0% encontró este documento útil (1 voto)
206 vistas474 páginas

BAYLE, PIERRE - Diccionario Histórico y Crítico (Selección) (OCR) (Por Ganz1912)

Este prólogo presenta tres ideas principales: 1. El Diccionario histórico y crítico de Bayle incluye observaciones y reflexiones sobre temas inspirados en los artículos, más allá de la mera erudición. 2. Entre los temas centrales de Bayle están el ateísmo, el escepticismo, el mal y la tolerancia religiosa, influenciado por su experiencia como calvinista perseguido en Francia. 3. La revocación del Edicto de Nantes en 1685, que llevó a la prisión
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (1 voto)
206 vistas474 páginas

BAYLE, PIERRE - Diccionario Histórico y Crítico (Selección) (OCR) (Por Ganz1912)

Este prólogo presenta tres ideas principales: 1. El Diccionario histórico y crítico de Bayle incluye observaciones y reflexiones sobre temas inspirados en los artículos, más allá de la mera erudición. 2. Entre los temas centrales de Bayle están el ateísmo, el escepticismo, el mal y la tolerancia religiosa, influenciado por su experiencia como calvinista perseguido en Francia. 3. La revocación del Edicto de Nantes en 1685, que llevó a la prisión
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 474

ganzl912

O pera M undi

B i b l i o t e c a U n i v e r s a l d e l C í r c u l o d e L e c t o r e s

Pierre Bayle
Diccionario
histórico y crítico
(selección)

Filosofía

C o l e c c i ó n d ir ig id a po r E m il io L l e d ó
B ib l io t e c a U n iv e r s a l

F il o s o f ía

De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos


Sofistas, Testimonios y fragmentos
Filósofos cínicos y cirenaicos, Antología comentada
Platón, La república
Aristóteles, Sobre el cielo
Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos
Dante Alighieri, O bras filosóficas
Erasmo de Rotterdam, Escritos de critica religiosa y política
Giordano Bruno, Expulsión de la bestia triunfante
Juan Huarte de San Juan, Exam en de ingenios para las ciencias
Michet de Montaigne, Ensayos
René Descartes, Discurso del método y otros textos
Benedictus de Spinoza, Tratado breve. Tratado teológico-politico
Thomas Hobbes, Leviatán
G.W. Leibniz, Antología
Pierre Bayle, Diccionario histórico y critico
David Hume, Diálogos sobre la religión natural y otros textos
Jean Jacques Rousseau, Discursos. E l contrato social
lmmanuel Kant, Critica de la razón práctica
F. H. Jacobi, Cartas a Mendelssohn y otros textos
G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia
W. von Humboldt, Sobre la diversidad de la
estructura del lenguaje humano
Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo
F. Nietzsche, Schopetthauer com o educador y otros textos
ganzl912
PlERRE BAYLE

Diccionario
histórico y crítico
Selección

Prólogo de Sergio Landucci

Traducción de Jordi Bayod

C í r c u l o d e L e c t o r e s
ganzl912

Nota preliminar

Al diseñar una Colección de Filosofía de veinticuatro títulos,


representativos de un itinerario intelectual de más de dos mil
años de duración, somos conscientes de que las lagunas serán
inevitables. Hemos llegado finalmente a una selección que cre­
emos permite seguir el curso histórico de la Filosofía a través
de momentos culminantes -Platón, Aristóteles, Bruno, Descar­
tes, Hobbes, Spinoza, Leibniz, Hume, Rousseau, Kant, He-
gel, Nietzsche- y que en conexión con la esencial interdiscipli-
nariedad del saber nos concede la posibilidad de recuperar la
filosofía de grandes intelectuales como Dante y Erasmo de
Rotterdam, Michel de Montaigne, Pierre Bayle o Wilhelm von
Humboldt.
En el momento de seleccionar los títulos correspondientes a
la filosofía griega hemos atendido a los distintos campos de la
reflexión filosófica. Así, además del necesario volumen dedica­
do a los pensadores «presocráticos» con su variada y universal
curiosidad, el lector hallará la reflexión ético-política y peda­
gógica en La república de Platón, pero también la reflexión
cosmológica en el tratado Sobre el cielo de Aristóteles, que pro­
porcionó a la cultura occidental la imagen del universo vigente
hasta los siglos x v i y x v n .
Hemos querido asimismo hacer un hueco a la aportación
española a la Filosofía. El autor y la obra seleccionados (Juan
Huarte de San Juan y el Examen de ingenios para las cien­
cias) figuran, nos parece, con pleno derecho a partir de esta
concepción interdisciplinar del saber: el Examen fue quizá la
creación española de pensamiento de mayor eco en la Euro­
pa de los siglos xvi -x vii .
Nuestra selección ha estado, además, fuertemente condicio­
nada por dos requisitos formales: no recoger sino traducciones
acreditadas e incluir sólo textos íntegros. La conjunción de
ambos ha excluido muchos textos importantes y se deja sentir
especialmente en el terreno del pensamiento medieval, cuya
representación a través de Dante Alighieri pretende ser un re­
conocimiento mínimo de la enorme riqueza especulativa del
periodo.
Finalmente, hemos querido diseñar una colección de Filo­
sofía que no sólo ofrezca autores y textos importantes, sino
además ediciones nuevas que susciten también el interés del
público formado filosóficamente e incluso del profesional de la
filosofía. Así, algunos números de nuestra colección vienen a
colmar lagunas de nuestra bibliografía filosófica y han sido
confeccionados con el máximo rigor filológico: un volumen
dedicado a los Sofistas y otro dedicado a los filósofos Cínicos
y Cirenaicos dan fe de ello. El volumen de Sexto Empírico se
enriquece con una traducción de la Vida de Pirrón de Dióge-
nes Laercio, lo cual permitirá al lector seguir perfectamente
equipado nuestros volúmenes de la modernidad que ejemplifi­
can la «crise pyrrhonienne». El volumen de Erasmo por su
parte ofrece dos magníficos ejemplos de las hermosas traduc­
ciones castellanas del siglo x v i (los Silenos de Alcibíades, La
lengua) y se completa con traducciones nuevas de otras dos
muestras (La guerra es dulce para quienes no la han vivido, Ju ­
lio excluido del reino de los cielos). En nuestro volumen de
Descartes se encontrará también una amplia selección de su
correspondencia, hoy por hoy inencontrable en castellano;
una antología de opúsculos y tratados leibnizianos ofrece una
panorámica de la obra universal del filósofo alemán. Y en la
trayectoria escéptico-libertina que desde Montaigne y Gior-
dano Bruno lleva la crítica de la religión a Hume e incluso
a Feuerbach te brindamos, amigo lector, la primera traducción
castellana de artículos importantísimos del dictionnaire de
Pierre Bayle. Además, enriquecemos finalmente esta colección
con la primera traducción también al castellano de varias
obras de F. H. Jacobi, entre ellas las Cartas a Mendelssohn so­
bre la doctrina de Spinoza. „ , , .. .. . _ ,
E. L ledo y M . A . G ranada
Sumario

P r ó l o g o ....................................................................... ix

Noticia bio-bibliográfica ...................................... 40

N o ta sobre la presente e d ic i ó n ........................... 41

Diccionario histórico y crítico ............................ 45

Apéndice b ib lio g rá fico ............................................... 4 8 1

índice ............................................................................. 4 9 9
tt

Prólogo

i . Tolerancia y libertinaje
Bayle había proyectado el Diccionario histórico y crítico como
un repertorio erudito, destinado a la revisión de análogos ins­
trumentos ya existentes mediante la corrección de errores de
hecho presentes en ellos y con el añadido de nuevas informa­
ciones. Durante la redacción del texto tuvo la idea de exten­
derse en observaciones (remarques), a veces incluso bastante
largas, que contenían reflexiones sobre temas que se inspira­
ban sólo de lejos, o a veces como mero pretexto, en lo dicho en
el cuerpo de los diferentes artículos. Entre los artículos aquí
traducidos, véase, como ejemplo, el titulado «Rorario». En él
se dice muy poco, casi tan sólo a modo de bandera, sobre este
oscuro nuncio pontificio del siglo x v i y su obra (Quod anima­
ba ratione utantur melius homine); en cambio, se dice mucho
sobre la comparación entre los animales y el hombre, sobre sus
respectivas «almas» y sobre las diversas doctrinas al respecto;
y, además, hay incluso una incursión en el sistema metafísico
de Leibniz, tal y como éste acababa de presentarlo en el parisi­
no Journal des Savans (Leibniz replicará, y Bayle contrarrépli­
c a s a su vez en la 2.a edición del Diccionario, con la oportuna
observación l ).
Así, una obra que se presentaba como de rigurosa erudición
se concluirá con el añadido de algunas «Aclaraciones», que
eran balances generales sobre cuestionas recurrentes en mu­
chos artículos y especialmente delicadas, como el ateísmo, el
escepticismo y el mal («Aclaración sobre los maniqueos» se ti­
tula esta última, porque Bayle había empezado a tratar el tema
a partir del artículo dedicado precisamente a estos antiguos he­
rejes, defensores de dos principios metafísicos, uno bueno y
otro malo).
12 Sergio Landucci

Ateísmo, escepticismo y mal son efectivamente temas cen­


trales en el Diccionario. Pero entre los principales temas de
Bayle está también, por lo menos, el de la tolerancia religiosa.
Presente de forma dispersa en el Diccionario , era un tema que
él había desarrollado poco antes de manera monográfica (Co­
mentario filosófico sobre las palabras de Jesucristo: « Oblíga­
les a entrar»). Detrás de su desprecio por las persecuciones re­
ligiosas estaba su experiencia personal de pertenecer a una
minoría perseguida -com o eran los calvinistas en Francia-
y, por ello, obligado a expatriarse a Holanda. Experimentó
de forma especialmente dramática la revocación del edicto de
Nantes (1685): el único familiar que le quedaba, un hermano
residente en Francia, fue encerrado en prisión -p ara vengarse
de él, Pierre, por haber escrito una obra en la que polemizaba
contra un jesuíta sectario francés (Crítica general de la «His­
toria del calvinismo» de M aim bourg)- y allí murió. Un acon­
tecimiento como éste fue decisivo. En ese momento se fijaron
las elecciones fundamentales de Bayle (aunque ya estaban
presentes anteriormente): el pesimismo sobre la naturaleza
humana, tanto por la ineficacia de la razón sobre el compor­
tamiento como por el género de pasiones dominantes; el des­
precio de cualquier pretendida ortodoxia, ninguna capaz de
resistir las contestaciones de los adversarios y todas ellas ani­
madas por el celo insensato de afirmarse como la única depo­
sitaría de la verdad; la afirmación de la incompatibilidad en­
tre la perfección divina y la realidad y cantidad del mal
presente en la vida de los hombres.
Para argumentar la tolerancia, Bayle apela, de manera bas­
tante moderna, al lado subjetivo de la moralidad, que designa
con el término «conciencia», en cuanto es el único que pro­
porciona un criterio práctico. En efecto, es muy posible que
quien actúa según conciencia viole principios morales objeti­
vos; pero es seguro que quien actúa contra conciencia actúa
de manera moralmente reprobable, porque lo hace de mane­
ra exteriormente conforme con la letra de una norma que no
comparte, en tanto que la moralidad subjetiva consiste única
y exclusivamente en la intención interior (se está en el camino
que llevará a Kant). De ahí procede la inviolabilidad que se le
Prólogo 13

reconoce tanto a la conciencia como a las creencias religiosas.


La violencia ejercida contra las conciencias - la pretensión de
que alguien manifieste con actos de culto externos, porque
está obligado a ello, convicciones que rechaza en su interior­
es la impiedad por excelencia, porque equivale a suponer que
Dios agradece alabanzas que se le ofrecen sólo por prudencia
mundana. (Obviamente, Bayle pensaba además que los desti­
nos de la tolerancia se jugaban en el plano político, es decir,
que los estados eran los encargados de instaurarla, poniendo
a los intolerantes en condiciones de no causar daño.)
En la ofensiva de Bayle por la tolerancia subyace también
una concepción del hombre de gran relevancia. Existe un
acuerdo generalizado -argum enta- sobre la no imputabilidad
de los errores «invencibles», es decir, insuperables; mas nor­
malmente -p ro sigu e- insuperables por excelencia son los
«prejuicios» que cada uno lleva a cuestas desde la infancia
para el resto de la vida, y entre ellos especialmente las creen­
cias religiosas, originariamente impresas por padres, niñeras,
maestros, curas, y así sucesivamente; por lo que se vive en una
religión u otra según el azar nos haya hecho nacer en un lugar
en vez de otro; y por mucho que se esté convencido de que
sólo la propia religión es la «verdadera», los demás también
pensarán lo mismo de la suya.
De este modo, aparecía el condicionamiento cultural como
explicación de las diferencias religiosas, sin que quedase ya es­
pacio alguno para el principio de la fe sostenido por los pro­
testantes, la gracia divina (ni para el defendido por los católi­
cos, la autoridad de la Iglesia). Una conclusión de este tipo
arroja luz sobre la tradición de pensamiento en la que se sitúa
Bayle. La herencia que recogía, llevándola a la culminación,
provenía de Montaigne: una especie de autocrítica del huma­
nismo, compendiable bajo el estandarte del escepticismo. La
recogía de aquellos intelectuales que -e n la Francia de la pri­
mera mitad de siglo- ya la habían radicalizado en el sentido de
la impiedad, junto con el protegerse con declaraciones obse­
quiosas para la religión dominante, siguiendo la huella de la
«doble verdad» que retomaban de Pietro Pomponazzi. Ya en
su época, se les llamaba «libertinos» (en el sentido de librepen-
M Sergio Landucci

sadores); y así se les sigue llamando incluso en los estudios de


nuestro siglo (el primero de todos, Le libertinage érudit dans la
premiére moitié du x v ile siécle de René Pintard, 1 9 4 3 , 19 8 3 1,
z.“ ed.). El más característico es Franqois La Mothe le Vayer; al
cual Bayle dedicará, en el Diccionario , un artículo lleno de ad­
miración y del cual retomará -antes y después del Dicciona­
rio - la crítica del principio del «consenso de las gentes», o sea,
de la idea tradicional de que entre los diferentes pueblos, y en
las diversas épocas, se encuentran al menos algunas creenciaso
algunos principios comunes, y eso mismo garantiza su funda­
mento. Por el contrario-proclam a solemnemente Bayle-, aun­
que así fuese (lo cual no es cierto), no por ello un tal consenso
garantizaría nada, desde el momento en que la difusión de una
opinión no tiene nada que ver con su verdad. Bayle se explaya
en concreto sobre la cuestión del «consenso» para negar el ca­
rácter innato y universal de la idea de Dios, tal y como ya ha­
bía hecho La Mothe le Vayer en aquellos Dialogues d ’Orarius
Tubero que había publicado clandestinamente en 16 3 0 - 16 3 1,
iniciándolos, de manera programática, con uno sobre la filoso­
fía escéptica.
No obstante, el libertinismo de la primera mitad del siglo
x v ii había estado completamente ajeno a la nueva ciencia y
a la nueva filosofía. Y ésta fue la razón de su marginalidad en
la época. La acción de Bayle fue llevar entonces al primer pla­
no, en la conciencia europea, una posición que hasta ese mo­
mento no se había dado nunca. Lo consiguió porque unió las
dos actitudes mentales que habían atravesado el siglo, pero
sin encontrarse hasta ese momento. Por lo demás, Bayle está
de hecho completamente en la línea de la nueva ciencia y de
la nueva filosofía, presentándose siempre como un cartesiano
(concretamente en la formulación que el cartesianismo había
recibido con Malebranche).
Bayle llega a una paradoja como la conjunción de cartesia­
nismo y escepticismo a través de una elección perfectamente
nítida contra otra herencia proveniente del Renacimiento, re­
sumióle como ocultismo (o hermetismo en sentido lato). Ante
la astrología, la magia y el vitalismo, sólo muestra horror; y
es significativo que la primera obra que publicó fuesen unos
Prólogo 15

Pensamientos sobre el cometa. Contienen éstos muchas doc­


trinas, introducidas en forma de excursos; pero el título in­
dica ya que están dirigidos, ante todo, contra la difundidísi­
ma superstición de que los acontecimientos celestes insólitos
anuncian desgracias a los hombres y, en general, que los as­
tros influyen sobre los avatares humanos. Esto es tanto más
importante dado que en el siglo x v u las posiciones más sub­
versivas desde el punto de vista ideológico -hasta el materia­
lismo y el ateísmo (piénsese en el Tbeophrastus redivivus)-
se encontraban, en cambio, en la línea astrológica y mágica
de la herencia del Renacimiento. La nueva ciencia -d e Galileo
en adelante- las había quitado de enmedio. Descartes no sen­
tía más que repugnancia por quienes, en su propia época, ha­
bían sido los «innovadores» contra la Escolástica. Aunque
ésta era el objetivo polémico también de la nueva ciencia, no
por ello se aceptó un «frente único»: se trataba de combatir la
Escuela, pero también a los Cardano, Bruno, Campanella,
etc. Y la hegemonía alcanzada por la nueva ciencia explica en
abundancia, entre otras cosas, por qué en el siglo x v u el ma­
terialismo y el ateísmo estuvieron confinados en la clandes­
tinidad.
El rechazo al ocultismo -en positivo: la opción por la cla­
ridad y la distinción- motiva también la preferencia de Bayle
por la metafísica ocasionalista de Malebranche, desplegada
en su totalidad en el Diccionario. En efecto, la hipótesis de
que es directamente Dios quien mueve los cuerpos, con oca­
sión de sus choques, y de que es él quien produce las sen­
saciones en nosotros y quien produce nuestros movimientos
voluntarios, en las ocasiones pertinentes, tenía para Bayle la
ventaja de explicar todos estos acontecimientos como accio­
nes inteligentes, evitando así el «misterio» de cuerpos mate­
riales y espíritus finitos que actuarían con extraordinaria
regularidad y precisión aunque sin conciencia alguna de lo
que estaban haciendo. Pero esta predilección por la metafísi­
ca ocasionalista sólo es provisional: se trata de la posición
más coherente, una vez se pone en marcha el mecanicismo,
es decir, la concepción del mundo material como reducible
únicamente a materia y movimiento, con exclusión de «al-
16 Sergio Landucci

mas» y «formas». No obstante, según Bayle, incluso esta con­


cepción lleva también a un escepticismo completamente nue­
vo respecto al antiguo.

i . Cartesianismo y escepticismo
Es exactamente al principio (observación b ) del artículo sobre
el fundador del escepticismo, «Pirrón» de Elis, donde Bayle
enuncia que con el mecanicismo moderno el escepticismo tie­
ne muchas más armas que el de la Antigüedad. Y lo que sigue
es una confrontación directa con el cartesianismo, tanto des­
de el punto de vista ontológico como desde el punto de vista
epistemológico.
Ontológicamente, el cartesianismo ha impuesto que -e s la
tesis fundamental del mecanicismo- las cualidades sensibles,
como colores, olores, sabores, etc., no son más que «aparien­
cias», es decir, están privadas de correspondencia objetiva en los
cuerpos. Pero, entonces, no hay razón para no plantear una du­
da análoga también ante aquellas cualidades, como la extensión
o el movimiento, cuya objetividad -desde Descartes a Locke-
se ha querido, en cambio, salvaguardar. Si los cuerpos se nos
aparecen coloreados, calientes o fríos, etc., aun no siendo tales
en sí mismos, ¿por qué no podrían aparecérsenos de cierto ta­
maño, con cierta forma geométrica, en reposo o en movimiento,
sin tener en sí mismos ninguna de estas características? Y, en de­
finitiva, ¿por qué excluir que se tengan las sensaciones que se tie­
nen, es decir, como si proviniesen de cuerpos externos, pero sin
que en realidad exista nada que sea precisamente cuerpos?
Descartes había construido rodas las Meditaciones para lle­
gar, entre otras cosas, a la pretendida «demostración» de seme­
jante existencia; pero he aquí que Bayle puede hacerse fuerte en
la afirmación de Malebranche, en la Búsqueda de la verdad, de
que el único motivo que tendríamos para creer en la existencia
real de la materia sería la revelación (en cuanto la Biblia nos
dice que Dios creó cuerpos, como la Tierra, etc.), mientras que
a la razón filosófica no le es posible probarla -com o era de es­
perar por parte del filósofo que sostenía que es Dios quien pro­
duce en nosotros las sensaciones y las «ideas» de los cuerpos-.
Prólogo >7

Según Bayle, el argumento utilizado por Descartes -e s decir,


que Dios nos engañaría si creyésemos tener sensaciones de los
cuerpos, pero éstos no existiesen, y fuese él mismo quien las
produjese en nosotros-es incoherente con la tesis de la subjeti­
vidad de las cualidades sensibles. De hecho, mientras los hom­
bres creen espontáneamente que los cuerpos mismos son ca­
lientes o fríos, etc., si Dios les engaña, se trata de un engaño
inocente, e incluso por su propio bien, es decir, a fin de que pue­
dan preocuparse por sí mismos; o bien, si se prefiere, no les en­
gaña en absoluto, porque en los hombres subsiste la posibilidad
de suspender el juicio sobre la objetividad o no de aquello que
sienten. Pero otro tanto podrá decirse de la realidad misma de
los cuerpos (además de la objetividad de la extensión y del mo­
vimiento): en el caso de que los cuerpos no existan, aunque
Dios engañe a los hombres dejándoles creer que existen, esto no
será incompatible con su perfección; o bien no les engaña ni si­
quiera en tal caso, al no obligarles a afirmar que los cuerpos
existen. (Contra el principio de la veracidad de Dios, véase tam­
bién la observación B del artículo «Gregorio de Rimini», donde
Bayle es bastante más duro contra Descartes.)
Con la hipótesis inmaterialista aquí avanzada, Bayle antici­
pa el argumento que será utilizado dogmáticamente por Ber-
keley y problemáticamente por Hume. Es más: él se lo pro­
porcionará. En efecto, tanto Berkeley como Hume partirán
precisamente de la disolución de aquella distinción entre las
cualidades llamadas «primarias» y las llamadas «secunda­
rias» que -antes de Bayle- había representado la línea domi­
nante del pensamiento moderno en el siglo x v n (compartida,
a su manera, también por Malebranche).
Desde el punto de vista epistemológico, Bayle asume que la
única barrera contra el escepticismo sería el criterio cartesiano
de la «evidencia». Este desafío tiene un alcance definitivo, por­
que si, a la inversa, se debería admitir que el criterio de la evi­
dencia no funciona, eso representaría el triunfo del escepti­
cismo. Pero inmediatamente Bayle -adentrándose en aquel
terreno de la teología que es decisivo en todo el D iccionario-se
dedica a mostrar cómo los dogmas cristianos obligan a consi­
derar falsas nociones que para la razón no son, en cambio, sus-
i8 Sergio Landucti

ceptibles de discusión, en cuanto se les presentan como princi­


pios, o axiomas, incontestables, es decir, exactamente como el
modelo mismo de la evidencia.
Por ejemplo, el axioma de que si dos cosas no se diferen­
cian de una tercera, no se diferencian tampoco entre sí, es di­
rectamente contrario al dogma de la Trinidad, según el cual el
Padre y el Hijo (o el Hijo y el Espíritu) son ambos Dios y, sin
embargo, siguen siendo dos «personas» distintas. O bien, el
principio de que es imposible que un cuerpo se halle en dife­
rentes lugares al mismo tiempo se contradice con un dogma
como el de la «presencia real» del cuerpo de Cristo en la eu­
caristía, en el que cree tranquilamente la mayoría de los cris­
tianos. Mientras dicho sacramento se celebre en diferentes si­
tios a la vez, se darán otras tantas presencias del mismo
cuerpo en diversos lugares. Es más, si se cree que en la euca­
ristía las «especies» del pan y del vino se transforman en el
cuerpo de Cristo, viene a defenderse que dichos atributos se
conservan -un a vez realizada la consagración- independien­
temente de su substancia (el pan y el vino); y así se desdice el
principio de que los atributos, o «modos», no pueden subsis­
tir sin la substancia, principio al que la razón no permite ex­
cepciones, ya que se trata de la definición de tales nociones de
substancia y atributo. Por último, el principio mismo de la
creación -q u e no puede ser sino «continua»: la llamada con­
servación de las criaturas equivale a una nueva creación de és­
tas a cada instante- elimina cualquier certeza de la identidad
de las criaturas en el tiempo, sin poder excluirse, en un mo­
mento determinado, la creación de un ente nuevo pero dota­
do de la ilusoria conciencia de no serlo.
Además, Bayle insiste en la oposición de algunos dogmas
cristianos a principios morales elementales, tan evidentes
como los axiomas teoréticos; y así introduce una vez más
(como en tantos otros artículos del Diccionario) la cuestión del
mal. Por ejemplo, el dogma del pecado original, cualquiera que
sea el modo como se lo entienda, contradice el principio de
que es injusto castigar a alguien por algo que han hecho otros,
incluso antes de que él existiese (es imposible que quien aún no
existe sea corresponsable de algo). El mismo dogma y el espec-
Prólogo 19

táculo de la historia, dominada por pecados y dolores, mues­


tran que la conducta de Dios no está conforme a principios
asimismo evidentes: por ejemplo, quien pueda impedir un
mal, tiene el deber de impedirlo (so pena de convertirse en co­
rresponsable); lo útil no debe ir nunca en detrimento de lo ho­
nesto, etc. Ahora bien, según todos los teólogos cristianos,
Dios podría perfectamente impedir pecados y dolores con sólo
quererlo, pero evidentemente no lo quiere; y no lo quiere por­
que, siempre según ellos, pecados y dolores le sirven (le son
«útiles») para la manifestación de su gloria, es decir, de su jus­
ticia, frente a aquellos a quienes castiga, y de su misericordia,
frente a aquellos a quienes perdona. En cuanto a la réplica
-también ésta común a todos los teólogos cristianos- de que
Dios no estaría vinculado a los deberes a los que estamos vin­
culados nosotros, por lo que los criterios de su actuación nos
resultan inaccesibles, suena a pura música en el oído del escép­
tico. De este modo viene a admitirse que los principios morales
-la s ideas de la justicia y de la honestidad- no son absolutos,
sino relativos (a la persona que actúa y a las condiciones en que
se encuentre), o bien que nosotros los hombres no tenemos ac­
ceso a los principios absolutos.
Como siempre en estos casos, Bayle concluye con su estri­
billo a propósito de los enfrentamientos entre la razón y el
cristianismo: el uso de la razón es válido contra la presunción
arrogante de quien se crea seguro incluso desde el punto de
vista racional (y, por ejemplo, desprecie de manera apriorísti-
ca el escepticismo); pero - s i se trata de una razón no dogmá­
tica, sino crítica, como lo es precisamente la escéptica- tiene
además la ventaja de hacer sentir la debilidad de la razón mis­
ma, humillando la presunción intelectual, e induciendo con
ello a someterse a esa «guía mejor», representada por la fe... 3

3. Teología y fideísmo
A lo largo de todo el Diccionario, Bayle profesa la superiori­
dad de la revelación sobre la razón, en caso de conflicto entre
las dos. Sostiene que entre la filosofía y el Evangelio es nece­
sario «elegir». Si se quiere sólo lo que es evidente, abandóne-
20 Sergio Landucei

se el cristianismo; pero si se quiere, en cambio, seguir aferra­


do a este último, habrá de abandonarse toda pretensión ra­
cional. La fe es una persuasión de las verdades reveladas sólo
en razón de la autoridad de Dios; por lo que, quien crea en la
inmortalidad del alma, por ejemplo, por razones filosóficas,
será ortodoxo, sí, pero no por ello participa aún de la fe: sólo
participa de ella quien crea dicho dogma porque Dios lo ha
revelado, y le sacrifique las eventuales razones filosóficas en
sentido contrario. Ya se considere la fe un mérito del creyen­
te o un beneficio de Dios, ésta es tanto más fuerte cuanto ma­
yor es el sacrificio realizado por nuestra inteligencia. La razón
es de por sí incrédula y orgullosa; y el único modo de vencer
sus tentaciones es hacerla callar; reconociendo la excelencia
de la fe.
Si se toman estas aseveraciones al pie de la letra, debería con­
siderarse el Diccionario sencillamente como una gran obra de
apologética cristiana, una especie de propedéutica a la fe me­
diante la humillación de la razón. Por lo demás, efectivamente,
algunos estudiosos de los últimos decenios se han dedicado a
interpretarlo de este modo; pero en completa oposición a todos
los contemporáneos de Bayle, quienes -perteneciesen a una u
otra confesión o corriente teológica- estuvieron de acuerdo en
poner sus declaraciones de ortodoxia en la cuenta de aquellas
tácticas que eran típicas de la tradición libertina. Una posición
como la que resulta de las aseveraciones de Bayle recién recor­
dadas suele denominarse «fideísmo». Pero también podría em­
plearse la expresión «doble verdad», pues también Bayle repite
que «ciertas cosas, falsas en filosofía, son verdaderas en teolo­
gía», con la ventaja de remitimos al fundador -Pom ponazzi-
de la tendencia moderna al otro extremo de la cual se encuentra
Bayle. Baste con ver, en el Diccionario, precisamente el artículo
sobre «Pomponazzi», traducido aquí, y en especial la observa­
ción F (en este caso, naturalmente, sobre el tema de la inmorta­
lidad del alma).
De cualquier modo -se hable de fideísmo o de doble ver­
d ad - se presenta el dilema: ¿estamos ante un místico, enemi­
go de la razón, o bien ante un descreído que se está prote­
giendo prudentemente, en una época de persecución del libre
Prólogo zi

pensamiento, o incluso está atento a instilar su veneno me­


diante simulaciones? Inevitablemente, la respuesta -y , por
tanto, la interpretación- queda confiada a la discreción del
lector. Que después de haber leído a Bayle se pregunte si cree
considerarlo un místico, sediento de Dios, o un apologeta,
cuyo interés es defender el cristianismo. Un místico opondrá
la fe a la razón, tomando nota de los límites de la segunda;
pero no se complacerá en absoluto en extenderse acerca de las
dificultades que la fe encuentra en la razón, como, por otra
parte, hace Bayle con auténtica saña. En ello parece concen­
trada toda su atención, mientras que sus declaraciones fideís-
ticas suenan bastante más banales. Y, sobre todo, éstas son
precisamente declaraciones, en tanto que las otras son argu­
mentaciones (queda el lector advertido de tener en cuenta esta
diferencia fundamental); y, en general, se da incluso una des­
proporción cuantitativamente vistosa entre aquéllas y éstas.
Un apologeta podría ser, ciertamente, incauto y dar demasia­
do peso a las dificultades a las que pretendía replicar; pero, si
la desproporción era demasiado grande como para ser juzga­
da fruto de la ingenuidad, se creía estar en presencia de un
descreído con apariencia fingida. Y, como se ha dicho, en
aquel momento todos tenían esa opinión de Bayle.
Por lo demás, la eventualidad de las persecuciones no era,
para él, tan sólo una eventualidad; precisamente mientras es­
taba redactando el Diccionario fue destituido de la enseñanza
-p o r obra de las autoridades civiles y religiosas de aquella
Holanda que, a pesar de todo, era a la sazón el país europeo
más tolerante- tras haber sido acusado de «ateísmo» (para
leer a los autores de los siglos x v u y x v m es necesario tener
en cuenta siempre todo lo que a este propósito ha afirmado
Leo Strauss, en Persecution and Art o f Writing, sobre la nece­
sidad de saber «leer entre líneas»). Además, que Bayle recu­
rriese a simulaciones y que incluso se complaciese en ellas, de­
fendiendo tanto el pro como el contra respecto a una tesis, o
poniendo en boca de otros, es decir, de personajes ficticios de
conveniencia, determinadas argumentaciones, es algo que se
constata tanto más cuanto mejor se conoce el Diccionario
(por lo demás, él apareció siempre socarrón, huidizo, camale-
22. Sergio Landucei

ónico, y el Diccionario , en concreto, laberíntico). Pero inclu­


so puede hacerse un pequeño experimento sólo con la obser­
vación b del artículo «Pirrón». Como sabemos, este artículo
concluye con la advertencia de que la fe es una guía mucho
más segura que la razón; pero se había iniciado con la decla­
ración de que el pirronismo es peligroso sólo para la religión
(no para la física ni para la política), porque la religión debe
«fundarse en la certeza», en ausencia de la cual «se derrum­
ba». Y seguía una afirmación tranquilizadora de este tenor:
siempre serán muy pocos los que se descarríen a causa de las
argumentaciones escépticas, porque a ello se opondrá la gra­
cia de Dios o la fuerza de la educación o la ignorancia, etc.;
donde se colocaba la Gracia en el mismo plano que los «pre­
juicios». Además, en la misma observación, las argumenta­
ciones escépticas que seguían estaban puestas en boca de un
abad (católico), con el único motivo de poder emparejar al
dogma de la Trinidad otro como el de la transubstanciación:
algo que suscitó también gran escándalo entre los correligio­
narios calvinistas de Bayle, evidentemente no convencidos del
subterfugio al que había recurrido.
De cualquier modo, las declaraciones fideístas de Bayle
equivalen a sostener la irracionalidad de la fe. Ahora bien, la
mejor demostración del carácter epocal de su empresa es el
hecho de que, después de él, lo mismo será sostenido también
por los espíritus cristianos más actualizados: por ejemplo, a
finales del siglo x v m por Jacobi; en el x i x por Kierkegaard,
y, en nuestro siglo, por Karl Barth. N o obstante, por parte de
éstos hay siempre un compromiso que ciertamente no es posi­
ble encontrar nunca en Bayle, completamente privado, en este
punto, de aquel pathos del cual sabe hacer en otras circuns­
tancias un amplio uso. No debemos dejar de lado el tema del
tono estilístico, por huidizo que pueda parecer. Y, una vez
más, también aquí se jugó Bayle la reputación de descreído
entre sus contemporáneos, quienes desde este punto de vista
son los testimonios más fiables.
En todo caso, el llamado fideísmo de Bayle tiene unos resul­
tados objetivos, independientemente de cómo se resuelva el
enigma de sus intenciones; resultados esencialmente destructi-
Prólogo *3

vos, destinados a marcar la modernidad (incluida la nuestra).


En principio, la destrucción de cualquier hipótesis de filosofía
cristiana, esto es, de aquella línea agusdniana del pensamiento
cristiano que en el siglo x v i i tuvo su mayor representante en
Malebranche. Para éste, como para Agustín, al ser la razón y la
fe los dos órganos de la verdad de los que dispone el hombre,
no sólo no es admisible enfrentamiento alguno entre ellas, sino
siquiera alguna autonomía recíproca. Precisamente en tanto
que filósofo, el filósofo debe alcanzar la verdad revelada para
comprender el mundo y al hombre. Otro resultado es la des­
trucción de cualquier hipótesis de acuerdo en la distinción , en­
tre la razón y la fe, según la línea tomística del pensamiento
cristiano que en ese siglo había tenido su mayor representante
en Descanes. Esto significaba neutralidad entre la razón y la
fe, a propósito de los auténticos «misterios» -com o la Trini­
dad, la Encarnación, etc.-, accesibles sólo en vinud de la reve­
lación, por lo que éstos estarían sí «por encima» de la razón,
pero no por eso enfrentados a ella. A propósito de esto último,
nótese que toda la respuesta de Leibniz a Bayle, en los Ensayos
de teodicea, estará construida precisamente sobre este princi­
pio de que lo que está por encima de la razón no por ello está
contra la razón. Así pues, para responder a Bayle, su mayor ad­
versario -p o r no hablar de los dem ás- no encontraba nada
mejor que oponerle precisamente lo que Bayle había destruido.
Aquí se puede ver su triunfo postumo.
Pero la cuestión última es aún otra: la concepción que tie­
ne Bayle de la fe, porque, evidentemente, de ella depende todo
en una concepción «fideísta». Y ésta sólo se afronta temática­
mente en el Diccionario una o dos veces, y, especialmente, en
la observación c del artículo «Nicole». Allí extrae Bayle las
consecuencias de la polémica entre católicos y calvinistas en
la segunda mitad del siglo. Los católicos habían logrado mos­
trar la impracticabilidad del criterio protestante del libre exa­
men, al menos para la inmensa mayoría de la humanidad,
dados los conocimientos lingüísticos e históricos que serían
necesarios para decidir personalmente sobre la autenticidad y
el sentido de los diversos pasajes escriturísticos, todos ellos
controvertidos, sobre los cuales se debería tomar posición
2-4 Sergio Landucci

(admitiendo esto, Bayle se colocaba fuera de su propia confe­


sión religiosa). Pero, en contrapartida, los protestantes -entre
ellos el propio Bayle, en el decenio anterior- se las han inge­
niado para volver la objeción contra los católicos, argumen­
tando que esa dificultad se encuentra igualmente a la hora de
decidir sobre lo que, según los católicos, es el único artículo:
la autoridad de la Iglesia, en cuanto detentadora exclusiva del
derecho de decidir la interpretación de la revelación. Es cierto
que, en este segundo caso, sólo debe decidirse este artículo,
pero no por ello son menores las dificultades, para quien
quiera hallarlo en la Escritura y hallar en ella la exclusión del
libre examen; hasta tal punto es cierto que éste fue el punto
sobre el que se consumó el cisma protestante. Naufragar a
una milla de la costa -comenta Bayle- no es ciertamente más
consolador que hacerlo a veinte millas. Pero es el cristianis­
mo, en su conjunto, quien se halla al borde de un abismo por
este trasiego de la misma objeción entre las dos grandes con­
fesiones en las que se divide modernamente. Si no consigue
ser practicable ni el criterio católico ni el protestante, la fe
queda reducida a un «instinto» o a un «gusto» en cualquier
caso subjetivos, acerca de los cuales no hay nada que discutir,
precisamente porque no se da ninguna medida objetiva para
hacerlo. El único modo de consolarse sería decir de la fe lo
que se dice del dinero: no importa cómo se consiga, lo impor­
tante es tenerlo. Pero, entonces, lo mismo dará que sea la
Gracia o el gusto personal o la educación lo que provoque en
nosotros la fe. Una consolación, pues, bastante blasfema.4

4. Ateísmo y spittozismo
La seca alternativa «o la fe o la razón» tiene una implicación
ulterior, y la más avanzada en la época. De hecho, venía a eli­
minar incluso el llamado «deísmo» (tal como se le llamaba a
partir del siglo x v i) , o sea, un teísmo construido sobre bases
exclusivamente racionales, en el rechazo de la revelación. Era
la versión laica, anticristiana, de una posición que había sido
del pensamiento cristiano en la línea no agustiniana, dispues­
ta a reconocer una parte de autonomía a la razón filosófica.
Prólogo z5

Recuérdense ios preámbulo fidei tomísticos, constituidos por


verdades como la existencia de Dios, su naturaleza (en la me­
dida en que le es dado al hombre conocerla) y la inmortalidad
del alma; y luego toda la tradición (hasta Christian Wolff) de
la teología llamada «racional». Éste es el origen de la idea
de una religión «natural», es decir; sin misterios o dogmas (el
manifiesto de Toland se titulará Cristianismo no misterioso).
Por otra parte, la hegemonía que conocerá el deísmo en el si­
glo x v u i explica precisamente por qué - a l contrario de lo
que suele decirse- la presencia de Bayle se encontrará enton­
ces un poco en todas partes, pero sólo raramente en sus ras­
gos más radicales.
Estos rasgos radicales, que bloquean la posibilidad de una
conclusión deística, llevan en la dirección del ateísmo, porque
consisten en críticas de las demostraciones de la existencia de
Dios, más que de la pretendida prueba sobre la base del su­
puesto consenso de las gentes; críticas también del argumento
cosmológico (Dios como causa primera) y del argumento te-
leológico (Dios como dirigente del mundo).
En cuanto al argumento cosmológico, véanse, por ejemplo,
las objeciones sobre la relación entre un Dios espiritual y el
mundo material -e n el segundo párrafo de la observación s
del artículo «Epicuro», entre los aquí traducidos-. Para que un
ente sea realmente distinto de la materia, es necesario que no
tenga extensión alguna; pero, si no tiene extensión alguna,
no puede tampoco entrar en contacto físico con la materia, que
es extensa por definición. Y sin ello es imposible que le pueda
comunicar jamás el movimiento; y es igualmente imposible
que modifique de algún modo un movimiento ya existente. Es­
tas objeciones están puestas en boca de Epicuro, contra los pla­
tónicos; pero está claro que son igualmente válidas contra el
Dios cristiano. Para equilibrar, en la observación T, Bayle pre­
sentará como resolutivo el «dogma» de la creación de la nada,
ignorado por los antiguos; pero en la misma observación s ya
lo había proclamado tan contrario a los principios evidentes de
la razón -e n este caso al principio «ex nihilo nihil fit»—como
el dogma de la Trinidad (lo cual se repite también en la obser­
vación o del artículo «Spinoza»).
z6 Sergio Landucci

En otro artículo («Ovidio») Bayle afirma la suficiencia de la


materia y del movimiento para que el caos se transforme en un
cosmos, sin ninguna necesidad de que Dios provea a ello; e in­
cluso presenta esta hipótesis como obligatoria para los físicos
modernos. Era la «fábula del mundo» de Descartes; pero, con
absoluta mala fe, Bayle la atribuye también a quien, en cam­
bio, había sido su mayor crítico, es decir, a Newton. Y llega in­
cluso a defender al epicureismo frente a la objeción más tradi­
cional. Pretender que de un movimiento casual de átomos -se
había dicho y redicho- surja un mundo ordenado equivaldría
a admitir la posibilidad de que de un montón de letras a gra­
nel salga un poema como la litada. Pero entre estos dos casos
-objeta Bayle, utilizando a un epicúreo contemporáneo suyo-
no es posible la comparación, porque un determinado poema
es único (o las letras están dispuestas de aquel modo preciso o
no es tal poema), en tanto que los mundos, todos diferentes
entre sí, son posibles en número indefinido: éste o aquél, pero
en cualquier caso un mundo, porque para eso basta con un sis­
tema de cuerpos.
Más tarde (en la Continuación de los «Pensamientos diver­
sos sobre el cometa»), Bayle hará completamente explícito el
presupuesto de muchos artículos del Diccionario : la razón
por sí sola no puede sino llevar al ateísmo. Seguramente, un
antiguo, dotado de buen sentido y de fineza moral, habría de­
bido preferir el ateísmo, que hace depender todo de las leyes
necesarias de la materia, a las insensateces y los horrores de la
mitología pagana. Imaginándolo luego colocado ante el prin­
cipio de la creación, habría podido afirmar que éste está ex­
puesto a dificultades totalmente análogas a las que suelen
oponerse al ateísmo. En principio, se dice siempre que no lo­
grará explicarse nunca cómo una materia ciega puede dar lu­
gar a entes pensantes; pero también los animales piensan, a su
modo, desde el momento que están dotados de sensibilidad y
de conciencia, y, sin embargo, no por ello se cree que estén
dotados de un alma inmaterial (la única solución que podría
resolver la cuestión es del todo insostenible: la cartesiana de
considerarlos simples máquinas); y, por tanto, si la materia
puede producir el pensamiento animal, no se puede excluir
Prólogo *7

que sea capaz de producir también el humano, dado que éste


es ciertamente superior al animal, pero no se diferencia de
él en esencia (veremos cómo se había afrontado esta proble­
mática en el Diccionario en el artículo «Rorario»). Además,
parece inadmisible que una materia bruta actúe según las
leyes de la naturaleza (que dan cuenta de la irregularidad del
mundo), porque relacionamos la idea de «ley» con una pro­
gramación inteligente; pero esta misma dificultad vuelve a
encontrarse, mutatis mutandis, también en la hipótesis teísti-
ca, desde el momento en que incluso el Dios de los teístas
tiene una naturaleza, o esencia, de la que no es autor, y se le
imponen leyes, lógicas y morales, de las que tampoco es au­
tor. ¿Podría acaso Dios modificar algo en aquellos atributos
-com o la infinidad, la omnisciencia, etc.- que lo constituyen?
¿O bien hacer que un mismo cuerpo sea al mismo tiempo cua­
drado y circular, es decir, violar el principio de no contradic­
ción? Así pues, no se da una programación inteligente previa
en el origen de la esencia de Dios y de las leyes constitutivas
de su mente; y, de este modo, un Dios creador no sería más li­
bre y omnipotente que el «demiurgo» de Platón, condiciona­
do por las Ideas eternas, que no ha producido él. De este
modo, antes o después deberemos pararnos en una «naturale­
za» que -sea el Dios creador o la materia b ruta- no es fruto
de un proyecto consciente. Pero, entonces, tanto vale pararse
enseguida, en la materia, con la ventaja de no multiplicar los
entes, como seguir a la búsqueda de una explicación a la que
no se llega. En efecto, incluso admitiendo que con el principio
de la creación se explique mejor el mundo, sin embargo, de
este modo sólo se aparta lo que permanece sin explicación: la
naturaleza de Dios precisamente. (Todo ello, se entiende, sal­
vo que -concluirá Bayle- se recurra a la fe como la solución
de cualquier enigma.)
Bayle consideraba, pues, racionalmente admisible la hipó­
tesis de una materia agente eterna sin finalidad alguna. Pero
para que se dé el ateísmo -pensaba é l- no es necesario llegar
tan lejos: basta con negar la providencia, es decir, el gobierno
divino del mundo; porque, en tal caso, es irrelevante para los
hombres que exista o no Dios. Ejemplo clásico de un ateísmo
z8 Sergio Landucci

de este tipo es el epicureismo. Y, de hecho, nunca nadie se


echaría a rezar o a temblar ante dioses como los de Epicuro.
Por esto, en el artículo sobre Spinoza -e l más extenso del
D iccionario- la calificación de su sistema como ateísmo se da
por descontada (aunque es cierto que todos estaban de acuer­
do, entonces, con este calificativo). M ás aún, según Bayle, el
de Spinoza es el primer «sistema» del ateísmo en el pensa­
miento occidental. Y le dirige una crítica de lo más violenta,
concentrada en el principio de la unicidad de la substancia.
Bayle asimila este principio a la creencia antigua y oriental en
el «alma del mundo» y lo juzga intelectualmente «monstruo­
so», en cuanto contrario a las nociones más claras de nuestra
inteligencia. En efecto, la atribución de la extensión material
a la substancia única (o Dios) choca frontalmente contra la
noción que tenemos de la extensión como por definición divi­
sible, de manera que cada nueva subdivisión de la materia
venga a constituir una substancia en sí, realmente distinta de
las otras. Luego, la atribución de la modalidad del pensamien­
to a la substancia única hace de ésta el sujeto de «modificacio­
nes» recíprocamente contradictorias al infinito, como son los
diversos estados psíquicos en que pueden encontrarse las dife­
rentes mentes finitas (alguien está triste y alguien alegre, al
mismo tiempo); por lo que resulta negado el principio mismo
de no contradicción. Y así sucesivamente. Estas críticas se
apoyan en una interpretación excesivamente sumaria de la Et-
hica (aunque de éxito durante más de un siglo). Pero en su ori­
gen existe una genuina antipatía hacia las construcciones «es­
peculativas», las metafísicas dogmáticas, que sólo es natural
en un espíritu crítico, e incluso escéptico, como Bayle (el cual
la había además reforzado bajo la impresión del Ensayo sobre
el conocimiento humano de Locke). Por otra parte, aprove­
chaba una ocasión para ostentar un rechazo neto de lo que en­
tonces se consideraba la forma más reciente (poscartesiana)
del ateísmo. Y, sin embargo, en el curso de la confrontación
entre Spinoza y el sistema creacionista (observación o) se en­
cuentra la asombrosa declaración de que para refutar la hipó­
tesis de Spinoza basta que ésta sea expuesta a objeciones no
menores a las que se expone la hipótesis cristiana (como la in-
Prólogo 19

comprensibilidad de la creación a partir de la nada y de la pre­


sencia dei mal en un mundo creado y regido por un Dios).
Pero, si la hipótesis spinoziana y la hipótesis cristiana están
expuestas a dificultades iguales, no habría motivo para prefe­
rir una de las dos; y un escándalo hiperbólico comparable al
mostrado por Bayle ante la «monstruosa» hipótesis spinozia­
na, en razón de sus dificultades, habría merecido también la
hipótesis cristiana, por las suyas. Además, dichas «hipótesis»
resultan así equiparadas, como si el cristianismo fuese un
sistema filosófico entre otros, lo cual produce una impresio­
nante estridencia con las aseveraciones fideístas oficiales. Cier­
tamente, la frase citada queda corregida por otras más favora­
bles al cristianismo, en el mismo contexto; pero fue el propio
Bayle quien aconsejó personalmente (en otro lugar) prestar
atención, en la lectura de cualquier autor, no a las afirmacio­
nes ortodoxas, por numerosas que sean, sino más bien a una
sola en contraste con todas ellas; y un criterio semejante ha de
aplicarse, ante todo, a él mismo.5

5. La cuestión del alma


En el Diccionario, esta cuestión se afronta de manera temáti­
ca en el artículo «Rorario», con la discusión de las dos posi­
ciones existentes en aquel momento sobre el alma de los ani­
males: la tradicional, escolástica, que atribuía a los animales
un alma material, y la nueva, cartesiana, que reducía a los ani­
males a autómatas, al negarles el alma. Bayle señala las conse­
cuencias de estas posiciones en relación con la religión. Es una
verdadera lástima, dice, que la tesis cartesiana no pueda to­
marse en serio, ya que resolvería muchos problemas ayudan­
do a la fe: en principio, garantizar la espiritualidad e inmorta­
lidad del alma humana, evitando las objeciones que, de otro
modo, nacen de atribuir a los animales un alma no inmortal;
y, después, poner a salvo la bondad de Dios, eliminando el es­
cándalo del sufrimiento por parte de criaturas, como los ani­
males, a las que obviamente no se les puede imputar el peca­
do. De manera simétrica, las consecuencias de la posición
escolástica son «horribles». De entrada, resulta insuperable la
3o Sergio Landucci

dificultad de que, si los animales tienen sensibilidad, y por tan­


to sufren, entonces están sufriendo seres inocentes. En cuanto
a las capacidades de los animales, los escolásticos proceden
alternativamente a reivindicarlas y rebajarlas: las reivindi­
can, para defender que los animales no son máquinas, pero las
rebajan, para diferenciar sus almas de las humanas. N o obs­
tante, una vez que se reconoce las capacidades de los animales,
queda debilitada una diferencia de esencia entre sus almas y
las humanas. Hay pocas posibilidades de elegir: si los anima­
les no son máquinas, no se puede no atribuirles el pensamien­
to, ya sea entendido como conocimiento o conciencia (¿podría
acaso un animal ver un objeto y no darse cuenta de que lo ve?)
o como raciocinio, por elemental que sea (comparación de
ideas, deliberación con vistas a algún fin, elección de medios).
Por mucho que se insista en los límites de las capacidades de
los animales, todos los argumentos en este sentido son asimis­
mo argumentos a favor de la hipótesis de que dichos límites
dependen, no ya de sus almas, sino de sus cuerpos, es decir, de
la pobreza de sus órganos, como sucede con los niños, los lo­
cos, los estúpidos y los lelos. En efecto, ¿cómo suponer que la
diferencia entre un niño y él mismo adulto depende de una di­
ferencia de alma, antes que de una diferencia de desarrollo
corporal? De ello resultaría que los pensamientos del alma
dependen de los movimientos del cuerpo al que está unida.
Por otra parte, con la tesis misma de un alma material no se
hace otra cosa que proporcionar armas al materialismo, es de­
cir, a la extensión de semejante tesis también al hombre: bas­
tará suponer que el alma del hombre es un poco, o bastante,
mas «fina» o delicada que la de los animales.
Bayle reprocha a la posición escolástica que autorice seme­
jantes consecuencias; pero quien las extrae es él, con una
complacencia y una insistencia, además, que hacen evidente
hacia qué soluciones se dirigen sus simpatías intelectuales; así
pues, entre el cartesianismo y la escolástica pasa a primer pla­
no una tercera posición, alternativa a las otras dos, que es el
materialismo.
No obstante, a menudo, la postura de Bayle es más dialéc­
tica que doctrinaria. En el centro de su ataque está la siguien-
Prólogo 31

te argumentación: la diferencia entre los comportamientos de


los animales y los comportamientos de los hombres no es cua­
litativa, sino sólo de grado, «del más al menos»; pero, por la
misma razón, idéntica variedad se encuentra entre los dife­
rentes animales y entre los diferentes hombres. Por ello, si
sólo un alma espiritual fuese capaz de producir las acciones
de un hombre deficiente o incluso de un bruto campesino, en­
tonces sólo un alma espiritual sería capaz de producir tam­
bién acciones como las que realizan los monos o las abejas.
Y si, por el contrario, un «principio corpóreo» fuese capaz de
producir las acciones de los monos o de las abejas, entonces,
un principio asimismo corpóreo podría ser causa de todo lo
que realizan los hombres estúpidos o brutos (observación f ).
Conclusión: si las almas de los animales son materiales y cor­
póreas, lo son también las de los hombres; y, si el alma hu­
mana es espiritual e inmortal, lo es también el alma de los ani­
males (observación d ). L o que resulta en ambos casos es la
asimilación del hombre a los animales en cuanto a su esencia.
Pero el dilema planteado es válido, además de contra los
escolásticos, también contra los cartesianos. Funciona, pues,
contra ambas posiciones recíprocamente enfrentadas, porque
en los dos casos se está en presencia de una pretensión de irre-
ductibilidad (diversidad de esencia) del hombre con respecto
a los animales, se atribuya o no un alma a estos últimos. De
este modo resulta evidente incluso la ascendencia histórica
de la argumentación de Bayle: aquella reivindicación de la no
inferioridad de los animales con respecto a los hombres que
-e n polémica contra las teorizaciones humanistas de la dig-
nitas kom inis- fue llevada a cabo por Montaigne y por Cha-
rron (a quienes Bayle recuerda en la observación d ). Estamos
pues en el surco del llamado «libertinismo» (y baste recordar
que, en un principio, Descartes se había alzado precisamente
contra Montaigne y Charron con su tesis del automatismo
animal, en la parte v del Discurso del método ).
31 Sergio Landucci

6. La cuestión del mal


En cuanto a la providencia, según Bayle es insuperable (sal­
vo el salto a la fe) la objeción que se sigue de la presencia del
mal en el mundo. En el Diccionario , este tema se afronta de
cara en los grandes artículos temáticos «Maniqueos» y «Pau-
licianos»; y regresa también en muchos otros (por ejemplo, en­
tre los aquí traducidos, «Pirrón», «Rorario» y «Spinoza»). En
estos artículos - y en las obras posteriores, en respuesta a las
críticas de muchos sobre este tem a- Bayle se vuelve contra
las minimizaciones del mal, tanto desde el punto de vista cuan­
titativo como desde el punto de vista conceptual. Para Bay­
le, toda la historia no es más que un gigantesco archivo de los
delitos y de los infortunios del género humano: por doquier
desgracias y maldad, hospitales y prisiones, mendigos y patí­
bulos. Así se dice al principio del artículo «Maniqueos»; y así
se indica también ya el nuevo concepto del mal: son males sólo
el sufrimiento y el dolor, esto es, cuanto se padece en contras­
te con los propios deseos (tenga origen en el cuerpo o en la
mente, en cualquier caso el sufrimiento es siempre psíquico), o
bien las malas acciones, es decir, los actos que provocan sufri­
miento, a sí mismo o a los demás. Pero, desde un punto de vis­
ta puramente racional, una voluntad sólo es mala en la medi­
da en que provoca precisamente sufrimientos; con ello se ha
invertido el lugar común que identificaba la mala voluntad
como culpa (es decir, pecado, incluido naturalmente el «origi­
nal») y el sufrimiento como la consiguiente pena.
Si mal es (directa o indirectamente) el dolor, se derrumban
los argumentos milenarios que encontraban para él una com­
pensación en el conjunto del cosmos. San Agustín había
comparado los males con las disonancias en música, o con las
sombras en los cuadros, las cuales, consideradas en el conjun­
to, contribuían a la belleza del mismo. Según esta teoría, uná­
nimemente sostenida hasta Descanes, la pane del mal que les
toca a los hombres sería consecuencia de su imperfección, en
cuanto criaturas (o sea, entes finitos), y vendría a ser funcional
tanto con respecto a la variedad del cosmos, como con respec-
Prólogo 33

to a la manifestación de los atributos de Dios (como la justicia


o la misericordia, alternativamente). La imperfección constitu­
tiva de las criaturas era denominada el «mal metafísico» (aque­
lla privación de ser, aquel no-ser, que se encontraría de diferen­
tes maneras en todo lo que no sea el Ser perfectísimo) y, en el
caso del hombre, se explicaban de este modo tanto sus «cul­
pas» como sus «penas». Bayle deshizo definitivamente esta
construcción. El llamado mal metafísico no es en absoluto mal
-afirm a Bayle-, porque lo que se pone en cuestión no son las
características propias de una determinada especie de entes,
frente a otras o al creador; sino tan sólo el eventual sufrimien­
to de aquellos entes que son susceptibles de sufrir. A este res­
pecto, remitirse al mal metafísico es completamente evasivo:
una invención verbal para exorcizar el escándalo del único mal
real. Se constata de nuevo que los Ensayos de teodicea de Leib-
niz -escritos para replicar a Bayle, en especial sobre la cuestión
del mal (el término teodicea, acuñado por Leibniz, significa
precisamente justificación de Dios con respecto a los males del
m undo)- se fundamentarán precisamente en las nociones y
teorías que acababan de ser contestadas por Bayle. Es decir, se
le oponía aquello que él había destruido.
El mal no es explicable mediante la imperfección de la cria­
tura, porque no es en absoluto «negación» o «privación», es
decir, falta o defecto de una perfección mayor. A quien conti­
núe repitiendo que la enfermedad es mera privación de la sa­
lud no hay más que invitarle a que se informe entre los enfer­
mos. Se puede, sin más, invertir la aseveración diciendo - y
con mucho más derecho- que es la salud lo que no es otra
cosa que una privación de la enfermedad. Además, ni siquie­
ra la más férrea salud es garantía frente a aquella enfermedad
del alma que es la tristeza, en sus diferentes grados; porque
mal o bien son nociones «relativas», es decir; medibles no en
absoluto, sino sólo en relación a quien las experimenta. Des­
de fuera, se puede decir que un mal que golpea a alguien es
modesto; pero, si desencadena un dolor o una inquietud inso­
portable, el sufrimiento de quien así reacciona no queda en
absoluto disminuido por muy desproporcionada que conside­
remos semejante reacción.
34 Sergio Landucci

Naturalmente, las tentativas de reducir el mal se habían


puesto en marcha, desde siempre, como un intento de «defen­
der» a Dios. El ataque de Bayle se concentra así sobre el
modo en que para La razón es necesario pensar a Dios, o sea,
sobre sus atributos y sobre la relación existente entre ellos (en
este terreno se habían desarrollado ya las grandes controver­
sias teológicas del siglo). Ningún teísta -observa Bayle- pue­
de negar que un Dios omnipotente, si hubiese querido, habría
podido hacer que el hombre no pecase ni experimentase el
dolor, sin por ello conferirle ninguna perfección indebida.
Ahora bien, si en cambio es esto lo que sucede, la razón nos
obliga a reconocer que Dios lo quiere. La única alternativa
sería pensar que le es imposible hacer más, o mejor, de lo
que hace; pero, de ese modo, se le privaría del atributo de
la omnipotencia, dando la razón a aquellas posiciones dua­
listas y anticristianas -com o era, por excelencia, el mani-
queísm o- que han defendido un Dios bueno, pero de limita­
da potencia (en cuanto opuesto a otro dios malo). En un
planteamiento como éste deviene central, por consiguiente, la
concepción misma de Dios. Ahora bien, con la razón -sostie­
ne Bayle- Dios sólo puede ser pensado como intrínsecamente
bueno, como un padre muy atento al bien de sus hijos. Tam­
bién es cierto que la razón nos impone pensarlo asimismo
omnipotente; y, por ello, la solución maniquea no es en abso­
luto defendible, sino sólo utilizable como término de con­
frontación, para sacar a la luz la inaceptabilidad de un Dios
pensado como no bueno con sus criaturas. La «defensa» de
las razones de los maniqueos contra los cristianos es, pues,
por parte de Bayle, un modo de volver a plantear el viejo di­
lema epicúreo y escéptico frente al mal: o Dios no lo quiere
pero está obligado a tolerarlo, o bien podría impedirlo, si qui­
siera, pero no quiere. La primera alternativa -adoptada por
los maniqueos- priva a Dios de la omnipotencia para mante­
nerle la bondad. La segunda -adoptada por todo el cristianis­
m o - le mantiene la omnipotencia, pero le quita la bondad,
haciéndole autor o, en cualquier caso, responsable de todo el
mal del mundo (empezando por lo que los cristianos llaman
pecados, que, evidentemente, Dios ha querido que sus criatu-
Prólogo 35

ras cometiesen, si no lo ha impedido). De una parte, pues, la


imagen de Dios que nos impone nuestra razón moral y, de
otra, la que nos impone nuestra razón teorética cuando se
piensa en el Ser supremo. Y la contradicción entre ambas no
parece resoluble; según Bayle, la antinomia es insuperable.
Pero en ese caso resulta impensable la idea misma de «Dios».
Y esto constituye el punto de crisis definitiva -en la historia
del pensamiento occidental- de la teología «racional».
Bayle afirma, por tanto, la inconciliabilidad recíproca de
los dos atributos principales de Dios que reconoce: potencia y
bondad. Pero de esta manera venía también a eliminar otras
dos imágenes de Dios: el Dios-justicia y el Dios-sabiduría, en
cuanto opuestas, a la vez, tanto con su bondad como con su
poder. La primacía de la justicia en Dios era defendida por los
católicos moderados y por los protestantes moderados (moti­
nistas y arminianos, frente a jansenistas y calvinistas ortodo­
xos, respectivamente); la primacía de la «sabiduría», por M a-
lebranche. Ahora bien, juzgar a alguien y hacerle pagar las
consecuencias de su comportamiento no corresponde en ab­
soluto con la actitud de un padre hacia sus propios hijos (má­
xime, naturalmente, cuando no se excluyen los suplicios eter­
nos). Y promulgar leyes y aplicarlas, o hacerlas aplicar, es
algo inevitable para los hombres, pero es inaceptable pensar a
Dios según el modelo de los soberanos y de los jueces terre­
nales, que actúan como lo hacen sólo porque tienen un poder
muy limitado (no lo tienen directamente sobre el «corazón»
de los hombres). En cuanto al Dios de Malebranche -qu e to­
leraría los «desórdenes» de la criatura para mostrar así su
propia sabiduría arquitectónica, al ordenar todo el cosmos se­
gún leyes rigurosamente generales, pero de las cuales se deri­
van también tales desórdenes-, es un ser egocéntrico, preocu­
pado únicamente por exhibir su propia sabiduría; como quien
construye un edificio sólo para mostrar la excepcionalidad de
su talento, pero se desinteresa completamente por cómo pue­
da vivir allí quien esté destinado a habitarlo. Además, si se
piensa que Dios tolera o permite los desórdenes de la criatu­
ra, sin quererlos positivamente, sólo con que los consienta, se
le viene a considerar incapaz de realizar cuanto quisiera, es
36 Sergio Landucci

decir, incapaz de conferir ei máximo valor a su obra, previen­


do o corrigiendo sus desórdenes.
En cualquier discusión sobre la conducta de Dios, antes o
después aparece la protesta contra la soberbia de querer juz­
gar la acción de Dios y contra la pretensión de que el hombre
debería ser objeto de cuidados especiales por parte de su crea­
dor. Tras la publicación del Diccionario , también dirigirán
esta protesta contra Bayle puntualmente todos sus críticos.
Pero en esta obra la había refutado ya de antemano, y defini­
tivamente. En efecto, este reproche sería válido si se acompa­
ñase de la renuncia a cualquier tentativa de justificar la obra
de Dios desde el punto de vista racional, abandonándose a la
fe ciega y muda; pero es muy poco honrado refugiarse en las
profundidades insondables de la divinidad, inaccesibles para
nosotros, sólo cuando nos encontramos en desventaja a la
hora de replicar a las objeciones: no se pueden tener las ven­
tajas tanto de la argumentación como del misterio, se debe
elegir. Y, de manera análoga, en cuanto a la asunción o no del
punto de vista del hombre: o se renuncia del todo a él, refu­
giándose en la inaccesibilidad de Dios, o bien es necesario lle­
gar hasta el final, hablando de Dios de la única manera que
podemos hablar nosotros de él, es decir, según las ideas -a
priori- que tenemos de él en nuestra mente (incluido el mo­
delo del buen padre) y en relación con la experiencia que te­
nemos de nuestra condición en el mundo.
Para la aplicación de esta problemática a las diversas teo­
logías cristianas en vigor en aquella época, son de gran valor
las observaciones F e 1 del artículo «Paulicianos».
De entrada, Bayle sostiene (mediante citas del teólogo cal­
vinista Pierre Jurieu) que todos los sistemas teológicos cristia­
nos, de un modo u otro, hacen de Dios autor del pecado del
hombre. Las divisiones entre dichos sistemas derivan de dife­
rencias en la relación establecida entre la providencia divina y
el pecado del hombre; pero, dado que ninguno niega que tam­
bién el pecado forma parte del diseño providencial de Dios,
poco importan las diferencias: se piense como se piense, se
viene a sostener que el pecado ha sido también en cualquier
caso querido por Dios. Ciertamente, los agustinianos riguro-
Prólogo 37

sos presentan a un Dios que quiere directamente el pecado, e


incluso hace que la criatura lo cometa (o, sin más, lo comete
él en la criatura), en la medida en que no le concede aquella
Gracia, sin la cual la criatura no puede hacer otra cosa que
pecar, y sólo se la concede por una decisión arbitraria. Pero
tampoco los teólogos antiagustinianos (como los motinistas y
los arminianos) están en mejor lugar: piensan que Dios cono­
ce desde siempre las horribles consecuencias del pecado, lo
odia más que cualquier otra cosa, lo prohíbe a la criatura y
sin embargo no impide que ésta lo cometa, aunque podría ha­
cerlo. Lo «permite», dicen, pero es evidente que consentir lo
que se sabe con anticipación que sucederá (y se sabe con cer­
teza), sin intervenir, es otro modo de querer que suceda. Decir
luego que Dios no interviene para respetar el libre albedrío
que ha concedido a las criaturas -com o repiten desde siempre
los teólogos antiagustinianos- suena irrisorio hacia las vícti­
mas (como lo son, también en esta concepción, las criaturas).
En efecto, ningún teólogo cristiano niega que el creador ten­
dría sus modos para obrar sobre el corazón del hombre, aun­
que sólo fuese procurándole ocasiones para que distraiga su
atención de los deseos pecaminosos; y, en cualquier caso, lle­
gado al límite, siempre podría suspender o revocar el «don»
del libre albedrío. Frente a un desastre no hay delicadeza que
valga; vale el principio: a grandes males, grandes remedios
(dejando aparte las dificultades filosóficas de admitir el libre
albedrío de las criaturas, sobre las que Bayle se mantiene muy
firme). En definitiva, según Bayle, no vence en el intento ni si­
quiera la corriente teológica más extremista en la época: los
socinianos, que quitaban a Dios la presciencia en la vana es­
peranza de disculparlo así con respecto a los pecados de los
hombres. Ahora bien, para la razón, el supuesto de que Dios
ignore el porvenir es muy difícil de concordar con la idea
a priori que tenemos del Ser supremo. Pero, incluso admitién­
dolo, de ello no se sigue que no podría al menos prever el fu­
turo como probable, o incluso sólo como posible, y por tanto
estar en guardia y obrar en consecuencia, cuando el desastre
va a producirse o quizá se esté ya produciendo (ya que, en
este último caso, bastaría el conocimiento del mero presente).
3» Sergio Landucci

La alternativa real está pues entre el Dios de San Agustín


y el llamado Dios de Epicuro (es decir, todo reside en la ad­
misión o no de la providencia). Las posiciones intermedias son
sólo veleidades. Esto es claro para los agustinianos, que
son predestinacionistas. Pero lo que éstos no entienden es la
preocupación que mueve a sus adversarios (racionalmente, del
todo comparable): si no se le disculpa de la acusación de que­
rer el pecado del hombre, entonces Dios será un tirano capri­
choso y violento, frente al cual no se podrá alimentar otro sen­
timiento que el miedo, e incluso el terror. Los motinistas, por
ejem-plo, tienen toda la razón al sostener que es imposible una
relación religiosa con un Dios al cual se le considere autor del
pecado, y que no se puede ofender más a Dios que pensando
que castiga cruelmente en el hombre el pecado que él mismo le
hace cometer, con el ulterior agravante de habérselo incluso
prohibido previamente, como si al hombre le estuviese permi­
tido no pecar una vez que el mismo Dios hubiese decidido ya
que el hombre peque (lo cual lo convierte además en traidor y
engañador).
Como sabemos, los intentos de los teólogos antiagustinia-
nos de defender a Dios no lo logran en absoluto. Pero, por el
contrario, se induciría a los hombres incluso a odiar a Dios, si
se osase afirmar que, al reconocerlo autor del pecado, se lo
eleva en su majestad, haciéndolo verdaderamente causa de
todo y humillando a las criaturas. Lo había afirmado ya Ju-
rieu; y para Bayle ésta es también una doctrina «monstruo­
sa»: si se teme a alguien sólo porque tiene el poder y la vo­
luntad de hacernos daño y lo ejerce despiadadamente, en la
propia intimidad no se puede sino detestarlo, se diga lo que se
diga de palabra. Y a partir de aquí se abriría una vía regia ha­
cia el ateísmo.
Ahora bien, visto que ninguna versión del cristianismo lo­
gra evitar hacer de Dios el autor del pecado, la conclusión es
entonces que -ante el tribunal de la razón- el cristianismo no
puede sino invertirse en el ateísmo.
La herencia específicamente filosófica de Bayle se encuen­
tra precisamente en los temas que hemos considerado en últi­
mo lugar. Ante todo, debemos referimos de nuevo a David
Prólogo 39

Hume. En efecto, ya en su Tratado sobre la naturaleza huma­


na estarán implícitos los argumentos de crítica de la teología
racional que desarrollará después en aquellos Diálogos sobre
la religión natural cuya publicación, dada su audacia, dejará
a la posteridad. Pero provenían de Bayle: tanto por lo que res­
pecta a la conceptibilidad de un mundo no proyectado por
una mente superior (por tanto, a la posibilidad de pensar el
ateísmo, esto es, su no absurdidad) como por lo que respecta
a la incompatibilidad del mal que se encuentra en el mundo
que conocemos con la hipótesis de que haya sido proyectado
por una mente superior si no queremos privarle del atributo
de la bondad. M ás tarde volverán a aparecer también en el
barón d’Holbach, empezando por el Sistema de la naturaleza,
ahora ya en una formulación abiertamente atea. Este ateísmo
moderno -y a no de derivación renacentista- sólo podrá afir­
marse armándose con los argumentos de Bayle (naturalmen­
te, liberados de su envoltorio fideísta), recuperándose así de la
desventaja que hasta ese momento había debido pagar a la re­
volución científica, a la cual había acompañado un teísmo
que -tanto en Descartes como en N ew ton- aparecía como
impuesto por el propio mecanicismo. „ . , ,
Sergio Landucci
40

Noticia bio-bibliográfica

Pierre Bayle nace en 16 4 7 en Carla, cerca de Toulouse, hijo de


una modesta familia calvinista (su padre era pastor). En 1669-
16 7 0 estudia filosofía en el Colegio jesuíta de Toulouse y allí
se convierte al catolicismo; pero, un año y medio después, re­
cién obtenida la licenciatura vuelve al calvinismo. Esto le obli­
ga a refugiarse en Ginebra, donde se gana la vida como pre­
ceptor privado y toma contacto con la filosofía cartesiana.
Regresa a Francia en 16 74 . Un año después se convierte en
profesor de filosofía en la Academia calvinista de Sedan (con­
servamos los cursos que entonces preparó, publicados postu­
mamente). En 16 8 1, clausurada la Academia de Sedan, se
traslada a Holanda, donde permanece el resto de su vida y ob­
tiene la cátedra de filosofía en la «Escuela ilustre» de Rotter­
dam, recién constituida. A su lado está el teólogo Pierre Jurieu,
a la sazón buen amigo y protector suyo.
Desde ese momento la biografía de Bayle parece casi identi­
ficarse con sus publicaciones: Pensamientos sobre el cometa,
1682; Crítica general de la «Historia del calvinismo» de Maim-
bourg, i6 8 z; Nueve cartas del autor de la «Crítica general de la
“ Historia del calvinismo” », 16 85; Comentario filosófico sobre
las palabras de Jesucristo: «Oblígales a entrar», 1686-1688;
Diccionario histórico y crítico, 1696 (2.a ed. 17 0 1); Respuesta
a las preguntas de un provincial, 170 4 -170 6 ; Continuación de
los pensamientos diversos sobre el cometa, 1704. A esto debe
añadirse la publicación, de 1684 a 16 8 7, de una revista men­
sual, escrita casi íntegramente por él, Noticias de la República
de las Letras. Muere en 170 6, «con la pluma en la mano».
En 1693 - a partir de una denuncia de Jurieu (con el cual
había intercambiado una serie de libelos)- Bayle fue conde­
nado, tanto por las autoridades religiosas como por las auto­
ridades civiles de Rotterdam, y destituido de la enseñanza. Se
le acusaba de impiedad, o incluso de «ateísmo», desde los
Noticia bio-bibliográfica 41

Pensamientos sobre el cometa', pero el motivo debió de ser


también político, dada la oposición de Bayle a Guillermo
d’Orange.

La edición canónica del Diccionario (1696; 2.a ed. 17 0 1) es la


de Amsterdam, de 174 0, en 4 volúmenes in-folio; reproducción
anastática completa, Ginebra, 1969. Todos sus demás escritos
se encuentran recogidos en otros cuatro volúmenes in-folio:
Oeuvres diverses, Amsterdam, 17 2 .1- 17 3 1 (2.a ed. 17 3 7 ); re­
producción anastática a cargo de Elisabeth Labrousse (con el
añadido de cuatro volúmenes que la completan, en 6 tomos, in­
cluido un Choix d ’articles tirés du Dictionnaire historique et
critique), Hildesheim, 1968-1982. La gran laguna existente era
la del epistolario, que nunca había sido recopilado, y esta lagu­
na está a punto de ser superada por la Voltaire Foundation de
Oxford, que ha anunciado la publicación de la Correspondan-
ce de P. Bayle, en edición de E. Labrousse y colaboradores; el
volumen 1 está ya en prensa.
También debe mencionarse a E. Labrousse para la más ac­
tualizada biografía de Bayle y para la más extensa exposición
de su pensamiento: Fierre Bayle, La Haya, 19 6 3-19 6 4 , en 2
vols. En el ámbito anglosajón, cabe destacar a W. Rex, Essays
on Fierre Bayle and religious controversy, La H aya, 19 6 5. En
Italia, G. Cantelli, Teología e ateísmo. Saggio sul pensiero fi­
losófico e religioso di Pierre Bayle, Florencia, 1969; G. Paga­
nini, Attalisi della fede e critica della ragione nella filosofía di
Pierre Bayle, Florencia (después Milán), 1980. De inminente
aparición, G. M orí, Introduzione a Bayle, Roma-Bari, 1996.
Sobre la crisis escéptica de los siglos x v i y x v n , véase R .H .
Popkin, La Historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spi-
noza, México, 19 8 3. Para la presencia de Bayle en el siglo
x v i i i francés, véase P. Rétat, Le «Dictionnaire» de Bayle et la
lutte philosophique au x v u ie siécle, París, 19 7 1 .
M.A. G.
Nota sobre la presente edición

Es la presente una edición completamente nueva en la que, por


primera vez, se traducen al castellano, en versión además ínte­
gra, algunos artículos fundamentales del Dictiottnaire histori-
que et critique de Pierre Bayle. Los editores expresan además
su esperanza de que esta primera presentación sea un estímu­
lo para la ampliación a otros y siempre riquísimos artículos de
esta obra verdaderamente excepcional, cuya ausencia de nues­
tra cultura intelectual es el síntoma de nuestra «anomalía» his­
tórica.
La traducción ha corrido enteramente a cargo de Jordi Ba-
yod, quien ha añadido algunas notas aclaratorias que apare­
cen siempre señaladas con un asterisco. El prólogo ha sido re­
dactado, como siempre expresamente para nuestra Colección,
por el profesor Sergio Landucci, catedrático de la Universidad
de Florencia y experto conocedor de Bayle y de la problemá­
tica filosófica y teológica de la modernidad. La traducción del
prólogo ha corrido a cargo de David Cifuentes.
M. A. G.
Diccionario histórico y crítico

Selección
Epicuro
49

e p i c u r o , uno de los mayores filósofos de su siglo, nació en


Gargeto, (a ) en el Ática, el tercer año de la Olimpiada c i x a (b ).
Su padre, Neocles, y su madre, Queréstrata, (c) formaron par­
te del número de habitantes del Ática que los atenien­
ses enviaron a la isla de Samos.b Por ello Epicuro pasó en esa
isla los años de su infancia. No volvió a Atenas hasta la edad de
dieciocho años.6 Y no para establecerse, pues a la edad de vein­
titrés años se reunió con su padre, que permanecía en Colofón,
y más tarde residió en diversos lugares antes de instalarse en
Atenas, como hizo cuando tenía unos treinta y seis años.d Se
dedicó a erigir una escuela en un bello jardín que compró;6 vi­
vió en él con sus amigos muy tranquilamente y educó a un gran
número de discípulos. Vivían todos juntos con su maestro; (d )
nunca se había visto sociedad mejor reglada que ésta. Es admi­
rable el respeto que sus seguidores mantuvieron hacia su me­
moria. Su escuela no se dividió jamás; su doctrina fue seguida
como un oráculo.* En tiempos de Plinio, su día natal se cele­
braba aún solemnemente, y se festejaba incluso el mes entero
de su nacimiento. Ponían su retrato por todas partes.* Escribió
muchos libros, y presumía de no citar nunca nada, ( e ) Dio al
sistema de los átomos una extrema notoriedad. N o era su in­
ventor,11 pero modificó algunas cosas, no siempre para mejo­
rarlo realmente: por ejemplo, al desechar la doctrina de Demó-
crito acerca del alma de los átomos, estropeó el sistema, (f )
Cuanto enseñó sobre la naturaleza de ios dioses es muy impío.
a. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos, x, 14.
b. Ibidem, 1.
c. Ibidem.
d. Gassendi, De vita et moribus Epicuri, 1, 3.
e. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos, x, 10.
f. Véase la observación D.
g. Gassendi, De vita et moribus Epicuri, 11, 4; Cicerón, De finibus, v; Plinio,
xxxv, z.
h. Véase el articulo «Leucipo», vol. ix.
SO Diccionario histórico y critico

(g ) Respecto a su doctrina acerca del bien supremo o la felici­


dad, se prestaba con facilidad a malas interpretaciones y tuvo
efectos perniciosos que desacreditaron a su grupo. En el fondo,
sin embargo, era muy razonable, y es innegable que, si se toma
la palabra felicidad como él la tomaba, la felicidad del hombre
consiste sólo en el placer. En vano el señor Amauld ha critica­
do esta doctrina, (h ) L o s estoicos, a quienes cabría llamar los
fariseos del paganismo, hicieron cuanto pudieron en contra de
Epicuro con objeto de atraerle odios y persecuciones. Lo acu­
saron de arruinar el culto a los dioses y de empujar al género
humano hacia el desenfreno. N o descuidó su defensa:' expuso
sus opiniones a la vista del público, realizó obras de piedad, re­
comendó la veneración a los dioses, la sobriedad, la continen­
cia; y lo cierto es que vivió ejemplarmente y conforme a las re­
glas de la sabiduría y de la frugalidad filosófica.k Con todo, se
hicieron circular falsedades contra sus costumbres, (i) y hubo
un tránsfuga de su grupo que habló muy mal de él. ( k ) Un hom­
bre muy docto sostiene desde hace dos años1 que Epicuro no
negó la providencia divina, ( l ) Aunque no se conserva ningu­
na de sus obras, no conocemos las opiniones de ningún filóso­
fo antiguo mejor que las suyas. Esto se debe al poeta Lucrecio
y a Diógenes Laercio, pero más aún al sabio Gassendi, que con
suma diligencia se ha esforzado por recoger cuanto hay en los
libros antiguos sobre la doctrina y la persona de este filósofo,
y, acto seguido, por compendiarlo, en un sistema completo.
El caso de Epicuro da pie, mejor que ningún otro, a recono­
cer que el tiempo, al final, hace justicia a la inocencia oprimi­
da; en efecto, se han alzado tantos ilustres defensores de su mo­
ral (m ) práctica y de su moral especulativa, que sólo los obs­
tinados o los ignorantes siguen juzgándolas mal. Murió entre
los dolores de una retención de orina, con una muy singular
constancia y paciencia, en el segundo año de la Olimpiada
c x x v i i .™ Acababa de cumplir setenta y dos años. N o hay pa-

¡. Rondellus, De vita et moribus Epicuri, pp. 19-20.


k. Véase la observación n .
l. Esto se escribe en 1695.
m. Diógenes Laercio, 1 , 1 5 y 2}.
Epicuro 51

labras bastante buenas para expresar la honestidad de sus


costumbres, ni tampoco bastante malas para sus opiniones so­
bre la religión. Una infinidad de personas son ortodoxas y vi­
ven mal; él y muchos de sus seguidores, en cambio, poseían una
mala doctrina y vivían bien, (n ) N o olvidemos que su moral
era muy buena en lo tocante a la obediencia que se debe a los
magistrados, (o) Tras su muerte alcanzó mucha mayor cele­
bridad que en vida, (p) como Séneca señaló y predecía Me-
trodoro.
N o será ocioso exponer aquí un ejemplo de la malignidad
y mala fe que se empleaba para censurar a Epicuro. Hizo una
obra titulada E l festín , en la que trató la cuestión del momen­
to más apropiado para acercarse a una mujer. Sus censores,
buscando un pretexto para la maledicencia, describieron in­
fielmente su proceder; cambiaron las circunstancias. Pero sin
duda era inocente, puesto que Plutarco tuvo la equidad de
mostrar que nada de lo que contenía esa obra era indigno
de un filósofo, (q ) El mismo Plutarco compuso expresamente
un tratado para probar que no es posible vivir agradablemen­
te con los principios de Epicuro. En él pone de manifiesto, en­
tre otras cosas, que la doctrina que rechaza la providencia de
Dios y la inmortalidad del alma priva al hombre de una infi­
nidad de consuelos a lo largo de la vida y lo reduce a la de­
sesperación a la hora de la muerte, (r ) N o lamento que este
autor se abstuviera de examinar si aquellos que negaban la
providencia dogmatizaban más consecuentemente que quie­
nes la reconocían, es decir, si partiendo del supuesto, como
hacían todos los filósofos, de que la materia sólo debía su
existencia a sí misma, no era un razonamiento más sólido sos­
tener que los dioses no actuaban sobre la materia, en vez de
sostener que disponían de ella a su antojo. Una cosa más: no
lamento que Plutarco no entrara en el examen de la cuestión,
porque estaba demasiado poseído de prevención contra el
epicureismo y demasiado comprometido con ciertas hipótesis
para que no confundiera y embrollara semejante gran tema.
Me molesta, sin embargo, no haber leído ningún libro que
contenga algo sobre esta discusión. M e parece que, entre tan­
tos apologistas de Epicuro, debiera haber algunos que, sin de-
5* D iccionario histórico y crítico

jar de condenar su impiedad, se esforzaran en mostrar que


ésta emanaba natural y filosóficamente del error, común a to­
dos los paganos, de la existencia eterna de la materia, (s)
Haré algunas observaciones al respecto, que mostrarán entre
otras cosas: i) que, por lo que hace a la creación, fuera del
sistema de la Escritura, cuanto más consecuentemente se ra­
zona, más se extravía uno; z) que este sistema es el único que
posee la ventaja de establecer los sólidos fundamentos de la
providencia y de las perfecciones de Dios, (t ) Nada hay más
lastimoso que el método del que se valía Epicuro para expli­
car la libertad (u) de las acciones humanas.
53

O B S E R V A C IO N E S

а. Nació en Gargeto.
Por ello Estado lo llama Gargettius auctor1 y Sénior Gar-
gettius:
Deliciae quas ipse suis digressus Athenis
mallet deserto sénior Gargettius horto.*

Cicerón le había dado el ejemplo: «Catio [...] llama "espec­


tros” a lo que el gargetio, y antes Demócrito, llamaban “ eido-
la” ».J Ebano* y varios más se han valido del mismo sobrenom­
bre al hablar de nuestro Epicuro. Me sorprende, pues, que
Cruquius pueda creer que Estobeo, al utilizar tal sobrenombre,
se refiere a otro Epicuro. «De todos modos -d ic e -, Estobeo
menciona con frecuencia a un cierto Epicuro que él apoda tam­
bién gargetiano.» N o se habla así cuando se trata del gran Epi­
curo o, en caso de hacerlo, se merece una pitada, como ese buen
provincial que decía «un llamado Turenne».* Corresponde a
Cruquius escoger y, tome el partido que tomare, será acusado
de metedura de pata. Si dice que creía que el Gargettius Epicu-
rus de Estobeo es el fundador de la escuela de los epicúreos, re­
conocerá haber hablado con impertinencia: nadie se sirve de los
términos Epicuri cuiusdam [‘de un cierto Epicuro’] cuando se
habla de este fundador.* Si dice ignorar que el epíteto Garget-
i. Estado, II, ii, n 3.
z. Ibidem, 1 , 111,93 ('El propio señor de Gargeto, dejando sus jardines atenien­
ses, habría preferido esta delicia’, trad. de E Torrent Rodríguez, Madrid, Gre­
cos, 199$).
3. Epistolae ad familiares, xv, 16.
4. Historia varia, tv, 13.
5. Ménage, Anti-Baillet, vol. 1, p. 39. Le había oído decir en su Mercurial, a
propósito de lo que acababa de contar una persona de la compañía, que un tal
señor Cospean había hecho una cosa determinada.
б. Véase la observación F del artículo «Amauld (Antoine)», doctor de la Sor-
bona.
54 Diccionario histórico y crítico

tius se aplicó al gran Epicuro, admitirá no conocer un hecho


muy común. N o lo creo culpable de la rústica incivilidad, o más
bien impertinencia, que se encuentra en los términos «un cierto
Epicuro» aplicados al de este artículo. Creo que, recordando
que hubo diversas personas con el nombre de Epicuro,? se figu­
ra que Estobeo otorga el epíteto de gargetiarto a alguien distin­
to del fundador del grupo epicúreo. Para que mis lectores pue­
dan juzgar si mi conjetura está bien fundada, voy a referir todo
el pasaje de Cruquius. Lo extraigo de su comentario a unas pa­
labras de Horacio -G allis harte Philodemus- que están en el
verso i z i de la segunda sátira del primer libro.

Fue este Filodemo Epicuro, como escribe Estrabón, gadareo de


patria, y de él Asconio Pediano, a propósito del discurso de Ci­
cerón a favor de Lucio Pisón, refiere que fue un epicúreo muy cé­
lebre en aquel tiempo. Pero pienso que en Asconio hay que leer,
en vez de «epicúreo», la palabra «Epicuro», como dice Estrabón,
o bien restituir aquélla en éste. Con todo, Estobeo hace frecuente
mención de un cierto Epicuro -a l cual también llama gargetiano.

Este «con todo» atestigua que el autor preferiría que se pu­


siera la palabra «Epicuro» en Asconio Pediano, antes que po­
ner en Estrabón la palabra «epicúreo», y ni siquiera sé si no
ha querido insinuar que el Epicuro «gargetiano» de Estobeo y
el Epicuro «gadareo» de Estrabón difieren tan sólo porque los
copistas han alterado la ortografía. En todo caso, insinúa ma­
nifiestamente que, puesto que Estobeo ha hecho mención de
un Epicuro gargetiano, es muy probable que Estrabón hable
de un Epicuro gadareo. Ahora bien, hay que distinguir, me
parece, estos dos Epicuros de quien fue el fundador de la es­
cuela. Podríamos criticarle otras muchas cosas a Cruquius.
i) El Filodemo de Horacio no es el de Asconio Pediano, pues
las máximas del de Horacio, en materia de amor, son directa­
mente opuestas a las del Filodemo de Pediano.78 z) N o es cier-

7. Diógenes Laercio, x, 16, cuenta cuatro. El señor Ménage (opus cit.) cuenta
tres más, aparte de los cuales Gassendi, en el prefacio del De vita et moribus
Epicuri, habla de un Epicuro fabricante de emplastos, que Galeno menciona.
8. Véase Daciet, sobre la sátira 11 del primer libro de Horacio, p. 176.
Epicuro 55

to que pueda leerse en Estrabón «Epicuro» en lugar de «epi­


cúreo».’ 3) El discurso de Cicerón no es a favor de Pisón sino
contra él, y de una manera muy violenta.

b. E l tercer año de la Olimpiada CIX.

Es preciso que señalemos ahora un error de Vossius, que sitúa


la muerte de Epicuro en la Olimpiada C V U :

Pero Epicuro murió en la Olimpiada c v n , en el tiempo en que


Filipo, el padre de Alejandro Magno, estaba en el duodécimo
año de su reinado.910

N o cabe disculparlo diciendo que había escrito «Olimpiada


c x x v i i » -e l verdadero momento de la muerte del filósofo-11
y que el impresor olvidó dos letras numerales. Esta apología
sería aquí enteramente inútil; lo precipitaría en un error tan
palpable como el que se quería justificar; lo acusaríamos de
haber creído que el año 1 2 del reinado de Filipo, padre
de Alejandro Magno, corresponde a la Olimpiada c x x v i i .
Concluyamos, pues, que la falta estaba en su manuscrito.
Ahora bien, es muy extraño que su memoria le fuera infiel ese
día al punto de dejarle escribir que Epicuro salió del mundo
antes de la subida al trono de Alejandro.

C. Y su madre, Queréstrata.
No sé en qué se basa el señor Moréri* cuando dice que «pro­
cedía de una familia muy noble». Laercio y Gassendi, citados
por él, no dicen nada de esto. La llama Querécrate en el artícu-

9. Estrabón, xu, $ i. Diógcnes Laercio, x, ), llama epicúreo a este Filodemo.


Véase sobre esto Ménage, que cree, con el viejo escoliasta de Horacio, que el
poeta habló de este Filodemo.
to. Vossius, De historiéis graecisy l, xxi, 137.
1 1 . Diógenes Laercio, x, 13.

* Louis Moréri es el autor de Le gran dictionnaire historíque..., obras cuyos


abundantes errores Bayle se ha propuesto corregir en su propio Diccionario his­
tórico y crítico.
S6 Diccionario histórico y critico

lo sobre Epicuro; es su segundo error. Y cabe reprocharle sus


pecados por omisión, pues había dos curiosidades que decir
sobre esta mujer.
i. Acudía con su hijo «a las casas deshabitadas para expulsar
a los duendes a fuerza de plegarias». Así ha vertido el docto
señor Du Rondel11 el griego de Diógenes Laercio.'J Lo ha ex­
puesto más ampliamente en su edición latina, siempre de una
manera favorable a Epicuro.

Es cierto -d ic e -‘« que Epicuro adquirió su inefable piedad siendo


un muchachito y un acólito de su madre, y que desde aquel tiem­
po fue un gran adepto de los dioses. Esto es evidente por una
monstruosa superstición; Epicuro recorría con su madre las casas
y leía versos lustratorios, bien para mitigar pasiones, bien para
desvanecer espectros, como si fueran diáconos de Hécate, en cuyo
nombre se realizaban por aquel entonces numerosos milagros.

Cuando digo que ha dado a esto un giro favorable a Epicuro,


no pretendo imputarle que haya defendido que la ocupación de
Queréstrata fuera honorable. Su ingenio y erudición son de­
masiado grandes para que no sepa que el oficio de esas viejas
mujeres, que iban a leer ciertos formularios de plegarias para
purificar casas o personas, se consideraba vil y mercenario.1?
Este oficio de exorcista no se estimaba honorable. Esquino, el
orador, hijo de una mujer que lo había desempeñado, sufrió
por tal motivo mil reproches vergonzosos de parte de Demós-
tenes. Epicuro y él se hallaban en el mismo caso; los dos habían
ayudado a su madre en tal ceremonia; Demóstenes lo reprocha
a uno y los estoicos al otro. He aquí lo que uno de los nuevos1234
5

12. Du Rondel, Vie d'Épicure, pp. 3-4.


13. Diógenes Laercio, x, 4.
14. Du Rondel, De vita et moribus Epicuri, p. 3.
15. «Et veniat quae lustret anus Icctumque, locumque, / praeferat et trémula
suphur et ova manu», Ovidio, De arte amandi, 11, 329 s. |‘Y que acuda también
una vieja a purificar el lecho y la habitación llevando en su mano trémula azu­
fre y huevos’, trad. de josé-Ignacio Ciruelo, Barcelona, Bosch, 1990]. Véase Lo-
méier, De lustrationibus gentilium, xm , 119 .
Epicuro 57

comentadores de Laercio ha observado sobre las palabras «re­


citando versos lústratenos».*6

Lo mismo echa en cara Demóstenes a Esquino en el discurso sobre


Coron:*7 «Tu madre leía los libros ceremoniales y tú preparabas lo
demás», etc. Por supuesto, se dice que la madre de Epicuro fue una
anciana que recorría las casas haciendo ceremonias expiatorias, y
que con alguna expiación libraba de contagios o purificaba cual­
quier casa. En cuanto a Epicuro, daba la entrada a los versos lus-
tratorios de su madre. Ambas son actividades deshonrosas.

Notad que algunos autores célebres compusieron esta clase de


formularios de expiación.*8 M e dirán tal vez que los formula­
rios de Queréstrata y de su hijo Epicuro no pueden conside­
rarse exorcismos de duendes; pero ¿qué importa? El señor Du
Rondel no ha carecido de legítimo fundamento para propo­
ner lo que ha dicho; en efecto, es indudable que los paganos
practicaron ceremonias destinadas a expulsar a los espectros.
El señor Loméier ha citado a Ovidio,'» Valerio Flaco10 y Lu­
ciano.11 Ahora bien, veamos de qué manera el giro que efec­
túa el señor Du Rondel favorece a Epicuro. Este filósofo, por
no creer que los dioses se mezclen en nuestros asuntos, resul­
taba sospechoso de irreligión, cosa que lo volvía odioso y lo
exponía a la infamia. Nada, pues, más apropiado para con­
servar su reputación que mostrar cómo desde su más tierna
infancia iba a leer plegarias por las casas en servicio al próji­
mo. Era un acto de piedad supersticiosa.

n . La segunda curiosidad que cabía decir sobre Queréstrata


es que, según su hijo, había poseído en su cuerpo la
cantidad de átomos cuyo concurso se requiere para formar un16
9
78

16. Joachimus Kuhnius, Amsterdam, ed. de Laercio, 16 9 1, p. 544 [trad. de


Laercio de J. Ortiz y Sainz, Madrid, Imprenta Real, 179a].
17. Véase Loméier, De lustratianibus, p. 119 .
18. Epiménides es uno de ellos. Véase Vossius, De poetis graecis, p. 17.
19. Fasíi, v, Lomeier, De veterum gentilium lustrationibus, p. 2 3 1.
ao. Argonautica, tu, 448, en ibidem, p. 309.
1 1 . Necyomanteia, en ibidem, p. 313.
5» Diccionario histórico y critico

sabio. «Que también su madre tuvo en sí ei número de áto­


mos por cuyo encuentro se formaba un sabio.»11 Plutarco ale­
ga esto como prueba de la vanidad de Epicuro. La prueba no
está mal escogida, porque es una gran presunción creer que se
ha sido formado por la élite de los átomos, que se ha tenido
una madre en la cual la naturaleza ha reunido todos los in­
gredientes necesarios para la constitución de un sabio. N o veo
que nadie haya referido fielmente este pasaje de Plutarco.
Todo el mundo se imagina que fue Neocles, hermano de Epi­
curo, quien dijo esto sobre su madre. Gassendi, que entendía
bien el griego, no habría cometido este error de haber recu­
rrido al original,** pero creyendo que las traducciones eran
fieles, no fue más allá. La versión latina y la de Amyot son
tales que no es posible negar que contengan el sentido del ori­
ginal; sin embargo, son defectuosas en cuanto que igualmen­
te susceptibles de dos interpretaciones. Pueden significar o
que era Neocles quien decía esto o que lo decía Epicuro. De
ahí que, de paso, recojamos que los Vaugelas y los Bouhours
llevan más razón de la que se piensa cuando recomiendan
composiciones de palabras que excluyan hasta las menores
ambigüedades. Naudé, antes que Gassendi, había cometido
este error.

Neocles -afirm a— decía en alabanza de Epicuro, su hermano,


que, en el momento de su generación, la naturaleza había reuni­
do todos los átomos de la prudencia en el vientre de su madre.1*

Está claro que se trata de una paráfrasis muy libre del griego
de Plutarco, o más bien que es su falsificación. El padre Ra-
pin aún se ha extraviado más.

Epicuro -d ice- era sabio por naturaleza, puesto que había naci­
do filósofo hasta en el placer; tan ilustre era que su hermano
Neocles dice, en Plutarco, que la naturaleza había reunido todos

t í . Plutarco, Tractatus quod non posse suaviter viví iuxta Epicurum, p. noo.
13 . De vita et moribus Epicuri, l, 8.
24. Apologie des grands hommes, xvii, p. joz.
Epicuro 59

los átomos de la sabiduría y la ciencia para componer su perso­


na, mientras que él mismo dice que no sabe nada.1!

Lo raro de esto es ver que se aduce como prueba de la modes­


tia de Epicuro lo que Plutarco había alegado para probar su
orgullo. Se supone que rechaza muy humildemente los elogios
de su hermano, pero, según el autor citado, es él mismo quien
se hace estos elogios. ¡Tan cierto es que cuando uno se divier­
te aplicando pasajes que no se han tomado de la fuente, o
cuando uno se aventura sacando consecuencias de ellos antes
de haberse asegurado de su sentido literal y original, uno se
expone a extraños embustes!
El señor Chevreau ha persistido en el error de Gassendi y el
padre Rapin. Véase la segunda página del primer tomo de los
Chevraeana.

D. Sus discípulos vivían todos juntos con su maestro.


Laercio atestigua que Epicuro tenía tantos amigos que ni las
ciudades hubieran podido contenerlos.*6 La gente acudía a él
de todas las ciudades de Grecia y Asia.*? Hasta Egipto le en­
viaba discípulos.*8 La ciudad de Lámpsaco, donde había pro­
fesado la filosofía,*? le enviaba muchos. N o quiso imitar a Pi-
tágoras, que enseñaba que entre amigos los bienes deben ser
comunes; a su juicio una institución así demostraba descon­
fianza, >° y prefería que las cosas fueran de tal suerte que cada
uno contribuyera voluntariamente a las necesidades de los de­
más cuando fuera preciso. Sin duda esta idea se acerca más a
la perfección que la comunidad de bienes, y es por completo
admirable la unión de los discípulos de Epicuro y la honesti-156 7*

15 . Réflexions sur la philosophie, núm. 19 , p. 36 1, ed.de Holanda, 1686. Véan­


se las Nouvelles de la République des Lettres, mayo de 1686, art. iv, p. 518, don­
de no se hace más que insinuar que se traduce mal a Plutarco.
16. Diógenes Laercio, x, 9.
17 . Véase Gassendi, De vita et moribus Epicuri, 1,7 .
t i . Plutarco, en ibidem.
¿9. Durante cuatro años, según Suidas.
30. Diógenes Laercio, x, 1 1 .
6o Diccionario histórico y critico

dad con que se ayudaban entre sí, sin dejar de ser cada uno
dueño de su patrimonio. He aquí un bello pasaje de Cicerón:

Ciertamente, Epicuro dice que de todos ios medios que la filoso­


fía proporciona para vivir felizmente, ninguno es mayor que la
amistad, ninguno más fecundo, ninguno más agradable. Y esto
lo demostró no sólo con sus palabras, sino mucho más con su
vida, con sus acciones y sus costumbres. Cuán importante sea la
amistad lo manifiestan las antiguas leyendas, en las cuales, sien­
do tantas y tan variadas, aun remontándose a la más lejana anti­
güedad, apenas se encuentran tres parejas de amigos desde Teseo
a Orestes. En cambio Epicuro, solamente en su casa, aunque no
era muy espaciosa, ¡qué grandes multitudes tuvo de amigos y con
qué amorosa concordia las mantuvo unidas! Esto lo hacen tam­
bién ahora los epicúreos.)1

Después de esto, que vengan a decirnos que unas personas que


niegan la providencia y establecen como su objetivo último la
propia satisfacción son absolutamente incapaces de vivir en
sociedad y por fuerza traidores, bribones, envenenadores, la­
drones, etc. ¿No quedan confundidas todas estas bonitas doc­
trinas con este simple pasaje dé Cicerón? ¿Una verdad de he­
cho, como la que Cicerón acaba de atestiguar, no derriba cien
volúmenes de razonamientos especulativos? He aquí la escue­
la de Epicuro, cuya moral práctica sobre los deberes de la
amistad no ha sido desmentida en absoluto durante unos
cuantos siglos; y vamos a ver cómo, al tiempo que las escuelas
más devotas estaban henchidas de querellas y facciones, la de
Epicuro gozaba de una profunda paz. Se seguía sin contesta­
ciones, sin contradicciones, la doctrina del fundador.)1 312

3 1. Cicerón, De finibus, zo [trad. de V.J. Herrero Llórente, Madrid, Gre-


dos, 1987).
32. «Las cosas que decidía Epicuro eran seguidas como si fueran las leyes de So­
lón o Licurgo por todos los epicúreos», Themistius, Orationes, IV, en Gassendi,
De vita et moribus Epicuri, 11, 3. «Entre los epicúreos, cuanto dijo Hermaco,
cuanto Metrodoro, se atribuye a uno solo; todo lo que cada uno manifestó en me­
dio de aquella camaradería, lo manifestó bajo la dirección y los auspicios de uno
solo», Séneca, Epistulae, xxxm [trad. de L Roca Meliá, Madrid, Gredos, 1994].
Epicuro 61

Ciertamente me duele que ellos (los seguidores de Platón) no hayan


puesto todo su esfuerzo en preservar su pleno e íntegro acuerdo en
todas las cosas con Platón. Y Platón, de hecho, era merecedor de
esto, por cuanto no fue mejor que el gran Pitágoras, con todo qui­
zá no siendo peor. Éste tuvo también necesidad sobre todo de dis­
cípulos que lo siguieran y lo veneraran, de modo que lo tuvieran
todos en gran estima. Pero, estimando los epicúreos esto mismo,
sin duda por error, acerca de Epicuro, no han parecido disentir
nunca en nada de él, sino que más bien han profesado opinar ente­
ramente lo mismo que su maestro, y con razón por esta causa han
mantenido su nombre. Es más, quienes han seguido siendo epicú­
reos sin interrupción en un larguísimo intervalo, no se han separa­
do en nada entre sí, ni del mismo Epicuro, por lo que recuerda. En­
tre ellos, incluso, se condena por crimen, o más bien por impiedad,
a quien introduce algo nuevo. Por lo cual, nadie en absoluto se
atreve a hacerlo, sino que sus creencias, en razón de esa concordia
en todo constante y perpetua entre ellos, se interpretan en una altí­
sima y tranquilísima paz. Así, esta escuela de Epicuro es muy pare­
cida a una suerte de verdadera república que, alejadísima de toda
sedición, fuera gobernada por una común inteligencia y por una
sola opinión. Son muchos los que han seguido de buena gana y si­
guen ahora también esta disciplina suya, y de tal modo, que es muy
verosímil que la sigan en el futuro. Por el contrario, los estoicos
subsisten entre facciones, que están enfrentadas por sus mismos
principios, y que se han perpetuado hasta nosotros.»

Esto es lo que dijo un hombre que vivió en el siglo II; la unión de


los discípulos de Epicuro se había conservado hasta ese momen­
to y no parecía estar amenazada de ningún revés. Lo atestigua
Numenio. Su conjetura no ha sido desmentida, que yo sepa.
Hablemos ahora de algo que he prometido en las últimas lí­
neas del artículo «Caméades». Una de las acusaciones lanzadas
contra Epicuro fue que había hablado satíricamente de los más
ilustres filósofos. Diógenes Laercio,3 « que quiere mostrar que se
trataba de una calumnia insensata, se contenta con decir que34

33, Numenio, en Eusebio, Praeparatío evangélica, XIV, v, jxy.


34. Diógenes Laercio, x, 9.
62 Diccionario histórico y crítico

había testimonios suficientes de la honestidad y extrema bon­


dad de Epicuro hacia todo el mundo. Alega las estatuas de
bronce que se le erigieron, el gran número de sus amigos, la ad­
hesión inmutable de todos sus discípulos y la continuidad per­
petua de su escuela. Afirma que las lecciones de Epicuro fueron
un canto de sirena que cautivó a todos sus oyentes, excepto a
Metrodoro de Estratonice, que lo dejó para unirse a Carnéades:

Todos sus discípulos, atraídos por sus dogmas como por sirenas,
excepto Metrodoro Estratonicense, que se pasó a Carnéades,
acaso porque le era gravosa su benignidad constante.

De acuerdo con esta traducción,* fue la extraordinaria bondad


de Epicuro la causa de que este Metrodoro lo dejara. Este sen­
tido choca en un principio a los lectores, pero concuerda per­
fectamente con el propósito de Diógenes Laercio, y para quien
haya puesto verdadera atención en las singularidades del cora­
zón humano no resultará increíble que existan personas a quie­
nes les repela, les importune y les canse la excesiva bondad de
su bienhechor. Por ello, si suponemos que Diógenes Laercio
quiso decir que Metrodoro lo abandonó -fu e el único entre to­
dos los discípulos de Epicuro- quizá tan sólo porque le carga­
ban las bondades excesivas de Epicuro, estaremos ante un ra­
zonamiento coherente y ante un hecho bastante posible. La
propia deserción de Metrodoro sirve, entonces, para probar la
humanidad incomparable cuya alabanza y posesión se trataba
de asegurar a Epicuro. Pero como sucede con frecuencia in­
comparablemente mayor que las excesivas señales de amistad
atraen a las personas, en lugar de alejarlas, hay una interpreta­
ción de las palabras de Laercio mil veces más natural que la que
hasta ahora ha circulado: que Metrodoro no se separó de Epi­
curo para unirse a Carnéades sino porque quizá se sintió abru­
mado por el peso de las bondades que Carnéades había tenido
hacia él. Esta interpretación es menos favorable que la primera
al propósito del autor, y, no obstante, no le causa un gran pro­
blema. Si suponéis, en efecto, que lo que desvió a Metrodoro

Traducción citada de Laercio.


Epicuro 63

fue la amistad extraordinaria y los mimos excesivos de Carnéa-


des, no podréis defender que su deserción quebrante lo dicho
sobre el buen natural de Epicuro, que se ha probado, entre
otras razones, por el vínculo fiel de sus discípulos. Así, nada
impide que tomemos por más natural este nuevo sentido de las
palabras de Diógenes Laercio. Quizá no sea esto lo que quiso
decir, pues no siendo mucho más propia de este autor la exac­
titud de sus razonamientos que la de sus relatos, podemos muy
bien equivocarnos atribuyéndole los pensamientos que pare­
cen tener la mayor conexión con sus frases. De cualquier
modo, hagamos saber al público que el señor De la Monnoie es
el autor de la nueva interpretación que acabamos de ver. In­
cluimos aquí el extracto de una de sus cartas:

Estoy convencido, con Gassendi, de que cuando Diógenes escribe


que, entre todos los discípulos de Epicuro, Metrodoro es el úni­
co que lo abandonó para unirse a Caméades, no debe entenderse
que Metrodoro fuera oyente de Epicuro, sino simplemente que fue el
único epicúreo que cambió de escuela y renunció a la filosofía de
Epicuro para seguir la de Caméades. El señor Ménage declara que
compartiría de buen grado esta opinión de no ser por las palabras de
Diógenes - «acaso porque le era gravosa su benignidad constante»-,
por las que parece, dice, que, pese a todas las explicaciones de Gas­
sendi, es preciso que este Metrodoro fuera contemporáneo de Epi­
curo, puesto que si dejó de ser epicúreo y pasó de este partido
al de Caméades fue sólo para deshacerse de las atenciones fatigosas
de un tan buen maestro, que lo abrumaban. Ni el señor Ménage ni
el señor Gassendi han visto que el verdadero sentido del pasaje de
Diógenes es que, si Metrodoro, de epicúreo que era antes, se con­
virtió en seguidor de Caméades, no fue quizá sino por las bondades
ilimitadas con que éste lo abrumó. El pronombre autou, que debe
entenderse por Caméades, hasta ahora ha sido referido errónea­
mente a Epicuro, y esto es lo que ha causado toda esta confusión.)J

Quienes refieren el pronombre autou a Epicuro deben conve­


nir que Diógenes Laercio es culpable de una insigne falsedad;35

35. De La Monnoie, véase observación m s.


64 Diccionario histórico y crítico

esto es, creer que Carnéades y Epicuro ejercieron la filosofía en


la misma época. Gassendi muestra muy bien que se trata de un
error de bulto.»6 Muestra que Epicuro murió antes de que Car­
néades naciera. Y observa que Metrodoro no pasó del grupo
de Epicuro a la escuela de Carnéades, de la que Cicerón habló
al final del libro v D e finibus; pues este Carnéades era él
mismo epicúreo, Epicuri familiaris. Prueba así que Metrodoro
de Estratonice no fue oyente de un Carnéades contemporá­
neo de Epicuro y Arcesilao, sino del Carnéades cuarto sucesor
de Arcesilao y fundador de la tercera academia. Cabe añadir a
sus pruebas cuanto señala Jonsio:37 que Metrodoro de Estrato­
nice no pudo ser amigo de Epicuro, que había muerto antes de
que se fundara la ciudad de Estratonice. Notad que Jo n sio '8 y
el señor Ménage.” concuerdan en decir que Diógenes Laercio
se expresó como quien pretendía enseñar a sus lectores que
Epicuro y Carnéades florecieron al mismo tiempo. Esto impli­
ca rechazar la explicación de Gassendi/0 y no me extraña que
la rechacen, por cuanto es en extremo forzada. Imagina que el
historiador quiso decir tan sólo que Metrodoro era el único
epicúreo que había dejado el parrido, y que lo había abando­
nado a causa de que la ternura de Epicuro, que estaba muerto
desde hacía bastante tiempo, aún pervivía en la escuela:

Que se diga que la bondad de Epicuro fue onerosa para él (Me­


trodoro de Estratonice) puede explicarse por el hecho de que
Epicuro, aunque muerto, respiraba aún en la suma armonía,
amor y memoria suya que reinaba entre sus seguidores.*1

N o hay necesidad de una solución tan mala, si se explica el pa­


saje como hace el señor de la Monnoie. N o debo olvidar que el
señor Foucher invocó estas palabras de Diógenes Laercio para
sostener su falsa suposición de que Carnéades y Epicuro ha-36 1
0
4
9
78

36. Gassendi, De vita et moribus Epicuri., IV, vm , aoj.


37. Jonsius, De scriptoribus historiae philosophicae, p. 350.
38. Ibidem, p. m .
39. Ménage, sobre Diógenes Laercio, X, IX, 4 3 1.
40. Gassendi, De vita et moribus Epicuri, IV, vm, 105.
4 1. Ibidem.
Epicuro 65

bían vivido en el mismo momento.1*1 El señor Lantin le respon­


dió entre otras cosas que «Diógenes Laercio no es un autor
muy seguro, y que es fácil observar en su historia muchos lu­
gares que se contradicen por haber seguido autores contra­
rios».*) Hallamos una de estas contradicciones sin salimos de
nuestro tema. Lo hemos visto asegurar que Metrodoro de Es-
tratonice fue el único en abjurar, y sin embargo poco antes ha­
bía dicho que Hmócrates, discípulo de Epicuro, había dejado
esta escuela** y publicado, a continuación, numerosas maledi­
cencias contra su antiguo profesor.*) N o he leído que nadie
haya destacado un error tal. Si Gassendi se hubiera dado cuen­
ta, no habría empleado el razonamiento siguiente:

Sin duda -dice-, si Metrodoro se hubiera separado de Epicuro


mientras éste aún vivía, no le habrían preguntado a Arcesilao,
que le sobrevivió doce años, por qué los hombres pasaban de las
demás escuelas a la epicúrea y no de la epicúrea a las demás.*6

¿No es cierto que Hmócrates se separó de Epicuro? Además, su


deserción no impidió la pregunta que le hicieron a Arcesilao:
¿por qué se pasa de las demás escuelas a la de Epicuro, y no
de ésta a las demás? La deserción de Metrodoro no habría evi­
tado esta pregunta, y por consiguiente Gassendi se sirve de una
prueba muy mala. La solución radica en el proverbio «una go­
londrina no hace el verano»; en efecto, aunque nos constara la
inconstancia de un solo seguidor de Epicuro, no dejaríamos de
j uzgar que nadie en líneas generales abandonaba el epicureismo.

E. Escribió muchos libros, y presumía de no citar nunca nada.


Diógenes Laercio, hablando de los filósofos que más escri­
bieron, * 7 otorga a Crisipo el primer puesto y a Epicuro el se-
4 1. Véase Journal des Savans, 6 de agosto de 16 9 1, p. j x i .
43. Journal des Savans, 24 de marzo de 1692, p. zio.
44. «Discípulo suyo (de Epicuro] después de haber abandonado su escuela»,
Diógenes Laercio, x, é (trad. cit.|.
4 ;. Véase la observación k.
46. Gassendi, De vita et moribus Epicuri, p. zo j.
47. Diógenes Laercio, proemio, 16.
66 Diccionario histórico y critico

gundo. O así es como los ordena en su prefacio; en cambio,


en su libro x , dice de modo absoluto y sin reservas que Epi-
curo es, entre todos los autores, el que más escribió.*8 Sus
obras, continúa, ascienden a trescientos volúmenes, y en ellos
no se encuentra nada que no sea suyo: ni refiere las palabras
de autor alguno, ni cita a nadie. Por el contrario, Crisipo, que
no podía soportar que Epicuro lo superara en número de
composiciones, no hacía más que acumular testimonio tras
testimonio, de suerte que si lo hubiéramos quitado las citas, lo
habríamos reducido a papel en blanco.

Y Apolodoro Ateniense, en su Colección de dogmas, queriendo


probar que los escritos de Epicuro, siendo trabajador de caudal
propio y sin auxilio ajeno, eran muchísimos más que los de Crisi­
po, lo dijo por estas palabras: «Si quitamos de los libros de Crisipo
las cosas ajenas que contienen, quedarán las hojas en blanco».*”

Su emulación llegaba hasta el extremo de que al momento de


ver que aparecía algún nuevo libro de Epicuro, él escribía
otro;*0 y lo hacía tan deprisa, para no quedarse demasiado
tiempo por detrás, que no releía lo escrito, lo cual hacía que
se repitiera y que incluyera muchas cosas no demasiado co­
rrectas. Diógenes cita en otra parte a Apolodoro,*1 quien
prueba mediante esta razón que Epicuro había compuesto
más libros que Crisipo. Éste no había hecho más que copiar
lo que otros habían dicho, en tanto que Epicuro lo había sa­
cado todo de su propio fondo.
Dado que se presenta la ocasión, vamos a decir algo sobre
esas dos maneras de escribir: la de Epicuro y la de Crisipo. Se­
ría un gran error pretender, en términos generales, que el mé­
todo de Epicuro es el de los grandes genios y el más difícil, y
el método de Crisipo, el de los pequeños espíritus y el menos
difícil. Tomad en cuenta de que entiendo por método de Cri-4 1
50
9
8

48. «Epicuro escribió muchísimos libros, tantos que superó a todos en esto»,
ibidem, x, 16 [trad. cit.j.
49. Ibidem, vil, 18 1 [trad. cit.].
50. Ibidem, x, 26.
51. Véase ia cita de la nota 49.
Epicuro 67

sipo simplemente la costumbre de acumular autoridades, no


la negligencia personal de este filósofo ni los excesos a los que
llegaba en sus compilaciones. Aceptado esto, afirmo que hay
autores tan grandes y genios tan sublimes en la escuela de Cri-
sipo como en la opuesta, y lo pruebo mediante los tres gran­
des nombres que alinea Gabriel Naudé:

Me parece -d ice - que no citar a nadie es sólo propio de quienes


no esperan ser citados jamás. Y es excesiva ambición convencer­
se de poseer concepciones capaces de contentar a una variedad
tan grande de lectores sin tomar nada de nadie; pues si alguna
vez hubo autores que pudieran en verdad considerarse tales, no
hay duda de que fueron Plutarco, Séneca y Montaigne, que en su
tiempo no olvidaron nada en los demás de cuanto podía servir al
embellecimiento de sus discursos; son testigos los versos griegos
y latinos que se encuentran casi a cada línea de sus obras, y en­
tre otras aquella consolación de siete u ocho hojas que el prime­
ro envió a Apolonio, en la que pueden señalarse, a fin de cuen­
tas, más de ciento cincuenta versos de Homero y casi otros
tantos de Hesíodo, Píndaro, Sófocles y Eurípides. Y además no
creo que estos nuevos censores de la forma de escribir sean tan
poco juiciosos como para oponer a las precedentes autoridades
la de Epicuro -quien en trescientos volúmenes que dejó, no utili­
zó ni incluyó una sola alegación-, porque esto me procuraría los
medios para su condena, dado que las obras de Plutarco, de Sé­
neca y de Montaigne se leen, se hojean, se venden y se reimpri­
men todos los días, en tanto que apenas si se nos ha conservado
el catálogo de las de Epicuro en Diógenes Laercio.J*

Podríamos añadir Cicerón a esos tres ejemplos, y no cabe con­


denar a quienes sumen a Apuleyo, pues era uno de los hombres
con más espíritu de su siglo. Contad bien todos los ejemplos
que siguen:

Vemos en este bello diálogo de los más ilustres oradores de Roma,


que no creían que su elocuencia pudiera corromperse por las citas.52

52. Naudé, prefacio de la Apologie des grands hommes.


68 Diccionario histórico y crítico

El discurso de Aper nos enseña que por aquel entonces se deseaba


que los discursos estuvieran adornados con las bellezas de la poe­
sía de Horacio, Virgilio o Lucano; por no decir nada de la de En-
nio y Nevio, que llena páginas enteras de las obras filosóficas de
Cicerón» [...| Y podemos aún observar por la Apología de Apu-
leyo - una de las piezas más elocuentes de toda la Antigüedad, no
obstante la impureza de algunas locuciones, que ya hemos comen­
tado- que en la época de los Antoninos no se pensaba que los pa­
sajes griegos y latinos hubieran de dañar una bella obra, dado que
aquélla está llena de textos de Platón y varios filósofos más, con
un gran número de versos de Homero, Catulo y Virgilio.»

La Mothe le Vayer aboga aquí por su causa, pues era el mayor


citador del mundo. Dígase tanto como se quiera que sus libros
serían mejores si no estuvieran tan henchidos de pensamientos
ajenos; nunca podrá negarse, sin falta de discernimiento y gus­
to, que poseía un gran genio. Dígase tanto como se quiera que
los escritos de Costar están demasiado llenos de autoridades;
lo llamarán todo lo que se quiera el protector de los lugares co­
munes;» no será menos verdad que era un muy bello espíritu.
El señor Ménage, que le dedica este elogio, es él mismo uno de
los autores que más honor darán a Francia. N o veo apenas a
nadie que le conteste el título de Varrón francés.*6 En una pa­
labra, es un gran autor; con todo, él mismo decía:

La señorita de Scudéry [,..| ha hecho ochenta volúmenes que ha


sacado todos de su cabeza, mientras que yo he sacado de un lado
y otro todo lo que he escrito.*?53*

53. Véase la primera parte de la Prose chagrine de La Mothe le Vayer (vol. ix,
p. 341) donde se dice que Cicerón, Séneca y Plutarco, en sus obras filosóficas,
no dejan pasar ninguna ocasión de referir lo que habían aprendido al respecto
de los más grandes poetas, oradores y filósofos antiguos, cuyas obras intenta­
ban imitar, y de los cuales habían hecho sus lugares comunes.
S4- La Mothe le Vayeq Discours de Véloquence frattfaise, vol. IV, p. 84, de la
ed. in-tz°.
55. Es el título que le da Fureriére en la Nouvelle aüégorique.
;6. Supera, incluso, a Varrón, que era docto sin ser cortés. El señor Ménage, de
gran erudición, poseía hasta el menor rasgo del bello espíritu.
37. Ménagiana, p. 290 de la 1.* ed. holandesa.
Epicuro 69

Vamos a contentarnos con estos ejemplos; no aduciremos los


Tiraqueau, Brisson, Servin y demás grandes luces del parla­
mento de París. N o digamos que citaban prodigiosamente, y
que también se hacía así en las piezas ceremoniales que los pri­
meros presidentes o las gentes del rey recitaban en ese siglo*8
en la apertura de las audiencias. N o hablemos tampoco de los
excelentes y admirables alegatos del señor Le Maítre, orna­
mento del mismo foro en el siglo siguiente. ¿Quién no sabe
que están llenos de citas?
Es, por tanto, una incontestable verdad de hecho que en la
escuela de Crisipo se hallan grandes genios y grandes autores,
y que no es lo propio de los genios y autores de esta clase no
citar nada o citar poco. Hablemos ahora de la otra cuestión;
examinemos qué método de composición es más arduo.
Creo que podemos reducir los grandes citadores a dos cla­
ses. Algunos se contentan con saquear a los autores modernos
y con reunir en un cuerpo las compilaciones de muchos más
que han trabajado sobre la misma materia. N o verifican
nada, no recurren nunca a los originales. N i siquiera exami­
nan lo que precede o lo que sigue en el autor moderno que les
sirve de original; no escriben los pasajes; simplemente indican
a su impresor las páginas de los libros impresos de donde hay
que sacar esos pasajes. No puede negarse que este método de
hacer libros es muy fácil, y que, sin mucha fatiga para la ca­
beza del escritor, puede llevarlo pronto a diez gruesos volú­
menes. H ay otros citadores que no se fían más que de ellos
mismos; lo quieren verificar todo, van siempre a la fuente,
examinan cuál fue el propósito del autor, no se detienen en el
pasaje que necesitan, consideran con atención lo que le prece­
de y lo que le sigue. Tratan de lograr bellas aplicaciones y de
ligar bien sus autoridades; las comparan entre sí, las conciban
o bien muestran que se oponen. Por lo demás, pueden ser per­
sonas que se toman religiosamente, en materias de hecho, no
proponer nada sin prueba. Si dicen que tal filósofo griego cre­
yó esto o aquello, o que tal senador o capitán romano siguió
ciertas máximas, presentan al instante las pruebas; y, como en58

58. Es decir, en el siglo xví.


7® Diccionario histórico y crítico

ciertas ocasiones la singularidad de la cuestión exige varios


testimonios, reúnen unos cuantos. No temo decir que este mé­
todo de composición es cien veces más arduo que el de nues­
tro Epicuro, y que se haría en menos tiempo un libro de mil
páginas según el último método, que un libro de cuatrocien­
tas páginas según el primero. Esto se comprenderá mejor me­
diante un ejemplo. Si un hombre hábil tiene que probar que
cierto padre de la Iglesia fue de cierta opinión,** estoy seguro
de que precisará más días para reunir los pasajes que le sean
necesarios, que para razonar sobre esos pasajes hasta la lon­
tananza. Una vez encontradas sus autoridades y citas, que tal
vez no llenarán ni seis páginas y que le habrán costado un
mes de trabajo, en dos mañanas logrará veinte páginas de ra­
zonamientos, objeciones y respuestas a las objeciones. Por
consiguiente, lo que nace de nuestro propio genio a veces
cuesta mucho menos tiempo que lo que hay que compilar.*0
Estoy seguro de que el señor Comeille habrá necesitado más
tiempo para justificar una tragedia por medio de un gran cú­
mulo de autoridades, que para hacerla; y eso suponiendo el
mismo número de páginas en la tragedia y en la justificación.
Heinsius empleó quizá más tiempo en justificar contra Balzac
su Herodes infanticida del que emplea un metafísico espa­
ñol en un grueso volumen de disputas donde lo produce todo
de su cosecha.596061 Pienso que los alegatos en los que el señor
Le Maitre acumula un gran número de autoridades le costa­
ron más que los otros, y fueron de composición más laborio­
sa que los del señor Patru, que casi nunca citaba.
N o entro en la cuestión de la preferencia. Diré tan sólo que
con frecuencia los autores que no toman nada prestado son
menos instructivos que los que difunden lo que han recogido.

59. No encendemos coda clase de opiniones, sino ciertas opiniones particulares


que sólo se insinúan por aquí o por allá.
60. Véanse las Nouvelles lettres du critique de M. Maimbourg, al inicio de la
carta x, pp. 298-299. [El crítico de Maimbourg es Bayle.]
6 1. Esta Apologie contiene Z64 páginas, m-8°.
Epicuro 7 1

Un buen pensamiento, venga de donde venga, valdrá siempre


más que una tontería de cosecha propia,1Sl por mucho que dis­
guste a quienes se envanecen de encontrarlo todo en ellos mis­
mos y de no tomar nada de nadie/)

Añado que no hay menos ingenio ni menos invención en apli­


car bien un pensamiento que se encuentra en un libro, que en
ser el primer autor de este pensamiento. Esto aparece en las
conversaciones de Voiture. Se oyó decir al cardenal Du Perron
que la aplicación feliz de un verso de Virgilio era digna de un
talento.6* Dejo aparte a quienes comparan la primera produc­
ción de un pensamiento con el acto de la generación, y el arte
de aplicar los pensamientos viejos con el poder de resucitar.
Es una declaración demasiado parcial a favor de las coleccio­
nes. Sin embargo, voy a alegar las palabras de quien se ha
mostrado tan prevenido:

Del mismo modo que muchas personas pecan por el uso inmode­
rado de alegaciones, hay otras muchas ridiculas por una tonta
afectación de no citar jamás a nadie y tomarlo todo de sí mismos;
se parecen a ese Hipias Elieno que se envanecía audazmente de no
llevar nada que no hubieran hecho sus manos. Me es fácil atribuir,
en efecto, a esta vanidad el gran desprecio que tienen algunos por
toda suerte de autoridad, para mostrar que no producen nada sino
de sí mismos, que los pensamientos bellos salen de su cabeza como
Palas de la de Júpiter, y que engendran como él sin la ayuda de na­
die. A esto, con todo, podríamos responder que la generación se
realiza por una acción tan común en todos los órdenes de la natu­
raleza, que no ha lugar para hacer semejante caso de algo tan fá­
cil, en tanto que es un milagro resucitar a los muertos haciéndolos
hablar de suerte que, tal como se ha dicho en la religión que
los huesos habían obrado más maravillas que los cuerpos anima­
dos, puede sostenerse lo mismo en la retórica, que los que ya no
son tienen mucha más fuerza de persuasión que los que viven.

6z. Véase Saint-Amant, prefacio del MoÜse sauvé.


63. La Mothe le Vayer, vol. ix, p. 34 1.
64. Véase abate de Marolles, prefacio de su Abregé de l’histoire de France.
65. La Mothe le Vayer, vol. iv, pp. 83-84.
7* Diccionario histórico y crítico

F. Al desechar la doctrina de Demócrito acerca del alma de


los átomos, estropeó el sistema.
San Agustín establece sin lugar a dudas que Demócrito creyó
que todos los átomos estaban animados.

Se dice que Demócrito -escribe- se diferenciaba de Epicuro en


las cuestiones naturales, porque Demócrito opina que el concur­
so de átomos tiene una cierta fuerza animal e ¡nsufladora (...) En
cambio, Epicuro nada pone en los principios de los seres, sino los
átomos.66

Quien pretenda que un agregado de átomos inanimados pue­


de constituir un alma y enviar imágenes que nos den pensa­
mientos, se satisface con una hipótesis más confusa que el
caos de Hesíodo. Sin embargo, ésta era la pretensión de Epi­
curo.

Afirma Epicuro que por el concurso causal de estos átomos se


forman los mundos innumerables, los animales, las almas y los
dioses. A éstos les da forma humana y los coloca, no en algún
mundo, sino fuera de los mundos. No quiere admitir nada en ab­
soluto fuera de los cuerpos. Y para que puedan imaginarse éstos,
dice que de los mismos seres, que a su juicio están formados por
átomos, fluyen y entran en el alma unas imágenes más sutiles que
las que hieren nuestra retina.67

En cambio, una vez supuesto que todos los átomos poseen un


alma, se concibe sin esfuerzo alguno que sus diversas agrega­
ciones forman especies distintas de animales, tipos distintos
de sensaciones, combinaciones distintas de pensamientos; y
con esto se pone uno al abrigo de la fulminante objeción de
Galeno:

66. Agustín, Epistolae, lvi; he citado este pasaje por entero en la cita de la nota
107 del artículo «Demócrito» |carta 1 1 8 , núm. 28; trad. de L. Cilleruelo, Ma­
drid, Ed. Católica, i9 $ i).
67. Ibidem, p. 273 |trad. dt., con modificaciones!.
Epicuro 73

Dado que un átomo no puede sufrir dolor, porque es incapaz de


alteración y de sensación, si se pincha la carne con una aguja, un
átomo no sentirá nada, y nada sentirán dos, tres, cuatro o más.
Sería algo así como si se pinchara a un montón de diamantes o de
otras cosas invulnerables. Y como los dedos enlazados se separan
sin dolor alguno, así los átomos se disgregan sin ninguna sensa­
ción dolorosa, puesto que simplemente se tocan entre sí.**

Plutarco había planteado ya una objeción similar a Colotes.6»


Por más que uno se vuelva de todos los lados imaginables,
como han hecho Lucrecio y Gassendi,?0 para resolver esta di­
ficultad, ni siquiera se llega a rozarla, y lo mejor que cabe
decir es que la totalidad de los filósofos que aceptan que los
principios de los cuerpos mixtos están privados de sentimien­
tos, se exponen, tanto como Epicuro, al mismo problema.
Hay que decir las cosas como son; la hipótesis del alma
del mundo o la de los autómatas son la única vía para esca­
par del aprieto. Sería peligroso, en efecto, reconocer en las
bestias un alma inmaterial como la del hombre; y en cuanto a
la distinción de nuestros peripatéticos entre la materia y el
alma material de las bestias, es un vano subterfugio, que re­
sulta no menos fulminado por la objeción de Galeno
que los átomos de Epicuro.?1 Por lo demás, no es más absur­
do suponer que los átomos están esencialmente anima­
dos que suponer que existen y se mueven por sí mismos. Vé­
ase la observación E del artículo «Leucipo».
Quienes deseen conocer otras diferencias entre Demócrito
y Epicuro no tienen más que consultar Cicerón.?16 12
70
9
8

68. Galeno explica así aquello de Hipócrates: «Si el hombre fuera uno, no su­
friría dolor, porque no habría donde pudiera dolerle», en Gassendi, Physica, III,
vi, j ; Opera, vol. ll, p. 343. Cita De constitutione artis medicae. De elementis,
'V, 3 y 4-
69. Plutarco, Adversas Colotes, 1 1 1 1 .
70. Véase Gassendi, Physica.
7 1. Véanse las observaciones C y L del artículo «Dicearco», dedicado al discí­
pulo de Aristóteles.
72. De finibus, 1.
74 Diccionario histórico y critico

G. Cuanto enseñó sobre la naturaleza de los dioses es muy


impío.
Quien acuse a Epicuro de haber creído que los dioses no me­
recen nuestro culto, nuestros respetos y nuestros homenajes,
observa con cierto exceso de negligencia las leyes sagradas de
la equidad, puesto que profesó abiertamente lo contrario y
publicó libros excelentes sobre el culto que debemos a los dio-
ses.73 Admito que le objetaron que, actuando conforme a sus
principios, no debería haber religión alguna; pero con esto
sólo se discutía sobre el derecho, no se negaba el hecho; había
acuerdo sobre su religión exterior. N o cabe presentar un tes­
tigo más fidedigno que Séneca. Pues bien, esto es lo que dice:

Sobre todo, tú, Epicuro, desarmas a Dios, le arrebatas todos los


dardos de la mano y toda la potencia (...) No tienes por qué te­
merle; no tiene materia en que hacer bien ni mal (...) Y con todo
eso, quieres aparentar que le reverencias, no de otra manera que a
un padre, con ánimo, creo yo, agradecido. Y si no quieres parecer
agradecido, porque no tienes recibido de él ningún beneficio,
puesto que quien te amasó fueron estos átomos y estas partículas
tuyas, al azar, sin consejo ninguno, ¿para qué le reverencias? «Por
su majestad -m e dices-y por su eximia y singular naturaleza.» Yo
quiero concederte que no lo haces por el atractivo de ningún pre­
mio, por el señuelo de ninguna esperanza. Hay algo, pues, que por
sí debe ser deseable y su nobleza te atrae; esto es la honestidad. 7 4

Tenemos aquí en pocas palabras la religión que profesaba Epi­


curo: honraba a los dioses a causa de la excelencia de su natu­
raleza, pese a no esperar ni temer de ellos bien o mal alguno.?’
Les rendía un culto que no era mercenario; no consideraba en
73. «Pero también sobre la santidad, sobre la piedad hacia los dioses escribió
libros Epicuro. Pero {de qué manera habla en éstos? En modo tal que dirías que
estás oyendo a T. Coruncanío o a P. Escévola, pontífices máximos», Cicerón,
De natura deorum, 1, 4 1 jtrad. de J. Pimentel Álvarez, México, Bibliotheca
Scriprorum Graecorum et Romanorum Mexicana, 1986).
74. Séneca, De beneficia, iv, 19 |trad. de L. Riber; Madrid, Aguilai; 1966).
75. Véase lo que Cicerón pone en boca del epicúreo Velcyo en De natura deo­
rum, 1, 83.
Epicura 75

absoluto su propio interés, sino únicamente las ideas de la ra­


zón, que exigen respeto y honor para todo lo que es grande y
perfecto. N o se equivocaban, tal vez, cuando le acusaban de no
actuar así sino por política y para rehuir el castigo que no le hu­
biera faltado si hubiera trastornado el culto a los dioses.?6 Pero
aunque la acusación estuviera bien fundada, no dejaría de ser
temeraria. La equidad quiere que juzguemos al prójimo por lo
que hace y dice, no por las intenciones ocultas que nos imagi­
namos que tiene. El juicio sobre lo que sucede en los abismos
del corazón hay que dejarlo a Dios. Tan sólo Dios puede escru­
tar los riñones y los corazones. Y después de todo, ¿por qué re­
chazar que Epicuro tuviera la idea de un culto que nuestros
teólogos más ortodoxos recomiendan como el más legítimo y
perfecto? Nos dicen todos los días que, aun cuando no esperá­
ramos el paraíso ni temiéramos el infierno, tendríamos, con
todo, la obligación de honrar a Dios y de hacer cuanto creyéra­
mos que le es agradable.?? Más adelante referiré el testimonio
que ofrece Diógenes Laercio en tomo a la piedad de Epicuro.?8
Así, la única prueba del texto de esta observación es que
Epicuro reducía la naturaleza divina a la inacción: la privaba
del gobierno del mundo, no la reconocía como causa de este
universo. Se trata de una impiedad enorme. Los autores no
concuerdan en la cuestión de si enseñaba que los dioses esta­
ban compuestos de átomos. De enseñar tal cosa, habría des­
provisto a la naturaleza divina de eternidad e indestructibili­
dad -creencia horrorosa e infinitamente blasfematoria-. Pero
no creo que sea posible imputársela, pues uno de sus prime­
ros principios era que, siendo Dios bienaventurado e inmor­
tal, no hace daño a nadie ni se mezcla en ningún asunto.

Y así, en aquellas selectas y brevísimas sentencias suyas que lla­


máis Kyriai dóxai, ésta, como opino, es la primera sentencia: El
ser que es feliz e inmortal ni tiene una ocupación penosa 1negó-
tium\ ni la ocasiona a nadie.??76
9
8

76. Véase Cicerón, ibidem, 44, final.


77. Véase Gassendi, De vita et moribus Epicuri, IV, 3.
78. En la observación p.
79. Cicerón, De natura deorum, 1, 30 [trad. cit.|. Véase también cap. xvil.
76 Diccionario histórico y crítico

Vemos que el primer tema de meditación que daba a sus dis­


cípulos era la inmortalidad y felicidad de Dios.

Primero, que Dios es animal inmortal y bienaventurado, según


suscribe de Dios la común inteligencia, sin que le des atributo al­
guno ajeno de la inmortalidad e impropio de la bienaventuranza;
antes bien has de opinar de él todo aquello que pueda conser­
varle la bienaventuranza e inmortalidad.80

No creía, pues, que los dioses hubieran sido producidos,


como el mundo, por encuentro fortuito de átomos; se daba
perfecta cuenta de que de ese modo los habría sometido evi­
dentemente a la muerte.

Lo mismo hace respecto a la naturaleza de los dioses. Mientras


rehuye el ensamble de los cuerpos indivisibles para que no se lle­
gue a la muerte y a la disolución, dice que no existe el cuerpo en
los dioses, sino una especie de cuerpo; ni la sangre, sino una es­
pecie de sangre.8'

Tertuliano81*8
34y San Agustín,8» sin embargo, sostienen que de­
cía que la naturaleza divina estaba compuesta de átomos;
pero Lactancio recoge mejor su opinión.

Afirman -d ice - que los dioses son incorruptos, eternos y felices;


y a ellos solos conceden el privilegio de parecer no estar forma­
dos por concurso de átomos. Pues si fundaran también a los dio­
ses en ellos, resultarían ser disgregables, finalmente, en elementos
sueltos y que regresarían a su naturaleza.8*

80. Diógenes Laercio, x, 1 13 jtrad. cit.].


8 1. Cicerón, De natura deorum, 1 , 1 5 , final [trad. cit.].
81. Tertuliano, Adversas gentes, xlvii.
83. «Afirma Epicuro que por el concurso casual de estos átomos se forman los
mundos innumerables, los animales, las almas y los dioses», Agustín, Epistolar,
LVt, p. 17 3 (carta 1 1 8 , trad. cit.].
84. Lactancio, De ira Dei, x, $38.
Epicuro 77

Acabo esta nota censurando unas palabras del señor Moréri:


«Las opiniones de Epicuro sobre el alma y la divinidad no pa­
recen razonables a algunos». ¿Es posible que un sacerdote
haya hablado así de una opinión que arruina la inmortalidad
del alma y la providencia de Dios?

h. En vano el señor Am auld ha criticado esta doctrina.


Para que sea más comprensible lo que tengo que decir, señala­
ré en primer lugar que casi todos los filósofos antiguos que ha­
blaron de la felicidad humana se adhirieron a una noción ex­
terna, y esto es lo que produjo entre ellos una gran división de
opiniones.8! Unos pusieron la felicidad del hombre en las ri­
quezas, otros en las ciencias, otros en los honores, otros en la
reputación, otros en la virtud, etc. Está claro que vincularon
la idea de beatitud no a su causa formal, sino a su causa efi­
ciente, es decir, que designaron como nuestra felicidad aquello
que juzgaron capaz de producir en nosotros el estado de felici­
dad, sin que dijeran cuál es el estado de nuestra alma cuando es
feliz. Tal estado es lo que yo llamo causa formal de la felicidad.
Epicuro no se dejó engañar; consideró la beatitud en sí misma
y en su estado formal, y no según la relación que tiene con se­
res por completo externos, como son las causas eficientes. Esta
manera de considerar la felicidad es, sin duda, la más exacta y
más digna de un filósofo. Epicuro hizo bien, pues, optado por
ella, y tan bien la utilizó que lo condujo ni más ni menos que a
donde era preciso llegar; el único dogma que podía establecer­
se razonablemente por ese camino era decir que la beatitud del
hombre consiste en estar a gusto y en el sentimiento de placer
o en general en la satisfacción del espíritu. Esto no prueba que
la felicidad del hombre radique en la buena comida y en el co­
mercio impuro entre los sexos. Tales cosas a lo sumo pueden
ser causas eficientes, pero no es ésta la cuestión. Cuando se tra-85

85. No creáis, sin embargo, lo que nos dicen tantas personas, que según Va-
rrón había doscientas ochenta y ocho opiniones diferentes sobre la naturaleza
del bien supremo. Es un juego de ingenio de Varrón. Véase Agustín, De civita-
te Dei, xix, 1.
7» D iccionario histórico y critico

te de las causas eficientes de la satisfacción, os señalarán las


mejores; os indicarán, por un lado, los objetos más capaces de
conservar la salud de vuestro cuerpo, y, por otro, las ocupacio­
nes más apropiadas para prevenir la inquietud de vuestro espí­
ritu; os prescribirán, pues, la sobriedad, la templanza y la lucha
contra las pasiones tumultuosas y desordenadas que hurtan al
alma su estado de beatitud, es decir, la aquiescencia dulce y
tranquila a su condición. Éstos eran los placeres en que Epicu-
ro hacía consistir la felicidad del hombre. Se produjo un cla­
mor contra la palabra placer, y quienes estaban ya echados a
perder cometieron abusos; los enemigos de su escuela se sirvie­
ron de ello, y así fue como el nombre de epicúreo se volvió tan
odioso. Todo esto es accidental respecto a su opinión, y no im­
pide que Epicuro filosofara con solidez. Pero por descontado
que cometió un gran error no reconociendo que sólo Dios pue­
de producir en nuestra alma el estado que la hace feliz.
Pasemos al señor Amauld. Criticó con todas sus fuerzas esta
doctrina del padre Malebranche: «Todo placer es un bien y hace
efectivamente feliz al que lo gusta».8* El autor de las Nouvelles de
la République des Lettres,* al dar el extracto del libro del señor
Arnauld, se declaró en su artículo a favor del padre Malebranche.

No hay cosa más inocente -afirm a- ni más cierta que decir que
todo placer hace feliz a aquel que ¡o goza durante el tiempo que ¡o
goza, y que, no obstante, hay que huir de los placeres que nos atan
a los cuerpos [...] Pero, se dice, es la virtud, es la gracia, es el amor
de Dios, o más bien es sólo Dios, lo que constituye nuestra beati­
tud. De acuerdo, en calidad de instrumento o de causa eficiente,
como dicen los filósofos; pero en calidad de causa formal, nuestra
única felicidad consiste en el placer, en la satisfacción.8?

A raíz de esto, el señor Arnauld la tomó con el gacetillero de la


République des Lettres, y te dirigió una advertencia en que lo re-

86. Véanse las Réflexions philosophiques et théologiques sur le nouveau systé-


me de la nature et de la gráce, I, xxi, 407 s.
87. Nouvelles de la République des Lettres, agosto de 1685, art. 111, p. 876.

* Es decir, el propio Bayle.


Epicuro 79

futa punto por punto y de acuerdo con todas las reglas de su


manera de combatir,*8 que era sin duda la de un lógico muy há­
bil. El gacetillero replicó*’ y siguió sosteniendo su opinión; se
dedicó principalmente a deshacer los equívocos esparcidos so­
bre la materia con la variedad de frases tropológlcas empleadas,
de suerte que la mayoría de los escritores han dado a la causa el
nombre de efecto, es decir, han llamado felicidad o desdicha no
a aquello que realmente lo es, sino a aquello que la causa. Se
lanzó, incluso, a refutar a quienes se imaginan que los placeres
de nuestros sentidos no son espirituales; sostuvo que, con tal de
no considerarlos sólo según su entidad física, son puramente es­
pirituales, y que sólo cabe llamarlos corporales como conse­
cuencia de su relación accidental y arbitraria con el cuerpo. Esta
relación, en efecto, se funda simplemente en el hecho de que
plugo a Dios establecer como causa ocasional de tales placeres
la acción de ciertos objetos sobre el cuerpo del hombre. El señor
Amauld quiso tener la última palabra; refutó de nuevo a su ad­
versario mediante una docta disertación donde lo más impor­
tante, me parece, es la última parte.*0 Lleva por título: Examen
de una nueva especulación acerca de la espiritualidad y la mate­
rialidad de los placeres de ¡os sentidos. Empieza de esta manera:

Sólo me resta por deciros, señor, una palabra sobre lo más impor­
tante de vuestro escrito. Se trata de un pensamiento metafísico tan
sutil y tan abstracto que siento un doble miedo: de no haber cap­
tado del todo bien vuestro pensamiento, y, en segundo lugar, de no
ser capaz de decir el mío de manera que todo el mundo lo pueda
entender. Sostenéis, señor, que en los placeres de los sentidos hay
que distinguir dos cosas: su espiritualidad, que contempláis como
su estado esencial, y su materialidad, que pretendéis que les sea
accesoria y accidental. De aquí concluís que un placer de los sen­
tidos podría permanecer idem numero, y no tener nada de mate­
rial, dado que la materialidad puede separarse de él.’ 18
1
0
9

88. Véanse las Nouvelles de la République des Lettres, diciembre de 168 j, art. I.
89. Véanse las mismas Nouvelles, enero de 1686, p. 93.
90. Véase la Bibliothéque universelle, vol. vi, p. 379.
91. Amauld, Dissertatíon sur le préUmdu bonheur des sens, p. 108.
8o Diccionario histórico y critico

A continuación, desarrolla con gran nitidez la doctrina de su


adversario, y la combate de una manera muy digna de su lógi­
ca y habilidad. Pero, con todo, creo que en el fondo no tiene
razón, y que no se ha dado cuenta suficiente de la diferencia
que hay entre nuestros sentimientos y nuestras ideas. La rela­
ción de nuestras ideas con su objeto es esencial; y está en
lo cierto cuando dice que Dios no podría hacer que la idea de
círculo fuera separada de la relación con el círculo. Pero no su­
cede lo mismo con nuestros sentimientos. Nuestra alma po­
dría sentir frío sin referirlo ni a un pie ni a una mano, tal como
siente la alegría por una buena noticia y el pesar, sin referirlos
a ninguna de las partes del cuerpo. Y si refiere el dolor y cier­
tos placeres, el sentimiento de quemadura, el cosquilleo, etc.,
a alguna parte de su cuerpo, mientras está unida a él, es sólo
porque el autor de su unión con el cuerpo lo ha establecido así
con absoluta libertad; sólo para que pueda velar mejor por
conservar la máquina que le está unida. Si desapareciera esta
razón, ya no tendría necesidad de referir fuera de sí sus senti­
mientos; sin embargo, seguiría siendo susceptible de la modi­
ficación que llamamos dolor, placer, frío, calor. Dios podría
imprimirle todas estas modificaciones sin ajustarse a ninguna
causa ocasional o ajustándose a una causa ocasional que no
fuera ningún cuerpo, sino los pensamientos de algún espíritu.
Al autor del Arte de pensar le asiste la razón cuando dice «que
es muy posible que un alma separada de un cuerpo sea ator­
mentada por el fuego del infierno o del purgatorio, y que sien­
ta el mismo dolor que se siente cuando uno se quema, pues in­
cluso cuando estaba en el cuerpo, el dolor de la quemadura
estaba en ella y no en el cuerpo, y se trataba sólo de un pensa­
miento de tristeza que experimentaba con ocasión de lo que
sucedía en el cuerpo al que Dios la había unido».»1 Pero no tie­
ne razón cuando supone que Dios habría de disponer una cier­
ta porción de la materia con respecto a un espíritu de tal modo
que el movimiento de esta materia fuera ocasión para que el
espíritu tuviera pensamientos aflictivos. Un ser completamen­
te inmaterial podría cumplir esta función de causa ocasional,

91. Art de penser, I, IX, 86.


Epicaro 81

y en ese caso nuestra alma podría sentir el mismo placer que


llamamos sensual y corporal. Podría, digo, sentirlo sin referir­
lo a una boca o a una oreja, como hacemos ahora con el pla­
cer de la buena comida y de la música. De aquí resulta que el
placer de cualquier especie puede lograr la felicidad del alma
sea cual sea el estado en que la supongamos, unida o no a la
materia. Esto merecería un discurso aparte. Si el gacetillero de
la République des Lettres no hubiera estado enfermo al apare­
cer la disertación del señor Arnauld, la habría refutado, pero
consideró que sería demasiado tarde refutarla cuando su salud
le permitiera tomar la pluma.

l. Se hicieron circular falsedades contra sus costumbres.


Lo hicieron pasar por glotón, por impúdico, por nuevo Sar-
danápalo; y como, siguiendo con la costumbre de aquellos si­
glos,»? aceptó a algunas mujeres que amaban la filosofía entre
sus discípulos, hicieron pasar su escuela por un verdadero
burdel. Decían que la cortesana Leontio, que había llegado a
tener curiosidad por la filosofía y se había dirigido a él, no ha­
bía interrumpido su primer oficio, y que complacía con su
cuerpo a toda la banda y en especial a Epicuro abiertamen­
te.»? N o se contentaron con esparcir estas maledicencias en la
conversación; las insertaron en libros y, lo que es más injusto,
fabricaron cartas lascivas que se publicaron con el nombre del
filósofo.

Siendo enemigo suyo Diótimo Estoico, lo vulneró amarguísima-


mente, publicando con nombre de Epicuro cincuenta cartas im­
púdicas y escandalosas; como también las referidas a Crisipo,
ordenándolas como si fuesen del mismo Epicuro.»?9
5
34

93. Véase Gassendi, De vita et moribus Epicuri, vil, 3.


94. «Quae philosophiae overam navare cum incoepisset non ideo scortari des-
titit, sed Epicureis ómnibus ¡n hortis se prostituir, et palam quidem Epicuro»,
Ateneo, xm , $88.
95. Diógcnes Laercio, x, 3 [trad. cit.J.
8i Diccionario histórico y crítico

Poseemos aún una carta atribuida a Leontio, pero es una pie­


za inventada. En ella se finge que Leontio da cuenta a La­
mia de las penas que tenía que sufrir al lado de Epicuro, viejo
de ochenta años, recaído en la infancia, cubierto de piojos y de
tan mal humor que no dejaba de gruñir contra su querida
y de fastidiarla con sus sospechas:

Nada hay, a mi juicio, más enojoso que volver a la infancia cuan­


do se es viejo. Así es como el tal Epicuro se comporta conmigo,
desaprobándolo todo, arrojando sospechas sobre todas las cosas,
escribiéndome enigmáticas cartas. Echaría del jardín a la misma
Venus, como si él fuera Adonis, cuando ya ha alcanzado los
ochenta. Tan lejos estoy de sentir amor por ése, que está no sólo
lleno de piojos sino completamente enfermo y contraído por la
vejez, y que no con injusticia lleva vellones en vez de píleos, etc.**

Que esta carta es una ficción resulta evidente, pues Leontio


murió antes que Epicuro y éste sólo vivió poco más de setenta
y un a ños. *7 Lo que hay de cierto es que Metrodoro, uno de los
mejores amigos de Epicuro, se acostaba con esta Leontio; qui­
zá se había casado con ella o, en el peor de los casos, la tenía
como concubina; ahora bien, en el paganismo el concubinato
apenas era motivo de censura. Danae, hija de Leontio, no fue
más casta que su madre.*8 Algunos sostienen que Leontio se
acostó con un tal Corniades, y que éste sabía cuántas veces,
pues llevaba un registro de sus desenfrenos, y cuando quería re­
pasar en su memoria sus mejores éxitos y jornadas, consultaba
el diario escrito.

No se equivocaba -son las palabras de Gassendi- quien entien­


de como surgido de esta camaradería lo que Plutarco escribe de
que Corniades acostumbraba a evocar en una suerte de diario

96. Del libro segundo de Alciírón, en Gassendi, De vita et moribus Epicun,


vil, 2.
97. Metrodoro y Leontio, su concubina, dejaron un hijo de quien Epicuro hace
mención en su testamento como un huérfano al que recomienda. Véase Gas­
sendi, ibidem, 6.
98. Ateneo, xm , 593. Véase el artículo «Leontio», observación D.
Epicuro 83

cuántas veces había tenido relaciones con Hedía y con Leontio,


había bebido vino tasio o comido opíparamente.’ ?

Otros sostienen que Gassendi se ha dejado confundir aquí por


el traductor latino de Plutarco, y que el griego afirma que
las personas modestas y sabias no conservan en su espíritu las
imágenes de los placeres pasados y no hacen lo que convirtió
a Corniades en objeto de burla; no recitan como si leyeran en
sus registros o en sus libros de cuentas las veces que han teni­
do algún asunto con Hedia o con Leontio, etc. Quienes sean
capaces de entender el griego podrán juzgar sobre su verda­
dero sentido. Yo preferiría seguir el de Gassendi.

Y no es nada verosímil que hombres honestos y moderados se


demoren en pensamientos de este tipo, o que hagan cosas por las
que aquél se burla de Corniades, como recopilar en una suerte de
diario cuántas veces tuvo relaciones con Hedia o Leontio, dónde
bebió vino tasio o qué día comió más espléndidamente. Pues tan­
ta orgía y adhesión del espíritu en la evocación revela una feroz
y brutal excitación y furor del mismo por los placeres que se es­
tán gozando o que se esperan.9 100
9

Véase en Gassendi, en el libro v il de la Vida de Epicuro, una


sólida refutación de las calumnias que he referido. Véase tam­
bién la observación n . Observad que en este pasaje de Plutar­
co me parece que habría que leer Karneaden en lugar de Kor-
niaden, pues sabido es que uno de los amigos de Epicuro se
llamaba Carnéades. He citado, sobre este tema, un pasaje de
Cicerón en la observación M del artículo «Arcesilao».

K. Hubo un tránsfuga de su grupo que habló muy mal de él.


Tales personas, con frecuencia, denigran furiosamente el parti­
do que abandonan. El deseo de vengarse de alguna injuria o de

99. De vita et moribus Epicuri, vil, 1.


100. Plutarco, Tractatus quod non posse suaviter viví iuxta Epicurum, 1089c,
de la versión de Xylander.
84 Diccionario histórico y crítico

hacer creer que no se han marchado por inconstancia los empu­


ja a desprestigiarlo; y por más sospechosos que sean, no dejan de
encontrar muchos crédulos. Recuerdo haber leído que una reli­
giosa que salió de Port Royal muy descontenta difundió varios
pequeños cuentos que los jesuítas invocaron en sus escritos.101
Pero hablemos del tránsfuga del que aquí se trata. Era herma­
no de Metrodoro; se llamaba Timócrates. Propagó que en el jar­
dín de Epicuro se efectuaban reuniones nocturnas, de las que
sólo con mil dificultades había podido escapar.102’ Dado que en­
tre los discípulos de Epicuro había algunas mujeres, huelga de­
cir qué clase de comentarios se hacían en torno a estas palabras
de Timócrates. Llegaron al punto de comparar esos conventícu­
los de Epicuro con el sabbat de las brujas;10? y no dudo que di­
jeran lo mismo que acerca de las asambleas de los adamitas.

Además de las reuniones en que comían y bebían juntos, puede


comprenderse qué cosas a veces se Ies reprochó que realizaban en
sus cultos nocturnos a la buena diosa.***

Además, Timócrates hacía pasar a Epicuro por un tragón y bo­


rracho al que los excesos de la glotonería hacían vomitar dos
veces diarias.10? Epicuro no eludió a este desertor de su grupo,
sino que escribió contra él y lo trató con dureza. Vemos en una
obra de Cicerón que, para insultar a Epicuro, se conjetura que
sus peleas con Timócrates eran el fruto de una simple bagatela.

Siendo que Epicuro (...) a Timócrates, hermano de su amigo Me­


trodoro, porque no sé en qué cuestión filosófica disentía, lo hirió
en todos sus volúmenes.10410
56

10 1. Véanse las canas tituladas Les imagmaires et les visionaires.


102. «Añadiendo que aun ¿I apenas se había podido escapar de aquella filoso­
fía nocturna y secreto conventículo», Diógenes Laerdo, x, 6 [trad. cit.J.
103. «¿Por qué esa camaradería es equiparada a la grey de los compañeros de
(Jlises, y ahora, por la mayor pane de los nuestros, a la mencionada asamblea
de magos?», Gassendi, De vita et morihus Epicuri, vil, 1.
104. Ibidem.
105. Diógenes Laercio, x, 6.
106. Cicerón, De natura deorum, 1 ,3 3 (trad. cit.].
Epicuro 85

Esta objeción carece por completo de buena fe; si en alguna


ocasión cabe excusar el arrebato de un escritor, es en disputas
similares a las de Epicuro contra su discípulo fugitivo.

L. Un hombre muy docto sostiene que Epicuro no negó la


providencia divina.
Este sabio se llama señor Du Rondel. Era profesor de elocuen­
cia en la academia de Sedan desde hacía un buen número de
años cuando fue clausurada en 16 8 1. Se retiró a Holanda,
donde su mérito le hizo encontrar trabajo enseguida; lo llama­
ron a Maastricht para ser profesor de bellas letras, y allí de­
sempeña su cargo con gran reputación. Antes de dejar su pa­
tria, había publicado una edición de Museo en griego y latín
con notas,‘°7 la Vida de Epicuro en francés10® y una diserta­
ción De G loria.l°9 Desde que está fuera de Francia, ha publi­
cado unas reflexiones sobre un capítulo de Teofrasto,'10 una
disertación sobre la silla de Pitágoras111 y un tratado De vita
et moribus Epicuri.II1 Es en esta última obra donde ha inten­
tado probar que Epicuro no negó la providencia de Dios.
Quienes deseen conocer el mérito de sus producciones y ca­
rezcan de ellas, harán bien en consultar a los periodistas que
las han comentado.1 Hallarán una parte de los elogios
que merecen su profunda erudición y su penetrante ingenio.
Cuando se decida a exhibir los tesoros de su gabinete, el pú­
blico se convencerá de que los periodistas han de emplear las
expresiones más henchidas de elogio, si es que quieren rendir­
le justicia. M e extendería más sobre esta materia si la amistad
que hay entre nosotros no me hubiera enseñado que ello no le
complacería. Véase el prefacio al proyecto de este diccionario,
107. En Cramoisi, París, 1678, m-8".
108. En Antoine Celliet, París, 1679, Se ha reimpreso en Holanda con
un título capcioso. Véanse las Nouvelles de la République des Lettres, enero
de 1686, p. 86.
(09. Impreso en Leyden, 1680, in -iz°.
1 to. Amsterdam, 168$, in -tz*.
n i . Amsterdam, 16 9 0 ,in -ii®.
itz. Amsterdam, 1693, in -¡ 2®.
1 1 3 . No pretendo haber dado la lista completa.
86 Diccionario histórico y crítico

que le he dirigido. Por lo demás, no cabe sostener más docta y


sutilmente la paradoja de la ortodoxia de Epicuro en lo tocan­
te a la providencia. N o ha olvidado invocar el vis abdita qua-
edam [‘una cierta fuerza oculta’] de Lucrecio.” * Cuando el se­
ñor Minutoly supo que había aparecido este libro del señor
Du Rondel, me escribió que en la colección de Jean-Michel
Brutus hay «una carta de Pedro Victorius a Giovanni del la
Casa, arzobispo de Benevento, que gira en torno a la cuestión
de si Lucrecio, al invocar a Venus al inicio de su poema, no
peca contra la doctrina de Epicuro, y en torno a si esto es com­
patible con la inacción que este filósofo atribuía a los dioses».

M. Se han alzado tantos ilustres defensores de su moral.


El docto Gassendi observa que, en cuanto empezaron a resu­
citar las bellas letras en el siglo x v , surgieron personas hábi­
les que se pronunciaron a favor de Epicuro, oprimido bajo un
cúmulo de prejuicios tras tantos siglos de barbarie

Epicuro fue tenido por infame a lo largo de la serie de siglos en


que las bellas letras yacieron sepultas. Pero apenas empezó a sa­
cudirse el polvo de los libros más cultos, que volvieron a las ma­
nos de los eruditos, hace unos dos siglos, casi todos se aplicaron
a defenderlo.'**

Nombra a Filelfo, Alejandro de Alejandro, Coelius Rhodi-


ginus, Volaterran y Juan-Francisco Pico.114511617Señala, sobre pa­
labra de Juan Tritemo, que Bautista Guarino realizó un libro
sobre la escuela de Epicuro. Añade que Antonio Bonciario ha­
bía compuesto otro para defender que Epicuro, entre todos
los filósofos antiguos, fue el que más se acercó a la verdad. " 7
Finalmente, aparte de Palingenio, de quien refiere varios ver-

1 14. Du Rondel, De vita et mortibus Epicuri, p. 79.


1 1 5 . Gassendi, De vita et moribus Epicuri, Vil, vh , 2.24.
116 . Me sorprende que olvide a Lorenzo Valla.
1 1 7 . Véanse las palabras de Gassendi, en el artículo «Bonciario», observa­
ción c , cita de la nota 6, donde he detectado un error.
Epicuro »7

sos en alabanza de Epicuro, observa que André Arnaud, au­


tor provenzal, hizo una apología de este filósofo:

André Arnaud de Forcalquere, prosenescal en esta provincia, pu­


blicó en un librito titulado Juegos, entre otras cosas, una apolo­
gía de Epicuro, muy breve en realidad, de escasas páginas. En
ella, sin embargo, se recogen cosas sobre todo de Laercio, y tam­
bién de Séneca, y se demuestra que este instruidísimo hombre
puso la primera premisa para que Epicuro fuera injustamente
hostigado y despedazado por sus adversarios.118

Los curiosos me agradecerán poder hallar aquí una aclara­


ción más extensa tocante a esta apología. Se la debo al atento
y muy docto señor Minutoly,"» que me escribió en el mes de
noviembre de 16 9 3:

Encontré el otro día un librito impreso en Avignon titulado An-


dreae Arnaudi, Joci, Epistolae, Rara, Epigrammata, Tumuli Apo-
logiae. Esta última clase de piezas incluye las apologías de Baco,
Epicuro, Falaris y Apuleyo [...] En la sección de epísto-las hay una
de Guillermo Arnaud, donde tras haberle hablado favorablemen­
te de Ravisius Textor, cuyos diálogos le enviaba como una nove­
dad, le dice: «En el noveno diálogo te asombrarás de que Textor,
cuyas palabras tanta doctrina demuestran, sea tan mal testimonio
a propósito del placer en Epicuro, y no se haya dado cuenta de que
si Epicuro opinaba como un Sardanápalo, de hecho era muy es­
toico, si fingía bacanales, vivía como un clérigo. Epigr. 152.

Nam licet illecebris hominem velit esse beatum,


stoicus interea moribus ipse fuit.*

Esto escribía Frusio, pero tú lo explicabas y enseñabas hace poco


con más soltura, cuando, admirablemente, llevabas a la parado-

118 . Gassendi, De vita et moribus Epicuri, Vil, viu, 124.


119 . Pastor y profesor en Ginebra.

* ‘Pues aunque quiso que el hombre fuera feliz con las seducciones, / entretan­
to él mismo fue de costumbres estoicas.’
88 Diccionario histórico y crítico

ja la opinión sobre Baco, Epicuro, Falaris y Apuleyo. Oh, qué fe­


liz serta nuestra época: si todos fueran Epicuros, no habría hipo­
cresía; si todos fueran Bacos, no habría bacanales; si todos fue­
ran Falaris, no habría injusticias; si todos fueran Apuleyos, no
faltaría la elocuencia».

He olvidado decir que Gassendi menciona a Ericio Puteano


como uno de los que han alabado a Epicuro. El famoso don
Francisco de Quevedo dio a la imprenta una apología de este fi­
lósofo en Madrid en 16 3 $ . Su libro se titula: Epicteto Español
en versos con consonantes, con el origen de los estoicos y su de­
fensa contra Plutarco, y defensa de Epicuro contra la opinión
común.'™ No he visto la que Sarrazin ha escrito en francés a fa­
vor de la moral de Epicuro. El señor Colomiés la menciona en la
página 12 5 de su Biblioteca escogida. He visto, en cambio, las
reflexiones del señor De St. Évremond sobre esta materia, cu­
riosas y de buen gusto. Se encuentran en la edición de sus obras,
reproducida en Holanda en 16 9 3, al final del tercer tomo. Se ha­
bían impreso en Amsterdam en 1684, con tres o cuatro piezas
del propio autor. El señor barón de Coutures publicó la moral
de este filósofo con reflexiones en 16 85; ese mismo año la edi­
ción de París fue copiada dos veces en Holanda.111 Su libro
muestra a Epicuro desde un ángulo muy bello, y merece un pa­
negírico. Nos presenta al canciller de la Iglesia y de la Universi­
dad de París a modo de apologista de Epicuro.111 La Mothe le
Vayer'*J y Sorbiere'** han desempeñado el mismo papel; pero
no creo que en ningún país ni tiempo en que se haya escrito a fa­
vor de este filósofo, se haya igualado a nuestro Gassendi. Cuan­
to ha hecho a este propósito constituye una obra maestra, la
compilación más bella y juiciosa que pueda verse, con la dispo­
sición más nítida y mejor ordenada. El caballero señor Temple,

12.0. Nicolás Amonio, Bibiiotheca hispana, sive Hispanorum, i, 3 54.


i z i . Véanse las Nouvetles de la République des Lettres, enero de 1686, art. ix,
p. 86.
izz. El señor Coquelin, en la aprobación del libro, que consta de cuatro pá­
ginas.
123. Traité de la vertu des pa'iens, en el vol. v de sus Oeuvres, tn-iz°.
1x4. Carta xxxiii , m-40.
Epicuro 89

tan ilustre por sus embajadas y por sus bellos libros, se ha reve­
lado hace poco un defensor de Epicuro particularmente hábil.1*!

n . É l y m uchos de sus seguidores poseían una mala doctrina


y vivían bien.

Nada puede extirpar en mayor medida la devoción del cora­


zón del hombre y provocar la renuncia completa al culto de
Dios, que creer en un Dios que no produce ni bien ni mal al gé­
nero humano, que no castiga a quienes lo ofenden ni recom­
pensa a quienes lo sirven. Aun los cristianos más devotos, si son
sinceros, admitirán que el vínculo más fuerte que los une a Dios
es considerarlo bajo la idea del bienhechor, pensar que distri­
buye infinitos premios a quienes lo obedecen, pero que, ade­
más, castiga eternamente a quienes lo ofenden. Estamos ante
un hombre que cumplía los deberes religiosos, siguiendo la cos­
tumbre de su país,1*6 de manera absolutamente desinteresada,
por cuanto profesaba la creencia de que los dioses no distribuí­
an ni penas ni recompensas.1 * 7 «Era muy asiduo a los templos,
y la primera vez que lo vio Diocles no pudo evitar exclamar:
¡qué fiesta, qué espectáculo para mí ver a Epicuro en un tem­
plo!,1*8 todas mis sospechas se desvanecen, la piedad recobra
su sitio, y nunca he visto mejor la grandeza de Júpiter que aho­
ra que veo a Epicuro de rodillas. Oh, fiesta para los ojos, etc.»
Añado las palabras de Laercio: «Su disposición de piedad para
con los dioses, su amor a la patria fueron indescriptibles».1*’
Según algunos, significan «que mantuvo una adhesión inefable
a la piedad y al amor a la patria»,')0 pero hasta ahora las edi­

ta ;. Véanse sus Oeuvres mélées, que se han traducido del inglés al francés y se
han impreso en Utrecht en 1694.
126. Se le veía incesantemente en los templos. Hacía muchos sacrificios y ofren­
das, etc. Du Rondel, Vie d'Épicure, p. 29. Véase la continuación del pasaje; en
la edición latina, p. So.
127. Ibidem, p. 34 de la edición francesa.
128. Véase una aplicación de esto en las Nouvelles de la République des Lettres,
diciembre de 1684, en el catálogo de los libros nuevos, núm. 11.
129. Diógenes 1-aercio, x, 10 [trad. cit.].
130. Gassendi ha traducido: «Pues hubo en él una inefable inclinación de san­
tidad para con los dioses y de amor a la patria».
90 Diccionario histórico y crítico

dones de Laercio nos Kan proporcionado otra interpretación.


Las palabras griegas quieren decir que Epicuro no relajó nunca
ni su culto a los dioses ni su celo por el bien de la patria: «Pues
¿qué diré de su culto a los dioses y de su amor a la patria, que
mantuvo con toda constancia hasta el final?». Parece que el
traductor no leía alektos [‘indecible’], como figura en el tex­
to impreso, sino alektos [‘constante’ ]. De cualquier manera
que lo traduzcamos, se trata de un gran elogio a la piedad de
Epicuro.
Para refutar definitivamente a quienes lo acusan de gloto­
nería, basta remitirlos al testimonio que, en lo que respecta a
la frugalidad, rindieron de él sus propios enemigos. Mirad
en Séneca, quien, en calidad de gran estoico, había de atacar­
lo en toda ocasión a poco que las apariencias le fuesen con­
trarias; no deja de conceder que en el jardín de Epicuro la
comida era muy mala:

Por ello evoco con particular complacencia -d ic e - las sentencias


escogidas de Epicuro, para demostrar a esos que se acogen a él,
impulsados por una torpe esperanza, y piensan que van a encon­
trar una cobertura para los propios vicios, que adondequiera que
vayan han de vivir honestamente. Cuando visitares sus pequeños
jardines, ante la inscripción que hay en ellos: «Huésped, aquí es­
tarás bien, aquí el bien supremo es el placer», encontrarás a tu dis­
posición al guardián de esa morada, quien, hospitalario, afable, te
acogerá ofreciéndote la polenta y sirviéndote agua en abundancia,
y te preguntará: «¿Has tenido una acogida satisfactoria? Estos jar-
dincitos -proseguirá- no excitan el hambre, sino que la sacian; ni
acrecientan la sed mediante la misma bebida, sino que la apagan
con un remedio natural y gratuito».1)1

Poco faltaba, según esta confesión de Séneca, para que los


huéspedes de nuestro Epicuro vivieran a pan y agua. Véanse
unas cuantas autoridades similares en el libro que cito.1)1 En
cuanto al placer venéreo, no sólo las máximas y los consejos132

1 3 1 . Séneca, Epistolae, XXI |trad. cit.].


132 . Gassendi, De vita et moribus Epicuri, vi, 3*4.
Epicuro 91

de Epicuro eran sabios en extremo , ' 3 3 sino que predicaba en


tal medida con el ejemplo, que Crisipo, su perpetuo antago­
nista, se vio obligado a explicar este fenómeno por la insensi­
bilidad de temperamento que le imputaba.

Estobeo escribe que hubo alguien que dijo que el sabio no había de
estar dominado ni por el amor ni por la ira, y prueba esto con el
ejemplo de, entre otros, el mismo Epicuro. Pero Crisipo lo contra­
dijo y, en lo concerniente a Epicuro, se opuso a concluir nada de su
ejemplo, por cuanto se trataría de alguien carente de sensibilidad.'34

Remito a los bellos libros de Gassendi;'»» pero no puedo olvi­


darme de estas palabras de Cicerón:

Y para mí, realmente, el hecho de que Epicuro fuese un hombre


de bien y que muchos epicúreos hayan sido y sean hoy fieles en
la amistad, constantes y serios en toda su conducta y no regulen
sus decisiones de acuerdo con el placer, sino con el debei; es prue­
ba de que es mayor la fuerza de la virtud y menor la del placer.
En efecto, algunos viven de tal modo que su vida desmiente sus pa­
labras. Y, así como de los demás se piensa que tienen mejores pala­
bras que hechos, de éstos me parecen mejores los hechos que las
palabras.'»6

Veis aquí a Epicuro y a muchos de sus seguidores ornados


con el elogio de buenos amigos, personas honestas, personas
graves que cumplían escrupulosamente los deberes de la vir­
tud. La única objeción es que no vivían según sus principios
-objeción no menos cierta contra los ortodoxos, pero respec­
to a ellos mil veces más vergonzosa-. Cicerón constata que
nada cabe decir de las costumbres de Epicuro, y que el único
reproche es haber carecido de suficiente espíritu para concor­
dar opiniones y conducta.134
*6

133 . Véase Diógenes Laercio, x, 118 .


134. Gassendi, De vita et moribus Epicuri, vil, 4; cita a Estobeo, Sermones.
133 . Ibidem y caps. $-7.
136. Cicerón, De finibus, 11, £$ jtrad. dt.].
91 Diccionario histórico y crítico

Esa doctrina que defiendes, los preceptos que has aprendido y


que apruebas, arruinan la amistad desde sus cimientos, aunque
Epicuro, en realidad, la ensalce hasta las estrellas. «Él mismo
-d irás- cultivó las amistades.» Pero ¿quién niega que haya sido
un hombre bueno, afable y humano? En estas discusiones se tra­
ta de su pensamiento, no de sus costumbres.1’ ?

Sorprenderá quizá que si Epicuro practicó una moral tan be­


lla, se haya encontrado con una infamia que ha vuelto odiosa
su escuela y su memoria durante muchos siglos por todas
partes donde se lo ha conocido. Me limitaré a tres pequeñas
observaciones. Primero, que en esto como en otras muchas
cosas es preciso reconocer el imperio de la fatalidad. Hay per­
sonas felices y personas desdichadas; ésta es la mejor ra­
zón que cabe dar de su diversa fortuna. Digo, en segundo lu­
gar, que la concurrencia de Epicuro con el célebre filósofo
fundador de los estoicos le trajo enojosas consecuencias. Los
estoicos hacían profesión de una moral severa; pleitear con
esa gente tenía más o menos el mismo inconveniente que hoy
en día tener conflictos con los devotos. Involucraban a la reli­
gión en la querella; esparcían el temor de que la juventud se
pervertía y alarmaban a todas las personas de bien. Y sus de­
laciones eran creídas; el pueblo se persuade fácilmente de que
el celo verdadero y la austeridad de las máximas van siempre
juntos. N o había, pues, mayores destructores de reputaciones
que esa gente. Y, por tanto, no resulta extraño que, a fuerza
de desacreditar a Epicuro y de emplear contra él piadosos
fraudes y cartas inventadas, forjaron impresiones desfavora­
bles que han persistido mucho tiempo. Digo, en tercer lugar,
que era fácil atribuir un mal sentido a las opiniones de este fi­
lósofo, y asustar a las personas de bien, con el término placer
de que se servía. Si se hubieran añadido siempre sus explica­
ciones, nadie se habría irritado; pero se dejaban de lado con
todo cuidado cuantas aclaraciones le eran favorables. Se en­
contró, además, con algunos epicúreos que abusaron de su
doctrina. N o es que se enviciaran en su escuela, pero tuvieron137

137 . Ibidem [trad. cit.].


Epicuro 93

la astucia de cubrir sus desenfrenos bajo la autoridad de un


nombre tan grande.

Así, no se entregaban a la sensualidad impulsados por Epicuro,


sino que, dados al vicio, esconden su corrupción en el seno de la
filosofía, y acuden a donde oyen alabar el placer. Y no conside­
ran cuán sobrio y seco es el placer de Epicuro -a l menos así lo
entiendo yo -, sino que se precipitan hacia ese nombre, en busca
de alguna autoridad y algún velo para sus desenfrenos.^*

Consultad lo que dice Gassendi, que desarrolla esto de maravi­


lla y muestra de qué manera muchos grandes hombres, arras­
trados por la corriente y sin examinar las cosas a fondo, han
ido siguiendo a lo largo de los siglos los prejuicios establecidos.
Varios padres están en dicho caso; pero Gregorio Nacianceno
no se dejó engañar;1»* y recuerdo haber leído en Orígenes'*0
que los seguidores de Epicuro se abstenían del adulterio tanto
como los estoicos, aunque fuera por un motivo diferente.

o . Su moral era muy buena en lo tocante a la obediencia que


se debe a los magistrados.
Hemos visto más arriba cómo se le alaba por no haber varia­
do nunca en su celo por el bien de la patria.1*1 En los mo­
mentos enojosos, no se marchó, sino que quiso tomar parte
de los males que sufrían sus compatriotas. Se alimentó de ha­
bas y alimentó con ellas a sus discípulos cuando Demetrio
asedió Atenas; las compartió con ellos, contadas una a una:
«Fabas cum ipsis ad numerum partitum».'*2 Deseaba buenos
soberanos, pero se sometía a los que gobernaban m al.'*2bl*1380
4
9

138. Séneca, De vita beata, xu, é i$ [trad. de J. Marías, Madrid, Alian­


za, 1981]. Véanse los Pensées sur les cometes [de Bayle], p. 333.
1 39. Reconoció que las costumbres de Epicuro eran muy ordenadas, lambí,
xviii . Véase Gassendi, vil, 4.
140. Orígenes contra Celsum, vil, 373.
14 1. Observación n .
14 1. Plutarco, Demetrias, 905a.
14^ is . «Nunca dejó de hacer votos por la prosperidad de la república y por el
94 Diccionario histórico y crítico

Constituye ésta una máxima muy necesaria para el bien pú­


blico; es el fundamento de la seguridad de todos los Estados.
Soy testigo, y no juez, decía un sabio moderno,■ « de la vida
de los príncipes, y, aunque no apruebe su conducta, me aten­
dré firmemente al viejo oráculo: «Bona témpora voto expere,
qualiacunque tolerare» ['Hay que hacer votos por que los
tiempos sean buenos, pero soportar los que se presenten’]. Es
algo tomado de Tácito , * « 4 y se encuentra también en la aren­
ga que un emperador dirigió a sus soldados: «Es necesario
que los hombres nobles y moderados deseen lo mejor, pero
acepten todo lo que se presente».

p. Tras su muerte alcanzó mucha mayor celebridad que en


vida.
Séneca no olvida a Epicuro cuando habla de numerosos gran­
des hombres que en su siglo no habían obtenido la justicia
que merecían.

¡Cuántos hubo -d ice- cuyos éxitos llegaron a la notoriedad des­


pués de la muerte! ¡A cuántos la fama no les acogió en vida,
pero, en cambio, desenterró su recuerdo! Te das cuenta en qué
grado admiran a Epicuro no sólo los más doctos, sino hasta la
turba de los ignorantes; él fue, con todo, desconocido en la pro­
pia Atenas, en cuyos arrabales llevaba una vida oculta. Es por
ello por lo que, habiendo sobrevivido no pocos años a su queri­
do Metrodoro, en una de sus cartas, después de haber elogiado
con grato recuerdo su amistad con Metrodoro, añadió por últi­
mo que ni a él ni a Metrodoro, en medio de tanta ventura, les ha­
bía perjudicado lo más mínimo que la noble Grecia les hubiese
tenido no sólo olvidados, sino casi como personas desconocidas.

viejo régimen, pero tuvo confianza en el presente y en los soberanos que conce­
día la suerte. Cuando hubo magistrados iracundos, fue paciente y dócil; cuan­
do ellos fueron buenos y moderados, ¿I fue agradecido y complaciente». Ron-
dellus, De vita et moribus Epicuri, p. 2.16.
143. Balzac, Carta xxiv del libro xiv, p. 6 13 de la ed. in-folio.
144. Historiae, tv, 8.
143. Alexander Severas, en Herodiano, VI, 111, z6z.
Epicuro 95

Así pues, ¿acaso no fue él descubierto después que hubo dejado


de existir?, ¿acaso su doctrina no se manifestó con esplendor?
Metrodoro reconoce también esto en una de sus cartas: que ni él
ni Epicuro fueron conocidos lo suficiente, pero que después de
él y de Epicuro iban a conseguir un nombre importante e ilustre
los que se animasen a seguir sus huellas.1**

Observad que, en tiempos de Séneca, no sólo los doctos sino


también los ignorantes sentían admiración por Epicuro. Un
padre de la Iglesia atestigua que Metrodoro no se nutría de ilu­
siones o vanas esperanzas al imaginarse que la escuela de Epi­
curo, su buen amigo, lograría más repercusión en los siglos fu­
turos que durante su vida. Lactancio declara que esta escuela
fue siempre más floreciente que las demás.'+7

Q. Plutarco tuvo la equidad de mostrar que nada de lo que


contenía esa obra era indigno de un filósofo.
Es notoria su prevención contra Epicuro, y no cabe duda por
tanto de que no lo favorece y de que si lo defiende es porque en­
cuentra improcedentes las críticas que le hacen. Empieza por
decir que «lo destrozaban tachándolo de hombre impúdico
que había presentado de modo inoportuno una conversación
ni bella ni honesta ni, aún menos, necesaria, dado que parecía
de una extrema incontinencia que, en un banquete al que asis­
tían muchos jóvenes, un hombre viejo y anciano como él hicie­
ra mención de las obras de Venus ante los adolescentes y pro­
pusiera la cuestión de si es mejor tener relación con las mujeres
antes o después de la cena».'4* Añade a continuación que «Zo-
piro el médico, muy versado» en la lectura de este filósofo, des­
cribió así a estos críticos:

No habían leído con suficiente diligencia el convite de Epicuro,


porque él no había pretendido tratar esta cuestión desde el co-1478
6

146. Séneca, Epistolae, txxix, 3 1 5 (trad. cit.J.


147. «La escuela de Epicuro siempre fue más célebre que las restantes», Lac­
lando, Institutiones divinae, ni, 17.
148. Plutarco, Conversaciones de mesa, m, 6; utilizo la versión de Amyot.
9* Diccionario histórico y crítico

mienzo, como tema expresamente escogido, para acabar también


su plática hablando de lo mismo, sino que, tras hacer levantar a
los jóvenes de la mesa, para que pasearan después de cenar, em­
pezó a disertar sobre ello con objeto de inducirlos a la continen­
cia y templanza, y para separarlos de las apetencias disolutas
como de algo que siempre tiene el peligro de hacer caer al hom­
bre en algún inconveniente, pero que es aún más perjudicial para
quienes las ejercen después de haber bebido y comido mucho en
un festín. Y aun cuando hubiera tomado como tema principal
-d ice- el disertar sobre ese punto, ¿es impertinente e impropio
por completo de un filósofo tratar de inquirir sobre el tiempo
justo y adecuado para acostarse con las mujeres?, o bien (siendo
cierto que es muchísimo mejor hacer tal ejercicio en el momento
oportuno y con razón que de otro modo) ¿es deshonesto platicar
sobre ello en la sobremesa de un festín, aun no siendo imperti­
nente discutirlo en otro sitio? Por lo que a mí concierne, me pa­
rece, al contrario, que cabría reprender y censurar con razón a
un filósofo que discutiera públicamente, en pleno día y en su es­
cuela, ante toda clase de personas, en torno a esta materia. Pero
con la mesa puesta, ante sus familiares y amigos, en el momento
en que a veces es oportuno desviar, mientras se bebe, una con­
versación tibia o fría, ¿cómo queremos que sea deshonesto decir
y oír cosas saludables y útiles para los hombres respecto al uso
de la compañía de las mujeres? En cuanto a mí, por el perro,1*»
preferiría que los descuartizamientos de Zenón hubieran sido
presentados en algún libro de banquete y en algún gozoso trata­
do, y no en una composición tan grave y tan seria como son los
libros sobre el gobierno de la cosa pública.‘ 5°

Tenemos, pues, que Epicuro es justificado en este punto por


un escritor que no era muy amigo suyo; lo vemos, digo, justi­
ficado en lo tocante al fondo y a las maneras contra un mon­
tón de maledicentes que se equivocaban en el fondo y que re-14
9

149. Era un juramento entre los antiguos griegos.


i j o . «Per canem adiuro, optare me suos ilíos diamerismos obscaenos Zeno-
ncm convivio aliquo aut ioco quam in tam serio de república opere posuisse»,
Plutarco, Convivíales disputationes, III, vi, 653.
Epicuro 97

ferian de mala fe ias circunstancias. Pero hay otra clase de jus­


tificación. Plutarco lo imita: trata en la mesa de la misma
cuestión; la vuelve de todos lados; razona sobre ella como un
gran maestro. N o obstante, es uno de los autores más graves
del paganismo, y el que se declaraba de manera más constan­
te a favor de las buenas costumbres. Esto ha de enseñar a
nuestros falsos devotos y falsos delicados, que se escandalizan
temerariamente de la libertad que nos hemos dado en este
diccionario de referir las llamadas materias de la carne. Nues­
tros médicos cristianos -h ablo incluso de quienes cuidadosa­
mente cultivan un carácter grave y manifiestan un gran celo
por la pureza de las costumbres- ¿no tratan la misma cues­
tión que se censuraba a Epicuro haber tratado? Cualquiera
que sea su estilo, ¿pueden examinarla sin remover porquerías
y sin ofrecer al espíritu una infinidad de imágenes obscenas?
Pero ¿no sería ridículo pretender con este pretexto que no de­
ban discutirla, por más útiles que puedan ser los reglamentos,
las precauciones, las observaciones que despliegan? Observad
que Amyot, obispo de Auxerre y gran capellán de Francia, no
tuvo ningún escrúpulo en publicar en francés el capítulo del
que he citado unos fragmentos. Con todo, está repleto de ma­
terias carnales, que él vertió con gran naturalidad. Admita­
mos también que la moraleja de Plutarco es muy bella; quie­
re, por un principio de religión, que se utilice la noche:

Pues no todo el mundo -d ice- tiene tanto tiempo libre como


Epicuro, ni provisión para toda la vida de esa gran tranquilidad
que él decía haber adquirido mediante las letras y el estudio de la
filosofía, sino que hay quienes se encuentran acosados cada día
por muchos asuntos y desempeños que los atormentan infinita­
mente, para los cuales no es bello ni bueno exponer el cuerpo así
extenuado, quebrantado y debilitado a una furiosa explosión de
concupiscencia. Así pues, dejemos que mantenga, por su parte,
su loca opinión de que los dioses, siendo inmortales y bienaven­
turados, no se cuidan ni entrometen en nuestros asuntos; pero
nosotros, obedeciendo las leyes, usos y costumbres de nuestro
país, según debe hacer todo hombre de bien, procuremos entrar
por la mañana, tras acabar de hacer ese acto, en el templo y
98 Diccionario histórico y critico

echar mano de los sacrificios. Es honesto, en efecto, que, inter­


poniendo la noche y el sueño entre dos, y poniendo en ello sufi­
ciente espacio e intervalo, nos vengamos a presentar puros y lim­
pios, como si nos hubiéramos levantado en un día nuevo con
todo el pensamiento nuevo, tal como dice Demócrito.'J1

R. La doctrina que rechaza la providencia de Dios y la in­


mortalidad del alma priva al hombre de una infinidad de con­
suelos.
Plutarco prueba esto con tal solidez que, tras haber leído su
exposición, resulta asombroso en extremo el poder que las
primeras impresiones de ciertos objetos ejercen sobre nuestro
espíritu. La primera idea que se presenta a quienes intentan
examinar el estado irreligioso es la de una libertad mundana
muy feliz, en la que todas las ansias se satisfacen sin temor ni
remordimiento alguno. Esta idea se arraiga tan profundamen­
te en el alma y ocupa de tal suerte su capacidad, que si alguien
nos dice que el estado de un hombre piadoso es, en materia de
ventajas temporales, incomparablemente mejor que el de un
epicúreo, lo rechazamos como mentira absurdísima. Y, sin
embargo, la supuesta mentira tiene de su parte una multitud
de razones muy fuertes, como ha mostrado Plutarco. Su bue­
na fe en este punto de la discusión me parece estimable, siem­
pre que se haya dado cuenta de cómo sus razones podían
servir para disculpar el epicureismo. Pues si es cierto que ne­
gando la providencia de Dios y la inmortalidad del alma, uno
se priva de mil dulzuras y consuelos, entonces Epicuro no es­
cogió la hipótesis filosófica que enseñaba por motivos de in­
terés, por amor propio o por adhesión al placer. Si su deter­
minación procediera de semejantes motivos, habría más bien
escogido la otra. Hay mucho que decir sobre la materia, pero
vale más remitirlo a otro libro,‘ 5* donde examinaré también
una objeción propuesta por el señor Le Févre contra Plutarco.
Le acusa de haberse contradicho, y para probarlo alega aque-

iji . lbidem ,6$$.


15 1. En la continuación de Pensées diverses sur les cometes.
Epicuro 99

lio que Plutarco señaló, discutiendo contra Epicuro, sobre las


ventajas y la felicidad temporal de la religión, y algo que el
propio Plutarco sostuvo en otro sitio: que la superstición es
peor que el ateísm o.'»

s. Algunos apologistas de Epicuro debieran haberse esforza­


do en mostrar que su impiedad emanaba naturalmente de la
existencia eterna de la materia.
Entre los físicos paganos se dio una gran variedad de opinio­
nes en tomo al origen del mundo y la naturaleza del elemento
o elementos que, a su entender, formaban los cuerpos particu­
lares. Algunos defendieron que el agua fue el principio de to­
das las cosas. Otros atribuyeron esta cualidad al aire; otros al
fuego, a unas partículas homogéneas, etc. Todos estaban, sin
embargo, de acuerdo en un punto: que la materia del mundo
no había sido producida. La cuestión de si alguna cosa había
sido hecha de la nada no cabía discutirla; todos convenían en
que tal cosa era imposible. En consecuencia, la eternidad in­
dependiente que Epicuro asignaba a los átomos no era una
opinión que las otras escuelas pudieran condenar en razón de
esta existencia necesaria e increada, pues todas ellas atribuían
la misma naturaleza a los principios que admitían. Ahora
bien, declaro que, una vez sentada esta impiedad -q u e Dios no
es el creador de la materia-, es menos absurdo sostener, como
los epicúreos, que Dios no es el autor del mundo y no se en­
tromete en su conducción, que sostener como muchos otros
filósofos, que lo ha formado, lo conserva y es su director. Sien­
do esto cierto, quienes lo decían no dejaban de hablar incon­
secuentemente; se trataba de una verdad intrusa, que no en­
traba en su sistema por la puerta, sino por la ventana, pues si
se encontraban en el buen camino, era por haberse desviado
de la ruta tomada al comienzo. De haber sabido seguirla, no
habrían sido ortodoxos; por lo tanto, su ortodoxia era un pro­
ducto bastardo y monstruoso, surgido accidentalmente de su153

153. Tanaquii Le Fevre, prefacio de su traducción del tratado de Plutarco acer­


ca de la Superstición. Véase también el final de sus notas sobre este tratado.
zoo Diccionario histórico y crítico

ignorancia; la debían a su incapacidad de razonar bien. Este


reproche es mucho más fuerte si cabe en lo tocante a los filó­
sofos anteriores a Anaxágoras, puesto que explicaron la gene­
ración del mundo sin intervención del dedo de Dios.1** Admi­
tiendo, acto seguido, la providencia de Dios, razonaban
mucho peor que quienes sólo la admitían tras haber dejado
sentado que el entendimiento divino presidió la ordenación
del caos y la primera formación de las partes de este mundo.
Si no dijera nada más, la mayoría de mis lectores se figura­
rían que proclamo una paradoja tan impía como la propia
opinión de Epicuro. Es preciso, pues, desarrollar todo esto con
la mayor nitidez posible. A tal efecto, tengo que empezar esta­
bleciendo el siguiente fundamento: según el sistema de todos
los filósofos paganos que creían en un Dios, existía un ser
eterno e increado distinto de Dios, esto es, la materia. Este
ser no debía su existencia sino a su propia naturaleza. N o de­
pendía de ninguna otra causa, ni en cuanto a su esencia, ni en
cuanto a su existencia, ni en cuanto a sus atributos y propie­
dades. No cabía, pues, decir, sin chocar con las leyes e ideas
del orden que son la regla de nuestros juicios y razonamientos,
que otro ser pudo ejercer sobre la materia un imperio tan
grande como para cambiarla enteramente. Por tanto, quienes
dijeron que la materia, que existía por sí misma eternamente
sin formar un mundo, empezó a constituirlo cuando Dios se
aplicó a moverla de cien maneras diferentes, a condensarla en
un lugar y a rarificarla en otro, etc., expusieron una doctrina
que choca con las nociones más exactas a las que estamos obli­
gados a conformamos al filosofar. Si Epicuro hubiera pregun­
tado a los platónicos: «Decidme, os lo ruego, ¿con qué dere­
cho Dios ha privado a la materia del estado en el que había
subsistido eternamente?, ¿cuál es su título?, ¿de dónde proce­
de el mandato de hacer esta reforma?», ¿qué le habrían podi­
do responder? ¿Habrían fundado ese título en la fuerza supe­
rior con la que Dios estaba dotado? Pero, de ser así, ¿no se le
habría hecho actuar según la ley del más fuerte, a la manera de
esos conquistadores usurpadores cuya conducta es manifiesta-154

154. Véase el artículo «Anaxágoras», observación F.


Epicuro IOI

mente opuesta al derecho, y que la razón y las ¡deas del orden


nos llevan a condenar? ¿Habrían dicho que, siendo Dios más
perfecto que la materia, era justo que la sometiera a su impe­
rio? Pero tampoco esto es conforme a las ideas de la razón. El
personaje más excelente de una ciudad no tiene el derecho de
convertirse en su dueño; no puede dominarla legítimamente a
menos que se le confiera esa autoridad. En una palabra, no co­
nocemos otro título legítimo de dominación que el que pueden
conferir la cualidad de causa o la de bienhechor o la de com­
prador o la sumisión voluntaria, etc. Ahora bien, nada de esto
se verifica entre una materia increada y la naturaleza divina.
Hay que concluir, pues, que Dios no puede convertirse, salvo
que viole las leyes del orden, en dueño de esta materia para
disponer de ella a su antojo. Si alegáis la relación entre el hom­
bre y los demás animales - e l imperio que ejerce sobre las bes­
tias sin haberlas producido ni alimentado-,'** os responderé
que,'*6 dado que tal imperio tiene como base sus necesidades
o sus pasiones, no puede ayudarnos a comprender que Dios se
haya apoderado del mando sobre la materia -É l, que no tiene
necesidad de nada1 *7 y que encuentra en sí mismo el fondo de
su infinita beatitud, que no es susceptible de pasión alguna y
que no puede hacer ninguna acción que no sea perfectamente
conforme a la justicia más exacta-. Un platónico a quien se
acuciara de esta manera, se vería forzado a decir que Dios ejer­
ce su poder sobre la materia sólo por un principio de bondad.
Dios, diría,'*8 conocía perfectamente estas dos cosas: primero,
que, sometiéndola a su imperio, no haría nada contra la incli-156 78

155. Se habla así porque se considera a los hombres y bestias en general, y no


a un hombre en particular que compra, que alimenta, etc., tal o cual bestia.
156. Se supone que es Epicuro quien responde esto, y no un hombre que ha leí­
do en el Génesis cuál es la íuente legítima de la autoridad que ejercemos sobre
los animales.
157. «Pues es necesario que todo el Ser divino goce por sí mismo de una vida
eterna con la paz más profunda [...] fuerte por sus propios recursos, sin necesi­
tar de nosotros», Lucrecio, 1, 57 |vv. 44-45 y 48; trad. de E. Valentí Fiol, Bar­
celona, Bosch, 1976].
158. Nótese que sería preciso que este platónico, acuciado por las objeciones
de Epicuro, abandonara las opiniones que Plutarco atribuye a Platón acerca del
alma de la materia. Véase la observación u, hacia el final.
ro í Diccionario histórico y critico

nación de la materia, la cual, careciendo de sensibilidad, no


puede padecer por la pérdida de su independencia; segundo,
que se hallaba en un estado de confusión e imperfección, y era
un amasijo informe de materiales con los que podía hacerse un
edificio excelente, y de los cuales algunos podían ser converti­
dos en cuerpos vivientes y en substancias pensantes, de modo
que quiso comunicar a la materia un estado más bello y noble
que aquel en que estaba. ¿Hay aquí algo indigno del ser su­
premamente justo y bueno? Esto es, me parece, lo más sensa­
to que podría responder un platónico; pero también me pare­
ce que Epicuro no pediría nada mejor que ver la controversia
reducida a tales términos. Tendría muchas dificultades que
proponer:

i. En primer lugar, preguntaría si puede darse un estado más


conveniente para determinada cosa que aquel que siempre ha
sido el suyo y en el que la han puesto eternamente su propia
naturaleza y la necesidad de su existencia. ¿No es semejante
condición la más natural que pueda imaginarse?, ¿puede te­
ner necesidad de reforma alguna lo que ha sido ajustado y de­
terminado por la naturaleza de las cosas, por la necesidad a la
que debe su existencia todo lo que existe por sí mismo?, ¿no
debe esto durar necesariamente una eternidad, y no constitu­
ye una prueba de que cualquier reforma llegaría demasiado
tarde y, por consiguiente, sería incompatible con la sabiduría
del reformador?l.

ll. Pero admitamos la máxima «vale más tarde que nunca»


-«praestat sero quam nunquam»-: ¿cómo hará este reformador
para cambiar el estado y la condición de la materia?, ¿no habrá
de producir el movimiento?, y para ello ¿no habrá de tocarla y
empujarla? Si puede tocarla y empujarla, no es distinto de la ma­
teria; y si no lo es, os equivocáis cuando admitís dos seres incre­
ados: uno, el que llamáis materia; otro, el que llamáis Dios. Si en
el universo no hay, en efecto, otra cosa que materia, nuestra dis­
cusión se ha acabado: este autor del mundo, este director, esta
providencia divina de que se trataba se esfuman. Si es distinto de
la materia, no posee extensión alguna; decidme, entonces, cómo
Epicuro 103

podrá aplicarse a los cuerpos para echarlos de su sitio. El plató­


nico responderá que la materia siempre ha tenido movimiento, y
que, por tanto, sólo ha sido preciso dirigirlo; pero le replicarán
que, para dirigir el movimiento de ciertos cuerpos, hay que re­
mover otros. Esto se hace patente en las maniobras de los buques
y en todas las máquinas; por eso, a una naturaleza divina incor­
pórea no le sería más fácil dar una nueva determinación a un
movimiento existente, que producirlo de nuevo. Notad que Aris­
tóteles encontró absurda la suposición del movimiento eterno de
la materia. Refuta muy bien a Platón, según el cual, antes de la
formación del mundo, había en los elementos una agitación de­
sordenada. >59 Prueba que se contradice, y observa en general,
contra todos los que han enseñado un movimiento desordenado
anterior a la existencia del mundo, que proponían un absurdo,
por cuanto el movimiento que conviene a más cosas y más tiem­
po debe ser considerado natural; de donde se sigue que la pro­
ducción del mundo sería un trastorno del estado de la naturale­
za, antes que una introducción del verdadero estado natural:

Además, lo que sucede desordenadamente no es otra cosa que lo


que sucede contra la naturaleza, pues el orden más propio de las
cosas sensibles constituye ciertamente su naturaleza. Pero es tan
absurdo como imposible, digo yo, que haya un movimiento des­
ordenado infinito. La naturaleza de las cosas es, en efecto, la que
mantienen la mayoría de ellas y la mayor parte del tiempo. Pues
bien, a éstos se les ocurrió lo contrarío: que lo desordenado es lo
natural, y el orden o el mundo lo no natural. Con todo, ninguna
de las cosas naturales sucede al azar.'60

Por ello, observa que Anaxágoras, que supuso que las partes
de la materia estaban en reposo cuando el mundo empezó a
ser producido, había entendido hábilmente este asunto.'*1
Volvamos a Epicuro.

1.59. «Antes de que surgiera el mundo los elementos se movían desordenada­


mente», Platón, Timaeus, en Aristóteles, De cáelo, III, ir, 370g-
160. Aristóteles, De cáelo, III, II, 371b.
161. «Pero parece que Anaxágoras entendió bien esto mismo, pues empieza
por configurar el mundo a partir de seres inmóviles», ibidem, 371c.
104 Diccionario histórico y crítico

iii. N o tomemos en cuenta, si no queréis, mis razones a prio-


ri, seguiría diciendo al platónico. Renuncio incluso a la obje­
ción de que la bondad, para ser loable, debe estar acompaña­
da de juicio. Ahora bien, no vemos que las personas juiciosas,
por más bueno que sea su natural, se involucren por propia
iniciativa en los desórdenes domésticos de su prójimo: se con­
tentan con establecer un buen orden en su casa.*61 Un prínci­
pe sabio remedia los abusos de su estado, pero no se empeña
en reformar las monarquías vecinas; deja ese trabajo a sus
dueños. Cabría presuponer, a partir de esta idea de sabiduría,
que Dios no podía ponerse a remediar las imperfecciones de
la materia. N o era su responsable, ya que no había tomado
parte alguna en la producción de los cuerpos. Se trataba de
una obra de la naturaleza, y por tanto a ella correspondía su
manejo. Renuncio a esta instancia, diría Epicuro, y permito
que os sirváis del ejemplo de esos héroes que fueron elevados
al rango de dioses por haber rendido grandes servicios al gé­
nero humano.16) Veamos en otro sentido si estos motivos de
bondad de que habláis no hubieran debido ceder a las razones
de la sabiduría.

iv . Un agente sabio no se lanza a activar un gran amasijo de


materiales sin haber examinado bien sus cualidades y sin haber
reconocido si son susceptibles de la forma que él desearía dar­
les. Y si la discusión sobre sus cualidades le da a conocer de­
fectos incorregibles, que provocarían que su nueva condición
fuera peor que la primera, se guarda mucho de tocarlos, los
abandona a su estado, y juzga que se conducirá más sabiamen­
te y con mayor bondad dejando las cosas como están que dán-16 *3

1 61. Véase Erasmo sobre el adagio Aedibus in nostris qttae prava aut recta ge-
runtur [‘Es en casa donde se hace lo bueno y lo malo’], que es el I.XXXV de la vi
cenruria del primer millar, p. 1 1 1 .
163. «Romulus, et Líber pater, et cum Castore Pollux, / post ingentia facía, De-
orum in templa recepti, / dum térras hominumque colunt genus, aspera bella /
componunt, agros assignant, appida condunt-, Horacio, Epistulae, II, 1, 5 ss.
['Rómulo y el padre Líber, Castor y Pólux, admitidos después de enormes ha­
zañas en la morada de los dioses, se lamentaron mientras velaban por el linaje
y las tierras de los hombres, apaciguaban las crueles guerras, repartían los cam­
pos y fundaban ciudades*, trad. de A. Cuatrecasas, Barcelona, Planeta, 199*!.
Epicuro io j

doles una forma que llegaría a ser perniciosa. Ahora bien, vo­
sotros los platónicos aceptáis que la materia tenía un vicio
r e a l , q u e fue un obstáculo para el proyecto de Dios, un obs­
táculo, digo, que no permitió a Dios hacer un mundo exento
de los desórdenes que vemos en él. Por otro lado, es cierto
que tales desórdenes vuelven la condición de la materia infini­
tamente más desdichada de lo que era su estado eterno, necesa­
rio e independiente anterior a la generación del mundo. En ese
estado, todo era insensible; el pesar; el dolor; el crimen, la tota­
lidad del mal físico y del mal moral eran desconocidos. En
realidad, no había sentimiento alguno de placer; pero esta pri­
vación de bien no era un mal, pues sólo puede constituir una
desdicha en caso de que haya apercepción y aflicción. Veis,
pues, que no concernía a una bondad sabia provocar el cambio
de estado de la materia para metamorfosearla en un mundo
como éste, por cuanto en su seno se contenían las semillas de to­
dos los crímenes y miserias que vemos, pero eran semillas infe­
cundas, y en ese estado no hacían más mal que si no hubieran
existido: fueron perniciosas y funestas sólo cuando la forma­
ción del mundo hizo que surgieran los animales. Así pues, la
materia era una ciénaga que no había que remover. ,6s Había
que dejarla en eterno reposo, y recordar que cuanto más se agi­
ta una materia fétida, más se esparce a la redonda su infección.
No dudemos que la naturaleza divina se guió por esta idea. El
mundo, pues, no lo ha hecho ella.16 5
4

164. «Que la materia es rebelde y que el mal surge de ella. Platón trata tales co­
sas con frecuencia y llega al punto de hablar de una materia o bien, dentro de ésta,
de un alma desordenada y causa del mal o maléfica, y en otra ocasión adversaria
y rebelde a la naturaleza benéfica, esto es, a Dios. Habla de un alma o fuerza en la
materia y dice que no quiere por sí misma el mal, sino que se esconde en ella algo
que se muestra y expresa en la generación. Como atestigua Plutarco, estableció a
partir de aquí dos almas del mundo en las Leyes, cuando ya era mayor y fluctuó
largo tiempo entre la benéfica y la maléfica», Lipsio, Physiologiae Stoicorum, I,
xiv, 867. Cita a Plutarco, De Iside et Osiris. Debió citar también De animae pro-
creatione, sobre el Timaeus. Véase también Máximo de Uro, Sermones, XXV.
165. Véase Erasmo sobre el adagio Movere camarinam [‘Remover la ciénaga’].
Es el lxiv de la primera centuria del primer millar. Cita este verso: «Ne moveas
camarinam, etenim non tángete praestat» |'No remuevas la ciénaga; en verdad
vale más no tocarla’].
ioé Diccionario histórico y critico

v. N o cabe responder a Epicuro que Dios no preveía la maligni­


dad de las almas que surgirían de esas semillas de la materia,
pues replicaría de inmediato: i) que por esa vía se atribuiría a
Dios una ignorancia que habría tenido consecuencias funestas;
z) que, por lo menos, Dios hubiera restablecido las cosas a su pri­
mer estado tras haber visto los malos efectos de su obra, y que,
así, el mundo no habría durado hasta el tiempo en que él, Epicu­
ro, discutía sobre la doctrina de la providencia con un platónico.

v i . Su última objeción sería la más fuerte de todas. Expondría


a su adversario que la noción más íntima, más general, más in­
falible que tenemos de Dios es que goza de una perfecta beati-
rud.,é6 Ahora bien, esto es incompatible con la hipótesis de la
providencia. En efecto, si gobierna el mundo, lo ha creado; si
lo ha creado, había previsto todos los desórdenes que hay en
él o no los había previsto. En el primer caso, no cabe decir que
haya hecho el mundo por un principio de bondad - lo cual
arruina la mejor respuesta del platónico-. Si no los había pre­
visto, es imposible que, viendo el poco éxito de su obra, no
haya sufrido un gran pesar. Se ha sentido culpable por haber
ignorado las cualidades de los materiales o por haber carecido
de fuerza para vencer su resistencia, como sin duda esperaba
lograr. Ningún artífice puede conocer sin dolor que sus espe­
ranzas lo han engañado, que no ha podido alcanzar su objeti­
vo, que, pese a su propósito de trabajar por el bien público, ha
producido una máquina ruinosa, etc. Nuestras ideas nos
muestran que es imposible que Dios se encuentre en un caso si­
milar, pero carecemos de ideas para saber si, en el supuesto im­
posible de que se encontrara en él, no sería digno de compa­
sión y muy desdichado.

v i l . Si acto seguido suponéis que, en vez de demoler una obra


tal, se obstina en conservarla y en trabajar sin fin y sin cesar
para reparar sus defectos o para lograr que no aumenten, nos
dais la idea de la naturaleza más desdichada que pueda conce-16

166. Véanse los versos de Lucrecio citados más arriba (nota 157) y en la ob­
servación N del artículo «Spinoza».
Epicuro 10 7

birse. Quiso construir un palacio magnífico, para hospedar


cómodamente a las criaturas animadas que debían surgir del
seno informe de la materia, y para colmarlas de beneficios,
pero se encontró con que esas criaturas no hicieron otra cosa
que comerse entre sí, incapaces como eran de continuar vi­
viendo si la carne de unas no servía de alimento para las de­
más. Se encontró con que el más perfecto de esos animales no
evitó siquiera la carne de su semejante: hubo antropófagos. Y
quienes no se inclinaron hacia esa brutalidad no dejaron de
perseguirse unos a otros y de ser presas de envi­
dia, celos, fraude, avaricia, crueldad, enfermedades, frío, ca-
lor, hambre, etc. ¿Puede considerarse a su autor un ser feliz, si
está en constante lucha con la malignidad de la materia, que
produce tales desórdenes,167 y obligado a llevar siempre el
rayo en la mano '68 y a verter sobre la tierra pestes, guerras y
hambrunas, que, con las ruedas y horcas que abundan en los
grandes caminos, no impiden que el mal continúe? ¿Es posible
ser feliz cuando, al término de cuatro mil años de trabajo, no
se ha avanzado más que el primer día en la obra que se ha em­
prendido y que apasionadamente se desea acabar? ¿N o es tan
expresiva esta imagen del infortunio como la rueda de Ixión,
la piedra de Sísifo o el tonel de las Danaides? N o digo nada
que no sea muy verosímil cuando defiendo que Epicuro estaba
convencido de que los dioses se habrían arrepentido enseguida
de haber hecho el mundo, y de que el esfuerzo de gobernar un
animal tan indócil y refractario como el hombre habría turba­
do su felicidad. ¿No vemos en la Escritura que el verdadero
Dios, acomodándose a nuestra capacidad, se revela como un
ser que, tras haber conocido la maldad del hombre, se arre­
pintió y cayó en el pesar por haberlo creado,*6» y como un ser
167. «Si |...] Dios logra todo lo que quiere o si, en muchas ocasiones, le fallan
las cosas que maneja, y reciben del gran artista una forma defectuosa; no por­
que falle el método, sino porque aquello a que se aplica es, muchas veces, re­
nuente al método», Séneca, Quaestíones naturales, 1, prefacio [trad. de C. Co-
doñer Merino, Madrid, este, 1979).
168. «Y nuestro / crimen a Jove no deja / que jamás deponga su iracundo
rayo», Horacio, Odas, 1 , 111, 38 |trad. de M. Femández-Galiano, Madrid, Cá­
tedra, 1990].
169. Génesis 6:5-6.
io 8 Diccionario histórico y crítico

que se enfada y se queja del poco éxito de su esfuerzo?*?»


«Dice, en cuanto a Israel: todo el día extendí mis manos hacia
un pueblo rebelde y contradictor.»«7* Ya sé que el mismo libro
que nos enseña todas estas cosas nos enseña también a rectifi­
car la idea que en un principio éstas manifiestan. Pero Epicu-
ro, desprovisto de las luces de la revelación, no podía corregir
su filosofía. Había de seguir necesariamente la ruta que le
mostraba semejante guía. Pero, al seguirla con toda fidelidad,
apoyado en estos dos principios - el primero, que la materia
existía por sí misma y no se dejaba manejar según los deseos
de Dios; el otro, que la felicidad de Dios no puede nunca en
absoluto ser turbada-, no pudo menos que hallar un puerto en
esta conclusión: que no hay providencia divina. De esto saca­
remos algunas consecuencias en provecho de las verdades de
la religión cristiana; véase la observación que sigue. Observad
que si, en vez de enfrentar a Epicuro con un platónico, lo hu­
biera hecho disputar con un sacerdote de Atenas, su victoria
habría sido más fácil; véase la observación siguiente.

T. Este sistema de la Escritura es el único que posee la venta­


ja de establecer los sólidos fundamentos de la providencia y
de las perfecciones de Dios.
Las objeciones de Epicuro que hemos desplegado en la obser­
vación precedente, capaces de sacar de sus casillas a los filóso­
fos paganos, desaparecen y se esfuman en lo que concierne a
aquellos a quienes la revelación ha enseñado que Dios es el cre­
ador del mundo, tanto respecto de la materia como respecto de
la forma. Esta verdad ostenta una importancia sin igual, pues
de ella surgen como de una fuente fecunda los dogmas más su­
blimes y fundamentales, y no cabe sostener la hipótesis opues­
ta sin arruinar varios grandes principios del razonamiento. De
que Dios es el creador de la materia resulta: i) que, con la au­
toridad más legítima que pueda haber, dispone del universo
como le parece bien; z) que no necesita sino de un simple acto170

170. Isaías 5 y en Profetas y en Salmos.


1 7 1 . Epístola a los romanos 10:2.1.
Epicuro 109

de su voluntad para hacer cuanto le place; 3 ) que nada sucede


salvo lo que ha introducido en el plan de su obra. Se sigue de
aquí que la dirección del mundo no es un asunto que pueda fa­
tigar o apenar a Dios, y que ningún acontecimiento, de la clase
que sea, puede enturbiar su beatitud. Si ocurren cosas que ha
prohibido y que castiga, no ocurren, sin embargo, contra sus
decretos; sirven para los fines adorables que se ha propuesto
desde toda la eternidad y que constituyen los mayores miste­
rios del Evangelio. Pero, para conocer mejor la importancia de
la doctrina de la creación, hay que echar un vistazo también a
los enredos inexplicables en los que se meten quienes la niegan.
Tomad, pues, en consideración lo que Epicuro podía objetar a
los platónicos, según hemos visto antes, y lo que hoy en día
cabe decir contra ios socinianos. Éstos han rechazado los mis­
terios evangélicos porque no los podían hacer concordar con
las luces de la razón. N o habrían seguido por ahí si hubieran
estado de acuerdo en que Dios creó la materia, pues este prin­
cipio filosófico, «ex nihilo nihil fit» -n ad a se hace de nada-, es
de una evidencia no menor que los principios en virtud de los
cuales han negado la Trinidad y la unión hipostática. Han ne­
gado, pues, la creación, pero ¿qué les ha sucedido? Huyendo
de un abismo, caen en otro;*7* han tenido que reconocer la
existencia independiente de la materia y, no obstante, some­
terla a la autoridad de otro ser. Se han visto obligados a admitir
que la existencia necesaria puede convenir a una substan­
cia, por lo demás, enteramente repleta de defectos e imper­
fecciones, cosa que trastoca una noción muy evidente, a saber;
que aquello que no depende de nada para existir eternamente
debe ser infinito en perfección, pues ¿quién habría puesto lími­
tes a la potencia y atributos de un ser así? En una palabra, han
de responder a la mayor parte de las dificultades que Epicuro,
según mi suposición, podía plantear a los filósofos que acepta­
ban la eternidad de la materia.1?} De paso, daos cuenta de que1723

172. «Incidit ín Scyllam cupiera virare Carybdira» ('Cae en Escila ansiando


evitar Caribdis’]. Véase Erasmo, millar l, centuria v, núm. 4.
173. Obsérvese que aseguran que ba habido socinianos que se han hecho sp¡-
nozistas a causa de las dificultades que han encontrado en la hipótesis de un
principio material existente por sí mismo y distinto de Dios.
no Diccionario histórico y crítico

es muy útil para la verdadera religión mostrar que la eternidad


de la materia entraña la destrucción de la providencia divina.
Por este medio, se hace patente la necesidad, verdad y certeza
de la creación.
A buen seguro, quien es uno de los filósofos más grandes
de este siglo y al mismo tiempo uno de los escritores más ce­
losos de los dogmas del Evangelio, estará de acuerdo en que,
al hacer la apología de Epicuro, tal como la hemos visto ex
hypothesi en la observación precedente, se rinde un gran ser­
vicio a la verdadera fe. Él enseña no sólo que si Dios no hu­
biera creado la materia, no habría providencia, sino incluso
que, si fuera increada, Dios ignoraría su existencia. Voy a re­
coger sus palabras con alguna extensión; los socinianos en­
contrarán en ellas su condena.

¡Qué estúpidos y ridículos son los filósofos! Se imaginan que la


creación es imposible porque no conciben que la potencia de Dios
sea lo bastante grande para hacer algo de la nada. Pero ¿conciben
acaso que la potencia de Dios sea capaz de mover una brizna de
paja? Si ponen atención en ello, no conciben con más claridad
una cosa que otra, ya que carecen de una idea clara de eficacia o
potencia. De manera que si siguieran sus falsos principios, debe­
rían aseverar que Dios no tiene siquiera poder suficiente para dar
el movimiento a la materia. Pero esta falsa conclusión los com­
prometería con unas opiniones tan impertinentes e impías, que se
convertirían al punto en objeto de desprecio e indignación por
parte incluso de los menos doctos. En efecto, se verían forzados
enseguida a sostener que no hay movimiento o cambio en el mun­
do, o bien que todos estos cambios carecen de causa que los pro­
duzca y de sabiduría que los regule1?* (...) Si la materia fuera
increada, Dios no podría moverla ni formar con ella cosa alguna.
Porque Dios no puede mover la materia ni ordenarla sabiamente
sin conocerla. Pero Dios no puede conocerla si no le da el ser.
Porque Dios no puede sacar sus conocimientos más que de sí mis­
mo. Nada puede actuar en Él, ni esclarecerlo. Si Dios no viera en
sí mismo, y por el conocimiento que tiene de sus voluntades, la174

174. El padre Malebranchc, Méditations chrétiennes, IX, 111,140.


Epicuro ni

existencia de la materia, ésta le sería eternamente desconocida.


No podría, pues, disponerla con orden ni formar a partir de ella
obra alguna. Ahora bien, los filósofos están de acuerdo, igual que
tú, en que Dios puede mover los cuerpos. Así, aunque carezcan de
ideas claras acerca de la potencia o de la eficacia, aunque no vean
ninguna relación entre la voluntad de Dios y la producción de las
criaturas, han de reconocer que Dios creó la materia, salvo que
quieran hacerlo impotente e ignorante o, lo que es lo mismo, co­
rromper la idea que tenemos de Él y negar su existencia.

No terminemos sin hacer una observación más. He puesto a


Epicuro a discutir contra un filósofo platónico. N o se trataba
de aprovechar ventaja alguna, pues hubiera logrado su obje­
tivo más fácilmente con la mayoría de las demás escuelas.
Pero lo más favorable para él hubiera sido discutir con un
sacerdote. Hagamos un ensayo; imaginemos que Epicuro le
dijera: me consideráis impío porque enseño que los dioses no
se mezclan en la gobernación del mundo, pero yo os acuso de
no saber razonar y, además, de causar un gran daño a los dio­
ses. ¿Es seguir las luces de la razón creer que Júpiter tiene
todo el poder sobre la máquina del mundo, siendo hijo de Sa­
turno y nieto del Cielo? ¡A una divinidad de apenas tres días
como él le corresponde la dirección de la materia, que es un
ser eterno e independiente! Sabed que todo lo que ha empe­
zado es de ayer y de hoy en comparación con la eternidad. No
trastoquéis, pues, el orden sometiendo la materia del universo
a un dios tan joven. Pasemos al otro punto; respondedme, por
favor: ¿están los dioses contentos o descontentos con su ad­
ministración? Prestad atención a mi dilema: si están satisfe­
chos con lo que sucede bajo su providencia, se complacen en
el mal; si no lo están, son desdichados; pero va contra las
nociones comunes que amen el mal y que no sean felices. No
aman el mal, respondería el clérigo; lo consideran un ultraje
que castigan severamente; de ahí proceden las pestes, las gue­
rras, las hambrunas, los naufragios, las inundaciones, etc.
Concluyo a partir de vuestra respuesta, replicaría Epicuro,

J7 j. Ibidem, v, 141-141.
III Diccionario histórico y crítico

que son desdichados; pues no hay vida más desdichada que


estar continuamente expuesto a recibir ofensas y a vengar­
se de ellas. El pecado entre los hombres no cesa; no hay, pues,
ni un momento del día en que los dioses dejen de recibir
afrentas. La peste, la guerra y los demás males que acabáis de
mencionar no cesan jamás sobre la tierra; de vez en cuando
terminan en algún país, pero nunca en el conjunto de los pue­
blos; aún no han dejado los dioses de vengarse de una nación
y ya han de empezar a castigar a otra. Es un volver a comen­
zar continuo: ¿qué clase de vida es ésta?, ¿qué atrocidad ma­
yor cabe desear a un mortal enemigo?1?* Prefiero con mucho
atribuirles un estado tranquilo y sin desvelos. Pero -d irá el
clérigo- ¿queréis, pues, que miren los desórdenes del género
humano a sangre fría y sin aportar ningún remedio? ¿Es ho­
norable esta indiferencia? Dirá Epicuro: ¿no han aparecido
después de haberse formado el cielo?, ¿no decís que el más
antiguo de los dioses que reinan en este momento es nieto del
cielo? Por tanto, no han hecho el mundo; no les corresponde,
pues, interesarse en lo que sucede en la Tierra o en otra parte.
Saben que la materia existe desde toda la eternidad, y que no
se cambia la necesidad fatal de los seres que existen por sí
mismos: dejan, pues, pasar la corriente y no intentan refor­
mar un orden inmutable. Y no habría que sorprenderse de
que sus perfecciones sean limitadas, pues admitís que las de la
materia, que existe eternamente, son muy pequeñas. Vuestro
Júpiter y sus asesores en el consejo celeste no tienen muchas
ganas de ponerse a castigar la impudicia, ellos que son tan in­
fieles a sus esposas y que han violado a tantas jóvenes. N o ne­
garéis, al menos, respondería el sacerdote, que la creencia en
la providencia es muy útil para mantener a los pueblos en su
deber. N o se trata de eso, será la respuesta; no cambiéis los
términos de nuestra discusión. N o buscamos posibles inven­
ciones útiles, sino lo que emana verdaderamente de las luces
de la razón.176

176. «Hosribus eveniant talia donis meis.»


Epicuro 113

u. Nada hay más lastimoso que el método del que se valía


Epicuro para explicar la libertad.
De ningún sistema se deriva tan inevitablemente la necesidad
fatal de todas las cosas como de aquel que Epicuro tomó de
Leucipo y Demócrito. Lo que éstos decían -q u e el mundo se
había formado por azar o por encuentro fortuito de los áto­
m os- no excluía sino la dirección de una causa inteligente, y no
significaba que la producción del mundo no fuera la conse­
cuencia de las leyes eternas y necesarias del movimiento de los
principios corporales. En realidad, lo cierto es que Demócrito
atribuía todas las cosas a un destino necesario.

De las dos doctrinas opuestas de los filósofos antiguos, una que


asienta que todo lo hace por el hado, estableciendo por consi­
guiente el imperio de la necesidad, opinión que siguieron Demó­
crito, Herádito, Empédocles y Aristóteles, y la otra que exime de
esta necesidad los movimientos voluntarios del ánimo: Crisipo,
como árbitro componedor, etc.1”

Epicuro, no pudiendo acomodarse a una opinión que parecía


trastornar la moral por completo y reducir el alma humana a la
condición de una máquina, abandonó en este punto el sistema
de los átomos y se alineó en el partido de quienes admitían el li­
bre albedrío en la voluntad del hombre. Se pronunció contra la
necesidad fatal, e incluso tomó precauciones inútiles; en efecto,
negó que toda proposición sea verdadera o falsa, por miedo a
que pudiera inferirse que si toda proposición es verdadera o
falsa, todo sucede fatalmente.1?8Sin embargo, hubiera podido
conceder tal cosa; nadie podía, razonablemente, concluir de
ahí la necesidad del fatum. Examinad de qué manera Cicerón
le muestra la verdad de cuanto acabo de decir:

Aunque conceda Epicuro que toda proposición es verdadera o


falsa, no debe temer por esto que todo ocurra necesariamente
177. Cicerón, De fato, xvu [trad. de F. Navarro y Calvo, Barcelona, Or-
bis, 1985I. Véase más abajo, cita de la nota 183.
178. Véase Cicerón, De natura deorum, 1,19 s. y Academicae quaestiones, IV, 13.
1X4 Diccionario histórico y critico

por efecto del hado. No por causas eternas ligadas con el orden
necesario de la naturaleza es verdadero lo que se enuncia de esta
manera: «Caméades desciende a la Academia», y, sin embargo,
no carece de causas; pero existe una diferencia entre las fortuitas
que influyen en la relación de un hecho, y las eficientes que lo de­
terminan en virtud del orden de la naturaleza. Siempre fue ver­
dadero que «Epicuro moriría a los setenta y dos años, siendo ar­
cóme Pitharato»; sin embargo, no existían causas fatalmente
necesarias para que así sucediese: pero habiendo ocurrido el he­
cho, en todo tiempo fue verdadero.1?»

Esta doctrina de Cicerón ha sido desarrollada ampliamente en


los cursos de filosofía de los jesuítas; ningún filósofo sostiene
con más ardor que ellos que «duarum propositionum contra-
dictoriarum de futuro contingenti, altera est determínate vera,
altera, falsa» [‘de dos proposiciones contradictorias sobre un
futuro contingente, una está determinada como verdadera, la
otra, como falsa’ ], y, no obstante, es difícil encontrar a alguien
que se declare más favorable al dogma de la libertad de indi­
ferencia. La conclusión es que existen maneras de conciliar el
libre arbitrio del hombre con la hipótesis de que toda proposi­
ción es verdadera o falsa. Pero Epicuro no estaba muy con­
vencido, y temió verse en dificultades si no negaba esa afirma­
ción; no conocía todos sus pormenores, y así, para jugar sobre
seguro, prefirió escudarse en la negativa. Crisipo no era mu­
cho más esclarecido en esto, pues creía que, de no probar que
toda proposición es verdadera o falsa, no lograría el objeti­
vo de probar que todas las cosas ocurren por la fuerza del
destino.

Así es que este filósofo [Crisipo] emplea todos sus esfuerzos para
convencer de que todo axioma es verdadero o falso. De una par­
te, Epicuro teme que, concediendo este principio, tenga que con­
ceder también que todo ocurre por el hado -porque le parece
que si una de las dos disyuntivas es verdadera de toda la eterni­
dad, es por consiguiente cierta; si es cierta, es necesaria, y así179

179 . Cicerón, De foto, ix [trad. dr.].


Epicuro U S

queda reconocido el hado-; por otra, Crisipo se ve muy apurado


si no se concede que toda proposición es verdadera o falsa, para
demostrar que el hado lo dirige todo, y que los acontecimientos
futuros están determinados en sus causas desde la eternidad.'80

Ninguno de estos dos grandes filósofos comprendió que la ver­


dad de esta máxima -toda proposición es verdadera o falsa-
es independiente de lo que llamaban fatum , y no podía, pues,
servir de prueba de la existencia del fatum , como pretendía
Crisipo y Epicuro temía. Crisipo no podía concede^ sin perju­
dicarse, que haya proposiciones ni verdaderas ni falsas, pero
no ganaba nada estableciendo lo contrario; pues, haya causas
libres o no, es igualmente cierto que esta proposición - e l gran
Mogol saldrá mañana de caza o no saldrá- es verdadera o fal­
sa. Fue razonable considerar ridículo este discurso de U re-
sias:l8> «Todo lo que te digo pasará o no pasará, pues el gran
Apolo me ha otorgado el don de la profecía».'8* Si Dios no
existiera - lo cual es imposible-, sería cierto, pese a todo, que
las predicciones del mayor loco del mundo ocurrirían o no
ocurrirían. De esto ni Crisipo ni Epicuro se daban cuenta.
Pero veamos qué inventó Epicuro para desembarazarse del
problema del destino. Atribuyó a sus átomos un movimiento
de declinación, y estableció que éste era el asiento, fuente y
principio de las acciones libres. Afirmó la existencia de acon­
tecimientos que se sustraían, por este medio, del imperio de la
necesidad fatal. Con anterioridad, sólo se había admitido que
los átomos tenían movimiento de gravedad y de reflexión. El
primero se producía siempre en líneas perpendiculares y se
mantenía inalterable en el vacío, excepto cuando un átomo
chocaba con otro. Epicuro supuso que, aun en medio del va­
cío, los átomos declinaban un poco de la línea recta; y asegu­
raba que de ahí surgía la libertad.18
2
0

180. Ibidem, x [trad. cit.].


18 1. «Quid hoc refert vaticinio illo ridiculo Tiresiae? quidquid dicam aut erit
aut non», Boecio, De eonsolatione philosophiae, V, 111,124.
182. «O Lertiade, quicquid dicam aut erit aut non. / Divinare etenim magnus
mihi donat Apollo», Horacio, Sátiras, II, v, 59 ss. (trad. de A. Cuatrccasas, Bar­
celona, Planeta, 1992].
lié Diccionario histórico y critico

Pero Epicuro cree que escapa a la necesidad por la declinación de


los átomos. Y de aquí nace un tercer movimiento que hay que
añadir a los que producen la gravedad y el choque, declinación
infinitamente pequeña, a la que llama elákhiston. Pero este movi­
miento carece de causa, y si no lo confiesa abiertamente el filóso­
fo, en el fondo tiene que convenir en ello [...] Epicuro imaginó
esta declinación, porque temía que si la gravedad sola arrastraba
a los átomos con movimiento natural y necesario, nada quedase
libre en nosotros, moviéndose el ánimo según el impulso de los
átomos. Así es que Demócrito, el inventor de los átomos, prefirió
sujetarlo todo a la necesidad, a separar estos corpúsculos de sus
movimientos naturales.18i

Observemos de paso que no fue éste el único motivo que le


llevó a inventar el movimiento de declinación; lo utilizó tam­
bién para explicar el concurso de los átomos. Vio bien, en
efecto, que la suposición de que todos se movían a igual velo­
cidad y en línea recta, siempre en dirección de arriba abajo,
no permitía comprender cómo habían podido encontrarse, y
que, de este modo, la producción del mundo se revelaba im­
posible. Era preciso, pues, suponer que se apartaban de la lí­
nea recta.'*-* Lucrecio nos describe esta doble utilidad del mo­
vimiento de declinación:

Deseo también que sepas, a este propósito, que cuando los áto­
mos caen en línea recta a través del vacío en virtud de su propio
peso, en un momento indeterminado y en indeterminado lugar se
desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movi­
miento ha variado. Que si no declinaran los principios, caerían
todos hacia abajo cual gotas de lluvia, por el abismo del vacío, y
no se producirían entre ellos ni choques ni golpes; así la natura­
leza nunca hubiera creado nada.'8*
(...) En fin, si todos los movimientos se encadenan y el nuevo
nace siempre del anterior, según un orden cierto, si los átomos no18
34

183. Cicerón, De foto, x [trad. cit.].


184. Véase Cicerón, De finibus, 1, 6.
18$. Lucrecio, 1 1 ,1 1 6 ss. [trad. cit.].
Epicuro 117

hacen, declinando, un principio de moción que rompa las leyes


del hado, para que una causa no siga a otra causa hasta el in­
finito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad de que go­
zan los seres vivientes? ¿De dónde, digo, esta voluntad arranca­
da a los hados, por la que nos movemos a donde nuestro antojo
nos lleva?186
(...) Por lo cual, necesario es reconocer igualmente en los áto­
mos, además de los choques y la gravedad, otra causa motriz de
la que proviene esta potestad innata en nosotros, ya que, como
vemos, nada puede nacer de la nada. La gravedad impide, en
efecto, que todo se haga por medio de choques, es decir, por una
fuerza exterior. Pero lo que impide que la mente misma obe­
dezca en todos sus actos a una necesidad interna, sea domina­
da por ésta y tenga que soportarla pasivamente, es la exigua de­
clinación de los átomos, en un lugar impreciso y en tiempo no
determinado.'8?

Si se tratara de mostrar los absurdos de tal doctrina, mostrarí­


amos muchos. Pues, en primer lugar, ¿qué hay más indigno de
un filósofo que suponer un arriba y un abajo en un espacio in­
finito? Esto es, sin embargo, lo que supone Epicuro, pues afir­
mó que todos los átomos se movían de arriba abajo. De haber
supuesto que se movían con toda suerte de trayectorias rectas,
habría asignado una buena causa para su choque, sin verse
obligado al recurso de un pretendido movimiento de declina­
ción. En segundo lugar, este movimiento lo llevaba a caer en
una contradicción. Enseñaba que nada surge de nada, pero,
según él, la declinación de los átomos no dependía de causa al­
guna: surgía, pues, de la nada. Esta consecuencia es aún más
grave cuando vemos que Lucrecio admite que las acciones li­
bres de nuestra alma procederían de la nada si los átomos ca­
recieran del movimiento de declinación.'88 Afirma que no de­
penden ni del movimiento por gravedad ni del movimiento
por impacto de los átomos, pues, de ser así, se vería forzado a

186. Ibidem, 2 51 ss. [trad. cit.].


187. Ibidem, 284 ss. [trad. cit.].
188. Más arriba, cita de la nota 187.
118 Diccionario histórico y crítico

reconocer su inclusión en la cadena de causas eternas y nece­


sarias, y su sujeción, por tanto, a la fatal necesidad de la que
quiere eximirlas. Y la causa, según él, de que no dependan en
absoluto ni de la gravedad ni del impacto de los átomos, pese
a no ser producidas por nada, es que los átomos están dotados
de un movimiento de declinación. M i conclusión es que este
movimiento surge de la nada o, lo que es lo mismo, que care­
ce de causa,18* y así precipito a Epicuro en el abismo del que
intentó escapar. Si su respuesta es que el declinar pertenece a la
naturaleza de los átomos tanto como el moverse de arriba
abajo y el chocar entre sí cuantas veces se encuentran, replico
que su declinación es por entero inútil para la libertad huma­
na y no impide la fatalidad. Afirmo ante él ad hominem que se
mantiene íntegramente la fatalidad de los estoicos, pues reco­
noce que los movimientos debidos a la gravedad y al impacto
introducen inevitablemente la necesidad fatal. En tercer lugai;
es absurdo suponer que un ser carente de razón, sentimiento
y voluntad, se aparta de la línea recta en un espacio vacío, y
que lo hace no siempre, sino en ciertos momentos y puntos
no regulados del espacio. *9° El cuarto absurdo que alego es
la desproporción manifiesta que hay entre la naturaleza de la
libertad y cualquier movimiento propio de un átomo que no
sabe qué hace, ni dónde está, ni que existe. ¿Qué consecuen­
cia hay entre estas dos proposiciones: «El alma humana está
compuesta de átomos que, moviéndose necesariamente en
línea recta, declinan un poco del camino recto; y por tanto el
alma humana es un agente libre»? Cicerón expresó una opi­
nión muy correcta sobre esta hipótesis de Epicuro cuando dijo
que sería mucho menos vergonzoso reconocer que no se sa­
be qué responder al adversario, que recurrir a semejantes res­
puestas.

189. Los antiguos objetaron esto a Epicuro: «No conceden a Epicuro ni si­
quiera una inclinación pequeña del átomo, ya que dicen que ésta introduce un
movimiento sin causa a partir del no ser», Plutarco, De animae procreatione,
Timaeus, i o i j .
190. «La exigua declinación de los átomos, en un lugar impreciso y en tiempo
no determinado», Lucrecio, 11, 292-29) (trad. cit.|.
Epicuro 1 X9

Esto hacéis con mucha frecuencia: cuando decís algo no verosímil,


y deseáis escapar a la crítica, aportáis algo que ni siquiera puede
realizarse en absoluto, de manera que sería preferible conceder
aquello mismo sobre lo cual se discute que resistir tan imprudente­
mente. Por ejemplo, como viera Epicuro que si los átomos se van a
un lugar inferior por su propio peso, nada dependería de nuestra li­
bertad porque el movimiento de ellos sería cierto y necesario, en­
contró de qué manera escapar de la necesidad (lo que, sin duda, se
le había escapado a Demócrito): dice que el átomo cuando por su
peso y gravedad se va derecho hacia abajo, se desvía un poco. Decir
esto es más torpe que no poder defender aquello que uno quiere.1’ 1

Describió muy felizmente los apuros de este filósofo:

Siendo esto así, no hay razón para que Epicuro tema el hado, pida
a sus átomos libertar el mundo, los separe de su camino, y caiga al
mismo tiempo en dos dificultades inseparables: primera, la de su­
poner hechos sin causa, lo cual es contrario al principio de que
nada se hace de la nada, defendido por él mismo y por todos los
físicos; y la segunda, admitir que de dos átomos llevados al vacío,
uno sigue la línea recta y el otro se separa de ella por sí mismo.1’ 1

Era fácil, a mi entender, ponerlo en apuros: ¿cómo queréis


-cabía decirle- que la libertad del hombre tenga como base
un movimiento de átomos que se realiza sin libertad alguna?,
¿puede la causa dar aquello de que carece?, ¿cien átomos que
se inclinan sin saber lo que hacen pueden formar un juicio por
el cual el alma se determina con conocimiento de causa a
la elección de uno de los partidos que se presentan? Epicuro
hubiera podido ver, con esto, cuánto le interesaba atribuir a
cada átomo una naturaleza animada y sensitiva, como parece
que había hecho Demócrito,1’ } y al modo de Platón, que ha­
bía supuesto que la materia poseía un alma incluso antes de
que Dios hubiera construido el mundo:

19 1. Cicerón, De natura deorum, 1 , i 5 |trad. cit.j.


19 1. Cicerón, De foto, ix (trad. cit.).
193. Véase la observación F.
I ZO Diccionario histórico y crítico

Ciertamente, antes de la generación del mundo, existía la materia,


que no estaba desprovista de cuerpo, ni de movimiento, ni de alma
[...] Pues Dios no formó el cuerpo a partir de lo incorpóreo ni el
alma a partir de lo inanimado.1?')

No hay que olvidar algo que refiere Cicerón: que Carnéades in­
ventó una solución mucho más sutil que cuanto habían forjado
los epicúreos. Consistía en decir que el alma estaba dotada de
un movimiento voluntario del que era la causa.

El agudo Carnéades enseñó cómo podían defender su opinión los


epicúreos, sin recurrir a esta quimérica declinación. Al decir que
el ánimo puede tener algunos movimientos voluntarios, defendió
mejor la doctrina epicúrea que acudiendo a esa declinación, a la
que, en último extremo, no puede asignarse causa. Con esta opi­
nión puede resistirse fácilmente a Crisipo1’ * [...1 Podría decirse
del átomo arrastrado por su propio peso en el vacío, que se mue­
ve sin causa, puesto que no determina su movimiento ninguna
causa externa. Mas para que los físicos no se burlen de nosotros
al oírnos decir que se realiza algo sin causa, distingamos y diga­
mos que es propio de la naturaleza misma del átomo que le
arrastre su peso, siendo esta propiedad la causa de su movimien­
to. De la misma manera, no debe buscarse causa externa al mo­
vimiento voluntario del ánimo, porque la naturaleza del movi­
miento voluntario lleva consigo que esté en nuestro poder y
dependa de nosotros: no carece por consiguiente de causa, pero
la causa está en su naturaleza misma.1’4

Lo cierto es que Carnéades les proporcionaba una respuesta


no sólo mucho más sólida que la empleada por ellos, sino asi­
mismo la más ingeniosa y vigorosa que el espíritu humano es
capaz de forjar. Reconozco que cabía preguntarle: estas ac­
ciones voluntarias del alma, que no dependen de una causa

194. Plutarco, De animae procreatione, sobre el Timaeus, 1014b.


19$. Cicerón, De fato, xi [trad. cit.].
196. Ibidem [trad. cit.].
Epicuro ni

externa, ¿dependen de la naturaleza del alma al modo que, se­


gún Epicuro, el movimiento por gravedad depende de la na­
turaleza de los átomos? De ser así, no elimináis la fatalidad de
los estoicos, pues no admitís ningún efecto que no sea produ­
cido por una causa necesaria. Ni Carnéades ni el resto de los
filósofos paganos eran capaces de responder positivamente a
tal cuestión.
Maniqueos
H5

m a n iq u e o s:herejes cuya infame secta, fundada por un tal


Manes, (a ) comenzó en el siglo m , se estableció en varias pro­
vincias y persistió durante mucho tiempo. Enseñaba, sin em­
bargo, las cosas que más horror deberían producir en el mun­
do. Su punto débil no consistía, como de entrada parece, en el
dogma de los dos principios, el uno bueno y el otro malo, sino
en las explicaciones particulares que daba de él, así como en las
consecuencias prácticas que extraía, ( b ) E s preciso reconocer
que esta falsa creencia, mucho más antigua que Manes, (c) e
insostenible en cuanto se admite la Sagrada Escritura, o en
todo o en parte, sería bastante difícil de refuta^ si fuera defen­
dida por filósofos paganos aguerridos en la discusión, (d ) Fue
una suerte que San Agustín, tan buen conocedor de las habili­
dades de la controversia, abandonara el maniqueísmo, pues
habría sido capaz de separar de él sus errores más groseros y de
fabricar con el resto un sistema que en sus manos habría pues­
to en apuros a los ortodoxos. El papa León I atestiguó un gran
vigor contra los maniqueos, y como su celo encontró el sostén
de las leyes imperiales, (e ) la secta padeció por aquel entonces
un golpe muy rudo. Devino formidable en la Armenia del si­
glo ix , como digo en otro sitio ,3 y en Francia apareció en el
siglo de los albigenses:b esto es innegable, aunque no es cierto
que los albigenses fueran maniqueos.0Éstos enseñaban, entre
otros errores, que el alma de las plantas era racional, y conde­
naban la agricultura como una actividad asesina, aunque la
permitían a sus oyentes en favor de sus elegidos, (f )
En este artículo, en el de los «Marcionitas», el de los «Pau-
licianos» y algunos más, se incluyen ciertas cosas que han

a. En el artículo «Paulicianos», observaciones b y d .


b. Véase De Meaux, Histoire des variations, xi. [El autor, obispo de Meaux, es
el célebre apologista católico Jacques-Benigne Bossuet.]
c. Véase Basnage, Histoire de la religión des églises réformées, I, 4 s.
iz6 Diccionario histórico y crítico

chocado a muchas personas y que les han parecido capaces


de hacer creer que yo había querido favorecer el maniqueísmo
e inspirar dudas a los lectores cristianos. Así pues, advierto
aquí que al final de esta obra encontrarán una aclaración que
mostrará que esto no puede atentar en absoluto contra los
fundamentos de la fe cristiana.
O B S E R V A C IO N E S

A. Secta fundada por un tal Manes.


Era de nacionalidad persa y de origen ínfimo, pero «bien for­
mado y dorado de un buen ingenio», lo cual fue causa de que
una viuda que lo había comprado «le tomara afecto, lo adop­
tara como hijo y se cuidara de que los magos lo instruyeran
en la disciplina y filosofía de los persas, en la que progresó
tanto que, siendo además elocuente por naturaleza y de ex­
presión fácil y agradable, adquirió la reputación de filósofo
docto y sutil».1*
4Estudió sobre todo los libros de cierto árabe
llamado Escitio, de donde sacó la mayor parte de sus perni­
ciosos dogmas. Terebinto, heredero de los bienes, dinero e im­
piedades de Escitio, había atraído una gran persecución sobre
él por haber querido dogmatizar en Persia, y se había refugia­
do en casa de esta viuda. Pereció de una manera bien trágica;
sus libros y su dinero quedaron para la viuda, y así fue como
Manes encontró en casa de ella los escritos de Escitio.

Como, siguiendo su costumbre, hubiera subido de noche a lo


más alto del edificio1 para invocar en la azotea a los demonios
del aire -cosa que los maniqueos harían después en sus execra­
bles ceremonias-, de repente lo alcanzó un golpe del cielo, que
lo precipitó a la calle, donde se aplastó la cabeza y se rompió el
cuello.’

Cuenta San Epifanio que Escitio había sufrido la misma suer­


te, es decir, que había caído de lo alto de un edificio.* Otros
dicen que el diablo transportó a Terebinto a un desierto y lo

i. Maimbourg, Histoire de saña Léon, libro t, p. n .


z. Es decir, de la casa de la viuda.
j. Maimbourg, Histoire de saña Léon, libro 1, p. n .
4. San Epifanio, Adversas haereses, p. 610.
iz 8 Diccionario histórico y critico

estranguló, y que Escitio quedó aplastado bajo las ruinas de


su casa en Jerusalén.

Y Escitio murió miserablemente aplastado por el derrumbamien­


to de su casa. Y tuvo un discípulo y sucesor de su doctrina, alguien
llamado Budda de nombre y Terebinto de apellido, que, por su
parte, fue arrastrado al desierto y estrangulado por Satanás.?

Dicen también que Manes se casó con la viuda que lo había li­
bertado,5678y ven en esto motivo para continuar con el paralelo
que establecen entre él y Mahoma. Añaden que lo hicieron de­
sollar vivo, a causa de los encantamientos o sortilegios de que
se había valido para dar muerte al hijo de su rey. «Postquam
suis incantationibus regis Persarum filium necasset, vivus ab eo
excoriatus est.»? Pero es mucho más verosímil que hiciera cuan­
to le fuera posible para curarlo. Lo más seguro es que alardea­
ra de devolverle la salud y no pudiera cumplir su promesa.

Habiéndose difundido por todas partes el rumor del gran po­


der para obrar milagros que decía poseer, fue llamado por el rey
Sapor para curar a su muy enfermo hijo. En un principio, el audaz
embaucador echó a todos los médicos que habían intentado la cu­
ración del pequeño príncipe, y prometió al rey que le devolvería
pronto la plena salud sin valerse de otro remedio que de sus ora­
ciones.* Pero habiendo muerto el niño en sus brazos, el rey, furio­
samente irritado contra él, lo mandó encarcelar. Escapó de prisión
y huyó a Mesopotamia. Dos veces resultó convicto en sendas so­
lemnes discusiones con el santo y docto obispo Arquelao, quien
con gran esfuerzo lo salvó del furor del pueblo, que quería despe­
dazarlo. No obstante, de poco le sirvió, pues, algún tiempo des­
pués, los caballeros que habían sido enviados en su busca por to­
das partes volvieron a cogerlo y lo llevaron a Sapor, que lo hizo
desollar vivo y mandó que después se arrojara su cuerpo a los pe-

5. Lamben Daneau, Notis in librum Angustias de Haeresibus, fol. 118 .


6. Ibidem, fol. izo.
7. Ibidem.
8. San Epifanio {Adversas haereses, p. éxt) dice, sin embargo, que empleó re­
medios: «Cum medicamenta quaedam adhibuisset».
Mamqueos 129

rros para que lo devoraran, y que se colgara su piel rellena de paja


ante una de las puertas de la ciudad.»

B. Las explicaciones particulares que daba de él, así como las


consecuencias prácticas que extraía.
Según los maniqueos,10 los dos principios se habían peleado,
y en este conflicto se había producido una mezcla de bien y
mal. A partir de ese momento, el buen principio se esforzaba
por deslindar lo que le pertenecía y difundía su virtud por los
elementos para efectuar tal selección. También los elegidos se
esforzaban por conseguirlo, pues cuanto había de impuro en
las carnes que comían se separaba de las partículas del buen
principio, y entonces tales partículas desgajadas y purificadas
eran transportadas al reino de Dios, su primera patria, en dos
navios destinados a ese uso -e l sol y la luna.

Dicen que la purificación y la liberación del bien con respecto al


mal resultan de la virtud de Dios que hay no sólo en todo el
mundo y en sus elementos, sino también en los alimentos que to­
man sus elegidos. Enseñan que la substancia de Dios se mezcla
con estos alimentos, como con el entero mundo, y piensan que se
purifica en sus elegidos, por el género de vida en que viven, más
santo y excelente que el de sus discípulos" (...) Todo lo que en
cualquier parte es luz y se ha purificado regresa al reino de Dios,
como a su propia sede, por medio de una suerte de naves, que
pretenden que son el sol y la luna.11

Estos herejes «se imaginaban que para salvar las almas Dios
había hecho una gran máquina compuesta de doce navios, que
elevaban insensiblemente las almas hacia arriba y enseguida las
descargaban en la luna, la cual, tras haberlas purificado con
sus rayos, las hacía pasar al sol y a la gloria, explicando de este
modo las diferentes fases de la luna. Se producía plenilunio

V. Maímbourg, Histoire de Saint León, libro i, pp. 13-14 .


1 0 . Agustín, De haeresibus, xlvi.
1 1. lbidem, fol. 1 1 3 , ed. Lamben Daneau.
iz. lbidem, fol. 1 1 5 v.
130 Diccionario histórico y crítico

cuando los navios habían traído un gran número de almas, y


luna menguante a medida que las descargaba en la gloria».1)
Contaban que en esos navios había ciertas virtudes que toma-
ban forma de hombre con objeto de suscitar amor entre las
mujeres del otro partido, pues, durante la emoción del deseo,
se escapa la luz introducida en los miembros y la reciben los na­
vios de transporte, que la devuelven a su lugar natural.

Esse autem in eis navibus sanctas virtutes, quae se in masculos


transfigurant, ut illiciant faeminas gentis adversae, et per hanc
illecebram commota eorum concupiscenda fugiat de illis lumen,
quod membris suis permixtum tenebant, et purgandum suscepe-
rant ab angelis lucís, purgatumque illis navibus imponatur ad
regna propria reportandum.1-*

Al tiempo que ciertas virtudes tomaban aspecto de hombre,


otras tomaban el de mujer para suscitar amor entre los hom­
bres y obrar de tal suerte, recíprocamente, que ese fuego de
lascivia separara las substancias de luz de las tenebrosas.

Ciertamente son comunes a todos los maniqueos algunos libros,


en los que se recogen sus invocaciones para seducir y para disol­
ver, por medio de la concupiscencia, los principios de las tinie­
blas de ambos sexos, de tal modo que la divina substancia cauti­
va en ellos se libere y huya, y se recogen las transfiguraciones de
los hombres en mujeres y de las mujeres en hombres.')

Si a esto añadís que se figuraban que las partes de luz estaban


mucho más entreveradas con las oscuras en las personas que
se aplicaban a la generación que en las demás,'* comprende­
réis la monstruosa alianza que forjaban entre estas dos creen-134
56

13. Basnage, Histoire de la religión des églises reformées, vol. t, pp. 1 1 5 -1 1 6 .


14. Agustín, De haeresibus, x lvi .
15. Ibidem, fol. 1 16.
16. «Pero piensan que esta parte de substancia buena y divina que está conte­
nida y mezclada en los alimentos y en las bebidas se encuentra de manera mis
escasa y más innoble en los restantes hombres, incluso en sus propios discípu­
los, sobre todo en los que generan hijos», ibidem, fol. 1 17.
Maniqueos 13*

cías: la primera, que no había que casarse ni procrear niños;


la segunda, que uno podía soltar la brida a los transportes
de la naturaleza, con tal que se evitara la concepción.

Y si se unen camalmente, evitan, con todo, la concepción y la ge­


neración, para que la divina substancia que entra en ellos a través
de los alimentos no quede ligada a vínculos camales por causa de
los hijos.1?

Parece que creían que Sacias, uno de los príncipes de las tinie­
blas, mayor devorador de niños que Saturno, no halló mejor
medio de mantener en estricta prisión las partículas divinas
que había devorado que el de la generación, y para ese efecto se
arrimó a su mujer y le hizo dos hijos, que fueron Adán y Eva.

Afirman que Adán y Eva nacieron de unos padres príncipes del


humo, y que como su padre, de nombre Sacias, devoró a los hi­
jos de todos sus compañeros, y que todo lo que de divino mezcló
en sí mismo por ello, al unirse con su mujer, lo concentró en la
carne de sus hijos, con un vínculo muy firme.17
1819

Ahora bien, dado que consideraban a sus elegidos como ex­


celentes purificadores -quiero decir, como personas que fil­
traban admirablemente las partes de la substancia divina atra­
padas y aprisionadas en los alim entos-,1» les daban para
comer los principios de la generación, y algunos pretenden
que los mezclaban con los signos de la Eucaristía, cosa tan
abominable que al señor De Meaux le asiste la razón cuando
dice que «uno no se atreve siquiera a pensarlo y mucho me­
nos a escribirlo ».10 Éstas son las palabras de San Agustín:

Por esta causa, o más bien por una suerte de necesidad de tal exe­
crable superstición, los elegidos se ven forzados a tomar como una
Eucaristía rociada de semen humano, para que así, junto con los
17. ¡bidem.
18. Ibidem.
19. Véase la última observación.
10. Histoire des variatiotts, XI, xv, 1x9.
132 Diccionario histórico y critico

otros alimentos que reciben, también esta substancia divina quede


purificada11*13[...] Y se sigue de ahí que deben purgar comiendo, de
igual modo que el semen humano, todas las otras semillas que to­
man en los alimentos. Por lo cual se llaman también cataristas, es
decir, purificadores, siendo tanta su diligencia para purificar que
no se abstienen de la vileza horrenda de un alimento tal.11

Ellos no admitieron haber cometido tal abominación, pero al­


gunos aseguran que se les demostró.1) Vamos a recoger las
palabras de un moderno:

Como creían que el espíritu procedía del buen principio, y que la


carne y el cuerpo pertenecían al malo, enseñaban que había que
odiar éstos, avergonzarlos, deshonrarlos de todas las maneras
posibles; y con este infame pretexto en sus asambleas se man­
chaban con toda suerte de execrables impudicias.1*

San Agustín no les atribuye este razonamiento; no digo, sin em­


bargo, que el señor Maimbourg esté en un error, pues la doc­
trina y la conducta de los maniqueos son referidas de diversos
modos, sin duda o por haber variado de un siglo a otro, o por­
que no todos sus doctores contemporáneos se explicaban de la
misma suerte, o, finalmente, porque ninguno de sus adversa­
rios los entendían bien. Ha parecido apropiado exterminar la
totalidad de los libros de los maniqueos; esto puede haber teni­
do alguna utilidad, pero ha acarreado un pequeño inconve­
niente: que no podemos aseguramos de su doctrina como po­
dríamos hacerlo consultando las obras de sus más doctos
autores. Por los fragmentos de su sistema que encontramos en
los padres, parece evidente que esta secta no era muy afortuna­
da en cuanto a hipótesis a la hora de entrar en detalles. Su pri­
mera suposición era falsa, pero empeoraba en sus manos por la
poca destreza y espíritu filosófico que empleaban en explicarla
y aplicarla.
11. Agustín, De haeresibus, xlvi , fol. 1 1 5 v.
ii. lbidem, fol. 1 1 6 v.
13. lbidem, fol. 116 .
24. Maimbourg, Histoire de saint Léon, libro 1, pp. 17-18 .
Maniqueos 133

c . Esta falsa creencia, mucho más antigua que Manes.


Hemos visto que la halló en los libros que Terebinto había he­
redado de su maestro Escitio. N o es cierto, como supone San
Epifanio, que el tal Escitio viviera en tiempos de los apósto­
les;1* bastaba con decir que hubiera podido ser el abuelo de
Manes. Pero es muy cierto que el dogma de los dos principios
era conocido en el mundo desde mucho tiempo antes de la
predicación de los apóstoles. Escitio lo debía a Pitágoras, si
creemos a San Epifanio.1* Algunos dicen que Terebinto lo
tomó de Empédocles.1? Los gnósticos, los cerdonianos, los
marcionitas y muchos más sectarios que introdujeron esta
perniciosa doctrina en el cristianismo antes de que Manes die­
ra que hablar, no fueron sus inventores; la encontraron en los
libros de los filósofos paganos. Plutarco nos hará saber la an­
tigüedad y universalidad de este sistema, y no como simple
historiador, sino en calidad de fiel seguidor.

Es imposible -dice -18 que haya una sola causa, buena o mala,
que sea principio de todas las cosas a la vez, por cuanto Dios no
es causa de mal alguno, y la concordancia de este mundo se com­
pone de contrarios, como la lira del alto y del bajo, según decía
Heráclito, y tal como dice Eurípides:

Jamás el bien está separado del mal;


el uno con el otro es siempre atemperado,
a fin de que todo en el mundo vaya mejor.

Por lo cual, esta muy antigua opinión, legada por los teólogos y le­
gisladores de tiempos pasados a los poetas y filósofos, sin que se­

is- San Epifanio (Adversas haereses, p. 6io) supone que Escitio fue a Jerusa-
lén para entrevistarse con los apóstoles. Habría ido, pues, antes de que lito
conquistara la ciudad; de este modo, su discípulo no habría podido vivir al mis­
mo tiempo que Manes, en el siglo 111.
16. Ibidem, p. 619.
17. Suidas, Léxico, art. «Manes».
¿8. Plutarco, De ¡sis y Osiris, 1043. Utilizo la versión de Amyot. Este pasaje,
en la edición griega y latina de Francfort, 16 10 , figura en las pp. 369 ss.
134 Diccionario histórico y crítico

pamos, con todo, quién es su primer autor, pese a estar tan honda­
mente impresa en la fe y persuasión de los hombres, no hay mane­
ra de hacerla olvidar ni de erradicarla. Tan frecuentada resulta, no
sólo en pláticas familiares y en opiniones colectivas, sino en sacrifi­
cios y divinas ceremonias del servicio a los dioses, tanto de naciones
bárbaras como de griegos de sitios diversos, la creencia de que el
mundo no flota a la ventura sin estar regido por la providencia y la
razón, y que tampoco hay una sola razón que lo mantenga y rija
con no sé qué timones, no sé qué frenos de obediencia, sino que hay
varias mezcladas de bien y mal. Y para hablar con más claridad,
nada de lo que aquí abajo conduce y produce la naturaleza es de
suyo propio y simple; ni existe un dispensador único de dos toneles
que nos distribuya los asuntos como un tabernero elabora sus vi­
nos, mezclándolos y revolviéndolos entre sí, sino que esta vida es
conducida por dos principios y por dos potencias mutuamente ad­
versarias, una que nos conduce y dirige hacia el lado recto y por el
buen camino, y la otra que, en cambio, nos desvía y aparta. Así, esta
vida es una mezcla, y este mundo -si no el conjunto, por lo menos
el inferior y terrestre, el que está por debajo de la luna-, desigual y
variable, sujeto a todas las mutaciones posibles. Nada, en efecto,
puede existir sin causa precedente, y lo que es bueno de suyo jamás
sería la causa del mal. Forzosamente, la naturaleza tiene un princi­
pio y una causa de donde procede el mal, como sucede con el bien.
Éste es el parecer y la opinión de la mayor parte y de los más
sabios entre los antiguos, pues unos estiman que existen dos dio­
ses de oficio contrario: el uno autor de todos los bienes y el otro
de todos los males; otros llaman a uno Dios productor de los bie­
nes y al otro demonio, como hace Zoroastro el mago, de quien se
dice que vivió quinientos años2’ antes de la época de la guerra de
Troya. Éste llamaba al dios bueno Oromazes, y al otro Arimanio;
decía además que el primero se asemejaba a la luz, más que a
cualquier otra cosa sensible, y el otro a las tinieblas y a la igno­
rancia, y que existía uno entre estos dos que se llamaba Mitra
-por esta razón, los persas siguen llamando Mitra a quien inter­
cede y media-; y enseñó a sacrificar al primero para pedirle to-29

29. Había que decir cinco mil. Véase la observación E del articulo «Zoroas­
tro», al inicio.
Maniqueos *3S

das las cosas buenas y agradecérselas, y al otro, para apartar y


desviar las siniestras y malas*0 [...] Los caldeos dicen que entre
los dioses que dan nombre a los planetas, hay dos que hacen el
bien, dos que hacen el mal y tres más que son comunes y media­
nos. Y en cuanto a las declaraciones de los griegos al respecto, na­
die las ignora: que hay dos porciones del mundo, una buena, que
pertenece a Júpiter olímpico, es decir, celeste, y la otra mala,
que pertenece a Plutón infernal, y conjeturan asimismo que
la diosa Armonía, es decir, acuerdo, nació de Marte y de Venus,
siendo el primero cruel, huraño y pendenciero, y la segunda
dulce y generativa. Fijaos en que los propios filósofos están de
acuerdo con esto, por cuanto Heráclito abiertamente llama a la
guerra padre, rey, amo y señor del mundo entero, y dice que Ho­
mero cuando imploraba:

Ojalá la guerra pereciera en cielo y tierra,


entre los dioses y entre los hombres,

no se daba cuenta de que estaba maldiciendo la generación y pro­


ducción de todas las cosas que han surgido a través del combate y
la contrariedad de las pasiones, y que si el sol traspasara los lími­
tes que le están prefijados, las Furias, ministras y asistentes de la
justicia, se enfrentarían con él. Y Empédocles canta que el princi­
pio del bien se llama Amor y Amistad, y con frecuencia Armonía,
y la causa del mal, «combate sangriento y pestilente pelea». En
cuanto a los pitagóricos, designan y especifican esto con diversos
nombres, llamando al buen principio uno, finito, en reposo, recto,
impar, cuadrado, diestro, luminoso; y al malo, dos, infinito, mó­
vil, curvo, par, más largo que ancho, desigual, zurdo, oscuro. Aris­
tóteles a uno lo llama forma, al otro privación. Y Platón, como si
resguardara y encubriera su decir, llama en varios pasajes al pri­
mero de estos principios contrarios lo mismo, y al segundo, lo
otro. Pero en sus libros sobre las leyes, que escribió siendo ya vie­
jo, deja de denominarlos con nombres ambiguos o encubiertos, o
por medio de notas significativas, y dice en términos propios que
este mundo no es manejado sólo por un alma, sino acaso por mu­

jo. Plutarco, De Iside et Osiris, 104 6.


136 Diccionario histórico y critico

chas o, como poco, por no menos de dos, una benéfica, otra con­
traria a aquélla y productora de efectos contrarios; y agrega tam­
bién, entre estas dos, una tercera causa, que no carece de alma ni
de razón, ni es por sí misma inmóvil, como estiman algunos, sino
adyacente y adherente a las otras dos.

Plutarco, en otro libro,31 dice formalmente que la naturaleza


de Dios no le permite más que hacer el bien y no enojarse con
alguien o perjudicarle. Este autor, pues, estaba necesariamen­
te convencido de que las aflicciones que tan a menudo ator­
mentan a los hombres tienen una causa distinta de Dios, y,
por consiguiente, de la existencia de dos principios: uno que
sólo hace el bien, otro que sólo hace el mal. Añado que los fi­
lósofos persas, mucho más antiguos que los de Egipto, ense­
ñaron constantemente esta doctrinad
Plutarco le confiere excesiva extensión, puesto que pretende
que estaba presente en los actos públicos de la religión entre los
bárbaros y entre los griegos.33 En efecto, es muy cierto que
los paganos reconocieron y honraron dioses maléficos; pero
también enseñaban, con sus libros y con sus prácticas, que nu­
méricamente el mismo Dios que a veces esparcía sus bienes so­
bre un pueblo, algún tiempo después lo afligía para vengarse de
alguna ofensa. A poco que leamos los autores griegos, vemos
esto manifiestamente. Digamos lo mismo sobre Roma. Leed a
Tito Livio, Cicerón y al resto de escritores latinos; comprende­
réis con claridad que el mismo Júpiter a quien se ofrecían sa­
crificios por una victoria, era honrado en otras ocasiones para
que cesara de afligir al pueblo romano. Y aunque hubo un Ve-
jovis mucho más inclinado a hacer el mal que a hacer el bien,
no dejaban de creer que Dijovis o Diespiter, es decir, el buen Jú­
piter, lanzaba el rayo. Aulo Gelio se expresa de tal suene que
distingue con nitidez a Júpiter de Vejovis.J*31*4

3 1 . Non posse suaviter viví iuxta Epicurum, p. ito z.


3 1. Diógenes Laercio, Proemio, 8; Agathias, Historia, 11.
33. Observad que no censuramos a Plutarco salvo por suponer que, mediante
actos públicos de religión, los griegos atestiguaban que algunos dioses -el buen
Júpiter, por ejemplo- no podían hacer sino el bien.
34. Aulo Gelio, V, iz.
Maniqueos 137

Así pues, tras llamar a Júpiter y a Dijovis para que les ayudaran,
llamaron también a este contradiós, a Vejovis, desprovisto de ca­
pacidad benéfica, que no poseía capacidad de ayudar sino fuerza
dañina -pues adoraban a ciertos dioses para que fueran benéfi­
cos, y a otros los aplacaban para que no fueran perjudiciales-
1... J La estatua del dios Vejovis, que se halla en el templo del cual
he hablado antes, sujeta unas flechas, que están preparadas, sin
duda, para causar daño, por lo cual muchos dijeron que este dios
era Apolo |...| Dicen asimismo que cuando Virgilio, hombre
muy conocedor de la Antigüedad y exento de odiosa ostentación,
conjura en las Geórgicas a los númenes aciagos, da a entender
que los dioses de esta naturaleza poseen cierta fuerza más capaz
de dañar que de ayudar. Éstos son los versos de Virgilio:
In tenui labor, at tenuis non gloria, si quem
Numinia laeva simul, auditque vocatus Apollo.»
Plutarco se equivoca también cuando pretende que filósofos y
poetas han estado de acuerdo con la doctrina de los dos prin­
cipios. ¿No tenía en la memoria a Homero, el príncipe de los
poetas, su modelo, su fuente común, que encomendó a un
solo dios los dos toneles del bien y del mal?

Dos toneles están fijos en el suelo del umbral de Zeus:


uno contiene los males y el otro los bienes que nos obsequian.
A quien Zeus, que se deleita con el rayo, le da una mezcla,
unas veces se encuentra con algo malo y otras con algo bueno.
Pero a quien sólo da miserias lo hace objeto de toda afrenta,
y una cruel aguijada lo va azuzando por la límpida tierra, y
vaga sin el aprecio ni de los dioses ni de los mortales.s63
56

35. (‘Mezquino es el argumento de mi empresa, pero no será mezquina la glo­


ria, si al poeta las divinidades desfavorables no le impiden y si Apolo invocado
le es propicio’, trad. de T. de la Ascensión Recio, Madrid, Gredos, 1990.] Véa­
se, acerca de estas dos clases de dioses, un pasaje de Amobio citado en la ob­
servación G del articulo «Paulicianos».
36. Homero, litada, xxiv, 5 1 7 ss. [trad. de E. Crespo, Barcelona, Circulo de
Lectores, «Clásicos Griegos», 1993].
i 38 D iccionario histórico y crítico

Ei señor Costar censura con razón las siguientes palabras del


señor De Girac: «Parece que habéis querido imitar al Júpiter
de Homero, y que, tomando en los toneles, vertéis como él
con las dos manos esta variedad de materias al azar y sin se­
lección». Ésta es la censura: la comparación «con Júpiter me
honra, pero apenas honra a quien la alega tan poco a propó­
sito. Homero, el inventor de esta ficción, y Platón, que la re­
fiere en su República , no manifiestan que Júpiter^ tomando de
sus toneles los bienes y males de la vida, los derramara incon­
sideradamente sobre los miserables mortales. Dicen tan sólo
que unas veces los vertía en absoluta pureza y otras veces los
mezclaba, lo cual originaba que, entre los hombres, unos eran
siempre desdichados, mientras que el destino de los demás era
un flujo recíproco de felicidad y adversidad ».it Pero el señor
Costar ha olvidado algo que merecía observarse; no ha dicho
que de las tres cosas que cabía hacer con estos dos toneles, Jú ­
piter hace sólo dos. Era posible o verter sólo del buen tonel o
sólo del malo o sacar de uno y otro. Homero se guardó mu­
cho de hablar de estas tres funciones; sabía demasiado bien
que la primera no se da; y yo creo incluso que habría sido co­
rrecto suprimir la segunda: porque ¿dónde es el hombre tan
desdichado que en su suerte no se mezcla bien alguno? Platón
rechazó este pensamiento de Homero, por la razón de que
pertenece a la esencia de Dios no hacer sino el bien, de donde
concluye que Dios es la causa sólo de una parte de los acon­
tecimientos humanos.

Por consiguiente, la divinidad, pues es buena, no puede ser cau­


sa de todo, como dicen los más, sino solamente de una pequeña
parte de lo que sucede a los hombres; mas no de la mayor parte
de las cosas. Pues en nuestra vida hay muchas menos cosas bue­
nas que malas. Las buenas no hay necesidad de atribuírselas a
ningún otro autor; en cambio, la causa de las malas hay que bus­
carla en otro origen cualquiera, pero no en la divinidad.)*378

37. Costar, Apologie, p. 1 1 5 .


38. Platón, La república, 11, 6o$d [379c; trad. de J.M . Pabón y M. Fernández
Galiano, en esta misma colección, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996).
Mantqueos 139

Dice que los poetas que nos presentan esta ficción de los dos
toneles hablan con extravagancia acerca de Dios y cometen
un gran pecado.

Por consiguiente, no hay que hacer caso a Homero ni a ningún


otro poeta cuando cometen tan necios errores con respecto a los
dioses como decir, por ejemplo, que «dos tinajas la casa de Zeus
en el suelo fijadas tiene».)»

En otro sitio ofreceremos más detalles concernientes a la hi­


pótesis platónica sobre la fuente del mal y del bien.*0
Siendo la apología de Costar bastante rara en los países ex­
tranjeros, no me produce escrúpulos citar un largo pasaje:*'

Tal vez el señor Girac se ha creído el «Román de la Rose»,


que quiere que la Fortuna sea la tabernera que distribuye en va­
sos y copas los diversos licores de estos dos toneles a su capricho
y fantasía:
Júpiter en toute saison
a sur l’issue de $a maison,
ce dir Hornee, deux pleins tonneaux,
s’il n’est vieulx homs ne garfonneaux,
ni n’est dame ni damoiselle,
soit vieille, jeune, laide ou belle,
qui vie en ce monde revive,
qui de ces deux tonneaux ne boive.
C ’est une taveme pleniere,
dont Fortune est la tavemiere,
et en trait en pots et en coupes
pour faire á tout le monde soupes.
Tous elle en abreuve á ses mains,
mais aux uns plus, aux autres moins.
N ’est nul qui chacun jour ne pinte,

JV- ¡bidet» [379C-d; trad. cit.J.


40. En la observación L del artículo «Paulicianos».
41. Costar; Apologie, pp. 226-227.
140 Diccionario histórico y crítico

de ces tonneaux, ou quarte ou pinte,


ou muy, ou septier, ou chopine,
s’il, comme il plaist á la mechine,
ou plene paulme, ou quelque goute,
que la Fortune au bec luy boute:
et bien et mal á chacun verse,
si comme elle est douce et perverse.*

Por lo demás, la vieja herejía de los dos principios reina toda­


vía en algunos países de Oriente;*1 y se cree que fue muy co­
mún entre los antiguos bárbaros de Europa.

Atestigua Helmold que una creencia similar fue acogida entre los
eslavos cuando aún no estaban imbuidos de la fe de Cristo, y escri­
be que su dios malvado se llamaba Zeevuboch. Vossius conjetura lo
mismo de otros pueblos germánicos. Y que hoy en día los habitan­
tes de la provincia de Fetu, en África, están convencidos de que exis­
te alguna divinidad a la cual hay que referir todos los males que se
reciben, y otra a la que hay que referir todos los bienes, lo cuenta
J. G. Müller, cierto pastor de la Iglesia danesa en África.*)

Los kurdos, nación asiática, adoran dos principios -u n o en


calidad de autor del bien, otro en calidad de causa del m al-,
pero con esta diferencia: que son infinitamente más estrictos
en el culto del último que en el del primero.**
42. Véanse las palabras del padre Thomassin, en la observación d del artículo
«Paulicianos».
43. Tobías Pfannerus, Systema tbeologiae gentilis, p. 258.
44. «Veneran dos principios como los maniqueos, uno del bien y otro del mal.
Con esta diferencia: que piensan poco en el primero, del que creen que no pue­
de hacerles ningún mal, y atienden sólo al culto del segundo», Giomale de' Let-
terati, 3 1 de marzo de 16 73, P- 33* en el extracto del «Viaggio all* Indie Orien-
tali» del padre F. Vicenzo María di Santa Caterina da Siena, procurador general
de los carmelitas descalzos.

* [‘Júpiter tiene siempre a la salida de su casa, según dice Homero, dos toneles
llenos. Y no hay nadie que viva en este mundo, ni hombres viejos ni jovenzue­
los, ni dama ni doncella, sea vieja, joven, fea o bella, que no beba de estos dos
toneles. Es una taberna cabal, cuya tabernera es la Fortuna, que sirve de ellos
vasos y copas para dar caldos a todo el mundo. Abreva a todos con sus propias
Maniqueos 141

d . Sería bastante difícil de refutar, si fuera defendida por fi­


lósofos paganos aguerridos en la discusión.
Los hubieran puesto en fuga de inmediato por medio de ra­
zones a priori; su fuerte eran las razones a posteriori: era
ahí donde podían batirse por mucho tiempo y donde era difí­
cil quebrantarlos. Se me entenderá mejor merced a la exposición
que sigue. Las ideas más seguras y claras del orden nos enseñan
que un ser que existe por sí mismo, y que es necesario y eterno,
debe ser único, infinito y todopoderoso, y debe estar dotado de
toda suerte de perfecciones. Así, atendiendo a tales ideas, no ha­
llamos nada más absurdo que la hipótesis de los dos principios
eternos e independientes entre sí, uno de ellos desprovisto de
cualquier bondad y capaz de atajar los designios del otro. He
aquí lo que llamo razones a priori, las cuales nos conducen ne­
cesariamente a rechazar tal hipótesis y a admitir un solo princi­
pio de todas las cosas. Si bastara con esto para afirmar la bon­
dad de un sistema, el proceso terminaría con la confusión de
Zoroastro y todos sus seguidores. Pero un sistema, para ser bue­
no, requiere dos cosas: una, que sus ideas sean distintas; otra,
que pueda dar razón de las experiencias. Hay que examinar,
pues, si los fenómenos de la naturaleza pueden explicarse satis­
factoriamente por medio de la hipótesis de un principio único.
Cuando los maniqueos alegan que es necesario que haya dos
primeros principios, puesto que vemos en el mundo muchas
cosas contrarias entre sí -frío y calor; blanco y negro, luz y ti­
nieblas-,« dan lástima. La oposición que se produce entre estos
seres, tan reforzada como se quiera por lo que llamamos varia­
ciones, desórdenes e irregularidades de la naturaleza, no consti­
tuye ni media objeción contra la unidad, simplicidad e inmuta­
bilidad de Dios. Damos razón de todas estascosas o mediante

45. Véase San Epifanía, al hablar de Escitio, Adversas haereses, 619.

manos, pero a unos más y a otros menos. Nadie hay que no beba cada día de es­
tos toneles o una cuarta o una pinta o un moyo o un séptimo o un cuatrillo, si,
según le plazca a la mezcladora, la Fortuna le echa en el pico o una palma llena
o alguna gota: y vierte a cada uno bien y mal tal como ella es dulce y perversa.’]
14* Diccionario histórico y critico

las diversas facultades que Dios ha conferido a los cuerpos o me­


diante las leyes del movimiento establecidas por Él o mediante
el concurso de causas ocasionales inteligentes por las que ha
querido regularse. Esto no exige las quintaesencias imaginadas
por los rabinos, que han facilitado a un obispo italiano un argu­
mento ad hominem en favor de la Encamación.

El autor habla difusamente de esta unión, valiéndose de los ejem­


plos y similitudes con que la explican los rabinos -algunos, los
mismos que adoptan nuestros teólogos para explicar la Encarna­
ción-, y con idéntica doctrina prueba de manera evidente que no
se trata de otra cosa que de una insefiración, esto es, de dos na­
turalezas, sefireidad y divinidad, unidas en un sujeto.*6

Dicen que Dios se ha unido con diez inteligencias purísimas


llamadas Sefira, y que opera con ellas de tal modo que hay
que atribuirles rodas las variaciones y todas las imperfeccio­
nes de los efectos.

Dado que en los libros sagrados se atribuyen a Dios actos imper­


fectos y contrarios entre sí, para salvar su inmutabilidad y supre­
ma perfección, han establecido una jerarquía de diez inteligencias
purísimas, por medio de las cuales, como instrumentos de su po­
der, hace todas las cosas, de tal manera que sólo a ellas se atribu­
ye la variedad, imperfección o mutación.*?

Cabe salvar la simplicidad e inmutabilidad de Dios sin tanto


dispendio: basta sólo con la institución de las causas ocasio­
nales, a condición de que sólo haya que explicar los fenóme­
nos corporales y no se toque al hombre. Los cielos y el resto
del universo predican la gloria, el poder y la unidad de Dios;
sólo el hombre, esa obra maestra del creador entre las cosas
visibles, sólo el hombre, digo, proporciona grandísimas obje­
ciones contra la unidad de Dios. Vamos a ver cómo.4 7
6

46. Joseph Gantes, obispo de Marsica, «Discursu de sancrissima incamatione


clarissimis Hebraeorum doctrinis ab eorundem argumentorum oppositionibus
defensa», Journal d ’Italie [dó m ale dei Letterati), 1 7 de agosto de 1668, p. 102.
47. ¡bidem, p. 10 1.
Maniqueos 143

El hombre es malo y desdichado; todos lo sabemos por lo


que sucede en nuestro interior y por el comercio que nos vemos
obligados a mantener con el prójimo. Es suficiente vivir cinco
o seis años para convencerse a la perfección de estos dos ar­
tículos;*8 quienes viven mucho y se empeñan mucho en los
asuntos se dan cuenta aun con mayor claridad. Los viajes faci­
litan lecciones perpetuas sobre esto; muestran en todas partes
los monumentos de la desgracia y maldad del hombre; en todas
partes, cárceles y hospitales, patíbulos y mendigos. En un sitio
veis los restos de una ciudad floreciente; en otros sitios no que­
dan ni siquiera las ruinas.*»

lam seges est ubi Troia fuit, resecandaque falce


luxuriat Phrygio sanguine pinguis humus. 5°

Leed estas palabras, extraídas de una carta escrita a Cicerón:

Regresando de Asia, cuando navegábamos de Egina hacia Mega-


ra, empecé a observar las regiones de alrededor. Detrás tenía Egi­
na, delante Megara, a la derecha el Píreo y a la izquierda Corin-
to: ciudades que en su momento fueron brillantísimas y que
ahora yacen ante los ojos postradas y arruinadas.}1

Los estudiosos, sin salir de su gabinete, adquieren más luces


que nadie sobre estos dos artículos, por cuanto al leer la his­
toria pasan revista a todos los siglos y países del mundo. La
historia, hablando en propiedad, no es otra cosa que una
compilación de los crímenes e infortunios del género humano.
Pero observemos que estos dos males -e l moral y el físico- no
llenan la totalidad de la historia ni de la experiencia de los
particulares; por todas partes descubrimos bien moral y bien
físico, ejemplos de virtud y de felicidad - y esto es lo que pro-4
50
9
8

48. A esa edad se han hecho y padecido tandas de malicia, se ha conocido el


pesar y el dolor, se ha pasado por muchos enojos, etc.
49. Véase Balzac, Entretien, xxx.
50. Ovidio, Epístola de Penélope a Ulises, 53-54 [‘Ahora hay campo donde es­
tuvo Troya, y con la siega la tierra fecunda exulta por la sangre frigia’].
5t. Sulpicio a Cicerón, Epístola ad familiares, iv, 5.
144 Diccionario histórico y crítico

voca la dificultad-. Pues si sólo existieran malvados y desdi*


chados, no sería preciso recurrir a la hipótesis de los dos prin­
cipios; es la mezcla de felicidad y virtud con miseria y vicio lo
que reclama esta hipótesis: aquí se encuentra el lado fuerte
de la secta de Zoroastro. Ved el razonamiento de Platón y de
Plutarco en los pasajes que he citado más arriba.
Para que se vea cuán difícil sería refutar ese falso sistema, y
para que se concluya que hay que recurrir a las luces de la re­
velación para acabar con él, vamos a fingir aquí una dis­
cusión entre Meliso y Zoroastro, ambos paganos y grandes
filósofos. Meliso, quien reconocía sólo un principio,*1 diría
de entrada que su sistema concuerda admirablemente con
las ideas del orden: el ser necesario no está limitado; es, por
tanto, infinito y todopoderoso; así pues, único; y sería mons­
truoso y contradictorio que careciera de bondad y que pose­
yera el mayor de todos los vicios, a saber, una malicia esen­
cial. Admito, respondería Zoroastro, que vuestras ¡deas están
bien trabadas, y no tengo inconveniente en admitir que a este
respecto vuestras hipótesis superan a las mías. Renuncio a
una objeción de la que podría valerme, que consistiría en
decir que, por cuanto el infinito debe comprender todas las
realidades existentes, y la malicia** no es menos real que la
bondad, el universo reclama que se den seres malos y seres
buenos; y que, como la suma bondad y la suma malicia no
pueden subsistir en un mismo sujeto, ha sido de todo punto
necesario que en la naturaleza hubiera un ser esencialmente
bueno y otro esencialmente malo. Renuncio, digo, a esta ob-
jeción; * 4 os concedo la ventaja de estar más de acuerdo que yo
con las nociones del orden. Pero explicadme un poco, por me­
dio de vuestra hipótesis, de dónde procede que el hombre sea
malo y esté tan sujeto al dolor y al pesar. Os reto a que en-

$1. Véase Diógenes Laercio, ix, 14 , y el comentario de Menagio.


53. Es decir, la acción maliciosa. Escribo esta nota para que nadie me alegue
que el mal no es sino una privación.
34. He leído en el Journal d'ltalie, 31 de agosto de 1674, p. 10 1, que Piccinar-
di, en el libro 111 de su Dogmática philosohia peripatética Christiana, refuta la
tesis «an alius Deus sit possi bilis» [‘si es posible otro Dios*), sostenida por el pa­
dre Pedro Conti, contra el Columera.
Maniqueos M i

contréis en vuestros principios la razón de este fenómeno,


como yo la encuentro en los míos. Recupero, pues, la ventaja:
me superáis en la belleza de las ideas y en las razones a prio-
rí; yo os supero en la explicación de los fenómenos y en las ra­
zones a posteriori. Y dado que la principal característica de
un buen sistema es ser capaz de dar razón de las experiencias,
y dado que la mera incapacidad de explicarlas prueba que
una hipótesis no es válida, por muy bella que por lo demás
parezca, aceptad que doy en el blanco al admitir dos princi­
pios y que vos, que sólo admitís uno, falláis.
Estamos aquí sin duda en el nudo de la cuestión; ésta es la
gran ocasión de Meliso. «Hic Rhodus, hic saltus. Res ad tría­
nos rediit. Nunc animis opus, Aenea, nunc pectore firmo.»
(‘Aquí Rodas, allí el desfiladero. Se ha llegado a los triarios.
Ahora se requiere ánimo, Eneas, y corazón fírme.’] Sigamos
haciendo hablar a Zoroastro.
Si el hombre es la obra de un único principio supremamen­
te bueno, santo y poderoso, ¿puede estar expuesto a las en­
fermedades, al frío y al calor, al hambre y a la sed, al doloi; al
pesar? ¿Puede tener tantas inclinaciones malas? ¿Puede come­
ter tantos crímenes? ¿Puede la suma santidad producir una
criatura criminal? ¿Puede la suma bondad producir una cria­
tura desdichada? La suma potencia, unida a una bondad infi­
nita, ¿no colmará de bienes su obra y no alejará de ella cuan­
to pueda herirla o apesadumbrarla? Si Meliso atiende a las
nociones del orden, responderá que el hombre no era malo
cuando Dios lo hizo. Dirá que el hombre recibió de Dios un
estado feliz, pero que, al no haber seguido las luces de su con­
ciencia, que, en la intención de su autor, le habían de condu­
cir por la senda de la virtud, se volvió malvado y mereció que
Dios, tan supremamente justo como bueno, le hiciera sentir
los efectos de su cólera. N o es Dios, pues, la causa del mal
moral; pero es la causa del mal físico, es decir, del castigo del
mal moral -castigo que, muy lejos de ser incompatible con el
sumo principio bueno, emana necesariamente de uno de sus
atributos, me refiero a su justicia, que no le es menos esencial
que su bondad-. Esta respuesta, la más razonable que pode­
mos esperar de Meliso, es en el fondo bella y sólida, pero cabe
146 Diccionario histórico y critico

oponerle razones que tienen algo de más especioso y deslum­


brante. Zoroastro no dejaría de manifestar que si el hombre
fuera la obra de un principio infinitamente bueno y santo, ha­
bría sido creado no sólo desprovisto de cualquier mal efecti­
vo, sino también a salvo de toda inclinación al mal, puesto
que tal inclinación es un defecto que no puede tener como
causa ese principio. Resta, pues, por decir que el hombre, al
salir de las manos de su creador, sólo podía determinarse
al mal por sí mismo, y que, al determinarse así, es él la causa
única del crimen que cometió y del mal moral que se introdu­
jo en el universo. Pero: i) N o poseemos ninguna idea distinta
que pueda hacernos comprender que un ser que no existe por
sí mismo, actúe, sin embargo, por sí mismo. Zoroastro dirá,
pues, que el libre albedrío conferido al hombre no es capaz de
darse una determinación efectiva, por cuanto existe incesante
y plenamente por la acción de Dios, z) Formulará esta pre­
gunta: ¿previo Dios que el hombre utilizaría mal su libre ar­
bitrio? Si la respuesta es que sí, replicará que no parece po­
sible prever aquello que depende tan sólo de una causa inde­
terminada. Pero os concedo, dirá, que Dios previera el peca­
do de su criatura, y saco la conclusión de que le hubiera im­
pedido pecar, pues las ideas del orden no toleran que una
causa infinitamente buena y santa, que puede evitar la intro­
ducción del mal moral, no la evite, sobre todo cuando, per­
mitiéndola, se verá obligada a abrumar de penas su propia
obra. Si Dios no previo la caída del hombre, juzgó al menos
que era posible; por tanto, puesto que en caso de que se pro­
dujera se iba a ver obligado a renunciar a su bondad paternal,
para hacer a sus hijos muy miserables, ejerciendo sobre ellos
el carácter de un severo juez, habría determinado al hombre
al bien moral como lo determinó al bien físico; no habría de­
jado en el alma humana fuerza alguna para inclinarse al mal,
del mismo modo que no dejó ninguna para inclinarse a la des­
dicha en cuanto tal. A esto nos conducen las ideas claras y
distintas del orden cuando seguimos paso a paso lo que debe
hacer un principio infinitamente bueno. En efecto, si una bon­
dad tan limitada como la de los padres exige necesariamente
que prevengan en la medida de lo posible el mal uso que sus
Maniqueos 147

hijos pueden hacer de tos bienes que les otorgan, con ma­
yor razón una bondad infinita y todopoderosa prevendrá los
malos efectos de sus presentes. En vez de dar el libre arbitrio,
determinará a sus criaturas al bien; o si se les da el libre arbi­
trio, velará siempre eficazmente para evitar que pequen. Estoy
seguro de que Meliso no se quedaría corto, pero cuanto pu­
diera responder sería combatido al instante con razones tan
plausibles como las suyas, y así la discusión no se acabaría
nunca.t?
Si recurriera a la vía de la retorsión, pondría en grandes apu­
ros a Zoroastro, pero una vez aceptara sus dos principios, le
dejaría un camino muy amplio para llegar a la solución del ori­
gen del mal. Zoroastro se remontaría al tiempo del caos; se tra­
ta de un estado, con respecto a sus dos principios, muy similar
al que Thomas Hobbes llama estado de naturaleza, el cual, se­
gún él, precedió a la instauración de las sociedades. En tal es­
tado de naturaleza, el hombre era un lobo para el hombre;
todo pertenecía al primer ocupante; nadie era amo de nada sal­
vo en caso de ser el más fuerte. Para salir de tal abismo, todos
convinieron en abandonar sus derechos sobre todas las cosas,
para que se les cediera la propiedad de alguna cosa; se realiza­
ron transacciones y la guerra cesó. Los dos principios, hartos
del caos, en el cual cada uno confundía y trastornaba lo que el
otro quería hacer, convinieron en un acuerdo: cada uno cedió
algo y tomó parte en la producción del hombre y en las leyes de
la unión del alma.*6 El buen principio obtuvo las que procuran
al hombre mil placeres, y consintió en aquellas que lo exponen
a mil dolores; y si consintió que el bien moral fuera infinita­
mente menor en el género humano que el mal moral, se resar­
ció con otras especies de criaturas, en que el vicio sería tan mí­
nimo como la virtud. Si muchos hombres en esta vida tienen

S$. Todo esto se discute con mayor amplitud en las notas al articulo «Pauli-
cianos».
56. Apliqúese aquí lo que Juno dice a Venus en Virgilio, Eneida, iv, 98 ss.: «Pero
¿hasta dónde vamos a llegar? ¿A qué conduce esta continua lucha?, / ¿por qué no
esforzarnos más bien en concertar una paz duradera / y pactar un himeneo? [...]
Rijamos este pueblo las dos juntas, ambas con igual mando» [trad. de J. Echave-
Sustaeta, Madrid, Gredos, 1991].
148 Diccionario histórico y crítico

más miserias que felicidad, se les recompensa bajo otro estado:


lo que les falta bajo forma humana, lo reencuentran bajo una
forma distinta.’ ? Por medio de este acuerdo, el caos se desem­
brolló - e l caos, digo, principio pasivo que era el campo de ba­
talla de los dos principios activos-. Los poetas han representa­
do tal ordenación con la imagen de una querella terminada.**
Esto es lo que Zoroastro podría alegan glorificándose de no
atribuir al buen principio el haber producido por su propia vo­
luntad una obra que había de ser tan mala y miserable, sino
sólo tras haber comprobado que no podía hacer nada mejor, ni
oponerse mejor a los designios horribles del principio malva­
do. Para volver menos chocante su hipótesis, podía negar que
hubiera habido una larga guerra entre los dos principios y des­
echar todos esos combates y prisioneros de que hablaron los
maniqueos. Todo puede reducirse al conocimiento cierto que
habrían tenido ambos principios de que el uno no podría obte­
ner jamás del otro sino determinadas condiciones. Con esta
base el acuerdo podría haberse producido eternamente.
Cabría objetarle a este filósofo mil grandes dificultades, pero
dado que hallaría respuestas y, a fin de cuentas, pediría que se
le proporcionara una hipótesis mejor; y pretendería haber refu­
tado sólidamente la de Meliso, no habría manera alguna de re­
conducirlo a la verdad. La razón humana es demasiado débil
para esto; es un principio de destrucción y no de edificación; lo
propio de ella no es otra cosa que provocar dudas y volverse a
derecha y a izquierda para eternizar una discusión. Y creo no
equivocarme si afirmo de la revelación natural, es decir, de las
luces de la razón, lo que los teólogos afirman de la economía
mosaica: que no valía más que para dar a conocer al hombre su
impotencia y la necesidad de un redentor y de una ley miseri­
cordiosa; era un pedagogo -so n sus términos- para conducir­
nos a Jesucristo. Digamos lo mismo más o menos de la razón:
sólo vale para dar a conocer al hombre su oscuridad e impoten-578

57. Nótese que todos o la mayor parte de los que han admitido dos principios
han defendido la metempsicosis.
58. «Hanc Deus est melior Litem natura diremit», Ovidio, Metamorfosis, 1, ai
(‘Dirimió este Pleito el dios y, mejor, la natura*, trad. de R. Bonifaz Ñuño, Mé­
xico, Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, 1979].
Maniqueos 149

cía, así como la necesidad de otra revelación -q u e es la de la Es­


critura-. Ahí es donde encontramos con qué refutar invencible­
mente la hipótesis de los dos principios y todas las objeciones de
Zoroastro. Ahí hallamos la unidad de Dios y sus perfecciones
infinitas, la caída del primer hombre y sus consecuencias. Si al­
guien viene a decirnos, con gran aparato de razonamientos, que
es imposible que el mal moral se introduzca en el mundo como
obra de un principio bueno y santo, responderemos que, con
todo, ése ha sido el hecho y que, por consiguiente, es bien posi­
ble. Nada más insensato que razonar contra los hechos; el axio­
ma «ab actu ad potentiam valet consequentia» [‘del acto a
la potencia la consecuencia es válida’] es tan claro como la pro­
posición «dos y dos suman cuatro».» Los maniqueos se aper­
cibieron de lo que acabo de observar, y por ello rechazaron el
Antiguo Testamento. Pero lo que retuvieron de la Escritura fa­
cilitaba armas bastante fuertes a los ortodoxos; así, no costó un
gran esfuerzo confundir a estos herejes, que, por otra parte, se
embarullaban puerilmente cuando descendían a los detalles.59 60
Ahora bien, dado que es la Escritura la que nos procura las me­
jores soluciones, no he hecho mal en decir que un filósofo pa­
gano sería difícil de vencer en esta materia - lo cual es el tema de
esta observación.
Por larga que sea, no la acabaré sin advertir a mi lector de
que me restan aún tres observaciones por hacer, que remito a
otro artículo.6' En la primera diré si los padres razonaron
siempre bien contra los maniqueos y si pudieron ponerlos en
apuros. En la segunda, que, según las creencias paganas, las
objeciones de Zoroastro no tenían mucha fuerza. Y en la ter­
cera, en qué sentido cabría decir que los cristianos no recha­
zan el sistema de los dos principios. Aclarar estas dificultades
por la vía de la razón les cuesta más trabajo que a los paga­
nos, a causa de sus disputas sobre la libertad, en las que el
agresor parece ser el más fuerte,61*y también porque el peque-

59. Véase la observación E del artículo «Paulicianos», hacia el comienzo del


primer párrafo.
60. Véase la observación b .
61. A «Paulicianos», observaciones E, g y h .
Az. Véase la observación f del artículo «Marcionitas».
150 Diccionario histórico y critico

ño número de los predestinados y la eternidad del infierno fa­


cilitan objeciones que Meliso no habría temido mucho.

E. E l celo del papa León encontró el sostén de fos leyes im­


periales.
Había ya maniqueos en Roma cuando San Agustín llegó en el
año 38 3, «pues se hospedó en casa de un maniqueo y conver­
só con gran frecuencia con los de esta secta [...] Pero tras la
conquista y destrucción de Cartago por Genserico, rey de los
vándalos, en el año 439, la mayoría de los maniqueos de Áfri­
ca se refugiaron, igual que los católicos, en Italia y sobre todo
en Roma».6* El papa León obligó al pueblo a acometer una es­
tricta búsqueda de tales herejes e indicó por qué características
eran reconocibles.6*

Para provocar más horror aún en todos hacia una secta tan detes­
table, celebró una asamblea en la que, junto a los obispos vecinos a
Roma, hizo participar a los miembros principales del clero, senado,
nobleza de Roma y pueblo. Presentó a los más relevantes manique­
os y a uno de sus obispos, quienes realizaron una confesión pública
de sus abominables impudicias, que no me atrevo a exponer por
miedo a herir los oídos o, más bien, los ojos castos de mi lector; y
que declararon ante todo el mundo esos mismos que las habían co­
metido, por orden del falso obispo, en sus reuniones secretas, dan­
do a conocer al mismo tiempo quiénes eran sus obispos y sacerdo­
tes, los sitios más retirados donde se reunían, sus misterios
profanos y sus ceremonias sacrilegas, todo lo cual fue fielmente
puesto por escrito. Y San León rindió cuentas de ello al pueblo
poco después, en un sermón que pronunció con ocasión del ayuno
de los Cuatro Tiempos del mes de diciembre, en el que declaró que
estaban obligados en conciencia a denunciar a aquellos que supie­
ran comprometidos en una herejía tan infame y perniciosa, y que
todos debían unirse y actuar con idéntico celo e igual vigilancia
contra esos enemigos comunes, y que quienes pensaran que no ha-6 34

63. Maimbourg, Histoire de saint Léott, libro 1, p. 14.


64. Ibidem, p. 18.
Maniqueos 151

bía que descubrirlos serían culpables de un silencio criminalísimo


ante el tribunal de Jesucristo, aunque nunca hubieran tomado par­
te en sus errores. En suma, tan escrupuloso fue en su búsqueda de
maniqueos y tanto le secundó el pueblo, que ninguno de ellos pudo
escapar, de manera que tuvo la fortuna de librar por completo a
Roma de esa peste. Muchos de los herejes, en efecto, fuertemente
afectados por sus poderosas exhortaciones, se convirtieron con
toda seriedad a Dios, y tras hacer pública abjuración de su herejía
en la iglesia y firmar el formulario que se les presentó, el cual con­
tenía la condena de Manes, de su doctrina y de sus libros, se some­
tieron a la penitencia que se les impuso. Quienes permanecieron
obstinados en el error y rehusaron suscribir tal condena fueron
condenados por los jueces al destierro, de acuerdo con las leyes y
ordenanzas de los emperadores. Ahora bien, en vista de que los más
malvados y peligrosos entre los seguidores de esta execrable here­
jía, temiendo el castigo de sus crímenes, se habían dado a la fuga,
advirtió a los obispos de Italia y de las restantes provincias, por me­
dio de una circular en la que, tras exponerles cuanto se había hecho
en Roma en la causa de los maniqueos, les exhortaba a perseguir a
estos fugitivos y a dar todas las órdenes necesarias para impedir que
pudieran hallar algún refugio en sus diócesis, asegurando que serí­
an inexcusables ante Dios si sucediera alguna vez que alguno de sus
súbditos se dejara seducir por estos impostores, por no haber pues­
to el cuidado debido en descubrirlos, darles caza y actuar de modo
que no pudieran esparcir entre sus pueblos el veneno de su detesta­
ble doctrina. Y lo que acabó de exterminar esta herejía fue que el
emperador Valentiniano III, al conocer lo que el santo papa había
desvelado de los crímenes de los maniqueos, mandó publicar un
edicto por el que confirmaba y renovaba todas las ordenanzas de
sus predecesores contra ellos, los declaraba infames, inhábiles para
todos los cargos y para llevar armas, para testificar y contratar,
para hacer cualquier acto válido en la sociedad civil; prohibía a to­
dos los súbditos del imperio encubrir o dar refugio a ninguno y que­
ría que se los denunciara para que recibieran castigo al instante de
ser conocidos. Así, esta herejía, que de África había pasado a Italia,
fue pronto desterrada de ella por el eficaz celo de San León.*J

A;. Ibidet», p. zo, en el año 443.


152 Diccionario histórico y crítico

padre Thomassin no olvida este ejemplo de uso de las leyes


£ 1

penales contra la herejía.

San León, papa -dice-, en su primera decretal afirma que mu­


chos maniqueos acababan de convertirse en Roma, pero que al­
gunos de ellos se habían comprometido tan hondamente en esos
detestables errores, que por más remedios que se empleaban, no
se había podido apartarlos; que se había hecho uso a continua­
ción del rigor de las leyes, y que, conforme a las constituciones
de los príncipes cristianos, los jueces públicos los habían conde­
nado a un exilio perpetuo, por miedo a que su contagioso co­
mercio infectara al resto del rebaño.6669
78

Adjunto en nota las palabras que cita de San León.6? Un poco


después hace mención del código de Justiniano, para hacernos
saber que la ley onceava del título v del libro i condena a los
maniqueos «a ser decapitados en cualquier parte del imperio
romano donde se les encuentre» -«manichaeo in loco romano
deprehenso caput am putare»-.6® La ley siguiente -contin úa-
oes del emperador Justino, y distingue también a los mani­
queos no sólo de los herejes, sino también de los griegos -es
decir, paganos-, de los judíos y de los samaritanos. Los mani­
queos son condenados a muerte; los demás, como los here­
jes, sólo son condenados a no poder obtener ninguna magis­
tratura o dignidad, ni hacer la función de jueces, defensores o
senadores de las ciudades».6*

66. Thomassin, De 1‘unité de l’Église, vol. I, p. 539.


67. «Aliquanti vero, qui ita se demerserunt ut nullum his auxiliantis posset re-
medium subvenire, subditi legibus, secundum chrisrianorum principum consó-
tuca, ne sanctum gregem sua contagione polluerent, per públicos iudices perpe­
tuo sunt exilio relegan.»
68. Thomassin, De l’unití de l’Église, vol. 1, p. 377.
69. Ibidem, p. 378.
Maniqueos 153

f . Permitían la agricultura a sus oyentes en favor de sus ele­


gidos.
Los maniqueos estaban divididos en dos órdenes: el de los ele­
gidos y el de los oyentes. N o se permitía la práctica de la agri­
cultura a los primeros, ni siquiera coger una fruta. Se permi­
tía a los otros, y aseguraban que los homicidios que cometían
en este ejercicio les eran perdonados por la intercesión de las
partículas de Dios que se liberaban de su prisión cuando los
elegidos las comían. Así, la remisión de tales asesinatos se
fundaba en el hecho de que proporcionaban alimentos a los
elegidos y procuraban la libertad de las partículas de la subs­
tancia divina aprisionadas en las plantas. San Agustín relata
muy bien estas quimeras y se burla de ellas debidamente.

Piensan que las otras almas vuelven a los animales y a todos los
seres que están fijos por sus raíces y se nutren en la tierra. Pien­
san, en efecto, que las hierbas y los árboles viven de tal manera
que creen que sienten la vida que está en ellos y que padecen do­
lor cuando se les hace daño, y por ello no se puede desgarrarlos
o arrancarlos sin que sufran. Por esta razón, consideran un cri­
men limpiar el campo de espinas. De ahí que estos dementes acu­
sen a la agricultura, que es la más inocente de las artes, de ser
culpable de la mayor cantidad de homicidios. Y consideran que
estas cosas son perdonadas a sus discípulos porque proporcio­
nan alimentos a sus elegidos, al objeto que aquella divina subs­
tancia, purgada en su vientre, consiga la indulgencia para ellos,
de quienes es tradición que han de purgarse con una ofrenda. Así
pues, los propios elegidos, que ni trabajan en los campos ni re­
cogen frutas ni desgarran siquiera una hoja, esperan que sean los
discípulos quienes les aporten tales cosas para sus necesidades,
viviendo de tantos y tantos, según se jactan, homicidios ajenos.?070

70. Agustín, De haeresibus, xlvi , fol. 1 1 6 v.


Paulicianos
157

p a u l ic ia n o sSe llamó así a los maniqueos de Armenia


.
cuando un tal Pablo se convirtió en su jefe en el siglo v i l. «Al­
canzaron un poder tan grande, fuera por la debilidad del go­
bierno, por la protección de los sarracenos, o incluso por el
favor del emperador Niceforo, muy ligado a esa secta, que,
cuando finalmente fueron perseguidos por la emperatriz Teo­
dora, la mujer de Basilio, fueron capaces de construir ciuda­
des y de levantarse en armas contra sus príncipes. Las guerras,
largas y sangrientas, se produjeron bajo el imperio de Basilio
el Macedonio, esto es, a finales del siglo ix .» a De tanta mag­
nitud fue, con todo, la carnicería de estos herejes bajo la em­
peratriz Teodora, (a ) que parecía imposible que nunca más se
rehicieran. Se cree que los predicadores que enviaron a Bulga­
ria (b ) establecieron allí la herejía maniquea y que «desde este
país se esparció poco después al resto de Europa».b Condena­
ban el culto a los santos y las imágenes de la cruz, (c) pero su
característica principal no radicaba ahí. Su doctrina funda­
mental era la de dos principios coeternos e independientes en­
tre sí. Tal creencia de inmediato produce horror, y, por consi­
guiente, extraña que la secta maniquea haya podido seducir a
tantas personas, (d ) Pero, por otro lado, es tan trabajoso res­
ponder a sus objeciones sobre el origen del mal, (e ) que no
asombra que la hipótesis de los dos principios, uno bueno y
otro malo, haya deslumbrado a numerosos filósofos antiguos
y haya encontrado tantos seguidores dentro del cristianismo.
F.n éste, la doctrina de la enemistad primordial de ios demo­
nios hacia el Dios verdadero se acompaña siempre de la doc­
trina que enseña la rebelión y caída de una parte de los ánge­
les buenos. Aparentemente, la hipótesis de los dos principios
habría progresado más de no haber sido tan tosca en cuanto

k. M . de M e a u x , Histoire des variations, X I, XIII, 1 1 8 .


h. ibidem, x v i , 13 1.
i 58 Diccionario histórico y crítico

al detalle y de no haberse visto acompañada de algunas prác­


ticas odiosas,c o también de haber habido entonces tantas dis­
cusiones como ahora sobre la predestinación, ( f ) discusiones
en que los cristianos se acusan mutuamente de hacer a Dios
autor del pecado o de sustraerle el gobierno del mundo. Los
paganos eran capaces de responder a las objeciones manique-
as mejor que los cristianos, (g ) pero algunos filósofos pasa­
ban sus apuros con ellas.d Habrá que indicar en qué sentido
los ortodoxos parecen admitir dos primeros principios, (h )
y en qué sentido no cabe decir que Dios sea el autor del peca­
do según los maniqueos. (i) Criticaremos, además, a un mo­
derno que ha negado que la doctrina que hace a Dios au­
tor del pecado lleve a la irreligión. Ha dicho, incluso, que esta
doctrina eleva a Dios a la más alta cumbre concebible de
grandeza. Los antiguos padres no ignoraron la extrema inco­
modidad de la cuestión del origen del mal. ( k ) N o pudieron
resolverla mediante la hipótesis de los platónicos, en el fondo
una rama de maniqueísmo, (l ) dado que admitía dos prin­
cipios. Se vieron obligados a recurrir a los privilegios de la
libertad humana. Pero, cuanto más se reflexiona sobre esta
solución del problema, más se comprueba que las luces natu­
rales de la filosofía no procuran sino la manera de apretar y
enredar más este nudo gordiano, (m ) Cierto docto sostiene
que los pitagóricos dieron lugar a esta espinosa cuestión. Bus­
caban los superlativos en todas las cosas, es decir, buscaban
mediante sus preguntas el conocimiento de cuanto se sitúa en
el más alto grado en cada especie. Preguntaban, por ejemplo,
¿qué es lo más fuerte, lo más viejo, lo más común, lo más ver­
dadero? Se daba como respuesta, en cuanto al último punto,
que los hombres son malos y Dios es bueno. Esto hizo surgir
otra pregunta: ¿de dónde puede proceder que, siendo Dios
bueno, los hombres sean criminales? (n ) La solución a esta di­
ficultad le pareció muy importante a Simplicio.'

c. Véase la observación b del articulo «Maniqueos».


d. Véase la observación G.
e . Véase la observación N.
159

O B S E R V A C IO N E S

a . De tanta magnitud fue la carnicería de estos herejes bajo


la emperatriz Teodora.
De ello se habla en el suplemento de Moréri;* se cita ahí al pa­
dre Maimbourg, cuyas palabras originales son:

Teodora [...] tomó la decisión de procurar eficazmente la con­


versión de esos paulicianos o de librar al imperio de ellos si se­
guían obstinándose contra su verdadera felicidad (...) Cierta­
mente, quienes recibieron el encargo y las fuerzas para esa labor,
se excedieron en rigor y crueldad, pues, lejos de ensayar primero
si era posible retomarlos con dulzura y caridad al conocimiento
verdadero, se apoderaron de esos miserables, que estaban disper­
sos por ciudades y aldeas, y se cuenta que dieron muerte a cerca
de cien mil de ellos en toda Asía, sirviéndose de toda clase de su­
plicios. Esto obligó a todos los demás a entregarse a los sarrace­
nos, que, al poco tiempo, supieron emplearlos contra los griegos.
I'cro la emperatriz, que no intervino en la inhumanidad de sus
lugartenientes, no dejó de sacar provecho: el imperio, al menos,
permaneció limpio de esa chusma durante su reinado de catorce
años.1

Se trata de maneras de convertir por completo mahometanas,


y esto confirma cuanto se ha dicho en otra parte:) que los
cristianos fueron infinitamente más crueles que los seguidores
de Mahoma con quienes no eran de su religión.

i. Bajo la palabra «Paulicianos».


i. Maimbourg, Histoire des iconoclastes, vi, 263, ed. de Holanda.
1. I'.n el articulo «Mahoma», observaciones o y aa .
lé O Diccionario histórico y critico

B. Los predicadores que enviaron a Bulgaria.


Pedro de Sicilia/ enviado por el emperador Basilio el Mace-
donio «a Tibrico en Armenia, una de las plazas de esos here­
jes, para negociar un intercambio de prisioneros/ [...] descu­
brió durante su embajada que se había tomado la decisión, en
el consejo de tos paulicianos, de enviar predicadores de
su secta a Bulgaria para seducir a los pueblos recientemente
conversos. Tracia, la provincia vecina, se hallaba desde mu­
cho antes infectada por la herejía. De modo que era causa de
mucho temor la suerte de los búlgaros, si los paulicianos -lo s
más arteros entre los maniqueos- trataban de seducirlos.
Y fue esto lo que obligó a Pedro de Sicilia a dirigir a su arzo­
bispo el libro del que acabamos de hablan4 567con objeto de pre­
venirlos contra herejes tan peligrosos. Pese a sus esfuerzos, lo
cierto es que la herejía maniquea echó profundas raíces en
Bulgaria».

c . Condenaban el culto a los santos y las imágenes de la cruz.


«Pedro de Sicilia refiere que una mujer maniquea sedujo a un
ignorante laico llamado Sergio, diciéndole que los católicos
honraban a los santos como a divinidades, y que por esa razón
se impedía que los laicos leyeran la Santa Escritura, por miedo
a que descubrieran muchos errores semejantes.»? Véase el tex­
to citado del padre Maimbourg en el suplemento de Moréri.

D. Extraña que ¡a secta maniquea haya podido seducir a tan­


tas personas.
Hemos visto en otro sitio con qué premura el papa León ad­
virtió a todos los obispos que no toleraran que tales herejes,
condenados al destierro por las leyes imperiales, hallasen refu-

4. M. de Meaux, Historie des variations, xi, 14.


5. Ibidem, 16.
6. Un libro que lleva por título Historia de Manichaeis. Raderus lo ha traduci­
do del griego al latín. Lo publicó en Ingolstad, con notas, en 1604, in-4“
7. Historie des variations, xi, 15.
Paulicianos lél

gio alguno.8*La herejía no desapareció, y fue preciso perseguir­


la mediante leyes mucho más severas: hubo que condenar a la
pena máxima a cuantos hicieran profesión de ella; no obstan­
te, «se mantuvo y se extendió. El emperador Anastasio y la em­
peratriz Teodora, mujer de Justiniano, la favorecieron: encon­
tramos a sus seguidores bajo los hijos de Heradio -e s decig en
el siglo v i l- e n Armenia».* Hemos hablado ya de sus grandes
progresos; hemos visto que la masacre de cien mil paulicianos
no evitó su extensión de Tracia a Bulgaria. Luego infectó a mu­
chos en varias provincias de Francia. Consultad el libro del
señor De M eaux.101Lam ben Daneau comenta que causaba es­
tragos en Persia, Siria y Mesopotamia bajo el emperador Anas­
tasio, y en Sicilia bajo el papa Gregorio el Grande:

Esta herejía llegó a la misma Roma, de donde, sin embargo, fue


expulsada por León, el pontífice romano, alrededor del año 4 14
después de Cristo. Pero en Arabia, en Persia y en Egipto creció
mucho y tuvo gran fuerza y de ella nació y salió después el ma-
hometanismo, como de un huevo de serpiente y de víbora. Y per­
sistió muchísimo tiempo. En efecto, en los tiempos del empera­
dor Anastasio aún avanzaba claramente en Persia, Mesopotamia
y Siria; y en Sicilia, bajo el pondficado de Gregorio Magno, esto
es, más de 340 años después de la muerte de Manes, según se
pone de manifiesto en Gregorio (epístola v i , libro IV) y en P.
Diácono (Historia, libro xv), donde se evoca la persecución de
su obispo.”

No me atrevo a asegurar que se haya difundido por las pro­


vincias de Oriente, donde se descubre el dogma de los dos
principios entre algunos pueblos infieles, pues podrían haber­
lo recibido por otros canales que no fueran los maniqueos.
Apruebo el pensamiento de Louis Thomassin:

8, En el artículo «Maniqueos», observación e .


Hisloire des variations, xi, 13.
10. ¡bidem, xt.
11. Lamben Daneau, Notis in Augusiino, De haeresibus, xlvi , fol. 1 1 9 v.
162 Diccionario histórico y critico

Las relaciones que con frecuencia nos presentan sobre Asia nos
descubren -d ice- que todavía ahora existen algunos maniqueos
más allá de las fronteras del antiguo imperio romano. No puedo
decir con mucha seguridad que se trate también de restos o des­
cendientes de quienes, tan a menudo proscritos en todo el impe­
rio romano, se retiraron a las provincias vecinas. Es probable
que así sea, pero no poseemos la misma certeza que cuando de­
cimos eso mismo de los arríanos, nestorianos y eutiquianos.
Mientras que éstos son verdaderos herejes, que no podían surgir
sino de la Iglesia católica de su tiempo, cuyas entrañas desgarra­
ron para salir de ella, los maniqueos provenían originariamente
de Oriente, como descendientes de los antiguos idólatras que ad­
mitían, asimismo, los dos principios, el del bien y el del mal, se­
gún puede leerse en Plutarco y en otros muchos historiadores
profanos.11

e . Es tan trabajoso responder a las objeciones de los mani­


queos sobre el origen del mal.
He prevenido ya a mis lectores de que verán aquí tres obser­
vaciones que habría incluido en el artículo sobre los mani­
q u e o s , s i no hubiera preferido evitar extenderme demasiado
en ese lugar. Cumplamos nuestra promesa y no frustremos la
atención de quienes tengan ganas de seguir nuestra llamada.
La segunda y la tercera observación las incluiré aparte más
abajo.'* Pero aquí va la primera.
Los padres de la Iglesia, que tan bien refutaron a los mar-
cionitas, a los maniqueos y en general a cuantos admitían dos
principios, no respondieron demasiado bien a las objeciones
que conciernen al origen del mal. Hubieran debido abando­
nar todas las razones a priori, como si se tratara de las inme­
diaciones de la ciudadela, que pueden recibir ataques y que
son imposibles de conservar. Era preciso conformarse con las
razones a posteriori, y poner todas las fuerzas tras este ba-1234

1 2 . Thomassin, De l'unité de l'Église, tomo 1, parte n , c a p . IX, p. 3 7 8 .


13. En el artículo «Maniqueos», cita de la nota 61.
14. En las observaciones G y H.
Pauiicianos 163

Iuarte. £ 1 Antiguo y el Nuevo Testamento son dos partes de la


revelación que se confirman mutuamente: no era difícil, por
tanto, probar ante esos herejes la divinidad del Antiguo, dado
que reconocían la divinidad del Nuevo; y, a continuación, era
fácil echar abajo sus objeciones mostrándoles que eran opues­
tas a la experiencia. Según la Escritura, sólo existe un princi­
pio bueno, pero, no obstante, el mal moral y el mal físico se
han introducido en el género humano; no va contra la natu­
raleza del principio bueno, por tanto, que éste permita la in­
troducción del mal moral y que castigue el crimen. Que cua­
tro y cuatro suman ocho no es, en efecto, más evidente que, si
algo ha sucedido, es posible. Que «Ab actu ad potentiam va­
ler consequentia» [‘del acto a la potencia la consecuencia es
válida’] es uno de los axiomas más claros e incontestables de
toda la metafísica.15 Estamos ante una muralla que no se pue­
de tomar y que basta para dar la victoria a la causa de los or­
todoxos, aun cuando sus razones a priori puedan ser refuta­
das. Pero me dirán: ¿pueden serlo? Sí, responderé: cómo se ha
introducido el mal bajo el imperio de un ser soberano infini­
tamente bueno, santo y poderoso, no sólo es algo inexplica­
ble, es incluso incomprensible. Y cuanto algunos oponen a lo
que serían las razones de este ser para permitir el mal, es más
conforme a las luces naturales y a las ideas del orden que esas
razones. Examinad bien este pasaje de Lactancio, que contie­
ne una respuesta a una objeción de Epicuro:

I )ios, dice Epicuro, o quiere suprimir el mal y no puede, o puede


|»cro no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere
y no puede, es débil, lo cual no conviene a Dios. Si puede pero
no quiere, es envidioso, lo cual es igualmente ajeno a Dios. Si ni
quiere ni puede, es a la vez envidioso y débil; y, por tanto, no es
ni Dios. Si quiere y puede, lo único que corresponde a Dios, ¿de
donde proceden entonces los males?, o ¿por qué no los suprime?
Sé que la mayoría de los filósofos que defienden la providencia
Mielen turbarse con este argumento, y que, casi obligados y de
mala gana, reconocen que Dios no se preocupa de nada, que es lo

V Véase el articulo «Maniqueos», observación o, cita de la nota 59.


164 Diccionario histórico y crítico

que Epicuro reclamaba por encima de todo. Pero nosotros, exa­


minado a fondo el asunto, hemos resuelto fácilmente este espan­
toso argumento. Dios, en efecto, puede cuanto quiere, y en Él no
hay ninguna debilidad ni envidia. Puede, por tanto, suprimir el
mal, pero no quiere; y, no obstante, no es envidioso. No lo supri­
me porque -como he enseñado- concede al mismo tiempo la sa­
biduría, y hay más bien y más gozo en la sabiduría que molestias
en los males. También la sabiduría hace que conozcamos a Dios, y
por medio de este conocimiento alcanzamos la inmortalidad, que
es el bien supremo. Así pues, si no percibiéramos antes el mal, no
podríamos percibir el bien. Pero ni Epicuro ni otros se dan cuenta
de esto. Si se suprimen tos males, se suprime igualmente la sabidu­
ría y no quedan en el hombre vestigios de virtud, cuya razón con­
siste en soportar y superar la amargura de los males. Por tanto, a
causa de un muy exiguo ahorro de males suprimidos, carecería­
mos de nuestro propio y verdadero bien. Está claro, pues, que to­
das las cosas han sido propuestas a causa del hombre, tanto las
malas como también las buenas.1617

Era imposible referir de más buena fe toda la fuerza de la ob­


jeción; ni el propio Epicuro la habría presentado con más ni­
tidez y vigor. *7 Pero la respuesta de Lactancio es lamentable:
no sólo es débil; está llena de errores y, tal vez, incluso de he­
rejías. Supone que Dios tuvo que producir el mal porque, de
otro modo, no habría podido transmitirnos ni la sabiduría, ni
la virtud, ni el sentimiento del bien. ¿Cabe concebir algo más
monstruoso que una doctrina así? ¿N o echa por tierra cuanto
nos dicen los teólogos sobre la felicidad del paraíso y el esta­
do de inocencia? Nos dicen que Adán y Eva, en ese estado
bienaventurado, sentían, sin mezcla alguna de incomodidad,
todas las dulzuras que les ofrecía el jardín del Edén, morada
deliciosa y llena de encantos donde Dios los había situado.
Añaden que, de no haber pecado, ellos y todos sus descen­
dientes habrían gozado de esa felicidad, sin verse sujetos a en-

16. Lactancio, De ira Dei, Xtu, 548.


17 . Nótese que esta objeción de Epicuro no concierne al mal moral; sería aún
más embarazosa si le concerniera.
Paulicianos i6 $

íermedades o dolores y sin que jamás los elementos o los ani­


males les hubieran sido contrarios. Fue su pecado lo que los
expuso al frío y al calor, al hambre y a la sed, al dolor y a la
tristeza, así como a los males que ciertas bestias nos produ­
cen. M uy lejos, pues, de que la virtud y la sabiduría no pue­
dan convenir al hombre sin el mal físico, como Lactancio ase­
gura, es preciso sostener, por el contrario, que el hombre se
vio sometido a ese mal sólo porque había renunciado a la vir­
tud y a la sabiduría. Si la doctrina de Lactancio fuera correc­
ta, habría que suponer necesariamente que los ángeles buenos
están sujetos a mil incomodidades y que las almas de los bien­
aventurados pasan alternativamente de la alegría a la tristeza,
de tal suerte que en la morada de la gloria y en el seno de
la visión beatífica no se estaría a cubierto de la adversidad.
Nada es más contrarío que esto al parecer unánime de los
teólogos y a la recta razón. Lo cierto es que, incluso en buena
filosofía, no hay necesidad alguna de que nuestra alma haya
sentido el mal para que guste del bien, o de que pase
sucesivamente del placer al dolor y del dolor al placer para
que pueda discernir que el dolor es un mal y el placer un bien.
Lactancio, así pues, no choca menos con las luces naturales
que con las luces teológicas. Sabemos, por la experiencia, que
nuestra alma no puede sentir al mismo tiempo placer y do­
lor; es necesario, pues, que la primera vez haya sentido o
dolor antes que placer o placer antes que dolor. Si su primer
sentimiento fue de placea aun ignorando el dolor encontró
que ese estado era agradable; y si su primer sentimiento fue de
dolor, aun ignorando el placer encontró que ese estado era de­
sagradable. Suponed que su primer sentimiento durara varios
años seguidos sin interrupción alguna; comprenderéis que,
durante todo ese tiempo, se halló o en un estado agradable o
rn un estado desagradable. Y no me aleguéis la experiencia;
no me digáis que un placer que dura mucho tiempo se vuelve
insípido, y que el dolor a la larga se hace soportable; pues mi
respuesta será que la causa es un cambio en el órgano, que
hace que, pese a que tal sentimiento continuo sea el mismo en
cuanto a la especie, no lo sea en cuanto al grado. Si en un
principio habéis tenido un sentimiento de seis grados, al cabo
1 66 Diccionario histórico y crítico

de dos horas o al cabo de un año ya no serán seis, sino tan


sólo un grado o un cuarto de grado. Sucede, pues, que la cos­
tumbre embota la agudeza de nuestros sentimientos. Sus gra­
dos responden a la conmoción de las partes del cerebro; esa
conmoción se debilita a causa de las repeticiones frecuentes, y
esto explica que los grados del sentimiento disminuyan. Pero
si el dolor y la alegría nos fueran comunicados según el mis­
mo grado cien años seguidos, seríamos tan desgraciados o tan
felices el año cien como el primer día. Lo cual prueba mani­
fiestamente que la criatura puede ser feliz por un bien conti­
nuo, o infeliz por un mal continuo, y que la alternativa de que
habla Lactancio es una mala solución. N o se funda ni en la
naturaleza del bien y del mal, ni en la del sujeto que los reci­
be, ni en la de la causa que los produce. N o es menos propio
comunicar el placer y el dolor en el segundo momento que
en el primero, o en el tercer momento que en el segundo, y
así sucesivamente. Nuestra alma es tan susceptible de ello
tras haberlos sentido un momento como antes de sentirlos; y
Dios, que los da, no es menos capaz de producirlos la segun­
da vez que la primera. Esto es lo que nos enseñan nuestras
ideas naturales sobre tales objetos. La teología cristiana lo
confirma invenciblemente, puesto que nos dice que los tor­
mentos de los condenados serán eternos y continuos, tan vi­
vos al cabo de cien mil años como el primer día; y que, a su
vez, los placeres del paraíso durarán eterna y continuamente,
sin que jamás su vivacidad se aminore. M e gustaría saber si,
suponiendo una cosa muy sencilla, a saber, que en el mundo
hubiera dos soles y que uno saliera al ponerse el otro, habría
que concluir que las tinieblas serían desconocidas para el gé­
nero humano. Según la bella filosofía de Lactancio, habría
que concluir también que el hombre no conocería la luz, no
sabría que es de día, que ve los objetos, etc. Véase la nota.18
Cuanto acabo de decir prueba de modo invencible, a mi
parecer, que no ganaríamos nada contra nuestros pauiicianos
exponiendo que Dios mezcló bienes y males sólo porque previo

1 8. Citaré más adelante, en la observación c , un pasaje de Plutarco que puede


aplicarse contra las respuestas de Lactancio.
Paulictanos 16 7

que el bien enteramente puro nos parecería al poco tiempo


soso. Responderían que esa propiedad no está contenida en
nuestra idea del bien, y que se opone frontalmente a la doctri­
na ordinaria sobre la felicidad del paraíso. Y en lo que se refie­
re a la experiencia, que nos enseña sobradamente: 1) que las
alegrías de esta vida sólo son sensibles en la medida que nos li­
beran de un estado molesto; z) que, a poco que duren, traen
consigo el hastío, sostendrán que este fenómeno es inexplicable
salvo que se recurra a su hipótesis de los dos principios. Pues si
tan sólo dependemos, dirán, de una causa todopoderosa, infi­
nitamente buena y libre, que dispone universalmente de todos
los seres según el capricho de su voluntad, no debemos sentir
mal alguno, todos nuestros bienes deben ser puros, no debe­
mos caer nunca ni en el menor hastío. £1 autor de nuestro ser,
si es infinitamente benéfico, debe hallar un placer continuo en
hacernos felices y en prevenir todo aquello que pueda entur­
biar o disminuir nuestra alegría. Este carácter está esencial­
mente contenido en la idea de la suma bondad. Las fibras de
nuestro cerebro no pueden ser la causa de que Dios debilite
nuestros placeres, pues, según vosotros, Él es el autor único de
la materia, es todopoderoso y nada le impide actuar según la
extensión completa de su infinita bondad. Basta con que desee
que nuestros placeres no dependan de las fibras de nuestro ce­
rebro; y si quiere que dependan de ellas, puede conservar esas
libras eternamente en el mismo estado, sólo con desear que no
se usen o que se repare de inmediato el daño que sufran. N o
podéis, pues, explicar nuestras experiencias sino mediante la
hipótesis de los dos principios. Si sentimos placer, es el princi­
pio bueno el que nos lo da; pero no lo sentimos con entera pu­
reza y nos hastiamos de él muy pronto porque el principio
malo atraviesa el bueno. Éste le paga con la misma moneda; ac­
túa de modo que el dolor sea menos sensible gracias a la cos­
tumbre, y que en medio de los peores males nos quede siempre
algún recurso. Esto, junto con el buen uso que con frecuencia
se hace de la adversidad, y el abuso que se hace a menudo de la
felicidad, son fenómenos que se explican admirablemente se­
gún la hipótesis maniquea. Tales cosas nos conducen a suponer
que ambos principios han sufrido una transacción que limita
168 Diccionario histórico y critico

recíprocamente sus operaciones.1» El bueno no puede hacernos


todo el bien que desearía; para hacernos mucho bien, ha teni­
do que consentir que su adversario nos causara otro tanto de
mal; sin ese acuerdo, en efecto, el caos seguiría siendo aún
caos, y nunca criatura alguna hubiera sentido el bien. De este
modo, la suma bondad, al encontrar mayor satisfacción en ver
un mundo tan pronto feliz como desgraciado, que en no verlo
jamás feliz, ha llegado a un acuerdo que ha producido la mez­
cla de bien y mal que hallamos en el género humano. Atribu­
yendo a vuestro principio la omnipotencia y la gloria de gozar
en solitario de la eternidad, le priváis de ese atributo suyo que
pasa por delante de todos los demás; en efecto, cuando se ha­
bla de Dios, el optimus precede siempre al maximus en el esti­
lo de las naciones más doctas. Vosotros suponéis que, aunque
nada le impide colmar de bienes a sus criaturas, las abruma de
males, y que, si eleva a algunas, es para que su caída sea más
ruda.10 Le exculpamos de todo; explicamos, sin cuestionar su
bondad, cuanto puede decirse de la inconstancia de la fortuna
y de los celos de Némesis, y de ese continuo juego que, según
Esopo, es la ocupación de Dios: eleva las cosas bajas, decía, y
abate las cosas altas.11 No cabe sacar, decimos, mejor partido
de su adversario: su bondad se ha extendido tanto como ha po­
dido; si no nos hace más bien, es que no puede. N o tenemos,
pues, motivo de queja.
¿Cómo no admirar y deplorar el destino de nuestra razón?:
los maniqueos, con una hipótesis por completo absurda y
contradictoria, explican las experiencias cien veces mejor que
los ortodoxos con la suposición tan justa, tan necesaria, tan
singularmente verdadera de un primer principio infinitamen­
te bueno y todopoderoso.
Mostremos, con otro ejemplo, el poco éxito que alcanzó la
polémica de los padres contra esos herejes respecto al origen
del mal. Este pasaje es de San Basilio:19

19. En la observación I, en el primer párrafo, aportamos una explicación que


no supone ningún acuerdo.
10 . «Tolluntur in altum, / ut lapsu graviorc ruant», Claudiano, In Rufinum, I,
hacia el principio.
2.1. Véase el artículo «Esopo», observación 1.
Paulicianos 169

Y es piadoso decir que el propio mal no ha emanado de Dios,


por la razón de que ningún contrario es engendrado por su con­
trario (...) Pero, dirás, si el mismo mal no es ingénito ni ha ema­
nado de Dios, ¿de dónde surge su naturaleza? Pues nadie que
participe de la vida negará que el mal existe. ¿Qué cabe, pues,
decir? Sin duda que el mal no es una esencia viviente y dotada
de alma, sino una afección del alma, contraria a la virtud, intro­
ducida en los desocupados y en los perezosos, por la cual se se­
paran del bien. No queráis, por tanto, acechar e inquirir un mal
extrínseco, ni imaginar una suerte de primera naturaleza malig­
na, sino que cada uno se reconozca responsable de su propia
maldad. Pues las cosas que nos suceden dependen siempre en
parte de la naturaleza, como la vejez y la enfermedad, en parte,
ocurren espontáneamente, como los sucesos que se presentan de
improviso por causas ajenas (...) pero en parte están dispuestas
en nosotros mismos, como despreciar los deseos o no poner me­
dida a los placeres, contener la ira o levantar la mano contra
quien nos ha herido con su injuria, decir la verdad o mentir, ser
apacible y moderado de costumbres o altanero y arrogante. No
quieras, pues, buscar en otro lugar los principios de estas cosas
de las cuales eres tú el señor; reconoce, en cambio, que el princi­
pio de lo que es propiamente el mal deriva de una elección libre
y voluntaria, etc.11

I;.l teólogo alemán que recoge este pasaje dice con razón que
este padre concede a los marcionitas más de lo debido ; x 3 en
efecto, se niega a admitir siquiera que Dios sea el autor del
mal físico, como las enfermedades y la vejez, o de cien cosas
que nos llegan de fuera e inopinadamente. Así, en su intento
ile escapar de una dificultad, abraza errores y acaso también
herejías. Pero su respuesta tiene otro defecto más. Se figura
que saldrá de apuros exculpando a la providencia y por el he­
cho de asegurar que los vicios se originan en el alma humana.
¿Cómo no ve que así sólo se evade la dificultad, y se presenta

1 1 . Basilio Magno, Hexaemeron, homil. 11, en Tobías Pfannerus, Systema tbeo-


higur gentilis, IX, 253.
i). Tobías Pfannerus, ibidem.
170 Diccionario histórico y crítico

como solución aquello mismo en que consiste el principal


problema?: la pretensión de Zoroastro, Platón, Plutarco, los
marcionitas, los maniqueos y en general de cuantos admiten
un principio naturalmente bueno y otro naturalmente malo,
ambos eternos e independientes, y afirman que sin esto es im­
posible decir por qué vía ha llegado el mal al mundo. Res­
pondéis que ha llegado por el hombre; pero ¿cómo puede
ser, si, según vosotros, el hombre fue hecho por un ser infini­
tamente santo y poderoso? ¿N o ha de ser buena la obra de
una causa así? ¿Puede ser otra cosa que buena? ¿No hay más
imposibilidad en que las tinieblas surjan de la luz que posibi­
lidad en que la producción de un principio tal sea mala? Ahí
reside la dificultad. San Basilio no podía ignorarla; ¿por qué,
entonces, dice con tanta frialdad que el mal tenemos que bus­
carlo sólo en el interior del hombre? Pero ¿quién lo ha puesto
ahí? El propio hombre, abusando de las gracias de su creador,
que, en cuanto que suma bondad, lo había producido en un
estado de inocencia. Si respondéis así, caéis en la petición de
principio. Estáis discutiendo con un maniqueo, que sostiene
ante vosotros que dos creadores contrarios han concurrido en
la producción del hombre, y que éste ha recibido del principio
bueno lo que en él es bueno, y del principio malo lo que en él
es malo; y respondéis a sus objeciones suponiendo que el cre­
ador del hombre es único y supremamente bueno. ¿No estáis
dando como respuesta vuestra propia tesis? Está claro que
San Basilio polemiza mal. Pero como, por lo demás, se trata
de una cuestión que pone en aprietos al conjunto de la filoso­
fía, debía retirarse a su fortín, es decir, debía probar, recu­
rriendo a la palabra de Dios, que el autor de todas las cosas
es único, infinito en bondad y en toda clase de perfecciones, y
que el hombre, salido inocente y bueno de sus manos, perdió
su inocencia y bondad por su propia culpa.^ Ahí reside el ori­
gen del mal moral y del mal físico. Que Marción y todos los
maniqueos razonen cuanto deseen para mostrar que, bajo
una providencia infinitamente buena y santa, no ha podido24

24. Véase el artículo «Maniqueos», entre las citas de las notas 58 y 59, y más
arriba la observación e de este articulo, en el primer párrafo.
Paulicianos 171

darse tal caída del hombre inocente; razonarán contra un he­


cho y, por tanto, harán el ridículo. Siempre en el supuesto de
que se trate de personas a quienes quepa reducid mediante ar­
gumentos ad hominem , a reconocer la divinidad del Antiguo
Testamento. Pues en el caso de Zoroastro o Plutarco, sería
muy distinto.
Para que se vea que no me falta razón cuando proclamo que
a estos sectarios no hay que oponerles otra cosa que la máxima
«ah actu ad potentiam valet consequentia» [‘del acto a la po­
tencia la consecuencia es válida’] y este pequeño entimema,
«ha sucedido esto, por tanto no contradice la santidad y bon­
dad de Dios», observo que no es posible entrar en la discusión
con otra base sin alguna desventaja. Las razones para la tole­
rancia del pecado que no estén tomadas de los misterios reve­
lados en la Escritura, por muy buenas que sean, entrañan un
defecto:** que pueden ser combatidas con otras razones más
especiosas y más conformes a nuestras ideas del orden. Por
ejemplo, si decís que Dios permitió el pecado para manifestar
su sabiduría, que resplandece más en los desórdenes produci­
dos cada día por la malicia de los hombres, que en un estado de
inocencia, os responderán que esto es comparar la divinidad
con un padre de familia que deja que sus niños se rompan las
piernas para mostrar a toda la ciudad su destreza en reparar
huesos rotos; o con un monarca que deja que prosperen sedi­
ciones y desórdenes por todo su reino para ganar la gloria de
solventarlos.1* La conducta de ese padre y de ese monarca es
tan contraria a las ideas claras y distintas según las que juzga­
mos sobre la bondad y la sabiduría, y en general sobre todos
los deberes de un padre y de un rey, que nuestra razón es inca­
paz de comprender que Dios pueda hacer lo mismo. Pero, di­
réis, los caminos de Dios no son los nuestros. Ateneos, pues, a
esto: es un texto de la Escritura, * 7 y no intentéis más razoná­

is. Recuérdese aquí lo que dijo un padre de la Iglesia: «Félix culpa, quae talem
mrruit habere redemptorem!» ['¡Feliz culpa, que ha merecido tener un redentor
lall'|.
16. Véanse en el artículo «Calístrato», citas de las notas 7 y 8, las palabras de
Séneca.
17, Isaías 55:8.
172 Diccionario histórico y crítico

mientos.18 N o sigáis diciéndonos que, de no ser por la caída del


primer hombre, la justicia y misericordia de Dios habrían per­
manecido desconocidas, pues os responderán que nada era
más fácil que dar a conocer esos dos atributos al hombre; la
mera idea del ser sumamente perfecto enseña con claridad al
hombre pecador que Dios posee todas las virtudes dignas de
una naturaleza en todos los aspectos infinita. ¿Con cuánta ma­
yor razón hubiera mostrado al hombre inocente que Dios es in­
finitamente justo? Pero no hubiera castigado a nadie, y por eso
mismo se hubiera conocido su justicia; hubiera sido un acto
continuo, un ejercicio perpetuo de esa virtud; nadie hubiera
merecido ser castigado y, por consiguiente, la supresión de
toda pena hubiera sido una obra de justicia. Respondedme, si
gustáis. Tenemos dos príncipes: uno deja que sus súbditos cai­
gan en la miseria para sacarlos de ella cuando se hayan podri­
do lo bastante; el otro los mantiene siempre en un estado de
prosperidad. ¿No es éste mejor?, ¿no es incluso más misericor­
dioso que el otro? Quienes enseñan la inmaculada concepción
de la Santa Virgen prueban demostrativamente que Dios des­
plegó en ella su misericordia y el beneficio de la redención más
que en los demás seres humanos. N o hace falta ser metafísico
para darse cuenta; un aldeano ve claramente que es mucho más
bondadoso impedir que alguien caiga en un hoyo que dejarlo
caer y sacarlo al cabo de una hora,1’ y que impedir que un ase­
sino mate a alguien es mejor que enrodarlo tras haberle permi­
tido cometer algunas muertes.)0 Todo esto nos advierte de que
no hay que exponerse ante los maniqueos sin establecer, en pri­
mer lugar, el dogma «de la elevación de la fe y del abatimiento
de la razón».)128
1
30
9

28. Véase, más abajo, ia observación m , hacia el final.


29. Véase Garasse, Somme théologique, p. 430.
30. «¿Por qué Ciña, el más cruel de todos, reinó tan largo tiempo? Pero recibió
el castigo. Hubiera sido mejor prohibirle e impedirle que asesinara a tantos va­
rones sumos a que al fin recibiera él mismo su castigo. En sumo tormento y su­
plicio, Q. Vario, hombre importunísimo, pereció; si porque había quitado de
enmedio a Druso con el hierro, a Metelo con veneno, hubiera sido mejor que
ellos se conservaran a que Vario pagara con las penas de su crimen», Cicerón,
De natura deorum, 111, 32-33 [trad. cit.].
3 1. El señor Amyraut ha escrito un libro que lleva este título.
Paulicianos 173

Quienes dicen que Dios permitió el pecado porque no hu­


biera podido impedirlo sin atentar contra el libre arbitrio que
había dado al hombre, que era el más bello regalo que le ha­
bía hecho, se exponen mucho. La razón que dan es bella; tie­
ne un no sé qué de deslumbrante; tiene grandeza. Pero, al fin y
al cabo, cabe oponerle dos razones más al alcance de todos los
hombres y más fundadas en el buen juicio y en las ideas del or­
den. Sin haber leído el bello tratado de Séneca sobre los bene­
ficios, la luz natural nos muestra que pertenece a la esencia de
un bienhechor no otorgar gracias de las que sabe que se abu­
sará de tal suerte que sólo servirán para la ruina de aquel a
quien las dé. N o hay enemigo tan apasionado que, en tal caso,
no colmara de gracias a su enemigo. Está en la esencia del
bienhechor el no ahorrar nada para conseguir que sus benefi­
cios hagan feliz a la persona a la que honra con ellos. Si pu-
dicndo conferirle la ciencia de su buen uso, se la rehusara, sos­
tendría mal su carácter de bienhechor; no lo sostendría mejor
si, pudiendo evitar que su cliente abuse de sus beneficios, no lo
impidiera curándolo de sus malas inclinaciones.’ * Son ideas,
éstas, que conoce el pueblo y conocen los filósofos. Admito
que, de no poderse prevenir el mal uso de un favor de otra ma­
nera que rompiendo los brazos y las piernas a sus clientes, o
poniéndoles grilletes en los pies en el fondo de un calabozo, no
se estaría obligado a hacerlo; más valdría rehusarles el benefi­
cio. Pero si pudiera prevenirse cambiando el corazón, infun­
diéndole el gusto por las cosas buenas, debería hacerse; pues
bien. Dios lo haría fácilmente si quisiera. Poned atención en
lo que Cicerón opone a quienes alegan que no es culpa de Dios
que los hombres no usen correctamente sus gracias.

A este razonamiento así soléis responder: que no vamos a decir


que los dioses no tomaron providencias para nosotros de mane­
ra óptima porque muchos usan perversamente del beneficio de
aquéllos; que también muchos usan mal su patrimonio y que no
por esta causa ellos no tienen ningún beneficio de sus padres.
¿Acaso alguien niega esto? o ¿hay alguna semejanza en esta con-

1*. Véase sobre todo esto la observación e del artículo «Orígenes».


174 Diccionario histórico y crítico

frontación? En efecto, Deyanira no quiso dañar a Hércules cuan­


do le dio la túnica teñida con sangre del Centauro; ni favorecer a
Jasón de Feras, aquel que con la espada le abrió el tumor que los
médicos no habían podido sanar. Muchos, en efecto, cuando
querían dañar beneficiaron, y cuando beneficiar, dañaron. Así,
no sucede que de aquello que se da aparezca la voluntad de quien
dio; si aquel que recibió algo lo usa bien, no por eso el que dio,
amigablemente dio. 3 3

Una buena madre, aunque haya permitido que sus hijas vayan
al baile, revocará el permiso si se convence de que van a su­
cumbir al galanteo y perderán su virginidad. Cualquier madre
que, sabiendo de cierto que eso no puede menos que suceder, las
deje ir al baile y se contente con exhortarlas a la prudencia y con
amenazarlas de desgracia si vuelven como mujeres, atraerá por
lo menos la justa censura de no amar ni a sus hijas ni la casti­
dad. Puede muy bien decir, para justificarse, que no ha querido
atentar contra la libertad de sus hijas ni demostrarles descon­
fianza; le responderán que ese miramiento está muy mal enten­
dido y que huele más a madrastra irritada que a madre, y que
mejor habría sido mantener a sus hijas a la vista que darles con
tan poca oportunidad un privilegio tal de libertad y semejantes
muestras de confianza. Esto muestra la temeridad de quienes
nos dan como razón el miramiento que Dios ha tenido, según
ellos, por el libre arbitrio del primer hombre. Más vale creer y
callarse que alegar razones que pueden refutarse con los ejem­
plos de que acabo de servirme. Cotta, en un libro de Cicerón,
aporta tantos argumentos contra quienes dicen que la facultad
de razonar es un regalo que los dioses han hecho al hombre, que
Cicerón no se sentía capaz de resolver estas dificultades; en
efecto, de haberse encontrado capaz, los habría refutado; su es­
píritu de académico se hallaba en su elemento cuando podía
mostrar que es posible sostener el pro y el contra hasta el infini­
to. Dado que dejó sin respuesta las razones de Cotta, hay que
creer, por tanto, que no supo qué decir en contra. Cicerón era,3

33. Cicerón, De natura deorum, 111, z8 [trad. cit.]. Añádase a esto lo que hemos
dicho del Eutrapelas de Horacio en el artículo «Orígenes», cita de la nota 43.
Paulicianos 175

sin embargo, uno de los genios más excelentes que jamás han
existido. Cotta, tras poner de relieve que la razón es cómplice
de todos los crímenes, y que, por ello, si los dioses hubieran de­
seado hacernos mal, habrían tenido que dárnosla,** se planteó
la solución habitual, esto es, que los hombres abusan de los fa­
vores del cielo. «Pero repetís sin cesar que ésta es culpa de los
hombres, no de los dioses [...] Dices que la culpa está en los vi­
cios de los hombres.»** Replica que era preciso prevenir el abu­
so y dar al hombre una razón que desechara el mal; que no pue­
de excusarse a quienes dan aquello que saben que ha de ser
pernicioso. Prueba esto con varios ejemplos.

Hubieras dado a los hombres aquella razón que excluyera los vi­
cios y la culpa. ¿Dónde, pues, ha tenido excusa el error de los dio­
ses? Pues dejamos patrimonios con la esperanza de entregarlos
para bien, en la cual podemos fallar. Un dios, ¿cómo pudo fallar?
¿Acaso como el Sol, cuando puso en su carro a su hijo Faetonte; o
como Neptuno, cuando Teseo, como tuviera la facultad de pedir
tres cosas a su padre Neptuno, destruyó a Hipólito? Estas cosas
son de poetas, mas nosotros queremos ser filósofos, promotores
tic hechos, no de fábulas. Y sin embargo estos dioses mismos poé­
ticos, si hubieran sabido que aquellas cosas serían perniciosas
para sus hijos, se creería que habían cometido un error en su be­
neficio. Y si es real lo que Aristón de Quíos solía decir, a saber: que
los filósofos hacían daño a los oyentes aquellos que interpretaban
mal lo bien dicho (porque de la escuela de Aristipo podían salir
hombres libertinos; de la de Zenón, rígidos), indudablemente, si
quienes oyen van a convertirse en viciosos porque interpretan tor­
cidamente la disertación de los filósofos, sería mejor que callaran14

14, Como era tarde, fingió que Balbo no respondía a Cotta y remitió la parti­
da a otro día, que no llegó nunca. Cotta responde que desea ser refutado y que
está a la espera. «Yo, a decir verdad, Balbo, por una parte deseo ser refutado,
por otra parte aquello que disputé preferí discutirlo a juzgarlo. Y sé de cierto
que fácilmente puedo ser vencido por ti», Cicerón, De natura deorum, m, ha­
cia el final [trad. cit.].
t j, Ibidem, 3 t.«La razón no fue dada al hombre por beneficio de los dioses de
la misma manera como se deja un patrimonio. Pues ¿qué cosa mejor habrían
dado a los hombres si hubieran querido dañarlos?», ibidem, z8 [trad. cit.].
176 Diccionario histórico y crítico

los filósofos a que hicieran daño a quienes los oyen. De la misma


manera, si los hombres convierten en fraude y malicia la razón
dada por los dioses inmortales con buena intención, fue mejor que
aquélla no fuera dada a que fuera dada al género humano. De la
misma manera que, si un médico sabe que aquel enfermo a quien
se le ha prescrito que tome vino lo va a tomar sin mezcla y al pun­
to va a perecer, estaría en gran culpa; así, debe ser reprendida
esa providencia vuestra que dio la razón a aquellos de quienes sa­
bía que la usarían de manera perversa e ímproba. A no ser que di­
gáis que ella no lo sabía. ¡Ojalá fuera así! Pero no os atreveréis,
pues no ignoro en cuánto estimáis su nombre.’ *

Con tales razones se muestra fácilmente que el conservarle al


primer hombre un libre albedrío sano e íntegro, cuando iba a
utilizarlo para su propia perdición, para la ruina del género hu­
mano, para la condena eterna de la mayoría de sus descen­
dientes y para la introducción de un espantoso diluvio de ma­
les en forma de culpas y condenas, no era un buen regalo.
Nunca comprenderemos que un privilegio así haya podido ser
conservado por efecto de la bondad y por amor a la santidad.
Quienes dicen que se precisaba la existencia de seres libres para
que Dios fuera amado con un amor de elección,n sienten en su
conciencia que esta hipótesis no satisface a la razón, pues si se
prevé que tales seres libres no escogerán el partido del amor a
Dios sino el partido del pecado, se ve que el fin propuesto se
desvanece, y que, por tanto, no es en absoluto necesario con­
servar el libre arbitrio. Seguiré examinando esto en la observa­
ción m . Véase nuestra lección en la nota.’ 836
78

36. Ibidem, 3 1 [trad. cit.].


37. Véase el Traité de morale del padre Malebranche.
38. «Los sagrados y profundos misterios de la fe no se acompasan con las cau­
sas naturales, a tal punto que se creen y se entienden mejor con los ojos cerrados:
“ I segreti del ciel sol colui vede, / che serra glí ochi, e crede” [‘Sólo ve los secretos
del cielo quien cierra los ojos y cree’]», Francesco Redi, Experimenta circa gene-
rationem insectorum. Nótese que los dos versos italianos que cita son del conde
Guido Ubaldo Bonarelli, del final de la pastoral titulada «Filli di Sciro».
Paulicianos 177

F . De haber habido entonces tantas discusiones como ahora


sobre la predestinación.
Si los maniqueos se quedaran ahí, renunciarían a sus principa­
les ventajas. Porque hay objeciones mucho más terribles.
1) Es inconcebible que el primer hombre haya podido recibir
desde un buen principio la facultad de hacer el mal. Esta facul­
tad es un vicio; todo lo que puede producir el mal es malo, pues­
to que el mal no puede nacer sino de una causa mala. Por tan­
to, el libre arbitrio de Adán surgió de dos principios contrarios:
en cuanto que podía volverse hacia el bien, dependía del buen
principio, pero en cuanto que podía abrazar el mal, dependía
del mal principio. 2) Es imposible comprender que Dios no
haya hecho nada más que permitir el pecado; simplemente per­
mitir el pecado, en efecto, no añadía nada al libre albedrío, y no
hacía previsible si Adán iba a perseverar en su inocencia o iba a
descarriarse. Además, a partir de nuestras ideas sobre un ser
creado, no podemos alcanzar a comprender que éste sea
un principio de acción, capaz de moverse a sí mismo, y que, re­
cibiendo como recibe, en todos los momentos de su duración,
su existencia y la de sus facultades por entero de otra causa, cree
en sí mismo, por propia virtud, modalidades. Estas modalida­
des deben ser o indistintas de la substancia del alma, como pre­
tenden los nuevos filósofos, o distintas de la substancia del
alma, como aseguran los peripatéticos. Si son indistintas, sólo
pueden ser producidas por la causa capaz de producir la subs­
tancia misma del alma; pues bien, el hombre, manifiestamente,
no es esta causa ni lo puede ser. Si son distintas, son seres crea­
dos, seres sacados de la nada, dado que no están compuestos por
el alma ni por ninguna otra naturaleza preexistente; por tanto,
110 pueden ser producidas sino por una causa capaz de crear.
Pero todas las escuelas filosóficas están de acuerdo en que el
hombre ni es esa causa ni puede serlo. Algunos pretenden que
el movimiento que lo empuja le viene de otra parte, pero que, no
obstante, puede detenerlo y fijarlo sobre un objeto determi­
n a d o . » Esto es contradictorio; en efecto, no se requiere menos

ly. El padre Malebranche, Traité de la nature et de la gráce.


i 78 Diccionario histórico y crítico

fuerza para detener lo que se mueve que para mover lo que está
en reposo. Así pues, si la creación no puede ser movida por un
simple permiso para actuar y no posee ella misma el principio
del movimiento, es de todo punto necesario que la mueva Dios,
y, por tanto, hace algo más que permitir el pecado. 3) Esto se
prueba por medio de una nueva razón: es incomprensible que
un simple permiso haga surgir los acontecimientos contingentes
del número de las cosas puramente posibles, y lo es que deje a la
divinidad en condiciones de saber con seguridad plena que la
criatura va a pecan Un simple permiso no puede fundar la pres­
ciencia divina. Esto lleva a la mayoría de los teólogos a la supo­
sición de que Dios hizo un decreto que entraña el pecado de la
criatura. Aquí radica, según ellos, el fundamento de la pres­
ciencia. Según otros, el decreto comporta que la criatura sea
puesta en las circunstancias en que Dios ha previsto su pecado.
Así, los unos pretenden que Dios prevea el pecado a causa de su
decreto, y los otros que haga el decreto a causa de su previsión
del pecado. Al margen de como se explique, se sigue manifies­
tamente que Dios quiso que el hombre pecara, y que lo prefirió
a la duración perpetua de la inocencia, que tan fácil le hubiera
sido de procurar y ordenar. Acordad esto, si podéis, con la bon­
dad que debe tener hacia su criatura y con el infinito amor que
debe tener por la santidad. 4) Que si decís, al lado de quienes
más se han acercado al método que disculparía a la providen­
cia, que Dios no previo la caída de Adán, es poco lo que ganáis.
En efecto, supo con gran certeza, por lo menos, que el primer
hombre corría el riesgo de perder su inocencia y de introducir
en el mundo todos los males de condena y de culpa que siguie­
ron a su revuelta. Es imposible que ni su bondad, ni su santidad,
ni su sabiduría le permitieran dejar esos acontecimientos a la
ventura. Nuestra razón, en efecto, nos convence de manera
muy evidente de que una madre que dejara ir a sus hijas al bai­
le, sabiendo con gran certeza que corrían un gran riesgo con
respecto a su honor, demostraría que no ama ni a sus hijas, ni la
castidad. Y en el supuesto de que disponga de un preventivo in­
falible contra todas las tentaciones, pero no lo dé a sus hijas al
enviarlas al baile, vemos con la máxima evidencia que es culpa­
ble y que se cuida poco de la virginidad de sus hijas. Llevemos
Paulicianos 179

un poco más lejos la comparación. Si la madre va a ese baile y


ve y oye a través de una ventana que una de sus hijas se defien­
de a duras penas de los requerimientos de un joven galán en un
rincón de un cuarto, y, en el preciso momento que ve a su hija a
sólo un paso de acceder a los deseos del tentador, no va a soco­
rrerla y a librarla de la trampa, ¿no diríamos, con razón, que
obra como una cruel madrastra, y que sería muy capaz de ven­
der el honor de su propia hija?*0 Pues bien, ésta es la imagen de
la conducta de Dios a juicio de los socinianos.*1 No pueden de­
cir que sólo conoció el pecado del primer hombre en calidad de
acontecimiento posible; conoció todos los pasos de la tenta­
ción, y tuvo que saber, un momento antes de que Eva sucum­
biera, que iba a perderse. Afirmo que tuvo que saberlo con esa
certeza que implica inexcusabilidad salvo si se pone remedio al
mal, y que hace imposible decir: «yo tenía motivos para creer
que no sucedería esto; albergaba una gran esperanza». Cual­
quiera un poco experimentado puede tener la seguridad de que
una mujer está a punto de rendirse, aunque no vea lo que suce­
de dentro de su corazón, y sólo lo conozca por indicios, cuando
ve a través de una ventana cómo se defiende en el momento pre­
vio a que de hecho caiga. El instante del consentimiento es pre­
cedido por ciertos signos que no le pueden engañar. Con mayor
razón, Dios, que conocía todos los pensamientos de Eva a me­
dida que se formaban (los socinianos no le privan de tal cono­
cimiento), no podía dudar que fuera a sucumbir. Quiso, por
tanto, dejar que pecara; lo quiso, afirmo, en el momento mismo
en que preveía ese pecado con certeza. El pecado de Adán fue
previsto con mayor certeza aún, por cuanto el ejemplo de Eva
proporcionaba luz para prever mejor la caída de su marido. Si
I >ios se hubiera tomado a pecho la conservación del hombre y
de la inocencia, así como exclusión de todas las desgracias que
había de traer consigo indefectiblemente el pecado, ¿no habría,
por lo menos, fortificado al marido tras la caída de la mujer?,
¿no le habría procurado otra mujer sana e íntegra en lugar de
aquella que se había dejado seducir? Digamos, pues, que el sis-4 1
0

40. Véase más abajo, nota 50.


41. Vuelvo a hablar de esto en la página i8z.
i8 o Diccionario histórico y critico

tema sociniano, al privar a Dios de la presciencia, lo reduce a la


servidumbre y a una forma lastimosa de gobierno, y no supera
la gran dificultad que había que superar y que fuerza a estos he­
rejes a negar la previsión de los acontecimientos contingentes.-»1
Os remito a un profesor de teología que vive aún * 3 y que
ha mostrado con meridiana claridad que los métodos de esco-
tistas, molinistas, remonstrantes, universalistas, pajonistas, del
padre Malebranche, de luteranos o socinianos son incapaces
de resolver las objeciones de quienes imputan a Dios la intro­
ducción del pecado o pretenden que ésta no es compatible con
su bondad, santidad y justicia.-»-* Este profesor, en suma, no en­
contrando nada mejor en otro sitio, persiste en la hipótesis de
San Agustín, la misma de Lutero y Calvino, de tomistas y jan­
senistas; persiste en ella, sostengo,*s «incómodo por las difi­
cultades» asombrosas que ha expuesto*6 y «abrumado por ese
peso».*7 Tras la aparición de Lutero y Calvino, no creo que
haya pasado ni un solo año sin que hayan recibido la acusa­
ción de hacer de Dios el autor del pecado. El profesor de quien
hablo admite que esta acusación es justa con respecto a Lute­
ro;*8 los actuales luteranos pretenden lo mismo acerca de Cal-
vino. Y los católicos romanos con respecto a ambos. Los je­
suítas lo pretenden de Jansenio. Los que son un poco más
equitativos y moderados no toman por acto de mala fe que el
adversario proteste que no imputa a Dios el pecado del hom­
bre ni lo convierte en su autor, y no tienen inconveniente en4 78
23*6

42. Véase Amauld, Réflexions surlesystémedupére Malebranche, I, XIII, 256 ss.,


donde muestra que, a menos que Dios combine mediante voluntades particulares
las voluntades del hombre y los movimientos de la materia, los acontecimientos
que llamamos contingentes serían tales incluso con respecto a Dios.
43. Escribimos esto a comienzos de abril de 1696.
44. Jurieu, Jugement sur les méthodes rigides et reláchées d’expliquer la provi-
dence et la gráce. Véase la cita de la nota 36 del articulo «Nihusius».
43. Ibidem, p. 23.
46. Ibidem, pp. 19-22.
47. Ibidem, p. 23.
48. Tras haber referido las opiniones de Lutero, dice: «Desaprobamos y abo­
rrecemos todo esto como algo que amiina toda religión y que exhala olor a ma-
niqueísmo», Pierre Jurieu, De pace ínter protestantes ineunda, p. 2 14 . Véase De
Meaux, en la adición a la Histoire des variations.
Paulicianos 181

aceptar que no enseñe esto formalmente y que no vea cuanto


entraña su opinión. Añaden que «protestatio facto contraria
nihil valet» [‘de nada vale una declaración contraria a un he­
cho’], y que si se hace el esfuerzo de definir con exactitud lo
que tendría que haber hecho Dios para ser el autor del pecado
de Adán, se descubrirá que, de acuerdo con su opinión, Dios
hizo todo lo preciso. Hacéis, pues -continúan-, lo contrario
que Epicuro: él, en el fondo, negaba que hubiera dioses, y, sin
embargo, decía que había;*’ vosotros, por el contrario, negáis
con vuestras palabras que Dios sea el autor del pecado, pero,
en el fondo, lo enseñáis.
Vengamos finalmente al texto de esta observación. Las po­
lémicas levantadas en Occidente entre los cristianos tras la re­
forma han mostrado tan claramente que nadie sabe a qué ate­
nerse para resolver las dificultades sobre el origen del mal,
que un maniqueo sería hoy más terrible que en otro tiempo;
unos por otros, nos refutaría, en efecto, a todos. Habéis ago­
tado, nos diría, las fuerzas de vuestro espíritu. Habéis inven­
tado la ciencia media a modo de deus ex machina que viniera
¡< desembrollar vuestro caos. Tal invención es quimérica; es
incomprensible que Dios pueda ver el porvenir en otra parte
que en sus propios decretos o en la necesidad de las causas.
(}ue siendo la bondad y la santidad mismas, sea el autor del
pecado, no es menos ininteligible según la metafísica que se­
gún la moral. Os remito a los jansenistas; ved cómo fulminan
vuestra ciencia media tanto con pruebas directas como retor­
ciendo vuestros argumentos; esa ciencia media, en efecto, no
impide que todos los pecados y desgracias del hombre proce­
dan de la libre opción de Dios, ni que pueda compararse a
Dios (absit verbo blasphemia [‘sin caer en blasfemia’])$° con 4 *
9

49. «Epicuro de palabra admitía a los dioses; en la práctica los descartaba»,


('¡cerón. De natura deorum, i, 30 [trad. cit.]. Véase también Lactancio, De ira
Dei, IV.
10. Esta comparación ha chocado a muchos protestantes, pero les ruego aquí
que consideren que no es otra cosa que devolverles el cambio a los jesuítas y a
los nrminianos, que hacen las comparaciones más horribles del mundo entre el
Dios de los calvinistas -dicen ellos- y Tiberio, Calígula, etc. Es bueno mostrar­
les que es posible batirlos con tales armas.
i8 z Diccionario histórico y critico

una madre que, sabiendo con certeza que su hija rendirá su


doncellez si en tal lugar y a tal hora es solicitada por alguien
determinado, facilita la entrevista, lleva a su hija y la deja allí
a su buena fe. Los socinianos, abrumados por la objeción,
tratan de librarse negando la presciencia, pero sufren la ver­
güenza de ver que su hipótesis envilece el gobierno de Dios sin
disculparlo y sólo evita la comparación con esa madre en par­
te. (Véase la nota 4 1.) Los remito a los protestantes, que ios
echan por tierra y los hunden. En cuanto a los decretos abso­
lutos, fuente cierta de la presciencia, ved, os lo ruego, de qué
manera los combaten molinistas y remostrantes. He aquí a un
teólogo, tan decidido como Bartolo, que confiesa, casi con lá­
grimas en los ojos, «que nadie está tan incómodo como él por
las dificultades» de esos decretos, y que, si persevera en esa
posición, se debe a que, tras haberse querido mudar a los mé­
todos relajados, «se encuentra todavía abrumado por los mis­
mos pesos».5 1 Se ha explicado con más fuerza aún sobre
esto,*1 y es innegable que ha refutado invenciblemente todos
esos métodos. Por consiguiente, no os queda otro recurso que
adoptar mi sistema de los dos principios. Con él saldréis de
apuros; todas las dificultades se disiparán; exculparéis plena­
mente al buen principio y comprenderéis que simplemente pa­
sáis de un maniqueísmo poco razonable a uno que lo es más.
Si, en efecto, examináis vuestro sistema con atención, recono­
ceréis que admitís, lo mismo que yo, dos principios - e l uno
del bien, el otro del m al-, pero en lugar de emplazarlos, como
hago yo, en dos sujetos, los combináis juntos en una sola y
misma substancia, lo cual es monstruoso e imposible. El prin­
cipio único que admitís quiso desde toda la eternidad, según
vosotros, que el hombre pecara y que el primer pecado fuera
algo contagioso, sí que esto produjera infinita a incesantemen­
te todos los crímenes imaginables sobre la entera faz de la tie­
rra; y a continuación dispuso en esta vida todas las desgracias51

5 1 . Jurieu, Jugement sur les méthodes, p. 13 .


5 1. Véase la observación l.
33. Según los molinistas, decretó poner a los hombres en las circunstancias en
las que sabía con gran certeza que pecarían; y hubiera podido ponerlos en cir­
cunstancias más favorables o no ponerlos en aquéllas.
Paulicianos 183

concebibles para el género humano -peste, guerra, hambre,


dolor, pesar-, y tras esta vida un infierno donde casi todos los
hombres serán atormentados eternamente de una manera que
eriza los cabellos cuando uno lee las descripciones. Si un prin­
cipio tal es, por otra parte, perfectamente bueno y ama infini­
tamente la santidad, ¿no es preciso reconocer que el mismo
Dios es a la vez perfectamente bueno y malo, y que no ama el
vicio menos que la virtud? Ahora bien, ¿no es más razonable
repartir esas cualidades opuestas y atribuir todo el bien a un
principio y todo el mal a otro? La historia humana no proba­
rá nada en contra del buen principio. N o digo como vosotros
que haya sometido al género humano al pecado y a la miseria
de buen grado, por su pura y libre voluntad, simplemente por
capricho, cuando sólo dependía de Él hacerlo santo y feliz.
Sostengo que si ha consentido esto, ha sido para evitar un mal
peor y como de mala gana. Esto lo disculpa. Viendo que el
principio del mal quería que todo se perdiera, se opuso en la
medida de sus fuerzas y por medio de acuerdos.** Obtuvo el
estado al que se redujeron las cosas. Actuó como un monarca
que, para evitar la ruina de todos sus estados, se ve obligado
a sacrificar una parte por el bien del resto. Es un gran incon­
veniente, que al comienzo subleva a la razón, hablar de un
primer principio y ser necesario como de una cosa que no
hace cuanto quiere y que se ve forzada a someterse por impo­
tencia a las coyunturas. Pero es un defecto aún mayor ser ca­
paz de determinarse a hacer el mal con alegría en el corazón
i uando puede hacerse el bien.** Éste podría ser el lenguaje del
hereje. Terminemos hablando del buen uso al que destino es­
tas observaciones.
Es más útil de lo que pensamos humillar la razón del hom­
bre mostrándole con qué fuerza las herejías más locas, como
estas de los maniqueos, se mofan de sus luces para enmarañar
las verdades más capitales. Esto debe enseñar a los socinia-
nos, que pretenden que la razón sea la regla de la fe y se lan-14

14. F.n la observación t, en el primer párrafo, proponemos una vfa distinta a la


transacción.
1 1 . Víase lo que citaremos de Plutarco y de Cicerón en la observación siguiente.
184 Diccionario histórico y crítico

zan a una vía de perdición que sólo resulta adecuada para


conducirlos de grado en grado hasta la negación o hasta la
duda de todo, y que se exponen a ser derrotados por la gente
más execrable. «Qué hay que hacer; entonces? Hay que some­
ter el entendimiento a la obediencia de la fe, y no discutir ja­
más sobre ciertas cosas. En particular, hay que combatir a los
maniqueos sólo con la Escritura y con el principio de sumi­
sión, como hizo San Agustín.

Sus doctores, que eran filósofos, o más bien sofistas, y que pro­
fesaban seguir sólo la razón, sin atribuir nada a la autoridad,
confundían con gran facilidad, por medio de sus razonamientos
y de las falsas sutilezas de la filosofía puramente humana, a
quienes no poseían suficiente ciencia para responderles y no po­
dían oponerles más que la Escritura y la autoridad de la Igle­
sia, a la cual corresponde interpretar aquélla según su verdadero
sentido. De suerte que, prometiendo a sus discípulos descubrirles
la verdad únicamente mediante la luz natural del buen juicio y
de la razón, y haciendo pasar por error cuanto está por enci­
ma de ella, como lo están nuestros misterios, pervertían a mu­
chos. Y esto fue lo que hizo que San Agustín, que conocía el lado
fuerte y el lado débil de esa secta, escribiera contra ellos su exce­
lente libro sobre la utilidad de la fe y sobre la necesidad que hay
de creer, principalmente en las cosas sobrenaturales y pertene­
cientes a la religión.**

c . Los paganos eran capaces de responder a ¡as objeciones de


los maniqueos mejor que los cristianos.
N o hablo de la totalidad de los paganos, pues hemos visto
en otro lugar que el filósofo Meliso, que reconocía un solo
principio de todas las cosas, no supo responder a las dificul­
tades de Zoroastro, que reconocía dos principios, uno bueno
y otro malo.*? Si sólo hay un principio y es esencialmente bue­
no, «de dónde procede que los hombres estén sometidos a56 7

56. Maimbourg, Histoire de saint Léon, libro 1, pp. 16 -17 , ed. de Holanda.
57. En d articulo «Maniqueos», observación o.
Paulicianos 185

tantas miserias?, ¿de dónde proviene su maldad??8 ¿Qué ga­


nó, si hizo ei mundo por amor a ellos?

¿Acaso estas cosas, como decís por lo común, fueron establecidas


por un dios por causa de los hombres?, ¿o por los sabios? A causa
de pocos, por tanto, fue hecha una construcción tan grande. ¿O por
los necios? Pero, en primer lugar, no había razón para que se ocu­
para de los ímprobos; en segundo lugar, ¿qué consiguió, dado que
los necios son indudablemente muy miserables, precisamente
porque son necios? En efecto, ¿a qué podemos llamar más misera­
ble que a la necedad? En segundo lugar, dado que en la vida hay
tantos males, que los sabios mitigan mediante la compensación de
los bienes, los necios no pueden ni evitar los males futuros, ni so­
brellevar los presentes.?»

Si este único principio que admitís es malo por naturaleza, ¿de


dónde procede que el hombre pueda gozar de tantos placeres,80
y pueda recibirlos en tropel a través de todos sus sentidos como
si fueran puertas?, ¿de dónde viene la pasión con que los busca?,
¿de dónde viene la inagotable industria con que los multiplica e
inventa otros nuevos? ¿De dónde proviene, incluso, no sólo que
posea la idea de honestidad, sino que, además, se realicen entre
los hombres numerosas acciones virtuosas y caritativas? Es im­
posible -dirán los maniqueos- dar razón de estos fenómenos,
salvo que supongamos que dos principios, el uno bueno y el otro
malo, han regulado las condiciones del maridaje de nuestro cuer­
po y nuestra alma y, en general, cuanto concierne a la dirección
del universo. Meliso y Parménides no eran los únicos a quienes
estas dificultades podían poner en un aprieto. También los estoi­
cos se encontraban muy confusos ante ellas; los estoicos, digo,
que, sin negar la existencia de muchos dioses, los reducían todos
a Júpiter como soberano dispensador de los acontecimientos.8158 1
0
6
9

58. ibidem.
59. Cicerón, De natura deorum, 1, 9 (trad. cit.).
60. «Si Dios existe, ¿de dónde viene el mal? Mas ¿de dónde proviene el bien si
Dios no existe?», Boecio, De consolatíone philosophtae, I, iv, 1 1 [trad. cit.].
Víase lo que citaremos de Cicerón en el artículo «Peridcs», observación K.
61. Véase Plutarco, Adversas stoicos, 1075.
i8 6 Diccionario histórico y crítico

A él atribuían la providencia, y lo reconocían como un ser in­


finitamente bueno y prudente. Plutarco fundó sobre esta base
las objeciones que les hizo, extraídas de la miseria del género
humano.

No existe ningún hombre sabio -dice-, ni ha existido jamás ningu­


no sobre la tierra, pero sí, en cambio, innumerables millones de
hombres extremadamente desgraciados, bajo el régimen y dominio
de Júpiter, cuyo gobierno y administración son muy buenos. ¿Y qué
puede haber más opuesto al sentido común que decir que Júpiter
gobierna sumamente bien aunque nosotros seamos sumamente
desgraciados? Si, por tanto -lo que es más que lícito decir-, él ya
no quería ser ni salvador, ni liberador, ni protector sino todo lo con­
trario de estas bellas apelaciones, no cabía añadir más bienes a los
que poseía, ni en número ni en cantidad; tal como se dice de allí
donde los hombres viven en el límite de la miseria y de la mal­
dad, que ni el vicio puede ya aumentar; ni la desgracia avanzan
Y, con todo, eso no es aún lo peor, sino que se enfurecen con Me-
nandro, por lo que ha dicho como poeta, por su ostentación: «El ser
demasiado bueno es causa de grandes males», afirmando que esto
va contra el sentido común. Y, sin embargo, hacen de Dios, que es
enteramente bueno, la causa de todos los males, pues la materia no
ha podido producir el mal a partir de sí misma, dado que carece de
cualidades y dado que todas sus variedades provienen de aquello
que la mueve y la forma, es decir; de la razón que está en su inte­
rior; que la mueve y la forma, no siendo ella idónea para formarse y
moverse a sí misma. De esta suerte, es forzoso que el mal surja o de
la nada, y de lo que no es, o, si es de algún principio motor, de Dios.
Si piensan, en efecto, que Júpiter no domina sobre estas partes y no
las utiliza según su propia razón, hablan contra el sentido común e
inventan un animal que tendría algunas partes que no obedecerían
a su voluntad, sino que ejercerían sus propias acciones y operacio­
nes, a las que el todo no incitaría, ni iniciaría su movimiento. Entre
las criaturas dotadas de alma, ninguna hay, ciertamente, tan mal
compuesta que sus pies anden o su lengua hable o su cuerno golpee
o su diente muerda contra su voluntad, de donde se desprende for­
zosamente que Dios sufre varias cosas si los malos mienten y come­
ten otros crímenes, rompen los muros de las casas para ir a robar o
Paulicianos 187

se matan entre ellos contra su voluntad. Y, como dice Crisipo, no es


posible que ni la menor parte se conduzca de otro modo que como
place a Júpiter, sino que toda parte animada y dotada de alma vi­
viente se detiene y se mueve según y como él la dirige y la maneja,
decreta y dispone. Pero, además, lo que dice es pernicioso, pues era
más razonable afirmar que innumerables partes, a la fuerza, debido
a la impotencia y debilidad de Júpiter, incurren en muchas malda­
des contra su naturaleza y voluntad, que decir que ningún crimen ni
intemperancia tiene otra causa que Júpiter.61*

Fijaos bien en esta conclusión: si hubiera que elegir entre dos


males, o que Júpiter careciera de poder o que careciera de
bondad, Plutarco estima que habría que tomar el primer par­
tido, y que más vale decir que Dios no posee la fuerza nece­
saria para impedir los crímenes, que pretender que es él quien
hace que se cometan.6? Cicerón invocó este mismo dogma de
los estoicos, que atañe a la omnipotencia de Júpiter, para
combatir la providencia; como si la única excusa que pudiera
alegarse para tantos desórdenes como suceden en la Tierra
fuera que Dios no puede pensar en todo. Si fuera ésa la única
excusa, los estoicos carecerían por completo de defensa, pues­
to que pretendían que el poder de Júpiter era infinito. Éstas
son las palabras de Cicerón:

Pero |Dios| pudo al menos socorrer y conservar tales y tan gran­


des ciudades. En efecto, vosotros mismos soléis decir que nada
hay que un dios no pueda hacer, y además sin trabajo alguno;
pues que al igual que los miembros de los hombres son movidos
sin esfuerzo alguno por la mente misma y la voluntad, así con el
poder de los dioses todas las cosas pueden formarse, moverse y
mudarse. Y no decís esto de manera supersticiosa y a la manera
de las ancianas, sino con razones físicas y coherentes, pues que la

61. Ibidem, 707. Utilizo la versión de Amyot, Oeuvres morales de Pbttarque,


Ginebra, 162.1, in-8°.
é j. «Tollerabilius enim erat infinitas partes dicere lovi ob eius imbecillitatem
vi ficta ágete multa improbe contra ipsius naturam et voluntatem, quam nu-
llam esse libidinem, nullum scelus quod non lovi autori imputandum esse», ibi­
dem, 1076.
i8 8 Diccionario histórico y critico

materia de las cosas, de la cual y en la cual todas las cosas son,


es toda flexible y conmutable, de manera que nada hay que no
pueda, muy rápidamente, ser formado y transformado con ella;
y que de toda ella la plasmadora y la reguladora es la providen­
cia divina; que ésta, pues, adondequiera que se mueve puede
realizar lo que quiere. Y así, o no sabe qué puede o descuida las
cosas humanas o no puede juzgar qué sea lo mejor.*'*

Acababa de decir que la ruina de Corinto debía ser atribuida


a Critolao y la de Cartago a Asdrúbal, y no a la cólera de
Dios, dado que, según los estoicos, Dios jamás se enfurece, lo
cual no se opone a que hubiera debido acudir en auxilio de
esas dos ciudades.6) Ponían en tales apuros a los estoicos, que
los forzaban a sostener que el vicio era útil, pues, de otro
modo, decían, no hubiera habido virtud.

*** Si se dice que fue hecho para los hombres, mucha es la


fuerza de las miserias y de los males. Dice Crisipo en contra, di­
sertando en su cuarto libro sobre la providencia, que nada hay
más torpe y más insensato que la opinión de que el bien podría
existir si no existiera al mismo tiempo el mal. Pues, dado que el
bien es contrario al mal, es necesario que ambos se mantengan
opuestos entre sí y como apoyados en su esfuerzo mutuamente
adverso. Ningún contrario existe sin el otro contrario. ¿De qué
modo podría reconocerse la justicia si no hubiera injusticias?
O ¿qué es la justicia sino la privación de la injusticia?, ¿cómo
podría entenderse qué es el valor sino por oposición a la cobar­
día?, ¿y qué es la moderación, sino por oposición a la intempe­
rancia?, ¿de qué modo reconoceríamos la prudencia si no fuera
contra la imprudencia? Así, dice, ¿por qué los estúpidos hom­
bres no desean también que exista la verdad pero no la menti­
ra? Pues igualmente existen el bien y el mal, la felicidad y la des­
dicha, el dolor y el placer. Uno y otro están, como dice Platón,6 5
4

64. Cicerón, De natura deorum, 111, 38-39 [trad. cit.].


65. «Critolao, afirmo yo, destruyó a Corinto; a Cartago, Asdrúbal: éstos le sa­
caron aquellos dos ojos a la costa marítima, no algún dios airado del que voso­
tros negáis que pueda airarse», ibidem, 38 [trad. dt.].
Paulicianos 189

ligados entre sí por sus vértices contrarios. Si suprimes uno, su­


primes ambos.46

Vamos a ver la fuerza con que los refutó Plutarco:*?

Así pues, hay que inferir que no existe el bien entre los dioses
puesto que entre ellos no puede existir el mal; ni siquiera después
de que Júpiter haya disuelto toda la materia en sí mismo y haya
devenido uno, habiendo eliminado cualquier otra variedad y di­
ferencia, eso no será ya, pues, en absoluto el bien, en vista de que
ya no habrá mal alguno. Y se producirá acuerdo y medida en
una danza sin que nadie discuerde, y salud en el cuerpo humano
sin que parte alguna esté enferma ni dolorida, pero no podrá lo­
grarse que haya virtud sin vicio [...] Y me asombra que no digan
también que la tisis, cuando se escupen los pulmones, fue intro­
ducida para encontrarse bien, y la gota para la buena disposición
de los pies, y que Aquiles no hubiera sido melenudo de no haber
sido calvo Tersites. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre quienes
alegan estos sueños y locuras, y quienes dicen que la disolución y
lascivia no fue un añadido inútil para la continencia, ni la injus­
ticia para la justicia, a fin de que roguemos a los dioses que haya
siempre maldad,

Y que haya siempre embustes,


palabras astutas y sutiles engaños,

pues, eliminadas estas cosas, al mismo tiempo se pierde y perece


la virtud? ¿Pero aún quieres ver qué es lo más galante y elegante
de esta gentil invención y deducción? Del mismo modo, dice,169
que las comedias contienen a veces epigramas o inscripciones ri­
diculas, que no valen nada por sí mismas, pero que, sin embargo,
dan cierta gracia al conjunto del poema, también el vicio es muy
condenable y ridículo por sí mismo, pero en cuanto a los demás
no es inútil. En primer lugar, sobrepasa cualquier falsedad y ab­

fifi. Aulo Gelio, VI, x¡ los asteriscos señalan que hay una laguna en este pasaje
de Aulo Gelio.
67. Plutarco, Adversas stoicos, 1065.
68. Es decii; Crisipo, en Sobre la naturaleza, 11.
190 Diccionario histórico y crítico

surdo imaginables decir que el vicio ha sido hecho por la divina


providencia ni más ni menos que como el mal epigrama ha sido
compuesto por la voluntad expresa del poeta. Pues, de ser cierto,
¿cómo seguirán siendo los dioses, entonces, donadores de bienes
más que de males? ¿Y cómo seguirá siendo el vicio enemigo y
odioso para los dioses? ¿Y qué podremos responder a esas sen­
tencias de los poetas que suenan tan mal a los oídos religiosos,
Dios hace aparecer alguna causa,
cuando se dispone a afligir por completo
una casa.
Y esta otra:
¿Quién de los dioses lanzó a ambos a entablar disputa?6*
Y, además, un mal epigrama adorna y embellece una come­
dia; sirve al objetivo al que está ordenado y destinado, que es
agradar y hacer reír a los espectadores. Pero Júpiter, al que apo­
damos padre y paternal, soberano justo y perfecto artífice,
como dice Píndaro, no ha compuesto este mundo como una
farsa grande, variable y de gran ciencia, sino como una ciudad
común a hombres y dioses, para habitarla felizmente en común
acuerdo, con justicia y virtud. ¿Y qué necesidad había, en or­
den a alcanzar ese fin santo y venerable, de pillos y ladrones, de
asesinos, parricidas y tiranos? Pues el vicio no era una entrada
divertida de Morisco, ni algo galante y agradable ante Dios, y
no se ha ligado a los asuntos de los hombres para una recrea­
ción a modo de pasatiempo, para hacer retí; ni por burla, como
cosa que no aporta ni siquiera una sombra de esa tan celebra­
da concordia y conveniencia con la naturaleza. Y, además, ese
mal epigrama no será sino una ínfima parte de la comedia, que
ocupará poquísimo lugar en ella, y, si tales ridiculas composi­
ciones no abundan, no corrompen y gastan la gracia de las co­
sas que están bien hechas; mientras que, en cambio, todos los
asuntos humanos están henchidos de vicio, y la vida entera de
los hombres, desde el comienzo del preámbulo hasta el fin de la
conclusión, es desordenada, depravada y perturbada, y no hay6 9

69. litada, 1 [v. 8, trad. cit.].


Pauticianos 191

en ella ninguna parte pura e irreprochable, sino que es la farsa


más fea y desagradable del mundo.?6 Leed en Plutarco la con­
tinuación de este pasaje; hallaréis otras razones que refutan
sólidamente la paradoja de los estoicos acerca de la utilidad
del vicio. Y, con todo, hay que reconocer que tenían razón en
ciertos aspectos; pues, por ejemplo, ¿qué es más útil que el lujo
para la subsistencia de bastantes familias que morirían de
hambre si los grandes señores y damas no hicieran mucho gas­
to? Nuestros paulicianos podrían utilizar este fenómeno para
probar sus dos principios: el malo, dirían ellos, hizo el lujo; el
buen principio dio su consentimiento a cambio de algo bueno
que su adversario le permitió producir, y, además, se reservó el
derecho de sacar algunas ventajas de esa mala producción.
Pero de haber estado solo, ni el lujo ni ningún otro vicio hu­
bieran existido jamás entre los hombres; la virtud enteramen­
te pura hubiera constituido nuestro bien, nuestros deseos y
nuestra felicidad.
Para decirlo de paso, nadie debe asombrarse de que Cice­
rón y Plutarco hayan atacado de tal suerte a los estoicos,
pues, aunque esta escuela de filósofos admite dos principios,?1
Dios y la materia -D io s en calidad de agente, y la materia
como paciente-, no creían que la materia fuera un principio
malo. Eran en esto más ortodoxos que Amobio.

¿Qué, pues -dice éste-, sino la materia primera, que está distri­
buida en los cuatro elementos de las cosas, contiene las causas de
todas las miserias, envueltas en sus razones?7*

La mayoría de los paganos no tenía por qué temer las obje­


ciones que he recogido, por cuanto su religión pública giraba
en torno a estos dos ejes: que había unos dioses benefactores
y otros maléficos, y que en general los dioses no tenían siem-70
1*

70. Véase más arriba, en la observación E, lo que he dicho contra Lacrando;


cuanto Plutarco dice aquí refuerza admirablemente la refutación de la doctrina
de este padre.
7 1. Diógcnes Laercio, vn, 134 . Véanse sobre esto los comentadores y Lipsio,
Physiologia stoicorum, 11, z.
71. Amobio, Adversus gentes, 1, 6.
192 Diccionario histórico y crítico

pre las mismas pasiones, sino que se apaciguaban y se encole­


rizaban, pasaban de un partido a otro, unos se empeñaban en
favorecer a un pueblo, otros en su persecución; en una pala­
bra, se oponían entre sí.?J Por medio de tal suposición era po­
sible explicar la historia humana tan fácilmente como me­
diante la de Zoroastro. Arnobio refutó con mucho vigor esas
dos especies de dioses -u n o s benéficos y otros maléficos-,
pero fue demasiado lejos, pues se valió de un principio muy
favorable al maniqueísmo. Afirma, sin restricción alguna, que
la naturaleza de Dios no le permite inquietar a nadie; (de
dónde vienen entonces, cabría preguntarle, las pestes y ham­
brunas? ¿N o las llaman los cristianos plagas de Dios? En
cualquier caso, refiramos lo que dijo:

Eso que oímos que decís -que hay algunos dioses que son bue­
nos, pero otros que son malos y más inclinados a la pasión de
dañar, y que se efectúan rituales sagrados para que los unos nos
beneficien y para que los otros no nos perjudiquen-, confesamos
no poderlo entender, sea cual fuere la razón por la que se dice. En
efecto, lo santo, lo religioso, lo verdadero consiste en decir que
los dioses son muy benignos y que sus naturalezas son dulces;
pero que sean malos y aciagos de ningún modo lo han de admi­
tir nuestros oídos, puesto que aquella fuerza divina está lejos,
apartada y separada por naturaleza, de causar daño alguno. Pero
cuanto pueda alegarse como causa de desgracias, hay que exa­
minar en primer lugar qué es, y debe ser colocado aparte, a gran
distancia, del nombre de Dios. De hecho, aunque prestemos
nuestro asentimiento a que existen dioses favorecedores de las
cosas benéficas y de las siniestras, no tiene ningún sentido que
atraigáis a los unos para la prosperidad y aplaquéis a los otros
con sacrificios y premios para evitar que os dañen. En primer lu-73

73. «A menudo, ante el acoso de un dios, otro nos presta su ayuda. Múlciber
era contrarío a Troya, Apolo estaba a su favor; Venus era favorable a los teu-
cros, Palas hostil. Juno, enemiga encarnizada de Eneas, era más favorable a
Tumo; pero aquél estaba, sin embargo, protegido por el favor divino de Venus.
A menudo, presa de su furor, Neptuno atacó al cauto Ulises, pero a menudo-
también Minerva lo arrancó de su tío paterno», Ovidio, Tristes, 1,11,4 ss. [trad.
de J. González Vázquez, Madrid, Gredos, 1992].
Paulicianos 193

gar, los dioses buenos no son capaces de hacer el mal, aun cuan­
do no hayan sido gratificados con ningún honor. En efecto, todo
lo que es dulce y plácido por naturaleza está separado del pensa­
miento y del ejercicio de hacer daño. En cambio, el malo no pue­
de contener su ferocidad, por más que se le sacrifiquen mil reba­
ños en mil altares. No puede transformarse la amargura en
dulzura, ni la aridez en humor, ni el calor del fuego en frío, ni lo
que es contrarío a algo puede asumir en sí aquello a lo que es
contrario, ni cambiar su naturaleza; tal como si acaricias con la
mano a una víbora o a un escorpión venenoso, aquélla te ataca­
rá para morderte, y éste, encogido, te clavará el aguijón, y de
nada te habrán aprovechado tus favores, puesto que ambos seres
son excitados a hacer daño no por el estímulo de la ira, sino por
cierta propiedad natural. Así que de nada sirve querer ganarse
por medio de víctimas expiatorias a los dioses aciagos, dado que,
hagas esto o no lo hagas, ellos obran por su naturaleza y son lle­
vados a las cosas que hacen por leyes ingénitas y por una cierta
necesidad. Porque de ese modo ambos dioses cesarían de conser­
var sus fuerzas y sus cualidades. Pues si se efectúa un acto reli­
gioso para que los dioses buenos nos beneficien y para que los
otros no nos dañen, se suplica por las mismas razones: se sigue
que debe entenderse que si los buenos no nos beneficiaran, sin
haber aceptado favores, se volverían por ello malos; los malos,
por su parte, si los aceptaran y depusieran su intención de hacer
daño, se volverían por ello buenos. Y resultaría así que ni los
unos serían favorables ni los otros aciagos; o, lo que no puede
suceder, que ambos serían propicios y ambos también aciagos.?*

Aunque este pasaje de Arnobio favorezca a los maniqueos, con­


tiene una observación que los pone en apuros y que echa abajo
por entero su culto. En efecto, la razón por la que admitían un
principio malo era que no creían que el principio bueno pudie­
ra obrar mal; creían, por tanto, que el otro no podía obrar bien.
Así, la totalidad de su servicio divino resultaba inútil: el dios be­
néfico no iba a castigar nunca su irreligión, y jamás podrían ha-

H- Arnobio, vil, 128-129 . Véase el pasaje de Aulo Gelio de la cica de la noca 34


ili'l artículo «Maniqueos».
194 Diccionario histórico y crítico

cer propicio al dios maléfico. Arnobio lanza muy bien esta ob­
jeción contra los paganos, pero hubieran podido responderle
que aun los más feroces tiranos distinguen grandemente entre
quienes les honran y quienes les desprecian; y que aun los reyes
más bondadosos hacen la misma distinción entre quienes les
respetan y quienes les ofenden; y que, salvadas las distancias,
es así como hay que juzgar de las divinidades benéficas y de
las maléficas. No creo que el sistema de Zoroastro, ni el de los
maniqueos, tolere, si se razona consecuentemente, el uso de esta
réplica.

h. Los ortodoxos parecen admitir dos primeros principios.


Es una opinión en todo tiempo extendida dentro del cristianis­
mo que el diablo es el autor de todas las falsas religiones, que es
él quien empuja a los herejes a dogmatizar, quien inspira los
errores, las supersticiones, los cismas, la impudicia, la avaricia,
la intemperancia, en una palabra, cuantos crímenes se cometen
entre los hombres, y que él hizo que Eva y su marido perdieran
el estado de inocencia, de donde se sigue que es la fuente del
mal moral y la causa de todas las desgracias del hombre. Es,
por tanto, el primer principio del mal, pero, con todo, no sien­
do eterno ni increado, no se trata del primer principio malo en
el sentido de los maniqueos. Esto proporcionaba a tales herejes
no sé qué materia de glorificación y de insulto a los ortodoxos.
Hacéis mucho más daño que nosotros al buen Dios, les podían
decir, pues hacéis de Él causa del principio malo, pretendéis que
es Él quien lo produjo, y que, pese a haberlo podido detener
desde el primer paso, le dejó tomar tan grande imperio sobre la
tierra, que, dividido el género humano en dos ciudades - la de
Dios y la del diablo-,75 la primera siempre fue muy pequeña,
durante muchos siglos tan pequeña que no tenía ni dos habi­
tantes contra los dos millones de la otra. N o estamos obligados
a buscar la causa que hace que nuestro principio malo sea mal­
vado, ya que cuando una cosa increada es de una u otra mane­
ra no puede decirse por qué lo es: es su naturaleza -n o s detene-75

75. Véase San Agustín, De civitate Dei.


Paultcianos 195

mos ahí necesariamente-. Pero en cuanto a las cualidades de


una criatura, debemos buscar su razón, y sólo podemos encon­
trarla en su causa. Por tanto, tenéis que decir que Dios es el au­
tor de la malicia del diablo, que la produjo Él mismo desarro­
llada por completo o que echó el germen y la semilla en el fondo
que creó. Pues bien, esto comporta hacer mil veces más daño a
Dios que decir que no es el único ser necesario e independiente.
Lo cual nos devuelve a las objeciones expuestas antes acerca de
la caída del primer hombre. No es necesario, pues, insistir más
en ello. Hay que reconocer humildemente que toda la filosofía
se agota aquí, y que su debilidad nos debe conducir a las luces
de la revelación, donde hallaremos el ancla segura y firme. No­
tad que estos herejes abusaban de los pasajes de la Sagrada Es­
critura donde el diablo es llamado príncipe de este mundo?* y
dios de este siglo.??

1. En qué sentido no cabe decir que Dios sea el autor del pe­
cado según los maniqueos.
El estilo de los ortodoxos en este punto no varía; está fijado
desde tiempo inmemorial en el uso de que ser maniqueo y ha­
cer de Dios el autor del pecado son dos expresiones que sig­
nifican lo mismo. Y cuando un sector cristiano acusa a los de­
más de hacer de Dios autor del pecado, no deja nunca de
imputarles, en este aspecto, el maniqueísmo. Tal acusación es
justa en cierto sentido, dado que es verdad que los seguidores
de Manes reconocían como causa del pecado a un ser eterno.
Pero si dais la vuelta a la medalla, descubriréis otro sentido,
de acuerdo con el cual pueden decir que no hacen a Dios au­
tor del pecado. Pueden sostener, en efecto, que sólo el buen
principio merece el nombre de Dios, y que no debe darse ja­
más este grande y bello nombre al principio malo, y, por con­
siguiente, que su hipótesis es, entre todas, la que más aleja a
Dios de cualquier participación en el mal. Todas las demás lo
implican en él, como reconoce el ministro que he citado antes:76

76. Evangelio de San Juan 14:50.


77. Epístola 2 a los Corintios 4:4.
196 Diccionario histórico y critico

En el momento que suponemos -d ice- que Dios, desde la eterni­


dad, hizo un plan de todos los acontecimientos, y que, en ese
plan, quiso que todos los males, desórdenes y crímenes que rei­
nan en el mundo entraran en él, tenemos suficiente. Nunca per­
suadiremos a nadie de que tantos crímenes se hayan colado al
azar en el proyecto de la providencia. Y si han entrado en él por
la disposición de la profundísima sabiduría de Dios, se llame
a esta disposición permiso o voluntad, nunca se contentará a los
espíritus temerarios, y jamás se mostrará claramente que
todo esto se acuerda bien con el odio que Dios, por otra parte,
muestra hacia el pecado. Nunca se evitará que los libertinos acu­
sen al cristianismo de hacer a Dios autor del pecado, pues el sen­
tido común de todos los hombres lleva a ello, esto es, a creer que
quien podía impedir la caída del primer hombre tan fácilmente
como la permitió, y quien abrió todas las vías en las que se han
perdido los hombres, pudiéndolas cerrar con tanta facilidad,
puede ser considerado autor de un mal que, según sus principios
y el odio que tiene por el mal, debía evitar y hubiera podido de­
tener sin ningún esfuerzo.?8

Supone, acto seguido, que se le objeta la ciencia media, y res­


ponde:

Eso no disminuye en nada la dificultad. En efecto, podría seguir


diciendo: dado que Dios había previsto que Adán, situado en esas
circunstancias, se perdería, y con él una infinidad de millones de
hombres, por causa de su libre arbitrio, y lo puso, con todo, en
esas tristes circunstancias, está claro que Él es el primer autor de
todos los males. Un soberano que supiera con perfecta certeza
que, poniendo a un hombre espada en mano en medio de un gen­
tío, provocaría una sedición y causaría una lucha en la que pere­
cerían diez mil hombres, podría ser considerado, con todo el rigor
de la justicia, el primer autor de todos esos homicidios. A nadie
satisfaría jamás si dijera: no he ordenado a ese hombre que ata­
que con la espada, no le he mandado provocar una sedición -al
contrario, se lo he prohibido-, no he impulsado su brazo a matar,78

78. Jurieu, Jugement sur les méthodes rigides et reláchées, pp. 68-69.
Paulicianos 197

ni he formado su voz para que llame al combate. Le replicarían:


supisteis siempre y con certeza que ese hombre, puesto en tales
circunstancias, causaría todas esas desgracias. Dependía sólo de
vos ponerlo en circunstancias más favorables, de donde hubieran
surgido toda clase de bienes. Estoy seguro de que ninguna res­
puesta sería capaz de detener los murmullos. Y, para hablar sin­
ceramente, admitiremos que nada cabría responder a favor de
Dios que pudiera imponer silencio al espíritu humano?» [...] En
fin, no hay ni uno hasta el Dios de Socino que no pueda ser acu­
sado de ser autor del pecado80 [...] En conclusión, sostengo que
no hay ningún medio cómodo desde el Dios de San Agustín has­
ta el de Epicuro, que no se mezclaba en nada, o hasta el de Aris­
tóteles, cuyos cuidados no descendían más abajo de la esfera de la
luna. Pero en cuanto se reconoce una providencia general y se
extiende a todo, al margen de como se conciba, renace la dificul­
tad, y cuando creemos haber cerrado una puerta, vuelve a entrar
por otra.

Esto es hablar claro. Pero si el Dios de los maniqueos, quiero


decir el buen principio que llamaban Dios por excelencia, se
hubiera presentado al espíritu de este ministro, ¿no le habría
obligado a expresarse de manera algo distinta, y a confesar
que la hipótesis maniquea exculpa a Dios, ya que atribuye
todo el mal al principio malo? N o será inútil conocer la res­
puesta que da a sus censores:

Se encuentra también en medio de este fárrago -añade el señor


Jurieu- una observación sobre lo que he dicho en algún tugar:
que, al margen del método que sigamos, jamás se eliminarán del
todo los escrúpulos que arrojan al espíritu las objeciones de los
profanos con motivo de la providencia de Dios sobre el pecado.
Si estos señores conocen un medio para aclarar perfectamente es­
tas dificultades, nos honrarán si nos lo ofrecen.8'79
*

79. Ibidem, p. 72-


No. Ibidem, p. 73.
Ri. Jurieu, //.« Apologie, p. 30, col. 1 , citado por Saurín, Examen de la tbéolo-
gie de M. Jurieu, p. 340.
198 Diccionario histórico y crítico

N o os asiste la razón, me dirán, cuando admitís que la hipótesis


de los maniqueos exculpa a Dios, pues si, como decíais hace
poco,81 sostienen que transigió con el principio malo, entonces
consintió la introducción del mal, se comprometió por contrato
a tolerarlo y quiso positivamente que se produjeran todos los
crímenes y desgracias del género humano. Esto constituye un
cargo más serio que decir con los socinianos que no sabía si la
criatura libre iba a pecar y que, si bien quiso correr el riesgo, te­
nía grandes esperanzas de que sus amenazas, y las luces de aqué­
lla, la apañarían de actuar mal. Pero yo no creo que un mani-
queo hallara mucha dificultad en esto. Podría decir, en primer
lugar; que Dios sólo aceptó esta transacción porque sin ella nun­
ca hubiera podido hacer bien alguno a la criatura. Hay, por tan­
to, una gran diferencia entre maniqueísmo y socinianismo. Los
socinianos admiten que Dios, pese a poder impedir con absolu­
ta facilidad que el hombre fuera criminal y desgraciado, lo dejó
caer en el crimen y la miseria. El maniqueísmo, en cambio, su­
pone que Dios consintió esta caída sólo por pura necesidad
y en vistas a prevenir un mal mayor. En segundo lugar; cabría
negar que Dios haya transigido jamás con el principio malo, y
sostener que se opone con todas sus fuerzas, sin tregua y sin lí­
mite, al pecado y a la miseria de la criatura, para hacerla com­
pletamente sana y feliz, pero que, siendo así que, por su parte, el
principio malo actúa con todo su poder a favor de un designio
por completo contrario, de ese choque continuo resulta la mez­
cla de bien y mal que vemos en el mundo, del mismo modo que
la acción y la reacción de frío y calor producen una cualidad me­
dia. Aplicad aquí cuanto dicen los escolásticos sobre la natura­
leza de los mixtos que resulta del combate de los elementos. Sé
bien que ambas explicaciones abren un espantoso abismo de di­
ficultades absurdas; pero ahora se trata de saber, tan sólo, si esta
hipótesis disculpa a Dios. Pues bien, estos miserables herejes
sostienen que cualquier dificultad es pequeña en comparación
con la que surge de hacerlo autor del pecado. Y lo cierto es que
todos los cristianos aborrecen reconocer que Él es su causa.8 2

82. Más arriba, nota 19. Véase asimismo el artículo «Maniqueos», observa­
ción D, en el quinto párrafo.
Paulicumos 199

Los jesuítas sostienen «que valdría más ser ateo y no recono­


cer divinidad alguna, que rendir los honores supremos a una
naturaleza»8) que prohíbe al hombre hacer el mal y, no obstan­
te, se lo hace cometer, y después lo castiga por él. Afirman «que
el Dios de Epicuro es más inocente y, por decirlo así, más Dios
que este otro. Y cuando a los marcionitas y maniqueos
se les ocurrió hacer de un segundo Dios el autor de todos los
males, adoraron a otro, que otorgaba todos los bienes, ahí don­
de el vuestro -dicen los jesuítas a los reform ados- es peor que
los hombres». Aquellos a quienes se dirigen estos reproches no
rechazan tales consecuencias, sino sólo el principio; sostienen
simplemente que no cabe acusarlos, salvo infame calumnia, de
hacer de Dios el autor del pecado.8* Los mismos jesuítas afir­
man que la doctrina de Calvino sobre la predestinación aca­
rrea consecuencias «que destruyen absolutamente la entera
idea que debe tenerse de Dios y que, a continuación, conducen
en línea recta al ateísmo».8) El ministro que respondió al señor
Maimbourg prueba que su referencia de la doctrina de Calvino
fue infiel. Era preciso demorarse en este punto, pues al añadir
que el señor Maimbourg extrajo una falsa consecuencia de la
doctrina imputada a Calvino, se hace un razonamiento lamen­
table -dejo esto al juicio del lector.88

Afirmo además que su inferencia es falsa y que nada hay más ab­
surdo y menos teológico que la consecuencia que el señor Maim­
bourg quiere sacar de la doctrina de estos teólogos: que destruye
absolutamente la entera idea que debe tenerse de Dios y, a conti­
nuación, conduce en línea recta al ateísmo. Nunca se ha dicho cosa
más inconsiderada. Pongámonos en el peor de los casos. Si esta
doctrina destruye la entera idea que debe tenerse de Dios, es por­
que nos representa un Dios cruel, injusto, que condena y castiga a
las criaturas inocentes por medio de suplicios eternos. Y precisa­
mente esto es lo que quiere decir el señor Maimbourg: que destru­
ye la idea de Dios porque tal ¡dea contiene los atributos de la dul-8
*6
34

83. El padre Adam, citado por Daillé, Répliqtie á Adam et á Cottibi, II, 1,1- 3 .
84. Véase Daillé, en todo este capitulo.
83. Maimbourg, Histoire du calvinisme, 1 , 7 3; véase también p. 36.
86. Jurieu, Apologie pour les réformateurs, I, xix, 145-146 , ed. irt-40.
200 Diccionario histórico y critico

zura, la justicia y la equidad. Pero, en conciencia: la presentación


de la idea de un Dios severo, tiránico, que ejerce sus derechos con
un rigor excesivo, ¿conduce a los hombres al ateísmo? [...] Es una
locura decir que conduce al ateísmo una hipótesis que introduce a
Dios en todas las cosas,8? que le hace ser causa de todo, le erige en
objetivo único de la totalidad de sus propias acciones y le eleva por
encima de la criatura al punto de poder disponer de ella según re­
glas que incluso parecen injustas a la razón camal. Ni mucho
menos conduce al ateísmo esta opinión de los supralapsarios, que,
muy al contrario, sitúa a la divinidad en el más alto grado de gran­
deza y elevación en que cabe concebirla. Pues aniquila a la criatu­
ra ante el creador de tal suerte que éste, en dicho sistema, no se ha­
lla ligado a ninguna clase de ley con respecto a la criatura, sino que
puede disponer de ella a su antojo y puede utilizarla para su gloria
del modo que le plazca, sin que ella tenga derecho a contradecirle.

Se trata de la doctrina más monstruosa y de la más absurda pa­


radoja jamás propuesta en teología, y mucho me engaño si al­
guna vez algún teólogo célebre ha dicho cosa semejante. Se han
vuelto de todos los lados imaginables para explicar de qué ma­
nera Dios influye en las acciones de los pecadores. La hipótesis
de la predestinación absoluta ha sido conservada mientras se
ha creído que no perjudicaba a la santidad de Dios, pero se ha
abandonado en cuanto se ha imaginado que le afectaba. Quie­
nes no han visto incompatibilidad entre el libre albedrío y la
predeterminación física han seguido enseñando esta predeter­
minación, pero quienes han creído que la arruinaba la han re­
chazado para no admitir otra cosa que un concurso simultáneo
e indiferente. Quienes han creído que cualquier concurso es
contrario a la libertad de la criatura, han supuesto que era ésta
la causa única de su acción.8 788 Lo que les ha determinado a su­
ponerlo es sólo el pensamiento de que todos los decretos me­
diante los que la providencia se involucraría en nuestra volun-

87. Y, sin embargo, el spinozismo, que enseña que todas las cosas son Dios
mismo, es un ateísmo execrable.
88. Durand de Saint-Portien y muchos otros célebres teólogos lo suponen. Véa­
se el tratado del señor De Launoi inserto en compendio en los Essais de théolo-
gie de M. Papin, impresos en T687.
PauHcianos ¿oí

tad volverían necesarios los acontecimientos y harían que


nuestras acciones criminales no fueran menos un efecto de
Dios que un efecto de la criatura.8» N o han encontrado inte­
resante decir que el pecado no es un ser, sino sólo una privación
y una nada que, en vez de causa eficiente, tiene causa deficien­
te.'*0 En fin, se ha llegado al punto de sostener que para Dios las
acciones libres de la criatura son imprevisibles. ¿Por qué tantas
suposiciones? ¿Cuál ha sido la medida, cuál ha sido la regla de
tantos giros? El deseo de disculpar a Dios, el haber comprendi­
do claramente que está en juego toda la religión, y que el atre­
vimiento de enseñar que Él es el autor del pecado conduciría
necesariamente a los hombres al ateísmo. Así, vemos que todos
los sectores cristianos acusados de esta doctrina por sus adver­
sarios se defienden como si se tratara de una blasfemia horrible
y una execrable impiedad, y se quejan de ser diabólicamente
calumniados. Y he aquí a un ministro que acaba de decirnos,
muy gravemente, que es un dogma «que sitúa a la divinidad en
el más alto grado de grandeza y elevación en que cabe conce­
birla». N o teme hacer este elogio de una doctrina que «nos re­
presenta un Dios cruel, injusto, que condena y castiga a las
criaturas inocentes con suplicios eternos». Interpela nuestra
conciencia para saber si la idea de un Dios tirano nos conduce
al ateísmo. Poniéndonos en lo peor, es decir, suponiendo que a
Maimbourg le asista la razón cuando afirma que, según Calvi-
n<>, «Dios creó a la mayoría de los hombres para condenarlos,
no porque lo merecieran por sus crímenes, sino porque le com­
plació hacerlo así, y que no previo su condenación sino porque
la ordenó antes de prever sus crímenes»;»' suponiendo, digo,
que Maimbourg acuse con toda justicia a Calvino de decir que
quienes padecen los suplicios eternos son «criaturas inocen-

H9. Véase el libro del capuchino Louis de Dole que se titula Disputaría quadri-
partita de modo coniunctiottis concursuum Dei et creaturae ad actus tiberos or-
dittis naturalis, praesertim vero ad pravos, adversus praedeterminantium et as-
sertorum scientiae mediae modenorum opiniones. Este libro fue impreso en
l.yon en 1634, m-40.
90. Véanse contra todo esto los Essais de théologie de M. Papin, en el Traite
contre la prédétermination physique.
91. Jurieu, Apologie pour la Reformarían, I, xix, ¿41.
202 Diccionario histórico y crítico

tes»»1 y, por consiguiente, que Dios es ei autor del pecado, el se­


ñor Jurieu no puede tolerar que Maimbourg saque esta con­
clusión: «Por tanto, la doctrina de Calvino destruye la idea que
debe tenerse de Dios y, a continuación, conduce en línea recta
al ateísmo». N o se contenta con pretender que «nunca se ha di­
cho nada más inconsiderado» que esta conclusión;»» la califica
de «pensamiento extravagante»»» y de «ignorancia»,»» y dice
que pone de manifiesto que Maimbourg es «un pobre filósofo
y un teólogo miserable»»6 y que «no hay cosa más absurda y
menos teológica que tal consecuencia».»? Se da en las contro­
versias un gran defecto, recriminado a Ovidio: «nescire quod
bene cessit, relinquere: nescire desinere» [‘no saber dejar lo que
finaliza bien: no saber acabar’].»8 Este ministro había justifica­
do muy bien a los supralapsarios, mostrando qué se les imputa
falsamente y declarando que no admiten la consecuencia que
se les reprocha de hacer a Dios autor del pecado.»» Tras este
golpe, se imponía retirarse del campo de batalla, y no caer en
la temeridad de afirmar que, aun haciendo a Dios «cruel, in­
justo, que condena y castiga a las criaturas inocentes con supli­
cios eternos», es decir, aun haciendo de Dios el autor del peca­
do y, pese a todo, el severo juez que castiga eternamente ese
pecado en la persona que no es culpable, los supralapsarios no
conducirían a los hombres al ateísmo, sino que, al contrario,
elevarían a la divinidad el más alto grado de gloria en que cabe
concebirla. ¿De dónde, pues, procede -hem os de preguntar­
le s- que todas las cristianas eviten, como el más peligroso es­
collo de toda la teología, admitir que Dios sea el autor del pe­
cado? ¿De dónde procede que la mera idea de esa creencia
cause horror? Es preciso reconocer que hay personas afortuna­
das; si otro ministro hubiera dicho cosas semejantes, sus lecto-9 78
*6
234

92. Ibidem, 14 6.
93. Ibidem.
94. Ibidem.
93. Ibidem, 247.
96. Ibidem.
97. Ibidem, 245.
98. Scaurus, en Séneca, Controversiae, xxvm, 272.
99. Jurieu, Apologie pour la Réformation, pp. 244-243.
Pauíicianos 2.03

res se habrían escandalizado; se lo habrían hecho desautorizar


como una impiedad; en cambio, quizá sea yo el único que me
he cuidado de esta extraña doctrina.
Pero a fin de cuentas, según él,100 cuanto más mezclamos a
Dios en todo, tanto más suponemos que existe y que es pode­
roso. Por consiguiente, razona como un insensato quien diga:
«Dios es el autor del pecado, así pues no hay Dios»; y es falso
que esto pueda conducir al ateísmo. ¡Menuda escapatoria! Si
así fuera, aquellos poetas antiguos que atribuían a Júpiter y al
resto de los dioses toda clase de pecados'01 y, en particular el de
empujar a los hombres al mal,10110 2sin que llegaran a decir, con
todo, que el mismo dios que los empujaba los castigaba por
ello, no habrían afirmado nada que pudiera trastornar la idea
de Dios, extinguir la religión y producir ateos. Notad que no
hay diferencia entre cometer un crimen uno mismo, cuando se
poseen los instrumentos precisos, y cometerlo por medio de los
instrumentos de otro. Para cualquiera que razone, está claro
que Dios es un ser sumamente perfecto, y que, de todas las per-
lecciones, ninguna le conviene más esencialmente que la bon­
dad, santidad y justicia. En cuanto lo priváis de tales perfeccio­
nes, para atribuirle las de un legislador que prohíbe el crimen al
hombre, y, no obstante, lo empuja hacia él y después lo castiga
eternamente, hacéis de Él una naturaleza en la que no puede po­
nerse confianza alguna, una naturaleza engañadora, maligna,
injusta, cruel, que deja de ser objeto de religión: ¿de qué servi­
ría invocarla y tratar de ser bueno? Ésta es, por tanto, la vía del
ateísmo. El temor que inspira la religión debe mezclarse con
amor, con esperanza y con una gran veneración; cuando un ob-

100. Ibidem, pp. 246-247.


101. >Pues no son mucho más absurdas aquellas cosas que, difundidas con las
voces de los poetas, fueron nocivas por su encanto mismo. Éstos presentaron a
loa dioses inflamados de ira y furentes por la libido, e hicieron que viésemos sus
atierras, combates, pugnas, heridas; además, sus odios, disidencias, discordias,
«na nacimientos, sus muertes, sus querellas, sus lamentaciones y sus pasiones
ilrsbordadas con toda intemperancia; sus adulterios, vínculos, concúbitos con
rl género humano y mortales procreados de un inmortal». Cicerón, De natura
ileurum, 1, 16 (trad. etc.].
102. Véase la observación c del artículo «Egialea», y las observaciones x e v
ilrl artículo «Helena».
10 4 Diccionario histórico y crítico

jeto es temido sólo porque tiene poder y voluntad de causar


daño, y porque ejerce de modo cruel e inmisericorde tal poten­
cia, se le odia y detesta. Esto ya no es culto religioso. ¿Cuando
se representa a Dios como un ser que da unas leyes contra el cri­
men que él mismo hace que se violen para tener un pretexto
para castigai; no se expone la religión a la burla de los liberti­
nos?1^ Es evidente que, en tanto que la supongan autora del pe­
cado, no privarán de existencia a tal naturaleza; en efecto, toda
causa que actúa ha de existir necesariamente. Pero la reducirán
al universo o al dios de los spinozistas, a una naturaleza que
existe y actúa necesariamente sin saber lo que hace, y que, si es
inteligente, tan sólo es porque los pensamientos de las criaturas
son modificaciones suyas.
Queda aún otra cosa digna de reprensión en la doctrina
particular de este ministro:

Tan incierto es -d ice- que esta opinión de los supralapsarios


conduce al ateísmo, que, muy al contrario, sitúa a la divinidad en
el más alto grado de grandeza y elevación en que cabe concebir­
la. Pues de tal suerte aniquila a la criatura ante el creador, que
éste, en dicho sistema, no se encuentra ligado por ninguna clase
de leyes con respecto a la criatura, sino que puede disponer de
ella a su antojo, y puede utilizarla para su gloria de la manera
que le plazca, sin que ella tenga derecho a la contradicción. Una
opinión así, por otra parte, admito que está llena de dificultades
y que contiene durezas poco fáciles de digerir. Por tal razón, la
hipótesis de San Agustín es, sin duda, preferible.'^

¡Qué extraño dogma encontramos aquí! ¡Cóm o!, ¿un profe­


sor de teología se atreve a proclamar que hay hipótesis indu­
dablemente preferibles a aquella que «sitúa a la divinidad en
el más alto grado de grandeza y elevación en que cabe conce­
birla»? ¿No es cierto que cuanto pensamos ha de tener como10 34

103. Nótese que sosteniendo, como hacen los reformados, que sólo el hombre
es la causa de su pecado, la distinción que realizan entre Dios como legislador
y como dispensador de los acontecimientos es buena, pese a lo que diga el se­
ñor Pufendorf, «Ius feciale divinum», etc., p. 290.
104. Jurieu, Apologie pour ¡a Réformation, 1, xix, 146.
Paulicianos 205

objetivo no sólo la gloría de Dios, sino también su mayor glo­


ria? ¿No deben nuestras opiniones y nuestras acciones tender
ad maiorem D ei gloriam ? Ésta no debe ser la divisa de una
compañía particular sino la de todos los cuerpos y comuni­
dades, y la de todos los particulares. Así pues, un teólogo que,
por un lado, admite que el sistema de los supralapsarios tien­
de a la mayor gloría de Dios y la alcanza mejor que cualquier
otra hipótesis, pero que sostiene, por el otro, que «la hipóte­
sis de San Agustín es, sin duda, preferible», cae en un pensa­
miento profano y blasfemo. Esta profanación no puede excu­
sarse por las durezas del sistema de los supralapsarios, poco
fáciles de digerir, pues no debe permitirse que, bajo el pretex­
to de ciertas dificultades de más o de menos, se prefiera la glo­
ria menor de Dios a la mayor, y se sitúe al Ser supremo en un
grado inferior de grandeza y elevación. Si el sistema de San
Agustín fuera consistente y fácil, no nos sorprendería tanto
el mal gusto del autor; pero él mismo reconoce que halla en él
torpezas abrumadoras, * ° 5 y que continúa bajo ese fardo sólo
porque los métodos relajados no pueden librarlo de él. Por la
misma razón, debería ser supralapsario, pues si la suposición
de los jesuítas no desvanece las dificultades del sistema de San
Agustín, está claro que la hipótesis de San Agustín no elimina
las durezas de los supralapsarios. A fin de cuentas, éstos y los
llamados infralapsarios sostienen en el fondo lo mismo; no
pueden hacerse mucho daño entre sí, se libran de todo por
medio de argumentos ad hominem y de retorsiones. Veis aquí
en pequeño el carácter de este doctor: no hay rigor alguno en
sus censuras, ninguna ilación en sus opiniones; todo está lle­
no de inconsecuencias; en la totalidad de sus obras reinan la
desigualdad, las contradicciones, las variaciones. Quienes se
tomen el trabajo de espulgarlas encontrarán continuos moti­
vos de crítica como éste.
Concluyamos que un maniqueo que funde su derecho en
el extremo cuidado que se toma para inventar hipótesis que dis­
culpen a Dios, y en todo caso para no acordar nunca que se
le haga autor del pecado, sostendrá siempre, audaz y orgullosa-105

105. Más arriba, cita de la nota 51.


zo 6 Diccionario histórico y critico

mente, que este escollo es más terrible que cualquier otro. Con­
siderad atentamente cuanto se dijo contra Crisipo, quien soste­
nía «que no es inútil la existencia de personas inútiles, lamenta­
bles, desgraciadas».106 «Si es así -replica Plutarco-, ¿quién es
Júpiter?, quiero decir, el de Crisipo, si es que castiga una cosa
que ni es por sí misma ni es inútil. El vicio, en efecto, según la
opinión de Crisipo, sería totalmente irreprensible, y, por el con­
trario, habría que reprender a Júpiter mismo, si hace el vicio
siendo inútil y si lo castiga cuando no lo ha hecho inútil.»10?

K. Los antiguos padres no ignoraron la extrema incomodi­


dad de la cuestión del origen del mal.
Un pasaje de Orígenes hará las veces de todas las citas que po­
dría presentar:

Si en las cosas humanas hay temas que difícilmente puede escu­


driñar nuestra naturaleza, puede contarse entre ellos, con todo
mérito, el origen de los males.10*

L. La hipótesis de los platónicos, en el fondo una rama del


maniquetsmo.
Quiero considerar aquí esta hipótesis tan sólo en la manera
que lo ha expuesto M áxim o de Tiro en su tratado sobre la
cuestión «del origen de los males, dado que Dios es el autor de
los bienes».10» Este autor supone que, para conocer la causa
de los bienes que hay en el mundo, no es preciso ir al oráculo,
sino que ostensiblemente proceden de Dios, y que los males no
pueden descender del cielo, donde no hay naturalezas envidió­

lo s. Plutarco, De repugnantiis stoicis, 10 51.


107. «Qualis est Iupiter (de Chrysippeo loquor) rem puniens ñeque ultro ñeque
inutilitcr factam? Nam Chrysippi ratio efficit vicia omnino culpada non esse,
sed Iovem; sive is fecir viña, quae nihil prodessent: sive punit, cum fecissct non
inutilia», ibidem.
108. Orígenes contra Celsum, rv, 107.
109. «Cum Deus bona (aciat, unde sint mala?» Es la materia de la disertación
XXV de Máximo de Uro.
Paul¡cíanos 207

sas.” ° En cambio, continúa, para conocer de dónde proceden


los males, tenemos necesidad de adivinos, es decir, de consultar
a Júpiter, Apolo o cualquier otra divinidad que profetice y se
cuide de las cosas humanas. Hace luego un recuento de las mi­
serias a las que está sujeto nuestro cuerpo, y concluye de él que
el hombre es la más infortunada de las criaturas:110
11112«Nada cría
la tierra más endeble que el hombre».*
Acto seguido, tomo en consideración el sinfín de males que
hostigan nuestra alma, y sostiene que la respuesta de los dio­
ses fatídicos consultados es que los hombres se equivocan
grandemente cuando imputan a Dios la causa de sus infortu­
nios, por cuanto ellos mismos son sus artífices a través de su
propia culpa. Se vale de unos versos de Homero para poner
esto de manifiesto.111

¿Qué -pregunto- responderá a estas cosas Júpiter o Apolo u


otro dios profético? Escuchemos lo que dice un intérprete: «¡Ay,
ay, cómo culpan los mortales a los dioses.!, pues de nosotros, di­
cen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez so­
portan dolores más allá de lo que les corresponde».**

El cielo y la tierra, continúa, son dos lugares muy distintos.


En el cielo no hay males; sobre la tierra se da una mezcla de
males y bienes, pero de tal suerte que los bienes descienden
del cielo y los males nacen de una depravación natural de la
tierra, que comprende dos especies: una radica en las cualida­
des de la materia y la otra en la libertad del alma.

Así como los bienes proceden del cielo, los males, en cambio,
nacen de una maldad innata a aquélla (la Tierra). Pero esta mal-

110 . «Non enim e coelo me Hercules, non e coelo. Exulat enim illic invidia»,
Máximo de Uro, disertación xxv, p. 253.
1 1 1 . Ibidem, p. 235.
1 12. Máximo de Tiro, disertación xxv, p. 233.

* Homero, Odisea, xvm , 130; trad. de J.L . Calvo, Barcelona, Círculo de Lec­
tores, «Clásicos Griegos», 1996.
** Odisea, 1, 32 ss. [trad. dt.j.
io 8 Diccionario histórico y critico

dad es doble: ya una afección corrupta de la materia, ya una li­


cencia del alma.11)

En cuanto a la primera clase de depravación, afirma que hay


que considerar a la materia al modo del sujeto sobre el que
trabaja un buen artesano. Todas las bellezas que adquiere de­
ben ser atribuidas al arte, pero si hay obras sobre la tierra que
no son como es debido, estas irregularidades no se deben im­
putar al arte, ya que la intención del artesano no se aleja del
arte, de la misma manera que la del legislador no se separa de
la justicia. Hay que recordar, además, que la inteligencia divi­
na es mucho más afortunada en dar en el blanco que el arte
humano. Emplea luego una comparación: en mecánica hay
algunas cosas que son el objeto principal de un arte tendente
a su objetivo, y otras que resultan por sí mismas de la obra y
que no son efecto del arte, sino consecuencia de la modifica­
ción de la materia. Así sucede con las chispas que vuelan de
uno y otro lado cuando golpeamos una pieza de hierro ca­
liente sobre el yunque. N o forman parte del objetivo de los
herreros; son productos accidentales que resultan de su ac­
ción sin que ellos los busquen, anexas tan sólo a la cualidad
del hierro. Hay que decir, del mismo modo, que los males que
vemos sobre la tierra no son obra del arte divino; el artífice
tiende primera y directamente a la construcción del mundo,
pero sucede que esos males emanan sin remedio de su traba­
jo. El autor añade una observación no muy bien ligada con lo
anterior. Dice que el artífice da el nombre de conservación del
mundo a los males de que nos dolemos y que llamamos rui­
nas y estragos. Pretende que el arquitecto del mundo se pro­
pone la conservación de todo, y que es preciso, para favorecer
al todo, que las partes sufran aflicción.

El artífice llama a estas cosas consumación del todo. Toma en


consideración el todo, por cuya causa es necesario que las partes
se corrompan. " 4

1x3. Máximo de Tiro, disenación xxv, p. Z53.


11 4 . Ibidem, p. 257.
PauHciattos 209

Las pestes, los temblores de tierra, las inundaciones, los fuegos


del monte Erna simplemente causan daño a ciertas partes del
rodo, pero sirven a la producción de otras, pues, como dijo
Herádito, éstas viven de la muerte de aquéllas y aquéllas mue­
ren de la vida de éstas. La muerte de la tierra da vida ai fuego;
la del fuego da vida al aire; la del aire da vida al agua; la del
agua da vida a la tierra.11 * ¿Por qué, entonces, sostenéis - c a ­
bría haberle dicho a Máxim o de U r o - que los males físicos del
género humano no forman parte de la intención o del arte de
Dios? Si tan necesarios son para la conservación del todo y el
artífice se propone tal conservación, ¿no ha de tenerlos pre­
sentes? Esta objeción no debe impedirnos decir que, según la
hipótesis de este filósofo, las pestes, hambrunas y demás in­
fortunios del género humano son involuntarios en lo que con­
cierne a Dios, y han entrado en su obra sólo en calidad de con­
secuencias inevitables de las disposiciones de la materia.115116178
Veamos qué dice sobre la otra clase de depravación, esto es, el
mal moral. Afirma que la potencia del alma es su madre y no­
driza,1 y que al haber sido preciso formar una tierra que pro­
dujera plantas y animales, y que contuviera los males en su
seno, fue en ella donde se alojaron los males expulsados de los
cielos; que los animales fueron divididos en dos especies, a sa­
ber, bestias y hombres; que fue preciso que los hombres sobre­
pasaran a todos los restantes animales y fueran inferiores a
Dios; que esta inferioridad no consiste en el hecho de morir,
pues su muerte es sólo el comienzo de otra vida inmortal. Afir­
ma que Dios, para volverlos inferiores a la naturaleza divi­
n a,'18 inventó esto: puso el alma en un cuerpo mortal como un
cochero en un carro; le dejó las riendas en la mano y le permi­
tió correr hacia donde quisiera; le dio el poder de conducir el

115 . Véanse, sobre esta doctrina de Herádito, las notas de Daniel Heinsius,
Maximi Tyrii Dissertationes, p. 1 1 0 y la cita de la nota 6o del articulo «Ovidio»
donde Ovidio hace que Pitágoras proclame la misma opinión.
116. Véase un pensamiento similar en la observación t del artículo «Crisipo».
117 . Máximo de Tiro, disertación xxv, p. 157 .
118. Esto es absurdo e impío y no se acuerda con lo que el autor ha dicho an­
tes (cita de la nota 110): que en el délo no hay envidia. Nótese que, según la
conjetura de Heinsius, hay que añadir teiou a khorou en este pasaje.
2TO Diccionario histórico y critico

carro de acuerdo con las reglas del arte o contra ellas. El alma
dirige y reprime la impetuosidad de los caballos, pero éstos ig­
noran todas las reglas y se vuelven de un lado o del otro; unos
hacia la intemperancia, otros hacia la temeridad y el furor,
otros hacia la cobardía y la pereza. Así pues, el carro, empuja­
do hacia acá y allá, aturde al cochero, que, dejándose vencer,
corre hacia el lugar adonde lo arrastra el caballo más fogoso.
Lo precipita en la glotonería e impudicia, si el caballo más
fuerte se vuelve de ese lado, y así lo demás. Hemos visto en qué
consiste la solución de este filósofo platónico.
Es defectuosa por dos lados. En efecto: i) reconoce dos prin­
cipios, Dios y la materia, uno muy bueno, a decir verdad, pero
incapaz de corregir la depravación del o tro ."’ Esta depravación
natural y absolutamente incorregible es la fuente de los males fí­
sicos y la ocasión del mal moral; da al cuerpo humano una in­
clinación tan violenta hacia vicios y crímenes que el alma se ve
arrastrada hacia ellos como por fieros caballos desbocados,
z) M áximo de Tiro no salva la suma bondad y santidad de Dios.
Un padre bueno y virtuoso jamás haría montar un caballo in­
dómito a sus hijos, y jamás los enviaría al ejército si previera con
certeza, o aun si considerara muy probable, que, a pesar de su
destreza, caerían y se matarían, y que, a pesar de su educación,
el oficio de las armas les convertiría en los más infames entre los
hombres. Esta hipótesis, en una palabra, limita la potencia de
Dios y deja sus restantes atributos expuestos a las objeciones
maniqueas. Carece, pues, de las ventajas de la hipótesis cristia­
na sobre el libre arbitrio, pero mantiene sus dificultades.

M. Cuanto más se reflexiona más se comprueba que las luces


naturales no procuran sino la manera de enredar aún más este
nudo gordiano.
Lo he experimentado releyendo este artículo cuando ha ha­
bido que prepararlo para la segunda edición. Se me han pre-19

1 19. Compárense con esto las palabras de Justo Lipsio recogidas en la cita de
la nota 59 del artículo «Crisipo» y en la cita de la nota 164 del artículo «Epi-
curo»; véase también la cita de la nota 167.
Paulicianos XII

sentado pensamientos que antes no tenía,110 y que me conven­


cen de nuevo, y con más fuerza que nunca, de que la mejor res­
puesta que cabe dar desde el punto de vista natural111 a la cues­
tión «¿por qué Dios ha permitido que el hombre peque?»,
radica en decir: «No sé nada; creo tan sólo que le han asistido
razones muy dignas de su infinita sabiduría, pero que me son
incomprensibles». Con esta respuesta paráis en seco a los más
obstinados discutidores, pues si quieren continuar con su char­
la, dejaréis que hablen solos y se callarán enseguida. Si entráis
en liza con ellos y os empeñáis en sostener que la verdadera ra­
zón que llevó a Dios a permitir que los hombres pecaran fue­
ron los inviolables privilegios del libre albedrío, os veréis for­
zados a darles satisfacción en las objeciones que os harán, y no
sé cómo podréis conseguirlo; pues, en suma, podrían oponeros
dos cosas que parecen muy evidentes ante nuestra razón.

i. La primera es que Dios, que ha dado el ser a las criaturas


por efecto de su bondad, les ha dado también, bajo el carácter
de una causa benéfica, todas las perfecciones que correspon­
den a cada especie. Hay que decir, pues, que ha demostrado
más amor a aquellas que han recibido de Él cualidades muy
excelentes que a aquellas que las han recibido menos excelen­
tes. Se debe, por tanto, a una bondad particular el haber con­
ferido a los hombres el libre albedrío, puesto que esta cualidad
los sitúa por encima de cuantos seres hay sobre la tierra. Aho­
ra bien, resulta inconcebible que una naturaleza benéfica con­
ceda un presente tan distinguido sin el deseo de contribuir más
notablemente a la felicidad de aquellos que lo reciben; así
pues, no puede menos que procurar que obtengan tal ventaja,
e impedir, dentro de lo posible, que caigan en desolación y
completa ruina. Y si el único medio para impedirlo es revocar
su donación, hay que anularla. Así es posible, mucho mejor
que por ningún otro camino, mantener la cualidad de patrón
y benefactor. Para el donador no es un cambio; se trata de con­
servar, sin sombra alguna de variación, la benevolencia con

n o . Véanse también las nuevas observaciones del artículo «Orígenes» (e ss,).


i z i . Es decir, sin consultar la revelación, sino sólo las ideas filosóficas.
212 Diccionario histórico y critico

que se realizó el presente. La misma bondad que lleva a dar


una cosa que capaz de volver felices a las personas que gocen
de ella, lleva a quitarla en cuanto se observa que las vuelve
desgraciadas; y si se dispone del tiempo y las fuerzas necesa­
rias, no se espera, para retirar tal presente, a que haya sido ya
causa de desgracia; se retira antes del daño. Hasta aquí nos
conducen las ideas del orden y las nociones por las que pode­
mos juzgar sobre la esencia y los caracteres de la bondad, sea
cual fuere el sujeto en que se halle -creador o criatura, padre,
amo, rey, etc.-. De ahí surge la materia de este dilema: Dios
otorgó a los hombres el libre albedrío como efecto de su bon­
dad o sin bondad alguna. N o podéis decir lo segundo; afir­
máis, entonces, que fue con una gran bondad. Pero de ahí
resulta necesariamente que debió despojarlos de él a toda cos­
ta, en vez de esperar a que hallaran su condena eterna con la
producción del pecado, monstruo esencialmente aborrecido
por Él. Y si tuvo la paciencia de dejar en sus manos un pre­
sente tan funesto hasta que el mal los alcanzara, eso significa
o que su bondad había cambiado aun antes de que se desvia­
ran del buen camino -co sa que no osaríais d ecir-, o que el li­
bre arbitrio no les fue dado por efecto de bondad - lo cual va
contra la suposición convenida en el dilema visto más arriba.
Algunas deferencias son de estricta obligación; no cabe dis­
pensarse de ellas sino en caso de necesidad. Pero, llegado ese
caso, hay que estar por encima de cualquier deferencia. Un
hijo que viera a su padre dispuesto a arrojarse por la ventana
en un acceso de frenesí o en un momento de furiosa tristeza,
haría muy bien atándolo, si no podía retenerlo de otra mane­
ra. Si una reina cayera al agua, el primer lacayo que pudiera
sacarla abrazándola o cogiéndola de los cabellos,111 aunque le
arrancara más de la mitad, haría muy bien empleándose así: la
reina no se cuidará de quejarse por falta de respeto. ¿Y qué ex­
cusa más vana cabe alegan por haber tolerado que una dama
muy compuesta caiga en un precipicio, que decir que para su-

i i z . Así fue como en cierta ocasión sacaron a la reina Cristina, que había caí­
do en un lago próximo a Estocolmo. Me parece que Saint-Amant ha deslizado
esta aventura en su poema Moise sauvé.
Paulicianos 2 I3

jetarla habría habido que desarreglar sus cintas y su peinado?


En semejantes ocasiones, la constricción y violencia que se
hace a las gentes es un efecto bondadoso; y si fuera preciso aun
arrancarlos a su pesar de las fauces de la muerte, hacerlo, a
riesgo de dislocarles un miembro, sería un servicio de caridad,
si no pudieran ser salvados con menos. Ellos mismos serían los
primeros en daros las gracias cuando su pasión quedara atrás.
La máxima «salvar a un hombre que quiere morir es lo mismo
que si se le m a t a r a » ,c a r e c e de valor en este caso, y los ma­
yores partidarios de la tolerancia os reconocerán que el pre­
tendido mandamiento, forzadlos a entrar, debería ser ejecuta­
do al pie de la letra si el único medio seguro e infalible para
salvar a los herejes fuera hacerlos ir a prédica o a misa a hor-
conadas. Tomo como testigo al Comentador Filosófico:*

Si yo viera -d ice - a un hombre mojándose bajo una intensa llu­


via ante la puerta de una casa, y, compadeciéndome de él, quisie­
ra librarlo de la molesta situación en que lo veía, podría emplear
estos dos medios: o rogarle que entrara en la casa o tomarlo por
el brazo, en caso de ser más fuerte que él, y empujarlo adentro.
Las dos maneras son igualmente buenas para obtener el efecto
propuesto, que era impedir que el hombre se mojara. Poco im­
porta que entre de buen grado o a la fuerza bajo un techo; pues
sea que entra por su puro movimiento, sea que espera a que se lo
rueguen, sea que le empujan de viva fuerza, quedará a cubierto de
la lluvia. Si sucediera lo mismo en lo tocante a evitar el infierno,
reconozco que nuestros convertidores estarían bien fundados;
pues si para ello bastara con estar bajo las bóvedas de una iglesia,
no importaría mucho que se entrara de buen grado o arrastrado
y atado de pies y manos; y, por tanto, habría que pagar a los peo­
nes o mozos de cuerda más fuertes del mundo para que cogieran
a los herejes nada más aparecer por las calles y los acarrearan al
instante a la iglesia más cercana; incluso habría que derribar sus13

113 . «Invitum qui servar, ídem facit occidenti», Horacio, Ars poética, 467
l'F.I que salva a uno contra su voluntad hace lo mismo que el que le mata’,
trad. cit.].

* Se trata del propio Bayle.


« 4 Diccionario histórico y critico

puertas con petardos llegado el caso, e ir a sacarlos de la cama


para trasladarlos rápidamente a alguna iglesia.'**

Cuanto hemos dicho acerca del derecho que tenemos, en vir­


tud de las leyes de la caridad, a afligir y violentar a quienes
preservamos de la muerte por este medio, es más cierto si
cabe respecto de los padres. Éstos olvidarían todos sus debe­
res si no privaran a su hijo del cuchillo o espada de que le vie­
ran a punto de hacer mal uso para herirse. Se verían obliga­
dos, pese a sus llantos, a arrancarle estos presentes; y si le
vieran presto a perderse para siempre con algún negocio, de­
berían sacarlo de ella por la fuerza, implorando incluso la au­
toridad del brazo secular. Si descuidan en esto el bien de sus
hijos, y alegan que no quieren emplear la constricción como
si se tratara de esclavos, ponen de manifiesto o que están fal­
tos de amor o que ignoran sus verdaderas funciones.
Todo esto nos muestra de manera evidente que aquellos
que desearían someter la conducta de la providencia de Dios,
en lo que se refiere a la tolerancia del primer pecado, al jui­
cio de la razón, perderían indefectiblemente su causa si no
dispusieran de otros medios que decir que los privilegios de la
libertad no debían ser violados. ¡Cóm o!, les responderían,
¿concebís a Dios como padre de los hombres y, sin embargo,
decís que prefiere ahorrarles el pequeño y breve pesar de for­
zarlos a renunciar a una agradable relación en la que estarían
prestos a abusar de su libertad, antes que librarlos de la con­
dena eterna a que se exponen por el abuso de su libre ar­
bitrio? ¿Dónde hallaréis semejantes ideas de la bondad pater­
na? Velar por el libre arbitrio, abstenerse cuidadosamente de
estorbar la inclinación de un hombre que va a perder para
siempre su inocencia y que va a condenarse eternamente: ¿lla­
máis a esto legítima observancia de los privilegios de la liber­
tad? Seríais más razonables si a un hombre que hubiera caído
a vuestro lado y se hubiera roto una pierna le dijerais: «Nos
ha impedido protegeros de esta caída nuestro temor a desha­
cer algunos pliegues de vuestro vestido; respetamos demasia-14

114 . Commentairephilosophiquesur *contrains-les d'entrer», parte lll, pp. 57 ss.


Paulicianos 215

do su simetría para tratar de alterarla, y nos ha parecido más


legítimo dejaros exponer a una fractura de hueso».
No niego que el permiso para servirse de una cosa, y para
abusar de ella,“ 5 haya tenido en alguna ocasión el carácter de
un favor muy especial; pero aquí el castigo se lleva consigo la
impunidad del abuso. Esto resulta, pues, inútil en la causa que
se debate aquí.1*6

11. Pero la segunda cosa que voy a proponer molestará aún


más que la otra a ios interpelados. Hasta aquí he razonado
bajo este principio: cuando aquellos a quienes se ama no pue­
den ser protegidos de ia muerte, de la infamia o de cualquier
otro gran mal, a menos de hacerles sufrir una pena menor, se
está en la obligación de hacérsela sufrir. La complacencia, la
tolerancia de sus caprichos o malas inclinaciones, sería menos
un acto de bondad que un acto de crueldad; y del mismo
modo que ellos serían los primeros en enojarse en cuanto pu­
dieran examinar las consecuencias, serían también los prime­
ros en agradecer el mal realizado con tanta utilidad. La evi­
dencia de estas proposiciones salta a la vista de todo el
mundo, y está fuera de toda duda que Adán y Eva hubieran
considerado un nuevo favor, tan grande como los preceden­
tes, los tirones dados por Dios para impedir que cayeran.
En esto se fundan los principios de mi primera observa­
ción. Pero ahora voy a emplear otro medio: concedo a los ad­
versarios cuanto me piden; doy mi acuerdo a que afirmen
que, puesto que el hombre recibió el privilegio de la libertad,
había que permitirle su posesión y uso plenos y sin límites, sin
hacerle ni la menor coerción por nada del mundo. Consiento 1256

125. El emperador Ncrva permitió estas dos cosas al padre de Hcrodes Ático,
que había encontrado un tesoro en su casa. Véanse los Cammentaires de Tris­
tón, tomo I, p. J5 7 ; y los Voyages de M. Sport, vol. 11, p. 164, ed. de Holanda.
126. La manera correcta de conferir un beneficio no es dar permiso para que
se abuse de él, sino añadir el arte de usarlo. Sin esto, un presente es un cuerpo
sin alma, como insinúa Horacio en Epistolae ad TibuUum, l, iv, 6 s.: «Non tu
Corpus eras sine pectoic: Dii tibí formam, / Dii tibi divitias dederant artcmque
fruendi» ('No eras tú sólo un cuerpo sin corazón. Te dieron los dioses riquezas
y el arte de disfrutarlas’, trad. cit.J.
216 Diccionario histórico y critico

que se diga que no era el momento de salvar a una persona ti­


rándole de los brazos o de los cabellos, echándola al suelo y
diciéndole: «Te es duro enfrentarte al a g u ijó n » .11? Que la li­
bertad sea una barrera absolutamente inviolable y un privile­
gio contra el que no está permitido atentar, lo acepto. ¿Care­
cía de medios suficientes, pese a todo, para prevenir la caída
del hombre? N o se trataba de oponerse a un movimiento cor­
poral -ard u a oposición ésta-, sino sólo a un acto de volun­
tad. Ahora bien, todos los filósofos claman que la voluntad
no puede ser forzada -«voluntas non potest cogi»-, y es con­
tradictorio decir que una volición sea forzada, ya que todo
acto de la voluntad es en esencia voluntario. Pero es infinita­
mente más fácil para Dios imprimir en el alma humana cual­
quier acto de voluntad que le parezca bien, que para nosotros
doblar una servilleta; por tanto, etc. Y aún resta una observa­
ción más victoriosa. Todos los teólogos aceptan que Dios pue­
de procurar infaliblemente un acto bueno de voluntad en el
alma humana sin privarla de las funciones de la libertad.118
Una delectación preventiva, la sugestión de una idea que ami­
nore la impresión del objeto tentador, y otros mil medios pre­
liminares de actuar sobre el espíritu y el alma sensitiva, logran
que, con toda seguridad, el alma razonable haga un buen uso
de su libertad y se vuelva hacia el camino recto sin ser inven­
ciblemente empujada. Calvino no negaría esto respecto del
alma de Adán en el estado de inocencia, y la totalidad de los
teólogos de la Iglesia romana, sin exceptuar a los jansenis­
tas,11» lo admiten en cuanto al hombre pecador. Reconocen su
capacidad de merecimiento, aun cuando obre sólo con una
gracia eficaz por sí misma o en tal grado suficiente que de
modo infalible es seguida de su efecto. Han de reconocer,
pues, que una asistencia procurada por Dios a Adán, que fue­
ra tan oportuna o estuviera tan condicionada que indefecti­
blemente le impidiera caer; se hubiera acordado muy bien con1278 9

12 7 . Hechos de los Apóstoles 9:5.


128. En la observación g del artículo «Marcionitas».
129. Es decir, en razón de que sostienen que condenan las proposiciones de
Jansenio en ei sentido que las ha condenado el papa.
Pauitcianos 217

el uso del libre albedrío, no hubiera hecho sentir constricción


alguna ni nada desagradable, y hubiera dejado ocasiones para
el mérito.1?0
He aquí, por tanto, que los demandados son expulsados de
todos sus reductos. ¿Dirán, como último recurso, que Dios
nada debe a la criatura y que no tuvo obligación de procurarle
una gracia necesitante o infalible? Pero ¿por qué dicen luego
que hubo de tener deferencias con la libertad humana? Si era su
deber conservar esta prerrogativa para el hombre y abstenerse
de tocarla, algo le debe, entonces, a su propia obra. Pero de­
jando ahí esa instancia ad hominem, ¿no podemos responder­
les que, si nada debe a la criatura, se lo debe todo a sí mismo y
no puede actuar contra su esencia? Pues bien, pertenece a la
esencia de una santidad1?1 y bondad infinita y que todo lo pue­
de no tolerar la introducción del mal moral y físico.
Sí, replicarán finalmente, pero «la cosa formada dirá a
quien la ha formado: ¿por qué me has hecho así?».1?1 Está
bien dicho, y es aquí donde había que hacerse fuerte. Volve­
mos al comienzo de la liza: no hubiera habido que salir de
aquí, por cuanto es inútil entrar en discusión si, tras haber pa­
sado un tiempo, uno se ve obligado a encerrarse en su tesis.
Los ortodoxos deben considerar que el dogma atacado por
los maniqueos es una verdad de hecho claramente revelada,
ya que, a fin de cuentas, habría que estar de acuerdo en que
no comprendemos sus causas ni sus razones: más vale acep­
tarlo así desde un principio y detenerse aquí, y dejar correr
como vanas trapacerías las objeciones de los filósofos, sin
oponerles otra cosa que el silencio con el escudo de la fe.

1 jo. En lo tocante a la razón fundada en que había que dejar al hombre los
medios de merecer la recompensa, véase el artículo «Orígenes», observación e ,
mim. t, hacia el final.
1 j 1. Es decir; que así lo parece a la luz de nuestra débil razón.
1 1 1. Epístola a los Romanos 9:30.
Zl8 Diccionario histórico y critico

N. Que los hombres son malos y Dios es bueno. Esto hizo


surgir otra pregunta: ¿de dónde puede proceder que los hom­
bres sean criminales?
Daniel Heinsius es el docto que me enseña esto:*33

Se trata de una antiquísima discusión de los pitagóricos, y entre


éstos sobre todo de quienes llamaban acusmáticos, que solían
preguntar tres cosas: Primero, qué es; segundo, qué es superior,
tercero, qué debe hacerse‘ 34 (...) En tales cuestiones residía la en*
tera filosofía de los siete sabios, que no preguntaban otra cosa
sino qué es lo superior. Y no lo que es bueno, sino lo óptimo; ni
lo que es difícil, sino lo difícilísimo. Esto es conocido por el Sim­
posio de los siete sabios de Plutarco (...) Así, cuando se pregun­
taba qué se dice con más verdad, respondían: «Que los hombres
son malos, que Dios es bueno». De donde derivaba en primer lu­
gar este corolario: «Siendo Dios bueno, por qué los hombres son
malvados». Lo atestiguan unos versos, que se hallan en Jámbli-
co, del antiguo poeta Hippodamante, que en loa de esta cuestión
escribía:

Oh divinos, ¿de dónde sois?, ¿de dónde nacéis tales?;


¿de dónde sois, hombres?, ¿de dónde nacen los malos?

De ahí surgía: «Si Dios hace lo bueno, de dónde lo malo».

Heinsius dice todo esto en sus notas a una disertación que he ci­
tado antes y cuyo título he dado.' 3 $ Añade que Máximo de
Tiro, el autor de la disertación, examinó esta materia a causa
de una doctrina de Platón sobre tres atributos de Dios:1?6 1) que
Dios es bueno esencialmente y es la bondad misma; 2) que es in­
mutable; 3) que es la verdad misma. El primer atributo signifi­
ca no sólo que Dios es bueno, sino también que produce el bien,134
56

133 . Daniel Heinsius, Natis in Máximum Tyrium, p. 106.


134. Me he saltado lo que figura aquí en el original; lo he encontrado desor­
denado, y conjeturo que los impresores suprimieron unas cuantas líneas.
135. En la observación l, cita de la nota 109.
136. La república, u.
Pautícianos 219

por cuanto es la idea del bien y ésta es la causa que produce


el bien. Pero como los platónicos aseguraban que toda ¡dea
es Dios, no reconocían una ¡dea del mal, ni por consiguiente
una causa del mal. De ahí surgía la cuestión de la procedencia
del mal.

De lo primero se sigue que conviene a Dios, si es tal, el bien no


sólo en potencia, sino también en acto, y no sólo que sea bueno,
sino también que haga el bien, ya que es la idea del bien. Pero la
idea del bien es asimismo la causa y el ejemplo del bien. Y como
los platónicos suprimen la idea del mal, ya que, como decía Par-
ménides, toda idea es divina, se sigue la pregunta: ¿De dónde
proceden los males?'»?

Finalmente, Heinsius observa que algunos han pensado que tal


cuestión es muy importante para la piedad, y nos remite al co­
mentario de Simplicio sobre Epicteto. Las palabras de este
comentador me han parecido tan notables que he pensado que
podían servir de ornamento a este lugar de mi diccionario. He­
las, pues, aquí:

El incorrecto planteamiento de la discusión sobre la naturaleza y


el origen de los males, cuando no devino causa de impiedad ha­
cia Dios, turbó los principios de las costumbres y de la honesta
formación y envolvió en numerosas e inexplicables dudas a quie­
nes no establecieron sus verdaderas causas. Pues si se dice que el
mal ha sido hecho por Dios, o se dice que es un principio, como
si fueran dos los principios de las cosas, el bueno y el malo, se si­
guen muchos y grandes absurdos.1 »•

Toca ahí tres grandes inconvenientes, ya que asegura que la


falsa explicación del origen del mal ha provocado impiedad,
ha confundido los principios de la doctrina de las costumbres
y ha arrojado en buena cantidad de dudas ¡nsolubles a quie-1378

137 . Heinsius, Natis in Máximum Tyrium, p. 107.


138. Simplicio, Commentarius in Epicteti Enchiridion, xxxiv. «De la misma
manera que no se pone un objetivo para extraviarse, así tampoco se suscita en
el mundo la naturaleza del mal.»
tz o Diccionario histórico y crítico

nes han razonado mal sobre la materia. Refuta con una fuer­
za y solidez admirables la hipótesis de los maniqueos conside­
rada en general, y la refuta aún mejor respecto a las explica­
ciones particulares de que se servían. Pero cuando le llega
el turno de aclarar y probar su hipótesis, no satisface tan ple­
namente a su lector. Utiliza el mismo método que los antiguos
padres, es decir, no da otras causas del origen del mal
que el libre arbitrio del alma humana. Es el único partido que
podía tomar; no hay más remedio que pasar por ahí, tras lo
cual uno se encuentra en medio de una encrucijada, de la
que un docto abate decía hace poco en París lo siguiente: ten­
go cuatro caminos en torno a mí: el de los calvinistas, el de
los jansenistas, el de los tomistas y el de los motinistas. Sé
bien cuál no hay que tomar, pero no el que hay que tomar
-«Q uem fugiam habeo, quem sequar non habeo»-. La pri­
mera ruta es contraria al concilio de Trento, la segunda a las
constituciones de los papas, la tercera a la razón y la cuarta a
San Pablo. Quienes no son católicos romanos pueden salir de
este aprieto con mayor facilidad, prefiriendo la autoridad
de San Pablo a la de los papas y los concilios.
Pirrón
125

p i r r ó n , filósofo griego, natural de Élide, en el Peloponeso,

fue discípulo de Anaxarco, a quien acompañó hasta las Indias,*


siguiendo, sin duda, a Alejandro Magno, lo cual nos permite
conocer en qué momento floreció. Había ejercido el oficio de
pintor antes de dedicarse al estudio de la filosofía.1»Sus opinio­
nes no diferían mucho de las de Arcesilao, (a ) pues no andaba
muy lejos de enseñar, como él, la inaprehensibilidad de todas
las cosas. En todo hallaba razones tanto para afirmar como
para negar, y retenía, por ello, su consentimiento tras haber
examinado bien los pros y los contras, reducien do todas sus
sentencias a un «non liquet» |‘no está claro’ ], inquiérase más
ampliamente. A lo largo de toda su vida no dejó, pues, de bus­
car la verdad, pero reservándose siempre algún recurso para no
tener que admitir que la había encontrado. Aunque no fuera él
quien inventó este método filosófico, lleva con todo su nom­
bre: se llama pirronismo -e s su título más com ún- al arte de
discutir sobre todas las cosas, sin tomar nunca otro partido
que la suspensión del juicio. Es detestado, con razón, en las
escuelas de teología; ( b ) trata, en ésta, de hacer surgir nuevas
fuerzas que no son más que simples quimeras, pero puede que
tenga sus maneras de obligar al hombre, mediante el senti­
miento de su oscuridad, a implorar el auxilio de arriba y a
someterse a la autoridad de la fe. (c) Como mi relato de una
conversación en la que dos abates discutieron sobre el pirro­
nismo puede causar problemas a muchos lectores,c destino
a este punto una buena aclaración, que se incluirá al final de
esta obra. Hay que considerar bromas de mal gusto, o más bien
imposturas, los cuentos de Antígono de Caristo acerca de que
Pirrón no prefería nunca nada a nada,d y un carro o un preci-

a. Oiógenes Laercio, IX, 61.


b. Ibidem.
c. En la observación B.
ó. En Diógenes Laercio, ix, 61.
ll6 Diccionario histórico y crítico

pido no le obligaban a dar un paso atrás ni a desviarse, de


modo que los amigos que le seguían le salvaron muy a menudo
la vida. Carece de toda verosimilitud que estuviera loco hasta
ese punto; (d ) pero enseñó, sin duda, que el honor y la infamia
de las acciones, su justicia e injusticia, dependían únicamen­
te de las leyes humanas y de la costumbre.' Por abominable que
sea esta opinión, surge naturalmente del principio pirrónico de
que la naturaleza absoluta e interior de los objetos se nos ocul­
ta, y de que sólo podemos estar seguros de lo que éstos nos pa­
recen en ciertos aspectos. La indiferencia de Pirrón fue asom­
brosa: (e ) ni le gustaba nada ni se molestaba por nada;f nunca
hubo nadie más convencido que él de la vanidad de las cosas.
( f ) Cuando hablaba, se preocupaba poco de si le escuchaban o
no, y continuaba aunque sus oyentes se fueran.^ Vivía con su
hermana y compartía con ella las menores ocupaciones do­
mésticas. (g ) Quienes dicen que obtuvo la ciudadanía de Ate­
nas por haber matado a un rey tracio cometen un burdo error.
( h ) N o tengo muchas faltas que reprochar al señor Moréri. (i)
La igualación que hacía de vida y muerte11 fue alabada por
Epicteto, quien por lo demás despreciaba en extremo el pirro­
nismo. (k )

e. Ibidem.
f. No toméis esto en sentido estricto: prefería sin duda la salud a la enferme*
dad, etc.
g. Diógencs Laercio, ix, 6z.
h. Véase la observación e .
O B SE R V A C IO N E S

A. Sus opiniones no diferían mucho de fos de Arcesilao.


Sí siguiera exactamente a Ascanio de Abdera, diría que entre
ambos filósofos no había diferencia alguna.

Al parecer [...] en su propia y más genuina filosofía [introdujo]


la noción de inaprehensibilidad \akatalepsía\ y suspensión del
juicio \epokhé\, según refiere Ascanio de Abdera.1

Se asegura con toda claridad que según Pirrón la naturaleza de


las cosas era inaprehensible; pues bien, ésta era la opinión de Ar­
cesilao. N o obstante, he preferido mantener alguna diferencia
entre ellos, porque el espíritu de los pirrónicos no supone la ina­
prehensibilidad. Se les ha llamado escépticos, zetéticos, efécti-
cos, aporéticos,1 es decir, examinadores, inquisidores, suspenso­
res, dudadores. Todo esto muestra que veían posible encontrar
la verdad y que no la determinaban como inaprehensible. Ha­
llaréis en Aulo Gelio que condenaban a quienes aseguran que lo
es; y ahí radica, según este autor, la diferencia entre pirrónicos y
académicos:) en todo lo demás eran perfectamente semejantes,
y se daban entre sí los nombres que he referido.-*

Aunque pirrónicos y académicos dicen de modo similar tales co­


sas, difieren entre sí, sin embargo, a causa de otras, y quizá son
juzgados sobre todo porque los académicos por lo menos dicen
que nada puede ser comprendido, como si comprendieran, y que
nada puede ser discernido, como si discernieran. En cambio, los
i . Diógenes Laercio, IX, 61 [erad, de M.I. Méndez Liorct, en esta misma colec­
ción, Barcelona, Circulo de Lectores, 1996].
i. Véase Gassendi, De philosophia universe, proemio, vm, 24. Véase también
Aulo Gelio, xi, 5.
3. Hay que entender los de la segunda Academia, fundada por Arcesilao.
4. Aulo Gelio, XI, ;.
2.28 Diccionario histórico y crítico

pirrónicos dicen que ni siquiera parece en absoluto verdad que


nada parezca verdad.*

Sexto Empírico encontró otra diferencia:6 Arcesilao pretendía


que por naturaleza la suspensión era buena y la afirmación
mala; en cambio, según Pirrón, no lo eran más que en apa­
riencia -«non secundum naturam, sed secundum id quod
apparet»-. En el fondo, ambos mostraban el mismo ardor en
defender la duda, y nada era más fácil que ponerlos de acuer­
do. No había más que pedirles que se explicaran clara y sin­
ceramente.»

B. E l pirronismo es detestado, con razón, en las escuelas de


teología.
Es peligroso sólo en relación con esta divina ciencia, pues no
vemos que lo sea mucho en relación con la física o con el Es­
tado. Poco importa que se diga que el espíritu del hombre es
demasiado limitado para descubrir nada en cuanto a verdades
naturales, en cuanto a las causas que producen el calor, el frío,
el flujo del mar, etc. Debe bastarnos el ejercicio de buscar hi­
pótesis probables y recoger experiencias; y estoy seguro de que
son muy pocos los buenos físicos de nuestro siglo que no están
convencidos de que la naturaleza es un abismo impenetrable,
y de que sólo conoce sus resortes quien los ha hecho y los diri­
ge. Así, todos estos filósofos son a este respecto académicos y
pirrónicos. La vida civil no ha de temer nada de este espíritu,
pues los escépticos no negaban que hubiera que amoldarse a
las costumbres del país, practicar los deberes de la moral y to­
mar partido en tales temas a partir de probabilidades, sin es­
perar a la certeza.8 Podían suspender su juicio sobre la cues­
tión de si un deber determinado es natural y absolutamente
legítimo, pero no lo suspendían sobre la cuestión de si había

j . Ibidem.
6. Véase Vossius, De philosophonmt sectis, p. 107.
7. Véase el pasaje de Aristocles en Ensebio, Proeparatio evangélica, xiv, citado
por Vossius, ibidem, p. 106.
8. Véase Diógenes Laercio, al final de la Vida de Pirrón.
Pirrán Z19

que practicarlo en tales y cuales ocasiones. Sólo la religión,


pues, tiene que albergar temor al pirronismo: debe apoyarse
en la certeza; su objetivo, sus efectos, sus usos caen tan pron­
to como la firme persuasión de sus verdades es borrada del
alma. Pero, por otra parte, hay motivos para superar la in­
quietud; nunca ha habido y nunca habrá sino un pequeño nú­
mero de personas que puedan ser engañadas por las razones
de los escépticos. La gracia de Dios en los fieles y la fuerza de
la educación en los restantes hombres, si queréis incluso la ig­
norancia’ y la inclinación natural a decidir, son un escudo im­
penetrable a los golpes de los pirrónicos, aunque ellos se ima­
ginen que hoy en'día son más temibles que antiguamente.
Vamos a ver en qué fundan esta extraña prevención.
Hace cosa de dos meses un hábil hombre me habló muy ex­
tensamente de una conversación a la que había asistido. Dos
abates, el uno que sólo conocía su rutina, el otro, buen filó­
sofo, se fueron poco a poco acalorando de tal suerte en la dis­
cusión que pensaron en pelearse seriamente. El primero había
dicho con bastante frialdad que disculpaba que los filósofos
del paganismo flotaran en la incerteza de las opiniones, pero
que no podía comprender que hubiera aún, bajo la luz del
Evangelio, miserables pirrónicos. Os equivocáis razonando de
esta manera, le respondió el otro. Si Arcesilao regresara al
mundo y tuviera que luchar con nuestros teólogos, sería mil
veces más terrible que para los dogmáticos de la antigua Gre­
cia: la teología cristiana le proporcionaría argumentos insolu­
bles. Todos los asistentes oyeron esto con gran sorpresa y re­
clamaron al abate más explicaciones, convencidos de que se le
había escapado una paradoja que sólo redundaría en su con­
fusión. Ésta fue la respuesta que dirigió al primer abate: re­
nuncio a las ventajas que la nueva filosofía acaba de procurar
a los pirrónicos. En nuestras escuelas apenas se conocía el
nombre de Sexto Empírico; los medios para la epokhé que

9. Son palabras de Simónides: «Esas gentes no son bastante sutiles para ser en­
gañadas por un hombre como yo». Balzac decía lo mismo de las jóvenes de su
pueblo. Arcesilao se quejaba de tener que vérselas con enemigos que no enten­
dían la guerra; sus artimañas eran inútiles: no podía engañar a tropas poco
aguerridas. Véase Plutarco, en su Vida, hada el final.
1)0 Diccionario histórico y crítico

propuso con tanta sutilidad eran tan desconocidos como la


tierra austral, cuando Gassendi presentó un resumen de ello
que nos ha abierto los ojos.10 El cartesianismo ha dado la úl­
tima mano a esta obra, y nadie duda ya, entre los buenos fi­
lósofos, de que los escépticos tengan razón cuando sostienen
que las cualidades de los cuerpos que afectan a nuestros sen­
tidos no son sino apariencias. Todos nosotros podemos decir:
«Siento calor en presencia del fuego»; pero no: «Sé que el fue­
go es en sí mismo tal como me parece». Éste era el estilo de
los antiguos pirrónicos. Hoy en día la nueva filosofía tiene un
lenguaje más positivo: el calot; el olor, los colores, etc., no es­
tán en los objetos de nuestros sentidos; son modificaciones de
mi alma; sé que los cuerpos no son tales como me parecen.
Hubieran querido exceptuar la extensión y el movimiento,
pero no han podido, pues si los objetos de los sentidos nos
parecen coloreados, calientes, fríos, olorosos, aunque no lo
sean, ¿por qué no podrían aparecer extensos y con figura, en
reposo y en movimiento, aunque no tuvieran nada de ello?11123
M ás aún, los objetos de los sentidos no pueden ser la causa
de mis sensaciones; podría, pues, sentir el frío y el calor, ver
colores, figuras, extensión, movimiento, aun cuando en el
universo no existiera cuerpo alguno. Carezco, pues, de prue­
bas válidas de la existencia de los cuerpos.11 La única prueba
que pueden darme debe tomarse de que Dios me engañaría si
imprimiera en mi alma las ideas que poseo del cuerpo sin que
en efecto hubiera cuerpos;1) pero esta prueba es muy débil,
prueba demasiado. Desde el comienzo del mundo, todos los
hombres, con la excepción tal vez de uno entre doscientos mi­
llones, creen firmemente que los cuerpos son coloreados, pero

10. En su libro De fine logicae, m, 7 2 s. del vol. 1 de sus Obras, Lyon, 1658.
1 1 . El abate Fouchcr propuso esta objeción en su Critique de la recherche de ¡a
vérité. El padre Malebranche no respondió; percibió bien su fuerza. Véase la
cita de la nota siguiente.
12 . El padre Malebranche muestra, en una aclaración sobre la Recherche de la
vérité, «que es muy difícil probar que hay cuerpos, y que sólo la fe puede con­
vencemos de su existencia efectiva».
13. Véase el capítulo xxvm del tratado del señor Amauld, Des vraies et des
fausses idées, donde refuta la mencionada aclaración del padre Malebranche
mediante razones extraídas enteramente de esta fuente.
Pirrón *31

es un error. Pregunto yo: ¿engaña Dios a los hombres respec­


to de estos colores? Si los engaña en este aspecto, nada impi­
de que los engañe respecto a la extensión. Esta última ilusión
no será menos inocente ni menos compatible que la primera
con el Ser soberanamente perfecto. Si no los engaña en cuan­
to a los colores, será sin duda porque no los empuja invenci­
blemente a decir: «Estos colores existen fuera de mi alma»,
sino sólo: «Me parece que hay colores». Puede sostenerse lo
mismo respecto de la extensión: Dios no os empuja invenci­
blemente a decir: «Hay extensión», sino sólo a juzgar que la
sentís y que os parece que existe. A un cartesiano no le cues­
ta más trabajo suspender su juicio sobre la existencia de la ex­
tensión que a un campesino abstenerse de afirmar que el sol
luce, que la nieve es blanca, etc. Por eso, si nos engañamos al
afirmar la existencia de la extensión, Dios no será la causa, ya
que, según vosotros, no es la causa de los errores de este cam­
pesino. Éstas son las ventajas que estos nuevos filósofos pro­
curarían a los pirrónicos, a las cuales quiero renunciar.
Al punto, el abate filósofo declaró al otro que, para esperar
una victoria sobre un escéptico, hay que probarle ante todo que
la verdad es reconocible con certeza por algunos indicios. Se
les llama habitualmente criterium veritatis. Afirmaréis con ra­
zón que la evidencia es el carácter seguro de la verdad, pues
si no fuera la evidencia este carácter nada lo sería. Sea, os dirá el
escéptico; ahí os espero: os mostraré cosas que rechazáis como
falsas y que presentan una extrema evidencia. 1) Es evidente que
las cosas que no son diferentes de una tercera no difieren entre
ellas;1-* ésta es la base de todos nuestros razonamientos, sobre
ella fundamos todos nuestros silogismos, pero no obstante la re­
velación del misterio de la Trinidad nos asegura que este axioma
es falso. Inventad tantas distinciones como os plazca; nunca
mostraréis que esta máxima no sea desmentida por el mencio­
nado gran misterio, z) Es evidente que no hay diferencia alguna
entre individuo, naturaleza, persona; sin embargo, el mismo
misterio nos ha convencido de que las personas pueden multi­
plicarse sin que los individuos y las naturalezas dejen de ser14

14. «Quae sunt ídem uní temo sunt ídem ínter se.
* 3* Diccionario histórico y critico

únicos. 3) Es evidente que, para formar un hombre que sea real


y perfectamente una persona, basta con unir a la vez un cuerpo
humano y un alma razonable. Sin embargo, el misterio de la En­
camación nos ha enseñado que esto no basta. De ahí se sigue que
ni vosotros ni yo podemos estar seguros de si somos personas;
pues si fuera esencial que un cuerpo humano y un alma razona­
ble, unidos a la vez, constituyeran una persona, Dios no podría
nunca hacer que no la constituyesen: hay, pues, que decir que la
personalidad les es puramente accidental. Pero todo accidente es
separable de su sujeto de varias maneras; es, por tan­
to, posible para Dios impedimos, por diversos medios, ser per­
sonas, aunque estemos compuestos de cuerpo y alma; ¿y quién
nos asegurará que no se sirve de alguno de estos medios para
despojamos de la personalidad? ¿Está obligado a revelamos to­
das las maneras en que dispone de nosotros? 4) Es evidente que
un cuerpo humano no puede estar en varios lugares al mismo
tiempo, y que su cabeza no puede caber con todas sus otras par­
tes bajo un punto indivisible, pero, sin embargo, el misterio de la
Eucaristía nos enseña que ambas cosas se producen todos los
días;' J de donde se sigue que ni vosotros ni yo podemos estar se­
guros de si somos distinguidos de los demás hombres, y de si no
estamos ahora mismo en el serrallo de Constantinopla, en Ca­
nadá, en Japón y en todas las ciudades del mundo, en cada lugar
bajo distintas condiciones. Dios, que no hace nada en vano,
¿crearía muchos hombres cuando uno solo le puede bastar, cre­
ado en distintos lugares y revestido de distintas cualidades según
los sitios? Esta doctrina nos lleva a perder las verdades que en­
contramos en los números, pues dejamos de saber cuánto suman
dos y tres, qué es la identidad, la diversidad. Si pensamos que
Juan y Pedro son dos hombres, es sólo a causa de que los vemos
en distintos lugares y de que el uno no posee todos los acciden­
tes del otro. Pero, con el dogma de la Eucaristía, este fundamen­
to de distinción es completamente nulo. Tal vez exista sólo una15

1 5. Nótese que es un abate quien habla. Estoy obligado a añadir aquí tales avi­
sos, en esta segunda edición, porque he sabido que a muchas personas de reli­
gión reformada les ha chocado ver el misterio de la Trinidad y el de la Encar­
nación con el mismo rango que el dogma de la presencia real y el de la
transubstanciación.
Pirrón *33

criatura en todo el universo, multiplicada por su producción en


distintos lugares y por la variedad de las cualidades. Hacemos
grandes reglas aritméticas, como si hubiera muchas cosas distin­
tas.16178Todo quimeras. N o sólo ya no sabemos si existen dos cuer­
pos, ignoramos incluso si existe un cuerpo y un espíritu, pues si
la materia es penetrable, está claro que la extensión es sólo un
accidente del cuerpo, y así el cuerpo, según su esencia,
es una substancia inextensa; puede, por tanto, recibir todos los
atributos que se conciben en el espíritu: el entendimiento, la vo­
luntad, las pasiones, las sensaciones; no hay ya regla que nos lle­
ve a discernir si una substancia es espiritual por su naturaleza o
si es corporal. 5) Es evidente que los modos de una substancia no
pueden subsistir sin la substancia que modifican; y sin embargo
el misterio de la transubstanciación nos ha dado a conocer que
tal cosa es falsa.'7 Esto confunde todas nuestras ideas: ya no hay
manera de definir la substancia; pues si el accidente puede sub­
sistir sin sujeto alguno, la substancia a su vez podrá
subsistir dependiendo de otra substancia, a la manera de los
accidentes. El espíritu podrá subsistir a la manera de los cuer­
pos, como en la Eucaristía la materia existe a la manera de los es­
píritus; éstos podrán ser impenetrables, como la materia ahí
es penetrable. Ahora bien, si al pasar de las tinieblas del paga­
nismo a la luz del Evangelio, hemos aprendido la falsedad
de tantas nociones evidentes y de tantas definiciones ciertas,1*
¿qué sucederá cuando pasemos de las oscuridades de esta vida a
la gloria del paraíso? ¿No es verosímil que aprenderemos la fal­
sedad de mil cosas que nos parecen incontestables? Saquemos
provecho de la temeridad de quienes vivieron antes del Evange­
lio, que afirmaron como verdaderas ciertas doctrinas evidentes
cuya falsedad nos han revelado los misterios de nuestra teología.

16. Nótese que si un cuerpo puede ser producido en distintos lugares, todo otro
ser, espíritu, lugar, accidente, etc., podrá ser igualmente multiplicado; y así no
existirá una multitud de seres, sino que todo se reducirá a un solo ser creado.
17 . Véase la nota 1 5.
18. Quienes sostienen la transubstanciación ponen la esencia de la materia en
la facultad de recibir la extensión; y lo mismo la esencia de todas las cosas: nada
actual, todo capacidad pasiva. Pero esta capacidad puede convenir al espíritu,
etc.; esto confunde todas las definiciones.
134 Diccionario histórico y critico

Pasemos a la moral, i) Es evidente que se debe impedir el


mal si se puede, y que pecamos si lo permitimos cuando lo po­
demos impedir. Sin embargo, nuestra teología nos muestra
que esto es falso; nos enseña que Dios no hace nada indigno de
sus perfecciones cuando tolera todos los desórdenes que hay
en el mundo, que le eran fáciles de prevenir, z) Es evidente que
una criatura que no existe no puede ser cómplice de una mala
acción. 3) Y que es injusto castigarla como cómplice de esta
acción. Sin embargo, nuestra doctrina del pecado original nos
muestra la falsedad de estas evidencias. 4) Es evidente que hay
que preferir lo honesto a lo útil, y que cuanto más santa es una
causa, menos tiene la libertad de posponer la honestidad a la
utilidad. Sin embargo, nuestros teólogos nos dicen que Dios,
teniendo que escoger entre un mundo perfectamente bien re­
glado y ornado de toda virtud, y un mundo como éste, en el
que dominan el pecado y el desorden, prefirió éste porque en
él descubría mejor los intereses de su gloria. Vais a decirme
que no hay que medir los deberes del creador con el rasero de
nuestros deberes. Pero si lo hacéis, caeréis en las redes de vues­
tros adversarios. Es ahí donde os quieren; su gran objetivo es
probar que la naturaleza absoluta de las cosas nos es descono­
cida, y que no conocemos de ellas más que ciertas relaciones.'9
No sabemos, dicen, si el azúcar es dulce en sí mismo; sólo sa­
bemos que nos parece dulce cuando lo aplicamos a nuestra
lengua. No sabemos si esta acción es honesta en sí misma y
por su naturaleza; creemos sólo que respecto a alguien, en re­
lación con ciertas circunstancias, su apariencia es honesta.
Pero no es así en otros aspectos y según otras relaciones. Ved,
pues, a qué os exponéis diciéndoles que nuestras ideas de la
justicia y de lo honesto toleran excepciones y son relativas.
Pensad también que cuanto más elevéis los derechos de Dios al
privilegio de no actuar según nuestras ideas, más arruinaréis el
único medio que os resta para probar que existen cuerpos; este19

19. El lado fuerte de su lógica, o de su tópica, se reducía a un medio: el de la


relación, el octavo en el orden de los diez, por el cual los de esta escuela mues­
tran que juzgamos sobre las cosas sólo por comparación, lo cual enuncian en
estos términos: *omnia sunt ad aliquid* (‘todas las cosas son en relación a
algo’], La Mothe le Vayer, De la vertu des paiens, Oeuvres, v, 1 1 7 .
Pirrón *35

medio es que Dios no nos engaña, y que lo haría si el mundo


corporal no existiera; mostrar un espectáculo a todo un pue­
blo sin que pasara nada fuera del espíritu sería un engaño.
Distinguo, os responderán: si un príncipe lo hiciera, concedo ;
si lo hiciera Dios, negó. Porque los derechos de Dios son muy
otros que los de los reyes. Aparte de que si las excepciones que
hacéis a los principios de la moral se fundan en la infinitud
inaprehensible de Dios, no podré estar seguro nunca de nada,
pues nunca podré comprender toda la extensión de los dere­
chos de Dios. Concluyo de esta manera: si hubiera un indicio
por el cual pudiera conocerse la verdad con certeza, sería la
evidencia; pero la evidencia no es ese indicio, ya que conviene
a cosas falsas; por tanto...
Le costó mucho trabajo al abate a quien se dirigía todo este
largo discurso abstenerse de interrumpir. Lo escuchó con se­
ñales de sufrimiento, y cuando vio que se dejaba de hablar,
cayó en una cólera extraordinaria contra los pirrónicos,20 sin
dispensar de ella al expositor de las dificultades que aquéllos
toman de los sistemas de teología. Recibió la réplica modesta
de que era sabido que todo eso no eran sino sofismas y difi­
cultades ínfimas, pero que sería justo que quienes tanto se
enorgullecen contra los escépticos no ignorasen el estado de
las cosas. Habéis creído hasta ahora, continuaron, que un
pirrónico no puede poneros en apuros; respondedme, pues.
Tenéis cuarenta y cinco años, no dudáis de ello; y si de algu­
na cosa estáis seguro es de que sois la misma persona a quien
se concedió la abadía d e... hace dos años. Voy a mostraros
que carecéis de buenas razones para tener esa seguridad. Ar­
gumento a partir de los principios de nuestra teología. Vues­
tra alma ha sido creada; es preciso, pues, que a cada momen­
to Dios le renueve la existencia, dado que la conservación
de las criaturas es una creación continua. ¿Quién os dice que
esta mañana Dios no ha dejado recaer en la nada el alma
que había seguido creando hasta entonces, desde el primer
momento de vuestra vida? ¿Quién os dice que no ha creado 10

10. Compárese esto con lo que relata La Mothe le Vayer en la parte u de su


Prose chagrme, en el tomo ix de sus Oeuvres.
Z )6 Diccionario histórico y crítico

otra alma modificada como la vuestra?21 Esta nueva alma


es la que tenéis en este momento. Mostradme lo contrario;
que la compañía juzgue sobre mi objeción. Un docto teólo­
go que estaba allí tomó la palabra y reconoció que, una vez
supuesta la creación, a Dios le era tan fácil crear a cada
momento una nueva alma como reproducir la misma, pero
que, no obstante, las ideas de su sabiduría, y más aún las lu­
ces que extraemos de su palabra, pueden darnos una legítima
certeza de que hoy tenemos numéricamente la misma alma
que ayer, antes de ayer; etc.; y concluyó que no había que en­
tretenerse en la discusión con los pirrónicos, ni imaginarse
que sus sofismas puedan ser cómodamente eludidos con las
meras fuerzas de la razón, para que este sentimiento los lleve
a recurrir a un guía mejor; como es la fe. Ésta es la materia de
la observación siguiente.

c . Puede obligar al hombre a implorar el auxilio de arriba y


a someterse a la autoridad de la fe.
Un moderno que ha estudiado con más detenimiento el pirro­
nismo que otras escuelas, lo considera el partido menos con­
trario al cristianismo y aquel «que puede recibir más dócil­
mente los misterios de nuestra religión».22 Confirma su
parecer mediante algunas razones; tras lo cual habla así:

No sin motivo creemos que el sistema escéptico, fundado en un in­


genuo reconocimiento de la ignorancia humana, es el menos con­
trario de todos a nuestra creencia y el más apropiado para recibir
las luces sobrenaturales de la fe. No decimos, en lo que concierne
a esto, sino lo que es conforme a la mejor teología, ya que la de San
Dionisio no enseña nada más expresamente que la debilidad de
nuestro espíritu y su ignorancia con respecto, sobre todo, a las co­
sas divinas. Así explica este gran doctor lo que el propio Dios hai.*

i i . Es decir, con la reminiscencia que habría reproducido si hubiera continua­


do creando el alma del abare.
ix . La Moche le Vaya; De la vertu des paiens, romo v de sus Oeuvres, p. ízy.
Véanse las Dissertations de l'abbé Foucher. sur la philosophie des Acadénú-
cierts.
Pirrón *3 7

pronunciado por boca de sus profetas: que ha establecido su reti­


ro en las tinieblas. Pues, siendo así, sólo podríamos acercamos a
Él entrando en tales misteriosas tinieblas, de donde extraemos una
importante lección: que sólo podemos conocerlo oscuramente,
cubierto de enigmas o nubes y, según dice la Escuela, ignorándolo.
Pero tal como quienes han hecho en todo tiempo profesión de hu­
mildad y de ignorancia se acomodan mucho mejor que los demás
a estas tinieblas espirituales, los dogmáticos, al contrario, que
nunca han tenido aprensión más fuerte que la de aparentar que ig­
noran algo, se pierden en ellas al instante, y su presunción de po­
seer suficiente luz de entendimiento para superar toda clase de os­
curidad los lleva a cegarse más aún cuando creen que avanzan por
tinieblas que nuestra humanidad no puede penetrar. Sea como
fuere, encuentro que la filosofía escéptica no es poco útil a un
alma cristiana cuando le hace perder todas esas opiniones magis­
trales que San Pablo detesta tanto.*)

Se ha extendido sobre el tema con más exactitud y más fuer­


za en otro libro.*)
Cuando somos capaces de comprender todos los medios de
la epokhé expuestos por Sexto Empírico, sentimos que esta
lógica es el mayor esfuerzo de sutilidad que haya podido ha­
cer el espíritu humano. Pero vemos al mismo tiempo que esta
sutilidad no puede ofrecer satisfacción alguna. Se confunde a
sí misma, por cuanto, si fuera sólida, probaría que es cierto
que hay que dudar, y habría entonces alguna certeza; tendría­
mos, pues, alguna regla segura de la verdad. Ahora bien, esto
arruina el sistema. Pero no temáis que lleguemos hasta ahí; las
razones para dudar son ellas mismas dudosas; hay que dudar,
pues, de si hay que dudar. ¡Qué caos!, ¡y qué tortura para el
espíritu! Parece que tal desdichado estado es el más propio de
todos para convencernos de que nuestra razón es una vía
de perdición, dado que, cuando se despliega con más suti­
lidad, nos arroja a semejante abismo. La consecuencia natural
de esto debe ser la renuncia a esta guía y la demanda de uno13

13. La Mothe le Vayei; tbidem, p. 2 31.


24. En la parte 11 de la Prose chagrme, en el vol. 1 de sus Oeuvres.
z 38 Diccionario histórico y crítico

mejor a la causa de todas las cosas. Es un gran paso hacia la


religión cristiana, pues ella quiere que esperemos de Dios el
conocimiento de lo que debemos creer y hacer; quiere que so­
metamos nuestro entendimiento a la obediencia de la fe. Si un
hombre se ha convencido de que nada bueno cabe esperar de
sus discusiones filosóficas, se sentirá más dispuesto a rogar a
Dios para pedirle que le convenza de las verdades que deben
creerse, que si se jacta de tener gran éxito razonando y discu­
tiendo. Conocer los defectos de la razón es, por tanto, una
buena preparación a la fe; de ahí que el señor Pascal y algu­
nos más hayan dicho que, para convertir a los libertinos, hay
que mortificarlos en el capítulo de la razón y enseñarles a des­
confiar de ella. Calvino es admirable en cuanto a este pensa­
miento, pues he aquí lo que expone en la liturgia del bautis­
mo,1? es decir, he aquí por dónde empiezan las lecciones que
hay que dar a ios postulantes del cristianismo.

Con esto,16 pues, Dios nos amonesta a humillarnos y disgustar­


nos de nosotros mismos; y de esta manera nos prepara para de­
sear y requerir su gracia, mediante la cual toda la perversidad y
maldición de nuestra primera naturaleza será abolida. Pues no
somos capaces de recibirla si no nos vaciamos primero de toda
confianza en nuestra virtud, sabiduría y justicia, hasta condenar
todo lo que hay en nosotros. Pero cuando nos ha hecho ver nues­
tra desdicha, nos consuela de modo semejante con su misericor­
dia, prometiéndonos regenerarnos con su Espíritu Santo en una
nueva vida, que sea para nosotros como una entrada en su reino.
Esta regeneración consiste en dos partes: que renunciemos a no­
sotros mismos, no siguiendo más nuestra propia razón, nuestro
placer y nuestra voluntad, sino que, subyugando nuestro enten­
dimiento y nuestro corazón a la sabiduría y justicia de Dios,
mortifiquemos cuanto nos pertenece, a nosotros y a nuestra car­
ne; y luego que sigamos la luz de Dios para complacer y obede-256

25. Nótese que esta liturgia está en vigor en las iglesias de la confesión de Gi­
nebra, y así las máximas que contiene deben pasar por la doctrina general de
tales iglesias y no por la opinión particular de Juan Calvino.
26. Esto es, diciéndonos que debemos renacer.
Pirrón *3 9

cer su gusto, como nos lo muestra con su palabra y nos conduce


con su espíritu:

En cualquier caso, hay personas hábiles que sostienen que


nada es más opuesto a la religión que el pirronismo.1?

Es la extinción total no sólo de la fe, sino de la razón, y nada hay


más imposible que reconducir a quienes han llevado su extravío
hasta tal exceso. Podemos instruir a los más ignorantes, pode­
mos convencer a los más obstinados, podemos persuadir a los
más incrédulos, pero es imposible, no diré convencer a un escép­
tico, sino razonar con justicia contra él, por cuanto es imposible
oponerle ninguna prueba que no sea un sofisma, incluso el más
grosero de todos los sofismas -m e refiero a una petición de prin­
cipio- En efecto, ninguna prueba puede llegar a conclusión sal­
vo que se suponga que todo lo que es evidente es verdadero, es
decir^ salvo que se suponga aquello que se cuestiona, pues el pi­
rronismo propiamente no consiste más que en no admitir esta
máxima fundamental de los dogmáticos.1*

Mirad en Vossius, que tras haber dicho que el pirronismo y el


epicureismo son muy contrarios a la religión cristiana, confir­
ma su parecer mediante un pasaje de Clemente Romano.1?

A partir de aquí Nicetas por sí mismo y por su hermano Aquila


en el epítome de Clemente Romano, De Gestis B. Petri, p. 56,
ed. Adr. Tumebi, in latina Perionii translatione ex Parisiensi edi-
tione Sonnii fol. 596: «También hemos examinado cuidadosa­
mente las opiniones que enseñan los filósofos, especialmente las
que más se oponen a la piedad para con Dios, es decir, las de Ep¡-
curo y Pirrón, a fin de que pudiéramos refutarlas mejor». Por su­
puesto Nicetas había sido epicúreo; Aquila, en cambio, había se-17

17 . La Placette, Traite de la consáenee, p. 377.


18 Esta máxima era más invencible en otro tiempo en manos, por ejemplo, de
los estoicos, que después que se puede sostener ad hominem ante los teólogos
que se dan proposiciones evidentes que son falsas. Véase sobre esto, en la ob­
servación B, la discusión de los dos abates.
29. Vossius, De philasophorum sectis, pp. 107-108.
140 Diccionario histórico y crítico

guido a los pirrónicos, como figura en el libro octavo de los Exá­


menes del propio Clemente, obra que no ha subsistido en griego,
sino en la traducción latina de Rufino Aquilano.)®

Notad que La Mothe le Vayer excluye a los pirrónicos de la


gracia que concede a muchos filósofos antiguos. En lo que va
a decimos se contienen algunos hechos que atañen a este ar­
tículo.

Tengo por desesperada la salvación de Pirrón y de todos sus dis­


cípulos con las mismas opiniones que él acerca de la divinidad.
No es que hicieran profesión de ateísmo, como algunos han creí­
do. Puede verse en Sexto Empírico que admitían la existencia de
los dioses como los demás filósofos, les rendían el culto ordina­
rio y no negaban su providencia; pero, aparte de que nunca se
determinaron a reconocer una causa primera que los llevara a
menospreciar la idolatría de su tiempo, lo cierto es que nada cre­
yeron sobre la naturaleza divina sino con suspensión de espíritu,
nada confesaron de cuanto acabamos de decir sino dudando y
tan sólo para amoldarse a las leyes y costumbres de su siglo y del
país donde vivían. Por consiguiente, puesto que carecieron de la
menor luz de esta fe implícita sobre la que hemos fundado la es­
peranza de salvación de algunos paganos, que la poseyeron a la
vez que una gracia extraordinaria del cielo, no veo en absoluto
verosímil creer que algún escéptico o pirrónico de este temple
haya podido evitar el camino del infierno.)1

d. Que estuviera loco hasta ese punto.


Citemos de nuevo al señor La Mothe le Vayer:)1

No ignoro que Antígono de Caristo contaba que Pirrón no hu­


biera querido desviarse ni por un carro ni por un precipicio ni
por el encuentro con un perro rabioso, y que eran sólo sus ami-30
12

30. Ibidem, p. 108.


3 1. La Mothe le Vayer; De la vertu des paiens, p. 226.
32. Ibidem, pp. 2 13-2 14 .
Ptrróti 241

gos quienes lo protegían de todos esos inconvenientes. Pero ¿por


qué creer antes a este Antígono que a Enesidemo, que escribió
ocho libros sobre la escuela de los pirrónicos, y que asegura que
su jefe no cometió jamás ninguna de esas extravagancias? Son,
de hecho, tan poco verosímiles, y tan difícil es imaginarse que un
número tan grande de filósofos las hayan aprobado, que mi con­
ciencia me llevaría a denunciarlas aun cuando no fueran contra­
dichas por nadie y aunque la restante vida de Pirrón no probara
su falsedad. En efecto, estamos de acuerdo en que vivió cerca de
noventa años y en que pasó la mayor parte de ese tiempo en via­
jes, yendo a encontrarse con los magos de Persia y tomando con­
tacto, en la India, con los gimnosofistas. ¿Es verosímil que un
hombre que se precipitaba en toda suene de peligros llegara has­
ta una edad tan avanzada?, ¿y que tuviera por todas partes sufi­
cientes amigos para librarlo de tantos peligros, casi inevitables
aun para quien va por el mundo con el máximo de destreza y
previsión? En cualquier caso, debemos considerarlo fundador de
una gran compañía y, por consiguiente, recomendable sin duda
en muchos aspectos. Pero incluso a falta de otra cosa, lo que le­
emos en su vida -que fue nombrado sumo pontífice por los de su
país- bastaría para poner de manifiesto la calumnia de sus ene­
migos, pues carece de verosimilitud alguna que otorgaran un car­
go tan importante a un hombre que estuviera sujeto a tan gran­
des caprichos» (...) No escribió nunca nada, de suerte que es
imposible juzgar sobre su capacidad por sus obras. Pero, aparte
de lo que podemos presumir por su gran reputación, simplemen­
te el privilegio de inmunidad que la ciudad de Elis, su patria,
acordó en su consideración a todos los filósofos, y el honor que
le hicieron los atenienses de darle cartas de ciudadanía,» conce­
didas sólo a pocas personas, nos llevan a comprender suficiente­
mente cuál era su mérito.34

33. Ibidem, p. 2.2.7.


34. Veremos en la observación h que esto es falso.
24* Diccionario histórico y critico

E. La indiferencia de Pirrón fue asombrosa.


Recogeré un único ejemplo. Anaxarco había caído en un lo­
dazal; Pirrón lo vio, privado de todo auxilio, pero siguió ade­
lante sin dignarse a tenderle la mano. Le culparon y con jus­
ticia, pues en una situación así hubiera debido ayudar a un
hombre desconocido y, con más razón, a su profesor. Vais a
ver que en este punto el maestro sabía más que el discípulo;
en efecto, no sólo Anaxarco no se quejó de Pirrón ni aprobó
que le censuraran, sino que además le alabó por su espíritu in­
diferente y por su falta de amor. ¿Cabría hacer algo más sor­
prendente bajo la disciplina de la Trapa?

Cuando en cierta ocasión Anaxarco cayó en un lodazal, Pirrón


pasó al lado sin prestarle ayuda, y ante los reproches de algunos
el propio Anaxarco alabó su indiferencia e impasibilidad.»

Esto me recuerda una réplica contada por el abate de Saint-RéaL

Podría -d ice- daros la respuesta de un anciano que, cuando al­


guien le reprochó que, para ser filósofo, hacía muy poco caso de
la filosofía, replicó: se llama filosofar a esto mismo. J*

He aquí algo digno tanto de Pirrón como de Anaxarco.


Vamos a relatar otra pequeña historia. Pirrón sostenía que
vivir no importa más que morir, ni morir más que vivir. ¿Por
qué no morís?, le preguntaron. Por esto mismo, respondió,
porque la vida y la muerte son de igual modo indiferentes.
Diógenes Laercio no hace mención de esto, pero Estobeo nos
lo ha conservado:

Pyrrhon aiebat, nihil interesse Ínter vitam et mortem. Et cum quí­


dam ad eum diceret, cur igitur ipse non moreris? Quia nihil inte-
rest, respondit.37356
7

35. Diógenes Laercio, IX, 6 } [trad. cit.].


36. Césarion, ou Entretiens divers, pp. 31-32 , La Haya.
37. Estobeo, Sermones, cxvm.
Pirrón M3

Que nadie diga que habría olvidado sus máximas ante la pre­
sencia de un peligro de muerte. Que nadie diga:

Era fuor de’ perigli un sacripante,


ma ne’ perigli ha vea cara la vita.*

Mostró todo lo contrario en un gran peligro de naufragio.


Fue el único al que la tormenta no causó pasmo, y viendo que
los demás estaban sobrecogidos de temor y tristeza, les rogó
con aire tranquilo que miraran a un cerdito que había allí, co­
miendo a su modo habitual: así debe ser, les dijo, la insensibi­
lidad del sabio.)8

En cierta ocasión en que los compañeros de navegación estaban


atemorizados por una tempestad, él permaneció sereno y les le­
vantó el ánimo señalándoles un lechón que seguía comiendo en
el barco y diciendo que es necesario que el sabio se mantenga en
una imperturbabilidad ¡ataraxia} semejante.»

F. Nunca hubo nadie más convencido que él de la vanidad de


las cosas.
Despreciaba sobre todo la naturaleza humana, y no dejaba
nunca de repetirse las palabras en que Homero la compara
con las hojas. «Homero, a quien admiraba y de quien citaba
sin cesará0 “ como el linaje de las hojas, tal es también el de
los hombres” . »«• Según Gassendi, le gustaba este paralelo**

38. Compárese con esto la doctrina de Diógenes el cínico, de quien habla el


señor Du Rondel, artículo «Pereira», observación c, en el segundo y tercer
párrafos.
39. Diógenes Lacrcio, ix, 68 [trad. cit.J.
40. Ibidern, 67 [trad. dt.).
41. ¡liada, vi, 146 (trad. dt.].
41. «Como si con esto se hiciera alusión no sólo a la naturaleza caduca de los
hombres, igual a la de las hojas, sino también a su opinión inconstante y mu­
dable, como son mudables las hojas de los árboles al mínimo viento», Gassen­
di, De logicae fine, u, 70.

* ‘Fuera de peligro era un fanfarrón, / pero en los peligros estimaba la vida.*


144 Diccionario histórico y critico

porque en él encontraba la mortalidad de los hombres y esa


inconstancia de sus opiniones que hace que revoloteen como
hojas a merced de los vientos. Tenía muy en cuenta otros pa­
sajes de Homero donde se compara a los hombres con los
pájaros y las moscas y se describen sus debilidades y puerili­
dades:1” «y todo aquello que afecta a la inconstancia y futili­
dad junto con la puerilidad humanas».** M e sorprende no
leer que estimaba infinitamente esta sentencia de Homero:

Pues el pensamiento de los hombres terrenos cambia con cada día


que nos trae el padre de hombres y dioses.*!

Su significado es que el espíritu de los hombres es tornadizo, y


que Dios les da su provisión de razón como una especie de pan
cotidiano que renueva cada mañana. Esto cuadra de maravilla
con la hipótesis de los pirrónicos: buscaban siempre, no se
decantaban con firmeza por parte alguna, en todo momento
se sentían dispuestos a razonar de manera nueva, siguiendo
las variaciones de los casos. De creer a su adversario, cierto
doctor en teología hace lo mismo; no le perdona, sobre todo,
sus variaciones y sus perpetuas contradicciones.*6 Le muestra
que establece principios según la necesidad que le apremia,
y que cuando empiezan a incomodarle, subroga otros del todo
contrarios; y, por copiar sus expresiones, le reprocha que ra­
zona al día y según la pasión que está de tumo en el mando de
su alma. Y, sin embargo, este doctor es muy terminante; niega
y afirma magistral y expeditivamente. Los escépticos no eran
más reservados en esto que él audaz. Habría que evitar la
usurpación de sus derechos, y dejarles el privilegio de ir razo­
nando día a día; se lo atribuyen en Cicerón.*? Por lo demás, la
inconstancia de las opiniones y pasiones es tan grande que se

4 ). Diógenes Laercio, ix, « l.


44. Ibidem (trad. dt.|.
45. Homero, Odisea, xvm , 13 6 ss. [trad. cit.|. Véase San Agustín, De caritate
Dei, v, 8.
46. Historie des Ouvrages des Sauans, octubre de 1694, p. 7 1 , en el extracto
del libro del señor Saurín titulado Examen de ia théologie de M. Jurieu.
47. Túsenteme disputationes, vi, 273d.
Pirrón *45

diría que el hombre es una pequeña república que cambia a


menudo sus magistrados.

G. Compartía las menores ocupaciones domésticas.


Llevaba pollos, lechones, etc. al mercado para venderlos, ba­
rría y limpiaba los muebles, tal como si fuera la criada de la
casa.-*8 Todo le era indiferente; no creía que una cosa valiera
más que otra. «Y atendía a la limpieza de la casa con ab­
soluta indiferencia.»*’ A veces se desmentía, pues en cierta
ocasión se enfadó con su hermana, y cuando le advirtieron
que su irritación no se avenía con la indolencia de que
hacía profesión, respondió: ¿pensáis que quiero poner en
práctica esta virtud por una mujer? «Encolerizado en cierta
ocasión a propósito de su hermana [...] replicó al que lo cen­
suraba por ello que no se debía buscar en una mujer la
demostración de la indiferencia.» N o vayáis a figuraros que
quería decir que no renunciaba al amor; no era ése su pensa­
miento: quería decir que no todos los motivos merecían el
ejercicio de su dogma de no irritarse por nada. La causa de su
cólera era muy indigna de un filósofo, y principalmente de un
filósofo así; se enfadó con su hermana porque se había visto
forzado a comprarle cuanto necesitaba para ofrecer un sacrifi­
cio, dado que un amigo que había prometido proporcionarlo
rodo había faltado a su palabra. Nos enteramos de esto gra­
cias a Eusebio.

Preparando su hermana Filipa un sacrificio, uno de sus amigos,


que había ofrecido las cosas necesarias para hacerlo, no fue fiel a
su promesa. Pirrón, entonces, obligado a hacer tales gastos, se lo
tomó áspera y acerbamente, y oyó que aquel amigo suyo decía
que no seguía mucho la regla de sus decretos ni se mostraba libre
de toda turbación. Entonces, Pirrón le respondió que no debía
hacerse la prueba de este asunto por medio de una mujercita. A
lo cual su amigo respondió con toda razón que de este modo las4 9
8

48. Diógenes Laercio, ix, 66.


49. Ibidem [trad. cu.).
Z46 Diccionario histórico y critico

discusiones que trataran de la mujer, del perro y de todas las de­


más cosas carecerían de importancia.s°

En estas últimas palabras su autor alude a la respuesta que


dio Pirrón cuando se burlaron de él porque había huido para
protegerse de un perro que le perseguía; es difícil, respondió,
desembarazarse del hombre.

Antígono de Caristo, que vivía en aquellos mismos tiempos y que


escribió sobre sus costumbres, evoca que Pirrón, para escapar de
un perro que le perseguía, se refugió en un árbol; como se rieran
por esta razón los que estaban presentes, respondió que despo­
jarse del todo del hombre era doloroso.*'

h . Quienes dicen que obtuvo la ciudadanía de Atenas por


haber matado a un rey tracio cometen un burdo error.
La coincidencia en el nombre ha sido la causa de esta menti­
ra. Un cierto Pitón, discípulo de Platón,** recibió de los ate­
nienses la ciudadanía por haber matado a Cotis, rey de Tra-
cia.JJ De ahí procede la mentira de quienes dicen que nuestro
Pirrón realizó el asesinato y obtuvo la recompensa.»

1. N o tengo muchas faltas que reprochar al señor Moréri.


Solamente cinco, r) Estas palabras, Pirrón «pretendía que los
hombres no hacían nada sino por costumbre», son absurdas.
N o estaba tan loco para decir esto; conocía la existencia de
filósofos que sostenían la diferencia natural entre virtud y vi­
cio, y que una infinidad de personas hacían cien cosas para
conformarse a las leyes. Lo correcto sería expresarse así: Pirrón
defendía que nada era realmente esto o aquello, y que la natu-50 1*3

50. Aristocles, en Eusebio, Praeparatio evangélica, XIV, xvm , 76 ).


5 1. Ibidem.
S í . Plutarco, Adversas Colotes, 1 1 1 6 , hacia el final. Véase también De lau­
dando seipso, 5 4 1, y De gerendi república, 8 16.
53. Demóstenes, Adversas Aristoaratem, 44$.
54- Diocles lo dice en Diógenes Laercio, IX, 6$.
Pirró» *47

raleza de las cosas dependía de las leyes y de la costumbre; es


decir, que los hombres, mediante sus leyes y costumbres, esta­
blecían que ciertas cosas eran buenas, loables, malas, reproba­
bles, etc. Ésta era su doctrina. Si Diógenes Laercio no la enten­
dió así, qué le vamos a hacer. Hablo de esta manera porque sus
términos no son tan claros como para que pueda sostenerse
este significado: «Los hombres, mediante sus leyes y costum­
bres, hacen que cada cosa sea tal o cual. En todas las cosas por
igual, nada es en verdad, sino que los hombres llevan a cabo to­
das sus acciones de acuerdo con la convención y la costumbre,
puesto que cada cosa no es más esto que lo otro».» z) N o sé de
dónde han sacado «que no le gustaba que le interrumpieran
durante sus meditaciones filosóficas». Diógenes Laercio no lo
dice, aunque le haga amante de la soledad, y apunta incluso
que quienes le interrogaban no quedaban nunca insatisfechos
con la respuesta.?6 3) Este error es bastante ligero en compara­
ción con el anterior: «Admiten, sin embargo, que vivió noven­
ta años». Esto es tanto como pretender que un hombre que se
divierte estando solo, y a quien no gusta que lo interrumpan
mientras medita, no debe de vivir mucho tiempo. Casi todos
los que meditan desean con pasión que se les dé la libertad de
hacerlo continuamente, ya que la menor interrupción supone
una pérdida de tiempo para volver al camino; y si un hombre
anhela la soledad y se aburre con las compañías, se le alarga la
vida permitiendo que esté tan solo como quiera. Concluyamos
que el señor Moréri ha utilizado un sin embargo muy fuera de
lugar. 4) N o encontramos que Pirrón haya obtenido la ciuda­
danía de Atenas. Este error ha sido copiado de La Mothe le Va-
yer.57 5) De haber copiado fielmente de él en otra materia, esta
observación se habría terminado ya. Ha dicho que mediante el
octavo medio de la epokhé, que es el de la relación, los pirróni­
cos «muestran que sólo juzgamos de las cosas por compara-
ción».?8 El señor Moréri añade a esto el término «prejuicios»;
«los escépticos -d ic e - pretenden que sólo juzgamos por pre-56 78

55. Diógenes Laercio, ix, 61 [erad. cit.].


56. ¡bidet», 64.
57. Véase la observación d .
58. La Mothe le Vayei; De la vertu des patens, vol. v, p. 1 1 7 .
248 Diccionario histórico y crítico

juicios o por comparación». Mala disyuntiva, pues el medio de


que se trata aquí no concierne a los prejuicios, sino sólo a los
juicios que hacemos sobre las cualidades relativas, como son la
pesadez, la dureza, la grandeza, la pequeñez, etc.

k . La igualación que hacía de vida y muerte fue alabada por


Epicteto, quien por lo demás despreciaba en extremo el pi­
rronismo.
«Epicteto tenía a Pirrón en particular veneración a cau­
sa de que no hacía diferencias entre vida y muerte. Estimaba
sobre todo la réplica que hizo,5» etc...59
606
1Aunque estimaba mu­
cho a Pirrón, su menosprecio por los pirrónicos era tan ex­
traordinario, que no los podía tolerar. Un día dijo a un pirró­
nico que se esforzaba en probar que los sentidos eran siempre
engañosos: ¿quién de vosotros, queriendo ir a los baños, ha
ido nunca al molino? Solía también decir: si fuera el mozo de
estos pirrónicos, encontraría placer en atormentarlos; cuando
me dijeran: Epicteto, vierte aceite en el baño, les esparciría
salmuera por la cabeza; cuando me pidieran tisana, les traería
vinagre. Y si pensaran quejarse, les diría que se equivocan, y
les persuadiría de que el vinagre es tisana, o les haría renun­
ciar a su opinión.»6'

59. La encontraréis en la observación E.


60. Gilíes Boileau, Vie d'Épictéte, p. 43.
61. lbidem, pp. 49-50.
Pomponazzi
p o m p o n a z z i (Pedro), en latín Pomponatius, nació en M an­
tua el 1 6 de septiembre de 14 6 1 .a De tan corta talla era que
poco le faltaba para ser enano,b pero poseía un gran ingenio y
tuvo fama de ser uno de los más excelentes filósofos de su si­
glo. Enseñó filosofía en Padua, con magnífica reputación, te­
niendo como antagonista al célebre Achillini, cuyas embara­
zosas objeciones le habrían desarmado a menudo de no ser
por su destreza para eludirlas mediante rasgos de humor, (a )
Durante la terrible guerra que los venecianos sostuvieron con­
tra la liga de Cambray, se retiró a Bolonia y enseñó allí filoso­
fía. Se casó tres veces, pero sólo tuvo una hija,' a la que otor­
gó una dote de doce mil ducados.*1 Estoy seguro de que no
murió en 1 5 1 2 como dice el señor M oréri,' pero ignoro la fe­
cha real; sólo sé que según algunos alcanzó una extrema vejez,1
y que según otros una dificultad al orinar lo llevó a la muerte
en Bolonia a los sesenta y tres años.B Su cuerpo, transportado
a Mantua, tuvo un entierro honorable gracias a los desvelos
del cardenal Hércules de Gonzaga.h Este gran filósofo se me­
tió en pleitos con los monjes por su libro sobre la inmortalidad
del alma (b ) y se expuso a sospechas de impiedad. Ni el fragor
en su contra ni las obras publicadas contra su libro le hicieron
cambiar de opinión. Dio la réplica más de una vez, y en lugar
de retroceder siguió siempre avanzando, aunque asentado in­
variablemente en su paliativo inicial, (c) a saber, que la auto-

a. Lucas Gauricus, Schemata et praedictiones, Iv, fol. 57 v.


b. «Era un hombrecito muy pequeño, en cierto modo un enano», ibidem.
c. Ibidem.
d. Ibidem.
e. Véase la observación G, hacia el final.
í. «Murió consumido por la vejez», Lucas Gauricus, Schemata et praedictio­
nes, iv, fol. 57 v.
g. «Murió a los sesenta y tres años en Bolonia al surgirle una estranguria»,
Jovio, Elogia virorum clarorum, lxxxi , 165.
h. Ibidem.
*54 Diccionario histórico y crítico

ridad divina de la Escritura constituía para él fundamento in­


quebrantable de su convicción de que nuestra alma es inmor­
tal. Su libro sobre los encantamientos es tenido también por
muy peligroso, (d ) No le han faltado apologistas,' pero algu­
nos lo salvan sólo porque suponen que se convirtió del ateís­
mo. (e ) Si las impiedades de que le acusan se basan sólo en
su libro sobre la inmortalidad del alma, nunca ha habido acu­
sación más impertinente, ( f ) ni que indique de forma más
expresa la inicua obstinación de los perseguidores de los filó­
sofos. Porque no puso en duda la inmortalidad del alma; sos­
tuvo, por el contrario, que era un dogma muy cierto, del cual
estaba firmemente persuadido. Afirmó tan sólo que las ra­
zones naturales que se presentan en este tema no son sólidas
ni convincentes. Ahora bien, aunque podamos servirnos con
provecho de la opinión combatida por él, y aunque deba ala­
barse y alentarse a los filósofos que se aplican a fortalecer las
razones humanas de la inmortalidad del alma, (g ) todo el
mundo debe gozar, dado que sólo se trata de pruebas filosófi­
cas, de la libertad de someterlas a discusión, de examinarlas y
de decir sobre ellas lo que a cada uno le parezcan. La respues­
ta de Pomponazzi al argumento de que la creencia en la mor­
talidad del alma llevaría a los hombres a toda suerte de críme­
nes (h ) merece consideración. N o sé si creer a ciertos autores
cuando dicen que esta obra fue condenada al fuego por los ve­
necianos y reprobada por su propio padre, (i) Es inexcusable
la audacia y la prevención del jurisconsulto luterano (k ) que
sostuvo que este filósofo daba lecciones públicas contra la in­
mortalidad del alma y que era un mago infame difusor de im­
piedades acerca de la virtud oculta de los sortilegios y la ima­
ginación. Por lo demás, buscó con tal contención de espíritu la
solución de las dificultades, que ni pensaba en dormir, en be­
ber, en comer o en evacuar. Se volvía casi loco y aparecía como
ridículo ante todo el mundo. Él mismo lo cuenta, (l )
Tras la primera edición de este artículo, he visto en la obra
citada por el padre Théophile Raynaudk que en efecto Silves-i.

i. Véase la observación e .
k. Véase la observación i.
Pomponazzi *55

tre Priérias asegura que el libro de Pomponazzi fue quemado


en Venecia.1 Y añade que si de él hubiera dependido, se habría
dado por todas partes el mismo trato a este pernicioso libro.
Él había refutado la opinión de Pomponazzi antes de que lle­
gara a la imprenta, pero como lo que realizó sobre el tema no
había aparecido aún, lo incluye en la obra que cita Théophile
Raynaud. La publicó en 15 Z 1. En ella observa que dos mon­
jes habían escrito con gran solidez contra este tratado de
Pomponazzi: uno se llama Bartolomé de Pisa, y el otro, Jeró­
nimo Fornario Bachalario. Esto servirá de suplemento.m

l. Silvestre Priérias de Strigimagarum, Daemonumque miranda, t (y no V,


como cita Théophile Raynaud: la obra está dividida sólo en tres libros), v, 19,
ed. romana, 15 7 3 , in-40.
m . A l a s o b s e r v a c io n e s b y e .
O B SE R V A C IO N E S

A. Su destreza para eludirlas mediante rasgos de humor.


Me entero de esto por Paulo Jovio.

En las reuniones -d ice- y en ia asamblea de los doctores, cuan­


do se discutía junto al pórtico pretorial, en un ejercicio muy útil,
se escabullía de una manera tan asombrosa, que, viéndose a me­
nudo atacado por el peligroso entimema cornudo de Achillini, en
cuanto derramaba la sal de sus facecias eludía el asalto del ad­
versario, y se salvaba por tales giros y meandros.1

Nada es más conveniente en las discusiones que este talento


de Pomponazzi: si no tenéis nada bueno que responder a un
argumento y sentís que os abruma, que es insoluble, saldréis
del apuro sólo con que vuestro espíritu os procure algún ras­
go burlón. Pondréis así de tal suerte a los reidores de vuestro
lado, que haréis caer sobre vuestro adversario la confusión
que os correspondía. «Solventur risu tabulae, tu missus abi­
lis.»1 Se comprueba, entonces, la verdad de esta máxima:

... ridiculum acri


fortius et melius magnas plerumque secat res.)

Conocí a un profesor de filosofía que se había vuelto temible


sólo por este aspecto. Carecía de fondo; fácilmente le hubieran

x. Paulo jovio, Elogia virorum clarorum, lxxxi, 164.


2. Horacio, Sátiras, 1 1 ,1 , último verso |‘Se deshará la acusación con las risas y
rú, libre, te podrás marchar’, trad. de A. Cuatrecasas, Planeta, 1992).
3. ¡bidem, X, 1 , 1 4 [‘La mayoría de las veces una broma soluciona las situacio­
nes difíciles más eficazmente y mejor que la acritud’, trad. cit.].
Pomponazzi *5 7

puesto en aprietos en las discusiones públicas, de no haber re­


currido a bromas e incluso a bufonadas para hacer reír a la
asamblea. Las objeciones más fuertes sucumbían de esta ma­
nera; y tan convencido estaba él de que tal forma de responder
era la mejor, que la utilizaba incluso cuando podía decir algu­
na cosa sería y a la vez sólida. Pero, a fin de cuentas, las per­
sonas de buen juicio no quedan contentas con el método de es­
tos burlones; se divierten, pero no dejan de adjudicar el honor
del triunfo a quien le corresponde. Paulo Jovio observa que
Achillini le ganaba en las discusiones por la fuerza insuperable
de su doctrina, pese a que Pomponazzi, su antagonista, rego­
cijaba a los asistentes con sus ocurrencias y empleaba super­
cherías:

Superaba por la invencible fortaleza de su doctrina a un rival que


discutía hábilmente en la asamblea y que provocaba más a me­
nudo la risa con su graciosa mordacidad.*

Digamos de paso que Pomponazzi se valió de su talento,


como un tunante rematado, para hacer que acudieran a él los
alumnos de Achillini, hombre sencillo e incapaz de intrigas.5

b . Se metió en pleitos con ¡os monjes por su libro sobre la in­


mortalidad del alma.
Éstas son las palabras de Paulo Jovio:

Al estallar la guerra de Venecia, tras la muerte de Achillini, fue


profesor en Bolonia. Allí inflamó en extremo contra él a los sa­
cerdotes encapuchados, y ardorosamente la fama de su nombre.
Publicó, por supuesto, un volumen en el que se esforzaba por de­
mostrar que, según la doctrina de Aristóteles, las almas perecen
tras la muerte del cuerpo. Siguió las opiniones de Alejandro de4 5

4. Jovio, Elogia virorum clarorum, i v i i , 134.


5. «Este mismo Pomponazzi, cruel adversario, vació su escuela con insidiosa
ambición. Él era del todo inexperto, por la gran sencillez de su carácter, en cor­
tejar y adular», ibidem.
i 58 Diccionario histórico y crítico

Afrodisia; nada puede conducir, más perniciosamente que tales


creencias, a la corrupción de la juventud y a la disolución de la
disciplina de la vida cristiana.*

Podéis daros cuenta de la manera como Paulo Jovio hace de his­


toriador y de juez: no sólo dice que Pomponazzi se expuso a las
persecuciones de la frailería con su intento de probar que, a jui­
cio de Aristóteles, el alma del hombre no es inmortal; añade que
no hay doctrina más perniciosa que ésta ni más propicia a
corromper a la juventud y moral cristianas. Sin duda, tiene infi­
nitamente más razón cuando describe que cuando juzga, pues
carece de importancia que Aristóteles creyera en la mortalidad
del alma o que planteara unos principios que no permiten afir­
mar su inmortalidad. Por tanto, si Pomponazzi se limitó a se­
ñalar que, ateniéndose a los principios de Aristóteles, es impo­
sible eludir el aserto de que el alma muere con el cuerpo, su
opinión no es perniciosa, siempre que, por lo demás, reconozca
la inmortalidad del alma. Pues bien, la reconoce expresa y for­
malmente. Procede a examinar las hipótesis de Aristóteles; re­
fiere cuanto puede decirse a favor y en contra; se plantea las ra­
zones filosóficas alegadas en aquel tiempo como pruebas de la
inmortalidad o mortalidad de nuestra alma; anota el lado fuer­
te y el débil de ambas partes; y luego concluye que, al no haber
razón alguna que pruebe demostrativamente que el alma sea
mortal o que no lo sea, es preciso considerar la cuestión como
un problema. Ahora bien, como incumbe a Dios, agrega, resol­
ver los problemas sobre los que discuten los hombres, busque­
mos si resuelve a favor de la inmortalidad de nuestra alma, y
atengámonos a su resolución como a un decreto definitivo e in­
falible. Prueba a continuación, mediante la Escritura -e l Anti­
guo y el Nuevo Testamento-, que hay otra vida tras ésta, y de­
clara que en ello funda su fe. Éstas son sus palabras:?1

Estando así las cosas, me parece -salvo que haya una opinión
más correcta- que en este tema se impone decir que la cuestión de

6. Ibidem, lxxxi , 164.


7. Pomponazzi, De immortalitate animae, xv, 124.
Pomponazzi l 59

la inmortalidad del alma, como asimismo la de la eternidad del


mundo, es un problema irresoluble. Me parece, en efecto, que no
pueden aducirse razones naturales concluyentes de la inmortali­
dad del alma, y menos aún que prueben su mortalidad, tal como
declaran muchos doctores que la tienen por inmortal [...] Por
eso, decíamos, como Platón en el primer libro de las Leyes, que
cuando algo se discute mucho sólo Dios puede cerciorarnos. Así,
puesto que hombres tan ilustres discuten entre sí al respecto, a mi
juicio únicamente Dios puede cerciorarnos8 [...] Por lo cual, sos­
tengo que, antes de la donación o advenimiento de la gracia, Dios
resolvió con frecuencia esta cuestión a través de los profetas y de
los bienes sobrenaturales, como se ve claramente por el Antiguo
Testamento. Y finalmente la dilucidó a través del Hijo, a quien
erigió en heredero del universo y por quien hizo también los
siglos, tal como escribe el Apóstol en la Epístola a los Hebreos»
|...| Cuanto la luz dista de lo claro y la verdad de lo verdadero,
y cuanto la causa infinita es más poderosa que el efecto finito,
tanto más eficazmente se demuestra así la inmortalidad del alma.
Por lo que, si algunas razones parecen probar la mortalidad del
alma, son falsas y engañosas, ya que la luz primera y la verdad
primera enseñan lo contrario. Si algunas, en cambio, parecen pro­
bar su inmortalidad, son en efecto verdaderas y claras, pero no la
luz y la verdad. Por eso, sólo esta vía es inconmovible y estable;
las demás son fluctuantes'0 |...| Por tanto, indudablemente11 es
preciso defender la inmortalidad del alma. En verdad, no hay que
avanzar por la vía por la que han avanzado los sabios del mundo,
que al tiempo que se dijeron sabios fueron hechos necios, pues a
mi juicio quien avance por esta vía errará siempre inseguro y fluc-
tuante.

a. Ibidem, ia j.
9. Ibidem, 126.
to. Ibidem, ti8.
t i . Nótese que el título de su último capítulo es «In quo ponitur ultima con-
clusio in hac materia, quae sententia mea videtur indubie sustinenda» (‘Donde
se establece la última conclusión en este tema, que a mi juicio parece que hay
que sostener indudablemente').
2.6o Diccionario histórico y crítico

¿Cabe, en conciencia, acusar de impiedad a un hombre que


rige así sus opiniones? ¿N o cabría sostener con el mismo fun­
damento, que la totalidad de los teólogos ponen en duda la
Trinidad, la Encamación, la Transubstanciación, la Resurrec­
ción y en general todos los dogmas cuyas pruebas se extraen
sólo de la revelación, sin que nadie pretenda que las luces na­
turales nos los descubren? ¡Cóm o!, la Sagrada Escritura, una
vez firmemente aceptada como la palabra de Dios, ¿no es tan
capaz de convencemos de la inmortalidad del alma como una
demostración geométrica?12 Pero vamos a contentamos con
decir que Paulo Jovío ha juzgado muy mal sobre esta obra de
Pomponazzi. De haber dicho, en general, que la doctrina que
niega la inmortalidad del alma arruina las buenas costum­
bres, se trataría de algo que pasa por noción común, pero que
tai vez en el fondo no es tan cierto como parece. Si, en efec­
to, examinamos las costumbres de los cristianos, sus impudi­
cias, maledicencias, trapacerías y cuanto hacen para ganar
dinero, obtener cargos o suplantar a sus competidores, en­
contraremos que no podrían ser más desordenados aunque
no creyeran en otra vida. Hallaremos, hablando en general,
que sólo se abstienen de las acciones que están expuestas a la
infamia o a la mano del verdugo -d o s frenos que detendrían
la corrupción de un impío, caeteribus paribus [‘y a los demás
de la misma ciase’], tan fácilmente como la suya-. Pero este
tema requeriría un tratado particular.
Cuando considero la pública admisión por parte de Pom­
ponazzi de que las razones naturales no pueden proporcio­
narnos certeza legítima sobre nuestra inmortalidad, no sé qué
debo decir acerca de la distinción que, pretendidamente, ale­
gó una vez ante sus jueces. Según el relato de La Mothe le Va-
yec, el asunto sucedió así:

Una habilidad similar le dio buen resultado, hace poco, al filósofo


Pomponazzi, quien, por haber dicho, con licencia y calor peripaté­
ticos, que no creía en la inmortalidad del alma, se encontró entre las
rudas manos de la Inquisición, de la cual, sin embargo, escapó coni.

i i . Véase el artículo «Perror (Nicolás)», citas de las notas 46 y 47.


Pomponazzi z61

esta interpretación: que en verdad no creía en ella por conocerla


apodícticamente, lo cual expuso medíante un larguísimo discurso a
unos jueces que habían sido en otro tiempo alumnos suyos y que en
esta ocasión tuvo necesidad de hallar bastante favorables.'*

Más bien me inclino a creer que alegó ante sus jueces la distin­
ción entre fe y ciencia -en vez de este distinguo entre ciencia y
opinión-, es decir, que reconoció ante ellos que no sabía por
demostración que el alma fuera inmortal, pero que lo creía
como un artículo de fe revelado en la Escritura y decidido por
los concilios.1* Sea como fuere, parece que no encontró mal
que su obra fuera refutada, y que deseó que el pernicioso vene­
no que había esparcido fuera exterminado con el antídoto de la
respuesta de javellus. Esto es lo que observa el jesuíta Antoine
Sirmond, contra quien había hecho imprimir en Francia, sin
esta respuesta, el tratado de Pomponazzi:

El cual, de autor repugnante, ignoro qué curioso o impío ha man­


dado que saliera a la luz en una nueva edición solo y sin la répli­
ca de javellus. El propio Pomponazzi, en una carta que le escribió
una vez, aprobaba esta réplica al punto que rogaba que se anun­
ciara públicamente, también con su voto a favor, que si el veneno
esparcido en su libro no era diluido en ese antídoto, resultaba
pestilente y muy temible para todo el género humano.')

Creo que Pomponazzi pensó muy tarde en tal oficio de cari­


dad, pues defendió su primera obra dos veces contra N ifo y
una contra Ambrosio, arzobispo de Nápoles. El mismo Sir­
mond os pondrá al corriente,'6 pero no va a deciros nada del
libro que publicó Contarini en 1 5 1 6 contra el de Pomponazzi,
el cual pareció muy sólido a este filósofo.134
*6

1 3. La Moche le Vayer, Dialogue de la diversité des religions, pp. 294-19$. Es


el último de los cinco diálogos de Orasius Tubero.
14. «Que el alma es inmortal es un artículo de fe, como es evidente por el Sím­
bolo de los apóstoles y por el de Atanasio», Pomponazzi, De immortalilateani-
mae, p. 116 .
1$. Antoine Sirmond, De immortalitate animae, pp. 1-2, París, 16 35, m-8° .
16. Antoine Sirmond, Appendice, pp. 19-20.
z6z Diccionario histórico y critico

Publicó joven aún -contaba entonces treinta y tres años- un libro


contra el pensamiento de su maestro Pedro de Mantua [...] Y se
pone de manifiesto que sus argumentos eran sólidamente de­
mostrativos y graves, y que el conjunto de la obra estaba muy ela­
borado, por cuanto el agudísimo físico, en el libro donde defiende
su opinión, vivamente atacada por quien había sido su discípulo,
dice que se trata del libro más docto y fértil de los que en cualquier
¿poca han expuesto tal materia. Y añade que parece haber sido
obra por entero divina y artística.

¿Por qué, entonces, no quiso que esta respuesta de Contarini


se imprimiera en lo sucesivo con su tratado, tal como se dice
que quiso con la respuesta de Javellus? N ifo había escrito
contra Pomponazzi por orden de León X. Otros dicen, por
el contrario, que Pomponazzi hizo su tratado sólo para com­
placer a este papa. El señor de La Mothe le Vayer los refuta.
Refiero, un poco por extenso, cuanto ha dicho sobre el tema;
se verán algunas observaciones que ilustrarán mi texto.

No hay necesidad de extender más lejos estas consideraciones,,s


puesto que puede verse lo que han escrito esos dos grandes adver­
sarios, Pomponazzi y Nifo, hace más de cien años. Sobre lo cual es
preciso estar advertido de poner entre las ensoñaciones de Postel
-que sabemos que tenía intervalos de espíritu muy peligrosos-
cuanto ha osado decir de que el primero había entrado en esta
disputa sólo para complacer a un sumo pontífice del que habla en
muy malos términos. Pues la verdad es que, todo lo contrario, el
último fue escogido por el papa León X, a quien dedica su obra, y
de quien Postel gusta de hablar como uno de los más sabios de su
tiempo y más capaces de defender un partido en tanto que soste-
nible. Así, hay que admitir que hizo todo lo posible en favor de
una causa que albergaba tan grandes inconvenientes en los térmi­
nos de puro pcripatetismo que habían convenido. Pomponazzi se
mofa diciendo que había hecho como un médico de Milán, que or­
denó poner en un barreño muestras de todas las hierbas de un pra-178

17 . Johanncs Casa, Vita Gasparis Contarini, p. 184.


18. Es decir, de examinar si Aristóteles enseña la inmortalidad del alma.
Pomponazzi 263

do, prometiéndose hallar alguna apropiada para curar a su enfer­


mo; y que aquél se había servido, de idéntico modo, de toda clase
de argumentos, por débiles y sofísticos que fueran, para ver si se
contentarían con alguno. Lo bueno es que sólo se trataba de la
opinión de Aristóteles, que en todo caso no puede ser más perju­
dicial a la verdad que cuanto escribió sobre la eternidad del mun­
do o sobre la quintaesencia de los cielos, de lo cual se hacen bur­
las en los colegios.1»

El señor De la Sponde, tras referir la prohibición hecha por


León X a los filósofos de enseñar que el alma del hombre fue­
ra mortal y única en todos los hombres,*0 observa que, según
se cree, fue Pomponazzi quien dio lugar a esta bula.

Se dice que el mantuano Pedro Pomponazzi, profesor de filosofía


de Jovio, dio ocasión al mencionado castigo a los filósofos. Pom­
ponazzi, que explicaba a Aristóteles y Averroes en Bolonia, con su
intento de demostrar que, en opinión de Aristóteles, las almas
iban a perecer tras la muerte del cuerpo, había corrompido sobre­
manera a la juventud. Y se protegía diciendo que hablaba filosófi­
camente, pero que, por ser cristiano, pensaba de otro modo.*'

Tales palabras no están exentas de errores, puesto que dan a


entender que Pomponazzi enseñaba, como Averroes, la unidad
del alma de todos los hombres en ciertos aspectos. Pues bien,
nada más falso; leed su obra, veréis que, tras exponer en el ca­
pítulo 111 la opinión de Averroes, declara, desde el inicio del
capítulo iv , que es absurda y monstruosa, y que s¡ no la refuta
es porque Tomás de Aquino ha demostrado ya su extravagan­
cia y ha dejado a los averroístas sin posibilidad alguna de esca­
patoria; los ha derrotado de tal modo, dice, que no les queda,
como último refugio, sino vomitar injurias contra él.** Remi-19 20

19. La Mothe le Vayei; De l’immortalité de l'áme, pp. 13 6 -13 7 , del tomo tv de


sus Oeuvres, in-tz".
20. He referido las palabras de la bula, en el artículo «Spinoza», observa­
ción p, hacia el final.
1 1 . De la Sponde, Anuales ecclesiastici, 1 3 1 3 , núm. 10, p. 308.
21. «Tan brillante y sutilmente ataca esta opinión, que a mi entender no deja
264 Diccionario histórico y crítico

tiendo a sus lectores a Tomás de Aquino, se contenta con mos­


trar que Averroes no halló esta quimera en Aristóteles.

Aunque tal opinión sea muy corriente en nuestra época y casi to­
dos den por seguro que pertenece a Aristóteles, sin embargo me
parece que más bien es en sí misma falsísima, en realidad ininte­
ligible y monstruosa, y ajena por entero a Aristóteles. Considero,
por el contrario, que tamaña tontería nunca fue ni aceptada ni
descubierta por él. Y acerca de lo primero, de su falsedad, no
pretendo alegar nada nuevo, sino sólo remitir al lector a lo que el
divino Tomás de Aquino, honor de los latinos, sostiene. Pero en
cuanto a lo segundo, he decidido aducir unas pocas cosas que me
inspiran plena confianza de que sin duda esto es algo ajeno a
Aristóteles, y ciertamente una ficción y un monstruo forjado por
Averroes.xJ

Esto no impide que pueda decirse que fue él uno de los que
dieron lugar a la bula de León X. N o le concedió gran cosa.
Fue leída y aprobada por los padres del concilio de Letrán en
la octava sesión del mes de diciembre de 1 5 1 3 , y él compuso
su libro sobre la inmortalidad del alma en i $ i é , * 4 por lo que
recogemos de paso que el señor Moréri, Kónig y varios más
se equivocan al situar su muerte en 15 12 .. Según esquema de
su nacimiento, referida por Gauric, había nacido en 1462.
Pero, según Paulo Jovio, murió a los sesenta y tres años; así
pues, habría que decir que murió en 15 2 5 . Paul Fréher sitúa
su florecimiento en 1 53o.1! Es un error.

nada intacto y refuta cualquier respuesta que pueda aducirse a favor de Ave­
rroes. En efecto, refuta, disuelve y aniquila la totalidad, y los averroístas se que­
dan sin refugio alguno, salvo iniuriar y maldecir a ese hombre divino y santísi­
mo», Pomponazzi, De immortalitate animae, pp. 8-9.
1 3 . ¡bidem.
14 . «He puesto fin a este tratado, yo, Pietro, hijo de Giovanni Niebla Pompo­
nazzi de Mantua, el 24 de septiembre del año de Cristo de 1 5 1 6 , en Bolonia»,
¡bidem.
1 $ . Theatro, p. 14 4 1.
Pomponazzi 265

c . Dio la réplica más de una vez, y en lugar de retroceder si­


guió siempre avanzando, aunque asentado invariablemente
en su paliativo inicial.
Al carecer de otro libro de Pomponazzi que no sea el De im-
mortalitate animae, no puedo ofrecer la historia cronológica
de la discusión que se levantó con motivo de este escrito. No
puedo hacer más que servirme de la narración del señor Le
Noble. N o la creo completamente exacta; entreveo en ella mu­
chas omisiones, pero imagino que las cosas que recoge son
verdad, y es preciso contentarse con esto cuando no puede te­
nerse más.1*

El tratado en cuestión1? provocó mucho ruido, y Pomponazzi


añade que, tras haber aparecido en Venecia, los religiosos que él
denomina cucullati [‘encapuchados’ ! se alzaron acaloradamente
contra su doctrina18 |...| Estos cuctdlati dieron rienda suelta con­
tra Pomponazzi en sus sermones, como si se tratara de un hereje
formal. Lograron que el patriarca —según el filósofo, un hombre
muy santo en cuanto a costumbres, pero muy ignorante en filo­
sofía y teología- prohibiera la lectura del tratado, y a continua­
ción se prohibió, por decreto del senado, que los libreros lo di­
fundieran |...| Un hombre de letras |...| escribió contra este
tratado con gran moderación1? |. ..| Pomponazzi, en respuesta a
este autoi; compuso un tratado que tituló Apología. En los dos
primeros libros de esta apología, responde artículo por artículo a
todos los razonamientos contra su doctrina, los refuta y prueba
de nuevo que Aristóteles no creyó en la inmortalidad del alma y
que es imposible demostrarla mediante razones naturales. En el
tercer libro, censura en extremo el arrebato del hermano Ambro­
sio de Nápoles, de la orden de los eremitas de San Agustín, que
desde hacía pocos días había sido nombrado obispo. Se queja de
que, predicando la cuaresma en la catedral de Mantua, había ha­
blado muy injuriosamente contra él desde el propio pulpito, lo26 9
78

26. Le Noble, Tabteaux des philosophes, 11,80.


27. Es deciq el De immortalitate animae.
28. ¡bidem, p. 81.
29. ¡bidem, p. 82.
z66 Diccionario histórico y crítico

había llamado públicamente hereje e impío y le había imputado


falsamente no creer ni en la resurrección ni en la inmortalidad de
las almas. Declara, pues, que cree en la inmortalidad de las almas
y que está dispuesto a morir para defender esta verdad, pero no
porque la enseñe la luz natural sino»0 que la ha revelado a los
hombres, y que si el hermano Ambrosio le quiere instruir para ha­
cerle cambiar de opinión, está listo para recibir su instrucción.

Refiere enseguida que el patriarca de Venecia escribió a Pietro


Bembo, que se hallaba en Roma, «para rogarle la condena pa­
pal de este tratado sobre la inmortalidad del alma». Bembo lo
leyó «y no encontró nada contrario a la verdad; no obstante,
acorde con el deber de su cargo, lo transmitió al maestro del
palacio apostólico, quien, tras haberlo leído, juzgó, como Bem­
bo, que no contenía nada disconforme con el parecer de los
más célebres doctores de la religión cristiana».!1

Más adelante, J* como, a fuerza de discutid uno poco a poco se va ca­


lentando hasta pasarse de la raya, defiende» y trata de probar que
la inmortalidad de las almas repugna a los principios naturales, y
que nada hay más injurioso para la fe que pretenderla probar por
medio de razones naturales'! Después de que Pomponazzi hu­
biera efectuado esta apología, se publicó un nuevo libro contra
su primer tratado sobre la inmortalidad del alma, de un filósofo
llamado Augustinus Niphus, y Pomponazzi respondió con un nue­
vo tratado llamado Defensorium, donde muestra la ignorancia de
Nifo y prueba con más fuerza aún cuanto ya había anticipado, ter­
minando, en fin, la obra con estas palabras: Si Jesucristo ha resuci­
tado, nosotros resucitaremos; si nosotros resucitamos, el alma es
inmortal; pues bien, es cierto que Jesucristo ha resucitado; por tan­
to, es seguro que el alma es inmortal. Éste es, dice, el único razona­
miento sólido mediante el que puede probarse la inmortalidad del30 124

30. Faltan aquí algunas palabras: «por la autoridad de Dios, y Él» o algo si­
milar.
3 1 . Le Noble, Tabieaux des philosophes, ll, 83.
32. Ibidem, 84.
33. Es decir; Pomponazzi en su apología.
34. Le Noble, Tabieaux des philosophes., 11, 85-86.
Pomponazzi 2.67

alma: quienquiera que busque otros es indigno del nombre de cris­


tiano y no conoce la excelencia de la fe, que ha de ocupar el primer
lugar en todos nuestros razonamientos y que se basta por sí sola para
establecer sólidamente lo que no puede sostenerse por otras vías.

Veremos más adelante la censura que hace el señor Le Noble


de algunos de estos pensamientos de Pomponazzi.

d. Su libro sobre los encantamientos es tenido también por


muy peligroso .
Hace patente, en este libro, que no cree nada de cuanto se
dice sobre la magia y los sortilegios; y hace valer en extremo
no sé qué fuerzas que ciertos hombres han poseído para pro­
ducir efectos milagrosos. Amontona los ejemplos, pero no se
le acepta que sean verdaderos o carentes de magia, y uno
se asombra de que Zacutus se fuerce a darles fe religiosamen­
te. Escuchemos a Théophile Raynaud:»

Pomponazzi acumula ejemplos de cierta especial propiedad indi­


vidual que tienen algunos hombres para producir efectos asom­
brosos, sobre todo curaciones. Tales ejemplos son o fabulosos o
mágicos, como defiende Andrea Laurentio en el capítulo 4.’ * Pero,
ridiculamente, Zacuto (en Dichos, q. 53)57 cuenta a Pomponazzi,
en su obra De incantationibus, que reseña esos ejemplos, entre los
grandes autores cuya autoridad casi ha aniquilado la impiedad.

Nos remite a su Teología natural, donde ha dicho contra esta


obra de Pomponazzi lo que vamos a leer:?8

Y no tiene menos culpa Pomponazzi,?» que intentó lo mismo en


la obra De incantationibus, aunque finalmente la sometió a la
corrección de la Iglesia, a partir de la cual se dedicó más a la adi-356
9
78

35. Théophile Raynaud, De stigmatismosacro et profano, II, iv, 3 11-3 2 2 .


36. Es decir, del libro 1 de Strumis.
37. Es decii; del libro 1 de Medicorum prmcipum historiae.
38. Théophile Raynaud, Theologia naturali, distinct. tu.
39. Es decir, de rechazar toda la obra de los demonios.
268 Diccionario histórico y crítico

vinación como en plena seguridad.*0 Carpentario no pudo espe­


rar otra cosa que una raya trazada de principio a fin. Así se hizo,
en efecto, y hace algunos años se incluyó entre las reprobadas esa
obra en la cual Buccaferrea (libro de la Adivinación a través del
sueño, lect. 29) dice que Pomponazzi afirma muchas falsedades y
muchas y grandes simplezas.

Un cofrade de este jesuíta se había expresado aún con mayor


fuerza:

Me causó asombro, ciertamente, que la obrita de Pomponazzi,


De incantationibus, fuera tolerada tanto tiempo por la Iglesia.
Ahora, desde hace poco y con toda justicia, el índice romano la
condena. Es una gran verdad lo que ha escrito Antonio Miran-
dulano: que en esta obra Pomponazzi no demuestra ser ni buen
filósofo ni -lo que es horrible- buen cristiano cuando explica to­
dos los efectos maravillosos de los cielos por influjos, hasta el
punto de sostener que las religiones, las leyes y quienes las pro­
ponen dependen de ellos. Esto es absolutamente impío.**

Pomponazzi dijo algo, al hablar de las curaciones que se atri­


buyen a la virtud de las reliquias, que de entrada parece cho­
cante, pero que podría tomar un cariz muy bueno en confor­
midad con la hipótesis común. Dijo que los huesos de un perro
no producirían con menos seguridad curaciones si el enfermo
que se confía a la virtud de las reliquias imaginara lo mismo
acerca de estos huesos que acerca de las osamentas o cenizas
de los mártires.** Los controversistas de la Iglesia romana no
pueden negar que algunas reliquias ficticias han obrado mila­
gros, según se pretende; dicen que la buena intención de quie­
nes recurren a ellas ha obtenido esta recompensa de Dios.41*
0

40. Es decir, digr. 4, en Alono.


41. Martin Dclrío, Disquisitíonum magicorum libri sex, |, 111, xz.
4 z. «Pomponazzi no vacila en decir; acerca de las curaciones logradas por medio
de la veneración de huesos atribuidos a santos, que si fueran huesos de perro, se
imaginaran tantas y tales cosas sobre ellos, no dejarían de producirse esas mis­
mas curaciones», Jean Wiet, De praestigiis daemonum, V, xvii, 402. Cita el libro
II de Pomponazzi, De incantamentis, cap. ix.
Pomponazzi 269

E. Algunos lo salvan sólo porque suponen que se convirtió


del ateísmo.
Helideo, famoso médico de Forli, decía que su maestro Pom­
ponazzi era ateo. Jean Wier confía en que no muriera en tal
estado.

Quiero creer que Pomponazzi, antes de exhalar su último alien­


to, se arrepintió por una conmiseración especial de Dios y no
persistió en su ateísmo. Que de hecho sucedió así lo ha contado
más de una vez el ilustrísimo ornamento de la medicina D. Heli­
deo de Forli, que en su momento fue discípulo suyo.*»

Voetius va a explicarnos que Grataroli se ha declarado apolo­


gista de Pomponazzi y ha tenido la equidad de no seguir la
corriente. Reconoce que la mayoría de los escritores católicos,
así como algunos autores protestantes, tratan de ateo a este
filósofo.-** Presenta algo a la atención del apologista: que Pom­
ponazzi no establecía la mortalidad del alma sino a partir
de la hipótesis de Aristóteles. Había que decir que esto es de­
cisivo para su absolución, a menos que haya querido esconder
su veneno bajo tal cobertura. Voetius alega esta restricción.
Gratarol, médico italiano (al que avalan por el celo de su pie­
dad sus propios escritos, editados en Basilea en un volumen
in-8°, así como el testimonio de Beza en unas cartas, y también
en la dedicatoria de cierta obrita, y además los sufragios de
otros hombres doctos, a los que ha tratado con familiaridad
en Basilea y en otros lugares), «le defiende contra ios calum­
niadores y escribe que cambió píamente en razón de las cir­
cunstancias la vida por la muerte (en Epístola dedicatoria,
Obras de Pomponazzi, Basilea, 156 7) [...] Hay que considerar
a fondo su respuesta: que negó la inmortalidad del alma según
la doctrina de Aristóteles; que, dado que coincidió con otros
filósofos y teólogos que pensaban así (Plutarco, Galeno,
el Afrodisio, Justino M ártir Teodoreto, Orígenes, el Niceno,4 3

43. Ibidem , libro vi, en el epOogo de la obra, p. 569.


44. Voetius, Disputationioitum tbeologicarum , 1,19 7 .
270 Diccionario histórico y crítico

el Nacianceno, Cayetano en el libro m De anima), no merece


ser atacado salvo que pueda probarse que, bajo tal acti­
tud, quisiera difundir artera e impunemente el ateísmo en los
espíritus de sus alumnos. Así pues, a menos que sus palabras,
escritos o hechos proporcionen otra demostración más segura,
hay que tomar siempre en el sentido más favorable, e incluso
en un sentido óptimo, las obras que compuso a su medida
y según su condición sobre el destino, la providencia de Dios y
la predestinación, en las cuales, aunque no satisfaga en todo la
dignidad del asunto y a ios firmes teólogos, muestra al menos
que no está tan definitivamente marcado por el negro ateísmo.
Tras haber visto todos sus opúsculos, particularmente los
que acabamos de mencionar, tengo estas dudas sobre el asun­
to. En cambio, hace muchos años había formado una opinión
más adversa sobre él a partir de la simple lectura del tratado
Sobre ¡os encantamientos (en el que, demasiado adherido a las
ideas de Avicena y de Averroes, vacila bastante miserablemen­
te en los temas sobrenaturales) y del juicio común de los
demás».*! N o olvidemos el epitafio que alguien hizo para
él: «Aquí yazgo sepulto. ¿Por qué? N o lo sé; ni me preocu­
po por si lo sabes tú o no. Si estás bien, me alegro; yo estuve
bien mientras viví. Quizá ahora estoy bien. No puedo decir
ni sí ni no».*6

f. Si las impiedades de que le acusan se basan sólo en su li­


bro sobre la inmortalidad del alma, nunca ha habido acusa­
ción más impertinente.
En primer lugar, sostener que los principios de Pomponazzi
nos conducen a la mortalidad del alma no es más que, a lo
sumo, una injuria personal. Al decir esto, cometéis, simple­
mente, una injusticia contra un hombre que fue preceptor del
conquistador de Asia y que fundó una floreciente escuela. Pero
¿a esto lo llamamos impiedades? En segundo lugar, como es
imposible que Aristóteles, no viviendo ya, dé razón de su fe y4
56

45. Ibidem, 198.


46. Kónig, Bibliotheca, p. 654.
Pomponazzi Z71

aclare los equívocos de sus obras, es muy lícito tomar partido


contra él si en sus escritos se hallan tantas o más razones plau­
sibles para mostrar que enseñó la mortalidad del alma, que
para mostrar que enseñó la inmortalidad. Nada es, pues, más
¡nocente en este caso que convertir en problema las opiniones
de Aristóteles sobre este relevante punto, y escoger el pro o el
contra según conmuevan más las razones que alegó a favor de
uno u otro de los miembros del problema. Si no atrapamos su
pensamiento con total exactitud, no le hacemos justicia, pero
en el fondo se trata sólo de una injuria material, que él mismo
se vería obligado a perdonar, imputándola a su poca exactitud,
a sus variaciones y a sus contradicciones.

El más célebre de todos sus intérpretes*? y muchos más tras él,


como dos santos Gregorios, Lescot, Cayetano y Simón Portius,
han reconocido que la mortalidad del alma era enteramente ne­
cesaria con la doctrina de este filósofo.**

Por tanto, debe de haber expuesto ciertas máximas que den un


buen pretexto para imputarle esta impiedad. Nada más ri­
dículo, entonces, que pretender que sea imposible formar un
juicio semejante sobre la doctrina de Aristóteles sin caer en
impiedad. Y, así pues, la presunta impiedad de Pomponazzi no
estaría fundada sino sobre muy groseras ilusiones. Ni siquiera
hay razones para sospechar que haya querido dañar la memo­
ria del gran jefe de los peripatéticos. En tercer lugar, encuentro
lícito sostener no sólo que sus obras proporcionan pruebas de
que creyó en la mortalidad del alma, sino también que su sis­
tema, tal como plació exponerlo a los escolásticos, y tal como
se explica aún en los colegios y academias, es incapaz de dar
pruebas de la inmortalidad de nuestra alma, pero muy capaz
de dar pruebas de que es mortal. Pues, a fin de cuentas, la
parte principal de este sistema es: 1) que el cuerpo natural
comprende dos substancias, una que se llama materia y otra
que se llama forma; 2.) que la forma de todos los cuerpos4 78

47. Alejandro de Afrodisia.


48. La Mothe le Vayet, D e VimmortaUté de l'ám e , p. 139.
272 Diccionario histórico y crítico

naturales, con la salvedad del hombre, es un ser corruptible


y que perece regularmente cuantas veces el compuesto perece,
es decir, cuantas veces una piedra, un árbol, un perro, etc., se
convierten en cualquier otra especie de cuerpo natural. De ahí
resulta necesariamente que en este sistema no es posible
dar prueba alguna de la inmortalidad de nuestra alma. Pa­
ra presentar una, en efecto, habría que mostrar que es inmate­
rial. Ahora bien, ¿cómo mostrar esto, dado que se admite
que el alma de las bestias, dotadas de la facultad de sentir, dis­
cernir y desear; es material? Notad que en tiempos de Pompo-
nazzi no se conocía otro sistema de filosofía que el peripatetis-
mo, de suerte que lo mismo era sostener que no se podía
Lprobar la inmortalidad del alma por medio de los principios
de Aristóteles o por medio de razones filosóficas. Esto sirve en
buena medida para disculpar e incluso justificar el libro de
Pomponazzi, y más aún cuando las luces que podían sacarse
de la escuela platónica o de cualquier otra no proporcionaban
pruebas más fuertes. Tan sólo el sistema del señor Descartes
ha enunciado principios muy sólidos a este respecto. Estable­
ce que todo lo que piensa es distinto de la materia, de donde se
concluye necesariamente que nuestra alma es un espíritu o una
substancia simple e indivisible y, por consiguiente, inmortal.
Hoy en día, cualquier cartesiano osa decir que los principios
de la vieja filosofía son incapaces de ofrecernos una buena
prueba de la inmortalidad del alma. ¿No sería una extrava­
gancia sostener que un cartesiano que dice esto es un impío
y un ateo?; ¿por qué, entonces, se ha tratado de esta manera
a Pedro Pomponazzi? Sucede, se dirá, que un cartesiano ha­
ce profesión de reconocer que su sistema aporta una prueba
demostrativa de la inmortalidad del alma, mientras que Pom­
ponazzi no reconocía ningún sistema que ofreciera un argu­
mento tal. Esta diferencia sólo podría admitirse, a lo sumo, en
caso de que este filósofo, conociendo el sistema cartesiano, lo
hubiera rechazado; pero, como no lo conocía, no es culpable
sino de no haber inventado una hipótesis según la cual todo lo
que piensa es incorporal, espiritual. Su crimen, pues, es el mis­
mo que el de una infinidad de ortodoxos, y por consiguiente es
un crimen quimérico. Añadid a esto que, aun cuando rechaza-
Pomponazzi 2-73

ra la suposición que establece que todo lo que piensa es dis­


tinto de la materia, no haría nada que no hagan hoy en día
muy grandes espíritus, que, escudándose, como Pomponazzi,
en la autoridad de la Escritura, se ponen a cubierto de los
justos reproches de irreligión.49 En fin, observo que no hay
conducta más indigna de un teólogo que acusar de impiedad a
un filósofo que declara que para liberar a nuestro espíritu de
las incertezas en las que la razón natural lo haría flotar, es pre­
ciso conducirlo a la palabra de Dios y darle ahí el verdadero
fundamento y las muy ciertas pruebas de la inmortalidad de
nuestra alma . ? 0 Así lo hizo Pomponazzi, y por haberlo hecho
se vio cruelmente perseguido por la frailería. ¡Ésta sí que
es buena!
Sigo adelante para decir que aun los cartesianos, convenci­
dos de la inmortalidad del alma por la evidencia que encuen­
tran en sus principios de filosofía, actúan muy sabiamente
cuando aconsejan a sus lectores recurrir a la fe como al «an­
cla segura y firme del alma, que penetra hasta el interior del
velo » , ? 1 es decir, apoyarla sobre la autoridad de Dios, verda­
dero remedio de nuestras incertezas y suplemento infalible de
las oscuridades de nuestra razón. Pues, si su espíritu está bien
dirigido, han de darse cuenta de que lo que a ellos parece evi­
dente no lo parece a otros muchos filósofos opuestos. He leí­
do en un libro del señor Arnauld que la réplica de Gassendi a
Descartes ha causado en Nápoles muchos incrédulos en el ca­
pítulo de la inmortalidad del alma , ? 1 por cuanto Gassendi ha
empleado todas las fuerzas de su espíritu en debilitar los ra­
zonamientos de Descartes acerca de este dogma. Esto prue­
ba que el principio cartesiano no es evidente para todo el
mundo. Es cierto, además, que los ignorantes que hagan uso4 1
50
9

49. Véase al final de la observación m del artículo sobre el primer «Dicearco»,


y la observación L del artículo «Perrot (Nicolás)».
50. «Sólo esta vía es inconmovible y estable; las demás son fluctuantes», Pom­
ponazzi, De ¡mmortalitate atiimae, cap. último, p. iz6. Véase lo que dijo sobre
Ablancourt, hacia el comienzo de la observación l del artículo «Perrot (Nico­
lás)» señor de Ablancourt.
5 1. Epístola a los Hebreos 6:19.
yz. Véase la observación g .
*74 Diccionario histórico y critico

de su sentido común nunca podrán estar seguros de la inmor­


talidad de su alma, mientras vean que los mayores filósofos
no están de acuerdo sobre ello. ¿Sería condenable un igno­
rante si razonara de este modo?: si las pruebas de Descartes
fueran evidentes, Gassendi no podría combatirlas de una ma­
nera que satisface a buen número de personas; si Gassendi, en
efecto, hubiera hecho un libro en el que tratara de mostrar
consumiendo todo su espíritu y toda su ciencia, que el todo
no es más grande que sus partes, y que si a cosas iguales les
quitan cosas iguales, los restos no son iguales, no habría con­
vencido a nadie de que su causa fuera sostenible; por tanto,
puesto que él y varios grandes filósofos más encuentran se­
guidores cuando se oponen a las pretensiones de Descartes, es
preciso que la doctrina que combaten no sea evidentemente
verdadera; tiene, pues, oscuridades; les parece cierta a unos y
falsa a otros: ¿cómo puedo yo, sin estudios ni dominio de la
discusión, definirme con seguridad?; o unos u otros entre es­
tos grandes genios se equivocan; así, cualquiera que sea el
partido que yo abrace, corro el riesgo de equivocarme. Este
razonamiento, el pueblo debería hacerlo cuando ve que los
sabios están divididos. Pero, si lo hiciera, ¿cómo saldría de la
incerteza? Un buen medio, en cuanto a la inmortalidad del
alma, es recurrir a las luces reveladas. Así, un cartesiano que
imitara a Pomponazzi debería pasar por hombre sabio y cari­
tativo hacia su prójimo. Hará bien en sostener hasta el fin la
verdad de su principio, y en responder como pueda a quienes
objeten que las substancias distintas del cuerpo son quizá ca­
paces por naturaleza de conservar su existencia careciendo de
todo pensamiento, y que, por tanto, la espiritualidad no prue­
ba necesariamente la inmortalidad. Pues si la vida del alma
consiste en el pensamiento, no cabe duda que el cese total del
pensamiento sería una verdadera muerte del alma. El alma,
por tal razón, podría morir sin dejar de ser una substancia es­
piritual, como mueren los perros sin dejar de ser una subs­
tancia corporal. Pero, en definitiva, será loable si aconseja a
su prójimo atenerse a la palabra de Dios. Notad que Scaliger,
el padre, uno de los más grandes espíritus de su tiempo, que
nunca ha pasado por un libertino, ha reconocido, como Pom-
Pomponazzi *75

ponazzí, que saber si hay otra vida tras ésta es una materia de
fe; siempre se ha sospechado, dice, o se ha creído, pero aún
hoy se continúa discutiendo.»
Vamos a acabar con un fragmento de la discusión que han
mantenido durante años un ministro de Rotterdam y uno
de Utrecht. El primero admite que,** pese a creer que la ma­
teria «no puede sentir ni conocer; carece de una idea distinta
y una percepción clara de esta verdad, y no puede probársela
a quienes la niegan. Cuanto veo - d ic e - es confuso e indistin­
to** [...] ¿Pueden el señor Saurín y sus colegas racionales afir­
mar en conciencia que poseen una percepción clara y una idea
distinta de la inmortalidad del alma? ¿No son, en apariencia,
percepciones claras que todo lo que comienza debe acabar,
que un ser cuya duración se divida en momentos, días y años
no puede ser eterno, porque sería infinito, y en esta duración
infinita habría un número infinito de momentos y, con todo,
sólo un número infinito de días y de años -a sí, habría tantos
meses como años y como momentos, cosa que es un visible
absurdo-? El impío llama a esto percepciones claras y las en­
cuentra tales». El objetivo de este ministro se parece un poco
al de Pomponazzi; quiere que desconfiemos de nuestra razón
y recurramos a la autoridad de Dios.** A continuación va la
respuesta de su adversario:»

l.c respondo que tengo esta percepción clara y esta idea distinta
de la inmortalidad del alma; sé que el alma es una substancia es­
piritual e indivisible, que no puede ser destruida sino por aniqui-

I). Traduzco así, un poco libremente, estas palabras: «Caeterum esse alterum
cuse ad hoc esse adeo nesdmus ut quotidianis vel suspicionibus vel persuasioni-
bus res etiamnum sit controversa, sola fide res agatur», Scaligec, Adversus Car-
danum exercitationes, CCCVII, XXXIII, 990. Compárese esto con las citas 4 8,49
y $0 del artículo «Perrot».
14. Jurieu, Religión du latitudinaire, p. 393.
55. ¡bidem, p. 394.
56. Nótese que no exige que se conozca esta autoridad mediante una idea dis­
tinta y clara, es decir, que se sepa con evidencia que Dios nos ha revelado esto
o aquello.
(7. Saurín, Justification de sa doctrine, p. 467.
176 Diccionario histórico y crítico

lación. Sé que existe una providencia, una justicia soberana, una


felicidad suprema, una moral natural, en fin, un gran número de
verdades ligadas necesariamente a la inmortalidad del alma, y
que, por consiguiente, serían quimeras si el alma fuera mortal.
Falta sólo un filósofo cristiano que sea menos ortodoxo que Pla­
tón y que, al comparar los filósofos antiguos, dé la preferencia a
Epicuro?8 (...] El señor Jurieu se refuta a sí mismo al decir que es­
tas percepciones son claras en apariencia. Pues si sólo son claras
en apariencia, nada puede concluirse para las que son realmente
claras.

Hagamos algunas pequeñas observaciones a este discurso del


señor Saurin. i) El señor Jurieu supone manifiestamente que,
para que conozcamos con una idea distinta y una percepción
clara la espiritualidad del alma, es preciso comprender de
modo claro que la materia no puede sentir ni conocer. ¿Por
qué, entonces, el señor Saurin no responde nada a esto? ¿No
debería declarar que posee una idea distinta, una percepción
clara, que le enseña que es imposible que la substancia exten­
sa esté dotada de sentimiento? i) N o es suficiente saber que el
alma no puede ser destruida sino por aniquilación. Esto con­
viene a la extensión, y, no obstante, los árboles y animales son
mortales. Habría, pues, que decir: «Sé que el alma no pue­
de subsistir sin el pensamiento; la idea distinta que poseo de
la substancia espiritual e indivisible me enseña que si se la
despojara del pensamiento, dejaría de existir». 3) Platón y
Epicuro son alegados poco oportunamente: esta alegación su­
pone que el señor Jurieu es menos ortodoxo que Platón y pre­
fiere la doctrina de Epicuro a la del resto de filósofos anti­
guos. Todo esto es falso. Admite la inmortalidad del alma,
pero carece de una idea clara, una percepción distinta, es
decir, según su propio juicio, de una idea tan evidente como la
que nos da a conocer las propiedades de los números y el
vínculo de la presencia local con la extensión de la materia.
¿Creéis que Platón acepta la inmortalidad del alma con una
idea tan clara? Cuando un hombre declara que se comporta

$8. Ibidem, p. 468.


Pomponazzi 177

como el pueblo, es decir, que su convicción llega más lejos que


su evidencia, acusarlo de incrédulo es procesarlo en falso. Su
ortodoxia está a cubierto, pues, a fin de cuentas, cree cuanto
es preciso; sólo cabe discutirle que su conducta sea filosófica.
4) La distinción entre ideas claras en apariencia e ideas real­
mente claras es nula, por cuanto la claridad de las ideas in­
cluye esencialmente una relación con nuestro espíritu, y nun­
ca está separada de la apariencia; es siempre de la apariencia
de donde toman el carácter o la denominación de claras. No
sucede así con la verdad. Un objeto puede ser verdadero y pa­
recer falso; pero una idea que parece oscura no tiene ni la cla­
ridad efectiva ni la aparente. De suerte que si las ideas claras
de la inmortalidad del alma son combatidas con ideas apa­
rentemente claras, la objeción del señor Juríeu es buena; tan
lejos está de refutarse a sí mismo según pretende su antago­
nista. 5) Finalmente, se hace muy mal no respondiendo a la
objeción; es ahí donde cabría confundir al señor Jurieu, que
supone, muy falsamente, que quienes dicen que cuanto co­
mienza debe acabar se fundan sobre la razón de que una du­
ración infinita contendría tantos meses y años como momen­
tos. Supone que esto les parece un gran absurdo. Pero debería
saber que los ateos enseñan que la duración de la materia ni
ha tenido comienzo ni tendrá jamás fin. N o consideran, pues,
razón válida para rechazar una doctrina el hecho de que im­
plique la necesidad de admitir un número infinito de momen­
tos y de meses, años, siglos, etc.

c;. Aunque podamos servirnos con provecho de la opinión


combatida por Pomponazzi, y aunque deba alabarse a los fi­
lósofos que se aplican a fortalecer las razones humanas de la
inmortalidad del alma.
1.0 que debo decir aquí no puede expresarse con más claridad
y nobleza que mediante las palabras de un teólogo seguidor
del señor Descartes. Por ello, me abstengo de cualquier otro
comentario.5959

59. Difficultés proposées h M. Stéyaert, ix , 8 1 s.


*7» Diccionario histórico y crítico

Cuentan que en Nápoles han hallado personas a quienes la lectu­


ra de las obras del señor Gassendi ha arrojado en el error de Epi-
curo de la mortalidad del alma. Es preciso admitir que el libro de
las Instancias de este filósofo contra las Meditaciones metafísicas
del señor Descartes puede muy bien inspirar este error pernicioso
en jóvenes poco firmes en la fe, porque utilizó en él todo su espíri­
tu para mostrar que, si nos detenemos en la razón, no hay pruebas
sólidas que nos impidan creer que nuestra alma se distingue de
nuestro cuerpo apenas como un cuerpo sutil de un cuerpo grose­
ro. Sé que, en cambio, algunas personas piadosas creen ver en
cuanto el señor Descartes escribió sobre este tema un efecto de la
providencia de Dios, que quiso detener la inclinación que muchas
personas parecen tener, en estos últimos tiempos, hacia la irreli­
gión y el libertinaje, con un medio proporcionado a su disposi­
ción. Se trata de personas que se niegan a aceptar aquello que no
pueda conocerse por medio de la luz de la razón, y que están ex­
tremadamente lejos de empezar por creer; para ellos, quienes ha­
cen profesión de piedad son en su mayoría sospechosos de debili­
dad de espíritu. Se cierran toda entrada en la religión con la
prevención -consecuencia, en casi todos, de la corrupción de sus
costumbres - de que cuanto se dice acerca de otra vida no es sino
fábula, y que todo muere en nosotros con el cuerpo. Parece, pues,
que lo que podía vencer el mayor obstáculo para la salvación de
todas esas gentes e impedir la expansión del contagio era pertur­
barlos en su falso reposo, que se apoya tan sólo en su convicción
de que creer que nuestra alma sobrevive a nuestro cuerpo consti­
tuye debilidad de espíritu. Pues bien, ¿no tenemos motivos para
creer que Dios, que se sirve de sus criaturas a su antojo y que
esconde bajo medios humanos las órdenes admirables de su pro­
videncia, ha perseguido el objetivo de la curación de esos enfer­
mos al forzarlos a caer en justas desconfianzas hacia sus falsas lu­
ces, cuando ha suscitado ante ellos a un hombre poseedor de
tantas cualidades naturales muy adecuadas para afectarlos - una
penetración de espíritu del todo extraordinaria en las ciencias más
abstractas, una aplicación exclusiva a la filosofía, que no les re­
sulta sospechosa, la abierta profesión de despojarse de todos los
prejuicios comunes, que es muy de su gusto-, y que con esto ha en­
contrado el medio de convencer a los más incrédulos, sólo con que
Pomponazzi *79

quieran abrir los ojos a la luz que se les presenta, de que nada es
más contrario a la razón que pretender que la disolución de nues­
tro cuerpo sea la extinción de nuestra alma? ¿Y cómo lo ha mos­
trado?: estableciendo, mediante principios claros y fundados úni­
camente en nociones naturales en las que todo hombre con buen
juicio debe convenir, que el alma y el cuerpo, es decir, lo que pien­
sa y lo extenso, son dos substancias totalmente distintas, de suer­
te que es imposible que lo extenso sea una modificación de la subs­
tancia que piensa, o que el pensamiento lo sea de la substancia
extensa. Con sólo esto correctamente probado (como se hace muy
bien en las Meditaciones del señor Descartes), no hay libertino, a
poco que posea un espíritu justo, que pueda seguir convencido de
que nuestras almas mueren con nuestros cuerpos. Pues, etc.*0

En este largo pasaje del señor Amauld veis en qué puede ser
útil, con respecto a la religión, la hipótesis que Pomponazzi
combatió: puede utilizarse contra ciertos libertinos que pre­
tenden ver antes de creer y que menosprecian las razones os­
curas de los teólogos. Nada más apropiado para reconducir a
esas gentes que convencerlos de la inmortalidad del alma; es
una entrada en el buen camino, y una vez se les lleva a dar
este paso, cabe esperar una feliz continuación. Pomponazzi
no hubiera podido tocarlos por ese lado; más bien los hubie­
ra endurecido en su error, y por consiguiente su hipótesis es
más perjudicial que provechosa en este conflicto particular, en
el que se intenta la conversión de esta clase de gente. A decir
verdad, sería mucho más loable si en vez de hacer un trabajo­
so examen de las razones peripatéticas, hubiera buscado me­
jores razones de la inmortalidad del alma que las que le pare­
cían inválidas. Notad que el señor Amauld alega este hecho
particular sobre Descartes y Gassendi para poner de relieve el
mal criterio de la Inquisición de Roma.

Los censores de Roma -d ice- no han medido bien los intereses


de la religión cuando han puesto en su índice la obra del señor

ho. El señor Arnauld añade aquí una breve y muy buena explicación de lo que
quería probar.
280 Diccionario histórico y crítico

Descartes, en la cual establece mediante razones naturales, más


sólidamente que jamás hasta ahora, la inmortalidad del alma; y
cuando no han puesto en él ninguna de las obras del señor Gas-
sendi, ni siquiera aquella donde ha tratado con todas sus fuerzas
de destruir estas pruebas, con lo que se priva a quienes hayan
perdido la fe de todo medio humano para salir de sus pernicio­
sos prejuicios contra esta importante verdad. ¿No se permite así
avalar el veneno al tiempo que se impide tomar el antídoto? No
han hecho otra cosa al poner en ese mismo rango otro escrito del
señor Descartes sobre la misma materia. Uno de sus discípulos,
que le había abandonado en lo que concierne a las verdades me­
tafísicas, sostuvo en un pasquín que, de no ser por la fe, cabría
creer que el pensamiento es sólo una modificación de la materia;
el señor Descartes, entonces, se creyó obligado a refutar esa peli­
grosa doctrina y a mostrar su absurdo. Y esto, sin embargo, es lo
que figura como prohibido en el índice bajo el título «Notae in
programma quoddam, sub finem anni 15 54 in Belgio editum»,
sin que a la par se haya incluido también el pasquín. ¿No se deja
así, de nuevo, el veneno sin prohibir, al tiempo que se prohíbe to­
mar el contraveneno?6'

He citado en la observación c a un autor cuya crítica a Pom-


ponazzi ha de ser un poco modificada. Éstas son sus palabras:

En esto*1 cabe decir que Pomponazzi ha llevado las cosas dema­


siado lejos y ha favorecido no poco las opiniones e inclinaciones
de los libertinos. Ni siquiera podemos evitar acusarlo de insolen­
cia, cuando se atreve a decir que no merece el nombre de cristia­
no quien se esfuerza en probar la inmortalidad del alma median­
te razones naturales. Todo lo contrarío, en efecto; nada abre
mejor el camino a los paganos, para que reciban las luces de la
fe, que haberles probado ya por anticipado que el alma es in­
mortal conforme a los principios naturales, y que, por tanto, ha
de perseguir la felicidad tras esta vida. Por su parte, nada apor-6
12

61. Difficultés proposées a A l Stéyaert, ix, 85.


62. Es decir, en lo que Pomponazzi ha dicho: que nada es más injurioso para la
fe que querer probarla mediante razones naturales.
Pomponazzi 281

taría un mayor obstáculo a la conversión de los idólatras y los li­


bertinos que hallar en sus espíritus la prevención de que, según
los razonamientos naturales, el alma ha de ser mortal6) f...| És-
ras6'* son las palabras6) que se han condenado, puesto que el in­
tento de probar la inmortalidad del alma mediante razones natu­
rales ni mucho menos es indigno de un cristiano, sino que, al
contrario, nada le confirma más en la verdad de su religión que
el concurso de razones naturales y dogmas de fe, aunque estos
dogmas deban siempre conservar el primer rango. Así pues, he
dicho con razón que había insolencia en Pomponazzi al declarar
que es indigna de un cristiano la búsqueda de otros razonamien­
tos, aparte de los de la fe, para probar la inmortalidad del alma.

Examinemos un poco este ataque. Las palabras de Pompo­


nazzi consideradas en el libro del señor Le Noble pueden to­
marse en este sentido: que un cristiano que intenta mostrar a
los impíos que razón y Escritura concuerdan en enseñarnos la
inmortalidad del alma comete una injuria contra la fe y se
vuelve indigno del nombre que lleva. Pero en el libro mismo
de Pomponazzi creo yo que significan que un cristiano que
persigue otros apoyos fuera de la autoridad de Dios, por­
que encuentra que la fe sin ayuda de la luz natural no le salva
de la incerteza, ultraja la fe y se comporta de una manera in­
digna de un verdadero cristiano. Ésta es mi conjetura sobre el
verdadero sentido de las palabras de este autor. Carezco de
sus apologías; no puedo, pues, hablar de ello positivamente,
sólo razonar a partir de lo verosímil. ¿Cuál era el estado de la
cuestión entre él y sus adversarios? La cuestión era saber si
merecía ser tenido por hereje e impío por haber dicho que las
razones filosóficas de la inmortalidad del alma no constituyen
buenas pruebas y que no es posible probar bien este dogma
salvo mediante la revelación. No se trataba, pues, de saber
qué juicio merecen quienes se esfuerzan por convertir a los li-6 5
34

63. Le Noble, Tableaux des philosopbes, 11, 84-85.


64. Ibidem, 86.
65. Es decir, las dichas más arriba, en la observación c, al final de la cita del se­
ñor Le Noble.
181 Diccionario histórico y crítico

bertinos engreídos de Lucrecio y prevenidos por el desprecio


hacia la palabra de Dios. No se trataba de saber si quienes
alegan razones filosóficas a esos pretendidos espíritus fuertes,
e intentan por esta vía, la única por donde es posible cogerlos,
librarlos de las trampas de la irreligión, cometen una injuria
contra la fe y se vuelven muy indignos del nombre de cristia­
nos. Se trataba de los cristianos que recurren a la luz natural
para su propio uso y como remedio de sus necesidades perso­
nales, gentes fluctuantes y que no saben a qué dar su prefe­
rencia, a la revelación o a la razón, que, cuando menos, no
confían en la autoridad de Dios si no hay argumentos filosó­
ficos que la confirmen. Decir que tales gentes hacen daño a la
fe y no actúan como cristianos implica sin duda juzgarlos ra­
zonablemente, sin hacerse digno de la censura que estamos
examinando. En efecto, hablando propiamente, esas personas
no son aún cristianas; buscan dueño, ofrecen abrazar el dog­
ma del paraíso y el infierno con tal de que se les dé otra ga­
rantía además del Evangelio. La autoridad de Dios no les bas­
ta; quieren que la luz natural ratifique las promesas de la
Escritura; sin esto no se fían. Si es tal como yo me figuro, to­
dos mis lectores reconocerán que Pomponazzi ha sido erró­
neamente censurado. En cambio, según el primer sentido an­
tes visto, la censura sería justa.
N o niego que pudiera decirse contra él que no es apropia­
do para convertir a quienes creen en la inmortalidad del alma
pero consideran el Evangelio como un escrito meramente hu­
mano, y que, por ello, su filosofía no es tan ventajosa como la
de sus adversarios. Hablando de buena fe, habría admitido
la deuda y acordado que, a menos de imitar a esos médicos
que, para obligar a sus enfermos a tomar una droga, le atri­
buyen más cualidades de las que conocen, no habría podido
sostener ante impíos que la mortalidad del alma sea cierta­
mente contraria a las razones filosóficas. Tal vez no habría
desaprobado la conducta caritativa de los filósofos que imi­
tan a esos médicos; se habría contentado con decir que, en
cuanto a él, prefería una completa sinceridad; pero, después
de todo, habría podido advertir a sus adversarios que, sobre
el artículo de la resurrección y sobre varios más, tendrían que
Pomponazzi 283

comportarse con los impíos como él habría podido compor­


tarse con ellos sobre el dogma de la inmortalidad del alma.

11. La creencia en la mortalidad del alma llevaría a los hom­


bres a toda suerte de crímenes.
Ks la última objeción que se planteó Pomponazzi. Responde
que, dado que el hombre ama por naturaleza la felicidad y
odia la miseria, para hacer de él un hombre honesto basta con
mostrarle que la dicha de la vida consiste en la práctica de la
virtud, y la miseria en la práctica del vicio.*6 Agrega que
quienes enseñan la mortalidad del alma abren el camino a la
virtud más perfecta, que es aquella que no tiene como objeti­
vo ni ser recompensada ni evitar el castigo.

Por eso, los más consumados defensores de la mortalidad del


tilma parecen poner a salvo la causa de la virtud mejor que quie­
nes sostienen su inmortalidad, pues la esperanza de un premio y
el temor de un castigo parecen acarrear una cierta sumisión, que
w opone a la causa de la virtud.6?

I >ice también que es a las personas brutales a quienes hay que


proponer la inmortalidad del alma, y que aparentemente ha
habido autores que la han enseñado sin creerla y la han usa­
do en este sentido, para reprimir la inclinación sensual de los
espíritus groseros.

I lay que considerar que muchos hombres han pensado que el alma
os mortal, y no obstante han escrito que es inmortal. Y esto se ha
hecho a causa de la inclinación hacia el mal de los hombres de es­
casa o nula inteligencia, que ni conocen ni estiman los bienes del
alma y se dedican sólo a los corpóreos. Por lo cual, es preciso cu­
rarlos con invenciones de este tipo, al modo de lo que hace el mé­
dico con el enfermo y la nodriza con el niño carente de razón.6*

hA. Pomponazzi, De immortalilate animae, xiv, izo.


«17. Ibidem, tz i.
AH. Ibidem, rzo.
284 Diccionario histórico y crítico

Todas estas observaciones no desvanecen la dificultad; son so­


luciones pobres. Pero he aquí un pensamiento más razonable,
fundado en hechos. Dice que un gran número de bribones y
malvados creen en la inmortalidad del alma, y que muchos
santos y justos no creen en ella.6?

Ni los hombres viciosos afirman universalmente la mortalidad, ni


los mesurados universalmente la inmortalidad. Vemos, en efec­
to, con toda claridad que muchos hombres depravados creen, en
realidad seducidos por sus pasiones, y sabemos también que mu­
chos hombres santos y justos han afirmado la mortalidad de las
almas. Platón, por ejemplo, en el primer libro de La república,
dice que el poeta Simónides fue un hombre divino y óptimo, pese
a que admitía la mortalidad. También Homero, según refiere
Aristóteles en el segundo libro del Acerca del alma, consideraba
que la sensibilidad no difería del intelecto, y ¿quién ignora, sin
embargo, la dignidad de Homero? Lo mismo se dice de Hipócra­
tes y Galeno, hombres doctísimos y óptimos, que compartieron
esta doctrina. Alejandro de Afrodisia, el gran Alfarabi, Abubáker,
Avempace, y entre los nuestros también el segundo Plinio, Séneca
e innumerables más son del mismo parecer. Séneca, con todo,
afirma en el libro v n de sus Cartas a Lucilio (en la carta 54, que
empieza «la enfermedad me había concedido una larga tregua»),
y con mayor claridad en su Consolación a Marcia, que el alma es
mortal, y enumera a muchos más estudiosos y hombres doctísi­
mos?0 que fueron de la misma opinión.

1. No sé si esta obra fue condenada al fuego por los venecia­


nos y reprobada por su propio padre.
Théophile Raynaud presenta estos hechos:

Cuenta Silvestre (en el libro V De strigimagis, cap. v ) que los ve­


necianos destinaron esta obra a las llamas y determinaron que no6 70
9

69. ¡bidem, 119 .


70. Es cierto que Séneca, en estos dos pasajes, establece manifiestamente la
mortalidad del alma; pero no he observado que haga una lista de quienes com­
parten este parecer.
Pomponazzi z8S

se titulara «sobre la inmortalidad» sino «sobre la mortalidad del


alma», y se queja de que Pomponazzi dijera que su libro era
aprobado por él, lo cual niega haber pensado jamás.?1

Acababa de declarar que algunos pretenden que el propio


Pomponazzi condenó su libro, pero que hay discrepancias so­
bre los motivos que lo llevaron a dar tal paso: unos lo impu­
tan al deseo de poner su reputación a cubierto, otros a com­
placencia hacia los ruegos de sus amigos, y otros al instinto de
una conciencia mejor esclarecida.

Se dice que Pomponazzi, cambiando de idea, recusó su obra


acerca de este tema, y hay opiniones diversas sobre si lo hizo por
los ruegos de los amigos, preocupado por su fama y nombre, o
porque escuchó a la Iglesia de buen grado y cantó la palinodia
para satisfacer a su conciencia.?1

Acababa de decir también que todos los libros en que se ase­


gura que es imposible probar la inmortalidad del alma
mediante razones naturales merecen ser proscritos,?) pues pre­
tende que abren la puerta a la negación absoluta de esta in­
mortalidad. Tal pretensión es mucho menos equitativa que lo
que admite poco antes, que los filósofos condenados por un
obispo de París en 1x 7 7 y, bajo León X, por el concilio de Le-
trán, no eran tan absurdos como para sostener que el alma
fuera inmortal y mortal en sentido absoluto, inmortal según la
teología y mortal según la filosofía. Acierta en el verdadero
sentido de su creencia: que aceptaban absolutamente la in­
mortalidad del alma a causa de la revelación, pero que sin ella
la habrían creído mortal.

Parecen no haber reconocido que el alma, por tanto, es inmortal


en sentido absoluto, puesto que así lo manifiestan abiertamente7123

7 1. Théophile Raynaud, De malis et bonis libris, XLlll, 26.


72. Ibident.
73. «Se considera con derecho que ios libros viciados por el fermento de esta
reproba doctrina merecen la proscripción», ibidem.
286 Diccionario histórico y crítico

los decretos de la fe, por más que si la fe no nos instruyera per­


manentemente sobre el alma racional, y atendiéramos sólo a la
razón natural, habría que negar la inmortalidad.

Reconoce esto especialmente en favor de Pomponazzi, y cita


un libro que escribió el cardenal Contarini, discípulo del filó­
sofo, contra su maestro, donde se prueba esta modificación.

(Pomponazzi) parece haber considerado el alma como mortal no


en sentido simple y absoluto, sino tan sólo en cuanto se examina
por medio de la mera razón, como se dice claramente en la obra
del cardenal Contarini De immortalitate, redactada contra Pom­
ponazzi, en otro tiempo maestro de filosofía del propio Contarini.
No fue otra cosa, me parece, lo que pretendieron en su época los
filosofastros condenados por el concilio de Letrán bajo León X,
y otros condenados mucho antes por el obispo Esteban de París,
en 12 7 7 , o más bien en 12 2 7 (en un rescripto que subsiste en
el tomo v de la Biblioteca Margarina p. 13 19 ), igualmente por
sostener que el alma racional es inmortal según la fe y mortal se­
gún la filosofía.?*

Boccalini, como de costumbre, bromea sobre este distinguo


de Pomponazzi. Supone primero que el impío, condenado al
fuego por Apolo, protestó que sólo creía en la mortalidad
del alma en calidad de filósofo; y, luego, que Apolo, en aten­
ción a su protesta, dijo al verdugo que lo quemara solamente
como filósofo.™
Hemos visto antes hasta dónde llegaron las condenas con­
tra su libro, y que no fue hasta el fuego.74
7576

74. Ibidem, XLII, 25-26.


75. Boccalini, Ragguagli di Pantano, 1, xc, 306.
76. En la observación c, cita de la nota 28.
Pomponazzi 287

k. La audacia del jurisconsulto luterano.


Se llama Godelman. Sus palabras son éstas:

Pedro Pomponazzi, filósofo mantuano, defensor del epicureismo


y mago abominable, disputó públicamente en contra de la inmor­
talidad del alma en las academias de Italia. Escribió los libros De
fato y De incantatione, en los que trataba muy impíamente acerca
de palabras mágicas, imágenes y caracteres y acerca de la imagi­
nación dotada de fuerza oculta. 7 7

Ante todo, es falso que Pomponazzi discutiera públicamente


contra la inmortalidad del alma en las universidades de Italia.
Sólo cabe lanzarle esa acusación a partir del sofisma «a dicto
secundum quid ad dictum simpliciter» [‘de lo dicho en sentido
relativo a lo dicho en sentido absoluto’]. Sostenía que las hi­
pótesis de Aristóteles no proporcionaban pruebas de la in­
mortalidad del alma y combatía todos los argumentos de quie­
nes querían probar mediante la doctrina de este filósofo que
nuestra alma es inmortal; pero no afirmaba la mortalidad del
alma simple y absolutamente. ¿Dónde está, pues, la preci­
sión?, ¿dónde está la equidad del jurisconsulto luterano? En
segundo lugar, no es propio de un buen autor decir que Pom­
ponazzi, mago insigne, ha negado la inmortalidad del alma.
Tan convencidos estamos de que, si hay demonios, el alma del
hombre es inmortal, y suponemos por lo común un vínculo tal
entre estas dos creencias, que un hombre que no quiera pasar
por extravagante no imputará jamás a nadie epicureismo y
magia sin reflexionar sobre esta paradoja. Es de esperar la sor­
presa de los lectores, y hay que creer que no entenderán nada
de esta combinación y que los arrojará en una desagradable
confusión. Un autor que no prevé esto es muy estúpido, y si lo
prevé sin tomarse el trabajo de deshacer el enredo, no sabe
muy bien lo que hace. Sacamos la conclusión de que Godel­
man merece una censura. En tercer lugaq se refuta a sí mismo,7

77. Godelman, De rrtagis, 1, 8, en J.C . Frommannum, De fasematione, libro 1»


pane 11, sec. m, cap. 11, p. 327.
2.88 Diccionario histórico y crítico

pues se queja de un escrito de Pomponazzi en el que todos los


efectos que suelen atribuirse a la magia o a algún pacto con
los demonios son atribuidos a otras causas. Así, le acusa al
mismo tiempo de ser mago y de haber escrito un libro contra
la existencia de la magia. Un acusador que se rige de esta ma­
nera es inexcusable, salvo que hiciera una observación como
ésta: Pomponazzi era un bribón que creía en la magia y la
practicaba, pero la refutaba en sus libros para no ser recono­
cido como mago.

l. É l mismo lo cuenta.
N o pudiendo conciliar algunas máximas de Aristóteles con
nuestro libre albedrío, exclama: esto es lo que me acucia, me
impide dormir y me vuelve loco -«ista sunt quae me premunt,
quae me angustiant, quae me insomnem et insanum red-
dunt»-. 7 8 Dice que, al modo de un nuevo Prometeo encade­
nado en el Cáucaso, está siendo carcomido por un continuo
pesar: «corroído por permanentes inquietudes y pensamien­
tos, sin tener sed ni hambre, sin dormir, sin comee, sin eva­
cuar sufriendo las burlas de todos».7? Le excusaríamos con
más facilidad si el motivo de sus angustias fuera menos cen­
surable. Pero ver a un hombre matarse por poner de acuerdo
a otro hombre con la razón, es imperdonable. Que un teólo­
go se esfuerce, aun a costa de la salud o incluso de la vida, por
conciliar la Escritura y la verdad cuando parezcan no estar de
acuerdo, es loable y heroico; este acuerdo es real, así que po­
demos confiar en que lo descubrirá. ¿Cabe jactarse de una es­
peranza semejante con respecto a las opiniones de un particu­
lar que está sujeto a error y que lo bebe como los peces beben
agua?789

78. Pomponazzi, De fato, ni, 7.


79. Ibidem.
Rimini
193

k i m in i (Gregorio de): se le conoce por este nombre y por el de


Kiminio porque era de la ciudad italiana de Rimini. Enseñó en
la Universidad de París con grandísimo éxito.» Fue uno de los
escolásticos más sutiles del siglo x i v , y por esta cualidad de su
ingenio se asoció mucho más al partido nominalista que al
realista.b Era fraile de la orden de los agustinos, de la cual fue
nombrado general en Montpellier en el mes de mayo de 13 5 7 .
Había sido su principal profesor en el convento de Rimini
en 13 5 1. Murió en Viena, en Austria, en el año 13 5 8 . Sus obras
principales son unos comentarios sobre el Maestro de las
Sentencias y sobre las Epístolas de San Pablo. Fue tan
recomendable por la santidad de su vida como por su saber e
ingenio, y figura entre los beatos.» Digamos algo sobre sus opi­
niones. Polemizó intensamente contra los teólogos que asegu­
ran que puede suceder; a causa de la omnipotencia divina, que
dos proposiciones contrarias sean verdaderas respecto a un
mismo sujeto al mismo tiempo.d N o comprendo cómo se atre­
vía a dudar de una doctrina como ésta, que se sigue inevitable­
mente del dogma de la transubstanciación. Se aproximaba mu­
cho más a la ortodoxia agustiniana, en relación con el libre
arbitrio, que la mayoría de los teólogos de su tiempo,e y sostu­
vo incluso que la ignorancia invencible no es una disculpa, (a )
Pero enseñaba una cosa que se objetó al señor Descartes y que
sería muy escandalosa de no interpretarse favorablemente; en­
señaba, en efecto, que Dios puede mentir o engañar, ( b ) Se pro­
dujo un gran clamor en Holanda contra un ministro que había
dicho eso mismo (c) pero con restricciones que desvanecían
todo el mal.

a. Elssius, Encomiasticon Augustinianum, p. 147.


b. tbidem.
C. Ibidem.
d. Véase Fonseca, Sobre la metafísica de Aristóteles, IV, lil, 6 51.
e. Véase el Scholasticus orthodoxus de Pablo Ferri, pp. 304, 447-
294

O B S E R V A C IO N E S

A. Sostuvo que la ignorancia invencible no es una disculpa.


El señor Arnauld hace esta observación en la parte ix de las D i­
ficultades propuestas al señor Steyaert. Es con ocasión de un
decreto del papa Alejandro VIII, quien condena treinta y una
proposiciones, siendo ésta la segunda: «Tametsi detur ignoran-
tia invincibilis iuris naturae; haec in statu naturae lapsae ope-
rantem ex ipsa non excusat a peccato formali». Es decir, «aun­
que haya ignorancias del derecho natural que son invencibles
en el estado de naturaleza corrompida, sin embargo esta igno­
rancia no disculpa de un pecado formal a quien hace algo que
está prohibido por el derecho natural».123El señor Arnauld re­
fiere acto seguido tres opiniones. «La primera es que una ac­
ción humana no es un pecado formal si quien la hace no cono­
ce que peca.»1 Atribuye esta opinión a los jesuítas y asegura
que éstos «no quieren decir sino una cosa razonable, porque
todo el mundo está de acuerdo en ese supuesto suyo de que la
ignorancia invencible excusa del pecado y de que se considera
que un hombre ignora de modo invencible que lo que hace es
pecado cuando no le sobreviene ningún pensamiento de ello al
hacerlo».? La segunda opinión «es la de varios teólogos que,
para impedir que se derribe mediante tales falsas sutilezas esta
importante máxima -qu e la ignorancia del derecho natural no
excusa del pecado-, reconocida por los propios paganos y es­
tablecida en estos términos en el derecho canónico: “ Ignoran-
tía iuris ómnibus adultis damnabilis est” [‘La ignorancia del
derecho es condenable en todos los adultos’ ), sostienen que no
hay que considerarla invencible en sentido absoluto, por cuan­
to este derecho es tal que el hombre fue creado con capacidad

1. Diffficultés proposées ¿t A l Steyaert, IX, 234.


2. Ibidern, 23$.
3. Ibidern, 236.
Rimitti *95

para conocerlo, y lo habría llegado realmente a conocer si hu­


biera mantenido el estado en que Dios lo puso; que, en el esta­
do en que se halla, una de las plagas del pecado original es el
hecho de no conocer apenas nada más que los primeros princi­
pios y de ignorar lo restante, que, sin embargo, puede conocer
con la asistencia de las luces de la gracia. Esto es suficiente, se­
gún Santo Tomás, para que el hombre tenga la obligación de
hacer aquello que no puede sino con la gracia, por más que esta
gracia, sin la que no lo puede hacer, se dé a unos por miseri­
cordia, pero no se dé a otros por justicia, en castigo por un pe­
cado precedente, aunque no sea sino el pecado original. Nada
hay más claro que cuanto este doctor angélico enseña sobre el
tema en q. 2, art. 1 , 5».45Según esta segunda opinión, que es la
de casi todos los antiguos teólogos, la ignorancia del derecho
natural «no excusaba nunca del pecado, porque no debía ser
considerada invencible».* «La tercera opinión es de Gregorio
de Kimini, Estío y otros teólogos que, tomando en otro sentido
la palabra invencible, no ponen reparos en sostener que la ig­
norancia del derecho natural no excusa el pecado ni siquiera
cuando pueda considerarse invencible. Dicen, en efecto, que
cabe llamarla invencible en referencia a los medios humanos,
como la instrucción de que han carecido muchas personas, so­
bre todo entre las naciones infieles6 [...] Quienes, tomando en
tal sentido la palabra invencible, han admitido la existencia de
una infinidad de paganos que han ignorado invenciblemente
múltiples deberes del derecho natural, se han visto obligados a
decir que la ignorancia del derecho natural no disculpa el pe­
cado, ni siquiera cuando quepa llamarla invencible en lo to­
cante a la carencia de los medios humanos y aun de los divinos,
cuando Dios no da los que serían inmediatamente necesarios
para vencer tal ignorancia. Tenemos también las tesis sosteni­
das públicamente en Roma en nuestro tiempo, en la escuela de
los agustinos, donde se encuentra esta proposición: “ La igno­
rancia invencible del derecho natural no excusa del pecado (ex

4. Ibidem.
5. Ibidem, 241.
6. Ibidem.
2.96 Diccionario histórico y critico

Gregorio in 2. Sent., disp. 29, q. 1 , art. 2, in resp. ad arg. ubi


ait. Ad probationem). Según todos los doctores, no se imputan
al hombre las faltas que se cometen por ignorancia completa­
mente invencible; esto hay que entenderlo en relación con la ig­
norancia que no es pecado ni castigo de un pecado del que se
sea o se haya sido culpable, lo que se prueba por San Agustín
en la Carta a Sixto. La ignorancia invencible, en efecto, es el
castigo del pecado original, del que todo hombre nace culpa­
ble” . N o hace mucho, pues, no estaba mal visto defender pú­
blicamente en Roma que la ignorancia invencible del derecho
natural no excusa del pecado, y no se creía estar forzando a San
Agustín al atribuirle este parece^ lo mismo que a Gregorio de
Rimini, uno de sus más fieles discípulos entre los doctores de la
Escuela. También Estío lo enseñó expresamente.»? El señor Ar-
nauld agrega que la diferencia entre las dos últimas opiniones
«es sólo una cuestión verbal», y que «en el fondo las dos con-
cuerdan a la perfección con la máxima general del derecho ca­
nónico y con lo que defendieron San Agustín contra los pela-
gianos y San Bernardo contra Abelardo: que cuanto se hace
contra el derecho natural es pecado, por mucho que se ignore,
porque esto sucede siempre en castigo por algún pecado, como
dice San Agustín en la carta a Sixto. Pero, en lo tocante a la pri­
mera opinión, que es la de los jesuítas, destruye completamen­
te la máxima del derecho canónico y la doctrina de los santos,
afirmando en general, por una parte, que la ignorancia inven­
cible excusa siempre del pecado; y, por otra parte, extendiendo
a su antojo la palabra invencible, al punto que, para ser sin­
ceros, deberían decir que los pecados de ignorancia nunca son
pecados formales, sino sólo pecados materiales».78
He querido referir todo esto no sólo para procurar una bre­
ve y buena instrucción sobre una materia muy difícil e im­
portante, sino también para dar a conocer que nuestro Grego­
rio de Rimini no era amigo de rodeos ni escapatorias. Pene­
traba hasta el fondo de un dogma, descubría las más estrictas
consecuencias de un principio y las admitía audazmente, sin

7. Ibidem, 242..
8. Ibidem, 243-244.
Rimini 197

buscar expresiones equívocas o atenuadas. No lo digo como


condena de aquellos que tratan de endulzar lo que les parece
que puede asustar al lector. Tal vez lo hagan con buena inten­
ción; hay materias tan difíciles y enmarañadas que resulta per­
misible cambiar de vez en cuando de ruta al explicarlas. La
cuestión de los pecados de ignorancia es una de ellas; está ro­
deada de precipicios a derecha e izquierda. N o es muy sor­
prendente, por tanto, que quienes van por un camino así a ve­
ces se desvíen o retrocedan. Aceptan algo y luego lo combaten
ellos mismos; dan con una mano lo que retoman con la otra.
«Aceptarán que toda ignorancia invencible, tanto del hecho
como del derecho, disculpa»,? y después alegarán una infini­
dad de ejemplos tomados de la Escritura para mostrar que los
pecados por ignorancia no tienen excusa; el resultado necesa­
rio de sus menciones de ejemplos será o que la ignorancia de
los deberes morales no fue jamás invencible, o que, aun sien­
do invencible, no excusa al pecador. Seguid bien todas sus
pruebas: descubriréis que, tras haber supuesto que la ignoran­
cia del derecho y la ignorancia del hecho sólo son criminales
cuando no son invencibles,9 10 no dejan, hablando propiamen­
te, caso alguno en que esta ignorancia sea invencible,11 pues
quieren que sea superable por referencia a la Pasión de Jesu­
cristo,11 incluso cuando nunca se haya oído hablar de ella. Pre­
tenden que si un salvaje de América ignora los hechos conte­
nidos en el Nuevo Testamento, es por culpa suya, por no
haberse puesto en una disposición tal que convidara a Dios a
revelarle los misterios de la salvación, y por haberse hecho in­
digno de este favor celeste. Planteadles esta pregunta: ¿podía
tener estas buenas disposiciones de que habláis?, ¿podía hacer
buen uso de las luces naturales? Os responderán que podía, de
haberlo querido. Pero ¿podía quererlo?, seguiréis preguntan­
do. Creo que os responderán que no, pero que se trata sólo de

9. Véase d prefacio del suplemento del Commentaire philosophique sur •C on-


trainsles d'entrer», fol. 4 v. s.
to. Véanse fas Réflextons de M. Saurín sur les droits de la conscience, p. 16.
1 1 . Es decir, en cuanto a los artículos de derecho y de hecho que conciernen a
la religión.
■ 1. Saurín, Réflexions sur les droits de la conscience, p. 15.
Z9S Diccionario histórico y critico

«una impotencia moral que no es otra cosa que la mala dispo­


sición de su voluntad»'} y una consecuencia de la corrupción
en la que nacen los hijos de Adán. Es, en el fondo, el mismo
dogma de nuestro Gregorio, y parece que más valdría decir
con toda claridad, como hace él, que la ignorancia invencible
no excusa por cuanto procede del pecado original y es un cas­
tigo por éste. Es cierto que esta doctrina presenta algunos in­
convenientes, pues parece que de modo gradual conduce has­
ta esta tesis: «Ni el frenesí ni la demencia son disculpas, dado
que no hay que excluirlos del número de males introducidos
por el pecado y que sirven como castigo por él». Pero ¿no in­
curre también en numerosos inconvenientes la primera opi­
nión recogida por el señor Arnauld?1* ¿Se trata de optar entre
una opinión exenta de dificultades y otra llena de ellas? ¿N o se
trata de optar entre dos extremos, el uno contrario a las no­
ciones filosóficas y el otro a las hipótesis teológicas?

b. Enseñaba que Dios puede mentir o engañar.


El señor Descartes establecía como fundamento único de la
ciencia humana el convencimiento que debemos tener de que
Dios no puede ser ni engañado ni engañador. Le objetaron
que, según Gregorio de Rimini y otros escolásticos, Dios pue­
de afirmar cosas contrarias a su pensamiento y a sus decre­
tos, * 5 como cuando hizo predicar que Nínive perecería en cua­
renta días. Si endureció y cegó al faraón, si envió a algunos
profetas el espíritu de la mentira, ¿cómo sabéis, le preguntaron
al señor Descanes, que no puede seducirnos? ¿No puede pro­
ceder con nosotros como un médico con sus enfermos y como
un padre con sus hijos? A tales personas se las engaña con
gran frecuencia, sabiamente y por su provecho. ¿Tendríamos
fuerza suficiente para contemplar la verdad si Dios nos la pre­
sentara completamente desnuda? «Pues si Dios nos mostrase
la verdad desnuda, ¿qué ojos, qué agudeza de espíritu tendría

13. ibidem, p. 16.


14. Véanse las Difficultés proposées a M. Stéyaert, rx, ¿44 s.
15. Véanse las Obiectiones secundae contra Meditationes Cartesii, p. 66.
Rim ini *99

fuerza bastante para soportarla?»1* La respuesta del señor


Descartes fue que hay que distinguir entre las maneras de ha­
blar de Dios que se adaptan al alcance del hombre y a las ver­
dades relativas al género humano, y las maneras de hablar que
se refieren a las verdades absolutas.1? Las primeras son fre­
cuentes en la Escritura, pero las últimas deben ser las de los fi­
lósofos. El endurecimiento del faraón y cosas semejantes no
indican un efecto positivo de Dios; se trataba solamente de
una privación de gracia. Está claro, añadió, que yo no tomaba
en cuenta las mentiras consistentes en palabras, sino la malicia
interior y formal que se encuentra en el engaño. El decreto
contra Nínive era sólo conminatorio y dependía de una condi­
ción. N o censuro, sin embargo, continuó,16 1718 a quienes dicen
que Dios puede, a través de sus profetas, hacer anunciar men­
tiras exentas de toda malicia de engaño, semejantes a las de los
médicos, que para curar a sus enfermos les hacen creer false­
dades. Más aún, confieso que el instinto natural que nos ha
sido dado por Dios a veces nos engaña realmente, pues la na­
turaleza que Dios nos ha concedido para la conservación de
nuestro cuerpo empuja positivamente a los hidrópicos a hacer
una cosa que les es perjudicial, es decir, a beber; pero he ex­
puesto en mi sexta meditación cómo puede acordarse esto con
la bondad o con la veracidad de Dios.
Digamos de paso que esta respuesta del señor Descartes no
impide que la objeción resulte victoriosa; en efecto, cuando
uno se ve obligado a admitir que una máxima general, dada
como fundamento de un dogma cierto y demostrativo, sufre

16. íbidem |trad.( ligeramente modificada, de V. Peña, Madrid, Alfagua­


ra. 19771-
17. Véase la Réponse de M. Descartes aux secondes objections, pp. 75-76.
18. «Nolim tamcn reprehenden; idos qui conccdunt Deum per prophetas ver-
bale aliquod mendadum (qualia sunt illa medicorum, quibus aegrotos dcci-
piunt ut ipsos curent, hoc est in quo desit omnia malitia decetionis) proferrc
posse. Quinimo etiam, quod manís est, ab ipso naturali instinctu, qui nobis a
Dco tributus est, intcrdum nos realiter fallí videmus, ut cum hydropkus sitit»,
etc., ibidem, p. 76. Nótese que el señor Vogelsang [Necessaria responsio ad pra-
efationem Ludovici Wolzogii, 11, 59 s.) protesta con terrible fuerza contra este
pasaje del señor Descartes, como si constituyera la ruina de la Escritura e in­
cluso de todo el sistema cartesiano.
300 Diccionario histórico y crítico

muchas excepciones, se la quebranta a tal punto que ya no


es capaz de fijar nuestras incertezas, y no hay caso en el que
un escéptico no pueda emplear la distinción del señor Descar­
tes. Si yo fuera engañado, dirá, por las ideas que me repre­
sentan la materia como una substancia extensa, se trataría de
un engaño desprovisto de cualquier malicia, quizá incluso
provechoso en el estado en que me encuentro, que en ciertos
aspectos es un verdadero estado de infancia o de enfermedad
en cuanto que mi alma está unida al cuerpo. La mentira ver­
bal no es mejor que la mentira de idea, y no puede separarse
de ella; pues si se habla es para provocar ideas en el espíri­
tu de quienes escuchan; ¿y no puedo suponer que las ideas de
todas las clases se refieren no a las verdades absolutas, sino a
las verdades relativas al género humano?
Digamos, también de paso, que en la Escritura hay cier­
tos hechos y frases que desmontarán siempre las máquinas de
los mayores metafísicos. Tenemos aquí un ejemplo de esto. Ved
cómo el señor Descartes fue derrotado hasta la ruina por la hi­
pótesis que Gregorio de Rimini pretendía fundar sobre la Es­
critura. Podemos fácilmente conjeturar que su sorpresa fue
grande cuando se dio cuenta de que el rayo que caía sobre su
obra procedía del lugar de donde menos lo temía. Creía haber
construido sobre la roca a cal y canto, ya que su edificio des­
cansaba en la infalibilidad de Dios. Sin duda, se había prome­
tido la aprobación de los teólogos en cuanto a esta parte fun­
damental de su hipótesis; y estaba seguro, por lo menos, de que
no lo combatirían con pasajes de la Escritura. Sin embargo, la
tormenta se abatió sobre él por ese lado, y fue una tempestad
tan fuerte que se vio forzado a doblegarse y a retroceder. ¡Tan
vanos son los pensamientos y las esperanzas del hombre! Pero
nos sorprende, a su vez, que el señor Descartes resistiera tan
poco a este ataque. La facilidad con que cedió es una prueba de
que carecía de todo conocimiento de los libros de teología. De
haber estado avezado en su lectura, habría conocido un buen
número de explicaciones y soluciones a los pasajes de la Escri­
tura en los que Gregorio de Rimini se basaba, y habría dis­
puesto de un método de discusión que lo habría sacado del
apuro. Algunos me responderán abiertamente que me engaño,
Rim ini 301

y que apenas podría haberse adaptado a este método, dado que


su plan era no servirse más que de razones evidentes y prefe­
rir siempre lo más claro a lo menos claro; ahora bien, las tesis
de la Escritura que se le objetaban son infinitamente más cla­
ras que las soluciones y glosas de los comentadores; he aquí
por qué rindió tan pronto las armas. Si me hacen esta objeción,
sabré cómo replicar; afirmo aquí, por anticipado, que, en cual­
quier caso, este gran filósofo debería haber insistido más sobre
la naturaleza de las expresiones empleadas por los escritores
sagrados para adaptarse a las posibilidades del pueblo. Al ser
el espíritu popular incapaz de elevarse hasta la sublimidad del
Ser supremamente perfecto, fue preciso que los profetas baja­
ran a Dios hasta el hombre y le hicieran balbucear con noso­
tros como una nodriza balbucea con el niño que amamanta.
De ahí proceden tantas expresiones de la Escritura que mani­
fiestan que Dios se arrepiente, se enfada, quiere informarse de
si una cosa ha sucedido, cambiará de intención si el hombre le
obedece o no le obedece, y mil cosas más de esta naturaleza, in­
compatibles con la soberana perfección. El señor Descartes no
ha olvidado exponer la diferencia que hay entre este lenguaje y
el de un verdadero metafísico; pero ha pasado por este punto
con demasiada ligereza y se ha privado de toda la ventaja que
cabía obtener, pues no ha dejado de tender la mano a la pre­
tcnsión de Gregorio de Rimini. Es esto lo que no debía hacer;
había que decir constante e invariablemente que los pasajes de
la Escritura que afirman que Dios a veces engaña jamás deben
ser entendidos en sentido liberal, y deben ser explicados como
los que le atribuyen arrepentimiento o cualquier otra cualidad
humana. Habría debido extenderse en la explicación de que un
filósofo no ha de tomar en consideración tales momentos de la
palabra de Dios, cuando se trata de representar las grandezas
del Ser soberano. El señor Régis se ha dado cuenta muy bien de
este deber:

Quiero establecer como máxima -d ice- que cuando quiera hablar


de Dios con exactitud, no deberé consultarme a mí mismo ni ha­
blar al modo habitual, sino elevarme en espíritu por encima de to­
das las criaturas, para consultar la idea vasta e inmensa del Ser in­
302 Diccionario histórico y critico

finitamente perfecto; de suerte que me permitirán decir, en un tra­


tado de moral, que Dios se ha arrepentido, se ha encolerizado,
etc., pero estas expresiones u otras semejantes no me serán permi­
tidas en un tratado puramente metafisico, en el que hay que hablar
con exactitud.1’

Recordemos que si la Escritura con mucha frecuencia repre­


senta a Dios por medio de ideas populares y, por consiguien­
te, muy falsas, para adaptarse al alcance de los espíritus a
quienes Dios ha destinado la revelación, en otros momentos
nos proporciona el correctivo del que cabe tener necesidad,
quiero decir, la descripción del Ser infinito en su majestad in­
mutable e infinitamente perfecta.

c . Se produjo un gran clamor en Holanda contra un ministro


que había dicho eso mismo pero con restricciones que desva­
necían todo el mal.
Hablo del señor De Wolzogue. Era profesor y ministro de la
iglesia valona de Utrecht en 1 666, cuando vio aparecer una
obra titulada Philosophia S. Scripturae interpres, exercitatio
paradoxa.* Los teólogos ortodoxos la encontraron perniciosa y
peor que sociniana. El señor De Wolzogue fue uno de los que la
refutaron, pero lo hizo bajo unos auspicios tan poco favorables
que se produjo un clamor contra su refutación*0 tanto o más
fuerte que contra el propio libro refutado. He aquí una de las
cosas que chocaron más; la reñero según la versión del autor:*1

Se sigue, en tercer lugar, que pruebo que Dios no tiene voluntad al­
guna de engañar a nadie. De hecho, no es necesario un gran es­
fuerzo para probarlo. Es suficiente que Dios haya dicho una cosa

19. Régis, Systéme de philosophie, 1, x68, Lyon, 169 1, irt-iz0.


10. Se titula De Scripturartim interprete advenus exercitatorem paradoxum ¡i-
bri dúo, y se imprimió en 1667.
í i . La versión latina está en la p. 24 de su libro, en la primera edición, y en
la p. .11 de la segunda.

* De Ludobicus Meyer.
Rim ini 303

para hacemos comprender que no quiere engañar. Digo que no


quiere engañar para que nadie crea que no podría si quisie­
ra. En efecto, tal como a cualquiera que intente engañar a otro, se
le considera en cierto modo por encima de él en esto, y superior
por la destreza de su espíritu, por la fuerza o por la facultad que
sea, y en vista de que tanto la sabiduría de Dios como su potencia
y sus restantes atributos son infinitos, ¿quién no se da cuenta de
que las criaturas, aun las más perfectas, pueden ser inducidas a
error por el creador infinito, puesto que, por el hecho mismo de
ser criaturas, son finitas? Pero niego, sin embargo, que quiera ha­
cerlo. Pues, apenas alcanzamos a comprender esta voluntad de en­
gañar, advertimos que o le acompaña cierta malicia, mediante la
que intentamos embaucar a quien no estamos seguros de poder
atacar sin astucia y sin embuste, o que se da alguna debilidad de
espíritu, que plantea la duda de si uno alcanzaría el poder sin ello.
Ambas cosas indican una gran imperfección; hay que alejarlas en­
teramente de aquel que consideramos muy perfecto por cuanto
confluyen en su persona todas las perfecciones imaginables.11

Quienes escribieron contra el señor De Wolzogue armaron mu­


cho jaleo con motivo de esta proposición: «Dios podría enga­
ñar sí quisiera».1* Lo cierto es que suena mal y que, pese a la
explicación que insertó el autor para reconducirla a la doctrina
habitual de los teólogos ortodoxos -q u e es imposible que Dios
engañe-, mejor habría sido abstenerse de unas palabras cho­
cantes que, en el fondo, en nada servían al asunto; se trataba
sólo de un paréntesis por completo inútil. Me parece que, ac­
tuando a sangre fría, la censura se habría limitado a esto, a me­
nos que tal vez alguien hubiera añadido esta crítica: un autor
que parece adherirse tanto al señor Descartes no debe dar nin­
gún rodeo para decir que Dios no puede engañar. Lo debe de­
cir en tres palabras y no mediante desvíos que requieran análi­
sis. Quienes se expresan así: «Los reprobados podrían amar a

a . Wolzogue, Apologie pour le synode de Naerden, IV, 160.


13 . Véase Van der Wacyen, Pro vera et genuino reformatorum sententia, prae-
serttm in negotío de interprete Scripturae, p. 19; Vogeisang, Necessaria respon-
sio ad praefationem Ludovici Wolzogii, p. 6 1, y muchos más.
304 Diccionario histórico y crítico

Dios si quisieran, pero su corrupción es tan grande que no pue­


den querer amar a Dios», dicen, en el fondo, lo mismo que
quienes asumen rotundamente que es imposible que los repro­
bados amen a Dios. Esta última proposición, siendo más bre­
ve, es preferible a la otra. Del mismo modo, dado que es más
breve decir «Dios no puede engañar» que decir «podría enga­
ñar si quisiera, pero su santidad es tan grande que no puede ha­
cerlo», ¿para qué se entretenía el señor De Wolzogue buscando
tantos rodeos y ambages? En cualquier caso, es más razonable
sorprenderse de que la crítica no se haya reducido a este punto,
que ver cómo el señor De Labadie, que, en nombre de la iglesia
valona de Middelbourg, hizo un proceso formal al señor De
Wolzogue ante el sínodo valón, se atrevió a acusarlo de herejía
por haber dicho que Dios no podía querer engañamos.

El señor De Labadie me ha objetado, en su escrito en latín, como un


error contrarío a la Escritura, no mi afirmación de que Dios podría
engañarnos si quisiera, sino lo que añado de que Dios no puede que­
rer engañarnos. Me acusa de no haber dicho lo suficiente y sostiene
que Dios quiere y puede engañar. Me objeta la Escritura misma y
pregunta: «¿Qué dirá Wolzogue de esa historia que se nos cuenta en
el capítulo 22 del primer libro de los Reyes, y sobre todo de esas pa­
labras del versículo 22? Y el Eterno dijo: «Tú lo inducirás, e incluso
lo llevarás a término. Sal y hazlo así». Ahora, pues, he aquí que el
Eterno ha puesto un espíritu mentiroso en la boca de todos esos
profetas tuyos, y el Eterno ha decretado mal contra ti. Cuando Dios
quiso y ordenó que Acab fuera seducido, y puso un espíritu menti­
roso (pues así es como hablan Jonius y Tremelius), ¿debe ser acusa­
do en modo alguno de debilidad de espíritu o de malicia?».1*

Véase la nota.1! Citemos asimismo un pasaje que nos mostra­


rá que esta temeridad de Labadie no chocó a los adversarios
del señor De Wolzogue. Es un pasaje muy largo, pero dado 24 5

24. Wolzogue, Apologie pour le synode de Naerden, iv, 154 -155.


25. Nótese que el señor De Wolzogue observa enseguida que advirtió al señor
De Labadie en el sínodo de Naerden de esta equivocación, y después, añade, se
ha corregido al darse cuenta de que era una impiedad decir que Dios quiere en­
gañar y engaña efectivamente a los hombres.
Rim ini 305

que contiene una doctrina que desarrolla sólidamente la pro­


posición censurada, nadie encontrará extraño que lo recoja.
Sirve a la instrucción del lector en cuanto al hecho y al dere­
cho. He aquí, pues, lo que el señor De Wolzogue expone en el
prólogo de una colección de Juicios que dio a la imprenta en
1 669.16

La principal objeción,17 y la que produce más escándalo, es que


haya dicho que Dios puede engañar si quiere. Pues a partir de ahí
parece que quiera sostener que Dios es capaz de engañar. Pero
creo que nada hay tan inocente como lo que he dicho, y que quien
desee tomarse el trabajo de examinarlo bien, lo hallará muy orto­
doxo. Pues en caso de encontrar algo censurable, debe ser en el
sentido o en las palabras. En lo que concierne al sentido, afirmo
que es imposible que Dios engañe nunca, como es imposible que
mienta o que reniegue de sí mismo. Lo digo expresamente en va­
rios lugares de mi libro; hago de ello el fundamento de toda mi
discusión, y considero esta verdad tan importante que creo que
sin ella no podemos poseer seguridad alguna ni de las otras cosas
del mundo ni de nuestra salvación. No obstante, para explicar la
naturaleza del engaño, distingo la voluntad de engañar de las cua­
lidades necesarias para ejecutar ese engaño. La voluntad de enga­
ñar es siempre criminal y contiene propiamente cuanto hay de im­
perfección en el engaño; pero las cualidades que podrían servir
para ejecutar ese engaño son buenas e incluyen siempre alguna
perfección.1* Vamos a representamos dos hombres: uno de ellos
estúpido y malicioso, el otro virtuoso y hábil. Puede decirse del
primero que, teniendo el deseo de engañar a alguien, no posee in­
genio para ello: no le falta la voluntad sino el poder. Diremos lo
contrario del segundo: que posee ingenio de sobras para embau­
car a los simples, pero es un hombre demasiado honesto para ha­
cerlo. Si ahora aplicamos esto a Dios, es muy cierto que carece de

2,6. Es decir, Jugements des plusieurs professeurs et docteitrs en tbéologie, qui


prononcent orthodoxe le Itvre de Louis de Wolzogue, de /'Interprete de l'Écri-
ture.
27. Wolzogue, prólogo de los Jugements, etc.
28. Compárese con esto lo que he dicho en la observación A del artículo «Ran-
gouze».
306 Diccionario histórico y crítico

la voluntad de engañar: no puede tenerla; siendo la perfección


misma, es demasiado perfecto para ello. Pero en cuanto a las cua­
lidades que se requieren para ejecutar un engaño, como ciencia y
poder, no cabe duda de que Dios las posee. No es que Dios pue­
da emplear alguna vez su ciencia y poder para ejecutar un enga­
ño, pues esto siempre presupondría voluntad de engañar, pero
posee, no obstante, la ciencia y el poder requeridos para llevarlo
a cabo. Y en este sentido afirmo que Dios puede engañar si quie­
re, pero que no puede quererlo; es decir, que Dios no puede enga-
ñar, no por algún defecto de ciencia o poder, sino por la perfec­
ción de su voluntad. De manera que las palabras Dios puede
engañar si quiere, deben ser parafraseadas de este modo: Dios po­
see rodas las cualidades necesarias para ejecutar un engaño -cien­
cia, poder, constancia y cuanto pueda servir para ejecutar cual­
quier propósito de engaño si tuviera esa voluntad—, pero le es
imposible tener esa voluntad de engañar, y le es imposible asimis­
mo querer emplear su potencia para la ejecución de un engaño; de
donde concluyo que le es imposible engañar. Esto no significa
otra cosa sino que Dios es todopoderoso y omnisciente. ¿Y quién
lo negará? Pero acaso me digan que tales palabras son algo rudas.
Aunque fuera así, esto no puede constituir un crimen tan grande
como para armar semejante jaleo. Si se eliminaran todas las pala­
bras rudas y chocantes de los libros de nuestros teólogos, cuántas
tachaduras haríamos. El mismo Calvino no quedaría exento de
censura en el tema de la predestinación. Pero, en el que discuti­
mos aquí, sostengo que la Escritura dice más que yo. Dice en el
primer libro de los Reyes, capítulo 22, «que el Eterno puso un
espíritu mentiroso en la boca de los falsos profetas». En el capí­
tulo 20 de Jeremías 7: «Oh Eterno, tú me has engañado y yo he
sido engañado». Pues así es como la Biblia inglesa lo ha tradu­
cido. ¿Y no nos expone nuestra versión de Ezequiel 14:9 estas
mismas palabras?: «Si sucede que el profeta sea seducido y pro­
fiera alguna palabra, yo, el Eterno, habré seducido a ese profeta».
¿He afirmado yo algo que parezca de entrada tan extraño como
eso? Con todo, no ignoro el sentido que se da a esos pasajes; pero
también quisiera que se admitiera el que doy yo a mi libro sin
acusarme de esa apariencia de rudeza que se halla en las palabras.
Y, lo que es asombroso, el señor De Labadie ha sostenido que
Rimini 307

Dios puede engañar, quiere engañar, ha engañado. Me acusa de


no haber dicho lo suficiente diciendo que Dios puede engañar si
quiere, pero que no puede querer - y ninguno de nuestros celado­
res le reprende.

lista explicación del señor Wolzogue no contentó a sus adver­


sarios. £ 1 señor Vogelsang la refutó con toda suerte de mani­
festaciones de indignación y desprecio. Y observó entre otras
cosas que es patente que el señor Descartes robó a los esco­
lásticos la distinción entre el poder de engañar y la voluntad
de engaña^ de modo que ese poder fuera una especie de
perfección, al tiempo que la voluntad de engañar es un defecto.
Quiere que el señor Descartes haya perseguido la gloria del
descubrimiento desenterrando las basuras de los escolásticos;*’
y alega un pasaje del capítulo v del cuarto libro de los Tópicos
de Aristóteles, donde se dice que en Dios y en el hombre ho­
nesto se halla la facultad de hacer el mal moral. Alega también
unas palabras de Tomás de Aquino que sirven de explicación a
esc lugar de Aristóteles:

Dios no puede pecar precisamente porque es omnipotente.


Y aunque dice el Filósofo que Dios y el hombre estudioso (el
hombre honesto) pueden hacer cosas malas, esto se ha de enten­
der, o bien bajo una condición cuyo antecedente sea imposible,
como si, verbigracia, dijéramos que Dios puede hacer cosas ma­
las si quisiera —pues nada se opone a que sea verdadera una
proposición condicional cuyo antecedente y consecuente son im­
posibles, como ésta, por ejemplo: si el hombre es asno, tiene cua­
tro patas-; o bien entender que Dios puede hacer cosas que aho­
ra parecen malas y que, sin embargo, serían buenas si Él las
hiciese; o, por último, pensar que habla acomodándose a la op¡-19 *

19. «Descartes acostumbra a elegir con frecuencia, de entre los más corrompi­
dos filósofos antiguos y de entre las heces de los más ineptos escolásticos, prin­
cipalmente los excrementos más repugnantes, al objeto de llevarse, ansioso de
la pequeña gloria de una sutileza insólita, los méritos de opiniones gastadas y
sepultadas en el olvido», Reiner Vogelsang (Vianensis V. D.M. et S.S. theologiac
professor in ecclcsia et gymnasio Sylvaducensi), Necessaria responsio ad prae-
factionem Ludovici Wolzogii, p. 49.
308 Diccionario histórico y crítico

nión común entre los gentiles, quienes admitían que los hombres
se transforman en dioses, como Júpiter o Mercurio.)0

Sostiene que Tomás de Aquino hace el ridículo queriendo dar


algún color a este pensamiento de Aristóteles; le regaña cruel­
mente. Sólo referiré lo que dice sobre el último punto:

Porque en último lugar divaga que Aristóteles acaso hablara así


«acomodándose la opinión común de los gentiles, quienes admi­
tían que los hombres se transforman en dioses, como Júpiter o
Mercurio»; ¡qué frívolo es esto! En realidad, según la común opi­
nión de los gentiles, los dioses poseían no sólo la facultad de per­
petrar maldades o infamias, sino también una voluntad por en­
tero resuelta a ello. Razón por la que sus poetas cantaron ante el
vulgo los hurtos, las imposturas, las riñas y peleas, los rencores
por odios mutuos, las pasiones y los adulterios de los dioses. Lo
cual es claramente contrario a la intención y al espíritu del Filó­
sofo, que elimina totalmente de Dios la voluntad de perpetrar
maldades, aunque le conceda la facultad de hacer el mal.’ 1

Añade otros pasajes de la Escritura a los alegados por el señor


De Wolzogue,)2 y muestra cómo deben interpretarse.))30 12

30. Tomás de Aquino, q. XXV, art. 111, en Vogelsang, ibidem, p. 5 1 [trad. de R.


Suárez, Madrid, Ed. Católica, 1947. El paréntesis es una aclaración de Bayle].
3 1 . Vogelsang, ibidem, p. 52.
32. Ibidem, p. 69.
33. Nótese que el sínodo de Wallon declaró ortodoxo el libro del señor De
Wolzogue.
Rorario
313

k o r a r i o (Jerónimo), nuncio de Clemente Vil en la corte de

Ferdinando, rey de Hungría,8 compuso una obra que merece


ser leída. En ella trata de mostrar no sólo que las bestias son
animales racionales, sino también que se valen de la razón
mejor que el hombre. La ocasión que lo condujo a hacer este
libro es curiosa y por completo singular. Había asistido a una
conversación en la que un hombre docto había dicho que
Carlos V no igualaba a los Otones ni a Federico Barbarroja.
No hizo falta más para que Rorario sacara la conclusión de
que las bestias son más razonables que el hombre, y acto se­
guido empezó a componer un tratado sobre el tema, (a ) Esto
sucedió en el momento que Carlos V hacía la guerra a la liga
de Esmalcalda. El libro no está mal escrito y contiene un gran
número de hechos singulares sobre la industria de las bestias
y la malicia del hombre. Los que atañen a la habilidad de los
animales ponen en apuros tanto a los seguidores de Descartes
como a los de Aristóteles: (b ) aquéllos niegan que las bestias
posean un alma; éstos afirman que la que tienen está dotada
de sentimiento, memoria y pasiones, pero no de razón. Es una
pena que el parecer del señor Descartes sea tan difícil de de­
fender y esté tan alejado de lo verosímil, pues, por lo demás,
es muy favorable a la verdadera fe, (c) única razón que impi­
de a algunas personas separarse de él. N o está sujeto a las
consecuencias muy peligrosas de la opinión común. Hace
mucho tiempo que se viene sosteniendo que el alma de las
bestias es racional, ( d ) L o s filósofos de la Escuela se equivo­
can grandemente si están convencidos de que, rechazando
esto, evitan las consecuencias enojosas de la opinión que atri­
buye el alma sensitiva a las bestias, ( e ) Tales señores no care­
cen de distinciones ni de excepciones ni de audacia para ded­il.

il. Rorario, Quod animaba bruta ratione utantur melius homirte, 1, 57, Ams-
irrdam, 1654.
3M Diccionario histórico y critico

dir que los actos de esta alma no pasan nunca de ciertos lími­
tes que ellos les prescriben, pero esta verborrea confusa e im­
penetrable no tiene utilidad alguna para establecer una dife­
rencia específica entre el alma humana y aquella otra, (f ) y no
parece en absoluto que sean capaces de inventar nunca una
explicación mejor que cuanto hasta ahora han alegado. El au­
tor que ha refutado mejor al señor Descartes acerca del alma
de las bestias, nos habría complacido mucho si hubiera podi­
do limpiar la doctrina común, (g ) El señor Leibniz, uno de los
mayores ingenios de Europa, buen conocedor de estas dificul­
tades, ha presentado propuestas que merecen ser cultivadas.
(h ) Diré algo sobre ello, aunque no sea más que para señalar
mis dudas. Pero, volviendo a Rorario, no creo equivocarme si
estoy convencido de que era natural de Pordenone, en Italia.
(i) Me gustaría haber leído el alegato que compuso a favor de
las ratas.b Se imprimió en el país de los grisones, en 1548.
Algo semejante se halla en los escritos del presidente Chassa-
née.c Acabaremos de dar aquí la compilación cuya parte prin­
cipal se ha visto en el artículo sobre Pereira.d
Me he enterado por distintos canales de que muchas perso­
nas con gusto por la historia de las opiniones han aprobado
las compilaciones que he publicado en las notas de este artícu­
lo. Incluso han manifestado que agradaría que publicase más,
si llegaran otras nuevas a mis manos. Esto me lleva a tomar la
libertad de incluir aquí algunos suplementos, ( k ) pese a que no
ignoro que muchos lectores apenas se van a cuidar de ellos y
los van a llamar excrecencias. N o tendrán motivos para dar tal
nombre a las observaciones que quiero hacer sobre las refle­
xiones del señor Leibniz (l ) que hemos visto en el periódico
del señor Basnage; estas observaciones, en efecto, son una con­
tinuación natural y necesaria de uno de los pasajes de la pri­
mera edición de este artículo. Espero que sirvan de ocasión
para desarrollar una materia tan difícil como importante.

b. Oratio pro muribus, adversas Nicolai Bostii edictum, Augustae Rheticae, en


Phil. Ulhard, Draunius, Biblioth., p. 1093.
c. Véase M. de Thou, vi, 116.
d. Véase la observación d .
3iS

O B S E R V A C IO N E S

a. Empezó a componer un tratado sobre el tema.


Encabezando esta obra figuran dos epístolas dedicatorias: una
al obispo de Arras, datada el i de marzo de 15 4 7 ; otra al car­
denal Cristóforo Madruce, obispo de Trento. Este escrito per­
maneció sepultado cerca de cien años en las tinieblas de las bi­
bliotecas. Finalmente Naudé lo hizo imprimir en Francia y lo
dedicó a los señores Du Puy. Su epístola dedicatoria está data­
da en París el 9 de abril de 16 4 5. Se ha reimpreso en Holanda
más de una vez.1 N o sé por qué en el Lindenius renovatus lo
han puesto entre los libros de medicina. M e acusarán, estoy se­
guro, de que a veces me proveo de pruebas sin necesidad, pero
sería un error afirmarlo en lo que concierne a lo que he dicho
sobre el motivo de esta obra de Rorario. Si no citara sus pro­
pias palabras, habría lugar para pensar que he inventado la
idea de un escritor quimérico para divertir a mis lectores; pues
¿qué puede haber más grotesco que un hombre que si coge la
pluma para poner al género humano por debajo de las bestias
es sólo porque un sabio no ve bien que el emperador Carlos V
aspire a la monarquía universal sin poseer las cualidades de un
Otón el Grande o de un Federico Barbarroja? Es, por consi­
guiente, muy necesario que pruebe cuanto he dicho sobre esto.

Me encontraba, ilustrísimo príncipe —habla Rorario-, hace po­


cos días, en un lugar donde se conversaba sobre el César, y hubo
un varón, por lo demás doctísimo, que dijo no entender qué olor
exhalaba para intentar poner el orbe cristiano bajo su imperio,
cuando apenas había en él algo que pudiera compararse con los
Otones o con Federico Barbarroja. Confieso que me puso de mal
humor que se postergase a un príncipe digno de ser inmortal a

1. Utilizo la edición de Amstcrdam, 1654, in-iz°.


}i6 Diccionario histórico y critico

quienes, por más insignes que fueran, ni reunidos todos en uno,


alcanzarían la grandeza de éste. Y así me vino a la mente que a
menudo los brutos usan la razón mejor que el hombre, y lo ex­
puse en dos opúsculos.1

N o se ha conformado con una sola declaración; había ya se­


ñalado esto en otra epístola dedicatoria.

Había escrito dos opúsculos en los que mostraba que los brutos
a menudo usan la razón mejor que el hombre; y lo había hecho
para rechazar la insolencia, o más bien la locura, de aquellos que
no eran capaces de ver el esplendor de Carlos V, superior al de
todos los emperadores.)

Leed el resto de esta epístola; encontraréis a un hombre pre­


dispuesto a favor de Carlos V y gran adulador. Muchos otros
se le parecían y se le parecen.

B. Los hechos que atañen a la habilidad de los animales po­


nen en apuros tanto a los seguidores de Descartes como a los
de Aristóteles.
Esto no requiere prueba en cuanto a los cartesianos: nadie ig­
nora lo difícil que es explicar cómo meras máquinas pueden
hacer lo que hacen los animales. Nos limitaremos, pues, a pro­
bar que el peripatetismo se encuentra en extremas dificultades
para dar razón de tales conductas. Todo peripatético que oye
decir que las bestias no son sino autómatas objeta al punto que
un perro que haya sido golpeado por haberse lanzado sobre un
plato de carne no lo tocará más cuando vea que su amo le ame­
naza con un bastón. Pero para mostrar que este fenómeno no
puede ser explicado por quien lo propone, basta decir que si la
acción del perro se acompaña de conocimiento, es del todo ne­
cesario que el perro razone: tiene que comparar el presente con
el pasado y sacar de ahí una conclusión; tiene que acordarse de

2. Rorario, Epistula dedicatoria ad Madrutium cardinalem.


3. Rorario, Epistula dedicatoria ad episcopum Atrebatensem.
Rorario 317

los golpes que le han dado y de por qué los ha recibido; tiene
que saber que, si se abalanzara sobre el plato de carne que con­
mueve sus sentidos, repetiría la acción por la cual lo han gol­
peado; y tiene que concluir que, para evitar nuevos golpes de
bastón, ha de abstenerse de esa carne. ¿No es esto un verdade­
ro razonamiento? ¿Podéis explicar este hecho suponiendo sólo
un alma que siente pero sin reflexión sobre sus actos, sin re­
cuerdo, sin comparación de dos ideas, sin sacar conclusión al­
guna? Examinad bien los ejemplos compilados y objetadlos a
los cartesianos:* hallaréis que prueban demasiado. Prueban, en
efecto, que las bestias comparan el fin con los medios, y que
en ciertas situaciones prefieren lo honesto a lo útil; en una pa­
labra, que se guían por las reglas de la equidad y del reconoci­
miento. Rorario dice que ha habido caballos que han rehusado
cubrir a su madre o que, tras haberlo hecho sin saberlo, enga­
ñados por los artificios de un mozo, se han arrojado a un pre­
cipicio al enterarse de lo sucedido.

Los testimonios de la literatura declaran que cierto pastor que no


podía inducir a un caballo a que montara a su madre, concibió,
con todo, dado que ambos eran de clase excelente, el engaño de
taparle los ojos para que no la pudiera ver. Cuando le sacó la
venda y el caballo se dio cuenta de que había cubierto a su pro­
pia madre, se dirigió hacia un precipicio y se arrojó a él como reo
del crimen realizado. Esto se refiere a la virtud de un macho.
También cabe referirse a la de la hembra: en el campo reatino
una yegua, tras herir a un auriga autor de una infamia, se dio a
sí misma idéntico fin.*

Lo que dice él, y lo que refieren otros, sobre el ardor con que
ciertos perros se han esforzado en prestar un buen auxilio a su
amo, en vengar su muerte, etc., son cosas absolutamente inex-4 *

4. Véanse en Lipsio (Epístola L, cent, i, Miscellanea) muchas acciones sorpren­


dentes de los elefantes. Esta carta es un comentario por medio de ejemplos de
las palabras de Minio que se citarán en la observación o. Véase acerca de los ca­
ballos el mismo Lipsio, Epístola l v i , cent. 111, ad Belgas, y acerca de los perros,
Epístola x u v , cent. 1, ad Belgas.
j. Rorario, 1 1 ,7 1 .
3i 8 Diccionario histórico y critico

plicables de acuerdo con la hipótesis de los aristotélicos. Así,


toda su polémica contra los discípulos del señor Descartes es
trabajo baldío; sólo se requiere la destreza de que se vale Perei-
ra. Reconocéis, decía a sus adversarios,67que los animales ha­
cen muchas cosas que se asemejan a lo que hace el alma
razonable, y, pese a todo, pensáis que su alma no es racional.
¿Por qué, entonces, me prohibís afirmar que hacen muchas co­
sas semejantes a lo que hace el alma sensitiva, sin que su alma
sea sensitiva? N o me sorprende que el señor Descartes y sus se­
guidores no hayan invocado el pasaje del Código de Justiniano
donde se dice que las bestias son incapaces de cometer injurias
dado que no sienten.? Es manifiesto que la palabra sensus, en
esta ley, debe tomarse por designio e inteligencia.

c . E l parecer del señor Descartes es muy favorable a la ver­


dadera fe.
Lo que lleva a los cartesianos a decir que las bestias son
autómatas es que, según ellos, toda materia es incapaz de pen­
sar. No se conforman con decir que sólo las substancias es­
pirituales pueden hacer reflexiones y encadenar una larga
serie de razonamientos; sostienen que todo pensamiento - llá ­
mese reflexión, meditación, progreso del principio a la conse­
cuencia, o llámese sensación, imaginación, instinto- es de una
naturaleza tal que ni la materia más sutil y perfecta es capaz
de él, y que no puede encontrarse sino en las substancias in­
corpóreas. No hay hombre que no pueda convencerse, me­
diante este principio, de la inmortalidad de su alma: cada uno
sabe que piensa y, por consiguiente, si razona de modo car­
tesiano, no puede dudar de que, por cuanto piensa, es distin­
to del cuerpo. De ahí se sigue que, a este respecto, es inmor­
tal; la mortalidad, en efecto, consiste sólo en el hecho de estar
compuesto de muchas partículas de materia que se separan
unas de otras. Esto constituye una gran ventaja para la reli-

6. Véase el artículo «Pereira», cita de la nota 55.


7. «Nec enini potest animal iniuria fecisse quod sensu caret.» Véase Grotius,
Florum sparsio ad ios lustinianeum, p. 114 , Amsterdam, 1643, in-13?.
Rorario 319

gión, pero será casi imposible conservarla mediante razones


filosóficas si se concede que las bestias poseen un alma mate­
rial que perece con el cuerpo, un alma, digo, cuyas sensacio­
nes y deseos son la causa de las acciones que les vemos hacer.
Véase la observación F . La utilidad teológica de la opinión del
señor Descartes acerca de las bestias autómatas no se limita a
esto; alcanza hasta varios principios importantes, que no se
podrían defender con cierta fuerza en caso de admitir el alma
sensitiva en las bestias. Si San Agustín ha sostenido estos prin­
cipios, pese a aceptar esta especie de alma en las bestias, y no
ha encontrado difícil la relación de ambas cosas, ha sido más
afortunado que sabio. «De los principios que examinó con
cuidado y estableció con fuerza, se sigue manifiestamente que
las bestias no poseen alma, tal como lo muestra Ambrosius
Víctor* en su sexto volumen sobre la filosofía cristiana.»’ El
autor que me proporciona estas palabras supone que «este
santo doctor, sabiendo distinguir demasiado bien el alma del
cuerpo para pensar que haya almas corporales, admitía un
alma espiritual en las bestias».8 10 Pero he aquí la muestra que
9
nos da de los principios sostenidos por San Agustín, incom­
patibles con esta alma de las bestias.

Algunos de estos principios de San Agustín son: que lo que no ha


pecado nunca no puede padecer ningún mal -pero, según él mis­
mo, el dolor es el mayor de los males, y las bestias lo padecen-, que
lo más noble no puede tener como fin lo menos noble -pero, según
él, el alma de las bestias es espiritual y más noble que los cuerpos,
y, con todo, aquélla no tiene otro fin que los cuerpos-, que lo que
es espiritual es inmortal - y el alma de las bestias, aunque espiritual,

8. Es un pseudónimo que ha tomado un padre del Oratoria


9. Malebranche, Éclaircissements sur le VJ‘ libre de la Recherche de la vérité,
pp. 380-381.
10. Es cierto, diga lo que diga el padre Malebranche, que San Agustín creyó
que el alma de las bestias era sensitiva y corporal. «La vida de los brutos -dice
en el cap. iv del Conocimiento de la verdadera vida- es espíritu vital constitui­
do de aire y de sangre animal, pero sensible, dotado de memoria y carente de
intelecto, que muere con la carne y se desvanece en el aire.» Véase también De
tpiritu et anima, xxm.
320 Diccionario histórico y crítico

está sujeta a la muerte-. Hay más principios semejantes en las


obras de San Agustín que permiten concluir que las bestias carecen
de un alma espiritual como la que admite en ellas."

N o estoy demasiado convencido de que San Agustín haya creí­


do que el alma de las bestias es una substancia corporal; pero,
en cualquier caso, el segundo principio que se nos presenta
aquí como ejemplo es incompatible con la opinión del gran
doctor. Lo que conoce, en efecto, es más noble que lo que no
conoce; pero San Agustín atribuía por lo menos sentimiento al
alma de las bestias; la creía, por tanto, mucho más noble que
el cuerpo. Sostenía, pues, por un lado, que lo más noble no
puede tener como fin lo menos noble, y, por otro, que el alma
de las bestias, más noble que su cuerpo, no tenía otro fin que
su cuerpo. Esto, diréis, importa poco a la religión. Os equivo­
cáis, se os responderá; todas las pruebas del pecado original
tomadas de las enfermedades y de la muerte a que están suje­
tos los niños pequeños caen, en efecto, por tierra desde el mo­
mento en que suponéis que las bestias sienten: están sujetas al
dolor y a la muerte pese a que no han pecado nunca. Así, ra­
zonáis mal cuando decís: «Los niños pequeños sufren males y
mueren; por tanto, son criminales», pues suponéis un falso
principio, desmentido por la condición de las bestias, a saber,
«que lo que no ha pecado nunca no puede padecer ningún
mal». Se trata, con todo, de un principio de la máxima evi­
dencia: emana de modo necesario de las ideas que tenemos
sobre la justicia y la bondad de Dios, y es conforme al orden
inmutable, a este orden del que Dios no se aparta, según con­
cebimos claramente. El alma de las bestias confunde este or­
den y trastorna estas ideas tan distintas; hay que estar de
acuerdo, pues, en que los autómatas del señor Descartes favo­
recen en extremo los principios según los que juzgamos sobre
el ser infinito y mediante los que defendemos la ortodoxia.
Leed lo que sigue.i.

i i . Malebranche, Éclaircissements sur le VI• libre de la Recherche de la vérité,


pp. 38 1, al margen.
Rorario 321

En un principio se implica a la religión en esta causa11 por la es­


peranza que han concebido los anticartesianos de arruinar así las
máquinas del señor Descartes; pero es imposible exagerar el be­
neficio que han recibido de ello los seguidores de este filósofo.
Creen haber mostrado, en efecto, que, si se otorga a las bestias
un alma capaz de conocimiento, todas las pruebas naturales de la
inmortalidad de nuestra alma quedan destruidas. Han mostrado
que su opinión no tenía enemigos más obstinados que los impíos
y epicúreos, y que la manera de causar más despecho a esos filó­
sofos malvados es desarmarlos de todas las falsas razones que to­
man del alma de las bestias para concluir que entre ellas y noso­
tros sólo hay una diferencia del más al menos; es cosa segura que
nadie persigue más que los impíos acercar las bestias a la perfec­
ción del hombre. De este modo, los seguidores del señor Descar­
tes han involucrado la religión en sus intereses. Pero no se han
conformado con esta razón. Se han alzado hasta la naturaleza de
Dios para buscar en ella argumentos invencibles contra el cono­
cimiento de las bestias, y puede decirse que han encontrado al­
gunos bastante buenos. El autor de La recherche de la vérité ha
difundido el plan en algunos lugares de sus obras. El padre Pois-
son, del Oratorio, ha tratado a fondo del que se funda en este
principio de San Agustín: «Que siendo Dios justo, la miseria es
una prueba necesaria del pecado». De ahí se sigue que las bes­
tias, al no haber pecado, no están sometidas a la miseria; pero sí
lo estarían si tuvieran sentimientos; por tanto, carecen de ellos.')

A continuación de estas palabras, hallaréis el extracto de un li-


hro ' 4 donde se muestra que, si las bestias tienen un alma que
conoce, «se sigue: 1) que Dios no se ama a sí mismo; 2.) que no
es constante; 3) que es cruel e injusto».1 $ N o se amaría a sí mis­
mo porque habría creado «unas almas capaces de conocimien­
to y amor sin obligarlas a amarlo y a conocerlo»: las habría
creado para permanecer en el estado de pecado; y por consi-

1 x. Es decir, en la disputa contra Descanes acerca del alma de las bestias.


13. Nouvelles de la République des Lettres, marzo de 1684, pp. 26-27.
14. Intitulado La hete transformée en machine. El autor se llama Darmanson.
15. Nouvelles de la République des Lettres, marzo de 1684, p. 23.
322 Diccionario histórico y crítico

guíente las habría dispensado de la ley del orden, que es, sin
embargo, la ley soberana e ineludible. El estado de pecado con­
siste en detenerse en las criaturas como último fin; es lo que ha­
cen las almas de las bestias, según la opinión común. Siguiendo
esta misma opinión, estas almas vuelven a la nada cuando las
bestias cesan de vivir: ¿dónde está, pues, la constancia de Dios?
Crea almas y enseguida las aniquila. Ni siquiera respecto a la
materia actúa así: no la destruye jamás; conserva, pues, las
substancias menos perfectas y destruye las más perfectas. ¿Es
esto propio de un agente sabio? El alma de las bestias no ha pe­
cado, y está, no obstante, sujeta al dolor y a la miseria; está so­
metida a todos los deseos desordenados de la criatura que ha
pecado. ¿De qué manera tratamos a las bestias? Hacemos que
se despedacen entre ellas para nuestro placer; las degolla­
mos para alimentarnos; hurgamos en sus entrañas estando vi­
vas para satisfacer nuestra curiosidad, y todo esto lo hacemos
consecuentemente con el imperio que Dios nos da sobre ellas.
¡Qué desorden que la criatura inocente esté sometida a todos
los caprichos de la criatura criminal! Ningún casuista cree que
sea ¡secado hacer luchar toros contra dogos, etc., y valerse de
mil artimañas y violencias en la caza y en la pesca para destruir
a los animales, o divertirse matando moscas, como hacía Do-
miciano. ¿No hay crueldad e injusticia en someter el alma ino­
cente a tantas desdichas? Todas estas dificultades se desva­
necen por medio de la opinión del señor Descartes. Voy a dar
la lista de algunas obras que se han publicado a favor de este
parecer.
Un prefacio del señor Schuyl: encabeza su traducción lati­
na de E l hombre del señor Descartes. Un tratado de Antoine le
Grand,1617De carentia sensus et cognitionis iti brutis. Una carta
del señor De Cordemoy a un docto religioso de la compañía de
Jesús, impresa en 1 6 6 8 . El Tratado sobre el alma de las bes­
tias, que se imprimió en Lyon en 16 76 , cuyo autor es un clérigo

16. Víase, acerca de este autoi; el libro De scriptis adespotis de Deckherrus,


pp. 3 2 1 , 387, 1686. En una de las cartas del señor Arnauld al padre Malc-
branche se dice que Antoine Le Grand es un religioso de San Francisco.
17 . Esta carta apareció anónima, pero me entero por el señor Baillet, Vie de
Descartes, 11, 344, de que el señor De Cordemoy es su autoc
Rorario 3*3

de Ambrun llamado Dilly. Las Conversaciones sobre la filoso­


fía del señor Rohauit. Las notas del padre Poisson sobre el Mé­
todo del señor Descartes. El Brutum cartesianum de Arnold
Guelincx. Es una obra postuma que publicó en 1688 el señor
Langenhert, buen cartesiano, pero no en lo que concierne al
alma de las bestias,1819aunque haya ordenado geométricamente
las razones que prueban que las bestias no sienten. Muchos se­
guidores del señor Descartes se ubican aquí. Lo abandonan en
cuanto a la opinión de los autómatas; el señor Craanen, profe­
sor de filosofía y, después, de medicina en Leyden, ha sido un
celoso defensor de este filósofo, hasta el punto de sufrir por él,
y -lo que es más admirable- hasta negarse a abandonarlo en lo
tocante a la creencia de la glándula pineal, pero se burlaba de
quienes dicen que las bestias no sienten. El señor Régis, uno
de los más célebres cartesianos de hoy en día, no ha ¡do tan le­
jos; se ha conformado con decir que, «por más inclinación que
pueda tener por dar a las bestias un alma distinta del cuerpo,
prefiere suspender su juicio a este respecto».•* Podría incluirse
el libro del padre Pardies sobre el conocimiento de las bestias
entre los que se han hecho a favor de la opinión del señor Des­
cartes, pues en él las razones de los cartesianos se encuentran
propuestas con mucha fuerza y refutadas muy débilmente.
Creo, sin embargo, que no se descuidó en la segunda parte de su
obra, y que hizo cuanto pudo para sostener la antigua opinión;
pero, al haber hecho también cuanto podía para representar
fielmente el lado bello de la nueva, ha dado lugar a que algunos
sospechen que carecía de verdadero deseo de combatir al señor
Descartes. Refiramos el juicio de uno de sus compañeros:

Nada más seductor que las exposiciones que hace el padre Pardies
en su libro titulado Sobre el conocimiento de las bestias, en el cual,
dándole al cartesianismo toda su fuerza en ese punto, llega casi a
convencer a sus lectores de que no sólo no es necesaria el alma
para andar, beber, comer o quejarse, sino tampoco para hablar, y

18 . Véase el Journal de Leipsic, noviembre de 1688, p. 624.


19. Pierre Sylvain Régis, Systeme de philosopbie, libro vil, parte 11, p. iz 6 del
tomo v, Lyon, 1691,1/1-12°.
3*4 Diccionario histórico y critico

para hablar tanto tiempo como un predicador en un sermón de


una hora o un abogado en un alegato. Este libro ha hecho que su
autor, entre los peripatéticos, pase por un prevaricador, cartesiano
de corazón, pese a la mucha aplicación que dedica a refutar el car­
tesianismo en la segunda parte de su libro y a defender la filoso­
fía antigua en el capítulo del alma de las bestias.10

d . Hace mucho tiempo que se viene sosteniendo que el alma


de las bestias es racional.
Hubiera expuesto en las notas del artículo «Pereira» cuanto
podía decir sobre esta materia, pero no he querido ser dema­
siado prolijo en ese lugar. Podemos contar a Estratón y Enesi-
demo entre quienes defendieron que el alma de las bestias es
racional, pues enseñaban que el sentimiento no puede subsis­
tir sin el entendimiento.11

Que lo mismo eran aisthesin kai dianotan - ‘la sensibilidad y el


pensamiento’- fue la opinión tanto de Estratón el físico, discípu­
lo de Teofrasto, como de Enesidemo, que escribió una introduc­
ción a Pirrón. De ambos nos da testimonio Sexto Empírico en
Adversas mathematicos.

Vossius sin duda habría citado aquí a Plutarco, de haber re­


cordado este pasaje:

También sobresale un discurso de Estratón el físico en el que de­


muestra que sin inteligencia no puede sentirse nada en absoluto.11

Se afirma que Parménides, Empédocles, Demócrito y Anaxá-


goras enseñaban que todas las bestias están dotadas de inteli­
gencia.

De esta opinión por la cual se cree que las bestias están privadas
de sentido, paso a otra según la cual, como decía Sexto Empírico:
20. Suite du Voyage du monde de Descartes, Amsterdam, 1696, pp. 9-10.
2 1. Vossius, De origine et progressu idoloiatriae, m, x u , al inicio, 938-939*
22. Plutarco, De solertia animalum, 961a.
Rorario 315

«Ningún animal está desprovisto de razón, sino que todos son ca­
paces de inteligencia y ciencia». Esta opinión la atribuye Estobeo,
en sus Selecciones físicas, a Parménides, Empédocles y Demócrito.
También Anaxágoras se decantó a veces por la misma doctrina,
como atestigua Aristóteles en De anima (1,2), donde reconoce que
aquél en mis de un lugar afirma que la mente es la causa de cuan­
to se comporta bella y rectamente, pero añade que en otras partes
enseña: «Lo mismo es la mente y el alma; la mente se encuentra en
todos los animales, pequeños o grandes, viles o nobles

Dejo de lado la opinión, muy común en la Antigüedad, de que


los cuerpos vivientes contenían un alma que era una porción
del alma del mundo. Convengo en que la continuación natu­
ral de esta afirmación radica en decir que el alma de las bes­
tias es de la misma naturaleza que la del hombre; pero esto no
prueba que las bestias sean de hecho racionales. Podría soste­
nerse, en efecto, que las porciones del alma del mundo que se
unen a ciertos cuerpos pierden la fuerza de razonar; y puesto
que los partidarios del alma del mundo no enseñaban que el
alma de las plantas fuera racional, habían de creer que su
doctrina no comprometía a sostener que las bestias razona­
sen. N o hablemos, pues, de esta opinión, aunque Virgilio la
alegara como la mejor manera de explicar cuanto acababa de
decir sobre las cualidades de las abejas.

His quídam signis, atque haec exempla secuti,


esse apibus partem divinae mentís, et haustus
aethereos dixere: Deum namque iré per omnes
terrasque, tractusque maris, coelumque profundum:
hiñe pecudes, armenta, viros, genus omne ferarum,
quemque sibi tenues nascentem arcessere vitas.
Scilicet huc reddi deinde, ac resoluta referri
omnia: nec morti esse locum; sed viva volare
sideris in numerum, atque alto succedere cáelo.1*

13. Vossius, De origine et progressu idololatriae, III, XLi, al inicio, 940.


14 . Virgilio, Georgicae, IV, 119 ss. [‘Con estas señales y atendiendo a estos
ejemplos afirm aron algunos que teman las abejas una parte de la inteligencia di*
326 Diccionario histórico y critico

Más vale que hablemos de Filón, autor de un libro en el que


defendía que las bestias son racionales, De eo quod bruta ani­
maba ratione sint p r a e d it a En otro sitio me he referido al
parecer de Galeno,16 pero he aquí una prueba más precisa:

No está suficientemente claro si los animales llamados brutos ca­


recen por entero de razón. Quizá, aunque no comparten en co­
mún con nosotros esa razón que se concibe junto con la voz, a la
cual se denomina enunciativa, sí tengan en común con nosotros
aquella que se recibe con el alma, a la cual se denomina razón
sensitiva, si bien unos en mayor medida que otros.1?

Pese a que Lactancio a veces declara que Dios no concedió la


facultad racional a las bestias,18 no deja de sostener, en el
tratado De ira Dei, que las bestias imitan en todo, salvo en la
religión, a los hombres y que participan en las ventajas de la
especie humana. La diferencia sólo es de más o menos.

Tan sólo (el hombre) está instruido por la sabiduría para enten­
der la religión, y ésta es la principal, si no la única diferencia, en­
tre los hombres y los seres privados de palabra, pues las restan­
tes cosas que parecen propias del hombre, si no son iguales en las
bestias, por lo menos pueden parecer similares [...] «Qué hay tan
propio del hombre como la razón y la previsión del futuro? Pues
bien, algunos animales abren en sus madrigueras múltiples y dis­

vina y emanaciones celestiales: pues Dios se derrama por la tierra entera y por
la extensión del mar y por las alturas del cielo; de él el ganado mayor y el me-
ñor, el hombre, las especies todas de las fieras y cualquier ser reciben al nacer el
sutil aliento de la vida; a él, naturalmente, vuelven después y se restituyen los
seres todos al cumplir su evolución; ni hay lugar para la muerte, sino que, vi­
vos, vuelan al elemento sideral y penetran en las alturas del Empíreo’, trad. de
T. de la Ascensión Recio, Madrid, Gredos, 1990).
23. Eusebio, Historia ecclesiastica, II, xvm, 39,
26. En el artículo «Pereira», cita de la nota 38.
27. Galeno, Exhortado ad artium liberalium studium, al inicio, en Antoine Le
Grand, De carentia sensus, p. 10.
z8. «Pues no atribuyó esta vida racional a los restantes animales», Lactancio,
De opificio Dei, ti, 574.
Rorario 3*7

tintas salidas para poder huir, si se presenta algún peligro, del


asedio, lo cual no harían si no poseyeran inteligencia y pensa­
miento. Otros prevén el futuro.1»

No por ello hay que creer que pretendan que el alma de las bes­
tias es espiritual e inmortal, pues en aquel tiempo no se percibía
con claridad la relación que hay entre pensamiento y espiritua­
lidad. ¿No enseña Arnobio claramente que el alma humana es
mortal por su naturaleza, que perecerá enteramente en los in­
fiernos por la acción de los tormentos, y que si permanece para
siempre en el paraíso será sólo por una pura gracia de Dios?
¿No sostiene que una naturaleza inmortal y no compuesta es in­
capaz de sentir dolor? Él sentía dolor; no creía, por tanto, que
su alma fuera un ser espiritual, inmaterial, inmortal.

Este hombre de recta prudencia y de examen y juicio ponderados


-dice hablando de Platón- asume algo inexplicable: aun aceptan­
do las almas como inmortales, perpetuas y exentas de lazos cor­
porales, afirma asimismo que son castigadas y afectadas por el
dolor. Pero ¿quién no ve que lo que es inmortal y simple no
puede padecer dolor alguno?, ¿que lo que siente dolor no puede
ser inmortal? Sin embargo, su opinión no se desvía mucho de la
verdad (...) No se ha equivocado al sostener que las almas son
arrojadas a puñados en ríos ardientes de llamas y en tétricas vorá­
gines inmundas. Son arrojadas ahí, en efecto, y reducidas a la
nada; se desvanecen en la esterilidad de una destrucción perma­
nente. Son de cualidad media, como ha revelado la autoridad de
Cristo, y pueden perecer en caso de ignorar a Dios, o evitar la pér­
dida de la vida si se confían a en sus amenazas e indulgencias.’ 0

Refuta la opinión platónica de que el alma es de origen celes­


te, inmortal e incorpóreo;’ 1 la refuta, digo, entre otras razo­
nes, porque apenas hay diferencia entre nuestra alma y la de
las bestias.

*9- Lactancio, De ira Dei, vil, 5x9.


30. Arnobio, Adversas gentes, 11, 52.
) 1. «Nada es lo que nos engaña, nada es lo que nos promete vanas esperanzas
-eso que nos dicen algunos hombres, engreídos de una inmoderada opinión,
3 *8 Diccionario histórico y crítico

Una vez depuesta la arrogancia, ¿no queréis daros cuenta, en el


silencio de vuestro pensamiento, de que somos animales seme­
jantes a los demás o de que no nos separa una gran distancia?
¿Qué es, de hecho, lo que nos muestra que diferimos de ellos o
que nuestra eminencia es tanta como para que no nos dignemos
a adscribirnos en el número de los animales?!*

Examina la preeminencia del hombre sobre los animales, y


pretende mostrar que es poca cosa; asevera, en especial, que
los hombres no superan a las bestias en razón.

Pero nosotros somos racionales y con nuestra inteligencia supera­


mos a todo el género de los seres privados de palabra. Creería esto
como muy verdadero si todos los hombres vivieran de acuerdo con
la razón y el juicio, si siguieran la senda de sus deberes, si se abstu­
vieran de lo ilícito, si no se acercaran a las cosas vergonzosas, y si
nadie con juicio depravado y ceguera ignorante reclamara para
sí cuanto le es contrario y enemigo. Quisiera saber; con todo, cuál
es la razón por la que somos mejores que todo género de animales:
¿porque nos hemos hecho viviendas en las que podemos evitar los
fríos invernales y los ardores del verano? ¿Como? ¿Los restantes
animales no se cuidan previsoramente de este asunto?»

Podemos, pues, incluir a Arnobio entre quienes enseñaron que


el alma de las bestias es racional. Fue, sin duda, de él de quien
Lactancio aprendió a no establecer otra diferencia entre ellas y
el hombre que la del culto a Dios. Hubo filósofos que disputa­
ron al hombre este privilegio; dijeron, en efecto, que los ani­
males poseían religión. Jenócrates el Cartaginés no negaba que
conocieran a Dios. Demócrito debió de creer lo mismo, si es
que razonó consecuentemente; así al menos lo asegura Cle­
mente de Alejandría:

que las almas son inmortales, próximas a Dios y promovidas por el productor
y padre al primer grado de dignidad de las cosas, divinas, sabias, doctas, y sin
contacto alguno con el cuerpo», ibidem, 53.
3a. Ibidem, 34.
33. Ibidem, $$.
Rorario 319

Diré, pues, resumiendo, que Jenócrates el cartaginés no abando­


na la esperanza universal de que también los animales desprovis­
tos de razón tengan conocimiento de Dios. En cuanto a Demó-
crito, aun no queriendo, estará de acuerdo en ello por coherencia
con sus opiniones; en efecto, supone que las mismas imágenes
que proceden de la esencia divina penetran tanto en los hombres
como en los animales carentes de razón.

Plinio pone la religión entre las virtudes morales de los ele­


fantes.

El elefante es el animal más grande -d ic e - y el más cercano a las


facultades humanas, puesto que entiende la lengua del país, obe­
dece las órdenes, se acuerda de los oficios que ha aprendido, co­
noce el placer del amor y de la gloria, e incluso-cosa rara también
en el hombre- la honradez, prudencia y equidad; posee además la
religión de las estrellas y venera el sol y la luna. Hay testigos de que
en los bosques mauritanos, cuando se produce luna llena, los ele­
fantes descienden en manadas a un río llamado Amito, donde se
purifican solemnemente rociándose con agua, y una vez cumplido
así el deber sagrado para con las estrellas, regresan a las selvas, lle­
vando delante a sus fatigados pequeños. Además, entienden las re­
ligiones ajenas, y creen algunos que, cuando han de atravesar los
mares, no embarcan en las naves antes de que los pilotos les ani­
men prometiéndoles un buen regreso. Y se ha visto a algunos que,
exhaustos por la enfermedad —a veces las enfermedades atacan
también a estas moles—, lanzan, vueltos hacia arriba, hierbas al
cielo, como si invocaran a la tierra en sus preces.)?

Dión refiere en parte estas cosas.?6 ¿Resulta creíble que los


discípulos de Platón privaran de razonamiento a las bestias,
ellos que encontraban tan probable que fueran inmortales en
cuanto al alma, como observa Paganinus Gaudentius?34 *6

34. Clemente de Alejandría, Stromata, v, 590c.


33. Plinio, viu, 1, al inicio.
36. Dión, xxxix, 120.
33<> D iccionario histórico y crítico

Si dices que según los platónicos sólo las almas racionales son in­
mortales, Alcinoo responderá que la cuestión no está del todo re­
suelta. Tras haber afirmado, en efecto, que las almas racionales
según Platón son inmortales, añade enseguida: «Si lo son tam­
bién las irracionales, parece que es dudoso»; y aunque él mismo
opina que es probable que sean mortales, indica, con todo, que
acerca de esto los platónicos no poseen certeza.!?

Nada digo de Salomón,!8 que parece afirmar formalmente


que el alma del hombre y la de las bestias son de una misma
naturaleza, pues no hay que tomar sus palabras al pie de la le­
tra; hay que darles un sentido mejor;!’ pero se nos permitirá
creer que muchos rabinos concedieron el alma racional a las
bestias.
El famoso Maimónides creyó sin duda que razonan, pues
les atribuye una especie de libre albedrío. El señor Arnauld
tiene razón al objetarle que de ahí se sigue que pueden ser cas­
tigadas o premiadas tras la muerte. Si refiero con alguna ex­
tensión lo que precede a esta reflexión del señor Arnauld, es
por causa de ciertos hechos que nos dan a conocer la opinión
de algunos judíos sobre los animales. Aquel gran rabino «ex­
pone cinco opiniones acerca de la providencia, todas ellas, se­
gún cree, tan antiguas como los profetas».!0 La cuarta de es­
tas opiniones extendía a todo la providencia de Dios y no
negaba el libre albedrío del hombre.!1 Maimónides objeta va­
rios inconvenientes a los seguidores de esta opinión:

Decían que el hecho de que existieran hombres que, sin haber pe­
cado, nacían con muchos defectos, era obra de la sabiduría de
Dios, y que mejor era ser así que no ser. No comprendemos -dice 378
1
0
4
9

37. Paganino Gaudenzio, De transmigratione Pythagoraea, 76.


38. En Eclesiástico 2.
39. Véanse los capítulos IX y X del libro titulado Traité de la religión corare les
athées, les déistes et les nouveaux pyrrhoniens, París, 1677.
40. Arnauld, Réflexions sur le systeme du pere Malebranche, I, xm , 14 1. Cita
el cap. xvii de la parte 11 del More Nevochim (Doctor perplexorum), de Mai­
mónides.
4 1. Arnauld, ibidem, 243.
Horario JJI

este doctor judío- qué belleza puede haber en tal cosa - «sed nos
istam bonitatem non intelligimus»-** [...] Cuando se les pregun­
taba qué justicia había en la muerte de las bestias, qué pecado
habían cometido y por qué Dios, si su providencia se extendía a
todo, quería que una rata inocente fuera desgarrada por un gato,
respondían que Dios lo había ordenado así, pero que recompen­
saría a esa rata en un tiempo futuro. Era muy ridículo pretender
la existencia de un paraíso para las bestias. Pero este mismo ra­
bino da algún motivo para tal fantasía cuando atribuye una vo­
luntad a los animales irracionales como a los hombres: «del mis­
mo modo todos los animales irracionales se mueven por su
voluntad». Si tuvieran, en efecto, una voluntad, costaría trabajo
decir por qué no habían de ser capaces de bien y de mal, de cas­
tigo y de recompensa.^

Los socínianos no van tan lejos como Maimónides. N o con­


fieren a las bestias ni voluntad ni libre albedrío propiamente
dichos; no las hacen susceptibles de virtud y vicio, ni de penas
y recompensas en sentido propio. Dicen, no obstante, que la
razón, la libertad y la virtud se encuentran en ellas imperfec­
ta y analógicamente, y que en cierto modo se vuelven dignas
de castigo y de recompensa. Si no me quieren creer, lean un
poco el pasaje que voy a copiar:

Dado que entre los animales sólo el hombre está dotado de razón
propiamente dicha, sólo a él convienen la voluntad, la virtud y el
vicio, y en fin el premio y el castigo. A los brutos conviene, sin
embargo, algo análogo a cada una de estas cosas, sobre todo a
aquellos que son más perfectos y más capaces de aprender. Hay
en ellos, en efecto, en primer lugar una facultad correspondiente
a la razón, que no pocos denominan razón inferior, por la cual en
cierto modo no sólo razonan acerca de lo agradable y de lo útil
y meditan sobre la razón de cuanto hay que alcanzar, sino que
también reconocen el camino que Dios les ha prescrito o una
cierta forma recta de vida, conforme a su naturaleza, que es aná-4 1*

4 1. Ibidem, 146.
43. Ibidem.
33i Diccionario histórico y crítico

loga a la honestidad. De ella deriva otra facultad, correspon­


diente de algún modo a la voluntad, en la cual hay alguna liber­
tad. De aquí surge asimismo algo parecido a la virtud y al vicio,
o al hecho recto y al depravado, dándose lo primero cuando los
brutos siguen la guía de su naturaleza y lo último cuando se des­
vían de la senda natural. De ahí se deriva finalmente algo como
el premio y como el castigo, similar ciertamente sobre todo a esto
último, por lo que vemos bestias que también son castigadas por
D i o s , o ciertas penas instituidas por ley para ellas (sobre esto,
léase el Anti-Puccio de Socino). Por tanto, llamamos a la razón
humana razón por excelencia y propiamente dicha, y la separa­
mos de los brutos -pues decimos que son irracionales o faltos de
razón-, y así con todo lo restante. Pero atribuimos a los brutos
de forma impropia y por analogía la razón, y así con todo lo res-
tanteas

N o sé si Guillermo de París, uno de los grandes genios de su


época, pudo guardarse de ir un poco más allá de este parecer;
se dice, en efecto, que enseñó que el alma de las bestias era es­
piritual, y no hay acuerdo en si se retractó de tal opinión^*
Véase la nota 48 de esta página.
Por referirme a los modernos, observaré que Valla47 y An-
toine Cittadhv*8 han descubierto razón en los animales. Étien-
ne Pasquier ha escrito una bella carta sobre esta doctrina; es la
primera del segundo libro. Montaigne se ha declarado a favor
de este parecer, y lo ha defendido con tanto afán que parece
haber querido que la apología de Raimond Sebond sea en par-4 78
*6

44. Véase más abajo la cita de la nota 60>de Franzius. Encontraréis cómo Dios
ordena que las bestias sean castigadas.
4 $. Johannes Crellius, Ethicae christianae, II, 1, 65-66.
46. En las pequeñas disertaciones que hay al comienzo del tomo n de sus
Obras, en la edición de 1676, se discute si es cierto que se retractó de la opinión
que le acusaban de haber propuesto acerca de la espiritualidad de alma de las
bestias. Se la compara con la opinión de Descartes y de los filósofos que han
tratado particularmente esta cuestión. Journal des Sat/ans, i $ de enero de 1677,
p. i8.
47. Valla, Dialecticarum disputationum libri tres, ix, en Vossius, De origine et
progresen idololatrie, III, x u , 940.
48. ¡n Anafyticorum Posteriorum, i, 3, en Vossius, ibident.
Rorario 333

te la de las bestias. Charron lo ha seguido en esto, como en


muchas cosas más. Un médico de La Rochelle/» que escribió
contra Charron, fue refutado a su vez por una de las mejores
plumas que ha escrito en francés sobre materias de filosofía.
Hablo del señor De la Chambre, médico del señor Séguier,
canciller de Francia. El médico de La Rochelle replicó;*0 su
antagonista hizo otro tanto y tituló su obra Traité de ¡a con-
naissance des atiimaux, oü tout ce qui a été dit pour et contre
le raisonnement des bétes est examiné. Observo de paso que
Isaac Vossius estima que, en lo que atañe al lenguaje, la condi­
ción de los animales es mucho mejor que la nuestra, dado que
ellos se comunican sus pensamientos con más prontitud y qui­
zá con más fortuna que nosotros.*1 Un alemán critica este
punto.*1 Veremos el parecer de Sennert en las observaciones D
y E de su artículo; en él mencionaré a algunos modernos que
han creído que el alma de las bestias es un espíritu.

E. Las consecuencias enojosas de la opinión que atribuye el


alma sensitiva a las bestias.
No hay nada más divertido que ver con qué autoridad los es­
colásticos se empeñan en poner límites al conocimiento de las
bestias. Pretenden que éstas no conocen sino los objetos sin­
gulares y materiales, y que no aman más que lo útil y lo agra­
dable; que no pueden reflexionar sobre sus sentimientos y de­
seos, ni concluir una cosa a partir de otra. Se diría que han
hurgado con más fortuna en los actos del alma de las bestias
que los más expertos anatomistas en las entrañas de los pe­
rros. Tan grande es su temeridad que, aun cuando el azar hu­
biera querido que descubrieran la verdad, no serían dignos de
elogio, ni siquiera de excusa. Pero demos cuartel en esto; va­
mos a concederles todos sus supuestos: ¿qué esperan de ello?
¿Imaginan que por ese medio obtendrán de una persona razo-4 *512
9

49. Chanet, en sus Considérations sur Charron.


$0. Su réplica se titula D e Vinstinct et de la connaissance des animaux. L a R o ­
chelle, 16 4 6 , in-8°.
5 1 . Isaac Vossius, D e poematum catitu et vtnbus rithmi, 6 5.
52. C yprianus, Historiae animatíum continuatio, 20.
334 Diccionario histórico y crítico

nable que debemos acordar la diferencia de especie entre el


alma del hombre y la de las bestias? Tal pretensión es quimé­
rica. Es evidente, para cualquiera que sepa juzgar de las cosas,
que toda substancia que tiene algún sentimiento, sabe que
siente; y sería tan absurdo sostener que el alma de un perro ve
un pájaro sin ver que lo ve, como decir que el alma del hom­
bre conoce realmente un objeto sin conocer que lo conoce.
Esto muestra que todos los actos de las facultades sensitivas
son por su naturaleza y esencia reflexivos. El padre Maignan,
que pese a todas sus luces se ha sumido en los errores y en la
miseria de la Escuela respecto al alma de las bestias, admite,
sin embargo, que para sentir una cosa hay que conocer el sen­
timiento que se tiene de ella.

Lo que llamamos sentir -d ice- no se da sin cognición de la cosa


llamada sensible, pero nada externo es sensible por sí mismo,
sino sólo por su acción -hasta el punto que es su acción lo pri­
mariamente sensible-, y además no decimos que sentimos la ac­
ción de algún agente si, aun estando en nosotros, se nos mantie­
ne por completo oculta. En consecuencia, lo que llamamos sentir
no se da sin la cognición de la acción que aparece en nosotros al
sentir. Puesto que sentir no es otra cosa, por el lado del que sien­
te, sino esa cognición, se sigue de ahí que el propio sentir; siem­
pre por el lado del que siente, consiste en reconocer algo que se
padece, esto es, en reconocer la acción recibida o pasión.?’

Hay que decir, por tanto, que la memoria de las bestias es un


acto que les hace recordar el pasado y que les enseña que se
acuerdan. ¿Cómo se osa decir; entonces, que carecen del po­
der de reflexionar sobre sus pensamientos y de sacar conse­
cuencias? Pero, una vez más, no discutamos sobre esto; per­
mitamos a esos filósofos construir muy mal sus suposiciones:
utilicemos únicamente lo que enseñan. Dicen que el alma de3

S 3. Emmanuel M aignan, Philosophia naturae, XXIV, 11, $ 1 7 . Véase también


Casim ire de Toulouse, Atomi peripateticae, iv , 7 0 , donde refiere de forma
abreviada la definición del padre M aignan y la de Casserius - «la sensación es
la noción del objeto en el órgano formalmente afectad o »- y las aprueba.
Horario 335

las bestias percibe todos los objetos con los cinco sentidos ex­
ternos; que juzga que entre estos objetos hay algunos que le
convienen y otros que le son dañinos, y que, como conse­
cuencia de este juicio, desea los que le convienen y aborrece
los otros; y que para gozar del objeto que desea, transporta
sus órganos al lugar donde está, y que para huir del objeto
que aborrece, aleja sus órganos del lugar donde está. Conclu­
yo de todo esto que si no produce otros actos tan nobles
como los de nuestra alma, no es por su culpa o porque sea de
una naturaleza menos perfecta que el alma del hombre, sino
sólo porque los órganos animados por ella no se parecen a los
nuestros. Pregunto a estos señores si encontrarían bien que
se dijera que el alma de un hombre es de otra especie a la
edad de treinta y cinco años que a la edad de un mes, o que el
alma de un frenético, de un estúpido, de un viejo que vuelve
a la infancia, no es substancialmente tan perfecta como el
alma de un hombre hábil. Sin duda rechazarían este pensa­
miento como un error muy grosero, y harían bien; pues es se­
guro que la misma alma que en los niños sólo siente, en un
hombre hecho medita y razona de una manera sólida; y que
la misma alma que provoca admiración por su razón y su in­
genio en un gran hombre, no haría más que chochear en un
anciano, disparatar en un loco, sentir en un niño. Caeríamos
en un craso error si pretendiéramos que el alma del hombre
sólo es susceptible de los pensamientos que nos son conoci­
dos. Hay una infinidad de sensaciones, pasiones e ideas de las
que esta alma es muy capaz, aunque jamás se vea afectada
por ellas durante esta vida. Sí la uniéramos a órganos dife­
rentes de los nuestros, pensaría de modo distinto a como hoy
lo hace, y sus modificaciones podrían ser mucho más nobles
que las que experimentamos. Si hubiera substancias que en
cuerpos organizados tuvieran una serie de sensaciones y otros
pensamientos mucho más sublimes que los nuestros, ¿podría
decirse que tienen una naturaleza más perfecta que nuestra
alma? No, sin duda; pues si nuestra alma fuera transportada
a ese cuerpo, tendría esa misma serie de sensaciones y otros
pensamientos mucho más sublimes que los nuestros. Es fácil
aplicar esto al alma de las bestias. Admiten que siente los
33« Diccionario histórico y crítico

cuerpos, que los distingue, que desea algunos, que aborrece


otros. Es suficiente; se trata, por tanto, de una substancia que
piensa, capaz del pensamiento en general; puede, por consi­
guiente, recibir toda clase de pensamientos, puede razonar,
puede conocer el bien honesto, los universales, los axiomas de
la metafísica, las reglas de la moral, etc. Pues, tal como del
hecho de que la cera puede recibir la figura de un sello se si­
gue manifiestamente que es susceptible de recibir la figura de
cualquier sello, hay que decir asimismo que si el alma es ca­
paz de un pensamiento, es capaz de cualquiera. Sería absurdo
hacer un razonamiento así: «Este trozo de cera sólo ha recibi­
do la impresión de tres o cuatro sellos; así pues, no puede re­
cibir la huella de mil sellos. Este trozo de estaño no ha sido ja­
más un plato, así que no puede serlo, y tiene una naturaleza
distinta a la de ese plato de estaño que veo ahí». N o se razo­
na mejor cuando se asegura: «El alma del perro nunca ha te­
nido otra cosa que sensaciones, etc.; por tanto no es capaz de
ideas morales, ni de nociones metafísicas». ¿De dónde provie­
ne que en un trozo de cera figure la imagen del príncipe y que
en otro no figure? La causa es el sello que se ha aplicado en
uno y no en otro. Este trozo de estaño que no ha sido nun­
ca un plato, lo será en el momento que lo echéis en el mol­
de de un plato. Echad del mismo modo esta alma de bestia en
el molde de las ideas universales y de las nociones de las artes
y ciencias, es decir, unidla a un cuerpo humano bien escogido:
será el alma de un hombre hábil y no ya la de una bestia.
Vemos, pues, que los filósofos de la Escuela se encuentran
en la imposibilidad de probar que el alma del hombre y la de
las bestias sean de distinta naturaleza. Por más que digan y re­
pitan mil y mil veces: «La del hombre razona y conoce los
universales y el bien honesto, la de los animales no conoce
nada de todo esto», les responderemos: «Tales diferencias no
son más que accidentes, y no son la marca de una distinción
específica entre sujetos. Aristóteles y Cicerón, a la edad de un
año, no habían tenido pensamientos más sublimes que los de
un perro, y si hubieran vivido en la infancia treinta o cuaren­
ta años, los pensamientos de su alma habrían sido meras sen­
saciones y pequeñas pasiones de juego y glotonería; es, pues,
Rotuno 337

por accidente como Kan sobrepasado a las bestias; es a causa


de que los órganos de que dependían sus pensamientos han
adquirido determinadas modificaciones a las que los órganos
de las bestias no alcanzan. El alma de un perro, en los órga­
nos de Aristóteles o de Cicerón, no habría dejado de adquirir
las luces de estos dos grandes hombres».
Esta consecuencia es muy falsa: un alma tal no razona y no
conoce los universales; por tanto, es de una naturaleza dife­
rente ai alma de un gran filósofo. Pues si esta consecuencia
fuera válida, habría que decir que el alma de los niños peque­
ños no es de la misma especie que la de los hombres hechos.
¿En qué pensáis, pues, filósofos peripatéticos, cuando osáis
afirmar que si el alma de las bestias no razona, es substan­
cialmente menos perfecta que las almas que razonan? En pri­
mer lugar, tendríais que probar que el defecto de razonamien­
to en las bestias procede de una imperfección real e interior de
su alma, y no de las disposiciones orgánicas de que depende.
Pero esto es lo que no podréis probar nunca, porque está cla­
ro que un sujeto capaz de los pensamientos que conferís al
alma de los animales es capaz de razonamiento y de cualquier
otro pensamiento. De donde resulta que si no razona de he­
cho es a causa de ciertos obstáculos accidentales y externos;
quiero decir, a causa de que el creador de todas las cosas ha
fijado cada alma a una cierta serie de pensamientos, hacién­
dola depender de los movimientos de ciertos cuerpos. Es esto
asimismo lo que hace que los niños de pecho, los locos y los
frenéticos no razonen.
N o cabe pensar sin horror en las consecuencias de esta doc­
trina: «El alma del hombre y el alma de las bestias no difieren
substancialmente; son de la misma especie; una adquiere más
luces que otra, pero se trata de ventajas accidentales y depen­
dientes de una institución arbitraría». Esta doctrina emana ne­
cesaria e inevitablemente de cuanto se enseña en las escue­
las sobre el conocimiento de las bestias. Se sigue de ahí que, si
sus almas son materiales y mortales, las almas de los hombres
lo son también; y que si el alma del hombre es una substancia
espiritual e inmortal, el alma de las bestias lo es también. Con­
secuencias horribles, volvámonos del lado de que nos volva-
338 Diccionario histórico y critico

mos. Pues si para evitar la inmortalidad del alma de las bestias


se supone que el alma del hombre muere con el cuerpo, se
arruina la doctrina de la otra vida y se minan los fundamentos
de la religión. Si para conservar a nuestra alma el privilegio de
la inmortalidad se extiende a la de las bestias, ¿en qué abismos
nos veremos?, ¿qué haremos con tantas almas inmortales?,
¿habrá también para ellas un paraíso y un infierno?, ¿pasarán
de un cuerpo a otro?, ¿serán aniquiladas a medida que las bes­
tias mueran?, ¿creará Dios sin cesar una infinidad de espíritus
para sumirlos de nuevo poco después en la nada?, ¿cuántos in­
sectos hay que sólo viven escasos días? No nos figuremos que
sea suficiente crear almas para las bestias que conocemos.
Existen en mayor número aún las que no conocemos. El mi­
croscopio nos las hace descubrir a miles en una gota de líqui­
do. Descubriríamos muchas más si dispusiéramos de micros­
copios más perfectos. Y que no se diga que los insectos son
máquinas, porque con tal hipótesis explicaremos antes las ac­
ciones de los perros que las de las hormigas y abejas. Hay aca­
so más ingenio y más razón en los animales invisibles que en
los mayores.» Vamos a ver los vanos esfuerzos que hace la Es­
cuela para establecer una diferencia específica entre el alma de
la bestia y la del hombre.

F. Una diferencia específica entre el alma humana y la de ¡as


bestias.
Dicen que el alma de las bestias es una forma material,
mientras que el alma humana es un espíritu creado de modo
inmediato por Dios. Pero ¿cómo lo prueban? Les pido, dan­
do por sentado que razonan sólo por medio de los princi­
pios de la luz natural, sin recurrir a la Escritura ni a los dog­
mas de la religión, una buena prueba de que el alma de las
bestias es corporal y la nuestra no. Aducirán la belleza y la ex­
tensión de los conocimientos humanos, y la pequeñez, la gro­
sería y la oscuridad de los conocimientos animales; la con­
clusión será que un principio corporal puede ser capaz de54

54. Véanse las palabras de Plinio citadas en el articulo «Ménage», nota i.


Horario 339

producir los conocimientos de las bestias, pero no las refle­


xiones, los razonamientos, las ideas universales, las ideas de
lo honesto que se encuentran en el alma del hombre; por con­
siguiente, ésta deberá ser de un orden superior a la materia:
un espíritu. N o los tildemos más de temerarios porque asegu­
ren que el alma de las bestias no razona y carece de idea del
bien honesto; renunciemos a esta objeción. Digamos tan sólo
que es mil veces más difícil ver un árbol que conocer el acto
por el que lo vemos. De suerte que si un principio material tie­
ne capacidad para conocer una infinidad de cosas que suce­
den fuera, la tendrá mayor para conocer; comparar y multi­
plicar sus propios pensamientos. Por tanto, las reflexiones,
conclusiones y abstracciones del hombre no exigen un princi­
pio más noble que la materia. Un habilísimo peripatético está
de acuerdo en esto; dejemos que hable: su confesión será más
persuasiva que mis objeciones.

Una vez admitido que tas cosas más admirables de las bestias pue­
den hacerse por medio de un alma material, ¿no daréis enseguida
el paso de decir que cuanto acontece en el hombre puede también
hacerse por medio de un alma material? [...] Una vez que imagi­
náis que las bestias sin alma espiritual son capaces de pensar, de
actuar con vistas a un fin, de prever el futuro, de rememorar el
pasado, de aprovechar la experiencia mediante la reflexión parti­
cular sobre ella, ¿por qué no decir que los hombres son capaces
de ejercer sus funciones sin alma espiritual alguna? Después de
todo, las operaciones de los hombres no son distintas de las que
atribuís a las bestias; si hay diferencia, es sólo de más o menos.
Y así, sólo podréis decir que el alma del hombre es más perfecta
que la de las bestias por tener el hombre mejor memoria, pensar
más reflexivamente y prever con mayor seguridad. Pero, al fin y
al cabo, no podréis negar que su alma sea también material. Di­
réis quizá que en el hombre se dan operaciones que no pueden
convenir a las bestias, ni proceder de otro principio que de un
alma espiritual -operaciones como los conocimientos universa­
les, el razonamiento por el que sacamos un conocimiento de otro,
las ideas que tenemos del infinito y de las cosas espirituales, que
no caen bajo los sentidos-. Pero quienes rechazan que se dé algún
340 Diccionario histórico y crítico

conocimiento en las bestias no por eso niegan que esos pensa­


mientos y razonamientos estén en nosotros, por cuanto los expe­
rimentamos nosotros mismos; tienen, así, el mismo derecho que
vosotros de probar la existencia del alma razonable. Pero, por
otra parte, añaden que todas estas operaciones que encontráis tan
extraordinarias sólo difieren en el más y el menos de las opera­
ciones que atribuís a las bestias; y ciertamente parece que actuar
con vistas a un fin, aprovecharse de la experiencia, prever el por­
venir -lo que según vosotros conviene a las bestias- no debe pro­
ceder menos de un principio espiritual que cuanto se halla en los
hombres. Porque, en fin, ¿qué es un conocimiento universal sino
un conocimiento que corresponde a muchas cosas semejantes,
como el retrato de un hombre correspondería a todos los rostros
que se le parecieran? ¿Qué es un razonamiento sino un conoci­
miento producido por otro conocimiento, como vemos que un
movimiento es producido a menudo por otro? Ciertamente, una
vez admitido que el pensamiento, la intención y la reflexión pue­
den provenir de un cuerpo animado por una forma material, será
muy difícil de probar que sea imposible que el razonamiento y las
ideas del hombre no provengan sino de un cuerpo animado tam­
bién por una forma material.”

Ruego a todos mis lectores que reparen en la desdichada situa­


ción en que se hallan los escolásticos en lo tocante a la creencia
del alma sensitiva. Alegan contra Descartes las acciones más
sorprendentes de los animales; las escogen adrede para tener la
seguridad de confundirlo; pero tras esto comprueban que han
ido demasiado lejos y que han proporcionado armas a su rival
para echar por tierra la diferencia específica que desean esta­
blecer entre nuestra alma y la de los animales. Querrían enton­
ces hacer olvidar todos esos ejemplos de astucia, precaución,
docilidad, conocimiento del futuro, que han exhibido con
tanta pompa para mostrar que las bestias no son autómatas;
querrían que no se pensara sino en las acciones groseras de un
buey que no hace otra cosa que pacer; pero es demasiado tarde
para exigir esto. Esos mismos ejemplos sirven para confundir-

$5. Pardies, De la connaissance des bétes, xu x , pp. 100 s.


Rorario 34»

los y para probarles que si un alma material es capaz de tantas


cosas, podrá hacer también cuanto hace al alma del hombre.
Sólo habrá que dar al alma de las bestias más grados de refina­
miento; ¿no es preciso suponer que el alma de un perro o de un
mono es menos grosera que el alma de un buey? En una pala­
bra, si sólo un alma espiritual puede producir las acciones del
campesino más zafio, sostendré ante vosotros que sólo un alma
espiritual puede producir las acciones de un mono; y si decís
que un principio corporal es capaz de producir cuanto hacen
los monos, sostendré ante vosotros que un principio corporal
puede ser causa de cuanto hacen las personas estúpidas, y que,
con tal de pulir la materia y de desgajarla de las llamadas par­
tes terrestres, flemas, etc., podrá ser causa de cuanto hacen las
personas hábiles.
Hay autores que insinúan que, puesto que el alma del hom­
bre está dotada de libre albedrío y la de las bestias está des­
provista de libertad, es preciso que haya una diferencia espe­
cífica entre ellas: que una sea un espíritu y la otra, corporal.
El jesuíta Théophile Raynaud publicó en 16 3 0 un librito que
tituló Calvinismus bestiarum religio,i6 cuyo principal objetivo
era probar que la doctrina de los dominicos reduce al hom­
bre, despojándole del libre albedrío, a la condición de las bes-
tias.s?

Hay que considerar que el católico declaró, principalmente a


partir de este punto, que el calvinismo es una religión de bestias
porque las opiniones de Calvino reducen al hombre al orden de
las bestias y destruyen su grado y dignidad. Pero, para demostrar
esto sólidamente, le pareció que había que establecer dos propo­
siciones: una, que el hombre, en cuanto hombre, está constituido
por la libertad; la otra, que la libertad es arruinada por el calvi­
nismo.*856
78

56. Váse Baillet, Vire de Descartes, l, 114 .


57. En realidad, discute contra Calvino, pero lo hace para concluir contra los
dominicos -que, según él, se parecen a Calvino en esta opinión- cuanto con­
cluye contra Calvino.
58. Calvinismus bestiarum religio, 1 1,15 .
34* D iccionario histórico y crítico

Da por supuesto que el carácter del hombre, es decir, el carác­


ter que lo distingue de la bestia, es la libertad de indiferencia;
pues en cuanto a la libertad que sólo consiste en la ausencia de
constricción o en la espontaneidad, ningún escolástico pue­
de negar que se encuentre en los animales. Mostremos que es
muy falso que un alma dotada de libre albedrío sea de otra
especie que una que no lo posee. El alma de los niños y la de los
locos están privadas de libre albedrío, y sin embargo son de la
misma especie que el alma más ampliamente provista de liber­
tad. Agregad a esto que los partidarios de la libertad de indife­
rencia están de acuerdo en que cesará tras esta vida, y, no obs­
tante, reconocen que el alma del hombre es sobre la tierra la
misma substancia que en el cielo o en los infiernos. Es mani­
fiesto, por tanto, que la libertad de indiferencia no es un atri­
buto esencial de la criatura, sino una concesión o un favor ac­
cidental con que el creador la gratifica. Y por consiguiente las
almas que no obtienen esta concesión no por eso son de otra es­
pecie que las que la reciben. Se razona, pues, muy mal al utili­
zar este argumento: el alma de las bestias está desprovista del
libre albedrío, y el alma de los hombres, no; por tanto, el alma
de las bestias es material, y la del hombre, espiritual. Sigamos
adelante y digamos que quienes admiten el alma sensitiva care­
cen de cualquier buena razón para privar a las bestias de liber­
tad. ¿No dicen que hacen cien cosas con un placer extremo y
que se inclinan a ellas consecuentemente con el juicio que han
hecho sobre la utilidad de los objetos, juicio que les ha excita­
do el deseo de unirse a esos objetos? Si la libertad no consiste
sino en la ausencia de constricción y en una espontaneidad pre­
cedida del discernimiento de los objetos, ¿no es absurdo negar
que los animales sean libres? ¿No tiene un perro hambriento la
fuerza de abstenerse de un pedazo de carne cuando teme ser
golpeado si no se abstiene? ¿No significa esto poseer la fuerza
de actuar y no actuar? Su abstinencia procede sin duda de com­
parar su hambre con los golpes de bastón y de juzgar éstos más
insoportables que su hambre. Examinad todos los actos huma­
nos que se atribuyen a la libertad de indiferencia; descubriréis
que el hombre nunca los suspende ni escoge uno de los dos
contrarios sino porque, tras comparar los pros y los contras, ha
Rorario 343

encontrado o más motivos de suspensión que de acción o más


motivos para esta acción que para aquélla. Hagamos hablar de
nuevo al jesuíta que escribió contra los cartesianos:

Es difícil separar así el razonamiento del pensamiento, y parece


que es muy fácil probar que, desde el momento que una subs­
tancia es capaz de pensar, es asimismo capaz de razonar, está
provista de voluntad y libre albedrío y, en una palabra, está en
condiciones de actuar como los hombres. Los antiguos filósofos,
c incluso los padres de la Iglesia, probaron que teníamos un li­
bre arbitrio mediante este argumento general: que cuanto es ca­
paz de conocer puede conocer el bien y el mal, es decir, lo que es
bueno o malo para él; por consiguiente, al considerar estos dos
objetos, puede compararlos, puede deliberar, puede determinarse
para escoger uno excluyendo el otro, en lo cual consiste el uso de
nuestra libertad. Y tan cierto es esto que la definición que aún
hoy conservamos de la libertad en general dice: «facultas agendi
cum ratione» -la facultad de actuar con conocimiento de cau­
sa-; esto es lo que cum ratione significa.;»

Una de las pruebas más fuertes que se alegan a favor de la li­


bertad del hombre se extrae del castigo de los malhechores.
Todas las sociedades coinciden en castigarlos ejemplarmente,
e incluso en ciertos casos extienden a sus cadáveres, puestos a
la vista de todo el mundo, largas condenas; se les priva de se­
pultura y se les utiliza como espectáculo en las ruedas y en las
horcas. Si el hombre no obrara libremente, si una necesidad
fatal e ineluctable lo determinara a una cierta serie de pensa­
mientos, el robo y el asesinato no deberían ser castigados y no
cabría esperar fruto alguno del castigo de los culpables. Quie­
nes vieran el cadáver de un malhechor sobre una rueda no de­
jarían de estar tan sujetos como antes a esa fuerza mayor que
les hace actuar sin posible uso de la libertad. Esta prueba del
libre albedrío no es tan fuerte como parece, pues, aunque los59

59. Pardies, De ¡a eonnaissance des animaux, u i, 104-105. Nótese que cita, en


In p. 1 1 3 , el ejemplo de un perro que había aprendido a cantar su parte con su
amo. Cita: V. Horarmm oratione peculiari de ratione brutor. La cita correcta
era: Rorario, Quod animalia bruta utantur ratione melius homine, 1, a.
344 Diccionario histórico y crítico

hombres estén convencidos de que las máquinas no sienten,


no dejan de darles cien martillazos cuando se estropean, si
creen que aplastando una rueda u otra pieza de hierro las vol­
verán a hacer funcionar. Harían, pues, azotar a un ratero aun
cuando supieran que carece de libertad, con tal que la expe­
riencia les hubiera enseñado que haciendo azotar a las perso­
nas se impide que persistan en ciertas acciones. Pero, en todo
caso, si esta prueba del libre albedrío posee alguna fuerza, sir­
ve manifiestamente para mostrar que las bestias no están des­
provistas de libertad.60 Padecen castigos todos los días y así se
corrigen sus defectos. Ochino, al comienzo de sus Laberintos,
examina todas las razones que nos persuaden de que actua­
mos libremente; dice, entre otras cosas, contra aquella que
se deriva del castigo a los malhechores, que si los jueces estu­
vieran seguros de que colgando al caballo que ha matado a un
hombre y dejándolo colgado por mucho tiempo junto a los
grandes caminos, iba a impedirse que los demás caballos hi­
cieran daño, se valdrían de este suplicio tantas veces como un
caballo lisiara o matara a alguien con sus coces o sus morde­
duras.61 Aparentemente, ignoraba que estos espectáculos es­
tán en vigor en algunos países con el fin de mantener en su de­
ber a las bestias feroces. Rorario fue testigo ocular: vio dos
lobos colgados en la horca en la región de Jülich, y comenta
que esto provoca más impresión en los otros lobos que en un
ladrón ser marcado con fuego caliente, perder las orejas, etc.
Dice también que en África se crucifica a algunos leones para
aterrorizar a los demás, y que resulta bien.

En África acostumbran a crucificar a los leones cuando capturan


a alguno de los que atacan las ciudades, cosa que hacen en su ve-

60. Nótese bien esta cuestión que se plantea Franzius, Historia animalium sa­
cra, I, u, 16. «Se inquiere si puede afirmarse o no que los brutos posean alma ra­
cional (...) dado que en el Génesis 9 :5 , el propio Dios quiso vengar la sangre del
hombre en los brutos, cuando derramaran sangre humana.» Cita también Éxo­
do 1 1 : 2 8 , y Levítico 2 0 :1 5 - 1 6 , donde Dios ordena castigos contra las bestias.
61. No tengo ahora mismo este libro de Ochino en las manos; cito de memo­
ria lo que dice, y quizá no refiero con precisión sus propias palabras, pero es­
toy seguro de que refiero su pensamiento.
Rorario 345

jez, cuando ya no se bastan para perseguir animales salvajes. Y re­


nuncian a ello por miedo a tal castigo, aunque el hambre apriete.
Nosotros mismos, cabalgando de la colonia Agripina hacia Dura,
vimos en aquella vasta selva a dos lobos que fueron cegados,
como si se tratara de dos ladrones colgados de la horca, para que
los demás abandonaran de las fechorías por horror a un castigo
semejante. Pero entre los hombres cada día se encuentra a quienes,
a causa de algún robo cometido, tienen la piel golpeada por los lá­
tigos, las orejas cortadas, las mejillas marcadas, una mano rota,
un ojo arrancado, y aún no pueden retenerse de robar, hasta que
el lazo pone fin a su vida.*1

G. Si hubiera podido limpiar la doctrina común.


Se ha tomado muy en cuenta, y con mucha razón, un libro
que lleva por título Le voyage du monde de Descartes.*> Halla­
mos en él dificultades muy serias que son propuestas de mo­
do vivaz y agradable a los cartesianos y que están muy bien
desarrolladas. Las que conciernen al alma maquinal de las bes­
tias son, me parece, las mejores que cabe proponer. El autor
admite de buena fe la poca destreza que en un principio mos­
traron los peripatéticos contra esta gran paradoja del señor
Descartes, y la ventaja que sacaron de ello los seguidores de és­
te. Se sirve hábilmente de las consecuencias molestas que pue­
den inferirse de esta paradoja: pone de manifiesto, en efecto,
que los argumentos de los cartesianos nos llevan a pensar que
los demás hombres son máquinas. Es quizá el punto más débil
de la plaza, y esto confirma un pensamiento muy juicioso que
nos es lícito tener sobre la naturaleza de los conocimientos hu­
manos. Parece como si Dios, que es su distribuidor, actuara a
modo de padre común de todas las escuelas, es decir, como si no
quisiera tolerar que una escuela pueda triunfar plenamente so­
bre las otras, hundiéndolas sin remedio. Una escuela abatida,
derrotada, que no puede más, encuentra siempre los medios
para alzarse cuando abandona el bando defensivo y empieza a6

6i. Rorario, Quod animaba bruta utantur ratione melius homine, u, 109.
63. El padre Daniel, jesuíta, pasa por ser el autor de esta obra.
346 Diccionario histórico y critico

actuar ofensivamente por diversión y retorsión. El combate en­


tre escuelas es siempre como fue durante algún tiempo - la no­
che en que se tomó T roya- el de troyanos y griegos:6-* se derro­
tan unas a otras por turnos a medida que cambian las defensas
por las réplicas. Apenas el cartesiano acaba de echar abajo, de
arruinar y aniquilar la opinión de los escolásticos sobre el alma
de las bestias, comprueba que le pueden golpear con sus pro­
pias armas y mostrar que prueba demasiado, y que, si razona
consecuentemente, renunciará a opiniones que no puede aban­
donar sin exponerse al ridículo y admitir absurdos que saltan a
la vista. Pues ¿dónde está el hombre que se atreve a decir que
sólo él piensa y que todos los demás son máquinas? ¿No le mi­
rarían como a un personaje más extravagante que los que están
encerrados en los manicomios, segregados de toda sociedad hu­
mana? Esta consecuencia del dogma cartesiano es un molesto
aguafiestas, semejante a las patas del pavo: una fealdad que
mortifica la vanidad despertada por la brillantez del plumaje.
De cualquier modo, hay que aceptar que la ventaja del padre
Daniel contra la opinión del señor Descartes consiste única­
mente en las objeciones que ha propuesto, y en absoluto en las
respuestas que ha dado a las objeciones de los cartesianos. No
niega que éstos, con sus cuestiones, provocan dificultades ex­
traordinarias, pero sostiene que ellos mismos son, a su vez,
puestos en tela de juicio de manera no menos abrumadora, y
que pueden tomarse buenas re p r e s a lia s Buscaréis inútilmen­
te en su escrito la solución de las dificultades físicas, morales y
teológicas que se plantean a los peripatéticos sobre el alma de
las bestias; se conforma con responderos que si en ellos hay co­
sas que no se entienden, hay también otras parecidas en la hi­
pótesis del señor Descartes. La definición del alma de la bestia
-«una substancia capaz de sensación», es decir, de ver, oír, etc.-
es tan clara como la definición cartesiana del espíritu -«una 6 5
4

64. «Nec solí poenas danr sanguine Teucri: / quondam etiam víais redit ¡n
praecordia virtus, / viaoresque cadunr Danaí», Virgilio, Eneida, 11, 366 ss. |‘No
son sólo los teucros los que pagan su atipa con su sangre. / A veces el valor
vuelve a los corazones de los mismos vencidos, / y caen los vencedores, los dá­
ñaos’ trad. de J. Hchave-Sustaeta, Madrid, Gredos, 1992).
65. Suite du votyage du monde de Descartes, p. 75.
Rorario 347

substancia que piensa y razona»-.666


7Éstas son las palabras del
padre Daniel; las prueba acto seguido con la máxima correc­
ción. Un poco antes había dicho que el alma de las bestias no es
ni materia ni espíritu,1** sino «un ser intermedio entre los dos»,
que no es «capaz de razonamiento ni de pensamiento, sino sólo
de percepción y de sensación». Si no dice nada mejor, hay que
echar la culpa no a sus luces, sino a la naturaleza del tema.
M e permitirá decir que su hipótesis es insostenible e incapaz
de resolver dificultad alguna. Estos dos términos -materia, es­
píritu- parecen en un principio opuestos a tolerar ningún in­
termedio, pero, cuando se mira de cerca, comprendemos que
pueden reducirse a una oposición contradictoria. Basta para
ello con preguntar si la substancia que no es ni cuerpo ni espí­
ritu es extensa o inextensa. Si es extensa, es un gran error dis­
tinguirla de la materia; si no lo es, pregunto en virtud de qué
la distinguimos del cuerpo; pues concuerda con el espíritu en la
noción de substancia inextensa, y no podemos comprender
que esta noción sea divisible en dos especies, por cuanto el atri­
buto específico que quisiéramos dar a una no nos parecerá ja­
más incompatible con la otra. Si Dios puede unir el pensa­
miento68 con un ser inextenso, podrá unirlo también con otro
ser inextenso, al no haber nada salvo la extensión que nos pa­
rezca hacer a la materia incapaz de pensar. Por lo menos, con­
cebimos claramente que una substancia inextensa que puede
sentir es capaz de razonar; y por consiguiente, si el alma de las
bestias es una substancia inextensa capaz de sensación, es ca­
paz de razonamiento: es, pues, de la misma especie que el alma
del hombre y no es una substancia intermedia entre el cuerpo y
el espíritu. He aquí una pregunta del padre Daniel:

¿Negarán los cartesianos la posibilidad de esta especie de ser, ca­


paz tan sólo de sensación? ¿Y dónde está el respeto que su maes­
tro ha tratado de inspirarles por la omnipotencia de un Dios que

66. Ibidern, p. 84.


67. Ibidem, pp. 82-83.
68. Tomo esta palabra en el sentido de los cartesianos, es decir, como una mo­
dificación genérica que comprende en sí las sensaciones, las reflexiones, los ra­
zonamientos, etc., a modo de otras tantas especies.
348 Diccionario histórico y critico

puede hacer, según él, que un triángulo no tenga tres ángulos y


que dos y dos no sumen cuatro, pero que, sin embargo, no ha*
bría podido hacer un ser que sólo tenga sensaciones?6»

Esta cuestión abrumaría a un hombre que hubiera hecho el voto


de no apartarse nunca de lo que dijo Descartes, pero no vemos
cartesianos que se impongan esta esclavitud, y estamos muy
persuadidos de que el señor Descartes no se hubiera atrevido a
asegurar seriamente que Dios puede hacer dos pies de cera sus­
ceptibles de tres o cuatro figuras e incapaces de todas las demás.
Al margen de que él haya creído esto o aquello sobre el tema, sus
discípulos no creerán nunca faltar al respeto debido a Dios si di­
cen que un «ser capaz únicamente de sensación» no es más po­
sible que un pedazo?0 de cera capaz únicamente de la figura cua­
drada. Por lo que concierne a «un ser que sólo tuviera
sensaciones» lo creerían muy posible, del mismo modo que se­
ría posible que un cierto pedazo de materia fuera siempre re­
dondo, si Dios quisiera impedir eternamente la transposición de
partículas. Mal que le pese al padre Daniel, no se ha percatado
del cambio que se produce cuando en un principio se dice «un
ser capaz únicamente de sensación» y después «un ser que sólo
tuviera sensaciones». La posibilidad de lo primero es inconcebi­
ble; la de lo segundo es manifiesta. Pero, tal como un pedazo de
cera en el que Dios impidiera incesantemente la transposición
de las partículas sería de la misma especie que un pedazo de cera
en el que el cambio de los elementos produjera incesantemente
una nueva figura, digamos también que una substancia que
Dios limitara siempre a las sensaciones sería de la misma espe­
cie que una substancia que se elevara hasta el razonamiento.
Me resta por mostrar la inutilidad de la hipótesis de este je­
suíta. i) Necesitamos un sistema que establezca la mortalidad de
las almas de las bestias; pero no encontramos esto en un ser in­
termedio entre el cuerpo y el espíritu, ya que un ser tal no es
extenso; es, por tanto, indivisible; sólo puede perecer por aniqui-6
70
9
69. Suite du voyage du monde de Descartes, p. 84.
70. Entendemos aquí por «pedazo» una reunión de diferentes corpúsculos.
Esto sirve para prevenir la dificultad del atomista, que cree que la figura de un
átomo es esencialmente inmutable.
Rorario 349

laciótti las enfermedades, el fuego, el hierro no pueden alcanzar­


lo; es, entonces, a este respecto, de la misma naturaleza y condi­
ción que los espíritus, que el alma del hombre. 2.) Necesitamos
un sistema que establezca una diferencia específica entre el alma
del hombre y la de las bestias; pero esto no lo hallaremos con este
ser intermedio, ya que si el alma de las bestias, no siendo ni cuer­
po ni espíritu, tiene, con todo, sensaciones, el alma del hombre
podría muy bien razona^ aun no siendo ni cuerpo ni espíritu
sino un ser intermedio entre los dos. El paso de la privación de
sensaciones a la percepción y discernimiento de un árbol es una
acción más difícil que el paso de la sensación al razonamiento.
3) Necesitamos un sistema que dé razón de la sorprendente in­
dustria de abejas, perros, monos o elefantes; y nos venís con un
alma de las bestias dotada sólo de sensaciones, que no piensa?1
ni razona. Fijaos bien y comprenderéis que un alma tal no basta
para explicar los fenómenos. El padre Daniel lo reconoce en otro
lugar de su obra, donde no parece dar a los peripatéticos más que
la ventaja de la posesión, pues, tras haber tocado las dificultades
del cartesianismo respecto a las bestias, añade:

Los peripatéticos tienen también, sin ninguna duda, dificultades


que resolver; pero, aunque éstas fueran mucho mayores de lo que
son, mientras los cartesianos no tengan nada mejor y más inteligi­
ble que decimos, hay que mantenerse ahí y razonar sobre ese pun­
to particular como hizo acerca de toda la filosofía un gran minis­
tro de Estado hace veinticinco años. Le aconsejaban que no hiciera
enseñar la filosofía antigua a su hijo mayor porque, le decían, en
esa filosofía sólo se contienen necedades y locuras. Me han dicho
también, respondió, que hay muchas sandeces y quimeras en la
nueva, así que, continuó, habiendo de escoger entre locura antigua
y locura nueva, creo que es preferible la antigua a la nueva.?1

Así es, quizá, como razonaba Nihusius.??71*3

7 1. Tomamos aquí la palabra «pensar» por una especie de percepción, y no en


el sentido general del señor Descartes.
71. Suite du voyage du monde de Descartes, pp. 105-106.
73. Véase la observación H de su artículo.
350 Diccionario histórico y crítico

h . E l señor Leibttiz ha presentado propuestas que merecen


ser cultivadas.
Aprueba el parecer de ciertos modernos de que los anima­
les están organizados en el semen;?* y cree, por otra parte,™
que la materia por sí sola no puede constituir una verdade­
ra unidad, y que, así, todo animal está unido a una forma
que es un ser simple, indivisible, verdaderamente único. Su­
pone además que esta forma no abandona nunca a su suje­
to,?é de donde resulta que, hablando propiamente, no hay ni
muerte ni generación en la naturaleza. La excepción sería el
alma del hombre, que pone al margen,™ etc. Esta hipótesis
nos libera de una parte del problema.?* Ya no se trata de res­
ponder a las objeciones abrumadoras que reciben los escolás­
ticos. El alma de las bestias, les decimos, es una substancia
distinta del cuerpo; por tanto, ha de ser producida por crea­
ción y destruida por aniquilación; sería preciso, pues, que el
calor?» tuviera la fuerza de crear y aniquilar almas:*0 ¿y qué
cabe decir más absurdo? Las respuestas de los peripatéticos a
esta objeción no merecen ni referirse ni salir de la oscuridad
de las clases donde se difunden a los jóvenes alumnos; sólo
valen para convencernos de que la objeción es invencible des­
de su punto de vista. N o se libran mejor del precipicio en
que se les arroja cuando se les desafía a que encuentren algún
sentido y sombra de razón en la producción continua de
un número casi infinito de substancias que son destruidas to­
talmente pocos días después, aun siendo mucho más nobles74 0
9
8
56

74. Véase la Mémoire de M. Leibnitz, incluida en el Journal des Savans, 27 de


junio de 1695, p. 449, ed. de Holanda.
75. Journal des Savans, 27 de junio de 1695, p. 446.
76. Ibidem, p. 447.
77. Ibidem, pp. 448, 450.
78. M. Bernia; en su Relation des gentils de l'lndoustan, p. zoo, refiere una
opinión más o menos parecida de los filósofos de aquel país.
79. Se hace salir a los pollitos de los huevos poniendo a éstos en un homo que
se va calentando gradualmente. Esto se practica en Egipto.
80. Se puede hacer morir a muchas clases de animales poniéndolos en un hor­
no un poco demasiado caliente.
Rorario 35i

y excelentes que la materia, que no pierde jamás su existen­


cia. La hipótesis del señor Leibniz ataja todos estos gol­
pes, pues nos lleva a creer: 1) que Dios creó al inicio del mun­
do las formas de todos los cuerpos y, por consiguiente, todas
las almas de las bestias; 2) que estas almas siguen subsistien­
do desde entonces, unidas inseparablemente al primer cuerpo
organizado en que Dios las alojó. Nos ahorramos así la me-
tempsicosis, que sin esto sería un asilo al que habría que ir ne­
cesariamente para salvarse. Inserto una parte de su discurso
a fin de que se vea si es correcta mi comprensión de su pen­
samiento:

Es aquí donde las transformaciones de los señores Swammer-


dam, Malpighi y Leeuwenhoek, quienes constan entre los más
excelentes observadores de nuestro tiempo, han venido en mi
auxilio y me han llevado a admitir con más facilidad que el ani­
mal, y toda otra substancia organizada, no empieza cuando cre­
emos, y que su aparente generación es sólo un desarrollo y una
especie de incremento. También he notado que el autor de la Re-
cherche de la vérite, el señor Regis, el señor Hartsoeker y otros
hábiles hombres no han estado muy alejados de tal parecer. Pero
restaba aún la cuestión principal: qué se hace de estas almas o
formas al morir el animal o al destruirse el individuo, la subs­
tancia organizada. Es esto lo que provoca mayores aprietos, por
cuanto parece poco razonable que las almas permanezcan inútil­
mente en un caos de materia confusa. Y esto me ha llevado a
pensar al fin que el único partido razonable que tomar es el de la
conservación no sólo del alma sino aun del propio animal y de su
máquina organizada, pese a que la destrucción de las partes gro­
seras lo haya reducido a una pequeñez que escapa a nuestros sen­
tidos no menos que aquella en la cual estaba antes de nacer. Así
pues, nadie puede señalar el verdadero momento de la muer­
te, que tal vez pase durante mucho tiempo por una simple sus­
pensión de acciones observables, y en el fondo no es nunca otra
cosa en los simples animales: prueba de ello son las resucitacio­
nes de las moscas ahogadas y después enterradas bajo tiza pul­
verizada, y muchos ejemplos parecidos, que dan a conocer sufi­
cientemente que habría muchas resucitaciones más y desde
35* Diccionario histórico y critico

mucho más lejos si los hombres estuvieran en condiciones de res­


tablecer la máquina [...] Es, pues, natural que, si el animal vi­
viente y organizado ha existido siempre, tal y como personajes
de gran penetración empiezan a reconocer, también siga existien­
do siempre. Y como, por tanto, no hay primer nacimiento ni ge­
neración por entero nueva del animal, se sigue que en rigor me-
tafísico no habrá extinción final ni muerte completa; y que, por
consiguiente, en lugar de la transmigración de las almas, se pro­
duce sólo la transformación de un mismo animal, según que los
órganos se pleguen de manera diferente y estén más o menos de­
sarrollados.81

Diré, incidentalmente, que algunas personas creen que el su­


jeto primitivo al que está unida nuestra alma, al morir sale
con ella de nuestro cuerpo. El señor Poiret no dista mucho de
este parecer y cree incluso que Moisés apareció el día de la
transfiguración con el verdadero cuerpo que acompañó a su
alma cuando dejó esta vida, es decir, según él, cuando esta
alma bienaventurada abandonó tan sólo la corteza o envol­
tura que cubría el cuerpo sutil al que estaba unida. Da al ca­
dáver el nombre de corteza o herrumbre respecto al verdade­
ro sujeto que está unido al alma. Éstas son sus palabras:

Puesto que Dios es constante en sus obras, sobre todo en las más
importantes y en lo que concierne a las más fundamentales, y
puesto que produjo ciertas mentes, como las humanas, anexas a
los cuerpos, no es probable que esta obra sea, quizá durante al­
gún tiempo, del todo interrumpida y destruida. Sabemos por la
historia sagrada que Moisés, cuyo cadáver fue completamente
destruido, apareció con Elias a los apóstoles que contemplaban
al Cristo radiante en transfiguración, lo cual no pudo suceder sin
el cuerpo al que la mente estuvo unida. No pocos recurren a un
cuerpo formado de aire. Pero ¿por qué no del propio cuerpo de
Moisés - y lo mismo, los demás-, sin duda de una parte de esa
materia interna más espiritual, más sutil y más pura, que, una
vez abandonado el cadáver, que es cierto velo o corteza o crosta

81. Journal des Savans, v j de junio de 1695, p. 449.


Rorario 353

o herrumbre, se exhalaría y, aún unida a la mente, sería dirigida


por el gobierno de ésta, según la voluntad de Dios?8*

Ha publicado algunas objeciones que le fueron enviadas de Se­


dan. Le objetaron entre otras cosas que el ejemplo de Moisés
no prueba nada,8) por cuanto, para que este gran profeta fue­
ra visto por los apóstoles, habría habido que añadir mucha
materia a aquella que hubiera salido de su cadáver junto a su
alma. Pero si hubiera habido que darle más de la mitad de un
cuerpo ajeno, no hay ningún inconveniente en decir que toda la
materia que fue vista en él ese día era ajena. El señor Poiret
respondió que la materia sutil que sale del cuerpo con el
alma es en verdad demasiado fina para afectar a nuestros gro­
seros sentidos, pero que, cuando Dios nos asiste extraordina­
riamente, podemos verla.*'* Se le advirtió que hay escolásticos
que admiten una quintaesencia que constituiría el vínculo del
alma humana con los órganos formados de los cuatro elemen­
tos, y que sería su vehículo cuando la muerte la hace marchar­
se. Dicen también que este vehículo es el sujeto de las penas que
los reprobados soportan antes de la resurrección.

Observo que la opinión de este hombre docto no difiere mucho


de la de ciertos escolásticos, que opinan que, aparte de los cuatro
elementos, interviene no sé qué quintaesencia en la composición
del cuerpo humano, la cual sería como una suerte de vínculo me­
dio que uniría el alma incorpórea e inmortal con el cuerpo terre­
nal y mortal. Si fuera de otro modo, en efecto, no parecería ha­
ber ninguna proporción y conveniencia entre el cuerpo y el alma
racional. Y pretenden que esa quintaesencia es de naturaleza ce­
leste, y que ella soporta el alma cuando a causa de la muerte se
ve forzada a marcharse del cuerpo, y que en ella se sufren los cas­
tigos en los infiernos que merecen sus crímenes.8*

Nt. Poiret, Cogitationes ratinnales de Deo, anima et malo, en Appendice, i, 6 1 1 ,


Amsterdam, 1685.
83. Poiret, Responsio ad primas objectiones, p. 696.
84. Ibidem, p. 697.
Kj. Ibidem, p. 696.
3S4 Diccionario histórico y critico

El señor Poiret respondió86 que no le hacía ninguna falta lo


que los escolásticos hubieran podido decir.8?
En la hipótesis del señor Leibniz hay ciertas cosas que pro­
ducen desazón, pese a que indican cuán amplio y poderoso
es su genio. Pretende, por ejemplo, que el alma de un perro
actúe con independencia de los cuerpos, «que todo en él naz­
ca de su propio fondo, con una perfecta espontaneidad res­
pecto a sí misma y, no obstante, en perfecta conformidad con
las cosas de fuera [...] Que sus percepciones internas le lleguen
por su propia constitución original, es decir, representativa (ca­
paz de expresar los seres exteriores en relación a sus órganos),
que le ha sido dada desde su creación y que forma su carácter
individual».8889De ahí resulta que sentiría hambre y sed a tal y
tal hora aunque no hubiera cuerpo alguno en el universo, aun­
que «no existiera nada sino Dios y ella». Ha explicado su pen­
samiento con el ejemplo de dos péndulos que se acordarían a la
perfección:88 supone, pues, que, según las leyes particulares
que hacen actuar al alma, debe sentir hambre a tal hora, y que,
según las leyes particulares que regulan el movimiento de la
materia, el cuerpo unido a esta alma debe ser modificado cuan­
do el alma tiene hambre. Para preferir este sistema al de las
causas ocasionales, esperaré a que su hábil autor lo haya per­
feccionado; no puedo comprender el encadenamiento de ac­
ciones internas y espontáneas que haría que el alma de un pe­
rro sintiera dolor inmediatamente después de haber sentido
gozo aun cuando estuviera sola en el universo. Comprendo por
qué un perro pasa de inmediato del placer al dolor cuando,
hambriento, se pone a comer pan y recibe de repente un basto­
nazo; pero que su alma esté construida de tal suerte que en el
momento que es golpeado sentiría dolor, aun cuando no se le
golpeara, aun cuando continuara comiendo el pan sin trastor-

86. Ibidem, p. 697.


87. El platónico anónimo autor de la Philosophia vulgaris refútala, impreso en
1690, dice que Ockham, Maironi y Antonio Mirandolano, Garbius, Licerus,
conciben el alma del hombre como compuesta de dos substancias, «la una inma­
terial, creada por Dios; la otra material, engendrada por un intermediario», etc.
88. Journal des Savans, 4 de julio de 1695, p. 457.
89. En Histoire des Ouvrages des Savans, febrero de 1696, pp. 17 4 -17 5 .
Rorario 355

no ni impedimento, es lo que no alcanzo a comprender. En­


cuentro también incompatible la espontaneidad de esta alma
con los sentimientos de dolor y en general con todas las per­
cepciones que le desagradan. Por otra parte, la razón por la que
este hábil hombre no gusta del sistema cartesiano me parece
una falsa suposición; no puede decirse, en efecto, que el siste­
ma de las causas ocasionales haga intervenir la acción milagro­
sa de Dios*0 -D eum ex machina- en la dependencia recíproca
de cuerpo y alma; pues, dado que Dios sólo interviene de
acuerdo con las leyes generales, no actúa en eso extraordina­
riamente. ¿Conoce la virtud interna y activa comunicada a las
formas de los cuerpos según el señor Leibniz la serie de accio­
nes que debe producir? En modo alguno; sabemos por expe­
riencia que ignoramos si dentro de una hora tendremos tales o
cuales percepciones; sería preciso, por tanto, que las formas es­
tuvieran dirigidas por algún principio extemo en la produc­
ción de sus actos. ¿No sería esto el Deus ex machina, tal como
en el sistema de las causas ocasionales?*1 En fin, puesto que su­
pone con mucha razón que todas las almas son simples e indi­
visibles, es incomprensible que puedan ser comparadas con un
péndulo, es decir, que por su constitución original puedan di­
versificar sus operaciones sirviéndose de la actividad espontá­
nea que recibirían de su creador. Vemos con claridad que un ser
simple actuará siempre de modo uniforme si ninguna causa ex­
traña lo desvía. Si estuviera compuesto de varías piezas como
una máquina, actuaría diversamente, porque la actividad par­
ticular de cada pieza podría cambiar en todo momento el cur­
so de la actividad de las demás; pero ¿dónde hallaréis en una
substancia única la causa del cambio de operación?9 1
0

90. En Historie des Ouvrages des Sauans, febrero de 1696, pp. 174-275.
91. Consúltense las objeciones hechas al señor Leibniz, por M .S.E (el señor
l'oucher) en el Journal des Savans, 12 de septiembre de 1695, pp. 639 s.
35* Diccionario histórico y crítico

i. Estoy convencido de que era natural de Pordenone, en


Italia.
M e baso en lo siguiente: dice que Sacilla está cerca de su pa­
tria.

La ciudad de Sacilla -en la cual el doctísimo Francisco Amalteo


profesaba, a cargo del erario público, humanidades, y a cuya di­
rección se confiaron mis primeros estudios- está cerca de mi pa­
tria y es muy agradable por su río.

El paréntesis no es superíluo; nos indica dónde efectuó sus


primeros estudios nuestro Rorario, y que los tres hermanos
que han dado tanta celebridad al nombre de Amalteo»1 no
eran los únicos doctos con ese nombre. Es cierto que Sacilla
no está lejos de Portus Naonis o de Pordenone,») como lo lla­
man los italianos, o de Portenau, como dicen los alemanes.»»
La epístola dedicatoria del libro de Rorario al obispo de Arras
está fechada en Portus Naonis; y había un médico de la mis­
ma villa que se llamaba Nicolás Rorarius. Fue autor de un li­
bro, impreso en Venecia en 15 6 6 y en 15 7 2 , y que llevaba por
título: Contradictiones, dubia et paradoxa in libros Hippo -
cratis, Celsi, Galeni, Aetii, Aeginetae, Avicennae, cunt eorun-
dem conciliationibus. He aquí lo que se dice de este escritor
en el Lindenius Renovatus: «Nicolaus Rorarius Utinensis me-
dicus vixit circa A.C. 15 6 3 . Renatus Moreau de V.S. in Pleu-
rit». Esto no quiere decir que fuera de Udine, sino simple­
mente que ejercía allí la medicina. Así, el señor Konig ha
cometido una falta al decir: «Rorarius (Nicol.) de Portunno-
ne, Utinensis, collegit conciliationes contradictionum in scrip-
tis medicorum armo 156 6 » . La omisión de la palabra medicus
tras Utinensis induce a error; hace creer que este médico era
de Udine, y que de Portunnone era un apodo familiar. Le9 234

92. Hieronymus, Johannes Baptista y Cometíus Amalthci. Se han impreso sus


poesías latinas en Amsterdam, en 1689, con un prefacio del señor Graevius.
93. Véase Leandro Alberri, Descriptio Itaiiae, p. 730.
94. Véase Baudrand, en la entrada «Portus Naonis».
Rorario 357

Doni ha dedicado uno de los capítulos de su Ramo delta Zue­


ca» al señor Gregorio Rorario de Pordonone.

K. Esto me lleva a tomar la libertad de incluir aquí algunos


suplementos.
Empecemos por indicar qué autores otorgan un alma racio­
nal a las bestias. N o creo que nadie haya tenido en esta cues­
tión opiniones más extremas que el filósofo Celso, pues, que­
riendo combatir lo que dicen los cristianos -qu e todas las
cosas han sido hechas para el hombre-, se esfuerza en mos­
trar que las bestias no son menos excelentes que el hombre y
que incluso lo sobrepasan. Les atribuye’ * una forma de go­
bierno, la observancia de la justicia y de la caridad.” Sostiene
que las hormigas conversan entre sí. «Cuando se encuentran
-d ic e - van conversando juntas y, así, no se extravían de su
camino. Poseen, pues, la razón en todos sus grados; tienen de
modo natural las ideas de ciertas verdades universales; po­
seen el uso de la voz; tienen el conocimiento de las cosas for­
tuitas y las saben expresar.»’ 8 Asegura que algunas bestias”
«conocen los secretos de la magia,9 100 de modo que los hom­
78
6
59
bres no pueden invocar esto como ventaja sobre ellas. Lo dice
en estos términos: «Si el hombre se jacta de conocer los secre­
tos de la magia, las serpientes y las águilas saben de ello aún
más. Pues poseen muchos preventivos contra los venenos y
contra las enfermedades, y conocen el poder de ciertas piedras
para la curación de sus hijos, piedras que los hombres tienen
en tanta estima que, cuando las encuentran, se figuran que
han encontrado un tesoro».101 Tras esto, queriendo mostrar
muy por extenso que los hombres no deben pretender; so
capa de que conocen a la divinidad, prevalecer sobre todos

95. Es la Chiachiera ultima, fol. 64 v.


96. A las abejas y a las hormigas.
97. Véase Orígenes, Contra Celsus, rv, 180.
98. ¡bidón, 18 1-18 2 : utilizo la traducción del señor Bouhereau.
99. ¡bidem, 182.
too. Se entiende la magia natural.
toi. Orígenes, Contra Celsus, tv, 183-184.
35» Diccionario histórico y crítico

los seres mortales, por cuanto hay animales sin razón que tie­
nen una idea pura y distinta de ella, mientras que los más su­
tiles, entre los griegos como entre los bárbaros, mantienen
por todas partes tantas disputas con ese motivo, añade:

Si se pretende elevar al hombre por encima de los demás anima­


les porque es capaz de conocer la divinidad y de recibir su idea e
impresión, que se sepa que muchos de ellos pueden atribuirse la
misma ventaja y no sin fundamento. «Qué hay, en efecto, más di­
vino que prever y predecir el futuro? Pues bien, los demás anima­
les, y sobre todo los pájaros, son en esto los maestros de los hom­
bres, y el arte de nuestros adivinos consiste simplemente en
entender cuanto los animales les enseñan. Los pájaros, pues, así
como los restantes animales propios para la adivinación, a los
que Dios descubre el porvenir, nos lo muestran mediante signos y
símbolos, y esto prueba que tienen por naturaleza más y más es­
trecho comercio con la divinidad que nosotros, que nos superan
en saber y que son más gratos a Dios. Los hombres más esclare­
cidos dicen asimismo que estos animales se comunican entre sí de
una manera mucho más santa y noble que nosotros, y que en­
tienden su lenguaje, como justifican cuando, tras advertirnos de
que los pájaros dicen que irán a tal sitio y que allí harán tal cosa,
nos muestran que van allí y que realmente la hacen. Además, res­
pecto de los elefantes, nada parece más religioso en cuanto a los
juramentos'01 ni guarda a Dios una fidelidad más inviolable; y
esto, sin duda, no puede venir sino del hecho de que lo conocen.

N o refiero lo que responde Orígenes; basta con que advierta


que lo refuta en la obra que compuso contra Celso.
El señor De Saumaise se cuenta entre los modernos que han
creído que los animales están dotados de razón. Ha escrito que
los ejemplos que pueden probarlo llenarían un libro.10? Osian-
der ha censurado tal opinión. Ved sus notas sobre la obra de
Grocio De iure belli ac pacis, en el capítulo donde éste rechaza10
23

102. Véase más arriba, nota 35.


103. Véase Osiandcr, Observationes maximam partem theologiae m libros
tres. De iure belli ac pacis M. Grotii, p. 2 13.
Rorario 359

la definición de derecho natural adoptada por Justiniano en el


primer libro de los Institutos.’0* Esta definición establece que
hombres y bestias participan en el derecho natural. La mayo­
ría de quienes la siguen se fundan en la hipótesis de que no ca­
recen de uso de la razón, y la mayoría de quienes rechazan esta
idea del derecho natural se fundan en la hipótesis contraria.
Osiander forma parte de estos últimos,10* y encuentra bien que
Grocio no haya aprobado la definición de Justiniano, en lo cual,
dice, Lorenzo Valla, Fran;ois Conan, Domingo Soto y muchos
más le habían servido de guías. Veremos a continuación una
doctrina de Grocio, condenada por él, acerca del principio ra­
cional en algunas acciones de las bestias.10
1510610
4 7Juan Antonio Cape-
11 a, médico napolitano, publicó en 16 4 1 un Opusculum para-

doxicum quod ratio participetur a brutis.10? N o he leído el libro,


y por tanto no puedo decir qué giro toma el autor. Conozco
mejor la doctrina del señor Willis, quien afirma que el alma de
las bestias se compone de órganos y consiste en la figura y ta­
maño del cuerpo que informa, pero que no es tan espesa, sus
partes son tan sutiles que no pueden verse y se disiparían fácil­
mente si el cuerpo del animal no las mantuviera en buen estado.

Este cúmulo de partículas sutiles, o alma, que se despliega exten­


samente y que, introduciendo sus partículas entre otras más grue­
sas y entrelazándolas, fabrica el cuerpo, se conforma exactamen­
te a la figura y dimensión de este cuerpo, se extiende igual que él
y se adapta con toda precisión a él como a una cápsula o a una
vagina; mueve, vivifica e inspira al conjunto y a cada una de sus
partes. Ahora bien, esa misma alma, a su vez, por sí misma se di­
solvería al instante y se desvanecería en tenues auras de no ser

104. «El derecho natural es lo que la naturaleza enseña a todos los animales.
Pues este derecho no es propio del género humano, sino de todos los anima­
les que nacen en el cielo, en la tierra y en el mar [...] Vemos, en efecto, que se
considera que también los restantes animales tienen conocimiento del tal dere­
cho», Institutos, 1, i.
105. Osiander, Observationes maximam partem theologiae in libros tres. De
iure belli ac pacis M. Grotii, pp. zo6 $.
toé. Cita de la nota 19.
107. Nicolo Toppi, Biblioteca napoletana, p. 114 .
36 0 Diccionario histórico y critico

conservada por el cuerpo que la contiene en su subsistencia y en


su actividad. Así pues, el alma, aunque muy tenue, parece corpó­
rea, como una suerte de espectro o fantasma umbrátil del cuerpo.
Además, al emerger, junto con el cuerpo, de la materia debida­
mente dispuesta, recibe la hipóstasis o su subsistencia, no menos
que el cuerpo, de acuerdo con la idea o el tipo predeterminado en
ella por la ley natural. Pero, por más que esté intimamente unida
al cuerpo y sea como su trama, no obstante su textura sutilísima
y formada como por un hilo delgadísimo, no puede ser percibida
por nuestros sentidos, sino que se distingue únicamente por sus
efectos y operaciones.'08

Concede a esta alma una especie de razonamiento, cuyo aná­


lisis incluso efectúa.'0» Pretende que en el hombre hay un
alma por completo similar a ésta y, además, un alma espiri­
tual, y trata de explicar mediante estas dos almas el combate
que sentimos en nosotros mismos, que los demás filósofos ex­
plican por medio de ia facultad superior y la inferior de una
simple y única substancia espiritual que llaman alma racio­
nal.110
8
9
110 Mal que le pese, este método de explicar el combate de
la razón y del alma sensible no llega a satisfacer, pues todo el
mundo comprueba en sí mismo que el principio que desea los
placeres carnales es idéntico numéricamente al que se opone a
tal deseo, que a veces lo sobrepasa y es sobrepasado la mayo­
ría de las ocasiones. N o notaríamos esta unidad de principio
si tuviéramos dos clases de alma realmente distintas entre sí.
Si nos respondiera que una produce en la otra sus sentimien­
tos y pasiones, replicaría que entonces habría en cada hombre
dos substancias que querrían lo mismo. Pues bien, nunca na­
die se ha apercibido de estos dos principios distintos. Aparte
que, si un alma corpórea pudiera comunicar un deseo tan car­
nal al alma espiritual del hombre, el cuerpo lo haría también,
y por consiguiente se multiplican los seres sin necesidad, dán­
dole al hombre un cuerpo, un alma sensitiva y un alma racio­

108. Thomas Wiilis, De anima brutorum, I, !l, 14-15.


109. /bidem, vi, 91-92.
110 . Ibidem, vil.
Rorario 361

nal. Pero dejemos aquí las discusiones; refiramos otro hecho.


El señor Willis observa que el caballero Digby ha compartido
la opinión de Pereira y de Descartes respecto al alma de las
bestias.

Pereira 1 ...] afirmó que las bestias carecen de todo conocimiento


o percepción, y en este último siglo le han seguido al pie de la le­
tra hombres ilustrísimos como Descartes, Digby y otros, que, in­
tentando discriminar, en la medida de lo posible, las almas de los
brutos de la humana, sostuvieron que aquéllas eran no sólo cor­
póreas y divisibles, sino también puramente pasivas.111

Poco después, se explica la diferencia que hay entre Descartes


y el caballero Digby, y se muestra que este último no priva a
las bestias de sensibilidad ni de memoria. No es cierto, por
tanto, que siga a Pereira y a Descartes; ¿por qué lo decía, en­
tonces?

Digby (...) agrega que ciertos efluvios muy tenues, desprendidos


del cuerpo sensible, no sólo afectan a los sentidos externos, sino
que además, penetrando en el interior, se mezclan con los espíri­
tus y, moviendo a éstos en diversas fluctuaciones, producen las
distintas clases de sensaciones y de movimientos locales. Y de es­
tos átomos extrínsecos que penetran así en las partes nerviosas y
en el mismo cerebro, no sólo proceden las acciones improvisa­
das, sino que, a partir de los que quedan en el cuerpo sintiente y
se esconden en los nichos del cerebro, manteniendo sus anterio­
res configuraciones, se constituyen las ¡deas de las cosas pasadas
que subsisten en la memoria.111

Concluyamos que el caballero Digby no debe ser incluido en


el catálogo de quienes consideran a las bestias como autóma­
tas. El señor Locke se ha declarado en contra de quienes no
atribuyen razonamiento a las bestias. Vais a ver en qué con­
siste, según él, la diferencia entre el hombre y las bestias:

tii. Ib¡dem,\y y 6 .
1 1 2 . Ibidettt, 7.
36z Diccionario histórico y crítico

La facultad de formar ideas generales es lo que introduce una


distinción completa entre el hombre y los brutos, excelente cua­
lidad que éstos no pueden en modo alguno adquirir con auxilio
de sus facultades. Es evidente, en efecto, que no observamos en
las bestias ninguna prueba que pueda damos a conocer que se
valen de signos generales para designar ideas universales; y pues­
to que carecen del uso de las palabras y de cualquier otro signo
general, tenemos razones para pensar que carecen de la facultad
de hacer abstracciones o de formar ideas generales1" |...| Pode­
mos, pues, aceptar, a mi juicio, que las bestias difieren del hom­
bre en esto. Ahí radica, afirmo, la diferencia propia con respecto
a la cual ambas clases de criaturas son por entero distintas, y que
abre finalmente una distancia tan vasta entre ellas. Pues si las
bestias tienen algunas ideas, y no son meras máquinas como al­
gunos pretenden, no podemos negar que dispongan en cierto
grado de razón. Y, por lo que a mí concierne, me parece tan evi­
dente que razonan como me lo parece que tienen sensibilidad;
pero razonan sólo sobre ideas particulares, a medida que sus sen­
tidos se las presentan. Las más perfectas entre ellas están ence­
rradas en tales estrechos límites, y carecen, por lo que creo, de la
facultad de ampliarlos mediante ninguna clase de abstracción.11*

Hemos visto en las Nouvelles de la République des Lettres“ 5


el extracto de un libro titulado Essais nouveaux de morale,
impreso en París en 1686. El autor, que niega, por un lado,
que las bestias posean un alma capaz de razonamiento, reco­
noce, por otro, que sus acciones están dirigidas por una «ra­
zón exterior, y que esa razón y sabiduría que las gobierna es
una sabiduría y razón más excelente y segura que la del hom­
b re "6 [...] La razón que opera en las bestias -con tin úa-1" no
está en ellas [...] es, como dice Santo Tomás siguiendo a todos13*6
7

1 1 3 . Lockc, Essai phitosophique concemant 1‘entendement humain, II, xi, 170.


Se trata de una obra excelente, que merecía una traducción al francés tan bue­
na como la del señor Coste.
H 4. Ibidem, p. 1 7 1 .
1 1 3 . En el mes de octubre de 1686, pp. 119 6 s.
1 16. Essais nouveaux de morale, p. 30.
1 1 7 . Ibidem, p. 3*.
Horario 3<>3

los antiguos padres, la razón soberana y eterna del obre­


ro supremo, que conserva sus obras y las conduce a los fi­
nes para que las ha creado mediante resortes secretos que
ha puesto en ellas, diversamente determinados, según las oca­
siones, para efectuar mil clases de movimientos diversos de a-
cuerdo con sus diferentes necesidades». Añadid las palabras
del señor Bernard:

Los filósofos más decididos a creer que las bestias son sólo meras
máquinas han de admitir de buena fe que realizan distintas accio­
nes cuyo mecanismo les es imposible explicar. Sería mucho más
rápido contentarse con decir en general que Dios, queriendo que
sus máquinas subsistieran durante cierto tiempo, con su infinita
sabiduría dispuso sus partes del modo conveniente para esa inten­
ción. Me parece haber leído en algún sitio esta tesis: «Deus est ani­
ma brutorum» ('Dios es el alma de los brutos’); la expresión es un
poco dura, pero puede tomar un sentido muy válido.11*

Grocio ha proclamado que ciertos actos en que las bestias


abandonan sus intereses particulares en favor de otras proce­
den de una inteligencia externa.

Algunos animales moderan en parte su deseo de propia utilidad,


ya sea en beneficio de su prole, ya en el de sus congéneres. Cree­
mos que esto proviene en ellos de un principio intelectual extrín­
seco, dado que no muestran tal inteligencia en otros actos en
modo alguno más difíciles que éstos.11’

Gaspar Ziegler, en su nota sobre este pasaje, se lamenta de


que Grocio no haya explicado con más claridad su pensa­
miento acerca de la naturaleza de tal principio exterior. Si se
trata de la providencia divina, continúa, Grocio se expone a
la mordacidad del doctor Huarte,1*0 quien ha mostrado que
un filósofo no debe explicar los fenómenos por medio de la18 9

118 . Nouvelles de la République des Lettres, octubre de 1700, pp. 4x9-410.


119 . Grocio, De ture belli ac pacis, Prolcg. vil (trad. de P. Marino Gómez, Ma­
drid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987].
tío . En el capitulo vil del Examen de ingenios.
36 4 Diccionario histórico y critico

operación inmediata de Dios. Cita dos escritores que han re­


ferido al instinto de la naturaleza toda la destreza de los ani­
males, y aprueba su opinión.111 Osiander se ha extendido mu­
cho en la refutación de Grocio, y ha dicho, entre otras co­
sas, que este principio exterior debería ser Dios o un ángel o
la forma universal de Averroes, pero que no debe aceptarse
ninguna de las tres suposiciones.111 A propósito de Averroes,
debo decir aquí que admitía un principio exterior de la inteli­
gencia humana común a todos los entendimientos particula­
res e influyente también sobre las bestias y las piedras; pe­
ro, puesto que reconocía que esta influencia restaba infruc­
tuosa respecto de las bestias y las criaturas insensibles, por re­
caer en una materia mal dispuesta, no puede inferirse que
concediera más perfección a las bestias que los escolásticos.

Averroes (De anima, n 1, 4) hace uno el intelecto de todos los


hombres, y realmente separado de la substancia del alma, pero
unido a cada uno de ellos por las imágenes instaladas en su fan­
tasía; también asiste al caballo y al asno, a la piedra y al metal,
pero sin fruto, porque su materia no es apta.11)

El señor De Vigneul-Marville relata que hubo un filósofo que


para explicar en las conferencias del señor Rohault cómo las
bestias, siendo simples autómatas, actuaban sin embargo
como si tuvieran un alma, recurrió a la hipótesis del conde de
Gabalis, y, extendiéndola, la hizo valer para su propósito;»1*
esto es, supuso que ciertos espíritus elementales se dedican «a
hacer funcional; según las reglas de los mecanismos, todas las
máquinas» de los animales. El discurso que hizo está construi­
do de una manera muy ingeniosa, y mereció que el señor Pé-
quet dijera al autor que «si este agradable sistema no era cier-

1 xx. «Nosotros referimos toda la industria de los brutos al instinto natural, como
nuestro Sperlingio (institutionesphysicae, I, vt, 3), y a éste ha seguido J. F. Homio
(De subiecto iuris naturalis, vi)», Ziegler en Prolegomena Grotti, p. 3.
1 u . Osiander; Observationes in libros tres De ture belli ac parís M. Grotti, pp.
48 s.
12 3. Vossius, De origine et progressu idoíolatriae, til, xlii , 932.
124. Mélanges d'histoire et de littérature, Rouen, 1700, tomo 1, pp. too s.
Rorario 365

to, al menos era bene trovato».1^ N o dudo de que pueda com­


placer a algunas personas, pero ahora, si se tratara de discutir,
mostraríamos con facilidad que es incapaz de dar razón de los
fenómenos, y que en ciertos aspectos es más confuso que el del
señor Descartes. Lo que incomoda más a los cartesianos no es
decir que las bestias se mueven rápidamente de mil maneras,
sino decir que muestran distintos signos de amistad, odio, ale­
gría, celos, temor, dolor, etc. El sistema de los espíritus elemen­
tales es inútil para explicar esto, por cuanto se afirma que se
aplican a hacer funcionar los resortes de las bestias sólo para
procurarse una agradable diversión. N o serían, pues, tan locos
como para someterse al sentimiento de hambre o de frío o al
dolor que provocan los bastonazos, etc. Habría que suponer,
entonces, que ninguna de tales pasiones se halla en las bestias,
y ya tenemos de vuelta toda la confusión; o bien habría que de­
cir que esos espíritus están condenados a dirigir a los autóma­
tas de los animales, con el fin de expiar sus pecados sufriendo
las pasiones que los peripatéticos confieren a las bestias, lo cual
es contrario a la hipótesis del filósofo gabalista. Obvio otras
muchas dificultades tan grandes como éstas que cabría oponer
a este sistema pretendidamente bene trovato.
Puede verse en las Nouvelles de la République des Lettres'*6
que el señor Vallade, autor de un Discours philosophique sur
la création et Varrangement du monde, ha explicado median­
te mecanismos las acciones más sorprendentes de los anima­
les. Las mismas N o u v e lle s nos dan a conocer que se ha cri­
ticado al señor De la Bruyere por haber sostenido «que las
bestias no son sino materia». Encontraréis en la bella obra de
dom Fran^ois Lamí*1® sobre el conocimiento de sí mismo una
aclaración «donde se muestra que no existen razones sólidas
para atribuir ni el conocimiento ni la inmortalidad al alma de
las bestias, mientras que no podemos dispensarnos razonable­
mente de conceder ambas cosas al alma del hombre».11» Esta

I2 j. Ibidem, p. 106.
116 . Del mes de octubre de 1700, p. 4 19 .
127. Mes de abril de 17 0 1, pp. 4 33 s.
1 28. Benedictino de la congregación de San Mauro.
129. En el tomo v, pp. 326 s., Paró, 1698.
366 Diccionario histórico y crítico

aclaración merece ser leída, sobre todo porque encontramos en


ella la solución a la dificultad más embarazosa del sistema de
los autómatas, pues el autor muestra que todo el mundo puede
convencerse, con razones muy fuertes, de que los demás hom­
bres no son meras máquinas, y esto es, sin embargo, lo que se
trata de inferir del hecho de que las bestias estén compuestas de
órganos tan bien reglados que podrían hacer sin conocimiento
cuanto les vemos hacer. Si Dios podía fabricar una máquina
semejante, se replica, podría asimismo componer otras que hi­
cieran todas las acciones del hombre, y por consiguiente no nos
cabría estar seguros más que de nuestro pensamiento y deberí­
amos dudar que los demás hombres piensen. El padre Gisbert,
profesor real en la Universidad de Toulouse, es uno de los que
han publicado libros contra la opinión de los cartesianos sobre
el alma de las bestias.')0 Notad que este parecer se ha defen­
dido en un curso de filosofía dictado en París en el Colegio
de las Cuatro N a c io n e s ,im p re s o luego en la misma ciudad,
en 16 9 5, bajo el título de Institutio philosophica ad faciliorem
veterum ac recentiorum philosophorum lectionem comparata.
Consta de cuatro volúmenes in -i 20. Vemos en el tercero, desde
la página 2.71 hasta la 292, cuanto concierne al alma sensitiva.
N o dudo que el señor Bayle, doctor en medicina y profesor de
artes liberales en Toulouse, haya abrazado en este punto el sis­
tema cartesiano en la física en tres volúmenes in-40 que ha pu­
blicado hace poco.*)1
Podría hacer un largo suplemento sobre lo que he dicho
acerca de la opinión del señor Poiret,')) pero prefiero omitir­
lo y señalar tan sólo a un escritor que ha recogido un gran nú­
mero de datos eruditos que conciernen a la creencia platónica
en una materia etérea que acompaña a las almas a su entrada
y salida del cuerpo.'34130
24

1 3 0 . Véase el Journal des Savans, 1 6 de enero de 16 9 0 , p. 4 9 , ed. de H olanda.


1 3 1 . Por el señor Pourchot.
1 3 2 . Véase el extracto del primero en las Nouvelles de la République des Let-
tres, febrero de 1 7 0 1 , pp. 209 s. Da una gran idea del mérito de la obra.
1 3 3 . M ás a r r ib a , o b s e r v a c ió n H , e n e l p r im e r p u n t o y a p a r t e .
1 3 4 . Renatus Vallinus, Ad librum III Boetii, de Consolatione philosophiae,
pp. 62. s.
Rorario 367

L. A las observaciones que quiero hacer sobre las reflexiones


del señor Leibniz.
Empiezo declarando que me congratulo mucho de las peque­
ñas dificultades que he propuesto contra el sistema de este
gran filósofo, ya que han provocado respuestas que han desa­
rrollado mejor la cuestión y me han dado a conocer con más
distinción sus maravillas. En estos momentos, considero este
nuevo sistema como una importante conquista que lleva más
allá los límites de la filosofía. Sólo disponíamos de dos hipóte­
sis, la de la Escuela y la de los cartesianos: la primera era una
vía de influencia del cuerpo sobre el alma y del alma sobre el
cuerpo; la otra era una vía de asistencia o de causalidad oca­
sional. Pero he aquí una nueva adquisición, la que podemos
llamat; con el padre Lami, vía de armonía p r e e s ta b le c id a Se
la debemos al señor Leibniz, y nada cabe imaginar que dé una
idea tan alta de la inteligencia y el poder del autor de todas las
cosas. Esto, unido a la ventaja de alejar toda noción de con­
ducta milagrosa, me induciría a preferir este nuevo sistema al
de los cartesianos, si pudiera concebir alguna posibilidad en la
vía de armonía preestablecida. Deseo que se ponga atención
en que, al reconocer que esta vía aleja toda noción de conduc­
ta milagrosa, no me retracto de cuanto he dicho en otra oca­
sión, esto es, que el sistema de las causas ocasionales no hace
intervenir la acción milagrosa de Dios.1)6 Estoy tan persuadi­
do como siempre de que, para que una acción sea milagrosa,
es preciso que Dios la produzca como una excepción a las le­
yes generales, y de que las cosas de que es autor inmediato se­
gún esas leyes son distintas de los milagros propiamente di­
chos. Pero, como quiero sustraer de esta discusión tantos
puntos como pueda, acepto que se diga que el medio más se­
guro para apartar todas las ideas de milagro es suponer que las
substancias creadas son activamente las causas inmediatas de
los efectos de la naturaleza. Omito, pues, cuanto podría repli-

1 ) 5 . Dom Fran^ois Lam í, Traite II de la connaissancedesoi-méme, 16 9 9 ,p. z z é .


1 36 . Véase la M em oria que el señor Leibniz ha hecho incluir en la Histoire des
Ouvrages des Savans, julio de 16 9 8 , p. 33 4 .
368 Diccionario histórico y critico

car a esta parte de la respuesta del señor Leibniz. Me abstengo


asimismo de todas las objeciones que no son más contrarias a
su parecer que al de otros filósofos. N o alegaré, por tanto, las
dificultades que se oponen a la hipótesis de que la criatura
pueda recibir de Dios la fuerza de moverse. Son grandes y casi
in v e n c ib le s ,p e r o el sistema del señor Leibniz no está más
expuesto a ellas que el de los peripatéticos, y no sé siquiera si
los cartesianos se atreverían a decir que Dios no puede comu­
nicar a nuestra alma la fuerza de actuar. Si lo dicen, ¿cómo po­
drán admitir que Adán pecó?; y si no se atreven a decirlo, de­
bilitan las razones con las que quieren probar que la materia
no es susceptible de ninguna clase de actividad. N o creo tam­
poco que le sea menos fácil al señor Leibniz que a los cartesia­
nos o a los demás filósofos protegerse de la objeción del me­
canismo fatal, de la demolición de la libertad humana.
Dejemos esto, pues, y hablemos solamente de lo que es propio
del sistema de la armonía preestablecida.

i . Mi primera observación será que eleva la potencia y la in­


teligencia del arte divino por encima de todo lo concebible.
Figuraos un navio que, careciendo de todo sentimiento y co­
nocimiento, y sin ser dirigido por ningún otro ser creado o
increado, posea la fuerza de moverse por sí mismo tan opor­
tunamente que disponga siempre de viento favorable, evite
corrientes y escollos, eche el ancla donde sea preciso, se refu­
gie en las bahías justamente cuando sea menester; suponed
que un navio semejante navega de esa manera durante varios
años seguidos, siempre dirigido y situado como conviene res­
pecto a los cambios del aire y a las distintas situaciones de
mares y tierras: admitiréis que la infinitud de Dios no es de­
masiado grande para comunicar a un navio una facultad así,
y diréis, incluso, que la naturaleza del navio no es capaz de re­
cibir de Dios esa virtud. Sin embargo, cuanto el señor Leibniz

r 3 7 . Véase Srurmius, en el tom o I de su Physica electiva sive hypothetica (cuyo


extracto se halla en el Journal de Leipsic, 16 9 7 , pp. 4 74 s.) y en la memoria que
ha incluido en el Journal de Leipsic, 16 9 9 , pp. 10 8 s., para responder a una Mé-
moire de M. Leibniz, insena en el mismo Journal, 16 9 8 , pp. 4 1 7 $.
Rorario 369

supone sobre la máquina del cuerpo humano es más admira­


ble y sorprendente que todo esto. Apliquemos a la persona de
César su sistema de la unión de alma y cuerpo.

II. Es preciso decir, según este sistema, que el cuerpo de Ju ­


lio César ejerció de tal modo su virtud motriz que, desde su na­
cimiento hasta su muerte, siguió un proceso continuo de cam­
bios que correspondía con extrema exactitud a los cambios
perpetuos de una cierta alma que él no conocía y que no pro­
ducía ninguna impresión sobre él. Es preciso decir que la regla
de acuerdo con la que esta facultad del cuerpo de César debía
producir sus actos era tal que habría ido al senado cierto día a
cierta hora, habría pronunciado determinadas palabras, etc.,
aun cuando Dios hubiera querido aniquilar el alma de César al
día siguiente de haber sido creada. Es preciso decir que esta
virtud motriz cambiaba y se modificaba con puntualidad se­
gún la volubilidad de los pensamientos de este espíritu ambi­
cioso, y que se producía tal estado justamente antes que cual­
quier otro porque el alma de César pasaba de tal pensamiento
a tal otro. ¿Puede modificarse una fuerza ciega tan oportuna­
mente como consecuencia de una impresión comunicada trein­
ta o cuarenta años antes y nunca renovada después, y que es
abandonada a sí misma, sin que nunca haya tenido noticia de
su lección? ¿No es esto mucho más incomprensible que la na­
vegación de que he hablado en el párrafo precedente?

III. La dificultad se incrementa por cuanto una máquina hu­


mana consta de un número casi infinito de órganos y está ex­
puesta de manera continua al choque de los cuerpos que la ro­
dean,^'í ® los cuales mediante una variedad innumerable de
conmociones provocan en ella mil clases de modificaciones.138

13 8 . Nótese que, según el señor Leibniz, lo que es activo en cada substancia es


algo que debe ser reducido a una verdadera unidad. Es preciso, pues, ya que el
cuerpo de cada hombre está compuesto de muchas substancias, que cada una ten­
ga un principio de acción realmente distinto del principio de cada una de las otras.
Pretende que la acción de cada principio sea espontánea. Pero esto debe variar
hasta el infinito sus efectos y turbarlos, ya que el choque de los cuerpos próxim os
debe añadir alguna constricción a la espontaneidad natural de cada uno.
370 Diccionario histórico y critico

¿Cómo se entiende que nunca haya trastorno alguno en esta ar­


monía preestablecida, y que siga siempre su curso durante
la más larga vida humana, a pesar de las variedades infinitas de
acción recíproca de unos órganos sobre otros, rodeados por to­
das partes de una infinidad de corpúsculos, tan pronto fríos
como calientes, tan pronto secos como húmedos, siempre acti­
vos, siempre picoteando los nervios de una manera u otra?
Acepto que la multiplicidad de órganos y la de agentes externos
sea un instrumento necesario de la variedad casi infinita de cam­
bios del cuerpo humano; pero ¿podrá tener tal variedad la exac­
titud que se requiere aquí?, ¿no turbará nunca la corresponden­
cia de estos cambios y los del alma? Parece del todo imposible.

iv . Por más que, para sostener que las bestias son sólo autó­
matas, nos escudemos en la potencia de Dios, por más que de­
claremos que Dios ha podido hacer máquinas tan artística­
mente trabajadas que cosas como la voz de un hombre, la luz
reflejada de un objeto, etc., las afecten precisamente donde es
necesario para que se muevan de tal o cual manera, todo el
mundo, a excepción de una parte de los cartesianos, rechaza
esta hipótesis; y ningún cartesiano la querría admitir si se in­
tentara extenderla al hombre, es decir, si se intentara sostener
que Dios ha podido producir unos cuerpos que realicen ma­
quinalmente cuanto vemos hacer a los demás hombres. Ne­
gando esto, no tratamos de poner límites a la potencia y cien­
cia de Dios; queremos tan sólo indicar que la naturaleza de las
cosas no tolera que las facultades comunicadas a la criatura
carezcan de ciertas limitaciones necesarias. Es de todo punto
preciso que la acción de las criaturas esté en proporción con su
estado esencial y se ejecute según el carácter que conviene a
cada máquina; pues, según el axioma de los filósofos,'» todo
aquello que se recibe es proporcional a la capacidad del suje­
to. La hipótesis del señor Leibniz puede, por tanto, rechazarse
como imposible, ya que encierra mayores dificultades que la
de los autómatas: introduce una armonía continua entre dos
substancias que no actúan una sobre otra. Pero si los cria-139

13 9 . «Quidquid rccipitur; ad modum recipienris recipitur.»


Rorario 37i

dos fueran máquinas e hicieran puntualmente esto o aquello


las veces que su amo lo ordenara, no sería sin una acción real
sobre ellos del amo, que pronunciaría palabras o haría signos
que afectarían de hecho a los órganos de los mozos.

v. Examinemos ahora el alma de César; descubriremos más


imposibilidades aún. El alma en cuestión estaba en el mundo
sin exponerse a la influencia de ningún espíritu. La fuerza que
había recibido de Dios era el principio único de las acciones
particulares que producía a cada momento; y si sus acciones di­
ferían entre sí, no era por el hecho de que unas estuvieran pro­
ducidas por el concurso de algunos resortes que no contribuí­
an a la producción de otras, ya que el alma del hombre es
simple, indivisible, inmaterial. El señor Leibniz está de acuerdo
con esto; y si no lo estuviera y, por el contrarío, pensara con la
mayoría de los filósofos, y con algunos de los más excelentes
metafísicos de nuestro siglo,‘4° que un compuesto de muchas
partes materiales ordenadas de una cierta manera es capaz de
pensar, acto seguido yo vería su hipótesis como absolutamente
imposible, y surgirían muchos medios más para refutarla, que
no me sirven puesto que admite la inmaterialidad de nuestra
alma y construye a partir de aquí. Volvamos al alma de Julio
César; llamémosla un autómata inmaterial*‘«l y comparémosla
con un átomo de Epicuro -entiendo un átomo envuelto de va­
cío por todas partes y que no chocara nunca con ninguno
m ás-. La comparación es muy justa, ya que, por un lado, este
átomo posee una virtud natural para moverse y la ejecuta sin
recibir ayuda y sin ser frenado o trabado por nada; y, por otro,
el alma de César es un espíritu que ha recibido una facultad
para darse pensamientos y la ejecuta sin la influencia de ningún
otro espíritu ni cuerpo. Nada la asiste y nada la traba. Si aten­
déis a las nociones comunes y a las ideas del orden, hallaréis
que este átomo no debe detenerse nunca, y que si se ha movido
en el momento precedente, debe moverse en este momento y en14 0

14 0 . El señor Locke, p or ejemplo.


1 4 1 . El señor Leibniz se sirve de esta expresión en su m emoria inserta en la
Histoire des Ouvrages des Savans, julio de 16 9 8 , p. 3 3 8 : «El alm a - d ic e - e s un
autóm ata inmaterial de los m ás exactos».
371 Diccionario histórico y critico

todos los que sigan, y que la forma de su movimiento debe ser


siempre la misma. Es la consecuencia de un axioma aprobado
por el señor Leibniz: del hecho de «que una cosa permanezca
siempre en el estado en que se encuentra una vez, si no sobre­
viene nada que la fuerce a cambiar1*» [...] concluimos
-d ic e - 1*» no sólo que un cuerpo que esté en reposo seguirá
siempre en reposo, sino también que un cuerpo que esté en
movimiento conservará siempre este movimiento o cambio, es
decir, la misma velocidad y dirección, salvo que sobrevenga
algo que lo impida». Todo el mundo sabe con toda claridad
que este átomo, se mueva por una virtud innata, como asegu­
raban Demócrito y Epicuro, se mueva por una virtud recibida
del creado^ avanzará siempre uniforme e igualmente en la mis­
ma dirección, sin desviarse a derecha o izquierda ni retroceder
una sola vez. Epicuro fue objeto de burla cuando inventó el
movimiento de declinación;1** lo supuso gratuitamente bus­
cando una salida al laberinto de la fatal necesidad de todas las
cosas, y era incapaz de dar razón alguna de esta nueva parte de
su hipótesis. Era algo que chocaba con las nociones más evi­
dentes de nuestro espíritu, ya que concebimos claramente que,
para que un átomo que ha descrito una línea recta durante dos
días se desvíe de su camino al comienzo del tercer día, es preci­
so que encuentre algún obstáculo o que se le antoje apartarse
de su ruta o que encierre algún resorte que comience a funcio­
nar en ese momento. La primera de las razones no es proce­
dente en el espacio vacío. La segunda es imposible, dado que
un átomo no posee la virtud de pensar. La tercera es asimismo
imposible en un corpúsculo absolutamente uno. Hagamos al­
gún uso de todo esto.

v i. El alma de César es un ser a quien conviene en rigor la


unidad. La facultad de darse pensamientos es una propiedad

1 4 a . M em oria insena en la Histoire des Ouvrages des Savans, julio de 16 9 8 ,


p. 3 3 1 .
1 4 3 . El señor Leibniz, ibidem, declara que sigue estando de acuerdo con el
axiom a: «E incluso pretendo -a g r e g a - que me es favorable y que es en efecto
uno de mis fundamentos».
1 4 4 . Véase el artículo «Epicuro», observación U, primer párrafo.
Rorario 373

de su naturaleza:1*} la ha recibido de Dios en cuanto a pose­


sión y a ejecución. Si el primer pensamiento que se da es un
sentimiento de placer, no se ve por qué el segundo no lo será
también, ya que cuando la causa total de un efecto sigue sien­
do la misma, el efecto no puede cambiar. Pero esta alma, en el
segundo momento de su existencia, no recibe una nueva fa­
cultad de pensar; se limita a conservar la facultad que tenía an­
tes, y es tan independiente del concurso de cualquier otra cau­
sa en el segundo momento como en el primero; en el segundo
momento debe, pues, reproducir el mismo pensamiento que
acababa de producir. Si me objetáis que debe hallarse en un es­
tado de cambio, y que no estaría en él en el caso que he su­
puesto, os respondo que su cambio será semejante al cambio
del átomo; pues un átomo que se mueve continuamente en la
misma dirección adquiere a cada momento una situación nue­
va, pero parecida a la situación precedente. Para que un alma,
así pues, persista en su estado de cambio, basta con que se dé
un nuevo pensamiento semejante al precedente. N o la limite­
mos tanto; vamos a acordarle la metamorfosis de pensamien­
tos; pero en el paso de un pensamiento a otro habrá de darse
al menos alguna razón de afinidad. Si supongo que en cierto
instante el alma de César ve un árbol con flores y hojas, pue­
do concebir1*6 que muy pronto desee ver otro que no tenga
sino hojas, y después otro que sólo tenga flores, y que irá for­
mando así sucesivamente varias imágenes que nacerán unas de
otras. Pero no podemos representamos como posibles los
cambios extraños, del blanco al negro o del sí al no, ni esos
saltos tumultuosos de la tierra al cielo, que abundan en el pen­
samiento humano. Es imposible entender que Dios haya podi­
do poner en el alma de Julio César el principio que voy a de­
cir. Sin duda más de una vez se pinchó con un alfiler mientras
tomaba el pecho. Según la hipótesis examinada, su alma hubo
de modificarse a sí misma con un sentimiento de dolor, in­
mediatamente después de tener durante dos o tres minutos las14 56

14 5 . Se dice esto de acuerdo con el sistema del señor Leibniz.


14 6 . H ab lo así p or concesión, es decii; sin querer invocar las razones que nos
impiden comprender que un espíritu creado pueda darse ideas a sí mismo.
374 Diccionario histórico y critico

agradables percepciones de la dulzura de la leche. ¿Qué resor­


te la determinó a interrumpir sus placeres y a darse de golpe un
sentimiento de dolor sin que nada la avisara de prepararse para
el cambio y sin que pasara nada nuevo en su substancia? Si re­
corréis la vida del primer emperador romano, hallaréis a cada
paso materia para una objeción aún más fuerte.

v n . Entenderíamos algo de esto si se supusiera que el alma


del hombre no es un espíritu sino más bien una legión de es­
píritus, cada uno con sus funciones, que empiezan y terminan
precisamente como lo requieren los cambios que se van reali­
zando en el cuerpo humano. En consecuencia, habría que de­
cir que alguna cosa análoga a un gran aparato con ruedas y
resortes, o con materias que se fermentan, dispuesto según las
vicisitudes de nuestra máquina, despierta o duerme por un
tiempo determinado la acción de cada uno de estos espíritus.
Pero entonces el alma humana no sería ya una substancia,
sino un ens per agregationem, un cúmulo y montón de subs­
tancias, tal como los seres materiales. Lo que buscamos aquí
es un ser único que forma tan pronto la alegría como el dolor,
etc.; no buscamos varios seres que produzcan uno la esperan­
za, otro la desesperación, etc.
Las observaciones que acabamos de leer no son más que el
desarrollo de aquellas que el señor Leibniz me ha hecho el ho­
nor de examinar. Voy a hacer algunas reflexiones sobre sus
respuestas.

viii. Afirma que «la ley del cambio de la substancia del ani­
mal lo lleva de la alegría al dolor en el momento que se produ­
ce una solución de continuidad en su cuerpo, porque la ley de
la substancia indivisible de este animal consiste en representar
cuanto se hace en su cuerpo de la manera que lo experimenta­
mos, e incluso representar de algún modo y en relación con este
cuerpo cuanto se hace en el mundo » . * * 7 Estas palabras consti­
tuyen una explicación muy buena de los fundamentos del sis-14 7

1 4 7 . Leibniz, memoria inserta en la Histoire des Ouvrages des Savans, julio de


16 9 8 , p. 3 3 2 .
Rorario 375

tema; son, por decirlo así, su solución y clave, pero, al mismo


tiempo, constituyen el punto de vista de las objeciones de quie­
nes encuentran imposible esta nueva hipótesis. La ley de que se
nos habla supone un decreto de Dios, y muestra en qué este sis­
tema concuerda con el de las causas ocasionales. Ambos siste­
mas convergen en un punto: que existen leyes según las cuales
el alma humana debe representar cuanto se produce en el cuer­
po humano de la manera que lo experimentamos. Difieren en
cuanto a la forma de ejecutarse tales leyes. Los cartesianos pre­
tenden que Dios es su ejecutor; el señor Leibniz quiere que el
alma las ejecute por sí misma. Esto es lo que me parece imposi­
ble, por cuanto el alma no dispone de los instrumentos que pre­
cisaría para semejante ejecución. Ahora bien, por más infinita
que sea la ciencia y potencia de Dios, no puede hacer mediante
una máquina desprovista de cierta pieza algo que requiera el
concurso de ésta. Habría de suplir la carencia, y en ese caso se­
ría Él y no la máquina quien produciría el efecto. Vamos a mos­
trar, valiéndonos de comparaciones, que el alma no dispone
de los instrumentos necesarios para la ejecución de la ley divi­
na de que se nos habla.
Imaginemos a nuestro antojo un animal creado por Dios y
destinado a cantar incesantemente. Cantará siempre; es indu­
dable. Pero si Dios le destina una cierta escala, es de todo
punto necesario que se la ponga ante los ojos, se ia imprima
en la memoria o le proporcione una disposición muscular
que, de acuerdo con las leyes de la mecánica, haga que este
tono siga siempre a aquél, en el orden exacto de la escala. Es
inconcebible que sin esto el animal llegue a ser capaz de con­
formarse a la serie de notas que Dios ha marcado. Aplique­
mos un plan similar al alma del hombre. El señor Leibniz
quiere que haya recibido no sólo la facultad de darse pensa­
mientos incesantemente, sino también la facultad de seguir
siempre un cierto orden de pensamientos que corresponda a
los continuos cambios de la máquina del cuerpo. Este orden
de pensamientos es como la escala prescrita al animal músico
del que hablábamos antes. ¿No sería preciso, para que el
alma cambiase a cada momento sus percepciones o sus modi­
ficaciones según esta escala de pensamientos, que conociera la
37* Diccionario histórico y critico

serie de las notas y que de hecho pensara en ella? Pero la ex­


periencia nos muestra que no sabe nada de ella. A falta de
esta ciencia, ¿no tendría que poseer al menos una serie de ins­
trumentos particulares que fueran cada uno la causa necesa­
ria de tal o cual pensamiento? ¿N o habría que disponerlos de
tal modo que operara uno precisamente tras otro según la co­
rrespondencia preestablecida entre los cambios de la máquina
del cuerpo y los pensamientos del alma? Pero es muy cierto
que una substancia inmaterial, simple e indivisible no puede
estar compuesta de tal multitud innumerable de instrumentos
particulares, situados el uno ante el otro según el orden de la
escala en cuestión. N o es, por tanto, posible que el alma hu­
mana ejecute esta ley.
El señor Leibniz supone que el alma no conoce con distin­
ción sus percepciones futuras,1'*8 «pero que las siente confusa­
mente», y que «en cada substancia hay huellas de cuanto le
ha sucedido y de cuanto le sucederá:1*» pero esta multitud in­
finita de percepciones nos impide distinguirlas [...] El estado
presente de cada substancia es una consecuencia natural de su
estado precedente1*0 [...] El alma, enteramente simple como
es, posee siempre un sentimiento compuesto de muchas per­
cepciones a la vez, lo cual favorece tanto nuestro objetivo
como si estuviera compuesta de piezas al modo de una má­
quina. Pues cada percepción precedente ejerce influencia so­
bre las siguientes, conforme a una ley de orden que está en
las percepciones como en los movimientos1 [...] Por cuan­
to las percepciones que se hallan juntas al mismo tiempo en
una misma alma implican una' multitud en verdad infinita de
pequeños sentimientos indistinguibles, que debe desenvolver­
se a continuación, no hay que sorprenderse de la variedad in­
finita que resulte de ahí con el tiempo. Todo esto no es más
que una consecuencia representativa del alma, que debe ex-14 50
9
8

14 8 . Ibidem, p. 3 3 7 .
14 9 . Esto es lo que no puede concebirse en una substancia indivisible, simple,
inmaterial.
1 5 0 . Leibniz, memoria inserta en la Histoire des Ouvrages des Savans, julio de
1698, pp. 339-34°.
1 5 1 . Ibidem, p. 340.
Rorario 377

presar lo que sucede e incluso lo que sucederá en su cuerpo y


de algún modo en todos los demás, por la conexión o corres­
pondencia de todas las partes del mundo». N o tengo mucho
que replicar a esto. Digo tan sólo que esta suposición, cuando
esté correctamente desarrollada, es la verdadera forma de re­
solver todas las dificultades. El señor Leibniz, con su gran ge­
nio penetrante, ha comprendido muy bien el alcance y la fuer­
za de la objeción y dónde ha de estar la fuente para remediar
el principal inconveniente. Estoy convencido de que allanará
cuanto pueda haber de más escabroso en su sistema, y que
nos enseñará cosas excelentes sobre la naturaleza de los es­
píritus. Nadie sino él puede viajar con tanta utilidad y segu­
ridad a través del mundo inteligible. Espero que sus bellas
aclaraciones harán que desaparezcan todos los imposibles que
hasta aquí se han ido presentando a mi imaginación, y que re­
solverá sólidamente mis dificultades e incluso las de dom
Fran^ois Lamí;1» y con tal esperanza puedo decir, sin cumpli­
dos, que su sistema ha de ser considerado una importante
conquista.1»
N o trataremos del hecho de que, mientras en la hipótesis de
los cartesianos existe sólo una única ley general para la unión
de todos los espíritus con los cuerpos, él pretende que Dios da
a cada espíritu una ley particular de donde parece resultar que
la constitución primitiva de cada espíritu se distingue específi­
camente de cualquier o tra .1 » ¿No dicen los tomistas que en la
naturaleza angélica hay tantas especies como individuos?

tjz . Se encuentran en el tratado u de De la connaisance desoí-mente, desde la


página 1 1 $ hasta la página ¿43, París, 1699.
153. Más arriba, observación l, al inicio.
154. No hay nunca dos hombres que tengan los mismos pensamientos, no digo
ya un mes seguido, sino ni siquiera durante dos minutos. Es preciso, pues, que
el principio del pensar tenga en cada uno una regla y una naturaleza particular.
Spinoza
38i

s p i n o z a (Benito de). Judío de nacimiento, después desertor


del judaismo y finalmente ateo, era de Amsterdam. Fue un ateo
de sistema, con un método completamente nuevo, aunque el
fondo de su doctrina fuera común con bastantes filósofos más,
antiguos y modernos, europeos y orientales, (a ) Con respecto
a estos últimos, es suficiente leer cuanto refiero en la obser­
vación D del artículo sobre Japón, y lo que digo aquí, más ade­
lante, acerca de la teología de una escuela china, ( b ) N o he
podido enterarme de nada de particular sobre la familia de Spi­
noza, pero hay razones para creer que era pobre y muy poco
relevante, (c) Estudió latín con un médico que lo enseñaba en
Amsterdam;a se aplicó desde muy temprano al estudio de la
teología15 y empleó en ello varios años; después se consagró
por entero al estudio de la filosofía. Como tenía un espíritu ge­
ómetra y quería que le dieran razones de todas las cosas, com­
prendió pronto que la doctrina de los rabinos no era para él, de
suerte que se apercibieron fácilmente de que repudiaba el
judaismo en varios artículos. Era un hombre, en efecto, a quien
no gustaba forzar la conciencia, y gran enemigo del disimulo:
por esta razón declaró libremente sus dudas y su creencia. Se
dice que los judíos le ofrecieron tolerancia a condición de que
aceptara acomodarse exteriormente a su ceremonial, y que in­
cluso le prometieron una pensión anual, pero que él fue inca­
paz de resolverse a semejante hipocresía. Sólo poco a poco, sin
embargo, se fue enajenando de su sinagoga; y quizá hubiera
seguido siendo bastante comedido con ellos, de no haber sufri­
do un ataque traicionero al salir del teatro, a cargo de un judío
que le dio una cuchillada. La herida fue leve, pero él creyó que

a. Que se llamaba Francisco Van den Ende. Nótese que el señor Kortholt, en el
prefacio de la segunda edición del tratado de su padre De tribus impostoribus,
dice que una joven enseñó latín a Spinoza y se casó enseguida con el señor Ker-
kering, que era su discípulo a la vez que Spinoza.
b. Véase la observación f .
3«2 Diccionario histórico y critico

la intención del asesino había sido matarlo. Desde entonces


rompió enteramente con ellos, y ésa fue la causa de su exco­
munión. He investigado cuáles fueron sus circunstancias, sin
haber podido desentrañarlas.c Compuso una apología en espa­
ñol de su salida de la sinagoga. Este escrito no fue impreso; se
sabe, con todo, que introdujo en él muchas cosas que aparecie­
ron luego en su Tractatus theologico-politicus impreso en ,d
Amsterdam en 16 7 0 / libro pernicioso y detestable donde des­
lizó las semillas del ateísmo que se encuentra al descubierto en
sus Opera posthuma. El señor Stoupp insulta inoportunamen­
te a los ministros de Holanda por el hecho de no haber respon­
dido al Tractatus theologico-politicus. (d ) N o siempre habla
de ello con propiedad, (e ) Cuando Spinoza se hubo vuelto ha­
cia los estudios filosóficos, se cansó pronto de los sistemas
ordinarios y aprovechó maravillosamente el del señor Descar­
tes.* Sintió dentro de sí una pasión tan fuerte por buscar la ver­
dad, (f ) que renunció de algún modo al mundo para dedicarse
mejor a tal búsqueda. No contento con haberse desembaraza­
do de toda suerte de asuntos, abandonó también Amsterdam,
porque las visitas de sus amigos interrumpían demasiado sus
especulaciones. Se retiró al campo, lo meditó todo a su gusto,
trabajó con microscopios y telescopios. Continuó esta vida tras
haberse establecido en La Haya; y tanto le gustaba meditar; or­
denar sus meditaciones y comunicarlas a sus amigos, que ape­
nas concedía tiempo al recreo de su espíritu, y alguna vez dejó
pasar tres meses enteros sin poner el pie fuera de su casa. Esta
vida escondida no impidió el vuelo de su nombre y reputación.
Los espíritus fuertes acudían a él de todas partes, (g ) La corte
palatina lo pretendió y le hizo ofrecer una cátedra de profesor
de filosofía en Heidelberg. (h ) La rehusó como un empleo
poco compatible con su deseo de investigar la verdad sin inte­
rrupción alguna. Contrajo una larga enfermedad que lo llevó a

c. Sacado de una memoria comunicada al editor.


d. Véase el libro del señor Van lil, ministro y profesor de teología en Dor-
drecht, que se titula Het Voorhof der Heidenen voor de Ougeloovigen geopent.
El Journal de Leipsic, 1695, p. 393, habla de él.
e. Y no en Hamburgo, como se ha puesto en el título.
f. Prefacio de las Opera posthuma.
Spinoza 3»3

la muerte en La Haya el 2.1 de febrero de 16 7 7 , a la edad de


algo más de cuarenta y cuatro años.» He oído decir que el prín­
cipe de Condé, estando en Utrecht en 16 7 3 , mandó que le ro­
garan que fuera a verlo.1* Quienes han frecuentado a Spinoza,
así como los campesinos de los pueblos donde vivió retirado al­
gún tiempo, coinciden en decir que era un hombre de buen tra­
to, afable, honesto, servicial y de costumbres muy ordenadas.
(1) Es extraño, pero en el fondo no es más sorprendente esto
que ver gentes que viven muy mal aunque estén plenamente
persuadidas del Evangelio.' Algunos pretenden que se ajustó a
la máxima «Nemo repente turpissimus» [‘Nadie se vuelve in­
fame de repente’ ], y que fue cayendo insensiblemente en el ate­
ísmo, y que en 16 6 3 , cuando publicó la Demostración geomé­
trica de los principios de Descartes,k estaba muy alejado de él.
En esta obra se manifiesta tan ortodoxo sobre la naturaleza de
Dios como el mismo señor Descartes, pero hay que tener en
cuenta que no hablaba así por propia convicción. (K) N o es
erróneo pensar que lo condujo al precipicio su abuso de algu­
nas máximas de este filósofo. Hay quienes dan como precursor
del Tractatus theologico-politicus el escrito pseudónimo De
iure ecclesiasticorum , impreso en 16 6 5. (l ) Todos los que han
refutado el Tractatus theologico-politicus han descubierto en
él las semillas del ateísmo, pero nadie las ha desarrollado tan
nítidamente como el señor Juan Bredenburg. ( m ) E s más difícil
resolver todas las dificultades de esta obra que demoler de arri­
ba abajo el sistema presentado en sus Opera posthuma; pues
éste es la más monstruosa hipótesis que quepa imaginar, la más
absurda y diametralmente opuesta a las nociones más eviden­
tes de nuestro espíritu, (n ) Se diría que la providencia castigó
de particular manera la audacia de este autoi; cegándolo de tal

K- Extraído del prefacio de sus Obras postumas. Véase la observación f .


h. Véase la observación g .
i. Extraído de la memoria comunicada al editor.
k. Éste es el título de la obra: Renati Descartes principiorum philosophiae
pars I el 11, more geométrico demonstrare per Benedictum de Spinoza Amste-
todamensem. Acceserunt eiusdem cogítala metaphysica, in quibus difficiliores,
quae tam in parte metaphysices generali, quam speciali occurrunt, quaestiones
breviter explicantur.
3«4 Diccionario histórico y crítico

suerte que, para escapar a las dificultades más arduas de los fi­
lósofos, se arrojó en problemas infinitamente más inexplica­
bles, y tan perceptibles que jamás un espíritu recto dejaría de
darse cuenta de ellos. Quienes se quejan de que los autores que
han emprendido su refutación no han tenido éxito confunden
las cosas: querrían que les aclararan plenamente las dificulta­
des bajo las que aquél sucumbió; (o) pero les debería bastar el
derribo completo de su hipótesis, que han logrado incluso los
más débiles de sus adversarios, ( p ) N o hay que olvidar que este
impío ignoró las consecuencias inevitables de su sistema, pues
se burló de la aparición de los espíritus,1 y no hay ningún filó­
sofo que tenga menos derecho a negarla, (q ) Debe reconocer
que en la naturaleza todo piensa, y que el hombre no es la más
esclarecida e inteligente modificación del universo. Debe, pues,
admitir los demonios. Toda la polémica de sus partidarios en
torno a los milagros no es más que un juego de palabras, ( r )
y no sirve sino para mostrar más y más la inexactitud de sus
ideas. Murió, se dice, muy convencido de su ateísmo, y tomó
precauciones para evitar que, si llegaba el caso, quedara al des­
cubierto su inconstancia, (s) De haber razonado consecuente­
mente, no habría tildado de quimérico el miedo a los infiernos.
(t ) S u s amigos sostienen que no deseó, por modestia, dar su
nombre a escuela alguna, (u) N o es cierto que tenga un gran
número de seguidores. De muy pocas personas se sospecha que
se adhieran a su doctrina; y entre aquellos de quienes se sospe­
cha, hay pocos que la hayan estudiado, y entre éstos, pocos que
la hayan comprendido y no hayan sido repelidos por las difi­
cultades y abstracciones impenetrables que se encuentran en
ella.™ Pero sucede esto: se llama spinozistas a ojo de buen cu­
bero a todos los que son de poca religión y no lo esconden mu­
cho. De igual modo, en Francia se llama socinianos a todos los
que pasan por incrédulos en lo que atañe a los misterios del
Evangelio, aunque la mayoría de esas gentes no hayan leído ja­
más ni a Socino ni a sus discípulos. Por lo demás, le ha ocurri-

l.Véanse sus Cartas l v i y l v i i i .


m. Por esta razón hay quien cree que no es preciso refutarlo. Véanse las Nou-
velles de la République des Lettres, junio de 1684, art. v i, pp. 388-389.
Spinoza 3»5

do a Spinoza lo inevitable en quienes forjan sistemas impíos:


que, cubriéndose contra ciertas objeciones, se exponen a difi­
cultades más abrumadoras. Si no pueden someterse a la orto­
doxia, si tanto les gusta disputan más cómodo sería que no se
hicieran los dogmáticos. Pero de todas las hipótesis ateas, la de
Spinoza es la que presenta menos capacidad de engaño. Como,
en efecto, ya he dicho, se opone a las nociones más distintas
que hay en el entendimiento del hombre. Las objeciones brotan
en masa contra él, y sólo es capaz de dar respuestas que sobre­
pasan en oscuridad a la tesis misma que debe defender." Su ve­
neno, pues, lleva consigo su remedio. M ás temible habría sido
de haber empleado todas sus fuerzas en esclarecer una hipóte­
sis que está muy en boga entre los chinos, (x) muy diferente de
aquella de la que he hablado en la segunda observación de este
artículo. Acabo de enterarme de una cosa bastante curiosa: de
que, tras haber renunciado a profesar el judaismo, profesó
abiertamente el Evangelio y frecuentó las asambleas de los me-
nonitas o las de los arminianos de Amsterdam." Aprobó, in­
cluso, una confesión de fe que le transmitió uno de sus íntimos
amigos, (y )
Cuanto de él se dice en la continuación de los Menagiatta
es tan falso (z) que me sorprende que los amigos del señor
Ménage no se hayan dado cuenta. El señor De Vigneul-Mar-
ville les habría hecho suprimir esto de haber tomado parte en
la edición de la obra, pues ha hecho saber al público «que hay
motivos para dudar de la verdad de este hecho» .p L os motivos
que alega para su duda son muy razonables. No habría ido
demasiado lejos si hubiera defendido la negativa con un tono
terminante. Señalaremos un error que ha cometido en la mis­
ma página, (a a ) Digamos algo sobre las objeciones que he
propuesto yo contra el sistema de Spinoza. Podría añadirles
un suplemento muy amplio si no las considerara ya demasia­
do largas, dada la naturaleza de mi obra: no es éste el lugar

n. Consúltense sus Cartas-, veréis que sus respuestas casi nunca tienen relación
con el estado de la cuestión.
o. Véase la observación 1.
p. Vigneul-Marville, Mélanges, p. 310 , ed. de Holanda.
386 Diccionario histórico y critico

para entablar una discusión en regla. He tenido que conten­


tarme con exponer observaciones generales que ataquen el
spinozismo por la base y que lo muestren como un sistema
apoyado en una suposición tan extraña que trastoca la mayo­
ría de las nociones comunes que sirven de regla en las discu­
siones filosóficas. Combatir este sistema por su oposición a
los axiomas más evidentes y universales poseídos hasta ahora
es sin duda una muy buena manera de atacarlo, pese a que tal
vez sea menos adecuada para curar a los viejos spinozistas
que mostrarles cómo las proposiciones de Spinoza se oponen
entre sí. Éstos no sentirían tanto el peso de la prevención si se
vieran forzados a aceptar que ese hombre no siempre está de
acuerdo consigo mismo, que prueba mal lo que debe pro­
bar, que deja sin pruebas lo que las requería, que no es justo
en sus conclusiones, etc. Tal método de atacarlo, por medio
de los defectos absolutos1* de su obra y los defectos relati­
vos de sus partes comparadas entre sí, ha sido muy bien em­
pleado en algunas de las obras que lo han refutado.' Acabo de
enterarme de que el autor de un pequeño libro en flamenco
impreso hace algunos días (b b ) se ha servido de él con fuerza
y destreza. Pero hablemos del suplemento que quiero dan
Consiste en una aclaración acerca de la objeción que he fun­
dado en la inmutabilidad de Dios, (cc) así como en examinar
la cuestión de si es verdad, como me han dicho que sostienen
varias personas, que no he comprendido en absoluto la doc­
trina de Spinoza. (d d ) M uy extraño sería esto, dado que sólo
me he aplicado a refutar la proposición que constituye la base
de su sistema, que él expresa con la mayor claridad del mun­
do. M e he limitado a combatir lo que establece clara y preci­
samente como su primer principio, a saber, que Dios es la úni­
ca substancia que hay en el universo y que los restantes seres
no son sino modificaciones de esta substancia. Si no se en-

q. Entendemos por esta palabra los defectos que no proceden de que Spinoza
sea contrario a las máximas generalmente reconocidas como verdaderas por los
demás filósofos.
r. Véase el Anti-Spinoza de Wittichius, o los extractos que se dan en el Journal
de Leipsic, 1690, pp. 346 s., y en el tomo x x m de la Bibliothéque universelle,
pp. 3 1 3 s.
Spinoza 387

tiende lo que quiere decir con esto, es sin duda porque ha


dado a las palabras, sin advertir a sus lectores una signifi­
cación completamente nueva. Se trata de una buena manera
de hacerse ininteligible por propia culpa. Si algún término se
toma en un sentido nuevo y desconocido a los filósofos, es vi­
siblemente el de modificación. Pero, de cualquier manera que
lo tome, no le es posible evitar las confusiones, como puede
verse en una observación de este artículo.* Quienes quieran
examinar bien las objeciones que he propuesto se percatarán
fácilmente de que he tomado la palabra modalidad en el sen­
tido que debe tener, y de que las consecuencias que he sacado,
así como los principios que he empleado para combatir esas
consecuencias, concuerdan exactamente con las reglas del ra­
zonamiento. N o sé si debo decir que el sitio por donde ata­
co, que me ha parecido siempre muy débil, es el que los spi-
nozistas se cuidan menos de defender, ( e e ) Termino diciendo
que varias personas me han asegurado que su doctrina, aun
considerándola al margen de los intereses de la religión, ha
parecido muy despreciable a los mayores matemáticos de
nuestro tiempo.1 Esto es fácilmente creíble si recordamos dos
cosas: una, que nadie ha de estar más convencido de la multi­
plicidad de las substancias que quienes se aplican a la consi­
deración de la extensión; la otra, que la mayoría de estos se­
ñores admiten el vacío. Ahora bien, nada hay más opuesto a
la hipótesis de Spinoza que sostener que no todos los cuer­
pos se tocan, y jamás dos sistemas han sido más opuestos que
el suyo y el de los atomistas. Está de acuerdo con Epicuro en
lo que concierne al rechazo de la providencia, pero en todo lo
demás sus sistemas son como el fuego y el agua.
Acabo de leer una carta donde se proclama que «perma­
neció algún tiempo en la ciudad de ¡Jim , que el magistrado
lo hizo marchar porque difundía su perniciosa doctrina, y
que fue allí mismo donde comenzó su Tractatus theologico-
politicus».“ Dudo mucho de todo esto. El autor de la carta
s. La o b s e r v a c ió n d o .
t. Me han mencionado entre otros a los señores Huygens, Leibniz, Newton,
Bcrnouilli, Fatio.
u. Figura en el Mercare Galant del mes de septiembre de 1702, y ha sido escri-
388 Diccionario histórico y critico

añade que «su padre, en la época en que todavía era pro­


testante, era muy amigo de Spinoza, y que fue principalmen­
te gracias a sus desvelos que ese raro genio abandonó la sec­
ta de los judíos».

ca por un oficial del ejército del elector de Baviera. Este oficial señala que el pri­
mer día presentará la Histoire métalique des empereurs ottomans, depuis la
fondation de cet empire, que es una obra en la que trabaja desde hace veintidós
años y que publicará en Ginebra. Añade que emprende una traducción de
Quinto Curcio en turco, que le han pedido de Andrinópolis.
O B SE R V A C IO N E S

a . Fue un ateo de sistema, con un método completamente nue­


vo, aunque el fondo de su doctrina fuera común con bastantes
filósofos más, antiguos y modernos, europeos y orientales.
Creo que ha sido el primero en reducir el ateísmo a sistema y en
hacer de él un cuerpo de doctrina ligado y tejido al modo de los
geómetras, pero, por lo demás, su opinión no es nueva. Mucho
tiempo atrás se pensó que el entero universo no es más que una
substancia, y que Dios y el mundo no son sino un ser único. Pie-
tro della Valle ha hecho mención de ciertos mahometanos, llama­
dos Ehl el-tahkik u «hombres de la verdad, gentes de la certeza,
que creen que por todas partes existen sólo los cuatro elementos
de los que están compuestos Dios, el hombre y todas las cosas».1*34
Habla también de los zindikitas, otro grupo mahometano.

Están próximos a los saduceos y han tomado de ellos su nombre.


Creen que no hay providencia ni resurrección de los muertos,
como lo explica Giggoius bajo la palabra Zindik* [...] Opinan
que cuanto se ve, cuanto hay en el mundo, cuanto ha sido crea­
do, es Dios.’

Entre los cristianos se han dado herejes semejantes; encontra­


mos al comienzo del siglo x m , en efecto, a un cierto David de
Dinant, que no establecía ninguna diferencia entre Dios y la
materia primera. Se engañará quien afirme que nadie antes
había difundido esa fantasía.’ ¿No habla Alberto M agno de
un filósofo que la había propalado?

i. Véase el artículo «Abumuslimus», observación a .


i. Bespieq Remarques curieuses sur Ricaut, État presera de I'Empire ottoman,
p. J48.
3. Pietro della Valle, tomo tu , p. 394, citado por Bespier, ibidem.
4. «Aseguró que Dios es la materia prima, delirio que nadie antes de ¿I había
sufrido», Théophile Raynaud, Theologia naturalis, distinct. v i, núm. 6, p. 363.
390 Diccionario histórico y crítico

Alejandro el epicúreo dijo que Dios es materia o que no existe fue­


ra de ella, y que todas las cosas son en esencia Dios, y que las
formas son accidentes imaginados y carecen de verdadera entidad,
y por eso dijo que todas las cosas substancialmente son lo mis­
mo, y llamó a este Dios a veces Júpiter, a veces Apolo y a veces Pa­
las; y afirmaba que las formas son el manto de Palas y el vestido de
Júpiter, y que ningún sabio podía revelar del todo las cosas que se
esconden bajo el manto de Palas y bajo el vestido de Júpiter.J

Creen algunos que este Alejandro vivió en tiempos de Plutar­


co;567otros señalan, correctamente, que precedió a David de
Dinant: «Siguió a Alejandro, quien compuso un libro sobre la
materia donde trataba de probar que todas las cosas son una
en la materia». Se lee esto al margen del tratado donde Tomás
de Aquino refuta esta extravagante y monstruosa opinión.?
David de Dinant ignoraba acaso la existencia de ese filósofo
de la escuela de Epicuro, pero hay que reconocer, por lo me­
nos, que se daba perfecta cuenta de que él no era el inventor
de tal creencia. ¿No la había aprendido de su maestro? ¿No
era discípulo de ese Amalrico cuyo cadáver fue desenterrado
y reducido a cenizas en iz o 8 , y que había enseñado que todas
las cosas eran Dios y un único ser?8

Todas las cosas son Dios: Dios es todas las cosas. Creador y cria­
tura son lo mismo. Las ideas crean y son creadas. Por eso, se dice
que Dios es el fin de todas las cosas, que todas las cosas han de
regresar a lo mismo para reposar inmutablemente en Dios, y que
permanecerán como un individuo único e inmutable. Y tal como
Abraham no es de una naturaleza e Isaac de otra, sino de una

5. Alberto, Physica I, iti, 1 3 , en Pererius, De communibus principie, V,


x ii, 309-310.
6. «Es a éste, a mi parecer, a quien Plutarco recuerda entre sus compañeros en
Convivíales disputationes, 11, 3», Thomasius, Dissertationes ad stoicae philo*
sophiae..., x iv , 199.
7. En Tomás de Aquino, Contra gentiles, I, x v i i , 23, ed. Lugduni, 1386. Tho­
masius, ibidem, p. zoo.
8. Véase Du Préau, Elenchus Hareticomm, articulo «Almaricus», p. 1 3 . Dice
que, según algunos autores, este hereje y sus seguidores fueron quemados vivos.
Spmoza 39i

sola e idéntica, así dice que todas las cosas son una y que todas
las cosas son Dios. Afirma, en efecto, que Dios es la esencia de
todas las criaturas.’

N o me atrevo a decir que Estratón, el filósofo peripatético,


fuera de la misma opinión, pues ignoro si enseñaba que el uni­
verso o la naturaleza era un ser simple y una substancia única:
sólo sé que la hacía inanimada, y que no reconocía otro Dios
que la naturaleza:

Ni se debía oír a su alumno [de Teofrasto] Estratón, ese que es lla­


mado el físico, quien juzga que toda la fuerza divina está situada
en la naturaleza, la cual contiene en sí las causas del nacer, del cre­
cer, del morir, pero que carece de toda sensibilidad y figura.9 10

Dado que se burlaba de los átomos y del vacío de Epicuro,


cabe imaginar que no admitía distinción alguna entre las par­
tes del universo, pero tal consecuencia no es necesaria. Tan
sólo puede concluirse que su opinión está infinitamente más
próxima al spinozismo que el sistema de los átomos. Es ésta,
expuesta más ampliamente:

Sin un Dios -d ices- nada puede existir. Ahí tienes a Estratón de


Lampsaco, que te sale al encuentro afirmando que ese Dios que tú
concibes está exento de un trabajo tan grande. Si los sacerdotes de
los dioses -d ice - tienen derecho a vivir sin hacer nada, ¿cuánto
más justo no sería que los mismos dioses lo tuvieran? Y niega,
como consecuencia, la intervención del trabajo de los dioses en la
fabricación del mundo. La base de su doctrina es que todo cuanto
existe ha sido creado por la naturaleza, pero no, como afirma otro
filósofo, mediante corpúsculos, ásperos, ligeros, encorvados a
modo de anzuelos o de garfios, y unidos en el seno del vacío. Toda
esta teoría, a su juicio, no pasa de ser un sueño de Demócrito, en
quien domina más la fantasía que la ciencia; Estratón, por el con­

9. Gerson dice esto de Am alrico en el tratado De concordia metaphysicae cum


lógica, parte I V , Oper. alphab., 2.0 lit. N . ex Hostiensi et O done Tusculano.
Thom asius, Dissertationes ad stoicae philosophiae..., x i v , 200.
10 . Cicerón, De natura deorum, 1, 5 1 [trad. cit.].
39* Diccionario histórico y crítico

trario, estudiando a fondo cada una de las partes del mundo, lle­
ga a la conclusión de que todo lo que existe o ha de existir debe o
ha debido su origen a pesos y movimientos. De este modo, Dios
queda libre de un gran trabajo y yo de temor.11

Hay incluso razones para creer que no enseñaba, como los


atomistas, que el mundo era una obra nueva y producida por
el azar, sino, como los spinozistas, que la naturaleza lo ha
producido necesariamente y desde toda la eternidad. Las pa­
labras de Plutarco que voy a citar significan, me parece, si
las explicamos como es debido, que la naturaleza ha hecho
todas las cosas por sí misma y sin conocimiento, y no que sus
obras hayan comenzado fortuitamente.

Finalmente (Estratón) niega que el mundo mismo esté animado y


quiere que la naturaleza siga los temerarios impulsos de la fortu­
na; que, en efecto, el inicio de las cosas lo dé una cierta fuerza es­
pontánea de la naturaleza, y que así, a continuación, la propia na­
turaleza imponga el fin por medio de sus movimientos físicos.11

Esta traducción, que he encontrado en la página 58 del co­


mentario de Lescalopier sobre los libros de Cicerón De natu­
ra deorum, en la que he añadido enim [‘en efecto’ ] después de
initium, es mejor que la de Amyot y que la de Xylander; hay
en ella, no obstante, algo que no responde a la idea que uno
debe hacerse de la opinión de este famoso filósofo, el más
grande de todos los peripatéticos:1) los términos temerarii for-
tunae ímpetus [‘temerarios impulsos de la fortuna’] estropean
la simetría de su sistema. Vemos que Lactancio lo distingue
del de los epicúreos suprimiendo el caso fortuito.

Quienes no aceptan -d ice- que el mundo haya sido hecho por la


divina providencia, afirman que se ha formado de principios uni-123

1 1 . Cicerón, Académicas quaestiones, 1 1 , 38 [trad. de A . M illares C ario , M a­


drid, Espasa C alpe, 19 7 a ].
1 2 . Plutarco, Adversus Colotem, 1 1 1 5 b .
1 3 . «De los restantes peripatéticos el más importante es Estratón», Plutarco,
ibidem.
Spinoza 393

dos entre sí al azar, o que la naturaleza se ha originado de súbi­


to. En verdad, la naturaleza (como decía Estratón) poseería en sí
misma la fuerza de generarse y de vivir, pero carecería de sensi­
bilidad y figura. Para que lo entendamos, todas las cosas se ha­
brían generado casi por sí solas, sin artífice y sin autor. Ambas
cosas son vanas e imposibles.1*

Notad que Séneca situó en los dos extremos contrarios las


creencias de Platón y las de Estratón: uno privaba a Dios de
cuerpo, el otro le privaba de alma.1’ Creo haber leído, en la obra
del padre Salier sobre las especies eucarísticas, que varios filóso­
fos o herejes antiguos enseñaron la unidad de todas las cosas,
pero, al no tener ya este libro, sólo lo digo de paso. El padre Sa­
lier es un mínimo francés. Su libro, impreso en París en 1689, se
titula Historia scholastica de speciebus Eucharisticis, sive de
formarum materialium natura singularis observatio ex profanis
sacrisque authoribus. Se habla de él en la Histoire des Ouurages
des Savans, en el mes de septiembre de 1690, página 13 .
El dogma del alma del mundo, tan común entre los anti­
guos, la parte principal del sistema de los estoicos, es en el
fondo el de Spinoza. Sería más patente de haberlo expuesto
autores geómetras. Pero, dado que los escritos donde se hace
mención de él tienen más del método de los retóricos que del
método dogmático -mientras que, por el contrario, Spinoza
se ha ceñido a la precisión, sin servirse del lenguaje figurado
que tantas veces nos esconde las ideas exactas de un cuerpo
de doctrina-, se explica que hallemos varias diferencias capi­
tales entre su sistema y el del alma del mundo. Quienes de­
seen sostener que el spinozismo está mejor trabado deberán
afirmar asimismo que contiene menos ortodoxia. Los estoi­
cos, en efecto, no privaban a Dios de la providencia; concen­
traban en Él el conocimiento de todas las cosas. Spinoza, en
cambio, no le atribuye más que conocimientos separados y
muy limitados. Leed estas palabras de Séneca:14 *

14 . L acran d o , De ira D ei, x , 5 3 3 .


1 3 . •¿C itaré a Platón o a Estratón el peripatético?: el uno hizo a D ios sin cuer­
po, el otro sin espíritu», Séneca, Líber contra superstitiones, en Agustín, De a -
vítate Dei, v i , 10 .
394 Diccionario histórico y critico

Entienden un Júpiter igual al nuestro, rector y guardián del uni­


verso, alma y vida del mundo, señor y artífice de esta obra, a
quien conviene todo nombre. ¿Quieres llamarle hado? No te
equivocarás; él es de quien todo depende, la causa de las causas.
¿Quieres darle el nombre de providencia? Se lo darás con pro­
piedad; en efecto, es por su decisión por lo que se vela por este
mundo, para que sea inconmovible y desarrolle sus actividades.
¿Quieres llamarle naturaleza? No te equivocarás. Él es de quien
ha nacido todo, aquel gracias al que vivimos. ¿Quieres llamarle
universo? No te engañarás. En efecto, él mismo es este todo que
ves metido en todas sus partes, sosteniéndose a sí mismo por su
fuerza.16 Pues ¿qué te impide pensar que existe algún destello di­
vino en quien es parte de la divinidad? Todo este mundo que nos
rodea es unidad y es Dios; somos partes y miembros de él. ‘ 7

Leed además el discurso de Catón en el libro ix de la Farsa-


lia , y considerad sobre todo estos tres versos:

Estne dei sedes nisi térra, et pontus, et aer,


et coelum et virtus? Superos quid quaerimus ultra?
luppiter est quodeunque vides, quocunque moveris.'8

Notaré de paso un absurdo en el que incurren quienes sostie­


nen el sistema del alma del mundo. Dicen que todas las almas,
tanto de los hombres como de las bestias, son partículas del
alma del mundo que se reúnen con su totalidad mediante la
muerte del cuerpo. Para hacérnoslo entender; comparan a los
seres animados con botellas llenas de agua flotando en el mar.
Si esas botellas se rompieran, su agua se reuniría con la tota­
lidad del agua; a las almas particulares, dicen, les sucede esto
cuando la muerte destruye los órganos donde estaban ence­
rradas. Algunos dicen, incluso, que los éxtasis, los sueños, las16
78

16 . Séneca, Naturales quaestíones, u , 1 4 [trad. d t ., con modificaciones).


1 7 . Séneca, Epistolae, x e n , 3 8 1 [trad. d t.].
1 8 . Lucano, Pharsalia, IX, 5 7 8 ss. [‘{E s que existe una m orada de la divinidad
que no sea la tierra, el m ai; el aire, el c id o y la virtud? {P or qué buscar más le­
jos a los celestes? Jú p iter es todo lo que contem plas, cada uno de tus m ovi­
mientos’, trad. de A . H olgado Redondo, M adrid, C redos, 19 84 ).
Spinoza 395

meditaciones intensas reúnen el alma del hombre con el alma


del mundo, y que por esta causa se adivina el porvenir com­
poniendo figuras de geomancia.

No alcanzo a entender nada del arte profético y de la geomancia, a


los que Fludd atribuye un gran número de cosas. Aun en el caso de
que la mente se concentre pensando así en sí misma, y pueda como
abstraerse, al objeto de contemplar las cosas humanas como en
una suerte de espejo; aunque pueda, mientras está revestida de este
cuerpo mortal, unirse al alma del mundo, de manera que, como
ésta conoce todas las cosas, entonces aquélla llegue a participar
de esta clase de conocimiento; y aunque asimismo en este éxtasis
dirija los dedos para indicar varios puntos, a partir de los cuales
pueden deducirse efectos arbitrarios o fortuitos: todo esto mucho
me equivoco si no tiene sabor a fábula.'»

Es fácil ver la falsedad del paralelo. La materia de las botellas


que flotan en el océano es una barrera que evita que el agua
del mar toque el agua de la que están llenas. Sin embargo, de
haber un alma del mundo, estaría esparcida por cada parte
del universo, y nada podría, por tanto, evitar la unión de ca­
da alma con su rodo; la muerte no podría ser un medio de
reunión. Voy a citar un largo pasaje del señor Bernier, que nos
mostrará que el spinozismo no es sino un método particular
para explicar un dogma de gran circulación en las Indias.

No ignoráis la doctrina de muchos filósofos antiguos acerca de


esta gran alma del mundo, de la cual pretenden que sean por­
ciones nuestras almas y las de los animales. Si penetráramos bien
en Platón y Aristóteles, quizá encontraríamos que incurrieron en
este pensamiento. Es la doctrina casi universal de los pendetes,
gentiles de las Indias; y la misma doctrina constituye todavía hoy
la cábala de los sufies y de la mayor parte de las gentes de letras de
Pcrsia; se halla expuesta en muy elevados y enfáticos versos persas
en su Goultchez-raz o Jardín de los Misterios. Ha sido, también,

■ 9. Gassendi, Examen philosophiae Fluddanae, núm. 1 9 , Opera, tom o m ,


p. 14 7 .
396 Diccionario histórico y critico

la del propio Fludd, que nuestro gran Gassendi ha refutado tan


doctamente, y aquella donde se extravían la mayor parte de nues­
tros químicos. Ahora bien, estos cabalistas o pendetes hindúes a
los que me refiero llevan la impertinencia más lejos que todos esos
filósofos y pretenden que Dios, o el ser supremo que llaman
Achar, inmóvil, inmutable, ha producido o sacado de su propia
substancia no sólo las almas, sino en general también todo cuanto
hay de material y corporal en el universo; y que esta producción
no se ha hecho simplemente por medio de las causas eficientes,
sino a la manera de una araña que produce una tela sacándola de
su ombligo y que la retoma cuando quiere. La creación, por tanto,
dicen estos imaginarios doctores, no es más que una extracción y
extensión que Dios hace de su propia substancia, de esta red que
saca como de sus entrañas; lo mismo que la destrucción no es otra
cosa que una recuperación de tal divina substancia o divina red, en
sí mismo, de suerte que el último día del mundo, que llaman Ma-
perlé o Pralea, en el cual creen que todo debe ser destruido, no será
más que la recuperación general de toda esa red que Dios había sa­
cado de sí mismo. Nada real y efectivo hay, pues, en lo que cree­
mos ver, oír u oler, gustar o tocar; todo este mundo no es más que
una especie de sueño y una pura ilusión, por cuanto toda la multi­
plicidad y variedad de cosas que nos aparecen no es sino una sola,
única y misma cosa, Dios mismo. De igual manera que todos esos
números distintos que tenemos -diez, veinte, cien, mil y los de­
m ás- no son, en definitiva, sino una misma unidad repetida varias
veces. Pero requeridles alguna razón para esta fantasía, que os ex­
pliquen cómo se producen la salida y la recuperación de substan­
cia, esa extensión, esa variedad aparente, o cómo es posible que no
siendo Dios corporal sino Biapek, según declaran, e incorrupti­
ble, esté, sin embargo, dividido en tantas porciones de cuerpos y
almas. No os presentarán nunca nada sino bellas comparaciones:
que Dios es como un inmenso océano en el que se moverían mu­
chos frascos llenos de agua, que estos frascos, dondequiera que
pudieran ir, se hallarían siempre en el mismo océano, en la misma
agua, y que, al irse rompiendo, sus aguas se encontrarían al punto
unidas a la totalidad de agua, a ese océano del que eran porciones;
o bien os dirán que con Dios sucede como con la luz, que es la mis­
ma por todo el universo sin dejar de cobrar cien apariencias dife­
Spinoza 397

rentes por los objetos» donde cae o según la diversidad de colores


o figuras de los cristales por donde pasa. No os presentarán jamás,
afirmo, sino esta suerte de comparaciones que no guardan pro­
porción alguna con Dios y que no son buenas más que para arro­
jar polvo a los ojos de un pueblo ignorante. Y no hay que esperar
una respuesta sólida si se les dice que tales frascos se hallarían en
realidad en un agua semejante, pero no en la misma,11 y que hay
una luz semejante por todo el mundo, pero no la misma, e igual­
mente con tantas fuertes objeciones más que se les hace: vuelven
siempre a las mismas comparaciones, a las bellas palabras, o,
como los sufíes, a las bellas poesías de su Goultchez-raz.11

Vais a ver un pasaje que nos informa de que se acusa a Pedro


Abelardo de haber dicho que todas las cosas eran Dios y que
Dios era todas las cosas.

Empédocles enseñó que Dios era la concordia primera de los ele­


mentos y la materia de la que surgían las cosas restantes (...) Tal
era la teosofía de aquel tiempo; tal era la noción que se tenía de la
primera causa. Pero ahora finalmente había caído en desuso y se
reseñaba entre los sueños y fantasías de los antiguos. La volvió a la
vida, de entre las ruinas y los escombros de la vieja filosofía, Pedro
Abelardo, audaz por su ingenio y célebre por su fama: la descubrió
sepulta entre cenizas y la resucitó por fin, como Orfeo a Eurídice
de los infiernos. Vázquez (part. l, quaest. 3, art. 8, núm. 28) y Smi-
singus {DeDeo uno, tract. I,disp. 2, quaest. 2, núm. $4) atestiguan
que aseveró que Dios era todas las cosas y que todas las cosas eran
Dios, que éste se convertía en todas las cosas y que todas las cosas
se transformaban en Él, pues, imbuido de la teosofía de Empédo­
cles o acaso de Anaxágoras, distinguía las especies sólo según la
apariencia, por cuanto algunos átomos que estaban ocultos en un
sujeto eran llevados a otro. 1 3 10*

10 . Aquí hay sin duda un error de impresión en el libro del señor Bernier; hay
que leer: según la variedad de los objetos, etc.
2 1. Nótese que los spinozistas no responden mejor a la distinción perpetua con
que se les abruma entre mismo y semejante.
22. Bernier; Suite des mémoires sur l’empire du Crand Mogol, pp. 202 s.
2 3. Caram uel, Philosophia realis, 1 1 1 ,1 1 1 , 17 3 .
398 Diccionario histórico y crítico

b. L o que digo acerca de la teología de una escuela china.


El nombre de esta escuela es Foe Kiao. Fue establecida, entre
los chinos, por la autoridad real en el año 65 de la era cristia­
na. Su primer fundador era hijo del rey In fan vam, y fue lla­
mado al comienzo X e o X e K ia1* y después, cuando tuvo trein­
ta años, Foe, es decir, no hombre.** Los prolegómenos de los
jesuítas ante Confucio, publicados por ellos en París, tratan
ampliamente de este fundador. Encontramos ahí que16 «ha­
biéndose retirado al desierto desde los diecinueve años, y
habiéndose puesto bajo la disciplina de cuatro gimnosofistas
para aprender su filosofía, permaneció bajo su dirección hasta
la edad de treinta años, y levantándose una mañana antes de
despuntar el día y contemplando el planeta Venus, esa simple
visión le dio de repente un conocimiento perfecto del primer
principio, de manera que, lleno de inspiración divina, o más
bien de orgullo y locura, empezó a instruir a los hombres, se
hizo considerar como un dios y atrajo hasta ochenta mil dis­
cípulos (...) A la edad de setenta y nueve años, sintiéndose cer­
cano a la muerte, declaró a sus discípulos que, durante los cua­
renta años que había predicado al mundo, no les había di­
cho la verdad, que la había mantenido escondida hasta enton­
ces bajo el velo de metáforas y figuras, y que ahora era el mo­
mento de declarársela: “ Se trata - d ijo - de que no hay cosa al­
guna que buscar, ni en lo que pueda ponerse esperanza, sino la
nada y el vacío, que es el primer principio de todas las cosas"».
He aquí a un hombre muy distinto de nuestros espíritus fuer­
tes: éstos sólo cesan de combatir a la religión al final de su vida,
no abandonan el libertinaje sino cuando creen que se acerca la
hora de partir del mundo.1? En cambio, Foe comenzó a decla­
rar su ateísmo al verse en ese estado.145*

1 4 . Los japoneses lo llaman X aca.


1 5 . Véase el Journal de Leipsic, 16 8 8 , p. 2 3 7 , en el extracto del libro de C on­
t a d o impreso en París en 16 8 7 .
26. Bibliotbéque universette, tom o v n , pp. 4 0 3-4 0 4 , en el extracto del mismo
libro de C o n tad o .
2 7 . V éase observadón E del artículo «Bión el boristenita».
Spinoza 39 9

Se cuenta que cuando estaba a punto de morir vomitó el horroroso


virus del ateísmo, reconociendo expresamente que durante cuaren­
ta años y más aún no había expuesto al mundo la verdad desnuda,
sino que, contentándose con una doctrina velada y metafórica, la
había ocultado por medio de figuras, símiles y parábolas. Pero aho­
ra, por fin, cuando estaba próximo a morir, quería dar a conocer el
sentimiento secreto de su espíritu: que, fuera del vacío y de la nada,
es decir; del primer principio de todas las cosas, no había cosa al­
guna que buscar, cosa alguna donde poner nuestras esperanzas. **

A causa de su método, «sus discípulos dividieron su doctrina


en dos partes: una exterior - la que se predica públicamente y
se enseña al pueblo-, la otra interior -q u e se esconde cuidado­
samente al vulgo y sólo se descubre a los adeptos-. La doctri­
na exterior, que, según los bonzos, es sólo “ corno las cimbras
sobre las que se construye una bóveda, que se quitan ensegui­
da que se ha terminado de construir, consiste: i) en enseñar que
hay una diferencia real entre el bien y el mal, lo justo y lo in­
justo; 2.) que hay otra vida donde uno será castigado o recom­
pensado por lo que haya hecho en ésta; 3) que se puede obte­
ner la beatitud mediante treinta y dos figuras y ochenta
cualidades; 4) que Foe o Xaca es una divinidad y el salvador de
los hombres, que ha nacido por amor a ellos, apiadándose del
extravío en que los veía, que ha expiado sus pecados y que mer­
ced a esta expiación, tras su muerte, obtendrán la salvación,
renacerán más felizmente en otro mundo” *.*» Se añaden a esto
cinco preceptos de moral y seis obras de misericordia, y se ame­
naza con la condena a los que descuidan tales deberes.

La doctrina interior, que nunca se desvela a los simples, porque


hay que contenerlos en su deber mediante el miedo al infierno
y otras historias semejantes, como dicen estos filósofos, sin em­
bargo es, según ellos, la sólida y verdadera. Consiste en estable­
cer como principio y fin de todas las cosas un cierto vacío y una18
9

1 8 . Acta Eruditororum Lipsiersium , 16 8 8 , p. 1 5 7 .


19 . Bibiiothéque universelle, vol. v i l , pp. 404 s. V éase también la observación
c del artículo «Japón» y Le Com te, Nouveaux mémoires sur l’etat présent de la
Chine, vol. 1 1 , p. 10 3 .
400 Diccionario histórico y critico

nada real. Afirman que nuestros primeros padres salieron de este


vacío y retornaron a él tras la muerte; que lo mismo vale para to­
dos los hombres, que con la muerte se resuelven en este princi­
pio; que nosotros, la totalidad de los elementos y de las criaturas,
formamos parte de tal vacío; que, por tanto, no existe sino una
única y misma substancia, diferente en los seres particulares sólo
por las figuras y cualidades o por la configuración interior: más
o menos como el agua que, sin dejar de ser siempre esencialmen­
te agua, adquiere la forma de nieve, granizo, lluvia o hielo.)0

Si es monstruoso sostener que las plantas, las bestias, los hom­


bres son realmente la misma cosa, y fundarse sobre la preten­
sión de que todos los seres particulares son indistintos de su
principio,)1 más monstruoso aún es difundir que este principio
carece de pensamiento, de potencia, de virtud. Esto es, no obs­
tante, lo que dicen tales filósofos estableciendo que la suma per­
fección del principio consista en inacción y absoluto reposo.
«Al tiempo que enseñan que este principio es algo enteramente
admirable, puro, límpido, sutil, infinito, que no puede ni gene­
rarse ni corromperse, que es la perfección de todas las cosas y él
mismo sumamente perfecto y quieto, niegan, no obstante, que
esté provisto de corazón, virtud, mente y facultad alguna; di­
cen, por el contrario, que lo más propio de su esencia es que
nada mueva, nada entienda, nada desee.»)1 Spinoza no ha sido
tan absurdo; la substancia única que admite actúa siempre,
piensa siempre; y ni mediante sus abstracciones más generales
puede despojarla de la acción y del pensamiento. Con los fun­
damentos de su doctrina no puede permitírselo.
Notad de paso que los seguidores de Foe enseñan el quietis­
mo. Dicen, en efecto, que quien busca la verdadera beatitud
debe dejarse absorber a tal punto en profundas meditaciones,
que no hago uso alguno de su intelecto, sino que se hunda en30 1

30 . Bibliothéque untverseile. vol. V i l , p. 406.


3 1 . «Todas las cosas que existen, las dotadas de vida, de sentidos y de mente,
aunque difieran entre sí por el uso y la figura, sin em bargo intrínsecamente son
algo único e idéntico, por cuanto son indistintas de su principio», Acta Emdi-
torum Lipsiensium 16 8 8 , p. 2.58.
Ibidem.
Spinoza 401

el reposo e inacción del primer principio por medio de una


consumada insensibilidad, en lo cual consiste la verdadera
manera de asemejársele perfectamente y de participar en la fe­
licidad. Quieren también que, tras haber alcanzado ese estado
de quietud, se siga la vida ordinaria en cuanto a lo exterior y
que se enseñe a los demás la tradición común. Sólo hay que
practicar la enseñanza contemplativa de la inacción beatífica a
título particular y para uso interno.

Por lo cual, quien esté ansioso por vivir bien y felizmente debe ha­
cer esfuerzos, mediante la asidua meditación y el dominio de sí
mismo, para asemejarse lo más posible a su principio, domeñar y
extinguir por entero todas las pasiones humanas y no dejarse ya
turbar o inquietar por nada, y, como en éxtasis, absorto en altísi­
ma contemplación, sin ningún uso o raciocinio del intelecto, go­
zar continuamente de aquel divino reposo, más feliz que el cual
nada hay. Cuando lo haya alcanzado, debe transmitir a los demás
el modo de vivir y la doctrina comunes, y él mismo que seguirla
sólo en cuanto a la apariencia, dedicándose, en cambio, a escon­
didas a sí mismo, a la verdad y al goce de aquel arcano reposo y
de aquella celeste forma de vida.JJ

Quienes con más ardor se aplicaron a esta contemplación del


primer principio formaron una nueva escuela que se llamó Vu
guei Kiao, es decir, el grupo de los ociosos o de los holgazanes,
nihil agentium [‘de los que no hacen nada’ ]. Sucede como entre
los monjes, que los que presumen de una más estricta ob­
servancia forman nuevas comunidades o un nuevo grupo. Los
más grandes señores y las personas más ilustres se deja­
ron infatuar de tal manera por este quietismo, que creyeron
que la insensibilidad era el camino de la perfección y beatitud,
y que cuanto más se aproximaba uno a la naturaleza de un
tronco o una piedra, más progresos se hacía, más semejante de­
venía uno al primer principio adonde algún día había de retor­
narse. N o bastaba estarse varias horas sin movimiento corpo­
ral alguno; era también preciso que el alma estuviera inmóvil y

)). Ibidem. V éase la observación K del artículo «Brahm anes».


401 Diccionario histórico y critico

que se perdiera el sentimiento. Nada digo aquí que no sea más


débil que lo que vais a leer acto seguido: «Los nobles del impe­
rio y todos los hombres de más rango están a tal grado absor­
tos en esta locura, que piensan que cuanto más se acerca uno a
la naturaleza de una piedra o de un tronco, resistiendo muchas
horas sin movimiento alguno ni del cuerpo ni del alma, sin nin­
gún uso de los sentidos o de las facultades, tanto más se avan­
za hacia la felicidad y se logra llegar más cerca y volverse más
semejante a su aéreo principio, al cual algún día se habrá de re­
tornar». 34 Un seguidor de Confucio refutó las impertinencias
de esta escuela y probó muy ampliamente esta máxima de Aris­
tóteles: que nada se hace de nadaos Sin embargo, se mantuvie­
ron y extendieron, y todavía hoy muchas personas se dedican
a tales vanas contemplaciones. ) 6 Si no conociéramos las extra­
vagancias de nuestros quietistas,)? creeríamos que los escrito­
res que nos hablan de estos chinos especulativos no han com­
prendido bien ni relatado bien las cosas, pero, a juzgar por lo
que sucede entre cristianos, carece de sentido la incredulidad
acerca de las locuras de la escuela Foe Kiao o Vu guei Kiao.
Quiero creer que no se expresa exactamente lo que esas gen­
tes entienden por cum hiu , o que sus ideas son contradictorias.
Se pretende que esas palabras chinas significan vado y nada
-vacuum et inane- y se ha combatido a esta escuela mediante el
axioma de que de la nada no se hace nada; necesariamente,
pues, según se sostiene enseñaban que la nada es el principio de
todos los seres. No puedo persuadirme de que haya que tomar
la palabra nada en su significación exacta, sino que me imagino
que la entienden como el pueblo cuando dice que no hay nada
en un cofre vacío. Hemos visto que confieren atributos al primer
principio que suponen concebirlo como un líquido. ) 8 Es, así, ve­
rosímil que no le priven sino de cuanto en la materia es grosero3478
*6

34. Ibidem.
3 3 . «Prueba profusamente aquello aristotélico: que de la nada, nada se hace»,
ibidem.
36 . Ibidem.
3 7 . Véase la observación K del articulo «Brahmanes».
38 . Purum, limpidum, subtile (véase más arriba la cita de la nota jz), aerium
(véase la cita de la nota 34).
Spinoza 403

y sensible. Sobre esta base, el discípulo de Confucio sería culpa­


ble del sofisma llamado ignoratío elencbi: habría entendido, en
efecto, ttihil como lo que no posee existencia alguna, mientras
que sus adversarios habrían entendido esa misma palabra como
aquello que no posee las propiedades de la materia sensible.
Creo que por medio de tal palabra entendían aproximadamen­
te lo que los modernos por la palabra espacio; aquellos moder­
nos, digo, que, no queriendo ser ni cartesianos ni aristotéli­
cos, sostienen que el espacio es distinto del cuerpo, y que su ex­
tensión indivisible, impalpable, penetrable, inmóvil e infinita es
una cosa real. El discípulo de Confucio habría probado fácil­
mente que una cosa así no puede ser el primer principio cuando,
por otra parte, está desprovista de actividad, como afirman los
contemplativos de China. Una extensión, por muy real que que­
ráis que sea, no puede servir a la producción de ningún ser par­
ticular si no es movida; y suponed que no hay ningún motor: la
producción del universo será igualmente imposible, haya una
extensión infinita o no haya nada. Spinoza no negaría esta tesis,
pero tampoco se ha enredado con la inacción del primer princi­
pio. La extensión abstracta que le atribuye en general no es, ha­
blando propiamente, sino la idea del espacio, pero le añade el
movimiento, y de ahí pueden surgir las variedades de la materia.

c . Su familia era pobre y muy poco relevante.


Se sabe que Spinoza no habría tenido ni para vivir si un ami­
go no le hubiera dejado en su testamento con qué subsistir.
La pensión que le ofreció la sinagoga nos lleva a creer que no
era rico.

i). E l señor Stoupp insulta inoportunamente a los ministros


de Holanda por el hecho de no haber respondido al «Tracta-
tus theologico-politicus».
Se trata dei autor de unas cartas tituladas L a religión des
Hollandais. Este libro fue compuesto en Utrecht en 16 7 3 , du­
rante el dominio de los franceses. El señor Stoupp se encon­
traba allí en ese momento en calidad de teniente-coronel de
4 04 Diccionario histórico y critico

un regimiento suizo. M ás adelante ascendió hasta el cargo de


brigadier y habría llegado más alto de no haber resultado
muerto en la jornada de Steinkerken.J» Había sido en otro
tiempo ministro, y en la época de Cromwell había servido a la
iglesia de Savoya en Londres. En las cartas de las que hablo,
se esforzó en describir de modo odioso la multitud de sectas
que se ven en Holanda. Del spinozismo dice esto:

No creería haberos hablado de todas las religiones de este país sin


deciros una palabra sobre un hombre ilustre y sabio que, según
me han asegurado, tiene un gran número de seguidores, por ente­
ro ligados a sus opiniones. Se trata de un hombre nacido judío, de
nombre Spinoza, que ni ha abjurado de la religión de los judíos ni
ha abrazado la cristiana, por lo que es muy mal judío y no mejor
cristiano. Hace algunos años escribió un libro en latín cuyo títu­
lo es Tractatus theologico-politicus, en el que parece tener como
objetivo principal destruir todas las religiones y en particular la
judaica y la cristiana, así como introducir el ateísmo, el libertina­
je y la libertad de religiones. Sostiene que todas ellas han sido in­
ventadas por su utilidad para el público, a fin de que todos los
ciudadanos vivan honestamente, obedezcan a su magistrado y se
entreguen a la virtud no por la esperanza de alguna recompensa
tras la muerte, sino por la excelencia de la virtud en sí misma y
por las ventajas que sus seguidores obtienen desde esta vida. No
proclama abiertamente, en este libro, su opinión sobre la divini­
dad, pero no deja de insinuarla y descubrirla, mientras que en los
discursos dice alto y claro que Dios no es un ser dotado de inteli­
gencia, infinitamente perfecto y feliz como nos lo imaginamos,
sino únicamente esa fuerza de la naturaleza que está esparcida
por todas las criaturas. El tal Spinoza vive en este país; ha residi­
do cierto tiempo en La Haya, donde era visitado por todos los es­
píritus curiosos e incluso por jovencitas de calidad, que presumen
de tener un espíritu por encima de su sexo. Sus seguidores no
osan descubrirse, porque su libro arruina los fundamentos de to­
das las religiones, ha sido condenado por un decreto público de
los estados y se ha prohibido venderlo, pese a lo cual su venta pú-39

39 . A l comienzo del mes de a g o s t o de 16 9 2 .


Spmoza 405

blica continúa. De entre todos los teólogos que hay en este país,
ni uno de ellos se ha atrevido a escribir contra las opiniones pre­
sentadas por este autor en su tratado. Lo cual me sorprende tan­
to más dado que el autor muestra un gran conocimiento de la len­
gua hebrea, de todas las ceremonias de la religión judaica, de
todas las costumbres de los judíos y de la filosofía, así que los te­
ólogos no pueden decir que el libro no merece su esfuerzo de re­
futación. Si continúan con su silencio, inevitablemente se dirá que
carecen de toda caridad dejando sin respuesta un libro tan perni­
cioso, o que aprueban las opiniones de su autor, o que no tienen
el coraje y la fuerza para combatirlas.*0

Notaréis, por favor, que mientras que en la primera edición de


este diccionario citaba este pasaje según la versión que había
hecho de él sobre el italiano, en ésta lo doy según las palabras
del original, tales como el señor Desmaizeaux ha tenido la
bondad de comunicármelas.*1 M e asegura que no ha cambia­
do nada en la puntuación del autor, y que ha seguido su orto­
grafía tanto como le ha sido posible.
En 16 7 5 se imprimió una respuesta a estas cartas del señor
Stoupp. Lleva por título La veritable religión des Hollandais,
avec une apologie pour la religión des États Generaux des
Provinces Unies... par Jean B r u n He aquí el resumen de
aquello que en esta respuesta concierne a Spinoza:**

Creo que Stoupp se equivoca cuando dice «que no ha abjurado


de la religión de los judíos», puesto que no sólo renuncia a sus
creencias y se sustrae a todas sus observancias y ceremonias, sino
que además come y bebe todo lo que le proponen, incluso tocino
y vino, aunque venga de la bodega del papa, sin informarse de si
es Cascher o Nesech. Es cierto que no hace profesión de ninguna
otra, y parece ser muy indiferente en cuanto a las religiones si4 1*
0

40. Religión des Hollandais, carta 1 1 1 , pp. 65 s.


4 1 . De quien se habla en la cita de la nota 90 del articulo «Ram us».
4 a. Era por aquel entonces ministro y profesor de teología en Nim ega. H oy lo
es en Groningen. Su nombre en latín es Braunius y ha aparecido en la cabecera
de muchos libros.
4 y La veritable religión des Hollandais, p. 15 8 .
406 D iccionario histórico y crítico

Dios no le toca el corazón. No voy a indagar si sostiene o no to­


das estas opiniones como afirma Stoupp, pero éste habría resul­
tado más edificante absteniéndose de hablar de ellas. Podrá jus­
tificarse a sí mismo, si quiere. Tampoco examinaré si es el autor
del libro titulado Tractatus theologico-politicus. Me aseguran, al
menos, que se niega a reconocerlo como fruto suyo, y si debemos
creer el título, no está impreso en estas provincias sino en Ham-
burgo. Pero aceptemos que este libro pernicioso haya sido im­
preso en Holanda; los señores de los estados han tratado de so­
focarlo desde su nacimiento, lo han condenado, y han prohibido
su difusión mediante un decreto público tan pronto como ha
aparecido en su país, según reconoce el propio Stoupp en la pá­
gina 67. Sé muy bien que se ha vendido en Inglaterra, Alemania
y Francia, incluso en Suiza, tanto como en Holanda, pero ignoro
si ha sufrido prohibición en estos países. Los señores de los esta­
dos, incluso mientras me cuido de escribir esto, dan testimonio
de su piedad y lo prohíben de nuevo junto con otros más del mis­
mo tenor.

En cuanto a las quejas y reproches porque no se haya refuta­


do tal libro, el autor responde: 1) Que puesto que «ha sido
impreso en Hamburgo, al menos según dice el título», debe­
ría más bien quejarse de los «teólogos de esa ciudad» y no
de los holandeses.** 1) Que este pernicioso escrito, por tender
«a la subversión de todo el cristianismo, no obligaba menos a
oponerse a él a los católicos romanos y a los luteranos que
a los reformados. Y entre los reformados, los teólogos de A-
lemania, Francia, Inglaterra y Suiza, deberían haber cumplido
con su deber tanto como los de Holanda».*5 3) Que «pueden
hacerse los mismos reproches al señor Stoupp: ¿por qué no lo
ha refutado él mismo?». 4) «Que el libro de Spinoza no es
más pernicioso que el suyo, pues si uno enseña el ateísmo
abiertamente, el otro lo hace encubiertamente. Los dos mues­
tran la misma indiferencia hacia las religiones. El enemi­
go oculto, el que viene a atacarnos en sordina y bajo aparien-4 5

44. Ibidem, p. 16 0 .
4 5. ibidem, p. 1 6 1 .
Spinoza 407

cia de amistad, es mucho más peligroso que el que nos ataca •


abiertamente. Contra esta clase de enemigo hay que gritar
para advertir a todos, mientras que contra el enemigo mani­
fiesto todo el mundo está ya en guardia. Quizá por este moti­
vo los teólogos, tanto suizos como holandeses, han pensado
que no era tan necesario apresurarse a refutar a Spinoza, cre­
yendo que su horrorosa doctrina se refuta bastante por sí mis­
ma, más aún cuando en ese tratado no hay nada nuevo, pues
cuanto contiene ha sido reconocido mil veces por los profa­
nos, sin que, no obstante (gracias a Dios), haya causado mu­
cho mal a la Iglesia.»*6 5) Que él, Jean Brun, ha extendido
«sobre el papel varias observaciones contra este detestable li­
bro» que habría tal vez publicado si las desgracias de la gue­
rra no se lo hubieran impedido. «Aunque -contin úa- creo,
sin embargo, haber empleado mi tiempo más útilmente en
otras obras: ni siquiera lo he juzgado nunca tan pernicioso
como el libelo difamatorio de Stoupp.»*? 6) Que «finalmente
el tratado de Spinoza ha sido refutado en Holanda por un
hombre excelente, muy buen teólogo y gran filósofo, a saber,
por el señor Mansfeldt, que en vida fue profesor en Utrecht.
Esta refutación sin duda habría aparecido antes si al autor no
le hubiera sorprendido la muerte. Y estoy seguro de que hace
tiempo que otros más lo habrían refutado si Stoupp y sus
cómplices no hubieran puesto obstáculos con esta sangrienta
guerra».*8 Veremos más adelante*» el título de algunas res­
puestas más que se le han dado a este libro de Spinoza.

e. No siempre habla de ello con propiedad.


¿No dice que según Spinoza las religiones se han inventado
con objeto de inclinar a los hombres a aplicarse en la virtud,
no por las recompensas del otro mundo, sino por la gran ex­
celencia de la virtud en sí misma y por sus ventajas en esta
vida? ¿No es lo cierto que este ateo jamás ha pensado esto, y 49
78
6

46. ¡bidet», p. 16 2 .
47. Ibidetn, p. 1 6 3 .
48. ¡bidet», p. 16 4 .
49. En la o b s e r v a c ió n M .
408 Diccionario histórico y critico

que no hubiera podido razonar así sin caer en ei ridículo? To­


das las religiones del mundo, la verdadera como las falsas,
giran en tom o a este gran eje: que hay un juez invisible que
castiga y recompensa, después de esta vida, las acciones del
hombre sean exteriores o interiores. Se supone que de ahí de­
riva la principal utilidad de la religión; y éste sería el principal
motivo que habría animado a sus inventores. Es bastante evi­
dente que en esta vida las buenas acciones no conducen al bien
temporal, y que las malas son el medio más ordinario y segu­
ro de hacer fortuna. Para evitan pues, que el hombre se hun­
diera en el crimen, y para llevarlo a la virtud, habría sido ne­
cesario proponerle penas y recompensas para después de esta
vida. Los espíritus fuertes atribuyen esta artimaña a quienes
ellos pretenden que han sido los primeros autores de la reli­
gión. Spinoza ha debido de pensar esto, y sin duda lo ha pen­
sado. El señor Stoupp, por tanto, no le ha comprendido en
este aspecto; lo ha entendido todo al revés. Me asombra que se
haya mantenido el error en el Suplemento de Morérí, en un ar­
tículo que lleva el nombre del señor Simón. Notad que quienes
niegan la inmortalidad del alma y la providencia, como hací­
an los epicúreos, son quienes sostienen que hay que aplicarse
a la virtud por su excelencia y porque la práctica del bien mo­
ral en esta vida tiene suficientes ventajas para que no haya mo­
tivo de queja. Es, sin duda, la doctrina que Spinoza habría ex­
puesto, si se hubiera atrevido a dogmatizar públicamente.

F . Sintió dentro de sí una pasión tan fuerte por buscar la


verdad.
La prueba de estas palabras y de varias más que pueden leer­
se en el cuerpo de este artículo, se extrae del prefacio de sus
Obras postumas.

Desde su infancia fue instruido en las letras y en su juventud se de­


dicó durante largos años a la teología. Cuando alcanzó la edad en
que el ingenio madura y se vuelve capaz de investigar la naturale­
za de las cosas, se entregó a la filosofía por completo. Pero, no sin­
tiéndose plenamente satisfecho ni con sus maestros ni con los au-
Spinoza 409

tores de estas ciencias y ardiendo en un gran deseo de saber, deci­


dió probar qué lograría en tal materia con su propio ingenio. Para
persistir en este propósito le fueron de gran ayuda los escritos filo­
sóficos del nobilísimo y gran filósofo Rene Descartes. Así pues,
una vez liberado de todas las ocupaciones e inquietudes por asun­
tos mundanos que estorban grandemente la investigación de la
verdad, para que sus amigos turbaran menos sus meditaciones,
dejó la ciudad de Amsterdam, en la cual había nacido y se había
educado, y se retiró primero a Rijnburg, después a Voorburg y
finalmente a La Haya, donde, alojado por un amigo, abandonó
esta vida a causa de una tisis el z i de febrero de 1677, tras haber
cumplido cuarenta y cuatro años. Pero no sólo se ocupó de la in­
vestigación de la verdad; también se dedicó particularmente a tor­
near y pulir lentes y vidrios, que podían servir para los telescopios
y microscopios; y de no habérselo llevado inoportunamente la
muerte, habría cabido esperar de él cosas más excelentes en un
terreno en que había dado muestras suficientes de lo que era ca­
paz de lograr. A pesar de haberse retirado totalmente del mundo
y de haberse ocultado, sin embargo se dio a conocer entre muchos
hombres notables por su doctrina y por su honor a causa de su
sólida erudición y de su gran agudeza de ingenio, como se ve por
las cartas que le escribieron y por sus respuestas. Empleó la mayor
parte del tiempo en indagar la naturaleza de las cosas, poner en
orden sus descubrimientos y comunicarlos a sus amigos, y muy
poco en recrear su espíritu. Con tanto ardor se inflamaba buscan­
do la verdad que, según atestiguan aquellos con quienes vivía, ha­
bía estado tres meses seguidos sin mostrarse en público. Incluso,
para no ser turbado en la investigación de la verdad y proseguir
en ella según sus deseos, declinó modestamente el cargo de pro­
fesor de la Academia de Heidelberg que le ofrecía el serenísi­
mo elector palatino, como se pone de manifiesto en las cartas
LII|J° y LIV.J*.o
S

S o . El señor Fabricius, profesor de teología en Heidelbcig y consejero del elec­

tor palatino, escribió esta carta a Spinoza por orden de su amo el 16 de febre­
ro de 16 7 3. La carta siguiente es la respuesta de Spinoza al señor Fabricius. N ó­
tese que entonces era conocido como autor del Tractatus ih eologico-politicus.
St. Prefacio, O pera posthum a.
4 X0 Diccionario histórico y crítico

Por esta teología que estudió tanto tiempo, hay que entender
la de los judíos. Se le acusa de no haber sido nada docto en su
literatura y en la crítica de la Escritura.** Es al menos cierto
que entendía mejor la lengua hebrea** que la griega. **

G. Los espíritus fuertes acudían a él de todas partes.


He nombrado a uno de ellos en otro sitio; * 5 dejo a los demás,
y me contentaré con decir que el señor príncipe de Condé, que
era casi tan docto como valiente y que no desdeñaba la con­
versación de los espíritus fuertes, quiso ver a Spinoza y le pro­
curó los salvoconductos necesarios para el viaje a Utrecht.
Por aquel entonces era el comandante en plaza de las tropas
de Francia. He oído decir que el día que Spinoza debía llegan
se vio obligado a salir para revistar un puesto, y que el térmi­
no del pasaporte expiró antes de que el príncipe regresara a
Utrecht, de suerte que no vio al filósofo autor del Tractatus
theologico-politicus. Con todo, había dado orden de que, en
su ausencia, le dieran muy buena acogida y no le dejaran mar­
char sin un presente. El autor de la Réponse á la religión des
Hoilandais habla así de ello:

Antes de acabar este capítulo, debo reconocer mi asombro al ver


que Stoupp ha querido declamar tanto contra este Spinoza, y que
dice que muchos en este país lo visitan, dado que había hecho y
cultivado una amistad muy estrecha con él mientras estaba en
Utrecht. Pues me han asegurado que el príncipe de Condé, a re­
querimiento suyo, lo hizo venir de La Haya a Utrecht, expresa­
mente para conversar con él, y que Stoupp lo alabó mucho y vi­
vió en gran familiaridad con él.**51*

51. Véase el Suplemento de Moréri, en «Spinoza».


$3. Véase al final de sus Opera posthuma su resumen de la gramática hebrea.
54. «No tengo un conocimiento tan exacto de la lengua griega como para atre­
verme a entrar en ese terreno», Spinoza, Tractatus theologico-politicus, x, ha­
da el final, p. 136 [trad. de A. Domínguez, en esta misma colección, Barcelona,
Círculo de Lectores, 1993].
55. Véase el artículo «Hénault».
jé. Brun, Véritable religión des Hoilandais, p. 164.
Spinoza 411

Una vez mejor informado sobre este asunto, he sabido que el


príncipe de Condé estuvo de vuelta en Utrecht antes de que Spi­
noza marchara, y que ciertamente conversó con este autor.

H. La corte palatina le hizo ofrecer una cátedra de profesor


de filosofía en Heidelberg.
El señor Chevreau dice algo sobre esta cuestión que es obli­
gado corregir.

Estando en la corte del elector palatino -dice-s? hablé muy fa­


vorablemente de Spinoza, pese a que sólo conocía a este judío
protestante por la primera’ 8 y segunda parte de la filosofía del se­
ñor Descartes, impresas en Amsterdam por Jean Rieuwertz en
1663. El señor elector poseía este libro y, según él, habiendo leí­
do algunos de sus capítulos, determinó llamarlo a su Academia
de Heidelberg para que enseñara en ella filosofía, con la condi­
ción de no dogmatizar. El señor Fabricius, por entonces profesor
de teología, recibió la orden de su señor de escribirle, pero, aun­
que a Spinoza los asuntos no le iban demasiado bien, no dejó de
rehusar el honorable empleo. Se ha indagado las razones de su
rechazo, y a partir de algunas cartas que recibí de La Haya y de
Amsterdam, supuse que estas palabras, con ¡a condición de no
dogmatizar, le habían dado miedo.

El señor Chevreau se equivoca respecto a la condición de no


dogmatizar, el señor Bernard observa con mucha razón que
esto hubiera implicado contradecirse. Recojamos sus palabras:

Hay motivos para sorprenderse de que, siendo Spinoza conocido


ya por lo que era, quisieran confiarle a unos jóvenes para ins­
truirlos en la filosofía, y aún más, de que se le impusiera simul­
táneamente la obligación de no dogmatizar. En efecto, dado que
no otra cosa sino el fondo y los principios de su filosofía estable-578

57. Cbevraeana, vol. 11, pp. 99-100.


58. Para hablar en el lenguaje de un ortodoxo, habría habido que decir: por­
que no conocía aún a ese judío protestante más que por la primera, etc.
4 iz Diccionario histórico y critico

cían sus impíos dogmas, ¿cómo hubiera podido enseñar filosofía


sin esparcir en modo alguno su veneno? Esta llamada, con el
añadido de la ley que le imponían, implicaba una especie de con­
tradicción.?»

Lo cierto es que no le impusieron esta ley y que el señor Che-


vreau está confundido. Es fácil probarlo mediante los tér­
minos de la carta de llamada. El señor Fabricius, que recibió
orden de escribirle, promete a Spinoza «una muy amplia li­
bertad» para filosofar, de la cual, añade, «el señor elector cree
que no abusaréis para perturbar la religión públicamente es­
tablecida. Si venís aquí, disfrutaréis de una vida digna de un
filósofo»: «Philosophandi libertatem habebis amplissimam,
qua te ad publice stabilitam religionen conturbandam non
abusurum credit [...] Hoc unum addo, te, si huc veneris,
vitam philosopho dignam cum voluptate transacturum, ni-
si praeter spem et opinionem nostram alia omnia accidant»
[‘ ... a menos que todo suceda en contra de lo que esperamos
y pensamos’].5960 Spinoza respondió que, de haber deseado al­
guna vez una cátedra de profesor, no habría podido desear
otra que la que se le ofrecía en el Palatinado, «sobre todo a
causa de la libertad para filosofar que su alteza electoral le
acordaba»: «Si unquam mihi desiderium fuisset alicuius fa­
cultaos professionem suscipiendi, hanc solam optare potuis-
sem quae mihi a Serenissimo Electore Palatino per te offertur,
praesertim ob libertatem philosophandi quam Princeps Cle-
mentissimus concederé dignatur».61 Admito que, entre otras
razones por las que declara no sentirse dispuesto a aceptar
esta cátedra de filosofía, alega que desconoce los límites den­
tro de los que debería encerrarse para no parecer que pertur­
ba la religión públicamente establecida: «Pienso, además, que
no sé dentro de qué límites debe mantenerse esta libertad de
filosofar si no quiero dar la impresión de perturbar la religión

59. Nouvelles de la République des Lettres, septiembre de 1700, p. 301.


60. Spinoza, Opera posthuma, epist. Lili, p. 66 1 [carta 47; trad. de A. Do­
mínguez, Madrid, Alianza, 1988].
61. Ibidem, epist. Liv.
Spinoza 4i 3

públicamente establecida».61 Pero esto no prueba que le exi­


gieran la condición que indica el señor Chevreau. Lo que
muestra esto es que incluso los buenos autores están muy ex­
puestos a referir mal un hecho. El señor Chevreau hubiera de­
bido contentarse con hacer oír correctamente a Spinoza, aun
no encontrando bien que se pusiera a dogmatizar contra los
principios de la Iglesia reformada. En cambio, ha utilizado
una proposición general que incluye la prohibición pura y
simple de dogmatizar. Pura contradicción en los términos. N o
olvido decir que la cláusula que deslizaron en la carta de lla­
mada pareció muy onerosa a Spinoza; y esto es lo que he que­
rido expresar de una manera general cuando he dicho que
rehusó esta cátedra de filosofía «como un empleo poco com­
patible con su deseo de investigar ininterrumpidamente la ver­
dad», pues tenía todos los motivos para temer que sufriría
constantes interrupciones y que los teólogos del Palatinado le
harían perder mucho tiempo en justificar ante el príncipe lo
que dictara a sus alumnos o dijera en sus lecciones. Habrían
encontrado, cuando no algo que atacaba directamente el ca­
tecismo del país, algo que lo atacaba indirectamente. Era un
amplio campo para las quejas y acusaciones; no veía sus lími­
tes, y así no podía prometerse tranquilidad alguna. Y aun
cuando no hubiera previsto grandes pérdidas de tiempo por
esta causa, sabía bien que la obligación de subir a la cátedra
a ciertas horas regladas, junto con el resto de las numerosas
funciones profesorales, interrumpiría en exceso sus medita­
ciones. Deseo que mis lectores unan esto a la aclaración que
ha aparecido en las Nouvelles de la République des Lettres.6*

1. Era un hombre de costumbres muy ordenadas.


Si exceptuáis sus discursos en confianza ante los íntimos ami­
gos que querían ser también sus discípulos, nada decía en la
conversación que no fuera edificante. N o juraba nunca, nun­
ca hablaba con irreverencia de la majestad divina, a veces

6i. Ibidem, epist. LIV, p. $63 [cana 48; trad. cit.].


63. Diciembre de 1700, pp. 689-690.
4M Diccionario histórico y critico

asistía a las predicaciones y exhortaba a los demás a que fre­


cuentaran los templos.6* N o se cuidaba ni del vino, ni de la
buena mesa, ni del dinero. Daba a su hospedero, un pintor de
La Haya, una suma bien módica. N o pensaba en otra cosa
que en el estudio, y le dedicaba la mayor parte de la noche.
Llevaba una vida de verdadero solitario. Es cierto que no
rehusaba las visitas que atraía su renombre. También es cier­
to que en ocasiones visitaba a personas de importancia. N o lo
hacía para entretenerse con bagatelas o por placea sino para
razonar sobre asuntos de Estado. Era un entendido pese a no
haberlos manejado, y adivinaba con bastante exactitud el cur­
so que tomarían los asuntos generales. Tomo todo esto de
un prefacio del señor Kortholt,6* que en un viaje que hizo a
Holanda se informó lo mejor que pudo acerca de la vida de
Spinoza.

De vez en cuando se dedicaba a los doctos y a los hombres prin­


cipales -dice-, a los cuales no buscaba, sino que recibía, y man­
tenía con ellos conversaciones sobre cuestiones políticas. Aspira­
ba, en efecto, al título de político, y por inteligencia y reflexión
preveía sagazmente el futuro, como no pocas veces hizo ante sus
huéspedes [...] Se profesaba cristiano, y no sólo acudía a las reu­
niones de los reformados o de los luteranos, sino que también so­
lía aconsejar y animar a los demás a que frecuentaran los tem­
plos, y recomendaba con insistencia algunos predicadores de la
palabra divina a sus próximos. De la boca de Spinoza nunca sa­
lían juramentos o expresiones de insolencia hacia Dios; no hacía
gran uso del vino y vivía de manera bastante dura. Y, así, gasta­
ba no más de ochenta monedas belgas cada estación por el hos­
pedaje, y a lo sumo desembolsaba cuatrocientas al año. No co­
diciaba el dinero en absoluto.6 *66
4

64. Véase la observación Y.


6$. Sebastián; es profesor de poesía en Kiel desde el mes de febrero de 170 1.
66. Sebastián Kortholt, prefacio a la 2.* ed. del tratado de Christianus Kort-
holt, su padre, De tribus impostoribus.
Spinoza 415

K. N o hablaba así por propia convicción.


Al contrario, creía ya lo mismo que ha aparecido en sus obras
postumas, a saber, que nuestra alma es sólo una modificación
de la substancia de Dios. Así puede inferirse con gran certeza
del prefacio del libro si se conoce además el sistema de Spino­
za. Vamos a recoger el pasaje de este prefacio donde se refie­
re que, al haber prometido explicar a un discípulo la filosofía
del señor Descartes, tuvo escrúpulos de separarse por poco
que fuera de las opiniones de dicho filósofo, pese a desapro­
barlas en diversos puntos, sobre todo en lo concerniente a la
voluntad y libertad humana:

Pues, habiendo prometido enseñar a su discípulo la filosofía de


Descartes, consideró un deber sagrado no alejarse ni un ápice
de su opinión y no dictarle nada que no correspondiera a sus dog­
mas o que fuera contrario a ellos. Por tanto, que nadie piense que
el autor enseña aquí sus propios dogmas o sólo los que él aprue­
ba. Pues, aun cuando considere que algunos son verdaderos y
confiese que ha añadido otros por su cuenta, existen, sin embar­
go, muchos que él rechaza como falsos y respecto a los cuales sos­
tiene una opinión muy distinta. Por no aducir más que un ejem­
plo, entre muchos, de este último tipo, citaré lo que se dice sobre
la voluntad en el escolio de la proposición 15 de la primera parte
de los Principios y en el capítulo 12. de la segunda parte del Apén­
dice, aunque parezca que está probado con gran esfuerzo y apa­
rato. Porque él no considera que la voluntad sea distinta del en­
tendimiento y, mucho menos, que esté dotada de tal libertad. Ya
que, como se desprende de la cuarta parte del Discurso del méto­
do y de la Segunda Meditación y de otros lugares, Descartes sólo
supone, pero no prueba, que el alma humana sea una substancia
absolutamente pensante. Por el contrario, nuestro autor admite
sin duda que existe en la naturaleza una substancia pensante,
pero niega que ella constituya la esencia del alma humana. Afir­
ma más bien que, así como las extensión no está determinada por
ningún límite, tampoco lo está el pensamiento; y por lo mismo,
así como el cuerpo humano no es algo absoluto, sino la extensión
determinada, de forma fija, por el movimiento y el reposo, según
416 Diccionario histórico y crítico

las leyes de la naturaleza extensa, así también la mente o alma hu­


mana no es algo absoluto, sino tan sólo el pensamiento determi­
nado, de forma fija, por las ideas, según las leyes de la naturaleza
pensante; de donde se concluye que el alma existe necesariamen­
te en cuanto comienza a existir el cuerpo. A partir de esta defini­
ción, piensa que no es difícil demostrar que la voluntad no se dis­
tingue del entendimiento y, aún menos, que no está dotada de la
libertad que le atribuye Descartes. En realidad, aquella facultad
de afirmar y de negar es completamente ficticia.8?

Parece, por una carta de Spinoza,88 que él mismo quiso que el


autor del prefacio hiciera la advertencia que acabamos de leer.
Concluiréis de ahí, si estáis de acuerdo, que un teólogo, no
por tomar muchos pensamientos y muchas frases de este es­
crito de Spinoza, dejaría de ser ortodoxo; véase el libro titula­
do Burmannorum Pietas,8» impreso en Utrecht en 1700.

L. Hay quienes dan como precursor el escrito pseudónimo


«De iure ecclesiasticorum», impreso en 16 6 j .
El señor Dartis, que incluye en su diario algunas objeciones
contra un libro del señor De la Placerte,?0 dice que las per­
sonas de buena fe «que rebajan la autoridad eclesiástica y al
mismo tiempo elevan tanto más la autoridad temporal [...j no
se dan cuenta de que con ello caen en la primera trampa que
Spinoza ha tendido para abrir la puerta a sus impiedades.
Esta conjetura se funda en la fecha de dos obras que este
hombre pernicioso dio a la luz, una en 1665 y otra en 1670.
La primera lleva por título Lucii Antistii Constantis de Iure
Ecclesiasticorum líber singularis, quo docetur: Quodcumque
divini humanique iuris Ecclesiasticis tribuitur, vel ipsi sibi tri-
buunt, hoc aut falso impieque illis tribuí, aut non abunde6 0
9
78

67. Ludovicus Meyer, prefacio a Renati Descartes, etc. Principiorum more ge­
ométrico demonstratio per Benedictum de Spinoza.
68. La núni. ix.
69. Pp. 4 1 s.
70. Uno sobre la conciencia.
Spinoza 417

quatn a suis, hoc est, eius Reipublicae, sive Civitatis Prodiis,


in qua sunt constituti, accepisse. La segunda es su Tractatus
theologico-politicus, que ha producido mucho más ruido que
la primera. £1 estilo y los principios de estas dos obras son tan
uniformes que sólo es necesario confrontarlas para conven­
cerse plenamente de que son del mismo autor. Y sólo es nece­
sario además leerlas una tras otra para ver que en la primera
ha desacreditado los derechos y la autoridad de los eclesiásti­
cos, al tiempo que ha realzado los de los reyes y magistrados,
sólo como base para las impiedades que ha difundido en la se-
gunda».7 >

M. Todos los que han refutado el «Tractatus theologico-poli­


ticus» han descubierto en él pero nadie las ha desarrollado
tan nítidamente como el señor Juan Bredenburg.
He hablado ya de la respuesta postuma de un profesor de fi­
losofía de la Academia de Utrecht.?1 Agreguemos que un so-
ciniano llamado Francisco Cuper, que murió en Rotterdam
en 16 9 5, tituló su respuesta a este libro de Spinoza Arcana
atheismi reveíala, philosophice et paradoxe refutata. Es un
in-40 impreso en Rotterdam en 16 76 . El señor Yvon, discípu­
lo de Labadie y ministro de los labadistas en su retiro de Wie-
wert, en Frisia, refutó el mismo libro de Spinoza con una obra
que tituló La impiedad demostrada, que publicó en Amster-
dam en 16 8 1 in-8°. El suplemento de Moréri señala: 1) que el
señor Huet en la Demostratio evangélica y el señor Simón en
su obra Sobre la inspiración de ¡os Libros Sagrados, han re­
futado el sistema impío aparecido en el Tractatus theologico-
politicus-, 2) que este Tractatus ha sido también traducido e
impreso en Francia con el título Reflexiones curiosas de un es­
píritu desinteresado sobre las materias más interesantes para
la salvación tanto pública como particular. Añado que esta
versión, impresa en 16 78 in -iz °, ha aparecido con otros dos71*

71. Journal de Hambourg, z6 de octubre de 1694, p. 133.


7z. Llamado Reiner Mansvelr. Su obra se imprimió en Amsterdam en 1674,
418 Diccionario histórico y crítico

títulos,« como muy bien consta en el catálogo de la bibliote­


ca del señor arzobispo de Reims, y que el original latino ha
sido reimpreso in-8° bajo diferentes títulos insólitos y quimé­
ricos, según el capricho de los libreros, con el fin de engañar
al público y eludir las prohibiciones de los magistrados. Aña­
do también que el padre Le Vassor?* ha realizado una buena
refutación de Spinoza en su tratado sobre la verdadera reli­
gión, impreso en París en 1688. Véase el Journal des Savans
del 3 1 de enero de 16 89 , las Nouvelles de la République des
Lettres y la Histoire des Ouvrages des Savans del mismo año.
£ 1 señor Van Til, ministro de Dort, ha compuesto buenos li­

bros en su lengua defendiendo contra este impío la divinidad


y la autoridad de la Escritura.™ El pasaje que voy a citar del
señor Saldenus, ministro de La Haya, menciona el nombre de
algunos refutadores más. Este ministro encuentra mal que se
haya respondido a Spinoza en lengua vulgar; teme que los cu­
riosos y aficionados a las paradojas aprendan por este medio
lo que valdría más que ignorasen toda su vida.

Y no faltaron quienes se opusieron a sus abominables hipótesis?*


con la voz y con la pluma. Entre éstos, Batalerius,?? Mansvelt, Cu-
per, Musaeus, etc., pero algunos han dudado, no sin razón, que to­
dos hayan combatido con igual éxito contra él. Les siguió después
Guillermo Blyenberg,?* ciudadano de Dordrecht, que se ha esfor­
zado en criticarlo también en idioma vernáculo, aunque no sé si
con un juicio bastante seguro: sea porque el adversario al que ata­
ca no escribió en esa lengua, sea porque apenas se mantiene lejos
del peligro de que el pestilentísimo veneno del muy impúdico in-734 8
56

7 3 . El de Traité des cérémonies superstitieuses des ¡uifs tatú anciens que mo-
demes, y el de La clef du sanctuaire.
74. Era entonces padre del O ratorio; después se ha hecho protestante.
75. Véase la Histoire des Ouvrages des Savans, marzo de 1696, art. t u .
76. Véase cóm o habla del Tractatus theologico-politicus en la p. 2 3.
7 7. Había que decir Batalerius (Jacobus); su libro se imprimió en Amsterdam,
en 16 7 4 , y tiene 10 3 páginas in -n ". Se titula Vindicae miracuiorum per quae
divinae religionis et fidel christinae ventas olim confírmala futí, adversas pro-
fanum auctorem Tractatus theologico-politicus.
78. C reo que ha escrito contra las Obras póstumas y no contra el Tractatus
theologico-politicus.
Spinoza 419

novador que pudo mantenerse oculto en gran medida a la mayo­


ría merced a una lengua ignota, en lengua vulgar se extienda final­
mente y llegue también al mismo pueblo, casi siempre más curioso
de lo debido y muy proclive a la paradoja.?*

Un anónimo, que significó su nombre con las letras iniciales


J.M .V.D.M ., publicó una carta en Utrecht en 1 6 7 1 contra el
Tractatus theologico-politicus. La carta está en latín. En cuan­
to a los que han incluido, en obras no expresamente dirigidas
contra el tratado de Spinoza, elementos diversos donde refu­
tan sus principios, no puedo nombrarlos a todos. Su número
es casi infinito; me contento con señalar a dos célebres profe­
sores de teología, el señor Witzius y el señor Majus, uno en
Holanda, otro en Alemania, y al señor De la Mothe, ministro
francés en Londres.
Hablemos del señor Juan Bredenburg. Era un ciudadano de
Rotterdam que publicó en 16 7 5 un libro titulado loannis Bre-
denburgii enervatio Tractatus theologico-politici, una cum de-
monstratione, geométrico orden disposita naturam non esse
deunt, cuius effati contrario praedictus Tractatus unice inniti-
tur.i0 Puso en extrema evidencia todo lo que Spinoza había
tratado de encubrir y disfrazar, y lo refutó sólidamente. Cau­
só sorpresa ver que un hombre que no hacía profesión de le­
tras, y apenas con estudios,*1 hubiera podido penetrar tan su­
tilmente en todos los principios de Spinoza y derribarlos con
éxito, tras haberlos reducido mediante un análisis hecho de
buena fe al estado en que mejor podían presentarse con todas
sus fuerzas. He oído hablar de un hecho bastante singular; me
han contado que este autor reflexionó infinitas veces sobre su
respuesta y sobre el principio de su adversario, hasta encon­
trar al fin que tal principio podía reducirse a demostración.
Trató entonces de probar que la causa de todas las cosas no
es otra que una naturaleza que existe necesariamente y que79 1
0
8

79. Saldenus, Otia theologica, p. z$.


80. Es un itt-40 de cien páginas.
8 1. Admite en su prefacio que, no sintiéndose con fuerza para expresarse en la­
tín, había compuesto su libro en flamenco y después lo había hecho traducir al
latín.
420 D iccionario histórico y critico

actúa con inmutable, inevitable e irrevocable necesidad. Si­


guió con todo rigor el método de los geómetras, y tras haber
construido toda su demostración, la examinó desde todos los
lados imaginables; intentó encontrar su lado débil, pero fue
incapaz de inventar nunca manera alguna de destruirla, ni si­
quiera de debilitarla. Esto le provocó verdadero pesar; gimió,
suspiró, echó pestes contra su razón y rogó a los más hábiles
de sus amigos que le socorrieran en la búsqueda del defecto
de esta demostración. Sin embargo, no permitía que se saca­
ran copias; fue en contra de la palabra dada como Francisco
Cuper la copió furtivamente.81 Este hombre, celoso tal vez del
autoi; ya que había trabajado contra Spinoza con mucho me­
nor éxito que Juan Bredenburg, utilizó tiempo después esta
copia para acusarlo de ateísmo. La publicó en flamenco con
algunas reflexiones; el acusado se defendió en la misma len­
gua; aparecieron numerosos escritos de una y otra parte que
yo no he leído, puesto que no entiendo el flamenco. Orobio,
habilísimo médico judío,** y el señor Aubert de Versé8* se in­
volucraron en la querella tomando partido por Cuper. Sostu­
vieron que el autor de la demostración era spinozista y en
consecuencia ateo. Por lo que he podido comprender de oí­
das, éste se defendió haciendo valer la distinción ordinaria en­
tre fe y razón. Afirmó que del mismo modo que católicos
y protestantes creen en el misterio de la Trinidad, pese a la
oposición de la luz natural, él creía en el libre albedrío, aun­
que la razón le proporcionara fuertes pruebas de que todo
sucede según una necesidad inevitable y por consiguiente de
que no hay ninguna religión. No es fácil forzar a un hom­
bre que se atrinchera así. Se puede sin duda gritar que no es
sincero y que nuestro espíritu está hecho de tal manera que no

8z. Acabo de enterarme de que Cuper ha negado siempre esto y ha declarado


siempre, como siguen haciendo sus amigos, que encontró la demostración en
los papeles del señor Hartighvelt, de quien heredó.
83. He visto el tratado que publicó en Amsterdam en 1684, que se titula Cer­
tamen philosophicum propugnatae veritatis divinae ac naturalis adversus ). B.
principia, etc. Está en latín y en flamenco.
84. He visto algo de lo que publicó el mismo año bajo el nombre de Latinus
Serbaltus Sartensis. Está en latín y en flamenco.
Spinoza 4ZI

puede aceptar como verdad lo que una demostración geomé­


trica le presenta como muy falso; pero ¿no es eso erigirse juez
de un caso en el que cabría objetar incompetencia? ¿Tenemos
derecho a decidir sobre lo que sucede en el corazón de otros?
¿Conocemos lo bastante el alma del hombre para sentenciar
que tales o cuales combinaciones de sentimientos no pueden
asentarse en ella? ¿No disponemos de muchos ejemplos de
combinaciones absurdas que se acercan mucho más a lo con­
tradictorio que la aducida por Juan Bredenburg? Es preciso
observar, en efecto, que no hay contradicción entre estas dos
cosas: i) la luz de la razón me enseña que esto es falso; z) sin
embargo, lo creo porque estoy persuadido de que esta luz no
es infalible y porque prefiero adherirme a las pruebas del sen­
timiento y a las impresiones de la conciencia, en definitiva a
la palabra de Dios, antes que a una demostración metafísica.
N o se trata de creer y no creer en lo mismo al mismo tiempo.
Esta combinación es imposible, y no debería aceptarse que
nadie la alegue para justificarse. Sea como fuere, el hombre de
quien hablo atestiguó que los sentimientos religiosos y de es­
peranza en otra vida se habían mantenido firmes en su alma
en contra de su demostración; y me han dicho que los signos
que dio de ello durante su reciente enfermedad no permiten
poner en duda que sea sincero. El señor abate de Dangeau ha­
bla de ciertas personas que llevan la religión en el espíritu,
pero no en el corazón, que están persuadidas de su verdad sin
que su conciencia esté tocada del amor a Dios.8* Creo que
puede decirse que hay asimismo personas que llevan la reli­
gión en el corazón, pero no en el espíritu. La pierden de vista
cuando la buscan por las vías del razonamiento humano; es­
capa a las sutilidades y sofismas de su dialéctica; no saben por
dónde van cuando comparan pros y contras. Sin embargo, en
cuanto dejan de disputar y escuchan simplemente las pruebas
del sentimiento, los instintos de la conciencia, el peso de la
educación, etc., quedan persuadidos por la religión y confor­
man a ella su vida en la medida que lo permite la debilidad8 5

85. Véase su diálogo m , al final, o el extracto en las Nouvelles de la Républi-


que des Lettres, agosto de 1684, art. v i, p. 605.
4 ZZ Diccionario histórico y critico

humana. Cicerón iba por ahí; apenas cabe duda si se compa­


ran sus demás libros con los De natura deorum, donde ha­
ce que triunfe Cotta sobre todos los interlocutores que soste­
nían que hay dioses.
Quienes deseen conocer los repliegues y equívocos de los
que Spinoza se valía para no manifestar plenamente su ateís­
mo, sólo tienen que consultar la obra de Christian Kortholt
De tribus impostoribus magnis,8é impresa en Kiel en 1680
£ 1 autor ha reunido en ella varios pasajes de Spinoza y

ha desplegado todo su veneno y todo su artificio. N o es ésta


la parte menos curiosa de la historia y el carácter de este ateo.
Se cita8? entre otras cosas su carta x i x ,88 en la cual se queja
del rumor que corría sobre un libro en prensa que intentaba
probar que Dios no existe.8»

N. La más monstruosa hipótesis es ¡a más diametralmente


opuesta a las nociones más evidentes de nuestro espíritu.
Spinoza supone que en la naturaleza sólo hay una substan­
cia, y que esta substancia única está dotada de una infinidad
de atributos, entre otros la extensión y el pensamiento.»®
A continuación, asegura que todos los cuerpos que se hallan
en el universo son modificaciones de tal substancia en cuanto
extensión; y que, por ejemplo, las almas de los hombres son
modificaciones de esa substancia en cuanto pensamiento. Así
pues, Dios, el ser necesario e infinitamente perfecto, es la cau­
sa de todas las cosas que existen, pero no difiere de ellas. Sólo
hay un seq una naturaleza, y esta naturaleza produce en sí
misma, por una acción inmanente, lo que llamamos criaturas.
Es a la vez agente y paciente, causa eficiente y materia; nada8 0
79
6

86. A saber, Eduardo Herbert de Cherbury, Thomas Hobbes y Benito de Spi­


noza.
87. Christianus Kortholt, De tribus impostoribus, p. 1 7 1 .
88. Escrita al señor Oldenbourg en 1675.
89. «Y muchos daban crédito a dicho rumor. Algunos teólogos (los autores,
quizá, de dicho rumor) aprovecharon la ocasión de querellarse de mí ante el
príncipe y los magistrados» [carta 68; trad. cit.].
90. Véase, entre sus obras postumas, la que ha titulado Etílica.
Spinoza 4 *3

produce que no sea su propia modificación. He aquí una hi­


pótesis que sobrepasa el cúmulo de todas las extravagancias
que puedan llegar a decirse. Lo más infame que hayan osado
cantar contra Júpiter y Venus los poetas paganos no se acerca
a la horrible idea de Dios que nos presenta Spinoza; pues, al
menos, esos poetas no atribuían a los dioses todos los críme­
nes que se cometen y todas las imperfecciones del mundo; se­
gún Spinoza, en cambio, no hay otro agente ni paciente que
Dios con respecto a cuanto se llama mal de castigo y mal de
culpa, mal físico y mal moral. Vamos a tratar por orden algu­
nos de los absurdos de su sistema.

i. Es imposible que el universo sea una substancia única, pues


todo lo que es extenso consta necesariamente de partes y todo
lo que tiene partes es compuesto; y como las partes de la ex­
tensión no subsisten unas en otras, es preciso necesariamente o
que la extensión en general no sea una substancia o que cada
parte de la extensión sea una substancia particular y distinta de
todas las demás. Ahora bien, según Spinoza, la extensión en ge­
neral es el atributo de una substancia. Admite con todos los de­
más filósofos que el atributo de una substancia no difiere real­
mente de esta substancia; ha de reconocer, entonces, que la
extensión en general es una substancia, de donde se concluye
que cada parte de la extensión es una substancia particular; y
esto echa abajo los fundamentos de todo el sistema de este au­
tor. No puede decir que la extensión en general sea distinta de
la substancia de Dios; pues, si lo dijera, enseñaría que esta
substancia es en sí misma inextensa, y nunca hubiera podido,
por tanto, adquirir las tres dimensiones sino creándolas, pues­
to que es patente que la extensión no puede surgir o emanar de
un sujeto no extenso sino por vía de creación. Ahora bien, Spi­
noza no creía que nada haya podido hacerse de nada. Además,
es evidente que una substancia no extensa por su naturaleza ja­
más puede llegar a ser el sujeto de las tres dimensiones: ¿cómo
sería posible, en efecto, situarlas en un punto matemático?
Subsistirían, pues, sin un sujeto; serían, por tanto, una subs­
tancia. De manera que si este autor admitiera una distinción
real entre la substancia de Dios y la extensión en general, se ve­
4 ¿4 Diccionario histórico y critico

ría obligado a decir que Dios está compuesto por dos substan­
cias distintas entre sí, a saber, por su ser inextenso y por la ex­
tensión. Helo aquí, pues, obligado a reconocer que la exten­
sión y Dios son lo mismo; y como, por otra parte, sostiene que
no hay más que una substancia en el universo, se ve obligado a
enseñar que la extensión es un ser simple y tan exento de com­
posición como los puntos matemáticos. Pero ¿sostener esto no
es burlarse de la gente?, ¿no es combatir las ideas más distintas
que tenemos en el espíritu? ¿Hay más evidencia que el número
millar está compuesto de mil unidades que en un cuerpo de
cien pulgadas está compuesto de cien partes realmente distin­
tas unas de otras, cada una con la extensión de una pulgada?
Y que no empiecen a alegar reproches contra la imaginación
y los prejuicios de los sentidos. Las nociones más intelectuales
e inmateriales nos muestran con la mayor evidencia, en efecto,
que existe una distinción muy real entre las cosas cuando una
de ellas posee una cualidad que la otra no posee. Los escolásti­
cos han logrado señalar a plena satisfacción los caracteres y
signos infalibles de la diferencia. Cuando se puede afirmar de
una cosa, nos dicen, lo que no puede afirmarse de otra, son di­
ferentes; las cosas que pueden ser separadas unas de otras, res­
pecto al tiempo o respecto al lugar, son distintas. Aplicando
estos caracteres a las doce pulgadas de un pie de extensión, en­
contramos entre ellas una verdadera diferencia. Puedo afirmar
de la quinta que es contigua a la sexta, y lo puedo negar de la
primera y de la segunda, etc. Puedo transponer la sexta al lugar
de la duodécima; puede, así pues, ser separada de la quinta.
Notad que a Spinoza le sería imposible negar que los signos de
distinción empleados por los escolásticos son muy justos; es
mediante estas marcas, en efecto, como reconoce que las pie­
dras y los animales no son la misma modalidad del ser infinito.
Entonces, admite, me dirán, que hay alguna diferencia entre las
cosas. Es del todo preciso que lo admita; no era tan loco como
para creer que no había diferencia alguna entre él y el judío que
le asestó una puñalada, ni para osar decir que su cama y su ha­
bitación eran el mismo ser en todos los aspectos que el empe­
rador de China. ¿Qué decía, pues? Vais a verlo: enseñaba, no
que dos árboles fueran dos partes de la extensión, sino que
Spinoza 425

eran dos modificaciones. Os sorprenderá que haya trabajado


tantos años en forjar un nuevo sistema y que uno de sus prin­
cipales pilares tenga que ser la pretendida diferencia entre la
palabra parte y la palabra modificación. ¿Esperaba tal vez al­
guna ventaja de este cambio de palabra? Por más que evite tan­
to como quiera el nombre de parte, por más que lo sustituya, a
voluntad suya, por el de modalidad o modificación, ¿cambia
esto la cuestión? ¿Se desvanecerán las ideas que se asocian a la
palabra parte?, ¿no se aplicarán a la palabra modificación ?
¿Son menos reales o menos evidentes los signos y caracteres de
diferencia cuando se divide la materia en modificaciones, que
cuando se la divide en partes? Meras visiones. La idea de la ma­
teria sigue siendo siempre la de un ser compuesto, la de una
multitud de substancias diversas. He aquí la prueba.
Las modalidades son seres que no pueden existir sin la subs­
tancia que modifican. Es, por tanto, necesario que la substan­
cia se encuentre en cualquier parte donde haya modalida­
des. Es preciso, incluso, que la substancia se multiplique en la
medida que se multiplican las modificaciones incompatibles
entre sí, de suerte que donde quiera que haya cinco o seis de es­
tas modificaciones, haya también cinco o seis substancias. Es
evidente -ningún spinozista lo puede negar- que la figura cua­
drada y la circular son incompatibles en un mismo pedazo de
cera. Necesariamente, pues, la substancia modificada por la fi­
gura cuadrada no ha de ser la misma substancia que la modi­
ficada por la figura redonda. Así, cuando veo una mesa redon­
da y una mesa cuadrada en una habitación, puedo aseverar que
la extensión que es sujeto de la mesa redonda es una substan­
cia distinta de la extensión que es sujeto de la otra mesa. De lo
contrario, sería cierto, en efecto, que la figura cuadrada y la re­
donda se hallarían a la vez en un único y mismo sujeto; pero
esto es imposible. El hierro y el agua, el vino y la madera son
incompatibles; exigen, pues, sujetos numéricamente distintos.
El extremo inferior de una estaca clavada en un río no es la
misma modalidad que el otro extremo: uno está rodeado de
tierra, mientras que el otro está rodeado de agua; padecen, por
tanto, dos atributos contradictorios: estar rodeado de agua, no
estar rodeado de agua. Es preciso, pues, que el sujeto que mo­
416 Diccionario histórico y critico

difican sea por lo menos dos substancias. Una substancia úni­


ca, en efecto, no puede ser a la vez modificada por un acciden­
te rodeado de agua y por un accidente no rodeado de agua.
Esto muestra que la extensión está compuesta de tantas subs­
tancias distintas como modificaciones.

ii. Si es absurdo hacer extenso a Dios, por cuanto se le


priva así de su simplicidad y se le hace constar de un infini­
to número de partes, ¿qué diremos cuando nos demos cuen­
ta de que ello implica reducirlo a la condición de la materia,
el más vil de todos los seres, aquel que casi todos los antiguos
filósofos situaron inmediatamente por encima de la nada?
Quien dice materia, dice el teatro de toda suerte de cambios,
el campo de batalla de las causas contrarias, el sujeto de todas
las corrupciones y generaciones, en una palabra, el ser cuya
naturaleza es más incompatible con la inmutabilidad de Dios.
Los spinozistas sostienen, no obstante, que ésta no sufre divi­
sión alguna; pero lo afirman mediante la más frívola y fría
trapacería que pueda darse. Pretenden que para que la mate­
ria se dividiera sería preciso que una de sus porciones fuer-
a separada de las demás por espacios vacíos, lo cual no su­
cede nunca. Lo cierto es que definen pésimamente la división.
De hecho, estamos tan separados de nuestros amigos cuando
el intervalo que nos separa está ocupado por otros hombres
puestos en fila, como cuando está lleno de tierra. Se trastocan,
pues, las ideas y el lenguaje al afirmar que la materia reduci­
da a cenizas y a humo no sufre separación alguna. Pero ¿qué
ganarían si renunciáramos a la ventaja que nos da su falsa
manera de definir lo divisible? ¿No nos quedarían suficientes
pruebas de la mutabilidad y corruptibilidad del Dios de
Spinoza? Todos los hombres poseen una idea muy clara de lo
inmutable; por esta palabra entienden un ser que jamás
adquiere nada nuevo, que nunca pierde lo que ha poseído una
vez, que es siempre el mismo, tanto respecto de su substan­
cia como respecto de sus maneras de ser. La claridad de esta
idea lleva a concebir con gran distinción qué es un ser muda­
ble: no sólo una naturaleza cuya existencia puede comenzar y
terminar, sino una naturaleza que, subsistiendo siempre en
Spinoza 4 *7

cuanto a su substancia, puede adquirir sucesivamente diversas


modificaciones y perder los accidentes o las formas que ha
tenido alguna vez. Todos los antiguos filósofos reconocie­
ron que esta sucesión constante de generaciones y corrupcio­
nes que se observa en el mundo no produce ni destruye por­
ción alguna de materia, y de ahí que dijeran que la materia es
ingenerable e incorruptible en cuanto a su substancia, aunque
sea el sujeto de todas las generaciones y corrupciones. La mis­
ma materia que ahora es fuego era madera antes; todos sus
atributos esenciales siguen siendo los mismos bajo la forma
de madera y bajo la forma de fuego: no pierde, pues, y no
adquiere sino accidentes y maneras de ser cuando la madera
se transforma en fuego, el pan en carne, la carne en tierra, etc.
Y, sin embargo, éste es el ejemplo más sensible y más propio
que cabe dar de un ser mudable y sujeto de hecho a toda suer­
te de variaciones y cambios interiores. Digo interiores por­
que las diferentes formas bajo las cuales existe no son se­
mejantes a la variedad de hábitos con que se manifiestan los
comediantes en el teatro. El cuerpo de estos comediantes
puede subsistir sin ninguna clase de cambio o de alteración
bajo mil clases de hábitos. El paño y la tela, la seda y el oro
no se unen a quien los lleva; son siempre cuerpos extranjeros
y ornamentos externos. Pero las formas que se producen en
la materia le están unidas interior y profundamente; ella
es su sujeto de inherencia y, según la buena filosofía, no hay
otra distinción entre ellas y la materia que la que se da en­
tre los modos y la cosa modificada. De donde resulta que
el Dios de los spinozistas es una naturaleza efectivamente
cambiante, que pasa continuamente por diversos estados que
difieren interior y realmente entre sí. N o es, pues, el ser su­
mamente perfecto en el que «no hay ni sombra de cambio ni
variación alguna».»1 Observad que el Proteo de los poetas,
su Tetis y su Vertumnio -imágenes y ejemplos de la incons­
tancia, y fundamento de los proverbios que aludían a la ines­
tabilidad más extrema del corazón del hombre-»2 habrían
9 1. Epístola de Santiago 1:17 .
9 1. «Quo tencam voltus mutantem Protea nodo», Horacio, Epistolae, 1 , 1, 90
|'{Con qué nudos podré sujetar a ese Proteo que continuamente transforma su
4*8 Diccionario histórico y crítico

sido dioses inmutables si el de los spinozistas es inmutable;


pues nadie pretendió nunca que en ellos se produjera un cam­
bio de substancia, sino tan sólo de nuevas modalidades. Ved
más abajo la observación c c . Si algún lector necesita en este
momento un entremés, que lea estos versos de Virgilio acerca
de Proteo:

Verum, ubi correptum manibus, vinclisque tenebis,


tum variae illudent species, atque ora ferarum:
fiet enim súbito sus horridus, atraque tigris,
squamosusque draco, et fulva cervice leaena:
aut acrem flammae sonitum dabit, atque ita vinclis
excidet: aut in aquas tenues delapsus abibit.
Sed, quanto ille magis formas se veret in omnes,
tanto, nate, magis contende tenacia vincla:
doñee talis erit mutato corpore, qualem
videris, incepto tegeret cum lumina somno.**

rostro?’, trad. cit.]. «...Saepe notatus / cum tribus annellis, modo laeva Príscus
inani / vixit inaequalis, clavum ut mutaret in horas / aedibus ex magnis súbito
se conderet, unde / mundior exiret vix libertinus honeste. / lam maechus
Romae, iam mallet doctus Athenis / vívete; vertumnis, quotquot sunt natus
iniqui», Horacio, Satyrae, II, v il, 8 ss. (‘...A veces se hizo notar por sus tres
anillos y otras por no llevar ninguno en su mano izquierda, vivió tan capricho­
samente que cambiaba continuamente la franja de su túnica; dejando repenti­
namente su gran mansión, se encerraba en lugares de donde no podría salir de­
corosamente ni un liberto medianamente aseado; ora prefería vivir como un
adúltero en Roma, ora como un sabio en Atenas; fue un hombre nacido bajo la
influencia de todos los hostiles Vertumnios juntos’, trad. cit.].
93. Virgilio, Georgicae, iv, 405 ss. [‘Mas cuando lo tengas cogido con las ma­
nos y preso con cadenas, entonces intentará engañarte con diversas apariencias
y rostros de fieras, porque se convertirá de repente en erizado jabalí y en tigre
cruel y en escamoso dragón y en leona de roja cerviz; o bien dejará escuchar el
duro chisporroteo de la llama y de esta suerte probará escaparse de sus lazos, o
también escurrirse convertido en delgados chorros de agua. Pero cuanto más ¿1
se convierta en toda clase de formas, tanto más tú, hijo mió, apriétale sus in­
flexibles lazos, hasta que de nuevo cambiado el cuerpo, aparezca tal cual antes
fue a tu vista, cuando empezó a cubrir sus párpados el sueño*, trad. cit.]. Véa­
se también Horacio, Satyrae, 11, 3. Han tomado esto de Homero, Odisea, iv.
Spinoza 4 *9

Respecto a Tetis, véase Ovidio;»'* vedlo también respecto a


Vertumnio,»5 y consultad, además, la segunda elegía del libro
iv de Propercio.

i i i . Vamos a encontrar absurdos aún más monstruosos al


considerar el Dios de Spinoza como sujeto de todas las modifi­
caciones del pensamiento. Combinar la extensión y el pensa­
miento en una única substancia es ya una gran dificultad, pues
no se trata, en este caso, de una mezcla como la de los metales
o como la del agua y el vino. Esto no exige más que una yuxta­
posición ; pero la mezcla del pensamiento y la extensión debe
ser una identidad. El pensante y el extenso son dos atributos
identificados con la substancia; se identifican , por tanto, entre
sí por la regla fundamental y esencial del razonamiento huma­
no.»6 Estoy seguro de que si Spinoza hubiera detectado una di­
ficultad semejante en otra escuela, la habría considerado indig­
na de su atención; pero, en su propia causa, no la ha tomado en
cuenta. Tan cierto es que quienes con mayor desdén censuran
los pensamientos de su prójimo son muy indulgentes hacia sí
mismos. N o dudaba en burlarse del misterio de la Trinidad, y
se asombraba de que un sinfín de gentes osara hablar de una
naturaleza delimitada por tres hipóstasis, él que, para hablar
con propiedad, atribuye a la naturaleza divina tantas personas
como gentes hay sobre la Tierra. Tomaba por locos a quienes,
admitiendo la transubstanciación, dicen que un hombre puede
estar a la vez en distintos lugares, vivir en París, estar muerto en
Roma, etc., él que afirma que la substancia extensa, única e in­
divisible está a la vez por todas partes, fría aquí, en otra parte
caliente, triste aquí, en otra parte alegre, etc. Sea esto dicho de
paso; pero considerad con atención lo siguiente. Si hay algo
cierto e incontestable en los conocimientos humanos, es esta
proposición: «Opposita sunt quae ñeque de se invicem, ñeque
de eodem tertio secundum idem, ad idem, eodem modo atque9 *6
4

94. Ovidio, Metamorphosis, XI, v il, 2.2.1 s.


9$. Ibidem, XIV, x v i, 647 s.
96. «Quae sunt idem uni tertio, sunt idem ínter se» (‘Las cosas que son iguales
a una tercera, son iguales entre sí*].
430 Diccionario histórico y critico

tempore vere affirmari possunt».’ ? Es decir: que no se puede


afirmar con verdad de un mismo sujeto, en los mismos aspec­
tos y al mismo tiempo, dos términos opuestos. Por ejemplo, no
puede decirse sin mentir: «Pedro se encuentra bien y Pedro está
muy enfermo», o: «Niega esto y lo afirma» -claro está que los
términos han de tener siempre la misma relación y el mismo
sentido-. Los spinozistas arruinan esta idea y la falsean de tal
modo que deja de saberse dónde podrán hallar el signo de la
verdad, pues si dichas proposiciones fueran falsas, ninguna po­
dría garantizarse como verdadera. N o cabe, pues, esperar nada
de una discusión con ellos; si son capaces de negar esto, nega­
rán cualquier otra razón que queramos aducir ante ellos. M os­
tremos que este axioma es muy falso dentro de su sistema,»* y
establezcamos desde un principio como máxima incontestable
que todos los títulos que se confieren a un sujeto para significar
cuanto hace o cuanto padece convienen propia o físicamente a
su substancia y no a sus accidentes. Cuando decimos que el
hierro es duro, que es pesado, que se hunde en el agua o que
penetra la madera, no pretendemos decir que su dureza es
dura, que su pesadez es pesada, etc. Sería éste un lenguaje muy
imperfecto; lo que queremos decir es que la substancia extensa
que lo compone resiste, pesa, desciende bajo el agua, divide la
madera. Del mismo modo, cuando decimos que un hombre
niega, afirma, se enfada, espera, alaba, etc., hacemos que todos
estos atributos recaigan sobre la substancia misma de su alma,
y no sobre sus pensamientos en cuanto que accidentes o modi­
ficaciones. Si fuera, pues, verdad, como sostiene Spinoza, que
los hombres son modalidades de Dios, hablaríamos falsamen­
te al decir que Pedro niega esto, quiere aquello, afirma tal cosa;
realmente y de hecho, según su sistema, sería Dios quien niega,
quien quiere y afirma, y por consiguiente la totalidad de las
denominaciones que resultan de los pensamientos de la totali­
dad de los hombres recae propia y físicamente sobre la subs-9 78

97. Véase la Lógica de Coimbra, en cap. x sobre el De praedicamentis de Aris­


tóteles, p. 275, y la de Burgersdylc, l, xxtt, 12.7.
98. Es decir, la definición de los términos opuestos, referida antes, en la cita de
la nota 97.
Spirtoza 431

tancia de Dios. De donde se sigue que Dios odia y ama, niega y


afirma las mismas cosas, al mismo tiempo y según todas las
condiciones requeridas para hacer que la regla que he referido
acerca de los términos opuestos sea falsa. N o puede negarse, en
efecto, tomando dichas condiciones con todo rigor, que ciertos
hombres aman y afirman lo que otros hombres odian y niegan.
Sigamos adelante; los términos contradictorios, querer y no
querer; convienen según todas estas condiciones al mismo
tiempo a diferentes hombres; es preciso, pues, que en el sistema
de Spinoza convengan a la substancia única e indivisible que
llama Dios. Por tanto, es Dios quien al mismo tiempo forma el
acto de querer y no lo forma respecto de un mismo objeto. Ve­
rificamos, pues, en Él dos términos contradictorios, lo cual
arruina los primeros principios de la metafísica.^ Sé bien que
en las disputas sobre la transubstanciación se utiliza un ardid
que en este punto podría acudir en auxilio de los spinozistas. Se
dice que si Pedro quisiera en Roma una cosa que no quiere en
París, los términos contradictorios querer y no querer no serí­
an verdaderos respecto de él; pues dado que se supone que
quiere en Roma, mentiría quien dijera que no quiere. Dejé­
mosles esta vana sutileza; digamos simplemente que, del mis­
mo modo que un círculo cuadrado es una contradicción, lo es
también una substancia con amor y odio simultáneas hacia el
mismo objeto. Un círculo cuadrado sería un círculo y no lo se­
ría: es una contradicción en todas las formas; lo sería según lo
supuesto y no lo sería, dado que la figura cuadrada excluye
esencialmente la circular. Lo mismo afirmo de una substancia
que odia y ama la misma cosa; la ama y no la ama: no le falta
nada a la contradicción; la ama, pues esto es lo que se supone,
y no la ama, puesto que el odio es por esencia excluyente del
amor. He aquí lo que sucede con esa falsa sutileza. Nuestro
hombre no podía sufrir las menores oscuridades del peripate-
tismo, del judaismo o del cristianismo, pero abrazaba de todo
corazón una hipótesis que alía a la vez dos términos tan opues-9

99. «Dúo contradictoria non po$$unt esse simul vera: de qualibet re vera est af-
firmatio vel negatio» [‘Dos cosas contradictorias no pueden ser a la vez verda­
deras: de cualquier cosa es verdadera o la afirmación o la negación']. Véase
Aristóteles, Meíafísica, iv, 3 y 4.
431 Diccionario histórico y critico

tos como la figura cuadrada y la circular, y que hace que una


infinidad de atributos discordantes e incompatibles y toda la
variedad y antipatía de los pensamientos del género humano se
verifiquen a la vez en una única y misma substancia simple e in­
divisible. Se dice ordinariamente quot capita tot sensus - ‘tan­
tas opiniones como cabezas’- . Pero, según Spinoza, todas las
opiniones de todos los hombres están en una misma cabeza.
Basta referir tales cosas para refutarlas, para mostrar clara­
mente sus contradicciones. Es, en efecto, manifiesto o que nada
es imposible - n i siquiera que dos y dos sumen d iez- o que en el
universo hay tantas substancias como sujetos, los cuales no
pueden recibir al mismo tiempo las mismas denominaciones.

iv. Pero si, físicamente hablando, es un prodigioso absur­


do que un sujeto simple y único sea modificado al mismo tiempo
por los pensamientos de todos los hombres, cuando considera­
mos esto desde el lado de la moral, es una abominación execra­
ble. ¿Pues cómo?: el ser infinito, el ser necesario, el ser suma­
mente perfecto, ¿no será firme, constante e inmutable? ¿Qué
digo, inmutable? Ni por un momento será el mismo; sus pensa­
mientos se sucederán unos a otros sin fin y sin interrupción; no
se verá nunca dos veces la misma mescolanza de pasiones y sen­
timientos. Esto es duro de digerir, pero hay algo peor. En tal mo­
vilidad continua habrá una gran uniformidad en cierto sentido:
por cada buen pensamiento que tenga, el ser infinito tendrá
siempre otros mil que serán necios, extravagantes, impuros, abo­
minables. Producirá en sí mismo todas las locuras, fantasías, su­
ciedades e iniquidades del género humano. Será la causa eficien­
te de todo ello y además su sujeto paciente, el subiectum
inbaesionis. Se unirá a ellas con la unión más íntima que pueda
concebirse, con una unión profunda o más bien con una verda­
dera identidad, por cuanto el modo no es realmente distinto de
la substancia modificada. Numerosos grandes filósofos, siendo
incapaces de comprender que sea compatible con el ser sobera­
namente perfecto la tolerancia de la maldad e infelicidad huma­
nas, han supuesto dos principios, el uno bueno y el otro malo.100

ioo. Véanse los articulas «Maniqueos», «Marcionitas» y «Paulicianos».


Spinoza 433

Pero he aquí a un filósofo que encuentra bueno que Dios mismo


sea el agente así como el paciente de todos los crímenes y mise­
rias del hombre. Que los hombres se odien entre sí, que se asesi­
nen en el linde de un bosque, que se reúnan en cuerpos de ejérci­
to para matarse, que los vencedores a veces se coman a los
vencidos. Todo esto lo comprendemos porque suponemos que
los hombres son distintos entre sí, y que lo tuyo y lo mío produ­
cen pasiones contrarias. Pero si los hombres no son más que mo­
dificaciones del mismo ser, y quien actúa no es, por consiguien­
te, otro que Dios, y es el mismo Dios numéricamente quien se
modifica en turco o en húngaro, entonces el hecho de que haya
guerras y batallas sobrepasa a todos los monstruos y desórdenes
quiméricos de las más locas cabezas que jamás hayan sido ence­
rradas en los manicomios. Fijaos bien en que, como ya he dicho,
los modos no son nada; son únicamente las substancias las que
actúan y padecen. Esta frase, «la dulzura de la miel hace cosqui­
llas a la lengua», no es verdadera sino en cuanto significa que la
substancia extensa de la que está compuesta la miel hace cosqui­
llas a la lengua. Así, en el sistema de Spinoza, quienes dicen que
«los alemanes han matado a diez mil turcos» hablan mal y falsa­
mente, a menos que entiendan que «Dios modificado en los ale­
manes ha matado a Dios modificado en diez mil turcos». De
idéntico modo, todas las frases mediante las que expresamos lo
que hacen unos hombres contra otros no tienen otro sentido ver­
dadero que éste: «Dios se odia a sí mismo, pide gracia para sí
mismo y se la rehúsa, se persigue, se mata, se come,101 se calum­
nia, se envía al cadalso, etc.». Esto no sería tan inconcebible si
Spinoza se hubiera representado a Dios como un ensamblaje de
muchas partes distintas; pero lo ha reducido a la más perfecta
simplicidad, a la unidad de la substancia, a la indivisibilidad. Di­
funde, pues, las más infames y furiosas extravagancias que pue­
dan concebirse, infinitamente más ridiculas que las de los poetas
acerca de los dioses del paganismo. Me asombra que no se haya
dado cuenta o que, si lo ha pensado, se haya aferrado a su prin­
cipio. Un buen espíritu preferiría roturar la tierra con uñas y

toi. La fábula de Saturno que devora a sus propios hijos es infinitamente más
razonable que lo que asegura Spinoza.
434 Diccionario histórico y critico

dientes antes que cultivar una hipótesis tan chocante y absurda


como ésta.

v . Dos objeciones más. Ha habido filósofos tan impíos como


para negar que hubiera un Dios. Pero no han llevado su extra­
vagancia al punto de decir que, si existiera, no sería una natu­
raleza perfectamente feliz. Los mayores escépticos de la Anti­
güedad dijeron que todos los hombres poseen una idea de Dios
según la cual es una naturaleza viviente, dichosa, incorruptible,
perfectamente feliz, no susceptible de mal alguno. «Todos los
hombres tienen una noción anticipada común de Dios, según
la cual es un animal feliz, ajeno a la muerte, perfecto en su feli­
cidad y libre de todo m al.»'01 La felicidad era la propiedad me­
nos separable de las contenidas en su idea. Quienes le despro­
veían de la autoridad y dirección del mundo, le dejaban por lo
menos la felicidad y una inmortal beatitud. ,0J Quienes lo so­
metían a la muerte decían por lo menos que era feliz toda su
vida. Era sin duda una extravagancia rayana en la locura no
reunir en la naturaleza divina la inmortalidad y la felicidad.
Plutarco refuta muy bien este absurdo de los estoicos. Voy a re­
ferir sus palabras con cierta extensión, tanto porque prueban
un pensamiento que he adelantado antes, como porque com­
baten a los spinozistas; su razonamiento no puede, en efecto,
compadecerse con la hipótesis de que Dios esté sujeto a la
muerte en cuanto a sus partes o sus modalidades, y sea como la
materia de las generaciones y corrupciones, destruya sus mo­
dalidades y se entretenga con esta ruina, etc.

Y puede muy bien suceder que alguien recaiga en la barbarie y el sal­


vajismo de los hombres que piensan que Dios no es nada, sin em-10 23

102. Sexto Empírico, Adversus mathematicus, v n i, 2.


103. «Pues es necesario que todo el Ser divino goce por sí mismo de una vida
eterna con la paz más profunda, separado de nuestras cosas, retirado muy lejos;
porque, exento de todo dolor; exento de peligros, fuerte por sus propios recur­
sos, sin necesitar de nosotros, ni se deja captar por beneficios ni conoce la ira»,
Lucrecio, 1, 37 [vv. 44-49; trad. cit.]. Los epicúreos atribuían a los dioses todo
lo que les atribuye Homero en estas palabras repetidas con tanta frecuencia:
•Beati dii semper existentes» [‘Felices los dioses que existen siempre’].
Spinoza 435

bargo no se ha encontrado un solo hombre que considere que Dios


existe, pero no está exento de la muerte y no es eterno. Ciertamente,
los que son llamados ateos porque niegan la existencia de los dioses
-Teodoro, Diágoras, Hippón- no se han atrevido a decir que Dios
esté sujeto a la muerte, sino que no han creído que hubiera algo in­
mune a ella, y, negando que pueda existir una naturaleza tal, han de­
jado la noción de Dios en suspenso. Pero Crisipo y Oleantes, llenan­
do de dioses con sus palabras -por decirlo así- cielo, tierras, aire y
mar, establecieron que ninguno de ellos estaba exento de la muerte
o era sempiterno, con la única excepción de Júpiter, en el cual pien­
san que todos los demás se consumen, de modo que éste aniquila, lo
que en nada es mejor que perecer. Es, en efecto, una debilidad pasar
a otro al perecer, del mismo modo que nutrirse y conservarse por la
muerte de otros que pasan a uno.10*

Pero, por más loca que fuera esta fantasía de los estoicos, no pri­
vaba a ios dioses de su felicidad durante la vida. Los spinozistas
son quizá los únicos que han reducido la divinidad a la mise­
ria.10! Pero ¿qué miseria?: a veces tan grande que se precipita en
la desesperación y se aniquilaría si pudiera; lo intenta, se priva
de todo aquello de que puede privarse; se cuelga; se pierde al no
poder soportar ya la horrible tristeza que lo devora. N o se trata
de declamaciones, sino de un lenguaje exacto y filosófico. Si el
hombre, en efecto, no es más que una modificación, no hace
nada. Sería una frase impertinente, graciosa, burlesca, decir que
«la alegría está alegre, la tristeza está triste». Es una frase seme­
jante, en el sistema de Spinoza, afirmar que «el hombre piensa,
el hombre se aflige, el hombre se cuelga», etc. Todas estas pro­
posiciones deben referirse a la substancia de la cual el hombre es
sólo el modo. ¿Cómo ha podido llegar a imaginarse que una na­
turaleza independiente, que existe por sí misma y posee perfec­
ciones infinitas, está sujeta a todas las desgracias del género hu­
mano? Si otra naturaleza la constriñera a apenarse, a sentir
dolor, no nos parecería tan extraño que empleara su actividad en
volverse desgraciada. Diríamos: le es preciso obedecer a una
104. Plutarco, Adversas stoicos, 1075a.
105. Los antepasados que le atribuyo en la primera nota no han profundizado
y desarrollado, como Spinoza, las consecuencias de su principio.
43« Diccionario histórico y critico

fuerza mayor; es, manifiestamente, para evitar un mal mayor


que se produce a sí misma el mal de piedra, el cólico, el delirio,
la rabia. Pero está sola en el universo; nada te da órdenes, ni te
exhorta, ni le ruega. Es su propia naturaleza, dirá Spinoza, quien
la lleva a producirse a sí misma, en ciertas circunstancias, una
gran pena y un dolor muy vivo. Pero, te responderé, ¿no encon­
tráis nada monstruoso e inconcebible en una fatalidad así?
Las poderosísimas razones que se oponían a la doctrina de
que nuestras almas son una porción de Dios presentan aún
mayor solidez contra Spinoza. En una obra de Cicerón, se ob­
jeta a Pitágoras que de esta doctrina resultan tres falsedades
evidentes: i) que la naturaleza divina sería desgarrada en par­
tes; z) que sería desdichada tantas veces como los hombres;
3) que el espíritu humano no ignoraría cosa alguna puesto
que sería Dios. «Nam Pythagoras qui censuit», etc.106

v i . Si olvidara que no estoy haciendo un libro contra este hom­


bre, sino tan sólo algunas pequeñas observaciones de paso, ha­
llaría muchos absurdos más en su sistema. Terminemos con
éste. Se ha embarcado en una hipótesis que vuelve ridículo todo
su trabajo; y estoy muy seguro de que en cada página de su Éti­
ca puede encontrarse un galimatías lamentable. Quisiera sabei;
primero, contra quién tiene algo cuando rechaza ciertas doctri­
nas y propone otras. ¿Quiere enseñar verdades? ¿Quiere refutar
errores? Pero ¿tiene derecho a decir que hay errores? Los pen­
samientos de los filósofos ordinarios, de los judíos, de tos cris­
tianos, ¿no son modos del ser infinito, del mismo modo que los
de su Ética} ¿No son realidades tan necesarias para la perfec­
ción del universo como sus propias especulaciones? ¿No ema­
nan de la causa necesaria? ¿Cómo, pues, se atreve a pretender
que hay algo que rectificar? Segundo: ¿no sostiene que la natu­
raleza a la que pertenecen las modalidades actúa necesariamen­
te, sigue siempre su camino real, no puede ni desviarse ni dete­
nerse, y que, por ser única en el universo, ninguna causa
exterior la detendrá jamás ni la corregirá? Entonces, nada hay

106. Encontraréis la continuación de estas palabras de Cicerón en la observa­


ción o , cita de la nota 1 1 2, del artículo «Pitágoras» [De natura deorum, t, 11].
Spinoza 437

más inútil que las lecciones de esta filosofía. ¿Le corresponde a


él, una simple modificación de la substancia, prescribir al ser in­
finito lo que hay que hacer? ¿Lo entenderá este ser?, y si lo en­
tendiera, ¿podría sacar algún provecho? ¿No actúa siempre
conforme a toda la extensión de sus fuerzas, sin saber ni adon­
de va ni qué hace? Un hombre como Spinoza, si razonara bien,
se mantendría en reposo. Si es posible que semejante dogma se
establezca, diría, la necesidad de la naturaleza lo establecerá sin
mi obra; si no es posible, todos mis escritos no lograrán nada.

o . Querrían que les aclararan plenamente las dificultades


bajo las que Spinoza sucumbió.
N o nos equivocamos, me parece, si suponemos que se ha
arrojado al precipicio porque ha sido incapaz de concebir ni
que la materia sea eterna y diferente de Dios, ni que haya sido
producida de la nada, ni que un Espíritu infinito y soberana­
mente libre, creador de todas las cosas, haya podido producir
una obra como el mundo. Una materia que existe necesaria­
mente y que, sin embargo, está desprovista de actividad y so­
metida a la potencia de otro principio, es cosa con la que no se
aviene la razón. N o vemos conformidad alguna entre estas
tres cualidades: la idea del orden se opone a una asociación
tal. Una materia creada de la nada no es concebible, por más
esfuerzos que quieran hacerse para formarse una idea de un
acto de voluntad que convierta en substancia real lo que antes
no era nada. Ese principio de los antiguos, «ex nihilo nihil fit»
- ‘de la nada no se hace nada’- , se presenta incesantemente a
nuestra imaginación y brilla en ella de manera tan refulgente
que nos hace soltar la presa si es que habíamos empezado a
entender algo de la creación. Finalmente, el que un Dios infi­
nitamente bueno, santo y libre, capaz de hacer criaturas siem­
pre santas y felices, haya preferido que sean criminales y eter­
namente infelices, es un objeto muy arduo para la razón; y
tanto más si ésta no puede comprender el acuerdo entre la li­
bertad del hombre'°7 y la cualidad de un ser sacado de la nada.10 7

107. Es decir, la libertad de indiferencia.


438 Diccionario histórico y critico

Ahora bien, sin este acuerdo no puede comprenderse que el


hombre merezca algún castigo bajo una providencia libre,
buena, santa y justa. He aquí tres inconvenientes que obliga­
ron a Spinoza a buscar un nuevo sistema en el que Dios no se
distinguiera de la materia, y en el que actuara necesariamente
y según la entera extensión de sus fuerzas, no fuera de sí mis­
mo sino en sí mismo. De tal suposición resulta que la causa ne­
cesaria, al no limitar en modo alguno su potencia y al no to­
mar como regla de sus acciones ni la bondad, ni la justicia, ni
la ciencia, sino únicamente la fuerza infinita de su naturaleza,
ha debido modificarse según todas las realidades posibles, de
suerte que los errores y crímenes, el dolor y la pena, siendo
modalidades tan reales como las verdades, las virtudes y los
placeres, han habido de incluirse en el universo. Spinoza creía
satisfacer por este medio las objeciones maniqucas contra la
unidad del principio. Éstas carecen de fuerza salvo en el su­
puesto de que un principio único de todas las cosas actúe por
elección y pueda hacer o no hacer, limitando su potencia según
las reglas de la bondad y la equidad o según el instinto de ma­
licia. Suponiendo esto, preguntan: si este principio único es
bueno, ¿de dónde procede el mal?; si es malo, ¿de dónde pro­
cede el bien?108 Spinoza respondería: al tener mi principio úni­
co la potencia de hacer el mal y el bien, y al hacer todo cuan­
to puede hacer; es preciso con plena necesidad que haya bien y
mal en el universo. Pesad, os lo ruego, en una balanza exacta,
los tres inconvenientes que ha querido evitar y las consecuen­
cias extravagantes y abominables de la hipótesis que ha segui­
do: encontraréis que su elección no es ni la de un hombre de
bien ni la de un hombre de espíritu. Deja de lado cosas de las
que lo peor que cabe decir es que la debilidad de nuestra razón
no nos permite conocer claramente que sean posibles, y abra­
za otras cuya imposibilidad es manifiesta. Hay mucha diferen-

xo8. «Puesto que apetecer lo malo no pasará quizá de ser una debilidad de
nuestra naturaleza; pero que se cumplan contra una víctima inocente los planes
de los malvados y esto, a la vista de Dios, es algo monstruoso y fuera de lo na­
tural. Por eso uno de tus familiares preguntábase no sin cierta razón; si Dios
existe, ¿de dónde viene el mal? Mas ¿de dónde proviene el bien si Dios no exis­
te?», Boecio, De consolatione philosophiae, I, iv, iz [trad. cit.].
Spinoza 439

cia entre no comprender la posibilidad de un objeto y com­


prender su imposibilidad. Ahora bien, observad la injusticia
de los lectores. Pretenden que quienes escriben contra Spinoza
están obligados a ponerles en las manos y con definitiva clari­
dad las verdades que él no ha podido comprender y cuyas di­
ficultades lo han empujado hacia otro lado; y como no en­
cuentran esto en los escritos antispinozistas, declaran que no
han tenido éxito. ¿No hay suficiente con demoler el edificio de
este ateo? El buen juicio quiere que se conserve la costumbre
frente a la iniciativa de los innovadores, a menos que aporten
leyes mejores. Ya sólo por eso, por el hecho de que sus pensa­
mientos no valgan más que las construcciones dominantes,
merecerían ser rechazados, aun no siendo peores que los abu­
sos que combatan. Someteos a la costumbre, hay que decir a
esa gente, o dadnos algo m ejor."* Con más razón es justo re­
chazar el sistema de los spinozistas, dado que se libra de cier­
tas dificultades sólo para meterse en problemas más inex­
plicables. A dificultades iguales por ambas partes, habría que
tomar partido a favor del sistema ordinario, puesto que, ade­
más del privilegio del dominio, ofrecería asimismo la ventaja
de prometernos grandes bienes para el futuro y de dejarnos
mil recursos consoladores en las desgracias de esta vida. ¡Qué
consuelo es preciarse en las desgracias de que las oraciones
que se dirigen a Dios serán atendidas, y de que en todo caso
tomará en cuenta nuestra paciencia y nos proporcionará un
magnífico resarcimiento! Es un gran consuelo poderse preciar
de que los demás hombres encomendarán algo al instinto de
su conciencia y al temor de Dios. Eso quiere decir que la hipó­
tesis ordinaria es al mismo tiempo más verdadera y más có­
moda que la de la impiedad.'10 Bastaba, pues, para tener el
pleno derecho de rechazar la hipótesis de Spinoza, con poder
decir: «No está expuesta a menores objeciones que la hipóte-10 9

109. «Sin melius quid habes, arcesse, aut imperium fer», Horacio, Epistolae,
V, 1, 6 |‘Si tienes algo mejor; tríetelo; si no, sométete a lo que yo disponga’,
trad. cit.].
110 . He dicho ya en el arriarlo «Socino (Fausto)», observación 1, que es del in­
terés de cada particular que todos los demás sean escrupulosos y temerosos con
Dios.
440 Diccionario histórico y critico

sis cristiana». Así, todo autor que muestre que ei spinozismo


es oscuro y falso en sus primeras proposiciones, y que está en­
turbiado por absurdos impenetrables y contradictorios en sus
consecuencias, hay que considerar que ha hecho una buena re­
futación, aunque no satisfaga claramente todas sus objecio­
nes. Vamos a resumir todo este asunto en pocas palabras: la
hipótesis ordinaria, comparada con la de los spinozistas en
lo que ambas tienen de claro, nos muestra más evidencia; y
cuando se la compara con la otra en lo que tienen de oscuro,
parece menos opuesta a las luces naturales; por otra parte, nos
promete un bien infinito tras esta vida y nos procura mil con­
suelos en ésta, mientras que la otra no nos promete nada fue­
ra de este mundo y nos priva de la confianza en nuestras ora­
ciones y en los remordimientos de nuestro prójimo: por tanto,
la hipótesis ordinaria es preferible.

p. Como han logrado incluso los más débiles de sus adver­


sarios.
No me erigiré en maestro de ceremonias para colocar a esos se­
ñores en las posiciones más altas o más bajas. M e contentaré
con nombrar a los que han llegado a mi conocim iento.'" El se­
ñor Velthuysen publicó un libro contra Spinoza en 16 8 0 ." 1
Lleva por título Tractatus de cultu naturali, et origine morali-
tatis. Cuatro años más tarde apareció un libro del señor Aubert
de Versé, que tituló L’Impie convaincu, ou Dissertation contre
Spinoza, dans laquelle l'on refute les fondemens de son athéis-
me. El señor Poiret incluyó en la segunda edición de sus pen­
samientos De Deo, anima, et malo"4 un tratado que se titula
Fundamenta atheismi eversa, sive specimen absurditatis at-
heismi Spinoziani. Vimos aparecer en 16 9 0 un libro postumo

t u . Nótese que sólo hablo de quienes han refutado las Obras postumas de
Spinoza.
1 iz. Exhortado a ello y ayudado por el difunto señor Paets (de quien se habla
en la cita de la nota 12 del artículo «Sainetes») a quien lo dedicó.
1 1 3 . Véanse las Nouvelles de la République des Lettres, octubre de 1684,
p. 862.
11 4 . Amsterdam, 1685. Véanse las mismas Nouvelles, abril de 1685, p. 430.
Spinoza 441

del señor Wittichius, titulado Anti-Spinoza, sive examen ethi-


ces Benedicti de Spinoza, et Commentarius de Deo et eius at-
tributis. Agregad a todo esto un escrito en flamenco citado por
el señor Saldenus.1^
Añadid además: 1) un libro en flamenco publicado por el
mismo Francisco Cuper de quien he hablado al comienzo
de la observación m . Este libro en flamenco no es otra cosa
que la traducción de lo dicho por Henry Morus en latín con­
tra Spinoza en algunos pasajes de sus obras, que pareció muy
sólido a Francisco Cuper, pese a que su Arcana atheismi reve-
lata hubiera sido tratado con el mayor de los desprecios por
Henry M orus.,,é z) El libro que publicó dom Fran^ois Lamí,
benedictino, en París el año 1696. Lleva por título Le nouvel
athéisme renversé, ou Refutation du systeme de Spinosa, tirée
pour la plupart de la connoissance de la nature de l’homme.
Encontraréis un extracto en el Journal des Savans del 2.8 de
enero de 16 9 7 ,“ 7 y veréis un justo elogio en la página 1 0 1
de la segunda parte de los Chevraeana en la edición de Ho­
landa. 3) La obra que publicó el señor Jaquelot en La Haya
en 16 9 7 .1,8 Se titula Dissertations sur l ’existence de Dieu, oü
l'on démontre cette vérité par rH istoire Universelle de la pre-
miére Antiquité du Monde, par la réfutation du Systeme
d'Epicure et de Spinoza, etc. Encontraréis un buen extracto
en la Histoire des Ouvrages des Savans.1 4) La obra que
el señor Jens publicó en Dort en 1698. He aquí el título:
Examen philosophicum sextae definitionis partís l Eth. Be­
nedicti de Spinoza, sive prodromus animadversionum super
único veterum et recentiorum atheorum argumento, nempe
una substantia; ubi infirmitas et vanitas argumentorum pro
ea evincetur. Accedent quaedam necdum proposita argumen­
ta pro vera existentia Dei. Es una obra de 66 páginas in-40.156
9
78

115. Más arriba, cita de la nota 78. El autor se llamaba Blyemberg; era un
mercader de Dordrecht, muerto en 1696.
116. Opera pbilosophica, vol. 1, p. 600.
117. En la p. 7 2 de la edición de Holanda.
118. Ha sido ministro de la iglesia de Vassi en Champaña, y anualmente lo es
en La Haya.
119. Septiembre de 1696, art. 111.
441 Diccionario histórico y crítico

El autor es médico en Dort, y padre del señor Jens, rector del


colegio de la misma ciudad, un sabio humanista y buen crí­
tico, como puede verse en sus Lectiones Lucianeae, impresas
en La Haya in-8° en 1699. N o hay que olvidar el libro en
flamenco que el señor Van Til publicó en 1696, cuyo ex­
tracto se encuentra en las Actas Eruditorum Lipsiensium .*«•
Hablo más abajo de otro escrito en flamenco que acaba de
aparecer.111
En todas estas obras hallaréis la demolición de los princi­
pios de Spinoza; hallaréis que Spinoza avanza proposiciones
falsas desde el comienzo de su obra - y que por consiguiente
cuanto concluye de ellas a continuación no puede tener fuer­
za alguna-. Se le puede permitir correr tanto como se quiera:
¿qué puede hacej^ por mucho que corra, si se extravía desde
los primeros pasos? Notad que sus mayores admiradores re­
conocen que si hubiera enseñado los dogmas de que le acu­
san, sería digno de execración; pretenden, sin embargo, que
no le han entendido.

Así pues, si la intención u opinión del mencionado filósofo era


confundir de este modo tan horrible la naturaleza con Dios,
considero que ha sido atacado y condenado con justicia por sus
adversarios y, más aún, que su memoria ha de ser execrada para
siempre. Sin embargo, puesto que sólo Dios, profundo escudri­
ñador de los corazones, puede juzgar sobre la intención de
alguien, no nos resta otra cosa que juzgar sobre la opinión con­
tenida en los escritos que este célebre hombre dio a la luz.
Y, aunque entre sus adversarios los haya también muy pers­
picaces, pienso con todo que no han alcanzado a comprender en
absoluto el verdadero sentido de sus escritos, puesto que
en ellos nada encuentro sino una revelación muy clara de que
este hombre en manera alguna quiere confundir Dios y natura­
leza. Por lo menos, así pienso yo de sus escritos: si otros los en­
tienden mejor, que lo que he dicho quede como no dicho. No
quiero tomar a mi cargo la protección de ese hombre; sólo pido

izo. En pp. Z95 s. de la ed. de 1696.


i z i . En la observación b b .
Spinoza 443

que sea lícito también para mí lo que es lícito para otros, de


modo que pueda expresar cuál es, a mi entender, el sentido ge­
nuino de tales escritos.1”

Estas palabras, sacadas de un libro de sus partidarios impre­


so en Utrecht en 16 8 4 , ” 3 dan a entender claramente que los
adversarios de Spinoza lo han confundido y deformado a tal
punto que el único medio de réplica que resta es el empleado
por los jansenistas contra los jesuítas, esto es, decir que su
opinión no es la que se les atribuye. Su apologista no va más
allá. Así pues, para que quede claro que nadie puede discutir
a sus adversarios el honor del triunfo, basta con considerar
que realmente ha enseñado lo que se le imputa, o que se ha
contradicho miserablemente y no ha sabido lo que quería. Se
le acusa de haber dicho que todos los seres particulares son
modificaciones de Dios. Ésa es manifiestamente su doctrina,
puesto que su proposición x i v dice así: «Praeter Deum nulla
clari ñeque concipi potest substantia» [‘N o puede darse ni
concebirse substancia alguna excepto Dios’], y en la x v ase­
gura: «Quicquid est, in Deo est, et nihil sine Deo esse ñeque
concipi potest» [‘Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada
puede ser ni concebirse’], lo cual prueba mediante el argu­
mento de que todo es o modo o substancia, y los modos no
pueden ni existir ni ser concebidos sin la substancia. Cuando
un apologista, pues, dice que, de ser cierto que Spinoza hu­
biera enseñado que todos los seres particulares son modos de
la substancia divina, la victoria de sus adversarios sería com­
pleta y no cabría contestarla, y que él sólo les contesta el he­
cho de que no cree que la doctrina que han refutado muy bien
esté en su libro; cuando, digo, un apologista habla de esta ma­

n í. Autor anónimo, Speciminis artis ratiocinandi naturalis et artificialis,


p. 1 1 j . Nótese que, tras la primera edición de este Diccionario, he visto este Spe-
cimen artis ratiocinandi, etc. con el nombre y la efigie del autor. Se trata del señor
Kuffelaer. Se atribuye el libro a Spinoza, incluso en la Historia ecclesiastica de
Micraclius, p. 116 0 , ed. de 1699, lo cual implicaba creer falsamente que en 1634
vivía aún.
1 13 . Han puesto en el título Hamburgi, como en el Tractatus tbeologico-poli-
tifus.
444 Diccionario histórico y critico

ñera, qué le falta sino una aceptación formal de la derrota de


su héroe; pues el dogma en cuestión evidentemente se encuen­
tra en la moral de Spinoza.11*
M e es preciso ofrecer aquí un ejemplo de la falsedad de sus
primeras proposiciones; servirá para mostrar cuán fácil era
derribar su sistema. Su proposición v contiene estas palabras:
«In rerum natura non possunt dari duae aut plures substan-
tiae eiusdem naturae seu attributi» [‘En el orden natural no
puede darse dos o más substancias de la misma naturaleza, o
sea, con el mismo atributo’]. Éste es su Aquiles, la base más
firme de su edificio; pero al mismo tiempo se trata de un so­
fisma tan humilde que ni un escolar se dejaría coger en él tras
haber estudiado las llamadas parva logicalia o cinco voces de
Porfirio. Quienes regentan la filosofía de la escuela enseñan
ante todo a sus oyentes qué es género, especie, individuo. No
se precisa más que esta lección para frenar de un solo golpe la
máquina de Spinoza. No se precisa más que un pequeño dis-
tinguo concebido en estos términos: «Concedo que no pue­
dan darse más substancias de la misma naturaleza o atributo
en cuanto al número; niego que no puedan darse más subs­
tancias de la misma naturaleza o atributo en cuanto a la es­
pecie». ¿Qué puede decir Spinoza contra esta distinción? ¿No
ha de admitirla con respecto a las modalidades? ¿N o es el
hombre, según él, una especie de modificación, y no es Sócra­
tes un individuo de esta especie? ¿Aceptaría él que se sostu­
viera que Benito Spinoza y el judío que le dio una cuchillada
no eran dos modalidades sino una sola? Podría hacerse así in­
venciblemente si su prueba de la unidad de la substancia fue­
ra buena; pero, puesto que prueba demasiado, ya que prueba
que en el universo sólo puede haber una modificación, él mis­
mo ha de ser de los primeros en rechazarla. Ha de saber, pues,
que la palabra ídem significa dos cosas: identidad o similitud.
Fulano, decimos, nació el mismo día que su padre y murió el
mismo día que su madre. En relación a un hombre que hu­
biera nacido el r de marzo de 16 1 0 y muerto el io de febrero14

114 . El apologista que he citado, a saber, el señor Kuffelaeq sostiene a voz en


grito, en la p. 14, que no puede haber sino una substancia en el universo.
Spinoza 445

de 16 5 5 , y cuyo padre hubiera nacido el 1 de marzo de 16 10 ,


y su madre hubiera muerto el 10 de febrero de 16 5 5 , la pro­
posición sería verdadera según los dos sentidos de la palabra
mismo. La tomaríamos por semejante en la primera pane de
esta proposición, pero no en la segunda. Pitágoras y Aristóte­
les, según el sistema de Spinoza,* eran dos modalidades se­
mejantes. Cada una de ellas poseía la entera naturaleza de
modalidad y, sin embargo, la una difería de la otra. Digamos
otro tanto de dos substancias: cada una de ellas posee toda la
naturaleza y todos los atributos de la substancia, y, sin em­
bargo, no son una substancia sino dos. Refiramos lo que dijo
un español contra quienes, valiéndose de un sofisma muy se­
mejante al de nuestro Spinoza, se habían figurado que la ma­
teria primera no era distinta de Dios.

¿Quién no se queda atónito al enterarse de que en aquel tiempo


había algunos a tal punto extravagantes y ciegos en medio de
una luz clarísima, que afirmaban constantemente y defendían
con toda pugnacidad que Dios era la materia prima? Pero ¿en
qué razón basaban una opinión tan necia e impía? Si la materia
prima y Dios, decían, no son lo mismo, entonces difieren entre sí;
pero las cosas que difieren, es necesario que difieran en algo, por
lo cual es preciso que estén compuestas de aquello en lo que con­
vienen y de aquello en lo que difieren; pues bien, como ni en
Dios ni en la materia prima hay composición alguna, tampoco
puede haber ninguna diferencia entre ellos; por lo cual son nece
sanamente una e idéntica cosa. Ved cómo un argumento fútil los
lleva a un error muy grave o más bien a la demencia, por no en­
tender la separación que se da entre «diferente» y «diverso», lo
cual enseña también Aristóteles en el libro x de la Metafísica,
texto 1 z. Difieren, en efecto, entre sí las cosas que convienen en
algo y que se distinguen en algo, como el hombre y el león con­
vienen en el género, ya que en ambos casos es el animal, y se dis-

t»$. Notad, de paso, que por el principio «Quae sunt Ídem uni tertio, sunt
Ídem ínter se» [‘Las cosas que son iguales a una tercera, son iguales entre sf],
Spinoza no puede negar que Pitágoras y Aristóteles fueran un mismo hombre:
•crant enim Ídem uni tertio, nempe substantiae Dei» [‘en efecto eran iguales a
una tercera cosa, ciertamente a la substancia divina’].
446 Diccionario histórico y critico

tinguen por las diferencias propias, pues uno participa de la ra­


zón, pero el otro está privado de ella. En cambio, son diversas
aquellas cosas que se distinguen entre sí porque son simplicísi-
mas.116

Pocas ideas hay en nuestro espíritu más claras que las de la


identidad. La oscurecemos, estoy de acuerdo, y la aplicamos
muy mal al lenguaje ordinario: los pueblos, los ríos, etc., pasan
por ser los mismos pueblos y los mismos ríos durante muchos
siglos; el cuerpo de un hombre pasa por ser el mismo cuerpo
durante sesenta años o más. Pero estas expresiones populares y
abusivas no nos privan de la regla segura de la identidad ; no
borran de nuestra alma esta idea: «Una cosa de la cual se pue­
de negar o afirmar lo que no puede ser negado o afirmado de
otra cosa es distinta de esta otra. Cuando todos los atributos
de tiempo, de lugar, etc., que convienen a una cosa, convienen
también a otra, no son más que un solo ser». Pero, pese a la cla­
ridad de tales ideas, sería imposible decir cuántos grandes filó­
sofos se han equivocado en esto y han reducido a la unidad to­
das las almas e inteligencias,11? aun reconociendo que unas
estaban unidas a cuerpos a los que las otras no estaban unidas.
Esta doctrina era tan común en Italia en el siglo x v i , que el
papa León X se creyó obligado a condenarla y a someter a gra­
ves penas a quienes la enseñaran.118 He aquí las palabras de su
bula, fechada el día 19 de diciembre de 1 5 1 3 :

Como en nuestros días el sembrador de cizaña se ha atrevido a


sembrar no pocos errores perniciosísimos en el campo del Señor,
particularmente en torno a la naturaleza del alma racional, que
por lo visto sería mortal o única en todos los hombres, y como
no pocos de los que filosofan a la ligera aseveran que esto es cier-126
78

126. Bcnedictus Pererius, De communihus principiis, V, x i i , 309.


127. Véase el artículo «Cesalpino», observación c , y compárese lo que se dice
sobre los escotistas en el artículo «Abelardo», observación c.
128. «Hemos decretado que hay que evitar y castigar a todos los que se han
adherido de este modo a errores culpables como a sembradores de herejías con­
denadísimas y como a destructores de la íe católica en todo al modo de detes­
tables y abominables herejes e infieles.»
Spinoza 447

to al menos según la filosofía, contra tal cosa, con la aprobación


del sagrado concilio, condenamos y reprobamos a todos los que
afirmen que el alma intelectiva es mortal o única en todos los
hombres, o a los que atribuyan dudas a esto, por cuanto aquélla
es inmortal e individualmente multiplicable, y ha sido multipli­
cada y ha de serlo, en proporción a la multitud de cuerpos en que
está infusa.

Esto entrañaba cortar una gruesa rama del spinozismo. Ob­


servemos que algunos filósofos oscurecen extrañamente la
idea de identidad al sostener que las partes del continuo no
son distintas antes de la separación actual.11’ N o cabe decir
cosa más absurda.

Q. N o hay ningún filósofo que tenga menos derecho a negar


la aparición de los espíritus.
Lo he dicho en otro sitio.*»0 Si uno supone que un espíri­
tu soberanamente perfecto ha hecho surgir las criaturas del
seno de la nada, no determinado por su naturaleza, sino por
una elección libre de su capricho, puede negar que haya ánge­
les.*»1 Si preguntáis por qué ese creador no ha producido otros
es-píritus que el alma humana, os responderán que así se le ha
antojado -«stat pro ratione voluntas» |‘ la voluntad hace las
veces de razón']-. Nada razonable podréis oponer a esta res­
puesta, a menos que probéis el hecho, esto es, que hay ángeles.
Pero cuando uno supone que el creador no ha actuado libre­
mente, sino que ha agotado sin elección ni regla toda la exten­
sión de su poder, y que, por otra parte, el pensamiento es uno
de sus atributos, se cae en el ridículo sosteniendo que no exis­
ten los demonios. Es necesario creer que el pensamiento del
creador se ha modificado no sólo en el cuerpo de los hombres,
sino también por todo el universo, y que, aparte de los anima­
les que conocemos, hay una infinidad de ellos que no conoce-19

1 19. El caballero Digby, si no me equivoco, afirma esto.


130. En el artículo «Ruggeri», observación o , en el tercer párrafo.
13 1. Por descontado que poniendo aparte la autoridad de la Escritura, y de­
clarando no razonar sino filosóficamente.
448 Diccionario histórico y crítico

mos, que nos sobrepasan en luces y malicia, tanto como no­


sotros sobrepasamos a ese respecto a perros y bueyes. La cosa
menos razonable del mundo sería, en efecto, llegar a imaginar­
se que el espíritu del hombre es la modificación más perfec­
ta que ha podido producir un ser infinito actuando según toda
la extensión de sus fuerzas. N o concebimos que haya nin­
gún vínculo natural entre entendimiento y cerebro; por esa ra­
zón, debemos creer que una criatura sin cerebro es tan ca­
paz de pensar como una criatura organizada como nosotros lo
estamos. Entonces, ¿qué ha podido llevar a Spinoza a negar
cuanto se dice acerca de los espíritus?1! 1 ¿Por qué ha creído que
no hay nada en el mundo capaz de excitar en nuestra máquina
la visión de un espectro, de hacer ruido en una habitación, de
causar todos los fenómenos mágicos que mencionan los libros?
¿Acaso ha pensado que para producir todos esos efectos habría
que disponer de un cuerpo tan macizo como el del hombre,
y que en tal caso los demonios no podrían subsistir en el aire, ni
entrar en nuestras casas, ni esconderse de nuestros ojos? Pero
pensar esto sería ridículo: la masa de carne de la que estamos
compuestos es menos una ayuda que un obstáculo para el espí­
ritu y para la fuerza. Me refiero a la fuerza mediata o facul­
tad de aplicar los instrumentos más apropiados para la produc­
ción de grandes efectos. De esta facultad nacen las acciones más
sorprendentes del hombre. Miles de ejemplos nos lo muestran.
Un ingeniero pequeño como un enano, delgado y pálido, hace
más cosas que dos mil salvajes más fuertes que Milón. Una má­
quina animada, diez mil veces más pequeña que una hormi­
ga, podría ser más capaz de producir grandes efectos que un ele­
fante: podría descubrir las partes insensibles de los animales y
plantas, penetrar en la sede de los primeros resortes de nuestro
cerebro y abrir en él válvulas cuyo efecto sería que veríamos
fantasmas y oiríamos ruidos, etc.1!! Si los médicos conocieran

132.. Véanse sus Cartas, l v i , l v i i i , l x .


133 . Nótese, de paso, que nada se entiende peor que la discusión de si los án­
geles que se aparecen se forman un cuerpo humano o toman algún cadáver. No-
necesitan nada de esto; les basta con mover los nervios ópticos y acústicos como
los mueven la luz reflejada por un cuerpo humano y el aire que sale de la boca
de un hombre que habla.
Spinoza 449

las primeras fibras y combinaciones de panes de los vegetales,


minerales y animales, conocerían asimismo los instrumentos
con que perturbarlos, y podrían aplicar esos instrumentos, se­
gún fuera necesario, para producir nuevos arreglos que convir­
tieran buenos alimentos en veneno y venenos en buenos ali­
mentos. Tales médicos serían incomparablemente más hábiles
que Hipócrates. Y si fueran bastante pequeños para entrar en
el cerebro y las visceras, curarían a quien quisieran y provoca­
rían también, cuando quisieran, las más extrañas enfermeda­
des que puedan verse. Todo se reduce a una cuestión: «¿Es po­
sible que una modificación invisible tenga más luces y más
maldad que el hombre?». Si Spinoza opta por la negativa, está
ignorando las consecuencias de su hipótesis y se conduce te­
merariamente y sin principios. Cabría hacer aquí una larga
disertación donde se previnieran todos sus subterfugios y obje­
ciones. Compárese con esto cuanto se ha observado en los ar­
tículos sobre Lucrecio1 y sobre Hobbes.'”

k . La polémica de los spinozistas en tomo a los milagros no


es más que un juego de palabras.
La opinión común de los teólogos ortodoxos es que Dios pro­
duce los milagros inmediatamente, ya sirviéndose de la acción
de las criaturas, ya sin servirse de ella. Ambos medios son un
testimonio incontestable de que está por encima de la natura­
leza; pues, si produce algo sin emplear otras causas, puede
prescindir de la naturaleza; y nunca las emplea en un milagro
sino tras haberlas desviado de su curso, de suerte que muestra
que dependen de su voluntad, que suspende su fuerza cuando
le place o que la aplica de una manera diferente a su determi­
nación ordinaria. Los cartesianos, que hacen de Él causa pró­
xima e inmediata de todos los efectos de la naturaleza, supo­
nen que cuando hace milagros no observa las leyes generales
que ha establecido: hace una excepción y aplica los cuerpos de
modo completamente distinto a como lo hubiera hecho de ha-134 5

134. El filósofo, observación f .


135. Observación n .
45° Diccionario histórico y critico

ber seguido las leyes generales. Dicen, sobre esto, que si hubie­
ra leyes generales por las cuales Dios se hubiera comprometido
a mover los cuerpos según los deseos de los ángeles, y un ángel
hubiera deseado que las aguas del mar Rojo se separaran, el
paso de los israelitas no sería un milagro propiamente dicho.
Esta consecuencia, que emana necesariamente de su principio,
impide que su definición de milagro tenga todas las ventajas
que son de desear. Más les valdría decir que todos los efectos
contrarios a las leyes generales que nos son conocidas, son mi­
lagros; por este medio, las plagas de Egipto y otras semejantes
acciones extraordinarias relatadas en la Escritura serán mila­
gros hablando en propiedad. Ahora bien, para mostrar la mala
fe y las ilusiones de los spinozistas sobre esta materia, basta
con decir que cuando rechazan la posibilidad de los milagros,
aducen como razón que Dios y la naturaleza son el mismo ser,
de suerte que si Dios hiciera algo contra las leyes de la natura­
leza, se trataría de algo contra sí mismo, lo cual es imposible.
Hablad claramente y sin equívocos; decid que, no habiendo
sido hechas las leyes de la naturaleza por un legislador libre y
conocedor de lo que hacía, y siendo, por el contrario, la acción
de una causa ciega y necesaria, nada puede ocurrir que sea con­
trario a estas leyes. Estaréis alegando contra los milagros, en­
tonces, vuestra propia tesis: habrá una petición de principio;
pero al menos hablaréis sin rodeos. Vamos a sacarlos de estas
generalidades; vamos a preguntarles qué piensan de los mila­
gros relatados en la Escritura. Negarán absolutamente cuanto
no puedan atribuir a alguna jugada hábil. Vamos a pasarles la
frente de bronce que hay que tener para tildar de falsos hechos
de esta naturaleza; vamos a atacarlos por sus principios. ¿No
decís que la potencia de la naturaleza es infinita?: ¿lo sería si no
hubiera nada en el universo capaz de devolver la vida a un
hombre muerto?, ¿lo sería si no hubiera más que un solo me­
dio para formar a los hombres, el de la generación ordinaria?
¿No decís que el conocimiento de la naturaleza es infinito? Ne­
gáis este entendimiento divino, donde, a nuestro juicio, se con­
centra el conocimiento de todos los seres posibles, pero disper­
sando el conocimiento no negáis su infinitud. Debéis, pues,
decir que la naturaleza conoce todas las cosas más o menos
Spinoza 45i

como nosotros decimos que el hombre entiende todas las len­


guas: un solo hombre no las entiende todas, pero unos entien­
den éstas y otros aquéllas. ¿Podéis negar que el universo con­
tenga algo que conozca la construcción de nuestro cuerpo? Si
lo hicierais, caeríais en contradicción; dejaríais de admitir que el
conocimiento de Dios está repartido de una infinidad de ma­
neras: el artificio de la construcción de nuestros órganos no le
sería conocido. Reconoced, pues, si es que queréis razonar con­
secuentemente, que hay alguna modificación que lo conoce; ad­
mitid que la naturaleza es muy capaz de resucitar a un muerto,
y que vuestro maestro confundía sus ideas e ignoraba cuanto se
sigue de su principio al decir que, de haberse podido persuadir
de la resurrección de Lázaro, habría roto en pedazos todo su
sistema y habría abrazado sin repugnancia la fe común de los
cristianos.1?6
Es suficiente con esto para probar a esas personas que des­
mienten sus hipótesis cuando niegan la posibilidad de los mi­
lagros, quiero decir -p ara deshacer cualquier equívoco-, la
posibilidad de los acontecimientos narrados en la Escritura.

s. Tomó precauciones para evitar que, si llegaba el caso, que­


dara al descubierto su inconstancia.
Me refiero a que dio órdenes estrictas para que si la cerca­
nía de la muerte o los efectos de la enfermedad le llevaban a
hablar contra su sistema, nadie sospechoso fuera testigo de
ello. Éste es el hecho, o al menos es lo que se dice en cierta
obra impresa: los ateos acaso «no desean la alabanza sino
débilmente. Pero ¿qué más cabe hacer sino lo que hizo Spino-
za poco antes de morir? Se trata de algo reciente,'J® y me he
enterado por un gran hombre que lo sabe de buena tinta. Era
el mayor ateo que jamás haya existido, y se había infatuado a136
78

136. Me han asegurado que decía esto a sus amigos.


137. Pensées diverses sur les cometes, núm. 18 1, pp. 363-366. Véase la Histoi-
re des Ouvrages des Savans, marzo de 1689, p. 82. [El autor de los Pensées...
es el propio Bayle.]
138. Los Pensées sur les cometes se imprimieron en 1683.
452 Diccionario histórico y crítico

tal punto de ciertos principios de filosofía que, para meditar­


los mejor, casi se retiró, renunciando a cuanto llaman placeres
y vanidades del mundo, y no ocupándose de nada más que de
esas abstrusas meditaciones. Al sentir que su final se acerca­
ba, llamó a su hospedera y le rogó impedir que ningún minis­
tro acudiera a verlo en ese estado. Su razón era, según ha tras­
cendido por sus amigos, que deseaba morir sin disputas, y
que temía caer en una debilidad mental que le hiciera decir
algo de lo que pudiera sacarse provecho en contra de sus prin­
cipios. Es decir, temía que se propagara por el mundo que, a
la vista de la muerte, su conciencia se había despertado y le
había llevado a desmentir su bravura y a renunciar a sus sen­
timientos. ¿Puede verse una vanidad más ridicula y más exa­
gerada que ésa, y una pasión más loca por la falsa idea de la
constancia?».
Un prefacio citado más arriba,*39 que contiene algunas cir­
cunstancias de la muerte de este ateo, no habla del asunto. Me
entero por él de que dijo a su hospedero que marchara a la
iglesia: «Cuando el sermón haya acabado, volveréis, Dios me­
diante, a hablar conmigo».1*0 Pero murió tranquilamente an­
tes del regreso de su hospedero, y sólo lo vio morir un médi­
co de Amsterdam.1*' Se admite, por lo demás, su extremo de­
seo de inmortalizar su nombre, y que hubiera sacrificado muy
gustosamente la vida presente por esta gloria, aun al precio de
ser hecho pedazos por un pueblo amotinado.

No codiciaba el dinero en absoluto; de lo contrario no hubiera


rechazado los honorarios de profesor que a veces le ofrecieron.
Era un hombre más bien ávido de gloria y demasiado ambicio­
so que tuvo el deseo engreído de ser cruelmente destrozado como
su amigo De Witt, a fin de que con una vida breve el curso de su
gloria fuera eterno.1*1139
2
0
4

139. En la observación H.
140. «Ad audiendum oratorem sacrum horis promeridianis tendentem, finita,
inquit, condone, Deo volente, ad sermones redibis», Sebastian Kortholt, prefa­
cio del libro De tribus impostoribus, p. 6.
14 1. Ibidem.
142. Ibidem.
Spmoza 453

T . De haber razonado consecuentemente, no habría tildado


de quimérico el miedo a los infiemos.
Por mucho que uno crea que este universo no es obra de Dios
y no está dirigido por una naturaleza simple, espiritual y dis­
tinta de todos los cuerpos, hay que admitid por lo menos, que
existen ciertas cosas que están dotadas de inteligencia y volun­
tades, y que son celosas de su poder, que ejercen autoridad so­
bre las demás, que les mandan esto o aquello, que las castigan,
que las maltratan, que se vengan severamente. ¿No está la Tie­
rra llena de esta clase de cosas? ¿No lo sabe todo el mundo por
experiencia? Imaginarse que todos los seres de esta naturaleza
se hayan encontrado precisamente sobre la Tierra, apenas un
punto en comparación con el mundo, es a buen seguro una
idea nada razonable. ¿Han de estar en la Tierra, antes que en
cualquier otra parte, la razón, el ingenio, la ambición, el odio,
la crueldad? ¿Por qué? ¿Puede aducirse alguna causa, buena o
mala? N o lo creo. Nuestros ojos nos inclinan a la persuasión de
que esos espacios inmensos que llamamos el cielo, donde se
producen movimientos tan rápidos y activos, son tan capaces
como la Tierra de formar hombres, y tan dignos como la T e ­
rra de estar repartidos en varios dominios. N o sabemos qué
pasa, pero la simple consulta a la razón induce a creer que es
muy probable, o al menos posible, que haya seres pensantes
que extiendan su imperio, así como su luz, sobre nuestro mun­
do. El hecho de no verlos no prueba que les seamos desconoci­
dos o indiferentes: acaso formamos una porción de su seño­
río, y ellos hacen leyes, nos las revelan mediante las luces de la
conciencia y se enfadan violentamente contra quienes las trans­
greden. Que esto sea posible es suficiente para arrojar en la
inquietud a los ateos; y sólo hay un buen remedio para librar­
se de todo temor: creer que el alma es mortal. Sería ésta una es­
capatoria de la cólera de tales espíritus, pero, de lo contrario,
pueden ser más temibles que el mismo Dios. Me explico. Hay
personas que creen en un Dios, un paraíso y un infierno, pero
se hacen ilusiones figurándose que la bondad infinita del ser su­
mamente perfecto no le permite atormentar eternamente a su
propia obra. Es el padre de todos los hombres, dicen, y por
454 Diccionario histórico y crítico

tanto castiga paternalmente a quienes le desobedecen, y tras


haberles hecho sentir su falta, les restablece con su gracia cerca
de Él. Así razonaba Orígenes. Otros suponen que Dios despro­
veerá de existencia a las criaturas rebeldes, y que con un «quem
das finem rex magne laborum» [‘¿qué fin vas a poner; gran rey,
a sus trabajos?’],‘ 43 se le apaciguará y enternecerá. Llevan tan
lejos sus ilusiones que se imaginan que las penas eternas de que
se habla en la Escritura sólo son conminatorias. Si tales perso­
nas ignoraran que hay un Dios, y razonando sobre lo que pasa
en nuestro mundo se persuadieran de que en otras partes hay
seres que se interesan por el género humano, no podrían, al
morir, liberarse de inquietudes, salvo que creyeran en la mor­
talidad del alma. Si la creyeran inmortal, en efecto, podrían te­
ner miedo de caer bajo el poder de algún amo feroz que se hu­
biera irritado contra ellos a causa de sus acciones; en vano
esperarían librarse con unos cuantos años de tormento. Una
naturaleza limitada puede carecer de cualquier clase de perfec­
ción moral; puede muy bien parecerse a nuestros Falaris y Ne­
rones, gentes que, de poseer autoridad eterna, serían capaces
de abandonar eternamente a sus enemigos en un calabozo.
¿Confiaremos en que los seres maléficos no duren siempre?;
pero ¿cuántos ateos pretenden que el sol jamás ha tenido co­
mienzo y no tendrá fin? A esto me refería cuando he dicho que
hay seres que podrían parecer más temibles que el propio Dios.
Uno puede preciarse dirigiendo la vista hacia un Dios infinita­
mente bueno y perfecto, y temerlo todo de una naturaleza im­
perfecta; no se sabe si su cólera no durará siempre. Nadie ig­
nora la elección del profeta David.1**
Para aplicar todo esto a un spinozista, recordemos que se ve
obligado por su principio a reconocer la inmortalidad del
alma, pues es contemplada como la modalidad de un ser esen­
cialmente pensante. Recordemos que no puede negar que haya
modalidades que se enfadan con las otras, que las ponen en14 3

143. Virgilio, Eneida, I, 245 [trad. dt.].


144. Teniendo que escoger entre ser vencido por sus enemigos o ser afligido
por alguna plaga enviada por Dios, respondió al profeta Gad: «Te pido que cai­
gamos en las manos del Eterno, pues su compasión es abundante, y que no
caiga entre las manos de los hombres», i Samuel 24:14.
Spinoza 455

apuros y las torturan, que hacen durar sus tormento tanto


como pueden, que las envían a galeras para toda la vida y que
prolongarían este suplicio eternamente si la muerte no pusiera
orden por una u otra parte. Tiberio, Calígula, cien personajes
más, son ejemplos de este tipo de modalidades. Recordemos
que un spinozista se pone en ridículo si no admite que todo el
universo está lleno de modalidades ambiciosas, irritadas, celo­
sas, crueles; pues, dado que la Tierra está llena de ellas, no hay
razón alguna para imaginarse que el aire y los cielos no lo
estén. Recordemos, finalmente, que la esencia de las modali­
dades humanas no consiste en llevar grandes pedazos de carne.
Sócrates era Sócrates el día de su concepción o poco des­
p u é s ; ^ todo cuanto tenía en ese momento puede subsistir por
entero tras que una enfermedad mortal haya hecho cesar la cir­
culación de la sangre y el movimiento del corazón en la materia
en la que había crecido. Por tanto, consideramos sólo lo esen­
cial de su persona, tras su muerte es la misma modalidad que
era durante su vida: con la muerte, pues, no escapa a la justicia
o al capricho de sus perseguidores invisibles. Pueden seguirlo
dondequiera que vaya y maltratarlo bajo cualquier forma visi­
ble que pueda adquirir.
Podríamos valernos de estas consideraciones para conducir
a la práctica de la virtud aun a quienes se encenaguen en las
impiedades de semejantes escuelas; pues la razón quiere que
pasen temor principalmente por haber violado las leyes reve­
ladas a su conciencia. Lo más verosímil sería que estos seres
invisibles se interesaran en el castigo de tales faltas.

u. Sus amigos sostienen que no deseó, por modestia, dar su


nombre a escuela alguna.
Refiramos los términos del prefacio de sus Opera posthuma
sin suprimir nada.

14$. Spinoza, fabricante de microscopios, había de creer que el hombre está


organizado y animado en el semen, y que por tanto Sócrates era Sócrates antes
de que su madre lo hubiera concebido.
45« Diccionario histórico y critico

Si el nombre del autor, en la portada y en otras partes del libro,


se indica sólo por las iniciales, no es por otra causa sino porque
poco antes de su muerte pidió expresamente que en su Ética,
cuya impresión encargaba, no figurara su nombre. La única ra­
zón para prohibir esto es, parece, que no quiso que ninguna es­
cuela llevara su nombre. Dice en efecto en el apéndice de la cuar­
ta parte de la Ética, capítulo x x v , que, «quienes anhelen ayudar
a los demás aconsejándoles o de hecho para disfrutar juntos del
bien supremo, no se esforzarán en manera alguna para que una
escuela lleve su nombre», pero además en la tercera parte de la
Ética, que versa sobre los afectos, en la definición x l i v , donde
explica qué es la ambición, acusa claramente de ávidos de gloria
a quienes hacen tal cosa.

x . Más temible habría sido de haber empleado todas sus


fuerzas en esclarecer una hipótesis que está muy bien en boga
entre los chinos.
Un padre de la Iglesia hizo una confesión que tal vez no se le
perdonaría hoy a un filósofo: que los mismos que niegan la
divinidad o la providencia alegan tantas probabilidades a fa­
vor de su causa como contra sus adversarios.

No son pocos quienes niegan a los dioses. Algunos dicen que du­
dan de si existen en algún sitio. Otros, que sin duda existen, pero
que no se ocupan de los asuntos humanos. Otros afirman que se
interesan en los asuntos de los mortales y que administran los
intereses terrenales. Dado que las cosas, en efecto, son así, y no
cabe la posibilidad de que no sea una de estas posiciones la ver­
dadera, todos pugnan con sus argumentos, y a ninguno de ellos
le falta cierta probabilidad, ya cuando sostienen sus posiciones,
ya cuando contradicen las otras opiniones. m‘

De tener razón, sería quizá sobre todo con respecto a quienes


suponen un gran número de almas en el universo, distintas
unas de otras, cada una de ellas existiendo por sí misma y ac-14
6

146. Amobio, Adversas gentes, II, 82..


Spinoza 457

tuando por un principio interior y esencial. Unas tienen más


potencia que otras, etc. En esto consiste el ateísmo que es­
tá tan extendido entre los chinos. Así nos imaginamos que
han ido poco a poco oscureciendo las ideas verdaderas:1*?

Dios, ese ser tan puro y tan perfecto, se ha convertido a lo sumo


en el alma material del mundo entero o de su parte más bella,
que es el cielo. Su providencia y su potencia ya sólo son limita­
das, aunque, pese a todo, mucho más extensas que la fuerza y la
prudencia de los hombres [...] La doctrina de los chinos desde
siempre ha atribuido espíritus a las cuatro partes del mundo, a
astros, montañas, ríos, plantas, villas, a sepulturas, casas y hoga­
res, en una palabra, a todas las cosas. Y no todos los espíritus les
parecen buenos; reconocen que hay algunos malos, causa inme­
diata de los males y desastres a que está sujeta la vida humana.’ *»
Del mismo modo, pues, que el alma del hombre era, a su parecer,
la fuente de todas las acciones vitales del hombre, daban también
un alma al sol, que sería la fuente de sus cualidades y movimien­
tos. Y con este principio, con las almas esparcidas por doquier
como causantes en todos los cuerpos de las acciones que parecen
naturales a dichos cuerpos, no hacía falta más para explicar, se­
gún tal opinión, la entera economía de la naturaleza, y para su­
plir la omnipotencia y providencia infinita, que no admitían en
ningún espíritu, ni siquiera en el del cielo. En realidad, así como
parece que el hombre, que se sirve de las cosas naturales para su
alimentación o conveniencia, tiene cierto poder sobre ellas, esta
antigua doctrina de los chinos, dando proporcionalmente un po­
der semejante a todas las almas, suponía que la del cielo podía
actuar sobre la naturaleza con una prudencia y una fuerza in­
comparablemente mayores que las humanas. Pero, al mismo
tiempo, reconocía en el alma de cada cosa una fuerza interior, in­
dependiente por su naturaleza del poder del cielo y que actuaba
a veces contra sus designios. El cielo gobernaba la naturaleza14 78

147. La Loubére, Relation de Siam, vol. 1, cap. x x m , núm. 2, pp. 503*504.


Véase cita de la nota 55 del artículo «Maldonado» y el artículo «Sommonaco-
dom», observación a .
148. 1bidem, núm. 3, pp. 505-506.
458 Diccionario histórico y critico

como un poderoso rey; las restantes almas le debían obediencia


y él las forzaba casi siempre, pero a veces algunas se libraban de
obedecerle.

Reconozco lo absurdo que es suponer una multitud de seres


eternos, independientes y desiguales en fuerza entre sí, pero
tal suposición no ha dejado de parecer verdadera a Demócri-
to, Epicuro y varios grandes filósofos más, que admitían una
cantidad infinita de pequeños cuerpos de diferente figura e in­
creados, que se movían por sí mismos, etc. Esta doctrina es
aún muy frecuente en Oriente.1*» Quienes afirman la eterni­
dad de la materia aceptan algo tan poco razonable como se­
ría aceptar la eternidad de un número infinito de átomos,
pues si puede haber dos seres coeternos e independientes en
cuanto a su existencia, puede haber cien mil millones y hasta
el infinito. Están incluso obligados a decir que actualmente
hay una infinidad de ellos; la materia, en efecto, por muy pe­
queña que sea, contiene partes distintas. Y observad bien que
toda la Antigüedad ignoró la creación de la materia, pues
nunca se apartó del axioma «ex nihilo nihil fit». N o supo,
pues, del absurdo de reconocer una infinidad de substancias
coeternas e independientes entre sí en cuanto a la existencia.
Al margen de su absurdo, esta hipótesis no se halla sometida
a los espantosos inconvenientes que deforman la de Spinoza.
Ésta dará razón de muchos fenómenos asignando a cada cosa
un principio activo, a unas más fuerte, más pequeño a otras;
o si son iguales en fuerza, habría que decir que las que se lle­
van la victoria son las que han hecho una liga más numerosa.
No sé si ha habido algún sociniano que haya dicho o creído
que el alma del hombre, no habiendo salido del seno de la
nada, existe y actúa por sí misma. Su libertad de indiferencia
surgiría manifiestamente de ahí.14
9

149. Véase el libro anónimo, impreso en 1690 en Amsterdam, y titulado Phi-


iosophia vulgaris refútala.
Spinoza 459

Y. Aprobó, incluso, una confesión de fe que le transmitió uno


de sus íntimos amigos.
Un tal Jarig Jellis, íntimo amigo suyo, sospechoso de algunas
heterodoxias, creyó que debía hacer pública, para justificarse,
una confesión de fe. Una vez elaborada, la envió a Spinoza y
le rogó que le escribiera su impresión. Spinoza le respondió
que la había leído con placer y que no había encontrado nada
que cambiar: «Domine ac amice darissime: scripta tua ad me
missa cum voluptate perlegi, ac talia inveni ut nihil in illis mu-
tare possim». Esta confesión de fe está en flamenco y se im­
primió en 16 8 4 .'s°

x . Cuanto de él se dice en la continuación de ¡os «Menagia-


na» es tan falso.
Éste es el cuento:

He oído decir que Spinoza murió de miedo a que lo encerraran


en la Bastilla. Había venido a Francia atraído por dos personas
de calidad deseosas de verlo. El señor De Pomponne fue adverti­
do, y como es un ministro muy celoso de la religión, no conside­
ró oportuno tolerar a Spinoza en Francia, donde era capaz de
causar desórdenes. Para impedírselo, decidió encerrarlo en la
Bastilla. Puesto Spinoza sobre aviso, se salvó con un hábito fran­
ciscano; pero no garantizo esta última circunstancia. Lo cierto es
que muchas personas que lo vieron me han asegurado que era
pequeño, cetrino, con algo de negro en la fisonomía, y que lleva­
ba en su rostro una señal de reprobación.1*1

La última parte de esta narración puede tomarse por muy


cierta, pues, además de que Spinoza era de origen portugués
o español, como su nombre indica suficientemente, he oído
decir a personas que lo conocieron lo mismo sobre su tez que

1 jo. En Amsterdam. El título corresponde a Confesión de fe católica y cristia­


na, contenida en una carta a N . N . por Jarig Jellis.
1 5 1 . Suite du Ménagiana, p. 15 , ed. de Holanda.
460 Diccionario histórico y critico

se asevera en este pasaje de los Menagiana. Pero, en lo tocan­


te a la primera parte del cuento, es una lamentable falsedad, y
por ella puede juzgarse cuántas mentiras se propalan en las
asambleas parecidas a la Mercurial del señor Menage, muy
frecuentes en París y otras ciudades.

aa. Señalaremos un error que ha cometido el señor D e Vig-


tteul M arville en la misma página.
«El judío o más bien el ateo de quien habla, sin nombrarlo, el
señor Huet en el prefacio de su Demostración evangélica, que
le ha dado motivo para escribir este docto libro, es el famoso
Benito Spinoza, con quien tuvo intensas conversaciones en
Amsterdam acerca de la religión.»'** El judío con el que con­
versó en Amsterdam el señor Huet es el mismo mencionado en
el poema latino de su Viaje a Suecia:

Altera lux spectare dedis mysteria gentis


Iudaeae, ductor iudaeus et ipse Manasses.
Ast adducta secans dirus praeputia culter
dum tenet attentum, et sublati insania ritus,
ecce abaci, quo inferre pii caelestia Mosis
scripta solent, summo extremum limbum pede tango
inscius; insueto cuncti fremuere tumultu:
diffugio veritus damnosi vulnera cultri. ' * 3

Se trata, a mi juicio, del Rabino Manasse Ben Israel. El carác­


ter que el señor Huet le presta en el prefacio de la Demostratio
evangélica jamás pudo convenir a Benito Spinoza, a quien nun­
ca se tuvo en consideración entre los judíos, puesto que se
separó de ellos bastante joven y tras varias polémicas que
lo habían vuelto odioso.

He escogido un único argumento entre muchos -dice el señor


Huet-, que he propuesto en esta obra y que está forjado a partir del1523

152. Vigneul-Marville, Mélanges, vol. 11, p. 320, cd. de Holanda.


153. Petras Daniel Huetius, Poemata, pp. 53-54.
Spinoza 461

resultado de las profecías. Me serví de él en otro tiempo para re­


chazar la contumacia de cierto judío, hombre muy agudo y sutil. Es­
tando yo en efecto en Amsterdam y queriendo penetrar más a fon­
do en los ritos y misterios de los judíos, que abundan mucho en ese
lugar, fui conducido hasta él, que era considerado entonces el más
experto entre ellos y el más docto de toda la escuela judaica.1**

Veis que habla de un tiempo lejano y del rabino más famoso


de Amsterdam; y notad que este pasaje se encuentra al co­
mienzo de un grueso libro in-folio que apareció en 1678,'**
cuya composición e impresión duró bastantes años. Creo que
el período que el señor Huet designa con las palabras «en
otro tiempo» es el año r6 $z , que fue el de su viaje a Suecia;
pero aunque me equivocara en esto, sería, no obstante, muy
cierto que habla de Manasse Ben Israel, muerto en 16 59 , y no
de nuestro Spinoza, quien, como he dicho ya, nunca ocupó
ningún rango importante en la sinagoga.

b b . E l autor de un pequeño libro en flamenco impreso hace


algunos d ía s.'i6
Se da el nombre simplemente de N .N . Phihlethes. El título
de su obra corresponde a Demostración de la debilidad del ar­
gumento de Spinoza acerca de la substancia única absoluta­
mente infinita. Sienta como hecho cierto: 1) que el fundamento
sobre el que se ha edificado el entero spinozismo es esta propo­
sición: «que sólo existe una única substancia y que es absoluta­
mente infinita»; z) que de este principio Spinoza ha sacado
como consecuencia: «que los seres particulares sólo son modi­
ficaciones de tal substancia absolutamente infinita». Le objeta
que, tratándose de un principio contestado por todo el mundo,
habría habido que probarlo con el cuidado imaginable, y que,
sin embargo, no ha alegado prueba alguna. Podría ofrecer al­
gunos extractos de esta publicación, ya que me han mostrado154 6

154. Pctrus Daniel Huctius, Demonstratio evangélica, p. 3.


155. La primera edición de la Demostratío evangélica del señor Huet se puso
a la venta en 1678, aunque en el titulo figura el año 1679.
156. En Bemard Visscher, Amsterdam, 170 1.
462 Diccionario histórico y crítico

una traducción francesa manuscrita, pero dado que es una obra


muy breve y, según todos los indicios, van a hacerse ediciones
en francés o en latín antes de que aparezca mi diccionario, sería
un poco inútil que me extendiera más en ello.

c c . Una aclaración acerca de la objeción que he fundado en


la inmutabilidad de Dios.
Hallaréis esta objeción más arriba en la observación n , párra­
fo segundo. Es preciso reforzarla, porque algunas personas
afirman que basta, para ver su nulidad, con darse cuenta de
que el Dios de Spinoza nunca es alcanzado por cambio algu­
no, en cuanto que substancia infinita, necesaria, etc. Aunque
la totalidad del universo cambie a cada momento de aspecto,
aunque la Tierra sea reducida a polvo, aunque el sol se oscu­
rezca, aunque el mar se transforme en luz, no se producirá
otra cosa que un cambio de modalidades: la substancia única
seguirá siendo igualmente infinita, extensa, pensante, y lo mis­
mo cabe decir respecto a todos los atributos substanciales o
esenciales. Con esto no aducen nada que no haya sido echado
abajo ya antes.'57 Pero, para poner más claramente de mani­
fiesto su ilusión, debo decir aquí que polemizan contra mí
como si yo hubiera sostenido que según Spinoza la divinidad
se anula y reproduce sucesivamente. N o es esto lo que yo ob­
jeto cuando digo que la somete a cambio y la despoja de su in­
mutabilidad. Yo no trastorno como ellos la idea de las cosas y
la significación de las palabras. Entiendo por cambiar lo que
todo el mundo ha querido que signifique esta palabra desde
que razonamos; entiendo, digo, no la aniquilación de una
cosa, su destrucción total o anulación, sino su paso de un es­
tado a otro, restando idéntico el sujeto de los accidentes que
deja de tener y el de los que empieza a adquirir. Los sabios y el
pueblo, la mitología y la filosofía, los poetas y los físicos, han
estado siempre de acuerdo en esta idea y en esta locución. Tan­
to las fabulosas metamorfosis cantadas por Ovidio, como las
generaciones verdaderas explicadas por los filósofos, supo-157

157. Véase el segundo párrafo de la observación n .


Spinoza 463

nían igualmente la conservación de la substancia, y la retenían


inmutablemente como el sujeto sucesivo de la antigua forma y
de la nueva. Sólo las desafortunadas disputas de los teólogos
del cristianismo han enturbiado estas nociones; aun así, hay
que reconocer que hasta los misioneros más ignorantes vuel­
ven al buen camino tan pronto como dejan de ocuparse de la
Eucaristía. Preguntadles, en cualquier otro caso, qué quiere
decir cambiar una cosa en otra - la conversión, la transele-
mentación, la transubstanciación de una cosa en otra-. Os
responderán: quiere decir, por ejemplo, que de la madera
se hace fuego, que del pan se hace sangre, que de la sangre se
hace carne, e igualmente con el resto. N o piensan ya en el len­
guaje impropio consagrado a la controversia de su Eucaristía:
que el pan se convierte y transubstancia en el cuerpo de nues­
tro Señor. Esta manera de hablar en absoluto conviene a la
doctrina que quiere explicarse con ella; es tanto como decir
que el aire de un tonel se transforma, se cambia, se convierte,
se transubstancia en el vino que se vierte en el tonel. £1 aire
se va a otra parte; el vino le sucede en el mismo lugar. N o hay
aquí ni el menor vestigio de metamorfosis de una cosa en otra.
Tampoco hay ninguno en el misterio de la Eucaristía explica­
do al modo romano: el pan se anula en cuanto a la substan­
cia; el cuerpo de nuestro Señor se pone en el lugar del pan y no
es el sujeto de inherencia de los accidentes de ese pan conser­
vados sin su substancia. Pero repito: es el único caso en el que
los misioneros abusan de las palabras cambio, conversión o
transelementación de un ser en otro. En cualquier otro caso
suponen, con el resto del género humano: 1) que forma parte
de la esencia de las transformaciones que el sujeto de las for­
mas destruidas subsista bajo las nuevas formas; z) que esta
conservación del sujeto en lo que tiene de esencial no impide
que sufra un cambio interior en sentido propio, incompatible
con las naturalezas inmutables. Que los spinozistas dejen,
pues, de imaginarse que les está permitido forjarse un nuevo
lenguaje contrario a las nociones de todos los hombres. Si les
queda algún resto de buena fe, han de admitir que en su siste­
ma Dios está sujeto a todas las vicisitudes y revoluciones a que
está sometida la materia primera de Aristóteles en el sistema
464 Diccionario histórico y critico

de los peripatéticos. Ahora bien, ¿qué cosa cabe decir más ab­
surda que afirmar que, aceptando la doctrina de Aristóteles, la
materia es una substancia que no sufre nunca cambio alguno?
Pero, para poner en verdaderos aprietos a los spinozistas,
sólo hay que rogarles que definan qué es el cambio. Tendrán
que definirlo de tal manera que o no se distinga de la des­
trucción total de un sujeto o convenga a esta substancia úni­
ca que llaman Dios. Si lo definen del primer modo, quedarán
aún más en ridículo que los transubstanciadores; si lo definen
del segundo modo, me darán la razón.
Añado que la razón que emplean para eludir mis objecio­
nes prueba en exceso, ya que, si fuera buena, les sería preciso
mostrar que ni se ha producido ni se producirá jamás ningún
cambio en el universo y que todo cambio es imposible, desde
el más pequeño hasta el más grande. Probemos esta conse­
cuencia: la razón por la que, dicen ellos, Dios es inmutable, es
que en calidad de substancia y de extensión nunca lo alcanza
ni puede alcanzarlo cambio alguno. Es substancia extensa
bajo la forma de fuego, igual que bajo la forma de madera
que se convierte en fuego, y lo mismo con las demás cosas.
Voy a probarles con esta razón que incluso las modalidades
son inmutables. El hombre es, según ellos, una modificación
de Dios; reconocen que el hombre está sujeto al cambio, pues­
to que, por ejemplo, tan pronto está alegre como triste, tan
pronto quiere una cosa como no la quiere. Esto no es cam­
biar, les diré yo; no es menos hombre, en efecto, bajo la tris­
teza que bajo la alegría; los atributos esenciales del hombre
permanecen inmutablemente en él, ya quiera vender su casa,
ya quiera conservarla. Tomemos al más inconstante de todos
los hombres, aquel a quien pudieran aplicarse con máxima
justicia los versos de Horacio:

Mea (...) pugnat sententia secum.


Quod petiit, spernit: repetit, quod nuper omisit.
Aestuat, et vitae discovenit ordine toto.
Diruit, aedificat, mutat quadrata rotundis;1?8158

158. Horacio, Epistolae, 1, 1 , 9 7 ss. [‘Mi razón lucha consigo misma porque re-
Spinoza 465

o aquel que pudiera ser más que nadie el verdadero original


de los versos del señor Despreaux:

Mais Phomme sans arret, dans sa course insensée,


voltige incessamment de pensée en pensée:
son coeur toujours flottant entre mille embarras,
ne s<;ait ni ce qu’il veut, ni ce qu’il ne veut pas.
Ce qu’un jour il abhorre, en l’autre il le souhaite.
1-1
Voilá Phomme en effet. II va du blanc au noir.
II condamne au matin ses sentiments du soir.
Importun á tout autre, á soi-meme incommode,
il change á tous moments d’esprit comme de mode;
il toume au moindre vent, il tombe au moindre choc.
Aujourd’hui dans un casque, et demain dans un froc.'s»

Imaginemos libremente a alguien que haya dado la vuelta,


de corazón y de palabra, a todas las religiones en menos de dos
años, que haya saboreado todas las condiciones de la vida
humana, que haya pasado de la profesión de mercader a la
de soldado, de ésta a la de monje, después al matrimonio y al di­
vorcio, y, tras ello, a los tribunales, a las finanzas, al pequeño
comercio, etc. Que los spinozistas vengan a decirle: habéis sido
muy inconstante. ¿Quién, yo?, les responderá; os burláis, yo no
he cambiado nunca; una montaña no ha continuado siendo más
invariablemente una montaña que yo siendo un hombre desde
el momento en que nací. ¿Qué podrían replicar a este argumen-

chaza lo que antes deseó, vuelve a querer lo que rehusó, se atormenta y discre­
pa de todo el proceso de su vida, destruye, edifica, cambia lo cuadrado por re­
dondo’, trad. cit.). Véase también el pasaje citado antes, en nota 9a.
159. Despréaux, Satircs, v m , 35-49 [‘Pero el hombre, sin detenerse, en su ca­
rrera insensata, revolotea incesantemente de pensamiento en pensamiento. Su
corazón, flotando siempre entre mil dificultades, no sabe ni lo que quiere ni lo
que no quiere. Lo que un día aborrece, otro día lo desea [...] Así es de hecho el
hombre. Va del blanco al negro. Por la mañana condena sus sentimientos de la
noche. Importuno para los demás, incómodo para sí mismo, cambia a cada
momento de espíritu como de moda. Gira al menor viento y cae al menor cho­
que. Hoy lleva casco y mañana capucha’].
466 Diccionario histórico y crítico

to ad hominem ? ¿No es muy evidente que la entera esencia de la


especie humana subsiste en el hombre tanto si quiere las mismas
cosas como si odia hoy lo que amaba ayer y cambia de inclina­
ción más a menudo que de camisa?
Demos un ejemplo muy apropiado en un país donde la gen­
te no se marea en los barcos. Supongamos que un spinozista
vuelto de Batavia cuenta que su viaje ha durado más que de
costumbre porque los vientos cambiaban casi todos los días.
Os burláis, le responderán; los vientos no cambian jamás. Po­
demos muy bien decir que tan pronto soplan por el Norte
como por el Sur, etc., pero retienen siempre la esencia de vien­
to; no cambian, pues, en cuanto vientos, y son tan inmutables
como vuestra substancia única del universo, ya que, según vo­
sotros, es inmutable a causa de que no cambia nunca de estado
con respecto a sus propiedades esenciales. El viento tampoco
cambia nunca de estado con respecto a la cualidad de viento;
retiene siempre toda su naturaleza, toda su esencia; es, pues,
tan inmutable como vuestra divinidad.
Demos un paso adelante y afirmemos que incluso cuando se
quema vivo a un hombre, no le sucede cambio alguno. Si mien­
tras vivía era una modificación de la naturaleza divina, ¿no lo es
bajo las llamas o en forma de cenizas? ¿Puede haber perdido los
atributos que constituyen la modalidad? En cuanto modalidad,
¿ha podido sufrir algún cambio? De cambiar a ese respecto, ¿no
habría que sostener que la llama no es un modo de la extensión?
¿Puede Spinoza sostener tal cosa sin contradecirse y arruinar su
sistema? Es ya suficiente para mostrar las ilusiones de quienes
pretenden que no he sabido probar que este sistema somete a
Dios al cambio. Mi prueba no puede ser eludida salvo que se es­
tablezca que las propias modalidades son inmutables y que nun­
ca sucede cambio alguno ni en los pensamientos del hombre
ni en las disposiciones de los cuerpos -lo cual es el mayor de los
absurdos y contrario a los dogmas con los que los spinozistas no
han podido evitar estar de acuerdo, ya que no se atreven a negar
que las modificaciones de la substancia infinita estén sujetas a
corrupción y generación.
Vamos a pedirles por un momento el dato non concesso de
los lógicos, es decir, que nos concedan que Sócrates es una
Spinoza 467

substancia. A partir de ahí, habrán de decir que cada pensa­


miento particular de Sócrates es una modalidad de la subs­
tancia. Pero ¿no es cierto que, al pasar de la afirmación a la
negación, Sócrates cambia de pensamiento, y que se trata de
un cambio real, interior y en sentido propio? Sin embargo,
Sócrates sigue siendo siempre una substancia y un individuo
de la especie humana, tanto si afirma como si niega, tanto si
quiere como si rechaza esto y aquello. El hecho de que como
hombre no cambie, no permite, pues, concluir que sea inmu­
table; el hecho, por el contrarío, de que sus modificaciones no
sean siempre iguales, es suficiente para que pueda decirse que
es mutable y cambia efectivamente. Devolvamos a los spino-
zistas cuanto nos habían prestado y acordemos por nuestra
parte, mediante el dato non concesso, que Sócrates no es otra
cosa que una modificación de la substancia divina. Acorde­
mos, digo, que su relación con esta substancia es la misma
que, según la opinión ordinaria, hay entre los pensamientos
de Sócrates y la substancia de Sócrates. Así pues, dado que el
cambio de esos pensamientos es una razón válida para soste­
ner que Sócrates no es un ser inmutable, sino más bien un ser
inconstante y una substancia móvil y muy variable, hay que
concluir que la substancia de Dios sufre cambio y variación
en sentido propio tantas veces como Sócrates, una de sus mo­
dificaciones, cambia de estado.16016La tesis de que es suficiente
que un ser cambie en cuanto a sus modificaciones para que
pase efectiva y realmente de un estado a otro, es, por tanto,
una verdad evidente; y si se pidiera más, es decir, que perdie­
ra sus atributos esenciales, se confundiría groseramente la
aniquilación o destrucción total con la alteración o cambio.
Véase al pie.16’

160. Nótese que Aristóteles (De praedicamentis, v) ha incluido entre las pro­
piedades de la substancia permanecer la misma en número bajo cualidades con­
trarías: «Muy propio de la entidad [ousias; substantiae] parece ser que aquello
que es idéntico y numéricamente uno sea capaz de admitir los contrarios» [trad.
de M. Candel Sanmartín, Madrid, Gredos, 1982].
16 1. Pueden verse en el ¡anua coelorum reserata, pp. 1 2 7 ss., varías notas sobre
468 Diccionario histórico y crítico

d d . Si es verdad, como me han dicho que sostienen varias


personas, que no he comprendido en absoluto la doctrina de
Spinoza.
Me ha llegado esto a los oídos desde distintos lugares,
pero nadie ha podido decirme en qué se fundan quienes hacen
un juicio tal sobre mi polémica. Así, ni puedo refutarlos de
modo preciso ni examinar si debo admitir sus razones, pues me
son desconocidas. Tan sólo puedo justificarme de manera ge­
neral, y creo poder decir que si no he entendido la proposición
que he intentado refutar; no es culpa mía. Hablaría con menos
confianza de haber escrito un libro contra el sistema completo
de Spinoza, siguiéndolo página a página. Sin duda, más de una
vez me hubiera ocurrido que no entendería lo que quiere decir:
no es nada verosímil que él mismo se haya entendido bien a sí
mismo, ni que, al descender a los detalles, haya conseguido ha­
cer inteligibles todas las consecuencias de su hipótesis. Pero,
puesto que me he detenido en una única proposición,161 que se
concibe en muy pocas palabras, en apariencia claras y precisas,
y que es el fundamento de la totalidad del edificio, tengo que
haberlo entendido, o es que contiene equívocos por completo
indignos del fundador de un sistema. Puedo consolarme en
todo caso, primero porque el sentido que doy a esta proposi­
ción de Spinoza es el mismo que le han dado el resto de sus ad­
versarios, y segundo porque sus seguidores no tienen mejor
respuesta que decir que no le hemos entendido.16) Este re­
proche no ha evitado que el último en escribir contra él lo haya
entendido todo tal como yo he entendido la proposición en
cuestión,,6« señal evidente de que la acusación está muy mal
fundada.
Pero, por decir algo menos general, lo que propongo en
mis objeciones es lo que sigue. Atribuyo a Spinoza haber en-lo *

lo que sería suficiente para concluir la generabilidad y corruptibilidad de la na­


turaleza divina, si los padres hubieran enseñado lo que se les imputa.
i6z. Véase la observación p.
163. Véase la misma observación.
164. Véase la observación b b .
Spinoza 469

señado: 1) Que sólo hay una substancia en el universo.


2) Que esta substancia es Dios. 3) Que todos los seres parti­
culares, la extensión corporal, el sol, la luna, las plantas, los
animales, ios hombres, sus movimientos, sus ideas, sus imagi­
naciones, sus deseos son modificaciones de Dios. Y pregunto
ahora a los spinozistas: ¿ha enseñado esto vuestro maestro o
no? Si lo ha enseñado, no cabe decir que mis objeciones pe­
quen de la llamada ignorantia elenchi - ignorancia del estado
de la cuestión’- , ya que ellas suponen que su doctrina fue ésa
y la atacan precisamente sobre esta base. Me libro, pues, del
pleito, y cada vez que difunden que he refutado algo que no
he entendido se equivocan. Y si decís que Spinoza no ha en­
señado las tres doctrinas articuladas aquí arriba, os pregunto:
¿por qué entonces se expresaba como quien tuviera la pasión
más fuerte del mundo por convencer al lector de que enseña­
ba esas tres cosas? ¿Es bueno y loable servirse del estilo co­
mún sin unir a las palabras las mismas ideas que los demás
hombres, y sin advertir del nuevo sentido en que se las toma?
Pero, para discutir un poco esto, busquemos dónde puede es­
tar el error. No puedo haberme engañado acerca de la palabra
substancia; no he combatido, en efecto, el parecer de Spinoza
sobre este punto. Le he dejado pasar la hipótesis de que, para
merecer el nombre de substancia, es preciso ser independien­
te de toda causa o existir por sí mismo eterna y necesaria­
mente. N o creo que haya podido engañarme cuando le acuso
de decir que sólo Dios posee la naturaleza de la substancia.
Creo, pues, que, de haber algún error en mis objeciones, con­
sistiría únicamente en haber entendido por modalidades, mo­
dificaciones o modos algo que Spinoza no quiso significar por
medio de tales palabras. Pero, una vez más, si me hubiera en­
gañado en eso, sería por su culpa. Yo he tomado estos térmi­
nos como se han entendido siempre, o por lo menos como los
entienden todos ios nuevos f i l ó s o f o s , y me he visto obliga­
do a creer que él los tomaba en el mismo sentido, dado que16 5

165. Utilizo esta restricción a causa de la diferencia que se halla entre la doc­
trina de los peripatéticos modernos y la de los cartesianos, gassendistas, etc., so­
bre la naturaleza de los accidentes. Esta diferencia es notable, pero todo remite
a lo mismo en lo que concierne a las objeciones contra Spinoza.
470 Diccionario histórico y crítico

no advertía a nadie de haberlos tomado con una significa­


ción distinta. La doctrina general de los filósofos es que la
idea del ser contiene de modo inmediato dos especies: la subs­
tancia y el accidente; que la substancia subsiste por sí -ens per
se subsistens- y que el accidente subsiste en otro ser -ens in
alio-. Añaden que subsistir por sí significa únicamente no
depender de ningún sujeto de inhesión; y como esto conviene,
según ellos, a la materia, a los ángeles y al alma del hom­
bre, admiten dos clases de substancias, una increada y otra
creada, y subdividen en dos especies la substancia creada.
Una de tales dos especies es la materia, la otra es nuestra
alma. Por lo que respecta al accidente, todos estaban de
acuerdo, antes de las miserables disputas que dividieron al
cristianismo, en que depende tan esencialmente de su sujeto
de inhesión que no puede subsistir sin él. Éste era su carácter
específico; por él difería de la substancia. La doctrina de la
transubstanciación trastornó tal idea por entero y obligó a los
filósofos a decir que el accidente puede subsistir sin sujeto.
Tenían que decirlo, puesto que, por un lado, creían que, tras
la consagración, la substancia del pan de la Eucaristía ya no
subsistía, y, por otro lado, veían que todos los accidentes del
pan subsistían como antes. Admitieron, pues, una distinción
real entre la substancia y sus accidentes, y una separabilidad
recíproca entre estas dos especies de sen separabilidad que
permitía que cada una de ellas pudiera subsistir sin la otra.
Pero algunos siguieron diciendo que había accidentes cuya
distinción del sujeto no era real y que no podían subsistir fue­
ra de su sujeto. Llamaron modos a estos accidentes.*66 Des­
cartes, Gassendi y en general quienes han abandonado la filo­
sofía escolástica han negado que el accidente fuera separable
de su sujeto de tal manera que pudiera subsistir después de su
separación, y han conferido a todos los accidentes la natura­
leza de los llamados modos, sirviéndose del término modo,
modalidad o modificación antes que de accidente. Ahora
bien, puesto que Spinoza había sido un gran cartesiano, es ra­
zonable creer que ha dado a esos términos el mismo sentido

r66. Como la unión, la acción, la duración, la ubicación.


Spmoza 471

que el señor Descartes. De ser así, entiende por modificación


de una substancia una manera de ser que tiene la misma rela­
ción con la substancia que la figura, el movimiento, el reposo
y la situación con la materia, o que el dolor, la afirmación, el
amor, etc., con el alma humana. Esto es, en efecto, lo que los
cartesianos llaman modos. N o reconocen otros que éstos, por
lo que parece que han retenido la vieja idea de Aristóteles se­
gún la que el accidente es de tal naturaleza que ni es una par­
te de su sujeto ni puede existir sin su sujeto, y el sujeto puede
perderlo sin perjuicio de su existencia.1^ Todo lo dicho con­
viene a la redondez, al movimiento o al reposo en relación a
una piedra; y no conviene menos al dolor o a la afirmación en
relación al alma del hombre. Si nuestro Spinoza ha unido esta
misma idea a lo que llama modificación de substancia, cierta­
mente mis objeciones son justas: lo he atacado directamente
según la verdadera significación de sus palabras, he entendido
bien su doctrina y la he refutado en su verdadero sentido; en
una palabra, estoy a cubierto de la acusación que estoy exa­
minando. Pero si su noción de la materia o de la extensión y
del alma humana es la misma que la del señor Descartes, y, no
obstante, no ha querido dar ni a la extensión ni a nuestra
alma la cualidad de substancia, porque creía que la substan­
cia es un ser que no depende de ninguna causa, admito que lo
he atacado incorrectamente y que le atribuyo una opinión que
no tenía. Esto es lo que me resta examinar.
Una vez establecido que la substancia es lo que existe por sí
mismo, con independencia de toda causa eficiente, de toda
causa material o de todo sujeto de inhesión, no pudo decir
que la materia y el alma de los hombres fueran substancias.
Y puesto que, de acuerdo con la doctrina común, dividía el ser
en dos especies, a saber, en substancia y modificación de subs­
tancia, tuvo que decir que la materia y las almas de los hom­
bres eran sólo modificaciones de la substancia. Ningún orto­
doxo le contestará que, según su definición de substancia, sólo 167

1 67. «Digo que está en un sujeto lo que se da en alguna cosa sin ser parte suya,
no pudiendo existir fuera de la cosa en la que está», Aristóteles, De praedica-
mentts, II |trad. cit.].
47* Diccionario histórico y crítico

hay una substancia en el universo, y que esta substancia es


Dios. Sólo restará por resolver la cuestión de si subdivide en
dos especies la modificación de substancia. En caso de que uti­
lice tal subdivisión y pretenda que una de las dos especies sea
lo que los cartesianos y demás filósofos cristianos llaman subs­
tancia creada, y la otra especie, lo que ellos llaman accidente o
modo, no restará sino una discusión verbal entre él y aquéllos,
y será muy sencillo restituir a la ortodoxia todo su sistema y
hacer que se desvanezca su escuela. Si alguien, en efecto, quie­
re ser spinozista es porque piensa que ha demolido de arriba
abajo el sistema de los filósofos cristianos y la existencia de un
Dios inmaterial y que gobierna todas las cosas con una liber­
tad soberana. De aquí podemos sacar, de paso, la conclusión
de que los spinozistas y sus adversarios están perfectamente de
acuerdo en el sentido de las palabras modificación de substan­
cia. Unos y otros creen que Spinoza se ha servido de ellas sólo
para designar un ser que tiene la misma naturaleza que lo que
los filósofos cartesianos llaman modos, y que nunca ha enten­
dido por esas palabras un ser que tuviera las propiedades o la
naturaleza de lo que llamamos substancia creada.
Aquellos que querrían a todo trance que me hubiera con­
fundido, podrían suponer que lo único que Spinoza rechaza es
que se dé el título de substancia a seres dependientes, en cuan­
to a su producción, conservación y operación, de otra causa
-in fieri, in esse, et in operari, como se dice en la Escuela-. Po­
drían decir que si ha evitado tal palabra, sin dejar de retener
toda la realidad de la cosa, es por creer que un ser tan depen­
diente de su causa no podía ser llamado ens per se subsistens
- ‘que subsiste por sí mismo’- , que es la definición de la subs­
tancia. Les respondo, como he dicho antes, que, entonces, no
restará a partir de aquí sino pura logomaquia o disputa verbal
entre él y los demás filósofos, y que con el mayor placer del
mundo reconoceré mi error si resulta que efectivamente Spi­
noza fue un cartesiano, aunque más delicado que el señor
Descartes en la aplicación de la palabra substancia, y que toda
la impiedad que se le imputa no consiste más que en un ma­
lentendido. Él no quería decir otra cosa, añadirán, que cuanto
se halla en los libros de los teólogos, a saber, que la inmensi-
Spinaza 473

dad de Dios llena cielo y tierra así como todos los espacios
imaginarios hasta el infinito;1*8 que, por consiguiente, su esen­
cia penetra y envuelve localmente todos los demás seres, de
suerte que Él no ha producido nada fuera de sí mismo y es
en Él donde tenemos vida y movimiento.1** Dado que, en efec­
to, llena todos los espacios, no ha podido emplazar cuerpo al­
guno sino en sí mismo, ya que fuera de Él no hay nada. Se
sabe, por otra parte, que todos los seres son incapaces de exis­
tir sin Él; así pues, es cierto que las propiedades de los modos
cartesianos convienen a las llamadas substancias creadas. Es­
tas substancias están en Dios y no pueden subsistir fuera de
Él y sin Él. N o hay que encontrar extraño, pues, que Spino-
za las haya llamado modificaciones; pero, por otra parte, no
ha negado que entre ellas haya una distinción real, y que cada
una constituya un principio particular de acciones o de pasio­
nes, de tal suerte que una hace lo que la otra no hace, y que
cuando se niega de una lo que se afirma de otra, ello sucede
según las reglas de la lógica, sin que nadie pueda objetar a
Spinoza que de sus principios se siga la verificación simultá­
nea de dos proposiciones contradictorias sobre un mismo
sujeto.
Todos estos discursos son inútiles. Para alcanzar el meollo
del problema, hay que responder a esta precisa pregunta: el
carácter verdadero y propio de la modificación, ¿conviene a
la materia con respecto a Dios, o no le conviene? Antes de res­
ponderme, esperad a que os explique, mediante ejemplos, qué
es el carácter propio de la modificación. Consiste en ser en un
sujeto a la manera que el movimiento es en el cuerpo, el pen­
samiento en el alma humana y la forma de escudilla en el vaso
que llamamos así. N o es suficiente, para ser una modificación
de la substancia divina, subsistir en la inmensidad de Dios, es­
tar penetrado de Él y envuelto por Él por todas partes, o exis­
tir en virtud de Dios, no poder existir ni sin Él ni fuera de Él;16
9
8

168. Nótese que los teólogos cartesianas explican de otra manera la inmensi­
dad de Dios.
169. «In ipso enim vivimus, et movemui; ct summus», Hechos de los Apósto­
les 17.
474 Diccionario histórico y critico

es preciso, además, que la substancia divina sea el sujeto de


inherencia de la cosa, tal como, de acuerdo con la opinión
común, el alma humana es el sujeto de inherencia del senti­
miento y el deseo, o el estaño es el sujeto de inherencia de
la forma de escudilla, o el cuerpo es el sujeto de inherencia
del movimiento, el reposo y la figura. Responded ahora. Si
decís que según Spinoza la substancia de Dios no es este suje­
to de inherencia de la extensión, del movimiento y de los pen­
samientos humanos, reconoceré ante vosotros que hacéis de
él un filósofo ortodoxo, en absoluto merecedor de las obje­
ciones que ha recibido; y que sólo merecía el reproche de ha­
berse atormentado tanto para enredar una doctrina que todo
el mundo conocía, y para forjar un nuevo sistema que está
edificado únicamente sobre el equívoco de una palabra. Si de­
cís que sostuvo que la substancia divina es el sujeto de inhe-
sión de la materia, de todas las variedades de la extensión y
del pensamiento en el mismo sentido que, según Descartes, la
extensión es el sujeto de inherencia del movimiento, y el alma
del hombre es el sujeto de inherencia de las sensaciones y las
pasiones, tengo cuanto pido: es así como he entendido a Spi­
noza; en esto se fundan todas mis objeciones.
En suma, todo radica en una cuestión de hecho acerca del
verdadero sentido de la palabra modificación en el sistema de
Spinoza. «Hay que entender que significa lo mismo que por lo
común se llama substancia creada, o hay que tomarla en el
sentido que tiene en el sistema del señor Descartes? Creo que
el partido correcto es el último, ya que en el otro sentido Spi­
noza habría reconocido criaturas distintas de la substancia di­
vina, que hubieran estado hechas o de la nada o de una mate­
ria distinta de Dios. Ahora bien, sería fácil probar mediante un
gran número de pasajes de sus libros que no admite ni una
cosa ni otra. La extensión, según él, es un atributo de Dios; se
sigue de ahí que Dios, esencial, eterna y necesariamente, es
una substancia extensa, y que la extensión le es tan propia
como la existencia. De donde resulta que las variedades parti­
culares de la extensión, como el sol, la tierra, los árboles, los
cuerpos de los animales, los cuerpos de los hombres, etc., es­
tán en Dios del modo en que los filósofos de la Escuela supo-
Spinoza 475

nen que están en la materia primera. Pues bien, si estos filóso­


fos supusieran que la materia primera es una substancia sim­
ple y perfectamente única, concluirían que el sol y la tierra son
en realidad la misma substancia. Es preciso, pues, que Spino­
za concluya lo mismo. Si no dijera que el sol está compuesto
de la extensión de Dios, tendría que admitir que la extensión
del sol ha sido hecha de la nada; pero niega la creación: está,
pues, obligado a decir que la substancia de Dios es la causa
material del sol, lo que compone el sol -subiectum ex quo - , y,
por consiguiente, que el sol no se distingue de Dios,'7® que es
Dios mismo y Dios entero, ya que, según él, Dios no es un ser
compuesto de partes.
Supongamos por un momento que una masa de oro posea
la fuerza de convertirse en platos, fuentes, candeleras, escudi­
llas, etc.; no se distinguirá de esos platos y fuentes; y si añadi­
mos que es una masa simple y no compuesta de partes, será
cierto que está toda en cada plato y en cada candelera; de no
estar toda, en efecto, se habría repartido en distintas piezas, y
por tanto estaría compuesta por partes, cosa que contradice
la suposición. Entonces, estas proposiciones recíprocas o con­
vertibles serían verdaderas: «El candelera es la masa de oro,
la masa de oro es el candelera; el candelera es toda la masa
de oro, toda la masa de oro es el candelera». Aquí tenemos la
imagen del Dios de Spinoza: posee la fuerza para cambiarse
o modificarse en tierra, luna, mar, árbol, etc., y es absoluta­
mente uno y sin composición de partes; por tanto, es cierto
que puede asegurarse que la Tierra es Dios, que la Luna
es Dios, que la Tierra es Dios todo entero, que la Luna tam­
bién lo es, que Dios es la Tierra, que es la Luna, que Dios
todo entero es la Tierra, que Dios todo entero es la Luna.
Las modificaciones de Spinoza sólo pueden estar de tres ma­
neras en Dios, pero ninguna de ellas corresponde a lo que dicen
los demás filósofos sobre la substancia creada. Está en Dios, di­
cen, como en su causa eficiente y transitiva, y por consiguiente170

170. La materia, como dice Aristóteles (Pbysica, i, 9), permanece en el efecto


que produce. «Pues llamo “ materia” al sustrato primero en cada cosa [...] de lo
cual algo llega a ser» [trad. de G.R. de Echandía, Madrid, Gredos, 1995).
476 Diccionario histórico y critico

es real y totalmente distinta de Dios. Pero, según Spinoza, las


criaturas están en Dios como el efecto en su causa material,
como el accidente en su sujeto de inhesión o como la forma de
candelera en el estaño del que se compone. £1 sol, la luna, los ár­
boles, en cuanto que cosas de tres dimensiones, están en Dios
como en la causa material de la que está compuesta su exten­
sión: hay, pues, identidad entre Dios y el sol, etc. Los mismos ár­
boles, en cuanto que tienen una forma que los distingue de una
piedra, están en Dios como la forma de candelera está en el es­
taño. Ser candelera no es más que una manera de ser del estaño.
El movimiento de los cuerpos y los pensamientos de los hombres
están en Dios como los accidentes de los peripatéticos en la subs­
tancia creada: son entidades inherentes a su sujeto, que no están
compuestas de él y que no forman parte de él. Véase la nota.1?1
No ignoro que cierto apologista de Spinoza sostiene que este
filósofo no atribuye a Dios la extensión corporal,171172sino tan
sólo una extensión inteligible que no es imaginable. Pero si
la extensión de los cuerpos que vemos e imaginamos no es la
extensión de Dios, ¿de dónde ha venido, cómo ha sido produci­
da? Si ha sido hecha de la nada, Spinoza es ortodoxo y su nue­
vo sistema queda anulado. Si ha sido producida a partir de la
extensión inteligible de Dios, se trata aún de una verdadera
creación, pues, al no ser la extensión inteligible más que una
¡dea, y al no tener realmente las tres dimensiones, no puede pro­
porcionar la estofa o materia de la extensión formalmente exis­
tente fuera del entendimiento. Aparte de que si distinguimos
dos especies de extensión, una inteligible que pertenezca a Dios
y otra imaginable que pertenezca a los cuerpos, habrá también

1 7 1 . Obsérvese esta diferencia: que los accidentes de los peripatéticos son dis­
tintos realmente de sus sujetos de inhesión, mientras que Spinoza no puede de­
cir esto de las modificaciones de la substancia divina, pues si fueran distintas sin
estar compuestas de ellas, estarían hechas de nada. Spinoza io admitiría; no tra­
pacearía como trapacean los peripatéticos cuando se les prueba que los acci­
dentes serían creados si fueran distintos de la substancia. Véase Journal de Tró­
vame, junio de 170 2, p. 480, ed. de Amsterdam.
17 2 . Kuffelaeq Specimen artis ratiocinandi, p. 222. Nótese que se enfurece mu­
cho contra Blyembcrg, que había dicho que Spinoza atribuía a Dios la exten­
sión corporal. Nótese también que en las pp. 230 $. refuta a un cierto Adrían
Verwet, que había dicho algo contra el sistema de Spinoza.
Spinoza 477

que admitir dos sujetos de tales extensiones, distintos entre sí, y


entonces la unidad de la substancia queda trastornada y el edi­
ficio de Spinoza se va por los suelos. Digamos, pues, que su apo­
logista no resuelve la dificultad y hace surgir otras mayores.
Los spinozistas pueden aprovecharse de la doctrina de la
transubstanciación, pues si desean consultar los escritos de los
escolásticos españoles encontrarán en ellos una infinidad de
sutilezas para responder algo a los argumentos de quienes di­
cen que un mismo hombre no puede ser mahometano en Tur­
quía y cristiano en Francia, o estar enfermo en Roma y sano en
Viena. Pero no sé si finalmente no se verían obligados, para li­
brarse de las objeciones de contradicción con que se les abru­
ma, a comparar su sistema con el misterio de la Trinidad. De
no decir que las modificaciones de la substancia divina -P la ­
tón, Aristóteles, este caballo, este mono, este árbol, esta pie­
d ra - son otras tantas personalidades, que, aunque identifica­
das con la misma substancia, pueden cada una de ellas ser un
principio particular determinado y distinto de las otras modi­
ficaciones, jamás podrán parar el golpe que se les dirige por
vulnerar el principio según el cual «dos términos contradicto­
rios no pueden convenir al mismo tiempo al mismo sujeto».
Quién sabe si algún día dirán quizá que, tal como las tres per­
sonas de la Trinidad, sin ser distintas de la substancia divina se­
gún los teólogos, y sin tener ningún atributo absoluto que no
sea numéricamente el mismo en las tres, no dejan de poseer
cada una propiedades que pueden negarse de las otras, nada
impide que Spinoza haya admitido en la substancia divina una
infinidad de modalidades o personalidades, de las cuales una
hace algo que las otras no hacen. N o será una verdadera con­
tradicción, ya que los teólogos reconocen una distinción vir­
tual in ordine ad suscipienda dúo praedicata contradictoria
- ‘respecto a la susceptibilidad de dos términos que se contradi­
cen’- . Pero, como juiciosamente observa el sutil Arriaga a pro­
pósito de los grados metafísicos‘ 7 3 que, según algunos, son ca-

173. Se llama así a los atributos que constituyen la naturaleza de un hombre:


ens, substantia, corpus, vivens, animal, rationalis. Se acepta que no son distin­
tos entre sí, sino en realidad una única y misma entidad.
478 Diccionario histórico y critico

paces de recibir dos proposiciones contradictorias, intentar


transportar a las cosas naturales cuanto nos enseña la revela­
ción sobre la naturaleza de Dios sería arruinar enteramente la
filosofía; sería, en efecto, abrir el camino a probar que no hay
distinción real alguna entre las criaturas.‘ 74

Dirás, en cuarto lugar, que se da una distinción virtual entre ani­


malidad y racionalidad, equivalente a una real, en la medida que,
aunque en lo que toca a la realidad son idénticas, la una sin em­
bargo puede determinar el conocimiento, pero la otra no, lo cual
implica equivaler a dos cosas distintas. De igual modo que, si
bien la esencia divina es lo mismo realmente que su paternidad,
con todo conviene a la esencia comunicarse a las tres personas,
pero no conviene a la paternidad. Respondo |...| que explicar las
cosas creadas con este ejemplo tan difícil implica entender las co­
sas fáciles por medio de las más difíciles, además de que, si fuera
lícito argumentar sobre las cosas creadas a partir de las divinas,
también cabría inferir que puede producirse la animalidad sin
que se produzca la racionalidades |...j Es más, cabría inferir in­
cluso que todas las cosas creadas son en realidad idénticas entre
sí, y sólo virtualmente distintas, y que cuando una de ellas pere­
ce y la otra surge, una se mueve y la otra reposa, esto sucede se­
gún diversas formalidades de la misma entidad [...] Por tanto,
como es preciso que Dios, por un lado, carezca de composición
física a causa de su infinidad, y por otro lado la naturaleza divi­
na no puede ser múltiple sino sólo única en tres personas -cosas
todas que no pueden entenderse sin una distinción virtual en
cuanto a esos dos predicados contradictorios-, no es lícito poner
en las criaturas una distinción similar, ya que ni la perfección de
las criaturas ni ninguna razón eficaz puede ponerla; más bien,
como ya he dicho, una vez se pusiera, no habría fundamento al­
guno para distinguir entre sí realmente a las criaturas, y en con­
secuencia se destruiría toda filosofía.

17 4 . Amaga, Disputatio V Lógica, II, x x ix , 83.


17 5 . Ibidem, 84.
479

He aquí nuestra bonita deuda con Spinoza: nos priva, en lo


que a él concierne, del más necesario de todos los principios;
pues si no fuera cierto que una misma cosa no puede ser al
mismo tiempo tal o cual y no serlo, sería muy inútil meditar y
razonar; véase lo que decía Averroes.'?6

e e . E l sitio por donde ataco es el que los spmozistas se cui­


dan menos de defender.
He atacado la suposición de que la extensión no es un ser
compuesto, sino una substancia única en número; y he ataca­
do éste más que cualquier otro lugar del sistema porque sabía
que los spinozistas manifiestan que no es ahí donde radican
las dificultades. Creen que los ponemos en mucha mayor difi­
cultad cuando les preguntamos cómo se pueden unir en una
misma substancia el pensamiento y la extensión. Hay aquí
algo extravagante; si, en efecto, es cierto según las nociones de
nuestro espíritu que la extensión y el pensamiento no tienen
ninguna afinidad entre sí, es aún más evidente que la extensión
está compuesta de partes realmente distintas unas de otras. Sin
embargo, comprenden mejor la primera dificultad que la se­
gunda, y tratan ésta como una bagatela en comparación con la
otra. Pensé, pues, que había que darles ocasión de hacer este
razonamiento: si nuestro sistema es tan difícil de defender por
el lugar que pensábamos que no necesitaba ayuda, ¿cómo re­
chazaremos los ataques a los lugares débiles?

176. «Por lo que resulta que Averroes dice en este lugar, justificadamente, que
sin ese enunciado no sólo sería imposible filosofar; sino también discutir o ra­
tonar-, Fonseca, In libris Metapbysicorum Aristotelis, TV, 111, 655.
481

Apéndice bibliográfico

a) Obras de su época citadas por Bayle en


los artículos del «Diccionario» traducidos

Réponse á la lettre de M . D aillé..., publiée contre


A d a m , Je a n ,
l'honneur de M. C ottiby..., convertí a la foi catholique,
P oictiers, 16 6 0 .
Descriptio totíus ¡taliae, ex
A lb e rtu s, L e an d e r (L e an d ro A lb erti),
itálica lingtia in latinam conversa, interprete Guilielmo
Kyriandro, C o lo n ia , 1 6 5 7 .
A m b ro siu s, V íctor (A n d ré M a rtin ), Philosophia christiana
Ambrosio Victore theologo collectore, seu sanctus Augustinus
de philosophia universim, P arís, 1 6 7 1 .
A m y o t, Ja c q u e s, Plutarque. Les Oeuvres morales et meslées, 2
v o ls., P arís, 1 5 7 2 (traducción).
De l'élevation de la foy et de i ’abaissem ent de la
A m y ra u t, M ó ise ,
raison en la créance des mysteres de la religión, Saum ur, 16 4 0 .
A n ó n im o , véase G iro n n e t, J .
A n tistiu s, L u ciu s (pseudón im o), De ju re Ecclesiasticorum ...,
A leth o p o li, 16 6 5 .
A n to n iu s, N ic o la u s (N ico lá s A n to n io ), Bibliotheca hispana, sive
H ispanorum ,.., 2 v o ls., R o m a , 1 6 7 2 .
A m a u d u s, A n d re as (A ndré A m a u d ), ¡oci A. Arnaudi (et P.
Guirandi). H ac itérala editione mendae prioris sublatae, multa
adjecta, plura abjecta, A viñ ón , 1 6 0 5 .
A rn au ld , A n toin e, Des vrayes et des fausses idées contre ce
qu ’enseigne l'auteur de la Recherche de la vérité, C o lo n ia ,
16 8 3 .
- Lettres... au R.P. Malebranche, prétre de l'O ratoire, s. I., 1 6 8 5 .
- Réflexions philosophiques et théologiques sur le nouveau
systéme de ¡a nature et de la gráce, 3 v o ls., C o lo n ia , 16 8 5 -
16 8 6 .
- Dissertation sur le prétendu bonheur des sens, pour servir de
réplique á la réponse qu’a faite Mr. B ayle... en faveur du P.
Mallebranche, contre Mr. Arnauld, C o lo n ia , 1 6 8 7 .
- Premiére et seconde... (-huitiéme) partie des difficultez
482 Diccionario histórico y crítico

proposées a M. Steyaert, docteur et professeur en Théologie de


la Faculté de Louvain, 2 vols., Colonia, 1691.
Arnauld, Antoine / Nicole, Pierre, La iogique ou VArt de penser,
París, 1662.
Arriaga, Rodericus (Rodrigo de), Cursusphilosophicus, Anveres, 1632.
Aubert de Versé, Noel, L’impie convaincu, ou Dissertation contre
Spinoza dans laquelle on réfute les fondements de son athéisme,
Amsterdam, 1684.
Baillet, Adrien, La Vie de M. Des Caries, 2 vols., París, 1691.
Balzac, jean-Louis Guez, sieur de, Les Entretiens, París, 1637.
- Lettres diverses, París, 1659.
Basnage, Jacques, sieur de Beauval, Histoire de la religión des
Eglises réform ées... pour servir de réponse á l’H istoire des
Variations... par M. Bossuet, 2 vols., Rotterdam, 1690.
Batalerius, Jacobus, Vindiciae miraculorum per quae divinae
religionis et fidei christianae veritas olim confírm ala fuit
adversas profanum auctorem Tractatus theologico-politici,
Amsterdam, 1674.
Baudrand, Michael Antonius (Michcl-Antoine), Geographia ordine
litterarum disposita , 2 vols., París, 1681-1682.
Bayle, Frangois, ¡nstitutiones physicae ad usum scholarum
accom odatae, 3 vols., Toulouse, 1700.
Bayle, Pierre, Critique générale de l’«H istoire du Calvinisme» de
Mr. M aimbourg , Villefranche, 1682.
- Pensées diverses écrites á un docteur de Sorbonne a l’occasion de
la comete qui parut au mois de desembre 1680, Rotterdam, 1683.
- N ouvelies Lettres de l’auteur de la « Critique générale de
l’Histoire du calvinisme de Mr. M aimbourg» , 2 vols.,
Villefranche, 1683.
- Commentaire philosophique sur ces paroles de J . Christ:
« Contrains-les d ’entrer»... traduit de l'anglois du sieur Jean Fox
de Bruggs, p ar M .J.F., Cantorbery (Amsterdam), 1686.
- Supplément du Commentaire philosophique sur Contrains-les
d’entrer, Cantorbery (Amsterdam), 1688.
- (Carus Larebonius), Ianua coelorum reserata, Amsterdam, 1692.
- Continuarían des Pensées diverses écrites a un docteur de
Sorbonne..., 2 vols., Rotterdam, 1705.
Beaupuis, véase Wallon de Beaupuis, Charles.
Bernier, Fran<jois, Suite des Mémoires du Sieur Bem ier sur
l’empire du Grand M ogol... Lettre á M. Chapelain, envoyée de
Chiras en Perse le 4 octobre ¡6 6 7 , touchant les superstitions...
des Indous ou Gentils ed l ’Hindoustan, París, 1672.
Apéndice 483

Bespicr, v é a se R y c a u t, P au l.
Blyenberg, Willem van, Wedderlegging van het boek genoemt
Tract. Theol. -politicus, Leyden, 1674.
Boccalini, Trajano, De’ Ragguagli di Parnaso, Milán, 1614.
Boileau, Gilíes, La me d’Epictéte et VEncbiridion, ou l’Abrégé de
sa philosophie, París, 1655.
Boileau-Despréaux, Nicolás, Sathres du sieur D., París, 1666 .
Bonarelli, Guido Baldo, Filli di Sciro, s. I., 1607.
Bonciarius, Marcantonio, Opusctda decern varii argumettti,
Perugia, 1607.
Bossuet, Jacques-Benigne, obispo de Mcaux, Histoire des
variations des églises protestantes, 2 vols., París, 1688.
Braun, Johannes, La véritable religión des Hollandois, avec une
apologie pour la religión des Estats généraux des Provinces
Unies contre le libelle diffamatoire de Stoupe qui a pour titre
*La religión des Hollandois», Amsterdam, 1675.
Bredenburg, Johannes, Enervado Tractatus theologico-politici, una
cum demonstratione, geométrico ordine disposita, naturam non
esse Deum, cuius effati contrario praedictus Tractatus unice
innititur, Rotterdam, 1675.
Broun, joannes, Libri dúo. In priori Wolzogium in libellis de
interprete Scripturarum causam orthodoxam prodidisse
demonstratur. ¡n posteriori, Lamberti Veltbusii sententia
libertino-erastiana... confutatur, Amsterdam, 1670.
Brun, Jean, véase Braun, Johannes.
Brutus, Johannes Michelis (Giovanni Michele Bruto), Opera varia
selecta, nimirum epistol., Berlín, 1698.
Burgersdicius (Burgersdijck), Francus, Istitutionum logicarum libri
dúo, in usum scholarum..., ex Aristotelis praeceptis nova
methodo ac modo formad atque edid, Leyden, 1634.
Burmannus, Franciscus (Frans Burman), Burmannorum pietas,
Utrecht, 1700.
C a lv in , Je a n , Recueil des Opuscules, c’est á dire Pedís Traictez,
G in e b ra , 1 6 1 1 .
Opusculum
C a p e lla , Jo h a n n e s A n to n iu s (A n to n io G io v a n n i),
paradoxicum quod ratio participatur a brutis, s. I., 1641.
Caramuel (Lobkowitz), Johannes, Rationalis et realis philosophia,
Lovaina, 1642.
Gasparis Contareni,
C a s a , Jo h a n n e s (G io v a n n i d ella C a s a ),
cardinalis, opera... Cum Contareni vita, autore Giovanni della
Casa, P arís, 1 5 7 1 .
Casimir de Toulouse, Atomi peripateticae, sive tum veterum, tum
4*4 Diccionario histórico y critico

recentiorum atom istarum placita, ad neotericae peripateticae


scholae methodum redacta, 4 v o ls ., B czie rs, 1 6 7 4 .
C a y e ta n o , c a rd e n al, v é ase V io , T o m m a so d e.
C ommentarii Collegii Conimbricensis Societatis Jesu in universam
Dialecticam Aristotelis Stagiritae , C o im b ra , 16 0 6 .
Confucius Sinarum philosophus sive scierttia sinensis, latine
expósita studio et opera Prosperi lntorcetta , P a rís, 1 6 8 6 - 1 6 8 7 .
C o lo m ié s, P au l, Bibliothéque choisie , L a R o ch e lle , 1 6 8 2 .
C o n ta rin u s (card en al G a s p a ro C o n ta rin i), O pera ; in clu ye: De
im m ortalitate anirnae, P a rís, 1 5 7 1 .
C o rd e m o y , G é ra u d d e, Copie d'une lettre écrite a un sfavant
religieux de la Compagnie de Jesú s (le P. Cossart), pour
montrer: I, que le systeme de Descartes et son Opinión touchant
les bestes n'ont rien de dangereux; 11, et que tout ce semble
estre tiré du prem ier chapitre de la Genese, s. I., 16 6 8 .
C o sta r, P ie ire , Apologie de M. Costar a M. Ménage, P a rís, 1 6 5 7 .
C o u tu re s, Ja c q u e s P a rrain , b a ró n d e , L a M orale d'Épicure, avec
des reflexions, P a rís, 1 6 8 $ .
C re lliu s, Jo h a n n e s (Jo h an n C re ll), Ethica Aristotélica, ad sacrarum
literarum normam emendata. Ejusdem Ethica christiana, seu
explicatio virtutum et vitiorum, quorum in sacris literis sit
mentio, C o sm o p o li, 1 6 8 1 .
C ru q u iu s, Ja c o b u s , Q . H oratius Flaccus... cum commentariis
antiquis expurgatus et editus, opera Jaco bi Cruquii Messenii,
A n veres, 1 5 7 8 .
Arcana Atheismi revelata,
C u p eru s (C u p er o C u y p e r), F ran ciscu s,
philosophice et paradoxe refútate examine Tractatus theologico-
politici, R o tte rd am , 16 7 6 .
C y p ria n u s, Jo h a n n e s, Wolfgangi Franzii H istoria animalium
sacra... cum commentario et supplemento observationum ...
opera J. Cypriani, D resd en , 1 6 8 7 .
C h an e t, P ierre, Considérations sur la Sagesse de Charron, P arís,
16 4 3 .
- De l’instinct et de la connoissance des anim aux avec l’examen de ce
que M. de la Chambre a escrit sur cette matiére, L a R o ch e lle, 16 4 6 .
C h e v re a u , U rb ain , Chevraeana ou Diverses pensées d ’histoire, de
critique, d ’érudition et de morale, 2 v o ls., A m sterd am , 1 7 0 0 .
D aciet, A n d ré, Horace. Remarques critiques sur les oeuvres
d ’Horace avec une nouvelle traduction, P arís, 1 6 8 1 - 1 6 8 9 .
D aillé Je a n , Réplique de ]. Daillé attx deux livres que Messieurs
Adam et Cottiby ont publiez contre lui, seconde edition rem e
et corrigée, G in e b ra, 16 6 9 .
Apéndice 485

Danaeus, Lambertos (Lambert Daneau), D. Aurelíi Augustini...


Líber de Haeresibus ad « Quodvultdeum», Lam berti Danaei
opera emendatus et commentariis illustratus, Ginebra, 1576.
Dangeau, abad Louis de Courcillon de, Quatre dialogues: I, Sur
l'im m ortalité de Páme; 11, sur l’existence de Dieu; 111, sur ¡a
Providence; IV, sur la religión, París, 1684.
Daniel, Gabriel, Voyage du monde de Descartes, París, 1690.
- Suite du Voyage du Monde de Descartes, Amsterdam, 1696.
Darmanson, Jean-M., L a béte transformée en machine, divisée en
deux dissertation prononcées a Amsterdam, s. I., 1684.
Deckherrus (Johann Deckherr), De Scriptis adespotis,
pseudepigraphis et suppositiis conjecturae, Amsterdam, 1686.
Della Valle, Pietro, Viaggi di Pietro delta Valle, il pellegrino, con
minuto ragguaglio di tutte le cose notabili osservate in essi,
descritti da lui medesimo in $4 lettere fam itiari, 3 vols., Roma,
1650.
De Meaux, Paul, véase Bossuet.
Delrio, Martinus (Martín Antón del Río), Disquisitionum
magicarum libri sex., z vols., Maguncia, 1606.
Descartes, René, M editationes de Prima Philosophia... His
adiunctae sunt variae obiectiones... cum Responsionibus
Authoris, Amsterdam, 1642.
- D e Homine, figuris et latinitate donatas a Florentio Schuyl,
Leyden, 1662.
Despréaux, véase Boileau-Despréaux.
Dilly, Antoine, Traité de l ’ám e des bétes, Lyon, 1676.
Dolanus, Ludovicus (Louis de Dole), D isputado quadripartita de
m odo coniunctionis concursas D ei et creaturae ad actus Iiberos
et máxime pravos, adversus Praedeterminantium et Scientiae
mediae Assertorum opiniones, Lyon, 1634.
Doni, Antonio Francesco, La Zueca del Doni, Venecia, 15 51-15 52.
Elssius (Elsen), Philippus, Encomiasticon Augustinianum, Bruselas,
1654.
Erasmus, Desiderius, Adagiorum chiliades quatuor et
sesquicenturia..., Lyon, 1559.
Ferri, Paolus (Paolo), Vindiciae pro Scholastico O rthodoxo,
adversus L. Perinum, Leyden, 1630.
Fonseca, Petrus a (Pedro da), Com mentariorum ... in libros
Metaphysicorum Aristotelis Stagiritae, Roma, 1577.
Foucher, Simón, abbé, L a critique de la • Recherche de la vérité»,
oü Pon examine en m im e temps une partie des principes de M.
Descartes, lettre par un académicien, París, 1675.
486 Diccionario histórico y crítico

- Dissertation sur la «Recherche de la vérité», contenant


l’apologie des académ iciens... pour servir de réponse á la
• Critique de la critique»... avec plusieurs remarques sur les
erreurs des sens et sur I'origine de la philosophie de M.
Descartes, París, 1687.
- Ohjections de M. Foucher... contre le nouveau Systeme de la
communicatíott des substartces, Journ al des Savans, 12 de
septiembre de 1695.
Franzius (Wolfgang Frantze), H istoria animalium sacra , Wittenberg
16 12 ; con los comentarios de J. Cyprianus, Dresden, 1687.
Freher; Paul, ed., Theatrum virorum eruditione clarorum . . . ,
Nuremberg, 1688.
Frommannus (Johann Christian Frommann), Tractatus de
fascinatione novus et singularis, in quo fascinatio vulgaris
profligatur, naturalis confirm atur et m agica examinatur,
Nuremberg, 1675.
Furetiérc, Antoine, Nouvelle allégorique, ou Historie des demiers
troubles arrivez au royaume d ’éloquence, París, i6$8.
Garasse, Fran^ois, L a somme théologique des véritez capitales de
la Religión Chrétienne, París, 1625.
Gassendi, Pierre, Opera omnia, 6 vols., Lyon, 1658-1675.
De logicae fine (vol. r); Physica (vol. 11); Examen Philosophiae
Fluddanae (vol. iri); Animadversiones in decimum librum
Diogenis Laertii, qui est de vita, moribus, placitisque Epicuri
(vols. v-vi).
Gaudentius, Paganinus (Paganino Gaudenzio), De Pythagoraea
animarum transmigratione, Pisa, 1641.
Gauricus, Lucas (Lúea Gaurico), Ephemerides recognitae et ad
unguem castigatae per L.G . Eiusdem Schemata et praedictiones
ad annum usque Virginei partas 1552..., Venecia, 1533.
Geulincx, Amold, Physica vera, quae versatur erica hunc
mundum, opus posthumum , Leyden, 1688.
Girac, Thomas, sieur de, Réplique de M. de G irac a M. Costar, ou
sont examinées les béveües et les invectives du livre intitulé
Suite de la Défense de M. de Voiture, s. I., 1660.
Gironnet, J., Philosophia vulgaris refutata a l.G.F.P., Francfort,
1668; Amsterdam, 1690 (publicado anónimo).
Godelmannus (Johann Georg Godelmann), Tractatus de m agis
veneficis et lam iis deque his recte cognoscendis et puniendis,
Francfort, 15 9 1,
Gratarolus (Guglielmo Grataroli), D e memoria reparando,
augenda, conservando..., Basilea, 1554.
Apéndice 487

Grotius (Huig de Groot), D e iure belli ac pacis, iti quibus ius


naturae et gentium, item iuris publici praecipua explicantur,
París, 1625.
- Florum sparsio ad ius justinianeum , Amsterdam, 1643.
Guilelmus Alvernus (Guillaume d’Auvergne o de París), Opera
omnia, 2 vols., París, 1674.
Heinsius (Daniel Heins), M axim i Tyrii Dissertationes
philosophicae, cum interpretatione notis et emendationibus
Danielis Heinsii, Leyden, 1607.
- Herodes infanticida, tragoedia , Leyden, 1632.
Homius, Johannes Fridericus (Johann Friedrich Hom), De
Subjecto iuris naturalis dissertatio , Utrecht, 1663.
Huarte de San Juan, Juan, Vexamen des esprits pour les sciencies,
París, 164$ (trad. de Charles Vion Dalibray).
Huetius (Pierre Daniel Huet), Dem onstratio evangélica, París,
1679.
- Poem ata, Utrecht, 1700.
Jaquelot, Isaac, Dissertation sur Vexistence de Dieu, oü Pon
démontre cette vérité par l’Histoire universelle de la premiére
antiquité du Monde, par la réfutation du Systéme d'Epicure et
de Spinoza , La Haya, 1697.
Jellis, Jarig, Confession de foi catholique et chrétienne,
Amsterdam, 1684 (original neerlandés).
Jens, Johannes, Lectiones Lucianeae, La Haya, 1699.
Jens, Petrus, Examen philosophicum sextae definitionis partís 1
Ethicae Benedicti de Spin oza..., Dordrecht, 1698.
Jonsius, Joannes, De Scriptoribus bistoriae philosophicae,
Francfort, 1659.
Jovius, Paulus (Paolo Giovio), Elogia virorum bellico virtute
illustrium veris imaginibus supposita, quae apud musaeum
spectantur..., Florencia, 15 5 1.
Jurieu, Pierre (Petrus Jurius), Jugem ent sur les Méthodes rigides et
reláchées d'expliquer la providence et la gráce , Amsterdam, 1686.
- H istoire du calvinisme et celle du papism e mises en paralléle, ou
Apologie pour les Réformateurs, pour la Réformation et pour
les Réformés, 4 vols., Rotterdam, 1683.
- De pace Ínter protestantes ineunda consultatío, Utrecht, 1688.
- L a religión du ¡atitudinaire, avec PApologie pour la sainte
Trinité, appelée Phérésie des trois D ieu x..., Rotterdam, 1696.
Kónig, Georg Matthias, Bibliotheca vetus et nova, in qua
Hebraeorum, Chaldaeorum, Syrorum, Arabum, Persarum,
Egyptiorum, Graecorum et Latínorum per universum terrarum
488 Diccionario histórico y crítico

orbem scriptorum ... patria, aetas, nomina, libri... a prim a


mundi origine ad annum usque 1678, Altdorfi, 1678.
Kortholt, Christian, De tribus im postoribus magnis, cura editus
Christiani Kortholti... cum praefatione Sebastiani Kortholti,
Hamburgo, 1700.
Kuffelaer (Cuffeler), Abrahamus Johannes, Specimen artis
ratiocinandi naturalis et artificialis ad pantosophiae principia
manuducens, Hamburgo (Utrecht), 1684.
Kuhnius, Joachimus (Joachim Kühn), In Diogenem Laertium
observationes, Amsterdam, 1692.
Libadle, Jean de, Réponse a la prétendue conviction manifesté des
calom nies... levées contre J, de L. ... en ce qui conceme ce livre
de L. de Wolzogue, Utrecht, 1669.
La Chambre Marín, Cureau de, Traité de la connaissance des
animaux, oü tout ce qui a été dit pour et contre le
raisonnement des bétes est examiné, París, 1647.
La Loubére, Simón de, Du Royanme de Siam, 2 vols., París, 1691.
La Mothe le Vayet; Fran^ois, Oeuvres, 15 vols., París, 1669; De
l'immortalité de Parné (vol. iv); Discours de l’Eloquence
franqaise (vol. iv); De ¡a vertu des Páiens (vol. v); Prose
chagrine (vol. ix).
- Cincq dialogues faits á Pimitation des anciens, par Orasius
Tubero, (núm. V: De la Diversité des religions), Mons, 16 7 1.
Lamy, dom Fran^ois, Le nouvel Athéisme renversé, ou réfutation
du systéme de Spinoza, tiré pour la plupart de la connaissance
de la nature de l'homme, París, 1696.
- De ¡a connoissance de soi-méme, 5 vols., París, 1694-1698.
Launoi, Jean de, De varia Aristotelis in Academia Parisiensi
Fortuna, París, 1662.
La Placette, Jean de, Traité de la conscience, Amsterdam, 1695.
Laurentius, Andreas (André du Laurens), De M irabili strumas
sanandi vi solis Galliae regibus ebristianissim is divinitus
concessa líber unus, et de strumarum natura, differentiis,
cau sis..., París, 1609.
Le Comte, Louis, Nouveaux Mémoires sur 1‘état présent de la
Chine, 2 vols., Amsterdam, 1698.
Le Févre, Tanaquil, Traité de la superstition composé par
Plutarque et traduit par M. Le Févre, Saumur, 1666.
Le Grand, Antoine, Dissertatio de carentia sensus et cognitionis in
brutis, Leyden, 1675.
Leibniz, G.W., Systéme Nouveau de la nature et de la
communication des substances, aussi bien que de Vunión qu’il y
Apéndice 489

a entre l’&me et le corps, Journal des Savans, 27 de junio y 14


de julio de 1695.
- Éclaircissement du Nouveau Systéme de la communication des
substances..., H istoire des Ouvrages des Savans, febrero de 1696.
- Lettre a PAuteur contenant un éclaircissemnt des difficultés que
Mr. Bayle a trouvées dans le Systéme Nouveau de l'union de
Páme et du corps, Histoire des Ouvrages des Savans, julio de
1698.
Lenoble, Eustache, Uranie, ou les Tableaux des philosophes, 3
vols., París, 1694-1697.
Lescalopier, Pierre, Humanitas theologica, in qua M.T. Cicero de
N atura Deorum argumentis, expositionibus illustrationibus,
nunc primum insignis in lucem prodit, París, 1668.
Le Vassor, Michel, De la véritable Religión , París, 1688.
Linden, johannes Antonides van dcr, Undenius renovatus, sive J.
van der Linden de scriptis medicis libri dúo , Nuremberg, 1686.
Lipsius, Justus (Joest Lips), Physiologiae Stoicorum, L. Annaeo
Senecae aliisque scriptoribus illustrandis, Anveres, 1604.
Ju sti Lipsii Epistolarum selectarum chilias, in qua 1 ,11, ni
centuriae ad Belgas, Germ anos, G allos, Italos et H ispanos, iv
singularis ad Germanos et G allos; v m iscellanea; vi, vu, vin ad
Belgas; IX et x miscellanea, postum ae; Epistolica institutio
eiusdem Lipsii, Aviñón, 1609.
Locke, John, Essai philosophique concem ant l’entendement
hum ain... traduit de l’anglois de m. Locke par Pierre Coste,
Amsterdam, 1700.
Lomeierus, Johannes (Johann Lomcier), De Veterum gentilium
lustrationibus syntagm a, Utrecht, 1681.
Maignan, Emanuelis (Emanuel), Cursus philosophicus recognitus
et auctior Pbilosopbia naturae, alias Physica seu tenia pars
cursus philosophici, Lyon, 1673.
Maimbourg, Louis, Histoire du Calvinisme, París, 1682.
- Histoire de l’hérésie des iconoclastes et de la translation de
I’Empire aux Franjáis, París, 1674.
- Histoire du pontificat de Saint Léon-le-Grand, París, 1687.
Malebranche, Nicolás, De la Rechercbe de la Vérité, ou Pon traite
de la nature de l’esprit de Phomme et de l’usage qu’il en doit
faire pour éviter l’erreur dans les Sciences, 2 vols., París, 1674-
167$. T. ni contenant plusieus éclaircissemens sur les
principales difficultés des precedens volumes, París, 1678.
- Traité de la nature et de la gráce, Amsterdam, 1680.
- M éditations chrétiennes, Colonia, 1683.
490 Diccionario histórico y critico

- Traité de Morale, Colonia, 1683.


Mansvelt, Regnerus, Adversus Anonimum Theologo-Politicum
líber singularis, in quo omnes et singulae Tractatus theologico-
Politici dissertationes examinantur et refelluntur, Amsterdam,
1674.
Margarinius, Cornelius (Comelio Margarini), Bullarium
Casinense, seu constitutiones summorutn pontificum,
imperatorum, regnm, prindpum, et decreta sacrarum
congregationum pro cortgregatione Casinenst, z vols., Venecia,
1650-1670.
Marolles, Michel de, abad de Villeloin, Historie des roys de
France, et des choses plus mémorables qui se sont passées sous
leur régne... escrite en abrégé sur le modelle des anciens, París,
1663.
Mauduit, Michel, Traité de la religión contre les athées, les deistes
et les nouveaux Pyrrhoniens, París, 1677.
Meaux, obispo de, véase Bossuet.
Ménage, Gilíes (Aegidios Menagius), Anti-Baillet, ou Critique du
livre de M. Baillet intitulé •jugemens des savatts*, 1 vols.. La
Haya, 1688.
- De Vitis, dogmatibus et apophtegmatibus clarorum
pbilosophorum (Diógenes Laercio; con observaciones de
Ménage), 2 vols., Amsterdam, 1692.
- Menagiana, ou Bons mots, rencontres agréables, pensées
judicieuses et observations curieuses, Amsterdam, 1693. A
partir de 1695, las nuevas ediciones incluyen Suite du
Menagiana.
Meyet, Ludovicus (Lodewijk), De philosophiae Sacrae Scripturae
interprete, exercitatio paradoxa, Amsterdam, 1666.
Micraelius, Johannes (Johann Lütkeschwager), Syntagma
bistoriarum Ecclesiae omnium, Stettin, 1630.
Montaigne, Michel de, Les Essais..., édition nouvelle trouvée
aprés le déceds de l’autheur, reveüe et augmentée par luy d’un
tiers plus qu’aux précédentes impressions, París, 1595.
More, Henry, Opera omnia, 3 vols., Londres, 1675-1679.
Moren, Louis, Le Grand Dictionnaire bistorique ou le Mélange
curieux de 1‘historie sainte et profane, Lyon, 1674.
Musaeus, Johann, Spinozismus, hoc est Tractatus theologico-
politicus quo B. Spinoza, conatu improbo, demonstratum ivit,
libertatem philosophandi, sive de doctrina religionis pro lubitu
iudicandi, sentiendi ac docendi... ad veritatis lancem
examinatus, Jena, 1674.
Apéndice 49i

Naudé, Gabriel, Apologie pour tous les grands hommes qui ont
esté faussement soupfonnez de magie, París, 1625.
Niphus, Augustinus (Agostino Nifo), De mtmortalitate humane
anime libellus adversas Petrum Pomponacium Mantuanum ad
Leonem Xm., Venecia, 1518.
Ochino, Bemardino, Prediche nomínate laberinti del libero, o ver
servo arbitrio, prescienza, predestinazione e liberta divina e del
modo per uscime, Basilea, 1659.
Origene, Traité d’Origéne contre Celse... traduit du grec par Elie
Bouhéreau, Amsterdam, 1700.
Orobio de Castro, Isaac (Ishak Balthazar), Certamen
philosophicum propugnatae veritatis divinae ac naturalis
adversas ]. Bredenburg principia, Amsterdam, 1684.
Osiander, Johann Adam, Observationes maximam partem
theologicae in libros tres De iure belli ac pacis H. Crotii,
Tubinga, 16 7 1.
Palingenius, Marcellus (Pietro Angelo Manzoili), Zodiacus vitae,
hoc est de Hominis vita, studio ac moribus optime instituendis,
Venecia, 15 3 1.
Papin, Isaac, Essais de théologie sur la providence et la gráce,
Francfort, 1687.
Pardies, Ignace Gastón, Discours de la connaissance des bétes,
París, 1672.
Pasquier, Etienne, Des Recherches de la France, livres premier et
second, París, 1569.
Pererius, Benedictos, De communibus omnium rerum naturalium
principiis et affectionibus, París, 1379.
Pfannerus (Tobías Pfanner), Systema Theologiae gentilis, Basilea,
1679.
Philalethes, N. N., Démonstration de la faiblesse de l’Argument de
Spinoza, touchant la substance unique absolument infinie,
Amsterdam, 170 1 (original neerlandés).
Piccinardius, Seraphinus (Serafino Piccinardi), Philosophiae
dogmaticae peripateticae christianae, Padua, 1671.
Poiret, Petrus (Pierre), Cogitationum rationalium de Deo, anima et
malo libri quatuor, in quibus quid de hisce Cartesius ejusque
sequaces... senserint... atque... tota metaphysica verior,
continentur, Amsterdam, 1677. En la 2*. ed. (1683) se añadió:
Nec non Benedicti de Spinoza atheismus et exitiales errores
funditus extirpantur (cum objectionibus P. Bayle).
Poisson, Nicolas-Joseph, Commentaire ou Remarques sur la
méthode de Descartes, Vendóme, 1671.
49* Diccionario histórico y crítico

Pomponatius, Petras (Pietro Pomponazzi), Tractatus de


immortalitate attimae, Bolonia, 15 16 .
- De foto, de libero arbitrio et de praedestinatione, Bolonia, 1520.
- Apologie libri tres. Defensorium autoris..., Venecía, 15 15 .
- De naturalium effectuum admirandorum causis, sive de
incantationibus líber, Basilea, 1556.
Pufendorf, Samuel, Jus feciale divinum, sive de consensu et
dissensu protestantium exercitatio posthuma, Lübeck, 169$.
Purchotius, Edmundus (Edmond Pourchot), lnstitutio philosophica
ad faciliorem veterum ac recentiorum philosophorum lectionem
comparata, 4 vols., París, 169$.
Prateolus (Gabriel du Préau), Elenchus Haereticorum omnium, qui
ab orbe condito ad nostra usque témpora... proditi sunt, vitas,
sectas et dogmata complectens, Colonia, 1605.
Prieries, Sylvester (Silvestro Mazolini da Prierio), De
Strigimagarum demonumque mirandis libri tres, Roma, 152.1.
Pufendorf, Samuel, Jus feciale divinum, sive de consensu et
dissensu protestantium exercitatio posthuma, Lübeck, 1695.
Quevedo, Francisco de, Epicteto, y Phocilides en español con conso­
nantes, con el Origen de los estoicos, y su defensa contra Plutar­
co, y la Defensa de Epicuro, contra la común opinión, Madrid,
1635.
Raderus (Matthaeus Rader), Petri Siculi Historia Manichaeorum
seu Paulicianorum, (traducción), Ingolstadt, 1604.
Rapin, René, Réflexions sur la philosophie ancienne et modeme,
et sur l'usage qu'on en doit faire pour la religión, París, 1676.
Raynaudus, Theophilus (Théophile Raynaud), Theologia naturalis,
sive Entis increati et creati, intra supremam abstractionem, ex
naturae lumine, investigatio, Lyon, 1622.
- Calvinismus bestiarum Religio, Lyon, 1630.
- De Stigmatismo, sacro et profano, divino, humano, daemoniaco,
tractatio, Grenoble, 1647.
- Erotemata de malis ac bonis libris, deque iusta aut iniusta,
eorundem confixione, Lyon, 1653.
Redi, Francesco, Experimenta área generationem insectorum,
Amsterdam, 16 71.
Régis, Pierre Sylvain, Systéme de philosophie, contenant la
logique, la métaphysique, la physique et la morale, 7 vols.,
Lyon, 1691.
Rohault, Jacques, Entretiene de philosophie, París, 16 71.
Rondellus, Jacobus (Jacques du Rondel), Musaei de Herone et
Leandro carmen, cum notis, París, 1678.
Apéndice 493

- L a vie d’Épicure, París, 1679.


- De Gloria, Leyden, 1680.
- Reflexione sur un chapitre de Theophraste, Amsterdam, 1686.
- Dissertation sur le Chénix de Pythagore, Amsterdam, 1690.
- De vita et moribus Epicuri, Amsterdam, 1693.
Rorarius, Hieronymus (Girolamo Rorario), Quod animalia bruta
ratione utantur melius bomine, París, 1648 (edición de Gabriel
Naudé).
- Oratio pro muribus, adversas Nicolai Bostii edictum, Augsburg,
1548.
Rorario, Nicoló, Contradictiones, dubia et paradoxa in libros
Hippocratis, Celsi, Galeni, Aetii, Aeginetae, Avicennae, cum
eorundem conciliationibus, Venecia, 1566.
Rycaut, Paul, L'État présent de l’Empire ottoman... De la traduction
du sieur Bespier sur Poriginalanglois du sieur Rycaut... enrichi de
remarques fort curieuses, 2. vols., Rouen, 1677.
Saint-Amant, Marc Antoine de Gérard, sieur de, Moyse sauvé,
idylle héroique du sieur de Saint-Amant, París, 1653.
Saint-Évremond, Charles de Marguetel de Saint Denis, Oeuvres
meslées, iz vols., París, 1670-1684. El vol. xu lleva por título
Discours sur Epicure.
Saint-Réal, César Vichard, abad de, Cesarion ou Entretiens divers,
La Haya, 1685.
Saldenus (Willem Salden), Otia theologica, sive exercitathnum
subcisivarum varii argumenti, Amsterdam, 1684.
Salier, Jacques, Historia scholastica de speciebus eucharisticis, sive
de formarum materialium natura singularis observatio ex
prophanis sacrisque authoribus, z vols., Lyon, 1687-1692.
Sarrasin, Jean Fran<;ois, Les Oeuvres, París, i6$6.
Saurín, Elie, Examen de ¡a Théologie de M. Jurieu, La Haya, 1694.
- Réflexions sur les droits de la conscience ou l'on fait vohr les
droits de la conscience oü l’on fait vohr les droits de la
conscience éclairtée et ceux de la conscience errante... et on
marque les justes bornes de ¡a tolérance civile en matiére de
religión, Utrecht, 1697.
- Justificaron de la doctrine du sieur Élie Saurín... contre deux
libelles de M. Jurieu, l'un intitulé: *Idée des sentimens de M.
Saurín sur ¡es mysteres de la Trinité et de Vlncamation», et
l’autre: «La Religión du latitudinaire», Utrecht, 1697.
Scaliger, Julius Caesar, Exotericarum exercitationes líber quintus de­
cimos, de subtilitate, ad Hyeronymum Cardanum, París, 1557.
Simón, Richard, Cérémonies et coutumes qui s’observent
494 Diccionario histórico y crítico

aujourd’hui parmi les Juifs; traduites de l’italien de Léon de


Modéne... augmentées d'une seconde parrtie qui a pour títre:
Comparaisott des cérémotties des Juifs et de la discipline de
l’Église, París, 1681.
- De l’lnspiration des Livres Sacrés. Avec une Résponseau Livre in­
titulé Défens des Sentimens de quelques Theologiens de
Holland..., Rotterdam, 1687.
Sirmondus, Antonius (Antoine Sirmond), De Immortalitate
animae demonstratio physica et aristotélica, adversus
Pomponatium et asseclas, París, 1635.
Sorbiére, Samuel-Joseph, Lettres et discours sur diverses matieres
curieuses, París, 1660.
Sperlingius (Johann Sperling), Institutiones physicae, Wittenberg,
1639.
Spinoza, B., Renati Des Caries principiorum philosophiae pars l et
II, more geométrico demostratae per Benedictum de Spinoza.
Accesserunt eiusdem cogitata metaphysica, Amsterdam, 1663
(prefacio de Ludovicus Meyer).
- Tractatus theologico-politicus, Amsterdam, 1670.
- Opera postuma, Amsterdam, 1677.
Spon, Jacob, Voyage d’ltalie, de Dalmatie, de Gréce et du Levant,
3 vols., Lyon, 1678.
Spondanus (Henri de Sponde), Anuales ecclesiastici, ex xtl tomis
Caesaris Baronii... in epitomen redacti, París, 16 13.
Stoupp (Giovanni Battista Stoppa), La Religión des Hollandois,
representée en plusieurs lettres écrites par un officier de Varmée
du Roy a un pasteur et professeur en théologie de Berne, París,
1673.
Sturmius (Sturm), Johannes Christianus, Physica electiva sive
hypothetica. Accessit theosophiae sive cognitionis de Deo
naturalis specimen, 2. vols., Nuremberg, 1697.
Temple, Sir William, Les oeuvres mélées, Utrecht, 1693.
Thomassin, Louis, Traité de l’unité de l’Église, 1 vols., París,
1686-1688.
Thomasius, Jacob, Dissertationes ad stoicae philosophiae et
caeteram philosophicam historiam facientes, argumenti varii;
quibus praemittitur de exustione mundi stoica exercitatio,
Leipzig, i68z.
Thou, Jacques Auguste de, Jacq. Augusti Thuani Historiarum sui
temporis libri CXXXV//J, París, 1618.
Til, Salomón van, Het Voorhof der Heydenen, voor alie de
ongeloovigen geopent, Dordregt, 1694.
Apéndice 495

Toppi, Nicoló, Biblioteca Napoletana et apparato agli uomini


illustri irt Lettere di Napoli e del Regno... dalle loro orighti per
tutto l'anno 1678, Ñapóles, 1678.
Tristan de Saint-Amant, Commentaires historiques contenant
¡’histoire genérale des Empereurs, imperatrices, caesars et tyrans
de l'Empire romain, 3 vols., París, 1644.
Valla, Lorenzo, Dialecticae ¡ibri tres, París, 1530.
Vallade, Jean Fran^ois, Discours philosophique sur la Création et
l’arrangement du monde, Amsterdam, 1700.
Vallinus, Renatus (René Vallin), S. Boetii Consolationis
philosophiae libri v. Eiusdem Opuscula sacra auctiora. R.V.
recensuit et... illustravit, Leyden, 1656.
Velthuysen, Lambcrt, Opera omnia... quibus accessere dúo
tractatus novi... prior est de Articulis fidei fundamentalibus,
alter est de cultu naturali et origine moralitatis, oppositus
Tractatui Theologico-politico et Operi Posthumo Benediciti de
Spinoza, z vols., Rotterdam, 1680.
Vigneul-Marville, Mélanges d’Histoire et de Littérature, recueillis
par M. de V.-M., 3 vols., Rouen, 1699-1700.
Vio, Tommaso de (cardenal Cayetano), Commentaria De Anima
Aristotelis, Venecia, 1618.
Voetius, Gisbertus (Gijsbcrt Voet), Selectarum disputationem
theologicarum, 5 vols., Utrecht/Amsterdam, 1648-1669.
Vogelsangius (Vogelsang), Reinerus, Ad praefationem Ludovici
Wolzogii quae legitur ante: «ludida variorum theologorum»
necessaria responsio, continens varias dissertationes, Sylvae
Ducis, 16 7 1.
Vossius, Gerardus, De historiéis graecis, Leyden, 1623.
- De theologia gentili et physiologia christiana; sive de origine ac
progressu idolatriae, Amsterdam, 1641.
- De veterum poetarum temporibus libri dúo qui sunt de poetis
graecis et latinis, Amsterdam, 1654.
- De philosophia et philosophorum sectis, La Haya, 1658.
Vossius, Isaac, De poematum cantu et viribus rhytmi, Oxford, 1673.
Wacyen, Johannes van der, Apología pro vera et genuitta
Reformatorum sententia; praesertim in negotio de
interpretatione/interprete sanctae Scripturae, adversas L.
Wolzogenium, Amsterdam, 1669.
Wallon de Beaupuis, Charles, Nouveaux essais de morale
contenant plusieurs traitez sur differens sujets, París, 1686.
Wierus, Johannes (Johann Wicr), De praestigiis daemonum et
incantationibus ac venefiáis, Basilea, 1564.
496 Diccionario histórico y critico

Willis, Thomas, De anima brutorum quae hominis vitalis ac


sensitiva est, exercitationes duae, Londres, 167Z.
Wittichius, Christophoros, Antispinoza, sive examen Ethices B. de
Spinoza, et Commentarius de Deo et eius attributis, Amsterdam,
1690.
Wolzogen, Ludovicus (Louis de Wolzogue), De Scripturarum
interprete adversas exercitatorem paradoxum, Utrechr, 1668.
- Apologie pour le synode de Naerden, z vols., Utrecht, 1669.
- Jugemens de plusieurs professeurs et docteurs en théologie... qui
prononcent unanimement orthodoxe le livre de Louys de
Wolzogue, «De I’Interprete de l’Ecriture», Utrecht, 1669.
Xylander (Holzmann) (y otros), Plutarchi Chaeronensis quae
extant opera, cum latina interpretatione Hermanni Cruserii,
Gulielmi Xylandri..., (traducción), z vols., Francfort, i6zo.
Yvon, Petrus, Impietas convicta tractatibus duobus, in quorum
priori existentia Dei... clare stabilitur; in secundo, Scriptura
defenditur ab impío libro Spinosae..., Amsterdam, 1681.
Zacutus Lusitanus, Abraham (Manuel Alvares de Tavora), De
medicorum principum historia, 6 vols., Amsterdam, 16Z9-1638.
Ziegler, Raspar, In H. Grotii «de lure belli ac pacis» libros,
quibus naturae et gentium ius explicavit, notae et
animadversiones subitariae, Wittenberg, 1 666.

b) Autores griegos, latinos y medivales citados


en los artículos del «Diccionario» traducidos

Aeliano, Variae historiae.


Agatias, Historia.
Agustín, De civitate Dei. De cognitíone verae vitae. De haeresibus.
De spiritu et anima. Epistolae.
Alberto Magno, Physica.
Alcifrón, Epistolae.
Aristóteles, Categoriae (De praedicamentis). De cáelo. Metaphysica.
Physica. Tópica.
Amobio, Adversas Nationes.
Ateneo, Deipnosophistae.
Averroes, De anima.
Basilio Magno, Exaemeron.
Boecio, De consolatione philosophiae.
Cicerón, Academicae quaestiones. De Pato. De finibus. De natura
deorum. Epistolae ad familiares. Tusculanae disputationes.
497

Claudiano, Itt Rufinum.


Clemente de Alejandría, Stromata.
Clemente de Roma, De rebus gestis... sancti Petri.
Demóstenes, Contra Aristocratem.
Diógenes Laercio, De darorum philosophorum vitis.
Dión Casio, Historia romana.
Epifanio, Contra Haereses.
Estecio, Sylvae.
Estobeo, Eclogae physicae et ethicae. Sermones.
Eusebio, Historia ecclesiastica. Praeparatio evangélica.
Galeno, Adhortatio ad artium liberalium studium. De
constitutione Artis medicae. De elementis ex Hippocratis
sententia.
Gelio, Aulus, Noctes atticae.
Gregorio Nazianceno, lambí.
Guillaume de Lorris y Jean Clopinel, Román de la Rose.
Herodiano, De vita et moribus imperatorum romanomm.
Homero, Ilias. Odyssea.
Horacio, Carmina. De arte poética. Epistolae. Satyrae.
Justiniano, Institutiones.
Lactancio, De ira Dei. Institutiones divinae. De opificio Dei.
Lucano, Pharsalia sive de bello civili.
Luciano, Necyomanteia.
Lucrecio, De rerum natura.
Maimónides, More Nebuchim (Dux perplexorum).
Máximo de Ciro, Dissertationes. Sermones.
Orígenes, Contra Celsum.
Ovidio, De arte amandi. Epistolae ex Ponto. Easti.
Metamorphoses. Tristes. De arte amandi.
Filón de Alejandría, De animalibus.
Platón, De República. Timaeus.
Plinio, Historia naturalis.
Plutarco, Moralia. Adversas Colotem. Adversas Stoicos.
Convivíales disputationes. De gerenda república. De Iside et
Osiride. De laudando seipso. De procreatione animi in Timaeo
Platonis. De repugnantiis stoicis. De solertia animalium. Non
posse suaviter viví juxta Epicurum. Vitae parallelae, Agesilai.
Demetrias.
Propercio, Elegiae.
Séneca, Ad Lucilium Epistolae. De beneficiis. De vita beata.
Naturales quaestiones.
Séneca (el retórico], Controversiae.
498 Diccionario histórico y crítico

Sexto Empírico, Adversus mathematicos.


Simplicio, Commentarius in Epicteti Enchiridion.
Suidas, Lexicón.
Tácito, Historiae.
Temisto, Orationes.
Tertuliano, Apologeticus adversus gentes.
Tomás de Aquino, Contra gentiles.
Valerio Flaco, Argonautica.
Virgilio, Aeneida. Geórgica.

c) Publicaciones periódicas citadas

Acta Eruditorum Leipzig, 1682-1731.


Bibliothéque universelle et historique, (editada por Jean Le Clerc),
Amsterdam, 1686-1704.
Giomale de' Letterati, Roma, 1668-1679.
Histoire des Ouvrages des Sgavans, (editado por Henri Basnage de
Beauval), Rotterdam, 1687-1709.
Journal de Leipsic, véase Acta Eruditorum Leipzig.
Journal des Savatts, París, 1665...
Journal de Trévoux , véase Mémoires...
Journal d’Hambourg, contenant divers mémoires curiex et útiles,
sur toute sorte de sujets, Hamburgo, 1694-169$.
Journal d ’ltalie, véase Giomale de' Letterati.
Mémoires por l’Histoire des Sciences et des Beaux Arts ),
Trevoux, 17 0 1-17 11.
Mércure Galant, contenant plusieurs histoires veritables, et tout ce
qui s'est passé depuis le premier Janvier 167 2, París, 1672...
Nouvelles de la République des Lettres, Amsterdam, 1684-1716
(editado por Pierre Bayle entre 1684-1687).
ín d ice

P ró lo g o , por Sergio Landucci..................................................... 11


por Miguel Ángel Granada .............
N o tic ia b io -b ib lio g rá fíc a , 40
N o ta so b re la p resen te e d ic ió n , .............................................................. 41

D ic c io n a r io h is tó r ic o y c r ít ic o

e p ic u r o ............................................................................................................ 47
O b s e r v a c i o n e s .................................................................................................. 53

m a n iq u e o s .................................................................................................... i* 3
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................. 1* 7

PAU L1C I A N O S ................................................................................................. 155


O b s e r v a c i o n e s ........................................................................... 15 9

PIR R Ó N ............................................................................................................... * * 3
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................... 2 * 7

P O M P O N A Z Z l................................................................................................... 2 5 1
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................... 2 5 6

R i M i N i .................................................................................................................. 2 9 1
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................... 2 9 4

RO RA RIO .......................................................................................................... 3 X1
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................. 3 15

S P IN O Z A ............................................................................................................ 3 7 9
O b s e r v a c i o n e s ................................................................................................. 389

A p é n d ice b ib lio g rá fic o


a) O b ra s de su é p o ca c ita d a s p o r B a y le en lo s a rtíc u lo s
del « D ic c io n a rio » t r a d u c i d o s .............................................................. 4 8 1
b) A u to re s g rie g o s, la tin o s y m ed ie vale s c ita d o s en los
a rtíc u lo s del « D ic c io n a rio » tr a d u c id o s ........................................ 4 9 &
c) P u b licacio n e s p e rió d ic a s c ita d a s ........................................................... 4 9 8
Coordinación: Ignacio Echevarría. Edición al
cuidado de Nocmí Sobregués. Diseño de la colec­
ción: Norbert Denkel. Está prohibida la venta de
este libro a personas que no pertenezcan a
Circulo de Lectores. © Sergio Landucci, 1996,
por el prólogo. © Jordi Bayod, 19 9 6, por la tra­
ducción y apéndices. © Antonio Saura, 19 9 6 , por
la ilustración de la sobrecubierta. © Círculo de
Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 1996, por
la presente edición. Fotocomposición: punt groe
Se associats, s.a. Impresión y encuadernación:
Printer industria gráfica, s.a. N 11, Cuatro
Caminos s/n, 08620 Sant Vicen; deis Horts.
Barcelona, 19 9 6

Círculo de Lectores, S. A.
(Sociedad Unipersonal)

Valencia 34 4 ,0 8 0 0 9 Barcelona
1 3 5797902864 2
Depósito legal: B. 33135-1996
ISBN 8 4 -226 -54 78-4
N.° 40824 a
Impreso en España
O pera M undi

B ib l io t e c a U n iv e r sa l d e l C ír c u lo de L e c t o r e s

P royecto co n sid erad o

de In terés C ultural y E ducativo por la

1m
A las puertas de un nuevo milenio,
la Biblioteca Universal del Círculo de Lectores
se ofrece como legado bibliográfico que recoge
algunas de las más decisivas aportaciones
de la humanidad en el campo de la cultura.
Recapitulación, pues, del pasado, pero también
propuesta abierta al futuro,
la Biblioteca Universal aspira a constituirse
en el núcleo de una biblioteca fundamental,
capaz de ofrecer de un modo armónico,
y con la colaboración de acreditados especialistas,
una calibrada selección de cuanto han alcanzado
las posibilidades expresivas, cognoscitivas
e imaginativas del hombre desde la Antigüedad
hasta nuestros días.

ISBN 84-226-5478-4

lili
40824

9 "7 8 8 4 2 2 654780

También podría gustarte