Titus Burckhardt
Alquimia
Significado e imagen del mundo
INTRODUCCIÓN
Desde el Siglo de las Luces, la alquimia ha sido considerada como
precursora de la química moderna y, por tanto, casi todos los investigadores que se
han ocupado de ella se han limitado a buscar en sus escritos el punto de arranque
de los posteriores descubrimientos de la Química. Este enfoque unilateral ha
permitido, por lo menos, sacar a la luz un cúmulo de antiguas prácticas artesanas
para la preparación de metales, colorantes y vidrio, escogidas de entre unos
procesos aparentemente absurdos que, sin embargo, desempeñaban el papel más
importante en la alquimia propiamente dicha. El que tal legado fuera en realidad
copioso hacía más inexplicable aún aquel tenaz apego de los alquimistas a las
fórmulas de su «magisterio» que, desde el punto de vista químico, eran del todo
insensatas. La única explicación consistía en suponer que el irresistible deseo de
obtener oro ha tentado una y otra vez a los hombres a creer en fórmulas fantásticas
que, si bien se mira, no son sino la aplicación práctica de la antigua filosofía
natural, entreverada de supersticiones; algo así como si se hubiera tratado de
infundir en el cuerpo la «materia prima» aristotélica de todas las cosas mediante una
combinación de toscas operaciones manuales y mágicos conjuros.
A nadie le pareció inverosímil que, del engaño en el error y del error en el
engaño, un «arte» semejante pudiera extenderse y prosperar en las más diversas
civilizaciones de Oriente y de Occidente durante cientos e incluso miles de años.
Y es que existía el convencimiento de que, hasta unos doscientos años atrás,
la Humanidad había estado aletargada y hasta aquel momento no había
despertado al claro entendimiento. Como si el entendimiento pudiera
experimentar una especie de desarrollo biológico.
Este concepto de la alquimia queda desmentido por el carácter unitario del
«arte», pues la descripción que se hace de la «Gran Obra» en los textos alquímicos
de los siglos y ámbitos culturales más distintos presenta unos rasgos
fundamentales constantes, que no pueden calificarse de empíricos. La alquimia
india tiene la misma esencia que la de Occidente, y la china, aunque dentro de un
marco espiritual completamente distinto, guarda cierta similitud con ambas. Si la
alquimia fuese pura fantasmagoría, su lenguaje llevaría el sello de la arbitrariedad
y la insensatez; mas, por el contrario, tiene todos los rasgos de una auténtica
tradición, es decir, de una enseñanza orgánicamente coordinada, aunque en modo
alguno esquemática, y unas reglas invariables, confirmadas una y otra vez por sus
maestros. Por tanto, no puede ser una hibridación ni una especie de casualidad en
la historia de la Humanidad, sino que debe de anunciar una fe profundamente
arraigada en las posibilidades del espíritu y del alma.
A esta conclusión ha llegado también la llamada «psicología profunda», la cual
cree encontrar en las imágenes alquímicas la confirmación de su tesis del
«inconsciente colectivo»[1]. Según esta apreciación, el alquimista, en su búsqueda
quimérica, expone ante sí mismo, en imágenes, el insospechado contenido de su
alma realizando de esta forma, sin proponérselo, una especie de reconciliación
entre su visión superficial e individual y la fuerza amorfa, que pugna por
configurarse, del «inconsciente colectivo». Esta reconciliación determina, a su juicio,
una experiencia de gran riqueza interior, impregnada de un aire intemporal que, al
sublimar y transmutar los valores de la obra alquímica externa, sustituye al
apetecido magisterio. También esta opinión se funda en la suposición de que el
alquimista buscaba, ante todo, fabricar oro, es decir, estaba dominado por un
delirio y, por tanto, pensaba y actuaba como un iluso. Esta explicación es un tanto
capciosa, ya que, en cierto aspecto, se acerca a la verdad, mientras que en otros se
aleja de ella más que ninguna otra. No cabe duda de que el motivo espiritual de la
obra alquímica es, en principio, más o menos inconsciente, y parece estar
escondido en lo más recóndito del alma. Pero este recato no puede en modo alguno
equipararse al caos del llamado «inconsciente colectivo», al menos por lo que
respecta al aparente significado de este concepto elástico: el «manantial» del
alquimista no brota de ignotas regiones del alma, sino, más bien, del mismo
terreno que el espíritu, y si su origen está oculto, no es porque se halle por debajo
del conocimiento racional sino porque se encuentra por encima de él.
La citada tesis psicológica se desmorona en cuanto se observa que los
verdaderos alquimistas no eran esclavos del afán de fabricar oro ni perseguían sus
fines como sonámbulos ni mediante pasivas «proyecciones» de ignoradas facultades
del alma, sino que seguían un método perfectamente lógico cuya alegoría
metalúrgica –por el arte de convertir los metales corrientes en oro y plata–, si bien
ha confundido a muchos profanos, resulta en sí del todo razonable, más aún,
verdaderamente profunda.
ORÍGENES DE LA ALQUIMIA OCCIDENTAL
A la pregunta de por qué en lugares tan distantes entre sí como el Cercano y
el Lejano Oriente ha existido la alquimia desde hace miles de años –al menos,
desde la mitad del último milenio antes de Jesucristo y, probablemente, desde los
tiempos prehistóricos–, la mayoría de los historiadores suele responder que los
hombres eran asaltados una y otra vez por la tentación de convertir los metales
corrientes en oro y plata para enriquecerse rápidamente, hasta que la Química
empírica del siglo XVIII demostró definitivamente que un metal no puede
transformarse en otro. Pero la realidad es muy distinta y, en parte, casi totalmente
opuesta.
El oro y la plata eran ya metales sagrados antes de convertirse en medida del
valor de las mercancías. Eran la representación terrena del Sol y la Luna y, por
consiguiente, también de todas las cualidades espirituales que se atribuían a la
celestial pareja. Hasta la Edad Media, el valor de ambos metales preciosos se
hallaba establecido de acuerdo con los períodos de revolución de uno y otro astros.
Incluso la forma redonda de las monedas de oro y plata es una réplica de la de sus
celestes modelos. Y la mayor parte de las más antiguas monedas de oro suele llevar
grabados imágenes o signos alusivos al Sol o a su ciclo anual. Para los hombres de
los siglos anteriores al Racionalismo, era evidente el parentesco entre los metales
preciosos y los dos grandes astros, y haría falta todo un mundo de ideas y
prejuicios informados por la mecánica para privar a este parentesco de su íntima
vinculación y reducirlo a una especie de coincidencia estética.
No se debe confundir un símbolo con una mera alegoría ni ver en él la
expresión de un impulso colectivo cualquiera, sordo e irracional. El verdadero
simbolismo consiste en equiparar cosas que, si bien por razón de tiempo, espacio,
constitución material y otras circunstancias limitativas, pueden ser distintas, tienen
una misma propiedad esencial. Se muestran como trasuntos, manifestaciones o
imágenes de la misma realidad, independientemente del tiempo y del espacio. Por
tanto, no es del todo correcto decir que el oro representa al Sol y la plata a la Luna;
el oro tiene la misma esencia que el Sol, y la plata la misma esencia que la Luna;
tanto los dos metales preciosos como los dos astros son símbolos de dos realidades
cósmicas o divinas.[2]
Por tanto, la magia del oro deriva de su esencia sagrada, de su perfección
cualitativa, mientras que su valor material tiene sólo una importancia secundaria.
Vista la naturaleza sagrada del oro y de la plata, la obtención de estos dos metales
debía de ser función sacerdotal, del mismo modo que la acuñación de monedas de
oro y plata fue al principio prerrogativa de ciertas teocracias. Es congruente con
ello el que los usos metalúrgicos relacionados con el oro y la plata que, desde los
tiempos más remotos, se conservan en algunos de los pueblos llamados primitivos,
denoten una ascendencia sagrada[3]. La manipulación de los minerales en general
se consideró siempre como una operación sagrada en las civilizaciones llamadas
«arcaicas», que aún no distinguían entre las actividades «espirituales» y las
«prácticas», es decir, las destinadas a fines puramente materiales, y que lo veían
todo desde la perspectiva de la unidad íntima entre el hombre y el cosmos. En
general, era prerrogativa de una casta sacerdotal que se decía depositaria de
poderes divinos que la facultaban para ejercer esta actividad, y donde no era así,
como en el caso de ciertas tribus africanas que carecían de tradición metalúrgica, el
fundidor o herrero era considerado como un intruso en el orden natural,
sospechoso de practicar la magia negra.[4] Lo que para el hombre moderno es
superstición —y, en parte, subsiste sólo como tal— constituye en realidad un
atisbo de la profunda relación existente entre el orden natural y el espiritual. Que
la extracción de los minerales de las «entrañas» de la Tierra y su purificación
violenta por medio del fuego encierra algo inquietante y abre peligrosas
posibilidades lo sabe también el hombre «primitivo»… aun sin las pruebas que nos
brinda de ello la Edad de los Metales. Para la humanidad «arcaica», que no
separaba artificialmente el espíritu de la materia, el advenimiento de la metalurgia
no constituyó un mero «descubrimiento», sino una «revelación», ya que sólo un
mandato divino podía facultar a los hombres para desarrollar semejante actividad.
Sin embargo, esta revelación ha tenido desde el principio su lado bueno y su lado
terrible[5], y exige una especial prudencia a los hombres a quienes está destinada:
del mismo modo que las manipulaciones del metalista con minerales y fuego
encierran cierta violencia, también los influjos espirituales relacionados con este
oficio debían de ser de índole peligrosa y de doble filo. En especial la extracción de
los metales preciosos del mineral impuro por medio de disolventes y purificadores
como el mercurio y el antimonio y bajo la acción del fuego, había de realizarse
frente a la resistencia de las tenebrosas y caóticas fuerzas de la naturaleza, de igual
forma que la obtención del oro o la plata internos, de pureza y fulgor inmutables,
exige la derrota de todos los instintos del alma turbios y confusos.
El siguiente pasaje, tomado de la autobiografía de un senegalés, indica que,
en ciertas tribus africanas, la elaboración del oro ha sido considerada como un arte
sagrado hasta los tiempos más recientes[6]:
«… A una señal de mi padre, los dos aprendices accionaron sendos fuelles de piel de
cordero situados en el suelo a cada lado de la forja y unidos a ella por tubos de arcilla. En la
forja se levantó la llama, que se convirtió en una cosa viva, en un genio animado e
implacable.
»Mi padre tomó entonces el crisol con sus largas tenazas y lo puso sobre la llama.
»De pronto cesaron en la fundición todos los demás trabajos; porque mientras se
funde y enfría el oro no se pueden trabajar cerca de él ni el cobre ni el aluminio, para que no
caigan en el recipiente partículas de estos metales ordinarios. Sólo puede seguir
trabajándose el acero. Sin embargo, incluso los hombres que manipulaban el acero acababan
su tarea rápidamente o la interrumpían para unirse al corro de aprendices congregados en
torno a la forja…
»A veces, mi padre no tenía espacio suficiente para moverse con libertad, y entonces
hacía retroceder a los aprendices con un simple gesto de la mano: nunca pronunciaba ni
una sola palabra en tales momentos, y tampoco los demás hablaban; nadie podía hablar, y
hasta el bardo callaba; sólo rompían el silencio el resoplido del fuelle y el leve burbujear del
aro. Pero aunque mi padre no articulaba ni una palabra, yo sé que interiormente estaba
hablando; podía verle mover los labios mientras removía el oro o el carbón con un palo, palo
que había de cambiar con frecuencia porque ardía fácilmente.
»¿Qué decía? No lo sé; con exactitud no lo sé, pues nunca me comunicó ni una sola
palabra. Pero ¿qué podía decir sino conjuros? ¿No conjuraba a los genios del fuego y del
oro, del fuego y del viento, el viento que salía por las bocas del fuelle, el fuego que había
nacido del viento y el oro que se había desposado con el fuego? Sin duda los instaba a que le
prestaran su ayuda y su amistad y a que se unieran con armonía; sí, llamaba a aquellos
genios, pues son de los más importantes, y su presencia era necesaria para la fusión.
»La operación que se desarrollaba ante mis ojos era sólo, en apariencia, una simple
fundición de oro; pero era esto y algo más: era un acto de magia que los genios podían
autorizar o impedir. Por esto reinaba aquel silencio en torno a mi padre…
»¿No era prodigioso que en aquellos momentos la culebra negra se escondiera
siempre debajo de la piel de cordero? Porque no siempre estaba allí; no iba todos los días a
visitar a mi padre; pero jamás faltaba cuando iba a fundirse el oro. A mí no me sorprendía.
Desde la tarde en que mi padre me contó lo del genio de su tribu, me pareció completamente
natural que la culebra estuviese allí, ya que ella conocía el futuro… Antes de trabajar el oro,
el obrero tiene que purificarse, lavarse de la cabeza a los pies y, mientras dura la operación,
abstenerse de toda relación sexual…».
Que existe un oro interior, mejor dicho, que el oro posee tanto una realidad
externa como una realidad interna, era una conclusión perfectamente lógica para
una mentalidad que, de manera espontánea, había reconocido en el oro y en el Sol
una misma sustancia. Aquí y sólo aquí se encuentra la raíz de la alquimia, que, en
sí, se remonta a los tiempos del antiguo Egipto, donde era practicada por los
sacerdotes. Y es que la tradición alquímica, que se extendió por el Cercano Oriente
y por las tierras de Occidente, y que quizás influyó también en la alquimia hindú,
reconoce como fundador a Hermes Trismegisto, «el tres veces grande Hermes», que
no es otro sino el dios del antiguo Egipto, al que los griegos llamaron Thot y que
regía las artes y ciencias sagradas, de forma parecida a como lo hacía en el
hinduismo el dios Ganesha.
La palabra alquimia deriva de la voz árabe al–kimiya, que, a su vez,
proviene, al parecer, del egipcio keme y designa la «tierra negra», que puede ser
tanto la denominación del propio país de Egipto, como el símbolo de la materia
prima de los alquimistas. También podría ser que la expresión derivara del griego
chyma, que significa «fundir» o «derretir». Sea como fuere, los apuntes alquímicos
más antiguos que se conservan se hicieron sobre papiros egipcios. No demuestra
nada el hecho de que no poseamos documentos alquímicos de la primera
civilización egipcia, ya que una de las características esenciales de todo arte
sagrado es la transmisión oral; en la mayor parte de los casos, su registro por
escrito constituye un primer indicio de decadencia, o bien revela el temor a que
pudiera perderse la transmisión oral. Por tanto, es del todo natural que el llamado
Corpus Hermeticum, que abarca todos los textos atribuidos a Hermes-Thot, haya
llegado hasta nosotros en lengua griega y redactado en un estilo más o menos
platónico. Sin embargo, tales textos recogen esencialmente el auténtico legado de
una civilización distinta, y no son en modo alguno invenciones griegas arcaizadas,
como demuestra su fecundidad espiritual.
A nuestro juicio, pertenece también al mismo Corpus la llamada Tabla
Esmeraldina, que pasa por ser una revelación de Hermes Trismegisto y que, con
razón, los alquimistas de lengua árabe y latina consideraban como la verdadera
tabla de la ley de su arte. No hay texto original de la Tabla Esmeraldina; hasta
nosotros ha llegado sólo en versiones árabe y latina, al menos por lo que ha podido
comprobarse hasta la fecha; sin embargo, el contenido da fe de su autenticidad.
Habla también en favor del origen egipcio de la alquimia del Cercano
Oriente y del Occidente la circunstancia de que una serie de operaciones manuales
relacionadas con la alquimia, y que utiliza el lenguaje simbólico alquímico, se
representan en grupo y coordinadamente tanto en los textos del tardío Egipto
como en los formularios medievales, lo cual permite observar la procedencia
egipcia de ciertos elementos. Entre estos procesos figuraban, además de la
manipulación de metales y la elaboración de colorantes, la fabricación de piedras
preciosas artificiales y de vidrio de color, arte que en ningún otro lugar floreció
tanto como en Egipto. Por otra parte, toda la artesanía del antiguo Egipto a base de
metales y minerales estaba informada por el afán de extraer de la materia terrestre
sus más secretas y preciadas esencias, motivo espiritual afín al de la alquimia.
La Alejandría del tardío Egipto fue probablemente el crisol en el que, junto a
otras ciencias y artes cosmológicas, adquirió la alquimia la forma en que hoy la
conocemos, aunque sin experimentar en ello transformaciones esenciales.
Entonces, la alquimia debió de apropiarse ciertos motivos de leyendas griegas y
asiáticas, lo cual no debe considerarse como un proceso arbitrario: la formación de
una auténtica tradición se asemeja a la de un cristal que va asimilando partículas
afines para incorporárselas de acuerdo con unas leyes unificadoras.
A partir de esta época pueden observarse dos corrientes en la alquimia: una
es de calidad eminentemente artesana; los símbolos alusivos a una obra interna
aparecen aquí como algo supeditado a una actividad profesional, sólo se
mencionan ocasionalmente, y los maestros se limitan a conservarlos. La otra utiliza
las operaciones metalúrgicas como una alegoría, de modo que podemos
preguntarnos si llegaban a practicarse en realidad. De aquí que muchos hayan
pretendido hacer distinciones entre una alquimia artesana, más antigua, y la
llamada alquimia mística, injertada posteriormente en aquélla. Pero, en realidad, se
trata de dos aspectos de una misma tradición y, de ellos, el que se refiere a la
alquimia simbolista es, sin duda, el que refleja más fielmente el legado «arcaico».
Cabe preguntarse cómo pudo la alquimia, con toda su carga de mitología,
ser aceptada por las religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e islamismo. La
explicación debe buscarse en que las ideas cosmológicas propias de la alquimia,
que se refieren tanto a la naturaleza externa, metálica o simplemente mineral, como
a la naturaleza interna o del alma, estaban ligadas de manera orgánica a la antigua
metalurgia, por lo que este fondo espiritual fue aceptado simplemente como un
conocimiento de la naturaleza (physis) en el más amplio sentido de la palabra,
junto con las técnicas del oficio, de forma semejante a como el cristianismo y el
islamismo incorporaron a su mundo espiritual el legado pitagórico que encerraban
la música y la arquitectura.
Desde el punto de vista cristiano, la alquimia era algo así como un espejo
natural de las verdades reveladas: la piedra filosofal que puede convertir los
metales ordinarios en oro o plata es la representación de Cristo, y su obtención por
medio del «fuego que no quema» del azufre y del «agua consistente» del mercurio
simboliza el nacimiento del Cristo Manuel.
Con su asimilación a la fe cristiana, la alquimia quedó espiritualmente
fecundada, mientras que el cristianismo avanzó gracias a ella por un camino que, a
través de la contemplación de la naturaleza, podía conducir a la verdadera gnosis.
Con mayor facilidad aún se adoptó el arte hermético al mundo espiritual del
Islam. Éste estuvo siempre presto a reconocer como legado de antiguos profetas
cualquier «arte» preislámico que se ofreciera bajo el signo de la sabiduría (hikmah).
Por ello, en el mundo islámico se equipara a menudo Hermes Trismegisto con
Henoch (Idrîs).
La doctrina de la «unidad del ser» (wahdat-al-wudjûd), la esotérica
interpretación del credo unitarista islámico, dio al hermetismo un nuevo eje o –por
decirlo con otras palabras– restituyó toda su amplitud al primitivo horizonte
espiritual, liberándolo de la fragosidad del helenismo tardío.
Con su paulatina incorporación al mundo espiritual de la antigüedad clásica
y de la religión semítica, la alquimia amplió su acervo de imágenes, que alcanzaron
una espectacular diversificación. Sin embargo, ciertos rasgos fundamentales
característicos de la alquimia en lo que ésta tiene de «arte», permanecieron
constantes a lo largo de los siglos y se convirtieron en sus distintivos específicos;
entre ellos figura en lugar destacado un plan concreto de la obra alquímica, cada
una de cuyas fases se designa por medio de determinados procesos, no siempre
realizados a mano, pero plásticamente descritos, así como por cierto cambio en los
colores de la «materia».
En el mundo romano–cristiano, la alquimia penetró, primero, por Bizancio
y, después, en mucha mayor medida, a través de la España musulmana. En el
mundo islámico, la alquimia había alcanzado ya su apogeo. Dyâbir ibn Hayyân,
discípulo del sexto imán chiíta, Dyafar as-Sâdiq, fundó, en el siglo VIII después de
Jesucristo, una verdadera escuela, que ha dejado centenares de escritos alquímicos.
Sin duda porque el nombre de Dyâbir se había convertido en el símbolo de las
enseñanzas alquímicas, el autor de la Summa Perfectionis, un italiano o catalán del
siglo XIII, le dio la forma latina de Geber.
Con la adopción de la ideología griega por el Renacimiento, irrumpió en
Occidente una nueva ola de alquimia bizantina. Durante los siglos XVI y XVII se
imprimieron muchas obras alquímicas que hasta entonces sólo habían circulado en
manuscrito y en forma más o menos secreta, con lo cual el estudio de la Hermética
adquirió un gran auge, aunque no tardó en entrar en decadencia.
Se ha dicho a menudo que en el siglo XVII el hermetismo europeo alcanzó
su máximo esplendor. Pero, en realidad, su decadencia se había iniciado ya en el
siglo XV, a medida que el pensamiento occidental tendía a hacerse más humanista
y, fundamentalmente, más racionalista, y le ganaba terreno a aquella visión general
del mundo espiritual e intuitiva. Es cierto que al principio, en el umbral de la Edad
Moderna, los elementos de una auténtica gnosis, desplazados del ámbito teológico
por el carácter unilateralmente sentimental de la nueva mística cristiana, de una
parte, y por la propensión agnóstica de la Reforma, de la otra, se refugiaron en las
especulaciones alquímicas. En este movimiento cabe incluir fenómenos tales como
las reminiscencias herméticas que se observan en Shakespeare, Jakob Boehme y
Joham Georg Gichtel.
Más que la alquimia propiamente dicha, perduró la Medicina derivada de la
misma, a la que Paracelso dio el nombre de «Medicina espagírica», denominación
derivada de las voces griegas spao y ageiso, que corresponden a los términos
alquímicos solve et coagula.
En general, la alquimia europea de la época posrenacentista tiene un carácter
fragmentario; para ser un arte espiritual le falta el fondo metafísico. Esto puede
decirse de sus últimos exponentes del siglo XVIII, a pesar de que, junto a los
«carboneros» de entonces, algunos hombres eminentes, como Newton y Goethe, se
dedicaron a ella con ahínco… y sin éxito.
Este es el momento de señalar que no puede existir una alquimia
«librepensadora» y hostil a la religión, pues el primer requisito de todo arte
espiritual es el reconocimiento de todo aquello que la condición humana, en su
situación de superioridad y de peligro, precisa para su salvación. El que ya
existiera la alquimia antes de la Era cristiana no prueba nada; siempre fue la parte
orgánica de un legado que, en cierto modo, abarcaba todos los momentos de la
existencia humana. Pero, puesto que el cristianismo revela unas verdades
desconocidas en épocas anteriores, la alquimia se destruiría a sí misma si se negara
a reconocerlas. Por tanto, es un grave error afirmar que la alquimia o la ciencia
hermética es algo así como una religión autosuficiente e incluso, un paganismo
disimulado. Semejante criterio encierra necesariamente el germen del racionalismo
y de la adoración del hombre, por lo cual anularía de antemano todo esfuerzo
encaminado a lograr el magisterio interior. Cierto que «el espíritu sopla donde
quiere», por lo que no se pueden poner exteriormente barreras dogmáticas a su
manifestación; pero no es menos cierto que el espíritu no iluminará a quien le
niega a él –o al Espíritu Santo- en cualquiera de sus revelaciones.
En efecto, la alquimia, que en sí no es una religión, necesita ser confirmada
por el mensaje de salvación o Revelación dirigido a todos los hombres. Y esta
confirmación consiste en que su propio camino y su obra constituyen el medio de
acceso al eterno significado del mensaje de salvación.
No quisiéramos extendernos más acerca de la historia de la alquimia,
bastante imprecisa de por sí, porque, en general, un arte esotérico como la alquimia
se transmite oralmente. Sólo pondremos de relieve una cosa: el que muchos textos
alquímicos sean apócrifos o citen a autores que no puedan ser situados
cronológicamente, no resta en modo alguno valor al texto, pues, aparte que la
investigación histórica y la ciencia alquímica son cosas distintas por completo,
estos nombres, como en el caso del latinizado Geber, suelen ser, más que firmas,
indicios que señalan una determinada rama de la transmisión. Si un texto
hermético es auténtico, o sea, si responde a verdades, conocimientos y experiencias
reales, o si ha sido urdido arbitrariamente, es algo que no pueden revelar el estudio
filológico ni la comparación con la Química empírica; la piedra de toque es la
cohesión espiritual de todo el legado en sí.
NATURALEZA Y LENGUAJE DE LA ALQUIMIA
En nuestro libro sobre la naturaleza del arte sagrado[7], varias veces nos
vimos obligados a tomar la alquimia como punto de comparación, y precisamente
en todos aquellos casos en los que consideramos la creación artística no en su
aspecto externo o estético, sino en su proceso interno, que tiene por objeto una
maduración espiritual, una transformación o renacimiento del artista. La alquimia,
que sus maestros llaman también arte e incluso arte regio (ars regia), ofrece -con su
metáfora de la conversión de los metales ordinarios en los metales preciosos de
plata y oro–, una elocuente imagen de este proceso interior. En realidad, la
alquimia puede ser definida como el arte de las transformaciones del alma. Con
ello no pretendemos negar que la alquimia conozca y realice también operaciones
metalúrgicas, como la limpieza y aleación de metales, con los procesos químicos
correspondientes; pero su verdadera obra –de la que todas estas manipulaciones
no eran sino referencias externas, símbolos de orden práctico– era la
transformación del alma. A este respecto, el testimonio de los alquimistas es
unánime. Así, por ejemplo, en el Libro de los siete capítulos, atribuido a Hermes
Trismegisto, padre espiritual de la alquimia, se dice: «Mirad, os he revelado lo que
estaba escondido: la obra [alquímica] está con vosotros y en vosotros; y porque se halla
siempre en vosotros, siempre la tendréis presente, estéis donde estéis, en la tierra o en el
mar…»[8] Y en la famosa transcripción del diálogo del rey moro Chalid con el sabio
Morieno (o Mariano) se dice que el rey preguntó al sabio dónde podía hallarse la
cosa que servía para realizar la obra hermética. Morieno guardó silencio largo
tiempo y, al fin, respondió: «¡Oh, Majestad, voy a confesaros la verdad, y ésta es la de
que Dios, en su gran misericordia, ha puesto esta cosa extraordinaria en vos mismo: en
dondequiera que estéis, está siempre con vos y de vos no puede separarse…!»[9] Por tanto,
lo que constituye el fundamento de la obra, su verdadera «materia», es la propia
naturaleza del hombre.
La diferencia entre la alquimia y cualquier otro arte sagrado reside, pues, en
que la maestría no está a la vista, como en la arquitectura o la pintura, en un plano
externo y «artesano», sino que se realiza sólo interiormente, pues la transformación
del plomo en oro, que es en lo que consiste el magisterio alquímico, supera las
posibilidades de la artesanía. Lo prodigioso de este proceso, el cual supone un
salto que, a juicio del alquimista, la naturaleza puede dar sólo en un tiempo
incalculable, constituye precisamente la diferencia entre las posibilidades
materiales y las espirituales; mientras que la materia mineral —cuyas disoluciones,
cristalizaciones, fusiones y combustiones reflejan en cierto sentido las
transformaciones del alma— permanece sujeta a ciertas leyes físicas, el alma,
gracias a su encuentro con el espíritu que no está ligado a ninguna forma, puede
vencer las presiones psíquicas que ocupan el lugar de dichas leyes. El plomo
representa el estado caótico, bruto y quebradizo del metal o del hombre interior, en
contraposición al cual el oro, «luz solidificada» y «sol terrenal» expresa la perfección
tanto en el reino de los tales como en la condición humana. En el concepto
alquímico, el oro es el verdadero objetivo de la naturaleza mineral; todos los demás
metales son etapas preliminares o tentativas para llegar a él; sólo el oro posee un
perfecto equilibrio de las propiedades de todos los metales y, por tanto, también
inmutabilidad. «El cobre no descansa hasta convertirse en oro», dice el maestro
Eckehart, al referirse al alma que añora su naturaleza inmortal. Por tanto, los
alquimistas no pretendían, según se ha dicho, convertir en oro los metales
ordinarios aplicando ciertas fórmulas secretas en las que sólo ellos creían. El que
realmente deseaba esto, pertenecía a la clase de los llamados «carboneros», que, sin
estar vinculados a la verdadera tradición alquímica, trataban de realizar la «Gran
Obra» mediante el simple estudio de los textos, que entendían sólo
superficialmente.
La alquimia puede compararse con la mística en lo que tiene de camino que
permite al hombre llegar al conocimiento de su naturaleza inmortal. Y así lo
demuestra la adopción de expresiones alquímicas en la mística cristiana y, de
forma más particular todavía, en la musulmana. Los símbolos alquímicos de la
perfección apuntan al dominio de la condición humana por el espíritu, al retorno a
los orígenes, a lo que la mística de las tres religiones monoteístas describe como
recuperación del Paraíso terrenal. Nicolás Flamel (1330 a 1417), alquimista que se
expresa en el lenguaje de su fe cristiana, dice, acerca de la culminación de la
«Obra», que ésta «hace bueno al hombre porque de él arranca la raíz de todos los pecados –
o sea, la codicia–, haciéndole generoso, manso, piadoso, creyente y temeroso de Dios, por
malo que haya sido. Porque desde ahora estará siempre lleno de la gracia y la misericordia
que ha recibido de Dios y de la profundidad de sus maravillosas obras»[10]. La extirpación
de la raíz de todos los pecados supone el retorno a la perfección adánica.
La esencia y el fin de la mística es la unión con Dios. De esto no habla la
alquimia. Pero en el camino de la mística figura el restablecimiento de la «nobleza»
primitiva de la condición humana, su simbolización, pues la unión con Dios sólo es
posible en razón de aquello que, pese a la inmensa distancia a que se halla de Dios
la criatura, vincula a ésta con Aquél, y que es la «semejanza» de Adán, que, a causa
del pecado original, ha quedado desdibujada o inoperante. En primer lugar, hay
que recobrar la pureza del símbolo hombre para que sus contornos puedan
incrustarse de nuevo en la infinita y divina imagen original. De manera que la
conversión del plomo en oro, en su sentido espiritual, no es otra cosa sino la
recuperación de la nobleza original de la condición humana. Del mismo modo que
las inimitables propiedades del oro no se consiguen mediante la combinación
externa de las distintas cualidades de los metales, como masa, dureza, color, etc.,
así la perfección adánica tampoco es una simple acumulación de virtudes; es
inimitable como el oro, y el hombre, que la ha realizado, no puede medirse con
otros hombres; en él, todo se da de primera mano, y, en este sentido, su naturaleza
es original. Puesto que la realización de este estado incumbe necesariamente a la
mística, la alquimia puede considerarse también como una rama de la mística.
Pero el «estilo» espiritual de la alquimia es tan distinto del de la mística —la
cual se funda en una doctrina de fe— que, en ocasiones, podría sentirse la
tentación de calificarla de «mística sin Dios». Sin embargo, la expresión es
inadecuada, por no decir totalmente falsa, pues la alquimia presupone la fe en
Dios, y casi todos sus maestros conceden gran importancia a la práctica de la
oración. La expresión es correcta sólo por cuanto la alquimia no tiene de antemano
un marco teológico, de manera que la caracterización teológica de la mística no
abarca necesariamente el horizonte espiritual de la alquimia. Las místicas judía,
cristiana o islámica son, de acuerdo con sus respectivos métodos, reflexión sobre
una verdad revelada, un aspecto de Dios o una idea, en el sentido más profundo
del término; constituyen la unión espiritual con esta idea. Por el contrario la al
alquimia no se orienta, en principio, en un sentido teológico (o metafísico) ni ético;
observa el juego de las fuerzas del alma desde un punto de vista puramente
cosmológico y trata al alma como si fuera una «materia» que se hubiese de
purificar, disolver y cristalizar de nuevo. Actúa como una ciencia o un arte natural,
pues todos los estados de conocimiento interior son para ella sólo manifestaciones
de la Naturaleza, que abarca tanto las formas externas, visibles y materiales, como
las internas y psíquicas.
Por ello, la alquimia tiene cierto carácter contemplativo; no consiste
simplemente en un mero pragmatismo sin penetración espiritual; su vertiente
espiritual y contemplativa se asienta precisamente en su forma concreta, en la
analogía entre lo psíquico y lo mineral, pues esta semejanza sólo puede
establecerse mediante una observación que considere la materia desde el punto de
vista cualitativo, o sea, en su cualidad interior, y el alma, «materialmente», es decir,
como si se tratara de un objeto. Dicho con otras palabras: la cosmología alquímica
contiene una teoría del ser, una ontología. El símbolo metalúrgico no es sólo un
recurso, una descripción aproximada de unos procesos internos: como todo
símbolo auténtico, constituye una especie de revelación.
Con su observación «impersonal» del mundo del alma, la alquimia se
aproxima más al camino del conocimiento, o gnosis, que al del amor. Pues es
prerrogativa de la gnosis —en el sentido auténtico de la palabra, sin implicaciones
heréticas— observar objetivamente el alma propia, en vez de sentirla de un modo
subjetivo. Por ello, la mística orientada hacia el saber emplea a veces expresiones
alquímicas para todo aquello a lo que ha incorporado plenamente los procesos de
la alquimia.
La expresión «mística» deriva de «secreto» o «sumirse» (del griego myein); la
esencia de la mística escapa a toda interpretación racional, y lo mismo puede
decirse de la alquimia.
Otro de los motivos por los que la enseñanza alquímica queda envuelta en el
misterio es el de que no está destinada a todos. El «arte regio» exige una
extraordinaria comprensión y cierta disposición del alma, virtud sin la cual su
práctica podría acarrear graves peligros espirituales. Artefius[11], célebre alquimista
medieval, escribió: «¿Acaso no se sabe que el nuestro es un arte cabalístico?[12] Con esto
quiero decir que se revela sólo de palabra y que está lleno de secretos. Pero tú, pobre
insensato, ¿serás lo bastante necio como para creer que nosotros revelamos clara y
abiertamente el más grande y más trascendental de todos los secretos, de forma que pudieras
tomar nuestras palabras al pie de la letra? Te aseguro en verdad —pues no soy tan celoso
como los otros filósofos— que aquel que quiera interpretar de acuerdo con el significado
ordinario de las palabras lo que han escrito los otros filósofos -es decir, los otros
alquimistas–, se perderá en los pasadizos de un laberinto del que nunca podrá salir, pues le
faltará el hilo de Ariadna para orientarse y hallar el camino…»[13] Y Sinesio, que
probablemente vivió en el siglo IV después de Jesucristo[14], escribió: «[Los
verdaderos alquimistas] se expresan siempre a través de imágenes, figuras y metáforas, para
que puedan entenderlos sólo las almas sabias, santas e iluminadas por el saber. Sin
embargo, en sus obras han trazado cierto camino y determinada regla, de manera que el
sabio pueda entender y, finalmente, lograr, tras algunas pruebas, todo cuanto ellos
describen de manera encubierta.»[15] Por último, Geber, que en su Summa hace una
recopilación de la alquimia medieval, señala: «No se debe exponer este arte con
palabras totalmente oscuras; pero tampoco hay que explicarlo con tanta claridad como para
que todos puedan entenderlo. De aquí que lo explique de manera que los sabios puedan
entenderlo, aunque a los espíritus medianos les parezca bastante oscuro; por su parte, los
necios y los locos no podrán entender absolutamente nada…»[16] Es, pues, sorprendente
que, pese a estas advertencias y a otras muchas que podríamos citar, haya habido
tantos hombres —en especial durante el siglo XVII— que creyeran que mediante
un atento estudio de los escritos alquímicos encontrarían el medio de fabricar oro.
Es cierto que los alquimistas afirmaban con frecuencia que guardaban el secreto de
la alquimia sólo para que ningún hombre indigno pudiera adquirir un poder
peligroso. Se servían del inevitable malentendido para ahuyentar a los profanos.
Sin embargo, nunca hablaban del objetivo aparente de su arte, sin mencionar
también a continuación el verdadero. El que estuviera poseído por las pasiones del
mundo, forzosamente había de pasar por alto la parte esencial de la explicación.
Por eso se lee en el Triunfo de la Hermética: «La piedra filosofal —con la que pueden
convertirse en oro los metales ordinarios— brinda, al que la posee, una larga vida, libre de
toda enfermedad, y pone en sus manos más oro y más plata de la que puedan poseer los
príncipes más poderosos. Pero este tesoro tiene, sobre todos los demás bienes de la vida, la
peculiar ventaja de que aquel que lo posee es completamente feliz; sólo con mirarlo es ya
feliz y nunca siente el temor de perderlo.»[17] La primera frase parece confirmar la
interpretación externa de la alquimia, mientras que la segunda indica con toda
claridad que el bien de que aquí se trata es puramente espiritual. Así, también en el
ya mencionado Libro de los siete capítulos se dice: «Con ayuda de Dios omnipotente, esta
piedra [filosofal] os librará y preservará de todas las enfermedades, por graves que sean, y os
protegerá del dolor y las penalidades y de todo aquello que pueda dañar al cuerpo o al alma.
Os conducirá de las tinieblas a la luz; del desierto, al hogar; de la pobreza, a la riqueza».[18]
La ambigüedad de estos pasajes permite entrever el propósito, tantas veces
confesado, de enseñar a «los sabios» y confundir a «los necios».
Puesto que el lenguaje alquímico, pese a su «hermetismo», no fue un invento
arbitrario sino que era auténtico, Geber pudo decir, en el apéndice de su célebre
Summa: «Dondequiera que aparentemente hablé de nuestra ciencia con mayor claridad, en
realidad me expresé en la forma más oscura, encubriendo el verdadero significado de mis
palabras. Y, pese a todo, en ningún momento envolví nuestra obra en alegorías ni enigmas,
sino que la describí honestamente, con palabras claras y comprensibles, tal como yo la
entiendo y tal como, con ayuda de Dios, la aprendí…». Por otra parte, los alquimistas
redactan deliberadamente sus obras de manera que, al leerlas, las opiniones se
dividan. Buen ejemplo de ello es la obra citada últimamente, pues Geber dice en el
mismo apéndice: «Declaro que en esta Summa no he enseñado nuestra ciencia
coordinadamente, sino que la he ido revelando acá y allá en varios capítulos; pues si la
hubiera expuesto de forma ordenada y coherente, los mal intencionados, que podrían
emplearla para el mal, la entenderían con tan facilidad como las gentes de buena
voluntad…». Si seguimos de cerca las explicaciones de Geber, en apariencia de
índole puramente metalúrgica, de pronto, en plena descripción de un proceso
químico casi palpable de tan vívida, descubrimos extrañas incongruencias: el
autor, que hasta entonces no ha hecho alusión a materia alguna para la realización
de la obra, dice de pronto: «Toma, pues, la materia que conoces de sobra y échala en el
recipiente…». O, después de demostrar ampliamente que unos metales no pueden
convertirse en otros por medios externos, alude, sin más, a «la medicina que cura
todos los metales enfermos», convirtiéndolos en oro o en plata. La razón choca
aquí una y otra vez contra un muro, y precisamente éste es el propósito que se
persigue con semejante exposición: el aspirante debe descubrir por sí mismo las
limitaciones de su razón para que, al fin, como dice Geber, al referirse a su propio
caso, busque en su interior: «Al volverme sobre mí mismo y reflexionar sobre el modo y
manera en que la Naturaleza produce los metales en el interior de la tierra, reconocí la
verdadera materia que la Naturaleza nos ha preparado para que la terminemos sobre la
tierra…». Existe aquí cierta semejanza con los métodos del budismo Zen, que, con
la meditación constante de ciertas paradojas enunciadas por un maestro, pretende
salvar las barreras del simple pensamiento.
Este es el umbral espiritual que debe franquear el alquimista; el umbral ético
es, como ya hemos dicho, la tentación de aspirar a conocer el arte alquímico sólo
por el oro. Los alquimistas declaran una y otra vez que el mayor obstáculo que se
levanta en su camino es la codicia. Este vicio es para su arte lo que la soberbia para
la mística del amor o la obcecación para la gnosis; la codicia es el nombre más
cercano al egoísmo, la encadenación al propio yo, limitado y sujeto a las pasiones.
A la inversa, la exhortación a que el discípulo de Hermes intente efectuar la
conversión de los metales para remediar las necesidades de los pobres —o de la
misma naturaleza— recuerda el voto budista de aspirar a la suprema iluminación
sólo para salvar a todos los seres; la caridad libra al hombre de esa perfidia del
propio yo que sólo busca reflejarse a sí mismo en todos los actos.
Si alguien nos reprochara que, en nuestro afán de hacer comprensible la
alquimia, quebrantamos la discreción que tan rigurosamente propugnaban los
alquimistas, podríamos responder que nadie podrá nunca agotar con palabras los
símbolos que constituyen la clave del más íntimo secreto. Lo que podemos explicar
en gran parte es la enseñanza cosmológiea subyacente en el arte alquímico, su
concepto del hombre y de la naturaleza y la marcha general del proceso. Y aun en
el caso de que pudiésemos interpretar toda la obra hermética, siempre quedaría
algo que no puede transmitir la palabra escrita y que es indispensable para la
realización de la obra: como todo arte sagrado en el verdadero sentido de la
palabra, o sea, como todo método que conduce al enaltecimiento del espíritu, la
alquimia se basa en una iniciación. Por regla general, la instrucción debe recibirse
de un maestro, y sólo en casos excepcionales, cuando se rompe la cadena entre
hombre y hombre, la influencia del espíritu puede llenar el vacío de forma
prodigiosa. A este respecto, en el diálogo del rey Chalid con el monje Morieno se
dice: «La base de este arte consiste en que aquel que quiera transmitirlo debe, a su vez,
haberlo aprendido de un maestro… y también es preciso que el maestro lo haya practicado
con frecuencia en presencia de su discípulo… Pues el que conoce con exactitud el orden de
la obra y la ha realizado con sus propias manos, no puede compararse con el que sólo la
estudió en los libros…».[19] Y el alquimista Denis Zachaire[20] escribe: «Pero, ante todo,
quiero que se sepa —por si aún no lo han advertido— que esta filosofía divina no está a
merced de los hombres, y mucho menos puede aprenderse en los libros, a no ser que Dios,
por obra de su Espíritu Santo, nos la imprima en el corazón o nos la enseñe por boca de un
hombre…».[21]
LA CIENCIA HERMÉTICA
La doctrina hermética parte del principio de que el Universo —el
macrocosmos— y el hombre —el microcosmos— se corresponden mutuamente,
son un reflejo el uno del otro, y lo que hay en uno, debe hallarse también, de algún
modo, en el otro.
Sin duda como mejor se entiende esta correspondencia es reduciéndola a la
interrelación entre sujeto y objeto, entre el que percibe y lo percibido: el mundo,
objeto, se refleja en el espejo del hombre, sujeto; aunque teóricamente ambas partes
o polos puedan diferenciarse entre sí, cada una de ellas sólo puede apreciarse en
razón de la otra.
Para mayor claridad, es importante observar con la máxima atención lo que,
con significado un tanto elástico, se ha dado en llamar «sujeto»: por ejemplo,
cuando se dice que la visión que el hombre tiene del Universo es «subjetiva»,
generalmente se entiende que aquélla depende de la situación particular del
hombre en el tiempo y en el espacio y de sus facultades y conocimientos, más o
menos desarrollados; la condicionalidad «subjetiva» vista así es la del individuo o
la de un grupo de personas limitado en el tiempo y el espacio. Pero la facultad
humana de reconocimiento no sólo está condicionada según los casos, sino que,
además, tiene ciertos caracteres específicos, y en este aspecto no podría llegarse a
un conocimiento del mundo, que, en su contexto puramente «objetivo», quedaría
fuera de la esfera del sujeto humano; ni la concordancia de todas las apreciaciones
individuales posibles, ni la utilización de cualesquiera medios auxiliares que
pudieran ampliar el campo de los sentidos, pueden superar esta esfera, que abarca,
al mismo tiempo, el mundo como objeto reconocible y al hombre como ente
reconocedor; la cohesión lógica del Universo pertenece tanto al mundo como a la
naturaleza individual del sujeto humano. No obstante esto, en cada percepción,
aunque esté condicionada al «yo» y a la especie humana, hay algo incondicional;
de otro modo no podría existir un puente entre el sujeto y el objeto, entre el «yo» y
el «tú» ni habría una verdad y una unidad detrás de los múltiples «mundos»
percibidos por los innumerables y diversos seres. Esta propiedad absoluta e
inmutable que infunde en cada percepción su contenido de verdad, más o menos
velado, sin la cual no existiría en modo alguno el reconocimiento, es el espíritu
puro, el intelecto que, indiviso, está presente en todos los seres sin excepción.
De todos los seres vivos de este mundo, el hombre es el más perfecto
portador del espíritu universal y originalmente divino, y en este sentido puede ser
considerado como el reflejo o el compendio de todo el Universo.
Detengámonos un momento para establecer una vez más las diferencias
entre estas realidades que, cual verdaderos espejos, se enfrentan entre sí. Tenemos,
en primer lugar, el espíritu puramente conocedor, que podríamos llamar también
«sujeto trascendente» y frente al cual se levanta no sólo el mundo material o
externo, sino también el mundo interior, el mundo del alma y hasta el
entendimiento, pues los movimientos de éste pueden ser también objeto del
conocimiento, mientras que el espíritu propiamente dicho nunca puede
conceptuarse como un objeto. Es cierto que el espíritu puede reconocerse a sí
mismo de forma inmediata, pero este reconocimiento está más allá de todo lo
diferenciable, de manera que no cuenta en absoluto para la percepción encaminada
a la diferenciación que se divide en objeto y sujeto. Otra cosa es el sujeto humano,
dotado de potencias espirituales como el pensamiento, la imaginación y la
memoria y apoyado en las facultades de percepción sensoriales, al que se
contrapone todo el mundo material en calidad de objeto. El espíritu puro es lo que
infunde en este sujeto–hombre la luz que le permite reconocer las cosas.
Finalmente, está el hombre completo, compuesto de espíritu, alma y cuerpo, que es
en sí una parte del Universo que él percibe y, al mismo tiempo, en virtud de su
especial condición, o sea, en virtud de su naturaleza eminentemente espiritual, es
microcosmos dentro del gran cosmos que él refleja. Por tanto, la tesis de la mutua
correspondencia entre el Universo y el ser humano se funda en el conocimiento de
un espíritu único, que todo lo abarca y que guarda con lo que suele denominarse
espíritu -o sea, el simple entendimiento- la misma relación que un foco de luz con
su reflejo en un campo limitado[22]. Este conocimiento, que constituye el nexo de
unión entre la Cosmología, o ciencia del Universo, y la Metafísica[23], no es, en
modo alguno, un privilegio de la Hermética, a pesar de que haya sido expuesto
con especial claridad en los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto, «el tres veces
grande».
En uno de estos escritos se dice, a propósito del espíritu: «El espíritu (nous)
brota de la sustancia (ousia) de Dios, si es que puede hablarse de una sustancia de
Dios[24]; de qué naturaleza es esta sustancia, sólo Dios puede saberlo con
exactitud[25]. Por tanto, el espíritu no está separado de la sustancia de Dios, sino que
irradia de éste su origen como la luz irradia del Sol. En el hombre, este espíritu es
Dios…»[26] Pero no hay que dejarse engañar por la inevitable limitación del símil
empleado: al referirse a una irradiación del espíritu de su origen divino no se
quiere significar una «dimanación» o derivación material.
En el mismo libro se dice que el alma (psyché) está en el cuerpo como el
espíritu (nous) en el alma y como la palabra de Dios (Logos) en el espíritu. (A la
inversa, puede decirse también que el cuerpo está en el alma como el alma en el
espíritu y como éste en la palabra de Dios). Así, Dios es el Padre de todo. Como
puede verse, esta tesis se aproxima mucho a la teología juaniana, y se comprende
que las esferas cristianas de la Edad Media vieran en los escritos del Corpus
Hermeticum, lo mismo que en los de Platón, la «simiente» precristiana del
Logos.[27]
Aunque todos los escritos sagrados garantizan la doctrina de la unidad del
espíritu, ésta sigue siendo esotérica en su desarrollo, no se acomoda al gusto de
todos, so pena de introducir una equívoca simplificación. Este peligro radica
principalmente en que la unidad del espíritu se concibe de una manera racional,
con lo que, en cierto modo, se equipara a una unidad material cualquiera; y esto
hace que se borre tanto la diferencia entre Dios y la criatura como la intrínseca
singularidad de cada ser creado.
El espíritu no es uno en cuanto a número, sino en virtud de su
indivisibilidad, de modo que en cada criatura está completo; es más, la
singularidad de ésta se funda precisamente en él, pues nada hay que tenga más
unidad, más integridad ni más perfección que aquello por lo que es identificado.
Una interpretación errónea de la doctrina del espíritu único presente en
todos los seres podría provocar también el corto circuito filosófico consistente en
que, al abandonar el cuerpo en el momento de la muerte, el ser espiritual de cada
cual se reintegará, sin más, al espíritu universal, de manera que, después de la
muerte, no habría una existencia individual. Pero lo que marca individualmente la
luz del espíritu y le da el sentido del yo, no es el cuerpo, sino el alma, que, al
separarse de aquél, sigue existiendo, aunque en esta vida haya estado dedicada por
completo a lo corporal y aparentemente no tuviera otro contenido.[28]
Dado que el espíritu, en su calidad de polo que discierne la existencia, no
puede ser convertido, a su vez, en objeto de discernimiento, el conocimiento del
mismo no cambia en nada la experiencia del mundo, por lo menos en el campo de
los hechos. Sin embargo, determina esencialmente la asimilación interior de éstos,
la comprensión de la verdad: para la ciencia moderna, las verdades o leyes
naturales, sin las cuales la mera experiencia sería simplemente arena movediza, no
son más que descripciones simplificadoras de las apariencias, «abstracciones»,
útiles, sí, pero meramente transitorias; en cambio, para la ciencia fiel a la tradición,
la verdad es la expresión o fruto comprensible de una posibilidad presente en el
espíritu que, precisamente por hallarse contenida en el espíritu con carácter
inmutable, se manifiesta también en el mundo exterior. Por tanto, la comprensión
de la verdad está aquí mucho menos condicionada que en la ciencia moderna, sin
que por ello sea deificada la explicación inteligible de la verdad, como ocurre en el
pensamiento racionalista, ya que lo que el entendimiento o la imaginación pueden
captar de la verdad es sólo un símbolo de las posibilidades que contiene el espíritu
eterno.
Según la tesis moderna, la ciencia se asienta exclusivamente en la
experiencia; en la visión tradicional, la experiencia no es nada sin el núcleo de
verdad dado por el espíritu, en torno al cual pueden cristalizar las distintas
experiencias. Precisamente por ello, la ciencia hermética descansa en la transmisión
de ciertos símbolos, que, a su vez, derivan de una revelación espiritual, y al hablar
de revelación damos a la palabra un significado más general que el que le aplica la
teología, aunque sin entenderla en un sentido puramente poético. Según la
terminología hindú, este proceso espiritual puede calificarse de revelación de
segundo orden, o smriti, en contraposición a shruti. Desde el punto de vista
cristiano, se puede hablar, sin duda, de una inspiración del Espíritu Santo dirigido
no a una comunidad de creyentes, sino a ciertas personas dotadas de una visión
especial. En todo caso, así han interpretado el legado hermético los alquimistas
cristianos.
Las posibilidades inmutables contenidas en el espíritu no pueden
aprehenderse de forma inmediata con el entendimiento. Platón las llama ideas o
arquetipos, y conviene conservar el significado de estas denominaciones y no
aplicarlas a conceptos generales —que, a lo sumo, sólo son un reflejo de las
verdaderas ideas— ni al campo puramente psicológico del llamado «inconsciente
colectivo», esta última falsa interpretación es particularmente equívoca, pues
confunde la indivisibilidad de la luz espiritual con la impenetrabilidad del fondo
del alma, pasivo y oscuro. Los arquetipos no están por debajo del entendimiento,
sino por encima del mismo, y por eso todo lo que éste puede identificar de ellos no
es más que una visión muy limitada de lo que son en realidad. Por tanto, no es
posible dar a conocer los arquetipos como tales. Sólo cuando se llega a la unión del
alma con el espíritu –o su reintegración a la indivisa unidad del espíritu –se
produce una manifestación de aquellas posibilidades originales en el conocimiento
ligado a las formas; el contenido del espíritu cristaliza entonces en símbolos en el
entendimiento y en la imaginación.
En el llamado libro «Poimandrès», del Corpus Hermeticum, se describe la
forma en que el espíritu universal se revela a Hermes-Thot: «… Con estas palabras,
quedóse mirándome fijamente al rostro, de tal modo que me hizo temblar. Luego,
cuando volvió a levantar la cabeza, me pareció ver dentro de mi propio espíritu
(nous) la luz, que consistía en un número infinito de virtudes, convertida en un
Todo ilimitado, mientras el fuego, rodeado y mantenido por una fuerza
omnipotente, alcanzaba la estabilidad: esto fue lo que pude captar de aquella
visión… Mientras yo estaba así fuera de mí, Él volvió a hablar: “Ahora has visto el
espíritu (nous), la forma primitiva, el origen, el principio de todo…”».[29]
Es símbolo todo lo que en el plano del alma y del cuerpo refleja los
arquetipos espirituales. En esta manifestación, la imaginación tiene ciertas ventajas
respecto al pensamiento abstracto; es más dúctil, no tan abstracta como éste y, al
condensarse en imágenes sencillas, se apoya en la relación inversa que existe entre
los campos corporal y espiritual, de acuerdo con la ley que dice: «Lo de abajo es
igual a lo de arriba», como reza la Tabla Esmeraldina.
Al apartarse el espíritu humano de la multiplicidad de las cosas, por obra de
su unión más o menos perfecta con el espíritu que todo lo abarca, y sumirse, en
cierta medida, en la unidad indistinta, la percepción de la naturaleza que obtiene
con esta «visión» no puede ser detallada y analítica. Pero el mundo cobra entonces
para él como una transparencia, pues en todas sus manifestaciones percibe el brillo
de los eternos «arquetipos». Y dondequiera que esta visión no se ofrece
inmediatamente, los símbolos obtenidos por medio de ella pueden despertar la
«memoria» o la «intuición» de los arquetipos. De esta índole es la contemplación
hermética de la Naturaleza.
Lo fundamental para esta visión no es ya la naturaleza de las cosas, que
puede medirse o contarse y que está supeditada a causas y circunstancias
temporales, sino sus propiedades esenciales, que, utilizando el símbolo de un
tejido, podemos representarnos como los hilos verticales de la urdimbre con los
que se entrelazan los hilos horizontales de la trama, que es la que da al tejido su
consistencia y trabazón: los hilos de la urdimbre simbolizan el contenido inmutable
o «esencia» de las cosas, mientras que la trama representa su calidad material,
determinada por el tiempo, el espacio o condiciones semejantes.[30]
De esta comparación puede deducirse que una visión del cosmos basada en
un legado espiritual puede ser exacta en el sentido «vertical», aunque resulte
imprecisa en el sentido «horizontal», es decir, en el de la observación encaminada a
la medición y al análisis. Así, por ejemplo, no es necesario conocer todos los
metales que existen para hacerse una idea del arquetipo del metal; basta
contemplar los siete metales que se mencionan en el legado —oro, plata, cobre,
estaño, hierro, plomo y mercurio— para comprender la transformabilidad del tipo;
se trata aquí sólo de la apariencia cualitativa del metal. Lo mismo ocurre con el
conocimiento de los cuatro elementos[31], que tan importante papel desempeñan en
la alquimia: estos elementos no son componentes químicos de las cosas, sino
definiciones cualitativas fundamentales de la «materia» en sí, de manera que en
vez de decir tierra, agua, aire y fuego, se puede hablar también de la condición
sólida, líquida, gaseosa o ígnea de la materia. La verificación analítica de la
composición del agua, la cual nos dice que ésta consiste en dos partes de hidrógeno
y una de oxígeno, no da ningún indicio sobre la esencia del elemento agua. Por el
contrario, esta información, que puede obtenerse sólo de forma indirecta y, hasta
cierto punto, abstracta, oculta la propiedad esencial «agua»; en todo caso establece,
en un plano determinado, la realidad de la que se trata, mientras que la experiencia
directa y sensorial del elemento despierta un eco que resuena en todos los planos
del conocimiento, desde el corporal hasta el espiritual.
La ciencia moderna analiza las cosas para poder poseerlas y manejarlas a su
propio nivel; su objetivo es, ante todo, la técnica. El racionalismo cree aún poder
acercarse a la esencia intrínseca de las cosas mediante una descomposición
material y cuantitativa. Ilustra este concepto la observación de Descartes, según la
cual la designación escolástica del hombre como «ser racional» nada dice sobre la
esencia del ser humano mientras no se averigüe, a través del estudio de los huesos,
músculos, tejidos, etc., lo que significa realmente la palabra «hombre»[32], como si
una designación no fuera más sustancial cuanto más distante. A fin de cuentas, el
juicio analítico no es más que el cuchillo que resigue la ensambladura de las cosas;
sirve para facilitar la visión de conjunto; pero la esencia no se descubre mediante
un simple desglose. Goethe lo entendió muy bien al decir que aquello que la
Naturaleza no quiera revelarnos a la luz del día, no se le podrá arrancar con
palancas ni tornillos.
Sin duda, donde más claramente aparece la diferencia entre la cosmología
fiel a la tradición, como la ciencia hermética, y la que se rige del todo por el
entendimiento analítico, es en la apreciación y explicación del universo
astronómico. El más antiguo esquema del Universo, en el que la Tierra aparece
como un disco situado bajo la bóveda de un cielo estrellado, es el de significado
más amplio y profundo, que permanece tan actual como fiel sigue siendo tal
esquema a la percepción inmediata y natural del hombre: el Cielo, que, con su
movimiento, mide el tiempo, origina las estaciones, el día y la noche, hace subir y
bajar las luces y derrama las lluvias, representa el polo activo y masculino de la
existencia. Por el contrario, la Tierra, que, por la acción del Cielo, es fecundada,
hace nacer las plantas y alimenta a todos los seres vivos, representa el polo pasivo
y femenino. Esta contraposición de Cielo y Tierra, de existencia activa y pasiva, es
ejemplo y patrón de otras numerosas parejas de oponentes, como la constituida
por forma (eidos) y materia (hyle) en lo conceptual, o como la dualidad entre el
espíritu (nous) y el alma (psyche) interpretada en sentido platónico.
El movimiento giratorio del cielo revela la existencia de un eje fijo e
invisible, el cual corresponde al espíritu que está siempre presente en todas las
fases del mundo. Al mismo tiempo, la trayectoria del Sol marca una cruz simétrica
que señala hacia los cuatro puntos cardinales –Norte y Sur, Levante y Poniente–,
según la cual se dividen en frías y cálidas, secas y húmedas, todas las propiedades
que determinan la vida. Más adelante veremos que esta ordenación se repite
dentro del microcosmos del hombre.
La trayectoria solar, según aparece por el horizonte, describe, desde el
solsticio de invierno hasta el de verano, arcos cada vez más amplios, que luego van
estrechándose hasta que se completa el año. Visto en conjunto, este movimiento
puede plasmarse en la figura de una espiral que, tras un número determinado de
vueltas, invierte el sentido de giro, idea que se ha representado en multitud de
signos, como el de la espiral doble o espiral de dos rizos, conocido como el yin–
yiang chino
y también, muy especialmente, en la imagen de la vara de Hermes, en la que
se enroscan dos serpientes en torno a un eje, el eje del mundo[33]. El contraste que se
manifiesta en las dos fases de la órbita solar, la ascendente y la descendente,
corresponde, en cierto aspecto, al contraste entre Cielo y Tierra, con la diferencia
de que, en el primero, ambas partes tienen movimiento, ya que en lugar de una
contraposición de causas se da un cambio de energías. Cielo y Tierra están, uno,
arriba, y otro, abajo; los solsticios se hallan, uno, al Norte, y otro, al Sur, significan
respectivamente, dilatación y contracción. Esta contraposición, de múltiples
significados, volverá a ofrecérsenos en la obra alquímica representada por el azufre
y el mercurio.
El esquema tolemaico del Universo —en cuyo centro aparece la esfera
terrestre y en torno a la cual giran los astros en distintas órbitas, rodeados por el
cielo de las estrellas fijas y por el empíreo exterior sin estrellas— no anula el
significado del esquema anterior ni altera la percepción natural, si bien presenta
otro símbolo: el del envolvimiento en el espacio; el escalonado de las esferas
celestes simboliza la ordenación ontológica del mundo, según la cual cada estado
de la existencia procede de un estado superior, el cual lo lleva en sí del mismo
modo que la causa implica el efecto. Por tanto, cuanto más amplia es la órbita en la
que se mueve el astro, más puro, más libre y más próximo al origen divino es el
estado de la existencia o el grado de conocimiento que le corresponden. Pero el
empíreo sin estrellas —que envuelve a los astros, parece comunicar su movimiento
al cielo de las estrellas fijas y es el que se mueve a mayor velocidad y con mayor
exactitud— representa el primum mobile, el primer acto motor y, por consiguiente,
el espíritu divino que todo lo envuelve.
Dante adoptó la interpretación tolemaica del universo, que ya había sido
representada en escritos árabes. Existe también un manuscrito hermético anónimo
del siglo XII, escrito en latín y probablemente de origen catalán[34], que expone el
significado espiritual de esta sucesiva, inclusión de las esferas celestes en forma
muy similar a la representada en la Divina Comedia: la ascensión por las esferas se
describe como la subida a través de estados espirituales durante la cual el alma, a
medida que va coronando estos estados uno a uno, pasa de una percepción
fragmentaría y supeditada a las formas, a una apreciación indiferenciada e
inmediata, en la que sujeto y objeto, conocedor y conocido, son una misma cosa.
Esta descripción ha sido ilustrada con dibujos que representan las esferas celestes
en forma de órbitas concéntricas, por las que, como por una escala de Jacob, trepan
los hombres hacia la esfera superior, el empíreo, sobre el que reina Cristo[35].
Completan las órbitas celestes, por su parte interior, del lado de la Tierra, las
órbitas concéntricas de los elementos: la más próxima a la órbita de la Luna es la
del fuego; viene después la del aire, que rodea a la del agua, y ésta, a su vez, a la de
la Tierra. Es curioso que este manuscrito anónimo, cuyo carácter hermético es
evidente, reconozca las tres confesiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e
islamismo, lo cual demuestra con claridad que la sabiduría hermética, gracias a su
simbolismo puramente cosmológico y basado en la naturaleza, podría enlazar
entre sí cualesquiera creencias auténticas, sin entrar en conflicto con sus diferentes
dogmas.
Puesto que la revolución del cielo de las estrellas fijas da la medida básica
del tiempo, el empíreo, el cielo sin estrellas, que comunica a aquél su movimiento,
debe constituir la frontera entre tiempo y eternidad o entre las maneras más o
menos condicionadas de la duración[36] y la pura actualidad permanente. El alma
que, en el símil, va trepando por las esferas, al llegar al empíreo abandonará el
mundo de la pluralidad y de las formas y estados que se excluyen mutuamente,
para reintegrarse al Ser indiviso y que todo lo abarca. Dante expone esta traslación,
que determina una verdadera reversión de todas las perspectivas al contraponer a
la ordenación cósmica de las esferas celestes, que se contienen sucesivamente unas
a otras, desde la limitación terrena hasta el divino infinito, una ordenación inversa
cuyo centro es el mismo Dios y en torno al cual giran, en órbitas cada vez más
amplias, los coros de ángeles; giran a mayor velocidad cuanto más cerca se
encuentran del origen divino, contrariamente a las esferas cósmicas, cuya aparente
velocidad aumenta a medida que crece la distancia entre ellas y el centro Tierra.
Con esto inversión de la ordenación cósmica en la divina, Dante venía ya a
anticipar el esquema heliocéntrico del Universo.
Forma irlandesa o anglosajona de la pareja de dragones junto al árbol del
Universo.
La esvástica del tronco que representa el eje del Mundo indica el movimiento
celeste.
Cada uno de los dos dragones está formado, como una constelación, por doce soles
o estrellas, que deben corresponder a los doce meses. Según una miniatura del
siglo VIII
en las «Cartas de San Pablo desde Northumberland», que se conserva en la
Biblioteca de la Universidad de Würzburg.
El esquema del Universo cuyo centro ocupa el Sol y en torno al cual giran
todos los astros móviles, incluida la Tierra, no es un descubrimiento, renacentista:
Copérnico no hizo más que volver sobre una idea que ya había sido expuesta en la
Antigüedad[37], para consolidarlas con sus observaciones. Visto como símbolo, el
esquema heliocéntrico del Universo es el complemento indispensable del sistema
geocéntrico; pues el origen divino del Universo —o del Espíritu a cuyo través crea
Dios al mundo— puede concebirse ya como el espacio infinito que todo lo
envuelve, ya como el centro irradiador de todas las manifestaciones. Precisamente
por hallarse el origen divino más allá de toda diferenciación, existe un
complemento de signo inverso para cada uno de sus símiles. Pero el esquema
heliocéntrico fue utilizado por el pensamiento racionalista como prueba de que el
antiguo esquema geocéntrico, con toda su significación espiritual; era un error.
Esto da origen a la paradoja de que una ideología que quiere hacer de la razón la
medida de toda la realidad, traza un esquema astronómico del mundo en el que el
hombre aparece cada vez más como una mota de polvo entre otras motas de polvo,
como un puro accidente de cualquier proceso cósmico, mientras que el concepto
medieval, que no se basaba en la razón humana, sino que descansaba en la
revelación y la inspiración, situaba a los hombres en el centro de su universo. Sin
embargo, esta aparente contradicción es fácil de explicar: la tesis racionalista olvida
por completo que todo cuanto puede afirmar sobre el Universo sigue siendo fruto
del conocimiento humano, y que el hombre, precisamente por poder contemplar su
existencia material desde un punto de vista más elevado, como si no estuviera
atado a esta Tierra, se manifiesta como el centro discernidor del mundo.
Precisamente por ser el hombre el depositario del espíritu y poder, por ello,
discernir fundamentalmente todo la que es, la ideología fiel a la tradición le sitúa
en el centro del mundo visible, del mismo modo que éste se aparece a las
percepciones sensoriales inmediatas. En la misma visión, es decir, en la de una
cosmología fiel a la tradición, el esquema heliocéntrico del universo en el que el
hombre se aleja del Sol, sólo puede tener un significado esotérico, que es el que
presenta Dante en su descripción «teocéntrica» del mundo de los ángeles. Visto
desde Dios, el hombre no está en el centro, sino en el borde externo de la
existencia.
Si el esquema heliocéntrico del Universo resulta correcto desde el punto de
vista físicomatemático, es porque éste encierra algo «extrahumano»: se sitúa a
distancia del hombre considerado como compuesto de espíritu, alma y cuerpo, al
ceñirse exclusivamente al campo material y cuantitativo, con lo cual se erige en el
contrapunto de la visión que presenta al hombre sub specie aeternitatis.
Ningún esquema del Universo puede ser absolutamente correcto, ya que la
realidad en que se centra la observación es relativa, dependiente e infinitamente
múltiple.
La creencia en el esquema heliocéntrico del Universo y su aceptación
incondicional ha creado un gran vacío espiritual: el hombre se vio despojado de su
dignidad cósmica, y de su degradación a insignificante mota de polvo entre la
infinidad de motas de polvo que giran en torno al Sol, no fue capaz de obtener una
visión que liberara su espíritu. El pensamiento cristiano, fundado en el principio de
que Dios se hizo hombre, no estaba preparado para esto: ver al hombre convertido
en una insignificancia en el espacio y considerarlo, al mismo tiempo, el centro
discernidor y simbólico del Universo, sin caer en la desesperación ni en la vanidad,
es algo que rebasa las facultades espirituales de la mayoría.
Con la incorporación del Sol a una multitud de miles de millones de otros
soles, quizá rodeados también por planetas y situados a miles o millones de años
luz, saltaron en pedazos todos los esquemas del Universo, en el sentido literal de la
expresión: ya no era posible imaginar la disposición del mundo, y el hombre
perdió la sensación de formar parte de un todo lógicamente ordenado; por lo
menos, éste fue el efecto que causó en general, en los países de Occidente, el
moderno concepto astronómico del mundo; el pensamiento budista, que siempre
consideró el mundo como terreno movedizo, tal vez pueda responder de otro
modo a esta misma apreciación científica.
Si el conocimiento científico marchara paralelamente a una interpretación
espiritual de las apariencias, tal vez en la progresiva disolución de todos los
sistemas que se consideraban indiscutibles podría verse la prueba de que cualquier
visión del mundo no es más que una alegoría, y toda alegoría es relativa. El Sol es,
sin duda, para este mundo que percibimos a simple vista, la esencia de la luz y la
representación natural del origen divino que alumbra todas las cosas y en torno al
cual gira todo; pero, al mismo tiempo, no es más que un astro, y, como tal, no es
único, sino uno entre otros muchos de la misma especie.
Láminas 1 y 2.
La ASCENSIÓN DEL ALMA A TRAVÉS DE LAS ESFERAS.
Dos representaciones análogas que aparecen en un manuscrito
hermético anónimo de finales del siglo XII
(Ms. Latín 3236 A de la Biblioteca Nacional de París; publicado por M. T.
d’Alverny
en «Archives d’Histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age», 1940-1942).
En la hoja 90 aparece, en la parte superior, Cristo presidiendo los orbes o
esferas. Al lado hay escrito. «Creator omnium Deus –Causa prima– Voluntas
divina – Voluntas divina» (Creador de todas las cosas, Dios – primera causa –
voluntad divina – voluntad divina). Los dos orbes superiores llevan las
inscripciones «forma in potentia» y «materia in potentia», son los dos polos de la
forma original y de la materia original, de la acción pura y del recipiente pasivo,
interpretados aquí como en estado latente, como potencias contenidas en el Ser
puro. Por ello se encuentran más allá del Espíritu Universal, considerado éste en su
realidad manifiesta o creada, lo cual corresponde al orbe inmediato inferior:
«Causatum primum esse creatum primum principium omnium creaturarum
continens in se creaturas» (Primera causa, primer ser creado, origen de todas las
creaturas que contiene en sí a las creaturas). Como etapas situadas dentro del
Espíritu Universal siguen diez «intelligentiae» a las que corresponden otros tantos
coros de ángeles. Resulta curioso observar que siguen un orden exactamente
inverso al que indica Dionisio Aeropagita al hablar de la jerarquía cetestial; de
arriba abajo aparecen: «Angeli», «Archangeli», «Groni», «dominationes»,
«virtutes», «prmcipatus», «potestates», «Cherubyn», «Seraphyn» y «ordo
senorum», o coro de ancianos. Esta inversión del orden tal vez se deba al error de
un copista que tenía delante un esquema teocéntrico. Bajo estas diez esferas del
espíritu aparecen cuatro esferas del alma: «Anima coelestis», «Anima rationabilis»,
«Anima animalis» y «Anima vegetabilis».
Hasta aquí, el orden concéntrico de las esferas es puramente simbólico,
mientras que las esferas sucesivas pueden interpretarse tanto simbólicamente
como respecto al espacio ocupado: el mundo corporal está resumido en su esfera
primera; «Natura principium corporis». Contiene las esferas astronómicas, la
primera de las cuales corresponde a la rotación diaria del firmamento: «Spera
decima –spera suprema qua: fit motus de occidente ad orientem et est principium
motus». (Esfera décima, esfera suprema que genera el movimiento de Occidente a
Oriente y es el principio de todo movimiento). En su interior se halla la esfera que
determina la revolución de los equinoccios: «Spera nona –spera motus octave spere
qua fit motus eius de septentrione ad meridien et e converso» (Esfera nona –esfera
que mueve a la octava esfera de Septentrión a Mediodía, y viceversa). Siguen, por
orden descendente, el firmamento de las estrellas fijas y las esferas planetarias:
«Spera octava – spera stellata; Saturnus – spera saturni; Jupiter – spera iovis; Mars
– spera martis; Sol – spera solis; Venus – spera veneris; Mercurius – spera mercurii;
Luna – spera lunae». Dentro de ellas aparecen los círculos concéntricos de los
cuatro elementos en torno al punto central de la Tierra (el círculo exterior
corresponde, al mismo tiempo, a todo el campo elemental y al elemento principal,
el fuego): «Ignis – corpus corruptibilis quod est quatuor elementa». (Fuego –
cuerpo corruptible integrado por los cuatro elementos); «aer, acqua, terra, centrum
mundi».
Por estas esferas de los mundos espiritual, psíquico y corporal, suben los
hombres hacia Dios como por una escalera. La figura que aparece en el extremo
inferior se halla todavía en el campo de los elementos, del que un compañero le
saca cogiéndolo por los cabellos. Junto al grupo situado en el extremo superior
figura escrito: «o mi magist(er)» (¡Oh, mi maestro!); junto al inmediato inferior:
«(e)phebei» (niños); junto al del medio: «socii omnes» (todos camaradas), y junto al
inferior: «cetera turba» (la otra masa). Evidentemente, se trata de una jerarquía de
ciencia o iniciación.
No es éste el momento de demostrar cómo cada nuevo esquema del
Universo no es promovido tanto por la observación científica como por la lógica
unilateralidad del esquema anterior. Esto puede decirse también del último
concepto del espacio: la Cosmología medieval imaginaba la totalidad del espacio
como una inmensa esfera rodeada espiritualmente por el cielo exterior; la filosofía
racionalista afirmaba que el espacio era infinito; pero dado que, considerado como
extensión relativa, es sin duda inmenso, pero no puede ser infinito en sentido
absoluto, un nuevo paso de la Ciencia nos lleva al concepto ya casi inimaginable de
un espacio que se retuerce y revierte sobre sí mismo.
La absoluta homogeneidad del espacio o del tiempo es rebatida por las
Matemáticas modernas y sustituida por una relación permanente entre espacio y
tiempo. Pero si el espacio es esto que rodea lo que se percibe simultáneamente, y el
tiempo lo que representa la sucesión de las percepciones, resulta que las estrellas
fijas no están ya «alejadas» de nosotros muchísimos años luz, sino que se
encuentran allí donde tiene su límite el espacio que está en la simultaneidad. Con
esta paradoja pretendemos sólo indicar que, a la postre, todo esquema científico
del Universo se contradice a sí mismo, mientras que no experimenta variación
alguna el significado espiritual que se manifiesta en las cosas visibles de una u otra
forma y que se revela de modo tanto más convincente cuanto más próximo se halla
a los orígenes y más a la medida del hombre es el esquema del Universo. Y al
hablar de significado no nos referimos a nada ideológico; utilizamos la expresión
«significado» por pura necesidad y, al modo de los escritos fieles a la tradición,
designamos el contenido inmutable de las cosas que sólo puede apreciarse por
medio del espíritu.
Con las observaciones precedentes sobre el esquema astronómico del
Universo, tal vez hayamos conseguido indicar que existen dos formas
diametralmente opuestas entre sí de contemplar el mundo o la Naturaleza en el
más amplio sentido de la palabra: la una, impulsada por la curiosidad científica, se
afana en estudiar la inagotable multiplicidad de los fenómenos y, a medida que va
acumulando experiencias, se hace heterogénea y tiende a descomponerse; la otra se
orienta hacia el centro espiritual, que es, al mismo tiempo, centro del hombre y de
las cosas, ya que se asienta sobre el carácter simbólico de las apariencias para intuir
y contemplar las realidades inmutables contenidas en el espíritu. Esta última visión
tiende a simplificar no lo que percibe en múltiple escalonamiento; sino lo que
retiene de esencial. La visión más completa que puede alcanzar el hombre es
simple, en el sentido de que su riqueza interior no permite signos distintivos. A
esta sublime visión se refiere un texto hermético redactado en la lengua siria, del
que citaremos aquí varios pasajes para cerrar nuestro capítulo sobre la ciencia
hermética (se habla en el texto de un misterioso espejo colocado en un templo bajo
siete puertas, que simbolizan los siete cielos planetarios): «.. El espejo estaba hecho
de manera que ningún hombre pudiera verse en él materialmente, pues tan pronto
como se colocaba ante el espejo, se olvidaba de su propia imagen. El espejo
representa el Espíritu divino. Cuando el alma se mira en él, descubre la vergüenza
que ella encierra y la arroja de sí… Ya purificada, imita al Espíritu Santo y le toma
de modelo; a su vez, ella se hace espíritu; anhela el descanso y retorna
constantemente a este estado elevado en el que el hombre reconoce a Dios y es
reconocido por Él. Entonces, ya sin sombras, se libera de sus ataduras y de las que
la sujetan al cuerpo… ¿Qué dice el filósofo? ¡Conócete a ti mismo! Y se refiere al
espejo espiritual del reconocimiento. Pero ¿qué es este espejo sino el Espíritu
divino, origen de todo? Cuando un hombre se mira y se ve en él, se aparta de todo
aquello que lleva el nombre de dioses y demonios y, al unirse con el Espíritu Santo,
se convierte en hombre completo. Ve a Dios en sí mismo… Este espejo se halla tras
siete puertas… que corresponden a los siete cielos; sobre este mundo material,
sobre las doce mansiones [del cielo]… sobre todo esto se encuentra este ojo del
sentido invisible, este ojo del Espíritu que está presente en todas partes. Allí puede
verse a este espíritu perfecto, cuyo poder todo lo alcanza…»[38]
ESPÍRITU Y MATERIA
Para los hombres de épocas pasadas, esto que nosotros llamamos materia no
era, ni por el concepto ni por la experimentación, lo que es para el hombre
moderno. No es que los llamados primitivos vieran el mundo a través de un velo
de «obsesiones mágicas», como afirman ciertos etnólogos; ni que su pensamiento
fuera «alógico» o «prelógico»; las piedras eran entonces tan duras como ahora, el
fuego calentaba igual, las leyes físicas eran tan inflexibles como hoy, y el hombre
siempre pensó con lógica, aunque, además de las experiencias sensoriales, y a
través de ellas, tomara en consideración realidades de otra índole. La lógica
pertenece a la condición del hombre, y su disolución en ideas sentimentales no es
fenómeno que pueda advertirse entre los «primitivos», ni siquiera entre salvajes con
preocupaciones espirituales, aunque sí se aprecia en la decadencia de una
civilización puramente urbana.
Que la «materia» fuese considerada algo completamente separado del
espíritu, como ocurre en el mundo moderno tanto en el orden práctico como en el
de las ideas –aparte alguna que otra corriente filosófica contraria–[39], no es cosa que
caiga por su propio peso; es el resultado de un determinado desarrollo espiritual al
que Descartes fue el primero en dar forma filosófica, pero que, sin embargo, es más
profundo y está, por así decirlo, orgánicamente condicionado por la tendencia a
equiparar el espíritu con el mero pensamiento, a limitarlo a la razón consecuente,
de manera que se le niega todo alcance suprarracional y, por tanto, toda presencia
cósmica o inmanencia. Según Descartes, espíritu y materia son dos realidades
completamente separadas entre sí que, por designio divino, sólo convergen en un
punto: el cerebro humano. De este modo, el mundo de la materia queda despojado
de todo contenido espiritual, mientras que el espíritu, por su parte, queda
convertido en simple reflejo abstracto de aquella misma realidad meramente
material, pues lo que además es en sí, se pone en tela de juicio.
Para los hombres de épocas anteriores, la materia era algo así como una
visión de Dios. En las civilizaciones que suelen denominarse arcaicas, este
concepto era inmediato y se hallaba ligado a la vida de los sentidos, pues en ella
estaba el símbolo de la materia, la Tierra. Ésta representaba, en su esencia
constante, el origen pasivo de todas las cosas visibles, en contraposición al Cielo,
origen activo y creador. Ambos orígenes son como dos manos de Dios, se
relacionan entre sí como hombre y mujer, como padre y madre, y no pueden
separarse, pues en todo lo que produce la Tierra está presente el Cielo como fuerza
creadora, mientras que la Tierra, por su parte, da cuerpo a las leyes celestiales. De
modo que la visión «arcaica» de las cosas era, al mismo tiempo, material y
espiritual, pues la verdad metafísica en que aquélla se funda subsiste
independientemente de este simplísimo esquema del Universo.
Para la philosophia perennis, que fue común a Oriente y Occidente hasta la
irrupción del racionalismo, los dos orígenes, el activo y el pasivo, por encima de
toda manifestación visible, son los polos primarios de la existencia, rectores de
todas las cosas. Según esto, la materia sigue siendo una manifestación o un modo
de obrar de Dios; no está separada del espíritu, sino que es su complemento
indispensable. En sí, no es más, que una facultad de tomar forma, y todo lo que de
ella se percibe ya ha sido creado por el Espíritu o palabra de Dios, su polo opuesto
activo.
La materia ha sido cosa sólo para el hombre moderno, y ahora no es ya el
reflejo totalmente pasivo del espíritu universal; ha adquirido consistencia, pues
exige para sí sola la extensión espacial y todo lo que comporta esta propiedad; se
ha convertido en una masa inerte que opone su resistencia al espíritu libre; es
completamente externa, no se deja penetrar por el espíritu, es un mero hecho.
Desde luego, para los hombres de épocas anteriores, la materia tenía también este
aspecto puramente físico, pero no pretendía llenar la realidad; en ningún momento
era considerada como algo que pudiera ser estudiado por sí mismo,
independientemente del espíritu.
Según Descartes, la materia era masa y extensión. Esto hizo que se tratara de
comprender todas las formas que se perciben en el espacio y todas las propiedades
que captan los sentidos, sólo en razón de su masa y cantidad. En cierto aspecto,
esto también es posible, o sea, cuando conviene a una ciencia que tiene como
finalidad la pura modificación externa y manipulación de las cosas. Pero ni la
dimensión en el espacio ni cualquier otra propiedad física pueden agotarse
cuantitativamente. Como demuestra René Guénon de manera magistral en su obra
Le Règne de la Quantité, no existe ninguna extensión en el espacio que no posea
también un aspecto cualitativo, además del puramente cuantitativo, como puede
apreciarse bien en las más simples figuras, como el círculo, el triángulo, el
cuadrado, etc.: cada una de estas figuras posee algo único, algo que no puede
incluirse en una comparación cuantitativa con las otras[40]. En realidad, es
imposible reducir a categorías cuantitativas el mundo que se aprecia mediante los
sentidos, ya que se desintegraría en la nada. Hasta los más simples esquemas con
los que trabaja la ciencia empírica poseen atributos cualitativos o se refieren
indirectamente a ellos. Así, aunque es posible expresar en números la diferencia
entre rojo y azul, reduciendo los colores a oscilaciones y traduciendo éstas a
números, un ciego que no haya podido percibir jamás los colores, nunca
reconocerá la cualidad de rojo o azul en los valores numéricos así obtenidos, y lo
mismo vale también para todo contenido cualitativo de las percepciones físicas.
Imaginemos a un sordo de nacimiento afectado de daltonismo, pero que pueda
entender las modernas explicaciones cuantitativas de tonalidades y colores; éstas
no podrán comunicarle ni la cualidad de las tonalidades ni la de los colores, ni la
profunda diferencia que existe entre una y otra formas de apreciación. Y lo que
puede decirse para las propiedades físicas más simples y, llamémoslas así,
elementales, tiene plena vigencia para las formas que constituyen la expresión de
una unidad viva; por su propia esencia, no sólo no pueden contarse ni medirse,
sino que ni siquiera se prestan a un desglose. Por ello se pueden trazar los límites
de la forma sin descubrir su esencia. Es esto algo que en el campo del Arte nadie
discutiría; pero a menudo se olvida que en los demás campos rige la misma ley: la
esencia, el contenido, la unidad cualitativa de una cosa, nunca puede apreciarse
mediante un proceso de paulatino desglose, sino sólo con una intuición inmediata.
El contenido cualitativo de las cosas no pertenece a la materia, sino que sólo
se refleja en ella, de manera que puede percibirse, pero no captarse plenamente a
este nivel. Una ciencia que se funda en el análisis cuantitativo, que piensa en
términos de actuación y actúa en términos de pensamiento, en lugar de
contemplar, necesariamente pasará por alto la esencia cualitativa de las cosas. Para
ella no cuenta lo que los antiguos llamaban la «forma» de una cosa, es decir, su
contenido cualitativo, y a esto se debe en parte el que la Ciencia y el Arte, que en la
época anterior al racionalismo eran términos equivalentes, hoy no tengan nada en
común y que la belleza no ofrezca a la Ciencia moderna el menor punto de apoyo
para el reconocimiento.
La diferenciación tradicional entre eidos e hyle, o «forma» y «materia», refleja
muy atinadamente el carácter diverso de las cosas, cuantitativo y cualitativo a la
vez, ya que, como auténtica diferenciación, no se limita a dividir o descomponer,
sino que presenta a una y otra partes de manera que se complementen
mutuamente. Aristóteles dio expresión dialéctica a esta diferenciación; pero no la
«inventó», pues se halla en la naturaleza de las cosas y refleja una visión espiritual
primaria.
La forma, en el sentido peripatético de la palabra, es el concepto de las
propiedades que constituyen la esencia de una cosa: designa su contenido, aquello
que una cosa es para el conocimiento y para el espíritu, dejando aparte su
presencia material. Por tanto, no hay que confundir la «forma», en este sentido, con
el perfil de una figura en el espacio o en otro medio cualquiera, como tampoco se
puede equiparar la materia propiamente dicha, es decir, aquello que recibe la
forma y le presta una existencia limitada, con el moderno concepto de la «materia».
Para formarnos una idea de los dos conceptos, «forma» y «materia», podemos
recurrir a la comparación del artista o artesano que da a cualquier materia –arcilla,
madera, piedra o metal–, una determinada forma, preconcebida en su espíritu, con
lo que produce una figura u objeto; pero esto no deja de ser una simple
comparación, ya que la materia de que se sirve el artesano no puede ser
completamente amorfa; aunque todavía no tiene una forma concreta, posee ya
ciertas propiedades, pues si no fuera así, la arcilla no podría distinguirse de la
madera, la piedra o el metal; la materia pura y amorfa no puede describirse ni
imaginarse, ya que es sólo la facultad de tomar un aspecto y no presenta ninguna
señal distintiva; se distingue sólo en su relación con la forma. Pero tampoco la
forma puede apreciarse separada de la materia, pues toda forma que se manifiesta,
toma ya parte de materia, aunque no sea más que una forma imaginaria, puesto
que la imaginación viste la esencia espiritual de la forma con un ropaje de materia
imaginativa.
Puesto que la esencia de una forma, independiente de su ropaje material, es
siempre la misma –de manera que también puede llamarse forma la que presenta
límites materiales–, el concepto es algo resbaladizo. Por consiguiente, se ha de
tener en cuenta que, en ciertas circunstancias, la misma palabra, forma, puede
tener significados opuestos: considerada como figura externa de un ente o de una
obra, la forma puede estar en contraposición con el espíritu o contenido de aquélla,
es decir, en el mismo lado que la materia; pero considerada como causa
informadora que imprime su sello en la materia, está del otro lado, del lado del
espíritu o esencia.
Si se compara esta tesis con la idea cartesiana de la materia comprobaremos,
entre otras cosas, que la extensión en el espacio que atribuye Descartes a la materia,
choca con el concepto tradicional de la materia, pues una extensión en el espacio
sin forma cualitativa alguna es totalmente inimaginable; la misma dirección, como
ha demostrado René Guénon[41], tiene naturaleza cualitativa. Pero la materia en sí
es susceptible de cualquier forma. Entonces sólo resta la cantidad, la pura cantidad,
que no puede determinarse con un número, que no puede formularse como tal.
Ésta corresponde a la materia signata quantitate que los escolásticos consideran la
base del mundo corpóreo; pero sólo a ésta, es decir, una materia relativa, una
materia secunda, destinada exclusivamente a la existencia corporal, no a la materia
prima de todo el Universo, que no admite designaciones. De la materia prima sólo
puede decirse que en relación con la causa informadora de la existencia es
puramente receptora y viene a representar la raíz de la diversidad, ya que presta
contorno y límite a todas las cosas. En el lenguaje bíblico, corresponden a la
materia las aguas sobre las que al principio de la Creación gravitaba el Espíritu de
Dios.
Del mismo modo que para entender el concepto de la materia, que escapa a
toda apreciación racionalista, es preciso reducirla a polo pasivo de toda la
existencia, también la forma esencial puede reducirse a polo activo,
descortezándola gradualmente de todas las manifestaciones condicionadas por la
materia, por tenues que sean. Aristóteles, que sólo persigue los dos conceptos de
forma y materia (o eidos e hyle) hasta allí donde su ontología puede explicarse
lógicamente, no llega hasta el umbral en el que, paradójicamente, desaparece la
divergencia, para fundirse en una unidad superior. Y es que la causa informadora,
que corresponde al «acto puro», y la materia receptora, que es del todo pasiva, se
complementan mutuamente, de manera que en sí, y como posibilidades
fundamentales e intemporales, no pueden separarse una de otra. En general, el
polo activo se puede denominar ser o, mejor dicho, esencia, y el pasivo, materia o
sustancia. En cierto modo, la esencia corresponde al espíritu, ya que las formas o
designaciones esenciales de las cosas están contenidas en el espíritu como
«arquetipos».
Se podría objetar a esto que el concepto de la forma no puede extenderse a
voluntad «hacia arriba» sin borrar la diferencia fundamental entre la manifestación
«formal» y la «supraformal», que corresponde a la diferencia entre el individuo y el
espíritu universal. A ello hay que responder que sólo se puede llamar «formal» a lo
que ha sido «impreso» en una materia con arreglo a una forma; en sí, la forma
puede considerarse como limitación –«contorno»– o como «haz» de unas
propiedades no determinadas materialmente, y en este último sentido puede
proyectarse hasta los «aspectos» universales del ser. En realidad, los teólogos
medievales de las tres religiones monoteístas emplean la expresión «forma de
Dios» (forma Dei; en árabe, as-sûrat-ul-îlahiyah) para designar el conjunto de los
atributos divinos. La esencia de Dios que se manifiesta por medio de estos
atributos está en sí, en su incondicionalidad, por encima de todo atributo.
En su libro The Sceptical Chemist, publicado en 1661, Robert Boyle atacaba la
tesis alquímica de los cuatro elementos como base de toda materia corpórea.
Demostraba que la tierra, el agua y el aire no son materias indivisibles, sino que
están compuestos de varios elementos químicos, y con ello creyó haber destruido
de raíz la alquimia. En realidad, su objeción alcanzaba sólo a las interpretaciones
erróneas de la doctrina de los elementos, pues la verdadera alquimia nunca
consideró la tierra, el agua, el aire y el fuego como materias químicas en el
concepto actual de la palabra. Los cuatro elementos son, simplemente, las
propiedades primarias y más generales por medio de las que se manifiesta la
materia de todos los cuerpos, que en sí es homogénea y puramente cuantitativa.
Por tanto, su esencia inmutable de un elemento nada tiene que ver con la
indivisibilidad material, y, en realidad, el que el agua se descomponga en oxígeno
e hidrógeno y el aire en oxígeno y nitrógeno en nada varía la percepción inmediata
de cuatro estados básicos de la materia, cuyos exponentes más comunes son la
tierra, el agua, el aire y el fuego. Incluso los componentes químicos en que se
dividen los tres primeros elementos entran, a su vez, en esta categoría. Puede
representar cierta dificultad para la comprensión de la doctrina de los cuatro
elementos el que, si bien estas cuatro manifestaciones constituyen una primera
diferenciación cualitativa de la materia, por otra parte, en su relación con los
cuerpos propiamente dichos, desempeñan el papel de materia pasiva. En este
último aspecto, es decir, como fundamentos materiales, los cuatro elementos
pueden compararse, como lo hizo ya ar-Râzî (Rhases), con estados más o menos
densos de la materia corpórea o, mejor aún, con diferentes modos de vibración, si
bien estas ideas son sólo aproximadas, pues el elemento, como tal, está por encima
o por debajo de la tosca manifestación material, del mismo modo que la inateria
prima de todo el mundo corpóreo tampoco puede percibirse.
De esto puede deducirse que la alquimia, consciente de sus fundamentos
cosmológicos, no podía creer que los cuatro elementos pudieran convertirse unos
en otros o reducirse a su materia prima como exige la ciencia hermética; de
seguirse esta exigencia conforme al sentido, forzosamente nos conduciría a un
plano ontológico totalmente distinto del empirismo.
Según los alquimistas, tanto los de Oriente como los de Occidente, los
distintos elementos nunca se presentan puros en los cuerpos; toda materia
corpórea contiene los cuatro elementos, aunque en diferente proporción, y el
elemento que domina en cada caso imprime su carácter a la manifestación
corpórea. El agua potable o de fuente no es idéntica al elemento homónimo, pese a
ser su representación inmediata y, según su esencia, formar un todo con él y con el
aspecto pasivo de la materia prima. La circunstancia de que en todas partes, a
través de los diferentes estratos de la existencia, persistan enlaces «verticales» con
las causas primitivas, da un significado múltiple a la contemplación cosmológica
de la Naturaleza y a todo arte que se base en ella.
El fundamento común de los cuatro elementos es, considerando las cosas en
forma global y «abreviadas», la materia prima del mundo. No obstante, si se
procede con mayor precisión, se observa que los elementos no dimanan de la
materia prima en sí, sino de su derivación más próxima, el éter, que llena
uniformemente todo el espacio y que en los escritos alquimistas se designa con el
nombre de «materia» o «quintaesencia», según se conceptúe material o
cualitativamente.
La explicación más completa de los cuatro elementos se halla en la
cosmología hindú de Sankhya. Según ésta, frente a los elementos corpóreos, o
bhutas, que pertenecen al mundo «objetivo», existen en el sujeto perceptor otras
tantas «medidas esenciales» o tanmatras. Ambos grupos de definiciones primordiales,
tanto las tanmatras como las bhutas, proceden de Prakriti, la materia prima, y,
filtradas a través del principium individuationis, o principio de individuación, se
descomponen en los polos objetivo y subjetivo del mundo de los fenómenos
corporales.
Esta explicación de los elementos corresponde plenamente a su concepto
hermético. Indica también que los fenómenos perceptibles por los sentidos pueden
transferirse al mundo interior, pues las mismas tanmatras «miden» también los
fenómenos psíquicos.
Lámina 3.
Candelabros DEL SEPULCRO DE SAN BERNWARDO,
obispo de Hildesheim (993-1022).
San Bernwardo, preceptor de Otón III, hijo de la princesa bizantina Teofanía, fundó
talleres de metalurgia, orfebrería, caligrafía y pintura.
En el zócalo de los candelabros hallados en su cripta figura esta inscripción:
«Bernwardus Praesul candelabrurn hoc puerum suum primo hujus Artis flore non
auro, non argento, et tamen, ut cernis, conflare jubebat». (El prefecto Bernwardo
mandó a su escudero en el primer florecimiento de este arte fundir estos
candelabros no de oro ni de plata, sino de lo que puedes ver). Los candelabros son
de una aleación de plata, cobre y hierro; la superficie muestra vestigios de
sobredorado.
El pie de cada candelabro consiste en tres parejas de dragones entrelazados, sobre
los que cabalgan unos hombres desnudos. Los sarmientos que rodean el tallo
brotan de unas fauces de león. Trepan por ellos unos hombres, y se han posado en
ellos unos pájaros. El cáliz está sostenido por salamandras. Las parejas de dragones
representan las dos fuerzas psíquicas elementales en estado primario y caótico;
corresponden al caduceo. El sarmiento que brota de las fauces del león solar es una
antiquísima imagen de la vida, similar al chorro de la fuente que mana de una
máscara de león; para el cristianismo es también una imagen de la palabra de Dios.
La salamandra es el animal del fuego.
Si se dividen los elementos según su consistencia, la tierra ocupa el lugar
más bajo, y el aire, el más alto. Pero si se ordenan según la dirección de su
movimiento, el fuego se halla en la posición más elevada: la tierra se caracteriza
por el peso, tiene tendencia descendente; el agua también es pesada, pero, al
mismo tiempo, se extiende en sentido horizontal; el aire sube y se expande,
mientras que el fuego asciende verticalmente.
Lámina 4.
LA FLOR DE LA SABIDURÍA.
En el huevo hermético está el dragón de Uroboro, que, como símbolo de la
naturaleza encadenada o de la materia sin forma, se muerde la cola. De él nacen la
flor roja del oro, la flor blanca de la plata y, entre las dos, la flor azul «de la
sabiduría». Abajo, el Sol, la Luna y, entre los dos, la estrella del mercurio
«filosofal». –Página del «Alchimistischen Manuskript» de 1550, que se conserva en
la Biblioteca de la Universidad de Basilea.
Según la tradición hermética, el orden natural de los elementos se
representa, bien mediante una cruz cuyo centro corresponde a la quintaesencia,
bien mediante círculos concéntricos, en los que la tierra ocupa el círculo central, y
el fuego, el del límite exterior, o bien mediante cada una de las partes del «sello
salomónico», compuesto por dos triángulos equiláteros superpuestos. El triángulo
orientado hacia arriba r representa el fuego, y su oponente, orientado hacia abajo s,
el agua. El triángulo del fuego, con la base del triángulo contrapuesto, significa el
aire, y este mismo signo, invertido, la tierra. El sello salomónico completo Y
significa la síntesis de todos los elementos y la unificación de todos los
antagonismos.
El concepto de la materia como causa pasiva y receptora de toda
multiplicidad, que nos ha legado la tradición alquímica, permite aplicar la misma
idea fuera del campo físico y hablar, por ejemplo, de una materia psíquica,
mientras el mundo psíquico, por su parte, consiste en una proyección múltiple y
variable de formas esenciales, es decir, que muestre también un polo activo o
esencial y un polo pasivo o «material».
El polo «material» del alma, su materia, se pone de manifiesto en su facultad
de captar y retener formas, es decir, en su capacidad receptora, pura y
fundamentalmente ilimitada. Este es su lado femenino, lo cual debe entenderse
casi textualmente, pues en el carácter de la mujer domina este aspecto del alma y se
manifiesta también corporalmente. En la mujer, alma y cuerpo están más próximos
entre sí, a causa de sus mutuos distintivos pasivos; lo que sublima el cuerpo, liga,
en cambio, el alma.
Las «formas» que adopta la «materia» psíquica vienen tanto del exterior
como del interior; es decir, empíricamente vienen del exterior, a través de los
sentidos; ahora bien, sólo son formas esenciales en la medida en que corresponden
a los «arquetipos» encerrados en el espíritu, que constituyen el verdadero contenido
de toda percepción. El polo esencial del alma es, por tanto, el espíritu; el espíritu es
su forma. Esta expresión puede sonar aquí un tanto extraña; pero no hay que
interpretarla como si el espíritu tuviera en sí una forma concreta. Si se puede
aplicar al espíritu el concepto de «forma esencial» es sólo porque, en su proyección
sobre una materia psíquica dada, imprime la «forma personal» del alma, y de este
modo, en unión con ella, constituye el ser personal. Por la misma razón, o sea, por
esta reciprocidad entre alma y cuerpo, así como porque la propiedad inimitable de
la persona procede del espíritu, se puede hablar también de un espíritu propio del
individuo y de los espíritus en plural. Ocurre lo que con una luz, uno de cuyos
rayos —o haz de rayos— es captado por una superficie reflectora: en sí, la luz no
tiene dirección, se extiende por todo el espacio; pero en relación con la superficie
reflectora está dirigida, y sin que en esencia se haya modificado, aparece como un
rayo que se destaca. Del mismo modo, todo lo que es espíritu está «hecho de
conocimiento» y forma un todo con la luz de la verdad; y, sin embargo, el espíritu,
cuando está sumergido en el alma, aparece como individuo.
Dado que espíritu y alma no pueden separarse uno de otra como dos cosas,
toda imagen que se pretenda trazar de su interrelación resulta simplista y tosca.
Sea como fuere, tales imágenes dicen más que los circunloquios psicológicos, que
forzosamente tienen que reducirlo todo al plano psíquico, de manera que el polo
espiritual sólo se percibe indirectamente como una parte especial del mundo
psíquico. Este es el caso, por ejemplo, de la diferenciación psicológica entre animus
y anima, que no tiene sino un parentesco muy lejano con la de espíritu y alma, lo
cual se manifiesta; entre otras cosas, en que el animus aparece subrayado
racionalmente. En realidad, no es más que un reflejo psíquico y, por tanto, pasivo
del espíritu.
Ruysbroek, en su libro Von der Zierde der geistigen Hochzeit (II tomo, cap. IV),
escribe: «En todos los hombres se encuentra una triple unidad natural, que en los justos es,
además, sobrenatural. La primera y más alta unidad del hombre está en Dios; porque por
esta unidad divina todas las criaturas participan del Ser, de la vida y de la existencia, y si
rompieran esta relación con Dios, caerían en la nada y serían aniquiladas. Esta unidad de la
que hablamos existe en nosotros por naturaleza, seamos buenos o malos. Sin nuestra ayuda,
no nos hace santos ni bienaventurados. Poseemos esta unidad en nosotros mismos y, sin
embargo, sobre nosotros mismos, como base y apoyo de nuestro ser y nuestra vida.
»Una segunda unión o, si se quiere, unidad, está también en nosotros, por obra de la
naturaleza. Es la unidad de las facultades superiores, que consiste en que estas facultades,
por lo que respecta a su actividad, brotan de modo natural de la unidad del propio espíritu.
En este caso se trata también de aquella misma unidad que poseemos en Dios; pero aquí es
contemplada desde el lado activo y no respecto al ser. El espíritu está presente por entero
tanto en una como en otra unidad, con toda la plenitud de su ser. Esta segunda unidad la
poseemos en nosotros mismos por encima de la parte física; de ella brotan la memoria, el
entendimiento, la voluntad y todas las facultades de actividad espiritual. Aquí lleva el alma
el nombre de espíritu.
»La tercera unidad que ha puesto en nosotros la Naturaleza se refiere al campo de las
facultades inferiores que anidan en el corazón, fuente y morada de la vida animal. En el
cuerpo, y particularmente en la actividad del corazón, posee el alma esta unidad, de la que
brotan todas las acciones del cuerpo y de los cinco sentidos. Aquí lleva su verdadero
nombre, alma, pues es la forma del cuerpo al que da vida, o sea, al que hace vivir y mantiene
vivo.
»Estas tres unidades, que están en el hombre por naturaleza, forman una sola vida y
un solo reino. En su unidad inferior está presente de modo físico y animal, en la intermedia,
de modo intelectual y espiritual, y en la superior, en la misma esencia de su ser. Y ello es,
por naturaleza, propio de todos los hombres…».
Ruysbroek distingue el alma en el verdadero significado de la palabra
(anima, psyche) a través de su orientación hacia las facultades de los sentidos; con lo
cual indica la condición del alma individual y empírica en su relación con el
espíritu. Pero la relación alma–espíritu puede considerarse también de otro modo;
cuando hablamos del alma como materia del espíritu nos referimos no al puro
tejido empírico de la individualidad, sino a esa capacidad pasiva y receptora que
subyace a mayor profundidad y que precisamente queda escondida bajo la
vinculación habitual del alma a los sentidos; el que el alma como exponente de una
individualidad se confunda con el cuerpo, hace de ella algo incompleto y, en cierto
modo, malogrado, pues le impide reflejar el espíritu limpiamente y sin
deformaciones.
El alma caótica corresponde, en el plano mineral, al metal impuro,
particularmente el plomo, cuya opacidad y densidad se asemejan a las de la masa
bruta. El oro –escribe el famoso místico islámico Muhyi-d-Dîn Ibn’Arabî, de
Murcia– representa al alma en su estado original y sano, que, sin trabas ni nubes,
podría reflejar el espíritu divino de acuerdo con su propio ser; el plomo, por el
contrario, representa su estado enfermo, empañado y «muerto», que ya no puede
reflejar al espíritu. La verdadera esencia del plomo es el oro; todo metal ordinario
representa una fracción del equilibrio, que se manifiesta sólo en el oro.
Para librar al alma de sus trabas y su enturbiamiento, sus dos orígenes, su
forma esencial y su «materia», deben desprenderse de sus vinculaciones toscas y
superficiales. Es como si el espíritu y el alma se separasen para, después del
divorcio, volver a casarse. La materia amorfa se pone al fuego, se funde, se
purifica, para, finalmente, concretarse en la imagen de un perfecto cristal.
La forma «refundida» del alma se aparta aún del espíritu que todo lo abarca;
todavía pertenece a la existencia limitada; pero, por así decirlo, se deja penetrar por
la luz del espíritu que todo lo invade y se encuentra en comunicación viva con la
materia prima de todas las almas. Entonces, el fondo «material» o pasivo del alma
tiene naturaleza universal, igual que su fondo esencial. Que todas las almas están
hechas «de la misma materia» se desprende de que las emociones anímicas de todos
los seres vivos se desarrollan de forma parecida, a pesar de la diversidad de tipos y
grados de conocimiento; se podría decir que son como olas de un mismo mar.
La doctrina y el simbolismo alquímicos en ningún momento apuntan a la
total «extinción» del individuo, como presupone el concepto hindú del moksha, el
budista del nirvâna, el sufista del fanâ’ul-fana’i o el cristiano de la unio mystica o
«deificación» en el sentido más elevado de la palabra. Esto se debe a que la alquimia
se funda en una contemplación puramente cosmológica y, por tanto, sólo puede
referirse al ultracósmico Ser de Dios de modo indirecto. Sin embargo, dado que la
realización alquímica puede representar una etapa del camino que conduce al
objetivo supremo, ha sido incorporada a la mística cristiana y a la islámica. La
transformación alquímica pone al medio del conocimiento humano en contacto
inmediato con el divino rayo de luz que, irresistiblemente, tira del alma hacia
arriba para hacerla gustar por anticipado del reino de los cielos.
La aplicación de estos dos conceptos que se complementan mutuamente,
forma y materia, al campo del alma, nos dice en qué sentido pueden trasladarse al
plano psíquico ciertos entes físicos como los cuatro elementos. Igual que la materia
corpórea que se manifiesta con toda claridad en los cuatro elementos, también la
«materia» del alma revela en su desenvolvimiento diferentes tendencias opuestas
entre sí; tiene una inclinación «hacia abajo», una propensión a la inercia y a la
compacidad propia de la tierra; pero, al mismo tiempo, tiende también «hacia
arriba», hacia el espíritu, como el fuego, y, además, trata de extenderse, extensión
que puede ser, como la del agua, pasiva, o como la del aire, más activa y ágil. La
«tierra» del alma es aquel aspecto o inclinación del alma que se hunde en el cuerpo
y se adhiere a él. El «fuego» del alma tiene el mismo carácter purificador y
regenerador que el fuego externo. El «agua» del alma se adapta a todas las formas;
en su naturaleza pura y original, es «humilde e inocente», como dijera del agua san
Francisco. Y, por fin, el «aire» del alma, que es libre y móvil, abarca todas las
formas del conocimiento.
Los signos representativos de los cuatro elementos, tomados del «sello de
Salomón», son aplicados al alma, especialmente reveladores: se observa que la
pluralidad de los elementos se puede reducir a la contracción fuego r y agua s, es
decir, a la pareja de agente y paciente que, a su modo, corresponde a la dualidad
forma–materia; es la misma oposición que encontraremos más adelante entre el
azufre y el mercurio. Mediante la unión de los elementos contrarios, el alma se
convierte en «fuego fluido» y «agua ígnea» y toma al mismo tiempo las propiedades
positivas de los otros elementos, de manera que su agua es «sólida», y su fuego «no
quema», pues el fuego del alma es lo que da «solidez» al agua, mientras que el agua
del alma da al fuego la suavidad y la ubicuidad del aire.
Los «elementos interiores» pueden concebirse también como puras
[cualidades] del espíritu y, finalmente, como aspectos inmutables del ser. Así
conceptuados, su reunión y su reconciliación consisten en que en cada una de las
propiedades elementales puede reconocerse de las demás, pues el ser puro es, al
mismo tiempo, simple e inagotablemente rico. El supremo significado de la
alquimia es el reconocimiento de que todo está contenido en todo, y su magisterio
no es otra cosa sino la realización de esta verdad en el plano del alma, mediante la
elaboración del «elixir» que, según la virtud, reúne en sí todas las fuerzas
elementales y actúa, por tanto, en el mundo psíquico, e, indirectamente, también
en el mundo exterior, como «fermento» de transmutación.
Puesto que no existe una materia corporal que esté apartada del todo de la
esencia superior del ser, en determinadas circunstancias es posible transmitir
fuerzas psíquicas a una materia corporal, de modo que ésta quede impregnada de
ellas, por lo que, en ciertos casos, el elixir interno de los alquimistas tiene su
oponente externo.
PLANETAS Y METALES
Los alquimistas designan los diferentes metales con los mismos símbolos
que los planetas, y en muchos casos les dan también los mismos nombres; para
decir oro, dicen «Sol»; para plata, «Luna»; para azogue, «Mercurio»; para cobre,
«Venus»; para hierro, «Marte»; para estaño, «Júpiter», y para plomo, «Saturno». Las
analogías que así se expresan, y que establecen una relación entre la alquimia y la
astrología, se fundan en aquella ley que la Tabla Esmeraldina expresa con estas
palabras: «Lo de abajo es igual a lo de arriba».
La astrología y la alquimia, que en su forma occidental derivan del mismo
legado hermético, se relacionan entre sí como Cielo y Tierra; la astrología indica el
significado del Zodíaco y los planetas; la alquimia, el de los elementos y los
metales. Los doce signos del Zodíaco son una imagen simplificada de los
arquetipos que, de forma inmutable, contiene el espíritu. Por su parte, los
elementos fuego, aire, agua y tierra, muestran materialmente las diferencias
fundamentales de la materia prima (hyle). Mientras que los planetas, al ir
situándose en sus distintas posiciones unos respecto a otros, realizan
temporalmente las posibilidades contenidas en el Zodíaco, representando así los
modos de obrar del espíritu que «desciende» del Cielo a la Tierra, a la inversa, los
metales son los primeros frutos de la materia elemental[42] madurados por el
espíritu.
La alquimia enseña que los metales son producidos en el oscuro seno de la
Tierra por obra de los siete planetas, es decir, el Sol, la Luna y los cinco planetas
apreciables a simple vista. Esta idea no debe interpretarse como explicación física.
Indica el modo en que las apariencias corporales, en su esencia, no según la
historia de su desarrollo, derivan de los dos polos originarios de la existencia. En el
contrapunto de astros y metales se dispone de una especie de escala ontológica,
con la que pueden relacionarse todos los aspectos, de la Naturaleza. Esto no rige
sólo para la naturaleza «externa» (el macrocosmos), sino también para el
microcosmos, es decir, para el hombre en su condición de compuesto de alma y
cuerpo; para la alquimia existen metales «interiores», del mismo modo que para la
astrología hay también planetas «interiores».
Un cierto cambio en la ordenación entre metales y planetas deriva
principalmente de que en algunas escuelas alquímicas el mercurio, a causa de su
volatilidad y de su efecto sobre otros metales, no figura entre los metales o
«cuerpos», sino entre los elementos volátiles o «espíritus». En lugar del mercurio se
coloca entonces, en la escala de los siete metales, otro metal, que puede ser una
aleación. Lo esencial es que cada uno de los siete metales represente un tipo
determinado, es decir, a todo un grupo de metales relacionados entre sí.[43]
La dualidad de los polos activo y pasivo de la existencia, que se manifiesta
en la contraposición de Cielo y Tierra y de planetas y metales, se refleja también,
dentro de cada uno de los dos grupos, en la dualidad Sol y Luna, oro y plata. El
Sol, o el oro, es, en cierto modo, la representación del polo activo de la existencia,
mientras que la Luna, o la plata, representa el polo pasivo, la materia prima. El oro
es Sol; Sol es espíritu; plata o Luna es alma.
Los restantes metales, o los restantes planetas, participan en proporción
variable de uno u otro polo de la existencia, de manera que éstos no pueden
manifestarse íntegramente en ellos.
La graduación de las propiedades cósmicas, que se manifiestan activamente
en los planetas y de un modo pasivo en los metales, se expresa claramente en los
siete signos, que representan tanto a unos como a otros. Las damos por el orden de
las órbitas de los planetas, vista desde la Tierra.
En vez del signo habitual de Marte, consistente en un círculo y una flecha U,
que se aparta del estilo de los demás signos, lo representamos aquí con un círculo y
una cruz encima. Se puede suponer que antes se designaba así a Marte y que se
introdujo el signo actual para distinguirlo del de Venus en los mapas celestes, en
los que no se especificaba con claridad dónde estaba la parte superior y dónde la
inferior. El empleo del antiguo signo de Marte para la Tierra se inició,
naturalmente, sólo después de haberse implantado el esquema heliocéntrico, y no
es otra cosa sino el símbolo cristiano de la esfera terrestre coronada por la cruz.
Así, pues, los siete signos planetarios están formados por tres figuras
básicas: el círculo, el semicírculo y la cruz. Puesto que el círculo es también el signo
del Sol, y el semicírculo el de la Luna, ambas figuras pueden ser consideradas
como imágenes del disco solar y de la media luna, respectivamente. Pero como en
el signo del Sol se indica el punto central del círculo, parece más correcto
interpretar ambas figuras como representaciones de la órbita solar completa y de la
media órbita; su significación espiritual no varía, pues la media órbita del Sol, que
mide cada una de las dos fases del año, está contenida en la órbita completa, del
mismo modo que la luz de la Luna procede del Sol. La tercera figura básica, la
cruz, representa en Astronomía los cuatro puntos cardinales, y en alquimia, los
cuatro elementos. Las tres figuras básicas, superpuestas, dan la rueda celeste: 9
Por tanto, en los siete signos hallamos expresada toda la jerarquía cósmica a
la que nos referíamos al principio, jerarquía que parte de la división de la
existencia en un polo activo o masculino, o, y otro pasivo o femenino, p, y se
desarrolla mediante la acción del primero sobre el segundo, que desempeña el
papel de materia dúctil, acción que consiste en crear estados contrapuestos, +. Que
el Sol y la Luna corresponden a los dos polos de la existencia se deduce tanto de la
relación entre fuente de luz y reflejo, como de la circunstancia de que la forma de la
Luna cambia, mientras que la del Sol, por el, contrario, permanece constante: la
mutación pertenece a la parte pasiva, en tanto que la acción del ser no sufre
alteración. La tercera figura básica de los signos planetarios, la cruz, es el símbolo
más común para expresar las contraposiciones que, de modo latente, se hallan en
la materia pasiva; es la cruz de los cuatro elementos.
Sin embargo, se ha de observar que el Sol, o el oro, no constituye el polo
activo por sí mismo, sino su figura más aproximada dentro de un determinado
campo y lo mismo puede decirse de la Luna, o la plata, que representa el polo
pasivo. Estrictamente considerado, el símbolo del polo pasivo no tiene forma, ya
que la materia prima es amorfa; por tanto, sólo puede ser el contrapunto o el reflejo
de la figura del polo activo, por lo que precisamente el semicírculo —la media luna
o la media órbita solar— reproduce la causa pasiva. Igualmente, el Sol reúne en sí
toda la «luz metálica» o todo el «color», mientras que la plata es, como un espejo,
incolora.
Los otros planetas, además del Sol y la Luna, o los metales ordinarios, son
variaciones del arquetipo único representado por el Sol y el oro, por lo que en cada
uno de ellos tiene parte preponderante la esencia solar o la esencia lunar, aunque
sin llegar a manifestarse por completo, pues la relación del círculo o del
semicírculo con la cruz revela, según la posición, cierta perturbación del equilibrio
original de los elementos, ya que en determinados signos la imagen del Sol o la
Luna está encima; en otros, debajo, y en otros, a un lado de la cruz; según la
característica que se trata de expresar: el signo W de Saturno, o del plomo, presenta
la media luna debajo de la cruz, en el punto inferior del orden material, en atención
a que el plomo es el más opaco y «caótico» de todos los metales. En el signo de
Júpiter V la media luna enlaza con la línea horizontal de la cruz, lo cual
corresponde en alquimia a la posición intermedia del estaño, entre el plomo y la
plata. No existe un signo en el que la cruz esté encima del semicírculo; sería
equivalente al signo de la Luna, pues si la esencia lunar tuviera absoluta
preponderancia, su oponente material se diluiría por completo, ya que la materia
prima en su pureza es sólo mera disposición sin figura. Por el contrario, hay un
signo, el de Venus, o del cobre t en el que el Sol aparece encima de la cruz, y es que
la causa activa que da la forma no diluye los oponentes elementales, sino que les
presta consistencia antes de comunicarles el perfecto equilibrio, bajo la forma del
oro. Según Basilio Valentino, el cobre contiene un exceso de fuerza solar sin
consolidar, como un árbol que tuviera demasiada savia. Su oponente, tanto por lo
que se refiere a la forma del signo como al carácter, es el hierro 1 ; en éste, el Sol se
halla situado debajo de la cruz, como sumido en lo más oscuro de la tierra. Marte,
1, y Venus t ocupan, en el esquema geocéntrico del Universo, los lugares más
próximos al Sol; son también los amantes mitológicos. Sólo un signo, el de
Mercurio s contiene las tres figuras básicas: la cruz, el círculo y el semicírculo. En
él, la esencia lunar domina a la solar, que, a su vez, «fija» la cruz de los oponentes
elementales. A este jeroglífico tendremos que referirnos varias veces, ya que, en
realidad, es la clave de la obra alquímica, igual que Mercurio o Hermes es el
fundador de la alquimia. Por el momento nos limitaremos a señalar que este signo
y el metal que representa simbolizan la materia prima como portadora de todas las
formas; el mercurio es, por así decirlo, la matriz de todos los metales, mientras que
la plata representa el estado virginal de la materia prima pura. Esto explica
también por qué los alquimistas representan la materia —femenino— tanto con el
símbolo de la Luna o la plata, como con el del mercurio: éste corresponde a la
fuerza «generatriz» de la materia, a su aspecto dinámico, de igual modo que el
azufre —el oponente del mercurio— es la fuerza activa de la esencia solar o
masculina. En cierto sentido se puede aplicar al oro y la plata la teoría china sobre
el Sol y la Luna: el Sol —dicen los chinos— es Yang solidificado, y la Luna, Yin
solidificado; igualmente, el oro es «azufre» solidificado y estático, y la plata,
«mercurio» solidificado. Huelga aclarar que estas relaciones no deben entenderse en
un sentido físico, sino en el contexto de una cosmología que no se limita a lo
corporal.
La serie de los siete signos de los planetas y metales puede considerarse
como una exposición simplificada de un determinado campo cósmico. Existe en
cada campo algo así como un centro, es decir, una cumbre cualitativa, donde se
manifiesta del modo más inmediato el arquetipo o la esencia que domina a todo el
campo. Así, el oro es el centro de todos los metales; la gema, el de las piedras; la
rosa o el loto, el de las flores; el león, el de los animales cuadrúpedos; el águila, el
de las aves, y el hombre, el de todos los seres vivientes de la Tierra. Cada
representación de este centro es «noble», porque, como símbolo, es lo más perfecta
posible; por el contrario, las representaciones que se sitúan «en el margen» son más
o menos «ordinarias», por mostrar propiedades o aspectos del arquetipo
meramente accesorias.[44]
Hemos de señalar, sin embargo, que, si bien el hombre, como exponente de
la especie, ocupa siempre el centro de la condición terrena, como individuo no
debe situarse forzosamente en esta posición. El animal permanece siempre fiel a la
forma esencial de su especie; es decir, por su mera existencia, participa de manera
pasiva del rayo del espíritu que se manifiesta en él (el llamado instinto del animal
pertenece a esta participación pasiva del espíritu). Por el contrario, el hombre ha
sido creado para participar activamente del espíritu divino, cuya representación
«central» es él. Sólo entonces es realmente el centro del mundo terrenal e incluso,
en la medida en que se identifique con el espíritu, de todo el cosmos. La conquista
de este centro de la existencia terrenal es el verdadero objetivo de la alquimia y, a
la vez, el más profundo significado del oro. El oro es un «cuerpo» como los demás
metales, pero el peso, la densidad y la divisibilidad de los cuerpos se convierten en
él en propiedades simbólicas; el oro es luz hecha cuerpo. A menudo, los propios
alquimistas describen el objeto de su obra como «la volatilización de lo sólido y la
solidificación de lo volátil» o, también, como «la espiritualización del cuerpo y la
corporeización del espíritu», el oro no es más que esto.
Sólo en el signo del oro se indica el punto central del círculo, lo cual significa
que sólo en el oro se pone de manifiesto la unión del arquetipo con su
representación material, del mismo modo que sólo en el hombre perfecto fructifica
espiritualmente la semejanza entre la criatura y Dios.
En las palabras de la Tabla Esmeraldina, de acuerdo con las cuales lo inferior
se asemeja a lo superior, y lo superior a lo inferior, se insinúa una inversión de
ambas partes. En realidad, la ordenación de los metales según su mayor o menor
semejanza con el oro es diametralmente opuesta a la de los planetas, cuya categoría
es mayor cuanto más lejos está su órbita del centro Tierra. El Sol es una excepción
que corresponde al oro y cuya órbita se encuentra en cuarto lugar, con tres,
planetas a cada lado. Por su parte exterior se mueven, Marte, Júpiter y Saturno, por
este mismo orden, y por su parte interior, hacia la Tierra, Venus, Mercurio y la
Luna. Si por el exterior consideramos el cielo de estrellas fijas como una esfera más,
por la parte interior tenemos que completar la serie con la Tierra. De cualquier
modo, el Sol ocupa también un lugar central en el esquema geocéntrico del
Universo, aparte el hecho de que, como fuente de la luz de los planetas, es centro
de todos ellos.
La conjunción de dos órdenes simbólicos, determinada, de una parte, por la
mayor o menor amplitud del «cielo», y de la otra por la posición central del Sol, se
refleja también en la aplicación a los hombres de las propiedades de los planetas y
adquiere aquí un significado que resulta extraordinariamente revelador para el
esquema del Universo, que atañe tanto a la alquimia como a la astrología.
Saturno, cuya órbita es la más alejada de la Tierra, representa el
entendimiento, mejor dicho, el intelecto, mientras que la Luna, que gira en la
posición más próxima a la Tierra, equivale al espíritu de vida, que une al alma con
el cuerpo. Estos son los dos polos de las facultades del alma, pues el espíritu de
vida, que rige las actividades involuntarias del cuerpo, como el crecimiento y la
asimilación, y tiene, por consiguiente, un carácter más existencial que intelectual,
está, en cierto modo, contrapuesta al intelecto. Entre estos dos polos van
escalonándose las restantes facultades del alma y, según se tome como punto de
mira el entendimiento o la voluntad, se designan de diferente manera y adquieren
una relación distinta con los planetas. En cada caso, el Sol representa una facultad
que comunica e incluso unifica los dos polos extremos. Según Macrobio, quien, en
su comentario al sueño de Escipión, contempla la escala del cielo planetario en
relación con la doctrina pitagórico–órfica del descenso del alma a la Tierra desde el
cielo superior, el Sol es la facultad que anima los sentidos y resume sus
impresiones; según esto, el Sol es el arquetipo de la vida anímica y sensorial. Pero
según otra visión más profunda, como, por ejemplo, la que expone ’Abd al-Karîm
al- Djîlî en su libro sobre El hombre universal (al–insân al kâmil)[45], el Sol representa el
corazón (al-qalb), el órgano del conocimiento intuitivo y armonizador que supera
fundamentalmente todas las demás facultades del alma. Del mismo modo que el
Sol comunica su luz a los planetas, así también la luz del corazón ilumina todas las
facultades del alma.
Designamos como entendimiento la razón en el sentido antiguo de la
palabra, no en su acepción «racionalista» (en griego, nous; en árabe, al-aql). El
entendimiento así determinado –el intelecto– está relacionado, como facultad de
un pensamiento fundamental y sintetizador, con el espíritu universal. Pero de los
dos factores, conocimiento y ser, que en el espíritu puro están unificados, sólo
posee el del conocimiento, ya que el entendimiento está en cierto modo
desconectado de aquello que percibe; cuanto más abarca su mirada, más se aleja de
su objeto, mientras que con el espíritu de vida ocurre a la inversa; y así, cuando se
representa subjetivamente y con arreglo a la experiencia ordinaria, por así decirlo,
está sumergido en la existencia física. Éstas son las dos fronteras extremas del
conocimiento individual, y respecto a ellas puede decirse que este conocimiento
está diluido entre entendimiento y cuerpo. El cogito, ergo sum («pienso, luego
existo») cartesiano es rebatido por la circunstancia de que precisamente el
pensamiento es incapaz de comprender su propio ser. La afirmación «yo soy» es ya
la expresión de una certeza trascendente, que existe con anterioridad a todo
pensamiento, ya la experiencia habitual de la propia existencia corporal que, como
tal, se enfrenta pasivamente al pensamiento, aunque esté cubierta por una tupida
red de imágenes. El discernimiento y el ser se reflejan en el conocimiento
individual por separado, como entendimiento y cuerpo. Para rehuir esta
separación, el conocimiento debe volver a situarse en el sol del corazón, el
«cuerpo», como dicen los alquimistas; debe hacerse «espíritu», y éste, «cuerpo».
De los restantes planetas, a Júpiter se le atribuye la resolución (en árabe, al-
himmah): representa, pues, algo así como la forma espiritual de la voluntad. A
Marte le corresponde la osadía; al-Djîlî le atribuye también la imaginación activa
(al-wahm); ambas propiedades se refieren a la voluntad demiúrgica precipitada en
el mundo. Para Macrobio, como para todos los cosmólogos helenistas, Venus es el
astro de la pasión amorosa, mientras que para al-Dîlî es, ante todo, el modelo de la
fuerza imaginativa pasiva (al–khiyâl), que se amolda a la imaginación o fantasía
marciana como la cera al sello. Para todos los cosmólogos, Mercurio es el ejemplo
del pensamiento analítico (al-fikr). Macrobio atribuye a la Luna la facultad de la
generación, el movimiento corporal, atributo que Alberto Magno describe con
mayor exactitud como motus quos movet in sequendo naturam corporis, ut attrahendo,
mutuando, augendo et generando; y éstas son precisamente las funciones del espíritu
vital (spiritus vitalis, ar-rûh) que al-Djîlî asigna al mismo astro.
La jerarquía de los planetas va de mayor a menor, y la de los metales
correspondientes, de menor a mayor; aquéllos son activos; éstos, pasivos. Por su
calidad de materia inerte, el metal no puede ser símbolo de una facultad de
conocimiento o voluntad; sin embargo, en virtud de su naturaleza estática e
inorgánica es la expresión de un estado de conocimiento igualmente estático, es
decir, de un conocimiento íntimo, desligado de formas racionales. Pero éste, al
principio, no es más que el conocimiento interior del propio cuerpo, su «forma
anímica». De este «metal» debe extraer el alquimista el «alma metálica» y el «espíritu
metálico». El conocimiento del cuerpo, caótico, opaco, empañado por las pasiones y
los hábitos, es el «metal ordinario», en él, alma y espíritu están encenagados,
oscurecidos, mezclados con la tierra; por el contrario, el conocimiento corporal
clarificado, «el metal noble», es en sí un modo de existencia espiritual. Dicen los
alquimistas que del metal ordinario hay que extraer primero el alma; después, el
cuerpo debe ser purificado y pasado por el fuego hasta dejarlo reducido a cenizas;
entonces debe unirse de nuevo con el alma.
Cuando el cuerpo se ha fundido así con el alma y ambos forman una materia
pura, el espíritu actúa sobre ella y le da forma perenne, es decir, revierte el
conocimiento psíquico–corporal a su posibilidad puramente espiritual, donde
permanece inamovible, entero e indiviso, en armonía con el ser. Basilio Valentino
compara este estado con el «cuerpo glorioso» de los resucitados.
Mientras que la astrología, en su calidad de ciencia teórica, parte siempre de
lo más alto, o sea, de los arquetipos cuyos símbolos celestes son los doce signos del
Zodíaco y, basándose en las posiciones de los planetas, los proyecta y entrelaza en
sentido descendente, la alquimia, como arte que ennoblece la materia «metálica»,
parte de la materia aún sin forma, es decir, de lo más bajo, y, por tanto, no se funda
en la forma esencial, en el arquetipo, sino en la materia prima, que, como
corresponde a su naturaleza pasiva, se encuentra «abajo».
Además de la jerarquía de las esferas planetarias, establecida en sentido
inverso al orden de los metales, existe otra gradación de los planetas paralela a la
ordenación alquímica y que es la clasificación por «mansiones»[46] cuya distribución
en el Zodíaco resulta procedente sólo cuando se sitúa su eje en el lugar en que sin
duda se encontraba en el Zodíaco primitivo, es decir, el que se estableció unos dos
mil años antes de Jesucristo. Entonces, el eje del solsticio pasaba, en la parte
superior, entre Leo y Cáncer, de manera que las llamadas «mansiones» planetarias
quedaban simétricamente ordenadas. Hay muchos factores que inducen a creer
que esta disposición del cielo fue fundamental en toda la simbología astrológica y,
dado que el sentido alquímico de los signos planetarios coincide con este orden, es
de suponer que la alquimia, en la configuración que conservó hasta el umbral de la
Edad Moderna, nació en el mismo momento cósmico.
Cada planeta posee, pues, dos «mansiones», situadas frente a frente, a
derecha e izquierda, femenina y masculina, a excepción de la Luna y el Sol, que
sólo tienen una cada uno y que dominan, respectivamente, cada una de las dos
mitades del Zodíaco, la femenina y la masculina. En el lugar más bajo del esquema,
a ambos lados del solsticio de invierno, en la región de las tinieblas y la muerte,
«reside» Saturno, cuyo oponente metálico es el plomo. Su signo, W, muestra la
media luna en la parte inferior, lo cual, considerado como estado del conocimiento,
significa una caótica inmersión en el cuerpo. Contrariamente, el signo de Júpiter y
del estaño, V, que ocupa el lugar inmediato superior, apunta una incipiente
separación del alma de los componentes elementales. La Luna del alma roza el
travesaño de la cruz, que representa la expansión horizontal en el campo cósmico.
Inmediatamente debajo del eje transversal del Zodíaco se encuentran las dos
mansiones de marte y, encima, las de Venus; sus signos, 1 y T, son el reflejo
contrapuesto uno de otro. El signo de Marte, que corresponde al hierro, indica
fijación e incidencia del espíritu en lo corporal.
En el signo de Venus, o del cobre, aparece el Sol del espíritu encima del
mástil de los componentes elementales; ya se vislumbra el color del oro, aunque
todavía está sin bruñir. Encima se encuentran las dos mansiones de Mercurio, que
corresponden al metal del mismo nombre; su signo, s, es el único que incluye el
emblema del Sol y el de la Luna. El mercurio contiene en su «agua» lunar el germen
ígneo del Sol, del mismo modo que la fuerza original del alma lleva en sí el germen
del espíritu esencial. Para los alquimistas, el mercurio es la «madre del oro» y el
primum agens de su obra. El Sol y la Luna, frente a frente, comparten el casquete
superior del Zodíaco. La luna, p, representa el alma en estado de perfecta
receptividad, y el Sol, o, el espíritu o, mejor dicho, el alma purificada y
transformada por el espíritu, exponente de la perfecta unión de espíritu, alma y
cuerpo.
El Sol no reina sólo en su propia mansión, sino que domina en todo el
Zodíaco, pues, siguiendo las etapas ya descritas, asciende por el lado «masculino»
para recorrer después, de arriba abajo, las etapas del lado «femenino». El punto en
que termina el descenso y se inicia el ascenso está situado en la zona de Saturno,
por lo que en su «caos» plomizo subyace la vida del Sol y del oro.
El mito alquímico del rey-Sol que hubo de morir y ser enterrado para
renacer luego a la vida y alcanzar toda su gloria pasando a través de siete
«dominaciones» (régimes) no es más que una versión novelada de este simbolismo
astrológico. Pero éste, a su vez, es sólo la imagen cósmica de una ley interior: el Sol
es, en el hombre, la chispa divina que, aparentemente, muere cuando el alma
penetra en la mansión de Saturno; pero, en realidad, después de esta muerte
renace y, tras ascender por las siete etapas del conocimiento, se convierte en el
«león rojo», el elixir que todo lo transmuta.
CICLO DE LOS ELEMENTOS
Como ya hemos dicho, la alquimia espiritual no estaba unida
necesariamente a operaciones metalúrgicas externas, aunque se sirviera de ellas
para establecer un símil. Sea como fuere, es de suponer que al principio la obra
externa y la obra interna marchaban paralelamente, pues en el marco de una
civilización orientada hacia el objetivo supremo del hombre, un arte sólo podía
tener sentido si servía a fines espirituales, y, a la inversa, un modo de expresión
simbólico debía basarse en actos visibles. Por tanto, será oportuno examinar
brevemente algunos de los más simples procesos que en la alquimia han sido
siempre ejemplo y punto de referencia.
Además de las operaciones metalúrgicas propiamente dichas que consisten
en extraer un metal del mineral bruto, fundirlo y, en caso necesario, alearlo con
otros metales para mejorar sus propiedades, tenemos la obtención de los productos
químicos que sirven para trabajar los metales, ya sea para limpiarlos, ya para
infundirles otras propiedades, hacerlos más aptos a la fusión, darles mayor
consistencia o alterar su color. Entre estos productos figuran el antimonio y el
azufre, así como el mercurio, que, si bien es en sí ya un metal, también sirve para
disolver otros metales.
Con la obtención y manipulación de estos productos químicos, el campo de
acción del metalúrgico se ensancha hacia ese ámbito que hoy conocemos con el
nombre de Química, y éste es, sin duda, el motivo por el cual las artes afines, como
la fabricación de vidrios de colores, de gemas artificiales y de tintes, se incluyen en
el legado eminentemente metalúrgico de la alquimia y en sus metáforas.
Algunos alquimistas de renombre, como Djâ-bir Ibn Hayyân, Abu Bekr ar-
Râzî (925) y Geber citan en sus obras una serie de operaciones fundamentales que,
evidentemente, son de índole química, pero que, al mismo tiempo, por su carácter
general y típico, pueden servir también de ejemplo de procesos internos.
Según Djâbir, hay cuatro procesos fundamentales en la obra alquímica:
primero, la limpieza de las sustancias; luego, su disolución, a la que sigue una
nueva consolidación y, finalmente, su aleación. Ar-Râzî enumera otras muchas
operaciones, casi todas ellas incluidas también en la Summa Perfectionis de Geber,
de las que sólo mencionaremos las más importantes: la sublimación, que servía, lo
mismo que hoy, para separar de una mezcla la materia evaporable, y obtenerla así
en estado puro; como es sabido, así se obtiene el azufre.
La clarificación por decantación, que se empleaba para separar una materia
fundible, un metal, mediante su segregación de los minerales no fundibles. La
destilación, que era una filtración de las materias solubles. La calcinación, que hace
de un metal una «cal», un óxido soluble, que se puede separar de las partes
insolubles por medio de la combustión y disolución. Luego, tras una nueva
coagulación, debía reintegrarse a su estado no óxido. Las materias volátiles pueden
«fijarse» y solidificarse sometiéndolas a la acción del fuego. Las duras y
quebradizas pueden transmutarse en cerosas o fundibles por medio de la ceración.
En todas estas operaciones se utilizaban, además de los medios puramente
minerales, materias orgánicas, como el aceite y la orina.
Si bien la alquimia práctica carecía de los conocimientos analíticos de que
dispone la química moderna, en cambio, era mucho más clara su visión de los
aspectos cualitativos de la materia y de sus transmutaciones; sus métodos eran
extraordinariamente sutiles, y es posible que a veces se adentrara en caminos que
la Ciencia moderna no toma en consideración. La naturaleza tiene múltiples
facetas.
El símbolo más claro e inmediato era el ofrecido por las mutaciones que
podía experimentar una sola materia pasando, sucesivamente, del estado líquido al
gaseoso y de éste al sólido, trocando su carácter quebradizo por una consistencia
cerosa y fundible, disolviéndose y cristalizándose después y cambiando de color
de vez en cuando. Esto se refería a la materia básica del mundo, que adquiere
todas las formas y estados posibles sin perder sus cualidades esenciales, y a la
naturaleza del alma, que muestra también multitud de estados y propiedades,
todos los cuales, en cierto modo, pertenecen a su esencia, que en sí no puede
captarse directamente. Por tanto, en pequeña escala, en el horno y en la retorta del
alquimista, se revela el gran proceso de la naturaleza, tanto en el orden psíquico
como en el físico.
Para percibir en las transmutaciones materiales la expresión de una ley
general, los alquimistas se refieren, por una parte, a los cuatro elementos, y, por
otra, a las cuatro propiedades: caliente, frío, húmedo y seco, que, en su calidad de
funciones de la naturaleza, aparecen frente a los elementos como factores activos.
Ya Aristóteles trazó el esquema de esta relación:
Por tanto, las cuatro propiedades naturales son agentes inductores que,
aparentemente, convierten un elemento en otro: por efecto del calor, el agua es
absorbida por el aire; el frío la convierte en hielo, y le da una solidez semejante a la
de la tierra. Pero en realidad no es que los elementos se conviertan unos en otros,
sino que la materia corporal, por efecto del calor, el frío, la humedad o la sequía,
recorre todos los estados elementales. Las verdaderas fuerzas inductoras son el
calor y el frío, y, puesto que esta última propiedad puede considerarse como la
simple negación de la primera, es suficiente el calor para completar el ciclo: la
acción del fuego basta para hacer que la materia contenida en el recipiente pase, en
forma sucesiva, del estado liquido al gaseoso, luego al ígneo y, finalmente, al
sólido, imitando así, en pequeña escala, la obra de la Naturaleza.
El esquema esbozado puede aplicarse también al mundo interior,
sustituyendo el calor, el frío, la humedad y la sequía por las propiedades de
expansión, contracción, disolución y solidificación, a las que hemos de referirnos
de nuevo. Porque ya hemos aludido a la correspondencia existente entre las
propiedades del alma y los cuatro elementos.
El valor especulativo de esta alquimia —en el sentido primitivo de la palabra
speculatio, es decir, espejo de verdades espirituales— consiste en que la
observación de un caso visible puede enlazarse con los grandes procesos de la
Naturaleza. La intrusión en los recovecos invisibles de cada materia, que es el
objetivo que se ha impuesto la Química moderna, en nada ayuda a esta tarea; por
el contrario, lleva a experiencias muy distantes que prácticamente no contribuyen a
aclarar la visión de conjunto material y espiritual.
La verdadera significación de la contemplación hermética de la naturaleza se
encuentra en las siguientes palabras de Muhyi-d-Dîn Ibn’Arabî: «El mundo de la
naturaleza consiste en múltiples formas que se reflejan en un único espejo; no, más bien es
una forma única que se refleja en múltiples espejos».[47] Esta paradoja es la clave del
sentido espiritual de los fenómenos físicos.
No en vano el esquema de los elementos y las propiedades naturales o
modos de operar, indicado anteriormente, se asemeja a la rueda cósmica, cuya
llanta es la órbita solar y cuyos radios son los cuatro puntos cardinales.
En el campo alquímico, el cubo de la «rueda» es la quintaesencia. Se entiende
por este nombre tanto el polo espiritual de las cuatro elementos como su sustancia
básica común, el éter, en el que los cuatro están presentes íntegramente.
A fin de reconquistar este centro, los componentes contrapuestos de los
elementos deben reconciliarse entre sí: el agua debe hacerse ígnea; el fuego,
líquido; la tierra, ingrávida, y el aire, sólido. Pero aquí nos salimos del ámbito de
los fenómenos físicos para entrar en el campo de la alquimia interior.
Sinesio escribe: «Así, pues, está claro lo que quieren decir los filósofos cuando
describen la producción de nuestra piedra como la modificación de la naturaleza y del ciclo
de los elementos. Porque ya ves que, por medio de su incorporación, lo húmedo se hace seco,
lo volátil se solidifica, lo espiritual se hace corpóreo, lo líquido cristaliza, el agua se hace
fuego y el aire tierra, de manera que los cuatro elementos se despojan de su naturaleza para
asumir la de su oponente»; y también: «Así como en el principio fue uno, también en esta
obra procede todo de uno y vuelve a uno. Esto es lo que significa la reversión de los
elementos…».[48]
DE LA MATERIA PRIMA
Dicen los alquimistas que los metales ordinarios no pueden convertirse en
plata ni en oro si antes no son reducidos a su materia prima. Si se consideran los
metales ordinarios como estados del alma incompletos y «cristalizados» en la
impureza, la materia prima a la que deben reducirse no es otra cosa sino la materia
básica de aquélla, es decir, el alma en su estado primitivo, no condicionada ni
fijada en una «forma» concreta por impresiones o por las pasiones. Mientras el alma
no quede libre de las concreciones y contradicciones interiores, no será materia
dúctil sobre la que el espíritu que procede «de arriba» pueda imprimir una nueva
«forma», una forma que no limita ni ata, sino que, por el contrario, libera, pues
procede de la sustancia eterna del ser. Si la forma del «metal» ordinario era una
especie de pasmo y, de consiguiente, representaba una limitación, la del metal
«noble» es un símbolo y, por tanto, la conjunción directa con el propio arquetipo en
Dios.
Para los alquimistas, el alma es, en su fondo pasivo, fundamentalmente, lo
mismo que la materia prima del mundo. En primer lugar, esto es una premisa
teórica de la obra alquímica, derivada de la mutua correspondencia existente entre
macro y microcosmos; pero, al mismo tiempo, expresa el objetivo de la obra
alquímica: la unidad de alma y mundo se vive y se percibe verdaderamente en la
medida en que la obra se aproxima a su culminación. Aquí rozamos el secreto
propiamente dicho de la alquimia, por lo cual todo lo que pueda decirse sobre este
punto, necesariamente ha de quedar en insinuación y parábola.
La materia prima que subyace en el alma es, en primer lugar, la sustancia
básica del consciente individual; en segundo lugar, la sustancia de todas las almas,
sin distinción de individualidades, y, por último, la sustancia básica de todo el
Universo. Todas estas interpretaciones son posibles; pues si la «fibra» del mundo
no fuera esencialmente de la misma naturaleza que la del alma, cada ser estaría
encerrado en su propio sueño –lo cual es una suposición disparatada–. Si, en
comparación con el espíritu inmutable, el mundo es ya un sueño, tal sueño es en sí
consecuente. «El mundo está hecho de la misma materia con que se hacen los sueños»,
dice Shakespeare en su comedia hermética La Tempestad. La antítesis entre
mundo «interior» y mundo «exterior», o entre mundo del alma y mundo del cuerpo,
está entretejida en este sueño.
En el símbolo, la materia prima se encuentra «abajo», pues es pasiva por
completo, y aparece «oscura» porque en su calidad de cosa amorfa por
antonomasia, se sustrae cada vez más a la acción del entendimiento. De aquí parte
el equívoco por el que se confunde la materia prima de los alquimistas con el
«subconsciente colectivo» de la psicología moderna. Pero la materia no es, como
aquel mal delimitado campo del alma, fuente de impulsos irracionales y, en cierto
modo, «exclusivos del alma», sino el fundamento pasivo de todas las percepciones.
Además, la palabra «colectivo», tal como la aplican los psicólogos, encierra una
contradicción: o bien, según su etimología, designa un conjunto de cosas, es decir,
de disposiciones del alma «heredadas», caso en el cual no se comprende cómo
puede existir una unidad cualquiera, pues la herencia no sólo se acumula, sino que
también se ramifica; o bien es una definición inexacta de «general», o sea, de
aquello que es común a todos los hombres, y esto es, sencillamente, la naturaleza
del alma y del cuerpo; pero en este caso está por ver si el psicólogo que contempla
y enjuicia el llamado «subconsciente colectivo» digamos desde arriba, ya que en
apariencia lo somete a una investigación «objetiva», no piensa y actúa también
movido por esta razón «colectiva». Mírese como se mire, su posición será siempre la
del hombre que pretende vaciar el océano sentado en un bote.
Hay que distinguir entre esa capa del consciente, más o menos oscura,
situada por debajo del pleno conocimiento —que, por otra parte, no puede ser del
todo inconsciente mientras se refleje de algún modo en aquél— y el fondo del alma
propiamente dicho, que es del todo pasivo y, por tanto, amorfo. Aquella franja
oscura, que tiene más de crepúsculo —un crepúsculo que fuera oscureciéndose por
su parte inferior— que de noche cerrada, está llena de los sedimentos de
impresiones y reacciones del alma; pero el fondo del alma propiamente dicho no es
oscuro ni es claro, y tampoco un volcán de irracionales erupciones. Por el
contrario, mientras no esté del todo velado y, por tanto, aparezca oscuro, es el
espejo fiel de su polo opuesto, del espíritu original y, por consiguiente, de todas las
verdades que muchas veces, cuando la imaginación en reposo se aproxima al
estado puro de la materia prima, se expresan en símbolos. Esto puede ocurrir
durante el sueño, aunque no es frecuente, pues en general las imágenes del sueño
están a merced de los más diversos impulsos; y puesto que el alma, en tal estado,
es sensible a todas las influencias imaginables, a veces se produce una deformación
grotesca y satánica de los símbolos. Uno de los mayores peligros de la moderna
«psicología profunda» es que lleva a cabo una mezcla indiscriminada de símbolos
auténticos y de sus deformaciones; por ejemplo, cuando sitúa a un mismo nivel las
mandalas orientales y los garabatos concéntricos de los perturbados mentales[49].
Un verdadero símbolo nunca es «irracional», no hay que confundir lo
«suprarracional» con lo «irracional».
Para demostrar que en la materia prima del alma están presentes todas las
formas del mundo perecedero, el alquimista árabe Abu-I-Qâsim al-Irâqî, que vivió
en el siglo IX de la Era cristiana, escribió: «… esta materia prima se encuentra en una
montaña que contiene una multitud de cosas no creadas. En esta montaña se hallan todas
las clases del conocimiento que puedan encontrarse en este mundo. No hay conocimiento, ni
entendimiento, sueño, pensamiento, saber, opinión, reflexión, inteligencia, filosofía,
geometría, modo de gobierno, poder, valentía, galanura, satisfacción, paciencia, educación,
hermosura, inventiva, buena fe, don de mando, exactitud, vigilancia, dominio, imperio,
dignidad; consejo o negocio que no estén contenidos en ella. Ni tampoco hay odio, ni
malquerencia, engaño, infidelidad, yerro, tiranía, opresión, corrupción, ignorancia,
estupidez, bajeza, despotismo ni desenfreno; ni canto, música, flauta, lira, boda, diversión,
arma, guerra, sangre ni muerte que no estén en ella…».[50]
La montaña en la que se encuentra la materia prima es el cuerpo humano,
porque la «reducción» a la materia prima se realiza metódicamente partiendo del
conocimiento corporal, que debe iniciarse desde el interior, antes que el hombre
pueda percibir el alma psíquicamente y no a través de los sentidos. Por ello, Basilio
Valentín interpreta así la palabra clave alquímica V.I.T.R.I.O.L. —Visita interiore
terrae; rectificando invenies occultum lapidem— («Visita el interior de la tierra;
rectificando encontrarás la piedra oculta»). El interior de la tierra es también el interior
del cuerpo, el núcleo interno e íntegro del conocimiento. La piedra oculta es aquí
sólo la materia prima.
Vista interiormente, la «reducción de los metales a su materia prima» nada tiene
que ver con una sonámbula reversión del consciente al subconsciente. La
reducción se efectúa sólo después de una dura lucha contra las inclinaciones del
alma que tienden a la dispersión, para lo cual hay que disolver previamente todas
las inhibiciones o «complejos». La obra alquímica no es una cura para las
enfermedades psíquicas.
Al pasar del consciente diferenciable al no diferenciado se produce un
oscurecimiento que representa el caos, es decir, el estado de la materia que ha
perdido su pureza original, pero cuyas posibilidades diferenciables no están clara
y ordenadamente definidas. Es el estado de la «materia bruta». Pero si el consciente
sigue ahondando, descubrirá el espejo del fondo del alma, que, si bien no puede
captarse en su realidad «material», manifiesta su naturaleza reflejando
límpidamente la luz del espíritu. El caos del alma era como el plomo; el espejo del
fondo del alma es como la plata; también puede compararse con una fuente clara.
Es el manantial de la leyenda, de cuyas profundidades mana el agua de vida,
semejante al azogue. Éste es el significado del siguiente relato del alquimista
Bernardo Trevisano:
«Aconteció una noche en que tenía que estudiar, pues había de examinarme al día
siguiente; encontré una fuentecilla linda y clara, enteramente rodeada de una hermosa
piedra. Esta se hallaba sobre el tronco hueco de una vieja encina y cercada por un muro,
para que ni las vacas ni otros animales irracionales, ni siquiera los pájaros, pudieran
bañarse en ella. Tenía tanto sueño, que me senté al borde de la fuente, y entonces pude ver
que también por arriba estaba cubierta y cerrada.
»Pasó por allí un anciano sacerdote, a quien pregunté por qué aquella fuente estaba
cerrada por arriba, por abajo y por todos lados. El sacerdote se mostró amable y cortés
conmigo y me habló así: “Señor, en verdad esta fuente posee una fuerza terrible, más que
cualquier otra de este mundo; está aquí sólo para el rey de estas tierras, el cual la conoce, y
ella también lo conoce a él. El rey se baña en esta fuente desde hace doscientos ochenta años,
y ella lo rejuvenece de tal modo, que no hay hombre que pueda vencerle…”.
»…Volví después en secreto a la fuente y empecé a abrir todas las cerraduras, que
encajaban con gran precisión. Luego se me ocurrió mirar el libro que había ganado [en el
examen] y deleitarme con su magnífico resplandor; pero tenía tanto sueño, que el libro se
me cayó en la fuente, lo cual me produjo gran pesar; porque deseaba conservarlo como
prueba del honor que había conseguido. De modo que empecé a mirar [en la fuente] hasta
perder la luz de mis ojos. Entonces me puse a vaciar la fuente, y lo hice tan a conciencia,
que sólo le quedó una décima parte –además de las otras diez que, por más que me esforzaba
en achicarlas, se mantenían firmemente unidas. Pero de pronto, mientras así me afanaba,
llegaron gentes… y por mi delito fui encarcelado durante cuarenta días. Cuando, al cabo de
los cuarenta días, salí de la cárcel, me fui a contemplar la fuente. Y al llegar vi unas nubes
negras que durante mucho rato lo cubrieron todo. Pero al fin pude ver lo que mi corazón
deseaba, y sin el menor esfuerzo; tampoco tú tendrás que esforzarte, si no te extravías por
sendas equivocadas, olvidando las cosas que exige la naturaleza…»[51]
Los alquimistas dan a la materia prima, que ellos consideran sustancia
básica, tanto del mundo como de su obra, gran diversidad de nombres, diversidad
que sirve menos para proteger de los intrusos los conocimientos herméticos, que
para indicar que la tal materia está presente en todas las cosas o que todas las cosas
están presentes en ella. La llaman «mar» porque lleva en sí todas las formas, como
el mar las olas; la llaman «tierra» porque «nutre» a todo cuanto vive «sobre ella», es
el «germen de todas las cosas», la «humedad básica» (humiditas radicalis), la hyle, Es
«virgen» por su insondable pureza y su sensibilidad, y es «prostituta» porque,
aparentemente, «se entrega» a todas las formas. Se la compara también, como ya
hemos visto, con la «piedra oculta», a pesar de que, en su estado original, difiere de
la «piedra filosofal», fruto de toda la obra; la materia prima sólo es piedra porque,
intrínsecamente, permanece inmutable; esta denominación de «piedra» corresponde
al persa gohar y al árabe djawhar, que, literalmente, significa «piedra preciosa» y que,
por extensión, sirve para designar la «sustancia» (en griego, ousia).
La materia prima es también el yacimiento de todos los «metales» del alma;
pero, a la inversa, también el hombre es considerado como «yacimiento», del que
se extrae la materia de la obra, como explicara ya Morieno al rey Chalid: Haec enim
res a te extrahitur; cuius etiam minera tu existis («Porque de ti se extraerá esta cosa, cuyo
mineral eres tú»).
En su estado caótico, que ni es puro, ni dúctil, ni tiene forma definida, la
materia recibe el nombre de «cosa ordinaria», pues como «materia bruta» se
encuentra en todas partes; pero, al mismo tiempo, es «cosa preciosísima», porque de
ella se extrae el elixir que sirve para obtener el oro. La materia bruta que, en
relación con la materia prima propiamente dicha, representa una materia secunda,
se equipara al plomo, en el que se esconde la naturaleza del oro; o al hierro, que ha
de ser fundido; o al campo, que da fruto sólo cuando ha sido labrado y sembrado.
Heinrich Kunrath dice: «… la tierra mojada, ubérrima, el barro de Adán, la sustancia
elemental de la que está hecho este mundo tan grande, nosotros mismos e incluso nuestra
poderosa piedra, salen entonces a la luz…».[52]
Vista como árbol, la materia prima es, fundamentalmente, lo mismo que el
árbol del Universo cuyos frutos son el Sol, la Luna y los planetas. En el árbol de la
materia alquímica crecen el oro, la plata y todos los metales y se desarrollan las
distintas etapas de la obra, con sus colores simbólicos, negro, blanco y rojo y, a
veces, entre el blanco y el rojo, el amarillo. Abul-Qâsim al-Irâqî escribe sobre un
árbol semejante que tiene sus raíces no en la tierra, sino en el mar del Universo. El
mar significa la materia del alma, el anima mundi. El árbol crece en los «países de
Occidente», es decir, en Poniente, porque la materia representa el Oeste, mientras
que la forma, el arquetipo, simboliza el Este. El árbol puede tener la figura de ser
humano, ya que es la «forma interna» del hombre. De él se obtiene la materia prima
de la obra, pues en el fruto se encuentra el germen del mismo árbol.
«La materia prima que puede producir la forma del elixir se obtiene de un solo árbol,
que crece en los países de Occidente. El árbol tiene dos ramas, lo bastante altas para que
nadie pueda comer sus frutos sin trabajo y sin esfuerzo, y otras dos, cuyos frutos son más
ásperos y secos que los de las dos primeras. Las flores de una de estas ramas son rojas, y las
de la otra, blancas y negras. El árbol tiene, además, otras dos ramas, más pequeñas y
quebradizas que las cuatro primeras; las flores de una de estas ramas son negras, y las de la
otra, entre blancas y amarillas. Este árbol crece en la superficie del océano, lo mismo que
otras plantas lo hacen en la superficie de la tierra. Todo el que coma de este árbol será
obedecido por hombres y genios (djinn). Es el árbol cuyo fruto fue prohibido a Adán; cuando
comió de él, perdió su figura de ángel, para adquirir la de hombre. Este árbol puede adoptar
la forma de un ser humano cualquiera…»[53]
De manera que la materia prima de los alquimistas es tanto el origen como
el fin de su obra, pues el caos de la materia es oscuro e impenetrable, mientras las
formas que están contenidas en él, en potencia, ya en su mismo germen, no
alcancen su pleno desarrollo; esta potencia es intrínsecamente impenetrable.
Ocurre con ella lo que con la materia mineral, que en estado amorfo aparece turbia
y opaca, para hacerse clara y transparente en el momento en que toma forma y
cristaliza. De ello no hemos de deducir que todas las posibilidades latentes en el
alma tengan que manifestarse; pues, en primer lugar, la variedad de estas
posibilidades es inagotable y, en segundo lugar, precisamente la dispersión del
contenido del alma es un obstáculo para la realización de la «forma» esencial, o sea,
ese estado del conocimiento armonioso y equilibrado que puede reflejar
enteramente la «acción divina» del espíritu. Por tanto, la verdadera naturaleza del
espíritu se manifiesta en la medida en que capta la verdadera forma.
Del mismo modo que la materia prima sólo puede «percibirse» en realidad
por el conocimiento del ser puro cuya proyección es, así también el verdadero
fondo del alma sólo puede conocerse por su respuesta al espíritu puro; el alma no
se revela del todo hasta que se «casa» con el espíritu, y esto es lo que se expresa en
el «matrimonio» del Sol y la Luna, del Rey y la Reina y del azufre y el mercurio.
El «descubrimiento» del fondo receptor del alma y la «revelación» del espíritu
creador son simultáneos; no pueden separarse. Sin embargo, las distintas etapas y
aspectos de la obra interior pueden relacionarse con uno y otro polo. Todo camino
de realización espiritual incluye la preparación de una «materia» receptora y la
percepción del efecto de la acción espiritual o divina sobre dicha «materia». Sin
embargo, según el proceso que se siga, el mayor peso —tanto el teórico como el
práctico— recaerá en uno o en otro proceso interior y, en consecuencia, se
destacará más la «acción inmóvil» del espíritu o el fondo del alma puro e inmutable;
como cumple al símil artesano que utiliza la alquimia, y que consiste en el
ennoblecimiento de una materia mineral, el alma se concibe como una materia, y,
por tanto, la idea de la materia prima es el centro de todas las observaciones.
Incluso el efecto del espíritu trascendente, opuesto polarmente a la «materia» del
alma, se expresa en términos materiales, en el lenguaje figurado alquímico, como
una mutación química que, precisamente por rebasar los límites de lo que puede
expresarse con símiles artesanos, revela su origen supramaterial.
Los dos aspectos o fases de la realización espiritual se aprecian en una
imagen legada por el arte sacro cristiano: el crucifijo ornado de símbolos.
Escogemos, por ejemplo, una cruz–relicario de plata, de principios del siglo XIII,
que se conserva en el monasterio de Engelberg y cuya ornamentación es de signo
alquímico, pues la alquimia se alía a menudo con la orfebrería. Este crucifijo lleva
imágenes tanto en el anverso como en el reverso; el anverso, que se reconoce por
su mayor relieve, presenta, en el centro, la figura del Salvador crucificado, y en
cada extremo de los brazos de la cruz, la imagen de un evangelista con su animal
alegórico. Se trata de una composición muy frecuente en el arte cristiano medieval,
y que aquí se nos ofrece en una forma ya relativamente «naturalista»; en los
antiguos crucifijos litúrgicos, la figura del Cristo, el Divino Cordero, está rodeada
sólo por los cuatro animales celestiales, lo cual da al símbolo un sentido más
estricto y amplio a la vez. El reverso de la cruz nos muestra, en la misma
disposición, a la Virgen Santísima con el Niño presidiendo en el centro y, en los
cuatro extremos de la cruz, los atributos de los cuatro elementos: el fuego, arriba; el
aire, a la derecha; el agua, a la izquierda, y la tierra, abajo.
Ambas caras de la cruz pueden considerarse, respectivamente, emblemas de
lo esencial y de lo «material», de lo activo y lo pasivo, de la forma y la materia del
cosmos: el anverso, con las efigies del Verbo Divino y de sus cuatro medios de
manifestación, corresponde, respecto al simbolismo del reverso, a la acción divina
o «forma» esencial del cosmos; la otra cara, por el contrario, corresponde a la
materia prima o, mejor dicho, al mundo que se desarrolla de ella; la Virgen, situada
en el centro, ocupa simbólicamente el lugar del éter, que, según ciertas
interpretaciones herméticas, constituye un todo con la materia prima, en tanto que
los cuatro elementos representan las cuatro definiciones básicas de la misma y, por
consiguiente, los cuatro fundamentos de todo el inundo ligado a la forma. El
perfecto equilibrio de la materia prima, su calidad de «virgen», está expresado por
la colocación de su símbolo en el punto central, entre los símbolos del fuego, el
aire, el agua y la tierra.
Cruz–relicario del abad de Engelberg Heinrich von Wartenbach, hacia 1200.
Anverso. Monasterio de Engelberg.
La misma cruz. Reverso.
Huelga decir que esta interpretación cosmológica de las imágenes cristianas
descritas no menoscaba en modo alguno su sentido teológico; por el contrario, la
convergencia de ambas «miras» espirituales en un mismo símbolo, da a éste mayor
envergadura tanto en un campo como en el otro: pone de manifiesto su verdadero
contenido metafísico, y esto nos da un anticipo de las posibilidades realmente
ilimitadas de visión espiritual que pueden ofrecerse al artesano o al artífice
versado en la ciencia hermética y que, al propio tiempo, profese la fe cristiana.
El vínculo interior que une las dos composiciones simbólicas que aparecen
en una y otra caras de la cruz se encuentra en la representación de la paloma del
Espíritu Santo que se posa sobre la Virgen y en la presencia del Niño Dios en su
regazo. La paloma representa al Espíritu Eterno, bajo cuyo efecto la materia prima
toma forma, igual que la Virgen concibe y alumbra; el Espíritu divino toma forma
como Hijo de ella; en esencia, Él sigue siendo igual, pero se envuelve en la materia
que le presta su Madre y se amolda a los aspectos diferenciables de la materia.[54]
La forma de la cruz, que expresa la ley de todo el cosmos, puede trazarse
tanto desde un polo como desde el otro: representa a la vez la múltiple revelación
del Verbo eterno y los oponentes duales contenidos en la materia prima. Del
mismo modo, toda obra espiritual nace simultáneamente de la acción del ser y de
su «receptor material», el alma no puede transmutarse sin la acción del espíritu, y
éste sólo la ilumina en la medida y manera en que ella se apresta a recibirlo. La
oposición de los dos polos se elimina sólo en el más alto nivel, únicamente en el Ser
puro, donde la «materia» receptora no es más que una fijación directa, inmediata e
interna, del Espíritu divino, que sólo se posa en lo que ya es suyo, para adoptar su
forma y manera.[55]
La cruz de Cristo brota, en forma de lirio azul, de la Virgen Santísima, que aparece
arrodillada sobre la Luna. El lirio de cinco puntas representa la quintaesencia, la
Madre de Dios, la materia prima. – De una miniatura del «Libro de la Santísima
Trinidad», de inspiración alquímica, Biblioteca Estatal de Munich.
El significado ya expuesto de las imágenes aquí descritas se complementa
con diversos atributos y detalles; así, los cuatro extremos de la cruz están provistos
de sendos tréboles, con lo cual la tetragonía de los Evangelistas y de los elementos
aumenta hasta la dodecagonía de los Apóstoles y de los signos del Zodíaco. Sobre
la figura del Cristo que aparece en el anverso, unos ángeles sostienen un círculo,
mientras que en el reverso la imagen de la Virgen está rodeada por las efigies de
san Pedro y otros santos obispos. En estas dos disposiciones se distinguen las
jerarquías celestial y eclesiástica, que, según la doctrina de san Dionisio
Aeropagita, se contraponen, la una otorgando y la otra recibiendo. Hay otros
detalles que se refieren más explícitamente aún a la alquimia. En el mástil de la
cruz se ve a Moisés enderezando la serpiente de bronce, lo cual es, a la vez, un
pronuncio de la Crucifixión en el Antiguo Testamento y un símbolo de la «fijación»
alquímica del mercurio; el mismo proceso se representa también por el grupo de
animales que luchan, situado a los pies del Crucificado. Si bien es cierto que el
significado más inmediato del símbolo es el triunfo del León de Judá sobre los
dragones del infierno, la misma imagen representa también la sujeción del «volátil»
mercurio por el león solar del azufre.
Esta iconografía cristiana tiene su paralelo en la del Lejano Oriente, que, por
hallarse muy distante de aquélla en el tiempo y el espacio, pone de relieve la
universalidad del expresado símbolo.
Se trata de una cierta forma de mandala utilizada por el «singonismo»
japonés, rama del budismo Mahâyâna, para la meditación. La mandala es una
bandera pintada por ambas caras que muestra, en una de ellas, «el mundo de lo
indestructible» o de los «elementos diamantinos», y en la otra, uno de los «elementos
matrices». En el centro de cada cara figura el «Gran Iluminador», el Buda
Mahâvairocana, sentado en la flor de loto. En el primer esquema, el de los
arquetipos inmutables, el Buda tiene una actitud contemplativa; su cabeza está
circuida por una aureola blanca. En el segundo esquema, el Buda surge de un loto
abierto y lleva aureola roja, símbolo de actividad; esto significa que aquí se alude al
polo «material» en su aspecto dinámico, siguiendo la doctrina tao–budista según la
cual la contemplación tiene esencia activa, y la acción, esencia pasiva. La
meditación del primer esquema lleva al descubrimiento del camino de la liberación
del ser, en tanto que la reflexión sobre el segundo esquema, el del «elemento
matriz», tiene por fruto el conocimiento de las cinco ciencias cosmológicas.[56]
El concepto de materia prima como espejo del espíritu universal entra
también en el simbolismo oriental del espejo. Son conocidos los espejos chinos de
culto o de magia que muestran en el reverso la imagen del dragón celeste, el cual
representa el espíritu universal, o logos. En el sintoísmo –la religión japonesa
anterior al budismo–, el espejó sagrado, que recoge la imagen de la diosa del Sol,
Amaterasu, es también, evidentemente, el símbolo del alma en estado de absoluta
pureza, en el cual puede captar la verdad, es decir, la verdad original, que se halla
fuera del alcance del pensamiento. Esto nos lleva de nuevo a la equiparación
hermética de la materia prima con el fondo del alma.
Con gran asombro hemos encontrado idéntico simbolismo entre
determinados indios de Norteamérica, los crow y los shoshones. Se trata aquí de
un espejo mágico propiamente dicho, mediante el cual el chamán puede encontrar
las cosas perdidas y olvidadas, que se le aparecen en el fondo del espejo. En la
superficie está pintada una línea en zigzag que representa el rayo, el cual es para
los indios, lo mismo que el águila que planea en el cielo para abatirse
vertiginosamente sobre la tierra, el símbolo del espíritu universal y de la
revelación.
LA NATURALEZA UNIVERSAL
«El Arte, en su acción, debe imitar a la Naturaleza», solían decir los alquimistas.
El modelo de la obra alquímica es la Naturaleza, la cual acude en ayuda del
«artista», es decir, del alquimista que ha descubierto su modo de obrar y, jugando,
termina lo que empezó con gran trabajo. La expresión «Naturaleza» tiene aquí un
significado muy concreto; no designa simplemente la generación espontánea de las
cosas, sino una causa o una fuerza unitaria cuya verdadera esencia se reconoce al
observar su ritmo universal, que domina de igual modo el mundo exterior y el
mundo interior.
Puesto que la alquimia occidental utiliza, en general, el lenguaje de la
metafísica platónica, hay que recurrir a éste para enterarse del significado que
encierra la expresión natura o physis. Sin duda la definición más acertada de la
Naturaleza la hallamos en Las Enéadas, de Plotino (III, 8): «Si se preguntara a la
Naturaleza por qué realiza sus obras, ella respondería, si se dignara responder, de este
modo: “Mejor habría sido no preguntar –es decir, no indagar con el pensamiento–, sino
aprender callando, como callo yo; porque no acostumbro hablar (a diferencia del espíritu,
que se revela con palabras). Pero una cosa has de saber: que todo cuanto es, lo contempla mi
silente mirada, una mirada que me es propia desde el principio, pues yo misma procedo de
una mirada – es decir, la mirada del alma universal que mira al espíritu universal como éste
mira, al Infinito– ; me place mirar, y aquello que en mí se mira produce al mismo tiempo el
objeto de su mirada. Así, los matemáticos producen, con su mirada espiritual, figuras. Yo,
en cambio, no hago dibujos; sólo contemplo, y las formas del mundo material nacen como si
brotaran de mí…”».
Según esto, la Naturaleza, en su esencia receptiva, es afín a la materia prima.
Y, en efecto, de las tres hipótesis del universo platónico, ella es la que se halla más
cerca de la materia prima (hyle): por encima de ella está el alma universal (psychè)
y, sobre ésta, el espíritu universal (nous), que es el único que mira al Ser indecible
y, mirándolo, trata constantemente de darlo a conocer; debajo de ella está sólo la
materia prima, la base pasiva de toda manifestación que, en sí, no participa en la
creación y, por tanto, permanece eternamente «virgen». Se podría decir de la
Naturaleza que es el aspecto «maternal» de la materia prima, pues ella es la que
«alumbra», es activa y motriz, en tanto que la materia prima permanece inmóvil.
Muhyi-d-Dîn Ibn’Arabî, el «más grande maestro» (ashsheij al–akbar) de la
mística islámica, al que debemos las más amplias interpretaciones de los principios
herméticos, describe la Naturaleza universal (tabî’at al-kull) como la parte
femenina y materna de la creación; es el «hálito misericordioso de Dios» (nafas
arrahmân) que da omnímoda existencia a las posibilidades potenciales latentes en el
«no ser» ('udum). Es un «hálito» misericordioso, porque las posibilidades que han
de manifestarse anhelan realmente hacerlo; pero esta fuerza tiene también un
aspecto sombrío y caótico, ya que la pluralidad es, intrínsecamente, confusión y
alejamiento de Dios.[57]
La interpretación que da Ibn’Arabî de la Naturaleza universal, al describirla
como una fuerza maternal, de origen divino, benévolo y caótica a la vez, nos
resulta aquí especialmente significativa, ya que tiende un puente hacia la idea
hindú del shakti, la divina fuerza creadora femenina. De todos modos, a la shakti
se refieren ya todos los métodos tántricos, más afines a la alquimia, entre los cuales
los hindúes incluyen también la alquimia propiamente dicha.
Bajo su advocación de Kalî, shakti es, por un lado, la Naturaleza universal
que abraza amorosamente a todos los seres, y, por otro, la fuerza tiránica que los
entrega a toda clase de destrucción, a la muerte, a la acción del tiempo y al espacio
que separa. A veces se representa de una hermosura soberana y, en ocasiones, con
rasgos horrorosos. Su color es oscuro, como su inexplicable esencia. Shakti es
también maya, el arte divino que imprime en los seres múltiples formas y,
precisamente por ello, los aleja de su origen uno e infinito.
Esta interpretación de la divina fuerza creadora procede de una visión
totalmente distinta de la que inspira a la teología escolástica, aunque no la
contradice esencialmente, pues el que la existencia es tanto un don divino como,
respecto al puro ser, una limitación, se desprende también de la ontología clásica
que enseñaban los Padres de la Iglesia. La particularidad de esta interpretación que
nos ocupa, que enlaza la metafísica de un Ibn’Arabî con la doctrina hindú de la
shakti, consiste en que en estas dos visiones de la existencia o del ser, tanto el
aspecto positivo como el negativo parten de una misma raíz, que es la Naturaleza
universal, que se muestra al mismo tiempo maternal y terrible. Contrariamente a la
acción personal de Dios, que constituye el auténtico objeto de la Teología, su obra o
su acción en el mundo se sitúa en un plano impersonal, lo cual corresponde al
punto de vista especial de la alquimia, que, por tanto, nada tiene de agnóstico, por
más que el concepto de la «Naturaleza», tal como lo utilizan los filósofos de la
«Ilustración», provenía, por una lejana analogía derivada de malas interpretaciones,
de la natura hermética. Si ésta, por la desacralización de la ciencia natural, se
convirtió en un vago y acomodaticio sustitutivo de Dios, es porque el horizonte
teológico se había contraído de tal modo, que hacía difícil percibir a la vez las dos
manifestaciones de Dios: la «personal» y la «impersonal».
Respecto a la obra alquímica exterior, la Naturaleza es la fuerza motriz de
todas las transmutaciones, la «energía potencial» de las cosas. En la obra alquímica
interior interviene en virtud de esa fuerza primitiva maternal que libera al alma de
su existencia estéril y quebradiza. Así, pues, la Naturaleza es la fuerza del anhelo y
del deseo en los hombres y, al mismo tiempo, es algo más: es la potencia inagotable
que desarrolla todos los gérmenes ocultos en el ser, ya a favor, ya en contra de los
planes del yo, según éste pueda adaptarse a la fuerza de la Naturaleza o se
convierta en su víctima. La Naturaleza es siempre mujer, dame nature, incluso en su
aspecto terrorífico de gran dragón que serpentea entre todas las cosas.
La Naturaleza, en forma de mujer y árbol, sale, rejuvenecida, de los alambiques del
Sol y de la Luna. Los pájaros con la «semilla» del oro y la plata. Las direcciones de
su vuelo indican la «volatilización» y la «solidificación». –Según el
«Alchimistischen Manuskript» de 1550, de la Biblioteca de la Universidad de
Basilea.
Según una interpretación aún vigente, la Naturaleza tiene siempre una
cualidad imperativa que la distingue de la libre disposición de la voluntad
humana. Esta cualidad la conserva en la alquimia, por lo menos en cierto aspecto,
ya que, a partir de una determinada etapa de la obra, este imperativo se convierte
en un ritmo cósmico que, en vez de ligar, libera; un ritmo que Dante definió como
el amor «que mueve el Sol y las estrellas». Visto desde un ángulo psicológico, lo que
al comienzo de la obra se mostraba como una fuerza peligrosa y perturbadora, se
convierte, a la culminación del magisterio, en una fuerza creadora, un impulso que
eleva la conciencia a esferas superiores. Se trata de una ley que rige todo ascetismo
verdadero, distinguiéndolo del puritanismo, ya que en la obra espiritual no se trata
de destruir las fuerzas naturales, sino de convertirlas en cabalgadura del espíritu.
Lo único que debe destruirse es la tendencia egoísta, la cual pervierte la auténtica
esencia natural de estas fuerzas que, en sí, no son buenas ni malas. En general se
habla de «sublimación» utilizando una expresión alquímica para designar un
proceso psíquico que, sin embargo, generalmente, en el plano profano, sin la ayuda
de un arte sagrado o de la divina gracia, nunca llega a neutralizar ciertas tensiones.
Sólo respecto a un arte auténticamente espiritual puede hablarse de una
ampliación cósmica de las fuerzas del alma, pues antes, por medio del símbolo
tradicional y de su utilización adecuada, debe alcanzar al hombre algo cósmico o
indirectamente divino, para que éste pueda pasar de la arbitrariedad a la
verdadera libertad. Bajo esta luz hay que examinar también ciertos ejercicios
imitativos del ritmo de la Naturaleza, como, por ejemplo, la regulación de la
respiración –sin duda, una práctica conocida de la alquimia–, que no es una
«técnica» autónoma, sino que, sólo en determinadas condiciones internas y
externas, puede contribuir a la realización espiritual. En el mismo capítulo se
pueden incluir ciertos medios especiales de despertar las fuerzas internas que, a
primera vista, pueden parecer discutibles y que son sin duda peligrosos, como la
contemplación de la dame nature en el hermoso cuerpo femenino, método que se
observa tanto entre los adeptos de la hermética como entre los de la tántrica.[58]
Cabe ahora preguntarse si la habitual diferenciación entre el desarrollo
«natural» y la acción de la gracia «sobrenatural» tiene un significado en la
contemplación hermética, a lo cual habría que responder negativamente, por lo
menos en cuanto el efecto de la gracia no puede salirse de la Naturaleza universal
y repercute siempre en lo natural. Sin embargo, esta distinción está justificada
cuando se contempla un determinado campo de la Naturaleza cuyo imperativo
relativo puede ser quebrantado por la intervención directa e inmediata de la gracia,
intervención que puede compararse con la acción del relámpago. La expresión
«Naturaleza» abarca, pues, en cada caso, un campo de realidad más o menos
dilatado.
En un texto alquímico anónimo, titulado Purissima Revelatio[59], la
Naturaleza es denominada «libro», en el que sólo pueden leer los que han sido
iluminados por Dios, y también se la compara con «un frondoso bosque en el que
muchos penetraron para arrebatarle los sagrados secretos. Pero fueron devorados porque no
poseían las armas luminosas, o sea, las únicas que pueden vencer al terrible dragón que
guarda el vellocino de oro. Y los que no murieron, tuvieron que regresar despavoridos y
abochornados. La Naturaleza es también el mar inmenso al que salieron los argonautas. ¡Ay
de los marineros que no conocen nuestro arte! Porque quizás hayan de navegar toda la vida
sin arribar a puerto. No encontrarán cobijo de las terribles tempestades; quemados por el sol
y ateridos por los helados vientos, perecerán sin remedio si no impetran la ayuda del
Altísimo y Todopoderoso Señor… Porque no a todos les es dado desembarcar en la otra
orilla de la Cólquida… Sólo los argonautas sabios que observan con rigor las leyes de la
Naturaleza y se someten por entero a la voluntad de Dios pueden lograr el preciado
vellocino de oro que les entregará Medea, esa representación de la Naturaleza,
desobedeciendo las órdenes de su sombrío padre y con gran enojo del sorprendido
dragón…». Medea es la imagen del lado oscuro de la Naturaleza. Porque la
Naturaleza universal tiene, como maya, dos vertientes o movimientos: uno que,
partiendo del centro espiritual, pugna por abrirse a la pluralidad y que en los
hombres está ligado a la pasión, y otro que, partiendo de la pluralidad, retorna al
centro espiritual. El primero se compara aquí con Medea, la hechicera, y el
segundo, con Sofía, la sabiduría. En su relación con la voluntad activa del hombre,
ambas son femeninas, son su amante o su novia: «… Pero ¡ay del que, como Jasón,
triunfe gracias a la ayuda de Medea, y, dejándose seducir por su peligrosa conquista, se
entregue a la Naturaleza, esa gran hechicera, en vez de permanecer fiel a su novia, la
sabiduría! Dichoso, por el contrario, el que, prometido a la sabiduría, puede seducir sin
peligro a la terrible hechicera Naturaleza para descubrir los secretos que ella no ha de poder
ocultarle, y volver a casa dueño del vellocino de oro y fiel a su pura prometida…». Igual
que los métodos tántricos, la obra alquímica despierta una terrible fuerza de la
Naturaleza, que puede corromper a los intrusos y a los ignorantes, pero que puede
elevar a los sabios al poder espiritual. Esta fuerza mora en el hombre, pero su
nombre indica que no está aislada, limitada al individuo, sino que es parte o
aspecto de un ritmo impersonal e infinito –y éste es, sin duda–, el único significado
que, en la expresión Naturaleza, se conserva sin falsear.
LA NATURALEZA PUEDE DOMINAR A LA
NATURALEZA
En el mundo de las formas, la obra de la naturaleza consiste en una
ininterrumpida sucesión de disoluciones y cristalizaciones, o destrucciones y
construcciones, de manera que la disolución de un todo ya formado es, en
realidad, el primer paso para la nueva conjunción de una forma con su materia. La
Naturaleza actúa como Penélope, que destejía por la noche el vestido nupcial que
tejiera durante el día, a fin de mantener alejados a sus indignos pretendientes.
Así procede el alquimista: según el lema solve et coagula, disuelve las
concreciones imperfectas del alma, las reduce a su materia y las hace cristalizar de
nuevo en una forma más noble. Pero sólo puede realizar esta obra si actúa en
armonía con la Naturaleza, sirviéndose de una «vibración» espiritual que se genera
durante la obra y que enlaza el reino humano con el cósmico. Entonces la
Naturaleza acude espontáneamente en ayuda del Arte, según reza el proverbio
alquímico: «La continuación de la obra place mucho a la Naturaleza» (operis processio
multum naturae placet).
Las dos fases de la Naturaleza, la disolución y la cristalización, que,
consideradas superficialmente, parecen excluirse entre sí, en realidad se
compenetran y complementan y, en cierto modo, pueden asociarse con los dos
polos de esencia y materia, que, sin embargo, no se manifiestan en la Naturaleza
como una simple contraposición de actividad y pasividad, sino que aparecen
mezclados. En la Naturaleza, el azufre alquímico representa el polo activo, y el
mercurio, el polo pasivo. El azufre es relativamente activo; es lo que da la forma. El
mercurio representa la materia pasiva, por lo que está directamente ligado a la
Naturaleza en sí y a su esencia femenina. Puesto que el azufre representa el polo
esencial en su refracción o ropaje natural, puede ser definido como pasivamente
activo, mientras que el mercurio, por el carácter dinámico de la Naturaleza, puede
ser considerado activamente pasivo; la mutua relación de ambas fuerzas
primordiales es, pues, similar a la del hombre y la mujer en la unión sexual.
La mejor ilustración de la interrelación del azufre y el mercurio es el signo
chino de Yin-Yiang, con el polo negro en el remolino blanco y el polo blanco en el
remolino negro, para indicar que en lo activo está presente lo pasivo, y viceversa,
del mismo modo que el hombre contiene la naturaleza de la mujer, y ésta, la del
hombre[60]:
En el alma, el azufre es lo que denota el ser o el espíritu, mientras que el
mercurio representa, en cierto modo, el alma misma en su papel receptivo y
pasivo.
Según Muhyi-d-Dîn Ibn’Arabî, que recoge siempre los significados más
sublimes, el azufre corresponde al «mandato divino», es decir, al fíat lux mediante el
cual el caos se convierte en cosmos, en tanto que el mercurio, su oponente pasivo,
representa a la Naturaleza universal[61]. Si bien dentro del campo en el que opera la
alquimia ambas causas se presentan como fuerzas más o menos relativas, bueno
será no perder de vista sus motivos finales, pues sólo así se entiende, por ejemplo,
en qué aspecto representa el azufre la voluntad espiritual, y el mercurio, en
cambio, la facultad «plástica» del alma. En primer lugar, y ateniéndonos a su
significado psicológico general, la voluntad espiritual parte de un ideal y a él trata
de amoldar el alma; pero en la esencia original de su ser, que sólo en el marco de
un arte espiritual tradicional puede descubrirse, es un impulso espiritual que parte
del centro del ser, un acto espiritual que desborda el pensamiento y que en el plano
psíquico actúa de dos maneras: profundizando y ensanchando la «sensación del ser»
y clarificando y consolidando el contenido esencial de la conciencia. Por tanto, la
capacidad «plástica» del alma que responde al acto original del espíritu no es sólo
la imaginación pasiva que capta y desarrolla formas, sino una potencia del alma
que va trascendiendo gradualmente de los límites del individualismo ligado al
cuerpo.
El azufre, la fuerza de origen masculino, y el mercurio, la fuerza de origen
femenina, pugnan por completar su arquetipo único y eterno, y ésta es al mismo
tiempo la razón de su antagonismo y de su mutua atracción, del mismo modo que
las naturalezas masculina y femenina buscan la plenitud de la condición humana
y, por tanto, se repelen y se atraen a la vez. Por medio de su unión corporal, ambos
tratan de reproducir la imagen de su eterno arquetipo común. Esto es el
matrimonio del hombre y la mujer, del azufre y el mercurio, del espíritu y el alma.
En el reino mineral, de la perfecta unión de ambas causas procreadoras nace
el oro. Éste es el único y verdadero objetivo de la generación metalúrgica;
cualquier otro metal es sólo un aborto, un oro fallido, y la obra alquímica así
considerada no es más que una ayuda en el alumbramiento, una ayuda que el Arte
presta a la Naturaleza para que ésta pueda terminar el fruto cuya maduración fue
impedida por determinadas circunstancias temporales[62]. En esto pueden
descubrirse dos significados: uno, mineral, y otro, microcósmico. Muhyi-d-Din
Ibn’Arabi define al oro como símbolo del estado de inocencia original del alma (al–
fitrah), la forma bajo la cual se creó el alma humana al principio; según el concepto
islámico, el alma de los niños se aproxima inconscientemente a este estado adánico,
hasta que los errores que les inculcan los adultos los alejan nuevamente de él [63]. A
este estado de inocencia pertenece el equilibrio interior de las fuerzas, que se
manifiesta en la consistencia del oro. Según un concepto cosmológico muy
extendido, citado ya por Aristóteles, la Naturaleza está representada por cuatro
propiedades, que se manifiestan en el campo físico como frío, calor, humedad y
sequedad. El calor y la sequedad corresponden al azufre, y el frío y la humedad, al
mercurio. Por tanto, las dos primeras propiedades tienen carácter masculino,
eminentemente activo, mientras que las dos últimas, por el contrario, son de signo
femenino y pasivo. Esto se comprende mejor si se equipara el calor con la
expansión; el frío, con la contracción; la humedad, con la disolución, y la sequedad,
con la coagulación.
El calor o fuerza expansiva del azufre provoca el crecimiento de una forma y
acción de la Naturaleza que está íntimamente ligada a la vida. La sequedad del
azufre «fija» la forma en el plano de su materia, por lo cual, de manera pasiva y
ligada a la materia, imita la inmutabilidad de su arquetipo; la fuerza expansiva del
azufre es, digamos, el aspecto dinámico – y, por tanto, relativamente pasivo –del
acto esencial, y la fijación es el aspecto invertido o inferior de la consistencia del ser
(el acto puro es inmóvil y la verdadera esencia, activa). El frío, o fuerza astringente
del mercurio, complementa la acción fijadora del azufre al abarcar y sostener
exteriormente las formas como una matriz cósmica [64]. Pero el carácter húmedo y
disolvente del mercurio representa la ductilidad femenina, que, como el agua,
puede adquirir todas las formas sin que se altere por ello esencialmente.
Las cuatro propiedades naturales o maneras de operar asociadas,
respectivamente, con el azufre y el mercurio, pueden, según el ciclo de las
cristalizaciones y disoluciones, alearse diversamente entre sí. Sólo se produce la
generación cuando las propiedades del azufre y las del mercurio se compenetran
en forma mutua. Si la sequedad del azufre se une exclusivamente al frío del
mercurio, de manera que la fijación y la contracción se acumulen sin que el calor
expansivo del azufre y la humedad resolutiva del mercurio neutralicen la
combinación, se produce una congelación de todo el organismo psíquico o
corporal; en el plano vital es la congelación de la vejez, y en el de la ética, la
codicia; de modo más general y profundo a la vez, es la limitación de la conciencia
individual a sí misma, el estado de muerte del alma que no ha conservado su
receptividad ni su vitalidad originales para con el espíritu ni para con el mundo de
los sentidos. Por el contrario, una asociación exclusiva de las propiedades calor–
humedad, o expansión–disolución, determina la volatilización de las fuerzas;
equivale al estado de la pasión disolvente, el vicio y la dispersión del espíritu. Es
significativo que ambos desequilibrios acostumbren revelarse al mismo tiempo. Y
es que uno engendra al otro: la congelación de las potencias del alma conduce a la
dispersión, y el fuego de una pasión desenfrenada causa la muerte interior; el alma
que es avara consigo misma y se cierra al espíritu será arrastrada por el torbellino
de impresiones disolventes. El equilibrio creador se consigue cuando la fuerza
expansiva del azufre y la fuerza astringente del mercurio mantienen la balanza en
el fiel, al tiempo que la fuerza fijadora del elemento masculino enlaza
fructíferamente con la facultad resolutiva del femenino. Éste es el verdadero
«matrimonio» de ambos polos, representado por diferentes signos, entre otros, el de
los dos triángulos entrelazados del sello salomónico Y, es decir, el mismo signo
que representa la síntesis de los cuatro elementos. Las aplicaciones de la ley
descrita son, en realidad, ilimitadas; aquí citaremos sólo algunas consecuencias
psicológicas y vitales; señalemos también, de paso, que la medicina tradicional se
funda en los mismos principios, y en ella los cuatro elementos representan los
cuatro humores vitales.[65]
El alma, en la plenitud que alcanza gracias a la obra hermética, es dominada
por las dos fuerzas primordiales del azufre y el mercurio, que, en el estado
«caótico» del alma que aún no ha despertado, se encuentran en estado latente, como
el fuego en el pedernal y el agua en el hielo. Al despertar, se manifiestan en primer
lugar a su oponente con una fuerte tensión, tensión que las hace crecer una en
dirección a la otra y, a medida que van liberándose, se compenetran, ya que están
predestinadas la una para la otra, como el hombre y la mujer. A estas dos etapas de
su desarrollo se refieren las dos primeras frases de la fórmula hermética: «La
Naturaleza se recrea en la Naturaleza; la Naturaleza contiene a la Naturaleza y la
Naturaleza puede dominar a la Naturaleza». La última frase significa que ambas
fuerzas, después de crecer hasta el punto de que una puede envolver a la otra, se
unen en un plano superior, de manera que su antagonismo, que antes había ligado
al alma, se convierte en una fructífera reciprocidad mediante la cual el alma puede
alcanzar pleno poder sobre el mundo de las formas y corrientes psíquicas. De este
modo, la Naturaleza, como fuerza liberadora, domina a la Naturaleza como tiranía
y opresión.
Si se representa simbólicamente la inmutable acción divina que ordena el
mundo en forma de un eje estático y vertical, el «curso» de Naturaleza es entonces
una espiral que se enrosca en torno a aquel eje, de manera que con cada vuelta
realiza una etapa o un plano de la existencia. Es el símbolo antiquísimo de la
serpiente o el dragón que se enrosca en torno al eje o al árbol del Universo.[66]
Casi todos los símbolos de la Naturaleza se basan en la espiral o en el
círculo. El ritmo de ese constante «arrollar» y «desarrollar» de la Naturaleza, el del
solve et coagula alquímico, se representa por medio de la doble espiral, esquema que
aparece asimismo en los dibujos zoomorfos de la shakti. Con esto se relaciona
también la figura de las dos serpientes o los dos dragones que se enroscan en
direcciones opuestas en torno a una vara y que representan las dos fases
antagónicas de la Naturaleza o las dos fuerzas primordiales[67]. Éste es el legado
ancestral de las imágenes de la Naturaleza en el que se han inspirado, además de la
alquimia, ciertas tradiciones orientales, en especial, la tántrica.
Digamos, de paso, que el empleo de la serpiente o del dragón para
representar una fuerza cósmica se halla extendido por toda la Tierra, aunque de
modo especial designa aquellas artes tradicionales que, como la alquimia, se
refieren al mundo anímico; un reptil avanza sin patas y mediante un movimiento
acompasado de todo su cuerpo, de manera que representa la materialización de
una vibración espiritual; además, su esencia es al mismo tiempo ígnea y fría,
consciente y elemental. Esta similitud es auténtica, y la mayor parte de las antiguas
civilizaciones, si no todas, han considerado a la serpiente como portadora de
poderes psíquicos o espirituales; no hay más que recordar a la serpiente guardiana
de las tumbas en la Antigüedad oriental e incluso en la occidental.
Las siete «Shakras» o centros de fuerza en el cuerpo del hombre, con las dos
corrientes de fuerza, «Ida» y «Pingala», que circulan en torno al eje central.
Representación tántrica según la obra de Arthur Avalon «The Serpent Power». El
dibujo, en forma de hoja, del cráneo, representa la «Shakra» suprema, «el loto de
los mil pétalos».
En el llamado laya-yoga, que pertenece a los métodos tántricos y cuyo
nombre significa la unión (yoga) que se alcanza mediante la solución (laya), se
compara el desarrollo de la shakti dentro del microcosmos humano con el
despertar de una serpiente (Kundalini) que hasta entonces había dormido
enroscada en el centro espiritual llamado Mûlâdhâra; según cierta relación entre el
orden espiritual y el corporal, este centro se sitúa en el extremo inferior de la
columna vertebral. Con ciertos ejercicios de concentración espiritual se consigue
despertar a Kundalini, que empieza a subir en torno al eje espiritual del hombre,
desarrollando estados de conciencia cada vez más elevados y más amplios hasta
que, finalmente, al alcanzar su plenitud, lo restituye al espíritu eterno[68]. En este
esquema, que no debe interpretarse literalmente, sino como una descripción
simbólica, aunque consecuente, de procesos internos, se reconoce la imagen de la
Naturaleza, o de la shakti, que gira en torno al eje del mundo. El que la fuerza que
se desarrolla proceda de «abajo» se debe a que la potencia, igual que la materia
prima en su aspecto pasivo, constituye el «fundamento» del cosmos y no su «cima».
También en la tradición hermética se representa a la Naturaleza universal en
estado latente en forma de un reptil enroscado: es el dragón de Uroboro, que se
muerde la cola.
Por el contrario, la Naturaleza activa se representa con las dos serpientes o
dragones, que, como puede verse en la figura de la varilla de Hermes, o caduceo,
se enroscan en direcciones opuestas en torno a un eje: el eje del mundo o el eje del
hombre. Esta duplicación de las serpientes primitivas tiene también su
contrapartida en el laya-yoga, pues Kundalinî se divide, a su vez, en dos fuerzas
espirituales, Ida y Pingala, que se enroscan en sentidos opuestos en torno al
Merudanda, la «prolongación» del eje del mundo, a escala microcósmica.
En la figura de arriba, escindida en dos, la shakti se representa al principio
de la obra espiritual, y Kundalinî despierta de su sueño y empieza a enderezarse
sólo mediante la activación alternativa de ambas fuerzas por efecto de una
concentración que descansa en la respiración. Cuando Kundalinî alcanza el umbral
más alto de la conciencia individual, ambas fuerzas antagónicas se diluyen en ella.
Lámina 5.
REPRESENTACIÓN SIMBÓLICA DE LA OBRA ALQUÍMICA.
El dragón del caos o de la naturaleza indómita descansa sobre el árbol de la
materia prima psíquica, que hunde sus raíces en el reino terrenal de la materia
prima cósmica. Los siete soles corresponden a los siete metales, los siete planetas y
las siete fases de la obra. Del Sol que vemos en el centro del dibujo parten dos
rayos, que representan la fuerza masculina y la fuerza femenina. Entre ellos,
planea el águila bicéfala del mercurio andrógino; es negra, blanca, amarilla y roja,
por lo que reúne los cuatro colores principales de la obra. En cierto modo, el
dragón es la forma inicial del mercurio, y el águila, su forma definitiva. –Del
manuscrito alquímico Ms. 428 de la Biblioteca Vadiana de St. Gallen.
Vara de Hermes o caduceo, según un dibujo de Hans Holbein el Joven.
Para la alquimia, las dos fuerzas representadas por las serpientes o los
dragones son el azufre y el mercurio. Su modelo a escala macrocósmica son las dos
espirales, ascendente la una y descendente la otra, que describen la trayectoria
solar y están polarizadas, respectivamente, en el solsticio de invierno y en el
solsticio de verano[69]. Es evidente la relación entre el simbolismo tántrico y el
hermético: de las dos fuerzas, Pingala e Ida, que se entrelazan en torno a
Merudanda, la primera recibe los atributos de seca y caliente, está señalada por el
color rojo y, como el azufre alquímico, se equipara con el Sol, mientras que la
segunda, Ida, como el mercurio, se considera fría y húmeda y, por su palidez
plateada, armoniza con la Luna.
Lámina 6.
«Aquila VOLANS et bufo gradicus sup. Terra est magisterium».
El águila que levanta el vuelo representa la parte «espiritual» liberada de la
materia alquímica; el sapo, su sedimento oscuro, pero fértil. La Luna en cuarto
creciente representa las almas purificadas, mientras que la serpiente anudada es la
imagen de la fuerza latente de la Naturaleza.
–Del manuscrito Egerton 845 del Museo Británico; siglos XV-XVI.
Pareja de dragones o caduceo de una copa–talismán árabe.
Nicolás Flamel, en su obra De las figuras jeroglíficas, escribe acerca de la
mutua relación que existe entre el azufre y el mercurio: «… Se trata de las dos
serpientes enroscadas en torno al caduceo, la vara de Mercurio, por medio de las cuales
ejerce él su gran poder y se transforma según su deseo.
»El que mate a una –dice Haly–[70], mata también a la otra, pues cada una de ellas
sólo puede morir con su hermana (mediante la muerte, ambas pasan a otro estado)… Una
vez metidas ambas en el recipiente de la tumba (es decir, en el recipiente interior
“herméticamente cerrado”), empiezan a morderse de una manera terrible y, por su gran
veneno y su furor delirante, desde el momento en que se acometen ya no se sueltan –a no
ser que el frío las inmovilice–, hasta que, por su violenta ponzoña y sus mortales heridas,
quedan bañadas en sangre (porque, mientras la Naturaleza se encuentra aún "indómita", el
antagonismo de ambas fuerzas se manifiesta de manera destructiva y "venenosa"), se
matan mutuamente y se ahogan en su propio veneno, al que, después de muertas,
convertirán en agua viva y consistente (al unirse en un plano más elevado), una vez hayan
perdido su primitiva forma natural mediante la descomposición y putrefacción, para tomar
una forma nueva, única, más noble y mejor…».[71]
Este símil completa la leyenda hermética de la vara de Hermes: Hermes, o
Mercurio, golpeó con su vara a dos serpientes que se peleaban, y éstas, amansadas,
se enroscaron en torno a la vara y le otorgaron el teúrgico poder de «ligar» y
«disolver». Esto representa la conversión del caos en el cosmos, de la discordia en la
concordia, por efecto de un acto espiritual que separa y une a la vez.
Pareja de dragones del coro románico de la catedral de Basilea.
Forma románica del caduceo del pórtico principal de la iglesia de San Miguel en
Pavía.
En la tradición judía hallamos el equivalente de la vara de Hermes, así como
del símbolo hindú del Brahmadanda[72], en el cayado de Moisés que se convierte en
serpiente. En la mística islámica, el cayado de Moisés que, «por mandato de Dios», se
convirtió en serpiente y luego, cuando Moisés lo tomó, volvió a transformarse en
cayado, se compara con el alma dominada por las pasiones (nafs) que, por influjo
del Espíritu divino, puede convertirse en una fuerza milagrosa. Y como encierra un
poder espiritual, el cayado de Moisés convertido en serpiente puede vencer a las
serpientes creadas por los hechiceros egipcios, que sólo poseen una fuerza mágica,
o sea, psíquica; porque el espíritu vence a la psiquis[73]. Esta exégesis de la historia
del cayado de Moisés, que se relata en el Corán, recuerda la diferenciación hindú
entre Vidya-Maya, la Naturaleza universal en su aspecto «luminoso», y Avidya-
Maya, la Naturaleza universal como poder del engaño. Y en esta diferenciación se
halla también el significado más profundo del adagio hermético: «La Naturaleza
puede dominar a la Naturaleza». Observada desde el punto de vista alquímico, la
conversión del cayado de Moisés en serpiente y su posterior reconversión
representa el solve et coagula de la obra mayor.
El arte medieval de Occidente conocía una representación de la vara de
Hermes que recuerda el símil de Flamel. La figura de las dos serpientes o los dos
dragones que se enroscan y se muerden mutuamente estaba ya muy difundida en
el arte antiguo irlandés y anglosajón. En la imaginería románica aparece con tanta
frecuencia y desempeña un papel tan destacado en la ornamentación de las
construcciones sagradas[74], que uno se siente inclinado a ver en ello algo así como
la «firma» de ciertas escuelas cristiano–herméticas.
De un manuscrito alquímico de 1550. Biblioteca de la Universidad de Basilea.
Por cierto que el mismo motivo se asocia también al símbolo del nudo cuyo
significado cosmológico radica en que las dos cuerdas anudadas se unen tanto más
estrechamente cuanto más se tira de ellas para separarlas, lo cual, entre otras cosas,
sugiere también la mutua neutralización de las fuerzas en el estado de «caos».[75]
A veces, uno de los dos reptiles que representan el azufre y el mercurio es
alado, y el otro, áptero; o en lugar de dos reptiles, luchan entre sí un león y un
dragón. La ausencia de las alas sugiere siempre el carácter «sólido» del azufre,
mientras que el animal alado, ya sea dragón, grifo o águila, representa al «volátil»
mercurio[76]. El león que vence al dragón equivale al azufre que cristaliza, «fija» el
mercurio; un león alado o un grifo leonino pueden representar la unión de ambas
fuerzas y tienen el mismo significado que la imagen del andrógino, en el que se
unen ambos sexos.
Finalmente, el dragón puede representar por sí solo todas las etapas de la
obra, según aparezca: con patas, con aletas, con alas o sin ninguno de estos
apéndices; puede habitar en el agua, en la tierra o en el aire y, en forma de
salamandra, incluso en el fuego. El símbolo alquímico del dragón se aproxima,
pues, al símbolo oriental del dragón del Universo, que vive primero en el agua en
forma de pez, para elevarse luego al cielo como animal alado. Recuerda también el
mito azteca de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que se mueve,
sucesivamente, bajo tierra, en la superficie y en el aire.
Exponemos todas estas afinidades para demostrar que en la alquimia, se
refleja, dentro de ciertos límites, una sabiduría cosmológica de alcance universal.
AZUFRE, MERCURIO Y SAL
Si las dos materias químicas que se designan generalmente con el nombre de
azufre y mercurio se toman como símbolos de las dos fuerzas creadoras primarias,
es por su naturaleza y por el papel que desempeñan en la artesanía metalúrgica:
ambas actúan sobre los metales y, sin embargo, tanto una como la otra son
«espíritus» volátiles. El mercurio puede ser tanto sólido como líquido o volátil;
pertenece tanto a los «cuerpos», es decir, a los metales, como a los «espíritus». El
carácter «masculino» del azufre se muestra en su «fogosidad» y en su facultad de
«fijar» y «dar color» al volátil mercurio: con su amalgama se obtiene el cinabrio. La
«coloración» representa la formación.
El mercurio ordinario se muestra «ansioso» de asimilarse a los metales afines.
Con él puede fluidificar el artesano el oro y la plata. La amalgama mercurial ha
servido siempre para dorar objetos metálicos: tras la aplicación de la amalgama
líquida, el mercurio puede eliminarse por la acción del fuego y queda el oro.
Mediante un lavado con mercurio puede limpiarse también el oro eliminando
otros minerales. En este ejemplo artesano se aprecia también el significado del
lema alquímico solve et coagula y el decisivo papel desempeñado por el fuego
espiritual.
Según el mismo ejemplo, el mercurio lleva en sí el «germen del Sol», lo mismo
que el mar primitivo de la materia prima que los hindúes llaman Prakriti, contiene
el huevo de oro del mundo, el Hiranyagarbha del mito hindú. En el aspecto
psíquico, el mar primitivo no es otra cosa sino el anima mundi. El mercurio que
actúa sobre el «metal» interior vivificándolo y disolviéndolo es, en cierto modo, el
oleaje de este mar primitivo, que en sí, en su calidad de «madre» de todas las cosas,
permanece intangible. Por eso, el mercurio recibe también el nombre de menstruo,
pues cuando no fluye «hacia el exterior» y se descompone, nutre el germen en el
seno materno alquímico, el atanor.
Puesto que, en cierto modo, el azufre representa el espíritu y el mercurio el
alma, puede confundirnos el que muchos alquimistas designen el mercurio como
spiritus, y algunos, como, por ejemplo Basilio Valentino, equiparen el azufre con el
anima. Pero esto sólo contradice en apariencia lo que antes apuntábamos acerca de
las dos fuerzas primordiales; porque en el lenguaje de estos autores, el anima
representa el alma inmortal, es decir, la «forma» esencial e inmutable del hombre,
mientras que la expresión spiritus no se refiere al espíritu trascendente o al
intellectus agens, sino al «espíritu vital», es decir, a esa fuerza espiritual que une el
alma individual propiamente dicha con el cuerpo físico para que forme un todo
con él. Representa al mercurio porque está ligada a la esfera del yo sólo parcial e
inestablemente y, por tanto, constituye una materia aún plástica. Igual significado
puede atribuirse a la expresión árabe rûh; así la emplean los cosmólogos, sin contar
con que la misma palabra designa también al espíritu metafísico. La causa de esta
ambigüedad podría estar en que tanto espíritu como rûh (como el hebreo ruah)
recuerdan el movimiento del aire o del aliento (en árabe viento es rîh), lo cual
puede simbolizar, por un lado, el hálito creador del espíritu universal y, por otro,
la movilidad del espíritu vital y su unión con la «atmósfera» sutil de este mundo. El
espíritu vital se extiende por el «espacio» cósmico y es absorbido por los seres, que
extraen de él constantemente el «cuerpo» sutil de sus fuerzas vitales, de la misma
forma que se absorbe el aire en la respiración.
Los hindúes llaman prâna a esta fuerza; algunas tribus de indios
norteamericanos la designan orenda[77]. Puede conjurarse por medio de un arte
sagrado. Para los shaiwas hindúes, esta fuerza es la shakti.
Cristo, vestido de águila bicéfala del mercurio, nace de la Virgen, materia prima.
Según un manuscrito alquímico del siglo XVI. Vadiana. St. Gallen.
Al tratar de comprobar, a la luz de las descripciones alquímicas, qué se
designa exactamente con el mercurio y si pertenece al reino corporal o al psíquico;
si tiene un alcance meramente subjetivo o bien cósmico, se puede perder la brújula
con facilidad si no se tiene en cuenta que es peculiar en la alquimia —y en otros
métodos análogos— abordar lo psíquico desde su punto de apoyo material, y lo
universal, desde sus indicios concretos.
En el plano corporal, el mercurio está en la sangre y en el semen. En un
plano algo superior, intermedio entre el cuerpo y el alma, se halla en el corazón y
en la respiración. Esta viene a ser la portadora de la «sustancia» psíquica; su ritmo
es la representación de la «condensación» de esta sustancia en el campo de fuerza de
la conciencia individual y su repetida disolución en el Todo. Y, a su vez, esta
sustancia psíquica es portadora de una realidad espiritual.
Según el maestro chino Ko Ch’ang-Kêng[78], que incorporó la alquimia al
budismo Dhyâna, el efecto del mercurio puede interpretarse de tres maneras:
según la primera de ellas, el mercurio es el corazón que, por medio de la
meditación (dhyâna), se licua, y por obra de la chispa del espíritu, se inflama,
mientras que el plomo que se trata de transmutar representa el cuerpo. De acuerdo
con la segunda interpretación, el mercurio es el alma, y el plomo, el hálito, y, según
la tercera, el mercurio es la sangre, y el plomo, el semen. En cada caso, el mercurio
desempeña el papel del elemento disolvente y vivificador. En último término, es la
sustancia que «fluye» en todas las formas psíquicas y del pensamiento. Los
alquimistas hindúes llaman al mercurio «semen de Shiva». Shiva es el dios que
realiza toda transmutación.[79]
Tal vez se pregunte el lector cómo puede averiguarse lo que en la alquimia
interior hay de realidad y lo que es sólo pura imaginación. El criterio está en la
realización alquímica misma, que, a fin de cuentas, no añade contenido a la
conciencia humana, sino que revela la propia sustancia de ésta, que existe ya con
anterioridad a todas las experiencias. A falta de mejor expresión, podríamos
definirlo también como un «descubrimiento del ser», y el ser no es «objetivo» ni
«subjetivo», sino que abarca ambos conceptos y está por encima de ellos. El
conocimiento del ser es necesariamente también conocimiento de la unidad, pues
unum et esse converguntur.
El mercurio es, en principio, sólo una manifestación de la materia prima;
pero, en definitiva, es esta misma. En el libro de fra Marcantonio sobre La luz que
surge de las tinieblas, se dice: «… mas yo sé muy bien que vuestro mercurio secreto no es
otra cosa sino un espíritu vivo, ubicuo e innato que, con el aspecto de un vapor gaseoso [de
un influjo espiritual], baja continuamente del Cielo a la Tierra [y a los hombres de la
Tierra] para impregnar su cuerpo poroso y que luego nace entre los azufres impuros [las
materias corporales] para pasar de naturaleza volátil a sólida y tomar la forma de la
humedad radical (humiditas radicalis)…».[80]
El azufre tiene dos aspectos que aparentemente se contradicen: como causa
que da forma, determina primero la cristalización de la «materia» o «cuerpo» que se
ha de transformar y, por tanto, también su fragilidad y su dureza; así, se muestra
como un obstáculo a la purificación, y mientras no se diluye por completo la
cristalización de la «materia», no se manifiesta el azufre como la causa creadora de
la nueva forma «noble». La disolución es provocada por el mercurio; por tanto, al
principio, éste actúa contra el azufre, al arrebatarle la «materia», para ofrecerse
después a él como materia nueva ilimitadamente dúctil. Desde el punto de vista
psicológico, ocurre lo mismo que cuando la atracción de la naturaleza femenina
«descongela» a la masculina, al tiempo que, por la tensión que se establece entre
ambos polos, hace surgir su verdadera fuerza masculina activa. Existe un método
tántrico que realiza este proceso alquímico aumentando al máximo la atracción
natural entre hombre y mujer y transfiriéndola después al plano espiritual, al
modo en que lo hacían los fedeli d’Amore, entre los que figuraba Dante.[81]
En El matrimonio químico de Christian Rosenkreutz, de Juan Valentín
Andreae, vemos el siguiente ejemplo: Un hermoso unicornio, blanco como la nieve,
con un collar de oro, se acerca a beber a una fuente e hinca las patas delanteras
como si quisiera adorar al león que está sobre la fuente. El león, que, al principio,
por su inmovilidad, parecía de piedra, coge entonces la espada que sostenía bajo
las garras y la parte por la mitad, los dos pedazos caen en la fuente. Luego ruge sin
cesar hasta que una paloma blanca vuela hacia él con una rama de olivo y se la da;
el león se traga la rama y calla. El unicornio vuelve a su sitio saltando alegremente.
El unicornio blanco, animal lunar, es el mercurio en estado puro. El león es el
azufre, que, al principio, como forma esencial del cuerpo, parece yerto como una
estatua. El homenaje del unicornio le hace despertar y empieza a rugir; su voz es
su fuerza creadora: según el Physiologus, el león hace despertar a la vida, con su
rugido, a los cachorros nacidos muertos. Rompe la espada del entendimiento, y sus
pedazos caen en la fuente y se diluyen en ella. No cesa de rugir hasta que la
paloma del Espíritu Santo pone en sus fauces la rama de olivo del conocimiento
divino.
En cierto modo, el azufre «congelado» es el entendimiento; éste contiene el
oro del espíritu en potencia. Tiene que diluirse en el mercurio para que pueda
convertirse en el «fermento» de vida capaz de transmutar otros metales, es decir,
debe ser liberado de la limitación que le impone el pensamiento, para que pueda
hacerse directamente activo.
Lámina 7.
CASAMIENTO DEL AZUFRE Y EL MERCURIO EN EL RECIPIENTE
HERMÉTICO.
Del mismo manuscrito Egerton 845 del Museo Británico.
La fuerza disolutiva y disgregadora del mercurio tiene también un aspecto
terrible: es el «dragón venenoso» que lo devora todo, el agua que da escalofríos y el
presentimiento de la muerte. Artefio escribe: «Todo el secreto… consiste en que
sabemos extraer del cuerpo de la magnesia el mercurio que no arde… es decir, debe
extraerse de ella un agua viva incombustible y hacerla cristalizar con el cuerpo perfecto del
Sol, que se diluye en esta agua hasta convertirse en una materia cremosa y blanca. Pero
antes, el Sol, por efecto de la putrefacción y descomposición que experimenta en esta agua,
perderá su brillo y quedará opaco y negro…».[82] Sin embargo, por otra parte, el
mercurio es el agua de vida (aqua vitae) y la fuente en la que deben bañarse Sol y
Luna, espíritu y alma, para rejuvenecerse. Todo esto se dice también de la materia
prima, pues el mercurio es su manifestación psíquica más directa, de manera que a
éste puede aplicársele todos los nombres que se dan a aquélla. Sinesio escribe: «…
Dejad, pues, lo mezclado y tomad lo simple, pues esto es la quintaesencia de lo otro. Pensad
que tenemos dos cuerpos perfectos [oro y plata, espíritu y alma, corazón y cerebro] llenos de
mercurio, extraed de ellos nuestro mercurio, pues con él haréis la medicina que se llama
quintaesencia, ya que tiene un poder duradero y siempre triunfante. Es una luz viva que
ilumina al alma que la ha visto. Es el nudo y el enlace de todos los elementos contenidos en
ella, del mismo modo que es el espíritu que nutre y vivifica todas las cosas y a cuyo través
actúa la Naturaleza en el Universo. Es la fuerza, el principio, el medio y el fin de la obra. Y,
para decírtelo todo en pocas palabras, piensa, hijo mío, que la quintaesencia y la virtud
oculta de nuestra piedra no es más que nuestra alma viscosa [es decir, que a todo se
adhiere), gloriosa y celestial, a la que, por medio de nuestro magisterio, se extrae de su
yacimiento [el cuerpo o el hombre], que es lo único que la produce, pues no está en nuestro
poder fabricar artificialmente esta agua, ya que sólo la Naturaleza puede producirla. Esta
agua es también el vinagre fuerte que hace del cuerpo del oro un espíritu puro. Yo te
aconsejo, hijo mío, que rehúyas las demás cosas, que son vanas, y pienses sólo en esta agua
que quema, blanquea, disuelve y congela. Sólo ella hace fermentar y germinar…».[83]
Lámina 8a.
LUCHA ENTRE LAS DOS FUERZAS PRIMARIAS.
La masculina tiene al Sol por cabeza y monta en el león del azufre; la femenina
tiene a la Luna por cabeza y monta en el grifo del mercurio. Los dibujos de los
escudos están intercambiados: en el escudo de la fuerza solar está representada la
Luna, y en el de la fuerza lunar, el Sol. Del manuscrito alquímico Rh. 172 de la
colección gráfica de la Biblioteca Central de Zurich.
Lámina 8b.
REPRESENTACIÓN DE LA OBRA ALQUÍMICA.
Primeramente se amasa la «materia» en la artesa, como si fuera pasta de pan, y
luego se «cuece» en el recipiente hermético. El dragón que se muerde la cola
representa la fuerza natural, reprimida y latente; el águila es el espíritu que está
liberándose; sobre su cabeza está posado el cuervo de la mortificación. –Del mismo
manuscrito.
Dado que el mercurio es el medio y punto de partida de toda la obra
alquímica, a veces el azufre y el mercurio se designan como mercurio «doble» o
andrógino. Cuando la naturaleza del azufre logra desarrollarse en el mercurio, éste
se representa con el signo s, en el que la media luna es sustituida por los cuernos
del ardiente Aries. Entonces es el «agua de fuego» y el «fuego que no quema».
Como ya hemos dicho, de la perfecta unión del azufre y el mercurio se
obtiene el oro vivo. Sin embargo, en otro aspecto, cada metal consiste en tres
componentes: azufre, mercurio y sal. «Doquiera haya metal, hay azufre, mercurio y
sal… alma, espíritu y cuerpo», dice Basilio Valentino. Por consiguiente, estas tres
fuerzas o causas constituyen, en conjunto, la naturaleza del metal o del hombre.
Hasta cierto punto, la sal es el elemento estático y, por tanto, neutral de la tríada.
En el hombre, la sal no es simplemente el cuerpo en su figura externa y
visible, sino su forma psíquica y, como tal, tiene un doble aspecto: por un lado,
limita, y por el otro, simboliza.
El azufre determina la calcinación; el mercurio, la evaporación; la sal es la
ceniza que queda y que sirve para retener el espíritu «volátil».
No sólo en la alquimia, sino también en los más diversos métodos
contemplativos de Oriente y de Occidente, la conciencia corporal purificada
desempeña el papel de fixativum, punto de apoyo y sujeción de un estado más
elevado del espíritu que, por su extensión y profundidad, no se deja aprehender
por el pensamiento. Que el cuerpo, una vez limpio de todas las fiebres de la
pasión, pueda servir de punto de apoyo para un estado contemplativo es algo que
se desprende tanto de su carácter relativamente estático, pues soporta con firmeza
la incesante corriente de los fenómenos psíquicos, como de su condición de punto
de intersección objetivo entre el microcosmos humano y el macrocosmos, en
contraposición al contenido meramente subjetivo de la conciencia. Él es, en cierto
modo, la imagen del Universo claramente perfilada, palpable y más simple, es «lo
más bajo» que sirve de contrapunto a «lo más alto», según reza la ley de la Tabla
Esmeraldina.
DEL CASAMIENTO QUÍMICO
El casamiento del azufre y el mercurio, el Sol y la Luna, el Rey y la Reina, es
el símbolo principal de la alquimia, y sólo por su significado pude diferenciarse
debidamente ésta de la mística por un lado y de la Psicología por el otro.
Mientras la mística, en términos generales y aproximados, afirma que el
alma se alejó de Dios para entregarse al mundo y tiene que volver a unirse con Él
al descubrir en sí misma Su Presencia inmediata y que todo lo ilumina, la alquimia
se funda en la idea de que, con la pérdida de la gracia original, del estado
«adánico», el hombre se encuentra dividido interiormente y no recobra su
integridad hasta que se reconcilian entre sí las dos fuerzas cuya discordia le ha
debilitado. Por lo demás, la escisión interna del hombre, que podríamos llamar
orgánica, es consecuencia de su alejamiento de Dios, del mismo modo que Adán y
Eva no se percataron de sus diferencias hasta que pecaron y fueron arrojados al
ciclo de procreación y muerte. En sentido inverso, la recuperación de la naturaleza
completa del hombre, que la alquimia expresa con la imagen del andrógino
hombre–mujer, es la condición previa, o también el fruto, según se mire, de la
unión con Dios.
Si representamos la relación entre el hombre y Dios por una línea vertical, la
relación entre hombre y mujer o entre las dos fuerzas del alma que corresponden a
estas dos naturalezas debe representarse por una línea horizontal, con lo que se
obtiene la figura de una T invertida. En el punto en que se equilibran las fuerzas
antagónicas de la esencia humana, en el centro de la línea horizontal, ésta roza el
eje vertical que parte de Dios o que sube hacia Él, y que podríamos llamar espíritu
que está por encima de las formas y que une el alma con Dios.
El andrógino hermético, Rey y Reina a la vez, entre el «árbol del Sol» y el «árbol de
la Luna» y sobre el dragón de la Naturaleza. Tiene alas y lleva en la mano derecha
una serpiente enroscada, y en la izquierda, un cáliz con tres serpientes. La mitad
masculina viste de rojo, y la femenina, de blanco. –Del manuscrito de Michael
Cochem (hacia 1530) que se conserva en la Biblioteca Vadiana de St. Gallen.
Aunque en esta imagen las dos fuerzas o polos de la naturaleza humana, es
decir, el azufre y el mercurio de la obra alquímica interior, se colocan a la misma
altura, entre una y otra existe una diferencia de jerarquía, como la que hay entre la
mano derecha y la izquierda, de manera que puede considerarse el polo masculino
superior al femenino; y, en efecto, el azufre, en su calidad de polo masculino,
desempeña, respecto al mercurio, polo femenino, un papel semejante al del
espíritu en su acción sobre toda el alma.
Puesto que corresponde al lado masculino del alma todo el conocimiento
activo y al femenino todo el ser pasivo, en cierto modo puede atribuirse al polo
masculino la conciencia que está dominada por el pensamiento y, de consiguiente,
bien delimitada, mientras que todas las fuerzas y facultades instintivas ligadas a la
vida en sí aparecen como expresión del polo femenino. Esto nos lleva a la
distinción que hace la moderna Psicología entre consciente e inconsciente. Por
tanto, sería fácil caer en la tentación de interpretar el «casamiento químico» —la
expresión es de Valentín Andreae— como una simple «integración» de fuerzas
psíquicas inconscientes en la conciencia individual a la que se refiere la llamada
«Psicología profunda».
Para determinar hasta qué punto es correcta esta interpretación y dónde
debe rectificarse, es preciso tener en cuenta la triple relación que representábamos
antes por medio de la figura de la T invertida; la verdadera unión de las dos
fuerzas del alma sólo puede consumarse en el punto en que el espíritu
trascendente, el rayo de luz de Dios, incide en su plano común. Pero esto significa
que lo que el hombre siente como su propio «yo» nunca puede ser el eje de una
verdadera «integración», pues este «yo» que la Psicología moderna considera como
el verdadero núcleo de la «personalidad» es, según todas las tradiciones
espirituales, precisamente el muro que separa la conciencia de la luz del espíritu
puro, que impide que ésta llegue hasta ella. Por consiguiente, el «matrimonio
químico» no es una «individualización», si por ello se entiende un proceso mediante
el cual el «yo» estampa en una serie de impulsos colectivos su forma peculiar y,
por tanto, limitada tanto cualitativa como temporalmente. Es posible, sí, que el
aluvión de unas fuerzas hasta entonces ignoradas amplíe la conciencia individual,
pues esto se encuentra al alcance de toda sublimación ordinaria, psicológicamente
hablando; sin embargo, ésta tiene unos limites perfectamente definidos y dictados
por la «capacidad» de la conciencia individual ordinaria.
La conciencia humana sólo puede ejercer un verdadero poder sobre el
tempestuoso mar del inconsciente si actúa en ella una fuerza creadora que proceda
de una esfera superior a la de la conciencia individual. Esta esfera superior es
también inconsciente, pero sólo de forma transitoria y respecto a la conciencia
ordinaria, pues en sí es una luz diáfana y perfecta. Esta luz, tanto en su esencia
como en sus irradiaciones, es inaccesible a la observación psicológica, pues la
Psicología, como toda ciencia empírica, está sometida al pensamiento racional y no
puede salir de sí misma para penetrar en su propia fuente de luz, de la misma
forma que no puede iluminar el Sol con un espejo. Por tanto, sería vano pretender
explicar psicológicamente el verdadero núcleo de la alquimia o el secreto del
«matrimonio químico». Cuanto más nos esforzáramos en suprimir los símbolos y
sustituirlos por unos conceptos científicos cualesquiera, tanto más se volatilizaría
esa presencia espiritual, de la que, en definitiva, se trata, y que sólo puede
comunicarse por símbolos, cuyo carácter no puede apurarse con el pensamiento.
Casamiento del Rey y la Reina, el Sol y la Luna, bajo la influencia del espiritual
mercurio. De la «Rosaleda de los fi1ósofos», de Arnaldo de Vilanova, manuscrito
que se conserva en la Biblioteca Vadiana de St. Gallen.
La conciencia individual se encuentra, pues, en cierto modo, entre dos
campos del inconsciente: uno, inferior, que, por su carácter potencial y amorfo, no
puede explorarse por completo y otro, superior, que sólo «visto desde abajo» aparece
impenetrable. Ahora bien, en la medida en que la luz inaccesible al pensamiento
actúa en el campo psíquico, es domeñada y asimilada la fuerza «natural» del
campo inconsciente «inferior».
En consecuencia, el proceso alquímico tiene un significado doble y
ambivalente, ya que el desarrollo de las fuerzas primordiales del alma —el azufre
masculino y el mercurio femenino que se consigue mediante la concentración
espiritual— puede reflejar el espíritu inaccesible al pensamiento en la medida en
que abarca campos instintivos y, por tanto, naturales. Esto se debe a que la
Naturaleza, en su aspecto inaccesible al pensamiento y, por lo mismo, en cierto
grado, inconsciente o, mejor dicho, instintivo, es el reflejo inverso del espíritu
creador, de acuerdo con la frase de la Tabla Esmeraldina según la cual lo de abajo
corresponde a lo de arriba, y viceversa. De modo que las fuerzas originalmente
masculina o femenina están ancladas en la naturaleza inconsciente o instintiva del
hombre; ambas fuerzas alcanzan su pleno desarrollo en el campo psíquico, pero su
realización, sólo en el espíritu, ya que únicamente en éste la receptividad femenina
alcanza su apogeo y se enlaza en forma directa con el acto masculino triunfante.
A la inversa, puede decirse que la naturaleza instintiva, que tiene su raíz en
lo inconsciente, alcanza su plenitud viva en la misma medida en que el espíritu
trascendente actúa sobre ella. La luz del espíritu actúa sobre la naturaleza original
como un conjuro, y esto no sólo puede aplicarse a la naturaleza psíquica interior,
que está separada del «ambiente» psíquico exterior no tanto por el cuerpo como por
la conciencia racional individual: la presencia inmediata del espíritu en un hombre
actúa sobre todo el ambiente espiritual y, a través de éste, más o menos, sobre la
circunstancia material, lo cual puede explicar, entre otras cosas, ciertos hechos
milagrosos en el ámbito de los santos.
Volvamos a nuestro esquema anterior y completémoslo hasta formar una
cruz. La parte superior del mástil vertical señala ahora el origen de la luz
espiritual; su extremo inferior se hunde en la oscuridad de la naturaleza
inconsciente, y los brazos «miden» el desarrollo de las dos fuerzas psíquicas polares
que la alquimia denomina azufre y mercurio. Ahora se puede decir que, mediante
la reconciliación o matrimonio de estas dos fuerzas que al principio eran
antagónicas, desaparece también la oposición entre arriba y abajo a medida que la
oscuridad es disipada por la luz. Si nos imaginamos las dos fuerzas como dos
serpientes que suben al mástil de la cruz hasta llegar al travesaño, donde se
enfrentan, se encuentran y reconocen para convertirse entonces en una serpiente
única, erguida en la cruz, tendremos una idea de la manera en que la Naturaleza
«oscura» se convierte en Naturaleza «iluminada».
El casamiento de las dos fuerzas psíquicas, masculina y femenina, conduce,
finalmente, a las bodas del espíritu y el alma, y, puesto que el espíritu «es Dios en
los hombres» –como dice el Corpus Hermeticum–, esta última unión es afín al
matrimonio místico. Así van sucediéndose los estados: la realización de la plenitud
del alma conduce a la entrega del alma al espíritu y, por tanto, el significado de los
símbolos alquímicos es también múltiple; Sol y Luna pueden representar las dos
fuerzas psíquicas que llamamos azufre y mercurio, y al mismo tiempo son
imágenes del espíritu y del alma.
El símbolo del matrimonio se halla estrechamente unido al de la muerte:
según ciertas representaciones del «casamiento químico», el Rey y la Reina mueren
en el momento de la boda y son enterrados juntos, para resucitar luego
rejuvenecidos. Esta vinculación entre matrimonio y muerte se halla en la esencia de
las cosas, como lo demuestra el que, según una antigua tradición, soñar con una
boda presagia una muerte y soñar con un entierro es augurio de una boda. Esta
asociación se debe a que todo enlace presupone la extinción del estado anterior
diferenciado. En el matrimonio entre el hombre y la mujer, cada uno de los
contrayentes renuncia a una parte de su individualidad, mientras que, por el
contrario, a la muerte, que al principio es separación, sigue la unión del cuerpo con
la tierra y la del alma con su esencia original.
En el «casamiento químico», el mercurio se incorpora al azufre y viceversa;
ambas fuerzas «mueren» en su calidad de antagonistas y oponentes. Entonces, la
luna del alma, variable y reflectante como un espejo, se une al inmutable sol del
espíritu, de manera que aquélla queda al mismo tiempo extinguida e iluminada.
ALQUIMIA DE LA ORACIÓN
Por cuanto la alquimia contiene una ciencia natural –y nos referimos a la
manifestación de la naturaleza, tanto física y material como psíquica–, sus leyes y
conceptos pueden transferirse a otros campos de la ciencia natural tradicional, por
ejemplo, a la Medicina humoral, que imaginaba el organismo humano como un
todo indivisible, y a la Psicología, de análogo patrón, y a sus terapéuticas
respectivas. A este respecto, tiene para nosotros especial importancia la aplicación
de las observaciones alquímicas a la mística, pues ésta ofrece un paralelo de lo que
acabamos de decir sobre el «casamiento químico». Vamos a examinarla aquí
brevemente, sin penetrar en todas sus ramificaciones.
En el campo de la mística, la alquimia es, ante todo, una alquimia de la
oración. En este caso se entiende por oración no tanto una petición vaga y extensa,
desligada de toda forma determinada, como una formulación interna –y, a veces,
también externa– de una oración dirigida a Dios o inspirada en Él, es decir,
concretamente, la llamada jaculatoria. La excelencia de esta clase de oración reside
en que, por ser una frase que se repite como medio de concentración, no ha sido
inventada por un hombre determinado, sino que procede directamente de la
revelación o se basa en un nombre divino, aunque no consiste sólo en éste. La frase
pronunciada por el orante es entonces, en virtud de su procedencia divina, un
símbolo de la divina Palabra y, por su contenido y su fuerza santificante, una
misma cosa que ésta: «La razón de este misterio –o sea, de la invocación de un nombre
divino– es, por un lado, la verdad de que “Dios y Su Nombre son uno”. (Râma–krishna), y,
por otro lado, que el propio Dios expresa Su Nombre en si mismo, en su eternidad y más
allá de todo lo creado, por lo que Su Palabra única y no creada es el arquetipo de la
jaculatoria e incluso, menos directamente, el arquetipo de toda oración». (Según Frithjof
Schuon, «Les Stations de la Sagesse».)[84]
Por tanto, fundamentalmente, el nombre de Dios o el texto sagrado de la
jaculatoria guarda con el alma pasiva la misma relación que la divina Palabra, el
fíat lux con la Naturaleza pasiva o con la materia prima del mundo, y esto nos
conduce de nuevo a la interrelación a que se refiere Muhyi-d- Dîn Ibn’Arabî entre
el mandato divino (al-amr) y la Naturaleza (tabî’ah) por un lado, y el azufre y el
mercurio por el otro, es decir, con las dos fuerzas primordiales que en el alma son,
respectivamente, activa y pasiva. El azufre es aquí, ante todo, considerado
metódicamente, la voluntad que se ha unificado con el contenido de la oración y
actúa con fuerza formativa sobre el mercurio del alma receptiva. Pero, en
definitiva, el azufre es la penetrante luz espiritual que está presente en la divina
Palabra como el fuego en el pedernal y cuya manifestación determina la verdadera
transformación del alma.
Esta transformación comprende las mismas fases que determinan la obra
alquímica, pues primero, en su renuncia al mundo, el alma se congela, después se
derrite por la acción del calor interior y, por fin, de una corriente de imágenes
cambiantes y fugaces, se convierte en un cristal lleno de luz. Ésta es, sin duda, la
expresión más simple a que puede reducirse este proceso interior; para describirlo
con más exactitud tendríamos que repetir casi todo lo que se ha dicho en este libro
acerca de la obra alquímica, aplicándolo al efecto interior de la oración y en el
marco del ámbito espiritual que la envuelve.[85]
Baste indicar aquí que la alquimia de la oración ha sido tratada
extensamente y de modo especial en los escritos de los místicos islámicos [86]. En
ellos guarda relación con la metodología del dhikr, expresión árabe que puede
traducirse tanto por «recuerdo, memoria o mención», como por «jaculatoria».
«Recuerdo» tiene aquí el significado de la «anamnesis» platónica: «El motivo suficiente
de la invocación del Nombre [divino] es el “recuerdo de Dios”, y éste, en definitiva, no es
sino la conciencia de lo absoluto. El Nombre despierta esta conciencia; finalmente, la recibe
en el alma y la afianza en el corazón, de modo que impregne todo el ser, absorbiéndolo y
transformándolo a la vez…». (De la ya citada obra de Frithjof Schuon).
La ley fundamental de esta especie de alquimia interior se esboza en la
fórmula cristiana del Ave María, el «saludo del ángel», pues María representa tanto
la materia prima como el alma en su estado puramente receptivo, mientras que las
palabras del ángel son en sí como una continuación o especificación del fiat lux
divino. Pero el fruto del vientre de la Virgen representa el elixir maravilloso, la
«piedra filosofal» que constituye el objetivo de la obra interior.
Según una interpretación medieval, el ángel saluda a la Virgen mutans Evae
nomen: Ave es, en efecto, la inversión de Eva; esto sugiere la transmutatio, la
conversión del alma caótica en espejo límpido de la divina Palabra. A la objeción
de que el ángel no habló en latín y de que Eva en hebreo es Chawwa, puede
responderse que, en el terreno de lo sagrado no existe la casualidad, y que las cosas
que parecen casuales son, en realidad, «providencia». Esto explica el afán con que en
la Edad Media se estudiaban los detalles más insignificantes de las Escrituras,
incluso los mismos nombres, se buscaba su significado simbólico y se
interpretaban diversamente, con una entrega que no puede tacharse de artificial.
EL ATANOR
Con la palabra atanor, derivada del árabe attannur (horno)[87], designan los
alquimistas el horno en el que se prepara su elixir. En los manuscritos alquímicos
suele representarse en forma de torreta rematada por una cúpula. Contiene el
recipiente de vidrio, generalmente en forma de huevo, envuelto en una capa de
arena o ceniza que es calentada por el fuego desde abajo. Todo esto, además de su
utilidad práctica, tiene también un significado simbólico, pues si bien los hornos de
este tipo se empleaban para toda clase de operaciones metalúrgicas y químicas, el
verdadero atanor, el utilizado para la «obra mayor», no es sino el Cuerpo humano y,
por consiguiente, una imagen simplificada del Cosmos.
La analogía existente entre el horno alquímico y el cuerpo humano ha sido
observada ya por modernos exegetas de la alquimia; sin embargo, no hay que
buscar una similitud anatómica, pues el cuerpo humano, desde el punto de vista
alquímico, no es el cuerpo visible y tangible, sino una amalgama de fuerzas
psíquicas que se apoyan en el cuerpo o que son accesibles por medio de los
sentidos corporales. Cuando se dice que el amor habita en el corazón, se expresa
con ello una relación entre alma y cuerpo similar a la que, de modo mucho más
sutil, informa el símbolo alquímico del atanor. La triple envoltura de paredes de
barro, capa de cenizas o recipiente de cristal, representa otros tantos «estratos» o
«envolturas» de la conciencia interior fisicopsíquica.
Lo más importante del horno es el fuego. Los alquimistas indican con
frecuencia que el calor que transmuta la materia contenida en el recipiente debe ser
de tres clases: el calor directo del fuego, al calor uniforme del baño de arena o
ceniza, en el que el recipiente se halla inmerso como el huevo en el nido, y el calor
que se genera en la materia en sí y que actúa de modo autónomo (lo que hoy se
llamaría el «calor de la reacción química»).
El fuego representa, evidentemente, la fuerza erótica que debe ser excitada y
dominada para provocar la concentración interna, por lo que puede comprenderse
también por qué los alquimistas previenen siempre contra el fuego demasiado vivo
o inconstante; una llama excesivamente fuerte podría quemar la «flor del oro». Por
el contrario, el calor indirecto del baño de arena que debe ser «suave, envolvente y
penetrante», significa el recogimiento del alma, estimulado y mantenido por el
fuego. La ceniza es materia viva que ha sido calcinada y que no puede inflamarse,
es decir, no puede ser alcanzada por las pasiones. A veces se especifica que la
ceniza debe ser de madera de roble, símbolo del hombre y, especialmente, del
cuerpo humano. Por fin, el calor que actúa en la materia encerrada en el recipiente
y del que dicen los alquimistas que se encuentra latente en todos los cuerpos y que
sólo hay que despertar, es una manifestación de la fuerza vital interior.
Los maestros hablan también de tres fuegos: artificial, natural y antinatural.
Esto se refiere a la distinción entre la concentración metódica, la «vibración» del
alma provocada por ella y que, a partir de aquel momento, sigue actuando de
modo natural, y la intervención del espíritu, que se produce inmediatamente, que
puede atribuirse también al «azufre incombustible» y que constituye una especie de
gracia.
El fuego es avivado por una corriente de aire que circula en el horno a través
de unos respiraderos, o con un fuelle, lo cual indica que en la concentración
alquímica la respiración regulada debía de desempeñar cierto papel como en el
yoga.
Atanor según el «Mutus Liber».
El que el recipiente hermético o «huevo» sea de cristal, es decir, transparente,
revela su naturaleza psíquica. No es otra cosa sino la conciencia que vuelve la
espalda al mundo para mirar hacia dentro, lo cual viene a sugerir la figura de la
esfera. Durante la «cocción» debe permanecer «herméticamente sellado», no deben
escapar las fuerzas que se desarrollan en su interior, pues de lo contrario se
malograría la obra.
Según el proceso que se siga, el recipiente hermético puede tener distintas
formas. Puede ser estrangulado en medio, como una cucúrbita, y tiene una o varias
retortas; consistir en una pila de filtración o también, para el procedimiento «en
seco», en un crisol abierto. Cada una de estas formas refleja tanto un procedimiento
práctico como un determinado aspecto de la obra espiritual. Sin embargo, la forma
más corriente es la ovalada. En el cuerpo humano, el recipiente se localiza en el
plexo solar.
El huevo hermético es la reproducción microcósmica del «huevo universal»
(Hiranyagarbha) de la mitología hindú, el «germen» espiritual del mundo visible.
Igual que el huevo universal, el huevo hermético contiene en potencia todos los
elementos y propiedades a partir de los cuales se desarrollará el mundo material.
Por esto se comparaba con la creación del mundo la realización de la obra
alquímica.
Atanor del Libro de Basilio Valentino
«Von dem grossen Stein der Uhralten…», Leipzig, M.DC.III.
Un curioso equivalente del horno alquímico es la pipa ritual de los indios
norteamericanos, que representa también el cuerpo humano. Igual que el atanor, es
menos una representación del cuerpo que una especie de esquema de las fuerzas y
procesos vitales que unen el cuerpo con el mundo psíquico y con todo el cosmos.
Para los indios, el fuego que arde en el «horno» de la pipa sagrada procede del sol.
Pero la «materia» que consume y convierte en humo procede de todas partes, de los
seres y de las cosas: antes de llenar la pipa, el sacerdote indio esparce el tabaco
entre las partes de un esquema geométrico del Universo, una especie de rosa de los
vientos, y luego mientras va invocando a los diversos poderes cósmicos que
representa cada una de aquellas partes, recoge el tabaco y lo mete en la pipa, para
que así, con la ofrenda del humo, todo el mundo y, con él, el alma entera del
hombre, sean transformados[88]. La subida del humo significa la fusión del yo con el
infinito, lo cual corresponde a la sublimación alquímica. Cuando el indio orante
presenta su pipa, primero, al cielo, y luego a la tierra, su acto nos recuerda la
«espiritualización del cuerpo y la corporeización del espíritu» de que habla la alquimia.
El fuego de la pipa sagrada se aviva con el aliento; el tubo de la pipa significa la
espina dorsal del hombre o, más exactamente, el conducto espiritual por el que
penetra el espíritu de vida. A diferencia del recipiente hermético, en el que la
materia sigue un ciclo cerrado, la cazoleta de la pipa ritual está abierta; el humo
escapa. Sin embargo, en la alquimia se desarrolla un proceso similar a éste: en el
llamado «método seco», la materia es expuesta directamente al fuego, y este sistema
representa el camino más corto, aunque también el más peligroso, para llegar al
magisterio.
Atanor del «Libro de la Santísima Trinidad».
Alambique de retorta. Del «Codex Germanicus 598»
de la Biblioteca Bávara de Munich.
Recipiente hermético que contiene las tres fuerzas primarias (azufre, mercurio y
sal) y, al mismo tiempo, dragones de la naturaleza «volátiles» y «sólidos»,
espirituales y corporales. Del libro de Basilio Valentino «Von dem grossen Stein
dar Uhralten».
La pipa sagrada de los indios viene a ser el modelo y la prenda de la
suprema dignidad del hombre, de su facultad de reconciliar Cielo y Tierra, y este
mismo significado, aunque de modo menos evidente, encierra también la figura
del atanor.
Para poner de manifiesto la mutua relación existente entre espíritu y cuerpo,
sirvan las siguientes reflexiones que, sin embargo, se apartan, en apariencia, de
nuestro tema. Recordemos, ante todo, que es imposible atribuir categóricamente
ciertas enfermedades mentales a una causa psíquica o física. En realidad, los
desequilibrios son provocados alternativamente por unas y otras; la enfermedad
del alma hace que se formen en el cuerpo ciertos venenos que, a su vez, entorpecen
la acción del pensamiento, sin que se sepa dónde hay que buscar el origen del
proceso, si en el cuerpo o en la psique. Ciertas enfermedades proceden
indudablemente de una causa más secreta y, en cierto modo, están determinadas
por el tipo humano.
Algo parecido ocurre con los estados psíquicos provocados por las drogas,
pues el contenido espiritual o psíquico de tales estados es casual, ya que la droga
se limita a desencadenar un proceso interno, pero no lo dirige. Si en ciertas sectas
religiosas se utilizaban bebidas estupefacientes para fomentar estados espirituales
extraordinarios, la bebida en sí no era, no provocaba tal estado, sino que sólo lo
preparaba; el impulso «cualitativo» debía proceder de otro campo.
No es la madurez sexual lo que hace al hombre percibir la belleza de la
mujer. No obstante si, por algún defecto físico, no llega a alcanzar esta madurez, es
posible que aquella belleza, que en sí es independiente del atractivo sexual, nunca
llegue a penetrar en la conciencia.
Por último, digamos que hasta la actividad del cerebro, sin la cual no
pueden producirse ciertas reacciones espirituales, depende del cuerpo. Por otra
parte, también puede darse el caso de que estados espirituales extraordinarios que
rebasen el entendimiento puedan paralizar transitoria o permanentemente la
actividad del cerebro. En este caso, bien conocido en los mundos que poseen
tradición espiritual, el contenido, por así decirlo, rompe el recipiente, lo cual viene
a demostrar, en el aspecto negativo, la importancia que tiene el fundamento
corporal para un arte espiritual.
La combinación natural entre espíritu y cuerpo conduce al observador
superficial al materialismo. Sin embargo, quien sepa ver en su justa perspectiva la
relación de las cosas podrá comprender que los distintos planos de la realidad se
corresponden como modelo y copia. Todo el Cosmos está construido
simbólicamente. El ojo ve no porque pueda captar de una manera determinada las
radiaciones de la luz, sino porque en el plano corporal reproduce el ojo espiritual,
y, por lo mismo, su forma se asemeja a la de las luces del cielo. El oído oye porque
es similar al espacio cósmico en el que suena la Palabra eterna; la ley acústica con
arreglo a la cual ha sido formado es sólo una expresión del mismo arquetipo. De
igual forma, las facultades internas actúan, sólo en virtud de su armonía simbólica
con realidades superiores; la memoria no podría acumular las impresiones de las
cosas si en el plano psíquico no se asemejara a la eterna persistencia de las
posibilidades primordiales en el Espíritu divino: la imaginación carecería de
sentido si, a su manera, no participara de la propiedad plástica de la materia
prima, y la palabra no tendría significado si el espíritu no fuera la Palabra de Dios.
Por tanto, está en la esencia de todo arte sagrado que se funda de manera
natural en el símbolo, integrar al cuerpo en su obra e incluso hacer de él su base
metodológica. El asceta desprecia el cuerpo no como símbolo sino porque ve en él
el caldo de cultivo de las pasiones.
RELATO DE NICOLÁS FLAMEL Y SU ESPOSA
PERRENELLE
Como ejemplo de lo dicho hasta aquí y preludio de lo que queda por decir
transcribiremos, con algunas acotaciones, el famoso relato de Nicolás Flamel y de
su esposa, Perrenelle. Constituye la primera parte del libro de Flamel Sobre las
figuras jeroglíficas que hizo pintar en el cementerio de los Santos Inocentes de
París.[89]
Hay testimonios y documentos sobre la vida de Flamel. Nació en 1330 en
Pontoise y trabajó en París como escribano o notario. Tuvo su escribanía, primero,
en el osario de los Santos inocentes, y después en los alrededores de la iglesia de
Saint-Jacques-la-Boucherie, donde, en 1417, al morir fue enterrado. La lápida de su
sepulcro se conserva en el museo de Cluny.
El relato de Flamel se refiere principalmente al primus agens de la obra, del
que dice Sinesio: «De la esencia del primer agente nos hablan los filósofos sólo con
metáforas y parábolas, para que la ciencia no pueda ser entendida por los necios, pues si tal
ocurriera, todo se perdería. Sólo debe ser accesible a las almas pacientes y a los espíritus
refinados que se han apartado del pantano del mundo y están limpios del lodo de la
codicia…».
El relato de Nicolás Flamel empieza así:
«Cuando, a la muerte de mis padres, me ganaba el pan con el oficio de escribano,
haciendo listas, cuentas y actas de las declaraciones de tutores y pupilos, vino a parar a mis
manos, por el precio de dos florines, un libro dorado, viejo y grande. No era de papel ni de
pergamino como acostumbran ser los libros, sino que, al parecer, estaba hecho de la corteza
aplastada de árboles jóvenes. Las tapas eran de cobre bien laminado y estaban cubiertas de
extrañas letras y figuras; creo que las letras eran griegas o de alguna otra lengua antigua
parecida. Lo cierto es que no pude leerlas y que no eran signos latinos ni gálicos, pues éstos
los entiendo un poco. Por dentro, las láminas de corteza estaban artísticamente grabadas
con punzón de hierro, con hermosas y claras letras latinas pintadas de colores. El libro
contenía tres veces siete hojas, así pegadas [por grupos], y la séptima, sin texto escrito. En
lugar de letras había dibujada, en la primera hoja séptima, una vara con dos serpientes
enroscadas. En la segunda hoja séptima, una cruz con una serpiente clavada, y en la última
séptima un desierto en medio del cual manaban varias fuentes muy hermosas, de las que
salían serpientes que corrían en todas direcciones…».
El número de hojas del libro, tres veces siete, nos recuerda las tres etapas
principales de la obra; ennegrecimiento, blanqueo y enrojecimiento, los siete
planetas y los siete metales.
La vara con las dos serpientes enroscadas es la vara de Hermes, con las dos
fuerzas, azufre y mercurio, regidas por el eje del espíritu.
La serpiente crucificada representa la fijación del volátil mercurio, la
primera «corporeización del espíritu». Es la sujeción de la fuerza vital, que corre
incesantemente y se disipa en deseos y sueños, y, al mismo tiempo, la conversión
del pensamiento en una conciencia remansada e intemporal. La cruz en la que está
clavada la serpiente representa el cuerpo no como carne y sentidos, sino como
trasunto de la ley cósmica, como eje estático del mundo.
Las fuentes que brotan en el desierto y de las que surgen serpientes,
representan la recuperación del estado original. Los tres dibujos conjugan el
símbolo de la serpiente, que simboliza siempre el mismo poder cosmopsíquico, la
«naturaleza» o la shakti.
«En la hoja primera del libro figuraba escrito en grandes mayúsculas doradas:
ABRAHAM EL JUDÍO, PRÍNCIPE, SACERDOTE, LEVITA, ASTRÓLOGO Y
FILÓSOFO. SALUDO AL PUEBLO DE LOS JUDÍOS, QUE POR LA IRA DE DIOS
FUE DISPERSADO POR LAS GALIAS.
D. I.– Seguían luego, terribles maldiciones (repitiendo una y otra vez la palabra
MARANATHA) contra todo el que leyera el libro, como no fuera sacerdote u hombre de
letras.
»El que me vendió el libro no sabía lo que valía, ni tampoco yo cuando lo compré.
Sin duda les fue robado a los pobres judíos, o bien fue descubierto en alguna de las casas que
ellos ocuparan».
Flamel se refiere tal vez a las expulsiones de judíos, que solían hacerse
entonces. Es significativo que este libro alquímico fuera de procedencia judía, por
cuanto los judíos fueron el eslabón natural entre el mundo cristiano y el islámico.
Sin embargo, el renacimiento de la alquimia en la Europa de la baja Edad Media
tuvo su origen en la influencia del Islam.
«En la segunda hoja, el autor consolaba a su pueblo y lo exhortaba a renegar del
vicio y la impiedad y á esperar con mansedumbre y paciencia la llegada del Mesías que
vencería a todos los reyes de la Tierra y reinaría con su pueblo eternamente en gloria. En
verdad, esto debió de escribirlo un hombre muy Sabio.
»En la hoja tercera y sucesivas enseñaba, en lenguaje corriente, la conversión de los
metales, para ayudar a su pueblo cautivo al pago de los tributos a los emperadores romanos
y hacer otras cosas que no diré aquí. Había hecho dibujos de los recipientes e indicaba los
colores y demás, con excepción del primer agente, del que nada decía, sin embargo, lo había
pintado artísticamente en las hojas cuarta y quinta. Pero aunque estaba muy bien dibujado
y pintado, nadie que no estuviera enterado de sus tradiciones y leído atentamente los libros
de los filósofos hubiera podido entenderlo. Así, pues, la cuarta y quinta hoja no estaban
escritas, sino llenas de hermosas miniaturas artísticamente pintadas.
»En la cuarta hoja aparecía, en primer lugar, un adolescente con alas en los talones y
que sostenía en la mano una vara, un caduceo rodeado por dos serpientes con el que rozaba
el casco que le cubría la cabeza. A mi entender, se parecía al dios Mercurio de los paganos.
Hacia él corría un vigoroso anciano con alas y un reloj de arena en la cabeza, el cual llevaba
en la mano una guadaña mediante la que, con gesto feroz, trataba de cortar los pies a
Mercurio…».
El que el dios Mercurio, o el metal mercurio, sea despojado de su volatilidad
por la acción de Saturno-Cronos, o el tiempo, tiene, como explica después el propio
Flamel, dos interpretaciones distintas y, en cierto modo, contradictorias, según se
sufra pasivamente la acción del tiempo o se utilice ésta de un modo activo, o según
la fijación del mercurio suponga una paulatina extinción de su fuerza activa o su
total dominación. Sea como fuere, el reloj de arena que aparece en la cabeza de
Saturno indica que el tiempo debe ser dominado activamente mediante un ritmo
que pueda convertirlo en un ahora permanente.
«En la otra cara de la cuarta hoja había una hermosa flor que crecía en la cima de
una alta montaña azotada violentamente por el viento del Norte. Tenía el tallo azul, pétalos
blancos y rojos y hojas que brillaban como el oro puro. Y en torno a ella anidaban los
dragones y los grifos del Norte…».
Los colores de la flor aluden a las tres principales etapas de la obra y sus dos
clases de frutos, el oro y la plata. El azul representa el negro en el reino vegetal y
tiene su mismo significado de oscuridad y noche. La flor crece en la solitaria
montaña del ser, que equivale a la montaña del Universo, atravesada por el eje de
los polos, en torno a la cual giran los cielos y se enroscan los dragones de los
poderes cósmicos.
«En la quinta hoja había un rosal florido que crecía en un hermoso jardín, apoyado
en un tronco hueco de roble. A sus pies brotaba una fuente de agua muy blanca, que se
precipitaba más allá en el abismo, pero antes pasaba entre las manos de infinidad de
personas que escarbaban en la tierra en busca de la fuente, mas no la encontraban porque
estaban ciegos; todos menos uno, que pesaba el agua…».
La fuente del mercurio brota del reino de la materia prima, junto a las raíces
del rosal del alma, protegido por el tronco hueco de roble del cuerpo. El agua de
vida discurre por doquier, pero nadie la encuentra, nadie excepto el sabio que la
sopesa; pero la acción del peso del agua tiene aquí el mismo significado que el
hecho de neutralizar el volátil mercurio midiendo el tiempo.
Los alquimistas enseñan también a ligar entre sí los distintos elementos o
propiedades naturales, según una determinada relación de sus «pesos», Djâbir Ibn
Hayyân lo denomina «arte de la balanza». Sin embargo, parece un disparate hablar
de pesar elementos o propiedades como calor, frío, humedad o sequedad. Lo que
el alquimista quiere decir al hablar de «pesos» no se comprende sino después de
traducir la masa de peso externa, cuantitativa, a masa de tiempo interna,
cualitativa, es decir, en el ritmo. Por tanto, el peso alquímico, que aparentemente se
refiere a cantidades físicas, es sólo la medición de unos ritmos con los que puede
influirse en las fuerzas psíquicas. El ritmo desempeña un importante papel en
todas las artes espirituales. En árabe se llama peso (wazn) el ritmo de un verso.
«… En la otra cara de la quinta hoja se representaba a un rey blandiendo un cuchillo
y ordenando a unos soldados degollar a gran número de niños cuyas madres lloraban a los
pies de los despiadados verdugos, mientras otros soldados recogían la sangre y la vertían en
un gran recipiente, en el que debían bañarse el Sol y la Luna. Porque este cuadro recordaba
el sacrificio de los Inocentes degollados por orden de Herodes y porque en este libro aprendí
mucho de este arte es por lo que mandé pintar los símbolos jeroglíficos de esta ciencia
secreta en el cementerio de los Santos Inocentes. Esto había en las cirico primeras hojas…».
Como escribe más adelante el propio Flamel, la sangre de los inocentes
representa «el espíritu mineral que contienen los metales y, de modo especial, el oro, la
plata y el mercurio», y ello no es otra cosa sino el «mercurio filosofal» como
manifestación primaria de la materia prima. La sangre es la primera materia de la
vida. Los inocentes son meros movimientos o exhalaciones del espíritu vital que,
antes ya de que puedan desarrollarse en voluntades individuales, son sacrificados
por el Rey para llenar con su sangre el recipiente del corazón y, para que el Sol y la
Luna, el espíritu y el alma, se bañen en él, se diluyan, se unan y, tras perder su
antigua figura, salgan rejuvenecidos de este baño.
Lámina 9.
El ANDRÓGINO HERMÉTICO,
que representa la unión de las dos fuerzas primarias, masculina y femenina. El
águila simboliza el mercurio completo, en sí masculino y femenino. El murciélago
y la liebre significan aquí lo intangible y lo corporal. Los pájaros caídos en tierra
aluden a la «derrota» de lo volátil. – Del manuscrito Rh. 172 de la Biblioteca
Central de Zurich.
Láminas 10 y 11.
FLOR QUE BROTA DE LAS CENIZAS
VIRGEN BLANCA DEL ELIXIR DE LA LUNA.
Representación de dos fases de la obra alquímica del manuscrito anónimo de
finales del período gótico Ms. Sloane 256 P que se conserva en el Museo Británico.
–El recipiente hermético tiene aquí casi forma de corazón; descansa sobre la tierra.
La Flor de la Sabiduría tiene tres raíces, que corresponden a las tres fuerzas
primarias: azufre, mercurio y sal.
«… No diré lo que en las otras páginas estaba escrito en claro y hermoso latín, pues
Dios me castigaría, ya que haría algo peor que aquel de quien se dice que deseaba que todos
los hombres de la Tierra tuvieran una sola cabeza para poder cortarla de un tajo.
»Desde que tuve en casa aquel hermoso libro, no hice más que estudiarlo de día y de
noche, y llegué a comprender bien todas las operaciones que describía, aunque no sabía con
qué materia debía empezar, lo cual me causaba gran pena, y me sentía muy solo y suspiraba
de continuo. Mi esposa, Perrenelle, a quien amaba como a mí mismo y con la que me había
casado poco antes, mostraba gran extrañeza por mi aflicción y me preguntaba con
insistencia si podía librarme de mi dolor. Yo nada podía ocultarle, de modo que se lo conté y
le mostré el hermoso libro, y ella se enamoró de él tanto como yo, y encontraba gran placer
en contemplar sus hermosas tapas, sus dibujos y grabados, que no entendía mejor que yo.
De todos modos, era para mi un gran consuelo poder hablar con ella de lo que debía hacerse
para descubrir el significado de los signos.
»Al fin, mandé copiar en mi casa con la mayor fidelidad posible, todas las figuras de
la cuarta y quinta hojas, y las mostré a varios sabios, quienes tampoco las entendieron. Yo
les expliqué que aquellas figuras habían sido copiadas de un libro que enseñaba la manera
de obtener la piedra filosofal. Pero casi todos se burlaron de mí y de la bendita piedra, con
excepción de un caballero, llamado Anselmo, que era licenciado en Medicina y estudiaba
con gran entusiasmo este arte. Sentía gran interés por ver mi libro y hacía cuanto podía
para que yo se lo mostrara; pero yo le decía siempre que no lo tenía, aunque le describía con
detalle su contenido. Me dijo que la primera imagen representaba el tiempo, que todo lo
devora y que, a juzgar por el número de hojas del libro, se necesitarían seis años para
preparar la piedra. Después de este tiempo —me aseguró— habría que invertir el reloj de
arena y dejar de cocer. Y cuando le dije que la imagen sólo debía de representar el primer
agente –tal como estaba escrito en el libro–, me respondió que aquella cocción de seis años
era como un segundo agente; el primero, cuya imagen estaba allí, no seria sino el agua
blanca y pesada, es decir, el mercurio, que no puede retenerse y cuyos pies no pueden
cortarse, o sea al que no se puede sustraer la volatilidad, a no ser por medio de aquella larga
cocción en la sangre purísima de los niños. Al mezclarse el mercurio en esta sangre con el
oro y la plata, se convertiría, primero, en una planta igual a la dibujada, y después,
mediante la putrefacción, en serpientes, que una vez bien secas y cocidas al fuego, se
trocarían en polvo de oro, que es la piedra filosofal.
»Ello fue la causa de que durante veintiún largos años realizara mil chapuzas
aunque sin utilizar sangre, lo que habría sido malo y vil. Porque en mi libro había
descubierto que aquello que los filósofos llamaban sangre no es sino el espíritu mineral que
contienen los metales, especialmente el Sol, la Luna y el mercurio que yo trataba de alear.
Pero como en mi trabajo nunca percibía las señales que, según el libro, debían aparecer en
un momento determinado, una y otra vez tenía que volver a empezar. Finalmente, cuando
ya había perdido toda esperanza de llegar a entender aquellas figuras, hice una promesa a
Dios y a Santiago de Galicia y decidí consultar con un rabino de alguna de las sinagogas de
España…».
Lámina 12.
LÁPIDA MORTUORIA DEL ALQUIMISTA NICOLÁS FLAMEL (ca.,1339-1417),
en la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie, actualmente en el Museo Cluny de
París. En el friso superior, Cristo, sosteniendo el orbe terrestre, aparece entre el Sol
y la Luna y los apóstoles Pedro y Pablo. En el friso inferior, el cadáver de Flamel.
La inscripción dice: «Feu Nicolas Flamel, jadis escrivain a laissie par son testament
a leuvre de ceste eglise certaines rentes et maisons quil avoit acquestees et achetees
a son vivant pour faire certain service divin et distribucions dargent chascun an
par aumosne touchans les quinze vins lostel dieu et autres eglises et hospitaux de
Paris Soit prie por les trespasses».
Santiago el Mayor, cuya basílica se halla en Compostela, era considerado
como el santo patrón de los alquimistas y de todas las artes y las ciencias
cosmológicas. No en vano el bordón —consistente en un bastón con dos cintas
enrolladas en forma de espirales y rematado por un puño redondo que sostiene en
la mano el santo de Compostela— guarda una notable semejanza con la vara de
Hérmes.
«De modo que con la aprobación de Perrenelle, mi esposa, me puse en camino
llevando la copia de aquellas figuras, vestido de peregrino y con bordón, tal como puede
vérseme en la fachada de la capilla del cementerio, donde mandé pintar las figuras
jeroglificas y en cuyas paredes laterales ordené reproducir una procesión en la que pueden
verse, uno tras otro, todos los colores de la piedra por el mismo orden en que aparecen y se
borran, junto con esta inscripción, en francés: Moult plaist à Dieu procession, s’elle est
faite en dévotion. (Es muy grata a Dios la procesión, si se hace con devoción). Lo cual es
una cita casi textual del comienzo del libro del rey Hércules[90], que trata de los colores de la
piedra y se titula Iris: Operis processio multum naturae placet, etc. Puse allí estas palabras
a propósito, para los iniciados que entendieran la alusión. Conque así vestido, emprendí el
viaje y, pasando por Montjoye, llegué, al fin, a Santiago de Compostela, donde, muy
devotamente cumplí mi promesa. Hecho esto, me dirigí a León, donde encontré a un
comerciante de Boulogne que me presentó a un judío converso, un médico llamado maese
Canches, que vivía en aquella ciudad y que era famoso por su saber. Cuando le mostré las
figuras copiadas del libro, le embargaron el asombro y la alegría, y al punto me preguntó si
sabía dónde estaba el libro del que habían sido extraídas. Yo le respondí, en latín —la
misma lengua de que se sirviera él para hacerme la pregunta— que esperaba recibir noticias
verdaderas del libro si alguien me descifraba aquel misterio. Y allí mismo, con gran
entusiasmo y lleno de gozo, empezó a explicarme el principio. En resumen, se alegró de
saber dónde se encontraba el libro, y yo me alegré de oírle hablar de él. Aquel hombre debía
de haber oído muchas cosas sobre éste; pero, según me dijo, se había dado por perdido. Y
decidimos ponernos en camino juntos. De León nos trasladamos a Oviedo y luego a Sansón,
donde embarcamos para Francia. El viaje fue bastante bueno, y ya antes de que llegáramos a
este Reino, me había explicado el verdadero significado de la mayor parte de mis figuras,
descubriendo, a su vez, al hacerlo, grandes secretos hasta en algunos puntos (lo cual me
pareció prodigioso). Pero cuando llegamos a Orleáns, el sabio cayó gravemente enfermo,
presa de violentos vómitos que ya en el barco le habían acometido. Sentía gran temor de que
yo pudiera abandonarle, y a pesar de que estaba siempre a su lado, me llamaba sin cesar.
Finalmente, al anochecer del séptimo día de su enfermedad, murió, por lo que me sentí muy
entristecido. Hice que lo enterraran en la iglesia de la Santa Cruz de Orleáns, donde reposa
todavía. Que Dios guarde su alma, pues murió como un buen cristiano. Si la muerte no me
lo impide, daré una renta a aquella iglesia, para que todos los días se celebren misas por su
alma.
»El que quiera ver cómo llegué a casa y cómo se alegró Perrenelle, que nos contemple
a ambos en esta ciudad de París, en la puerta de la capilla de Saint-Jacques de la Boucherie,
contigua a mi casa: allí estamos pintados, yo, a los pies de Santiago de Compostela, y
Perrenelle a los de san Juan, al que tantas veces había invocado ella. De manera que, por la
gracia de Dios y de la bienaventurada Virgen santísima, de Santiago y de san Juan, por fin
había podido saber lo que tanto anhelara, o sea los primeros principios, aunque no cómo
prepararlos, que es lo más difícil que pueda haber en este mundo. Pero al fin lo logré, tras
muchas equivocaciones, que duraron casi tres años, en los que estudié y trabajé sin
descanso, tal como puede verse en la fachada de aquella capilla (en cuyos pilares mandé
pintar las procesiones), a los pies de Santiago y de san Juan, orando a Dios constantemente,
con el rosario en la mano, leyendo con atención mi libro, meditando las palabras de los
filósofos y realizando después las distintas operaciones que me revelaban sus frases.
»Por fin hallé lo que tanto anhelaba, lo cual advertí por el fuerte olor. Y así alcancé el
magisterio. Después que hube descubierto la preparación del primer agente, sólo tuve que
ejecutar al pie de la letra lo que decía mi libro, y ya no habría podido equivocarme, ni aun
queriéndolo. Conque la primera vez que hice la proyección, la concentré en el mercurio y
convertí de ella aproximadamente una libra y media en plata pura, que era mejor que la que
se extrae de las minas, según comprobé yo mismo e hice comprobar a otros. Esto sucedió el
diecisiete de enero, un lunes a mediodía, en mi casa, sólo en presencia de Perrenelle, en el
año de mil trescientos ochenta y dos. Después, siguiendo mi libro palabra por palabra,
realicé la obra con la piedra roja y con una cantidad parecida de mercurio, también en
presencia de Perrenelle únicamente, en la misma casa, el día veinticinco de abril del mismo
año, a las cinco de la tarde, convirtiendo el mercurio en igual cantidad de oro puro, que sin
duda era mejor que el oro común, es decir, más blando y más dúctil. Así puedo decirlo en
verdad. Tres veces he realizado la obra con ayuda de Perrenelle, que la comprendía tan bien
como yo mismo y me ayudaba en las operaciones; y, de haber querido hacerlo ella sola, sin
duda lo habría logrado. Yo estaba ya más que satisfecho después de la primera vez, pero me
causaba gran placer ver y observar en el recipiente la obra maravillosa de la Naturaleza…».
Un hombre y una mujer que, de modo natural, representan los dos polos de
la obra alquímica, el azufre y el mercurio, pueden, gracias a un mutuo amor
sublimado por la espiritualidad y vertido hacia el interior, desencadenar el poder
que provoca: primero, la disolución, y después, la cristalización: el solve et coagula.
ETAPAS DE LA OBRA
Hay varias divisiones en la obra alquímica, cada una de las cuales representa
una simplificación esquemática del proceso en sí. Sin embargo, todas ellas son
correctas, porque expresan la lógica interior de éste. Sin duda la división más
antigua es la que designa las frases o etapas de la obra con colores, y posiblemente
se deriva de un determinado proceso metalúrgico, como la limpieza y coloración
de un metal. Sigue el ennegrecimiento (melanosis, nigredo) de la materia o de la
«piedra», el blanqueo (leucosis, albedo) y, por último, el enrojecimiento (iosis, rubedo).
Negro es ausencia de color y de luz; blanco es pureza, luz íntegra que no se
ha quebrado en colores; rojo es la esencia del color, su punto culminante y su
fuerza máxima. Este orden resulta aún más lógico si entre el blanco y el rojo se
intercala una serie de tonalidades intermedias, como el amarillo limón, el ocre y el
rosa, o cuando se habla de todo un abanico de colores que va abriéndose poco a
poco. El rojo púrpura real es siempre el que cierra la serie.
Es curioso que los tres colores básicos —negro, blanco y rojo (que con tanta
frecuencia se dan en la heráldica, donde se observa también la influencia
hermética)— designen, en la cosmología hindú los tres movimientos básicos
(gunas) de la materia prima (prakriti), a saber: el negro se asocia al movimiento
que se aparta de la luz original y que simbólicamente se dirige hacia abajo (tamas);
el blanco representa la ascensión hacia la luz del origen (sattva), y el rojo señala la
tendencia a la expansión en el plano de la manifestación misma (rajas). Si se
transfieren estos significados a la obra alquímica, nos sorprende que sea el rojo y
no el blanco el color que represente el resultado final, mientras que la doctrina
hindú del Cosmos se funda en que, primero, tamas, la fuerza descendente, se ancla
en la oscuridad; luego rajas, al extenderse en sentido horizontal, desarrolla la
pluralidad, y, por fin, sattwa sube como una llama blanca y luminosa y lo devuelve
todo a su origen. Sin embargo, precisamente los tres colores alquímicos en la
cosmología hindú indican con claridad el punto de vista de la alquimia y el alcance
de su simbolismo. Tras la «espiritualización del cuerpo» que, en cierto modo,
representa el blanqueo y que sigue al ennegrecimiento o putrefacción, se produce,
al fin, la «corporeización del espíritu», con su color de púrpura real. El mismo ritmo
puede transferirse también a otros modos de realización espiritual; sin embargo, es
característico que el acento recaiga siempre en la manifestación del espíritu y no en
la extinción de la existencia limitada.
Con la putrefacción, fermentación y descomposición total, que se produce en
la oscuridad, se sustrae a la materia su forma anterior; mediante el blanqueo, se
limpia y purifica, y por el enrojecimiento se le da nuevo color, y en este caso, color
significa forma. La fuerza purificadora es el mercurio, la colorante, el azufre.
La trisección por colores no excluye la bisección por obra «menor» y obra
«mayor», ésta refleja la dualidad ya descrita de materia y forma, alma y espíritu,
Luna y Sol.
Tanto la trisección como la bisección reaparecen en la séptuple graduación
de la obra según las «dominaciones» de los planetas y las propiedades de los siete
metales.
Se dan interpretaciones principales a esta séptuple graduación: en un caso,
la obra «menor» y la obra «mayor» están entrelazadas, de manera que plata y oro,
Luna y Sol, formando pareja, constituyen el término de la serie, mientras que los
restantes planetas o metales se sitúan según su grado de nobleza o de parentesco
con el Sol o el oro. Este orden corresponde a la posición de las mansiones
planetarias que hemos visto en el capítulo «Planetas y metales». Su patrón es, pues,
el camino ascendente del Sol que parte de su posición más baja en la mansión de
Saturno, el primitivo solsticio de invierno, para llegar a su plenitud en la mansión
de Leo, que antiguamente señalaba el solsticio de verano. En el otro caso, la obra
«menor», que culmina en la Luna, precede a la obra «mayor» que es coronada por el
Sol. Esta última versión, mencionada por Filaletes, Bernardo Trevisano, Basilio
Valentino y otros alquimistas y que, por su mayor expresividad, examinaremos
más detenidamente, se presenta así:
s El signo de Mercurio, que precede a todos los demás, no representa aquí
una de las etapas de la obra, sino la clave del conjunto, de modo que la obra en sí
consta sólo de seis fases, representadas, las tres primeras, por signos lunares, y las
tres últimas, por signos solares. Sólo el signo de Mercurio, formado por el Sol y la
Luna a la vez, es andrógino. Ya hemos dicho que el mercurio representa para el
alquimista el primus agens, el auténtico medio para la obra, el agua que todo lo
disuelve y el alimento del feto espiritual. Es a un tiempo, por así decirlo, la
representación más inmediata de la materia prima y el fino hálito vital que enlaza
el organismo individual psiquicocorporal con el cósmico mar de la vida. En él está
el germen del oro espiritual, lo mismo que el oro está oculto en el mercurio
ordinario.
Si transferimos el ejemplo al orden «operativo» de la mística propiamente
dicha, en este lugar se hallaría el influjo espiritual, es decir, que la Gracia o ese
especial efecto del Espíritu Santo penetra en el mundo aparentemente cerrado de la
conciencia individual y disuelve su «cristalización» metálica. Volviendo a la
alquimia, el mercurio podría llamarse «la bendición cósmica», que, como dice fra
Marcantonio, «cual una bruma que bajara del Cielo; impregna los poros de la Tierra»[91],
son los poros los que impiden que los cuerpos sólidos se congelen y se asfixien; a
través de ellos respira la Tierra, del mismo modo que el hombre vive si se
mantiene permeable a los influjos celestiales que están en la Naturaleza.
Concuerda con la atribución al signo de Mercurio de la clave de toda la obra
el papel desempeñado en los misterios órficos por el dios Mercurio o Hermes: el
emisario de los dioses conducía a las almas, después de su muerte corporal o
mística, a través de los reinos de las sombras, hasta sus lugares de residencia
permanente.
w La primera etapa de la obra «menor», dominada por Saturno, corresponde
al «ennegrecimiento», la «putrefacción» y la «mortificación». Se representaba
generalmente por un cuervo, una calavera y, a veces, una tumba. De esta etapa de
la obra dice Basilio Valentino: «Toda la carne que ha nacido de la tierra será destruida y
vuelta a la tierra, y volverá a ser tierra, como tierra había sido. Entonces, la sal terrena
provocará un nuevo nacimiento, mediante el hálito de la vida celestial. Y dondequiera que
en un principio no hubiera estado la tierra, no puede haber un renacimiento según nuestra
obra. Porque la tierra es el bálsamo de la Naturaleza y la sal de aquellos que buscan el
conocimiento de todas las cosas».[92]
En el principio de toda realización espiritual está la muerte, una muerte para
el mundo: la conciencia debe ser extraída de los sentidos y vuelta hacia dentro, y,
puesto que la luz interior aún no ha empezado a brillar, este apartamiento del
mundo exterior se experimenta como un oscurecimiento, una nox profunda. La
mística cristiana aplica a este estado el ejemplo del grano de trigo que, para
fructificar, debe quedarse solo en la tierra y morir. En varias ceremonias de
iniciación se alude a esta muerte psíquica mediante un entierro simbólico, y
algunas Órdenes religiosas cristianas practican un rito semejante en la ceremonia
de profesión de los monjes.
En los misterios anteriores a la Era cristiana solía relacionarse la muerte del
misto, o iniciado, con el sacrificio de un dios: igual que el dios, que fue muerto y
despedazado, el misto devolvía sus miembros y sus facultades a la Naturaleza; las
fuerzas del mundo inferior se repartían los elementos del alma empírica que no
pertenecían al ser inmortal, y este «despedazamiento» se representaba plásticamente
en ciertos casos. La muerte sacrificial del dios debe experimentarla el misto en sí
mismo para reconocer, al fin, que el dios que, aparentemente, fue repartido en el
mundo para comunicar su vida a la pluralidad de éste, en realidad no se ha
confundido con el mundo, sino que sigue existiendo en sí mismo, entero y eterno.
Así, tampoco el hombre reconoce su verdadera esencia inmutable hasta que
abandona todo cuanto hay en él de corruptible, que no es sólo la carne, sino
también el «alma» inmersa en la vida sensorial.
Al comienzo de la obra, la materia más preciosa que obtiene el alquimista es
la ceniza que resta de la calcinación del metal ordinario. Con esta ceniza, que ha
quedado exenta de toda humedad pasiva, podrá fijar el «espíritu» volátil.
El significado mitológico de Saturno responde a esta primera etapa de la
obra, por cuanto Saturno-Cronos, que devora a sus propios hijos, es la divinidad
que, por la acción del tiempo y de la muerte, hace volver todo lo temporal a su
origen amorfo.
v La segunda etapa de la obra «menor» está presidida por Júpiter, cuyo signo
consiste en la media luna descansando sobre el travesaño de la cruz, mientras que
en el signo de Saturno la media luna está situada debajo del mástil de la cruz:
w Así, pues, bajo el signo de Júpiter el alma se ha elevado del reino de la
Tierra al que había vuelto y ha salido de la noche del caos original para desarrollar
ahora su fuerza. Respecto a la doctrina hindú de los movimientos primordiales de
la materia, las gunas, podríamos decir que la fuerza psíquica —el mercurio— se
liberaba de tamas y se unía con rajas; rajas, empero, encierra el significado de
expansión y desarrollo, lo cual, en el caso anterior, significa que la fuerza espiritual
ha salido de su estado de «cristalización» en la conciencia corporal y se ha
convertido, de tierra, en agua y aire. Esto representa la sublimación.
Dice Morieno: «El que sepa limpiar y blanquear el alma y elevarla habrá librado al
cuerpo de tinieblas, negruras y malos olores… pues éste podrá hacer después que el alma
vuelva al cuerpo, y a la hora de su reunión, se manifestarán grandes milagros…».
p En la tercera etapa, regida por la Luna, se consigue el color blanco. La
media luna se ha elevado sobre la cruz de los elementos o movimientos
primordiales, neutralizando su antagonismo.
Todas las potencias del alma latentes en el caos original se han desarrollado
y han confluido en un estado de absoluta pureza. Es el final de la «solución», al que
seguirá una nueva «cristalización».
Desde el punto de vista cristiano, este estado del alma representa
simbólicamente a la santísima Virgen en su disposición para recibir al Verbo
Divino, y a este respecto es significativo que se represente a menudo a la Virgen
con la media luna bajo sus plantas.
Bernardo Trevisano, en su libro de La palabra olvidada[93], escribe acerca de
la realización de la «obra menor»:
«Te diré en verdad, y pongo a Dios por testigo, que cuando este mercurio estuvo
sublimado apareció cubierto de un blanco tan puro como la nieve de las altas cumbres, con
un brillo diáfano, y al destaparse el recipiente, se percibió un aroma tan dulce, que sería
imposible encontrar en este mundo algo comparable. Pero yo, el que te habla, vi con mis
propios ojos esa luz maravillosa, toqué con mis manos esa fina naturaleza cristalina, y sentí
en mi olfato esa dulzura incomparable, y lloré de alegría y de asombro ante el prodigio. Sea,
pues, alabado el Dios altísimo, eterno y glorioso que tan maravillosos dones ocultó en los
secretos de la Naturaleza y que ha permitido contemplar a unos cuantos hombres. Yo sé que
cuando tú conozcas las causas de esta maravilla, te preguntarás: ¿Qué naturaleza es esa
que, aunque hecha de cosa corruptible, contiene algo verdaderamente celestial? Nadie puede
explicar todos los milagros. Tal vez llegue el día en que te cuente cosas extraordinarias de
esta naturaleza, que el Señor no me permite aún poner por escrito. De todos modos, cuando
hayas sublimado ese mercurio, tómalo bien fresco, con toda su flor, que no envejezca, y
entrégalo a sus padres el Sol y la Luna, pues de estas tres cosas, Sol, Luna y mercurio, nace
nuestra mezcla…».
En los signos planetarios puede leerse que las tres etapas de la «obra menor»
desarrollan un movimiento ascendente, pues al principio la media luna estaba
debajo de la cruz; luego, unida a su travesaño y por último reina ella sola:
w v p Por el contrario, las tres etapas de la «obra mayor» encierran un
movimiento descendente: t 1 O, pues el Sol aparece primero encima de la cruz,
debajo, y, finalmente, cuando todo ha sido devuelto a su origen, aparece solo.
Las tres primeras fases corresponden a la «espiritualización del cuerpo», y las
tres últimas, a la «corporeización del espíritu» o «fijación de lo volátil». Así como la
«obra menor» tiene por objeto restablecer la pureza y la receptividad originales del
alma, el objeto de la «obra mayor» es la iluminación del alma por medio de la
revelación en ella del espíritu. Este orden de las seis etapas puede aplicarse a toda
clase de realización espiritual, pero nunca dejará de ser un esquema, pues ambos
movimientos, la elevación del alma y el descenso del espíritu, nunca pueden
separarse. La flor se abre por la acción del Sol, pero éste sólo es eficaz cuando la
flor está dispuesta a recibir sus rayos.
t La cuarta etapa –primera de la «obra mayor»– está regida por Venus. En su
signo, el Sol del oro y del espíritu, el azufre incombustible, aparece sobre el mástil
de la cruz. El Sol engulle a la Luna, y su fuerza, que da forma, traza de nuevo la
cruz de los elementos. Se dice en la Turba Philosophorum[94]: «Al principio, la mujer
se sube en el hombre, y al final, el hombre en la mujer». Primero, la fuerza «volátil» del
femenino mercurio se sube sobre el cuerpo sólido, cuya forma manifiesta
pasivamente el azufre, pero después la fuerza fijadora del azufre se sube sobre el
volátil mercurio y realiza una nueva cristalización, esta vez de manera activa, de la
forma psiquicocorporal.
Pero esta «recreación» no está completa todavía, pues el sol espiritual apenas
aparece en lo alto de la cruz y, por tanto, al referirse al cobre, el metal de Venus, los
alquimistas dicen que se percibe en él la fuerza colorante del azufre, la esencia del
oro, pero que aún es inconsistente y está embrutecida por el antagonismo de los
elementos.
1 La quinta etapa –segunda de la «obra mayor»– está regida por Marte. En su
signo –ya hemos explicado por qué lo representamos de esta manera–, el Sol ocupa
el lugar de la Luna en el signo de Saturno. Pero el significado de uno y otro signos,
Saturno y Marte, es opuesto a pesar de que ambos representan una manera de
muerte y extinción; sólo que en el «dominio» de Marte no se trata de un estado
caótico sino, por el contrario, de un descenso activo del espíritu hasta las capas
inferiores de la conciencia humana, de manera que el cuerpo mismo quede
impregnado por completo del «azufre incombustible». Así como en el hierro, el metal
de Marte, la fuerza fijadora del azufre está plenamente presente pero aún no puede
manifestarse su brillo, en esta etapa de la obra, el espíritu aparece sumergido en el
cuerpo y fundido con él. Es el comienzo de la «cristalización» y el umbral de la
culminación definitiva, la conversión del cuerpo en espíritu hecho forma.
El significado más sublime que tiene el signo de Marte y que escapa, con
mucho, al ámbito de la alquimia, es la «Encarnación del Verbo» que, en cierto modo,
lleva consigo una degradación de la divinidad, al aparecer como una luz en las
tinieblas del mundo. De todos modos, la realización alquímica no puede ser sino
un lejano trasunto de esto.
Artefio escribe: «… Las naturalezas se transmutan recíprocamente, pues el cuerpo
se integra en el espíritu y éste convierte al cuerpo en un espíritu colorado [cualitativo] y
blanco [puro]… lo cuece [al cuerpo] en nuestra agua blanca [es decir, en mercurio], hasta
que se disuelve y ennegrece. Una larga cocción le hace perder luego su negrura y,
finalmente, el cuerpo disuelto se eleva con el alma blanca, se mezcla con ella, y ambos
quedan tan estrechamente abrazados, que nunca más pueden separarse. Y entonces el
espíritu se une al cuerpo en verdadera armonía, y ambos forman una cosa inmutable. Esto
es la disolución del cuerpo y la fijación del espíritu, y ambas representan una misma
obra».[95]
O La culminación de la «obra mayor» se expresa por medio del signo del Sol.
Éste se distingue de la órbita solar, parte integrante de otros signos planetarios, en
que en ella se indica el punto central. Por consiguiente, aquello que en todas las
demás fases estaba presente de modo elemental y en potencia, aquí se hace
evidente: en la forma completa y definitiva, el contenido infinito está presente de
modo invisible–visible.
El mismo signo recuerda también la semilla en el fruto y el germen en el
seno materno, en armonía con el simbolismo genético de la obra alquímica.
Esta etapa de la obra marca, al mismo tiempo, la obtención del color rojo del
que Nicolás Flamel, en su explicación de las «figuras jeroglíficas», dice:
«Sobre un campo morado, un hombre rojo púrpura sostiene la pata de un león color
grana con alas que parece raptar al hombre: el campo morado significa que la piedra, por
efecto de la larga cocción, ha tomado los hermosos mantos anaranjados y rojos y que su
perfecta asimilación —representada por el color anaranjado— le ha permitido despojarse de
su antiguo ropaje naranja. El rojo lacre del león alado, que se parece al puro escarlata de la
granada madura, indica que está completa y uniformemente logrado. Es como un león que
devora toda la naturaleza pura y metálica y la convierte en su propia sustancia, es decir, en
oro puro y verdadero, más fijo que el de las mejores minas.
»Por eso se lleva al hombre de este valle de lágrimas, es decir, de las tribulaciones de
la pobreza y la enfermedad, levantándolo con sus alas sobre las pútridas aguas de Egipto –
que son los pensamientos ordinarios de los mortales–, para que desprecie la vida terrenal,
con todas sus riquezas, y medite noche y día sobre Dios y sus santos, suspire por el empíreo
y anhele apagar su sed en las dulces fuentes de la eterna esperanza.
»Alabado sea Dios por siempre, que nos ha otorgado la gracia de contemplar este
hermoso y perfecto color púrpura, el color de la flor de adormidera de los campos y las
peñas, el centelleante y flamígero color de Tiro[96] que no cambia ni se altera, sobre el que ni
el mismo cielo, con su Zodíaco, puede ejercer fuerza o poder, y cuyo deslumbrante fulgor
parece querer comunicar algo supercelestial al hombre que, al mirarlo y reconocerlo, se
asombra, tiembla y se estremece…»[97]
En un escrito de Basilio Valentino se encuentra una representación del
andrógino, que simboliza la culminación de la obra alquímica, con los signos de los
siete planetas situados, los tres del Sol, en su lado masculino, y los tres de la Luna,
en el femenino, mientras que el signo andrógino de Mercurio forma el eslabón
entre ambas series. Esto determina el siguiente esquema, en el que pueden
apreciarse de nuevo las etapas de las obras «menor» y «mayor»:
En cierto modo –y dejando aparte el significado astrológico de los signos–,
pueden considerarse activos los signos de la derecha y pasivos los de la izquierda,
ya que la «obra menor» representa la disposición del alma, y la «obra mayor», la
revelación espiritual. Sin embargo, para ver la relación entre los signos tomados
por parejas hay que observar que su ordenación es en sentido inverso, de acuerdo
con la ascensión de la Luna y el descenso del Sol en el curso de la obra.
Si observamos ambos movimientos en paralelo, los signos deberán
ordenarse así:
De este modo, puede verse claramente que cada aspecto activo responde a
un aspecto pasivo: Saturno designa un descenso pasivo, Marte un descenso activo;
el primer signo expresa la extinción del alma individual; el segundo, el triunfo del
espíritu. En la etapa siguiente, Júpiter corresponde a un desarrollo de la
receptividad espiritual, y Venus, en cambio, al alba del sol interior. Luna y Sol
representan los dos polos en toda su pureza, y Mercurio es, en sí, portador de
ambas esencias.[98]
Representación del mercurio andrógino («Rebis» = res bis): Basilio Valentino,
«Aurelia Occulta Philosophorurn» en «Theatrum Chemicum», Argentorati, 1613,
vol. IV. – El andrógino hermético se yergue sobre el dragón de la Naturaleza, que
descansa sobre la esfera alada de la materia prima. – El compás y la escuadra que
sostiene el andrógino en las manos representan el Cielo y la Tierra, las fuerzas
primarias masculina y femenina. En el lado masculino, Saturno, Júpiter y la Luna;
en el femenino, Venus, Marte y el Sol; en el centro, el Mercurio completo. Derecha
e izquierda, invertidas respecto a la imagen
LA TABLA ESMERALDINA
El significado y la síntesis de la obra alquímica se condensa en las palabras
de la Tabla Esmeraldina (Tabula Smaragdina). Este texto es una pretendida
revelación de Hermes Trismegisto, y así lo consideraban los alquimista medievales.
La más antigua referencia a él ha sido hallada en un escrito de Dyâbir Ibn Hayyân,
del siglo VIII, y su versión latina era conocida ya por san Alberto Magno. A juzgar
por su estilo, la Tabla Esmeraldina es de origen preislámico, y, puesto que
armoniza perfectamente con el espíritu de la tradición hermética, según el juicio
unánime de los propios alquimistas, no hay razón para dudar de su vinculación al
origen de la hermética, aunque cabe preguntar si el nombre de Hermes
Trismegisto debe atribuirse a un hombre o a una función sacerdotal hermética
puesta bajo la advocación de Hermes-Thot.
A continuación transcribimos la Tabla Esmeraldina basándonos en el texto
latino, aunque para la interpretación de algunos pasajes hemos recurrido también
a su versión árabe[99]:
1. «En verdad, ciertamente y sin duda: Lo de abajo es igual a lo de arriba, y lo de
arriba, igual a lo de abajo, para obrar los milagros de una cosa».
2. «Así como todas las cosas proceden del Uno y de la meditación del Único, también
todas las cosas nacen de este Uno mediante conjugación».
3. «Su padre es el Sol, y su madre, la Luna, el viento lo llevó en su vientre y su
nodriza es la Tierra».
4. «Es el padre de las maravillas del mundo entero».
5. «Su fuerza es perfecta cuando se convierte en tierra».
6. «Separa la tierra del fuego y lo fino de lo grueso, suavemente y con todo cuidado».
7. «Sube de la Tierra al Cielo y de allí vuelve a la Tierra, para recibir la fuerza de lo
de arriba y de lo de abajo. Así poseerás la luz de todo el mundo, y las tinieblas se alejarán de
ti».
8. «Ésta es la fuerza de todas las fuerzas, pues vence a todo lo que es fino y penetra
en todo lo sólido».
9. «Por tanto, el mundo pequeño está hecho a semejanza del mundo grande».
10. «Por ello, y de este modo, se obrarán aplicaciones prodigiosas».
11. «Por eso me llaman Hermes Trismegisto, pues yo poseo las tres partes de la
sabiduría de todo el mundo».
12. «Terminado está lo que he dicho de la obra del Sol».
1. «En verdad, ciertamente y sin duda: Lo de abajo es igual a lo de arriba, y lo de
arriba, igual a lo de abajo, para obrar los milagros de una cosa». La versión latina
empieza textualmente así: Verum, sine mendacio, certum et verissimum, pero la
versión que da Dyâbir es más clara: «En verdad; cierto y sin duda» (haqqan, iaqînan, lâ
shakka fih), pues «en verdad» se refiere a la esencia de lo revelado, y «ciertamente y
sin duda», a su experiencia subjetiva. La frase siguiente, primera, tiene en árabe una
versión algo distinta, que aparentemente da otro significado: «Lo más alto [procede]
de lo más bajo, y lo más bajo, de lo más alto». Esto indica la mutua dependencia entre
lo activo y lo pasivo en el sentido de que la forma esencial no puede manifestarse
sin la materia pasiva, y viceversa, la potencia pasiva puede desarrollarse sólo
gracias a la acción del polo opuesto, activo. Así, en la «obra mayor», la acción de la
fuerza espiritual depende de la preparación del «recipiente» humano, y ésta, a su
vez, depende de aquélla. Pero esto no es más que otro aspecto del reflejo entre
«arriba» y «abajo», a que se refiere la versión latina:
«Para obrar los milagros de una cosa», es decir, de la obra interior. «Arriba» y
«abajo» se refieren, pues, a esta cosa en particular y se completan en su proyección
a ella.
2. «Así como todas las cosas proceden del Uno y de la meditación del Único, también
todas las cosas nacen de este Uno mediante conjugación».
Esto significa que la obra hermética procede de una sustancia única, a
imitación y como reflejo «material» invertido de la creación del mundo por el ser
divino único mediante el Espíritu Único.
En lugar de meditatione unius, «por la meditación del Uno», ciertas
transcripciones dicen mediatione unius, «por mediación del Uno», lo cual, de todos
modos, no altera esencialmente el significado, pues se funda en la idea de que la
luz única e intangible del Uno omnipotente se quiebra en múltiples reflejos a
través del prisma del espíritu. Plotino enseñaba que el Espíritu Unico (nous) se
mira constantemente en el Ser Supremo sin poder comprenderlo ni profundizar en
Él, y con esta contemplación constante, proyecta, cual una lente condensadora, la
luz recibida en un haz de rayos, y así pone de manifiesto la pluralidad del Todo. La
expresión árabe tadbir, que aparece aquí en ciertas versiones de la Tabla
Esmeraldina, tiene el doble significado de «meditación» y «exposición» o «conclusión».
Nosotros hemos traducido «mediante conjugación» por adaptatione; en Basilio
Valentino se lee coniunctione («mediante unión»).
3. «Su padre es el Sol, y su madre, la Luna». El Sol, padre de la «piedra», es el
espíritu (nous); la Luna, el alma (psiché). «El viento lo llevó en su vientre», el viento
que lleva en su vientre el germen espiritual es el hálito vital y, en un contexto más
amplio, la «materia» del reino intermedio que se extiende entre Cielo y Tierra, es
decir, entre el mundo puramente espiritual y el mundo físico. El hálito vital es
también el mercurio, que contiene el germen del oro en estado líquido. «Y su
nodriza es la Tierra», o sea, el cuerpo como realidad interna.
4. «Es el padre de las maravillas del mundo entero». «Maravilla» es una
traducción aproximada de thelesma, de la que se deriva «talismán». Un talismán (en
árabe, tilism) no es más que un símbolo en el que se ha infundido algo de la fuerza
de su arquetipo, al ser fabricado en una determinada situación cósmica
(constelación) y con el correspondiente recogimiento espiritual. Semejante
tratamiento teúrgico depende de la correspondencia cualitativa entre forma visible y
realidad invisible y de la posibilidad de lograr que esta correspondencia resulte
operante en el plano espiritual. De aquí la similitud entre el talismán como
portador de un influjo invisible y el elixir alquímico como «fermento» de la
transmutación de los metales.
5. «Su fuerza es perfecta cuando se convierte en tierra», es decir, que cuando el
espíritu se hace cuerpo, lo volátil se solidifica.
6. «Separa la tierra del fuego y lo fino de lo grueso, suavemente y con todo cuidado».
Separar la tierra del fuego y lo fino de lo grueso significa «extraer» el alma del
cuerpo.
7. «Sube de la Tierra al Cielo y de allí vuelve a la Tierra, para recibir la fuerza de lo
de arriba y de lo de abajo». Una vez la conciencia se ha liberado de todas las
cristalizaciones de forma, puede producirse la cristalización del espíritu, de
manera que lo activo y lo pasivo se unifican por completo. Entonces la luz del
espíritu se hace consistente. «Así poseerás la luz de todo el mundo – es decir, mediante
la unión con el Espíritu Único que es la fuente de toda luz–, y las tinieblas se alejarán
de ti», o sea, se desprenderán de la conciencia, la ignorancia, el error, la
inseguridad, la duda y la necedad.
8. «Esta es la fuerza de todas las fuerzas, pues vence a todo lo que es fino y penetra
en todo lo sólido». Lo fino, sublime o volátil (en árabe, latif), sólo puede dominarse
ligándolo a lo firme o corporal, del mismo modo que sólo puede retenerse un
estado psíquico asociándolo a una imagen concreta. Sin embargo, la «fijación»
alquímica es más íntima y está relacionada con lo que dijimos anteriormente sobre
la función de la conciencia corporal como punto de apoyo de estados espirituales.
Mediante la unión con lo espiritual, la conciencia originalmente corporal se
convierte en una fuerza penetrante y sublime, que puede actuar hacia el exterior.
Dyâbir escribe a este respecto:
«Cuando el cuerpo sólido y duro ha llegado a transformarse hasta el punto de
hacerse fino y leve, viene a ser como una cosa espiritual que se introduce en los cuerpos,
pese a conservar su propia naturaleza, que lo hace resistente al fuego. En este momento se
mezcla con el espíritu, ya que se ha convertido en algo fino y ligero y, al mismo tiempo, da
consistencia a éste. La consolidación del espíritu en este cuerpo sucede al primer proceso,
ambos se transforman, y cada uno de ellos toma la naturaleza del otro. El cuerpo se hace
espíritu al adquirir la finura, ligereza, elasticidad, coloración, acción penetrante y demás
propiedades del espíritu. A su vez, el espíritu se convierte en cuerpo al tomar de éste su
resistencia al fuego, su inmutabilidad y su perdurabilidad. De la conjunción de ambos
elementos se obtiene una sustancia ligera, que no posee la solidez del cuerpo ni la finura del
espíritu, sino que viene a ocupar una posición intermedia entre ambos extremos…»[100]
9. «Por tanto, el mundo pequeño está hecho a semejanza del mundo grande». En la
versión latina, esta frase dice: «Por tanto, el mundo es creado». El texto árabe, por el
que nos hemos regido, es, evidentemente, más completo. El «mundo pequeño», la
perfecta imagen del grande, es el hombre que ha realizado su naturaleza original.
Esto indica claramente el verdadero objetivo de la alquimia.
10. «Por ello, y de este modo, se obrarán aplicaciones prodigiosas». En el texto
árabe se lee: «Los sabios recorren este camino».
11. «Por eso me llaman Hermes Trismegisto, pues yo poseo las tres partes de la
sabiduría de todo el mundo». Trismegisto significa «tres veces grande» o «triplemente
poderoso». Las «tres partes de la sabiduría» representan las tres fases principales del
Universo, o sea, la existencia puramente espiritual, la psíquica y la corporal, cuyos
símbolos son el Cielo, el reino intermedio del aire y la Tierra.
12. «Terminado está lo que he dicho de la obra del Sol». De la obra del Sol: de
operationis solis; esto puede significar también «de la obra de oro» o «de la fabricación
del oro».
Toda la Tabla Esmeraldina viene a ser una explicación del sello salomónico,
cuyos dos triángulos pueden representar tanto la forma esencial y la materia como
el espíritu y el alma, como el azufre y el mercurio, como lo volátil y lo sólido, como
la fuerza espiritual y la existencia corporal.
CONSIDERACIÓN FINAL
Esperamos que con nuestras explicaciones habremos sacado el horizonte
espiritual en el que se encuadra la alquimia como «arte regia», de la distorsión casi
inevitable que implica todo examen puramente histórico. Del mismo modo que los
objetos se empequeñecen con la distancia en el espacio, todo aquello que quedó
atrás en el tiempo se presenta bajo una figura simplificada y disminuida, tanto más
cuanto mayor es la distancia espiritual entre una época y la otra. Entre nuestro
tiempo y aquel al que pertenece la alquimia, esta distancia espiritual es poco
menos que inmensa, por lo que a nadie debe asombrar que el investigador de hoy
que no posea ciertos conocimientos de las artes espirituales que aún subsisten en
algunos ámbitos culturales, vea la alquimia como a través de un espejo que le
ofrece una imagen deformada y disminuida. Y es que, por lo general, carece no
sólo de los conocimientos teóricos que lo capacitarían para comprender el lenguaje
figurado de los alquimistas, sino también de todo punto de referencia para
discernir lo que en aquel campo es posible y lo que es probable. La Naturaleza —y
nos referimos tanto a la naturaleza corporal como a la naturaleza psíquica de los
hombres y de las cosas— puede abordarse desde lados muy diversos, por lo que
cada una de las «dimensiones» que corresponde a un determinado punto de vista
resulta lógica y prácticamente inagotable. Por ejemplo, la Química empírica puede
desarrollarse hasta el infinito sin que sus descubrimientos lleguen a salirse de la
determinada dimensión ontológica establecida por sus hipótesis, mientras que una
Ciencia legada por la tradición, como la alquimia, puede examinar y tratar los
mismos fenómenos naturales desde unas miras totalmente distintas y también
infinitas. Puede ponerse como ejemplo de ello la Medicina tradicional de los
chinos, hindúes o tibetanos, cuyos métodos son extraños por completo al moderno
concepto de la Naturaleza, sin que por ello resulten menos eficaces.
La Ciencia moderna tiene un ojo implacable para descubrir los errores
infantiles que aparecen en la Cosmología tradicional y que, sin embargo, son
tangenciales e intrascendentes; y, no obstante, es incapaz de ver sus propios
atentados contra el equilibrio del hombre y la Naturaleza que, a los ojos de un arte
espiritual como la alquimia, suponen gravísimas transgresiones, aparte el
injustificado totalitarismo y la negación, expresa o tácita, pero en cualquier caso
práctica y casi siempre absoluta de lo sobrenatural e inmaterial que caracterizan a
la Ciencia moderna.
La relación entre el hombre y el mundo natural varía en ciertos casos no sólo
teóricamente, sino práctica y tangiblemente, y no sólo de modo subjetivo, sino
también recíproco; porque el mundo corporal no está separado del psíquico, a
pesar de que la perspectiva particular del yo nos muestra a la esfera psíquica del
individuo como algo autónomo. En las épocas y en los pueblos en que la
conciencia del yo es menos consistente y la relación con el ambiente natural no está
dominada por el prejuicio de una actitud meramente racionalista, puede suceder
con más facilidad que las fuerzas psíquicas actúen directamente y sin medios
mecánicos sobre la naturaleza externa. Esto puede aplicarse, sobre todo, a las
tradiciones de forma arcaica, para las cuales los fenómenos naturales, como el
relámpago, la lluvia, el viento y el crecimiento, representan símbolos esenciales; y
puede darse el caso de que determinadas acciones sagradas despierten una
resonancia cósmica; esto puede observarse aún hoy en algunos pueblos
chamanistas, como los indios norteamericanos.
Por tanto, hay que situar la alquimia en este su marco original para entender
el justo significado de ciertas declaraciones sobre el efecto del elixir. No cabe duda
de que la conversión de los metales ordinarios en oro no es el verdadero objetivo
de la alquimia, y cuando sólo se persigue esto, nunca puede conseguirse. Pero hay
ciertos testimonios sobre la realización visible del magisterio que no pueden
descartarse con facilidad. El simbolismo metalúrgico se halla tan orgánicamente
ligado a la obra interior de la alquimia, que, en ciertos casos aislados, lo que se
realizaba interiormente se plasmaba también en el plano exterior, no como fruto de
unas operaciones químicas cualesquiera, sino como manifestación espontánea de
un estado espiritual extraordinario. La realización de la transformación espiritual
es ya en sí un milagro no menos trascendental que la brusca conversión de los
metales ordinarios en oro. Sólo concentrándose espiritualmente, el arquero japonés
iniciado en los misterios del Zen podía dar en el blanco con los ojos cerrados en el
instante de su unión con el Ser eterno[101]. Así también la transformación física de
los metales era como una señal que mostraba a un tiempo la santidad del oro y la
del hombre, del hombre que había conseguido realizar la obra interior.
Notas
[1]Véase Herbert Silberer, Probleme der Mystik un thre Symbolik, Viena, 1914:
C. G. Jung, Psychologie und Alchemie, Zurich, 1944 y 1952, y Mysterium Conjunctionis,
Zurich, 1955 y 1957. <<
[2]
En la obra etnológica de E. E. Evans-Pritchard, Nuer Religion, capítulo
«The Problems of Symbols», Oxford at the Clarendon Press, 1956, se da una excelente
explicación de lo que puede entenderse por símbolo. <<
[3]
Véase Mircea Eliade, Forgerons et Alchimistes, col. «Horno sapiens»,
París, 1956. <<
[4]
Ibíd. <<
«Nos revelamos el hierro. En él hay fuerza maligna y utilidad para los
[5]
hombres…». (Corán, LVII, 25). <<
[6] Camara Laye, L’Enfant noir, París, 1953. <<
[7]Vom Wesen heiliger Kunst in den Weltreligionen, Origo-Verlag, Zurich, 1955,
y Principes et méthodes de l’art sacré, Lyon, 1968. <<
[8]
Bibliothèque des Philosophes Chimiques, ed. por G. Salmon, París, 1741. <<
Ibíd. II. El relato del diálogo entre el rey árabe Chalid y el monje Morieno o
[9]
Mariano fue probablemente el primer texto alquímico traducido del árabe al latín.
<<
[10]
Bibl, des Phil. Chim. <<
Artefius, puede ser el nombre latinizado de un autor árabe desconocido.
[11]
(Véase E. von Lippmann, Entstehung und Ausbreitung der Alchemie, Berlín, 1919).
Debió de vivir antes del año 1250. <<
[12]
«Cabalistico» significa aquí, de acuerdo con la etimología de la palabra,
«transmitido oralmente». <<
[13] Bibl. des Phil. Chim. <<
Se ha discutido si son la misma persona este Sinesio y el homónimo
[14]
obispo de Cirene (379-415), que fue discípulo de la platónica Hipatia de Alejandría.
<<
[15] Bibl. des Phil. Chim. 10. Ibíd. <<
[16] Ibíd. <<
[17]
Ibíd. 12. Ibíd. <<
[18] Ibíd. <<
[19] Ibíd. <<
[20] Alquimista francés del siglo XVI. <<
[21]
Bibl. des Phil. Chim. II. <<
[22]El entendimiento se parece a una lente condensadora que proyecta la luz
del espíritu en una dirección determinada y sobre un campo limitado. <<
Entendemos por Metafísica la ciencia de lo no creado. La mayor parte de
[23]
la «Metafísica» aristotélica es, simplemente, cosmología. Distintivo de la verdadera
Metafísica es su carácter «apofático». <<
[24]Hemos traducido ousia por sustancia, de acuerdo con los usos de la
Escolástica. En realidad, aquí se trata de la esencia de Dios. <<
Es decir, la sustancia o el ser de Dios no puede ser reconocido por nada
[25]
que esté fuera de sí mismo, pues está más allá de toda dualidad y de toda
diferenciación entre objeto y sujeto. <<
Corpus Hermeticum, trad. por A.-J. Festugière, París, «Les Belles Lettres»,
[26]
1945. Capítulo «D’Hermes Trismégiste: sur l’Intellect commun, à Tat». <<
[27] Así veía los escritos herméticos, entre otros, san Alberto Magno. <<
De aquí los tormentos que, al abandonar el cuerpo, sufren las almas que
[28]
sólo se han preocupado de lo corporal. <<
[29] Corpus Hermeticum, op. cit., capítulo «Poimandrès». <<
Sobre el simbolismo del tejido, véase René Guénon, Le Symbolisme de la
[30]
Croix, parís, 1931. <<
Los hindúes hablan de cinco elementos, pues incluyen el éter (akasha), la
[31]
quintaesencia de los alquimistas. <<
Descartes, La recherche de la Vérité par les lumieres naturelles, citado en
[32]
Maurice Dumas, Histoire de la Science. «Encyclopédie de la Pléiade», pág. 481. <<
Yapase, a este respecto, René Guénon, Le Symbolisme de la Croix y Julius
[33]
Schwabe, Archetyp und Tierkreis, Basilea, 1951. <<
[34]
Publicado en M. T. d’Alverny, Les pélégrinations de l’Ame dans l’autre
Monde d’après un anonyme de la fin du XIIè siècle, en «Archives d’Histoire doctrinale et
littéraire du Moyen Age», 1940-1942. Según investigaciones posteriores de M.T.
d’Alverny, el manuscrito que se conserva en la Bibliothèque Nationale de París fue
escrito probablemente en Bolonia, inspirado en un antecedente español. <<
[35] Véanse láminas 1 y 2 y la explicación correspondiente. <<
Según Averroes, el movimiento ininterrumpido del ciclo sin estrellas es la
[36]
intersección entre tiempo y eternidad. <<
[37]
El sistema heliocéntrico era enseñado ya por Aristarco de Samos (ca. 320-
250 a.J.C.). Nicolás Copérnico, en el prólogo, dedicado al papa Paulo III, de su obra
De las órbitas de los astros (1543), se refiere a Hicetas de Siracusa y a ciertas
indicaciones de Plutarco. Aristóteles, en su libro del cielo, escribe: «Mientras que la
mayoría [de físicos] opinan que la Tierra está en el centro [del Universo], los filósofos
itálicos, llamados pitagóricos, disienten de ello, pues afirman que en el centro está el fuego;
la Tierra, por el contrario, que es uno de los astros, gira alrededor del centro…». Es de
suponer que también ciertos astrónomos hindúes de la Antigüedad conocían el
esquema heliocéntrico del Universo. <<
[38]
Berthelot, La Chimie au Moyen Age, París, 1893, II. 262-263. <<
[39]
Ciertas teorías modernas que pretenden entender el desarrollo de las
formas inorgánicas y orgánicas como una «evolución» del espíritu no son, en el
fondo, sino una continuación del materialismo, ya que atribuyen al espíritu, que en
esencia es inmutable, un devenir. <<
[40]Esto es válido incluso para los números, por cuanto cada número no
representa sólo una cantidad, sino, al mismo tiempo, también un aspecto de la
unidad o uno, como lo que tiene carácter de dos, tres, cuatro, etc. La diferencia
cualitativa de las formas se manifiesta con la mayor claridad de las unidades
numerales, y ésta es la razón por la que los teoremas pitagóricos consideraban a los
números simples como la expresión de los arquetipos. <<
[41]
En Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, ed. Gallimard, París,
1943. <<
Expresado con cierta osadía, el metal es una forma espiritual de la materia
[42]
corporal, mientras que los planetas o los astros representan en general una forma
corporal del espíritu. <<
[43]
Algunos alquimistas helenos sitúan el electrón en el lugar del mercurio.
<<
Es de observar, sin embargo, que sólo un campo completo de la existencia
[44]
posee un centro indiscutible; sólo el hombre es el centro indiscutible de toda la
existencia terrena. Por el contrario, hay campos parciales con centros relativos que
se manifiestan a menudo en formas diversas, las cuales se complementan entre sí.
Por ejemplo, en el reino de las aves tenemos, además del águila, el ruiseñor, la
paloma, el pavo real, el cisne e incluso la lechuza, que, cada uno a su modo,
representan un centro. <<
Véase traducción parcial del autor: ’Abd al-Karîm al-Djîlî, De l’Homme
[45]
universel, trad. por T. B., Argel y Lyon, 1953. <<
[46]
J. Schwabe, Archetyp und Tierkreis, Basilea, 1951. <<
[47]
Véase la traducción, del autor, de Fusûs al-Hikam, op. cit. pie pág. 139 <<
[48]
Bibl. des Phil. Chim. <<
Como se indica en el prólogo de C. G. Jung a la traducción hecha por
[49]
Richard Wilhelm de la obra taoista Das Geheimnis der Goldenen Blüte (Munich,
1929). Algunas de las pinturas de enfermos mentales que allí se reproducen y se
comparan con mandalas son verdaderas caricaturas, en las que se observan ciertas
ideas infantiles de las doctrinas esotéricas orientales; otras son chapuzas inocentes
y vacías. <<
[50] Texto facilitado por el doctor S. Hussein Nasr, Teherán. <<
[51]De Le Livre du Trévisan de la Philosophie naturelle des Métaux, en «Bibl. des
Phil. Chim». <<
[52] Heinrich Kunrath, Theatrum Sapientiae aeternae. <<
[53]
Texto facilitado por el doctor S. Hussein Nasr, Teherán. <<
[54]Así según la doctrina de los místicos islámicos, la Revelación (tadjallî) de
Dios en el corazón toma la forma que Este le imprime según la disposición en que
la recibe. Véase la traducción, del autor, de Fusûs al-Hikam, de Muhyi-d-Din
Ibn’Arabî: La Sagesae des Prophètes, Ed. Albin-Michel, París, 1955. <<
A esta misma verdad se refiere Dante cuando llama a la Virgen Santísima
[55]
«Figlia del tuo Figlio». (Hija de tu Hijo) (Divina Comedia, principio del canto 33.º).
<<
[56] Véase E. Steinnilber-Oberlin, Les Sectes boudhiques japonaises, París, 1930.
<<
[57] Véase traducción, del autor, de Fusûs-al-Hikam, op. cit. <<
[58]Véase Maurice Aniane, Notes sur l’Alchimie, «yoga» cosmologique de la
Chrétienté médiévale, en «Yoga, Science de l’Homme intégral», Ed, Cahiers du Sud,
París, 1953, y J. Evola, Metafísica del Sesso, Ed. Atanor, Roma, 1058. <<
[59]
Traducido al francés por Robert Buchère en Le Voile d’Isis, año 1921, pág.
183, París. <<
[60]
Lo cual no tiene sólo un significado psicológico, sino también, y
principalmente, ontológico. <<
[61]
Futûhàt al-Mekkiyah. <<
Los últimos descubrimientos sobre la fisión del átomo parecen confirmar
[62]
que los metales cualitativamente más bajos son también los más blandos y porosos
y, por consiguiente, los que se desintegran con mayor facilidad; el uranio equivale
al plomo. <<
[63]No debe confundirse esta doctrina con la opinión de J.J.Rousseau, según
la cual, el hombre es esencialmente bueno; la inconsciente repetición del estado
original en el niño no excluye las predisposiciones negativas ni las taras
hereditarias. <<
[64]Sobre la fuerza astringente del mercurio, véase: René Guénon, La Grande
Triade, Ed. de la Revue de la Table Ronde, París, 1946; cap. «Soufre, Mercure et Sel».
<<
[65]
El aire representa el componente roio de la sangre; el fuego, la bilis; el
agua, la mucosidad, y la tierra, la atrabilis. Los cuatro humores están contenidos en
la sangre. <<
[66]
Véase René Guénon, Le Symbolisme de la Croix. <<
[67]
Véase René Guénon, op. cit. <<
[68]
Véase Arthur Avalon, The Serpent Power, Madrás, 1931. <<
[69] Véase Julius Schwabe, op. cit. <<
[70] Probablemente, el nombre árabe ’Alî. <<
[71]Lo amorfo es lo contrario de lo «ultraforme», lo que está más allá de la
forma. Esto no carece de forma, la posee esencialmente, aunque sin estar limitado
por ella. Por tanto, el puro espíritu sólo puede realizarse a través de la forma
perfecta. <<
[72]
Véase René Guénon, op. cit. <<
[73]
Véase traducción, del autor, de Fusûs al-Hikam, capítulo sobre Moisés. <<
[74]
Este motivo aparece en casi todas las iglesias románicas. <<
[75]
De aquí el papel que desempeña el nudo en la magia. <<
[76]
Véase Senior Zadith, Turba Philosophorum; Bibl. des Phil. Chim. <<
Véase Paul Coze, L’Oiseau Tonnerre, París-Ginebra, 1938. Según Averroes,
[77]
quien, a su vez, cita a Galeno, el espíritu vital es una sustancia pura que se
encuentra en el espacio sideral y que, mediante un proceso parecido a la
respiración, es asimilada y convertida en vida en el corazón. <<
[78] Véase Mircea Eliade, Forgerons et Alchimistes, capítulo sobre la alquimia
china. <<
[79] Véase Mircea Eliade, op. cit., capítulo sobre la alquimia hindú. <<
[80] Bibl. des Phil. Chim. <<
[81]
Véase Julius Evola, Metafísica del Sexo. <<
[82] Bibl. des Phil. Chim. <<
[83] Bibl. des Phil. Chim. <<
[84]
Colección «La Barque du Soleil», Correa, París, 1958; capítulo «Les modes de
l’oraison». <<
[85]
Véase Frithjof Schoun, op. cit.; capítulo «Les Stations de la Sagesse». <<
Véase la obra del autor Introduction aux Doctrines ésotériques de l’Islam, col.
[86]
«Soufisme», Argel y Lyon, 1955, págs. 84 ss. <<
Véase H. K. Iranschär, Enthüllung der Geheimnisse der labren Alchemie,
[87]
Zurich. <<
Véase The Sacred Pipe, publicado por Joseph Epes Brown, University of
[88]
Oklahoma Press, 1953. <<
[89]
Bibl. des Phil. Chim. <<
[90]
Probablemente se trata de Heraclio I, emperador de Bizancio (610-641). <<
[91]
Véase capítulo «Azufre, mercurio y sal». <<
[92]
Von dem grossen Stein der uhralten Weisen, Estrasburgo, 1645. <<
[93]
La Parole délaissée, en «Le Voile d’Isis», París, 1931, pág. 461. <<
[94] Bibl. des Phil. Chim. <<
[95] Bibl. des Phil. Chim. <<
[96] La púrpura se fabricaba en Tiro. <<
[97] Bibl. des Phil. Chim. <<
[98] Para ver en las seis etapas otras tantas disposiciones o estados en
cualquier clase de realización espiritual, compárese la obra ya mencionada de
Frithjof Schuon, Les Stations de la Sagesse, especialmente el capítulo del mismo
título. <<
[99] Véase J. F. Ruska, Tabula Smaragdina, Heidelberg, 1926. <<
[100] Véase Paul Kraus, Sabir Ibn Hayyán, El Cairo, 1942-1943. <<
[101]
Véase Eugen Herrigel (Bungaku Hakushi), Zen in der Kunst des
Bogenschiessens, Munich-Planegg, 1951. <<