.
Y parece que no le encanta que haya apostado mi alma por
venganza.
—Voy a estar bien —le aseguro—. Confía en mí.
—Creo que estaríamos más seguros buscando magia legendaria
en la Isla del Sur que en este sitio —Micah mira una vez más la
decadente calle por encima del hombro.
—Seguro —digo yo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa—, y
de ahí nos vamos a cazar sirenas.
Igual que los diablos del mar, o los cuentos de que hay cientos de
reinos más allá de las Seis Islas, la magia perdida de Polemistés es un
cuento de hadas que me contó mi padre. Una espada tan fuerte que
mata a cualquiera, incluyendo a los inmortales.
Los cuentos de hadas no me sirven ahora. El único modo de
vencer al rey es sobrevivir un mes y romper el trato.
Y el dueño de esta tienda es justo lo que necesito.
Nos acercamos a la pequeña puerta anaranjada, y levanto la
mano para llamar.
Del interior se escuchan pasos arrastrándose, y luego algo que
cae al suelo y una maldición que le provoca risa a Micah.
Por fin, un hombre jala la puerta tan fuerte que casi arranca el
picaporte.
—Sabía que eras tú —dice Leo Borane al verme—. Nox Laederic,
más curioso de lo que te conviene.
—O más dispuesto a gastar mis chrim.
Leo sonríe, una sonrisa genuina, honesta.
—Ésos son mis clientes favoritos.
Abre más la puerta y nos invita a pasar, cojeando un poco al
andar.
Leo es un tipo extraño, con una larga barba roja salpicada de gris
y cabello a juego, casi siempre cubierto con una de sus múltiples
gorras.
Si algo me pasa, dijo mi padre una semana antes de morir, busca a
Leo en la peor tienda del puerto.
Hace tres meses, por fin me atreví a hacerlo.
Fue más difícil de lo que pensé. Leo se cambiaba de nombre
constantemente para huir de su reputación de inventor loco, y casi
me golpearon un par de veces por ir preguntando a las personas si
su tienda era la peor del puerto, lo cual resultó no ser un buen inicio
de conversación.
Pero lo encontré.
Alguien que puede ayudarme a escapar de Vasiliádes si fallo en
mi plan de matar al rey. Y, lo más importante, alguien que puede
hacerlo de modo que Seryth y su bruja no puedan seguirme.
Si cualquier cosa sale mal, me harán falta sus inventos.
—Prométeme que no va a matarnos —susurra Micah mientras
entramos.
Recorre la tienda de Leo como si fuera un campo de batalla, lo
cual es bastante adecuado para describir el entorno. Un desastre de
metales quemados y madera cercenada por todas partes, con
aparatos a medio inventar y los materiales a medio cortar que
fueron utilizados para hacerlos.
—Sólo los mataría si vinieran a cobrarme más impuestos —dice
—. La Última Guardia acaba de estar aquí. A su rey le encanta pedir
cada mes más chrim. No me alcanza para materiales nuevos.
—¿Como qué materiales? —pregunta Micah, mirando en torno
del precario taller.
Leo lo ignora.
—¿Tienes los chrim? Acordamos cien piezas de oro.
—Ah, sí, sobre eso… —digo, y noto el cambio en Leo en cuanto
adivina lo que voy a pedirle—. Quiero proponerte algo. Cincuenta
chrim de oro ahora, y los otros cincuenta cuando haya reclamado
todas las riquezas de las Seis Islas.
La Última Guardia paga bien en reputación, pero no creo que
nada pague los chrim necesarios para satisfacer a Leo, excepto el oro
del castillo de Seryth.
Leo sólo me mira fijamente.
Nunca le ha gustado negociar.
Señala mi tatuaje con la cabeza.
—Quiero mis chrim antes de que mueras.
—Mi plan es no morir.
Leo resopla y se pasea por el centro del taller agitando la mano.
—Claro, claro. Los de la Última Guardia se creen invencibles —
sacude unos clavos oxidados de unas bancas junto a una mesita—.
Siéntense.
Obedecemos mientras se limpia las manos con un trapito,
llenándolo de manchas de aceite.
—¿Y si no consigues tu deseo de riquezas? —pregunta Leo—. ¿Y
si nunca consigo mis chrim? No duermo bien cuando estoy
preocupado, pensando que no me van a pagar.
Al menos él puede dormir.
Es un lujo del que no he gozado en años, desde el día que murió
mi padre. Cada noche consigo apenas unas pocas horas de
intermitente descanso.
—Deja que yo me encargue de engañar a la muerte —le digo,
recargándome en la silla, para que vea mi seguridad. No hay
posibilidad de fallar, ningún resultado en el que no logre mi
venganza—. Tú sólo encárgate de que mi transporte esté listo.
Cuando el rey se dé cuenta de que quiero su inmortalidad y no
una recompensa mágica, voy a necesitar toda la ayuda para escapar.
No va a dejar que nadie se acerque siquiera a sobrevivir el mes.
—Tolero estas conversaciones por respeto a tu padre —dice Leo
—. Pero aquí no es caridad. Si te falta dinero, haz lo que los otros
tontos hacen: visita la Posada del Anochecer y apuesta contra tu
muerte.
Resoplo.
No es mala idea. A la Última Guardia le encanta visitar la taberna
y apostar por las vidas de los plebeyos, buscando dinero extra para
tragos o para la forja de una nueva espada.
—Eres testarudo para negociar, ¿verdad? —le digo.
—Culpa a tu padre —responde—. Él también murió antes de que
pudiera pagarme.
Me enderezo contra mi voluntad, mi espalda un poco más rígida,
como si mi padre acabara de entrar en la habitación.
Leo sacude la cabeza y me mira con un suspiro.
—Era demasiado testarudo, pero buen amigo. Su muerte fue una
tragedia —suspira de nuevo y lanza el trapo al suelo, tan fuerte que
azota el mostrador—. Inesperada.
Sólo una de esas cosas es verdad.
Su muerte fue trágica, pero no inesperada.
Recuerdo la última vez que lo vi, con más claridad que cualquier
otra cosa en mi memoria. Yo tenía catorce años, y él llegó a casa con
sangre en las manos y una mirada que nunca le había visto.
—Nox —dijo entonces, con un tenso susurro—. Te voy a contar
un cuento y quiero que recuerdes cada detalle.
Así que asentí y me senté junto a él.
—Hay un arma hecha con la magia del último aliento de las
brujas de Thavma —dijo—. Hace más de cien años, antes de que
Isolda Somniatis y el rey drenaran su poder y las dejaran morir, al
inicio de la Guerra Verdadera. Antes de que conquistaran las Seis
Islas.
—Pero tú ya tienes un arma —le dije señalando la espada en su
cinturón.
Negó con la cabeza.
—El arma que te digo puede matar lo que sea. Es la razón por la
que Seryth le tiene tanto miedo a la Isla del Sur. Es lo que los ha
mantenido a salvo todos estos años. El rey no se detendrá hasta
reclamarla. Y sacrificará lo que sea y a quien sea para conseguirla.
Se miró las manos, con sangre seca entre los nudillos.
—Pero sólo es un cuento, ¿verdad, padre? —pregunté.
Su gesto era impasible.
—Los cuentos tienen gran poder. Nunca deben ser destruidos.
No supe qué contestarle, pero sí supe que no me gustaba su
expresión, así que lo abracé. Se puso tenso, y luego me envolvió en
sus brazos también, casi con desesperación.
Al día siguiente, él ya no estaba, y vino un soldado a decirme que
había muerto, ahogado mientras nadaba por la mañana.
Pero mi padre no sabía nadar, y no tenía razón para intentar
aprender por su cuenta en mitad del invierno.
Recordé sus últimas palabras.
El rey sacrificará lo que sea, a quien sea.
Después de eso, me mudé a las barracas y entrené día y noche,
batiéndome con los otros reclutas de la Última Guardia para ser
nada menos que perfecto.
Practiqué para ser el mejor.
Para honrar el legado de mi padre. Para aprobar con honores el
examen de entrada a la Última Guardia y convencer al rey de mi
lealtad como soldado. Y ha sido muy fácil, porque he entrenado con
un solo objetivo.
Una esperanza. Una necesidad.
Todos los días pienso que mi padre —que valoraba la lealtad más
que cualquier otra cosa— se aseguró de que sus últimas palabras
fueran de un cuento de hadas para matar al rey.
El hecho de que haya muerto al día siguiente sólo me confirma
que no fue un accidente. Lo mataron por saber algo que no debía.
Por creer un cuento y querer que fuera verdad.
A lo lejos, el sonido de las cascadas de la Montaña Flotante llega
hasta la ventana del taller de Leo, como la primera ola de una
batalla. Sienten que la lucha crece dentro de mí, y quieren ver cómo
se desborda.
Y lo hará.
Sobreviviré a este mes. Robaré la inmortalidad del rey. Y una vez
que lo haga, libraré por fin a las Seis Islas de todos sus monstruos.
Vengaré a mi padre no con cuentos de hadas, sino con sangre.
8
SELESTRA
Me cubro el rostro con la capucha y hago lo mejor que puedo por
mezclarme.
Los jardines son un laberinto de arbustos y flores silvestres. Para
otra persona, sería imposible recorrerlos en la oscuridad. Por suerte,
no soy otra persona.
Hace años que sé de memoria los cambios de guardia, y abrir el
cerrojo de mi cuarto para escabullirme al jardín ya es casi tan fácil
como respirar.
Siempre he sabido que es mi destino pasar la vida en este castillo,
atada al rey hasta que llegue la bruja siguiente, pero algo me
carcome el corazón desde la visión de Nox.
Con mi muerte a la vista, los muros se ven más altos que nunca,
los cuartos más pequeños.
No soporto la idea de morir sin haber vivido.
Si mañana viene por mí la muerte, entonces debo salir de los
jardines para encontrar el lugar donde se supone que Nox y yo
debemos morir. Asegurarme de que ni siquiera se acerque a él, por
su bien y por el mío.
Lo encerraré conmigo en la torre si hace falta. Después de todo lo
que he pasado, no voy a dejar que un imprudente soldado arriesgue
mi vida.
Alcanzo a ver la plataforma y me deslizo detrás de un rosal, más
alto que la mayoría de los árboles.
Veo al guardia exhalar una nube de humo de sus labios. Se
recarga y bosteza.
Quisiera tener el poder de hacerlo dormir, o de apartarlo de mi
camino con un movimiento de muñeca. Pero de tales facultades
carezco, e incluso si no fuera así, eso alertaría a todos de que estoy
aquí.
Debo esperar.
No conozco mucho las leyendas de brujas anteriores, o los
grandes poderes que pudieron haber poseído. Tal vez podrían haber
mandado al guardia volando por los aires. Lo único que me consta
de Thavma, la isla de las brujas, es lo que me contó mi madre de los
remolinos de magia que iluminan los cielos de rosa y naranja, como
el interior de una toronja.
Un país de brujas, hasta que Isolda Somniatis se alió con Seryth
para derrocar a su reina y absorber la vida y la magia de todas sus
súbditas.
Ahora mi familia es la única que queda.
El guardia revisa su reloj, suspira, y se dirige al lago a continuar
su ronda. Preciso como un engranaje.
Me escabullo del rosal y me acerco a la plataforma.
—Hola —saludo a mi viejo amigo—, cuánto tiempo sin verte.
Detrás de los cables aparece la cabeza de bronce de un lamperós,
un hermoso pájaro del tamaño de un caballo, con pico gris metálico
y ojos que irradian luz blanca. Sus alas de oro se agitan cuando
voltea a verme, tan afiladas que pueden cortar lo que sea, a
excepción de sus cadenas.
Qué hermoso es, y qué espantosa vida a la que mi familia lo ha
condenado.
Casi todos creen que la plataforma está encantada, y casi nunca
ven a la criatura escondida en el tronco hueco que la sostiene, que
la sube y la baja por la montaña.
Saco un puñado de moras y hojas de menta de mi bolsillo. Su
comida favorita. Se la traigo cada vez que escapo de mi habitación.
No soy la única por aquí que necesita un respiro de vez en
cuando.
—Te traje un regalo.
El lamperós se agita y olfatea las moras en mi mano. Luego, las
engulle con fruición, como si no hubiera comido en días.
Es tan prisionero como yo, aquí atrapado hasta que el rey ordene
otra cosa. Aunque yo pueda escapar de mi torre, o de esta montaña,
ni él ni yo tenemos forma de salir de la isla.
Extiendo mi mano, y mis dedos acarician las suaves plumas de su
cabeza. Me pregunto adónde iría si yo tuviera el poder de liberarlo.
Si tuviera la magia para disolver las cadenas que le puso en un
conjuro mi tatarabuela.
Tal vez cuando sea la bruja sabré la respuesta.
Subo a la plataforma.
—¿Me llevas al suelo? —le pido—. Sólo esta vez.
El lamperós agita las plumas en respuesta, tan ansioso como yo
con la idea.
Me muerdo el labio mientras la plataforma desciende y el cielo
pasa corriendo en una mancha desdibujada. El viento golpea mi
rostro y la emoción aumenta en mí, por encima del miedo. En un
momento pondré el pie en el suelo de verdad por primera vez.
Vasiliádes no es una prisión, aunque albergue una.
Es una maravilla de toldos de colores y lámparas altas como
torres, con llamas tan luminosas que parecen pequeñas esferas de
día sobre las calzadas.
Sólo estar aquí rompe todas y cada una de las reglas que me han
enseñado, y por una vez no creo que me importe.
Estoy mareada; la cabeza me da vueltas con la emoción de
recorrer las calles. Mis pies golpean el empedrado. Mis pulmones
respiran el aire marino. Y las nubes que rodean la Montaña
Flotante, donde se alza mi torre, allá, a lo lejos, por primera vez.
Casi corro por el borde del puerto, disfrutando la vista de los
grandes barcos atados a los muelles. Se mecen atrás y adelante,
tirando de sus ataduras en busca de la libertad. Las aves se
amontonan en torno a ellos, agitando sus grandes alas blancas,
graznando y cantando de gusto al sobrevolar las velas.
Hay todo un mar ahí. Todo un mundo. Aferro el barandal de
piedra y me inclino por el borde, preguntándome qué se sentirá
conocerlo.
Ser como esas aves que vuelan sobre el océano.
Miro de vuelta a Vasiliádes, y la música distante me corta el
aliento.
¿Un artista callejero?
¿El espectáculo de una taberna cercana?
Ojalá pudiera investigar, pero no tengo tiempo por más que mi
corazón lo ansíe. Cómo quisiera ver este lugar de día, con las
panaderías abiertas y los pasteles en exhibición en los mostradores.
Quisiera pasear por las calles con Irenya y tararear canciones al
compás de los músicos callejeros.
Siento como si fuera una pequeña trampa del pueblo, al verlo
sólo en la oscuridad. Pero no hay tiempo para lamentarse.
Debo encontrar a Nox.
Recorro las calles de Vasiliádes por una hora, desde la arena
húmeda del puerto hasta los empedrados llenos de restaurantes
vacíos y tiendas cerradas.
Piensa, Selestra, me digo con urgencia. Olvídate de volar y del canto
de las aves marinas, y piensa dónde estaría un soldado a medianoche en el
mes del Festival.
Encuentro la respuesta antes de lo que pensé. Atisbo un edificio
que huele a miel y cacahuates, con techo de paja y un letrero que
chirría al viento como un mensaje de advertencia: un letrero que
dice Bienvenida, la Última Guardia.
Me pregunto qué clase de establecimiento se atrevería a negarles
la entrada. Los soldados del rey no son famosos por su encanto
personal.
Entro.
Nunca había estado en una taberna. La Posada del Anochecer
es… húmeda. Todas las mesas gotean, y el piso es tan pegajoso que
mis botas chasquean contra la madera.
Miro alrededor y siento una mezcla de alivio y decepción al notar
que el suelo no es rojo y casi todos los muros están cubiertos de
cortinas negras.
No es aquí donde moriré mañana, pero eso quiere decir que aún
no sé adónde decirle a Nox que no vaya. O dónde lo encontraré,
para empezar.
Me acomodo la máscara, para asegurarme de que mi disfraz sigue
en su lugar.
Las damas de la corte aman usarlas, lo que me da la forma
perfecta de disfrazarme a plena vista. Lo difícil fueron mis ojos, que
ya no se ven amarillos. Los disfracé con un tinte que robé a una de
las cortesanas que aman cambiar sus ojos al color que dicte la moda.
He aprendido mucho viéndolas de lejos. Y si bien no encajo del
todo, prefiero que los parroquianos me confundan con una
cortesana extraviada que con una bruja. Y el vestido de Irenya —
que tuve que robar de su baúl, para no tener que usar un atuendo
de gala— es lo bastante simple para no llamar la atención.
Cuando me vi en el espejo, con los ojos castaños y el cabello bajo
la capucha, apenas me reconocí.
Me acerco a la barra y me deslizo en una banca vacía, ya
demasiado cansada.
—¿Qué te voy a servir? —pregunta el tabernero.
—Lo más barato —respondo.
Ríe, y poco después me trae un tarro espumoso y un vaso
grande.
—Aguamiel. Dos chrim de plata.
Le pago. Es fácil conseguir chrim en un castillo.
—Está muy lleno —comento, mirando las mesas atiborradas,
tratando de hacer conversación.
—Siempre es así durante el Festival —me dice el tabernero—,
todo el mundo viene aquí a apostar para cambiar su futuro. Sólo
ganan la mitad de las veces, pero les gusta intentarlo.
Pobres tontos, pienso. Tan dispuestos a arriesgar sus almas por los
sueños de papel que venden mi madre y el rey.
Me sirvo el aguamiel, y la espuma se desborda. No sabe a nada
que haya probado antes. Muy distinto del amargo jugo de toronja
del castillo. Esto es como un jarabe, tibio, un néctar de los dioses
que baja por mi garganta como seda.
Saboreo el gusto exagerado con una sonrisa, cerrando los ojos,
mientras unos jugadores de cartas lanzan maldiciones en voz alta
desde la esquina.
—¡Serpiente corrida! —dice uno—. Creo que me acaban de hacer
rico.
Me congelo con el vaso flotando cerca de mis labios al reconocer
la voz.
Me doy la vuelta despacio, y veo a Nox Laederic azotar sus cartas
ante la indignación de los otros ocho jugadores. Arrastra hacia sí un
montón de chrim de oro y plata con una sonrisa pícara, disfrutando
sus ganancias.
Está aquí.
Bajo la cabeza, con miedo de que me vea, antes de recordar que
de cualquier modo no me reconocería.
Además, lo que yo quería era encontrarlo, ¿no?
Todo el punto de escaparme era para convencerlo de que se
quedara en casa unos días, y describirle con detalle el lugar en el
que morirá para que se marque en su memoria tanto como se marcó
en la mía.
Me muerdo el labio bajo la máscara y reúno el valor para voltear
de nuevo, y mirar cómo Nox vierte sus chrim en un pequeño saco
que lleva atado a la cadera.
—¿Quieren la revancha? —pregunta.
—Vete al diablo —dice uno de los hombres, con cara de querer
ahorcarlo.
Comparto el sentimiento, pero a Nox no parece importarle.
Era de esperarse. Aunque sólo lo haya visto una vez, es fácil
sentir la temeridad que lo rodea. Nox se siente como alguien que
nunca deja que la vida pase tranquilamente. El premio intocable del
rey.
—Vamos —dice—, seré amable.
Sonríe casual, sin que lo molesten las miradas de furia de los
hombres. Supongo que buscar una pelea le parece divertido.
Si supieran quién es, estos tipos nunca lo retarían.
Entrecierro los ojos.
Entonces, tal vez no lo saben.
Nox no lleva su uniforme ni sus armas, y sonríe relajado
mientras busca su bebida.
El nuevo tatuaje es muy visible en su mano, pero apuesto que
otra media docena de parroquianos también lo tiene.
Incluida yo.
Por primera vez, agradezco mis guantes, que me dejan esconder
mis secretos.
No puedo dejar de mirar a Nox. No es el pulcro soldado que llegó
al Gran Salón hace dos días; su cabello está desordenado, los rizos
esparcidos por todos lados, y sólo el eco de la noche lo acompaña.
No parece un soldado de la Última Guardia.
Parece sólo un chico.
Un chico que va a hacer que me maten.
De pronto, estar tan cerca de él se siente como tentar al destino.
Tal vez fue un error venir aquí, después de todo. ¿Y si sólo estoy
facilitando que la muerte nos encuentre? ¿Y si en vez de escuchar
mi advertencia, Nox corre a decirle al rey que dejé mi torre sin
permiso?
Voy poniéndome más nerviosa con cada segundo, y entonces
Nox se da la vuelta.
Abro mucho los ojos y giro de vuelta a la barra, esperando que
no me haya visto.
No tengo tanta suerte.
Las botas de Nox resuenan pesadas sobre la madera al dirigirse
hacia mí, y cuando acerca la silla y se sienta a mi lado, huelo el aire
del mar en su piel.
Me ajusto la máscara, sudando bajo el disfraz.
—¿Te conozco? —pregunta.
—¿Cómo? —me sorprende la tranquilidad de su voz—. No.
Fijo la mirada en el vaso.
—¿De la corte? —intenta de nuevo, notando mi máscara.
Ya dile, Selestra, pienso. Es tu oportunidad de salvar sus vidas, boba.
—¿Sabes jugar? —dice Nox señalando la mesa de cartas. Niego
con la cabeza—. Yo te enseño. No es tan difícil, en realidad.
—Eso es obvio, dado que puedes hacerlo —respondo sin poder
evitarlo.
Me maldigo en silencio.
En el castillo, soy buena para guardarme lo que pienso y asentir a
lo que digan mi madre y el rey, como una buena heredera. Pero Nox
tiene algo que me impide morderme la lengua. Su sonrisa es lenta y
peligrosa.
—Vas a ser la contrincante perfecta.
—Paso —señalo su bolsillo—. Si ganas más chrim, te vas a ir de
boca.
Nox ríe.
—¿Puedo aligerar la carga invitándote otro trago? —me
pregunta.
—Va a hacer falta una docena de tragos para hacer mella en tu
botín.
Los ojos castaños de Nox destellan a la luz de las antorchas.
—Una docena de tragos entonces. ¿Te molesta si te acompaño?
Espera paciente, amable, a que responda.
Nox nunca me había mirado con amabilidad.
Nadie lo ha hecho. Sólo Irenya y Asden.
Soy la heredera de la magia Somniatis, y se espera que me teman
por encima de todo. Y si alguien no me teme, le temen a mi madre o
al rey, y lo que le harán por un gesto equivocado.
—¿Le invitas tragos a toda la gente que conoces?
—No. Supongo que tú debes ser especial.
—¿Ah, sí? —suelto una risita. Debe creerse tan encantador. El
apuesto caballero, acostumbrado a que hombres y mujeres se rindan
a sus pies. Me burlo—: ¿Y qué tengo yo de especial?
Nox encoge los hombros.
—Tus ojos son dulces.
Mi sonrisa desaparece al instante, aunque Nox no lo percibe bajo
la sombra de mi máscara.
No, me temo que no lo son, pienso.
Y si Nox pudiera ver mis verdaderos ojos, lo sabría.
Me extiende la mano, con la serpiente del rey marcada en la
palma.
—Soy Nox, por cierto.
Tomo aire en silencio. Llevo mis guantes, mi marca está oculta,
pero pensar en darle la mano a alguien sigue siendo incómodo.
Nox es la primera persona a la que he tocado después de Asden,
y eso no resultó tan bien. Pero parte de mí lo anhela.
El único contacto que recibo es cuando Irenya me alisa el vestido
o trata de pegarme en la cara.
—Sólo es un apretón de manos —dice Nox, adivinando mi
vacilación—. No te va a matar.
—De hecho, es posible —aclaro, pero de todos modos le extiendo
la mano.
No es piel con piel, pero el contacto me eriza.
Me hace sentir salvaje. Rebelde.
Sé que debería decirle a Nox quién soy y qué hago aquí, pero
quiero disfrutar de este anonimato un momento más. Nada es más
fuerte que un sueño que busca saltar a la realidad, y yo he pasado la
vida entera soñando con tocar, con charlar.
—Mucho gusto —digo.
—Igualmente.
Miro nuestras manos enlazadas.
Es un saludo extraño, agarrar a alguien y sacudirle el brazo.
Espero estar haciéndolo bien.
¿Hay modo de hacerlo mal?
—Tu brazalete —dice Nox mirando la muñeca donde cuelga mi
pulsera dorada—. ¿De dónde lo sacaste?
Suelto su mano y cubro el brazalete con la manga.
Me maldigo por no habérmelo quitado.
Es fácil reconocerlo como una joya real, pero es la herencia de mi
tatarabuela, y mi único recuerdo, la única pieza del acertijo de mi
familia, de una posible vida antes del rey. Además, el rey Seryth odia
que me lo quite, así que se ha vuelto una segunda piel.
Una que no se me ocurrió retirar en el diseño de mi disfraz.
—Es sólo una antigüedad —digo con desdén.
Nox entrecierra los ojos, con la vista fija en mis manos.
—Llevas guantes —dice, señalando la tela negra que cubre mis
manos. Pensé que eran suficientemente discretos para que no se
notaran, pero Nox baja la voz—. Es raro usarlos cuando hace tanto
calor.
Trago saliva.
Noto el momento en que cambia su gesto. La ligereza se
desvanece, su sonrisa desaparece, su mandíbula se tensa cuando lo
comprende.
—¿Qué haces tú aquí? —su voz suena rasposa—. ¿Estás
espiándome?
—Baja la voz —le ruego.
No necesito que toda la taberna nos oiga.
—Sé quién eres —suena como una acusación—. ¿Qué juego
retorcido es éste?, ¿para qué te envió Seryth?
Lo miro con incredulidad.
—No puedes nombrarlo así. Es el rey. Te vas a meter en
problemas.
Nox aprieta los labios, como si tratara de contener la burla. Su
gesto recupera un poco de ligereza.
—¿Quieres decir que vas a acusarme, princesa?
Entrecierro los ojos.
—Ésa no es la razón por la que me encuentro aquí —le aseguro
—. Vine a advertirte.
—Advertirme —repite.
—Sobre tu muerte, mañana —respondo, bajando la voz tanto
como puedo—. Debes recordar cada detalle, para no acercarte a
ningún lugar parecido. El suelo era rojo y los muros estaban a medio
pintar de blanco. Tenían linternas y había una especie de manija en
el suelo, por la que intentabas escapar y…
—¿Qué haces aquí?
—Te lo estoy diciendo —respondo confundida—. Intento
ayudarte.
Nox parece casi divertido ante la idea.
—El rey no ayuda a la gente a sobrevivir el Festival de los
Presagios. Así que, en serio, ¿qué haces aquí, princesa?
Lo miro con furia.
—Ya no me digas así. No soy una princesa.
Me educaron para que lo tuviera claro.
No soy de la realeza ni la hija del rey. Nací de un hombre de
quien mi madre se sirvió una noche, cuyo nombre nunca supo y
que fue asesinado en secreto poco después para que nunca pudiera
reclamarme.
Trago saliva y Nox inclina la cabeza, como tratando de entender
por qué no he intentado matarlo todavía.
No cree ni por un segundo que quiera salvarlo.
Me pregunto cómo reaccionaría si le dijera toda la verdad.
Si le explicara que, de algún modo, selló su destino al mío, ¿lo
ignoraría y trataría de salvarse él? ¿O correría a decirle al rey, para
intercambiar la información por su alma de vuelta?
Quizá trataría de que nos salváramos juntos.
Ojalá pudiera saberlo con certeza.
—¡Hey! —grita una voz, rompiendo el silencio entre nosotros—.
¡Devuélveme mis chrim!
Uno de los jugadores se tambalea hacia Nox, señalándolo con un
dedo acusador.
—¡Ese oro era mío y lo sabes!
Nox se baja del banco.
—Te ofrecí la revancha —dice con calma—. Pero esta dama ya
atrapó mi atención esta noche. ¿Lo dejamos para mañana?
Si no hemos muerto para entonces, pienso.
—¡Eres un tramposo! —grita el hombre acercándose más. Huelo el
humo en su aliento—. Lo estuve pensando y no es posible ganar
tantas veces seguidas. ¡Hiciste trampa!
—Jamás insultaría tu honor de ese modo —dice Nox, con la voz
tan suave como el aguamiel—. Te aseguro que eres uno de los
oponentes más difíciles que he encontrado.
Parpadeo.
¿En verdad intentará escapar de una pelea usando su encanto?
—Dame mis chrim —insiste el hombre, que no está convencido.
Se va formando una turba expectante en torno nuestro. Es claro
que quieren ver una pelea. En un lugar así debe correr la sangre
muy seguido.
—Ya dale el dinero —lo apremio en un susurro feroz.
—Pero claro que no —dice Nox con calma.
Levanto las manos:
—¿Qué pasa contigo y tus deseos de morir?
El borracho se lanza para tomar mi muñeca, y sus dedos aprietan
la tela de mis guantes.
—Me lo devuelves o lastimo a tu chica.
Quedo boquiabierta.
El atrevimiento de sujetarme, como una pieza de intercambio en
lugar de una persona. Si este señor cree que puede amenazarme
para manipular a Nox, se equivoca. En primer lugar, porque al
soldado no le podría importar menos lo que me pase.
Me dan ganas de quitarme la capucha y soltar mi cabello verde,
sólo para ver qué cara pone el tipo cuando se dé cuenta de quién
soy, pero revelarme significaría que el rey y mi madre descubrirían
que salí del castillo. Y peor, que vine a advertirle a uno de sus
buscadores de presagios.
Pensarían que soy una traidora.
Así que me conformo con la segunda mejor opción.
Mi plan es soltarme, golpearle la entrepierna con la rodilla y
propinarle un codazo a la nariz, como Asden me enseñó.
Este borracho no sabe con quién se está metiendo.
Pero apenas tengo tiempo de acomodar el cuerpo cuando la
mano de Nox vuela y le golpea la garganta, lo que hace que el
hombre caiga de bruces, en su desesperación por respirar.
Me giro para encararlo.
—Pero quién te has creído? —grito, ofendida—. ¡No necesito que
me salves!
—Lo sé —acepta entornando los ojos—. No eres una princesa.
Pero algunas personas consideran de buena educación agradecer
cuando se les salva —voltea para mirar al borracho—. En verdad,
me gustaría resolver esto sin pelear. No quiero lastimarte.
El borracho suelta una carcajada.
—Oh, eso no va a ser un problema.
Los otros siete jugadores de cartas azotan sus tarros en la mesa
pegajosa y se levantan para ayudar a su amigo herido.
—Hoy te mueres —dice el primero, todavía sin aliento, y señala
la marca en la mano de Nox con la cabeza—. Me pregunto si eso fue
lo que predijo la bruja.
Doy un paso atrás justo cuando uno de los hombres azota un
vaso contra una mesa y sostiene el pedazo roto como un arma.
—Te vamos a sacar las entrañas.
Nox levanta la ceja.
—¿No creen que están exagerando?
En un parpadeo, los hombres se lanzan hacia él. Nox los evade
fácilmente, golpea la nariz de uno de ellos con el codo con tanta
fuerza que cae al suelo y ya no se levanta. Cuando el del vaso roto
se lanza contra él, Nox lo desarma de una patada que también le
rompe los dedos.
Se mueve más rápido de lo que creí posible, como una tormenta
que estalla en el cielo y azota el Mar Infinito. No se parece a ver
pelear a Asden.
Si Asden era rápido, Nox lo supera.
Si Asden era feroz, Nox es inigualable.
Aun sin espada, no tiene rival, mientras se abre paso entre los
barbajanes como si no existieran. Sus movimientos son tan gráciles
como implacables.
Pero ningún golpe es mortal, casi como si Nox estuviera
conteniéndose, lo que carece de sentido. Los soldados de la Última
Guardia aman la destrucción. Así fue como el rey ganó la Guerra
Verdadera y conquistó las Seis Islas hace más de un siglo. Entonces,
¿por qué un soldado de la Última Guardia como Nox se esforzaría
tanto en no matar a alguien?
El primer borracho saca un cuchillo, y pierdo el aliento cuando lo
dirige a la espalda de Nox.
—¡Cuidado! —alcanzo a gritar.
Nox se quita de en medio tan rápido que parece un borrón.
Desarma al tipo, y lo hiere en el pecho.
No es mortal, pero sí bastante brutal para que la gente grite y
corra hacia la puerta, todos asustados sólo de pensar en que los
ronde la muerte.
Entonces alguien tropieza en su escape, descolgando una de las
cortinas negras y mostrando los muros debajo.
Ladrillo descubierto, a medio cubrir con pintura blanca.
Miro al suelo, que ahora es rojo por la sangre de nuestros
atacantes.
Jadeo.
Suelo rojo, muros blancos. Éste es el lugar de mi visión.
Y está ocurriendo un día antes.
—¿Estás bien? —pregunta Nox, alejándose de la pelea por un
momento para atenderme.
No, pienso. Me temo que no.
Fui tan estúpida como para salir de la seguridad de mi torre para
advertirle. Tan estúpida como para creer que podía ser más astuta
que la muerte. O superar la maldición de una bruja tan poderosa
como mi tatarabuela. Sólo soy la heredera, una simple aspirante, y
nada más.
Mientras lo pienso, un hombre enorme llega por detrás de Nox,
aprovechando su distracción, y azota su espalda con el puño.
Nox cae de rodillas y yo corro a la puerta, siguiendo a la
multitud.
Escaparé antes de que vengan por mí.
No moriré en este lugar.
Tal vez mi alma y la de Nox no estén conectadas, y si puedo
simplemente escapar y volver al castillo estaré a salvo.
Me abro camino entre la multitud, y ya estoy por salir a la calle
cuando escucho gritar a Nox.
El sonido me paraliza.
Hay media docena de hombres sobre él.
Uno de ellos ríe, y patea las costillas de Nox tan fuerte que oigo
un crujido.
Me encojo mientras lo patean de nuevo.
En la espalda.
Las rodillas.
Se amontonan brutalmente sobre él, sin conceder un ápice de la
compasión que Nox les había mostrado.
No importa, me digo. Corre por tu vida.
Pero sí importa.
Por mucho que quiera ignorarlo, por mucho que recuerde las
enseñanzas del rey, que si te importa eres débil y que nunca hay que
confiar en nadie, siempre importa.
¿Si huyo de aquí y lo dejo morir, quién seré yo?
¿En qué me convierto si lo abandono a su suerte?
Conozco la respuesta. Grita en mi interior como maldición,
mientras veo un destello del rostro de Asden, rogando una piedad
que nunca recibió.
Si te vas, te conviertes de verdad en la bruja del rey, me dice la voz.
Te conviertes en tu madre.
—Maldición —refunfuño.
Y corro hacia Nox.
9
SELESTRA
Me deslizo por el piso, mis botas se resbalan sobre la sangre.
Se me revuelve el estómago.
Camino con firmeza y me trago la bilis, empujando a algunos de
los hombres para tratar de quitar a Nox del medio.
No tengo la fuerza suficiente.
Agobiada con el peso de Nox a cuestas, basta con que uno de los
hombres mueva el brazo para hacerme caer al suelo. Sus burlas
hacen que una furia terrible arda dentro de mí.
Las linternas en los muros son de un ámbar oscuro. Cuando las
miro, las llamas bailan.
Puedo sentir mi magia rogándome que haga algo, que no me
quede indefensa.
Desde el suelo, Nox me busca con la mirada.
Aunque tiene el rostro ensangrentado, estoy segura de que nota
el fuego en mi mirada.
Alguien vuelve a patearlo y su cabeza cae hacia atrás.
Se me corta la respiración.
Es como ver a Asden morir ante mis ojos otra vez. Pero en esta
ocasión puedo hacer algo para detenerlo, porque no soy una niña
escondida detrás de su madre.
Me saco un guante y me enfoco en el tipo que empezó todo, el
que acusó a Nox de hacer trampa y me jaló del brazo.
No puedo pelear con tantos a la vez, ni siquiera con el
entrenamiento de Asden, pero si consigo asustar a uno con la visión
de su futuro, tal vez se detenga.
Sin pensar en el dolor que me causó la última vez, extiendo mi
mano desnuda y aferro su brazo.
Piel contra piel.
El hombre se queda rígido, pero no hay visiones.
Me enfoco, dejando que crezcan mi miedo y mi ira, quizás ésa es
la clave.
Pienso en los ojos negros del rey y en el sonido de la puerta de
mi habitación que me mantiene dentro cada noche. En cómo
desaparece la sonrisa de mamá, para ser reemplazada por algo frío y
lejano.
En el sonido de sus canciones de cuna esfumándose en el
silencio.
El hombre se convulsiona.
Siento hilos extraños que me jalan y se aferran dentro de mí.
Dentro del hombre.
Es vigorizante.
—¿Qué estás haciendo? —grita alguien—. ¡Deténganla!
Nadie se atreve.
No osan tocarme, aterrados, mientras su compañero se sacude en
mi mano.
Siento su energía fluir hacia mí. Su vida. Me la bebo como si
tuviera la más atroz sed. Veo la luz de las antorchas crecer, audaces,
alrededor. Las flamas aumentan con mi poder.
—Selestra —la voz de Nox suena ronca y lejana—. Vas a matarlo.
Matarlo.
Las palabras me golpean y vuelvo al mundo real de inmediato.
No quiero matar.
Me concentro en mi mano, que sigue aferrada al moribundo.
No sé cómo, pero le estoy succionando la vida. Igual que mi
madre cuando absorbe las almas de los muertos y se las sirve al rey.
Como mi tatarabuela absorbió la vida y la magia de todas las familias
de brujas ancestrales.
Desprendo mi mano, aterrorizada, y el hombre se desploma,
pálido como las estrellas.
La escena se aclara.
La gente que queda grita con gestos de horror al verme. No
tendré ojos de serpiente, pero mi cabello verde quedó expuesto al
caer la máscara y la capa.
—¡Bruja! —grita alguien.
—¡Nos matará a todos! —chilla alguien más.
Trago saliva.
No. No. No.
Si me reconocen, el rey sabrá que estuve aquí. Casi puedo
escuchar cómo colocan más cerrojos en mi torre, más barrotes a mi
ventana.
Se asegurará de que nunca vuelva a ver la luz del día.
La gente retrocede mientras me incorporo, mareada.
Las doce personas que quedan en la taberna me miran con
cuidado, sin saber qué voy a hacer ahora.
El recinto da vueltas, y la energía que le drené al hombre se atora
en mi garganta. Quiero vomitar.
—Si alguno de ustedes habla de esta noche, recibirá el castigo de
mi madre y el mío —amenazo, tratando de ocultar mi propia
desesperación—. Soy la heredera de la magia Somniatis y los haré
sufrir bajo todo el poder de mis ancestros.
Mi voz es más valiente que yo, y espero que los engañe y no se
den cuenta del terror que estoy sintiendo. Tengo que convencerlos
de que guarden el secreto, por mi bien, y el suyo.
Theola y el rey son capaces de matar a todos los clientes de esta
posada tan sólo por agraviarme con una de sus miradas.
—¡Corran! —les digo—. Corran a sus casas y nunca hablen con
nadie de esto.
Para mi sorpresa, obedecen.
Algunos levantan del suelo al hombre que me bebí y me alivia
escuchar su respiración, débil pero presente, cuando lo arrastran a la
puerta.
La gente se precipita como en una estampida de animales,
huyendo de la bruja mala, tirando las lámparas de las paredes,
mientras se empujan entre sí tratando de salir primero.
Una de las lámparas golpea el suelo y enciende el borde de una
cortina. Las llamas se extienden al instante, como los ríos de la
Montaña Flotante, devorando la tela.
Cierro los ojos e intento calmarme, pero la habitación aún se
tambalea en mi cabeza y el ruido del fuego es ensordecedor.
Extiendo la mano para limpiarme la sangre de la nariz, pero no
hay nada.
Usar demasiado poder siempre me cuesta algo. A veces sangre de
la nariz, a veces una jaqueca feroz al curarme las heridas tras
entrenar con Irenya. Nada esta vez.
En lugar de sentirme agotada, me siento vigorizada, como si
fuera a desmayarme de tanto poder con la energía de ese hombre
girando dentro de mí.
¿Así se siente el rey cuando bebe un alma?
¿Así se siente siempre, inmortal, invencible, gracias al poder que
le da mi familia?
Trago saliva.
Lo que sea este sentimiento, lo detesto.
Al otro lado de la estancia, la taberna arde.
No queda nadie dentro, excepto Nox, y el fuego que hace un
momento lamía las cortinas ahora se dispara como cometas por los
muros y sobre el piso.
Avanza tan rápido.
El humo se espesa y mi piel siente el calor.
Es mi visión.
Me inclino rápidamente hacia Nox, que sigue inmóvil en el suelo
ensangrentado. No sé cuándo cayó inconsciente.
Le toco la mejilla con mi mano enguantada para que despierte.
—Tenemos que salir de aquí —le digo.
Se mueve, pero no abre los ojos. Lo sacudo de los hombros.
—¡Despierta! —grito con más urgencia.
Nox gruñe y toma aire con dificultad.
—¿Estás tratando de matarme o de salvarme? —pregunta con
voz ronca.
—Todavía no estoy segura.
Lo obligo a incorporarse y paso su brazo sobre mi hombro.
Su cara está roja de sangre y, por sus movimientos, sé que tiene
algunas costillas rotas.
Busco la salida, pero la estancia está llena de humo y sólo se ve el
fuego, cubriendo las paredes.
Y la puerta.
—¿Supongo que no presagiaste una salida? —pregunta Nox,
tosiendo y agitando el brazo para despejar el humo.
Analizo el lugar, pero no conozco otra forma de salir. Las
ventanas están rotas, pero el fuego que las rodea arde ferozmente,
impidiendo el paso.
Y entonces, recuerdo.
Mi visión.
La imagen que se grabó en mi mente con tal fuerza que nunca la
olvidé.
Una manija en el suelo, rodeada de vidrios rotos.
Una trampilla.
Me doy la vuelta. Sí presagié una salida.
—Por aquí.
Doy traspiés sobre un pequeño río de llamas y arrastro a Nox
detrás de la barra. En el suelo, entre las botellas tiradas, está la
puerta.
Me agacho.
—¿Cómo supiste? —grita Nox sobre el rugido de las llamas.
Se hinca junto a mí y hace una mueca de dolor.
—Puedo predecir el futuro —respondo—. ¿Lo recuerdas?
Encima de nosotros, el techo se sacude escupiendo polvo.
Sé que va a derrumbarse en cualquier momento.
—Debemos darnos prisa.
Giro la manija y abro el estrecho escape, revelando un angosto
túnel.
—¿Y sabes adónde lleva esto? —pregunta Nox.
—A otra parte —le digo, y salto hacia abajo.
Nox me sigue rápidamente y aterriza de golpe detrás de mí.
Me estiro para cerrar la trampilla sobre nosotros, esperando que
contenga el incendio.
Entrecierro los ojos para acostumbrarme a la oscuridad.
El túnel apenas tiene la altura suficiente para que avancemos a
gatas. Una sola lámpara, colgada cerca de la trampilla, arroja su
brillo sobre el túnel e ilumina la suciedad de las paredes.
—Vamos —lo apremio mientras lo empujo para que avance.
Respirando con dificultad, y como si cada movimiento le doliera,
Nox se arrastra hacia adelante.
Todo es lodoso, con raíces pegadas al borde del túnel. Me cae
tierra en los hombros cuando nos movemos.
Nox se mira una mano cubierta de tierra.
—Esto parece muy poco higiénico. ¿Cuándo crees que fue la
última vez que limpiaron su túnel de escape?
—¿Puedes apresurarte? —lo presiono.
—¿No estás disfrutando la vista? —responde con sarcasmo.
Entorno los ojos.
Ojalá no lo hubiera mandado por delante.
—Sólo muévete.
El túnel ya se está llenando de humo, que quema mi garganta
seca, y toser sólo empeora las cosas. Me duele el pecho, como si
llevara dentro un humo que busca desesperadamente salir por mi
piel. Me pican los ojos.
—¡Veo una luz! —anuncia Nox, y gatea más rápido.
La luna ilumina las grietas de la apertura, mal tapiada con
tablones.
Nox los golpea con el codo, tan fuerte que me espanta.
Suena a que duele, pero debe estar acostumbrado al dolor o esto
no es nada comparado con las heridas que ya tiene, porque no se
detiene. Golpea la madera una y otra vez, hasta que su codo la
atraviesa y puede arrancar lo demás.
Nos arrastramos fuera del túnel.
La hierba seca de verano se quiebra bajo mis manos. Tomo un
sorbo de aire fresco y me incorporo.
Tengo las manos negras de lodo y hollín, y toso cada vez que
respiro, expulsando el humo de mis pulmones.
Nox se esfuerza por levantarse junto a mí. Tropieza un poco, pero
se las arregla para no desplomarse. Yo también quisiera dejarme caer
sobre la hierba y quedarme allí a dormir durante varios días.
Ya ha pasado la euforia inicial, tras absorber la energía de ese
hombre, y el pecho me pesa cuando mi magia gime de lo mucho
que abusé de ella.
Lo que sea que hice, no se siente bien.
A medio kilómetro de nosotros, los restos desmoronados de la
Posada del Anochecer están envueltos en llamas. La veo reducirse a
cenizas.
—Parece que necesitaré otro lugar para jugar cartas —dice Nox
—. Al menos conservo mis chrim.
Se ajusta la manga y deja caer dos naipes de corona en la hierba.
—¡Sí hiciste trampa! —le grito indignada.
Nox levanta la ceja, burlón.
—No sabía que tenías una moral tan estricta, princesa. Además,
necesitaba los chrim.
—¿Arriesgaste tu vida por unas cuantas monedas de oro?
—Lo dice alguien que nunca ha tenido que preocuparse por
conseguirlas.
Entorno los ojos y camino hacia el callejón más cercano. ¿Qué
sabe Nox de mi vida? Creerá que me paseo a diario con diamantes y
vestidos de baile, pero él puede ir donde quiera y hacer lo que
desea.
Yo no me preocupo por conseguir chrim, pero él es libre.
Acelero el paso. Debo volver al castillo y lavarme antes de que se
den cuenta que me fui.
—Creí que habías dicho que moriría hasta mañana —dijo Nox
cojeando, esforzándose por seguirme el paso—. Fue un mal
momento para equivocarte de fecha, ¿no?
Y que lo digas.
Casi me matan por descuidada.
No habría salido a los barrios, y mucho menos a una taberna, si
lo hubiera sabido. ¿Para qué sirve una bruja que ni siquiera puede
predecir bien su propia muerte?
—Me equivoqué —respondo.
—Y luego, me salvaste —dice Nox confundido, frunciendo el
ceño—. ¿Cuál de las dos fue la equivocación?
Sacudo la cabeza.
Para ser sincera, no estoy segura.
Salvarlo a él salvó mi vida, pero también traicioné al rey. Si se
entera…
Me muerdo el labio y sigo caminando.
Nox se sostiene las costillas, tratando de alcanzarme mientras me
apresuro.
—Pudiste dejar que me mataran a golpes, pero volviste —me
mira con curiosidad, como si fuera un acertijo y no una persona—.
¿Por qué volviste?
—No lo sé —respondo, en tanto la voz de mi cabeza susurra:
Porque era lo correcto.
Porque me condenaste contigo el día que fuiste por tu presagio.
Y porque quizá no quiero ser la copia exacta de mi madre.
—No lo vuelvo a hacer —digo.
Nox se aparta el cabello de la cara, lleno de sangre y ceniza.
—Pero somos tan buen equipo.
No lo puedo creer.
Casi nos matan, y si el rey descubre que estuvimos juntos esta
noche, si cualquiera de las personas que escaparon ignora mi
amenaza y cuenta el secreto, nos castigarán a los dos.
El rey pensará que estoy conspirando para negarle un alma y no
tolerará a una heredera insolente. No puede darse el lujo de dejar
con vida a nadie que no sea leal sólo a él.
Ni siquiera a una bruja.
En especial, a una bruja.
—La próxima vez, te las arreglas solo.
Y yo también.
Y con eso, me alejo de él y vuelvo al castillo.
10
NOX
No dejo de pensar en Selestra Somniatis.
Apenas pongo atención cuando Micah y yo pasamos por los
muelles de la marina, donde las aguas negras del Mar Infinito
empujan los botes con rudeza.
En realidad, no pongo atención.
No puedo sacar de mi cabeza la cara de Selestra.
La recuerdo inclinada sobre mí, sus ojos como pequeños
amaneceres cuando sus dedos rozan mi cicatriz.
Cada vez que bajo los párpados, la veo iluminando la noche con
su magia. Y cuando los abro, la escucho decir que quiere ayudarme.
Gritar mi nombre cuando me están atacando.
Como si importara.
Como si yo no fuera un simple soldado cuya alma busca cosechar
para su rey.
Ya pasaron algunos días desde que me salvó, y esa noche sigue
repitiéndose una y otra vez en mi mente. Aun ahora, que nos
dirigimos al castillo a responder un llamado misterioso del rey, en lo
único que pienso es en Selestra Somniatis.
La chica con ojos de fuego.
—¡Cuidado! —grita Micah.
Un segundo después siento un empujón violento y caigo al suelo,
con el escándalo de tejas que se rompen alrededor.
A mis pies, se forma una montaña de barro despedazado, con el
aire todavía lleno del polvo de su caída. Levanto la mirada y veo a
los obreros de la construcción observándome con horror.
—¿Están bien ahí abajo? —grita uno.
—¿Está muerto? —pregunta otro.
—Todavía no —murmuro, encogido por el dolor de las costillas.
A pesar de los ungüentos que Micah me trajo del mercado, no he
terminado de recuperarme de la pelea en la taberna. Por suerte, este
último intento de la muerte por alcanzarme sólo me dejó un raspón
en el codo.
—¡Se mueve! —grita uno de los obreros—. ¡Limpien ese
desastre!
Observo el desastre en cuestión: hay tejas rotas cubriendo la calle
empedrada, algunas tan dañadas por la caída que se hicieron polvo.
Suerte que no ocurrió en mi cabeza.
—Debe ser mi día de suerte —digo, dándome cuenta de lo que
pasó.
—¿De suerte? —Micah yace sin aliento junto a mí, después de
sacarnos a ambos del peligro. Recarga la cabeza en la calle y suelta
un largo quejido—. Te voy a encerrar en una recámara forrada de
cojines.
Me levanto dolorido y le extiendo la mano. No parece muy
impresionado.
—Debes tener más cuidado —me dice cuando lo ayudo a
levantarse—. Está empezando la segunda semana, Nox. Eso quiere
decir que faltan dos amenazas de muerte antes de que llegues a
mitad del mes. Y parece que la primera está muy bien dispuesta de
acabar con esto de una vez.
Hago un ademán desdeñoso mientras me sacudo el polvo del
abrigo.
—Te preocupas demasiado.
—Y tú demasiado poco —replica—. Este pacto es peligroso. Hay
una razón por la que sólo unos cuantos llegan al punto de que se les
conceda su deseo, y una mejor razón por la que nadie va más allá de
eso.
—Pero ninguna de esas personas te tiene vigilando —pongo mi
brazo en sus hombros—. ¿De qué me preocupo si estás conmigo,
ohh, mi héroe?
Micah me empuja exasperado.
—Puedes morir en cualquier momento, y no hay visión que te
prepare para ello. Sólo recuerda eso.
—Gracias por el voto de confianza.
—¿Me pides confianza así, cubierto de moretones como un
plátano pasado?
—Se ve peor de lo que es.
—¿En serio? —Micah intenta darme un golpe en las costillas y yo
salto de inmediato hacia atrás, casi sin aliento a causa del dolor.
—¿Qué te pasa? —gruño.
—Por no saber mentir —dice—. Te rompiste una costilla.
—De hecho, dos —respondo, frotando la zona con cuidado.
Tengo la intención de hacer que me regresen el dinero que pagué
por los ungüentos.
—¿En verdad crees que esto es lo que quería tu padre? —la voz
de Micah se torna sombría de pronto—. ¿No crees que estaría
furioso de verte así?
Sé que lo estaría. Habría comprado todos los ungüentos y
remedios de todos los comerciantes, me hubiera traído sopa caliente
y no me hubiera dejado levantarme hasta que desapareciera el
último moretón. Siempre se preocupaba demasiado.
Si siguiera con vida, me ordenaría sobrevivir hasta la mitad del
mes, pedir un bonito deseo, y luego dar por terminado el pacto.
No poner a prueba la inmortalidad del rey.
No tratar de vencerlo.
Sólo olvídalo, me diría.
Pero no puedo.
Si no mato al rey, sólo se volverá más y más poderoso, devorará
todas las almas que quiera, se robará el futuro de la gente por
siempre.
No voy a permitir que eso pase.
Nadie más va a perder a su familia como yo la perdí.
—Que la muerte venga todo lo que quiera por mí —digo—, pero
sin importar lo que me espere este mes, acabaré con el rey.
Es una promesa para ambos, para Micah y para mí. Y se lo juro a
la memoria de mi padre. Cueste lo que cueste.
—Lo sé —dice Micah suspirando y cediendo a mi terquedad—.
Lo haremos juntos.
Pone su mano amistosa sobre mi hombro, es su manera de
decirme que no estoy solo.
No es tu batalla, le dije una vez.
Todas tus batallas son mis batallas, me respondió.
Ya no tengo padre, pero gracias a Micah aún tengo familia. El rey
no puede decir lo mismo. Cuando le robe su inmortalidad y
atraviese su pecho con la espada de mi padre, nadie plantará un
árbol en su honor ni llevará flores a su tronco.
Desearán que se marchite, para que pueda ser olvidado.
Y el día que eso suceda, quizás el alma de mi padre encuentre
descanso al fin.
Y quizá yo también.
Me encuentro al pie del trono de Seryth, y los cráneos de los
muertos que forman el asiento me miran con sus cuencas vacías.
—Felicidades por tu supervivencia —dice Theola, sentada junto
al rey—. Claro que no me sorprende.
—¿Ese incendio en los barrios fue obra tuya? —pregunta Seryth
curioso.
Me observa con atención, inclinando la cabeza mientras estudia
mi aspecto ligeramente desaliñado. Dudo que me haya visto con
heridas reales alguna vez, mucho menos con un moretón sobre el
ojo que me cubre la mitad del rostro.
También es novedad para mí.
Fui descuidado en la Posada del Anochecer. No estudié bien la
situación, y no vi que al tipo que estaba engañando lo acompañaban
siete amigos dispuestos a matar por un insulto.
No volveré a ser tan estúpido.
Le devuelvo la mirada al rey, tan casual como puedo.
—Quizás hice una aparición.
—Y fue memorable. ¿Cómo lograron golpearte tanto?
—Ocho contra uno —digo—. Me tomó por sorpresa porque no
era el día que me presagiaron.
Pienso en Micah esperándome afuera, queriendo encerrarme en
el cuarto acolchado.
La sonrisa del rey vacila.
—Parece que la heredera no puede ni hacer un presagio sin dar
problemas.
Junto a él, los ojos verde-amarillos de Theola parpadean.
—Nox está sano y salvo —responde ella, su voz es tan suave
como una melodía—, así que su visión bastó para ayudarlo.
No sólo su visión, pienso.
Ella me sacó del fuego con sus propias manos, me salvó la vida
cuando era más fácil sólo verme arder.
Deja de pensar en la bruja, me reprendo.
Casi muero por permitir que ocupe mis pensamientos y
distraerme esta misma mañana.
—Sí —dice el rey con un murmullo quedo—. Supongo que
Selestra fue útil de alguna manera.
Se recarga en el trono.
No hay ni un indicio en su gesto de que sepa que Selestra estuvo
en la taberna conmigo esa noche, pero el rey tiene siglos de práctica
escondiendo y afilando su rencor para desatarlo cuando duela más
el golpe.
No puedo confiar en que no tiene sospechas.
—Me da gusto que sigas vivo —dice Seryth—. Para ser franco,
necesito a mis mejores soldados listos, Nox.
—¿Pasó algo? —pregunto en mi papel de soldado leal.
—Más de lo mismo —Theola agita la mano como si el tema la
aburriese—. La Isla del Sur se rehúsa a ceder.
Lo que ella quiere decir es que se rehúsan a morir, pienso.
La isla de Polemistés, al sur, es el único lugar que se ha resistido
durante casi un siglo al reinado de Seryth. No sólo porque es el
hogar de los mejores guerreros en las Seis Islas, sino porque es casi
imposible desembarcar en ella. Están rodeados por escollos y
remolinos con tantos brazos como las ramas de un árbol. Por no
mencionar la gran barricada. Cuando la Última Guardia derribó uno
de sus muros e irrumpió en la isla para matar al rey, no sirvió de
nada. Polemistés los repelió y construyó muros nuevos, cada uno
más alto que el anterior.
Y en lo que respecta a la isla, todo el mundo conoce las leyendas
de su bosque encantado, donde los guerreros caídos descansan antes
de llegar al paraíso, repleto de retos y peligros para que sus espíritus
prueben su valía.
Lo habitan monstruos.
Sus ríos pueden extender el brazo para ahogarte, el suelo puede
tragarte entero.
Los vivos no tienen lugar allí.
En realidad, no sólo es la gente de Polemistés la que no cederá
ante Seryth, sino la isla misma. Ésa debe haber sido la razón por la
que papá eligió ese lugar como escenario de su cuento de hadas
sobre una espada que podía matar lo que fuera.
Algo así sólo podía existir en un sitio como ése.
—Olvidemos eso —dice el rey, desdeñando la idea de la guerra
por un momento—. Te llamé por el pacto, Nox. Se entiende que
renunciarás a él en cuanto llegues vivo a la ceremonia del deseo,
como todo el mundo.
No es una pregunta.
Nadie se atrevería a buscar su inmortalidad, y quiere
recordármelo.
—Sé que no querrás perder tu alma cuando podría reencontrarse
con la de tu padre en el Río de la Memoria, dentro de unos años —
dice el rey—. A él le gustará verte de nuevo.
La sangre me hierve bajo la piel. Al rojo vivo carbonizando mis
venas con furia incontenible. El alma de mi padre no está en el Río
de la Memoria.
Ambos lo sabemos.
—Y como soy un rey justo que nunca se interpondría en ese
reencuentro, te ofrezco una oportunidad —Seryth se inclina hacia el
frente y el blanco de sus ojos parece brillar—. Otro presagio para
ayudarte a sobrevivir.
Me enderezo.
Había escuchado rumores de que el rey concede un segundo
presagio a quienes se ganan su favor, pero sólo eran rumores. Y en
esas historias los beneficiarios eran siempre acaudalados
comerciantes que resultaban más útiles con vida.
¿Para qué le sirvo yo, además de para batirme por su reino como
soldado que soy?
A menos, claro, que le preocupe que llegue más lejos, y este
soborno, este recordatorio de mi padre, sea su manera de
mantenerme satisfecho.
—Ésa es la razón por la que te hicimos venir —dice el rey,
mientras Theola se levanta de su trono y desciende los peldaños
hacia mí—. Yo cuido de los míos, Nox.
Eso cree que soy, y eso quiere que sea: suyo.
Doy un paso atrás.
La mano de Theola se detiene en el aire, a punto de tocar mi
mejilla.
—No —respondo.
El semblante del rey se tensa.
Sé que acabo de fallar la prueba o lo que sea que esto haya sido,
pero no soporto la idea de que esa bruja me toque, sabiendo que eso
me haría pertenecer al rey. Mi soldado interior me grita que
aproveche la oportunidad, pero sería traición a la memoria de mi
padre quedar en deuda con ellos de esa manera.
¿Y quién dice que no usarán el presagio para mirar en otros
rincones de mi futuro y descubrir que planeo su destrucción? Una
visión podría quitarme la ventaja tan fácil como podría dármela.
—Sería un privilegio injusto —respondo, recuperándome
rápidamente, y obligando a mi voz a mantenerse firme—. Me han
entrenado para ser el mejor, y debo probar que soy exactamente
eso. Si un simple aldeano puede llegar a la mitad del mes, entonces
un soldado de su ejército debe hacerlo también, sin ninguna ayuda
adicional.
—¿Estás seguro? —pregunta el rey —Puede que tu orgullo sea tu
ruina, Nox.
—Si lo es, entonces yo no era digno del pacto, en principio.
El rey sonríe y se reclina en su trono, satisfecho por ahora.
—Un verdadero soldado hasta el final. Muy bien —si está
ofendido, tiene cuidado de no demostrarlo—. Puedes ir a prepararte
para tu siguiente muerte como te plazca. Nos veremos pronto, Nox.
Me inclino en una rápida reverencia y abro las puertas del Gran
Salón.
No ha pasado un segundo después de que se cierren tras de mí
cuando recibo un golpe en la cabeza.
—¿En qué estabas pensando? —grita Micah, exasperado.
Sabía que estaría escuchando desde afuera.
—En que la siguiente vez que la muerte me visite será en la
forma de daño cerebral —respondo sobándome la cabeza.
A Micah no le divierte mi ingenio.
—¡Rechazaste una posibilidad de sobrevivir! —dice—. ¿Estás
loco?
—Quizás es estúpido y ya.
La voz de Selestra resuena detrás de nosotros.
Me doy la vuelta y la veo inclinada sobre una cornisa a un lado
de las enormes puertas, con una chica que no reconozco a su lado.
Mi frustración se convierte de pronto en curiosidad.
—Ah, sí —dice Micah—. Ella también estaba escuchando.
Selestra se incorpora.
No lleva un vestido de baile, ni esconde su rostro con una
máscara como en la taberna.
Está sin arreglar, relajada, de un modo extraño que nunca había
visto.
Vestida toda de negro, con botones hasta el cuello, pantalón de
holanes y guantes simples, tiene un poco la pinta de un soldado.
Casi podría encajar, de no ser por el verde del cabello que le cubre la
espalda como musgo.
Bruja, me recuerdo. Es una bruja.
—Nos volvemos a encontrar —digo, adelantándome hacia ella—.
Se está volviendo costumbre.
—Una pésima costumbre —Selestra cruza los brazos, poniendo
una barrera entre nosotros—. Así que todavía estás vivo.
—Eso parece. Aunque hubieras podido ayudarme de nuevo hoy
en la mañana.
Toda posibilidad de que Selestra sonriera desaparece, y echa un
vistazo al salón vacío, asegurándose de que nadie esté escuchando.
Está preocupada.
Eso me sorprende, porque las brujas no sienten miedo, ni
siquiera de la muerte. Y si alguien no le teme a la muerte, ¿qué
puede asustarla?
Selestra aprieta los labios cuando mira los portones del Gran
Salón, y entonces sé la respuesta.
Su madre. El rey.
Selestra no quiere que descubran lo que pasó en la taberna;
prefiere que piensen que llegué hasta aquí sin ayuda.
Es una esperanza insensata.
Aunque haya amenazado a la gente para que guarde el secreto,
eso no va a durar. Le temen mucho menos a ella que a su madre o
al rey.
Y los secretos tienen la costumbre de nunca quedarse guardados.
—Te recuerdo que yo soy tu héroe, no ella —dice Micah,
llenando el silencio. Da un paso al frente, le ofrece la mano a
Selestra y carraspea incómodo cuando su mirada se cruza con sus
guantes—. No nos presentamos antes, cuando estábamos espiando.
Mi nombre es Micah, y soy quien salva la vida de Nox todo el
tiempo.
Selestra arquea una ceja.
—Lo dices como si fuera algo de lo que estar orgulloso.
—Para nada —responde él con una risa nerviosa—. ¿Quién es tu
amiga?
Selestra voltea hacia la chica a su lado, que se ve tan poco
impresionada como ella. No es una doncella rica de la corte; se le
nota por el cabello rubio cenizo que termina a la altura de su
barbilla, sin complejos peinados. Y a juzgar por cómo nos mira con
sus ojos castaños, le importa un comino que seamos de la Última
Guardia. No está intimidada.
¿Por qué lo estaría? Se pasa la vida con una bruja.
—Les presento a Irenya —dice Selestra—. Es aprendiz de la
costurera.
—Irenya —repite Micah—, ¿nunca has querido salir con un
soldado?
—No eres mi tipo —responde ella de inmediato.
Micah frunce el ceño como si eso no fuera posible.
—¿Qué tenía tu última pareja de lo que yo carezca?
—Pechos.
Carraspeo para no soltar la risa.
—Ah —responde—. Bueno, entonces tal vez en otra vida.
—Asumiendo que los de la Última Guardia no reencarnen en
cucarachas —dice Selestra, mirándome con una sonrisa traviesa que
contradice todo lo que sé de ella en las pocas veces que la he visto
antes de que todo esto empezara.
Siempre creí que la heredera era rígida e inflexible, adiestrada
para obedecer.
Ahora sé que me equivocaba.
Es una salvaje temeraria que se esconde bajo la máscara del
deber y la hipocresía. Puedo verlo en ella, amenazando con salir y
romper todo a su paso. Tal vez por eso se disfraza y visita tabernas
en la noche.
—¿Y en qué reencarnan las brujas? —pregunto.
—En reinas —responde Selestra, sin una pausa siquiera.
La estudio, observando de cerca la chispa de sus ojos que a veces
se vuelve fuego.
—Hasta los insectos tienen reina —digo.
Los labios de Selestra consideran la idea de reír, pero decide no
permitirlo. Sus ojos recaen en la marca de serpiente en mi palma, y
una nueva seriedad le llena el rostro.
—La verdad, debiste aceptar la oferta del rey —dice—. Otro
presagio podría ser lo único que te hace falta para sobrevivir y ser
liberado de este pacto. Podrías volver a tu vida como era antes.
—¿Y si no quiero volver? —la reto.
Lo que sea que haya esperado en respuesta, no era eso.
Selestra frunce el ceño, sin entender por qué un soldado de la
Última Guardia que ha entrenado toda su vida para ser el mejor, y lo
consiguió, desprecia la vida por la que luchó con tanto ahínco.
Para ser alguien que predice el futuro, no sabe tanto como cree.
—La muerte tiene la costumbre de salirse con la suya —dice al
fin, rompiendo el silencio—. No estás a salvo, Nox. Nadie lo está.
Ten cuidado.
Parpadeo cuando habla.
¿Ten cuidado?
Antes de que entienda si es amenaza o advertencia, Selestra se da
la media vuelta y se aleja por el corredor a toda velocidad, con
Irenya casi corriendo para alcanzarla.
Las observo partir y no aparto la mirada hasta que Selestra da
vuelta en una esquina y se pierde de vista.
Micah deja caer su mano en mi hombro.
—Estás perdiendo el toque con las chicas.
—No es una chica —le recuerdo a Micah, y a mí también—. Es
una bruja.
—Buen punto —dice—. Y hablando de brujas, ¿cuál es tu plan
para sobrevivir la próxima visita de la muerte ahora que rechazaste
la ayuda del rey?
Me encojo de hombros.
Los planes nunca han sido mi punto fuerte, Micah debería
saberlo. Tener planes y rutinas te hace predecible, y en la Última
Guardia ser predecible mata. Al rey le gusta que sus soldados lo
intriguen, que se ajusten y se adapten, y que las almas no quieran
que sus hombres le parezcan aburridos.
Mi vida siempre se ha tratado de pensar en el momento.
—Cuando llegues a la mitad del mes y elijas continuar en vez de
pedir un deseo, al rey se le permitirá darte caza —me recuerda.
—Deja que lo intente.
Micah suspira.
—En serio, debiste aceptar esa visión —gruñe.
Me toco las sienes, sintiendo venir una jaqueca.
Quizá tiene razón, pero entré a este pacto para engañar a la
muerte, romper la inmortalidad del rey y vengar a mi padre. Si
espero vencer, no puedo seguir las reglas que el rey impone,
haciendo todo —incluyendo vivir y morir— según sus planes.
—Vamos a necesitar un milagro para que esto salga bien —dice
Micah.
Volteo y observo el pasillo por el que desapareció Selestra.
Pienso otra vez en ella, sacándome de la taberna en llamas,
inconsciente de las consecuencias.
—No necesitamos un milagro —digo—. Sólo una bruja.
11
SELESTRA
—Qué lástima que no podrás tocarlo nunca más —dice Irenya,
pasando el cepillo por mi cabeza.
Miro su reflejo en el espejo, sin entender de qué habla.
—¿A quién?
—A Nox —me dice como si fuera obvio—. Dejando de lado los
moretones, empiezo a pensar que es bastante lindo.
—¿Te golpegaste la cabeza? —respondo, indignada por la idea—.
¿De dónde sacas eso?
—De mis ojos. Viendo los de él.
—¿Sabes? Él tampoco tiene pechos.
Claro que a Irenya eso la tiene sin cuidado.
Ha salido con hombres y mujeres, y siempre ha dicho que le
importa más la persona que su cuerpo. La envidio un poco: es libre
para elegir a quien quiera. Hablar, tocar.
Todo aquello en lo que yo sólo puedo soñar.
—Y seguro que Nox tiene algunos atributos más —continúa
Irenya a medio ensueño.
—Y defectos también.
Irenya ríe.
—Admítelo, Selestra, tiene una cara bonita.
—Lástima que en ella haya una bocota que lo arruina todo.
Tal vez Nox sea guapo, pero su personalidad es un problema.
No he conocido a nadie tan seguro de sí. Ríe de la vida —y de la
muerte— como si nada lo pudiera tocar. Y hasta apostó su alma
porque confía en que tiene la fuerza para sobrevivir.
Yo no sé lo que se siente tener tanta certeza. Todo lo que deseo
está en conflicto, y algunas veces me siento como un desorden de
pensamientos contrapuestos y esperanzas lejanas.
Quiero ser una bruja y usar mis poderes libremente, pero no bajo
el control del rey.
Quiero que mamá regrese, pero quiero, al mismo tiempo, que se
vaya.
—Y entonces, ¿por qué le pediste que tuviera cuidado?
La sonrisa de Irenya es retadora. Le importa tanto la cara bonita
de Nox que no se da cuenta de que quizá tengo otras razones para
quererlo a salvo.
Como el hecho de que si él muere, podría morir yo también.
Aún no sé cómo lo ayudaré a sobrevivir este mes si insiste en
hacer todo lo posible por morir, como rechazar presagios del rey.
¿En qué estaba pensando?
No puedo creer que mi alma esté atada a un soldado imprudente
y suicida.
—Todos deben tener cuidado este mes. Y mi madre… —bajo la
voz hasta un susurro sedoso—. Ver tanta muerte cobra su precio, y qué
pena será tomar sus almas. Es tan difícil ser la bruja del rey, ¿será por eso
que soy tan…?
—¡Selestra! —me regaña Irenya, aunque está riendo.
Su gesto de incredulidad me hace reír también. Es un alivio, y
me quita el peso de la muerte de los hombros.
Entonces, alguien carraspea.
Volteamos para descubrir a un guardia del castillo con las manos
a la espalda, mordiéndose el labio inferior.
—Lamento interrumpir —dice—. El rey solicita su presencia.
—¿Ah, sí? —respondo suspirando y buscando mi capa nocturna
—. ¿Y dónde se requiere mi presencia?
El guardia se mece de una pierna a la otra.
—En las criptas, mi señora.
La sonrisa abandona mi rostro como la luz en la tierra cuando las
nubes se interponen al sol.
—Su majestad y Lady Theola realizan las primeras extracciones
—dice—. Desean que usted esté presente.
En lugar de acelerarse, mi corazón reduce el ritmo.
Hasta casi detenerse.
—Las extracciones —repito.
A mi lado, Irenya se pone rígida.
Por primera vez en la vida, voy a presenciar lo que en verdad
quiere decir ser la bruja del rey.
Bajo sola la escalera.
Nadie debe entrar a las criptas salvo el rey, mi madre y el
guardián de los muertos.
Esta noche será diferente.
Pienso en todos los cadáveres que esperan al final de la escalera.
Las extracciones de almas empiezan cuando ya hay algunas
docenas de muertos para cosechar. Suficientes personas que no
sobrevivieron a sus presagios.
Lo primero que me llega es el olor, podrido y húmedo, y cuando
tomo aire se instala en alguna parte, se incrusta en mi interior.
Las criptas son una cavidad sin ventanas, construida bajo el
castillo, en las profundidades de la Montaña Flotante. Los muros de
piedra están resbalosos, y el cielorraso se sacude con la fuerza de las
cascadas en el exterior.
Como si en cualquier momento fueran a derrumbarse y a
enterrarme con los muertos.
—Estás aquí —dice el rey—. Al fin.
Viste una larga capa abierta por el pecho, con la capucha
escondiendo sus ojos de modo que la mitad de su rostro parece una
oscuridad infranqueable.
Mi madre también viste de negro, y juntos parecen confundirse
con las sombras.
Junto y aprieto mis manos.
Los cadáveres no están en cajas, sino alineados en el piso de dos
en dos hasta el fondo de la caverna, más allá de donde la débil luz
de las antorchas los alcanza.
Más de una docena.
Nunca había visto un muerto. Trato de controlar las náuseas.
Algunos parecen dormir en paz, pero otros tienen sangre, y lo
que hay más allá de la sangre: órganos, hueso y fluidos amarillos
que gotean de sus heridas abiertas.
Miro en otra dirección.
Yo estaría ahí, si no hubiera escapado de la Posada del
Anochecer.
Alineada junto a Nox.
—Ella no debería estar aquí —dice Theola al rey. Me mira
ferozmente con sus ojos amarillos, con una línea vertical al centro
—. No ha cumplido dieciocho, no tiene el juramento de sangre en
su interior, ni…
—Tiene que aprender —interrumpe el rey, en voz baja y
absoluta.
Hablan de mí como si no estuviera y, por una vez, quisiera que
fuera cierto.
—Será mejor que entienda sus deberes cuanto antes —continúa
el rey—. Todavía recuerdo lo nerviosa que estabas tu primera vez,
Theola.
Mi madre parpadea, como si le doliera recordarse a sí misma
cuando era joven, de mi edad.
—Cuando tenga dieciocho —insiste—. Es tradición que la
heredera…
—Basta —la orden del rey resuena a través de la catacumba—.
Va a observar y a aprender y eso es todo.
Su tono es definitivo, y su palabra es ley.
Theola asiente y lleva una mano al hombro del rey, delicada y
tranquilizadora.
—Por supuesto —dice ella. No quiere hacerlo enojar; cuando él
se enoja, el mundo tiembla—. Su majestad conoce lo que es mejor
para el reino.
Me mira sin dejar de acariciar el brazo del rey, como una mujer
domesticando a un lobo.
—Una bruja debe ser fuerte —añade Theola, notando mi palidez
—. Sólo los fuertes sobreviven.
—¿Qué debo hacer?
—Observar —dice mi madre—. Y aprender.
Theola se encamina a un cuerpo en la primera hilera, una mujer
no mucho más joven que ella, cuyo cuerpo es tan frágil que parece
hecho de piel, hueso y nada más.
Se arrodilla, su manto resbala por el suelo de piedra.
Presiona el corazón de la mujer con su mano, hasta llenarse los
dedos de sangre. Su olor salpica el aire.
Entonces, dibuja un símbolo: una espada envuelta en una
serpiente. La marca de la familia Somniatis.
Después, mi madre coloca un mechón de cabello en el pecho de
la mujer. El mechón que tomé durante el presagio, que ayuda a
atarla a este mundo.
—En nombre de las primeras brujas, yo te llamo —dice Theola.
Su voz salta por la cámara y se hunde en los muros—. En nombre
de la última magia, yo te llamo.
El cuerpo de la mujer se sacude y un gemido gutural suena por el
recinto.
Retrocedo un paso, tambaleante.
El gemido se eleva, volando por la bóveda como un eco atrapado,
hasta que el cuerpo toma aire de pronto.
La muerta se levanta, su pecho se agita mientras jadea en el aire
rancio y pútrido. Por un momento, está viva otra vez.
Parpadea y una sola lágrima, tan negra como la capa de mi
madre, recorre su mejilla ensangrentada. Su boca forma una
palabra.
No.
Theola presiona el símbolo en el pecho de la mujer.
—Yo te llamo —dice.
La boca de la mujer se estira como si la abrieran por la fuerza, y
sus ojos se ensanchan hasta volverse enormes discos negros. Su
cuerpo vuelve al suelo con un crujido, y lanza un grito inhumano.
Quiero correr de vuelta a mi cuarto, y encerrarme en el mismo
lugar del que siempre he querido escapar.
Correr y olvidar.
Corre y olvida.
Estoy quieta.
Me doy cuenta de que ya había visto lo que sigue. Cuando Asden
gritaba y pedía piedad aquella noche.
Nunca quise verlo de nuevo. Nunca quise recordar ningún
detalle, más allá de sus ojos. Sólo quería los buenos recuerdos;
nunca, nunca éste.
De la boca abierta de la mujer sale una sombra gris.
Aire y humo, y nada más. La cosa gris se arrastra por los labios de
la mujer y baja por su pecho, hasta las manos abiertas de mi madre.
Theola se incorpora y gira para entregársela al rey.
No alcanzo a ver los ojos del rey, pero su sonrisa es clara como la
aurora. Se relame, y yo vuelvo a contener el aliento.
El alma gira en las manos de mi madre, y el rey le acaricia la
mejilla.
—Mi belleza —dice. Se gira para verme con el mismo cariño a mí
—. Mis niñas Somniatis.
Las palabras me desgarran.
Son las mismas que dijo el día que murió Asden.
Toda esta noche es una repetición de aquélla.
Olvida, me ruego. Él no querría que recordaras esto.
Mi madre le devuelve la sonrisa al rey, pero cuando él baja la
mirada hacia el alma de la muerta, noto que el rostro de ella cambia.
Los labios de mi madre se contraen y, desde donde estoy, a un
metro de distancia, podría jurar que escucho su respiración
entrecortada.
Ella también lo recuerda.
El rey no se da cuenta; está regodeándose con su festín, y poco a
poco se inclina para tocar el alma con su boca.
Al principio, creo que se va a infiltrar en él, que la aspirará con
su aliento y todo esto habrá terminado muy rápido.
Entonces, lo escucho sorber.
Lo oigo tragar y masticar, como si el alma tuviera músculos y
huesos.
Presiono mi espalda contra el muro de la escalera, pero por
mucho que quiera desviar la mirada, no puedo.
Lo veo comer.
Éste es mi futuro, pienso.
Éste es el verdadero significado del juramento de sangre de mi
tatarabuela. Lo que prometió, lo que nos ata al rey por la eternidad
al cumplir dieciocho años, para que no podamos sino serle leales.
No significa salir de mi torre cuando quiera, ni quitarme los
guantes para repartir predicciones inofensivas a quien me las pida.
Significa arrancar almas del mundo y asegurarse de que nunca
lleguen al Río de la Memoria.
Ésta, de entre todas las magias maravillosas que alguna vez
existieron, es la única que queda.
El rey Seryth se limpia con el dorso de la mano y lanza un
suspiro temible.
—Otra —dice, con voz desgarrada. Voraz.
Mi madre se gira hacia los cuerpos que quedan, y escoge otro.
12
SELESTRA
Después de la extracción, me retiro rápidamente a mi habitación.
Me baño, desesperada por limpiar la muerte de mi piel. Me
siento sucia y corrompida. Incluso después, cuando estoy a punto de
meterme a la cama, sigo sin sentirme lo bastante limpia. El recuerdo
persiste en mí.
—Ya tienes demasiado largo el cabello.
Me detengo al pie de la cama cuando mi madre entra a la
habitación.
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
Nunca viene de visita.
Las brujas tienen deberes más importantes.
—El rey y yo te hemos notado diferente estos últimos días —dice
Theola, mirando mi cama sin tender con el ceño fruncido—. Te ves
distraída. Vacilante.
Trago saliva.
—No es eso, es que estoy…
Descubriendo el monstruo en el que debo convertirme pienso.
Descubriendo que si no sobrevivo a este mes, podría ser yo la que acabe en
uno de esos tablones de la cripta.
El entrenamiento de Asden no me va a salvar. No lo salvó a él.
Quiero tan desesperadamente contarle a mi madre la verdad
sobre mi visión con Nox y todo lo que ha pasado, pero sé que eso
terminaría en un desastre. El juramento de sangre no la dejará
guardar el secreto. El poco amor que todavía pudiera sentir por mí
palidece en comparación con su lealtad al rey.
Tal vez eso me va a pasar a mí también.
Cumpliré dieciocho y no tendré control sobre mi destino, ni seré
capaz de resistirme a las órdenes del rey.
En verdad, me convertiré en un monstruo.
—¿Amas al rey? —le pregunto de pronto.
—Todas amamos al rey —dice mamá enseguida, como si fuera el
coro de una canción—. Es nuestro deber y nuestro juramento.
Me muerdo el labio.
Nunca le diría esto a ella, pero no creo que el amor sea un deber,
y si es una promesa, no es una que hiciera yo.
—No vine aquí a hablar de amor —dice Theola con severidad—.
Vine a advertirte que tengas cuidado. Contrariar al rey no terminará
bien.
Su voz está cargada de una ruda advertencia.
Ya es todo lo que recibo de mi madre: rudeza y advertencias, y
nunca nada parecido a ternura o esperanza.
—Ordena que estés aquí encerrada por el resto del mes —
proclama—. En castigo por haber dado a Nox una fecha de muerte
equivocada y por tu extraño comportamiento, la puerta de tu
habitación quedará sellada con magia. No podrás salir por ningún
motivo, ni siquiera para asistir al banquete dentro de dos días, ni a la
ceremonia del deseo al final de la semana. Y usarás este tiempo para
pensar en tu futuro. Para pensar en el futuro de todos nosotros —
dice, mientras la miro fijamente.
Ya no existe la mujer que me hablaba de la diosa, y cuyos suaves
dedos me cepillaban por las noches.
Extraño la manera en que solía mirarme, cuando yo era tan
pequeña que no sabía apreciarla. Ahora, cuando sus ojos se
encuentran con los míos, sólo reflejan incertidumbre.
Gravedad.
—Sé que tengo mucho que aprender para ser como tú —le digo.
Theola da un paso atrás y sacude la cabeza, como si acabara de
decir algo imposible.
—No puedes aprender a ser algo que no eres —su voz es un
suspiro—. Y tú nunca has sido como yo, Selestra.
Me mira con un destello que juraría que es de dolor. Después, se
da media vuelta, con el vestido precipitándose como alas negras a
sus espaldas, y huye tan velozmente como si quedarse más tiempo
la pudiera hacer prisionera a ella también.
Como si fuera el castillo el que atrapa a las personas, y no el
hombre que lo construyó.
Theola se va sin cerrar la puerta, y se siente como un reto. Una
puerta abierta, de la que no puedo salir a ninguna parte.
Su magia, la magia de nuestra familia, me tiene atrapada en el
interior.
No me molesto en cerrarla cuando me subo a la cama y cierro
con fuerza los ojos, rogando que llegue el sueño para que este día
termine.
No sé cuánto tiempo paso ahí acostada, pero en algún momento
el mundo desaparece.
En algún momento, sueño horrores.
Recuerdos.
Tengo catorce años y la luna está cubierta de sangre.
El Gran Salón es constante, infinito, inmenso. Se yergue a mi alrededor,
me encierra, envolviendo mi pecho con brazos gigantescos.
Las joyas de los tronos sonríen como dientes, como la boca de una gran
bestia que quiere comerme entera, con piel y huesos y todo.
—Tú los mataste —dice Asden.
Es la primera vez que lo escucho hablar.
Quiero atesorar esas palabras, encerrarlas en mi corazón, pero son tan
terribles que me tiemblan las manos.
Los ojos de Asden son castaños y tristes, y aunque su voz es gentil, sé que
lucha por no rugir.
Me hace pensar en algo desgarrado, roto: un vestido arruinado, un
jarrón despedazado. Algo destruido, inútil ahora.
—Eran inocentes —dice—. Sólo querían su libertad.
Hay tanta autoridad en él, en este jarrón destrozado de hombre.
Su manera de erguirse en su gran uniforme, con sus medallas brillantes
y su cabeza elevada para ver al rey directo a los ojos.
No es sólo un soldado, ni un entrenador de la guardia de palacio. Es un
general.
Valeroso.
Imponente.
Roto pero no destruido.
Me escondo detrás de mi madre, con las manos aferradas a la tela de su
vestido de noche.
Tengo miedo. No de Asden, sino de cuánto más puede destrozarlo el rey.
El rey golpetea su trono muerto con los dedos.
—Nadie es inocente —dice—, y nadie tendrá nunca verdadera libertad.
Mi madre se tensa, y me empuja a su espalda.
—¿Todo esto por una espada, Seryth? ¿Realmente lo vale? —pregunta
Asden.
Mi madre traga saliva cuando llaman al rey por su nombre.
Traición.
Es una traición llamar al rey de cualquier forma que no sea “su
majestad”.
La sonrisa del rey sube arrastrándose por un lado de su rostro.
—Lo vale todo —dice—. Incluso tu vida, viejo amigo.
Asden no parpadea ni sale corriendo, aunque seguramente prevé lo que
está por venir.
Quiero gritarle que escape, que lleve consigo sus ojos tristes y su voz
quebrada, y corra.
Pero ni yo grito ni él se mueve.
—Selestra —dice el rey.
A mi madre se le rompe la respiración. Se le parte limpiamente en dos
cuando el rey me llama.
Él extiende un brazo.
Tengo que moverme, pero la mano de mi madre sostiene mi hombro con
firmeza, me mantiene fija junto a ella.
—Selestra —repite el rey.
Pero no me está mirando a mí, sino a mi madre, que traga saliva y me
libera.
El rey señala a Asden. Por un momento, pienso que ha descubierto que
entrenábamos en secreto y quiere castigarme a mí también, pero su gesto es
sereno.
Esto no es por mí o por nuestro entrenamiento, es por algo más.
Una traición mucho más profunda.
—Mira. Toca. Aprende —dice el rey.
Y aunque mi madre ruega y sus ojos se humedecen, doy un paso
adelante.
—No estamos en el Festival —dice ella—. Ver su futuro no te dará su
alma.
—No me importa su alma —dice el rey.
El corazón me golpea cuando Asden me mira.
Me quito el guante, y él extiende la mano para que pueda tocarla con la
mía. Me aprieta con suavidad, para que sepa que todo está bien. No está
enojado.
No se resiste. No ruega.
Ninguno de los dos lo hacemos.
Es nuestro destino y lo aceptamos.
Cuando llega la visión, es oscura y turbia. Un viento tan frío que muerde
mi piel me recorre la mente.
Nos veo como estamos en ese momento. En esa habitación. En ese
segundo.
Y Asden grita en mi mente y una lágrima escapa de sus ojos. Esa lágrima
flota por el aire y se hace humo.
Se vuelve un alma. Gris, delgada.
Suelto la mano de Asden y casi caigo al suelo, pero mi madre me sostiene
en sus brazos y me abraza fuerte, muy fuerte, con su mano presionada
contra el batir de mi corazón.
—Todo está bien —me dice, arrodillada para quedar a mi altura.
Miro a Asden, a mi amigo y maestro, mientras mi madre esconde su cara
en mi cuello, susurrando, susurrando palabras sólo para mí.
—Todo está bien —me dice otra vez.
Mis ojos se encuentran con los de Asden, amables, castaños y resignados.
Debiste haber corrido, pienso. O peleado, como me enseñaste.
—Hoy —le digo, aunque él ya lo sabe. Mi voz es pequeñita, apenas un
susurro—. Vas a morir hoy.
Quiero llorar.
Asden mira a mi madre.
—Promete que no permitirás que mi hijo pague por esto —le dice—.
Protégelo como quisieras protegerla a ella.
El rey se levanta del trono y se acerca.
—Tu hijo será un buen soldado —dice mi madre, hablando a toda
velocidad, antes de que el rey la interrumpa, y entonces se incorpora como
una poderosa torre—. Si es leal, persistirá.
—Sí —dice lentamente el rey. Su voz está hecha de sombras, sus dedos se
clavan en el hombro de mi madre—. Él persistirá. Pero tú no.
Asden toca su espada, y contengo el aliento, esperando que la desenvaine
y pelee. Que luche con fuerza y determinación, como me enseñó a hacerlo.
Pero no lo hace.
Sabe que será inútil.
Ningún ritual tiene lugar cuando mi madre toma su alma. No hay
negociación, ni elección. Sólo su poder, que se eleva en torno a nosotros
mientras arranca el alma de Asden de su cuerpo y la luz de sus ojos.
Los gritos de Asden aferran mi corazón, apretando y constriñendo hasta
que no puedo respirar.
Esto no es parte del Festival, ni busca la inmortalidad del rey.
Pretende servir de lección.
No quiero ver esto, pienso. No quiero saber esto.
Olvida. Olvida. Olvida.
—Está hecho —dice el rey cuando Asden se desploma.
Mi maestro, desaparecido en un instante. Uno de mis consuelos en este
castillo, arrancado de mi lado.
Asden parpadea, sólo una vez, con la boca abierta, antes de que un
suspiro final deje sus pálidos labios.
Y entonces, ya no está. Es nada.
El rey extiende la mano y me acaricia la cabeza. Sus dedos se sienten
como insectos en mi cabello.
—Mi belleza —dice, mirándome con los labios apretados en una delgada
sonrisa—. Mis niñas Somniatis.
Voltea hacia mi madre y ya no hay nada en sus ojos cuando ella le
devuelve la mirada. No queda miedo ni arrepentimiento, ni esa hermosa
chispa brillante que solía ver en ella.
Está vacía, y no me verá nunca más.
—Sí —dice—. Somos tuyas.
Mis ojos se abren de golpe.
En medio de la noche, mi corazón late a toda prisa, un pequeño
ruido me saca del sueño.
Un crujido.
Un paso.
Es suave y ligero, y me pregunto si mi madre regresó a
castigarme más. Aprieto los dientes, estabilizo la respiración y me
levanto rápido de entre las sábanas.
La antorcha junto a mi cama crepita.
Y entonces, lo veo.
El rostro de Asden flotando sobre el mío.
No, no es Asden, me doy cuenta muy pronto.
Es el muchacho que se parece tanto a su padre.
El muchacho que no puedo creer que no haya reconocido antes.
Nox Laederic se cierne sobre mí con un cuchillo.
13
SELESTRA
Qué tonta fui de no ver el parecido hasta ahora.
Asden nunca me habló, así que nunca supe de su vida o de su
familia, y nunca me han permitido hablar con nadie para
investigarlo por mi cuenta, ni siquiera después de su muerte. Me
enteré de su nombre porque oí a alguien de la corte mencionarlo
unos meses después de que empezamos a entrenar.
Caer en cuenta de que su nombre era Asden Laederic, después
de tanto tiempo, hace que todo me dé vueltas. Nox, el mejor
soldado del rey, es el hijo del hombre que me enseñó a ser fuerte.
El hijo que ató su destino al mío.
Trago saliva, y Nox aprieta el cuchillo con más fuerza.
—Buenas noches, princesa —dice.
—Ya pasó tu hora de dormir, ¿no? —le pregunto, sintiendo una
valentía feroz en mis entrañas.
No estoy asustada.
Hay un soldado de la Última Guardia en la oscuridad al pie de mi
cama, con un cuchillo que brilla a la luz de la luna. Debería
asustarme, pero no es así.
—Nunca duermo —responde Nox, y se acerca a mi ventana,
veloz como la brisa—. ¿No vas a gritar?
—¿No vas a acuchillarme?
—Tal vez —dice.
El viento de la ventana agita las cortinas junto a sus pies.
—Me estoy tomando mi tiempo, asesinar es complicado —añade.
Mentiroso, pienso.
Si Nox quisiera matarme, ya lo habría hecho.
Me siento más lejos de él, empujo la almohada contra la cabecera
y me recargo para retarlo a demostrar quién es.
En verdad, es la viva imagen de su padre. ¿Cómo pude no darme
cuenta? ¿Cuántos detalles de aquella noche arrojé a los pozos de
oscuridad en mi interior?
¿Qué diría Asden si nos viera ahora?
—No hay prisa —le digo.
Nox es como una sombra, parte de su rostro está iluminada por
la vela, y la otra parte está cubierta por la noche, de modo que sólo
veo la mitad de él.
Sólo un lado de Nox Laederic. Pero sospecho que tiene muchos
más.
El cuchillo que sostiene centellea a la luz. Asden hubiera estado
orgulloso de mostrar el arma en los estantes de nuestro viejo salón
de entrenamiento. La empuñadura es roja como una rosa, y se
derrama hasta una hoja del más puro negro.
Me pregunto si fue un regalo de padre a hijo.
—En serio, ¿qué haces aquí? —pregunto.
—Quiero hablar de mi futuro —Nox echa una mirada por la
ventana, al tentador abismo—. Quiero una segunda predicción.
Estoy entre la risa y la incredulidad.
—¿Olvidaste que mi madre y el rey te la ofrecieron y tú la
rechazaste?
—No quiero que venga de ellos, quiero una tuya.
No tengo la menor idea de por qué querría eso. Si lo que busca es
una visión, la mejor fuente será una verdadera bruja.
Quien hace apenas unas horas entró a esta misma habitación
para advertirme que no me portara mal. Dar a Nox su predicción sin
permiso sería justo eso: portarme mal.
Nox se mueve hacia la luz, sin soltar el cuchillo.
—Me ayudaste una vez, puedes ayudarme de nuevo —lo miro
con desaprobación, pero no le importa—. Si no lo haces, le diré al
rey que me salvaste en la taberna la otra noche, con lo cual lo
privaste de reclamar mi alma.
Me quedo boquiabierta.
Cómo se atreve a chantajearme con el hecho de que salvé su
vida. No puedo creer su descaro.
Aparto las cobijas y me levanto.
La madera se siente fría bajo mis pies mientras me aproximo a
Nox. Lo miro directo a los ojos. Está tan cerca que puedo ver la
cicatriz de su cara.
Trago saliva recordando cómo se sintió tocarlo.
—Deberías tener cuidado de a quién amenazas —le advierto.
Sólo me observa.
—¿Exactamente, qué vas a hacer?
Sin advertencia, le dirijo un codazo al vientre como me enseñó
su padre. Sólo que Nox se hace a un lado justo a tiempo, así que
giro y me lanzo por su cuchillo.
Apenas rozo la empuñadura antes de que él lo quite de en
medio, cortándome la palma de la mano.
Retrocedo, llevándome la mano herida al pecho.
En un parpadeo, su cuchillo está en mi garganta.
—Impresionante —dice Nox—. Pero no muy inteligente.
Mantengo firme mi mirada.
—¿Estás hablando de mí o de ti?
Presiona el cuchillo contra mi piel.
—No sabía que las brujas necesitaran aprender a pelear.
—Te sorprendería la cantidad de cosas que ignoras sobre mí.
Nox sonríe enseguida, como si no hubiera podido evitarlo.
—Estoy seguro.
Baja el cuchillo y mira mi mano.
Me arde, pero no es nada comparado con mis heridas de
entrenamiento; la curaré en unos minutos. Me preocupa más la
sangre en el piso. Tendré que limpiarla antes de que se den cuenta.
—Me salvaste la vida en la taberna —dice Nox.
Agito mi mano herida frente a su cara.
—Y así es como lo agradeces. Comprenderás que no muera de
ganas de volver a hacerlo.
Miro sus ojos, del color de la corteza de un árbol, y adivino que
está dudando entre disculparse y cortarme la garganta para acabar
con esto de una vez.
—Intento convencerme de que no eres malvada —dice—, pero lo
estás haciendo muy difícil.
—Todas las brujas son malvadas —le recuerdo. Porque es verdad.
Es la enseñanza principal de mi madre. Y si Nox supiera lo que le
pasó a su padre, ni siquiera habría discusión.
—Y aun así, por alguna razón no te mato —dice Nox.
Para él, todo se reduce a matar o que te maten. No entiende lo
que se siente tener un problema que no se resuelve a golpes, o que
no se puede resolver y punto. Tener que soportarlo. Para siempre.
Nunca ha tenido que convivir con sus enemigos porque siempre
ha tenido permitido enfrentarlos. Aun ahora, en el dormitorio de
una bruja Somniatis, sólo entiende dos opciones.
Qué afortunado es de tener opciones, después de que me quitó
las mías.
—Selestra —dice. Mi nombre suena raro en sus labios. Le
imprime un tono melodioso que nunca adquiere cuando lo usa mi
madre o lo gruñe el rey—, vas a darme mi visión.
Entorno los ojos y trato de hacer a Nox a un lado. Es un último
gesto de desafío antes de saber que voy a ceder. Después de todo, si
ayudar a sobrevivir a Nox me ayudará a sobrevivir a mí también,
sería una tontería negarme. Pero cuando lo empujo, es como
empujar una estatua; no se mueve en absoluto, excepto para
sacudirse el chaleco como si se lo hubiera ensuciado de muerte.
—Tienes que mejorar esos modales —me dice, moviendo su
cuchillo en el aire—. Después de todo, soy un invitado.
Almas, él es insoportable.
Maldigo a la muerte por adherir nuestros destinos como resina
de árbol.
—No te tengo miedo —le digo—. Y si crees que puedes
intimidarme para que te ayude, estás equivocado. Lo que tienes que
hacer es pedirlo por favor.
Trato de empujarlo de nuevo, un gesto tan pequeño, tan
insignificante.
Excepto que esta vez Nox aferra mis muñecas, y cuando
descubro que no llevo guantes y veo sus cejas alzarse con
satisfacción, ya es demasiado tarde.
Mi pulso golpea sus dedos.
Su piel arde en la mía.
Y llega la muerte.
Estamos en el castillo y el rumor del trueno sacude tanto mis huesos que
me tiemblan las piernas.
Allá afuera, el cielo está negro de ira.
Nox me lleva de la mano enguantada a través de los salones del castillo.
Intento seguirle el paso, pero va muy rápido y tropiezo.
Su mano resbala de la mía.
Caigo sobre las piedras.
Me jala de nuevo hacia arriba, pero mientras lo hace estalla un
relámpago en la ventana junto a nosotros y los vidrios rotos se esparcen sobre
el mármol.
El rey y Theola salen de las sombras.
—Sé lo que hicieron —dice el rey—. No hay dónde esconderse.
Retrocedo, pero el corredor se ha transformado en una habitación
diminuta y estamos encerrados. Sólo puedo ver la luna oscureciéndose a lo
lejos.
El rey voltea hacia Nox, con un aire de decepción entretejido en el
disgusto.
—Te pareces tanto a tu padre —dice—. Él con su maldita espada, tú con
tu maldito mes…
Nox me empuja detrás de él.
—Mátalos —ordena el rey—. Mátalos como los asquerosos traidores que
son.
Theola avanza hacia nosotros, agrandando los ojos amarillos, mientras
una lengua bífida surge entre sus dientes.
—No puedes matarme —grito—. ¡Soy la heredera Somniatis!
El rey esboza otra afilada sonrisa, hambrienta de destrucción.
—No necesariamente —dice—. Theola puede hacerme otra.
Pone una mano en el vientre de mi madre, para burlarse de mi propia
irrelevancia.
—Adiós, Selestra —dice mi madre…
Y entonces Nox me sacude, haciéndome regresar al mundo real
con tanta prisa que casi me truena el cuello.
Sus manos aún envuelven mis muñecas, sus ojos buscan los míos
tratando desesperadamente de ver lo que he visto.
Intento hablar, pero se me atoran las palabras.
La marca de serpiente me duele en la palma.
—¿Qué pasa? —pregunta Nox.
Le devuelvo la mirada al joven soldado y veo mi futuro nadando
en sus ojos.
Si él muere, yo muero. Cada vez.
Es una anomalía, una broma del destino. El hilo del futuro es
una delgada cadena que nos mantiene unidos. Una parte de mí
pensaba que tal vez alejándome de Nox, en lugar de buscarlo, podría
escapar. Pero es claro que el destino no nos permitirá separarnos.
Mientras Nox sea parte del trato, yo lo soy también.
Entonces comprendo que no estoy a salvo en el castillo que ha
sido mi hogar, ni entre los muros que el rey dijo haber construido
para protegerme.
No estoy protegida en absoluto. Soy reemplazable.
Y cuando el rey devore el alma de Nox, seguirá con la mía sin
pensarlo dos veces.
No puedo quedarme sentada hasta que eso pase.
Si Nox quiere ayuda para sobrevivir este mes y engañar a la
muerte, bien.
Pero deberá sacarme primero de este castillo.
14
NOX
—¿Cómo moriré?
Sé que ella lo ha visto.
Selestra tiene la misma mirada que la primera vez que vio mi
muerte. Una mirada de miedo, a la que me temo que nunca voy a
acostumbrarme.
—Déjame adivinar —le digo—. ¿Me matarás con tu encantadora
personalidad?
Selestra se suelta de mí, y en ese momento me doy cuenta de
que seguía sosteniendo sus muñecas.
De pronto, siento frío.
—No es gracioso —dice.
—Es verdad —respondo, metiendo las manos en los bolsillos—.
Tu personalidad ni siquiera es tan encantadora, en realidad.
—Morirás al final de esta semana —sus palabras rezuman
resentimiento—. Durante la ceremonia del deseo.
Así de fácil.
—¿Cómo?
—Mi madre.
Selestra se estremece al decirlo, y yo quisiera entender por qué.
Sólo por una vez, quisiera saber todo lo que le pasa por la cabeza
a Selestra Somniatis y por qué, siendo una chica que supuestamente
se deleitaría con la muerte, parece aborrecerla.
Destruye todo lo que creía saber de las brujas, poniendo de
cabeza mis planes y todo lo que creí que mi padre esperaba de mí, al
punto de que ya no tiene sentido.
Selestra se aparta el cabello de la cara con violencia.
La luz de la luna acaricia su mejilla.
Bruja, me digo otra vez, para calmar mi pulso acelerado.
Bruja. Bruja. Bruja.
—Nunca debiste pedir un presagio en primer lugar, y yo no debí
haber visto… —Selestra se interrumpe para dirigirme una mirada de
furia—. Lo arruinaste todo.
—Bueno, ya es un poco tarde para cambiarlo. ¿Dónde ocurrirá?
Selestra suspira.
—Corrías por los salones del castillo. La luna no estaba tan alta,
así que debe ser antes de que comience la ceremonia del deseo.
Río un poco.
Sé que no debería verme complacido frente a la muchacha cuya
familia voy a poner de rodillas, pero si el rey y su bruja conspiran
para asesinarme en este castillo, justo antes de llegar a mitad del
mes, eso quiere decir que él no sólo conoce mis intenciones, sino
que piensa que tengo una oportunidad de lograrlo.
Y me tiene miedo.
Selestra abre mucho los ojos ante mi sonrisa.
No entiende que ésta es la oportunidad que estaba esperando: la
posibilidad de que el gran Seryth de las Seis Islas, el inmortal, le
tema a la muerte.
—En verdad, eres como tu padre —dice ella.
Eso hace desaparecer mi sonrisa.
Afuera, la luna se esconde tras una pequeña nube, y la
habitación de Selestra se oscurece junto con mi ceño fruncido.
—¿Qué acabas de decir?
No quiero que el nombre de mi padre surja de sus labios
escarlata.
Selestra levanta la barbilla, ignorando mi enojo.
—Eso dijo el rey en mi visión —dice rápidamente, pero su gesto
irritado indica que hay algo más—. Que eres como tu padre, él y no
sé qué espada que lo hizo un traidor.
—¿Qué espada?
Vuelvo a acercarme a ella y Selestra retrocede con las manos a la
espalda, como si temiera que podamos tocarnos otra vez.
—No lo sé —dice—. Todos ustedes tienen espadas, ¿o no?
Sí, todos tenemos espadas. Pero mi padre sólo hablaba de una.
La espada de los cuentos de hadas, tan fuerte que puede matar a
un inmortal. Una espada forjada por las brujas de Thavma antes de
que el rey y la tatarabuela de Selestra acabaran con ellas en la
Guerra Verdadera.
La última esperanza a la que se aferra la isla de Polemistés al sur.
Según mi padre, la razón por la que el rey nunca cesará en su
intento por conquistarlos.
—¿Era una espada mágica? —pregunto, ansioso por saber.
—Una espada mágica… —repite Selestra—. ¿Eres un niño o qué?
Cuando descubre que hablo en serio, frunce el ceño y aparece un
hoyuelo entre sus cejas, tan profundo como los que adornan sus
mejillas.
—La única magia que existe está en mi sangre —dice—. Isolda
Somniatis se encargó de eso.
Pero ¿y si se equivoca?
¿Y si mi padre tenía razón y el rey teme a la Isla del Sur porque
ellos tienen el poder para destruirlo? ¿Por qué más la mencionaría el
rey en la visión de Selestra?
Si así fuera, entonces no necesito esperar hasta fin de mes para
que la muerte me encuentre. Micah dijo que necesitaba un plan de
respaldo y éste podría ser.
Mi oportunidad de cambiar el juego y matar al rey antes de que
él pueda detenerme.
—Supongamos que existe una espada —dice Selestra,
estudiándome con incertidumbre—. ¿Qué poder tiene?
—Es una espada —respondo—. Tiene el poder de atravesar cosas.
Al pensarlo, aferro mi cuchillo de nuevo, listo para volver a
ponérselo en el cuello a Selestra. Aunque no estoy seguro de lo que
haré después.
—¿Le dirás a tu madre y al rey que me diste un segundo
presagio? —pregunto.
—Ay, por favor —dice, sin miedo—. No vas a matarme. Me
necesitas, ¿lo recuerdas?
Dejo caer el cuchillo a un costado con resignación.
—Y entonces, ¿qué hacemos?
Selestra me da la espalda y se dirige a su buró para sacar un par
de guantes de un cajón, un poco tarde.
—Debes partir de Vasiliádes.
—¿Es una orden, princesa?
—Sí.
Selestra se muerde el labio, y cuando sus ojos vuelven a mí, me
doy cuenta de que no quiere decir lo que está a punto de decir.
—Y vas a llevarme contigo.
Parpadeo, tratando de ocultar mi sorpresa.
—Cuando te vayas para escapar del rey o para buscar tu espada
mágica, yo iré también.
Me recargo en la pared y cruzo los brazos en un movimiento
lento.
—Ah, ¿sí? —pregunto, divirtiéndome con sus intentos por
ocultar su mirada de desesperación—. Ya has escapado sola del
castillo sin problemas, princesa. ¿Para qué me necesitas ahora?
—Nunca he salido de la isla. Me sacarás de Vasiliádes.
Apoyo una pierna contra la pared detrás de mí, reclinándome
aún más. Mientras más tranquilo parezco, más preocupada se ve
ella.
—¿Qué más apareció en tu visión? —pregunto.
—Eso no importa.
—A mí me importa.
Selestra tensa la mandíbula.
—Me tiene sin cuidado lo que a ti te importe —se mira el
brazalete, la misma joya que me hizo sospechar de su disfraz en la
Posada del Anochecer.
Entrecierro los ojos como si eso me ayudara a adivinar algo de
ella.
Es como un rompecabezas hecho de las piezas de otras personas.
Me pregunto si ella misma sabe quién es, más allá de lo que se
espera que sea.
—Digamos que el rey se va a enterar de que te ayudé —dice—.
En mi visión, me amenazó. Y no puedo vivir más prisionera de lo
que soy, así que quiero irme.
Es lo más cercano a la verdad que ha dicho, pero que sea cercano
no lo hace la verdad completa, y no me agrada el tono que usa
cuando habla del rey.
Se empequeñece de una manera que me hace sentir compasión
por ella. Y ¿por qué yo voy a compadecerme de la pobre princesita
encerrada en su castillo, a la que le dan todo lo que pide, incluido el
poder de controlar la muerte?
Por mucho que Selestra me mire con esos ojos de angustia, no
puedo adivinar qué partes de ella son reales. Tanto sus historias
como su tristeza podrían ser parte de un plan mayor para
traicionarme.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—Porque no tienes opción —dice—. Pocos escapan de la muerte.
Si quieres salir de ésta vivo, necesitas a una bruja.
Tiene razón.
Ésa es la razón por la que estoy aquí, para empezar.
Si quiero ser el primero de las Seis Islas en sobrevivir a la Luna
Roja, necesito sus presagios.
Además, la magia atrae a la magia, así que si esa espada existe,
Selestra podría ser el conducto para encontrarla. Quizá por eso mi
padre no pudo hallarla. La heredera podría ser la clave.
Para encontrar la magia, matar al rey y vengar la memoria de mi
padre.
—¿Tenemos un trato? —pregunta Selestra—. Te doy mi palabra
de que te ayudaré a sobrevivir si tú me ayudas a escapar.
Envaino el cuchillo en el cinturón, sabiendo que no tengo otra
opción.
Lo que importa ahora es ganar, y si tengo que pactar con unos
cuantos monstruos en el camino, que así sea.
—Nos dirigiremos a Polemistés —digo—. Cuenta la leyenda que
ahí está la espada que mencionó el rey. Y es el único lugar adonde
no puede seguirnos.
—¿Por qué tu familia está obsesionada con esa espada? —
pregunta Selestra.
—Es la clave para matarlo —respondo simplemente—, justo
como mi padre quería.
Espero para ver su reacción.
—¿Tu padre? —pregunta casi con timidez.
Vuelve a fruncir el ceño con ese hoyuelo y entrecierra los ojos.
No sé si de molestia o intriga.
—Nos vemos en el laberinto central la noche del banquete, una
hora antes de que salga la luna —digo—. Todos estarán muy
distraídos para notar que te vas.
—En el laberinto no —dice Selestra, sacudiendo la cabeza—. Ya
no debes acercarte al castillo ni a mi madre, es demasiado riesgoso.
—No sabía que te preocupara tanto mi seguridad, princesa.
—Me preocupa que maten a mi escolta antes de que pueda
sacarme de la isla.
Sonrío ante la respuesta.
—¿Puedes salir del castillo sola?
—He escapado de aquí desde que era niña.
—Entonces, te veré en la base de la montaña —concedo—. Pero
que quede claro que si esto es una trampa, te mataré. Y si llegas un
minuto tarde, me iré.
Es un alarde en parte, porque irme sin Selestra y sus visiones me
deja sin forma de encontrar la espada o sobrevivir a más encuentros
con la muerte.
Pero mientras menos crea ella que la necesito, mejor.
—Ahí estaré —dice Selestra, y me extiende la mano, ya
enguantada, en juramento—. Lo prometo.
Estrecho su mano, cerrando los dedos sobre su palma. Su magia
echa chispas entre nosotros, como un fósforo a punto de
encenderse.
Con la heredera de mi lado, derrocaremos un reino.
15
NOX
Está oscuro, que es cuando Vasiliádes brilla más.
Lejos de la vigilancia del castillo que flota sobre ellos como un ojo
omnisciente, cuando hasta los soldados se ponen un poco alegres y
el olor a sal y pescado del Mar Infinito recorre las calles.
De noche es cuando esta isla se puede relajar, porque sabe que
nadie la está vigilando.
—Pensé que tu plan era seguir con vida —dice Micah mientras
recorremos el estrecho callejón.
—Pareces nuevo —lo regaño—. ¿O le temes a la oscuridad?
La luna está en su cenit, pero la luz de las linternas de la calle es
tenue, sus llamas brillan apenas.
Los edificios a cada lado son como muros que se elevan húmedos
y retorcidos hacia la noche. El suelo está mojado, aunque no
recuerdo que haya llovido, y casi todas las ventanas están demasiado
oscuras para ver al interior.
Sólo algunas tiendas tienen los nombres grabados en sus puertas
de madera, o pintados en pequeñas insignias, pero casi ninguna
muestra a los transeúntes lo que son o lo que venden.
El que sabe, sabe, y el que no, mejor sigue su camino antes de
que lo descubran.
Llegamos a la puerta, donde Leo ya nos espera.
Ni siquiera tengo oportunidad de llamar. En cuanto levanto la
mano, la puerta se abre y Leo está ahí, viéndome como si hubiera
llegado tarde a una cita jamás pactada.
El rojo intenso de su cabello me recuerda a los zorros que se
esconden en el jardín de las barracas de los soldados, y casi puedo
jurar que lleva la misma camisa e igual delantal que la última vez
que vinimos.
—Por fin —dice Leo—. Pasen. Rápido, rápido. La acabo de
arreglar. Se ve más bonita que antes.
Si algo puede decirse de Leo es que siempre está complacido con
su propio trabajo.
—Adentro, adentro —nos apresura, y enseguida nos lleva a la
trastienda.
Cuando entramos, sólo nos rodea la oscuridad. Leo tarda un poco
en encender el aro de aceite que rodea el recinto.
Las llamas saltan de su fósforo y se extienden como un anillo de
fuego, disipando toda sombra en sólo segundos.
Y entonces la veo, en el centro del taller.
Nuestro boleto fuera de esta maldita isla, hacia Polemistés.
—No. Ni por todas las almas nos vamos a subir en eso —Micah
retrocede, negando enérgicamente con la cabeza, con la mirada fija
en el artefacto—. ¡Ya sabía que por algo no me habías dicho qué era!
“Una sorpresa”, dijiste. ¿La sorpresa era que íbamos a morir?
Voltea hacia mí acusador, pero yo sólo le sonrío.
—Es hermosa —digo, porque lo es.
—Es una trampa mortal —escupe Micah—. Por algo estas cosas
nunca pasan la inspección, Nox. ¡Son inventos locos!
—Mi bebé nunca ha fallado en las pruebas —sostiene Leo—. Ha
pasado todas.
—¿Y qué sería de la vida sin un poco de peligro? —pregunto.
—Seguiría viva —responde Micah, y posa una mano sobre mi
hombro como para ponerme los pies en la tierra, pero con esta
máquina frente a mí, eso es lo último que podría pasar—. Me
pediste que te ayudara a sobrevivir. Me pediste que te ayudara a
escapar de Vasiliádes. Pero ¿ahora quieres que me suba a esa cosa?
Tengo que poner mi límite en algún punto.
—Puedes poner tu límite en el trasero —exclama Leo, agitando
una mano detrás de él. Se acuclilla junto a su máquina y retoma el
trabajo de pintarla—. Soldaditos tontos con miedo a las alturas.
Leo ríe para sí y Micah me mira con las cejas levantadas. Hay
incredulidad en cada gesto de su rostro.
Micah siempre necesita un empujoncito para arriesgar su vida.
—Es el plan perfecto —le digo—. Podremos cruzar volando los
remolinos de Polemistés.
—No creo que esta cosa consiga cruzar la calle siquiera.
—¡Es resistente! —nos grita Leo—. Mi chica es como un ave.
—Parece más bien un pollo —dice Micah.
Leo vuelve a mojar su brocha en la pintura.
—Ah, pero los pollos no vuelan…
—¡Exacto!
Los ignoro y miro la maravilla que hay ante mí.
No tiene nombre.
Cuando las estaban probando por primera vez —y mandando
directamente al basurero después de que ninguna aguantó un viaje
completo—, el rey las llamaba aves no voladoras.
—¿Cómo se llama esta cosa? —pregunto a Leo.
—Anna-María —responde—, como mi mujer. Pero ella la llamaba
nuestra mariposita.
Una mariposa.
Es perfecta.
El globo es tan alto que roza el techo del taller, en forma de gota
de lluvia y del mismo negro azulado del Mar Infinito, cubierta de
estrellas plateadas que parecen un reflejo.
Será el camuflaje perfecto cuando nos escondamos entre las
nubes.
Toco la canasta asegurada bajo el globo. Está hecha de árboles
tejidos, oscuro roble rojo y cañas, entrelazados como una cobija.
Tiene espacio suficiente para media docena de personas, y alcanza
para recostarse y llevar víveres. Incluso hay una pequeña cabina
para una letrina en la esquina. Cuatro grandes llamas arden sobre la
canasta como un techo, respirando su calor infernal hacia el globo
que las cubre.
Éste es el único camino fuera de Vasiliádes que el rey no puede
rastrear. Un camino a la Isla del Sur que evitará todos sus escollos y
remolinos.
Saco el bolso de chrim que casi me cuesta la vida en la taberna
del Anochecer.
—¿Podrías tenerla lista para mañana? —pregunto.
Leo se levanta, limpiándose el aserrín de las rodillas.
—Ya está lista.
—Entonces, tenemos un trato.
Le extiendo la mano, y sonrío cuando me da la suya.
Mañana en la noche nos iremos de Vasiliádes para siempre, en
busca de la espada que mencionaba mi padre. La clave para destruir
al rey.
Micah, yo, y una princesa de la magia y de la muerte.
16
SELESTRA
Abro la ventana de mi dormitorio.
El sol se adentra en su sueño, jugando con el color de los
tulipanes y los duraznos.
Pronto, la luna se levantará contra la oscuridad y la noche
colgará sobre mi habitación como una sombra.
No estaré aquí para eso.
Mi madre selló la puerta con magia, pero no pensó en las
ventanas.
La bolsa a mi espalda se siente ligera, y me pregunto si debería
meter algo más de ropa, o tal vez otra daga por si acaso.
Asden habría recomendado otra daga.
Sólo espero que a Nox se le haya ocurrido llevar comida, porque
no me pude escabullir a la cocina y ha pasado todo un día sin que
nadie me traiga de comer. Me ruge el estómago de pensar en el
pastel de chocolate con glaseado de almendra que a Theola le
encanta servir en los banquetes. Y sin mí para robar algunas
rebanadas con Irenya, la mitad va a terminar en la basura.
Pensar en Irenya casi me hace cambiar de idea.
No la he visto desde que me confinaron a la torre, así que no he
podido despedirme ni contarle de mi acuerdo con Nox.
Sólo puedo esperar que lo entienda. Si pudiera traerla conmigo,
lo haría.
—Eso es todo —me digo.
Me cuelgo la bolsa en el hombro, y miro el patio allá abajo, en el
fondo, para cerciorarme de que no haya alguien vigilando.
Está más o menos vacío.
Todo el mundo está ocupado preparándose para el banquete e
intercambiando chismes sobre las muertes que han presenciado
hasta ahora en las calles.
Saco la pierna por la ventana y me aferro al borde, hasta que
encuentro la pequeña cornisa de abajo con el pie.
El viento sopla más fuerte, azotando mis tobillos desnudos y mi
cara.
La siguiente cornisa sólo está tres metros abajo o algo así y, si
llego ahí, sólo es cosa de bajar por los techos un par de pisos más,
hasta que pueda descolgarme a la ventana de las escaleras.
Sólo tres metros.
Cuento en mi cabeza para prepararme.
Uno. Muevo el pie a un lado para hacer espacio.
Dos. Contengo la respiración, lista para sacar la otra pierna.
Tre…
—Cuidado, mi amor. Podrías caer y romperte el cuello.
La voz de mi madre corta la noche como un trozo de vidrio.
Me observa desde la puerta, con la cabeza inclinada, mientras
entiende lo que está viendo: a mí, a medio salir por la ventana, con
una bolsa al hombro y un gesto de horror.
Y el rey también está ahí, dos cabezas enteras más alto que mi
madre, su enorme pecho subiendo y bajando con una respiración
acompasada, de modo que las serpientes de sus tatuajes son quienes
me sisean, y no él.
—No deberías tener tanta prisa, Selestra —dice—. Tenemos
mucho por discutir.
Se hace a un lado y un guardia se adelanta, empujando a una
muchacha andrajosa a la habitación.
El rey la sostiene antes de que termine de caer al suelo,
tomándola del cuello de modo que sus uñas le marcan el cuello. Un
cuello ya lastimado, como su cara, cubierta de marcas del color de
un furioso atardecer.
—Irenya —jadeo.
Tiembla bajo la mano del rey.
—Supe lo que pasó en la taberna —dice el rey, y ya esas palabras
me dejan sin aliento presa del terror—. Los supervivientes de esa
noche vinieron a mí y a tu madre.
—Querían nuestra ayuda para salvarse de la muerte —dice
Theola con firmeza—. Hacer un trato a cambio de delatarte.
—¿Qué hiciste? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.
—Lo que haría cualquier buena madre —dice ella, recorriendo la
mejilla de Irenya con una uña perfectamente afilada—. Limpiar tu
desastre.
Cierro los ojos por un instante.
—No puedo permitir que la gente piense que tiene poder sobre
mí —dice el rey.
Mi garganta está tan seca que no puedo tragar.
Le advertí a esa gente que no dijera nada. Les dije que guardaran
el secreto, y ahora murieron por mi culpa.
Ni siquiera sé cuántos.
—Escondes demasiados secretos, Selestra. Quisiera conocerlos
todos —el rey aprieta el cuello de Irenya, y yo me aferro al borde de
la ventana al oír su gemido entrecortado.
—No tengo secretos —miento.
El rey mira directamente la bolsa en mi hombro.
—No puedes salir de Vasiliádes —dice—. No hay escape, Selestra.
Subo la pierna de vuelta sobre la cornisa y me deslizo lentamente
al interior, sin quitarle los ojos de encima al rey ni a su mano sobre
Irenya.
Es capaz de matarla para probar su punto.
—Por favor —ruego, mirando brevemente a mi madre.
Busco ansiosa alguna parte de ella que no sea leal solamente al
rey. En alguna parte debe seguir existiendo la mujer que solía
decirme que yo era hermosa y especial, que hablaba de nuestra
diosa y el más allá que nos esperaba.
La mujer que se estremeció cuando le sirvió aquella alma al rey.
—No dejes que haga esto —le suplico a ella.
Theola sacude la cabeza, advirtiéndome que ni lo intente.
Ya no tengo madre. Sólo queda la bruja del rey y nada más.
—Pensé que interrogar a tu amiga nos daría más información —
dice el rey—, pero ni siquiera ella sabe tus secretos. Eres buena para
guardártelos.
Lanza a Irenya al suelo, y la pobre golpea los tablones con la
fuerza suficiente para hacerla gritar.
Lo que más quiero es correr hacia ella y ponerla a salvo, pero no
me atrevo a moverme.
—Nos dirás por qué salvaste a Nox Laederic, y qué están
planeando ustedes dos —dice el rey. Lo ordena—. De lo contrario, tú
y tu amiga morirán esta misma noche.
Volteo hacia la ventana.
Pienso en Nox, que me espera para escapar.
Si llegas un minuto tarde, me iré, me advirtió.
—Dile, Selestra —pide mi madre, en tono casi suplicante—.
Díselo antes de que sea demasiado tarde.
Ya es demasiado tarde.
Pensé que la muerte tardaría días en llegar, pero ocurrió igual
que en la taberna, me visita demasiado pronto. Como si no pudiera
escapar de mi destino, como si actuar para evitarla sólo me hiciera
verla antes.
Me pregunto si Nox ya se fue, si escapó a la Isla del Sur sin mí. Es
un tonto si se arriesga y me espera.
Como yo lo fui por creer que podía escapar con vida del castillo.
17
SELESTRA
—No puedes matarme —le digo—. Soy la heredera Somniatis.
Aunque no es verdad, y lo sabemos.
Lo predije.
El rey Seryth arrastra sus labios hasta formar con ellos una
sonrisa, los hermosos rasgos de su rostro se oscurecen aún más.
Pone una mano en el vientre de mi madre, como mostró mi
visión.
—Las herederas pueden reemplazarse —pronuncia una verdad
que conozco bien—. Sólo yo soy eterno.
Para él, mi familia no es más que ganado.
Criaturas para usar en la conquista del mundo.
Todo este tiempo soñé con ser una bruja Somniatis, y ¿para qué?
Me convencí de que eso significaría la libertad, cuando en realidad
sabía que sólo me volvería la prisionera voluntaria de un hombre
cruel.
—Tú no eres especial, Selestra —dice mi madre—. Siempre te lo
he dicho.
Su voz vacila un poco. Lo suficiente para recordarme que no es
su culpa que la maldición de nuestra familia la haya dejado vacía.
Pasó lo mismo con todas las brujas anteriores, y si yo hubiera vivido
en verdad para el rey, habría hecho lo mismo conmigo.
—Ojalá la nueva heredera reduzca tu reino a ceniza —escupo.
El rey sonríe.
—Sólo si se lo ordeno.
Él se cierne sobre mí como una sombra, tan alto que si miro al
frente sólo veo su yugular. Su cuello marcado con cicatrices de
batalla.
Aprieto los labios.
El rey mira a Theola, que asiente. Hace tiempo que ella sabía que
esto terminaría así.
Mis dedos chispean de miedo cuando mi madre se acerca.
Mis ojos encuentran los suyos. Serpiente a serpiente. Bruja a
bruja.
Siento el poder de mi magia en mi interior, igual que en la
Posada del Anochecer, cuando casi absorbo la vida de aquel hombre.
—Te dije que tuvieras cuidado —se lamenta Theola—. Debiste
haberme escuchado.
Asiento.
—Lo sé, madre.
Y entonces la golpeo en la boca. Tan fuerte como puedo, justo
como Asden me enseñó. Por su muerte y por las heridas de Irenya,
y por todas esas personas cuyas almas han robado. Y especialmente
por mí.
Y por mi madre también.
Por la persona que era antes, tan muerta hoy como esa gente de
la posada.
Cae de espaldas y su cabeza golpea el suelo. No me importa si es
por la fuerza del golpe o a causa de la sorpresa, no pierdo el tiempo.
Jalo a Irenya y la empujo a la ventana.
La risa del rey resuena por la habitación. Casi parece
impresionado.
—¡Déjate caer por la cornisa! —le grito, prácticamente
empujándola por la ventana—. ¡Vete! ¡Ya!
Irenya no discute, temblando cuando gira el cuerpo herido y se
descuelga. Cierra los ojos al caer, y respiro con alivio al comprobar
que aterrizó a salvo.
Antes de que pueda seguirla, algo me jala hacia atrás. Los dedos
de mi madre se enredan en mi cabello, arrancando y desgarrando.
Me aleja de la ventana y me arroja al suelo, entre ella y el rey.
—¡Basta! —grita, su voz amarga y trastornada—. ¿Tienes idea de
lo que estás haciendo?
—Te dije que no podías escapar de esto, Selestra —el rey mueve
un dedo de un lado a otro.
Cierro los puños, negándome a mostrarle mi miedo.
La sonrisa del rey vuelve a recorrer su rostro ante el pequeño
desafío.
—Todos deben morir en algún momento —dice—. Excepto yo,
por supuesto.
Y entonces eleva un grito.
Lo escucho antes que mi madre.
Veo la hoja antes de que ella tenga tiempo de gemir.
La espada le atraviesa la espalda, el viejo corazón retorcido y el
pecho. El rey Seryth mira la hoja negra, tartamudea sin aliento y se
derrumba en el suelo.
—No te imaginas cuánto tiempo esperé para esto —dice Nox.
—¡Traidor! —grita Theola.
—Te diste cuenta rápido —dice él, lanzando un cuchillo que
vuela directamente de su mano al cuello de Theola.
De pronto, mi madre ya no está gritando.
Cae de rodillas, aferrando su herida mientras la sangre se
derrama de su garganta como lágrimas.
No puedo quitarle los ojos de encima.
—De prisa —dice otro soldado que llega desde el pasillo. Micah,
el amigo de Nox—. ¡Debemos irnos antes de que se levanten! Los
inmortales no mueren por mucho tiempo.
A toda prisa, salto sobre el creciente charco de sangre de mi
madre hacia la ventana. Una parte de mí quiere correr a su lado,
pero ha perdido el sentido. Ya percibo su poder en el aire, sanando
sus heridas. Se arremolina en torno a ella.
—¡Por acá! —Nox me tiende la mano con urgencia, señalando la
puerta de mi habitación.
Parpadeo. Tiene los nudillos sangrantes y respira con dificultad.
Recorrió el castillo luchando, a través de docenas de guardias.
Por mí.
¿Por qué vino?
Pudo morir por regresar a este lugar.
Le predije que moriría.
Pero no tengo tiempo para preguntas.
—Por ahí no —digo, sacando la pierna por la ventana—, la
puerta tiene un sello mágico. Se puede entrar, pero no salir, a menos
que seas mi madre.
Al borde de la habitación, el rey se estira, sus ojos se abren de
nuevo.
Theola, ahogándose en su sangre, deja escapar un jadeo.
Extiende hacia nosotros una mano temblorosa. Sus ojos brillan en la
oscuridad. Del suelo, su sangre empieza a fluir de vuelta hacia ella.
Nox corre hacia la ventana, con Micah detrás.
—Morirás por esto —dice el rey con voz ronca—, igual que tu
padre.
Giramos para mirarlo.
Sus manos tiemblan al sostener la espada, listo para sacársela del
corazón y atravesar los nuestros con ella.
Sus heridas desaparecerán pronto. La inmortalidad ya está
reparándolo como ha hecho por un siglo. Mira directamente a Nox.
—Sé lo que buscas, y nunca la encontrarás.
Nox aprieta los puños a los costados.
—Vámonos —es lo único que me dice.
Mi madre se arrastra hacia nosotros, mientras el agujero en su
cuello se cierra a toda velocidad. Trata de hablar, pero sólo emite un
gorgoteo de aire y sangre.
La miro por última vez, y salto.
18
NOX
Saltamos de techo en techo como si fueran piedras en un lago poco
profundo.
—¡Por esa ventana! —exclama Selestra, señalando el vitral a
nuestra derecha—. Lleva a la escalera de la servidumbre.
—¿De regreso al castillo? —pregunta Micah—. Creí que
queríamos escapar.
Pero es una buena idea.
Todavía estamos a veinte metros del suelo, se nos acaban los
tejados y no podemos escalar los muros sin una cuerda.
Selestra toma a Irenya con la mano enguantada, llevando a su
amiga herida hacia la ventana.
Irenya cojea y veo cómo aprieta los dientes, tragándose el dolor
como yo he hecho tantas veces después de una práctica intensa en
las barracas.
Lo que le hayan hecho Seryth y su bruja, tiene suerte de seguir
con vida.
Selestra empuja la ventana con tal fuerza que casi la revienta
contra la pared del otro lado.
Vamos pasando de uno en uno. Me pregunto si la inmortalidad
del rey ya empezó a coserle la piel como una fina colcha.
La escalera está oscura, con poca luz dedicada a los negros
peldaños. No es la ruta que usan los ricos para recorrer el castillo,
sino la de aquéllos que necesitan permanecer invisibles.
Los escalones en espiral parecen no tener fin.
—¿No podías tener una habitación en la planta baja? —pregunto.
Selestra cruza su mirada, brillante y furiosa, con la mía.
—¿Por qué regresaste? —revira—. Te dije que morirías.
—Dijiste que moriría dentro de varios días —corrijo con toda
intención—. Además, te estabas tardando. Sólo vine para ver si
necesitabas ayuda con el equipaje.
Selestra entorna los ojos y me pasa de largo. Su hombro roza el
mío al correr escalera abajo.
—Creí que habías dicho que te irías si llegaba un minuto tarde —
me recuerda por encima del hombro.
Me encojo de hombros mientras bajo tras ella.
—Qué suerte tienes de que no sea un hombre de palabra.
Sé que fue un riesgo venir, pero no podría encontrar una espada
imaginaria en una isla llena de guerreros letales sin la ayuda de sus
visiones. En especial, si Seryth y su bruja ya me descubrieron.
Volver por ella era lo más lógico.
Además, le debía la vida por lo de la taberna.
Ahora que le devolví el favor, puedo descansar sabiendo que
estamos a mano. Nuestro arreglo será ahora por mutua
conveniencia.
Sigo a Selestra más y más abajo por la escalera en espiral, con
Micah e Irenya detrás.
Los muros son altos, apenas interrumpidos aquí y allá por la luz
de alguna ventana. Cuando por fin llegamos a la base, la puerta es
oscura y estrecha; al borde de las sombras, sobresale del abismo de
los peldaños, apenas tan alta como yo.
—¿Adónde lleva?
—A los jardines —dice Selestra.
—Los guardias nos estarán esperando —dice Micah—. En cuanto
abramos esa puerta nos pondrán las espadas al cuello.
—Quizá —digo, sacando mi propio filo—. Pero las nuestras
estarán contra sus cuellos también.
El peso familiar del arma en mis manos es un pequeño consuelo.
Qué bueno que no la usé para atravesar a Seryth.
Todavía no.
Me da gusto haber robado la espada de uno de los guardias en su
lugar. Ésta es la espada de mi padre y se volverá a encontrar con el
rey, cuando no tenga la inmortalidad que lo protege.
Abro la vieja puerta de un puntapié y salgo a la carga, con Micah
a mi lado blandiendo su propia espada.
Los jardines están vacíos.
Callado como la muerte, salvo por el rugido de las cascadas.
—Quizás el rey no ha tenido tiempo de dar la alarma —sugiere
Irenya—. Lo lastimaste bastante. Podría estar sanando aún.
Lo dudo.
Con todo su poder, el rey y su bruja deberían haberse recuperado
casi al instante.
—No me importa la razón —dice Selestra—. Sólo sácame de esta
montaña.
Levanto la mano en un saludo militar.
—A la orden, princesa.
Nos encaminamos al laberinto. Los arbustos son suficientemente
altos para ocultar edificios, entrelazados de flores púrpura que se
extienden como manos hacia el cielo, invitándonos a entrar.
—El laberinto exterior nos llevará a la plataforma —digo—. De
ahí, podremos mezclarnos con los que vienen al banquete.
Selestra asiente, subiéndose la capucha y agachando la cabeza
para ocultar los ojos; de otra manera, la reconocerían enseguida.
Vamos a paso lento, con cuidado de no atraer la atención, como
si sólo estuviéramos paseando por el jardín, admirando las cascadas
de zafiro y la manera en que los fuertes vientos de montaña llevan
por los aires los pétalos de las flores hasta nuestros pies, como
mariposas.
—Mantén tu cabeza abajo —susurro cuando nos acercamos a la
plataforma.
Cuento a los guardias.
Veinte. Muchos más de lo habitual.
—Deja que yo sea quien hable.
—Para eso sí eres bueno —murmura Selestra mientras los cuatro
llegamos a la plataforma.
—¿Nombres? —pregunta el guardia.
—Kell Rain —miento, usando el nombre de un soldado de mi
regimiento; espero que él no tenga que pagar el precio por esto—.
Cabo de la Última Guardia.
—Sebastien Hart —se anuncia Micah, siguiendo mi ejemplo.
—¿Y usted? —el guardia señala a Selestra.
—Es mi acompañante de esta noche —respondo, empujando a
Selestra detrás de mí—, Lady Sophia.
Selestra resopla con incredulidad.
—Y ella es su doncella —señalo a Irenya—. Lady Sophia no se
siente bien, así que tendremos que perdernos el banquete.
—Muy bien —dice el guardia con los ojos en blanco—. Sólo
requerimos que se quite la capucha para reconocerla.
—¿Mi capucha? —Selestra mantiene la cabeza agachada—.
Preferiría no hacerlo… está a punto de llover.
El guardia suspira, ya harto de nosotros. Yo también lo estaría si
pasara el día entero lidiando con la élite aristocrática de Vasiliádes.
—Debemos reconocer a todos los asistentes —dice simplemente,
mirando a Selestra con severidad—. Nueva medida del rey: nada de
capas o capuchas. Sin excepciones.
Eso significa que no hay manera de sacarla de la montaña sin
que la descubran. Una mirada a sus ojos y su cabello, y comenzarán
a gritar por ayuda.
El rey estaba preparado para la posibilidad de que escapara.
De algún modo supo que algo andaba mal y quiso asegurarse de
que si Selestra lograba salir del castillo, no pudiera dejar la montaña.
Por eso no dieron la alarma.
¿Para qué asustar a los invitados y estropear su festejo revelando
la desaparición de la heredera, si no había posibilidad de que
escapara?
Me inclino para susurrar al oído de Selestra.
—¿Qué tan buena eres para pelear?
Ella parpadea.
—¿Qué?
—¿Tú los diez de la izquierda, yo los de la derecha?
—¿Es broma? —sisea —No.
El guardia entrecierra los ojos.
—¿Qué tanto murmuran?
—Pelea de novios —digo, e inclino la cabeza hacia Micah—. Plan
B.
Asiente, y yo le propino un codazo al guardia, directo a la cara.
Micah me imita, golpeando al guardia a su lado.
Giro la rodilla hacia el vientre de otro guardia y derribo para
abrirme paso por la brecha en su formación.
A toda prisa, Micah y yo empujamos a Selestra e Irenya a la
plataforma, y nos damos la vuelta con las espadas en alto, para
mantener a los demás guardias a raya.
Ellos blanden sus armas y nos miran con fiereza.
—Pagarán por esto —dice uno—. Ustedes solos no pueden contra
todos nosotros.
—Algo de razón tiene —dice Micah—. Parece que nos superan
por un poco, Nox. ¿Necesitas un plan C?
—Ya lo tenemos —le digo, y miro a Selestra—. Quítate la
capucha.
—¿Qué? —su expresión muestra más miedo que hace un
momento, cuando atacamos—. ¿Por qué?
—Para que sepan con quién se están metiendo.
Selestra suspira y obedece.
Su cabello frondoso cae sobre sus hombros.
Los ojos de los guardias se quedan como platos cuando se cruzan
con su mirada de serpiente. Una bruja de verdad, lista para matarlos
y drenar su sangre y su alma.
Retroceden, sin guardar las armas, pero sin atreverse a atacar.
—Eso, muy bien —fanfarroneo—. Ésta es la heredera, y a
cualquiera que se acerque lo convertirá en polvo.
Casi oigo a Selestra entornar los ojos cuando retrocedemos para
reunirnos en la plataforma. Mantengo mi atención en los guardias,
mientras manoseo las cadenas, buscando el mecanismo de
encendido o algo parecido.
—¿Cómo arranca esto?
—En serio, eres ridículo —me reprende Selestra.
Me empuja a un lado y se inclina para alcanzar el muro de piedra
por detrás. Las sombras se mueven, y la mano de Selestra rodea
algo.
Una cabeza.
Hay una especie de criatura asomándose por ahí. Es un ave que
nunca había notado, pero más hermosa que nada que haya visto
antes.
—¿Listo para otra aventura, mi viejo amigo? —pregunta Selestra.
El pájaro asiente desde las sombras.
Después, salta.
Casi caigo cuando la plataforma desciende, más veloz que nunca.
—¿Eres amiga de un pájaro mágico? —pregunto, mientras el
cielo pasa a toda velocidad.
—Es un amigo más de los que tú tienes —dice ella.
Finjo reír.
La plataforma se precipita hacia tierra firme a un ritmo
vertiginoso. Pasamos volando más allá de la cascada central, con sus
aguas brillando azules, tan claras como un cielo de verano.
Micah se asoma por el borde y silba.
Ya se puede ver el fondo.
Un poco más y seremos libres.
La plataforma se sacude.
Apenas me tengo en pie cuando se detiene de golpe, a pocos
metros del suelo.
Y empieza a subir de regreso.
Selestra levanta la mirada, hacia los ecos de la Montaña Flotante.
—Es mi madre —dice con horror—. Debe estar llamando de
vuelta al lamperós.
—¿Puedes detenerla? —pregunto.
Selestra niega con la cabeza.
—El ave está bajo el control del poder de mi familia. No puede
resistir su magia, y yo tampoco.
Maldigo en voz baja cuando la plataforma gana impulso,
subiéndonos de vuelta a la montaña y al rey.
—Suéltate el cabello —digo, señalando la trenza de Selestra—. Lo
usaremos como soga.
No parece divertida.
—¿Teníamos plan D? —pregunta Micah con un gemido.
Me asomo por el borde al estanque debajo.
—Debemos saltar.
Selestra me mira incrédula.
—¡Son más de diez metros! ¡Podemos morir!
Me encojo de hombros.
—Moriremos si no lo hacemos.
—Eso me tranquiliza —añade Micah—. Estoy muy contento de
haber decidido venir contigo.
Un trueno retumba sobre nosotros, como si el cielo mismo
hubiera perdido la paciencia con nuestra indecisión.
—Nox tiene razón —dice Irenya—. No tenemos otra opción.
Aferra a Selestra del brazo, pero cuando la heredera mira su
mano, que le presiona las mangas de su vestido, que no terminan
hasta encontrarse con sus guantes, ella apenas le ofrece a Irenya una
débil sonrisa en respuesta.
No se puede tocar a Selestra.
No se le puede consolar.
—Confía en mí —le digo—. Caeremos en el estanque.
Después de todo, no nos toca morir cayendo de una montaña;
Selestra lo habría visto cuando previó mi muerte en su recámara.
A menos que morir en la caída sea tu siguiente presagio, se burla una
voz en mi cabeza.
La ignoro.
Selestra aprieta los puños enguantados y voltea hacia mí. Sus
brillantes ojos centellean de miedo.
—En verdad te odio —dice.
La tomo de la mano.
—Es justo.
Y saltamos juntos.
19
NOX
Por unos segundos, no tengo peso.
Entonces, el viento golpea mi vientre como un puño, como los
comandantes que me tiraban al piso y me golpeaban hasta que
vomitaba durante el entrenamiento.
Se siente como un puñetazo.
Escucho el agua corriendo detrás de mí cuando mi cuerpo gira.
Luego, veo las rocas, las nubes, el cielo.
Selestra, con el viento agitando salvajemente el cabello en su
cara.
Y el suelo.
El pequeño lago hacia el que nos precipitamos.
Extiendo las piernas y empujo mi cuerpo en forma de flecha.
Entonces, nos detenemos.
A unos tres metros del lago donde termina la cascada central, el
viento se queda quieto. Es tan repentino que el estómago sube hasta
mi pecho.
Estamos flotando en el aire.
—¿Ya estamos muertos? —pregunta Selestra, con los párpados
apretados como si no se atreviera a mirar.
—Eso quisiera —dice Micah—. Creo que voy a vomitar.
Sus oscuras mejillas adoptaron un tono cetrino, y apuesto a que
me veo igual. Trago la bilis que intenta salir.
No sé cómo lo está haciendo, pero Selestra nos mantiene en el
aire, usando su magia para impedir que caigamos al agua.
—Abre los ojos —le digo, sorprendido de que mi voz no haya
quedado ronca con el viento—. Concéntrate y bájanos poco a poco.
—Claro —dice Selestra—. Poco a poco.
Abre un ojo a regañadientes, luego el otro, y los entrecierra con
gesto de concentración…
Y sin ninguna advertencia, nos estrellamos en el lago.
Golpeo la superficie con fuerza, y me hundo hasta el fondo como
un meteorito que golpea la tierra. Me pican mil agujas cuando el frío
se hace presente, y los piquetes duelen porque mi brazo se corta con
la espada de mi padre.
Cuando abro la boca para gritar, trago una bocanada de agua de
lago en su lugar. Sabe a sal y a barro.
Me doy un segundo para sentir el dolor, y dejar que mi sangre se
mezcle con el agua. Entonces, pateo el fondo y me impulso hacia la
superficie.
Salgo con un jadeo sofocado y escupo una bocanada de agua del
lago.
Micah, Irenya y Selestra flotan junto a mí, sanos y salvos,
aunque Micah todavía tiene cara de muerto viviente.
Toso para expulsar el lago de mi garganta.
—Qué plan tan estúpido —dice Selestra.
—Funcionó, ¿no es así? Por suerte, soy buen nadador.
—Desde aquí, no lo parece.
Una línea de sangre gotea de su nariz, pero no entiendo cómo
pudo lastimarse. Se la limpia rápidamente y nada hacia la orilla
lodosa.
Micah me sonríe.
—La tienes encantada, ¿verdad?
—Cállate —le digo, nadando hacia la orilla.
Mi ropa se siente infinitamente pesada en el agua. Me hace
avanzar más despacio, igual que la espada de mi padre, manchada
con mi sangre.
Sólo hay unos cuantos guardias en el fondo, y parece que no
saben qué hacer cuando salimos del agua. Miran boquiabiertos a la
heredera, a su cabello verde empapado, que cae hasta la cintura
mientras se esfuerza por exprimir su capa.
Quizá no han recibido noticias de su escape, o de su secuestro.
El rey no pensó que lograríamos salir del castillo, para que
hiciera falta advertirles. Así que sólo la miran, preguntándose si
deberían hincarse en reverencia, o salir corriendo.
La multitud nos abre paso, y noto que Selestra se tensa ante la
sorpresa y el miedo de la gente. Algunos nunca han visto una bruja
y, sin duda, ninguno ha visto a una bruja caer del cielo.
Están aterrorizados, y ella no parece disfrutarlo.
—Síganme —digo—. No tenemos mucho tiempo.
Sin pensar, tomo a Selestra de la mano y echamos a correr, con
Irenya y Micah pisándonos los talones.
Disfruto cuando el viento me roza la piel mojada, evaporando el
agua de mi ropa.
Los dedos de Selestra se aferran a los míos, y puedo percibir su
tibieza a través de los guantes. Se siente como fuego en mis manos.
—¡Más lento! —grita mientras serpenteamos por los callejones.
Viene jadeando. Cuando me volteo para mirarla, me doy cuenta
de que el correr la lastima.
Está herida de algún modo, en alguna parte.
Aprieto su mano más fuerte, para que la tela húmeda de sus
guantes, la única barrera entre nosotros, no se resbale de mi mano.
—¡Más rápido! —respondo.
No tenemos tiempo para detenernos a atender heridas.
Juraría que la escucho maldecir en voz baja cuando entramos a
otro callejón estrecho.
Reconozco la puerta de Leo al instante, su madera naranja como
un faro.
—¡Leo! —grito aporreando la puerta—. ¡Abre!
—¿No tienes llave? —pregunta Selestra recuperando el aliento.
—Bienvenida al mundo de Nox y sus planes infalibles —dice
Micah.
Vuelvo a golpear, tan fuerte que parece que la madera se va a
romper.
—¿Quién es este señor? —pregunta Irenya, mirando la tienda de
Leo como si dudara de que pudiera esconder algo útil en su interior.
—Uy, sólo espera —dice Micah—. Cuando veas el resto del plan
de Nox, vas a desear que nos hubiéramos quedado en la montaña.
Lo ignoro y sigo golpeando la puerta hasta que los puños me
empiezan a doler. En cuanto el pensamiento de derribar la plancha
de madera cruza mi mente, la puerta se abre.
—Me rompes la puerta y te rompo la cara —dice Leo, como si me
hubiera leído la mente.
—A mí también me da gusto verte —paso a su lado de prisa—.
¿Has tenido un buen día?
Nos apresuramos a entrar antes de que los guardias nos alcancen.
No saben nada de Leo, pero si nos rastrean hasta este callejón, no
tardarán en descubrirlo.
—Sí, sí, bienvenidos —dice Leo cuando Irenya, Micah y Selestra
entran detrás de mí—. Pasen así, sin más, sin invitación… un
momento… ¿es una bruja?
Lo ignoro.
—¿Todo está preparado para partir?
Leo se esfuerza en quitarle los ojos de encima a Selestra.
—Ya te lo dije, siempre está lista —saca un llavero del bolsillo—.
Las flamas están encendidas, quita esa cara seria.
—¿Cuáles flamas? —pregunta Selestra.
Leo abre la puerta de la trastienda.
El taller ya está iluminado y nuestro vehículo para escapar de
Vasiliádes, a plena vista. La mariposa de Leo está más hermosa que
cuando la vi por última vez.
—¿Eso es un globo? —pregunta Selestra, un poco demasiado
indignada para ser alguien que saldrá de la isla sin gastarse un solo
chrim.
—Es una mariposa —dice Leo.
Asiento, dándole la razón.
—Una mariposa —repito—. No un globo.
—Eres increíble.
—Lo dices tanto que voy a empezar a tomármelo como un
cumplido.
Siento cómo su determinación se intensifica.
—Vamos a matarnos en esa cosa.
—Nada de matarse en mi Anna-María —la reprende Leo—. La
mancharían de sangre y la acabo de limpiar.
Leo se inclina para asir una manija fijada al piso, y empieza a
girarla lentamente a la derecha. Se oye un chasquido y, enseguida,
un trueno, cuando el techo sobre nosotros empieza a abrirse.
Empiezo a subir las bolsas de víveres que le traje por la mañana.
Armas, algo de ropa y raciones militares, así como pan fresco y fruta.
Lo suficiente para cruzar el Mar Infinito hasta la isla de Armonía,
donde podremos reabastecernos y recargar combustible.
Salto a la canasta, y las llamas bajo el globo crepitan como un
infierno, como si sintiera mi presencia y el inicio de su primer viaje
real por los aires.
—¿Están listos para volar? —pregunta Leo—. ¿Listos para ver de
cerca las estrellas?
Le extiendo la mano a Selestra.
—Sube —digo—, es un viaje largo hasta Armonía.
Se cruza de brazos, mirando mi mano como si fuera algún tipo de
arma.
—¿Quieres decir que esta cosa no nos va a llevar hasta tu espada
mágica?
—No creo que nos lleve ni medio kilómetro —dice Micah,
mientras le paso unas cobijas para que las ponga dentro.
La expresión de Selestra se desploma.
Gracias, Micah.
Él ayuda a Irenya a subir, ignorando mi mirada asesina.
Vuelvo a extender mi mano hacia Selestra.
—Hay que detenernos en Armonía por más combustible. Pero
puedes quedarte aquí. Regresa al castillo y a tu torre, si así lo
prefieres.
Selestra traga saliva y mira a Leo, quien sube los pulgares para
animarla. Ella suelta un suspiro y voltea hacia mí.
—Era más seguro saltar desde la montaña —dice.
Luego me aparta la mano y se trepa al globo sola, como si no
quisiera deberme nada. Ni siquiera algo tan simple como un
impulso.
—Agárrense de algo —nos grita Leo, alcanzando una navaja
enorme para cortar la cuerda que nos ata a tierra.
—Me estoy aferrando a mi sentido común —dice Selestra.
Su amiga suelta una risa.
—Lo intenté alguna vez —dice Micah—. Pero si te juntas con
Nox, no funciona.
Dejo de escucharlos y observo a Leo, que está terminando de
cortar la soga. El globo se sacude cuando queda al fin libre. Me
agarro del borde de la canasta para apoyarme cuando el globo se
eleva, pero a Selestra se le olvida hacer lo mismo. Jadea un poco
cuando el globo se desliza hacia arriba, y tropieza directo hacia mí.
Rodeo sus brazos con mis manos para sostenerla, agradecido de
que lleve mangas largas. Lo último que necesito esta noche es otro
presagio de muerte.
Selestra me mira abriendo y cerrando sus ojos amarillos, como
un sol que brilla por sí mismo en la noche. Son extraños, pero lo
extraño siempre me ha parecido intrigante. Y si algo es Selestra
Somniatis, es eso.
La abrazo con fuerza, sintiendo cómo tiembla bajo mi no-tacto.
Su ropa todavía está húmeda de agua de lago.
—¿Sabes? —le digo, aclarándome la garganta—. Cuando Leo te
dijo que te agarraras de algo, no se refería a mí.
Los ojos de Selestra se abren enormes y me empuja a un lado
enseguida.
—La próxima vez, déjame caer —dice tomando una de las
amarras que aseguran la canasta al globo.
Río y miro abajo mientras nos elevamos más y más. El globo
sube como una verdadera mariposa hacia el cielo. El viento sopla
fuerte y helado contra mi nuca.
—¡Vuelen con cuidado! —grita Leo. Su voz llega como un
susurro que se desvanece en el viento—. ¡Nada de matarse!
Sonrío y fijo la vista hasta que Leo se vuelve un punto en la
distancia, luego una mancha en el suelo, y después nada.
Las nubes lo cubren a él y a la isla entera, mientras flotamos más
y más alto. Mi princesa robada y yo flotamos lejos de Vasiliádes,
adentrándonos en la noche.
20
SELESTRA
El viento se siente suave en mis mejillas, frío pero gentil. Mientras
atiendo las heridas de Irenya en la estrecha canasta del globo, con la
noche flotando alrededor, el mundo permanece quieto. Silencioso.
Sólo se escuchan las voces de Nox y Micah, que discuten lo que
haremos al aterrizar. De tanto en tanto hacen una pausa para dejar
que Micah vomite.
—Por el amor de las almas —reclama Nox, con una mueca
cuando su amigo vomita nuevamente hacia el vacío—. Espero que
eso no le caiga a nadie.
Micah gime y se lleva una mano al vientre.
—Creo que voy a desmayarme.
—Qué delicado eres. ¿Cómo habrías pasado la iniciación sin mí?
—Siempre mejoran mis posibilidades de sobrevivir cuando no
estoy contigo —responde.
Se forman unas líneas en las mejillas de Nox cuando ríe.
Es raro verlo relajado y con un amigo. Tan diferente del soldado
descarado que conocí en el Festival, quedando bien con el rey y
aferrando su espada como si fuera una especie de trofeo.
Y del sujeto que se metió a mi recámara en mitad de la noche
para exigir un presagio que salvara su vida.
Nox se adapta y se convierte en quien necesita ser en el
momento. Me identifico con eso. Llevo la vida entera haciéndome
pequeña para que otros se sientan grandes, amoldándome tan bien a
lo que esperan de mí que ya no sé quién soy fuera de los muros de
mi torre.
—Auch —Irenya respira profundamente cuando la toco, y aparto
la mirada de Nox para examinar el tobillo de mi amiga.
—Uy, lo siento —le digo, con pena—. Nunca había curado a otra
persona.
—Se nota —bromea Irenya—. No lo haces tan bien.
Le muestro la lengua, y hasta le picaría las costillas si no supiera
que las tiene rotas.
Cada parte de ella parece rota, y llevo una hora tratando de
reparar lo que puedo. Me siento débil y se me cierran los ojos, pero
no puedo detenerme. No cuando Irenya sigue sufriendo, no cuando
sé que todo esto es mi culpa.
Vuelvo a presionar mi mano en su tobillo con suavidad, y muevo
la otra a la piel adolorida sobre sus costillas. Cierro los ojos para no
volver a distraerme.
Siento cómo me recorre la magia de mis antepasadas, buscando
las heridas que necesitan sanar. Reúno ese poder, dejo que fluya de
mis dedos y hacia Irenya.
Con esperanza, le rezo a Asclepina, para que obedezca.
Se decía que nuestra diosa usaba su magia para curar pueblos
enteros, pero hasta ahora yo sólo la había usado en mí. Mi madre y
el rey nunca consideraron entrenarme para salvar a otras personas.
¿Para qué lo harían?
Mientras más rápido muera alguien, más rápido les entregará su
alma.
—Descansa —digo a Irenya cuando siento mi magia retirarse,
casi agotada.
Su piel ya no muestra moretones y no se estremece tanto al
moverse, así que algo habré hecho bien al acomodarle los huesos.
Me limpio la sangre de la nariz para que no gotee sobre las
cobijas que le puse.
—Estarás mejor mañana —prometo. Mis guantes acarician el
cabello de mi amiga contra la almohada—. Sólo descansa.
Irenya asiente, y cuando cierra los ojos, su respiración tiembla
con el peso del cansancio.
Me levanto y camino al borde de la canasta que nos mantiene
flotando por los aires.
—¿Cómo sigue? —pregunta Nox junto a mí, señalando a Irenya
en el suelo de mimbre.
—Estará bien —le digo. Miro al otro extremo del globo, donde
Micah sigue vomitando y pregunto—: ¿Y él?
—En el drama —dice Nox.
Me ve limpiarme la nariz con la mano de nuevo. La sangre fluye
más que nunca, empapándome los guantes.
Curando a Irenya quedé más débil de lo que nunca me sentí
cuando me curaba a mí. Fue como reunir toda la energía de mi
interior y derramarla en ella.
—Estás herida —dice Nox.
—Estoy bien —miento.
El cansancio se asoma en mi voz, y sé que él puede escucharlo.
—Estabas sangrando también en Vasiliádes —dice—. Después de
que saltamos de la montaña.
El tono de preocupación en su voz me toma por sorpresa,
aunque sé que sólo es porque necesita que lo mantenga vivo hasta
que encuentre su preciada espada de fantasía.
—Que me sangre la nariz no es nada comparado con lo que nos
espera —digo.
O con las heridas que me quedaban después de practicar con
Asden.
El corazón me duele de tan sólo pensar en su nombre.
Observo a Nox, su cara un eco tan perfecto de la otra.
—El rey vendrá por nosotros —digo, bajando la voz hasta un
susurro para no despertar a Irenya con tanta plática.
Nox se recarga en la canasta, mirando el pequeño mundo debajo
con un suspiro. No hay más que océano y oscuridad hasta donde
alcanza la vista.
Si no fuera por el sistema de navegación del globo, que nos dirige
a Armonía, indicándonos hacia donde mover el timón para que la
hélice pueda enfrentarse al viento, nos perderíamos en la noche
para siempre.
—Él sabe que voy por la espada —dice Nox—. ¿Crees que use las
visiones de tu madre para alcanzarnos en Armonía?
Arroja un paquete al horno del globo; las llamas se ponen azules
y el globo sube, tomando velocidad con los vientos más elevados.
Irenya se agita, pero no despierta.
—Mi madre no puede ver nuestro futuro si no puede tocarnos.
—¿Y el futuro del rey?
Sacudo la cabeza, agarrándome más fuerte a las rugosas ramas de
la canasta.
—El rey no tiene futuro.
Nox se ve confundido, como era de esperarse. El rey ha pasado
muchas vidas asegurándose de que no se sepa nada de él salvo que
es todopoderoso.
—El rey Seryth se alimenta de almas —explico—, así que está
lleno de los destinos de otra gente. Todas las almas que ha
consumido están revueltas en su interior. Es una persona hecha de
remiendos, sin un futuro propio.
Ésa es su fuerza y su debilidad.
El rey nunca podrá saber lo que le espera, pero tampoco los
demás, así que no pueden usarlo en su contra.
Es una sombra en el mundo, siempre presente, y con la ayuda de
mi madre, nunca habrá luz suficiente para borrarlo.
—El rey no sólo mata a las personas —dice Nox, estudiando mis
palabras—. También las destruye, les quita todo lo que son, y lo
toma para él.
Su voz suena lejana y fría, parecida al viento, que lucha contra el
rugido de la hoguera. Está pensando en alguien, lo veo en sus ojos.
En Asden. El general. Su padre.
Trago saliva, la fría garra del viento alcanza mi garganta. Quisiera
no recordar ese día con tanta claridad.
Toda mi vida me han criado para ser la bruja del rey, como mi
madre y su madre antes de ella. Isolda Somniatis hizo que servirle
fuera nuestro destino, mantenerlo en el poder a cualquier costo.
Aun cuando el precio a pagar fueran personas como Asden
Laederic, el hombre que me enseñó a defenderme, cuyo amor por
su hijo no se tejió en una red de engaño o intrincadas traiciones, era
simple y verdadero, parecido a lo que siempre he deseado: querer a
alguien sin un motivo y sin segundas intenciones.
Asden amó a Nox más de lo que se amaba a sí mismo; se notaba
en su voz cuando suplicó que su hijo fuera protegido.
¿Saberlo consolaría a Nox o empeoraría su pena?
¿Cambiaría algo si le digo que yo también quería a su padre?
—Tú también estás sangrando —le digo señalando su brazo.
La manga está empapada por la sangre de su herida. La rasgadura
en su camisa me da una idea de lo profunda que es.
Nox saca un trapo de la bolsa de provisiones.
—Me corté cuando saltamos de la montaña —dice, como si sólo
fuera un recuerdo.
—Puedo sanarte si lo deseas —ofrezco—. Si no, te quedará
cicatriz.
—No —Nox presiona su herida con el trapo—. Las cicatrices no
son algo malo. Son la muestra de que viviste, y ¿quién quiere morir
sin haber vivido?
—¿Quienes no pueden comprarse camisas nuevas
continuamente?
Nox ríe, y se vuelven a formar las líneas en sus mejillas. Se tapa
la boca para no despertar a Irenya, y se aclara la garganta como para
evitar la risa, pero se sigue viendo el rastro en sus labios, que se
tuercen hacia un lado.
Se ve joven, ligero, cuando ríe.
—¿Cómo detuviste nuestra caída hace rato? —pregunta
rompiendo el silencio entre nosotros—. Bueno, antes de que me
hicieras caer sobre mi espada.
La pregunta me inquieta, porque la verdad no lo sé. Hay gran
parte de mi magia y la de mi familia que no entiendo y nunca se me
permitió explorar.
Pronto entenderás lo que significa ser la bruja, solía decir mi madre.
El rey se encargará de eso.
—Hasta ahora sólo había hecho presagios o curaciones —
respondo—. El verdadero poder de una bruja Somniatis no se
manifiesta hasta que…
Las palabras se desvanecen.
Hasta que la bruja anterior muere.
Hasta que mi madre muera.
La recuerdo sangrando en el piso, extendiendo la mano hacia mí.
¿Para consolarme? ¿Para matarme? No puedo saberlo.
—Entonces, ¿todo esto es nuevo para ti? Flotar por los aires, y
eso que hiciste en la taberna…
Por las almas, ojalá no lo hubiera mencionado.
Ya cargo suficientes culpas para toda la vida sin necesidad de
recordar eso.
—Ah, ¿te refieres a cuando te salvé la vida? —pregunto—. De
nada, por cierto.
—Yo creo que ahora estamos a mano.
—¿Estás llevando la cuenta?
—¿Tú no? —Nox levanta la ceja.
Aprieto los labios, porque tiene razón. Sí, yo también la llevo.
Qué cifra alcanzaremos en el intento de engañar al rey?
—Esta espada mágica —le digo a Nox —, no estarás pensando en
serio ir a buscarla, ¿verdad? Ya que escapamos de Vasiliádes, lo
único que importa es sobrevivir hasta que pase la Luna Roja, obvio.
—Esa espada es la clave para sobrevivir —responde—. Para que
sobrevivamos todos.
—Pero es una misión muy tonta —argumento—. Polemistés es
muy peligrosa.
Siento la serpiente del rey morderme la mano. Si quiero
sobrevivir a todo esto, necesito convencer a Nox de que renuncie a
su búsqueda.
—No me importa algo de peligro —dice Nox encogiéndose de
hombros—, a cambio de satisfacer mi venganza.
—Eso no es lo importante ahora.
—Es lo único que siempre me ha importado —corrige.
Termina de limpiarse la sangre del brazo y arroja el trapo a una
cubeta cercana. La luz de las antorchas del globo baila en su cara
como diminutos relámpagos.
—El rey debe morir, y mi padre creía que la espada de Polemistés
era el medio para lograrlo —la voz de Nox es afilada, como su acero
—. Le debo a mi padre este intento.
Me burlaría y le diría que dejara de creer en cuentos de hadas si
no hubiera mencionado a Asden. Tal vez Nox crea que le debe algo a
su padre, pero quien está en deuda con él soy yo, en realidad.
—No necesitas magia para vencerlo —le digo, en cambio—. El
rey no es nada sin su bruja.
—¿Quieres que mate a tu madre? —me pregunta Nox sin mucha
convicción.
Me muerdo el labio.
Quisiera que mate a la cosa en la que se convirtió, y que salve a
la persona que solía ser. Que mate al monstruo y traiga a mi madre
de regreso… deben quedar vestigios de lo que fue antes.
—Casi la matas en el castillo —digo.
—Casi no es lo mismo —el suspiro de Nox es tan fuerte que hace
temblar la flama—. Sé lo que dicen de las brujas.
—¿Lo que dicen?
—Que a una bruja sólo se le mata ahogándola, quemándola o
cortándole la cabeza —lo recita como una obra de teatro.
—Eso mataría a cualquiera —le digo.
—Pero cualquiera moriría de una cuchillada al cuello, y tu madre
no. Tampoco tú.
—Te equivocas —la flama crepita junto a mí como si me
advirtiera—. Todavía no soy bruja.
Llevan años recordándomelo.
Nox hace una pausa, estudiándome. Entrecierra los ojos un poco,
como si estuviera decidiendo algo. Calculando.
—O sea, que tú sí eres fácil de matar —dice.
—No tanto como tú.
Los ojos de Nox se relajan, pero todavía leo su intención; su plan
tomando forma, en caso de que lo traicione.
Nox no confía en mí, y por mucho que haya querido a su padre,
yo tampoco confío en él.
Desearía que hubiera una forma de escapar de este acuerdo.
Desearía saber más de nuestra diosa y nuestros poderes, y poder
usarlos para desatar nuestros destinos.
Y, sobre todo, desearía que la muerte no me hubiera atado al
soldado más imprudente de las Seis Islas.
Es como si yo fuera la única a la que le preocupa morir. En vez
de encerrarnos para sobrevivir este mes, Nox se quiere infiltrar en
un ejército de letales guerreros en una isla aún más peligrosa, para
ver si descubre cómo vencer a un rey inmortal. Es una locura.
En vez de escapar de la muerte, la está buscando.
Y cuando la encuentre, ambos estaremos condenados.
21
NOX
No ha terminado de amanecer cuando el globo se sacude con la
fuerza de Micah corriendo como niño emocionado.
Juraría que está por lanzarse por la borda.
El cielo alrededor está pintado de amarillo y rosa, con el sol tan
cerca que casi podemos tocarlo, mientras sale del mar. Se viaja
mucho con la Última Guardia, pero nunca había visto el mundo así.
Todo tiene un aspecto lechoso, las aguas detrás de nosotros estriadas
en un reflejo de las nubes.
Mi padre quería hacer este viaje y llevar la mariposa de Leo a la
Isla del Sur. Estar aquí arriba me hace sentir cerca de él, con el aire
crispándome las mejillas y aullando sus promesas de venganza.
—¡Puedo verla! —grita Micah—. ¡Tierra!
El color ha vuelto a su rostro al ver la masa de edificios y hierba
densa debajo. Claramente, tres días a bordo de la mariposa de Leo
fueron demasiado para él.
—¿Llegamos? —pregunta Selestra—. ¿En serio?
Se inclina sobre el borde, siguiendo la mirada de Micah, y se
maravilla cuando descubre los puestos de mercado y la gente,
apenas unos diminutos puntos.
El viento parece tomar fuerza con su sonrisa.
Observo la isla debajo de nosotros, veo la luz atrapada en las
arboledas, los destellos de sus hojas como si estuvieran encendidas
de amarillo.
—Armonía —digo en un suspiro.
Alguna vez hizo honor a su nombre, pero hoy es la tierra de los
olvidados.
Fue la segunda de las Seis Islas en caer ante el rey Seryth en la
Guerra Verdadera, después de Thavma, y ahora se mantiene
tranquila al borde de nuestro círculo de islas, como la punta de una
lágrima.
Hubo un tiempo en que la naturaleza cantaba aquí, y la gente
colaboraba para construir casas y sembrar bosques. Cuando por cada
día de lluvia había uno de sol, y nada escapaba de ese equilibrio.
Cada una de las Seis Islas solía tener algo así en los viejos
tiempos. Su encanto, su historia.
Vasiliádes era el hogar de los reyes del pensamiento y la filosofía,
quienes edificaron una montaña flotante para alcanzar a los dioses.
Nekrós, el país de los huesos, tenía una ciudad construida de
muertos, para que fueran parte de la tierra por siempre y la
ayudaran a crecer. Flóga era un sitio de fuego y luz, cuyos sucesores
al trono se elegían según quién sobreviviera al aliento de fuego del
fénix. Thavma, la tierra de la magia y las brujas, donde deben haber
nacido las antepasadas de Selestra.
Y Polemistés, el país de los guerreros, que aún se gobierna por la
fuerza por encima de cualquier otra cosa. La tierra donde nació
Seryth, quien partió de ahí en busca de la magia suficiente para
conquistar el mundo. Es la tierra que resistió cuando las otras
cayeron, que mantuvo su magia y sus tradiciones cuando las otras
perdieron las suyas.
La tierra que guarda el secreto del último deseo de mi padre.
—¿Cómo bajamos? —pregunta Selestra.
Recojo la bolsa de polvo de hielo que nos dio Leo y la examino
con cuidado. Es pequeña y parduzca, del color de la paja quemada.
Cuando la abro, un aroma a lavanda inunda el aire.
—Leo dijo que lanzáramos esto al fuego. Enfriará las llamas, lo
cual detendrá la hélice y nos permitirá empezar el descenso.
Arrojo el contenido de la bolsa al fuego. Las pequeñas esquirlas
de hielo caen como copos de nieve, de un blanco brillante. Esta
bolsa contiene invierno.
El fuego borbotea debajo y aferro el timón, para mantener el
globo firme mientras desciende.
Bajamos más y más. La hélice se detiene lo suficiente para que el
viento nos aleje del pueblo hasta un gran campo de hierba alta y
flores silvestres.
Las llamas tiemblan y disminuyen mientras el suelo se acerca,
pasando del azul a un cálido naranja y, al fin, a un soplo amarillo
que apenas se resiste al viento.
El descenso se acelera y me doy cuenta muy tarde de que no hay
nada que proteja nuestra caída.
Leo me enseñó a preparar el descenso, pero no a aterrizar
propiamente.
—¡Agárrense! —grito.
El globo golpea la tierra y patina sobre el pasto, rebotando sobre
el suelo y estrellándose de vuelta, como si estuviera brincando.
Me sostengo mientras tropezamos sobre el polvo, pero resulta
inútil. Todos somos arrojados al suelo y resbalamos a través de la
canasta como si fuéramos fruta suelta, hasta que finalmente salimos
despedidos del globo.
Doy con el suelo de pleno y ruedo por el fango. La tierra golpea
mi hombro herido, y siento el lodo presionar mi herida abierta.
Cada parte de mí se siente lastimada, pero por algún milagro
nada se rompe.
Me levanto y miro el campo despejado en el que aterrizamos.
—Ya me estoy cansando de caer del cielo —digo, girando el
hombro y sintiendo cómo se forma un moretón nuevo.
Otro para la colección.
Micah se levanta de entre los matorrales donde cayó.
—Esto es peor que el entrenamiento de la Última Guardia —
exclama, buscando su zapato, que cayó a tres metros de él.
—¿Ya te había mencionado que te odio? —pregunta Selestra.
Descubro que de alguna manera se las arregló para mantenerse
en el globo, y se está desenredando de la canasta, con un pie
atrapado en la soga. Cuando logra sacar el tobillo, lanza una
maldición.
—Creo que sí, un par de veces —le digo.
Selestra me mira con furia, al tiempo que se limpia la tierra de
los guantes azules en los pantalones.
—Perfecto —resopla.
Se aparta su frondoso cabello del rostro, y ayuda a Irenya a
levantarse. No entiendo por qué se quejan tanto.
Fuera de unos cuantos raspones, estamos bien.
Habría sido desafortunado para la misión que muriéramos antes
de completarla.
—Suerte que no volví a romperme el tobillo —dice Irenya,
cubierta en tanto lodo como los demás—. Tendrían que haberme
llevado cargando hasta Polemistés.
Examino los daños al globo. Salen ramas y maderos de la
canasta, y el inmenso globo se desinfló y desplomó sobre la hierba,
desgarrado por la caída.
—Agradece que no fue tu cuello —dice Selestra, acercándose a
mí para ver el globo destruido—. ¿Tienes otro plan?
—Un plan… —repito—. Yo no lo llamaría así exactamente.
Me he pasado la vida reaccionando, sin necesidad de pensar
mucho las cosas, así que no había planeado mucho más allá de llevar
el globo a Polemistés, y después matar al rey.
—Vamos al pueblo a buscar cómo reparar el globo —aviso,
dándoles la espalda a los agujeros en la mariposa de Leo—. Es
nuestra única ruta segura a Polemistés; no podemos abandonarlo.
Escarbo entre la tela aplastada en busca de nuestras provisiones,
y le lanzo una mochila a Micah.
—Tú también —añado, lanzándole otra a Selestra.
La recibe con un gruñido y me dedica una mirada que empiezo a
creer que se reserva sólo para mí. Al menos puedo acostumbrarme a
la advertencia en sus ojos.
Asustan mucho menos que ver chispas de algo más dentro de
ella. Esa mirada perdida y desesperanzada como cuando hablamos
de destruir a su madre; es la clase de mirada que me obliga a
recordarme lo que es en realidad.
Bruja. Bruja. Bruja.
—Ayúdenme a doblar esto —digo, señalando lo que queda de
nuestro globo.
Cuando lleguemos a la capital de Armonía, el primer paso será
encontrar un tejedor que pueda reparar nuestro acceso a una ruta
segura, antes de que la muerte, o el rey, vengan a buscarme de
nuevo.
Los cuatro nos reunimos al borde de la tela y empezamos a
enrollarla y apretarla, sacándole todo el aire. Seguimos trabajando
hasta que empieza a parecer una salchicha ridículamente larga, que
ya cabe ajustada en la bolsa que nos dio Leo.
Va a necesitar que la carguemos entre dos, al menos.
—¿Por ahí se llega al pueblo? —pregunta Selestra, señalando a la
distancia con emoción y echándose la mochila al hombro.
Está más ansiosa de llegar que yo.
Supongo que, como la espada la tiene sin cuidado, la decepción
de perder nuestro viaje a Polemistés es menos relevante que la
emoción de explorar un lugar nuevo.
—Una vez que lleguemos al pueblo, nadie sabrá quién eres —le
recuerdo—. No van a postrarse a tus pies. Podría no ser de tu
agrado.
—Tú no eres de mi agrado —dice Selestra tranquilamente, y echa
a andar por el campo—. Síganme.
Sonrío.
—El pueblo está hacia el otro lado, princesa.
Selestra se detiene y da la media vuelta sin pausa. Deja atrás la
canasta del globo y empuja mi hombro con el suyo al pasar.
—Ya te dije que no soy princesa —insiste por centésima vez.
Parece odiar la palabra, lo cual me hace querer repetirla aún más.
—Eso me has dicho —miro el brazalete en su muñeca—. Pero
mejor quítate esas joyas reales si quieres convencer a los demás.
Selestra se detiene a tocar la gema en su muñeca, y un gesto de
dolor se asoma en sus delicadas facciones, tan fugaz que casi me lo
pierdo.
Todo en ella es apresurado y breve, como si no pudiera pasar
demasiado tiempo en ninguna emoción. Quizás es que le duele
demasiado, pero en parte pienso que no está acostumbrada a tener
emociones y punto.
Lo único que sé de las brujas indica que son criaturas de muerte
y maldiciones. Fue su estirpe la que ayudó al rey a conquistar las
islas, y es la familia de Selestra la que lo ha mantenido durante
tantas generaciones en el poder.
No puedo darme el lujo de creer que ella es distinta.
Selestra tiene razón: ni es una princesa, ni una niña inocente que
necesite ser rescatada.
Está hecha de magia oscura, y no puedo permitirme olvidarlo.
Hay un fuego dentro de ella… y si lo libera, arderá el mundo.
Levanto mi espada de los escombros, estabilizo mi respiración, y
marco el paso hacia el pueblo.
22
SELESTRA
La capital de Armonía no se parece en nada a lo que yo pensaba
que sería.
Por lo que se cuenta en la corte, imaginaba puestos
desperdigados de mercancía vieja; no las tiendas interminables de
pastel de chocolate y pescado fresco que nos rodean. Se extienden
hasta donde no llega el sol, cada una con una fruta de color
diferente u hogazas de pan recién horneado. El aire está lleno del
olor de ajo y la crema de las ollas de sopa caliente, y entre la
multitud de compradores, hay flores silvestres que brotan de la calle.
Sus pétalos, libres del paso de la multitud, brillan y se mecen al
viento.
Intento grabarlo todo en mi memoria. Mi corazón se regodea con
cada descubrimiento.
Un nuevo mundo, fuera de mi castillo y más allá de Vasiliádes.
Más allá de mi torre.
—Es hermoso —digo.
Desde los tejados de las casas, de madera a rayas, hasta los pisos,
que son un mosaico de adoquines coloridos que parecen vitrales. Al
pisarlos se iluminan, y el sonido de nuestras botas sobre ellos es
como el de la lluvia atravesando las copas de los árboles. Los
adoquines brillan y ondean en respuesta, como si fluyeran al
absorber el sonido.
Éste no es un pueblucho rústico y pintoresco en la periferia de las
Seis Islas, como decían los pretenciosos en la corte. Podrá no ser
refinado ni glamoroso, pero es imponente y está atestado de
comerciantes y de multitudes interminables que se pasean entre sus
calles.
Me conmueve.
—¿No te parece hermoso? —le pregunto a Nox por encima del
hombro.
Me mira por un parpadeo, frunciendo un poco el ceño, como si
notara algo por primera vez.
Después, traga saliva y aprieta la bolsa del globo con más fuerza.
—Tu capucha —es lo único que dice.
Por un momento, no entiendo, pero me doy cuenta del problema
enseguida. Pensé que pasaríamos inadvertidos en la multitud, pero
el verde verano de mi cabello hace que la gente se detenga a mirar y
a murmurar.
Una bruja en Armonía.
Una Somniatis fuera de la Montaña Flotante.
Nos miran con tanto odio que podríamos tener una diana
pintada en la espalda.
Titubeo y me subo la capucha rápidamente para ocultar mi rostro
de este bullicioso lugar.
Y entonces, sucede algo curioso.
Pasa otra mujer, con el cabello del mismo color del mío.
Nos quedamos viendo y, por un momento, creo que el rey y
Theola nos encontraron. Veo el pánico en los ojos de Nox también,
cuando confunde a la desconocida con mi madre.
Luego, otra mujer cruza la plaza, el cabello de un verde más
oscuro y grisáceo.
Y otra.
Armonía está llena de mujeres de cabello verde, cortado sobre la
altura de las orejas o balancéandose hasta sus hombros.
—Se parecen a ti —dice Irenya, parpadeando como si sus ojos la
estuvieran engañando.
Me doy cuenta con una sonrisa de que en Armonía debe estar de
moda imitar a las brujas Somniatis. Me pregunto por qué Nox no lo
mencionó, pero entonces descubro su gesto de sorpresa.
No soy la única que no se lo esperaba.
En Vasiliádes, se acostumbra llevar máscaras verdes para mostrar
lealtad a la corona, pero esto no se le parece en nada. La gente de
Vasiliádes nos teme y sus máscaras buscan complacer al rey, pero en
estas calles no se trata de él en absoluto. Se pintan el cabello para
verse como nosotras.
Como yo.
Me acomodo el cabello detrás de las orejas. No soy una especie
de criatura maligna. Por primera vez, soy una más.
Me detengo cuando algunas personas vuelven a dedicarnos
miradas de soslayo, y descubro que no se están fijando en mí para
nada, sino en Nox y Micah, con sus uniformes de la Última Guardia.
Nox suelta la bolsa y se arregla el cuello, tomando aire cuando lo
descubre también.
Él es el indeseable aquí, pues yo encajo perfectamente. Sonrío
nada más de pensarlo, y corro calles adentro envalentonada, sin
poder apartar los ojos de las maravillas que ofrece.
—¿Cuántos chrim traes? —le pregunto a Nox mientras se
arrastra detrás de mí, tambaleándose con Micah por el peso de la
bolsa del globo.
Nox me lleva mercado adentro, lejos de las personas que podrían
haberlo visto.
—Entre tú y yo, ¿quién es de la realeza? —pregunta—. ¿No
deberías ser tú la que aporte el oro, princesa?
Lo ignoro, apuntando a un puesto cercano.
—Nunca había visto esa clase de fruta —señalo a un fruto
redondo del color de mi cabello, veteado de rosa—. ¿Me lo
compras? ¡Ah, y ese pan de allá! —señalo otro puesto lleno de rollos
dulces escarchados y largos panes salados con hojas de romero.
—Nadie me advirtió que yo sería tu delegado real de chrim —
dice Nox.
Entorno los ojos y me acerco al puesto, escuchando cómo Nox
suspira antes de seguirme.
—Dos de ésos, por favor —digo al panadero y señalo los rollos
dulces—. ¡Y tres de ésos! —añado, apuntando a una rebanada con
jitomate deshidratado.
—Ya me dio hambre a mí también —dice Micah dejando caer la
bolsa para frotarse el estómago, lo que hace que Nox se tambalee un
poco.
—Eso pasa por vomitar todo lo que habías comido —le recuerda
Nox.
—Con mayor razón: necesito recuperar lo perdido —se acerca a
mí—. ¿Nos da del hojaldrado también? ¿Con cebollas doradas?
—No se olviden de los palitos de queso —añade Irenya, y se
aferra a mi brazo enguantado con intensa seriedad—. Necesitamos
palitos de queso.
Nox nos mira a todos con incredulidad.
—Se portan como si hubiéramos pasado hambre en el globo… —
dice—. ¡Empaqué comida!
Micah lo desestima con un ademán.
—Nadie quiere tus galletas saladas y tu queso en conserva, Nox
—dice—. Págale al señor, por favor.
Nox se saca el bolsillo de chrim oculto en el abrigo; me doy
cuenta por su mirada de que pagarle al tendero va a costar gran
parte de lo que tenemos. Lo vale. Nunca he olido comida tan rica; ni
siquiera la cocina del castillo se compara con la frescura de estos
puestos.
El tendero mira nuestra apariencia desaliñada al tomar los chrim
de plata de Nox. Mis guantes enlodados, la camisa desgarrada del
guardia, y después mis ojos. Su mirada me hace sentir una oleada de
pánico. He estado disfrutando demasiado el anonimato como para
perderlo tan pronto.
—Es tinte —digo aprisa—. Está muy de moda ahora.
—La verdad, no las entiendo —contesta el tendero, negando con
la cabeza y aceptando la mentira. Debe ser normal en Armonía
teñirse los ojos, como lo es en Vasiliádes. Aunque las mujeres de allá
prefieren castaños y azules más que amarillos—. Todas andan tan
desesperadas por parecer brujas. Deberían aceptar quiénes son en
realidad.
—Tiene usted razón —presiono mis labios para ocultar una
sonrisa—. Me aseguraré de hacerlo.
Tomo un bocado de pan fresco mientras nos alejamos del puesto,
y no puedo evitar gemir de placer cuando lo muerdo, sin que me
importe si la gente a mi lado se detiene a verme, divertida.
Nox me mira boquiabierto.
—¿Necesitas un rato a solas con tu pan? —pregunta—.
Podríamos darles un minuto.
—Un minuto no sería suficiente —tomo un bocado más grande y
le sonrío mientras las migajas ruedan por el suelo.
Nox sacude la cabeza, pero escucho gruñir su estómago. También
tiene hambre, pero es demasiado terco para aceptar el hojaldre que
le ofrece Micah.
—¿Ahora adónde vamos? —pregunto.
—Necesitamos encontrar un sastre que repare las rasgaduras del
globo —dice Nox—. Y que no haga preguntas.
Giramos en otra calle y la luz disminuye un poco. Un grupo de
gente vestida de negro se amontona en el empedrado junto a una
pequeña puerta gris, llena de inscripciones. Sus sollozos rebotan en
las ventanas y el alumbrado, amortiguando las llamas.
Uno de ellos se adelanta y moja su pluma en un bote de tinta.
Escribe algo en la puerta con letras tan pequeñas que no alcanzo a
leerlas desde donde me encuentro.
—¿Esto qué es? —pregunto, engullendo el último trozo del pan.
La calle está vacía salvo por nosotros, y aunque apenas es
mediodía, la calle está cubierta de una sensación siniestra que por lo
general se reserva para la noche.
—Es una calle de luto —dice Nox en voz baja y tensa, apretando
los puños bajo la bolsa del globo—. Aquí viene la gente que perdió
seres queridos a manos del pacto del rey, para rezar por sus almas.
Escriben sus nombres en las puertas.
Miro al hombre mojar su pluma en la tinta otra vez, y escribir
algo nuevo. Otro nombre.
Se me llena de miedo el corazón cuando pienso en cuántos
anotará. Hay al menos doce dolientes en torno a él, y si todos
perdieron a alguien en el pacto, esa puerta terminará cubierta de
nombres.
—¿Y la gente que vive en esas casas? —pregunto, bajando la voz
hasta un susurro—. ¿No les importa?
—Nadie vive ahí —explica Nox—. Se dispone para alojar a los
muertos que no encuentran el Río de la Memoria.
Me rompe el corazón escucharlo.
Calles enteras dedicadas a los muertos y las almas que mi familia
ha robado. Y por mucho que esta gente quiera creer otra cosa, esas
almas no están buscando el Río de la Memoria, sino alimentando al
rey y su inmortalidad.
Ellos sólo querían una vida mejor… retar a la muerte el tiempo
suficiente para cosechar una poción curativa o algunos chrim para
alimentar a sus familias.
En cambio, fueron maldecidos con una eternidad de vacío.
Es demasiado el contraste con el animado mercado a la vuelta de
la esquina, y me doy cuenta de que siempre hay algo así escondido
tras la cortina de una sonrisa o un día de verano. Luto y duelo sin
fin, ocupando la mitad de las calles.
¿Hay calles de luto en Vasiliádes también?
¿En todas las Seis Islas?
Trago saliva.
Es mi familia la que ha condenado a la gente a tanto dolor.
Quisiera poder arreglarlo de alguna manera.
Cuando pasamos junto a los dolientes, mi corazón se desgarra
con sus llantos. Y entonces, una fila de guardias de la ciudad entra al
callejón. Sus espadas descansan sobre sus hombros, las manos en el
corazón mientras las abrazan.
—El rey quiere que nos mantengamos atentos —dice uno de
ellos, casi susurrando mientras camina hacia nosotros—. La
heredera podría estar aquí mismo, en nuestras calles.
Abro los ojos muy grandes e Irenya da un paso hacia mí, como
buena amiga protectora. Nox y Micah dejan caer la bolsa junto a
una puerta cercana cubierta por las sombras.
—No seas ridículo —dice el otro guardia—. ¿A qué vendría a
Armonía una bruja Somniatis?
—Bueno, no por su gusto, ¿verdad? ¡Supe que la secuestraron!
Justo antes del banquete del rey.
Trato de desviarme del camino al escuchar sus palabras, pero Nox
me aferra el brazo y me mantiene cerca de él.
—Sigue caminando —dice apretando los dientes.
—Pero…
—No queremos llamar su atención.
Miro hacia Irenya y Micah, que asienten y siguen avanzando
como si los guardias no les importaran. Somos cuatro personas que
salieron a caminar al mediodía.
Me pongo tensa al acercarnos a los guardias, cuando sus miradas
se cruzan brevemente con las nuestras.
No deberían poder distinguirme de las otras mujeres, pero bajo la
mirada de cualquier forma, para evitar que me vean los ojos.
Engañar a un tendero puede ser fácil, pero no puedo arriesgarme a
mentir sobre tintes amarillos con la guardia local.
No voy a arriesgarme a que me lleven de regreso a Vasiliádes.
No puedo volver al encierro en esa torre.
Los guardias se detienen antes de cruzarse con nosotros. Sus
miradas recorren mi cabello verde. Ni los miro ni levanto la mirada,
pero siento cómo se me quedan viendo. Enseguida siento que
nuestro engaño fracasó y nos descubrieron.
¿Debería echarme a correr?
¿Golpear a uno en la nariz y escabullirme?
—Buenas tardes —saluda Nox inclinando la cabeza hacia los
guardias, con voz casual; si está tan asustado como yo, no deja que
se le note.
Los guardias toman nota de su uniforme de la Última Guardia y
la aprensión en su gesto se relaja.
—Buenas —responden al unísono.
El vago reconocimiento desaparece cuando pasan a nuestro lado.
Sólo un idiota descarado saludaría a los guardias de los que huye,
así que no sospechan nada mientras avanzamos, y sólo paramos
cuando dan la vuelta y se pierden de vista.
Suelto un sonoro suspiro de alivio; mi corazón está a punto de
desfallecer en mi pecho.
—Estuvo demasiado cerca —dice Micah.
—Estaba segura de que habían reconocido a Selestra —coincide
Irenya—. Bendito pueblo con sus aspirantes a bruja.
Yo también lo agradezco.
Si no fuera por la moda de este pueblo y el uniforme de Nox, nos
habrían descubierto. Me preguntaba por qué no se había cambiado
de ropa al salir de Vasiliádes, pero ahora lo entiendo: la gente
respeta y le teme a la Última Guardia.
El rey les dijo a todos que me habían secuestrado, pero Nox
dedujo que nunca les diría que fue gracias a uno de sus propios
soldados, porque algo así lo habría dejado como un tonto, alguien
fácil de engañar y traicionar. De seguro prefirió inventar algún
cuento sobre un asesino o traidor solitario que poner en tela de
juicio la reputación de su legión entera.
Los uniformes de Nox y Micah nos permitirán pasar por las Seis
Islas sin despertar sospechas.
—Por allá —dice Nox—. Mantengamos un perfil bajo por un rato
para no cruzarnos con otros miembros de la Última Guardia.
Señala una pequeña taberna a orillas del mercado, detrás de una
hilera retorcida de puestos. El Fuerte de las Almas. Un buen nombre
para un edificio que sobresale hacia un lado, como una rasgadura en
el mundo. La linterna en la entrada tiene tantas telarañas que es
claro que nunca la han usado. Un lugar que prospera en las sombras
es perfecto para escondernos mientras tomamos un respiro y
dejamos que los guardias se cansen de buscar copias de mí.
—¿Y la bolsa? —pregunto, señalando el lugar donde
abandonamos el globo.
—Déjala —dice Nox—. Nadie roba en una calle de luto. Vamos.
—¿Ahí? —pregunta Micah.
Su voz destila incertidumbre, y no lo culpo. El lugar no se ve
precisamente acogedor. Y la última vez que estuve en una taberna
con Nox, no nos fue tan bien a ninguno de los dos.
—Necesitamos un lugar para ocultarnos —explica Nox—. Donde
podamos idear una estrategia.
—¿Una estrategia para qué? —pregunto.
Empuja la puerta del Fuerte de las Almas, y los goznes chillan en
respuesta.
—Para salvar mi vida.
23
NOX
El Fuerte de las Almas carece de ventanas.
Es una caverna que nos rodea en un muro de negrura, con pisos
tan brillantes como nubes. Un equilibrio de luz y sombra, como se
acostumbra en Armonía.
El humo de cigarros revolotea por el aire, en una mezcla de
azules y rojos intensos, del sabor que les hayan infundido. Cubre la
oscuridad, y las chispas del fuego que los enciende dan luz donde no
había ninguna.
Nos instalamos en una mesa en la esquina más remota, donde
una pequeña antorcha parpadea en lugar de una ventana, como un
sol intermitente.
Hay silencio, salvo por la risotada ocasional o el manotazo de una
baraja sobre las mesas astilladas.
Solía soñar con beber en un sitio así con mi padre, en un rincón
del mundo donde pudiéramos reír y hablar del entrenamiento del
día. Idear estrategias juntos, como seguramente hizo él con su padre
a su vez.
Se acerca un cantinero, con el cabello rubio atado en una cola de
caballo con una cinta.
—¿Qué les sirvo? —pregunta.
Sus ojos sólo se dirigen a Selestra por un instante, antes de
sacudir la cabeza e ignorar el cabello verde.
—Ron —le digo—. Cuatro vasos.
Asiente y extiende la mano.
—Ocho chrim de plata.
Casi me caigo de la silla. Sabía que necesitaría más chrim, pero
creí que las provisiones que traje durarían más. No imaginé que
viajaba con lobos hambrientos que enloquecerían a la primera señal
de comida.
Le pago al cantinero y miro con tristeza lo poco que nos queda.
Con suerte, no será necesario regatear llegando a Polemistés.
—Creí que veníamos a pensar en un plan —dice Selestra —, no a
emborracharnos.
No se me escapa cómo se mantiene atenta a la puerta, como si
estuviera nerviosa, pensando que los guardias van a derribarla en
cualquier momento para capturarla.
—Puedo hacer las dos cosas —le contesto, reclinándome más en
el cojín de mi banca de madera—. Además, muero de sed.
—Ojalá —murmura Selestra en voz baja.
El cantinero vuelve con nuestras bebidas. Desliza la bandeja al
centro de la mesa con tal fuerza que el ron baila sobre el borde de
los vasos.
Tomo un largo y generoso trago del mío, que quema al bajar.
Selestra mira el suyo con desconfianza.
—No es veneno —le digo.
—No estés tan seguro —dice Micah, haciendo gestos mientras le
da un lento trago.
Irenya no se lo piensa tanto, y se termina su vaso de un solo
trago.
Selestra suelta un suspiro al tocarlo con sus labios, y gime de
horror tras probarlo.
—Es asqueroso —dice indignada.
—Es ron —levanto mi vaso en brindis.
—Me tomo el tuyo si no lo quieres —Irenya extiende la mano
hacia la bebida de Selestra.
—Sírvete —concede la heredera empujando el vaso hacia su
amiga—. Pero no te llevaré cargando cuando salgamos de aquí.
Irenya suelta una risa en el vaso, a la vez que la puerta del Fuerte
de las Almas se abre y entra otra ronda de comensales.
Todos miran a Selestra al entrar. Algo en ella los atrae; a pesar de
todas las mujeres que se tiñen el cabello como el suyo, Selestra no
termina de encajar.
Creo que nunca podría.
Cierta gente nació para destacar, y hay algo en ella que brilla un
poco más, destella un poco más intensamente. Incluso yo me doy
cuenta.
—Necesitamos cortarte el cabello —aventuro.
Selestra se gira hacia mí. La sorpresa cubre su rostro.
—¿Qué?
—Es demasiado fácil de reconocer.
—Pero todas aquí lo llevan verde —protesta.
—Pero ninguna tan largo como el tuyo —digo—. Te pareces
demasiado a tu madre.
Selestra hace un gesto, indicando que esa idea no va a
considerarse siquiera. Casi quiero disculparme por la ofensa. Yo he
pasado la vida tratando de igualar el legado de mi padre, pero se
diría que Selestra prefiere escapar de la sombra de su madre.
—Pensé que ya estábamos a salvo —dice.
—No estaremos a salvo en ninguna parte —sentencio—. Pero ése
es el precio de la aventura.
—¿Aventura?
Los ojos de Selestra centellean cuando se enoja, como esferas de
luz. Al fuego de la antorcha, me doy cuenta por primera vez de sus
pecas. Sólo unas cuantas, salpicando sus mejillas, y una hacia la
punta de su nariz.
No sé por qué reparo en ello.
—Si en verdad no estamos a salvo en ninguna parte, entonces no
voy a perder más tiempo en espadas míticas o lamiendo ron toda la
noche —dice Selestra. Se levanta de pronto y le indica a Irenya que
la siga—. Voy a buscar una posada y ahí nos quedaremos hasta que
el mes se termine.
Se da la media vuelta hacia la salida. Sin pensarlo, extiendo mi
brazo hacia el suyo, la retengo para que no se marche.
Selestra se sobresalta por la conmoción. No está acostumbrada a
que la toquen. Aun si mis manos sólo rodean sus guantes, sé que
debe sentirse raro.
Lo es para mí también.
La última vez que nos tocamos —las últimas dos veces—, la
muerte llegó enseguida. Es como si Selestra la llevara consigo. La
sombra de la muerte, en su piel.
Entonces, entiendo que sus guantes no son guantes en realidad,
sino cadenas que mantienen la muerte a raya.
De cualquier modo, no puedo permitirme perderla de vista.
Necesito a Selestra para encontrar la magia de la que me habló
mi padre; su poder es la clave para destruir al rey y mantenerme a
salvo. No voy a permitir que se pasee por Armonía sin mí.
—Seryth nos encontrará donde sea que vayamos —le recuerdo
—. El único lugar adonde no puede seguirnos es Polemistés, y da la
casualidad de que allí está el secreto para matarlo. En este jueguito,
no somos los que se esconden, sino los que buscan.
—Así que nunca estaremos a salvo, pase lo que pase —dice.
—Estás a salvo ahora —le prometo—. Conmigo.
Los ojos de Selestra se fijan en mi mano cerrada en torno a su
muñeca.
Lentamente, zafa su brazo de mí.
—¿Lo estoy? —su voz es ronca.
—Lo juro.
Selestra parpadea al escuchar mi juramento. Le lanza otra mirada
a la puerta y, entonces, resignada, se derrumba en su silla.
—Si estás tan decidido a seguir esta misión suicida hasta
Polemistés, ¿por qué no buscar un barco que nos lleve el resto del
camino? —pregunta—. Obviamente, es más seguro estar en
movimiento, hacia donde el rey no pueda seguirnos que perder
tiempo reparando el globo.
—Necesitamos el globo para cruzar los remolinos —explico—. Un
barco no va a servir, muchos se han perdido en el intento.
—¿Cuántos? —pregunta Selestra con inseguridad.
—Demasiados.
—Me dijeron que el remolino de la Isla del Sur es del tamaño de
una ciudad —dice Irenya en un susurro bajo, con los ojos muy
abiertos y empañados de ron—. Que tiene bocas y patas, como un
enorme monstruo del mar. Y que las sirenas construían sus hogares
en él, hasta que Isolda y el rey las expulsaron de las Seis Islas.
Selestra se voltea a mirar a su amiga con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo?
—Y luego, también está el Bosque de los Condenados de
Polemistés —continua Irenya—. ¡Las historias que he escuchado
sobre él!
Micah gime con cara de que va a vomitar otra vez:
—Odio los fantasmas —dice.
—¿Fantasmas? —Selestra repite la palabra como si fuera una
maldición, como si hubiera uno detrás de mí ahora mismo.
—Es otra de las barreras entre Polemistés y el mundo exterior —
le explico. Un lugar donde los monstruos acechan detrás de cada
árbol, y cada soplo de viento es el alma de un guerrero, lista para
cortar en dos a quien se atreva a aventurarse en su interior—. Es un
lugar para los condenados, no para los vivos.
—¿Y cómo esperas pelear contra fantasmas? —pregunta Selestra.
—Espero no tener que hacerlo. El globo de Leo es nuestra ruta a
través de todas las defensas de Polemistés. Podemos volar por
encima de sus murallas y sus bosques embrujados.
La única razón por la que busqué a Leo en Vasiliádes y arriesgué
mi vida para pagarle tantos chrim fue asegurar una vía de escape
que nos mantuviera a salvo.
—Pues si en verdad necesitamos ese globo reparado, entonces
hay una mejor manera que confiar en el sastre local —dice Selestra,
volteando hacia Irenya.
—¿Yo? —pregunta su amiga, sorprendida.
—Tú —confirma Selestra, asintiendo con la cabeza.
Irenya parece presa del pánico.
—No sé —dice—, no puedo, no sabría ni por dónde empezar…
esa tela es diferente que cualquier cosa que hayamos visto en el
castillo… ¿y si cometo un error?
—No lo harás —le asegura Selestra—. Puede que seas una
aprendiz, pero las dos sabemos que eres mejor que la costurera real
—luego, voltea hacia mí, mostrando más seguridad que nunca—: Ya
has visto lo complejos que son nuestros vestidos. Muchos son
diseños de Irenya, o cosas que cosió ella sola, sin ayuda.
Debo admitir que la idea es interesante y no se me había
ocurrido.
—Sabes más de telas que cualquiera —le insiste Selestra a su
amiga—. Sé que podrás hacerlo.
Irenya le sonríe, relajándose un poco. Puedo ver cómo la anima
la aprobación de la princesa. Y Selestra tiene razón: he visto los
vestidos de la corte, y si Irenya es responsable de cualquiera de esas
obras tan intrincadas, entonces parchar un globo debe ser cosa fácil.
Irenya se bebe el ron de Selestra para darse valor, azota el vaso
en la mesa y resopla.
—De acuerdo —dice—. O sea, sí. Puedo hacerlo. Creo.
—¿Qué materiales te hacen falta?
—Lo más importante sería la tela resistente al fuego, para cubrir
los agujeros.
Asiento.
—Entonces, ése es nuestro siguiente paso. Buscamos la tela,
dejamos que Irenya haga su magia, y nos vamos volando sobre los
remolinos de Polemistés antes de que el rey nos encuentre.
—En serio, espero que tu espada mágica valga la pena como para
arriesgar tanto nuestras vidas —dice Selestra—. ¿Y si llegamos hasta
Polemistés y ni siquiera existe?
—Existe —afirmo—. Tiene que existir.
Quizá Selestra crea que ya no hay magia, que toda la que queda
está en su interior, pero no es verdad. Quedan todavía algunas
pizcas por todas las Seis Islas. Pequeños destellos de magia que se le
escaparon al rey. Cosas como la mariposa de Leo, o el adoquín de
mosaicos que brilla a través de esta ciudad.
O lo que sea que está evitando que Polemistés sea conquistada.
Quizá Selestra no cree en las historias —yo tampoco creía—, pero
no podemos negar que la isla sobrevive. No se le puede atribuir tan
sólo a que son buenos guerreros.
Hay algo allí que los protege, y necesito tomarlo para proteger al
mundo entero.
—Si Irenya repara el globo, sólo nos queda una preocupación —
digo.
—Una grande —corrige Micah.
Selestra lleva la mirada de uno al otro.
—¿Cuál?
—Mi muerte —digo simplemente—. La mayor de las
preocupaciones.
—Tu muerte —repite ella.
—La mitad del mes es mañana y, después de eso, el rey puede
darme caza. Si voy a escapar, necesitaré otra visión.
Selestra palidece cuando lo digo.
Sus manos aferran los brazos de su banca y siento su necesidad
de escapar de un salto y correr a la salida, antes que darme lo que
quiero.
Al contrario de su madre, no se lleva muy bien con la muerte.
—Hicimos un pacto —le recuerdo—. Te saqué del castillo a
cambio de ayudarme a sobrevivir a este mes. Me diste tu palabra.
—Lo sé —responde—, pero no es tan simple…
—Te traje hasta aquí, princesa —digo—. Te toca cumplir con tu
parte del trato.
24
SELESTRA
Pasado el último aliento del atardecer, Nox me guía de vuelta a las
calles de luto, que se vacían al sonar la campana del pueblo.
—Es para que los muertos puedan regresar sin que los vean ni
los molesten —me explica—. La taberna está demasiado concurrida
como para arriesgarnos a que vayas a tener una visión. Aquí nadie
nos verá. No vienen de noche.
Eso no me tranquiliza.
No quiero verme morir junto a Nox, mientras nos refugiamos
juntos en una calle fantasma. Pero sé que hay que hacerlo.
Nox se acerca a una puerta negra, la que tiene menos nombres
inscritos.
Micah e Irenya esperan en la puerta de enfrente, con sus
capuchas puestas, listos para vigilar en tanto cuidan la bolsa del
globo. Cualquier guardia que pase los confundirá con dolientes
retrasados, y bastará un llanto o un sonoro gemido de pena para
anunciar la presencia de la Última Guardia.
La puerta elegida por Nox rechina cuando entramos.
El interior está vacío, manchado de gris, como si le hubieran
quitado toda la vida a raspones. Hay algunos muebles básicos: un
sofá color gis y una mesa de madera astillada con telarañas. Más allá
de eso, nuestros pasos hacen eco en el vacío.
Nox me extiende la mano.
—Cuando estés lista —dice.
—Nunca estaré lista para esto.
Nox hace una pausa y veo una sombra de pena suavizando sus
facciones, que suelen ser duras.
Sé que tiene razón, que debemos prepararnos. El rey y mi madre
harán lo que sea necesario para que muera antes de pasar la Luna
Roja.
Incluso sin una espada, Nox es un peligro para la inmortalidad
del rey. Si llega vivo hasta la Luna Roja, puede destruir el pacto y el
poder real. Eso podría significar que ya no harían falta estas calles de
luto, sin el rey robando almas y atrapando a la muerte tras una
cacería.
Salvar a Nox podría salvar a las Seis Islas de la tiranía a la que me
había resignado. Podría traer justicia a Asden.
Pero Nox no entiende lo que me pide, y no puedo decírselo.
¿Cómo confiarle el secreto de que nuestras muertes están atadas,
y de que con cada presagio debo verme morir junto a él?
Me quito el guante de la mano izquierda, y mantengo escondida
la marca de la serpiente que tengo en la derecha. En cuanto siento
la brisa que se cuela por la ventana rota recorrer mi piel, suelto un
suspiro de alivio.
Mi mano tiembla previendo lo que se avecina.
El deseo de contacto casi supera mi miedo; lo ansiaría, de no ser
por el anuncio de muerte al fondo de mi conciencia.
Nox da un paso al frente, y su cercanía me corta la respiración.
Pensar en estar con alguien piel con piel crea un anhelo dentro
de mí.
Me sobreviene la necesidad de hacer algo que se me ha prohibido
toda la vida: sentir. Tocar, percibir el calor de alguien, en lugar del
frío constante del espacio vacío.
Quiero hacer lo que otros hacen sin esfuerzo, sin pensar, sin
detenerse a disfrutarlo.
—¿Lista? —insiste Nox.
Extiende su mano una vez más, los dedos tan cerca que pueden
rozarme.
Deslizo mi palma por la suya con lentitud para que mis dedos
aferren su muñeca. Él hace lo mismo, presionando el pulgar sobre
mi pulso.
Siento una opresión en mi pecho, y una inmensa emoción de
alivio me atraviesa, como si hubiera satisfecho un deseo profundo e
irresistible.
Al llegar la muerte, mi corazón ya late con fuerza.
Lo primero que veo es el destello de un barco pirata, con forma de
dragón, siseando por el mar.
Hay un choque de espadas, que echan chispas al encontrarse en la noche.
Después, Nox está en el suelo, con un soldado que se cierne sobre él. Grito su
nombre, pero es tarde.
Un relámpago estalla en el cielo cuando lo lanzan por la borda.
Oigo mis pies golpear la cubierta cuando corro tras él, y de pronto me
lanzan por la borda a mí también, tirada como basura a las profundidades
del Mar Infinito.
Sus negras aguas me sofocan, se abren camino a través de mi garganta
llenándome los pulmones. Trato de patalear buscando aire, pero algo me
detiene, me arrastra bajo la superficie hasta que no puedo resistir más.
Un destello verde atraviesa el borde del agua cuando exhalo mi último
aliento.
Mi madre.
Jadeo y tambaleante me alejo de Nox, rompiendo así nuestro
contacto. De inmediato caigo de rodillas, escupo la inexistente agua
del Mar Infinito. Me asfixia el recuerdo del mar en mi garganta.
—¿Qué tienes? —pregunta Nox, arrodillándose junto a mí.
Intenta tocarme, pero retrocedo como un animal asustado.
No quiero verlo otra vez.
Almas, no podría soportarlo.
—Selestra, ¿qué pasó? —la voz de Nox muestra una creciente
urgencia, mientras sigo aferrando con las manos mi garganta.
Se siente como si me estuviera ahogando allí mismo, en esa casa
vacía.
—Déjame ayudarte —dice, y luego continúa, tan bajo que casi no
lo oigo—: Por favor…
Lo miro, tratando de estabilizar mi respiración. Su gesto de
preocupación me toma por sorpresa.
Sus cejas fruncidas forman una línea.
—¿Qué viste?
Me trago la sequedad atorada en la garganta.
—Te ahogabas —mi voz suena cascada y lejana—. En tres días,
serás lanzado por la borda de un barco pirata en forma de dragón.
—Un dragón —repite Nox, con un gesto de reconocimiento, pero
tengo tanto miedo que no pongo tanta atención—. ¿Estás segura?
Asiento.
Te ahogarás. Me ahogaré. Nos ahogaremos.
—Creo… —me tropiezo con las palabras, tratando de que la
visión tenga sentido—. Creo que mi madre estaba ahí. Te mantenía
bajo el agua.
Me muerdo el labio.
Me mantenía a mí bajo el agua, me empujaba hacia el frío y
observaba mientras yo jadeaba por mi vida. ¿Puede el juramento de
sangre ser tan fuerte que la haga ignorar de esa manera el amor que
una vez me tuvo?
—Entonces, saben que estamos aquí, en Armonía —dice Nox
pensando en el asunto—. O lo sabrán en poco tiempo.
—¿Qué hacemos?
—Asegurarnos de que Irenya tenga lo que le haga falta para
reparar ese globo en tres días… —dice simplemente—. Y luego,
correr.
Es un plazo muy ajustado. Irenya es la costurera más hábil que
conozco, pero será difícil asegurarse de que termine semejante tarea
en tan poco tiempo. Y mientras tanto, somos blanco fácil.
—Córtame el cabello —le digo.
Nox levanta las cejas.
—¿Ahora?
Asiento bruscamente.
—Dijiste que soy muy reconocible, y si vamos a quedarnos en
Armonía, tenemos que asegurarnos de que me vea como las otras
disfrazadas. No podemos dejar que el rey y mi madre nos descubran
antes.
Tenso la mandíbula con determinación.
—¿Estás segura? —suena dudoso, pero ya está sacando la espada
—. No soy estilista de la corte.
—Y yo aquí pensando que eras el mejor con la espada —le digo,
arqueando una ceja.
Nox sonríe y gira su arma.
—Como usted ordene, princesa.
Cierro los ojos con fuerza cuando toma mi cabello en sus manos.
Siento cómo vacila un momento, aunque fue su idea en un
principio.
Los segundos cuelgan entre nosotros, y mientras más se alargan,
más consciente soy de la respiración de Nox y del dulce aroma del
ron que perdura en él.
Es embriagante.
Su espada hace un corte, y mi cabello cae al suelo.
Abro los ojos y veo el montón a mis pies. Subo la mano a toda
velocidad, y siento las puntas de mi cabello justo al lado de mi
mentón.
Me siento ligera, como si me hubieran quitado un peso no sólo
del cuerpo, sino del alma.
—¿Cómo me veo?
Nox me mira fijamente por un instante; parece que se quedó sin
palabras.
—¿Tan mal? —pregunto, preocupada por su silencio.
Me toco las puntas de nuevo. Debe ser un corte muy irregular…
—No —dice Nox, como si estuviera asombrado. Se aclara la
garganta—. Te ves… como tú, supongo.
—¿Antes me veía como alguien más?
Nox se encoge de hombros y me presta su acero para que vea en
él mi reflejo. La espada está sucia y manchada, pero puedo echar un
vistazo en medio de todo aquello. Y lo primero que se me ocurre es
que tiene razón.
Me veo como yo. No como el prístino trofeo del rey o de mi
madre.
El corte es tosco e irregular, pero Irenya podrá arreglarlo después
con algunas tijeras de costura. Y pese a todo, no puedo sino sonreír.
Siempre tuve el cabello como el rey lo quería, como lo llevaba mi
madre y, antes que ella, todas mis antepasadas. Me hacía ver justo
como se supone que debe verse una bruja Somniatis, mostrándole al
mundo la persona que se esperaba que fuera.
Ahora puedo ser otra cosa.
Alguien que no esté a la sombra de nadie.
Buscamos la tienda de telas que el tabernero nos recomendó como
la mejor —y única— del pueblo. Las calles están iluminadas cuando
las recorremos. El sol del nuevo día se refleja en los pisos de mosaico
y se escucha la dulce música de un violinista instalado a la mitad de
la plaza.
La gente baila al pasar junto a él, lanzan chrim a su sombrero y
luego giran entre ellos, en círculo.
No tardamos mucho en encontrar Marigold.
Al acercarnos, veo el nombre de la tienda en doradas letras
brillantes, como rayos de sol. El lugar está cubierto de brillo blanco
que parece caer de los muros pintados de azul cielo.
La campanilla canta cuando entramos, llenando el recinto con
una sinfonía de trinos de ave.
Sigue sorprendiéndome lo distintas que son Armonía y
Vasiliádes. Quizá no es magia propiamente, pero esta isla se siente
mucho más mágica que el castillo, a pesar de que aquel es un hogar
de brujas.
¿Así solía ser Thavma antes de que el rey la conquistara y matara
a todas las otras personas con magia? ¿Sus puertas cantaban, sus
muros brillaban y su gente bailaba en las calles iluminadas por el
sol?
Me tomo un momento para admirar las telas y túnicas que
cubren los muros de Marigold, cada una tan encantadora y brillante
como la anterior.
No se comparan a los diseños de Irenya, pero sus colores son
maravillosos. Irenya tenía que hacer trabajos oscuros, y vestirme
sólo en los tonos del rey, para que pudiera cumplir bien con mi
papel como su trofeo. Pero estos vestidos destellan en rosa y
naranja, como el interior de una hoguera. Son verde hierba y
amarillo verano, y algunos, una inimaginable mezcla arcoíris que se
desliza desde el gancho.
Nada me gustaría más que probarme uno y verme vestida de
color por primera vez. Si salimos de ésta, espero que Polemistés
tenga telas igual de maravillosas para que Irenya pueda coser
maravillas así de brillantes.
—¡Buenos días! —una mujer con un traje de terciopelo rosa con
un profundo escote en V sobre su pecho sale de la trastienda—. Un
placer que haya clientes tan temprano en un día de verano —su
brillante sonrisa estira sus labios color de rosa—. Me llamo Edlyn
Marigold, ¿en qué puedo ayudarles?
—Estamos buscando algo de tela —dice Nox.
—No esperaba que buscaran otra cosa —responde Edlyn con un
alegre guiño.
—Necesitamos una tela especial —dice Irenya—. Debe ser
resistente al fuego, fuerte como para cargar objetos pesados sin
desgarrarse, pero también muy ligera.
—¡Cuánto detalle! ¿Para qué es? Eso me permitiría hacer alguna
recomendación.
—Me temo que eso deberá seguir siendo un misterio —dice Nox.
A Edlyn no parece importarle. Se lleva un dedo a la barbilla y
toma aire.
—Me gustan los retos. Y los misterios. ¡Muy bien!
Gira sobre sus zapatos de terciopelo, que combinan con el traje, y
desaparece de pronto por la trastienda. Poco después, regresa con un
rollo de material color amarillo ranúnculo.
—Norcad —anuncia—. Ligero, irrompible y resistente a grandes
cargas. Y aguantaría el fuego de un dragón, si existieran.
—¿Está segura? —pregunta Nox.
—¿De los dragones?
—De todo.
—En cuestión de telas, nunca miento, joven —dice Edlyn muy
seria—. Si quieres algo indestructible, pero ligero, no encontrarás
nada mejor.
—Será menos discreta que el diseño original de Leo —comento al
recordar cómo el globo reflejaba tan bien el cielo nocturno nos
mantenía invisibles en la oscuridad, por lo menos.
—No creo en eso de ser discreta —dice Edlyn.
—La llevaremos —añade Nox, sacando un puñado de chrim de
plata—. ¿Cuánto?
—Ay, no, querido muchacho —exclama Edlyn, afligida—. Me
temo que con eso no te alcanza. Esta clase de material cuesta al
menos diez chrim de oro por cien yardas.
—Hará falta el doble de eso para fabricar los parches —comenta
Irenya.
El rostro de Nox se contrae de disgusto.
—No tenemos tanto… pagaríamos más si tuviéramos, pero si
quisiera negociar, entonces…
—Me temo que no —Edlyn retira el rollo de tela de manera
abrupta.
La decepción recorre las facciones de Nox.
No estoy acostumbrada a verlo sin un plan, o siquiera el descaro
de fingir que lo tiene, y eso hace que me sienta inquieta.
Al menos, uno de nosotros debe tener algo de certeza en esta
misión.
—¿Cuánto nos daría por esto? —digo, mostrándole el brazalete
que me regaló el rey hace tanto tiempo.
Edlyn lo contempla boquiabierta.
—Almas mías, ¿es oro puro? —pregunta.
—Con un ojo de rubí.
Edlyn abre los ojos muy grandes y los dedos le tiemblan, como si
estuviera conteniéndose de tocarlo.
Una gema así es muy poco común, y ésa es la razón por la que el
rey me la regaló.
Una joya rara para una criatura extraña. Un premio para su
premio.
—¿De dónde sacaste algo así? —pregunta Edlyn.
—Es una herencia familiar.
—Si tiene valor sentimental, no me gustaría negociar con esto.
¿Estás segura de que quieres separarte de algo tan valioso?
No puedo evitar vacilar.
He usado esto cada día de mi vida desde que tengo memoria.
Que sea un regalo del rey hace que a menudo se sienta más como
un grillete, pero saber que perteneció a mi tatarabuela me hacía
sentir conectada a la magia de la familia.
Desprenderme de él se siente un poco como soltar una parte de
mí… y un poco de mi madre. Es lo último de ella que me llevé al
abandonar el castillo.
—¿Cubre el precio de la tela? —pregunto, desabrochándolo y
extendiéndoselo a Edlyn.
Lo acepta asintiendo con entusiasmo.
—¡Sí, sí, por supuesto! ¡Y más que eso! Te doy la tela y los trajes
que quieras de la tienda, ¡por lo menos una docena!
—No creo que necesitemos una docena —le digo sonriendo y
tocándome la muñeca desnuda. Se siente fría—. Pero un cambio de
ropa estaría bien.
Recorro la tienda, volviendo a disfrutar la selección de sedas y
colores.
—¿No tendrá algo menos extravagante? —pregunta Nox
siguiendo mi mirada.
—No me digas —dice Edlyn riendo—. ¿Negro?
Nox debe haber visto mi gesto cuando escucho la propuesta,
porque responde:
—Con que no brille en la oscuridad.
Edlyn vuelve a reír.
—Estoy segura de que encontraré algo.
Se dirige al fondo de la tienda para buscar los trajes más
apagados, los que no mantiene en exhibición.
Cuando se pierde de vista, Nox voltea hacia mí.
Me acomodo el cabello tras las orejas. Sigue siendo raro tenerlo
tan corto, sin ninguna barrera que me esconda del mundo.
—No necesitabas hacerlo —dice Nox, señalando mi muñeca.
—Yo fui la que se gastó tu dinero en pan —le digo con una
sonrisa, y su mandíbula se tuerce un poco.
—Tu apetito me dejó en la calle —admite.
—¡Aquí está! —anuncia Edlyn, poniendo un colorido montón de
vestidos y camisas en el mostrador—. Seguro alguno de éstos te dará
más alegría que la ropa que llevas ahora.
Volteó a ver mi blusa negra con botas y pantalón a juego, y
frunzo el ceño. Entre esto y la falda marrón de Irenya, sí nos vemos
un poco sombrías.
—¡Muchas gracias! —digo emocionada.
Irenya ya está pasando los dedos entre las telas, explorando todos
los colores con los que nunca ha tenido permiso de trabajar.
—¡Éste! —exclama, sacando un suéter naranja brillante.
Me encojo un poco.
—No es para ti —dice, viéndome vacilar—. Éste es mío.
Lo pone aparte, y luego levanta un largo vestido color vino,
bordado con pétalos de rosa.
—Para ti, éste —anuncia.
Y aunque el vestido es precioso, no me puedo aguantar la risa.
—Quizás un vestido de baile no es ideal para la misión —le
recuerdo.
—Ay, puedes elegir otra cosa para el viaje —añade con desdén—.
Por favor, Selestra, sólo te veo a colores cuando estás pintando.
Debes probarte esto, y punto.
Suspiro y tomo el vestido sacudiendo la cabeza. A ella le han
prohibido la variedad tanto como a mí, obligada a opacar sus
creaciones con los colores del rey.
—Seré rápida —le digo a Nox.
—Me alegra saber que un vestido de baile te importa más que mi
vida —responde con un destello de burla en los ojos.
—El suéter naranja de Irenya me importa más que tu vida —le
digo, girando sobre mis talones para meterme a la trastienda.
No tardo mucho en pasar el vestido que eligió Irenya sobre mi
cabeza, y dejarlo caer hasta mis tobillos.
Es hermoso. Nada tan complicado como los diseños de Irenya,
pero los pétalos de rosa capturan la luz tan bien que parece como si
bailaran cuando me muevo.
Y el color. Color de verdad sobre mi piel, el mismo tono de las
cerezas de los pasteles que solíamos robar Irenya y yo.
A pesar de mi cabello verde balanceándose a la altura de mi
barbilla, ya no parezco una bruja atada al rey. Casi parezco normal.
Como supongo que se vería cualquier otra chica de este pueblo en
un baile o una fiesta.
—¡Ya sal, anda! —dice la voz de Irenya—. ¡Muero de curiosidad!
Salgo con cautela de la trastienda, e Irenya grita de alegría al
verme.
—¡Pareces una fresa!
Parpadeo.
—Eso no es un cumplido.
—Las fresas son deliciosas.
—Voy a cambiarme ahora mismo —digo con tono irónico, pero
Irenya me jala al centro de la tienda, dando vueltas alrededor de mí
como un buitre, examinando el vestido.
—¿Cómo consigue que el tul caiga de esa forma? —le pregunta a
Edlyn.
Suspiro mientras las dos se ponen a hablar de costura, y llevo mi
atención a Nox. No me quita el ojo de encima, con los labios
apretados, y un destello de incertidumbre en su cara.
—No me digas que te dejé sin palabras —me burlo.
—Para nada —dice, su ceño se relaja y me dedica una sonrisa
cómplice—. Sólo estoy buscando las palabras correctas.
—Déjame adivinar, me veo como yo otra vez —le digo
burlándome de sus palabras cuando me cortó el cabello—. En serio,
soldado, necesitas trabajar en tus adulaciones.
Nox se pasa la mano por el cabello oscuro, que vuelve a caer
sobre sus ojos, desobediente.
—Pareces una princesa, es todo —dice al fin.
Resoplo, harta del apodo.
—Ya te dije que no soy…
—Lo sé —dice con firmeza, y se aclara la garganta mientras se
sonroja—. Pero lo pareces.
La sinceridad en su voz me sorprende y, por una vez, no sé qué
contestarle. De pronto, siento mucho calor dentro de este vestido. La
mirada de Nox se vuelve más intensa, y mi respiración se entrecorta
con cada segundo que pasamos mirándonos a los ojos.
—Me voy a cambiar —digo al fin, sorprendida por la debilidad de
mi voz.
Nox asiente y se da la vuelta rápidamente, separando por fin su
mirada de la mía. Vuelvo a la trastienda tragando saliva, pero sus
palabras permanecen, me siguen.
Pareces una princesa.
No puedo más que sonreír.
25
NOX
Lanzo una maldición cuando vuelvo a pincharme el dedo tratando
de remendar este maldito globo.
Tenemos poco menos de un día hasta que llegue la muerte que
Selestra predijo. Hasta que venga el rey.
Y nuestro transporte no está listo.
—Ya te dije, hazlo más lento —me dice Irenya.
—No creo que pueda ser más lento —dice Micah, cosiendo la tela
sin problemas.
Le hago un gesto, y luego miro la sección del globo que Irenya
acaba de terminar. Sabía que era buena, pero hasta yo la subestimé.
En un solo día cosió la mitad de los desgarres que sufrió la tela del
globo al estrellarnos, remendándolos con tanta velocidad como
delicadeza.
Yo, por mi parte, no he sido ni de cerca tan delicado o veloz.
Trabajamos en una de las casas de la calle de luto, donde nos
hemos hospedado los últimos días, saliendo sólo para buscar comida
y traer materiales para Irenya.
Con la Última Guardia patrullando las calles, no podemos
arriesgarnos a ser vistos continuamente. A pesar de la cantidad de
chicas disfrazadas de bruja, Selestra destaca.
Podría ser fácilmente reconocida por la persona equivocada.
Paso la aguja a través de la tela y suspiro cuando mi nudo tan
cuidadosamente atado se desata, y la tela cae en mi regazo.
—Es imposible —digo.
Me apabulla que Irenya pueda arreglárselas para confeccionar
vestidos tan impresionantes como los de Selestra, cuando yo ni
siquiera consigo coser en línea recta.
Creía que reparar el globo tomaría algunas horas, pero ya es la
tercera mañana cuando Irenya por fin levanta la última costura con
una sonrisa de satisfacción.
—Sastres de las Seis Islas, inclínense ante mí —anuncia con
petulancia.
—¿Está listo? —le pregunto, quizá con más emoción de la
necesaria.
Y nadie puede culparme, porque mi siguiente encuentro con la
muerte sucederá en pocas horas.
—Les presento el don de volar —anuncia Irenya, con un gran
ademán sobre el último parche de tela.
—Esperemos que Nox no se estrelle esta vez —añade Selestra.
—Podrías intentar pilotear cuando quieras, princesa.
—¿Y renunciar a la oportunidad de ver tu trasero caer otra vez?
Oh, de ningún modo me lo perdería.
—¿Así que disfrutas mirar mi trasero?
Selestra se queda boquiabierta y veo sus mejillas ruborizarse; el
carmín cubre sus delicadas pecas. Algo se altera en mi interior.
¿Cómo puede ser tan hermosa y a la vez tan letal?
Sé que debería fijarme menos en lo hermosa y recordar lo letal,
pero hay algo en ella que somete mi sentido común. Cuando vio mi
último futuro y cayó al piso, ahogándose con mi muerte, lo único
que quería era correr a su lado. Me poseyó la necesidad de
consolarla, de protegerla, aun sabiendo que debería ser al revés.
Después de todo, soy yo quien está en la lista de la muerte.
Y aun así, cuando se sonroja y se acomoda el cabello detrás de las
orejas —cuando la vi con ese vestido rojo—, encendió un pequeño
fuego dentro de mí, sin advertencia.
Para eso es buena: para sacarme de quicio y voltear el mundo, de
modo que las cosas se vean distintas a como siempre las he
conocido.
Es una bruja. Repito las palabras como un mantra, pero entonces
se mete otra idea en mi cabeza.
Quizá quiere ser algo más.
No la bruja malvada que gobierna al lado del rey, robando almas
para él, y no la princesa del castillo encantado, que se conforma con
una vida en la corte. Creo que quiere algo fuera de todo eso.
Lo sé porque yo también lo anhelo: libertad.
La posibilidad de ser algo más allá del pasado de nuestras
familias.
—Con el globo reparado, ¿podremos salir de la isla antes del
anochecer? —insiste Selestra.
Antes de que se cumpla el presagio.
No asiento, porque hay algo en mí que no me deja mentirle.
La verdad es que ahora mismo no puedo garantizar la seguridad
de nadie, ni siquiera la mía.
Mientras no encontremos la espada y matemos al rey, nadie en
las Seis Islas estará a salvo.
Me apresuro a enrollar el globo reparado dentro de la bolsa que
nos dio Leo, y preparo a todos para caminar de regreso al campo
donde nos estrellamos. La canasta sigue oculta allí, lejos de
cualquier patrulla de la Última Guardia en busca de la heredera
perdida del rey.
La caminata es más rápida que la otra vez. Todos estamos
ansiosos por salir de Armonía antes de que nos descubran. Selestra
prácticamente corre la mitad del camino, e incluso a mí me resulta
difícil seguir su paso.
Si no lo entendiera, diría que está más ansiosa que yo por salir
del pueblo y escapar de las garras de la muerte.
Sus visiones deben ser estremecedoras.
Vuelvo a recordarla, lo mucho que parecía sufrir después de
observar mi futuro. No sé por qué las visiones le afectan tanto. He
mirado a Theola revelar los destinos de incontables personas sin
parpadear, pero cada muerte que Selestra ve… es como si la sufriera
en persona.
Todavía no sé si es porque su magia es de principiante, o porque
en verdad le preocupan los demás.
Ya está atardeciendo cuando llegamos al pastizal, y casi me
estrello con la espalda de Selestra cuando se detiene de manera
abrupta al borde.
—¿Aquí es? —pregunta, mirando el prado vacío.
Alcanzo a ver las marcas de lodo que indican nuestro aterrizaje.
Las huellas están ahí.
Pero la canasta no. Debí saber que la muerte no me dejaría
escapar tan fácilmente.
—¿Se… movió? —pregunta Selestra mirando alrededor, tan
confundida como yo—. ¿Adónde se fue?
—Buena pregunta —digo, entrecerrando los ojos—. Pero creo
que sería mejor preguntar quién se la llevó.
Una canasta vacía en un campo despoblado no es exactamente
un tesoro codiciado en Armonía. Sin el globo, es inútil.
—¿Quién se robaría algo tan pesado? —pregunta Micah—.
Harían falta doce personas para cargarla. Por eso dejamos esa
maldita cosa aquí.
—¿Y quién iba a querer una enorme canasta vacía, para
empezar? —pregunta Irenya.
Otra buena pregunta, y sólo se me ocurre una respuesta.
El tipo de persona que se llevaría cualquier cosa que se
encuentre y la reclamaría como suya.
Saqueadores.
Más específicamente, piratas. Y si el barco de dragón que vio
Selestra es una pista, ya sé quien lo comanda.
26
SELESTRA
El puerto de Armonía no se parece a lo poco que he visto de los
muelles en Vasiliádes. No hay guardias patrullando, barcos militares
ni soldados con espadas del tamaño de caballos.
Los muelles se extienden como rayos de sol, dispersándose desde
el semicírculo de arena en tablones de brillante madera amarilla. Los
botes amarrados son de una variedad de colores, con nombres
pintados en letra cursiva. Algunos son tan enormes como casas;
otros, no más grandes que yo, con remos colgados a sus costados.
—Esto va a ser pan comido comparado con Vasiliádes —dice Nox
con petulancia—. Ni un barco de la Última Guardia a la vista, sólo
botes recreativos y de piratas.
—¿Se te olvida que te vi morir en un barco pirata? —pregunto.
—Supongo que soy optimista —responde—. Además,
necesitamos el globo para salir de aquí, y si la canasta está en uno de
estos barcos, no tenemos otra opción.
Suspiro, frustrada por su arrogancia.
Sé que no tenemos otra opción, pero al menos debería fingir que
se preocupa. Nox no le teme a la muerte tanto como debería. Le
digo que ya viene, le digo cuándo y dónde lo acecha, y eso sólo le da
más confianza para enfrentarla.
Lo único que parece ponerlo en guardia es lo desconocido, y en
su ausencia, florece.
—¿Es ése? —señala un bote.
No, no es un bote, ni siquiera un barco. Es un monstruo marino
idéntico al que vi en mi presagio.
Una bestia con velas en forma de ala de verde translúcido, que se
curva hacia el cielo en un remolino. Los maderos y sogas que las
sujetan parecen venas y huesos, y su arnés curvo es de color jade
profundo, y se bifurca bruscamente por el centro, como una lengua
sibilante.
—Ése es —confirmo.
—Lo sabía —Nox sonríe como si eso hiciera las cosas más
interesantes—. Si alguien en Armonía fuera a robar algo inútil, sólo
porque le es útil a alguien más, es el dueño de ese barco.
—¿Quién es? —pregunto.
—Un viejo amigo.
Los ojos castaños de Nox destellan traviesos, reflejando el agua
del puerto cristalino a la distancia.
Micah suelta una risita.
—Le va a encantar verte.
—Seguro —dice Nox, sacando la espada—. Y eso hará aún más
divertido robar la canasta de vuelta.
Se me cae la mandíbula al piso.
—¿Robar?
Nox voltea hacia mí.
—¿Te parecería mejor “confiscar”?
Cruzo los brazos.
—¿No podemos simplemente pedirle que la devuelva?
—¿Olvidas que es un pirata?
—¿Olvidas que acabas de decir que es un viejo amigo?
—Oh —asiente Nox, como si apenas notara haber mentido, y se
encoge de hombros—. Es más un enemigo, de hecho.
—¿Hay alguien en las Seis Islas con quien simpatices? —
pregunto porque no sé si es posible.
Nox señala a Micah con la cabeza.
—A él le caigo bien.
—¿Alguien que no sea un idiota?
—¡Hey! —exclama Micah, al mismo tiempo que Irenya suelta
una carcajada.
—Mira —Nox levanta su espada a contraluz, la estudia por un
instante buscándole manchas, y cuando está satisfecho con su
perfección, continúa—. Si queremos sobrevivir, necesitamos
recuperar nuestro transporte. No llegué tan lejos para que un pirata
me lo quite todo.
Casi voy trotando para seguirle el paso mientras se dirige hacia el
barco.
—¿Así que le vamos a robar esta cosa cuando nadie nos vea?
—No seas tonta —dice Nox, dedicándome una sonrisa traviesa—.
Va a haber mucha gente mirando.
Trago saliva, y por alguna razón recuerdo aquel momento en el
Gran Salón cuando nos conocimos; cuando le corté un mechón de
cabello —un pedazo de alma—, y sentí una descarga.
Algo así me atraviesa ahora cuando sonríe.
No una descarga, más bien un zumbido. Un murmullo por
dentro, como la brisa haciendo olas en el puerto.
Una sensación de emoción mezclada con miedo.
Aventura.
No puedo creer que lo esté considerando, pero recuerdo la
pintura que hice de pequeña, de la niña encerrada en su torre, con
su cabello colgando por la ventana hacia un jardín en el que nunca
pudo pasear.
La pintura que mi madre quemó, marcando a fuego el poder del
rey sobre mí.
Pero esto no lo puede quemar.
Puede prenderle fuego a una pintura, pero no a un momento. No
a una idea.
—¿Cómo la robaremos? —pregunto.
—Fácil —dice Nox. Nos detenemos al pie de la plancha que
conduce al barco—. Micah, Irenya y tú encárguense de los guardias
del puerto en la estación de patrulla. No podemos arriesgarnos a que
la guardia del pueblo les ayude si nos descubren. Sólo debe haber
dos o tres, y a esta hora de la tarde suelen estar dormidos.
Micah titubea.
—No quiero dejarte solo.
—No estoy solo, tengo a una bruja. Y en la visión de Selestra no
me mata un pirata, sino su madre. Mira alrededor, ¿ves a la bruja
Somniatis por aquí?
—Bien —concede Micah—. Pero si mueres, voy a estar furioso.
—Eso es muy amable de tu parte —dice Nox.
—¿Estarás bien sin mí? —me pregunta Irenya.
—Claro.
Es conmovedor que se preocupe por mí, pero yo soy la que
debería preocuparse por ella. Ya la he metido en tantos peligros, y
no quiero ni pensar en perderla como perdí a Asden.
—Ten cuidado —le digo—. Y si pasa algo, no titubees en sacrificar
a Micah para salvarte.
—Ah, lo usaré de escudo humano a la menor excusa —dice muy
seria.
—Ustedes dos son tan dulces —concede Micah—, qué bueno que
ya somos tan buenos amigos.
Irenya ríe y le empuja el hombro.
—Vamos, dejemos a los héroes con su misión.
—Nada de morirse —vuelve a advertir Micah señalando a Nox—.
Hablo en serio.
Irenya entorna los ojos y se lo lleva a rastras; él suspira y se deja
llevar hacia la guardia del puerto.
—Ten —dice Nox.
Me da un cuchillo. Lo reconozco, es el que llevó a mi recámara
cuando pidió su segundo presagio. La hoja es negra como el Mar
Infinito, y la empuñadura tan brillante que podría haber sido tallada
de la misma Luna Roja. Una simple línea de oro se teje delicada por
la base.
Es hermoso.
Y es un buen reemplazo de la daga de oreja que había robado,
pero tuve que devolver antes de que alguien se diera cuenta.
—Te arriesgas dándome esto —le contesto a Nox, conteniendo
una sonrisa—. Podría apuñalarte por la espalda y robar la mariposa
de Leo para mí.
Nox parpadea.
—¿Me estás coqueteando?
Pongo los ojos en blanco.
—¡Te estoy amenazando de muerte!
Una sonrisa perezosa se extiende por sus labios.
—Es que contigo a veces es difícil distinguir.
Sacudo la cabeza y giro el cuchillo en mi mano, incapaz de hacer
otra cosa que admirarlo.
Una verdadera hoja de soldado.
—Vamos, princesa —dice Nox—. Es hora de robarnos una
mariposa.
El barco tiene aún más pinta de dragón una vez que estamos a
bordo. Los tablones de su cuerpo bífido están inundados de verde, el
mismo color de sus velas aladas, y veteados de azul y rosa, de modo
que las marcas de la madera parecen escamas.
El puente del timón se eleva en la parte trasera, y al centro se ve
la mariposa de Leo como trofeo en exhibición.
Junto a ella está sentado un hombre con un cigarro encendido.
—Nox Laederic —exclama, tras escupir el cigarro al mar, y
procede a deslizarse por un travesaño hasta la cubierta central—.
¿Qué almas haces en mi barco?
Es bastante mayor que nosotros, con el cabello negro veteado de
plata y una barba que cubre su cuello. Una cicatriz atraviesa su ojo
derecho y se curva en su mejilla, lo que mancha su ojo de sangre.
—Te presento a Dray Garrick —dice Nox, haciendo un ademán
hacia él—. Uno de los ladrones más acaudalados de Armonía. Se
gana los chrim recogiendo joyería de las ruinas de las torres de
antiguas familias reales… y matando a cualquiera que se cruce en su
camino, claro.
—Toda una presentación —digo.
—Todo un criminal —admite Nox—. Demasiado tacaño para una
tripulación completa.
Garrick entrecierra su ojo bueno.
—Te pregunté qué haces en mi barco.
—Consideré negociar, pero se me acabó el oro y ya vendimos la
joyería —dice Nox, señalando la canasta del globo con la cabeza—.
Tienes algo que me pertenece y lo quiero de vuelta. Estoy
asumiendo que tendré que usar la fuerza para recuperarlo, pero
dime qué tan generoso te sientes hoy.
Garrick está tan sorprendido que no alcanza a reír, así que lo que
sale de su boca es un largo ruido gutural que hace que se ensanchen
sus fosas nasales.
—¿Y ésta quién es? —se me queda viendo—. ¿Tu cómplice de
travesuras?
A pesar de mis ojos, no creo que sospeche que soy bruja, no con
tantas mujeres de Armonía usando el mismo color de cabello, que
quizá también imitan el brillo de mis ojos. Con mi cabello corto para
ya no parecerme a mi madre o a mis antepasadas, Garrick debe
pensar que soy una de ellas.
Es liberador que alguien me mire directamente sin esperar ni
asumir nada de mí. Ignora quién soy, así que puedo ser quien yo
quiera para variar.
—Cómplice de travesuras —murmura Nox—. Es bastante
preciso, ¿no crees?
Asiento tan casual como puedo.
—Me gusta cómo suena.
Garrick hace una mueca.
—Lo que sea que estén planeando, háganlo en otra parte. No
quiero lastimarte, Líder de Regimiento —casi escupe las últimas
palabras, burlándose del rango de Nox en la Última Guardia, y su
aparente lealtad al rey.
Nox no se ve ni remotamente ofendido.
—¿Tú y tus tres grumetes contra nosotros? —pregunta, lanzando
una mirada a los pocos hombres dispersos por el barco—. Me siento
insultado.
Una sonrisa cruza la cara de Garrick, como una astilla.
—Eres como tu padre —dice—. Él también era un imbécil
arrogante.
Así como apareció la sonrisa de Garrick, desaparece la de Nox.
Veo el destello en sus ojos y sus puños apretarse por reflejo.
No se está preparando para atacar, está recibiendo un ataque.
La mención de Asden lo hace tambalearse, igual que a mí.
¿Quién se cree este tipo para hablar así de él?
—¿De dónde se conocen? —pregunto para romper el silencio y el
gesto de fragilidad en Nox.
—Ya te dije —responde Nox—, somos enemigos.
—Los de la Última Guardia son enemigos de todos —dice Garrick
—. Sobre todo, Nox y su regimiento Thánatos.
—No seguirás enojado de que te hayamos confiscado esas joyas,
¿o sí? —pregunta Nox, ya recuperado—. ¿Esperabas robarle
impunemente a la vieja familia Thavma? Ya sabes que el rey quiere
las riquezas de todas las islas para él solo.
—El que lo encuentra se lo queda —dice Garrick.
—Bueno, en ese caso —Nox extiende su espada directamente
hacia la garganta de Garrick—. Nosotros encontramos tu barco, así
que nos lo quedamos con todo lo que contiene. Incluyendo lo que
vinimos a buscar.
Los marineros se levantan.
Nox los mira.
—Cuidado —dice, señalándome—. Es tan letal como yo.
Siento el temblor en mi corazón otra vez.
El zumbido de la aventura.
—Antes muerto que permitírtelo —escupe Garrick,
desenvainando su propia espada—. Eres un tonto, Nox. Esa carga
pertenece al rey. Le puso recompensa a un transporte así, más de lo
que te imaginas. Parece que alguien lo usó para robarse a la
heredera… ¿No sabes nada del asunto, por casualidad?
Su mirada se desvía hacia la mía y mis latidos se aceleran.
No sabe. No puede saberlo.
—No tengo idea de qué estás hablando —dice Nox, y su espada
choca con la de Garrick.
—¡Traigan a los guardias del puerto! —grita Garrick, mientras
Nox lo empuja hacia un lado de la cubierta—. ¡Díganles que
encontré a la heredera!
Uno de los marinos se lanza contra Nox, que se mueve a un lado
y le hace una herida en el brazo.
—¡Selestra, no dejes pasar a nadie! —grita.
Mis ojos se abren muy grandes cuando uno de los marinos carga
contra mí.
Es grande, como medio metro más alto que yo y mucho más
ancho también. Pero recuerdo el entrenamiento de Asden, y sé que
la fuerza nunca vence a la velocidad.
No permitiré que revele nuestra ubicación ni a los guardias ni al
rey.
Me agacho y barro con la pierna, haciendo caer al hombre; su
cabeza golpea la cubierta justo cuando el tercer marino me aferra
desde atrás. Sus brazos aprietan mi cintura. No trato de zafarme; sé
que no tengo la fuerza suficiente.
Pero la fuerza no le gana a una mente veloz, me digo.
Lanzo la cabeza hacia atrás y la estrello en la nariz del hombre.
Su abrazo se afloja y me doy la vuelta para patearlo justo en el
vientre.
Cae de rodillas en la cubierta con un gemido, sangrando.
—Gracias por entrenar conmigo —le digo, levantando el puño—.
Me preocupaba perder práctica.
Lo golpeo tan fuerte que escucho un crujido antes de su caída.
Asden estaría orgulloso.
Me giro en dirección a Nox, justo cuando estrella la empuñadura
de su espada en la boca de Garrick, y un diente sale volando.
Garrick se tambalea contra la borda.
—¡Ni creas que te saldrás con la tuya! —grita cuando Nox se
acerca—. ¡El rey te matará, a ti y a toda tu familia!
Levanta la espada hacia el pecho de Nox, pero él lo bloquea con
facilidad. Sin esfuerzo. Desarma a Garrick y lo aferra del cuello.
—Ya lo hizo —dice con dureza.
Se me corta la respiración.
Después, empuja a Garrick del barco a las aguas del puerto.
—¿Qué haces? —le pregunto conmocionada.
—No te preocupes, sabe nadar.
Miro alrededor de nosotros.
—¿Y el otro marino?
—Por ahí, nadando también.
Nox señala abajo, donde Garrick sigue lanzando maldiciones.
No siento lástima por él ni por sus hombres: asesino, lo llamó
Nox. Y saqueador de reyes y reinas muertas, incluyendo aquéllas de
las que desciende mi familia.
Mejor que él caiga por la borda y no nosotros.
Río de alivio sin poder evitarlo, y Nox parece tan sorprendido
como yo. Es la risa de una muchacha, de una libre y no de una
esclava por un juramento de sangre de siglos de antigüedad o
atrapada por un rey de almas.
Y es gracias a Nox.
A este soldado que me sacó del castillo, me salvó de mi madre y
me llevó volando a un mundo donde no necesito esconderme.
El barco se mece contra las aguas del muelle.
Tomo aire.
Él es peligroso, me recuerdo. Está marcado por la muerte.
La marca del rey me quema la mano, recordándome lo que pasa
si bajo la guardia medio segundo. Es por Nox, y por esa extraña
maldición de nuestro destino entrelazado, que he estado a punto de
morir tantas veces.
Entonces, ¿por qué me siento tan segura cuando estoy con él?
—¡Nox!
Me doy la vuelta, y veo a Irenya y a Micah abordar sin aliento.
—¡Vámonos! —exclama Micah apurado.
Al ver a los marinos inconscientes, empieza a sacarlos del navío.
—Vienen por nosotros —dice Irenya corriendo a mi lado.
A lo lejos, una nube de guardias corre hacia el barco de Garrick.
El golpe de sus botas retumba como un trueno.
—¡Te dije que te encargaras de ellos! —dice Nox, subiendo la
escalera al puente del timón.
—¡Me dijiste que me encargara de dos guardias dormidos! —
alega Micah, tirando al último marino por la borda—. ¡No de toda la
Última Guardia!
—El rey nos encontró —jadeo.
Lo que significa que mi madre está aquí.
Un trueno retumba sobre las nubes cuando el sol termina de
ponerse. Miro con horror cómo se oscurece el cielo.
—Maldita sea —dice Nox cuando se da cuenta.
Mis ojos se abren enormes cuando me doy vuelta para ver a los
guardias de nuevo.
No son guardias. Son soldados.
El uniforme cubre sus anchos hombros. La insignia del rey se
vuelve visible en su pecho cuando se acercan, con las espadas
afuera. Nos ordenan a gritos que nos detengamos.
—¡No hay tiempo de inflar el globo antes de que lleguen! —grita
Nox—. Habrá que tomar el barco y despegar después, cuando
hayamos escapado. ¡Irenya, suelta las amarras! ¡Micah, leva el
ancla! ¡Selestra, toma el timón mientras preparo las velas! —nos
ordena.
Corro sin vacilar escalera arriba y tomo el timón, alistando el
barco justo cuando empezamos a alejarnos del muelle. Mantengo la
nave tan firme y derecha como puedo, cuando Nox grita más
órdenes, e Irenya y Micah corren de un lado a otro del barco.
Me impresiona que Irenya no lo haya cuestionado ni se detenga
para preguntar a qué se refiere Nox con babor o vela mayor. Entonces
recuerdo que creció en el puerto de Vasiliádes. Su padre fue marino
antes de conocer a su madre, y él debe haberle enseñado un par de
cosas.
Pero antes de que nos alejemos lo suficiente del puerto, dos
soldados de la Última Guardia alcanzan a saltar al barco.
—¡Salva a la heredera! —grita uno—. ¡No permitas que se la
lleven!
Se trepan a cubierta con uñas y dientes, mientras Nox y Micah
empuñan sus espadas para enfrentarlos.
Entonces, veo a un tercero. Y a un cuarto. Luego, a dos más.
Estamos zarpando de Armonía con media docena de la Última
Guardia a cuestas. El choque de sus espadas sacude el barco.
—¡Nos superan! —exclama Micah.
—Gracias por el reporte —dice Nox, atravesando a uno de los
soldados con su filo, y salpicando de sangre la cubierta de escamas
de dragón.
—¡El rey te matará por robarte a su bruja! —se burla un soldado
—. Qué deshonor para tu padre.
—De hecho, más bien creo que estaría orgulloso —dice Nox, y no
sabe cuánta razón tiene.
Derriba al tipo en un santiamén.
Se da la vuelta para enfrentarse a otro, pero él y Micah siguen en
desventaja y la Última Guardia es brutal.
Una repentina oscuridad se asienta sobre mí y me siento atraída a
mirar hacia el muelle.
Para mi horror, ahí veo a mi madre en pie, con sus ojos fijos en
mí.
Su cabello verde se agita en la brisa y sus ojos salvajes se
mantienen fijos en los míos, en una promesa de muerte.
Veo que sus labios se mueven y escucho mi nombre en el viento.
Selestra.
Jadeo, y Nox debe escucharlo, porque se distrae de la batalla para
mirarme.
—¡No dejaré que te lleven! —grita en juramento.
Mis ojos encuentran los suyos y ese alivio —esa sensación de
seguridad— vuelve enseguida.
Lo veo mantener a raya a los soldados, actuando como barrera
entre ellos y la escalera que dirige a mí. Entonces entiendo que no
sólo pelea por su vida, sino también por la mía.
Quiere protegerme.
—¿Qué hacemos? —pregunta Irenya, subiendo la escalera hasta
mí.
—Toma el timón —le digo.
Ha muerto demasiada gente ya frente a mi mirada indolente.
Si Nox quiere salvarme, lo menos que puedo hacer es salvarlo
también.
Me deslizo por el travesaño sin pensarlo y corro a la pelea.
No seré de la Última Guardia, pero Asden me enseñó suficiente
esgrima para defenderme.
Recojo la espada de Garrick de donde Nox la dejó tirada, y corto
el aire con ella, hasta encontrar la hoja de un soldado. Giro para
estrellar mi codo en su mejilla, y antes de que pueda recuperarse,
pateo la parte trasera de su rodilla y recorro con mi arma su espalda.
No es una herida de muerte, pero bastará para detenerlo por un
rato.
Veo a Micah a punto de matar a otro de nuestros atacantes, pero
mis ojos buscan a Nox, que ya no está junto a la escalera.
Lo encuentro poco después, a un costado del barco, casi oculto
tras un ala de velamen. Está batallando con un soldado que lo
empuja hacia el borde; la espada de Nox es lo único que separa el
arma del soldado de su garganta. Pero se quita al soldado de encima
justo a tiempo, y enseguida le corta el cuello.
Entonces Nox se desploma sin aliento, y otro soldado llega por
detrás. Nox no lo ha visto.
Éste es el momento que predije.
Están a punto de lanzarlo por la borda, y si corro tras él, yo seré
la siguiente.
Una vez que caigamos al agua, mi madre aprovechará para
ahogarnos a ambos, usando todo su poder para mantenernos bajo el
agua y así asegurarle al rey que nadie pondrá en riesgo su
inmortalidad.
Tengo un momento, un instante, para hacer algo.
Siento el viento en las mejillas y la brisa apartándome el cabello
de la cara, mientras busco dentro de mí el poder que siempre he
escondido por miedo a convertirme en mi madre.
Le ordeno salir a la superficie, y siento la chispa que me obedece.
Pequeña, por un momento. Pero suficiente.
Extiendo el brazo, y la magia irrumpe en el mundo.
Es como si un soplo de viento brotara desde mi corazón y se
estrellara contra el soldado que está por atacar a Nox.
Lo golpea tan fuerte que lo tira por la borda a las aguas
cristalinas.
Y desaparece, tan instantáneamente como apareció.
El corazón me late con ferocidad.
Canalicé el viento, como mamá. Absorbí su poder.
Me llevo una mano a la nariz, pero igual que en la taberna, no
hay sangre. No hay dolor.
El rey siempre dijo que mis verdaderos poderes no florecerían
hasta que mi madre muriera. Que no eran algo mío.
Sólo eres una heredera, Selestra, me decía. No tienes verdadero poder
todavía.
Pero lo sentí. Lo siento.
Corro al lado de Nox, quien me mira.
—Te dejé a cargo del timón —dice, jadeando un poco.
—Ya son tres veces que te ha salvado la vida.
Lo ayudo a levantarse, pero no me suelta la mano. Mantiene el
contacto.
—Parece que te debo una más —concede, con sus dedos aún
entrelazados a los míos, y la marca del rey como un imán entre
nosotros, cosiendo nuestras palmas entre sí.
Los ojos de Nox arden con algo nuevo y luminoso, mientras
nuestras manos siguen unidas. Es una mirada que hace zumbar mi
cuerpo.
Algunas personas llevan la aventura en los huesos. Nox es de
una de ellas, y cuando estoy con él, siento que yo también.
Me hace querer buscar retos, ser curiosa, cuando la vida sólo me
había enseñado indiferencia y obediencia al mundo.
Nox me aprieta la mano, sólo un poco, y mi estómago da un
vuelco. Su contacto me enciende. Deseo, más de lo que he deseado
nada en la vida, tocarlo sin la barrera de los guantes.
—Vamos, princesa —dice Nox—. Tenemos una espada que
encontrar.
27
SELESTRA
Dray Garrick es pintor.
O, al menos, les ha robado a bastantes.
Mientras Nox carga suministros en la canasta, esperando que se
infle el globo, me escabullo bajo la cubierta y veo una selección de
lienzos negros y pinceles, algunos tan elaborados como los de mi
torre.
Se supone que debería estar revisando si Garrick tiene algo que
sirva en nuestro último tramo a Polemistés, pero estoy tan distraída
que no puedo hurgar su botín adecuadamente.
En lo único que consigo pensar es en cómo pude absorber
poderes del viento durante el ataque.
Fijo la mirada en uno de los pinceles de Garrick, desparramados
por una mesita desgastada, y le ordeno moverse, justo como hice
volar por la borda al soldado de la Última Guardia, y como volamos
al bajar de la Montaña Flotante.
Invoco mi poder.
Su tibieza hierve en mí y el pincel empieza a agitarse.
Entrecierro los ojos y me concentro todavía más. Nunca supe que
podía mover cosas. Hay tantos aspectos de mí que siguen ocultos, y
casi nunca he tenido oportunidad de explorarlos.
Ni siquiera sabía de mis habilidades curativas hasta que me caí en
la hortaliza a los diez años y me raspé la rodilla en la tierra. Casi me
desmayo al ver mi sangre, porque hasta ese momento no la conocía.
Se puede reparar, susurró la suave voz de mi madre. Se había
inclinado a acariciarme y apartarme el cabello de la cara. Puedes
repararlo, Selestra. Puedes arreglar todo.
Me dijo que me concentrara, que mirara el raspón de mi rodilla e
imaginara la piel remendándose. La sangre desapareciendo.
Imagina que se va, me dijo. Como si nunca hubiera estado ahí, para
empezar.
Eso hice, y cuando salí del trance vi que se había hecho realidad.
Me había curado, y mi madre sonrió, me acarició la cabeza y me
dijo que era poderosa, y que nunca debía olvidarlo.
No debía llorar si tenía el poder de cambiar las cosas.
Miro el pincel, que se eleva de la mesa y recorre el lienzo.
Mi corazón se agita en mi pecho.
—¿Qué haces? —pregunta Nox.
Doy un respingo y el pincel golpea el piso, después de dejar un
manchón en la superficie del lienzo.
Nox siempre es tan silencioso al acercarse, con su respiración
como un susurro y sus pasos ligeros como una pluma. Pero, al
contrario de su padre, aparte de eso no es tranquilo en absoluto.
—Acrobacia —me burlo—. ¿Qué parece?
Nox levanta un pincel limpio y sopla sobre sus filamentos.
—Que estás robando.
—Material de pintura de un ladrón —digo—. No es el peor de los
crímenes.
—No es tan malo como robar un barco, supongo.
—¿No dijiste que era confiscar?
Nox inclina la cabeza y me ofrece una sonrisa.
A veces siento que la sonrisa es lo más peligroso que tiene;
mirarla me comprime el corazón de una manera extraña.
Irenya siempre me contaba historias sobre los hombres y las
mujeres que le gustaban en el castillo. Sobre la gente que ella
consideraba hermosa y admiraba a la distancia, y sobre las personas
que pensaban que ella era hermosa también. Me decía lo que se
sentía tomarlos de la mano, lo cual me torturaba particularmente,
sabiendo que yo nunca podría hacerlo.
Hasta que llegó Nox.
Lo he tomado de la mano y he sentido su contacto, cálido en mí.
—Enséñame —dime.
—¿Qué te enseño? —pregunto intrigada.
Nox señala el pincel caído.
—Tu magia.
No le pregunto por qué quiere verla, porque no me importa en
realidad. Quiero practicar. Estoy desesperada por sentir mi poder,
usarlo aunque sea para una pequeña tontería. Sin él, me siento fría
y extraviada.
He pasado años aprendiendo que sólo soy una heredera, no una
bruja. El rey siempre insistió que mis poderes eran limitados y que
nunca podría hacer las cosas que mi madre hacía, hasta que ella
muriera y me heredara la verdadera magia de la familia. Fue la regla
con la que crecí: sólo podía haber una bruja Somniatis a la vez.
¿Y si todo era mentira?
¿Y si he estado aplastando toda la grandeza que existe dentro de
mí porque otros no estaban listos para verla? ¿Porque no querían
que conociera el alcance de mi poder?
Miro al suelo, donde cayó el pincel, y esta vez se eleva hasta el
lienzo con facilidad. Se desliza sobre el lienzo y arrastra su pintura
gris de un lado a otro.
Me concentro más, tratando de controlarlo para averiguar si tal
vez puedo pintar algo más controlado. Un árbol o un atardecer. No
tan sólo trazos abstractos, sino algo deliberado. Intencional.
Lo miro tan intensamente que tiembla, y con él, también mi
mente.
Me marea esforzarme en esta magia nueva, obligándola a salir.
Ordenando que el pincel se mueva como yo quiero.
Mi respiración se vuelve superficial, y la bodega se estrecha.
Antes de entender lo que pasa, mi cuerpo cede. El pincel se
estrella en el piso, y estoy a punto de seguirlo. Lo siguiente que
comprendo es que me encuentro entre los brazos de Nox.
De pronto, me envuelve.
Levanto la mirada hacia él, y la habitación recupera su nitidez.
—Estás herida —dice.
Estamos tan cerca que puedo sentir su respiración cosquilleando
en mis mejillas.
Extiende la mano para tocar mi cara, pero se detiene a pocos
centímetros. Cuando recuerda su lugar y quién —qué—, soy yo
retrocede.
Se aclara la garganta, me ayuda a recuperar el equilibrio y se
aleja unos pasos.
Presiono mi nariz con el guante para intentar detener la sangre.
No entiendo.
En el barco, lo hice sin dolor. ¿Cuál es la diferencia esta vez?
—Siempre te lastimas cuando estás conmigo —dice Nox mirando
las puntas de mis guantes enrojecer.
—Estoy bien —siento cómo la sangre se detiene, lista para
coagular—. Me pasa algunas veces cuando uso demasiado poder, o
hago cosas que no he practicado.
Nox frunce el ceño.
—¿Te lastima hacer magia? —su voz suena áspera de preo-
cupación.
—Me lastimaría más no hacerla —confieso.
Me doy media vuelta y arranco el lienzo arruinado del caballete.
—¿Dónde están Irenya y Micah? —intento calmar mi voz, que
por alguna razón se siente endeble y temblorosa.
—Están preparando el globo para el despegue —dice Nox—.
Pronto llegaremos a los remolinos de Polemistés, y tenemos que
estar en el aire antes de que se traguen este barco.
—¿Cuánto nos queda?
—A lo mucho, tres días.
Entonces, ya no me necesitará por mucho más tiempo. Cuando
lleguemos y Nox encuentre su arma mágica, ya no voy a ser de
utilidad para él. ¿Y si después de eso quiere que nos separemos, que
nunca volvamos a vernos? No más aventuras, no más fuego al rozar
su piel.
El pensamiento es amargo en mi mente.
—Pronto tendrás tu espada —le digo, sin poder ocultar mi
amargura.
—Tendré la herramienta para liberar a las Seis Islas —me corrige
—. Para matar a Seryth y a su…
Se detiene antes de decirlo, pero sé cómo debía terminar la frase.
Su bruja.
Mi madre.
Casi olvido que la misión de Nox termina con su muerte.
—No es malvada, ¿sabes? —digo.
Nox me lanza una mirada extraña.
—La viste tratando de matarnos.
—No es su culpa. Un juramento de sangre pesa sobre nuestra
familia.
Quiero que comprenda. Es importante que me conozca, que sepa
de dónde vengo, fuera de las historias que el rey les ha hecho creer
a todos.
—Las Somniatis deben ser leales al rey —añado—. No tenemos
opción.
Y mi madre solía ser buena, pienso. Me trenzaba el cabello y me
cantaba antes de dormir, canciones en las que prometía cuidar de
mí.
Era buena, hasta que Asden llegó al Gran Salón y el rey dio la
orden.
Recordar al padre de Nox me hace sentir culpa. Él debe
sospechar lo que hizo el rey, pero no le consta, y parte de mí no
quiere que jamás lo sepa. No quiero que sufra el mismo horror que
yo siento cada vez que recuerdo ese día. Y, quizás en un tono más
egoísta, tampoco quiero que me culpe.
No quiero perder la forma en la que me mira hoy.
—¿Has oído alguna vez de nuestra diosa? —pregunto.
—Tengo la costumbre de no escuchar historias de terror —dice
Nox.
Sin embargo, se sienta y se recarga en un escritorio cercano,
como preparándose para escuchar la historia.
—No es de terror —le aseguro—. Es un cuento de hadas, como
tu espada —una leyenda, en realidad—. Hace mucho tiempo, la
gente cazaba serpientes por deporte, y usaban su piel como ropa, su
cuerpo como carne y sus colmillos para fabricar armas.
Nox manifiesta su desagrado con un gesto.
Las serpientes han sido sagradas en las Seis Islas desde que el rey
llegó al poder. Matarlas es inimaginable para la mayoría.
—Un día —continúo, repitiendo la historia que me contó mamá
—, yendo de cacería con su padre, una niña cayó a un pozo de
serpientes, pero no pidió ayuda. Las serpientes le parecieron
hermosas, y supo que si llamaba a su padre o a los otros aldeanos,
las matarían. Sintiendo que su alma era pura, las serpientes
mordieron a la niña en agradecimiento, concediéndole los dones de
la vida y la inmortalidad. Así, pudo curar a la gente de su pueblo, y
ver a través de los ojos de la muerte para proteger sus futuros. Ella
fue capaz de infundir el bien en el mundo.
—Lindo cuento —dice Nox—. Pero ¿a qué viene justo ahora?
—Es la historia de Asclepina —explico—. La diosa de la familia
Somniatis. Descendemos de una curandera.
Las cejas de Nox se levantan, y una sonrisa amenaza con
derramarse en sus labios.
—¿Así que además de princesa, también eres una diosa?
—Todas las familias de brujas descienden de una especie de diosa
—digo.
Me gustaría conocer todas sus leyendas para contárselas. Para
que Nox entendiera que las brujas no somos sólo monstruos en un
mundo de mortales, sino que alguna vez fuimos mucho más, y parte
de mí desea que lo seamos de nuevo.
Nox quiere la espada para vencer al rey y con su venganza hacer
un mundo mejor, y ahora sé que yo quiero algo parecido. Querría
usar mi magia para crear un mundo mejor. Ojalá supiera cómo.
—¿Qué les pasó a todas esas diosas cuando murieron las brujas?
—pregunta Nox.
Me encojo de hombros; mi madre nunca me contó eso de niña, y
para cuando tuve edad suficiente para querer saber más, entendí
que ya no me convenía preguntar.
—Quizá murieron también —digo—. Tal vez sólo siguen vivas en
las historias.
Nox se muerde los labios por dentro, como si estuviera
considerando algo. Siempre está considerando algo. Pasa de
temerario e imprudente —de sobrevolar los océanos y robarles a
piratas— a calcular cada movimiento.
Se vuelve salvaje a la hora de arrojarse a la aventura y decidir,
pero es cuidadoso a la hora de mostrarse como es.
Así sea una mirada. O un momento.
—Mi padre siempre dijo que las historias tenían el mayor poder
—me dice—. Que nunca podrían ser destruidas.
Me muerdo los labios para evitar que me invadan los recuerdos
de Asden. Mis propias historias de él bailan en la punta de mi
lengua.
—No estoy orgullosa de aquello en lo que se convirtió mi familia
ni del dolor que hemos causado —confieso—. No me regodeo sobre
la suerte de las almas con las que hemos alimentado al rey. Pero
nosotras no tenemos opción, y la gente que viene a nosotras sí la
tiene.
Nox calla por un largo rato y los extremos de sus oscuros ojos
oscuros se arrugan. Por fin, me mira.
—Puede que no te sientas bien, pero aún hay tiempo de que
hagas el bien.
Me mira como si en verdad creyera que puedo ser más de lo que
soy, que sólo necesito intentarlo.
—¿En serio lo crees? —pregunto—. ¿Crees que puedo redimir la
magia de mi familia?
Asiente.
—Se te ve en los ojos.
—¿Mis ojos? —pregunto sobresaltada.
—Ya te lo había dicho en la Posada del Anochecer. Son
bondadosos.
Parpadeo con sorpresa.
Nunca me habían dicho eso.
La gente suele encogerse cuando me ve. O se detienen a mirarme
fijamente, o me hacen reverencias cuando paso para no tener que
mirarme. Ni siquiera las mujeres de Armonía, que se tiñen el cabello
del color del mío, lo hacen porque crean que soy hermosa o porque
quieran ser como yo.
Lo hacen porque soy extraña. Otra. Creen que soy un disfraz, no
una persona.
—Mira, no se puede cambiar ni el pasado ni a los demás —dice
Nox—. Pero puedes cambiar tú. Lo que tú eres. Ahora. Si eso es lo
que quieres de verdad.
Nunca había estado segura de lo que quería, pero ahora sé que
ya no puedo aceptar las cosas como son. Ahora que he visto el
mundo fuera de Vasiliádes, no puedo seguir fingiendo, dejando que
los demás sufran.
Si puedo ayudar a mitigar el dolor de gente como la que vimos
en la calle del luto, ¿no debería intentarlo? Tal vez debo usar el
poder de mi familia para algo que no sea sólo sobrevivir. Asclepina
era curandera, una guerrera. ¿Por qué yo no?
—Quiero que las cosas mejoren en las Seis Islas —respondo con
certeza.
Nox se impulsa para ponerse de pie, y se acerca a mí con los
puños en alto.
—Primero lo primero. Necesitamos mejorar tus golpes —dice.
—¿Qué hay de malo con mis golpes? —pongo las manos en la
cintura—. Mi maestro me enseñó bien.
Tu padre me enseñó bien, es lo que quisiera decir.
—No dudo que tu maestro haya sido increíble —añade Nox con
cautela—, pero en la emoción del momento te inclinas un poco a la
izquierda. Descuida, no es nada que no se arregle entrenando con el
mejor de las Seis Islas.
Estiro el cuello para mirar detrás de él.
—Ah, ¿y él viene en camino para unirse a nosotros?
Nox me atraviesa con la mirada.
—Como si alguien pudiera ser mejor que yo.
—Tan modesto.
—Es parte de mi encanto.
—Eso dices de todos tus defectos…
Nox acomoda mis brazos en una postura defensiva.
Abro grandes los ojos de sorpresa por la temeridad con la que me
toca, sin miedo.
Se da cuenta de que me pongo tensa, y aunque suaviza la
mirada, no me suelta. Poco a poco, me pone las manos enguantadas
frente al rostro.
—Confía en mí —dice, como si fuera lo más fácil del mundo.
Nunca lo ha sido.
Pero quiero confiar en Nox.
De hecho, me doy cuenta de que ya confío en él.
Desliza sus manos sobre las mías y me cierra los puños. Por la
ventana se oye el viento silbar y susurrar.
—¿Lista? —pregunta.
Asiento, pero de pronto lo único en lo que puedo pensar es en el
deseo que tengo de sentir sus suaves palmas recorrer mis manos otra
vez, o la tibieza de sus dedos sobre los míos.
Ahora más que nunca quiero tocar a alguien, y sentir todo lo que
Irenya me ha contado pero que sé soy incapaz de sentir.
Casi valdría la pena ver la muerte de nuevo, a cambio de eso.
Miro la mano de Nox, que rodea mi puño.
—Lo primero de lo que debes asegurarte es de que tu enemigo
nunca encuentre camino libre a través de tu guardia —dice.
Me lanza un golpe intencionalmente lento, el cual esquivo, pero
bajando las manos. Nox jala mis brazos con fuerza para que estén de
nuevo frente a mi cara.
—Mantén la guardia —dice.
—Lo haré —respondo.
Pero por mucho que lo intente, sé que ya la bajé del todo.
28
SELESTRA
El globo tiembla contra la luz de la luna al sobrevolar las negras
olas del Mar Infinito.
Aquí arriba el mundo es silencioso y tranquilo, sin ninguna señal
de la guerra de abajo, ni de todas las almas que luchan por aferrar su
inmortalidad y escapar de las garras del rey y su bruja.
Pronto llegaremos a Polemistés, donde los más temibles
guerreros de las Seis Islas caerán sobre nosotros. Siendo los únicos
que han resistido al rey, imagino que no son muy hospitalarios, pero
Nox insiste en que Polemistés tiene la clave para su salvación.
Cree que la espada de la que su padre habló, por la que murió, está
ahí, así que no cambiaremos el curso ni el plan.
Y adonde Nox vaya, iré yo.
Permanecer juntos es la única razón por la que hemos
sobrevivido hasta hoy.
—Deberías descansar —me dice recargado sobre el borde del
globo junto a mí—. Aprende de Irenya y Micah.
Señala a nuestros amigos durmientes, envueltos en sábanas al
otro lado del globo, indiferentes ante el viento que sacude el
artefacto de una nube a otra.
—Dormiré cuando tú duermas.
—Yo no duermo —suspira Nox—. No realmente.
—¿Porque estás ocupado en salvar el mundo?
Eso lo hace reír, y el sonido llega a través del silbido del viento,
de modo que casi se vuelve parte de él. Eso es lo que he notado con
Nox; mientras yo no he hecho más que existir, aislada de todas las
cosas que hacen al mundo especial, él lo ha vivido. Ha sido parte. Él
pertenece al viento, es la promesa de aventura. Aquí flotando,
donde habitan las estrellas y la luna está a un beso de distancia, él
está en su elemento. El cielo es su hogar.
Pareces una princesa.
Me abrazo para no temblar cuando recuerdo sus palabras.
—Polemistés no está lejos —me dice—. No puedo creer que
estemos tan cerca de encontrar el arma fabulosa de la que hablaba
mi padre.
Me detengo un poco ante la intención de venganza en su voz.
Me toma por sorpresa, su calma partiéndose en dos tan
repentinamente como una ola del mar para revelar algo mucho más
letal e inflexible al fondo.
—¿Qué harás cuando la encuentres?
Nox relaja los hombros y toma aire para recuperar su firmeza.
—Lo que sea necesario para vencer al rey —responde.
Aunque no las dice, escucho las palabras: incluso morir. Nox está
listo para dar la vida por su causa, y yo soy lo único que lo impide.
Protege a mi hijo, dijo Asden antes de morir. Que él no pague por
esto.
No creo que haya imaginado que aquella persona de la que Nox
necesitaría ser protegido era de él mismo. Que, a pesar de sus
deseos, Nox ha estado pagando por las decisiones de Asden desde
ese día.
Y en cierto modo, siento que yo también.
Es extraño, pero el día en que murió Asden no sólo perdí a mi
maestro. También fue la última vez que percibí una sombra de
cariño de parte de mi madre, o sentí el alivio de su caricia. Al pasar
de los años, lo que quedaba de ella se desvaneció mientras el
juramento de sangre la obligaba a rendirse al rey. Había robado más
y más de ella con el tiempo, pero todavía quedaban algunas partes
de mi madre en aquella mujer, pequeñas piezas que yo podía buscar,
volver a armar en mi cabeza. Después de ese día, desaparecieron por
completo.
Todo destello borrado.
Toda luz apagada.
Nunca volvió a hablarme de Asclepina, ni a cantarme para
dormir. Hoy, está preparada para matarme si es necesario.
Nox habrá perdido a su padre ese día, pero creo que yo perdí a
mi madre también.
—Lamento lo que le pasó —digo.
—¿A quién?
—A tu padre.
Nox se queda quieto. Su cabello danza frente a su cara, pero
ahora no lo aparta. Lo deja allí, quizá para ocultarme parte de sí.
—Lo extraño. Y creo que puede decirse que lo odio también —su
voz suena baja y agotada, como si le doliera decir eso que lleva
pensando hace mucho tiempo—. Lo odio por haberme dejado con la
carga de esta pena, con la responsabilidad de reformar este reino
para que nadie más sufra lo mismo que yo —sus ojos castaños se
cruzan con los míos, tan tristes como los de su padre—. ¿Suena
horrible?
—No —sacudo la cabeza.
—Pareciera que es imposible odiar y amar tanto a alguien…
Yo asiento, pasando el dedo por el espacio donde tenía el
brazalete.
—Sé lo que se siente…
—Sé que lo sabes —responde alzando una ceja—. Ya conocí a tu
mamá.
Suelto una carcajada, sin poder contenerme.
—Ojalá supiera lo que le pasó a mi padre —Nox se inclina sobre
el borde del globo, hacia el mundo que nos llama desde abajo—. Sé
que el rey lo mató y lo hizo parecer un accidente… pero si supiera
cuáles fueron los últimos minutos de mi padre, cómo pasó, qué
estaba pensando, quizás eso me daría… Creo que podría darme…
Se detiene a buscar la palabra correcta.
—¿Sosiego? —aventuro.
—Un cierre —dice—. Llevo años pensando sólo en mi padre.
Aun si encuentro la espada y mato al rey, no sé si podré soltarlo en
mi cabeza. ¿Cómo puedo seguir adelante si no sé desde dónde se
supone que lo haga?
Se me clava un cristal de pena por dentro, tan afilado que quiero
gritar.
Si Nox descubre que yo vi morir a su padre, o peor, que yo
presagié su muerte, me entregará al rey. No le importará que Asden
fuera mi amigo, mi maestro. Pensará que toda la magia, incluida la
mía —en especial, la mía—, es maligna, y nunca volverá a confiar en
mí.
Y necesito tanto que Nox confíe en mí. Lo que sea que nos haya
atado en un principio ha sido reemplazado por algo más, algo que
no fue dictado por el destino, sino una elección.
No quiero perder eso.
—Ojalá pudiera ayudarte a descubrir lo que pasó —digo.
La traición sale fácil de mis labios.
La mano de Nox se mueve un poco por el borde del globo, un
palmo más cerca de la mía. Mi mano me duele bajo el guante.
—Me ayudas de otras formas —dice Nox.
Miro su mano, tan cerca de la mía. Su brazo, su cuello, su
barbilla partida, y llego a sus ojos.
No son cautelosos y exigentes como los de mamá, ni oscuros y
furiosos como los del rey. No muestran miedo ni expectativa ni nada
de lo que siempre he visto en todos los demás.
Son castaños y me miran directamente, a mí.
—Voy a hacerte otro presagio —digo a toda prisa, tragándome la
incertidumbre del pecho.
Nox parpadea, sorprendido. Es la primera vez que lo ofrezco sin
que me lo pidan.
—¿Segura? —la preocupación en su voz me agita el corazón—.
Sé que te afectan mucho.
Asiento.
—Debemos prepararnos para lo que pueda pasar en Polemistés.
Entre la isla de guerreros y el rey inmortal, prepararnos tiene
mucho sentido. Pero no sólo es eso; también tengo el deseo egoísta
—porque ya no aguanto más las ansias— de tocarlo.
Me retiro el guante de una mano y lo coloco en mi bolsillo.
Nox traga saliva, y suena más fuerte que los ronquidos de Micah.
—¿Listo? —le pregunto.
Nox sonríe al reconocer las palabras que solía decir él primero.
—Listo, princesa —responde.
Desliza su mano sobre la mía, fría por el contacto de la noche. Mi
corazón palpita a toda prisa, cada parte de mí vibra cuando sus
dedos bajan por mi mano y rodean mi muñeca, me envuelven, me
afianzan a él.
Nunca me he sentido más segura.
Ahora, cuando el presagio de muerte llega, estoy lista para
recibirlo.
Estamos en la playa, enfrentando legiones.
El cielo ruge con truenos, las nubes se arremolinan, tornándose en
carmesí brillante. La Luna Roja.
Mi madre extiende el puño y me atrapa en la red de su poder. Mis brazos
se levantan al aire, congelados, como un témpano que gotea desde la azotea.
El viento nos envuelve cuando ella vierte su poder contra mí, convirtiendo la
brisa en cadenas.
—Si no se rinden, morirán —dice—. Los dos.
Voltea hacia Nox y lo veo de rodillas, respirando con dificultad. Sobre él
se cierne Seryth como una enorme estatua.
—Te daré lo que ansías —dice—. Volverás a ver a tu padre.
Y sin ninguna ceremonia recoge la espada de Nox —la espada de Asden
—, y corta el aire con ella.
Sin palabras, sin esfuerzo.
El acero atraviesa limpiamente el corazón de Nox.
Mi madre abre el puño y yo caigo de rodillas.
Al otro lado de la playa, los ojos de Nox se cruzan con los míos.
Corre, leo en sus labios.
Sus ojos se apagan antes de caer al suelo.
El aliento muere en mi garganta.
Seryth voltea hacia mí, sus ojos de un negro puro e insondable.
—Y ahora, es tu turno —dice.
—Selestra —me llama Nox fuera del trance.
Esta vez no zafa su mano de la mía para sacarme de la visión.
Basta con su voz, y sus dedos siguen entrelazados con los míos,
su pulso contra el mío mientras me hace volver.
Del peor momento que he visto nunca.
—Habrá una gran batalla en la costa de Polemistés —le digo
tomando aire —Después…
—Sí, después —dice, como si las palabras ya no le importaran. Lo
que veo en sus ojos es preocupación—. ¿Tú estás bien?
Sacudo la cabeza.
La espada de su padre. El rey matará a Nox con la espada de
Asden, y yo no podré evitarlo.
—No dejaré que pase —le prometo.
Aunque no sabe de qué hablo, su gesto se suaviza.
—¿Por qué te la pasas salvándome? —me pregunta.
Porque nos une el destino, pienso.
Pero en cuanto lo pienso, todo en mí grita que es mentira.
Nox y yo estamos unidos, pero ésa no es la única razón por la
que le salvé la vida. No es por eso por lo que lo busqué a bordo del
barco pirata, o lo que extrajo mi magia de las profundidades para
salvarlo. Y no es por eso que siento explotarme el corazón de sólo
pensar en su muerte en esa playa.
Es porque ya vi tantas vidas arruinadas durante el Festival de los
Presagios.
Porque Nox me recuerda a su padre.
Y porque algo en él —en este muchacho salvaje que roba
aventuras a las nubes— me llama. Me atraviesa más ferozmente que
cualquier espada.
El rey no puede quitarme eso.
Jamás voy a permitirlo.
29
NOX
Pasan tres días en la mariposa de Leo antes de que Polemistés
aparezca en el horizonte.
El sol baña la isla, como si saliera directo de las franjas de arena
esparcidas en la orilla. Aun cuando la sombra amenaza con barrer el
mundo, la noche no llega a Polemistés. Las fortalezas de la gran
barricada son un brillante muro plateado, hecho de las chispas de
mil relámpagos, capturadas al caer y atadas al suelo para crear un
muro infranqueable.
Es un fragmento de maravilla, que sobrevive en un mundo
donde el rey ha intentado aplastarlas todas.
—¡Ahí abajo! —grita Micah.
Me distraigo del horizonte para mirar hacia donde él señala.
Las aguas se retuercen y salpican de modo que parece que el
océano está danzando.
Los remolinos se alzan del océano como si hubieran sentido
nuestra llegada. Seis bocas gigantes listas para devorarnos.
—¿Qué es eso? —pregunta Selestra, sus uñas se tornan blancas al
aferrar el borde de la canasta.
—Son los remolinos de los que te advertí. Pero no te preocupes,
estamos a salvo aquí en la mariposa de Leo.
El globo se sacude al viento, burlándose de mis palabras. Siento
el cambio al instante, al ver el horizonte que se eleva y a nosotros
descender cada vez más.
Estamos bajando.
Los remolinos nos están atrayendo.
—Tenías que decirlo, ¿verdad? —me regaña Micah, remedando
mis palabras—: ¡Estamos a salvo aquí!
Tomo uno de los muchos paquetes de fuego que nos dio Leo y lo
lanzo a la hoguera, tratando de avivar la llama y levantarnos por el
aire.
Escupen fuego azul, pero en vez de que el globo tome fuerza y
altura, sigue arrastrándose hacia abajo.
Los remolinos son demasiado fuertes.
Me doy la vuelta hacia Selestra, que mira las aguas con horror.
—¡Tienes que hacer algo! —le digo.
Se concentra en mí de un latigazo:
—¿Hacer qué?
—¡Sacarles energía a los remolinos, o mover sus corrientes de
algún modo! —sugiero aferrándome al borde del globo.
Selestra niega con la cabeza.
—¡No puedo hacer eso, Nox! —sentencia.
—¡Apuesto a que tu madre podría! —exclamó.
Selestra se enfurece.
—¡Ella es una bruja! —me recuerda, como si pudiera olvidarlo.
—Al menos inténtalo —los remolinos nos atraen más y más
rápido. Selestra se ve en verdad aterrada—. ¡He visto lo que puedes
hacer!
—¡Me viste hacer flotar un pincel! —dice con desdén.
—Nos salvaste de caer en la Montaña Flotante —fijo mi mirada
en la suya—. Me salvaste de esos tipos en la taberna, y de aquel
soldado de la Última Guardia en el barco de Garrick.
Selestra todavía parece insegura.
—Y no se supone que debamos morir así, ¿recuerdas?
Apoyo mis manos sobre los rieles del globo, a pocos centímetros
de la suya. Una chispa de calor llena el aire entre nosotros,
cosquilleándome en los dedos.
Almas, cómo quisiera tocarla de verdad. Sin presagios ni muerte.
—Tienes poder —le digo, ahora con mayor firmeza—. Lo he
visto. Creo en él. Ahora tú debes creer también.
La respiración de Selestra es temblorosa cuando voltea hacia los
remolinos.
Aprieta la mandíbula, con determinación en el gesto. Sus puños
se cierran a los costados, mientras toma posición y también valor.
Cierra los ojos, tomando un respiro lento y largo. Las rachas de
viento son más violentas mientras seguimos bajando, pero Selestra
no se mueve.
Cuando abre los ojos, el globo tiembla y empieza a subir.
El viento golpea más feroz en torno nuestro, pero Selestra apenas
parpadea, con la mirada firme en el globo mientras nos elevamos.
Veo sus ojos y son tan brillantes, tan dorados, como dos fogatas
miniatura. Nos eleva de las garras de los remolinos, más y más alto,
y más cerca de la seguridad de Polemistés.
Y en cuanto libramos el letal océano, parpadea y suelta un
suspiro endeble.
—Lo hice —dice sin aliento.
Se toca la nariz como si esperara sentir sangre; yo también
esperaba verla, pero no hay nada, y cuando ella baja el brazo, su
mano está limpia.
Selestra me había dicho que usar su magia sin práctica le dolía,
pero ahora no se ve débil ni lastimada.
Luce poderosa.
—¡Muévete, Nox!
Caigo de rodillas, y Micah me aparta del camino de una flecha
perdida.
La punta pasa a un palmo de mí y sigue volando hasta caer al
mar.
—¿Qué la muerte no puede darte un respiro? —pregunta Micah.
—Esto no es la muerte —le digo—. Es nuestra fiesta de
bienvenida.
Llega un enjambre de flechas más, procedente de la isla y con
destino a nosotros.
He aquí a los guerreros de Polemistés, que están tratando de
derribarnos.
—¡Selestra, abajo! —grito con aspereza, empujándola al suelo y
fuera de la vista mientras pasa otra flecha.
Sus puntas son mortalmente afiladas. Destellan doradas a la luz
del sol.
—¡Lancen otro paquete al fuego! —ordeno—. Hay que subir más
y perdernos de vista.
Ya sobreviví demasiado como para morir aquí bajo unas cuantas
flechas.
Micah asiente y alcanza uno de los últimos paquetes de fuego en
el suelo, pero justo cuando va a lanzarlo, el globo se estremece sin
aviso.
Levanto la vista y descubro una rasgadura que avanza a través de
la tela remendada por Irenya.
Una flecha cuelga de los hilos rotos.
Nos precipitamos a tierra. El viento aletea por el nuevo agujero
en la mariposa.
—Hubiera estado bien que presagiaras esto —comento.
—¡Hey, no es mi culpa! —protesta Selestra.
—Calma, princesa. Sólo quería decir unas últimas palabras antes
de morir.
Selestra me mira con furia y aprieta los puños. Cierra los ojos y
puedo ver que intenta usar sus poderes para atraer el viento otra vez
y salvarnos… pero es inútil. El globo sólo acelera mientras más nos
acercamos al suelo.
Selestra maldice.
—¡Agárrense! —grito, envolviendo las amarras del globo con un
brazo.
Golpeamos una pequeña arboleda cerca de la playa, y casi salgo
disparado cuando la tela del globo se enreda en los brazos de un
gran árbol, que nos deja colgando en el aire.
—¿Todos bien? —pregunto.
—Van tres —dice Selestra—. Tres veces que me has hecho caer
del cielo.
Me encojo de hombros en señal de disculpa.
—Al menos seguimos vivos.
—Habla por ti —gruñe Micah empujándose para ponerse de pie y
después ayudando a Irenya, que se asoma por el borde de la canasta
—. ¿Cómo bajamos de aquí?
—Escalando —respondo.
Corto el extremo de una de las muchas sogas del globo con mi
espada. Tiro de ella para confirmar que resiste, y me tranquiliza ver
que no nos sacudimos.
El globo está bien atorado en este árbol.
Descuelgo la soga por un lado. No alcanza a tocar el suelo, pero
nos acercará lo suficiente.
Arrojo unas cuantas de nuestras bolsas por la borda, dejando que
caigan en la suave arena; después me lanzo yo.
—Vamos —digo a los demás—. Hay que descender antes de que
los arqueros que nos derribaron descubran dónde caímos. No me
apetece terminar con una de esas flechas en la cara.
—¿Resistirá nuestro peso? —Selestra estudia la cuerda con
desconfianza.
—No te preocupes —le digo—. Apresúrense.
Siguiendo mi ejemplo, ella se desliza por la borda aferrada a la
cuerda.
—Si se rompe, caeré sobre ti.
—Si no te hubiera cortado el cabello, podríamos usarlo para
descolgarnos por él —me burlo.
—No hagas que te lance.
Río, y cuando llego cerca del suelo suelto la cuerda y salto.
Aterrizo en el médano de arena rosa, del color de la cereza agria.
Al meterse el sol, la luz se dispersa en tonos naranjas sobre las aguas
tranquilas de la costa, haciendo parecer que estoy de pie en un
estanque de sol y coral ardiente, en una playa de pétalos.
Me llena de energía la belleza de este lugar, y saber que mi padre
una vez soñó con recorrer sus costas. Tal vez sea una estupidez, pero
se me ocurre que la arena tiene la posibilidad de guardar su
recuerdo, que sus huellas están enterradas por aquí.
—En verdad, lo logramos —dice Selestra acercándose a mí, con
su voz llena de calidez y maravilla.
Ni ella ni yo nos fijamos en los naufragios a lo lejos, costa abajo;
los huesos de los navíos que vinieron antes, y no pudieron cruzar
los remolinos desde arriba, como hicimos nosotros.
Irenya salta a la arena.
—Impresionante —dice ella, mientras Micah la sigue—. Aunque
no sé si es tan bello como para haber arriesgado la vida por venir.
Micah recoge una de las bolsas que arrojé desde la mariposa.
—Yo soy lo único que cumple ese requisito —le contesta.
Señalo un pequeño grupo de árboles.
—Hay que buscar un lugar donde acampar antes de que termine
de caer la noche. Vamos hacia allá; está suficientemente lejos de
nuestra caída para mantenernos a salvo hasta el amanecer. Y luego
pensaremos cómo encontrar la espada.
Estoy por levantar una de las bolsas con nuestros víveres, cuando
escucho el crujir de hojas. Las ramas de los árboles se hacen a un
lado.
Antes de que pueda sacar la espada ya estamos rodeados.
Dos docenas de guerreros de Polemistés salen de la isla, de los
árboles, de la arena y de las aguas que acabamos de sobrevolar. De
ningún lado y de todos.
Visten armaduras ligeras gris blanquecino, que cubren sus pechos
y brazos. Tienen marcas doradas en las articulaciones, una punta de
flecha en bronce al centro de su corazón, y un par de alas de metal
detrás de los hombros. Llevan capas grisáceas en torno al cuello.
—Última guardia —dice uno de ellos, con voz profunda de lobo.
Mira a Selestra, estudiando su cabello y sus ojos, aún encendidos
de magia. Algo cambia en él cuando la reconoce.
—Una Somniatis… —susurra.
No como insulto ni acusación.
Lo dice como si fuera un milagro.
Selestra me mira aterrada, y puedo percibir su miedo
amenazando con salir a la superficie. Lleva la mano a la daga que le
regalé, aún atada a su cinto.
—No venimos a pelear —digo aprisa.
Los guerreros de Polemistés son inigualables, casi invencibles. Yo
soy bueno, pero no quiero empezar un pleito cuando estamos tan
mal preparados. En especial, si no hace falta. A fin de cuentas,
estamos del mismo lado.
Si ignoro la parte en la que ellos nos derriban del cielo, claro.
—No somos enemigos —les digo.
La risa los recorre y nos rodea. Salen pájaros de los árboles y las
olas se estrellan en la costa, para retirarse enseguida y llevar la arena
moteada de rosa de vuelta al mar y lejos de los guerreros.
—La Última Guardia es enemiga de todo el mundo —dice el
primero que habló.
Asumo que es el líder de este escuadrón.
Tendrá unos veintitantos años, con cara cuadrada y músculos
que tensan la tela de sus mangas. Con su coraza metálica y su
espada brillante, es la estampa perfecta de un guerrero cuando se
acerca a nosotros.
—No soy de la Última Guardia —muestro las manos en señal de
paz—. Ya no.
—Eso está por verse —voltea hacia sus guerreros—. Escóltenlos
hasta la Forja Olvidada.
—Lucian —dice otro de ellos, con los ojos muy abiertos—. ¿Será
prudente? No podemos confiar en ellos…
—Sabemos lo que nos han dicho —revira Lucian, el líder,
señalando a Selestra con la cabeza—. Lo que debía pasar está
pasando.
—¿De qué hablan? —pregunto, interponiéndome para proteger a
Selestra—. ¿Qué debía pasar?
—No es asunto tuyo, soldado —gruñe Lucian, apuntándome su
espada al cuello.
Me dan ganas de golpear su nariz con mi empuñadura.
—Ella no irá a ningún lado —sentencio.
Desenfundo, pero al instante las docenas de guerreros, que al
parecer no nos consideraban dignos de amenazar con sus armas
hace un momento, blanden ahora sus aceros.
Se acercan poco a poco, con ojos entrecerrados y miradas crueles.
—Nox —dice Selestra, poniendo su mano delicada en mi muñeca
y bajando mi espada—. Alto. No llegamos hasta aquí sólo para
morir.
Su voz me desarma más rápido de lo que cualquiera de estos
guerreros podría, devolviéndome la conciencia y recordándome por
qué vinimos. No es para pelear con los enemigos del rey. Es para
ayudarlos; buscar la espada y usarla para vencer la opresión de
Seryth, de una vez y para siempre.
Selestra avanza frente a mí, interponiéndose entre mí y la espada
de Lucian. Él la mira sorprendido y baja su arma enseguida.
Todos lo hacen.
Los miro con curiosidad.
Selestra echa atrás los hombros, levanta la barbilla y mira al
guerrero directo a los ojos, respirando con calma.
—Si debemos ir, cuanto antes mejor —dice.
Sonrío ante su valor, pues enfrenta a docenas de guerreros de
Polemistés sin parpadear.
Los guerreros nos guían más allá de la playa, hacia el límite de la
arboleda. Lucian se adelanta, pero los otros nos siguen el paso,
asegurándose de que estemos rodeados si cambiamos de opinión y
tratamos de escapar.
O eso creen.
Escapar es mi especialidad.
No tardamos en llegar a la Forja Olvidada que mencionó Lucian.
Los árboles nos abren paso, y el suelo pasa de ser arena a lodo, y
luego a maleza con capullos rosados y círculos de fruta que se
derraman como gotas de colores.
Ignoro las docenas de otros guerreros que voltean para mirarnos
con curiosidad y sospecha. En cambio, me concentro en la figura,
parcialmente ensombrecida, bajo el arco de la forja.
Una mujer vestida de capucha oscura, rodeada de soldados.
No veo bien su cara, pero distingo el suave destello de su sonrisa.
—Su alteza —dice Lucian, arrodillándose ante ella, y los demás
guerreros siguen su ejemplo.
—¿Su alteza? —repito confundido.
—Pensé que el Rey del Sur había muerto —dice Micah.
Miro fijamente a la mujer frente a nosotros.
—Está muerto —dice la dama—. Pero yo no soy un rey.
Su voz es dulce y rasposa. Entrecierro los ojos en un gesto de
reflexión.
—No tenía esposa. ¿Quién eres? —pregunto.
La dama se retira la capucha y su cabello verde cae sobre sus
hombros. Se acerca a nosotros, dejando que la ilumine la
menguante luz del sol.
Sus ojos brillan.
Amarillos, como los de Selestra.
—Soy Lady Eldara, una vez reina de Thavma y protectora de este
glorioso territorio.
No puede ser.
—La reina de Thavma murió —susurra Selestra.
Me volteo para mirarla, porque si esta mujer dice la verdad,
entonces…
—Hola, sobrina —dice la vieja reina, sonriendo—. Desde hace
mucho tiempo ansiaba conocerte.
30
SELESTRA
Sobrina.
La mujer frente a mí sonríe con amabilidad. Hay en ella una
calidez que me recuerda tanto a mi madre.
Se parecen, aunque esta mujer es mucho mayor. Las hermosas
arrugas en su rostro son como las marcas de un pétalo de rosa.
En ella, veo a mi madre.
Me veo a mí.
Mi tataratía abuela.
Sus ojos amarillos se concentran en Nox, y se levanta la manga
para mostrar una pequeña marca en su muñeca: una espada
envuelta en una serpiente. Reconozco el símbolo de nuestra familia,
el mismo que mi madre dibuja en los muertos durante el festival
antes de alimentar con sus almas al rey.
—Entiendo que has estado buscándome —le dice Lady Eldara a
Nox—. Tú y tu padre.
Nox pierde el aliento, como un pez en el anzuelo.
—Eras tú —exclama, con la voz llena de algo que parece
esperanza o emoción. Tonterías que sólo un tonto sentiría al
confrontar a la muerte.
No importa quién diga ser esta mujer, tiene a sus órdenes un
ejército listo para matarnos.
—Eres la espada de la Isla del Sur —dice Nox.
—Espera, ¿la espada es ella? —pregunta Micah expresando la
confusión de todos nosotros.
¿Qué sentido tiene eso?
—La espada mágica que buscamos no era una cosa —dice Nox, y
una luz parece encender su mirada cuando señala la espada en la
muñeca de Eldara—. Era una persona.
No me gusta cómo la mira.
Es peligroso mostrar todas las vulnerabilidades que tanto se había
esforzado en ocultar. Si algo sé de mi familia es que no se puede
confiar en ella, así que si esta mujer está diciendo la verdad, eso sólo
lo hace todavía peor.
—Se supone que moriste —le digo—. Isolda Somniatis te mató.
Su hermana. Mi tatarabuela.
—Y sin embargo, aquí sigo —dice Lady Eldara—, usando la poca
magia que mi hermana no pudo quitarme, para dar poder a
Polemistés y enfrentar al rey de las almas.
—Nos contaron que Isolda absorbió toda tu magia —dice Irenya
—. Es lo que nos enseñan a todos de niños.
Irenya se para junto a mí, tratando de saber cómo me siento,
pero la verdad yo tampoco lo sé. La única familia que he conocido
es mi madre; se suponía que éramos las últimas del linaje.
Todo en mi vida se basa en mentiras.
—Isolda robó casi todo mi poder —dice Lady Eldara—. Pero aún
me queda el suficiente para hacer un poco de bien.
La palabra bien me pone en alerta.
Eldara ha estado aquí escondida todo este tiempo, protegiendo a
Polemistés del rey, pero no hizo nada para proteger a mi familia.
Para protegerme a mí.
Una triste sonrisa se abre paso entre los rosados labios de Eldara,
como si supiera lo que estoy pensando.
—Vengan —dice con gentileza—. Tenemos mucho que discutir.
Se introduce en la forja, indicando que la sigamos. Parece
deslizarse al caminar, sus pies resbalan por el suelo de piedra al
guiarnos hasta una pequeña habitación alejada de las fraguas y los
herreros.
Si de mí dependiera, no iríamos con ella a ningún lado, pero Nox
prácticamente corre tras ella. Cree que lo que ella va a decirnos será
el fin de su misión de venganza, y no lo dejaré a solas con ella.
No confío en ella para eso.
La habitación en la que nos instalamos está casi vacía, con muros
de piedra marrón y nada más que algunas sillas de mimbre en el
interior, con una mesa circular frente a una pequeña fogata. Hay
una tetera sobre ella.
—Haces bien en desconfiar —dice Eldara, y se sienta en la silla
más cercana al fuego. Lucian se queda junto a la puerta vigilando,
protegiendo a su reina—. ¿Qué sabes de mí, sobrina?
Ojalá dejara de llamarme así.
—Conozco la misma historia que el resto de las Seis Islas —le
digo, sin sentarme con los demás—. El rey Seryth fue un guerrero
que se enamoró de Isolda Somniatis, y juntos decidieron que los
gobernantes de las Seis Islas eran indignos e injustos, así que les
dieron muerte; primero a la reina de Thavma, después a los demás,
absorbiendo sus almas y sus poderes.
Condenando al mundo, aunque al rey le gusta contarlo como si
hubiera sido un acto de redención y justicia.
—Como puedes ver, no lograron matarme —dice Eldara
sirviéndose algo de té—. Pero, de haberlo hecho, ¿creíste que fue
debido a que yo era injusta?
Cruzo los brazos sobre el pecho.
—No sé qué creer.
—Qué lista. El mundo entero es una mentira. Sólo es lo que
queremos que sea.
Me tenso cuando Eldara me extiende una raza de té. Aprieto los
puños y Nox debe darse cuenta, porque se levanta y acerca su mano
a mí. Sin tocarme, sólo para hacerme saber que ahí está para mí. Me
hace sentir a salvo otra vez.
—¿Qué fue lo que realmente pasó durante la Guerra Verdadera?
—pregunta Nox.
Eldara baja su taza con cuidado y suspira.
—Hace años, el rey de Polemistés era elegido de entre los
mejores guerreros. Seryth, uno de ellos, era fuerte y poderoso, pero
ni siquiera él pudo derrotar al rey, así que fue en busca de magia
que incrementara su fuerza y lo hiciera digno de la corona.
No es la historia que yo conocía, del noble guerrero que zarpó
para salvar las Seis Islas de la terrible reina bruja, pero es mucho
más creíble.
—Llegó a Thavma, donde conoció a mi hermana —Eldara suena
afligida—. Isolda creyó que ella merecía reinar, y que con todo el
poder de nuestro reino debíamos conquistar las demás islas. No
entendía por qué nuestras hermanas usaban sus poderes
desinteresadamente, o por qué yo hablaba de paz. Isolda quería más,
lo ansiaba. Así que hizo un trato con Seryth para combinar sus
poderes y conquistarlo todo.
Considero sus palabras.
Su hermana la traicionó, le robó el trono y lo redujo a cenizas, y
ella no se ve enojada, sino triste, como si su mayor remordimiento
fuera no haber sacado a su hermana del error.
¿Así me veía yo cuando salté por la ventana y dejé atrás a mi
madre?
—Isolda y Seryth arrasaron Thavma —continúa Eldara—.
Absorbieron la magia y la vida de todas las brujas de nuestra tierra,
hasta llenarse de poder.
Hasta asegurarse de que la única bruja de los reinos fuera Isolda,
pienso.
Nuestro linaje. Nuestra sangre.
Que sólo nosotras tuviéramos el poder para reinar.
El pasado de mi familia está manchado de muerte y traición.
Isolda traicionó a su hermana, como mi madre me traicionó a mí.
Ése es mi legado: engaño y codicia.
¿Cómo me desprendo de un pasado tan poderoso como ése?
—Pero cuando atacaron Vasiliádes —continúa Eldara—, sus
fuerzas se agotaron. Debilitado, Seryth le rogó a mi hermana por
una forma de tener verdadera vida eterna. Con toda la magia de
Thavma extinta, y su propio poder en declive, sólo había una
manera: mi hermana absorbió el poder mismo de la Luna Roja. Por
eso su hechizo perdura más allá de su muerte. La magia se alimenta
de la luna, y con eso las almas permanecen atadas a Seryth para
toda la eternidad.
Eldara sacude la cabeza, como queriendo disuadir a su hermana,
aun hoy.
—Para continuar siendo inmortal, Seryth debe devorar cien
almas cada año —sigue con su relato—. Sólo puede hacerlo en el
mes de la Luna Roja, cuando se renueva la maldición de Isolda. Las
almas deben atarse a él, y para eso es que tú recolectas el cabello.
Por eso libera del trato a los que sobreviven hasta la mitad del mes,
porque sólo se requieren cien almas para la inmortalidad. Actúa
como si dejarlos ir fuese un acto de generosidad, pero sólo es un
ardid para que la gente crea que puede salvarse, y animarlos para
que sigan llegando al siguiente Festival, de modo que siempre tenga
almas a la mano.
—¿Y qué hay de robarle su inmortalidad? —pregunta Nox—. El
pacto establece que quien sobreviva al mes entero puede reclamar el
poder para sí. ¿Es verdad?
—Lo es —dice Eldara—. No sólo tú estás atado a Seryth; él está
atado a ti. Si no devora un alma que siga atada a él, el pacto se
rompe, y el hechizo de Isolda se transfiere a esa persona. Ésa es la
debilidad de la magia de mi hermana, y Seryth en su arrogancia no
lo ocultó, asumiendo que nunca sería posible.
—Entonces, ¿si Nox sobrevive a la Luna Roja, el rey muere?
—Así es. El Festival es la salvación de Seryth, pero también será
su caída —responde Eldara—. Debemos mantener a Nox con vida
hasta la Luna Roja a cualquier costo, para que Seryth pierda su
inmortalidad.
Cruzo los brazos en desafío:
—Llevo haciendo eso desde mucho antes de que me lo pidieras.
—Porque tienes un don que ninguna de tus predecesoras
aprovechó antes de ti —dice—. La magia que usó mi hermana fue
una corrupción de los poderes de Asclepina, y empezó a absorber su
propia vitalidad; así que juró que, después de morir, cada una de sus
descendientes seguiría absorbiendo almas para la inmortalidad de
Seryth cuando cumplieran dieciocho años.
Si bien su voz es suave y delicada, las palabras de Eldara son un
doloroso recordatorio de que estoy maldita.
—Nos ató a él —digo con el corazón abatido—. ¿Qué clase de
don es ése?
El gesto de Eldara se suaviza, como si lamentara no poder
compartir mi desgracia.
—Aún no cumples dieciocho —dice—, así que todavía no estás
atada. Eres libre, y ése es el mayor de los dones.
Odio su certeza cuando lo dice, porque nunca había sido libre
hasta estas últimas semanas con Nox. Hasta entonces, mi vida era
una prisión disfrazada de destino.
—Mi magia está vieja y cansada —explica Eldara—. No me queda
mucho tiempo de vida, y te toca a ti tomar mi lugar y ayudar a
Polemistés en su lucha, Selestra. Tu magia, como la mía, no tiene
ninguna lealtad a él. Así que tú debes ser la que acabe con él.
—¿Yo? —pregunto sorprendida
Claro que quiero ayudar a Nox en su misión, pero los años de
exilio deben haberle afectado el cerebro a Eldara si cree que puedo
enfrentar al rey y a sus ejércitos.
Vine a Polemistés para evitar una guerra, no para dirigirla.
—Serás reina en mi lugar —proclama Eldara—. Tu destino era
ser mi heredera, no la de Seryth. Después de vencerlo, subirás al
trono y…
—No, no, espera —interrumpo, negando con la cabeza—. Vine
aquí buscando libertad, lo que sea que eso signifique, pero no
puedes simplemente esperar que destruya mi hogar y mate al rey
que ha tenido preso al mundo un siglo entero. Tengo dieciséis años
—le recuerdo—. No sé nada de guerra ni de reinados.
Eldara no deja de sonreír.
—Es tu destino —y mira a Nox—. De los dos.
—¿Quieres que yo también sea reina? —pregunta Nox,
levantando una ceja.
—¿Que no venías a pelear? —pregunta Eldara, perdiendo la
paciencia—. ¿A luchar por tu venganza, y liberar a las Seis Islas en
nombre de tu padre?
Nox la observa con suspicacia.
—¿Cómo sabes eso?
—Se nos conoce por nuestras premoniciones —dice Eldara—.
Ahora, tenemos mucho que hacer antes de que comience la batalla.
Para empezar, las pruebas serán todo un reto con tan poca
preparación, pero estoy segura de que…
—¿Cuáles pruebas? —interrumpo.
—Las que debes pasar para ganarte la verdadera sabiduría de
nuestra diosa, Asclepina. Todas las reinas anteriores las han pasado.
No me sorprende que tu madre no las mencionara, pero te ayudarán
a desbloquear tu verdadero poder y heredar la esencia de nuestra
diosa. Te servirá en la pelea contra Seryth.
—Alto, alto, basta —exclamo levantando una mano—. Ni
siquiera puedo hacer que un pincel levite sin que me sangre la nariz,
mucho menos pasar una prueba de magia.
—Eso es sólo por la falta de práctica —me dice Eldara—. No te
enseñaron bien. Sospecho que has estado absorbiendo poder de ti
misma, cuando en realidad debes absorberlo del mundo alrededor,
como tu madre seguramente lo hace.
—Del mundo… —repito.
Voy entendiendo lo que dice mientras abro y cierro los ojos. De
pronto todo tiene sentido. Por eso pude lanzar al soldado por la
borda del barco de Garrick, e hice a la mariposa flotar lejos de los
remolinos: usé el poder del viento. Pero cuando quise levitar el
pincel, lo absorbí de mí misma.
Por eso me debilitaba, por eso me sangraba la nariz y por eso me
agotó tanto curar a Irenya.
Estaba absorbiendo mi poder para dárselo a ella.
¿Por qué mi madre me había escondido esto? ¿Por qué no quiso
que supiera la verdad sobre mis propias habilidades?
Adivino la respuesta en cuanto me lo pregunto: el rey.
No quería que lo superásemos en número. Las herederas son
mucho más fáciles de controlar que las verdaderas brujas.
—No tenemos tiempo —insiste Eldara—. El reloj de Nox sigue
avanzando, y la muerte es impaciente.
—Sin presión —me dice Nox con una sonrisa burlona, y quiero
reír, pero por dentro estoy temblando.
Me marchita el peso de tanta responsabilidad.
—Queda poco más de una semana antes de que acabe el mes —
dice Eldara sin apreciar la broma—. Si sobrevives hasta entonces, se
cancelará el hechizo de mi hermana. Seryth no puede arriesgarse a
eso, así que nos atacará con todo lo que tiene. Si Selestra pasa las
pruebas, tendrá el poder de detenerlo antes de que te mate.
Mi cabeza da vueltas con el peso de esas palabras.
Hablaba en serio cuando le dije a Nox que quería ayudar a
cambiar las cosas, pero que me echen a cuestas un destino nuevo no
es lo que tenía en mente. Hace pocas semanas creía que estaba
destinada a robar almas al lado del rey, y ayudar a atrapar en la
muerte a las Seis Islas. Ahora estoy en una isla de guerreros, con un
soldado desertor, y resulta que es mi deber dirigirlos a la victoria y
destruir el reino que debía preservar.
—Necesito tiempo para pensar en todo esto —digo.
—Muy bien —asiente Eldara—. Pero no nos queda mucho, y
debes superar las pruebas antes del ataque de Seryth. Que te
consuele saber que es tu derecho de nacimiento, Selestra.
Eso no me consuela en absoluto.
Quiero preguntarle a Eldara cómo está tan segura de que soy
digna de este destino, si ni siquiera me conoce. Si algo aprendí del
rey es que el derecho de gobernar debe ganarse, no recibirse como
regalo, ni robarse con mentiras y violencia. Lo último que necesitan
las Seis Islas es otra gobernante indigna.
Y aun si lo merezco, ¿por qué me seguirían?
El gesto de Eldara se entristece, como si pudiera sentir todas mis
dudas y vacilación.
—Por favor, Selestra. Sin ti, Polemistés estará perdida.
31
NOX
No puedo dormir.
No sé qué tan tarde sea, pero Micah lleva horas roncando junto a
mí.
Estoy acostumbrado a no dormir; desde que murió mi padre no
he dormido más de unas pocas horas cada noche. Pero no sabía lo
que se siente no dormir de la emoción.
Ahora que mi búsqueda casi llega a su fin, sólo puedo pensar en
que tengo la posibilidad de cumplir el último deseo de mi padre.
Y la clave es Selestra.
Si acepta someterse a las pruebas de Lady Eldara y convertirse en
reina, tendremos todo el poder que hace falta para matar a Seryth y
salvar las Seis Islas.
Salgo de la cama.
Micah rueda en su camastro y murmura para sí. Sacudo la cabeza
y salgo de puntitas para no despertarlo.
El cuarto de Selestra está a unas puertas, corredor abajo. Vacilo
antes de tocar, preguntándome si ya se habrá dormido. No quiero
despertarla, pero debemos hablar. Si no digo lo que quiero decir,
pasaré la noche en vela viendo al techo.
Por suerte, la puerta se abre con un crujido y Selestra asoma la
cabeza desde el interior.
—¿Qué haces aquí? —pregunta en un susurro.
Lleva una larga túnica blanca que llega hasta el suelo, su cabello
verde se balancea junto a su barbilla, absorbiendo los rayos de luna
que entran por la ventana abierta. Es tan hermosa que me toma
desprevenido.
Por un momento, no hago más que mirarla.
Hasta que recuerdo que, de hecho, quería hablar.
—¿Quieres pasear conmigo?
Selestra se asoma de vuelta al interior, donde Irenya abraza las
cobijas cuando entra el aire por la puerta abierta.
—Espera —me susurra. Va por una cobija y la envuelve
alrededor de sus hombros; después sale y cierra la puerta tras de sí
—. ¿Ya está roncando Micah otra vez?
Ella también lo sufrió en la mariposa de Leo.
—Como corneta militar —le digo—. Debería meterle un calcetín
en la boca.
—Y ponerle unas pinzas en la nariz —sugiere.
—Lo tendré en cuenta para la próxima vez.
Avanzamos por el estrecho corredor de los dormitorios y salimos
a la luz de la luna. Las estrellas brillan más de lo que nunca vi en
Vasiliádes.
Nos sentamos en los peldaños de la forja y no pierdo tiempo en
preguntarle lo que me da vueltas en la cabeza.
—¿Ya consideraste lo que dijo Lady Eldara?
—Ay, no, tú también —suspira Selestra.
Río.
—Por favor, princesa, tenía que preguntar.
—En verdad quisiera que dejaras de llamarme así —dice con
seriedad.
—¿Prefieres reina?
Selestra me dedica una de sus miradas.
—No es gracioso, Nox.
—La verdad, no —admito.
Se envuelve en la cobija con más fuerza y suelta un suspiro
tembloroso.
—Ya sé que tienes miedo —digo con cautela—. Yo también.
Selestra levanta las cejas, sin creerme.
—¿Tú tienes miedo?
—Bueno, miedo no —concedo—. Soy demasiado hombre para
eso.
Selestra se burla.
—Pero entiendo que estés preocupada —digo, poniéndome serio
—. Tienes todo el derecho.
—Es sólo que no sé qué hacer —reconoce.
—Haz lo correcto —digo simplemente—. Éste podría ser el modo
de mejorar las cosas, como dijiste que querías. Usar tu magia para
algo bueno.
—Yo hablaba de ayudarte a encontrar tu espada, no de
convertirme en reina —protesta.
—Bueno, técnicamente encontramos la espada —digo—, no
podíamos imaginar que ella es tu tía.
Selestra refunfuña. Se mira los guantes, y una sombra de
angustia le cruza el rostro.
—Toda mi vida he sentido que estoy hecha de las historias de
otras personas. De sus deseos y sus expectativas —dice—. Todo ha
sido simulación, y amenazas de gente que quiere conservar el poder
a como dé lugar.
Eso me sorprende.
¿En verdad Selestra cree que Eldara es como el rey?
—No tengo idea de quién soy —dice con un cansancio que
nunca le había escuchado, y casi se le quiebra la voz—. Fui la
promesa del rey, la heredera de mi madre, ¿y ahora quieren que sea
la heredera de Eldara? Nunca logro escapar de quien los demás
quieren que sea.
Su mirada de desamparo me turba.
—Yo sé quién eres —digo, sorprendido de la firmeza en mi voz
—. Eres Selestra Somniatis, descendiente de diosas y reinas. No
tienes que ser nadie que no quieras.
—¿En verdad crees eso? —pregunta Selestra, con toda la
intención de alguien que no lo cree para nada.
—No importa lo que yo crea. Importa lo que creas tú.
Selestra junta las manos y las aprieta.
—¿Y si los decepciono a todos?
—Entonces moriremos —encojo los hombros—. En lo personal,
voto porque lo logres.
—Eso sí que me relaja —dice—, gracias.
—Sólo quiero asegurarme de que sepas lo que está en juego —le
digo, con la voz más seria que puedo—. O sea, mi vida, por
supuesto. Lo cual es extremadamente importante para mí.
Selestra sacude la cabeza, pero veo cómo el valor se desliza de
vuelta a sus ojos, reemplazando la duda.
—Creo que te consideras demasiado importante.
—Eso no se puede —digo—. Soy la persona más importante de
mi vida; y si tú no lo eres para ti, estás mal.
La risa de Selestra me atraviesa.
—¡Eres imposible!
—Y tú eres una reina —le recuerdo—. Si eso quieres.
Selestra se eriza, pero no desvía la mirada. Fija sus ojos en mí.
—Yo creo en ti —le digo, y lo digo en serio—. Aunque tú no
creas en ti misma. Aún.
—¿En verdad? —Selestra suena insegura
A mí también me sorprenden un poco mis palabras. Empecé esta
misión con toda la intención de eliminar a Selestra después de
acabar con el rey, pero en algún momento a medio camino descubrí
que ahora quiero protegerla.
Selestra no es sólo una bruja, ni sólo una chica. Es un laberinto.
Un trazo de posibilidades sin fin, en el que me estoy perdiendo.
Con cada día que pasa, cada vez que intento subir la guardia, se
derrumba. Incluso ahora, que venía a convencerla de que aceptara
la corona para conseguir lo que quiero y vengar a mi padre, resulta
que lo que en verdad busco es darle confianza en sí misma. Ha
salvado mi vida una y otra vez. Podrá creer que es producto de lo
que todos esperan de ella —su madre, Seryth, la misma Eldara—,
pero he confirmado en persona que no se parece a ninguno de ellos.
He visto el fuego en su interior.
—Yo creo en ti —repito.
Selestra se aparta el cabello del rostro y suspira.
—He estado ocultándote algo —dice, mirándome con cautela.
—Oh. ¿Y qué es?
Lo que menos me esperaba era que se quitara un guante y
extendiera su palma a la luz de la luna. Mucho menos, ver la marca
del rey impresa en su piel. Mis ojos se abren muy grandes y me
deslizo junto a ella, para asegurarme de que estoy viendo bien.
—¿Cómo conseguiste eso?
La marca del Festival.
—Apareció cuando vi tu primer presagio de muerte —dice, y
sacude la cabeza retirándose la cobija como si descargara algo pesado
—. Nuestro primer presagio de muerte —se corrige.
—¿Nuestro?
No estoy preparado para su respuesta.
—Me vi perecer ese día —confiesa—. En la taberna, en el
incendio. Debíamos morir los dos. Pensé que al salvarte me salvaría
a mí también.
Bajo la vista hacia la serpiente en su palma, idéntica a la mía.
—Entonces, ¿por eso has estado ayudándome? —pregunto. No
puedo evitar sentirme un poco decepcionado—. ¿Para salvar tu
propia vida?
—Fue la primera razón —responde rápida, honestamente—. Pero
con el tiempo empecé a salvarte porque quería hacerlo. Me
importas, Nox… Yo no soy un monstruo, no soy insensible.
No soy mi madre, dicen sus palabras.
—Lo sé —le digo.
Selestra no se parece en nada a Theola ni a mis ideas de las
brujas.
—Volvió a ocurrir la noche que viniste a mi habitación —dice—.
Vi cómo moríamos juntos en el castillo.
No puedo evitar reírme y Selestra parpadea sorprendida.
—¿Qué tiene de gracioso? —pregunta.
—Nada —digo moderando el tono—. Pero por fin tiene sentido
que quisieras escapar conmigo.
—También me ahogaba contigo al caer del barco de Garrick.
Cada vez que veo tu muerte, también veo la mía.
De pronto, muchas cosas adquieren sentido. En especial, que
Selestra reaccionara tan intensamente a los futuros que me
presagiaba. No puedo imaginar lo que debe haber sido para ella ver
sus propias muertes, sobre todo, a manos de su madre.
Y a pesar de todo, siguió esforzándose por salvar mi vida una y
otra vez, aun si al hacerlo arriesgaba la suya.
—En verdad, no hay nadie como tú —le digo, convencido.
—Y ése es el problema —ríe amargamente—. No quiero ser rara,
Nox. Quiero pertenecer al rompecabezas del mundo, sin
preocuparme de que mi color o mi forma encajen bien. Quiero ser
parte de algo.
—Eres parte de algo.
Selestra abre y cierra los ojos, toma aire.
—Si enfrento las pruebas, ¿estarás junto a mí?
—Ahí estaré.
Me sostiene la mirada, anclándome a este momento. Me
sobreviene la necesidad de tocarla.
Quiero sentir su piel sin que aparezca un maldito presagio de
muerte.
—Deberíamos regresar —dice en un delicado susurro—. Debo
dormir un poco antes de tomar mi decisión.
Es lo último que quiero.
—Yo no duermo —le recuerdo.
Se muerde el labio.
—Todo el mundo duerme, Nox.
—Yo no.
La miro a los ojos, donde alguna vez creí estúpidamente que sólo
había frío y oscuridad; ahora sólo veo fuego y luz.
Trago saliva y me inclino hacia ella. Su respiración acaricia mis
labios y mi corazón desfallece dentro de mi pecho cuando acerco
una mano a su mejilla.
Entonces, ella se aparta, retrocede.
Mira la marca en su palma.
—¿Te asustan las visiones? —pregunto, retrocediendo también.
Sacude la cabeza.
—No… es decir, sí, pero no es eso. Tú eres el que no debería
querer nada conmigo.
—¿Por qué?
No existen palabras que ahoguen el deseo que siento por ella.
Quiero esto.
La quiero a ella.
A Selestra le tiemblan las manos cuando vuelve a tomar aire; casi
como si el aire la sofocara.
—Nox, tu padre…
—No —la interrumpo.
Lo último que quiero ahora es pensar en venganza, en lo que
hicieron el rey y la madre de Selestra.
Por primera vez en todos estos años, quiero olvidarme de todo el
asunto.
—¿Podemos no ser quienes somos esta noche? —le pregunto—.
Ni el soldado buscando venganza ni la heredera del rey. Seamos sólo
tú y yo, sin la carga del pasado.
Veo la duda en su mirada.
Debo ser un tonto por pensar que podemos hacer algo tan
complicado como empezar de cero, pero últimamente me la paso
pensando tonterías cuando estoy con ella.
Tomo la mano de Selestra y planto un beso en sus dedos
enguantados.
—Tienes razón —le digo, para no presionarla—. Vamos adentro a
descansar.
Las almas saben que lo vamos a necesitar. La armada del rey no
tardará más de unos días en alcanzarnos, y con Theola
acompañándolo, pronto superará los remolinos y desembarcará en
Polemistés.
Este nuevo santuario que descubrimos no durará.
Tarde o temprano, la muerte que presagió Selestra vendrá por
nosotros.
32
SELESTRA
—A ver, explícame con detalle en qué consisten las pruebas.
Nos sentamos frente a una mesita de té entre paredes de cristal,
al centro de un gran jardín con girasoles tan altos como árboles. El
sol está empezando a alzarse sobre el horizonte, cubriendo de un
brillo rosado los campos de Polemistés.
—Nadie puede saberlo con certeza —me dice Eldara—. Las
pruebas son a la medida de cada bruja, de las habilidades y lecciones
que necesita aprender.
—¿Ni siquiera puedes decirme si serán ríos de fuego o bestias
mortíferas del bosque? —pregunto, incrédula—. ¿Qué retos pasaste
tú antes de ascender al trono?
Eldara ríe, más consigo misma que conmigo. Mi tía perdida se
estira sobre la mesita, y me sirve una taza de té de menta.
—Mis retos fueron asunto privado —dice—. Como serán los
tuyos.
Suspiro, y soplo sobre mi taza.
—¿Por qué decidiste que ya estabas lista? —pregunta Eldara,
tomando sorbos lentos de su té con una mirada de silenciosa
travesura—. Si vienes a preguntar sobre las pruebas, asumo que
estás dispuesta a enfrentarlas. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
Nox, pienso. Pero no lo digo.
Quizá pasé todo el día de ayer estudiando sobre mi tía abuela y
sus guerreros, y cómo durante generaciones han superado las
tácticas del rey, y luego estuve las primeras horas de esta mañana
debatiendo con Irenya los pros y los contras de gobernar un reino,
mientras comía el mejor pastel de almendras que he probado en mi
vida. Pero nada de eso se comparó con escuchar a Nox.
Me miró con tanta confianza cuando vino a mí la otra noche.
Nunca había encontrado a alguien que creyera tan abiertamente en
lo que puedo hacer. Mi madre y el rey se pasaron la vida
mintiéndome, convenciéndome de que era débil y de que sería
indigna hasta que me convirtiera en una verdadera bruja.
Nox en verdad cree que puedo ser reina. Tiene fe en mí, para
bien o para mal, y eso me hace querer tener fe en mí misma.
Si busco mejorar este reino, no puedo seguir permitiendo que
mis dudas me controlen.
Debo creer en mi propio poder. Las Seis Islas dependen de ello.
—Si vamos a seguir con esto, tienes que estar segura —advierte
Lady Eldara.
—Lo estoy —aprieto la mandíbula con determinación al recordar
lo que dijo Nox de no aferrarnos al pasado—. Quiero reparar lo que
nuestra familia rompió.
La comprensión florece en el gesto de Eldara. Después de lo que
hizo su hermana, ella entiende mejor que nadie la importancia de
reparar los daños. Nos toca a nosotras evitar que el linaje Somniatis
siga usándose para el mal.
—Sólo quiero dejar claro que no por esto acepto ser la reina de
nadie —digo rápidamente—. Es sólo que necesitamos más poder, y
se supone que estas pruebas nos lo darán.
—Ciertamente —dice Eldara—. Si lo logras, te permitirán ser una
con Asclepina, y ganarte el derecho a la corona. Lo que decidas
hacer con ese derecho es cosa tuya.
—Asumiendo que no muera.
Eldara se pone seria, como diciendo que con eso no se bromea.
—El destino te trajo a mí para que salvemos el futuro de nuestras
tierras —dice con suavidad—. Todo es parte del plan de la diosa.
Eldara señala mi palma con la cabeza, indicando la marca del rey
que por fin le revelé esta mañana.
Me hace cosquillas.
—¿Crees que mis visiones y el destino compartido con Nox son
un mensaje de Asclepina? —pregunto.
Eldara asiente.
—¿También fue ella la que te guio aquí? —pregunto otra vez.
Al escucharme, Eldara baja su taza y se pone seria.
—No me trajo el destino —responde—, sino la cobardía.
No la he conocido tanto tiempo, pero hasta yo me doy cuenta de
que ese tono firme e implacable no es habitual en ella.
Eldara es dulce y gentil, pero ahora su voz se ha convertido en
otra cosa.
—Mi hermana no fue la única de la familia en enamorarse de un
guerrero de Polemistés —explica—. Cuando empezaron los ataques
contra Thavma, escapé para estar con mi amado. Y aquí nos
escondimos mientras Seryth y mi hermana acababan con las brujas
y conquistaban las islas. Ayudé a Polemistés a resistir lo mejor que
pude. Dispuse los remolinos en torno a la isla para protegerla, pero
cuando Seryth mató a mi amado hace años supe que mi tiempo
también se terminaba.
Comprendo que Eldara no sólo está avergonzada por su
hermana, sino por haber huido, dejando su reino indefenso.
—¿Cómo era Thavma? —le pregunto, ansiosa de saber más sobre
la tierra natal de mi familia—. ¿Cómo era nuestra gente?
Todas las historias que alguna vez me contó mi madre eran sobre
la magia, y cómo encendía el cielo como llamaradas, pero nunca me
contó de las personas.
El gesto de Eldara se suaviza con el recuerdo.
—Era un pueblo pacífico —dice—. Usábamos nuestro poder para
salvar a otros del peligro y curar sus heridas. Todas las brujas de
Thavma usaban su magia para el bien, desde las iniciadoras del
fuego que daban calidez a la tierra, hasta quienes usaban magia
natural para alimentar nuestros cultivos. Teníamos un acuerdo con
muchos reinos de más allá del Mar Infinito, incluyendo países de
montañas heladas, cuyos príncipes tienen la sangre de chrim de oro.
Las sirenas se alejaban de nuestra isla y nunca nos atacaban, porque
ambos pueblos compartíamos magia. Cuando Isolda y el rey
maldijeron nuestras aguas, nos aislaron del resto del mundo y sus
criaturas, para que sólo él pudiera quedarse con la magia de
nuestras tierras.
Esto me conmueve.
Yo sólo conozco las Seis Islas. Me salta el corazón de imaginar un
mundo más amplio, más allá. Imaginar sirenas y otros seres mágicos.
¿Qué más nos ha escondido el rey para mantenernos
prisioneros?
—Si el rey tiene suficiente poder para eso, ¿por qué crees que
podremos vencerlo? —pregunto—. ¿Y si no basta con la magia que
me darán las pruebas?
—Eres más fuerte de lo que crees —me dice Eldara sin titubeos
—. Tuviste visiones desde antes de Nox. ¿A qué edad adquiriste esa
magia?
—A los catorce —digo, encogiéndome al recordar aquel día con
Asden, pero Eldara parece orgullosa.
—Es raro hacer un presagio tan joven, Selestra. Las brujas no
suelen manifestar sus poderes antes de los dieciséis. ¿No es eso
prueba de lo especial que eres?
Sus palabras no me consuelan; no sabe el horror que fue para mí.
Lo último que quiero es recordar aquel día en el que tanto perdí.
—Impresionante —dice alguien.
Volteo para ver a Micah y Nox entrar al salón de té, sudando tras
su entrenamiento matutino.
Al ver a Nox, mi corazón salta.
No puedo olvidar la otra noche, cuando trató de besarme. Lo
deseaba más de lo que he deseado cualquier cosa en mucho tiempo.
Ojalá se lo hubiera permitido.
—¿Cuál fue ese primer presagio? —pregunta Nox sacudiéndose
el polvo de los brazos—. ¿Que le pateaba el trasero a Micah en el
entrenamiento de esta mañana? Porque sí fue toda una visión.
Nox sonríe burlón, mientras Micah murmura un “ja, ja, ja” tan
sarcástico como le es posible.
Quiero reír con ellos, pero estoy temblando por dentro. Me
marchita recordar ese día.
—¿Qué clase de visiones te pedía el rey a los catorce? —insiste
Nox, apoyando su espada en la grava—. Almas, ese hombre es un
monstruo.
No respondo. No sé cómo.
—¿Selestra? —pregunta Nox, descubriendo mi nerviosismo. Fija
su mirada en mí, y me pregunto si mi sepulcral silencio le comunica
todo lo que más quiero esconderle. Desvío la mirada a toda prisa,
incapaz de soportar la suya, de pronto tan curiosa—. ¿Qué visión
fue? —presiona.
No respondo. Sigo sin saber cómo.
No ahora, pienso.
No después de que comenzó a verme como algo más que una
bruja.
No después de que me besó la mano y me miró a los ojos sin
desconfianza.
Me obligo a devolverle la mirada.
—Llevo un tiempo queriendo decirte —respondo—. Traté de
hacerlo la otra noche, pero no encontré las palabras.
—La otra noche… —Nox frunce el ceño, y trago saliva con
fuerza al pensar en causarle más dolor recordando el pasado.
—¿La otra noche? —Micah nos mira a ambos—. ¿Qué pasó la
otra noche?
—Tu padre —le digo, y odio la sensación de asco que echa raíces
en mí cuando, al fin, me obligo a decir la verdad—. Quiero decirte lo
que en verdad pasó ese día.
Un severo malestar cruza por la faz de Nox.
—Espera… ¿esto es sobre mi padre? —pregunta.
Asiento.
La revelación cae sobre él como una tormenta.
—Tú sabes cómo murió —ya no es una pregunta.
Y cuando aprieto los labios para no llorar, descubre la respuesta.
Sobre su rostro cae una cortina de conmoción, cubriendo la risa que
lo iluminaba hace un momento.
Sus ojos reflejan mi traición.
—Me mentiste —dice.
Me encojo ante la verdad.
Debí haberle dicho hace dos noches, cuando hablamos, o en el
globo, cuando me dijo cuánto le dolía no saber de su padre, pero fui
demasiado egoísta y no quise arriesgarme a perderlo.
Me pongo de pie, y la mano de Nox tiembla junto a su espada…
la espada de Asden. No lo culparía si levantara su filo contra mi
cuello, buscando retribución ante el dolor que mi familia causó a la
suya.
Pero no lo hace.
—Dime qué pasó —insiste Nox. Ruega.
Respiro profundamente. Lleva años esperando esta respuesta.
—Tu padre fue mi maestro en palacio. Me entrenó en secreto a
espaldas del rey —Nox permanece callado, su respiración
entrecortada, mientras dejo salir la verdad al fin, después de todo
este tiempo—. Y hace dos años, el rey lo mandó llamar al salón del
trono. Creí que iba a castigarlo porque había descubierto lo que
hacíamos… Pero era otra cosa: el rey descubrió que Asden pensaba
buscar una magia que podía herirlo. Me obligó a mirar el futuro de
tu padre, y predije que moriría en ese momento, en el salón del
trono…
Las palabras me queman la garganta como ácido. El recuerdo es
igual de horrendo ahora que entonces, al revivirlo otra vez.
—…Y antes de darme cuenta, mi madre estaba absorbiendo su
alma —termino.
—¿Seguía vivo? —Nox parece atravesado por el dolor.
Parpadeo.
—Cuando le quitaron el alma —habla con lentitud, como si
pensarlo lo hiciera pedazos—, ¿mi padre seguía vivo?
Asiento, y veo cómo todas las pesadillas que rondaban su mirada
se hacen realidad.
Nox debe haber imaginado mil veces los últimos momentos de su
padre, pero saber el horror con certeza debe hacerle mucho daño.
¿Cómo va a encontrar sosiego ahora?
—Conocías a mi padre —dice sin poder creerlo—. Te dije cuánto
necesitaba saber cómo habían sido sus últimos momentos… ¿No
pensaste que lo merecía? Creí que éramos…
Se interrumpe, y mi corazón muere por preguntar: ¿Creías que
éramos qué…?
—Confié en ti —dice como una acusación.
—Todavía puedes confiar en mí —le prometo—. Podemos vencer
al rey, como planeaste…
—Mi plan era matarte —dice Nox por entero carente de ruindad,
sólo señalando un hecho—. Cuando te conocí, creía que todas las
brujas eran malvadas, y que tú merecías morir junto con tu madre.
Pero me hiciste cambiar de idea… Me hiciste creer que podía haber
una bruja buena.
Avanzo hacia él, pero Nox levanta la mano para que no me
acerque más.
Nunca me había mirado como me mira ahora.
—Me equivoqué —sentencia.
Aprieto la mandíbula para no desmoronarme.
—No peleen —dice Eldara, deslizándose como agua hacia
nosotros. Su voz es tan serena que choca contra la pena que invade
el aire—. Deben permanecer lado a lado, Nox —se dirige a él—.
Selestra debe protegerte y tú debes respaldar su reinado.
—He dejado de confiar en ella para algo así —responde Nox—.
Tal vez derrotemos al rey, pero no será espalda con espalda.
Alrededor de nosotros, la luz se mece y parpadea por las
ventanas, con la brisa abriendo y cerrando el arco de entrada. Hace
que el salón de té sea claro, luego oscuro y otra vez claro; el sol del
amanecer aún no logra penetrar sus rincones.
Las sombras danzan en el rostro de Nox cuando me mira.
—Tú nunca serás mi reina —sentencia con absoluta convicción.
Me dirige una última mirada de pena, tan parecida a la de su
padre aquel día.
Y entonces Nox se da la media vuelta, y me deja a merced de las
sombras.
33
NOX
Hacía mucho que no me apuñalaban. Ni me sorprendían con la
guardia baja.
Con los años, he perfeccionado el arte de seguir con vida y
predecir de dónde vendrá el golpe. Mi padre me entrenaba cada
mañana para siempre ser el mejor posible, hacer lo mejor posible.
No había lugar para otra posibilidad.
Las Seis Islas no son para que la gente sea mediocre ni olvidada, me
decía. El rey no deja vivir a los indignos.
Me enseñó cómo ser un excelente espadachín, para que siempre
estuviera listo para la pelea, pero nunca me preparó para la traición.
El sonido de metal contra metal resuena por el pequeño
anfiteatro del campo de prácticas de Polemistés, rodeado de
peldaños cubiertos de hierba, donde se reúne una multitud.
—Esto es una mala idea —dice Micah—. Al menos ponte
armadura o algo; ese soldado parece que está enlatado.
Sacudo la cabeza.
—No estoy acostumbrado, me va a estorbar.
—Te va a mantener vivo —resopla Micah.
Miro al hombre al centro de la arena: mi oponente, Lucian
Crowe.
El primer guerrero que me amenazó al llegar, hace cinco días.
Nos pusieron uno contra otro hace apenas un momento. Yo, el
traidor de la Última Guardia, y él, uno de los cinco campeones de
Polemistés. Se supone que será una simple práctica, pero la espada
de Lucian está presta, y sus ojos brillan con furia cuando me apunta
con ella.
Como se acostumbra en Polemistés, acordamos acero afilado en
lugar de armas de práctica. El campo de entrenamiento está al borde
de su bosque; se diría que los guerreros se aseguran de verse rudos
ante los fantasmas que vagan por él.
Lucian sonríe al verme.
Sin duda, está ávido de mostrar al muchachito de la Última
Guardia lo que significa ser un verdadero campeón. O quizá sólo
quiere dar una paliza a un soldado del rey. En cualquier caso, se ve
ansioso y arrogante; o sea, dos cosas que son ventaja para mí. Los
hombres ansiosos piensan demasiado rápido, y los arrogantes muy
poco.
—Esto no es necesario —dice Micah.
Pero para mí lo es.
No es que tenga nada que probar; es que tengo que desa-
hogarme. Llevo tres días con la ira dentro después de lo que pasó
con Selestra. Necesito esta pelea.
Esta liberación.
Micah me extiende la espada.
—¿Sabes? Si estás tan molesto con Selestra, podrías matarla a
ella en lugar de hacer que te maten —dice.
Le arrebato mi espada, sin encontrar la gracia en su pésima
broma.
Tan sólo oír su nombre me pone de malas.
—Me mintió.
Micah entorna los ojos.
—Ustedes dos se la han pasado mintiéndose cada vez que han
podido. Tu plan era matarla.
—Hace mucho que ése ya no era mi plan.
No había pensado en traicionar a Selestra desde que escapamos
del castillo. Pero ella me miró a los ojos cuando hablé de mi padre, y
me dijo que no sabía nada.
Avanzo al centro de la arena.
Hay algunos guerreros más en el campo de prácticas; los veo
rápidamente, y sólo me toma un momento encontrar lo que
buscaba.
Lady Eldara está sentada en los peldaños bajos, por encima de
donde los demás guerreros observan de pie. Me mira desde su
asiento, sonriendo apenas.
Selestra está a su lado.
Es fácil de ubicar. No sólo resalta por el cabello o los ojos, es
mucho más.
A veces, casi puedo sentirla.
Tenso la mandíbula.
Lleva puesta una túnica blanca que le llega a la barbilla, y la miro
juguetear nerviosa con sus guantes.
No la miro a los ojos; no puedo.
Sé que eso me sacaría de balance.
—No recuerdo… —Lucian da vueltas en torno a mí—. ¿Qué tan
fácil sangran los de la Última Guardia?
Sofoco una sonrisa al devolverle la mirada.
—No sabría decirte, hace mucho que nadie lo consigue.
—Cuando te hiera, celebrarán todos los guerreros de la isla —
Lucian se relame—. Les encantará ver cómo sangra el precioso
soldado de Seryth. ¡Un guerrero fallido, como su ejército fallido!
—Es posible —digo, clavando mi espada en la arena naranja y
recargando el codo en la empuñadura.
Me gusta cómo habla del rey como si fuera un noble fracasado, y
no de la realeza. Polemistés no ve a Seryth como alguien a quien se
deba temer. Para ellos es débil. No pudo ganar la corona, así que
partió a robarse el mundo.
Lo menosprecian.
—No temas, soldadito… —Lucian continúa dando vueltas
alrededor de mí—. No derramaremos tanta de tu valiosa sangre.
Lady Eldara sigue pensando que para algo servirás.
—Lo agradezco.
Lucian me lanza una estocada sin aviso, y apenas me hago a un
lado a tiempo, rodando sobre la arena.
Recojo mi espada y la estrello contra la suya, pero Lucian me
bloquea fácilmente.
—Qué lento —dice.
Lo golpeo a modo de respuesta y se tambalea un poco, pero
recupera su postura con la espada fácilmente.
Le lanzo un golpe lento, torpe, y se hace a un lado sonriéndome.
Perfecto, pienso. Permite que sonría.
Si me mantengo a la defensiva el tiempo suficiente, se volverá
imprudente.
A veces, es más fácil dejar que el otro crea que va ganando, o
esperar a que se canse.
Aunque no parece haber posibilidad de que Lucian se canse
pronto.
Bueno, será a la vieja usanza, pienso. Lo venceré siendo mejor que él.
—¿Quieres más? —pregunta Lucian.
—Seguro —susurro—. Cuando puedas.
Se empeña a fondo, apuntándome su espada al hombro tan
repentinamente como una avalancha. Pero lo que no sabe, ni él ni
nadie en el público, es que yo soy más rápido.
Me entrené cada día para serlo.
Paso la espada sobre mi cabeza en un grácil remolino,
bloqueando su estocada.
Furioso, golpea de nuevo y más fuerte, pero resisto sin
retroceder. Avanzo, cortando el aire con mi espada, casi abriendo un
tajo en su mejilla.
Lo tengo a la defensiva.
Lucian se mueve rápido hacia atrás. Su juego de piernas es
impresionante, pero yo soy implacable. Avanzo dos pasos por cada
paso que él retrocede. Con un enérgico resuello, Lucian detiene mi
acero y me golpea la cara con la mano libre.
Retrocedo unos pasos, sorprendido, y me toco el labio.
Por suerte, no hay sangre.
Los guerreros celebran con gestos de júbilo. Saborean cada
momento, y mientras más violento y deshonroso se ponga el
asunto, más disfrutan ellos.
Me cruzo con la mirada de Selestra en los peldaños. Sus ojos
están entrecerrados con lo que juraría es un gesto de furia.
De fuego.
La dama Eldara le pone una mano en el hombro.
—¿Quieres más? —pregunta Lucian.
Respondo a su sonrisa con una de mi parte.
Así que juega sucio.
Puedo con eso. Tengo bastante práctica.
Cuando la espada del campeón vuelve a encontrarse con la mía,
aferro su muñeca con la mano izquierda y lo hago bajar la guardia.
La retuerzo violentamente, y Lucian aúlla de dolor.
Después, con poca gracia, le estrello la empuñadura de mi espada
en la nariz.
Su mano corre a su rostro al sentir chorrear la sangre.
—Bueno —le digo—. Yo no prometí no derramar tu sangre.
—Típico de la Última Guardia, pelear sucio —dice Lucian.
—No quisiera sonar infantil, pero tú empezaste.
Lucian se limpia la sangre con la manga.
—¿Quieres impresionar a la dama Selestra con esos
movimientos?
Aferro la espada de mi padre, dejando que me ancle al mundo.
Sin ella, caería de bruces al escuchar su nombre.
—No quiero impresionar a nadie.
—Entonces, ¿qué quieres? —pregunta Lucian, y estoy seguro de
que busca provocarme—. Porque tengo claro que no hará lucir
nuestra lucha.
No sé la respuesta.
Por dos años, mi único objetivo ha sido vengar a mi padre. No he
pensado otra cosa, no he anhelado nada más. Mi única certeza en la
vida ha sido que no tendré paz hasta haber matado al rey.
Eso ha sido mi todo.
Entonces apareció Selestra, y descubrí que de vez en cuando se
me olvidaba. Por unos instantes de cada día, permití que lo que me
había consumido por años se desvaneciera.
O al menos quise permitirlo.
Me hizo pensar que cuando esto se acabara podría ser algo más
que un soldado con una misión.
—Te está mirando —dice Lucian, señalando con la cabeza el
lugar donde Selestra está sentada. Me cuesta todas mis fuerzas no
mirar—. Su guerrero.
—No soy suyo —aprieto los dientes—. No se puede confiar en las
brujas.
—¿Y en ti? —pregunta.
Trato de responder, pero las palabras se atoran en mi garganta.
No. En mí tampoco se puede confiar. Ésa es la naturaleza de las
Seis Islas: egoísmo y traición. Todo el mundo quiere lo que quiere y
pasa por encima de quien sea para obtenerlo.
—Vamos, otra vez —le digo a Lucian.
No lo duda.
Carga al frente, con la espada al aire. El sonido de nuestros
metales entrechocando hace eco por el estadio, por encima de los
gritos ensordecedores de los otros guerreros.
Pero Lucian ya no tiene nada que hacer.
Dejó claras las reglas al asegurarse de que no las había. Me
permitió pelear como lo haría si no fuéramos aliados.
Como un soldado de la Última Guardia.
Cuando Lucian levanta su espada de nuevo, uso la mía para
desarmarlo. Sin piedad, alzo la rodilla y lo pateo en el pecho.
El campeón retrocede tambaleándose, jadeando y sin aliento, y
cae al suelo. Camino lentamente hacia él y acerco la punta de la
espada de mi padre a su garganta.
—¿Te rindes?
Lucian me lanza una mirada de odio. Al menos, eso parece.
También podría ser de dolor, porque al momento empieza a toser y a
agarrarse el pecho.
—Por favor, Lucian —entorno los ojos—. No puedo dejar que te
levantes hasta que aceptes que se acabó. Como bien dijiste, no se
puede confiar en nadie.
Vuelve a toser.
—Sí.
—¿Sí qué?
Esta vez, el odio en su mirada es mayor.
—Me rindo —dice Lucian, más alto.
Envaino la espada.
—Perfecto.
Lo ayudo a levantarse, y una vez que está de pie los demás
guerreros guardan silencio, mirándome con lo que espero que sea
respeto y no un plan para matarme en cuanto me vaya a dormir.
Sobre ellos, Lady Eldara permanece impasible, salvo por una
sonrisa en la que no cabe sorpresa alguna.
Y Selestra.
Se muerde el labio al mirarme, dejando caer las manos
enguantadas como si al fin pudiera relajarse.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunta Lucian entre resuellos,
distrayéndome de Selestra. Me quedo frío al perder su imagen—.
Nunca conocí a nadie que se moviera tan rápido.
Lo observo por un momento. No parece resentido por la derrota,
sino intrigado.
Un verdadero campeón hasta el final.
—Me enseñó mi padre.
Lucian me palmea el hombro y me aferra con la mano.
—Estaría orgulloso, aunque seas basura de la Última Guardia —
dice, y suelto una risa—. Ven, te presentaré a los demás campeones.
Sin duda, van a querer probarse contigo después.
Me lleva adonde Micah sigue parado, con cara de alivio. Pero
antes de que mi amigo pueda regañarme, alguien se cruza entre
nosotros.
—¡Robin! —saluda Lucian al guerrero, que es alto como un roble
ancestral—. Acompáñanos a ver a los demás. Debemos celebrar la
tunda que recibí.
El guerrero sacude la cabeza.
—En otro momento, Lucian —y me mira con severidad—. Lady
Eldara y su sobrina desean verlos.
—Su sobrina… —digo.
Volteo rápidamente hacia la arena; aunque los demás guerreros
siguen esperando que empiece el duelo siguiente, Selestra ha
desaparecido.
Ya no hay nadie en los peldaños desde donde ella y Eldara
observaban.
—Por supuesto —respondo —, llévame con ellas.
34
SELESTRA
Nox se acerca al pequeño campamento en el borde del bosque,
luciendo como un triunfador.
Viste una camisa blanca suelta, con puños de cordón negro hasta
los codos y el pecho abierto. Un largo cinturón rodea su cintura tres
veces, sosteniendo cuchillos y lo que parece un pequeño látigo,
antes de extenderse hasta su hombro como soporte para su espada.
Lleva un abrigo al hombro, del mismo color que sus ojos del color
de la corteza.
Su cabello oscuro está despeinado en todas direcciones tras la
pelea, pero hay una sonrisa en su rostro, casi escondida para quien
no lo esté mirando.
Y yo no puedo evitar mirarlo.
Es como si la lucha lo hubiera resucitado. Puedo ver que el
destello en sus ojos ha vuelto, el orgullo de la aventura y la victoria.
Tú nunca serás mi reina.
Sus palabras se abalanzan sobre mí y desvío la mirada,
descartando cualquier pensamiento sobre él.
—Fue un buen combate —lo elogia Eldara—. Me emocionó hasta
el último momento. Por favor, toma asiento.
Le alcanza a Nox una copa de madera con jugo de nectarina, y le
indica que se siente entre los troncos acomodados al borde del
bosque.
Nox rechaza sentarse, negando con la cabeza.
Al principio, asumo que es porque no soporta estar cerca de mí,
pero cuando lo miro con atención entiendo que no tiene nada que
ver conmigo.
Nox está animado.
Sus manos aguardan a los costados, y sé que lo último que quiere
es quedar preso en este claro y en esta conversación. Todavía lleva el
espíritu de la batalla en la piel, el sudor aún lame su pecho.
Quiere estar en campo abierto, lejos del bosque y de la seriedad
que sé que ha inundado mi gesto. Beber, reír, dejar que el fuego en
su vientre se apague poco a poco, intencionadamente, en el aire
nocturno.
Fue toda una pelea, dijo Eldara cuando Nox tiró al suelo al
campeón de Polemistés.
Nox es todo un guerrero, le dije yo.
Ni siquiera yo podía negarlo, ni eso ni el hecho de que se me
aceleraba el corazón cada vez que lo derribaban. Eldara me vio
contener la respiración hasta el final, cuando por fin me tomó del
brazo y me condujo hasta aquí.
El rey habría usado algo así en mi contra. Lo hubiera convertido
en un arma para atacarme. Para él, cada una de mis emociones era
una debilidad, un fracaso. Mi madre me hubiera reprendido, y
siseado cómo ya debería haber aprendido a no ser tan transparente.
Eldara sólo sonrió.
Me ofreció jugo de nectarina mientras esperábamos a que Nox
llegara. Habló del clima y me preguntó si me gusta nadar en verano,
ignorando los chillidos del bosque encantado más allá.
Trató de no hablar de nada de lo que yo no quisiera hablar.
Entiendo por qué fue reina de una isla mágica, y cómo se ganó el
corazón del guerrero más feroz de las Seis Islas. Y es evidente por
qué los súbditos la siguieron tras la muerte de su rey.
Es líder porque es bondadosa.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Nox, mirándome brevemente
al hablar—. ¿Para qué me llamaron?
—Estás aquí porque debemos empezar las pruebas —dice Eldara
—. Recibí reportes de que Seryth se acerca a nuestras fronteras. No
podemos esperar más.
Mi sangre se congela con la idea.
—Pero no he practicado —protesto, volteando hacia ella—. Me
sangra la nariz…
La mirada de Nox se dispara hacia mí, y frunce el ceño. Si no me
odiara tanto, casi pensaría que está asegurándose de que no sangro
justo ahora.
Pero se aclara la garganta y mira hacia otra parte.
—Ya te dije que eso sólo pasa cuando tomas poder de ti misma.
Tómalo de tu entorno, Selestra. De la vida. Ésa es la clave —Eldara
me pone una mano cálida en el regazo; una caricia maternal, como
no la había sentido en años—. Debes ser fuerte. Las Seis Islas
necesitan que nos lleves a la libertad cuando yo me haya ido.
—¿Y en verdad podrá hacer esto? —pregunta Nox.
Duda de mí.
Ya no confía en mi poder.
—Ella puede —dice Eldara con certeza.
Sacudo la cabeza.
—Tal vez pronto, si sólo tuviera un par de días más para
prepararme…
—Tarde o temprano se nos acaban los mañanas —dice Eldara, su
delicada voz mostrando un desliz de inquietud— No podemos
darnos el lujo de esperar más; tu búsqueda debe empezar ahora.
Su voz lleva una fatalidad que nunca le había escuchado.
—¿Empieza dónde? —pregunta Nox.
Eldara le sonríe, y señala el bosque que se cierne detrás de
nosotros.
—Donde se forjan todos los guerreros.
Abro los ojos enormes al recordar todo lo que me contó Nox de
este bosque cuando estábamos en Armonía, sentados en los bancos
acojinados del Fuerte de las Almas.
Dijo que era un lugar de pesadilla, donde juegan los muertos y se
puede escuchar a sus fantasmas aullando en los ríos, combatiendo a
los monstruos que habitan bajo su superficie. Llevaba unos minutos
ignorando los rugidos, sin animarme siquiera a voltear hacia los
troncos retorcidos y con la seguridad de que los fantasmas no
podrían cruzar la barrera de árboles.
Es un lugar para los condenados, dijo Nox, no para los vivos.
—Usa esta brújula para guiarte —dice Eldara, poniéndola en mis
manos, mientras me jala para levantarme—. Sigan hacia el norte;
ahí es donde ambos encontrarán lo que necesitan.
Una docena de guerreros de Polemistés aparecen junto a ella, y
se adelantan para escoltarnos al bosque.
Apenas tengo tiempo de fruncir el ceño antes de que nos
obliguen a retroceder hacia los árboles.
—Alto —dice Nox, aparentemente tan sobresaltado como yo—.
¿Cómo que ambos?
Pero es demasiado tarde.
Siento el roce de la tierra bajo mis pies, y la rama de un árbol se
enreda en mi cintura, para jalarme hacia el interior.
Grito al golpear el suelo, y cuando me levanto a trompicones veo
que el mundo ha cambiado.
Hay nuevos árboles cerniéndose en torno a nosotros, sus
escuálidas ramas retorcidas como horcas, sus troncos esqueléticos
entretejidos de hueso. El aire es una mezcla de neblina y luz de luna
distante.
Un aullido resuena en la oscuridad.
Crujen hojas debajo de pies que no son los nuestros.
Ya no hay rastro de la entrada, del borde del bosque en el que
estábamos hace un instante. Es como si los árboles nos hubiesen
encerrado, succionándonos del mundo.
Me trago un aliento frío y seco, y Nox saca su espada.
—Aquí estamos —dice—. El Bosque de los Condenados.
35
SELESTRA
Lo primero que pienso es que el bosque está muriendo.
Las hojas están podridas y ajadas, y el suelo es un manto de
pétalos marchitos de flores silvestres transformándose en composta.
Entonces siento cómo los árboles se mecen con nuestra llegada,
como si intentaran advertirnos de los peligros que nos esperan.
Sus hojas crepitan en un canto continuo, y el gran tejido de los
troncos arroja sombras en el musgo, bailando al ritmo de los
chillidos de lejanas criaturas invisibles.
Descubro pronto que estoy equivocada. El bosque no está
muriendo.
Grandes oleadas de musgo brotan de los árboles más grandes,
que suben y bajan con el viento, como si las colinas inhalaran y
exhalaran a nuestros pies.
El bosque está vivo, y respira.
Retrocedo, inestable por el movimiento.
Nox me toma del brazo.
—No te alejes de mí —dice.
Trago en seco.
—No me gusta esto.
—No creo que deba gustarnos. Si así fuera, no sería la mejor de
las pruebas —agrega—. Y no es que sea yo quien esté a prueba.
No puedo evitar mirarlo con resentimiento.
—Pensé que te encantaría verme en peligro de muerte. Te
ahorraría el trabajo de matarme.
Nox aferra la espada en la mano.
—Hubiera preferido verlo de lejos —dice—. ¿Por qué crees que
estoy aquí?
—No lo sé —respondo, y es verdad—. Quizás es por la marca.
Levanto la mano enguantada, recordándole el tatuaje del rey que
ambos tenemos. Si mi destino y mi muerte están atados a los de
Nox, tal vez los suyos estén también atados a los míos.
—¿La brújula qué dice? —pregunta.
Me asomo al pequeño artefacto de bronce que me dio Eldara.
El círculo interior es de un verde brillante, y la pequeña aguja se
agita entre las marcas del norte y el este.
Fijo la vista, y veo que hay un pequeño lema inscrito bajo la
elaborada letra N:
La magia no se pierde para ser encontrada.
—Por allá —señalo a un campo de colinas musgosas, tan
cubiertas por las sombras de los árboles que el cielo no se alcanza a
ver en ninguna dirección.
—¿Segura?
Agito la brújula.
—Qué fuéramos al norte, ¿cierto? Eso dijo Eldara.
Nox se adelanta sin esperarme.
Es tan rápido que tropiezo tratando de alcanzarlo. Las raíces
salen de la tierra como manos buscando mis tobillos, así que debo
cuidar cada paso.
Está oscuro.
Es de noche, aunque recuerdo que apenas estaba atardeciendo
hace un instante, cuando hablamos con Eldara. Puedo ver la luna
asomar detrás de una línea de nubes negras, lo cual niega cualquier
posibilidad de estrellas.
La tierra del bosque es espesa y pegajosa bajo mis pies, y cubre
mis botas, pero no hay vereda a la vista. Y apesta. Hay un olor a
humedad y flores podridas en la superficie, pero a algo peor en el
fondo.
Huele a sangre.
Caminamos un rato, lo suficiente para que la noche se torne algo
más oscura. La luna luce borrosa y empañada en lo alto.
—¿Será muy lejos? —pregunto. No soporto el silencio, porque da
paso a los gemidos del bosque. Nox no responde, así que insisto—.
¿Qué pruebas crees que nos esperan?
—Soportarte a ti es una prueba —murmura en voz baja.
Lo fulmino con la mirada y me detengo junto a un arbusto
cercano.
Está cubierto de espinas de aspecto enfermizo; una capa de moho
y telarañas parece sostenerlo, pero junto a sus hojas grisáceas hay
moras rojas en forma de estrella.
—Qué extraño —me digo, extendiendo la mano para tomar una.
Nox me jala hacia atrás.
—Podrían ser venenosas —advierte.
—No me las iba a comer —protesto, aunque sólo hablar de
comida hace que me gruña el estómago. No he comido desde la
mañana.
—¿Trajiste comida?
—No es que Lady Eldara me haya dejado empacar antes de
lanzarme a este sitio —refunfuño—. Tengo hambre.
—Cómete tu brazo entonces.
—Tal vez debería cocinarte y comerte a ti —le digo, con los ojos
entrecerrados—. Hervir tus huesos para hacer mi pan.
—Cállate.
Levanto la ceja.
—Sólo era una broma.
—Shhh —se pone serio.
No puedo creerlo.
—Tú no me dirás cuándo…
Nox me tapa la boca con mi propia mano, y señala el arbusto de
estrellas rojas.
Se agita.
Los ojos se abren por el horror y doy un paso atrás.
—¿Es un fantasma? —pregunto con un hilo de voz.
—Hasta donde puedo ver, es un arbusto.
Le doy un codazo que lo hace gruñir.
El arbusto se sacude más ruidosamente, y estoy por salir
corriendo cuando un ave, casi de mi tamaño, sale de entre las
espinas.
Nos mira por un momento, inclinando su cabeza de bronce. Su
pico es de un gris apagado, y sus ojos son como chispas de fuego
blanco.
Al principio creo que nos atacará, pero abre sus alas doradas de
inmediato planeando por encima de nosotros e internándose en los
árboles.
Un lamperós.
Es igual al que el rey tiene encadenado allá en la Montaña
Flotante. Pensé que era el último de su especie; una cosa moribunda
y solitaria.
Pero me equivocaba, porque aquí hay otro, aún más grande y
hermoso, con las plumas sedosas, libres de nudos.
Me maravillo cuando la criatura vuela por los aires, entrando y
saliendo de las estrellas.
—Selestra… —dice Nox—, creo que deberíamos seguir.
Su voz suena temblorosa, y me río de él.
¿Desde cuándo un soldado grande y fuerte se asusta de algo tan
hermoso?
—Sólo es un pájaro —le digo, mirando fijamente al cielo hasta
que empiezo a marearme.
—No estoy hablando del pájaro.
Me sube un escalofrío por la espalda, cosquilleándome la piel,
mientras me doy la vuelta.
Ante nosotros hay una figura sentada sobre uno de los
montículos que respiran.
Su rostro está tan desgarrado como su ropa, lleno de cortes y
sangre que se endurece en sus mejillas como sal. También burbujea
desde su boca, goteando por su barbilla, mientras nos dedica una
mirada perdida.
Sus uñas se clavan en la hierba, y la tierra sube por su brazo
como hormigas.
—¿Podemos matarlo? —pregunto a Nox en un susurro.
Él examina la pálida figura.
—Creo que alguien se nos adelantó.
Al escuchar nuestras voces, la figura se incorpora.
—¡Corre! —grita Nox.
Nos damos la media vuelta y huimos en dirección opuesta, el
retumbar de nuestros pasos tan pesado y veloz como los latidos de
mi corazón.
No llegamos muy lejos.
Ni él ni yo alcanzamos a ver el laberinto de raíces que nos buscan
como manos, hasta que es demasiado tarde. Caemos dando tumbos
por la ladera de un monte alto.
Ruedo, con mi cabeza meciéndose atrás y adelante, hasta que
caemos en un estanque de fango.
Huele igual que el bosque: a sangre y podredumbre.
—Qué asco —digo con un gesto, en tanto miro mis manos que
gotean escoria.
Nox mira tranquilamente hacia la cumbre de la colina.
—Al menos esa cosa ya no nos sigue —dice—. Ya no la veo por
ningún lado.
—Seguramente no quería revolcarse en el lodo —me levanto del
charco—. Creo que nunca volveré a estar limpia.
Nox sonríe, mientras intenta limpiar su espada con la camisa
mugrienta.
—Creo que has tenido las manos bastante más sucias que ahora
—dice.
Me detengo a mirarlo. No puedo ignorar el tono punzante de su
voz.
Salgo del charco y me exprimo el cabello; el agua turbia lo
cambió de verde a marrón fangoso.
Nox simplemente recoge la brújula de donde cayó, ignorando mi
molestia.
Y eso sólo hace que me irrite más.
Este último mes llegué a creer que era un soldado noble, que
había más en él que arrogancia y bravuconería. Ya había empezado
a confiar en él, incluso más de lo que confiaba en su padre.
Ahora veo lo equivocada que estuve, lo tonta que fui, ante la
facilidad con la que me dio la espalda.
Ya tuve suficiente.
—¿Sabes qué? —le digo—. Creo que voy a probar que soy digna
yo sola. ¿Qué te parece si yo voy para allá —señalo hacia atrás de
nosotros, y luego apunto mi mano mugrienta en la dirección
opuesta—, y tú vas por allá?
—Perfecto —dice Nox, levantando las cejas y mostrando la
brújula que indica claramente el norte—. Por allá es el camino
correcto —le lanzo una mirada mortal—. No sabía que eras tan
buena para orientarte en bosques embrujados…
Entorno los ojos y doy un paso para alejarme de él.
Me toma un instante descubrir que algo anda mal.
Cuando intento dar otro paso, mi pie no se mueve.
Miro hacia abajo, y descubro que el suelo me está tragando. La
tierra se ha convertido en unas fauces abiertas, que se doblan sobre
sí mismas y me arrastran al fondo.
El bosque, esta bestia viva, me quiere devorar.
Presa del pánico, forcejeo para zafar el pie de la tierra, pero eso
sólo me hace hundirme más rápido, como si disfrutara de mi lucha,
como si mi miedo le abriera el apetito.
—¡Ayúdame! —grito.
Nox se detiene al borde del área inestable y me mira con
incertidumbre.
—¿No que estabas mejor sin mí?
—¡No es divertido! ¡Sácame de aquí!
—¿Y si me atrapa a mí también? —pregunta, con demasiada
tranquilidad ante mi fatalidad.
Aprieto los dientes.
—Nox…
—Bueno, bueno —dice, arrodillándose al borde del hocico
forestal.
Extiende una mano y me aferro a ella con desesperación.
El peso del suelo devorador me aplasta, es como no poder
respirar.
—¡Sácame, sácame! —grito frenética—. ¡Por favor!
—Eso intento —dice Nox con dificultad; se inclina un poco hacia
delante, y ambos nos damos cuenta de que no tiene la fuerza
suficiente—. ¡Maldición! —grita.
Sus dos manos aferran la mía, pero siento cómo se resbala; los
dos lo sabemos. Su furia es tan notable como la cicatriz que cruza su
rostro, mientras intenta jalarme, pero ya me hundí hasta el pecho.
Nuestras manos se sueltan.
Nox cae hacia atrás con un golpe seco, con mi guante en la
mano; lo arroja a un lado y se estira de nuevo hacia mí.
—¡No! —digo, alejando mi mano con horror.
No puedo permitir que me toque.
No quiero volver a ver esa horrible muerte en la playa.
—Tengo que sacarte —exclama Nox, acercándome la mano—.
¡Vamos, Selestra!
Sacudo la cabeza.
—No, así no…
—¡Tienes que darme la mano! —insiste.
Me mantengo firme, y Nox suspira recargándose en el suelo.
—Sal por ti misma, entonces —dice.
Al principio, creo que está bromeando, pero Nox sólo se me
queda viendo, esperando.
—¿Se supone que es divertido? —pregunto—. ¡Me estoy
hundiendo!
Este bosque me va a tragar de un bocado y él se va a sentar a
mirar.
—Quizás esto es la prueba —dice—. A ver, usa tu magia.
—¿Cómo?
—Hiciste flotar un pincel ¿cierto? —empiezo a pensar que se
burla de mí otra vez—. Nos hiciste flotar cuando nos lanzamos de la
montaña, así que… hazte flotar. Absorbe el viento y esas cosas.
—¡No es hora de burlarse! —grito.
Caigo más y más hondo en este pozo. La tierra se desliza por mi
cintura y hacia mi cuello. Sus dientes mordisquean los dedos de mis
pies.
—No puedo salvarte si no dejas que te toque —dice Nox—.
Tienes que salvarte sola.
Trago saliva, y la presión en mi pecho es más intensa a cada
instante.
La tierra presiona mi cuello, y sé que en poco tiempo desa-
pareceré en la oscuridad.
Cierro los ojos.
Concéntrate, me digo.
En la tierra que se hunde, en mi respiración entrecortada. En
cómo se siente todo cuando me comprime.
Concéntrate.
—Vamos —me alienta Nox—. Puedes hacerlo, Selestra. Confía en
ti.
Eso es algo que nunca he logrado.
Crecí confiando en Asden e Irenya, y en estas últimas semanas
confié incluso en Nox. Confiar en otra gente es mucho más fácil que
confiar en mí.
Quiero cambiar eso. Quiero confiar en mí más que en nadie.
No en último lugar, no como recurso final.
Busco en mi interior el poder que según Eldara siempre he
tenido. Mi magia no está esperando que muera mi madre, sino que
yo la encuentre.
Mi madre decía que no debía explorar mis poderes; el rey decía
que sólo una verdadera bruja Somniatis tendría completo control de
su magia.
Escóndela.
Guárdala en lo más profundo.
Sé una bruja, pero también un recipiente hueco.
Ten magia, pero que nunca sea tuya.
No hagas lo que no se te ordenó.
No aprendas, no sueñes, no crees, no desees.
Ya basta, me digo, y una chispa salta de mí. Una flama desde el
interior de mi pecho que se abre paso al mundo.
Abro los ojos y descubro que soy libre.
Estoy flotando a unos pasos del hocico de la tierra. Parece
suspirar cuando me ve, y cuando me dejo caer al suelo con una
sacudida, se cierra para esperar su siguiente víctima.
—Lo lograste —dice Nox, mientras recupero el aliento. Sus ojos
me recorren, desde la tierra que me cubre piernas y brazos hasta mi
cara, que imagino está igual de sucia. Sus ojos se estrechan en un
ceño fruncido—. Y no estás sangrando.
Me toco la nariz con la mano, y regresa seca. Es verdad. No hay
sangre.
Eldara tenía razón: si canalizo el mundo, no a mí misma, la
magia no me lastima. Y empiezo a notar que es lo contrario. Siento
su estela agitando mi interior, como una cadena de luces que
parpadean, más y más brillantes, dentro de mí.
—¿Estás bien? —pregunta Nox.
—Estoy bien.
Mejor que bien. Me siento viva, y no del modo siniestro y
corrupto que me sentí en la Posada del Anochecer, cuando casi
absorbo toda la energía de aquel hombre.
Esto es distinto. Esto se siente bien.
—Me da gusto —dice Nox.
Levanto la ceja.
—¿En serio?
Se encoge de hombros.
—Claro, Lady Eldara se enfurecería conmigo si dejo que maten a
su sobrina tan pronto.
—Qué idiota eres.
—Mira quién habla, la niña que casi fue devorada por un charco.
Río sin poder evitarlo.
El cosquilleo de la magia sigue mordisqueándome el corazón, y la
brisa en mi mano desnuda rejuvenece algo en el fondo de mí. Veo
mi guante tirado en la tierra, y me siento tan libre sin él…
Tan ligera…
La idea de una sonrisa parece jugar con las comisuras de los
labios de Nox. Me pregunto si puede verlo en mí, esa sensación de
haber roto mis cadenas.
Por un momento, es como si se nos olvidaran las razones por las
que deberíamos estar enojados. No pensamos en reinos que caen ni
en el peso del mundo sobre nuestros hombros; y al olvidar, cada uno
se convierte en alguien nuevo.
Alguien imposible.
Somos lo que queremos ser, no lo que alguien más decidió.
Ojalá durara un poco más, pero entonces Nox retrocede, y
vuelvo a la realidad demasiado rápido.
Suspiro.
—¿Nunca volverás a confiar en mí?
La mandíbula de Nox se tensa con la pregunta.
Hace una pausa, observándome detenidamente. Puedo ver cómo
se debate en su mirada, y eso me parte en dos, me desgarra como
una promesa rota.
No debería importarme tanto, pero así es.
Una vez dijo que confiaba en mí para ser su reina.
—Hay que montar un campamento —dice al fin—. Busquemos
dónde pasar la noche a salvo.
Pero eso no es una respuesta, y lo sabe.
Mira al suelo boscoso, luego al paisaje que nos rodea.
En cualquier dirección lejos de mí.
Asiento sin palabras, y levanto mi guante de la tierra, aferrándolo
en las manos. Camino detrás de Nox, mientras busca algún tipo de
refugio seguro.
No le quito los ojos de encima, ni siquiera cuando la luna se
apaga y las estrellas empiezan a desaparecer, dando paso a la
promesa del alba.
¿Nunca volverás a confiar en mí?
Quiero preguntar de nuevo, pero no lo hago porque tengo miedo
de la respuesta.
36
NOX
Acampamos junto a un pequeño risco, rodeado de espinos.
—¿Esto es seguro? —pregunta Selestra.
—Tan seguro como se puede en un bosque embrujado.
Por lo menos, no hay enjambres de fantasmas ni suelo movedizo
que quiera comerte mientras duermes. El afilado muro de espinos
nos da cierta protección, y con la espalda contra la roca podemos
vigilar lo que se acerque.
Además, hay un arroyo cerca, el cual nos provee de agua
potable, que buena falta nos hacía. Asumiendo que no sea
venenosa.
Selestra se deja caer en los pedruscos, y lanza una ramita a la
fogata que hice.
Arde y parpadea, escupiendo chispas al aire.
Ojalá Lady Eldara nos hubiera dado víveres antes de enviarnos a
este sitio. Sin tienda, sin comida, ni nada parecido a un mapa. Si no
fuera por el arroyuelo que nos encontramos al acampar, ya
habríamos muerto de sed para este momento.
Si así prueba a sus reinas y sus aliados, no quisiera saber cómo
trata a sus prisioneros.
—Voy a buscar algunas moras —le digo a Selestra—. En la Última
Guardia nos enseñan a reconocer especies silvestres por si nos
extraviamos en campaña. Estoy seguro de que encontraré algo.
—Bueno, pero tú las pruebas primero —dice.
—Éstas son tus pruebas —le recuerdo—. Como futura reina, tú
deberías poner el ejemplo ¿cierto?
—Nunca dije que sería reina de nadie —Selestra se recarga en un
gran tronco—. Pero si lo fuera, te honraría a ti con la
responsabilidad.
—Qué noble.
—Soy una líder justa —sonríe despreocupada.
—No podemos ponernos cómodos aquí —le digo—. Hay que
descansar hasta el amanecer, y luego tendremos que seguir.
Selestra mira al cielo cubierto de oscuridad con incertidumbre.
—¿Estamos seguros de que este lugar tiene un amanecer?
—Estés donde estés, el sol siempre vuelve a levantarse —le digo
—. Ni los días más oscuros son permanentes.
Son palabras que mi padre siempre repetía. No sé por qué las
digo ahora, pero Selestra me mira, con sus ojos tan brillantes como
el fuego que crepita entre nosotros. Me pregunto si él le dijo esas
palabras alguna vez.
La veo crisparse al escuchar los aullidos de algún animal del
bosque.
—Agradece que nada es permanente —añade al fin—, o te
quedarías con ese peinado por siempre.
Subo la mano para tocar mi cabello, hasta que la veo sonreír.
Recojo mi espada.
—Intenta no morir mientras salgo por comida.
Me sacudo el polvo y me interno de vuelta en el bosque.
—¡Intenta no morir tú tampoco! —grita Selestra a mis espaldas
—. ¡Necesito alguien que avive el fuego mientras duermo!
Me toma poco menos de una hora juntar suficientes moras que
no parezcan letales y que llenen nuestros estómagos vacíos. Regreso
a nuestro campamento improvisado, y descubro a Selestra encogida
junto al fuego, completamente dormida.
—Tengo tanta hambre que herviría mis huesos —murmuro.
Acomodo la fruta —que había recogido en el faldón de la camisa
— en una pequeña pila en el piso. Manchó mi ropa de una mezcla
de rojo y morado.
Tomo un bocado. Aunque están ácidas y llenas de semillas, no
muero, así que la misión se puede considerar un éxito.
Alimento el fuego, y Selestra se agita en sueños a mis pies.
Me tienta la idea de despertarla para que cene, pero por alguna
razón no quiero molestarla. Se ve tan apacible como para estar
perdida en un bosque encantado. Así, cubierta de tierra y fango, su
cabello recogido lejos de su cara, poco se parece a aquella heredera
Somniatis, envuelta en vestidos como un trofeo.
Suspiro y me concentro en la fogata.
—Regresaste —balbucea. Volteo hacia ella, hacia su rostro
empañado de sueño a la luz de la fogata—. Está helado.
Está tiritando. Es claro que no está acostumbrada al frío.
Vasiliádes no sufre verdaderos inviernos en comparación con las
otras islas, y apuesto que en su torre Selestra está rodeada de
gruesas cobijas y enormes chimeneas.
Se acerca más a mí y a la fogata, temblando cuando se cuela una
brisa. El verano no parece llegar a este bosque. El frío se siente como
un aliento permanente en la nuca y pinta de azul los labios de
Selestra.
—Tal vez Eldara quiere descubrir cuánto nos toma perder un
dedo por congelación —digo. Me quito el abrigo y se lo extiendo a
Selestra—. Toma.
Ella lo acepta con una sonrisa de agradecimiento, mientras yo
ignoro el frío que me cala los huesos.
—Deberías dormir —le digo.
—Tú también —añade ella.
Yo sigo avivando el fuego, tratando de no volver a mirarla. Todo
me cuesta más trabajo cuando lo hago.
—Estoy bien.
—Oh, lo olvidé —dice con voz apagada—. Tú no duermes.
Me molesta que sepa eso de mí.
Es como haberle revelado una debilidad.
Me aclaro la garganta y me recargo, testarudo, en la misma roca
que ella, como si eso fuera prueba de algo.
Puedo dormir si quiero, me miento. No me conoces tanto, princesa.
Sin decir nada, estiro una esquina del abrigo para que cubra mi
pecho también. Mi brazo roza el de ella, presionado contra su
costado para compartir el calor. Estar así de cerca es como retozar
junto a un volcán, esperando que haga erupción y me carbonice.
Ignoro el agujero en mi estómago.
—Nox —me llama.
Me enderezo cuando su voz susurra en mi oído. Ojalá dejara de
decir mi nombre tan suavemente, odio cómo su voz, su presencia, lo
estremece todo en mi interior.
—¿Crees que cambien las cosas después de las pruebas? —me
pregunta.
—¿Qué cambien cómo?
—Pensé que Lady Eldara era diferente, pero es todo lo mismo —
dice suspirando en mi abrigo—. Siempre intentado probar que soy
buena y digna. Nunca es suficiente para nadie.
El mundo queda en silencio por un instante.
—Es como si nunca hubiera dejado el castillo —continúa—.
Estoy igual que en mi torre, presa de las expectativas…
Me sorprende su tono apesadumbrado.
Pensé que estas pruebas eran para que Selestra adquiriera más
magia y se enfrentara al rey sin miedo, para aumentar sus poderes.
Nunca pensé que las sintiera como una prueba de que es digna.
Una prueba de que es lo suficientemente buena.
No respondo. No sé cómo hacerla sentir mejor, y no sé si quiero.
Se supone que estoy enojado con ella, ¿cierto?
Selestra suspira, y su respiración se torna profunda y suave al
avanzar la noche. La luz de la fogata juguetea sobre su blanca piel,
las chispas bailan en sus labios.
Mi padre la entrenó como me entrenó a mí. Él odiaba al rey, pero
pensó que Selestra era digna. Quería que supiera defenderse de
alguien como Seryth.
¿Él también sintió lo diferente que ella es del rey y de su madre?
Tomo aliento en la noche.
Selestra era sólo una niña cuando vio morir a mi padre. Me
pregunto cuánto de eso formó su carácter hasta hoy. Las
responsabilidades que le dieron fueron tan graves como las que mi
padre puso en mí. Él quería que yo salvara el mundo, la familia de
ella quería que lo destruyera.
¿Por qué nos toca a nosotros cargar con los errores de nuestros
padres?
Selestra gira un poco, removiendo la tierra y las hojas debajo de
ella. Aguanto la respiración por si despierta.
La aguanto demasiado tiempo.
Selestra me despierta al amanecer.
No me di cuenta de que me había dormido hasta que me patea la
espinilla.
—¡Levántate y brilla! —me dice.
Para mi sorpresa hay luz del día cuando abro los ojos. Resulta
que no, este bosque no está cubierto de noche eterna.
No puedo creer que dormí tanto que en verdad me siento
descansado. Años de noches en vela y ahora, a pesar de estar a
medio bosque embrujado, pasando las pruebas de una vieja reina
sádica, no desperté una sola vez en toda la noche.
¿Cómo pude haberme relajado del todo junto a la heredera de mi
peor enemigo?
—Para alguien que no duerme nunca, parecías muerto —dice
Selestra—. Y ni hablar de los ronquidos.
Doy un respingo.
—Yo no ronco —vuelvo a ponerme el abrigo. Huele a ella—. Y
no estaba durmiendo, sólo descansé los ojos un momento.
Selestra se burla, sin tragarse la mentira.
Ni siquiera me molesto en seguir tratando de convencerla.
Está apagando la fogata frente a mí, y veo que su cabello es verde
brillante otra vez. Y no le queda una mota de lodo en el cuerpo.
Nota mi mirada.
—Me bañé en el arroyo, ya no aguantaba mi propio olor.
Deberías hacer lo mismo.
Toma un puñado de fruta y me lo extiende.
Niego con la cabeza.
—Me la comí casi toda mientras dormías; desperté lista para
cocinar corteza si hacía falta —suspira con melancolía—. Extraño el
pan recién hecho con salsa de cereza que Irenya y yo nos robábamos
de la cocina. Oh, y las papas. Con crema de ajo y hierbas del jardín,
crujientes por fuera, y tan esponjosas por dentro que se te derriten
en la boca.
Juro que babea.
Me estiro y bostezo, reponiéndome del largo sueño. No estoy
acostumbrado a eso.
—¿Quién necesita papas cuando hay moras y tierra del bosque?
—digo.
Selestra toma otro puñado y hace un gesto con su sabor ácido.
—¿En qué dirección iremos hoy? —me inclino para recoger la
brújula del suelo—. Parece que el norte es para allá.
Selestra se aparta el cabello del rostro.
—Que empiecen las pruebas —dice, pero su suspiro me dice que
preferiría quedarse aquí a comer moras ácidas que enfrentar lo que
sea que Eldara y el bosque nos hayan preparado.
Caminamos por largas horas sin ver ni un fantasma ni nada más,
hasta que llegamos a una vasta cañada.
El bosque se interrumpe, partido en dos como una cáscara de
nuez. El fondo es tan lejano que no se alcanza a ver. Uniendo los
dos extremos hay un puente enclenque, con cuerdas que parecen
listas para desmoronarse.
—¿No habrá otra forma de cruzar? —pregunta Selestra.
Levanto la brújula.
—Hacia allá es el norte. Se diría que tu tía quiere matarnos.
Selestra hace una mueca al escuchar la palabra tía, como si
todavía no hubiera aceptado por completo que Lady Eldara es su
familia.
—Técnicamente, es mi tatarabuela tía abuela —dice, mirando el
puente con desprecio.
—Empiezo a pensar que no te quiere tanto.
—¿Crees que soporte nuestro peso?
Me guardo la brújula.
—Sólo hay un modo de saberlo.
Doy un paso sobre el puente, y suena un crujido, como si se
astillara. Espero un poco y, como no se rompe, doy otro paso.
El puente se mece pero soporta.
Me aferro a las cuerdas, y me doy la vuelta hacia Selestra.
—Cuando quieras.
Me sigue a regañadientes.
El puente cruje y retiembla con cada paso. La madera es
perturbadoramente blanda bajo mis pies, y la cuerda a la que nos
agarramos es delgada y deshilachada.
Apenas vamos a la mitad cuando mi pie atraviesa la madera
podrida. El impulso me pone de rodillas contra los maderos, y mi
pierna queda colgando, con el viento en los tobillos, tratando de
jalarme al abismo.
Selestra corre a mi lado.
—¡Almas! —dice—. ¿No puedes ser más cuidadoso?
Ella trata de ayudarme a subir, pero no tiene caso.
—Se me atoró el pie —exclamo.
—¿Te lo cortamos? —ofrece Selestra.
La miro con ira, aferrándome más fuerte de sus guantes.
—Sólo tira un poco más fuerte.
—Tal vez deberías salvarte solo —me dice, remedando mis
palabras—. Hazte flotar como un pincel.
Sigue hablando en tono sarcástico mientras me sube, ignorando
mis miradas asesinas. La verdad, merezco que me deje aquí.
Muevo la pierna para ver si empieza a zafarse, pero de pronto,
Selestra deja de tirar. Se pone pálida, con la mirada fija en algo
detrás de mí.
Al borde del abismo, por donde acabamos de pasar, hay un
muerto.
Es el mismo fantasma de ayer, que nos encontró en el bosque y
nos siguió hasta esa condenada colina.
Está empapado de sangre, y la piel le cuelga del rostro como cera
de vela. Lleva la misma armadura que Lucian vestía durante nuestra
pelea, y su espada está desenvainada y lista para la batalla.
Éste es un bosque para guerreros caídos, y somos invasores.
—Ha vuelto —dice Selestra.
El muerto se lanza contra nosotros.
—¡Vete! —le grito. Libero una de mis manos y saco mi espada de
las correas—. Tómala y corre.
Le pongo la espada de mi padre en las manos. No permitiré que
la salvadora de las Seis Islas muera por mi culpa.
Selestra se queda boquiabierta, como si no pudiera creer lo que le
estoy diciendo. Pero la sorpresa da paso enseguida a un gesto que ya
conozco demasiado bien.
No quieran las almas que esta niña haga lo que se le dice por una
vez.
—No te hagas el noble —me reprende, dejando la espada a un
lado—. No va contigo.
Me aferra con más fuerza y tira hacia atrás, poniendo todo su
peso para sacarme del agujero. Para mi sorpresa, lo logra, y en un
momento estoy libre.
Me desplomo en los maderos en el preciso instante en que el
muerto nos alcanza, con la espada lista para cortarme el cuello.
Selestra la bloquea.
Antes de alcanzar mi espada, descubro que ella la tiene en sus
manos, parando un golpe tras otro del guerrero caído.
Echa la hoja hacia atrás y la ensarta en su vientre, pero el metal
atraviesa al hombre como si fuera humo.
Como sea, lo tiene a la defensiva, sin bajar la guardia ni un
momento. Es buena esgrimista. Mi padre le enseñó bien.
—¿Cómo lo mato? —me pregunta sin aliento.
El guerrero es implacable.
—¡La joya en su cuello! —le digo al ver una gema verde
colgando de su garganta; se ve mucho más sólida que él—.
¡Revienta la joya!
Selestra asiente y gira para azotar la espada en el collar del
guerrero.
La criatura empieza a desvanecerse, sus piernas se disuelven en
espirales de humo.
Pero antes de desaparecer, lanza una última estocada.
La espada desgarra el vientre de Selestra.
37
SELESTRA
En mis lecciones de esgrima con el padre de Nox, me acostumbré a
los golpes, las patadas y hasta a los cortes de estoque.
Me he sanado ojos morados y, alguna vez, un corte que llegaba
desde el hombro hasta la muñeca. Pero esas heridas eran
inofensivas, y casi toda la sangre provenía de la nariz mientras
trataba de curarme, en las noches. Dolían, pero eran superficiales.
Asden sabía cómo enseñar sin lastimar realmente, que es más de
lo que puedo decir de todos mis otros maestros.
Cuando la espada del fantasma hiere mi piel, no es nada como
eso.
La sangre brota de inmediato, empapando mis vestiduras, y el
dolor me abrasa. Es un fuego blanco, como si ardiera desde el
interior.
No se siente como un corte, sino como fuego.
Se me doblan las rodillas y me desplomo creyendo que caeré al
suelo, pero en lugar de eso me encuentro en los brazos de Nox. Sus
tibias manos me envuelven.
Presiona mi ropa ensangrentada con la mano y veo la mueca
inconfundible en su rostro.
—Estoy bien —alcanzo a escupir.
—Para alguien con tantos secretos, eres una pésima mentirosa —
me dice con un hilo de voz.
—No es mentira.
Empiezo a sentir mucho frío.
—¿Ves? —añade Nox, sacudiendo la cabeza—. Pésima.
Presiona mi vientre con más fuerza.
Intento levantarme, hacer algo que no sea yacer en un puente
roto en mitad de un bosque que devora gente.
Si Asden estuviera aquí, no me dejaría yacer sin hacer nada.
Levántate, me diría sin palabras, sólo elevando una ceja y asintiendo
de una manera que yo sabría traducir. Eres más fuerte que esto. Pelea.
—¿Puedes curarte? —pregunta Nox.
—No sé si tengo la fuerza —admito.
Usar magia requiere mucha fuerza y concentración. Cuando era
más pequeña, me dejaba exhausta por días. Ahora sé que es porque
la absorbía de mí, pero cuando cierro los ojos e intento tomarla del
aire, pierdo la concentración.
El aire es demasiado seco, y no tengo energías para canalizarlo.
Siento que el vigor me abandona con cada gota de sangre que
pierdo.
—Usa la mía —dice Nox de pronto.
Aferra mi mano con la suya como una pinza.
Lo siento aun a través de la tela de los guantes. Su energía es
como olas que rompen contra mí. La saboreo en la lengua un poco.
Sal y moras de invierno.
—Tómala —repite, ofreciéndose a mí—. No tenemos otra opción.
Cuando entiendo que me está ofreciendo su energía para
curarme, siento pánico. La última vez que hice eso fue con el
hombre que nos atacó en la taberna, y casi lo mato.
No voy a arriesgarme otra vez.
—Lo digo en serio —insiste Nox al sentir mi vacilación—.
Necesitamos que sobrevivas a estas pruebas para que reclames el
poder que te espera. Sin él, no tenemos oportunidad contra tu
madre y Seryth.
Sé que tiene razón, pero sigo temiendo.
No quiero lastimarlo. Ya le he causado dolor a Nox, y el peso es
demasiado para soportarlo.
—Selestra —dice, con voz suave y profunda, y me mira como si
supiera lo que pienso y entendiera mis dudas. Sus manos aprietan
más las mías—. Toma lo que necesitas de mí, por favor.
Y lo hago.
Recibo todo lo que me da; absorbiendo su fuerza, la bebo como el
mejor aguamiel hasta que todo mi cuerpo se sacude.
Me siento fuerte.
Algo tan simple como una espada no puede herirme.
Un simple pedazo de metal no puede romperme.
Soy Selestra Somniatis, me digo. Desciendo de una diosa.
Lo repito en mi mente una y otra vez, como una oración.
Miro la tela rota y cómo la piel debajo empieza a repararse.
Abro y cierro los ojos con incredulidad. Nunca me había curado
tan rápido. Una herida así solía tomarme horas, quizás incluso días
cuando era más pequeña, y ahora mi piel se repara al momento ante
mis ojos.
Sólo toma un instante.
Nox es fuerte, y su fuerza me recorre como el relámpago. Siento
cada una de sus vibraciones en mi interior.
Su mano se aferra aún más fuerte a la mía.
El poder se vuelve un conducto entre nosotros. Todo lo que él es
me cubre como un manto. Siento su presencia. Su ser. Me tambaleo
junto a él, dejando que su calor me llene.
Y entonces me detengo.
El aliento de Nox se estremece contra mí, y su mano pende junto
a mi mejilla. Su pulgar está tan cerca de mis labios que, si cierro los
ojos, casi logro sentir que me toca de verdad.
Que me siente.
Sus ojos son de un castaño tan profundo, tan inquebrantable.
—¿Estás bien? —su voz es espesa y rasposa.
Me mira la ropa, aún llena de sangre. La tela, hecha un desastre,
se me pega al vientre.
—Estoy bien… —respondo—. Gracias a ti.
Observo a Nox buscando señales de daño o debilidad, algo raro
en sus ojos o alguna palidez en su piel.
—¿Cómo estás tú?
—Mareado —admite, pasándose una mano por el negro cabello
revuelto—. Pero no te bebiste mi alma, así que cuenta como una
victoria.
—De nada.
Nox se incorpora, tambaleándose apenas, y me acerco a
sostenerlo.
Se paraliza cuando lo toco y lanza una mirada a mi mano. El
tiempo se detiene, y siento que mi corazón empieza a acelerarse.
Entonces Nox carraspea y recoge su espada caída, para acto
seguido alejarse lentamente de mí. La hoja tiene mi sangre, que
goteó de mi herida.
—¿Cómo va la cuenta ahora? —pregunta.
—La cuenta.
—De salvarnos la vida —su boca se tuerce hacia arriba—. Calculo
que voy ganando.
Entorno los ojos.
—Para nada, eres peor que una damisela.
Nox sonríe.
—Supongo que eso te convierte en mi caballero de brillante
armadura.
Me rio de la manera en que inclina las cejas, en un gesto pícaro,
y por un momento olvido dónde estamos y los horrores que nos
rodean.
Por desgracia, el bosque no me deja olvidar por mucho tiempo.
Me giro con el sonido de pasos, tantos que casi los confundo con
el rumor de truenos. Entonces escucho árboles caer a su paso, veo
las copas desaparecer y luego dar tumbos abismo abajo, abriéndole
paso a un pequeño ejército.
Ahora hay una docena de guerreros muertos al pie del puente,
con las espadas desenvainadas y los huesos sobresaliendo de sus
armaduras rotas.
Echamos a correr al mismo tiempo que los muertos entran al
puente, que se sacude bajo su peso.
Nox se retrasa, debilitado. Sostengo su mano y lo jalo hacia
delante hasta que llegamos al final del puente.
—¡Por allá! —dice Nox, aún sin aliento, señalando con la brújula.
El norte.
Debería ser nuestra salvación. O bien, conociendo la crueldad de
mi tía, la entrada a otro peligro mortal.
Cuando nos detenemos al borde de una enorme cascada,
compruebo que era lo segundo.
Fluye como una bestia feroz y babeante, hasta estrellarse en un
pozo de aguas oscuras al fondo.
—Debemos brincar —dice Nox.
—¿Qué pasa contigo que quieres brincar todo el tiempo? Primero
la Montaña Flotante y ahora esto. ¿No puedes mantener los pies en
la tierra?
Nox se quita la correa de la espada.
—¿Dónde está tu instinto de aventura? —me reta.
—¿Dónde está tu instinto de conservación? —reviro.
—No lo necesito —dice, tomando mis manos—. Te tengo a ti
para salvarme.
Me tira por el borde, y golpeamos el agua como cuchillos
cortando el azul.
Me preparo para el frío, pero el lago es cálido y acogedor.
Casi espero algún tipo de monstruo acechando en las
profundidades, o que nos persigan peces carnívoros o que las algas
se enreden en nuestras piernas y nos arrastren al fondo.
Por el contrario, mis pies tocan un lecho suave, que me empuja
de vuelta a la superficie.
Nox ya está nadando de vuelta a la cascada, y lo sigo hasta llegar
a un pequeño saliente. Lo trepa y me tiende la mano, que tomo con
gusto; pero en cuanto salgo del lago, el frío del bosque muerde mi
piel.
Tirito y me abrazo para darme calor.
Sobre nosotros, el techo cavernoso está lleno de luces azules,
como si las rocas tuvieran cientos de pequeñas cicatrices pintadas. El
saliente brilla por una delgada capa de agua que parece seda,
deslizándose por los bordes de mis botas. Fluye en forma de flecha.
La examino con más atención; se derrama hacia el techo
estrellado, que gotea. Me adelanto hasta una apertura,
suficientemente amplia como para pasar por ella.
—¿Es una especie de cueva? —pregunta Nox —Dime que no
estás pensando en meterte ahí.
Lo estoy.
No sé por qué, pero algo me atrae al interior, y mientras más
miro las rocas afiladas, más pasos doy hacia allí. Hay algo dentro que
me llama. Lo escucho en el viento que silba por la oquedad.
—Voto en contra —dice Nox—. Mejor retroceder y enfrentar al
ejército de fantasmas.
Extiendo la mano para pedirle la única salvación que nos dejó
Eldara.
—La brújula —exclamo, sin quitar los ojos de la entrada de la
cueva.
Nox resopla al ponerla en mi mano.
—En serio —dice, haciéndole una mueca a la cueva—, no hacía
falta facilitarle a tu tía que nos mate.
Miro la brújula, y no puedo sino sonreír. La aguja apunta
inmóvil, resuelta, hacia la inscripción.
La magia no se pierde para ser encontrada.
—Norte —digo en un suspiro.
Si Eldara esperaba que encontráramos algo en este bosque, debe
estar ahí.
Lo sé. Puedo sentirlo.
Nox gruñe, pero no me quedo a oír sus objeciones.
Avanzo, a través de las ondas en el agua, hacia aquello que me
llama desde la oscuridad.
38
NOX
Nos deslizamos por la abertura en el mundo, y acabamos en otro
totalmente distinto.
La caverna no tiene fin y está llena de árboles, con troncos de un
gris azulado y hojas como cristales que brillan contra los soportes de
sus ramas.
Es un bosque bajo tierra.
Sólo que, a diferencia del bosque embrujado en la superficie, no
parece querer matarnos. Casi podría decirse que es hermoso. El
suelo es una poza poco profunda de agua cristalina, donde las raíces
de los árboles se retuercen, como en un laberinto enredado. Una
variedad de peces plateados pasa entre ellas.
Desde arriba, la luz entra por el techo a través de varios agujeros
diminutos, que puntean la caverna como una especie de mapa.
Pequeñas cortinas de agua se deslizan por los muros.
—¿Qué es este lugar? —pregunto.
—Es mágico —susurra Selestra—. Siento su poder, fluyendo por
la tierra hacia mí.
No lo digo, pero yo siento algo también. Empieza por mis pies y
se dispara hasta mi corazón como una flecha.
—Acampemos —le digo—. Hay que recuperar fuerzas para lo
que sea la prueba siguiente.
—¿Aquí?
—No nos ataca y no veo fantasmas, así que es un excelente lugar.
Y nos protege de la lluvia.
Selestra asiente, pero no dice más.
Este lugar la maravilla, y disfruta cada onda en el agua con una
profunda aspiración. El poder que siente debe ser fortalecedor,
porque cuando le digo que junte leña obedece sin asomo de
sarcasmo ni lanzarme miradas.
Sea lo que sea este lugar, se diría que fue hecho para ella.
Encontramos suficientes víveres para pasar la noche.
Adentro es curiosamente cálido en comparación con el exterior;
ni un soplo entra por los pocos agujeros en el techo que permiten
mirar las estrellas. Cerca, junto a un montón de huesos
blanqueados, encontramos una sección de suelo seco. Ahí nos
instalamos, e intento no pensar en lo que le habrá pasado a la
persona dueña de esos huesos cuando se aventuró hasta este lugar.
Selestra apenas parece notarlos. Reunió bastantes hojas y ramas
para hacer una especie de lecho y acolchonar nuestro descanso.
También trajo algunos cristales luminosos de los árboles, y más
de la misma fruta que encontré antes. Las aguas más hacia el
interior están llenas de peces, y aunque nos tomó casi una hora
logramos capturar dos de los más pequeños.
Mientras se cocinan en nuestra pequeña fogata de ramas, siento
que mi estómago nos lo agradece por adelantado.
La próxima vez que una reina ancestral me envíe en una misión
legendaria, voy a traer ron y pastelillos.
Selestra permanece en silencio mientras picotea el pescado,
suspendido sobre el fuego. No estoy acostumbrado a que hable tan
poco; me pone nervioso.
Me obligo a hablar, a decir lo que sea.
—¿Qué puso a mi padre en contra del rey? —pregunto, mientras
Selestra saca el pez del fuego y lo pone en una gran hoja entre
nosotros—. Fue leal al trono toda mi vida. ¿Tú sabes qué cambió?
Nunca pude preguntarle…
Selestra juguetea con su pescado, como si de pronto hubiera
perdido el apetito.
—No estoy segura de que haya sido tan leal —dice—. Me
entrenó a espaldas de Seryth por años, preparándome para ser
fuerte y pelear.
Aún no puedo imaginar al hombre que conocí, que hablaba
tanto de lealtad y me entrenó para pertenecer a la Última Guardia,
asegurándose de que esta heredera pudiera pelear contra su rey.
¿Qué tan bien conocí realmente a mi padre? ¿Alguna vez creyó en
Seryth, o siempre supo que era necesario detenerlo? ¿Me entrenó
para servir en la Última Guardia, o en realidad todo el tiempo me
preparó para pelear contra ellos?
—En el último triunfo contra Polemistés, hace dos años, el rey
guardó prisioneros —dice Selestra en voz baja—. Había una familia
joven. Podía oír sus gritos desde mi habitación.
—¿Los torturaron? —pregunto.
—El rey buscaba algo, y quería que lo ayudaran a encontrarlo.
—La espada —digo.
Lady Eldara.
Selestra asiente.
—Asden… tu padre… se oponía a que los atormentaran de ese
modo. Él pensaba que eran inocentes.
Tomo aire.
Ella y yo sabemos que el rey jamás creería que nadie es inocente,
y ni se diga el mostrar piedad aunque lo creyera. Mi padre debió
haberlo sabido.
—Creo que ahí fue cuando tu padre entendió que al rey no le
importaba nadie en las Seis Islas si se cruzaban en su camino —dice
Selestra—. Y Seryth debe haber sentido su cambio de opinión. Me
obligó a ver su futuro y…
Se rompe, con un gesto de dolor.
Se ve avergonzada y evita mi mirada al hablar, como si fuera un
pecado duro de admitir.
—Sólo eras una niña.
—No me sentí como una niña —la angustia en su rostro basta
para partirme en dos—. Me sentí como un monstruo, como si lo
hubiera traicionado.
Me mira con los ojos a punto de llorar. Se traga las lágrimas y
continúa:
—Sus últimas palabras fueron para ti. Le pidió a mi madre que te
mantuviera a salvo, que no recibieras un castigo por sus errores —es
un pequeño consuelo, pero agradezco escucharlo. Selestra suelta
otro largo suspiro y añade—: A mí nadie me ha querido de esa
manera en mucho tiempo. Mi madre no puede arriesgarse a
amarme.
Su rostro vuelve a adoptar ese gesto cuando lo dice. La misma
decepción indefensa que sentí cuando dijo que no se sentía digna.
Al verlo, me hace pensar que se siente igual de vacía.
Selestra es una princesa y, si Lady Eldara tiene éxito, una futura
reina. Parte de la última magia del mundo vive en su interior. Pero
aun con una legión de guerreros confiando en ella, no puede estar
segura de sí misma.
—Sé que te culpas —le digo—. Pero si quieres que yo te culpe,
estás buscando en el lugar equivocado. Mi padre tampoco lo hizo.
Debí haber dicho esto mucho antes.
Por fin entiendo por qué Selestra se resistía tanto a presagiar
nuestras muertes. No es porque viera la suya también, sino porque
le recordaba el horror de vislumbrar la de mi padre aquel día.
Siempre me pregunté por qué no disfrutaba la muerte, a pesar de
ser criada para ello. Ahora lo sé.
Quiero decirle que ella no es la suma de los errores de su familia,
que sé cómo se siente que te cubra la sombra de tus ancestros.
Quiero decirle tantas cosas, pero no encuentro las palabras
adecuadas…
—Me dolió que me mintieras —le digo—. Pero nunca pensé que
fuera culpa tuya.
—Tendrías razón en pensarlo.
Niego con la cabeza, pero Selestra insiste.
Parece que quiere que la odie.
Quizá cree que lo merece.
—Necesitas perdonarte.
—Como si fuera tan fácil.
El dolor en sus ojos es el mismo que he sentido por años. Me
equivoqué en creer que sufría a solas.
—Nada por lo que valga la pena pelear es fácil —digo.
Selestra me mira con una tímida sonrisa asomándose en sus
labios. La calidez del momento llena la cueva, superando la fogata.
La belleza no sólo se ve… a veces también se siente.
Y cuando estoy con ella, la siento.
Fui un estúpido por tratar de alejarla de mí.
—Nunca habría llegado hasta aquí sin ti —digo.
—¿A una cueva abandonada? —suelta una carcajada.
—Adonde mi padre siempre soñó. Es gracias a ti que podré
cumplir su último deseo.
Selestra no se entregó a una misión egoísta de venganza, cegada
por su propio resentimiento. Le importan las cosas, aunque trate de
que no sea así, y quiere que el mundo se gane la redención, algo
que yo nunca creí posible.
Creo que lo único que la asusta es no tener la fuerza para ayudar
a conseguirlo.
Se equivoca.
—No creo que Eldara sea el arma que puede vencer al rey —el
corazón me da un vuelco cuando me mira—. Creo que eres tú,
Selestra. Tú eres lo que he estado buscando.
Se le corta el aire y me acerco a ella.
Mi pulso se acelera y no sé si es por la adrenalina de estar cerca
de la muerte, o por mirarla a los ojos.
—Gracias —le digo en un susurro—. Gracias por ayudarme a
encontrar mi camino… y por ser alguien en quien puedo confiar.
Selestra abre y cierra los ojos.
—¿Confías en mí?
Suena tan sorprendida que me avergüenza.
—Nunca dejé de hacerlo —admito.
La confianza no sólo es soltar las dudas; es dejar atrás el pasado y
mirar el futuro. Y si miro hacia delante y no hacia atrás, ella es lo
único que veo.
Me inclino hacia Selestra, que contiene el aliento.
Me acerco, dejando que su suspiro me acaricie las mejillas.
Sin importar lo que cualquiera pueda pensar, Selestra es fuerte.
Es digna. Y con toda una vida de estrellas reunidas en el cielo sobre
nosotros, no necesito ninguna prueba para saber exactamente lo
que es.
Una bruja.
Una princesa.
Una reina.
39
SELESTRA
Nox se inclina hacia mí.
Sé que va a besarme, y lo anhelo, más de lo que he querido algo
jamás.
Pero nunca ha importado lo que yo quiero.
—No podemos —le digo.
Me alejo y veo mis guantes.
No puedo tocar a Nox ni a nadie.
Ésa ha sido siempre mi maldición. Encerrada en mi torre, viva
pero sin vivir, mirando a la gente alrededor reír y darse la mano, o
pasar el brazo por los hombros de un amigo; entrelazarse como si
nada.
¿Y si vuelvo a vivir el horror de la muerte de Nox en esa playa?
¿O si la maldición de mi contacto llama de algún modo un nuevo
presagio de muerte?
Por mucho que desee a Nox, no puedo arriesgarme a las
consecuencias de tocarlo.
—No hay problema —dice él—. Conozco mi futuro. No tengo
miedo, Selestra.
La suavidad de su voz casi hace que le crea.
Dejo que me quite los guantes lentamente.
El izquierdo, luego el derecho.
La brisa de la cueva me recorre los dedos.
El corazón golpea en mi pecho como si quisiera liberarse.
Los dedos de Nox están tan cerca de los míos que apenas puedo
respirar.
Un desliz, un pequeño movimiento y nos tocaremos.
Mantengo la vista fija en nuestras manos.
Vibra cada parte de mi ser.
—No quiero volver a verte morir —le digo.
Me mataría.
—No pienses en eso —me dice en voz baja—. Piensa en esto. En
nosotros. En algo feliz, no en la muerte constante. Tu magia es más
que eso, Selestra. Y tú también.
Me muerdo el labio, afirmando con la cabeza ante la fuerza de
sus palabras, que hace añicos mi miedo.
Quiero esto, lo quiero a él, más de lo que he querido cualquier
otra cosa en toda mi vida y, por primera vez, puedo tenerlo. Ya no
estoy encerrada en una torre ni obligada a contener mi magia hasta
que le parezca bien a alguien más. Puedo tener este deseo si quiero, y
puedo quedarme con él.
Nadie se interpone en mi camino; sólo yo.
La mano de Nox se desliza por mi brazo hasta mi mejilla,
lentamente, asegurándose de que estoy bien. Puedo sentir un
cosquilleo en los huesos, su corriente pasando a través de mí,
haciendo que me sienta segura.
Y entonces llega.
Una visión.
No duele ni arrasa conmigo como las anteriores. Mientras me
enfoco en Nox, no en la muerte, como él dijo, la visión me recorre
como un río conocido.
Nox y yo estamos en una extraña habitación, con cortinas de hiedra y
margaritas silvestres. Hay dos tronos, uno junto al otro, en un mosaico de
cristal verde, reflejados en un vitral que hace eco a su complejo diseño. Deja
entrar el sol a la cámara, irradiando anillos de color por el suelo de piedra.
Sobre los tronos, cuelga un inmenso candelabro cubierto de cristales y
entrelazado de la misma hiedra que rodea el salón.
Por alguna razón sé que es el antiguo palacio de Thavma, que tiempo
atrás era hogar de la que alguna vez fue mi familia, y de toda la magia en
las Seis Islas.
Bajo la mirada a mis pies y observo la piedra que brilla debajo como
estrellas.
—¿Lista, princesa? —pregunta Nox.
Está sonriendo y en sus mejillas se forman hoyuelos a la luz verde que lo
rodea.
Me estiro para ajustar mi corona de plata y enredaderas en mi cabeza. Se
enrosca en mi cabello como las flores a nuestro alrededor.
Y entonces sé que por primera vez no estoy viendo el presagio de
una muerte. Vislumbro algo distinto: vida.
Algo feliz.
La magia de nuestra diosa Asclepina tenía sus raíces en la vida
tanto como en la muerte: el poder de sanar y proteger. Nunca se me
ocurrió que eso pudiera significar que las brujas Somniatis somos
capaces de ver cualquier futuro, no sólo los terribles.
¿Y si podemos ver también lo bueno?
¿Y si no estoy maldita?
Parpadeo y miro a Nox de vuelta en la realidad presente.
—Selestra —me llama.
Por alguna razón, esa simple palabra, mi nombre en sus labios,
me duele. Aferra algo dentro de mí, y anhelo sentirlo.
A él, completo. Que me sienta a mí, completa.
Cuando me besa, le prende fuego al mundo.
Sus labios rozan los míos, primero con suavidad, como si temiera
romperme. Y cuando no me aparto y el mundo no llega a su fin,
siento su sonrisa contra mis labios.
Una de sus manos baja por mi cuerpo, acariciando suavemente la
base de mi espalda, donde mi blusa está levantada. La otra me
recorre el cabello y llega a la base de mi cuello, atrayéndome más
hacia él, de modo que cada centímetro de nosotros se toca.
Mi lengua se entumece al beber de él, al probarlo en mis labios.
Es como si algo en mi interior se hubiera liberado, y cada instante de
su tacto me energiza más que el anterior.
Entonces, vuelve a decir mi nombre, sólo un soplo en su boca, y
creo que voy a implosionar.
Soy mil diminutas piezas flotando más y más alto, y nunca me
reconstruirán.
Nox presiona más fuerte, y todo cae.
Nuestras familias, el mundo, la guerra.
Me quedo sin aliento.
No sé cuánto tiempo pasa antes de separarnos, pero no es
suficiente. Nunca será suficiente.
Nox retrocede, dejando su sabor en mis labios.
—¿Ves? —dice—. Nadie murió.
Sonríe mostrando todos los dientes, como si acabara de descubrir
algo increíble. Como si no me hubiera roto en un millón de pedazos
y los hubiera esparcido por todas partes.
—Nada mal para un soldado fugitivo —digo con voz seca,
agotada.
—Gran elogio.
Me sostiene la mejilla y acaricia mi quijada con su pulgar.
Recargo mi cabeza en su mano, hallando consuelo en su contacto.
Su piel, tibia sobre la mía, sin ninguna clase de miedo o
preocupación filtrándose en mí.
—Tuve una visión.
—¿Mi muerte?
Niego con la cabeza sonriendo.
—Nuestra vida.
Todo este tiempo me había preocupado de que mi magia
estuviera cubierta de ruina, pero ¿y si todo este tiempo sólo vi esas
cosas porque eso buscaba? ¿Porque se me dijo que eso iba a
encontrar, y dejé que sólo eso ocupara mis pensamientos?
Años perdidos creyendo que no podía tocar a nadie, y eran sólo
mentiras.
Solía escabullirme a mirar la luna y las estrellas, a contarle mis
secretos a la noche para que me los cuidara, esperando ansiosa que
susurrara respuestas a mis problemas. Que me diera fuerza para
superarlos. Pero las estrellas no tenían respuesta; sólo eran luces. La
fuerza siempre estuvo en mi interior. Y la luz también, más brillante
que cualquiera de las estrellas pudiera reflejar.
Nunca más dejaré que nadie la apague.
Sólo hemos descansado un par de horas cuando me despierta un
zumbido en la cueva.
Abro los ojos, y el aire destella con pequeñas luces amarillas, que
pronto descubro que son mariposas. Sus alas se agitan en un canto,
llenando la cueva con un suave zumbido.
Me levanto del suelo y las sigo.
—Espera, Selestra.
Nox se levanta a toda prisa para detenerme, pero lo ignoro y sigo
adelante.
—Nos llevarán adonde debemos ir —le digo.
—¡Son mariposas! —protesta—. ¡No llevan a nadie a ninguna
parte!
Lo miro. Este desgreñado guerrero que quiere cambiar al mundo
entero es incapaz de dar un pequeño salto de fe.
Todavía estoy mareada con la sensación de sus dedos entre mi
cabello y sus labios sobre los míos. Con el futuro de una vida que se
abrió para mí, sin guerra y sin torres que me encierren. Ojalá
hubiera podido quedarme con él para siempre en ese momento,
pero antes tenemos una guerra que ganar.
—Tu mariposa nos llevó bastante lejos —le recuerdo.
Su mueca se relaja. Pone sus brazos en mis hombros con ternura.
—Bueno, si algo he aprendido a estas alturas, es a confiar en ti —
dice—. Así que guíame, princesa.
Sonrío. Lo besaría aquí y ahora si no pensara que eso me haría
perder toda la concentración.
Dejamos que las mariposas nos guíen entre los árboles,
revoloteando entre las ramas. Finalmente se detienen en un árbol,
distinto a todos los demás. Tiene hojas en vez de cristales y un
tronco podrido, opuesto a toda la belleza que lo rodea.
Bajo sus ramas hay un baúl de madera, junto a otro montón de
huesos y a una espada oxidada.
—¡Ahí! —exclamo, emocionada de pensar que siempre tuve
razón—. Esto debe ser lo que Eldara quería que encontráramos
yendo al norte.
Nox alza las cejas.
—¿Un baúl en mitad de un bosque subterráneo?
No suena convencido.
—Es un baúl especial —le digo.
Nox señala el otro grupo de huesos a su lado.
—Apuesto que el otro tipo pensó lo mismo —dice, metiéndose
las manos a los bolsillos—. Si no es una escalera que nos saque de
aquí, no sé de qué pueda servirnos.
Pero sé que tengo razón. Siento la magia que reverbera en esta
cosa, acompañada por el zumbido de las mariposas.
Extiendo una mano hacia el baúl.
—Selestra —me advierte Nox—, creo que no deberías hacer
eso…
No le presto atención, y levanto el cerrojo que sella el baúl.
Nox se acerca a mí.
—En serio, puede ser una…
Oigo un breve silbido y Nox me empuja al suelo.
Caemos al agua justo cuando una flecha pasa junto a mi cabeza y
se estrella en el árbol.
—¿Qué fue eso? —pregunto con los ojos muy abiertos.
Nox se incorpora rápidamente y mira el baúl.
—Apuesto que el cerrojo está alterado. Es una trampa cazabobos.
—¿Una qué?
Voltea hacia mí, con los ojos encendidos por el asombro.
—¿Qué palabra se te dificulta?
Entorno los ojos y me incorporo. Antes de poder pensar en una
respuesta, los huesos junto al baúl se agitan.
Nos volteamos al mismo tiempo y vemos los pedazos destrozados
saltar de la tierra. Se arrastran lentamente para reunirse, y sólo
podemos mirar cómo los huesos se van acomodando en su lugar y
se levantan.
Me tambaleo hacia atrás viendo cómo un esqueleto deforme
levanta su espada oxidada.
—Te dije que tu tía quería matarnos —dice Nox.
El esqueleto lo ataca con su espada, y Nox bloquea su embate
magistralmente. Después blande su propia espada, hace un arco
sobre su cabeza y corta el cuello al esqueleto.
La cosa se detiene y se agacha para recoger su cráneo
desprendido.
Se lo pone en el cuello otra vez, y vuelve a atacar a Nox, que
corretea hacia atrás mientras lo mira atónito.
—¡No se murió! —grito.
—Sí, princesa —dice, bloqueando otro ataque—. Me di cuenta.
Examino al esqueleto, pero no encuentro ninguna joya como la
que tenía el fantasma que nos atacó. No hay señal de un artefacto
que nos sirva para destruir este embrujo.
—¿Cómo lo matamos? —pregunto con desesperación.
—Esperaba que a ti se te ocurriera algo —dice Nox.
Se agacha para esquivar la espada del esqueleto, y yo suspiro de
alivio.
Olvídate de desangrarnos; un raspón de esa cosa oxidada y
seguro te mueres de alguna infección.
Nox rueda hacia delante y fuera del camino del esqueleto,
apareciendo detrás de la cosa. Le corta la espalda, pero su hoja sólo
traquetea contra los huesos rígidos.
Piensa, me digo. ¿Cómo se mata algo muerto?
No que quiera yo admitirlo, pero matar a un humano es sencillo;
son frágiles y se rompen con facilidad. Sangran y se quiebran, y ni
siquiera alguien como yo —con la habilidad de sanarse— es
invencible.
Ni siquiera yo podría sobrevivir si me cortaran la cabeza.
—¡Me avisas cuando estés lista para ayudarme! —exclama Nox,
esquivando un golpe más, sus pies salpicando agua.
—¡Estoy pensando! —le grito.
Me muerdo el labio.
Nox nunca me da ni un minuto para formular un plan. Como si
no me la hubiera pasado salvándolo desde que nos conocimos, día
tras día.
Me detengo, sonriendo por una idea que me cruza la mente.
La primera vez que ayudé a Nox en la Posada del Anochecer fue
porque casi absorbo toda la fuerza vital de alguien. Tal vez este
esqueleto puede sobrevivir que lo rebanen y lo desmantelen, pero
sólo es porque algo —algún tipo de energía— lo anima.
Si yo la absorbo…
—¡Córtale la cabeza otra vez! —grito a Nox.
Se detiene confundido, pero hace lo que le pido y vuelve a
rebanar el cuello del esqueleto, cuyo cráneo salpica el agua.
—¡Pásamela! —le digo.
Nox arruga la nariz y patea la cabeza esquelética hacia mí.
Me arrodillo mientras el cuerpo del esqueleto chapotea por el
agua, buscando la parte que le falta.
—¿Qué haces? —pregunta Nox.
—Lo de siempre —respondo poniendo mis manos sobre el
cráneo—. Salvarte la vida.
Siento la fuerza vital de la cosa en el momento que la toco. Es
débil, como una canción que se desvanece, o el último destello del
sol antes de que la oscuridad descienda.
Me abro a que esa esencia entre en mí, sacándola de los huesos
de la criatura y hacia mi corazón.
Su vitalidad. Su energía.
No es como lo que hice con Nox, donde tiré suavemente de los
hilos porque se entregó a mí; el esqueleto se resiste.
Tengo que jalar y arañar.
El esqueleto sin cabeza se detiene y se sacude. Sus huesos
cascabelean por la cueva. Y entonces, al fin, se desploma en un
montón de huesos.
—¿Cómo estás? —pregunta Nox corriendo a mi lado.
—Bien —asiento. El corazón me late a toda prisa, listo para
explotar—. De hecho, me siento genial.
Es como si acabara de comer del mejor festín, y todavía pudiera
saborearlo todo. Me siento cargada de energía.
Llena.
—¿Sabes? A veces me das un poco de miedo —dice Nox—.
Recuérdame nunca hacerte enojar.
Le dirijo una mirada.
—Siempre me haces enojar.
Eso lo hace sonreír. Una sonrisa verdadera, que me roba el
aliento.
A veces pienso que Nox es como el viento, que pasa de tormenta
a brisa, de fuerte a gentil. De alguien que no me interesaba conocer
a alguien que siempre he conocido.
Como equipo, siento que somos casi imparables.
Nox señala el baúl.
—Hora de ver si tenías razón —dice—. Adelante.
Me arrodillo frente a él y tomo aire.
Lo que sea que contenga debe ser nuestra ruta de escape, el pase
de las pruebas y retos que Eldara nos puso. Esto probará que Nox y
yo somos dignos y podremos salir de aquí.
Ya enfrentamos bosques podridos, tierra que intentó tragarnos,
guerreros fantasmas, peligrosos puentes y esqueletos asesinos.
Si Eldara quería probar que estábamos listos, ya vio lo suficiente.
Mi corazón late como tambor de guerra cuando abro la tapa y me
inclino al interior.
Un destello de luz cegadora sale del baúl, como si hubiera tenido
una tormenta dentro.
Nox y yo caemos hacia atrás, y me tallo los ojos con furia
mientras mi vista regresa.
Un siseo furioso llena la caverna. Cuando parpadeo hasta que el
mundo existe otra vez descubro que el baúl estaba lleno de
serpientes.
Miro con horror cuando la primera de lo que parecen docenas
empieza a arrastrarse fuera.
Corro a cerrar el baúl de nuevo, pero antes de hacerlo veo la
gema: una pequeña cosa verde al centro de la caja.
Me llama, justo como sentí cuando vi la cueva por primera vez.
Siento que la reconozco, como si parte de mí estuviera guardada en
su interior.
Sobrecogida, extiendo la mano para tomarla.
Las serpientes se retuercen alrededor.
Una sisea hacia mí. Su lengua bífida se balancea y sus ojos
amarillos se encuentran con los míos mientras se levanta.
Compartimos la mirada.
Fijo los ojos en el animal y me mira de vuelta, como si observara
mi alma.
—¡Cuidado! —grita Nox asustado.
Me empuja hacia atrás y lejos de la caja, reclamando la ira de las
bestias que contiene. Parpadeo, recuperándome del estupor
mientras lo atacan.
Rápidamente, Nox azota la tapa del baúl, decapitando a varias
serpientes en el proceso. Sus cabezas caen al suelo, Nox cae de
rodillas y yo miro fijamente.
—Selestra —la voz de Nox suena baja y ronca.
—Está bien —digo, sacudiendo la cabeza para salir del trance.
¿Qué fue eso?—. Estoy bien.
—Habla por ti —Nox voltea para mirarme, se sujeta el brazo.
Hay marcas rojas en su piel, que derraman sangre en el piso.
Mordeduras de serpiente. Demasiadas para contarlas.
—Creo que eran venenosas —dice Nox.
Y entonces se desploma.
40
SELESTRA
Corro al lado de Nox y lo alejo del baúl.
Las mordeduras en su brazo son profundas, y la piel que las
rodea está poniéndose gris. El veneno ya debe estar haciendo efecto,
marchitando el tejido bajo su piel.
—¿Qué fue eso? —pregunta.
—Una caja de serpientes —le digo—. Pero volviste a encerrarlas
dentro, no te preocupes.
Nox cierra los ojos y vuelve a abrirlos.
—¿Acabas de decir caja de serpientes y se supone que no me
preocupe?
Retiro con fuerza un mechón de cabello que cae sobre mi cara
para examinar mejor sus heridas.
—Tengo que sanarte —digo—, dame tu brazo.
Estiro su brazo y cierro los ojos. No pasa nada. Aferro su brazo
más fuerte, apretando los labios.
Abro los ojos.
Nada.
La magia no viene cuando la llamo. Es como si algo bloqueara mi
conexión con mi propio poder.
—Voy a intentar otra vez —digo con desesperación mientras él se
torna más y más pálido, cenizo.
Nox aparta el brazo.
—No.
—¿No quieres que te cure?
—Es obvio que extirpar veneno de serpiente no es lo mismo que
sanar una cuchillada… y no podemos arriesgarnos a que te debilites
—dice—. Debes conservar toda tu fuerza para terminar las pruebas.
Me niego a ser la razón de que disminuya.
Trata de levantarse, pero apenas se tambalea antes de
desplomarse en mis brazos de nuevo.
—Pero vas a morir si no hago algo —digo.
—De eso se ha tratado todo este mes.
La cabeza de Nox descansa contra mi pecho, su respiración cada
vez más pesada. Su piel se siente caliente y pegajosa.
No queda mucho tiempo.
—Las serpientes protegían una especie de gema —le digo
señalando el baúl—. Como la que destruimos en aquel fantasma.
Vuelvo a mirar la caja de serpientes y me muerdo el labio,
recordando a la que cruzó su mirada y la mía con tanta curiosidad.
—Creo que es un regalo… Eldara dijo que estas pruebas me
darían poder. Quizá la joya tiene una especie de conexión con las
reinas pasadas.
Me dispongo a levantarme, pero Nox me toma de la manga.
—Espera… ¿olvidas qué más guarda la caja?
No lo olvidé, pero sé que no todo es malo sólo porque eso espero.
He pasado demasiado tiempo temiendo. A mis poderes, a mi familia.
Incluso a mí.
—¿Y si las serpientes te atacan también?
Levanta el brazo herido y me encojo al ver la infección
esparciéndose, marcándole la piel. Ese movimiento tan simple
parece reclamar todas sus fuerzas.
—No me harán daño —le digo con certeza—. Tú sacaste la
espada, y sintieron que atacarías, pero cuando me vieron a mí, sentí
un vínculo. Son parte de mi historia, Nox. Una vez te conté que
Asclepina cayó a un pozo de serpientes y no las lastimó, por lo que
le dieron los poderes de una diosa… Ésta debe ser la prueba final.
—¿Y si estás equivocada? —pregunta Nox, su voz cada vez más
débil bajo el efecto del veneno—. No tengo la fuerza suficiente para
protegerte. Apenas puedo moverme…
—No te corresponde salvarme —le digo, mientras aparto el
cabello de su cara y lo acomodo en el suelo de la cueva—. Yo soy
quien te salva, ¿recuerdas?
Nox logra formar una débil sonrisa, su mano suelta mi manga.
Podrá no tener fe en un baúl de serpientes, pero ahora sé que
tiene fe en mí, y eso importa más de lo que puedo expresar.
—Ten cuidado —me advierte.
Su voz es un susurro, mientras el veneno se apodera de su ser.
Lo último que quiero es alejarme de su lado, pero por alguna
razón no puedo curar el veneno de serpiente. Si el contenido de esta
caja puede darme el poder para hacerlo, debo intentarlo.
Es la única oportunidad de Nox.
Tomo aire para calmarme, y camino hacia el baúl. Trato de no
pensar en nada salvo en la historia de Asclepina, y levanto la tapa.
Al instante las serpientes se deslizan fuera, y entonces el baúl se
sacude, engendrando más y más de ellas. Salen de ninguna parte.
El suelo empieza a temblar y, sin aviso, se hunde. Me arrastro
hacia atrás rápidamente, mientras se forma un pozo que arrastra
tanto las serpientes como el baúl hacia abajo.
Veo docenas de ellas amontonándose en el nuevo agujero.
La joya está en el centro. Es justo como Asclepina y el pozo en el
que cayó.
Me vuelvo hacia Nox. Los parpados parecen pesarle. Su piel está
empapada en sudor, y veo cómo se tambalea tratando de mantener
la cabeza erguida.
No le queda mucho tiempo, y no voy a perderlo por esperar
temerosa lo que podría pasar.
No puedo perderlo.
—Ahora vuelvo —le digo.
Desciendo al pozo.
Mis uñas se hunden en la tierra mientras me deslizo hacia abajo.
Las serpientes se levantan cuando paso, inclinando las cabezas para
verme bien. Sus siseos son ásperos y amenazadores, pero no me
atacan.
Veo la gema que busco, y maldigo mi suerte cuando me doy
cuenta de que la mayor de las serpientes la rodea como un lazo.
Doy un paso hacia ella y muestra los colmillos en un gesto
protector. Sus escamas son líneas negras y amarillas, como las del
día y la noche. Los dos lados del mundo. De la magia buena que mi
familia tuvo una vez, y de la magia oscura a la que recurrimos hoy.
La serpiente posa sus ojos en mí, y no me retira la mirada cuando
me acerco con cuidado.
—Te conozco —le digo, tratando de mantener la voz tranquila.
No parpadeo, dejando que nuestras miradas se encuentren.
Me arrodillo junto a ella. Mi corazón palpita desbocado en la
presencia de una criatura tan letal.
Aprieto los labios.
El rey también convirtió a mi familia en criaturas letales. Crecí
pensando que el mal era sencillo y claro, sin puntos intermedios, y
que en cuanto el juramento de sangre hiciera efecto en mí, me
convertiría en un monstruo incapaz de sentir o hacer el bien.
Parte de mí nunca se sintió capaz de redención.
Pero no le he jurado nada a nadie y debería conocerme mejor a
mí misma.
Debo aprender a confiar en mi poder, y no atacar por miedo o
insensibilidad, como el rey. Ni temer a las cosas que no conozco o no
entiendo, como la gente que se asustaba de mis ojos.
La serpiente mantiene los ojos en mí, esperando.
—Voy a cambiar lo que hicimos —le digo—. Voy a hacer lo
correcto.
Extiendo la mano y tomo la joya.
Saca la lengua y sisea, y yo me horrorizo antes de entender que
es una llamada, no un ataque. Las serpientes restantes se arrastran
hacia su señora, entrando y saliendo en torno a mis piernas,
empujando la tierra. Al llegar a la serpiente que protegía la gema, se
funden con ella.
Docenas de criaturas, de un arcoíris de formas y tamaños, se
transforman en algo nuevo.
La nueva forma se establece poco a poco y, en un instante,
nacida de la legión de serpientes, una mujer arrodillada aparece y se
levanta.
Su cuerpo es una mezcla de piel y escamas que destellan en la
oscuridad de la caverna. Su cabello verde fluye hasta los tobillos, y
sus ojos, grandes y brillantes, son un espejo de los míos que reflejan
mi asombro.
—Selestra —dice, su voz ligera como el aire.
La voz de una diosa. Asclepina.
La diosa patrona de mi familia se alza ante mí.
Asclepina, la primera de las brujas Somniatis. Diosa de las
Serpientes y de la Inmortalidad. La Sanadora y la Protectora.
Es más hermosa de lo que nunca imaginé.
Inclino la cabeza, sin saber qué más hacer.
Una delicada mano me levanta la barbilla.
—Las reinas no se inclinan ni se acobardan —dice—, mucho
menos ante el pasado.
Su voz no se parece a nada que haya escuchado antes. Suena
como sabe la miel, como se siente la seda en la piel, suave y tibia
como el sol poniente.
—En verdad eres tú —le digo, sobrecogida.
Asclepina asiente, mirándome con ojos de musgo del bosque. Las
escamas de su piel son iridiscentes.
—Has aprendido a creer en ti y en tu poder a través de estas
pruebas —dice—. Has probado tu sabiduría al aceptar la armonía, al
saber que los enemigos pueden volverse aliados si lo permitimos.
Una verdadera líder entiende que la paz es el objetivo final, muy por
encima del poder.
—Mi madre me contaba historias sobre de ti… —digo.
—Y algún día la gente contará historias sobre ti.
Mi corazón revolotea en mi pecho como una mariposa.
Quiero preguntarle un sinfín de cosas, tantas que no sé por
dónde empezar. Sobre el juramento de sangre y si puedo liberar a
mi madre de las garras del rey. Sobre la vida más allá y si todas las
brujas de Thavma descansan en paz.
Sobre Nox.
Extiendo mi palma para mostrar la marca del rey.
Asclepina ríe, y es un sonido hermoso, que me envuelve por
completo.
—Dos niños con el poder de cambiar mundos —dice—. Te puse
la marca para que comprendieras su destino compartido y para que
tuviéramos oportunidad de deshacer un error terrible.
El error de Isolda, pienso. Cuando ayudó al rey a conquistar
Thavma y nos ató a él.
Asclepina pone una mano tibia en mi mejilla; se siente como
tocar el primer soplo de la mañana.
—Sólo espero que nadie trunque su destino antes de tiempo…
Frunzo el ceño.
—¿Qué quieres decir? —pregunto.
No responde, pero mira arriba, hacia el borde del pozo.
Sigo su mirada.
Nox.
Presa del pánico, escarbo la tierra con las uñas y escalo de vuelta
hasta salir del pozo de serpientes. Nox yace sin moverse en el suelo
de la caverna.
Corro a su lado. Su piel se ha vuelto gris, y apenas un gemido de
aliento escapa de sus pálidos labios. Toco su mejilla.
—Nox —lo llamo—. Despierta.
Sus ojos parpadean brevemente.
—¿Selestra? —pregunta, tratando de ver en la oscuridad de la
cueva—. No puedo…
Su voz se apaga y extiende la mano para tocarme. Trago saliva y
presiono su mano con firmeza.
Su respiración empieza a fallar.
Siento cómo se enfría cada vez más, cómo su mano tiembla entre
las mías.
Abre y cierra los ojos, que me buscan, girando alrededor de la
cueva.
—No hay nada —dice—. Selestra, ya no te veo…
Palidezco. El veneno se está apoderando de él, borrando su vista
y descomponiendo su cuerpo. Se me desploma el corazón.
—Aquí estoy —le aseguro, aferrando más fuerte su mano—.
Aquí estoy.
Aprieto los dientes mientras Nox mira por encima de mi hombro,
hacia el vacío. No voy a quedarme mirando mientras se apaga, como
hice con su padre. No voy a dejar que Nox muera en mis brazos sin
hacer nada. Miro a Asclepina, que salió del pozo y se acerca a mí.
—Sánalo —le ruego—. Por favor… Ya no le queda mucho
tiempo…
Asclepina niega con la cabeza.
—Yo no puedo hacer eso —dice en voz baja, con pesar.
—¡No puedo perderlo! —grito—. No entiendes, lo necesito. Lo…
Lo amo, me doy cuenta.
—No puedo verlo morir de nuevo… —le ruego.
—Entonces, no lo hagas —responde—. La magia está en tu
poder, querida mía.
Calmo mi respiración y me vuelvo hacia Nox, furiosa de que
Asclepina se niegue a usar su poder para intervenir en esto.
Me corresponde a mí.
Me niego a perder a la única persona que ha tenido fe en mí.
No voy a perder al único chico que me mostró el mundo entero y
la clase de persona que puedo ser en él.
Cierro los ojos y dejo que las lágrimas corran por mi rostro y
caigan en la piel ceniza de Nox. Su mano se torna flácida en la mía.
Por favor, ruego. Ayúdame a salvarlo. Invoco cada fibra de poder
que tengo en mí y en todo lo que me rodea.
En el viento que sopla por los agujeros en el techo de la caverna.
En el río que forma charcos debajo de nosotros, y en los peces
que se deslizan por sus aguas.
En los árboles que le dan vida y aire al mundo.
En la diosa a mi lado.
Tomo de todos, absorbiendo poder de cada pedazo de mundo a
mi alcance.
Lo invoco todo dentro de mí y dejo que caiga sobre Nox como
una ola de mar.
Que todo lo que soy se vuelva todo lo que es él. Regrésamelo.
La mano de Nox aprieta la mía.
Abro los ojos. Él me devuelve la mirada.
—¿Selestra? —susurra confundido al ver mi rostro anegado en
lágrimas.
No espero más. Lo beso.
Saboreo la vida y el calor de sus labios. Nox se sienta y presiona
su cuerpo más cerca del mío, sin dejar que nos separemos ni por un
momento.
Sus manos se enredan en mi cabello, y dejo de respirar al sentirlo
junto a mí. El hambre de él arde en mi vientre y en mi corazón.
Nox presiona su frente en la mía.
—Eres una diosa —susurra.
—De hecho —me aparto de él y señalo a Asclepina—, la diosa es
ella.
Nox parpadea, sorprendido de que ya no estemos solos en la
cueva.
Se levanta a toda prisa, con los ojos muy abiertos.
—¿Asclepina?
Me levanto junto a él.
—La misma.
Asclepina mira entre nosotros, con una sonrisa dulce al borde de
sus labios como pétalos de rosa.
—Ya es hora —dice—. Selestra recibirá el poder de una reina.
Sólo necesitamos ahora el sacrificio final.
Me pongo tensa, y mi mano aferra la de Nox en caso de que trate
de acercarse a nosotros.
—¿A qué te refieres?
Que ni crea que voy a dejar que le ponga una mano encima a
Nox.
—No te preocupes, sobrina —la voz de Eldara suena en la
caverna—. Es mi regalo para ti, no para él.
Miro cómo mi tía lejana se desliza hacia nosotros. Sus pies
apenas dejan huella, y su vestido rosa no se moja al rozar el suelo
líquido. Sólo un guardia la acompaña: Lucian.
—¿Qué haces aquí? —pregunto a mi tía perdida por tanto
tiempo.
—Estoy aquí para hacer lo que se debe.
Eldara voltea hacia Asclepina, le dirige una profunda reverencia.
—Mi diosa —dice con veneración—. Una era ha pasado desde
que nos vimos en mi prueba.
—Y es tiempo de que hagas lo que la reina anterior hizo por ti.
Eldara baja la cabeza en aceptación, pero yo aún no entiendo.
—¿De qué está hablando?
Eldara me mira sonriendo.
—Estoy tan orgullosa de ti. Superaste las pruebas en tu interior,
aprendiste a ser generosa y a confiar en los demás y en todo lo que
tienes dentro.
No me gusta cómo me ve, como si fuera una despedida.
—¿Cuál es el sacrificio? —pregunto otra vez.
—Yo —dice Eldara—. Mi poder, y todo lo que alguna vez fui. La
diosa te compartirá su magia como una vez lo hizo conmigo, y en el
acto retirará el último rastro de su don que en mí queda.
—¿Morirás? —pregunto.
—Una parte de mí. Pero sólo para que tú puedas vivir.
Sacudo la cabeza negándome a creerlo.
—Nunca te pediré algo así.
—No tienes que hacerlo —dice Eldara—. Será así porque te
pertenece. Yo dejé de merecerlo cuando abandoné a mi gente en
Thavma. Les fallé, pero sé que tú triunfarás donde yo no lo hice. Los
guerreros de Polemistés no me necesitan, Selestra. Te necesitan a ti.
Los nervios de mi estómago se anudan, pero sé que tiene razón.
—Acepta tu destino en lugar de preocuparte por el mío —añade
Eldara—. El pasado no puede decidir el futuro. Eso debes hacerlo tú.
Al principio estaba tan resignada a mi futuro, y después descubrí
que tenía el poder para cambiarlo. Ahora me corresponde ayudar a
las Seis Islas a cambiar el suyo.
A romper con el mal que ha perpetuado mi familia.
A hacer de las Seis Islas una fuerza del bien otra vez.
Eldara no era el arma que estaba buscando, me dijo Nox. Eras tú,
Selestra.
Me muerdo el labio e inclino la cabeza.
Eldara toma mi mano y la une a la de Asclepina.
—Por lo que es —dice nuestra diosa.
Una luz emana de ella, cálida y amarilla. Fluye de sus manos a
las mías. Del corazón de Eldara a través de mi piel hasta que toca mi
pecho.
Me enciendo.
No puedo describirlo, pero es como si algo hubiera despertado
dentro de mí.
Puedo sentirlo todo: los árboles, el aire, la tierra. Puedo sentir el
sol, aunque aún no amanece. Puedo sentir las aguas del Mar
Infinito, que me llaman.
Mi aliento echa chispas cuando dejo que la diosa me colme,
encantando mi sangre y concediéndome el poder de enfrentar a un
rey de almas y sombras.
—Mi poder es tuyo, querida mía —dice Asclepina al fin—. Eres
todo lo que yo soy, y yo soy todo lo que vive en ti.
Siento en mí su esencia, esperando a que la llame.
Quiero agradecerle, pero no sé cómo y no me da tiempo.
Me sonríe y enseguida desaparece. En un parpadeo. Estaba y ya
no.
La cueva se siente más oscura ahora.
—Estás lista —dice Eldara
Las arrugas de su rostro se han profundizado, y su cabello verde
se ha vuelto blanco. Es como si envejeciera ante mis ojos.
De pronto, me doy cuenta de que es mucho más baja que yo,
una mujer diminuta.
Se derrumba.
—¡No! —grito corriendo a su lado.
Eldara me sonríe. Las ondas de su cabello flotan en el suelo de la
caverna. Me acaricia la mejilla.
Le he quitado toda la magia que le quedaba, y ya no le queda
tiempo de vida. Sin el poder de la familia para mantenerla joven, se
desvanecerá.
—Éste es el comienzo, sobrina, no el final —dice, con voz tan
queda y firme como siempre—. Y me alegro por ello.
—No quiero perderte —digo.
Eldara fue el único miembro de mi familia que creyó que yo
podía ser algo más, que me alentó a ser grande, mientras mi madre
siempre insistió en que bajara la cabeza.
—No hay nada perdido que no vuelva a encontrarse —dice—.
Ahora camino con diosas.
—Gracias —le digo—, por creer en mí.
Eldara entrelaza su mano en la mía como con una aguja, y siento
la chispa, el piquete, de su magia en mi interior.
—Si Seryth quiere una devoradora de almas —dice—, entonces
asegúrate de darle una cuando llegue el momento.
Su mano queda flácida en las mías, y el amarillo de sus ojos se
vuelve lechoso.
Y al instante, las mariposas que nos trajeron a la caverna la
rodean, para aterrizar en su cuerpo inmóvil. Sus alas zumban,
entonando una canción de cuna para despedirla. Luego, esas alas
empiezan a brillar y destellar. Sus cuerpos están encendidos de
magia que se derrama de ellas hacia Eldara.
Cuando se van, revoloteando hacia arriba y hasta el fin de la
caverna, el cuerpo de Eldara se ha ido.
Ahora camino con diosas, dijo, reavivando las historias que me
contaba mi madre del más allá de nuestro pueblo. No me llena de
duelo, sino de esperanza.
Eldara se ha reunido con Asclepina, y con las brujas de Thavma
que murieron a manos del rey. Ahora descansa tranquila, y la
honraré trayendo la misma paz a las Seis Islas.
—¿Selestra? —me llama Nox. Desliza su mano en la mía y hace
que la energía se dispare desde mis dedos hacia todo mi cuerpo—.
¿Estás bien?
Asiento.
Sus ojos pasan de mí a Lucian, el guardia más leal de mi tía.
—¿Ahora que hacemos? —pregunta Nox.
—Prepararnos —respondo—. Pelear.
Lo miro, y sus ojos brillan con la perspectiva de mil futuros. Mil
esperanzas y posibilidades y vida.
Tanta vida, en vez de la muerte que yo siempre había temido.
41
SELESTRA
Esperaba que un baño me librara del olor a bosque, pero la
humedad casi parece permanente.
Una vez que Lucian nos sacó de la cueva y nos guio de vuelta a
la seguridad de Polemistés central, les habló a los demás del
sacrificio de Eldara y de mi nuevo poder. Después de eso apenas
hubo oportunidad de hablar con Nox antes de que nos llevaran a
cada uno por nuestro lado.
Él, a reunirse con Micah para calcular a qué distancia estaban los
barcos del rey. Yo, a que me limpiaran y revisaran si tenía alguna
herida grave. Estaba tan ansiosa de bañarme y limpiarme la mugre
de cada rincón de mi cuerpo, que ni me molesté en discutir.
Cuando salgo de mi habitación, con un suéter tejido que me
queda grande y los mocasines más suaves que me he puesto en la
vida, me pregunto qué pensaría mi madre si me viera ahora. Nada
de vestidos de baile, nada de simulación, y nada de esconder mi
poder a hombres asustados que intentan desesperadamente
mantener el control.
Tengo la bendición de una diosa, y la magia que nos ayudará a
recuperar las islas.
Honraré a Eldara.
Mis pies hacen crujir los tablones cuando me acerco al cuarto de
Nox y me detengo con una mueca, arqueando el cuello para
asomarme por el estrecho pasillo para asegurarme de no haber
alertado a ningún guardia.
Y en cuanto lo pienso, Lucian aparece por el corredor, espada en
mano, con su armadura pintada brillando a la luz de la antorcha. Me
pregunto si alguna vez se la quita. Una parte de mí sospecha que
duerme con ella.
—Majestad —dice con una reverencia.
Me enderezo.
—Buenas noches, Lucian —respondo.
—Espero que se sienta más descansada —dice.
Si sospecha adónde me dirijo, no lo demuestra.
—Sí —asiento—, mucho más descansada.
—Me da gusto.
Sonríe como si le costara trabajo. Supongo que Lucian ha
perdido práctica, y después de tantos años de servir a Eldara no
tiene tan claro qué sigue.
Debe extrañarla, igual que yo.
Debe querer asegurarse de que su sacrificio haya valido la pena.
—Bueno —digo—, será mejor que me vaya.
—Por supuesto —Lucian se hace a un lado para dejarme pasar.
Le agradezco con una sonrisa y continúo pasillo adelante,
tratando de recordar a qué habitación cambiaron a Nox después de
las pruebas.
—Ah, majestad —dice Lucian. Volteo hacia él, con las cejas
arqueadas—. No se desvele mucho con el soldado. Ya llegó la Luna
Roja y les espera una larga batalla.
Parpadeo, mortificada, mientras Lucian desaparece pasillo abajo
con una risita.
Siento mis mejillas enrojecer con cada paso, y cuando por fin
alcanzo la puerta de Nox, ya no quiero llamar.
Cuando lo hago, mi pecho sube y baja, esperando con ansias que
me abra.
Tarda un poco. Me muerdo el labio, preguntándome si ya está
dormido. Debe estar cansado. Sin duda, yo lo estoy. Pero no podía
aguantar las ganas de verlo.
Después de lo que pasó en el bosque, no he podido sacármelo de
la cabeza. Nuestro beso —besos— y cómo finalmente acepto lo que
siento por él.
La puerta se abre y respiro con alivio, pero es Micah quien se
recarga en el marco.
—Vaya, vaya —me dice guiñando un ojo—. ¿Visita nocturna?
Almas, ¿hay alguien más que quiera burlarse de mí hoy?
—Podría preguntarte lo mismo —le digo a Micah—. ¿No tenías
tu propia habitación? Me dicen que es lujosa y nueva.
Micah se encoge de hombros.
—Estoy demasiado entusiasmado pensando en la batalla —
responde.
—Qué mal —le digo—. Deberías buscarte un pasatiempo.
—No a todos nos toca ser el salvador del mundo —dice, abriendo
la puerta y dando un paso atrás—. Vamos, únete a la fiesta.
Para mi sorpresa, en la cama de Nox no sólo está él junto a una
baraja, sino también Irenya. Su corto cabello rubio cae sobre su cara
mientras se inclina a jugar sus cartas en el firme colchón.
Frente a ella, Nox se burla y deja caer una mano de naipes sobre
sus piernas cruzadas.
—¡Me estás timando!
—Tú me timaste primero —responde ella.
Sonrío, contenta de que por fin alguien derrote a Nox en su
propio juego.
—¡Selestra! —Irenya salta de la cama sonriendo cuando me ve—.
¡Estás limpia!
—No deberías sonar tan sorprendida —digo riendo—. Para que lo
sepas, ocurre de vez en cuando.
Miro a Nox, con un poco de tristeza de que se hubieran reunido
sin mí. Como si me leyera la mente, Irenya se apresura a hablar.
—Te estuve esperando, pero no me dejaron verte por más que
discutí. Ese tal Lucian es insoportable con sus reglas —arruga la nariz
al recordarlo, con gesto furioso—. Malditos guerreros de Polemistés.
Ya me estaban dando calambres por estar ahí parada toda la tarde,
hasta que Micah me encontró esperándote en la puerta y me
arrastró aquí a esperarte. Pensó que ésta sería tu primera parada.
Irenya mira entre Nox y yo con picardía, y trato de no
sonrojarme de nuevo. En verdad, no esperaba que hubiera público.
—Qué bueno que estás bien —dice Irenya feliz poniéndome una
mano en el brazo—. Te extrañé.
Siento lo mismo: odié alejarme de ella mientras estuve en el
bosque. Nunca habíamos estado separadas tanto tiempo, y he estado
anhelando hablar con ella hasta que salga el sol; hablar de todo y de
nada.
Me alegra que aquí no sólo tengo un ejército, sino a mi amiga.
—Yo también te extrañé —le digo.
Y por primera vez en nuestras vidas, la abrazo en verdad.
Irenya se paraliza de sorpresa, no está acostumbrada al contacto.
Yo tampoco. Tenía mucho miedo de tocar a quien fuera, incluida mi
mejor amiga, por miedo a ver la muerte. Pero ahora sé que no
siempre tiene que ser así.
Si practico el control de mis poderes y no dejo que el miedo a la
muerte me domine, no tiene que ser una maldición.
Irenya me apretuja también, sus brazos envolviéndome con
fuerza. Años y años de no querer nada más que abrazar a mi amiga
al fin salen burbujeando a la superficie.
Contacto. Consuelo. Refugio.
Es más que satisfacer una sed. Es como si por fin me devolvieran
un pedazo de mí que siempre supe que faltaba.
Pero aún no lo controlo del todo. Cuando la mejilla de Irenya
roza la mía, me llega un destello de su futuro.
Irenya, con unas tijeras de costura entre los dientes, ajusta el dobladillo
al vestido más hermoso que he visto. Una fila de personas se forma ante una
tienda con su nombre escrito con cursivas en la marquesina, esperando para
ordenar un vestido elegante de baile con intrincado encaje.
Le sonrío al futuro de mi amiga, sabiendo que es todo lo que se
merece.
—Selestra —sus ojos se llenan de lágrimas con la conmoción del
abrazo—. ¿Qué pasó en esas pruebas?
Me aparto y enjugo las lágrimas de sus mejillas.
—Aprendí tanto… y hay tanto que quiero contarte.
Irenya sonríe al limpiarse la nariz con la manga.
—No puedo esperar a escucharlo.
—¿Yo tengo que abrazarte también? —pregunta Micah,
mirándonos—. No sé si pueda con el sentimentalismo, o la
posibilidad de que veas mi muerte. Me arruinaría el misterio.
Nox entorna los ojos.
—Nadie quiere abrazarte a ti, Micah.
Se acerca a mí con una sonrisa de ternura.
Su cabello negro se riza en su nuca, más largo y mucho más
despeinado que cuando nos conocimos. La cicatriz que toque por
primera vez sigue siendo una marca rosada en su mejilla, y por
alguna razón me hace tragar saliva. La fuerza de su mirada casi me
hace perder el equilibrio.
—Qué linda te ves —me dice.
Jugueteo con el dobladillo de mi suéter; mis dedos resbalan por
el espeso tejido de lana. No he usado mis guantes desde que salimos
del bosque, y todavía se siente raro. Quiero practicar y asegurarme
de controlar mis poderes todo el tiempo, no sólo a la hora de besar a
Nox.
Me sonrojo al recordarlo, y lo miro.
—Gracias —le respondo—, tú también.
Micah suelta una carcajada y me maldigo por dentro.
No soy buena para esto. Lo que sea que esto es.
—Tú también te ves lindo —me imita Micah, golpeando a Nox con
el codo—. Ustedes dos necesitan una habitación.
—Ésta es mi habitación —dice Nox—, y tú te rehúsas a largarte.
Micah se encoge de hombros y se deja caer en la almohada junto
a Irenya.
—Me van a extrañar cuando me vaya.
—Creo que no —dice Nox, y Micah se lleva la mano al corazón
como si sus palabras fueran un dardo.
—No le hagan caso —dice Irenya, mirando a Micah de reojo, y
recogiendo la baraja de la cama para mezclarla de nuevo—. Le da
envidia porque nadie le ha dicho nunca que él se ve lindo.
—Para que lo sepas —dice Micah—, me lo digo a mí mismo todos
los días.
Sacudo la cabeza, sin poder aguantar la risa.
—¿Cómo has podido soportar a estos dos toda la noche?
Nox me sonríe, y el corazón me hace cosquillas dentro del pecho.
—Ha sido todo un reto —responde—. Pero ya llegaste.
—Ven, Selestra —Irenya reparte las cartas en el colchón—, hay
que mostrarles a estos tipos cómo lo hacen las profesionales.
Con una gran sonrisa, me dejo caer junto a ella.
—No van a saber qué los arrolló.
Y así pasamos horas, lanzando cartas e insultos, riéndonos toda la
noche y olvidando la guerra que amenaza con oscurecer nuestras
puertas.
La noche parece eterna, mientras me siento con mis amigos y
desearía que lo fuera, obligándome a seguir despierta aun cuando
mis ojos se cierran solos en protesta.
Mucho después de que se apagaron las velas, con la cera fría en
sus soportes, y de que Irenya y Micah se fueron a la cama, Nox y yo
seguimos jugando.
—Supongo que gané —dice Nox mirando la mano de cartas: una
serpiente corrida, igual que las últimas tres veces.
—Supongo que sigues haciendo trampa —declaro.
Nox sonríe y recoge las cartas.
—Eres una mala perdedora.
—Se te olvida que fui testigo de cómo estafaste a los tipos que
trataron de matarnos en la Posada del Anochecer.
Nox hace un gesto desdeñoso al aire.
—Eso fue en otra vida —dice—. Ahora soy un hombre nuevo,
honesto hasta los huesos. Noble, incluso.
—Creo que confundes honor con estupidez.
Nox toma aire dramáticamente y finge sacar su espada.
—Debería atravesarte por cuestionar mi integridad.
Arrojo una carta suelta a su pecho.
—Te toca repartir.
—Yo creo que ya jugamos todos los juegos que me sé —dice.
Estamos sentados junto a la chimenea de su habitación,
acurrucados en la alfombra. Los dedos de los pies descalzos
cosquillean al calor.
—¿Eso quiere decir que te rindes? —pregunto—. ¿Gané?
—Perdiste seis manos —dice Nox—. Pero claro. Tú ganas,
princesa.
Me acomodo en la alfombra, recargándome en la base de las
mecedoras verde oscuro.
—¿Crees que tengamos tan buena suerte para ganar cuando
llegue el rey? —pregunto—. Tanta gente ha muerto por mi culpa y
la de mi familia… Ya no quiero más sangre en las manos.
—No están muriendo por ti, Selestra —las palabras salen
disparadas con fuerza de la lengua de Nox—. Mueren por un ideal,
una esperanza. Igual que mi padre.
Toma aire, y en sus ojos se asoma una tristeza profunda. Me
duele el pecho sólo de mirarlo, y cómo esconde su pena por miedo a
que lo domine.
—Mi padre murió porque quería algo mejor para el mundo —
continúa Nox—. Es nuestro trabajo crear ese algo mejor. Todo lo que
hiciste en el pasado fue porque te enseñaron que así debía ser. No
puedes ignorar el hecho de que fuiste criada a base de mentiras.
Es verdad, pero sigo sintiéndome estúpida.
Dejé que el rey llenara mi vida de mentiras, y confié en mi
madre más que en nada, porque su juicio era lo único que yo
conocía.
—Nuestro pasado no es nuestro futuro —añade Nox—. Y aunque
no se puede cambiar el pasado, juntos podremos cambiar el futuro.
Toma mis manos en las suyas encendiendo todas las pequeñas
llamas en mi interior. Nox tiene razón. Mi pasado no puede dictar
mi futuro por siempre, y no dejaré que la culpa me detenga.
Las Seis Islas necesitan un líder que vea hacia delante, no hacia
atrás.
—Me alegra que hayas venido hoy —dice Nox.
Me recargo en su hombro, relajándome en él.
—A mí también.
—Y me alegra haberme metido en tu habitación aquella noche.
Suelto una risita.
—A mí también.
—Y me alegra tenerte aquí, a mi lado —añade.
Me levanta la barbilla con el dedo, inclinando mi cabeza para
tocar mis labios con los suyos en un dulce beso. Cada centímetro de
mi cuerpo hormiguea cuando me toca, y el calor de sus palabras me
enciende.
—Quizá deberíamos dormir un poco —dice—. Hay que salvar un
reino.
—No —le digo, juntando nuestros dedos—. Hay que crearlo.
Me acomodo en él, y cuando la noche se oscurece aún más, y el
agotamiento me alcanza, me quedo envuelta en sus brazos. Dejo
que su respiración me arrulle para dormir, con el sonido de su
corazón constante en mi oído.
—¡Su majestad!
Me despierto de un salto, haciendo muecas cuando el sol me
grita por la ventana.
Un joven guerrero en armadura completa irrumpe en el cuarto
de Nox.
—Lucian me envió por ustedes —anuncia, tratando de recuperar
el aliento—. ¡Se están acercando a los remolinos!
Debe haber corrido desde un puesto de guardia, porque trae roja
toda la cara y el sudor le surca la frente.
Miro a Nox, que se lleva la mano a la espada.
—Se acercan —repito.
Mi voz tiembla por el peso de lo que está por venir.
El guerrero asiente.
—Ya están aquí —dice—. Seryth y su bruja.
42
SELESTRA
—Llegarán a la playa en cualquier momento —dice Nox
mientras nos amontonamos en la forja, reuniendo nuestras armas—.
Debemos dirigirnos hacia allá ahora.
Levanta la espada brillante de Asden.
El sol nos golpea, calentando mi nuca.
En torno a nosotros, los guerreros se ajustan las espadas y toman
aliento. El brillo de su acero de guerra contrasta con el paisaje de
lavanda fresca y el aroma a limón que se desprende de los árboles.
Desearía que Eldara estuviera aquí para la última batalla, pero
pelearemos en su honor. En honor de todos los que murieron a
manos del rey.
—Tú no te acerques a la playa —le digo a Irenya, que curiosea
junto a las hileras de armas—. No importa qué tan buena
combatiente te hayas convertido en nuestras prácticas, no servirá de
mucho contra la Última Guardia o la magia de mi madre.
Irenya levanta las manos en señal de rendición.
—No voy a discutir. Nunca he sido afecta a las peleas con espada.
Bien, pienso.
Si Irenya está a salvo podré concentrarme en lo importante:
destruir a Seryth y dar fin al horror que ha creado con ayuda del
poder de mi familia.
Miro a Nox. La calidez de sus ojos calman mis nervios.
—Prométeme que ahora sí vas a seguir mis órdenes y tendrás
cuidado —le digo.
Sonríe.
—Será difícil tener cuidado en la guerra, princesa.
Endurezco la mirada.
—Estoy hablando en serio. No quiero verte morir de nuevo.
No lo soportaría.
Quiero aferrar a Nox y sostenerlo cerca de mí, lejos de mi madre
y de las garras de la muerte, pero con los guerreros más feroces del
mundo mirándonos, contengo ese anhelo, por ahora.
—Si sobrevives pasada la Luna Roja esta noche, ganamos —le
recuerdo—. La inmortalidad del rey será tuya, y perderá todo su
poder. Sé que no puedo convencerte de que te quedes aquí con
Irenya, pero no te autorizo a dirigir el ataque conmigo.
—Selestra…
—Te vas a quedar atrás —lo interrumpo, sin dejar que discuta—.
Dirigirás los estandartes de soldados adonde hagan falta. El objetivo
de esta guerra es protegerte a ti. Prométeme que si ves a Seryth, no
harás nada que no sea salir corriendo.
Nox vacila, pero sé que en esto tengo razón.
Es la única forma de vengar a Asden y salvar a las Seis Islas.
Nox entrelaza sus manos con las mías.
—No te preocupes, princesa… si hay algo para lo que soy bueno,
es para sobrevivir. Ya hemos vencido a la muerte antes; ahora no
hay diferencia, siempre y cuando estemos juntos.
Asiento y respiro para aplacar mis nervios, obligando a mi
corazón a que se tranquilice. Nox tiene razón: hemos sobrevivido a
todo hasta ahora porque estuvimos juntos.
Esto no es diferente.
La muerte no nos llevará hoy. No lo permitiré.
Es hora de recuperar nuestro destino de las manos de otros.
Mi madre sostiene los remolinos en su poder, aplacándolos como si
fueran niños asustados.
El barco del rey es completamente negro, pura oscuridad
cortando el agua, y mi madre se alza en el timón, extendiendo los
brazos y haciendo que las aguas del Mar Infinito se sacudan y
borboteen.
Su magia, la magia de nuestra familia, llena el aire. No puedo
más que mirar mientras absorbe el poder directamente de los
remolinos y se alimenta de él.
Las aguas en torno a Polemistés se serenan por primera vez en
un siglo. Las protecciones de Eldara se han desvanecido.
Aferro el cuchillo que Nox me dio en Armonía antes de que
robáramos el barco pirata.
Siempre supe que el poder de mi madre era enorme, pero esto es
mítico, más allá de lo que imaginé o me contaron. La razón por la
que el rey nunca había atacado cruzando los remolinos no era que
ella no pudiera, sino porque trataba de ser cuidadoso y calculador.
No puedo arriesgarme a perderte, le dijo una vez a mi madre. No
antes de que la heredera haya cumplido dieciocho.
Embestir los remolinos era un riesgo. Pero él ya no teme perder
la magia de su bruja.
Teme perder la propia vida.
Si Nox sobrevive esta noche, Seryth muere.
Si prevalecemos en esta batalla, ganaremos la libertad de las Seis
Islas.
Pero si perdemos…
La mano de Nox se entrelaza con la mía.
—Asclepina te eligió —me recuerda Nox. Sus palabras entran en
mi corazón y limpian las dudas como si fueran telarañas viejas—. Su
poder vive en ti. Es tuyo y puedes empuñarlo.
Mi corazón guarda silencio al instante, calmado por la seguridad
de sus palabras, cuando los barcos del rey llegan a tierra.
Son tres, pero más allá de la bahía veo docenas más, esperando a
que venga la armada de Polemistés.
Un tercio del ejército espera detrás de mí, de Nox y de Micah; los
demás cuidan las murallas y abordan sus propios barcos de guerra.
En la playa apenas somos cien, y sé que tan sólo esos tres barcos
cargan al menos el doble de hombres.
Mi mano se acerca a la de Nox. Anhelo el consuelo de su piel
más que nunca.
—Recuerden —digo a nuestros guerreros—: ¡Sólo debemos
retrasar las cosas hasta que se levante la Luna Roja! ¡Después de eso,
el rey caerá derrotado! ¡Protejan a Nox, y sepan que hoy no sólo
pelean por sus vidas, sino por el futuro de las Seis Islas!
Miro cómo la escalera del barco real se descuelga a la playa.
Seryth y mi madre descienden.
Siento que llevo eones sin verlos; han pasado vidas enteras desde
la última vez que me incliné ante un hombre de almas y sombras.
El largo cabello de Seryth se derrama como tinta negra de
calamar hasta su pecho desnudo, la piel llena de esas serpientes que
una vez nos marcaron a Nox y a mí. También llegan a sus mejillas,
cubiertas de pintura de guerra y símbolos ancestrales, que se cruzan
sobre su pálida, pero intacta piel.
El guerrero inmortal. Siempre joven y siempre brutal.
Toma de la mano a mi madre, ayudándola a bajar del barco.
Como yo, no lleva guantes.
Como yo, está vestida para la guerra.
Un traje negro le llega hasta el cuello, cayéndole por la espalda
en una capa tejida de oro y verde. Por alguna razón, se ve más vieja,
y aunque puedo verla de pie ante mí, parece tan lejana.
Un recuerdo de otro mundo.
Sus labios se separan al verme.
Ya no soy la pequeña heredera que recordaba, vestida de encaje
y aferrándose a sus guantes. La miro directo a los ojos, con un
ejército detrás de mí y un cuchillo en las manos desnudas.
—Hija —dice Theola.
—Traidora —ruge Seryth, más alto.
Es la primera vez que lo veo perder su mesurada compostura. La
furia que debe hervir en su interior sube a la superficie, de modo
que la veo con claridad.
El insulto no me alcanza.
Hace pocas semanas me hubiera perforado la piel como mil
agujas, haciéndome sentir indigna e inepta. No lo suficientemente
buena para ser su heredera, mucho menos su bruja. Ahora se
resbala sobre mí como las olas del Mar Infinito.
El indigno es él. No se merece la corona.
—Entonces, ¿de qué se trata? —pregunta. Sus pies aplastan un
lirio silvestre—. Antes de matarte, me gustaría saber cuál era la
famosa magia escondida en esta isla —extiende los brazos, para
señalar a los cien guerreros de Polemistés al otro lado de la playa—.
¿Qué mantiene con vida a estos cretinos?
Hay un breve silencio, en el que hasta el sol parece temblar y
contener el aliento antes de que Seryth reciba la respuesta que
esperó por siglos.
—Soy yo —le digo.
El sol destella sobre la playa.
Seryth se burla, sus labios se curvan hacia arriba, difuminando
los símbolos pintados en las marcas de sus pómulos.
—Tú no eres más que una heredera, Selestra.
Nox se acerca a mí al escucharlo. Quiere darme seguridad,
sostenerme de algún modo, recordarme que las palabras no
importan.
No es necesario.
Ya lo sé.
Seryth ya no es mi rey. Sólo es un hombre. Y no volveré a darle
poder sobre mí.
—Es verdad que soy una heredera —le digo, mi confianza
saliendo a flote—. Soy heredera de diosas y reinas.
—Debes parar esto, Selestra —dice mi madre, regañándome
como a una niña—. Tu lugar es a nuestro lado.
—Ése nunca fue mi lugar.
—Entonces, no eres más que una bruja muerta —Seryth escupe
en la arena.
—Tu flota no puede con la armada de Polemistés —dice Nox.
La risa de Seryth sacude los árboles.
—Esto no se va a zanjar en el mar. Que tus barquitos destruyan a
los míos; que maten a cada uno de mis soldados.
Nox entrecierra los ojos.
—Estoy dispuesto a sacrificar a quien haga falta —añade Seryth
—. ¿Y tú?
Seryth nos mira y se da cuenta de lo cerca que estamos. Sus ojos
parpadean al notar la ausencia de mis guantes.
Su sonrisa se ensancha.
—¿A quién estás dispuesta a dejar morir esta noche? —pregunta.
Lo miro con odio. Quiero matarlo ahí mismo.
Este hombre ha obligado a mi familia a servirle por generaciones,
transformándonos en monstruos a su capricho. Ha robado almas y
hogares, y ahora quiere robarnos el uno al otro.
Se descuelgan escaleras de sus tres barcos.
El ejército de Seryth empieza a pisar la arena.
Son cientos.
Blanden sus espadas.
—Ya veremos cómo termina esto, entre sus mejores guerreros y
los nuestros —mira a mi madre y le acaricia la mejilla—. Entre
madres e hijas.
Theola parpadea. Si no la conociera, diría que se estremece.
Las manos me tiemblan al verla. Con la barbilla en alto y sus
manos como cuchillos apuntando a sus costados.
Creí estar lista para esto, pero su gesto solemne me hace dudar.
Sigue siendo mi madre.
Tal vez podría salvarla, si tan sólo…
—Mátalos a todos, pero deja a los traidores hasta el final —la
sonrisa de Seryth es constante, sus ojos como pozos que absorben
toda la luz—. Quiero que vean arder su mundo antes de morir.
43
SELESTRA
Corro hacia mi madre, pero su magia me golpea antes de que
logre acercarme.
Es como chocar con un muro. Mi cabeza se lanza hacia atrás, y
ahora estoy flotando, lanzada por los aires justo en las aguas del Mar
Infinito.
Muy cerca de la costa, el agua poco profunda me ata como si
fueran cadenas.
Mi madre se cierne sobre mí.
—Tu destino es estar a mi lado —dice.
Niego con la cabeza.
El destino no es predeterminación, es decisión. Elegir quién
quieres ser, porque no debes ser nadie más.
Mi madre se permitió convertirse en un monstruo, y yo no
elegiré ser eso también.
Se pone en cuclillas y rodea mi cuello con las manos,
marcándome con sus uñas.
—No me obligues a hacer esto. Ríndete.
Mis dedos se aferran a la arena bajo el agua.
—¡Nunca! —respondo.
Lanzo la cabeza hacia arriba para estrellarla con la suya.
Mi madre se tambalea hacia atrás. Sin vacilar, extiendo los
brazos, llamo el poder del viento y lo lanzo contra su pecho.
—Niña tonta —grazna.
Cierra las manos en puños, y me pone de rodillas. Sus nudillos se
tornan blancos al apretar más fuertemente, y en un instante
empiezo a sentirme aplastada.
Algo tira de mí desde adentro, queriendo romperme las entrañas.
Entonces, una ola de viento me empuja, y salgo disparada por la
playa.
Golpeo la arena con fuerza.
La sacudida me deja temblando, pero me obligo a levantarme, sin
pensar en el dolor. Habrá tiempo de pensar en eso, pero no ahora.
Mi madre corre hacia mí y me pongo en pie de un salto.
Extiende una mano, lista para destriparme con sus garras.
No le concedo ventaja.
Con un movimiento rápido, la aferro del cabello y estrello su cara
contra mi rodilla.
—Ahí está —dice Theola, lamiendo la sangre que gotea de su
nariz a sus labios—. La oscuridad dentro de ti, contra la que has
estado luchando todo este tiempo.
—No es oscuridad —le digo pensando en Asden, en Eldara, en
Asclepina—. No todo el poder, no toda la fuerza ni la magia tienen
que estar tan… tan malditas.
Eldara murió porque confió en mí y en la luz que puedo traerle
al mundo. Nuestra diosa me bendijo con su fuerza porque creía que
yo podría reparar los males de la familia.
¿Por qué mi madre no hace lo mismo?
—¿Por qué haces esto? —le pregunto sin aliento—. ¿Qué te
pasó?
—¿A mí ? —exclama con incredulidad, su capa ondea a su
espalda cuando avanza hacia mí—. Tú causaste todo esto. ¡Tú eres la
que eligió a ese niño sobre mí!
Señala con la cabeza al campo de batalla, donde los ejércitos se
enfrentan a hierro y sangre. El ruido de sus espadas rebota hasta mí,
más fuerte que cualquier otro de los sonidos alrededor.
Se me acelera el corazón.
Nox, grito por dentro.
No puedo verlo en la retaguardia, donde debería estar.
—Me traicionaste por él —dice Theola.
Volteo hacia ella de inmediato.
Se equivoca.
Esto nada tiene que ver con Nox o mi amor por él. Sino de la
libertad de decidir, de necesitarla y exigirla, de tenerla al fin por
primera vez.
Se trata de reparar el daño que nuestra familia ayudó a causar al
mundo por tanto tiempo.
—Nunca entenderás —le digo—. El juramento de sangre te ha
corrompido.
—No me corrompió, Selestra —suspira mi madre—. El
juramento me mantiene leal al rey, pero no cambia quién soy.
Trago saliva, y por fin pregunto lo que siempre quise, desde que
era niña:
—Entonces, ¿quién eres?
—Una superviviente. Y hago lo que se necesite para sobrevivir.
No puedo concebir a esta mujer hablando de supervivencia,
cuando sólo he visto su deleite en la gloria de estar al lado del rey.
—Después de segar tantas vidas, una se vuelve insensible —
continúa—. No podía cambiarlo, ¿debía ser miserable entonces toda
la vida? ¿Llorar y lamentarme por todas esas almas? Elegí no vivir
así.
Mi madre tensa la mandíbula, sacudiéndose todo rastro de duelo.
—Esto es lo que soy —dice con firmeza—. Es lo que ambas
debemos ser.
Sacudo la cabeza, porque sé que no es cierto. Quizás alguna vez
pude creerlo, pero ahora viajé por las Seis Islas y vi la belleza del
mundo y de la gente.
La mía.
No soy un monstruo si no me permito convertirme en uno.
—No soy como tú —le digo a mi madre—, y nunca podré serlo.
Theola asiente, sabiendo que es verdad.
—Por eso pasé todos estos años queriendo protegerte. Sabía que
no ibas a tolerar lo que teníamos que hacer, y que un día Seryth lo
entendería y me ordenaría matarte y engendrarle otra heredera —
sus ojos amarillos se oscurecen—. Nunca quise que acabara así.
Nunca quise hacerte pasar por esto.
Aprieta los dientes y su magia se vuelca en mí como un veneno
instantáneo, robándome hasta el aliento.
Me sofoco y caigo a la arena mientras me absorbe.
Cada jadeo y suspiro es arrancado directamente de mis
pulmones. Sale a azotes de mis labios y me aprieto el pecho
ordenando que mi corazón, mis pulmones, funcionen. Que peleen,
que la detengan.
¡Levántate, Selestra!, me grito.
Pero sólo consigo jadear mientras ella me ahoga.
—Es algo terrible matar a una hija —dice mi madre con
pesadumbre—. Agradece que nunca tendrás que hacerlo.
44
NOX
El acero aúlla por toda la playa cuando los ejércitos se estrellan en
un desastre de sangre y metal. En pocos minutos, la arena se cubre
de cuerpos y sangre, y no sé cuáles eran enemigos y cuáles aliados.
La Última Guardia es brutal.
Lo sé por experiencia, pero pelear de su lado y ver a mi gente
pelear en mi contra son dos cosas muy distintas.
Caen sobre nosotros como bestias salvajes, saltando desde el
suelo y cortando el aire con sus espadas.
El laberinto de guerreros de Polemistés me empuja hacia atrás,
protegiéndome de la batalla como Selestra ordenó. No tardo en
perderla de vista en medio del caos, y el pánico hace presa de mí.
Odio esto.
La busco por la arena. Mis ojos recorren la playa en busca de su
cabello verde o sus ojos de sol, pero no encuentro un solo rastro.
Quería dirigir la carga junto a ella, pelear a su lado y no en la
retaguardia, como un cobarde.
No puedo quedarme aquí sin hacer nada.
Ésta es mi batalla, la batalla de mi padre, y llevo años
esperándola.
Sé lo que le prometí a Selestra, pero no sirvo para estar mirando,
mientras otros se arriesgan por mí. Si no me dejan enfrentar al rey,
por lo menos protegeré a algunos de nuestros hombres.
Aferro la espada de mi padre con fuerza.
Esta noche te vengaré, le prometo.
Me lanzo al frente, danzando entre los combatientes, bloqueando
ataques contra los nuestros. Un golpe tras otro, los detengo con la
espada de mi padre, antes de correr a la siguiente zona de combate.
Veo a Lucian al otro lado de la playa, cerca del agua, rodeado de
cinco soldados de la Última Guardia.
Me lanzo hacia él a toda prisa, sostengo la espada de mi padre y
la levanto en el aire.
Los ataco a todos sin vacilar, corto brazos y vientres, bloqueo los
golpes tan bien como puedo. Sus espadas tiemblan contra la mía.
Ensarto un pecho con mi acero. Un corazón.
—¡Retrocede, estúpido! —grita Lucian—. ¡Te necesitamos con
vida para terminar con esto!
—¿Dónde está Selestra? —pregunto.
¿Dónde está Theola?, pienso.
Sin duda la madre de Selestra tratará de matarla primero, y no
pienso retirarme hasta que la vea y me cerciore que está a salvo.
—La futura reina puede con esto —dice Lucian—. Eldara se
aseguró de ello. Tú debes quedarte a salvo en la retaguardia. Debes
dirigir a nuestros hombres, no intervenir en el combate.
Aprieto los dientes.
—Ya lo sé.
Lucian y media docena de guerreros me rodean formando un
círculo para protegerme. Pelean con cualquiera de la Última Guardia
que se acerca, mientras yo busco a mi princesa mágica por la línea
costera.
Pero en vez de Selestra, veo algo más.
Seryth se alza al borde de la playa, con los pies lamiendo el agua,
mientras un soldado tras otro caen a sus pies. Deja que todos
mueran por él.
Incluso siendo inmortal, no tiene por qué arriesgarse a una
cicatriz cuando puede ver la batalla a lo lejos, como un titiritero
entretenido, buscando a la víctima perfecta.
Sus ojos se cruzan con los míos y mi mandíbula se tensa,
mientras una sonrisa se desliza a su rostro vacío al verme en
combate.
Asumo que se va a lanzar hacia el frente y abrirse paso a través
de los guerreros de Polemistés para llegar a mí. En cambio, sus ojos
se mueven a la izquierda, hacia un pequeño palmar.
Micah está ahí, clavando su espada en el vientre de un soldado
de la Última Guardia.
No, pienso cuando el rey retira su atención de mí y la centra en
mi mejor amigo.
En un parpadeo está junto a Micah, a quien toma del cuello,
primero, y después lanza contra el suelo.
Micah se recupera enseguida, se pone en pie y se abalanza contra
él, pero Seryth lo evade sin dificultad y le patea el vientre tan fuerte
que lo lanza hacia tras dando tumbos.
Mientras Micah se dobla de dolor, Seryth lo abofetea y lo derriba
de nuevo.
Sus ojos vuelven a cruzarse con los míos, y me llama con el dedo.
Me está provocando, con la vida de Micah como su rehén.
Aparto a Lucian de mi camino y me lanzo hacia el frente,
ignorando sus órdenes de que me detenga.
Me resbalo por la arena, esquivando flechas perdidas que vuelan
por los aires.
—Mi pequeño legado —dice Seryth al acercarme—. Veamos
cuánto has aprendido.
Sin vacilar, suelto un mandoble con la espada de mi padre, pero
penetra el aire en lugar de carne y hueso. Seryth danza en medio de
mis movimientos, con tanta habilidad que hasta sin espada puede
impedir que lo alcance.
Lanzo un puñetazo, pero abate mi puño sin esfuerzo, como si
fuera yo más una molestia que un reto.
—Débiles —dice Seryth—. Todos ustedes son tan débiles.
La palabra parece darle asco y un sabor cenizo en la boca.
Descubro por su gesto que el solo hecho de estar en presencia de
gente como nosotros, de mortales que viven y envejecen, le
revuelve el estómago.
No tolera estar aquí. Y no es porque tenga miedo, sino porque es
una tarea indigna de lo que él es ahora.
Seryth me mira, sacudiendo la cabeza con decepción.
—No vas a sobrevivir, Nox.
Hago girar en el aire mi espada, dejando que un rayo de sol se
refleje en ella.
—No lo he hecho mal hasta ahora.
—Lo mismo creía tu padre —dice Seryth mirando la hoja con
apatía—. Piensas como él y vives como él. Ahora morirás como él.
—Eso lo veremos —dice Micah, saliendo por detrás; pero ni bien
ha levantado su espada cuando Seryth se da la vuelta y lo empuja al
suelo, descartándolo como si no le importara.
Él era sólo una herramienta para hacerme venir a enfrentarlo.
Me lanzo hacia él como un rayo. Seryth extiende la mano para
detenerme, y le atravieso la mano con la espada.
Lanza una maldición.
Ésta es mi única oportunidad.
Prométeme que si ves a Seryth, no harás nada que no sea salir corriendo,
me rogó Selestra.
Tengo que llevarme a Micah y alejarnos de este rey de las
sombras tanto como me sea posible. Luego, ya que se alce la Luna
Roja, podré matarlo de una vez por todas.
Seryth me gruñe cuando salto hacia Micah.
—No tan rápido —exclama.
Levanta su pierna y patea mi rodilla con precisión. Me pega justo
en la articulación, haciéndome tambalear.
Lanzo un grito de dolor.
Antes de darme cuenta, Seryth levanta a Micah de la arena, y le
pone una navaja contra el cuello.
Se me enfría la sangre.
—No te atrevas… —digo, dando tumbos al frente.
Seryth alza la ceja y una risa seca, fría, escapa de su garganta.
—¿Es una orden, soldado? —me reta.
—Déjalo ir.
—Y entonces, ¿dónde estaría la diversión?
Aferra a Micah del cuello.
—¡Dije que pares! —grito, extendiendo la espada de mi padre.
Sabe que no voy a usarla.
No con Micah de por medio.
—Atraviésalo y ya —dice Micah forcejeando en manos de Seryth
—. ¡Atraviésalo, Nox!
—No puede —responde Seryth.
Sus dedos se cierran sobre el cuello de Micah, pero sus ojos
nunca se apartan de mí, ni siquiera mientras su cuchillo rasga la
superficie del cuello de Micah.
—Es que si lo intenta, te mueres —dice con crueldad—. Y el
pequeño Nox no quiere perder más seres queridos. Más familia.
Tiene razón, por supuesto.
Hace años que Micah es mi única familia. Y he perdido a toda mi
gente cercana: a mi madre cuando nací, a mi padre a manos de este
rey demonio que está frente a mí. Pero durante tanto tiempo Micah
ha estado conmigo.
Así que me quedo quieto.
Miro a Seryth deslizar el cuchillo por el cuello de Micah,
dibujando un delgado hilo de sangre con un corte superficial.
Se derrama lentamente, y Micah jadea de dolor.
—¡Déjalo ir! —grito furioso.
La espada de mi padre tiembla en mi mano.
—Debiste permanecer en la retaguardia —dice Seryth—. Pero no
puedes evitar pelear, ¿cierto, Nox? Aun si tu vida está en riesgo, no
resistes el llamado de la espada. Un verdadero soldado. En eso nos
parecemos.
—Aquí no puedes ganar manipulándome —digo, desafiante.
Seryth me ignora.
—¿Qué es lo que en verdad buscas en tu triste e insignificante
vida? ¿Venganza? Eso es tan pequeño, Nox. Tan patético. Debiste
pensar en grande. Yo quería ser el mejor guerrero que hubiera
existido nunca. Que la gente conociera mi poder, que no eligieran a
un rey indigno en vez de a mí. Quise reinar sobre las Seis Islas y
llevar nuestra tierra a la grandeza. Y mira lo que he logrado… piensa
adónde habrías llegado si te hubieras unido a mí en lugar de
confrontarme.
—Esclavizaste a las personas —le digo. Mi voz tiembla cuando su
agarre en Micah se fortalece.
—Bueno, sí, pero eso no viene al caso —dice con una risita. Sólo
que nada nada de lo que dice tiene sentido. Sólo son palabras para
hacer tiempo y sacarme de mis casillas. Quiere meterse en mi
cabeza, y no lo permitiré—. ¿Qué es lo que realmente quieres, Nox?
—pregunta otra vez.
Cierro los ojos.
—Quiero que esto acabe —respondo—, y que tú sufras.
Los ojos de Seryth se deslizan hacia Micah, y afirma el cuchillo
contra su cuello tembloroso.
—Nox… —empieza Micah.
Veo el miedo en sus ojos cuando lo comprende, un segundo
antes que yo.
—Todos debemos sufrir —dice Seryth—. Ya deberías saberlo.
Y hunde la navaja en el cuello de Micah.
Miro a mi amigo emitir un silencioso jadeo de dolor.
La sangre chorrea por su camisa.
Entonces, Seryth deja caer su cuerpo sin vida.
—Listo —dice con una cruel sonrisa—. Esto se acabó.
45
NOX
El sonido que hace el cuerpo de Micah al caer al suelo es suficiente
para hacerme retroceder a tropezones.
Su rostro se estrella en la arena. No parpadea ni intenta tomar
aire.
Su mirada fija en la mía, con la boca abierta, sin voz.
Me inundan el dolor y la ira, quemando cualquier posibilidad de
llanto.
Micah está muerto. Mi amigo. Mi hermano. Mi familia.
No hay curación que le devuelva la vida.
Mataré a Seryth por esto.
Nada de esperar hasta la Luna Roja o de mirar la batalla desde la
retaguardia. Voy a sacarle las entrañas, a cortarle la cabeza y los
miembros.
El rey de la muerte camina sobre el cuerpo de Micah y levanta el
cuchillo hacia mí.
—Y ahora, es tu turno.
—No —le digo—. Es el tuyo.
Me lanzo a la carga y lo derribo al suelo.
La arena se levanta en torno nuestro mientras forcejeamos, y mi
espada sale disparada de mi mano. Seryth estrella su cabeza contra
la mía, fuerte.
Ruedo alejándome de él, sin dar pie a que se me nuble la vista.
Vuelvo a enfocar los ojos, mirando al hombre que mi familia
obedeció por generaciones.
Recupero mi espada de donde cayó, junto al cuerpo de Micah. Su
sangre ha manchado la punta.
Intento no pensar en eso.
Me abalanzo contra Seryth blandiendo mi espada.
No sólo se mueve como un soldado, sino como un guerrero. Ha
pasado siglos perfeccionando el arte del combate, y se nota. Cada
uno de sus movimientos es calculado y decisivo.
—¿No aprendiste nada? —pregunta divertido—. No puedes
matarme.
—Haré algo peor que eso.
Alcanzo mi cinturón y le lanzo mi daga.
La intercepta en el aire, y la lanza directo a mi pierna.
El dolor me atraviesa, y casi me hace desplomarme. Me arranco
la daga del muslo, apretando los dientes.
La arrojo a la arena y me trago la agonía.
No es momento de que el dolor se lleve lo mejor de mí. No
ahora.
Seryth me mira con curiosidad.
—Te hice fuerte.
—Lo bastante para vencerte —digo.
Se endereza, oscureciendo el cielo con su sonrisa.
—No del todo.
Salto de la arena y le estrello el codo en la nariz.
Su sorpresa es la entrada que necesitaba.
No pierdo el tiempo. Empujo mi espada hacia su garganta.
—Esto se acaba aquí —gruño.
Seryth me mira sacudiendo la cabeza, sosteniendo la
empuñadura con la mano para que no lo alcance.
—Esto nunca acabará. No hay espada mágica. No hay un arma
escondida en esta isla que represente mi derrota —mis manos
aprietan mi espada con furia—. Sólo existo yo, y la eternidad.
—¡Estás equivocado! —gruño, y empujo un poco más la espada
contra su garganta. Lo suficiente para arañar su piel. Ni siquiera
parpadea al sangrar—. Selestra tiene el poder de destruirte… ¡ella
salvará las Seis Islas!
—¿Destruirme? —ríe Seryth—. ¿Cómo esperas que haga eso
cuando ni siquiera puede salvarse ella misma?
Su sonrisa se desliza en su rostro y me volteo, como sé que él
pretende.
Veo a Selestra caer al suelo, con la magia de su madre girando en
torno a ella en un ventarrón gris, reuniendo arena y hojas de la
playa.
Selestra jadea como si estuviera sofocándose.
La preocupación reemplaza mi rabia de inmediato.
Theola va a matarla.
—Ahí está tu salvadora —grita el rey, pero ya me alejé de él
corriendo hacia Selestra—. ¡Nada más que una niña muerta!
No miro atrás.
Sé que eso es lo que quiere, sé que estoy haciendo exactamente
lo que él espera, pero no me importa.
Si Selestra muere, nada de esto tuvo sentido.
Mi padre. Micah. Sus muertes no valen nada sin su magia para
que proteja las Seis Islas y ayude a destruir al rey.
Me lanzo contra Theola, rompiendo su concentración sobre
Selestra, y ambos caemos contra la arena.
Me levanto a toda prisa, y corro al lado de Selestra, mientras
respira con dificultad.
—Todo está bien —le aseguro—. Aquí estoy.
—Nox —dice sin aliento.
Se estremece al ver mi herida, y adivino que se ve mal. La sangre
se siente cálida al empapar mi pierna, pero la ignoro. Aprieto los
dientes y miro a Selestra firmemente.
Debemos terminar con esto, pienso.
Ella asiente, sabiendo que mi herida no es nada comparada con
las Seis Islas cayendo en manos de Seryth.
Tomo su mano y la abrazo contra mí, escudándola de su madre.
Theola sisea al vernos.
—¡Traidora! —dice.
—Así no se le habla a tu única pariente que ha sido bendecida
por una diosa —le digo, alzando las cejas en desafío.
—¿Una diosa? —Theola frunce el ceño—. ¡No hay tal cosa!
—Te equivocas, madre. Enfrenté las pruebas de la familia, con
Eldara a mi lado. Al terminar, Asclepina vino a mí y me permitió
heredar sus poderes.
—Las pruebas… —dice Theola, mirando a Selestra con la boca
abierta en conmoción—. Tú eres…
—Es una reina —le digo—. ¿Tú qué diablos eres?
Casi siento que la bruja se estremece, pero entonces tensa la
quijada.
Theola une sus puños. El viento se acelera y, antes de darme
cuenta, da vueltas en torno a nosotros en forma de ciclón tratando
de separarnos.
Aferro la mano de Selestra, pero el viento nos levanta de la arena
y no puedo evitar que Theola me arranque del lado de su hija.
Me lanza hacia atrás y golpeo el suelo.
Y de pronto, algo me jala hacia arriba por el cuello. Veo el rostro
oscurecido de Seryth, y su bota cruje contra mis costillas.
—Imbécil sentimental —dice.
Lanzo una estocada, pero la detiene en el aire, cubriendo la hoja
con su sangre cuando corta profundamente su mano. Me quita la
espada y la empuja hacia atrás para que la empuñadura se estrelle
contra mi nariz.
Me tambaleo hacia atrás con la vista borrosa.
—¡Todo lo que has sacrificado por ella… —dice Seryth— tu
honor, tus amigos!
Micah, pienso.
Su nombre me desgarra por dentro.
Ni siquiera era su pelea. Micah tiene familia en Vasiliádes, tiene
una vida, y eligió arriesgarlo todo por mí.
No tenía que morir aquí.
Lo hizo por mí.
Murió por mí culpa.
Miro al rey con ojos oscuros y muertos, que rivalizan con los
suyos.
—Te daré lo que anhelas —dice Seryth, cerniéndose sobre mí y
sosteniendo la espada de mi padre contra la luz—. Volverás a
encontrarte con tu padre.
—¡No! —grita Selestra.
Los siguientes segundos pasan muy rápido.
La magia de Selestra fluye hacia fuera en hilos de luz verde hasta
alcanzar a Seryth. El aire se calienta y se aquieta, cuando Selestra lo
convierte en una cuerda que levanta a Seryth de la arena.
Sostiene al rey, que se retuerce, y deja que su magia lo asfixie.
Miro sus ojos: brillan tanto, casi como el oro, como sus propias
fogatas miniatura. Parece alumbrada por milagros.
Es maravillosa.
No sólo una bruja, sino una diosa como la de sus cuentos.
La miro a ella, y no a Seryth. Selestra apenas toma aire mientras
su cuerpo se sacude con el poder de su magia.
No reparo en Theola, que extiende la mano hacia mí, hasta que
es demasiado tarde.
Ni en su magia, que toma la forma de una esfera de relámpago.
Una tormenta en sus manos.
Captura la luz, cegadora, mientras sale disparada hacia mí.
46
SELESTRA
Mi madre extiende la mano y su magia se sumerge en el pecho de
Nox. Lo levanta como si pesara menos que un papel.
Lo clava a un árbol cercano, aprieta su cuello y marca su piel.
Suelto al rey de mi agarre y lo mando en picada a la arena, cuando
Nox empieza a sacudirse.
Su boca se abre en una convulsión.
Su alma, pienso. Está tratando de arrancarle el alma.
La magia de mi madre serpentea por los aires y siento como si
estuviera reviviendo el día que Asden murió, viendo cómo era
enterrado vivo dentro de sí mismo.
No, pienso. Ya no.
Ya no soy una heredera asustada, que tiembla ante el rey de las
sombras.
—Es tu última oportunidad, Selestra —dice el rey en un susurro
ronco, oscureciendo al mundo con su voz gutural—. Arrodíllate ante
mí y Nox morirá en paz. O lo harás sufrir el mismo destino que su
padre.
Mi madre fija sus ojos en mí, advirtiéndome que obedezca, como
me ha advertido toda la vida.
Sonríe. Haz una reverencia. Sé la heredera perfecta.
Pero ya no soy una niña y ya no hago reverencias.
Nox me dijo que desciendo de reinas y diosas, que sólo yo tenía
el poder de elegir quién quiero ser.
—Soy Selestra Somniatis —declaro, apretando mis manos en
puños a los costados—. Bruja de las Seis Islas y protectora de los
guerreros de Polemistés. Mi familia desciende de reinas y diosas, y
su magia vive en mí.
—Selestra…
—No me inclino ante nadie —digo al rey—. Nunca más.
—¡Entonces muere de pie! —ruge.
—No lo creo.
Por primera vez en mi vida, la dejo salir.
Ahora sé que mi magia no sólo es muerte, sino vida. Lo es todo
en equilibrio.
Así que tomo ese equilibrio y lo pongo de cabeza.
Dejo que la hiedra de mi magia se dispare contra mi madre y se
enrede en su cuello. El viento y el aire.
El aliento de la vida, sofocándola hasta la muerte. Usando toda la
magia que Eldara me otorgó con su último aliento, me aferro a lo
que queda del corazón de mi madre.
Nox se libera de su agarre, su alma a salvo, mientras la luz de
Asclepina sale de mí y se esparce.
Mi madre se lleva las manos al pecho tratando de detener las
garras de mi poder.
Seryth se gira al escuchar que mi madre se sofoca, y Nox
aprovecha la oportunidad para lanzarle un codazo a la cara, para
enseguida recuperar la espada de su padre.
Miro el cielo, que se oscurece sobre nosotros.
La Luna Roja aparecerá en unos minutos.
Mi cabeza se agita violentamente hacia atrás, como si hubiera
recibido una bofetada. El aire frío de la playa golpeándome tan
fuerte y preciso como una mano.
Miro a mi madre enfurecida.
Une sus manos, y la magia de nuestra familia se arremolina entre
ellas, absorbiéndolas en un torbellino de sombras crepitantes.
Muerte pura que arrasa con el viento, que vuelve al aire en torno a
nosotras rancio y podrido, desintegrando la fuente de mi magia.
—Tanto que quise protegerte —dice.
Mi madre llora mientras el humo se oscurece en sus manos. El
olor me hace arrugar la nariz. Ella lo sostiene en sus manos, una
manifestación de la corrupción misma.
Los dedos de mis manos tiemblan a mis costados.
—Lo que quisiste fue convertirme en un monstruo…
Se ve cansada, y la magia oscura en sus manos retrocede,
aullando ante su vacilación.
—¡Quería que fueras fuerte, Selestra!
—Soy fuerte.
Mi poder se reúne, oponiéndose a la muerte que ella sostiene. El
poder de Eldara y Asclepina, y de todas mis antepasadas, retumba
en mí y llena mi piel de luz. De vida.
Años y años de inmortalidad, de infinito, bombean como sangre.
No sé si es el último resto de magia de Eldara, o si estuvo dentro
de mí todo este tiempo, pero me baña la verdadera esencia de
nuestra magia.
Si la descargo contra mi madre, la matará.
Me mira, sus manos tiemblan con la oscuridad de su propia
magia, pero la mantiene cerca, apartada de mí.
—Acabemos —dice.
Casi parece una súplica.
Mira a Nox, y un destello de algo dulce y delicado le cruza el
rostro, al verlo bloquear un ataque de Seryth.
Pero en cuanto me giro hacia ellos, siento la magia de mi madre
apretarme la muñeca.
—Yo soy tu villana —me dice—. Tu pelea es conmigo primero.
Las palabras me golpean con fuerza, porque me hacen entender
que ya no queda nada de mamá en su voz. Y entiendo con horror
que nunca volverá.
He pasado años aferrándome a la esperanza de que podía
cambiar, pero ahora veo cuánto me equivocaba. Las personas no
pueden salvarse si no quieren, y mi madre abandonó la intención de
hacerlo hace años.
Está juramentada, y nunca podrá ser otra cosa.
Su magia me rodea.
Forcejeo, pero su agarre es tan implacable como siempre.
Una terrible tristeza me atraviesa.
Sé lo que debo hacer.
—Déjame ir, mamá —suplico.
Por favor, no me obligues a hacer esto, pienso. La Luna Roja está cerca.
Su respiración se entrecorta, y hay un único y breve atisbo de mi
madre, una última mirada a sus ojos brillantes, antes de que la
oscuridad la consuma del todo.
Su voz flota por la playa.
—Te dejo ir si tú me dejas ir —dice.
Sus sombras se lanzan contra mí, y alzo la mano en respuesta,
contrarrestándolas con cada mota de luz y vida que tengo. Su magia
se disipa ante el poder de la diosa, vivo y encendido dentro de mí.
No puedo perder más tiempo.
Sólo así podré liberarla.
—Perdóname —le digo.
Mi poder explota en un rayo de luz pura y blanca que ilumina
toda la playa, se lanza contra ella y le atraviesa el corazón.
Mi magia, la magia de Eldara, la magia de Asclepina.
Se hace añicos dentro de ella, y quien fue mi madre extiende sus
brazos como alas, mientras permite que la consuma. En su último
aliento, ella sonríe, y se desploma en la arena húmeda.
Me sobrevienen los sollozos cuando entiendo lo que he perdido.
No sólo a Eldara y a mi madre, sino cierta magia que ya no existirá
en el mundo.
Camino hacia el cuerpo de mi madre y me hinco junto a ella, con
mis puños como rocas.
Esto es lo que ella quería. Mejor morir que seguir atada a Seryth.
Me sofoco al levantar el cuerpo sin vida de mi madre. Extiendo
una mano y le cierro los ojos, deseando que por fin encuentre la
paz.
La luz puede haberse apagado en ella, pero en mí sólo se
enciende.
—Acabaré con todo esta noche —le prometo.
Me pongo de pie.
Y dejo salir mi furia.
Si el rey quiere una devoradora de almas, se la voy a dar, como
Eldara me pidió.
Seryth rodea a Nox como un buitre, acechándolo mientras agita
la espada de su padre en el aire.
Esto es un juego para Seryth: tanto nuestras vidas como nuestras
muertes. Asden, Eldara, mi madre. Todas simples piezas descartables
en el tablero de su jueguito. El rey invencible no conoce el pesar ni
la pérdida.
Es hora de que alguien le enseñe.
—¡Seryth! —le llamo.
El hombre se voltea hacia mí, sorprendido por el sonido de su
nombre en mis labios. Hace un mes, jamás me habría atrevido a
decirlo en voz alta, por miedo a su reacción.
Pero ya no tengo miedo.
Seryth me mira mientras me acerco, y entonces sus ojos se
encuentran con el cuerpo de mi madre en la arena.
Ya no hay bruja ni ritual para reunir sus almas.
No hay nada que un inmortal tema más que la muerte. Ha vivido
por generaciones, sin preocuparse de que se le acabe el tiempo
porque mi familia hizo infinito su reloj.
En el momento en que se da cuenta, la semilla del terror crece en
su mirada.
—¡Nox! —grito—. ¡Apártate!
Nox se gira para mirarme, los ojos muy abiertos. Salta hacia atrás
justo cuando extiendo los brazos y lanzo una onda de luz contra
Seryth.
El tirano se arroja al suelo, esquivando mi magia.
—No seas tonta, niña —sisea Seryth, levantándose otra vez—.
Fui hecho inmortal.
—Entonces, llegó la hora de deshacerte —le digo con ferocidad.
En nombre de mi madre, de Eldara y de Asden, y de todas las
almas que el rey ha borrado del mundo.
La magia me pulsa en los dedos cuando Seryth corre hacia mí. Su
desesperación es más fuerte que cualquier miedo que pueda sentir.
Está a punto de alcanzarme, cuando descargo el poder de mi
familia en el aire, como un látigo. El viento le lacera el rostro y deja
un rastro de sangre en su mejilla.
El rey no se inmuta, aferra mi cabello y me jala hacia él. Su
sangre mancha mi cuello, mientras se inclina a susurrar en mi oído.
Me sacudo y pataleo para soltarme, pero su agarre es firme.
—Ibas a ser grande —me dice—. Ibas a reinar junto a mí.
—Reinaré sin ti, entonces —le digo.
Lanzo mi cabeza hacia atrás y mi cráneo se estrella con su nariz.
En cuanto me suelta, Nox aparece, y le corta el cuello con la espada
de su padre.
—No eres digno de tocarla —escupe.
Me tiembla el aliento.
Somos imparables.
Asden nos entrenó para ser veloces, firmes, determinados.
Fuertes. En equipo, ni siquiera un inmortal tiene oportunidad.
Éste es nuestro destino, marcado por una diosa. Dos lados de una
moneda, unidos para destruir un gran mal.
Seryth aúlla, y su sangre se derrama de su cuerpo más y más
rápido con cada aullido.
Lanzo mis manos como dardos, y mi magia entra en él. Lo arrojo
contra la arena antes de que su piel pueda volver a unirse.
El cielo se queja a lo lejos.
Levanto la barbilla para ver cómo la luna se desliza de las nubes,
irradiando su terrible brillo.
—¡Nox! —le grito—. ¡La luna!
Nox mira a la noche que se ilumina. Sus ojos brillan con su
reflejo.
—¡No! —grita Seryth.
Se abalanza contra Nox y golpea el aire con su puño.
Nox lo esquiva en el último momento y hace tropezar a Seryth
de una patada.
Cuando cae, Nox aprovecha la oportunidad para clavar su espada
hacia abajo y atravesarle el corazón a Seryth.
Clava al viejo rey al suelo y lo deja allí, preso.
—Ahora se acaba —ruge—. Y ahora tú sufres.
El cielo cambia en lo alto, y el rey abre los ojos muy grandes. La
Luna Roja se alza a través de las nubes con el sonido de un trueno,
pintándolo todo de un rojo oscuro y profundo.
Se refleja en el agua como un charco de sangre.
El Mar Infinito ya no es negro, sino manchado de todos los
pecados de mi familia.
Alrededor nuestro, las espadas de los soldados callan, las hojas
caen a sus costados cuando el mes llega a su fin.
—No puedo morir —dice Seryth, pero suena más a una oración.
Un deseo—. Soy su rey.
—Los reyes pueden reemplazarse —digo—. Nadie es eterno.
Ya no lo protege el hechizo de Isolda ni la Luna Roja.
El ritual, el pacto, está cancelado y deshecho. Las almas ya no
están atadas dentro de él.
Puedo escuchar el miedo y el enojo en su aliento, el áspero
rugido de un hombre asustado y resentido.
Sus labios se retuercen, y se abren en un gemido gutural.
La primera sombra gris se desliza fuera de su boca.
47
NOX
—No —suplica en un gemido—. No me las quiten.
El hombre ante nosotros tartamudea. Su rostro se vuelve
suplicante.
Ni el mundo ni la magia pueden escucharlo.
Al fortalecerse la Luna Roja y desaparecer la magia de Isolda, se
lleva todas las almas, dejando que la vida fluya fuera de él como un
vino descorchado. Las almas revolotean y se retuercen saliendo de
sus labios abiertos, se llevan con ellas los años que no vivieron.
Almas de hace un par de semanas, de hace un año, de hace un
siglo.
Veo cómo Seryth, guerrero ancestral de Polemistés y
autoproclamado rey de las Seis Islas, envejece frente a mí. Se
marchita como una rosa.
Doy un paso al frente y le saco la espada de mi padre del pecho.
El anciano ruge de dolor cuando la levanto en el aire. Su sangre
ácida disuelve el metal.
Alrededor de nosotros, ambos ejércitos guardan silencio al ver a
su rey, a su enemigo, reducirse a nada ante sus ojos. Al vernos, se
paralizan en el tiempo.
El caos se vuelve quietud.
Sonrío. No existe la lealtad a este hombre. Sólo existía el miedo
de lo que era capaz si lo desobedecían, y ahora, al verlo de rodillas,
nadie viene por su propio pie a levantarlo.
—Esto es por mi padre —digo, mientras las almas siguen volando
de sus labios—. Por Asden Laederic. Y por…
Me detengo y aspiro una bocanada de dolor.
—Y por Micah —termino—. Esto es por todos ellos.
Seryth me mira, arrugado por años de batalla y oscuridad.
Sus ojos ya no son negros, sino de un azul lloroso.
Ya no es un monstruo eterno, en lucha contra el tiempo; ya no es
la maldición de este mundo ni el guardián del linaje de Selestra.
Es un simple mortal.
Levanto más la espada de mi padre.
—No puedes —alcanza a toser el anciano.
—Sí puedo.
Golpeo su cuello con fuerza, imprimiendo sobre el mandoble
todo el peso de mi tristeza. La espada atraviesa piel y hueso, y corta
al antiguo rey en dos.
La cabeza de Seryth rueda por la tierra, y suelto la espada de mi
padre, dejo que se desplome a mis pies. Mi respiración se aquieta
con el sonido del metal al caer de mis manos.
La venganza que por años busqué se ha satisfecho.
El alma de mi padre puede descansar ahora, y también la de
Micah.
Volteo hacia Selestra, listo para soltar el suspiro de alivio que me
he guardado todos estos años, sin el peso de la muerte de mi padre
sobre los hombros.
Ella no sonríe.
Su gesto se retuerce de horror, y no tardo mucho en entender
por qué. Las almas que salieron del rey no se marchan a un más allá
pacífico. En cambio, forman un enjambre y dan vueltas en torno a
su cuerpo, como si no supieran adónde irse. Son prisioneras que no
saben lo que es la libertad.
Entran y salen de la boca abierta del rey, atraviesan su cuello
rebanado y los restos de su corazón, que yacen a un palmo de su
cabeza cortada.
—¿Qué están haciendo?
El sonido de mi voz las hace detenerse. A la luz de la Luna Roja,
se fijan en mí.
Palidezco cuando las volutas grises de las almas se disparan del
cadáver del rey hacia mí.
Siento la magia que ondea en ellas como un océano.
Me arrastra hacia su corriente.
La magia de Selestra. La de su tatarabuela.
Ven, me llama, come. La inmortalidad te aguarda.
Las almas giran en torno a mí, un torbellino de muerte y caos.
—¡Nox! —grita Selestra, cuando el torbellino se convierte en una
flecha.
Que me atraviesa el corazón.
48
SELESTRA
Miro con horror cómo los ojos de Nox se cubren de sombra.
Las almas entran en su corazón como cuchillos, y cada una le
saca a Nox un aliento desesperado.
No, desesperado no. Hambriento.
El castaño profundo de sus ojos se pierde en un negro
despiadado, en un vacío que borra todo lo dulce y gentil que había
antes.
El pacto que Isolda lanzó sobre Seryth ha encontrado nuevo
hogar en Nox, transfigurando al antiguo soldado en rey.
Convirtiendo al niño que me robó de mi torre en inmortal.
La magia de Isolda corrompe, es caos y maldad, y muy lejana del
legado de Asclepina, de la magia que me regaló Eldara antes de
deslizarse al más allá.
—No dejes… —dice Nox—. No dejes que me conviertan en él.
Entiendo lo que dice debajo de las palabras: Mátame antes de que el
poder de estas almas me corrompa.
Mátame antes de que me convierta en Seryth.
—¡No lo haré! —grito.
—Selestra —dice Nox. Mi nombre en sus labios, el sonido más
hermoso y más doloroso que he escuchado—. No me convertiré en
él… por favor…
Aprieto los dientes ante sus ruegos. Aún muerto, Seryth y la
brujería que lo envolvía siguen destruyendo todo lo que amo.
No permitiré que esto suceda.
No permitiré que el hechizo de mi tatarabuela engendre más
monstruos en el mundo.
Una vez fue todopoderosa, pero ya no existe.
Yo soy lo que queda, y no permitiré que su legado continúe.
Tomo la mano de Nox entre las mías, envolviéndome.
Frunce el ceño y niega con la cabeza, testarudo.
—¿Qué estás…?
—Somos un equipo, ahora y para siempre. ¿Recuerdas el
esqueleto?
Nox se ve confundido, pero entonces aparece una chispa de
entendimiento en su mirada. Asiente.
Me aferro a la magia de mi diosa, mientras las rodillas de Nox
amenazan con venirse abajo. Se convulsiona. Las almas lo sacuden
al pasar a través de él.
Deshagamos esto, le digo a Asclepina. Los males que se han hecho.
Entonces tiro de todos y cada uno de los hilos que viven dentro
de Nox. Hilos que alguna vez sentí dentro del rey. Jalo y tiro hasta
que se rompen.
Yo te llamo, susurro repitiendo las palabras de mi madre mientras
absorbo las almas. Lo último que me enseñó. En nombre de Asclepina,
yo te libero.
Las almas tiemblan y ruedan fuera del corazón de Nox cuando el
hechizo de Isolda se quebranta al fin.
No pongo atención en los dos ejércitos, que miran sin poder creer
cómo se borran siglos de magia oscura. No me fijo en el rey
decapitado a mis pies.
Sólo miro a Nox, y al poder que fluye en su interior cuando la
magia de Asclepina se une a la mía.
Magia buena, que por fin ha vuelto a las Seis Islas.
Las almas salen del corazón de Nox. Cada vida robada, ahora
libre, vuelve al mundo para encontrar la paz, para reunirse con sus
divinidades, y encontrar el más allá que les corresponde, y que tanto
habían anhelado.
Siento cómo el Mar Infinito cambia alrededor de nosotros. El
negro se torna azul cristalino, sus aguas malditas se iluminan a la luz
vigilante de la luna.
Y veo todo en mi mente, también. Un glorioso presagio de
libertad, cuando las Seis Islas le abren paso al mundo. A los reinos
que mencionó Eldara, con sus montañas de hielo y sus príncipes de
oro. A las sirenas y toda clase de criaturas míticas, tan hermosas
como el lamperós que Seryth tenía prisionero.
Y las Seis Islas, su belleza al fin libre de un rey corrupto y
enloquecido.
Con cada alma que escapa de Nox y regresa al éter, deseo —
prometo— que reconstruiré las Seis Islas. Que volveré a infundir
magia y vida a su espíritu.
Yo te llamo.
Yo te llamo a la libertad.
Aprieto la mano de Nox con la mía, hasta que la última alma
fluye fuera de él.
Cuando por fin cae de rodillas, me deslizo suavemente junto a él
y lo dejo desplomarse sobre mis brazos, su latido del corazón muy
cerca del mío.
49
NOX
Lenta, cuidadosamente, Selestra se acerca a mí.
Los soldados y guerreros que nos rodean están paralizados. Ya no
quedan deseos de guerra en sus ojos al mirar a Selestra y su
infinitud.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Claro —digo, aunque me tiemblan las manos.
Y no es sólo por las almas que amenazaban con invadirme, o la
magia de la abuela de Selestra tratando de corromperme. Me
tiemblan las manos porque no pesan nada sin la carga de la espada
de mi padre.
La llevé por tanto tiempo que ya no sé qué hacer sin ella.
Como si lo sintiera, Selestra entrelaza sus dedos con los míos,
entretejiéndome a ella.
Mis manos dejan de temblar al instante.
La miro, recordando cómo se veía bañada en luz como una
especie de diosa.
—Acabas de liberar miles de almas —le digo—. Salvaste las Seis
Islas.
—Nosotros las liberamos —me corrige—. Nosotros las salvamos.
—Lamento lo de tu madre —digo.
El dolor de sus ojos me parte en dos.
Sus hombros se desploman y aparecen pequeñas lágrimas en sus
ojos.
—Yo también… —dice—. Pero al menos, ahora está en paz. Al
menos ahora se pertenece a sí misma.
Mi padre también, pienso.
Lucian se acerca a nosotros con una espada sucia al costado.
—¿Está muerto? —pregunta, mirando el cuerpo decapitado a
nuestros pies.
Habla de Seryth, por supuesto, pero la palabra “muerto” me hace
pensar sólo en una persona.
Micah.
Susurro su nombre y Selestra se pone rígida a mi lado. No la dejo
hablar, porque si espero más tiempo me ahogaré de pena.
Reúno fuerzas y camino hacia el cadáver de mi amigo.
Yace sobre un costado, con los ojos abiertos de horror. Se los
cierro, esperando que donde sea que esté su alma, haya podido ver
nuestra victoria antes de irse.
—Lo hicimos —le digo, por si acaso—. Salvamos a todo el
mundo.
Sostengo su mano.
Mi amigo. Mi hermano. Mi familia.
La barbilla de Selestra tiembla al aferrar mi hombro,
manteniéndome firme y acompañado. Las lágrimas amenazan con
desbordarse, pero las contiene.
Quizá lo llorará después, pero ahora quiere ser fuerte para mí.
Sollozo junto al cuerpo de Micah. El mundo se vuelve borroso
ahora que no está. Nunca me había faltado Micah. Cada mal plan,
cada broma desastrosa, cada estafa que se me ocurrió en un
impulso, durante nuestro entrenamiento en la Última Guardia y
nuestras noches en tabernas desconocidas.
—Enterraremos aquí sus restos —dice Selestra—. Y plantaremos
un gran árbol en su honor. Lo mismo con todos los que murieron
aquí hoy, fueran soldados de la Última Guardia o guerreros de
Polemistés. Su sacrificio debe ser honrado.
Niego con la cabeza y me limpio las lágrimas de los ojos
hinchados.
—No. Micah habría querido volver a casa con su familia.
Él no era huérfano como yo, ni un niño abandonado como
Selestra. Era amado y apreciado, y su familia querrá enterrarlo. No
les robaré la oportunidad de llorar a su hijo y darle un último adiós.
Pero cuando lo hagan, les haré saber que murió para salvarnos a
todos.
—Estarán orgullosos —dice Lucian.
Su voz sigue siendo brusca por el fragor de la batalla, y aunque la
sangre se asoma de su torso, mantiene la cabeza en alto, ignorando
la gravedad de la herida.
No importa que todo mundo se haya quedado quieto a lo largo
de la playa, dejando caer sus armas y esperando nuevas órdenes en
un inquietante silencio, Lucian mantiene su espada a la mano, sin
confiarse de que todo haya terminado de verdad.
—Todos los que murieron por esta guerra estarían orgullosos —
dice—. incluso Eldara.
Me pongo tenso.
—Es fácil para los vivos decir eso.
—Nada es fácil para los vivos —revira—; pues deben recordar.
Su tono se suaviza, en la medida que es posible para su voz tan
profunda como el canto de una ballena.
—Y siempre recordaremos —anuncia Selestra, tan alto que suena
como una orden para toda la playa y los dos ejércitos que la ocupan
—. Recordaremos este día, y a todos los que cayeron en esta playa,
por siempre.
Mis hombros se relajan, agradecidos al fin de dejar caer el peso
del mundo.
—¿Y qué hacemos ahora? —pregunto—. Ya no hay enemigos
que vencer.
—Hay enemigos en todas partes —ataja Lucian, como un
verdadero guerrero—. Pero eso vendrá después. Por ahora, es
tiempo de comenzar.
Selestra refunfuña.
—Creí que acabábamos de terminar.
—Es tiempo de comenzar el nuevo orden.
La mirada de Selestra lo apuñala, y una línea se dibuja entre sus
cejas.
—Ya basta de dar órdenes —dice—. Eso ya se acabó.
—Un nuevo orden en el mundo —aclara Lucian.
Señala con un ademán a la playa y a los hombres que nos miran
dudosos, esperando órdenes o proclamas. Con sus líderes muertos,
pretenden que nosotros tengamos algo claro.
Lucian da un paso al frente y se aclara la garganta.
—Lucian… —dice Selestra, pero él toma aire para hablarle a la
turba de soldados de Polemistés y de la Última Guardia.
Lo miran ansiosos, esperando el nuevo plan para su futuro con
gran impaciencia.
Hace tanto que todo es incierto, al borde de la guerra, pero ahora
estamos ante una amenaza de paz, y ni uno de ellos sabe qué hacer
con ella.
—Inclínense —exclama Lucian, tanto a los aliados como a los
antiguos enemigos. Selestra toma aire profundamente y abre mucho
los ojos, sabiendo lo que viene—. Inclínense ante la nueva monarca
de las Seis Islas, Selestra Somniatis.
Y todos posan una rodilla en tierra, para reverenciar a su reina.
50
SELESTRA
Casi todos los cuerpos son incinerados en las piras construidas
apresuradamente y forman una larga hilera en la costa sur de la isla,
junto a la armada. Parece lo más apropiado para los soldados caídos.
Pero los guerreros de Polemistés prefieren que los suyos sean
enterrados con sus espadas y armaduras, y eso divide la isla.
De cualquier forma, me aseguro de que cada uno de los soldados,
venga de donde venga, reciba exequias, para que sus almas alcancen
el Río de la Memoria.
Todos y cada uno de ellos, como iguales.
El funeral de mi madre es el único con su propio ritual. La
recuesto sobre un tejido de margaritas y nomeolvides, con sus
manos entrelazadas.
Lucian dice que ésa era la costumbre de las brujas de Thavma.
Creo que a mi madre le gustaría.
Creo que le dará algo de paz.
Lloro cuando la hacen descender a la tumba y la tierra cubre su
rostro como una corriente de agua dulce. No sé si es por ella o por
mí. Por la última bruja de las Seis Islas.
Lloro por muchos días, con los ojos rojos e hinchados, y mis
lágrimas sólo se secan cuando Irenya me recuerda las historias de mi
madre sobre Asclepina y el más allá que espera a todas las brujas,
donde Eldara debe estar esperando también.
Si las historias son reales, espero que la diosa reciba a mi madre
con los brazos abiertos, y que allí encuentre redención.
En el caso de Seryth, eso no es una posibilidad.
Lanzamos su cuerpo al agua, a las profundidades lejos de la costa,
y se hunde directo hasta el fondo en un bulto seco para yacer
perdido y olvidado en el Mar Infinito.
—¿Todo listo? —pregunta Nox.
Asiento mientras Lucian carga nuestros últimos baúles a bordo
de la mariposa de Leo.
Nos ofrecieron un barco para nuestro viaje de vuelta a Vasiliádes,
con el cuerpo de Micah y los de los soldados de la Última Guardia
que tenían familia allá. Pero la mariposa nos trajo aquí, y lo correcto
es que sea ella quien nos devuelva sobrevolando el Mar Infinito.
Sólo en ella confío para el viaje.
—¿Se considera un no como una buena respuesta? —respondo—.
No sé si algún día estaré lista para todo lo que viene.
Me sentí aliviada cuando la mayor parte de la Última Guardia
desertó de las flotas de ataque y se unió a nosotros voluntariamente,
agradecidos de que la matanza hubiera terminado y no tuvieran que
ser reclamados para luchar una guerra en nombre de un rey
maligno. Pero no todos estuvieron de acuerdo.
Casi un centenar de soldados se rehusaron a bajar las armas, y
tuvieron que ser hechos prisioneros a la fuerza, contenidos en las
celdas junto a los campos de práctica.
Sé que así debe ser y que a la gente le tomará tiempo cambiar sus
lealtades, pero sigo sintiendo un poco de culpa. Me preocupa que
empiecen a pensar que soy igual que Seryth, igual que lo que mi
madre aceptó ser para él.
Y temo que cuando zarpemos rumbo a Vasiliádes, los soldados
que queden atrás se sientan igual, y me den la espalda, pero sé que
con el tiempo podré convencerlos. Es parte de la razón por la que
hay que volver. Quiero que sepan que, cuando prometimos un
mundo nuevo, lo hicimos en serio.
Vamos a Vasiliádes, no sólo para devolver a los muertos, sino
para que sepan lo que pasó aquí, y para dar la cara, nunca más
oculta tras los muros de un castillo. Con una flota entera de
guerreros de Polemistés escoltándonos, me temo que será toda una
sorpresa cuando sepan que su rey ha muerto y que la promesa de
un mundo nuevo se asoma en el horizonte.
Con una nueva reina.
—No te preocupes —dice Nox—. Necesitan un nuevo líder, y eres
mucho más bonita que el anterior.
—Aún no soy su líder —le recuerdo—. Ni siquiera me han
coronado y…
—Relájate, princesa —dice Nox. Su voz aplaca un poco mis
angustias—. Todo va a salir bien.
—Eso dices ahora, pero nos falta dirigir un ejército, preparar a un
montón de guerreros necios y convencer a algunos soldados más
necios todavía —le recuerdo—. Debemos motivarlos a estrecharse
las manos, después de pasar siglos en guerra, y luego a unir seis islas
bajo el poder de la magia, cuando siempre se les enseñó a temer a
las brujas.
—Por no mencionar que tendremos que decirles que ya no habrá
más Festivales —dice Nox, meditando con el ceño fruncido—. No les
va a hacer gracia perder una de sus excusas para beber hasta la
madrugada.
Frunzo el ceño.
—No me estás ayudando.
Nox ríe y posa su mano sobre la mía.
—Creo en ti —dice, y sé que habla con verdad. Quizá más que
nadie, Nox tiene fe en que puedo unir al mundo—. La gente quiere
un cambio, busca liberarse de la tiranía, y vivir sabiendo que no
debe sacrificar su alma para que sus hijos reciban medicina, o dinero
para alimentarse unos días más. Tú no tendrás de rehenes sus vidas
ni su salud. Gobernarás con bondad… y estaré a tu lado todo el
tiempo.
—¿Lo prometes?
Nox me aprieta la mano. Su piel se siente cálida y áspera sobre la
mía. Ya no me hace falta anhelarlo; no sólo el contacto de Nox,
también un abrazo de Irenya, o una palmada en la espalda de
Lucian. Puedo extenderle la mano al mundo sin miedo.
Todavía tengo mis visiones, pero son más fáciles de controlar
ahora. Conozco mis poderes, y pronto estarán bajo mi dominio en
lugar de dejar que me controlen.
Ya no temo a mi magia. Ahora ella me hace valiente.
—Lo haremos juntos —dice Nox.
—Juntos —repito.
No necesito más.
Con Nox a mi lado y la confianza de los mejores guerreros de las
Seis Islas, me siento fuerte. No dudo de mí, ni permito que mi
pasado me llene de culpa. Sé que ya no importa lo que fui, sino lo
que soy y lo que puedo hacer.
Como dijo Nox, el pasado no puede cambiar, pero juntos
podemos cambiar el futuro. Podemos levantar un mundo nuevo,
lleno de paz y esperanza, de magia y prosperidad.
Así que eso haremos.
Juntos.
51
SELESTRA
Epílogo
—Almas, Selestra, ¿algún día aprenderás a quedarte quieta? —
pregunta Irenya, con unas tijeras entre los dientes mientras ajusta la
tela de mi vestido, recortando los listones que fluyen por mi espalda.
—Creí que escapar del castillo quería decir escapar de tus
mediciones —digo.
—Ya quisieras tener tanta suerte.
—¿Y no puedo despedirte? —pregunto.
—No —dice casualmente y da un paso atrás para admirar su
trabajo.
—Estoy segura de que tengo ese poder —me quejo.
Irenya resopla y deja las tijeras en la mesita.
—Ni siquiera tú tienes tanto poder —afirma.
Suelto una risa y miro su vestido en el espejo.
Irenya realmente encontró su vocación estos últimos meses en
Polemistés, y ahora confecciona los vestidos más hermosos que se
pueda imaginar. Después de probarme sus diseños comprendo por
qué tiene una lista de espera de clientes de más de un kilómetro de
largo.
Para la celebración de esta noche, creó una obra maestra.
El vestido es color lavanda pálido, bordado con hojas de oro y
plata y pétalos de flores. Bailan por el corsé hasta la cola de la falda,
lleno de bolsillos que pueden guardar hasta dos cuchillos cada uno.
Y luego están los listones, que se atan en mi hombro y fluyen por
mis brazos y sobre mi espalda. Es claro que se inspiró en el arcoíris
que vimos en Armonía.
Y a diferencia de los vestidos que me obligaban a llevar en
Vasiliádes, en éste puedo respirar.
—¿Qué tal? —pregunta Irenya, aireando la falda—. ¿Se ve bien?
¿Te sientes bien? ¿Refleja bien la luz el bordado?
—Irenya… es hermoso —le aseguro—. ¿Por qué estás tan
nerviosa?
—Es un día importante. ¿Y si te tropiezas con la cola? ¿Ahí,
frente a todo el mundo?
—Gracias por meterme esa idea a la cabeza.
Irenya sonríe y se deja caer en el cómodo sillón amarillo en la
esquina del vestidor.
—Al menos sería interesante —dice relajando el gesto—. Le daría
gracia al evento.
—¿Quieres decir que será aburrido? —pregunta una voz desde la
puerta—. No me digas que vine hasta acá para una mala fiesta.
Nox se recarga despreocupado en el marco de la puerta, con los
brazos cruzados en su amplio pecho. El corazón se me acelera al
verlo. Nos vimos hace pocas horas, pero lo extrañaba más de lo que
quiero admitir.
Se endereza y se ajusta el uniforme, la mezcla perfecta de
soldado de la Última Guardia y guerrero de Polemistés. Fue idea de
Irenya crear algo nuevo a partir de lo anterior, uniendo a las
facciones de nuestras islas en un mismo uniforme.
Es el traje perfecto para la celebración de hoy, que inaugura la
unión oficial de nuestra gente.
—Llegas tarde —le digo, pero no puedo evitar sonreír.
—Parece que eres tú eres la que va a llegar tarde —contesta,
cruzando el cuarto para encontrarse conmigo—. Al menos, yo ya
estoy vestido.
Me toma de la mano y me ayuda a bajar de la tarima. Sentir sus
dedos en los míos, sin guantes de por medio, sigue siendo nuevo y
extraño, y me cosquillea la piel.
Nox toca mis labios con los suyos, tierno y delicado, pero siento
que desea mucho más por cómo se queda junto a mí. Refleja mi
propio deseo.
—Te ves hermosa —dice.
—Gracias —le digo.
—De nada —exclama Irenya de inmediato.
—¿No tenías que irte a otra parte? —le pregunto riéndome.
—De hecho, sí —y levanta su bolso—. Tengo que encontrarme
con mi cita de hoy.
Levanto las cejas, sorprendida.
—¿Tienes una cita? —le pregunto.
Irenya asiente.
—Con esa guardia nueva tuya, la guapa —mueve las cejas.
—¿Y sabe lo que le espera, saliendo contigo? —pregunta Nox.
Irenya le lanza una almohada, y estoy a punto de interponerme
entre ellos riendo, cuando alguien carraspea.
—Es la hora, su majestad —dice Lucian apareciéndose en la
entrada.
Juro que ese tipo es como un fantasma a veces.
—En serio, Lucian —le digo, reprendiéndolo un poco—. Ya te he
dicho que no me llames así.
Se inclina en respuesta, y sacudo la cabeza.
Tras curar sus heridas, Lucian se ha encargado de mi
entrenamiento los últimos meses; como uno de los cinco actuales
campeones de Polemistés, es un gran maestro. Nunca podrá
reemplazar a Asden, pero sé que mi viejo mentor lo habría
aprobado.
—No eres tan formal cuando me golpeas la cara —le digo.
—Es un día importante —revira Lucian sin levantar la cabeza—.
Debemos darle su lugar a la ceremonia.
Tiene razón. No por la coronación, sino por nuestros verdaderos
planes a futuro. Seryth robó mucho a las Seis Islas, pero sobre todo,
les robó sus costumbres e identidades. Queremos devolverles eso.
Restaurar Vasiliádes, Armonía, Nekrós, Flóga, e incluso Thavma.
Y ahora que la maldición del Mar Infinito ha terminado y ya no
es una frontera, enviaremos expediciones para encontrar cualquier
otro reino que exista en otra parte, a los que se les ofrecerá nuestra
mano franca.
Devolveremos la magia y la exploración al mundo.
Ahora sé que si crees que algo debe pasar, tienes que buscar
cómo hacer que suceda. El destino no llega solo.
Tienes que exigirlo. Y eso es lo que pienso hacer.
—¿Lista, princesa? —pregunta Nox.
Aprieto los labios para ocultar la inquietud de mi corazón.
—Soy reina, para ti.
Nox me toma de la mano y su tibieza dispersa todos mis nervios.
—Mi reina —dice.
Le sonrío.
Entonces, las puertas se abren, juntos, las atravesamos.
Alexandra Christo es una autora británica cuyos personajes
siempre son más divertidos y mucho más mortíferos que ella.
Estudió Escritura Creativa en la universidad y se graduó con el
deseo de no dejar nunca de dejar volar su imaginación. Actualmente
vive en Hertfordshire con un jardín que no para de crecer y una pila
interminable de libros. Su novela debut, Matar un reino, es un éxito
de ventas internacional y sus libros de fantasía para jóvenes adultos
se han traducido a más de una docena de idiomas en todo el
mundo.
alexandrachristo.com
@alexandrachristowrites
@alliechristo
Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de
la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas
(vivas o muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.
LA PRINCESA DE LAS ALMAS
Título original: Princess of Souls
© 2022, Alexandra Christo
Traducción: Juan Cristóbal Álvarez
Ilustración de portada: Rengin Tumer
Diseño de portada: Lisa Horton
Fotografías de portada: Shutterstock
Mapa: © 2022, Patrick Knowles. Todos los derechos reservados
D.R. © 2023, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas
Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México
www.oceano.mx
www.grantravesia.com
Primera edición en libro electrónico: enero, 2023
eISBN: 978-607-557-673-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico,
químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del
editor.
Libro convertido a ePub por:
Mutare, Procesos Editoriales y de Comunicación, S.A. de C.V.
Índice de contenido
Portada
Página de título
Dedicatoria
Las seis islas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Datos de la autora
Página de créditos