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Taller - El Hombre de La Esquina Rosada - Borges

Este documento narra un encuentro entre Francisco Real, apodado "el Corralero", y Rosendo Juárez, apodado "el Pegador", en un salón de baile en Villa Santa Rita. El Corralero llega desafiando a cualquiera a enfrentarlo, buscando a alguien que sea considerado un verdadero hombre. Aunque Rosendo es conocido como un hombre temible, se niega a enfrentar a el Corralero. Finalmente, la esposa de Rosendo, llamada la Lujanera, le entrega un cuchillo a Rosend

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Taller - El Hombre de La Esquina Rosada - Borges

Este documento narra un encuentro entre Francisco Real, apodado "el Corralero", y Rosendo Juárez, apodado "el Pegador", en un salón de baile en Villa Santa Rita. El Corralero llega desafiando a cualquiera a enfrentarlo, buscando a alguien que sea considerado un verdadero hombre. Aunque Rosendo es conocido como un hombre temible, se niega a enfrentar a el Corralero. Finalmente, la esposa de Rosendo, llamada la Lujanera, le entrega un cuchillo a Rosend

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Talleres, actividades y evaluaciones

JORGE LUIS BORGES punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron


(1899–1986) trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras
cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas,
HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA (1936) se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía
espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera
A Enrique Amorim lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y
ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás.
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con
y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo
el Norte, por esos lados de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba estas cosas:
de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche
que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a —Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco
dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices
ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre.
nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay
fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el
los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo
Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las que es un hombre de coraje y de vista.
prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas
también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía
chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga.
mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los
modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego
condición de Rosendo. que tocaba el violín, acataba ese rumbo.

Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de
un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más
hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó
entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se
y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si
que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el el juego no era limpio.
medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar
y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El
primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar
Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del
era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él
Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La
mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la
Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió
que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con
pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba estas palabras:
lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en
ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba —Rosendo, creo que lo estarás precisando.
sueño.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como
palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo
trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un
Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la frío.
intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos
perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión —De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la
estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y
pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la
trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la —Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como
puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y
una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió
hombre era parecido a la voz. como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin
ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto,
fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como —¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango,
esquinada. como si los perdiera el tango.

Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna
jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura
sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la
sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en
afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran
un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de
saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la
siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como
como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un
Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del
forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése barrio.
planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más
de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a
Juan Diego Medina Pérez
Licenciado en Lengua Castellana
Magíster en Historia
Talleres, actividades y evaluaciones

—Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al


pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el —Lo mató la mujer.
del Maldonado; no lo volví a ver más.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado,
basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos.
callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de Dije como con sorna:
esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a
salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, —Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni que
boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto corazón va a tener para clavar una puñalada?
más aporriao, más obligación de ser guapo.
Añadí, medio desganado de guapo:
¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, —¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en
y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan
estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae
forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían
dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el El cuero no le pidió biaba a ninguno.
hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas,
porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la
lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no
cualesquier cuneta. buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el
muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta
los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para
demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un
música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un
Norte, no decían esta boca es mía. envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no
sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió. mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el
apuro para salir.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya
conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio
de alguien, diciéndole: animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya
no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay
—Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos
empezara a desesperarse. no se dejaban divisar tan temprano.

—¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! —se abrió en Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras.
eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que
si viniera arreándola alguno. me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar
el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al
—La está mandando un ánima —dijo el Inglés. sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como
nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era
como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como
antes, dio unos pasos marcados —alto, sin ver— y se fue al suelo de
una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de ACTIVIDADES
espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo
ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el
pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes 1. Identifique el tipo de narrador.
no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las 2. Describa física y psicológicamente a los personajes
mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para principales.
esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. 3. Enumere las acciones principales del relato.
Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo 4. Describa el espacio en donde se desarrollan los hechos.
que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso 5. Determine el tiempo histórico y el tiempo literario.
cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere 6. Plantee el inicio, el nudo y el desenlace.
esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. 7. Explique y demuestre por qué este texto es una narración
¿Quién le iba a creer? literaria.
8. ¿Quién pudo haber sido el asesino del forastero?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había 9. ¿A qué movimiento literario pertenece este cuento?
temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. 10. ¿Cuáles son los temas abordados por el autor?
Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio
Ia vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la
cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y
no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le
puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió
abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir
y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los
difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces,
dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le
perdí el odio.

—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del
montón, y otra, pensativa también:

—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.

Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos


a un tiempo la repitieron juerte después.
Juan Diego Medina Pérez
Licenciado en Lengua Castellana
Magíster en Historia

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