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Columna nº 1:
En la Universidad de California hay un centro de investigación médica en
donde cultivan organoides cerebrales, es decir, pequeños cerebros artificiales
creados a partir de células madre humanas. Y resulta que ahora acaban de
detectar ondas de actividad cerebral en esos sesitos de laboratorio, cosa que
es más de lo que se puede decir de los cerebros de algunos individuos que
conozco. El hallazgo es fascinante y espeluzna un poco. Pensar en el monstruo
de Frankenstein es inevitable, pero también es una simpleza, porque los
organoides no reproducen por completo un cerebro real (no tienen vasos
sanguíneos, por ejemplo) y además son una herramienta extraordinaria para la
investigación y cura de enfermedades. Con todo, cada vez que me entero de
alguno de estos maravillosos descubrimientos siento cierto desasosiego por la
divergencia entre los vertiginosos avances científicos y el inmovilismo de
nuestras emociones. Quiero decir que seguimos siendo tan energúmenos
como los trogloditas. Y así, somos capaces de crear cerebros de laboratorio
con actividad eléctrica real, pero no conseguimos madurar nuestras propias
cabezas hasta conseguir algo tan elemental como no odiar con pasión
furibunda a todo aquel que opine de modo diferente. Lo digo muy cansada del
griterío. Del creciente sectarismo, de la ausencia de raciocinio y de la ceguera.
Los verdaderos monstruos de Frankenstein somos nosotros, hechos de
pedazos contradictorios: tanta habilidad tecnológica y tanta estupidez
emocional.
¿Hay algún remedio para esto? Bueno, se me ocurre que leer puede
ayudar. Hace un par de semanas estuve en México en la Bienal Vargas Llosa
hablando, entre otras cosas, de la literatura como último reducto de la
complejidad. La vida es confusa, mestiza y paradójica. Nadie puede saberlo
todo ni puede tener la razón en todo. Las ideas son y deben ser mudables,
repensables, redefinibles. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son
ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento.
Pero el problema es que los seres humanos somos pequeños y frágiles.
Corremos de acá para allá despavoridos en busca de cobijo, y hay muchos
que, con tal de hacerse un nido protector de certidumbres, abdican de toda
reflexión. Hay un sesgo cognitivo, llamado sesgo de confirmación, por el cual
los humanos tendemos a creer solo aquellas noticias que confirman nuestras
ideas previas. Y yo diría que este viejo error de conocimiento ha empeorado en
los últimos tiempos; primero por la pandemia, que ha aumentado nuestra
indefensión y por consiguiente la necesidad de buscar cobijo en el búnker del
dogma; pero, sobre todo, por las nuevas tecnologías, por esos algoritmos que
llevan años escogiendo las noticias que vemos para que se adapten a nuestro
gusto. Y así, cada día vamos viviendo más y más encerrados en pequeñas
peceras mentales que a cada uno de nosotros, pececillos prisioneros y
cegatos, nos parecen el mundo.
Einstein decía que para ser un buen científico había que pensar al
menos 10 minutos al día lo contrario de lo que piensan tus amigos. Creo que es
un formidable consejo para todos, pero, a falta de eso, recurramos a los libros.
Los libros nos abren puertas a lo Otro, a los otros. Nos obligan a percibir las
diferencias, las contradicciones y las sombras. Los libros nos enseñan la
complejidad, y el conocimiento de esa complejidad hace a los humanos más
sabios y más libres. Por eso todos los poderes represores intentan secuestrar e
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impedir la lectura. A los esclavos de Estados Unidos no se les permitía
aprender a leer y escribir; los talibanes le metieron una bala a Malala en la
cabeza por querer estudiar, y los tiranos como Daniel Ortega persiguen a
escritores como Sergio Ramírez en esta eterna guerra contra los libros.
Pero terminaré con una buena noticia: el éxito de la reciente Feria del
Libro de Madrid, la primera tras la pandemia. Día tras día, los lectores
aguantaron estoicamente, a pie y bajo el sol, gigantescas colas de horas para
entrar en el recinto. Colas para comprar un libro y asomarse así a vastos
mundos ajenos. Para combatir el reduccionismo de pecera, la banalización del
odio y el sectarismo. Para coser mejor nuestras pobres y disociadas tripas de
inmaduros monstruos. Es algo que llena de esperanza.
(Rosa Montero, “Monstruos mal cosidos”, El País, 10/10/2021)
Columna nº 2:
¿Cómo es posible que suceda algo así? Hablo de esa insoportable
noticia de hace unas semanas: una sexagenaria francesa fue drogada durante
una década hasta la inconsciencia por su esposo, que la ofrecía por internet a
desconocidos. Han detenido a 44 hombres entre 24 y 71 años, de todo pelaje y
condición: periodistas, bomberos, enfermeros. El marido tiene 68 años y lleva
medio siglo con su mujer, con la que tuvo varios hijos. Como el monstruo
grababa los encuentros, todo está documentado; los violadores sabían lo que
hacían, porque, si la víctima mostraba la menor señal de ir a despertarse, se
marchaban. Al enterarse de lo sucedido, la vida de la mujer “se ha derrumbado
totalmente”. Qué dolor, pobrecita.
Repito, ¿cómo puede suceder algo así durante 10 años? Lo digo
despavorida y atónita, intentando entender el origen de este enorme Mal para
poder combatirlo. Recapitulemos: hay hombres capaces de cometer semejante
atrocidad con su mujer (y qué mala vida le daría cuando estaba despierta, me
supongo); luego hay otros tipejos encantados de participar en unas violaciones
repugnantes; y también hay señores que, cuando salió la noticia, y pese a las
clamorosas pruebas de la inocencia de la víctima, se apresuraron a comentar
que seguro que ella lo sabía. Qué les pasa a algunos hombres en la cabeza.
Qué pedazo les falta en el corazón.
Los expertos resaltan que la prevalencia de la violencia sexual en los
varones es tremenda; el neurocientífico Eagleman habla en su libro Incógnito
de 442.000 agresiones sexuales anuales cometidas por hombres en EE UU y
sólo 10.000 por mujeres. Por fortuna, la gran mayoría de los varones no son
así, pero las cifras son lo suficientemente elevadas como para comprender que
ahí hay un problema. Un conflicto que engorda por las pautas sociales y el
prejuicio sexista.
Daré un ejemplo. En el estupendo libro Literatura y psicoanálisis, de Lola
López Mondéjar, leo este fragmento de la autobiografía Confieso que he vivido,
de Pablo Neruda. El escritor estaba en Ceilán, en un bungaló sin excusado,
con un cubo en el que hacer sus necesidades. Misteriosamente, el cubo
aparecía limpio cada mañana. Un día descubrió el secreto: “Entró por el fondo
de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella (…) de
la raza tamil, de la casta de los parias (…). Se dirigió con paso solemne hacia
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el retrete, sin mirarme siquiera (…) y desapareció con su paso de diosa. Era
tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado”. Vaya, qué
interesante ese uso eufemístico de la palabra preocupado; suena rara, y más
en un hombre tan verboso, cuando en realidad se está refiriendo a un calentón.
A partir de ese día, Neruda la llamó “sin resultado” y le dejó regalos, “seda o
frutas”, que ella siempre ignoraba, porque pasaba “sin oír ni mirar”.
Derrochando poesía, añade: “Aquel trayecto miserable había sido
convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina
indiferente”. Qué pecado desdeñar al gran hombre, qué pícara travesura eso
de ser una reina indiferente (pero no era reina: era paria, lo más bajo de lo más
bajo e indefenso). “Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la
muñeca y la miré cara a cara (…) se dejó conducir por mí sin una sonrisa y
pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas
caderas, las desbordantes copas de sus senos la hacían igual a las milenarias
esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una
estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasibles. Hacía
bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.
No sé qué me da más asco, si la tranquilidad con la que admite la
violación, o la insignificante y ornamental alusión a lo despreciable de su acto,
o sus florituras líricas, o el hecho de que esas memorias se hayan leído durante
décadas, también en los colegios por chicos y chicas, sin que nadie señale tal
brutalidad. Así se van creando esas cegueras sociales que lo permiten todo.
Cuántas buenas personas, muchas de ellas varones, se habrán sentido
incómodas al leer este texto, pero lo habrán dejado pasar sin más, porque
formaba parte del orden de las cosas. Simone de Beauvoir tenía razón: el
machismo no es un problema de las mujeres. Es un problema de los hombres
con las mujeres. Y de la sociedad que ampara y calla.
(Rosa Montero, “Amparar y callar”, El País, 24/10/2021)
Columna nº 3:
Leo en EL PAÍS un artículo estremecedor de la escritora nicaragüense
Gioconda Belli. Se titula Despatriada: una memoria personal del exilio y habla
de la terrible situación que se está viviendo en su país bajo la tiranía de Daniel
Ortega. Cuenta Gioconda que la primera vez que se exilió fue con 25 años y en
1975. Ahora tiene 72 y, tras toda una vida luchando por la libertad, vuelve a
estar errante por el mundo llevando como toda posesión la pequeña maleta con
la que vino a España a ser jurado del Premio de Poesía Loewe. Le ha pasado
lo mismo que a Sergio Ramírez: ya no puede regresar a su casa. Me ha
impresionado saber que allá han quedado sus dos perros; ese desgajamiento
forzoso de la manada familiar me parece el ejemplo más elocuente del
traumático robo de su vida.
El artículo de Belli nos habla del alzamiento popular de 2018, ahogado
en un baño de sangre (más de 328 personas fueron asesinadas: por contar eso
en su última novela, Tongolele no sabía bailar, es por lo que Sergio ha sido
perseguido), y de cómo la proximidad de unas elecciones que podrían sacar a
Ortega y su mujer del poder hicieron que ese binomio de sátrapas lanzara una
represión descomunal. Amparados en leyes de chichinabo impuestas a toda
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prisa en una Asamblea controlada por ellos, persiguen, detienen, mantienen en
la cárcel en condiciones inhumanas a presos políticos y difaman a los
opositores con acusaciones delirantes. Todo esto es el abecé de los déspotas,
un comportamiento por desgracia demasiado habitual. Como también es
habitual que haya aún gente en el mundo que prefiere vivir con anteojeras,
antes que prescindir de un dogma consolador. Me refiero a todos esos
descerebrados que se obstinan en apoyar regímenes tremendos. Ahí está la
larguísima agonía de Cuba, el horror de Venezuela. Que haya individuos que
consideren que eso es deseable y progresista me deja patidifusa. Cuánto hay
que empeñarse en cerrar los ojos y en no ver para seguir sosteniendo algo
semejante.
Pero además el exilio tardío y redundante de Belli y Ramírez nos
conecta con algo más profundo: con la manera en que escogemos vivir
nuestras vidas. Toda existencia tiene sus miedos y sus retos. A veces, el
destino te coloca en situaciones de verdadera heroicidad, como, por ejemplo,
durante el III Reich: ¿esconderías de la Gestapo a tu vecino judío? (muchos
nos hemos preguntado si, ante un dilema así, tendríamos el valor suficiente).
Pero el coraje cívico y ético se manifiesta de muchas otras formas. Qué difícil
es seguir escribiendo y seguir denunciando, año tras año, a un poder cada vez
más corrupto y más represor, como han hecho Gioconda y Sergio. Qué fácil
hubiera sido para ellos callarse. Disimular un poco. A fin de cuentas, ya han
rebasado los dos los 70 años, ya han hecho mucho en su vida, ya podrían
decirse que han cumplido. Pero no: prefirieron ser fieles a sí mismos. Lo
explicó muy bien Gioconda en un bellísimo poema que incluyó en su artículo y
que voy a copiar en parte aquí: “No tengo dónde vivir / Escogí las palabras /
Allá quedan mis libros / Mi casa. El jardín, sus colibríes / Las palmeras enormes
/ (…) No tengo dónde vivir. / Escogí las palabras. Hablar por los que callan /
Entender esas rabias / Que no tienen remedio / Se cerraron las puertas / Dejé
los muebles blancos / La terraza donde bailan volcanes a lo lejos / El lago con
su piel fosforescente / (…) Me fui con las palabras bajo el brazo / Ellas son mi
delito, mi pecado / Ni Dios me haría tragármelas de nuevo. / Allí quedan mis
perros Macondo y Caramelo / Sus perfiles tan dulces / Su amor desde las patas
hasta el pelo. / Mi cama con el mosquitero / Ese lugar donde cerrar los ojos / E
imaginar que el mundo cambia / Y obedece mis deseos. / No fue así. No fue
así. / Mi futuro en la boca es lo que quiero / (…) Queda mi ropa yerta en el
ropero / Mis zapatos, mis paisajes del día y de la noche / El sofá donde escribo
/ Las ventanas. / Me fui con mis palabras a la calle / Las abrazo, las escojo /
Soy libre / Aunque no tenga nada”. Hermosa y dura elección. Este artículo va
dedicado a los que siguen hablando. A los que no se callan frente a un dictador
o frente a un jefe injusto que abusa de un empleado. A todos los que eligen la
palabra, mi admiración y mi gratitud.
(Rosa Montero, “Escoger la palabra”, El País, 31/10/2021)
Columna nº 4:
La otra noche caminaba por Madrid cuando escuché una conversación a
mis espaldas. Parecían dos parejas que salían de cenar (estábamos en un
barrio muy gastronómico) y uno de los hombres comentaba que en unas
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terrazas cercanas no recogían las sillas y las mesas cuando cerraban, sino que
ponían a un vigilante. “Hay que ver, tener a un hombre ahí toda la noche como
un esclavo, en vez de guardar las mesas. Y son los restaurantes de José
Andrés. Luego mucho hablar, eso sí. Qué vergüenza”. Todo esto dicho con un
tono tan virtuoso, tan de impecable superioridad moral y de pureza bíblica que
chirrió en mis oídos.
No conozco al chef José Andrés. Ni siquiera sé a qué restaurantes se
refería. Pero enseguida pensé que nos faltaban datos para juzgar a alguien de
ese modo; pongamos, por ejemplo, que el vigilante es alguien que vive en la
calle (en ese barrio hay varios sin techo), a quien el encargo de echar una
ojeada al mobiliario proporciona un ingreso regular y la posibilidad de
abandonar la acera. Por otra parte, ese sueldo quizá permita recortar media
hora de extenuante trabajo en la jornada de los empleados regulares, al no
necesitar recoger nada. También pensé que el alma justiciera que hizo el
comentario no debe de tener mucho contacto con la gente que las está
pasando canutas en nuestra sociedad, porque de hecho hay tanta necesidad
que ni siquiera tienes que vivir en la calle para que la oportunidad de ganar un
sueldo fijo como guardia nocturno suponga un verdadero alivio. Por último,
también es posible que José Andrés no sea dueño de las malditas terrazas
(¿cuántas veces afirmamos pomposa y tajantemente cosas que ignoramos?), e
incluso que el famoso chef sea en efecto un tipo abominable. Pero, en serio,
¿podemos deducir algo así a la primera de cambio de un dato tan borroso sin
saber qué hay debajo? ¿Sin pararnos a pensar ni a contrastar? Me estremece
porque me reconozco: a veces yo también he soltado el latigazo de un juicio sin
suficiente base. Qué fácilmente nos sale el linchador.
Lo único que sé de José Andrés es lo que leo en la prensa. Que creó
hace años la World Central Kitchen, con la que moviliza a cocineros de todo el
mundo para servir comidas a personas en situación de necesidad (solo en la
pandemia ha repartido 25 millones de menús). Yo diría que hay que romperse
bastante el espinazo para hacer algo así. Por todo ello ha sido nominado al
Nobel de la Paz y acaban de entregarle el Princesa de Asturias de la
Concordia. Y ahí le duele, me parece. Ahí estamos llegando al núcleo de la
escandalizada pureza ciudadana. A la negra nuez de nuestra envidia, ese
entretenido deporte nacional. Aquí al que saca la cabeza hay que atizarle,
como en los juegos de patos de las antiguas ferias, esa línea de figuritas de
hojalata que se iban levantando y a las que había que disparar. Lo llevamos
muy metido en la sesera: perdigón al que asoma.
Y aún más, aún mucho más, si lo que se celebra en el personaje es algo
positivo, algo relacionado con la bondad. Puede que haya cierta tendencia a
ello en otros países, pero en España lo hemos llevado a extremos patológicos:
de los buenos actos hay que burlarse, hay que dictaminar que son mentira.
Para ser moderno y enrollado tienes que sostener que el bien no existe,
aunque haya filósofos como Kant que hablan del imperativo moral con el que
nacemos (de la tendencia natural al bien). Pero no. Menudo pánfilo ese Kant. A
mí me vas a engañar, nos decimos muy ufanos, sintiéndonos la bomba de
inteligentes.
Si hay alguien que parece buena persona, o lo consideramos un malo
disfrazado o un imbécil. Desconfiamos y abominamos más de un Amancio
Ortega por sus donaciones millonarias que de un escualo como Mario Conde
que ha estado en la cárcel por sus tropelías, lo cual es cuando menos curioso.
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Todo esto viene de muy antiguo: no en vano hemos inventado la picaresca, un
género que nos enseña a pensar siempre mal del otro. Podríamos suponer que
la picaresca nació de la dureza y pobreza de nuestra vida, y sí, eso debió de
influir, pero otras sociedades paupérrimas no crearon algo así, no se
empeñaron tanto en vilipendiar el bien y en ensalzar a los malotes. Cómo me
aburre este mezquino alarde de listillos, esta manera tan cegata, envidiosa e
inculta de ignorar que el bien también existe.
(Rosa Montero, “Perdigón al que asoma”, El País, 7/11/2021)
Columna nº 5:
He releído por casualidad un artículo de EL PAÍS de 2019 sobre
Natascha Kampusch, aquella chica austriaca que fue secuestrada y mantenida
en un sótano desde los 10 años hasta los 18 y que se escapó en un descuido
de su raptor (el monstruo se tiró a un tren horas después de que ella se
liberara). Eso fue en 2006. Cuatro años después, Natascha tuvo el valor de
publicar un libro contando su infierno: las violaciones, los abusos psicológicos.
Lo hizo como forma de superación personal y también para combatir los bulos
de la prensa amarilla, que decían que había sido su madre quien la vendió al
pedófilo. Pues bien, en 2019 se vio obligada a sacar otro libro para denunciar el
ciberacoso al que ha sido sometida. Durante años fue insultada en las redes,
humillada, amenazada. Se han burlado de su sufrimiento y le han dicho cosas
como “Deberías haberte quedado en el sótano donde te encerraron” o
“¡Muérete!”. Cuenta Kampusch que acudió a la policía, pero que no hicieron
nada. Y que a veces se sintió tan mal que pasó semanas sin salir de casa (otra
vez secuestrada).
Que las redes tienen una vertiente venenosa es algo de lo que hablamos
todos constantemente sin hacer nunca nada. El ciberacoso puede ser letal para
cualquiera, pero es aún peor para los más frágiles, como los adolescentes y las
mujeres, sobre todo si han sido objeto de abusos sexuales. Hace un par de
semanas publiqué en esta misma página un artículo sobre esa pobre francesa
sexagenaria a la que su marido drogó durante décadas para ofrecerla
sexualmente por internet, y enseguida aparecieron comentarios digitales en
donde se dudaba de la inocencia de la mujer. Puedo comprender muy bien
cómo se sentía Natascha, cómo se sienten esas víctimas de violencia que son
doblemente victimizadas por los energúmenos que pululan por las redes.
Me parece que aún no sabemos manejarnos en el ciberespacio. Creo
que tanto los ciudadanos como los políticos y los medios de comunicación
damos demasiada importancia a estos bravucones de pacotilla. Los trolls (así
se denomina a los matones de las redes) no han nacido con internet: han
existido siempre. Pero antes eran esos tipejos violentos y amargados que se
acodaban de madrugada en las barras de un bar soltando improperios contra el
mundo; era el compañero de trabajo al que todos evitaban porque era odioso,
además de un cretino; era ese personaje solitario y marginal cuyos exabruptos
nadie hacía caso. Lo malo es que ahora les hemos dado un altavoz a esos
mentecatos y, lo que es peor, escuchamos y reproducimos en los medios sus
mentecateces como si tuvieran algún sentido. Pues no, no lo tienen.
Recomiendo hacer con ellos lo mismo que hacíamos antes con esos
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personajes atrabiliarios: no prestarles la menor atención. No contestes jamás a
un troll: le das visibilidad y haces que los algoritmos le favorezcan.
Una amiga querida, Pilar Pérez Estévez, psicóloga y pedagoga y una
eminencia en educación, acaba de contar en su canal de YouTube una
preciosa historia sobre una investigación del epidemiólogo David Snowdon. El
trabajo, publicado hace 20 años (el libro se titula 678 monjas y un científico),
sigue siendo hoy igual de fascinante y relevante. Snowdon estudió el
envejecimiento y el deterioro mental de una comunidad de monjas: todas ellas
vivían de la misma manera, comían lo mismo y hacían las mismas cosas, de
modo que la diferencia ambiental quedaba neutralizada. Pero resulta que,
cuando ingresaron en la orden, muchas décadas atrás, se les había pedido que
escribieran 200 palabras diciendo por qué querían ser monjas. Snowdon
analizó esos textos y los clasificó en tres grupos, dependiendo de si usaban
expresiones positivas, neutras o negativas; y también tuvo en cuenta lo que
llamó la “densidad de pensamiento”, es decir, cuántas palabras utilizaban para
expresar una idea. Pues bien: las monjas que, 60 o 70 años atrás, habían
mostrado una mirada más positiva y una mayor riqueza verbal resultaron ser
significativamente más longevas y sufrir menos demencias. Teniendo en cuenta
que los trolls poseen una densidad de pensamiento tendente a cero y una
negatividad extraordinaria, yo diría que van a morirse pronto y mal. Pero en el
entretanto habría que ir regulando de algún modo las redes, me parece.
(Rosa Montero, “Pronto y mal”, El País, 14/11/2021)
Columna nº 6:
El otro día me llegó por Twitter un meme prodigioso (los memes son, ya
saben, esas imágenes difundidas de manera masiva por internet). Es un vídeo
muy breve de un niño asiático de tres o cuatro años que está flotando boca
arriba en el agua. Sólo se ve el cuerpo del chaval, no el entorno, pero debe de
ser un río, porque el agua es lodosa y opaca y además hay corriente. El niño se
agarra con desesperación a una maroma blanca; la corriente parece arrastrar
su cuerpecillo y el pobre crío berrea con un terror y una angustia tan absolutos
que te rompe el corazón; está claro que cree que no tiene fuerzas suficientes
para seguir sujeto, que piensa que el agua se lo va a llevar y que se ahogará.
Entonces aparece sonriente una adolescente de 12 o 13 años, puede que su
hermana, que coge al pequeño, lo pone rápidamente en pie y después se va. Y
es que el agua apenas le llega al niño a medio muslo, es decir, no corre ningún
peligro. Nada más darse cuenta de que hace fondo de sobra, deja
instantáneamente de llorar, como si lo hubieran desenchufado. Se suelta de la
inútil maroma y se rasca una oreja, yo diría que desconcertado y un poco
abochornado. Intentando comprender qué ha sucedido. El vídeo acaba ahí.
Qué tremendo es el miedo. Me refiero al que parasita, al que se
convierte en un sentimiento que esclaviza y enferma, al terror desbordante.
Porque el miedo, ya lo he dicho muchas veces, es una herramienta de defensa
muy útil. Sin esa sirena de alarma biológica que prepara el cuerpo para la lucha
o la huida estamos perdidos. Hay una dolencia rara, la de Urbach-Wiethe, que
produce la destrucción de la amígdala cerebral y la ausencia completa de
miedo entre quienes la padecen. Pues bien, los enfermos de Urbach-Wiethe
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ponen su vida mucho más en riesgo que la gente sana, porque son incapaces
de reconocer el peligro. Bienvenido sea, pues, el temor que alerta y salva.
Lo malo es que en la sociedad actual casi nadie se limita a ese temor.
Vivimos inmersos a perpetuidad en un pantano de angustias, que además se
han hecho mucho más procelosas desde la pandemia. Y es que el verdadero
problema es no ser capaces de desconectar el sistema de alarma. Lo que
llamamos estrés es justamente eso: quedarse a vivir para siempre jamás
dentro del miedo. Imagínate que estás en una guerra; pongamos que, por
ejemplo, resides en Londres cuando el Blitz, que fue el periodo de los
bombardeos nazis sobre la ciudad entre 1940 y 1941. Y ahora imagínate que
esas sirenas antiaéreas que todos hemos oído en las películas no se hubieran
apagado nunca. Que durante año y medio los londinenses hubieran tenido que
vivir día y noche bajo ese ulular. Se hubieran vuelto locos. Y eso es más o
menos lo que nos sucede con el estrés.
El neurocientífico Eric Kandel, premio Nobel de Medicina, dice en su
libro La nueva biología de la mente que el estrés hace que la glándula
suprarrenal libere cortisol, una hormona beneficiosa durante breves periodos
de tiempo, porque “aumenta la atención como respuesta a una posible
amenaza”, pero que, en dosis excesivas y continuas, como sucede con el
estrés, “destruye las conexiones sinápticas entre las neuronas del hipocampo,
la zona del cerebro más importante para la memoria, así como las neuronas del
córtex prefrontal, que regula la voluntad de vivir e influye en la toma de
decisiones y de nuevo en la memoria”. En grandes dosis, el cortisol es tóxico.
Un verdadero veneno.
Ahora comprendo, en fin, por qué mi cabeza es como un agujero negro
que nada recuerda. Teniendo en cuenta que tuve ataques de pánico en mi
juventud y que mi nivel medio de ansiedad va de mucho a demasiado, me
imagino que voy chutada de cortisol hasta las cejas. Además soy una persona
muy imaginativa, y siempre he sostenido que cuanta más imaginación tienes,
más miedoso eres, porque puedes anticipar mil y un futuros terroríficos. Como
ese niño que se veía arrastrado y muerto. Yo me he sentido muy identificada
con el chaval del río: cuantas, cuantísimas veces en mi vida me he sentido
ahogar en un palmo de agua, una frase hecha que el meme del crío ha
escenificado maravillosamente. La próxima vez que me dé un soponcio
intentaré recordar (con mi cabeza amnésica) que es probable que baste con
algo tan sencillo como ponerse en pie y abrir los ojos.
(Rosa Montero, “Ponerse en pie”, El País, 16/1/2022)
Columna nº 7:
Madrid te Acompaña es una aplicación para móviles que acaba de crear
el Ayuntamiento de Madrid. Es gratuita y sirve para conectar a la gente mayor
con la red de voluntarios. El abuelo o la abuela en cuestión puede pedir ayuda
a través de la app para que lo acompañen al médico, o a hacer alguna gestión,
o simplemente a dar un paseo o ir al cine. Una amiga mía, que es voluntaria,
me dice que el servicio funciona muy bien. Creo que es una gran idea; incluso
han pensado en los animales de compañía y se ofrecen para sacarlos a pasear
o llevarlos al veterinario, cosa muy de agradecer. Todo perfecto, pues, salvo por
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un pequeño y maldito detalle: que es una app, pardiez. Una aplicación
electrónica en un servicio destinado a la tercera edad. Y no quiero ponerme
paternalista; yo misma soy viejuna y pese a ello me encanta la tecnología. Pero
no solo hay mucha gente en España mucho mayor que yo (en 2020 había la
friolera de 17.308 centenarios, el doble que en 2010), sino que también hay
otro buen montón de ciudadanos de mi edad y menores que no se manejan
con las nuevas tecnologías. Supongo que la idea de la app se le ha ocurrido a
alguien muy joven. E, insisto, está muy bien; no hablo de quitarla, sino de
complementarla. Hablo, sobre todo, de una gigantesca brecha que se está
abriendo en nuestra sociedad con la gente mayor.
Por esas casualidades de la vida, el folleto explicativo de la app
municipal llegó a mi buzón el mismo día que una mujer de mi familia me
telefoneó indignada: “¡En los bancos ya no te atienden! ¡Ya no hay personas!
¡Hay que hacerlo todo en el cajero automático y si no sabes tienes que pedir
ayuda al señor que está dentro, y si le da la gana viene y si no, no, y siempre te
sientes como una menesterosa, a merced de que te toque alguien simpático!”.
En su caso era un Bankia, que ahora es de CaixaBank, pero creo que se trata
de algo bastante extendido, y no solo en las agencias bancarias: también en
montones de trámites burocráticos, en la sanidad pública (mi tío nonagenario
jamás supo ver los mensajes de SMS que le avisaban para vacunarse) y en
todo, en fin. Este mundo tan hiperconectado está escupiendo a los que no
pueden conectarse como si fueran huesecillos de aceitunas.
No creo que haya habido nunca en toda la historia de la humanidad un
momento como éste en el que los viejos valgan menos y sean más
despreciados. Antes, quienes conseguían llegar a una avanzada edad, además
de ser pocos, eran depositarios del saber colectivo, individuos respetados por
sus conocimientos y su veteranía. Pero la fascinante e imparable revolución
científica que estamos viviendo ha quebrado el devenir cronológico natural; es
bastante común que a los mayores de hoy les falten unos conocimientos
técnicos básicos que sus nietos dominan, lo cual hace que esos ancianos nos
parezcan idiotas, como si toda su experiencia no sirviera de nada, solo porque
no saben usar Instagram. Para colmo, ahora los mayores somos legión y
estamos supuestamente sobrecargando las arcas del Estado. Están servidos
los ingredientes de la tormenta perfecta del edadismo, que es el creciente odio
a los mayores, un prejuicio que va devorando nuestras entendederas como una
larva insidiosa.
Según datos del INE de enero de 2021, en España había 9.307.511
personas mayores de 65 años (un 20% del total). Y envejecemos tan deprisa
que, en lo que va de este siglo, la edad media de la población ha subido cuatro
años. Tú que ahora eres joven y que te crees a salvo, no pienses que te vas a
librar: el huracán tecnológico es de tal calibre que dentro de muy poco las
personas conectarán sus cerebros directamente a los ordenadores cuánticos,
por ejemplo, y quizá tú ya no seas capaz de sumarte a eso. Siempre habrá un
momento de descuelgue, el instante en que te convertirás en huesecillo
obsoleto de aceituna. Es urgente que nos preparemos para eso; que
intentemos paliarlo. Y así, se me ocurre que, además de esta app, se podría
poner un servicio telefónico, con una línea especial para ayudar a resolver los
trámites digitales; y desde luego sería importantísimo ir haciendo pequeños
cursos de reciclaje tecnológico para la gente mayor. Clases regulares,
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permanentes, prácticas, fáciles. En vez de escupir los huesos de aceitunas
intentemos plantarlos.
(Rosa Montero, “Obsoletos huesos de aceitunas”, El País, 23/1/2022)
Columna nº 8:
Nuestro precario equilibrio mental, muy maltratado ya por la pandemia,
está siendo ahora atormentado por el retumbar de los tambores de guerra. Qué
pavor produce Putin; qué poca confianza infunden los políticos occidentales.
¿Será posible que todo esto acabe en una guerra de verdad, en ese infierno
que, por fortuna, la mayor parte de los europeos solo hemos visto en películas?
Pero así han debido de empezar todos los enfrentamientos bélicos: entre la
incredulidad general y el aporreo de pecho de los líderes más testosterónicos.
Espero que cuando se publique este artículo, 15 días después de que lo
escribo, la situación haya mejorado. Nunca se sabe; de la sensatez a la insania
suicida solo media un instante de bravuconería.
Imposible no recordar el anterior momento de vértigo mundial, la famosa
crisis de los misiles entre Estados Unidos y la URSS del 14 al 28 de octubre de
1962. Ya saben que un avión espía norteamericano descubrió que los
soviéticos habían instalado misiles nucleares en la isla de Cuba que podían
destruir Washington en tan solo siete minutos. Ahí comenzó una escalada de
violencia que puso al planeta al borde de una catástrofe atómica. La cosa
acabó bien por los pelos: Kennedy y Jruschov acordaron desmantelar misiles
por ambas partes. Por cierto que fue esencial la intervención de un militar de la
inteligencia soviética, Oleg Penkovski, que, horrorizado al enterarse de los
planes nucleares de Jruschov, comenzó a filtrar los datos a Occidente. Oleg fue
descubierto y, según algunas fuentes, lo ejecutaron de modo ejemplar atándolo
a una plancha de madera e introduciéndolo lentamente, los pies por delante, en
un horno crematorio. La reciente película El espía inglés habla de Penkovski,
pero no cuenta su atroz final; yo lo hago aquí a modo de homenaje de un
hombre que murió por sus principios.
Creo que, si la crisis de los misiles se superó, fue porque entonces
estaba muy reciente la carnicería de la Segunda Guerra Mundial y el supremo
espanto de las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de
1945. Pero ahora hace demasiado tiempo que no practicamos el deporte de
matarnos unos a otros de manera directa (sólo a través de terceros países). Sin
el recuerdo cercano del horror que es la guerra, ¿seremos capaces de superar
esa loca pulsión bélica que parece envenenar el cerebro humano? Es curioso,
porque en el reino animal es raro que los enfrentamientos (para aparearse,
para controlar un territorio) sean a muerte. Las heridas salen muy caras para la
especie y en general las batallas se solventan de forma más bien ritualizada:
sólo hay que demostrar que eres más fuerte. No hace falta dañarse
gravemente ni exterminar.
Pero los humanos no. Los humanos aspiramos a aniquilar al contrario:
su vida y además la de sus hijos, e incluso su memoria, como esos romanos
que derruían las ciudades enemigas y esparcían sal para que nada creciera.
¿Qué fuego de odio nos abrasa el cerebro?, ¿cómo es posible que el
enfrentamiento bélico haya tenido siempre semejante atractivo para los
11
hombres? Guerras que han durado 30 años, o 100, generación tras
generación. Bárbaros entretenimientos cotidianos, como aquella contienda
interminable que contaba el historiador Georges Duby entre el conde de
Guînes y el señor de Ardres, dos vecinos del siglo XII que salían con sus
huestes a matarse todos los días en un campo cercano salvo cuando llovía (era
la tregua del agua). Antes he utilizado la palabra hombres y lo he hecho a
propósito, porque creo que este frenesí batallador afecta fundamentalmente a
los varones. Por supuesto que hay mujeres muy belicistas (recordemos a
Thatcher), pero me parece que, en general, somos mucho menos proclives a
liarnos a mamporros. Sin duda es cosa de la testosterona; ya lo reflejó hace
dos milenios el griego Aristófanes en su comedia Lisístrata, con aquella genial
huelga de sexo que las mujeres imponían a sus ensangrentados y borricos
maridos para que dejaran de una maldita vez de guerrear. Creo que la historia
de la civilización podría resumirse en buena medida como el esfuerzo de los
seres humanos por superar sus impulsos ciegos de violencia, por librarse de la
endémica pandemia de la guerra. Y se me ocurre que, si la gran mayoría de los
líderes mundiales fueran mujeres, tal vez lo lograríamos.
(Rosa Montero, “Guerra”, El País, 6/2/2022)
Columna nº 9:
Tal vez ahora que está emergiendo al fin el atroz iceberg de los abusos
pedófilos cometidos por miembros de la Iglesia en España, nuestra sociedad
aprenda a mirar a las víctimas de agresiones sexuales con menos prejuicios.
Porque en los casos perpetrados por miembros del clero se da una curiosa
inversión del género de los agredidos: al parecer el 80% son varones, al
contrario de lo que sucede en la pederastia y en la violencia sexual en general,
en donde las víctimas mujeres ganan por goleada. Pues bien, como en este
mundo nuestro, tan codificado aún por las rutinas patriarcales, seguimos
dándole más valor y credibilidad a la palabra de los hombres que a la de las
mujeres (¡pero si hasta nos pasa a nosotras! Tendemos a pensar que lo que
dice un hombre es “más serio”), la catarata de casos espantosos que un
montón de varones están relatando, sobre todo a este periódico, tantos años
después de que hayan sucedido, nos enseña que el silencio de las víctimas
forma parte precisamente de su victimización. Que no es una prueba de que la
persona engañe, sino más bien todo lo contrario.
Me refiero a esos listillos que, cada vez que una mujer denuncia abusos
pasados, saltan enseguida con la cansina cantinela de: “¿Y por qué no lo dijo
en su momento?”. El escritor Alejandro Palomas, que ha tenido el coraje de
contar recientemente cómo fue violentado a los ocho años por un hermano de
la Salle (estremecedor: sangró durante días), retoma esa pregunta para darle
otro significado: “Cuando me dicen ¿por qué ahora?, contesto ¿por qué no
hasta ahora?”. Y la respuesta es evidente: por el espantoso nivel de impunidad.
Por la normalización de los abusos. Por la indefensión insuperable de las
víctimas. Un silencio social atronador que es lo más preocupante, lo más
repugnante.
Porque todos hemos sabido, desde hace décadas, que estas cosas
pasaban en los colegios religiosos, de la misma manera que se conocían, y
12
admitían, los abusos femeninos en la sociedad, hasta el punto de que a las
mujeres se nos enseñaba a intentar escapar de las manos pulposas, como si la
vida fuera simplemente así, una selva de depredadores y de gacelas. Ya he
contado en más de una ocasión que, de los 10 a los 17 años, tuve que coger el
metro cuatro veces al día para ir al instituto, y que, sobre todo cuando era más
pequeña, pongamos desde los 10 hasta los 14, probablemente no hubo un solo
día en donde no se frotara algún tío contra mí en los vagones, o me tocara el
culo. Y esto era lo normal. Nadie perseguía al agresor. La realidad era eso.
Mala suerte si te había tocado ser la presa indefensa en la pirámide salvaje de
la caza.
La cifra que antes he dado del 80% de víctimas varones viene del
tremendo informe confeccionado por la Comisión Independiente sobre los
Abusos de la Iglesia Católica que se publicó en Francia en 2021, tras casi tres
años de investigación. Allí descubrieron que al menos habían sido agredidos
216.000 niños desde 1950 (330.000 si se incluía entre los pedófilos a
catequistas y demás seglares que trabajan dentro de la Iglesia). Muchos
piensan, incluyendo al obispo Luis Argüello, secretario de la Conferencia
Episcopal Española, o al jesuita Hans Zollner, mano derecha del Papa en su
campaña contra los abusos, que la muy necesaria investigación que debemos
realizar en España arrojará resultados semejantes. Eso supondría entre un 3%
y un 4% de los crímenes de pederastia, tanto en Francia como en España. Me
temo que la Iglesia intenta cobijarse en esa cifra, insistiendo, como hizo el
obispo Argüello, en que “representan un porcentaje pequeño en la relación con
la problemática general”. Pues sí, pero el problema no es ese. El problema es
que siempre se supo y siempre se ocultó. Eso es ni más ni menos que un
delito: se llama complicidad con la pedofilia. La Iglesia entera, como institución,
ha sido encubridora de ese horror. Y es que el camino hacia la civilidad y hacia
la madurez del ser humano (si es que eso existe y es alcanzable) pasa por
pelar una a una las pesadas capas de los crímenes cometidos por los diversos
poderes, amparados en la rutina, en el prejuicio, en la inviolabilidad del propio
poder. No hay mayor violencia que aquella que se ejerce cuando esa violencia
es invisible. Hay que abrir los ojos y romper el silencio.
(Rosa Montero, “Invisibilidad y silencio”, El País, 20/2/2022)
Columna nº 10:
El otro día coincidí en una cena con un puñado de locos estupendos.
Eran cinco hombres y una mujer de unos 50 años, compañeros de trabajo en
una agencia inmobiliaria de Madrid, a los que, de pronto, se les había ocurrido
la idea de irse a Polonia a llevar material humanitario a los centros de
refugiados de la guerra y, de regreso, traerse unos cuantos ucranios a España.
En un plis plas lo organizaron todo de manera ejemplar: contactaron con las
oenegés polacas, consiguieron los vehículos y la financiación, los llenaron de
suministros esenciales y concretaron qué personas traerían y cuál sería su
destino en España (se encontró acogida para todos). Y allá que se fueron a la
ventura Hipólito, Magnolia, Pepo, José María, Ricardo y César (más Tere y
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Ángeles que no viajaron pero que se ocuparon de cargar los coches), aunque
ninguno de ellos tiene la menor pinta de aventurero.
Consiguieron montar tres vehículos, con dos conductores en cada uno, y
compartieron el viaje con otros tres coches que venían de Jaén. Tardaron 48
horas en llegar a Varsovia, un viaje matador. Cuando entraron de madrugada
en el enorme hangar de la ONG para descargar los suministros, Magnolia vio
que el vasto espacio en penumbra estaba lleno de pilas de ropa dispuesta en
ordenadas filas. Tardó un buen rato en percibir que esas pilas de cuando en
cuando se movían. Que eran personas durmiendo en el suelo. Tan solo en ese
almacén había 2.500 refugiados. “Cuánto he llorado en este viaje”, decía
Magnolia. Cuánto lloraron todos. En total se trajeron (otras 48 horas de vuelta)
a 31 ucranios, un gato y un perro. Al llegar a Madrid fueron directamente a
Atocha, donde Renfe les dio billetes gratis, y los embarcaron a sus destinos de
acogida. Es una gota en el mar de la desgracia, pero consuela.
Estas cosas, eso sí, hay que hacerlas bien. Hay que contactar con las
oenegés, ir identificados, proporcionar verificables datos del destino final,
porque en el estruendoso caos que vivimos abundan las mafias, los pedófilos,
los proxenetas, que van al arrimo del dolor humano como quien va a pescar.
De hecho, los refugiados que recogieron nuestros amigos estaban al principio
bastante asustados. Es un mundo muy oscuro.
Uno de los conductores, Pepo Madruga, es también fotógrafo y
documentalista e hizo un precioso vídeo sobre el viaje que colgué en mis
redes. Tras verlo, algunos criticaron la iniciativa. Comprendo el desasosiego
que despierta, porque es verdad que sentimos a los ucranios como hermanos y
les abrimos hogares y fronteras, pero no hemos hecho nada por los sirios (qué
colosal el fracaso de Europa en este tema) y permanecemos impávidos ante el
moridero del Estrecho: el año pasado se ahogaron 4.404 personas intentando
alcanzar España, y en el primer mes y medio de 2022 solo a las costas
canarias llegaron 4.753 inmigrantes en 101 pateras, un incremento del 116%
con respecto al mismo periodo en 2021. Y de estos seres sobrecogedoramente
desvalidos no nos preocupamos. No les abrimos nuestras puertas como a los
ucranios. Yo, por lo menos, no lo hago. Así de contradictorios y limitados
somos.
Como la mayoría de los animales, los seres humanos tenemos un
mandato genético para la defensa de nuestra manada. En su libro Sapiens,
Harari explica muy bien cómo, al ir haciendo cada vez más compleja nuestra
narración y más sofisticados los conceptos en los que creemos, los humanos
hemos ido ampliando de manera extraordinaria las fronteras del grupo de “los
nuestros”: de la manada a la horda, al pueblo, al feudo, al Estado. Que seamos
capaces de identificarnos con los lejanos ucranios es ya un logro notable de
esta evolución. Pero, por desgracia, aún nos falta mucho para tener una
verdadera conciencia de lo humano. Por eso hay dramas que nos afectan más
y otros que nos apresuramos a olvidar: Afganistán, saharauis, sirios, pateras…
Esto no empaña el valor del viaje de estos locos amables y modestos.
Creo que no hay que renegar de lo bueno, sino aspirar a mejorarlo. Y
esforzarse en recordar a todos esos parias de la Tierra a quienes nunca
miramos. Pepo y otros amigos están preparando un nuevo convoy para traer
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15 refugiados más desde Varsovia. Quizá deberíamos preguntarnos qué
podemos hacer nosotros, mientras tanto.
(Rosa Montero, “Una gota en el mar de la desgracia”, El País, 17/4/2022)
Columna nº 11:
Malalai Joya tenía cuatro días cuando los rusos invadieron su país,
Afganistán, el 25 de abril de 1978. Aquella guerra duró 14 años y ahora Malalai
tiene 43. De niña vivió en los campos de refugiados de Irán y Pakistán; luego
se hizo maestra y dio clase a niñas. La violencia y la injusticia que vio y sufrió
hicieron de ella una estoica activista. En 2003, con 24 años, se plantó ante la
Loya Jirga, la gran asamblea con la que las tribus afganas se regían antes de
entrar en un sistema parlamentario, y les soltó un valiente y demoledor discurso
denunciando la presencia de criminales de guerra en Jirga y exigiendo que se
les expulsara y procesara. Sus palabras tuvieron una gran repercusión
internacional y la hicieron famosa, pero la expulsada fue ella y desde entonces
su vida está en peligro.
En 2005 se presentó al Parlamento por la provincia de Farah y salió
elegida por abrumadora mayoría. “Dentro del Parlamento ni siquiera teníamos
libertad de expresión; a mí me han pegado, me han amenazado con
violarme…”, explica ahora Malalai por Zoom. Atentaron cuatro veces contra
ella; tenía que dormir todas las noches en una casa distinta y estuvo más de un
año sin poder ver a su marido. No sé de qué temple están hechas estas
mujeres, de qué fuego y qué acero y qué luz, para poder mantener esa lucha
feroz y desigual, esa digna bravura ante el peligro. Como las mujeres que
ahora se siguen manifestando en Afganistán, que salen a las calles a exigir sus
derechos: “Las detienen, las violan, las torturan, las matan. Hay que apoyarlas”,
pide Malalai. Son 19 millones, viven en el infierno talibán y se nos han olvidado
por completo, enterradas bajo la tragedia de la guerra de Ucrania. Nuestra
memoria y nuestros corazones dan para muy poco.
En los tres años que fue parlamentaria (la expulsaron en 2007), Malalai
no dejó de denunciar, con grave riesgo de su vida, la tremenda corrupción de
su país, los crímenes contra los derechos humanos y en especial contra las
mujeres, que el poder estuviera en manos de los señores de la guerra, una
mafia de asesinos. “Por desgracia, todo lo que dije en aquellos años ha sido
verdad”. Aquellos polvos trajeron estos lodos: el fracaso del Estado facilitó el
regreso de los talibanes. “Pero a los poderes internacionales les da lo mismo
negociar con criminales y terroristas, ya sean los señores de la guerra o los
talibanes. A ellos sólo les interesa su propia agenda política. Lo disimulan
hablando de paz. Pero la paz sin justicia no significa nada”.
Malalai está refugiada en España en algún lugar que no diré. Llegó hace
algún tiempo, tampoco diré cuándo. Cualquier brizna de información puede
suponer tortura y muerte para muchas personas que aún se encuentran en
Afganistán. Sé, aunque ella no me lo ha dicho, que ha pasado unos meses muy
malos, aquejada de estrés postraumático. Ya se va recuperando. Después de
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que la expulsaran del Parlamento, Malalai siguió haciendo activismo en su
país. Utilizó el burka, “ese odioso y repugnante burka”, para eludir a los
asesinos y ocultarse. Sus enemigos difundían mentiras sobre ella, “decían que
yo me había ido a Occidente a vivir una vida de lujo, pero nunca me fui, y
prometí que nunca me iría”. Una nube de pesar atraviesa su bello, expresivo
rostro. “Y no quería irme, pero, si me hubiesen encontrado, me habrían matado
sin ninguna duda”. Los talibanes estaban removiendo cielo y tierra para
localizarla. “Mi familia y mis amigos insistieron en que me fuera”. Lo repite
varias veces. Se ve que para ella es un dolor. “Mientras haya una sola persona
en el mundo que no sea libre, yo no soy libre. Especialmente en mi país”. ¿Y
qué podemos hacer? Los talibanes han prohibido que las niñas estudien más
allá de los 12 años, “por eso queremos crear escuelas online, y llevar libros
para las niñas debajo del burka, ese símbolo de la opresión que puede servir
para introducir material escolar, y para todo esto precisamos fondos. Conseguir
que una sola niña más sea educada es muy importante. Por favor, no os
olvidéis de las afganas, de los grupos activistas, necesitan apoyo internacional,
dinero”. Son 19 millones de mujeres, carecen de derechos y están solas. Si tú
no las ayudas, ¿quién lo hará?
(Rosa Montero, “Diecinueve millones”, El País, 24/4/2022)
Columna nº 12:
Leo en un interesante artículo de Laura Camacho en EL PAÍS que la
revista científica PNAS, una de las más importantes del mundo, ha publicado
un estudio que demuestra la dificultad para distinguir los rostros humanos
reales de otros creados artificialmente por ordenador. Más aún: los sintetizados
resultan más fiables, de modo que la gente tendería a confiar más en la bondad
de ese pegote de habilidosos píxeles que en los individuos de carne y hueso.
Es cosa harto sabida que nuestra percepción de la realidad es
totalmente manipulable. Los prestidigitadores se han aprovechado de eso
desde el principio de los tiempos, y existen múltiples experimentos sobre lo
engañoso de nuestros sentidos, algunos tan tronchantes como ese vídeo que
puede verse en internet de un juego de pelota entre varias personas en el que
te piden que cuentes el número de botes; hasta que al final, acabada la prueba,
te preguntan: “¿Y has visto al gorila?”. “¿Qué gorila?”, dije yo, en la inopia, la
primera vez. Volví a pasar las imágenes y entonces pude contemplar, para mi
pasmo, a una persona disfrazada de simio que, en un momento dado, se
paseaba entre los jugadores de pelota y hasta saludaba a cámara agitando la
mano. Mi mente no la había registrado. Alucinante, y nunca mejor dicho.
El cerebro es un extraordinario artefacto biológico que rige nuestras
vidas mucho más allá de lo que sabemos sobre nosotros mismos; en realidad
ese yo consciente al que damos tantísima importancia no es más que una
pizca dentro del tumulto neurológico, un polizón en un trasatlántico, según frase
deslumbrante de David Eagleman. Y el caso es que ese cerebro titánico que se
ocupa de todo para que nosotros podamos jugar a ser personas utiliza una
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serie de trucos para moverse por la increíble complejidad del mundo. Uno es el
de concentrarse sólo en la tarea priorizada, apagando todo lo demás (borrando
a los gorilas). Hay otros atajos para economizar tiempo y esfuerzo, como, por
ejemplo, el hecho, probado por diversas investigaciones, de que tendemos a
dar más credibilidad a las afirmaciones que hemos escuchado más de tres
veces, aunque sean unas falsedades evidentes. “Basta con repetir lo suficiente
una mentira para que se convierta en verdad”, dice esa conocida y
espeluznante frase que algunos atribuyen al propagandista nazi Goebbels.
Bueno, pues por desgracia tiene mucho de cierto. Lo mismo que el hecho de
que nuestro cerebro está programado para recordar más las novedades
negativas que las positivas, así que basta con inventarse una trola tóxica
basada en el miedo para que, según un estudio de la ONG Avaaz, se propague
seis veces más rápidamente que la noticia que la desmiente. Por no hablar de
un recurso que utilizan muchas inteligencias que, por economía, se fijan en el
todo e ignoran el detalle. En una universidad californiana preguntaron a los
alumnos: “¿Cuántos animales llevó Moisés en el arca?”, y sólo un 12% dio la
respuesta correcta, que es ninguno, porque el menda del arca fue Noé (lo
cuenta David Robson en The Intelligence Trap).
Todo esto y mucho más, como el hecho de que la multitarea (por
ejemplo, ver la tele mientras chateamos por el móvil) está haciendo que
disminuya la densidad de nuestra materia gris en el córtex del cíngulo anterior,
un rincón del cerebro esencial en el procesamiento de la información y en la
detección de errores y conflictos, dibuja un panorama pavoroso respecto a
nuestra facilidad para ser engañados, manipulados y esclavizados por medio
de las mentiras más burdas. Hace unas semanas, a un amigo le montaron una
tormenta en redes diciendo que tenía una cuenta millonaria e ilegal en un
banco mexicano, todo falso y absurdo, pero ¿cómo se defiende uno de esos
ataques anónimos? ¿Y cómo nos vamos a defender cuando empiecen a
circular películas o fotos hechas por ordenador con nuestras caras,
perfectamente creíbles, y puedan simular con ellas cualquier delito? Me da
vértigo pensar en nuestra creciente fragilidad ante las fake news, en nuestro
desamparo ante los malvados mentirosos. Hay que educar desde la escuela en
el discernimiento de lo real, y hay que aprender a no difundir a tontas y a locas,
porque cada vez que repites una mentira estás contribuyendo
neurológicamente a hacerla creíble.
(Rosa Montero, “Atajos del cerebro y mentiras cochinas”, El País, 8/5/2022)
Columna nº 13:
Hace poco, en el transcurso de una cena, una mujer encantadora de
unos 40 años, inteligente y sin duda feminista, comentó jocosamente que una
alumna suya, al entregar un trabajo retrasado, se había justificado diciendo que
le dolía la regla, un argumento que me parece que mi vecina de mesa juzgaba
inapropiado y demasiado explícito. Fue una mención pasajera, la conversación
cambió y yo no dije nada, pero me quedé pensando en la fuerza del tabú de la
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menstruación. En cómo esa sangre secreta aún es considerada sucia y
humillante en el inconsciente colectivo. De eso no se habla, que no se te note,
eso se disimula. Es posible que todas las mujeres, incluso las más avanzadas y
peleonas, sigan (sigamos) manteniendo un grumo de vergüenza menstrual
anclado en algún remoto rincón del cerebelo.
Por eso la nueva normativa del Ministerio de Igualdad sobre las reglas
dolorosas levanta semejante polvareda: porque nos obliga a tocar el tema, a
discutir hasta los más mínimos detalles, a quebrar por fin uno de los silencios
más colosales y aberrantes de nuestra cultura. Las mujeres sangramos varios
días al mes durante un periodo importante de nuestras vidas, tres o cuatro
décadas. A veces lo hacemos hemorrágicamente y vamos perdiendo hierro y
manchando asientos (qué bochorno sientes); y a veces duele mucho. Pero
mucho. Duele hasta marearse, hasta vomitar, hasta no poder ponerte erguida.
Y hasta padecer migrañas insoportables. Yo lo he pasado fatal durante muchos
años y, cuando tenía trabajo que hacer, me drogaba de manera tan desaforada,
mezclando fármacos y bebiendo ampollas de Nolotil como si fueran agua, que
llegué a entender lo fácil que debe de ser morir de sobredosis por accidente
cuando el dolor te desquicia tanto. Es un sufrimiento repetitivo y relativamente
común que hemos aguantado, callado y ocultado con tanto éxito que nadie le
ha prestado nunca la menor atención. Un reciente reportaje publicado en EL
PAÍS explica que en el mundo sólo hay un centro para la investigación del ciclo
menstrual y la ovulación (está en Vancouver); su directora, Jerilynn Prior, dice
que de este tema se conoce tan poco que ni siquiera se sabe qué es una “regla
normal”. Son esas cosas “típicas de mujeres” que no le interesan a nadie.
Y eso que tenemos la suerte de vivir en Europa. Porque en otras zonas
del planeta es infinitamente peor. Cada día tienen la regla 800 millones de
mujeres y muchas carecen de dinero para comprar tampones o compresas
desechables. Hay 2.200 millones de individuos que no tienen un acceso seguro
al agua potable, y una de cada diez personas vive en la pobreza más extrema.
Imagina a todas esas mujeres intentando mantenerse aseadas y sufriendo la
angustia de que se les note la menstruación, porque en sus sociedades el tabú
es aún peor. En 2019 se publicó en España un ensayo magnífico de la sueca
Anna Dahlqvist, Es solo sangre (Navona), que refleja de forma escalofriante
ese suplicio. Entrevistó a mujeres de Uganda, Kenia, Bangladés y la India. El
libro se lee como un relato de terror.
De modo que hablemos de la regla. Aplaudo a las alumnas que explican
a sus profesores que no pudieron terminar el trabajo porque estaban dobladas
por el dolor de ovarios. ¡Bienvenida sea la baja que visibiliza eso! Hay que
atender las necesidades de la menstruación como parte del derecho a la salud
de las mujeres. Leo que Cristina Antoñanzas, vicesecretaria general de UGT,
opina que la baja “vuelve a poner el foco sobre las mujeres en una cuestión
que nos diferencia de los hombres”, y que podría suponer “un nuevo freno”
para obtener un empleo. Entiendo lo que dice, pero disiento; dudo mucho que,
frente a una flagrante desventaja laboral que afectara a los varones, aconsejara
ocultarla para no desincentivar el empleo. Y sí, nosotras menstruamos y ellos
no; pero basta ya de tener que hacernos pasar por hombrecitos para conseguir
un puesto secundario en el cielo del trabajo. Reconozcamos la existencia del
poderoso y turbulento río menstrual. De esa sangre cíclica que nos recuerda
nuestra capacidad de gestación. ¡Qué formidable símbolo de vida! Siempre he
dicho que, si los hombres menstruaran, la literatura estaría llena de metáforas
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de la sangre. Pues bien, ya va siendo hora de que las mujeres pongamos las
palabras.
(Rosa Montero, “Hablemos de la regla”, El País, 29/5/2022)
Columna nº 14:
Hoy acaba la Feria del Libro de Madrid. La primera feria normal después
de la pandemia. Ha sido una fiesta formidable, con inmensas muchedumbres
abarrotando el parque, niños enfurruñados, perros amedrentados por el bosque
de piernas, adultos fatigados pero satisfechos con su alijo de libros. El primer
día me entrevistó la gran Pepa Fernández, que se lamentaba de que el 34% de
españoles no leyera. Pero a mí lo que me maravilla es que el 66% sí lo haga.
La lectura siempre fue una actividad minoritaria que ha ido creciendo de
manera imparable con el tiempo. Un gran estudio de 1877 mostró que había un
68% de analfabetos en España (y 36% en Francia, 42% en Bélgica, 44% en
Austria, 63% en Italia, 79% en Portugal…). ¿Cómo se puede vivir en un mundo
sin libros? Más aún: ¿cómo se puede sobrellevar el oscuro caos de la
existencia sin contar con el orden de la escritura? Imagínate esa ceguera
colosal, que el alfabeto sólo fuera para ti un incomprensible puñado de
manchitas, unas cuantas hormigas de tinta sin sentido.
Vargas Llosa dijo en una entrevista que lo más importante que le había
pasado en su vida había sido aprender a leer. Yo siempre he pensado que el
mayor invento de la humanidad es el alfabeto. En el maravilloso texto El infinito
en un junco, de Irene Vallejo, me entero de que el alfabeto griego, “el primero
de la historia sin ambigüedades, tan preciso como una partitura”, que mejoró de
manera radical las torpes aportaciones fenicias y nos proporcionó una
herramienta válida de lectura y escritura para siempre, no fue el resultado de
un trabajo colectivo y gradual, sino, según dicen todos los expertos, el logro de
una sola persona, de un ser anónimo con una gran “sofisticación auditiva” que
le hizo capaz de diferenciar los sonidos vocálicos de los consonantes. Me
imagino a ese individuo, a ese hombre o quizá esa mujer, uno de los más
grandes y trascendentales genios de la historia, sumido para siempre en las
tinieblas del olvido, y pienso que cada vez que leemos algo, cada vez que
escribimos, como ahora yo hago, estamos conectando de alguna manera con
su cerebro y siguiendo los caminos que ella o él creó para nosotros. Mi gratitud
por tanto.
Para poder entrar en la pequeña Feria del Libro de Madrid del año
pasado, restringida por la pandemia, la gente aguantaba todos los días
inhumanas colas de dos y tres horas de duración bajo un sol achicharrante. En
el reciente Sant Jordi, en Barcelona, los lectores no se movían de las casetas
mientras eran zarandeados por un vendaval terrible, los apedreaba el granizo y
terminaban helados y empapados por cataratas de lluvia (protegían los libros
metiéndoselos debajo de la ropa, junto al corazón, como quien abraza a un
niño). Qué mejor prueba del tremendo valor que la lectura tiene para nosotros
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que estos comportamientos heroicos, esta entrega perseverante y épica contra
los elementos.
Algún descreído comentó, ante mi entusiasmo, que esas colas tenaces
no eran de lectores sino de mitómanos en busca de firmas, una observación
que me parece que es no entender en absoluto lo que significa la lectura. Un
libro es un viaje al otro, a un autor o una autora que probablemente no
conocemos ni conoceremos jamás, de quien quizá nos separen 2.000
kilómetros de distancia o 200 años, pero que, mágicamente, nos susurra a
nuestro oído sus sueños más íntimos, sus emociones más secretas. Leer es
fusionarte con otra persona: quien tenga un libro a mano jamás estará solo.
Pero además el lector completa la novela que lee, reescribe su texto junto con
el autor. Por eso a veces vienen personas a la feria que me llenan de elogios:
“Ah, escribes tan bien, eres tan inteligente, tan honesta”, me dicen. Y luego
rematan: “Total, que tú y fulanito sois mis autores preferidos”. Y a ti te parece
que ese fulanito es el peor escritor del mundo, además de un zopenco y un
deshonesto. Pero no es que mi lector desbarre ni que sea idiota; lo que sucede
es que, cuando lee tanto mis novelas como las de fulano, las adorna con su
propio sentido del bien y de la belleza. Ese es el regalo que él nos da. Por eso
entiendo a la perfección el valor de estos encuentros entre autores y lectores
en la feria. Unos y otros necesitamos vernos y tocarnos, para confirmar que la
magia es verdad y que el otro existe.
(Rosa Montero, “Leer”, El País, 12/6/2022)
Columna nº 15:
En la pasada Feria del Libro de Madrid hubo un momento un poco tenso
cuando una persona que estaba firmando en una caseta reunió una cola de
2.000 seguidores. La muchedumbre era tal que colapsaba el paso; tuvo que
llegar la Policía Municipal, sacar a esa persona por detrás, meterla a toda prisa
en un coche y trasladarla unos centenares de metros más allá, a una caseta
aislada en donde la cola podía organizarse de forma más segura. Pues bien, la
estrella objeto de ese esforzado operativo no era un premio Nobel, por
supuesto, y ni siquiera un autor internacional de rutilantes best sellers, sino una
influencer (espantosa palabra) de la red social TikTok, una veinteañera con
unos pequeños libritos, a modo de diarios adolescentes, que a saber si habrá
escrito ella de verdad.
TikTok nació con otro nombre en China en 2016 y saltó al mundo entero
en 2018 con fulgurante éxito: a finales de 2021 tenía 1.200 millones de
usuarios activos al mes. Es una red muy popular entre los más jóvenes: en
España, un 41% de quienes la usan tienen menos de 25 años. Seguro que
habrá otro tipo de cuentas, pero yo he curioseado las de algunas influencers,
chicas jovencísimas con millones de seguidores, todas adecuadas a la norma
dominante, esto es, delgadas, convencionalmente monas, quizá ya recosidas
por cirujanos estéticos pese a su tierna edad (esos pechos de globo, esas
naricillas), todas empeñadas en sacar la lengua a cámara, en fruncir morritos,
20
en retratarse de espaldas poniendo el culo en pompa. Son fotos tópicas de
contenido supuestamente sexi; algunas chicas llevan el canalillo tan al aire y
están tan oferentes que se dirían sacadas de un calendario de camioneros
pseudofino. Así que los modelos inspiracionales de millones de nuestras
adolescentes son unas muchachas de físico normativo ansiosas de parecer
floreros eróticos. Comprendo que a esa edad las hormonas andan muy
revueltas y el cuerpo es un clamor, pero no creo que sea la mejor manera de
solucionar (o de reconocer) la tensión sexual.
Esto en cuanto a la imagen. Luego está el mensaje. Aparte de que sus
cuentas son una sucesión de anuncios de productos y marcas (es de lo que
viven), los textos de la mayoría de las entradas son del tipo de: “¡En la playa!”,
con una foto de la chica en la ídem sacando la lengua (5.000 comentarios
consistentes en emoticonos de corazones, ohhhhs, ahhhhs, me superencanta,
eres una diosa); o bien: “¿Qué foto te gusta más?”, junto a tres retratos de
morritos (7.000 comentarios con corazones, la 1, la 3, me superencanta,
ahhhh, ohhhh, qué guapa). Vamos, que no es que sea un intercambio
comunicativo de contenido muy profundo, o, a decir verdad, de ningún
contenido. Egotrips vacíos, burbujas del yo. De vez en cuando, la influencer de
turno pone alguna frase trascendental del tipo de: “Cuando encuentras, lo
encuentras”, pretenciosas vaciedades que me recuerdan a la película El
guateque, en la que Peter Sellers encarnaba a un mediocre actor indio que
soltaba fingidas perlas de sabiduría védica: “El niño comienza la vida, pero el
fruto del mango está maduro”.
Sé bien que, como en todas las épocas, también hay adolescentes
formidables que no están en estas tontunas y que se interesan por el mundo, y
probablemente no hubiera escrito nada sobre el tema si no hubiera sucedido un
incidente menor. Un día de firma en la feria, ya muy pasada la hora de irme,
cortaron mi cola, como es habitual e inevitable. Se acercó a la caseta una chica
muy joven de carita dulce y, casi llorando, dijo que la habían rechazado con
muy malos modos. A la librera y a mí nos enterneció y le dimos su ejemplar
firmado. Luego me enteré de que antes había montado un escándalo; se puso
a gritar que cómo se atrevían a no dejarla pasar, que ella era una influencer,
que tenía 21.000 seguidores (pobre diabla); y, tras llamar “vieja loca” a mi
editora, alzó el móvil con el brazo estirado y amenazó con colgar una crítica
demoledora de mi libro: “¡Ahora mismo la escribo!”. Hicieron caso omiso de su
chantaje, como es natural, y entonces vino a manipularnos a la caseta (aunque,
a decir verdad, hasta me da pena: creo que la vida le dará un revolcón). En su
peor versión, en la frívola y retumbante nada del famoseo vacío, estas redes
pueden fomentar la maldad de la gente, enseñar a abusar y convertirte en un
pequeño y feo monstruo.
(Rosa Montero, “Influencers”, El País, 19/6/2022)
21
Columna nº 16:
Ay, el cuerpo. Qué mala relación tenemos con el cuerpo. Noqueada en
cama por segunda vez con el coronavirus, reflexiono sobre esta carnalidad que
me aprisiona. El desacuerdo entre el yo (o el alma, o la consciencia, o como
quieras llamarlo) y la envoltura física es uno de los mayores conflictos del ser
humano. No hemos escogido el cuerpo en el que vivimos, una carne
necesitada y débil pero también tiránica, que nos enferma y al final nos mata.
La lógica me dice que lo que llamamos yo también es cuerpo, y que
probablemente la consciencia no sea más que la tormenta eléctrica que
originan nuestras células al interrelacionarse; pero, aunque pienso que es así,
no lo siento de ese modo. Mi sensación es la tradicional, la habitual, la de quien
está atrapada dentro de su organismo.
A lo largo del tiempo, las religiones han intentado poner orden en esta
dualidad tan dolorosa; algunas, como la católica, condenando lo carnal y
procurando disciplinarlo con ayunos y cilicios; otras, por el contrario,
potenciando lo sensorial, como el tantrismo. Pero el problema sigue ahí. De
hecho, creo que este desasosiego está en la base de nuestra antiquísima
tradición de intervenciones sobre el cuerpo. Desde tiempos remotos los
humanos hemos alterado nuestra apariencia física de manera más o menos
dolorosa. Hemos horadado orejas, narices, labios; hemos alargado cuellos con
anillos y aplanado cráneos; hemos modificado nuestra piel con una infinidad de
escarificaciones (cicatrices controladas) y tatuajes. Ya sabes lo que dicen: que
cuando empiezas a tatuarte ya no quieres parar. Y es verdad que produce una
exaltación extraordinaria. Supongo que la mayor parte de la gente no se
detiene a pensar en el porqué de esa euforia, pero para mí está clara; cuando
me hice el primer tatuaje, una salamandra, lo que sentí fue algo parecido a este
mensaje: Muy bien, cuerpo maldito, no te he escogido, no puedo librarme de ti,
me llenas de problemas, me envejeces y enfermas y acabarás matándome,
pero tú morirás marcado con este lagarto que he decidido yo.
Por eso nada de lo que nos sucede en el cuerpo es banal. Y por eso es
tan difícil de manejar, y tan penoso. Esa falta de identificación entre quienes
somos por dentro y nuestra envoltura carnal (aún peor: ni siquiera estamos
hablando del cuerpo real, sino de cómo creemos que los otros nos ven) puede
tener consecuencias terribles. Muchos adolescentes, sobre todo niñas, han
tenido problemas para quitarse la mascarilla en el colegio porque pensaban
que eran feos. Por no hablar de esa reciente encuesta aparecida en
TopDoctors según la cual el 82% de los españoles se avergüenzan de su
cuerpo al ir a la playa o a la piscina. Es peor para las mujeres, desde luego: en
las menores de 30 años, la cifra asciende a un escalofriante 92%. Pienso en
esos datos mientras contemplo en televisión las atiborradas playas y piscinas
de esta recién estrenada temporada y me estremezco. Mira a todas esas
personas (mírate): la inmensa mayoría sufre al mostrarse, al moverse; la
inmensa mayoría siente que su físico es inadecuado, una de esas pequeñas
burlas de la vida. Observamos nuestras carnes con el rabillo del ojo, como
quien mira con desconfianza al enemigo: uno no se identifica con su cuerpo,
sino que carga con él. Y, aunque sabemos que los modelos de hombres y
22
mujeres que los medios idealizan no existen, que estar tan tersos y macizos es
a menudo producto del Photoshop y, en cualquier caso, algo extremadamente
inusual y efímero, actuamos como si eso fuera lo normal y nosotros la
aberración. Es una perversión cognitiva extraordinaria.
La guapa, joven (25 años) y rutilante estrella musical
cubanoestadounidense Camila Cabello acaba de sufrir un repugnante
linchamiento público tras publicarse unas fotos de ella en biquini que
mostraban su rotunda anatomía: “Gorda”, “celulítica”, “asquerosa”, bramó la
marabunta. Otras veces he escrito sobre casos así, resaltando que quienes
insultan, muchos hombres pero también mujeres, suelen ser personas
físicamente horribles, con barrigones cerveceros y pellejos vencidos, y
atribuyendo su ferocidad al peso del machismo. Y sí, sin duda el sexismo
influye, pero hoy añadiría que en ese odio explosivo y delirante subyace
también una íntima angustia, la patológica imposibilidad de reconocer y aceptar
tu propio cuerpo.
(Rosa Montero, “El cuerpo”, El País, 3/7/2022)
Columna nº 17:
Años atrás yo solía escribir todos los veranos un artículo denunciando el
comienzo de esta orgía de dolor y sangre que es la temporada estival de
fiestas populares, casi todas ellas consistentes en torturar colectiva y
alegremente a algún animal. Hoy retomo el asunto, porque los bárbaros siguen
cometiendo crueles barbaridades en nombre de la tradición y de la cultura.
Supongo que antes me sentía más obligada a insistir en la denuncia porque por
entonces había muy poca gente animalista. Ahora, por fortuna, ya no es así.
La ola retrógrada que recorre el mundo ha animado a nuestros rancios
patrios, los voxeros, a convertirse en ruidosos adalides de las corridas de toros
(una tontería, porque la abolición de la tauromaquia no es de derechas ni de
izquierdas, sino un hito esencial del desarrollo cívico y humano). Pero, por
mucha chundarata que le echen, los animalistas vamos ganando. Por ejemplo,
tan solo en las tres últimas semanas ha pasado todo esto: el cantante Bryan
Adams, que es vegano, ha rechazado actuar en la plaza de toros de Illescas y
han tenido que trasladar el concierto a un campo de fútbol. Un juez mexicano
ha prohibido las corridas en La México, la plaza de toros más grande del
mundo, por la denuncia de una ONG. Y Eibar ha decidido derribar la plaza de
toros y convertirla en un parque. La mal llamada fiesta nacional, con su
acompañamiento de violentos y beodos festejos populares, pertenece al ayer.
De hecho, no creo que exista dentro de 30 años.
Es una actividad agonizante; de 2007 a 2019, los festejos taurinos en
plaza han bajado de 3.651 a 1.425: un 61% menos (según datos del Ministerio
de Cultura). En 2019 había registrados 9.993 profesionales taurinos, pero solo
5.356 licencias estaban activas. ¡Y con qué risible actividad! Por ejemplo, solo
estaban activos 139 toreros de 499 (el 28%) y el 41% de esos 139 solo
actuaron en uno o dos festejos al año; en cuanto a los novilleros, solo 116 de
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1.280 estaban activos (9%) y el 38% de esos 116 solo participaron en uno o
dos festejos (datos obtenidos por José Enrique Zaldívar, presidente de
AVATMA, la asociación de veterinarios contraria a la tauromaquia, a partir de
estadísticas de la página taurina Mundotoro). Las ganaderías de bravo están
subvencionadas por la PAC (Política Agraria Común) y sin eso tienen una
supervivencia improbable. Y no, el toro bravo no es una especie animal única.
Según expertos como Luis Royo, veterinario e investigador genetista del Serida
(Servicio Regional de Investigación y Desarrollo Agroalimentario del Principado
de Asturias), los análisis indican que la raza de lidia no tiene ningún rasgo
genético que no se haya encontrado en otras razas bovinas en España. Esto
es, no tienen suficientes diferencias biológicas con los toros comunes para ser
una especie y ni siquiera una subespecie.
Por supuesto que, más allá de la tauromaquia, existe el espanto de los
mataderos y del maltrato en el transporte y demás barbaries a las que
sometemos a nuestros compañeros de planeta. Pero la diferencia es que hacer
un espectáculo de la lenta y cruel muerte de un animal es algo inadmisible, y
supone una aceptación social de la violencia que nuestro desarrollo cívico ya
ha superado. En el fondo, todo es un problema de rutinas, de una ceguera
mental causada por el prejuicio que los incapacita para percibir el dolor de otro
ser. Hasta 1928, los caballos de los picadores no tenían peto. Todas las tardes
los toros destripaban dos o tres caballos; les metían los intestinos en el patio a
puñados, los cosían en vivo y los volvían a sacar. “Los pobres jacos caminan
pisándose las tripas”, escribió Valle-Inclán. Pues bien, cuando se implantó el
peto en 1928, Ortega y Gasset, que no era precisamente un imbécil, publicó un
artículo indignado diciendo que esa medida protectora acababa con la
grandeza de la fiesta. ¡Y era nuestro mayor intelectual! Así de feroz y de
salvaje era la sociedad española, que pocos años después se abismó en la
carnicería de la Guerra Civil. Si hoy día llenáramos las Ventas con los mejores
aficionados y sacáramos a los caballos sin peto y los destriparan, toda la plaza
se pondría a vomitar horrorizada. Porque, por fortuna, hemos crecido como
sociedad por encima de esa atrocidad. Dentro de 30 años sentiremos lo mismo
ante los festejos de hoy: horror, escándalo y repulsa. Por cierto: prohibición ya
de las repugnantes becerradas, esa tortura y muerte de bebés.
(Rosa Montero, “Las fiestas de la sangre”, El País, 10/7/2022)
Columna nº 18:
No creí que tuviera que volver a esta trinchera, la verdad. Nunca imaginé
que me vería obligada a repetir la vieja cantinela, ese abecé de las razones
morales, médicas, sociales, humanitarias y de la más elemental coherencia
cívica que conducen a defender la legalización del aborto. Las he mencionado
tantas, tantísimas veces durante tantos años, por escrito y de viva voz, en
artículos y entrevistas y actos públicos. Una década entera nos costó, desde la
muerte de Franco hasta 1985, conseguir que se aprobara la primera ley. Y
hubo que recurrir a acciones extremas, como aquella carta que, a imitación de
24
una iniciativa francesa anterior, publicamos en EL PAÍS 1.300 mujeres más o
menos conocidas autoinculpándonos de haber abortado voluntariamente. Fue
en octubre de 1979 y era en apoyo de 11 mujeres que iban a ser juzgadas en
Bilbao por haber interrumpido su embarazo. Se montó un buen escándalo; eran
tiempos difíciles. Para algunas de las participantes de la carta, como la gran
Elena Arnedo, ginecóloga, la firma supuso represalias que ella afrontó con
dignidad ejemplar (era una persona formidable).
Quiero decir que fue una verdadera guerra, una larga contienda sin
armas pero con muertos, o, mejor dicho, muertas, todas aquellas desgraciadas
que fallecían cada año por la brutalidad de los abortos chapuceros a los que
eran sometidas. Según datos del Ministerio de Justicia de 1976, se producían
100.000 abortos clandestinos en España y morían entre 200 y 400 mujeres al
año. Por supuesto, siempre las más pobres, las más desprotegidas. Aquellas
con suficiente autonomía y dinero viajaban al extranjero para poder interrumpir
su embarazo en condiciones decentes. Por ejemplo, según un informe del
Gobierno del Reino Unido, en 1977 abortaron en Londres 10.000 españolas.
Esta es una más de las razones del viejo abecé para apoyar la legalización:
que la prohibición supone una atroz injusticia social y la condena al dolor y el
horror, a las infecciones, la mutilación, la esterilidad e incluso la muerte del
sector más carente y vulnerable.
Pero se ve que no hay más remedio que repetir lo básico y nombrar lo
evidente, porque el reaccionarismo y el dogmatismo rampantes, apoyados en
la demencial deriva de Estados Unidos, están volviendo a poner en peligro
hasta los derechos más esenciales. Para empezar por el principio, nadie está a
favor del aborto. El aborto es un trauma, una agresión al cuerpo y una tristeza.
Pero también es un último recurso. Hay que intentar disminuir los abortos en lo
posible, con educación sexual y un fácil acceso a los anticonceptivos (dos
cosas que, por cierto, no suelen gustar a los antiabortistas), pero es evidente
que no es posible lograr una sociedad con aborto cero. Siempre hay errores,
falta de información o de acceso a los contraceptivos, abusos de poder,
violaciones, riesgos para la salud de la madre. Cada año se practican en el
mundo unos 25 millones de abortos inseguros, y a consecuencia de ellos
mueren al menos 22.000 mujeres (otras fuentes elevan la cifra a 47.000). La
mayoría, jóvenes y sanas. Qué carnicería. Hace 10 años, el Instituto
Guttmacher de Nueva York demostró con cifras, en un acto celebrado en
nuestro Congreso de los Diputados, que las leyes más restrictivas no hacían
descender el número de abortos (sólo los convertían en clandestinos), y que
las tasas más bajas estaban precisamente en Europa, en aquellos países con
leyes más permisivas, que eran también los que más fomentaban la educación
sexual y el uso de anticonceptivos.
¡Pero si ni siquiera la Iglesia ha tenido claro lo del aborto hasta 1869,
que fue cuando Pío IX decretó que los embriones tenían alma desde el
momento de su concepción! Antes, y a lo largo de 18 siglos, los católicos
discutieron muchísimo sobre el momento en el que el alma llegaba al feto. San
Agustín decía que no había animación hasta los 46 días, y santo Tomás
consideraba que el alma entraba a los 40 días, si era varón, y a los 90, si era
hembra (toma ya sutil precisión). Antes de eso, el embrión no era nada. Es
25
lamentable, en fin, tener que volver a repetir todo esto tantos años después.
Pero, aunque lamentable, es necesario. Amigos, nos vemos en las trincheras
de la civilidad y de la razón. Ni un solo paso atrás, ni siquiera para tomar
impulso.
(Rosa Montero, “Ni un solo paso atrás”, El País, 17/7/2022)
Columna nº 19:
No vas a tener ganas de leer este artículo y a lo peor lo encuentras
tremendista y ramplón, pero no puedo evitarlo. Lo cierto es que, mientras
medio país nos dedicamos a planear nuestras vacaciones o a disfrutarlas, a
mojarnos los pies en los mares amigos, a desplazarnos alegremente por
carreteras repletas en busca del camping o el hotelazo con estrellas en el que
disfrutar de un confortable y merecido descanso (siempre nos pensamos que
es muy merecido), yo no logro borrar el inquietante recuerdo de toda esa gente
que también anda fuera de sus casas y, además, de sus vidas. Este 2022
hemos roto por primera vez la supersónica barrera de los 100 millones de
personas desplazadas y refugiadas en el mundo, más del doble de las que
había hace 10 años. Son el 1,3% de la población mundial, y el 42% de ellos
son niños; de hecho, entre 2018 y 2021 nacieron un millón y medio de niños
siendo refugiados. A saber cuántos bebés habrá añadido la guerra de Ucrania.
El 20 de junio fue el día del refugiado y la delegación española de
ACNUR, la agencia de la ONU especializada en el tema, tuvo la brillante idea
de organizar una semana de visitas al infierno. La estación de metro de
Chamberí, en Madrid, lleva cerrada desde 1966; los trenes pasan por allí sin
detenerse. En 2008 hicieron un museo con esta estación fantasma, que se
conserva como hace medio siglo. Para mí es un lugar conmovedor, porque está
en la línea que yo recorría cuatro veces al día, siendo niña, para ir al instituto.
Todo es igual que entonces: los azulejos de las paredes, las taquillas metálicas.
Es un bucle del tiempo, un escenario intacto de la infancia. Pues bien, en esa
burbuja del ayer ACNUR montó una instalación que rememoraba cómo las
estaciones subterráneas sirven de precario refugio a los desplazados, contra
las bombas, el frío, el desamparo. De hecho, el metro de Madrid abrigó a miles
de españoles durante nuestra Guerra Civil. Los túneles de medio mundo han
sido y son improvisados techos para los desplazados de esa tragedia
encadenada e incesante que parece ser el destino del ser humano.
El montaje era extraordinario. Había imágenes, datos e historias
personales. Pero lo más sobrecogedor era llegar al andén, que estaba cubierto
de mantas, maletas, cacerolas, infiernillos, juguetes infantiles, radios, como en
un campamento improvisado del que se hubieran ausentado por un instante las
personas. En la pared de enfrente se proyectaban vídeos de campamentos
verdaderos: recuerdo una niña como de cuatro años que caminaba muy seria
embutida en un precioso anorak rosa lleno de lazos, una prenda calentita y
primorosa que seguro que fue comprada en tiempos felices, quizá con esfuerzo
económico y sin duda con amor e ilusión. Un coqueto anorak para reír y lucirlo,
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y no para dormir con él sobre el suelo a la intemperie, en un inesperado
invierno de la vida. El montaje se visitaba cada hora en grupos de 20; había un
silencio aterido, ojos llorosos. De cuando en cuando, un tren pasaba a toda
velocidad por ese andén atroz, sin parar ni mirar. Una perfecta metáfora de lo
que hacemos todos habitualmente.
Sé que es muy difícil. Sé que nos sentimos sobrepasados por este
problema descomunal, por las sucesivas y crecientes oleadas de desplazados,
que ningún gobierno ha sabido manejar. Cómo estamos fracasando como
sociedad en este tema. Pero no hay que resignarse a la impotencia. Se pueden
hacer pequeñas cosas, como colaborar con alguna oenegé. Con ACNUR, por
ejemplo. Hay gente que dice que dar dinero a estas organizaciones es una
manera fácil e inútil de aliviar las conciencias, cosa que a mí me parece un
comentario cínico: ese dinero ayuda y salva vidas. Pero además, y sobre todo,
creo que no debemos ceder a la tentación de la desmemoria. Yo prefiero que,
siquiera por un segundo, las maletas de las vacaciones me recuerden esas
pobres pertenencias en el exilio, ese mundo reducido a cuatro cajas; y que la
espuma de un mar domesticado encienda por un instante la imagen de todos
cuantos luchan por su vida entre las olas; hasta el pasado 10 de julio, este año
han llegado por mar a España, Italia, Grecia, Chipre y Malta 48.566 personas;
4.000 más vinieron por tierra, y hay 873 desaparecidos o muertos. No hay
abandono mayor que condenarlos al olvido y a la indiferencia.
(Rosa Montero, “Un anorak rosa con lazos”, El País, 24/7/2022)
Columna nº 20:
Una maldición del siglo XVIII augura la muerte para aquel que lea la
totalidad de Las mil y una noches, ese libro-universo escrito por muchas manos
anónimas (varias de mujer, sin duda alguna) a lo largo de un milenio. Como es
natural, con semejante origen el texto es caótico y hay distintas versiones con
más o menos cuentos. En 1835 se publicó lo que hoy se llama el corpus ZER,
que delimita más o menos el libro oficial. Son unas 3.000 páginas de apretada
letra: tardas en leerlo todo, desde luego. Yo lo hice hace muchos años y sigo
vivita y coleando.
Acabo de conocer a otra persona que también ha completado la lectura,
y que, por añadidura, ha dedicado su vida a contar las 1.001 noches del libro,
una a una, todos los martes. Lo hace en un pequeño local de Madrid, la
Taberna Alabanda. Empezó el 6 de marzo de 2012, de modo que lleva 10 años,
4 meses y 4 semanas dándole a la lengua. Va por la noche 371. Vi su
actuación hace unos días y es un narrador formidable: embelesa y divierte. Le
quedan por delante unos 20 años para acabar el libro. Como tiene 44,
terminará más o menos para la jubilación. Ya lo dije antes: es el proyecto de
una vida.
¿Y cómo desemboca uno en algo tan ingenioso y estrafalario? Héctor
Urién nació en Madrid, se crio en Ávila y estudió Biología y Bioquímica en
Salamanca. Un día de 1996 se saltó una clase y vio por casualidad a la
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narradora oral Eugenia Manzanera en la plaza Mayor. Héctor, que era un
amante del teatro, quedó impresionado con el espectáculo. Tanto le impactó
que se puso a investigar, se enteró de que tenía mucho que ver con la comedia
del arte italiana y empezó a actuar en cafés con un músico mientras seguía
estudiando. Hubiera bastado que no hubiera hecho novillos ese día para que el
Héctor de hoy no existiera: el azar nos hace y nos deshace.
El tiempo pasó, Héctor se licenció y se fue a trabajar de lo suyo, primero
en Londres en un laboratorio farmacéutico y luego en Suecia. En 2004 regresó
a España a hacer el doctorado, y retomó sus narraciones, pero en diciembre de
2005 decidió abandonar la farándula para siempre y concentrarse en sus
estudios. Tres meses después tuvo una bronca con un profesor y vio la luz.
Llamó a sus padres a Ávila: “Dejo la tesis y me voy a dedicar a contar cuentos
por los bares”. Los pobres padres se presentaron en Salamanca al día
siguiente, pero la decisión estaba tomada.
Cuando doy charlas en los institutos suelo decir a los estudiantes que se
atrevan a ser lo que de verdad desean y que no se rindan ante los consejos
utilitarios del entorno. Si quieren ser, pongamos, dibujantes de cómic, que se
dediquen a ello. Pero han de estudiar hasta saberlo todo sobre el cómic, han
de trabajar 12 horas al día y aspirar a ser los mejores. Eso hizo Héctor: se fue a
Italia a estudiar y no ha dejado de crecer y evolucionar. Sus Mil y una noches
nacieron del miedo a contar cosas distintas en cada espectáculo, en vez de
protegerse con un texto cien veces repetido. El riesgo es un reto y, si se
asume, un gran aprendizaje. Para poder hacer algo así, Héctor desarrolló una
depurada técnica (ha publicado tres libros de teoría de la narración, da clases,
talleres) que consiste en conseguir dominar la estructura, el público, la memoria
deformante (los pequeños cambios que todos introducimos en un relato oral) y
el atractor, que es un término de la física caótica que describe cómo los
movimientos caóticos tienden a crear formas repetitivas, como el péndulo
electromagnético, que dibuja la misma forma aunque no pasa dos veces por el
mismo lugar. Héctor, en fin, es capaz de descubrir esas repeticiones ocultas
que son el alma de un relato.
Contar martes tras martes Las mil y una noches le da para vivir. Pero,
sobre todo, me parece que le da por qué vivir. Creo que la maldición del siglo
XVIII era un engaño y que en realidad pretendía ocultar que este libro no da la
muerte, sino la vida, como se la daba a Sherezade. El arte protege, y
dedicarnos a lo que de verdad deseamos llena nuestro efímero tiempo de tanto
sentido que casi nos parece rozar la eternidad. Este es mi último artículo antes
de vacaciones; hasta septiembre, amigos. Que vuestras quietas noches de
verano sean así de bellas, así de intensas y de necesarias como las mágicas
noches de Sherezade y Héctor.
(Rosa Montero, “Treinta años contando Las mil y una noches”, El País,
31/7/2022)
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Columna nº 21:
Cuando escribo este artículo, que ya sabes que tarda 15 días en
publicarse, mis amigos argentinos llevan una semana entera llorando de
emoción por haber ganado la Copa del Mundo. Lo digo de manera literal: la
mayoría tiene los ojos encharcados. Se trata, además, de la gente más
variopinta que pensarse pueda: astrofísicos, escritores, informáticos, libreros,
periodistas, artistas plásticos… La variedad, me cuentan, también está en la
clase social y en la ideología. Y esa es la gracia y la grandeza de la cosa.
Aunque me gusta el deporte, detesto el fútbol con ardiente encono,
justamente por todo lo que tiene de no deportivo. Por ser un negocio
ultramillonario, marrullero y oscuro; por lo cerril de la mayoría de sus hinchadas
y por la agresividad que pueden llegar a generar; por sus valores
ultraconservadores y machirulos (¿cuántos jugadores homosexuales de
primera línea conoces?); porque el machaque futbolero opaca a los demás
deportes en visibilidad, interés mediático, atención pública. Ya digo, me
revienta. Pero todo esto no me impide apreciar las catarsis positivas que
también propicia. Es lo que tienen los deportes de masas, porque las masas
son como turbulentos, inestables y colosales volúmenes de agua. Cuando los
impulsan fuerzas negativas, pueden crear tsunamis de violencia y originar
verdaderas carnicerías, como la masacre, hace tres meses, de ese partido de
fútbol en Indonesia, que dejó 400 heridos y 131 muertos.
En cambio, si la inercia ciega de la masa se mueve en la buena
dirección, entonces puede nacer la magia. Vi esa emoción en 2010, cuando
España ganó su único Mundial: la alegría de nuestra sociedad, profundamente
herida por la crisis económica de 2008, fue conmovedora. Y el entusiasmo que
esta Copa (la tercera) está provocando en Argentina me parece aún mayor. En
primer lugar, como es natural, está la satisfacción de la victoria: el sentirse
importantes en el mundo y orgullosos de ser quienes son. En realidad, los
argentinos son siempre importantes y tienen muchas más cosas de las que
enorgullecerse además del fútbol, pero me parece que no se lo creen; yo diría
que padecen en grado sumo esa falta de autoestima colectiva que es uno de
los rasgos culturales más fastidiosos del mundo hispánico (ya conoces ese
antiguo dicho: si habla mal de Inglaterra, es un francés; si habla mal de
Francia, es alemán, y si habla mal de España, es español).
Pero lo que me parece más importante de este arrebato de júbilo es su
matiz unitario. Eso es lo que les hace llorar: el sentimiento de hermandad y de
alegría cómplice por encima de la ferocidad sectaria que lleva años
desgarrando a los argentinos. Como escribió Claudia Piñeiro en un artículo: “Se
trataba de ser felices con la extraña sensación de estar todos y todas del
mismo lado”. Y eso sí que es un milagro poderoso y sanador, como el que
contó John Carlin en su libro El factor humano (Clint Eastwood lo convirtió en la
película Invictus) sobre la Copa Mundial de Rugby de 1995, que se celebró en
Sudáfrica y sirvió para empezar a curar un país lacerado tras los horrores del
apartheid. Aplaudo esa magia luminosa que también comparte el triunfo
argentino.
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Dicho esto, no puedo terminar el artículo sin hablar de una desolación
creciente que vengo sintiendo en los últimos días. Que se haya celebrado el
Mundial en Qatar es una idea demencial que hemos acabado tragando con una
docilidad inconcebible. Apenas ha habido unas pocas críticas, cada vez más
borrosas, sobre este país bárbaramente machista y semifeudal. Con el
resultado final de una normalización vomitiva de un régimen por completo
anormal. Tendríamos que habernos echado a la calle antes que permitir esta
monumental campaña de imagen de un país que vulnera los derechos más
elementales (yo misma no he hecho nada). El escándalo de corrupción de la
vicepresidenta del Parlamento Europeo y sus compinches indica hasta qué
punto el dinero puede falsificar la realidad. ¿A cuántos más políticos, artistas,
escritores, deportistas, habrán comprado los cataríes? Recordemos, por
ejemplo, que Qatar es el propietario del Paris Saint Germain, el equipo en
donde juega Messi. Si los talibanes tuvieran suficientes millones, ahora
estaríamos diciendo que, en el fondo, son unos chicos muy simpáticos. Ya no
hacen falta las armas para someter otros países a tus intereses: basta con
comprarlos.
(Rosa Montero, “Del fútbol y otras cosas”, El País, 8/1/2023)
Columna nº 23:
El otro día vi algo que me alegró la semana, el mes, quizá el año. Desde luego,
cada vez que lo recuerdo se me pone una sonrisa en los labios. Acabo de estar
de vacaciones en una ciudad costera portuguesa en la que, una mañana,
paseando a mi perra, me encontré con una carrera popular. Era algo festivo y
vecinal, un circuito desde el centro del pueblo hasta una rotonda en el
acantilado, en donde se regresaba; en total, no más de ocho kilómetros, la
mayoría por la carretera de la costa, a la sazón cortada al tráfico. Cuando me
topé con ellos, los más rápidos ya habían dado la vuelta en la rotonda y
enfilaban al galope hacia el centro, pero todavía quedaba mucha gente que aún
no había llegado al acantilado, de manera que los corredores llenaban la
carretera en las dos direcciones. Como yo también iba hacia la rotonda por la
acera, los participantes me fueron adelantando, cada vez más lentamente, a
medida que iban pasando los rezagados. Hasta que vislumbré, a lo lejos, el
final de la carrera, y me detuve a esperar. Muy atrás, la última de todos,
descolgada del resto, venía una mujer de cincuenta y muchos años, bajita y
robusta, a un trotecito diminuto pero pertinaz. Detrás de ella, una furgoneta de
bomberos. Después, dos coches de la policía municipal. Luego, una moto
policial. Por último, un vehículo negro que supongo que sería de la
organización. Como la mujer debía de ir a una media de cinco kilómetros por
hora, la solemne procesión la seguía a un ritmo microscópico.
Me emparejé con la deportista, mi paso vivo igual de eficaz que su lenta
carrera, y admiré su seguridad, el dominio de sí misma, lo tranquila que iba con
toda esa cola a sus espaldas. Los corredores que regresaban por el carril
contrario la iban vitoreando al cruzarse con ella, hasta que llegó un momento
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en el que ya no quedaba ningún participante más en la carretera. Sólo la mujer,
que proseguía impertérrita, concentrada en su trote cochinero, en no dejar de
respirar y de avanzar, perfectamente dueña de su parsimonia. Quiero decir que
ni siquiera iba sin aliento; se la veía en perfecto control de lo que estaba
haciendo, no era que hubiera calculado mal sus fuerzas y se hubiera quedado
sin resuello, sino que, al contrario, debía de haberse preparado muy bien el
recorrido. Esa era la carrera que ella podía y quería hacer.
Y la hizo. Alcanzó por fin la rotonda y dio por finalizada la prueba. La
furgoneta de bomberos, los coches y la moto recuperaron su velocidad habitual
con un rugir de motores quizá demasiado sonoro e impaciente. La mujer
regresó caminando por la acera y pasó a mi lado. Tenía la cara iluminada por
una expresión de logro extraordinaria.
Una de las cosas más difíciles de aprender en este mundo es a conocer
cuáles son tus propios deseos y a respetarlos. Vivimos inconscientemente
atrapados por los deseos de los otros, por la mirada que los demás proyectan
sobre nosotros o, lo que es aún peor, por la demanda que creemos adivinar en
los demás. En primer lugar, está el mandato atronador de nuestros padres (o el
mandato que creemos haber recibido de ellos), pero somos animales sociales y
cualquier mirada ajena nos afecta muchísimo. En la gente más frágil y menos
asentada sobre sus pies, el efecto puede ser demoledor; hay personas tan
lábiles que son como líquidos a quienes la vasija de la mirada ajena confiere su
forma. Este es un problema para todos, hombres y mujeres, pero creo que en
nosotras tiende a ser peor. Ya he escrito alguna vez sobre esas mujeres
conmovedoras que, cuando paras el coche en un paso de peatones para
dejarlas pasar, echan a correr para no hacerte esperar. Como si siempre
estuvieran en deuda con el mundo. Como si tuvieran que pasar un examen en
cada momento. Como si ellas fueran siempre secundarias frente a los demás.
Sí, he visto correr desbaratadamente en los pasos de cebra a muchas
mujeres con la misma edad y apariencia que esa portuguesa que casi no
corría. Hace falta un temple singular, una sabiduría colosal y haber vivido
mucho (y aprendido de ello) para ser capaz de mantener ese trotecillo
minúsculo y sereno, toda sola tú frente al gentío, mientras tantos te miran y la
cola de coches oficiales se agolpa a tu espalda. Y seguir, y seguir, hasta
conseguir cumplir tu deseo. Yo no hubiera sido capaz. Es mi heroína.
(Rosa Montero, “Correr y no correr”, El País, 29/1/2023)
Columna nº 24
Acabo de hacer un turbador viaje en el tiempo. Fui a Boston (EE UU)
invitada por el Observatorio Cervantes-Harvard para dar una charla (gracias) y
después hice otro encuentro en Wellesley College, una célebre universidad
para mujeres (allí estudió Hillary Clinton, por ejemplo) en la que di clases en un
par de ocasiones. Llegué a Wellesley por vez primera en enero de 1985, al día
siguiente de cumplir 34 años. Había alquilado un apartamento que el college
rentaba a los profesores visitantes. Era un sitio pequeño y muy bonito, en la
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planta baja de una casa del siglo XIX. Recuerdo la embriaguez con la que viví
aquellos meses; me sentía pletórica, ardiendo de vida, en el centro mismo de
mi existencia.
Aguijoneada por ese recuerdo luminoso, al volver ahora a Wellesley
decidí acercarme a mi antiguo piso. Estaba parada en el descansillo como una
boba ante la puerta cerrada cuando la casualidad hizo que llegara el inquilino,
un chico afroamericano que me pareció jovencísimo, pero que debía de tener la
edad que yo tenía entonces. “Viví aquí hace tiempo, ¿podría pasar y echar un
vistazo?”, rogué. El pobre se azoró, me hizo una seña que yo interpreté como
que aguardara, entró, cerró y empecé a escuchar ruidos de cacharros,
tintineos, golpes. Cuando llevaba esperando más de 10 minutos empecé a
dudar de que volviera a abrir; temí haberlo malinterpretado y pensé en
marcharme. Pero al fin acabó su zafarrancho de limpieza y me dejó entrar. Y
entonces el tiempo estalló en mil pedazos. El apartamento estaba exactamente
igual, la misma pared panelada en madera oscura, la ventana en rotonda sobre
el ralo jardín quemado por el hielo. Toda esa plenitud, tan cerca y tan lejos. Por
un momento, la vida pareció un espejismo.
Pocas horas después, aún emocionada, en la charla ante las alumnas
de Wellesley, alguien me preguntó de qué estaba más satisfecha en mi carrera.
Y pensé que en realidad lo más importante que una puede hacer en la vida es
intentar seguir. ¡Hay tantas maneras de perderse! En aquel 1985 leí un libro
deslumbrante que se había publicado el año anterior, En los tiempos de la reina
de Persia, primera novela de una escritora norteamericana llamada Joan
Chase. Era la historia de cuatro hermanas en el medio rural de Ohio y estaba
narrada en una originalísima primera persona del plural; el punto de vista
pasaba sedosamente de una hermana a la otra como un viento suave que
ondula un trigal, un logro literario prodigioso. El libro tuvo un gran éxito, ganó
premios, se tradujo. Y luego Chase desapareció. La googleo ahora como quien
busca noticias de una antigua amiga; publicó otra novela en 1990 y un libro de
cuentos en 1991. Desde entonces, nada. Murió en 2018 en un asilo, enferma
de párkinson y de algún tipo de demencia, a los 81 años. Apenas se sabe nada
de ella.
Toda esa plenitud de su primera novela, tan lejos, tan cerca.
A veces la vida es un alud, un despeñadero.
Chase me recuerda, en su fugitivo esplendor de cometa, a la gran
Carmen Laforet, la autora de Nada. También ella fue devorada por las sombras.
Y no es algo que les suceda solo a las mujeres, o a los artistas. Hablo de lo
fácil que es terminar dando tumbos por la vida, meterte en una vía muerta,
construirte una existencia que no tiene nada que ver no ya con lo que algún día
soñaste (a menudo esos sueños son un error y una quimera), sino con lo que
sientes, lo que necesitas, lo que deseas. Seguir, sí. Empeñarse en seguir. No
tirar la toalla. No perder la esperanza. Tener la perseverancia de la estalactita.
Me gustaría poder decir que, si te esfuerzas en permanecer en el camino, el
éxito está asegurado, pero no es cierto. La suerte es esencial y hay escollos
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que no pueden superarse, como, por ejemplo, la falta de salud. La enfermedad
se abatió sobre Laforet, y es posible que también haya devorado a Joan
Chase. Pero, aun así, pese a toda nuestra indefensión e incertidumbre, hay
que perseverar mientras se pueda. Seguir aprendiendo, seguir deseando.
Seguir reconociéndote. Pienso en el joven profesor afroamericano que recogió
su casa amorosa y esforzadamente para que yo la viera y me lo imagino dentro
de 38 años llamando con timidez a esa misma puerta y preguntándole al futuro
inquilino si le deja entrar a echar una ojeada. Y le deseo de todo corazón que
haya logrado seguir siendo más o menos él mismo hasta entonces.
(Rosa Montero, “Seguir”, El País, 26/3/2023)
Columna nº 25
A raíz del caso de Ana García Obregón se ha discutido mucho en estos
días sobre si el hecho de ser madre en la tercera edad y utilizar los llamados
“vientres de alquiler” (terrible expresión, dicho sea de paso) son opciones
legítimas o, por el contrario, éticamente inaceptables. Ambos temas son
importantes y merecen ser debatidos en profundidad, pero no es de eso de lo
que quiero hablar en este artículo, sino de una frase que dijo la actriz que me
dejó bastante consternada: “Nunca volveré a estar sola”. Es obvio que la
desgarradora pérdida de su hijo subyace detrás de todo esto, pero la
compasión y la comprensión no evitan que sea una declaración tremenda que
sólo puede augurar desgracias. En primer lugar para Obregón, porque la vida
nos demuestra una y mil veces que los hijos no te aseguran compañía, y que,
si has decidido ser madre (ella y otras) con ese fin utilitario, es muy posible que
la decepción sea colosal. Pero terrible también para todos los niños que son
traídos al mundo como muletas afectivas (cosa que me temo que sucede
bastante), porque es el augurio de una vida probablemente asfixiante y de una
lucha amarga para poder librarse de ese destino vicario. Es una frase, en fin,
que amenaza penas para todos.
Qué mal lleva el ser humano la soledad. Somos animales sociales y el
aislamiento puede volvernos literalmente locos. Claro que hay varias clases de
soledad, desde la existencial, porque frente a nuestro fin estamos solos
(aunque creo que debe de ser consolador morir de la mano de alguien), hasta
la soledad social extrema, esa especie de muerte en vida que padecen, entre
otros, muchos ancianos que se quedan sin nadie. Pero también existe una
soledad positiva que consiste en saber convivir contigo mismo, no temerle al
silencio, aprender a escuchar el murmullo de tus propios pensamientos. Y para
mi sorpresa he descubierto que hay mucha gente que parece madura y normal,
pero que en realidad es patológicamente incapaz de vivir sola. Lo cual es una
inacabable fuente de desgracias, porque, por miedo a la soledad, puedes hacer
cosas tan dañinas como emparejarte con una persona horrible, o establecer
relaciones de amistad humillantes en las que te arrastras por una migaja de
compañía, o traer hijos al mundo, en fin, con un planteamiento utilitario
disparatado. Nunca he entendido que no se eduque a los niños en el
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aprendizaje de esa necesaria soledad. O sabes vivir solo, o eres un esclavo de
tus miedos.
Pero sin duda lo peor es el territorio helado de la soledad social, una
pandemia silenciosa que se extiende y extiende como un virus secreto. “La
lacra del siglo”, la denominó Tetsushi Sakamoto al tomar posesión de su cargo
como ministro de la Soledad, una nueva cartera creada en Japón en 2021. No
es el único ministerio de este tipo que hay en el mundo: el primero surgió en
2018 en el Reino Unido, en donde nueve millones de personas viven solas (el
13,7% de la población).
Sí, cada día hay más viejos que no hablan con nadie durante meses,
más ciudadanos de todas las edades que sufren un verdadero aislamiento
social. Se calcula que una de cada doce personas en el mundo experimenta
una soledad no deseada, cosa que puede destruirte: aumenta hasta un 30% el
riesgo de mortalidad, por no hablar de la depresión y el deterioro cognitivo. Un
reciente metaanálisis hecho por la Universidad de Sídney con 57 estudios en
113 países arroja resultados que contradicen nuestros estereotipos: en los
países nórdicos es donde menos solitarios hay (2,9% de jóvenes, 5,3% de
ancianos); en donde más, en los antiguos países del Este (7,5% y 21,3%,
respectivamente). Lo que sugiere que una sociedad democrática veterana
puede hacer mucho por la cohesión social y el cuidado de los más necesitados.
Hace unos meses leí que los supermercados Jumbo de Holanda han puesto en
sus centros 200 cajas lentas para aquellas personas que quieran aprovechar la
cola del pago para hablar. Qué gran cabeza está detrás de esa medida: alguien
capaz de mirar y de ver, alguien que ha sabido comprender que hay clientes
(muchos de ellos ancianos) cuyo único contacto con otras personas se produce
cuando van a comprar al supermercado. Y es que hay que estar muy atentos
para distinguirlos: los solitarios, sobre todo los viejos, son invisibles. En España
hay dos millones de mayores que viven solos. A ver si aprendemos a mirarlos.
(Rosa Montero, “Tanta soledad”, El País, 16/4/2023)
Columna nº 26
Ya se sabe que nuestra mayor ambición es ser felices, o al menos es así
desde el siglo XVIII: antes se nos educaba en el convencimiento de que la
Tierra era un valle de lágrimas. En los últimos tiempos, además, queremos ser
felices ya, de manera inmediata y permanente y, a ser posible, sin esforzarnos
mucho; por eso nos despepitamos por aprender las fórmulas mágicas que nos
pueden conducir al paraíso. De ahí el éxito de los libros de autoayuda,
supongo. Bueno, de ahí y de que cada vez estamos menos preparados para
enfrentarnos a la frustración, al desasosiego y al dolor. Cada vez nos sentimos
más impelidos a ser dichosos en sesión continua, lo cual es irreal y
problemático.
Y, sin embargo, venimos muy bien dotados de nacimiento. Según la
World Values Survey de 2008, una gigantesca encuesta con 118.000 personas
de 96 países, la gente está bastante satisfecha: con una puntuación del 1 al 10,
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siendo el 1 completamente infeliz y el 10 completamente dichoso, menos del
5% eligió el 1, mientras que un asombroso 12% se adjudicó el 10. En total, más
del 60% de las personas se dieron una nota de 6 o superior. Otra estadística
que me dejó bisoja fue el barómetro del CIS de junio de 2015, que concluía que
8 de cada 10 españoles se declaraban felices o muy felices. La respuesta más
abundante (también del 1 al 10) era el 8, y un 42% decían ser casi
completamente dichosos. Eso, la tendencia a considerarte más feliz que infeliz,
es una constante en todos los estudios y en todos los países siempre que no
haya una situación de guerra. Somos bichos tenaces y esa alegría básica es
una de las razones de nuestro depredador triunfo como especie.
Hace un par de semanas salió en EL PAÍS una estupenda entrevista de
Aser Rada con el psiquiatra Robert Waldinger, cuarto director del mayor estudio
sobre la felicidad que jamás se ha hecho, una investigación que comenzó en la
Universidad de Harvard (EE UU) hace 85 años y que aún continúa, y cuya
peculiaridad consiste en que se hace una evaluación de la vida de los sujetos a
lo largo de toda su existencia. Waldinger diferencia entre la felicidad hedónica,
ligada al placer inmediato, y la eudemónica, que tiene que ver con la sensación
de que nuestra vida tiene sentido, y explica que todos buscamos ambas
felicidades, en diversas proporciones dependiendo de las personas y del
momento vital. También concluye algo que señalan todas las investigaciones y
que a mí me parece evidente: la sensación de felicidad está ligada
principalmente a la calidad de las relaciones personales. Ni el éxito social ni el
dinero dan tanta dicha como los buenos amigos y los buenos amores. Y otra
obviedad más: ser generoso ayuda a sentirte bien.
Escribo todo esto y pienso en la gente que me lee y se amarga diciendo:
pues yo no me daría un 8, por qué los demás son felices y yo no, a qué viene
toda esta monserga de la generosidad cuando mi rabia me consuela tanto. Y
es verdad. Si te sientes frustrado, el odio, que uno siempre cree justificado,
alivia mucho. Pero es una mejora engañosa. Es como cuando tienes una
herida en la encía y la lengua insiste en rozarla; de entrada, parece consolador,
pero en realidad estas empeorando la lesión. Sí, la generosidad ayuda. Al
principio cuesta un poco más que la rabieta, pero después se notan los
beneficios.
Con la edad una va aprendiendo que la felicidad se parece mucho a la
falta de dolor. Es decir, basta con que no haya grandes sufrimientos para que la
dicha florezca, porque la vida se regocija de vivir: como ya he dicho, tenemos
esa suerte, traemos ese entusiasmo de fábrica. Pero creo que también
podemos ayudarnos con una especie de gimnasia activa de la voluntad. Por
ejemplo: nada de medir constantemente tu vida con la de los demás; solemos
magnificar la felicidad de los otros cuando lo cierto es que no tenemos ni idea
de lo que ellos sienten, es compararse con un espejismo, siempre saldrás
perdiendo estúpidamente. Y nada de nostalgia. La nostalgia es un tormento
inútil, y mirar hacia atrás impide ver y disfrutar el ahora. De igual modo, nada
de rumiar 20.000 temores futuros, porque el futuro nunca es como lo imaginas,
y obsesionarte con los hipotéticos males del mañana arruina lo único que
existe, que es el presente. En fin, todas estas obviedades, tan fáciles de decir y
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difíciles de hacer, se resumen en ese potente verso de Raúl Zurita: Ni pena, ni
miedo.
(Rosa Montero, “La felicidad”, El País, 21/5/2023)
Columna nº 27
Hace poco leí un reportaje magistral de Jacobo García en EL PAÍS. Se
titula Rosario o cómo sobrevivir al analfabetismo, y son varias charlas con una
mujer extremeña, Rosario, que es analfabeta absoluta. Mejor dicho, ya no lo es
del todo, porque a sus 66 años (maldita sea, ¡pero si es más joven que yo!)
está aprendiendo a leer y a escribir. Qué portentoso descubrimiento, qué viaje
colosal el que ha emprendido esta mujer; ser capaz de unir e interpretar las
letras es poder entrar en una profunda red de significados, en un mundo que te
habla estruendosamente. El silencio textual del analfabetismo debe de ser algo
muy parecido a una sordera social.
El reportaje de Jacobo García ha estado retumbando dentro de mi
cabeza desde que lo leí. Porque gracias a él supe que en España aún existen
580.000 personas totalmente analfabetas, es decir, incapaces de leer el cartel
de una calle o el nombre de las paradas del metro. Casi dos tercios son
mujeres, una proporción semejante a la del analfabetismo mundial: de los 773
millones que hay en el planeta, ellas suman casi 500 millones.
Pero volvamos a nuestros 580.000 analfabetos, cifra que se me antoja
tremendamente abultada. Escuece pensar que en este país del primer mundo
seguimos arrastrando esos abismos, ¿no es así? A mí el analfabetismo total
me parecía un problema superado en nuestra sociedad, un mal tan obsoleto
como la peste bubónica. Hace algo más de 40 años, en los últimos setenta y
primeros ochenta, acudí a varios encuentros organizados por los círculos de
alfabetización, en especial en Andalucía y Extremadura, donde el
analfabetismo de aquella época rozaba el 10%. Eran hombres y sobre todo
mujeres de edad, gente guerrera y formidable, supervivientes de épocas muy
duras. Recuerdo lo emocionantes y exigentes que eran para mí aquellas
charlas, porque se trataba de personas inteligentes, maduras y complejas con
las que, sin embargo, resultaba difícil comunicarse. Era como si habláramos
idiomas distintos. Y es que ser analfabeto es vivir en un mundo paralelo.
Con el tiempo dejaron de llamarme para aquellos encuentros y deduje
que esa lacra educativa se había ido acabando. Y es verdad que hemos
mejorado mucho. En 1950 había en España un 17% de analfabetos; en 1970,
un 9% (aunque en zonas como Andalucía y Extremadura el porcentaje era
mayor). Hoy hay menos del 1,5%. Según la Unesco, se considera que un país
está libre de analfabetismo cuando el 96% de la población mayor de 15 años
está alfabetizada. Así que digamos que, para los parámetros internacionales
que se manejan, nos movemos en una zona respetable. Pero ¿acaso puede
considerarse respetable cualquier porcentaje de analfabetismo, por pequeño
que sea? Porque en España esa cifra aparentemente mínima se traduce, como
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ya he dicho, en más de medio millón de personas. Una cantidad exorbitante e
inadmisible.
El texto de EL PAÍS cuenta de qué polvos de profunda y arraigada
precariedad vienen estos lodos. Hija de un guardia civil, nacida en un
pueblecito extremeño y menor de nueve hermanos, de pequeña Rosario
trabajaba recogiendo algodón, con los dedos ensangrentados por los pinchos
de la planta (llora cuando lo recuerda en el reportaje). A los 10 años la metieron
en un convento de monjas que le daban cama y comida a cambio de limpiar y
que a los 12 años la entregaron como criada a una familia de Badajoz. Y a
nadie se le ocurrió enseñarla a escribir: qué vergüenza como sociedad y qué
fracaso. Rosario ha sobrevivido en este mundo enemigo ocultando su
analfabetismo y desarrollando trucos adaptativos: memorizar los árboles y las
tiendas para saber las calles, marcar rayas en un papel para calcular por cuál
estación de metro iba, cosas así. Administrativos canallas le han tirado
despectivamente formularios a la cara porque no era capaz de descifrarlos, y
su segundo marido le hizo firmar un papel que no podía leer y le robó. Esto es
muy habitual en los analfabetos: las estafas, los desprecios, los abusos; en
2019, por ejemplo, los jueces liberaron a Antonia, otra mujer extremeña y
analfabeta, de un cargo de 1.200 euros que su banco le había metido
desfachatadamente (leído en el diario Sur). Qué descomunal indefensión esa
ceguera al significado de las letras. Tan despojados de todo poder están, tan
fuera de la visibilidad y del sistema, que incluso ignoramos su existencia.
(Rosa Montero, “580.000 analfabetos”, El País, 4/6/2023)
Columna nº 28
Hace unas semanas estuve en Santo Domingo en el festival
Centroamérica Cuenta. En una de las mesas, mi amigo y genial escritor
mexicano Benito Taibo y yo nos pusimos a discutir. A él le irritaba que en las
series de televisión dobladas al español se dijera, por ejemplo, chiringuito
(explicaré, para los amigos de allende los mares, que es un bar instalado en
una playa, y, por extensión, cualquier tenderete para beber y comer al aire
libre), y opinaba que había que suprimir esos localismos castellanohablantes
que le parecían una imposición. Yo, por el contrario, pensaba que el problema
no era que se dijera chiringuito en una serie, sino, en todo caso, que se utilizara
en el 90% de los doblajes; es decir, que se abusara de una sola forma del
español, en vez de disfrutar y alardear de la increíble riqueza de nuestra
lengua. Para hacernos una idea: en Argentina, chiringuito se dice parador; en
Bolivia, quiosco; en Colombia, chuzo playero; en Costa Rica, rancho; en Cuba,
chinchalito; en Ecuador, puesto de playa; en El Salvador, chalet; en Honduras,
champa; en México, palapa o changarro; en Panamá, tiendita; en República
Dominicana, caseta o (¡sorpresa!) también chiringuito; en Venezuela, el
caney… Qué maravilla: todas estas palabras ruedan por mi lengua como
caramelos. Por cierto, recomiendo entrar en una página de la Wikipedia en
donde hay un delicioso glosario de palabras coloquiales según las distintas
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hablas hispanas; de ahí he sacado el bonito ramillete de chiringuitos varios
(basta con googlear “anexo: diferencias de vocabulario estándar”).
En el mundo hay 21 países que tienen el español como idioma oficial
(incluida Guinea Ecuatorial). Más de 485 millones de personas son hablantes
nativos, lo que nos convierte en la segunda lengua del mundo, después del
chino (los ingleses nativos son unos 373 millones). Pero insisto en que la magia
reside en que lo hablamos en un montón de naciones diferentes, cada una con
sus peculiaridades gramaticales, de léxico y fonéticas. La lengua es como la
piel de una sociedad; nos sentimos orgánicamente apegados a ella y a veces
surgen roces que por desgracia son fomentados por razones políticas. Siempre
me ha sorprendido, por ejemplo, que entre Portugal y Brasil haya un abismo
idiomático que desde luego la lengua no justifica. Porque los libros se traducen
de manera distinta al portugués de Portugal y al de Brasil, e incluso las novelas
de autores portugueses son tuneadas al brasileño antes de ser publicadas allí
(José Saramago se negaba por contrato a que tocaran sus textos). En cambio,
nosotros, que somos muchísimos más, creo que seguimos teniendo la clara
voluntad de entendernos y de disfrutar de esa pluralidad maravillosa.
Curiosamente, la dictadura nos ayudó con eso por carambola. Varias
generaciones de españoles crecieron leyendo libros prohibidos en el
franquismo a los que sólo se podía acceder en versiones mexicanas o
argentinas. Y luego llegó el boom latinoamericano, y otros muchos aprendimos
que la mejor literatura contemporánea se escribía en todas esas versiones del
idioma, poderosas, multicolores y tintineantes. Nunca fue un problema entender
por contexto.
Pero ahora viene lo malo. Sé por algunos autores, como Martín
Caparrós, que después del boom, en las últimas décadas, ha habido también
algún intento por parte de las editoriales españolas de “neutralizar” las lenguas
del otro lado. Y, tras escuchar aquella mesa con Benito Taibo, Luis García
Montero, director del Instituto Cervantes, me mandó un libro que han hecho en
colaboración con Netflix, un estudio fascinante de la influencia de lo audiovisual
en el lenguaje titulado Nuevo nuevo mundo. Hay un capítulo extraordinario de
Francisco Moreno Fernández que habla de la tendencia de Netflix (y en general
de todos los productores audiovisuales) a crear dos doblajes, uno de español
de España y otro de español latinoamericano que en realidad es un mexicano
neutro y deslavazado, un globañol. Mil gracias, Luis García Montero, por
avisarme de este estropicio que se avecina y por estudiarlo y documentarlo en
el Instituto. Como poeta (hermosa su última obra, Un año y tres meses)
supongo que le duele tanto como a mí esta mutilación de nuestra lengua plural
y fraternal. Quieren convertir un fabuloso idioma caleidoscópico en una
franquicia de palabras de plástico. No deberíamos dejarnos.
(Rosa Montero, “Contra el globañol”, El País, 18/6/2023)
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Columna nº 29
Nunca me cansaré de repetir que el progreso no es algo inevitable,
porque hay un rincón irracional y niño dentro de nosotros empeñado en creer
que la vida siempre mejora. Pero no. Los logros se pierden, los conocimientos
se olvidan, las sociedades se equivocan. Si te quedas muy callado, quizá
consigas escuchar allá a lo lejos el fragor de las civilizaciones al derrumbarse.
Te daré un ejemplo: en el siglo VI antes de Cristo, los pitagóricos ya sabían que
la Tierra era un globo que giraba con otros planetas en torno a un fuego central;
pero 1.300 años más tarde, el sabio más importante de su época, Isidoro de
Sevilla, creía en una Tierra plana dentro de un cielo esférico. Quiero decir que
podemos perderlo todo. Pero todo.
Pensaba en esto al calor de la emocionante gesta de la Roja, que ha
hecho historia en la lucha por la igualdad de las mujeres. A veces se nos olvida
que los derechos que hoy nos parecen obvios se obtuvieron hace muy poco.
Por ejemplo, hemos ido conquistando el voto a lo largo de los últimos 100 años
(en Francia en 1944, en México en 1953, en Suiza en 1971, en Arabia Saudí en
2015 y sólo en elecciones locales…). Pues bien, en lo deportivo se nos ha
boicoteado y ninguneado hasta ayer mismo. Qué digo, hasta hoy. El sexismo
en el deporte sigue siendo terrible, como ha quedado demostrado, por si
alguien tenía alguna duda, con el inaudito comportamiento de ese orgulloso
masajeador de sus propios testículos que es el australopiteco Rubiales.
Asombra que, pese a tantas dificultades, las chicas de la Roja hayan
conseguido triunfar. O que la colosal María Pérez lograra dos oros. Nuestras
deportistas están impulsando heroicamente la causa de la mujer, y el
escándalo casi unánime que ha originado la indignante actitud de Rubiales nos
parece una prueba evidente de que el feminismo avanza.
Y es cierto, avanza, pero cuidado: el empuje retrógrado también arrecia.
Porque ante todo cambio social siempre surge una fuerza contraria que intenta
pararlo. Gandhi decía: “Primero te ignoran, luego se ríen de ti, luego te atacan,
entonces ganas”. Pues bien, en la cuestión del sexismo ahora estamos en la
tercera fase, la de la guerra.
Todo esto se ve en un reciente estudio hecho en España sobre igualdad
y desigualdad. La investigadora Laura Sagnier utilizó una muestra de 1.000
hombres y 1.000 mujeres de 18 a 64 años y obtuvo datos muy chocantes. Por
ejemplo, no sólo hay un 8% de varones que recurre a la prostitución, sino que
un 3% de mujeres también lo hace, lo cual me ha dejado bisoja. Más hallazgos
preocupantes: al 42% de ellas y al 62% de ellos le genera rechazo la palabra
feminismo, aunque, cuando les preguntas si hombres y mujeres tienen las
mismas oportunidades, el 48% de ellos y el 70% de ellas dice que no. Otra
contradicción semejante es que casi todos están de acuerdo en que padres y
madres pueden cuidar a los niños igual de bien (lo cree el 88% de ellos y el
86% de ellas), pero, pese a ello, la mayoría piensa que los hijos pequeños
pueden sufrir si las madres trabajan fuera de casa: eso opina un 57% de los
hombres y, horror, el 52% de las mujeres. Inmenso cacao mental, como se ve.
Reconozco que los resultados de este estudio han supuesto un jarro de
agua fría para mí. ¿Cómo es posible que a estas alturas del siglo XXI pueda
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haber alguien mínimamente sensato, sea hombre o mujer, que no se considere
feminista, es decir, antisexista? Yo lo veo algo tan obvio como intentar ser
antirracista. Pero lo más inquietante es que creo que las contradicciones que
muestra el estudio son una consecuencia del contraataque reaccionario que
estamos viviendo, de la desinformación y la manipulación. Yo creía que una
mayoría de los varones estaba llegando al reconocimiento de que el feminismo
es cosa de todos, de que el machismo también los mutila a ellos. Pero veo el
efecto de la ofensiva reaccionaria, veo cómo las nuevas mentiras avivan el
rescoldo de los prejuicios viejos. Cuando repito que el progreso no es algo
inevitable, me lo digo también a mí misma. Cuidado, mucho cuidado. El feroz
atrincheramiento de Rubiales ha demostrado lo crecidos que están. Entre todas
(que incluye a todos) debemos seguir buscando el camino hacia un mundo
mejor. No permitamos que nos engañen, no dejemos de intentarlo. El progreso
es como una bicicleta: si te paras, te caes.
(Rosa Montero, “Si te paras, te caes”, El País, 10/9/2023)