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Riquer - El Humanismo Italiano (LMO)

El documento resume el desarrollo del humanismo italiano desde su inicio en la segunda mitad del siglo XIV hasta el siglo XV. Se destaca la influencia fundamental de Petrarca y cómo su trabajo revivió el latín clásico y acercó el pensamiento cristiano a los autores antiguos. El humanismo se expandió en Italia en el siglo XV a través de figuras como Boccaccio, llegando a ser un movimiento cultural importante impulsado en cortes italianas. El conocimiento directo del griego en este periodo permitió una comprensión más completa de la ant

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El documento resume el desarrollo del humanismo italiano desde su inicio en la segunda mitad del siglo XIV hasta el siglo XV. Se destaca la influencia fundamental de Petrarca y cómo su trabajo revivió el latín clásico y acercó el pensamiento cristiano a los autores antiguos. El humanismo se expandió en Italia en el siglo XV a través de figuras como Boccaccio, llegando a ser un movimiento cultural importante impulsado en cortes italianas. El conocimiento directo del griego en este periodo permitió una comprensión más completa de la ant

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Martín de Riquer, "El humanismo italiano"

Historia de la Literatura universal, I. Desde los inicios hasta el Barroco, Barcelona: RBA, 2005, pp. 381-386.

SU PRIMERO PERÍODO (SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIV)


La producción latina de Petrarca, en su consciente ruptura con la tradición medieval y en su noble
remedo de la lengua y del pensamiento de los escritores de la Roma clásica, abre el Renacimiento en
la literatura europea. Se trata de uno de los fenómenos espirituales más revolucionarios y más
complejos, que aunque no carece de antecedentes y de precursores en distintas épocas y países –
Renacimiento carolingio, clasicismo del siglo XII, movimientos casinense y pisano, etc.–, se impone
en Italia, a mediados del siglo XIV, como una actitud madurada y consciente que hace imposible todo
regreso a formas anteriores y condiciona e imprime un carácter decisivo e inconfundible a todo el
quehacer literario posterior.
El complejo espiritual denominado Renacimiento, en el que entran las artes plásticas, la filosofía,
la política, la geografía y en general todas las manifestaciones del espíritu humano, abarca la segunda
mitad del siglo XIV, todo el XV y el XVI, en el cual se involucra con los conceptos espirituales de
Reforma y Contrarreforma. En este largo y fecundísimo período de nuestra cultura cabe distinguir
dos etapas características: el primer Renacimiento, que va de mediados del XIV a mediados del XVI,
y el segundo Renacimiento, que le sigue. Dentro del primer Renacimiento es preciso separar, a su
vez, el Humanismo, que llega hasta finales del XV, del primer Renacimiento propiamente dicho.
Advirtamos que todas estas distinciones y clasificaciones ofrecen una serie de inconsecuencias y no
dejan de ser arbitrarias, pero tienen la enorme ventaja de ser cómodas y de desbrozar un camino
difícil de seguir cuando se pretende ser más exacto.
Ya conocemos el legado cultural de Petrarca: resurrección del latín clásico como medio de
expresión literaria, acercamiento al verdadero espíritu de los autores de la antigüedad y expresión de
un pensamiento cristiano en la más pura y elegante forma antigua. El escritor se esfuerza en hacerse
contemporáneo de Virgilio y de Cicerón y aspira a mirar la obra de uno y de otro con los mismos
ojos de un romano de la mejor época; por otro lado, reacciona contra una escolástica que juzga
corrompida y pretende hallar un sano espiritualismo católico dentro de platonismo agustiniano. En
este sentido tiene una gran significación la siguiente frase de Petrarca:
Yo no soy ni ciceroniano ni platónico, sino cristiano, ya que estoy seguro de que el mismo Cicerón hubiera
sido cristiano si hubiese podido ve a Cristo y conocer su doctrina. En cuanto a Platón, no cabe duda, según
el propio Agustín, de que si reviviera en esta edad, o si, en vida, hubiese podido prever el futuro, hubiera
sido cristiano: el mismo Agustín cuenta que muchos platónicos de su tiempo lo llegaron a ser, y se puede
creer que él fue uno de éstos.
La fórmula es feliz y ya desde el principio vincula estrechamente el pensamiento antiguo con la fe
en actitud muy similar a la de Boecio, escritor a quien nunca sabemos si debemos llamarle el último
de los clásicos o el primero de los medievales. Boecio y Petrarca, ambos ciceronianos y ambos
cristianos, autores, uno y otro, de obras en tantos puntos similares como son la Consolación por la
filosofía y el Secreto, abren y cierran un paréntesis de la cultura. Este paréntesis incluye las letras
medievales, esa maravilla de espontaneidad, de ingenua retórica y de vida que para los humanistas
significó la barbarie. La actitud revolucionaria de los humanistas, la oposición que hallaron por parte
de mentalidades mezquinas y el hecho de que pronto se les abrieran las puertas de las más suntuosas
cortes italianas les dieron cierta infatuación pedante y mucha soberbia intelectual. El estudio de los
antiguos y el conocimiento de su filosofía les llevó a aspirar a una perfección espiritual basada en la
cultura clásica, en lo que los latinos llamaban humanidades y que a ellos y a los griegos, erigiéndose en
únicos pueblos civilizados, distinguían del resto de los mortales. Un entusiasmo juvenil y una fe sin
límites en esta renovación espiritual llevó a los humanistas a una actividad desenfrenada en su
empresa.
Buscan infatigablemente los textos de los autores clásicos en las bibliotecas de los conventos, los
copian con amor para que no se pierdan, los estudian y los comentan, de lo que nace, siguiendo el
ejemplo de Petrarca, una sana y eficiente bibliofilia: el libro, portador del mensaje de los antiguos,
merece el mayor respeto, la más bella ornamentación y la más primorosa caligrafía, habilidad en la
que destacaron varios humanistas, y humanistas fueron, tiempo después, los impresores más artistas.
El libro adquiere un valor elevado, y abundan las anécdotas de humanistas capaces de desprenderse
de lo más imprescindible para adquirirlos; se crean bibliotecas públicas y nace la crítica textual.
Por otro lado, la lengua griega, desconocida para Petrarca y para Boccaccio, abre sus misterios, es
estudiada con afán y los escritores helénicos son conocidos directamente. Al llegar a este punto el
hombre renacentista, el humanista del siglo XV, puede abarcar el conocimiento inmediato de toda la
antigüedad e incluso le es dado revivirla y tomarla como modelo de obrar, de pensar, de vivir y de
escribir.
El primer período del humanismo, que cubre la segunda mitad del siglo XIV, está representado
por Petrarca, sus discípulos inmediatos y sus admiradores extranjeros más antiguos. Entre los
discípulos destacan Boccaccio y Coluccio Salutati (1331-1406), introductor de la prosa humanística
en el estilo cancilleresco, admirador de las clásicos y la Biblia y afanosamente interesado por los
autores griegos, entre ellos Plutarco, a quien quiso leer en la traducción directa del griego al aragonés
de las Vidas paralelas verificada, antes de 1384, por don Juan Fernández de Heredia, notable escritor
que, por su acercamiento a la lengua helena, constituye un precedente de los humanistas.
Petrarca fue muy pronto celebrado fuera de Italia y sus obras latinas se tradujeron e imitaron en
diversas lenguas. Antes de 1374, en vida todavía del cantor de Laura, el canónigo Jean Daudin traducía
al francés el tratado sobre los Remedios para ambas fortunas; en 1388 el barcelonés Bernat Metge traducía
al catalán la versión latina de Petrarca de la historia de Griselda y manifestaba su entusiasmo por «el
poeta laureado... que vivirá perpetuamente en el mundo por fama y por los insignes libros que ha
escrito para nuestra instrucción». El mismo Bernat Metge, en 1395, iniciará un tratado dialogado,
Apología, de excepcional importancia por basarse en el Secreto de Petrarca, o sea en la obra más
significativamente humanística del escritor italiano y cuya trascendencia no solió ser advertida. Luego,
en 1399. [...]. De esta suerte, Cataluña, tan relacionada con Italia, gran parte de la cual dominaba
políticamente, se abre al humanismo y modela la prosa vulgar al estilo clásico.

SEGUNDO PERÍODO DEL HUMANISMO ITALIANO


El segundo período del humanismo italiano, que llena todo el siglo XV, se caracteriza por una
serie de hechos que completan y universalizan los esfuerzos anteriores. En primer lugar, se alcanza
un conocimiento más completo de la antigüedad clásica desde el momento en que los humanistas
aprenden el griego, lengua hasta entonces desconocida del hombre occidental, y debido a ello,
principalmente gracias a la lectura directa de Platón, se fija el ideal humanístico en su pureza, exento
ya de los restos de medievalismo que aún se advierten en Petrarca y, en mayor proporción, en
Boccaccio. En segundo lugar, el humanismo deja de ser un esfuerzo aislado para convertirse en un
movimiento en el que forman un número crecido de escritores, los cuales se agrupan en diferentes
núcleos o cortes, como la de los Medici en Florencia, la de los Este en Ferrara, la de los Gonzaga en
Mantua y, sobre todo, la de nuestro Alfonso el Magnánimo en Nápoles (en la que se cultivaban las
letras simultáneamente en cuatro lenguas: latín, italiano, castellano y catalán) y la de los Papas. Ello
hace que el humanista se convierta en cortesano o funcionario áulico –frecuentemente secretario de
curia–, lo que le da un prestigio hasta entonces no disfrutado por el escritor y una independencia
económica que le permite entregarse de lleno a las letras. Finalmente, en este segundo período, el
humanismo italiano se difunde por otras tierras, donde la prosa vulgar, a imitación de la italiana
renacentista y de la latina, adquiere una inconfundible fisonomía clásica. Al propio tiempo los demás
géneros literarios acusan la personal influencia del pensamiento y del estilo humanísticos.
El conocimiento directo del griego por parte de los occidentales se inicia a finales del siglo XIV,
tras el antecedente antes citado de Juan Fernández de Heredia traductor de Plutarco y de Tucídides
al aragonés. En 1397 Manuel Crisoloras, embajador del imperio bizantino en la república de Venecia,
emprende la enseñanza del griego en Florencia y escribe, en latín, una gramática de aquella lengua.
En el siglo XV se hacen frecuentes los viajes de sabios bizantinos por Italia, algunos de los cuales
acuden a los concilios de Constanza, Ferrara y Florencia, y finalmente la caída de Constantinopla
(1453) hace que se acojan en la península una serie de fugitivos de los turcos que se dedicarán a la
enseñanza y a la traducción del griego. Ilustres nombres de sabios bizantinos, como Teodoro Gaza,
Jorge de Trebisonda, el cardenal Bessarión, Juan Argirópulos, Demetrio Calcóndilas, Jorge Gemisto,
Miguel Marullo, Constantino Láscaris, etc., se integran justamente al humanismo italiano, al que
enriquecen con sus conocimientos de la lengua griega, su saber, sus versiones y sus obras originales,
por lo general escritas en latín.
Buen conocedor del griego fue Leonardo Bruni de Arezzo (1374-1444), secretario pontificio y
canciller de Florencia, el cual escribió obras históricas de agudo y moderno sentido crítico y dominó
la prosa ciceroniana. Su comedia en prosa Poliscena, en la que la protagonista es seducida y luego
desposada por el joven Graco, inaugura un tipo de teatro humanístico que llegará a alcanzar gran
fortuna.
El tono elevado y grave de los humanistas se rompe en las Facecias (Facetiae) de Poggio Bracciolini
(1380-1459), también secretario pontificio, que llevó a cabo la innovación de someter el latín a la
narración de anécdotas picantes y graciosas, chistes, juegos de ingenio y de palabras e incluso a la más
baja inmoralidad y a la más cruda escatología. El Poggio pretende provocar la risa de lectores
inteligentes, y para ello recurre a un diversísimo repertorio de dichos y hechos sobre personajes reales
y fabulosos y entre los primeros tanto presenta a papas, políticos y escritores de tiempos pasados
como a humanistas contemporáneos, a algunos de los cuales deja bastante malparados con su
mordacidad. En todo ello Poggio demuestra que la lengua latina no tan sólo es apta para la expresión
solemne y engolada, sino también para lo ligero, brevemente ingenioso e incluso chocarrero. Las iras
de Poggio se cebaron en el más significativo de los libros de Lorenzo Valla (1407-1457), secretario
de Alfonso el Magnánimo. Este libro, titulado Elegancias de la lengua latina (Elegantiae latinae linguae), es
una especie de miscelánea erudita en la que se hace el más exagerado elogio de la lengua clásica,
considerada en romanidad como superior al mismo imperio, y se dan agudas y penetrantes opiniones
sobre los autores latinos, cuyo estilo se analiza con nuevos métodos criticos. Como historiador, Valla
es autor de una elegante y bien documentada historia del reinado de Fernando el de Antequera
(Historiarum Ferdinandi regis Aragoniae libri tres). En la misma corte de Alfonso el Magnánimo hallamos
a Antonio Beccadelli, llamado el Panormita (1394-1471), de cuya obra más que sus epistolas interesa
el obsceno libro en dísticos elegíacos titulado Hermaphroditus, condenado por el concilio de Constanza
y quemado públicamente, en el que ejercita su ingenio y su arte de componer versos latinos en un
estilo que equidista entre Marcial y Catulo
Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464), papa desde 1458 con el nombre de Pio II, además de varias
obras históricas y de viajes y de un tratado sobre la vida cortesana, escribió una patética y sensual
novela en latín, Historia de dos amantes (De duobus amantibus historia), de la que sinceramente renegó al
ocupar el trono pontificio («Olvidad a Eneas y aceptad a Pío», decía humanísticamente jugando con
el «pío Eneas» virgiliano). Esta novela, que relata los amores de Eurialo y Lucrecia, es un elegante
entretenimiento clasicista a imitación de la Fiammetta de Boccaccio y obtuvo un éxito extraordinario.
Su comedia en verso Chrysis desarrolla amores irregulares y las mañas de una tercera borracha, y junto
con la Poliscena de Leonardo Bruni es una nueva prueba de adaptación del teatro de Plauto al gusto
moderno. Eneas Silvio escribió también unos comentarios a la colección de dichos y hechos de
Alfonso el Magnánimo redactada por Beccadelli. Francesco Filelfo (1398-1481), gran conocedor del
griego, fue tan violento y agrio en sus sátiras como adulador y rastrero en sus odas (en elogio de reyes
y grandes personajes) y llegó al colmo de la lisonja en su poema épico inacabado Sfortias, en el que en
un complicado mundo de mitologías y de reminiscencias homéricas alaba a Francesco Sforza, duque
de Milán. La filosofía humanística ofrece las figuras de Marsilio Ficino (1433-1499), que dedicó toda
su vida y sus principales obras a Platón, y de Giovan Battista Pico della Mirandola, recia y altiva
personalidad de humanista, que intenta conciliar a Aristóteles con Platón, conoce la cábala oriental,
trata de ciencias ocultas y se lanza a elevadas y complicadas interpretaciones mitológicas.
Giovanni Pontano (1426-1503), muy vinculado a la persona y corte de Alfonso el Magnánimo y
preceptor del príncipe don Carlos de Viana, es uno de los más elegantes escritores del humanismo
italiano. Entre sus escritos en prosa destaca el diálogo El asno (Asinus), en el que traza una ingeniosa
e intencionada alegoría política a base de una anécdota que casi parece un fragmento de comedia en
la que el latín adquiere un tono plástico, directo, familiar y rebosante de vida. En verso la verdadera
novedad de Pontano estriba en haber logrado expresar en latín, lengua muerta y sabia, la ternura y la
intimidad de su hogar patente en su colección de elegias tituladas Del amor conyugal (De amore coniugali),
en la que canta a su esposa, joven y honestísima, el nacimiento de los hijos y los incidentes felices y
desdichados de la familia. Con un arte sorprendente, Pontano consigue, en sus Neniae, componer en
cultos dísticos elegíacos enternecedoras canciones de cuna para sus hijos. Los diminutivos afectuosos,
el ritmo acariciador y la infantil y monótona vocación al sueño, dan una nota nueva, personal e
inesperada al grave y ampuloso humanismo.

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