0% encontró este documento útil (0 votos)
11 vistas9 páginas

5 - René Descartes - Meditaciones Metafísicas, Tercera Meditación

En 3 oraciones: René Descartes reflexiona sobre el origen de sus ideas y si existe algo fuera de su mente. Concluye que aunque sus sentidos le llevan a creer que las ideas provienen del exterior, no tiene certeza de ello y es posible que exista una facultad interna que las cree. Para estar seguro de algo externo a él, debe primero investigar si existe un Dios que no sea engañoso y que haya creado su naturaleza y el mundo exterior.

Cargado por

mferortiz2006
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
11 vistas9 páginas

5 - René Descartes - Meditaciones Metafísicas, Tercera Meditación

En 3 oraciones: René Descartes reflexiona sobre el origen de sus ideas y si existe algo fuera de su mente. Concluye que aunque sus sentidos le llevan a creer que las ideas provienen del exterior, no tiene certeza de ello y es posible que exista una facultad interna que las cree. Para estar seguro de algo externo a él, debe primero investigar si existe un Dios que no sea engañoso y que haya creado su naturaleza y el mundo exterior.

Cargado por

mferortiz2006
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 9

René Descartes.

MEDITACIONES METAFÍSICAS
MEDITACIÓN TERCERA: DE DIOS , QUE EXISTE
Cerraré ahora los ojos, taparé los oídos, apartaré mis sentidos, destruiré en mi
pensamiento todas las imágenes aun de las cosas corporales, o, al menos, puesto que
eso difícilmente puede conseguirse, las consideraré vanas y falsas, y hablándome,
observándome con atención, intentaré conocer y familiarizarme progresivamente
conmigo mismo. Yo soy una cosa que piensa, esto es, una cosa que duda, afirma, niega,
que sabe poco e ignora mucho, que desea, que rechaza y aun que imagina y siente.
Porque, en efecto, he comprobado que por más que lo que siento y lo que imagino no
tenga quizás existencia fuera de mí, estoy seguro, sin embargo, de que estos modos de
pensar que llamo sentimientos e imaginaciones, existen en mí en tanto son solamente
modos de pensar.
Con todo esto he pasado revista a lo que realmente conozco, o al menos a lo que hasta
ahora he notado que sabía. Ahora veré con más diligencia si existen todavía otros
conocimientos que aún no haya yo divisado. Estoy seguro de ser una cosa que piensa:
¿no sé también, por ende, qué se precisa para estar yo seguro de algo? En este primer
conocimiento no existe nada más que una cierta percepción clara y determinada de lo
que afirmo; lo cual no me bastaría para asegurarme de la certeza de una cosa si pudiese
suceder que fuese falso lo que percibo de un modo claro y determinado. Por lo tanto,
paréceme poder establecer como una regla general que todo lo que percibo muy clara
y determinadamente es verdadero.
Con todo, he admitido antes muchas cosas como absolutamente ciertas y manifiestas
que, sin embargo, hallé más adelante ser falsas. ¿Qué cosas eran éstas? La tierra, el cielo,
los astros y todo aquello a lo que llego por los sentidos. Pero, ¿qué es lo que percibía
claramente acerca de esas cosas? Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas
se presentaban a mi mente. Pero tampoco ahora niego que estas ideas existan en mí.
Pero aún afirmaba otra cosa, que me parecía aprehender por estar acostumbrado a
creerla, pero que en realidad no percibía, a saber, que existen ciertas cosas fuera de mí
de las que procedían estas ideas, y a las que eran del todo semejantes. Y en esto era en
lo que me equivocaba precisamente, o por lo menos, si yo estaba en lo cierto, ello no
ocurría en virtud de ningún conocimiento mío. Cuando consideraba algo muy fácil y
sencillo sobre la aritmética o la geometría, por ejemplo, que dos y tres son cinco o algo
por el estilo, no lo veía suficientemente claro para afirmar que era verdadero? Con todo,
no por otra razón he pensado que se debía dudar sobre su certeza que porque se me
ocurría que quizás algún Dios me había podido dar una naturaleza tal, que pudiese yo
engañarme incluso en aquellas cosas que tengo por las más evidentes. Siempre que me
viene a la mente la opinión expresada antes sobre la suprema omnipotencia de Dios, me
veo obligado a confesar que, siempre que quiera, le es fácil conseguir que me
equivoque, aun en aquello que creo divisar de modo evidentísimo con los ojos del
entendimiento. Sin embargo, siempre que me vuelvo a las cosas que creo percibir
clarísimamente, me persuaden con tal evidencia, que me digo yo mismo: quienquiera
que me engañe, nunca podrá conseguir que no sea nada, mientras yo esté pensando
que soy algo, o que sea cierto que yo no haya existido, cuando ya es cierto que existo, o
que dos y tres sumados den un número mayor o menor que cinco, o cosas por el estilo,
en las que veo una manifiesta contradicción. Ahora bien, puesto que no tengo ningún

1
motivo para creer que algún Dios sea engañoso, y ni siquiera ahora sé a ciencia cierta si
existe algún Dios, es muy sutil y —por llamarla así metafísica— una causa de duda que
depende solamente de tal opinión.
Para eliminarla también, debo examinar, tan pronto como se me presente ocasión, la
cuestión de si Dios existe, y, en el caso de que exista, si puede ser engañoso, puesto que,
si se dejan de lado estas cuestiones, paréceme que no puedo cerciorarme de ninguna
otra cosa.
El orden de mi trabajo me obliga a distribuir todos mis pensamientos en diversos
géneros, y a averiguar en cuáles hay propiamente verdad o falsedad. Unos
pensamientos son como imágenes de cosas, que son los únicos a los que conviene el
nombre de idea, como cuando pienso un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o Dios.
Otros tienen además otras formas, como cuando deseo, temo, afirmo, niego; entonces
aprehendo siempre alguna cosa como sujeto de mi reflexión, pero concibo algo más
extenso que la simple similitud de esta cosa; unos se llaman voluntades o afectos, y los
otros juicios.
En lo que se refiere a las ideas, si se consideran en sí mismas y no las refiero a alguna
otra cosa, no pueden ser propiamente falsas; puesto que si me imagino una cabra o una
quimera, es cierto que imagino tanto la una como la otra. Tampoco hay que temer
falsedad alguna en la misma voluntad o en los afectos, puesto que, aunque pueda desear
cosas malas o que no existan, está fuera de duda que yo deseo. Por lo tanto, nos restan
solamente los juicios, en los que me he de esforzar por no engañarme. El principal error
y el más común que se puede encontrar en ellos, consiste en juzgar las ideas que existen
en mí iguales o parecidas a las cosas que existen fuera de mí; puesto que si considerase
tan sólo las ideas como maneras de mi pensamiento y no las refiriese a otras cosas, no
podrían apenas ofrecer ocasión para errar. De estas ideas, unas son innatas, otras
adventicias y otras hechas por mí; puesto que la facultad de aprehender qué son las
cosas, qué es la verdad y qué es el pensamiento, no parece provenir de otro lugar que
no sea mi propia naturaleza; en cuanto al hecho de oír un estrépito, ver el sol, sentir el
fuego, ya he indicado que procede de ciertas cosas colocadas fuera de mí; y finalmente
las sirenas, los hipogrifos y cosas parecidas son creados por mí. O aun quizá las puedo
juzgar todas adventicias, o todas innatas, o todas creadas, puesto que todavía no he
percibido claramente su origen.
He de examinar ahora, en relación a las ideas que considero tomadas de las cosas que
existen fuera de mí, qué causa me mueve a juzgarlas parecidas a esas cosas.
Ciertamente, así parece enseñármelo la naturaleza; además experimento en mí mismo
que no dependen de mi voluntad y, por lo tanto, de mí mismo; frecuentemente se
presentan aun sin mi consentimiento, ya que, quiera o no, siento el calor y por lo tanto
considero que aquel sentido, o la idea del calor, procede de una cosa que no soy yo, es
decir, del calor del fuego junto al cual estoy sentado. Y no hay nada más razonable que
juzgar que es esa cosa la que me envía su semejanza, más bien que alguna otra.
Voy a ver ahora si estas razones son suficientemente firmes. Cuando digo que he sido
enseñado así por la naturaleza, quiero decir tan sólo que algún ímpetu espontáneo me
impulsa a creerlo, y no que alguna luz natural me muestre que ello es verdadero. Estos
dos conceptos son muy diferentes entre sí, puesto que las ideas que me son mostradas

2
por la luz natural (por ejemplo, que del hecho de que dude, se deduzca que yo existo)
de ningún modo pueden ser dudosas, dado que no pue de haber ninguna otra facultad
a la que me confíe tanto como a esta luz, ni que me pueda demostrar que aquello no
sea verdadero; pero en lo que se refiere a los ímpetus naturales, ya he observado con
frecuencia que he sido arrastrado por ellos a la peor parte cuando se trataba de elegir
bien, y por lo tanto no veo razón alguna para confiarme a ellos en cualquier otra materia.
Finalmente, aunque estas ideas no dependan de mi voluntad, no por ello es seguro que
procedan de cosas colocadas fuera de mí. De igual manera que aquellos ímpetus, sobre
los que hablaba hace un momento, parecen existir ajenos a mi voluntad, así quizás hay
también en mí alguna facultad, que no me es conocida todavía claramente, creadora de
estas ideas, del mismo modo que hasta ahora me ha venido pareciendo que, mientras
duermo, tales ideas se forman en mí sin intervención alguna de cosas externas.
Por último, aunque procedan de cosas ajenas a mí, no por ello se sigue que hayan de ser
parecidas a ellas. Muy al contrario, me parece haber encontrado en muchas gran
diferencia; como, por ejemplo, existen en mi mente dos ideas del sol, una adquirida por
medio de los sentidos, que, según creo, debe incluirse entre las ideas adventicias, en la
que se me aparece muy pequeño, y otra tomada del estudio astronómico, es decir, de
ciertas nociones que me son innatas o formadas por mí de cualquier otro modo, y en la
que el sol aparece muchas veces mayor que la tierra.
Ambas ideas no pueden ser iguales al sol que existe fuera de mí, y el cálculo demuestra
que es precisamente la más ajena a la realidad aquella que parece proceder más
directamente del sol mismo.
Todo lo cual demuestra que yo, no por razonamiento seguro, sino por un ciego impulso,
he creído que existían cosas diferentes de mí que me enviaban sus ideas o sus imágenes
por los órganos de los sentidos o por cualquier otro medio.
Otro camino se me ocurre para investigar si hay fuera de mí ciertas cosas, cuyas ideas
existen dentro de mí. En cuanto estas ideas son sólo modos de pensar, no encuentro en
ellas ninguna diferencia y todas parecen provenir de mí de igual manera. Pero en tanto
en cuanto una representa una cosa y otra otra, está claro que son entre sí totalmente
diversas. Sin duda las que me presentan las substancias son algo más, y por decirlo así
tienen más realidad objetiva, que aquellas que tan sólo representan los modos o los
accidentes. De este modo, tiene más realidad objetiva la idea por la que concibo a Dios
como un ser eterno, infinito, omnisciente, omnipotente, creador de todas las cosas que
existen, excepto de sí mismo, que aquellas por las que se presentan las substancias
finitas.
Es manifiesto, por tanto, que debe de haber al menos igual realidad en una causa total
y eficiente que en el efecto de dicha causa. Porque ¿de dónde podría tomar su realidad
el efecto a no ser de la causa? ¿Y de qué modo la causa puede otorgarla al efecto, a no
ser que la posea? De lo que se deduce que la nada no puede crear algo, ni lo que es
menos perfecto a lo que es más perfecto, es decir, lo que contiene en sí más realidad.
Todo lo cual no sólo se aplica a los afectos, cuya realidad es actual o formal, sino también
a las ideas, en las que se considera tan sólo la realidad objetiva. Es decir, una piedra, por
ejemplo, que no existía antes, no puede empezar a existir si no es producida por alguna
cosa en la que exista formal o eminentemente todo aquello de lo que está compuesta

3
la piedra. Y no se puede producir calor en un sujeto que antes no lo tenía sino a partir
de una cosa que sea al menos de un orden igualmente perfecto que el calor, y así
indefinidamente. Por otra parte, no puede existir en mí la idea de calor o de una piedra
a no ser que haya sido introducida en mí por una causa en la que exista al menos igual
realidad que a mi juicio poseen el calor o la piedra. Pues, aunque esta causa no transmita
su realidad actual o formal a mi idea, no se debe pensar en consecuencia que es por ello
menos real; sino que la naturaleza de la misma idea es tal, que no exige en sí ninguna
otra realidad formal excepto aquella que toma de mi pensamiento, del cual es un modo.
Por otra parte, el hecho de que una idea tenga esta o aquella realidad en vez de otra
cualquiera debe provenir de alguna causa en la que exista al menos tanta realidad formal
cuanta realidad objetiva tiene la idea. Porque si suponemos que existe algo en la idea
que no se encuentra en la causa, entonces esto lo posee de la nada; ahora bien, por muy
imperfecto que sea ese modo de ser por el que una cosa se encuentra de un modo
objetivo en nuestro entendimiento mediante la idea, no por eso, sin embargo, no es
absolutamente nada, y no puede, por lo tanto, existir de la nada.
No debo suponer, por otra parte, que, puesto que la realidad que considero en mis ideas
es tan sólo objetiva, no es necesario que la misma realidad exista de un modo formal en
las causas de las mismas, sino que basta que exista en las causas también de un modo
objetivo. Puesto que, como el modo objetivo de ser corresponde a las ideas según su
propia naturaleza, así el modo formal de ser corresponde a las causas de las ideas, al
menos a las primeras y principales, según su propia naturaleza. Y aunque una idea pueda
proceder de otra, no se da, sin embargo, una sucesión hasta el infinito, sino que se debe
llegar a alguna primera idea, cuya causa sea equivalente a un original, en el cual esté
contenida formalmente toda la realidad que sólo existe en la idea de un modo objetivo.
De manera que es evidente por la luz natural que las ideas son en mí como unas
imágenes; que pueden fácilmente degenerar de la perfección de las cosas de las que han
sido tomadas, pero de ninguna manera contener algo mayor o más perfecto.
Cuanto más larga y más detenidamente considero estas cosas, con tanta mayor claridad
y distinción conozco que son ciertas. Pero, ¿qué conclusión se ha de obtener de todo
esto? Sin duda la de que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que esté yo
seguro de que ella no existe en mí ni formal ni eminentemente, y de que por lo tanto no
puedo ser yo mismo la causa de tal idea, se sigue necesariamente que no soy yo el único
ser existente, sino que existe también alguna otra cosa que es la causa de esa idea. Por
el contrario, si no existe en mí una idea tal, no tengo ningún otro argumento para
asegurarme de la existencia de otra cosa diferente de mí, puesto que, a pesar de haberlo
buscado cuidadosamente, no he podido encontrar otro todavía.
Ahora bien; entre estas ideas mías, además de la que me muestra a mí mismo y sobre la
que no puede haber aquí ninguna dificultad, existe una que representa a Dios, otra a las
cosas corpóreas e inanimadas, otra a los ángeles y otra a los hombres parecidos a mí. En
lo que se refiere a las ideas que representan a los demás hombres, a los animales o a los
ángeles, veo fácilmente que han podido ser creadas de las ideas que tengo de mí mismo,
de las cosas corporales y de Dios, aun cuando, a excepción de mí, no existiese en el
mundo ningún hombre, ni ningún animal, ni ningún ángel.
En lo que respecta a las ideas de las cosas corporales, no hay nada en ellas tan
considerable que no parezca que podría proceder de mí mismo; puesto que, si las

4
considero con más atención y las examino una por una del mismo modo que he
examinado antes la idea de la cera, advierto que es poco lo que puedo percibir clara y
diferenciadamente: a saber, su magnitud, es decir, su extensión en longitud, anchura y
profundidad; su figura, que proviene de la determinación de esa extensión; la situación
que respectivamente ocupan las cosas que tienen diversas figuras; el movimiento o la
mutación de esa situación; a lo que se podría añadir la substancia, la duración y el
número. Lo demás, por el contrario, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los
sabores, el calor y el frío y las restantes cualidades del tacto, no lo pienso sino confusa y
obscuramente, de manera que hasta ignoro si son verdaderas o falsas, esto es, si las
ideas que tengo de aquéllas son ideas de ciertas cosas o no. Aunque la falsedad
propiamente dicha o formal solamente se pueda encontrar en los juicios, como he hecho
notar hace poco, hay sin embargo una cierta falsedad material en las ideas, cuando
representan una no-cosa como cosa.
Así, por ejemplo, las ideas que tengo del calor y el frío son tan poco claras y tan poco
diferenciadas, que no puedo saber por ellas si el frío es la privación del calor o el calor
la privación del frío, o si ambos o ninguno son una cualidad real. Dado que no puede
existir ninguna idea que no contenga la pretensión de representar alguna cosa, si es
cierto que el frío es la privación del calor, la idea que me lo representa como algo real y
positivo, será tachada de falsa no sin razón; y así de las demás.
No es necesario que asigne a estas ideas otro autor que yo mismo. Puesto que, si son
falsas, es decir, no representan ninguna cosa, conozco por la luz natural que proceden
de la nada, es decir, que existen en mí no por otra razón que porque falta algo a mi
naturaleza y no es totalmente perfecta; pero si, por el contrario, son ciertas, dado que
me presentan una realidad tan exigua que ni siquiera puedo distinguirla de la no-cosa,
no veo por qué no podrían proceder de mí mismo.
Respecto a las cosas que aparecen en las ideas de los seres corporales de un modo claro
y definido, hay algunas, a saber, la substancia, la duración, el número y todo lo que es
de este género, que me parece que las he podido tomar de la idea de mí mismo, puesto
que cuando pienso que la piedra es una substancia, o bien una cosa que puede existir
por sí misma, y al mismo tiempo que yo soy también una substancia, aunque me conciba
como una cosa que piensa y que no es extensa, y a la piedra, por el contrario, como
extensa e irracional, y por tanto exista la mayor diferencia entre los dos conceptos,
parecen sin embargo convenir ambos en lo que se refiere a la substancia. Así cuando me
doy cuenta de que existo, y recuerdo haber existido hace algún tiempo, y cuando tengo
varios pensamientos y alcanzo a discernir su número, adquiero las ideas de la duración
y del número, que luego puedo transferir a cualquier otra cosa. Todas las demás cosas
de las que se componen las ideas de los seres corpóreos, a saber, la extensión, la figura,
el lugar, el movimiento, etc., no están contenidas en mí formalmente en tanto que soy
solamente una cosa que piensa; pero como son tan sólo ciertos modos de la substancia
y yo soy substancia, parece ser posible que estén contenidas en mí eminentemente.
Por lo tanto, sólo queda la idea de Dios, en la que se ha de considerar si es algo que no
haya podido proceder de mí mismo. Bajo la denominación de Dios comprendo una
substancia infinita, independiente, que sabe y puede en el más alto grado, y por la cual
he sido creado yo mismo con todo lo demás que existe, si es que existe algo más. Todo
lo cual es de tal género que cuanto más diligentemente lo considero, tanto menos

5
parece haber podido salir sólo de mí. De lo que hay que concluir que Dios
necesariamente existe.
Porque aun cuando exista en mí la idea de substancia por el mismo hecho de que soy
substancia, no existiría la idea de substancia infinita, siendo yo finito, si no procediese
de alguna substancia infinita en realidad.
No debo pensar que yo no percibo el infinito por una idea verdadera, sino tan sólo por
la negación de lo finito, como percibo la quietud y las tinieblas por la negación del
movimiento y de la luz. Al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la
substancia infinita que en la finita, y por lo tanto existe primero en mí la percepción de
lo infinito, es decir, de Dios, que de lo finito, es decir, de mí mismo. ¿Cómo podría saber
que yo dudo, que deseo, es decir, que me falta algo, y que no soy en absoluto perfecto,
si no hubiese una idea de un ser más perfecto en mí, por cuya comparación conociese
mis defectos?
No se puede afirmar que quizás esta idea de Dios sea materialmente falsa, y que por lo
tanto pueda existir de la nada, como hace poco he señalado en las ideas del calor y del
frío y de cosas similares. Muy al contrario, siendo absolutamente clara y definida y
conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay ninguna idea más
verdadera por sí, ni en la que se encuentre menor sospecha de falsedad. Esta idea,
repito, de un ente totalmente perfecto e infinito es absolutamente cierta; puesto que,
aunque quizá se pueda pensar que no exista un ser así, no se puede pensar, sin embargo,
que su idea no me muestre nada real, como he dicho poco ha sobre la idea del frío. Es
también por completo clara y definida, ya que todo lo que percibo clara y definidamente
que es real y verdadero y que encierra alguna perfección, está contenido en su totalidad
en esta idea. No obsta a ello que no pueda yo aprehender lo infinito, ni que existan en
Dios innumerables otras cosas que ni puedo aprehender, ni tampoco alcanzar siquiera
con el pensamiento; puesto que es propio de lo infinito no poder ser concebido por mí,
que soy finito. Me basta, pues, concebir esto mismo, y juzgar que todas aquellas cosas
que percibo claramente y que sé que encierran alguna perfección, e incluso quizás otras
innumerables que ignoro, existen formal o eminentemente en Dios, de manera que la
idea que tengo de él es la más verdadera, clara y definida de todas.
Quizá soy algo más de lo que yo mismo alcanzo a ver, y todas las perfecciones que
atribuyo a Dios existen en cierto modo potencialmente en mí, aunque no se manifiesten
ni lleguen al acto. Veo, en efecto, que mi conocimiento aumenta paulatinamente y que
nada se opone a que crezca más y más hasta el infinito, ni tampoco a que, aumentado
así el conocimiento, pueda aprehender las restantes perfecciones de Dios, ni, por último,
a que la potencia para estas perfecciones, si ya existe en mí, no baste a producir la idea
de aquéllas.
Al contrario, nada de esto puede ocurrir; en primer lugar, porque aunque sea cierto que
mi conocimiento aumenta paulatinamente y que existen en mí muchas cosas en
potencia que no están todavía en acto, nada de esto atañe, sin embargo, a la idea de
Dios, en la que no hay nada en absoluto en potencia, puesto que esto mismo, ir
conociendo poco a poco, es una prueba certísima de la imperfección. Además, aunque
mi conocimiento se engrandezca siempre más y más, nunca, no obstante, será infinito
en acto, puesto que nunca llegará a un extremo tal en que ya no sea capaz de un
incremento mayor todavía. Por el contrario, juzgo a Dios infinito en acto de tal modo
6
que nada puede añadirse a su perfección. Finalmente, considero que el ser objetivo de
una idea no puede provenir únicamente de un ser potencial, que en realidad no es nada,
sino tan sólo de un ser actual o formal.
No hay nada en lo que acabo de decir que no sea evidente por la luz natural, para todo
el que piense con cuidado; pero puesto que, cuando relajo mi atención y las imágenes
de las cosas sensibles obnubilan la vista de la mente, no veo con facilidad por qué la idea
de un ser más perfecto que yo procede necesariamente de algún ente que sea en
realidad más perfecto, parece oportuno investigar si yo podría existir teniendo la idea
de Dios, si un ente tal no existiera en realidad.
Entonces, ¿de quién existiría? De mí, sin duda alguna, o de mis padres, o de otros entes
cualesquiera menos perfectos que Dios, puesto que nada hay más perfecto que Él
mismo, ni se puede pensar o idear un ser igualmente perfecto.
Si mi existencia procediese de mí mismo, no dudaría, no desearía, ni me faltaría nada en
absoluto; puesto que todas las perfecciones cuyas ideas existen en mi mente me las
habría dado a mí mismo, y de tal manera yo sería Dios. No debo imaginarme que las
cosas que me faltan pueden ser más difíciles de adquirir que las cosas que existen ya en
mí, puesto que, por el contrario, está claro que es mucho más difícil que yo, es decir,
una cosa o una substancia que piensa, haya salido de la nada, que adquirir el
conocimiento de las muchas cosas que desconozco, que son tan sólo accidentes de esa
substancia. Ciertamente, si tuviese de mí mismo aquello que es mayor, no sólo no me
hubiera negado lo que se puede conseguir más fácilmente, sino tampoco ninguna otra
cosa de entre las que advierto que están contenidas en la idea de Dios. En efecto,
ninguna me parece más difícil de lograr; y si algunas fuesen más difíciles de lograr, me
parecerían en verdad más difíciles (en el caso de que lo demás que tengo lo tuviese de
mí), puesto que experimentaría que mi potencia se termina en ellas.
Y no escapo a la fuerza de estas argumentaciones si imagino que yo he sido tal como soy
ahora, como si de esto se siguiese que no se ha de buscar ningún autor de mi existencia.
Dado que todo el tiempo de la vida se puede dividir en innumerables partes, las cuales
no dependen entre sí de ninguna manera, del hecho de que haya existido hace poco no
se sigue que deba existir ahora, a no ser que alguna causa me cree de nuevo, es decir,
me conserve. Si se atiende a la naturaleza del tiempo, es obvio que para conservar una
cosa cualquiera en cada momento que dura, se precisa la misma fuerza y acción que
para crearla de nuevo, si no existiese. De este modo una de las cosas manifiestas por la
luz natural es el hecho de que la conservación difiere de la creación sólo según el
pensamiento.
Por tanto, debo interrogarme a mí mismo si tengo algún poder, por el que consiga que
yo, que existo ahora, exista un poco después; por que, no siendo sino una cosa que
piensa, o mejor dicho, tratando estrictamente de esa parte mía que es una cosa que
piensa, si existiera un tal poder en mí, estaría consciente de él; pero veo que no hay
ninguno, y por esto concluyo evidentemente que yo dependo de algún ser diferente de
mí.
Quizás aquel ser no es Dios, y he sido engendrado, ya por mis padres, ya por causas
cualesquiera menos perfectas que Dios.

7
Como ya he dicho antes, es manifiesto que por lo menos tanto debe existir en la causa
como en el efecto; por tanto, siendo yo una cosa que piensa, y que tiene una cierta idea
de Dios, sea cual sea mi causa, se ha de reconocer que ella es también una cosa que
piensa, y que posee la idea de todas las perfecciones que atribuyo a Dios. Se puede
investigar nuevamente si ella existe por sí o por otra causa. Si existe por sí es manifiesto,
por lo anteriormente dicho, que es ella misma Dios, dado que, teniendo el poder de
existir por sí tiene sin duda alguna la facultad de poseer en acto todas las perfecciones
cuyas ideas tiene, es decir, todas las que concibo que existen en Dios; si existe por otra
causa, se interrogará nuevamente del mismo modo si ésta existe por sí o por otra causa,
hasta que se llegue así a la última, que será Dios. Está bastante claro que no puede haber
en este caso una sucesión hasta el infinito, especialmente tratándose aquí no sólo de la
causa que me ha creado en un tiempo, sino en particular de aquella que me conserva
en el momento presente.
No se puede alegar que hayan concurrido varias causas parciales para crearme, y que
así he recibido de una la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, de otra la
idea de otra, de manera que se encuentren todas esas perfecciones en conjunto en
alguna parte, pero no estén unidas en un solo ser que sea Dios; por el contrario, la
unidad, la simplicidad, o la inseparabilidad de todo lo que en Dios existe es una de las
más principales perfecciones que, según creo, posee Dios. Ni, por otra parte, la idea de
la unidad de todas sus perfecciones pudo ser puesta por ninguna causa de la que no
haya recibido además las ideas de las demás perfecciones; pues tampoco hubiera
podido hacer que las concibiese juntas e inseparables sin hacer al mismo tiempo que
reconociera cuáles eran.
En lo que se refiere a los padres, aunque sea verdad todo lo que haya pensado sobre
ellos, no me conservan, sin embargo, ni me han creado de ninguna manera, en tanto
que soy una cosa que piensa, sino que han puesto tan sólo ciertas disposiciones en una
materia en la cual he juzgado que yo, es decir, mi mente, que acepto ahora únicamente
por mí, me encuentro comprendido. Por lo tanto, no puede haber aquí ninguna
dificultad, sino que se ha de concluir que del hecho solamente de que exista, y de que
posea una cierta idea de un ser perfecto, es decir, Dios, se demuestra
evidentísimamente que Dios existe.
Resta tan sólo examinar de qué modo he recibido esta idea de Dios, porque ni la he
recibido con los sentidos, ni me viene a las mientes cuando no atiendo a ella, como
suelen (o al menos lo parecen) las ideas de las cosas sensibles; ni ha sido imaginada por
mí, puesto que no puedo sustraer nada de ella ni añadirle algo; hemos de reconocer,
por tanto, que su idea no es en mí innata como me es innata la idea de mí mismo.
No es de extrañar que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea, como el signo del
artífice impreso en su obra, y no es necesario que ese signo sea una cosa diferente de la
obra en sí. Sólo del hecho de que Dios me haya creado, es muy verosímil que haya sido
hecho en cierto modo a su imagen y semejanza, y esa semejanza, en la que está
contenida la idea de Dios, la perciba por la misma facultad con que me percibo a mí
mismo: es decir, cuando concentro mi atención en mí, no solamente considero que soy
una cosa incompleta y dependiente de otra, una cosa que aspira indefinidamente a lo
mayor o mejor, sino que también reconozco que aquel de quien dependo posee estas
cosas mayores no indefinidamente y en potencia, sino en realidad y en grado infinito, y

8
que, por tanto, es Dios. Toda la fuerza del argumento reside en admitir que no puede
ser que yo exista, siendo de tal naturaleza como soy, a saber, teniendo en mí la idea de
Dios, si Dios no existiera también en realidad, Dios, repito, cuya idea poseo, es decir, que
tiene todas las perfecciones (que no puedo comprender, si bien las alcanzo en cierto
grado con el pensamiento), sin estar sujeto a ninguna imperfección.
Pero antes de pasar a examinarlo más atentamente y de averiguar las demás verdades
que se pueden deducir de aquí, paréceme apropiado pararme algún tiempo en la
contemplación de Dios mismo, considerar sus atributos, y mirar, admirar y adorar la
belleza de tal luz, en tanto cuanto lo permita la capacidad de mi entendimiento cubierto
de sombras. Del mismo modo que creemos por la fe que la suprema felicidad de la otra
vida consiste en la única contemplación de la divina majestad, así consideramos que de
esta otra contemplación, aunque sea mucho menos perfecta, puede percibirse el
máximo placer de que somos capaces en esta vida.

También podría gustarte