Los Ojos de Las Entrañas - Maragarita Saldaña
Los Ojos de Las Entrañas - Maragarita Saldaña
Aprenderé de ti a callar,
a pasar oscuro sobre la tierra,
como un viajero en la noche.
Carlos de Foucauld
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ÍNDICE
Nombres
«Que Dios añada»
Soñador
Esposo de María
Justo
Padre de Jesús
Padre de los pobres
Protector de los trabajadores
Dolores y gozos
De la decepción al abrazo
Del límite a la comunión
De la incomprensión al sentido
De la aprensión a la intuición
De la incertidumbre a la libertad
Del miedo a la realización
De la ausencia al encuentro
Milagros
Escuchar
Creer
Confiar
Recomenzar
Cuidar sin apropiarse
Vivir en tercer puesto
Partir sigilosamente
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Hace algún tiempo, una amiga tradujo al francés un manuscrito y se olvidó de un pequeño
detalle. Cuando se lo envié a otra amiga para que lo revisara, esta me respondió a vuelta
de correo electrónico: «¿Dónde está el índice? No lo encuentro por ninguna parte, ¡ni al
principio ni al final!» Se sentía perdida al no tener delante el plan de la obra y al no poder
ubicar inmediatamente los capítulos y las páginas.
Esta escena vino a evocar, a mis ojos, nuestra necesidad de controlar la realidad en sus
menores resquicios. Me hizo pensar que, pese a nuestras expectativas, cada vida humana
es una narración siempre inacabada, una historia cuya trama resulta más o menos
imprevisible, un ejemplar único que se abre con docilidad y alegría ante ciertas personas
mientras que permanece herméticamente cerrado a la mirada de otras. Al hilo de esta
reflexión comencé a intuir que la trayectoria de José de Nazaret representa también uno
de esos relatos particularmente complejos, construido a base de nombres, expuesto a toda
suerte de vaivenes, tejido de dolores y gozos, fuente inesperada de milagros cotidianos.
La vida de José, una vida sin índice, puede que en el fondo se parezca mucho a la nuestra.
Gris y anodina la mayor parte de los días y, al mismo tiempo, esencial en el tapiz
multicolor de la historia de la salvación. Insegura, sin caminos trazados, pero sólidamente
asentada en la confianza de una Presencia que lo envuelve todo. Para leer la hondura de
un texto apenas escrito con palabras, no basta la mirada exterior y superficial. Hace falta
una mirada interior y penetrante, recogida primero hacia adentro para contemplar en
silencio el misterio que mueve la existencia, vertida después hacia el mundo para afrontar
la realidad a partir del misterio percibido.
Me hubiese gustado que este libro no tuviera índice. José, protagonista tal vez a su pesar,
nos invita a abandonar las referencias conocidas y a dejarnos guiar por la intuición, no
para sumirnos en un caos informe sino para escuchar cómo resuena en nuestro propio
corazón el ritmo que Dios fue marcando en el suyo. José nos enseña a cerrar los ojos y a
abrirlos de una manera diferente. Los ojos de las entrañas.
Invocado por cientos de generaciones cristianas como protector y guía, José sigue
guardando hoy un mensaje precioso, una buena noticia para nuestro mundo agostado y
sufriente. No parece casual que el Papa Francisco haya querido dedicarle este año 2021,
que nació sacudido por la pandemia y que nadie puede predecir aún cómo terminará. Un
tiempo sin índice, como la vida de José, que se entrega a nuestra mirada interior para ser
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NOMBRES
José de Nazaret, judío piadoso, conocía ciertamente las raíces de su propio nombre, el de
uno de los doce patriarcas de Israel. Aquel José del Antiguo Testamento nació después
de que su madre atravesara una experiencia dolorosa de esterilidad. Raquel, como tantas
otras mujeres a lo largo de la Escritura, vive durante años confrontada al oprobio; no logra
recabar el reconocimiento social al ser incapaz de realizarse como madre y de dar hijos a
su esposo Jacob.
El nacimiento de José sucede tarde, después de que Jacob haya tenido ya diez hijos
varones –¡y una mujer!-, unos con su primera esposa, Lía, y otros con dos esclavas, Bilhá
y Zilpá. «Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió su seno, y ella concibió
y dio a luz un hijo. Y dijo: "Ha quitado Dios mi afrenta". Y le llamó José, como diciendo:
"Añádame Yahveh otro hijo"» (Gn 30,22-24).
Por el mero hecho de existir, José permite la existencia plena de una mujer, su propia
madre, a quien la esterilidad le había impedido hasta ahora encontrar plenamente su lugar
en la comunidad. A través de él, Dios retira la afrenta que torturaba a Raquel. Al mismo
tiempo, este niño ensancha el deseo de maternidad de su madre, que invoca a Dios
suplicando: «Que Dios me añada otro hijo». El nombre de José encierra entonces un deseo
de abundancia, de multiplicación. José: que Dios añada.
El libro del génesis continúa narrando el devenir trágico de este deseo, que será cumplido
a su hora pero por caminos seguramente distintos a los que Raquel hubiese imaginado:
«Partieron de Betel, y cuando aún faltaba un trecho hasta Efratá, Raquel tuvo un mal
parto. Sucedió que, en medio de los apuros del parto, le dijo la comadrona: "¡Ánimo, que
también este es hijo!" Entonces ella, al exhalar el alma, cuando moría, le llamó Ben Oní
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(hijo de mi dolor); pero su padre le llamó Benjamín (hijo de buen augurio). Murió Raquel
y fue sepultada en el camino de Efratá, o sea Belén» (Gn 35,16-19).
Raquel, la madre del patriarca José, muere en Belén al dar a luz a su último hijo,
Benjamín. La vida de este niño le arranca la suya, al mismo tiempo que cumple el deseo
de fecundidad que ha movilizado toda su existencia. El autor bíblico subraya que Dios
realiza siempre su promesa, añade y multiplica, aunque sus planes no pasen exactamente
por aquellos lugares que el ser humano podría esperar. Benjamín, el «hijo del dolor», se
convierte paradójicamente en «hijo de buen augurio».
José de Nazaret recibe, sin elegirlo, un nombre difícil. Está llamado a permitir que Dios
sume sin cesar nuevos capítulos a la trama de su vida, sin contar con un libreto previo que
le permita cribar aquello le convendría personalmente. Está invitado a consentir sin
discutir, en profunda libertad y confianza, tanto al fondo como a la forma de tales
añadidos. Está casi empujado al vértigo que implica dejarse guiar por circunstancias que
terminan siendo generadoras de bien, pero que en sus orígenes no muestran más que
riesgo y desventaja. Con su actitud, José deja que Dios añada. Con su determinación, José
mismo añade posibilidad de realización a los sueños de Dios.
Soñador
Si la tradición cristiana no ha prestado gran atención a los orígenes del nombre de José,
ha desarrollado por el contrario espléndidamente el paralelismo entre la vida adulta del
patriarca y la figura del padre de Jesús. Ambos tienen sueños que les complican
tremendamente la vida. Los dos conocen el peligro y la incertidumbre, y llegan a Egipto
por circunstancias providenciales. José, nacido ya durante la vejez de Jacob, era el
favorito de su padre; soñaba con frecuencia, el resto de sus hermanos le tenía envidia y
conspiraron contra él. «Se decían mutuamente: "Por ahí viene el soñador. Ahora, pues,
venid, matémosle y echémosle a un pozo cualquiera, y diremos que algún animal feroz le
devoró. Veremos entonces en qué paran sus sueños"» (Gn 37,19).
El resto de la historia nos es bien familiar. José llega a Egipto aparentemente por azar,
vendido por sus hermanos a unos mercaderes que se dirigían hacia allí. En medio de los
extraños, el soñador despreciado en su propia casa puede desplegar con anchura su don
de interpretación de sueños, gracias a lo cual se gana la credibilidad de Faraón y es
nombrado primer ministro. En tiempos de hambruna, José administra con sabiduría los
graneros de Egipto mediante la autoridad recibida de Faraón: «Id a José, haced lo que él
os diga» (Gn 41,55).
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Esta situación privilegiada le permitirá más tarde ayudar a sus hermanos, primero con
gran discreción y más tarde abiertamente, habiendo perdonado de corazón todo el mal
recibido: «Yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios. Ahora bien,
no os pese mal ni os dé enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió
Dios delante de vosotros» (Gn 45,4-5). Para quien se abre a la acción de la gracia, las
heridas del pasado se convierten en fuente de vida y los sueños se transforman en
realidades bien tangibles.
«Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación, también a José
le reveló sus designios y lo hizo a través de sueños que, en la biblia, como en todos los
pueblos antiguos, eran considerados uno de los medios por los que Dios manifestaba su
voluntad» (Patris corde 3). En su infinita creatividad, Dios encuentra múltiples caminos
para brindar a cada persona ciertas «pistas» que permitan orientar la vida en el sentido de
lo que Él quiere. Dios parece utilizar lenguajes muy diferentes con María y con José, a
pesar de que ambos están llamados a vincular íntimamente sus destinos en vistas del plan
de salvación.
Según Lucas, María recibe la visita del ángel Gabriel, un mensajero de Dios que tiene
nombre propio. Nada permite pensar que esté dormida, sino todo lo contrario. Entre la
joven y el ángel se entabla un diálogo personal, una interacción breve pero rica en detalles.
María tiene la posibilidad de preguntar y de expresar su asentimiento. Flotan en el
ambiente palabras de consolación, que confortan y animan: «Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo… No temas, porque has hallado gracia delante de Dios… El reinará
sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin… Ninguna cosa es imposible
para Dios.»
La revelación que recibe José no es menos verdadera, aunque Dios elige para comunicarse
con él un lenguaje despojado, una sorprendente sobriedad. A José, como a María, también
le visita «el ángel del Señor», pero aquí se trata de un mensajero anónimo con quien no
podrá establecer ningún tipo de diálogo. José está dormido, en estado de pasividad.
Cada nuevo anuncio, cada paso «añadido», José lo acoge con los ojos cerrados. No solo
está dormido; está también permitiendo que sus energías interiores se concentren para
cargar el peso de una historia que le sobreviene y a la que desea adherir con todo su
corazón, con toda su mente, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Con los ojos de las
entrañas bien abiertos, José contempla cómo un nuevo shemá comienza a escribirse en el
seno de la historia. «Amarás al Señor, tu Dios»: el núcleo de la ley y de los profetas
empieza a adquirir para él significados desconcertantes.
Esposo de María
Los evangelistas señalan con precisión que María era «joven» mientras que Isabel,
Zacarías y la profetisa Ana eran «de edad avanzada». La tradición ha atribuido a Simeón
el sobrenombre de «anciano»; su oración deja suponer que en la época del nacimiento de
Jesús este hombre «justo y piadoso» se hallaba ya cerca de la muerte: «Ahora, Señor,
según tu palabra, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu
salvación» (Lc 2,30).
Esa misma tradición, y de modo particular la iconografía, ha querido ver también en José
un anciano, aunque el dato bíblico no legitima tal representación. Tanto en Mateo como
en Lucas, la figura de José desaparece completamente de la escena al final de los
evangelios de la infancia. Esto podría considerarse como un indicio de que ha muerto;
aunque admitiéramos tal hipótesis, dada la baja esperanza de vida en el mundo antiguo,
morir no equivaldría a envejecer previamente.
Por otra parte, resulta significativo que, durante su ministerio, Jesús sea reconocido como
hijo de José, personaje que sigue vivo al menos en la memoria de los contemporáneos del
Señor: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?» (Jn 6,42), se
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preguntan atónitos los judíos en Cafarnaúm, después de que Jesús afirme ser el pan bajado
del cielo. La misma extrañeza manifiestan los nazarenos cuando Jesús regresa a su pueblo
y comienza a enseñar en la sinagoga: «¿De dónde le vienen esa sabiduría y esos milagros?
¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,54-55).
A partir de estos textos, la tradición concluye que María fue siempre virgen, según asevera
en uno de sus anatemas el II Concilio de Constantinopla (año 553): «Si alguno llama a la
santa gloriosa siempre Virgen María madre de Dios, en sentido figurado y no en sentido
propio… ese tal sea anatema» (Dz 427). María «siempre Virgen» necesitaría a su lado un
esposo especialmente virtuoso, de ahí un cierta ventaja en que José no se encuentre en la
flor de la edad. El lirio de pureza se convertirá fácilmente en uno de los símbolos icónicos
de este santo.
Más allá del carácter polémico de determinados textos o afirmaciones, lo que resulta
realmente interesante es considerar que José y María forman una verdadera pareja
humana y que, juntos, deben aprender a construir los códigos de su relación. Tales
códigos, evidentemente, se encuentran determinados por el contexto social, cultural y
religioso en el que se insertan.
Inquieto seguramente ante la perspectiva de este viaje, José mira una vez más hacia
adentro y contempla interiormente la libertad de María; cuando abre los ojos de nuevo, la
anima quizá a ponerse en camino, a abrazar a Isabel y a dejar que su canto fluya. También
él puede exclamar con gozo: «¡Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en
Dios, mi salvador!» (Lc 1,46-67).
La esencia del amor casto entre María y José se encuentra precisamente aquí, en la
libertad con la que ambos son capaces de relacionarse con el otro y de abrirse a los demás.
Al comentar el apelativo de «castísimo» que la tradición ha atribuido a José, el Papa
Francisco abre una visión frecuentemente demasiado estrecha: «No es una indicación
meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La
castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Solo cuando
el amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se
vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor
casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del
amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera
extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para
poner a María y a Jesús en el centro de su vida» (Patris corde 7).
Justo
Otro de los títulos que Mateo otorga a José, y que el pueblo cristiano ha conservado
celosamente, es el de «justo». Después de presentarle como «esposo de María», el
evangelista afirma: «Su marido, José, como era justo y no quería ponerla en evidencia,
resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1,19).
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Si José hubiese seguido la justicia al pie de la letra, tendría que haber abandonado
públicamente a María. Eso era lo que «en justicia» le correspondía, con anuncio del ángel
o sin él, por el hecho de llevar en su seno un hijo que no era de su marido. En ese caso,
María hubiese sido considerada como adúltera y sometida a la lapidación.
Sin embargo, José maneja otros criterios de justicia, anclados en la tradición bíblica. Sabe
que el Dios de Israel muestra su justicia en su capacidad de tener misericordia; para
restablecer el equilibrio de la balanza, Él mismo la inclina a favor del más débil. Es un
Dios que no se venda los ojos con el fin de ser imparcial, sino que precisamente rehúye
la neutralidad y busca cómo socorrer al que más lo necesita.
«José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las palabras del ángel. La
nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por la ley; y hoy, en este
mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se
presenta como figura del varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la
información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo
hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio» (Patris corde 4). Una vez
más, José mira la realidad exterior con los ojos de las entrañas y se deja conmover allí
donde quizá sus heridas emocionales le sugerían actuar de otra manera.
Sin saberlo, José se convierte en precursor de la justicia del Reino que Jesús predicará
mucho más tarde. Es quizá el primero de esos «misericordiosos» del Nuevo Testamento
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Padre de Jesús
Marcos no atribuye a Jesús otro Padre más que Dios, y con esta afirmación comienza su
evangelio (cf. Mc 1,1). Los otros dos sinópticos (cf Mt 13,55 y Lc 2,48), así como Juan
(cf. Jn 6,42), hacen referencia a José como «padre», reconociendo a Jesús como hijo suyo
o «hijo del carpintero». La tradición se considerará obligada a matizar este título tan
potente para asentar bien dos datos: la divinidad de Jesús, cuyo «verdadero Padre» es
Dios, y la concepción virginal. Para atreverse a hablar de José como padre, los siglos
venideros agregarán algunos adjetivos: padre adoptivo, padre legal, padre nutricio, etc.
«Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace solo por traer un hijo al mundo, sino
por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la
responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él»
(Patris corde 7). Si hacemos caso al Papa, tenemos que afirmar que José es también
«verdadero padre» de Jesús. La paternidad -y la maternidad, debemos decir- implica
mucho más que el mero engendramiento. Concebir un hijo es un proceso breve; construir
una relación maternal o paternal es tarea de toda una vida.
La tradición lucana ignora el episodio de la huida a Egipto, pero este evangelista asegura
también la responsabilidad de José al hacerse eco de su angustia cuando Jesús se quedó
en el templo de Jerusalén sin avisar a sus padres. Esta peregrinación se cierra con un
versículo lleno de contenido: «Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos» (Lc
2,51). Jesús adolescente entabla con sus padres la relación de dependencia y obediencia
que corresponde a cualquier persona de su edad. José, por tanto, ejerce su rol de padre.
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El término arameo «abbá», utilizado familiarmente por los niños para llamar a sus padres,
debió de aprenderlo Jesús de los labios de María para dirigirse a José. Este hombre fue
para él un verdadero padre, un «papá», y a través de su rostro Jesús fue descubriendo los
rasgos de su Abbá. Como varón, José fue también para Jesús un modelo de identificación
masculina. Su manera contracultural de relacionarse con las mujeres, la profunda libertad
y delicadeza que desplegará durante su ministerio, puede muy bien haberlas percibido
desde niño en la figura de su padre y en la relación que este establece con su esposa María.
A lo largo de los años, José realiza fielmente el encargo que el ángel le confió en sueños:
«toma al niño y a su madre». No se limita a recibir a María, a adoptar a Jesús y a actuar
como padre legal; su solicitud material, su presencia y su testimonio permiten que Dios
pueda desarrollar sus planes con holgura. José anticipa las nuevas relaciones del Reino,
que no se basan en los lazos de sangre sino en los vínculos entre todos aquellos que buscan
verdaderamente a Dios y quieren hacer su voluntad.
La piedad popular invoca con devoción a José como «padre de los pobres». Sus imágenes,
con el Niño en los brazos, han poblado hasta tiempos recientes los hogares de mucha
gente sencilla. Innumerables santos le han tenido por compañero privilegiado, al que
atribuyen un socorro especialísimo en situaciones desesperadas. La gran Teresa de Jesús,
afirmará: «Y tomé por abogado y señor al glorioso San José y me encomendé mucho a
él. Vi claro que, tanto de esta necesidad como de otras mayores, de perder la fama y el
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alma, este padre y señor mío me libró mejor de lo que yo lo sabía pedir. No me acuerdo
hasta hoy de haberle suplicado nada que no me lo haya concedido» (Vida 6,6).
José puede venir en ayuda de los pobres porque ha conocido la pobreza en su propia carne
y porque ha abierto el interior de su experiencia para compartir con otros. «No eran los
ricos quienes llamaban con frecuencia a la puerta del carpintero de Nazaret: si llegaba un
huésped, era un pobre», dirá Carlos de Foucauld en 1897, después de haber contemplado
muchas veces la figura de José.
José ha experimentado lo que significa hacer viajes incómodos y peligrosos teniendo que
cuidar a una mujer embarazada o a un recién nacido. Sabe lo que es la angustia de no
encontrar un lugar mejor que un pesebre para acostar a un bebé. Entiende lo que supone
acompañar a María al templo para su purificación, llevando la ofrenda de los pobres –un
par de tórtolas o dos pichones-, mientras que las mujeres pudientes les miran quizá por
encima del hombro, ellas que se acercan con un cordero de un año (cf. Lv 12,6-8). Es
consciente, sin embargo, de que hay otras personas mucho más pobres, que solo alcanzan
a ofrecer un poco de flor de harina (cf Lv 5,11).
José conoce también la pobreza de tener que emigrar contra sus propias expectativas. Ha
de afrontar el vértigo de adentrarse en una tierra ignota. Siente la mirada desconfiada de
quienes le tratan como extranjero. No sabe la lengua y debe sortear la dificultad de
comprender y hacerse comprender. Necesita urgentemente una fuente de recursos y solo
cuenta con sus propias manos, hábiles, es cierto, pero manos de extranjero en quienes
nadie confía fácilmente. Carece de credenciales, es un «simpapeles» en Egipto.
En otro sentido, José vive la pobreza radical de la soledad profunda: quién va a creer que
Dios le ha hablado en sueños, a quién puede contar el secreto de sus idas y vueltas, quién
–sino María- llegaría a entender que Jesús es su hijo, pero de una manera completamente
diferente a la que sus paisanos se imaginan… José atraviesa la pobreza del silencio, no
porque no tenga nada que decir sino porque carece de interlocutores capaces de acoger su
misterio.
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Por último, José ha vivido hasta el fondo la esencia de Mt 25. Dio de comer a Jesús cuando
tuvo hambre y no ahorró esfuerzos para encontrar agua en medio de las caminatas y el
cansancio. Trabajó para vestirle y para calzarle, para que no careciera de nada esencial.
Le enseñó todo lo que estaba a su alcance: la manera de relacionarse con las personas y
un oficio para ganarse el sustento. Le enseñó también a soñar, a cerrar los ojos y a mirar
la realidad desde dentro, para abrirlos después y asumir la existencia con determinación.
José se preocupó por Jesús si alguna vez estuvo enfermo. Le protegió mientras fueron
forasteros. Acompañó su crecimiento, estimuló sus capacidades, respetó su diferencia,
supo dejarle ser Él mismo.
Tal vez por estas pocas razones y muchas otras, «cada persona necesitada, cada pobre,
cada persona que sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada prisionero, cada enfermo
son el "Niño" que José sigue custodiando. Por eso se invoca a José como protector de los
indigentes, los necesitados, los exiliados, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es
por eso mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los más pequeños, porque Jesús
ha puesto en ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos» (Patris corde 5).
Soñemos, con José… Soñemos una Iglesia pobre y para los pobres… José será también
su protector, él que fue nombrado oficialmente Patrono de la Iglesia Católica por Pío IX
en 1870. «Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que encuentra
en José no solo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella y por el
Niño. En este sentido, san José no puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la
Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia» (Patris corde 5).
«No existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo. En
una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida
social, ya que no solo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el
crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para
compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en
definitiva para vivir como pueblo» (Fratelli tutti 162).
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El papa León XIII, con su encíclica Rerum novarum (1893), comenzó tímidamente a
levantar la voz del Magisterio: denunció los ambientes degradantes, los salarios injustos
y otros atentados graves contra la dignidad de los trabajadores. No obstante, ni el
pensamiento social del Pontífice, ni el esfuerzo pastoral ingente de personajes como el
jesuita Francisco Butiñá, lograron frenar la descristianización del mundo del trabajo. En
el fondo, la Iglesia pasó mucho tiempo tratando de armonizar extremos irreconciliables;
los pobres, asistidos por ella con solicitud constante, no hallaron siempre en sus
propuestas un aliciente válido para luchar por su dignidad.
En 1955, Pío XII declaró a San José como Patrono de los trabajadores. Su fiesta,
establecida el 1º de mayo, venía a aportar un tinte católico a la conmemoración del Día
Internacional del Trabajo, propiedad tradicional de la izquierda. Conviene plantearse qué
tipo de trabajador pudo ser José para que dos mil años después aquellas y aquellos que
ganan su vida con el sudor de su frente encuentren en él un verdadero protector.
Según Francisco, «San José era un carpintero que trabajaba honestamente para asegurar
el sustento de su familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que
significa comer el pan que es fruto del propio trabajo» (Patris corde 6). Ciertamente…
pero vayamos un poco más lejos.
«¿No es este el hijo del carpintero?» (Mt 13,55), se preguntan con asombro los paisanos
de Jesús un día que enseña en la sinagoga de Nazaret. Sabemos que el padre, el carpintero,
era José. Tanto Mateo como Marcos utilizan un término griego preciso para indicar el
oficio de José, y posteriormente de Jesús: «tekton». En aquella época, esta palabra no
indicaba el concepto de carpintero que tenemos en la actualidad, un trabajador autónomo
que gestiona su propio taller. José era «tekton», es decir, alguien que se dedicaba a la
construcción en proyectos de mayor o menor envergadura, y que trabajaba materiales
como el hierro, la piedra y la madera.
Los evangelios no mencionan ningún «taller de Nazaret», pero tenemos tan asimilada esta
representación que seguramente nos cueste bastante ver a José más bien como
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«chapuzas», como trabajador a cuenta de otros. El hecho de poseer un oficio para ganarse
la vida y de contar con conocimientos técnicos indica que José no se encontraba entre los
más pobres de su pueblo. Sin embargo, no olvidemos que la organización social de la
Palestina del siglo I es como una pirámide cuya cúspide la ocupa una minoría de ricos,
mientras que la inmensa mayoría de la población se debate para subsistir. José y su familia
son «unos de tantos» en esa masa humana.
A partir de estas consideraciones se comprende mejor por qué motivos José puede ser
considerado patrono de los trabajadores. Para empezar, conoce la dureza del trabajo
manual, que le deja marcas en su propio cuerpo: sudor, callos, cansancio… José sabe qué
forma de oración es capaz de albergar un organismo agotado y entiende las ausencias e
«incumplimientos» provocados muchas veces por los horarios extenuantes. José conoce
la incertidumbre de salir a buscar trabajo sin saber si lo encontrará, sabe de la angustia de
volver a casa sin nada en el bolsillo, aprende a confiar en el Dios providente que cuida de
los pobres. José ha padecido la presión fiscal y la injusticia que oprimen a los pequeños,
esquilmados en sus magros recursos mientras que los ricos viven holgadamente de sus
rentas. José puede entonces comprender la indignación de quienes reclaman un orden más
justo y de quienes se organizan para lograrlo.
La tradición ha subrayado con razón que Jesús aprendió al lado de José la honestidad, la
alegría del trabajo bien hecho, la grandeza de continuar creando el mundo codo a codo
con Dios. José habrá cerrado muchas veces los ojos para mirar con asombro agradecido
la belleza y la utilidad de las obras nacidas de sus manos. Luego, con los ojos bien
abiertos, José habrá enseñado a Jesús que el mundo está roto por la injusticia y que los
pobres son constantemente heridos en su dignidad de hijas e hijos, de hermanas y
hermanos. José habrá dicho tal vez a Jesús que Dios sigue necesitando manos fuertes para
reparar las grietas de la humanidad sufriente y manos cálidas para ungir el mundo con el
bálsamo de la ternura.
Al lado de José, los trabajadores de todos los tiempos pueden aguzar los ojos de sus
propias entrañas, estrechar las manos y hallar un compañero seguro en su largo camino
búsquedas.
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DOLORES Y GOZOS
Para nadie es un secreto que nuestra existencia está transida de dolores y de gozos. Inútil
tratar de rehuir lo que duele para refugiarse en los momentos felices; estos existen,
ciertamente, pero no duran siempre. Cuando pretendemos capturarlos, se evaporan y nos
dejan una sensación amarga, como si la felicidad fuese un derecho, como si la alegría se
nos debiera.
La situación es tan sorprendente, tan inestable y tan cambiante, que nos produce una gran
incomprensión. Barreras inauditas se han levantado en la manera de tratarnos unos a
otros: prohibido cruzar ciertas fronteras e ir a casa de los demás; prohibido acercarse,
tocarse, verse el rostro, darse un abrazo. Ni los políticos ni los científicos consiguen
resolver esta crisis planetaria: qué decepción.
A los creyentes no se nos ahorra ni una micra de lo humano; la única ventaja que tenemos
es la capacidad que el Espíritu infunde en nosotros para transitar lo mismo que todos los
demás con un talante esperanzado, con una mirada preñada de confianza. Las vidas de los
santos, esos modelos que propone la Iglesia, dejan ver cómo han tenido que atravesar
dificultades de toda índole. Su santidad no radica en la perfección sino en el deseo
sostenido de vivir los momentos oscuros aferrados a Dios, en clave de fe, esperanza y
caridad.
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En este sentido, la vida de José no es diferente del itinerario de otros santos, ni del nuestro.
Aunque él no conociera el coronavirus, no le faltaron crisis y coyunturas que pusieron a
prueba su capacidad de creer, de esperar y de amar. Como nosotros, José no encuentra en
sí mismo respuestas inmediatas a cada pregunta que surge. Tiene que hacer proceso. En
cada acontecimiento que le toca vivir, José choca con resistencias y límites, experimenta
dolores lacerantes pero no se encierra en ellos ni se detiene ahí. Donde el hombre hubiese
dicho «basta», el creyente balbucea «hágase». En ese proceso, siempre inacabado, los
dolores y los gozos se van trenzando y se van haciendo historia de salvación.
De la decepción al abrazo
«Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió
repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María
tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo." (…) Despertado
José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado y tomó consigo a
su mujer.» (Mt 1,18-20.24)
Cuántas veces, ante la decepción, permitimos que nuestro ego herido tome las riendas y
condicione las decisiones siguientes. El dolor nos enfanga y nos nubla la vista, como una
mancha de aceite que se va extendiendo por el mantel. De esta manera es imposible
razonar con cordura, abrirnos a la escucha del otro y considerar quizá aspectos de la
cuestión que nos pasan inadvertidos. Empezamos a mirar a la persona que nos ha
decepcionado bajo ese único prisma, reduciéndola injustamente y privándola de toda
posibilidad de futuro.
La encarnación del Hijo es tan real que viene acompañada incluso de esa experiencia
humana que es la decepción. Aunque los evangelistas no describan los sentimientos de
José, no parece descabellado que se sienta decepcionado por María. La mujer a la que
ama y en la que confía, la mujer con quien se ha comprometido, espera un hijo de otro
padre. Si nos ponemos en la piel de José, resulta difícil imaginar algo más doloroso y
decepcionante.
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«Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra
primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus
razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo
acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos
reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque
siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones
(Patris corde 4).
Esta disposición de José le impulsa a hacer proceso desde la decepción al abrazo. Recibir
a María en su casa será entonces un gesto auténtico, fuente sin duda de un gozo infinito
para ambos. No podemos volver a abrazar a quien nos ha decepcionado mientras no le
devolvamos una confianza, si no intacta –porque la historia deja huellas- al menos
suficiente. Pero allí donde no hay abrazo y reconciliación, las heridas se pudren y la vida
se extingue.
Algunas historias, sin embargo, no hallan más destino que separarse. Ciertas heridas, para
cicatrizar, requieren distancia. Esto sucede en todos los ámbitos de la vida: en las
relaciones de pareja y de amistad, en las relaciones comunitarias, en el trabajo… Incluso
cuando hay que partir, es posible marcharse abrazando interiormente a quien hemos
decepcionado o a quien nos ha decepcionado, siendo conscientes de que nunca
manejaremos todos los elementos y de que cada uno tiene una parte de responsabilidad,
deseando al otro el bien, dejándole salir de nuestra vida, permitiéndole que siga existiendo
y que tenga un nuevo futuro. Pasar de la decepción al abrazo es difícil pero no imposible;
José, humano al cien por cien como nosotros, nos muestra un camino.
«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le
acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.» (Lc 2,6-7)
«Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se
decían unos a otros: "Vayamos, pues, a Belén y veamos lo que ha sucedido y el
Señor nos ha manifestado." Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José,
y al niño acostado en el pesebre.» (Lc 2,15-16)
Ninguna madre, ningún padre desearía que su hijo viniera al mundo en condiciones de
pobreza. Es probable que María y José hubiesen preparado lo mejor que tenían para
acoger al Niño, dentro de su posición más que modesta. Pero el parto llegó en su
momento, cuando la naturaleza marcó su hora; nadie pudo adelantarlo ni detenerlo para
dibujar un escenario más propicio. Las circunstancias cambiaron el libreto de tal modo
que María terminó viéndose obligada a dar a luz en una sala atestada de gente, en la que
no quedaba otro hueco mejor que el pesebre para acostar al recién al calor y sin riesgo de
que lo estrujaran.
Esta situación pudo haber provocado un dolor profundo en el corazón de José, al menos
por dos motivos. En primer lugar, porque el amor desea evitar todo sufrimiento al ser
amado: José quiere a María y debe de resultarle penoso verla expuesta a un parto
semejante después del largo camino que acaban de recorrer. En segundo lugar, José puede
sentir el dolor de tocar sus límites y de descubrirse incapaz de asegurar condiciones
óptimas a su familia; tal vez piense que no está a la altura de la misión recibida, quizá se
torture considerando que nunca hubiera debido emprender el viaje.
Cuando las cosas no nos salen como hemos planeado, nuestra auto-imagen se resiente:
ponemos en cuestión nuestras capacidades y tendemos a experimentar una cierta
sensación fracaso. Unas veces buscamos culpables en el exterior y en otras ocasiones nos
culpabilizamos a nosotros mismos. En último término, nos cuesta aceptar que la realidad
no se pliegue a nuestros proyectos.
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La pandemia nos está dando una gran lección en este sentido. Hay acontecimientos graves
que suceden sin que consigamos achacarlos directamente a nuestra responsabilidad o la
de otros. Ante los males que escapan a nuestro control, podemos encerrarnos a llorar y
seguir dando vueltas sin parar a lo negativo. También podemos respirar profundamente
e iniciar un itinerario de apertura que nos lleve a descubrir opciones que nunca
hubiésemos imaginado.
Los evangelistas no nos cuentan cómo reaccionó José de inmediato, pero sí sabemos que
fue capaz de ponerse nuevamente en camino cuando el ángel se lo mandó. También nos
consta que estaba presente cuando los pastores llegaron a adorar a Jesús. Estos datos
permiten pensar que José pudo hacer un proceso de apertura que le llevase desde el dolor
provocado por la constatación de la pobreza y de los límites hasta el gozo de una nueva
comunión, establecida a partir de la propia fragilidad y abierta a aquellos que menos
cuentan para el mundo.
En aquella época, los pastores eran personas marginadas por su falta de instrucción
religiosa y porque su modo de vida les impedía cumplir correctamente la ley. Ellos
reciben la visita de unos ángeles que les anuncian una gran alegría: no solo «ha nacido»
un Salvador sino que «les» ha nacido un Salvador, precisamente a ellos. Le reconocerán
por ciertas señales bien ajenas a la gloria del mundo: un niño, unos pañales, un pesebre.
El Mesías se revela a los últimos desde el último lugar.
José es testigo del gozo de estos pastores que se precipitan para comprobar que los ángeles
eran reales y han dicho la verdad. José contempla también cómo estos hombres rudos,
cuyo testimonio carece de valor, salen corriendo para anunciar su alegría a todo el que
quiera oírles. José cierra quizá los ojos para saborear esta buena noticia: los pobres, los
pequeños, son los primeros anunciadores; la salvación es para todos pero se difunde desde
abajo.
Si un censo no hubiese puesto trabas al curso natural de los acontecimientos, Jesús hubiera
nacido probablemente en Nazaret y los pastores no hubieran encontrado al Niño acostado
en un pesebre, pobre como ellos. Cuando nos disponemos a dejar que la luz del evangelio
se cuele en nuestra vida, toda pobreza y toda grieta se convierten en lugar de gracia. La
fragilidad se revela entonces como espacio privilegiado de comunión.
De la incomprensión al sentido
Y de este modo, sin comprender gran cosa, llegan a la fecha en que la ley de Moisés
prescribe la circuncisión de los varones: «Al octavo día será circuncidado el niño en la
carne de su prepucio» (Lv 12,3). La circuncisión expresa la pertenencia del varón a una
comunidad de alianza que se remonta a Abraham. Este pacto es irrevocable y marca
indeleblemente la identidad de la persona, pasando incluso por la zona más profunda de
la intimidad y de la generatividad del varón: «Dijo Dios a Abraham: "Guarda, pues, mi
alianza, tú y tu posteridad, de generación en generación. Esta es mi alianza que habéis de
guardar entre yo y vosotros –también tu posteridad-: todos vuestros varones serán
circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio y eso será la señal de la alianza
entre yo y vosotros"» (Gn 17,9-11).
José ha visto nacer a Jesús sometido a las leyes de la naturaleza: gestación, parto y pañales
son signos elocuentes de su humanidad verdadera. Ahora, al octavo día, él mismo debe
llevarle a cumplir por vez primera las leyes de su pueblo: la circuncisión será la señal de
su comunión con la historia y el destino de Israel. José no tiene aún –no tendrá quizá
jamás- todas las herramientas para entender que nada de lo humano le es ajeno a este
Niño. En una circunstancia de incomprensión, seguramente dolorosa, José elige hacer
sencillamente «lo que toca», y de esta manera comienza a abrirse por dentro al sentido
más hondo de la historia, que escapa a primera vista.
24
De la aprensión a la intuición
«Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten, y para ser señal de contradicción. ¡Y a ti misma
una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,34-35)
Después de la circuncisión de Jesús, los días siguen transcurriendo sin nuevas señales,
hasta llegar al momento de cumplir dos nuevos preceptos que Lucas unifica en una sola
ceremonia: la purificación de María (cf. Lv 12,1-8) y el rescate de Jesús como
primogénito (cf. Núm 18,15-16). En esta ocasión, José y María se encuentran en el templo
con Simeón: «Este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y
estaba en él el Espíritu Santo» (Lc 2,25).
Una vez más, José no pide explicaciones sino que escucha y guarda todo en su corazón.
No se cuestiona si todas las dificultades que están pasando -y que les quedan por pasar-
valen la pena a la vista de un horizonte incierto y doloroso. Tampoco permanece
paralizado por su inquietud; quizá haya cerrado los ojos un momento para respirar
profundamente antes de comentar con su esposa los «títulos» que Simeón ha atribuido al
Niño: salvación para todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles, gloria de Israel.
Cuando quedamos enredados en el temor disminuye nuestra capacidad para percibir otros
contornos de la realidad que pueden ayudarnos a interpretar, e incluso a superar, lo que
nos ocurre. José no niega de manera facilona el riesgo futuro que esboza Simeón pero no
se deja aprisionar por la inquietued. Su memoria permanece despejada para recordar y
reconocer que este Niño, aunque más tarde se convertirá en signo de contradicción para
el mundo y en motivo de sufrimiento para su madre, será también salvación para todos
los pueblos. La luz se abre siempre paso a través de la oscuridad, aunque el centinela que
aguarda la aurora llegue a dudarlo en el fondo de la noche.
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De la incertidumbre a la libertad
«El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma
contigo al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga.
Porque Herodes va a buscar al niño para matarle. Él se levantó, tomó de noche
al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y allí estuvo hasta la muerte de
Herodes.» (Mt 2,13-15)
Cuando José ve a un Niño que llora, tal vez intuya que Dios habita el mundo a través de
mediaciones que inspiran poca confianza. No obstante, no se le concede mucho tiempo
para entretenerse en sus intuiciones ni en sus sueños; enseguida debe levantarse de nuevo,
con ganas o sin ellas, para ponerse en camino hacia Egipto. Lleva con él a su esposa y a
un recién nacido, y va huyendo de la amenaza de la muerte.
Ignoramos absolutamente todo lo que pudo ocurrir en el camino hacia Egipto, pero no
debió de ser tan agradable como pretenden algunos evangelios apócrifos. Según el
Pseudo-Mateo, un día María estaba fatigada y tenía hambre: «Entonces el niño Jesús, que
descansaba, con la figura serena y puesto sobre las rodillas de su madre, dijo a la palmera:
"Árbol, inclínate y alimenta a mi madre con tus frutos". Y a estas palabras la palmera
inclinó su copa hasta los pies de María» (Evangelio del Pseudo-Mateo XX.2). Más que
27
por estos prodigios, de los que los Mateo y Lucas no han conservado ningún rastro, la
huida a Egipto estaría marcada por el temor y el desamparo.
Una vez llegados a su destino, sin embargo, quizá José encontrara un lugar para
establecerse en la floreciente comunidad judía que habitaba ciudades como Alejandría.
En todo caso, la vida parece continuar sin sobresaltos durante algún tiempo, hasta que el
ángel dé la orden de regresar a Palestina.
Esta primera etapa de cierto sosiego en Egipto debió de ser también un tiempo de
incertidumbre. Nada de lo que ocurre es suficientemente relevante para que los
evangelistas hagan el menor comentario. Ningún signo extraordinario viene a confirmar
la identidad de Jesús, que se desarrolla como un niño cualquiera. Sumido en esa vida sin
índice que es la suya, José no puede adivinar cuál será el próximo capítulo ni sabe
descifrar en qué consiste la salvación anunciada por el nombre de Jesús. José respeta la
libertad de un Dios que continúa comunicándose con él por medio de la confusión de los
sueños y que no ofrece ninguna señal patente de la divinidad de Jesús.
Este proceso implica para José el dolor de renunciar a sus expectativas. «Dejar a Dios ser
Dios» es sin duda uno de los gestos más profundos de adoración que puede realizar un
ser humano, rendido ante la grandeza de Aquel cuyos caminos ignora. Y, sin embargo,
no se adquiere sin dolor esta disposición, humilde y sublime al mismo tiempo, a inclinarse
interiormente ante el misterio para dejarle decirse a su manera. Aprender a respetar la
libertad de ese Otro que es Dios supone dejarse arrancar progresivamente los deseos
vanos de poseerle.
Jesús, el Niño –con mayúscula-, es un niño –con minúscula-. Allí donde no hay señales
particulares, José está llamado a atisbar la Presencia que lo transforma todo. En su
existencia banal, vulnerable y amenazada, José debe creer que Dios está expresando su
belleza, su fuerza y su gloria.
Cuando nos ronda la tentación de reducir la realidad, las relaciones e incluso a nosotros
mismos al estrecho marco de nuestras pobres expectativas, José nos invita a realizar un
proceso que nos ensancha el alma y que transita desde la incertidumbre hacia la libertad.
Hay que soltar las amarras de todo aquello que quisiéramos aprehender (imagen,
relaciones, éxitos pasados, proyectos futuros…) para dejar que la vida nos vaya
entregando sin cesar nuevas posibilidades de ser y de estar en el mundo.
Estos tiempos de pandemia nos han mostrado que la realidad no se doblega ni siquiera
ante los planes mejor calculados. En cierto modo, atravesar la incertidumbre de esta época
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traza en nuestro interior los senderos de una libertad más auténtica. «Dejar ser», por
doloroso que resulte algunas veces, nos llevará quizá a descubrir el gozo de «dejarnos
ser» quienes somos de verdad, sin necesidad de demostrarnos nada, y de «dejar ser a
Dios» Aquel que Él quiere ser para cada uno de nosotros.
El cuarto y último sueño de José narrado por Mateo contiene una nueva indicación
alarmante: el peligro que motivó la huida a Egipto no ha desaparecido completamente, de
modo que el regreso a Palestina requiere otra buena dosis de prudencia y de audacia.
«Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación. Nuestra vida
parece a veces que está en manos de fuerzas superiores, pero el evangelio nos dice que
Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la
misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que sabía transformar un problema en
una oportunidad, anteponiendo siempre la confianza en la Providencia» (Patris corde 5).
José no cede a la tentación de dejar que una amenaza real –representada por Arquelao-
bloquee la realización del proyecto de Dios, aun cuando este le haya sido comunicado en
medio de la confusión de los sueños. Su «valentía creativa» le permite «transformar un
problema en una oportunidad». Lejos de negar el peligro, José lo identifica, otorga al
miedo el lugar que le corresponde sin darle permiso para conquistar todo el espacio y
paralizar el futuro que se abre ante él.
El miedo es una de las emociones básicas de todo ser humano, compartida también por el
resto los mamíferos. Aunque provoca sensaciones desagradables, en sí mismo el miedo
no es negativo: al ponernos en guardia frente a riesgos existentes, nos ayuda a sobrevivir.
Solo se convierte en un problema cuando lo gestionamos mal, concediéndole el poder de
dominar nuestros pensamientos y nuestras acciones.
decisiones concretas que vamos tomando y que estructuran nuestra vida. El miedo a
perder seguridades o a embarcarnos en aventuras inciertas puede frustrar el crecimiento
de lo más genuino que hay en nosotros, de aquello que nuestro corazón anhela en verdad.
Si creemos que la voluntad de Dios se expresa en los deseos auténticos, el miedo puede
llegarnos a impedir que vivamos según el sueño de Dios.
José ha debido de experimentar muchas veces esta emoción tan humana que es el miedo.
No sabemos cómo lo manejó subjetivamente pero sí nos constan las acciones que realizó:
cuando se entera de que un hijo de Herodes reina en Judea, no decide quedarse en Egipto
temiendo que el nuevo soberano encuentre a Jesús, pero tampoco actúa con temeridad
regresando a Judea y exponiendo a su familia inútilmente al peligro. En lugar de
replegarse en el miedo, José escucha el mensaje que este le trae y lo aprovecha para iniciar
el proceso de una realización nueva, quizá diferente de aquello que había planeado: «fue
a vivir a una ciudad llamada Nazaret». Recordemos que el evangelista Mateo ignora el
episodio de la anunciación a María y el viaje desde Nazaret a Belén con motivo del censo.
«Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino
que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar» (Patris corde 5).
La confianza de Dios en nosotros funda la nuestra, nos habilita a apoyarnos en Él y
también a buscar, en nosotros y entre nosotros, aquellos recursos que pueden ayudarnos
a despejar ciertos horizontes complicados. No es descabellado imaginar que José hablaría
con María, que juntos decidirían cuál era el mejor camino y que juntos también asumirían
la responsabilidad y el riesgo de equivocarse.
De la ausencia al encuentro
«Cuando (Jesús) tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y,
al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus
padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y
le buscaban entre los parientes y conocidos; al no encontrarle, se volvieron a
Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el
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El texto bíblico está cuajado de experiencias de pérdidas que dan buena cuenta del lugar
que ocupa la ausencia en la vida espiritual. «En mi lecho, por las noches, he buscado al
amor de mi alma. Le busqué y no le hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por
las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma» (Ct 3,1-2). «El primer día de la semana
va María Magdalena de madrugada al sepulcro, cuando todavía estaba oscuro. (…) Se
han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,1.13).
José vive la experiencia de perder a Jesús. Lucas afirma que, durante tres días, él y María
le buscaban «angustiados». En el momento en que se produce esta escena, Jesús tiene ya
doce años y nada deja entrever que en su existencia ocurran acontecimientos
extraordinarios: crece, progresa, aprende… José ha ido amando cada vez más a este Niño
que se desarrolla como todos los niños de Nazaret, y quizá esté disfrutando por fin la
calma relativa de llevar una vida normal en el seno de la familia y de la comunidad.
Probablemente le estará enseñando ya su propio oficio y le prepare para comenzar a
cumplir todos los preceptos de la ley cuando cumpla trece años.
El episodio del templo marca un nuevo dolor para José, no solo porque él y María pierden
físicamente de vista a Jesús durante tres días sino también porque el hijo que van a
encontrar sentado entre los doctores ya no es exactamente el mismo que salió con ellos
de Nazaret. En Jerusalén, Jesús vive una experiencia particular que le hace progresar en
la revelación de su identidad. Ello no significa que en este momento Jesús adquiera una
conciencia plena de su filiación divina y de su misión, lo cual negaría su humanidad
verdadera; los seres humanos –y Jesús lo es- vamos descubriendo nuestra identidad
progresivamente, sin llegar jamás a aprehender del todo nuestro propio misterio.
Jesús intentará, sin éxito, explicar a María y a José lo que le está viviendo: «Él les dijo:
"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" Pero
ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2,49-50). Los padres de Jesús se ven
de repente excluidos de una intimidad especialísima –la de Jesús y su Abbá- de la que
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ellos no participan explícitamente. Esta nueva forma de ausencia resulta quizá incluso
más dolorosa que la primera: al niño perdido, pueden encontrarle por sus propios medios,
pero este Niño que empiezan a perder se lleva con Él las pocas certezas y expectativas
que ellos han podido forjarse hasta ahora.
Igual que María Magdalena a los pies del Resucitado, José y María son llamados a no
retener a este Jesús que emprende su vida adulta. Pero Jesús, en lugar de decirles que no
le toquen, «bajó con ellos, y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos» (Lc 2,51). Jesús sigue
descubriendo durante muchos años «las cosas de su Padre» sumidas en la banalidad de
Nazaret. José le ve convertirse en artesano como él, aunque su memoria ha registrado
ciertos indicios que le permiten pensar que su destino no será el mismo de todos los chicos
del pueblo. José tiene que hacer un nuevo proceso desde la ausencia desconcertante que
genera el crecimiento de Jesús, este hijo cuyo misterio le desborda, hacia el gozo profundo
del encuentro creyente.
Tal vez José cierre muchas veces los ojos para contemplar en el fondo de su corazón los
capítulos de la historia de Jesús que han vivido juntos, esa historia que se va escribiendo
tan despacio, y para recordar la voz confusa que le habló ya hace mucho tiempo en sueños.
Cuando abra los ojos, José intuirá quizá con alegría y con asombro al Hijo de Dios en el
hijo de María, al Verbo hecho Nazareno.
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MILAGROS
En Nazaret, María y José se alimentan de la fe. Conviviendo día a día con Jesús, cuya
existencia discurre por los cauces corrientes de todos sus contemporáneos, no ven en Él
ningún portento que venga a confirmar los mensajes recibidos antes de su nacimiento.
María y José creen a fondo perdido, y esta confianza depositada sin condiciones en el
Dios de Israel les conduce a abordar con hondura los largos años oscuros de Jesús.
Juan, en el cuarto evangelio, relata siete milagros de Jesús, que él denomina «signos». Si
nos detenemos a contemplar la figura de José a la luz de la Escritura, podremos descubrir
en él también siete signos, siete señales que apuntan a una manera concreta de afrontar la
vida cotidiana, desbordando todos los límites y todas las previsiones. Pero antes de
adentrarnos en estos «siete milagros de José», conviene aclarar lo que entendemos por
milagro.
Como consecuencia, un milagro es sobre todo una buena noticia, un anuncio de que Dios
se hace cargo de la realidad y viene a salvarla. Podríamos decir, en definitiva, que un
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milagro provoca un ensanchamiento en la realidad para que esta llegue más lejos de donde
podría llegar por sí misma.
La referencia de todo milagro es Jesús: Él mismo (su persona, sus palabras, sus acciones)
es la intervención definitiva de Dios en la historia. Toda su vida es anuncio del Reino que
llega, desde el primer instante de su concepción, pasando por los largos años de vida
ordinaria en Nazaret y de predicación por los caminos de Galilea, hasta los
acontecimientos pascuales. Jesús es «el milagro del Padre», Él nos muestra con toda
plenitud quién es Dios. Por lo tanto, cualquier otro milagro tendrá que hacer referencia
directa a Jesús y al evangelio.
¿Podemos entonces hablar con propiedad de «los milagros de José», si tenemos en cuenta
que los evangelistas no relatan ningún prodigio realizado por él? El Papa Francisco no se
plantea esta pregunta sorprendente pero se atreve a ir aún mucho más lejos: «José era el
hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención.
Él era el verdadero "milagro" con el que Dios salvó al Niño y a su madre» (Patris corde
5). De la mano del Papa, contemplemos «siete milagros» de José.
Escuchar
Mateo relata cuatro sueños de José: la anunciación, la huida a Egipto, el regreso a Israel
y la instalación en Galilea; por lo demás, ninguno de los evangelistas dice que José se
comunicara directamente con Dios. A través de los sueños, Mateo inserta a José en la
línea de los patriarcas y de los profetas, todos ellos grandes interlocutores de Dios a lo
largo de la historia de la salvación.
Este lenguaje de los sueños no es nuevo en los relatos bíblicos. Abrahán recibe «en un
profundo sopor» la promesa de la alianza (cf. Gn 15,12-16). Dormido en Betel, Jacob
escucha de Yavé la promesa de la tierra y de la descendencia (cf Gn 28,10-19). Jeremías
(31,23-26) relata otro sueño: «¡Dios te bendiga, Jerusalén! ¡Ciudad elegida por Dios!
¡Dios te bendiga, templo de Dios, pues en ti habita la justicia! Allí vivirán todos los que
ahora viven en las ciudades de Judá, junto con los campesinos y los pastores de ovejas. A
los que tengan hambre les daré de comer, y a los que tengan sed les daré de beber.
Entonces me desperté y vi que mi sueño era sabroso para mí».
Mateo no dice que José respondiera con palabras al ángel de Dios. José responde con sus
acciones, con sus decisiones. Su escucha es una escucha activa y responsable, que se
traduce en la capacidad de dejarse desplazar en sus planes, de ir a lugares que no hubiera
elegido y de hacerse cargo de situaciones completamente imprevistas.
Creer
Los sueños se terminan y la vida sigue. Imaginemos cómo tuvo José que frotarse los ojos
para saber si lo que había soñado era cierto. Imaginemos cómo vibraba su corazón delante
de la palabra que le había sido dirigida... Al despertarse, José «creyó» que el diálogo con
el ángel de Dios había sido real, y que debía ponerse en marcha para cumplir la misión
recibida.
A veces pensamos que creer equivale a profesar una serie de ritos, como ir a la iglesia o
recitar oraciones. Sin duda, esos actos y muchos otros son expresiones de la fe y la
alimentan, pero creer va mucho más allá.
La fe es una fuerza que moviliza a la persona entera. No afecta solo a una zona de nuestro
ser (la cabeza, las ideas, la sensibilidad, la voluntad, los actos) ni a una parte de nuestro
tiempo. No se puede ser solo creyente de domingo, cuando vamos a misa, o creyente de
voluntariado, cuando vamos a hacer algo por los demás, o creyente intimista, cuando
rezamos en privado nuestras oraciones.
José entiende que creer es actuar: «La fe sin obras es fe muerta» (St 2,26). José «hizo
como el ángel del Señor le había mandado y tomó consigo a su mujer» (Mt 1,24). Primero,
José escucha; a continuación da una respuesta creyente, comprometida, concreta: hace lo
que se le manda, ejecuta la misión que se le confía. José no se inventa su misión, no
negocia con Dios; realiza fielmente, concretamente, el encargo que recibe, aunque sabe
que le va a complicar la vida. Asume el cambio de planes, permite que a partir de ahora
las riendas de su vida las lleven otros, se deja guiar por el murmullo de su corazón, se
entrega al proyecto de Dios sin cálculos y sin regateos.
Confiar
Sin embargo, generalmente nuestra confianza está herida. No solo porque llevamos en
nosotros las marcas de ciertas experiencias negativas vividas en la infancia, sino también
porque en las relaciones adultas atravesamos decepciones y desencuentros. Creíamos que
tal persona era un verdadero amigo... y justo cuando más le necesitábamos nos damos
cuenta de que no podemos contar con él. Nos parecía que estábamos bien considerados
en el trabajo... y de un día para otro nos dan el despido o la jubilación anticipada. Quien
más y quien menos ha vivido escenas semejantes, que forman parte normal de la vida.
Ante estas experiencias dolorosas, que hieren nuestra confianza, podemos endurecernos
y hacer callo para evitar ser agredidos nuevamente. La auto-protección es la reacción más
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Y aquí vuelve José con una palabra que decirnos, o mejor, con una actitud que mostrarnos,
pues una imagen vale más que mil palabras. José escucha a Dios y se apoya
completamente en Él, deja que su estabilidad repose sobre una voz que ha oído en sueños.
¡Qué inseguridad! Porque ha escuchado verdaderamente, porque ha creído, José pone
toda su confianza en el Señor con la certeza de que no será abandonado.
José es maestro de confianza porque no solo se fía de Dios, sino también de María. A
Dios rogando, y con el mazo dando, dice nuestro refranero castellano. En el fondo, una
confianza en Dios que no dé pasos hacia la confianza en los demás, parece sospechosa.
José se fía de María apoyándose en la palabra del ángel y también en la de María. ¡Qué
palabras tan inciertas! La del ángel, una palabra recibida en sueños. La de María, una
palabra femenina sin ningún peso en la sociedad judía, ya que una mujer no podía
testificar en un juicio. José toma impulso en estas dos palabras frágiles y confía
radicalmente, incondicionalmente.
El segundo efecto milagroso de la confianza de José es permitir que Dios pueda realizar
sus proyectos con holgura, gracias al regalo de un padre humano para su Hijo. José se
convierte en padre legal de Jesús, una figura esencial en el mundo judío. A través de José,
Jesús encuentra su lugar en la comunidad israelita, recibe la educación en la fe, adquiere
un oficio para ganarse la vida. Pero además José, como padre, encarna para Jesús durante
sus primeros años el rostro de su Padre celestial: la expresión «abbá», tan querida para
Jesús, se la enseñaría María para dirigirse a José. José representa también el modelo de
identificación masculina de Jesús: de tal palo tal astilla... Si el Jesús de la vida pública es
un varón que valora a las mujeres y que se relaciona con todos, podemos pensar que José,
su modelo de infancia y juventud, debía de ser parecido.
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Recomenzar
Entre las representaciones tradicionales de José, hay ciertas imágenes que le presentan en
camino: la llegada a Belén, la huida a Egipto, el regreso a Nazaret. Estas escenas nos
hablan de un cuarto milagro de José, el milagro de comenzar siempre de nuevo.
En la vida nos vamos cansando. Cuando somos jóvenes, creemos que vamos a comernos
el mundo, y esto es maravilloso porque gracias a esta energía podemos entregarnos
enteramente a una causa que nos apasiona. Pero el tiempo de los grandes ideales no dura
siempre, y poco a poco vamos bajando las revoluciones. A veces es una frustración o un
desencanto, que nos dice que no vale la pena seguir apostando por una relación. Otras
veces es el desgaste mismo de lo cotidiano, la necesidad creciente de tranquilidad y
sosiego. Sin apenas darnos cuenta, nos vamos instalando en nuestra zona de confort y
cada vez nos resulta más difícil estar disponibles para responder con ligereza a lo que
llegue.
José vive esta experiencia tan humana en primera persona. Su vida, como lo será más
tarde la vida de Jesús, no es lineal, sino plagada de curvas, de idas y vueltas. ¡Como la
nuestra! La primera gran sacudida de José es la noticia de que María está embarazada.
Esto le obliga a construir otros planes de futuro, haciéndose cargo de un hijo que no es
suyo, pero como si lo fuera. Qué espíritu tan grande, tan generoso, el de José.
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Pero con este desbaratamiento de planes la historia no ha hecho más que comenzar. Poco
después de hacerse a la idea y de acoger a María en su casa, le toca ponerse en camino
hacia Belén para cumplir con una obligación ciudadana: el censo. Todos iban, José
también, llevando consigo a una mujer en el último estadio de embarazo. La fe y la
confianza no evitan la angustia: imaginemos la preocupación de José, su inquietud por si
el parto se adelanta o se complica a lo largo de una ruta de más de 150 kms a pie.
Después de que el Niño nace bien, y una vez cumplidos los trámites del censo, José recibe
–otra vez en sueños- un aviso del ángel para que huyan a Egipto porque Herodes busca al
Niño para matarle. Egipto no era la puerta de al lado. Nuevamente, José tiene que cambiar
de planes, salvar la piel de Jesús y de María, asumir la emigración, buscar la manera de
llegar a su destino y encontrar la forma de sobrevivir allí en una tierra desconocida.
Y a continuación, nuevo cambio de dirección: el ángel le dice que vuelva a Israel. Y José
toma al Niño y a su madre y se pone otra vez en camino, dispuesto a rehacer la vida en
su patria. José pudo haberse cansado, pudo haber dicho: «una vez vale, dos también, pero
tres o cuatro ¡ya son demasiadas! ¡nos quedamos en Egipto!» Y sin embargo, él escucha,
cree, confía, y en esa confianza encuentra la fuerza para volver a comenzar.
José recibe un encargo único en la historia de la salvación: sacar adelante al Hijo de Dios.
Es una responsabilidad tremenda la que cae de repente sobre las espaldas de José, para
asustar a cualquiera. No sabemos cómo vivió José esta misión, ni qué preguntas se haría
con el paso de los años, a medida que Jesús crecía y que no ocurría nada especial.
Hay sin embargo una pista que podemos seguir, la que nos deja Lucas en el relato de la
subida a Jerusalén cuando Jesús alcanzó llegó a la pubertad. A los trece años, el varón
judío alcanzaba la mayoría de edad legal, por lo tanto a los doce Jesús ya se estaba
preparando para ello. María y José, suponemos que le habían cuidado muy bien hasta
entonces. Pero ese día, a la vuelta de la peregrinación, lo pierden de vista. Recordemos
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que se trataba de una caravana en la que iban los parientes y los amigos del pueblo. A los
doce años, a Jesús le dejaban ya suficiente autonomía para que anduviera solo entre unos
y otros; sus padres confiaban en él, le cuidaban sin acapararle, no eran posesivos.
Podríamos sospechar en secreto que José y María «se pasan de confiados», que se
muestran incluso un poco irresponsables. Sin embargo, ¿cómo permitir a un adolescente
que haga sus propias experiencias si pretendemos evitarle todos los peligros? José asume
el riesgo, y esto le va a provocar un susto enorme.
José permite que Jesús crezca «en estatura, en sabiduría y en gracia», como dice Lucas.
No le obliga a ir más deprisa de lo que puede, no le impone un modelo, pero tampoco le
frena en sus descubrimientos ni en sus búsquedas. José permite a Jesús conquistar poco a
poco su autonomía, hacer las experiencias humanas y espirituales que van a ir forjando
poco a poco su humanidad verdadera. José es un modelo de identificación para Jesús,
pero no pretende que Jesús se convierta en un calco de sí mismo: le deja ser, buscar y
expresarse, le acompaña en su crecimiento dejándole libre, no se apropia de él.
La tarea de educar resulta muy compleja y muy ardua. Es difícil dejar a cada uno ser él
mismo y seguir su camino, incluso cometer sus propios errores. Tendemos a conducir a
los demás hacia donde nos parece que tienen que ir porque será más conveniente para
ellos. En otro plano, ¡cómo nos cuesta cuidar de lo que se nos confía sin hacernos dueños
y señores! Cuántos celos y rencillas en cualquier grupo humano por querer apropiarnos
de las tareas, cuántas rigideces e incomprensiones.
José, con su manera de educar a Jesús, nos inspira una forma de cuidar de las personas,
de acompañar y de realizar tareas, poniendo por delante el bien del otro y su crecimiento,
mucho antes de nuestra seguridad personal y de nuestra satisfacción.
Cuando María y José encuentran por fin a Jesús, sentado en medio de los doctores y
discutiendo con ellos, la que toma la palabra es María, una mujer. Esta escena es
sorprendente. En el mundo judío antiguo, una mujer no tenía derecho a hablar en público,
menos aún en presencia de su marido, que representa la autoridad familiar. José deja que
María tome la iniciativa, no la reprende, no le quita la palabra. Tampoco reacciona como
humillado en su virilidad ni en su autoridad: él sabe quién es y cuál es su lugar, lo asume
serenamente sin intentar ocupar otra plaza que no es la suya.
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Pasamos la mayor parte de nuestra vida en este tercer lugar, ¡y a veces cómo nos
rebelamos! Nos da rabia que los demás no nos tengan suficientemente en cuenta. Nos
molesta que nadie se fije en lo que hacemos con tanto esfuerzo. Nos duele que no
reconozcan bastante nuestro trabajo ni nuestras buenas obras. Nos sentimos humillados
cuando otro más joven, o más formado, o más simpático nos adelanta por la derecha.
José nos muestra que una persona que vale mucho es aquella que sabe reconocer el valor
de los demás. Asumir de esta manera el tercer puesto, como José, nos permite cruzar la
vida con anchura, sin sucumbir a la tentación de sentir como una amenaza la presencia de
los otros.
Partir sigilosamente
Los evangelios apócrifos han intentado cubrir el vacío de noticias en torno a Jesús y su
familia. Uno de estos relatos es la Historia de José el Carpintero, un texto copto
compuesto entre los siglos VI-VII en el que Jesús narra en primera persona la vida y la
muerte de José. Según este relato, José vivió 111 años y murió en compañía de María y
de Jesús. A partir de esta narración se ha desarrollado una rica iconografía sobre la muerte
de José, que en realidad no tiene ninguna base bíblica. Esta historia ha permitido también
componer la imagen de José como protector de los agonizantes: él, que en el momento de
su propia muerte estuvo acompañado por Aquel que es la Vida, sabrá sin duda ayudar a
los creyentes a dar el gran paso final.
Más allá de estos detalles apócrifos, lo que resulta verdaderamente apasionante, y hasta
milagroso, es el hecho de que José marque la historia y se retire de ella de la misma
manera que ha vivido: sin hacer ruido, sin dejar huellas, sigilosamente. José nos muestra
que para ser un gran creyente, una pieza clave en la historia de la salvación, no es preciso
ganarse una condecoración en el guiness de los récords, ni realizar hazañas, ni morir de
una manera particularmente gloriosa. Lo único necesario es vivir día a día con
profundidad: escuchar, creer, confiar, empezar una y otra vez, cuidar sin apropiarse,
ocupar sencillamente el tercer puesto... y luego partir sin barullo.
Viviendo de este modo, José apunta a nuestra verdadera realidad como criaturas. En el
fondo, y por mucho que nos creamos algunas veces, no somos más que «siervos inútiles»
en la obra de Dios, instrumentos en sus manos, siempre necesarios y nunca
imprescindibles.
Vivir así, cruzar así la vida, es una verdadera gracia para uno mismo y para las personas
que nos rodean. En un mundo donde todo nos invita a replegarnos en nuestro propio
interés, a brillar y a sobresalir, vivir como José, «pasar oscuro sobre la tierra, como un
viajero en la noche»… ¿no será un verdadero milagro?